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Translation research and interpreting research traditions, gaps and synergies
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fo sjtitid o s / artes visuales

AdrianÁ Hidalgo editora

Éric Michaud es director de estudios en la École des hautes études en sciences sociales (EHESS), Pan's. Ha publicado Théâtre au Bauhaus, 1919-1929(1978), Théâtre et abstrac­ tion (L ’espace du Bauhaus), traducción y edición crítica de textos de Oskar Schlemmer (1978); Hypnoses (en colaboración con Mikkel Borch-Jacobsen y Jean-Luc Nancy, 1984), La fin du salutpar l ’image (1992) e Histoire de l’art, une discipline à sesfrontières (2005).

I

La estética nazi ofrece un exhaustivo recorrido por el interior del mito del nacional-socialismo; examina sus metáforas y da cuenta de su estructura. Según Eric Michaud, ese mito apeló a dos grandes modelos: el arte y el cristianismo. El propio Hitler se presentaba como el “Cristo alemán” y como el “artista de Alemania” y asimilaba el trabajo a la actividad artística con la expresión “trabajo creador”. Michaud busca establecer el lugar que ocuparon ciertas consideraciones estéticas en el dogma nazi, como por ejemplo el marcado apego al clasicismo. Aquí se analizan ideas como la condición de artista del Führer, la visibilidad del genio y su reproducción, las imágenes de la temporalidad nazi, el estatuto de la experiencia vivida en el ámbito de la pintura, las intersec­ ciones entre artistas, trabajadores y soldados, la incidencia doctrinaria - y sus conflictivas relaciones- de figuras como las de Gottfried Benn y Richard Wagner, entre otras. A lo que apuntaba el nazismo en cada uno de los dos mode­ los del arte y del cristianismo, era al proceso capaz de conducir de la Idea a la form a. La Idea debía realizarse en la form a y la intención debía ser conservada en su pureza máxima hasta la etapa de la realización final. La Idea era comprendida como sueño o como visión de felicidad, y es por eso que el proceso de su realización era garantía de felicidad futura. Para dar consistencia al mito de la superioridad aria susten­ tada por el nazismo, la combinación entre el “trabajo creador” y sus “resultados” permitirían definir los contornos de una raza, libre de la mezcla con las demás. La fe en el mito se apoyaba en una doble operación sobre el tiempo histórico: la rememoración de los éxitos pasados y la anticipación de los éxitos futuros. La doctrina nazi postulaba un arte de la eternidad, que lograra reunir las dimensiones temporales en una religión del éxito y del resultado “ario”.

Éric Michaud

La estética nazi Un arte de la eternidad La imagen y el tiempo en el nacional-socialismo

Traducción de Antonio Oviedo

1 Adriana Hidalgo editora

Michaud, Eric La estética nazi - l a ed. Buenos Aires : Adriana Hidalgo Editora, 2009. 402 p. ; 22x14 cm. Traducido por: Antonio Oviedo IS B N 978-987-1556-16-8 1. Historia del Arte Alemán. 2. Ensayo. I. Antonio Oviedo, trad. II. Título C D D 709.431

los sentidos l artes visuales Título original: Un art de Tetemité. L’image et le temps du national-socialisme Traducción de Antonio Oviedo Editor: Fabián Lebenglik Maqueta original: Eduardo Stupía Diseño: Gabriela Di Giuseppe la edición en Argentina: septiembre de 2009 la edición en España: septiembre de 2009 © Éditions Gallimard, 1996 © Adriana Hidalgo editora S.A., 2009 Córdoba 8 3 6 -P. 1 3 -O f. 1301 (1054) Buenos Aires e-mail: [email protected] www.adrianahidalgo.com ISBN Argentina: 978-987-1556-16-8 ISBN España: 978-84-937370-3-0 Impreso en Argentina Printed in Argentina Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723 Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados. Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’Aide à la Publication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien du Ministère français des Affaires Etrangères et du Service de Cooperation et dAction Culturelle de l’Ambassade de France en Argentine. Esta obra, beneficiada con la ayuda del Ministerio francés de Asuntos Extranjeros y del Servicio de Cooperación y Acción Cultural de la Embajada de Francia en la Argentina, se edita en el marco del programa de ayuda a la publicación Victoria Ocampo.

A Sophie

A g r a d e c im ie n t o s

Agradezco a todos los que, por su ayuda, por una escucha amistosa y sus preciosas observaciones, han alentado este trabajo. Todo mi reconocimiento se dirige en especial a Pierre Ayçoberry, Fritz Breithaupt, Werner Hamacher, François Hartog, Pierre Hauger, Jean-Claude Lebensztejn, Michel Monheit, Jean-Louis Schefer, Zeev Sternhell, Jérôme Thélot y Armand Zaloszyc.

P o sic io n e s

Este ensayo no pretende volver a trazar la historia del nazismo. Tampoco es una historia del arte producido bajo el Tercer Reich. El lector no hallará aquí desarrollada la sucesión de aconteci­ mientos que marcaron la vida cultural de la Alemania nacional­ socialista, ni una elección equilibrada de imágenes que reflejen las obras producidas en las diversas ramas de las bellas artes por los artistas que sostuvieron o toleraron el régimen. Ni encon­ trará ejemplos de la oposición o de la resistencia de los artistas a Hitler. Quise más bien efectuar una suerte de recorrido por el inte­ rior del mito nazi, siguiendo las metáforas y sacando a la luz una estructura. Al mismo tiempo que el reconocimiento de puntos de contacto por los cuales ese mito pudo conectarse tanto con la historia pasada como con la “realidad no alemana” que le era contemporánea, querría mostrar la necesidad siempre actual de “desgermanizar” el nazismo, el cual no ha cesado de autopresentarse como un fenómeno específicamente alemán, capaz de asegurar la identidad del pueblo alemán. Durante el invierno de 1945-1946, Karl Jaspers dedica un curso a la situación espiritual de Alemania luego de la derrota militar y el hundimiento del ré­ gimen nazi. Allí exponía por entonces esta certeza: “Es en Alema­ nia que se produce el estallido de todo lo que ya estaba en trance de desarrollarse en todo el mundo occidental bajo la forma de una crisis del espíritu, de la fe”. Esto no disminuía la culpa de los alemanes, pues era “aquí en Alemania y no en otra parte” que el estallido había ocurrido”. “Sin embargo, agregaba, eso nos libra del aislamiento absoluto. Es una enseñanza para los otros. Dicha situación concierne a cada uno”.1 Lionel Richard lo recordaba a su manera: “El nazismo no pertenece solo a los alemanes”.2 9

Es por eso que no creí necesario insistir sobre los orígenes ale­ manes del nazismo y de su arte, y prolongar así la lista impresio­ nante de los trabajos que demuestran por qué fue “en Alemania y no en otro lugar” donde el nazismo había surgido. Haciendo valer la “continuidad” del fenómeno nazi respecto del pasado alemán, o aun el Sonderweg (camino singular) que habría toma­ do Alemania en la historia de las naciones europeas, estas tesis, erróneas aunque pocas, refuerzan pese a todo los asertos de la ideología que ellas pretenden combatir. Desde el momento de su aparición, no se ha cesado de subra­ yar la escasa originalidad de las ideas del nazismo y de Hitler en particular; una parte importante de los trabajos que le han sido consagrados han mostrado cuánto, por el contrario, se enraíza la multiplicidad de sus fuentes teóricas en un pasado europeo común. Pero de modo significativo, muy ocasionalmente se ha querido inferir de esa falta de originalidad un punto ciego del pensamiento cultural y político de toda Europa. De modo que a través del interés mismo del cual el nacional-socialismo sigue siendo el objeto, un tabú permanece en el corazón de nuestro sistema “democrático” que se complace en ver en el nazismo y en su jefe la encarnación del mal felizmente derrotado. Parece que una parte de ese tabú reside en los lazos por los cuales perma­ necemos, lo querramos o no, atados a lo que fue el corazón del mito nacional-socialista: la asimilación del trabajo a la actividad artística, reunidos en el concepto de un “trabajo creador” del cual el nazismo esperaba los mejores “resultados” (Leistungen)* 1 —un lenguaje extrañamente familiar en la actualidad. Para intentar comprender la coherencia y la homogeneidad de su sistema autorreferencial, su poder de atracción también, es menester esbozar un relato analítico del mito tomando en serio su propia referencia constante a dos grandes modelos: el arte y el cristianismo. Entonces devenía secundaria la cuestión de saber si los nazis creían o no en su propio mito; lo importan­ te era primero que ellos estuvieran convencidos de su eficacia y 1 Los asteriscos remiten al Glosario de términos nazis al final de este libro (p. 387). 10

que actuaran en función de esta creencia en la performatividad del mito. aIdee und Gestalt” era la expresión genérica incluso en el título o en el subtítulo de un número incalculable de folletos o de libros de los ideólogos nazis. A lo que apuntaba en efecto el nacional­ socialismo en cada uno de los dos modelos del arte y del cristia­ nismo, era el proceso capaz de conducir de la Idea a la forma. Y era ese proceso, conducido bajo la dirección de un Führer que se presentaba a la vez como el Cristo alemán y como el artista de Alemania, lo que designaba la expresión de “trabajo creador” . Dirigido por un artista, ese trabajo estaba animado por el con­ cepto clásico del arte: la idea debía realizarse en la forma y, la in­ tención ser conservada en su pureza máxima hasta la etapa de la realización final. La Idea misma era allí comprendida como sueño o como visión de felicidad, y es por eso que el proceso de su rea­ lización era garantía de felicidad futura. El trabajo creador, como proceso de producción o de realización de la Idea, debía ser la alegre marcha de la “Comunidad de trabajo” hacia ella misma. Dirigida por el Cristo alemán, a la cabeza de la Comunidad mística de un pueblo puesto a trabajar, la realización de la Idea en la forma era el proceso por el cual el Espíritu del pueblo debía formar su propio cuerpo y encarnarse en él en toda su pureza. El nazismo fusionaba esos dos modelos del arte y del cristianismo por su performatividad ejemplar. Pero el mismo mito nazi era, se sabe, el de una raza “aria” que sería naturalmente superior al resto de la humanidad. Todavía fal­ taba dar consistencia a ese mito del pueblo elegido por la naturale­ za o por la Providencia, pero debilitado por la mezcla de razas. Por ello Hitler decía que “no se puede deducir de la raza la capacidad sino de la capacidad la raza”.3 Por consiguiente fueron el trabajo creador y sus Leistungen (resultados, realizaciones) los que darán al mito su consistencia, dibujando los contornos de la raza, separán­ dola de su fondo parásito para que aparezca al fin sin mezcla. Más el éxito parecía respaldar la verdad del mito, y más se desarrollaba la fe en ese mito y en su poder. Pero esta fe solo po­ día apoyarse en una doble operación sobre el tiempo histórico: la 11

rememoración de los éxitos pasados y la anticipación de los éxitos futuros. Reunir las tres dimensiones del tiempo en una religión del éxito y del resultado “ario”: tal fue la apuesta de este arte de la eternidad.4

12

I A

r t is t a y d ic t a d o r

La vida puede hacerse bella, buena y dichosa sólo en el plano del arte. Keyserling, La vida es un arte (1935)

La historia de la metáfora del príncipe artista está por escri­ birse. Esta historia sería sin duda la del lento proceso que lleva a la realización concreta de la metáfora, a su encarnación en su única figura posible, la del dictador artista. Aquí sólo intentaré el esbozo dirigido a restituir ese presupuesto de los discursos que, en el siglo XX, han hecho de esta figura una norma: la le­ gitimación del poder por el derecho divino sería substituida por el genio artístico. “El hombre de Estado también es un artista. Para él, el pue­ blo no es otra cosa que la piedra para el escultor. El Führer y la masa no plantea más problema que el pintor y el color.” Así se expresaba Michael, el héroe de la novela de Goebbels, durante los años veinte. Se presentaba como un “idealista” a cuyos ojos “los genios usan hombres”, no para ellos mismos sino con el solo fin de cumplir su tarea.1 Esta ocurrencia literaria de la me­ táfora se inscribía por cierto en una larga genealogía de fórmulas todas aproximadamente parecidas. En 1931, Combatepor Berlín la reformulaba de manera muy concisa: “La masa no es para no­ sotros más que material informe. Es por la mano de un artista que de la masa nace un pueblo y del pueblo una nación”.2 Pero fue a partir de que esos artistas hubieron conquistado el poder político que esta metáfora devino verdaderamente activa y pro­ dujo sus efectos sensibles en el pueblo entendido como masa. 13

La autoridad fundada sobre el arte Parece que hubiera sido reservado al siglo X X no solamente producir dictadores artistas sino sobre todo justificar normativa­ mente su existencia por una identificación de principio de la ac­ tividad política con la actividad artística. Lehmann-Haupt hizo observar3 justamente que el rol jugado por el arte en las dicta­ duras de ese siglo habría, sido de modo fundamental el mismo aunque sin la pasión propia de Hitler. Adelantándose, Valéry parecía haberle dado la razón: prologando en 1934 una obra sobre Salazar, postulaba que “toda política tiende a tratar a los hombres como cosas” . Podía, a la manera de una comprobación, agregar: “Hay algo del artista en el dictador, y de la estética en sus concepciones. Es necesario entonces que moldee y trabaje su material humano y lo vuelva disponible para sus deseos”.4 Es verdad que Proudhon, en 1848, había advertido contra “una revolución provocada por abogados, ejecutada por artistas, conducida por novelistas y poetas”, recordando que “Nerón fue artista, artista lírico y dramático, amante apasionado del ideal, adorador de lo antiguo. [...] Es por eso que fue Nerón” .5 Pero esta precaución de Proudhon se fundaba precisamente sobre el carácter de excepción del personaje y de sus crímenes en la his­ toria. A la inversa, durante la primera mitad del siglo XX, la identidad del hombre de Estado y del artista adquiría valor de norma. A pesar de su hostilidad de principio a todo régimen autoritario, Emil Ludwig, alegando sus Entrevistas con Mussolini, no pretendía sólo brindar un cierto saber sobre la persona del dictador italiano; también quería aportar “una contribución ge­ neral al conocimiento del hombre de acción y mostrar, una vez más, los lazos de parentesco que existen entre el poeta y el hom­ bre de Estado” .6 En cuanto al mismo Mussolini, al inaugurar en 1922 una exposición del grupo Novecento, afirmó “hablar como artista entre los artistas, pues la política trabaja sobre todo el más difícil y el más duro de los materiales, el hombre” .7 La retórica fascista ya lo había llamado el “escultor de la nación ita­ liana”, cuando le confía a Emil Ludwig la ambivalencia de su 14

sentimiento de artista respecto de su material: “Cuando siento la masa en mis manos, [...] o bien cuando me mezclo con ella y ella casi me abruma, me siento una parte de esa masa. Al mismo tiempo, sin embargo, persiste un fondo de rechazo como el que siente el artista contra la materia que trabaja. ¿No rompe a veces con rabia el escultor su mármol porque no logra con sus manos la forma exacta de su primera visión? En el caso que nos ocupa incluso ocurre que la materia se rebela contra el escultor. [...] Toda la cuestión consiste en dominar la masa como un artista” .8 Recordando que en República (IV/420), el filósofo rey de Platón “‘hace’ su ciudad como el escultor su estatua”, Hannah Arendt subrayaba que “la violencia, sin la cual no se haría nin­ guna fabricación, siempre jugó un rol importante en las doctri­ nas y sistemas políticos fundados sobre una interpretación de la acción en términos de fabricación [...]. Convencida de que el hombre sólo puede conocer lo que hace, fue necesaria la edad moderna para poner en evidencia la violencia inherente a todas las interpretaciones del dominio de los asuntos humanos como esfera de fabricación” .9 Y es verdad que la violencia de la fabri­ cación jamás fue comprendida de modo unívoco, sino ora justi­ ficada por su identificación con la violencia del Dios creador, y ora condenada en nombre de la violencia de la justicia divina. Cuando, en el momento más virulento del Terror, Robespie­ rre había apelado a la idea trascendente, que él quería “social y republicana”, del Ser supremo -una idea que consistiría en un “llamado continuo” a la justicia-, hacía la última tentativa por legitimar pero también por imitar una soberanía que ningún derecho divino podía sin embargo fundar. Es en este sentido que es preciso entender la oposición que hacía entre la esfera del arte, necesariamente dominada por la pasión, y la esfera de la “moral pública”, que por el contrario debía quedar exenta: “Para hacerse hábil en las artes no es necesario más que seguir sus pasiones, mientras que, para defender sus derechos y respetar­ los de los otros, es necesario vencerlos” .10 Sin embargo, de esa manera se veía constreñido a renovar el discurso del poder m o­ nárquico. Este último sabía muy bien que no podía fundar su 15

legitimidad sobre su humanidad sino sobre la naturaleza divina de su función, la única exenta de pasiones. Luis X IV le había recordado al delfín la tarea de los soberanos: “Ejerciendo aquí abajo una función integralmente divina, debemos parecer inca­ paces de agitaciones que pudieran revocarla”. Si el corazón no podía desmentir la debilidad de su naturaleza humana, agregaba el monarca, que al menos la razón oculte esas “vulgares emo­ ciones [...] tan pronto como ellas perjudiquen al bien público, para el que sólo nosotros hemos nacidos”,11 Mussolini, a la inversa, pronto seguido en esto por Hitler, se complacía en subrayar la pasión violenta que le inspiraba la masa como “material” . Según su visión era un trazo constitutivo de su genio político; se vanagloriaba de esta pasión que lo emparentaba con el artista y que se confundía ahora totalmente con el ejercicio del poder. Pero todavía sería necesario que esta masa se convir­ tiera para él en un objeto, que le hiciera frente y no que perma­ neciera como “un pedazo” en sí mismo, siempre amenazado de destrucción. Ello es así porque, cual un artista que habiéndose identificado con su objeto debe desprenderse de este para domi­ narlo y hacerlo obra, le sería indispensable vencer su sentimiento de pertenencia a la masa para que esta pueda al fin pertenecerle. En el caso de Hitler, dos imágenes surgidas en un lapso de 19 años describen bastante bien los dos momentos: de pertenen­ cia a la masa primero, luego de dominio de esa masa como un material. Una fotografía célebre y singular ¡fig. 1], tomada por Heinrich Hoffmann, su futuro fotógrafo oficial, mostraba por azar a Hitler en medio de la multitud que acude el 2 de agosto de 1914 a la Odeonplatz de Munich, festejando con entusiasmo la declaración de guerra. Nunca, bajo el Tercer Reich, dicha foto­ grafía fue publicada sin que un círculo blanco aislara de la com­ pacta masa a quien con el tiempo iba a convertirse en el Führer. Sólo una ampliación permitía reconocer el rostro eufórico del artista que vivía entonces de su pintura. No era más que apartán­ dolo, por así decirlo, del coro que la fotografía lo transformaba en héroe. Más tarde, el año del ascenso al poder, Garvens, un dibujante satírico de la revista Jugend, lo presentaba [fig. 2 ] como 16

D er A nb ruch e in e r n e u e n Z e it. B n e v ie lta u s e n d k ö p fig e M e n g e iïn g t a m ? . A u g u s t 1914 a u f d e m O d e o n s p ia ta t in M önchen „ D ie W ac h t a m R h ein ". M itten Im V o lk ste h f e in e r, d e n d e in e r kennt, d e s s e n W arnen a b e r z e h n J a h r e s p o f e r g a n t D e u iîrfifo n d k e n n en lern ftií A d o lí Htiler. „ S o , w ie w oh l fö r fe d e n D e u !*d iö rt, b e g a n n nun au ch (ör mich d i e u n ve rgeß lich ste u n d g r ö ß te Z o ll m e in e s Irdisch en t e b e n s “ , s ch reib t d e r F üh rer fn s e in e m h erO h m le« B o ko nnfnlib uch „ M e in K a m p f", D a s Sch idciut h äm m e rte in se in e m H e rz e n . A m nöchstort T a g e m e ld e te s id i H itler o h F reiw illiger z u e in e m b e ry e m d ie n R e g im e n t D an n l o g e r in d e n g r o ß e n K rie g, d e n e r b is t u lelne-m b ittere n E nde a U e in e r unter v ie m m h n 'b M illion en d u rc h k äm p fle

1. Hitler en la multitud ante la Fedherrnhalle, en Munich, durante la decla­ ración de guerra, 2 de agosto de 1914 (foto de H , Hoffmann).

2. Garvens: “El escultor de Alemania”, Jugend, 1933.

“Escultor de Alemania”: destrozando con un violento puñetazo la obra de un escultor judío que representaba una masa de hom­ bres presa de la discordia, Hitler, usando una bata de artista sobre su uniforme de militar, remodelaba la tierra para hacer surgir la espléndida figura de un único coloso. Ahora que era el amo, vol­ vía a darle a la masa la unanimidad y la dignidad de pueblo que había perdido desde 1918. Más aun que la metáfora de Mussolini, esos dibujos ilustra­ ban exactamente el propósito que Goebbels había muy reciente­ mente expresado en una carta abierta a Furtwängler: “Nosotros, que damos forma a la política alemana moderna, nos sentimos como artistas a los cuales ha sido confiada la alta responsabi­ lidad de formar, a partir de la masa bruta, la imagen sólida y plena del pueblo”.12 Pero antes de ser la simple ilustración de un enunciado ya promovido al rango de doctrina oficial, antes tam­ bién de ser la puesta en imagen del principio de unidad al cual se sometía el nuevo régimen ( “Ein reich, ein volk, ein Führer”), esos dibujos afirmaban primero que la violencia del artista había devenido en la virtud del hombre de Estado. Sin embargo, en ese registro de la ficción, la violencia del Führer artista no se ejercía sobre la persona del escultor judío sino sobre su obra: una multitud luchando contra sí misma, símbolo del “caos” del parlamentarismo que caracterizaba a los ojos del nazismo una República de Weimar dominada por los judíos. El “combate por el arte” del nacional-socialismo parecía entonces no tocar aquí más que la “figura” del pueblo o su representación, y dejar in­ demne al mismo pueblo. (Sin embargo, desde el tercer dibujo de la serie, la obra destruida y su autor desaparecen al mismo tiempo del campo de la imagen. Así estaba anticipada la suerte que en efecto el nazismo les reservaba.) Pero lo esencial de la demostración estaba claro: Hitler había logrado trasponer a la esfera política su convicción de artista de que “el arte es una misión sublime que obliga al fanatismo”.13 Sin duda Valéry había reconocido la parte del artista en el dictador: la propensión a violentar a su material humano para moldearlo según sus deseos. Pero le era más difícil reconocer lo 19

que hay del dictador en el artista. Pues incluso si sabía que vivía en un tiempo donde “el intercambio de los sueños contra lo real y el intercambio de lo real contra los sueños [se hallaba] furiosamen­ te acelerado”,14 quería creer en la autonomía de la esfera del arte y que los juegos del espíritu no se dirigían más que al espíritu. Sin embargo, esta violencia ejercida por el artista, tanto respecto a su material como respecto a las reglas establecidas de su arte, esta violencia, tradicionalmente considerada como el indicio irrecu­ sable de su “genio”, transgredía más los límites del arte porque el “arte” tendía a confundirse con la transgresión de todo límite. Desde el siglo XVIII, el pensamiento europeo había identificado con frecuencia el genio artístico con el genio de la libertad,15 de suerte que cada nueva violencia ejercida por el artista aparecía pronto como una nueva conquista de la libertad. En Francia, los románticos liberales habían hecho de la libertad del arte “el com­ plemento necesario de la libertad individual” y declaraban “la guerra a las reglas”.16 “Es la ley... El poeta es libre”, había escrito Hugo en su prefacio a Los orientales (1829) luego de que Adol­ phe Thiers hubiera proclamado que el arte debía ser libre, “y libre del modo más ilimitado” .17 Más tarde, durante el mismo siglo, uno de los padres del naturalismo afirmaba que “lejos de trazar un límite”, ese movimiento “suprime las barreras”: “No violenta el temperamento de los pintores, lo libera. No encadena la per­ sonalidad del pintor, le da alas. Le dice al artista: ¡sed libre!” .18 Esta inyección paradojal de libertad ilimitada hace que el artista se constituya como el modelo secreto del individualismo liberal a partir de la “muerte de Dios”. “¡Sed libre!” , era la doble coac­ ción implacable que fundaba ese orden liberal e individualista. El nazismo -se lo verá- debía resolverlo a su manera instaurando al único Führer artista, asumiendo él solo esta libertad difícil, y “liberando” así a la Comunidad del pueblo artista de lo que el mismo Hitler llamaba “el peso de la libertad”. Eso era también lo que decían los dibujos satíricos de Jugend. Pero fue primero en el seno del movimiento moderno -que el nazismo iba a encargarse de reducir al silencio- que la exigen­ cia de libertad se conjugó fuertemente con el “dictador” en el 20

artista. Aquí como en otros lugares, la Gran Guerra, acelerando un proceso en gestación desde mucho tiempo atrás, constituye el momento decisivo que debía llevar a la encarnación de la me­ táfora del jefe de Estado artista. En vísperas de la primera guerra mundial, los ardientes pro­ motores del cubismo que fueron Gleizes y Metzinger glorifica­ ban su arte nuevo porque substituía “una libertad infinita” a las “libertades parciales” conquistadas por sus grandes predecesores: Courbet, Manet, Cézanne. Oponían a la multitud, siempre ata­ da a las convenciones, el genio del pintor que considera a “todo conocimiento objetivo [...] como quimérico” . No reconocían al pintor “otras leyes que las que rigen las formas coloreadas” . Y porque sabían que “el fin último de la pintura [era] tocar la multitud” concluían brutalmente: “La nuestra no es más que una verdad cuando la imponemos a todos” .19 Con un tono a menudo más nietzscheano, los futuristas se enorgullecían de po­ ner en libertad las formas y colores como su maestro Marinetti había puesto las palabras “absolutamente en libertad” . Pero era para imponerse mejor a un público al cual ellos negaban toda “libertad de comprehensión”, y al cual exigían que “olvide com­ pletamente su cultura intelectual no para adueñarse de la obra de arte sino para entregarse locamente a ella”.20 Lo esencial se juega aquí sobre los lugares más comunes, que son también lu­ gares de fractura. El nuevo lenguaje formal que se expandía por Europa reactualizaba la vieja oposición romántica del artista y el burgués. A la vez enemigo a combatir y público a conquistar, o mejor, a constituir, esta “multitud” era tanto más odiada por el artista por cuanto este había salido de ella y de ella continua­ ba dependiendo. Público conquistado o multitud a combatir. La salida de la opción estaba en función de la disposición del público a “entregarse locamente” a la obra o a rechazar su in­ comprensible lenguaje. “No es en la lengua de la multitud que la pintura debe dirigirse a la multitud, sino en su propia lengua a fin de emocionar, dominar, dirigir, no para ser comprendido. Como las religiones”.21 Así, en efecto, se constituían lo que la crítica llamaba desde el fin del siglo precedente “capillas”, esas 21

pequeñas eclesiae cada una encabezadas por un artista y cuyo cuerpo místico se componía de sus fieles admiradores. “La ca­ tedral, había escrito Hugo, escapa al sacerdote y cae en poder del artista.”22 Desde la muerte de Dios, la religión del arte de los románticos, nuevos sacerdotes y videntes, había confiado a la comunidad de los artistas esta herencia que no asumía más la iglesia cristiana: la tarea de reunir a los hombres para el repudio de la vida de abajo y el ofrecimiento, en cambio, de la imagen de un mundo mejor en el futuro, de la imagen capaz de llevar a los hombres a “la perfección física y moral” . Lo mismo que Valéry llamaba el intercambio de los sueños contra lo real o de lo real contra los sueños. Más allá de todas sus diferencias, futuristas, cubistas y expre­ sionistas, coincidían en la condena del mundo visible identifica­ do al orden establecido, lo mismo que en la lucha generalmente pensada como la del espíritu contra el “materialismo” y contra el régimen que le pertenecía: la democracia parlamentaria. Kan­ dinsky oponía así la visión perspicaz de algunos elegidos, situados en la cima de un “Triángulo espiritual”, a la ceguera de las partes más bajas de ese triángulo. Allí se estancaban las masas de los que, ateos y socialistas, se persuadían de que “el ‘cielo’ está vaciado [y que] ‘Dios ha muerto’”: “Políticamente son partidarios de la representación del pueblo o republicanos” .23 En Italia, Marinetti se pronunciaba contra el parlamentarismo con la violencia y la ironía reaccionaria a la cual estaba acostumbrado: se consideraba “dichoso de abandonarlo] a las garras detestables de las mujeres”, cuyo acceso al derecho al voto iba a suponer la “animalizacióri total de la política”.24 En Francia, abundaban los que, incluso “ateos” , no experimentaban más que desconfianza respecto de la democracia parlamentaria. Fernand Léger no dudaba en con­ denar el gusto de las “gruesas mayorías” en la revista Montjoie! que pretendía “dar una dirección a la élite”. Y hacia el fin de la Gran Guerra, Apollinaire (que confesaba por entonces con Gide, Proust o Rodin una real admiración a la muy católica, nacionalista, antisemita y antidemocrática Action Française del realista Charles Maurras25 ironizaba no sin desprecio: “Oh tiempo de la tiranía / 22

Democrática / Hermoso tiempo en que será preciso amamos los unos a los otros / Y no ser amado por nadie / No dejar nada detrás / Y preparar el placer de todo el mundo / Ni demasiado sublime ni demasiado ínfimo”.26 La Europa todavía en guerra, físicamente devastada, moral­ mente desolada, se comprometía ya en la vía de la reconstruc­ ción. En Alemania, como en casi todos lados, eran muchos los artistas que habían deseado ardientemente la guerra, de la cual esperaban que pusiera fin al viejo mundo burgués y a sus falsos valores. Ahora afirmaban con fuerza su deseo de formar parte de la tarea de reconstrucción, con la convicción de que su tiempo había llegado. Las diversas corrientes del expresionismo podían reconocerse en la formulación concisa que Kasimir Edschmid daba, desde la primavera de 1918, a esa íntima convicción: “N a­ die pone en duda que lo que aparecía como realidad exterior no habría sido lo auténtico. Es necesario que la realidad exterior sea creada por nosotros [...]” .27 Así, el verdadero artista era re­ volucionario por necesidad: el ejercicio mismo de su libertad de artista implicaba una forma de negación del mundo real que se daba a leer en sus obras. Pero era no menos necesariamente conservador por su función tradicional de guardián de los va­ lores y del poder del espíritu, frente a los repetidos asaltos de un real percibido como mentiroso. Sobre ese plano estrictamente funcional, poco importaba que ese espíritu fuera primero el del mismo artista, como lo pensaba la mayor parte de los expresio­ nistas en la afirmación de su yo, o bien que fuera pensado como el Espíritu del pueblo o de la nación, tal como lo formulaban no sólo los nacionalistas sino también la opinión corriente. Pues la historia del arte había, desde hacía mucho tiempo, clasifica­ do las “escuelas” artísticas según su pertenencia nacional, a tal punto que el genio propio de cada artista debía naturalmente ubicarse en el seno de una escuela donde dominaba un espí­ ritu o genio nacional. Así, el arte tenía por función, en todos los casos, asegurar la continuidad de un “sujeto” cualesquiera que fuese, es decir, fabricarlo y garantizar la identidad consi­ go mismo. Incluso el deseo de participar en el poder político 23

no era en muchos artistas más que el de la extensión de esta función del arte a la escala del Estado con el fin de garantizar mejor la supervivencia del espíritu amenazado por los valores del “materialismo” y del “mercantilismo burgués” . Es otra vez Thomas Mann el que, al final de la guerra, mejor resumía esas ambivalencias: si el arte patriótico no podía considerarse como un arte superior, “el arte supremo” no guardaba menos “una relación profunda, aunque difícil de definir, con la vida nacio­ nal”. Por esta razón, si las experiencias anteriores de la evolución espiritual de un pueblo constituyen su “tesoro”, “el Estado, la Comunidad supra-individual, [era] sin discusión el guardian de ese tesoro” . En ese sentido, la función de conservación que incumbía al Estado respondía exactamente a la definición de la función del arte que daba Thomas Mann: “El arte es un po­ der conservador, el más fuerte de todos; y conserva las virtuali­ dades psíquicas que, sin él -quizás- decaerían” .28 Cualesquiera que fuese más tarde la oposición, largo tiempo ambivalente por otra parte, del escritor al nazismo, trazaba así bastante exacta­ mente el cuadro de pensamiento al cual Hitler y sus ideólogos agregarán la determinación del “tesoro nacional” por la Idea de la raza. Uno y otro confesaban una idéntica admiración por el pensamiento de Richard Wagner para quien el arte, conserva­ dor cuando existía en la conciencia pública de los griegos, ha­ bía devenido revolucionario desde que no existía más que en la conciencia de los individuos aislados, donde se encontraba “en oposición con la conciencia pública” . Pero cuando cada hombre sea en verdad artista, proseguía Wagner, entonces el arte será de nuevo conservador. No se trataba de restaurar el helenismo y, con él, los estrechos límites del espíritu nacional: “Si la obra de arte griega contenía el espíritu de una hermosa nación, la obra de arte del porvenir debe contener el espíritu de la humanidad libre fuera de todos los límites de las nacionalidades” . Tal era al menos el pensamiento de Wagner en 1849, cuando escribía E l arte y la revoluciónP Pero, antes, de haber transcurrido veinte años, Los maestros cantores de Nuremberg unirían la más violenta recusación del mundo presente con la resurrección juzgada vital 24

de la tradición alemana. Wagner volvía así contemporáneos los dos momentos de revolución y conservación. Revolucionario y conservador: esos términos, en su unión, caracterizaban en Alemania ese laboratorio ideológico del na­ zismo que, bajo la república de Weimar, fue el movimiento de la Revolución conservadora.30 Pero esos dos términos caracteri­ zaban de hecho todos los movimientos fascistas europeos que pretendían hacer triunfar por la fuerza una Idea nacional. En ese contexto, la dualidad de esta determinación podía sin dema­ siada dificultad superponerse a la doble naturaleza, humana y divina a la vez, que el Occidente cristiano había atribuido tanto al soberano31 como al artista. Porque uno y otro ¿no debían si fuese necesario mostrarse “revolucionarios”, ser violentos con sus contemporáneos para cumplir mejor la función de asegurar la continuidad temporal de la Idea trascendente de la cual eran portadores? Ernst Kantorowicz ha señalado cómo el pensamiento de una “equivalencia” entre el poeta y el príncipe, primero enunciada por Dante, se había concretado bien pronto hacia 1341 durante la coronación de Petrarca en el Capitolio. Simbólicamente reves­ tido en dicha ocasión de la púrpura real prestada por Roberto de Nápoles, Petrarca estimaba que la corona de laureles era mereci­ da “tanto por la guerra como por el ingenium”, tanto por el prín­ cipe como por el poeta. Desde que Federico II de Hohenstaufen se había investido tomando el modelo del derecho romano,, la soberanía era reconocida a los reyes y emperadores en virtud de la inspiración divina que se adjudicaba a su función. Al situar a la pintura, la escultura y la arquitectura en el rango de las artes liberales, el Renacimiento reconoció pronto la misma soberanía a todos los artistas debido a la similar inspiración divina de la que testimoniaba su ingenium. Es al final de una lucha larga y difícil que los artistas, elevándose al nivel del poeta, habían de­ venido a su turno los iguales del príncipe -al menos de derecho. Y si el príncipe había tomado hasta entonces como modelo al papa, de quien se apropiaba de su estatuto de vicario de Dios, podía ahora tomar también como modelo al artista, su igual, 25

de quien reivindicaba, antes que el ingenium, el talento creador inspirado por Dios.32 Por otra parte, la comparación del artista con el Dios crea­ dor devino una fórmula ordinaria desde el siglo XVI, antes que recíprocamente Dios mismo fuera instituido Gran Arquitecto. Más aun que su obra, era la persona del artista la que empezaba a valorarse, a veces hasta consagrársele un verdadero culto como el del cual fue objeto Miguel Ángel. Pues lo que constituía la au­ toridad del artista era que este no imitaba el producto de la crea­ ción sino el acto mismo de producción: en eso residía, como lo formulará Shaftesbury, la proximidad del “genio” del artista con el “genio” del mundo. Pero para que la autoridad del artista y no más la de Dios pudiera fundar la soberanía del príncipe, eran necesarias al menos dos condiciones: que la voluntad divina se identificara jurídicamente con la voluntad del pueblo y que la soberanía que había sido reconocida al pueblo le fuera retirada. El pensamiento de las Luces completa la primera condición; el retorno al cristianismo de los románticos, la segunda. Privado de su soberanía, el pueblo devenía una abstracción indetermina­ da, una subjetividad sin individualidad. “El pueblo sin su mo­ narca [...] es una masa informe”, escribía Hegel,33 contestando a Schelling para quien el Estado debía ser una obra de arte. Para Novalis, sin embargo, la persona del soberano artista se había ya presentado como la figura ideal, como la cabeza de la Comuni­ dad orgánica del pueblo, pero de un pueblo convertido comple­ tamente en artista, y para el cual todo podía devenir arte. Con otros términos, si durante la primera mitad del siglo X X el artista pareció digno de ejercer el poder del jefe de estado, ello fue en razón de su progresivo investimiento, iniciado largo tiem­ po atrás, del rol de guardián y garante de una memoria nacional que el siglo X IX había elevado al rango de poder divino y sobe­ rano. Llegado al poder, agregaba a la autoridad que le confería la protección de esta memoria identificada al Espíritu del pueblo la libertad ilimitada que él heredaba “de derecho artístico”. Lo que daba la apariencia de paradoja al comportamiento del dictador artista, y de Hitler en particular, es que, fundando su au­ 26

toridad sobre el Espíritu del pueblo, era en alguna medida sobre el cuerpo de ese mismo pueblo que ejercía su libertad ilimitada. Pues era sobre esta “masa bruta” de la cual hablaba Goebbels que Hitler hacía verdaderamente obra de artista, mientras que las bellas artes tradicionales, la pintura, la escultura y la arquitectura debían, por el contrario, mantener a todo precio su carácter con­ servador -él prefería decir “eterno”- , que fundaba su autoridad y legitimaba su poder. El primer rasgo de la legitimidad política, había escrito Guizot, es siempre “negar la fuerza como fuente del poder y sujetarse a una idea moral”.34 Hitler no escapaba a esta regla al buscar su legitimidad en el arte clásico y alemán; pero el arte y la fuerza jamás han sido opuestos entre sí. Acaso Garvens, el dibujante de Jugend, ¿se había mostra­ do más prudente que crítico respecto del Führer al asociar la fuerza brutal al arte? ¿Tal vez se había limitado a amoldar los puntos de vista? Habría, en suma, dos interpretaciones posibles pero opuestas de sus dibujos. La primera consistiría en com­ prenderlos como demostraciones de la propaganda: mentirosos, ellos ocultarían la realidad ya que Hitler, lejos de erigir un pue­ blo fuerte y sano, lo había, en cambio, mutilado, desfigurado y deformado al punto de volverlo irreconocible. Tal sería una interpretación conforme al rol generalmente atribuido a la pro­ paganda por la mayor parte de la historiografía del nazismo. La otra interpretación, sin ninguna duda la más justa, consistiría en pensar que el dibujante de Jugend adhería al pensamiento de Hitler a tal punto que expresaba el sueño realizado. Entre las manos del Führer artista, el pueblo había, en fin, tomado la única forma que pudo legitimar su propio poder: una forma parecida muy aproximadamente al “clasicismo griego”, del cual pensaba que el Espíritu del pueblo alemán era el único heredero. Cual un auténtico artista, Hitler se encontraba justificado por y en su obra. Su misma violencia le estaba retrospectivamente legitimada, puesto que no había tenido por objetivo más que la restauración y la conservación de los valores de ese mismo Espí­ ritu - y ese objetivo se había alcanzado en ese pueblo devenido obra de arte según el Espíritu. 27

Al escribir Mein Kam pf (Mi lucha), Hitler había distinguido tres fundamentos de la autoridad: la popularidad, el poder y la tradición. Si la popularidad constituía el primero y necesario ci­ miento, ella no podía por sí sola garantizar la seguridad. Esto se debía a que el segundo fundamento residía en el poder y la fuerza. La unión poco duradera de la popularidad y de la fuerza podía engendrar, sobre bases más sólidas aun, una nueva autori­ dad: la autoridad de la tradición. “Si, por último, popularidad, fuerza y tradición se unen, la autoridad que se deriva puede ser considerada como inquebrantable.” Según su punto de vista, era la revolución de 1918 la que había quebrado esa autoridad de la tradición, desgarrándola no solamente por la supresión de la an­ tigua forma del Estado sino también por “el aniquilamiento de los antiguos signos de la soberanía y de los símbolos del Reich”.35 Si se recuerda que Hitler había ligado de manera indisoluble, en Mein Kampf, “el hundimiento político” al “hundimiento cultu­ ral” que lo había precedido y anunciado, que asociaba no me­ nos íntimamente los “años de lucha” del nacional-socialismo al renacimiento de un arte auténticamente alemán, no cabe duda alguna de que la autoridad de la tradición residía para él en las formas del arte del pasado. Así pensaba realizar el programa que se había fijado en Mein Kam pf A empeñarse en hacer renacer esas formas de la autoridad por todos los medios que le confe­ rían ahora el poder y la fuerza. En esta línea, Wagner continuaba siendo su mejor guía desde que el destino de Alemania le parecía que no dependía más de ella misma, sino de las naciones victo­ riosas de la Gran Guerra: ¡Cuidado! ¡Golpes duros nos amenazan! El pueblo y el imperio alemanes van a disgregarse; a fuerza de soberanos extranjeros, pronto ningún príncipe comprenderá a su pueblo; ellos implantaron en tierra germánica las brumas y trivialidades de los welches. Nadie sabría ya lo que es verdadero y alemán, si eso no viviera en el honor de los maestros alemanes. 28

Eso, os lo digo, es porque honráis a vuestros maestros alemanes; ¡de ese modo mantendréis los espíritus protectores! Si sostenéis su acción, el Santo Imperio romano puede quedar pulverizado; siempre subsistirá el arte noble y sano, el arte alemán!1136

Una pintura de Fritz Erler confirma a la vez esta función central del arte alemán en el nuevo régimen y la identificación constante de los artistas con el deseo de Hitler. El Retrato del Führer [fig. 3 ] que pintó hacia 1939 lo presentaba con botas, en uniforme militar y frente al espectador. De pie en la cúspide de un edificio, se des­ tacaba sobre el fondo de una gigantesca estatua armada del águila y de la espada que protegían al Reich, y cuyo perfil sombrío do­ minaba la ciudad. Más abajo se dibujaban dos grandes edificios públicos: uno, a la derecha, era el Maximilianeum de Munich, el otro, de un severo neoclasicismo, era la obra del nuevo régimen concluida dos años antes: la Casa del arte alemán. “Es para acre­ centar nuestra autoridad que se construyen nuestros edificios”, había declarado Hitler en 1937, en la línea de esta convicción enunciada al inicio del régimen de que el arte alemán constituía “la más orgullosa defensa del pueblo alemán” . Hechos para ta­ llar la piedra, los instrumentos que yacían a sus pies recordaban su función de “constructor del Tercer Reich”, pero también de escultor del pueblo alemán. La pintura de Fritz Erler mostraba cómo, todavía en 1939, la autoridad de Hitler pretendía fundar-

11 En Souffrance et Grandeur de Richard Wigner (1933), Thomas Mann protesta­ ba: “No se tiene absolutamente derecho de prestar a los gestos, a las declaraciones nacionalistas de Wagner, su sentido actual -el sentido que tendrían hoy. Eso implicaría falsearlas, escatimarlas, mancillar su pureza romántica. En esa épo­ ca, la idea nacional [...] era poesía y espiritualidad, era un valor desprovisto de futuro [...]”. (Th. Mann, Wagner et notre temps, París, 1982, p. 120). Thomas Mann, que se había pensado a sí mismo como preceptor de Alemania, rechazaba reconocer el gran movimiento de realización de la Idea forjada en Europa -y en la Alemania nazi en particular. 29

se sobre esos símbolos del cuerpo del pueblo que él mismo había erigido “con arte”, tomando formas del pasado. Seguramente, la imagen realizaba el sueño del Führer: verse legitimado como el que, al mismo tiempo que los signos de su soberanía, restauraba la autoridad del Reich y la hacía “inquebrantable”, fundándola sobre la autoridad suprema de la tradición artística. El arte del pasado -el único que fue reconocido como arte verdadero- tenía para el nacional-socialismo una función pro­ piamente religiosa, si se le daba al término religión el sentido que tenía, así como lo recordaba Hannah Arendt, en la Roma de Cicerón: “Aquí religión quería decir literalmente re-ligare-, estar ligado hacia atrás, obligado al esfuerzo enorme, casi sobrehuma­ no y en consecuencia siempre legendario para establecer las fun­ daciones, edificar la piedra angular, fundar para la eternidad” .37 Uno de los principales escultores del Reich iba incluso a fabri­ car lo que es preciso llamar “los dos cuerpos del Führer”. Conce­ bidos para flanquear la entrada principal del patio de honor de la nueva cancillería del Reich, construida por Albert Speer, las dos monumentales esculturas de bronce de Arno Breker tenían ofi­ cialmente por título E l Partido y E l Ejército [fig. 4]. Pero el escultor le daba también por nombre E l Hombre del espíritu y E l Defensor del R eich t La doble naturaleza del poder espiritual y temporal del amo de los lugares se daba a leer por los dos únicos símbolos que diferenciaban esas desnudeces con idénticos músculos relu­ cientes, con la misma preocupación en la frente. La antorcha de un guardián alimenta la llama del espíritu nacional que animaba al partido, la espada del otro defendía las fronteras del imperio. Desde que pasaba el umbral de la cancillería, el visitante sabía que más allá reinaba quien reunía en su persona esos dos cuerpos del soberano espiritual y del soberano temporal. El uso que hacía Hitler de esos conceptos forjados en el curso de la Edad Media39 era perfectamente consciente. Durante los primeros años del régimen se complacía en distinguir el cuerpo perecedero del Führer del cuerpo del Führer eterno, que asegu­ raba la continuidad d d Espíritu y del cuerpo místico de la na­ ción alemana. “Hoy, declaraba en Nuremberg en septiembre de 30

3. Fritz Erler: Retrato del Führer, c. 1939.

4. Arno Breker: El Ejército (bronce). Paso de honor de la cancillería del Reich, Berlín, 1938.

1935, puedo también yo mismo como Führer del Reich y de la Nación aportar a esta mi ayuda y mis consejos, pero los prin­ cipios deben encontrar la vía hacia lo eterno de lo individual. ¡Vendrán y morirán otros Führer, pero Alemania debe vivir! Y sólo esta afirmación de continuidad conducirá a Alemania a esta vida.”40 No era sin motivos que Hitler, muy temprano, se había autoproclamado “Führer papa”,41 imitando así el ejemplo ilustre del emperador Federico II, del cual algunos pretendían que era la reencarnación. Pero él se imaginaba que si podía pretender la soberanía espiritual, era en su cualidad de artista inspirado por la Volkgeist.* Cumplía así el deseo formulado cuarenta años antes por Julius Langbehn, que pedía la llegada de un Salvador que no fuese un emperador papa sino “un César y un artista a la vez”, lo que él llamaba un “emperador del espíritu” ( Geisteskaiser).41 La Volkgeist alemana era, en efecto, para Hitler el espíritu del arte mismo, pues era el espíritu creador que animaba al ario, lo dis­ tinguía de todas las otras razas y lo hacía el único creador de cultura CKulturbegründet·). Entre las obligaciones que incumbían al Führer artista respecto de su pueblo artista, la primera era la de no forzar jamás los dones de este: “¿No sabéis, espetaba Hitler a Rauschning, cómo trabaja un artista? Pues bien, el hombre de Estado debe dejar madurar, como el artista, sus propios pensamientos, y más aun las fuerzas creadoras de la nación. [...] No puede crear la vida por coerción. [...] Es necesario mantener despierta y viva esta inquie­ tud creadora que siempre tiene en vilo al verdadero artista. He allí la única cosa que es necesario no dejar que decaiga”.43111 111 El campo semántico de Volkgeist es difícil de establecer. En Herder, el Volkgeist era a la vez el alma, el espíritu, el genio o el daímon del Volk, es decir, del pueblo, pero a veces también de la nación, definidos por la lengua, las costumbres, el gusto, la “fisonomía” y la genética (ver por ejemplo, J.G. Herder, Sämtliche Werke, ed. Β. Suphan, Berlín, 1877-1913, vol. XXIV, p. 43-46, o Ideen..., vol XIV, p. 38: "Wun­ derbare, seltsama Sache überhaupt ists um das, was genetischer Geist und Charakter eines Volkes heisset. Er ist unklärlich und unatislösschlich: so alt wie die Nation, so alt wie das Land, das sie bewohnte".) Bajo el nacional-socialismo devino, por contaminación con völkisch, el Espíritu del pueblo como “Comunidad de sangre y de raza"(Blutsund Artsgemeinschaft)". De igual modo, el campo semántico de Volksgemeinschaft evoluciona: Ferdinand Tonnies (Gemeinschaft und Gesellschaft, 1887) había opuesto 33

Estos lazos de interdependencia entre el Führer y su pueblo, él los percibía también como análogos a los de un maestro y sus discípulos. Una fotografía, tomada por Heinrich Hoffmann y publicada en 1932 en una colección de gran difusión, presen­ taba a “el Arquitecto” Hitler mostrando a los hombres de las S.A. de Turingia el antiguo monasterio de Paulinzella [fig. 5]. “Es en Paulinzella, precisaba la leyenda, que se encuentra la casa de los S.A. de Turingia.” El gesto mediante el cual apuntaba un punto elevado del edificio, punto hacia el que convergían las miradas, significaba bien evidentemente que Hitler era capaz de transformarse, con su “legendaria simplicidad”, en un modesto guía turístico compartiendo benévolamente sus conocimientos con la élite de su pueblo. Pero al mismo tiempo, ese gesto tes­ timoniaba igualmente que era el verdadero “guía”, el educador (Erzieher) capaz de llevar a sus discípulos al descubrimiento de sus propias fuentes espirituales y artísticas que ellos aun desco­ nocían; en síntesis, que él era el Führer capaz de despertar en ellos “la inquietud creadora” de la raza. Más tarde, las autopistas del Reich -las “rutas Adolf Hitler”—tendrán la misma función de iniciación al “paisaje alemán”, volviendo a llevar al pueblo a la esencia devenida visible de su ser. Así, el Führer y su pueblo podrían obrar mejor juntos en el gran taller del Reich. Sin embargo, la tarea que les esperaba en ese taller no con­ sistía solamente en la creación del Reich como una bella obra de arte, con sus rutas y sus puentes, sus campiñas radiantes, sus ciudades purificadas y pacificadas. Tampoco se trataba de cum­ plir solamente el programa de un Estado como obra de arte. Pues la concepción völkisch* del Estado significaba que su tarea era antes bien “abrir la ruta a las fuerzas en potencia”, es decir, a la raza. Para Hitler, el Estado no era más que un “medio para al carácter racional e histórico de la “sociedad” o “colectividad” como Gesellschaft·, el nacional-socialismo usa este término para oponer a la sociedad de clases la unidad de una “Comunidad de destino”. Ver C. Berning, Vom "Abstammungsnachweis“mm "Zuchtwart’’. Vokabular des Nationalsozialismus, y H. Kammer/E. Bartsch, Natio­ nalsozialismus. Begriffe aus der Zeit des Gewaltherrschaft 1933-1945, Reinbek cerca de Hamburgo, 1992 34

5. “Hitler, el Arquitecto, muestra a los S.A. un viejo claustro a Paulinzella en Turingia” (Foto de H . Hoffmann).

llegar a una meta”, y esa meta era “mantener y favorecer el desa­ rrollo de una comunidad de seres que, en lo físico y moral, son de la misma especie (Art*).44 Lo mismo decía en 1934, ante los trabajadores reunidos con motivo del congreso de Nuremberg, que lo que daba “su sentido más profundo al programa” del par­ tido era “la formación (Bildung) de una verdadera Comunidad del pueblo y de la fe en este”.45 El verdadero objeto del arte del hombre de Estado no podía ser más que su pueblo. Esta concep­ ción instrumental del Estado no era, sin embargo, incompatible con la idea de que el Estado fuese una obra de arte. Pues la obra de arte seguramente era ella misma pensada desde largo tiempo, y por los mismos artistas, como un medio cuyo fin era el hom­ bre. Así, Hitler pretendía construirse su Estado völkisch como un artista se crea su propio útil: para dar a su material la forma más adecuada a la Idea que lo posee.

“El arte de la vida” Tanto aplicado al Estado propiamente dicho como al pue­ blo que vive en el Estado, la noción de un Estado obra de arte fue, en su misma ambivalencia, esencial durante los años treinta a un número creciente de pensadores que no pertenecían más que tangencialmente a los círculos racistas. Entre ellos, el con­ de Hermann Keyserling, fundador en 1920 de la Escuela de la sabiduría (Schule der Wesheit) en Darmstadt, aspiraba al renaci­ miento espiritual de Europa por la síntesis, decía, del racionalis­ mo occidental y de la sabiduría oriental. Filósofo de la vida, era el autor de unos cuarenta ensayos neo-idealistas que, traducidos a las principales lenguas europeas, conocieron un inmenso éxi­ to. Nacido en 1880 en una familia de la nobleza alemana del Báltico, guarda siempre la conciencia de una cierta superioridad natural. Siendo beneficiado por una educación y una cultura cosmopolitas (en Ginebra, Heidelberg, Viena), era capaz de expresarse con facilidad en muchos idiomas, experimentando por ello un real orgullo. En su juventud fue, como él mismo lo 37

dijo, “el más íntimo amigo” de Houston Stewart Chamberlain, principal vulgarizador de Gobineau en Alemania y autor de los muy populares Grundlagen des 19 Jahrhunderts. Tenía apenas veinticinco años cuando Chamberlain le dedica su libro sobre Kant.46 Sin embargo, no compartiendo las concepciones racistas de quien fue su “primer maestro”, Keyserling se aleja progresiva­ mente de él hasta la ruptura, después que Chamberlain devino el yerno de Richard Wagner, haciéndose entonces el vehemen­ te propagandista de las teorías racistas del compositor. Viajero infatigable, reside a menudo en París donde frecuenta prolon­ gadamente el salón del doctor Gustave Le Bon, cuyo racismo tenía sin embargo poco que envidiar al de Chamberlain. Por allí pasaban Bergson, y Valéry, Marie Bonaparte y la princesa Bibesco, pero también Raymond Poincaré o Theodore Roosevelt.47 Se vincula particularmente con Bergson, cuya filosofía vitalista del devenir lo seducía, luego mantiene relaciones epistolares con él como con Bertrand Russell, Benedetto Croce, Rathenau, Max y Alfred Weber, Gustave Le Bon. Este conservador, ideológica­ mente próximo de Thomas Mann inmediatamente después de la Gran Guerra, quería como él “despolitizar” Alemania, pero a favor de un verdadero Volksstaat (Estado del pueblo) en virtud del cual sería “la cultura [la que] presidiría los destinos de la actividad económica y política”.48 Diez años más tarde, luego de haber practicado la psicología de los pueblos en uno de sus ensayos más famosos,49 publica muchos artículos críticos en relación al racismo nacional-socialista: “En Alemania, es aquel que pone el acento sobre la sangre antes que sobre el Espíritu quien es, en el más profundo sentido del término, extranjero a la raza (Artfremd), y no aquel en cuyas venas corre una sangre no nórdica” .50 Ese mismo mes de abril de 1932, haciendo la reseña de M ito del siglo X X de Alfred Rosenberg, califica la obra de un absoluto sinsentido que servía para reanimar las viejas ideas de Chamberlain. “El libro de Rosenberg, decía, me ha finalmente clarificado que el nacional-socialismo, en su forma actual, es fundamentalmente un enemigo del Espíritu.” El jefe de orquesta Furtwängler, deplorando esta condena del nazismo, 38

intenta hacer observar a Keyserling que el “nuevo movimiento” merecía más simpatía: su idea de una humanidad de las cua­ lidades raciales superiores no hacía a fin de cuentas más que sustituir la vieja idea de nobleza. A lo que Keyserling respondía que por más aceptable que fuese esta explicación del acto de fe nazi en la raza, cualquiera que creyera en la superioridad del espíritu debía tomar posición contra toda importancia excesiva concedida a la sangre.51 Cuando el nazismo llega al poder, Keyserling sufrió diversas humillaciones, desde los obstáculos puestos a los desplazamien­ tos en España, donde debía dar conferencias, hasta el retiro de la ciudadanía alemana a sus dos hijos y a él mismo —un retiro hecho legalmente posible por los alemanes que la habían obtenido mediante naturalización. Desde entonces, prefiere comprender la “revolución alemana” como una expresión específica de “la actual revolución mundial, de la cual el primer acto [era] una revuelta de las fuerzas telúricas desde largo tiempo reprimidas” . De la bru­ talidad homicida de sus jefes y de sus tropas, no quería ver más que un momento necesario al verdadero renacimiento espiritual de Alemania, y en su mismo furor, la promesa de una nueva élite del pensamiento y de la acción. Después de haber recobrado la nacionalidad alemana por la intervención del ministro del Inte­ rior de Prusia, escribió en francés, durante los últimos meses del año 1933, La Revolución mundial y la Responsabilidad del Espí­ ritu. Precedido de una carta prefacio de Paul Valéry, la obra se manifestaba como “la primera explicación de la crisis mundial, y especialmente del fenómeno fascista y hitleriano, y la primera visión del camino que lleva de la revuelta de los bajos fondos a la revolución del Espíritu”. Afirmaba que el nacional-socialismo era “pacífico”, que constituía “el primer movimiento no imperialista de la historia moderna” .52 Más aun, Keyserling llega a pensar que la historia lo había engañado: ni la verdad absoluta, ni la literatura obrarían sobre la vida real como él había creído. “Para obrar sobre la vida, es necesario dirigirse ad hominem.” Es lo que había hecho Gobineau en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas, que, em­ pero, no era “ciertamente una obra maestra literaria”, y Le Bon 39

en su Psicología de las multitudes, leído por “todos los que han hecho o hacen la revolución mundial”. También se había equivo­ cado cuando “sonrió al escuchar a Chamberlain designar, desde 1923, a Adolf Hitler como el profeta y el jefe de la Alemania que vendría. No es la verdad de las ideas la que cuenta desde el punto de vista histórico”, tampoco “la perfección literaria [que] sitúa un pensamiento sobre un plano distinto al de la vida real o vivida” . Lo que contaba era “la creencia de que la raza en tanto que tal es un valor”. Poco importaba que esta creencia fuera verdadera o fal­ sa, parecía cierto que sería necesario “contar en lo sucesivo con la creencia en la raza como con uno de los factores de la historia de mañana”.53 Ese mismo renunciamiento a sus propias conviccio­ nes, en nombre de la fuerza del “hecho consumado” de la creen­ cia devenida “verdad histórica”, se daba a leer en 1935 también en “La vida es un arte”, uno de los textos escritos en francés de la recopilación Sobre el arte de la vida que publicó el año siguiente. Consecuente consigo mismo, buscába reconciliar la “verdad histórica” de la vida no con la literatura, que no toca la “vida real”, sino con las artes visuales, que se dirigen “ad hominem”. Así, la pintura y la escultura le proporcionaban las metáforas ne­ cesarias para establecer que “la vida no puede ser hecha buena, bella y dichosa más que sobre el plano del arte” . Pues allí residía en adelante para él la verdad de la ficción artística. El imperativo del amor fa ti de los Antiguos, explicaba Key­ serling, no podía dar al hombre esa felicidad espiritual a la cual él aspiraba siempre, puesto que “la obediencia a ese imperati­ vo no contiene ningún motivo de superación del Destino”. Pero esta “superación” devenía posible desde que los datos inmedia­ tos de la vida estaban considerados “como materia primera en el mismo sentido que el mármol es una materia prima para el escultor” . Era entonces solamente por “una actitud creativa, es decir artista” que podían manifestarse plenamente la libertad y la soberanía del hombre. Así, este arte de la vida era la única vía capaz de conferir la armonía a las fuerzas contradictorias que obran en el hombre al volver a traer nuevamente al espíritu, cen­ tro vital del hombre, lo que no pertenece al espíritu. La mejor 40

ilustración de ese hecho de que “sólo el arte puede perfeccionar la vida humana”, era el Estado y su personificación en el gran hombre de Estado que la otorgaba. También sería necesario dis­ tinguir en él entre el hombre de Estado y el “político” , tan poco parecidos uno a otro “como el pintor al químico o al droguero” . Como se acordaba de la distinción introducida por Hitler en Mein Kam pf en tre el “teórico” (Programmatiker) y el “hombre político”, dos seres que se asemejan a veces en el excepcional hombre de Estado genial,54 Keyserling asignaba a este la tarea de “usar todos los medios existentes para conseguir sus fines”. Ün gran hombre de Estado debe también saber matar en el mo­ mento oportuno, obligar, violentar, encarcelar, confiscar, exilar, arruinar, engañar, mentir; si sólo toma en cuenta postulados y necesidades de la cultura y de la libertad, jamás gobernará por el bien del pueblo [...].

Sin embargo, “el arte del hombre de Estado es el más dificil de todos” : si su tarea consistía en transformar el Estado en obra de arte por la subordinación de los elementos naturales al espí­ ritu, la forma del Estado obra de arte no podía ser juzgada in abstracto sino en función de la “materia prima dominada” y del “estilo” apropiado a esta materia. No se podría expresar exacta­ mente “la misma cosa en mármol y en bronce, ni encarnar los mismos valores tanto a lo Rembrandt como a lo Rubens”. Si el “Estado materialista” del siglo XIX había fracasado, expli­ caba también Keyserling, era porque la alegría y la felicidad real no eran más que “atributos del espíritu” y siempre subjetivos: Sólo un Estado que está inspirado por el Espíritu, que encarna ante todo un espíritu y que reduce todo a valores espirituales, puede hacer dichosos a sus sujetos. D e allí el entusiasmo que reina a un grado tan alto en Italia, en la Alemania nacional­ socialista e incluso en la Rusia bolchevique, pero que jamás se encontrará, con respecto al Estado, en los países liberales.

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Fiel a su propia filosofía vitalista -y en alusión a Nietzsche, para quien “el arte es el más grande estimulante de la vida”—, agregaba por último que “la obra de arte que es en sí un Estado exalta las fuerzas de sus ciudadanos”; porque “en su fuero inter­ no, todo individuo que tiene el sentido de la comunidad prefiere incluso un tirano que es un artista a un idealista que no lo es”. Resultaba difícil para Keyserling aportar más explícitamente su sostén al régimen que reinaba en Alemania desde hacía dos años, que había empezado a aplicar la lucha contra los judíos inscripta en su programa y que, tras la “puesta en cintura” y el asesinato de Röhm y de los dirigentes de la S.A., preparaba las leyes raciales de Nuremberg. Es verdad que su justificación del asesinato en nombre del gran arte del Estado tenía un precedente inmediato en estas palabras en virtud de las cuales Hindenburg acababa de evocar la liquidación de los jefes de la S.A. el 30 de junio de 1934: “Quien quiere hacer la historia debe también po­ der hacer correr la sangre”.55 Pero el interés histórico de las pala­ bras de Keyserling reside primero en ese modo de legitimación, compartido con los ideólogos nazis, de la tiranía del hombre de Estado artista; el deseo totalmente espiritual de felicidad que ma­ nifiesta un pueblo no podía encontrar satisfacción más que sobre el plano del arte, que es el de la elección necesaria, de la selección y del sacrificio de partes perjudiciales a la unidad de la obra. Cuando el lenguaje nazi oponía a la masa amorfa el pueblo puesto en forma, Keyserling oponía el pueblo, “jamás represen­ tativo del Espíritu”, a la nación, que puede serlo. En eso, parecía permanecer bastante cercano a las concepciones de Disraeli que, en el siglo precedente, rechazaba como no política la noción de pueblo: “Es una expresión de historia natural. Un pueblo es una especie; una comunidad civilizada forma una nación. En nuestra época, una nación es un obra de arte y una obra del tiempo”.56 La condición para que un pueblo devenga nación, añadía Keyserling, es que fuera capaz de alcanzar “un estilo espi­ ritual personal”, es decir, la “forma acabada” de la cual dependía su existencia. Ahora bien, “toda forma implica límites; implica la exclusión voluntaria de lo que no entra en ella o de lo que en 42

ella no logra subordinarse”. Así, Keyserling acababa por contra­ decirse a sí mismo. Pues lo que había llamado la parte del polí­ tico en el gran hombre de Estado, esa parte oscura que no debía “tener en cuenta los postulados de la cultura y de la libertad” —sa­ ber practicar la violencia y el asesinato, el encarcelamiento y el exilio-, la reconocía ahora como la parte fundadora de su arte. Joseph Goebbels la había adelantado cuando, identificando dos años antes la política con el arte, precisó su tarea común: “La misión del arte y del artista no es solamente unir, va mucho más lejos. Su deber es crear, dar forma, eliminar lo que está en­ fermo y abrir la vía a lo que está sano” .57 En cuanto a Hitler, des­ de 1923 había traspuesto su “experiencia de artista” a la esfera política: “Hay dos cosas que pueden unir a los hombres: ideales comunes y crímenes comunes”. 58 Reuniendo finalmente, como lo habían hecho antes que él, Carlyle y Baudelaire, las figuras del santo, del héroe, del artista, Keyserling podía acabar ahora su trabajo de unificación teórica del pueblo bajo la égida del arte, entendido como el “reino del Espíritu”. Porque los Estados y las naciones tenían “su ‘lugar’ so­ bre el plano del arte”, ellos eran capaces de espiritualizar la mate­ ria prima del pueblo. Sería necesario dar la razón a Dostoïevski: la nación era para cada uno el camino que lo llevaba a Dios, y era así porque todos los dioses eran primero dioses nacionales. “Si, concluía Keyserling, la Nación y la Cultura pertenecían al plano del arte, y si ocurre lo mismo con la vida heroica y la vida santa, entonces la Religión también es, técnicamente hablando, un arte, [...] el arte de coordinar la vida humana con la Vida divina”. Así llega a justificar, en nombre del arte y del espíritu, la to­ talidad de la empresa nacional-socialista, sosteniendo, en un úl­ timo e irrisorio gesto de fidelidad a sí mismo, que “no es la raza en cuanto tal que encarna un valor, sino la raza en tanto que vehículo postulado por un cierto espíritu”.59 Pero los nazis ¿de­ cían en verdad otra cosa? Eran sin duda numerosos los que habían terminado por creer en la ficción de la raza al punto de hacerla eficiente en los planos jurídico, político, económico, artístico y de matar en su nombre. 43

Pero era primero en nombre del “espíritu” y del “alma”, en una paradojal fidelidad a Schiller (“el alma se construye el cuerpo”60) y sobre todo a Lagarde (“la germanidad no está en la raza sino en el alma” 61), que Rosenberg definía la raza como la “imagen externa de un alma determinada”, como el soporte y el vehículo visibles de un dios interior.62 Esta concepción, que podemos lla­ mar neoplatónica de un cuerpo determinado por “el alma” o “el espíritu”, pero extendida aquí a un cuerpo colectivo imaginario -y que fue central, como lo veremos, en la teoría nazi del artecoexistía sin embargo con otra concepción de los lazos entre lo visible y lo invisible: “Bien entendido, explicaba el autor de un manual escolar (Das A BC der Rasse), no es necesario confundir raza y simple apariencia. Raza significa alma. Y existen hombres que presentan exteriormente reales signos de pertenencia a la raza nórdica, pero que son judíos por el espíritu ^ Igualmente, un ideólogo de la “biología política” prevenía a la Comunidad del pueblo: “Mientras no hayamos aniquilado a l judío en nosotros mismos, nuestra supervivenvia estará cuestionada, y el problema judío no será en ningún caso resuelto” .64 Ciertamente, el espíritu creaba y determinaba siempre el cuer­ po; pero en tanto ese espíritu no se había hecho integralmente visible, todo cuerpo permanecía sospechado de ocultar un espíri­ tu hostil. Primus in orbe Deosfecit timor® el nacional-socialismo fue también el eco amplificado de esta angustia primitiva ante la opacidad de los cuerpos, y no es erróneo considerar su actividad como un inmenso tarbajo propiciatorio. El nazismo compren­ día, en efecto, la política como el arte de volver favorables las almas o los “espíritus”, de transfigurar los cuerpos para hacerlos heimlich, familiares. En este sentido, el arte y la propaganda constituían una de las caras de la política nazi: hacer advenir a lo visible el dios protector que permitía al cuerpo de la raza vivir eternamente. La otra cara era la de la exterminación: sería ne­ cesario reducir, hasta el silencio y la muerte, los cuerpos donde resistía esta parte invisible del “espíritu” que sólo se capta con el lenguaje. Cualesquiera que hayan sido los criterios físicos elegidos para su eliminación, los judíos, los gitanos, los “degenerados”, los 44

“homosexuales” fueron encerrados y exterminados por las mis­ mas razones que lo fueron los opositores propiamente políticos al nazismo: por lo que podían decir todos esos judíos “por el espíritu” y que le eran unheimlich (familiarmente inquietantes). La visión del mundo ( Weltanschauung*) nazi no era evidente­ mente una filosofía contemplativa. Era una “visión” activa, que debía transfigurar continuamente la totalidad del mundo para hacérselo familiar y eliminar lo que permanecía extraño. Como lo había escrito Wagner, uno de los únicos precursores en el que Hitler quería reconocerse, el pueblo no tiene, por la fuerza de su necesidad, más que hacer no exis­ tente lo que no quiere, destruir lo que es bueno de ser destruido, y algo del porvenir adivinado se presentará por sí mismo.06

En febrero de 1934, Hitler -en cuya boca toda crítica deve­ nía promesa de aniquilación- retomaba a su modo la aserción wagneriana: “La dirección de la creación del porvenir viene de [nuestra] crítica del adversario”.66 El nuevo poder no encontraba entonces solamente en el arte la autoridad del pasado que lo legitimaba, encontraba también en su proceso creador cómo ha­ cer aparecer la forma del porvenir por eliminación y sustracción de materia.

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II E l Füh

r e r a r t is t a

:

u n sa lv a d o r

Un verdadero príncipe es el artista de los artistas; es decir, el que dirige a los artistas. Cada hombre debería ser artista. Todo puede devenir un bello arte. Novalis, Fey amor

Exactamente dos días antes de la toma del poder por Hitler, Dietrich Bonhoeffer, un joven teólogo protestante, denunciaba en un discurso por la radio la rivalidad del nacional-socialismo con el cristianismo: A partir del momento en que el Volksgeist es considerado como una entidad divina metafísica, el Führer que encarna ese Geist asume una función religiosa en el sentido literal del término: es el mesías y con su aparición comienza a cumplirse la última esperanza de cada uno, y el reino que aporta necesariamente con él se halla próximo del reino eterno.1

Esta sola frase concentra del modo más notable lo esencial de la estructura religiosa del mito nazi. Contrariamente a todos los que jamás quisieron ver en el nacional-socialismo más que un sucedáneo de la religión, Dietrich Bonhoeffer no quería poner en duda el carácter literal de la función religiosa que asumía Hitler en ese mito. Si estigmatizaba la identificación de la realización del Reich milenario en el momento de la aparición del Führer, encarnación visible del Espíritu divino del pueblo, es porque comprendía que el nazismo no se oponía al cristianismo más que por ocupar su lugar institucional, y llevar su universalismo 47

de principio a las dimensiones de una religión nacional. Estaba claro que lo esencial del dogma de la Encarnación -fundamento del cristianismo- permanecía intacto en su estructura; que la re­ ligión nacional-socialista reposaba, también ella, sobre la creencia en una salvación por la encarnación visible de la divinidad; y que ella podía entonces darse el lujo de afirmar, exactamente como San Agustín, que el Reich de mil años no pertenecía más sola­ mente al sueño sino que comenzaba con la aparición del mesías. Además, Hitler identificaba explícitamente ese momento del renacimiento político y religioso del pueblo alemán con el mo­ mento de su renacimiento artístico: “Uno se sorprenderá descu­ brir en el futuro que mientras el nacional-socialismo y sus jefes llevaban una heroica lucha a muerte por la existencia, el arte alemán recibía los primeros impulsos que debían revivificarlo y resucitarlo” .2 El mito nazi se fundaba primero sobre esta creen­ cia compartida de que si el Espíritu del pueblo alemán, al cual una guerra perdida impedía por un tratado desleal manifestarse con total claridad, si ese Volkgeist podía otra vez afirmarse li­ bremente, entonces comenzaría el Tercer Reich -el reino anun­ ciado del Espíritu sucediendo al reino del Padre y al del Hijo. Y era con el fin de liberar un “alma alemana” asfixiada por el diktat de Versailles que Alfred Rosenberg recordaba en E l mito del siglo X X esas fórmulas de Lagarde: porque “las naciones son pensamientos de Dios”, “es necesario a cada nación una religión nacional” .3 Solo un Dios nacional podía entonces sanar a un pueblo he­ rido en su alma y en su cuerpo por los muertos innombrables, por la humillación de un derrota que lo quebraba, privándolo de su Kultur,* lo abrumaba con una deuda material que sería incapaz de pagar y le imputaba toda la responsabilidad de la guerra más criminal de la historia.IV

IV Redactando su “segundo libro” en 1928, Hitler escribía: “El gobierno de nues­ tro pueblo, con y contra toda verdad histórica eterna, sabiendo que es un error, deja aun prevalecer la tesis de nuestra culpabilidad en la guerra, y abruma a todo nuestro pueblo. (L’Expansion du Iller. Reich, p. 108). 48

Esa es la razón por la cual los lazos de amor que se tejieron entre Hitler y su pueblo subsistirán tan largo tiempo, pues el Führer supo volver a dar a los alemanes motivos para quererse a sí mismos. Ese fue el tiempo propio del Tercer Reich, el tiem­ po del “Reich eterno”: un tiempo purificado de toda deuda, sin culpabilidad. Si ese Reich no quedó como el reino exclusivo del Espíritu y de lo imaginario, sin duda sería necesario buscar en él la razón en la misma profundidad de la herida narcisista, que exigía para su curación que se corporice el fantasma de la completud reen­ contrada. Lo que Hitler percibía era que la tarea que consistía en volver a dar al pueblo alemán el sentimiento de su existencia se confundía con la necesidad de una producción visible y tangible del imaginario de ese pueblo que él llamaba Volksgeist, y que él identificaba al igual que la mayoría de sus contemporáneos con el “mundo de la cultura” . En ese sorprendente autoanálisis que constituyó para Thomas Mann la escritura, durante la Gran Guerra, de las Consideraciones de un apolítico, su “pesimismo cultural” le hacía decir que “si Ale­ mania condescendía a adoptar el democratismo occidental, ha­ bría perdido la guerra en el plano espiritual” . Pero Thomas Mann -próximo entonces de la resignación de Spengler a que toda Kul­ tur se disuelve en la “civilización”- afirmaba al mismo tiempo que “jamás Alemania tendrá por misión y por tarea realizar ideas bajo una forma política”.4 A la inversa, si bien pertenecía a la misma constelación pesimista, Moeller van den Bruck concluía en 1923 su libro D as dritte Reich llamando a que en resumidas cuentas ese Tercer Reich espiritual se encarne políticamente: “Pensamos en la Alemania de todas las épocas, en la Alemania del pasado dos veces milenaria, en la Alemania eternamente presente, que vive en lo Espiritual pero que quiere asegurar su seguridad en la realidad positiva y sólo puede hacerlo políticamente” .5 Es preci­ samente esta compulsión de Hitler y de sus allegados a realizar lo que él llamaba “Reich ideal” (ideales Reich) en la ciudad, es decir, de modo políticamente tangible, que encontraba la aprobación de un número creciente de alemanes. 49

Desde el siglo XIX, el tiempo y el espacio de la Kultur y del Arte alemanes habían sido a menudo identificados al tiempo y al espacio de una Alemania nueva por llegar, donde todo el pueblo sería artista y guiado por un Führer artista. De este mo­ vimiento, todavía sensible en la afirmación de Keyserling de que “la vida sólo puede ser hecha buena y hermosa y dichosa en el plano del arte” , el libro que había publicado Julius Langbehn en 1891, Rembrandt als Erzieher (Rembrandt educador) era el más poderoso síntoma.6 Hacer de lo bello una “promesa de fe­ licidad”, como lo había dicho Stendhal, no constituye en sí el índice de una pertenencia política e ideológica. Pero hacer del arte alemán la promesa de una felicidad alemana, como lo había escrito Wagner en el libro de los Maestros Cantores, devino el santo y seña al cual se incorporaron todos los nacionalistas del Segundo y Tercer Reich. Hitler no podía sino recibir su adhe­ sión al escribir en Mein Kampf. “¿Cuántos se dan cuenta de que su orgullo muy natural de pertenecer a un pueblo privilegiado se relaciona, por un número infinito de lazos, a todo lo que ha hecho de su patria tan grande en todos los dominios de la Kultur y del arte?”.7 Por ello Thomas Mann se lanzaba contra el uso nazi de la idea del Tercer Reich cuando, habiendo roto con la ideología de la revolución conservadora, se dirigía en 1932 a los obreros socialistas de Viena: “El arte fue siempre y será en todo tiempo el Tercer Reich perfecto, soñado por grandes espí­ ritus humanistas y cuyo nombre se emplea hoy de un modo tan erróneo” .8 Pero también era precisamente la razón por la cual Hitler se presentaba no solamente como un hombre “salido del pueblo” y como un soldado que había hecho “ la experiencia del frente” (Fronterlebnis), sino también y sobre todo como un hombre cuya experiencia artística constituía la mejor garantía de su capacidad de mediatizar el Volksgeist para hacer el “Tercer Reich perfecto” .

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El gobierno de los artistas Si la Kultur en general y el arte en particular ocupan de en­ trada esta posición central en la estrategia discursiva de los diri­ gentes, no era entonces de ninguna manera por razones tácticas o de mera propaganda. Era primero, mucho más radicalmente y mucho más simplemente también, porque numerosos diri­ gentes pretendían para ellos el estatuto de artista. La figura de un Hitler pintor o artista fracasado, legendario y omnipresente, poco a poco esfumó la naturaleza de “artista” de las otras figuras que lo habían rodeado. Muy temprano, sin embargo, muchos fueron los que subrayaron la importancia de la bohemia en el seno del partido nacional-socialista primero, luego en el seno del aparato dirigente conformado alrededor de Hitler. Además, no era simple propaganda cuando el escritor Hans Friedrich Blunck, presidente de la Cámara de literatura del Reich, insistía sobre el hecho de que el gobierno de la nueva Alemania estaba “compuesto por miembros de los cuales la mitad son hombres que estaban originariamente consagrados a una actividad crea­ tiva cualquiera”. Estos hombres, agregaba, tienen la “convicción religiosa” de la “importancia de los artistas” como los verdaderos “mediadores del pueblo”: Este gobierno, que hunde sus raíces en la oposición al raciona­ lismo, es bien consciente de la indefinible aspiración del pue­ blo que él gobierna, de sus sueños que flotan entre cielo y tierra y que sólo un artista puede explicar y expresar.9

Gottfried Benn, el poeta expresionista que se adhiere al nazismo antes de entrar en lo que llama “el exilio interior”, no era el único en reconocer en los que dirigían la nueva Alemania “naturalezas productoras de arte” . ¿No había sido presentado el Führer a los electores de 1932 como el “candidato de los artistas alemanes?” 10 Hitler, que Heinrich Mann designaba desde 1933 con una amarga ironía como “el más artista de la banda”,11 no estaba por casualidad rodeado de hombres tales como Dietrich Eckart, Jo51

seph Goebbels, Baldur von Schirach, Alfred Rosenberg, Walter Funck, Julius Streicher o Albert Speer. Lo que los unía era pri­ mero la misma fe en la misión cultural y artística del pueblo alemán, y la misma certeza de que esta misión debía necesa­ riamente tomar la forma de un combate. Y cada uno de ellos asumía una parte activa en el combate por la restauración de un “Arte alemán” que sería, decía Hitler en 1933, “la más orgullosa defensa del pueblo alemán”. Hijo de un consejero del rey de Baviera, Dietrich Eckart, que fue en Munich “el mejor amigo de Hitler y puede ser conside­ rado como su padre espiritual” ,12 había sido primero poeta y dramaturgo. Su traducción de Peer Gynt, concluida en 1914, le había valido grandes éxitos, críticos y económicos, en las escenas alemanes. Fue la pieza representada con mayor frecuencia du­ rante los años de la guerra -sin duda porque el drama de Ibsen había cambiado bajo su pluma en una búsqueda de la identi­ dad alemana. En marzo de 1920, este miembro de la Sociedad de Titulé, director del diario racista (völkisch) Aug gut Deutsche, volaba a Berlín con Hitler con la esperanza de participar en el putsch de Kapp. El 9 de noviembre de 1923, esta vez con los putschistas de Munich y bajo la mirada admirativa de Frau Wi­ nifred Wagner, la nuera de Richard Wagner, juntos cantaban “Deutschland erwache!” (“¡Alemania, despierta!”). Esa canción compuesta por Eckart invadirá Alemania hasta 1945. El mes siguiente al putsch fracasado de Munich, moría alcohólico y morfinómano. Se lo enterrará en el pueblo de Berchtesgaden que él había hecho descubrir a Hitler. Dos años más tarde, este último acababa el segundo tomo de Mein K am pf evocando la memoria de este “hombre que consagró su vida a despertar a su pueblo, nuestro pueblo, mediante la poesía y el pensamiento, y finalmente por la acción”.13 En el corazón de la Segunda guerra mundial, aun lo mencionaba como su “estrella polar”.14 Alfred Rosenberg, venido de Estonia a Munich donde Eckart le presenta a Hitler, era arquitecto, diplomado de las universi­ dades de Riga y de Moscú. El segundo de los tres libros que integraban su Mito del siglo XX, publicado en 1930, estaba en su 52

totalidad dedicado a “La esencia del arte alemán”. Después de Eckart fue el redactor en jefe del Völkischer Beobachter, luego de los Nationalsozialistische Monatshefte (Cuadernos mensuales na­ cionalsocialistas), el órgano “político y cultural” del N.S.D.A.P., antes de ser nombrado, en 1941, ministro de los Territorios del Este donde pudo “finalmente” ejecutar la política racial que siempre defendió. Baldur von Schirach compartía con Hitler la más absoluta de las pasiones por la ópera wagneriana. A través de su padre, intendente del teatro de la corte de Weimar, encuentra a Hitler a los dieciséis años y adhiere al partido nazi dos años más tarde, en 1925. Hermano de una cantante reputada, era como Hitler un asiduo de Bayreuth. Se encontraban en la villa Wahnfried, en lo de su común amiga Winifred Wagner, quien había pro­ porcionado el papel necesario para la redacción de Mein K am pf en prisión. Poeta, Schirach componía canciones que a posteriori entonarán ocho millones de Jóvenes Hitlerianos, uniformados y marchando mientras enarbolaban banderas y estandartes en una Alemania transformada en una gigantesca escena de ópera militar. En 1933, escribió la más célebre de las canciones para el filme E l joven hitleriano Quex (Der Hitlerjtmge Quex): retumba­ rá durante doce años en las calles y los campos. Joseph Goebbels, jefe de la propaganda y gran rival de Ro­ senberg en materia de hegemonía cultural, obtuvo en 1921 un doctorado en letras y filosofía en la Universidad de Heidelberg. Es en el clima del expresionismo a punto de concluir que re­ dacta su autobiografía novelada: Michael. D iario de un destino alemán. Rechazada por diversos editores, entre ellos Ullstein y Mosse, recién fue publicada en 1929 por Franz Eher, el editor muniqués del partido nazi. Goebbels, entonces diputado en el Reichstag, la dedica a su amigo Richard Flisges, que le había hecho descubrir a Dostoïevski, pero también a Marx, Engels y Rathenau. Entre tanto, había propuesto, pero sin éxito, su cola­ boración literaria a muchos diarios, y compuesto en verso obras de teatro que jamás fueron publicadas. Hacia la mitad de los años veinte, un productor renano recibió en su despacho a un 53

pequeño hombre rengo y de “mirada centelleante” que declara querer “muy vivamente ser director de teatro o por lo menos trabajar en el montaje de una obra; me llamo Goebbels, dijo, y no tengo ninguna experiencia en el teatro” .15 Devenido minis­ tro del Reich para la Educación del pueblo y de la Propaganda, Goebbels fue como se sabe uno de los principales ideólogos de la actividad política concebida como “el Arte más eminente y el más vasto que existe” . También estuvo Walter Funk, que Hitler eligió como minis­ tro de Finanzas y presidente del Reichsbank, pero a quien se lo veía a menudo más en compañía de artistas que de hombres de negocios y de banqueros. Amaba recordar que su más ardiente ambición había sido la de abrazar una carrera de músico, pero que su destino de artista había sido “contrariado por su vocación de economista”,16 como Hitler se complacía en decir que “sin la guerra, él habría ciertamente devenido arquitecto, quizás —inclu­ so verosímilmente—uno de los más grandes sino el primer arqui­ tecto de Alemania”.17 Incluso estuvo Julius Streicher, el aturdido pornógrafo cuya brutalidad espantaba hasta a sus colaboradores del Stürmer, el diario violentamente antisemita que había funda­ do en Nuremberg. Tenía en común con Hitler, de quien fue pri­ mero rival pero al que se une con motivo del putsch de 1923, un talento de acuarelista que lo llenaba de orgullo. Estuvo además Rudolf Hess, estudiante en la universidad de Munich, él tam­ bién miembro de la Sociedad de Thulé, donde había encontrado a Eckart antes de consagrarse totalmente a Hitler. Escribía poe­ mas románticos que llega a hacer editar antes de 1933. Estuvo Joachim von Ribbentrop, que fue ministro de Relaciones exte­ riores del Reich: mucho antes de adherir al partido nazi en 1932, escribió, en los años veinte, una obra de teatro que tituló Por el camino del Führer. Estuvo el antiguo guerrillero Ernst Röhm, el jefe de las S.A. que Hitler hizo asesinar el 30 de junio de 1934: como Eckart y Baldur von Schirach, redactaba poemas en hexá­ metros que enviaba al Führer, cuya gratitud no fue ejemplar. Finalmente, Albert Speer, salido de una familia de arquitec­ tos, él mismo diplomado en arquitectura de la Academia técnica 54

de Berlín en 1927, adhiere al partido en 1931. Goebbels hizo de él pronto el gran director teatral de las fiestas y reuniones del nacional-socialismo antes de que Hitler lo elija como el prin­ cipal arquitecto del Reich. Convertido rápidamente en uno de los más íntimos confidentes del Führer, fue promovido como ministro del Armamento en 1942 y organizó la planificación de la economía de guerra. Es con él, que pasó casi sin interrupción de la arquitectura del Reich a la producción de armas del Reich, que el “combate por el arte alemán” se identificó plenamente con la guerra. Hace bastante tiempo que apareció la idea en virtud de la cual esta “bohemia” no se hubiera armado si hubiera encontrado al­ gún éxito en su actividad artística. Así, desde 1933, Heinrich Mann escribía de Hitler: “Artista como los otros, no se contentó con ser pintor de edificios, hizo cuadros y los envió a los con­ cursos, que los rechazaron. Algunos miembros de los jurados se arrepintieron amargamente, ahora que Hitler ha triunfado en un plano distinto. Solo hubiera dependido de ellos que en lugar de dictador hubiera sido un simple fracasado" ,18 Igualmente, el editor Rudolf Ullstein declaró un día “a modo de broma” que él se ha­ bía equivocado al rechazar el manuscrito de Michael·. “Hubiera quizás llevado [así] a Goebbels hacia otras actividades distintas de la política”.19 Tales bromas, que aún hoy circulan, se fúndan seguramente sobre la hipótesis muy a menudo admitida desde Freud de la sublimación y de la Kulturversagung, los componen­ tes narcisísticos, eróticos y agresivos del individuo encontrarían su satisfacción y sus limites en la obra de arte, que devendría así, al lado del trabajo y más allá de toda religión, en uno de los más seguros garantes del desarrollo de la cultura. Pero bromear así es olvidar que a la hipótesis aristotélica del valor catártico de la obra de arte, en la cual se agotarían las pa­ siones del artista y del público, se oponé de antemano, como es sabido, la afirmación platónica del peligro de esta misma obra de arte en razón de su poder contagioso. Paralelamente a la de la catarsis, otra tradición no ha cesado jamás de recorrer la historia de Europa: el arte, ya haya sido condenado o bien, al contrario, 55

glorificado (Nietzsche), no está pensado como el lugar donde las pasiones encuentran su fin sino más como su mejor relevo, como “el gran ‘estimulante’ de la vida”.20 Al “despojamiento de sí” del artista en la obra, esta otra tradición opone su “voluntad de poder”. A la catarsis del espectador, ella opone la gloria que le es conferida “de ejercer también y momentáneamente [su] propia divinidad”.21 Es evidentemente a esta tradición que se re­ laciona el nacional-socialismo. Y es porque toda “broma” sobre el aspecto que hubiera tenido el mundo si Adolf Hitler hubiera sido admitido a la Academia de Viena suprime al mismo tiempo la apuesta moderna del arte y la del nacional-socialismo. Considerada con toda razón la mejor biografía de Hitler, la de Joachim Fest hacía notar que en las acuarelas y las pinturas [fig. 6-7] que aquel realiza en Munich, donde entonces se de­ sarrollaba el expresionismo, “sigue siendo [como en Viena] el modesto copista de cartas postales que tenía sus visiones, sus pe­ sadillas y sus angustias, pero era incapaz de transportarlas sobre el plano del arte”.22 Si la observación sorprende es porque Hitler estaba bien lejos de asignar al arte la función de expresar “las pesadillas y las angustias” del artista. Por el contrario, el artista debía según él dominar sus angustias, que pertenecen a la sub­ jetividad y a la contingencia, para no mostrar más que la bella form a eterna. En eso se mantiene como un clásico, secretamente ligado a la Academia que lo había rechazado. Parece por último tanto más difícil de denunciar la incapacidad artística de Hitler para trasladar sus angustias que este las traslade de hecho, pero sobre el plano del “arte del Estado”, purificando su “material humano” con la más violenta de las pasiones. Si cada, uno resultó sorprendido por el lugar excepcional que el nuevo régimen acordaba de entrada a la cultura y al arte, mu­ chos creyeron poder circunscribir el fenómeno mediante el solo término de propaganda: el nazismo habría entonces avasallado al arte para sus fines políticos. Esto es no comprender que el texto mismo de Mein Kam pfe onstituía un sorprendente desarrollo del método Coué que Hitler aplicaba a su pueblo como a sí mismo:

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6. AdolfH itler: E l M axim ilianeum y elpuente M axim iliano en Munich, 19131914 (acuarela) (Foto Dr. August Priesack, Munich).

7. AdolfH itler, L a Hofbräuhaus de Munich, 1913-1914 (acuarela) (Foto Dr. August Priesack, Munich).

Nuestro pueblo alemán, hoy quebrado y postrado, entregado sin defensa a los puntapiés del resto del mundo, tiene justa­ mente necesidad de esta fuerza de sugestión que reside en la confianza en sí mismo.23

Abriendo el congreso de Nuremberg que siguió a su ascenso al poder, no cesaba de repetir esta necesidad primera de “la fe en su propio Yo”, de “la fe fanática en la victoria del Movimiento” para lograr la “curación del pueblo”.24 Clausurando ese mismo congreso, insistía sobre “los efectos de lo que es visible y sensi­ ble” para asegurar al pueblo “su autoafirmación duradera”.25 Pre­ sentar al Volk quebrado la imagen de su “eterno Geist”, tenderle el espejo que sería capaz de volver a darle la fuerza de quererse a sí mismo: tal fue la tarea inicial que se asigna Adolf Hitler, al que también se llamaba “el médico del pueblo alemán” . Por esa razón ese Geist, ese Reich interior o espiritual, se fenomenaliza también sobre el modo artístico, político y de la propaganda -indisolublemente ligados en la autosugestión. Igual que Nietzsche que pensaba que “el arte es el gran ‘esti­ mulante’ de la vida”, Hitler estaba convencido de que “el Arte alemán” ocultaba para los alemanes enfermos un poder salva­ dor porque era narcisístico. Frente a los militantes del partido que se interrogaban sobre la necesidad de que “sacrificar tanto al arte cuando alrededor nuestro reina tanta pobreza;, miserias, angustia y lamentos”, él respondía con seguridad que se trata­ ba nada menos que del “refuerzo de la armadura moral de una nación”: Nunca es más necesario llevar a una nación a lo que ella tiene de eterno que en un tiempo donde los disgustos políticos y económicos la hacen dudar de su misión. Cuando una pobre alma humana, hostigada de preocupaciones, duda de la gran­ deza y del porvenir de su pueblo, es entonces que es tiempo de reanimarla exaltando las altas y eternas virtudes interiores de su raza, presentándole las obras maestras que ninguna miseria política y económica sabrían alcanzar. Más las exigencias vitales 59

y naturales de una nación son desconocidas, reprimidas o sim­ plemente puestas en duda, más importa dar a esas exigencias naturales el carácter de un derecho superior por las demostra­ ciones visibles de los más altos valores de un pueblo [.. ,].26

Esta concepción de la naturaleza autosugestiva del arte, Hitler la precisaba cuando afirma su convicción de que la actividad artística era el proceso por el cual un pueblo se producía a sí mismo como pueblo. Se decía convencido de que “el arte, jus­ tamente porque es la emanación más directa y la más fiel de la vida espiritual de un pueblo, constituye la fuerza que modela inconscientemente del modo más activo la masa del pueblo”.27 Así, pensaba bastante justamente la autosugestión como poder de autoformación, en un proceso natural y orgánico cuyo mo­ delo había sido brindado por el romanticismo: “El arte perte­ nece a la naturaleza, había escrito Novalis: [...] es por así decir la naturaleza observándose a sí misma, imitándose a sí misma, formándose a ella misma”.28 El 24 de abril de 1934, el Völkischer Beobachter publicaba en primera página de su edición muniquesa un artículo titulado “El arte como fundamento del poder creador político. Las acua­ relas del Führer” : El filósofo Nietzsche dice que no hay nada más caprichoso que el azar. Hoy, sabemos que no fue un azar que Adolf Hitler fuera uno de los numerosos estudiantes de pintura de la Academia de Viena. Estaba designado para una tarea más grande que la de ser solamente un buen pintor, o quizás un gran arquitecto. El don para la pintura no es sin embargo un aspecto de su personalidad simplemente debido al azar, sino un carácter fun­ damental que toca al nudo de su ser. Existe un lazo interno e indisoluble entre los trabajos artísticos del Führer y su gran obra política. Lo artístico es también la raíz de su desarrollo como político y como hombre de Estado. Su actividad artística no es sim­ plemente en este hombre una ocupación de juventud surgida 60

del azar, no es un desvío de su genio político sino la condición primera de su idea creadora de la totalidad. Si examinamos la Historia como la elaboración creadora de fuerzas espirituales, entonces nos es indispensable comprobar que el fenómeno de un hombre de Estado tal como Hitler sólo podía emerger de sus fundamentos artísticos, cuyos ele­ mentos esenciales son la construcción y la visión imaginativa que perfecciona. El nacional-socialismo no es un principio intelectualmente construido, no es un programa racional como el marxismo, sino que es un movimiento espiritual nacido de las potencias originarias del alma del pueblo, una Weltanschauung que surgió de una concepción espiritual total.

Sin embargo, agregaba el autor, es necesario distinguir. Existe la política tal como la comprende el marxismo y el Estado donde reinan los marxistas: se la llama con mucha razón la “política de los abogados” (Advokatenpolitik). Pero también existe otra política: El Führer dio al concepto de política un contenido fundador

(einen aufbauenden Inhalt), y ha podido hacerlo porque su idea política se desarrolló a partir de los conocimientos de una activi­ dad artística autocreadora (einer künstlerisch selbstschöpferischen

Tätigkeit) P Este texto reúne de modo notable los tres motivos fundamen­ tales de la imagen que el nacionalsocialismo presentaba de sí mismo: a través de la persona de Hitler, se afirmaba como siendo de esencia popular, artística y espiritual; era, entonces, por esen­ cia opuesto a la democracia parlamentaria, a la crítica y al debate (a la Advokatenpolitik)·, por último, estaba políticamente deter­ minado por el carácter de autoformación o de autocreación de esta actividad artística originaria que constituía su esencia. Más tarde, ante los miembros de su cuartel general, Hitler formula con más concisión todavía esta teoría de la autoproducción30 que él se aplicaba primero muy naturalmente a sí mismo:

Si nuestros maestros de escuela no distinguen por regla general un futuro genio sino, al contrario, lo juzgan sin valor -basta pensar en Bismarck, en Wagner, en Feurbach, quien, rechazado por la Academia de Viena, fue celebrado y coronado diez años después— es que sólo un genio puede transformarse a sí mismo en genio.31

Sacada de la trivialidad de su contexto, la fórmula podría sor­ prender a cualquiera que ignorara la congruencia del nazismo y de una parte del pensamiento romántico, a la cual pertenece ple­ namente la noción de autoformación del genio. Pero le faltaba al nazismo la otra mitad de este pensamiento: la ironía. Mediante este concepto que Hegel definiría como el “punto de vista de un yo que plantea y destruye todo”,32 los románticos alemanes ha­ bían nombrado aquello que les impedía buscar realizar sus sueños de otro modo que no fuera de manera fragmentaria. Era contra ese rechazo romántico de toda totalización que Hans Friedrich Blunck, presidente de la Cámara de literatura del Reich, convo­ caba a “una nueva voluntad creadora para ocupar el lugar de la ironía, de la eterna negación” .33 Y Goebbels, es cierto que invo­ luntariamente, había reconocido esta rigidez del nacional-socia­ lismo, definiéndola como un “romanticismo de acero” (stahlernde Romantik) Era entonces con la más grande seriedad y sin reti­ cencia alguna que Hitler, “candidato de los artistas” a la cabeza de un gobierno de artistas, se aprestaba a cumplir ese sueño formu­ lado antes por Novalis y dirigido al joven rey Federico-Guillermo III que acababa, en 1797, de acceder al trono de Prusia: Un verdadero príncipe es el artista de los artistas; es decir, el que dirige a los artistas. Cada hombre debería ser artista. Todo pue­ de devenir un arte bello. Los artistas son la materia del rey; su voluntad es su cincel; él educa, pone e instruye a los artistas por­ que solo él ve la obra en su totalidad y desde el buen punto de vista, porque sólo a él le es perfectamente presente la gran Idea que debe ser ejecutada por el conjunto armonioso y convergen­ te de las fuerzas y los pensamientos representativos. El soberano conduce un espectáculo infinitamente variado donde la escena 62

y la sala, los actores y los espectadores son uno solo, y donde él mismo es a la vez el poeta, el director y el héroe de la obra.35

Dicho sin ironía, en uno de sus discursos, Hitler proclamaría “la dictadura del genio”.36

Sugestión e incorporación “El partido es Hitler, pero Hitler es Alemania como Alemania es Hitler”, exclamaba Rudolf Hess en Nuremberg.37 Ernst Kantorowicz ha trazado magistralmente la historia de esta fórmula de inversión, que suponía la incorporación y la identificación recíprocas del cuerpo del príncipe y del cuerpo político.38 Ella había tomado su fuente en el Evangelio de San Juan (“Yo soy el Padre y el Padre está en mí” [Juan, XIV, 10]) y su modelo en la relación de Cristo con la Iglesia, su cuerpo místico que las m o­ narquías europeas identificaron al cuerpo político. El mesianismo nacional que caracterizó a Europa todo a lo largo del siglo XIX conservó y desarrolló, como se sabe, la analogía orgánica.39 Inscribiéndose en la continuidad de ese naturalismo políticohistórico, el nazismo desplegaba la lógica organicista hasta sus consecuencias más extremas. El poder esperado y buscado del cuerpo nacional no podía por cierto más que llegar de sí mismo, pero con la condición de que una cabeza pueda dar a ese cuerpo la fe en sí mismo y en sus propias fuerzas de crecimiento. Así como Hitler en Mein Kam pf llamaba a la autogestión para lograr la “confianza en sí”, igualmente llamaba a lo que él designaba la “sugestión de masa” para acrecentar el poder y aumentar su volumen. Lo que era determinante en un mitin de masa, escribía, no era el “contenido” del discurso sino su “éxito visible”, pues entonces “la voluntad, las aspiraciones pero tam­ bién la fuerza de millones de hombres se acumulaban en cada uno de ellos” .40 Expuso mejor ese principio en 1926, en el dis­ curso que pronuncia en el Nationalklub de Hamburgo:

63

Ante todo, es necesario desembarazarse de la idea de que las concepciones ideológicas podrían satisfacer a la multitud. El conocimiento es para la masa una base tambaleante. Lo que es estable es el sentimiento, el odio. [...] Lo que la masa debe experimentar es el triunfo de su propio vigor (Stärke).

En esas condiciones el individuo aislado, proseguía Hitler, podía sentir “el vigor y la honestidad del Movimiento” y acudir entonces a aumentar el número con su propia fe: El ve 200.000 personas que combaten por un ideal que tal vez no consigue analizar del todo, que no tiene necesidad de com­ prender. Es su fe y la fe se reforzará día tras día por la exteriorización visible del poder de esa fe.41

Así, la sugestión de masa incorporante y la autosugestión convergían hacia el acrecentamiento del poder por la mostra­ ción visible de sí misma, aumentando la fe o la confianza en esta visibilidad del poder futuro. El régimen de la autoproducción desencadenaba aquí un automatismo casi reflejo que, según una lógica organicista desplegada hasta la perfecta circularidad del efecto y de la causa, se emparentaba con el autoerotismo. Por esta razón, la puesta en escena que presidía a cada una de las apariciones públicas de un Führer que era su pueblo, realzaba a la vez la sugestión y la autosugestión. A menudo se ha observa­ do “la atmósfera orgiástica” que reinaba durante las grandes con­ centraciones del nacional-socialismo, y con frecuencia “descripto en términos sexuales no equívocos el estado de agotamiento de Hitler al concluir las grandes sesiones públicas” .42 El mismo de­ cía que perdía peso en cada una de esas sesiones en el curso de las cuales su piel se adhería al azul de su camisa. Pero los filmes, las fotografías de masas y todos los testimonios confirman que el estado de los participantes podía ser descripto con iguales térmi­ nos. Sin duda alguna, los grandes estimulantes de la vida que eran esos espectáculos, conducidos por el orador con un estilo extático vecino del expresionismo, constituían la experiencia narcisística 64

esperada tanto por el Führer como por su pueblo: experiencia de lo auténtico, del hic et nunc, de la unidad reencontrada del Volksgeist con su Volkskörper. Era la experiencia constitutiva del pueblo como sujeto, excluyendo en su despliegue toda alteridad y activando el autoerotismo de esas relaciones hasta instaurarlas como las de lo mismo con lo mismo: [El orador], escribía Hitler en Mein Kampf, se dejará siempre llevar por la gran masa, de suerte que instintivamente hallará siempre las palabras necesarias para llegar directo al corazón de sus auditores actuales. Si comete el más ligero error, encon­ trará la corrección viva delante suyo. Como ya lo dije, puede leer en el rostro de sus auditores [...] Si le parece que no están aún convencidos de los buenos fundamentos de sus asercio­ nes, las repetirá otra vez y siempre, con nuevos ejemplos que las apoyen, él mismo expondrá las objeciones inexpresadas que siente en ellos, y las refutará y cortará de un tajo, hasta que los últimos grupos de oponentes terminen por confesar, según su actitud y la expresión de sus rostros, que han capitulado ante su argumentación.43

Era entonces, en el curso del trance amoroso, mientras que la erección de la figura de Hitler terminaba en el pueblo “femenino”/ que el cuerpo del pueblo se reconciliaba con su Espíritu, encarnando con su compañero ese Reich ideal llamado la Volksgemeinschaft. Por tal motivo esas grandes ceremonias no eran jamás simples medios hacia un fin que les habría sido ex­ terior; ellas encontraban al contrario su fin en la Erlebnis, en “la experiencia vivida” de una comunidad encerrándose en sí mis­ ma. Entonces cada uno podía pensar que Hitler formaba la Ale­ mania y que la Alemania formaba Hitler -en una reciprocidad V Topos devenido clásico sobre todo desde Le Bon y del cual se puede leer esta variante en Mein Kampf. “En su gran mayoría, el pueblo se encuentra en una disposición y en un estado de espíritu a tal punto femeninos que sus opiniones y sus actos son determinados mucho más por la impresión producida sobre sus sentidos que por la pura reflexión” (F 184, D 201). 65

de la cual él mismo era consciente: “Sé que ustedes me deben todo lo que son y de mi parte es sólo a ustedes que yo debo ser lo que soy” .44 La formación recíproca de las masas y de su jefe, que Hitler invocaba tan a menudo, se presentaba de hecho como la autoformación de un único cuerpo político-religioso. Pero estas grandes regresiones narcisísticas tenían como con­ dición el hacer desaparecer de su esfera todo lo que era suscep­ tible de obstaculizar la formación de una mónada. La relación amorosa se establecía, por un juego de preguntas y respuestas, en un intercambio que unía siempre más al conjunto de los miembros. Los “sí” y los “no” de la multitud45 constituían el índice de lo que era necesario incluir o excluir para que se per­ siguiera la “experiencia auténtica”, de suerte que la aparición de Hitler tenía siempre por corolario la desaparición progresiva de los “enemigos” fuera de la Volksgemeinschaft. Mientras que el interior se constituía en yo ideal, todos los que Hitler llamaba los Kritikaster, esos “criticones” que no reconocían su fe en la Comunidad de amor devenida ahora visible y tangible, eran re­ chazados y hasta expulsados de ese campo de visión común que era la Weltanschauung nazi compartida. Así se elaboraba una situación de pura inmanencia, donde el placer de ver y de ser visto no implicaba más ninguna exte­ rioridad, donde el pueblo reunido alumbraba su alma devenida visible mientras que el Führer veía formarse ante él el pueblo al cual hacía nacer según su visión. La fórmula de Rudolf Hess afirmando la identidad de Alemania y el Führer era la expre­ sión perfecta de esa pura inmanencia devenida visible, donde “todos”, comprendido el mismo Hitler, creían firmemente en la imagen que ellos habían creado.46 Y si Alfred Rosenberg podía exclamar durante el mismo congreso que: “E l mundo del ojo, del cual Goethe habla un día como de la fuente original de su vida, reina otra vez en Alemania”,47 era porque autosugestión y sugestión de masa se confundían con lo que Goebbels llamaba la “propaganda creadora” . De manera que la unión y la salud recobrada del pueblo se hacían ver ahora en toda Alemania, al precio de la mutilación de las partes juzgadas “enfermas” de ese 66

cuerpo. Se realizaba así primero en el mundo del ojo ese “deseo de los alemanes” que Rosenberg, en E l mito del siglo XX, había creído leer en la fórmula del Maestro Eckart: “Ser uno consigo mismo”.48 El desvío de sentido era aquí temible: lo que antes era la unión mística del individuo singular con un Dios invisible de­ venía la unión mística de la Comunidad con su Führer visible.

Propaganda y anticipación Todos los análisis del nacional-nacionalismo han tropezado, desde el ascenso de Adolf Hitler al poder, en la determinación del momento donde “el mito y la realidad no hacen más que uno” .49 También recientemente, Ian Kershaw afirmaba que “allí donde el nazismo manifiesta grandes -e incluso muy grandesambiciones, fue en la transformación de las percepciones subje­ tivas de la realidad, y no de la misma realidad” .50 Martin Broszat ya había formulado algo semejante: “El nacional-socialismo fue una tentativa extrema de cambiar el mundo mediante una trans­ formación de la conciencia subjetiva (y no de un trastocamiento de las relaciones objetivas)”.51 La ingenuidad de estos análisis sostenidos por eminentes historiadores del nazismo sorprende e inquieta: una “transformación de la conciencia subjetiva” ¿sería posible sin causar enseguida un “trastocamiento de las relaciones objetivas”? ¿El nazismo habría por azar dejado intacta la “reali­ dad objetiva”? O bien la emancipación de algunas categorías de la población, el terror que la acompañaba, el crecimiento de los ritmos de producción, por último el exterminio ¿habrían sólo existido en la “conciencia subjetiva”? Si sólo se trataba de afir­ mar el mantenimiento de las relaciones de producción preexis­ tentes, tales formulaciones son por lo menos inadecuadas. De modo más disimulado resurge en todas partes hoy día la idea de una “doble vida” impuesta a los alemanes bajo el Tercer Reich. Mientras afirmaba que “las contradicciones entre propaganda y realidad no eran muy profundas”, von Krockow, en una obra sin embargo notable, describe la “personalidad dividida” de la 67

Alemania de entonces, descansando como bravo ciudadano en su normalidad apolítica y marchando a paso cadencioso, ebrio de voluntad de poder. Este “desdoblamiento de la existencia en dos dominios distintos”, tolerado y favorecido, se encontraba también, según él, en la producción de esos filmes que ignora­ ban todo del régimen: sus insignias, sus uniformes, sus saludos y sus pompas.52 Pero como otros divertimentos aparentemente neutros, esos filmes eran en verdad parte integrante del mito. Para sostener el esfuerzo que Robert Ley demandaba cotidiana­ mente a sus “soldados de trabajo”, era necesario facilitar zonas de reposo, capaces de mantener y reproducir las fuerzas produc­ tivas de la Volksgemeinschaft. El error viene de que la tolerancia era no solamente posible sino necesaria respecto de todo lo que podía acrecentar el sentimiento de felicidad del “pueblo” sin ja­ más frenar la fabricación del mito, “la realización de la Idea” . Por último, el régimen tenía necesidad de esos divertimentos por las mismas razones que tenía necesidad de un “cristianis­ mo positivo” (24° punto del Programa del partido). Como lo decía un partidario de la mesura, contra los excesos juzgados como inútiles de Rosenberg, “el Tercer Reich tenía necesidad del cristianismo y de las iglesias porque no tenía nada que poner en lugar de la religión y de la moral cristiana”.53 Habiendo sido esta línea de conducta casi siempre dominante, nada de lo que no perjudicaba al mito era suprimido, de suerte que el mito no fue separado de la realidad. La impregnaba exactamente como Goebbels decía que la Idea se expandía en las masas: “como un gas que penetra los objetos más sólidos” .54 En el curso que consagra durante el invierno de 1945-1946 a la cuestión de la culpabilidad alemana, Karl Jaspers era más penetrante en cuanto a ese “desdoblamiento”: “L a vida bajo la máscara —inevitable para cualquiera que quería sobrevivir—en­ trañaba una culpabilidad moral. [...] El disfraz constituía una de las características fundamentales de nuestra vida. Ella pesaba sobre nuestra conciencia moral”.55 Se volverá más adelante so­ bre la función desculpabilizante que ese “disfraz” debía asegurar. Es necesario recordar primero que, fundada sobre la sugestión, 68

Ia propaganda nazi distinguía entre disposición interior (Stim­ mungr) y comportamiento visible (Haltung). Era al imponer el aspecto de una máscara, al imponer una Haltung determinada, que buscaba obtener una Stimmung favorable entre los que per­ manecían interiormente insumisos. Ella confiaba sin duda que, bajo la máscara, la vida terminaría por conformarse a la másca­ ra. Pero la ortodoxia le importaba finalmente menos que la ortopraxia, según la feliz expresión mediante la cual Jacques Ellul caracterizaba toda propaganda moderna.56 Así, el clivaje que podía existir entre el juego del comediante y la naturaleza de su convicción íntima queda en un segundo plano. Lo que era de­ terminante era la cualidad del juego, la eficacia que demostraba el comediante en el cumplimiento de su tarea -su performance (Leistung). Lo que contaba era ese “talento” mensurable en cada uno en función del lugar y del rol que le habían sido asigna­ dos en el espectáculo. Ese fue el verdadero criterio de Goebbels hasta el final, como lo testimoniaba la incitación dirigida, en los últimos días del regimen, a sus colaboradores: “Señores, en cien años se rodará un hermoso film en colores sobre las terribles jor­ nadas que vivimos. ¿No deseáis representar un papel en ese film? Resistid ahora para que los espectadores [...] no griten y no silben cuando ustedes aparezcan sobre la pantalla.57 Asimismo, Hitler, durante las semanas que precedieron al hundimiento, expresa muchas veces su temor de ser “exhibido en el zoológico de Moscú”, o bien de ser “forzado de aparecer en un espectáculo puesto en escena por los judíos”.58 Pues si él era el primero en pensar, como lo decía Keyserling, que la vida no podía ser “bella y buena y dichosa más que sobre el plano del arte”, tampoco podía concebir no ser él mismo “a la vez el poeta, el director y el héroe de la obra” (Novalis). Largo tiempo se ha creído que las fotografías del orador Hitler, exponiendo sus gesticulaciones posexpresionistas, perte­ necían a los archivos secretos del Führer o de su amigo el fotó­ grafo Heinrich Hoffmann; que ellas no habrían sido más que simples pruebas de trabajo que permitían al orador controlar los afectos de su gestualidad en estudio. Hoy se sabe que no hay 69

nada de eso, puesto que ellas fueron publicadas en diferentes oportunidades, desde el comienzo del año 1928, por el Illus­ trierter Beobachter, luego vendidas seis de ellas bajo la forma de una serie de cartas postales de gran tirada [fig. 8], Que hayan sido largamente difundidas hasta el fin de los años 30 todavía (Chaplin las utiliza para trabajar el rol del Dictador) muestran bastante que, lejos de ser útiles de trabajo reservados al uso privado, ellas apuntaban, por el contrario, de modo calculado al más amplio público. Rudolf Herz, a quien se le debe este redescubrimiento,59 advierte que no se observan sin embargo esos gestos en los documentos filmados de los discursos pro­ nunciados por Hitler en público. Se trataría manifiestamente de “puras poses de cartas postales, de auténticos documentos de la auto-puesta en escena exaltada de Hitler”, que un periodista de los años 30 había ya comparado a fotogramas en los que cada uno tenía su iluminación propia. El inmenso éxito de estas cartas postales permite comprender mejor que las masas esperaban de Hitler, en los mítines, la proeza del comediante que sabría arrancarlos a ellos mismos, transpor­ tarlos, durante el tiempo del espectáculo al menos, a un mundo donde la luz y la sombra serían más marcadas, donde las eleccio­ nes parecían más simples. Si, de su lado, Hitler había decidido publicar esas fotografías y difundirlas bajo forma de cartas posta­ les con epígrafes, era muy ciertamente para suscitar esta espera de la cual descontaba percibir los beneficios durante los mítines. El código gestual parecía deliberadamente anticuado; estaba final­ mente más cerca de imágenes que se podían encontrar en los ma­ nuales de orador del siglo X IX que del juego expresionista tardío. “Si la propaganda, escribía Hitler, renuncia a una cierta ingenui­ dad de expresión, no acierta el camino hacia la sensibilidad de las grandes masas.”60 Con sus acentos populares y solemnes a la vez, esta gestualidad podía intrigar a los que aún no habían asistido a uno de sus espectáculos y proporcionar a los otros un sentimien­ to inhabitual hecho de proximidad y distancia. En esta espera recíproca del Führer y de las masas, se for­ maba una imagen compartida a la cual la ocasión debía volver 70

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8. A dolf Hitler, antes de agosto de 1927. Serie de seis tarjetas postales (fotos de H . Hoffmann).

concreta. El éxito no dependía evidentemente de la sinceridad de los integrantes sino de su creencia en esta imagen común, a la vez condición y objeto del espectáculo. En 1934, analizando los caracteres religiosos y mágicos que se vinculan a la moneda en las “culturas primitivas”, Marcel Mauss subrayaba “la importancia de la noción de espera, de confiar en el futuro, que es precisamente una de las formas del pensamiento colectivo” . “Estamos entre nosotros, continuaba, en sociedad, para esperar entre nosotros tal y cual resultado; esa es la forma esencial de la Comunidad.” Notablemente sensible a las perturbaciones de su época, Mauss señalaba entonces con estos términos uno de los hitos de su investigación: Las expresiones: coacción, fuerza, autoridad, hemos podido uti­ lizarlas en el pasado, y ellas tienen su valor, pero esta noción de espera colectiva es según mi punto de vista una de las nociones fundamentales sobre las cuales debemos trabajar. No conozco otra noción generadora de derecho y economía: “Espero”, es la definición misma de todo acto de naturaleza colectiva. Está en el origen de la teología: Dios escucha —no digo atiende sino escucha—mi ruego.61

Pero en el momento en que Marcel Mauss formulaba esos temas, el fascismo y el nazismo sabían ya procurar que el ruego escuchado pareciera ser atendido. El discurso que Goebbels pro­ nunciaba el 9 de enero de 1928 sobre el tema “Conocimiento y propaganda” era a este respecto ejemplar: Las ideas, se dice, están en el aire. Y cuando alguno llega y ex­ presa con palabras lo que todos llevan en su corazón, entonces cada uno siente: sí, es lo que siempre quise y esperé. Así ocurre cuando se escucha un gran discurso de Hitler. Encontré hom­ bres que habían ido por primera vez en su vida a un mitin de Hitler; al final del discurso, decían: “Todo lo que buscaba desde hace años, este hombre lo expresó con palabras. Ahora, por pri­ mera vez, alguien vino a poner en forma lo que yo quería”.62 73

En esta “puesta en forma” residía la satisfacción de la espera donde el orador aumentaba su prestigio. Se sabe que el “marke­ ting” no hace otra cosa hoy día: sus técnicas de investigación de las esperas colectivas no crean nada; ellas tienen por objeto hacer surgir la imagen de un deseo momentáneamente compartido y darle cuerpo. Es verdad decir que Hitler no habría podido hallar el éxito “sin la depresión” que reinaba en Alemania, “sin las con­ diciones exteriores que exponían el mercado’ electoral a la opción política nazi”.63 Pero una tal descripción no permite comprender la inmanencia del proceso. Pues si la persona de Hitler encarnaba la resolución próxima de la crisis, lo esencial era que esta anticipa­ ción fuera enseguida comprendida, en la Erlebnis* de la concen­ tración de masas, como la resolución misma de la crisis. A su modo, las cartas postales constituían, a la vez que un lla­ mado, una preparación de los mítines al anticipar ellas también la resolución de la crisis. La leyenda de la primera de todas era particularmente clara: “¿Cumples tu deber superior en relación a tu pueblo? Si lo haces, eres nuestro hermano. Si no, eres nues­ tro enemigo mortal”. Este modo de resolución binaria, que se repetía acto seguido en los “sí” y los “no” de los mítines, arrojaba a las sombras a los enemigos mortales para hacer aparecer me­ jor en su plena luz la imagen salvadora de la Volksgemeinschaft futura, de la Comunidad de los seres bienaventurados. La pro­ mesa de salvación que hacía Hitler a su pueblo se sostenía en ese espectáculo con una división haciéndose entre los condenados y los elegidos. Fueron numerosos los miembros de la “élite” que sucumbieron aquí, anticipando un triunfo y un regocijo total. Algo se repetía, lo que Hannah Arendt designó como “el hecho más que embarazoso de que hombres de una envergadura in­ discutible -entre los cuales estaban Tertuliano e incluso San­ to Tomás de A quino- han podido estar convencidos de que una de las alegrías del cielo sería el privilegio de contemplar el espectáculo de los sufrimientos indecibles del infierno” .64 Así, el jurista Carl Schmitt,65 que quería ser a Hitler lo que Eusebio había sido al emperador Constantino al fundar jurídicamente la concentración de los poderes temporal y espiritual en una sola 74

persona, hacía de “la distinción amigo/enemigo” el “criterio del político”. Este término de político no designaba sin embargo, según él, “un dominio de actividad propia, sino solamente el grado de intensidad de una asociación o de una disociación de seres humanos cuyos motivos pueden ser de orden religioso, na­ cional (en el sentido étnico o en el sentido cultural), económico u otro”.66 “Hacer aparecer” esta polaridad o esta disociación, real o virtual, y proporcionar también así “un principio de identifica­ ción”: en eso que consistía la Entscheidung, la “decisión” soberana del dictador, a quien le correspondía decidir en una “situación de excepción”, es decir, en el caos, allí donde las normas del derecho ordinario no podían aplicarse.67 Hitler enunciaba con un poco menos de elegancia ese pricipio de la Entscheidung, al tomarla del vocabulario del artista que le era más familiar: “M i pedagogía es dura. Lo que es débil y carcomido (das Schwache) debe ser sacado a martillazos” .68 Pero lo esencial permanecía en ese gesto soberano que separaba la luz de las tinieblas. Los artistas que se arriesgaron a darle una imagen tangible fueron pocos. Hermann Hoyer expone en 1927 una pintura que tenía por título En el comienzo era el verbo [fig, 9]· Hitler, en una pose particularmente identificable con la de una de las cartas postales, arengaba desde lo alto de un estrado al público de la “época del combate” (Kampfaeií). El rostro y la mano del Führer concedían un poco de su luz a esos combatientes de la primera hora que permanecían, es cierto, atentos pero parecían aburridos. Con un poco de buena voluntad sin embargo, era casi posible leer la preferencia que marcaba Hitler para los mítines de la tarde donde, decía, como en “la penumbra artificial y sin embargo misteriosa de las iglesias católicas” , “el debilitamiento del libre arbitrio del hombre” devenía más fácil. Pero nada transparenta­ ba la atmósfera de esas primeras reuniones descriptas por Hitler como “una lucha entre dos fuerzas opuestas”:69 no habiendo aquí ningún enemigo visible al que hubiera podido, por la sola poten­ cia de su palabra, rechazar a la sombra de la cual venía. Más tarde, esperando conferir al verbo de Hitler la autoridad de una tradición filosófica alemana, Arthur Kam pf -u n nombre 75

predestinado- realiza un gran fresco en el aula de la universidad de Berlín [fig. 10]. En medio de un público escaso y distraído, pero suponiendo reunir toda la diversidad del pueblo alemán, el filósofo Fichte pronunciaba, en una de las posturas favoritas de Hitler, uno de sus Discursos a la nación alemana. El fresco no permitía evidentemente comprender que el filósofo se había dirigido al pueblo por excelencia, ni que él había enseñado a los “all-man” (todo-hombre) que primero era su lengua la que los diferenciaba de todos los otros pueblos que, guiados por Napo­ león, invadían entonces su país. En este claro desprotegido, la gesticulación de Fichte, elevado sobre un curioso pedestal que lo asemejaba a una estatua, devenía incomprensible. Mucho más notable era la maestría con la cual el fotógrafo Heinrich Hoffman había reunido una cuarentena de jóvenes S.A. “llegados de toda la Alemania” a la Casa parda de Munich [fig. 11]. Apretados, sus rostros dichosos se escalonaban en una masa compacta hasta lo alto de una alcoba protectora. “Cómo brillan sus ojos cuando el Führer está cerca de ellos”, decía el epí­ grafe. Todas esas miradas, con ojos a veces exorbitados de amor, convergían hacia la “mirada magnética” del Führer. Lejos de toda gesticulación, este permanecía, por el contrario, calmo, la sonrisa confiada, las manos juntas posadas sobre el rectángulo estable de una modesta tela encerada. Tazas todavía desperdigadas sobre la mesa, testimonios de una ligera colación que acababa de consu­ mir en privado. Atraída por la presencia del Führer, esta juventud formaba en el espacio una masa compacta que parecía dominar­ lo. Pero toda la fuerza de esta fotografía estaba justamente en que ella hacía de esas miradas descendiendo hacia Hitler la prueba de la ascedencia que Hitler ejercía sobre las masas. No había nin­ guna sombra tajante; antes bien, la luz de una capilla iluminaba dulce y uniformemente esta masa fraternal a la que Hitler en efecto pertenecía, pero de la cual él continuaba siendo la cabeza. Era un auténtico corpus misticum, donde el pueblo y su Salvador estaban unidos por un dulce lazo de amor. Mirar esta fotografía era quizás sucumbir ya al llamado de ese ojo divino que dibujaba, en el centro de la imagen, la cruz gamada de un brazalete. 76

9. Hermann Hoyer: A lprincipio era el Verbo (óleo sobre tela), c. 1937·

10. Arthur Kampf: Discurso de Fichte a la nación alem ana (fresco), c. 1942, aula de la Universidad de Berlín.

11. En la casa parda de Munich. “¡Cómo brillan sus ojos cuando el Führer está cerca de ellos!” c. 1932 (Foto de H. Hoffmann).

Ningún enemigo aparecía en estas imágenes. Casi nunca la imaginería nazi presentaba juntos el “cuerpo racialmente sano del pueblo” y el del enemigo. Era en efecto esencial a la aparición de la Idea Völkisch en toda su pureza que ninguna parte “débil y carcomida” del pueblo viniera a mancillar la imagen. Al excluir toda figura enemiga, esos propagandistas de la nueva fe mostra­ ban sobre todo que la decisión del Führer había tomado el lugar de su propia decisión de artista: cada uno había anticipado, in­ cluso antes de la fabricación de la imagen, la Weltanschauung del Führer y su gesto separando el buen grano de la cizaña. En 1935, el ministro de Educación, Rust, publicaba un de­ creto estipulando que todo docente debía “responder al deseo del Führer” persuadiendo a todos los escolares “de la importan­ cia y de la necesidad de una sangre pura” .VI Algún tiempo antes, un dignatario nazi ya había afirmado que cada uno, en el Tercer Reich, tenía el deber de buscar tra­ bajar en el sentido del Führer.70 Educadores del pueblo alemán en nombre del cual y por el cual ellos trabajaban, los artistas del pueblo tenían más aun que muchos otros el deber de “trabajar en el sentido del Führer” y de responder a su deseo. Eso significaba el renunciamiento a esa elección, a esta arbitrariedad que confería al artista su estatuto desde que en el Renacimiento Alberti había comparado al pintor con “otro dios” . La transgresión de normas del oficio y de la moral corriente había además devenido, con el romanticismo, inseparable de esta “libertad ilimitada” de la cual gozaban los artistas en su propio dominio. Al anticipar la decisión VI Decreto R. Min. Amtsbl., 1935 S. 43 RU II C 52 09. Citado por E. Mann, D ix Millions d ’enfants nazis, p. 126. El “deseo del Führer” por el cual había ordenado a los docentes responder era el que Hitler había expresado de este modo en Mein Kampf. “El Estado völkisch habrá alcanzado su objetivo supremo de intructor y educador cuando haya grabado en el corazón y en el cerebro de la juventud a él confiada el espíritu y el sentimiento de la raza. Es preciso que ni un solo muchacho o muchacha llegue a abandonar la escuela sin haber sido llevado al perfecto conocimieto de lo que son la pureza de sangre y su necesidad. Se habrán establecido así las condiciones de la conservación de los fundamentos raciales de nuestro pueblo y asegurado de esé modo el desarrollo ulterior de la cultura” (Mein Kampf, D 475-476, F 426-427). 79

del Führer, estos obreros del Reich eterno jamás excedían, por el contrario, los límites ni del oficio ni de la moral que daban a la Volksgemeinschaft su contorno. Reconociendo en Hitler el primer artista del imperio, se convertían en sus simples ejecutan­ tes, dando ellos mismos cuerpo al sueño de Novalis. También se convertían en la materia del Führer, cuyo cincel era su decisión. Hitler educaba, ubicaba e instruía a estos artistas; sólo él veía la obra en su totalidad y desde el buen punto de vista, porque en él solamente estaba perfectamente presente la gra Idea que ahora debía ser ejecutada por el conjunto armonioso y convergente de las fuerzas y de los pensamientos representativos. Desde 1934, un artículo anónimo del Völkischer Beobachter afirmaba en nom­ bre de los “artistas alemanes” : Todos ellos lo saben: entre los millones de alemanes, es la so­ ciedad de los verdaderos artistas la que no cesa de invocar al Führer. El artista alemán da gracias al Führer por su grande y entusiasta interés. La autoridad del Führer y los artistas son para siempre uno en el presente y en el futuro. En el Reich de A dolf Hitler no hay un solo artista alemán que no responda afirmativamente, con su más profunda convicción, al deseo y al espíritu del Führer en política y en arte.71

Por una suerte de contrato tácito, ellos transferían entonces su libertad y su fuerza a la persona del Führer artista y recibían su protección a cambio: compra de obras, exposición, concesión de un taller, decoración, dispensa del frente durante la guerra. Bajo el Tercer Reich, los obreros del arte-propaganda partici­ paban como los otros miembros de la Comunidad, y a veces más, en la construcción del Leviatán aumentando la fuerza del Führer. Si ellos debían proporcionar una imagen del enemigo, se convertían también en los agentes de su voluntad y sólo lo presentaban en un espacio separado del espacio del cuerpo lu­ minoso de la Volksgemeinschfat. Sobre los afiches, cuyo papel no estaba consagrado a la misma eternidad que la tela, la piedra o el bronce donde se encarnaba el cuerpo del pueblo racialmente 80

sano, el enemigo estaba unas veces desfigurado por la caricatura, y otras tenía el rostro del arte “degenerado” que él mismo pro­ ducía. Tomando prestado a este arte “degenerado” o al estilo de la caricatura, la imagen del enemigo no daba solamente a ver de antemano la suerte reservada a la parte “débil y carcomida” de la Comunidad; ella la provocaba y la justificaba a la vez que producía los signos de una diferencia de otro modo invisible. La movilización de todos esos fabricantes producían también el sentimiento de una intensa y permanente actividad anónima: “‘Es war immer was los’ (Algo siempre ocurría), he aquí lo que se escucha decir hoy en Alemania por las gentes que intentan hacer comprender la atmósfera del Tercer Reich a los que no lo conocieron” .72 Lo que ocurría era la transformación “heroica” de un pueblo dividido en una Comunidad de artistas soldados trabajadores, forjando la realización de la Idea nacional-socialis­ ta para hacerla visible. Era una “actividad creadora” que hacía aparecer esta Idea como Gestalt, es decir, desprendiéndola del fondo parásito para afirmar mejor, en la pureza de su forma, la “ley del contorno” -la que el poeta Gottfried Benn llamaba la “ley para los únicos héroes” .73 Pues era también eso que decía la palabra los, que la hacía pertenecer al léxico de la Entschei­ dung. algo se desprendía y se desataba, algo se desencadenaba y se liberaba al mismo tiempo. La ambivalencia de la palabra hacía eco a la ambivalencia activa de esta creación continua de una autonomía colectiva, a la vez cultural y racial, económica y política, religiosa y militar, que no podía efectuarse más que en un movimiento de repliegue narcisístico inseparable de la agre­ sividad hacia lo heterónomo. El plebiscito del 12 de noviembre de 1933, que aprobó el retiro de Alemania de la Sociedad de las Naciones, y el del 19 de agosto de 1934, que dio a Hitler los plenos poderes, fueron la repetición, a la escala de todo el país, de este consentimiento a la decisión que debía hacer advenir más rápido aun el momento redentor. Prolongar en el espacio y en el tiempo el placer compartido en la reunión de masa, mantener la tensión amorosa que hacía existir la Volksgemeinschaft como tal: en eso consistía toda la vida 81

política bajo el Tercer Reich fundada sobre la delimitación de zonas donde se ejercía el odio y la violencia. A la erección de la figura de Hitler ante la multitud respondían no solamente los cuerpos rígidos y desnudos de esos colosos de piedra que simbolizaban el pueblo, esculpidos por Breker, Thorak, Albiker o Meller, sino también las construcciones monumentales que debían encarnar la Comunidad del pueblo y de las cuales Hitler decía que se alzaban “para acrecentar nuestra autoridad” . Eran los límites que, jalonando el espacio público, debían mantener abierto el espacio salvador de la “Comunidad de sentimiento”. Del mismo modo, haciendo de pronto realidad las promesas del Führer, el visible “saludo alemán” H eil Hitler abría a la mirada un campo de redención. Levantar los brazos significaba ciertamente el saludo de Alemania a Hitler, pero también su saludo para Hitler, el médico del pueblo alemán, el Salvador cuya visión o la Idea del Reich eterno tomaba cuerpo en ese mismo instante. Era entonces por el arte y en el arte -entendido en su sen­ tido más lato: engoblando la totalidad del entorno sensible y hasta del comportamiento (Haltung) de cada uno- que podían y debían mantenerse los lazos de la Comunidad. Goebbels lo declaraba sin rodeos: “El arte alemán de los próximos lustros [...] será a la vez creador de obligaciones y de lazos, o no será nada”.74 En 1934, Hitler veía a sus Alemanes tan sólidamente ensamblados como debían estarlo las piedras de los vastos edi­ ficios que él dibujaba sin descanso: “El modo de vida alemana está fijado con precisión para el próximo milenio”,75 anunciaba en Nuremberg.

Repeticiones wagnerianas “El que quiere comprender la Alemania nacional-socialista debe necesariamente conocer Wagner”, le gustaba repetir a Hitler. Afirmaba haber penetrado él mismo todo el pensamiento del que colocaba entre los “grandes reformadores”, al lado de Lutero y de Federico el Grande. “En las diversas etapas de mí vida, vuelvo 82

siempre a él”, le confiaba también a Rauschning.76 August Kubizek, el compañero de sus años vieneses, ha contado las horas y las noches pasadas en esbozar inmensos decorados para las óperas que él pensaba montar un día. Mucho más tarde, a Robert Ley, que intentaba hacerle cambiar la música que inauguraba cada uno de los congresos del partido, Hitler explicaba que su elección de la obertura de Rienzi se fundaba tanto sobre el libreto como o sobre la música: “Este hijo de pequeño cabaretero obtuvo, a los veinticuatro años, evocando el prestigioso pasado del imperio romano, que el pueblo de Roma expulse a su senado corrupto. Y yo, de joven, escuchando esta música genial en el teatro de Linz, tuve la visión de un Reich alemán al que lograría darle la gran­ deza y la unidad”.77 Una vez conquistada la cancillería del Reich, solía también a menudo dibujar decorados de óperas wagnerianas [fig. 12], como ocurrió para Tristán e Isolda o para el ciclo completo de los Nibelungos, sobre las maquetas del cual afirmó un día haber trabajado de noche durante tres semanas. “La grandeza y la unidad del Reich” exigían a sus ojos la máxi­ ma precisión en la puesta en escena de la nueva Alemania. De igual modo, jamás dejaba nada al azar en la planificación tem­ poral de las ceremonias o de las campañas, calculando la hora propicia para la espectacular llegada en avión del Salvador que él era, el momento justo de sus usos de la palabra y el tempo de sus discursos, vigilaba el menor detalle visual de todas las mani­ festaciones de las cuales era el autor, el espectador o el héroe, y a menudo los tres a la vez. Establecía él mismo, escribe Joachim Fest, “cada entrada en escena, la marcha de cada grupo como los detalles de decoración compuestos de flores y de banderas e incluso el lugar preciso donde debían sentarse los invitados de honor” . Ahora que tenía el poder, podía satisfacer libremente las ambiciones de su juventud. En 1934, después que la puesta en escena de Parsifal en Bayreuth hubo escandalizado a la prensa nazi, Hitler dictó pronto una ordenanza de Estado por la cual to­ dos los decorados y vestuarios del Festival de Bayreuth serían en adelante sometidos a su aprobación.78 Pero su energía creadora se mostraba más inagotable también cuando era todo el pueblo 83

el que se ponía en escena. La pasión que ponía en diseñar o rediseñar los diferentes vestuarios de sus Juventudes hitlerianas, los trajes de etiqueta de los oficiales de la S.S., los cañones de los tanques o las “construcciones del Führer” fue bastante bien resu­ mida por Himmler en uno de sus discursos secretos: “El Führer siempre tiene razón, ya se trate de un vestido de fiesta, de un bunker o de una autopista del Reich” .79 Fue entonces muy naturalmente a través del filtro wagneriano que realizó el programa de Novalis: montando el espectáculo del príncipe como una pasión de Cristo. “Es sobre Parsifal que edifico mi religión. El servicio de Dios (Gottesdienst) bajo una forma solemne... sin afectación de modestia... No se puede ser­ vir a Dios más que en la vestimenta de los héroes.”80 Si reconocía en Wagner a su verdadero único precursor, era porque pensaba con él que el poder unificador y formador del arte debía tomar de una vez el relevo del cristianismo y la política: Más y mejor que una vieja religión, negadapor el espíritu público, más efectivamente y de una manera más asombrosa que una

sabiduría de Estado que desde largo tiempo duda de ella misma, el Arte, eternamente joven, pudiendo encontrar en sí mismo y en lo que el espíritu de la época tiene de más noble una frescura nueva, el Arte puede dar al curso de las pasiones sociales que de­ riva fácilmente sobre arrecifes salvajes o sobre los bajos fondos, una meta alta y hermosa, la meta de una humanidad noble.81

Era solamente en la creación de la gran obra de arte colec­ tiva, la que Wagner había llamado “la obra de arte común del futuro”, que podía advenir la redención de todo el pueblo. El anticristianismo de Hitler se identificaba exactamente con el de su maestro: para Wagner, el cristianismo era “una verdadera uto­ pía”, “un ideal verdaderamente inaccesible” que conducía a un “contraste brutal entre la idea y la realización” porque “pecaba contra la verdadera, sana naturaleza del hombre” . Contra lo im­ posible de esta utopía, Wagner apelaba “a la naturaleza, que sólo tiene una existencia visible y comprensible”.82Así la Idea, que se

12. A dolf Hitler: Esbozo p ara Tristan e Isolda de Wagner (acto III), c. 19251926, cuaderno de esbozos entregado por Hitler a Albert Speer.

fundaba sobre la existencia visible de la naturaleza concreta, no podía encontrar su “realización” adecuada más que en el orden visible de la gran obra de arte: Sin comunicación con el ojo, todo arte permanece insatisfac­ torio, en consecuencia es insatisfecho y no es libre: queda [...], en tanto que no se comunica plenamente a la vista, un arte que no hace más que querer, pero que no tiene aun todo el poder, pero el arte debe poder, pues es justamente del poder (Körnen) que el arte (Kunst), en nuestra lengua, toma su nombre.83

No es necesario dudar de que Hitler encontró en estas for­ mulaciones uno de los fundamentos esenciales de su ideología. No es ciertamente a partir de la tradición de los juristas que podía afirmar que “el éxito justifica el derecho del individuo”, que toda gran época política “demuestra la legitimidad de su existencia [...] por sus realizaciones culturales”, o más y mejor aun, que estas realizaciones testimonian “el derecho moral a la existencia” de los pueblos que las han creado.84 Si el nacional­ socialismo fue a la vez una religión del arte, de la naturaleza y del trabajo, lo fue en la medida en que primero fue una religión del éxito por la realización de una “cultura” que debía prolongar la “naturaleza” comprendida como una fuerza efectiva. Que la “voluntad creadora” fuera pensada como la de un dios o de una fuerza natural era de una importancia secundaria; sólo conta­ ba el “éxito visible” de la creación, justificando el “derecho a la existencia” de su agente -individuo, momento revolucionario, pueblo o raza- y testimoniando la superioridad de la Idea en la cual se inspiraba el agente, y del agente mismo. Es verdad que Martin Bormann, el que Joseph Wulf llamó “la sombra de Hitler”, afirmaba “la incompatibilidad” de las concepciones nacional-socialista y cristiana, la primera fundada sobre la ciencia, la segunda sobre dogmas “fijados hace dos mil años”, que no tenían “en cuenta las realidades” . Pero el térmi­ no no debe ilusionar. Esta incompatibilidad se confirmaba ser simple rivalidad cuando se trataba del poder del partido, que 87

Bormann oponía al de la iglesia. En el mismo texto donde él afirmaba esta incompatibilidad, marcaba sin quererlo los límites del anticristianismo que compartía con Rosenberg: Nuestra Weltanschauung nacional-socialista domina desde mu­ cha altura las concepciones del cristianismo que, en cuanto a lo esencial, han sido tomadas del judaismo. Es igualmente que por esta razón no tenemos ninguna necesidad del cristianismo.

El que se llama el Buen Dios de ningún modo da de sí mismo el sentimiento de su existencia a la juventud. Si entonces nuestra juventud no aprende un día de ese cristianismo, cuyos precep­ tos están muy por debajo de los nuestros, el cristianismo des­ aparecerá por sí mismo.85

Como Wagner había condenado la religión envejecida que se borraría ante la eterna juventud de la obra de arte del futuro, Martin Bormann anunciaba su próxima desaparición en pro­ vecho de la Weltanschauung nazi realizada. La superioridad de esta sobre el cristianismo dependía de su naturaleza absoluta­ mente no utópica pero al contrario perfectamente realizable; sus realizaciones culturales visibles y tangibles la justificaban en su derecho; ella suplantaría entonces pronto una religión necesa­ riamente convocada a là desaparición pues estaba fundada sobre un dios invisible. Entonces se comprende que si había incompa­ tibilidad del nazismo con el cristianismo, era primero en razón de esta herencia judía del Dios invisible -y cuya invisibilidad parecía indisociable de la universalidad. En cuanto al resto, es decir la Ecclesia de una parte (la “organización” del partido y la Comunidad), la estructura de la Encarnación con sus poderes salvadores de la otra, el nazismo se mostraba antes bien el rival del cristianismo puesto que él era su imitación rigurosa: el dios Volkgeist, encarnándose en la persona de un Führer a la cabeza de un gobierno y pronto de un pueblo de artistas, aportaba la salvación por el arte y la cultura. Y esta salvación era tangible de modo distinto a la de un Buen Dios cuya religión desaparecía por sí misma puesto que, a pesar del Cristo que había enviado

con este fin, no daba “de ninguna manera por sí mismo el senti­ miento de su existencia”. Así, el Gottesdienst (esta palabra designa el culto protestante) que Wagner había llevado sobre la escena de Bayreuth con Par­ sifal, devino un Führerdienst sobre la escena de Alemania. En su acepción más amplia, el servicio del Führer podía calificar todas las tareas que iban “en el sentido del Führer” , pero era especial­ mente empleado para designar el “matrimonio biológico” que debía purificar la raza por el acomplamiento de sus mejores es­ pecímenes.86 De modo que la Volksgemeinschaft completa debía finalmente reunirse en un servicio del Führer que se confundía con el servicio de la sangre. La Alemania nacional-socialista daba así la representación continua de un Parsifal del cual Hitler de­ bía ser el héroe. El Parsifal de Wagner podía quizás pasar, como lo decía Stravinsky, por una “caricatura inconsciente del rito sa­ grado”; la ceremonia del Graal donde era recogida la sangre de Cristo, donde también se efectuaba el reparto del pan y del vino, era, en efecto, una réplica de la misa y del sacrificio eucarístico. Pero el nacional-socialismo se presentaba sin equívocos como religión revelada por la sangre. Como lo decía el jurista Cari Schmitt,87 era la “presencia real” del Führer Cristo y su esencial Artgleichheit (similitud de especie o de raza) con su pueblo lo que confería a la Comunidad sus lazos tanto espirituales como físicos y podía mostrarle el camino de la salvación. Muy temprano, la ideología nazi y sus ceremonias han sido comprendidas por lo que ellas eran de hecho y analizadas en consecuencia: una réplica del cristianismo y sus ritos. “El maes­ tro de sangre reemplaza a Jesús, el Estado guerrero ocupa el lugar de la Comunidad de fieles”, escribía Ernst Bloch88 hacia 1930. Después de Dietrich Bonhoeffer, citado más arriba, el cardenal Faulhaber condenaba a su turno la rivalidad: “No es la sangre alemana quien nos ha redimido, sino la preciosa sangre de Nuestro Señor sobre la cruz”; sin embargo, pensaba que “no hay nada que objetar contra un estudio honesto de la raza ni contra una política de salvaguarda de la raza” .89 (En noviembre de 1936, después de una entrevista de tres horas con Hitler, 89

Faulhaber señalaba en un reporte confidencial haber sido viva­ mente impresionado y convencido de la profunda religiosidad de su persona: “El canciller del Reich vive sin ninguna duda en la fe de Dios. Reconoce en el cristianismo el fundamento de la cultura occidental” .90) En 1933 también Erich Voegelin subrayaba la continuidad con el cristianismo: la misma concep­ ción de la iglesia como cuerpo místico de Cristo, que se había perpetuado en la concepción dinástica de las monarquías eu­ ropeas, reaparecía en la Idea nacional-socialista encarnándose en el Führer Cristo y su cuerpo místico, la Volksgemeinschaft.91 En 1938, el mismo año en el que Edmond Vermeil en Francia estigmatizaba con pasión la “simplificación teológica”92 de la cual procedía el nazismo, Erich Voegelin desarrollaba su propó­ sito de mostrar al contrario, “con la mirada del sabio”, toda la complejidad y su diferencia con el fascismo italiano. Citaba la siguiente explicación de un “teórico alemán” que tenía el mérito de la claridad: “El Führer está penetrado por la Idea; ella obra a través suyo. Pero es igualmente él quien puede dar la forma viva a esta Idea. Es en él que se realiza el Espíritu del pueblo y se forma la voluntad del pueblo; es en él que el pueblo [...] ad­ quiere su forma visible. El es el representante del pueblo”. Así, comentaba Voegelin, “el Führer es el sitio donde la Volksgeist penetra en la realidad histórica; el Dios intramundano habla al Führer como el Dios supramundano hablaba a Abraham, y el Führer transforma las palabras divinas en orden a sus partida­ rios y al pueblo”. Recordando el parentesco de esta concepción con la del Leviatán de Hobbes, donde la persona del soberano era ya designada el “representante” del Commonwealth, subraya­ ba lo que diferenciaba estos dos avatares del Leviatán que eran el nazismo y el fascismo: “La Volksgeist italiana es comprendida de manera más espiritual, mientras que en la simbólica alemana el Espíritu está ligado a la sangre y el Führer deviene el portavoz de la Volksgeist y el representante del pueblo gracias a su unidad de raza con el pueblo.”93Y es verdad que la marca distintiva de la doctrina nazi residía en la seriedad con la cual ella desarrollaba la metáfora cristiana del Corpus mysticum·, hasta su extrema ma­ 90

terialización en el cuerpo físico de cada uno de los miembros de su Iglesia, la Volksgemeinschaft. Para el nazismo, no debía existir ninguna solución de continuidad entre “Comunidad de espíri­ tu” y “Comunidad de cuerpo”, entre Volksgeist j Volkskörper, no más al menos que entre la idea y su realización. Pero no había allí más que una repetición de la interpretación organicista que había dado Hobbes de la Escritura: la palabra espíritu, decía él, allí “significa sea (en sentido propio) una stistancia real, sea (metafóricamente) alguna aptitud o afección mentales o corpo­ rales excepcionales”.94 En ese sentido era necesario comprender a Rosenberg, cualquiera que fuese su hostilidad al cristianismo, cuando escribía que “la raza es la imagen exterior de un alma determinada” .95 En el primer año del régimen sobre todo, el conjunto de la mitología wagneriana fue resucitada para poner en escena la “presencia real” del Volksgeist en el Volkskörper y su representan­ te. Es así que una imagen popular [fig. 13] no dudaba en trans­ figurar a Hitler en un Siegfried vestido con una piel de animal, forjando con sus propias manos, sobre el yunque de Mimo, la espada que debía matar al dragón Fafner (Siegfried, 1,3). Hitler había acabado el primer libro de Mein K am pf con esta evoca­ ción de la primera gran reunión del N.S.D.A.P.: “Un brasero estaba encendido, de cuya llama ardiente saldría un día la espa­ da que entregará al Siegfried germánico la libertad y a la nación alemana la vida” .96 Así, Hitler, nuevo Siegfried, se aprestaba a vengar a la Alemania traicionada: tres generaciones de alemanes habían sido acostumbrados por el wagneriano a pensar que ningún héroe alemán podría ser vencido de otro modo que no fuera por una puñalada en la espalda, como aquella con la que la sombra de Hagen había alcanzado a Siegfried.97 Pero pronto Wagner fue convocado a la plaza pública. El 15 de octubre de 1933 fue consagrado primer “Día del arte alemán”, y el colofón fue ciertamente la colocación por Hitler de la prime­ ra piedra de la Casa del arte alemán en Munich. Hans Schemm, el ministro de Cultura de Baviera, publica en esta ocasión un ar­ tículo en la primera plana del Völkischer Beobachter y cuyo título 91

no se prestaba a equívoco: “¡Salud al artista alemán!”. “En arte y en política, el Führer, escribía, no es nada distinto al pensamien­ to del pueblo devenido carne y sangre.” El genio creador alemán, anclado en “el pensamiento de la asamblea orgánica”, se oponía a su eterno adversario: “lo que deshace, lo que disgrega, lo que divide y lo que destruye” . Y aquí estaban los dramas wagnerianos que permitían nombrar esos dos espíritus en su eterna lucha: En Siegfried, Parsifal, Stolzing, Lohengrin, reconocemos ese prin­ cipio de vida eternamente alemán. Ese principio se expone en la joven Alemania que, con la recta seguridad de sonámbulo del hombre ingenuo originario, radiante y feliz, combatiente y ven­ cedor, siempre buscando, despierta otra vez el mundo encade­ nado e impotente y lo impulsa hacia adelante. A él se enfrenta el poder oscuro y negativo del hombre egoísta, separado de la Comunidad: Alberich, Beckmesser, Hagen. Siembra la discordia, disgrega, arroja al mundo en la impotencia y la decadencia.98

Los Nationalsozialistische Monatshefte que dirigía Rosenberg habían consagrado su número de julio a Richard Wagner: el genio de Bayreuth era allí celebrado por haber sabido anticipar la reconciliación del arte con la política, por su “descubrimiento del ‘hombre artista, que daría sus frutos en el proceso de cura­ ción del pueblo alemán” .99 De hecho, Wagner muy temprano había pensado que “toda conducta social futura” debía ser de “naturaleza puramente artística”, que el arte y sus instituciones, tales como ellos los esbozaban en E l Arte y la Revolución, podían “devenir los precursores y los modelos de todas las instituciones comunales futuras” . También quería “levantar el altar del futu­ ro, tanto en la vida como en el arte vivo, ¡a los dos más sublimes iniciadores de la humanidad: Jesús, que sufrió por la humani­ dad, y Apolo que la lleva a su dignidad plena de alegría!”.100 No es excesivo decir que Hitler, en el sueño wagneriano que intentaba encarnar, representó a la vez los roles de Jesús y de Apolo. Fue el Cristo sufriente por la redención de su pueblo, y casi simultáneamente Apolo vencedor, el que Wagner designaba 92

13. L. Röppold: afiche popular, 1933.

14. “Un azar deviene símbolo. Adolf Hider, pretendidamente ‘herético’, saliendo de la iglesia de Wilhelmhaven”, c. 1932 (Foto de H. Hoffmann).

15. Un “altar privado”, c. 1937.

como “el dios soberano, el dios nacional de las razas helénicas” . Sin duda Hitler tenía una preferencia secreta por Apolo, el “bello hombre fuerte y libre”, el “asesino de Pitón, el dragón del caos” . Si Wagner había hecho de él la expresión más adecuada del “es­ píritu griego —tal como se manifiesta en su apogeo en el Estado y en el Arte” es porque Apolo era “el ejecutor de la voluntad de Zeus sobre la tierra griega, era el pueblo griego”101 como Hitler era Alemania. Pero Hitler a decir verdad endosaba todos los roles, a veces y a la vez Hans Sachs y Lohengrin, Parsifal y Siegfried, Jesús y Apolo. Su dragon no era sin embargo ni Pitón, ni Fafner, era el judío deicida y oscuro, “el espíritu que disgrega” . Para vencer este espíritu, le era necesario ocupar todas las escenas, las del teatro tanto como las de la Iglesia y el espacio privado tanto como el es­ pacio público. Una fotografía de Hoffmann [fig. 14] lo mostra­ ba, saliendo de la iglesia de Wihelmshaven, la cabeza coronada de una cruz para mejor hacer callar las acusaciones de “herético” {Ketzer) y dar la prueba tangible de su “misión sagrada” . Su ima­ gen reinaba sobre el altar privado de una familia alemana [fig. 15], entre la generación de los abuelos y la de los nietos. Arriba del retrato del Führer figuraba la inscripción “ Und Ihr habt doch gesiegt” (“y a pesar de todo habéis vencido”), mientras que a sus pies la obra titulada Gebt mir vier Jahre Zeit recordaba que las promesas hechas el 11 de febrero de 1933 en el palacio de los Deportes de Berlín habían sido sostenidas. El abuelo se regoci­ jaba “de haber todavía podido vivir eso”, mientras que al lado de su hermano que hacía el saludo hitleriano, la niña se impa­ cientaba: “¿Cuándo veré al Führer?” . De modo notable, Hitler ocupaba la posición de la generación que faltaba en la imagen: era padre e hijo a la vez, era la Imagen misma (en el sentido de la imagen, Ebenbild, de Dios) que reunía los tiempos. La rivalidad con el cristianismo era más fuerte aun cuando la S.S. organizaba la “ceremonia del nombre” que reemplazaba al bautismo [fig. 16]·. la imagen del Führer tomaba entonces lugar sobre el altar [fig. 17] lo mismo que, durante los matrimonios ci­ viles, les daban a los jóvenes esposos un ejemplar dtM ein Kampf, 95

la nueva Biblia alemana. El nacional-socialismo no vacilaba en fabricarse “héroes” a fin de que les fuera rendido un culto pro­ piamente religioso [fig. 18]. Aveces, el espacio del cristianismo se encontraba totalmente investido por los símbolos nazis. Así, cuando en honor del Standartenführer Peter Voss, fue organiza­ do un servicio en la iglesia de la guarnición luterana de Berlín [fig. 19]·. a un lado y otro del altar, dos estandartes con cruces ga­ ruadas terminaban por identificar el Gottesdienst al Führerdienst. Las grandes empresas edificaron también “capillas cuyo tramo central conducía a un busto de Hitler ubicado bajo el emblema del Frente del trabajo, flanqueado de personajes proletarios de dimensión heroica: eran verdaderos pequeños templos al dios nacional-socialista del Trabajo” .102 En las emprsas más pequeñas, un espacio [fig. 2 0 ] llamado el “rincón de las banderas (der Fah­ nenecke)” estaba reservado al busto del Führer, flanqueado esta vez de banderas nazis y del Frente del trabajo. Cada una de estas fotografías ilustraba el proceso de iden­ tificación de Hitler con el Cristo que estaba comprometido ya desde largo tiempo por las palabras. Goebbels, que había con­ tado en su novela Michael su “conversión” al Führer, hablaba de este en 1926 como de un ser capaz de “cumplir un milagro de luz y de fe en un mundo escéptico y desesperado” . En el seno del partido, Gregor Strasser lo convertía en “héroe de los nuevos combatientes de la libertad”, y Rudolf Hess lo veía como “un gran fundador de religión, que debe comunicar a sus oyentes una fe apodictica”.103 Si bien la esposa francesa del Conde Reventlow tuvo la costumbre de presentar a Hitler como “el futuro mesías” en el curso de las reuniones que organizaba a comienzos de los años veinte, él no se consideraba todavía a sí mismo más que como “un pequeño san Juan” . Joachim Fest ha comparado el espíritu de los primeros miembros del partido con el que ani­ maba en el origen a las comunidades cristianas: “Las masas pare­ cieron comprender antes que él que era el hombre milagro que ellas esperaban y, así como lo decía un comentario de la época, ellos habían ido a él como ‘hacia un salvador’”.104 Pero desde el 5 de septiembre de 1923, Hitler había declarado, durante el 96

16. La “ceremonia del nombre” reemplaza al bautismo.

18. El culto de un “héroe” nazi, c. 1934-1935 (fotografía): “La cruz de Schlageter sobre la landa de Golzheim”.

i

19. Servicio religioso en la iglesia luterana de la guarnición de Berlín, en honor del Standartenführer Peter Voss.

20. El “rincón de las banderas” con el busto de Hitler en una pequeña empresa.

segundo congreso del N.S.D.A.P. en Nuremberg: “¡Es de nues­ tro movimiento de donde vendrá la redención —he aquí lo que sienten hoy millones de hombres. ¡Casi ha devenido una nueva fe religiosa!” .105 Diez años más tarde, un docente de Munich dictaba el siguiente texto en una escuela comunal: Así como Jesús liberó a los hombres del pecado y del infierno, de igual manera Hitler salvó al pueblo alemán de la perdición. Jesús y Hitler fueron perseguidos, pero mientras Jesús fue cru­ cificado, Hitler ha sido promovido Canciller. Mientras que los discípulos de Jesús renegaron de su maestro y lo abandonaron, los 16 camaradas* han caído por su Führer. Son los apóstoles que concluyeron la obra de su Señor. Esperamos que Hitler po­ drá llevar él mismo su obra hasta el final. Jesús construía para el Cielo, Hitler [construye] para la Tierra Alemana.” 106vn

A menudo citado por su carácter ejemplar, este paralelo es­ bozaba los motivos de la evidente superioridad del Führer so­ bre Cristo al desembocar sobre lo esencial: la construcción aquí y ahora de la ciudad de Dios sobre la civitas terrena alemana. Además, este “dictado” provenía parcialmente del mismo Hitler, quien había declarado algunos años antes, durante una fiesta de Navidad de una sección muniquesa del partido, que el na­ cional-socialismo “debía realizar los ideales de Cristo. La obra que Cristo había emprendido pero que no había podido acabar, Hitler la llevaría a su término”.107 Pero la figura de la comparación era finalmente menos fre­ cuente que la identificación pura y simple. Tal miembro de un consistorio de Turinga afirmaba: “Cristo ha venido a nosotros a través de la persona de Adolf Hitler”,108 mientras que el obispo de Mecldembourg Rendtorf se declaraba públicamente a favor VI1 Los “dieciséis camaradas” de los cuales habla el dictado son los miembros del N.S.D.A.P., caídos en Munich al lado de Hitler durante el putsch fallido del 9 de noviembre de 1923. Ocupan una posición central en el mito nazi de la sangre; Hitler les hizo construir dos “templos de Héroes” en una plaza de Munich por el arquitecto Troost (ver “la Erlebnis en pintura” .) 101

del “Führer Adolf Hitler que Dios nos ha enviado” .109 Estas fór­ mulas traducían perfectamente lo que estaba en tren de operarse en la nueva Alemania: un culto idólatra que era simultáneamen­ te un movimiento de auto-idolatría radical. Al punto que en junio de 1936 la Dirección provisoria de las Iglesias del Reich envió directamente a Hitler una carta “para hacerle conocer la inquietud de los pastores ante la frecuente costumbre seguida por algunos fieles de tomar al Führer como objeto de ‘devocio­ nes en una forma debida sólo a Dios’” .110 El ejemplo que subsistió como el más famoso de la fusión del nuevo drama nacional-socialista con la liturgia religiosa fue Pa­ sión alemana 1933 de Richard Euringer, que reunía coros de más de un millar de hombres, mujeres y adolescentes. Hildegard Brenner ha hecho justamente observar que este espectáculo con­ tando la muerte, los sufrimientos y la resurrección del pueblo alemán respondía perfectamente a la expectativa de los ideólogos del nuevo teatro nacional-socialista. Estos preconizaban en efecto “la encarnación del espíritu cristiano en el cuerpo germánico-alemán” y presentaba “el sacrificio del Salvador” como “el primero y el último modelo del sacrificio del Héroe” .111 Nuevo Parsifal, Hitler Cristo era designado allí como “el Soldado desconocido” que resucitaba de entre los muertos de la Gran Guerra y, tras un largo combate (la Pasión propiamente dicha) contra las fuerzas oscuras del espíritu malvado que dominaba Alemania, traía con él el “nuevo Reich”. Como lo notará Klaus Vondung, discípulo de Voegelin, el héroe había triunfado de la muerte como Cristo, y la inmortalidad del Führer se afirmaba como la de un eterno sobreviviente.112 Representado a menudo al aire libre, empleando poderosos medios escénicos con movimientos de imponentes multitudes, de violentas rupturas de ritmos, de efectos de eco por altopar­ lantes, de luces coloreadas, de mareas de banderas y emblemas llevadas por masas en uniforme, este espectáculo fue uno de los primeros del teatro Thing. Esta palabra que designaba el anfitea­ tro circular, el “anillo” al aire libre de los antiguos Germanos, evocaba también el culto wagneriano: “Los ancestros de nuestro 102

pueblo tenían, en la época de los antiguos Germanos, el ‘Ring’ o el ‘Thing’ sobre el cual se reunían alrededor de su Führer”.113 En 1935, veinte de estos teatros Thing estaban ya construidos y casi cuatrocientos estaban en proyecto a lo largo de toda Ale­ mania ¡fig. 21]. Situados en lugares “consagrados por la historia”, a menudo concebidos para acoger más de diez mil espectadores, estos anfiteatros, decía un ideólogo, permitían al pueblo inte­ riorizar a través de la parábola dramática la Comunidad recien­ temente reencontrada. Otro se felicitaba de que espectadores y actores fueran juntos “subyugados por la idea de la fraternidad de sangre, creadora de la Comunidad del pueblo” . Otro también admiraba cómo la experiencia vivida (Erlebnis) de una acción ar­ tística podía terminar con el individualismo y soldar a millares de compatriotas en una voluntad única. La función afirmada de la forma coral de este teatro era “educar al hombre alemán en vista de las reuniones de masa”, “preparar la vía a lo que será la única forma posible de un teatro popular [...]: los batallones de la dis­ ciplina, del orden, de la obediencia, donde serán reclutados en lo sucesivo tanto los poetas como los actores y los espectadores” .114 La declinación del teatro Thing a partir de 1935 coincide, advierte Hildegard Brenner, con el momento en el que se hizo casi imposible distinguirlo de las ceremonias y manifestaciones de masa organizadas por el régimen en las calles y los estadios. Pero hoy es difícil determinar cuáles fueron las representaciones que sirvieron de modelos a las otras: las del Thing tenían, como las ceremonias del partido, la misión de “llegar al lazo absoluto y sin distinción del pueblo espectador y del pueblo actor” .115Pues todos tenían por una parte en sí mismos su propio fin -la Erleb­ nis (la experiencia vivida) de la Comunidad, borrando todos los conflictos de clases y de generaciones que antes la dividían: August: -T ú no quieres creerlo, papá, pero es así. Los jóvenes ya no prestan mucha atención a esos viejos slogans... Ellos desaparecen... La lucha de clases está en tren de desaparecer.

Schneider: —Ah, bien... ¿Y tú qué ves, entonces? August: —¡La Volksgemeinschaß. 103

Schneider: —¿Y eso no es un slogan? August: —No, ¡es una Erlebnis!116 Esta experiencia era la del mito vivido en tanto realizado, Richard Euringer, el autor de Pasión alemana 1933, había for­ mulado sus propias tesis sobre el teatro Thing: los elementos del espectáculo debían ser “el fuego, el agua, el aire y la tierra, piedra, el cielo estrellado y la órbita del sol”. No sería necesario “hacer vivir la leyenda”, sino “hacer de la vida cotidiana una leyenda”; no sería necesario “tomar la mitología como tema”, sino “que la vida cotidiana devenga mito”. El anonimato de los actores debía ser la regla, puesto que se trataba del pueblo, y de su sacrificio. “El objeto del Thing es el culto de los muertos. Los muertos por la patria se levantan, y de las piedras el Espíritu eleva su grito. Es el culto, pero no el arte’, que es objeto del Thing”.117

9 de noviembre: la Erlebnis en pintura En 1935, el mismo Hitler organizó el relevo de ese culto espectacular de los muertos por la primera puesta en escena, en Munich, del nuevo ceremonial conmemorando los muertos del 9 de noviembre de 1923. El verano precedente, después de haber asistido al Festival de Bayreuth, Hitler había regresado a Neuschwanstein para una ceremonia en honor de Richard Wag­ ner: a él, afirmaba, volvía ahora la tarea de ejecutar los proyectos de Luis II de Baviera.118 Pero más que como un mecenas, se veía como ese príncipe del cual hablaba Novalis, artista de artistas, soberano conduciendo un espectáculo “donde él mismo es a la vez el poeta, el director y el héroe de la obra” . Si la sangre del Führer no había corrido por Alemania, el de los dieciséis miembros del N.S.D.A.P, caídos el 9 de noviem­ bre de 1923, durante el grotesco putsch frustrado de Munich, devino el símbolo del sacrificio para la redención de la Volks­ gemeinschaft. Y esa sangre confiscaba progresivamente la de los muertos de la Gran Guerra. A través de sus “dieciséis márti104

21. El teatro T h in gO ictúái Eckart, Berlin-Grünewald.

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22. Paul LudwigTroost: Templos de los héroes {Ehrentempel), Munich, 1935.

res sangrantes” (Blutzeugen), el nacional-socialismo victorioso daba, de modo retrospectivo, su propio sentido a las víctimas de la guerra. Hitler se apropiaba así de esos millones de muertos a los cuales parecía decirles: “ Und Ihr habt doch gesiegtΓ (“¡Y a pesar de todo habéis vencido!”). De todas las fiestas nacional-socialistas que ritmaban el tiem­ po de la nueva Alemania, la del 9 de noviembre era aquella cuya sacralidad estaba más afianzada. Honrando los muertos sobre el lugar mismo de su “sacrificio” (la Feldherrnhalle de Munich, donde Hitler hizo erigir en 1933 una gran placa de bronce con los nombres de los muertos), era nada menos que la fundación de la Volksgemeinschfat lo que se conmemoraba. Era a esos “már­ tires del Movimiento” que Hitler había dedicado el primer vo­ lumen de Mein Kampf, cuyas primeras ediciones reproducían sus retratos. Del acontecimiento de ese “sacrificio” provenía su resolución de adueñarse del poder por la vía legal. La conme­ moración del acceso al poder el 30 de enero de 1933 no podía ser entonces más que la de la resurrección de Alemania, como lo clamaban, por otra parte, todos los discursos y todos los can­ tos. El entre-dos-Reich, ese Zwischenreich por el cual los nazis designaban el período de Weimar, era entonces el tiempo de la Pasión, el tiempo del combate (Kampzeit) contra el espíritu del mal. Pero la ceremonia del 9 de noviembre conmemoraba a la vez la muerte y la resurrección. Hans Jochen Gamm la ha comparado muy justamente a un Juego de la Pasión,119 donde la procesión del ritual cristiano era reemplazado por la marcha solemne de los “viejos combatientes” del Movimiento, desde la Bürgerbräukeller hasta la Feldherrnhalle. Más tarde, Klaus Von­ dung debía mostrar toda la complejidad del ritual y cómo a la Pasión venía a añadirse la Resurrección.120 Dedicando Mein K am pf-a. esos muertos, Hitler había escrito que ellos habían caído “en la fiel creencia en la resurrección de su pueblo”.121 Era esta resurrección que la ceremonia del 9 de no­ viembre debía significar, para atestiguar que la “fiel creencia” no había sido en vano, que el sueño había devenido realidad. El ritual que Hitler inauguró en 1935 y que permaneció inmutable hasta 107

la guerra había sido posible debido al hecho de la finalización de los dos templos de los Héroes {Ehrentempel) sobre la Königsplatz, edificios que él mismo había concebido con el arquitecto Ludwig Troost. Estos dos “templos”, edificados en honor de los “dieciséis mártires”, estaban en efecto destinados a recibir cada uno ocho de sus sárcofagos de bronce [fig. 22], Así reestructurado, la Königs­ platz podía transformarse en una gigantesca escena para los mi­ llares de extras que simbolizaban el pueblo resucitado y redimido. A la Bürgerbräukeller, como durante cada discurso pronunciado en esta ocasión ante los “ancianos”, Hitler recuerda la historia he­ roica del partido: esta historia era ahora devenida “leyenda”, pero era una leyenda que ellos habían “vivido” juntos. Los dieciséis mártires debían en el presente entrar “en la inmortalidad alemana” : puesto que ellos habían solamente pre­ sentido el Reich, pero no habían podido verlo, era necesario que hoy fuese el Reich quien los vea. Hitler, que se había indignado en Mein K am pf ¡ jín

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35. Iglesia de Pfullingen: “Ventana de coro, encima del altar cuya cruz gamada recuerda por su forma las cruces gamadas en madera del arte popular”.

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36. “Pasteles de Navidad de Alemania central: las formas hacen claramente ver cuán esencial es la rueda solar para la fiesta de Navidad”.

predominando a mediados del siglo XIX, al nacionalismo racis­ ta de las doctrinas nazis.53 A decir verdad, las artes visuales habrán muy regularmente sido no simples instrumentos del poder sino la autoafirmación constitutiva del poder como unidad espacial y transhistórica. Destacando cuánto la formación de una lingua visiva había sido esencial a la unidad italiana para superar, en el siglo XVI, el campanilismo o municipalismo que la había precedido, Charles Dempsey recordaba cómo Mussolini había buscado refundar el poder del fascismo sobre la continuidad territorial e histórica del arte: el Duce había en efecto juzgado necesario designar a uno de sus compañeros de la Marcha sobre Roma director de Investigación histórica, cuya misión era descubrir en los docu­ mentos del pasado las fuentes de un auténtico estilo fascista.54 Lo que el nacional-socialismo deseaba por encima de todo sin jamás lograr establecerlo -la identidad consigo mismo del pueblo alemán-, la búsqueda histórica tendió a hacerlo a su vez el objeto inconfesado de sus investigaciones. David Rousset había advertido desde 1946: “Pretender descubrir allí [en el nazismo] los atavismos de una raza, es precisamente hacerle eco a la mentalidad S.S.”.55 También es muy necesario cuidarse del espectro de un “alma alemana” forjándose en la historia. Exhumar de un pasado “alemán” las huellas que permitirían de­ terminar el Sondertveg, el “camino singular” que habría tomado Alemania, a diferencia de otras naciones europeas, para llegar al nazismo, es sucumbir también a la trampa de la identidad, es querer reconstituir, esta vez con todas las garantías de la “ver­ dadera” ciencia, la Ahnenerbe de Himmler, una fantasmática “herencia de los ancestros”. Buscar en la historia alemana “guías para encontrar una identidad” es, como lo han subrayado Habermas o Broszat, hacer de la conciencia histórica un sustituto de la religión y de la historia nacional, una religión nacional.56 Por tal motivo, la tarea consistente en desgermanizar el nazis­ mo no significa su “banalización”, sino la más elemental recu­ sación del fantasma de autonomía. Esa era, desde el fin de la guerra, una respuesta que algunos ya oponían a las pulsiones 147

identitarias compartidas, siempre imperialistas, siempre crimi­ nales y suicidas a la vez. Rosenberg expresaba, al contrario, la firme convicción de que un pueblo estaba “perdido como pueblo” si era incapaz de establecer la unidad de su historia con su “voluntad de futuro” . La historia no era el desarrollo “de una pequeñez en algo”: en “el primer despertar racial-popular” (rassisch-völkisch) tal como se manifestaba por los héroes, los dioses y los poetas, una cima era alcanzada para siempre. “Una forma de Odín está muerta”, pero “Odín como espejo eterno de fuerzas originarias del alma de la humanidad nórdica vive hoy como hace 5000 años.”57 Nom ­ brando de nuevo lo real y marcando todos los cuerpos con su sello, el nazismo enunciaba un mundo finalmente entregado a su germanidad (Deutschtum) original; hacía aparecer, en el espe­ jo de las leyes de la Kultur y del genio ario, un mundo por fin despojado de las mentiras de la “civilización” . Así, la tendencia völkisch hizo desbautizar las fiestas cristianas para consagrarlas a los dioses de los Germanos que constituían el Volksgeist, la “herencia de los ancestros” o el genio de la raza. No se trataba, decían, más que de restaurar la pureza de lo que el cristianismo había pervertido. No obstante, lo mismo que Hitler pensaba que el genio de la raza sólo se expresaba a través del genio del gran hombre, del “gran reformador” y del Programmatiker visionario que “trabaja para la posteridad”,58 Alfred Ronsenberg, igualmente, sólo in­ vocaba el genio de la raza referido a sus “grandes soñadores”. Pero no dividía como Hitler la humanidad en “fundadores”, “portadores” y “destructores” de Kultur, prefería distinguir los hombres según su capacidad de soñar y según la naturaleza de sus sueños. En primer lugar estaban las razas cuyos sueños proféticos “obtienen por la fuerza una realidad fecunda”; luego los que, no teniendo sueños, dejaban desaparecer esta realidad sali­ da de los sueños de la raza superior; por último venían las razas con sueños propiamente destructores, tal el sueño del oro, del odio, de la mentira, y de la dominación mundial que el judío trae para el mundo desde hace tres mil años. Hasta 1933, ese 148

sueño destructor del judío había dominado Alemania porque, afirmaba Rosenberg, “habíamos cesado de realizar nuestro sue­ ño y buscábamos desdichadamente vivir el sueño del judío, lo que también ha provocado el hundimiento de Alemania”, Pero ahora era necesario alegrarse por este gran acontecimiento: se producía un “despertar mítico (...) hemos empezado a soñar nuestro propio sueño” .59 “Deutschland erwache!” significaba entonces que Alemania, como lo prescribía ya el canto de Schestak, debía despertarse de ese mal sueño impuesto por los judíos y vivir por fin el sueño que producía su genio. Así, este “despertar mítico” era pensado como el despertar en el mito, es decir como el despertar de la raza en su sueño. Al comienzo del régimen, un cierto popular völkisch podía figurar este despertar del pueblo mediante una suerte de “alegoría real” [fig. 37]'· el reencuentro del S.A. y del campesino bajo la doble luz del sol naciente y de la cruz gamada, ambos irradiando sobre la fértil tierra alemana. La leyenda recordaba el rol de eterno guardián de los valores de la raza que incumbía al campesino: “Por fin ha llegado el tiempo/ Donde nuestro pueblo se despierta;/ No es la obra del campesino ale­ mán/ Hace tiempo ya que se mantiene despierto”. Era entonces al volver hacia los hombres de la tierra que el pueblo podía de nuevo “ser uno consigo mismo”. Mientras esta versión völkisch del despertar podía seducir al mundo campesino que la política agrícola de Darré rodeaba de consideraciones, el cuadro ejecutado cuatro años más tarde por Richard Klein era de naturaleza distinta. Este director de la Escuela de artes aplicadas de Munich, uno de los artistas fa­ voritos de Hitler, dibujante de innumerables medallas conme­ morativas, estampillas o trofeos, se dirigía en 1937 al público cultivado o semi cultivado de la primera Gran Exposición de arte alemán de Munich. Había dibujado el afiche que servía también de cobertura a la nueva y lujosa revista, E l arte del Tercer Reich, donde figuraban juntos un perfil de Palas Atenea, el águila del Reich, una bandera “prometeana” así como una cruz gamada. Pero era sin la ayuda de ningún texto ni de la 149

cruz gamada que ese “símbolo incontestado de la verdad ger­ mánica orgánica”,60 que E l despertar [fig. 3 8] debía reconducir a Alemania a la verdad orgánica de su propio mito comprendido como su propio sueño. Reinvistiendo el espacio que el lenguaje plástico neoclásico y romántico, a semejanza de la antigua pin­ tura religiosa, había asignado a las apariciones sobrenaturales, Richard Klein elaboraba una obra bien compuesta, una extraña amalgama de Ingres y de Leni Riefenstahl, de Sangre de Ossian y de La luz azul. Como en la obra de Ingres, era por el colorido de las carnes y la luz que las bañaba que los cuerpos de la visión, flotando en el espacio, se distinguían del cuerpo del héroe. Pero al Ossian adormecido se lo había sustituido aquí por un hé­ roe despertándose desnudo de su sueño, en la cumbre de una montaña. Disipándose la noche, los primeros rayos de un sol todavía invisible venían a golpear los cuerpos de un Walhalla reducido a seis figuras: ¿era este Odín, el dios de la guerra y de las artes, el que estaba rodeado por cinco valquirias? O bien ¿era el mismo héroe, anticipando en su visión su futura morada en Walhalla? Pues las valquirias eran famosas por aparecerse sólo al dichoso guerrero escogido por Odín para morir en combate y ser enterrado en Walhalla. Mientras que una valquiria sos­ tenía un reloj de arena, la luz del cristal que otra sostenía en la punta de los dedos evocaba, antes que el anillo mágico de Odín, la misma luz azul que irradiaba desde el monte Cristallo en el film de Leni Riefenstahl. Seguramente varias mitologías se cruzan aquí. Pero ¿cómo saber si estos seres femeninos que desvelaban sus cuerpos guiaban al guerrero hacia el combate o bien se ofrecían a él? Pues estos cuerpos desnudos no estaban separados del héroe por toda la distancia que imponía la visión en la pintura antigua. Estaban, por el contrario, tan próximos que uno de ellos parecía incluso rozarle el pie. Richard Klein parecía querer rivalizar aquí con Adolf Ziegler, el presidente de la Cámara de las artes plásticas, apodado “el maestro del pelo púbico” . El realismo de la anatomía, tan característico de las figuras de este maestro venerado por Hitler, tenía un rol a jugar en el despertar del genio creador. El mismo poeta Hamann lo 150

38.Richard Klein: El despertar (óleo sobre tela), 1937.

39. Ferdinand Spiegel: Tanque (pintura mural), c. 1938-1939.

había dicho: “Mi grosera imaginación me prohibió siempre re­ presentarme un genio creador sin genitalia” . Pues si E l despertar era un despertar en el mito del genio creador, se verá que debía incitar al amor tanto como al combate, a la reproducción de la raza genial tanto como a su defensa. La contnuidad del pasado de la raza con su presente se expre­ saba por la misma división del espacio en una pintura mural de Ferdinand Spiegel, pintor paisajista y retratista conocido por sus rostros de soldados y de S.S. Reproducida en una revista del mes de marzo de 1939, Tanque [fig. 39] presentaba un alineamiento de carros de combate. Su progresión en dirección al espectador parecía tanto más amenazante cuanto que esos pesados vehícu­ los de guerra estaban pintados de abajo hacia arriba, en la cima de un ligero desprendimiento, dejaban imaginar detrás de ellos el poder de un ejército entero. Los estallidos de obús lanzaban su humo negro, pero sin alcanzar el cielo. Era otro combate que se desarrollaba en lo alto, sobre esas nubes que, en la pintura antigua, habían acogido figuras más apacibles. La batalla en el cielo acompañaba la de la tierra, unificando a los combatientes pasados y presentes en una sola Comunidad de destino. La ca­ ballería prusiana caía sobre el enemigo con el mismo movimien­ to de derecha a izquierda que era el de los tanques, de suerte que el ejemplo de una historia mítica guiaba y sostenía de antemano las batallas presentes y futuras. Bajo el nacional-socialismo, el despertar en el mito era primero un despertar en la guerra. El pintor no había olvidado la lección de Mein Kampf, según la cual toda la singularidad del genio ario residía en su “idealis­ mo” , es decir, en su capacidad de sacrificio para que sobreviva la Kultur de la Comunidad. Por esta razón, mientras que el cine practicaba, ya desde largo tiempo, la sobreimpresión de imáge­ nes para significar la irrupción de lo imaginario en el presente del héroe, esta pintura prefería conservar dos espacios, distintos pero paralelos: no era el imaginario de un hombre singular que era necesario significar sino la continuidad mítica de la historia de todo un pueblo, la repetición de su “primer despertar racialpopular” (Rosenberg). 153

Toda esta imaginería no constituía sin embargo más que la tentativa irrisoria de ilustrar un proceso que la sobrepasaba lar­ gamente y de la cual ella finalmente no era más que un momen­ to. Sin duda E l despertar o Tanque llevaban, incluso torpemente, a poner en escena el sacrificio que el Führer esperaba de cada uno de los miembros de la Comunidad. Pero el despertar en el mito dependía primero de la Erlebnis (la experiencia vivida) de un mundo que se transformaba continuamente según la visión del Führer. Porque el nazismo investía al arte mismo del poder de despertar, el arte no tenía de ningún modo necesidad de fi­ gurar el despertar. Le bastaba presentar la visión del Führer -el mito m ism o- para suscitar el despertar en el corazón de esta visión salvadora. La primera consecuencia de este rol de despertador conferido al arte incidía sobre la relación que debía mantener con la reali­ dad. Inaugurando en el otoño de 1941 una exposición de arte vienés que se efectuaba en Düsseldorf, Baldur von Schirach -en ­ tonces Gauleiter de Viena—pronunciaba un discurso sobre “El arte y la realidad”, que resumía bien la posición de la estética nazi: “El arte no sirve a la realidad, sino a la verdad”. Si debía continuar midiéndose con la única “verdad de la realidad”, el arte alemán no tardaría en decaer pronto: a tal dogma correspondía en efecto la fotografía en colores que constituiría entonces el extremo cum­ plimiento del arte. Si pintar dos ojos sobre un perfil era obra del arte degenerado, era también una degeneración del arte pintar un hombre, un objeto o un paisaje según el dogma de “la verdad de la ralidad”. Atenerse a ese dogma, proseguía von Schirach, sería condenar las baladas de Schiller, donde los personajes se expresan en verso y no en prosa. Las manzanas de las naturalezas muer­ tas holandesas eran “tan poco reales como las de Courbet o de Vincent van Gogh”, pero eran “verdaderas”: eran “las manzanas de la pintura neerlandesa o francesa” que, como tales, tenían “su propia realidad” . No, “si el arte y la naturaleza tienen la verdad en común, su realidad es diferente”. De igual modo, la realidad del material del arte no era la del material humano: frente a la realidad del soldado vivo que servía de modelo a la escultura, la 154

realidad de la piedra o del bronce tenía también sus exigencias. “Consolémonos, agregaba von Schirach: a partir del Ingenium del gran Maestro constructor que es nuestro Führer”, un nuevo orden iba a emerger, haciendo justicia a la esencia de cada una de las artes. Pues la arquitectura tenía una misión orientadora y educativa: no era “solamente el arte del espacio sino también el espacio del arte, es decir, que en ella todas las artes encontraban su patria” . Tomando su impulso sobre esta última observación, von Schirach acababa su discurso por la evocación de la dimen­ sión de eternidad que debía ser el fin de todo arte: Jamás comprendió al Führer el artista que cree deber pintar para su tiempo y seguir el gusto del tiempo. Nuestro pueblo tampo­ co creó su Reich para este tiempo. No hay soldado que combata o que caiga para su tiempo. Todo compromiso de la nación vale para la eternidad. El sentido de toda acción humana es crear lo intemporal a partir de su tiempo. Así, eso vale también para el arte que es una lucha de los mortales por la inmortalidad. Allí está la piedad del artista. A él también se aplica esta intimación del Führer: “¡Maldición al que no tiene ley!”. Incluso si, entre los innumerables creadores artísticos, ese objetivo sagrado de la vida altamente humana y artística era raramente alcanzado, toda obra, si pretende alcanzar el arte, debe absolutamente re­ velar la sed y el deseo apremiante de eternidad. Los grandes ar­ tistas plenos, Miguel Angel y Rembrandt, Beethoven y Goethe, no apelan a volver al pasado sino que ellos muestran el porvenir que es el nuestro y al cual pertenecemos.61

Lo más turbador de este discurso residía evidentemente en la banalidad de las posiciones estéticas defendidas. Excepción he­ cha del elogio obligado al Führer, se expresaba una modernidad mesurada que reflejaba finalmente bastante bien las tendencias del público más amplio, pero también de la gran mayoría de los artistas. La afirmación de la función dominante de la arquitec­ tura se enlazaba a una larga tradición admitida por todos y su definición como espacio y patria de todas las artes habría podido 155

encontrar incluso aprobación cerca de los maestros de la Bau­ haus en el exilio. En cuanto al realismo “fotográfico” y al arte de “vanguardia” salidos del cubismo y del expresionismo, se los re­ chazaba considerándolos a uno y a otro como degenerados. Bal­ dur von Schirach los rechazaba en nombre de una verdad que sé distinguía de la realidad, pero que no era definida de otro modo que por esta tensión de la obra hacia una temporalidad futura identificada a la eternidad. En suma, no había allí nada aparte de muy elementales intenciones, conformes a las convicciones que defendían la mayoría de los artistas, historiadores y teóricos del arte no solamente antes de la Gran Guerra sino también durante los años treinta. Si la historia no ha, en lo esencial, conservado de esta época más que su producción artística “vanguardista”, esta sin embar­ go permanecía minoritaria y no dejaba de encontrar una fuerte resistencia. Además, el período estaba fuertemente marcado por un “retorno al orden” manifestado en todas partes de Europa como un retorno a los valores a la vez “clásicos” y “realistas”. En las Entrevistas de Venecia sobre “El arte y la realidad” y “El arte y el Estado”, producidos en 1934 bajo los auspicios de la Sociedad de las Naciones, reinaba una gran confusión sobre los términos. Eran muchos los que, como el austríaco Hans Tietze o el francés Henri Focillon, coincidían en pensar que “todo arte es realidad y negación de la realidad” . Junto a otros insis­ tían sobre la “incertidumbre del vocablo” , mientras que el in­ glés Herbert Read era el único en hacer observar que “nuestra concepción de lo que es necesario entender por ‘realidad’ ha cambiado completamente”. Pero más numerosos eran los que pensaban, como el francés Waldemar George, que “el problema del arte” no era tanto estético como psicológico y social: las ten­ dencias modernas y abstractas del arte eran “el atributo de una época víctima del peor materialismo”, y el foso que separaba al artista del público desde el siglo XIX no podía llenarse más que si el arte perdía todo carácter de “lujo” para volver a devenir “una función de la vida nacional” : “Pienso que el arte toma el lugar que le corrsponde en el medio social, cuando toda la vida 156

es orquestada, ritmada y armonizada como una bella obra de arte” .62 Así, toda tentativa de definición de la realidad pasaba aquí también a segundo plano, mientras que el valor del arte era estimado en su capacidad de proyectar un futuro y de reconci­ liarse con el pueblo. En Francia, los artistas comprometidos cercanos al EC.F. pen­ saban también, con Aragon y Nizan, que el realismo burgués, crítico amargo de la realidad, constituía un impasse. El realis­ mo socialista se apartaba, por el contrario, por “su capacidad de perspectivas”: debía “orientarse hacia el futuro de esta realidad” y comportar “una cierta exaltación del futuro” . Jean Lurçat, de igual modo, no veía en el pintor un simple “aparato registrador” sino, ante todo, un transformador de energía [que tiene] a cargo actuar sobre el mundo exterior [...] y el deber de transformarlo” .63 Si cada uno reconocía que el arte había roto de aquí en más con la tradición de la mimesis entendida como pura imitación de la realidad visible, cada uno hacía también del arte la matriz donde se engendraba el futuro. Más allá de todas sus diferencias, incluso sus oposiciones, los defensores del surrealismo y de la abstracción confluían en la misma fe: la realidad futura sería inmanente al arte si el arte sabía apropiarse de la realidad presente. André Breton espera­ ba de las obras de sus amigos “que ellas llamen imperiosamen­ te, en la realidad exterior, algo que les responda”, mientras que Mondrian hacía de la abstracción geométrica el desvelamiento de “puras relaciones” hasta entonces ocultas en la “realidad na­ tural”; así, “la nueva pintura, agregaba, prepara la superrealidad del porvenir, ella es ‘real’ al expresar esta realidad”.64 Más allá de todas las diferencias formales e ideológicas, era fundamentalmente la misma exigencia de adecuación de la rea­ lidad futura a la imagen presente lo que se afirmaba cada vez. Entonces, es a la vez verdadero y falso decir, como lo hace Hans Jürgen Syberberg, que “ninguna de las artes tradicionales, lite­ ratura, pintura, escultura o arquitectura, ha sabido realizar la re­ presentación del sueño hitleriano de la gran Alemania”; que esta no podía corporizarse más que en el mismo Estado, “considerado 157

como una obra de arte total incluyendo la propaganda, la ma­ quinaria de exterminio y la guerra”.65 Esto es verdad porque la vi­ sión o el sueño de Hitler era el mismo que enunciaba Waldemar George: una vía total orquestada, ritmada y armonizada como una bella obra de arte, fundada sobre la exclusión de la parte “débil y carcomida” de la comunidad. En ese sentido, ningún arte “especializado” podía pretender representar él solo ese sue­ ño. Pero es falso decir que “el arte intrínseco del Tercer Reich no se encontraba en las disciplinas tradicionales” (Syberberg), pues cada una de las obras tenía a cargo no representar sino preparar, de manera fragmentaria, la realización del Reich ideal. En la simplicidad de su enunciado, el propósito de Baldur von Schirach se enlazaba perfectamente a la concepción de la verdad del arte que domina los tiempos modernos: la verdad de la obra ya no es más pensada como adecuación de la imagen ni a la realidad superior de una idea, ni a la realidad de la naturaleza visible, sino como adecuación de la realidad futura a la imagen. Puesto que ella estaba ordenada hacia el porvenir, la verdad del arte se confundía con la promesa que, en la retórica nazi, era siempre promesa de eternidad. Que esta imagen portadora de futuro fuera ella misma un modelo, importaba poco respecto del poder de transformación de la realidad presente del cual ella es­ taba investida. No que la naturaleza del modelo fuera indiferente -al contrario: ese modelo era el mito mismo que había que re­ producir-, sino porque la misma imagen era primero compren­ dida como el modelo, el soporte y el vector de la instauración de un mundo mejor. En eso residía su poder de despertar, que era pensado como el poder de la verdad inmanente a la imagen. A decir verdad, este despertar en el mito, lejos de ser solamente el signo de la modernidad, era más bien la impresión tardía de una determinación esencialmente cristiana del arte: despertar por la vista la memoria de acciones ejemplares del pasado para suscitar la imitación futura. Jean-Claude Schmitt recordaba que en el Oc­ cidente medieval donde, como en Bizancio, la imagen hacía “visi­ blemente presentes los poderes invisibles”, ella era “una mediación a tomar” cuya apuesta teológico-política era “el gobierno del mun­ 158

do; y su condición era dominar la coyuntura de dos faces del mun­ do, su faz visible y su faz invisible, en medio de objetos simbólicos que aseguraban su conexión”.66 Cuando la religión cristiana se hundió, arrastrando con ella el sistema monárquico que le estaba ligado, el romanticismo intentó el relevo del cristianismo por la religión del arte antes que Wagner, con sus ambiciones políticas y teológicas, reivindicara a su turno esta herencia, exigiendo que el arte se comunicara “plenamente a la vista” para no depender del simple querer, sino acceder al “poder íntegro” .67 Cada vez, la ima­ gen estaba investida de este poder de despertar en el mito, es decir, de hacer visiblemente presente un poder invisible a fin de hacerse miméticamente obedecer. De suerte que el poder de la imagen estaba identificado al poder acuciante de la misma verdad. Los Padres de la Iglesia tenían una hermosa fórmula neoplatónica para justificar el culto de las imágenes: per visibilia invisi­ bilia, “es por medio de las cosas visibles que se accede a las cosas invisibles”, la imagen ofrecía el acceso al prototipo invisible que ella contenía, como Cristo - “primer icono del Dios invisible” Quan Damasceno)- había dicho: “El que me ha visto ha visto al Padre” . En el siglo XIX, con el anuncio de la “muerte de Dios” y el peso creciente del inmanentismo, la fórmula parecía haber cambiado: per visibilia visibilia, “es por las cosas visibles que se producen las cosas visibles”. Wagner tenía valor de síntoma cuan­ do recusaba, para formar sus imágenes, el ideal invisible del cris­ tianismo y prefería remitirse “a la naturaleza, la única que tiene una existencia visible y comprensible”. Robert Scholz, un teórico nazi del arte, lo expresaba apenas diferente: “El deseo de creer de los alemanes siempre ha nacido de dos raíces: una fuerte inclina­ ción por la naturaleza y una aspiración metafísica profunda. La capacidad de los alemanes de hacer visible lo divino en la natura­ leza y esclarecer lo sensible por los valores espirituales cumplía la exigencia de Wagner de que el arte devenga religión” .68xn

XI1 Wagner había escrito: “La obra de arte es la religión viva representada; pero no es el artista el que inventa las religiones; estas solamente provienen del pueblo” (G.S., vol. 10, p. 70). 159

Rosenberg, que había recordado en E l Mito del siglo X X esa palabra de Wagner,69 añadía que “en Europa solamente el arte había devenido el medio de una verdadera victoria sobre el mundo, una religión en sí”. Es verdad que ya desde largo tiempo, lo invisible era despo­ jado de su poder si él no estaba ya hecho visible. El transitus no era más como en los Padres el camino que religaba la imagen a lo inteligible divino, sino el que, yendo siempre de lo visible a lo visible, religaba una imagen presente a una imagen futura. El pasado mismo no pertenecía más a la categoría de lo invisible: a la arqueología naciente, que exhumaba y amontonaba los tes­ timonios aún visibles de la historia para reconstituirla y repre­ sentarla, respondía la invención de la fotografía que impedía al presente hundirse en lo invisible de la historia y lo mantenía, siempre disponible, en la superficie del tiempo. De este doble movimiento de absorción general de lo invisible en lo visible y de la historia en el presente, el nazismo se hacía muy conscien­ temente el heredero. Un ideólogo del régimen resumía perfec­ tamente cómo el mito podía identificarse con un presente que, habiendo absorbido el pasado invisible, pretendía el dominio del futuro pensado como una extensión inmediata: Vivimos ciertamente en un siglo histórico, es decir, que hace la historia, pero no en un siglo de la reflexión histórica sino más bien en una época cuyo centro de gravedad se encuentra en el presente, en la disponibilidad constante y en la espera vigilante de la acción inmediata, en una palabra: en el acto. [...] El na­ cional-socialismo —y es allí donde reside su “daímon”, su gran poder y su eficacia histórica [...]—está más cerca de su objetivo, es decir, la revolución en profundidad que nos libere de la su­ jeción histórica para ligamos al presente [,..]. El pensamiento histórico, pensamiento que planifica, fija los objetivos y prepa­ ra los caminos, se ha lanzado sobre el futuro. Nada se produce hoy en Alemania que no haya sido puesto en movimiento por este pensamiento planificador. Si el presente, en el siglo XIX, se ha hundido más y más profundamente en la preocupación 160

del pasado, hasta que el técnico llegue a su más grande eficacia, [...] es conscientemente que nos dirigimos hoy, hora a hora, hacia el futuro proyectado.70

El despertar en el mito era entonces comúnmente pensado como el despertar en el presente, en la presencia de una ima­ gen que era recapitulación del pasado dirigido hacia el porvenir. Como lo había dicho Baldur von Schirach, “los grandes artistas completos, Miguel Angel y Rembrandt, Beethoven y Goethe no son un llamado a hacer volver el pasado sino que nos muestran el porvenir que es el nuestro y al cual pertenecemos”. Haciéndo­ se visible, el genio hacía ver a su raza su origen y su fin.

La producción del genio Una de las primeras medidas tomadas por Hitler luego de su llegada al poder fue la de confiar al arquitecto Ludwig Troost, al que reencontró en el otoño de 1930, el proyecto de una Casa del arte alemán en Munich. “Para este proyecto, escribía un his­ toriador del arte, el maestro de obra y el arquitecto colabora­ ron estrechamente, con un amor y una profunda comprensión como ningún Führer del pueblo lo había testimoniado desde el rey Luis I de Baviera” .71 Al tomar la resolución de crear este mu­ seo que sería consagrado de manera exclusiva al arte “puramen­ te” alemán de su tiempo, Hitler decidía donar un lugar al genio creador de la raza. No se trataba de reunir las grandes obras del patrimonio nacional que habrían corroborado la permanencia de ese genio a todo lo largo de la historia alemana. Reagrupando allí cada año, en una vasta exposición, obras seleccionadas por su germanidad auténtica, Hitler convocaba el genio de la raza en la manifestación actual de su eternidad para, en efecto, pro­ ducirla, para brindar la demostración más incontestablemente probatoria. Pero era para convocar también al pueblo alemán a fin de que, en este encuentro con la parte más noble de sí mis­ mo, se revelara finalmente su eterna esencia creadora. 161

El 15 de octubre de 1933, día en el que Hitler colocaba so­ lemnemente la piedra de lo que él designó como el “Templo del arte alemán”, fue la ocasión de una gran fiesta en la ciudad de Munich. Después del desfile de varios millares de S.A. y de miembros de la Juventudes hitlerianas hasta el emplazamiento del futuro edificio, Hitler fue recibido por el cuerpo de albañi­ les con ropas del medioevo, al son de la obertura de los Maes­ tros Cantores. En recuerdo de Luis I que al comienzo del siglo X IX había querido hacer de Munich una nueva Atenas (“Atenas sobre el Isar”), el Führer en su discurso promovía la ciudad al rango de “capital del arte alemán” . Pero en ausencia del museo esperado, una gigantesca manifestación proponía, bajo la divisa “Dos mil años de arte alemán”, reconciliar inmediatamente, en la calle, el arte y el pueblo.

Los cortejos Durante las cuatro semanas precedentes, la prensa bávara se hizo cotidianamente el eco de los intensos preparativos que debían volver a dar a Munich su brillo del pasado por la deco­ ración fastuosa de sus calles y de sus plazas. El escultor Josef Wackerle había sido encargado de la dirección artística de un “cortejo solemne” (Festung) que iba a recorrer la ciudad durante esta primera Fiesta del arte alemán. Llegó por fin el gran día, del cual la prestigiosa revista Die Kunst da más tarde este informe que merece ser extensamente citado: Timbaleros vestidos de gris, de rojo y de plata abrían el cor­ tejo. A continuación venían (moldeado por el escultor Gobi) una poderosa águila, símbolo del movimiento político. Doce heraldos vestidos de rojo anunciaban, con sus trompetas, la aparición de las Artes: simbolizando la Arquitectura, un ca­ pitel jónico (del escultor Buchner) se adelantaba [sobre un carro]; seguían los emblemas de la Pintura —antiguas pintu­ ras murales (realizadas por Richard Klein)- y de la Escultura 162

—una copia de un torso griego de Heracles y la estatua cubierta de oro de Palas Atenea (efectuada por el escultor Allmann). Luego, treinta adolescentes en verde, con guirnaldas de flores, amazonas en seda roja. Haciendo un sorprendente contraste con ellas, encarnando el Espíritu heroico, dos caballeros con armadura de metal negro y sesenta pajes bordeaban el carro del Gótico [fig. 40] que soportaba una construcción llena de encanto, una fuente gótica con dos conchas dispuestas la una sobre la otra; en la parte delantera, una figura femenina con una lira encarnaba el Minnesang, la Poesía de los trovadores; a los pies del grupo figuraban pequeñas copias de bailarinas Maruska mundialmente conocidas, que provenían de la an­ tigua municipalidad de la ciudad de Munich. El blanco y el azul del país dominaba el grupo del Rococó bávaro [fig. 41] con sus encantadores putti, conjuntos de la Caza, de la Pesca, de la Agricultura y de la Valentía, coronados por un Genio soplando con su trompeta (por Andreas Lang, Franz Mikorey, J. Seidler, H . Panzer). Las épocas pretéritas llegaban y pasa­ ban, apogeos de la Kultur alemana... En un momento central y magnífico se ubicaba el grupo de la “Casa del arte alemán”

[fig. 42]·, la maqueta, construida a gran escala según los esque­ mas del profesor P.L. Troost, era llevada por dieciocho hom­ bres con trajes; seis muchachos a caballo marchaban adelante, acompañados de músicos de la fanfarria y, sobre los costados, jovenzuelos en verde y oro portaban guirnaldas y coronas. Allí se unían los representantes de las corporaciones, con sus vie­ jas indumentarias de artesanos, con los emblemas de sus ofi­ cios. Los caldereros llevaban una figura de Bavaria (en cobre repujado por Ragaller), copia libre de la figura coronada en el templo de Hofgarten. Sigue el grupo del Arte alemán [fig.

43]', el célebre caballero de Bambarg (por Klein y Allmann) se distingue sobre un carro tirado por seis caballos; siguiendo al carro, dieciséis muchachos llevan escudos de oro con los nombres de los más célebres artistas alemanes. La figura de

Fortuna les sigue (Lommel). Luego el carro del Cuento de ha­ das (.Märchen) alemán tirado por un caballo blanco//^, 44]·, el 163

Unicornio místico (del escultor Heinlein) encarna la Leyenda, cubierta de un baldaquino con formas graciosas; una corona de flores multicolores enlaza el zócalo y representa simbólica­ mente el Arte poético que encuentra su fuente en el Cuento. D os adolescentes con flores acentúan el carácter poético de este grupo. Surge el carro de la Leyenda alemana, San Jorge el matador del Dragón (realizado bajo la dirección de K. Killer). Cuatro corceles tiran el carro con un Pegaso de plata brillante γ que se encabrita arriba (del escultor A. Hiller), el carro de la Poesía, las máscaras trágicas en plata (de E. A. Rauch) y los tirsos cruzados están delante del carro, que siguen los jóvenes y las jóvenes con ropas antiguas. Los carros de los Maestros Can­ tores (Julius Dietz) y de las Corporaciones (por Schwarzer) a los cuales se agrega una juventud alegre portando emblemas y banderas, cierran el cortejo... ¿Y todo eso para el solo placer del desfile y de la cabalgata? ¿Para embriagarse solamente? ¡Ciertamente, no! Sino para po­ ner en evidencia el apego del nuevo Estado al Arte, para hacer pública la vocación propiamente “destinai” y la misión de la metrópolis artística del Sur de Alemania.72

El desajuste sorprendente entre la ambición declarada de ese D ía del arte alemán y el increíble kitsch del cortejo muniqués no había impedido, por el contrario, su verdadero éxito po­ pular. El mito en el seno del cual el pueblo debía despertarse se desplegaba de repente vivo ante sus ojos. Era en las mismas calles que resucitaba de golpe toda una Alemania de leyenda, una Alemania bienaventurada que ignoraba la guerra, la crisis y la “pesadilla” del Zwiscbenreich de Weimar. Gracias al nuevo Estado, el pueblo estaba reconciliado con la totalidad de su arte, siempre marcado con el sello del mismo genio alemán atrave­ sando los siglos y los estilos que desfilaban a caballo. Acercando la Grecia clásica, cuya herencia su concepción “germano-aria” de la Kultur reivindicaba altamente, con la mayoría de los es­ tilos históricos pero también con los oficios tradicionales y sus emblemas, el cortejo apuntaba a dar el sentimiento de que todas 164

40. Primer D ía del arte alemán, Munich, 15 de octubre de 1933: el carro del Gótico.

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MHB9ML ffifiM ifa liliM fw B K ÉiÉÉB B W B B B B I

Mh¿£[*if i ■« » I MBBBBwBmíBBBHBBI

W ÊM M M .mssm 41. Primer Día del arte alemán, Munich, 15 de octubre de 1933: el carro del Rococó bávaro.

42. Primer D ía del arte alemán, Munich, 15 de octubre de 1933: el carro de la Casa del arte alemán.

43. Primer Día del arte alemán, Munich, 15 de octubre de 1933: el carro del Arte alemán.

44. Primer Día del arte alemán, Munich, 15 de octubre de 1933: el carro Cuento de hadas alemán.

45. Segundo Día del arte alemán, Munich, 18 de junio de 1937: el carro de la época germánica.

las manifestaciones europeas del “trabajo creador” podían ser subsumidas bajo el concepto de un “Arte alemán” cuya unidad provenía solamente de la raza. Rosenberg lo había escrito en E l Mito del siglo XX·. “Si estima­ mos con razón el gótico, el barroco, el romántico, queda final­ mente que lo que importa no es la forma de expresión de la sangre alemana, sino sobre todo que esa sangre subsiste todavía, que la vieja voluntad de la sangre aún vive” .73 El arte, cualquiera que fuera la forma, era primero la prueba tangible de la permanencia de una voluntad de vivir siempre idéntica a sí misma. La “volun­ tad de la sangre” (.Blutswille) aria se identificaba a su “voluntad de forma” {Formwillen), de suerte que no era la historia la que hacía el arte, sino la raza o la sangre. Sin emabrgo, la realidad de la composición del cortejo entra­ ba en conflicto con la voluntad de apropiación de la casi totali­ dad de la cultura europea por la “raza aria”, como lo testimonia el informe citado más arriba. La mención precisa de cada uno de los artistas locales que habían colaborado en el gran Día del arte alemán era el indicio de la fuerte provincialización de una parte de la actividad artística que iba a caracterizar al régimen: del mismo modo que cada uno de los estilos internacionales que habían marcado a Europa (gótico, Renacimiento, barroco...) era llevado a las proporciones de un arte nacional alemán, igual­ mente ese arte nacional se reducía casi siempre a su forma más limitada regionalmente. Ese 15 de octubre de 1933, el ministro de la Cultura Hans Schemm no se había contentado con saludar en Hitler “al artista alemán” que encarnaba “la totalidad del genio artístico y político”. También había evocado los “largos períodos de terrible miseria, de autodisolución y de amarga angustia”, después de las cuales, siempre, “el alemán se despierta de nuevo a la conciencia de su dignidad [porque quiere] poseer un Arte alemán tanto como un Estado alemán”. “Lo que el pueblo reclama del genio artístico, proseguía Schemm, no es la distracción ni el pasatiempo, sino lo sublime.” Invocando el pensamiento de Kant, agregaba que un “Arte alemán sublime” que responde a la sensibilidad del 169

pueblo no tenía “necesidad de ocultarse en los museos ni en los círculos estéticos privados [...]: la vida pública y el arte deben condicionarse mutuamente [...]; el pueblo alemán no sabría de ningún modo vivir sin arte, bajo pena de perder su alma”.74 Esta condena al museo en su mismo principio el día preciso en que el Führer colocaba la primera piedra de la Casa del arte alemán, tenía todas las apariencias de una paradoja. Pero ese museo es­ taba destinado, desde el instante de su concepción, a estar en exceso constante sobre sí mismo. Presentado bajo la forma de una maqueta gigante llevada por un carro triunfal mantenía una singular relación con el cortejo del cual formaba el corazón: ¿era esta la marcha de la Historia resucitada que debía fijarse pronto en la piedra? ¿O bien era el contenido de este museo lo que desbordaba de antemano de la piedra en la vida? ¿Era un fin o la promesa de un renacimiento? La misma ceremonia se reproducía tres años y medio más tar­ de, durante la inauguración de ese museo en ocasión de la pri­ mera Gran Exposición del arte alemán, el 18 de julio de 1937. Ese fue el segundo Día del arte alemán, significativamente bau­ tizado con el mismo nombre que el primero: “Dos mil años de Kultur alemana”.75 Más gigantesco aun que el de 1933, el corte­ jo de tres kilómetros de largo se componía esta vez de 30 carros, 500 caballeros, 2000 hombres y 1500 mujeres con atuendos históricos. Encargados de esta manifestación, Hermann Kaspar y Richard Knecht, miembros de Ia Academia de bellas artes de Munich, eligieron repetir, amplificándolo, el desfile de 1933. Otra vez, en una inmensa marea de banderas y pendones, desfi­ laron las Epocas, representadas cada una por varios carros por­ tando esculturas y maquetas de edificios de un mismo estilo: a la Epoca germánica [fig. 45 ], simbolizada por Agit y Rau, dios y diosa del M ar coronados por el águila Hreswelda, le sucedie­ ron las Épocas romanas, gótica [fig. 46], Renacimiento, barro­ co, clásico, romántico y la Epoca nueva finalmente, simbolizada por las figuras de la Fe y de la Fidelidad [fig. 47]. Estos últimos carros presentaban una atrevida síntesis de estilos históricos: las figuras neoclásicas eran tiradas por caballos encaparazonados de 170

46. Segundo Día del arte alemán, Munich, 18 de julio de 1937: el carro de la época Gótica (Los Fundadores de Naumburg).

47. Segundo Día del arte alemán, Munich, 18 de julio de 1937: el carro de la Epoca nueva. Fe y Fidelidad.

48. Segundo Día del arte alemán, Munich, 18 de julio de 1937: Palas Ate­ nea, llevada por “Germanos”.

cruces garuadas, pero esos caballos eran ellos mismos llevados por hombres vestidos con “vestimentas germánicas” . Una cabe­ za monumental de Palas Atenea (fig. 4 8 ] era transportada como una Virgen María en una procesión; pero las vestimentas de los que rodeaban al ídolo expresaban sin duda posible la eterna “voluntad de vida” germánica, siempre idéntica a sí misma en su perpetua metamorfosis. El inmenso cortejo desfilando ese día allí ante la nueva Casa del arte alemán contenía elementos a la vez de la parada de circo, invitando a la multitud amontonada sobre su recorrido a penetrar en el cercado del Templo, y de la lección de historia del arte, preparando a esta misma multitud a redescubrir la unicidad del genio alemán. Pero la historicidad de las formas desaparecían en su actualización, de suerte que la historia del arte se transformaba en presentación viva del mito. La forma misma del cortejo era de hecho la negación del pasado en pro­ vecho de la simultaneidad viviente del mito en todas sus partes. Este cortejo, verdadero “guía” {Führer) viviente de la exposi­ ción, era la emanación de ese Templo que se derramaba ya en la vida, expandiendo de antemano en el espacio público lo que ocultaba en sus piedras. Como lo había formulado el año pre­ cedente un universitario muniqués: “El arte es el guía {Führer), el que guía y acompaña nuestra vida. Nos muestra, bajo la for­ ma del mito, de dónde venimos y a dónde vamos. Es un sím ­ bolo de nosotros mismos, da la imagen del objetivo de nuestro querer. Con sus melodías, nos acompaña hasta la tumba” .76 Y Goebbels asignaba él también la misma extensión temporal al arte alemán: “Expresar en el cordón del pasado y del presente, y en una forma poética y artística, el alma inmortal de nuestro pueblo y permitir a su virtud siempre activa crear la fuerza para el porvenir”.77 El programa oficial de este segundo Día del arte alemán de­ cía claramente la apuesta de la ceremonia: “Por las formas pro­ venientes del pasado lejano y próximo de la cultura alemana, entramos nosotros mismos como un pueblo entero en el cortejo solemne del Poder alemán {des Deutschen Könnens), de la Histo173

ria alemana” . Se trataba entonces de hacer acceder a un pueblo a la potencia por la recapitulación de las formas históricas de su arte. La ecuación que había planteado Wagner había deveni­ do la doctrina oficial: el arte alemán no debía satisfacerse sola­ mente de querer, sino que tenía que cumplir su esencia alemana inscripta en la lengua alemana: acceder y dar acceso al poder (Können). Así, no solamente el arte “alemán” producía la histo­ ria alemana como una sola totalidad visible, sino que él era eso mismo que permitiría a esta historia recomenzar o renacer de sí misma. Fue en la conferencia que pronunció Martin Heidegger en 1935-1936 sobre el Origen de la obra de arte, donde se en­ contraba la formulación más sorprendente de esta alta función asignada al arte: El comienzo (Anfang) contiene ya escondido el fin. [...] Siem­ pre que un arte adviene, es decir, cuando hay un comienzo, viene a la historia un impulso: la Historia empieza o vuelve a empezar. Historia no significa en este caso la sucesión de cua­ lesquiera acontecimientos en el tiempo, por importantes que sean. La Historia es el despertar de un pueblo a lo que es su misión como inserción a lo que a él.le ha sido confiado. [...] El arte es Historia en ese sentido esencial de que funda la H is­ toria. [...] El origen de la existencia histórica de un pueblo —es el arte. Es así porque el arte es, en su esencia, un origen y nada más: un modo insigne de acceso de la verdad al ser, es decir, al acontecimiento, es decir, a la Historia.78

Pierre Ayçoberry ha recordado que un socialista inglés plan­ teó, en 1943, una “pregunta incómoda” que resumía así: “¿Este país no es simplemente una caricatura de los nuestros?” .79 En este requerimiento que Heidegger dirigía a los alemanes de des­ pertarse a ellos mismos por el arte, es decir, de conformar su fu­ turo al arte que hace advenir la verdad de su origen griego, tenía tanto de proximidad con el pensamiento nazi como con el pen­ samiento conservador y nacional del resto de Europa. La Ale­ mania nacional-socialista no había tomado ningún Sonderweg 174

(camino particular): antes bien era el camino del particularis­ mo nacional que ella había seguido más profundamente que las otras naciones europeas, hasta la caricatura quizás. La idea de que un pueblo conservaba su genio en su arte y debía sa­ car de allí las fuerzas necesarias para su renacimiento nacional, Aragon, por ejemplo, la defendía en Francia contra el fascismo. Queriendo “exaltar el conjunto de realidades que se llama una nación”, afirmaba la “identidad entre defensa de la cultura y defensa de la nación”. No debe ser olvidado el final del discurso que, dirigido a los escritores, pronunció el 16 de julio de 1937: Sumérjanse en la realidad nacional para renacer empapados en la más real humanidad. Busquen en las fuentes vivas de vues­ tra nación la inspiración profunda que los traducirá, expresán­ dolo. [...] Frente a los pretendidos nacionalismos, levantad la realidad nacional, levantad la nación hecha de hombres y de mujeres que trabajan, que se aman y dan nacimiento a niños risueños, para los cuales preparáis un porvenir pacífico, don­ de el pan será rubio para todos, y donde los nacionalismos a la Franco no arrojarán las bombas de cruces gamadas sobre la inocencia, el trabajo y el amor. [...] ustedes devendrán exce­ lentes ingenieros de almas, colaborando en la creación de una cultura verdaderamente humana, porque ella será nacional por

la forma y socialista por el contenido.80 Un año más tarde, esta doble determinación “nacional” y “socialista” del arte era dada por Aragon como el fruto de la his­ toria: “Así, creedme, todo el movimiento del arte en su historia de las mil vueltas tiende al triunfo de la realidad nacional” .81 En cuanto a la convicción de que la “verdad” (como “desvela­ miento” que genera la historia y la realidad futura) era inmanente al arte -convicción que primero fue la de todos los reformadores y filántropos del siglo X IX -, se ha visto que ella era entonces igualmente compartida por la mayor parte de los revoluciona­ rios, aunque la revolución deseada fuera pensada como conser­ vadora o progresista. Claramente sólo parecían poder escapar a 175

este inmanentismo los que hacían del arte no la presentación de lo que debería ser. Sino la crítica de lo que es. Reunir las imágenes de las formas históricas en un libro como en un cortejo, tal fue a menudo, bajo el Tercer Reich alemán como en otras partes -pero más que en otras partes-, la tarea de los historiadores del arte nacional que parecían de repente tomar el relevo de la antigua historia de las Iglesias nacionales. Eran cada vez las metamorfosis sucesivas de un dios nacional que había que actualizar para esclarecer el porvenir, como lo ex­ plicaba en el prefacio a su Historia del arte alemán este profesor de la Universidad de Bonn: Este libro quiere contribuir al conocimiento del camino ale­ mán del espíritu, que permanece visible en las obras de arte de todas las épocas. Eso debe aparecer como en un Bildungs­

roman (novela educativa) que, desde las disposiciones de la sangre y las determinaciones del suelo propias al nacimiento del héroe, a través de las experiencias formadoras que son fe­ cundas para él, lleva a las obras en las cuales se completa. La amplitud y la profundidad del Reich espiritual de los alema­ nes deben ser vueltas a trazar para hacer visible la herencia que se conserva en nosotros y que nos obliga, para mostrar de dónde venimos y qué somos, y por allí contribuir a la orien­ tación del futuro.82

Más allá de sus diferencias con el de Heidegger o con el pro­ grama del Día del arte alemán, el propósito permanece idéntico en su estructura. Porque es proyecto del pasado en el porvenir que compromete, el arte tiene valor “destinai”. Adquiere todo su po­ der de despertar y de formación cuando es rememorado, es decir, que se presenta como su repetición y recapitulación visible.

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49. La Guardia del Templo del arte alemán durante la visita de Mussolini a Munich, septiembre de 1937 (foto de H. Hoffmann).

EI Templo Si el cortejo del arte alemán parecía como una emanación viviente del nuevo museo, este se presentaba como el Templo irradiando la verdad inmanente a sus obras. Cuando Mussolini, en septiembre de 1937, visitó en compañía de su huésped la pri­ mera Gran Exposición, las vestales que cuidaban el Templo del arte alemán confirmaban a la vez la real sacralidad del lugar y su poder de hacer vivo el mito [fig. 49]. Para este Templo, Hitler había confiado su realización a Troost, el arquitecto con el cual compartía la fascinación por el neoclasicismo, que le parecía prolongar la tradición alemana y armonizarse con los edificios construidos en Munich por el rey mecenas Luis I. En el mismo momento, en París, los arquitectos Boileau, Carlu y Azéma justi­ ficaban el neoclasicismo del nuevo Trocadero que iba a dominar la Exposición universal de 1937, ellos pretendían “reencontrar para el nuevo monumento líneas que, pese a su modernismo, fueran adecuadas a la tradición monumental francesa y a la ar­ monía parisina” .83 De ese modo entendían “legar a las futuras generaciones uno de los monumentos más significativos de las tendencias espirituales y estéticas de nuestro tiempo”, mientras que Hitler explicaba a Albert Speer que él construía “para legar a la posteridad el genio de su época” .84 Troost era quien ya había dibujado los templos de los Hé­ roes, cuyo ejemplo irradiaba sobre un pueblo entero desde la Königsplatz de Munich. Así se afirmaba mejor aun el lazo sim­ bólico que unía estas dos “guardias eternas”, la de los muertos y la del arte vivo. Detrás de su columnata neodórica inspirada en los esbozos que Hitler había dibujado diez años antes,85 lo que anualmente albergaría en adelante ese Templo era, en efecto, pintado y esculpido, el eterno genio de la raza en su actualidad. La producción visible de esta alma eterna sobre la cual regur­ gitaban los discursos de los dirigentes desde hacía cuatro años no era un asunto de escasa importancia. Ella parecía sin embargo tan esencial a Hitler que en cada uno de los discursos que ofre­ cía sobre el arte desde 1933, daba la sensación de que de ella 179

dependía la supervivencia del nacional-socialismo. Después de haber leído lo que el Führer acababa de pronunciar en Nurem­ berg en septiembre de 1933, Thomas Mann anotaba en su D ia­ rio, con un cierto estupor, que jamás ningún hombre de Estado se había arrogado como Hitler “el derecho de representar de esta manera a los profesores de todo un pueblo e incluso de la huma­ nidad”. Veía muy justamente en Hitler la “expresión de la peque­ ña clase media, que teniendo una formación de escuela elemental, se pone a filosofar”. No tenía “absolutamente ninguna duda de que su asunto pricipal, contrariamente a tipos como Göring y Rohm, no [era] la guerra, sino la cultura alemana ”. Ni Napoleón ni Bismarck habían prescrito “desde lo alto de una cátedra a la nación una teoría de la cultura, un programa de la cultura, si bien su capacidad intelectual los habría tornado incomparablemente más aptos para hacerlo que este pobre muchacho”. Observaba, estupefacto, cómo el “Estado totalitario” no era solamente “una base de poder”, sino que englobaba todo y dirigía “incluso la cultura y en primer lugar a ella”, ejerciendo de modo dictato­ rial su poder de reducirla “a sus conceptos adquiridos de manera autodidacta en una lucha ardiente y mediante lecturas espanto­ samente lacunarias” .86 En efecto, era ese carácter “lacunar” que hacía, se si lo puede decir, el fondo de la concepción nazi de la cultura. Y es también eso lo que puede dar cuenta negativamente de la adhesión de tantos intelectuales: como ante un esbozo ro­ mántico, llenaban por sí mismos y por su propio pensamiento las faltas y el inacabamiento de la “visión del mundo” nazi. Esta invocaba lo sublime para justificar sus faltas y se daba por tarea la afirmación de una plenitud abrumadora que las compensaría. Pero sus lagunas eran precisamente los abismos donde ella hacía desaparecer toda alteridad a sí misma, como su “romanticismo de acero” eliminaba toda ironía romántica. Se verá más adelante cómo la exposición del “Arte degenerado” , abierta en 1937, in­ mediatamente después de la de la Casa del arte alemán, consti­ tuía el espectacular síntoma de esa cultura lacunar. La selección de obras juzgadas dignas de figurar en la primera Gran Exposición de arte alemán se hizo según la misma lógica 180

que presidía a la selección de los hombres que debían formar la elite de la Volksgemeinschaft·, la purificación según la Idea. Presi­ dida por Adolf Ziegler, un jurado de nueve miembros, donde fi­ guraban entre otros Arno Breker y Gerdy Troost, debía efectuar una preselección de 1500 obras entre los 15.000 envíos. El 5 de junio, habiendo examinado con Hitler la elección del jurado, Goebbels anotaba en su diario que si la escultura parecía acep­ table, una buena parte de la pintura era catastrófica. “Ejemplos desoladores de bolcheviquismo artístico me han sido sometidos [...]. El Führer echa espuma de rabia”. Fue su fotógrafo Hein­ rich Hoffmann el que se encargó de rehacer la selección. El 13 de julio, durante una nueva visita en compañía de Goebbels, Gery Troost, Adolf Wagner, Ziegler y desde luego Hoffmann, “el ojo del Führer”, las 600 obras escogidas satisfacieron por fin su espera. Todo rastro de “judeo-bolcheviquismo” en el “Arte ale­ mán”, o sea de todo lo que parecía poder alterar la identidad de una Volksgemeinschaft racialmente sana, había sido eliminado. La selección no devenía sin embargo inteligible excepto si se comprendía que se trataba primero de una apuesta sobre el tiempo y sobre la eternidad. Una parte importante del porvenir del mito nazi estaba aquí en juego: por la reproducción y la difusión masiva de estas imágenes que iban a inundar Alemania, era el dominio del imaginario de un pueblo lo que había que asegurar. “Más que nunca, escribía en 1939 el politólogo francés Anatole de Monzie, los hombres tienen necesidad de imágenes. Les hacen falta para orientar su curiosidad, aprovisionar sus memorias, sostener sus entusiasmos y sus aprobaciones.”87Tal era exactamente el rol asig­ nado a ese templo: recargar la memoria del pueblo alemán para que se conformara a esas imágenes en su nueva puesta en marcha. Debía bastar al pueblo entrar en el recinto sagrado para curar su mal sueño judío, gracias a la selección de imágenes conformes a los sueños de los “grandes alemanes” que determinaban su desti­ no. Así, la imagen constituía una doble mediación, con el pasado y con el porvenir de la raza: ella daba acceso a su sueño genial, originario productor de sus visiones y, simultáneamente, se daba como la presentación y proyección visible de su futuro destino. 181

EI Templo cobijaba entonces ese genio productor, que el léxi­ co nazi designaba tan bien como el alma eterna de la raza. Wal­ ter Otto había recordado los orígenes romanos del concepto de genius·, sería la representación del alma inmortal, esto es, comen­ taba Otto, de esa parte del sujeto que puede “engendrar {gignere) lo que es inmortal, sea eso un niño o una obra” . De una acepción primero estrictamente individual, equivalente al ka egipcio o al datmon griego, el genio había venido, “en una cultura fundada sobre los derechos del padre, a signficar el poder de reproducción de la comunidad, capaz de engendrar {gignere) y de asegurar así su inmortalidad”.88 Fuera la hipótesis filológicamente fundada o no, era ese el concepto del alma eterna como genio protector de la raza el que hacía al corazón de la doctrina nacional-socialista —y que se efectuaba primero en el arte y como arte. Mientras que la escultura no ofrecía generalmente al genio más que la vestimenta de la figura humana, la pintura le ofrecía la ocasión de tomar también el abrigo del paisaje para revelarse a su pueblo. El profesor y arquitecto Schultze-Naumburg, uno de los grandes ideólogos völkisch del arte del cual se verá la inmensa influencia, había formulado desde el comienzo del siglo su teoría de una “cultura de lo visible” (Kultur des Sichtbaren). Esta no en­ globaba “solamente las casas y los monumentos, los puentes y las rutas, sino también los atuendos y las formas sociales, los bosques y la cría de ganado, las máquinas y la defensa del territorio” . Des­ de decenas de años, el pueblo y el poder habían juntos forjado la fisonomía del país, dándole su unidad. No se trataba de una obra de razón ni de lógica, sino de una puesta en forma (Gestalten) es­ pontánea de la realidad según la Idea del genius alemán. La larga serie de las Kulturarbeiten que introducía así se daba por objetivo “abrir los ojos” de los alemanes sobre ese hecho que el juicio de nuestra mirada consciente no se pronuncia so­ lamente sobre lo que es “bello y feo”, sino también sobre lo que es “bueno y malo”, en los dos sentidos [de los términos], es decir, “prácticamente utilizable e inutilizable” y “moralmente bueno y malo”; y que el ojo no tiene necesidad de sacar su jui182

cio del pensamiento lingüístico, en el cual estamos habituados a descubrir el único pensamiento “lógico” .89

También Schultze-Naumburg fundaba sus obras sobre fo­ tografías de “ejemplos” y “contraejemplos” que debían educar el ojo, a fin de asegurar la conservación y la propagación de las producciones culturales alemanas que sólo la mirada alemana podía juzgar bellas, buenas y útiles al pueblo alemán. El prin­ cipio normativo de la Entscheidung, que iba a devenir el prin­ cipio del ejercicio nazi del poder, encontraba aquí su primera formulación. De su lado, el eminente historiador del arte Heinrich Wölfflin había distinguido en la producción de las bellas-artes, “además del estilo individual”, “un estilo de escuela, un estilo de país, un estilo de raza”. Para hablar de un “estilo nacional”, era necesa­ rio ciertamente primero “haber fijado cuales trazos durables comporta”, puesto que el carácter de una época podía modificar ciertos aspectos; pero Wölfflin no dudaba concluir en la perma­ nencia de “caracteres nacionales”: “Los esquemas de la visión difieren de una nación a otra. Hay, en el arte de la presentación, una manera propia de los italianos, otra propia de los alemanes, y ellas subsisten siempre semejantes a través de los siglos”. Toda historia de la visión y de la presentación conducía entonces “más allá del arte” . Pues en este orden de la visión, todas las dife­ rencias nacionales eran “más que un simple asunto de gusto”: “Ellas condicionan los principios que comandan la imagen que un cierto pueblo se hace del mundo, y son condicionadas por ellos” . En la “revisión a modo de epílogo” que añadía en 1933 a sus Principios fiindamentales de la historia del arte, negaba que fuera posible establecer una historia autónoma de la visión. Pos­ tulaba, en cambio, la existencia de historias nacionales de la vi­ sión, determinadas por procesos internos “siempre regidos por las exigencias de un tiempo y de una raza”.90 En su principio, el discurso nazi sobre el arte - y el de Hitler en particular- difería a la vez bastante poco y mucho del de Wölfflin, que patrocinaba desde 1929 con otros eminentes profesores de uni­ 183

versidad la Unión de combate por la cultura alemana (Kampfinmd fü r deutsche Kultm) de Rosenberg.91ΧΠΙ La Weltanschauung nazi encontraba ciertamente en Wölfflin sus títulos de nobleza, buscando, como él y como tantos otros, llegar al “establecimiento de un tipo nacional de imaginación”.92 Pero mientras que Wölfflin mantenía prudentemente la deter­ minación de la visión por el “espíritu del tiempo” (Zeitgeist), el nazismo no retenía más que la determinación por la raza, de la cual postulaba la eternidad o la identidad transhistórica con­ sigo misma que era la negación de la historia. El Zeitgeist se reabsorbía todo en la Volksgeist, como en la afirmación más tar­ día (1927) de Worringer de que el gótico no era “un fenómeno ligado al tiempo sino, en su naturaleza más profunda, a una » 01 raza . La elección de los innumerables paisajes alemanes que fueron expuestos en el Templo [figs. 50 a 5 3 ] respondía a esta volun­ tad de establecer un tal “tipo nacional de imaginación”, capaz de asegurar la formación de un juicio que debía ser inmedia­ tamente estético, ético y práctico a la vez. Ellos reenviaban al pueblo la imagen de un mundo que él mismo había labrado desde largo tiempo con su trabajo, de suerte que su genio había impregnado todos los trazos. Como lo afirmaba Oskar Hagen: “El paisaje alemán es un autorretrato del alma. El alma no expre­ sa toda su belleza más que allí donde su cuerpo se agotó hasta la aniquilación”.94 Mientras que la subjetividad del artista román­ tico hacía de la pintura de paisaje el velo a través del cual trans­ parentaba su genio individual, aquí también, como en todos los dominios sobre los cuales la ideología nacional-socialista exten­ día su influencia, lo que el romanticismo había enunciado de los lazos que unían el paisaje al espíritu del individuo era transferido al espíritu colectivo de la raza, del pueblo o de la nacióri. XI11 La Unión de combate por la cultura alemana era una emanación de la Socie­ dad nacional-socialista por la Cultura alemana, que se había dado como objetivo en sus estatutos “esclarecer al pueblo alemán sobre los lazos entre la raza, el arte, la ciencia, los valores morales y militares” (ver H. Brenner, La Politique artistique du national-socialisme, p. 18-20). 184

50. Karl Alexander Flügel: La Cosecha (óleo sobre tela), c. 1938

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51. Oskar Graf: Lim burg an der Lahn, c. 1940

52. Karl Hennemann: Campo trabajado (madera grabada), s.f.

53. Erwin Puchinger: Aserradero en alta montaña (óleo sobre tela)

El romanticismo, recuerda Jean-Claude Lebensztejn, era “un de­ seo y una estrategia de fusión orgánica”, de suerte que “la naturaleza y el sentimiento, el sujeto y el objeto se ligan indisolublemente” .95 La ideología nazi conservaba por cierto la fusión romántica, pero suprimiéndole todo carácter de metáfora. Pues si existía para Hagen, Rosenberg o Schultze-Naumburg una “visión alemana”, ella debía expresar cuerpo y alma en el paisaje concebido como la pro­ longación orgánica de su genio. Por el sacrificio secular de su labor, el pueblo alemán se había incorporado al paisaje que él forjaba, transfigurándolo en ese cuerpo colectivo de su alma colectiva. (La banalidad de estos enunciados, lugares comunes de guías turísticas de la Europa de hoy, no es más que el síntoma de la banalidad de una parte de la ideología Blut und Boden (sangre y suelo), que im­ pregnó la gestión de la mirada de masas ávidas de singularidades y de identidades culturales.) Una vez definida la pintura de paisaje como el autorretrato del genio de un pueblo creador, todo paisaje devenía aceptable con tal de que pareciera manifiestamente trabajado por el hom­ bre que lo remodelaba: el paisaje de bosque, de montaña o de campo para el campesino, la marina o el paisaje portuario para el pescador, el marino o el estibador. Pero la sola presencia de una figura simbólica bastaba a veces para transfigurar un paisaje bas­ tante neutro en autorretrato del alma alemana, tales esas águilas planeando encima del territorio al que aseguraban la “custodia” (Wache) [fig. 54]. Sin embargo, el paisaje podía ser también el de la “pura naturaleza” que determinaba el destino humano, y que se presentaba a la vez como la escuela del combate y como objeto de la dominación. El 1941, Schultze-Naumburg renovaba el concepto de paisaje heroico. Desde los clásicos paisajes con figuras del “normando Poussin y del friburgués [sic] Claude Lo­ rrain”, este género del paisaje heroico se había, afirmaba, pro­ fundamente modificado. Así, los paisajes italianos de Hermann Urban, o los edificios construidos por hombres nunca visibles resistían ferozmente a las fuerzas hostiles de la naturaleza: “La palabra de Heráclito - ‘La guerra es madre de todas las cosas’- ad­ quiere a la luz de nuestra actual Weltanschauung una significación 187

nueva. Sabemos que toda la vida es un combate y el espectáculo de la naturaleza en su conjunto nos muestra que todo ser vivo no puede mantenerse en vida más que por el combate”.96 Pero este combate por la vida del genio “fundador de cultura” no se expre­ saba nunca mejor que en los paisajes de construcciones ejecutadas por el Tercer Reich. Desde las imágenes de grandes canterasXIV de donde eran extraídos los bloques de “piedras alemanas” que debían dar cuerpo a los monumentos del Reich eterno [fig. 55], hasta las de los puentes y de las carreteras del Führer [fig. 56], los paisajes más heroicos también de esas canteras constituían con evidencia la más soberana afirmación de la teoría del paisajeautorretrato y de su validez. No había de este modo ninguna solución de continuidad entre la más arcaica versión “campesina” de los valores de la tierra y de la sangre y la versión más moderna que exaltaba el ingeniero. Un año antes del ascenso de los nazis al poder, Ernst Jünger observaba que el mundo a su alrededor se dividía según dos lógicas distintas, que él oponía la una a la otra, la del museo y la de la construcción: Vivimos en un mundo que de un lado se parece totalmente a una construcción y del otro totalmente a un museo. [...] Hemos llegado a una suerte de fetichismo histórico que se encuentra en relación directa con la falta de fuerza creadora. También es un pensamiento consolador que, como consecuen­ cia del desrrollo de grandiosos medios de destrucción, una es­ pecie de correspondencia secreta acompaña la acumulación y la conservación de lo que se llama el patrimonio cultural.

A los ojos de este “modernista reaccionario”97 que elaboraba la figura del Trabajador en la esfera nacionalista del grupo de la Tat y del nacional-bolcheviquismo, la actividad museal no era

XIV Aquí, la pintura no anticipaba un mundo ideal, simplemente mencionaba no a los que eran trabajadores ordinarios empleados en las carreteras del Reich, sino a los prisioneros de los campos. 188

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54. Michael Mathias Kiefer: M ar del Norte (óleo sobre tela), 1942

55. Albert Janesch: La Cantera (óleo sobre tela), c. 1940-1941

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56. Carl Theodore Protzen: Puente de autopista cerca de Colonia, s.:

más “que una de los últimos oasis de la seguridad burguesa” , una escapatoria “para sustraerse a la decisión política”. La situación exigía no “hablar de tradición sino de crear una” . Sin embargo, se apelaba a la “forma viva de la tradición, la que exigía asumir una “responsabilidad no frente a las réplicas de viejas imágenes sino directamente frente a la fuerza original que las engendra” . Jünger condenaba los “esfuerzos de una categoría de artistas para trasponer las viejas recetas en una suerte de arte de la Weltans­ chauung, “escapatoria habitual” a la ausencia de talento. Les oponía el “paisaje de las obras en construcción que exige sacri­ ficio y humildad de la generación que allí se consume”, según un proceso que exigía “una fusión siempre más estrecha de las fuerzas orgánicas y de fuerzas mecánicas”.98 La representación de esta fusión, que había llamado la “cons­ trucción orgánica”, tenía ella también derecho de ciudadanía en el Templo del arte alemán nazi. Pero mientras que Jünger tenía en vista un arte que sería la Construcción misma, englobando “todos los dominios de la vida”, el Templo ofrecía al pueblo ale­ mán las representaciones de sus construcciones reales. Toda es­ trategia de ruptura se disolvía así en provecho de la continuidad: pues lejos de oponerse a la actividad museal, la construcción al contrario la prolongaba. Representado en su limitación concre­ ta, encontraba aquí su lugar y se integraba en tanto que tal al patrimonio nacional, a los costados de las “réplicas de viejas imá­ genes” . Y en su obra E l arte alemán de hoy, Werner Rittich podía poner en paralelo una vista de Meissen con Albrechtsburg por Karl Leipold y Las Fábricas del Reich Hermann-Göring en construcción de Franz Gerwin (cf. fig. 93): para la historia del arte oficial del régimen como para Le Corbusier en Francia, chimeneas y altas cisternas eran las catedrales y los castillos modernos. La construcción se integraba al culto del trabajo en general, que prolongaba el culto del arte y lo englobaba en la adoración del “trabajo creador”, por el cual y en el cual se afirmaba el ge­ nio colectivo. Así, las imágenes de esos grandes talleres que eran las fábricas, las construcciones y las autopistas del Führer exalta­ ban el poder del genio creador alemán, realizándose a sí mismo 191

como paisaje orgánicamente construido a su medida actual. No se oponían a las imágenes de una aldea medieval o de un campo labrado por un caballo de tiro, por el contrario, constituían las pruebas de la continuidad del “espíritu fáustico” de la raza. En una obra consagrada a las imágenes del universo indus­ trial que se construía entonces (obra publicada por el 50° ani­ versario del ministro e ingeniero Fritz Todt), Wilhelm Rüdiger subrayaba los lazos “eternos” del arte y de la técnica: Estos dos poderes salidos de las mismas raíces originales y que, desde su escisión, parecen mantenerse frente a frente en una irre­ conciliable hostilidad, están en los dibujos técnicos de Leonardo tan próximos el uno del otro que parecen estar enlazados y unifi­ cados. [...] Pensar y mirar no están aun separados en Leonardo. [...] Del artista sale el técnico, del observador el pensador, del creador (Bildner) el calculador. Los pasajes son aquí fluidos, cada representación juega imperceptiblemente con las otras."

Estt fluido pasaje del artista al ingeniero era el de la Idea y de la visión a su realización concreta. Así, el mismo genio creador de la raza podía incorporarse ahora en el universo técnico como antes en el paisaje renacentista o romántico. Pero si la pintura nacional-socialista tenía el deber de conservar y repetir las imá­ genes del pasado, ella debía apropiarse también del nuevo paisa­ je industrial para mostrar a la técnica cómo afirmarse por fin en la fidelidad a su origen artístico: “El oficio del artista consiste en encontrar la unidad”, a fin de que el edificio industrial no figure más en el paisaje como un “cuerpo extraño”.100 El conjunto de los “paisajes alemanes” reunidos en el Tem­ plo, tan heterogéneo como fuese -tanto en el plano estilístico como en el de sus temáticas- tenía entonces por tarea formar la mirada que, recíprocamente, le daría su unidad. Era una mira­ da que Schultze-Naumburg llamaba gustosamente desde el co­ mienzo del siglo, una mirada capaz de pronunciarse sobre lo que él juzgaba “bello”, “bueno” y “prácticamente utilizable” para el porvenir del pueblo alemán. Hitler también estaba convencido. 192

“Los cánones de la belleza perfecta provienen lógicamente, en último análisis, de la utilidad”.101 Si los paisajes constituían la más importante proporción de obras pintadas, la escultura podía, tanto como la pintura, ex­ poner o producir el genio colectivo bajo los rasgos de la figura humana. Era evidentemente allí que se ofrecía lo mejor para ver la concepción racista del genio. La selección de figuras parecía haberse dado por objetivo reunir en el Templo ejemplares de sus encarnaciones sucesivas en la historia. Si incumbía al Reich völ­ kisch, como lo había dicho Mein Kam pf, “comprender a todos los alemanes” y “reunir y conservar las reservas más preciosas que ese pueblo poseía en elementos primitivos de su raza”,102 a esta selección del presente de la raza el Reich völkisch debía agregar la selección de la humanidad alemana racialmente pura desde sus orígenes. Sólo las imágenes del arte podían producir esta epopeya del genio ario a través de sus metamorfosis. Por tal motivo ese genio debía vestirse de un cuerpo capaz de manifestar inmediatamente su carácter eterno. La desnudez fue a este respecto, a lo largo de todo el régimen, el signo más eficaz. Ella desempeñaba primero una evidente función de modelo para una comunidad totalmente fundada sobre el eugenismo. Presen­ taba a continuación esa doble ventaja de anclar visiblemente la historia de la comunidad en su pasado griego y, simultáneamen­ te, de sustraer la imagen de la comunidad a toda temporalidad histórica concreta que le daba inevitablemente la vestimenta. Los cuerpos Prestos a l combate de Josef Riedl [fig. 5 7 ], de Partida del combatiente de Arno Breker [fig. 5 8 ], pero también de La Joven Alemania [fig. 5 9 ] de Walter Hoeck, mostraban cómo la misma juventud renacía siempre a sí misma para defender la cultura aria con el mismo poder que la de los Griegos del pasado. A este primero y sumario vestir del alma eterna se agregaba un segundo modo de significar la ipseidad germano-nórdica o aria: la reunión de todos los momentos históricos, de todas las temporalidades que supuestamente producían de modo visible la esencia. Aquí, al contrario, la vestimenta devenía el signo indis­ pensable de la identidad del genio consigo mismo en la historia 193

y pese a la historia, pues ese genio no podía identificarse más que apropiándose de las etapas sucesivas de su despliegue. La misma arianidad transitaba entonces por la Edad Media vaga­ mente asiría de Wilhelm Dohme ¡fig. 60], por la Grecia clásica de Meller [fig. 61], la Edad Media más tardía de Rudolf Otto Ifig. 62], el Renacimiento völkisch y revolucionario a la vez de Burkle [fig. 63], para habitar finalmente en las vestimentas del Último granadero de Elk Eber [fig. 64], Partiendo a la conquista de la eternidad del genio creador de la raza, los artistas someti­ dos al Führerprinzip eran aprehendidos por un furor mimético irreprimible que los conducía a la imitación de todos los estilos históricos a fin de construir y producir, en imágenes, el mito de esta eternidad. Desde 1934 -y poco después de la noche de los cuchillos lar­ gos, que debía poner término a la revolución nacional-, Hitler había querido rechazar del arte del Tercer Reich, al mismo tiem­ po que las tendencias expresionistas sostenidas por Goebbels, las tendencias völkisch que defendían Rosenberg y Himmler.103 Había puesto en guardia a los partidarios de un “ arte teutón (theutsche Kunst) salido del mundo bizarro de sus propias repre­ sentaciones románticas de la Revolución nacional-socialista”: Ellos no han sido jamás nacional-socialistas. Tanto habitaban en sus ermitas, un mundo germánico de sueño que hacía reir in­ cluso a los judíos, tanto trotaban, brava y piadosamente, en me­ dio de los cortejos sagrados de un Renacimiento burgués. [...] Se les ha escapado completamente que el nacional-socialismo reposa sobre conocimientos fundados sobre la sangre y no so­ bre las tradiciones arcaicas. [...] También ellos nos ofrecen hoy estaciones en el estilo original del Renacimiento alemán, placas de calles y caracteres de máquinas de escribir en letras auténtica­ mente góticas, textos de cantos libremente adaptados de Walter von de Vogelweide, creaciones de moda del género Fausto y Margarita, cuadros a la manera de la Trompeta de Säckingen, y quizás teas y ballestas a modo de armas y de defensa.104

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57. Jo sef Riedl: Dispuesto al combate (bronce), s.f. 58. Arno Breker: Partida del combatiente, c. 1940 (yeso para un relieve de piedra)

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59. Walter Hoeck: Z¿zJoven Alem ania (pintura de la sala de pasos perdidos de la estación de Braunschweig), s.f.

60. Wilhelm Dohme: esgrafiado de la catedral de Braunschweig (detalle), s.f.

61. Willy Meller: detalle de un relieve, hall de entrada de la Ordensburg de Crössinsee, 1939

62. R udolf Otto: Dispuesto al combate (óleo sobre tela), s.f.

63. Albert Bürkle: Campesino a l combate (óleo sobre tela), s.f.

64. Elk Eber: E l último granadero (óleo sobre tela), 1937.

65. Hubert Lanzinger: Retrato del Führer (Elprotector del arte alem án) (óleo sobre tela), 1934 ó 1936.

Pese a esta condena pública de la corriente völkisch, Hitler se­ leccionaba menos de tres años más tarde, además de E l despertar (en el mito) de su protegido Richard Klein, Retrato del Führer, de Hubert Lanzinger, que lo representaba con armadura, caba­ llero llevando alto el estandarte de la cultura alemana [fig. 65]. El sostén que brindó al cortejo largamente völkisch del Día del arte alemán y la alegría que tuvo, la selección de obras para las Grandes Exposiciones de los años que siguieron, su ininterrum­ pida fascinación por el mundo wagneriano, todo eso respalda el hecho de que, lejos de estar excluido, esta versión del mito nazi continúa coexistiendo en el imaginario de Hitler como en el espacio del Templo y en toda Alemania, con sus versiones pretéritas y modernistas. No sería excesivo subrayar el carácter rigurosamente funcio­ nal de esta coexistencia de imágenes. Ella tenía además su equi­ valente en la coexistencia de tres tipos de arquitecturas distintas, que Hitler mantenía a sabiendas uno al lado de la otra en razón de las funciones específicas que iban a cumplir en la nueva Ale­ mania. Un día de 1938, cuando visitaba con Speer una fábrica moderna, Hitler le declaró una vez más estar ganado por la ar­ quitectura moderna de vidrio y acero: Mire esta fachada de más de trescientos metros. Sus proporcio­ nes son muy bellas. Tiene otros criterios que los de un foro del partido. Estos últimos son, por su estilo dórico, la expresión del nuevo orden, mientras que aquí prevalece fuertemente la solu­ ción técnica. Sólo que, si se encuentra uno de esos pretendidos arquitectos modernos para contarme que es necesario edifi­ car casas y ayuntamientos en estilo industrial, diría que nada comprendió. Esto no es moderno sino de mal gusto e infringe, aparte, las leyes eternas de la arquitectónica. El lugar de trabajo requiere de la luz, del aire y de las instalaciones funcionales; de un ayuntamiento espero la dignidad, de una casa de habitacio­ nes la quietud, que sepa armarme para el difícil combate de la vida. ¡Imagine, Speer, un poco un árbol de Navidad destacán­ dose sobre un muro de vidrio! ¡Imposible! La existencia tiene 199

exigencias múltiples: debemos tenerlas en cuenta aquí como en otros lados.105

Según su punto de vista no había contradicción, ni incluso tensión, entre estos tres tipos. Y ese “funcionalismo”, lejos de caracterizar el nazismo, se expresaba en términos análogos bajo la pluma de Fernand Léger, el mismo año de 1938: ¿Es posible concebir, bajo la misma fórmula de arte, la concep­ ción habitación, fábrica, monumento? [...] La arquitectura se dirige al hombre medio. Sigámoslo. Sale de su casa, va a su fá­ brica o a su oficina y pasa delante de un palacio, o de un monu­ mento o de una fábrica. Difícilmente pueda concebir que esos tres edificios se parecen. Entre la intimidad de su departamento, lo racional de la fábrica y la necesidad espectacular probable del monumento, hay lugar, creo, para tres maneras.106

Bajo el Tercer Reich, el neoclacisismo se imponía para res­ ponder a las exigencias “de grandeza y de nobleza” de los edi­ ficios oficiales; el estilo vernáculo, pareja arquitectural de la pintura völkisch, era recomendado en la construcción de gran­ jas, albergues de juventud y, en la medida de lo posible, de casas particulares [figs. 66-67]', en cuanto a los edificios industriales, cuya modernidad, incluso la osadía de algunos, jamás fue dis­ cutida [fig. 68 ], Hitler les había asignado, desde su discurso de 1933 en Nuremberg, la tarea de representar “los monumentos espirituales” modernos: “Utilizando materiales nuevos como el acero, el hierro, el vidrio, el cemento, etc., la evolución tomará forzosamente un camino conforme al objetivo de las construciones y correspondiente a esos materiales” .107 Así se desplegaba, sobre el territorio de Alemania como en su Templo, la totalidad del genio de la raza, no en su diversidad, sino en su eternidad comprendida como permanencia: sus múltiples temporalidades hasta entonces dispersas en la historia coexistían ahora, en un mismo espacio, unas con otras. El genio alemán, germano-nórdico o ario, trazaba su autorretrato según las dimen200

66. Albert Speer: maqueta de la Gran Cúpula para Berlin-Germania, prima­ vera de 1940.

67. Karl Schönig: Albergue de juventud, Husum.



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68. Hermann Brenner y Werner Deutschman: Estación de ensayos aeronáuticos: la turbina y la sala de montaje.

siones de su poder, haciendo visible lo que Hitler llamaba su “sustancia viva”. Este genio reunido debía en fin sentirse allí “uno consigo mismo”, en una Cultura que Hitler había definido como “fundada sobre el espíritu griego y la técnca alemana” .108 No ha­ bía en todo eso ningún eclecticismo, antes bien un postmodernismo al pie de la letra: la historia se anulaba en el catálogo. Pues ese catálogo no buscaba dar una representación comple­ ta de la historia. Como ante todo objeto que aprehendía por su faz visible, el nazismo ejercía su juicio para no conservar más que lo que estimaba “bello” , “bueno” y “prácticamente utilizable” por la raza. Su modelo de fabricación del ideal era el de la estética neoclásica: no seleccionaba, según la idea nacional-socialista, más que los fragmentos de su historia visible necesarios a la fabricación del “ideal de belleza alemana” , que será la encarnación de su eter­ nidad. Una vez reconstituido en todas sus partes sanas el cuerpo del dios nacional despedazado por el tiempo, la exposición del genio protector apuntaba a su reproducción intensiva.

203

IV La

r e p r o d u c c ió n d e l g e n io

Quien no ve en el nacional-socialismo más que un movimiento político nada sabe de él. Es más que una religión: es la voluntad de crear un hombre nuevo. H itler1

Uno de los aspectos más notables del nazismo fue por cierto el lazo que estableció entre “el ideal de belleza alemana”, del cual los siglos habían producido la imagen, y la fabricación de una humanidad superior, según un saber y técnicas que pertenecían al eugenismo de su siglo. Con Hitler, señalaba Joachim Fest, “todo cinismo y todo cálculo en la táctica del poder se dete­ nían ante esta visión: el Hombre nuevo” .2 Lamentaba, en Mein Kam pf, que el pueblo alemán no tuviera “por base una raza más homogénea”, en razón del “contacto con cuerpos políticos no alemanes a lo largo de las regiones fronterizas”; pero se alegra­ ba de la “ausencia de una mezcla integral”: “Poseemos aún hoy en nuestro pueblo alemán grandes reservas de hombres de la raza germánica del norte, cuya sangre ha permanecido sin mez­ cla y que podemos considerar como el tesoro más precioso para nuestro futuro”. Sin esas reservas puras, “el objetivo supremo de la humanidad” habría permanecido inaccesible a los alemanes, pues “los únicos soportes que el destino ha elegido visiblemente para este cumplimiento habrían zozobrado en el hervidero de razas que forma un pueblo unificado”.3 Consciente del hecho de que una tal “mezcla informe significaría la muerte de todo ideal en este mundo”, el Estado völkisch debía “hacer de la raza 205

el centro de la vida de la comunidad”. Su doble tarea era “ocu­ parse de que sólo el individuo sano procreara niños” (de suerte que sean creados “seres a la Imagen del Señor y no monstruos que tienen la mitad del hombre y del mono”) y de prohibir por esterilización la reproducción de “todo individuo notoriamen­ te enfermo o afectado por taras hereditarias”. Una educación apropiada debía permitir que “al fin toda la nación participe de este bien supremo: una raza obtenida según las bases del eugenismo” . Entonces, “los hombres no buscarán más mejorar por la cría las especies caninas, equinas ofelinas; buscarán mejorar la raza humana” .APero esta doble tarea que incumbía al Estado völkisch, Hitler la había definido más duramente aun desde las primeras páginas de Mein Kam pf. “Establecer mejores bases de nuestro desa­ rrollo inspirándose en un profundo sentimiento de responsabilidad social. Aniquilar con brutal decisión los vástagos no mejorables”. En lugar de buscar inútilmente el mejoramiento de los “malos aspectos del presente”, más valía preparar vías sanas para el desa­ rrollo futuro del hombre tomándolo desde sus comienzos” .5 En 1935, el Dr. Alexis Carrel, premio Nobel de medicina, publicaba simultáneamente en París, Nueva York y Londres E l hombre, ese desconocido, un libro que conoció un inmenso éxito popular. Emigrado a los Estados Unidos, este médico francés preconizaba “la restauración del hombre siguiendo las reglas de su naturaleza” . Para él como para Walther Darré, la existencia de las clases sociales no era ni “el efecto del azar ni de las con­ venciones sociales”, tenía “una base biológica profunda”; a ve­ ces, si la herencia había asignado a cada uno su lugar, era ahora “indispensable que las clases sociales [fuesen] de más en más clases biológicas”. Tal era “la cualidad de sus tejidos y de su alma” que debía trazar el destino de los individuos en el mejor de los mundos: “La inutilidad de nuestros esfuerzos por me­ jorar a los individuos de mala calidad se ha hecho evidente. Vale mucho más hacer crecer los que son de buena calidad. [...] Los pueblos modernos, agregaba, pueden salvarse por el desa­ rrollo de los fuertes. No por la protección de los débiles” . Así, el Dr. Carrel convocaba a la “construcción de la elite” por medio 206

de un “eugenismo voluntario” , el único que podía determinar una “aristocracia hereditaria”. Se alegraba de los recientes des­ cubrimientos de la ciencia: “Por primera vez en la historia del mundo, una civilización, llegada al comienzo de su decadencia, puede discernir las causas de su mal”. Ella estaría así en condi­ ciones de evitar “el destino común a todos los grandes pueblos del pasado”. Compartía con Hitler la convicción de que “en tanto que las cualidades hereditarias de la raza estuvieran intactas, la fuerza y la audacia de sus ancestros podrían despertarse en los hom­ bres modernos” . Pero se interrogaba: “¿Son todavía capaces de quererlo?”. La “inmensa multitud de deficientes y criminales” le planteaban un problema: cómo proteger a la sociedad, de ma­ nera económica, contra los elementos que son peligrosos para ella. “Un establecimiento eutanásico, provisto de gas apropiado, permitiría emplearlo de modo humano y económico.” No había que “dudar en ordenar la sociedad moderna en función del in­ dividuo sano”, ya que, después de todo, “el objetivo supremo de la civilización estaba en juego”.6 Lo que distinguía ese discurso del de los nazis era en lo esen­ cial su ausencia de nacionalismo y antisemitismo. Pero com­ partía con aquel la convicción de que ninguna fabricación de un hombre nuevo sería posible sin la eliminación de lo que Hitler llamaba “las partes carcomidas” de la humanidad. En su prefacio a la edición americana de 1939, Carrel, apelando a las estadísticas de Edgar Hoover, según las cuales existían en los Estados Unidos unos 4.760.000 criminales, estimaba que ese país incluía “30 o 40 millones de inadaptados e inadaptables”. El prefacio concluía con estas palabras, extraídas del capítulo octavo: “Para crecer de nuevo, el hombre está obligado a re­ hacerse. Y no puede rehacerse sin dolor. Pues él es al mismo tiempo el mármol y el escultor. Es inherente a su ser el hecho de que debe, a grandes golpes de martillo, hacer saltar las chispas a fin de recuperar su propio rostro”.7 La metáfora, que se aplicaba al cuerpo político nacional en Mussolini, debía, según Carrel, encarnarse en el cuerpo biológico de toda la especie. 207

Pero las medidas de esterilización legal que preconizaba el Dr. Carrel contra los enfermos mentales y ciertos criminales es­ taban ya en vigor desde 1907 en Indiana (Estados Unidos), a fines de los años veinte, eran aplicadas en veintiocho estados americanos así como en una provincia de Canadá. Quince mil esterilizaciones fueron así efectuadas en los Estados Unidos an­ tes de 1930 y más de treinta mil hasta 1939. En Europa, Suiza en 1928 y Dinamarca en 1929 fueron los países pioneros en la materia. Después Alemania en 1933, Noruega en 1934, luego Suecia y Finlandia en 1935 adoptaron sucesivamente leyes pare­ cidas, seguidas a su turno de numerosos estados en el mundo.8 En la Alemania nazi, las primeras medidas que debían llevar a la realización de la fase “negativa” del programa eugenista fue­ ron tomadas desde el 2 de junio de 1933: Wilhelm Frick, minis­ tro del interior, anunciaba la creación de un comité de expertos para la cuestión de la población y para la política racial. De él surge la ley llamada de esterilización del 14 de julio de 1933, que apuntaba a “la prevención de la progenitura hereditariamente tarada” (Gesetzur Verhütung erbkranken Nachwuchses). El primer año de su aplicación, 56.244 decisiones de esterilización fueron tomadas por 181 “tribunales de la salud hereditaria” . Al lado de los grandes jefes de la medicina alemana (entre los cuales estaba Ernst Rüdin, elegido el año anterior en Nueva York presidente de la Asociación internacional de sociedades eugéniças), figura­ ban en el comité de expertos Walther Darré, el raciólogo Hans F. K. Günther, Himmler, el industrial Fritz Thyssen, Baldur von Schirach así como el profesor Schultze-Naumburg. Es a través de las obras y conferencias de este último, así como de los miem­ bros de su Círculo de Saaleck, incluido especialmente Walther Darré, que los lazos más directos y a veces los más asombrosos fueron establecidos “científicamente” entre el arte y la raza. Pero esos lazos se integraban plenamente a la Weltanschauung nazi que se presentaba como un sistema de puentes constantemen­ te tendidos entre lo imaginario y lo real: todas sus metáforas tenían por vocación tomar cuerpo, y todos los cuerpos debían responder a las metáforas que los definían hasta conformarse a 208

ellas plenamente. Si, entre las “vías más sanas” susceptibles de mejorar la raza, el arte tenía en el nacional-socialismo un lugar eminente, era porque estaba investido por numerosas personali­ dades del régimen de un poder eugénico muy real.

Schultze-Naumburg y la autoproducción de la raza Paul Schultze, que añadía a su nombre el de su ciudad natal, había participado en la fundación de las Secesiones de Berlín y de Munich en tanto que pintor y escultor. Habiéndose dirigido pronto hacia la arquitectura y la decoración interior, enseñó en la Escuela de bellas artes de Weimar hasta 1901, fecha en la cual funda su propia escuela de arte en Saaleck. Ligado al Kunstwart de Avenarius, que había publicado su Kulturarbeiten, este fundador de la Liga de defensa de la patria (.Heimatschutz) en 1904 se integra muy naturalmente, apenas terminada la guerra, a la -corriente cultural völkisch, nacionalista y antisemita. En los círculos wagnerianos de Bayreuth, encuentra primero a Rosen­ berg, luego a Hitler en 1926. Pese a las intrigas tejidas contra Schultze-Naumburg por la esposa de Troost y la irritación que siente Hitler hacia él, el maestro de Saaleck nunca deja de ser uno de los más fieles “combatientes culturales” del régimen. Cuando hizo su retrato en 1940, recibió un vibrante homenaje escrito de la mano misma del Führer, mientras que el ministro Frick no vacilaba en decir que “su nombre era un programa” .9 Cofundador en 1929 de la Unión de combate por la cultura alemana de Rosenberg, fue nombrado, después que las elecciones del 8 de diciembre de 1929 hubieron hecho caer el Land de Turingia en manos de los nazis, en la direción de la Escuela superior de bellas artes, de arquitectura y de artesanado de Weimar, con la misión de convertirla en el “punto central de la cultura alema­ na”. Desde su asunción el I o de abril de 1930, hizo destruir las pinturas murales que Oskar Schlemmer había realizado en los edificios que habían pertenecido a la Bauhaus. Elegido por el N.S.D.A.P. en el Reichstag, Schultze-Naumburg iba a irradiar 209

de Weimar a Munich y a través de toda Alemania, buscando, por sus ejemplos y contraejemplos en imágenes, desarrollar el “juicio visual” de los alemanes sobre lo que era “bello”, “bueno” y “prácticamente utilizable” para la conservación y el porvenir de su raza: “La ‘misión más elevada del arte era dar ‘objetivos’ a una época, hacer visible ‘la imagen a alcanzar’, formar la imagen futura de la raza. Así las esculturas de las catedrales de Bamberg y de Naumburg debían devenir el modelo de ‘la selección racial’, de la crianza humana”.11 Estas tesis que él sostenía desde los años veinte, las había elaborado especialmente a partir de los trabajos de sus amigos Hans Günther y Ludwig Ferdinand Claus, dos de los más populares “raciólogos” nazis que, sin embargo, que­ rellaron, al comienzo de los años treinta, sobre la validez de sus respectivos criterios raciales. Mientras que el primero sostenía12 el valor decisivo de la apariencia física en la determinación de una “raza nórdica” cuyo “tipo ideal” se imprimía en el arte, el segundo le oponía su teoría del “alma racial” 13: una disyunción del alma y el cuerpo era siempre posible; un alma nórdica po­ día habitar el cuerpo de una raza no puramente nórdica, lo que significaba también que nada garantizaba nunca que una “confi­ guración corporal” nórdica abrigara una “configuración síquica” ella también nórdica. Esta disyunción de lo visible y lo invisible, perfectamente heterogénea del dogma nazi de su continuidad, presentaba evidentemente la ventaja de justificar la más grande arbitrariedad, la que se expresaba por ejemplo en la fórmula que Goering había tomado de Lueger: “Soy juez de quien es judío”,14 o bien a través de la categoría de los “judíos por el espíritu”. Pero este principio de disyunción no tuvo jamás derecho de ciudadanía en ninguna de las teorías del arte producidas por los ideólogos nazis. Por una simple mirada puesta sobre la superfi­ cie de los objetos del “arte degenerado”, esos ideólogos creyeron, al contrario, poder leer como en un libro abierto en el “alma” de sus autores. Reproduciendo en su Combate por el arte las foto­ grafías de pinturas expresionistas, Schultze-Naumburg exponía la ley de inferencia que justificaba su condena: “El que descubre aquí el espíritu de su espíritu, es un juicio que pronuncia sobre 210

sí mismo; dice al menos tanto sobre él como sobre el objeto que evalúa”.15 La teoría del paisaje-autorretrato que había esbozado en sus Kulturarbeiten tomaba ahora las dimensiones de una teo­ ría general del arte. Era en Kunst und Race {El Arte y la Raza), la más célebre de sus obras, donde formulaba la exposición com­ pleta de la cual es necesario dar aquí las premisas. No era ni en la forma del Estado ni en la lengua que se en­ contraba la expresión de una raza, como lo dejaban creer fórmu­ las tales como “raza francesa”, “raza italiana” o “raza alemana”. Esta condución, introducida por la emergencia histórica de las naciones europeas, impedía que se tomara conciencia de que una lengua común podía representar quizás un grupo cultural, pero nunca “alguna similitud de especie ( Gleichartigkeit) racial, es de­ cir, biológica” . Quitad a un alemán su lengua y trasplantadlo a un área cultural francesa o italiana: su “fenotipo” será quizás un poco modificado, “pero sus propiedades corporales y espirituales serán conservadas pese a todo por sus descendientes” . La ciencia había en efecto aportado la luz de sus leyes: el medio no modificaba los caracteres hereditarios.16 En las relaciones que el artista mantenía con su medio, era siempre esta herencia biológica la que domi­ naba: se proyectaba necesariamente sobre el objeto natural que representaba, cualquiera haya sido su elección. La fotografía y el arte tenían en común la elección del objeto, pero la imagen técnica no proporcionaba más que el espejo del objeto. Sucedía algo muy diferente con la pintura, donde no era el objeto el reproducido sino que era el artista quien se reproducía: “La creación espiritual es también un proceso de reproducción, sometido a las mismas determinaciones que la reproducción puramente corporal”. Se recuerda que Baldur von Schirach oponía a la “realidad” fotográfica, que no da cuenta más que del presente, la “verdad” de la pintura tendida hacia el futuro. Schultze-Naumburg opo­ nía igualmente a la objetividad fotográfica la imagen producida por el artista, “formada según el mundo al cual él aspira”. Era necesario entonces examinar en qué medida las obras de un ar­ tista eran “la carne de su carne” y hasta dónde esta dependencia estaba racialmente determinada. Si se decía corrientemente de 211

un mujer que ella se parecía a un Rubens, de una adolescente que era “del tipo Botticelli”, nunca sin embargo se había seria­ mente buscado cómo se constituían los lazos entre esos “tipos de arte” y las propiedades corporales y espirituales de sus creadores. Hablar de las obras de arte como de niños espirituales, era ya acercarse al misterio de los lazos que unían los padres a su des­ cendencia natural; pues “lo mismo que el cuerpo de un niño no puede no provenir de la sangre de sus padres, tampoco puede ocurrir con los niños espirituales” . Un examen de los retratos que habían pintado los grandes maestros antes de la invención de la fotografía mostraba que se trataba en la inmensa mayoría de los casos de autorretratos.17Así, las figuras de Rafael, Rubens o Botticelli reproducían siempre a su autor. Schultze-Naumburg invocaba entonces, en apoyo de sus palabras, ese notable pasaje del Tratado de Leonardo da Vinci, quien había observado que “toda particularidad de la pintura responde a una particularidad del mismo pintor” al punto que “la mayor parte de los rostros se asemejan a su autor”: Habiendo reflexionado muchas veces sobre la causa de esta ca­ rencia, me parece que es necesario pensar que el alma, que rige y gobierna el cuerpo, determina también nuestro juicio antes incluso de que lo hayamos hecho nuestro; es entonces la que ha formado toda la figura del hombre según su juicio, con la nariz larga, corta o chata; y, de igual modo, ella fijó su talla y el conjunto; y este juicio es tan poderoso que mueve el brazo del pintor y lo obliga a copiarse a sí mismo, porque se parece al alma que es allí la verdadera manera de pintar un hombre, y el que no lo hace así se equivoca. Y si ella encuentra a cualquiera que se parezca al cuerpo que formó, ella lo ama y se enamora; y es por eso que muchas personas se enamoran y toman las mujeres que se les parecen, y a menudo los niños que nacen de ellos se parecen a sus padres.18

Pero lo que Da Vinci denunciaba como la “más grande falta de los pintores” que era necesario combatir por la prueba del juicio 212

ajeno devenía al contrario, para Schultze-Naumburg, la prueba de la irresistible disposición natural de la raza al amor de sí misma. Lo quiera o no, el artista reproducía necesariamente su propio tipo ra­ cial. Leonardo da Vinci revelaba a sus ojos un principio del cuerpo (,leibliche Prinzip), era el principio de lo propio y, en la acepción jurídica del término, el principio “germano” o consanguíneo. Y era finalmente un principio racial {rassischePrinzip)^ en virtud del cual todo juicio estético, todo juicio de gusto acerca de una obra de arte no podía ser “absoluto, sino solamente relativo, condicio­ nado por la pertenencia a una raza”. Hitler le recordaba al congre­ so de Nuremberg de 1933: “No es que de una tal raza [dotada] podrá elevarse el verdadero genio y ella sola podrá sentirlo {emp­ finden) y comprenderlo [...]. Si los griegos y los romanos están a menudo tan próximos es porque todas sus raíces se encuentran en una raza fundamental; y es por eso que las realizaciones {Leistun­ gen) inmortales de los pueblos antiguos ejercen siempre su efec­ to de atracción sobre los descendientes que les están racialmente emparentados”.20Y Rosenberg también lo afirmaba en E l Mito del siglo XX. “La Venus de Giorgione obra inconscientemente sobre nosotros como lo hace cualquier otra belleza auténtica, racialmen­ te determinada, es decir, orgánica y espiritualmente determinada; [por esta razón], la universalidad’ [kantiana] del juicio del gusto no puede provenir más que de un ideal de belleza t-ááA-volkisch, y no se aplica más que a los que, consciente o inconscientemente, llevan en su corazón la misma idea de la belleza”.21 Un historiador nazi del arte la enunciaba más simplemente, casi como una bana­ lidad: “El arte alemán es confesión de sí mismo {Selbstbekenntis). No se lo puede comprender más que en la naturaleza única {nur aus der Wesensart) del hombre alemán”.22 En cuanto al jurista Cari Schmitt, él usaba también la misma “semejanza de especie” para iluminar los lazos de amor que unían al pueblo con su Führer de­ seado. El concepto de Gleichartigkeit, forjado en 1928 por Schul­ tze-Naumburg, devenía en 1933 en este jurista una. Artgleichheit, una semejanza de especie o de raza, que legitimaba el concepto de dirección política {Führung) prohibiendo asimilar al Führer a un dictador cualquiera: 213

[El concepto de Führung es un concepto de actualidad (Ge­ genwart) inmediata y de presencia (Prässenz) real. Esta es la ra­ zón por la cual pide, como exigencia concreta, una incondicional semejanza de raza entre el Führer y los que lo siguen (die Gefolgs­ chaft). Es sobre esta semejanza de raza que reposa tanto el contac­ to constante e infalible entre el Führer y los que lo siguen como su fidelidad mutua. Sólo esta semejanza de raza puede impedir que el poder del Führer no se convierta en tiranía y voluntad arbitraria. Sólo ella funda la diferencia con toda dominación, tan inteligente y provechosa como ella sea, de una voluntad racial­ mente extranjera (einesfremdgearteten Willens). La semejanza de

raza del pueblo unido y de acuerdo consigo mismo es también la más incontorneable (die unumgänglichste) condición y el funda­ mento del concepto de Führung político.23

Cada una de las palabras estaba sopesada y debía hacer imagen “en el sentido del Führer” para producir la más rigurosa teoría política del narcisismo, sostenida sobre la “polaridad amigo/ene­ migo” que implicaba la exclusión del diferente: sólo es mi amigo el que me es artgleich (racialmente semejante). La fidelidad mutua del Führer y de la Gefolgschaft encontraba su pivote en el princi­ pio de semejanza, de suerte que toda fidelidad era primero una fidelidad a sí mismo y que bastaba amar para ser amado en reci­ procidad. Siendo este amor siempre el de la “raza” por ella misma, Carl Schmitt habría podido decir que todos los alemanes, a través de su Führer, se amaban en su “raza” como los cristianos decían amarse en Cristo. De hecho, el concepto de Führung político de Carl Schmitt correspondía en todos sus puntos a la formulación teórica de la Führung artística por Schultze-Naumburg.-^

XV Del mismo modo que todos los no-arios estaban excluidos de la Volksgemeinschaft puesto que no podían “comprender” una Führung que no les estaba artgleich, igualmente estaban excluidos de la Cámara de Ja cultura del Reich todos los ar­ tistas no arios, lo que les prohibía ejercer su oficio. Les habían enviado una carta circular que contenía la exposición de un programa político y artístico: “ [Por voluntad del Führer y Canciller del Reich, la gestión del bien cultural alemán no puede ser dejado más que a los conciudadanos (Volksgenossen) calificados y 214

El sentimiento del cuerpo, continuaba este último, nunca se expresaba mejor que en la representación de la mujer, allí donde “las aspiraciones eróticas del pintor respecto de su compañera toman formas características” . Venus, Leda, D iana y Psiquis, pin­ tadas por Botticelli, Giorgione, Tiziano, Tintoretto, Boucher y Prudhon, venían a ilustrar este axiona: “casi todas las represen­ taciones de cuerpos femeninos desnudos son respuestas a esta aspiración erótica, que nos muestran y despiertan en nosotros los sueños y los deseos ( Wunschträume) que viven en el artista” . Este deseo sexual del artista era el puro deseo de sobrevir a sí mismo: “Las representaciones provienen casi siempre de la pul­ sión del hombre que pasa por ser, después del hambre, la más poderosa. Es el amor el que conduce aquí el pincel y el cincel [del artista], pues en lo más profundo del inconsciente duerme este deseo: es en una imagen humana como esta que tú querrás so­ brevivir”. El propósito de Schultze-Naumburg se desvía en este punto de un modo singular, pareciendo de repente mezclar el neoplatonismo tomado a D a Vinci con las más recientes espe­ culaciones del psicoanálisis. Sin citarlos nunca a uno y a otro, juega ahora a Freud contra Kant. Si conocía necesariamente a este, nada permite pensar que ignoraba totalmente a aquel. Su léxico era en todo caso el del psicoanálisis:

seguros en el sentido del parágrafo 10 del primer decreto poniendo en vigor la ley fundamental de la Cámara de la cultura del Reich. Habiendo considerado la altura de pensamiento que reclama la actividad intelectual creadora de Cultura, y en atención a la existencia y desarrollo futuro del pueblo alemán, están única­ mente calificados para ejercer en Alemania una parecida actividad las personali­ dades que no solamente pertenecen al pueblo alemán en tanto que ciudadanos, sino también que se vinculan a él por el lazo profundo de la raza y de la sangre. Sólo aquel que se siente ligado a su pueblo y obligado con él por la Comunidadad racial es capaz de intentar ejercer una influencia sobre la vida íntima de la nación, haciendo una obra que pueda dar sus frutos y que sea férreamente erigida sobre esos principios, como lo reclama toda creación intelectual y cultural; por vuestra calidad de no-ario no estáis en condiciones de probar y de comprender esta obligación [...]”. Carta enviada en febrero de 1935 por el presidente de la Cámara de literatura del Reich, citado por E. Wernert, L ’A rt dans le Iller. Reich. Une tentative de esthétique dirigée, París, 1936, p. 130-131.) 215

Todas las consideraciones sin embargo tan comunes sobre el desinterés del arte omiten completamente esta coherencia in­ terna. El artista, lo quiera o no, no puede escapar a su propio cuerpo. Este deseo no obra sin embargo en él solamente cuando experimenta sentimientos que le son innatos; incluso cuando, constreñido quizás por reglas académicas rechazó sus represen­ taciones más originariamente propias, estas vuelven tan pronto como él se siente libre de toda coacción.24

Lo que diferenciaba el discurso de Schultze-Naumburg del discurso freudiano era la ausencia de toda dimensión de sublima­ ción en el proceso que él describía. Lo mismo que las metáforas del lenguaje (una adolescente es “del tipo Botticelli”, una obra de arte es hija de su autor) devenían para él realidades carnales, tam­ bién los deseos y las pulsiones sexuales del artista eran llamadas a realizarse no solamente en el arte sino en la realidad psíquica de la especie. Se puede comprender que si la sublimación no tenía lugar en esta economía de la reproducción, era porque ninguna “persona”, ningún “individuo” se encontraba allí en juego, sino solamente la “herencia racial” que encontraba en la imagen el medio de su transmisión. Después de todo ¿qué era la produc­ ción de una imagen sino el proceso por el cual un genotipo se comunicaba y se reproducía a través de su fenotipo? Paul Westheim, en la crítica de La estética biológica racista que publicó durante su exilio parisiense, subrayaba que en todas partes el tema de Rosenberg era el de “voluntad estética” aunque parecía que sólo el artista estaba desprovisto de ella; que para Schultze-Naumburg, “el agente creador no era la personalidad sino el cuerpo hereditario de la raza” . En efecto, uno de los fun­ damentos de la teoría nazi del arte era que la singularidad del artista se borraba ante la comunidad de raza -u n fundamento que acordaba con el principio del N.S.D.A.P. según el cual “el interés general prima sobre el interés particular” . El dios que habitaba al artista “entusiasta” en su trabajo no podía ser un dios personal, sino solamente el genius na.ciona\-völkisch. Paul Westheim acercaba justamente esta ausencia de “voluntad es216

tética” en el artista a las palabras de Goebbels el 10 de mayo de 1937 ante la Cámara de la cultura del Reich. “Der Künstler sei ‘kunstbetreibend und nicht kunstführend’” (“El artista ‘ejerce el arte, no lo dirige’”).25 La “tendencia Rosenberg” y la “tenden­ cia Goebbels” estaban entonces, pese a sus rivalidades, muy de acuerdo sobre este punto: el genio del pueblo alemán era su patrimonio hereditario que se encarnaba primero en la persona del Führer, único verdadero artista del Tercer Reich. Cuando Hitler declaraba en 1935 en Nuremberg “que el arte, precisamente porque es la emanación más directa y más fiel del Völksgeist, constituye la fuerza que modela inconscientemente del modo más activo la masa del pueblo”, agregaba enseguida: “A con­ dición sin embargo de que este arte sea el reflejo sincero del alma y del temperamento de una raza y no sea una deformación” .26 Si entonces el arte era poder de autoformación de la raza, era indispensable que el Estado völkisch ejerciera sobre él su control: era necesario orientarlo positivamente en la fabricación del hom­ bre nuevo excluyendo todos los riesgos de malformación. Estos efectos de las imágenes sobre la generación de los cuerpos habían sido largo tiempo el objeto de intensas especulaciones antes de que surgiera, en el pensamiento europeo, la idea de usarlo con fines eugénicos y bajo el control del Estado. Sin duda la Ciudad platónica no había ignorado el eugenismo, pero se había privado del recurso a la imagen puesto que el filósofo había excluido de ella a los artistas. El nacional-socialismo, que no podía cometer la misma falta puesto que el arte era su principio y su guía, había tenido sobre este punto otros predecesores.

El engendramiento por la imagen En el segundo capítulo del Laocoonte, Lessing llamaba la aten­ ción sobre el hecho de que en la ciudad griega la autoridad civil tenía la “tarea de mantener mediante la coacción al artista en su verdadera esfera”. Daba como ejemplo “la ley de los tebanos que le ordenaba embellecer su modelo y lo defendía bajo sanción de 217

afearlo” . Esta ley, precisaba Lessing, no estaba hecha, como se lo pretendía, contra los artistas torpes sino contra “el triste talento de alcanzar la semejanza por la exageración de lo que hay de feo en el modelo, en síntesis, la caricatura”. No tenemos razón de reír, proseguía, al saber que entre los antiguos el arte se hallaba sujeto a leyes civiles; primero porque el “objetivo del arte [...] es el placer, que no es indispensable. Puede entonces muy bien pertenecer al legislador determinar cuál género y cuál grado de placer quiere permitir” . Después porque, afirmaba el pensador de L a educación del género humano, las artes plásticas, por la influencia que ellas ejercen indefecti­ blemente sobre el carácter de la nación, tienen un poder que debe llamar la atención del legislador. Si una bella generación de hombres produce hermosas estatuas, estas a su vez actúan sobre aquella, y el Estado ha debido en parte la belleza de sus hombres a estas obras. Entre nosotros, parece que la tierna ima­ ginación de las madres no es impresionable más que cuando se trata de parir monstruos.27

Mediante una nota de su edición crítica de Laocoonte, Jan Bialostocka y Robert Klein aclararon la significación de esta úl­ tima frase: se trataba de una “alusión a la antigua creencia de que la imaginación de las madres encintas puede determinar la conformación de sus niños futuros; esta superstición sobrevive bajo la forma de la opinión extendida de que las mujeres im­ presionadas durante el embarazo por un espectáculo horrible pueden engendrar monstruos”.28 Un buen ejemplo de la persis­ tencia de esta creencia se encuentra, bajo un modo irónico, en la reseña satírica que daba el crítico Louis Leroy de la Exposi­ ción de los impresionistas en 1877. Condenando en Cézanne lo que él llamaba un “amor demasiado exclusivo del amarillo”, advertía al público: “Si ustedes visitan la exposición con una mujer en una situación interesante, pasen rápidamente frente al retrato del señor Cézanne... Esta cabeza color de revés de bota, de un aspecto tan extraño, podría impresionarla muy vivamente 218

y provocar la fiebre amarilla a su fruto antes de su entrada en el mundo” .29 Una caricatura de Cham acompañaba el artículo de Leroy: delante de la entrada de la exposición, un guardia re­ chazaba a una mujer encinta conminándola: “¡Señora, no sería prudente! ¡Retírese!” . De hecho, estas observaciones de Lessing se inscribían en una larga tradición, la del mito de un engen­ dramiento por la imagen que culminaba, a finales del siglo XIX, en esta afirmación paradojal de Oscar Wilde: no es el arte que imita a la vida, al contrario, es la vida que imita al arte. En el Génesis (30) Jacob ponía al desnudo el blanco de las ra­ mas verdes del álamo, del almendro y del plátano, pelándolas de tal modo que esas ramas parecían “rayadas, moteadas, taracea­ das” . Luego disponía esas ramas “en los pilones, los abrevaderos, bajo los ojos de los corderos [de Laban] que venían a beber”, de suerte que los corderos en celo en seguida producían “pequeños rayados, moteados y taraceados” , a imagen de esas ramas. Así Jacob constituía su propio rebaño a partir del de Laban. Según Ambroise Paré, esta tradición del engendramiento por la ima­ gen acompañó también el nacimiento de la medicina en Grecia: “Hipócrates salva una princesa acusada de adulterio porque ella había dado a luz un niño negro como un moro, ella y su marido tenían la piel blanca, por consejo de Hipócrates fue absuelta de­ bido al retrato de un moro semejante al niño que habitualmente estaba sujeto a su cama”.30 Heliodoro, en su novela Las Etiópicas (fines del siglo III-comienzos del siglo IV) invertía la relación del negro al blanco en una fábula de igual estructura que tuvo, se dice, el favor de los bizantinos. Persinna, reina de Etiopía, explicaba allí a su hija, nacida sin embargo de parientes negros, la razón de la blancura de su piel: Nuestra familia tuvo por ancestros, entre los dioses, al Sol y a Dionisos, entre los semidioses a Perseo y Andrómeda [...]. Los que, siguiendo las circunstancias, han contribuido a la edificación del palacio real, lo han ornado de pinturas sacadas de la historia de esas divinidades. Los cuadros que los representan a ellos y sus ha­ zañas están en los departamentos de los hombres y en las galerías; 219

sólo las imágenes de los héroes Andrómeda y Perseo ornan los dormitorios. Es allí que un día nos encontramos Hydaspe y yo. Diez años después de nuestro matrimonio, no habíamos tenido aún un niño. Hacemos la siesta, adormecidos por el calor del verano. Tu padre vino a unirse a mí para obedecer, juraba, a un sueño. Inmediatamente sentí que me había embarazado. Hasta el nacimiento no fueron más que fiestas públicas y sacrificios para dar gracias a los dioses. El rey esperaba un heredero de su sangre. Viniste al mundo blanca, tu tez clara no era la de la raza etíope. Yo conocía bien la razón. Durante el abrazo de mi marido, tuve bajo los ojos una pintura que representaba a Andrómeda, com­ pletamente desnuda, en el momento en que Perseo la hacía des­ cender del peñasco, y el germen había desgraciadamente tomado la semejanza de la heroína.

Al rey que dudaba de la identidad de su hija, un viejo sabio res­ pondía: “Si tú quieres otras pruebas, te es fácil examinar el mode­ lo, Andrómeda: su imagen se parece exactamente a esta niña”.31 Presente en los debates neoplatónicos del siglo III referidos a la “manera en la cual el embrión recibe el alma”, el mito resurgi­ ría pronto en San Agustín. Soranus, escribía, “relata que el tirano Denis, porque era muy feo y no quería que sus hijos fuesen como él, tenía la costumbre de presentar a su mujer, cuando ellos tenían relaciones, una pintura armoniosa para que ejerci­ tara su deseo sobre esta belleza, se apoderara en alguna medi­ da de ella y transmitiera esa disposición a la descendencia que concibiera”.32 Con la Edad Media cristiana, el mito no estaba más asociado a los engendramientos de bellezas superiores, al contrario, él llenaba los tratados relativos al origen de los na­ cimientos monstruosos. La responsabilidad de una semejanza pervertida del modelo incumbía allí a la imaginación de la mu­ jer: bajo el imperio de Satán, ella sucumbía al deseo que le ins­ piraba la imagen y alumbraba entonces un ser marcado por la cólera de Dios. El mito proliferaba en el Renacimiento gracias a la vis imaginum,33 encontraba abrigo en Montaigne, en el capí­ tulo “La imaginación”, más tarde en Descartes y Malebranche, 220

más tarde aun en Voltaire. La edad barroca se divide en “imaginacionistas” y “anti-imaginacionistas”, que se insultarán hasta el advenimiento de la teratología, al comienzo del siglo XIX, bajo la mirada de Geoffroy Saint-Hilaire. Entre los primeros, Claude Quillet, para describir la economía que reglaba las relaciones de las imágenes con los fetos, se inspiraba a la vez en los simulacros de Lucrecio y de la teoría de los espíritus animales que había sostenido Malebranche. En su Callipédie o manera de hacer ni­ ños bellos, el engendramiento por la imagen no era más pensado como el accidente, el desvío monstruoso donde se leía el castigo divino. Todo objeto visible difundía, por una emisión continua, “corpúsculos o partes sutiles” , “imágenes de toda cosa” que, “provistos de alas muy livianas y de un movimiento rápido, se complacían en insinuarse hasta en las más pequeñas paredes”.34 Así, la belleza o la fealdad del niño futuro dependía primero de los objetos contemplados por su madre durante la gestación. Por ello, si Giulio Mancini aconsejaba, en sus Consideraciones sobre la pintura, colocar bellas pinturas lascivas en los dormitorios de los esposos, no era “porque la misma imaginación se imprima sobre los fetos, [...] sino porque cada uno de los padres, viendo la imagen, imprima en su semilla una constitución similar a la vista en el objeto o en la figura” .35 (El poeta Gottfried Benn será el heredero más directo cuando sostenga, en 1933, que “la pro­ paganda alcanza las células reproductoras”.)36 Con La ciudad del Sol de Tommaso Campanella, el engen­ dramiento por la imagen devenía la regla de producción de una descedencia mejor, cuyo carácter normativo era sin embargo controlado por el Estado. No solamente los habitantes de esta ciudad ideal poseían, a semejanza de Jacob, “torres mágicas para suscitar relieves de alto valor eugénico, [haciendo acoplarse a los animales] en presencia de bellas imágenes de caballos pintados, o de corderos, o de bovinos” , pero ellos conocían también el medio de mejorar su propia especie: “No se acoplaban más que después de la digestión y luego de haber rezado. A la vista de las mujeres, se erigen bellas estatuas de hombres ilustres. A conti­ nuación, ellos se ubican en la ventana e imploran al Dios del 221

Cielo que les conceda una hermosa descendencia” . En la ciudad del Sol, precisaba Campanella, “la pintura y la escultura con­ servan el recuerdo solamente de los grandes hombres, [que] las hermosas mujeres contemplan cuando ellas se aplican a asegurar su perfección a la raza”.37 La tradición conocía entonces aquí un desvío notable: abandonando definitivamente la esfera de los partos monstruosos, salidos de las miradas culpables de las ma­ dres, comenzaba a especular sobre un uso posible de las imáge­ nes, por parte del Estado, con fines eugenistas, como lo sugiere Lessing un siglo y medio más tarde. Pero una decena de años antes que Lessing escribiera el Lao­ coonte (1766), Winckelmann había recordado “con qué cuidado los griegos se preocupaban de procrear hermosos niños”. Criti­ caba a Quillet: aunque trata sobre diferentes métodos para con­ cebir hermosos niños, su Callipédie indicaba “menos medios [de los que los griegos] empleaban de ordinario para eso” . Pues los Antiguos, afirmaba Winckelmann, “iban hasta intentar hacer negros de ojos azules” . Eramos más bellos cuando éramos grie­ gos, parecía decir al subrayar que “algunas enfermedades que destruían bellezas y desfiguraban los cuerpos más perfectos eran todavía desconocidas de los griegos” .38 Sin embargo, los lazos de los cuerpos reales a los cuerpos imaginarios no tenían en él na­ turaleza unívoca. Por un lado, las obras maestras dte los griegos superaban la naturaleza porque recibían “algunas bellezas ideales [...] producidas por imágenes que sólo el entendimiento traza”. Asimismo, los cuerpos reales podían acceder, por el ejercicio fí­ sico, a la perfección del arte: entonces “los cuerpos recibían los contornos grandes y viriles que los maestros griegos han dado a sus estatuas”. Pero a veces, bajo su pluma todas las fronteras se esfumaban entre los cuerpos reales y los de la ficción. Primero afirmaba la naturaleza puramente espiritual del modelo ideal: “Es en virtud de tales concepciones más altas que la forma or­ dinaria de la materia que los griegos representaron a los dioses y los hombres”; pero era para agregar en el acto que el artista “no podía trabajar a su voluntad según nociones ideales” cuando trazaba el bello perfil derecho de dioses y diosas. Puesto que 222

se lo encontraba también sobre las monedas representando “las cabezas de mujeres célebres” había que antes bien “suponer que ese perfil pertenecía específicamente a los griegos, exactamente lo mismo que la nariz chata a los calmucos, o los ojos pequeños a los chinos”.39 Así, algunos cuerpos naturales habían tenido, en el pasado, ese privilegio de hacer comunicar la belleza humana y la belleza divina; y esta belleza ideal, que se había creído tanto puramente ficticia como accesible por el esfuerzo físico, le apa­ recía ahora como la propiedad más física de los griegos, del cual el arte no era finalmente más que el simple reflejo. Lessing había renunciado a estas dudas. Su hipótesis de la re­ ciprocidad de los efectos entre el hombre real y el del arte abría la vía a nuestra modernidad, la que inauguraba Baudelaire al subrayar el poder que ejerce el ideal, capaz de modelar nuestros cuerpos: “La idea que se hace el hombre de lo bello se imprime en toda su compostura, arruga o endurece su ropa, redondea o alinea su gesto, e incluso penetra sutilmente, a la larga, en los rasgos de su rostro. El hombre termina por parecerse a lo que querría ser”.40 Era de hecho en el siglo X IX cuando se operaba el verdadero giro: el poder de la imagen como modelo era ahora celebrado por sus dichosos efectos sobre el cuerpo mismo de la especie humana, sin el intermediario del sexo femenino. Taine, que no temía afirmar que “el genio de los maestros consiste en hacer una raza de cuerpo”, invitaba a sus contemporáneos a contemplar los cuerpos pintados por Andrea del Sarto, Rafael y Miguel Angel, antes de exclamar: “He aquí los cuerpos que deberíamos tener; en comparación con esta raza de hombres, los otros son débiles, o blandos, o groseros, o mal equilibrados” .41 Entonces vino Oscar Wilde, quien, con el tono de lo paradojal, se apoyaba expresamente sobre el mito del engendramiento por la imagen para invertir la tradición clásica y aristotélica de la imitación. Protestaba contra el naturalismo de sus contempo­ ráneos y “la decadencia de la mentira”: “La vida imita al arte mucho más que el arte imita a la vida” . “Un gran artista, decía Wilde, inventa un tipo que la vida, como un editor ingenioso, se esfuerza por copiar y reproducir bajo una forma popular. [...] 223

He aquí lo que había muy bien comprendido el vivo instinto de los griegos, que colocaban en la cámara nupcial una estatua de Hermes o de Apolo, para que la esposa diera a luz niños bellos como la obra de arte ofrece a sus ojos en las horas de voluptuo­ sidad y sufrimiento.” Así, concluía Wilde, “los verdaderos discí­ pulos de un gran artista no son sus imitadores de taller sino los que devienen parecidos a sus obras [...]. En una palabra, la vida es la mejor y la única discipula del arte” .42 La transformación que había conocido el mito era conside­ rable: en el engendramiento de una humanidad nueva, la mu­ jer había perdido su función mediadora de madre. El poder de engendramiento de la imagen había devenido de manera que parecía ejercerse ahora sin mediación sobre cada uno, la huma­ nidad íntegra accedía a la pasividad radical antes reservada sólo a las mujeres. Versión más moderna del mito, la imagen de la publicidad o de la propaganda confirmaba la validez constante de la hipótesis de un proceso de autoengendramiento: cada uno devenía, en efecto, capaz de embarazarse a sí mismo de un ser semejante a la imagen que parecía responder a su deseo. Un hombre nuevo nacía ahora cada vez que había pasaje al acto según la imagen. El profesor Schultze-Naumburg sin duda no citaba ni el Gé­ nesis, ni Heliodoro ni Montaigne, ni incluso Lessing o Taine. Y si él estaba lejos de las paradojas irónicas de Wilde, parecía empero haberse adherido a todas las tesis y decidido a verifi­ carlas sobre el cuerpo del pueblo “germano-nórdico” . Un cierto parentesco de pensamiento con Winckelmann podía también descubrirse en su aplicación al hecho de hacer coincidir el “ideal de belleza de la raza” con su cuerpo real. Sin embargo, era entre sus amigos Hans E K, Günther y Walther Darré que se encontraban las mejores formulaciones de esta función de la imagen que debía permitir la realización del Reich ideal. En sus escritos se manifestaba, con más evi­ dencia que en cualquier otra parte, la verdadera apuesta de la identificación del arte y la política. Estos escritos daban toda su significación a las diatribas que lanzaban Hitler y Goebbels 224

contra el arte por el arte. El arte por el pueblo y para el pueblo, que oponían a l arte por el arte, simplemente significaba que co­ rrespondía al “pueblo” fabricar por sí mismo la imagen ideal o el tipo que sería su modelo y su guía, capaz de empujarlo hacia su propia salvación. Ni el Estado, afirmaba Hitler, ni la propa­ ganda, decía Goebbels, eran objetivos, sino medios. Y el arte tampoco constituía un objetivo en sí mismo. La apuesta última no era entonces la producción del Reich como obra de arte, sino la fabricación de un pueblo de hombres nuevos.

Walther Darré: la crianza según el tipo En Saaleck, en la propiedad de Schultze-Naumburg, Walther Darré escribió su principal obra, La raza. Nueva nobleza de la sangre y del suelo, publicada al mismo tiempo (1930) que E l M ito del siglo X X de su amigo Rosenberg. Fue Darré quien convenció a Himmler de seleccionar sus S.S. a partir de criterios racia­ les “rigurosos” —una ascendencia aria que se remontara al siglo X V II- y de controlar sus matrimonios.43 Convertido en ministro de Agricultura, fue promovido por Hitler Reichsbauernführer (Jefe de campesinos del Reich), a quien persuade de celebrar la Fiesta del campesinado alemán ante 500.000 personas el I o de octubre de 1933, 700.000 en 1934 y un millón en 1935· Mejor aun que en Schultze-Naumburg, en Darré se perciben los lazos que unían la función generadora de la imagen a la formación de una elite racial -en sí misma modelo para todo el pueblo. Nacido en Argentina, este antiguo alumno del Kings College de Wimbledon, titular de un diploma de ingeniero agrónomo ad­ quirido en Alemania después de la guerra, se consagró en seguida a la crianza de ganado y se empeñó pronto en el estudio de las razas humanas. Convencido él también de que sólo la raza germanonórdica estaba dotada de virtudes “creadoras”, pensaba que se ha­ bía degenerado cada vez que se había desviado de la agricultura, dejando la tierra por la ciudad. Toda regeneración pasaba entonces necesariamente por la reconstitución de una “nueva nobleza” que 225

unía las virtudes campesinas y las guerreras, tales como estas se habían afirmado en la nobleza indo-germano-nórdica. El Germano noble, decía Darré, consideraba ser desde siem­ pre “el guardián del orden divino surgido de la fuerza de los actos de su ancestro divino perpetuada en él” . Con su conver­ sión “al cristianismo, es decir a la doctrina de la adquisición de cualidades por la Unción”, sus bases fueron socavadas: su valor no dependía más de su nacimiento ya que “cada uno devenía el igual del noble en el curso de la felicidad celeste”.44 Además, el sacramento del bautismo nublaba todos los límites de una comunidad fundada sobre la raza. Sin embargo, a pesar del cris­ tianismo, “toda la moral alemana durante 1500 años se basó so­ bre una concepción consciente de la selección” para proteger las cualidades hereditarias de los elementos más puros de la raza.45 Dado que, como lo decía Claus, “el cuerpo es el campo de expresión del alma”, había que permitir al alma pura expresarse en un cuerpo perfecto. Era, entonces, un deber “liberar a un pueblo de todas las impurezas susceptibles de perturbar el cuer­ po del individuo y, por eso mismo, las almas”. Y eso no era po­ sible más que “al observar las leyes de la herencia y al suprimir todo lo que es indeseable”.46 Si compartía con Hitler, Alexis C a­ rrel y otros la convicción moderna de que “ningún tratamiento médico puede regenerar masas de gérmenes en descomposición”, se distinguía citando a Eurípides y Platón para afirmar mejor el carácter profundamente “griego” de la selección, del cual los ale­ manes, herederos naturales, eran también los verdaderos herede­ ros espirituales: “No hay tesoro más precioso para los niños que el de haber nacido de un padre noble y virtuoso, y de casarse en nobles familias. ¡Desgraciado el imprudente que, vencido por la pasión, se une a malvadas y deja a sus hijos el deshonor a cam­ bio de los placeres culpables que él disfrutó!” (Los herdclidas). Y citando a Hans E K. Günther, que acababa de publicar Platon als Hüter des Lebens (Platón, guardián de la vida): “Es Platon quien dio a la palabra ‘idea su sentido filosófico, que ha deveni­ do por su doctrina el primer fundador del idealismo, [...] y que atribuyó al imperio de la Idea un valor absoluto, dominando 226

69. Una lección de “ciencia racial”: mediciones cranianas en la escuela.

todo - y el mismo Platón, en su condición de idealista, fue lleva­ do a concebir la idea de selección.47 El nacional-socialismo reposaba, en efecto, sobre la interpre­ tación de la idea no solamente como eso en lo cual el ser con­ siste en poder ser visible sino como lo que debe devenir visible. Desde entonces, hacer visible la idea era producir un tipo que funcionaba como meta para la selección. Walther Darré recor­ daba en esos términos, pronto repetidos por Himmler a las Ju ­ ventudes hitlerianas, la primera de las reglas de selección que presidían la cría de caballos, y que pensaba aplicar a la “cría” de su nueva nobleza: Se establece un tipo a realizar por selección, para fijar primero el

objetivo a alcanzar; para el criador es una suerte de brújula. Este ejemplo debe ser para el ojo un entrenamiento para descubrir las imperfecciones y para adoptar puntos de referencia. [Este tipo] es aproximadamente también utilizable en la realidad de la crianza como la definición de Platón del soberano perfecto: no se espera un soberano en modo alguno conforme a la definición de Platón, es sin embargo un excelente criterio para juzgar a los verdaderos soberanos y mantener las reglas de sus funciones”.48

En la definición del tipo, el criador debía recurrir a su memo­ ria tanto como a la vista, sabiendo “exactamente que tal forma es indispensable para tal resultado, y que tal otra es inútil”. Es lo que acerca por otra parte al criador al entrenador deportivo que, “él también, debe enorgullecerse de su vista y de su memoria”. Aplicado a la “crianza humana” , el tipo debería ser elaborado a partir del “pasado alemán”, a partir “de lo que fue en todo su ser el hombre como sostén de la moral y de la historia alemanas” . Por fortuna, la tradición había conservado “la memoria de algu­ nos síntomas humanos preciosos, dignos en consecuencia de ser conservados en el cuerpo del pueblo”; de suerte que se podía saber, y con “una certeza absoluta” gracias a la ciencia, quién ha sido el campeón del germanismo en la historia” .49 Para proce­ der a la “crianza” del alemán de calidad superior, era necesario 229

comenzar por “crear en el pueblo el sentimiento de la raza” y por ende “educarlo a fin de que sepa reconocer a la vista las diferen­ cias raciales” . Una vez memorizado por el aprendiz criador, una imagen “puramente esquemática” o “ideal” permitía, por com­ paración, localizar las “faltas y desviaciones” y, más allá, estimar el valor de cada especimen. Desde su llegada al poder, los nazis realizaron exactamente ese programa por la enseñanza de la Rassenkunde (ciencia racial) en las escuelas alemanas. Esta ciencia racial invitaba a cada alum­ no a reconstruir él mismo el mito racial por la imagen y por el texto para llevarlo, según los términos del decreto instituyendo esa enseñanza, a “cooperar activamente con todo lo que puede reforzar la pertenencia nórdica del pueblo alemán” . Ejercitando su ojo para “juzgar los rostros racialmente extranjeros”, el alum­ no debía igualmente medir las cajas craneanas de sus camaradas ¡fig. 69] a fin de aprender a reconocer los especímenes que se aproximaban a lo más cerca del tipo germano-nórdico ideal. Prosiguiendo su exposición métodica, Darré, después de ha­ ber recordado que “en toda cuestión de conservación, el objeti­ vo más elemental es la destrucción de lo que es más indeseable”, citaba al raciólogo Hildebrandt, autor de Norm, und Entartung des Menschen {Norma y Degeneración del hombre), a fin de poner en evidencia la función del deseo: La formación (Bildung) es el sentido de la vida, y por ello el

amor de la formación es el sentido del acontecimiento. Es en ella que el deseo secreto recibe su imagen visible. Con el presenti­ miento de la forma propia, las pulsiones oscuras se desarrollan,

y la forma entrevista deviene el criterio de toda acción, la medida de toda belleza. Sin duda era todavía imposible “afirmar que una tal imagen del objetivo de selección habría tenido éxito en nuestro pue­ blo”, si la experiencia de la selección animal no probaba “la po­ sibilidad de la realización” en el plano humano, ella la hacía sin embargo “muy probable”.50 Así, podía considerar la Kultur 230

como “el ennoblecimiento de disposiciones innatas” y decir con su amigo Hans F. K. Günther que sería necesario servirse “de la Kultur corporal y espiritual como de una imagen tangible” para llegar al objetivo: “Es necesario que haya algo a cumplir para sus­ citar el deseo de realizar. Una tensión de la realidad actual hacia la imagen todavía no fijada en el tiempo bastaba para inflamar una vida activa” . Entonces, el movimiento nórdico podría “en­ contrar la alegría helénica del héroe del cuerpo alegre” .51 Bau­ delaire había tenido la intuición de que “el hombre termina por parecerse a lo que quisiera ser”; se trataba ahora de racionalizar el proceso para hacer metódicamente productivo ese lazo que es el deseo del modelo. Desde el fin de los años veinte sin embargo, la aproximación genética de la raza había quebrado fuertemente la antropología física que se fundaba sobre la tipología racial; de suerte que la mayoría de los raciólogos comprometidos en el nazismo sabían pertinentemente que los “tipos” respondían a la ficción: “No se tiene hasta aquí prueba de la realidad de esos ‘tipos raciales’ de los cuales se parte”, afirmaba uno de ellos en 1929. Y el año si­ guiente, denunciaba como puramente fantasmática la oposición de un mestizaje presente a un pasado más puro.52 En un ma­ nual de “higiene racial” que Hitler leyó en prisión, el genetista F. Lenz no vacilaba en decir que “al comienzo de toda cosa se encuentra el mito. [...] Sí, la raza es un mito, menos una reali­ dad del mundo experimental que un ideal que se debe cumplir.53 Armand Zaloszic mostró que la misma inversión de perspectiva ya se había operado en la concepción de la degeneración en la Francia del siglo XIX. Mientras que Morel la había definido en 1857 como una “desviación enfermiza de un tipo primitivo”, Magnam afirmaba al contrario, en su gran síntesis sobre Los de­ generados que él publicaba con Legrain en 1895: “No es posible concebir científicamente un tipo perfecto en el origen de nuestra especie... y es en lo opuesto del origen de la especie que es pre­ ciso buscar el tipo ideal, es decir, su fin”.54 Casi en seguida, H. S. Chamberlain aclimataba ese neodarwinismo en la Alemania pangermanista: “Si incluso estaba probado que jamás hubo raza 231

aria en el pasado, queremos que haya una en el porvenir: para los hombres de acción, he aquí el punto de vista decisivo”.55 Pero era exactamente en eso que la ciencia racial pertenecía al arte: la convicción del carácter mítico del tipo y su deter­ minación como ideal a cumplir pertenecía primero a la estética neoclásica. Recíprocamente, la tarea del artista se emparentaba ahora a la del científico, puesto que ellos tenían en común esta meta: definir un tipo ideal y realizarlo. Es a Bellori, “el precursor de Winckelmann”, que Panofsky atribuía la paternidad de la estética neoclásica, con la publica­ ción en 1672 de la Idea delPittore, dello Scultore, e delArchitetto. Este tratado de inspiración neoplatónica no se contentaba con afirmar, a continuación de los Antiguos y del Renacimiento, que el artista debía “sacar la belleza de las más bellas partes de los cuerpos más hermosos” para constituir sus figuras; ni tampo­ co comparar al artista con “Dios a fin de ‘heroicizar’ la creación artística” . El autor de la naturaleza, decía Bellori, “al observar profundamente en sí mismo, creó las primeras formas llamadas Ideas, de tal manera que cada especie ha sido expresada a partir de esta Idea primera, y así se forma todo el admirable tejido de las cosas creadas”. Pero mientras que los cuerpos celestes, más arriba de la luna, no estaban sujetos al cambio y permanecían eternamente bellos y ordenados, los cuerpos sub-lunares, al con­ trario, estaban sometidos al cambio y a la fealdad: “A causa de la desigualdad de la materia, las formas se alteran, y especialmente la belleza humana, como podemos verlo en las múltiples defor­ midades y desproporciones que están en nosotros”. Pintores y escultores debían, entonces, “imitando al Primer Obrero”, for­ mar lo mismo en su espíritu “un modelo de belleza superior, y sin quitarle los ojos enmendar la naturaleza corrigiéndole los colores y las líneas” . El momento de inversión del (neo)platonismo, subrayado por Panofsky, residía en esta totalmente nueva definición de la Idea que provenía ahora de la intuición sensible de la naturaleza: “Sacando su origen de la naturaleza, ella supera su origen y deviene en sí misma origen del arte”. La Idea había devenido la realidad 232

misma bajo una forma purificada y se había así, por primera vez, metamorfoseado en “ideal” .56 Para decirlo de otro modo, el modelo no era más la esencia eterna que en Platón se ofrecía al pensamiento, sino la forma que, purificada de todos los acciden­ tes de la contingencia, se imponía a la mirada. Expandiéndose en Alemania, en Inglaterra y en Francia, la Idea como ideal se afirmaba más tarde en Reynolds, que hacía consistir la grandeza del arte en la aptitud para elevarse por encima de toda forma singular, como “esta forma central [...] de la cual los individuos no devienen más que para caer en la deformidad”.57 Comentan­ do el Ensayo de Quatremére de Quincy sobre la imitación en las bellas artes, Jean-Claude Lebesztejn ha hecho observar que su teoría del ideal, de origen empírico, traslada con ella una teoría de la naturaleza: “Todo individuo natural es una desviación acci­ dental, un apartamiento particular respecto del centro ideal de la naturaleza, a su deseo original, a su ley”. Es así que Quatremére podía escribir que “los individuos deben ser [...] medios para estudiar la especie, y es por la especie que es necesario aprender a rectificar al individuo”.58 La tarea del artista era siempre “corre­ gir la naturaleza” o “rectificar al individuo” a partir de un ideal que se identificaba ahora a la ley de la naturaleza, figurada en el tipo. Más que sobre el irracionalismo que reivindicaba con énfasis y que se le atribuye tan fácilmente, el nazismo se fundaba, en su proyecto racial, sobre esta racionalidad. Si tenía una parte de irracional, esta no residía en el método sino en la voluntad de aplicarla al “material humano”, a partir de la definición del hom­ bre como ser de deseo, modelándose sobre su ideal. La creen­ cia de que estas reglas del arte salidas del neoclasicismo podían transportarse al arte de la “crianza humana”, habían, se lo recuer­ da, encontrado a fines del siglo X IX su expresión paradojal en Oscar Wilde: “Un gran artista inventa un tipo que la vida, como un editor ingenioso, se esfuerza por copiar y reproducir bajo una forma popular” .59 Para el nazismo que daba cuerpo a todas las metáforas, el artista tenía por tarea sondear el Espíritu del pueblo germánico, observar en su cuerpo las diversas manifestaciones 233

visibles y extraer el precioso tipo ideal que servirá de modelo en un proceso de reproducción. Reconociendo en Hitler su maestro y el mejor conocedor del Espíritu del pueblo, los artistas nazis, “trabajando en el sentido del Führer” y “respondiendo al deseo del Führer”, apuntan no al tipo völkisch sino al tipo helénico, el que el Führer percibía siempre en su pueblo a través de las estra­ tificaciones históricas y los sucesivos mestizajes. Tras haber, en su discurso de Nuremberg en 1934, ridiculi­ zado este arte völkisch defendido por algunos retrógrados, Hitler exponía el “lazo interno” que justificaba la encarnación de los alemanes de hoy según el tipo y el ideal griego: Cuando el helenismo encontró para el hombre y la mujer una reproducción artística determinada, entonces esta debe ser con­ siderada como siendo no solamente de manera griega, como es africana una representación del hombre y de la mujer por una tribu negra, sino que ella debe además ser considerada, abs­ tractamente hablando, como clara, es decir justa. Pues en esta representación no se expresa solamente una cierta particulari­ dad condicionada por la raza sino también la comprehensión propia de esta raza en la justeza absoluta de la puesta en forma del cuerpo de la mujer y del cuerpo del hombre. Es así y no de otro modo que deben ser el uno y el otro para satisfacer, al menos anatómicamente, sus tareas supremas. Como la imagen del hombre es la expresión de la más grande fuerza viril, mos­ trándose por allí conforme a su esencia y a su vocación natural, lo mismo la imagen de la mujer magnifica la vida madura y la madre sagrada, de conformidad con su más elevado objetivo. En esta conformidad al objetivo (.Zweckmässigkeit·) bien com­ prendido y reproducido reside la última medida de la belleza. Si otros pueblos no comprenden esta belleza, la razón está úni­ camente en que toda percepción de la más alta conformidad al objetivo está cerrada.60

Si el pensamiento neoclásico había alcanzado la identifi­ cación de la Idea con la forma ideal, con el pensamiento nazi 234

comenzaba la identificación del ideal puesto en forma con la realidad.61 Hitler confundía las figuras del arte con su pueblo vivo porque estaba, él también, convencido del poder del tipo: en la figura ideal del arte, los signos de la fertilidad eran fértiles, como los signos del combate combatían. Lo que el siglo X IX ha­ bía enunciado del ideal en el arte devenía verdadero en la vida: era ante todo potencialidad y poder. Este dogma de la inmanen­ cia era otro modo de reanudar el dogma cristiano de la presencia real en la hostia: el poder activo podía bien ser llamado genius o Idea, su presencia en la forma del tipo o del ideal no era más pensado como siendo simbólico sino real. O para decirlo con Jan Patocka analizando nuestra modernidad: “Lo posible no es más lo que precede lo real, antes bien deviene lo real mismo en su proceso creador”.62 En su discurso de apertura de la Gran Exposición de 1937, Hitler enfrentaba a esos artistas que se contentaban con afirmar verbalmente su “sólido querer” y su “experiencia interior” (in­ neres Erlebnis)·. “Y por encima de todo, lo que se llama el querer nos interesa mucho menos que el poder”. Esta cita casi textual de Wagner introducía un notable pasaje, insistiendo largamente sobre el hecho de que “la época nueva trabaja[ba] en un nuevo tipo de hombre”·, jamás, decía al evocar los cuerpos radiantes que se habían expuesto el año precedente en los Juegos olímpicos de Berlín, “jamás la humanidad ha estado tan próxima de los Antiguos como hoy, en su apariencia y en su sentimiento”.63 El tipo originario no estaba más en reserva en el arte, comenzaba a imprimirse en la vida.

Pródigos y monstruos Durante su viaje a Italia en 1938, Hitler fue de tal manera asombrado por la vista de una copia romana en mármol del D is­ cóbolo de Myron, que Mussolini decidió regalársela. Hitler, a su vez, la “ofreció” al pueblo alemán, depositándola en la Gliptoteca de Munich. Al inaugurar ese mismo año de 1938 la segunda 235

Gran Exposición de arte alemán, Hitler concluyó su discurso con la evocación de esta “bella obra inmortal” [fig. 70]·. ¡Puedan no dejar de ir a la Gliptoteca y puedan entonces reco­ nocer cuán espléndida era la belleza del cuerpo del hombre en el pasado, y sólo podremos hablar de progreso cuando haya­ mos no solamente alcanzado si no superado esta belleza! ¡Pue­ dan también los artistas medir cómo se revelan milagrosamente hoy a nosotros la mirada y el poder de ese Griego Myron, ese Griego que creó esta obra hace cerca de dos mil quinientos años, frente a la copia romana por la cual sentimos hoy una admiración profunda! ¡Y puedan ustedes encontrar allí la me­ dida de las tareas y de las realizaciones (Leistungen) de nuestro tiempo! ¡Puedan todos aspirar a lo bello y lo sublime para hacer frente, en el pueblo como en el arte, a la evaluación crítica de los milenios futuros!64

En el pueblo y en el arte debía entonces perpetuarse la mirada y el poder griego. Y si el Führer había condenado el arte que le era contemporáneo, obedecía a que, a la inversa, este último se esforzaba por “sustraer el pasado a la mirada del presente”.65 El “ideal de belleza nórdica”, identificado con su modelo grie­ go, continuaba siendo la obsesión de Hitler, de Himmler y de Walther Darré, como lo era de Schultze-Naumburg66 (que veía resurgir este ideal en E l jinete de Bamberg) y de todos los artistas más comprometidos “en el sentido del Führer” . Incluso Rosen­ berg y Goebbels, cuyos gustos iniciales iban antes bien hacia el völkisch en el caso del primero, hacia el expresionismo en el caso del segundo, debieron acatarlo a partir de 1934 en razón del Führerprinzip. Una de las certezas que se había más fuertemente anclado en Hitler era que “los ideales más altos correspondían siempre a profundas necesidades vitales, exactamente lo mismo los cánones de la belleza más perfecta proceden lógicamente, en último análisis, de la utilidad”.67 Si compartía con su épo­ ca neoclásica una evidente fascinación por el arte griego, tam­ bién compartía, a su manera, el vitalismo funcionalista: la vida, 236

70. Hitler durante la entrega del Discóbolo según Myron a la Gliptoteca de Munich, julio de 1938.

comprendida como la función suprema, determinaba en su de­ sarrollo la forma ideal de belleza que le era más útil, es decir, que mejor aseguraba su reproducción y su perpetuación. Hitler había entonces planteado “como axioma que no solamente el hombre vive para servir el ideal más elevado, sino también que este ideal perfecto constituye a su vez para el hombre una con­ dición de su existencia. Así se cierra el círculo” . En ese círculo se anudaban, desde el alba de la cultura nórdica-aria, las relaciones de reciprocidad del arte y de la vida de la raza, su engendra­ miento mutuo para la eternidad. Toda intrusión, en este proceso circular, de un cuerpo extraño a esta raza y a este arte, amena­ zaba necesariamente la eternidad, fuera ese cuerpo “racialmente extraño” (artfremd) ideal o viviente. Fue uno de los aspectos más singulares del nazismo que re­ servara, a todo lo largo de su reino, un tratamiento similar a los hombres y a las obras juzgadas “débiles y carcomidas” -lo que Hitler llamaba “das Schwache”—, desde la exclusión hasta la cremación. Inversamente, todas las medidas de “protección de las razas” se doblaban bajo el Tercer Reich con medidas de protección del arte. Así, el año 1933, el de las primeras medi­ das antijudías y de la ley de la esterilización, fue también la de las primeras exposiciones de “arte degenerado” (entartete Kunst), organizadas desde abril de 1933 en Mannheim, luego en Karls­ ruhe, Nuremberg, Chemnitz, Stuttgart, Dessau, Ulm y Dresde. Solo la última se titulaba “Entartete Kunst”, abierta después que Hitler, en el primer discurso sobre el arte dado en Nuremberg, hubiera repetido que “la humanidad degeneraría” (wurde entar­ ten) y que la Kultur se degradaría por poco que ella fuese dejada en manos de “elementos decadentes o extraños a la raza”. En cuanto a la prohibición de ejercer a los artistas judíos, ella había sido primero jurídicamente distinta de la que apuntaba a los artistas “degenerados”. Pero la misma víspera de la apertura de la gran exposición de “arte degenerado” de Munich en 1937, donde artistas judíos y no judíos estaban unidos en la misma condena, la esterilización por motivos raciales comienza a practicarse sobre los Rheinlandbastarde (bastardos de Renania), esos niños salidos 239

de la unión de “madres alemanas” y de soldados negros durante la ocupación del Ruhr por el ejército francés. Preparada desde largo tiempo, esta esterilzación fue inaugurado el 30 de junio de 1937 en el hospital protestante de Colonia y fue seguida por alrededor de quinientas otras operaciones.68 Si la “esterilización” artística era tan importante a los ojos de los nazis, era porque ellos tenían la convicción de que el “arte negro”, producido por los artistas judíos y “degenerados”, hacía pesar sobre el futuro de la raza germanonórdica la misma amenaza que los “bastardos de Renania” . Schultze-Naumburg la profesaba desde la publicación en 1928 de su obra E l arte y la raza·, no era necesario solamente te­ mer el efecto destructor de la mezcla de razas sobre el arte, sino igualmente la inversa: un arte degenerado engendraba una hu­ manidad monstruosa. El círculo se cerraba siempre, cualquiera que fuese el ideal -de redención o de corrupción- del cual reci­ bía el impulso. Las célebres planchas que ilustraban sus palabras [figs. 71 a 74] no pretendían de manera alguna probar que los artistas modernistas habían tomado por modelo monstruos de carne,69 bien al contrario: “Va de suyo que no es necesario su­ poner que tales pacientes han servido de modelo a los pintores. Se trata, con nuestro paralelo, no de encontrar cada vez una concordancia fiel sino de mostrar una verdad correspondiente a lo que poco más o menos representan esas imágenes” .70 ¿De qué naturaleza era entonces esta verdad? Menos naif y estúpido que lo que se deja entender hoy por comodidad, Schultze-Naumburg afirmaba que, hasta alrededor de la muerte de Goethe (1832), dominaba una Weltanschauung que asignaba a la moral y a lo divino la tarea de “rechazar el mal [...] proceso sobre el cual reposaba el devenir del hombre y de la K u lt u r El mal no era ciertamente liquidado así sino “sola­ mente expulsado de la conciencia” y, según la fuerza de la per­ sonalidad moral, “la conciencia triunfaba sobre el inconsciente y sus sombrías pulsiones”. Estas reaparecían por supuesto de vez en cuando, pero bastaba un pequeño “golpe sobre la nariz” para hacerlas volver a su guarida. Pero he aquí que a menudo innu­ merables demagogos enseñaban: “No tenéis más que dejar de 240

71. Paul Schultze-Naumburg: planchas de E l arte y la Raza, 1928.

72. Paul Schultze-Naumburg: planchas de El artey la Raza, 1928.

73. Paul Schultze-Naumburg: planchas de El arte y la Raza, 1928.

74. Paul Schultze-Naumburg: planchas de El artey la Raza, 1928.

reprimir vuestras pulsiones por vuestra conciencia moralmente constreñida. Pues es una parte de vosotros mismos que debéis ‘liberar’”. Con este slogan que quería que cada uno “se exprese (sich ausleberí) n, “la caja de Pandora” era abierta, dejando despa­ rramarse los demonios aulladores. Schultze-Naumburg veía el arte contemporáneo como el espejo de ese proceso que abría la vía a los “subhombres” incapaces de reprimir sus pulsiones des­ tructoras. En ese caos se desarrollaba una “predilección infantil” por los desclasados sociales y un “deseo casi perverso” respecto de las razas extranjeras y de su modo de ser.71 La condena nazi al arte contemporáneo se fundaba entonces explícitamente sobre esta comprobación: la Kultur no llenaba más su función tradicional de rechazo a las pulsiones destruc­ tivas. Que este arte fuera la presentación (a veces crítica) y no la puesta en obra de la barbarie moderna, era precisamente lo que el nazismo no podía aceptar, él, que recusaba toda subli­ mación y postulaba, al contrario, la capacidad de toda imagen para transformar de hecho lo real. Lo que justificaba la condena del arte contemporáneo era que, al dejar lo reprimido de la Kul­ tur retornar a su seno, la producía en lugar del ideal. Goebbels, como los otros ideólogos del régimen, atribuía esta irrupción de lo reprimido a los judíos, que no tenían ningún “sentido de la belleza” y cuyo talento era “más apto para la duda puramente in­ telectual que para la exposición de la belleza natural y la aimonía estética”. Pero “bajo esa relación negativa”, existía sin embargo “un arte típicamente judío”: “Practica la glorificación de todos los vicios y monstruosidades. Eleva al rango de ideal artístico lo no heroico, la fealdad, la enfermedad y la descomposición. C o ­ nocemos esta anomalía patológica de la vida de la cultura bajo el nombre de arte degenerado”.72 Era exactamente esta posición de lo reprimido irrumpiendo en el arte en lugar del ideal lo que también denunciaba Hitler en Nuremberg: Lo que se llama “culto de lo primitivo” no es en manera alguna la expresión de un alma ingenua e inocente, sino la de una depra­ vación totalmente corrompida y enferma. [...] El arte no tiene 243

por misión recordar a los hombres sus síntomas de degeneración, sino antes bien luchar contra ellos subrayando lo que es eterna­ mente sano y bello. Si estos corruptores del arte pretenden querer expresar mediante lo “primitivo” el sentimiento de un pueblo, nuestro pueblo en todo caso ha, desde hace siglos ya, salido del primitivismo preconizado por estos bárbaros.73

Algunos ideólogos intentaban elaborar un darwinismo es­ tético, como Ludwig von Senger que oponía “el sentimiento tridimensional nórdico del arte” al “sentimiento bidimensional oriental”, que se encontraba muy evidentemente en el arte bolchevique.74 Pero el éxito de tales esfuerzos permanecerá li­ mitado, pues la verdadera apuesta se situaba en los efectos del arte, no en sus causas. Su misión, continuaba Hitler, era la de “demostrar la necesidad vital de lo que está bien y es útil [y no] asegurar el triunfo de lo que es nocivo, [...] de hurgar en la basura por amor a la basura, de pintar al hombre cuando es degenerado, de presentar mujeres afectadas de cretinismo y de hacerlas el símbolo de la maternidad, o de idiotas contrahechos haciéndolos un ejemplo de energía”. Una vez más Hitler no diferenciaba la vida de su imagen. Lo mismo que el ideal del arte griego debía necesariamente encar­ narse en su pueblo, había que impedir a cualquier costo que el arte degenerado engendrara monstruos. Así, el nazismo oponía de modo muy convencional los dos polos de lo sagrado: las ex­ posiciones de “arte degenerado” reunían todo lo que parecía re­ alzar las potencias de muerte y de destrucción, mientras que las “Grandes Exposiciones de arte alemán” reagrupaban todas las po­ tencias positivas que debían asegurar la continuidad de la Kultur germano-nórdica. Este fantasma de un reparto posible de lo puro y lo impuro plantea por supuesto al poder nazi tanto problemas ante los objetos del arte como ante el “material humano”. Al condenar este arte nuevo que daba lugar a lo que la Kultur había reprimido hasta comienzos de siglo, Hitler podía entonces legítimamente reivindicar la herencia de los valores tradicionales por los cuales se había mantenido esa Kultur. En eso, el nazismo 244

rechazaba por supuesto reconocer la naturaleza de la disyunción que se había irremediablemente producido entre los fines del arte y los de la Kultur, incluso si había perfectamente sabido diagnosticarla. Esta disyunción que Mein K am pf situaba tanto en 1910 como al final del siglo precedente, Schultze-Naum­ burg por su parte la fechaba simbólicamente desde la muerte de Goethe. Se recuerda que a Edouard Manet, que se afligía de la recepción negativa que había tenido su Olimpia sacrilega en el Salón de 1865, Baudelaire había respondido irónicamente: “Usted no es más que elprimero en la decrepitud de vuestro arte” ,75 Ninguno de estos diagnósticos era absolutamente falso: el espe­ jo que el arte moderno tendía ahora a una Kultur fundada sobre la represión ponía en efecto a la crítica de esta Kultur en el lugar que ocupaba en el pasado el ideal que la sostenía o la fundaba. Y si el nazismo condenaba este arte moderno, era porque este se convertía, incluso a pesar de él, en el espejo de lo que el nazismo pretendía continuar reprimiendo hasta hacerlo invisible. ^ Cuando Schultze-Naumburg estigmatizaba la “predilección infantil” por los desclasados sociales y el “deseo casi perverso” respecto de las razas extranjeras, apuntaba solamente con perspi­ cacia a ese deseo de alteridad -un deseo incompatible en efecto con la exigencia de reproducción de lo mismo, con la voluntad de autorreproducción y de Selbstgestaltung (autoformación) que habría debido fijar finalmente los lazos de la comunidad para los mil años por venir. Todos los ideólogos del nacional-socialismo se fundaban sobre el postulado de que el hombre es un ser de deseo. Proporcionar a ese deseo su objeto exclusivo y suficiente fue el esfuerzo que ellos

XVI El judío - o todo enemigo de la comunidad- y el arte “judeo-boichevique” permanecieron a este respecto sometidos, también allí, a tratamientos cercanos: exposiciones con fines pedagógicos -la exposición “El judío eterno {“Der ewige Jude"), abierta en 1937 en Munich poco después de otras dos—, expulsión de instituciones y de lugares públicos, encierro, explotación del trabajo (en campos y en fábricas) o del valor mercantil (venta al extranjero), destrucción. Evidente­ mente sólo a partir de este último estado comenzaba a realizarse el fantasma de una total y pura visibilidad aria. 245

desplegaron a lo largo de todo su régimen. La concurrencia que el nazismo mantenía con el arte modernista era, a este respecto, de la misma naturaleza que la que mantenía con el cristianismo: en un caso como en el otro, la apuesta era ocupar el lugar del objeto de deseo. Rosenberg repetía que cada raza tenía el deseo nostálgico (Sehnsucht) de su tipo o de su dios, Walther Darré que “el deseo secreto recibía su imagen visible” en el tipo. Reemplazar el Cristo por el Führer “racialmente semejante” (artgleich), sus­ tituir la imagen crítica de los modernos por la imagen del “ideal nórdico”, implicaba cada vez dirigir el deseo hacia el objeto que justificaba todos los sacrificios en nombre de la eternidad de la raza. En sus memorias de joven berlinesa católica ganada a la causa nazi, Melita Maschmann contó cómo necesitó doce años después del fin de la guerra para darse cuenta que había servido a un “ídolo ávido de sangre” : “Estábamos encerrados en una suer­ te de idolatría de nuestro pueblo, sentimiento cuya contraparti­ da no podía ser más que desprecio y odio por los otros pueblos [...]. Habíamos así adquirido un espíritu limitado, digno de un pueblo salvaje, que se imagina que los dioses de su tribu son los más poderosos del mundo”.76 Esta autoidolatría, que se afirmaba tanto por la mediación del ideal artístico germano-nórdico como por la del Führer Cristo y Artista, suponía que el deseo del pue­ blo fuese exclusivamente endogámico. Pocos teóricos del nazismo formularon mejor que Carl Schmitt la naturaleza endogámica de ese lazo amoroso. Su obra que daba fundamento jurídico al nuevo régimen, el Artgleichheit, termina­ ba con estas palabras: Buscamos un apego (Bindung) que sea más seguro, más vivo y más profundo que el apego engañoso a la letra falsificable de miles de artículos de la ley. ¿Dónde podría situarse este apego si no en nosotros mismos y en nuestro Art (“raza”, “especie”, “naturaleza”, “manera de ser”) propia?77

Carl Schmitt oponía a la letra (Buchstabe) “nuestra mane­ ra de sentir de hoy” (unser heutiges Empfinden), más orgánica y 246

biológica. Por semejante motivo, sin esta Artgleichheit, sin este apego de la Comunidad a su propia especie o raza (Art), el “Es­ tado total del Führer” no podría “subsistir un solo día” .78 Y es verdad que el nacional-socialismo no subsistió más que en la extrema fluidez y el cambio incesante de los textos de la ley. La contraparte era la encarnación de la ley en la raza y en la imagen que le era inmanente -una bella forma identificada al mesías. A la ausencia de una verdadera Constitución escrita y estable, postulando lazos legibles e inteligibles, se oponía la “presencia real” de la imagen inmanente de la raza. Creadora de lazos sen­ sibles, esta imagen encarnaba la ley del deseo, la que comanda la ignorancia o la destrucción del prójimo. La ley de la imagen liberaba de la ley antigua. El apareamiento del deseo con la ley podía sin embargo enunciarse en los textos de las mismas leyes o en las directivas de discursos oficiales, que así se aproximaban singularmente a los slogans de la propaganda. Se recuerda que tal decreto com­ prometía a “responder al deseo del Führer”, que tal dirigente explicaba que el deber de cada uno era “buscar trabajar en el sentido del Führer”; a eso correspondían los slogans que abrían y cerraban el espacio y el tiempo del deseo al mismo tiempo que ellos les asignaban su objeto: “Dar un niño al Führer”, “Morir por el Führer”, o también ese slogan que adornaba cada uno de los campos de las Juventudes hitlerianas: “Hemos nacido para morir por Alemania” .79 Hannah Arendt afirmaba justamente que en su pretensión de explicar todo, los ideólogos totalitarios tenían “tendencia a ex­ plicar no lo que es sino lo que deviene, lo que nace y muere”.80 Al mismo tiempo que proporcionaban al individuo los límites donde debía agotarse su deseo, esos slogan daban la razón a lo infinito del deseo por la afirmación de una perpetuación de la raza, más allá de los límites impartidos al individuo. El culto del Führer se identificaba así al culto de la raza, encerrando a esta en una autoidolatría que le hacía en efecto servir, como lo decía Melita Maschmann, a “un ídolo ávido de sangre”.

247

A c e le r a d o r e s

En la Casa del arte alemán, el llamado al sacrificio que lan­ zaban todos los cuerpos disponibles y prestos a l combate exigía, si debía ser escuchado, que fuese renovado simultáneamente el material humano {Menschmaterial) capaz del sacrificio supremo. De allí que las obras que incitaban a la reproducción de la vida eran inseparables de las que apelaban a “morir por el Führer” . El terror total, esencia del régimen totalitario, decía Hannah Arendt, “se supone que brinda a las fuerzas de la naturaleza o de la historia un incomparable medio de acelerar su movimiento” y eso “hasta alcanzar una velocidad que, libradas a sí mismas, ja­ más hubieran logrado”.81 La imaginería nazi era una pieza esen­ cial de este terror: ella constituía un verdadero acelerador de las pasiones, que tendía a precipitar el ciclo natural del nacimiento y de la muerte en una movilización general del Volkskörper. El carácter industrial del exterminio, hoy percibido como uno de los rasgos distintivos del horror nazi, era de hecho inseparable de la voluntad de industrializar la producción del hombre nue­ vo. La producción industrial de la muerte y la de la vida cons­ tituían las dos fases de un mismo proceso de selección según la Idea nacional-socialista, incluso si esta expandía evidentemente mucho más la muerte que lo que engendra la vida. A esta realización industrial de la Idea pertenecía la fabrica­ ción de pinturas y de esculturas que servían de prototipos en un proceso de reproducción selectiva a muy gran escala: catálogos, revistas especializadas, prensa cotidiana y semanarios, tarjetas postales de la Casa del arte alemán difundidas en varias decenas o centenas de miles de ejemplares. La reproducción mecánica de la obra de arte estaba puesta al servicio de la reproducción orgá­ nica del genio, de suerte que parafraseando a Walter Benjamin se habría podido decir que el genio parecía haber alcanzado la era de su reproductibilidad técnica. “ ¿A qué deseamos ver parecerse a nuestro pueblo?”, pregun­ taba un especialista de la educación racial. Proponía hacer un paralelo entre dos grupos de imágenes: la primera presentando 248

“rostros y cuerpos del tipo nórdico pronunciado”, el segundo “un grupo de judíos que podrían ser contemporáneos comu­ nes, o bien ‘personalidades judías’, como la mayoría de los jefes bolcheviques. [...] Es justamente por la acumulación de ejem­ plos de dos tipos que se obtendrá que la adhesión instintiva de los niños a uno de los dos grupos y su violento rechazo al otro devengan un reflejo natural”.82 Repitiendo el dispositivo de los ejemplos y contraejemplos sobre los que Schultze-Naumburg había, desde hacía tiempo, mostrado su eficacia, este pedago­ go señalaba exactamente la meta perseguida por las dos expo­ siciones opuestas del “arte degenerado” y del “arte alemán”: la atracción por el tipo nórdico y la repulsión por el anti-pueblo 0Gegenvolk) debían progresivamente devenir reflejos naturales a todos los miembros de la Comunidad. El mejoramiento de la raza por su purificación era la condición de su vida eterna, había que reconducir a cada uno al amor reflejo y natural de su propio tipo racial y librarlo de toda “inclinación perversa” por las razas extranjeras. Va de suyo que los cuerpos desnudos, pintados o esculpidos, que eran expuestos cada año en el Templo del arte alemán, sólo eran comprensibles en función de este programa que había que ejecutar. El tipo femenino que ilustraba E l reposo de D iana, de Ivo Saliger, representaba un “ideal de belleza nórdica” que proce­ día de un singular montaje. Destacándose sobre un paisaje de campaña de la “Alemania eterna”, tres rostros contemporáneos estaban fijados sobre cuerpos fotográficamente desnudos, pero cuyas poses respondían a una iconografía clásica. El más glorioso pasado de la raza se unía aquí a la belleza de las revistas. Sin em­ bargo, una relativa virilidad de las formas respondía a menudo en estas pinturas a la feminización de los cuerpos masculinos que ofrecían por ejemplo las estatuas de Arno Breker. La distri­ bución convencional de los rasgos sexuales se mezclaba entonces en beneficio de una imagen de la plenitud y de la salud, con la cual se suponía que el público se impregnara hasta la médula. De igual modo, Ivo Saliger, en E ljuicio de Parts [fig. 75], traspo­ nía de nuevo el mito griego a la campiña alemana. Allí se podía 249

ver el mismo montaje de rostros y de cuerpos femeninos, mien­ tras que el hijo de Príamo se metamorfoseaba aquí en una suerte de miembro de las Juventudes hitlerianas en pantalones cortos. Aunque sentado sobre una roca, parecía esbozar un movimiento de retroceso ante el cuerpo desnudo de Afrodita: ¿se adelantaba para el combate o para el amor? Su postura, que seguramente podía hacer pensar, contrariamente a la leyenda, en un acopla­ miento inminente, mantenía también una correspondencia se­ creta con algunos cuerpos esculpidos prestos a l combate o prestos a l sacrificio [fig. 76]. Mientras se preparaba la lucha sobre el “frente de los nacimientos”, Hera y Atenea, apartadas, ya se aprestaban a vestirse bajo el roble germánico que había sustituido a los pinos del Mediterráneo. Si el espectador macho llegaba a identificarse con Paris, que veía de espaldas, la imposibildiad de su acopla­ miento con la figura pintada de Afrodita restablecía la verdad del mito. Pero era de la formación del gusto y del reflejo vital que se trataba, de suerte que la elección de Paris en la imagen debía en adelante reproducirse en la vida.83 El grupo de E l juicio de Paris esculpido por To rack [fig. 77] era casi siempre fotografiado desde el punto de vista de Paris. El objetivo sustituía a veces pura y simplemente al héroe griego, de suerte que el juicio a llevar sobre las cualidades raciales respec­ tivas de las tres diosas antiguas incumbía de hecho al especta­ dor. Himmler se regocijaba en 1936 ante los Hitlerjugend·. “Los alemanes, y especialmente la juventud alemana, han aprendido [...] a ver los cuerpos y a juzgar según su valor o su ausencia de valor este cuerpo que Dios nos ha dado, esta vida que Dios nos ha dado, así como nuestra raza”.84 Objeto sexual del deseo, la mujer transitaba en la historia como lo hacía el hombre, eter­ nos combatientes de la raza. Simultáneamente presentes o no en la imagen, ellos eran de hecho los compañeros inseparables del combate por la vida eterna de su raza. Hitler lo había pro­ clamado en 1934: “El sacrificio que el hombre brinda a la lucha de su pueblo, la mujer lo brinda al sacrificarse en la lucha por la conservación de ese pueblo en cada una de sus células. Lo que el hombre despliega en heroísmo sobre el campo de batalla, la 250

75. Ivo Saliger: Eljuicio de Paris (óleo sobre tela), hacia 1938-1939. Propiedad de Alemania.

77. Josef Tliorak: Eljuicio de Paris, 1941.

mujer lo despliega en devoción, en sufrimiento y en la energía de una paciencia eterna. Cada niño que ella pone en el mundo es una batalla por el ser o el no ser de su pueblo de la cual ella sale victoriosa” .85 Dejando a veces su greceidad originaria para ganar un sim­ bólico Renacimiento germanizado {Marte y Venus ¡fig. 78], de Ivo Saliger), nuestros héroes la encuentran muy pronto por la fecundidad de sus mitos: la Leda de Ivo Saliger, voluptuosa­ mente tendida sobre la tela que la protegía de las agujas de los abetos alemanes, aguardando la llegada del cisne que engendra­ ra a los héroes. Pero Hitler prefería la versión de Paul Mathias Padua (Leda y el cisne [fig 79]) que hizo entrar en su colección personal: sin duda el cuello del cisne en el que se había metamorfoseado Zeus le pareció más apto para magnificar su propio poder. “Vuestros cuerpos no son para ustedes sino para vuestra descendencia {Sippe) y para vuestro pueblo {Volk)”, repetían los folletos de la propaganda natalista.86 Estaba claro que el Führer, encarnación viril del pueblo, era el padre simbólico de todos los niños de las mujeres alemanas preocupadas por su deber. Esos desnudos femeninos representados en más de una de­ cena de obras expuestas en el Templo del arte alemán, no sola­ mente constituían los modelos del “tipo” o del “ideal de belleza nórdica”, sino que proporcionaban también los modelos de su­ puestos comportamientos sexuales para atraer a la elite mascu­ lina de la raza. Una gestualidad de seducción estereotipada se repetía de una pintura y de una escultura a la otra [figs. 80 a 82], que no debía demasiada gran cosa a la tradición iconográfica del “gran estilo nórdico”, sino que correspondía mucho más, como los rostros femeninos, a las imágenes de las revistas de moda y a sus publicidades. En el discurso citado más arriba, Himmler se regocijaba con un cambio inminente en las costumbres: en el pasado, “la joven de menor valor racial” pero “más atractiva” era invitada a bailar, mientras que “la joven racialmente valiosa planchaba, porque el ideal de nuestro pueblo se había transfor­ mado mucho. [...] Actualmente se produce la transformación. Creo que entramos en una época donde la joven nórdica será 253

desposada y la otra no”.87 Los efectos que se esperaban de esas imágenes modelos eran las que describía Baudelaire antes de Oscar Wilde, cuando evocaba a esas “jóvenes mantenidas” que “se dedicaban a parecerse a las imágenes de Gavarni” .88 En teoría, esas puestas en escena de puros objetos sexuales no llegaban a contradecir los numerosos retratos de madres hono­ rables, pues la erotización desmedida del cuerpo femenino y la glorificación de la maternidad habrían debido coexistir en ese arte de manera distinta que en la moral y en la vida burgue­ sa tradicionales. Siempre racialmente caracterizada, el objeto sexual no debía constituir un fin en sí mismo, sino que debía, por el contrario, recordar el rol de transmisión y de reproduc­ ción del genio ario que le incumbía. Lo mismo que la exigencia de realización de la Idea nazi se oponía a todo goce sexual estéril, también se oponía al goce puramente estético de las obras de arte. Estas eran siempre, como el Estado para Hitler y como la propaganda para Goebbels, simples “medios para un objetivo”. Esta teoría encuentra su formulación ejemplar en el diario de la Oficina de política racial del N.S.D.A.P.: la doctrina del arte por el arte era denunciada como “típicamente judía y homosexual”, según lo probaba el hecho de que sus defensores se excluían sea a sí mismos de la Volksgemeinschaft en tanto que judíos, sea ex­ cluyéndose del proceso de reproducción en tanto que homo­ sexuales.89 Por otra parte, Himmler prevenía a sus generales S.S. contra los peligros de la homosexualidad que hacía estragos en sus tropas: La destrucción del Estado comienza en el momento donde in­ terviene un principio erótico —lo digo con la mayor seriedad: un principio de atracción sexual del hombre por el hombre, cuando, en este Estado de hombres, la calificación profesional, el rendimiento no juegan ningún rol. [...] La homosexualidad hace entonces fracasar todo rendimiento (Leistung), todo sis­ tema fundado sobre el rendimiento; ella destruye el Estado en sus fundamentos.90

254

78. Ivo Saliger: Martey Venus (óleo sobre tela), s.f.

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79. Paul Mathias Padua. Leda y el cisne (óleo sobre tela), s.f.

80. JosefThorak: Conpasión (Hingebung, yeso para bronce, 1940 81. Wilhelm Hempfing: Desnudo arrodillado, s.f.

82. JosefThorak: Dos seres humanos (detalle), s.f.

83. Arthur Ressel: Futura madre, s.f.

Pero nada hacía pensar, sin embargo, que los soldados he­ terosexuales, al llevar al frente las tarjetas postales de desnudos femeninos que editaba la Casa del arte alemán, las hubiesen uti­ lizado como simples guías en la elección de reproductoras del genio ario. “No hay tarea que exista por sí misma”: tal era pese a todo la consigna de las S.S., que no paraba de repetir con Himmler “la necesidad absoluta de comprender la futilidad de todo lo que tiene un fin propio”.91 Según esta lógica de instrumentalización de los cuerpos o del Menschmaterial, toda imagen de joven mujer deseable ha­ bría debido presentarse como una anticipación de la imagen de la madre y, más allá, de la eternidad de la raza. En realidad, el corte era manifiesto entre los dos estatutos de la mujer que presentaban las pinturas, como lo era también en la vida del Tercer Reich. Futura madre de Arthur Ressel [fig. 83] testimo­ niaba esta inmediata desexualización de la mujer cuando ella pasaba del estatuto de objeto deseable al de madre. Esta temible transformación física no impedía que fuera escuchado el llama­ do, lanzado en 1936 en Nuremberg, por la Reichsfrauenführerin Scholtz-Klink,92 a un “pueblo sometido a la raza (artgebundenes Volk)”33: ese año más de mil jóvenes volverán encintas del con­ greso.94 El encuadramiento deportivo y paramilitar de los jóve­ nes no alejaban la libido de sus objetivos sexuales, como algunos lo creían demasiado fácilmente.95 Ai contrario, la preparación de la guerra y la política de Bevölkerung, de poblamiento hacia el este, que debía hacer realidad el “espacio vital” alemán, exigían esos acoplamientos en masa de una juventud racialmente pura. Así, cada vez que se preparaba una reunión de unidades de las Juventudes hitlerianas y del B.D.M. (Bund Deutscher Mädel), la Liga de las jóvenes alemanas, la Führerin de las jóvenes arengaba a sus tropas: “Todas no pueden encontrar un marido, pero todas pueden convertirse en madres” .96 De suerte que la Bund Deuts­ cher M ädel fue pronto denominado aBald Deutsche Mutter” (“Rápida madre alemana”). La batalla que alentaba Hitler so­ bre el “frente de los nacimientos” ganaba también las campiñas, donde los campos del B.D.M . lindaban a menudo cbn los de los 259

jóvenes del Servido del trabajo. Pinturas como E l tiempo de la maduración (Reifezeit) de Johannes Beutner [fig; 84] o E l verano de Wilhelm Hempfing [fig. 85] bien podían responder a la ideo­ logía Blut und Boden (sangre y suelo) de la madre tierra; pero ellas ilustraban también esta canción que rendía homenaje a la organización de los descansos del Frente del trabajo, la K d.F. (Kraft durch Freude, la “Fuerza por la alegría”): “En los campos y en los bosquecillos/ Pierdo la fuerza por la alegría”.97 Con la guerra, el discurso natalista devino nítidamente más autoritario. El director de una escuela de jóvenes en la Alsacia reconquistada prescribía en 1940 a sus alumnas tomar concien­ cia de que ellas eran “verdaderas alemanas y que el principal deber de la mujer alemana [era] dar la mayor cantidad de niños al Führer, uno por año si él lo ordena” . Al ser el matrimonio una cuestión de los pueblos decadentes, ellas no debían rechazar los intentos de los jóvenes arios, por el contrario, tenían el “deber más estricto” de mantener “lo más frecuentemente posible rela­ ciones íntimas con aquellos”.98 Tal era lo que un decreto del 28 de octubre de 1935 llamaba el “matrimonio biológico”, que de modo significativo estaba integrado al Führerdienst, al servicio del Führer. En cuanto a la institución del Lebensborn (Fuente de vida), fundada por Himmler ese mismo año de 1935, esta­ ba dirigida a coronar el dispositivo de producción del hombre nuevo. Estas Fuentes de vida eran lugares donde se seleccionaba por sus capacidades reproductoras a los “mejores especímenes de mujeres nórdicas” a fin de unirlas a la elite de la S.S. y de asegurar acto seguido la “crianza” racional de los SS-Kinder, de los niños S.S. Himler, quien vigilaba personalmente a los desti­ nados a esas instituciones, se había indignado, un día de enero de 1941, con el abandono que reinaba allí. Resolvió, entonces, “hacer instalar, ante cada hogar, la estatua de ‘la madre y el niño’ a fin de poner en evidencia el rol del Lebensborn [y] colgar de inmediato, en un rincón adecuado”, un cuadro de La Madre amamantando. " Himmler creía, seguramente como Wilde, que “la vida imita al arte mucho más que el arte imita la vida” . Pero después de todo, esto no era más que usar las viejas virtudes del 260

84. Johannes Beutner: El tiempo de la maduración, s.f.

85. Wilhelm Humpfing, El verano, s.f.

ejemplo, las que Baldur von Schirach invocaba cuando, ante las Juventudes hitlerianas de las cuales él era el Führer, manifestaba su fe en “el poder del modelo que marca todo con su huella” .100 Cualquiera fuese el carácter en general estrechamente doctrina­ rio de las formulaciones nazis, es claro que ellas no pudieron reunirse más que en razón del muy amplio fondo ideológico del cual se alimentaron. Mientras que todos los ideólogos afirmaban que el arte de­ bía volver a convertirse en la “potencia vital” que era en el pasa­ do, es con Wolfang Willrich, uno de los pintores que protegían Himmler y Walther Darré, que la “crianza” según el tipo ideal fue llevado a su fase crítica. Al leer su obra sobre La purificación del templo del arte,101 publicada algunos meses antes de la aper­ tura en 1937 de la “Gran Exposición de arte alemán” y de la del “Arte degenerado”, parece que el hombre nuevo del nacional-socialismo no podía ser engendrado más que por el arte —y por el arte más puro. El arte, decía en sustancia, sería capaz de romper el encadenamiento de las causas naturales de degenera­ ción si se llegaba a implantar en el cuerpo germano-nórdico el injerto, conservado en el arte como en ciertos especímenes de alemanes, del ideal puro de los Antiguos. Como si al ser la me­ dicina racial todavía inoperante en la fabricación bio-genética del hombre nuevo, le incumbiera al arte proceder a un injerto sobre el imaginario de la raza. Willrich estimaba que definir “el hombre sano de raza nórdi­ ca” era “la tarea más noble de la creación artística” . Contra el arte degenerado que era necesario expulsar del Templo porque “daba como modelo una caricatura en lugar del ideal”,102 él buscaba en las obras del arte de los Antiguos o de la Edad Media -en “el arte creador de tipos” y en los cuerpos de sus compatriotas- “el rostro alemán ideal” que serviría de tipo. Recordando que la doctrina racial apiraba “a la salud del pueblo, a la pureza de la raza y a la eternidad de la especie (Art) del pueblo alemán”, afirmaba que la imagen era más apta que las palabras para propagarla. Desa­ rrollaba entonces, a partir de las doctrinas de Darré, su propia versión del mito del engendramiento por la imagen: 263

La doctrina racial se esfuerza por crear, mediante la selección de los mejores en el plano de la herencia sometiéndose libre­ mente a la crianza de la raza, la nueva nobleza alemana que guía ejemplarmente al pueblo en la especie y en la acción por su voluntad superior y su valeroso ejemplo. Despertar el deseo nostálgico del pueblo alemán respecto de una tal nobleza, plan­ tear claramente y grabar en él de modo apremiante lo bello y lo sublime, no solamente como el privilegio de dioses a los cuales no se puede creer, sino como una posibilidad humana y como el último objetivo de la regeneración (Aufartung)... cual tarea sublime para el arte.103

Volver a devenir dioses: el arte, que guiaba a los hombres sa­ nos hacia su propia divinidad, çra también capaz de permitirles superar la muerte. Fundado sobre el conocimiento de las leyes naturales de la muerte, de la vida y de la herencia, el arte permi­ tía, decía Willard, terminar con la vieja representación de una vida personal después de la muerte, “suprimir definitivamente la angustia de castigos o recompensas personales” . En realidad, esa era la vieja doctrina “romana” del genio, tal como la había descripto Otto, que era de nuevo convocado: la doctrina racial enseñaba, según Willrich, la necesidad de “ir al encuentro de la muerte personal con la voluntad de una supervivencia suprapersonal -n o en un más allá sino en sus hijos, en los hijos de sus hijos y en las realizaciones (Leistungen) creadoras sobre nuestra misma tierra”.104 Y era en efecto una de las constantes del na­ zismo invocar una salvación aquí abajo, accesible gracias a las obras de la raza. Por el arte era posible entonces actuar sobre los poderes del destino al guiar y orientar el juicio. ¿Qué era entonces ese carácter divino de las leyes de la naturaleza sino “un poder, un secreto pleno de promesas, destinado a sondear la ra­ zón del hombre hasta sus propios límites”? En los límites de la razón se encontraban no solamente las palabras sino también las imágenes de la fotografía, demasiado fijadas a lo que es para poder guiar la raza por el camino de su regeneración futura. Por dicho motivo, la doctrina racial exigía más que las palabras y las 264

fotografías de sus manuales para propagarse concretamente: “Ni la palabra ni la fotografía estaban en condiciones de despertar a la vez las representaciones más claras y la participación entusiasta. Eso pertenece solamente a las artes plásticas”. El impulso entu­ siasta del cuerpo de la raza exigía que el objeto propuesto a su deseo lo suscitara automáticamente. “Respecto del sentimiento, ante todo por el juicio del ojo en cuanto a la nobleza o a la baje­ za de un rasgo, las palabras y los conceptos son amos demasiado frustrantes. Al contrario, el arte del pintor o del escultor puede transmitir directamente al subconsciente lo que corresponde adorar o no, con una penetración insistente” .105 El frontispicio de su obra [fig. 86] muestra bastante clara­ mente el objeto que ofrecía a la adoración automática del pue­ blo. Fue una de sus propias obras, titulada D ie Hüterin der A rt (La guardiana de la especie), que debía poner un año más tarde a disposición de Himmler para “la decoración de un espacio cualquiera que fuera digno de ella”.106 Willrich, que preconiza­ ba la renovación de las viejas figuras de la mitología en símbo­ los creíbles, restauraba entonces la figura virginal de María para su cuadro destinado al altar moderno de la fe nazi. Lo mismo que la Madonna del parto, pintada por Piero della Francesca en Monterchi, llevaba también en su vientre el niño que vendría a liberar a los hombres del pecado, la Guardiana de la especie, res­ plandeciendo en el centro del cuadro, juntaba sus manos sobre el viente que iba a dar un niño al Führer. La nueva ley pretendía conservar y reemplazar la antigua: lo mismo que entre los nazis más hostiles al cristianismo, algunos como Kerrl reconocían que no tenían nada que “poner en lugar de la moral cristiana”, entre los cristianos, algunos como el cardenal Faulhaber confesaban no tener “nada que objetar contra un estudio honesto de la raza ni contra una política de salvaguarda de la raza” .107 Sin embargo, si la Guardiana de la raza restauraba la figura virginal de María madre de Dios, ese cuerpo productivo se desdoblaba también en un cuerpo maternal armado. Bajo el mismo título, una se­ gunda versión [fig. 87] transformaba la figura en guardiana del “hogar germánico”, de suerte que la misma madre era resucitada 265

en sus dos funciones de engendramiento del dios y de vestal del Templo que encerraba el genio de la raza, simbolizando así la autopurificación de ese Templo del arte que ella misma repre­ sentaba. Ese Templo, que Hitler había dedicado a “la diosa del Arte” para que fuesen allí depositadas “las semillas de una nueva y alta cultura” ,108 era la divinidad material en el seno de la cual el pueblo alemán podía encontrar refugio, pero también purifi­ carse hasta “ser uno consigo mismo”.

Gottfried Benn o la imagen endógena109 Sintomático del espíritu de competencia que reinaba entre los fanáticos de la purificación fue el hecho de que Willrich, uno de los artistas más ferozmente ligados a la pureza de la imagen ma­ ternal, haya sido también el más encarnizado detractor del poeta que, sin embargo, se esmeraba en restaurar mejor esta imagen.110 “El expresionismo fue entonces un arte, el último de Euro­ pa”, escribía el poeta y médico Gottfried Benn, cuya adhesión al nazismo en 1933 quiebra toda la clase intelectual. Ese año, en una mezcla de extrema lucidez y de exaltación visionaria, pro­ clamó que lo que comenzaba ahora, con el nuevo régimen, “ya no era arte” , del cual no hablará más que como “un fenómeno del pasado” (según la fórmula de Hegel). Respondiendo a los ataques contra el expresionismo -al cual había pertenecido- que lanzaban Rosenberg y los grupos völkisch, Benn describía ese movimiento como “un estilo europeo”, salido de “un gran frente unido de artistas de herencia exclusivamente europea y aria”. Todas sus manifestaciones habían tenido en común la “destruc­ ción de la realidad” (entonces percibida como una “noción ca­ pitalista” y un retorno del espíritu “hacia su realidad interior, su ser, su biología, su estructura, sus interferencias de naturaleza fisiológica y psicológica, su creación, su irradiación”. La íntima convicción de Benn era que después del expresionismo, nun­ ca más habría arte “en el sentido de los cinco últimos siglos”. Ahora se trataba de “metamorfosis”: “una nueva raza va a nacer 266

86. Wolfang Willrich: La guardiana de la especie, cuadro reproducido en el frontispicio de Säuberung des Kunstempels, Munich/Berlín, 1937. 87. Wolfang Willrich, La guardiana de la especie, c. 1937. “Es moral lo que es útil a la conservación de la especie alemana. Es inmoral lo que va en su contra.” (Walther Darré)

en Europa”. Aunque finalmente rechazado por varias autorida­ des del nazismo al cual había aportado su respaldo con énfasis, Gottfried Benn habrá sido uno de los más “auténticos” entre los intelecutales nazis por la fuerza con la cual afirmó la naturaleza genética de los lazos que unen el arte a la raza. A los “amigos” del nacional-socialismo que consideraban las cuestiones de se­ lección racial “con escepticismo”, no dudaba en responder: La propaganda alcanza los genes, la palabra toca las glándulas sexuales, está fuera de duda que la más dura realidad de la na­ turaleza está en el hecho de que la vida cerebral hace sentir sus esfuerzos sobre la constitución del plasma celular, que el espíri­ tu es un elemento dinámico y creador de formas en el proceso de la evolución histórica, aquí hay unidad: lo que está marcado por la política, el organismo lo produce. Lo que será marcado por la política, no será el arte sino una raza de una nueva especie, ya claramente reconocible"'.in

Raramente lo que hace al fondo del nacional-socialismo ha­ brá sido tan claramente enunciado como aquí, donde Gottfried Benn no solamente anticipaba a todos los ideólogos asalariados del nazismo, sino que los distanciaba por la amplitud de lo que Hitler alababa como “la implacable lógica de la Idea” . En todos se encuentran ciertamente fórmulas análogas: “Pues el arte, en su acontecimiento, no es un asunto estético sino biológico”, escribía por ejemplo en octubre de 1933 Wilhelm Rüdiger.112 Ÿ cuando afirmaba que “el arte es la conservación de un pueblo en su es­ pecie, su definitiva continuidad hereditaria”, Benn no hacía sin duda más que repetir a Hitler; pero sólo el escritor-médico que él era podía, a partir de la definición de Novalis del “arte como an­ tropología progresiva”, buscar retrazar la grandiosa epopeya que, desde el animal, llevaba a esta especie que se llama humana: Las épocas terminan por el arte, y la raza humana terminará por el arte. Primero lo saurios, los lagartos, luego la especie do­ tada de arte. Hambre y amor, es la paleontología, hay incluso 269

en los insectos toda suerte de dominación y división del traba­ jo, pero aquellas fueron de los dioses y del arte, luego del arte solamente.113

El compromiso nazi de Benn, complejo y no desprovisto de contradicciones, reposaba sobre su convicción de la absoluta necesidad, histórica y biológica a la vez, de una mutación pro­ piamente física de la especie humana. La cuestión de saber cuál es en el hombre el tema de su sueño atravesaba, en 1930, su en­ sayo sobre los problemas de la creación poética. A esta pregun­ ta: “¿Quién sueña el sueño?”, respondía: el cuerpo - “Llegado de muy lejos, hay un sueño en él. . La necesidad histórica de mutación de la especie encontraba su fundamento en un cuer­ po cuya propiedad era soñar, que se definía sólo como sustancia soñadora: “El cuerpo es la última coacción y la profundidad de la necesidad, es portador del presentimiento, sueña el sueño”. Pero esta unión del sueño con la sustancia, Benn no la enun­ ciaba entonces más que bajo la especie de la soledad del cuerpo pensante, el del individuo singular desligado de toda la compa­ cidad del cuerpo político o místico: “No existe más que como el solitario y sus imágenes desde que ningún manitú aporta más la liberación en el seno del clan. Terminada la participación místi­ ca gracias a la cual la realidad era absorbida, chupada a la mane­ ra de una bebida y expresada en sueños y en éxtasis; pero eterno, el recuerdo de su totalización. No existe más que él: sometido bajo las coacciones de la repetición a la ley individualmente de­ cretada del devenir en el juego de la necesidad, está solo al servi­ cio de este sueño inmanente”.114 Cerca de un siglo antes, Edgar Allan Poe había metaforizado la atracción universal de Newton por la tendencia de cada uno de los átomos a reunirse, no en un lugar concreto o abstracto sino en un principio: “Su fuente está en el principio Unidad. Allí está el padre que ellos han per­ dido. Allí está lo que ellos buscan siempre, inmediatamente, en todas las direcciones, en todas partes donde puedan encontrar­ lo, incluso parcialmente; apaciguando así, en cierta medida, su indestructible tendencia, trazando un camino hacia su absoluta 270

satisfacción final”.115 Gottfried Benn compartía aún en 1930 el sentimiento de pertenecer a esta época pos-monárquica, donde ninguna cabeza dominaba más el cuerpo político místicamente soldado en todas sus partes, donde ningún manitú totalizaba ningún sueño salvador. Pero este mismo año de 1930, la “es­ tructura de la personalidad” le parecía sin embargo sometida “a la ley de una inimaginable metamorfosis” .116 Dos años más tarde, una meditación sobre Goethe y las ciencias naturales lo conducía a volver a relacionar la imagen a un cuerpo más vasto y más originario: “El objetivo es el gen, el idioplasma, las M a­ dres, los Ancestros, el fenómeno primordial, de ellos se libera una imagen inherente”.117 En su discurso radiodifundido el 24 de abril de 1933 el cuerpo por fin no era más designado como “el solitario”, sino como una masa protoplásmica lanzando en el tiempo sus seudopodios más adelantados. Benn anunciaba “la aparición de una variedad tipológica nueva”, que era el “úni­ co criterio del valor histórico”. Y lo mismo que Hitler confiará pronto a Rauschning de que el hombre nuevo estaba ya allí, Gottfried Benn agregaba: “Ese tipo, es preciso decirlo, está pre­ sente”. Pero era la historia que creaba ese nuevo tipo según su necesidad interna, y no el tipo que generaba una ruptura en la historia: “La historia no procede democráticamente sino ele­ mentalmente, siempre elementalmente para sus cambios. No acude a las urnas, envía de frente su nuevo tipo biológico”.118 La misma argumentación resurgía en su respuesta a Klauss Mann que, desde su exilio, le había preguntado públicamente qué motivo lo había llevado a ponerse “a disposición de individuos cuya nulidad no tiene absolutamente ejemplos en la historia y cuya ignominia moral provoca el rechazo de todo el mundo”. Aquí Benn identificaba de modo implícito formas nuevas de arte y nuevos tipos biológicos: “¿Cómo imagináis que se mueve la historia? [...] ¿Cómo os representáis, por ejemplo, el siglo XII, el pasaje de la sensibilidad romana a la sensibilidad gótica? ¿Pensáis que la cosa haya sido discutida? ¿Pensáis [...] que se haya votado por el arte romano o el arte gótico? ¿que se hayan debatido los ábsides: ya redondos, ya poligonales? Contra esta 271

concepción “literaria” de la historia, quería “ver en ella un fenó­ meno elemental, inevitable, de impulso” . La historia, le replicaba a Klauss Mann, ¡no os debe nada! ¡Sois vos que le debéis todo! Ella no conoce vuestra democracia, ni el racionalismo que habéis quizás tan penosamente soñado, ella no tiene otro método, otro estilo que enviar en cada uno de sus giros un nuevo tipo humano sacado del inagotable seno de la raza, tipo que deberá hacer su cami­ no luchando, construir en la materia del tiempo la idea de su especie y de su generación, sin retroceder, penando, sufriendo como lo ordena la ley de la vida.119

Así, entonces, la historia producía los estilos o formas de arte como producía tipos humanos: sin discusiones, sin voto, sin recurrir a esta democracia que ella ignoraba, solamente obede­ ciendo a la ley de la vida. Es necesario subrayar que no era más que negando, contra toda evidencia, la fantástica amplitud de todos Los debates que habían precedido y acompañado cada vez la emergencia de las nuevas formas en el arte de Occidente, que Gottfried Benn podía reducir así la historia a un proceso pura­ mente orgánico, a la actividad productora de una matriz; que igualmente sólo negando de manera súbita todo debate interior en el artista, negando que cada palabra o cada pincelada puestas una al lado de otra resultaban cada vez de una aspiración a re­ solver una tensión, una cuestión, un conflicto, era que se podía identificar el nacimiento de un “estilo” con el nacimiento de un tipo biológico, según un proceso continuo de engendramientos violentos y necesarios. En 1943, a la hora en que cada uno en Alemania comenzaba a comprender que la guerra sería perdida y que el sueño nazi no se realizaría, Benn escribía Vida provocada, un texto extraño, habitado por una evidente decepción respecto del nazismo. Se retractaba a medias: las imágenes del gran sueño primordial po­ dían a veces devenir arte y se abría un espacio en este mundo, pero también a veces podían mantenerse simples pensamientos 272

y éxtasis. Felices los pueblos primitivos, cuyos trances colectivos y las drogas hacían nacer una “vida provocada”, ‘una realidad salida completamente pura del cortex”. En 1943, ninguna ley sin embargo le parecía dilucidar en la masa lo que llamaba entonces las imágenes endógenas, “última posibilidad que nos queda de felicidad”, entre las que eran llamadas a realizarse y las otras. Pretendía situarse a un nivel espiritual que “no admite realidad cualquiera sea, tampoco historia: en determinados intervalos de tiempo, eso es todo, ciertos cerebros realizan por reminiscen­ cia sus sueños, que son imágenes del gran sueño primordial”.120 “Eso es todo” : era como si ninguna instancia jamás decidiera cuáles imágenes tomarían duraderamente cuerpo, ni cuáles de­ bían permanecer latentes, como más acá de toda superficie visi­ ble. Debía ver más claro después de la guerra, cuando esta ley le pareció ser la, natural e histórica, de la violencia. Pues la necesidad de la violencia fue su última justificación, cuando al escribir Doble vida en 1950 recordaba la carta acu­ satoria de Klaus Mann y su propia tajante respuesta. Diecisie­ te años más tarde, era todavía la respuesta dada a la cuestión de saber “cómo procede la historia” la que podía justificar su adhesión al nazismo: “Es necesario decirlo, en una palabra y en el vocabulario actual: la historia no procede democráticamen­ te, procede por la violencia. Pero he aquí que somos llevados ante una pregunta insoluble: ¿qué es exactamente la violencia? ¿Dónde comienza? ¿Qué hace a su esencia? ¡Nacer también es violencia! ¡Violencia, la época glaciar! ¡Y las batallas entre ani­ males! ¡Y el exterminio del crimen! Toda policía de ciudad es violencia. Todo orden también” . A fin de cuentas, si se pensaba que el cristianismo - “religión de la humildad”- ha producido más víctimas “con sus guerras de religión, de papas, de empera­ dores, de los Treinta Años, sus inquisiciones, sus procesos por brujería, sus edictos” que dos conflictos mundiales, “ ...enton­ ces ¿qué? Es algo insoluble. Comprender no es más cuestión de pensamiento' .m Cinco años después de la caída del régimen nazi, la misma negación fundamental estaba entonces vigente: el hecho de que 273

la violencia comenzaba con el nacimiento y se acababa en todo especie de orden no era una pregunta dirigida a l pensamiento. Por allí Benn precisaba mejor aún que en los años treinta la naturaleza de la religiosidad del nazismo -la suya-, para la cual comprender no era un asunto del pensamiento sino que era ex­ perimentar en su cuerpo y en su alma su propia pertenencia al tipo de un cuerpo originario, a una sustancia soñada consagrada a la lucha por la realización de su visión. Benn había querido ver en el expresionismo el desplazamien­ to de la pregunta de Kant: ¿cómo es posible el conocimiento? Esta pregunta, decía, había sido retomada en el campo estético: “¿Cómo es posible la creación de formas? [...] Eso quería decir: ¡qué enigma, qué misterio, que el hombre haga arte, que tenga necesidad de arte, qué acontecimiento único en el corazón del nihilismo europeo!”. El nazismo le había inspirado una doble respuesta: “Siempre el arte fue nacimiento”,122 lo que suponía la violencia, pero también: “Toda eternidad desea el arte. El arte absoluto, la forma” ,123 lo que aportaba el reposo. La necesidad de arte era simple necesidad de eternidad y reposo, y toda la historia devenía historia de una lucha para ganar una tranquila eternidad. Esta lucha era siempre la de un cuerpo en el trabajo, ya fuese la guerra, la fábrica, sobre la mesa de escritura o sobre la mesa de parto. Pues el mismo trabajo de las palabras estaba todo al servicio de esta inmensa labor, de suerte que todo cuerpo pro­ ductor de palabras participaba de la producción de un nuevo cuerpo según el tipo originariamente soñado. A esta reducción del lenguaje a un fenómeno de producción y de reproducción biológica, Benn no había esperado la llegada al poder del nazismo para formularla, ya que desde 1930 quería comprender la poesía “como fenómeno de carácter primario en el interior del proceso biológico”.124 Fiel a sí mismo, invocaba tres años más tarde a Pavlov para afirmar que “la palabra es el estímulo fisiológico más fuerte que conozca el organismo, y, será necesario agregar, el más imprevisible” .125 En función de esta imprevisibilidad era que Benn justificaba el control y la censura que debía ejercer el nuevo Estado sobre el lenguaje: la libertad 274

de pensamiento era uno de los “grandes fantasmas de la época burguesa”, porque despreciaba ia imprevisibilidad inherente a los efectos del lenguaje sobre el cuerpo. Por ende, al afirmar: “La propaganda alcanza las células reproductoras, la palabra toca las glándulas sexuales”, enunciaba el corazón de su compromiso nazi, de su compromiso de escritor consciente de pertenecer a un cuerpo primordial, y consciente de deberle todo. Cuando decía que “en el fondo jamás había tenido para pensar más que la Historia, y sólo ella”,126 era entonces que pensaba elfondo: ja ­ más había habido historia de ningún debate porque no se sabría debatir en el interior de un proceso biológico; en síntesis, no ha­ bía historia más que de la naturaleza, porque la misma historia era un cuerpo natural, un cuerpo protoplásmico consagrado a la reproducción, pensando o soñando su propia reproducción. “El Ser, la Naturaleza: no hay explicaciones para arrancarle, ella es todo, me encomiendo a ella, que ella haga de mí lo que quiera, la celebro en todas sus obras.” 127 La Historia, según Benn, era el proceso de la reproducción natural soñándose - y del cual él mismo era no el sujeto sino el sueño y el instrumento.

Las imágenes bajo las palabras: la purificación Este deseo de un lenguaje, confundiéndose con la materia orgánica de la cual sería el sueño -u n sueño por el cual esta materia se regeneraría a sí misma-, en Hans Friedrich Blunck, presidente de la Cámara de literatura del Reich, se enunciaba claramente como deseo de terminar con la impureza no orgánica de la lengua materna. Acerca de la introducción de palabras ex­ tranjeras, de nociones extranjeras por las cuales se había preten­ dido instituir la igualdad en el seno del pueblo alemán, Blunck decía: El ensayo fracasó. En el futuro, procuraremos elegir otra vía: volver a la pureza de las imágenes que están bajo las palabras, accesibles a todo el mundo, y que deben ayudar —pueden hacerlo 275

de manera decisiva—a impedir que se forme de nuevo un prole­ tariado en las generaciones posteriores.128

Se hacía de la inevitable debilidad del lenguaje articulado para desprenderse del cuerpo, la justificación de su destrucción en nombre de la eficacia superior de las imágenes que le eran subyacentes. Un mismo pensamiento atravesaba y unía uno al otro los motivos del tipo, de lo orgánico y de una lengua que sería por fin restituida a su cuerpo, que sería finalmente natural. “La pureza de las imágenes bajo las palabras” devenía así una garantía contra toda degeneración proletaria, es decir, contra natura. La imagen bajo las palabras era finalmente convocada contra la racionalidad del discurso crítico por idénticos moti­ vos que la visibilidad pura era siempre preferida a lo legible: la palabra, había dicho Benn, ese estímulo fisiológico más fuerte que conoce el organismo, era también el más imprevisible y era por eso pasible de censura. La imagen, al contrario, no presen­ taba esa falta inherente al lenguaje: afectando miméticamente los cuerpos, actuaba sobre ellos por contaminación visible y en consecuencia los ordenaba siempre en el espacio de lo previsi­ ble y de la previsión. Modelo de la anticipación controlada y del engendramiento de lo mismo por lo mismo, era el lenguaje por excelencia del gobierno de los cuerpos. Cada uno lo había dicho a su manera, de Gottfried Benn a Carl Schmitt, Hitler o Schultze-Naumburg que, en el momento en que fundaba su “cultura de lo visible”, insistía sobre el hecho de que “el ojo no tenía necesidad de extraer su juicio del pensamiento lingüístico, en el cual estamos habituados a descubrir el único pensamiento ‘lógico’”.129 Restaurar la pureza del lenguaje bajo las palabras significaba reducir el lenguaje a su función asertiva más sumaria, de manera que cada uno de sus juicios parecían enunciar una realidad indiscutible. Eso significaba sobre todo reducir el len­ guaje a su dimensión arqueológica y etimológica, no haciendo más que una exhumación del etymos, de una verdad hundida en el mismo lenguaje. Por esta razón, esta lengua que Victor Klem­ perer llama la LTI {Lingua Tertii Imperii) 130 se presentaba como 276

la lengua de la reminiscencia. Ella debía llevar a los alemanes a las imágenes de su sueño común -las que Benn designaba como las “imágenes del gran sueño primordial”- , a las imágenes de ese sueño del cual Rosenberg decía que se había definido allí para siempre el destino alemán. El etymos del Tercer Reich, su parte más verdadera, la más auténtica y la más real residía en la “Uralter Traum, den wir geträumt” (“el más viejo sueño que hemos soñado”).131 Para devenir “destinai”, era necesario que esta lengua permaneciera en el más alto grado del punto mítico donde sueños y visiones adherían al cuerpo primitivo: entonces sólo ella reinstalaba al pueblo en su Uralter Traum - y en el mo­ vimiento que lo llevaba a realizar sus imágenes. Que el etymos caracterizaba un estado y un uso de la lengua que no están más vivos concordaba plenamente con esta compulsión del nazismo a resucitar el pasado. En la naturaleza del lazo que unía fantasmáticamente la pa­ labra a la imagen en una original sustancia soñadora y maternal, algo de esencial a la estructura del nacional-socialismo se da a comprender: su negación constante de toda pérdida del objeto amado. A la inversa del “pesimismo cultural” {Kulturpessimismus) que creía perdido ese objeto y afirmaba, como Spengler, el carác­ ter irreversible de la decadencia de Occidente, el nazismo afirma­ ba su saber de que el objeto amado era conservado en la lengua, en la sangre y en el suelo, en el arte y sobre todo en la especie {Art); la “ciencia” nazi no tenía otro rol que el de aportar las prue­ bas de que este objeto, lejos de pertenecer solamente al pasado, sólo estaba adormecido. Como lo señalaba Baldur von Schirach: “No hay nada más vivo en Alemania que nuestros muertos”.132 El inmenso trabajo de realización {Leistung y Verwirklichung) que llevaba a un pueblo hacia su Tercer Reich ideal era segura­ mente todo lo contrario de un trabajo de duelo. Era un trabajo de anamnésis que se afirmaba como la “fe” en su propio poder de despertar el objeto perdido. Para caracterizar el fascismo de Benn que participaba de un tal trabajo, Werner Hamacher forjó el término perfectamente adecuado de “necro-materialismo”.133 Hacer surgir en lo real ese objeto difunto que no sé encuentra 277

más que en el Wunschtraum, en el sueño y el deseo de resucitar al muerto, el nazismo habrá llamado a eso la realización concreta de la Idea, en un movimiento en el cual el objetivo era, como lo decía Rosenberg citando al Maestro Eckhart, “ser uno consigo mismo”. Ninguno de los numerosos ritos funerarios del nazismo, desde el del 9 de noviembre en la Feldherrhalle con su “llamado a los muertos” hasta las ceremonias anuales del congreso de Nuremberg, jamás apuntaba a hacer del duelo una parte cual­ quiera del “pueblo” sino que, al contrario, apuntaba a su cons­ tante restauración espectral. La apuesta no era pagar una deuda con los muertos a fin de que ellos no volviesen a perturbar el mundo de los vivos, se trataba para la Comunidad de supri­ mir su misma deuda volviendo a dar vida a sus muertos, exac­ tamente como Gottfried Benn buscaba hacer revivir la “masa protoplásmica”. La fuerza de la puesta en escena se concentraba en el “llamado” de los muertos por los vivos: allí se realizaba la autonomía de la Comunidad. Era un ritual de auto-apropiación por el cual la Comunidad se daba a sí misma su ley: la ley de restauración y resurrección de la “sustancia del pueblo”, de su reproducción en su reencarnación. Himmler la formulaba sin equívocos: “Un pueblo que cree en el renacimiento y que honra a sus ancestros - y se honra a sí mismo- tiene siempre niños y vive entonces eternamente”.134 Por esta causa cada una de las ceremonias funerarias del nazismo se presentaba como la autorememoración y la autoidolatría de la Comunidad. Si la unión de “sí” con lo que se le había separado requería más la vista que todo otro sentido, es que sólo ella parecía poder acreditar la “presencia real” del objeto perdido, su rigurosa con­ temporaneidad en los reencuentros del pueblo con la Idea in­ corporada y devenida visible. Las palabras, al contrario, podían siempre mezclar la restitución presente del espacio y del tiempo, haciendo pantalla a lo visible que mantenían a distancia, auto­ rizando la duda sobre su realidad, reintroduciendo la distancia temporal que la imagen anulaba. En el interior mismo de la Lingua Tertii Imperii, era necesario entonces resolver entre las palabras capaces de dar a ver el objeto 278

perdido ahora encontrado, y las que permanecían impotentes para hacerlo. Alfred Bäumler, uno de los filósofos atraídos por el régimen, hizo maravillas en ese sentido: No es absolutamente indiferente decir “Hitler” o “la Idea”. En todas partes donde se dice muy simplemente “Espíritu” o “Idea”, podemos concluir en la filosofía del idealismo sin ima­ gen (des bildlosen Idealismus), esta filosofía que pretende que la Idea en sí será más que un hombre, más que una realización ( Verwirklichung). [...] Hitler no es menos que la Idea —es más que la Idea porque es real (wirklich) Esta censura de las palabras a la que apelaba Gottfried Benn en razón de su carácter imprevisible, Bäumler pretendía ejercerla por la exclusión, fuera de la L. T.I., de las palabras “sin imagen” , que reenviaban a la invisibilidad de la Idea en lugar de reducir la distancia a lo real, permitir, por así decir, tocar lo real en su inmediatez. La superioridad de Hitler sobre la Idea era la supe­ rioridad del ideal concreto, a la vez simbólico y real: capturaba a su visibilidad haciendo una “falofanía” concreta,136 manifestan­ do la potencia restaurada. Que el Führer fuera comúnmente llamado el Salvador, cuya aparición fue preparada y saludada por la resurrección de todos los mitos del “emperador durmiente”, eso implicaba la nega­ ción viva de la pérdida del objeto amado. Que fuera designado como el artista de los artistas, capaz entre todos de restituir para su pueblo una “Alemania” que se creía difunta, eso lo ubica de entrada en el corazón de la tradición occidental que asignaba al arte la función decisiva entre todas de reparar la pérdida del objeto al representarlo, es decir, devolviéndolo a la presencia. La pintura, escribía Alberti, tiene en ella una fuerza completamente divina que le permite no solamente hacer presentes, como se dice de la amistad, a los que están ausentes, sino también mostrar después de muchos siglos los muertos a los vivos, de modo de hacerlos reconocer 279

para el más grande placer de los que miran, y para la mayor glo­ ria del artista. [...] Y el hecho de que la pintura haya represen­ tado los dioses que los hombres veneran, es preciso reconocer que es uno de los más grandes dones entregados a los mortales, pues la pintura ha así notablemente servido a la piedad que nos vincula a los dioses al retener los espíritus por medio de una religión intacta.137

El paso suplementario franqueado por el nazismo, nunca sa­ tisfecho de ese modo de presencia solamente simbólica del obje­ to perdido en la obra de arte, fue la puesta en marcha de todos los medios de la racionalidad técnica para darle cuerpo y vida en la figura del hombre nuevo. Correlativamente, despliega una violencia multiplicada por la técnica hacia todos los que eran susceptibles de poner en duda esta resurrección, en la raza y en el arte, del objeto perdido. “¡Ay de los que no tienen fe!”,138 no era una vana imprecación sino una sentencia de muerte pronunciada contra cualquiera, que rechazaba confesar su fe en la imagen, que no entraba en el proceso de autosugestión que debía restaurar la unidad per­ dida del Volk con sí mismo. Hitler, que apuntaba a una cultura “fundada sobre el espíritu griego y la técnica alemana”, había recordado en Mein K am pf que el objetivo del nazismo no era, “como en los partidos burgueses, la restauración mecánica del pasado, sino la erección en lugar del mecanismo absurdo del Estado actual de un Estado orgánico racista”. Para cumplir este proyecto de restauración orgánica del pasado, el Movimiento, decía, había desde su nacimiento adoptado “el punto de vista que su Idea debía ser propagada espiritualmente, pero que la protección de esta propaganda debía ser asegurada, si era nece­ sario, mediante la fuerza brutal” . Definía este proyecto como la réplica al (del) bolcheviquismo, calificado de “ Weltanschauung apoyada por el terror”.139 El terror nacional-socialista se ejercía entonces contra todos los que, en lo real como en lo imaginario, se oponían a su Wel­ tanschauung, a su compulsión a realizar la Idea, es decir, a la 280

erección artística de la figura que encarnaba el objeto perdido. “Todas las cosas se invierten, escribía Gottfried Benn, todas las nociones y categorías cambian de carácter en el instante mismo en que se las considera desde el punto de vista del arte, cuando es él quien las dispone, cuando es a su disposición que ellas se ponen”.140 De todas las inversiones generadas por la primacía del “punto de vista del arte”, la creencia en una reversibilidad posible del tiempo fue quizás la más esencial, puesto que en ella residía la condición de una dicha reencontrada. Un año antes del ascenso del nazismo al poder, Ernst Jünger había comprendido que esos efectos de inversión surgirían cuan­ do “el mundo del trabajo” fuera puesto conscientemente bajo la tutela del arte: “En el mismo instante en que tomemos concien­ cia de nuestra fuerza productora particular y hayamos alimen­ tado a las fuentes de otra naturaleza, una inversión completa de la visión de la historia, de la apreciación y de la administración de las performances históricas se volverá posible” .141 La “toma de conciencia” de la cual hablaba Jünger se confundía de hecho con el momento de la toma del poder que él sentía inminente. Ella se identificaba así a la empresa del arte, no solamente sobre el mundo del trabajo sino sobre la conciencia del tiempo y de la historia: “Es necesario [...] saber, agregaba Jünger, que el vence­ dor escribe la historia y determina su árbol genealógico” .142 El arte vencedor dictando su propia ley: tal fue también el sentido de la prohibición de la crítica de arte (Kunstkritik), por ordenanza de Goebbels fechada el 27 de noviembre de 1936 y su reemplazo por el “informe artístico” (Kunstbericht): las pala­ bras debían conservar intacta la pureza de la obra que “trabajaba en el sentido del Führer”, a fin de “dejar al público la posibilidad de formarse su propio juicio”.143 Eso significaba que la “imprevisibilidad” de las palabras no debía jamás hacer pantalla a los efectos de identificación esperada (“Nunca se sabe en qué manos va a caer un escrito”, había escrito Hitler).144 Además, explicaba un ideólogo, la crítica en su sentido moderno era una invención judía: su criterio de juicio no era más que la subjetividad, nun­ ca el interés superior de la raza. Puesto que “el interés general 281

primaba sobre el interés particular”, era necesario terminar con la Ich-Tyrannei des Kritikers, la “tiranía del yo del crítico”, este poder disolvente que desagrega la imagen de la Comunidad y hace dudar a esta de sí misma.145 xvn Como Hitler había confiado a Rauschning que “la concien­ cia es una invención judía”,146 le oponía a esta conciencia crí­ tica, llevada por las palabras, la soberanía del arte que impone el silencio: “Nada es más indicado para reducir al silencio al pequeño crítico que la lengua eterna del gran arte. Ante sus ma­ nifestaciones, los siglos se inclinan en un silencio respetuoso”.147 O también: “Lo bello debe ejercer su imperio sobre el hombre, tenerlo bajo su dominio” .148 Tal era entonces también el sentido de esta inversión radical de la cual hablaba Gottfried Benn o Jünger: el poder de hacer callar era presentado ahora como inmanente a la misma obra de arte, cuya ley propia se desplegaba en la destrucción del “yo del crítico” . El recurso a la fuerza era evidentemente el signo y la confesión de la incapacidad de la obra para identificar integral­ mente la Comunidad, para procurarle el goce prometido, en un silencio que la habría significado. Pero la debilidad de la obra era paliada por la fuerza de los hombres. Así se cerraba de nuevo el círculo del terror: los que confesaban su “fe” en el Artista y en el arte que debía regenerarlos eran los mismos que hacían callar a los incrédulos y a los degenerados. De suerte que ellos también, como el Artista mismo, dscargaban el martillo sobre la “parte más débil y carcomida” del pueblo para que al fin se levantara, despojada de las palabras de la conciencia crítica, la figura espléndida de la Comunidad. Se recuerda ese texto, dictado a ciertos escolares de Munich, que trazaba un paralelo entre la Pasión de Cristo y la del Führer: “Mientras que Jesús ha sido crucificado, Hitler ha sido promovido En cuanto a Goebbels, este era más directo: “¿Quién tiene el derecho a cri­ ticar? ¿Los miembros del Partido? No. ¿El resto de los alemanes? Ellos deberían considerarse felices de estar aún con vida. Sería un poco demasiado bello, si los que viven por nuestra voluntad tuvieran el derecho de criticar”; citado por H. Arendt, Le Système totalitaire, p. 260, η. 52. 282

Canciller”; a la ineficacia del sacrificio y de la muerte del primero se oponían la supervivencia y el triunfo del segundo. El mismo Hitler enunciaba con precisión el fundamento de su superioridad salvadora: “Suprimo el dogma del rescate de los hombres por la muerte de un Salvador divino y propongo un dogma nuevo [...]: el rescate de los individuos por la vida y la acción del nue­ vo Legislador-Führer, que viene a aliviar a las masas del peso de la libertad” .149 Mejor no se podía formular el lazo que unía la libertad a la pérdida del objeto amado. El pacto que ofrecía Hitler era claro: era al precio del renunciamiento a la libertad individual que el objeto perdido podía ser restaurado, restitui­ do y reinstituido como ley. En 1927, Hugo von Hofmannsthal había claramente defi­ nido lo que animaba a los miembros de la revolución conser­ vadora: “No es la libertad lo que partieron a buscar, sino los lazos [...]. Nunca la lucha germánica por la libertad ha sido más ardiente y en consecuencia más tenaz que la lucha que anima a millones de almas de la nación por el verdadero dominio, como este rechazo a rendirse a la coerción que no era suficientemente coercitiva” .150 Un siglo antes, Guizot ya había estigmatizado, en nombre de la razón, este deseo del hombre de encontrar “un poder que tuviera, para su obediencia, un derecho inmutable y cierto”, esta “esperanza de obtener al fin el amo que no podría perder, que jamás tendría necesidad ni derecho de renegar” .151 Lo mismo Carlyle, más tarde, veía en la Revolución Francesa “una rebelión invencible contra los soberanos de mentira y los amos de mentira”, lo que interpretaba “en tanto filántropo como una búsqueda, una búsqueda muy inconsciente pero muy seria, de verdaderos soberanos y de verdaderos amos” .152 Era porque él mismo percibía esta “búsqueda” como el mo­ tor de la mayor parte de las acciones humanas que Hitler podía pretender “aliviar a las masas del peso de la libertad”. Lo for­ mulaba a veces sencillamente con términos a los que el mismo Freud habría podido suscribir: “No hay cultura sin obligación ni renuncia del individuo a la libertad individual” .153 O también: “Toda la vida no es más que una perpetua renuncia a la libertad 283

individual”.154 Eso significaba también la condena a muerte de quienquiera prefiriera soportar “el peso de la libertad”, expo­ nerse a la duda al renunciar a la restauración del objeto. A la inversa, cualquiera entre el “pueblo elegido” que confesaba su “fe” en Hitler ganaba pronto la satisfacción de la certeza reen­ contrada. Como lo decía Robert Ley, el jefe del Frente del traba­ jo, la fundación (das Fundament) del edificio nacional-socialista era la fe, porque la fe en Hitler daba la fe en sí mismo y en su pueblo.155 Pero fue en Nuremberg donde Ley expuso muy clara­ mente cómo la fe aliviaba de la libertad: “Tenemos fe en Adolf Hitler y en su Idea. Esta fe se convirtió en obediencia. ¡Quien no obedece, no tiene fe!” 156 Esta era una réplica del Leviatán, que había hecho de la fe en Cristo y de la obediencia a las leyes las dos virtudes necesarias para la salvación.157 Este proceso se condensaba también en la célebre fórmula de Goering: “¡No tengo conciencia! Mi conciencia se llama Adolf Hitler”,158 que decía exactamente cómo la ley nazi era instaurada por esta “fe” . Es así que una nueva versión del “imperativo categórico en el Tercer Reich” fue elaborado en 1936 por Hans Frank, jefe del Derecho del Reich: “A cada decisión que tomáis, decid: ‘¿Cómo resolvería el Führer en mi lugar?’”. Hans Frank debía reformularla en 1942: “Actuad de tal manera que el Führer, si tuviera conocimiento de vuestros actos, los aprobaría”.159 El cristianismo, que volvía a trazar en la Pasión la pérdida del objeto por el cual el hombre está abandonado a su liber­ tad, había buscado hacer soportables esta pérdida y esta libertad por la certitudo salutis,160 la certeza presente de una salvación en el más allá. Más tarde se constituía la doctrina de la imagen como nueva encarnación del Logos, restauradora y reparadora, que renovaba la promesa y mostraba el camino. Mientras que el mundo había sido abandonado por la certeza de salvación prometida por un dios muerto, la fe en un dios vivo y visible -en su vida y en sus obras presentes aportaba la salvación aquí y ahora- podía descargar a menudo cada uno de los miembros de la Comunidad de su libertad de juzgar, aliviarlo de una elección que correspondía a la “decisión” permanente del Führer. 284

Pero para premio de su alivio, cada uno debía trabajar para producir la resurrección del pasado ideal, identificado al Volkgeist o al sueño primordial encamado por Hitler. Cada uno se transformaba así en “soldado del Führer”, realizando para y en su trabajo una Comunidad redimida por su guía. Era un proceso continuo de desculpabilización, de borramiento de toda deuda y de toda responsabilidad individuales, un proceso por el cual debía constituirse un pueblo del cual ninguno de sus miembros ya estaría dividido, ni socialmente, ni por el tiempo, ni por el es­ pacio, ni sobre todo por la conciencia. La producción del hom­ bre nuevo era un proceso de autopurificación, con la carga de realizar el fantasma de un hombre total, por fin liberado de la culpabilidad que le impedía hasta entonces acceder a lo divino.

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V Im

á g e n e s d e l t ie m p o n a z i:

ACELERACIONES E INM O VILIZACIO N ES

Existen dos pecados capitales en el hombre, en los cuales se originan todos los demás: impaciencia e indolencia. La impaciencia hizo que lo expulsaran del paraíso, al que no vuelve por culpa de la indolencia. Pero quizás no existe más que un solo pecado capital: la impaciencia. Por causa de la impaciencia lo expulsaron, por causa de la impaciencia no vuelve. Franz Kafka1

La Weltanschauung nacional-socialista se presentaba, se lo ha visto, como una estructura de anticipación constante del fin, que su Movimiento tenía por misión realizar. Por esta razón, sería engañarse no ver en su uso permanente del vocabulario religioso y, correlativamente, de la imagen redentora, más que la simple explotación cínica de un fondo cristiano siempre disponible. Más profundamente, el nazismo parece haber repetido la misma articulación, central al cristianismo, de la fe en la vista, en el seno de una misma estructura de anticipación que consti­ tuía la escatología cristiana. Que Hitler haya podido afirmar un día que “la fe” había “devuelto la vista” al pueblo alemán, eso es algo que no podría ser simplemente puesto en la cuenta de la “blasfemia consciente”: antes bien parecía responder entonces a la presión creciente de un movimiento escatológico que había ciertamente contribuido a suscitar, pero que lo había superado largamente. No es exagerado decir que el nazismo realizaba casi 287

exactamente la situación que había deseado, descripto y teoriza­ do Georges Sorel cuando, desde antes de la Gran Guerra, apela­ ba a un mito que, a semejanza del mito cristiano de la salvación, sería capaz de producir, por las imágenes más que por las pala­ bras, la aceleración de la marcha de las masas a la liberación.

Imagen y anticipación Dietrich Bonhoeffer había sabido reconocer para denunciarlo, el I o de febrero de 1933, la función de Mesías que asumía un Führer pretendiendo encarnar el Espíritu del pueblo ( Volksgeist), aportar con él un Reich “próximo al reino eterno” y comenzar a cumplir la última esperanza de cada uno. Pero es necesario recordar que una vez en el poder, el nazismo no debía cesar más ni de afirmar que había ya aportado a los alemanes la salvación esperada, ni de prometer simultáneamente una salvación que tardaba en llegar. El Tercer Reich se afirmaba eterno desde el ins­ tante de su nacimiento, pero exigía del Volkskörper la construc­ ción de la vida eterna. En la persona del Führer ofrecía al pueblo la restitución de su Espíritu y la encarnación del “alma eterna de su raza”, pero le ordenaba participar en la construcción del Reich eterno. Le ofrecía la salvación pero la salvación era algo siempre a ganar. La paradoja no era nueva, y la exposición del valor paradigmático del cristianismo a este respecto hace nece­ saria aquí una determinada reducción. Aunque Cristo hubo obtenido para los hombres “una reden­ ción eterna” (Heb 9.13) y que “devino para todos los que obe­ decían el autor de una salvación eterna” (Heb 5.9), los hombres después de la muerte de Cristo vivían todavía en la espera de la salvación: “Pues tenemos la esperanza de que seremos salvados” (Rm 8.24). La llegada del Mesías, acontecimiento visible en la historia, había, sin embargo, aportado la salvación individual: “He aquí ahora el tiempo favorable, he aquí ahora el día de la salvación” (2 Co 6.2). Rudolf Bultmann no ha cesado de subra­ yar esta paradoja de las primeras comunidades cristianas: “La 288

auténtica, la verdadera vida está ya presente”, pero la existencia cristiana es ante todo escatológica, “puesto que ella consiste en vivir del futuro”, de la segunda llegada de Cristo que determina el tiempo presente como un “tiempo entre dos”, entre “no más” y “no aún”.2 La historia se absorbía entonces en la escatología. La salvación, que la ley antigua había prometido para el fin de la historia, he aquí que la fe la acordaba ahora al creyente: la fe, y sólo ella, podía liberar de esta Ley que se estaba mostrando siempre impotente para asegurar la salvación (Ga 3). Sin em­ bargo, que la segunda llegada de Cristo, tan esperada, no se haya realizado muy rápidamente como ella había sido predicha, eso provocaba ciertamente entre los primeros cristianos, observa Bultman, “la duda y una gran decepción”. Si el desencanto no fue ni repentino ni universal, ello hace sin embargo necesario rechazar el momento de la parusía en un futuro indeterminado, exhortar a la paciencia y afirmar siempre más fuertemente el poder de la fe. Empezado con Pablo, ese movimiento se ampli­ fica hasta transformar profundamente la iglesia que, de comu­ nidad escatológica, devino una institución de salvación donde el culto afirmaba la presencia de Cristo, donde los sacramentos anticipaban el acontecimiento escatológico y garantizaban la salvación futura.3 Entre la primera y la sgunda llegada del Mesías, Pablo pedía “mucha paciencia” ante los peligros (2 Co 6.4) para sostener la esperanza, “pues marchamos por la fe y no por la vista” (2 Co 5.7). De inspiración paulista, la Epístola a los Hebreos iba sin em­ bargo a influir en esa relación de oposición de la fe con la vista. Lo que se presentaba en Pablo en una relación de disyunción radical se encontraba en efecto puesto aquí en una relación de dependencia temporal marcada: “La fe es una firme seguridad de las cosas que uno espera, una demostración de las que uno no ve. Por haberla poseído, los antiguos han obtenido un testimonio fa­ vorable” (Heb 11.1-2). La fe, confiada anticipación del porvenir, permitía siempre ver con antelación lo que aun no estaba: Abel, Enoch, Noé, Abraham y Sarah, “Es en la fe que todos ellos han muerto, sin haber obtenido las cosas prometidas; pero las han 289

visto y saludado a la distancia” (Heb 11.13). La fe era, en fin, lo que hacía actuar “con vistas a las cosas venideras” (Heb 11.20). En un mundo liberado de la Ley antigua pero siempre a la espera de la segunda llegada de Cristo, el vector temporal que ligaba la fe a la vista conoció una modificación importante, acerca de la cual Bultmann ha señalado la inscripción lexical desde el comienzo del siglo II: las palabras epipháneia (apari­ ción) yparousía (llegada), que primitivamente habían designado la llegada futura de Cristo, comenzaron a designar también su llegada a la tierra en el pasado.4 Era una respuesta a la duda que, después de haber tocado la epifanía prometida, se extendía ahora a la epifanía pasada. El reaseguro del momento fundador había devenido tan necesario como el del futuro. La misma ambivalencia del vector temporal iba pronto a afectar las primeras imágenes cristianas, que tanto reactivaban el pasado como anticipaban el momento de la salvación. Su súbita proliferación bajo los Severos, contemporánea o inmediatamen­ te posterior al nacimiento de la iconografía judía, fue el indicio de una competición entre las dos religiones de la salvación que habían hasta entonces permanecido anicónicas. Ambas buscaban fortificar la creencia en su fe, guiarla en la práctica de su religión. La comunidad judía era tolerada pero dispersada, la comunidad cristiana estaba bajo la amenaza de la persecución; la una y la otra, se ha supuesto con bastante verosimilitud, recurrrieron a las imágenes para asegurar y preservar la identidad de su fe en un mundo pagano fuertemente “iconizado”. Si no es necesario exa­ minar aquí las diferencias que, pese a los cambios y las influen­ cias recíprocas, afectarán más tarde los programas iconográficos de los lugares de culto judíos y cristianos, conviene sin embargo señalar una que parece esencial. Los programas cristianos consi­ deraban “la vida presente como una ofrenda al Señor en respuesta a la salvación concedida, cuyo cumplimiento era profetizado por el reino paradisíaco”. Con su contenido narrativo, los mosaicos provenían del altar situado en el ábside como el tiempo histórico provenía de la palabra de Dios.5 Allí, las imágenes del paraíso evolucionaron hacia un simbolismo eucarístico, de suerte que el 290

tiempo ya presente de la salvación individual fue confundido con el tiempo mesiánico futuro. En cambio, los programas de las si­ nagogas, que nunca eran narrativos, no se mostraban conformes en ver a la Tora como la única espera mesiánica.6 Si unas como otras se orientaban hacia el porvenir mesiánico, la iconografía ju ­ día lo presentaba como un acontecimiento colectivo concernien­ te a la vida terrestre al término de la historia, mientras que las imágenes cristianas tendían a identificar la salvación individual presente, acordada en el pasado por la encarnación del Logos y repetida ahora por los sacramentos, con la salvación final, en el momento de la parusía y del Juicio final qué daban acceso a la vida eterna. Esta contracción del tiempo encontró en Bizancio otra expresión visible, que Grabar señala como uno de los mayo­ res logros de la iconografía bizantina y uno de los más estables: sobre las cúpulas, más tarde en los tímpanos de las iglesias de Occidente, el Cristo Pantócrator figuraba simultáneamente al Hijo y al Padre.7 En esta puesta en imagen de la palabra de Cris­ to (“El que me ha visto ha visto al Padre” [Jn 12.45]) se afirmaba todo el poder de anticipación de la figuración. Mientras que el icono de Cristo había sido comprendido, a partir del siglo VI, como la reactivación de la encarnación pasada que la devolvía al presente, el Cristo Pantócrator proyectaba también al espectador en el futuro, al término de su vida terrestre: la ponía, a través de la encarnación representada, en presencia del Dios considerado invisible ante el Juicio final.8 Por la imagen, el cristianismo unía entonces lo que estaba separado: confundiendo el mediador con el Dios terrible, lo visible con lo invisible, concillaba el objeto de amor con el objeto de temor. La imagen contraía aquí la reme­ moración de un pasado bienaventurado y la anticipación de un futuro temido, reunidos en su pura presencia de imagen salva­ dora. Sin relato, ella se oponía a las imágenes narrativas como la eternidad se oponía a la historia. Parecía dotada de un poder de extensión infinito del presente. Porque contenía la amenaza de muerte que parecía suspender o diferir, ella afirmaba su poder protector; era un nunc stans que superaba la muerte, fuera del tiempo,, como un octavo día o “un domingo eterno”.9 291

Si la función que el cristianismo atribuía a la imagen conser­ va su valor de paradigma, eso fue en la medida en que él supo encontrar en ella una solución incomparable a la tensión de una existencia dividida entre una salvación ya dada y una salvación que faltaba ganar,10 entre el recuerdo desfalleciente de una feli­ cidad pasada y la aspiración a una dicha futura. Ya no era la fe la que suscitaba la imagen de lo que no estaba todavía, era la imagen la que sostenía la fe. El templo era la fábrica del hombre nuevo, el fiel que se hunde en el seno de una liturgia que le hacía revivir la totalidad de la historia de la Salvación, desde la reme­ moración de la Encarnación del hijo hasta la visión del Padre. Entonces, las cosas prometidas, de las cuales Pablo decía que la fe le permitía ver, pero de lejos y sin que ellas fuesen obtenidas, la imagen cristiana las hacía ya presentes y mostraba simultá­ neamente el camino que debía llevar allí. Así, la vida según la imagen era ya una vida en la imagen. El hombre nuevo estaba por llegar, pero estaba ya presente.

Aceleraciones En el seno de esta estructura de rememoración y de anti­ cipación, el deseo de acelerar el movimiento conduciendo a la beatitud eterna no fue evidentemente propio del nazismo, del cual cabe recordar que no innovó en nada, o muy poco. Este deseo, que aunque era constitutivo de la misma estructura, es­ tuvo siempre ligado a la inversión del orden establecido, cuyo carácter “mentiroso” o de “impostura” era percibido como un obstáculo al cumplimiento profético. Pero la mayoría de los milenarismos revolucionarios - y se sabe que el nazismo fue uno de sus avatares (hasta en el ascetis­ mo jactancioso del Führer), por la marginalidad de su recluta­ miento social originario y por la carga mística que se vinculaba al término de “Tercer Reich”- tuvieron sin embargo menos re­ cursos a la imagen que a la fuerza y a la violencia para acelerar el movimiento de la historia de salvación e instaurar más rápido 292

el reino de Dios sobre la tierra.11 La destrucción de las imágenes era, al contrario, a menudo comandado por el deseo de terminar con la impostura del orden que ellas representaban y sostenían. La coexistencia de la imagen con la fuerza que le asegura­ ba el poder había caracterizado mucho más hasta entonces a las monarquías y los imperios europeos; pero aliados o confundidos, los poderes espiritual y temporal se habían generalmente esforza­ do, por esos dos medios conjugados, en retardar por el contrario todo cambio histórico y en asegurar su propia estabilidad. Sin embargo, un nuevo sentimiento se apodera de la conciencia eu­ ropea inmediatamente después de la Revolución Francesa y del anuncio de “la muerte de Dios”: “Lo que antes iba al paso, hoy marcha al galope”, escribía Arndt en 1807.12 Era en sí misma que la historia parecía acelerar su ritmo. “Escribía historia antigua, notaba Chateaubriand en 1831, y la historia moderna golpeaba a mi puerta; en vano le gritaba: ‘Esperad, ya os atiendo’. Ella pasaba con el ruido del cañón, arrastrando a tres generaciones de reyes”.13 El mismo siglo X IX se ha descripto su “novedosa experiencia histórica de la aceleración” : las relaciones entre lo antiguo y lo nuevo parecen modificarse con una “increíble rapi­ dez”, el presente fue juzgado “demasiado rápido y provisorio” no solamente por proporcionar un punto de vista estable sobre los recientes acontecimientos sino más aun por esclarecer el porve­ nir que parecía tanto más inasible.14 Ese momento fue también donde la fe declinante en la Providencia, esta economía que era previsión divina, encontraba su relevo en la fe en un progreso que sería inmanente a la naturaleza, y que el conocimiento po­ día también acelerar para aumentar la felicidad terrestre hasta su perfección definitiva. Pero fue el fin del siglo X IX el que tuvo la intuición verdadera de la combinación de la imagen y del movimiento de la fuerza utilizadas como aceleradores históricos, cuando las primeras teo­ rías de una gestión de las masas mediante la imagen aparecieron durante los años 1890. Esta formalización teórica del lazo de las masas con la imagen se efectuó en Francia sobre todo, acerca de la cual Zeev Sternhell mostró que fue el verdadero laboratorio de 293

los fascismos del siglo XX. Gustave Le Bon en su Psicología de las multitudes (1895) y Georges Sorel en sus Reflexiones sobre la vio­ lencia ( I 9 O7 ) vieron ambos en la imagen la más poderosa fuente de movilización de masas. Si los dos combatían la democracia parlamentaria, el primero lo hizo en nombre del conservadorismo autoritario, rechazando ver en una asamblea parlamentaria otra cosa que una multitud sugestionable a la orden de las imá­ genes y al “simplismo de ideas”; el segundo, en nombre del sin­ dicalismo revolucionario que, por la imagen movilizadora de un “mito catastrófico” análogo al de los primeros cristianos, llegaría a “suprimir el socialismo parlamentario” que retardaba el movi­ miento de la historia. En ellos se reconocieron, de Mussolini a Hitler o de Wyndham Lewis a Carl Schmitt, todos los que acor­ daban más peso a la imagen que a las palabras para suscitar el movimiento acelerado de las masas. Este es el hilo que es necesa­ rio seguir un instante, sin preocuparse de los lazos que mantiene con el racismo y el nacionalismo de sus autores.15 Le Bon aseguraba que las multitudes, “en todas partes feme­ ninas”, “no podían pensar más que por imágenes, sólo se dejaban impresionar por las imágenes. Sólo las imágenes las aterrorizaban o las seducían, convirtiéndose en móviles de acción”.16 Pero era difícil de saber si entendía que en la imagen residía el principio inmanente capaz de poner la multitud en movimiento, o bien si pensaba que la multitud, siendo por naturaleza siempre “impul­ siva y móvil”, no esperaba de la imagen más que la dirección de su propio movimiento. Sin embargo, sosteniendo que las imá­ genes y las “palabras-imágenes” de los oradores o de los “con­ ductores” tenían la facultad de despertar los deseos inconscientes de la multitud, Le Bon afirmaba primero que ese despertar era un pasaje al acto que inducía la violencia: “Como el salvaje, [la multitud] no admite que algo pueda interponerse entre su deseo y la realización de ese deseo. Ella lo comprende aun menos si el número le da el sentimiento de un poder irresistible”.17 Entre la multitud y la realización de su deseo inconsciente, la imagen que la hacía consciente profundizaba entonces una insos­ tenible diferencia. Si la imagen era generadora de violencia, era 294

porque ella suscitaba, como un automatismo, el deseo de colmar esa diferencia. Así, la multitud devenía el agente del movimien­ to de autorrealizacíón efectivo y violento de la misma imagen. Esta extrema sensibilidad de la multitud a la orden de la imagen la hacía socialmente amenazante, puesto que toda imagen refle­ jando su deseo era susceptible de desencadenar inmediatamente ese proceso violento de realización. Por primera vez sin duda la imagen era concebida como el más eficaz acelerador de pasiones correspondientes a “la era de las multitudes”. Es muy exactamente sobre esas tesis que Georges Sorel iba a fundar, diez años más tarde, su teoría de los “mitos sociales”, ca­ paces de generar la violencia que él pensaba necesaria para el ac­ ceso más rápido del Occidente europeo al verdadero socialismo: El lenguaje no habría de bastar para producir tales resultados de una manera segura; es preciso llamar a los conjuntos de imá­ genes capaces de evocar en bloque y por la sola intuición, antes de todo análisis reflexivo, la masa de los sentimientos que co­ rresponden a las diversas manifestaciones de la guerra entabla­ da por el socialismo contra la sociedad moderna”.18

Se encontraba en Sorel la misma fascinación que en Le Bon por la reducción del pensamiento lingüístico a la imagen. Pero lo que permanecía para este como fuente de pavor y de despre­ cio con respecto a la multitud, devenía para Sorel una apuesta de la razón: era la “virtud secreta” que animaba las masas y hacía progresar la historia. El “mito socialista” era entonces para Sorel una “organización de imágenes” cuyo valor era primero instru­ mental; ella se presentaba como “un medio de actuar sobre el presente” .19 El, que no hablaba del mito más que en términos de “imágenes motrices” , reconocía voluntariamente su deuda respecto de Bergson. Era en su escuela que había aprendido que la percepción no apuntaba en modo alguno al conocimiento desinteresado, a una contemplación cualquiera, sino que ella era ya de naturaleza propiamente activa. La actualidad de nuestra percepción, decía Bergson, consiste “en los movimientos que la 295

prolongan”: “el pasado no es más que idea”, pero “el presente es ideo-motor”.20 Era sobre esta motricidad propia al presente de la imagen que Sorel se fundaba para producir “la marcha a la liberación” de las masas.21 Pero importaba demasido poco a sus ojos “saber lo que los mitos encierran de detalles destinados a aparecer real­ mente sobre el plano de la historia futura; no son almanaques astrológicos; puede incluso llegar a que nada de lo que encierran se produzca -com o fue el caso para la catástrofe esperada por los primeros cristianos” .22 Si este escisión entre los fines anunciados y los fines realizados carecía de importancia es porque el fin del mito era “actuar sobre el presente”. Compartiendo la admiración de Sorel por el “pesimismo plenamente desarrollado y completamente armado” del cristia­ nismo primitivo,23 el fascismo de Mussolini se inspiró conscien­ temente en su concepción del mito apocalíptico constituido de “imágenes motrices” poniendo en movimiento las masas hacia la liberación prometida. En el discurso que hizo en el otoño de 1922, poco antes de la Marcha sobre Roma, Mussolini de­ claraba: “Hemos forjado un mito, el mito es una fe, un noble entusiasmo, no tiene necesidad alguna de ser una realidad, es un impulso y una experiencia, una fe y un coraje. Nuestro mito es la nación, la gran nación de la cual queremos hacer una realidad concreta”.24 Citando estas frases en un capítulo de Parlamenta­ rismo y democracia (1923 y 1926) que consagraba a las “Teorías irracionales del empleo inmediato de la violencia”, Carl Schmitt analizaba largamente las Reflexiones sobre la violencia de Sorel. Concedía la razón a Wyndham Lewis que veía en él “la clave de todo pensamiento político de hoy”, antes de concluir que “el mito más poderoso resid[ía] en el mito nacional”, el que se fundaba sobre “las representaciones de la raza y de la descenden­ cia” sobre la lengua, la tradición, la conciencia de una cultura común y de una comunidad de destino. Todo eso le parecía de­ ber generar la oposición de naciones maduras cada una por su propio mito, y esas religiones nacionales constituían quizás, por la teología política que defendía, el peligro de un nuevo politeís296

mo. Pero el mito era una realidad que no se podía ignorar, tanto que atestiguaba que “la era de la discusión” había pasado.25 En cuanto al nazismo, es necesario recordar cómo, en los comienzos del régimen, Rosenberg se alegraba de que la nación alemana hubiera por fin encontrado “su estilo de vida” : “Es el estilo de una columna en marcha, y poco importa hacia qué destino y por cual finalidad esta columna está en marcha” .26 Lo que aquí se expresaba pertenecía evidentemente también al momento “revolucionario” del Movimiento, el que se asignaba como objetivo inmediato el “despertar” de Alemania. Pero el mito nazi no era el de la nación, cuya realización concreta no entrañaba necesariamente la destrucción del otro; era el mito de la única raza encarnando el “genio creador”, pronto efectuándo­ se en la autopurificación homicida. La naturaleza escatológica del proceso iniciado conducía aquí no a una eterna puesta en marcha, sino a la puesta en marcha acelerada del Volk hasta su inmovilización en la eterna pureza esperada, y que Hitler deno­ minaba “la inmortalidad visible de la nación”.27 El Führer jamás dejó de expresar su sentimiento de que tenía el tiempo contado para realizar la misión de la cual se sentía in­ vestido. En la primavera de 1932, cuenta Fest, Hitler declaraba “que no tenía más tiempo de espera, que no tenía un año para perder. Es necesario que tome rápidamente el poder para estar en condiciones de cumplir en el tiempo que me queda el gigan­ tesco trabajo que me incumbe. ¡Es necesario! ¡Es necesario!”28 Se quejaba sin cesar de no tener “mucho más tiempo” y temía “desaparecer pronto” . Podía maravillarse de los progresos de la ciencia médica que hacían más rápidos los cuidados capaces de prolongar la vida. Habiendo creído en un momento que te­ nía un cáncer de laringe, se interesó particularmente en el tra­ tamiento de esta enfermedad. “El radio, aseguraba un día, ha devenido totalmente inútil para su tratamento a causa de una notable invención que emplea una suerte de rayos X; una apli­ cación de diez a quince minutos sobre el foco del mal basta” .29 Otra vez se mostraba irritado por la resistencia que oponía la Iglesia por sus dogmas a la evolución: “La humanidad progresa 297

con una lentitud que avergüenza” . Otra observación donde se leía toda su angustia de no poder jamás ver lo que llamaba “el cumplimiento de su Obra”: “Uno se pone a menudo a deplorar vivir en un tiempo donde no se percibe muy bien la forma del mundo futuro” .30 La Weltanschauung de Hitler y sus “visiones” pre-realizadas en la imaginería nazi no solamente anticipaban “la forma del mundo futuro“ y aliviaban la espera, también debían acelerar su realización bajo el modo que era el que él mismo reconocía en la imagen de la publicidad, como le confiaba a su entorno una tarde de 1942: El Führer habla a continuación de las virtudes de la propa­ ganda. Durante todo un año, la casa Odol fija solo su nombre [bajo la imagen de un frasco], sin comentario, sobre los muros de su pequeña ciudad —y cada uno, intrigado, se pregunta lo que significa. Luego, cuando ese nombre y el frasco bajo el cual se encontraba hubieron devenido muy familiares, aparece el comentario: “Odol, la mejor pasta dentífrica”. El éxito fue ful­ minante. Tal propaganda no debía ser prohibida como judía. Al imponer un artículo muy útil en sí, ella ahorra el trabajo de toda una generación”.31

En ese apólogo irrisorio y quizás inventado, Hitler expo­ nía sin embargo algunos principios mayores de su visión del mundo, siempre determinado por la fascinación del “éxito ful­ minante” . Por su valor simbólico merece detenerse en él un ins­ tante. Dscribiendo la fabricación de la “atención expectante”,32 de una situación de espera productora de movimiento, decía primero cómo la propaganda publicitaria y comercial actuaba exactamente como el “mito social” que había descrito Sorel. En segundo lugar decía cómo la imagen, despertando el deseo, en­ gendraba al hombre nuevo tomando cuerpo en el pasaje al acto de compra, en la apropiación de un objeto y un nombre. Su­ brayaba por fin “el ahorro del trabajo” que resultaba del proceso mismo de sugestión. 298

Este último punto tiene su importancia: el ahorro no concer­ nía evidentemente al trabajo necesario para la adquisición del producto, sino el que habría debido proporcionar la empresa para venderlo, si ella no hubiera echado mano al poder de la imagen. El punto de vista económico que desarrollaba Hitler ante los miembros de su cuartel general era el del jefe de em­ presa, preocupado de aumentar el poder con una inversión de energía mínima que correspondía a su propia holgazanería. Pero si la imagen podía producir la más grande plusvalía, era, precisa­ mente, ahorrando el trabajo “de toda una generación” . El poder milagroso de la imagen se debía también entonces a esta acele­ ración: entre el instante seminal de la aparición de la imagen y el nacimiento del hombre nuevo, la función productora de la mediación maternal devenía inútil. (Oscar Wilde parecía tener razón: el arte creaba un tipo que la vida, “como un editor in­ genioso”, se esforzaba por reproducir bajo una forma popular.) Es que la imagen publicitaria devenía ella misma la mediación productora que aseguraba, al mismo tiempo que la transmisión del nombre, su propia perpetuación. Pero era de motivación de masas que se trataba ante todo: sin su puesta en movimiento, nada podía advenir. Tras el pe­ ríodo de atención expectante, el deseo despertado en ellas era, aquí también, de purificación: Odol prometía lavar mejor sus impurezas a cualquiera que se dedicara a las abluciones sagradas efectuadas en su nombre. Desde el punto de vista de las masas puestas en movimiento por la imagen, el principio de economía tampoco era indiferente. Muy banalmente, Hitler consideraba que “la imagen bajo todas sus formas, hasta del film” , tenía más poder de persuasión que un texto escrito, incluso reducido a la proclamación en un cartel: Allí el hombre debe también hacer intervenir menos su razón; le basta mirar, y leer a lo sumo los textos más cortos; serán mu­ chos los que estarán antes bien prestos a asimilar una demos­ tración por la imagen que a leer un escrito más o menos largo. La imagen aporta al hombre en un tiempo mucho más corto, 299

quisiera decir, casi de un solo golpe, la demostración que él no podría sacar de un escrito más que por una fatigosa lectura.33

A las masas deseosas de acceder al conocimiento de un mun­ do mejor, la imagen aportaba entonces el evidente beneficio de ahorrarles trabajo y fatiga intelectuales. La inmediatez de la de­ mostración aportaba por otra parte una incomparable ganancia de tiempo, suscitando fácil y rápidamente la fe en ese mundo anunciado. “¡He aquí lo que llamo la publicidad!”, había excla­ mado Hitler en Viena ante la imagen de una mujer “de larga cabellera de Lorelei”, ponderando su pomada milagrosa. “De la propaganda, había agregado, es preciso llegar a hacer una fe, a fin de que no se distinga más lo que es del resorte de la imagina­ ción y lo que es realidad. [...] La propaganda es la base esencial de toda religión, se trate del cielo o de pomada capilar” .34 En esta época, él mismo había probado el afiche publicitario: para suscitar la fe en las virtudes del betún Nigrin, había sabido no usar las palabras más que para prolongar el brillo de una bota resplandeciente .xvni Aquí también, la fe despertaba ahora el deseo del objeto dan­ do acceso a ese mundo distinto. Sin embargo, siendo lo pro­ pio del deseo no encontrar jamás su entera satisfacción en la adquisición inmediata era inevitable una cierta decepción. El movimiento de masas que había suscitado la imagen-mito podía entonces convertirse sea en rebelión, sea en trabajo. Bajo el Ter­ cer Reich, o bien la fuerza y la tensión orientaban la violencia de la rebelión hacia los que eran designados como los que obstacu­ lizaban la realización acabada del deseo, o bien ellas reprimían el movimiento que no era convertido en trabajo, asegurando así la omnipotencia de la imagen. El movimiento del trabajo hacía ciertamente posible el acceso al mundo omnipotente de la imagen, pero lo difería en el tiempo. Si la salvación estaba ya acordada por la sangre a la raza creadora, la santificación del “trabajo creador” fue para el nacional-socialismo XVIII

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Pnce, A dolfHitler, The Unknown Artist, n° 320. 300

el instrumento y el garante de la salvación futura. Bastante rápi­ damente, sin embargo, la entrada en la imagen no fue reservada más que para algunos raros elegidos. Desde 1933, la política del resultado y el rendimiento {Leistung) en el trabajo instauraba los concursos profesionales del Reich {Reichsberujswettkampf), cu­ yos “laureados eran tratados como los campeones de los Juegos olímpicos o como los grandes actores de cine, conducidos con gran pompa a Berlín y fotografiados a los costados de Ley y de Hitler en persona” .35 En el sistema de selección y competición desarrollados, el trabajo más intenso podía entonces acelerar la entrada en el mundo de la imagen, el mundo de los dioses vivos. Allí, el Führer del partido y de Alemania aparecía también como el Führer de la Comunidad de trabajo (Arbeitsgemeinschaft) de los alemanes. La propaganda no construía entonces un mundo diferente del mundo real: en ella estaba, al contrario, su esencia, al revelar la estructura y al dar la imagen purificada. Este “modernismo reaccionario” se presentaba explícitamen­ te en Jünger como un proceso de aceleración. Pero era un movi­ miento que debía anularse y reconducir al estado de reposo que le era inmanente: “Más nos consagramos al movimiento, más debemos estar íntimamente persuadidos de que detrás de él se oculta un Ser calmo, y que toda aceleración de la velocidad no es más que la traducción de una lengua original imperecedera” .36 A la víspera del ascenso de los nazis al poder, este movimiento le parecía ser el de un combate que no podía “ser interrumpido a voluntad”, pero que poseía “sus objetivos firmemente delimi­ tados” . Sin embargo, solo una elite tenía según él la conciencia clara de esos límites rigurosos, de suerte que la potencia de la co­ rriente que llevaba a las masas ciegas en la “movilización total” justificaba que la responsabilidad de ese movimiento sin retorno incumbía sólo a la elite: “Más los ‘individuos’ y las masas son dejados, más aumenta la responsabilidad que toca sólo a algu­ nos. No hay salida, ni atajo ni vuelta atrás; importa antes bien intensificar la fuerza y la velocidad del proceso donde estamos apesados. Es entonces bueno presentir que bajo el exceso diná­ mico del tiempo se oculta un centro inmóvil” .37 301

Jünger habría deseado tener sobre sus semejantes la mirada del entomólogo sobre las especies desaparecidas. Su odio frío provenía de la imposibilidad humana que él encontraba de “con­ templar su tiempo con los ojos de un arqueólogo al cual su sen­ tido secreto se manifiesta”. Deseaba “una mirada liberada por su distancia cósmica del juego contradictorio de los movimien­ tos”; pero una tal mirada no era accesible más que a un “realis­ mo heroico”, el único que podía permitir “no ser solamente un material sino también el portador del destino”. Concebirse a sí mismo como “representante de la Figura del Trabajador”, única forma verdadera de la voluntad de poder, era comprender que “toda exigencia de libertad en el seno del mundo del trabajo no es entonces posible más que si aparece como exigencia de traba­ jo”. Contra los que, al trasponer “la maldición bíblica en la rela­ ción material entre explotadores y explotados”, no buscaban más que liberarse de un mal y no concebían así más que una libertad negativa, apelando a una concepción más elevada, digna de la “edad del Trabajador” donde, bajo la determinación del arte, [...] no pueda existir nada que no se conciba como trabajo. Trabajo es el ritmo del puño, de los pensamientos, del corazón, la vida del día y de la noche, la ciencia, el amor, el arte, la fe, el culto, la guerra; trabajo es la vibración del átomo y la fuerza que mueve las estrellas y los sistemas solares.

Consciente de encontrarse “en la bisagra de transformaciones tales que ningún redentor jamás osa soñar”, Jünger soñaba con un espacio “donde el trabajo ocupa un rango cultual”, y que el resultado (Leistung) expresaría en su totalidad. Entonces se acla­ raría lo que anunciaba ya el deseo de perfección en la técnica: “el relevo de un espacio dinámico y revolucionario por un espacio estático y extremadamente ordenado”, cumpliendo un “pasaje del cambio a la constancia”.38 Ese fue exactamente el sueño que intentó realizar el nazismo.

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Artistas, trabajadores y soldados: la movilización total La noción de “trabajo creador” se situaba seguramente en el corazón del sistema nacional-socialista en su conjunto. De un lado, pretendía fundar el racismo nazi en la oposición del ario “creador de cultura” al judío “destructor de cultura”; del otro, formulaba la transformación profunda de la noción mis­ ma de trabajo que el nazismo intentaba operar. Pues el régimen no cesaba de glorificarla: gracias a él, el trabajo se aligeraba del peso de la maldición bíblica para identificarse plenamente con la actividad artística. Toda actividad laboriosa se inscribía desde entonces en el vasto proceso de autorredención de la raza, bo­ rrando la falta y la culpabilidad en el mismo movimiento que construía sobre la tierra la ciudad de Dios. Entre estos dos tér­ minos de la falta y la redención, el pueblo en su movimiento se constituía como Arbeitsgemeinschaft, “Comunidad de trabajo” formándose a sí misma, dibujando sus propios contornos por su propia actividad. Fue quizás Gottfried Benn el que formuló más claramente cómo un trabajo identificado con el arte contenía un incompa­ rable poder de “liberación” respecto de la Ley antigua. El 1° de mayo de 1933, cuando la primera Fiesta del trabajo, que fue in­ mediatamente seguida de la disolución de los sindicatos, Benn anunciaba la buena nueva: La fiesta del Trabajo nacional y el arte, ¿qué tienen de común en­ tre ellos? Los vibrantes impulsos de esta jornada ¿pueden actua­ lizar el arte, el arte de leyes severas, de las lentas maduraciones? El arte se siente actualizado siempre, estimulado en todas partes donde percibe la grandeza, sea en la naturaleza o en la historia, y he aquí un gran momento histórico; el trabajo va a ver limpiar­ se esta mancha de ser un yugo, ese carácter de castigo, de mal proletario que lo ha afectado estos últimos decenios, y se celebra en él la alianza del pueblo, el pacto de una Comunidad en tren de nacer, se celebra en él esta virtud creadora que, a través de la serie íntegra de todas las transformaciones de los pueblos, no 303

ha cesado de forjar la sociedad humana en unidades culturales siempre nuevas, arrancadas a la historia por el trabajo.39

Momento histórico en efecto si por su virtud creadora, el tra­ bajo podía por fin rescatar el mal proletario y “actualizar” el arte arrancando a la historia el nacimiento de una Comunidad nueva, desembarazada de toda mancha. Desde su programa de 1920, el Partido nacional-socialista de los trabajadores alemanes había pura y simplemente asimi­ lado todo trabajo a una actividad creadora: “La primera obli­ gación de cada ciudadano es la de crear, por el espíritu o por el cuerpo” .40 Y Hitler en su discurso del I o de mayo de 1933, asignó al trabajo las mismas tareas que debía asignar al arte en los meses siguientes: la autoformación, la autopurificación, y la autoliberación del pueblo alemán. “También sabemos que todo trabajo humano será finalmente vano si no está iluminado por la bendición de la Providencia. Pero no somos de los que se entregan perezosamente al más allá. El pueblo alemán ha adve­ nido a sí mismo. No tolerará más en él a los que no están por Alemania. [...] El pueblo alemán ha advenido a sí mismo. Ya no tolerará en él a aquellos que no luchan por Alemania. [...] No imploramos más al Todopoderoso diciendo: Señor, libéranos. Queremos actuar, trabajar [...].”41 Como el arte, el trabajo se transformaba en un proceso de autopurificación y de autoliberación del pueblo alemán, hic et nunc. Devenía un movimiento continuo de Entscheidung, de “decisión” tajante por la cual se separaba al presente de la maldi­ ción pasada y dibujaba su figura del porvenir. El 24 de octubre de 1934, Hitler daba por objetivo al Frente del trabajo, a la cabeza del cual había colocado a Robert Ley, “la formación de una verdadera Volks-und Leistungsgemeinschaft (Comunidad de pueblo y de resultado) de todos los alemanes”.42 Si había escrito en Mein K am pf que “la idea del trabajo creador ha sido y será siempre antisemita”,43 eso significaba primero que el movimien­ to del “trabajo creador” aseguraba al pueblo la liberación de la Ley antigua y la conquista de su autonomía. Pero “Arbeit macht 304

fre í’ (“El trabajo libera”), la inscripción que coronaba la entrada del campo de Auschwitz, significaba no solamente la destruc­ ción de los judíos que encarnaba esta Ley —“Arbeit macht JudenfreiK’ (“El trabajo elimina a los judíos”)—, sino que también, puesto que “el Judío reside siempre en nosotros”,44 puesto que “mientras no hayamos aniquilado al Judío en nosotros mismos nuestra supervivencia estará en juego”,45 eso significaba llegar al extremo de “Arbeit macht Menschenfrei” (“El tabajo elimina a los hombres”), a la autodestrucción de los alemanes en la pureza de la Idea realizada. Durante un discurso intitulado “¡Nuestra Comunidad debe ser nítida, limpia y bien dispuesta!” Robert Ley subrayaba hasta qué punto “el trabajo y el arte pertenecen el uno al otro”, porque “provienen de una sola raíz: de la raza” .46 Más tarde, cuando se tra­ tará de “defender la Comunidad de raza”, Goebbles insistirá sobre la identidad de combate del soldado, del trabajador y del “creador de cultura”: “El arte no es un divertimento del tiempo de paz, sino que es también un arma espiritual y cortante para la guerra”.47 El 15 de octubre de 1933, la puesta de la primera piedra de la Casa del arte alemán de Munich era saludada en térmi­ nos que significaban claramente que el partido era tanto el del arte alemán como el de los trabajadores alemanes: “El día del arte alemán, había declarado el Gauleiter adjunto Nipold, ser­ virá para restaurar la vida cultural de la Comunidad y nues­ tro sentimiento de la Comunidad. Por esta razón su valor ideal no lo sitúa después del Día del trabajo alemán [Io de mayo], sino que debe hacerlo y lo hace su complemento necesario” .48 El nacional-socialismo hacía sin embargo mucho más que so­ lamente “completar” la glorificación del trabajo nacional por la del arte nacional: los unía en un solo y mismo culto del cual los servidores eran primero soldados, fuesen ellos militares, artistas o trabajadores. “Para ver la palabra ‘trabajo’ en su sigifcación modificada, había escrito Jünger, es necesario contar con nuevos ojos.”49 Esos ojos eran los de los artistas capaces de proporcionar al pueblo una mirada que tuviera a la vez el “realismo heroico” y el “romanticismo de acero” de Goebbels. 305

“El trabajo ennoblece” (Arbeit adelt) era uno de los slogans del régimen a los cuales pintores y escultores podían cómoda­ mente dar cuerpo. A excepción de algunas figuras campesinas solitarias como las del labrador de Werner Peiner esculpiendo la Tierra alemana con la cual hace cuerpo [fig. 88] o la de E l Fo­ rrajero de Heinrich Beram [fig. 89], dominando con su esfuerzo sublime el paisaje alemán, los pintores preferían generalmente entregar imágenes del trabajo colectivo de familias o de comu­ nidades campesinas. O bien optaban por otras formas de la ac­ tividad laboriosa, donde la repetición rítmica, de un cuerpo al otro, de los gestos del trabajo figuraba la “tipificación” de la Co­ munidad actuando. Fuerza unificada de Ria Picco-Rückert [fig. 9 0 ] mostraba así la construcción de una vía férrea mediante la conjunción de energías de cuerpos congregados. El “romanticis­ mo de acero” devenía evidentemente más manifiesto con Lam i­ nador de Arthur Kam pf [fig. 91], del cual Werner Rittich decía que revelaba “una nueva relación con el trabajo”. “ [...] Tanto por la fuerza poderosa de los trabajadores como por la atmósfera alrededor de la obra, es un símbolo que concentra la voluntad de trabajo y el elevado resultado {Leistung}".50 El combate victo­ rioso contra la materia en fusión abarcaba simultáneamente San Jorge derribando el dragón y el drama wagneriano. Pero era en la representación de los paisajes industriales que la pintura, más allá de toda mitología tomada del pasado, produ­ cía la verdadera imagen que el nazismo, a partir de 1939 sobre todo, entendía dar al mito moderno del trabajo. Lo que mostra­ ban Barco en construcción de Curt Winckler [fig. 92], La fábrica Hermann-Göring en construcción de Franz Gerwin [fig. 93], La refinería de carburante de Richard Gessner [fig. 94] o La Gran Coquería con sus instalaciones anexas de Dirk Van Hees [fig. 95], no era tanto que “el trabajo concreto permanecía invisible”51 sino la desaparición de los mismos trabajadores -sea que ellos fuesen englutidos por un medio técnico de dimensiones gigantescas, sea que estuviesen totalmente ausentes. Una vez más, la imagen más que disimular la realidad no decía la verdad del sueño nazi. En 1937, la revista Kunst und Volk {Arte y Pueblo) hacía el elogio 306

88. Werner Peiner: Tierra alemana (óleo sobre tela), 1933.

89. Heinrich Berann: E l Forrajero (óleo sobre tela), c. 1943.

90. Ria Picco-Rückert: Fuerza unificada (óleo sobre tela, 160 x 200 cm), 1944.

91. Arthur Kampf: Lam inador (óleo sobre tela), 1939.

92. Curt Winckler: Barco en construcción (litografía), s.f.

93. Franz Gerwin: L a Fábrica Hermann-Göring en construcción (óleo sobre tela, 180 x 150 cm), 1940.

94. Richard Gessner: La Refinería de carburante, 1941.

95. Dirk Van Hees: L a Gran Coquería con sus instalaciones anexas seca), s.f.

de la “obra humana en la cual los menores rincones hablan del trabajo sin que veas al trabajador”.52 El ideal al que apuntaba el culto nacional-socialista del trabajo era el de una total absorción de los trabajadores en la Obra productiva que hablaría en nom­ bre de la Comunidad. Los “soldados del trabajo” de Robert Ley llevaban la huella del tipo, tan cara a Wolfang Willrich, Walther Darré o Ernst Jünger, en el cuadro de Ferdinand Staeger que tenía por título Wir sind die Werksoldaten (Somos los soldados de la obra) [fig. 96A-B], En su marcha ascendente y ritmada, destacándose sobre el cielo del Tercer Reich, “la nueva nobleza del trabajo” llevaba la pala como se lleva un fusil: el Frente del trabajo comprometía el mismo combate que el de los camaradas soldados por la Alemania eterna. A través de ese combate se forjaba el anonimato de rostros y cuerpos, testi­ moniando cuánto “el arte progresa de lo individual a lo típico” .53 El escultor Fritz Koelle se había especializado en la represen­ tación de la figura del trabajador. Desde el fin de los años veinte, dirigía a la clase obrera una mirada siempre más heroica. Mine­ ros, trabajadores de altos hornos, de acerías y de lamineras no tenían el mismo rostro pero estaban todos tallados con la misma determinación. “Ellos hablan de la seriedad del trabajo”, escribía Ernst Kämmerer: Los hombres de Koelle están como impregnados del trabajo. Es cierto que sin el trabajo ellos tendrían otros rostros y otras for­ mas. A lo largo de días, meses y años, han sido modelados por el trabajo

Han devenido hombres de hierro. La tenacidad,

el endurecimiento, la inflexibilidad son sus virtudes. Muestran lo que puede hacer el hombre. Son gigantes. Un rostro vale por muchos otros (Ein Gesicht stehtfür viele). Es la misma voluntad dura que vive en todos los rostros.54

Pero la expresión de esta “dura voluntad” crecía con los años: sus Mineros de los años veinte no superaban casi un metro de al­ tura; en 1932 su Maestro deforja alcanzaba dos metros, en 1937 el Minero del Sarre tres; fue suplantado en 1939 por un Flotador 311

del Isar de tres metros sesenta de altura [fig. 97]· Más monumen­ tal era el cuerpo del trabajador, mejor significaba el borramiento de los trabajadores en su combate por la Obra: “Pues es de un combate que hablan estas figuras, agregaba Kammerer. Como existe el soldado desconocido, existe también el Trabajador des­ conocido. El escultor Fritz Koelle ha consagrado su vida a rendir honor al Trabajador desconocido”.55 El culto del trabajo se iden­ tificaba aquí al de los héroes ya muertos en combate en la misma construcción del Reich eterno. La omnipotencia que simboliza­ ban estas obras no era entonces la del trabajo ni la del trabajador sino la de una muerte anticipada por la mirada del artista. Fritz Koelle mostraba exactamente cómo el dinamismo de la moviliza­ ción total encontraba su asunción en esas esculturas monumen­ tales. Su muy real perfección técnica hacía visible lo que Jünger había llamado “el relevo de un espacio dinámico y revolucionario por un espacio estático y extremadamente ordenado”, cumplien­ do el deseo de “un pasaje del cambio a la constancia” . Efectuar ese pasaje del movimiento dinámico al orden está­ tico, era primero hacer emerger el tipo que sería el instrumento que afirmara su dominación. La guerra seguía siendo a los ojos de Jünger el modelo de todo espacio y de todo proceso de trabajo donde “el esfuerzo nacional desembocaba sobre una nueva ima­ gen: la construcción orgánica del mundo”. “El héroe de este pro­ ceso, el Soldado desconocido”, mostraba ya las cualidades que debían ser las de la Figura del Trabajador: “Su virtud reside en el hecho de que se lo pueda reemplazar y que detrás de cada muerto el relevo se encuentra ya en reserva. Su criterio de referencia es el del resultado (Leistung) objetivo, del resultado sin bellos discur­ sos; también es en un sentido eminente portador de la revolución sin frase”.56 Como el trabajador mudo de Koelle, Jünger habría podido decir del suyo: “Ein Gesicht steht fü r viele” (“Un rostro vale por muchos otros”), verdadero slogan del cual Ferdinand Staeger daba la imagen acabada en Frente político [fig. 98], La concepción jüngeriana de la “construcción orgánica” era todo lo contrario de la utopía: era suficientemente simple para ser realizable por el Frente del trabajo de Robert Ley. A la cabeza 312

96A. Ferdinand Staeger: Somos los soldados de la obra (óleo sobre terla), 1938.

96B. L a nueva generación se pone en fila y form a un gigantesco ejército pacífico (fotografía), hacia 1935.

97. Fritz Koelle, al fondo: E l Trabajador de los altos hornos (bronce; alt. 3 m), c. 1939; en primer plano: E l Flotador del Isar (yeso; alt. 3,60 m), 1939.

98. Ferdinand Stager: Frente político (óleo sobre tela), s.f.

de la Oficina de la Belleza del trabajo {Amt Schönheit der Arbeit) -cuyo slogan era: “La jornada alemana siempre será bella”- , 57 Albert Speer anunciaba la llegada de “un nuevo rostro de la fá­ brica alemana” . Se trataba ciertamente de convencer al trabaja­ dor de que las realizaciones de la belleza del trabajo “liberaban el trabajo físico de la maldición, de la condena y de la inferioridad que le eran inherentes desde siglos”,58 pero se trataba primero de crear un entorno sano, moderno, luminoso, limpio y “bello” a fin de aumentar en la alegría el rendimiento productivo. “Je höher die Leistung, um so grösser die Arbeitsfreude” (“Más alto es el resultado y más grande es la alegría del trabajo”).59 A continuación de un acuerdo de 1936 entre la Cámara de las artes plásticas del Reich y la Oficina, los artistas fueron in­ vitados a las empresas: “El contacto cotidiano con el artista y el hecho de vivir su creación’160 debían despertar a los trabajadores a la belleza de su propio trabajo. Las exposiciones de arte se multiplicaron en el seno de las empresas, los frescos y las de­ coraciones invadieron no solamente los espacios anexos, sino también los mismos talleres,61 de suerte que el trabajador, como ya lo había deseado Sorel, pudo comprender que “el arte es una anticipación del trabajo tal como debe ser practicado en un ré­ gimen de muy alta producción”.62 Sin embargo, la penuria de mano de obra que siguió a la rá­ pida reabsorción del desempleo63 al final de la crisis incita a Ley a preservar el buen funcionamiento del mismo trabajador, pues­ to que toda debilidad individual arriesgaba poner en peligro la marcha del conjunto. Cada “soldado del trabajo” era entonces considerado él también como un organismo técnico del cual cada elemento debía ser reemplazable, a partir de un stock que garantizaba la continuidad del proceso: Daremos al Volk su poder. Haremos médicamente, en períodos fijos, una revisión de cada alemán como se revisa un motor. Se vuelve a poner a punto un motor pero se deja un hombre en­ fermo. H asta el presente, nadie se ha preocupado. Pero ¿quién puede también asumir eso, cuando a los 40 años los hombres 315

son descartados? ¿Dónde deberíamos tomar a los hombres? No es la falta de materia prima que puede sernos fatal, sino la falta de hombres. La manera en que cada uno vive no es un asunto privado. Cada uno es un soldado del Führer y debe cuidar su salud y sus resultados en interés del Volk.6i

Pronunciados en el momento en que era lanzado el nuevo plan de cuatro años que instauraba la economía de guerra, ese propósito de Ley coincidía también con los ensayos de los pri­ meros prototipos de la Volkswagen (auto del pueblo) que res­ pondía al deseo expresado por el Führer, desde 1933, de incitar “la motorización del pueblo alemán”.65 Hitler, que había pedido a Ferdinand Porsche que el “auto del pueblo” pareciera “un in­ secto”, también había dibujado el modelo en el restaurante de la Osteria Bavaria de Munich, hacia el mes de agosto de 1932 [fig. 99].&&Si la movilización total del pueblo alemán no fue su mo­ torización total, puesto que el VW jamás fue producida en serie antes de la caída del régimen, Hitler habrá siempre vinculado la suerte del pueblo alemán al de esos motores. En una entrevista dada en julio de 1933 al New York Times, declaraba querer hacer salir a Alemania de su parálisis, reavivar la industria y desarrollar un nuevo espíritu al motorizar primero la nación. Si admiraba a Henry Ford, no era porque había sido un pionero de la pro­ ducción estandarizada, sino porque producía para las masas; su pequeño auto había hecho maravillas al “destruir las diferencias de clases” .67 Así, el VW debía volver a dar al Volkskörper su uni­ dad perdida. Si la teatralización de la vida cotidiana hacía de la Volksgemeinschaft una “experiencia vivida” (Erlebnis), el auto del pueblo sería el instrumento tecnológico más avanzado: cada uno podría pronto vivir “la Alemania eterna”, hundiéndose en sus bosques profundos, hacer cuerpo con el suelo alemán por fin reunido en todas sus partes, con una madre tierra despertada por su nueva irrigación. El VW no era heterogéneo a la ideolo­ gía Blut und Boden (sangre y suelo): la realizaba técnicamente. El I o de marzo, Hitler había afirmado que no bastaba hacer que vuelva a ponerse en marcha (anzukurbeln) la producción, 316

99. Adolf Hitler: Esbozopara un auto enforma de “insecto”, 1932.

100. Afiche de la Exposición Internacional del automóvil y de la motoci­ cleta, Berlín, 1939.

sino que era necesario desarrollar la capacidad de consumo. “Tanta sangre había sido bombeada por el extranjero a la vida económica alemana estos últimos años que la circulación se ha­ bía detenido.”68 El 23 de septiembre, inaugurando la obra de la autopista Frankfurt-Heidelberg, se alegraba de esta “creación de nuevas arterias para el tránsito” : “Este instante no es solamente el de que comenzamos la construcción de la más grande red cami­ nera del mundo, es también la piedra fundamental sobre la ruta que lleva a la reunión de la Volksgemeinschaft alemana” . Pues en verdad el automóvil pertenece a la sustancia alemana: “El auto­ móvil ha sido inventado en Alemania” . “Hace cincuenta años, un alemán realizaba el viejo sueño de un automóvil moviéndose por sus propias fuerzas”, declaraba en febrero de 1936, en la apertura del Salón del automóvil de Berlín. Seguramente, el destino de la sustancia alemana era el de realizar ese sueño de moverse a sí mis­ ma. En 1938, alababa -sumun de la autosugestión por el autopuesto-en-marcha y el auto-arranque- los efectos dinámicos de la propaganda a favor de los motores, de las carreras de automóviles, de la construcción de rutas y pensaba introducir pronto una in­ signia para el automóvil deportivo que, distribuido cada año, ac­ tuaba como un aguijón sobre la juventud alemana motorizada.69 Entonces se cumpliría esta visión que Hitler había dado tres años antes del hombre nuevo: “El joven alemán del porvenir debe ser vivo y hábil, rápido como el galgo, resistente como el cuero, duro como el acero de Krupp. Para que nuestro pueblo no desaparezca bajo los síntomas de degeneración de nuestro tiempo, debemos erigir un hombre nuevo” .70 El auto del pueblo tenía los materiales para ello y presentaba las cualidades de aquel. La “construcción orgánica” era el concepto donde el pasado se unía al futuro en una movilización presente que debía asegurar la homogeneidad temporal del Reich. Al comienzo del siglo, el protofascismo del primer futurismo de Marinetti pretendía rom­ per con el peso abrumador del pasado. Celebraba “la belleza de la velocidad” como una aceleración en el espacio y en el tiempo, capaz de arrancar al hombre de las pesadeces de la historia: “Un automóvil de carrera, con su radiador adornado de gruesos tubos 319

parecidos a serpientes de aliento explosivo..., un automóvil que ruge, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Vic­ toria de Samotracia .71 Pero el nacional-socialismo no apuntaba al movimiento por sí mismo; como el resto, el movimiento acele­ rado de la historia no era para los nazis más que “un medio para un objetivo” . Así como lo explicaba el ingeniero Karl Arnhold a la juventud alemana, “son los viejos, los muy viejos sueños que la técnica ha cumplido”: las botas de siete leguas, la bala de ca­ ñón del barón de Münchhausen, el sueño de Icaro, “¡todo lo que fue en el pasado deseo y sueño es hoy realizado por la técnica!” Pero tenía el cuidado de precisarlo: “La técnica creadora funciona cuando ella reside en la sangre” .72 Si la juventud alemana debía ser la más rápida del mundo, era porque fue la primera en ganar la liberación prometida, en reali­ zar el sueño originario de la raza, en construir por fin la eternidad orgánica de esta Kultur aria fundada sobre “el espíritu griego y [la] técnica alemana” .73 Este modernismo reaccionario se expre­ saba ejemplarmente en el afiche de la Exposición internacional del automóvil y la motocicleta, que se hizo en Berlín en 1939: como salidos de un edificio neoclásico, dos automóviles de carre­ ra rugientes se aprestaban a conquistar la tierra [fig. 100]. “La juventud debe estar guiada por la juventud”: este slogan de las Hitler Jugend de Baldur von Schirach significaba que si el genio ario, eternamente joven, era esencialmente automotor, po­ día permanecer en movimieto en la inmovilidad, en el seno de un “modo de vida alemana determinada con precisión por los mil años futuros”.74

Un presente puro En un momento en el que las promesas de felicidad hechas por los defensores de un progreso técnico raudo contrastaban tan violentamente con la incertidumbre que pesaba sobre el porvenir más próximo, la Weltanschauung nazi se daba entonces como la conciliación posible del movimiento más rápido con la 320

estabilidad más asegurada. Fue sobre todo a partir del año 1934, cuando un freno fue puesto al movimiento “revolucionario” y el modo de vida alemán fue “determinado con precisión por los mil años futuros”, que el movimiento pareció tener que coexistir con la pausa, la violencia con la calma, y la vida con la muerte. Y esta coexistencia era, como se ha visto, inseparable de la autopurificación del pueblo y del Reich alemanes, algo que la Weltanschauung nacional-socialista buscaba obtener por la coacción y la puesta en movimiento reglada sobre una imagen eterna. En el discurso que pronunció en Nuremberg el 11 de septiem­ bre de 1935, Hitler desarrolló una de sus tesis sobre el arte que más le interesaba: nunca un pueblo y su arte estaban sujetos a la misma finitud temporal. Atravesando los siglos y los milenios con el énfasis que le era habitual, la lección que sacaba de la medita­ ción de las ruinas no era la del historiador ni la del filósofo sobre la decadencia de los imperios y la vanidad de todo poder, sino antes bien la de un artista buscando evaluar sus propias chances de supervivencia en la inmortalidad de su Obra: ¿Qué serían los egipcios sin sus pirámides y sus templos, [...] los griegos sin Atenas y sin la Acrópolis, Roma sin sus monu­ mentos, nuestras generaciones de emperadores germanos sin las catedrales [...]? Que hubo un día un pueblo de los maya, no lo sabríamos o lo descuidaríamos si poderosas ruinas de ciudades y de huellas de pueblos legendarios no se impusieran a la atención de los espíritus y a la investigación de los sabios. ¡Ningún pue­ blo vive más largo tiempo que los documentos de su cultura! (.Kein Volk lebt länger als die D okum ente seiner K u ltu r!) P

Habiéndose autoseducido por esta última fórmula, la hizo grabar dos años más tarde sobre una placa de bronce, destinada a coronar la entrada de la Casa del arte alemán. Por el bronce que debía sobrevivirle, Hitler testimoniaba la verdad “eterna” de su palabra en la que la prensa supo reconocer “los fundamentos de la creación artística nacional-socialista” .76 Esta frase del Führer ocultaba seguramente otra cosa que la simple prescripción hecha 321

a su pueblo de gozar las nuevas obras del Reich milenario. Cierta­ mente, sometiéndose a las imágenes que incitaban al acoplamien­ to productor y al sacrificio heroico, el visitante que penetraba en el santuario del arte alemán se exponía a la experiencia de estos aceleradores de pasiones, que debían renovar el material humano (Menschmaterial) y asegurar la inmortalidad de su pueblo. Pero, inscripta a la entrada misma del templo, esta frase interpelaba a cada uno en su pertenencia a una comunidad mortal, que se so­ breviviría sólo colectivamente y en su arte. Ella dejaba sin embar­ go suponer una verdadera transubstanciación de la Comunidad, más allá de su desaparición en masa y su resurrección en masa en el arte, cuando un pueblo salido de la misma sangre pudie­ ra comprenderla de nuevo. Cada uno debía entonces aprender a hacer frente a ese destino común, a anticipar su propia muerte individual para construir una vita nova, la vida superior y eterna que animaba el arte de la Comunidad. La frase de Hitler por sí misma daba todo su peso a la famosa tesis de Walter Benjamin sobre los lazos que mantenía con la teoría del arte por el arte “la estetización de la política” practica­ da por el fascismo. Esta no significaba el simple avasallamiento del arte por los fines políticos: sería bien difícil de dstinguir por eso el fascismo de todos los regímenes - y la historia conoce mu­ chos- que han usado y usan parecidamente del arte. Benjamín veía una cierta estetización de la política. Estigmatizaba una hu­ manidad “devenida bastante extraña a sí misma para lograr vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. He aquí, agregaba, la estetización de la política que practica el fascismo” .77 Era sin embargo el fascismo italiano al que apunta­ ba Benjamin, el que, por boca de su heraldo Marinetti esperaba “de la guerra la satisfacción artística de una percepción sensible modificada por la técnica” . En esta estetización futurista y fascis­ ta de la política realizándose en la guerra, Benjamin reconocía “el cumplimiento acabado del arte por el arte” . Pero el nacional-socialismo jamás habrá por su parte direc­ tamente identificado el estado de guerra del Reich eterno reali­ zado. La guerra no tenía su fin en sí misma; ella seguía siendo 322

siempre para él, como la propaganda, el arte o la política, un “medio para un objetivo”. La guerra se identificaba más con el proceso que llevaba a la “realización de la idea” , de suerte que ocupaba en la Weltanschauung nazi la misma función que to­ dos los “combates”. Como el “combate por el arte”, el “combate sobre el frente de los nacimientos” o el “combate por la pro­ ducción”, ella se integraba al “combate por la vida” que debía realizar la esencia del pueblo alemán. La guerra jugaba entonces, también ella, el rol de un acelerador de las pasiones, autorizan­ do el cumplimiento más rápido del sueño primordial. Después del Blitzkrieg, la guerra relámpago de 1939-1940 llevada por la concentración de los medios motorizados más modernos sobre un solo punto del frente, un reposo triunfal parecía aún posible. Pues más allá de sus tumultos, la guerrra debía primero permitir restaurar la visión calma y radiante del Reich eterno que conte­ nía el Volksgeist en su sueño. “La idea de la paz eterna, había escrito Moeller van den Bruck, es ciertamente la idea del Tercer Reich. Pero su realización exi­ ge ser obtenida por el combate y el Tercer Reich quiere estar fortalecido.”78 Esta vieja verdad agustiniana de que “todo hom­ bre, al hacer la guerra, busca la paz”, aunque fuese para cambiarla según su voluntad,79 tampoco era extraña a Hitler. En lo más fuerte de los combates, se complacía evocando sus visiones de una Europa que él habría pacificado: “Las guerras pasan. Sólo las obras de la cultura no pasan. De allí mi amor al arte” .80 Con la tranquilidad garantizada de lós que veían en la cultura la más alta realización del hombre, estimaba siempre que la vida de un pueblo no se justificaba más que en su arte. En un primer tiempo, sin embargo, fue la revolución na­ cional-socialista la que no podía, según él, justificar su derecho de interrumpir la decadencia de la historia de otro modo que realizando visiblemente, en el arte, la idea que la guiaba. Tal era el sentido de las palabras que tuvo en Nuremberg en 1933, cuando se aprestaba a remodelar, después de la Königsplatz de Munich, la arquitectura de toda Alemania;

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Incluso si un pueblo se extingue y si los hombres se callan, las piedras hablarán, f ...] Por este motivo cada gran época política en la historia del mundo establecerá el derecho de su existencia por las piezas justificatorias ( Urkunde) más visibles de su valor:

por sus realizaciones (Leistungen) culturales,81 Pero dos años más tarde, no era más solamente un derecho político en la historia, era el derecho de la raza o del pueblo, restaurado por esta política, el que encontraba su legitimidad en el arte. Ciertamente, Hitler afirmaba otra vez que “el mo­ vimiento nacional-socialista [...] debe esforzarse por todos los medios de transformar su pretensión en exigencia legítima por una realización (.Leistungen) cultural creadora” . Se trataba en efecto de proseguir primero el movimiento de autosugestión por el arte, es decir, de “llevar al pueblo a creer con convicción en su misión en general y en la misión en particular del par­ tido, por la demostración de su don cultural superior y de sus efectos visibles” .82 Pero la sugestión tenía igualmente otros ob­ jetos. Hitler veía por supuesto las naciones de los alrededores pero también, más allá de la mirada de sus contemporáneos, la mirada de la historia: Más las exigencias vitales y naturales de una nación son descono­ cidas, reprimidas o simplemente contestadas, más importa dar a estas exigencias naturales el carácter de un derecho superior por las demostraciones visibles de los más altos valores de un pueblo, que son, como lo muestra la experiencia de la historia, lo que permanece, incluso después de los siglos, el testimonio indestructible no solamente de la grandeza de un pueblo sino por eso también de su derecho de vivir (Lebensrecht) moral. Sí, incluso si los últimos testimonios vivos de un pueblo infortuna­ do debían callarse, las piedras entonces se pondrían a hablar. La Historia no encuentra casi digno de ser mencionado al pueblo que no colocó la construcción de su propio monumento entre los valores de su cultura.83

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Esperaba de la historia que ella dirigiera sobre la Obra nacional-socialista -sobre su obra- la misma mirada que él mismo dirigía sobre el pasado griego, egipcio o romano. Pues el Führer tenía seguramente en muy alta estima esos monumentos que testimoniaban la grandeza de los pueblos del pasado, justifican­ do así a posteriori su existencia. Por merecer a su vez la mirada atenta de la historia, el pueblo alemán debía mostrarse capaz de anticipar él también su propia muerte en el monumento que sabría encarnarlo dignamente. Pero puesto que no era más que una vez muerto que un pueblo, por sus monumentos, atestigua­ ba su grandeza, tenía que reabsorberse íntegramente en lo que Hitler llamaba das Wort aus Stein -la palabra de piedra. Era en eso que el nazismo, más que el fascismo italiano, se afirmaba - a despecho de sus denegaciones- como la perfecta realización del arte por el arte. Pues si el Tercer Reich podía de­ clararse eterno, no era más que a condición de llevar sobre sí mismo una mirada de artista, una mirada de ultratumba. Tal era exactamente el movimiento de anticipación que Théophile Gau­ tier, que había sido un siglo antes el primer teórico del arte por el arte, reclamaba del artista: Todo pasa —El arte robusto Solo hasta la eternidad, El busto Sobrevive a la ciudad.84

Seguramente la teoría del arte por el arte era también, o quizás primero, una teoría de la inmortalidad del artista por el arte y en su obra. Pero Théophile Gautier oponía también los furores de la guerra a la calma eternidad del arte, que se fabrica al margen de esta guerra: Durante las guerras del imperio, Goethe, junto al sonido del brutal cañón, Escribió el Diván occidental Fresco oasis donde el arte respira. 325

[...] Sin importarme la tempestad Que azotaba mis ventanas cerradas, Escribí Emaux et CaméesP

Lejos de oponer el artista al soldado como lo había hecho Gautier, el nacional-socialismo confería a todos los combatien­ tes de la Volksgemeinschaft, fuesen del frente militar, del trabajo, del arte o de los nacimientos, la dignidad del artista, A todos incumbía la más noble de las tareas: sobrevivirse a sí mismos en las piedras parlantes del Reich eterno. Eso exigía la moviliza­ ción general de todo el Volkskörper, confiando en la Providencia ( Vorsehung) y cuyo fin era dar cuerpo a la “visión del Führer”. Pero, más allá de la moda del neoclasicismo que invadía la arquitectura oficial de los años treinta en Europa como en Esta­ dos Unidos, esos edificios eran la imitación no de uno solo sino de muchos estilos del pasado. Mientras que el estilo vernáculo estaba reservado a las granjas modelo y al funcionalismo de las fábricas, la comunidad se encarnaba en la piedra al imitar Ate­ nas o Babilonia, la fortaleza del Castel del Monte construida por Federico II o el Coliseo de Roma. No era solamente para permitir a la Volksgemeinschaft identificarse a sí misma apro­ piándose de los fragmentos del alma eterna de su raza que la historia había dispersado. Imitar los estilos del pasado era tam­ bién y sobre todo hacer pasado para hacer pasar. Era dar, hic et nunc, la prueba visible y tangible de la grandeza de la Com u­ nidad devenida obra de arte. Era dar prueba de la potencia ya allí y simultáneamente ya histórica de la Comunidad encarnada como siendo pasado. Como la mirada del artista, que no espera el juicio más que de la posteridad, anticipa su propia muerte y considera su obra desde el punto de vista de la historia, la mira­ da que el Führer dirigía hacia su pueblo era la del artista sobre su obra terminada. Esculpe, lima, cincela; Que tu sueño flotante 326

Quede sellado En el resistente bloque.86

La arquitectura humana que había descripto Hubert Schrade en 1933, la que formaban las masas ordenadas de Nuremberg, la veía en 1939 más íntimamente ligada a la piedra, ahora que la explanada Zeppelin estaba construida, con la “plaza del Führer”, en el centro de la tribuna principal: Todos, en una misma actitud, con la misma ropa, alineados hacia un objetivo, deben experimentar la estricta disposición de los pilares como la expresión del orden bajo el cual ellos están ubicados; por la piedra {am Steine), deben darse cuenta de la misma voluntad de la puesta en forma que los ha aferrado a ellos, los hombres vivos. Entre sí mismos y la arquitectura, sienten un acuerdo completo. Y en este acuerdo, el arte aparece como debe: a la vez como un servicio y como lo que intensifica. [...] Quien quiere construir como el nacional-socialismo debe asegurarse la persistencia. Sólo puede realmente pretender ser construido lo que está calculado para los siglos.87

Así, la movilización de masas tenía por fin su propia petrifi­ cación sublime. Sublime primero en el sentido que daba Hitler a esta palabra, cuando hacía del arte “una misión sublime y que exige el fanatismo”. Pero sublime también en el sentido de H e­ gel, puesto que la Idea nacional-socialista, fenomenalizándose en la piedra, no encontraba su acabamiento sino, por el contrario, al carcomer la materia hasta la ruina: la sublimidad, decía Hegel,88 “hace desaparecer la materia en la cual aparece lo sublime. La ma­ teria es expresamente concebida como no estando conforme”. Un arquitecto habrá comprendido que jamás la materia “puesta en forma” podía estar conforme ni con la Idea nacional­ socialista, ni con el deseo de lo sublime de un Führer identifi­ cándose con el tiempo. Devenido el Maestro de obras favorito de Hitler tras la muerte de Troost, Albert Speer hizo un día dina­ mitar los hangares de cemento armado sobre el emplazamiento 327

donde debía edificarse la gran tribuna de Nuremberg. Es viendo “ese desorden metálico colgando en todos los sentidos y comen­ zando a enmohecerse”, que le vino al espíritu su famosa “teoría del valor de las ruinas” : Los edificios construidos según las técnicas modernas eran sin ninguna duda poco apropiados para arrojar a las generaciones futuras ese “puente de la tradición” que exigía Hitler. Era impen­ sable que el montón de escombros enmohecidos pudieran inspi­ rar, un día, pensamientos heroicos como lo hacían tan bien esos monumentos del pasado que Hitler tanto admiraba. Mi teoría querría responder a ese dilema. Al utilizar ciertos materiales o al respetar ciertas reglas de física estática, se podría construir edifi­ cios que, luego de centenas o, como queremos creerlo, de miles de años, se asemejaran aproximadamente a los modelos romanos. Para dar a mis pensamientos una forma concreta y visible, hice realizar una lámina en el estilo romántico representando la tri­ buna de la explanada Zeppelin después de siglos de abandono: recubierta de hiedra, la masa principal del muro hundido en algunas partes, todavía era claramente reconocible en sus con­ tornos generales.89

Entusiasmado por la “lógica luminosa” de este esbozo, Hitler ordena que en adelante los más importantes edificios del Reich sean construidos según la “ley de las ruinas” . Speer había apun­ tado justo al responder así “al deseo del Führer” , anticipando en su lugar el momento donde “los hombres se callan”. Era el momento en el que, largo tiempo después de que el movimien­ to de los combatientes de la Comunidad se hubiera fijado e in­ movilizado en la piedra, la historia los reconocía por fin como pueblo de artistas y fundadores de cultura (Kulturbegründer·) que habían construido su propio monumento. Este deseo de acelerar la redención final del pueblo se deja­ ba ver también en las gigantescas ciudades de los muertos que proyectaba desde 1940 el arquitecto Wilhelm Kreis. Antes de circundar, del Atlántico a los Urales y de Noruega a Grecia, las 328

fronteras de la nueva Europa, esas ciudades no eran simples “si­ tios para honrar a los muertos”, decía Kreis, sino los símbolos que daban al “gran cambio histórico” su sentido y constituían el “llamado eterno [...] a la unificación de Europa bajo la direc­ ción de su pueblo-corazón, los alemanes” . Estos monumentos comprendían “las tumbas de la generación de guerreros de san­ gre alemana que, como tan a menudo lo han hecho desde hace dos mil años, han defendido la existencia del mundo cultural de Occidente”; ellos hablaban “una lengua que compren [día] el que era de la misma sangre vertida aquí”90 [fig. 101]. En Nuremberg, era como si el Führer viera en acelerado todo el filme de su pueblo, desde su entrada en la historia y hasta su salida: ¿Quién no se emociona al pensar que esos miles de hombres que desfilan a esta hora bajo nuestros ojos no son solamente individuos moviéndose en el presente, sino la expresión eterna de la vitalidad de nuestro pueblo, tanto en el pasado como en el futuro? [...] El camino que ellos siguen, nuestro pueblo lo ha seguido desde hace siglos, y nos basta cerrar los ojos un instante para imaginarnos escuchar la marcha hacia adelante de todos los ancestros de nuestra raza.9!

La Gleichshaltung no era solamente la sincronización de cuer­ pos en movimiento, era también la sincronización de tiempos: el futuro marchaba con el pasado en el eterno presente de la raza, y el movimiento tendía hacia la inmovilidad de la piedra. Desde los primeros templos de los Fléroes, abiertos sobre la plaza de la capital bávara rebautizada capital del Movimiento, la Comunidad se apresuraba, por el combate de su “trabajo crea­ dor”, por ganar las ciudades de los muertos que limitaban el “es­ pacio vital” (Lebensraum) futuro. Por su puesta en movimiento acelerado hacia la última consagración, ella salía visiblemente de la historia para entrar allí verdaderamente. Su motorización rápida, aportando continuamente la sangre necesaria para marcar las fronteras, hacía ahora tomar cuerpo al Le­ benstraum (sueño vital) primordial que se realizaba tú Lebensraum. 329

La misma atemporalidad que era la de del sueño impregnaba este espacio del Reich eterno: las autopistas que conectaban los puntos con la prontitud deseada franqueaban los obstáculos con puentes de piedra o de acero, parecidos a los edificios ora romanos, ora futuristas. El inmenso trabajo de la organización Todt, respon­ sable de las rutas del Führer, construía “para la eternidad” esos monumentos que serían “las pirámides del Reich”. JosefThorak esculpía la maqueta de su Monumento al trabajo [fig. 102] que se ubicaba en una de las autopistas del Reich: un antiguo pueblo de señores despejaba las rocas, desnudos y colosales, esos genios abrían al pueblo del motor los caminos de la eternidad. El tiempo parecía haberse detenido para convertirse en espacio [fig. 103]. Pero ver el objetivo, como decía Fritz Todt, era concentrar y ya someterse al tiempo y el espacio: “La nueva ruta Adolf Hitler, la Autobahn, corresponde a nuestra naturaleza nacional-socialista. Queremos ver nuestro objetivo lejos delante nuestro, queremos llegar ahí rápida y directamente”.92 Mientras tanto, una exposición ofrecía la prueba de que to­ das las rutas llevaban ahora al Führer como en el pasado a Roma [fig. 104]. E Inge Capa también lo cantaba: “M i Führer, tú sólo tú eres el camino y el objetivo” .93 Eternamente en la punta de la técnica que realizaba su esencia creadora, el nacional-cristianismo sabía también anular las distancias que separaban de su Cristo a cada uno de los miembros de la comunidad: “Llegó para nosotros la hora de comenzar a implantar en todos los cora­ zones alemanes Vuestra Imagen, Mi Führer, de modo profundo e imborrable por la televisión nacional-socialista” .94 Ingenieros y propagandistas se alegraban juntos: “¡Si nosotros lo queremos, mañana todos los alemanes podrán mirar hacia Nuremberg!” ¿No era el deseo del Führer lo que se encontraba satisfecho? “Si hoy, había dicho durante el último congreso, todo el pueblo ale­ mán os viera, creo que incluso los últimos escépticos se conver­ tirían y serían convencidos de que la fundación de una nación nueva, de la Comunidad de nuestro pueblo, no es una simple palabra sino realidad.” Por tal razón, ingenieros y propagandistas resplandecían ahora de alegría: 330

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101. Wilhelm Kreis; Gran M emorial en Rusia (dibujo a la pluma), c. 1942.

102. Josef Thorak y su Monumento a l trabajo de las autopistas del Reich, ma­ queta en yeso, 1938.

103. Josef Tilorak: Esbozo para un monumento al trabajo de las autopistas del

Reich, 1938.

104. “Todas las rutas conducen a Hitler” . Exposición consagrada a las “rutas A dolf Hitler” .

¡Si existe algo todavía más persuasivo que la palabra, es el ver con sus propios ojos! [...] ¡Trabajad por el lanzamiento de la televisión, y trabajaréis por la victoria completa y sin retorno de la Idea nacional-socialista! ¡Lleven la imagen del Führer a to­ dos los corazones alemanes! [...] ¡Viva el Führer! ¡Viva nuestro querido movimiento! ¡Viva la Alemania despierta y convertida en vidente!95

Si el espacio había podido contraerse por la comunión de todos en la imagen, entonces el tiempo se dilataría como un “domingo eterno”. Y cuando el espacio afirmaba la extensión de su Lebensraum, parecía absorber la historia instaurando un presente purificado. Pero el trabajo de purificación se mantenía incesante, pues el combate por una vida y un arte eternos era en verdad una lucha contra el tiempo. Dos eternidades se enfrentaban sin tregua: la de la Kultur aria y la de la ewigeJude, del “judío eterno” que car­ comía de antemano toda figura mesiánica. Si la eternidad aria se había mostrado capaz de absorber su pasado con su porvenir, tenía aun que purgarlos de toda mancha a fin de asegurar la pe­ rennidad de su presente. Ese fue, del comienzo hasta el final, la razón de ser del Reich eterno. Cuando en el auto de fe del 10 de mayo de 1933, Goebbels había gritado ante los libros en llamas: “La época del intelectualismo judío paroxístico ha terminado ahora [...]. Tenéis razón, en lo más profundo de esta noche, de confiar a las llamas el mal espíritu del pasado” .96 Pero al final de la guerra todavía, el pasa­ do no cesaba de contaminar al presente. En agosto de 1944, una correspondencia y fotografías eran intercambiadas entre los ser­ vicios del Instituto de investigación sobre la cuestión judía y los de Rosenberg: se había descubierto en el museo de Wasserburg am Inn un viejo Cristo de madera cuyos rasgos acusaban una fuerte judeidad.97 El 21 de octubre de 1944, una oficina de la Einsatzstab Rosenberg enviaba un apremiante pedido de escla­ recimiento a la Oficina central de las “fuerzas supranacionales” 335

de Berlín: Ludwig van Beethoven había enviado ciertas cartas a un editor de Viena encabezadas por la fórmula “Estimado her­ mano” . Era una “importante cuestión” saber si Beethoven había sido francmasón,98 Un poco antes, el eminente profesor de historia del arte Josef Strzygowski, cuyos primeros trabajos conservan autoridad to­ davía hoy, purificaba todas las imágenes presentes de un pasado “enjudiado” . Se tomaba primero al mausoleo de Gala Placidia en Rávena. El mosaico de entrada que representaba “El Rey de los Judíos como Buen Pastor” era una perversión manifiesta del Yima iraní. Un montaje fotográfico le permitía poner fin a la impostura, restaurar el trono de una figura parsi y devolver el paraíso a su arianidad primitiva [fig. 105A-B], Enseguida atacaba un cuadro anónimo del siglo X V alemán [fig. 106A] porque pin­ taba mentirosamente “el destino de Cristo entre la infancia y la muerte” en un Jardín del Paraíso. Armado de tijera, Strzygowski atenuaba la imagen de su Virgen y de su Cristo judeo-cristiano [fig. 106BJ-, luego, recogiendo la “herencia de los ancestros” , plantaba en el centro del cuadro una fuente de la Juventud to­ mada de las muy “nórdicas” Horas de Chantilly [fig. 106C J para reconstituir la imagen auténtica y pura de un Bosque sagrado (.Schicksalshaim) donde se jugaba el “destino” ario.99 Pero la misma escritura gótica pronto iba a devenir un vector de contaminación. En junio de 1933, sin embargo, el Berliner Lokal-Anzeiger se felicitaba de que el “carácter llamado alemán” sea “¡incomparablemente más rico y más bello que el carácter llamado romano!” . A quien era puesto sin prejuicio ante los al­ fabetos rúnico, alemán y romano uno al lado de otro, un solo vistazo bastaba para discernir al intruso. Pero la vigilancia se imponía sobre el frente de la prensa, donde el empleo frecuente de los caracteres romanos mostraba la extensión de la influencia judía.100 En 1937, la situación en ese frente era indecisa, pero no estaba todavía dicho que el carácter romano triunfaría en el mundo, reduciendo a la esclavitud todo lo que entraba en su campo. Pues era de la libertad de la Alemania eterna que se trataba: “Para nosotros, el carácter alemán significa mucho 336

105A. E l buen pastor (mosaico mural), mausoleo de Gala Placidia, Rávena.

105B. El profesor Josef Strzygowski reemplaza el “rey de los Judíos del m au­ soleo de Gala Placidia en Rávena por un Yima, de origen “ario” .

106A. Escuela renana: El jardín del paraíso, hacia 1420.

106B. El profesor Josef Strzygowski recorta la Virgen y el N iñ o ...

106C. ...y agrega una fuente de vida “nórdica”.

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