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Spanish; Castilian Pages 264 [268] Year 2019
Traductores del exilio Argentinos en editoriales españolas: traducciones, escrituras por encargo y conflicto lingüístico (1974-1983) Alejandrina Falcón
Estudios Latinoamericanos
DIRECCIÓN
Walther L. Bernecker Sabine Friedrich Gian Luca Gardini Silke Jansen Andrea Pagni
CONSEJO CIENTÍFICO
Anke Birkenmaier (Indiana University, Bloomington) Sean Burges (Australian National University) Ana Casas (Universidad de Alcalá) Clara Eugenia Lida (El Colegio de México) Ilse Logie (Universiteit Gent) Andrés Malamud (Universidade de Lisboa) Ana Peluffo (University of California, Davis) Juan Valdez (Mills College, Auckland) José del Valle (City University of New York, CUNY) Vol. 56
Alejandrina Falcón
Traductores del exilio Argentinos en editoriales españolas: traducciones, escrituras por encargo y conflicto lingüístico (1974-1983)
Iberoamericana - Vervuert - 2018
Redacción: FAU Erlangen-Nürnberg Centro de Estudios de Área Sección Iberoamérica Bismarckstr. 1 D-91054 Erlangen Alemania
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Para mis padres, Leticia y Ricardo
Índice
Introducción....................................................................................................................
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Agradecimientos.............................................................................................................
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I. Representaciones del exilio............................................................................
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1. El exilio entre la historia y la literatura...................................................... 30 2. Los debates sobre el exilio literario en la Argentina............................... 38 3. Bajo el signo de la traducción: horizonte material de las metáforas. 47 II. Los trabajos del exilio......................................................................................
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1. Un círculo burocrático: “No autorizado a trabajar en España”.......... 63 2. El campo editorial español: exiliados, mano de obra disponible....... 65 3. El ideologema de los exilios cruzados........................................................ 76 III. Vivir de la Olivetti: traducciones, seudotraducciones y otras escrituras por encargo.......................................................................
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1. Literatura de consumo en Martínez Roca Editores............................... 93 2. Bolsilibros, un pulp fiction español con argentinos................................ 102 3. Rocco Sarto en el país del horror: dictadura y política-ficción.......... 106 IV. El caso Bruguera: importadores argentinos de novela negra...........
111
1. Historia de una editorial: Bruguera y el lugar del exilio.................. 112 2. El boom de la novela negra en España............................................ 115 3. Traductores y traductoras de la Serie Novela Negra.............................. 117 4. La voz y su huella, o cómo borrar la pista latinoamericana................ 121 5. ¡Disparen sobre Bruguera! Recepción de traducciones latinoamericanas en la revista Gimlet.........................................................
131
V. La crítica de traducciones: traidores, proxenetas y sudamericanos 137 1. Un estado de la cuestión traductográfica, 1974-1983..................... 139 2. Figuraciones del traductor y de la traducción en la prensa.............. 144 3. Variaciones críticas: del escarnio a la institucionalización................ 146 VI. El corazón lunfardo de la lengua de Cervantes: debates sobre la lengua de traducción en la “patria común”............................... 165 1. Disonancias: los traductores también toman la palabra.................. 166 2. España para muchos, un español para todos................................... 173 3. Congresos sobre traducción: la lengua amenazada, 1980-1982....... 182 4. Hacia un español neutro: el Congreso “Salamanca 80”.................. 185 5. Traductores latinoamericanos, convidados de piedra en el festín del idioma.................................................................... 187 VII. Testimonios del presente: el traductor exiliado como figura plural.......................................................................... 191 1. El problema de la ejemplaridad y las listas de traductores................... 192 2. Contratar argentinos: solidaridad y ¿un buen negocio?....................... 198 3. Trayectorias de traductores, un haz de temas y problemas.................. 201 4. Lenguas de trabajo y formación profesional............................................ 210 5. Aprendizajes del exilio: traductólogos e historiadores de la traducción................................................................................................. 213 Conclusiones....................................................................................................................
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Anexos................................................................................................................................
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Bibliografía.......................................................................................................................
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Índice onomástico.........................................................................................................
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Introducción
Los intelectuales hacemos lo que podemos; Héctor Tizón trabaja en changas que le permiten subsistir; Daniel Moyano trabajaba en una fábrica; Antonio Di Benedetto lo hace en una revista médica; Blas Matamoro escribió un libro de cocina que le redituó lo suficiente, mínimamente, para poder desenvolverse; David Viñas logró una cátedra, pero en Copenhague, y yo estuve largo tiempo colocando carteles en gasolineras: hice 3.800 kilómetros y coloqué 780 carteles. (Horacio Salas: “El exilio no es dorado”, 1985)
Este libro puede leerse como una contribución a la historia cultural del exilio argentino en España y como un estudio sobre las prácticas de traducción e importación literaria en el campo editorial hispanoamericano de las últimas décadas del siglo xx. Ambas tramas confluyen en la historia que las anuda: la de los exiliados argentinos que aportaron sus saberes y su fuerza de trabajo a la industria editorial española entre 1974 y 1983. La investigación que le dio origen partió de una serie de preguntas referidas a las condiciones sociales de existencia y de producción literaria de novelistas, poetas, periodistas y traductores exiliados en España entre 1974 y 1983. ¿Qué profesiones, oficios o labores les permitieron sobrevivir y seguir produciendo? ¿Qué lugar ocuparon en el mundo cultural de la transición democrática española? ¿De qué modo quedaron registradas esas actividades en las representaciones del exilio acuñadas por ellos y por la sociedad receptora, durante y después del exilio? Estas fueron las primeras preguntas. La hipótesis, el intento de respuesta, fue que la dinámica propia del exilio en España generó, en numerosos casos, una “caída” de los intelectuales en el trabajo manual, como relata el poeta Horacio Salas en la entrevista citada en epígrafe; y, en otros, simultánea o alternativamente, promovió la ocupación en oficios vinculados con la actividad editorial y el mundo del libro. La presencia de mano de obra latinoamericana en las editoriales españolas no ha sido sistemáticamente estudiada ni recogida en las múltiples narrativas que conforman la memoria colectiva de la edición hispanoamericana. Poner de manifiesto esa presencia explorando el conjunto de temas y problemas que gravitaban en torno a ella es uno de los propósitos de este libro. El otro es contribuir al conocimiento sobre la historia y la sociología de la traducción editorial en el ámbito de habla hispana construyendo una biografía colectiva de importadores literarios, y explorando
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el abigarrado mundo de los trabajadores editoriales que en el exilio intervinieron en la producción de literatura traducida y de literatura popular con seudónimo extranjero. Al rescatar escrituras marginales e indirectas, como las escrituras seudónimas por encargo y la traducción editorial, mi intención última ha sido promover una reflexión sobre las condiciones de producción literaria en el exilio que nos permita trascender los enfoques circunscritos a figuras de notables y visibilizar prácticas dominadas en la jerarquía de las prácticas literarias. Silenciadas, menos prestigiosas que las escrituras directas, ellas iluminan el carácter siempre social de la literatura, dimensión colectiva especialmente ausente de las mitologías retrospectivas y las representaciones legadas por los escritores exiliados de cierto renombre.
1. Perspectivas y enfoques adoptados: tres pilares para un objeto Los libros, escribe Robert Darnton, son muchas cosas: “objetos manufacturados, obras de arte, artículos de intercambio comercial y vehículos de ideas. De suerte que su estudio se derrama sobre numerosos campos tales como la historia del trabajo, el arte y el comercio” (2008: 273). Por ello, la participación de latinoamericanos en la producción de libros en España constituye una plataforma adecuada para abordar la problemática planteada por la integración social en el exilio: desde los avatares de la búsqueda de trabajo y la dificultosa profesionalización de escritores e intelectuales en el extranjero hasta el problema de la adecuación lingüística, pasando por las redes de contactos disponibles y los saberes volcados o adquiridos en su paso por la industria del libro. Fueron tres los aportes disciplinarios que hicieron posible la construcción de este objeto: la investigación académica sobre exilio político en la Argentina y América Latina; los estudios de traducción con perspectiva descriptiva y sociohistórica; y los estudios sobre el libro y la edición que adoptan una escala de análisis transnacional. 1.1. Exilios: primeras coordenadas En las últimas dos décadas la emergencia de un campo de investigación sobre exilio político de América Latina tuvo como correlato la multiplicación de estudios de casos con sólido fundamento empírico en un área hasta entonces fuertemente dominada por la bibliografía ensayística de carácter testimonial y por indagaciones en el territorio de la crítica literaria (Roniger 2014: 14-44). Las investigaciones pioneras sobre el exilio argentino en Cataluña (Jensen 2004; 2007), Madrid (Del Olmo Pintado 1989), México (Yankelevich 2009) o Francia (Franco 2008a) sentaron las bases para el actual desarrollo de un campo que no ha cesado de crecer y diversificarse. Si bien los estudios de casos demuestran que las dinámicas del exilio variaron según
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los países de acogida, es posible caracterizarlo genéricamente como un movimiento migratorio masivo, no organizado y con modalidad de diáspora. Promediando los años setenta, en la Argentina se inició un proceso de radicalización ideológica, violencia política y sucesivas crisis económicas y sociales, en cuyo marco la represión ejercida desde el aparato estatal y paraestatal tuvo como consecuencia la muerte, la cárcel y el exilio de miles de argentinos. El exilio político tuvo como punto de partida la preservación de la vida y las condiciones de libertad. Como tal, se inicia en torno al año 1974, durante el gobierno de Isabel Perón, cuando la organización paraestatal Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) persiguió y asesinó a líderes políticos, activistas sindicales y estudiantiles, profesores universitarios, profesionales, artistas y periodistas, constituyendo así la antesala represiva del golpe de estado cívico-militar que se avecinaba. En marzo de 1976 el gobierno dictatorial y autoritario encabezado por el general Videla instauró una política represiva de magnitud inédita, cimentada en decenas de miles de asesinatos, torturas, secuestros y desapariciones. Destinada a eliminar de manera sistemática toda manifestación de disenso y toda acción tendiente al ejercicio de la crítica, la represión fue condición de posibilidad para impulsar un plan económico de achicamiento del estado y destrucción de su tradición intervencionista, en pos de la especulación financiera y el beneficio de los grandes capitales internacionales. En ese marco, la migración política se extendió en el tiempo pero registró flujos de distinta intensidad. Las salidas del país se concentraron entre 1974 y 1978, registraron un pico en 1976, año del golpe de estado. La salida del país tuvo lugar por distintas vías y medios, hacia destinos diversos. Fueron varias las sedes de exilio en América: México, Venezuela, Brasil, Colombia, Perú, Cuba, Estados Unidos, entre otras; y también numerosas en Europa —España, Francia, Italia, Bélgica, Alemania, Suecia, Dinamarca, Suiza, Países Bajos— e Israel. España constituyó la sede más nutrida de exilio. La elección de este destino se debió tanto a la cercanía lingüística y cultural, como a los vínculos creados por las grandes migraciones de finales del siglo xix y comienzos del siglo xx, reactivados por el entonces reciente exilio republicano español (Mira 2004: 87). Madrid y Cataluña fueron las regiones de mayor concentración de argentinos. Si bien muchos simplemente recalaron en Barcelona porque los barcos llegaban a ese puerto, la compulsión o el azar no excluyeron la evaluación del destino conforme a posibilidades laborales o familiares. Se trató de una población mayormente compuesta por adultos jóvenes, de entre 25 y 45 años, procedentes de sectores medios con niveles culturales altos (Yankelevich/Jensen 2007: 246). Aunque los niveles de formación indican la presencia de categorías profesionales correspondientes con el perfil de las capas medias intelectuales, muchos debieron sobrevivir de la venta ambulante, la artesanía, las promociones domiciliarias y la subcontratación por terceros; algunos,
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con el tiempo, lograron dar continuidad a su labor profesional o bien insertarse en el mundo editorial y periodístico, y aun obtener cargos en la universidad (Yankelevich/Jensen 2007: 247). Tras la puesta en marcha de los primeros mecanismos de inclusión, los exiliados participaron en las campañas de denuncia a la dictadura, militaron por los derechos humanos y dieron continuidad a prácticas políticas previas. Se organizaron en asociaciones, como la Casa Argentina, el Centro Argentino, la Comisión Argentina pro Derechos Humanos (CADHU) o el Club para la Recuperación de la Democracia, en Madrid; y la Casa Argentina de Cataluña y la Comisión de Solidaridad con Familiares de presos políticos, desaparecidos y muertos en la Argentina (COSOFAM), en Barcelona. De esas formas de organización surgieron publicaciones con perfiles diversos: Palabra Argentina y El Mangrullo, de corte asociativo, y revistas de discusión política como Resumen de Actualidad Argentina editada por el Club para la Recuperación de la Democracia de Madrid (Mira y Baeza 2005) y Testimonio Latinoamericano inscripta en la órbita del Peronismo Intransigente. También se sumaron a organismos locales vinculados con prácticas de solidaridad internacional, como la ONG Agermanament1 liderada por Josep Ribera y la Lliga del Drets dels Pobles, cuyos canales de comunicación habían sido estrenados por exiliados chilenos y uruguayos desde 1973 (Jensen 2006: 135-144). La llegada de argentinos a España coincide con el cambio de régimen político que tuvo lugar entre la muerte del dictador Franco, en noviembre de 1975, y la aprobación de la Constitución Española a fines de 1978. La transición democrática suele definirse sin embargo como un proceso extendido en el tiempo que “tiene su origen en la incorporación de la economía española en el capitalismo internacional en la década del sesenta y en la formación, por aquellas misma fechas, de movimientos de resistencia política y sindical con capacidad real de movilización, y que culmina con el ingreso de España a la Unión Europea en 1986” (Ramoneda 2007: s/p). Desde esa perspectiva, la transición propiamente dicha habría comenzado con la profunda En cuya revista homónima fue publicado un registro de exiliados latinoamericanos en Cataluña, organizado por actividad profesional: “Entre las figuras de la cultura latinoamericana, pertenecientes a distintas generaciones, establecidas en Cataluña, pueden citarse: Escritores: Eduardo Galeano, Griselda Gambaro, Cristina Peri Rossi, Vicente Zito Lema, Carlos Rama, Alfonso Alcalde, Luis Luchi, Alberto Szpunberg, Eduardo Mignona, María de la Luz Uribe, Mario Seer, Leonardo Castillo, Marcelo Cohen, Mario Trejo, Carlos Moreira […] Ángel Rama, Andrés Ehrenhaus; […] Periodistas: Ana Basualdo, Carlos Alfieri, Carlos Tarsitano, Ernesto Dip Ayala [sic], Rodolfo Vinacua, Homero Alsina [sic], Héctor Borrat, Luis López” (Agermanament 1979: 37). El listado es extenso, obviamente incompleto, e incluye también las siguientes categorías profesionales: “artistas plásticos”, “médicos/psicólogos”, “psicoanalistas y psiquiatras”, “músicos”, “actores y cantantes”, “publicistas”, “juristas” (entre los que figura David Tieffenberg, presidente de la Casa Argentina en Barcelona), “arquitectos” y “fotógrafos”. 1
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transformación de la sociedad iniciada en la década anterior a la llegada de los exiliados. El desarrollo económico de los años sesenta, el auge del turismo internacional y la inmigración interna hacia las grandes ciudades; el crecimiento de esas ciudades y el incremento de la conflictividad social; la organización de las reivindicaciones colectivas y la progresiva conquista de derechos, la liberalización de las costumbres y el paulatino fin de la censura previa, todos ellos fueron factores centrales en el proceso de apertura democrática, pese a la pervivencia del “poder represivo del tándem ideológico-político formado por el aparato del estado franquista y la Iglesia católica” (Ramoneda 2007: s/p). Algunos aspectos de este período marcarán la vida del exilio de manera peculiar: la crisis económica imperante al promediar la década del setenta, la renovación política y el despertar cultural. En el plano político, la aprobación de la Constitución española a fines de 1978 conllevó una reestructuración de la problemática del plurilingüismo español en la agenda pública.2 El intento de resolver el conflicto sobre la compleja definición de España como Estado Nación multicultural, y hallar un modelo apropiado para su organización administrativa, dio como resultado el surgimiento del Estado de Autonomías: un marco político y jurídico que procuraba conjugar los reclamos de unidad cultural y política en España con las exigencias de los nacionalismos catalán, vasco y gallego (del Valle 2007). La llegada de argentinos a Madrid y a Barcelona coincide, entonces, con un momento de gran visibilidad de los debates lingüísticos en la esfera pública. Todo ello contribuyó al “descubrimiento” de una nueva España, multilingüe y pluricultural: la metrópoli no era la homogénea comunidad cultural y lingüística imaginada desde América y proyectada desde España. Quienes vivieron y desarrollaron sus trayectorias profesionales en Barcelona se vieron confrontados a una lengua nueva y a una situación cultural en plena ebullición nacionalista. El siguiente recuerdo del escritor y traductor Marcelo Cohen transmite con viveza el clima de aquellos años en la capital catalana: [M]e acuerdo de que en el comienzo, una tarde, vi desde una ochava que una manifestación por la autonomía de Cataluña confluía con otra por la libertad de los pájaros que se vendían en las ramblas y otra más de Comisiones Obreras, y de que esa misma noche, en las ramblas, me arrastró un tropel de travestis que desfilaba entre dílers, solapados carteles de las Brigadas Rojas e impunes puestos callejeros de siete y medio […]. Me acuerdo de que una revista cultural en la que escribía cambió de orientación cuatro veces en medio año: de
Tras declarar la organización del Estado en autonomías, la Constitución Española de 1978 decretaba en su artículo 3 que el “castellano” es la lengua “española oficial” del Estado y que las demás lenguas españolas (catalán, eusquera y gallego) son cooficiales en el Estado y oficiales en las respectivas comunidades autónomas. 2
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la autonomía obrera a la afirmación de géneros al anarquismo surrealista a la ética foucaultiana. Me acuerdo de que cada semana se publicaban traducciones recientes de libros relegados durante años, de Dylan Thomas a Alfred Döblin, de Gérard de Nerval a Debord. Me acuerdo del erotismo que embriagaba cualquier emprendimiento editorial, cotidiano, periodístico, político o recreativo, como ir a un concierto de rock (2006: 38).
Así la presencia de latinoamericanos exiliados o emigrados en España fue concomitante con aquella ebullición política y cultural, recordada como un momento de grandes esperanzas colectivas —seguido de un profundo “desencanto”, cifra de los años ochenta—. Como por entonces Barcelona recuperaba un lugar central en el espacio internacional de la edición hispanoamericana, esa concomitancia se convirtió en colaboración. 1.2. Nomadismo político y actividad editorial El cambio producido en el tratamiento del exilio fue paralelo a un movimiento transdisciplinario en virtud del cual historiadores y otros analistas de las ciencias sociales comenzaron a interesarse por los fenómenos transnacionales en general y, en particular, “por los grandes movimientos migratorios y especialmente por las redes políticas, sociales y culturales que la migración y otros procesos transnacionales han generado en América Latina, más allá de las fronteras nacionales” (Roniger 2014: 16). Esta descripción es consistente con el despliegue de una perspectiva transnacional en los estudios sobre el libro y la edición, un campo disciplinar que en los últimos diez años también ha registrado un importante crecimiento. En su artículo “El libro y la edición en Argentina. Libros para todos y modelo hispanoamericano”, el antropólogo Gustavo Sorá (2011) reconstruye el proceso de constitución disciplinar de los estudios sobre el libro y la edición en la Argentina, cuyo momento fundacional sitúa en 2006: inicialmente producidos por fuera de la práctica académica, los estudios de edición habrían comenzado “una nueva época” con la publicación de Editores y políticas editoriales en Argentina, 1880-2000 (De Diego 2006) en la colección “Libros sobre libros” del Fondo de Cultura Económica. No obstante este prometedor comienzo, Sorá advertía en 2011 la necesidad de introducir una escala transnacional de análisis en la escritura de la historia editorial local. Consecuentemente, propone estructurarla en torno a tres factores fundantes, dos de los cuales reflejan el peso de la dimensión transnacional en la constitución del campo editorial argentino en el siglo xx: el rol activo de numerosos extranjeros en el desarrollo de las artes y los oficios vinculados con el mundo del libro, el despliegue de proyectos editoriales que desde principios del siglo promovieron la política del “libro barato” y la activa participación de argentinos en la creación de redes de interdependencia entre los distintos mercados iberoame-
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ricanos (Sorá 2011: 125). La importancia asignada al cambio de escala se tradujo en un renovado interés por exilios, migraciones y diásporas; en particular, por el rol del “nomadismo político” y el papel de exiliados o emigrados en la constitución de redes de interdependencia en el mercado editorial iberoamericano o mundial (Scarzanella 2016; De Diego 2015; Dujovne 2014). La adopción de una escala transnacional de análisis en la historia y la sociología de la edición hispanoamericana no solo otorgó relevancia disciplinaria a la relación entre exilio y mercado editorial (Fávaro Reis/Pellegrino Soares 2015), también impulsó fuertemente la investigación sobre el rol de la traducción y de los traductores en la constitución, interacción y unificación de los espacios culturales nacionales. Dos obras gravitaron sobre este fenómeno: Traducir el Brasil. Una antropología de la circulación internacional de las ideas de Gustavo Sorá (2003) y La Constelación del Sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo xx de Patricia Willson (2004a). Ambas coinciden en tratar la cultura y la literatura nacional a través del prisma de la traducción de libros y de las operaciones sociales que dan forma a la importación, circulación internacional y recepción local de obras e ideas. Constituyen, por tanto, el momento fundacional de los estudios sobre el libro y la edición desde una perspectiva transnacional en la Argentina, y el punto de partida interdisciplinario para la escritura de una historia de la traducción en el exilio. 1.3. Historia de la traducción en Argentina y América Latina En un artículo dedicado a las divergencias y convergencias de las corrientes teóricas predominantes en la disciplina conocida como estudios de traducción, Patricia Willson concluía su reflexión con un llamado programático: La producción de discurso teórico sobre la traducción no puede estar escindida del saber ya construido sobre la práctica en su dimensión histórica. Pienso en el saber construido sobre “la traducción en la Argentina”. Aunque el objetivo último sea la crítica, o aun el ensayo especulativo, lo cierto es que está aún pendiente el trabajo de repensar, desde la perspectiva de la traducción, la circulación de la literatura extranjera en la literatura nacional, desde los orígenes mismos, desde los coloniales (2004b: 11).
Exactamente diez años más tarde, Andrea Pagni (2014a) elaboró un balance bibliográfico que venía a renovar las expectativas de quienes abogaban por una historia de la traducción y de los traductores en Argentina y América Latina. Caracterizada por la diversificación de sus objetos de estudio, de los períodos y de las áreas geográficas indagadas, la historia de la traducción en América Latina ha desarrollado sus horizontes más allá del estudio de las grandes traducciones producidas por grandes
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nombres de la cultura letrada (Bastin 2006). Atenta a la literatura popular, a todos los géneros literarios, a las traducciones en la prensa periódica, a las seudotraducciones, ha comenzado a interesarse por la multitud abigarrada de traductores e intérpretes anónimos. Por cierto, la escritura de una historia de la traducción en América Latina no ha de consistir en la mera descripción de traducciones y relevo de información en fuentes que den cuenta de un escenario en el que culturas en pie de igualdad, lenguas o textos se cruzan o entrelazan, y que el historiador traduciría ya en el catálogo de nombres, biografías o títulos de obras traducidas, ya en la gesta “visibilizadora” de individualidades menores o mayores a consagrar. ¿Qué función tiene la traducción en el sistema cultural en que se inscribe? ¿Qué materiales selecciona la cultura receptora para su traducción? ¿Cómo, por quiénes y con qué fin son traducidos esos materiales? ¿Qué normas rigen la traducción en los distintos circuitos de producción? ¿Cuál es la recepción de las traducciones y de qué manera las traducciones se integran a otras formas de producción textual? Tales son algunas de las preguntas que han de guiar el trabajo de historiar la traducción en América Latina, como ha señalado Gertrudis Payàs: Hacer historia de la traducción como la pretendemos hacer significa no sólo indagar el dónde, cuándo, quién y cómo de la producción de traducciones como sucesos históricos sino penetrar el imaginario de la cultura en la que la traducción opera, y poner de manifiesto los mecanismos que la vinculan a este imaginario para comprender las funciones que se le han encomendado. La traductología contemporánea, con su reconocimiento de la historicidad de la traducción y de las funciones desempeñadas por ella en la cultura, se acerca entonces a la historia intelectual, a la historia del libro y la lectura, y a la crítica cultural (2007: 2).
La investigación plasmada en este libro aspira a inscribirse en esta renovada agenda de temas y problemas, al tiempo que reconoce como antecedentes específicos aquellos trabajos de historia de la traducción centrados en procesos exiliares y/o en figuras de exiliados, problemática que ha comenzado a captar el interés de los estudiosos, como lo prueban no solo publicaciones recientes (Loedel 2013; Banoun/Enderle-Ristori/ Le Moël 2011; Ruiz Casanova 2008) sino también la gran cantidad de ponencias presentadas en 2015 en el primer congreso internacional dedicado al tema: “Translation in Exile”, conjuntamente organizado por el Center for Literature in Translation, la Universidad Libre de Bruselas y la Universidad de Gante, en cooperación con la Universidad de Santiago de Compostela y la Universidad Federal de Santa Catarina. A continuación, se desarrollan los principales argumentos de dos trabajos sobre exilio y traducción cuyos contrastados puntos de vista han contribuido a elaborar mi propia perspectiva y reflexión. Los estudios seleccionados abordan casos nacionales paradigmáticos: el caso del exilio alemán (1933-1945) y el caso del exilio republicano
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español (1936-1975). Se presentan aquí tan solo aquellos aspectos metodológicos y conceptuales que permiten extraer pautas para el abordaje del sintagma “exilio y traducción” en el caso argentino. El primer antecedente se inscribe en los estudios sobre transferencias culturales, desarrollados en Francia por Michael Werner y Michel Espagne, y orientados a explorar todo tipo de intercambios culturales desde la perspectiva de los fenómenos de reapropiación y resemantización de los bienes culturales importados en el contexto receptor (Espagne 2013). Se trata de una compilación de ensayos titulada Migration, exil et traduction. Espaces francophone et germanophone, xviiie-xxe siècles, una obra editada por Bernard Banoun, Michaela Enderle-Ristori y Sylvie Le Moël. De entrada, los autores intentan definir sus categorías de análisis: traducción, migración y exilio. En cuanto a la primera, se preguntan cómo funciona la noción de “traducción” en los estudios sobre transferencias culturales. La respuesta es compleja, sostienen, porque las definiciones metafóricas suelen convivir con definiciones en “sentido estricto”, es decir, como práctica discursiva operada por agentes sociales, individuos e instituciones, entre dos lenguas naturales y dos culturas: El uso del término “traducción” suele considerarse metafóricamente, en especial en el estudio de las transferencias culturales, en los que el sentido propio (un texto pasa de una lengua a otra) puede quedar oculto tras un sentido figurado (un hecho cultural se transpone de un espacio o código cultural a otro) (Banoun 2011: 13).
La impronta espacial de la metáfora está vinculada con la etimología misma de la palabra “traducción”,3 como queda expresado en las diversas metáforas espaciales usadas para caracterizar la traducción: Pasaje, circulación, desplazamiento, migración de los textos, o aun travesía de una orilla a la otra, como en el antiguo y célebre juego de palabras sobre la partícula über en el verbo übersetzen: cuando no es separable, significa “traducir”; cuando es separable, “hacer pasar a la otra orilla” (Banoun 2011: 12).
El interés de esta perspectiva radica en la explícita distinción de los usos detectados y en la toma de distancia respecto de las asociaciones metafóricas. Banoun vindica
Según Theo Hermans, en ciertas lenguas europeas, el término “traducción” conlleva una carga metafórica visible en la etimología de la que deriva: la latina. En latín, “transferre” significa “llevar” o “transportar a través”, “relocalizar”. A su vez, el término latino “translatio” traduce la palabra griega “metáfora”; es decir, significa “traducción” y también, como término teórico, “metáfora” o “desplazamiento” (Hermans 2004). 3
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la especificidad de la traducción como práctica discursiva, más allá de la propensión corriente a referirse a ella como metáfora de otra cosa: Una transferencia cultural es una suerte de traducción puesto que corresponde al pasaje de un código a un nuevo código. Ahora bien, aunque las costumbres sociales en el sentido más amplio del término constituyen códigos culturales, la lengua sigue siendo el código paradigmático. La historia de las traducciones, tanto en sentido propio como en sentido figurado, es por tanto un elemento importante en las investigaciones sobre el pasaje entre culturas (2011: 13).
Así, establece las coordenadas a partir de las cuales aborda los fenómenos de traducción y las trayectorias de traductores en el exilio: no propone una reflexión “teórica o lingüística sobre el acto de traducción” (2011: 14) sino un estudio de las condiciones materiales de la práctica y de las condiciones de existencia de los traductores emigrados; su abordaje se funda en una concepción materialista de los textos, atenta a sus desplazamientos en el espacio y al de sus productores; por tal razón, la historia de las traducciones “en sentido propio” está emparentada con la historia del libro. El segundo antecedente son los trabajos sobre la historia de la traducción en el exilio del comparatista español José Francisco Ruiz Casanova. Su pensamiento sobre el tema puede leerse en el libro Dos cuestiones de literatura comparada: traducción y poesía; exilio y traducción (2011) y en un artículo titulado “Exilio y Traducción” (2008), cuya argumentación seguiremos aquí. Su perspectiva es relevante porque permite marcar un contraste con la perspectiva de Banoun: por un lado, Ruiz Casanova articula el sintagma “exilio y traducción” en términos tales que el problema de la lengua literaria adquiere una densidad explicativa inédita; por otro, convierte en categorías de análisis los usos metafóricos de sendas nociones, por lo que constituye un productivo contrapunto respecto del enfoque antes expuesto. Ruiz Casanova postula que las traducciones realizadas por españoles en el exilio constituyen producciones culturales pasibles de ser integradas al corpus de las traducciones nacionales. Advierte, por cierto, la complejidad del planteo y formula una serie de preguntas necesarias para el tratamiento del tema: Puestos a preguntarnos por enigmas, ¿qué literatura se ve completada por la labor de los traductores exiliados en Hispanoamérica tras la Guerra Civil española? ¿La del país de acogida? ¿La del país de nacimiento, si se salva la censura o se pacta implícitamente con ella? ¿Establecen las traducciones un puente entre las literaturas nacionales hispanoamericanas y la peninsular o, por el contrario, subrayan la propia censura y sus efectos y denuncian el atraso que padece la literatura peninsular en lo que respecta al conocimiento de obras y autores extranjeros? (2008: 4).
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Si tal como proponen los estudios descriptivos y polisistémicos, las traducciones cumplen su función en la cultura receptora —es decir, en el contexto en que se produce la selección de los materiales a traducir— (Even-Zohar 1999; Hermans 1999), la identidad nacional del traductor plantea un primer escollo teórico y metodológico en el caso de importadores exiliados: ¿es transferible la identidad nacional del agente al producto de su práctica cuando ésta se inscribe en un sistema cultural extranjero? Ruiz Casanova halla una respuesta en la generalización y sustancialización de las categorías de análisis, tanto de la categoría “traducción” cuanto de la categoría “exilio”. La operación discursiva es la siguiente: por un lado, la generalización se manifiesta en el axioma según el cual todo exilio es “exilio en la lengua”; el exilio, dice, “no es en esencia un asunto territorial sino pura y principalmente lingüístico” (2008: 3). Por otro, la operación de sustancialización, más aún de consustancialización, se manifiesta en la asociación ontológica de los dos términos del sintagma: Pero cuando se trata de Exilio y Traducción ni podemos ceñirnos a una literatura, ni a una lengua ni a un espacio, pues, en realidad, estamos apuntando a una categoría esencial y primigenia del mismo acto lingüístico que llamamos Traducción: la traducción implica siempre, de un modo u otro, un arte o una experiencia personales del Exilio (Ruiz Casanova 2008: 3).
La generalización y la consustancialización de ambas categorías obliteran la historicidad de las traducciones y habilita una conclusión incompatible con una perspectiva descriptiva y sensible al contexto: [Las traducciones] son también la vía que reintegra al transterrado su identidad lingüística y, desde este punto de vista, la ilusión de comunicarse con aquellos que hablan su misma lengua. Es más, en el caso de la traducción, el paso de un texto de su lengua original a la del traductor en el exilio supone vencer ilusoriamente las resistencias de su condición física; la traducción cumple, de este modo, con un fundamento cuasi alquímico que restaura a quien padece exilio (escritor o lector) el orden de lo natural (2008: 2).
Esta conclusión no puede sino derivar de la esencialización de un vínculo histórico y, por tanto, contingente, que por definición requiere una reflexión situada. De hecho, puesta en el contexto de los exilios latinoamericanos de los años setenta, tal afirmación no es válida en absoluto porque el escaso prestigio de las variedades americanas de castellano las excluía de la textura de las traducciones que realizaban los exiliados en España, y las borraba de los soportes impresos destinados a difundirlas en España y aun en América Latina.
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En este trabajo se considera que, entre “exilio” y “traducción”, no hay una relación de equivalencia metafórica sino de inclusión material. Los términos “exilio” y “traducción” serán considerados como prácticas situadas: práctica política y tecnología de un poder dictatorial, el primero; práctica discursiva operada por un sujeto social entre dos lenguas o dos variedades de una misma lengua dotadas de prestigio diferencial, la segunda. En tanto prácticas, habrán de dar origen a representaciones colectivas heterogéneas y contrapuestas, entre las que se registrarán representaciones metafóricas. Pero, desde nuestra perspectiva, la primera implica a la segunda, pues la traducción constituyó entre 1974 y 1983 una opción laboral, una práctica profesional, desarrollada en el marco de la industria editorial durante el exilio geográfico de ciertos agentes culturales argentinos instalados en España, especialmente en la ciudad de Barcelona.
2. Importadores literarios argentinos en España: una biografía colectiva Las categorías “importación literaria” e “importadores literarios” aquí adoptadas proceden del ensayo “Cosmopolis et l’homme invisible. Les importateurs de littérature étrangère en France, 1885-1914” (2002), del sociohistoriador Blaise Wilfert. Allí Wilfert introduce el término “importación” para designar al conjunto de prácticas que intervienen en el proceso de circulación de obras literarias de un campo nacional a otro. La denominación “importadores” se aplica a los intermediarios —individuos e instituciones— activos en el proceso de importación de las obras: editores (y editoriales), directores de colección, escritores, traductores, prefacistas, correctores, agentes literarios, críticos, cosmopolitas —viajeros y exiliados— o aun historiadores de la literatura. Todos ellos participan en la producción de valor de las obras literarias introducidas en un nuevo espacio receptor. Wilfert postula la necesidad de interrogar la identidad social de tales agentes importadores en el marco de una biografía colectiva. En sintonía con su propuesta, este libro explora el mundo de los importadores literarios argentinos en España mediante el seguimiento de dos problemas íntimamente relacionados con la identidad social de los agentes: la adquirida condición de trabajadores editoriales y el problema de la lengua, asunto que configuró la identidad exiliada en todos los planos de la vida en el exilio: privada (incluso amorosa4), pública (y aun como militantes5), profesional y literaria. La sensibilidad lingüística Veáse el texto de Daniel Schiavi, “Despertar en Barcelona”, en el que identifica a las mujeres argentinas que se adaptaban lingüísticamente con “malinches” y traidoras: “Las palabras se iban y el lunfardo llenaba los agujeros. Rantifusa. Ella era de Lanús pero ahora decía: ‘Oie, tú qué hostias, noi’” (1998: 622). 5 Véase, por ejemplo, el informe de la psicoanalista Carmen Morera en “Las formas mentales del exilio”, publicado en El Porteño: “La adopción de la lengua española como requisito 4
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movilizó asimismo una crítica al centralismo de las instituciones normativas, como el mercado o la Real Academia, y reactivó memorias discursivas vinculadas con la historia de esa crítica, como el debate en torno al “idioma nacional argentino” planteado, entre otros períodos, a fines de la década del veinte con motivo de la polémica literario-editorial por el “meridiano intelectual” (Falcón 2010 y 2011). La reedición del debate sobre el idioma de los argentinos se verá especialmente plasmada en la discusión sobre la lengua de las traducciones. Así, en el exilio se constituye una escena de traducción que puede ser reinscrita en las coordenadas de la historia de la traducción argentina. Cuando planteamos que entre 1974 y 1983 se constituye una escena de traducción nacional en el exilio, pensamos en una doble inscripción en esa historia: como producto material de escenas anteriores, vía la reedición y manipulación de traducciones argentinas de los años cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta; y como un nuevo capítulo de esa historia: las traducciones realizadas por argentinos exiliados y emigrados en Barcelona. Este libro constituye una reelaboración de mi tesis doctoral, cuyo contenido he difundido parcialmente en artículos publicados en revistas académicas. El tiempo transcurrido desde el comienzo de mi investigación en 2007 me ha permitido revisar hipótesis, reordenar materiales, modificar mi visión sobre ciertos temas, y acceder a nueva bibliografía y a nuevas fuentes. Sin embargo, sigue en pie el deseo de que el lector perciba la íntima cohesión de los capítulos que lo componen. El capítulo 1 introduce el elenco de temas y problemas que signa la discursividad exiliar, y procura sentar de manera gradual las bases conceptuales para el estudio de la actividad de traducción e importación literaria en el contexto del exilio en Cataluña. En primer lugar, se analiza críticamente la construcción de la categoría “exilio” en dos marcos disciplinares a fin de contrastar sus perspectivas teóricas y metodológicas: el de la historia reciente y el de los estudios literarios. En segundo lugar, se interpretan los usos de esta categoría en el discurso de los actores —intelectuales, escritores y traductores— que participaron en las discusiones públicas sobre el vínculo entre exilio y literatura en la Argentina, y se sitúan las condiciones de emergencia de las representaciones metafóricas predominantes en la década del noventa. En tercer lugar, se reconstruye en diacronía la evolución e involución de ciertas metáforas —“el escritor es siempre un exiliado”— y la emergencia de la figura del traductor exiliado en la producción ensayística de Juan Martini y Marcelo Cohen, dos escritores argentinos emigrados en Barcelona con activa participación en el mundo editorial español desde mediados de los años setenta. para vivir en España era para muchos de nosotros la garantía de un olvido que no queríamos permitirnos: el de la lengua argentina con sus propias leyes, tomando el ‘vos’ como pilar de donde sosteníamos nuestra identidad de luchadores en el exilio” (1983).
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El capítulo 2 caracteriza la presencia de emigrados latinoamericanos en el mundo del trabajo, describe la situación laborar inicial y las condiciones de inserción en la industria del libro. Tras delinear las características salientes del campo editorial español de la transición democrática, reconstruye los principales focos de trabajo editorial y algunas de las redes de contactos que abrieron las puertas de las editoriales. A fin de comprender la posición que los exiliados ocuparon en el campo editorial de la época, se examina el ideologema de los exilios cruzados, representación que establece una homología entre la labor cultural y editorial realizada por exiliados republicanos en América Latina a fines de 1930 y el desempeño editorial de los exiliados argentinos llegados a España a mediados de la década del setenta. Los capítulos 3 y 4 exploran casos concretos de inserción editorial, atendiendo en especial a su relevancia en términos cuantitativos (cantidad de colaboradores argentinos) y cualitativos (ejemplaridad de los problemas traductológicos presentados). En el capítulo 3 se estudia la producción de traducciones y escrituras por encargo de novelas populares firmadas con seudónimos extranjeros en las editoriales Martínez Roca y Bruguera. El capítulo 4 destaca y analiza pormenorizadamente un caso de importación de género: la colección Serie Novela Negra de la editorial Bruguera. Esta colección fue privilegiada porque condensa de manera ejemplar la problemática de la escena de la traducción argentina en España, expuesta en esta Introducción. Su estudio fue abordado desde la perspectiva de la producción de traducciones y de la recepción de la colección entre especialistas locales en novela negra. El capítulo 5 profundiza el tema de la recepción y crítica de traducciones, en general, y de aquellas realizadas por argentinos, en particular. En él indagamos de qué modo la crítica cultural y la crítica de traducciones constituye un indicador de la valoración social de la práctica traductora y de sus agentes. Tres cuestiones dominan el análisis en ese capítulo: las representaciones sobre la traducción y el traductor en este período de la cultura española, el proceso de institucionalización del campo de la traducción y el papel específico de los traductores-importadores exiliados en ese marco. El capítulo 6 analiza la intersección de tres series discursivas centradas en el problema de la lengua. Por un lado, el tema de la lengua de traducción como componente de la tópica traductiva del período, descrita en el capítulo precedente; por otro, el problema de la variedad de lengua en tanto formante estable de la discursividad exiliar rioplatense; por último, y no menos importante, la cuestión de la calidad de las traducciones en el marco de una problemática más vasta, centralísima en el discurso social del período. Mi propósito es exhibir, en fuentes documentales diversas, aquellos momentos en que las tres series se cruzan, es decir, revelar el entramado en que confluyen el tópico de la “crisis idiomática” peninsular, el problema de la lengua de traducción y la esporádica pero definida voz de los traductores latinoamericanos.
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El capítulo 7 tiene una función integradora. Por un lado, analiza trayectorias de traductores exiliados o emigrados en busca de rasgos comunes y singularidades, a fin de mostrar la multiplicidad de recorridos profesionales, la peculiaridad de sus “posiciones traductivas”; por último, se detiene en los aprendizajes del exilio, en particular aquellos ligados con la reflexión teórica e histórica sobre la traducción en Hispanoamérica. En el final de este libro figuran dos Anexos con títulos de traducciones publicadas por argentinos en Barcelona. El primero presenta una selección de las traducciones realizadas por los actores mencionados en este libro. El segundo contiene el catálogo de traducciones de la colección Serie Novela Negra (19771982) dirigida y prologada por Juan Martini.
Agradecimientos
La investigación que dio origen a este libro me puso en contacto con quienes vivieron en Barcelona en aquellos años. Estoy en deuda con ellos porque, al aceptar compartir sus memorias sobre los trabajos del exilio, al recibirme con interés en Buenos Aires o en Barcelona, y dialogar largamente, propiciar encuentros, aportar datos valiosos, hicieron de mi investigación una experiencia vital completa. Agradezco a Ana Basualdo, Ana María Becciú, Nora Catelli, Marcelo Cohen, Américo Cristófalo, Andrés Ehrenhaus, Alicia Gallotti, compañera de Alberto Speratti, Ana María Gargatagli, Eduardo Goligorsky, Juan Martini, Daniel Schiavi y Marcial Souto, con quienes pude conversar de viva voz, ya sea en persona o telefónicamente. A quienes respondieron cuestionarios y correos: Celia Filipetto, Ana Goldar, Jonio González, Ricardo Pochtar, Horacio Vázquez-Rial, in memoriam. A Mirta De Paola y Enrique Gracia Trinidad por los datos aportados sobre Luis De Paola. A Elvio Gandolfo, sus recuerdos de Andrómeda y Adiax. Los hermanos Di Masso, Pablo y Gerardo, me dieron la dicha de los descubrimientos tardíos y el placer de leerlos. A Roberto Bein, por responder con paciencia a mis preguntas, aportar documentos y enseñarme tantas cosas desde 1998. Agradezco a José Muñoz y a Carlos Sampayo por autorizar gentilmente la reproducción de una viñeta de Sudor Sudaca; y a Diego Rey por mediar en el intento. Sin duda este trabajo nunca hubiera llegado a buen puerto sin las instituciones y las personas que me apoyaron en todos estos años. Esta investigación contó con el respaldo institucional del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), gracias a cuyas becas de posgrado pude realizar entre 2008 y 2013 mi tesis doctoral en el marco del Programa de Doctorado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. En el plano personal, mi mayor agradecimiento, que nunca será suficiente, es para Patricia Willson, directora, maestra y amiga querida, por transmitirme el deseo de investigar y escribir sobre la historia de los traductores y las traducciones. Agradezco a Sylvia Saítta, codirectora y sólido apoyo de mi trabajo de investigación. A mi jurado de tesis: Silvina Jensen, Alejandro Cattaruzza y Andrea Pagni, editora de este libro y codirectora de la colección de “Estudios latinoamericanos”, por sus continuos aportes y su ayuda sostenida en el tiempo. A Santiago, por nuestra vida juntos.
I. Representaciones del exilio
El escritor es siempre un exiliado. El uso que un escritor hace de la lengua es un uso asocial, transgresor, disidente, que lo sitúa en una frontera. Escribir es la primera forma del exilio: su origen, su definición y su naturaleza. (Juan Martini: “Naturaleza del exilio”, 1993)
Los que vivimos fuera del lugar donde nacimos, y no por nuestra voluntad, padecemos —o me pregunto ¿somos beneficiarios?— de algunas fabulaciones inconmensurables y completamente inidentificables con las realidades miserables y sin grandeza con que nos desarrollamos en la vivencia cotidiana. (Antonio Di Benedetto: Cuentos del exilio, 1983)
¿Qué es el exilio? Esta pregunta, que funda y motiva el presente capítulo, probablemente no pueda responderse sin otra pregunta: ¿para quién? A juzgar por la bibliografía —testimonial, historiográfica o filosófica—, el interrogante podría tener tantas respuestas como puntos de vista aborden el objeto. De ahí que a menudo se hable de “exilios”, en plural, o de “formas de exilio”. La diversidad de perspectivas abarca un vasto espectro, que va de la antropología cultural al psicoanálisis, pasando por la filosofía, el derecho o la literatura. Cada perspectiva pone distinto foco sobre la multiplicidad de experiencias de la alteridad y la extraterritorialidad, y cada una diseña distintas figuras del extranjero, el emigrante y el inmigrante, el refugiado o el exiliado. El propósito de este capítulo es poner en evidencia el carácter problemático, y aun controvertido, de los usos de la categoría “exilio” en registros testimoniales y académicos. No propongo elaborar una síntesis de perspectivas ni aportar una definición alternativa o normativa, y mucho menos exponer desgloses semánticos o lexicológicos que poco dicen de los usos sociales y de los motivos e intereses, siempre contingentes, que los rigen. Mi propósito específico es describir e interpretar, en el corpus de testimonios y debates producidos desde fines de los años setenta hasta el presente, las representaciones dominantes del exilio argentino y examinar sus formulaciones metafóricas. Este capítulo está organizado en tres partes. En primer lugar, se analiza la construcción de la categoría “exilio” en dos marcos disciplinares a fin de contrastar sus
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perspectivas teóricas y metodológicas: el de la historia reciente y el de los estudios literarios. En segundo lugar, exploramos los usos de esta categoría en el discurso de los actores —intelectuales, escritores y traductores— que participaron de las discusiones públicas sobre el vínculo de “exilio y literatura” en la Argentina. En esa instancia procuro situar sincrónicamente las representaciones metafóricas en el contexto de los debates acontecidos en los primeros ochenta, a fin de exhibir el carácter argumentativo, polémico y no universal de las representaciones metafóricas. En tercer lugar, analizo en diacronía la evolución e involución de ciertas metáforas —“el escritor es siempre un exiliado”— y la emergencia de la figura del traductor exiliado en la producción ensayística de Juan Martini y Marcelo Cohen, dos escritores argentinos emigrados en Barcelona con activa participación en el mundo editorial español desde mediados de los años setenta. Este recorrido analítico pretende sentar de manera gradual las bases conceptuales para el estudio de la actividad de traducción e importación literaria en el contexto del exilio en Cataluña. La elección de este recorrido analítico, y su aparente desvío, obedece a la convicción de que el objeto de estudio “exilio y traducción” no es un objeto dado de antemano. Por el contrario, requiere ser construido en función de los contextos de manifestación concreta de las prácticas referidas en el sintagma. Esos contextos, no solo implicarán prácticas escriturarias, sino también el universo discursivo que las expresa y modela bajo la forma de representaciones sociales más o menos consensuadas, más o menos polémicas, pero siempre incrustadas en un marco de diálogo que, extendido en el tiempo, constituye lo que aquí llamaremos la “discursividad exiliar”.
1. El exilio entre la historia y la literatura Esos puntos de vista pueden ser analíticos y estar inscriptos en un marco disciplinar específico, por ejemplo, la historia política y social del exilio, los estudios migratorios o los estudios sobre el libro y la edición, que hoy asumen una perspectiva transnacional y por tanto se interesan por la función de los exiliados en la constitución de redes editoriales a escala regional y mundial. También pueden ser nativos, es decir, proceder de lo que los actores dicen que es o fue el exilio para ellos o para otros, bajo la forma de testimonios, ensayos, cartas, debates, entrevistas, novelas o poemas, y por tanto constituir las fuentes primarias con las que trabajan los estudiosos del fenómeno. Pero además podrán ser disciplinares y nativos, como ocurre en aquellos estudios que incorporan el punto de vista de los actores a la perspectiva del investigador, por ejemplo, en los estudios que hacen de la formulación metafórica del exilio una pieza de su andamiaje explicativo.
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1.1. Una práctica represiva: el exilio-dictadura La emergencia de investigaciones históricas sobre exilio argentino está estrechamente relacionada con el proceso de institucionalización de la historia reciente. Este proceso se inscribe a su vez en una “hegemonía socio-discursiva” (Angenot 2010) cuya tópica dominante gira en torno a la recuperación de la memoria del pasado reciente, con eje en el período dictatorial y pre-dictatorial. Esa tópica, registrada desde principios de la década de 1980, adquirió vigor a mediados de la década de 1990. Se trata de un “giro hacia el pasado” en virtud del cual las identidades colectivas e individuales se construyen en torno a lo acontecido en ese pasado signado por su carácter “traumático” (Franco 2008b: 171; Jensen 2011: 5). Por lo demás, las problemáticas de la historia reciente se inscriben en distintas formaciones de la discursividad social. Hugo Vezzetti ha descrito con claridad esta división del trabajo discursivo, y la consecuente lucha simbólica por imponer los sentidos y los usos legítimos de ese pasado: Por una parte, hay una memoria de los crímenes masivos, bajo una forma jurídica basada en la investigación y la prueba, a partir de la vía abierta por el Juicio a las juntas. Por otra, hay una memoria de familiares y grupos allegados […]. Finalmente, están las memorias ideológicas, facciosas incluso, de grupos que reafirman identidades y afiliaciones del pasado; unos sostienen el relato de la “guerra antisubversiva” y reproducen la imagen que la dictadura proporcionaba de sí misma, otros, con variantes, reivindican el relato combatiente de la aventura revolucionaria. No hace falta decir que esas memorias habilitan diversas combinaciones y gradaciones en narrativas amasadas con la fuerza de las pasiones políticas, públicas y privadas (2004: 47).
En el marco del proceso de institucionalización de la historia reciente, devenida objeto de estudio legítimo para las ciencias sociales en general y para la historia en particular, a partir de los años noventa un núcleo de historiadores emprendió la reconstrucción de la historia de la emigración política correspondiente al período 1974-1983. Las investigaciones por entonces surgidas fueron construyendo la categoría “exilio” a partir de una serie de rasgos colectivamente aceptados o discutidos: el exilio argentino es definido como un proceso migratorio de corte específicamente político y colectivo pero no organizado a la manera del exilio republicano español. Se lo considera una práctica represiva prevista por la Doctrina de Seguridad Nacional, “junto con la desaparición forzada y sistemática de personas, el asesinato, la tortura y cualquier forma de ejercicio de la violencia política” (Franco 2008a: 17). Consecuentemente, en un primer momento, el exiliado fue caracterizado como “víctima” de una práctica represiva estatal (Yankelevich 2007: 207). Esta caracterización sería posteriormente criticada y reelaborada para evitar la fijación de una
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figura de “exiliado-víctima” como individuo meramente afectado o pasivo, en detrimento de su condición de actor social y político (Franco 2011: 311). De ahí que estas investigaciones estudien de cerca las prácticas militantes en el exilio y, en particular, la militancia en derechos humanos y denuncia de la dictadura y actividades de solidaridad (Franco 2011; 2008a). Si bien la hegemonía memorialista manifiesta en la “explosión de memorias” generó un marco propicio para la reemergencia de la discusión pública sobre el pasado reciente, y aun para su abordaje académico, el exilio constituyó, durante años, una suerte de tabú discursivo. Marina Franco sostiene que [d]urante muchos años el tema permaneció en un cierto “olvido” porque las voces legítimas que podían evocar públicamente el pasado represivo no parecían incluir a los emigrados y porque la investigación profesional consideraba la cuestión poco relevante o no abordable. En esos silencios y “olvidos” se anudan las dificultades colectivas para pensar nuestro pasado reciente y el lugar específico del exilio en esa historia (2008a: 17).
Así, pese a confluir con el desarrollo de los estudios de la memoria y la historiografía dedicada al pasado dictatorial, el exilio político no siempre constituyó un objeto de investigación destacado o siquiera visible (Jensen 2011). En cuanto a la memoria colectiva, el relativo silencio que pesó sobre el tema fue interpretado como repercusión duradera de la estrategia discursiva de la dictadura, que adjudicó a los exiliados la responsabilidad por la violencia política al tiempo que los acusaba de montar en el extranjero una “campaña anti-argentina”; silencio y olvido social que también explicaría la estigmatización de los exiliados tras el retorno, entre cuyos efectos figura la obliteración discursiva de la condición de emigrado político (Franco 2011: 309-311). Por cierto, no todo fue silencio. Pese a su delgadez y su carácter elusivo, la puesta en discurso del “tema del exilio” en la Argentina reciente tiene una historia propia que podría graficarse mediante una periodización aproximada: el período 1982/1983-1987 habría constituido el tiempo fuerte del debate público sobre la emigración política y “la coyuntura en la que se articularon todas las narrativas que traman hasta el presente la memoria del exilio” (Jensen 2005: 170-171). En la década de 1990, se habría profundizado el sesgo “literario” de los discursos sobre el exilio. Según Silvina Jensen, este sesgo puede leerse en la progresiva confinación del tema en suplementos culturales y en la correlativa focalización en figuras de la cultura. La preponderancia adquirida por la impronta “literarizante” habría desplazado la discusión del eje exilio-dictadura al eje exilio-literatura, favoreciendo así una aproximación despolitizada del exilio, que siguió vigente durante casi una década:
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La segmentación de las prácticas represivas y la consideración del exilio como una situación no incluible en la “Doctrina de la Seguridad Nacional” fueron la expresión de una mirada no política del exilio. Desplazado de una lógica represiónvíctima, el exilio político fue asimilado a los exilios metafóricos, el destino del intelectual incomprendido o los viajes románticos (Jensen 2005: 7).
En síntesis, el exilio habría estado sub-representado en la construcción de las memorias sociales fuertes sobre el pasado reciente en la Argentina; y paralelamente, como correlato de su despolitización, se registraría una sobre-representación de la figura del exilio como asunto de “notables”, especialmente escritores y artistas. Los historiadores del exilio político reconocen, sin embargo, que la polisemia del término o “la porosidad de las fronteras que separan sus usos literales y metafóricos” puede enriquecer la perspectiva histórica, siempre y cuando se tenga “claro cuál es nuestro bagaje analítico y cuáles las preguntas que nos guían” (Jensen 2011: 2). En ese sentido, Luis Roniger identifica la tendencia a generalizar sobre la condición humana a partir de la experiencia exiliar con la perspectiva de los estudios culturales y fenomenológicos. Y coincide con Jensen en señalar que poco dicen estas generalizaciones sobre la “singularidad del exilio como fenómeno socio-político contextualizado históricamente” (Roniger 2014: 19). Es decir, si bien los historiadores constatan la presencia de representaciones metaforizantes, las preguntas que los guían no conducen a situar, comprender y explicar las metáforas en circulación, ni a indagar los posibles motivos por los que los actores las acuñan, reproducen y hacen circular; ni a indagar cómo y por qué llegan a ser aceptadas o aun utilizadas entre los estudiosos de la cultura y otros lectores especializados. Por tanto, no acometen la tarea de poner en perspectiva histórica el contenido cultural, social o político de las metáforas que constituyen representaciones del exilio. 1.2. Una práctica literaria: el exilio-literatura Hasta aquí nos referimos al “exilio metafórico” sin entrar en detalles sobre las metáforas concretas que vendrían a expresarlo ni situar a sus principales enunciadores. Entre las más frecuentemente transitadas por escritores argentinos, figuran “el escritor es siempre un exiliado” (Martini 1993a: 552-554), “el escritor se exilia en la lengua” y sus variantes “la patria del escritor es la lengua” o “el meollo del exilio es la lengua” (Martini 1993b; Cohen 2006: 35-57), “el exilio es traducción” (Matamoro 1985: 97-99). Por cierto, estas y otras representaciones metafóricas del exilio pueden rastrearse en la historia de la literatura universal, como demuestra el comparatista Claudio Guillén en El sol de los desterrados: literatura y exilio (1995), una obra que recorre las figuras del exilio desde los cínicos y estoicos, pasando por Ovidio, Dante o Shakespeare hasta las migraciones, los éxodos, los exilios o las diásporas contemporáneos. La tradición
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de exilios literarios estudiada por Guillén constituye una referencia casi obligada en los discursos metaforizantes del corpus testimonial argentino, persistencia que revela la intención universalizante de las metáforas: la internacional de la literatura apela a consignas literarias universales. Por ese motivo, también Guillén se plantea la pregunta por la delimitación de la categoría en estudio: Lo propio de nuestro tiempo es la variedad referencial de la palabra exilio, quiero decir, la diversidad de realidades que denota, y aún más los grados diferentes de realidad que lleva implícito, entre la metáfora pura y la experiencia directa. ¿Es exilio lo que siente el hombre cuya relación con el mundo no es sino extrañeza, ruptura y soledad? ¿No es superficial el no querer distinguir ese sentimiento de las condiciones que se le imponen a quien abruptamente se encuentra transportado o expulsado a otra sociedad, con diferentes presupuestos cotidianos, otro sistema de convenciones, otros modos de comunicación y hasta otro idioma? ¿O consiste lo superficial en no comprender lo que tienen en común esas situaciones aparentemente dispares, es decir, en no percibir la profundidad real y subyacente de la metáfora? (1995: 145).
Podría responderse que quizá no se trate de que uno u otro enfoque sea más o menos superficial, sino de que uno y otro ponen en juego saberes disciplinares, enfoques y objetivos de indagación muy diferentes. El problema podría radicar, antes bien, en la confusión de ambas perspectivas. Si, tal como sostiene Bernard Lahire, “las presentaciones y las concepciones que los escritores elaboran respecto de la actividad literaria y de sí mismos en esa actividad solo pueden verdaderamente comprenderse mediante el esfuerzo de articularlas con las condiciones de vida materiales y relacionales, literarias y extraliterarias de sus portadores”, entonces la pregunta por las presentaciones metafóricas del exilio debe abordarse desde una perspectiva analítica que considere en cada caso “la situación de quienes sostienen esos discursos y el contexto preciso de enunciación” (Lahire 2006: 161. Trad. A.F.). Porque el exilio es un objeto esencialmente interdisciplinario, para el estudioso de la literatura, la caracterización que ofrecen los historiadores interesa en tanto exhibe hasta qué punto el criterio de delimitación de la categoría determina las preguntas a formular, de modo tal que su definición no puede emanar de deslindes semánticos o terminológicos previos sino tan solo de su puesta en juego contextual. Sin embargo, a diferencia de la perspectiva historiográfica, una mirada atenta al fenómeno de la literatura del exilio no puede eludir el intento de comprensión de la dimensión metafórica. Y esto por dos motivos: por un lado, porque los escritores son los principales enunciadores del discurso metaforizante; por otro, porque un rasgo destacado de los primeros estudios sistemáticos sobre literatura del exilio en los años setenta es la incorporación de las representaciones metafóricas a las categorías de análisis.
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Un primer contrapunto con el modo como el enfoque antes reseñado construye la categoría exilio puede hallarse en una obra pionera, y fundamental, sobre el campo cultural argentino durante la dictadura: ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo? Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986) de José Luis De Diego (2003). Allí la motivación política no constituye un criterio nítido para definir el exilio: “Decir que la mayoría de los exiliados se fue por causas políticas es afirmar lo obvio, es aceptar una categoría que, por demasiado general, no permite ordenar el corpus” (2003: 156). Se trata de una primera inversión respecto del planteo historiográfico: lo inespecífico en la categoría es “lo político”. Esta laxitud conceptual constituye, para el autor, un primer problema metodológico. Pues lo “político” no podría constituir un rasgo sustancial para definir el exilio sin entrar en tensión con la tesis según la cual “la literatura argentina es consustancial a la experiencia del exilio” (2003: 153). Las pruebas aportadas para fundamentar esta sustancia compartida son conocidas: la literatura argentina cuenta con una vasta casuística de escritores cuya biografía registra alguna clase de alejamiento físico del territorio nacional, por ejemplo, Borges, Cortázar, Puig, Saer, entre otros; grandes obras de la literatura argentina o bien fueron escritas en situación de exilio, por ejemplo, Facundo de Sarmiento; o bien tematizan el destierro, por ejemplo, El gaucho Martín Fierro de José Hernández; por último, un argumento metaliterario: los “constructores” del canon, primeros historiadores y críticos de la literatura argentina —Ricardo Rojas con su Historia de la literatura argentina— refrendan retrospectivamente la consustancialidad postulada al atribuir la fundación de la literatura nacional a los emigrados políticos de la Generación del 37. Esta constante histórica de alejamiento de las fronteras nacionales permitiría probar, pese a la diversidad de causas que motivan los desplazamientos geográficos, la consustancialidad del vínculo en cuestión. Tras establecer el linaje de “escritores exiliados” y la tradición de “literatura del exilio”, De Diego introduce la problemática específica del exilio político en la década del setenta, y amplía así su tesis inicial: la literatura argentina es consustancial a la experiencia del exilio, pero esa consustancialidad se habría manifestado con inédita crudeza entre 1974 y 1983, incrementada a causa de las condiciones políticas y sus efectos particularmente adversos en el campo cultural (2003: 153-154). De la polisemia registrada en el corpus testimonial que construye y analiza, De Diego desprende la existencia de dos usos del término “exilio”: un uso literal y otro metafórico. El discurso literario sobre el exilio presentaría, así, una peculiaridad que explica la polisemia, a saber, el añadido de una dimensión metafórica que torna compleja e imprecisa la definición: “El término ‘exilio’ tiene un alcance cuyos límites se confunden y desdibujan toda vez que conviven con usos metafóricos” (2003: 153). El autor procede entonces a sentar las bases del “marco interpretativo adecuado para la situación histórica a considerar” (2003: 153). Este marco interpretativo procede, aunque el autor no lo explicite —lo había hecho en otro texto (De Diego 2000)—, de un
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ensayo del escritor argentino Juan Martini, titulado “Naturaleza del exilio” (1993a) y publicado en los noventa, década que coincidiría con la despolitización del exilio en las cronologías establecidas por Jensen. El esquema de interpretación propuesto es básicamente binario: pares asociados por relaciones de oposición o asociación semántica. El “exilio literal” sería el exilio en su dimensión espacial. En ese sentido, entraña un “sistema de adaptaciones lingüísticas, simbólicas y cotidianas” (2003: 139). El “exilio metafórico”, en cambio, sería del orden del “sentir”; constituiría la formulación subjetiva de una impresión relativa a la posición del escritor en un colectivo social abarcador: “sentirse exiliado de un sistema, una cultura, una comunidad” (2003: 139). Se trataría, pues, de una auto-percepción, que en el caso de escritores deviene rasgo inherente en virtud del estatuto marginal atribuido a la literatura en la sociedad. Hasta aquí podría decirse que se describen representaciones nativas. Sin embargo, el desarrollo argumental subsiguiente parece indicar que se asigna un valor explicativo a la formulación metafórica nativa. El desarrollo argumental destinado a caracterizar el “exilio metafórico” consta de cuatro premisas, constituidas por metáforas, y una conclusión: 1. todo hablante tiene por patria la lengua; 2. el escritor tiene por patria la lengua; 3. la relación del escritor con esa patria-lengua es peculiar, pues tiene una conciencia de la lengua que ningún otro hablante tiene (se trataría de una relación única); 4. el uso que un escritor hace de esa lengua, con la que tiene una relación privilegiada, es por definición transgresor, ya no solo con motivo de la relación privilegiada/consciente con esa lengua, sino en virtud de la posición marginal que la condición de escritor le otorga en la sociedad. Esa marginalidad es transgresora de la norma social por definición. A partir de estas premisas, De Diego/Martini concluyen que el escritor tiene dos patrias. La primera es la patria colectiva y geográfica, aquella en la cual el escritor es un ciudadano como otros; se trata de la patria de la lengua compartida, la de la cultura particular en que se socializa y se constituye como escritor. La segunda patria es una patria interior. Solo la clase de los escritores la “habitan”. Es la “patria del lenguaje”. La exposición adquiere cierta complejidad a la hora de explicar la relación entre “patria interior” y “exilio literal”. Es entonces cuando el exilio, como categoría analítica, se convierte en metáfora. Si la literatura es por definición transgresora, la escritura literaria y, por extensión, su agente viven un autoexilio permanente: “el escritor es siempre un exiliado”, tal como sostiene Martini en la cita consignada en epígrafe. La postulación de una duplicidad del exilio entre los escritores sin duda sirve argumentalmente para apoyar la tesis de la consustancialidad entre literatura argentina y exilio: la versión metafórica apoya la tesis consustancialista porque la condición transhistórica o a-histórica del “exiliado literario” no requiere de contextualizaciones socioculturales o políticas sistemáticas. Si el escritor es un exiliado se exilie o no, la clase de los productores culturales identificada como escritores será siempre idéntica
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al conjunto de los escritores exiliados. Tal identidad prueba —equivalencia obliga— la tesis consustancialista y elude la distinción analítica más compleja entre escritores emigrados previos al golpe de Estado (los “quedados”), exiliados políticos, viajeros literarios, emigrados económicos o profesionales, distinción necesaria para reconstruir las redes de contactos y solidaridad laboral, como veremos en el siguiente capítulo. Si bien la amplitud semántica destinada a subsumir en la categoría “exilio” la heterogénea casuística de desplazamientos geográficos es funcional a la tesis de la consustancialidad, no permite explicar las diferencias cualitativas entre modalidades migratorias. En síntesis, la articulación de los dos sentidos atribuidos al exilio literario —el metafórico y el literal— constituye la clave del marco interpretativo que José Luis De Diego y otros estudiosos del exilio literario harían suyo (Chiani 2001: 2; Bocchino 1997: 63-79). Dos son, a mi juicio, los problemas planteados por la perspectiva que incorpora la visión de los actores al marco explicativo de la situación histórica a considerar. Por un lado, esa perspectiva se desentiende del presupuesto —que hoy quizá parezca evidente pero que sin duda constituyó una conquista de las primeras investigaciones sobre el exilio político de los setenta— según el cual las dinámicas político-culturales y literarias del exilio varían según los países de acogida (Mira 2004: 87). En segundo lugar, y no menos importante desde la perspectiva de una sociología histórica de la cultura, restringe el estudio de la producción literaria en el exilio a escrituras directas en las que la función autor está claramente definida. El universo de prácticas literarias que en este libro propongo explorar involucra una multiplicidad de agentes —individuos e instituciones— y modalidades escriturarias que no pueden ser explicadas ni subsumidas bajo la sola óptica de una literatura nacional compuesta por escritores potencialmente exiliados que escriben ficción, poesía o ensayo. Los traductores literarios, los escritores por encargo que firmaban con seudónimo sus novelas populares de tres pesetas, los escritores inéditos en la Argentina hasta fechas recientes —como Susana Constante, Clara Obligado o Ana Basualdo—, todos ellos estuvieron sujetos a lógicas de mercado, es decir, a lógicas de producción literaria heterónomas, totalmente ajenas a la idea de autonomía literaria que subtiende las metáforas del exilio acuñadas por escritores notorios, tal como veremos más adelante. Sea como fuere, ninguno de los dos enfoques contrapuestos en este capítulo contempló la posibilidad de interpretar la condición metafórica como una representación sectorial de experiencias sociales concretas, es decir, como una figuración abstracta de condiciones materiales de existencia y de producción pasibles de ser rastreadas en los discursos y reconstruidas a partir del análisis de prácticas literarias desplegadas en coordenadas precisas. Ya sea que se hable ecuménicamente de “formas de exilio” o que se piense el exilio desde esquemas binarios —literal/metafórico; nacional/cosmopolita; político/despolitizado; heterónomo/autónomo—, ninguno de estos enfoques se ha detenido a analizar el contenido material de esas metáforas del exilio: ¿qué nos
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dicen esas representaciones metafóricas del exilio del “exilio literal”, de la emigración concretamente vivida, de las prácticas colectivas desarrolladas en dinámicas políticoculturales específicas?
2. Los debates sobre el exilio literario en la Argentina Si consideramos las metáforas del exilio como figuraciones sectoriales, y aun profesionales, con intenciones universalizantes y carácter deíctico, estas no pueden ser comprendidas y explicadas sin remitir a los discursos que las ponen a circular en condiciones precisas de enunciación. El propósito de los siguientes apartados es, entonces, demostrar que el “exilio metafórico” no constituye simplemente una subcategoría dentro de las “formas de exilio”, sino que integra una tradición discursiva particular a la que no se acogen por igual todos los escritores e intelectuales.1 Veremos que, en la discursividad exiliar argentina, la metáfora del exilio emerge como contra-argumento de choque en la polémica sobre “los escritores de adentro y de afuera”, acontecida durante y después de la dictadura, en los años ochenta; su uso se cimentaría en los noventa, tal como sostiene Jensen, y su frecuencia disminuiría sensiblemente con el giro material de los estudios literarios y la emergencia de los estudios sobre edición y traducción, que despertaron el interés por las actividades profesionales de los exiliados, en particular por sus actividades editoriales y de traducción. 2.1. La metáfora como argumento Para el caso argentino, la metáfora “el escritor es siempre un exiliado” —y sus variantes más o menos célebres— tuvo una función persuasiva y pragmática en el marco de los debates públicos sobre exilio y literatura. En tanto fragmento de una argumentación más extensa, la metáfora fue discutida, objetada, apelada en los debates librados entre escritores e intelectuales durante la dictadura y la transición democrática argentina. Existieron contra-argumentos o anti-metáforas del exilio entre los escritores. Por tal motivo, para vislumbrar su carácter contencioso es preciso insertar las representaciones metafóricas en una perspectiva diacrónica que permita enmarcarlas en los debates públicos sobre el exilio argentino. En el capítulo “Exilio intelectual: expatriados y marginales” de su libro Representaciones del intelectual, Edward Said da cuenta clara de la imagen del intelectual como exiliado metafórico: “[S]i bien es cierto que el exilio es una condición real, desde el punto de vista que a mí me interesa ahora es también una condición metafórica. Con ello quiero expresar que mi diagnóstico del intelectual se deriva de la historia social y política de desplazamientos y emigraciones […] pero no se limita a ella” (1996: 63). 1
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Para rastrear las metáforas en torno a las cuales se estructuraron algunos argumentos y muchas discusiones, es preciso volver a recorrer las polémicas sobre el exilio literario. Mi propuesta es analizarlas en el marco de una iniciativa editorial del exilio en México: el dossier “Argentina desde adentro y desde afuera” publicado en 1981 por la revista Controversia (Gago 2012). Si bien no se trata de una revista del exilio argentino en España, la elección de este soporte como marco de lectura obedece a dos motivos precisos. En primer lugar, Controversia fue la revista argentina del exilio que mejor reflejó la discursividad exiliar pues publicó más o menos todas las polémicas intelectuales en torno al tema, en el marco del diálogo sostenido con los intelectuales no exiliados.2 En segundo lugar, porque, con este dossier, los editores de la revista reunieron en un mismo soporte y marco de lectura los textos de la “Polémica Heker/Cortázar”, una entrevista a David Viñas, un poema de Antonio Marimón y el muy discutido artículo del periodista y director del suplemento cultural del diario La Opinión, Luis Gregorich: “La literatura dividida”. Por consiguiente, el dossier de 1981 constituye una plataforma adecuada para observar, en sincronía y diacronía, el panorama de los debates, es decir, permite ampliar el marco interpretativo de los argumentos puntualmente esgrimidos al poner en diálogo, por contigüidad espacial, las opiniones de Heker y Cortázar con las declaraciones de Viñas o Gregorich y el poema de Marimón. El primer elemento a destacar es que el dossier pone en escena, de entrada, dos de las macrometáforas más productivas y discutidas del período. Una de ellas condensa imágenes positivas en las que el exilio puede ser pensado como un valor para intelectuales y escritores; la otra participa del imaginario de la “devastación cultural” de la Argentina bajo la dictadura. La primera habla del exilio como lugar de traducción; la segunda, de la dictadura como lugar del silencio. La primera anuncia la imagen pletórica del escritor “exiliado en la lengua”, que se reconoce “apátrida consecuente” (Cohen 1986), condenado a la multiplicidad y a la universalidad, pese a la pérdida. La segunda es figura del páramo expresivo, del “genocidio cultural”, y proyecta la imagen de una Argentina silenciada, monolingüe, provinciana y nacionalista: “El silencio — dirá Viñas— es la metáfora de Argentina” (Colominas 1981: 38). Ambas metáforas ponen en juego imágenes en que la toma de la palabra —su apropiación o expropiación— constituye el eje de la relación exilio-país. Si bien el dossier de Controversia presenta artículos polémicos, la primera metáfora del “exilio como traducción” surge
Sueltos o en las secciones fijas “El exilio y el retorno” y “Polémicas”, Controversia publicó entre 1980 y 1981 escritos sobre el exilio de Héctor Schmucler, León Rozitchner y Carlos Ulanovsky (nº 4); el controvertido artículo “El privilegio del exilio” de Rodolfo Terragno (nº 4) y las sucesivas réplicas de Bayer y Terragno (nº 7 y 11); ensayos de Carlos de Sá Rêgo y Rodolfo Saltalamacchia (nº 5), Mario Molina y Vedia (nº 7), Cortázar, Heker, Marimón, Gregorich y Colominas (nº 11). 2
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de una voluntad conciliadora de sus editores. La voluntad de conciliación y diálogo fue reforzada por la inserción en gran formato del poema de Antonio Marimón titulado “Los amigos”. Al sugerir que un lazo amistoso subtiende la “suave guerra de posiciones”, el poema de Marimón viene a suturar las perspectivas encontradas, la “brecha”, que el dossier difunde (Marimón 1981: 35). La primera metáfora sobre el exilio como traducción surge en la presentación del dossier –sin firma pero a cargo de los editores– titulada “Entre Cortázar, Heker, Viñas y Gregorich”. En ella se hace expresa tanto la voluntad de conciliar cuanto la “necesidad de aproximar vivencias, relacionar experiencias, ir reencontrándonos, superar la brecha entre aquí y allá” (Controversia 1981: 33). Los desacuerdos, dicen los editores, son innegables; pero esos desencuentros ideológicos tienen una explicación; y esa explicación es expresada por medio de la metáfora de la traducción: Nos interesa [el debate sobre el exilio] por creer que muchas de las definiciones políticas e ideológicas tan abundantes hoy entre nosotros son sobre todo traducciones de la relación personal, existencial que tenemos con la tierra lejana. Y tal vez sea ese texto subyacente, íntimo, que busca consciente o inconscientemente un mayor enlace o una mayor distancia con lo argentino, el discurso político más decisivo y el menos incorporado a cada una de nuestras discusiones (Controversia 1981: 33. El subrayado es nuestro).
La breve presentación sostenía que, para la “generación escindida”, el debate literario sobre “los de adentro y los de afuera” tenía un interés ideológico tan relevante como las adscripciones políticas, las reflexiones sobre el pasado reciente, las revisiones históricas y las discusiones sobre el futuro del país, pues la discusión entre escritores también ponía de manifiesto disidencias entre exiliados en general. Y las disidencias procedían de las diferentes traducciones personales del exilio, del subtexto de la íntima relación que cada exiliado tenía con la “tierra lejana”. Por cierto, esta primera macrometáfora del “exilio como traducción” solo se refería al conflicto de interpretaciones sobre el significado de la experiencia del exilio entre emigrados.3 En cambio, la segunda imagen, aquella que acuñaba Viñas al sostener que “el silencio es la metáfora de la Argentina”, se refería a “un problema de más vastos y profundos alcances: la diferente y contradictoria relación con el país por parte de los que viven en el mismo y los que viven en el exterior” (Controversia 1981: 33). El “problema más vasto” al que aludían los editores es aquel que define los términos de
Otras polémicas en torno al exilio reflejan el conflicto de interpretaciones sobre su sentido y valor, por ejemplo, el intercambio publicado en Controversia entre Osvaldo Bayer y Rodolfo Terragno sobre el “exilio privilegio” o “exilio dorado” (Franco 2008c). 3
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la discusión entre Liliana Heker y Julio Cortázar. No voy a glosar su contenido —ya reseñado por otros— sino hacer una lectura transversal de esos textos a fin de recoger los argumentos más significativos. Si bien el cruce de opiniones entre Heker y Cortázar se desarrolló en las páginas de la revista cultural El ornitorrinco (Buenos Aires 1976-1985), fundada por Abelardo Castillo y Heker, el puntapié del debate lo dio un texto de Cortázar titulado “América Latina: exilio y literatura”. En su origen, se trató de una ponencia presentada ante un público de intelectuales latinoamericanos y franceses durante el coloquio Littérature latino-américaine d’aujourd’hui, realizado del 29 de junio al 9 de julio de 1978 en el Centro Internacional de Cerisy-la-Salle, Francia. Una interpretación benévola del ensayo de Cortázar sin duda requería reponer las condiciones de enunciación que imponía el coloquio: el objetivo de su alocución era invertir la noción de exilio como disvalor. Dejar que predominara entre los exiliados políticos la visión negativa del exilio —según Cortázar, de cuño romántico— equivalía a sumirse colectivamente en el sentimiento de pérdida, desasosiego y derrota. Su propuesta era promover el abandono de esa posición “típicamente” melancólica. Había que ponerse manos a la obra para hacer del exilio un lugar de trabajo y de transformación: el lugar del obrar productivo. Dirigida al colectivo de exiliados, la prédica se presentaba como un mensaje de consuelo y optimismo: “actuar sobre los exiliados que podrían estar atravesando momentos depresivos” (Cortázar 1980: 135); aspiraba a tener un alcance masivo y apuntaba a un interlocutor empático: “Quisiera que lo dicho aquí se difunda masivamente entre los exiliados; pero no solo entre los latinoamericanos sino también entre los otros, puesto que el exilio ya es un drama planetario” (1980: 135). Dirigida al restringido mundo de los escritores, la exhortación proponía hacer del exilio una “beca full-time”4 para escribir y aprovechar aquello que, a juicio de Cortázar, “todo escritor honesto” debía admitir: el desarraigo favorece la escritura en virtud de la revisión y recuperación de sí mismo que promueve, una suerte de “auto-análisis” a través de la distancia —en la soledad de ese “cuarto de hotel metafórico”— (1980: 126). Es entonces cuando Cortázar establece el vínculo entre el exilio “compulsivo” y el “maravilloso viaje cultural” (1981: 34). Sin embargo, el desliz que le costaría las críticas posteriores se produce en el momento en que dictamina que el exilio es el único lugar legítimo de producción literaria para los escritores latinoamericanos procedentes de
En “El exilio mexicano de Aníbal Ponce”, publicado en el nº 1 de Controversia, Oscar Terán utilizaba la figura del “exilio beca” para describir el alejamiento del Perú impuesto en 1919 por el gobierno de Leguía a Mariátegui. Por cierto, a diferencia de Cortázar, Terán no universalizaba esta figura: “Cuando se haga la taxonomía del destierro latinoamericano, se descubrirá que no posee una forma cristalizada y única, sino que se organiza según figuras arborescentes sujetas a determinaciones novedosas” (Terán 1979: 28). 4
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países sometidos a dictaduras, pues “las dictaduras latinoamericanas no tienen escritores sino escribas” (1981: 34). El exilio se convierte así en el lugar del obrar productivo y en el único territorio posible para la creación literaria; lo demás, decía Cortázar, no era sino dictado y vasallaje. No es difícil imaginar que leída por fuera de aquel peculiar escenario francés, sin el pathos que le imprime esa intención pedagógico-terapéutica, por fuera de los supuestos compartidos y las cotidianas vivencias con los exiliados ahí presentes, desgajada de las intervenciones posteriores, por cierto, más matizadas —como la de Noé Jitrik—, la ponencia de Cortázar en el coloquio de Cerisy-la-Salle podía resultar ofensiva para aquellos escritores no exiliados que de pronto se vieron convertidos en escribas de dictadores. Liliana Heker le responde en las páginas del Ornitorrinco. Su cuestionamiento apuntaba primeramente a la estrategia discursiva generalizadora, al tono hiperbólico, a la abusiva retórica de Cortázar: los “recursos lírico-demagógicos”, la exageración, el patetismo y el dramatismo (1981: 35). Destinados a propiciar la empatía y la solidaridad internacional, tales recursos eran correlato o instrumentos de un movimiento textual de abstracción y generalización, que Heker interpretaba como negligencia y maniqueísmo: al barrer de un plumazo todo atisbo de resistencia cultural en el país, todo signo de oposición a la dictadura, Cortázar no hacía sino transmitir una visión superficial de la realidad argentina. La segunda clave de la discusión es el cuestionamiento a la eficacia de las acciones de denuncia internacional de la dictadura que numerosos escritores llevaban a cabo desde el exterior. Según Heker, menguaba la eficacia de esas acciones la ausencia de un público nacional, pues ese debía ser el destinatario natural de toda denuncia. Y, por añadidura, decía Heker, los portavoces literarios habían roto su relación con la lengua nacional, la lengua que el “público quiere leer” (1981: 35). En este punto, el texto de Heker entra en diálogo con los argumentos del ensayo de Luis Gregorich, “La literatura dividida”, originalmente publicado en el diario Clarín en 1981. Según Gregorich, los escritores que se quedaron en la Argentina corrían con la ventaja de no haber perdido el “contacto inmediato con su lengua y su gente”; los escritores exiliados, en cambio, estaban “separados de las fuentes de su arte” (1981: 39). No menos dramático y retórico que Cortázar, Gregorich machacaba: “¿Qué harán, cómo escribirán los que no escuchan las voces de su pueblo? […]. Los lectores, aunque más tímidamente que en el pasado, leen a quienes les hablan en su propio idioma” (1981: 39). El pronóstico de una desnacionalización literaria del escritor exiliado será el desencadenante de la metáfora como contra-argumento: la figura del exiliado ontológico —“el escritor es siempre un exiliado”— y la del “exilio en la lengua” constituyen argumentos de choque contra las acusaciones de Luis Gregorich, como veremos al analizar el ensayo presentado por
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Juan Martini en el célebre Coloquio de intelectuales argentinos de 1984 organizado en la Universidad de Maryland por Saúl Sosnowski. Hay una tercera clave de lectura para la discusión Heker/Cortázar. Se trata de la crítica de Heker a lo que podría calificarse de apropiación terminológica: la condición de exiliado político que algunos emigrados, como Cortázar, se arrogaban a su juicio ilegítimamente. Heker de algún modo denuncia que el escritor no es siempre un exiliado. Con este cuestionamiento, la autora introduce la dimensión problemática que el uso “poético” entraña: ¿Exilio? Es válido suponer que al referirse a sus primeros 25 años en Europa, Cortázar está utilizando el “término” exilio en sentido poético. […] Tal vez Cortázar quiso decir que, de un exilado en sentido poético, se convirtió “en los últimos años” en un exilado en sentido político. Pero no lo dice. Hago hincapié en esto. Porque varios de los malentendidos del artículo se sustentan en el sentido ambivalente que se le da al término “exilado” (1981: 35).
En síntesis, Heker pone de manifiesto el carácter retórico-argumentativo, por tanto discutido y discutible, del uso de la figura del exilio metafórico: “una necesidad a ultranza de hacer causa común con los exilados […] valiéndose de recursos más pasionales que científicos” puesto que “literariamente el recurso no es más criticable que cualquier otro: un hombre puede sentirse un exilado mientras camina entre una multitud por la calle Florida” (Heker 1981: 35). Es decir, en “sentido poético”, como metáfora, el exilio puede representar infinidad de situaciones sin vínculo alguno con las prácticas represivas operadas por las dictaduras de América Latina, sin vínculo alguno con la intervención política del escritor exiliado, sin relación siquiera con la práctica literaria. En este sentido, del análisis semántico realizado por Heker se deducen dos figuras históricas del “escritor exiliado”, concentradas en la figura de Cortázar: la del escritor que asume la representación del colectivo de exiliados políticos y la del escritor emigrado —el exiliado poético— por motivos profesionales, literarios o personales con antelación o paralelamente a la existencia de contingentes exiliados por motivos políticos. Si la función representativa de Cortázar es más o menos clara, ¿qué será esa otra figura, la del exiliado “poético”, que se funde o confunde con aquella función de representación colectiva? En el capítulo “Los exiliados boomistas” del libro El exilio es el nuestro, Carlos Brocato señaló esta función argumentativa de la metáfora pero la vinculó con la llamada “jerarquía del sufrimiento”: Los que se habían quedado en el país sufrían la dictadura; los que se habían ido decidieron que sufrían más que ellos. ¿Cómo simbolizar ese “más”? La metáfora
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es el procedimiento constitutivo del pensamiento mágico. Entonces metaforizaron su situación para que fuese más severa, más dura que la de aquellos que andaban por las calles de la Argentina (1986: 104).
Brocato plantea además la necesidad de historizar el uso del término “exiliado” que la generación de los escritores del Boom hizo propia: “Los escritores de la nueva narrativa latinoamericana que empezaron a residir en Europa a partir de fines de la década del 50 fueron configurando un exilio equívoco” (1986: 117). No voy a desarrollar aquí esta figura del “exiliado boomista”, pero sí diré que su análisis es fundamental a la hora de reconstruir en diacronía el uso del término “exilio”, y vincularlo con las cambiantes condiciones de profesionalización de los escritores latinoamericanos emigrados en España antes o después de la llegada masiva de contingentes exiliados en los setenta. En síntesis, al postular una “mitificación del exilio”, Heker, Gregorich y Brocato coinciden en cuestionar la visión del país en que se funda esa construcción. La postulada “mitificación”, según los denunciantes, requería de la macrometáfora del “genocidio cultural”, ya mencionada. Fundada a su vez en la macrometáfora del silencio, contrapartida del exilio como lugar de denuncia, como espacio discursivamente “lleno”, la grandilocuente figura del “genocidio cultural” anulaba todo rastro de aquello que Brocato denominó “resistencia molecular” y que también recibió el nombre de “cultura de las catacumbas”, “resistencia cultural” o, en términos de Beatriz Sarlo, formas de la “disidencia intelectual” que fueron como “la gimnasia del preso que lo prepara para huir de la cárcel o para conservarse allí más o menos entero” (Chacón/ Fondebrider 1998: 27). Por cierto, también borraba la realidad de los vínculos intelectuales, literarios o comerciales existente entre las distintas sedes de exilio y el país, como por ejemplo prueba el intercambio sostenido entre los editores de Controversia y la revista Punto de Vista. Tales atisbos de discusión sobre el sentido y la función de los usos y apropiaciones literarias del exilio, permiten concluir que 1) la figura del escritor exiliado fue recibida como una representación compleja que contenía en una misma figuración situaciones exiliares percibidas como diversas por los actores del período; tales representaciones no fueron ni compartidas ni consensuadas ni aceptadas de manera unánime por el conjunto de los escritores argentinos; y 2) que el desglose semántico operado por los críticos de la postulada “mitificación” del exilio señala la existencia de una suerte de apropiación terminológica, percibida como tal en su contexto de uso y aparición. De ahí que el marco interpretativo de la situación histórica a considerar requiera profundizar el análisis de estas percepciones pues también ellas constituyen representaciones sociales de la figura del escritor exiliado, visibles en la discursividad social del período, formantes de la discursividad exiliar; y sin duda alguna, componentes necesarios para devolver todo su espesor histórico a los procesos de metaforización.
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2.2. Dos tradiciones discursivas El precedente análisis de la discursividad exiliar procuró poner en evidencia el carácter discutible-discutido de la atribución metafórica de la categoría “exiliado” entre escritores argentinos migrantes. Es decir, intenté mostrar que no se trata de una categoría que permita describir y explicar la situación de todos los escritores argentinos desplazados. No me propuse hacer una valoración, sino sencillamente señalar que no estamos ante dos formas de exilio sino, fundamentalmente, ante dos tradiciones discursivas sobre la relación entre exilio y literatura, tradiciones discursivas que entrañan posiciones estético-ideológicas positivamente asumidas y que apuntan a construir posiciones literarias diferenciadas. Veamos cuál es esta doble tradición. Como señalamos, la revista Controversia proporciona múltiples claves de lectura sobre la discusión pública en torno al exilio. De ahí que ambas tradiciones discursivas hayan quedado registradas como tales en sus páginas. Por un lado, existe una línea discursiva representada por los textos de Héctor Schmucler (1980: 4-5), Osvaldo Bayer (1980; 1981) —por mencionar dos nombres que típicamente figuran en las listas de escritores exiliados— o Rodolfo Saltalamacchia (1980). Por otro, existe lo que podríamos llamar la “tradición Savater-Ciorán”, en la que de un modo u otro se inscriben todos los discursos sobre el exilio argentino que sustentan la consustancialidad transhistórica de literatura y exilio. En cuanto a la primera tradición discursiva, su planteo general no es metafórico. Y presenta dos características que centran el exilio en una dimensión políticocolectiva, geográfica y temporal concreta. Por un lado, esa línea discursiva define al exiliado como emigrado político: “Entiendo por exiliados a aquellos que, por una u otra razón política, salieron del país porque les resultaba insoportable continuar en él. No incluyo, por tanto a esa corriente permanente de emigración que padece la Argentina desde hace años y que no responde a causas directamente políticas” (Schmucler 1980). Por otro, señala el problema ético de la representación del colectivo exiliado: ¿cómo y quién daría voz a esta experiencia colectiva? Saltalamacchia plantea el problema de la representación del exiliado anónimo, es decir, de aquellos que carecían de la legitimidad simbólica necesaria para hacer oír su voz en el espacio público y que, por tanto, no tendrían acceso a la tribuna como sí lo harían escritores e intelectuales. Saltalamacchia no se refiere, por cierto, a una representación estelar, destinada a dar visibilidad a las denuncias por los derechos humanos desde el exilio, como hacía Cortázar, sino a la pregunta por la autoría del relato del exilio que primaría y quedaría en la memoria histórica del período de la dictadura. Propone un memorial colectivo del exilio: [L]a mayor parte de los militantes no son escritores y no siempre podrán, o se animarán, a narrarnos su experiencia en la revista. ¿Qué hacer frente a todo
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esto? Quizá pueda alentarnos el saber que los militantes brasileños enfrentaron la misma tarea y tuvieron éxito. Parte de ese esfuerzo se plasmó en un libro titulado Memorias del exilio. Dicho libro nos puede servir de guía metodológica (Saltalamacchia 1980: 3).
En cuanto a la segunda tradición discursiva, la del “exilio metafórico”, es aquella que ante todo se desentiende de la embajada de representación de un colectivo nacional. No asume sino la representación del gremio universal de los escritores e intelectuales en sentido amplio. Se trata de la tradición que Savater atribuye a Ciorán en “El hijo pródigo. Entrevista a Fernando Savater”. Publicada por Controversia en el nº 7 de 1980 junto con un texto de Osvaldo Bayer, será introducida por una breve nota de los editores destinada a destacar el carácter polémico, cuestionable o pasible de discusión, de las posiciones de Savater y Bayer: “Las ópticas de ambos colaboradores difieren radicalmente y el interés que merecen no implica de ningún modo la identificación de la revista con lo afirmado” (Controversia 1980: 6). La entrevista a Savater permite poner el foco en el problema medular del “exilio metafórico” o “existencial” desde la perspectiva de la postulada “despolitización” del exilio en esta clase de discursos: la asunción de la voz de los exiliados o la representación del exilio colectivo que esas figuras optaron por asumir, o no, en sus intervenciones públicas. La vertiente Savater-Ciorán se funda en la desvinculación del escritor de su colectivo nacional de origen, cuya voz colectiva no asume. La justificación es el destino apátrida de los literatos o la pertenencia a la patria de los escritores, la internacional de los intelectuales. Así lo expresa Savater: Precisamente una de las teorías que me parecen más interesantes sobre el exilio es la que sostiene Ciorán. […] Ciorán se niega a unirse a los exiliados rumanos y se considera instalado en su ser apátrida. En no tener más patria que el lenguaje, que tampoco es suyo pues coge un lenguaje, el francés, que no es el suyo, para poder instalarse con plenitud en el desarraigo (1980: 6).
En consecuencia, la hipótesis de una consustancialidad entre literatura y exilio es válida siempre y cuando se reformule para una sola tradición discursiva. Es decir, la división entre exilio geográfico y exilio metafórico es válida para aquellos escritores que refrendan las teorías “que sostiene Ciorán”. Estas teorías constituyen una declaración de autonomía literaria y una defensa del carácter transnacional o mundial de la institución literaria en detrimento de toda función social de representación política del literato respecto de sus colectivos nacionales de origen. Las metáforas del exilio estructuran, en esta tradición discursiva, la construcción de un relato auto-referencial en el cual los escritores se presentan e imaginan a sí mismos
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como inscriptos en una historia de exilios “voluntarios” independiente de los avatares de la historia política y social, una tradición de extraterritorialidad5 compartida con pares conspicuos como Dante, Joyce o Beckett, por citar aquellos nombres que saturan los testimonios. La división analítica entre exilio literal y exilio metafórico podría revisarse en favor de la constatación, en la perspectiva de los actores, de cuando menos dos tradiciones discursivas: una que limita el exilio a los tiempos de la política nacional, y por tanto lo concibe como una emigración motivada por los efectos de la dictadura sobre la ciudadanía —como expulsión de la ciudadanía—; otra que se acoge a la tradición discursiva metafórica sobre el modelo del exilio literario-voluntario-ontológico de escritores desnacionalizados o transnacionales, y de ese modo procura operar en mayor o menor medida una separación del polo nacional del campo literario nacional de origen (Casanova 2002: 7-20) en nombre de la autonomía de la institución literaria. Hasta aquí nuestro propósito ha sido sentar las bases para el estudio en contexto del sintagma “exilio y literatura”. Mostramos que la división analítica entre exilio metafórico y exilio literal constituía menos un marco explicativo que un indicio de la existencia de una tradición discursiva particular que postula el valor de la “mirada exterior” en la creación literaria, como reivindicación de la autonomía relativa de la literatura como institución. Señalamos que esa división analítica no genera de por sí información sobre el exilio de escritores en contextos socioculturales precisos. Y postulamos que esa información es necesaria a la hora de generar datos sobre el funcionamiento del campo literario fracturado durante la dictadura por dos motivos: la reconstrucción de las condiciones de producción literaria permite establecer los niveles de concreción material de la autonomía añorada en cada contexto exiliar y, por tanto, restituir el horizonte contingente de las representaciones metafóricas.
3. Bajo el signo de la traducción: horizonte material de las metáforas En este apartado final vamos a sentar las bases de la tesis que este libro sostiene, a saber que las metáforas del exilio, en tanto representaciones sociales situadas en un Los libros Extraterritorial de George Steiner (1972) y Minima Moralia de Theodor W. Adorno (1951) constituyen obras de mención obligada en esta tradición discursiva: “Pero el destierro no es necesariamente un obstáculo. Hay un libro de George Steiner, Extraterritorialidad (sic), que sostiene que el carácter de la literatura del siglo XX es el exilio. Hay exilios compulsivos, como los escritores alemanes que tuvieron que huir del nazismo, o los españoles tras la guerra civil, o el caso de Nabokov, que se tuvo que ir de Rusia a escribir en francés y después en inglés” (Matamoro 1985: 98). Y sigue la lista de escritores célebres emigrados: Conrad, Joyce, Beckett, Ionesco, entre otros. 5
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horizonte de producción concreto, pueden leerse como efectos o rastros discursivos de prácticas de escritura y reescritura desarrolladas por escritores, traductores y otros agentes del campo cultural en el marco de su exilio o emigración en España, o más específicamente en el marco de su inserción en el medio editorial español entre los años 1974 y 1983. A tal fin vamos a analizar los usos metafóricos del exilio en los ensayos de dos escritores radicados en Barcelona que se desempeñaron como trabajadores editoriales, en funciones de importadores literarios: Juan Martini, director de una colección de literatura extranjera, y Marcelo Cohen, traductor literario. 3.1. Juan Martini en la “módica Babel” Como señalamos en el comienzo de este capítulo, el esquema interpretativo propuesto por José Luis De Diego, y asumido por otros estudiosos e investigadores, se fundaba en las reflexiones que Martini plasmaba en “Naturaleza del exilio”, un ensayo publicado en 1993 en Cuadernos Hispanoamericanos y en Primer Plano, el suplemento de cultura de Página/12 dirigido por Tomás Eloy Martínez. Allí Martini decía: Quien escribe renuncia al orden establecido, infringe leyes, rompe pactos, queda fuera de la comunidad y en las fronteras de la lengua común. El escritor es, lisa y llanamente, un traidor. […] Es, cuando toca, en un segundo exilio, el exilio llamado geográfico, donde la formulación poética acerca de la escritura como única patria o como patria real del escritor alcanza una consistencia concreta, material, donde se disuelve la metáfora y se corporiza la certeza (1993b).
Si bien estas reflexiones puntuales pueden ser metonímicamente elevadas a marco interpretativo, el ensayo “Naturaleza del exilio” integra un conjunto más vasto de ensayos dedicados a su experiencia política y sobre todo profesional en Barcelona. Periodizar los temas y problemas elaborados en esas intervenciones sucesivas tiene, por tanto, interés explicativo: la ausencia, evolución y progresiva desaparición de las metáforas en la ensayística de Juan Martini sobre el exilio confirma la cronología propuesta por los historiadores, según la cual el tiempo fuerte de debate político sobre el tema se sitúa en los primeros ochenta y el proceso de despolitización —vaciado de la dimensión colectiva, represiva y traumática, estelarización de exiliados notables, reducción a figuras de escritores y artistas, metaforización, confinamiento de la temática a los suplementos de cultura— se produce conforme avanza la década del ochenta hasta los noventa. Me interesa mostrar cómo se manifiesta este proceso discursivo de metaforización y ontologización del exilio en un corpus compuesto por cuatro ensayos de Martini: el primero es de 1984; el segundo, de 1988; el tercero, de 1993 y el último del año 2012.
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El primer ensayo fue leído en 1984 durante el Coloquio de intelectuales argentinos realizado en la Universidad de Maryland y organizado por Saúl Sosnowski. También participaron León Rozitchner, Tomás Eloy Martínez, Noé Jitrik, Tulio Halperín Donghi, Beatriz Sarlo, José Pablo Feinmann, Liliana Heker, Luis Gregorich, entre otros. Este coloquio fue clave en la construcción de un debate público sobre el exilio en la incipiente transición democrática argentina. La confrontación de ideas nos remonta a un momento de la discursividad exiliar en que los intelectuales intervinientes, y entre ellos los críticos literarios y escritores, eran ellos mismos actores del período que procuraban interpretar, es decir, nos remite a un momento en que el exilio aún se inscribe como experiencia vital y objeto de discusión a un mismo tiempo (Sarlo 1988: 103). Si quisiéramos postular un texto fundacional, generador de discursividad en torno al vínculo entre exilio reciente y literatura argentina, deberíamos volver sobre el artículo “La literatura dividida” de Luis Gregorich, que operó como grado cero de la discusión y fue el puntapié polémico que forzó la puesta en marcha de un movimiento crítico superador de la inflexión querellante que impregnó la discusión sobre literatura emigrada. Y ese momento crítico superador de la confrontación polémica se manifestó de manera notoria en el coloquio de Maryland. Fue entonces cuando se sentaron las bases de dos lecturas que desarticulaban la oposición maniquea entre “los de adentro y los de afuera”, en torno a la cual giraron los llamados debates intelectuales sobre el exilio. Una de esas lecturas ha sido la explicación propuesta por Beatriz Sarlo: las acusaciones recíprocas de traición o colaboración perdían de vista que el exilio debía pensarse como práctica represiva y como una de las fracturas de la doble fractura impuesta al campo intelectual durante la dictadura.6 Esta lectura se enlazaría con la perspectiva historiográfica actual, según la cual las expresiones singulares del exilio difícilmente puedan comprenderse aisladas de explicaciones históricas que contemplen la dimensión social, política y colectiva del fenómeno. La otra lectura superadora es, desde mi perspectiva, el proceso metaforizador en germen en el texto leído por Juan Martini, una línea vocera de cierta tradición discursiva sobre exilio literario, centrada en exponer los efectos del exilio en la práctica literaria y en la trayectoria de escritores, para cuya fundamentación sus enunciadores contaban con una tradición discursiva milenaria sobre la que inscribir los argumentos esgrimidos en los debates locales. Esta segunda lectura fue Conforme a la ya clásica expresión de Beatriz Sarlo: “Hasta 1975, los intelectuales habían tenido la experiencia de poder hablar más allá de los límites del propio campo”. Expulsados de la intervención pública a partir de 1976, el campo intelectual quedaba así doblemente fracturado: entre los intelectuales exiliados y los que siguieron en el país; y entre el campo mismo y el campo popular (1988: 99-100). 6
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recuperada por los estudios literarios que entre finales del siglo xx y principios del xxi integraron al marco interpretativo las metáforas del exilio ontológico.7 La ponencia leída en Maryland por Juan Martini, “Especificidad, alusiones y saber de una escritura”, responde a la consigna propuesta por los organizadores: “¿Cómo se relacionó la literatura argentina con la realidad entre 1973 y 1983?”. En el primer apartado, Martini expone su concepción del vínculo entre literatura y realidad (1988a: 125-126). Señala que el grado de referencialidad de la literatura argentina durante la dictadura, su remisión a la historia reciente, fue variable. No obstante, observa dos puntos de anclaje de la literatura a esa realidad circundante, que cobran todo su valor para pensar la literatura del exilio: citando a Cortázar, postula que la lengua contribuye a localizar una literatura y a separar zonas culturales; la lengua opera como puente con la “realidad circundante”; el segundo punto de anclaje es aquel que vincula la lengua, no ya con un arbitrario repertorio de signos, sino con la tradición, que en el decir de Borges sería “un modo de sentir la realidad” (1988a: 126). El proceso por el cual la lengua inscribe la obra literaria en una realidad social determinada, dice Martini, se afirma o refuerza por ser la lengua elemento constitutivo de una tradición literaria nacional o regional, por tanto, el puente de la lengua literaria determina que “ninguna escritura qued[e] a la deriva en medio de un mar irreal” (1988a: 126). En cuanto al tema del compromiso político del escritor, Martini es contundente: el debate que, desde los años cincuenta, sitúa el problema literario en la pregunta por la utilidad de la literatura, y más específicamente por su función social y política, ha caducado (1988a: 127-128). La escritura sería un acto de libertad: “Solo el ejercicio de esa libertad compromete al escritor con la historia. Solo una escritura capaz de resistir mandatos extraliterarios dará cuenta cabal del mundo en que fue escrita” (1988a: 127). La propuesta de Martini era “descomprometer” y “desresponsabilizar” al escritor, librarlo del mandato de producir obras con significado político explícito: “Nuestros gestos políticos son, deben ser, los de todo ciudadano situado en una concreta realidad” (1988a: 127-128). En la tercera sección, tocante a la relación entre escritura y exilio, Martini remite directamente al artículo de Luis Gregorich para refutar sus argumentos: “La literatura argentina tiene un solo cuerpo, caótico, polémico, escindido, enfermo, admirable. Sostener la hipótesis de una escisión, ahora, me parece vano y disolvente” (1988a: 128). Dos aspectos interesan a Martini en el artículo de
A principios de los ochenta, en la revista Punto de Vista, María Teresa Gramuglio reconocía la existencia de usos metafóricos, pero aseveraba que el exilio literario de los setenta tenía como “denominador común la violencia generalizada” y no un eventual exilio ontológico, figura que a sus ojos tenía “implicaciones más ricas” (1981: 13-16), paradigmáticamente expuestas por Juan José Saer en sus ensayos “La perspectiva exterior: Gombrowicz en la Argentina”, “Caminaba un poco encorvado” y “Exilio y literatura” (2014). 7
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Gregorich: la reformulación cualitativa de la problemática del exilio en la literatura argentina, mediante la cual el periodista alentaba a “medir la importancia del exilio por la importancia de las obras literarias de los escritores exiliados”; y su pronóstico de que quienes “escribían fuera del país perderían el sustento de sus escrituras” (1988a: 129). Recordemos la cita de Gregorich: ¿Qué será ahora, qué está siendo ya de los que se fueron? Separados de las fuentes de su arte, cada vez menos protegidos por ideologías omnicomprensivas, enfrentados a un mundo que ofrece pocas esperanzas heroicas, ¿qué harán, cómo escribirán los que no escuchan las voces de su pueblo ni respiran sus penas y alivios? Puede pronosticarse que pasarán de la indignación a la melancolía […]. Sus textos, desprovistos de lectores y de sentido, recorrerán un arco que empezará elevándose en el orgullo y la certeza y que terminará abatido en la insignificancia y la duda (1981: 39).
En respuesta a las cuitas nacionalistas de Gregorich, Martini esgrime la tradición universal de los escritores exiliados. Sarmiento, Joyce, Beckett, todos ellos escribieron lejos de la voz de sus pueblos: Escribir fuera del país natal equivale, quizá, a escribir descentrado. […] Puede ser fértil, para un escritor, perder de vista aquello que cree que le pertenece —una geografía, una historia o un idioma— porque su escritura pierde también lazos espontáneos y debe entonces trazar y anudar otros: en este acto, en esta crisis existe la posibilidad de que se originen escrituras imprevistas (1988a: 129).
En síntesis, en 1984, predominaba la declaración de autonomía literaria, la reivindicación de la irreductible singularidad del hecho literario y de la productividad de la “crisis de descentramiento”, y la idea fuerte de que la tradición literaria —y no la sola lengua— anclaba fatalmente la escritura en una realidad nacional. Este entramado de ideas constituía un contra-argumento destinado a desarticular el planteo populista y nacionalista según el cual los escritores exiliados corrían el riesgo de desvincularse de su medio “natural”: la realidad nacional y la “voz del pueblo”. De ese modo, la adhesión a la tradición autónoma de los grandes escritores universales permitía a Martini refutar la necesidad del anclaje territorial de la producción literaria, y así desbaratar la “disolvente”, y poco oportuna, oposición entre “los de adentro y los de afuera”. La “crisis de descentramiento”, denominador común de la “escritura exiliada”, pasaría al título de la ponencia que Martini leyó en el coloquio realizado del 28 al 31 de octubre de 1987 en Eichstätt, Alemania, cuyas actas fueron compiladas en Literatura argentina hoy. De la dictadura a la democracia por Karl Kohut y Andrea Pagni,
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en 1989. Así, tres años después de Maryland, presenta su ensayo “Exilio y ficción: una escritura en crisis”, en el que retoma ciertos motivos de 1984 pero reorganiza el material e introduce nuevos temas. Esos nuevos temas nos sitúan de lleno en una coyuntura precisa, en condiciones materiales de producción literarias singulares: Barcelona en los años 1974 y 1978. La estrategia discursiva de Martini en el coloquio de Eichstätt ha variado levemente respecto de la de Maryland en 1984. El texto abre sobre un escenario de escasa autonomía para el escritor profesional, que a su vez aparece dominado por una problemática colectiva: la búsqueda de trabajo en Barcelona, en España, a mediados de los años setenta: Barcelona no era ya la amable cuna —ni siquiera la tolerante cama— de los autores latinoamericanos. Habían quedado atrás sus maternalismos deslumbrados por el paso y los libros de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar y José Donoso, y la hasta entonces progresiva capital de Cataluña iniciaba su decadencia posfranquista para sumirse en la miopía del nacionalismo (1989: 141).
La obertura de “Exilio y ficción: una escritura en crisis” articula así tres grandes temas del exilio en España: la búsqueda de trabajo y la relación con el mercado editorial; la recepción colectiva de los exiliados; y la muy distinta posición relativa de los escritores argentinos recién llegados a Barcelona, despojados del prestigio y de las buenas colocaciones alcanzadas por los representantes del gerenciado boom de la literatura latinoamericana (Catelli 2010). Los tres tópicos son complejos y se entreveran, pero la operación discursiva de Martini en 1987 es de claro anclaje del relato del exilio en un contexto cultural atravesado por problemáticas históricamente identificables: la crisis económica española, el nacionalismo catalán, el lugar de los emigrados recientes en ese panorama. En este ensayo de 1987 aún no se registra el recurso a la metáfora. Por el contrario, el relato de la búsqueda laboral ocupa gran parte del texto y se menciona la relación específica de los escritores con esa búsqueda: De todas maneras, no vivimos mal en Barcelona. Y hubo, desde luego, atenuantes. Los escritores fuimos consiguiendo trabajos relativamente dignos y discretamente remunerados, publicamos nuestros libros, y gozamos de una indulgencia y de un asilo que —en circunstancias como aquellas— no fue tan penoso como puede parecer describirlo (1989: 142-143).
La mención del hallazgo de “trabajos dignos” nos introduce, así, en la cuestión de la profesionalización del escritor y sus oficios secundarios o tareas extraliterarias realizadas para la industria editorial. Martini, como muchos exiliados vinculados con
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el mundo de las letras, el periodismo o la producción de libros, obtuvo trabajos más o menos estables, más o menos de ocasión, en editoriales catalanas y madrileñas: fue redactor de artículos para enciclopedias, hizo informes de lectura, tradujo un libro y escribió muchísimas novelas de género por encargo, fue editor de colecciones y aun publicista. Su historia laboral, en este sentido, transitó por caminos similares a los que tomaron otros tantos exiliados políticos, viajeros culturales y emigrados económicos radicados en España en aquella época. Así pues, en la ensayística de Martini, la “crisis de descentramiento”, que dará origen a la metáfora, no adviene sino después de haberse procurado “el dinero necesario para guarecer[se] en esa ciudad que resultaría tan extraña como familiar” (1989: 141). Ese dinero provenía sustancialmente de tres prácticas íntimamente ligadas con el problema de la variedad de lengua en el contexto del exilio en Barcelona: la traducción propiamente dicha, la escritura por encargo y la dirección de una colección de literatura extranjera en la que predominó la manipulación lingüística de traducciones de origen argentino o realizadas por argentinos exiliados, como veremos en el capítulo 4. El conjunto de estas prácticas, realizadas para la industria del libro local entre fines de los setenta y principios de los ochenta, confrontaron a los exiliados argentinos con el imperativo económico de operar formas de traducción intralingüística, es decir, de escribir o traducir en una variedad de lengua ajena como parte del proceso de integración a la sociedad y al mercado de trabajo del país receptor. Sin duda, todo ello condujo a la aguda reflexión sobre la lengua y su relación con el mercado, significativamente más desarrollada entre los exiliados radicados en España en virtud de una coyuntura editorial en la que la industria librera recuperaba momentáneamente su dominio sobre los mercados de lectura hispanohablantes y a la vez disponía de mano de obra latinoamericana emigrada para producir libros. De ahí que los ensayos de Martini mencionen, como tantos otros, el problema de la variedad de lengua como componente central de la tópica exiliar en España: Otro tema que me incitaba desde el punto de vista lingüístico: el diálogo —entre comillas— de dos variantes tan singulares del castellano como son el argentino y el español, y también el diálogo —entre comillas— con personajes de otras lenguas. Este amplio cruce de lenguas y de traducciones es para mí uno de los temas principales de Composición de lugar, en tanto pienso que la identidad es apenas una lengua (1989: 145).
Como puede observarse, los ensayos de 1984 y 1987 aún no dan cuenta de la metáfora, sino que por el contrario se concentran en los tópicos recurrentes del exilio en España: el trabajo, la variedad de lengua, las dificultades de la escritura en un contexto de escasa profesionalización.
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En 1993 aparece el ensayo “Naturaleza del exilio” en el número de Cuadernos Hispanoamericanos, compilado por Sylvia Iparraguirre, y en el suplemento de cultura de Página/12. El enfoque, esta vez, sí ha variado drásticamente. Aforístico y fragmentario, inscripto en la poética adorniana de Minima Moralia —referencia obligada de la tradición metaforizante—, “Naturaleza del exilio” abre de lleno sobre una figura auto-consagratoria: “El escritor es siempre un exiliado” es la primera y grandilocuente frase de este ensayo. Por cierto, Martini retoma, de manera dispersa, como mezclando las pistas, el hilo del relato de su experiencia catalana, ahora haciendo casi exclusivo hincapié en el problema de la lengua y la traducción intralingüística: La lengua es el corazón delator. ¿Qué culpa, qué crimen, en este caso, oculta la lengua? El crimen que la constituye: es decir, su razón de ser, y su diferencia. […] El español traducido al español. El castellano traducido al castellano. El lenguaje de los españoles traducido al lenguaje de los argentinos. […] Vivir en Barcelona es vivir en una módica Babel donde todas las lenguas son el español. Barcelona es una ciudad en la cual buena parte de los nativos hablan un español mal traducido del catalán y donde los llamados charnegos por los nacionalistas catalanes (para referirse despectivamente a los inmigrantes de otros pueblos de España) hablan el español de sus pueblos (andaluces y murcianos, por ejemplo) o un español a su vez mal traducido de sus lenguas maternas (vascos y gallegos, por ejemplo). Entre todos ellos se filtran y coexisten, además, los usos llamados americanos —americanismos— del español (1993b).
Más allá de las metáforas sobre el “exilio en la lengua” que el texto va hilvanando, esta cita contiene la información necesaria para comenzar a desentrañar las claves de la dinámica cultural y socioprofesional del exilio argentino en España y, más específicamente, en Barcelona. Pues el marco interpretativo de la situación histórica a considerar es, antes que el barniz metafórico universalizante, las restricciones lingüísticas impuestas por la industria editorial, la situación sociolingüística de Cataluña en el posfranquismo, la omnipresencia de la traducción interlingüística en las prácticas cotidianas de los españoles bilingües, y la omnipresencia de operaciones de traducción intralingüística en la vida privada, profesional y artística de los argentinos exiliados en aquella “módica Babel” en la que el catalán convive con todas las variedades del castellano y con “traducciones” de otras lenguas co-oficiales e internacionales. Esa es la “naturaleza del exilio” de los argentinos radicados en Barcelona, y el horizonte material y cultural de las metáforas que hacen de la lengua el meollo del exilio. Si hubo “exilio en la lengua” sin duda no fue una experiencia limitada al rubro de los grandes escritores: traductores, redactores, correctores, periodistas, actores, profesores de español para extranjeros —como graciosamente cuenta Cortázar en Un tal Lucas— y toda
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la gama de los profesionales de la lengua y la escritura se vieron compelidos a producir en una variedad de lengua ajena. Otro giro drástico daría la discursividad exiliar en Argentina a mediados de la década del 2000. El mismo “giro material” que a la par llevaría a estudiosos de la literatura del exilio a proponer un nuevo marco para el estudio de la figura de los escritores e intelectuales exiliados: los estudios sobre edición desde la perspectiva transnacional, descritos en las páginas liminares de este libro. En consonancia con este giro material, las últimas referencias públicas de Martini al exilio claramente se orientan a la tematización de la cuestión editorial y al abandono de las figuraciones metaforizantes, como prueba la publicación de un brevísimo ensayo titulado “El exilio (19751984)” cuyo copete resume la nueva tendencia de los relatos sobre el exilio: “Un sutil texto de Juan Martini acerca de los ‘trabajos’ del exilio” (Martini 2012). 3.2. Marcelo Cohen y la figura del traductor exiliado Este giro de la discursividad exiliar en el presente no solo contribuyó a visibilizar las tareas editoriales realizadas por numerosos argentinos en España sino que puso en escena una figura inédita, la del traductor exiliado. La emergencia de esta figura también se encuadra en un fenómeno cultural con repercusiones disciplinares: la escalada de interés, en la agenda cultural y académica globalizada, por la traducción. En ese marco, entre 2006 y 2015, el escritor y traductor Marcelo Cohen publicó, una y otra vez, en diversos formatos, con leves variantes, un ensayo autobiográfico cuya temática ha venido elaborando desde principio de la década ochenta. Alternativamente titulado “Pequeñas batallas por la propiedad de la lengua” (2006) o “Nuevas batallas por la propiedad de la lengua” (2008; 2014), se registran cuando menos cinco publicaciones del mismo texto y al menos dos presentaciones en eventos internacionales. La persistencia en su divulgación constituye un indicador, no solo del valor que le adjudica su autor, sino de que la discusión propuesta en él halla en el presente un terreno propicio. El ensayo tiene por tema el exilio o, cuando menos, el exilio constituye el escenario sobre el cual se recorta la novedosa figura, en cuya voz Cohen hace encarnar el testimonio de una experiencia exiliar que se quiere atípica, un relato alternativo al “relato clásico”. Para ello, propone un doble movimiento: por un lado, desmontar los lugares comunes de ese relato-tipo cuestionando sus pilares —preservación de la identidad nacional, resistencia o adaptación cultural, retorno como horizonte—; y, por otro, generalizar la importancia de una problemática literaria pero íntimamente asociada con las políticas editoriales globalizadas y sus efectos sobre la producción de escrituras directas y traducciones literarias: la lengua en el exilio, la lengua de traducción. Así, la consigna “el meollo del exilio es la lengua” se afianzará como marca del giro discursivo en torno al rehabilitado tema del exilio en los años 2000. Por cierto, no todo es
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innovación en este ensayo. El texto también pone en escena una figura bien conocida: la del literato como exiliado vitalicio. En ese sentido, si el diseño de una figura de traductor exiliado sitúa el ensayo en una perspectiva novedosa, sin antecedentes en los abordajes literarios del exilio, el transitado tópico del escritor como exiliado vitalicio lo inserta en una de las tramas discursivas analizadas en este capítulo. La figura del traductor exiliado que este ensayo construye registra dos momentos: el traductor en su exilio catalán es, en un primer momento, portavoz de un colectivo nacional —el de los argentinos exiliados—, y por ello opera condicionado por un imaginario nativo en el cual el problema de las variedades de lengua en contacto no cesa de evocar las históricas querellas en torno al “idioma de los argentinos”. Estas evocaciones querellantes son interpretadas como síntomas de una crisis de identidad colectiva producida por la emigración. Esa crisis reedita imaginariamente históricos debates culturales y literarios, que funcionan como otros tantos símbolos identitarios e inscriben la tradición cultural propia en el presente exiliar: Como se ve, yo estaba inmerso en una lucha por la propiedad de la lengua, y en los dos sentidos de la palabra propiedad. No sólo se trataba de dirimir a quién pertenecía esa lengua sino quién la usaba mejor. Inevitablemente estaba repitiendo el rencor de Sarmiento (“los españoles traducen poco, mal y no saben elegir”) y los sarcasmos de Borges para con el doctor Américo Castro. La disputa era acre, diaria, avinagrante, más trabajosa que el deber de cultivar la memoria de un ambiente patrio, y las insignias de un pasado, para que el relato que dictaba la idea del exilio no se rompiera en simples episodios sin ilación (2006: 43-44).
Pero, en un segundo momento, el viajero Marcelo Cohen, devenido hombre de letras y traductor profesional, percibe que el ideologema del exiliado medio, es decir, la “obsesión” por poner fin al exilio-práctica-dictatorial y preservar la identidad, debe ser desmontado. A partir de ese momento, el “yo” autobiográfico desdobla su “otro”. Por un lado, se diferencia y opone a un “otro-exiliado” que habría trocado un ideal revolucionario por una reivindicación chauvinista, negándose así a la experiencia multiforme del exilio-libertad, del exilio-don. Y, por otro, se opone al “otro-castellano”, encarnado en las instituciones normativas y el mercado editorial que impone una variedad de lengua dominante: Lo único que sabía era que mi voz pugnaba contra la gravosa atmósfera del español peninsular. Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna. Desde el punto de vista de la lengua madre, con su larga prosapia de integrismo, su centralidad imperial y teológica restituida por el franquismo, su estolidez pulida por la Academia y su agonía en la tecnocracia,
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eran los latinoamericanos los que “decían mal”; los argentinos, en especial, voseábamos y, como ya dije, rezumábamos unos argentinismos que en la industria editorial estaban malditos. Editores y correctores nos trataban con afable socarronería. Los españoles y yo decíamos cosas muy diferentes con casi las mismas palabras (2006: 43-44; 2008: 4).
En síntesis, el paso de un “nosotros”, es decir, de una representación colectiva cuyo portavoz es el joven traductor-exiliado, al traductor-autor que constituye una lengua propia y un proyecto individual, encarna en una crítica a la noción de identidad y a su correlato lingüístico: la defensa de la variedad rioplatense (2006: 45). De ahí que Marcelo Cohen resuma el problema del poder y de la ideología en el control que la sociedad ejerce desde la lengua: “El lenguaje es el instrumento más eficiente de control de las conductas y la sociedad” (2008: 3). El vaciado político de las condiciones de emigración se explica aquí: al escritor apátrida-consecuente le competen menos las políticas de un Estado autoritario que aquellas políticas globalizadas de la lengua pasibles de incidir en su proyecto creador y profesional a un mismo tiempo. Por tal motivo, puede postular que “el meollo del exilio”, del exilio literario, claro está, es la lengua; pues conquistarla para un proyecto estético propio constituye la posibilidad de tomar distancia tanto de los deberes político-colectivos del exilio-heteronomía, como de aquellos que impone el mercado peninsular, igualmente heterónomos.8 Marcelo Cohen no solo reedita con variaciones libertarias un problema de larga tradición, el del “idioma de los argentinos” (2006: 44-45), sino que presenta un problema específico de la escritura literaria por encargo: qué hacer con un modelo de lengua cuya norma está supeditada a criterios mercantiles, es decir, cómo ser autónomo y publicable en España a un mismo tiempo. Así, el texto va delineando tres tipos lengua: 1) en el polo nacionalizado, la variedad rioplatense, representada en la figura del exiliado típico entregado a un nacionalismo lingüístico cuasi “fascista” (2008:9); 2) en el polo del mercado, la norma española y un español internacional creado por el estilo de las traducciones fluidas, que a su vez comienza a producir escrituras directas fácilmente traducibles; 3) en el polo autónomo, la lengua experimental del escritor-traductor que renueva los lugares comunes, las palabras de la tribu global, para crear un espacio de reunión más genuino.
Sylvia Saítta sostiene que hacia fines de los años ochenta el grupo generacional “Shanghai”, nucleado en torno a la revista Babel —cuya “propuesta sostiene la autonomía literaria tanto de la política como del mercado en contraposición a […] la literatura de los setenta”—, ve un referente en Marcelo Cohen y en otros escritores de la generación anterior “cuya literatura no formó parte del corpus setentista” (Saítta 2004: 247). 8
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A medida que el relato autobiográfico se acerca al presente de la enunciación, el “otro” pasa a ser centralmente el mercado editorial —encarnado en el problema del panhispánico, el planchado de traducciones y la literatura “internacional”—. Libre ya de las dependencias nacionales, afirmado “el carácter vitalicio del exilio” (2006: 44), constituido en escritor reconocido y devenido traductor “bidialectal”, como veremos en el próximo capítulo, su discurso puede revelar el eje real y actual del debate, que, como ya he señalado, coincide con el momento de la enunciación. Pues este curioso interés por el exilio del traductor se origina menos en la preocupación memorialista por reeditar un debate sobre el exilio, o por rescatar el problema de la inserción profesional de los letrados argentinos desterrados, cuanto en la intención de poner de relieve las actuales condiciones de producción y circulación de las obras literarias de los escritores periféricos dependientes del meridiano editorial español-transnacional y, en especial, destacar los problemas literarios ligados a las diferencias lingüísticas que lo confrontan con los intereses del mercado editorial bajo su forma actual (Cohen 2008: 10). De ahí que el sintagma exilio y traducción aparezca como una suerte de artefacto destinado a introducir un problema más actual: por un lado, cómo rejerarquizar o reconvertir prácticas de subsistencia propias de la profesionalización del escritor — como la traducción— en prácticas literarias legítimas, pasibles de incrementar el capital simbólico propio y contribuir al proceso de consagración en curso; y, por otro, qué hacer con la lengua exigida por el mercado a la hora de construir escrituras directas e indirectas pasibles de sustraerse a las políticas culturales dominantes, sujetas a la lógica del capitalismo y sus avatares glotopolíticos. La solución propuesta es la vindicación de la intraducibilidad de las obras como lugar de resistencia del escritor: La condición básica de las obras de literatura internacional es que son eminentemente traducibles. Creo que como réplica a esta trampa, en su cíclica revuelta contra los sometimientos y condiciones, hoy el espíritu negativo de los escritores se empeña en asimilar la literatura independiente, es decir la literatura a secas, con una resistencia del texto a ser traducido (Cohen 2008: 10).
En cuanto al segundo término del sintagma, es decir, el rescate de la traducción como lugar de una lucha, como intercambio desigual en que pueden leerse los procesos de dominación literaria velados por la noción aséptica de “globalización”, todo ello, en suma, no puede sino remitirnos a un hecho fundamental: en los años de producción del ensayo de Cohen, estaba en el aire La República Mundial de las Letras, una obra clave y harto debatida por los críticos y escritores dedicados a reflexionar sobre la internacionalización de la literatura, la importación literaria, la relación entre mercado y autonomía literaria, la función de los “hombres traducidos” en dicha autonomía (Casanova 2001: 331-382), entre otros temas de candente actualidad.
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Antes que una reflexión sobre el exilio político, sobre su lugar en la memoria colectiva, “Pequeñas batallas por la propiedad de la lengua” y sus múltiples versiones aparecen como un efecto discursivo de una tópica literaria actual. Y, por eso, remite a una de las problemáticas que hoy en día interpela a la crítica literaria, es decir, la articulación entre literatura y mercado editorial en el proceso de globalización económica y cultural. Todo ello permitiría responder, en parte, a la pregunta que ha guiado el presente análisis, a saber: ¿por qué, a partir de 2006, es decir, veinte años después de finalizado el último exilio argentino, un escritor-traductor que ha emigrado sin exiliarse escribe, reelabora y da amplia difusión a una serie de textos en los que por primera vez articula de manera explícita su “exilio” con la práctica de la traducción literaria? En este ensayo, Marcelo Cohen recorre un arco problemático en que lengua nacional, traducción y exilio parecen enlazarse firmemente a la eterna y misma discusión del exilio literario. Por tales motivos, el uso del tema del exilio en su argumentación exigía un vaciado previo de todo pathos y una no-alineación con las representaciones politizadas y agonísticas propias del primer período pos-exiliar, analizadas en este capítulo. Este ensayo autobiográfico halla un terreno fértil en un presente en el cual la hegemonía discursiva memorialista —criticada pero explotada por Cohen— y el auge de la traducción en la agenda cultural vuelven legible la articulación exilio y traducción, en la que ciertos significantes del pasado traumático retornan despojados de antiguos conflictos. No obstante ello, el ensayo de Cohen hunde sus raíces en la experiencia exiliar de los años setenta y ochenta en Barcelona, e ilumina una escena que sin duda no lo tuvo como único actor: la escena de traducción en el exilio estuvo poblada de hombres y mujeres que aportaron su fuerza de trabajo a la industria editorial española y lidiaron de modos muy diversos con la problemática que el ensayo de Cohen ha dejado claramente delineada. En los capítulos siguientes, procuro reconstruir la biografía colectiva de esos traductores del exilio.
II. Los trabajos del exilio
El sudaca fue abandonado una vez asentado (es un modo de decir), aportó sus brazos a la desocupación y la tristeza reinante e invasora y agregó su propia derrota a una derrota que no le pertenecía, porque tampoco le había pertenecido el triunfo. Los sudacas llegamos después del boom económico, junto con la crisis del petróleo. Es como si hubiéramos ahuyentado a uno y traído a la otra. (Carlos Sampayo: Sudor Sudaca, 1990)
Estamos atribuyendo ahora a los argentinos en exilio aquellos rasgos de laboriosidad, ambición, eficacia y hasta trepismo que se aplicaban en mi infancia a los catalanes trasladados a la Argentina. (Esther Tusquets: “Réquiem por una utopía”, 1982)
Cuando los empleados de A.Q. Ediciones y Distribuciones llegaron, el 15 de marzo de 1977, a la sede de la editorial en la calle de Orense los esperaba una escena inusual pero no del todo imprevista: las puertas de la redacción estaban cerradas. Unos días antes Agustín de Quinto, gerente y propietario, había presentado el expediente de suspensión de pagos. Todo parecía anunciar la quiebra que poco después dejó sin empleo a decenas de trabajadores. Uno de ellos, Alejandro Víctor Safián, argentino, de 36 años, radicado en España desde 1976, demandó a la empresa por despido injustificado. El 4 de octubre de 1977 la Magistratura del Trabajo nº 15 de Madrid falló a su favor: dictaminó la improcedencia del despido y exigió la inmediata readmisión en su puesto, así como el pago de los sueldos que había dejado de percibir el 31 de marzo de ese año. Es probable que la sentencia nunca se cumpliera, porque De Quinto y su empresa desaparecieron del mapa editorial y periodístico dejando muchas deudas y aún más demandas. En marzo de 1979, la revista del exilio en Madrid Resumen de Actualidad Argentina publicó una noticia trágica bajo el titular “El exilio que mata”: se trataba del suicidio de Alejandro Safián tras “dos años sin hallar empleo”. La muerte del periodista fue leída en clave política y comunicada en los términos de la campaña de denuncia contra la violación sistemática de los derechos humanos, que los argentinos llevaron a cabo en los distintos puntos de la geografía del exilio. Así, el 24 de enero de 1979,
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la Unión de Periodistas Argentinos Residentes en España (UPARE) publicó en el periódico El País un comunicado en el que proponía una explicación social, política y económica de la muerte de Safián: El permiso de trabajo, la residencia y el trabajo estable fueron sus eternos ausentes. Él lo comprendía, entre otras cosas, porque desde que llegó a Madrid todo el mundo le hablaba del paro, de “la cantidad exorbitante de emigrados suramericanos” y de otras cuestiones de menor cuantía (UPARE 1979).
El comunicado de la UPARE apuntaba a transmitir al pueblo español, “activamente solidario con nuestra lucha”, que la Junta Militar argentina era la principal responsable de la “muerte violenta” del periodista pues el exilio debía considerarse una “prolongación de la violación sistemática de los derechos humanos” (UPARE 1979). La precariedad laboral de los exiliados y todos los padecimientos causados por el desarraigo debían, por tanto, computarse entre los crímenes de la dictadura. De la vida de Alejandro Safián no quedan más rastros que estos jirones de noticias olvidadas. Su historia, sin embargo, condensa las diversas tramas que componen la historia del exilio latinoamericano en España. En primer lugar, pone en escena, dramáticamente, el cúmulo de dificultades materiales y emocionales que jaquearon al colectivo exiliado en su búsqueda de inserción profesional, y nos acerca así a un mundo de vivencias en el que “ser exiliado” era todo menos una metáfora. En segundo lugar, sitúa la escena en coordenadas en las que la llegada masiva de latinoamericanos que huían de la represión política y cultural impuesta por las dictaduras del Cono Sur coincidía con la crisis económica mundial, que afectó seriamente a la economía española e hizo zozobrar a la industria de la edición, sector que recibió mano de obra latinoamericana. El propósito de este capítulo es caracterizar la presencia de emigrados latinoamericanos en el mundo del libro español. En la primera parte, describimos la situación laboral inicial y las condiciones de inserción en la industria del libro. Tras delinear las características salientes del campo editorial en esos años, procuramos reconstruir algunas de las redes de contactos que abrieron las puertas de las editoriales. En la segunda parte, proponemos sentar las bases para comprender la posición que los exiliados ocupaban en el medio editorial de la época. A tal fin, analizamos el ideologema de los exilios cruzados, representación que establece una homología entre la labor cultural y editorial realizada por exiliados republicanos en América Latina a fines de 1930 y el desempeño editorial de los exiliados argentinos llegados a España a mediados de la década del setenta. Ese lugar común discursivo, tan transitado como indiscutido en la actualidad, tiende a invisibilizar la desigualdad de las condiciones materiales y simbólicas de sendos contingentes exiliados en sus respectivas sedes receptoras.
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1. Un círculo burocrático: “No autorizado a trabajar en España” Como evocaba con ácido humor Carlos Sampayo, guionista de la historieta Sudor Sudaca, la llegada de latinoamericanos a la península coincidió con la crisis del petróleo declarada en 1973. En España, como en otras partes del mundo, la crisis se tradujo en un fuerte incremento de la desocupación y un descenso abrupto del nivel de vida: “La crisis económica fue especialmente inoportuna. España vivía unos años de crecimiento espectacular que se detuvo de pronto” (Ferrer 2008: 186). En esa coyuntura, la llegada primero pausada y luego masiva de latinoamericanos no pasó inadvertida. Algunas voces se alzaron para denunciar que España no estaba en condiciones de solventar esa presencia tan “inoportuna” como la crisis que lo agobiaba. Los exiliados políticos en España no gozaron, como tales, de la protección del Estado pues España no adhirió a la Convención sobre el Estatuto de Refugiados hasta julio de 1978, año en que incluyó el derecho de asilo en su texto constitucional, aunque postergó su aplicación hasta 1984. La política migratoria vigente impuso restricciones en materia de residencia, derecho al trabajo y revalidación de títulos universitarios y profesionales hasta 1985 (Yankelevich/Jensen 2007: 232-233). Si bien desde 1969 la ley española1 eximía a los trabajadores hispanoamericanos, portugueses, brasileños, andorranos y filipinos de la necesidad de proveerse de un permiso de trabajo, los exiliados quedaron atrapados en un círculo burocrático: para obtener la residencia legal necesitaban la exención del permiso de trabajo, requerimiento que a su vez exigía contar con un permiso de residencia. Por eso, muchos permanecieron en el territorio con un visado de turista, que debían renovar en la frontera francesa cada tres meses. Sus pasaportes llevaban un sello distintivo: “No autorizado a trabajar en España”. Por añadidura, el 10 octubre de 1978, un decreto del Ministerio del Interior y una circular de la Dirección de Asuntos Culturales del Ministerio de Asuntos Exteriores ponían fin a la protección de los trabajadores emigrados al derogar la ley 118/1969, que les garantizaba igualdad de derechos laborales. En el perentorio plazo de noventa días a partir de esa fecha, los extranjeros que no tuvieran permiso de residencia o de trabajo serían declarados fuera de la ley y expulsados del territorio. Según Carlos Rama, uno de los correlatos de estas disposiciones fue el Ley 118/1969 “Sobre igualdad de derechos sociales de los trabajadores de la Comunidad Iberoamericana y Filipina empleados en el territorio nacional” del 30 de diciembre 1969, reglamentada en la orden de febrero de 1970. Su único artículo estipulaba que los trabajadores hispanoamericanos, portugueses, brasileños, andorranos y filipinos que “residan y se encuentren legalmente en territorio español, se equiparan a los trabajadores españoles en lo que respecta a sus relaciones laborales, cualquiera que sea la forma de su regulación, eximiéndoles del pago de los derechos derivados de su condición. Asimismo, se equiparan en cuanto a su inclusión en los regímenes general y especiales de la Seguridad Social y en cuanto a los beneficios y ayudas del Fondo Nacional de Protección al Trabajo” (Ley 118/1969 BOE 1969: 20501-20502). 1
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incremento del núcleo de emigrados que vivían clandestinamente: “Los trabajadores por cuenta propia, los trabajadores a domicilio, los artistas, los intelectuales, los estudiantes, que son trabajadores eventuales, etcétera, que no pueden justificar un trabajo regular, ni un contrato de trabajo con terceros en una empresa [son empujados] al trabajo en negro, a ser explotados en forma inmisericorde por el patronato, y a la inseguridad social” (Rama 1979: 172). Según datos de la época, el 75 por ciento de la colonia argentina en España se encontraba en situación de subempleo y solo un 13,5 por ciento trabajaba en sus ocupaciones anteriores (Garzón Valdés 1983: 184). La inserción en el mercado laboral no resultó, por tanto, sencilla ni en todos los casos satisfactoria. El grueso del colectivo argentino debió sobrevivir de la venta ambulante, del artesanado, de las promociones domiciliaras, entre otros trabajos de ocasión. Algunos profesionales, como los periodistas, los médicos, los psiquiatras, los psicoanalistas, los dentistas y los arquitectos, hallaron tierras fértiles para desplegar sus carreras. Pero fue muy común, sobre todo en los primeros tiempos del exilio, realizar tareas que no se vinculaban con la orientación profesional previa. Sin embargo, para intelectuales, escritores, traductores y editores, entre la continuidad profesional y los trabajos manuales más precarios, existió un abanico de actividades que en no pocos casos favorecieron el desarrollo o la adquisición duradera de un oficio vinculado con la lengua y la literatura, el periodismo y la edición. Entre esas actividades destacan la enseñanza de idiomas y las clases de español para extranjeros, los talleres de lectura y escritura,2 el trabajo editorial, la escritura por encargo, la práctica de la traducción y, en menor medida, el interpretariado en organismos internacionales. Desde la perspectiva de los emigrados, estas ocupaciones constituían un modo “relativamente digno” de ganarse la vida (Cohen 2008: 3; Martini 1989: 142), no ajeno a los intereses intelectuales y literarios de aquellos que contaban con una formación en carreras humanísticas, un buen dominio de lenguas extranjeras y/o un saber previamente adquirido en los medios de prensa y en las editoriales argentinas (Vasallo 2013: 174). De hecho, algunos traductores ya tenían en curso encargos de editoriales españolas cuando se instalaron en Barcelona; otros, traían en la valija cartas de recomendación de algún escritor o editor conocido. En este sentido, la cercanía lingüística y cultural no fue el único estímulo para radicarse en España; también pesaron factores económicos y profesionales: la existencia de una industria editorial en lengua castellana, capaz de absorber mano de obra intelectual, disponible y calificada, no fue ajena a la elección de la sede de refugio. Desde las páginas de El Viejo Topo, Marcelo Cohen promovía la experiencia de los talleres literarios, práctica instalada en Argentina (1977: 63). En “Talleres literarios, origen y trayectoria”, Clara Obligado, escritora argentina radicada en Madrid, recuerda que los primeros talleres literarios españoles fueron creados por jóvenes exiliados latinoamericanos, y señala que un penoso olvido colectivo ha desdibujado ese origen (2014: 105). 2
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2. El campo editorial español: exiliados, mano de obra disponible La inscripción de los argentinos en el tejido editorial se produjo en un momento de grandes transformaciones en el sector.3 Entre 1956 y 1967, se crearon empresas fundamentales en el desarrollo del mercado cultural y en la ampliación del público lector español: en 1967 Carlos Barral funda Barral Editores, cuyo papel en la difusión del Boom de la Literatura Latinoamericana fue capital. Paralelamente, en Madrid, comenzaron a funcionar Alianza y Alfaguara, Ariel y Taurus.4 En la última etapa del franquismo, entre 1968 y 1975, se gestaron emprendimientos editoriales culturalmente vanguardistas y políticamente progresistas, en los que predominaron líneas editoriales modernizadoras, orientadas a una selección de calidad y a una renovación temática, genérica y estilística del repertorio de la literatura nativa e importada: Lumen, Tusquets Editores, Anagrama y el colectivo Distribuciones de Enlace, que reunió ocho editoriales —Barral Editores, Edicions 62, Laia, Cuadernos para el Diálogo, Fontanella, Anagrama, Lumen y Tusquets— y editó una colección común, Ediciones de Bolsillo.5 En 1976 se crea la editorial Crítica, que viene a plasmar el De Diego ha descrito la estructura del campo tomando como parámetro la antigüedad de las editoriales activas y segmentando el período en tres etapas: el auge editorial de mediados del sesenta; el período de auge de las editoriales familiares que sobrevivieron al franquismo; y la emergencia de las editoriales pequeñas e independientes a finales de la dictadura franquista (2008). 4 Sobre el papel de esas empresas en el desarrollo de un mercado cultural en España, JoséCarlos Mainer escribía: “A finales de la década del setenta el circuito cultural de alta calidad (el público high brow) estaba ya asentado. Citaré a título de síntoma lo que significaba desde 1959 el catálogo de Seix-Barral, para quienes buscaran un escaparate de la narrativa europea y un índice de novedades hispánicas, y lo que desde 1956, suponía el de la madrileña editorial Taurus. La presencia de Alianza Editorial fue la reválida de la expansión de aquel público” (1982: 12). 5 Sus jóvenes editores, procedentes de la burguesía catalana, colaboraron en la renovación cultural de la transición impulsando estas empresas editoriales. Así explicaba Esther Tusquets el propósito inicial de Lumen: “La política editorial de Lumen es limitarse a la obra literaria (novela, poesía, ensayo sobre literatura), libros ilustrados y libros infantiles, con las únicas exigencias de la calidad”; Beatriz De Moura calificaba de renovador el proyecto de Tusquets Editores: “Hemos desarrollado ampliamente, o realizado por fin, proyectos que antes habrían sido impensables, como la colección de pensamiento libertario Acracia y la colección erótica La Sonrisa Vertical”, que derivó en la creación de un premio a la literatura erótica, obtenido en 1979 por la argentina Susana Constante con La educación sentimental de la Señorita Sonia, y reeditado en 2013 por Ricardo Piglia en la Serie del Recienvenido del FCE. En cuanto a la editorial Anagrama, Jorge Herralde describía una línea progresista y renovadora: “Mi política editorial estriba en potenciar dos colecciones recientes. Una es La Educación Sentimental que se ocupa de temas de vida cotidiana, sexualidad, feminismo, etcétera, desde perspectivas a menudo provocadoras dado el actual contexto social y cultural”, y asimismo desarrollar las 3
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fenómeno de auge del libro político durante la transición. Después de 1975, comienza el proceso de concentración y transnacionalización de las empresas locales, que acabaría de tomar forma plena en la década del noventa.6 Ese pasaje produjo una profunda transformación en el rol del editor, concebido hasta entonces como productor cultural, y reemplazado luego por expertos en mercadotecnia (Schiffrin 2000). La concentración editorial produjo, a su vez, una reestructuración de las posiciones de los actores en el campo editorial: la emergencia del agente literario —cuyo máximo exponente fue Carmen Balcells— ha sido explicada como reacción de los autores ante la progresiva preeminencia de criterios exclusivamente comerciales en la producción literaria (De Diego 2008: 9).7 Los reclamos de los escritores quedaron plasmados en diversos congresos y reuniones del gremio. Entre las peticiones figuraban la protección de los escritores jóvenes en un contexto de creciente mercantilización de la cultura, en cuyo marco “el editor busca exclusivamente su máximo beneficio al mínimo coste” y a “menudo prefiere nombres consagrados o traducciones extranjeras” (Claudín 1978: 64). La protección de la actividad literaria planteaba asimismo el problema de la enseñanza de la literatura y la promoción de la lectura, la creación de un sistema de bibliotecas, la regulación de la relación contractual entre editores y escritores profesionales; en particular, se reclamaba mayores controles de tiradas, la no manipulación de los textos y la gestación de políticas estatales de intercambio internacional y traducciones. La reunión del PEN Club Internacional en 1978, cuyo anfitrión fue el Centre Català del PEN, dejó particularmente en evidencia dos cuestiones centrales en la cultura española de la transición: la posición de las literaturas “de ámbito restringido”, es decir, las literaturas periféricas nacionales, como la catalana, y la particular situación de los escritores latinoamericanos dentro del estado español, cuya problemática estaba signada por su estatuto legal incierto. Paralelamente, también fueron años de luchas y transformaciones en el mundo de los traductores editoriales, figura nodal en la cadena de producción del libro, y particularmente relevante en la industria editorial española, cuya posición semiperiférica en el sistema mundial de las lenguas de traducción hacía de ella una forzosa importadora colecciones literarias y de “temática universitaria: antropología, lingüística, psiquiatría, ciencias políticas” (AAVV 1979). 6 La trayectoria de las editoriales que nacieron o siguieron activas en el territorio español durante el franquismo y pervivieron hasta nuestros días ilustraría el proceso de concentración editorial por el cual las empresas familiares pequeñas y de avanzada pasaron a manos de unos pocos grupos transnacionales (De Diego 2015b: 259-292). 7 Los agentes literarios introdujeron cláusulas contractuales que modificaron la relación autor-editor, hasta entonces informal y escasamente mediada. Esto implicó el fin de los contratos indeterminados, la parcelación de los derechos de autor por países o áreas idiomáticas, entre otras transformaciones (De Diego 2008: 8).
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de literatura extranjera (Heilbron 1999).8 A mediados de la década del setenta se inicia la larga batalla por los derechos laborales de los traductores, que comenzaron a congregarse en asociaciones y gremios, cuya visibilidad fue creciendo en el transcurso de la década. Las voces de los traductores se tornaron poco a poco audibles en aquellos años y su acción colectiva condujo lenta pero sostenidamente a la refacción de la Ley de Propiedad Intelectual española en 1987. Un factor relevante, con incidencia directa en la edición de libros, fue el progresivo desmantelamiento de la censura sobre los bienes culturales: a fines de la década del sesenta, la sanción de la Ley de Prensa e Imprenta (14/1966) promovida por el ministro de Información y Turismo Fraga Iribarne conllevó el fin de la censura previa y de la consulta obligatoria (Abellán 1980).9 Sin embargo, la modernización y transformación de la sociedad española, que había propiciado el cambio político y cultural, aún tenía zonas de sombra: en 1976 los secuestros de ediciones, el procesamiento de editores y libreros, los atentados contra librerías y otras restricciones a la libertad de expresión aún afectaban gravemente a la actividad editorial, que por añadidura carecía de apoyo contundente del Estado y a duras penas capeaba los efectos de la crisis. Un actor central en la actividad editorial transnacional, Ángel Rama, constataba en 1977 los daños producidos por la crisis económica en ese sector: Pánico en las editoriales españolas ante las actuales dificultades económicas del país: todas han recortado sus planes para el año próximo e incluso Siglo XXI suspenderá por seis meses toda nueva producción. Son datos de Tusquets, Salinas, Castellet, quienes pilotean barcas endebles, pero también las grandes —Planeta, Bruguera— están reduciendo personal y disminuyendo la producción de sus colecciones poco redituables (Rama 2008: 144).
Ese estado de cosas no había cambiado, al parecer, cuando en 1979 la revista Camp de l’Arpa hizo pública una encuesta dirigida a los editores y asesores literarios de Anagrama, Lumen, Tusquets, Argos-Vergara, Destino, Planeta, Siglo XXI, SeixBarral, Bruguera, Laia, Grijalbo, Alfaguara, Edhasa y Plaza & Janés. El diagnóstico de “crisis” seguía en pie: todas las respuestas revelaban una común preocupación Según datos del Instituto Nacional del Libro Español (INLE) correspondientes a 1979, el total de libros publicados en España en el curso de ese mismo año fue de 25.076. De ellos, 8.079, es decir, el 32% de los libros publicados eran traducciones (Salabert 1980a). 9 Esta relativa apertura permitió el avance de una cultura democrática gracias a la progresiva aparición de revistas y publicaciones que no pertenecían a la prensa oficial: Cuadernos Para el Diálogo, Triunfo, El Ciervo, Destino, Sábado Gráfico, Cambio 16, Doblón, La Actualidad Española, El Viejo Topo, Reporter, Primera Plana, Qué, El Europeo, Argumentos, Interviú, entre muchísimas otras (Menéndez Gijón 2004: 21). 8
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ante las dificultades generadas por la falta de apoyo oficial, el escaso desarrollo bibliotecológico, entre otras trabas al crecimiento de la industria librera. Un factor central en el hundimiento de algunas editoriales, o en la obligada reconfiguración de sus proyectos, fueron los efectos de la crisis económica en América Latina y la consecuente pérdida parcial de esos mercados: las exportaciones descendieron un 18% por la devaluación de las monedas americanas, lo que a su vez incrementó el costo de los libros que importaban de España. Al final del período, se produjeron las ventas de editoriales medianas y pequeñas, que poco a poco se fusionarían en los grandes grupos nacionales y transnacionales. La circulación internacional de editores y editoriales contribuyó a la unificación del campo editorial hispanoamericano y al afianzamiento de las redes editoriales transnacionales creadas gracias a la circulación de individuos, instituciones y catálogos.10 De esas redes también procederían los contactos que estuvieron en el origen de la inserción de exiliados y emigrados en el tejido editorial del período. Por un lado, retornan desde México y Argentina empresas de origen peninsular o creadas por españoles exiliados, como la editorial Grijalbo —de cuyo riñón surgió Martínez Roca Editores, una editorial comercial que daría trabajo a gran cantidad de argentinos—.11 Por otro lado, se instalan en España editoriales argentinas especializadas en ciencias sociales, literatura y humanidades: Paidós abre su filial catalana en 1979; Minotauro se instala en 1977; Argonauta, propiedad de Mario Pellegrini, se instala en 1978; la editorial Adiax, dirigida por Jorge Sánchez, migra a Barcelona en 1981. También surgen nuevos proyectos editoriales dirigidos por argentinos residentes en Europa, como Mario Muchnik; en 1977, Víctor Landman funda Gedisa en Barcelona; en Madrid, Mario Valotta crea un pequeño sello bautizado Zero Zyx (Cedinci, Fondo FA-90). En 1983, el editor y agente literario Ramón Serrano Balasch incluso propondría, como solución a la “crisis de las estructuras de la industria editorial española” económicamente sumergidas por la inflación y el derrumbe de los mercados americanos, la creación de un Mercado Común Hispanoramericano del Libro, basado en acuerdos internacionales para la libre circulación del libro y de los capitales, para la libertad de establecimiento y prestación de servicios, para la creación de políticas culturales comunes y de intercambio tecnológico y ayudas (Serrano Balasch 1983). 11 En este proceso de retornos, podría inscribirse la temprana instalación de Edhasa en 1946. Edhasa (Editora y Distribuidora Hispanoamericana S.A.) inicia actividades en Barcelona de la mano de López Llausás, editor de Sudamericana; funciona inicialmente como distribuidora de las empresas argentinas Sudamericana y Emecé Editores, y de las mexicanas Fondo de Cultura México y Hermes, a su vez distribuidora de Sudamericana en México (López Llovet 2004: 43). Años más tarde inicia actividades productivas en Barcelona con la colección de ciencia ficción Nebulae, que se nutrirá del fondo de la editorial Minotauro argentina, y la publicación del Diccionario de Pompeu Fabra (Carrasco 2007: 201). 10
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El siguiente listado de editoriales en las que trabajaron exiliados y emigrados argentinos, extenso y aun así probablemente incompleto, revela que su presencia se constata en toda la trama editorial. Comenzando por aquella AQ Ediciones y Distribuciones contra la que había litigado Alejandro Safián, pueden mencionarse Alba, Alfaguara, Alianza, Anagrama, Argos-Vergara, Ariel, Asesoría Técnica de Ediciones, Barral Editores, Bruguera, Ceres (Bruguera), Círculo de Lectores, Crítica, Dopesa, Ediciones Orbis, Ediciones 29, El Aleph, Folio Ediciones, Forum, Gedisa, Gustavo Gili, Granica, Grijalbo, Guadarrama, Icaria, Labor, Lumen, Martínez Roca Editores, Métodos Vivientes, Montesinos, Mundo Actual De Ediciones, Noguer, Planeta, Plaza & Janés, Península (Edicions 62), Salvat, Seix-Barral, Siruela, Taurus, Tusquets, Vergara Editor, Vicens-Vives, entre otras. Fue igualmente significativo, en el reclutamiento de colaboradores latinoamericanos, el papel de las editoriales de origen argentino, filiales transplantadas o dirigidas por argentinos, como las ya mencionadas Muchnik Editores, Paidós, Editorial Argonauta, Minotauro, Adiax, Zero Zyx, entre otras. Los exiliados y emigrados que trabajaron para estas y otras editoriales generalmente lo hicieron como colaboradores free lance o, en menor medida, como empleados de plantilla. Realizaron casi todas las tareas editoriales concebibles, desde la corrección ortotipográfica y estilística hasta la dirección de colecciones, pasando por el diseño de portadas, los informes de lectura y la asesoría literaria. Sin embargo, la escritura y la reescritura por encargo figuran entre las prácticas que mayor número de argentinos involucraron. Los exiliados redactaron y revisaron, por lo general de manera anónima o seudónima, artículos de diccionarios, enciclopedias y fascículos; tradujeron literatura “culta” y literatura popular de masas, ciencias sociales y humanas, y best-sellers de toda clase; prologaron libros traducidos; adaptaron traducciones de origen latinoamericano y clásicos de la literatura mundial para colecciones infanto-juveniles; escribieron novelas populares por encargo —cultivaron notoriamente la ciencia-ficción, el policial y el thriller erótico—; redactaron libros por encargo sobre bricolaje, cocina, razas de perros, personajes célebres, sexualidad humana, vida extraterrestre, yoga, espiritualidad, drogas y un extenso etcétera. La colaboración in situ, asidua y numéricamente relevante, de argentinos en las editoriales comenzó a producirse cuando el desembarco de las multinacionales estaba aún en ciernes, es decir, cuando las editoriales pequeñas y grandes aún podían identificarse como empresas familiares, endebles sociedades que encarnaban proyectos culturales progresistas. El trato directo propio de las estructuras medianas y pequeñas facilitó la búsqueda informal o la propuesta espontánea de trabajo. Pero no solo esa “escala humanizada” del contacto cara a cara o apenas mediado con los editores locales constituyó un factor decisivo para obtener trabajos. Los contactos entre exiliados o emigrados de distintas diásporas, las redes más o menos informales de ayuda mutua y la llamada cadena migratoria definieron las posibilidades y las modalidades de inserción.
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2.1. Redes de contactos A través de la actividad editorial se configuró un espacio de encuentro, convivencia y sociabilidad transnacional antes que meramente nacional. Por ello, para reconstruir las redes de solidaridad laboral que facilitaron la inserción en las editoriales, es preciso tener en cuenta la presencia previa de otros contingentes de exiliados al momento de producirse la llegada masiva de argentinos, a partir de 1976. Establecidos en su mayoría desde comienzos de los años setenta, chilenos y uruguayos contribuyeron a ampliar la red de contactos locales y, de algún modo, allanaron el camino de ingreso a la industria del libro (Catelli 2015: 130). Un papel relevante tuvieron en ese sentido conocidos escritores chilenos y uruguayos, como Jorge Edwards, Mauricio Wacquez y Cristina Peri Rossi. Sin duda, a la variable regional también debe añadirse la dimensión generacional. Las redes de solidaridad laboral entre exiliados contaron con la acción decisiva de emigrados que pertenecían a una generación anterior a la de aquellos que llegaban con el exilio masivo —se estima que la edad promedio de la población exiliada era de 25 a 45 años—, y que se habían instalado en Europa antes del advenimiento de las dictaduras en el Cono Sur: es el caso de los escritores pertenecientes a la generación del Boom —García Márquez, Fuentes, Cortázar y Donoso habían nacidos entre 1914 y 1928, es decir, tenían alrededor de cincuenta años en 1976—. No es por tanto casual que uno de los primeros testimonios impresos que señala la existencia de una red de editores y escritores latinoamericanos emigrados en Barcelona aluda particularmente a la idea de un “recambio generacional”: en Historia personal del Boom José Donoso da cuenta en esos términos de las etapas migratorias que permiten comprender la progresiva construcción de la red argentina y latinoamericana de contactos editoriales en la capital catalana: Se viene mezclando con este grupo inicial [los escritores del Boom establecidos en Barcelona en la década del sesenta] una nueva generación bastante más joven que comienza a brillar después del boom. Son pocos los que viven en Barcelona —los chilenos Mauricio Wacquez y Hernán Valdez; los colombianos Rafael Humberto Moreno Durán y Oscar Collazos; el argentino Alberto Cousté y su mujer Susana Constante; algunos editores argentinos que han logrado posiciones estratégicas, como Mario Muchnik, Paco Porrúa y Santiago [sic] Rodrigo— (Donoso 1984: 148).
Por cierto, las “posiciones estratégicas” alcanzadas por los cuatro editores mencionados no fueron conquistadas en el mismo período ni de idénticos modos: Mario Muchnik —hijo de Jacobo Muchnik, fundador de Fabril Editora— ya era un editor profesional con amplio conocimiento del oficio cuando en 1974 comenzó a instalar sus negocios en Barcelona (Muchnik 1999a y 2000); Francisco “Paco” Porrúa
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también contaba con una vasta trayectoria editorial en la Argentina cuando en 1977 decidió radicarse en Barcelona para trabajar en Edhasa y continuar con el proyecto de la editorial Minotauro12 en esa ciudad; Ricardo Rodrigo, en cambio, inicia su trayectoria editorial en 1971 como colaborador de Carlos Barral y luego como corrector tipográfico de Bruguera, donde llegaría a ser editor literario (véase capítulo 4). De hecho, también Rodrigo evoca la dimensión transregional de la convivencia entre exiliados al mencionar a los “latinoamericanos de Castelldefels” que estuvieron en el origen de sus contactos con el medio editorial, cuando “Barcelona era la gran capital latinoamericana del exilio”.13 Algunas de las figuras que operaron como nodos de la red de contactos editoriales pudieron ser identificadas: el escritor Alberto Cousté; el poeta, traductor y editor Marcelo Covián; el periodista Ernesto Ayala Dip; los editores Ricardo Rodrigo y Mario Muchnik; la periodista y escritora Ana Basualdo; y el escritor y editor Juan Martini son algunas de las figuras cuyos nombres saturan los relatos sobre la búsqueda laboral en los primeros tiempos del exilio en Barcelona. El testimonio de los actores es fundamental para comprender el papel de esos primeros contactos en el posterior desarrollo de trayectorias editoriales, literarias y/o académicas. Veamos algunos ejemplos. Al igual que Juan Martini y Marcelo Cohen, Nora Catelli, crítica y catedrática de prestigiosa trayectoria, reflexionó sobre la experiencia del exilio en escritos ensayísticos, periodísticos y académicos en los que sin cesar reordena motivos apenas variados: la inserción profesional, la pérdida y recuperación de un lugar en la universidad, los contactos entre literatura española, argentina y catalana, la traducción, la perspectiva periférica (Catelli 1999, 2001, 2002, 2003, 2004, 2012, 2015). Sus ensayos construyen la experiencia de un exilio singular: el de una “pequeña sociedad letrada” que puja, en circunstancias poco propicias, por acceder a la dignidad de elite intelectual en Francisco “Paco” Porrúa, conocido por su “descubrimiento” de Cien años de soledad de García Márquez en Sudamericana, creó la editorial Minotauro en los años cincuenta, tras adquirir los derechos de cuatro libros de ciencia ficción: dos de Ray Bradbury, uno de Theodore Sturgeon y otro de Clifford Simak. Paralelamente Porrúa fue lector de Sudamericana hasta que en 1962 López Llausás lo nombró director literario. En 1975 ese puesto es ocupado por el crítico y traductor Enrique Pezzoni. 13 Rodrigo relata su encuentro con argentinos radicados en Barcelona: “Carlos Sampayo, Marcelo Covián, Alberto Cousté, que fue finalista de Premio Barral de ese año. Fui con él a la cena del premio y allí conocí a Julio Cortázar, que era miembro del jurado. Él conocía mi historia política” (Mora 2007). En entrevistas previas, Rodrigo omitió la mediación argentina a la hora de presentar la nómina de egregios contactos locales que lo habrían puesto en la senda del “somni català”: “Tuve suerte: conocí a Carlos Barral, a Carmen Balcells, a Gabo, a Mario Vargas Llosa y a los protagonistas de lo que ya era el floreciente boom latinoamericano, que había nacido en una Barcelona efervescente” (Amiguet 2006). 12
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el exilio. Al igual que Martini y Cohen, Catelli ha contribuido a revelar y a cimentar una memoria del exilio en clave editorial y lingüística, es decir, una memoria exiliar anclada en la “cuestión editorial” y en el problema de los contextos de aceptación de la variedad americana de la lengua castellana en los soportes impresos. En “Incorporar lo otro”, un ensayo netamente autobiográfico, describe sus primeros años en Barcelona y da cuenta de las redes de solidaridad laboral: Entre 1976 y 1997, año en que volví a la universidad —en este caso a la de Barcelona, gracias a la extraordinaria generosidad de Jordi Llovet— trabajé de profesora de inglés en una academia, de secretaria bilingüe en una empresa de sulfato de aluminio que sirve para depurar el agua y de secretaria de Jorge Edwards en una editorial de libros de venta a domicilio. Desde 1980 hice, como free-lance, las siguientes cosas: coordiné una enciclopedia —que no salió— para México, redacté fascículos, corregí traducciones, traduje, escribí centenares de biografías para anuarios, actualicé diccionarios y trabajé como redactora-asesora en una revista femenina. Empecé a escribir crítica en El Viejo Topo, en 1978, gracias a un amigo argentino que ya vivía en Barcelona, Ernesto Ayala-Dip, y en La Vanguardia de Barcelona, gracias a Ana Basualdo, que me presentó al por entonces coordinador del suplemento, Robert Saladrigas (Catelli 2003: 8)
Esta cita permite localizar algunos de los nombres de una red constituida por latinoamericanos emigrados, compatriotas exiliados y catalanes bien posicionados en el mundo cultural. La mención de la revista El Viejo Topo, creada en 1976 como tribuna de las izquierdas, es igualmente significativa porque en ella escribieron numerosos exiliados. Miguel Riera, cofundador y futuro director de esta revista-editorial, también dio trabajo a exiliados en la editorial Montesinos, en la que Marcelo Cohen fue asesor literario. Desde una posición marginal respecto de esa sociedad letrada que procuró conquistar posiciones de relativo prestigio en el mundo cultural del exilio y del posexilio catalán, Jorge Grant, poeta y narrador prácticamente inédito, recuerda con lujo de detalles cómo surgían las primeras propuestas de trabajo en el fragor de una búsqueda laboral movida por la desesperación y la pobreza: En 1978, viéndolo todo negro porque no encontrábamos colocación y se nos escapaba en diarrea la poca guita que habíamos traído, llamaba una y otra vez a los pocos contactos que nos quedaban porque a los demás ya los habíamos visitado y les habíamos agotado la paciencia y las provisiones. En una de esas —fue una mañana gris, me acuerdo, en una cabina telefónica de la avenida del Hospital Militar [Barcelona]— Marcelo Covián, para quien hacía lotes de corrección en Grijalbo, me contó que [Mario Muchnik] estaba por lanzar una colección de
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libros de cocina y andaba buscando un redactor. “¿Te ves capaz de hacerlo? Mirá que tiene que ser castizo”. Castizo o no, el hambre no es castiza y le dije que así fuera Goliat en el valle de Ela. Me presenté y me tomaron... como redactor que les mentí que sería y que no fui. Mi mujer redactaba las recetas de cocina con el brazo de Santa Teresa, prácticamente durmiendo, pero, eso sí, las pasaba en limpio a máquina y las corregía yo. Pagaban un sueldito y tenían dos por uno cantando se van las penas (Grant 2004).
Por medio de Covián llegó Grant a establecer contacto con la familia Muchnik, con Carlos Rama, David Tieffenberg y otros escritores del PEN Club Latinoamericano en España (Grant 2004).14 El relato de Grant, procedente de su correspondencia personal, interesa por múltiples motivos: porque muestra de qué modo los recién llegados dependían, y a menudo siguieron dependiendo, de quienes ya ocupaban lugares estratégicos en el medio; porque revela el lugar de las mujeres en la secreta división del trabajo una vez que el encargo entraba en la vida doméstica; porque vincula directamente el problema de la variedad de lengua con las condiciones de trabajo impuestas por las editoriales en España, ya que redactar o traducir en una variedad de lengua no materna se convertiría, aun cuando el editor fuera de origen argentino, en una práctica habitual y en un tópico central de la discursividad exiliar. Mario Muchnik ofrece en sus memorias una versión levemente diferente del episodio relatado por Grant, que no fue ni el primero ni el único argentino contratado o reclutado informalmente por él. En un capítulo dedicado a sus colaboradores, Muchnik se detiene en particular en sus empleados argentinos, en sus historias de vida y aun en sus características físicas y personales: su primo, Pablo Muchnik —“raptado y torturado por la dictadura militar. [E]n 1977 comenzaban él, Graciela y los tres chicos, una nueva vida en Barcelona, la ciudad en donde mi padre y yo teníamos nuestros intereses” (2000: 86)—; Jorge Grant —“reclutamos a Jorge Grant como corrector de pruebas de una serie de recetarios” (2000:187)—. A partir de 1977, tras montar una red de distribuidores, Muchnik incorpora a “Carlos Moreira, otro argentino, bajito éste pero no menos poeta que Grant” (2000: 186-189). Incluso el contador de Muchnik era exiliado, “un argentino taciturno si bien cordial, silencioso y ordenado [que] decidió un buen día ser maestro” (2000: 189); se trata de Alejandro Sarbach, estudiante de sociología exiliado en 1977, luego doctorado en Filosofía por
También por intermedio de Covián llegaron a las oficinas de Muchnik Eduardo Galeano, Vicente Zito Lema y Alberto Szpunberg. A diferencia de Grant, venían con un proyecto editorial concreto: poner “en circulación en el mercado español material de la revista Crisis” (Grant 2004), cuyo último número había salido en Buenos Aires en agosto de 1976. 14
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la Universidad de Barcelona. Por lo demás, en los años setenta y ochenta, Muchnik encargó traducciones para su empresa a exiliados o emigrados chilenos y argentinos, como Jorge Edwards, Mauricio Wacquez, Federico Gorbea, Eduardo Goligorsky, Marcelo Cohen y Matilde Horne. Otro nodo de la red de contactos editoriales fue Ana Basualdo, escritora y periodista vinculada con el diario La Vanguardia, que llegó a Barcelona el 8 de noviembre de 1975, días antes de la muerte de Franco.15 Al igual que Catelli, el poeta Alberto Szpunberg la relaciona con la obtención de un trabajo editorial: Ana Basualdo me mandó a ver a un catalán de una editorial, Gustavo Gili. […] Y yo en lugar de la traducción del francés al español, hice la traducción del francés al argentino. Y eso no funcionó. Empecé entonces a hacer muñequitos, artesanías de madera; tenían forma de huevo, con patitas y un cartelito con un mensaje. Iba a vender al lado de la catedral, donde había muchos artesanos (Szpunberg 1999: 173).
La imprevisión lingüística, tópico fundamentalmente vinculado con la práctica de la traducción y la escritura por encargo, revela aquí el carácter azaroso de los inicios en la actividad traductora. Ese trabajo no profesionalizado en un principio, y a menudo solo ocasional, podía alternar, como recordaba Szpunberg, con la venta callejera o el artesanado. Sin embargo, la traducción es la práctica editorial que ha dejado más huellas constatables del paso del exilio latinoamericano por el mundo del libro español en las últimas décadas del siglo xx. 2.2. La traducción como práctica solidaria Los encargos de traducción no fueron esporádicos. Un recorrido por los catálogos editoriales del período permite reconocer nombres de traductores de origen argentino, chileno o uruguayo. Una primera explicación para este fenómeno es que “dar a traducir” constituía un gesto de solidaridad, pues las traducciones garantizaban la supervivencia inmediata, como queda expresado en este testimonio: Cuando llegué empecé a trabajar como traductor en la Editorial Salvat, con un viejo republicano, muy solidario con todos nosotros, tanto argentinos como uruguayos y chilenos. Porque nosotros nos encontramos acá en España con comEn Argentina, Ana Basualdo había sido redactora de la revista Panorama de la editorial Abril. En Barcelona colaboró para numerosas publicaciones españolas como Destino, Triunfo, El Viejo Topo, Quimera, El País, Cuadernos Hispanoamericanos y coordinó el suplemento cultural del diario La Vanguardia. Su posición en el medio periodístico explica su lugar clave en la red de contactos. 15
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pañeros chilenos y uruguayos, algunos de los cuales habían estado exiliados en Buenos Aires, escapando de sus respectivas dictaduras. Este hombre nos daba, nos ayudaba muchísimo. Era el jefe de traducción de Salvat y las traducciones eran una forma de ayudarnos a ir tirando y él lo manifestaba así. Era muy consciente de lo que estaba haciendo (Entrevista a A.A., Barcelona, 8 de mayo de 1996. Citado en Jensen 2006: 136).
Este relato sintetiza los temas tratados hasta aquí: por un lado, confirma la importancia de las redes de solidaridad laboral tramadas por emigrados y exiliados; por otro, muestra la constitución de un espacio editorial transnacional gestado a partir de la incorporación de colaboradores procedentes de otras diásporas conosureñas y, finalmente, exhibe la solidaridad de algunos editores locales a través del encargo de traducción. Juan Martini también menciona la singular práctica solidaria, y lo hace por partida doble: como solicitante de trabajo y como dador de trabajo. Pues uno de los efectos de las cartas de recomendación —una de Juan José Saer para Jordi Martí y otra de Franco Basaglia— que llevó consigo al exilio habría sido su primera y última incursión en la traducción interlingüística: La otra locura: mapa antológico de la psiquiatría alternativa, publicado por la editorial Tusquets en 1982. Se trata de una traducción indirecta —el italiano es la lengua mediadora— de una compilación sobre antipsiquiatría, temática en boga en el período de la transición española. La traducción solidaria en el caso de Martini procede de la propietaria de Tusquets Editores, Beatriz de Moura: Se le ocurre a Beatriz, a mí jamás se me hubiese ocurrido traducir. [S]é un poquito más de italiano, mis abuelos eran italianos, yo fui a la Dante en Rosario. Y Beatriz muy solidaria me dijo: “mirá lo que yo tengo en este momento para ofrecerte, si te interesa este libro que vamos a publicar, que lo traduzcas”. […] Y lo traduje, me animé a traducirlo, no era muy técnico, salvo algún artículo (Entrevista personal. Buenos Aires, agosto de 2010. El subrayado es nuestro).
Pero no solo editores catalanes “dieron una mano” a los exiliados mediante el encargo de traducciones, también los compatriotas argentinos ubicados en posiciones estratégicas sostuvieron esta singular “política de traducción”: [Ricardo Rodrigo], en ese momento, fue muy solidario; él recibía a todo el mundo, escuchaba mucho, muy inteligente, tenía una inteligencia, una intuición, él escuchaba: [le decían] “yo puedo traducir del inglés, del alemán”… A lo mejor ese día, esa semana, no, pero te llamaba o te hacía llamar y te encargaba una traducción. Él era un tipo solidario, él dio laburo (Entrevista personal, Buenos Aires, agosto de 2010).
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Las recomendaciones boca a boca eran la modalidad más habitual de contacto laboral. Pero las intercesiones y solicitudes de ayuda también llegaban por otras vías: las cartas de presentación al portador o las recomendaciones epistolares desde el exterior eran moneda corriente. Así como Martini llevó consigo al exilio las cartas de Saer y Basaglia, años más tarde él mismo recibiría en su despacho de Bruguera correspondencia con pedidos de ayuda, como revela esta carta en la que Cortázar solicita trabajo de traducción para Rodolfo Mattarollo, abogado defensor de presos políticos y miembro fundador de la CADHU, exiliado en París: Dos líneas para preguntarte si llegado el caso podrías darle una mano como traductor (inglés/francés) a nuestro compatriota Rodolfo Mattarolo [sic], a quien le vendría más que bien completar su magro presupuesto actual con alguna tarea de ese tipo. Desde luego no te sientas obligado a nada, pero si por ahí te hiciera falta un refuerzo en el campo de la traducción, creo que Mattarolo no te vendría mal. Por las dudas aquí van sus señas: 16, rue Jean Zay. 94120 Fontenay Sur Bois (Cortázar 2012: 356).
Traducir por necesidad no es ciertamente una novedad entre personas con conocimientos de idiomas, pero dar a traducir por solidaridad pareciera un gesto poco habitual entre editores. Este gesto también revela que, al encargar traducciones a los recién venidos, los “editores solidarios” tomaban a conciencia traductores apenas preparados para la tarea, a riesgo de obtener un producto fallido. La imagen del “editor solidario” entra por tanto en conflicto con la imagen del “editor solo interesado en el rédito”, predominante en la prensa cultural de la época, como veremos en los capítulos 5 y 6. Ahora bien, registrar la presencia de exiliados latinoamericanos en la industria del libro no equivale a comprender el lugar que, como colectivo, les fue deparado. Hemos visto que la inserción en el mercado laboral, en general, y editorial, en particular, no se produjo sin tensiones ni sobresaltos. A continuación, procuramos reconstruir la posición de los exiliados y emigrados latinoamericanos en el campo editorial del período explorando los ecos discursivos de esas tensiones tal como quedaron registrados en la prensa y en otras fuentes documentales.
3. El ideologema de los exilios cruzados En el capítulo 1, planteamos que la discursividad exiliar se compone de un elenco de temas y problemas ineludible a la hora de escribir una historia social y cultural del exilio. José Luis De Diego, por ejemplo, ha identificado al menos seis tópicos que saturan los testimonios de escritores e intelectuales: el desarraigo, la problemática laboral, las dificultades de integración cultural, el “presentismo absoluto”, el privilegio
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o no del exilio y el problema de la lengua (2003). Entre los tópicos específicos del colectivo exiliado en España, es posible señalar asimismo uno de gran circulación y productividad en la construcción retrospectiva de una memoria colectiva del exilio en clave editorial (Lago Carballo/Gómez Villegas 2007: 12 y 136-139) y de memorias particulares de escritores exiliados o emigrados (Matamoro 1982; Ehrenhaus 2011): la figura de los exilios cruzados. Esta figura establece un paralelismo entre la labor cultural realizada por exiliados españoles en tierras americanas a fines de 1930 y el papel de los exiliados latinoamericanos en el campo cultural español entre los años setenta y principio de los ochenta. Antiguas y recientes publicaciones destinadas a operar un rescate histórico del llamado “aporte del exilio republicano a la industria editorial latinoamericana” sostienen la idea de un viaje de ida y vuelta: En esta historia de viajes entre un lado y el otro del Atlántico que podríamos visualizar como una parábola se produjo un nuevo bucle. Los libros de las editoriales iberoamericanas en cuya fundación habían intervenido decisivamente exiliados españoles comenzaron a llegar a España de forma regular. Simultáneamente se estaba produciendo un proceso análogo de implantación de editoriales argentinas en España (Lago Carballo 2007: 12).
La imagen de los exilios cruzados no es tan solo una construcción retrospectiva, sino que se registra nítidamente en el discurso público de la época, en particular entre intelectuales, escritores, traductores y editores, como bien muestran las palabras de Esther Tusquets en el fragmento citado en epígrafe. Reconstruir su contexto discursivo de emergencia y circulación quizá nos permita dar con un marco explicativo más preciso. Como toda representación social, la figura de los exilios cruzados alterna con otras representaciones, que la objetan, atenúan o impugnan. De hecho, a fines de los años setenta, numerosas voces se alzaron para denunciar la desigualdad de condiciones y posibilidades materiales de sendos contingentes exiliados. Contundente fue la versión propuesta por Cristina Peri Rossi16 en su ensayo “Estado de exilio”, aparecido en la revista Triunfo en febrero de 1978. Tras describir el populoso recibimiento de los barcos que llegaban a América Latina transportando exiliados republicanos —escena ilustrada con fotografías del puerto de Veracruz en 1939—, Peri Rossi afirma que los
Cristina Peri Rossi llegó a Barcelona desde Montevideo en 1972. Su amiga y editora Esther Tusquets le dio sus primeros trabajos en Lumen a comienzos del exilio. Fue traductora literaria en Lumen, Montesinos, Bruguera y Anagrama. Tradujo, entre otros textos: Infancia de Prévert (Lumen 1979), La Fanfarlo y otros cuentos de Baudelaire (Montesinos 1981), Historias dulces y amargas de Maupassant (Bruguera 1982). 16
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españoles “rápidamente se integraron a los nuevos países, donde obtuvieron documentos, trabajo y, especialmente, la posibilidad de vivir, y de expresarse libremente, de enseñar y de escribir la contrahistoria” (1978: 24). La llegada de los latinoamericanos a España tiene en su descripción muy distinto color: Treinta y cinco años después comienza el éxodo a la inversa. Argentina, Chile, Uruguay, diasporados a causa de las terribles dictaduras fascistas que padecen, arrojan a España un contingente cada día mayor de exiliados y de emigrantes. Las puertas de casi todos los países están cerradas, o los admiten con cuentagotas […]. Casi nunca hay banderas en los puertos para esperarlos, a veces ni una mano se alza para saludarlos. Son cientos de miles y al descender del barco se pierden por las calles de Barcelona, en sórdidas pensiones. Al otro día comenzará la tenaz —y a veces oprobiosa— lucha por conseguir el sustento. Ese es el estado de exilio. Se desembarca como se nace: sin casi nada (Peri Rossi 1978: 24).
Lejos de ser una reflexión aislada, el ensayo de Peri Rossi se inscribía en el proceso de visibilización de las condiciones migratorias del contingente latinoamericano, en general, y de sus capas intelectuales, en particular. Como señalamos en el comienzo de este capítulo, la situación de los latinoamericanos en España se hizo particularmente visible con motivo de los decretos de expulsión de octubre de 1978. Esa visibilidad llegó, en efecto, a su ápice cuando se anunciaron los decretos promovidos por el Ministro del Interior Rodolfo Martín Villa. La amenaza de expulsión dejó expuesta la problemática laboral de los emigrados y puso en evidencia una compleja trama de valoraciones y creencias en torno a la presencia de inmigrantes de América Latina. A raíz de esos decretos, la prensa española publicó numerosos artículos de fondo, solicitadas de apoyo y denuncias de la situación del colectivo latinoamericano: “La larga noche de los refugiados políticos” o “Deberes españoles con el exilio americano” son tan solo algunos de los titulares más expresivos.17 Todos ellos giraban en torno a una pregunta: ¿tenía la España democrática una deuda histórica con la América Latina sumida en el terror de las dictaduras? Entre los intelectuales, escritores y traductores, la reacción a los decretos quedó institucionalmente plasmada en la creación de un PEN Club Latinoamericano en España. La iniciativa se hizo pública en la Conferencia Internacional del PEN realizada en Véase “Los refugiados políticos en España, fuera de la ley” (Pereda 1978); “Una política equivocada. ¿Qué hacer con los sudamericanos? (Marsal 1978); “La ‘Entesa’ defiende los derechos de los exiliados” (Anónimo 1978a); “Un deber nacional” (Anónimo 1978b); “La larga noche de los refugiados políticos” (Anónimo 1978c); “21 argentinos deben abandonar España. Inquietud entre los exiliados latinoamericanos por un decreto que regula su estancia” (Anónimo 1978d); “Deberes españoles con el exilio americano” (Anónimo 1978e). 17
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Barcelona entre el 11 y 13 de octubre de 1978, es decir, un día después de la publicación de los decretos de Martín Villa. Con el apoyo del entonces presidente del PEN Club Internacional, Mario Vargas Llosa, del PEN Club de España y del Centre Català del PEN,18 se constituyó una comisión organizadora integrada por Jorge Edwards, Marcelo Covián, Carlos Meneses, Homero Alsina Thevenet y Carlos M. Rama, quien dirigió la sección latinoamericana del PEN y fue la cara visible de la defensa de escritores, traductores e intelectuales latinoamericanos. La comisión organizadora produjo un contundente manifiesto titulado Al Pen Club Internacional y a la opinión pública, en el que se denunciaba la “aberrante” situación legal y laboral de la comunidad intelectual latinoamericana en España, y se aludía concretamente a la situación de los trabajadores editoriales: “Se da el caso de traductores y correctores sin contrato de dependencia a los cuales les resulta imposible obtener el permiso de trabajo, documento imprescindible para poder normalizar su estatuto legal” (Rama 1979: 174). Carlos Rama recordaba que España se podía permitir editar 24 mil títulos anuales porque América Latina ofrecía una masa de lectores en lengua española capaz de consumir libros de industria española, valiosos artículos de exportación que en 1978 habían representado “un volumen de mil millones de dólares de divisas”. Una preguntaba se imponía: “Si América da lectores y recursos a la industria española, ¿en qué medida se insertan los escritores, traductores y editores latinoamericanos en la vida cultural española? En especial: ¿cuál es la situación de aquellos que hoy residen en España?” (1979: 164). Durante los meses de octubre de 1978 y febrero de 1979, se constituyeron comisiones de defensa de los refugiados políticos, se presentaron anteproyectos de ley, se realizaron conferencias de denuncia; organismos internacionales, intelectuales y escritores de diversas procedencias dieron su apoyo unánime a los latinoamericanos residentes en España (Rama 1979: 169-170; 1980: 66). Sin embargo, algunos firmantes de solicitadas consideraron oportuno marcar la diferencia entre la defensa de los intelectuales en el exilio y el apoyo a “decenas de miles de huéspedes poco deseables”. En esta línea se inscribe un artículo que ha calado en la memoria del exilio: “Emigración hacia España. La deuda inoportuna”, en el que Carlos Barral vertía argumentos que sin ambigüedad daban razón a los decretos de Martín Villa: Àlex Broch, secretario del Centre Català del PEN Club Internacional y cronista de este evento para la revista Camp de l’Arpa, explicaba la decisión: “Es preciso señalar que la solidaridad que estos dos centros manifestaron en relación a los escritores latinoamericanos es un acto de reconocimiento a la acogida que los países de estos escritores tuvieron, por causas parecida, con los exiliados del estado español cuando llegaron después del 39. La llamada acuciante de estos intelectuales latinoamericanos que actualmente se encuentran en una difícil situación no fue comprendida de manera igual por todas las delegaciones presentes que objetaron la posibilidad y el peligro de que aumentaran o proliferaran centros del PEN en el exilio según la situación política de cada país” (1978: 65). 18
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Los años setentas venían a cobrarnos las cuentas de los años cuarenta. Intelectuales competentes, escritores profesionales, científicos y creadores, llegaban a nuestras ciudades con las manos vacías, con la voluntad de sobrevivir y de fundar aquí una vida nueva. […] Evidentemente, en esa ola migratoria se mezclan los profesionales de indiscutible carrera con los vividores del caldo urbano de las grandes capitales, “rotos” y “chantapufis” como ellos mismos dirían. Llegaron y están llegando chapuceros de todos los oficios, desocupados profesionales, pícaros, hampones y hasta delincuentes, como dice el ministro del Interior; falsos perseguidos políticos, indistinguibles de los verdaderos, y emigrantes aventureros que ni siquiera se atribuyen esa condición, decenas de miles de huéspedes poco deseables, necesitados de medios de sobrevivencia, dispuestos a realizar trabajos de fortuna en cualesquiera condiciones, con evidente daño para un mercado laboral ya gravemente estrangulado (Barral 1978).
Barral justifica la desigualdad de condiciones materiales de sendos contingentes explicando que muchos latinoamericanos eran “falsos perseguidos políticos”, y no respetables integrantes de una “sociedad letrada” merecedora de asilo y protección. La deuda de la España democrática con América Latina era legítima pero no todo “sudamericano” parecía tener derecho a reclamarla. Esta tensión en la valoración de la presencia latinoamericana en España se expresó en distintos niveles, como prueba el intercambio que a principios de 1981 sostuvieron Enrique Tarín-Iglesias y, una vez más, la editora Esther Tusquets con motivo del artículo “¡Vienen los sudamericanos!”, un panfleto escrito por Tarín-Iglesias a raíz de un hurto perpetrado en el autobús por un ladrón presumiblemente latinoamericano. Este mínimo episodio desencadenó una virulenta reflexión que claramente trascendía su causa aparente y, antes bien, ponía en evidencia cierto descontento letrado ante la “calidad” de los nuevos inmigrantes: [H]ace años, los sudamericanos que nos visitaban eran licenciados en Derecho —en buen número habían estudiado en nuestras universidades— médicos, empresarios, domadores de caballos, artistas de circo, cantantes de boleros, poetas, escritores, indianos que retornaban al hogar. Ahora, no: son en buena parte […] fauna impresionante de delincuentes. Me acordé también, inmediatamente, de las usuales campañas contra las supuestas infracciones de los derechos humanos que dicen que se conculcan en países sudamericanos. Pero bien ¿y mis derechos humanos de viajar en autobús? (Tarín-Iglesias 1981).
Al artículo de Tarín-Iglesias respondieron diversos sectores del exilio, y en particular figuras del mundo editorial que mantenían vínculos fluidos con latinoamericanos de Barcelona, como Esther Tusquets, que se presentó como portavoz de los agraviados en un artículo rotundamente titulado “Desacuerdo Total. Manuel Tarín-Iglesias o la impunidad del insulto” (1981).
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Este puñado de intervenciones públicas es representativo, obviamente no de lo que pensaba todo “el pueblo español” —siempre solidario, como insistían en marcar los exiliados críticos de las políticas migratorias gubernamentales—, pero sí de la heterogeneidad de representaciones existentes sobre la “cuestión latinoamericana”. Salvando las distancias ideológicas, las voces de Barral y Tarín-Iglesias coincidían en manifestar cierta decepción ante el desembarco de inmigrantes latinoamericanos cuyo perfil colectivo no coincidía con la noble imagen de las elites letradas españolas desterradas en América ni con aquella proyectada por la aristocrática minoría de escritores del “boom”, difundidos por el propio Barral y financiados por Balcells (Vila-Sanjuán 2003: 129; Catelli 2010). Más allá de las solicitadas de apoyo y de las declaraciones de hermandad cultural, ambas visiones condensaban “un sentimiento flotante” (Martini 1989: 141). En síntesis, aquello que los efectos discursivos de los decretos de 1978 permiten analizar, más allá del modo en que estas medidas afectaran de manera concreta a los emigrados en general, y a los colaboradores editoriales en particular, es ante todo la desigualdad que la representación especular obtura. Aun cuando los dichos de Barral y Tarín-Iglesias no hicieran materialmente mella en la vida de la pequeña “sociedad letrada” en el exilio, la reconstrucción de la presencia argentina en el mercado del libro no puede ignorar la circulación de tales representaciones en el discurso social de la época. No puede ignorarlas porque constituyen un indicador de la desigualdad simbólica que traduce el dispar capital social y económico disponible. Retomando la pregunta de Carlos Rama sobre la situación de los escritores, traductores y editores latinoamericanos insertos en la industria editorial española, no son pocos los aspectos que distinguen la posición en el campo editorial de los emigrados de la década del setenta de la de los españoles exiliados en América en la década del cuarenta. Entre esos rasgos diferenciales podrían mencionarse, como rasgo estructural, el tiempo de permanencia en el exilio, la relación con los medios de producción, la posición que ocuparon los exiliados y emigrados entre las elites culturales locales. En el caso del exilio republicano en Argentina, el sector editorial generó ciertamente posibilidades de empleo para los emigrados españoles; pero las trayectorias de los gerentes y colaboradores españoles más destacados de las editoriales relacionadas con aquel exilio —Losada, Emecé, Sudamericana y otras más pequeñas— revelan una sólida relación con representantes argentinos del poder político, económico y cultural, como prueba el vínculo estable con la elite de la colectividad española —a través de la Institución Cultural Española, dirigida entre 1938 y 1943 por Rafael Vehils, director y accionista de la CHADE— (Espósito 2010) o aun la omnipresencia de miembros del grupo Sur en todos sus proyectos y prácticas editoriales (Willson 2011). Es sabido que la editorial Losada, por ejemplo, constituyó una fuente de trabajo durable y un importante espacio
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de sociabilidad para los exiliados republicanos (Schwarzstein 2001: 147). Pero, cuando en agosto de 1938, Losada, alejado ya de Espasa-Calpe, funda la editorial que lleva su nombre, incorpora intelectuales españoles de gran prestigio y extensa trayectoria en cargos directivos, dirección de colecciones, entre otras posiciones destacadas. Sin ir más lejos, en el grupo fundador figuran Guillermo de Torre y Amado Alonso, ambos con posiciones centrales en el campo cultural y académico de la época (Willson 2004: 239-240; López García 2015a: 76-77). Por su parte, la editorial Emecé, creada en 1939 por Mariano Medina del Río y Arturo Cuadrado, contó con capitalistas argentinos directamente vinculados con el poder económico, como los Braun Menéndez, una tradicional familia de la oligarquía argentina (De Sagastizábal 1995: 83). Por último, la editorial Sudamericana, creada en 1938, tuvo como primer gerente a Julián Urgoiti y luego a Antonio López Llausás, como gerente ejecutivo (López Llovet 2004: 30). El primer directorio de esta editorial estuvo integrado por notorios representantes del poder económico y financiero: Jacobo Saslawski, directivo de la casa Dreyfus; Alejandro Shaw, banquero; Federico de Pinedo, ministro de hacienda del gobierno de Justo; y Luis Duhau, ministro de agricultura y presidente de la Sociedad Rural Argentina. Por cierto, no solo estos “exilios editoriales” se diferencian por el hecho, espectacular, de que los exiliados y emigrados españoles fueran accionistas, gerentes, directores de las grandes empresas que contribuyeron a fundar —y no anónimos colaboradores free lance, sin papeles ni derechos sociales—; también el problema de la variedad lengua, en el plano de las representaciones sociolingüísticas, y el modo en que cada exilio fue construido a posteriori, en el plano de la elaboración colectiva de las memorias sociales, constituyen elementos diacríticos que obligan a abordar cada exilio en su género, tal como se intenta mostrar a continuación. 3.1. La clave comparada: el coloquio “Los dos exilios” Un coloquio celebrado en febrero de 1983 en el Instituto de Cooperación Iberoamericana de Madrid materializó, y puso a prueba, el ideologema en cuestión. El evento titulado “Los dos exilios” reunió actores del mundo literario y editorial hispanoamericano que vivían o habían vivido exiliados: tres españoles y tres latinoamericanos. Como representantes del exilio español fueron invitados el escritor y editor Manuel Andújar, que en México había trabajado en la editorial Fondo de Cultura Económica; los escritores y traductores Francisco Ayala y Rosa Chacel, radicados sucesivamente en Brasil y Argentina, ambos traductores de Sudamericana y otras editoriales argentinas. El exilio latinoamericano estuvo representado por la uruguaya Cristina Peri Rossi, el argentino Daniel Moyano y el chileno Óscar Waiss.
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El contenido de las seis intervenciones muestra de qué modo los intelectuales de uno y otro exilio caracterizaron la experiencia en términos de posibilidades laborales y difusión de sus obras. Los exiliados españoles del cuarenta se describieron a sí mismos en una posición satisfactoria en sus sedes de refugio —México, Argentina y Brasil—, y destacaron las posibilidades económicas y los contactos laborales previos; sus relatos, indirectamente transmitidos por William Lyon, el periodista que cubría el evento, revelan satisfacción con sus condiciones de existencia en exilio: [Ayala] recordó que los intelectuales tuvieron “un sitio de privilegio y mucha más suerte que los que quedaron en España”. También destacó la importancia de factores económicos en el recibimiento de exiliados en un país: si hay trabajo que ofrecer, se tiene la impresión de que ese país trata bien a los recién llegados. Más que tener gratitud a un país en particular, Ayala está agradecido “a personas que me ayudaron” […]. En cierto modo, la novelista española Rosa Chacel también desmitificó su exilio en Brasil y Argentina: “Tenía muchas amistades allí, tenía una vida intelectual”, manifestó. “De momento podía trabajar y existir y no quería volver a aquella España, no sentía nostalgia. Mi exilio fue tan feliz y afortunado que es casi vergonzoso”, dijo (Lyon 1983).
En cuanto a los latinoamericanos, las intervenciones de Peri Rossi, Moyano y Waiss pusieron el acento en el anonimato y el desconocimiento del público español, la desprotección legal y el insatisfactorio desarrollo profesional. Las declaraciones de los escritores latinoamericanos parecían constituir ante todo una denuncia de las adversas condiciones de inserción en el ámbito cultural. La reconstrucción notoriamente antitética de sendas memorias colectivas, aun incipiente en el caso latinoamericano, opone rasgos bien definidos: en el caso de los exiliados españoles, se habrían presentado a sí mismos como editores, escritores e intelectuales dotados de un capital social y simbólico suficiente para gozar de prestigio público y circulación editorial inmediata. La autodescripción de los emigrados argentinos insinúa diferencias posicionales sobre todo legibles en el plano de los recursos disponibles para la producción y circulación de sus obras en el mercado editorial local. Otro elemento que permite problematizar la homología postulada, y así abordar cada “exilio editorial” en su género, se sitúa en el plano de las creencias lingüísticas y atañe a la valoración de la variedad de lengua hablada y escrita por sendos contingentes emigrados. Se trata de un punto por demás importante si consideramos que el ideologema de los exilios cruzados establece una relación no problemática, horizontal y simétrica allí donde existe una relación problemática, vertical y asimétrica: el antiguo vínculo colonial entre España y los países de habla hispana, cuyas consecuencias glotopolíticas han sido estudiadas en las últimas décadas (del Valle 2007).
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En el plano de la valoración de la diferencia lingüística, los intelectuales, académicos, editores y trabajadores de la edición españoles radicados en Argentina después de 1939 a menudo fueron vistos como agentes depuradores del idioma. Aun cuando figuras públicas, como Ernesto Sábato, lo cuestionaran, esa representación se traducía en prácticas editoriales concretas, como asignar a nativos españoles las tareas de corrección estilística y ortotipográfica.19 En un ensayo pionero sobre la presencia de exiliados españoles en el mundo cultural argentino, Blas Matamoro, desde su propio exilio madrileño, escribía: “El periodismo argentino fue un lugar de acceso a escritores y redactores españoles, que servían, con el rigor de su castellano a encuadrar el idioma manifiesto de un país poblado de inmigrantes de otras lenguas” (Matamoro 1982).20 Por el contrario, la valoración de la variedad de lengua hablada por el colectivo argentino en España se inscribía en la difundida creencia de que las variedades del español de América constituían una “deformación” histórica del castellano peninsular, representación social que históricamente halló soporte ideológico erudito en las escuelas filológicas de corte purista, descritas por María López García en su exhaustivo estudio sobre la variedad rioplatense (2015a; 2015b),21 cuyo correlato en la recepción de traducciones latinoamericanas analizamos en los capítulos 5 y 6. Una prueba parcial e indirecta de la vigencia de tal representación sociolingüística en el periodo del exilio puede hallarse en “Los argentinos aquí”, un artículo de Mariano Aguirre, coordinador de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado. Su contenido es de particular interés porque alude a las polémicas declaraciones de figuras como Barral o Tarín-Iglesias, y da cuenta del “sentimiento flotante” del que, según Martini, aquellas declaraciones se hacían eco: Escribe Sábato: “[N]o puede sino indignar que […] algunas de nuestras grandes editoriales insistan en mantener correctores hispánicos, que se pasan poniendo ‘chaqueta’ donde un argentino escribe ‘saco’. Y que se llegue al colmo [de que la editorial Estrada encomiende] el prólogo y los comentarios de una edición escolar de Juvenilia a un profesor español, nada menos que Américo Castro, enemigo declarado y áspero de nuestra modalidad idiomática” (1982: 135). 20 Dora Schwarzstein reproduce un testimonio que exhibe una valoración diferencial de sendas variedades de lengua. Se trata de los argumentos del diputado socialista Nicolás Repetto en un discurso destinado a promover el ingreso de científicos españoles a la Argentina en la década del cuarenta: “España podría ofrecernos —alegaba Repetto— valores capaces de ejercer en nuestro medio la función depuradora del idioma” (Schwarzstein 2001: 63). 21 Se trata de “la tendencia hacia la perspectiva diacrónica y con un prescriptivismo que veía la lengua regional como una deformación, expresados en las posturas de Ramón Menéndez Pidal y Américo Castro. De este modo, las representaciones que veían la variedad como un desvío se fosilizaban, al margen de la práctica distanciada del ideal lingüístico, y a la sombra de las instituciones vinculadas con el corte peninsular de la lengua” (López García 2015a: 77). 19
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Y como los españoles tampoco son todos los españoles, están los que matizan, los que más allá de la pronunciación rara de las palabras o la presentación del pasaporte en vez del DNI se arriesgan a confiar en unos argentinos y rechazar a los que abusan de la solidaridad. […] Y están los otros, muchos disfrazados de progresistas, que ante la crisis económica y política española no dudan en buscar chivos expiatorios y transforman a todos los argentinos en nuevos judíos, miembros de una resucitada invasión árabe, gitanos encubiertos, y sacan a relucir su racismo y anacrónica hispanidad, convirtiendo automáticamente a todo argentino —y latinoamericano— en un ladrón, secuestrador de futbolistas, terrorista y violador de la lengua española (Aguirre 1981).
Ahora bien, el “sentimiento flotante” captado en los diversos testimonios citados tuvo plasmaciones bien concretas en distintos productos culturales del período. Un caso testigo, que constituye una prueba ya no indirecta sino palmaria del exiguo prestigio adjudicado a la variedad de lengua hablada por los argentinos en el exilio, fue la puesta en escena televisada de la obra teatral de Bernard Shaw Pigmalión, adaptada por José Antonio Páramo y traducida del inglés por José Méndez Herrera. La adaptación optaba, exitosamente a juicio de algunos críticos, por sustituir el slang y el cockney londinenses por una variedad de lengua rioplatense salpicada de “lunfardo porteño” (Pérez Ornia 1979). La representación literaria y audiovisual de la fonética y del léxico porteño como habla de despreciables sectores populares, como “lengua del arroyo”, bien podría no constituir una marca de época —es decir, no estar atravesada específicamente por el exilio latinoamericano en España— si no fuera porque los actores destinados a encarnar los personajes cuya degradación social se manifestaba en el habla eran dos argentinos exiliados, Marilina Ross y Luis Politti, que en abismo actuaban su propia marginalidad, el único papel estelar que parecía caberles. Por cierto, no todos los comentaristas españoles vieron en esta transposición intersemiótica una elección natural del “equivalente” lingüístico de la degradación social que Shaw condenaba. El sociólogo Armando de Miguel asociaba, en un artículo de denuncia, aquella representación degradada del habla de los argentinos en la televisión española con la exigencia de poseer la nacionalidad española para obtener cargos en la universidad, cuestión por entonces candente que perjudicaba “muy directamente a los hispanoamericanos, generalmente muy preparados, que ahora acuden a nosotros en trance de exilio político” (De Miguel 1979): Hemos tenido que ver por la tele una vergonzosa versión del Pigmalión (por otra parte bien representada) en la que el acento de clase baja que hay que corregir es el de Buenos Aires. Por lo visto el porteño es mal castellano y el madrileño el castellano a imitar. La realidad es que el castellano madrileño de la tele es una minoría en la comunidad hispánica. Provincianos somos (De Miguel 1979).
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En síntesis, esta neta diferencia en la valoración de la lengua —“depuración” vs. “violación”— estuvo en el centro del problema de las variedades de lengua en traducción, correlato de la situación social de los exiliados en España. Las distintas etapas de “aceptación, fastidio, rivalidad o rechazo locales, ante la lengua de esa nueva sociedad letrada”, como señaló recientemente Nora Catelli (2015), han quedado nítidamente plasmadas en un coloquio que tuvo lugar en Barcelona, ya no en la década del exilio, sino en un período posterior, en los años noventa, en los que se consolidó el proceso de construcción de una memoria exiliar centrada en el problema de la lengua. 3.2. La reducción lingüística: el coloquio “Los pelos en la lengua” Para obtener una visión panorámica y a la vez retrospectiva de la problemática lingüística —nuevo capítulo de la histórica reyerta en torno al “idioma de los argentinos”—, vamos a proyectarnos más allá del período del exilio y dar un salto hacia mediados de los noventa. Los días 13, 14 y 15 de febrero de 1995 en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona se desarrollaron unas jornadas sugestivamente tituladas “Los pelos en la lengua”. Organizado por la representante del Consulado General de la República Argentina, Estela Peláez, el evento reunió al colectivo de “intelectuales argentinos residentes en Barcelona”. Fueron invitados como ponentes antiguos exiliados que permanecieron en Barcelona como residentes estables, emigrados de décadas previas al exilio y emigrados en décadas posteriores al exilio: Nora Catelli, Ana Teberosky, Dante Bertini, Ana María Gargatagli, Carlos Sampayo, Daniel Alcoba, Edgardo Dobry, Teresa Martín Taffarel, Francisco Porrúa, Horacio Vázquez-Rial, Enrique Lynch, Marcelo Cohen, Zulema Moret, Jorge Grant, Antonio Tello, Neus Aguado, Mario Satz, Marcial Souto, Silvia Kohan, Andrés Ehrenhaus y Flavia Company, escritora bilingüe castellano-catalán, hija de residentes argentinos en Cataluña. Cada jornada fue convocada en torno a un eje temático diferente: cultura, literatura y lengua. Los ponentes habían sido invitados sin distinción de modalidad migratoria, todos unidos en el ambivalente rótulo identitario del “intelectual argentino en Barcelona”. Esa ambivalencia venía inscripta, de hecho, en el título mismo del evento, que anclaba el carácter foráneo de la identidad “intelectual argentino” ya no en la dimensión política inherente al exilio sino en la diferencia lingüística: “Los pelos en la lengua”. La elección del título impone un primer interrogante: ¿los pelos en la lengua de quién? La locución “no tener pelos en la lengua” expresa el decir frontal y franco de quien no teme decir verdades a nadie. Si seguimos el hilo de esta figuración, el intelectual argentino en Barcelona sería el “pelo” en la lengua madre: aquel que incomoda el monólogo peninsular; un pelo en la lengua como un palo en la rueda. Sin embargo, en vista de lo discutido en la reunión de los días 14 y 15 de febrero, la lengua de los argentinos en Barcelona aparece más bien como una lengua sin
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derecho a la frontalidad, más bien vacilante, que se justifica por aquello que no puede decir del todo: su natalidad, su naturalidad diferente y, sobre todo, su escasa rentabilidad en el mercado del trabajo. Del evento quedan apenas algunos testimonios de expositores, recuerdos dispersos, dos o tres títulos de ponencias consignados en bio-bibliografías y un solo texto completo asequible, el de Antonio Tello. Ningún archivo oficial lo ha registrado y tan solo contamos con una noticia periodística para darnos una visión de conjunto. Se trata del artículo “¿Lejía o lavandina? Los intelectuales argentinos residentes en Barcelona analizan durante tres días su situación” de Xavi Ayén, publicado el 16 de febrero de 1995 en el suplemento cultural de La Vanguardia. De aquello que el periodista recoge interesa la selección de temáticas: los diferentes motivos para emigrar, la relación de los emigrados con el trabajo, la relación con Europa, la relación con España. En cuanto a la relación con Europa y España, entre las representaciones estables de la discursividad exiliar, habría dominado aquella pasible de expresar un vasto abanico de motivos migratorios, es decir, no la controvertida y politizada figura de los exilios cruzados, sino la del “viaje invertido de los abuelos inmigrantes”, ambas de rigor en los setenta y ochenta. En su ponencia, Edgardo Dobry, emigrado en 1986, habría dado cuenta de ese tópico discursivo al sostener que “los argentinos somos europeos nacidos en el exilio. Ir a Europa es volver” (Ayén 1995). Se trata de la consabida figura del argentino “más europeo que latinoamericano”, que “pertenece” a la cultura central y a la vez goza de la distancia crítica que le otorga su perspectiva periférica, la “mirada exterior”. En lugar de una no pertenencia, la imagen construye una doble (y más noble) pertenencia: la del europeo de vieja cepa. Lejos había quedado, en 1995, el pesaroso tono del coloquio realizado el 24 de febrero de 1983 en el Instituto de Cooperación Iberoamericana, en el que Peri Rossi y Moyano pedían por una mayor inclusión de los escritores exiliados, y aun más lejos esa imagen doliente del argentino venido con el exilio masivo, sufrido y a la deriva, compuesta por Ferran Monegal en 1976: “Si se cruza usted con un hombre cansado, cabizbajo y macilento, que arrastra los finales de palabras con cierta melancolía, salúdele. Es un argentino”, palabras que el escritor y traductor Eduardo Goligorsky aún recordaba con emoción —“hasta las lágrimas”— en un texto de 1984 sobre el fin del exilio y la compleja decisión del retorno, cuyo significativo título marca aún más la distancia con las representaciones exiliares acuñadas en los noventa, y recuerda el lema encarnado en el tópico de “los exiliados cruzados”: “Expatriación: calvario de ida y vuelta” (Goligorsky 1984). En cuanto al segundo tema de discusión, el de la “relación con el trabajo”, la figuración del exilio en su versión década del noventa entra en tensión con una visión mucho menos apologética de la identidad migrante exiliar y pos-exiliar: la del argentino mano de obra editorial. Este aspecto nos interesa en particular porque recupera la experiencia de los años del exilio propiamente dicho. Las mesas
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dedicadas al tema de la literatura y la lengua contaron con ponencias de Marcelo Cohen (14.02.95) y Andrés Ehrenhaus (15.02.95), ambos llegados a Barcelona en los setenta. Ayén nos informa indirectamente sobre lo dicho en esa ocasión: “El núcleo del debate lingüístico fue: ‘¿Debemos escribir lejía o lavandina, tal como lo aprendimos?’. Para el escritor Marcelo Cohen, ‘lo que requiera el texto, porque yo soy lejía y lavandina al mismo tiempo’” (Ayén 1995). Es decir, Cohen habría reivindicado la adopción de una identidad lingüística doble, una suerte de bidialectalismo. Tras casi dos décadas de experiencia lingüística en Cataluña, es probable que quienes habían concurrido aquella semana al Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona conocieran muy bien la relación y la diferencia entre bilingüismo y diglosia. En su intervención, Ehrenhaus introdujo esa diferencia: “El traductor Andrés Ehrenhaus —escribe Ayen— se confesó ‘un traidor remunerado, dedico seis horas diarias a trasladar textos a ese pastiche híbrido dictado por las editoriales. Contribuyo a eso y me autocensuro. Por eso escribo, para cohabitar con el traidor que llevo dentro’” (Ayén 1995). El tono jocoso no ocultaba que, para los traductores de libros, el bidialectalismo podía ser una definición subjetiva —“yo soy ‘lejía’ y ‘lavandina’”— pero no una opción profesional, ámbito en el cual, bilingüe o no, los contextos de aceptación de variedades regionales de la lengua castellana en los soportes impresos no contemplaban preferencias subjetivas: en ellos la lengua es “dictada”. Con esta nueva versión de la figura del “exiliado escriba” y del “traductor-traidor”, Ehrenhaus introducía una de las claves de aquello que distinguía, para exiliados y emigrados argentinos, la escritura directa de la escritura en traducción, a saber que la segunda presenta una dependencia mayor de las leyes del mercado puesto que obedece a un encargo editorial. Por lo demás, lo expuesto en las jornadas con relación a la “cuestión lingüística” permite situar etapas en la elaboración de argumentos contemporáneos, y demuestra que la actual vinculación entre el “exilio y traducción” en textos posteriores de Cohen (2006; 2008; 2014) y Ehrenhaus (2011; 2012) son producto de un largo y procesado refinamiento de posiciones sostenidas en el tiempo. Sea como fuere, sendas representaciones —la del argentino emigrado como “americano de cepa europea” y la del argentino emigrado como “escriba del mercado”— solo en apariencia entraban en tensión. La función ennoblecedora de la inversión “argentinos exiliados en España” por “europeos exiliados en América” no acaba de ocultar el deslizamiento del término “exilio” hacia el de “migración económica”: el fenómeno inmigratorio masivo mayoritariamente procedente de Europa entre fines del xix y las primeras décadas del xx, que opera como referente de “europeos exiliados en América”, obedecía fundamentalmente a motivos económicos.22 Si los exiliados en Explica Fernando Devoto: “Para el período de la inmigración de masas, desde las últimas décadas del siglo xix hasta la Primera Guerra Mundial, la cuestión de definir qué es un inmi22
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las décadas del setenta y del ochenta se veían y solían ser vistos en el espejo del exilio republicano español (Tusquets 1982), y eran mencionados en los medios impresos como representantes de una deuda moral y material que España debía saldar (Barral 1978), en la década del noventa el colectivo de “intelectuales argentinos en Barcelona” proponía un espejo público en el que los aspectos económicos parecían signar la identidad migrante. Y, en este sentido, las intervenciones de Cohen y Ehrenhaus, ambos trabajadores editoriales profesionalizados, venían a ratificar ese desplazamiento: la lengua del mercado es una de las claves interpretativas del “exilio en la lengua”. La síntesis contundente de estas nuevas representaciones pos-exiliares procede de las ponencias de Ana Teberosky y Daniel Alcoba:23 La psicóloga Ana Teberosky reveló las fuentes del sustento de gran cantidad de la emigración argentina: se dedican a trabajar “como ‘negros’ de la escritura en editoriales y medios de comunicación”. Así, se dio algo tan extraño como es que un poeta, Daniel Alcoba, se felicitara de que las editoriales españolas funcionen como “fábricas de coches”. Y es que eso “garantiza el trabajo” (Ayén 1995).
Así pues, la descripción de este evento permite hipotetizar que la memoria del “exilio editorial” en Barcelona, que en fechas recientes comenzó a cimentarse en ensayos y artículos periodísticos de algunos de sus representantes conspicuos (Cohen 2006, 2008 y 2014; Ehrenhaus 2011 y 2012; Gargatagli 2012; Catelli 2012 y 2015; Martini 2012) se construyó sobre el recuerdo de un período pos-exiliar, los años noventa, cuando el proceso de reducción del “exilio” al problema de la lengua literaria ya estaba prácticamente consumado. Se trata de una memoria centrada en el tema lingüísticoeditorial, que se permite decir “sin pelos en la lengua” aquello que en los años setenta y primeros ochenta era apenas un murmullo textual. grante parece a primera vista bastante sencilla. Se trataría de los europeos más o menos pobres, campesinos, varones, mayoritariamente analfabetos, que arribaban a nuestro país para ‘hacer la América’, en su propia perspectiva, y para poblar el desierto, en la perspectiva de las elites argentinas. Cuanto mayor fuese esa capacidad de trabajo, principal virtud que se les asignaba, mayor sería su valor” (2003: 21). 23 Daniel Alcoba es una figura por demás interesante en una biografía colectiva del exilio, pero sin duda también merecería un estudio de caso. Exiliado primero en París, migra a Barcelona donde se establece y adopta la ciudadanía hispano-catalana. En Barcelona reconvierte su trayectoria de periodista, iniciada en Buenos Aires, y se vuelca a la traducción y a la escritura de ficción política, género policial y “simbolismo psicológico”. Alcoba es el padre de la escritora franco-argentina de origen platense Laura Alcoba, que tan poderosamente narró en El azul de las abejas el vínculo epistolar con su padre preso, desde su propio exilio adolescente en los suburbios parisinos.
90 Los trabajos del exilio
El evento “Los pelos en la lengua” constituye, por tanto, una pieza clave para comprender el uso laxo de la categoría “exilio” en testimonios recientes y para apuntalar nuestra interpretación de las metáforas del “exilio en la lengua” como figuración de condiciones de producción literaria exiliares, que afectaron fundamentalmente a los trabajadores editoriales, entre los que sin duda destacan los traductores, correctores y escritores por encargo. Nos permite asimismo situar en coordenadas precisas un problema consustancial a la práctica de la traducción literaria editorial en comunidades hablantes extendidas, como la hispanohablante: el conflicto entre variedades de lengua en la práctica de la traducción, producido por los condicionamientos lingüísticos que el mercado del libro impone para maximizar la difusión de los textos traducidos.
III. Vivir de la Olivetti: traducciones, seudotraducciones y otras escrituras por encargo
Debo decir que para un exiliado poder vivir de la traducción o de escribir por encargo era como una especie de milagro laico. ¿Cuántos habían pensado alguna vez que podrían vivir del teclado de la Olivetti inicial y luego, claro, del ordenador, de la computadora? Ese momento de la conversión, cuando uno comprende que está pagando las cuentas con lo que sale de ese teclado, es tan alentador que los malos salarios quedaban más o menos relativizados por la posibilidad de hacer lo que a uno le gustaba. Ser free-lance y escribir, o traducir, que a fin de cuentas no es más que otra manera de aplicar la capacidad de escribir a un texto que llega de un contexto diferente. (Pablo Di Masso: Entrevista personal, 2016)
Entre 1974 y 1983 las editoriales catalanas publicaron numerosas traducciones de latinoamericanos emigrados —argentinos, chilenos, uruguayos, en su mayoría—. Entre aquellas que editaban literatura, se reiteran ciertos nombres de traductores latinoamericanos, claro indicador del “efecto red” propio de la dinámica laboral del traductor de libros en general. Si recorremos los catálogos de las pequeñas editoriales de vanguardia de la época, veremos que Anagrama publicó traducciones de Ricardo Pochtar —célebre por su traducción de El nombre de la rosa de Umberto Eco publicada por Lumen—, Mario Merlino, Roberto Bein, Cristina Peri Rossi y Marcelo Cohen. Para Tusquets tradujeron los argentinos Marcelo Covián y Federico Gorbea, la pareja de escritores Susana Constante y Alberto Cousté —con la co-traducción de Zona de Apollinaire— y Cohen; también tradujeron para Tusquets los uruguayos Homero Alsina Thevenet y Carlos M. Rama, que estuvo a cargo de la edición y traducción de Guerra de clases en España, 1936-1939 de Camillo Berneri para la serie Los Libertarios. Y fue Beatriz De Moura quien encargó una traducción sobre antipsiquiatría, temática por entonces en boga, al escritor Juan Martini, que había llegado a Barcelona con una carta de presentación firmada por Franco Basaglia.1 Para Lumen, la editorial Martini había editado un libro de Basaglia en Editorial Encuadre, impulsada por él en Rosario entre 1971 y 1975. En agosto de 1974 publicó La institución en la picota de Franco Basaglia y Franca Basaglia Ongaro, libro compilado, traducido y comentado por los psicólogos María Elena Petrilli y Mauro Rosetti; el diseño de tapa era de Roberto Fontanarrosa y Marcelo Muntaabski. 1
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de Esther Tusquets, tradujeron otros tantos latinoamericanos: entre los uruguayos, Cristina Peri Rossi, Homero Alsina Thevenet, Beatriz Podestá Galimberti; entre los argentinos, el poeta Mario Trejo, el guionista Carlos Sampayo y Ricardo Pochtar. En Montesinos Editores, grupo editor de El Viejo Topo, trabajó Marcelo Cohen como director de colección, y tradujeron los rioplatenses Álvaro Abós, Cristina Peri Rossi, Homero Alsina Thevenet así como el escritor chileno Mauricio Wacquez. La presencia de agentes vinculados con las editoriales argentinas Sudamericana y Minotauro a través de las publicaciones de Edhasa en España constituye otro ejemplo notorio. El caso de Minotauro, pionera en la edición de ciencia ficción en la Argentina, tiene una particularidad: a la migración de su editor y principal traductor, Francisco Porrúa —y sus seudónimos Luis Domènech, Ricardo Gosseyn, Francisco Abelenda—, se añade la migración de algunos de sus principales traductores antes y durante el período del exilio: Carlos Peralta, Matilde Horne o Marcial Souto. El proyecto editorial de Minotauro ha marcado la memoria de la emigración argentina en Barcelona, y su prestigioso director suele mentarse como ejemplo de gran editor. El trabajo con las traducciones, en particular, es presentado como modelo de cuidado y respeto de los textos: Paco no solamente lee todos los libros que publica y los analiza para el autor; sino que además traduce, o corrige él mismo las traducciones. Para cada traductor medita qué libro es más adecuado. Recomienda tomarse tiempo, adelanta dinero si hace falta y después de leer el texto hace una prolija lista de divergencias. Son solo algunas de sus costumbres (Cohen 2003).
En el imaginario del “exilio editorial”, Minotauro no solo fue un foco de trabajo para algunos rioplatenses emigrados sino un verdadero proyecto de traducción, ligado a la tradición argentina de importación de ciencia ficción. Una tradición que, a partir de 1981, también estuvo representada en España a través de la colección Fénix del sello Adiax, continuador de Andrómeda. Tanto Andrómeda como Adiax estuvieron bajo la dirección literaria de Jorge A. Sánchez, activo importador —editor, antólogo, prologuista y traductor— de ciencia ficción hacia finales de los años setenta en Buenos Aires. En 1981, Sánchez se trasladó a Barcelona, en parte siguiendo al dueño de Adiax. En Argentina trabajó con traductores como Elvio Gandolfo y Matilde Horne, pero también editó las dos antologías de ciencia ficción publicadas en la colección Biblioteca Total del Centro Editor de América Latina, un proyecto editorial que sobrevivió a los embates de la represión durante la dictadura argentina. Otro caso de gran interés es la editorial Argonauta. Creada por Mario Pellegrini, hijo del mítico editor y traductor Aldo Pellegrini, en Buenos Aires, y transplantada a Barcelona en los años setenta, constituye un caso particular pues era una editorial pequeña pero con un selecto fondo de obras literarias, con presencia de traductores emigrados, entre los que figura Ana Goldar, exiliada en Barcelona desde 1975.
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Ahora bien, la presentación de listados de editoriales receptoras y la constitución de nóminas de colaboradores argentinos o funciones ocupadas no bastan por sí solas, como hemos visto en el capítulo anterior, para comprender la posición que los exiliados ocuparon en el campo editorial de la transición española. Si bien es innegable que algunos argentinos estuvieron vinculados con las elites culturales locales y lograron hacerse un lugar en las editoriales más prestigiosas del período, sería un error considerar que solo tradujeron literatura de “calidad” o ensayos de pensadores, filósofos o cientistas sociales del siglo xx, entre otros productos de la llamada “alta cultura”. La inspección de catálogos de traducciones indica que en los primeros años del exilio no predominó la traducción de obras selectas o siquiera de obras literarias. Por el contrario, primaron los encargos de libros de los más diversos géneros y temáticas: desde los géneros literarios populares —policiales, novelas del Oeste, novela erótica o de terror y ciencia ficción— hasta libros de autoayuda, vida extraterrestre, actividad paranormal, sexualidad humana, razas de perros, cocina, drogas o delincuencia juvenil. Toda esta producción tenía especial cabida en los catálogos de dos editoriales que, en la memoria del exilio, constituyen el contrapunto de la seriedad, unidad temática y distinción de Minotauro: Bruguera y Martínez Roca. La presencia de traductores y traducciones de origen latinoamericano en general, y argentino en particular, en ambas editoriales fue particularmente notoria, y por ello constituyen los dos casos testigo que exploramos en este capítulo y en el siguiente. A continuación, profundizaremos el análisis de esta clase de producción editorial a fin de exhibir el funcionamiento de una serie de prácticas escriturarias de escaso prestigio literario y alto poder explicativo de la posición inicial de los emigrados en el campo editorial durante el período en estudio. Se trata de la escritura de libros por encargo firmados con seudónimos extranjeros: con menor frecuencia reveladas públicamente, ausentes de la memoria editorial construida a posteriori, pero tan secretas como puede serlo un secreto a voces, esas prácticas permiten analizar de qué modo algunos intelectuales, escritores y periodistas argentinos incursionaron en modalidades de escritura por encargo que los vinculan directamente con toda una tradición de escritores españoles que durante el franquismo vivieron de la producción de obras seudónimas.
1. Literatura de consumo en Martínez Roca Editores Desprendida de Grijalbo Editores en la década del setenta y adquirida por Planeta en los noventa, Martínez Roca Editores es un buen reflejo de la producción editorial española de corte popular y gran éxito comercial. Su nutrido catálogo, ordenado en innúmeras colecciones, se caracteriza por la diversidad temática —ficción, autoayuda, esoterismo, naturismo, salud— y genérica —ciencia ficción, terror, novelas románticas,
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de aventuras, literatura erótica y literatura infantojuvenil—. Entre mediados del 1970 y 1983, para la editorial tradujeron los argentinos Horacio y Margarita González Trejo, Horacio Vázquez-Rial, Mario Trejo, Mario Sexer, Gerardo Di Masso y Silvia Tarditti Di Masso, Jorge Binaghi, Eduardo Videla, Celia Filipetto, Juana Bignozzi y Carlos Peralta, traductor estable de Minotauro. No todos registran, por supuesto, el mismo volumen de traducciones en el catálogo de Martínez Roca. Horacio González Trejo2 y Juana Bignozzi tradujeron a destajo obras de temas muy variados, conforme al ecléctico catálogo de la editorial. A juzgar por los títulos de los libros traducidos, se trataba de traducciones alimentarias, en consonancia con el perfil eminentemente comercial de la empresa.3 Algunos emigrados desempeñaron varias funciones en Martínez Roca. El escritor y traductor Eduardo Goligorsky, por ejemplo, fue asesor externo, seleccionó títulos, escribió novelas con seudónimo y, en los noventa, dirigió la colección Campo de Agramante. La trayectoria de Goligorsky permite observar la dinámica de los contactos y el funcionamiento de las redes editoriales transnacionales que favorecieron la inserción laboral en España. Por comenzar, antes de salir del país, Goligorsky ya trabajaba para editoriales extranjeras. En Buenos Aires, traducía para Pomaire y dirigía para Granica la colección política Libertad y Cambio. En Barcelona, no solo siguió trabajando para Granica, que también se había trasladado a esa ciudad, sino que en un primer momento ingresó a Pomaire como contratado. Para la editorial Bruguera, gracias a Ricardo Rodrigo, dirigió la colección de Clásicos del Erotismo.4 Los contactos con Martínez Roca también se habían establecido con antelación a su partida, a través de un agente literario de la editorial, Nicolás Costa, que le había propuesto hacer traducciones para España desde Buenos Aires, tentándolo con la posibilidad de cobrar en divisas americanas: “En aquella época —evocaba Goligorsky— era un lujo porque En 1980, este escritor y traductor argentino residente en España desde 1972 publicó en la revista Triunfo un artículo a doble página titulado “La traducción o el oficio de la traición”. Pese a su previsible título, el ensayo es a primera vista bastante heterodoxo, adelanta no pocos de los argumentos versionados posteriormente por Marcelo Cohen, y describe el mundo de las editoriales que publicaban “libros para porteras”. Véase el capítulo 6. 3 En torno a 1980, para Martínez Roca, el latinista argentino Jorge Binaghi tradujo Los médicos también odian de Richard Hirschhorn y La adolescente precoz de Eva Jones; Gerardo Di Masso tradujo Adúlteros felices de Ellen Roddick y Fugitiva de Julia Sorel; Horacio González Trejo hizo la traducción de La edad de oro de la ciencia ficción de Isaac Asimov y otros autores anglosajones. 4 Entre 1977 y 1978, editó seis volúmenes todos ellos traducidos por el argentino Ricardo Pochtar y la uruguaya Beatriz Podestá Galimberti. Entre los autores figuran Pietro Aretino, el Conde de Mirabeau y el Marqués de Sade, cuyo libro La filosofía en el tocador fue traducido por Pochtar. 2
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te pagaban en dólares” (Entrevista personal, octubre 2010). Así, tras desvincularse de Granica, trabajó para Pomaire, Bruguera y Martínez Roca hasta jubilarse. La figura de Goligorsky interesa también en tanto portador de un habitus editorial adquirido en sus años de formación como traductor y escritor por encargo en la Argentina, durante los cincuenta y sesenta, cuando por motivos de censura y motivos comerciales se volcó a la escritura seudónima de novelas de género policial (véase capítulo 7). Esos antecedentes favorecieron su inscripción en Martínez Roca. En efecto, Martínez Roca contaba con tres colecciones en las que publicaba un tipo de literatura muy popular y de gran éxito comercial en el período de la transición española: las novelas de adolescentes recluidas en reformatorios, sumidas en la droga y el alcohol. Esta literatura dio asimismo lugar a una modalidad de escritura seudónima llamada “seudotraducción”, una práctica que indirectamente ilumina el funcionamiento de las normas de traducción en este período y el modo como los argentinos las adoptaron. 1.1. Excurso sobre la seudotraducción Una “seudotraducción” o “traducción ficticia”, según la denominación de Gideon Toury (1999; 2004),5 es un texto nativo que ha sido presentado como un texto de origen foráneo, es decir, que ha sido “disfrazado” de traducción. Según Christine Lombez (2005), los motivos del disfraz pueden ser varios y aun solaparse entre sí: motivos psicológicos —para ser reconocido como escritor—, ideológicos —a fin de comunicar contenidos polémicos o mensajes cifrados—, literarios y estéticos —para importar nuevos patrones literarios supuestamente pertenecientes a otra tradición— y, por supuesto, motivos comerciales. Esta práctica suele situarse en el plano de las mistificaciones literarias y su interés teórico radica en que revela el estatuto problemático de la distinción entre “texto original” y “texto derivado”, es decir, entre original y traducción (Robinson 1998: 183-185). Julio-César Santoyo identifica dos grandes tipos de seudotraducción o “falsificación traductora”: la “explícita o transparente” y la “implícita u opaca”, en la cual “en ningún momento se asegura que se trate de una traducción ni en ella consta el nombre del traductor: es la información peritextual la que confunde al lector y lleva a suponer o deducir la condición de texto traducido” (Santoyo 2012: 358). En ese mismo sentido, David Martens sostiene que, al constituirse como simulacro literario, las seudotraducciones son un punto de encuentro privilegiado para las poéticas de la ironía y de la traducción. Mediante la ilusoria
Según Douglas Robinson (1998), Anton Popovic fue el primero en introducir en los estudios literarios el término “traducciones ficticias”, definidas como “cuasi-metatextos”, es decir, textos que son aceptados como un metatexto. 5
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puesta en escena de las características formales de la traducción y de sus protocoles paratextuales convencionales, plantean el problema de la identidad de la traducción por vía de la ironía (Martens 2010: 195; Martens/Vanacker 2013). Quienes han estudiado la censura editorial, teatral y cinematográfica en el ámbito de la traducción en España (Rabadán y Merino 2002; Merino 2008) han constatado que entre las décadas del cuarenta y del setenta la seudotraducción implícita fue una práctica editorial más que corriente en las editoriales españolas que publicaban literatura popular,6 conocida como “literatura de quiosco”: la novela rosa, la novela policial y, en particular, la novela del Oeste (Santamaría López 2008). Si bien la escritura de novelas por encargo firmadas con seudónimo extranjero7 fue una práctica literaria muy importante en la cultura impresa de la etapa franquista, no se trató de un fenómeno circunscrito al período 1936-1975 sino que siguió vigente en el período democrático. Esta práctica con sólida tradición local fue notoriamente cultivada por exiliados argentinos en la editorial Martínez Roca y Bruguera, cuando los escritores españoles comenzaban a desertar la escritura seudónima por encargo y, en algunos casos, a publicar novelas con sus nombres reales, como fue el caso de Francisco González Ledesma, prolífico autor de novelas del Oeste, policiales, eróticas, bajo el seudónimo de Silver Kane. Así reconstruye González Ledesma la protohistoria de este fenómeno editorial: Ante todo situémonos en los años 40 y procedamos a recoger los restos del naufragio. Después de la guerra civil, una parte de la intelectualidad española estaba en el exilio, pero otra parte no menos importante había sufrido en el interior la “depuración” y la cárcel, lo que significaba, en el mejor de los casos, falta de oportunidades para ganarse el pan de cada día. Eso hizo que personas que a veces habían desempeñado importantes cargos durante la República pasaran a desempeñar pequeños cargos en editoriales que luchaban por la supervivencia. Correctores de estilo, asesores literarios, guionistas y, por En las primeras décadas del siglo xx, destacan las editoriales Calleja, Sopena y El Gato Negro, esta última creada en 1910 por Joan Bruguera. En el período de posguerra, Molino, Clíper y Bruguera son los referentes editoriales en materia de novela popular (Moret 2002: 96-105). 7 Además del detalladísimo trabajo de José Miguel Santamaría López (2008), sobre la utilización del seudónimo durante el franquismo también puede consultarse “El pseudónimo y la censura en la narrativa del Oeste” de Carmen Camus (2007). Los motivos para la utilización de seudónimo en la novela popular del período aparecen sobre todo ligados a la necesidad de dar un tinte anglosajón a las versiones nativas de géneros reconocidamente foráneos. El temor a la censura no parece haber sido un motivo de peso considerando que los censores conocían los nombres reales detrás de los seudónimos. 6
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supuesto, escritores de novelas por pasillo estrecho a cuyo fondo había un editor y —lo más importante— una oficina de Caja. Sin ellos no hubiera podido darse la moderna novela popular, que creó unos profesionales y unas bases para lo que hoy llamamos novela negra. Las personas dedicadas a este menester, que entonces consideraban transitorio, pero que en muchos casos duró el resto de sus vidas, se dividían en tres grandes apartados: a) los que escribían novelas rosa, cuyo arquetipo podría ser Corín Tellado […]; b) los que escribían novelas del Oeste, cuyo arquetipo podría ser Marcial Lafuente Estefanía […]; c) los que escribían novelas policiacas (1987: 10-13).
La síntesis de González Ledesma ilustra vívidamente el modo en que la llamada “disponibilidad de los intelectuales” españoles que no partieron al exilio incidió en el desarrollo de estas prácticas tan íntimamente vinculadas con la producción y el consumo de literatura popular de masas durante el franquismo y los primeros años de la democracia española. Inversamente, fueron argentinos en el exilio los que tomaron la posta de la actividad seudotraductora durante la transición. 1.2. “Las novelas de las niñas”: seudotraducciones a granel En las colecciones de Martínez Roca figuran numerosas novelas firmadas con seudónimo extranjero, escritas por argentinos exiliados, todos ellos intelectuales, periodistas, poetas o narradores: el ya mentado Eduardo Goligorsky, Ernesto Frers, Álvaro Abós,8 Vicente Zito Lema, Alberto Szpunberg,9 Alberto Speratti o Alicia Gallotti. Las seudotraducciones más significativas proceden de las colecciones Fontana Joven, Fontana Joven y Romántica y Unicornio, dedicadas a la difusión en lengua castellana de novelas sobre adolescentes marginales y descarriadas, todas ellas de presumible origen norteamericano, y destinadas a un público joven o adolescente. En 1976, Martínez Roca publicó en Barcelona la primera edición de Nacida inocente. El drama de los reformatorios juveniles de Gerald Di Pego y Bernhardt J. Hurwood, traducida por J. A Bravo. Convertida en best-seller de los años setenta y ochenta, beneficiada por su versión fílmica con papel estelar de Linda Blair, bajo un En 1980, junto con Jorge Bragulat y Hugo Chumbita, Álvaro Abós fundó la revista del exilio Testimonio Latinoamericano, en cuyos cinco primeros números Goligorsky y Frers polemizarían con motivo del artículo de Chumbita “Peronismo, un enigma europeo”. Sobre esta polémica y el perfil general de la revista, véase Jensen (2007b). 9 Vicente Zito Lema había sido director editorial de la revista argentina Crisis, que dejó de publicarse en agosto de 1976, y en cuyas páginas también había colaborado Alberto Szpunberg. En el exilio ofició de abogado en la asesoría jurídica creada por la ONG Agermanament para ayudar en forma gratuita a los exiliados latinoamericanos. 8
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barniz de denuncia social, la novela apelaba al morbo lector encadenando escenas de maltrato, violación y adicciones múltiples. La contraportada de la traducción de Nacida Inocente, atribuida a Jaime Sanmartí Argelich, ex-profesor-tutor del Instituto Ramón Albó de Protección de Menores de Barcelona,ponía en evidencia el carácter testimonial y la intención realista de la obra: Humillación y soledad son las constantes que enmarcan la forma de vivir y de ser de los menores recluidos en Centros-Reformatorios. Esa sociedad que salda sus cuentas con la represión, aún sin violar la ley, y se mal responsabiliza de unos seres que no son queridos por nadie, los abandona poniéndolos en manos de ineptos y sensibloides profesionales de la marginación. […] No es falso ni exagerado lo que nos cuenta el autor de este libro. Es una cruel realidad de la que todos deberíamos sentirnos responsables (Di Pego/Hurwood 1976).
La historia de la miserable vida de Chris Parker fue por sobre todo un éxito de ventas, que Martínez Roca no quiso dejar escapar. Así nació la saga de “Nacida Inocente”. Primero llegaron Chris (2ª Parte) y Escapa Chris (3ª Parte), de Paul May; luego El regreso de Chris (4ª Parte), El corazón de Chris (5ª Parte), Un amor para Chris (6ª Parte), Chris y su destino (7ª Parte); Los caminos de Chris (8ª Parte); La esperanza de Chris (9ª Parte) y La granja de Chris (10ª Parte). A partir de 1978, Paul May, iniciador de la saga, se encargaría de contar “qué ocurre con Chris Parker cuando abandona el reformatorio” a “los cientos de miles de lectores que se conmovieron con las experiencias de aquella joven, ‘nacida inocente’” (May 1978: Contraportada). En la 3ª parte, “la novela más cruda y estremecedora de la serie Nacida Inocente, un éxito mundial que denuncia el drama de los adolescentes marginados”, Chris Parker “solo quiere disfrutar de la libertad” (May 1978: Contraportada). Realismo, rebeldía, oposición al orden establecido y consumo masivo parecen conjugarse en este producto de la cultura popular de los primeros ochenta, y signan la producción y difusión de estas novelas en apariencia destinadas a un público joven. Esta saga tiene el interés de revelarnos una práctica editorial usual que en este caso tiene como protagonistas a escritores argentinos: la escritura por encargo de novelas firmadas con seudónimo extranjero. Entre Gerald Di Pego y Paul May, la traducción se ha convertido en seudotraducción. Pues Paul May no es sino uno de los seudónimos de Ernesto Frers, convocado por Martínez Roca para dar continuidad al éxito comercial de la novela originalmente traducida por J.A. Bravo. Pero esta saga no solo interesa porque ilustra una práctica editorial, cuyo autor real era un escritor exiliado, sino porque además contiene rastros de sus secretas condiciones de producción. Pues si el seudónimo extranjero opera como máscara destinada a dar verosimilitud al origen foráneo de la saga, la lengua “de traducción” funciona aquí como doble máscara: se
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trata del remedo estereotipado de la lengua de las traducciones peninsulares recreada según el oído de un escritor de origen rioplatense. En efecto, la saga de Chris Parker tiene el inconfundible fraseo de las traducciones españolas que aún no recurrían al “español neutro”, promovido a partir de los años ochenta y noventa. En la novela Escapa Chris (3ª parte) pueden leerse fragmentos del siguiente tenor: “Allá vosotras. —Chris sacudió su larga cabellera—. Cuando seamos mayores de edad y vosotras aún estéis en chirona, yo iré a llevaros cigarrillos” (Frers 1978: 15). Se trataba, por tanto, de una doble impostura: no solo Paul May usufructuaba la tradición local del seudónimo extranjero, sino que presentaba una doble falsa autoría al remedar una voz peninsular ajena a la variedad natal del autor. Si consideramos que Martínez Roca también editaba la saga de Chris Parker en Buenos Aires, desde la perspectiva de un lector rioplatense, este fraseo típico de las traducciones españolas no podía sino apuntalar la verosimilitud de esta ficción traductora. El enrarecimiento de las tramas fue percibido por algunos de sus lectores, que mencionan la progresiva extravagancia de los episodios posteriores a Nacida Inocente. Esta intuición lectora no estaba errada: la saga, tras su apariencia de realismo y denuncia social, se fue tornando parodia; y esa parodia se denunciaba a sí misma en un curioso epígrafe: “La gente no debe mirar hacia atrás”. Procedente de una tradición literaria ajena al producto presentado, el epígrafe alude solapadamente a la escena de escritura por encargo. Pues se trata de una brevísima cita de Matadero Cinco o La cruzada de los niños de Kurt Vonnegut, una novela que por entonces estaba disponible en el mercado, ya que en 1977 Bruguera había reeditado la traducción de Margarita García de Miró, originalmente publicada por Grijalbo en 1970. Fuera de su marco de origen, el escueto epígrafe parece referir a las aventuras de Chris en el camino de su liberación. Sin embargo, si se repone el contexto original del fragmento, hallaremos el guiño del escritor por encargo, como una puesta en abismo de su propia escritura a sueldo de una novela cuya trama se ha tornado absurda: La gente no debe mirar hacia atrás. Ciertamente, yo no volveré a hacerlo. Ahora que he terminado mi libro de guerra, prometo que el próximo que escriba será divertido. Porque éste será un fracaso. Y tiene que serlo a la fuerza, ya que está escrito por una estatua de sal, empieza así: Escuchen: Billy Pilgrim ha volado fuera del tiempo... y termina así: ¿Pío-pío-pi? (Vonnegut 1977: 34).
La irónica exhibición del artificio escriturario —tanto la impostura lingüística como las referencias literarias paratextuales que cifran la distancia cultural entre el productor y su producto— también se manifiesta en la trama mediante una referencia a la literatura sobre reformatorios, otra puesta en abismo que señala las condiciones de circulación y consumo de esta clase de literatura comercial:
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La habitación que Chris compartía con la pequeña Carrie Watts no era tan mala como la literatura al uso supone que son las habitaciones de una escuela-reformatorio para jovencitas descarriadas. En cierto sentido, algunas personas consideraban a “El Pesebre” una institución modélica en su género (May [Frers] 1978: 15).
La saga continuó sin consignación de nombre de autor extranjero, es decir, sin seudónimo ni registro de autoría. Su autor, Ernesto Frers, figura como tal en la base de datos de ISBN español pero no en las portadas de los libros. Frers siguió escribiendo libros por encargo para Martínez Roca, con seudónimo y con su propia firma; también lo hizo en la colección Los Basureros del Espacio de Bruguera, una colección imaginada por él en 1986 para la que escribió nueve novelas con el seudónimo Rick Solaris (Canalda 2006). La invención de sagas para usufructuar y prolongar éxitos de venta de obras extranjeras traducidas constituyó una práctica regular en las colecciones de Fontana Joven, Nueva Fontana y otras similares de Martínez Roca. Muchas de ellas tuvieron como seudotraductores a exiliados o emigrados argentinos: Álvaro Abós, Eduardo Goligorsky, Ernesto Frers, Vicente Zito Lema, Alejandro Vignatti o Alberto Szpunberg. En 1978, la novela Sara T. Retrato de una joven alcohólica de Robin S. Wagner —“Sí. Sara bebe. Tiene que hacerlo, pase lo que pase. Tiene grandes problemas… y solo tiene 15” (Wagner 1977: Contraportada)—, también traducida por J. A. Bravo, tuvo su saga correspondiente bajo la rúbrica “Robert Rose”, seudónimo que albergó a dos escritores argentinos: Álvaro Abós, uno de los tres editores de la revista Testimonio Latinoamericano, para los primeros números, y Eduardo Goligorsky, luego del retorno de Abós al país en 1983. Soy alcohólica. Sara T. (2ª parte) y sus prolongaciones duraron hasta entrados los años ochenta. Estas seudotraducciones, familiarmente llamadas “las novelas de las niñas” por los miembros de la editorial, según relata Goligorsky, contribuyeron al crecimiento económico de Martínez Roca (Entrevista personal, octubre 2010). También el escritor y periodista Alberto Speratti escribió seudotraducciones firmadas con el seudónimo Tom Green en la colección Fontana Joven y Romántica, y con el seudónimo Jonathan Gibb en la serie La Brigada Juvenil de la colección Unicornio (Entrevista personal a Alicia Gallotti, Barcelona, 2010). En 1979, bajo el seudónimo Alvin Piatock, Vicente Zito Lema —abogado, escritor y periodista exiliado primero en Barcelona y luego en Holanda— escribió La loca. Una joven en el infierno psiquiátrico, para la colección Fontana Joven, y para esa misma colección el poeta Alberto Szpunberg escribió con el seudónimo Al Merkell la novela titulada Una muchacha llamada Lil. Una joven inmersa en un mundo en el que imperan la corrupción y la delincuencia, y extrañamente parece haber utilizado el mismo seudónimo para publicar en 1981 Su fuego en la tibieza en una colección de poesía editada por el Ayuntamiento de Alcalá de Henares (Base de datos del ISBN español).
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1.3. Blasfemos y eróticos: el destape español por encargo En Martínez Roca el “destape” —ese redescubrimiento social del cuerpo y la sexualidad que iba parejo al destape político y a la liberalización de las costumbres tras cuatro décadas de férrea dictadura franquista— trajo sexo, drogas y…extraterrestres. A principios de los setenta se produjo una verdadera explosión de literatura ufológica que se tradujo en la publicación de numerosas obras nativas y foráneas sobre la temática. El noventa por ciento de la literatura OVNI fue difundida por empresas de trayectoria, como Plaza & Janés, Pomaire, Edaf, Planeta y Fundación Anomalía (Martínez 2013). En este filón, Martínez Roca halló materia prima para la publicación de libros que atractivamente mezclaban secretos de estado, encuentros con humanoides y abducciones inexplicables. El narrador argentino Mario Sexer10 se especializó en esta temática. Sexer produjo por partida doble, como traductor y como seudotraductor. Tradujo Cuando los ovnis aterrizan de Hans Holzer (1979) y Fuego del cielo: el enigma de las personas que arden súbitamente del inglés Michael Harrison (1980), sobre el fenómeno de la combustión humana espontánea. Firmó seudotraducciones con un seudónimo de resonancias foráneas y esotéricas, Marius Alexander. Como Marius Alexander escribió tres libros: Todos somos extraterrestres (1978), La gran hecatombe (1980), El enigma de las desapariciones (1981), Guía extraterrestre del planeta Tierra (1982). El contenido de esos libros por momentos parece lindar con lo blasfemo y atentar contra no pocos dogmas de la iglesia católica. Así se promocionaba, por ejemplo, Todos somos extraterrestres en 1978: Adán fue bisexual. Los ángeles (¿extraterrestres?) tienen sexo. Jesucristo fue producto de una mutación genética dirigida por extraterrestres. El pecado original fue un cruce genético. La Biblia oculta huellas de una presencia extraterrestre. […] Quizá usted no esté de acuerdo con las conclusiones del autor, pero le será difícil encontrar una grieta en sus impecables razonamientos (Alexander [Sexer] 1978, Contraportada).
Por cierto, como casi todos los escritores por encargo, Sexer alternaba seudónimos en función de la materia y la necesidad de crear un verosímil autoral. Por ejemplo, como Kenneth Sullivan rubricó sus Ejercicios para vivir mejor (1980) pero utilizó el seudónimo presumiblemente chino Wang Kien para publicar El Horóscopo chino de los doce animales, editado por Bruguera. 10
Jorge B. Rivera relaciona su novela La perinola, un experimento formal con textos radioteatrales, con “los ‘recortes’ de radioteatro, guiones de cine, protocolos policiales, correspondencia cursi, etc., que incluye Manuel Puig en Boquitas Pintadas o en The Buenos Aires affair” (Rivera 1989).
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En Martínez Roca, tanto los géneros populares —la literatura erótica, las novelas policiales, de aventura y del Oeste— como las publicaciones de divulgación histórica, biografías de celebridades, autoayuda, sexualidad, esoterismo, vida extrarrestre y otros —razas de perros o jardinería— aparecen directamente vinculados con la escritura por encargo y seudónima. Claro que no todos esos libros por encargo se firmaban con seudónimo extranjero ni todos se hacían con fines meramente alimenticios. Algunos emigrados incluso adquirieron cierto renombre en estos rubros, como Alejandro Vignati, multifacética figura que ingresó a la editorial como solapista, y Alberto Speratti, que publicó dos novelas policiales en Martínez Roca.11
2. Bolsilibros, el pulp fiction español con argentinos El procedimiento utilizado para “las novelas de las niñas” no era, por cierto, un invento de Martínez Roca. Desde la década del cuarenta, Bruguera lideraba la edición de literatura popular, en particular de historietas o tebeos; en 1946 comienzan a editarse los bolsilibros de Bruguera, cuyo pequeño formato favoreció la difusión masiva y a bajísimos precios de novelas del Oeste, de terror, ciencia ficción, románticas y policiales. Los bolsilibros fueron soporte de seudotraducciones, práctica ligada a los procesos de importación de géneros populares de masas pero también, como explicaba González Ledesma, a la vacancia de escritores e intelectuales españoles disidentes que no habían salido al exilio. En los setenta y ochenta, los Bolsilibros de Bruguera convocaron secretas plumas argentinas: Juan Martini, Manuel González Cremona, Ernesto Frers y Pablo Di Masso compartieron catálogo con los principales autores de la novela popular española: Corín Tellado (o Ada Miller), Francisco González Ledesma (como Silver Kane) y Juan Gallardo Muñoz (como Curtis Garland). Martini recuerda haber vivido durante todo un año de la escritura seudónima de thrillers eróticos. Fueron al menos seis las “novelitas” que escribió para Bruguera. Si bien realizó una sola traducción interlingüística,12 puede ser considerado un activo productor de seudotraducciones, en continuidad con la tradición española eminentemente representada por Bruguera, a menudo a través de su sello Ceres. Con En “Herejías en español. La otra novela policíaca” Paco Ignacio Taibo II traza la genealogía de la novela negra en español, y encomia la obra de este escritor exiliado: “Alberto Speratti escribe en España dos novelas excelentes: El asalto al Banco Central (1981), con técnica de reportaje y El crimen de la calle Legalidad (1983, Martínez Roca), una sorprendente inmersión en la España de los años 50, con una logradísima variación de personajes-narradores y una excelente construcción de tipos y ambientes” (1987: 39). 12 Se trata de una traducción indirecta del italiano: Antonin Artaud et al. (1982), La otra locura: mapa antológico de la psiquiatría alternativa. Barcelona: Tusquets. 11
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los seudónimos Alvin Jones y Luca Ferrari, Martini escribió para tres colecciones catalogadas como ficción erótica, todas ellas productos típicos del “destape” español: Sexy Thriller, Especial Venus y Temas de Evasión.13 Bajo la rúbrica “solo para adultos” y “venta prohibida para menores de 18 años”, las tapas de estos pequeños libros de bolsillo exhibían mujeres y hombres en poses eróticas, semidesnudos, ataviados con collares de balas, blandiendo armas... Conforme a la división del trabajo genérico, Martini alternó seudónimos, y usó otros tantos para textos ensayísticos o de divulgación: Martin J. Smith, Jorge Ramírez14 y Pierre Girault. Este último, de claro origen galo, es el ficticio autor de Sexualidad sana, libro publicado en 1976 en la colección Pronto y Fácil de Bruguera. Según la base de datos del ISBN español, la obra de Girault como experto “sexólogo” es tan escueta que se reduce a este único libro. Sin embargo, ha dejado otros rastros de su fingida experticia en una serie de informes periodísticos publicados en Crónica Negra de Bruguera, una colección de estética ultra sensacionalista que prometía crímenes abominables, reprobables asesinatos rituales y sexuales, robos, estafas, cataclismos, incendios y otras tantas manifestaciones del mal sobre la tierra. El n° 6 incluye la crónica de un caso “psiquiátrico-policial” ocurrido en un lejano suburbio llamado Argentina: El sátiro de Villa Urquiza es el nombre de la abyecta historia de Manuel Cabrera y de su vínculo con el psiquiatra argentino Tomás Fase. Así, el título de la crónica, que también es el del libro, y la explícita localización del caso en la ciudad de Buenos Aires ubica al afrancesado sexólogo Pierre Girault en la geografía natal de su creador, Juan Martini. Martini no fue por cierto el único argentino embarcado en la escritura seudónima de novelas “para adultos” y otros géneros populares. En la colección Temas de Evasión colaboró otro argentino, cuyo nombre no debería omitirse en una biografía colectiva de traductores y seudotraductores: Juan Manuel González Cremona, quien La colección Sexy Thriller se inició a principios de 1978 y duró solo 42 números. Publicaba novelas de corte policial llenas de violencia y escenas de contenido erótico. Para esa colección Martini escribió La última virgen bajo el seudónimo de Luca Ferrari (nº 18), Las herederas ardientes (nº 24), Doce mujeres (nº 38), La droga del deseo (nº 42), todas ellas con el seudónimo Alvin Jones. La colección Especial Venus tuvo 89 números y se publicó bajo el sello editorial Ceres, de Bruguera, con frecuencia semanal entre 1978 y 1980. En ella se reeditó La droga del deseo de Martini (como Alvin Jones). La colección Temas de Evasión llegó a tener 267 títulos. Se trataba de novelas con argumentos policiales o sentimentales con tintes eróticos. Bajo el seudónimo Alvin Jones, se publican las siguientes novelas de Martini: Entre dos fuegos (nº 78), Fotos de mujer (nº 91), Solo un juego (nº 105) Peligro: explosivas (nº 108) y Peligroso (nº 119). 14 En 1976, la colección Libro Amigo publica en la colección Historia General y Mundial su ensayo Rescate. El golpe israelí en Uganda firmado con el seudónimo Martin J. Smith. En 1978, incursiona en la historia española con un seudónimo “español” Jorge Ramírez: Las familias más poderosas de España para la colección Bruguera Círculo (nº 19). 13
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bajo el seudónimo Roy Callaghan escribió Al sexo vivo, Crónicas de amantes, Lecho compartido, Travesuras de alcoba y, bajo el seudónimo Falco Guarnieri, Otra forma de amar.15 Exiliado en Barcelona desde 1976, González Cremona fue un prolífico trabajador editorial. Más allá de la escritura alimentaria de estos y otros libros por encargo, firmados con los seudónimos Ana Velasco, Anthony Logan, Eric Sorenssen, John Stuart, Pablo De Montalbán y Ronald Mortimer, González Cremona trabajó como guionista de historietas —El Corsario de Hierro, El Acordeón, ¡Zas! y Can Can— e incursionó en una práctica directamente relacionada con la traducción: la adaptación a historieta de autores clásicos en la colección Joyas Literarias Juveniles de Bruguera. Esta colección fue creada en 1970; duró, con periodicidad quincenal y luego semanal, hasta 1983; y publicó 269 números en total. González Cremona se incorporó a la plana de guionistas en 1977 con la adaptación de Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. A partir de 1978, se convirtió en el principal guionista de la colección y prácticamente monopolizó la adaptación de traducciones, tarea antes realizadas por diversos autores españoles.16 Entre otros autores, Cremona adaptó obras de Julio Verne, Emilio Salgari, Dickens, Walter Scott, Pushkin, Conan Doyle, Hugo, Twain, Pérez Galdós y Pushkin. El nº 169, su adaptación de La Compañía Blanca de Conan Doyle, fue el último volumen de la serie. En el ocaso de los bolsilibros, a principios de los años ochenta, Ceres lanza dos colecciones: Héroes del Espacio y La conquista del Espacio, ideadas por Ernesto Frers. En ellas colaboró copiosamente Juan Manuel González Cremona, bajo el seudónimo Eric Sorenssen, y también Pablo Di Masso, en cuyo recorrido nos concentramos a continuación. 2.1. Trayectoria de un “mercenario de la tecla” La historia de los trabajadores editoriales del exilio no podría ser cabalmente reconstruida sin reparar en la trayectoria de uno de los más prolíficos escritores por encargo: el periodista y artista plástico rosarino Pablo Di Masso, traductor en 1980 de Marxismo y literatura de Raymond Williams y secreto autor de más de doscientas novelas publicadas en bolsilibros de Bruguera y Ceres. En la breve autobiografía que acompañó un texto suyo sobre el Corto Maltés, Di Masso describía su propio itinerario internacional por el mundo de la escritura por encargo y el periodismo: Como Roy Callaghan también escribió en la colección Especial Venus de Ceres (Bruguera), entre 1979 y 1980: Amor, asignatura pendiente, Quiero ser tuya, Jaque al sexo, Amor desnudo, Desnuda ante el amor, Lonja de sexos, Playas calientes. 16 Monopolio antes detentado por Juan Antonio Vidal Sales y sus seudónimos, ya que adaptó 138 números. Cremona adaptó sesenta obras correspondientes a los números 195-196, 199, 200, 203-205, 207-238, 253, 255, 257, 258, 260, 261, 263-269. 15
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Soy rosarino, eso dicen mis huellas digitales, y he trabajado en varias revistas de este lado del océano como colaborador, redactor, jefe de redacción y director, según se terciara: Playboy, Co&Co, Vivir en Barcelona, Hombre Magacine, Gastronomía y Enología, Bel Canto, Viajeros, Imaginem... y algunas otras de las que prefiero no acordarme. Al principio de mi aterrizaje en Barcelona escribí durante varios años novelas de bolsillo: policiales, de guerra, del oeste, románticas, eróticas, de espionaje, de deportes... en plan mercenario de la tecla y he sido, y soy ocasionalmente, traductor del inglés y el francés (Di Masso 2001).
Cuando en 1978 Pablo Di Masso llegó a Barcelona, no tardó en reactivar los contactos editoriales gestados durante un viaje previo, en 1973, en el que había trabajado como traductor para varias empresas. Como autor declarado o como “negro” de colegas que le pasaban trabajos a medio hacer, Pablo Di Masso trabajó para Edicions 62, Bruguera, Martínez Roca, Publicaciones Heres, Granica, Ceres, Planeta, Tusquets, Versal, Ediciones B, entre otras editoriales. Si bien los primeros encargos se inscribían en el rubro de la traducción de ciencias sociales y humanas (véase Anexos), la veta laboral que cobró fuerza en su trayectoria profesional fue la escritura de novelas populares de todos los géneros. Durante los años en que vivió de la escritura a sueldo, sus condiciones de trabajo estaban relativamente pautadas porque las normas editoriales de producción de esta literatura eran claras: entregaba una novela por semana, que debía tener “80 páginas, escritas a doble espacio y con copia en papel ligero (era la época de la máquina de escribir…) y dependiendo de la neurosis de cada cual era necesario completar entre doce y quince páginas por jornada” (entrevista vía mail, 2016); por cada novela le pagaban 4500 pesetas —el precio de un bolsilibro oscilaba entre las 40 y las 60 pesetas—, y más o menos una vez al mes, firmaba contrato por las cuatro o cinco novelas entregadas. Estas condiciones materiales se redoblaban de directivas orientadas al perfil del público lector previsto: no más de ocho personajes, mucha acción y diálogos entretenidos, “como para que el empleado nocturno de un estacionamiento no se duerma” (entrevista vía mail, 2016). A diferencia de los escritores de Martínez Roca, la distancia del productor con su producto no era tal que no pudiera reconocerse, de algún modo familiar, en su escritura: Di Masso había sido un lector adolescente de bolsilibros y, en los ochenta, ya contaba con una vasta formación literaria, especialmente atenta a la literatura anglosajona contemporánea. Esas lecturas estaban en la base de su dominio de los géneros más diversos, en los que prolíficamente incursionó oculto tras un seudónimo: Rocco
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Sarto.17 Las novelas de Rocco Sarto figuran en todas las series de bolsilibros de Ceres/ Bruguera: Metralla, Temas de Evasión, Especial Eros, Especial Venus, Sexy Thriller,18 Punto Rojo Policiaco, Héroes del Espacio y La conquista del Espacio.19 Pero la familiaridad del productor con su alter ego Rocco Sarto no solo procedía de los recuerdos familiares condensados en su nombre o de las lecturas acumuladas que de algún modo volcaba en las tramas de aventuras varias. Rocco Sarto también, y ante todo, fue el inesperado vocero de la denuncia de los crímenes de la dictadura, y lo hizo crudamente, sin eufemismos ni metáfora.
3. Rocco Sarto en el país del horror: dictadura y política-ficción La figura del traductor exiliado que Marcelo Cohen describe en la versión de Pequeñas batallas por la propiedad de la lengua publicada en 2006 aún no era la expurgada apostilla a la discusión sobre la lengua que pasó a ser en las posteriores ediciones de 2008 y 2014. El traductor exiliado de aquella primera versión se hacía una pregunta incómoda, tabú, sobre su posición frente a la violencia política, la tortura y la represión: [M]e acuerdo de una amiga que en una reunión de solidaridad con las Madres de Plaza de Mayo topó con uno de los tres tipos que se habían turnado para torturarla mientras comían ravioles. Me acuerdo de haber debatido con un amigo si, En el fondo de su exotismo, este seudónimo condensaba recuerdos familiares y evocaciones de cinéfilo empedernido. Rocco Sarto es una cruza de “Rocco y sus hermanos”, el film de Visconti que narra la historia de dos hermanos emigrados, con el recuerdo de dos costureras, las hermanas Sartori, que acompañaron su infancia. Por lo demás, Rocco Sarto tuvo su traducción intersemiótica en un dibujo de Di Masso titulado: “Rocco Sarto Tiene sus Propias Neurosis”, de 2006: http://www.aerolatino-geba.com.ar/pablodimasso/rocco-sarto.html 18 Para Temas de Evasión: La garra del deseo, Sexo mágico, Atletas del sexo, El cuerpo y el delito, Una extranjera en mi cama, Fiebre en el paraíso, Adorable viciosa; para Especial Eros: Furia en la carne; para Especial Venus: Olimpiada sexual y Sexo trágico; para la colección Sexy Star: En busca de tu piel, La promesa de tu cuerpo, Prisionera de la madrugada, Morbo Club, Lujuria en el trópico, Demencia carnal, Hembra tropical. 19 Para las dos primeras series escribió: Asalto al Planeta Negro, Demencia celeste, Detrás del firmamento, El defensor anónimo, El investigador, El nuevo génesis, El planeta de los condenados, El secuestro del “Columbia”, El universo misterioso, Filibusteros del espacio, Guerrero del futuro, La extraña alienígena, La galaxia del adiós, La huella del invasor, La jungla del olvido, La memoria del futuro, La otra cara del nirvana, La semilla del horror, Los cruzados del tiempo, Mundo mutante, Prisioneros del enigma, Proa al futuro, Punto de encuentro, Salto al vacío, Vagabundo del tiempo, Viaje sin final. Para Punto Rojo Policiaco, escribió: Días violentos, Un caso particular, El hombre de la calle, Una sonrisa antes de morir. 17
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en caso de llegar a un plan de impunidad y secreto perfectos, habríamos matado a ese tipo (Cohen 2006: 39).
Este fragmento fue borrado de las versiones subsiguientes, quizá debido al violento efecto de lectura causado por el contraste de banal liviandad e incorrección política, totalmente injustificado en un ensayo que condenaba los “excesos de la memoria” y procuraba construir un relato despolitizado del exilio. Sin embargo, ese recuerdo borrado pone en palabras y escenifica una fantasía —la idea de venganza personal, de justicia por mano propia— que contraviene el discurso público de los organismos de Derechos Humanos, centrados en consignas como “aparición con vida”, “memoria, verdad y justicia”, “juicio y castigo a los culpables” (Jelin 2005). Sin embargo, entre fines de 1982 y principios de 1983, una novela popular de circulación masiva, y por eso de algún modo secreta, viene a plasmar esas fantasías privadas de venganza: En el país del horror de Rocco Sarto. Publicada por Bruguera/ Ecsa en una colección de aventuras primero llamada Tam Tam y luego Bolsilibros Acción, la novela contiene todos los ingredientes de una novela de aventuras: un escenario exótico, situaciones no cotidianas, una misión, un héroe, innúmeros riesgos y peligros, un amor perdido, un nuevo amor redentor y mucha acción. El argumento es el siguiente: Gaspar Yáñez, un periodista francés nacido en las Antillas, vive y trabaja como traductor en un país latinoamericano en el que gobierna una feroz dictadura. Agobiado por la represión y el terror, Yáñez proyecta salir del país con su mujer Teresa y su pequeña hija Dolores: Se sentía como un esclavo en libertad. Desde que aceptara el trabajo de periodista y se trasladara allí, habían sucedido muchas cosas a su alrededor como para no alertar sus sentidos. Un golpe militar, represión y desaparecidos. Presos políticos y censura, carestía de la vida, salarios congelados y desesperación. La receta universal para Latinoamérica, con una precaria denuncia internacional, la infructuosa acción de los organismos que luchaban por los derechos humanos y la suficiencia asesina de un grupo de señores uniformados que se creían los nuevos Mesías del horror (Sarto 1983: 6).
Con el firme objeto de “escapar del miedo y la paranoia que reinaba por doquier”, “[s]alir de esa atmósfera oprimente y aterrorizadora” y “[d]ejar de oír día tras día los horrores cometidos por las bandas parapoliciales y paramilitares”, Yáñez procura aceptar todos los encargos de traducción que pudiera darle su amigo y editor Aldo Favaro, quien “dirigía una pequeña empresa editorial que publicaba novelas de todo tipo y que Yáñez se encargaba de traducir del francés al castellano” (Sarto 1983: 7). El encargo más reciente le interesaba particularmente: se trataba de
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una novela de “política-ficción”, un género que según él ya nadie cultivaba porque “había sido superado dramáticamente por la realidad” (Sarto 1983: 6). Mientras Yáñez se hacía estas reflexiones metaliterarias y terminaba un encargo de último momento y suma urgencia —“Vosotros los editores necesitáis todo para ayer, siempre con prisas” (Sarto 1983: 8)—, una banda parapolicial allanaba su casa y secuestraba a su mujer e hija. El primer capítulo cierra con el hallazgo de la casa saqueada y la comprobación de la desaparición forzada. En el segundo capítulo, el narrador adopta la perspectiva de Teresa, detenida clandestinamente: detalla las condiciones de detención ilegal, describe ferozmente la escena de la tortura, relata el modo en que su cuerpo es arrojado desde un helicóptero al río. La descripción de las atrocidades cometidas por la dictadura, a esa altura del relato, no deja dudas al lector: En el país del horror tiene poco de ficción y mucho de crudo testimonio. Los capítulos siguientes relatan los avatares de una venganza premeditada, calculada, impulsada por el horror de la pérdida, cuyo resultado será la justicia por mano propia. Yánez, el intérprete vengador, recorre una ciudad fantasmalmente similar a Barcelona —cuyas calles, hospitales, plazas y parques son los suyos— pero poblada de militares y parapoliciales latinoamericanos, “la jauría que se cebaba en [el país] y en su pueblo” (Sarto 1983: 5), esa “jauría con licencia para torturar, para mutilar, para destrozar quirúrgicamente cada partícula sensible con la impunidad que da el poder, el poder de facto” (1983: 20). Tras ajusticiar, uno a uno, a los asesinos de su mujer e hija, el traductor abandona el país del horror y se exilia en Francia, para empezar una nueva vida. En el país del horror de Rocco Sarto abre así nuevas líneas para explorar la literatura producida durante la dictadura argentina, adentro y afuera del país. Por un lado, permite revisar una clave de lectura que marcó, en la inmediata posdictadura, la recepción crítica de la producción literaria argentina entre 1976 y 1983, a saber que la alusión, el desvío, la figuración metafórica, constituyeron la estrategia literaria característica para expresar el vínculo entre literatura y política en esta etapa (Sarlo 1984: 3-4).20 Por cierto, esa revisión requiere de la ampliación del corpus “literatura del exilio” o “literatura de la dictadura” a producciones que, más allá de la discusión estética, revelan el acercamiento de los escritores argentinos a ciertas
Beatriz Sarlo inauguraba esta clave de lectura con su análisis de la novela de Héctor Tizón La casa y el viento (1984). Como tal, es inaplicable a El viejo soldado (2002), novela que Tizón también escribió en el exilio pero decidió no publicar por considerarla un texto menor y de urgencia. El argumento tiene no pocos puntos en común con En el país del horror: un exiliado en Madrid, que procura sobrevivir a la cotidiana y humillante búsqueda de trabajo, acabará como escriba a sueldo de las memorias facciosas de un soldado franquista, a quien asesina en un acto de justicia por mano propia. 20
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zonas de la cultura y de la literatura popular de masas, y aun más generalmente, a la literatura de “género”.21 Por otro, y de manera correlativa, promueve la exploración de una narrativa del exilio en España atenta a la representación de las condiciones socio-profesionales de los exiliados. Pues existe un corpus aún poco explorado de novelas y relatos producidos por exiliados o referidas al exilio de los setenta, en los que se articula la problemática lingüística y el carácter político del exilio a través de la representación literaria del trabajo de traducción y de escritura a sueldo de géneros de literatura popular en las editoriales catalanas de la transición democrática: novelas de aventuras, bélicas o policial negro,22 género particularmente ligado al trabajo editorial de los exiliados, como veremos en el capítulo siguiente. La representación no eufemizada de la violencia política es, en todas ellas, la clave de lectura más clara.
Sarlo destacaba otros rasgos específicos del planteo ficcional de la “cuestión argentina” y de su función de “crítica del presente” en la narrativa de la dictadura: la interrogación sobre procedimientos literarios relativos al tratamiento de ese presente, la crítica del realismo y el acercamiento a ciertas zonas de la cultura popular (1987: 37-43). 22 Pueden mencionarse en esta línea los relatos de Barrio Chino de Juan Martini. Sin embargo, la elaboración literaria de las prácticas editoriales descritas en este capítulo es palmaria en Los sentidos del agua (1992) y en el cuento “Versión de un relato de Hammett” publicado en La mujer ducha (2001) de Juan Sasturain, cuyas tramas policiales ponen en escena la picaresca de traductores y seudotraductores argentinos en Cataluña. 21
IV. El caso Bruguera: importadores argentinos de novela negra
Hugo señaló las hojas escritas, el título que las encabezaba con gruesos trazos de marcador negro: Perdónanos nuestros pecados. Un relato inédito de Dashiell Hammet. Versión española de Rodrigo de Hoz. — No entiendo cómo hay editores tan ingenuos… ¿Cuántos cuentos supondrán estos gallegos que ha escrito Hammett? — Muchos. En los viejos Leoplán de los cincuenta hay montones que jamás se reunieron en libros. Han gustado más algunos de los falsos que los verdaderos… ¿Qué te parece el nombre del traductor? (Juan Sasturain: “Versión de un relato de Hammet”, 2001)
“Fue el martes 17 de octubre de 1978. Lo recuerda bien porque se encontró allí, a primera hora, con Pacho Soulé y hablaron de todo esto”: así comienza “Vía Layetana”, un brevísimo relato de Juan Martini que pone en escena un ritual del exilio, la visita periódica a la Jefatura de Policía de Barcelona para renovar el permiso de residencia. En la puerta lateral de la Jefatura, un frío amanecer de octubre, dos argentinos y un peruano mantienen un diálogo en apariencia anodino, repasan las noticias del día, comentan la elección de Karol Wojtyla, discuten la correcta transliteración de su nombre y, como al pasar, evocan los decretos de expulsión anunciados por el ministro del interior Martín Villa: —Pero parece que ahora quieren echarnos a todos de este país —dijo. —Sí, respondió Pacho Soulé. Sobre todo a los que no tienen papeles. —Yo tengo —repuso el Bulldog. Sacó su carnet de la Federación Catalana de lucha y se lo mostró (1999: 136).
“Vía Layetana”, excepcional registro literario del clima generado por el anuncio de los decretos, integra Barrio Chino, una compilación de relatos escritos entre 1960 y 1980. Aunque publicado en 1999, Barrio Chino está anclado en la geografía del exilio, comenzando por su título: el “Barrio Chino” es el nombre que los viejos catalanes daban al actual Raval, barrio popular del distrito quinto de Barcelona, devenido escenario privilegiado de la novela negra en castellano, desde Tatuaje del español Manuel Vázquez Montalbán hasta Los sentidos del agua del argentino Juan Sasturain. Más allá de
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su contundente localización, la estructura misma1 de este tardío producto de la literatura argentina del exilio condensa la singular convergencia que este capítulo propone explorar: la afluencia de latinoamericanos en el campo cultural y en las editoriales catalanas y su relación con el proceso de importación de la novela negra en España. En este capítulo vamos a analizar ese proceso tal como se manifestó en la Serie Novela Negra de la Editorial Bruguera. Este caso testigo será abordado desde la perspectiva de una práctica editorial propia de mercados cuyos dominios lingüísticos se extienden sobre muchas naciones: la adaptación intralingüística de traducciones. En el área hispanohablante la reedición de traducciones y su adaptación intralingüística no es, por cierto, patrimonio de los editores españoles. Las editoriales argentinas también han utilizado, y a menudo adaptado, traducciones españolas para abaratar costos. En las primeras décadas del siglo xx, las grandes colecciones de literatura traducida nutrieron sus catálogos con traducciones de origen español, desde la Biblioteca de La Nación hasta la Editorial Claridad, pasando por la comercial Tor (Willson 2004a; 2008; Abraham 2012; Cámpora 2017). Desde fines de los años sesenta, la reedición y adaptación de traducciones españolas será una marca de la política de traducciones en el Centro Editor de América Latina (Falcón 2017), un proyecto editorial contemporáneo de la colección Serie Negra de Bruguera. Por consiguiente, no pretendo revelar aquí la originalidad de una práctica consuetudinaria sino mostrar la dimensión no meramente comercial que pone en juego: si bien las prácticas de manipulación no son específicas de los años setenta y ochenta, en este período adquieren un sentido específico, que hace de ellas traducciones del exilio. Relevante en términos cuantitativos y cualitativos, la serie fue privilegiada por sobre otras colecciones de Bruguera porque condensa las problemáticas dominantes de la escena de traducción argentina en España y porque permite inscribir sus traducciones en una historia de la traducción editorial argentina e hispanoamericana. Por lo demás, sus traducciones fueron ampliamente promovidas, comentadas y criticadas en la prensa de la época, fenómeno que me ha permitido reconstruir la siempre elusiva instancia de recepción de traducciones.
1. Historia de una editorial: Bruguera y el lugar del exilio Cuando a mediados de los años setenta Bruguera comenzó a incorporar trabajadores latinoamericanos, la editorial ya contaba con tres décadas de existencia. Es pre-
El libro tiene dos partes. La primera reúne cuentos que pueden encuadrarse en el género negro. La segunda, titulada “Migraciones”, tematiza la vida del contingente exiliado en breves relatos por los que transitan figuras del mundo editorial, como el argentino Pacho Soulé, olvidado autor del logo de la colección Serie Novela Negra. 1
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ciso, por tanto, situar en qué momento de su vasta trayectoria vinieron a inscribirse. Distintas fueron las etapas de su desarrollo pero todas ellas estuvieron fuertemente marcadas por las circunstancias políticas y económicas nacionales e internacionales. Por eso, no sorprende que también el fenómeno de los exilios políticos del Cono Sur repercutiera en su trayectoria. La casa Bruguera comenzó como una empresa familiar derivada del sello El Gato Negro, fundado en 1910 por Joan Bruguera Teixidó. Tras ser temporalmente colectivizada durante la Guerra Civil Española, con el ascenso del franquismo y el inicio del férreo sistema de censura previa, los hijos de Bruguera Teixidó retomaron el control de la empresa y cambiaron su nombre por el de Editorial Bruguera. Como señalamos en el capítulo anterior, en la década del cuarenta la empresa pasó a liderar la edición de literatura popular, en particular de tebeos y bolsilibros. En la década del cincuenta, la empresa multiplica su volumen de negocios, diversifica su producción y se expande a nivel nacional: “Bajo la empresa Bruguera, se agruparon una planta industrial (en Parets del Vallès), una división publicitaria (Nueva Línea), una librería (Proa), una distribuidora (Libresa), una división para el mercadeo (Ibis), sellos filiales (Ceres), varias sucursales en el territorio español” (Cuadrado 2000: 187). En los años sesenta Bruguera adquiere una planta en Buenos Aires, que llegó a tener setenta trabajadores. Con el tiempo también instaló delegaciones en Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Chile, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Lisboa, México, Panamá, Paraguay, Perú, Portugal, Puerto Rico, Uruguay y Venezuela (Cuadrado 2000: 187). La década del setenta marcó un nuevo giro en su trayectoria: aumentaron las ediciones y el número de colecciones pero disminuyó la producción de bolsilibros. En 1974 Corín Tellado y Marcial Lafuente Estefanía ganaron un litigio contra la editorial por el incumplimiento en la liquidación de derechos autorales. Ese fue un hito en la historia de la lucha de los trabajadores contra una empresa que llegó a tener una firma industrial con casi dos mil trabajadores (Vila-Sanjuán 2003: 90) cuyo crecimiento obedeció al “sistema de explotación” de los autores y a la “dinámica de apropiación de originales”, que se reeditaban una y otra vez en distintos soportes y colecciones sin pagar derechos (Ortega Anguiano 2003). La década del ochenta marcó el fin de Bruguera. En 1982, afectada por el hundimiento económico de América Latina y por el elevado costo de sus imprentas, Bruguera declaró la cesación de pagos e inició el último tramo de su existencia. Tras el fracasado intento de vender la editorial al empresario uruguayo Leo Antúnez, la editorial cerró en 1986. La empresa fue adquirida por el Grupo Z y su fondo fue transferido a Ediciones B. A la luz de la trayectoria descrita, es tentador interpretar que la inserción de exiliados y emigrados argentinos en la editorial coincidió con su “decadencia”. Sin embargo, más preciso sería situar esa presencia en un momento de renovación, y aun concebirla como promotora de un cambio que no pudo durar. Así lo interpreta Sergio
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Vila-Sanjuán al sostener que, entre finales de 1970 y principios de 1980, Bruguera provocó una revolución en el terreno del libro de bolsillo e imprimió “aires nuevos a su trayectoria gracias a un personaje verdaderamente singular” (2003: 89). Ese personaje es Ricardo Rodrigo, el presidente del multimedio RBA. En 1971, Rodrigo llegó a Barcelona con su familia, procedente de Argentina, tras años de estancia en Cuba. En un primer momento trabajó para Carlos Barral como corrector y solapista, hasta que en 1973 pasó a integrar la planta de trabajadores de Bruguera con un puesto fijo de corrector tipográfico y funciones de revisor de novelas del Oeste, románticas, libros de cocina, entre otros (Vila-Sanjuán 2003: 90). Desde entonces su carrera editorial fue en continuo ascenso: “En tres años me valoraron tanto a mí —recuerda el editor—, un desconocido inmigrante argentino, como para ascenderme de último corrector a director editorial de la floreciente Bruguera” (Amiguet 2006), cargo en el que permaneció cinco años. Así, en una “floreciente” Bruguera, Rodrigo promueve o apoya la creación de colecciones que vinieron a dar un giro a la política editorial de una empresa fundamentalmente asociada con la edición popular de masas: la colección Libro Amigo; la Serie Novela Negra, incluida en esa colección; Narradores de Hoy, ideada por Juan Martini, la Colección de Literatura Universal Bruguera (conocida como CLUB Bruguera), la colección Clásicos del Erotismo, dirigida por Eduardo Goligorsky, entre otras. Todas ellas, muy presentes en la formación de lectores de literatura en España y América Latina, difundieron en ediciones de bolsillo lo último en literatura latinoamericana y lo mejor de la “literatura universal” en traducciones que rotaban de una colección a otra, y que a menudo procedían de catálogos de editoriales hispanoamericanas, pues la selección de autores obedecía ante todo a las posibilidades de contratación de las obras. Según Nora Catelli, “Bruguera se desplazó parcialmente de lo popular y masivo hacia la cultura alta, a pesar de que en 1975 existían, además de editoriales españolas medias muy prestigiosas (Seix Barral), pequeñas casas medianas de gran nombre: Lumen (hoy Random House Mondadori), Anagrama (hoy casi del todo Feltrinelli), Tusquets (hoy Planeta)” (Catelli 2015:130). Un análisis diacrónico de los catálogos de la editorial confirma esta interpretación. Singular bisagra entre la producción de literatura popular de masas y el giro hacia la “cultura alta” fue la creación de una serie de policial negro, concebida con el propósito de difundir ese género en España y a la vez legitimarlo rescatándolo de los prejuicios letrados que lo definían como “literatura menor” o “subliteratura”. La idea de la colección habría sido de Ricardo Rodrigo, que en 1976 le propuso a Francisco Bruguera crear una colección especializada. El nuevo proyecto fue bautizado Serie Novela Negra, aunque algunos números salieron bajo la rúbrica “Novela Policíaca”. La serie integraba la colección de bolsillo Libro Amigo, y por tanto tenía doble numeración; entre 1977 y 1982, se publicaron 84 números. Juan Martini, hasta entonces colaborador free lance, fue invitado a dirigirla:
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Yo llego en diciembre de 1975 —recuerda el escritor—. Y cuando lo conozco a Rodrigo empiezo a trabajar. Uno de los primeros trabajos en Bruguera fue hacer esos articulitos de enciclopedias que se venden en fascículos semanales. Hasta que un buen día, Rodrigo me llama; él había leído un par de novelas mías, en ese momento recién empezaba a publicar novelas, había publicado una novela policial que publicó Tusquets para el Círculo de Lectores, eran dos novelas policiales. La primera era una novela policial [El agua en los pulmones], la segunda era una parodia policial con temas de traducción [Los asesinos las prefieren rubias]. Y me llama Rodrigo […] y me cuenta que él quería hacer una colección de policiales, y si me animo a presentar un proyecto de novela negra (Entrevista personal, Buenos Aires, agosto de 2010).
La convocatoria aparece, en este relato, directamente vinculada con su condición de lector, cultivador y experto en novela negra. Como director de colección, no solo seleccionó los títulos sino que prologó los cincuenta primeros números. Pero Martini tuvo, como hemos visto, otra función importante: dar trabajo en Bruguera a compatriotas emigrados. La Serie Novela Negra constituye una viva prueba de esta práctica. La inspección del catálogo revela que en efecto muchos de ellos desempeñaron tareas de traducción. Incluso el célebre logo de la serie fue diseñado por un argentino: Omar “Pacho” Soulé, personaje de “Vía Layetana”, ilustrador de numerosas cubiertas de Bruguera. Ahora bien, aunque el papel de Rodrigo y Martini fue capital en el funcionamiento de la Serie Novela Negra, tanto la colección como sus impulsores venían a inscribirse en procesos colectivos que los trascendían y abarcaban: por un lado, la progresiva y exitosa implantación del género negro en España —tras algunos intentos fallidos años antes, como la serie negra de Distribuciones de Enlace— y, por otro, la presencia numéricamente relevante de artistas, escritores y traductores latinoamericanos en Barcelona.
2. El boom de la novela negra en España La Serie Novela Negra de Bruguera no constituyó un hecho aislado sino que se inscribe de manera destacada en un auténtico movimiento de importación y producción de género negro en España. Por ello, esta colección debe ser leída en el marco del llamado “Boom de la novela negra” acontecido en la peculiar coyuntura cultural y política de la transición democrática española, que signó la aparición y las características principales de la novela negra en España en los setenta: “A partir de 1975, se produce en España una inflexión importante en el relato policial que permite hablar de la existencia de una novela criminal española [y del] predominio del uso de un discurso realista y crítico del relato negro frente a la fórmula racionalista
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de la novela-enigma” (Valles Calatrava 2002: 146). La progresiva instalación del género negro se vio favorecida por el crecimiento exponencial de la producción editorial, a su vez enmarcado en el proceso por el cual “España adquiría un estatus de modernidad económica, política y social, homologado en Europa” (Balibrea 2002). La progresiva constitución de un campo para este género se tradujo en múltiples acciones destinadas a construir su valor en el espacio receptor. En 1975 la revista cultural Camp de l’Arpa, dirigida por Vázquez Montalbán, publica la primera Convocatoria del Premio Círculo Negro de Novela Policíaca auspiciada por Los Libros de la Frontera. Sin embargo, el premio quedó desierto: aún faltaban cultivadores nacionales del género, no así lectores disponibles; la emergencia de un nuevo público lector se manifiesta con la aparición de numerosas colecciones especializadas, tales como Novela Negra, Etiqueta Negra, Alfa 7, La Negra, Crimen & Cía, Cosecha Roja, entre otras (Valles Calatrava 2002: 146). Acompañando la difusión editorial del género, entre 1979 y 1983 se publican importantes dossiers en las principales revistas culturales españolas. En marzo de 1979, el nº 60-61 de Camp de l’Arpa reúne a Víctor Claudín, Miguel Vidal-Santos, Javier Coma, Juan Martini, Homero Alsina Thevenet y Osvaldo Soriano en torno al tema de la novela policial y negra. En marzo de 1980, El Viejo Topo publica un menos voluminoso pero muy trascendente dossier dirigido por Javier Coma. Escriben algunos de los futuros integrantes de la revista Gimlet, y todos ellos debaten en mesa redonda sobre “Marxismo y Novela Negra”, con presencia de Martini (1980b). Osvaldo Soriano participa de la encuesta destinada a seleccionar las mejores novelas y novelistas del género. Paralelamente, en el nº 48 de El Viejo Topo de 1980 Nora Catelli escribe un artículo titulado “El fascinante asesino Ripley ataca de nuevo”, en el que señala la emergencia de un “nuevo tipo de lector de novela negra” en el marco del “‘movimiento’ del mundo editorial español y su público, ese público todavía incalificable desde el punto de vista sociológico”. Al mencionar a “los cada vez más solemnes y académicos aficionados al género”, Catelli también daba cuenta de la emergencia de la figura del “especialista” en novela negra (1980: 66). Correlato de esta especialización es sin duda la aparición de la revista Gimlet en 1981. A la par de esta revista, se creó una Asociación de Amigos del Cine y la Novela Policíaca “El Círculo Negro Gimlet”, que organizó viajes a convenciones del género, como el festival de novela y cine policial de Reims, en Francia. Estas y otras acciones convivieron con abundante publicidad editorial en los medios de prensa y revistas culturales, así como con la organización de jornadas, como las Jornadas Bruguera del mes de marzo de 1979. Se trató de un evento público con espectáculos diversos y gran convocatoria realizadas en pleno Barrio Chino de Barcelona. Participaron en mesas redondas Vázquez Montalbán, Barral, Maruja Torres, Muñoz Suay, Román Gubern y los rioplatenses Homero Alsina Thevenet, Juan Carlos Onetti, Osvaldo Soriano y Juan
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Martini. Estos emprendimientos colectivos permiten constatar la existencia de un sólido y multiforme movimiento de importación destinado a introducir el género en la península. La presencia de uruguayos y argentinos entre los nombres asociados a estas acciones constituye un claro indicador de que el “Boom de la novela negra” en España incorporó productivamente la afluencia de latinoamericanos en el campo cultural y en las editoriales catalanas en ese período. En Bruguera ambos fenómenos vinieron a confluir notoriamente en la serie que dirigía Martini.
3. Traductores y traductoras de la Serie Novela Negra En la sección “El cronista accidental” que animó entre 2010 y 2012 para el blog de la librería porteña Eterna Cadencia, Martini evoca una vez más su rol en la colección y hace una inédita mención a los traductores de novela negra: Publiqué —hasta que en 1983 me fui de la editorial— 82 novelas y escribí los prólogos de las primeras 50. Me di el gusto de editar […] lo mejor de la novela negra hasta ese momento […]. Entre los autores en lengua castellana estuvieron Osvaldo Soriano, Mario Lacruz y Juan Madrid, entre otros. Entre los traductores argentinos se puede recordar a J.R. Wilcock, Homero Alsina Thevenet y Marcelo Cohen (Martini 2011).
Como suele ocurrir con la memoria de hechos lejanos, este recuerdo es parcial y fallido. Pero curiosamente los errores o “lapsus” que esta cita contiene concentran datos significativos sobre la reciente construcción de una memoria del exilio en clave editorial. En primer lugar, la tajante distinción entre “traductores argentinos” y “autores en lengua castellana” se funda en un primer olvido, el de la radicalidad de las prácticas editoriales al uso en Bruguera. Por un lado, Martini clasifica a los traductores por criterio de nacionalidad (“traductores argentinos”) en un contexto en el que cualquier huella de identidades lingüísticas no hispánicas debía ser borrada o asimilada a la representación literaria de sectores populares o marginales de la sociedad española, como demuestra la ya mencionada adaptación televisiva de Pigmalión de Bernard Shaw difundida en 1979;2 y, por otro, define la autoría en escrituras No solo el “porteño” era asimilado a la lengua vulgar, también el cheli madrileño o “quinqui” de los años setenta. Entre los escasos prólogo de traductor en esta colección, el de Josep Elías a su versión de Por amor a Imabelle de Chester Himes (n° 48) ilustra el problema de la traducción de sociolectos. Para asegurarse “un cierto equivalente al castellano” de la “lengua de los negros de Harlem”, Elías recurre al argot de “nuestros mal llamados bajos fondos” y construye una lengua de traducción “basada en similitudes sociológicas cuyo denominador común 2
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directas por criterio lingüístico general o panhispánico (“escritores de lengua castellana”) allí donde la variedad de lengua es más significativamente indicio de una identidad lingüística nacional, es decir, de una singularidad: la presencia de Triste, solitario y final de Osvaldo Soriano en el catálogo de la serie implicaba la poderosa irrupción del rioplatense, del “idioma de los argentinos”, meticulosamente borrado de las traducciones. En segundo lugar, el listado de traductores –Wilcock, Alsina Thevenet, Cohen– también parece fundado en un olvido, pues en rigor el crítico Alsina Thevenet no es argentino sino uruguayo; y Wilcock, fallecido en 1978, no tradujo para la colección sino que su traducción de La Bestia debe morir de Nicholas Blake fue reeditada dos años después de su muerte en el n° 42 de la Serie Novela Negra, tras ser cedida por Emecé, la editorial argentina que la encargó en la década de 1940 para el primer número de la colección El Séptimo Círculo. Sea como fuere, esta lista de traductores nos dice, pese a su brevedad, o quizá a causa de su brevedad, mucho sobre el lugar del traductor en la cultura impresa: el agente importador llamado aquí muy genéricamente “traductor argentino emigrado” solo puede ser integrado como sujeto de un relato o —en palabras de Martini— solo “puede recordarse” en la medida en que su nombre constituya previamente una marca registrada en otro rubro, o pueda ser asociado en la memoria cultural a un “nombre de autor”. De ahí la preferencia por tres nombres más o menos célebres en detrimento de la precisión clasificatoria. Ahora bien, la inclusión equívoca de Rodolfo Wilcock sería irrelevante aquí si no pusiera en evidencia una práctica editorial que ha marcado la historia de la traducción hispanoamericana: la rotación de traducciones de una colección a otra, la reedición de títulos publicados por otras editoriales y la adaptación de las traducciones cuando proceden de otras áreas lingüísticas. Difundidas en el mundo editorial hispanohablante durante todo el siglo xx, en Bruguera estas prácticas eran parte constitutiva de su política de reaprovechamiento de materiales disponibles. En consonancia con esta costumbre, no todas las traducciones publicadas en las colecciones dirigidas por argentinos, y en particular las de la Serie Novela Negra, eran obras inéditas en castellano, ni todas fueron realizadas in situ y ad hoc para Bruguera. El catálogo de la serie negra se constituyó con una treintena de traducciones cuyas primeras ediciones fueron publicadas en Buenos Aires entre 1940 y 1975 por las editoriales argentinas Fabril
es la picaresca, la sordidez, la violencia impuesta como únicas formas de vida permisible para los ambientes marginados” (Elías 1980: 9). Acompaña este intento mimético del quinqui de los años setenta un glosario de setenta y siete términos, realizado con “asesoramiento léxico” de un informante: Manuel Sánchez Torres, alias El Palomo. Similar problema plantea la traducción del argot catalán en El procedimiento de Jaume Fuster, también traducida al castellano por Josep Elías. Sobre este tema, véase (Linder 2014).
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Editora —colección Los libros del Mirasol—, Emecé —colección El Séptimo Círculo, Grandes Maestros del Suspenso y Grandes Novelistas—, Corregidor y Tiempo Contemporáneo —colección Serie Negra dirigida por Ricardo Piglia—. Ciertos números figuran en coedición con Emecé. Algunas de estas traducciones fueron realizadas por reconocidos traductores argentinos, como Eduardo Goligorsky —radicado en Barcelona—, Rodolfo Wilcock, Estela Canto y Floreal Mazía; otras consignan nombres menos célebres pero igualmente presentes en la cultura traductora argentina: Aurora Merlo, María Teresa Segur, Héctor Casali, Joaquín Urrieta, Marcos Guerra, Selva Pino, Adriana T. Bó, Federico López Cruz, Inés Oyuela de Estrada, Nora Bigongiari, Manuel Barberá, Teresa Navarro Velasco, Marta King, Daniel Landes, Víctor Iturralde Rúa y Marta Isabel Guastavino. En cuanto a los colaboradores in situ, el catálogo de la colección se constituyó con numerosas traducciones realizadas ad hoc por argentinos, que en ciertos casos ya contaban con experiencia profesional en Argentina y, en otros, comenzaron a traducir en Barcelona: la profesora de latín y traductora profesional Ana Goldar (nº 1, 4, 8, 9), Eduardo Goligorsky (nº 2), Susana Constante (nº 3), el periodista rosarino Rodolfo Vinacua (nº 6), la poeta y traductora Ana Becciú (nº 12 y 17); la traductora uruguaya Beatriz Podestá (nº 14); el crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet y el novelista Horacio Vázquez-Rial (nº 25); el traductor de Minotauro, Carlos Peralta (nº 51) y su hija Tabita Peralta (nº 75), el escritor y futuro traductor profesional Marcelo Cohen (nº 60) y la escritora Marta Eguía (nº 65). En el nº 29, de 1979, se publicó a Osvaldo Soriano con Triste, Solitario y Final, el primero de los cuatro únicos títulos de autores hispanohablantes.3 La colección publicó entre diez y catorce traducciones por año. En 1977, sobre un total de catorce traducciones publicadas, ocho eran de argentinos emigrados y cuatro eran reediciones de editoriales argentinas. En 1978, sobre un total de diez traducciones publicadas, dos eran de emigrados, seis eran reediciones de editoriales argentinas y dos de la editorial Alianza de Madrid. Entre 1979 y 1980, no se registran traducciones hechas por argentinos emigrados pero el número de reediciones de origen argentino se mantiene elevado. En 1981, se registran tres traducciones de emigrados —una de ellas en tándem— y cinco reediciones. Así, el trabajo de los emigrados se concentra en los primeros años de la colección, que en ciertos casos coinciden con los primeros tiempos del exilio, es decir, con los años de mayor incertidumbre laboral. A partir de 1980, se multiplican los nombres de traductores locales: Jordi Martí, Josep Elías, Enrique Murillo, Antonio-Prometeo Moya, Marta Sánchez Martín o Pilar Giralt. Fueron cinco los autores de lengua castellana publicados en la colección: Osvaldo Soriano (nº 29); Carlos Pérez Merinero (nº 63 y nº 78); Andreu Martin (nº 67); Mario Lacruz (nº 68) y Juan Madrid (nº 82). 3
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Si bien el fondo de traducciones procedentes de las editoriales latinoamericanas es sistemáticamente reutilizado, se registra un fenómeno de retraducción por demás significativo. La novela Luces de Hollywood de Horace McCoy (nº 13) y los relatos incluidos en Viento Rojo (nº 52) y Peces de colores (nº 54) de Raymond Chandler (nº 52), retraducidos por Pilar Giralt y Antonio-Prometeo Moya en 1980 y 1981 respectivamente, ya habían sido traducidos en Buenos Aires por Rodolfo Walsh y Floreal Mazía para la editorial Tiempo Contemporáneo entre 1970 y 1975. A la luz de la política de reaprovechamiento sistemático de traducciones de origen latinoamericano en Bruguera, cabe preguntarse por qué se optó por una retraducción y no por la habitual reedición adaptada a la variedad de lengua “española”. El motivo más verosímil nos introduce de lleno en la historia de la traducción en la Argentina: en tanto que las traducciones de Emecé y Sudamericana —casi todas producidas en las décadas del cuarenta y cincuenta— no presentan rasgos lingüísticos marcadamente rioplatenses, las traducciones procedentes de la Serie Negra que Ricardo Piglia creó y dirigió para la editorial Tiempo Contemporáneo se inscribían en una tendencia, iniciada en algunas editoriales de los sesenta, en virtud de la cual las prácticas de traducción promovían el recurso a una variedad de lengua rioplatense.4 Entre los traductores que optaron por traducir en una variedad local figuran precisamente Rodolfo Walsh y Floreal Mazía (Falcón 2016). Se trataba, por tanto, de versiones rioplatenses cuya radicalidad lingüística debió de dificultar la práctica de adaptación, motivo por el que pudo haberse optado por volver a traducir esas obras en vez de reeditarlas con adaptaciones. A medio camino entre la usual adaptación lingüística no declarada y la ocasional retraducción, la versión española de El Simple arte de matar (n° 41) de Chandler fue la única obra publicada en esta colección que oficializó el procedimiento adaptador: la página de legales consigna “The simple art of murder. Traducción: Versión española de Jaume Prat sobre traducción de Floreal Mazía”.
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Para el caso argentino, en la década del sesenta y principios de los setenta, conviven cuando menos dos paradigmas de traducciones: las traducciones respetuosas del modelo pluri-normativo del español gestadas por el grupo Sur (Willson 2004a) y aquellas claramente signadas por la novedosa introducción de la variedad rioplatense en el cuerpo de los textos traducidos, gestadas por iniciativa de jóvenes traductores como Ricardo Piglia y Susana “Pirí” Lugones. La editorial Jorge Álvarez fue pionera en la publicación de obras traducidas en variedad de lengua local. Tras el cierre de Jorge Álvarez en 1969, la editorial Tiempo Contemporáneo dio continuidad a esta tendencia emergente y, por entonces, integrada a las prácticas modernizadoras de renovación del repertorio de obras importadas: la recepción de literatura norteamericana y géneros tradicionalmente concebidos como “menores”, la ciencia ficción, la novela negra, la literatura infantil (Falcón 2016).
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4. La voz y su huella, o cómo borrar la pista latinoamericana La práctica de traducción propiamente dicha y la corrección de estilo posterior al proceso traductor apuntaban centralmente a erradicar del cuerpo de las traducciones —ad hoc o reeditadas— cualquier argentinismo, americanismo o catalanismo.5 La estrategia traductora predominante en la Serie Novela Negra fue de rigurosa aclimatación en un sentido hispanizante. Todas las traducciones fueron adaptadas al español peninsular, o a un remedo de español peninsular, o a lo que los correctores en muchos casos argentinos y en muchos otros catalanes imaginaban que era el “español peninsular”. Esas reediciones manipuladas constituyen fuentes privilegiadas para rastrear las huellas de esas prácticas aclimatadoras. El cotejo entre las versiones argentinas reeditadas por Bruguera y las traducciones porteñas originales prueba la existencia de una actividad de corrección sostenida pero no sistemática, destinada a introducir en los textos y paratextos traducidos rasgos morfosintácticos y léxicos propios de una variedad europea del castellano mediante el borrado previo de aquellos rasgos más visibles que remitirían a la configuración histórica del español de América: loísmo, pronombres personales de segunda persona del singular y segunda del plural, tiempos verbales y términos inusuales en la península. Una muestra de las operaciones realizadas sobre las diferencias dialectales entre el español de América y la variedad europea puede hallarse en la traducción de Aurora C. de Merlo de El hombre enterrado de Ross Macdonald, que fue publicada por primera vez en 1971 en la colección Grandes Novelistas de Emecé. La editorial Bruguera la reedita en 1977 en el nº 11 de la Serie Novela Negra. En el plano morfosintáctico, se registran alteraciones de las fórmulas de tratamiento de segunda persona del plural (“ustedes” por “vosotros”), del sistema verbal (pretérito indefinido por pretérito compuesto); del sistema pronominal, es decir, la sustitución del pronombre acusativo “lo” por “le” en función de objeto directo; se modificaron las formas de los diminutivos regionalmente marcadas (por ejemplo, “palitos” por “palillos”);6 también se realizaron Según diversos testimonios, Bruguera no habría contado con pautas escritas para colaboradores. Sin embargo, sí pudimos acceder a las “Indicaciones para colaboradores” que Paidós Ibérica distribuía entre sus trabajadores en las décadas del setenta y del ochenta. En ellas se condenan expresamente los argentinismos, dato indirecto de la significativa presencia argentina entre los colaboradores: “Se evitará en lo posible […] localismos y acentuación familiar argentina de verbos (mirá; movete, etc.) a menos que el tema tratado lo exija”. En el Apéndice 7 titulado “Errores más comunes en el uso del castellano y argentinismos”, se prohíbe el siguiente léxico: ambo, achuras, birome, banana, barra, chalina, lapicera, mucama, manteca, nafta, pizarrón, pibe, pollera, playo, piloto, tubo, tapado. 6 Otro ejemplo, entre muchos posibles, procede de la adaptación de la traducción de Sangre Española de Raymond Chandler, realizada por Estela Canto en 1974 para la Serie Negra dirigida por Ricardo Piglia en Tiempo Contemporáneo: el título del relato “Pasarse de vivo” se 5
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cambios léxicos, tales como “maníes” por “cacahuetes” o “pitadas” por “pipadas”. Otra clase de modificaciones visibles es la no aclimatación de la onomástica en general y de los topónimos en particular. Por ejemplo, allí donde la versión de Merlo dice “Los Ángeles”, la edición de Bruguera repone “Los Angeles”. Las adaptaciones de cronotopo y las modificaciones lingüísticas sobre la variedad de lengua diseñan así una estrategia mixta entre la aceptabilidad en la cultura meta (segunda, en el caso de las reediciones argentinas) y la adecuación a la cultura fuente norteamericana. La existencia de tales prácticas aclimatadoras no hace sino poner de manifiesto, a través de la traducción, que la desigualdad de las lenguas y de los grupos humanos que las hablan también se verifica en el interior de una misma lengua a través del conflicto de normas regionales. Si la traducción, concebida como un intercambio desigual, constituye por definición el escenario de un conflicto que la trasciende, resta saber qué factores sociales y culturales incidieron en el borrado de la americanidad lingüística en una colección tan fuertemente marcada por la presencia de argentinos exiliados. Para comprender y explicar la manipulación de traducciones producidas en América Latina en el contexto preciso del exilio en España puede ser momentáneamente útil suspender los juicios de valor y poner entre paréntesis las causas comerciales. Si bien la motivación comercial parece obvia, no constituye la única variable explicativa si consideramos que, antes de la crisis de los mercados americanos advenida en los años ochenta, la industria editorial española exportaba más del 40% de su producción hacia América: “El segundo puesto en el ranking exportador lo ocupaba Bruguera, con cuatro filiales en América Latina y una cifra de exportación media que en los años sesenta y setenta rondaba el 50 por 100” (Fernández Moya 2009: 72). Esto significa que, a través de sus filiales de distribución, Bruguera reintroducía en el mercado americano —y, por tanto, destinaba a su público lector— traducciones realizadas y ya consumidas en ese mismo ámbito lingüístico. Retendremos, entonces, otras dos variables explicativas de los fenómenos antes descritos. La primera atañe directamente al lugar concedido a la traducción y al traductor en una colección dedicada a un género a menudo considerado menor. Para explorar este aspecto, analizaremos los prólogos de Martini en los primeros cincuenta números de la serie. La segunda se refiere al peso de la sanción social que la violación de la norma podía entrañar, como señala Gideon Toury en sus reflexiones sobre las normas de traducción. Para explorar este aspecto, analizaremos los comentarios que la crítica especializada en género negro disparó contra la colección de Bruguera desde las páginas de Gimlet. adaptó como “Pasarse de listo”; además se registran trueques léxicos y morfosintácticos del siguiente tenor: “rajemos” por “larguémonos”, “celeste” por “azul”, “chofer” por “chófer”, “rojo” por “colorado”, “palito” por “palillo”, “sin ruido” por “silencioso”, “tocó” por “pulsó”, “cantidad” por “gran mata”, “bata de estar” por “batín”, “lo siguió” por “le siguió”, “contra la pared” por “junto a la pared”, “largó el trabajo” por “dejó el trabajo”, “puchos” por “colillas”.
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4.1. Cincuenta prólogos y un leitmotiv: “la violencia criminal del mundo en que vivimos” Ricardo Rodrigo convocó a Martini para armar y dirigir la serie con el firme propósito de presentar la novela negra al público español y hacerlo de la mano de un conocedor del género. Por ello, no solo le encargó la selección de los materiales sino también la redacción de breves introducciones. Martini prologó cincuenta números: desde el nº 1 de 1977 —Dinero Sangriento de Dashiell Hammett en traducción de Ana Goldar— hasta el nº 50 de 1980 —La Sangre de los King de Jim Thompson en traducción de Enrique Hegewicz, seudónimo de Enrique Murillo—. Esas introducciones proponían ir más allá de la mera presentación erudita de corte bio-bibliográfico; fueron concebidas como una reflexión sobre los alcances literarios, sociológicos y políticos del género negro en su contexto de producción, importación y recepción. En el prólogo tardíamente programático del nº 9 de la serie se hace explícita esa intención: [N]o me ha parecido adecuado presentar una serie negra […] sin intentar una explicación, por breve que haya sido, de los presupuestos y de la intencionalidad de un género que respira con audacia el aire que le toca. Por eso he señalado una y otra vez la argumentación sociológica implícita en la novela negra en general y en cada una de sus tendencias y representantes en particular. He dicho, por lo tanto, que la novela negra —como toda literatura— parte de una determinada concepción del mundo, del sistema de relaciones y de los fenómenos sociales (Martini 1977c: 5-6).
En esa misma introducción se exponen los criterios de selección de los títulos por venir así como la intención de rescatar a la novela negra del prejuicio que la minoriza y erigirla en signo de los tiempos: Continuaremos […] con otros escritores cuyo nivel y actualidad eximirán a esta colección del riesgo de representar solo una recuperación, con toda la justicia que pueda entrañar, para ofrecer una visión amplia de las posibilidades de un género cuya vigencia se mantiene inalterable. “Escribir novelas policiales cuando se vive en una época policial (prohibición, gangsterismo) no es trabajar en un género menor y sub-literario, sino escribir las novelas más necesarias y hablar de las cosas más urgentes”, sostiene Robert Louis refiriéndose a Hammet. Salvando todas las distancias, tal vez resulte oportuno recordar la necesidad de continuar profundizando, para revelarlas, en las características de la época actual (Martini 1977c: 5-6).
El género negro es testimonio de la violencia “criminal del mundo en que vivimos”, escribirá una y otra vez Martini; a través de esta literatura es posible elaborar
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“los motivos y los significados profundos, sociales, de esa violencia” (1977b: 5). Tales son las consignas que recorren las cincuenta introducciones de Martini, y que permiten sostener la hipótesis de que la intervención editorial de los exiliados también contribuyó a difundir una reflexión sobre la política y la violencia por otros medios, como hemos mostrado en el capítulo anterior. El anclaje de la Serie Novela Negra en la coyuntura no solo se manifiesta, en estos prólogos, en la convicción de que la “literatura solo puede definirse en términos sociales” (Martini 1978b: 7), sino concretamente en el modo como interactúa con los debates culturales de la transición española. Martini usaba aquellas breves páginas —nunca más de cinco carillas— como tribuna para continuar o dirimir discusiones, y dialogar con la producción bibliográfica más o menos reciente sobre el género. En el nutrido sistema de notas al pie, y aun en el cuerpo de sus breves prólogos, son constantes las remisiones al contexto de producción de la colección: hay referencias a la escena editorial española del momento, a la publicación de los dossiers de Camp de l’Arpa o El Viejo Topo, y a libros recientes sobre novela negra publicados al “amparo del auge editorial del género” (Martini 1980d: 6). También se registran referencias bibliográficas que remiten a la escena cultural y editorial argentina de los años sesenta y setenta: Martini remite a los ensayos de Piglia, de Borges, y a obras de referencia editadas en la Argentina durante esos años. Este sistema de referencias, que dialoga con dos escenarios nacionales diferentes, es correlato del propósito introductorio y pedagógico de los prólogos: su autor comparte la información que maneja, revela sus fuentes, sugiere bibliografía para que sus lectores “vayan y busquen”, corroboren, discutan, refuten. En cuanto al criterio de selección de los títulos —objetado por algunos críticos catalanes, como veremos luego—, parece adecuarse al propósito de introducir al público español en el conocimiento de los “clásicos” del género negro: Hemos comenzado por aquellos autores que merecen particular consideración […] por haber trazado las líneas fundamentales del relato hard-boiled (como se le llamó en sus orígenes, al amparo de la revista Black Mask y de su director, Joseph T. Shaw). [C]on este criterio hemos seleccionado una serie de autores y obras que pretenden ser una muestra suficientemente representativa de la novela negra en sus manifestaciones sobresalientes (Martini 1977b: 6).
Una de las ideas rectoras de la colección era, efectivamente, incluir en la programación obras de “indiscutible calidad” que pudieran resultar “difíciles de encontrar en las librerías españolas” (Martini 1978a: 5). Ahora bien, esas ediciones “difíciles de encontrar” no son sino las ediciones argentinas reeditadas por Bruguera para el mercado español. Si bien Martini no menciona el origen nacional de esas ediciones,
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lo repone implícitamente de dos maneras: por un lado, a partir del sistema de notas al pie y citas internas antes descrito, en el que no pocas referencias remiten a ediciones y a bibliografía argentina; por otro, la alusión al origen argentino (o “no español”) de estas ediciones “difíciles de encontrar” está cifrada en la fórmula “países de lengua castellana”. Así, en la presentación de La dalia azul de Chandler —guión traducido por Horacio Vázquez-Rial y Homero Alsina Thevenet, autor asimismo de una extensa nota introductoria—, Martini menciona cuatro proyectos editoriales argentinos dedicados al género negro, antecedentes directos de la colección de Bruguera: La difusión de la obra de Chandler aún es incompleta, a pesar de su consagración, en los países de lengua castellana, donde se ha incidido siempre en la edición y reedición de solo algunas de sus novelas. […] Las editoriales argentinas Séptimo Círculo, Tiempo Contemporáneo, De La Flor y Rastros, entre otras, publicaron en años pasados diversos volúmenes de cuentos, correspondencia y escritos inéditos, pero su difusión ha resultado en la mayoría de los casos limitada (1978b: 8).
En la presentación de Bay City Blues de Chandler —reedición adaptada de la traducción argentina de D. Prika editada por Emecé en 1975—, Martini escribe: “La editorial argentina Tiempo Contemporáneo publicó versiones en castellano de estos libros, bajo los títulos de El simple arte de matar, Sangre española, Viento rojo y Peces de colores respectivamente” (1979: 6). Aunque numerosos prólogos consignan de este modo la precedencia de importación y consumo de novela negra en Argentina, en ninguno de ellos Martini aclara o siquiera sugiere que se trata de las mismas traducciones que el lector del prólogo tiene en sus manos. En síntesis, las traducciones preexistentes, realizadas en América Latina y reeditadas en España, son eufemísticamente llamadas “ediciones de circulación restringida” o “ediciones desconocidas por el público español”. De este modo, se revela y oculta a un mismo tiempo el carácter doblemente foráneo de los textos presentados, ya que la interfase latinoamericana duplica la distancia con la cultura literaria norteamericana. Si en cierta medida parece comprensible el ocultamiento del proceso de reedición y manipulación de traducciones argentinas, más oscuro resulta el hecho de que la traducción, como tal, no se mencione sino en escasísimas ocasiones a lo largo de los cincuenta prólogos destinados a introducir un género extranjero. Pese a la intención pedagógica, Martini omite explicitar que el texto presentado constituye una traducción; aun menos frecuente es la mención de las lenguas fuente: inglés, francés, italiano y catalán. El lector debe deducir el carácter foráneo del texto, ya de la biografía de los autores presentados, ya de las tramas plagadas de referencias culturales extranjeras. Así, la traducción recibe el elíptico nombre de “edición para el público español”; las versiones reeditadas y adaptadas se ocultan, por su parte, tras
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la denominación “ediciones restringidas”: no se menciona su origen nacional ni se comunica al lector que la traducción que se apresta a leer es precisamente una de ellas con nuevo formato y nueva marca editorial. Estas formulaciones elusivas y eufemísticas revelan dos cuestiones: por un lado, la existencia de un tabú discursivo en torno a lo argentino y a lo latinoamericano; por otro, la traducción es vista como una operación editorial sin especificidad. Al omitir toda referencia a la fuente lingüística y cultural foránea, incluyendo la interfase latinoamericana, Martini equipara “traducción” a “edición para el público español”. Se trata de una práctica editorial más, sin espesor propio ni agente específico, como puede leerse en un pasaje referido a la compilación de cuentos El Gran Golpe de Hammet: “Nos ha parecido razonable —sostiene Martini— aceptar el riesgo y publicar estos relatos tal como llegaron, en su momento, a los lectores de Black Mask” (Martini 1977c: 7). Como sin duda no llegaron al público estadounidense de las décadas del veinte y del treinta en traducción de Ana Goldar, una profesora argentina de latín exiliada en Barcelona desde 1975, debemos concluir que la mediación y su agente debían permanecer innominados. Aunque culturalmente extendido, el “silenciamiento de la traducción” no caracteriza a todo el período ni afecta a todo traductor, colección o lengua fuente. De hecho, Bruguera fue una de las primeras editoriales españolas que consignó el nombre de los traductores en la tapa, cumpliendo así de manera pionera con la Recomendación de Nairobi, suscrita por España en noviembre de 1976 con motivo de la Conferencia General de la Unesco. La colección Libro Amigo, que subsume a la Serie Novela Negra, practicó la mención del nombre del traductor en tapa cuando se trataba de obras literarias canónicas o de clásicos de la literatura mundial, siempre que los traductores fueran figuras de cierto renombre. La Serie Novela Negra, en cambio, nunca consignó el nombre del traductor en la portada. Es lícito conjeturar que la transparencia de la mediación en esta serie estuvo sobredeterminada por el género traducido, concebido como popular y subliterario, y quizá también por la identidad social de sus traductores. Hubo solo dos excepciones a la regla: Martini saca de las sombras al traductor de género negro en las introducciones a los volúmenes n° 43 y n° 47. En 1980 se publica por primera vez en castellano 1280 almas de Jim Thompson; el breve prólogo que precede la versión es de los pocos que señalan abiertamente que se trata de una obra traducida. Más aún: el director de la serie hace gala de una conciencia traductora inédita explayándose sobre las dificultades de la práctica y la responsabilidad del traductor en el proceso de toma de decisiones (Martini 1980c: 6). Esta efusiva mención de la tarea del traductor, que no tiene antecedentes en sus prólogos, quizá pueda explicarse si reponemos un nombre: Antonio-Prometeo Moya. Se trataba de una traducción “confesable”: directa, hecha ad hoc e in situ, por un genuino representante de la lengua castellana.
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La segunda excepción significativa es la introducción a la versión castellana de una obra escrita en catalán. Desde su tribuna de cinco carillas, Juan Martini también intervino en la “cuestión catalana”. Y lo hizo con motivo de la publicación de El procedimiento, traducción castellana de la novela De mica en mica s’omple la pica de Jaume Fuster. Fuster fue, junto con Manuel de Pedrolo, uno de los más destacados representantes de la novela negra en catalán. De mica en mica s’omple la pica fue escrita en 1972; su traducción al castellano, ocho años después, tuvo las características de un acontecimiento editorial y literario. De ahí que las referencias a la traducción, a su función cultural y política, sean profusas en ese prólogo, que sin duda constituye una fuente valiosa para rastrear huellas de la relación que los argentinos radicados en Barcelona establecieron con las circunstancias políticas y culturales de Cataluña (Martini 1980d: 5-9). 4.2. De Wilcock a Borges pasando por Piglia: reediciones, algo más que un inmenso borrador Cuando los actores evocan las prácticas de manipulación vigentes en las editoriales españolas de aquella época, resuena en sus dichos cierta desesperanza y una valoración profundamente negativa de la circulación internacional de traducciones, a juicio de ellos convertidas en “un inmenso borrador que podía corregirse, plagiarse, editarse, peninsularizarse y enviarse otra vez a la Argentina” (Gargatagli 2012: 33). Sin embargo, la circulación internacional de traducciones no solo hizo de ellas un mero objeto de plagio sino que, al reeditarlas, los actores involucrados en el armado, selección y prologado del material doblemente importado, también construyeron mediante esas prácticas nuevos sentidos, que entrañaban una reflexión sobre lo social, lo político, lo propio y lo otro. Es posible recuperar, mediante el cotejo de versiones y comparación de paratextos, la huella borrada de las operaciones sociales inscriptas en la materialidad de las obras, marcas que revelan la producción de esos nuevos sentidos, efectos de lectura, relectura, disidencia o diálogo con la propia tradición de traducción. Mediante el análisis de la operación de marcado y desmarcado (Bourdieu 2002: 5-6) de una traducción originalmente publicada en Argentina, veremos de qué modo la manipulación de traducciones argentinas “clásicas”, como las traducciones de la colección El Séptimo Círculo,7 materializó la lectura de una época “negra”, de derrota “Clásicas” en dos sentidos: producidas durante la llamada “edad de oro” de la edición y de la traducción argentinas, y escritas en una lengua cuyo decoro, llaneza y sobriedad remite al ideal “clásico” de escritura, opuesto al proyecto encarnado por la colección Serie Negra dirigida por Piglia para Tiempo Contemporáneo, cuya apuesta al género negro de origen norteamericano se acompañó de estrategias de traducción aclimatadoras, implementadas en particular por Rodolfo Walsh, Floreal Mazía, Roberto Jacoby, Juana Bignozzi y el propio Piglia (Falcón 2016). 7
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política, muerte y exilio. El caso elegido para ilustrar esta reelaboración es, una vez más, la reedición de La Bestia debe morir de Nicholas Blake, traducida en la década del cuarenta por el poeta y escritor Rodolfo Wilcock. En febrero de 1980, Bruguera publica el nº 42 de la colección Serie Novela Negra: La bestia debe morir de Nicholas Blake. El libro fue editado en Barcelona, adaptado en el departamento de corrección de Bruguera y prologado por el director de la colección. Si bien, como apunta Bourdieu, a menudo “los textos viajan sin sus campos de producción”, la página de legales arroja datos explícitos sobre su origen: la edición es de Bruguera, el prólogo es propiedad de Juan Martini, el diseño de tapa es de Raúl Pascuali; todos ellos “impresos” en los talleres de Parets del Vallès de Barcelona; la traducción, en cambio, es propiedad de Rodolfo Wilcock; la versión procede de El Séptimo Círculo, de la editorial Emecé, sita en Buenos Aires; la fecha de la primera edición es 1949 (una errata, pues la primera edición es de 1945). Estos datos, quizá poco significativos para un lector peninsular ajeno a los debates literarios rioplatenses, bastan para identificar la operación de desmarcado y marcado de que fue objeto la traducción de Wilcock: una serie titulada “novela negra”, incluida en la colección de bolsillo Libro Amigo, de una editorial especializada en literatura popular, de quiosco, como fue históricamente Bruguera hasta la llegada de Ricardo Rodrigo, reeditaba en el puesto cuarenta y dos el primer número de una colección argentina dedicada al “policial clásico”, dirigida por Borges y Bioy Casares, dos prestigiosos escritores reconocidos en una editorial que solo aspiraba a publicar “literatura seria”.8 Esta flagrante contradicción se extiende a los paratextos. La notícula bio-bliográfica, impresa en la página precedente a la de legales, es una versión abreviada y retocada de la “Noticia” original, probablemente redactada por Borges y Bioy Casares en 1945: El poeta inglés Cecil Day-Lewis nació en 1904. Descendiente por línea materna de Oliver Goldsmith, se educó en Oxford9 […]. Dentro del género de la novela policiaca, es el creador del singular detective Strangeway [la versión de Borges y Bioy, menos explicativa, decía: “Bajo el seudónimo de Nicholas Blake ha publicado las novelas policiales”]. […] Según Howard Haycraft, “es de los pocos escritores que concilian la excelencia literaria con el arte de urdir misterios perfectos, y se trata, por tanto, de un maestro del género policiaco” [la versión de Borges y Bioy decía: “Trátase de un maestro del género policial”] (Blake 1980: s/n). Emecé habría tardado “un año en aceptar la idea de la colección Séptimo Círculo, cuyo éxito ha sido enorme, porque decían que la literatura policíaca no era cosa digna de una editorial seria” (Borges citado en Lafforgue/Rivera 1996: 123). 9 Para destacar el prestigio de los autores anglosajones seleccionados, Borges y Bioy “pondrán especial énfasis en señalar que Nicholas Blake es el seudónimo del poeta británico Cecil Day Lewis” (Lafforgue/Rivera 1996: 17). 8
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La “Presentación” de Martini lleva un subtítulo “Las advertencias de Berkeley y Blake”; el contenido resumido es el siguiente: En los últimos años de la década de los cuarenta, dos de los mayores escritores ingleses de novelas policíacas anunciaron el fin de una época dentro del género: aquella que había sido protagonizada por la novela policíaca clásica […]. [Berkeley], precisamente advirtió: “Estoy personalmente convencido de que la vieja novela con un puro y simple enigma criminal, que se apoya únicamente en la intriga […] tiene los días contados; [esa] novela atraerá al lector más por su psicología que por su matemática” […]. Nicholas Blake (pseudónimo del escritor inglés Cecil Day Lewis) fue también contundente y certero en su previsión, y contribuyó al advenimiento de la que a su vez se llamó novela criminal. […] Abandonados los presupuestos de la novela-problema no se trata aquí de averiguar quién es el asesino. Lo que resta es saber entonces si le [sic] matará o no. [L]a voluntad estilística y reflexiva de Blake en esta obra que parece ceñirse, palabra por palabra, a su propio convencimiento de la caída en desgracia de la novela-problema y a lo anunciado por Anthony Berkeley con elocuente lucidez (Martini 1980b: 5-6).
Más allá de las consabidas manipulaciones lingüísticas,10 la operación de desmarcado y re-marcado realizada por Martini en la edición de la traducción de Wilcock induce a tratar su reedición como una retraducción; pues aquello que Martini le hace decir al prologarla la convierte en un nuevo texto en el que se inscriben nuevos sentidos y otra lectura del género, acordes con las nuevas condiciones de producción. La función originalmente adjudicada a la novela de Blake/Wilcock como texto representativo de una de las variantes del género ha cambiado. Martini no podía desconocer la posición inicial de la traducción y del traductor en la colección de Borges y Bioy. En 1945, al ser colocada como primer número del Séptimo Círculo, la obra de Blake inauguraba una colección que venía a decretar la dignidad literaria de la novela de enigma clásica. Al declarar en 1980 que La bestia debe morir anuncia “la caída en desgracia de la novela-problema”, Martini le hace decir a Wilcock aquello que Wilcock y el Séptimo Círculo venían precisamente a negar: la función social y política de la literatura.11 Inscrita en la colección de Borges y Bioy, la traducción de Wilcock era Por ejemplo, la versión de 1945 registra voseo verbal: “Esa tarde recibí una rápida visita de James: ‘solamente para saber cómo seguís’” (Blake 1945: 13), borrado en la edición de 1978, que a su vez registra un caso de leísmo del acusativo masculino, obviamente ausente en la versión de 1945: “Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarle, y le mataré” (Blake 1978: 7). 11 La “caída en desgracia de la novela-problema” tiene como correlato, en los demás prólogos de Martini, el triunfo de la novela negra como “literatura social”, como género realista, comprometido con su tiempo. 10
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expresión de la gratuidad de la producción literaria encarnada en el modelo inglés del policial de enigma; reinscrita en Bruguera y prologada por Martini, anunciaba la renovación del género como “novela criminal” y “psicológica” —dos atributos no muy caros a Borges—, camino de la entronización del policial duro americano en la España posfranquista. Ahora bien, esa toma de posición tampoco constituye una mera estrategia comercial sino la continuación de un diálogo, desde el exilio, con el radical emprendimiento editorial de Ricardo Piglia, director de la Serie Negra de Tiempo Contemporáneo, cuyos fundamentos sintetizaba en 1979: Los relatos de la serie negra (los thriller como los llaman en Estados Unidos) vienen justamente a narrar lo que excluye y censura la novela policial clásica. Ya no hay misterio alguno en la causalidad: asesinatos, robos, estafas, extorsiones, la cadena siempre es económica. […] Allí se termina con el mito del enigma, o mejor, se lo desplaza. En estos relatos el detective (cuando existe) no descifra solamente los misterios de la trama, sino que encuentra y descubre a cada paso la determinación de las relaciones sociales […] Nacido en una coyuntura histórica precisa, literatura social de notable calidad, el género cristaliza y culmina en la década del treinta (Piglia 1979: 9).
De ahí que la manipulación de la traducción de La bestia debe morir y su anexión al proyecto de Martini en Bruguera pueda leerse como una operación literaria en la que confluyen dos tradiciones de traducción (Berman 1989: 679) argentina: la de los años cuarenta, a través del Séptimo Círculo, y la de los años setenta, a través de Tiempo Contemporáneo, una pasada por el filtro de la otra. Diez años después de Piglia, más de treinta después de Borges y Bioy, Juan Martini corta, pega y relee su tradición literaria en una colección peninsular, desde el exilio. Aspira, como otros en Argentina y España, al reconocimiento literario del género negro entre los lectores comunes y los intelectuales, lectores profesionales: “[S]e asiste a la promoción, jerarquización y moda de un género literario considerado inferior; cuando este género inferior es elevado a aceptable objeto intelectual para y por intelectuales” (Martini 1980d: 6). Sin embargo, en todos los casos parece mantenerse una suerte de homología estructural entre la posición de los importadores en cada campo de producción y el valor adjudicado a la variedad de género “policial”: de enigma o negro. Si los desinteresados y distinguidos importadores argentinos de novela policial en los años cuarenta, Borges y Bioy, difunden desde Buenos Aires el policial de enigma a fin de crear un espacio para la lectura de sus propios textos en discusión con la tradición de la literatura psicológica-realista y “una respuesta formal de espaldas a lo real peronista” (Willson 2007: 22), los importadores de la novela negra en Bruguera, anónimos ejecutantes de una práctica alimentaria, están sometidos a la misma ley de producción que los autores de género negro estadounidense y sus personajes, tal como describe Piglia:
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Los novelistas de la serie negra ejercen un tipo de retórica que los liga —más allá de la conciencia que tengan— a un manejo de la realidad que llamaría materialista: basta pensar […] en la compleja relación que establecen entre el dinero y la ley […], el crimen, el delito, está siempre sostenido por el dinero: asesinatos, robos, estafas, extorsiones, secuestros, la cadena es siempre económica (a diferencia, otra vez, de la novela de enigma, donde en general las relaciones materiales aparecen sublimadas: los crímenes son “gratuitos”, justamente porque la gratuidad del móvil fortalece la complejidad del enigma) (en Lafforgue/Rivera 1996: 52-53).
Si bien el “crimen”, la “estafa”, la “traición” encarnados en las reediciones manipuladas de origen latinoamericano puede tener una explicación económica —industrialización de la literatura, explotación del traductor sin derechos laborales ni sociales, normas lingüísticas sujetas a criterios comerciales, etc.—, la función de relectura de una tradición de traducción y la función testimonial atribuida al género permite introducir otra explicación: la importación literaria operada por argentinos exiliados tuvo también un signo político, es decir, constituyó una reflexión sobre lo político por medio de cierta literatura que, en abismo, representaba la violencia de que eran doblemente objeto como exiliados políticos y mano de obra inmigrante. En síntesis, parafraseando a Piglia, la importación de novela negra practicada por exiliados políticos latinoamericanos entrañaba, “más allá de la conciencia” que tuvieran de ello sus agentes, una reflexión sobre la propia compleja relación con la ley y el dinero, entre las necesidades económicas y la gratuidad (o el compromiso) de la literatura.
5. ¡Disparen sobre Bruguera! Recepción de traducciones latinoamericanas en la revista Gimlet La Revista policiaca y de misterio: Gimlet constituye una plataforma privilegiada para observar cómo fue percibida la presencia latinoamericana en el campo de la literatura policial, cómo fueron retratados sus editores y traductores, qué despertaban en el público lector, especializado o no, los ecos de una variedad de lengua ajena. Dirigida por Vázquez Montalbán, Gimlet duró un año y tres meses, y sacó catorce números. Fue presentada en Barcelona el 23 de febrero de 1981; su último número apareció en abril de 1982. En ella colaboraron Josep Martí Gómez, Javier Coma, Romà Gubern, Perich, José Luis Guarner, José María Latorre, Salvador Vázquez de Parga, Andreu Martín, Juan Madrid, Xavier Domingo, Néstor Luján, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Savater, Maruja Torres, Eduardo Mendoza, Josep Maria Carandell, Cristina Fernández Cubas e Isabel Coixet, entre otros. Contaba con algunas secciones estables: “Detectando detectives” de Sánchez de Parga o “Diccionario de la novela negra” de
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Javier Coma y Sánchez de Parga; la sección “Libros”, dedicada a reseñas de novedades, también estuvo a cargo de Coma. Desde esta sección salieron los más severos cuestionamientos a la colección que dirigía Martini. Las críticas iban esencialmente dirigidas a las prácticas de traducción y a la selección de títulos. En el nº 1 de 1981, Coma estrena la sección lamentando el tardío descubrimiento de Jim Thompson entre los críticos literarios. En el nº 5 de 1981, arremete contra Bruguera por publicar La bestia dormida de Fredric Brown por fuera de su colección de género negro; cuestiona la traducción del título —sin mencionar el nombre del traductor, Leoncio Sureda— y la selección de títulos de la colección: “Fredric Brown merece estar presente en la mencionada colección con honores muchos más elevados que varios de los novelistas hasta ahora elegidos” (Coma 1981a: 22). En el nº 7 inicia su reseña criticando la traducción de los títulos de James M. Cain. El “error” de traducción se debía, según Coma, a la “utilización, en antiguas versiones latinoamericanas, del título dado a la película correspondiente en aquellas latitudes” (1981b: 22). En el nº 8, con motivo de la reciente publicación de obras de Patricia Highsmith, Coma critica la nueva colección Club del Misterio de Bruguera por su “selección de novelas donde priva la reedición a ultranza”, y pone en duda la credibilidad de la “traducción brugueriana” (1981c: 22). En el nº 13 celebra la aparición del estudio “riguroso y documentado” de su colega de redacción Salvador Vázquez Parga, Los mitos de la novela criminal, “en un país donde se editan novelas sin los más mínimos datos sobre las mismas y sus autores” (1982: 32). Sin duda, los cincuenta prólogos de Martini no parecían constituir una excepción a sus ojos. Este no tan sutil bombardeo tiene sin duda varias explicaciones. Una de ellas podría involucrar un conflicto de intereses ligado al no reconocimiento de “experticia legítima”. En el marco de un dossier tardío sobre novela negra organizado por la revista Cuadernos del Norte en 1987, Coma publicó un artículo desesperanzado y demoledor, titulado “Disparen sobre el especialista”. Allí denunciaba el desconocimiento en materia de policial negro dominante en el mundo editorial, en los suplementos de prensa y en las revistas literarias españolas en esos diez años de asentamiento del género. Y concluía con un lamento que parecía explicar el encono: “Ninguna editorial me ha pedido nunca que profesionalmente sugiera obras para una colección del género en castellano” (1987: 28). 12 Volviendo a la revista Gimlet, en términos generales la línea editorial en materia de traducciones parece resumirse en otra sección, algo inestable, titulada “Las grandes colecciones”. En el nº 2, Vidal-Santos inaugura la sección, destinada a dar En 1985 Coma asume la dirección de Seleccions de la Cua de Palla, sucesora de La Cua de Palla, primera colección de novela policíaca en catalán, editada por Edicions 62 y dirigida por el escritor Manuel de Pedrolo entre 1963 y 1969. 12
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cuenta de los antecedentes y actualidad de las colecciones de género policial y negro en la península, y deja asentada su posición sobre la traducción de literatura extranjera, a saber, su total y absoluta inutilidad: “Lo más recomendable cuando uno se enamora de la literatura criminal es aprender inglés, en primer lugar, y francés” en su defecto (1981: 67). La recomendación pone de manifiesto la valoración de la práctica traductora en general, es decir, el desconocimiento de su función no solo democratizadora —en especial considerando el vasto público consumidor de este género, no necesariamente culto ni conocedor de lenguas extranjeras— sino también de renovación del repertorio de opciones literarias para virtuales cultores locales del género. La convicción de Vidal-Santos permite medir la profunda distancia sentida respecto de las variedades no peninsulares de la propia lengua, expresada en la preferencia por la lectura en otros idiomas antes que en variedades no natales, en particular de las variedades no prestigiosas surgidas en el proceso de expansión del castellano en América a partir de fines del siglo xv. Su opinión sobre la reedición de traducciones sudamericanas no dice otra cosa: En cuanto a ediciones más o menos recientes, indignación página tras página por las traducciones o versiones sudamericanas, generalmente argentinas o mejicanas. [H]ay quien, poniendo una cubierta más o menos atractiva, vende ediciones traducidas a (sic) Sudamérica y someramente revisadas pretendiendo hacer creer al lector que se trata de versiones originales. Y no son los editores modestos quienes tal fraude practican (1981: 68).
La voluntad de abolir toda mediación podría indicar que el umbral de tolerancia para producir textos a partir de lenguas o variedades de lengua distintas de la lengua del original era, en este período, muy bajo. Siguiendo a Gideon Toury, puede decirse que el extremo valor atribuido a la proximidad respecto de la norma inicial de adecuación a las normas lingüísticas y culturales fuente está en consonancia con la prohibición de toda traducción mediadora —en este caso, intralingüística—, por eso, dice Toury, “si se realizan traducciones indirectas, este hecho será disfrazado, cuando no abiertamente negado” (1999: 242). Todo ello explica el intento de borrar las huellas del crimen denunciado desde las páginas de Gimlet. El “disfraz” aquí es el barniz leísta, los trueques léxicos, los retoques morfosintácticos y el conjunto de modificaciones introducidas en el cuerpo de las traducciones indirectas y aun en las directas producidas por argentinos, en cuyo caso el “disfraz” linda con la parodia, como vimos al analizar seudotraducciones en el capítulo anterior. La contrapartida del disfraz es el juicio severo, la “indignación”, el “apocalipsis”, el “fraude”, el “pecado” de la intolerable americanidad de esas traducciones. Ese es el tenor de los epítetos con que la crítica española recurrentemente
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estigmatizaba en las páginas de la prensa aquello que trágicamente ningún esmerado corrector de Bruguera y ningún crítico de Gimlet lograría borrar jamás, a saber que las huellas lingüísticas al parecer indelebles a oídos españoles revelan la mediación cultural argentina, revelan la interfase latinoamericana. Las traducciones denostadas dicen ante todo la precedencia de una tradición de importación de novela policial y negra en América Latina, tal como más tarde describiría Jorge Lafforgue: [U]na observación no meramente vanidosa: si los antecedentes del género en la Argentina muestran una precedencia con respecto a su desarrollo en los restantes países de habla española; y si en esta misma área idiomática resulta imposible hallar un “clásico” equiparable al maestro de Ficciones; también cabría señalar que la “serie negra argentina” supo mostrar un espectro lo suficientemente amplio y variado como para que sus vientos soplaran fuerte allende las fronteras (fenómeno al que contribuyó la diáspora generada por la dictadura militar). […] Por ejemplo, Martini dirigió en Barcelona la serie Novela Negra de la colección Libro Amigo de Editorial Bruguera; bajo el número 549 de esta misma colección apareció la novela ganadora del Premio Ciudad de Barbastro 1977: El Cerco (Lafforgue/Rivera 1996: 112).
Curiosamente los críticos de Gimlet nunca mencionaron los nombres de quienes armaban la colección de novela negra en Bruguera, tan notoria por ese entonces; tampoco registran el dato de que el director fuera uno de los productores latinoamericanos de novela negra en castellano. Coronando este recorrido por la crítica de traducciones en Gimlet, en octubre de 1981 se publica en la sección estable Asesinato de un clásico un virulento relato de Maruja Torres titulado “Traducido por…” (1981: 46). Escrito en lo que a oídos de su autora debía parecer un popurrí de variedades sudamericanas, la trama de esta seudotraducción pone en escena la fantasía de los críticos españoles de Gimlet, la sanción simbólica capital: el asesinato en serie de traductores de novela negra de origen latinoamericano. ¿El sospechoso? Un “español que había arribado a Buenos Aires”. ¿El arma homicida? La “cuchilla que usaba para rasurarse Martín Fierro”. La respuesta no tardó en llegar. En el nº 11 de la revista, en el año 1982, la carta de un lector significativamente llamado Roberto Ganducci, de Madrid, llama al orden a Maruja Torres: “Si no fuese por las traducciones argentinas —dice— los españoles no hubieran podido leer a Henry Miller hasta 1977. Las editoriales sudamericanas traducen al castellano que allí se habla, no al de Maruja Torres” (1982: 87). Hasta aquí, asistimos a una defensa intachable de la obra hispanoamericana en materia de traducción literaria. Sin embargo, para nuestra sorpresa, el lector indignado prosigue su defensa proponiendo desviar la sanción a quien no maquille, o no maquille en grado suficiente, la mediación cultural:
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Que Maruja critique a las editoriales españolas que compran traducciones sudamericanas y no tienen ni el prurito de adecuar el idioma a las formas peninsulares, pero las ediciones hechas allí se hacen para que las lean los de allí y a su modo. Espero que una rectificación salve las ediciones de Tiempo Argentino (sic), Alfa Argentina, Sudamericana, etc. Que se meta con Bruguera, pero que no pretenda que Floreal Mazzia (sic) o Rodolfo Walsh (justamente reconocido como los dos mejores traductores y adaptadores de la novela negra al lenguaje argentino) traduzcan a un castellano de España. Lo contrario sería darle la razón a aquel lamentable artículo de Francisco Umbral en El País (Ganducci 1982: 87).
Ganducci, a diferencia de los críticos de Gimlet, no llegó siquiera a notar el disfraz lingüístico en las traducciones de Bruguera, no lo notó o no le importó notarlo. Como sea, la elíptica mención del “lamentable artículo de Francisco Umbral”13 nos introduce en el tema que trataremos en el próximo capítulo: la recepción y la crítica de traducciones en revistas literarias y suplementos culturales en este período.
Francisco Umbral fue escritor, ensayista y asiduo colaborador del diario El País desde su creación en 1976. En sus columnas periódicas escribió sobre los temas centrales de la transición y no omitió mencionar en reiteradas ocasiones la cuestión latinoamericana. Acuñó el término “latinochés” para referirse a los inmigrantes de América Latina (Umbral 1981b). El término vino a sumarse al apelativo “sudacas”, descrito por Carlos Sampayo: “’Sudaca’ es un metaplasmo de difícil traducción a otras lenguas y tono inequívocamente peyorativo. Como toda injuria dirigida a un colectivo humano fue parcialmente recuperado por sus denominados […]. En la particular escala de valores xenófobos de España, está por encima que Moro y que Negro, pero por debajo de Guiri, y naturalmente, muy por debajo de Español, que es un término conflictivo y parcialmente aceptado” (Sampayo/Muñoz 1990: s/p). 13
V. La crítica de traducciones: traidores, proxenetas y sudamericanos
Los traductores son un gremio natural de desesperados fácilmente explotables, del que forman ocasionalmente parte escritores con vocación o con afición a traducir o que, en estado de necesidad, son también fácilmente explotables. (Carlos Barral: “Traductores traidores”, 1981)
Siempre importa quién habla cuando se habla de traductores y de traducciones. Con brutal sinceridad, Carlos Barral, gran editor de la transición, nos lo recuerda. Barral abogaba por un mandarinato de la traducción, y dividía al gremio en traductores de “literatura de kiosco” y “traductores de alta literatura”. Esta división elitista tuvo, en este período, el consenso de los lugares comunes. Las imágenes negativas del traductor cunden entre editores, críticos y aun traductores literarios, que no dudan en cuestionar públicamente el obrar de “esos seres de la máquina portátil” (González Trejo 1980). Pero tampoco los mandarines de la traducción se salvaron de aquel desdén. Un ejemplo, entre otros, puede hallarse en las memorias editoriales de Esther Tusquets: Traductores supuestamente avezados, traductores de renombre, no conocen el idioma del que traducen, o no conocen el idioma al que traducen; ignoran palabras, que no se molestan en buscar en el más vulgar de los diccionarios, donde las encontrarían (porque yo las encuentro); ponen en negativo frases positivas o a la inversa, se saltan párrafos enteros. Y cuanto peor es el traductor más se obstina en corregir al autor, en mejorar el texto original: explica lo que en éste no se explica, cambia una puntuación insólita, una adjetivación audaz, por otras adocenadas. Elude traducciones que podrían ser perfectamente literales por otras plagadas de casticismos (alguien le debe de haber dicho que la traducción tiene que sonar como si el libro hubiera sido escrito directamente en castellano, sin advertirle que Flaubert o Joyce no son Baroja, ni Rimbaud tiene mucho que ver con Machado). Y, sobre todo, las malas traducciones están plagadas de lo que llamo “frases imposibles”, frases que nadie jamás, ni en un arrebato de locura, se le ocurriría decir. Frases que nadie ha dicho nunca (Tusquets 2005: 68).
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La valoración es negativa en toda la línea. Aislada de su contexto material, la identidad del traductor se define por el error, el desconocimiento y la falla, sea cual fuere su grado de experticia, por lo demás siempre “supuesta” e ilegítima: cualquiera, incluso el editor, podría haber traducido mejor. Se omite reflexionar sobre las condiciones de trabajo impuestas por la industria editorial; no se menciona la responsabilidad de las políticas editoriales en la difusión de la creencia según la cual “la traducción tiene que sonar como si el libro hubiera sido escrito directamente en castellano”. Y, por cierto, tampoco se registra duda alguna respecto de la variedad regional de ese castellano de traducción. Así, a juzgar por las expresiones de Barral y Tusquets, los traductores literarios que habían cosechado —o pronto cosecharían— cierto prestigio tampoco eran exceptuados de la descalificación pública, puesto que tan solo entre 1978 y 1980, entre los traductores de la editorial Lumen, dirigida por Tusquets, figuran grandes nombres de la traducción, intelectuales y escritores hoy prestigiosos, como el multipremiado José María Valverde, Julián Ríos, Cabrera Infante, Carlos Manzano, todos ellos traductores de Joyce; Ana María Matute, Marta Pessarodona, Pere Gimferrer, Carlos Barral, Ana María Moix, Jordi Llovet y la misma Esther Tusquets, entre los escritores peninsulares; Beatriz de Moura, editora de Tusquets Editores y cuñada de la autobiógrafa; el prolífico traductor español Andrés Bosch y Formosa Feliu, traductor del alemán al catalán y castellano, distinguido con el Premio Nacional de Traducción en 1994; y numerosos traductores, escritores, poetas latinoamericanos, como Cristina Peri Rossi, Ricardo Pochtar, Marcelo Covián, Sergio Pitol, Homero Alsina Thevenet, Federico Gorbea, Mario Trejo y Carlos Sampayo. La “confesión” de Tusquets y la “clasificación” de Barral no son sino en apariencia declaraciones espectaculares, y la singular posición de sus enunciadores en el mundo cultural no nos releva de mostrar hasta qué punto se trataba de juicios cotidianos que integran el sentido común de la época. Ambas declaraciones se inscriben en el habitual discurrir sobre el trabajo de los traductores, notoriamente plasmado en la prensa periódica. Es posible, sin embargo, contrastar esta visión cotidiana del menoscabo de la práctica y sus agentes con evidencia que indica un proceso contrario, de realce de su valor y función cultural en el marco de la apertura democrática. Este capítulo profundiza el análisis de la crítica de traducciones, iniciado en la fase final del capítulo anterior. El propósito aquí es reconstruir el contexto de la “escena de traducción argentina en el exilio” analizando la instancia de recepción de traducciones y el incipiente proceso de institucionalización y profesionalización de la práctica. El objetivo específico de este capítulo es dar cuenta del modo en que los emigrados y exiliados que trabajaron para la industria del libro intervinieron en el movimiento de la crítica de traducciones y en la reivindicación de un estatuto material y simbólico para la práctica y sus agentes. Dos hipótesis han guiado el análisis. La primera sostiene
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que, lejos de la invisibilidad ahistóricamente postulada, en este período los críticos de libros traducidos emitían juicio en sus reseñas sobre el proceso de traducción, aunque esa valoración oscilaba entre dos polos: un valor positivo relacionado con la apertura cultural que, tras décadas de censura y rancio nacionalismo, la traducción venía a obrar; y un valor negativo, anclado en la representación dóxica que ve en la traducción una degradación del original. Esta oscilación permitiría postular que se trató de un período de mutación y ambivalencia en la apreciación pública de la práctica y en las acciones implementadas para regularla, mejorar las condiciones laborales, profesionalizar e institucionalizar el medio de los traductores. El estudio de la crítica literaria en la prensa cultural permite rastrear ambas tendencias. Por un lado, se registra un discurso público que por momentos reconoce la importancia de la traducción pero valora negativamente o no registra siquiera a sus agentes. El lenguaje que lo expresa está impregnado de juicios negativos que lindan con la violencia verbal. Se trata de un tipo de discurso público que sin duda ya no sería aceptable: en el marco del actual auge de la traducción en la agenda cultural y académica, pocos podrían pronunciarse en los términos en que se expresaban públicamente los críticos de los suplementos culturales y las revistas literarias españolas de aquella época, aun cuando las condiciones del ejercicio de la práctica solo hayan cambiado de manera parcial y despareja en todo el área editorial hispanohablante. Por otro lado, se registra un movimiento de concientización profesional, manifiesto en prédicas y acciones concretas en favor de la agremiación y regulación de la situación legal del traductor de libros. La prensa del período registra el surgimiento de una comunidad discursiva de traductores en la esfera pública: primeras reuniones de traductores en Madrid, asociacionismo, gacetillas que difunden reclamos gremiales, entre otras acciones. Esta segunda tendencia, que convive en tensión con la primera, desembocó en el proceso de institucionalización de la práctica, a través de la creación o el afianzamiento de asociaciones profesionales; y de la disciplina traductológica, a través del desarrollo de la formación profesional en instituciones académicas de formación e investigación.
1. Un estado de la cuestión traductográfica, 1974-1983 Un panorama sobre la historia de la traducción en este período será necesario para establecer el escenario en que se inscribe la presencia de exiliados entre los traductores españoles a mediados de los años setenta y primeros ochenta. El panorama de los temas y problemas destacados por los estudiosos constituirá un punto de referencia de mi análisis de las representaciones de la traducción y del traductor en la prensa cultural. Fundamental a la hora de elaborar este panorama es el artículo pionero de
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Valentín García Yebra “La traducción a fines de siglo xx. Realidades y perspectivas”, publicado Traducción: Historia y Teoría (1994). Otra fuente de información relevante es la más reciente y voluminosa Historia de la traducción en España (2004) dirigida por Francisco Lafarga y Luis Pegenaute. Esta obra contiene dos capítulos de especial interés para una historia de traductores argentinos del exilio: “De la Guerra Civil al pasado inmediato” de Miguel Ángel Vega y “La situación actual” de Luis Pegenaute. Todas estas fuentes coinciden en caracterizar la situación traductográfica de la transición española a partir de los siguientes rasgos: el gran volumen de traducciones literarias, la consecuente discusión pública sobre la calidad de esas traducciones, la escasa valoración social de la práctica, las deficientes condiciones profesionales de los traductores y el registro de un proceso de institucionalización del campo, entre cuyos elementos se destaca la consolidación de asociaciones gremiales y centros de formación académica. Estos elementos se relacionan de manera causal: en esta etapa, que García Yebra enfáticamente denomina “edad de la traducción”, la calidad de las traducciones constituyó una problemática candente a raíz del “espectacular avance numérico” de la actividad traductora (García Yebra 1994: 152). Este incremento en la producción de traducciones habría contribuido a impulsar acciones destinadas a garantizar un “estándar de calidad”, como la promoción de la enseñanza de la traducción o la propuesta de una colegiatura. Aunque España se posicionaba como el segundo o tercer país productor de traducciones, según García Yebra, solía decirse que el volumen de traducciones registrado entre las décadas del setenta y del ochenta había crecido más que el de los “buenos traductores”. La explicación clásica para este fenómeno es “la infravaloración, fundada en la falsa idea de que la traducción es un trabajo intelectual de ínfima categoría. En general, los españoles estiman más una obra original mediocre […] que una traducción excepcional” (García Yebra 1994: 153). En el capítulo “De la Guerra Civil al pasado inmediato” de la Historia de la traducción en España, Miguel Ángel Vega relaciona el cuestionamiento de la jerarquía intelectual de la traducción —la “falsa idea” de su ínfimo valor intelectual— con una incipiente reflexión sobre la invisibilidad del traductor en ese período. La reflexión sobre la “invisibilidad” del traductor habría generado una conciencia social y profesional, que derivó en la promoción de acciones públicas y colectivas destinadas a revertir los efectos directos de esa depreciación profesional. Vega sitúa el afianzamiento del proceso de organización del campo y acción colectiva alrededor de los años ochenta (2004: 559). En síntesis, el giro en la valoración de la práctica y su agente estuvo vinculado —en una relación de causa y efecto— con un proceso de institucionalización y profesionalización del ámbito de la traducción. Ciertamente, durante la transición democrática, surgieron o se consolidaron en España instituciones que propiciaron la profesionalización de la actividad. Por un lado, los años setenta suponen la aparición de los primeros centros de enseñanza de
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traducción en España, proceso vinculado con un factor clave para entender el incremento de interés por la traducción: el acercamiento de España a la Unión Europea, que por entonces era el Mercado Común Europeo.1 Por otro, en cuanto a la consolidación de la conciencia y la identidad profesional, suele mencionarse la temprana formación de un cuerpo profesional, la Asociación Profesional de Traductores e Intérpretes (APETI), creada en Madrid en 1954.2 También se registra la creación en 1983 de la Sección Autónoma de Traductores de Libros de la Asociación Colegial de Escritores de España (ACE Traductores). Como parte de este proceso de constitución de un campo, deben considerarse asimismo la creación de premios nacionales de traducción, como el Premio de Traducción Fray Luis de León, otorgado entre 1956 y 1983; y la organización de los primeros eventos colectivos, como jornadas y congresos de traducción, nacionales e internacionales. Las revistas especializadas en traducción surgen en los noventa, aunque puede considerarse como antecedente el boletín de APETI, primer órgano de difusión gremial. Por último, ya a fines de los ochenta, la creación de la casa del Traductor de Tarazona en 1988 también se inscribe en este proceso de institucionalización del medio de los traductores en España. Otro dato general relevante para este panorama traductográfico que condiciona la escena de traducción en el exilio es el origen de las obras literarias traducidas y lo que Vega ha llamado la “estética traductográfica” dominante. En cuanto al origen, se registra la predominancia del inglés por sobre otras lenguas de traducción, en consonancia con la progresiva consolidación de su posición hipercentral en el sistema mundial de las traducciones (Heilbron 2010; Calvet 2007). El Instituto Nacional de Estadística proporciona datos elocuentes al respecto: en 1979 se habrían hecho en España 3114 traducciones del inglés, 1760 del francés, 716 de alemán, 608 del italiano, 36 del García Yebra menciona la fundación y consolidación de cinco instituciones educativas: el Centro Universitario de Cluny, vinculado con la Facultad de Filosofía y Letras del Instituto Católico de París, fundado en 1959-1960 y dedicado a la formación de intérpretes; la Escuela Universitaria de Traductores e Intérpretes de la Universidad Autónoma de Barcelona, creada en 1972; la Escuela de Traductores e Intérpretes de la Universidad de Granada, creada en 1979; el Instituto Universitario de Lenguas Modernas y Traductores de la Universidad Complutense de Madrid, fundado en 1974. En 1982 sus promotores crearon la Fundación Alfonso el Sabio, de cuyo seno nació el Centro Español de Investigación sobre la Traducción, proyecto fracasado por falta de financiamiento, que no obstante señala la emergencia de estudios traductológicos en España (1994: 164-167). 2 Un dato comparativo respecto de la situación del asociacionismo a escala europea y mundial: la Société Française des Traducteurs se creó en Francia en 1947; entre 1950 y 1960 ya se habían constituido asociaciones profesionales de traductores en la mayoría de los países europeos y en otros continentes. La Fédération Internationale des Traducteurs de la Unesco se fundó en París en 1953 y agrupó 35 asociaciones nacionales (García Yebra 1994: 161). 1
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portugués (García Yebra 1994: 158). Según García Yebra, 1524 habría sido el número de traducciones del inglés realizadas en 1967. Es decir, las traducciones de esa lengua se habrían duplicado en este período, demostrando así “la pujanza de la lengua inglesa y de la cultura que se expresa en ella” (1994: 158). La predominancia de traducciones del inglés en la península sigue registrándose en décadas posteriores. Este dato es relevante si se considera el actual proceso de entropía traductiva, por el cual el incremento en el volumen de traducciones va paradójicamente en detrimento de la diversidad cultural. En cuanto al segundo aspecto, el de la “estética” de las traducciones españolas entre la posguerra y el período del exilio argentino, Vega sostiene: [T]oda la traductografía española se ha hecho y se ha juzgado desde la estética de lo que Venuti llama la fluidez, es decir, desde la estética ortodoxa que exige transparencia del traductor. La estética imperante en la traductografía española se sitúa en las antípodas de aquel principio de “alienación” lingüística que Rosenzweig exigía a toda traducción, incluso de una carta comercial. Los españoles, que siempre hemos adaptado a nuestra idiosincrasia, incluso las grafías y fonéticas extranjeras […] hemos optado también por la naturalización del producto literario ajeno (Vega 2004: 567).
La reflexión de Vega sobre el “método de traducción” español, que está en la base de las adaptaciones y manipulaciones analizadas en capítulos anteriores, exhibe por omisión un dato más: los estudiosos de la traducción en España, con escasas excepciones,3 no han considerado el problema de las variedades internas del castellano como una cuestión central de la historia de la traducción hispanoamericana, contrariamente a lo que sucede en América Latina. Si bien la Historia de la traducción en España (2004) procura dar una visión representativa de su multiculturalidad al dedicar la segunda parte de la obra a la historia de la traducción en las culturas catalana, gallega y vasca, esa visión más vasta no se detiene en la circulación internacional de las traducciones hacia los mercados de América Latina, donde las estrategias de traducción aclimatadoras tienen efectos opuestos a la fluidez, es decir, donde se convierten en traducciones exotizantes. Tampoco se detiene en un dato aún más relevante: la cantidad ingente de traducciones producidas en América Latina e incorporadas a los catálogos de las editoriales españolas a finales del período estudiado, fenómeno que sin embargo dio mucho que hablar por aquellos años, como veremos en este capítulo. En la última década, Juan Jesús Zaro, catedrático de la Universidad de Málaga, ha desarrollado proyectos de investigación sobre la historia de las traducciones españolas en América Latina desde una perspectiva editorial. Su interés por la traducción de clásicos y su circulación transatlántica lo ha llevado a explorar la problemática lingüístico-identitaria, especialmente candente en Argentina y México (Zaro 2013a; 2013b). 3
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Antes de concluir este somero panorama, quisiéramos señalar dos cuestiones relacionadas con la posición de aquellos traductores argentinos emigrados que participaron tanto en el proceso de asociacionismo —Andrés Ehrenhaus o Mario Merlino— cuanto en la crítica de traducción en revistas culturales —Marcelo Cohen o Nora Catelli—. La primera cuestión se refiere al contenido de un debate librado en fechas recientes entre asociaciones de traductores peninsulares. Pese a ser una discusión relativamente actual, los argumentos esgrimidos pueden rastrearse hasta el período delimitado en nuestro corpus; el problema en torno al cual se constituye la contienda es el modo en que los traductores adquieren y legitiman socialmente sus saberes. La problemática del ejercicio profesional de la traducción condujo, y aun hoy en Argentina lo hace, al debate sobre la regulación de la práctica por un colegio profesional. Los partidarios de una colegiatura reivindican la obligatoriedad de contar con un título universitario específico para ejercer como traductor. De este modo, se regularía la profesión y pondría fin a la competencia desleal y al “intrusismo”. Sus detractores, en cambio, consideran que la “idiosincrasia de la labor traductora, sobre todo la literaria, hace que no se deba cerrar las puertas de su ejercicio a ninguna persona, independientemente de si cuenta o no con un título universitario, siempre y cuando sea digno hacedor de su oficio” (Pegenaute 2004: 595-596). Las asociaciones representantes de sendas posiciones fueron, respectivamente TRIAC (Traductors i intèrprets Associats pro Col·legi) y ACE Traductores (sección autónoma de traductores de libros de la Asociación Colegial de Escritores de España). Esta última habría intervenido en el debate mediante un documento en el cual se argumentaba lo siguiente: La pluralidad de la traducción literaria y de libros hace que sea un terreno multidisciplinar en el que cabe hallar personas que cuenten con licenciaturas muy dispares o que sean, sencillamente, autodidactas. El único modo de justificar la competencia necesaria para llevar a cabo este quehacer es el producto presentado. Por otra parte, el amplio bagaje cultural que se hace necesario para traducir literatura exige una interrelación entre la traducción, la filología y las humanidades en general (Pegenaute 2004: 595-596).
En el capítulo 7, dedicado a la figura del traductor argentino exiliado, mostraremos que la posición de ACE Traductores en esta discusión coincide con la posición inicial de numerosos traductores argentinos, en su mayoría autodidactas: “La traducción es —escribe Andrés Ehrenhaus— mal que le pese a muchos, una profesión de aquellas que todavía se aprende mejor en la calle que en ningún ámbito académico” (2012: 194-195). Sin embargo, la creación de instituciones académicas destinadas a enseñar a traducir extendió el campo laboral de los traductores autodidactas o de oficio, y creó un nuevo mercado para sus saberes específicos. La participación rentada de promotores
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del autodidactismo en instituciones académicas, muchas nacidas en el período de la transición y desarrolladas entre las décadas del ochenta y el noventa, exhibe una suerte de paradoja: si ningún buen traductor se “hace” en una academia pero todo “buen” traductor puede enseñar en una, entonces la traducción es una práctica que puede enseñarse en instituciones pero no aprenderse en ellas. No pocos argumentos del debate sobre la colegiatura, librado en España décadas atrás, siguen vigentes en la actual discusión sobre la Ley del Traductor en la Argentina (Fólica 2017).
2. Figuraciones del traductor y la traducción en la prensa Pese al diagnóstico de “invisibilidad” registrado en las fuentes secundarias, el análisis de revistas y suplementos culturales revela que la traducción y sus problemas fue un asunto harto discutido entre 1974 y 1983. En las páginas de la prensa periódica, se comentan libros traducidos, se hace crítica de traducciones, se relatan experiencias traductoras, se reivindican derechos, se debate con editores, se denuncia a correctores, se insulta a traductores, se exige flexibilidad lingüística y también mano dura lingüística. Todo ello a un mismo tiempo y, a menudo, en un mismo medio de comunicación. Es cierto que la crítica de traducciones solía ser valorativa y fundarse en lugares comunes, como señalaba García Yebra (1994: 167); pero en ocasiones también daba lugar a comentarios elaborados que revelaban un progresivo desarrollo de la reflexión crítica sobre la práctica y sus agentes. La mención de la traducción y del traductor en las reseñas bibliográficas no siempre se restringe a dos líneas anodinas o casuales al final de las reseñas. Por el contrario, llama la atención el nítido registro de la presencia del traductor detrás de los “errores” vislumbrados y cierta virulencia intencionada en el lenguaje adoptado por algunos críticos para referirse a ellos. Por lo demás, veremos que el comentario negativo de traducciones, por infundado y banal que pareciera en ocasiones, cumplía una función nada banal: cuestionar el avance y aun el predominio de una lógica netamente mercantil sobre la producción y circulación de los bienes culturales. En cuanto a los tópicos dominantes, la calidad de las traducciones aparece como tema recurrente, cuando no exclusivo, en la masa de textos que mencionan a la traducción y al traductor en la prensa. Si bien en el plano de lo explícitamente enunciado los términos más virulentos van dirigidos al traductor como individuo, subyace en esas condenas ad hominem la idea de una asociación inherente y espuria entre traducción e industria editorial. Sin embargo, paradójicamente, la tarea del traductor es comentada o condenada sin evaluar su posición en la cadena de producción del libro y, por tanto, sin considerar la virtual sucesión de “manipulaciones” obradas por el conjunto de los agentes que intervienen en las diferentes etapas de la producción de
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traducciones: desde el editor al armador, pasando por el revisor técnico y los distintos niveles de correcciones estilística. Dada su alta dependencia de los ritmos y condiciones de producción editorial, los libros “mal traducidos” ponían en evidencia los efectos de la mercantilización de los bienes culturales, especialmente dañosos para la literatura, concebida como una actividad noble cuya autonomía respecto de instancias heterónomas —la censura política o las leyes del mercado— constituía un valor incuestionable. De ahí que en los casos en que la traducción literaria aparece asociada con figuras de probidad incuestionada, es decir, desinteresados agentes de “la cultura” —traductores nacionales prestigiosos como José María Valverde, Julián Marías, Esther Benítez, Consuelo Berges, entre otros— la descalificación merma. Correlato de esta concepción sacralizada de la escritura directa, y sobre todo de la autoría en literatura, es la identificación del crítico con el autor del texto fuente. En ese sentido, pese a ser la crítica y la traducción dos prácticas dominadas en la jerarquía de las prácticas literarias —la doxa, recordemos, también dice que “el crítico es un escritor fracasado”—; pese a constituir ambas el oficio secundario de tantos escritores incompletamente profesionalizados, pese a realizarse ambas a cambio de dinero, la solidaridad del crítico de traducciones editoriales iba siempre dirigida al autor extranjero, representante de “la literatura”, en detrimento de la figura del traductor local, representante del mercado. El ideologema “ninguna traducción puede dañar una obra genial” viene a expresar esa concepción romántica de la obra literaria como encarnación del genio creador que subtiende el descrédito de traductores y traducciones, según Lawrence Venuti (1992). Pero no solo la precaria crítica de traducciones constituye un indicio de la visibilidad relativa de la práctica; su inscripción en la materialidad misma de los medios de prensa también lo es. Las principales revistas culturales catalanas —Camp de l’Arpa, El Viejo Topo o Quimera, entre las que tuvieron colaboradores latinoamericanos asiduos— destinaron un lugar al nombre del traductor en la diagramación de las secciones fijas dedicadas a reseñas de libros.4 Por eso, es difícil concluir que la invisibilidad o transparencia de la traducción constituyera un rasgo marcado en aquellos años, si por “invisibilidad” entendemos la ausencia de registro en soportes, reseñas y comentarios, y no un efecto de transparencia textual. Por el contrario, se verifica una poderosa conciencia impresa de la mediación traductora, y que a menudo las voces que la expresaron procedían del colectivo emigrado, en el cual como se ha visto la industria española reclutó no pocos traductores. Desde fines de los setenta, algunos grandes periódicos se habían comprometido a mencionar el nombre del traductor en las reseñas de libros. Este compromiso no siempre se sostuvo como demuestra la controversia registrada en las páginas de El País entre el escritor-traductor Manuel Serrat Crespo y el periodista Rafael Conte (de la Serna 1988). 4
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El criterio de selección de las reseñas que a continuación analizamos apunta a exhibir la vinculación entre la crítica de traducciones y la presencia de emigrados rioplatenses en la prensa española, en particular catalana. Ese cruce, como vimos en el capítulo sobre importación de Novela Negra, puede leerse en las páginas de Camp de l’Arpa, El Viejo Topo, Quimera, Triunfo, La Vanguardia o El País, en las que se reiteran nombres de intelectuales y escritores latinoamericanos: Horacio Vázquez-Rial, Susana Constante, Antonio Tello, Cristina Peri Rossi, Homero Alsina Thevenet, Ángel Rama, Ernesto Ayala Dip, Marcelo Covián, Ana Basualdo, Nora Catelli, Ana María Gargatagli, Marcelo Cohen, Juan Martini, Álvaro Abós, Eduardo Goligorsky, entre otros. En esas revistas también se publicaron dossiers temáticos sobre traducción5 y dossiers sobre literatura traducida a cargo de escritores latinoamericanos: Marcelo Cohen contribuyó a la importación de literatura anglosajona e italiana con “En busca de Salinger” (1977), “La soledad en las colinas: sobre Césare Pavese” (1978) y “En la cabeza de un alfiler: sobre los cuentos de William Faulkner” (1979); Horacio Vázquez-Rial escribió sobre literatura rusa en “Dostoyevski y Gorki: realismo ante el capitalismo y realismo ante la revolución” (1980) y Cristina Peri Rossi, traductora de Clarice Lispector y Fernando Gabeira, impulsó la difusión de la literatura del Brasil con un trabajo panorámico titulado “Introducción a la literatura brasileña” (1979). Entre las traducciones literarias realizadas por argentinos en Camp de l’Arpa, por ejemplo, figuran tres poemas de Cesare Pavese en traducción realizada por Ernesto Ayala Dip (“La casa”, del italiano, y “Último blues, para ser leído algún día”, del inglés) y Horacio Vázquez-Rial (“A C. de C.”, del inglés), así como un avance de la traducción de Zona de Guillaume Apollinaire, realizada por Susana Constante y Alberto Cousté, acompañada de un ensayo de Constante sobre Apollinaire.
3. Variaciones críticas: del escarnio a la institucionalización La mención de la traducción y del traductor en los medios impresos españoles entre 1974 y 1983 podría organizarse en cinco grandes grupos textuales: reseñas de libros, noticias sobre cuestiones gremiales e institucionales, testimonios de traductores —entrevistas, textos de opinión, ensayos autobiográficos, cartas de lectores—, dossiers sobre literatura traducida y ensayos teóricos sobre la traducción, a menudo acompañados de fragmentos de traducciones. Mediante un recorrido analítico Por ejemplo, el dossier “Traducción/Transcreación”, publicado en el nº 9-10 de la revista Quimera (1981), que reunía novedosas reflexiones sobre la práctica: “De la traducción como creación y como crítica” del poeta concreto brasileño Haroldo de Campos, traducido por Julián Ríos, y “Transjugando desde el otro hombre”, de Gérard de Cortanze, poeta, crítico y traductor francés de la obra de Vicente Huidobro en 1976, traducido por Martín Caparrós. 5
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ilustrativo de estos tipos textuales, intentamos reconstruir el estado de cosas en el campo de las traducciones. El relevo de discursos y contra-discursos, recurrencias tópicas, representaciones dóxicas e imágenes innovadoras, permitirá establecer un mapa de la discursividad traductiva. 3.1. Reseñas y comentarios de traducciones En el marco de la tipología textual sugerida, el primer grupo se compone de reseñas de obras literarias: extensas, en secciones móviles o columnas fijas en los grandes periódicos; breves, en secciones fijas de comentario de libros, en particular en revistas culturales como Camp de l’Arpa (sección “Los libros”), El Viejo Topo (sección de reseñas) y Quimera (sección “Fichas de lectura”). En este tipo de textos podrán relevarse concepciones dóxicas de la traducción, comentarios polémicos y reflexiones argumentadas. Se advierten asimismo casos de recurso al cotejo con el texto fuente como método analítico. Las reseñas de libros traducidos pueden clasificarse a su vez en dos clases: 1) comentarios sin mención de la traducción o del traductor; en estos casos puede hablarse de “invisibilidad” en los términos de Vega, pues la mediación no es percibida o explicitada en la reseña;6 y 2) comentarios de libros traducidos con mención de la traducción, por lo general juicios de valor que versan sobre la calidad del producto. Esta clase de reseñas tiene a su vez dos modalidades: aquellas que cuestionan la calidad de las traducciones sin argumentos probatorios y aquellas que cuestionan la traducción fundamentando la crítica, y en ciertos casos recurriendo al cotejo como método demostrativo. Sin embargo, obviamente estas modalidades nunca aparecen en forma pura. Comenzaremos por un texto que proporciona un indicio indirecto del clima de recepción de traducciones y del horizonte de producción crítica de la época. Se trata de una reseña laudatoria a una traducción de Ángel Crespo, 7 titulada “Una gran traducción del Dante” y firmada por el ensayista e historiador del arte Ángel González García. Allí puede leerse: Un ejemplo de esta clase de textos es una reseña de La ventana siniestra, de Raymond Chandler, en traducción del argentino Eduardo Goligorsky. Escrita por Fernando Samaniego y titulada “Un detective privado llamado Marlowe”, ni el texto de la reseña ni la ficha técnica mencionan el nombre del traductor ni el dato de que se trata de una reedición: “La traducción de la novela coincide con la publicación, por la misma editorial, de una biografía del autor escrita por Frank MacShane” (Samaniego 1977). En realidad, aquello que coincide con la publicación de la biografía de Chandler es la reedición y no la traducción, publicada por primera vez en 1962 por la Compañía General Fabril Editora, la editorial de Jacobo Muchnik. 7 Reseña de la traducción Dante Alighieri, Comedia. Purgatorio. Traducción, prólogo y notas de Ángel Crespo, Barcelona, Seix Barral, 1976. 6
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En 1973 Ángel Crespo sorprendía nuestro razonable escepticismo de lectores una y otra vez traicionados o estafados con una espléndida traducción del Infierno del Dante […]. Claro que, si nos empeñamos, encontraremos en esta traducción [del Purgatorio] de Ángel Crespo más de un desmayo, pero al fin son disculpables en un trabajo que cuenta como no pequeño mérito haber conservado fielmente algo que casi siempre se le escamotea a Dante: la desenvoltura y ferocidad de su lenguaje (González García 1976).
Este comentario constituye la explicitación de una expectativa de lectura. Esa expectativa se presenta como un prejuicio “razonable” que anticipa un engaño fundado en la repetición de una experiencia negativa, el “una y otra vez” de la estafa que por motivos diversos denunciaban los críticos de la revista Gimlet (véase Capítulo 4). Ese horizonte de lectura diseña a su vez un primer perfil de crítico de traducciones: no un lector atento que escribe su lectura, sino un consumidor autorizado al reclamo. Pues, si la “traición” es una falta a un compromiso de lealtad, voluntaria o no, la “estafa” constituye un delito contra la propiedad mediante engaño y con ánimo de lucro. Y ¿qué título de propiedad ha adquirido el crítico para considerarse víctima de tal delito? El crítico-lector es “estafado” en virtud de su autoridad delegada sobre la autoría primera —la autoría como propiedad intelectual y moral—. Es decir, el crítico no es solo un lector profesional, sino que se ha identificado con la autoría primera, y hace las veces de vicario del autor y albacea de su obra, con facultades judiciales y funciones policiales: se “empeña” en el hallazgo de pruebas del delito, está al acecho del defecto y “disculpa” o atenúa la pena si las circunstancias —un “no pequeño mérito”— lo justifican. Si bien el crítico se mantiene fuera de la esfera de la estafa, no requiere credenciales ni pruebas textuales para alegar “grandeza” o “desmayos” en una traducción. Sin embargo, se intuye que la traducción de Ángel Crespo es “espléndida” porque coincide con la lectura del crítico, a saber, su convicción de que el original fue escrito con “desenvoltura y ferocidad”. El argumento de autoridad —la propia, la delegada— fundado en juicios impresivos —“esplendor”, “desenvoltura” o “ferocidad”— sustituye aquí todo sistema probatorio basado en ejemplos textuales y categorías de análisis claras. Sea como fuere, la explicitación de ese horizonte de lectura revela una nítida conciencia de la mediación: no hay “invisibilidad” de la traducción sino una visibilidad selectiva manifiesta en la expectativa de la falla. Esta parece ser una entrada posible al universo de la crítica de traducciones en el período. En la línea de las reseñas críticas con mención de la traducción, cuestionamiento de su calidad pero ausencia de argumentos y citas probatorios, se sitúan los textos del periodista de El País, crítico de cine y cineasta Augusto M. [Martínez] Torres. La presentación de estas reseñas tiene el interés añadido de estar referidas a la importación de género policial a través de la creación de colecciones dedicadas al género negro, como la colección Serie
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Novela Negra de Bruguera, el caso testigo desarrollado en el capítulo anterior. Así, en 1978, reseñando una obra de Boris Vian, M. Torres lamentaba que “en la actualidad se le sig[a] conociendo mucho más por haber escrito Escupiré sobre vuestra tumba que por cualquier otro de sus trabajos, como una vez más prueba el hecho de que la mal editada y peor traducida versión castellana se haya agotado, sin necesidad de la menor publicidad, en muy poco tiempo” (Torres 1978); y, en 1979, en una reseña dedicada a analizar las estrechas “relaciones entre ‘cine negro’ y ‘novela negra’”, M. Torres, especialista en cine, aborda el caso de la transposición cinematográfica de La jungla de asfalto de W. R. Burnett, de cuya traducción en la Serie Negra de la editorial Planeta opinaba: [L]a reedición realizada hace unos meses tiene especial interés por aparecer en una etapa de máxima difusión de la “novela negra” en nuestro país y tratarse de una obra clave de un autor de primera línea que hoy está demasiado olvidado. Aunque es una pena que se haya empleado la misma apresurada, inconsistente y casi ilegible traducción que se hizo hace años para esta reedición (Torres 1979).
Sabemos que “una vez más” la traducción constituye un engaño: “mal editada y peor traducida”, “discutible la selección de títulos”, “apresurada, inconsistente y casi ilegible traducción”. Pero no sabemos aún cuál es el fundamento del (dis)valor, es decir, en qué consiste esa ilegibilidad de los textos, su inconsistencia. Si seguimos leyendo, un atisbo de respuesta llega cuando M. Torres analiza los motivos por los cuales hasta entonces han fracasado todos los intentos de importar el género negro en España. Mientras que las novelas de Agatha Christie se reeditaban sin cesar, explica Torres, dos colecciones de novela negra dejaban de publicarse antes de lograr el objetivo: la Serie Negra de Distribuciones de Enlace y las Selecciones del Séptimo Círculo, de Alianza Editorial. Y aquí el crítico arriesga una respuesta: Se objetará que las traducciones eran malas y discutible la selección de títulos. Ahora, por motivos difíciles de explicar porque la selección de títulos sigue bordeando el caos y las traducciones siguen siendo malas, finalmente parece haber aparecido un público consumidor de la colección Novela Negra de Editorial Bruguera (Torres 1979).
En vista del origen argentino de las traducciones del Séptimo Círculo, dirigida por dos escritores argentinos (Borges y Bioy) que se preciaban de cuidar las traducciones; y, puesto que, hasta 1979, la Serie Novela Negra de Bruguera ya había reeditado numerosas traducciones argentinas, entre las cuales no pocas también procedían del fondo de la editorial argentina Emecé, es lícito conjeturar que “malas” aquí significa no adecuadas a la “estética traductográfica” tal como la caracteriza Miguel Ángel Vega:
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conforme a las normas de la cultura receptora, que a fin de cuentas, desde la perspectiva del reseñista, era la española. Por cierto, esta es solo una hipótesis; y es muy probable que esa clase de juicios no tuvieran mayor fundamento que el consenso tácito de los lugares comunes, y por tanto no tuviera ni requiriera justificación para los lectores. Hasta aquí, el análisis de los textos conduce a un dato sobre la posición del crítico frente al mercado: a fines de los setenta el crítico literario en los medios de prensa no aparece aún como un mero publicista al servicio de empresas editoriales, es decir, no formula argumentos de venta —más bien lo contrario—. El crítico parece querer el “bien” de la literatura, defender una moral de las obras más allá de la propaganda comercial. De hecho, se adivina una controversia con el polo editorial, pues en este caso el cuestionamiento apunta al proceso de importación en su conjunto, no al traductor individual —se mencionan traducciones, no traductores—. En efecto, la traducción no tiene otro agente que el aparato editorial, es decir, “traduce Bruguera”, “traduce Alianza”. Se trata de un ejemplo de máxima asociación de la práctica de la traducción con el empresariado que la encarga y financia. Esta asociación directa quizá deba leerse como un efecto de “importación” masiva de un género, operación asociada antes con el aparato importador en su conjunto que con figuras de traductores-consagradores individuales. En el caso de la importación de novela negra en España, los traductores no parecen haber tenido un peso nominal que ameritara su identificación individualizada, como se ha visto en el capítulo precedente. Un caso inverso, es decir, un caso en que posibles, y aun probables, decisiones editoriales son adjudicadas en bloque al traductor individual, puede hallarse en la reseña del escritor argentino Marcos-Ricardo Barnatán a la traducción de la obra completa de Hölderlin8 titulada “La realidad enigmática de Hölderlin”. El traductor, compatriota del crítico, es el poeta argentino Federico Gorbea, radicado en Cataluña, futuro traductor de Villon (Ediciones 29 1979), Prévert (Lumen 1979), Mallarmé (Plaza & Janés 1982). La falla señalada aquí apunta a la selección del material traducido: [En la obra completa] aunque no tan completa como su título anuncia, se ha publicado por fin la versión castellana de la inmensa mayoría de los poemas de Hölderlin, dispersos hasta ahora en las traducciones de Cernuda (Visor. Madrid, 1974), Silvetti Paz (Sudamericana. Buenos Aires, 1972) y Mínguez (Plaza & Janés. Barcelona, 1975), entre otros acercamientos parciales a la obra del gran poeta alemán. La tarea no es fácil, y tan solo el esfuerzo de la empresa puede justificar la ausencia de algunos de los poemas de la locura hölderliniana que, pese a estar harto ordenados, reproducidos e incluso traducidos, nuestro nuevo traductor olvida (Barnatán 1977).
Se trata de la obra Poesía Completa. Edición bilingüe de Friedrich Hölderlin traducida por Federico Gorbea en 1977 para Ediciones 29. 8
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Este fragmento exhibe dos cuestiones relevantes: 1) se atribuye la selección de los materiales al traductor; sin embargo, de los datos consignados en la reseña no puede deducirse si se trató de una propuesta del traductor al editor o de un encargo editorial y, en caso de ser un encargo editorial, en qué momento del encargo intervino el traductor; la respuesta a esas preguntas no tiene, en verdad, ninguna importancia. Lo relevante es que el crítico no las haya planteado, como si desconociera el funcionamiento del proceso de producción editorial;9 2) pese a mencionar la figura del traductor, el nombre propio es sustituido por un sintagma elusivo “nuestro nuevo traductor”, que evoca el hastiado “una y otra vez” de la estafa. La pregunta que se impone es: ¿por qué atribuir la selección de los materiales al traductor? Respuesta verosímil: porque es incompleta. En las críticas analizadas hasta aquí, la figura del traductor se deduce por sustracción, emerge allí donde algo falla en la lectura; porque la “materialidad” del traductor se pone paradójicamente de manifiesto en las incómodas pruebas de la defección del original, en las señales de su ausencia. Prueba de ello es que la conciencia omniexplicativa de la figura del traductor-que-siempre-falla —en este caso falla por “olvido”, condescendientemente “perdonado” conforme a las funciones vicarias del crítico— convive y contrasta con el borrado total de la mediación traductora a la hora de ponderar la escritura del autor fuente: “El poeta escribe aún versos luminosos que triunfan, como la primavera, desintegrando las sombras, derritiendo el hielo negro del invierno” (Barnatán 1977). Aquí caben dos interpretaciones. O bien el crítico está leyendo el original. O bien el rastro del traductor pierde consistencia allí donde los “versos luminosos” del autor triunfan. Este caso confirma nuevamente la hipótesis: el problema no es la “invisibilidad” de la práctica y su agente, sino el registro selectivo de su presencia. Ahora bien, no solo la omisión o la sola identificación en la falla señalaban cierto desdén social por la figura del mediador cultural que es el traductor, también términos lindantes con la injuria caracterizan su mención en las páginas de la prensa del período. Un notorio caso de deslizamiento hacia el agravio aparece en la reseña de Ramón Alpuente, alias “Moncho” Alpuente, escritor, músico de rock y periodista de El País. El título de su reseña, más que elocuente, “Boris Vian, ¿traducción o En 1982, en el nº 18 de la revista Quimera, la sección “Cartas al director” publica un descargo de la editorial Icaria en respuesta a la crítica negativa del escritor-traductor argentino Horacio Vázquez-Rial sobre una compilación de textos de Paul Eluard, El poeta y su sombra. Vázquez-Rial objetaba la selección de poemas y algunos contenidos del aparato crítico. La respuesta de los editores de Icaria ilustra nuestra discusión: “Hemos respetado enteramente los criterios de la edición francesa (Editions Seghers, 1963-79) y la nota editorial a la que alude su colaborador corresponde a aquella. No hay duda que siempre es arriesgada, y a veces ciertamente discutible, la publicación de antologías no preparadas por el autor” ni, por cierto, por el traductor. 9
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venganza?” pone en clave irónica las ideaciones que asociaban la traducción con diversas formas del mal, la falla moral o el crimen: Boris Vian odiado y menospreciado por los críticos de su tiempo y alabado por los críticos de este tiempo, en muchas ocasiones los mismos (Vian murió en 1959; los críticos han sobrevivido), Boris Vian, que se burlara incluso de su propia muerte, ha sido burlado entre nosotros con una burla desmañada y estúpida, una broma pesada sin gracia alguna. La broma ha consistido en la edición de un libro biográfico con antología de textos que, bajo el título de Boris Vian por Jean Clouzet, se acaba de poner a la venta bajo la responsabilidad de una editorial que hasta ahora había mantenido una envidiable línea de inquietud e interés hacia áreas ignoradas (Alpuente 1976).
Novedosa, y algo paranoica, es la idea de que una traducción pueda constituir, no ya la consabida traición, sino una “venganza” del traductor, en este caso, contra un Boris Vian marginal y heroicamente negado a integrar los “paraísos de purpurina” de los “sancta sanctorum apolillados” de la crítica oficial (Alpuente 1976). Pero eso no era todo: Alpuente redobla la apuesta de la descalificación al describir al traductor de Vian, o mejor dicho a su traductora, ya no como un traidor, un estafador o un simulador, sino sencillamente como un imbécil que ha producido un “monumento a la imbecilidad”, una “burla desmañada y estúpida”. Alpuente registra por cotejo una serie de calcos léxicos, de los que fácilmente se deduce desconocimiento de algunas expresiones en francés. El descubrimiento lleva al crítico a considerar que los textos de Vian fueron “ferozmente masacrados por una traducción en la que todo aparece trastocado e incluso las palabras más evidentes adquieren curiosos significados” (Alpuente 1976). Si bien el cuerpo de la reseña no lo menciona, la autora del “monumento a la imbecilidad” es María Luz Melcón, alias Mary Luz Melcón, escritora asturiana que en 1976 apenas tenía un antecedente comprobable como traductora de libros: Novalis, Hoffmann, Jean-Paul: Alemania romántica II de Marcel Brion, traducción publicada por Barral Editores en 1973. En 1971, Melcón había ganado el I Premio Barral de Novela por su obra Celia muerde la manzana (Barral Editores 1972);10 si bien el premio fue otorgado ex aequo, la dotación económica fue para el otro ganador, Haroldo Conti. El encargo de una traducción para Barral Editores en 1973 tiene, así, toda la apariencia de un premio consuelo. Este dato podría parecer una mera curiosidad pero no lo es: constituye un indicio claro de la responsabilidad de los editores en la El jurado que seleccionó su novela estuvo compuesto por “literatos de tanta relevancia como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Juan García Hortelano, José María Castellet, el mismo Carlos Barral […]. Celia muerde la manzana supuso para mí entrar por la puerta grande en el ámbito de la literatura española” (Ordaz 2009). 10
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contratación de traductores inexpertos y, a la luz de las declaraciones de Tusquets y Barral consignadas al inicio de este capítulo, pone de manifiesto el doble discurso de las patronales respecto de los “malos traductores”.11 Las reseñas abordadas hasta aquí revelan una serie de cuestiones importantes para caracterizar la crítica de traducciones en este período. En primer lugar, en cuanto a la forma, el lenguaje para referirse a las traducciones es lícitamente agresivo; los juicios no requieren argumentaciones, descripciones, explicaciones literarias, teóricas o históricas. El crítico denuncia “errores de traducción” pero se abstiene de “investigar sobre los mecanismos que han llevado” a producirlos, como reconoce Alpuente (1976). En segundo lugar, en cuanto al agente, los críticos de traducciones no parecen ser especialistas en idiomas, en traducción o siquiera en literatura extranjera. Los agentes de la crítica se reclutaban legítimamente en el mundo del cine, la historia del arte o el rock. Se deduce que tanto los traductores como quienes comentan obras traducidas podían prescindir de una formación específica. Esta no es, sin embargo, la única figura de crítico de traducciones registrada en nuestro corpus. Las reseñas de libros en revistas culturales proporcionan ejemplos de críticas de traducciones producidas por agentes culturales vinculados con el ámbito de la traducción, la filología o la literatura extranjera. Nos serviremos aquí de una muestra extraída de la sección “Los libros” de la revista Quimera. Se trata de un comentario de Nora Catelli sobre la traducción de La copa dorada de Henry James, traducida por Andrés Bosch en 1981 para Planeta: En cuanto a la traducción es preciso decir que es verdaderamente lamentable: apresurada, poco cuidadosa, áspera en la resolución de la enrevesada y ardua frase de James. El traductor se obstina en acabar con la tan mentada ambigüedad jamesiana zanjando sus oscuridades con tajantes inventos. Dos ejemplos servirán para ilustrar las consecuencias de un trabajo caracterizado por el apresuramiento: La desesperada reflexión de Maggie, al final del libro: “It’s terrible —her memories prompted her to speak. I see it’s always terrible for Women—”, se convierte en un lacónico: “La vida (?) siempre es terrible para las mujeres”. […] La traducción perjudica seriamente al texto y convierte su lectura en un ejercicio incómodo, merced a unas dificultades que no provienen de James y sí más bien de ese cúmulo de factores (apresuramiento, pobreza de medios y falta de reconocimiento del papel y la jerarquía del traductor) que convierten casi en un milagro la aparición, en nuestro medio, de una “buena traducción” (Catelli 1981: 61-62). 11 La reseña de Alpuente demuestra, asimismo, que ningún premio literario, aun otorgado por el más eximio jurado, garantizaba la “calidad” de una traducción o su identificación como “buena traducción”; y prueba que el ideologema “los mejores traductores son los escritores” no siempre resiste un análisis descriptivo.
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Si bien el texto de Catelli confirma el horizonte de expectativas antes registrado —el “milagro” constituye un acontecimiento que revierte el “una y otra vez” de la estafa—, introduce una novedad al proponer una explicación de los “mecanismos” productores de “malas” traducciones: racionalización de la “ardua frase de James”, “apresuramiento, pobreza de medios y la falta de reconocimiento del papel y la jerarquía del traductor”. Al propugnar la rejerarquización de la práctica traductora y fundamentar el comentario mediante cotejo y ejemplos textuales, la traducción es tratada como “texto” susceptible de análisis e interpretación como cualquier “original”. De ese modo, Catelli no solo propugna la rejerarquización de la práctica traductora sino que también realza el papel del crítico de traducciones al fundamentar sus juicios en un análisis textual. El papel del crítico se rejerarquiza porque de algún modo se produce “desde adentro”: ese querer el bien de la literatura, que trasluce en los textos antes analizados, se ha extendido a la traducción literaria. Clamar por la rejerarquización de la práctica implica reconocerla como una práctica literaria, dominada quizá, pero ya no como un mero subproducto comercial. Podría decirse que Catelli introduce una novedad: el “deseo de traducción” en el comentario crítico. Por cierto, la posición de Catelli no era episódica sino producto de una reflexión sostenida sobre la teoría y la historia de la práctica; en la década del noventa, ese interés quedaría plasmado en una antología pionera de textos hispanoamericanos sobre la traducción, compilada y comentada en colaboración con Ana María Gargatagli: El tabaco que fumaba Plinio. Escenas de la traducción en España y América: relatos, leyes y reflexiones sobre los otros (véase capítulo 7).12 Antes de abordar este segundo tipo textual identificado en el corpus, parece necesario relativizar las posiciones aquí descritas para evitar componer un panorama simplificado e ingenuo del horizonte en que se desarrolla la crítica de traducciones en general, y la crítica de la variedad de lengua en particular; no se trata de un terreno dicotomizado entre detractores de la “mala” traducción y defensores de los “pobres traductores buenos”, como los llamaba García Márquez en 1982, seres dignos de conmiseración y tutela. Tampoco se trata de que los traductores fueran pasivos blancos del desdén de los críticos literarios. Las representaciones dóxicas sobre la traducción a menudo proceden del centro del campo. En este sentido, ilustrativo resulta un artículo publicado en mayo de 1978 en la revista literaria Camp de l’Arpa, cuyo autor, hoy consagrado traductor, por entonces iniciaba su trayectoria. El artículo de Miguel Sáenz, titulado —¿por quién?— “Se necesitan traidores, escritores fracasados, alcahuetes (con conocimiento de alemán)” (Sáenz 1978: 20-24), comienza constatando La inquietud compartida por los vínculos culturales entre América y España no era ajena a su condición de exiliadas, según expresó Catelli en su participación como homenajeada del ACNUR el Día Mundial del Refugiado, dedicado en 2002 a las “mujeres refugiadas” (Catelli 2002). 12
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un problema editorial. Como el artículo denuncia un vacío en la importación de literatura alemana, era lícito esperar de él una reflexión sobre el aparato importador en su conjunto y las múltiples instancias responsables de la selección de la literatura extranjera: críticos literarios especializados o profesores de literatura alemana, directores de colección, editores y editoriales, viajeros, intelectuales exiliados, hablantes bilingües, es decir, una reflexión sobre el estado de las transferencias culturales entre España y Alemania. En su lugar, hallamos una explicación reductiva que atribuye un poder inmenso a un solo agente: el traductor. ¿Pero qué responsabilidad tenían los traductores en esta ocasión? La más ontológicamente improbable: los traductores de alemán tienen la culpa de no existir. Escribe Miguel Sáenz: La culpa es de los traductores. O más bien de su ausencia: no hay traductores de alemán. Y eso que los editores tienen la equivocada creencia […] de que el traductor de alemán, por lo general, sabe alemán, a diferencia de lo que ocurre con tanto pretendido traductor de inglés… Hacen falta traidores (según el clásico dicharacho), escritores frustrados (como digo yo) o proxenetas (como decía Goethe). Los salarios de hambre de las editoriales pueden ser una explicación de la actual penuria pero no son la única explicación. (¿Es seguro que, si pagasen bien, comenzarían a aparecer de repente?) (1978).
Este artículo, destinado a describir el campo de la literatura alemana en lengua española e introducir algunas reflexiones sobre la propia traducción de El rodaballo de Günter Grass, condensa diversas representaciones dóxicas sobre la traducción e interviene en una discusión clave en ese momento: la relación entre los “salarios de hambre” y la calidad de las traducciones. En primer lugar, en cuanto a las representaciones de la práctica, desde su título, el ensayo interpela por las imágenes elegidas para definir al traductor: traidores, escritores fracasados y alcahuetes. Estos términos confirman el grado de agresividad lícito en la expresión pública de la imaginería sobre la traducción; es decir, no transgreden el umbral de lo discursivamente aceptable e imprimible. Algunos autores han explicado estas descalificaciones alegando una anacrónica distancia irónica (Peña Martín 2010). Sin embargo, la puesta en circulación de representaciones colectivas que asocian la práctica traductora con formas delictivas —la estafa, el proxenetismo—, fallas morales —la traición, el engaño— y minusvalías intelectuales —la imbecilidad, la estupidez— no puede ser explicada como hecho aislado u opción individual; es preciso, antes bien, reinscribirlas en el imaginario que permite deducir una concepción de la traducción. Si bien las múltiples representaciones de la traducción atraviesan la historia de la práctica desde Cicerón, no todas lo hacen a un mismo tiempo. Como señala Antoine Berman (1999: 20-21), las metáforas e imágenes de la traducción tienen su propio horizonte histórico, y a él se refieren.
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No se trata, por tanto, de hacer acopio de esas representaciones como si estuvieran al margen de toda contingencia, sino que es preciso insertarlas en sus condiciones sociales de emergencia y posibilidad. Proponemos, entonces, atender al hecho de que, en el contexto de la crítica del período, un titular en el cual se aglomeran tres imágenes en extremo negativas del traductor resulta editorialmente factible y socialmente enunciable, tanto para los colaboradores cuanto para los lectores de una de las revistas literarias más importantes de la transición. Para comprender la dimensión de este hecho, y su naturalización, basta pensar que nada semejante podría haberse enunciado públicamente si se hubiera tratado de autores de escrituras directas: poetas, novelistas, ensayistas. Ahora bien, remitir las representaciones del traductor a sus condiciones de enunciación o reenunciación —en el caso de imágenes con tradición discursiva—, también implica establecer la identidad diferencial de sus enunciadores: ¿qué distingue a la autora del “monumento a la imbecilidad” de un traductor con autoridad suficiente, aun en el inicio de su trayectoria, para firmar un artículo poblado de imágenes en apariencia auto-deslegitimantes que no afectan, no obstante, la credibilidad de su propia enunciación? La dirección de la crítica, por comenzar. En el caso de Sáenz, la virulencia verbal procede del centro del campo literario —Camp de l’Arpa— hacia su periferia —la oscura masa de “pretendidos” y anónimos traductores, de donde se presume proceden mayoritariamente los “malos” traductores que impostan conocimientos de idiomas—. Al postular la inexistencia de traductores de alemán, Sáenz no describía un estado de cosas sino que llevaba a cabo un gesto polémico, en su máxima expresión: el borrado del adversario. En efecto, en 1981, la misma Camp de l’Arpa publicó una bibliografía de las traducciones de Thomas Mann. Ese material constituye una prueba contundente de la existencia de traductores literarios de alemán en el período de producción del artículo firmado por Sáenz.13 Se trata, por tanto, de una crítica endogámica que muestra la participación activa de los traductores en la difusión de representaciones polémicas sobre la práctica y sus congéneres, o más específicamente la participación activa de ciertos traductores, con cierta posición dentro del campo emergente de la traducción, con cierto acceso a los A continuación, los nombres de traductores de alemán consignados en Camp de l’Arpa: Juana Moreno, María José Sobejano, Francisco Payarols, Francisco Ayala, Alberto Luis Bixio, José María Carradell, Mario Verdaguer, Martín Rivas, R. Crespo Crespo, cuyas traducciones fueron publicadas por editoriales catalanas aunque no todos ellos fueran traductores españoles; nombres a los que podrían sumarse los del prestigioso Julián Marías, Carlos Gerhard, Alberto Clavería, Mariano y Rafael Orta Manzano, y aun José María Valverde, entre los traductores españoles del alemán al castellano; entre los traductores españoles del alemán al catalán, en 1978, ya podía registrarse el nombre de Jordi Llovet, cuya traducción al catalán de Die Verwandlung [La transformació] de Kakfa estuvo en el inicio de su extensa trayectoria como traductor del alemán, del francés y del inglés al catalán. 13
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medios impresos. En su investigación sobre los importadores de literatura extranjera en la Francia de entreguerras, Blaise Wilfert detecta esa descalificación de los propios congéneres: “los traductores y los importadores más dotados no cesaban de quejarse de la escasa calidad de los trabajos de los demás, y a toda costa procuraban desolidarizarse de ellos afirmando, contra toda norma profesional independiente, que un buen traductor debía ser primero un buen escritor francés” (Wilfert 2002: 37). El gesto de poner en duda la competencia de los traductores de inglés —sin distinción, sin nombres propios—, de negar de plano la existencia de traductores de alemán —es decir, dar a entender que los realmente existentes no son traductores o no saben alemán—, y compararlos a todos con delincuentes o marginales sociales indica que el fenómeno percibido por Wilfert se da también en la España de los últimos setenta. Aquello en lo que se diferencia, y que contradice la representación del escritor como traductor egregio, es la imagen según la cual la práctica de la escritura indirecta adviene allí donde ha fracasado una vocación literaria o no se ha cumplido su total profesionalización, entendiendo entonces “fracaso” en términos económicos. El segundo punto relevante en el artículo de Sáenz es el que introduce la pregunta retórica: “¿Es seguro que, si pagasen bien, [los traductores de alemán] comenzarían a aparecer de repente?” (1978: 23). Esta pregunta permite conectar este texto con tres cuestiones muy presentes en el debate público: la relación entre “mala calidad” de las traducciones, profesionalización y condiciones laborales del traductor de libros, y la necesidad de impulsar la creación de centros académicos de formación profesional. Antes de abordar esta discusión a través de sus textos, proponemos reformular la pregunta de Sáenz: ¿de qué modo se relacionan las representaciones colectivas de las prácticas con las condiciones sociales en que éstas se desenvuelven? O, más claramente, ¿cómo podía un colectivo de “proxenetas”, “traidores”, “ladrones”, “simuladores” e “imbéciles” adquirir el estatus social de “trabajadores intelectuales” que paradójicamente se reclamaba para ellos? 3.2. Institucionalizar para existir: asociacionismo y derechos de los traductores Simultáneamente a las críticas centradas en valoraciones negativas, aparecen en las secciones culturales de los grandes periódicos de Barcelona y Madrid, como La Vanguardia o El País, artículos dedicados a informar sobre la situación profesional de los traductores. La prensa dio cuenta del proceso de institucionalización en curso comunicando el trabajo de las asociaciones gremiales; la convocatoria a congresos, jornadas y seminarios nacionales e internacionales; el surgimiento de academias universitarias o la concesión de premios de traducción. También se publicaron textos en primera persona referidos a la experiencia profesional de traductores destacados, tales como Consuelo Berges, Esther Benítez, José María Valverde o Julián Marías, quien
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en una conferencia realizada en el Instituto de Lenguas Modernas y Traductores de la Universidad Complutense lamentaría “el hecho de que los intelectuales españoles ya no se interesen, desde hace años, por la traducción” (Marías 1976). La retransmisión en la prensa del discurso “institucionalizante” elaborado por traductores activistas es indicio de un renuevo del interés por la traducción, que sin embargo convive con la agresividad verbal y la crítica impresionista de las reseñas publicadas en esos mismos medios. Esa duplicidad quizá pueda explicarse si consideramos que el principal argumento del discurso descalificador sostiene que la explotación editorial, la falta de legislación y la desprotección social resultante, aunadas a la escasa conciencia profesional derivada del marcado individualismo del medio, constituyen motivos de la abundancia de “malos” traductores y, por ende, de la difusión de “malas” traducciones. En primer lugar, se registran textos informativos sobre la situación profesional y gremial. En 1976, un artículo titulado “Los traductores, una profesión indefensa” anunciaba un evento internacional que sería clave para la futura sistematización de las reivindicaciones gremiales: Los traductores son, tradicionalmente ya, un gremio maltratado de nuestra cultura. A expensas de la voluntad de los editores, considerados en su mayoría como trabajadores eventuales, en condiciones de trabajo primitivas y que favorecen el destajismo, y mal pagados en su mayoría, su mayor problema es, seguramente, no tener un status profesional claro. Este va a ser uno de los temas a tratar por la conferencia de la Unesco, que dentro de pocos días se celebrará en Nairobi (R.M.P. 1976).
En 1976 se hace pública la llamada “Recomendación de Nairobi”. En efecto, entre las acciones internacionales que repercutieron en el discurso público sobre la traducción en España figura la Recomendación sobre la Protección Legal de Traductores y Traducciones y los medios prácticos para mejorar la situación de los traductores aprobada por la Conferencia General de la Unesco, en Nairobi el 22 de noviembre de 1976. Se trata del primer documento sobre la situación legal y profesional del traductor en el que una organización internacional expone al mundo las problemáticas dominantes en el medio y recomienda a los estados miembros bregar por su resolución mediante regulaciones oficiales14. La mayoría de los artículos dedicados a la cuestión profesional replicarán las recomendaciones de la Unesco, entre cuyos considerandos La Unesco reconoce no obstante que “los principios de esa protección ya figuran en la Convención Universal sobre Derecho de Autor y si bien el Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas, y las legislaciones nacionales de algunos Estados Miembros también contienen disposiciones específicas relativas a esa protección, la aplicación práctica de esos principios y disposiciones no siempre es adecuada” (Recomendación de Nairobi 1976). 14
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figuran la relación entre calidad de las obras traducidas, protección legal del traductor y representación gremial: “la protección de los traductores es indispensable para que las traducciones tengan la calidad que exige el cumplimiento eficaz de su función al servicio de la cultura y el desarrollo” (Unesco 1976). El abanico de recomendaciones va desde el derecho de copyright o propiedad intelectual hasta el requerimiento de que las traducciones no sean manipuladas sin autorización del traductor, pasando por la exigencia de una publicidad proporcional a la acordada al autor del original. La noticia también informaba sobre la existencia en España de una asociación de traductores e intérpretes, dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores y fundada bajo los auspicios de la Federación Internacional de Traductores: la Asociación Profesional Española de Traductores e Intérpretes (APETI). Nacida en 1954 y presidida por Marcela de Juan, APETI promovió la rejerarquización de la práctica. Su función principal era representar al gremio en las reuniones internacionales y alcanzar la agrupación de los profesionales y su profesionalización. En 1972, esta asociación había iniciado una nueva etapa bajo la dirección de Consuelo Berges, Soledad Ortega y Esther Benítez. Esa nueva etapa coincidió con la “entrada masiva de jóvenes traductores que, de algún modo, gremializan la asociación, bajan sus pies al suelo y comienzan a sistematizar los problemas y reivindicaciones profesionales del grupo, aunque sin demasiados logros por la misma dispersión del personal” (R.M.P. 1976). El año 1978 también registró un acontecimiento visibilizador de la práctica en la prensa: la feria del libro de Madrid. En ese contexto, un artículo informa de la renovación del directorio de APETI, a cuyo frente queda Víctor Sánchez de Zavala, profesor de Prácticas de la Traducción en la Escuela Universitaria de Traductores de la Complutense. “Traducciones sí, traductores no” (Sánchez de Zavala 1978) es el significativo título del artículo, en el cual el flamante secretario general cuestiona el tratamiento de la feria en una nota publicada días antes en El País. Sánchez de Zavala denunciaba que, al reseñar las actividades de la feria y pese a la importancia de las traducciones en ese evento, la periodista había mencionado tan solo un nombre de traductor entre los treinta y un libros traducidos que cita. El único nombre consignado era, por supuesto, el de una traductora célebre, Consuelo Berges. La denuncia interesa porque cuestiona la estelarización de la práctica, es decir, el hecho de que el prestigio del agente deba ser condición para la mención de la autoría en traducción. Más allá de la mención del nombre, la estelarización del traductor tenía un correlato no menor: el desigual cobro de regalías procedentes del reconocimiento legal de los derechos de autor sobre la traducción editada. En efecto, antes de 1987, año que en se modifica la Ley de Propiedad Intelectual, “solo algunas vedettes de la traducción —comenta Emilio Muñiz, secretario general de APETI en 1980— reciben en España un porcentaje sobre la venta de ejemplares y las sucesivas ediciones, como es práctica habitual en otros países. […] La mayoría ceden en el contrato con el editor
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los derechos sobre la traducción que les corresponden y en su calidad de coautores” (Carrasco 1980b). Esta situación se ha modificado solo relativamente en España desde la reforma de la Ley de Propiedad Intelectual en 1987. La feria del libro de 1978 sin duda constituyó un momento de visibilización de los debates sobre el estatuto del traductor, pues también en torno a ella gira el artículo de Bel Carrasco “Los traductores exigen reconocimiento profesional”. Entre las principales denuncias gremiales de este período figuran, en el plano laboral, un régimen de trabajo injusto, contratos inexistentes o deficientes; la ausencia de derecho a la seguridad social y a vacaciones pagas; se denuncian asimismo plazos de cobro irregulares, tarifas exiguas, por debajo de la tarifa mínima aceptada —en 1978, APETI recomendaba dos mil cien pesetas por folio traducido, aunque no solía pagarse más de doscientas pesetas por término medio15—, y se exige representación de los traductores en el Instituto Nacional del Libro Español (INLE). En cuanto a la demanda de reconocimiento público, se cuestiona el tratamiento que los críticos literarios y periodistas dan a la traducción, del que hemos dado aquí algunas muestras significativas. Sin embargo, explican los traductores entrevistados por Carrasco, esta falta de “reconocimiento oficial —la Ley del Libro nombra solo de pasada la figura del traductor— no es más que el reflejo de un estado de opinión, tanto del público lector como de los críticos” (Carrasco 1978). Se cuestiona, así, el efecto de las representaciones de la práctica sobre sus condiciones laborales. Sin embargo, si bien el traductor no se menciona en el contenido de todas las críticas, hemos visto que es alto el porcentaje de mención en las fichas técnicas, cuando menos si se compara con la situación actual en la prensa cultural argentina. Los pasos de APETI, germen del desarrollo gremial en la España de los ochenta y noventa, no solo llegan a las páginas de los periódicos a través de entrevistas realizadas en ocasión de algún evento público, sino que los periodistas también acusan recibo y comentan el boletín de la asociación, su órgano de comunicación oficial. Así en febrero de 1978 La Vanguardia publica en su sección “Libros” un artículo titulado “Quién escribe los más de los libros que leemos”, cuyo autor reconoce ser él mismo traductor ocasional —aunque vele su nombre firmando con la sola inicial “M”—. El artículo sintetiza los argumentos dominantes en este período: según el Index Translationum de la Unesco, España era en 1975 “la segunda potencia del globo” en cuanto a volumen de traducciones. Por consiguiente, el traductor ha de ser considerado un agente de importancia e imprescindible para acceder a la A título comparativo, consideremos por ejemplo que, entre 1978 y 1979, un kilo de pan valía entre 46 y 52 pesetas; un kilo de azúcar costaba 41,50 pesetas hasta noviembre de 1978. Entre 1977 y 1978 los volúmenes de la colección Serie Novela Negra de Bruguera se vendían al precio de 100 o 150 pesetas, según el número de páginas. 15
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literatura traducida. Sin embargo, 1) los editores incumplen la recomendación de mencionar su nombre en la portada, 2) los críticos no comentan adecuadamente la traducción ni destacan el trabajo del traductor, 3) el traductor no va a “la parte en los derechos, como va el autor” ni percibe derechos por ulteriores ediciones, ni tiene “potestad de control sobre éstas (antes habría que saber qué editores firman contratos con el traductor)”, 4) no tiene acceso a la mutual de escritores por la informalidad legal de sus condiciones de trabajo. Este artículo temprano también reitera el argumento, de vasto consenso pese a las dudas de Sáenz, según el cual la “calidad” de las traducciones está relacionada con la “conquista de derechos” de los traductores, e introduce una idea aún no registrada aquí: la traducción tiene una función estilística y literaria en la formación de los escritores nacionales y en la producción literaria vernácula en general (M. 1978). Tres figuras editoriales se vislumbran en este texto: el traductor improvisado —derivado del llamado “amateurismo” y aun “intrusismo”— que nivela para abajo las tarifas o malogrando las conquistas sectoriales al aceptar encargos bajo cualquier condición; el traductor destajista, figura antagónica respecto del traductor como “trabajador intelectual”, estatuto al que se aspiraba. La última figura, relevante en este período, es la del corrector editorial, sobre la que volveremos al analizar un ensayo de Marcelo Cohen. Ahora bien, las reivindicaciones de los traductores no se producen en el vacío, sino en el marco de otros debates en torno a las políticas que el Ministerio de Cultura habría de implementar en adelante para mejorar las condiciones en el sector librero: fin de la censura oficial, desarrollo bibliotecológico, reforma de la ley del libro, entre otras cuestiones. En 1978, el Instituto Nacional del Libro Español llevó a cabo una consulta entre los principales partidos políticos nacionales y regionales a fin de indagar sus propuestas respecto de los pasos a dar en materia de renovación cultural.16 A grandes rasgos, todos los representantes coincidieron en una serie de puntos, entre los que sorprendentemente figuraba la situación legal del traductor. Dos años más tarde, en 1980, los artículos dedicados a la cuestión profesional registran leves cambios en la situación de los traductores de libros. Por ejemplo, Juana Salabert constataba que la mención del traductor en la portada, recomendada por la Unesco en 1976, comenzaba a concretarse: “Afortunadamente asistimos hoy a un revival de la traducción, propiciado en parte por las reivindicaciones de los traductores, enmarcados en el seno de APTI (Asociación Profesional de Traductores e Intérpretes), y en parte por el interés de importantes editoriales, como Bruguera, A la consulta respondieron la Unión del Centro Democrático, a través de Ricardo de la Cierva; la Comisión de Cultura del PSOE; Manuel Fraga Iribarne, por Alianza Popular; José Sandoval, por el PCE; Josep María Ainaud de Lasarte, de Convergencia Democrática de Cataluña; Tierno Galván, por el Partido Socialista Popular; y el senador Justino de Azcárate. 16
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Alianza y Alfaguara, por citar algunas” (Salabert 1980a). Con todo, entre conquistas y retrocesos, los últimos años de la década del setenta habrían sido escenario de promoción del “traductor-intelectual” con formación específica y derechos laborales, figura defendida por los miembros de la junta directiva de APETI en 1978 (Carrasco 1978); esta figura venía a reemplazar la del escarnecido traductor no profesional y sin calificación, claramente descrito por Emilio Muñiz: “Hay que romper con la imagen del traductor bohemio con el mazo de cuartillas bajo el brazo y el estómago vacío” (Carrasco 1980b). A fines de 1982, la sección “Cultura” del diario catalán La Vanguardia dedica una página completa a dos ensayos respectivamente titulados “La traducción, un oficio disparatado”, de Marcelo Cohen, y “Sobre la lectura y la escritura”, del poeta Alejandro Amusco, artículo breve cuyo copete reza: “La lectura y la traducción son actividades tan complejas como la escritura”, asociando así de manera novedosa la actividad del crítico y la del traductor como prácticas iluminadoras de los mecanismos de producción literaria. El primero, más extenso y dividido en diez apartados numerados, tiene la doble virtud de sintetizar todos los temas analizados hasta aquí e introducir dos cuestiones aún no tratadas en textos anteriores: una lectura “teórica” inédita, plasmada en la referencia a “La tarea del traductor” de Walter Benjamin, y un problema de traducción también novedoso. Su redacción parece motivada por la elaboración del proyecto de reforma de la Ley de Propiedad Intelectual, finalmente aprobada en 1987, cuatro años más tarde. El copete anuncia: “Está a punto de ser presentado un proyecto de ley que regularía la concesión de regalías a los traductores sobre las ediciones de sus trabajos. Buen momento para ordenar una serie de reflexiones acerca de esta profesión tan erróneamente considerada en nuestro medio” (Cohen 1982). Este artículo no solo puede considerarse un punto en la trama de discursos públicos sobre traducción, sino también un eslabón casi inicial en la serie de intervenciones del propio Cohen sobre el tema (véase capítulo 1 § 4.2 y capítulo § 5.2). En este sentido, “La traducción, un oficio disparatado” reúne elementos de todas las tipologías textuales reseñadas aquí. La referencia a “La tarea del traductor” de Benjamin sitúa de entrada el tratamiento de la traducción por fuera de la problemática sociológica de la recepción y circulación internacional de las obras, y más allá de la dimensión institucional antes analizada, clave en los discursos de la época. Su esfera propia es, antes bien, la discusión estética, literaria, filosófica. De ahí que el primer señalamiento de Cohen sea que la relación entre literatura, traducción e industria cultural es una relación problemática. La traducción profesional o la situación del traductor profesional no constituyen un problema propiamente “literario”. Traducir profesionalmente, dice Cohen, es “una impostura”. Y son las condiciones de trabajo del traductor las que han llevado al desplazamiento del eje literario al comercial. El problema de la traducción editorial radicaría en que no puede reproducir las condiciones de creación de las escrituras directas, pues obedece a una
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lógica de producción mercantil que introduce una serie de agentes indeseados en la producción del texto literario traducido. Dicho de otro modo, la traducción industrial no recrea la unicidad creadora de la fuente “original” sino que la atomiza al imponer una trinidad productora regida por intereses no coincidentes: el traductor, el editor y el corrector de estilo. Para Cohen, el producto de esta suerte de autoría compartida no puede ser llamado “literatura”. De ahí que el problema de la autoría en traducción no sea tanto un asunto literario cuanto un problema institucional, en el que los agentes en pugna pretenden imponer normas relativas a ámbitos e intereses ajenos al ámbito literario, negando así la autonomía de la creación literaria en pos de criterios heterónomos, como el comercial. El ensayo de Cohen también interviene en la discusión sobre qué ha de ser la crítica de traducción. Denuncia la falta de “cautela” de los críticos, entre los que incluye al editor y al corrector de estilo, primeros lectores de la traducción: El miedo del traductor al crítico aún no está generalizado pero empieza a crecer. Como el escritor, el traductor no debería requerir otra defensa que su texto. Pero en el reino de la industria editorial el texto raras veces es suyo por completo […]. El crítico, a todo eso, debería ser cauto. Una cuestión de conciencia: el análisis de una traducción, la menor alusión a ella. Debería exigir la lectura previa de todo el original. De lo contrario, ¿a qué hablar en nombre de la literatura? (Cohen 1982).
Si bien Cohen describe típicamente las difíciles condiciones de trabajo de un traductor de libros —“Se traduce a trescientas o cuatrocientas pesetas el folio, sin pagas, seguridad social ni vacaciones”—, sostiene que el problema más importante radicaba en la falta de “flexibilidad” del “marco que rodea” al traductor. ¿En qué consistía esa falta de flexibilidad? He aquí la novedad que introduce este texto en la discusión pública sobre la traducción: Ser flexible, por ejemplo, significaría entender que el registro del español actual es afortunadamente amplio —que incluye, entre otras cosas, términos que en un país son arcaísmos y en otros coloquialismos— y que hacer un uso privado del idioma no necesariamente es catastrófico si con ello el traductor se acerca a la atmósfera del original […]. Quiero decir que, en el circuito traductor-editorialcrítico, el debate pocas veces se centra en el sentido. Con más frecuencia gira en torno a la norma, convirtiendo a la literatura en una cuestión jurídica. El proceso es lógico, porque seguimos en el terreno de la industria (Cohen 1982).
Su conclusión gira en torno al argumento dominante en este período, aquel que vincula “calidad” con estatuto profesional del traductor. Sin embargo, la respuesta que aporta a esta discusión también es peculiar y versa sobre preocupaciones recurrentes en sus reflexiones a lo largo de los años, como se ha visto en el capítulo 1 y 2:
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En estos días se habla de presentar al Parlamento un proyecto de ley que regularía la concesión de regalías a los traductores sobre las ediciones de sus trabajos. Sería un buen paso adelante, pero no el definitivo. La calidad de las traducciones no mejorará hasta que la concepción del idioma se despegue del periodismo, la publicidad y los manuales, y los responsables de ediciones comprendan que corregir una traducción sin remitirse al original es una falta de decoro, o una forma del delirio. Finalmente, habría que pensar en una estrategia por la que el reparto de originales entre traductores se lleve a cabo según las características de unos y otros. Un traductor, después de todo, es un buen lector, virtud esta que también habría que exigir a los editores (Cohen 1982).
Así, ambos artículos configuran un traductor-lector cuya labor es en esencia literaria aunque se halle materialmente condicionada por factores heterónomos impuestos por la industria productora de libros. Sin duda, este ensayo enhebra y reelabora todos los temas vistos hasta aquí. Pero el modo en que modula los leitmotiv de la época sugiere que Cohen recupera para el discurso público algo de la voz heterogénea del traductor latinoamericano emigrado.
VI. El corazón lunfardo de la lengua de Cervantes: debates sobre la lengua de traducción en la “patria común”
Estos seres de la máquina portátil son como traspuntes invisibles que ejercen su oficio callado y silencioso hasta que un día algún crítico desmenuza dos o tres páginas de traducción y lo vapulea. Así, el creador oculto que creía realizarse en un oficio parecido a la literatura comete su más profunda traición: se olvida de sí mismo y cede el paso, presta sus palabras, en general embellecedoras, a la didascálica función de la literatura de las multinacionales de la cultura de Occidente. (Horacio González Trejo: “La traducción o el oficio de la traición”, 1980)
El Diccionario de traductores coordinado por Esther Benítez a principio de los años noventa fue creado con el propósito de destacar el “noble oficio literario” de esos “auténticos creadores y transmisores imprescindibles de cultura”: los traductores y las traductoras de España (1992: 7). El criterio de selección fue el siguiente: debía tratarse de traductores vivos “de cualquier lengua extranjera a las cuatro lenguas españolas —castellano, catalán, gallego y vascuence— con independencia de su nacionalidad; entraban, pues, los hispanoamericanos o posibles extranjeros que tradujeran a lenguas españolas y trabajaran para nuestras editoriales” (Benítez 1992: 7). La selección de traductores obedeció, por tanto, a un doble criterio taxonómico. Por un lado, el criterio era político: la lengua meta del traductor debía figurar entre las “lenguas nacionales” declaradas oficial y cooficiales en el artículo 3 de la Constitución Española sancionada en 1978. Por otro, el criterio era comercial: el traductor debía haber mantenido una relación contractual con alguna de las empresas de la industria editorial local. Este sencillo criterio político y comercial soslayaba, sin embargo, su carácter problemático en el plano cultural y literario; pues, como se ha visto en los capítulos precedentes, la variedad regional de la lengua de traducción constituye, en el área hispanohablante, una de las diferencias específicas —el rasgo diacrítico— que permitiría distinguir, dentro del género “traductores literarios que traducen al castellano”, traductores “hispanoamericanos” de traductores “peninsulares”, en virtud de los rasgos distintivos determinados por la configuración histórica del español americano (Ramírez Luengo 2007). Sin embargo, el criterio clasificatorio no da cuenta de tal diferencia específica. Por el contrario, la coordinación disyuntiva “hispanoamericanos o posibles
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extranjeros” tiende a situar fuera de la categoría “extranjeros” a los “traductores hispanoamericanos”, sin duda en virtud de una postulada identidad lingüística. El criterio ecuménico que rige la creación de este repertorio desvía, así, el foco de uno de los problemas clásicamente adheridos a la variedad interna de la lengua castellana, a saber: el carácter conflictivo de la identidad lingüística en la traducción literaria hispanoamericana. Es decir, no se trata de una mera diferencia lingüística sino de una diferencia lingüística conflictiva, que ha generado profusa discursividad sobre la “propiedad de la lengua”. Si nos atuviéramos a este criterio clasificatorio, ideado en 1992, y universalizáramos sus consecuencias, deberíamos deducir que durante los años setenta y ochenta en la república mundial (española) de la traducción literaria todo traductor hispanoamericano sin pasaporte español —“con independencia de su nacionalidad”— obtenía carta de ciudadanía por el mero aporte de su fuerza de trabajo a la industria local. Pero esto, como hemos visto, nunca ocurrió. El objeto de estudio en este capítulo se produce en la intersección de tres series discursivas. Por un lado, el problema de la lengua de traducción como componente de la tópica traductiva del período, descrita en el capítulo precedente; por otro, el problema de la variedad de lengua en tanto formante estable de la discursividad exiliar rioplatense; por último, y principalmente, la cuestión de la calidad de las traducciones en el marco de una problemática más vasta, centralísima en el discurso social del período: la situación sociolingüística en la España posfranquista de las autonomías. Mi propósito es exhibir, en fuentes documentales diversas, aquellos momentos en que las tres series se cruzan, es decir, revelar el entramado en que confluyen el tópico de la “crisis idiomática” peninsular, el problema de la lengua de traducción y la esporádica pero definida voz de los traductores exiliados.
1. Disonancias: los traductores también toman la palabra A mediados de los años setenta se vuelve frecuente hallar en la prensa diaria artículos que dan voz a traductores y traductoras, ya sea mediante entrevistas o bien en ensayos autobiográficos (Valverde 1976; Marías 1976; Benítez 1977). El año 1980 registra un pico de interés por la palabra de figuras señeras de la traducción en España. Meses antes del Primer Simposio de Traductores, El País publica una cantidad inusual de artículos sobre traductores renombrados: en enero, una semblanza de Esther Benítez; en febrero, un ensayo autobiográfico de Consuelo Berges y en junio una entrevista conjunta a Berges y Francisco Torres Oliver (Salabert 1980a); la entrevistadora, Juana Salabert, publica días después otra entrevista conjunta, esta vez a Javier Marías y José María Valverde (Salabert 1980b). También la revista Triunfo publicó entrevistas a Consuelo Berges y Víctor Sánchez de Zavala. Esos artículos dan voz a los traductores,
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a sus creencias y experiencias de trabajo. Es decir, dicen algo de su “posición traductiva” (Berman 1995: 74-75) y, por tanto, constituyen un momento de visibilidad del traductor por excelencia.1 Sin embargo, entre los ensayos biográficos y las semblanzas, destaca un tipo textual que no solo cede la palabra a los traductores célebres sino que habilita a los traductores menos conocidos a pronunciarse y responder a las habituales críticas: las cartas al director y las cartas abiertas. En ellas han quedado plasmados, por ejemplo, la puja de una traductora latinoamericana con el editor español que ha traicionado su confianza o el disgusto de un traductor español con el crítico literario que ha menospreciado su trabajo. Es decir, las cartas permiten reponer una escena que no suele dejar huellas escritas, una escena que transcurre a puertas cerradas en los despachos editoriales: los traductores responden, se defienden, hacen oír su disenso mediante argumentos que grafican el carácter conflictivo de su situación laboral y los efectos nunca anodinos de las representaciones negativas de la práctica. En síntesis, introducen la perspectiva de los traductores sobre los temas y problemas analizados en el capítulo anterior desde la perspectiva de los críticos. En primer lugar, comentamos un intercambio epistolar que da cuenta del módico poder de decisión del traductor sobre su producción. En segundo lugar, exponemos el caso de una réplica de desagravio ante una crítica virulenta. A través de sendos intercambios epistolares, proponemos profundizar el análisis del problema de la variedad de lengua en traducción. El primer caso es el contencioso “Peri Rossi vs. Herralde”. El intercambio se produjo en la sección “Cartas al director” de la revista literaria Quimera. En el número del 15 de enero de 1982, la revista publica una carta con fecha del 9 de diciembre de 1981. Su autora es Cristina Peri Rossi, escritora uruguaya exiliada, ya mencionada en capítulos anteriores. El conflicto gira en torno a la traducción de un título. La carta de Peri Rossi comienza así: Hace ya casi un año, el editor Jorge Herralde, de la editorial Anagrama, me pidió que hiciera la traducción al castellano del libro de Fernando Gabeira titulado Que es isso, companheiro. Al aceptar el trabajo y al entregarlo convine con él que nos pondríamos de acuerdo acerca del título. [C]on asombro de mi parte, sin embargo, descubrí, hace un mes, que Jorge Herralde había hecho publicar en la revista dominical del diario El País un adelanto del libro editado con el título escandaloso de ¡A por otra, compañero! […] Mis esfuerzos por eliminar mi nombre han sido inútiles, por lo cual me veo obligada a desvincularme de esta maniobra desaprensiva e inescrupulosa. […] Quiero dejar testimonio de la forma Pero también confirman que los traductores son grandes difusores de representaciones dóxicas sobre la traducción: el escritor-traductor es una combinación ideal, traducir es un acto de humildad, traducir es un buen ejercicio literario para el escritor, traducir es casi un acto de creación. 1
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completamente indecorosa e irrespetuosa con que ciertos editores tratan al libro, al autor (qué opinará Fernando Gabeira de este título, por ejemplo), al traductor y al lector […]. El escritor tiene una responsabilidad, el traductor también la tiene. ¿Cuál será la responsabilidad del editor? (Peri Rossi 1982).
Este conflicto entre el iniciador del encargo, Jorge Herralde, y la traductora de Gabeira evidencia que las decisiones últimas en materia de traducción recaían en el editor, lo cual ponía en cuestión el fundamento de aquellas críticas orientadas a adjudicar al traductor todas las responsabilidades sobre el producto final. De hecho, la carta de Peri Rossi invierte la dirección del prejuicio al centrar la discusión en la responsabilidad de los editores. Sin embargo, la clave de este texto no radica en esa evidencia sino en un detalle solo en apariencia menor; o, mejor dicho, en la omisión del detalle que contiene esa clave. La traductora materializa esa omisión mediante el recurso a una figura retórica: la preterición. De entrada, Peri Rossi anuncia que no discutirá precisamente aquello que motiva su deslinde de responsabilidad respecto del título elegido: No voy a discutir la incorrección gramatical “a por”, de uso tan difundido y de fonética tan desagradable: en el diccionario de dudas y dificultades de idioma, de la editorial Sopena, de reciente aparición, “a por” aparece como solecismo y yo, como hispano-hablante y como escritora, lo considero un barbarismo […]. Es posible que Jorge Herralde haya pensado que con esa expresión digna de un estadio o de un grupo de gamberros el libro sería más “comercial”. Pero no se puede confundir la literatura con los negocios (Peri Rossi 1982).
Tres cuestiones deben retenerse en este comentario: la denuncia a la injerencia de criterios comerciales en la producción literaria, ya registrada en las reseñas de obras traducidas; el recurso a tres fuentes de legitimación con omisión de uno central: Peri Rossi recurre a la autoridad del Diccionario Sopena de Dudas del Idioma, a su intuición como hablante nativa del castellano y a su condición de escritora; pero renuncia a fundamentar la crítica en su condición de traductora latinoamericana y omite mencionar la variedad de lengua de la que es “hablante nativa”;2 Como tantos otros escritores latinoamericanos exiliados o emigrados, los textos de Peri Rossi revelan un alto grado de conciencia lingüística, comprensión de la desigualdad estatutaria de las variedades regionales y de sus implicaciones identitarias en el exilio. Prueba más que elocuente de ello es el poema “Elogio de la lengua” publicado en Estado de exilio (1973-2003): “Me vendió un cartón de bingo / y me preguntó de dónde era. / “De Uruguay”, le dije. / “Habla el español más dulce del mundo”/ me contestó mientras me iba / blandiendo los cartones / como abalorios de la suerte. / A mí, esa noche, / ya no me importó perder o ganar. / Me di cuenta de que estaba enganchada a una lengua / como a una madre, / y que el salón de bingo / era el útero materno” (Peri Rossi 2005: 335). 2
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contradiciendo el diccionario, la construcción “a por” es desestimada como solecismo y declarada barbarismo.3 En marzo de 1982, en el nº 17 de Quimera, Jorge Herralde responde a la acusación de “incorrección sintáctica”. El editor se vale de la autoridad del diccionario del lexicógrafo Martínez Amador, el Mega Gramatical y Dudas del Idioma también publicado por Sopena, cuya definición de “a por” cita en la “Carta al director”. Según Martínez Amador, la construcción “a por” habría sido cuestionada por la RAE a raíz de su origen vulgar; Martínez Amador, por su parte, alega a su favor el haber sido utilizada por grandes escritores españoles, como Unamuno. Herralde reproduce la crítica de Martínez Amador a la Academia: “No siempre el pueblo ha de corromper el idioma”, transcribe. Es decir, indirectamente, acusa de elitista a Peri Rossi, que veía en el “a por” una “expresión digna de un estadio”. Así, Herralde refuta dos argumentos de un solo tiro: no se trata de una maniobra comercial, sino de un uso lingüístico que hace del prestigioso editor catalán tanto el usuario de un castellano popular cuanto un émulo de Unamuno, indiscutido representante de la literatura culta en castellano (Herralde 1982). ¿Qué hace de esta polémica algo más que otra anécdota del profuso anecdotario traductor? En principio, aquello que elude plantear. La discusión metalingüística parece girar, ante todo, en torno al registro sociolectal en detrimento de su componente regional no manifiesto. Los contrincantes coinciden en omitir la clave de lectura que daría coherencia a esta polémica pública. Volvamos sobre los argumentos: Peri Rossi se había declarado contraria a calificar el sintagma “a por” como un solecismo, es decir, una incorrección sintáctica; ella, en tanto “hispanohablante”, lo considera un barbarismo, es decir, una palabra o expresión extranjera. Pero ¿en qué región hispanohablante “a por” no tiene frecuencia de uso? El Diccionario Panhispánico de Dudas de la RAE lo menciona de entrada: “El uso de esta secuencia preposicional pospuesta a verbos de movimiento como ir, venir, salir, etc., con el sentido de ‘en busca de’, se percibe como anómalo en el español de América, donde se usa únicamente por: ‘Voy por hielo y cervezas a la tienda’ (Victoria Casta [Méx. 1995]). En España alternan ambos El Diccionario Panhispánico de Dudas de la Real Academia Española la explica del siguiente modo: “2. a por. El uso de esta secuencia preposicional pospuesta a verbos de movimiento como ir, venir, salir, etc., con el sentido de ‘en busca de’, se percibe como anómalo en el español de América, donde se usa únicamente por: ‘Voy por hielo y cervezas a la tienda’ (Victoria Casta [Méx. 1995]). En España alternan ambos usos, aunque en la norma culta goza de preferencia el empleo de por: ‘¿Qué haces ahí? ¡Vete por el medicamento, por Dios!’ (Aparicio Retratos [Esp. 1989]); ‘— ¿Te vas? [...] — Sí, bajo a por tabaco’ (Martín Gaite, Fragmentos [Esp. 1976]). En realidad, no hay razones para censurar el uso de a por, pues en la lengua existen otras agrupaciones preposicionales, como para con, de entre, por entre, tras de, de por, etc., perfectamente normales. La secuencia a por se explica por el cruce de las estructuras ir a un lugar (complemento de dirección) e ir por algo o alguien (‘en busca de’), ya que en esta última está también presente la idea de ‘movimiento hacia’”. 3
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usos, aunque en la norma culta goza de preferencia el empleo de por”. Es decir, “a por” es un barbarismo en la variante regional nativa de la traductora, la rioplatense, entre cuyos hablantes no estaba “tan difundido”. La discusión habría tomado otros rumbos, insospechables, si Peri Rossi, como hablante nativa de una variedad regional americana, hubiera señalado la ajenidad del uso en esa variedad del castellano, más allá de sus connotaciones populares; pues es muy probable que este rasgo sobredeterminara la impresión de ajenidad. De haber sido así, en vez de acusar a Peri Rossi de elitista, Herralde tendría que haber sencillamente llevado la discusión al problema de las variedades de lengua que podían o no tener cabida en las traducciones de Anagrama, o aun mencionado la presencia de colaboradores latinoamericanos en las filas de la editorial. Sea como fuere, ninguno de los contendientes menciona la connotación regional de la construcción, y los motivos de esa omisión no se explicitan, permanecen en un silencio tabú. Es más: Peri Rossi procura una defensa que elude todos aquellos aspectos de su identidad menos prestigiados socialmente: no argumenta como traductora sino como escritora; tampoco lo hace como latinoamericana, sino como “hispanohablante” que condena un uso vulgar de la “lengua común”. En cuanto al argumento referido a la responsabilidad del editor en el tratamiento de las traducciones, Herralde corta de raíz la discusión: el catálogo que desde 1969 ha venido construyendo basta para demostrar su trayectoria como “editor de calidad”. En síntesis, este intercambio polémico ilustra el carácter colectivo de la producción de traducciones y, por tanto, exhibe la problemática definición de la autoría de los libros traducidos, más allá de la dimensión legal sobre la propiedad intelectual; prueba asimismo el incierto cumplimiento de las Recomendaciones de Nairobi por parte de los editores catalanes y revela la presencia de ciertos tabúes discursivos: la ilegitimidad de defenderse públicamente como traductora latinoamericana parece constituir un indicio de ello. Es cierto que la diferencia entre lo públicamente enunciable y la experiencia privada de la lengua no es empíricamente comprobable; pero sí puede colegirse de indicios dispersos en otros textos de Peri Rossi, como el poema XXXIII del poemario Estado de Exilio (2005: 320):
Bautizan todas las cosas con nombres que recuerdan que vienen del otro lado del mar pedazos de un lenguaje otro distinto del que se habla, y en sus casas, las plantas, los muebles, los ceniceros y los gatos tienen otros nombres.
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Así, el clivaje entre la lengua privada —idioma de la memoria y la intimidad— y la lengua pública —de la cotidiana sociabilidad exogámica— es un rasgo de la identidad migrante que Peri Rossi calla en la carta abierta a Herralde pero dice, sin pelos en la lengua, en el poema. La segunda polémica fue desencadenada por una carta a los lectores titulada “Traductores de Bukowski vs. Paco Umbral”. Cronológicamente anterior a la discusión entre Peri Rossi y Herralde, contiene alguna de las claves explicativas del silenciamiento de la cuestión latinoamericana en las traducciones de Anagrama. Veamos, pues, el primer texto de nuestro segundo caso. En el nº 54-55 de Camp de l’Arpa se publica sin firma “Carta abierta a Don Francisco Umbral de uno de los traductores de Bukowski”. Su autor, José Manuel Álvarez Flórez, expone más o menos todos los tópicos del discurso sobre la traducción relevados en capítulos anteriores: En el diario [El País] en que alude usted al editor Sr. Herralde, incluye un paréntesis que afecta a mi honra como trabajador, a mi trabajo […]. Nos, los que tenemos la dicha y la desdicha de ganarnos la vida traduciendo al español de otras lenguas, somos, no hay duda, una casta maldita. Todo conspira a convencernos de que no existimos. Ni aun cuando se nos ataca y desprecia como desde su olimpo hace usted, Don Francisco, se nos admite dignos de nombre y apellido (Martínez Flórez 1978).
Además de mencionar la consabida precariedad laboral y el maltrato de la crítica, el autor de la carta denuncia el hábito de atribuir la traducción a la editorial que la encarga: “Para usted los libros no los traducen los seres humanos […]. Traduce Alfaguara, una entidad del cielo de los nombres”; pone en evidencia la falta de pruebas textuales para fundamentar las críticas: “no aporta más argumentos que esas taxativas palabras” (1978). Hasta aquí, el reclamo es bien conocido. Sin embargo, la carta introduce una reivindicación novedosa para la fecha, vinculada con “la falta de flexibilidad” en el modo de pensar la lengua de traducción, tal como señalaría el argentino Marcelo Cohen en 1982: Y esto de los pueblos hispanos me trae a las mientes otra cuestión que no quiero dejar de mencionar. Me refiero a lo de las traducciones argentinas. En la República Argentina se han hecho también traducciones respetables y buenas y excelentes, lo mismo que en el resto del mundo de habla hispana. No acepto, ni me parece razonable, que una parte de ese ámbito lingüístico, que no es la más pujante lingüísticamente en este momento, pues parece que en ella retrocede la lengua común, se declare pontífice máximo y norma suma. Hay detrás de ello, aparte de los intereses de la competencia comercial, un trasnochado imperialismo que en nada beneficia a la comunidad general de los hispanohablantes (Martínez Flórez 1978).
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¿Qué había motivado esta furiosa carta? En 1978 Francisco Umbral, el “cronista de la transición”, escribía la columna titulada “Diario de un snob”, desde cuyas páginas lanzaba anatemas contra las traducciones en general y contra las sudamericanas en particular. El 6 de septiembre de 1978, en un artículo titulado “Bukowski”, Umbral lanzó el dardo que desencadenó la furia de Álvarez Flórez: “Y Jorge Herralde, el editor de Bukowski en España (muy mal traducido), me escribe una carta” (Umbral 1978a). Más allá del exabrupto, Umbral despliega toda una reflexión sobre la traducción. Su premisa es que la literatura española está “imitando, no ya a los franceses, como ha sido costumbre reverenda de nuestros ancestros, sino a los anglosajones, pero a los anglosajones de hace medio siglo (que es lo que suele llevar de arrastre la cultura española respecto de la europea)” (Umbral 1978a). Y culpa a la traducción por la excesiva “influencia” norteamericana entre los narradores españoles: “Parecemos escritores anglosajones traducidos por un traductor aburrido y mal pagado —dije en el paraninfo salmantino—, y Fray Luis y Unamuno, tan castellanos de su castellano, me hacían eco” (Umbral 1978a). La referencia a escrituras directas formateadas por la lectura de traducciones señala ya la idea de la lengua de traducción como generadora de una mala mezcla, que opone el castellano de los genuinos castellanos a una lengua juzgada por su valor de cambio —la del traductor “mal pagado” (Umbral 1978a)—. Este comentario añade a la valoración de la traducción como mero producto del mercado una representación que aún no hemos explorado: la imagen de la traducción como invasión de lo foráneo, como irrupción negativa de lo extranjero en el espacio literario nacional. El rasgo de interés es, sin duda, que también la invasión es doble: no solo las traducciones introducen un producto foráneo anglosajón sino que, por añadidura, algunas de ellas proceden del mercado de ultramar, cuya lengua es de por sí una versión incorrecta del castellano de los verdaderos castellanos: Siempre he sido enemigo de las traducciones, pero, asimismo, tengo que decir, a la inversa, que a un gran escritor no hay traductor que lo mate: Miller es tan bueno en inglés como en argentino, con naftas y plomeros, como en castellano, correctamente traducido por Alfaguara. Bukowski es literariamente, una mala bestia (Umbral 1978a).
Esta cita evidencia una lógica agonística según la cual es posible ser “enemigo” de la traducción, como si se tratara de un frente de guerra entre un bando nacional y un bando invasor. La “Carta abierta a Don Francisco Umbral” de José Manuel Álvarez Flórez no puede sino evocarnos aquella que cinco años más tarde Roberto Ganducci escribiría para reivindicar a los traductores de Tiempo Contemporáneo, Rodolfo Walsh y Floreal Mazía. Ganducci se referiría entonces a otro virulento artículo de Umbral sobre las traducciones hispanoamericanas:
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[L]a nueva Alfaguara —escribía Umbral en 1977— está editando en castellano (no en hispanoamericano, con plomeros, naftas y pancetas) algunas obras de Henry Miller. […] Como no dominábamos el inglés, había que leer, ya digo, un Miller que se encontraba con el plomero desayunando huevos con panceta y que luego iba a ponerle nafta al coche, pero, así y todo, Miller fue para nosotros mucho más que una experiencia literaria: fue, en aquella España del franquismo próspero, un ventarrón de libertad. [M]e quedaba en la cama camastrona, sin nada que hacer, leyendo a Miller en aquellas asquerosas ediciones suramericanas, robadas en cualquier parte y como pasadas por todos los retretes públicos de Madrid (Umbral 1977b).
Los textos de Umbral son sin duda insoslayables a la hora de reconstruir la valoración pública de las variedades lingüísticas del castellano en la traducción literaria durante esos años. Que Ganducci aún los mencionara en 1982 indica que los dardos de Umbral daban en algún blanco significativo. Sin embargo, es preciso destacar que, entre 1977 y 1982, había pasado agua bajo el puente que unía ambas orillas lingüísticas.
2. España para muchos, un español para todos Tras la muerte de Franco, con motivo de los debates sobre la redacción de la nueva carta magna, la problemática del multilingüismo español se había desplazado del ámbito cultural al ámbito político (Monteagudo 2007: 188). Entre 1978 y 1979, paralelamente al desafío implicado por la aprobación de la Constitución, y previamente a la aprobación de los primeros estatutos de autonomía, el gobierno central dictó decretos de bilingüismo que permitieron la introducción progresiva y generalizada de la lengua catalana, vasca y gallega en los centros de enseñanza (Monteagudo 2007: 188). En Cataluña, a principios de los ochenta, comienza la etapa de la transición lingüística conocida como “proceso de normalización” del catalán, que en abril de 1983 adquiriría estatuto jurídico al ser aprobada por el Parlamento de Cataluña la Ley de normalización lingüística. Paralelamente, a lo largo de la década del ochenta, mientras el Partido Socialista Español se veía enfrentado al reto de conducir el país “hacia las autopistas de la modernidad [,] España pasó a formar parte de la OTAN y de la organización que hoy es la Unión Europea, pasos que acercaron al país a los centros de decisión del mundo occidental” (Valle 2007). En ese contexto sitúa José del Valle la progresiva emergencia de una construcción discursiva destinada a promover una nueva imagen de la lengua española como “patria común”. La remozada imagen del castellano apuntalaba las políticas lingüísticas que el Estado español comenzó a promover para garantizar su inclusión en el proceso de globalización económica,
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“la creciente participación española en los principales foros de la política internacional (muy especialmente su intervención en las políticas de área y en proyectos de integración regional) y en la pugna por los tesoros del mercado económico global” (Valle 2007). El momento clave de este cambio de imagen para la lengua castellana puede fecharse en 1991 con la creación del Instituto Cervantes —destinado a la promoción internacional del español— y la renovación y modernización de la Real Academia. Distanciándose de su lema “limpia, fija y da esplendor”, la Academia adopta uno más acorde con su nuevo rol de custodia de la unidad idiomática: “la lengua, patria común”. Este giro cultural y lingüístico, de carácter político y económico, también podrá registrarse en el discurso sobre la traducción y los traductores. A continuación, procuro mostrar que a comienzos de los años ochenta ya podía perfilarse un antes y un después en cuanto a la valoración de la variedad de lengua de las traducciones. Comenzaba a recorrerse el camino hacia la entronización de un ideal panhispánico para los libros traducidos. 2.1. Diagnósticos: crisis idiomática y retroceso de la “lengua común” Si bien en la actualidad el problema de la lengua en traducción ha quedado reducido a la oposición, algo maniquea y deshistorizada, entre traducciones españolas y traducciones latinoamericanas, o bien centrado en la crítica del “español neutro” en el marco de la hegemonía de criterios mercantiles sobre los literarios (Fólica/Villalba 2011), en el período de la transición democrática española se inscribía en el complejo contexto sociolingüístico antes descrito, cuya problemática abarcaba desde la candente cuestión del multilingüismo peninsular hasta la situación cultural en el posfranquismo, pasando por las críticas a la cultura de masas o la crisis del mercado editorial hispanoamericano. Si revisamos la polémica entre José Manuel Álvarez Flórez y Paco Umbral a la luz de esta complejidad contextual, veremos que los denuestos de Umbral refractan los debates lingüísticos de la época y que la respuesta del traductor de Bukowski también alude a ellos: por un lado, el argumento según el cual “la lengua común retrocede” parece referirse a los debates sobre la normalización de las lenguas de la península. El avance del catalán, del gallego y del vasco ponían en cuestión la idea de “lengua común” en el territorio español; por otro, la alusión a la “pujanza del ámbito lingüístico” hispanoamericano anuncia el progresivo giro de España hacia los países americanos de habla hispana con miras a la (re)conquista de esos mercados de lectura. En el período en estudio, este giro también podrá comprobarse en torno a una serie de congresos dedicados a la traducción y a la lengua. En 1976 ambas cuestiones convergían en el omnipresente fantasma de la crisis de la lengua nacional. La preocupación por el destino del castellano en la península
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incluía diagnósticos sobre su progresivo “deterioro” y discusiones en torno a la responsabilidad que cabía a los medios de comunicación masivos y a la industria cultural en ese “estropicio idiomático” (de la Serna 1976). Entre los sectores de la sociedad y de la industria cultural más a menudo responsabilizados figura el sector editorial —y, por tanto, sus agentes: editores, traductores y correctores—, fundamentalmente acusado de inundar el mercado lector con traducciones cuyo nivel de lengua se consideraba inaceptable. Se decía que la lengua española, y por extensión sus hablantes, estaban desprotegidos. Esta representación no solo funcionaba como espejo de los discursos a favor de la normalización de las lenguas regionales, censuradas y desprotegidas durante la dictadura franquista, sino que además constituía un argumento contra la imagen del español como “lengua del imperio”, tal como demuestra Umbral en su artículo “Lengua y democracia” de 1981: “Lo de la lengua como compañera del Imperio es algo que pudiera haber figurado en el diccionario de tópicos de Flaubert. El colonizador castellano está siendo hoy colonizado por el inglés, como ayer por el francés y siempre por el catalán o el gallego” (Umbral 1981a). Como remedio a la crisis lingüística se propusieron acciones institucionales orientadas a la protección del castellano. Un punto de partida adecuado para explorar la relación entre esta cuestión y aquella que atañe específicamente a la lengua de traducción son las declaraciones de Lázaro Carreter, por entonces miembro de la Real Academia Española de la Lengua: Entre las muchas cosas que nos faltan, es muy notable la ausencia de una política idiomática. Y se ha llegado así a una situación que justifica el caos en que nos hallamos, y que tiene dos manifestaciones principales: a) El absoluto desinterés por emplear un lenguaje correcto, compatible con la naturalidad y la llaneza. […] b) La falta de sensibilidad ante el hecho de que el idioma forma parte de nuestro común, patrimonio cultural, de que en él está acuñada nuestra personalidad como nación. […] Son muchos los problemas que hoy plantean los idiomas de España, merecedores de una atención general y de que sean inscritos en la agenda política de cuestiones pendientes. Por lo pronto, el de su convivencia y libre desarrollo sin interferencias mutuas. También, el de la co-oficialidad de las lenguas regionales, y el de la situación del castellano como lengua común (parece que esto último se da por descontado, pero ¿es así?). Estas cuestiones requieren un debate que El País podría abrir porque en su solución racional nos va más de lo que parece a simple vista (Carreter 1976).
Teniendo presente el panorama trazado por Carreter, observemos dos posiciones divergentes respecto de la diversidad interna de la lengua, su “naturalidad” y sus efectos en la traducción.
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2.2. Figuras de la invasión: de la Serna y de Paola En agosto de 1976, El País publica dos artículos que polemizan en silencio: “El idioma en peligro” de Alfonso de la Serna (1976), y “El castellano, en vivo y en directo” del poeta argentino radicado en Madrid, Luis de Paola (1976).4 En “El idioma en peligro”, de la Serna, diplomático de trayectoria y por entonces director general de Relaciones Culturales, se hace eco de las preocupaciones idiomáticas de Carreter: “El País se ha mostrado inquieto últimamente por el estado de nuestro idioma, y alguna pluma que calza muchos puntos en materia lingüística, como la del profesor Lázaro Carreter, nos ha hecho graves advertencias al respecto” (de la Serna 1976). A la zaga del académico, de la Serna denuncia la “degradación cultural” y el “estropicio idiomático”: “[M]e atrevería a afirmar que la lengua castellana en España se encuentra en un periodo de aguda crisis; casi de peligrosa decadencia, podríamos decir, si nos fijamos en algunos aspectos del habla cotidiana” (de la Serna 1976). El “idioma español” se ha empobrecido y esa penuria se registra en los medios de comunicación —impresos o radiofónicos—, en el lenguaje de los políticos y en las declaraciones públicas en general, en el abuso de tecnolectos, entre otros males. De la Serna enumera las causas que a su juicio dieron origen a la crisis idiomática: la penuria de maestros y profesores producida por la guerra civil; los escasos ingresos de estos últimos en la posguerra; la explosión demográfica y el desarrollo socioeconómico posteriores, que desbordaron “todas las capacidades de escuelas, colegios y universidades” (de la Serna 1976); la inestabilidad de los planes educativos; el excesivo interés en las enseñanzas técnicas en detrimento de las humanidades, y los efectos de la censura en el acceso a “lecturas estimulantes” (de la Serna 1976). La generación formada en tal estado de cosas habría quedado inerme, al borde del analfabetismo, totalmente incapaz de defenderse frente a dos enemigos peligrosos: los tecnolectos y las traducciones. Si bien las causas alegadas para la crisis lingüística son internas, el enemigo viene de afuera: “El lenguaje esotérico —a veces verdadero ‘argot’ profesional— de los técnicos y las traducciones brutales. Ambas penetraciones se han producido a través de lo que ahora llamamos ‘medios de comunicación de masas’” (de la Serna 1976). El mal procede del exterior y se “derrama” sobre una generación de hablantes sin recursos defensivos, entre cuyos miembros se reclutan los agentes importadores: En la Argentina, Luis de Paola estuvo vinculado con el Fondo Nacional de las Artes y colaboró con la revista El Escarabajo de Oro (1960-1975), dirigida por Abelardo Castillo. Vivió en Chile desde 1968 hasta 1973. En 1975 viajó a España con una beca del ICI y, tras el golpe de estado en Argentina, decidió no regresar al país. Vivió en Colmenar Viejo, cerca de Madrid, hasta su muerte en diciembre de 2008. En Madrid colaboró en diversas revistas literarias y periódicos. 4
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Y así, las traducciones incultas y apresuradas de noticias de agencias extranjeras y de libros editados a la ligera, hechas por improvisados traductores que no solo conocen imperfectamente la lengua extraña, sino —lo que es casi peor— también la lengua propia, derraman cataratas de expresiones, giros y frases enteras de suma incorrección sobre el lenguaje cotidiano de los españoles. [E]l pernicioso aluvión de unas atroces traducciones de idiomas extranjeros, hechas atolondradamente a tanto la línea, para engrosar negocios editoriales más o menos pingües. Y me avergüenzo, ante esas traducciones, como ciudadano de un país que poseyó […] la gloriosa Escuela de Toledo (de la Serna 1976).
La penetración de traducciones de “idiomas extranjeros” —¿concesión a las traducciones de otros idiomas peninsulares o mera redundancia?—, vehiculizadas por “agencias extranjeras” y “medios de comunicación de masas” asolan a una ciudadanía incapaz de “detenerlas, analizarlas, filtrarlas, incorporarlas al idioma de una manera sencilla, juiciosa y en armonía con las tradiciones y el genio de nuestra lengua” (de la Serna 1976). Aquello que realmente preocupaba a de la Serna era la falta de una elite nacional de traductores capaz de dominar el material extranjero, esto es, pasarlo por el tamiz nacionalizado de un proyecto cultural conservador de las tradiciones lingüísticas locales. De ahí su referencia a la Escuela de Toledo, de gloriosa memoria nacional, y a la Revista de Occidente, que contaba con un grupo de traductores que “enorgullecerían a cualquier nación”: Manuel García Morente, José Gaos, Emilio García-Gómez, Benjamín Jarnés, Fernando Vela, León Felipe, Julio y José Gómez de la Serna, Consuelo Berges, Ramón Gómez de la Serna o Luis López-Ballesteros. A falta de tales elites traductoras protectoras del idioma, “la lengua de Cervantes” estaba “a punto de convertirse en un pobre lenguaje al borde de la germanía, el ‘patois’ o el ‘pichinglis’” (de la Serna 1976). De la Serna propone dos soluciones para el aparente peligro que amenazaba al idioma castellano: por un lado una “reflexión nacional sobre el problema” y, por otro, disciplinar el idioma, siguiendo el “admirable ejemplo francés”,5 a través de instancias de vigilancia, control y autocontrol: “departamentos de ‘corrección de estilo’ en las redacciones de agencias, periódicos, radios y televisiones; haciéndonos cada uno de nosotros, en fin, vigilante de este tesoro común que, con vanidad En 1980, en “La agonía del español”, José Ventura Olaguibel insistía en el ejemplo a seguir: “Francia, por ejemplo, dispone ya de una ley promulgada el último día del año 1975, para proteger al francés del abusivo dominio que otras lenguas extranjeras ejercen sobre él. Y, a mayor abundamiento, para completar la lucha contra la abulia lingüística de las instituciones francesas, se presentó a la Asamblea Nacional, el 21 de octubre de 1980, una proposición de ley para obligar al uso del francés en toda actividad subvencionada directa o indirectamente por el Estado” (Ventura Olaguibel 1980). 5
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vacía, llamamos ‘la lengua de Cervantes’” (de la Serna 1976). En lo referente al trabajo realizado en los departamentos de corrección de las editoriales españolas, lo expuesto en nuestro capítulo 4 permite afirmar que efectivamente cumplían la función de “nacionalizar” las traducciones o, por lo menos, adaptarlas a la variedad de lengua madrileña cuando éstas provenían de otras regiones de habla hispana. No obstante, también vimos que ni la manipulación de traducciones ni las pautas editoriales que excluían americanismos y catalanismos consiguieron aplacar la difundida convicción de su “mala calidad”. Los sintagmas “reflexión nacional”, “idioma nacional”, “orgullo nacional”, “vergüenza como ciudadano”, “naturalidad de la lengua”, se oponen a la imagen de la lengua artificial de los anglicismos tecnológicos y de la lengua apátrida de las traducciones; la lengua en proceso de corromperse en “patois” es una mezcla de todas las influencias foráneas —técnica, tecnológica y literaria— y, quizá, de todas las variedades de la lengua. Con todo, de la Serna concluye asegurando no ser un “purista del idioma”, ni un “reaccionario ante la vitalidad del lenguaje diario” ni “un academicista”: “Mas no, amigo mío; lo que le pasa a la lengua castellana no es un fenómeno de vitalidad —de la que toda lengua debe gozar si no quiere morir—, pero sí de anarquía. Pongamos orden” (de la Serna 1976). El texto de de la Serna puede considerarse un buen ejemplo de representación de la traducción como “invasión de lo foráneo”, motivo registrado ya en los primeros artículos de Umbral. Sin embargo, a diferencia de aquel, cuya preocupación giraba en torno a la lengua literaria, la imagen de la “penetración” y de la “invasión” se relaciona aquí con la lengua hablada, cuyo “deterioro” se incrementaba debido a la influencia de la lengua escrita vehiculizada por las traducciones. El campo semántico dominante hace de la traducción una suerte de caballo de Troya introducido en el territorio nacional por un enemigo interno —el traductor inculto, semianalfabeto, mal pagado, explotado, ignorante— que atenta contra la noble tradición de la “lengua de Cervantes”. El imaginario de la invasión contrasta, sin embargo, con otra figura vigente, derivada de una visión menos conservadora y ranciamente nacionalista de las relaciones interculturales, aquella según la cual España comenzaba a salir de “su inanidad cultural gracias básicamente a las traducciones”, como escribía Joaquín Rabago en “El Ministerio de Cultura, contra los traductores” (1978). De la Serna por cierto no se equivocaba al afirmar que el diario El País, creado en 1976, había abierto sus páginas a la discusión idiomática —tal como lo hizo a la cuestión traductora—; pero no solo dio lugar al debate sino que singularmente dejó que sonaran voces distintas, menos solemnes y alarmadas. Así una semana después de la publicación del artículo “El idioma en peligro”, un argentino, el poeta Luis de Paola, publicó un ensayo que parece responder punto por punto al diagnóstico catástrofe del director general de Relaciones Culturales. Ya desde el título —“El castellano, en vivo y
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en directo”— resuenan dos provocaciones: el anuncio de una argumentación fundada en la experiencia lingüística directa, no académica, y el recurso legítimo a un léxico procedente de la tecnología de las telecomunicaciones, denostado por de la Serna. En unas pocas carillas, de Paola comunica la experiencia de una diferencia lingüística y literaria, un uso variado de la “lengua común” pero también una manera diferente de pensarla: el humor.6 Parte, no obstante, de un presupuesto afín a de la Serna, la lengua es expresión de una comunidad nacional: “Habla, si quieres que te conozca” (Gracián). Un idioma es algo más que una convención oral: es el carácter de un pueblo. […] Pero la verdad es que existen tantos idiomas castellanos como países y hasta regiones que lo practican, y palabras que en uno tienen un significado en otro pueden ser su opuesto. Conocer tres países hispanohablantes es descubrir tres temperamentos, tres escalas de sonido, tres maneras de representar el mundo verbalmente. Argentina, Chile y España, por orden cronológico, me lo han confirmado (de Paola 1976).
Así comienza la respuesta del argentino emigrado a las alarmadas palabras de Alfonso de la Serna. Punto por punto, el artículo rebate el diagnóstico apocalíptico plasmado en “El idioma en peligro”. Ningún académico o “filo-académico ortodoxo” —léase de la Serna7— puede entender la lengua viva de la gente sencilla, dice de Paola, “porque es evidente que la vitalidad de nuestro idioma sobrepasa las posibilidades de todo control académico” (1976). Así, las academias no comprenden la lengua viva y los diccionarios solo pueden acoger idiomas muertos; en vez de seguir el ejemplo francés, bueno sería, entonces, emular a los ingleses que “optaron por no tener academia de la lengua” (1976). Tras dar múltiples ejemplos léxicos de la variedad interna del castellano, De Paola destaca el caso argentino: “El idioma de los argentinos, deformado y enriquecido por el cosmopolitismo inmigratorio, tal vez sea el que más se ha desprendido del cordón umbilical ibérico” (1976). Más aún, la Argentina ha cumplido tan cabalmente el corte con la madre patria que tiene una Academia Porteña del Lunfardo. Y así, exhibiendo el potencial literario de una “lengua especializada en la Sobre el valor del humor en la construcción identitaria nacional, escribía Ventura Olaguibel: “Tiene este viejo país que se llama España pocas riquezas comparables a la de su lengua. Quizá no posea ninguna de más valor que ella, como no sea ese universo de los valores en que entran el acendrado espíritu del honor o la más solemne de las carencias del humor” (Ventura Olaguibel 1981). 7 De Paola sin duda alguna alude a de la Serna cuando dice: “No soy un antiacadémico, pero si fuera filoacadémico ortodoxo difícilmente comprendería a la almacenera de mi barrio cuando vocifera, bajo una montaña de cajas de fideos, porque se gana poca ‘pasta’” (de Paola 1976). 6
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infamia y sin palabras de intención general”, como describía Borges al lunfardo,8 de Paola produce un singular ejercicio literario: una traducción intralingüística. Se trata de una versión en variedad peninsular del poema lunfardo “Gaby”, publicado en la Crencha engrasada (1928) de Carlos de la Púa, seudónimo de Carlos Raúl Muñoz del Solar, alias el Malevo Muñoz: Gaby de Carlos de La Púa
Gaby Traducción de Luis de Paola
Es al bardo que quieras trabajarme cachuso cuando nadie ha podido engrupirme potriyo. Al naipe de tu cuore le doy remanye de uso y mi carpa truquera vale un zarzo con briyo. Ventajera que en todos los afanos de lujo vas cargada con el loco y de alivio en la cana, es al bardo que quieras en el carro que empujo colocar el bagayo de tu pinta bacana. Es al bardo que vengas con macanas bonitas esperando un jotraba que manqué refulero. Para mí, con estuche no valés cinco guitas. Repasada por todos, garroneada por muchos, no tendrás la aliviada de mi amor cadenero por un taura principio de desdén a los puchos.
Es en vano que quieras convencerme de viejo cuando nadie ha podido engañarme de joven. Al naipe de tu corazón lo descarto por usado y mi juego bien vale un garito brillante. Ventajera que en todos los atracos de lujo quedas con el botín, sobornas policías, es en vano que quieras en el carro que empujo poner el cargamento de tu aspecto de dama. Es en vano que vengas con mentiras bonitas esperando de un robo que me salió muy feo. Para mí, con tu adorno no vales cinco céntimos. Poseída por todos, explotada por muchos, no tendrás el alivio de mi amor protector porque yo me respeto: desdeño desperdicios.
La versión del poema de Carlos de la Púa no solo es la respuesta jocosa a las solemnes alarmas de Alfonso de la Serna. Con su traducción intralingüística, de Paola da en el blanco del discurso denostador, pues desmonta los lugares comunes relevados aquí y allá, una y otra vez, en la prensa. En efecto, el ejercicio de la versión intralingüística viene a probar aquello que Borges enunciaba ya en 1926 comentando una traducción venezolana de Poe: Alguien objetará que la versión de Pérez Bonalde, por fidedigna y grata que sea, nunca será para nosotros lo que su original inglés es para los norteamericanos. La objeción es difícil de levantar, también los versos de Evaristo Carriego pare-
Cuyo origen “técnico” destacaba en El idioma de los argentinos: “El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa. Imaginar que esa lengua técnica […] puede arrinconar al castellano es como trasoñar que el dialecto de las matemáticas o de la cerrajería puede ascender a único idioma” (Borges/Clemente 1998: 15). José Gobello rechaza la definición borgeana: “El lunfardo no tiene como característica principal el origen delincuente sino su procedencia de los dialectos septentrionales de Italia” (Gobello/Olivieri 2005: 11). 8
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cerán más pobres escuchados por un chileno […]. Es decir, a un forastero no le parecerán más pobres; serán más pobres. Su caudal representativo será menor (Borges 1997: 256).
El juego de variantes que es toda traducción “bien podría hacerse dentro de una misma literatura. ¿A qué pasar de un idioma a otro?” (Borges 1997: 259). Así, el valor de la intervención del poeta de Paola es múltiple. En primer lugar, aporta la única muestra concreta de una traducción intra-lingüística literaria registrada en nuestro corpus documental;9 en segundo lugar, constituye la más temprana huella impresa de intervención de un argentino emigrado en las discusiones lingüísticas españolas del período; en tercer lugar, de manera pionera, de Paola interpretaba la problemática lingüística en contexto exiliar a luz de la historia de las relaciones culturales entre España y América Latina, evocando en particular los debates en torno al “problema de la lengua”.10 Por último, constituye una visión de la traducción que deja entrever la inquietante posibilidad de que la “invasión” no solo procediera de “idiomas extranjeros”: la versión intralingüística de Luis de Paola revelaba que la traducción también anidaba en el corazón lunfardo de la “lengua de Cervantes”. Los dos artículos están pensados en clave nacional y agonística: el “idioma español” en peligro, invadido, penetrado; desprotegida su noble tradición; el “idioma de los argentinos”, enriquecido por sucesivas migraciones, “deformado”, asentado en la tradición de la mezcla y así liberado del “cordón umbilical ibérico”. No se registran respuestas a este ejercicio intralingüístico por parte de los lectores del diario; ningún filo-académico recogió el guante del juego de variantes propuesto por de Paola en la noble tradición del Malevo Muñoz y Borges; por el contrario, los denunciantes de la “crisis idiomática” continuaron con sus prédicas y hallaron en el gremio de los traductores tierras fértiles para hacer fructificar sus propuestas de saneamiento y control de la lengua. Otros escritores exiliados afirmaban haber practicado este juego de variantes como “metáfora del exilio”. Blas Matamoro alude a esa práctica: “Una experiencia muy interesante es la de tomar cuentos escritos en argentino y traducirlos: resultan otros cuentos que ya no ocurren en la Argentina. […] Entonces, en vez de ser una metáfora de un argentino ante las mutaciones de su país, se convirtió en una metáfora del exilio, de gente habitando una ciudad extraña. Esa era mi lectura; ahora ese cuento leído en la Argentina hoy, es descifrado como una alegoría de la situación argentina” (Matamoro 1985: 99). 10 Alude significativamente a la polémica por el “Meridiano Intelectual” impulsada por las vanguardias culturales porteñas de los años veinte y treinta, cuyos principales argumentos apuntaban contra el expansionismo editorial y la política de captación de los mercados de lectura americanos por parte de las editoriales españolas del período (Falcón 2010), disputa plasmada no solo en las revistas culturales Martín Fierro y La Gaceta Literaria de Madrid, sino en la textura misma de algunas traducciones de la época (Pagni 2014b). 9
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3. Congresos sobre traducción: la lengua amenazada. 1980-1982 Quienes diagnosticaban la crisis idiomática recomendaban con insistencia el control de calidad de las traducciones. Los representantes de la asociación APETI y los periodistas de El País dedicados a cubrir las acciones públicas del gremio se hicieron eco de estos reclamos. Al analizar los textos dedicados a la “cuestión profesional” en el capítulo anterior, señalamos que la amplia cobertura del proceso de institucionalización en la prensa incluía noticias sobre las primeras reuniones públicas de traductores: jornadas, simposios y seminarios. Pero dejamos pendiente la descripción de los temas tratados en ellos. Entre las temáticas abordadas en esas reuniones puede aislarse aquella referida a la lengua o, mejor dicho, a la relación entre la “corrupción” de la lengua y la calidad de las traducciones. Esta inquietud se hizo especialmente visible en la agenda temática de tres eventos públicos: el Primer Simposio Internacional sobre la Traducción, realizado en la fonoteca de la Biblioteca Nacional de Madrid en 1980; un seminario desarrollado en Toledo, en 1981; y el Primer Congreso Iberoamericano de Traductores, en la Biblioteca Nacional y en el Instituto Francés de Madrid, en 1982. Todos ellos tuvieron alcance internacional, fueron organizados por APETI y contaron con la participación de representantes del poder político y de instituciones como la Real Academia Española de la Lengua. En una breve nota titulada “Comienza el simposio internacional de traductores” (Anónimo 1980c), la redacción de El País comunica el inicio en Madrid del Primer Simposio Internacional sobre la Traducción, “para el que se han trasladado a esta ciudad especialistas de todo el mundo. El encuentro, que durará tres días, tendrá como ejes de discusión los siguientes temas: problemas de la traducción entre las lenguas de la Península Ibérica, la traducción poética y otros temas” (Anónimo 1980c). Las lenguas oficiales del simposio, se informaba, serían todas las peninsulares —castellano, catalán, gallego y eusquera— además del inglés y el francés.11 Al término del simposio, un nuevo artículo de Bel Carrasco dio cuenta de lo acontecido en las tres jornadas de ponencias y discusiones. Su título claramente alude al foco de la preocupación: “Los traductores españoles alertan sobre el progresivo deterioro del castellano. Comenzó en Madrid el Simposio Internacional sobre la Traducción”. Y el contenido no hace sino desarrollar la idea del título: “Los traductores españoles, que participan desde ayer en Madrid en un simposio internacional sobre el trabajo que realizan, han lanzado ‘una llamada de alerta y alarma’ ante ‘el creciente deterioro de la expresión en lengua castellana’, que ellos
La comisión organizadora del simposio estuvo conformada por APETI; y la comisión de honor, presidida por el ministro de Cultura, estuvo conformada por Jesús Aguirre, duque de Alba; Dámaso Alonso, presidente de la Academia; Hipólito Escolar, director de la Biblioteca Nacional; Emilio García Gómez, Jorge Guillén y Tierno Galván, alcalde de Madrid. 11
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relacionan con la situación anormal que vive el traductor en nuestro país” (Carrasco 1980a). La “alarma” de los ponentes se fundaba en la convicción de que las traducciones transmitían un modelo de lengua y que los traductores inciden en la formación lingüística de los lectores: “El creciente deterioro de la expresión en lengua castellana, que tiene mucho que ver con la situación anormal del traductor, verdadero coautor de una tercera parte de la literatura que se publica en castellano, escrita originalmente en otras lenguas, y modelo, para bien o para mal, del estilo de un sin número de lectores de todas las edades” (Carrasco 1980a). En el horizonte de las conclusiones del simposio pesaba, por cierto, el proyecto de ingreso de España a la Comunidad Económica Europea, pues cuando eso ocurriera serían necesarios en los principales organismos de esa institución cerca de trescientos traductores de castellano. En 1981 tuvo lugar una segunda reunión de traductores e intérpretes, un seminario sobre traducción organizado por el Instituto Francés de Madrid, que contó con la esperable colaboración de APETI y el Departamento de Francés de la Universidad Complutense. Si bien la convocatoria apuntaba a explorar y analizar la heterogeneidad de problemas con que se enfrentan los profesionales de la traducción, en especial aquellos relativos a la traducción científico-técnica y literaria, El País insiste en cubrir el evento traductológico desde la sola perspectiva de la “calidad de las traducciones”, punta del iceberg, como se ha visto, de la mentada “crisis idiomática”. Así, en el artículo “García Hortelano denuncia el descuido de las traducciones en España” (Anónimo 1981a), la redacción del diario da prioridad en la noticia a las declaraciones de este novelista, traductor de Céline, Vian y Walser: “‘La industria cultural en nuestro país ha descuidado hasta límites verdaderamente impúdicos las traducciones literarias’, dijo el novelista […]. García Hortelano añadió que, sin embargo, esta situación tiende hoy a ser corregida, y pidió al mismo tiempo una mayor consideración para los traductores profesionales, ‘que deben tener’, dijo, ‘la categoría de autor’” (Anónimo 1981a). Si la situación comenzaba a ser corregida o no, es difícil deducirlo de lo escrito en la prensa, en cuyas páginas seguirán publicándose hasta el final del período las sempiternas quejas sobre la baja calidad de las traducciones en España y el poder corruptor de la lengua que vehiculizan. Aquello que sí parece comenzar a modificarse es el horizonte de la valoración pública de la variedad interna de lengua. El primer indicio de ello es indirecto y se relaciona sobre todo con una ampliación de los actores intervinientes en los eventos públicos y con un cambio en la nomenclatura: el “idioma nacional” pasará a ser la “lengua común de todos los hispanohablantes”. En efecto, en 1982 la prensa comunica la organización de un nuevo evento: el Primer Congreso Iberoamericano de Traductores. El artículo “El I Congreso Iberoamericano de Traductores estudia la calidad e influencia de la traducción”, publicado a fines de 1982, refleja una proyección de la “crisis idiomática” desde el plano nacional hacia el plano internacional, es decir, “iberoamericano”. En esa ocasión se abordaría, desde la perspectiva de los traductores, el tema de
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la relación entre la traducción y la calidad de la lengua en los países hispanohablantes a fin de “determinar el grado de responsabilidad que tienen las malas traducciones en el deterioro progresivo del idioma, tanto del literario como del que utilizan los medios de comunicación, y buscar la manera de poner remedio a esta situación lamentable” (Anónimo 1982). Los nuevos actores intervinientes eran representantes de asociaciones de traductores e instituciones universitarias de Argentina, México, Colombia, Perú, Chile, Cuba, Brasil, Puerto Rico, Venezuela, Ecuador, Guatemala; codo a codo con los oradores españoles, todos ellos reflexionarían sobre su parte de responsabilidad en “la calidad de la traducción y su influencia en la lengua hablada y escrita” a fin de promover “la cooperación iberoamericana en el campo de la traducción” y reivindicar “el papel creador de la labor del traductor, el valor de la lengua como vehículo cultural y la defensa de la unidad del español” (Anónimo 1982). En síntesis, el Primer Simposio Internacional de 1980 giraba en torno a los “problemas de la traducción entre las lenguas de la península Ibérica”, es decir, planteaba vía la traducción una reflexión sobre el multilingüismo en el territorio nacional, en el marco de la integración de España al Mercado Común Europeo; a fines de 1982, el Primer Congreso Iberoamericano de Traducción pondría en cambio el foco de la reflexión colectiva en la dimensión transnacional del castellano, en su carácter de lengua compartida por numerosas naciones, en el marco de la relación cultural y comercial con los mercados hispanoamericanos. Esta ampliación de la convocatoria, el nuevo reparto de “responsabilidades” y compromisos, de algún modo tornaba “políticamente incorrectos” los prejuicios lingüísticos y denuestos a las traducciones americanas exhibidos públicamente por Paco Umbral a fines de los setenta. De hecho, a fines de 1980, el “cronista de la transición” daría insólitas muestras de haber aggiornado su visión de las variedades internas de la lengua, en un artículo titulado “El Español”: [E]l centro de gravitación de nuestra lengua se ha desplazado hace tiempo de Madrid a cualquier capital americana, fenómeno que se verá corroborado y extendido en el futuro por razones meramente demográficas. […] Ha pasado el tiempo del purismo —dice Dámaso—. […] Frente a la gravitación yanqui, la América insurgente levanta ya el farallón cuajado del castellano. A ver España (Umbral 1980).
¿Se trataba acaso del mismo Umbral que distinguía traducciones “en castellano (no en hispanoamericano, con plomeros, naftas y pancetas)” de “asquerosas traducciones” hispanoamericanas pasadas por “todos los retretes de Madrid”? Los tiempos habían cambiado, y con ellos las ideas o, cuando menos, las reglas y condiciones de su expresión pública.
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4. Hacia un español neutro: el Congreso “Salamanca 80” La evolución de la representación de la lengua de traducción en este período puede rastrearse en los cambios de opinión de Paco Umbral. El giro registrado en sus artículos permite marcar dos tiempos: un primer Umbral que critica las variedades de la lengua de las traducciones de manera brutal e irreflexiva, y un Umbral que, tras ser invitado al congreso “Salamanca 80”, vierte en la prensa los argumentos propios la ideología lingüística panhispánica o proceso de internacionalización de la imagen del español en el marco de la proyección de los intereses económicos de España en los mercados de habla hispana: América Latina y Estados Unidos. El congreso “Salamanca 80” fue un publicitado evento destinado a reunir en la Universidad de Salamanca a los directores de Televisa México, los miembros más ilustres de la Real Academia Española de la Lengua y escritores principalísimos, como Paco Umbral. El evento fue anunciado y luego comentado por numerosos periódicos, tanto madrileños como catalanes (ABC, El País, La Vanguardia). Así se anunciaba en las páginas de El País: Medio centenar de académicos, escritores, intelectuales y periodistas españoles y latinoamericanos se reunirán en Salamanca, a partir del próximo domingo, para participar en un congreso dedicado a la lengua española y a su empleo en los medios de comunicación. Este encuentro ha sido organizado en colaboración con la Universidad salmantina por la cadena de televisión mexicana Televisa, que conmemora así el décimo aniversario de su programa 24 horas (Rosell 1980a).
El objetivo primordial del congreso era el desarrollo de una política del idioma en los medios de comunicación de toda el área de habla hispana, comenzando por el estudio de las posibilidades de conservación y perfeccionamiento de la lengua española concebida como “vínculo de unión” entre los millones de hispanohablantes. La buena nueva que “Salamanca 80” traía era que el futuro de la lengua de Cervantes estaba en Hispanoamérica, tal como titulaba exultante El País: “A partir del siglo xxi, el centro idiomático de la lengua española será casi totalmente americano y su término exacto será lengua hispanoamericana”. Con estas afirmaciones del entonces presidente de la Real Academia de la Lengua, Dámaso Alonso, quedaba inaugurado el encuentro “Salamanca 80” (Rosell 1980b). Ahora bien, pese a ser la calidad de la futura “lengua hispanoamericana” un tema clave del congreso, en “Salamanca 80” poco o nada se habló de traducción, y mucho se dijo en cambio sobre la importancia de la “unidad del español”. Bajo el lema unamuniano “mi patria es allí donde resuene soberano mi verbo”, durante tres días se congregaron miembros de la Academia Mexicana de la Lengua, de la
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Real Academia Española de la Lengua, “literatos, filólogos, novelistas, catedráticos, corresponsales, reporteros”12 —y sorprendentemente ningún traductor— “unidos todos por un solo ideal: velar por el futuro de nuestra lengua” (Actas de Salamanca 80: 11). La “unidad del idioma” fue sin duda el sintagma más citado en las jornadas: “La unidad del idioma en la Televisión”, “¿Existe unidad en el idioma español?”, “El idioma español como vínculo de unión”, “La literatura en la televisión al servicio de la unidad del idioma”, “Acción deseable de los medios de difusión para preservar la unidad del idioma y fomentar su conocimiento”; estos son solo algunos de los títulos de las mesas en torno a las cuales se reunieron españoles e hispanoamericanos para llegar a una conclusión esperable: la unidad del idioma es un bien preciado; España y América debían preservar “los más altos valores de la cultura hispánica”, “los más altos, únicos e irrepetibles valores de la cultura común” y asumir “en su entera magnitud y con plena responsabilidad la preservación de los tesoros culturales heredados, comenzando por la lengua común” (Actas de Salamanca 80: 273). De la traducción poco pero algo se dijo; de manera previsible se habló de su calidad: “el problema, en definitiva, es sencillamente un problema de buena traducción cuando es obra extranjera, o de buena redacción cuando la obra es de producción nacional” (Actas de Salamanca 80: 117). Pero puesto que la “bondad” de una traducción puede entrar en conflicto con la noción de “variedad regional” de la lengua, y puesto que por esa misma razón ciertos bienes culturales que circulan en toda el área hispanohablante deben ser “traducidos al peruano, al chileno o al argentino” (Actas de Salamanca 80: 117), los congregados propusieron una solución acorde al imperativo de la “unidad en la diversidad”: “Ahí ya estamos ante la necesidad evidente de crear —y tampoco creo que sea tan difícil, porque nuestros escritores nos lo dan prácticamente acuñado— un lenguaje tipo para este importantísimo menester de la intercomunicación cultural en el área hispanoamericana” (Actas de Salamanca 80: 117).
La asistencia estaba compuesta por académicos y algunos escritores de renombre, aunque finalmente no fueron todos los que la prensa había anunciado: “Entre los asistentes a este encuentro ‘Salamanca 80’ se encuentran numerosos académicos y escritores españoles y latinoamericanos, como el presidente de la Academia de México, Fernando Lázaro Carreter, Gonzalo Torrente Ballester, Carlos Fuentes, Camilo José Cela, Miguel Delibes, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Francisco Umbral. Entre los periodistas inscritos se cuenta con Luis María Ansón, Torcuato Luca de Tena, Emilio Romero, Jesús Hermida y otros” (Rosell 1980a). No figuran en actas las ponencias del uruguayo Onetti ni del mexicano Fuentes, quien parece haber dejado su lugar a Juan José Arreola (Actas de Salamanca 80). 12
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5. Traductores latinoamericanos, convidados de piedra en el festín del idioma Pese a ser los actores principales del futuro de la lengua, los traductores hispanoamericanos no fueron invitados a opinar en “Salamanca 80”. No obstante, lejos de la invisibilidad presupuesta, que los invisibiliza más allá de toda prueba, hemos visto que sus opiniones, creencias, denuncias, fueron vertidas en notas, ensayos, artículos y aun jocosas versiones intralingüísticas durante el período del exilio: desde 1976, con los juegos de variantes de Luis de Paola, hasta fines de 1982, con el ensayo de Marcelo Cohen, que denunciaba la falta de flexibilidad editorial en materia lingüística. En 1988, haciendo un balance del período, una vez más, Cohen preguntaba: ¿Sería malo para el escritor español situarse periódicamente fuera de la corriente que lo acuna, ser excéntrico? ¿Sería nocivo para la lengua peninsular un nuevo pacto con las ramas latinoamericanas, de las que cautelosamente quiso alejarse en los últimos diez años? (Ya se había alejado antes, mucho antes; después de la muerte de Franco empezó a hacerlo francamente) […]. Los americanismos nunca fueran tan censurados en España como hoy en día, nunca al menos desde que Borges ofreciera consuelo a las tribulaciones del doctor Américo Castro (1988).
La reiteración del tema a fines de los años ochenta deja entrever que, más allá de lo discursivo, las representaciones de la lengua literaria legítima y las condiciones materiales de producción de traducciones poco habían cambiado en materia de “flexibilidad” idiomática. Ahora bien, el tema que Salamanca 80 dejaba planteado, el de “una lengua tipo” que evitara pasar por retraducciones regionales de los bienes culturales —como ocurría a fines de los setenta en la Serie Novela Negra, estudiada en el capítulo 4—, desaloja de la escena principal al enfrentamiento entre variedades y pone en primer plano el de la uniformidad de la lengua, aquello que Horacio González Trejo llamaría “la poliesterización de la lengua” (1980: 51). Unos meses antes del encuentro de Salamanca, en abril de 1980, González Trejo, escritor y traductor argentino, residente en España desde 1972, publicó en la revista Triunfo un extenso artículo a doble página titulado “La traducción o el oficio de la traición” (1980). Pese a su ya inevitable título, el ensayo es a primera vista bastante heterodoxo. Podría decirse que se trata del único testimonio directo de un “mal traductor”, mudo actor principal de todo lo dicho y escrito sobre traducciones en la época. Acabado destajista y asumido como tal, González Trejo reconocía sin pesar: “traduzco desde hace más de una década y creo que más de cien libros han pasado por mi Studio 46” (González Trejo 1980: 51). Algunos editores, relataba, requerían abiertamente “traductores de tercera que no precisan más que una leve mirada de los correctores de la plantilla”; solo
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querían editar libros “para porteras” y él satisfacía sin culpa la demanda: “¿Pensáis que renuncié? No, era un lujo que no podía permitirme […]. ¿Debía sacrificarme en mérito de una cultura superior? A estas horas ni siquiera podría escribir estas líneas” (González Trejo 1980: 51). Vale la pena mencionar que González Trejo fue principal traductor de la editorial Martínez Roca, cuya línea editorial parece describir en su ensayo, sin nombrarla, claro está: “La literatura de portería, según el mentado editor, es una especialidad ampliamente difundida. Perversión y drogas […], ingenuas ideas políticas y morales, gangsters y bellas muchachas que hacen fortuna, búsqueda del yo […], productos, productos, productos” (González Trejo 1980: 51). Así, González Trejo coincide con Marcelo Cohen, cuyos argumentos anticipa en más de un aspecto; coincide en particular respecto del carácter no literario de la práctica tal y como se dan sus condiciones de realización: “una cosa es traducir y otra muy distinta es desempeñar el oficio. El oficio está determinado a priori” (González Trejo 1980: 50). Sin embargo, a diferencia de Cohen, no parecía condenar las posibilidades de supervivencia que la lógica del destajismo le brindaba. Pero González Trejo, el “mal traductor” asumido, introduce una relativa novedad en el tópico de la traducción como traición; el traductor que trabajaba a destajo para la potente industria editorial española no traicionaba al original, ni al lector, ni a la literatura, se traicionaba a sí mismo, traicionaba su pulsión traductora, su inicial convicción de que traducir es potencialmente hacer literatura, como queda expresado en el texto citado en epígrafe. Estos argumentos permiten entender los términos en que se planteaba, más allá de los discursos públicos, la relación entre un “lenguaje tipo” impuesto por las editoriales, las instancias de corrección —propuestas por de la Serna para proteger la lengua de agresores externos— y el trabajo concreto de los traductores hispanoamericanos en el contexto de emigración. En “La traducción o el oficio de la traición”, González Trejo denuncia tempranamente la bestsellerización de la literatura a través de la lengua “internacional” de traducción, es decir, la uniformización producida por la industria editorial cuando procura dotar las traducciones de “un único lenguaje, de un mismo acento”: Así es como surgen infinitas paradojas en torno a la traducción, paradojas que suponen en primer lugar una invención de material adecuado al consumo estandarizado y de bajo coste: lo que podríamos llamar la poliesterización del lenguaje. Porque lo que el público suele ignorar es que la lengua también puede adquirir un carácter neutro cuya accesibilidad es posible […]. El traductor debe ajustarse a un esquema de redacción y de sintaxis que es, casi siempre, previo a la obra a traducir. […] Simplemente se trata de inventar un lenguaje neutro, un español que cabalga entre una asimilación general más o menos aceptada en las diversas formas de su habla según regiones y alguna ligera concesión a un casi siempre sospechoso estilo sudamericano (González Trejo 1980: 51).
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Un último tema ocupaba a González Trejo en este ensayo: el rol del corrector de estilo, figura mencionada pero apenas explorada: No importa [si falla], incluso no importa si acierta: en la máquina de montaje espera paciente el corrector de estilo, otro asalariado. El corrector cargará con la tarea de unificación del lenguaje, de su formulación en una misma cadencia, estilo esencia. […] Por unas pesetas el millar de palabras el corrector dará su versión definitiva de Mailer, de Asimov, de Nabokov, etcétera (González Trejo 1980: 51).
Es solo aparente la ironía según la cual la versión definitiva de las traducciones industriales se debía a la mano del corrector antes que a la del traductor. La costumbre de reutilizar catálogos argentinos o mexicanos, y las consecuentes prácticas de adaptación intralingüística de traducciones latinoamericanas, que hemos estudiado a lo largo de este libro, indican que la historia de la traducción editorial hispanoamericana en este período no puede escribirse con prescindencia de la fantasmal figura del corrector de estilo, cuya función tantas veces era desempeñada por otros traductores. La presencia de exiliados y emigrados latinoamericanos en la industria del libro entre mediados de los años setenta y principios de los ochenta, también comprobada capítulo a capítulo, indica que la historia de la traducción en España tampoco debería escribirse con prescindencia de la figura del traductor exiliado, convidado de piedra en el festín retórico de la “unidad del idioma” pero testigo privilegiado de las condiciones de trabajo en las editoriales peninsulares.
VII. Testimonios del presente: el traductor exiliado como figura plural
En lugar (o además) de emplear las bibliografías para la extracción de datos sobre traductores y traducciones y empeñarnos una vez más en la dudosa empresa de “visibilizar” la traducción —dudosa por lo que implica de ceguera a todo lo que no lleve a poner a la traducción en un pedestal—, podemos abrir esos densos volúmenes desenfocando la lente, dispuestos a captar en ellos los movimientos, cruces, afloramientos o inmersiones de traducciones y traductores. (Clara Foz y Gertrudis Payás, 2011)
En este capítulo final damos consistencia a la figura colectiva del traductor exiliado articulando diferentes voces sobre los temas tratados en los capítulos precedentes: las modalidades de inserción o reinserción profesional en el exilio, las prácticas “non sanctas” para la industria editorial, el problema de la lengua de traducción, las formas de agremiación y la formación de los traductores, entre otros. La elección del título obedece al tipo de fuentes primarias privilegiadas: entrevistas abiertas, encuestas, testimonios y ensayos autobiográficos de reciente producción. Casi todas esas fuentes datan de la primera década del 2000 hasta nuestros días. Reflexionar sobre su actualidad me ha parecido pertinente, y aun necesario, porque los materiales utilizados para la elaboración de este capítulo son contemporáneos al proceso de investigación y, por tanto, están ligados a sus condiciones de producción en un contexto de progresiva visibilidad de la traducción y del exilio en el discurso público y en la práctica académica. La escritura de la historia de la traducción a menudo aparece vinculada con una acción o voluntad “visibilizadora”. Esta suerte de activismo intelectual tiene, por lo demás, una peculiaridad relativa a la división del trabajo investigador: en virtud de la jerarquía interna a la práctica, los testimoniantes suelen ser traductores prestigiosos, ya sea que desempeñen funciones docentes o encarnen figuras destacadas de la profesión. En consecuencia, el principio de autoridad determina, en algunas publicaciones, el valor de la fuente, cuyo contenido de verdad no es interrogado a la luz de las herramientas críticas y las mediaciones teóricas disponibles en la disciplina. Un ejemplo de este rasgo es la declaración de intenciones plasmada en el prefacio a De oficio, traductor. Panorama de la traducción literaria en México, una compilación de entrevistas
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publicada en 2010: “De sus bocas hemos podido conocer —escriben sus editores— la historia reciente de la traducción en México. […] Sabemos ahora que este libro es una forma de rendirles homenaje, de tributarles honores a ellos: nuestros héroes del oficio” (Santoveña/Orenzans/Leal Nodal/Gordillo 2010: 8). Que la reconstrucción de una historia reciente de la traducción pueda coincidir con la restitución de una verdad producida en el testimonio de héroes de un noble oficio revela una frágil reflexión sobre el carácter “interesado” de toda auto-representación identitaria. Frente al abordaje espontáneo de tales fuentes orales en nuestro campo, subrayamos la necesidad de explicitar las condiciones de tratamiento de los testimonios orales o recientes. Requeridos por el silencio informativo de las fuentes impresas tradicionales —traducciones, diccionarios de traductores, catálogos, bases de datos, paratextos, crítica, etcétera—, las técnicas de producción de la fuente —entrevistas y encuestas— imponen una reflexión metodológica referida a su tratamiento e interpretación. Ahora bien, además de las fuentes orales “producidas”, otra clase de fuentes presentó un problema metodológico: los testimonios impresos recientes. Entre 2007 y 2013, a la zaga de “Pequeñas batalla por la propiedad de la lengua” y sus sucesivas versiones (Cohen 2006, 2008, 2014), se registró un renuevo de producción discursiva sobre “traducción y exilio” a través de ensayos y textos periodísticos escritos por antiguos exiliados (Ehrenhaus 2011 y 2012; Gargatagli 2011 y 2012; Catelli 2012, 2015; Martini 2012). La pregunta por el modo en que esos testimonios recientes debían ser tratados se impuso porque los “vectores de memoria” de la traducción argentina en Barcelona no siempre hacían explícita su condición de testigos y, por tanto, no presentaban esos materiales como testimonios, sino que en algunos casos intervenían en la discusión traductora en calidad de estudiosos legitimados para la producción de fuentes secundarias. Esa condición mixta de actores-testimoniantes y productores de conocimiento en el área de esta investigación constituyó un dilema a la hora de situar el “interés material y/o simbólico de tomar posición sobre el tema de la traducción” y del exilio en nuestros días (Gouanvic 1998: 144).
1. El problema de la ejemplaridad: las listas de traductores El objetivo de construir una biografía colectiva de importadores literarios bien puede prescindir de nombres propios si esa prescindencia no implica anular la pregunta por la identidad social de los importadores —¿se percibían y eran percibidos como una pequeña sociedad letrada en el exilio o como obreros semicalificados de los que se podía prescindir sin reservas? ¿Se identificaban como argentinos, militantes, trabajadores intelectuales en condiciones precarias? ¿Predominaban las mujeres, los estudiantes, los escritores jóvenes?—, por la función específica del traductor en el
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proceso de traducción —traductor con poder de consagración, traductor académico o mediadores ordinarios (Casanova 2002: 17-19; Sapiro 2008: 203-205)—, por la valoración social de su práctica, entre otros temas y problemas relevantes. La pregunta “¿quiénes eran?”, aun planteada en términos individuales o aun nominales, también ilumina zonas de lo social: basta con intentar reconstruir una trayectoria de traductor para comprender que su estatuto en la cultura impresa es marginal. Poca es, en efecto, la información que puede extraerse sobre la identidad de un traductor a partir de catálogos editoriales, soportes de traducciones, reseñas y críticas de traducciones, diccionarios de traductores hispanoamericanos, bases de datos especializadas, como el Index Translationum, o más generales, como el ISBN español, catálogos de bibliotecas españolas y argentinas, entre otras fuentes tradicionales. La metodología del relevo de información en tales fuentes preexistentes, de origen español o argentino, presentó dos obstáculos principales vinculados con el lugar del traductor en la cultura impresa, en general, y con la búsqueda por criterio “nacional” en una investigación cuyo objeto tenía dimensiones “transnacionales”, en particular: los soportes de traducciones y demás materiales consultados rara vez arrojan información sobre el origen regional de un traductor “hispanoamericano”, y aún menos sobre la identidad de “exiliado” o emigrado político. Así pues, dada esta limitación de las fuentes disponibles, fue necesario generar la fuente mediante distintas técnicas de producción de datos, como entrevistas y cuestionarios. A medida que los contactos se establecían y que la red de informantes comenzaba a tramarse, pude confirmar o desechar nombres de posibles traductores y escritores por encargo emigrados o exiliados en España. A menudo los mismos informantes me proporcionaron listas de nombres. Una de ellas, por ejemplo, consignaba nombres más o menos visibles tales como Susana Constante, Marco Galmarini, Ana Goldar, Eduardo Goligorsky, Matilde Horne (Matilde Zagalsky), Francisco Porrúa (y sus seudónimos) y Ricardo Potchar. Otra, más detallada, compilaba bajo el título “Traductores y escritores por encargo (Barcelona)”, los nombres de Matilde Horne, Alberto Speratti, Alicia Galloti, Ernesto Frers, Alejandro Vignati, Horacio González Trejo, Ana Basualdo, Alberto Szpunberg, Marco Galmarini, Mario Sexer, Marcelo Cohen, Álvaro Abós, Marcial Souto, Alberto Cousté, Marcelo Covián, Horacio Vázquez-Rial, Juan Manuel González Cremona, Mario Muchnik. Por último, otra lista, provista por Andrés Ehrenhaus, registraba: Mario Merlino, Celia Filipetto, Silvia Komet, Daniel Najmías, Jonio González, Carlos Vitale, Edgardo Dobry, Alejandra Devoto. Algunos nombres se repetían, otros sin duda faltaban: Juan Martini, Ana Becciú, Roberto Bein, Pablo Di Masso, Martha Eguía, Rodolfo Vinacua, Jorge Binaghi, Carlos Sampayo, Carlos Peralta, Eduardo Videla, entre tantos otros traductores y seudotraductores argentinos exiliados o emigrados que trabajaron en el mercado editorial catalán en aquella época. Sin embargo, ni presencias ni omisiones constituían el núcleo de la información que esas listas contenían. Las listas de traductores provistas por los
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actores exigían analizar el valor y la función que daríamos a los testimonios —orales o impresos recientes— en la fase de descubrimiento y en el desarrollo de la investigación. ¿Por qué? Porque al investigar esos nombres y establecer contacto con algunas de las personas físicas a las que representaban, se puso de manifiesto que no todos eran exiliados o emigrados de la dictadura. Muchos sí lo eran, por cierto. Y habían llegado a partir de 1974 a Barcelona como represaliados de la Triple A o emigrados de la dictadura a partir del Golpe de 1976. Pero otros habían llegado en esas fechas por motivos ajenos a la situación política, y anunciaron de entrada no ser “exiliados en sentido estricto” sino emigrados que habían decidido “no regresar por el momento”, como Ricardo Pochtar; algunos habían emigrado años antes del golpe, como Marcelo Covián, Carlos Sampayo y Alberto Cousté, y se consideraban en ciertos casos “autoexiliados”; otros habían llegado en los primeros ochenta pero no registraban trabajos editoriales ni traducciones en España hasta finales de la década, como Jonio González; y otros, por último, habían emigrado en plena democracia, después de 1983, como Edgardo Dobry, radicado en Barcelona en 1986, o Alejandra Devoto, que llegó a España en 1985 y comenzó a trabajar como traductora algunos años después. El caso más llamativo es el de Marcial Souto, cuyo nombre vuelve en todas las listas pese a no haberse instalado de manera estable en Barcelona hasta mediados de los noventa. En síntesis, la diversidad de motivos para emigrar no coincidía con el recorte cronológico de mi objeto de investigación; esto imponía una revisión de las modalidades de exposición de los datos: ¿cuál era el valor informativo de esos listados de “traductores exiliados” producidos por los testimoniantes? ¿Tenía sentido consignarlos sin antes interpretar los motivos de su construcción en el presente, sin inscribirlos en un contexto pasible de explicarlos? Este escollo metodológico, derivado del trabajo con testimonios orales, planteó la pregunta por el modo en que debíamos llevar adelante la doble tarea de historiar una escena reciente de la traducción argentina y dar al traductor exiliado un lugar como sujeto en ese relato, conforme a la conocida prédica de Antoine Berman (1995: 73). Pues, para dar cuenta de la relación compleja entre “exilio y traducción”, ¿alcanzaba con establecer una abultada nomenclatura de traductores? ¿No era acaso necesaria la reconstrucción del elenco de temas, problemas y prácticas pasibles de transferir la identidad social “exiliados argentinos en España” a una nomenclatura de traductores o traducciones? Las listas —de nombres, de obras, de editoriales— a menudo son presentadas como dato duro, como si constituyeran una garantía contra la interpretación sin base empírica; sin embargo, la ilusión de objetividad que las listas-dato generan oculta que el dato supone una operación de reconstrucción retrospectiva, siempre, de algún modo, interesada. Por consiguiente, “quién define quién es qué” forma parte de la información procesada en el dato. El carácter testimonial de las fuentes obliga a redoblar el esfuerzo de abordarlas críticamente.
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Ahora bien, la confección de listas por parte de algunos actores aportaba una información suplementaria respecto de cómo estos concebían la entidad “exiliado político”. Las listas dejaban traslucir las distinciones que algunos no establecían, y que otros ya no establecían —a más de treinta años de la finalización del exilio—, entre exiliados políticos, emigrados económicos, viajeros literarios o académicos trasladados. Es decir, las listas de traductores revelaron la representación del exilio que no primaba hoy: una práctica represiva o un efecto de prácticas represivas, limitada a la temporalidad de la historia política argentina y restringida al período iniciado en 1974 y finalizado en 1983, con el inicio de los retornos.1 Esa indistinción debía ser interpretada. Pues porque no todos eran exiliados, porque no todos llegaron al mismo tiempo, en las mismas condiciones materiales, vitales, emocionales; ni todos tuvieron similares “recomendaciones” laborales, o iguales contactos previos, o idéntica inserción o posición en el campo cultural de partida y/o de llegada, ni circularon por los mismos circuitos de sociabilidad; y porque esas distinciones repercutían en las posiciones socio-profesionales progresivamente conquistadas —o jamás conquistadas—, es que algunos ayudaron a obtener trabajos editoriales a otros, y algunos los consiguieron antes que otros, en áreas más o menos afines a su formación previa, cuando la tenían; en ámbitos más o menos prestigiosos, y aun dignos o indignos de ser recordados en un testimonio, de ser mencionados en las solapas de esos libros futuros en los que algún gestor cultural convertiría esa experiencia exiliar, quizá traumática, en preludio de trayectorias literarias o intelectuales visibles, para algunos; de olvido duradero o desconocimiento público, para otros; y de “doble no pertenencia” literaria para tantos (Saítta 2007: 25). Un caso paradigmático de esta inevitable selectividad de la memoria puede hallarse en un artículo de Nora Catelli publicado en 2012 bajo el título “Traslados, exilios y debates”: Hubo y hay al menos tres generaciones de traductores latinoamericanos en la España de los últimos cuarenta años. Los que habían llegado antes de nuestros golpes de Estado, desde José Donoso, María Pilar Donoso y Alberto Cousté a Marcelo Covián o al evanescente Federico Gorbea. Los exiliados que eran además narradores, poetas, dramaturgos, humoristas, periodistas o profesores: esa lista extensísima en la que no se puede prescindir de Mario Merlino, Rodolfo Vinacua o Susana Constante. Los que todavía no tenían oficio, porque llegaron La vuelta de la democracia en la Argentina instauró condiciones para el retorno y dio lugar a una nueva etapa en la discusión sobre el exilio. No solo las páginas de las revistas del exilio, como Testimonio Latinoamericano o Resumen de Actualidad Argentina, en 1983 se poblaron de titulares que anunciaban “el exilio ha terminado”; también escritores, traductores y otros agentes culturales reflexionaron sobre el tema en las páginas de la prensa española. Por ejemplo, el suplemento cultural de La Vanguardia publicó en junio de 1983 un artículo de Marcelo Cohen titulado “Regreso a Buenos Aires” y otro de Ana Basualdo, “El exilio y el tiempo”. 1
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casi en la adolescencia o en la primera juventud y se convirtieron en traductores y correctores en España, aunque conservasen el oído doble y, por ello, fuesen doblemente conscientes de que la traducción es elección y en su caso lo sería, siempre, entre dos léxicos, dos argots, dos organizaciones de la frase, dos espíritus del lugar: Gerardo Di Masso, Andrés Ehrenhaus, Jonio González (Catelli 2012. El subrayado es nuestro).
La selección de nombres de traductores y las prácticas de traducción que se les adjudica nos permiten de entrada reflexionar sobre los usos del pasado orientados por el auge actual de la traducción y la “gesta visibilizadora” del traductor editorial. En primer lugar, el testimonio de Catelli eufemiza involuntariamente las prácticas de traducción de los latinoamericanos en España al sugerir que tenían algún poder de “decisión” en la elección de la variedad de lengua, cuando en los hechos esta actividad dependía de encargos editoriales regidos por condicionamientos normativos propios de los circuitos comerciales de producción de traducciones y otros textos por encargo. El análisis de lo discutido en las jornadas “Los pelos en la lengua” (capítulo 2) o en la crítica de traducciones de la época (capítulos 5 y 6) reveló que la conciencia lingüístico-literaria de los traductores argentinos no tuvo correlato práctico en las “decisiones” traductoras individuales, cuando menos no a una escala significativa en términos de representatividad. La idea según la cual “la traducción es decisión” contrasta fuertemente con la figura del traductor como “escriba a sueldo” perfilada por Horacio González Trejo en 1980, por Marcelo Cohen en 1982 y por Andrés Ehrenhaus en 1995, quien por entonces ya decía dedicar “seis horas diarias a trasladar textos a ese pastiche híbrido dictado por las editoriales” (Ayén 1995). Parece contundente, en este sentido, la conclusión distanciada de Gerardo Di Masso: “Los traductores latinoamericanos traducimos en español (cogemos el autobús, comemos fresas, melocotones y albaricoques, insultamos diciendo gilipollas, cabrón e hijoputa, y cosas por el estilo que tanto molestan en Argentina cuando compran una novela de Anagrama o Tusquets)” (Entrevista vía mail, 2016). En segundo lugar, el ensayo de Catelli produce una reformulación de lo enunciado por Donoso en 1984 (capítulo 2): allí donde Donoso hablaba de tres generaciones de emigrados, Catelli reescribe “tres generaciones de traductores emigrados”. Esta extrapolación genera una suerte de anacronismo. Pues si el criterio generacional resultó útil a la hora de reconstruir aquellos eslabones de la cadena migratoria que incidieron en la inserción editorial, aplicado a la práctica de la traducción este criterio presenta un problema: ¿qué valor fundamenta la ejemplaridad de las trayectorias traductoras destacadas? ¿Qué parámetros permiten medir la representatividad de José Donoso y Pilar Donoso como traductores de libros? ¿Qué vuelve “imprescindible” la mención de Rodolfo Vinacua o Susana Constante? ¿Por qué ellos? ¿Por qué no
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Eduardo Goligorsky, Horacio Vázquez-Rial, Ana Goldar, Pablo Di Masso o Ana Becciú, cuyas trayectorias traductoras también resultan iluminadoras desde múltiples perspectivas? ¿Por qué no Horacio González Trejo, que confiesa ser un destajista acabado, con un volumen inmenso de traducciones sobre los temas más variados? Los nombres en una lista remiten ante todo al gesto de su consignación, selección y jerarquización, y en última instancia a las limitaciones inherentes al ejercicio de la memoria; por ello, también es preciso cotejar las listas —en especial las testimoniales, cuya dominancia afectiva es ineludible— con los catálogos de libros traducidos y otras fuentes pasibles de funcionar como contextos de referencia para su interpretación. En ese sentido, el artículo de Catelli nos informa menos sobre quiénes fueron los traductores exiliados o emigrados de imprescindible mención, cuanto sobre las actuales condiciones de elaboración de una memoria del exilio nítidamente atravesada por la recuperación de la problemática profesional en desmedro de la dimensión política del exilio. La gesta visibilizadora del traductor de libros, paralela al creciente interés por el mundo de la edición y la traducción, sin duda está en el origen de este ensayo, que se impone ambiguamente como producción erudita y testimonial a un mismo tiempo. Por cierto, solo su dimensión testimonial permite explicar la selección de ciertos nombres y la omisión de otros. Pues, si indagamos en la trayectoria de los traductores mencionados, hallaremos un recorrido profesional, literario y subjetivo que no necesariamente explica la ejemplaridad postulada —cuyo fundamento, por lo demás, debería determinarse a priori: ¿estética, numérica, vivencial?— pero sí justifica, y aun exige, su inclusión en la biografía colectiva. Concretamente, al menos tres de los traductores mencionados fueron traductores ocasionales; aquellos que llegaron a profesionalizarse no siempre lo hicieron en el rubro de la traducción literaria ni en el período del exilio propiamente dicho. Veamos algunos ejemplos. Entre las obras traducidas por Pilar Donoso figura La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne, traducida en tándem con José Donoso, quien a su vez no parece tener en su haber otras traducciones de libros. De Pilar Donoso, las bases de datos y catálogos de acceso público registran globalmente escasas traducciones editoriales, entre las cuales figuran títulos tales como Tus zonas erróneas, El éxito en la empresa: cómo conseguirlo y conservarlo, y unas pocas traducciones literarias. Si continuamos indagando los nombres consignados, veremos que entre los libros traducidos en España por la escritora Susana Constante figuran algunas obras literarias de autores de gran prestigio como Apollinaire o Virginia Woolf, pero asimismo autores de diversa calidad, como Stephen King, y sobre todo títulos del siguiente tenor: Manual de la buena cocina (Folio, 1982), Wushu!: gimnasia china para la salud de la familia (Círculo de Lectores, 1982), Gran manual del hogar moderno (Círculo de Lectores, 1985). En ese perfil de títulos se inscriben las traducciones que Gerardo Di Masso hizo para Martínez Roca entre finales de los setenta y los primeros ochenta; en cuanto a Rodolfo
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Vinacua, profesor y periodista rosarino exiliado en Barcelona,2 los catálogos y bases de datos públicos no registran más traducciones de libros que aquella realizada para una colección de literatura popular, la Serie Novela Negra, dirigida por su coterráneo Juan Martini en Bruguera: Marcada por la sospecha, de Charles Williams, editada en 1978 (véase capítulo 3), y la traducción parcial de los siete volúmenes del Almanaque de lo insólito: 150 predicciones, curiosidades, hechos misteriosos, utopías, conducta humana, de Irving Wallace y David Wallechinsky, publicados por Grijalbo entre 1977 y 1978. Así, sin proponérselo, el artículo de Catelli nos pone sobre la pista de un dato que el Index Translationum confirma: la importancia cuantitativa de traducciones no estrictamente literarias realizadas en los primeros años del exilio, conforme a la función alimentaria que la práctica venía a cumplir.
2. Contratar argentinos: ¿un buen negocio? El fenómeno de la “traducción solidaria”, analizado en el capítulo 2, es solo una de las caras de la relación entre los emigrados y la industria del libro español. La otra cara son las condiciones en que ese trabajo se realizaba. Interrogados sobre sus condiciones laborales y tarifarias, los traductores entrevistados dieron versiones diversas. Sobre las condiciones tarifarias en la editorial Minotauro, trasladada a Barcelona en 1977, los traductores rioplatenses emigrados que trabajaron con Paco Porrúa en esos años recuerdan que solía pagar una tarifa más alta que la media (Castagnet 2017: 302303). No obstante, la ausencia de contratos y nitidez en la liquidación de derechos de traducción tuvo repercusiones públicas al revelarse las condiciones de vida de Matilde Zagalsky, más conocida como Matilde Horne, en sus años de retiro. Horne había traducido al español, entre otros incontables títulos memorables, las últimas dos partes de la trilogía de El señor de los anillos, que reportó millonarias ganancias editoriales en las que no tuvo participación alguna (Collera 2007; García 2008). En cuanto a Bruguera, si bien parece predominar el recuerdo de condiciones laborales iguales a las de cualquier traductor del período, algunos entrevistados sostuvieron que la editorial prefería tomar traductores argentinos, a quienes podía pagar menos que a los españoles, y poner luego un corrector de estilo español (también mal pagado, Para una semblanza de Vinacua, véase “Rodolfo Vinacua, profesor y periodista” de Alfredo Abián publicada en El País con motivo de su muerte: “Su vida profesional, en su Argentina natal, tuvo como eje la ciudad de Rosario. Allí estuvo vinculado al mundo editorial y al periodístico, desempeñando desde la corresponsalía del prestigioso diario La Opinión, de Jacobo Timmerman, hasta la de la agencia Efe. Pero a este viejo socialista, cuya familia no fue ajena en sufrimientos a las miserias políticas, humanas y sociales vividas en la última dictadura argentina, su país pronto se le quedó pequeño, incluso espiritualmente” (Abián 1990). 2
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según el testimoniante). Como no han quedado fuentes documentales que permitan confirmar o descartar esas versiones, no se ha podido establecer si las tarifas para colaboradores latinoamericanos eran más bajas o iguales a las de los traductores locales, aunque la mayoría de los traductores consideraron que eran iguales para todos. Sin embargo, evocando sus condiciones de trabajo en Bruguera, la poeta y traductora Ana María Becciú aporta un dato singular: Yo hablaba con Rodrigo y con Martini. Me daban las novelas para traducir. Me acuerdo que me dieron la primera. Fijaban una tarifa. No me daban mayormente instrucciones de ninguna clase. Yo hice el primer trabajo. Luego iba a una ventanilla y me daban un cheque […] Siempre me pagaban más de lo convenido. […] Luego hice el cálculo. Siempre redondeaban por arriba. Pasó varias veces, hasta que al final voy a la ventanilla y le digo a la chica que me pagaba: “¿Me puede decir si me pagan más, parece que me pagan siempre más, me puede decir por qué?”. Entonces se fue para atrás, volvió, y me dijo: “Sí, sí, ya sé por qué: es porque con usted no hay que usar al revisor; entonces se le paga a usted el servicio del revisor” […]. Claro, en mi caso, decían que no había que revisarlo. Entonces me daban la parte del revisor (Entrevista personal. Gerona, marzo de 2012).
El testimonio de Becciú indicaría la existencia de una desigualdad tarifaria pero no vinculada con el origen nacional del traductor sino con la “calidad” del trabajo: posiblemente una traducción “fluida” y sin regionalismos. Así, contrariamente a los testimonios según los cuales Bruguera prefería pagar menos a los argentinos, el relato de Becciú viene a apuntalar una representación de algún modo contraria a la anterior, o compensatoria: el trabajo de los argentinos “gustaba”, era valorado. Esta imagen es recurrente en los testimonios,3 como prueban las siguientes palabras de Eduardo Goligorsky: [E]n Martínez Roca, siempre me preguntaban si conocía algún otro argentino que pudiera cumplir las funciones que Frers, o que cumplía Abós o que cumplía yo mismo, escribiendo, les gustaba […] A todos se les hacía hacer una prueba. Pero les gustaba, no sé si la agilidad, el ingenio, no sé, y estaban muy contentos por razones comerciales también (Entrevista personal, Barcelona, 22 octubre de 2010). La figura del argentino “muy preparado” se registra notoriamente en la prensa del período, así como la idea de que “[a] los profesionales de los países hermanos se los ve más como competidores que como colaboradores” (De Miguel 1979). Y coincide con la descripción que Donoso hace de los argentinos en El Jardín de al lado: “Pero pronto llegaron otros exiliados, los variopintos argentinos, ideológicamente contradictorios pero inteligentes y preparadísimos” (1981: 32). 3
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Horacio Vázquez-Rial reitera esta referencia a la calificación de los argentinos para las labores editoriales: En el medio intelectual, la cosa pasaba por una realidad incuestionable: darnos trabajo era buen negocio porque sabíamos hacerlo mejor que los jugadores locales. Yo mismo no me improvisé como corrector ni como traductor. Había sido corrector de Clarín, de Paidós, del Diario de Sesiones del Congreso, y traducía habitual y anónimamente para Editorial Abril. Sabíamos idiomas, cosa para la que España nunca fue una nación dotada. Y no nos daba miedo intelectual hacer lo que hacíamos (Comunicación personal, 30 de octubre de 2010).
El testimonio de Vázquez-Rial introduce un tema clave: el de la posesión de cierto habitus favorable al despliegue de prácticas editoriales, todo ello ligado tanto a la experiencia profesional en Argentina cuanto al dominio de idiomas, tema que retomaremos más adelante. Si bien los ejemplos destinados a ilustrar el sistema de redes (capítulo 2) ponían en escena casos de traductores improvisados u ocasionales, lo cierto es que la situación profesional de los traductores argentinos es más compleja. De hecho, Goligorsky, Vázquez-Rial, Becciú o aun la plana de traductores de Minotauro —Matilde Horne, Carlos Peralta, Francisco Porrúa y Marcial Souto, este último desde la Argentina— no se ajustan en absoluto a la figura del improvisado en el oficio. En este sentido, una muestra de la diversidad de trayectorias y grados de profesionalización permitirá revisar algunos de los temas y problemas abordados en este libro desde la perspectiva de los actores. Antes de recorrer algunos casos significativos por la diversidad de visiones que presentan, conviene revisar la clasificación generacional y añadir una distinción ligada a la experiencia previa en traducción: estaban aquellos que se improvisan traductores y aquellos que contaban con experiencia en traducción. A su vez, entre los que contaban con experiencia previa, es posible distinguir entre traductores ocasionales, traductores profesionales y traductores literarios que “traducen para sí” (una experiencia posible de la traducción literaria y, sobre todo, poética). Aunque este criterio tiende a superponerse con el criterio generacional, parece el más adecuado para analizar el peso real de las trayectorias de aquellos cuyos nombres suelen trascender en las listas acuñadas en el presente. Dado el perfil de los traductores emigrados, el peso y desarrollo de esas trayectorias podría evaluarse en función de dos parámetros: uno cuantitativo, vinculado con la función alimentaria de la práctica, y otro cualitativo, ligado a su función literaria o aun político-ideológica. Asimismo, debería contarse con la variable temporal y espacial, pues la evolución de la posición del traductor en el mundo de la traducción editorial y el tipo de textos y lenguas traducidos en su práctica registró variaciones vinculadas con el factor tiempo y con el desplazamiento
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de un espacio nacional a otro. Es decir, las trayectorias de los traductores del exilio deben confrontarse con el caudal y tipo de experiencia profesional previa, el quiebre o no del recorrido profesional anterior al exilio (censuras, cesantías) o posterior al exilio (subcalificación, destajismo); con las mejorías o caídas del estatus profesional (si ya era traductor, un parámetro será la posición de sus lenguas de traducción en el mercado mundial de la traducción, el prestigio literario de los textos traducidos, la posibilidad de elegir los materiales, las afinidades temáticas o estéticas con los encargos), y, por supuesto, con el tiempo que han permanecido en el medio de la traducción editorial, de la enseñanza o la investigación sobre el tema. Así, entre los traductores de Barcelona podrían detectarse dos grandes grupos: los que llegaron en los primeros setenta, como emigrados por motivos varios, y los que llegaron aproximadamente a partir de 1974, por motivos vinculados con la situación política de la Argentina, sujetos todos a cuatro situaciones profesionales: 1) Quienes comenzaron su carrera profesional como traductores en Argentina entre 1940 y 1970, y contaban con numerosas traducciones hechas antes de salir del país: Eduardo Goligorsky, Carlos Peralta, Francisco Porrúa, Matilde Horne, Ana Goldar, entre otros. 2) Quienes habían traducido ocasionalmente en Argentina pero se profesionalizarían en Barcelona entre 1970 y 1980 —si se considera el caudal de obras traducidas antes de llegar a España—: Horacio Vázquez-Rial, Susana Constante, Alberto Cousté, Ana Becciú, Roberto Bein, Celia Fillipetto. 3) Los traductores que comenzaron a traducir en Barcelona, entre fines de los setenta y los años noventa: Pablo Di Masso, Gerardo Di Masso o Marcelo Cohen, para los setenta y ochenta; Andrés Ehrenhaus o Nora Catelli, para los noventa. 4) Por último, los monotraductores, como Juan Martini, y los traductores de libros ocasionales o esporádicos, Rodolfo Vinacua, Carlos Sampayo, Alberto Szpunberg, entre otros.
3. Trayectorias de traductores, un haz de temas y problemas Algunos testimonios sostienen que la figura del traductor exiliado se define por un aprendizaje peculiar: borrar las huellas de la lengua propia; ese extrañamiento forjaría su identidad y explicaría por qué la historia de la traducción en España no los recuerda. Esta idea, que no es del todo falsa, tampoco es totalmente cierta. Conviene, para matizarla, oponerle una serie de objeciones. La primera es que la experiencia del “extrañamiento lingüístico” no comenzó con el exilio ni terminó con él, puesto que los contextos de aceptación de la variedad rioplatense en la historia de la traducción argentina, y aun en las escrituras directas (Carricaburo 1999), han variado notablemente con el tiempo.
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La segunda objeción es que esta exclusión no siempre fue vivida como un “aprendizaje” ni como una pérdida o una ganancia ligada a la condición o identidad de exiliados. Así como los catálogos de traducciones resultaron fundamentales a la hora de interpretar las listas de nombres, variar el elenco de los actores generalmente consultados, es decir, ampliar la base testimonial, adquiere relevancia cuando se trata de evitar el sesgo mitificante de la identidad traductora. La figura del traductor aparece en muchas entrevistas menos como una identidad clara y distinta que como un haz de temas y problemas. Hubo, como sostiene Berman (1995: 74-75), tantas posiciones traductivas como exiliados traductores o, mejor dicho, como exiliados que tradujeron. En los hechos, casi todos se adecuaron a las normas de los distintos circuitos de circulación de traducciones, que era lo que se requería para introducirse en el oficio y, sobre todo, para ganarse el pan del exilio. Pero cada cual se posicionó frente a esos hechos, y al elenco temático que de ellos derivaban, de maneras diversas, conforme a su historia personal, política, profesional, artística, a sus creencias literarias y lingüísticas, a su percepción de la cultura de acogida y de la cultura de origen. 3.1. Eduardo Goligorsky, el traductor polemista La figura de Eduardo Goligorsky está estrechamente vinculada con la traducción de género policial y con la escritura seudónima en Argentina y en España. En 1952 Goligorsky inicia su carrera como traductor de historietas del King Features Syndicate —Flash Gordon, Jim de la Jungla, entre otros— y más tarde comienza a traducir para la mítica colección Rastros, creada por la editorial Acme de Modesto Ederra en 1944. En la década del sesenta, incursionó en la escritura seudónima de thrillers, práctica al parecer motivada por un conato de censura cuando trabajaba para Malinca, propiedad del exiliado catalán Joan Merli. Desde entonces, publicó más de veinte novelas policiales con distintos seudónimos: Roy Wilson, James Alistair, Dave Target, Mark Pritchart, Ralph Nichols, Ralph Fletcher, Mitch Collins, Buró Floyd, Dave Merritt y Lee Arriman (Lafforgue y Rivera 1996: 24). En 1973 dirigió para Granica la colección Los libros de la calle Morgue, luego llamada Circe, y la colección Ultimátum. En el tránsito de Buenos Aires a Barcelona, la trayectoria de Goligorsky en el mundo del libro no registra marcadas discontinuidades, pues mantuvo sus posiciones como director de colecciones y traductor de literatura popular de masas; siguió escribiendo libros por encargo con seudónimo, como se ha visto en el capítulo 3. Cultivador de literatura de género —ciencia ficción4 y terror5—, ensayos políticos y traductor del inglés, Goligorsky no Junto con Alberto Vanasco publicó Memorias del futuro (Minotauro 1966) y Adiós al mañana (Minotauro 1967), cuentos reunidos en A la sombra de los bárbaros, reeditados por Acervo. 5 En 1978, Bruguera publica su libro Pesadillas, curioso caso de solidaridad editorial y de restitución del nombre propio de una obra seudónima con motivo del exilio. En efecto, 4
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parece haberse planteado el problema de la variedad de lengua como tema de reflexión vinculado con su identidad de expatriado ni como obstáculo para su inserción en el mercado laboral. De hecho, tanto en su escritura directa como en sus traducciones, antes y después de salir del país, optó por una escritura sin rasgos regionales marcados: A diferencia por ejemplo, dicen o es así, que Rodolfo Walsh cuando traducía ponía “esa piba que vino” o “la mina” o esas cosas, bueno, yo siempre procuré que las mujeres usaran falda y no pollera: usar una terminología neutra, más en Argentina. Por ejemplo, Pomaire traducía en Argentina pero se vendía aquí [España], entonces tenía ya en Argentina que cuidar lo que yo creía que era español. [...] A ver, como ensayista, en Argentina, no: pensaba en argentino. Pero nunca usé lunfardo, creo que siempre fui bastante neutro en todo, no usaba ni juegos de palabras. [El tema de la lengua] no es un tema que… o sea: yo fui siempre, desde ese punto de vista, nulo; más que neutro, nulo (Entrevista personal, Barcelona, 22 de octubre de 2010).
Su “nulo” apego a la identidad lingüística nativa no fue obstáculo para intervenir de manera continua y notoria en todos los debates del exilio, en especial con los redactores de Testimonio Latinoamericano.6 Así, a modo de hipótesis, su posición frente a la lengua podría explicarse atendiendo a sus convicciones europeístas, antinacionalistas y liberales “a ultranza”, reiteradas en sus posicionamientos públicos, especialmente visibles con motivo del debate sobre Malvinas y sobre la cuestión catalana, como revela su Pesadillas es un libro de relatos reeditado en Barcelona con el fin de obtener el permiso de trabajo en España como escritor, puesto que “había muchos traductores, entonces daban permiso de trabajo para gente que hace cosas que aquí no hay. […] La abogada me dijo ‘pídalo como escritor’, porque en Argentina yo tenía libros publicados y necesitaba un libro aquí también. Entonces Bruguera me publicó unos cuentos de terror, Pesadillas que había publicado con seudónimo en Argentina y aquí aparecieron con mi nombre” (Entrevista personal, Barcelona, 22 de octubre de 2010). 6 Golirgorsky intervino en Testimonio Latinoamericano con los artículos “Las ambigüedades de la eurofobia” (nº 2), “Réplica. Rescatar el pacto económico y social” (nº 5) y en particular en el debate sobre Malvinas con un artículo titulado “Réplica. Ahorrar sangre de gaucho” (nº 15/16). A su vez, la redacción reseñó Carta abierta de un expatriado a sus compatriotas, una compilación de ensayos que Goligorsky publicó en Sudamericana (1983). Bajo el título “El argentino a pesar suyo”, los redactores comentan: “Eduardo Goligorsky reniega de su condición de argentino […]. Goligorsky no perdona a nadie. Sus propuestas, planteadas desde un liberalismo a ultranza, articulan un discurso que puede ser útil en el debate actual acerca del autoritarismo […]. Pero no quisiéramos dejar pasar la oportunidad de insistir en un aspecto del fenómeno contemporáneo que el individualismo liberal, la visión europea de Goligorsky le impide apreciar: el imperialismo, el factor de dependencia” (Anónimo 1983: 28).
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polémico libro Por amor a Cataluña: con el nacionalismo en la picota (2002). De hecho, los ensayos publicados antes, durante y después del exilio, así como la crítica social plasmada en sus relatos de ficción, configuran un traductor polemista. 3.2. Ana Goldar, de Virgilio a Chester Himes Diferente fue el recorrido profesional de Ana Goldar como traductora de libros. En 1974 Goldar era profesora titular de la cátedra de Latín I en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Tras ser cesanteada bajo la gestión del interventor de la Universidad de Buenos Aires, Alberto Ottalagano, durante la cual fueron despedidos miles de profesores universitarios, Goldar sale del país en 1975 y se instala en España. Elige Barcelona como lugar de residencia porque allí había una industria editorial importante: previamente, en los sesenta y setenta, Goldar había traducido para editoriales argentinas y tenía en su haber selectas traducciones de literatura latina editadas por el Centro Editor de América Latina. Entre ellas, se destacan sus versiones de Horacio, Virgilio y Petronio, publicadas en 1970 en la colección Capítulo Universal/Biblioteca Básica Universal, dirigida por Luis Gregrorich con asesoría literaria del eminente crítico y traductor Jaime Rest (Falcón 2017).7 En Barcelona tradujo sobre todo obras de ficción para varias editoriales, entre ellas Noguer, Bruguera, Lumen, Muchnik, Tusquets o Folio Ediciones; y colaboró como lectora en Bruguera, Península y Taurus. Sus lenguas de traducción son notoriamente numerosas: francés, inglés, italiano y portugués, además de latín y griego clásicos; nunca incursionó, sin embargo, en la traducción del catalán. Por breve tiempo, entre fines de los setenta y los primeros ochenta, Goldar participó de las actividades gremiales y asociativas que se desarrollaron inicialmente en Madrid. En este caso, el exilio sí parece haber marcado un quiebre en la trayectoria académica y profesional: una posición de máxima jerarquía académica en la Universidad de Buenos Aires, y un desempeño inicial como traductora de lenguas de máximo prestigio lingüístico-literario, gira en Barcelona hacia el trabajo editorial precario y la traducción de literatura popular, como el policial o la ciencia ficción —Goldar traduce a Hammett, Himes, Ambler, Le Guin, Asimov, aunque por cierto también La participación de Goldar en la escritura de los fascículos dedicados a la literatura latina revela una “posición traductiva” en que la práctica de la traducción se acompaña de una producción intelectual propia sobre el tema. Esos fascículos son Los orígenes de la literatura latina: la comedia, de Alicia Entel, María Elena Sanucci de Ferrero y Ana Goldar; La lírica latina: Catulo y Horacio, de Lucía Golluscio y Ana Goldar; El apogeo de la prosa latina, de María Elena Sanucci de Ferrero, Jorge Binaghi, Ana Goldar y Lucía Golluscio; La poesía narrativa: Virgilio, de María Elena Sanucci de Ferrero, Ana Goldar y Jorge Binaghi, este último también emigrado. Sobre la colección Capítulo Universal/Biblioteca Básica Universal, véase Falcón (2017). 7
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tradujo a autores canónicos como Henry James, Joseph Conrad o Leonardo Sciascia—. La ruptura de la continuidad profesional en el exilio tiene un curioso correlato en otra discontinuidad, que quiebra la unidad de su producción simbólica en el tiempo y en el espacio: Ana Goldar dejó de firmar sus obras como tal a fines de los ochenta. En adelante, Ana Poljak sería el nombre con el cual rubricaría sus traducciones de Arendt, Lispector, Grimal, Kipling, Dickens, Melville, y aun la reedición en los años noventa de sus de traducciones de Sciascia, publicadas a fines de 1970 por Bruguera, cuando aún era Ana Goldar.8 En cuanto a la dimensión lingüística, para Goldar el tema de la variedad de lengua no constituye un problema vinculado con su identidad de exiliada. Con términos técnicos adecuados a su formación académica, sostiene que al traducir es “el texto original” el que determina la “selección de léxico adecuada a los tonos de formulación”. Sí recuerda, por cierto, que los editores no querían americanismos en las traducciones: “En todas las editoriales alguien, en algún momento, decía que era necesario no emplear americanismos. Asimismo, en algunas editoriales cuyos responsables eran argentinos, se exigía que los traductores no empleasen palabras o expresiones malsonantes o desconocidas para los oídos argentinos” (Comunicación vía mail, marzo de 2012). Ana Goldar nunca realizó seudotraducciones ni escribió libros por encargo con seudónimo ni desargentinizó traducciones; de hecho, recuerda haber exigido que se editara con otro nombre alguna traducción suya desvirtuada por la mano del corrector de estilo de la editorial. Pero Ana Poljak, en los primeros noventa, realizó para Mario Muchnik una traducción indirecta del inglés de una novela china: Sorgo rojo (Red Sorghum =红高粱家族) de Yan Mo. La negativa de Goldar a publicar un texto suyo desvirtuado por un tercero y la paralela aceptación de una traducción indirecta permite abordar un tema recurrente en los testimonios: el umbral de aceptación, entre los argentinos exiliados o emigrados, de las prácticas editoriales que algunos luego consideraron “espurias”. Las entrevistas revelaron que la posición de los traductores respecto de esas prácticas no era en absoluto unánime: algunos las rechazan con gran solemnidad, otros tratan el tema con humor e ironía.
Una ruptura cualitativa y cuantitativa en su biografía como traductora, pues la “ilusión biográfica” presupone, según Bourdieu, la existencia de “instituciones de totalización y unificación del yo”. Una de las más evidentes es el nombre propio, que asegura al individuo biológico “constancia a través del tiempo” y “unidad a través del espacio” (Bourdieu 1997). Así, la unidad del nombre propio permite establecer una conexión sincrónica entre la suma de producciones simbólicas marcadas por una misma firma de autor, y analizar en diacronía cómo ha incidido esa firma en otras operaciones de marcado paratextual en el mercado en que ese nombre propio ha circulado. 8
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3.3. Horacio Vázquez-Rial, un traductor enemigo de los nacionalismos Una trayectoria que ilumina esta cuestión es la del escritor Horacio VázquezRial, que llegó a Barcelona en noviembre de 1974. En una estadía anterior en esa ciudad, en 1970, Vázquez-Rial había tramado las redes de contactos y amistades literarias —Juan Marsé, Vázquez Montalbán— que luego le facilitarían el acceso a sus primeros trabajos en el exilio: el de corrector free lance para Seix-Barral y, después de 1975, el de redactor y colaborador en La Gaya Ciencia, la editorial creada por Rosa Regás. En 1976, el escritor entra en contacto con la editorial Bruguera, para la cual traduce La dalia azul, de Chandler, junto con el crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet, y novelas de ciencia ficción. También traduce para Martínez Roca y otras editoriales. Vázquez-Rial ya había trabajado en el medio editorial antes de exiliarse: había sido corrector de Clarín, Paidós y del Diario de Sesiones del Congreso, así como traductor para Editorial Abril. Para ilustrar su visión de las prácticas de manipulación de traducción, Vázquez-Rial evocaba su experiencia en Edhasa, con el editor Francisco “Paco” Porrúa: Un día apareció en Barcelona el mítico Paco Porrúa, a dirigir Edhasa, que era la filial de Sudamericana en Barcelona. Me lo presentó Carlos Peralta […]. Empecé a trabajar con él y me propuso una tarea más que curiosa, que reflejaba el insalvable estado de cosas en el terreno cultural entre Argentina y España. Así como nosotros traducíamos al español de España, los exiliados españoles que habían hecho la misma tarea allí (Rosa Chacel, Paco Ayala), se habían visto obligados a traducir al argentino. Hablo de traducciones clásicas, de las que ahora recuerdo La peste y El extranjero de Camus, hechas por la Chacel, y Carlota en Weimar de Mann, hecha por Ayala. Mi tarea consistía en españolizar las traducciones argentinas de los españoles para el público local. ¡La locura! Y fijate: un editor y un corrector argentinos, aunque Paco nació en Galicia pero se fue a los dos años, españolizando las traducciones de españoles hechas allá (Comunicación personal, 30 de octubre de 2010).
Esta nueva versión de los exilios cruzados no constituye un juicio de valor ni entraña, para el escritor, lamento alguno. Nacionalizado español, al igual que Goligorsky, y tan “enemigo de los nacionalismos” como aquel, para Vázquez-Rial la variedad de lengua no constituye el “meollo” del exilio: Yo he escrito mucho como argentino, en argentino, y mucho como español, en español. Con temas argentinos y temas españoles. […] Pasé de exiliado a inmigrante, sin dejar nunca de pertenecer a España. No vivo nada de esto como un conflicto, ni lo viví nunca. Cuando te cuento lo de Edhasa, por ejemplo, te
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cuento un hecho gracioso, no un cuestionamiento de identidad. Tengo auténtica fobia a los nacionalismos. Soy un individualista radical y rechazo las identidades colectivas (Comunicación personal, 30 de octubre de 2010).
Este testimonio confirma la relación, percibida ya en el caso de Goligorsky, entre ciertas posiciones ideológico-políticas y las creencias lingüísticas de los traductores exiliados. 3.4. Ana María Becciú o la vindicación feminista en traducción Otro caso significativo es el de Ana María Becciú, poeta y traductora. Becciú se exilió en Barcelona de 1976 a 1979, año en que fijó residencia en Francia y obtuvo un puesto como traductora itinerante de las Naciones Unidas, gracias a las mediaciones de Julio Cortázar. Su trayectoria como traductora en Europa parece ascendente en términos de prestigio y remuneraciones: comienza traduciendo policiales para Bruguera; pasa a traducir temáticas afines a sus intereses, como la temática feminista; y finalmente concursa un puesto de intérprete itinerante de las Naciones Unidas. Sus inicios en la traducción de libros datan de 1974, en Buenos Aires, cuando Alberto Manguel le propuso continuar una traducción que él tenía en curso junto con Amalia Castro. Al llegar a Barcelona, por intermedio de amistades literarias, relaciones personales y vínculos trabados en reuniones del medio cultural catalán, se generaron los contactos necesarios para obtener esos primeros trabajos editoriales:9 traducciones del inglés, luego del francés, e informes de lectura para la editorial Tusquets, Noguer y Bruguera. Si Ana Goldar representa a la “traductora académica”, Becciú podría encarnar a la “traductora comprometida”10 y aun a la “traductora feminista”. Su compromiso político Becciú destaca que se movía en un ambiente de intelectuales y artistas, y que su deuda es con cierta elite de la cultura catalana: “Si yo tengo algo que decir de los catalanes, que el reconocimiento de estos catalanes, este mundo que es el mundo que yo frecuentaba, que es el mundo literario artístico, editorial, intelectual, me dieron la oportunidad de hacer lo que yo quería, lo que yo ambicionaba hacer, me dieron trabajo, y, ¿cómo decirte? Respetaban el trabajo, escuchaban” (Entrevista personal, Gerona, marzo de 2012). 10 La traductora explicita: “Éramos gente muy preocupada por la política” y el traducir no quedó fuera de esa preocupación: por ejemplo, su traducción de Un hombre que sobra de Claude Lefort, hecha en 1979 para Tusquets Editores, le habría permitido pensar la situación política en Argentina: “Todo lo que había ocurrido durante el nazismo —y en ese momento particularmente— era algo que me concernía particularmente porque a diferencia de los que se habían quedado en la Argentina nosotros sí sabíamos lo que estaba pasando en Argentina. La gente allá no lo sabía o fingía no saberlo; entonces ese libro que describía perfectamente lo que era el estado totalitario en Argentina […]. En ese libro se describe el nazismo pero además se describen los crímenes de Stalin, es decir que describe el estado totalitario” (Entrevista personal, Gerona, marzo de 2012). 9
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y de género se manifiesta con claridad en los títulos de las traducciones que realizó: numerosos ensayos feministas, temática clave en el período de la transición, y artículos para la combativa revista Vindicación feminista.11 Pero fue su traducción y prólogo del escandalosísimo Scum: manifiesto de la Organización para el Exterminio del Hombre, de Valérie Solana, aquello que le dio cierta visibilidad como traductora12 y le valió la crítica del cronista de la transición, Paco Umbral.13 Como poeta y traductora, Becciú sostiene haber hecho de la traducción una labor literaria e intelectual —siempre vinculada con sus propios compromisos ideológicos, más allá de los fines económicos—. Defensora de la función literaria de la traducción, rechaza las prácticas de manipulación al uso en el período de su estancia en Barcelona: Becciú participa sobre todo en los primeros años la revista: “Carmen Alcalde, sentada a esa mesa, me cuenta que estaban por crear una revista feminista, la primera revista feminista de España, que si quiero yo formar parte del grupo para ocuparme de todo lo que es lenguas extranjeras, escritos en otros idiomas, traducir y escribir notas sobre… porque yo sabía mucho de feminismo norteamericano, leía escritoras de los años sesenta, setenta; yo las leía en inglés y había tenido acceso a eso. Se formó la revista que se llamó con un título tremebundo Vindicación feminista, que dio miedo a mucha gente, y ahí nos lanzamos […]. Yo presenté allí un libro con Sylvia Plath, Kate Millet, teórica del feminismo, Anne Sexton, una cantidad de poetas, Adrienne Rich, un montón de poetas de esa época” (Entrevista personal, Gerona, marzo de 2012). 12 Recuerda Becciú que “la revista Interviú, sacó un artículo tremebundo sobre el libro, aterrador, bien sensacionalista, ¡con fotos mías! Una de ellas decía debajo: ‘lo hice por dinero’. Estábamos en ese nivel. Yo no podía creerlo, me acuerdo que… escandaloso, es decir, tratando de decir ‘yo soy la traductora’. Ellos pusieron ‘lo hice por dinero’, seguramente les debo haber dicho: ‘es mi trabajo, yo vivo de mi trabajo, ¿no? Lo hice porque es mi trabajo hacerlo’. […] Al prólogo ni lo leyeron, porque si lo hubieran leído, hubieran entendido algo, describía lo que era el libro, pero al mismo tiempo daba el sustento ideológico de ese libro, no era simplemente un burdo ataque para castrar a todos los hombres del mundo, no: era un libro que precisamente en la tónica anarquista y antifascista de la década del sesenta, del setenta, de una mujer que se había peleado a muerte con un tipo como Warhol […] y terminó en la cárcel; y terminó siendo ‘la mujer que disparó contra Andy Warhol’” (Entrevista personal, Gerona, marzo de 2012). 13 En “Dulce Valérie”, Umbral citaba irónicamente el prólogo de la traductora: “Y dice Ana Becciú, amor, sobre este Manifiesto: ‘La metáfora, fundada en los términos del horror, del grito general alojado en la garganta de la humanidad’. ¿En la garganta? Más bien en la vagina, Ana, amor. Y Vivían Gornik, amor, dice en una Introducción: ‘El Manifiesto de Valérie Solanas es la voz de alguien que nunca más podrá satisfacerse con otra cosa que no sea sangre’. Estas son las feministas, desocupado lector, estas son las jeunnes [sic] feuilles [sic] en fleur con las que nos ha tocado dialogar” (Umbral 1977a). 11
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Una vez cuando me llamaron [de Bruguera], me dijeron que tenían otros trabajos para darme, además de las novelas policiales, que podía ser interesante, y creo que fue el propio Martini el que me dijo “está bien, apúntate a esto, porque aquí hay mucho trabajo con esto, sería genial que pudieras hacerlo”: eran correcciones. Cuando me dijeron qué era, les dije que no. Era españolizar traducciones argentinas. Yo me acuerdo que le dije a Martini: “¿pero vos estás loco? Vos creés que yo voy a españolizar a Aurora Bernárdez, pero ni loca”. Seguramente alguien la españolizó, seguro, pero no fui yo. En todo caso me negué y a partir de ahí me empezaron a llamar menos hasta decir que me dejaron de llamar (Entrevista personal, Gerona, 2012).
Como en los casos anteriores, su perspectiva sobre la lengua de traducción y sobre las manipulaciones de traducciones argentinas se vincula con su peculiar posición escrituraria, literaria e ideológica. Reconstruida desde el presente, esta “posición traductiva” parece teñida por los vínculos personales, tramados en un período posterior al de su estadía en Barcelona, con Aurora Bernárdez y Julio Cortázar. Becciú sitúa, sin embargo, su “conciencia de traducción” como una reflexión independiente de la práctica profesional, anterior aun y derivada de un vínculo entre lectura, escritura y traducción poética caracterizado como “indisociable”: Porque yo empecé desde muy temprano a traducir poesía, para mí. Cuando empecé la facultad de Letras, traducía poetas griegos, para entenderlos; traduje poesía italiana, para entenderla, porque yo no sabía italiano; traducía poetas norteamericanos y norteamericanas, para leerlos mejor; sabía mejor inglés y podía traducir del inglés. Entonces siempre, para mí, fue la práctica de la traducción… estaba ligada al quehacer de la poesía. La lectura y el quehacer de la poesía. Los maestros eran Alberto Girri y ese tipo de gente, y ese tipo de gente siempre traducía. Entonces nuestros modelos eran… nosotros no podíamos concebir llevar una actividad como poetas si no hacíamos traducción de autores (Entrevista personal, Gerona, marzo de 2012).
3.5. Andrés Ehrenhaus, de ghost translator a gremialista Una trayectoria por demás diferente a la de Goldar y Becciú es la del narrador Andrés Ehrenhaus, estrechamente ligada en sus inicios a la figura de Marcelo Cohen. Se trata de un perfil de traductor exiliado más cercano al descrito por Alberto Szpunberg o Juan Martini: un traductor improvisado que “se anima” frente a un editor solidario que “se arriesga”. Este rasgo azaroso y no vocacional en sus principios marcó los inicios de la trayectoria de este escritor, traductor y gremialista. Así describe sus inicios en la práctica, tardíos respecto de los casos antes expuestos:
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Cuando llegué aquí [Barcelona] hice de todo, bueno, estudiaba y mil cosas. Muchos de nosotros nos metimos a dar clases de idioma. El idioma que dominábamos. La mayoría de inglés, francés. Algunos que ya tenían un poquito más de carrera hecha en ese ámbito, empezaron a traducir, por ejemplo Marcelo, Marcelo Cohen. Pero había otros, sobre todo alrededor de Minotauro. Gente que había venido de Argentina con una relación ya de traductores con Paco, por ejemplo Marcial Souto. […]. Yo empecé a traducir como negro para Marcelo. Precisamente creo que lo primero que hice fueron unos cuentos de Scott Fitzgerald para Bruguera. Dos o tres cuentos los traduje yo, como negro. Marcelo me lo propuso y yo estaba dando clases con él en un lugar […] y me dijo por qué no me ponía a traducir. […] Entonces él me introducía en alguna otra editorial explicando un poco esto: que yo ya había trabajado con él y que él podía dar garantías de mi capacidad como traductor (Andrés Ehrenhaus. Entrevista personal, Barcelona, octubre de 2010).
Ehrenhaus deja constancia de una modalidad de la “traducción solidaria” entre traductores: el ghost translator o negro. Esta práctica, habitual en el oficio, es importante porque reintroduce el problema de la atribución de traducciones y pone en primer plano el complejo funcionamiento de la autoría en traducción. Los cuentos de Scott Fitzgerald que, como ghost translator, tradujo se publicaron en El precio era alto, obra compilada en dos tomos y prologada para Bruguera por Marcelo Cohen en 1982. A partir de esa primera y secreta colaboración, Ehrenhaus comienza a traducir para Minotauro, luego para Península, una editorial del grupo del El Viejo Topo, donde también trabajaba Cohen. Paralelamente incursionó en la traducción técnica a través de empresas de servicios editoriales. Una de las peculiaridades del recorrido profesional de Ehrenhaus es que su prolongada actividad gremial lo llevó a integrar la junta directiva y a ocupar la vicepresidencia de la Sección de Traductores de la Asociación Colegial de Escritores de España (ACE Traductores) entre 2006 y 2010, en el mismo período en que Mario Merlino fue su presidente. Ehrenhaus ha publicado entre 2011 y 2012 dos ensayos en los que evoca de su labor como adaptador de traducciones argentinas al español peninsular en la década del noventa, dando cuenta así de la vigencia de esta práctica en las editoriales peninsulares.
4. Lenguas de trabajo y formación profesional La relación con las lenguas de traducción y la enseñanza de la traducción constituye un elemento clave en la caracterización del perfil de los traductores argentinos exiliados o emigrados en Barcelona. En casi todos los casos mencionados tratamos con traductores autodidactas. Un caso excepcional es el de Celia Filipetto. Traductora
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titulada, docente de traducción y allegada a las instituciones gremiales de Barcelona, su trayectoria en el campo de la traducción indicaría que se trata de nuestra primera y casi única figura de “traductora-traductora”.14 Un rasgo que también distingue su recorrido es que incursionó en la traducción del catalán, para cuyo desempeño oficial obtuvo un título de intérprete jurado de catalán otorgado por el Ministerio de Asuntos Exteriores de España en 1991. Contrariamente a lo que podría esperarse, no fueron muchos los argentinos residentes en Barcelona que tradujeron asiduamente del catalán, y por lo general comenzaron a hacerlo con asiduidad en los años noventa: Filipetto, Marcelo Cohen, Gerardo y Pablo Di Masso atestiguan traducciones periodísticas y literarias desde esa lengua. Pese al gran número de “figuras de la cultura latinoamericana” establecidas en Cataluña, la interacción con lo catalán no retuvo la atención de los estudiosos del exilio literario. Si bien este tema no puede ser desarrollado cabalmente en estas páginas, es pertinente señalar que la interacción con la lengua y la cultura propia de Cataluña tuvo una manifestación literaria tan destacable como olvidada: el primer traductor al castellano del hoy célebre escritor catalán Quim Monzó fue nada menos que Marcelo Cohen, un traductor de la periferia traduciendo a un escritor periférico. En 1981 Anagrama publica su primera traducción de Monzó: Melocotón de manzana, una compilación de los dos primeros libros de relatos del autor; luego vendrían otras traducciones de Monzó y Sergi Pàmies (Herralde 2007: 25-26). Por cierto, las lenguas de traducción predominantes fueron el inglés y el francés, en primer lugar; el italiano, el alemán y el portugués, luego. Por lo general, conocimientos previos de idiomas estuvieron en el origen de las trayectorias traductoras. En 1973, Filipetto se recibe de traductora pública en idioma inglés en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA; entre 1974 y 1978 se desempeña como Ayudante de Primera de la asignatura Lengua Inglesa II, en la carrera de Traductores Públicos de esa facultad. Antes de emigrar, ya se dedicaba a la traducción de manera profesional, y tenía en su haber traducciones juradas y no juradas del y al inglés; y traducciones no juradas del italiano. Al llegar a Barcelona, en 1979, fue secretaria bilingüe en diversas empresas. Y se inició en el campo editorial gracias a Rafael Andreu, encargado de edición de Martínez Roca, que le tomó una primera prueba de traducción: “Tenía experiencia profesional —relata Filipetto— como traductora jurídica y jurada. Lo poco que había hecho de traducción literaria eran las prácticas de la facultad. Me faltaba mucho oficio. La prueba que hice no me salió demasiado bien, pero Andreu consideró que mi nivel de inglés era bueno, que redactaba aceptablemente bien en castellano y me ofreció mi primer libro, un texto de divulgación” (entrevista en línea, 12.04.2008). En esos primeros años, Filipetto colaboró para Martínez Roca, Granica y Forum, donde tradujo primero libros de autoayuda y divulgación científica, y más tarde novelas, ensayos y cómics. Nunca realizó trabajos de escritura por encargo ni seudotraducciones, pese a su cercanía con la editorial Martínez Roca. 14
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El autodidactismo marcará la posición, sostenida en el tiempo, de los traductores respecto de la enseñanza de traducción, en la que sin embargo muchos acabaron incursionando. Por ejemplo, respecto del proceso de institucionalización del campo de la traducción y el debate por la colegiatura, analizado en el capítulo 5, los traductores argentinos residentes defendieron la posición autodidacta, que signa sus propias trayectorias. Los traductores más visibles consideran que la traducción es una profesión que se aprende “mejor en la calle” (Ehrenhaus 2011: 194-195). Sin embargo, dado el perfil sociocultural de los exiliados, puede afirmarse que “la calle” es el capital cultural disponible y el capital social adquirido gracias a las redes de contactos creadas en el medio cultural receptor. El dominio de idiomas, el nivel de formación escolar, las destrezas retóricas y escriturarias, la flexibilidad lingüística para adecuarse a la norma foránea o “neutra”, todos ellos fueron factores decisivos a la hora de ingresar en la práctica sin la intervención de la “academia”. La figura del autodidacta en traducción no presupone una carencia de formación sino, por el contrario, un voluminoso capital cultural y una biografía a su favor: colegios bilingües, academias de idiomas, hogares bilingües o plurilingües en “lenguas literarias”, como el francés, el inglés o el alemán. En este sentido, se interrogaba Ricardo Pochtar en un texto previsiblemente titulado “La traición del traductor”: ¿Cómo se aprende a traducir? La existencia secular de unas instituciones llamadas “escuela de traducción” no indica necesariamente que la respuesta a esa pregunta sea algo fácil, o adquirido. La organización burocrática del saber, de su enseñanza, suele crear no pocos equívocos. ¿Cómo se entiende el aprendizaje de la traducción? Hay aprendizaje del o los idiomas desde los que se acabará traduciendo y se supone que ha habido también aprendizaje del idioma propio, que suele ser al que se traduce lo que ya estaba escrito en esos idiomas aprendidos. Por supuesto, hay otras situaciones —bilingüismo, “polilingüismo”— en que no se da esta secuencia: el aprendizaje es simultáneo y, sobre todo, espontáneo (Pochtar 2009).
De esta cita se desprende que la traducción presupone una serie de aprendizajes y conocimientos incorporados, es decir, un capital cultural acumulado que no se adquiere literalmente “en la calle” y que constituye la condición de posibilidad para iniciarse en la práctica prescindiendo de la “organización burocrática” del saber. En síntesis, el traductor argentino en España es producto de la convergencia de dos factores. Un capital cultural previo, inherente a la identidad social de origen pero disponible en las nuevas circunstancias vitales, viene a confluir con el marco institucional adecuado para activarlo y rentabilizarlo: las empresas editoriales de la industria española necesitadas de mano de obra calificada y disponible a un mismo tiempo.
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5. Aprendizajes del exilio: traductólogos e historiadores de la traducción Los argentinos en España no solo tradujeron, corrigieron y “desargentinizaron” traducciones argentinas para sobrevivir; no solo escribieron críticas de traducciones, ensayos sobre traducción; no solo participaron, integraron o aun presidieron asociaciones de traductores; sino que a medida que estudiaban, se formaban y devenían los intelectuales y expertos que llegaron a ser, algunos también se interesaron por lo que hoy llamamos estudios de traducción o traductología, y por la historia de la traducción hispanoamericana. Roberto Bein,15 Nora Catelli y Ana María Gargatagli constituyen los casos más notorios de esta proyección en el tiempo de lo adquirido en la escena de traducción exiliar. Tras desempeñarse como traductor del alemán en diversas editoriales catalanas y llevar adelante estudios de posgrado en interpretación, Roberto Bein, sociolingüista hoy especializado en políticas lingüísticas, al regresar a Buenos Aires introdujo la teoría de la traducción en los programas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires e inauguró en 1998 la cátedra de traductología en el Instituto Superior de Enseñanza en Lenguas Vivas “Juan Ramón Fernández”. Por su parte, Ana María Gargatagli y Nora Catelli se volcaron al estudio de la historia de la traducción en Hispanoamericana. Como ya se ha mencionado, en 1998 publicaron en colaboración una voluminosa antología comentada de textos españoles e hispanoamericanos sobre traducción: El tabaco que fumaba Plinio. Escenas de la traducción en España y América: relatos, leyes y reflexiones sobre los otros, libro de mención obligada en los estados de la cuestión sobre historia e historiografía de la traducción en el área hispanoamericana. Ahora bien, en el marco del auge de la traducción como tema y problema en la agenda cultural y académica, en 2012 se publicó una compilación de ensayos cuyo propósito era describir el estado actual del campo de las traducciones a escala regional: La traducción literaria en América Latina (Adamo 2012). En ese libro figuran dos ensayos de argentinos exiliados en Barcelona en los años setenta: “Traducción argentina en España. Hacia una poética de la experiencia”, de Andrés Ehrenhaus, y “Escenas de la traducción en la Argentina”, de Ana María Gargatagli. El enorme interés del ensayo de Gargatagli radica en que pone en perspectiva histórica la escena de traducción en el Figura de “traductor-traductólogo” por excelencia, en Barcelona Roberto Bein se desempeñó como traductor de alemán para diversas editoriales españolas (véase Anexo 1). En la Escola D’estiu de Rosa Sensat, renovador emprendimiento pedagógico catalán nacido en 1965 y denominado como tal a partir de 1980, siguió cursos de didáctica de la lengua y la literatura catalana; en los ochenta cursó el interpretariado de alemán, por entonces posgrado del Traductorado de la Universidad Autónoma de Barcelona. Al regresar al país, se familiarizó con la teoría y la historia de la traducción (Entrevista personal, diciembre 2001). 15
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exilio. Nos detendremos, por tanto, en este texto pues articula su posición de experta en el campo de la historia de la traducción con elementos testimoniales. El panorama histórico que diseña Gargatagli en este ensayo se funda en una premisa: “Se dice que las traducciones de Sur fueron las mejores. Lo sorprendente no es la calidad. Lo definitivo es que se trata, en cierta manera, de las primeras traducciones argentinas” (2012: 25). Exceptuando las traducciones de “autor”, dice Gargatagli, “el uso de un idioma impersonal para traducir, diferente de la escritura literaria o de los usos coloquiales, implicó la posibilidad de que ser hondamente otro fuera el resultado de un intenso trabajo sobre la lengua que sigue siendo hasta ahora la función de la traducción argentina” (2012: 36). La calidad de las traducciones argentinas de los años treinta habría revelado que traducir producía efectos literarios: “La generalización de estos procedimientos en las editoriales nacionales, numerosísimas a partir de los años 30, terminó por definir un método de traducción que fue la práctica habitual de una extensísima lista de profesionales, entre ellos casi todos los escritores argentinos” (2012: 36). Así, el carácter nacional de las traducciones de la Editorial Sur se fundaría en dos variables interrelacionadas: la lengua desnacionalizada –signo de apertura a lo extranjero, de cosmopolitismo– y la consecuente “calidad” derivada de este método, bien “argentino” sin ser etnocéntrico. La marca de identidad nacional sería un “método” que hace de toda traducción, mediante sutiles estrategias de fluidez, una obra literaria nacional y abierta a lo extranjero a un mismo tiempo; más aun, nacional porque abierta a lo extranjero. La esencialización de la tradición de traducción (Berman 1989: 679) argentina como cosmopolita, abierta a lo otro, no nacionalista ni etnocéntrica se construye, por un lado, considerando un solo período de esa tradición y, por otro, contra el centralismo peninsular, adaptador, etnocéntrico y, por tanto, provinciano —lo que Amado Alonso, siguiendo a Saussure, llamaba “espíritu de campanario”—. Se trata de un argumento de larga tradición en los debates culturales entre argentinos y españoles, que no puede ocultar su sesgo polémico antes que descriptivo. Y este sesgo quizá proceda del carácter veladamente testimonial del ensayo: Gargatagli señala como momento de quiebre de esta tradición-de-traducción argentina las manipulaciones que esas mismas traducciones sufrieron en España, a partir de 1976, cuando “las traducciones nacionales pasaron a ser un inmenso borrador que podía corregirse, plagiarse, editarse, peninsularizarse y enviarse otra vez a la Argentina […] o cuando correctores españoles siguieron desargentinizando versiones argentinas que se vendían después en la Argentina” (2012: 33). Desde la perspectiva de Gargatagli la escena de traducción en el exilio, descrita en este libro, no constituiría sino un momento negativo del virtuoso método que signaría la historia de las traducciones y los traductores argentinos. Esta reflexión interesa no solo porque sienta la posición reprobatoria de Gargatagli frente a las prácticas consideradas “non sanctas” —en la línea de Ana Goldar y Ana María Becciú—, sino porque el ensayo autobiográfico de
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su connacional, Andrés Ehrenhaus, publicado en esa misma compilación, revela un dato de algún modo censurado: no solo los editores y correctores españoles “desargentinizaron” aviesamente traducciones argentinas, sino que muchos argentinos, como Ehrenhaus, hicieron de esa labor su pan del exilio. El riesgo de censurar la autoría argentina de las prácticas “non sanctas” vuelve a asomar en las páginas del ensayo de Gargatagli cuando, procurando mostrar la buena salud de las pequeñas editoriales porteñas que hoy día publican narrativa en traducción, pone por ejemplo, “y entre muchísimos, las traducciones recientes de Eterna Cadencia: Cuentos siniestros de Kobo Abe (Ryukichi Terao), Estuve en Lisboa y me acordé de ti, de Luis Ruffato (Mario Cámara), El precio era alto de Francis Scott Fitzgerald (Marcelo Cohen)” (2012: 47). Así, irrumpe, como retorno de lo reprimido, el ensayo de Ehrenhaus en el texto de Gargatagli: su lapsus introduce la dimensión histórica borrada. Pues El precio era alto de Fitzgerald no prueba la buena de salud de las editoriales porteñas actuales, sino la tenacidad de las prácticas de reedición y rotación internacional de los catálogos en un mundo editorial globalizado. Editada por Bruguera, traducida y prologada en 1982 por un joven Marcelo Cohen, con ayuda de su aún más joven ghost translator Andrés Ehrenhaus, la mención de esta novela ilustra cuando menos dos de las problemáticas centrales en este libro. La primera, de orden metodológico, es el escaso poder explicativo de las listas de nombres y obras para dar cuenta de las prácticas editoriales y su devenir histórico. Un análisis descriptivo de esas prácticas permite, por el contrario, cuando menos restituir para una historia de la cultura las huellas borradas de los productores de libros y sus condiciones de trabajo editorial en el exilio. Las manipulaciones, las traducciones indirectas “camufladas”, las seudotraducciones y la práctica del ghost translator son los reductos de una presencia silenciada, que hoy retorna en el testimonio de sus ejecutantes. La segunda cuestión que este lapsus exhibe es, inversamente, el modo como el nombre propio oculta y revela a un mismo tiempo la dimensión procesual de toda trayectoria. Como señalamos para el caso de Ana Goldar/Poljak, el nombre propio o marca de autor “Marcelo Cohen” es aquello que permite establecer una conexión sincrónica entre la suma de producciones simbólicas marcadas por su firma: en el presente sus novelas, cuentos, ensayos e innúmeras traducciones se interlegitiman en los paratextos y bio-bliografías. Es claro que hoy la consignación en el paratexto de una traducción de la marca “Marcelo Cohen” es garantía de prestigio y buenas ventas; pero en el pasado ese nombre estaba en construcción, como lo estaba no solo su propia trayectoria sino el valor mismo del nombre del traductor en la cultura impresa hispanoamericana. Todo ello debe tenerse en cuenta a la hora de reconstruir el entramado colectivo en que nombres propios y prácticas del exilio se fueron encumbrando, en ciertos casos, y olvidando en otros.
Conclusiones
En este libro intentamos responder a una serie de preguntas referidas al exilio y sus representaciones en el campo de la literatura y la traducción. Algunas de esas preguntas preceden la construcción de nuestro objeto de estudio y, por tanto, están en el origen de la investigación; otras se impusieron al detectar, en testimonios, ensayos y ficciones, la recurrencia de temas y problemas que no habían sido suficientemente tratados o bien solían explicarse con argumentos que no nos satisfacían; no pocas, por último, son preguntas formuladas por otros investigadores, hipótesis o interrogantes que hicimos propios y desplegamos como tales. Al reconstruir la tópica exiliar en España a partir de la multiplicidad de discursos que la componen —el polémico, el traductor, el periodístico o el de las reconstrucciones retrospectivas de los “testimonios del presente”—, pudimos observar la circulación, reproducción y transformación de dos ideologemas: en primer lugar, el lugar común discursivo que instaura la metáfora del “exilio en la lengua” y la del “exilio como traducción”; en segundo lugar, la figura de los exilios cruzados, es decir, aquella representación colectiva que interroga la relación existente entre el exilio argentino en España y el exilio republicano español en América. Ambos están estrechamente vinculados, y aquí haremos un último despliegue analítico para mostrar de qué modo en su articulación originan las dos grandes tramas que recorren este trabajo.
1. “El exilio en la lengua”: más allá de la metáfora y la despolitización El abordaje inicial del ideologema “el escritor es siempre un exiliado (en la lengua)” y sus variaciones, registrado como categoría nativa y como marco explicativo, condujo al planteo de una primera pregunta: ¿cómo abordar el tema del exilio literario sin concentrarnos en figuras de escritores de renombre ni recurrir a los lugares comunes que contribuyen al silenciamiento de su dimensión colectiva y traumática? Es decir, ¿cómo demostrar, desde el interior de una disciplina que tuviera a la literatura como objeto, que el exilio no solo es mero asunto de notabilidades? Ese fue nuestro punto de partida y la condición de posibilidad de la construcción de una escena de traducción en el exilio. En el primer capítulo, establecimos un contrapunto teórico entre dos ramas fundamentales de la investigación sobre el exilio. Por un lado, los estudiosos de la literatura argentina que sostenían la tesis de la consustancialidad entre literatura y exilio. Por otro, los historiadores del exilio político, que suelen ver en las representaciones
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metaforizantes el mero correlato de un proceso de despolitización. Ese contrapunto esquemático entre estudios literarios y perspectiva historiográfica tuvo por finalidad demostrar la potencialidad explicativa de los estudios de traducción, en particular de sus paradigmas sociohistóricos y sociocríticos. El recurso a la noción de importadores literarios y a la de biografía colectiva permitió articular ambas posiciones pues contribuyó a reponer aspectos sociales y aun políticos inscriptos en el ejercicio de la actividad literaria y editorial en el exilio, e incluir a numerosos actores relegados, rara vez mencionados y en muchos casos condenados a la doble no pertenencia literaria nacional, dado que la gran mayoría de los traductores, seudotraductores y aun editores mencionados aquí son o fueron también escritores, ensayistas y poetas. La primera conclusión es, por tanto, de orden metodológico o aun teórico: es posible pensar la dimensión colectiva de la “literatura del exilio” indagando prácticas literarias consideradas menores y reconstruyendo los derroteros profesionales de esos operarios de la importación literaria en España que fueron los traductores y escritores por encargo del exilio argentino. La posibilidad de escribir sobre el exilio literario por fuera del contrapunto “representaciones metafóricas vs. despolitización” deriva así de la ampliación del abanico de actores y de la indagación de otras prácticas pasibles de integrar un objeto de estudio literario. En el primer capítulo, tras proponer una relectura de los debates sobre el exilio, se mostró la existencia de dos tradiciones discursivas diferenciadas que permitían afirmar que la integración de la metáfora como categoría de análisis y la tesis de la consustancialidad consecuente no era la única entrada posible al tema. Así pues, para ampliar el objeto intentamos instalar una pregunta allí donde se afirmaba un estado de cosas: ¿cuál era el contenido cultural de las representaciones metafóricas? ¿Qué dicen las metáforas del exilio ontológico, concebidas como representaciones nativas, de su horizonte de producción, es decir, de la experiencia vital, profesional, de las prácticas privadas y públicas, de sus enunciadores? Este libro muestra que las metáforas del exilio pueden leerse como efectos discursivos de las prácticas escriturarias y editoriales desarrolladas por escritores, traductores y otros agentes culturales en el marco de su inserción en el campo editorial catalán entre los años 1974 y 1983. Tras describir el contexto de inserción profesional de los exiliados y el estado del campo editorial del período, abordamos las traducciones y otras formas de escrituras por encargo desde la perspectiva de las normas que determinaron su modalidad de inscripción en la cultura española de la transición. El análisis de las seudotraducciones de Martínez Roca y de las traducciones de la Serie Novela Negra de Bruguera mostró que esas normas podían leerse en las huellas materiales que dejaron las prácticas en los soportes impresos que llegaron hasta nosotros, en el presente. El borrado de las marcas lingüísticas que denunciaban la presencia de argentinos en el mundo editorial de la época es resultado de prácticas institucionalizadas y normadas (las pautas editoriales
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que proscriben argentinismos y catalanismos son su concreción institucional), y obedece por tanto a representaciones de la identidad social de los importadores argentinos en el mercado de trabajo español, pues pone en escena aquello que la traducción viene a mostrar de manera ejemplar: la desigualdad de las lenguas y de los grupos humanos que las hablan, conforme a la postulación de Casanova. Concluimos entonces que el sostenido borrado de la variedad de lengua americana en traducciones reeditadas y ad hoc, la eliminación de todo rastro de una identidad regional foránea, es indicio de la posición dominada de los exiliados en el campo editorial y la vez paradójico signo de una presencia numérica contundente en ese mercado; el exilio latinoamericano se hacía sentir en las dos grandes capitales de la edición por partida doble: en la presencia física de los agentes emigrados y en la reedición de materiales procedentes de la cultura de esos emigrados. La crítica de traducciones permitió acceder a ciertas representaciones de esa doble presencia, a través de la valoración de la variedad de lengua. El evento “Los pelos en la lengua”, organizado por el consulado argentino de Barcelona en 1995, permitió observar que la reducción del exilio al tema de la lengua y a la problemática editorial fue contemporánea del proceso de “despolitización” o descontextualización del exilio de la historia de la dictadura, observado por Silvina Jensen. Sin embargo, aunque la situación descrita en ese evento podría inducir a caracterizar nuestra escena de traducción con la fórmula de José Luis Abellán, según la cual la despolitización del exilio era consecuencia de la profesionalización de los exiliados (1998: 37), lo cierto es que la oposición despolitización vs. profesionalización no basta para describir la complejidad de lo real ni el sentido político que ciertas prácticas editoriales adquirían en un contexto a priori signado por las causas eminentemente políticas de la presencia argentina en España. Es decir, la “profesionalización” puso a los exiliados argentinos en contacto con otras zonas de la política y otras formas de intervención pública, además de aquella que se vinculaba con la realidad nacional propia. Vislumbramos tres modos de intervención a través de la traducción y la importación de literatura que permiten revisar la aplicabilidad de la tesis de Abellán al caso argentino. En primer lugar, en el contexto español de los debates sobre el multilingüismo, cuestionar las ideologías y las políticas lingüísticas dominantes respecto del estatuto del castellano en y fuera de España entrañaba un claro gesto político. Las prácticas que ponían en evidencia la diferencia lingüística (las traducciones, las seudotraducciones) y los discursos que venían a expresar esa diferencia (la crítica de traducciones) estaban en relación con la agenda española en materia de políticas lingüísticas: el debate sobre el problema lingüístico iba mucho más allá de cuestiones meramente textuales, pues este período estuvo signado, en su primera fase, por el debate político sobre el multilingüismo peninsular y, en su segunda fase, por la ideología lingüística del panhispanismo, fundada en el ideologema el “español como lengua común”, orientada a
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la captación de los mercados de lectura americanos por la cual España se volvía hacia América Latina a fin de instalar sus industrias culturales y dominar las políticas de edición, de traducción, de circulación internacional de las ideas y los textos. En segundo lugar, los prólogos de Juan Martini a los cincuenta primeros números de la Serie Novela Negra muestran que la operación de importación de género negro tuvo un sentido político. Más allá de su función literaria o estética, o aun de mero entretenimiento, la función asignada al género negro es también política: ser testimonio de la violencia “criminal del mundo en que vivimos y de desentrañar los motivos y los significados profundos, sociales, de esa violencia” (1977: 5. nº 6). En una colección poblada de rioplatenses emigrados y exiliados, el género negro se torna cifra de una época y portador de una denuncia, que ingresaba a la Argentina a través de esos prólogos y esas traducciones que las filiales distribuidoras de Bruguera ponían a circular por América Latina. La hipótesis según la cual la intervención editorial de los exiliados tuvo un signo político, o cuando menos constituyó una reflexión sobre la violencia política por otros medios, adquiere contundencia inédita en algunas de las casi doscientas novelas populares de bolsillo escritas por Pablo Di Masso y firmadas por Rocco Sarto. En tercer lugar, a través de la traducción y la importación literaria, los argentinos trabajaron para el proceso de modernización sociocultural de la España posfranquista, no solo aportando mano de obra calificada sino teniendo una participación activa en la renovación cultural: fueron críticos literarios en las revistas culturales y políticas más importantes, aportaron sus saberes lingüísticos y técnicos al mundo de la edición para la difusión de contenidos renovadores de las mentalidades, creencias y costumbres en una sociedad que salía de una experiencia de décadas de autoritarismo; y esa función política del traducir se manifiesta en las temáticas de claro contenido renovador como los derechos de la mujer en una sociedad represiva y patriarcal, tal como lo prueban las incursiones traductoras en materia de feminismo, pero también de antipsiquiatría, entre otras problemáticas de candente actualidad. Por último, en el plano de los procesos de institucionalización del campo de la traducción en España, hemos demostrado que los traductores exiliados hicieron oír su voz en lo relativo a los derechos de los trabajadores editoriales y participaron en asociaciones gremiales.
2. Los exilios cruzados: espejos que deforman La decisión de construir una biografía colectiva de importadores nos condujo a buscar un modelo fáctico de investigación sobre exilios colectivos con inserción editorial. Ese modelo fue paradigmáticamente hallado en el caso del exilio español
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en América, pues la voluntad de rescate cultural de la obra del exilio republicano produjo numerosos antecedentes, plasmados en trabajos académicos y homenajes. Dos antecedentes significativos contribuyeron a instalar la serie de preguntas que estructuró la segunda trama de este libro: Un viaje de ida y vuelta y el artículo “Exilio y Traducción” de Ruiz Casanova, citado en la Introducción. La primera publicación hacía referencia al contenido del ideologema, que luego hallaríamos en testimonios y fuentes del período. No obstante ello, en sus páginas apenas se mencionan argentinos que colaboraron en el proceso de renovación cultural de la España democrática, y es nula la referencia a su desempeño en el rubro de la traducción, seudotraducción, dirección de colecciones, corrección o diseño de tapas. Ese notorio silencio motivó nuestro intento de reconstruir esa otra cara velada del “ida y vuelta” e impulsó la voluntad de comprender los modos de concreción históricos de ese “ida y vuelta”: ¿se replicó en el campo español de la edición de la década del setenta lo ocurrido en Argentina y en México tras la derrota de 1939? ¿Qué lugar encontraron los intelectuales rioplatenses, discípulos de los republicanos españoles, en el mundo editorial y cultural de la transición española? Aunque esta pregunta introdujo la riqueza de un contrapunto iluminador, la comparación como herramienta de análisis no implicó aceptar el contenido especular de la imagen. Esta figura, al igual que la metáfora del exilio en la lengua, tiene una función eufemizante que debe ser contrastada con las experiencias concretas de los emigrados. Un modo de abordar críticamente esta cuestión fue analizar la posición de los actores en cada campo receptor. Una de las conclusiones a las que arribamos es que la especularidad contenida en el ideologema de los exilios cruzados, registrado entre actores e investigadores, de algún modo constituía un espejo deformante que obturaba condiciones de trabajo desiguales. Los rasgos distintivos son numerosos, pero al menos cuatro pueden ser retenidos. El primero permite sostener que aquello que ambos exilios tuvieron en común fue una situación de disponibilidad de los intelectuales, en sentido amplio, que veían clausurados por motivos políticos sus respectivos espacios de producción y circulación. La industria editorial, que en condiciones normales acoge a intelectuales en sus filas, en situación de exilio constituye una fuente de trabajo imprescindible. Las editoriales catalanas reclutaron agentes con experiencia, y otros carentes de ella, en una coyuntura en la que las pequeñas editoriales progresistas, siempre al borde la quiebra, estaban estructuradas de modo tal que permitieron la inserción de los recién llegados. La traducción tuvo, en particular, una función solidaria, pues mediante esos encargos los exiliados y emigrados podían “ir tirando”. En este sentido, se concluye que sí se cumplieron las proclamas de solidaridad, y que los intelectuales del setenta tuvieron un lugar, más o menos satisfactorio según los casos, en el agitado mundo cultural de la transición.
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No obstante, en segundo lugar, se registra una disimetría respecto de la tenencia de los bienes de producción1 y de las posiciones académicas en materia de legislación lingüística. Los focos laborales estudiados en este libro apuntaron a probar que la homología estructural implícita en el ideologema de los exilios cruzados obtura la diferente posición en la jerarquía interna de los campos. La situación de los seudotraductores de Martínez Roca y Bruguera ilustra a las claras esta posición desigual. En efecto, la incursión de los intelectuales, periodistas, poetas y escritores, como Abós, Zito Lema, Sexer, Frers, Goligorsky, Martini, Szpunberg, Speratti, González Cremona o Di Masso en la escritura de novelas populares y de gran difusión comercial, ya sea novelas para adolescentes, novelas eróticas, de ciencia ficción, aventuras, policiales, o adaptación de clásicos, se inscribe en la tradición de producción de literatura popular masiva propia de los escritores españoles que no fueron al exilio y, por tanto, indica antes bien una homología estructural entre exiliados argentinos y los “exiliados internos” del período franquista. La situación de los escritores mencionados corresponde significativamente a la descripción proporcionada por Francisco González Ledesma en Cuadernos del Norte (1987), en la cual exhibe la incidencia de la vacancia de los intelectuales en el proceso de producción y desarrollo de los géneros populares masivos bajo el franquismo. Durante la transición democrática española, los argentinos siguieron esa tradición y aun llegaron a monopolizarla, como revela el caso de González Cremona, quien pasó a ser prácticamente el único adaptador de clásicos en una colección que antes de 1977 contaba con numerosos adaptadores españoles. No obstante ello, algunos cultores argentinos de literatura popular de masas, como Eduardo Goligorsky, contaban con un saber hacer adquirido en las editoriales argentinas desde década del cincuenta, experiencia que volcaron en el nuevo contexto. Además de la posición en el campo, la relación con los medios de producción, la posición respecto del poder legislador sobre la norma, ambos exilios editoriales se diferencian en la centralidad que adquirió en el caso argentino el problema de la lengua y las diferentes valoraciones de la variedad foránea.2 El estudio de las prácticas de manipulación y de las representaciones de la traducción, del traductor y de la lengua de traducción en la prensa apuntó a probar que en el contexto de los exilios Ya se ha señalado que no pocos editores españoles radicados en Argentina, durante y después de la Guerra Civil española, eran dueños de los medios de producción o socios capitalistas de las grandes editoriales del período y estaban vinculados directa o indirectamente con sectores de la oligarquía argentina y con las elites culturales locales. 2 Lo cual no implica que los traductores españoles en América no hayan tenido que adaptar o moderar las marcas dialectales natales cuando trabajaban para editores argentinos o mexicanos, sino que ese tema no constituyó un símbolo de su exilio en América Latina (excepto en el caso de escritores catalanes y gallegos), como sí lo fue para los argentinos en España, como bien prueba la imagen reiterada según la cual el “meollo del exilio es la lengua”. 1
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latinoamericanos de los años setenta, la afirmación de Ruiz Casanova según la cual las traducciones son “la vía que reintegra al transterrado su identidad lingüística” y la traducción es “un fundamento cuasi alquímico que restaura a quien padece exilio (escritor o lector) el orden de lo natural” (Ruiz Casanova 2008) no es válida en absoluto. Lejos de reintegrar su identidad al exiliado, la traducción fue la práctica a través de la cual esa identidad era enajenada, extrañamiento que condujo a la tematización y aguda reflexión sobre el estatuto simbólico de la variedad de lengua propia. Por cierto, la problematicidad de la identidad lingüística estuvo directamente vinculada con factores ligados a la identidad social, al estatus profesional, a la marginalidad cultural y a las ilusiones literarias perdidas. Si las distintas formas de escritura por encargo para la industria del libro fueron percibidas como prácticas “dignas” o aun como “milagro laico”, en términos de Martini, Cohen o Di Masso, también se vivieron como “traición” a las propias convicciones literarias o profesionales, como señalaba González Trejo al decir que el traductor prestaba “sus palabras, en general embellecedoras, a la didascálica función de la literatura de las multinacionales de la cultura de Occidente” (1980: 51). Por eso, lo que en cada caso particular significó “traducir en el exilio” dependió de cómo se percibía o resolvía esa tensión entre la posibilidad de vivir de la escritura (o reescritura) y las condiciones de producción, sujetas a variables tales como el género traducido (literatura popular o culta), la trayectoria del traductor (ocasional, inexperto, experto, destajista), la política editorial, el perfil editor, el origen nacional del contingente exiliado, su estatuto legal en el país de acogida, el prestigio social atribuido a su lengua o variedad de lengua, las creencias lingüísticas dominantes y la “educación idiomática” en la diferencia, la tradición de relaciones culturales entre el país de origen y el contexto exiliar, su grado de conflictividad, así como a la historia de los debates lingüístico-literarios que signaban imaginariamente esas relaciones. Para el caso argentino, el diseño de una figura plural de traductores exiliados tuvo en cuenta las condiciones del trabajo editorial en la cultura receptora, en la cual el tema de la lengua constituía una problemática cultural dominante y a la vez un aspecto más de la problemática profesional y laboral de los exiliados. En esa figura plural, procuramos hacer confluir varios debates en curso a fines de los setenta: el del estatuto legal del traductor literario en España, su profesionalización y la emergencia de asociaciones gremiales específicas; pero también la problemática de la precariedad laboral del exiliado latinoamericano en España, entre otros temas desarrollados en este libro. Al estudiar la conjunción entre exilio y traducción, nuestro propósito también ha sido rescatar la obra de los argentinos emigrados, dar a conocer sus trabajos del exilio. Pero no postulamos a priori el lugar que ocuparon en el proceso de inserción profesional ni el valor literario de las obras importadas. Tan solo nos interesó mostrar que la traducción tuvo diversas funciones tanto o más relevantes, para pensar el exilio,
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que su función literaria: tuvo una función alimentaria, solidaria, de revisión de la tradición de importación nacional, de apropiación de ciertos rasgos de la cultura receptora. No todos los traductores e importadores literarios continuaron en la profesión; y solo algunos casos particulares derivaron, a partir de mediados de los ochenta, en trayectorias traductoras —vocacionales y profesionalizadas a un mismo tiempo— sobre las que puedan aplicarse los conceptos bermanianos de “pulsión traductora”, “proyecto” y “obra” de traducción (Berman 1995). La disponibilidad de los intelectuales y agentes de la cultura en contexto de exilio predispuso a su inserción en la industria librera; la participación de argentinos y otros emigrados latinoamericanos en las filas editoriales peninsulares estuvo dominada en la gran mayoría de los casos por la necesidad de trabajo y, por tanto, gobernada por las leyes de ese mercado. En ese sentido, centrarnos exclusivamente en las facetas ligadas a la nobleza o distinción de la producción literario-editorial, o bien plantearnos el carácter imprescindible de ciertas figuras sin explicitar el fundamento del valor que apuntala esa ejemplaridad, habría implicado ya distorsionar el peso real de ciertas trayectorias, en detrimento de otras menos visibles pero igualmente ejemplares; ya desestimar una serie de prácticas reveladoras de la posición concreta de los emigrados en el campo cultural receptor y su función como mano de obra disponible y calificada a un mismo tiempo. La incursión casual, momentánea o duradera en la práctica traductora, las restricciones lingüísticas, la solidaridad con los recién llegados, la explotación de los recién llegados, son todas ellas facetas, por momentos en tensión, de la relación surgida del cruce material entre exilio y traducción. En la materialidad de las obras producidas, más allá de su valor estético, ha quedado impresa la voz colectiva del exilio. Para que esa voz sea significativa y audible es necesario, sin embargo, medir aquella empresa traductora o seudotraductora desde una perspectiva nueva, que apunte a resolver el enigma de su origen y producción: las traducciones del exilio no fueron un “inmenso borrador”, sino el producto de lo elaborado, de lo pensado, en situación de emigración a través de un trabajo positivo. Así, los prólogos, los diseños, las correcciones, las traducciones, aun escritas en una variedad de lengua ajena, dieron voz a los exiliados y cuerpo al trabajo anónimo realizado por ellos en el exterior, objetivado en los libros españoles destinados también al mercado latinoamericano. Si la memoria del exilio editorial queda anclada en el borrado de la identidad lingüística, es decir, en la condena de la destrucción de las redes lingüísticas vernáculas en las traducciones argentinas, los traductores e importadores literarios que en el exilio trabajaron para la industria cultural no habrán dejado ningún rastro; y habrán sido entonces doblemente borrados: por la memoria cultural española, que no ha registrado el aporte de los exiliados y emigrados argentinos en sus historias de la traducción y la edición en España, y por la memoria del exilio, que no los reconoce porque en sus producciones no resuena el tono familiar del “idioma de los argentinos” y, por tanto, los excluye de la historia cultural propia.
Anexo 1 Traducciones realizadas por argentinos exiliados y emigrados en Barcelona La selección de los materiales no es exhaustiva sino representativa de las trayectorias de cada traductor y de las materias editadas entre 1976 y 1984, aproximadamente, excepto en el caso de aquellos exiliados que se iniciaron tardíamente en la traducción editorial pero cuya presencia en el medio no puede omitirse. Seleccionamos un máximo de quince traducciones por traductor con el criterio de mostrar la variedad de títulos y el perfil traductor de cada uno. Indicamos de qué lenguas traducían en el período estudiado. Las fuentes consultadas son el Index Translationum, el ISBN español y los catálogos de la Biblioteca Nacional de España y de la Biblioteca de Cataluña. Consignamos la fecha de la primera edición en función de los datos provistos por estas bases de datos, no siempre certeros, y de la información procedentes de los mismos traductores. Becciú, Ana María Traductora de inglés y francés Miller, Wade (1977): Paso fatal. Barcelona: Bruguera. Serie Novela Negra. Solanas, Valérie (1977): SCUM: Manifiesto de la Organización para el Exterminio del Hombre, Barcelona: Ediciones de Feminismo (Vindicación Feminista). Con prólogo de la traductora y presentación de Carmen Alcalde. Himes, Chester (1978): Un ciego con una pistola. Barcelona: Bruguera. Serie Novela Negra. Rich, Adrienne (1978): Nacida de mujer. Barcelona: Noguer. Wallace, Irving (1978): Almanaque de lo insólito. Barcelona: Grijalbo. Lefort, Claude (1980): Un hombre que sobra. Barcelona: Tusquets Editores. Bein, Roberto Traductor de alemán Klaus, Georg (1978): El lenguaje de los políticos. Barcelona: Anagrama. Hesse, Hermann (1978): Leyendas medievales. Barcelona: Bruguera. Reich, Wilhelm (1978): Escucha hombrecito. Barcelona: Bruguera. Simmel, Johannes M. (1978): Un autobús grande como el mundo. Barcelona: Bruguera. —(1978): ¡Mamá no debe enterarse!. Barcelona: Bruguera.
226 Anexos
Franke, Herbert W. (1978): Ypsilon minus. Barcelona: Bruguera. Hofmann, Albert (1979): LSD. Como descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo. Barcelona: Gedisa. Reich, Wilhelm (1980): Psicología de masas del fascismo. Barcelona: Bruguera. — (1980): El asesinato de Cristo. Barcelona: Bruguera. Stierlin, Heinz (1981): La primera entrevista. Barcelona: Gedisa. Binaghi, Jorge Traductor de inglés, italiano y latín Battaglia, Dino (1978): El hombre de la legión. Barcelona: Grijalbo. Toppi, Sergio (1978): El hombre del Nilo. Barcelona: Grijalbo. Brown, Rita Mae (1979): Frutos de rubí. Barcelona: Martínez Roca. Hirschhorn, Richard (1980): Los médicos también odian. Barcelona: Martínez Roca. Jones, Eva (1980): La adolescente precoz, Barcelona. Barcelona: Martínez Roca. Coradeschi, Sergio (1981): La obra pictórica completa de Klimt. Barcelona: Noguer. Bobbio, Norberto (1982): El problema de la guerra y las vías de la paz. Barcelona: Gedisa. Pasolini, Pier Paolo (1984): Amado mío. Barcelona: Seix Barral. Cicerón (1985): La república. Barcelona: Ediciones Orbis. Cohen, Marcelo Traductor de inglés y catalán Rasmussen, Anne Marie (1976): Erase una vez: las memorias increíbles de la primera esposa de Steven Rockefeller. Barcelona: Dopesa. Masani, Zareer (1976): Indira Gandhi. Barcelona: Dopesa. Himes, Chester (1981): Empieza el Calor. Barcelona: Bruguera. Serie Novela Negra. Ballard, James Graham (1981): La exhibición de atrocidades. Barcelona: Minotauro. Traducción con Francisco Abelenda (seudónimo de Francisco Porrúa). Dos Passos, John (1981): Paralelo 42. Barcelona: Bruguera. Monzo, Quim (1981): Melocotón de manzana. Barcelona: Anagrama. Fitzgerald, Francis Scout (1982): El precio era alto. Barcelona: Bruguera. Selección y prólogo del traductor. Henry, O. (1982): Cómo asaltar un tren. Barcelona: Bruguera. Saki (1982): El desván y otros relatos. Barcelona: Bruguera. Marlowe, Christopher (1983): La trágica historia del Doctor Fausto. Barcelona: Icaria.
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Constante, Susana Traductora de inglés, francés e italiano Wade Miller (1977): Nadie es Inocente. Barcelona: Bruguera. Serie Novela Negra. Lapassade, Georges (1978): La bio-energía. Barcelona: Granica. Heyer, Georgette (1979): Matrimonio de conveniencias. Barcelona: Argos Vergara. Holt, Victoria (1979): El jinete del diablo. Barcelona: Grijalbo. Hill, Carol De Chellis (1979): Una mujer descasada. Barcelona: Grijalbo. Garrity, Joan (1979): La mujer sensual: el primer manual para la hembra que toda mujer desea ser. Barcelona: Editorial Planeta. Jong, Erica (1979): Poesías: Frutas y verduras. Vidas a medias. Raíz de amor. Barcelona: Grijalbo. Harvey, David et al. (1979): Una nueva vida. Barcelona: Círculo de Lectores. Sorzio, Angelo (1980): Frutas y verduras en conserva. Barcelona: Círculo de Lectores. Traducción con Alberto Cousté. Apollinaire, Guillaume (1980). Zona: antología poética. Barcelona: Tusquets. Traducción con Alberto Cousté. Brownmiller, Susan (1981): Contra nuestra voluntad hombres, mujeres y violación. Barcelona: Editorial Planeta. Cousté, Alberto Traductor de inglés Sorzio, Angelo (1980): Frutas y verduras en conserva. Barcelona: Círculo de Lectores. Barcelona: Círculo de Lectores. Traducción con Susana Constante. Apollinaire, Guillaume (1980): Zona: antología poética. Barcelona: Tusquets. Traducción con Susana Constante. Miłosz, Czesław (1981): Otra Europa. Barcelona: Tusquets. Knight, Stephen (1982): Réquien en Rogano. Barcelona: Bruguera. Covián, Marcelo Traductor de inglés Adrienne (1976): Gimmick del inglés coloquial. Barcelona: Labor. Carr, Roy, et al. (1976): The Beatles: una guía ilustrada. Barcelona: Lumen. Bakunin, Mihail (1976): La anarquía según Bakunin. Barcelona: Tusquets [traducción indirecta]. Vonnegut, Kart (1977): La Pianola. Barcelona: Grijalbo. —(1977). Guampeteros, fomas y granfalunes. Barcelona: Grijalbo. Rice, Anne (1977): Entrevista con el vampiro. Barcelona: Grijalbo.
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Allen, Woody (1979): Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. Barcelona: Tusquets. Gordon, Ira J. (1980): El primer año de vida. Barcelona: Gedisa. Thomson, William A. R. (1980): Guía práctica ilustrada de las plantas medicinales, Barcelona, Mundo Actual de Ediciones. Talese, Gay (1981): La mujer de tu prójimo. Barcelona: Grijalbo. Warhol, Andy (1981): Mi filosofía de A a B y de B a A. Barcelona: Tusquets. Cohen, Herb (1983): Todo es negociable, Barcelona. Planeta: 1983. Styron, William (1983): Tendidos en la oscuridad. Barcelona: Plaza & Janés. Walpole, Horace (1983): El castillo de Otranto. Barcelona: Forum. Di Masso, Gerardo Traductor de inglés Sennett, Richard (1978): El declive del hombre público. Barcelona: Península. Roddick, Ellen (1980): Adúlteros felices. Barcelona: Martínez Roca. Sorel, Julia (1980): Fugitiva. Barcelona: Martínez Roca. Creekmore, Donna (1981): La heredera. Barcelona: Ceres. Brancato, Robin F. (1981): En busca de Jim. Barcelona: Martínez Roca. Sparks, Beatrice (1981): Diario de Jay. Barcelona: Martínez Roca. Evans, Richard (1981): Conversaciones con Ronald D. Laing. Barcelona: Gedisa. Hitchcock, Alfred (1982): Historias escalofriantes. Barcelona: Mundo Actual de Ediciones. Roberts, Suzanne (1982):Dulce ilusión. Barcelona: Ceres. Di Masso, Pablo Traductor del inglés Lovell, Mark (1978): El desarrollo de su hijo: de los tres a los dieciséis años. Barcelona: Gedisa. Nairn, Tom (1979): Los nuevos nacionalismos en Europa: la desintegración de la Gran Bretaña. Barcelona: Península. Hamilton, Roberta (1980): La liberación de la mujer. Madrid: Península. Williams, Raymond (1980): Marxismo y literatura. Barcelona: Edicions 62. Filipetto, Celia Traductora de inglés Holzer, Hans (1981): Interpretación práctica de los sueños. Barcelona: Martínez Roca. Manteia (1981): El oráculo de Rasputín. Barcelona: Martínez Roca.
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Holzer, Hans (1982): Interpretación de los sueños. Barcelona: Martínez Roca. Diagram Group (1983): Cuide a su gato. Barcelona: Granica. — (1983): Cuide a su perro. Barcelona: Granica. — (1983): Cómo sujetar un cocodrilo. Barcelona: Granica. Treat, Lawrence (1984): Crimen y entretenimiento (1-2). Barcelona: Granica. Frers, Ernesto Traductor del inglés Ross, Monica/Simmons, Van D. (1981): Testimonio de un divorcio. Barcelona: Pomaire. Brandom, Walter Lee (1982): Querida hija. Barcelona: Granica. Galmarini, Marco Traductor de inglés y francés Flandrin, Jean-Louis (1979): Orígenes de la familia moderna. Barcelona: Crítica. Hindess, Barry/Hirst, Paul Q. (1979): Los modos de producción precapitalistas. Barcelona: Península. Granoff, Wladimir/Perrier, François (1980): El problema de la perversión en la mujer. Barcelona: Crítica. Abraham, Georges/Pasini, Willy (1980): Introducción a la sexología. Barcelona: Crítica. Rémond, René (1980): El antiguo régimen y la revolución, 1750-1815. Barcelona: Vicens-Vives. Delfaud, Pierre (1980): Nueva historia económica mundial. Siglos XIX-XX. Barcelona: Vicens-Vives. Derreau, Max (1981): Geografía humana. Barcelona: Vicens-Vives. Vovelle, Michel (1981): Introducción a la historia de la Revolución Francesa. Barcelona: Crítica. Abercrombie, Nicholas (1982): Clase, estructura y conocimiento. Barcelona: Península. Goldar, Ana (Poljak) Traductora de inglés e italiano Hammett, Dashiell (1978): El gran golpe. Barcelona: Bruguera. Serie Novela Negra. McCoy, Orase (1978): Di adiós al mañana. Barcelona: Bruguera. Serie Novela Negra. Ambler, Eric (1979): La máscara de Dimitrios. Barcelona: Bruguera. Sciascia, Leonardo (1979): Cándido o Un sueño siciliano. Barcelona: Bruguera. Miller, Henry (1979): Cartas a Anaïs Nin. Barcelona: Bruguera.
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Asimov, Isaac (1980): Lucky Starr: el ranger del espacio. Barcelona: Bruguera. Himes, Chester (1980): Todos muertos. Barcelona: Bruguera. Serie Novela Negra. Scerbanenco, Giorgio (1980): Los milaneses matan en sábado. Barcelona: Bruguera. Sciascia, Leonardo (1980): El archivo de Egipto. Barcelona: Bruguera. Soldati, Mario (1980): La esposa americana. Barcelona: Bruguera. Goligorsky, Eduardo Traductor de inglés Elliot Locke, Summer (1977): Junto a los ríos de Babilonia. Barcelona: Pomaire. Alther, Lisa (1977): Kinflicks. Erotismos familiares. Barcelona: Pomaire. Kosinski, Jerzy (1978): El pájaro pintado. Barcelona: Pomaire. Taylor, Bernard (1979): Macabro amor. Barcelona: Pomaire. Golding, William (1980): Oscuridad visible. Barcelona: Pomaire. King, Stephen (1981): La zona muerta. Barcelona: Pomaire. — (1982): Ojos de fuego. Barcelona: Mundo Actual de Ediciones. Bach, Richard (1984): Ilusiones. Barcelona: Pomaire. González Trejo, Horacio Traductor de inglés Belos, W. Lovelage (1976): King Kong. Barcelona: Editorial Argos Vergara. Bennett, Arnold (1977): Hilda Lessways. Barcelona: Editorial Argos Vergara. Benetar, Judith (1979): Manicomio. Barcelona: Martínez Roca. Asimov, Isaac (1980): La edad de oro de la ciencia ficción. Barcelona: Martínez Roca. Glut, Donald F. (1980): El imperio contraataca. Barcelona: Argos Vergara. Iverson, Jeffrey (1980): Más de una vida. Barcelona: Martínez Roca. Miller, Tony, Volver a vivir (1980): Barcelona: Martínez Roca. Le Carré, John (1980): La gente de Smiley. Barcelona: Argos Vergara. Roth, Philip (1980): Cuando ella era buena. Barcelona: Bruguera. Traducción con Margarita González Trejo. Wallace, Irving (1980): El premio Nobel. Barcelona: Grijalbo. Traducción con Margarita González Trejo. Gorbea, Federico Traductor de alemán, inglés y francés Villon, François (1976): Poesía. Barcelona: Ediciones 29. Poliakov, Léon (1979): Historia del antisemitismo, 2. De Mahoma a los marranos. Barcelona: Métodos Vivientes.
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Valensin, Doctor (1979): La vida sexual en China comunista. Barcelona: Grijalbo. Apollinaire, Guillaume (1981): Obra completa poética de Guillaume Apollinaire. Barcelona: Ediciones 29. Hölderlin, Friedrich (1981): Obra poética completa. Barcelona: Ediciones 29. Mallarmé, Stéphane (1982): Mallarmé: Poesía. Barcelona: Plaza & Janés Editores. Segal, Patrick (1982): Yo camino. Barcelona: Granica. Raynal, Henry (1984): A los pies de Omphalos. Barcelona: Tusquets Editores. Martini, Juan Traductor de italiano Artaud, Antonin et al. (1982): La otra locura: mapa antológico de la psiquiatría alternativa. Barcelona: Tusquets. Muchnik, Mario Traductor de italiano e inglés Canetti, Elias (1976): El otro proceso de Kafka. Sobre las cartas a Felice. Barcelona: Métodos Vivientes. Traducción con Michael Faber-Kaiser. Sontag, Susan (1981): La enfermedad y sus metáforas. Barcelona: Muchnik. Berlin, Isaiah (1981): El erizo y la zorra. Barcelona: El Aleph. Calvino, Italo (1983): Orlando furioso. Barcelona: El Aleph. Peralta, Carlos Traductor de inglés e italiano AAVV (1976): Otros tiempos, otros mundos. (Antología). Barcelona: Asesoría Técnica de Ediciones. Grossbach, Robert/Simon, Neil (1978): La chica del adiós. Barcelona: Grijalbo. Kaplan, Helen Singer (1978): Manual ilustrado de terapia sexual. Barcelona: Grijalbo. Fruttero, Carlo/Lucentini, Franco (1981): La mujer del domingo. Barcelona: Bruguera. Grey, Zane (1981): El valle de los caballos salvajes. Barcelona: Bruguera. Himes, Chester (1981): El gran sueño de oro. Barcelona: Bruguera. Serie Novela Negra. Davies, Stan Gebler/Moore, Robin (1981): Nos han robado un misil. Barcelona: Bruguera. Francis, Dick (1982): Carrera de ratas. Barcelona: Bruguera.
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Peralta, Tabita Traductora de francés Atger, Jean (1976): Padres, educación y sexo. Barcelona: Asesoría Técnica de Ediciones. Winer, Richard (1976): El triángulo del diablo. Barcelona: Asesoría Técnica de Ediciones. Magis, Jean-Michel (1976): El sexo y sus perversiones. Barcelona: Asesoría Técnica de Ediciones. Lallier, Antoine (1976): El sexo, el placer y vuestra salud. Barcelona: Asesoría Técnica de Ediciones. De Villefranche, Georges (1980): La astrología esotérica recobrada. Madrid: Luis Cárcamo. Vian, Boris (1982): Que se mueran los feos. Barcelona: Bruguera. Serie Novela Negra. Pochtar, Ricardo Traductor de inglés, francés e italiano Chorier, Nicolas (1977): Sátira de Luisa Sigea. Barcelona: Bruguera. Clásicos del Erotismo. Sade, marqués de (1977): La filosofía en el tocador. Barcelona: Bruguera. Clásicos del Erotismo. Maffesoli, Michel (1977): Lógica de la dominación. Barcelona: Edicions 62. Kropotkin, Piotr Alekseevich (1977): Obras. Barcelona: Anagrama. Ingrao, Pietro (1978): Las masas y el poder. Barcelona: Editorial Crítica. Levy-Bruhl, Lucien (1978): La mitología primitiva. Barcelona: Edicions 62. Dadoun, Roger (1978): Cien flores para Wilhelm Reich. Barcelona: Anagrama. Hobsbawm, Eric (1979): Trabajadores: estudios de historia de la clase obrera. Barcelona: Editorial Crítica. Catalano, Franco (1980): Metodología y enseñanza de la historia. Barcelona: Edicions 62. Melotti, Humberto (1981): El hombre entre la naturaleza y la historia. Barcelona: Edicions 62. Mounin, Georges (1982): Diccionario de lingüística. Barcelona: Labor. Lewis, C. S. (1982): Crítica literaria: un experimento. Barcelona: Antoni Bosch Editor. Russell, Bertrand (1982): ¿Tiene el hombre futuro? Barcelona: Bruguera. Sampayo, Carlos Traductor de italiano e inglés (guiones de cómics) Crepax, Guido (1981): Valentina con botas. Barcelona: Lumen. —(1982): Valentina en la estufa. Barcelona: Lumen.
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Battaglia, Dino et al. (1984): Casanova. Barcelona: Lumen. Crepax, Guido (1985): Diario de Valentina. Barcelona: Lumen. Sexer, Mario Traductor de inglés Holzer, Hans (1979): Cuando los ovnis aterrizan. Barcelona: Martínez Roca. Harrison, Michael (1980): Fuego del cielo. Barcelona: Martínez Roca. Graves, Tom (1981): Radiestesia práctica. Barcelona: Martínez Roca. Trejo, Mario Traductor de francés Crepax, Guido (1979): Historia de O. Barcelona: Lumen. Postma, Lidia (1981): El jardín de la bruja. Barcelona. Lumen: 1981. (Posible traducción indirecta del francés; lengua de origen: neerlandés). Pigeat, Henri (1985): La televisión por cable empieza mañana. Madrid: Tecnos. Vázquez-Rial, Horacio Traducción de inglés, francés e italiano Giannaris, George (1976): Mikis Theodorakis. Barcelona: Dopesa. Archer, Jules (1976): Wall Street, fascismo en la Casa Blanca. Barcelona: Dopesa. Chandler, Raymond (1978): La dalia azul. Barcelona: Bruguera. Serie Negra de Bruguera. Traducción con Homero Alsina Thevenet, Kuttner, Harry (1978): Mutante. Barcelona: Bruguera. Evans, Richard (1978): Conversaciones con R.D. Laing. Barcelona: Gedisa. Bonnet, Monique y Gérard (1979): La comunicación con el bebé. Barcelona: Gedisa. Commoner, Barry (1980): Energías alternativas. Barcelona: Gedisa. Winnicott, D.W. (1980): Psicoanálisis de una niña pequeña. Barcelona: Gedisa. Ayensu, Edgard (1981): Selvas: las últimas reservas de vida de nuestro mundo. Barcelona: Folio/Círculo de Lectores. Strayer, Joseph (1981): Sobre los orígenes medievales del Estado moderno. Barcelona: Ariel. Carr, Raymond (1982): España 1808-1975. Barcelona: Ariel. Naipaul, V.S. (1983): El curandero místico. Seix Barral: Barcelona. Stanton, Robert/Vidal, Gore (eds.) (1983): Conversaciones con Gore Vidal. Barcelona: Edhasa. Sontag, Susan (1984): Contra la interpretación. Barcelona: Ariel.
Vinacua, Rodolfo Traductor de ingles Wallace, Irving/Wallechinsky, David (1977): Almanaque de lo insólito. Barcelona: Grijalbo. Varios traductores: José Manuel Álvarez Flores, Roser Berdagué, Esther Rippa, et al. Williams, Charles (1977): Marcada por la sospecha. Barcelona: Bruguera. Serie Novela Negra. Zagalsky Matilde (seudónimo Matilde Horne) y Porrúa Francisco (seudónimos Lluís Domènech; Francisco Abelenda) Traductores del inglés Lem, Stanislav (1977): Solaris. Barcelona: Minotauro. (Traducción de 1974, traducción indirecta del inglés). Aldiss, Brian W. (1977): Frankenstein desencadenado, Buenos Aires, MinotauroEdhasa, 1977. Traducción con Francisco Abelenda. Tolkien, J. R. R. (1979): El señor de los anillos. II. Las dos torres. Barcelona, Minotauro-Edhasa. Traducción con Lluís Domènech. Le Guin, Ursula K. (1979): El nombre del mundo es Bosque. Buenos Aires: Minotauro. Tolkien, J. R. R. (1980): El señor de los anillos. III. El retorno del rey, Barcelona, Minotauro-Edhasa, 1980. Traducción con Lluís Domènech. Le Guin, Ursula K. (1983): Los desposeídos. Barcelona: Minotauro. — (1983): Los libros de Terramar. I. Un mago de Derramar. Barcelona: Minotauro, 1983.
Anexo 2 Traducciones y traductores de la Serie Novela Negra A continuación, presentamos un listado de las traducciones y los traductores de la colección estudiada en el capítulo 3. Consignamos, en cada caso, si la traducción pertenece a un traductor argentino emigrado o a una reedición, a menudo estilísticamente modificada, de traducción argentina. Serie Novela Negra de la Colección Libro Amigo (1977-1982) Dirección: Juan Carlos Martini Referencias: Autor, Título, Serie, nº, Editorial, Ciudad, Año / Idem referencias de edición original si la hay. Nombre del traductor (reedición o traductor emigrado) [Versiones rioplatenses previas no reeditadas]. Dashiell Hammett. Dinero Sangriento. Novela Negra 1, Barcelona, Bruguera, 1977. Traductora: Ana Goldar (argentina emigrada). Raymond Chandler. La Ventana Siniestra. Novela Negra 2, Barcelona, Bruguera, 1977 / Fabril Editora, Libros del Mirasol, 1962. Traductor: Eduardo Goligorsky (argentino emigrado). Wade Miller. Nadie es Inocente. Novela Negra 3, Barcelona, Bruguera, 1977. Traductora: Susana Constante (argentina emigrada). Horace McCoy. Di Adiós al Mañana. Novela Negra 4, Barcelona, Bruguera, 1977. Traductora: Ana Goldar (argentina emigrada). David Goodis. Viernes 13. Novela Negra 5, Barcelona, Bruguera, 1977. Traductora: Georgina López. Charles Williams Marcada por la Sospecha. Novela Negra 6, Barcelona, Bruguera, 1977. Traductor: Rodolfo Vinacua (argentino emigrado). Gil Brewer. Un Asesino en las Calles. Novela Negra 7, Barcelona, Bruguera, 1977 / Buenos Aires, Granica, 1974. Traductor: Julián Kepler (reedición). Chester B. Himes. Todos Muertos. Novela Negra 8, Barcelona, Bruguera, 1977. Traductora: Ana Goldar (argentina emigrada). Dashiell Hammett. El Gran Golpe. Novela Negra 9, Barcelona, Bruguera, 1977. Traductora: Ana Goldar (argentina emigrada).
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Giorgio Scerbanenco. La Cueva de los Filósofos Novela Negra 10, Barcelona, Bruguera, 1977. Traductor: Alberto Nicolás. Ross MacDonald. El Hombre Enterrado. Novela Negra 11, Burguera, 1977 / Emecé, 1971. Traductora: Aurora C. Merlo (reedición). Wade Miller. Paso Fatal, Novela Negra 12, Barcelona, Bruguera, 1977. Traductora: Ana Becciú (argentina emigrada). Horace McCoy. Luces de Hollywood. Novela Negra 13, Barcelona, Bruguera, 1977. Traductora: Pilar Giralt. [Versión rioplatense: Tiempo Contemporáneo, 1970. Traductor: Rodolfo Walsh]. Charles Williams. El Arrecife del Escorpión. Novela Negra 14, Barcelona, Bruguera, 1977. Traductora: Beatriz Podestá (uruguaya emigrada). Ross MacDonald. El Caso Galton. Novela Negra 15, Barcelona, Bruguera, 1978 (Sin mención del nombre de traductor: Víctor Iturralde Rúa). / Fabril Editora, Buenos Aires, 1961; CEAL, Buenos Aires, 1971; Barcelona, Bruguera, 1978. Traductor: Víctor Iturralde Rúa (reedición). Dashiell Hammett. Cosecha Roja. Novela Negra 16, Barcelona, Bruguera, 1978 / Alianza Editorial, 1967. Traductor: Fernando Calleja (reedición). Chester B. Himes. Un Ciego con una Pistola. Novela Negra 17, 1978. Traductora: Ana María Becciú (argentina emigrada). Dashiell Hammett. El Halcón Maltés. Novela Negra 18, Barcelona, Bruguera, 1978 / Madrid, Alianza Editorial, 1968. Traductor: Fernando Calleja (reedición). Dashiell Hammett. La Llave de Cristal. Novela Negra 19, Barcelona, Bruguera, 1978 / Madrid, Alianza Editorial, 1968. Traductor: Fernando Calleja (reedición). Raymond Chandler. Playback. Novela Negra 20, Barcelona, Bruguera, 1978 / Corregidor, Buenos Aires, 1977. Traductora: María Teresa Segur (reedición). Ross MacDonald. El Martillo Azul. Novela Negra 21, Barcelona, Bruguera, 1978 /Emecé, Grandes Novelistas, Buenos Aires, 1977. Traductor: Aníbal Leal (reedición). Raymond Chandler. Asesino en la Lluvia. Novela Negra 22, Barcelona, Bruguera, 1979. / Emecé. El Séptimo Círculo, Buenos Aires, 1975. Traductor: D. Prika (reedición). Geoffrey Homes. Eleven mi Horca. Novela Negra 23, Barcelona, Bruguera, 1978. / Acme Agency, Buenos Aires, 1949. Traductor: Héctor Casali (reedición). Ross MacDonald. La Bella Durmiente. Novela Negra 24, Barcelona, Bruguera, 1978/ Emecé, Buenos Aires, 1974. Traductora: Aurora C. Merlo (reedición). Raymond Chandler. La Dalia Azul. Novela Negra 25, Barcelona, Bruguera, 1978. Traductores: Homero Alsina Thevenet y Horacio Vázquez-Rial (rioplatenses emigrados).
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Raymond Chandler. Bay City Blues. Novela Negra 26, Barcelona, Bruguera, 1979 / Emecé, Buenos Aires, 1975. Traductor: D. Prika (reedición). Ross MacDonald. El Otro Lado del Dólar. Novela Negra 27, Barcelona, Bruguera, 1979 / Emecé, El Séptimo Círculo, Buenos Aires, 1968. Traductor: Daniel Landes (reedición). Boris Vian. Escupiré sobre vuestra Tumba. Novela Negra 28, Barcelona, Bruguera, 1979. Traductor: Jordi Martí. Osvaldo Soriano. Triste, Solitario y Final. Novela Negra 29, Barcelona, Bruguera, 1979 (en castellano). James Hadley Chase. El Secuestro de miss Blandish. Novela Negra 30, Barcelona, Bruguera, 1979 / Sudamericana, Buenos Aires, 1973. Traductor: Joaquín Urrieta (reedición). J.P. Manchette. Un Montón de Huesos. Novela Negra 31, Barcelona, Bruguera, 1979. Traductora: María Teresa Labourdette. David Morrell. Primera Sangre. Novela Negra 32, Barcelona, Bruguera, 1979 / Buenos Aires, Emecé, 1973. Traductora. Elisa Lopez De Bullrich (reedición). Raymond Chandler. La Dama del Lago. Novela Negra 33, Barcelona, Bruguera, 1979 / Emecé, Buenos Aires, 1961. Traductor: Marcos Guerra (reedición). Dick Francis. Golpe Final. Novela Negra 34, Barcelona, Bruguera, 1979 / Emecé, El Séptimo Círculo, Buenos Aires, 1977. Traductora: María de Vértiz (reedición). Chester B. Himes. Corre, Hombre. Novela Negra 35, Barcelona, Bruguera, 1979. Traductor: Antonio Prometo Moya. James Hadley Chase. Peces sin Escondite. Novela Negra 36. Coedición: Emecé Buenos Aires, 1978/Barcelona, Bruguera, 1979. Traductora: Selva C. Pino. Kenneth Fearing. El Gran Reloj. Novela Negra 37. Barcelona, Bruguera, 1979. Traductor: Antonio-Prometeo Moya. Ross MacDonald. El Escalofrío. Novela Negra 38. Coedición: Barcelona, Bruguera, 1980 / Emecé, El Séptimo Círculo, Buenos Aires, 1965. Traductora: Adriana T. Bó (reedición). James M. Cain. El Cartero llama dos veces. Novela Negra 39. Coedición: Barcelona, Bruguera 1979 / Emecé, Buenos Aires, 1945. Traductor: Federico López Cruz (reedición). James Hadley Chase. Un loto para miss Quon. Novela Negra 40. Coedición: Barcelona, Bruguera 1980 / Emecé, Buenos Aires, 1964. Inés Oyuela de Estrada (reedición). Raymond Chandler. El Simple arte de matar. Novela Negra 41, Barcelona, Bruguera, 1980. Versión española: Jaume Prat, sobre la traducción de Floreal Mazia, Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1970 (reedición).
238 Anexos
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Alejandrina Falcón 239
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240 Anexos
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Entrevistas, en Buenos Aires y Barcelona Alicia Gallotti, Barcelona, octubre 2010 Ana María Becciú, Gerona, marzo 2012 Andrés Ehrenhaus, Barcelona, septiembre 2010/febrero 2012 Eduardo Goligorsky, Barcelona, octubre 2010/marzo 2012 Juan Martini, Buenos Aires, agosto 2010 Roberto Bein, Buenos Aires, diciembre 2011
Por vía telefónica y electrónica Ana Goldar, marzo 2010 Gerardo Di Masso, abril 2016 Horacio Vázquez-Rial, octubre 2010/marzo 2012 Pablo Di Masso, septiembre de 2013/agosto 2016
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Índice onomástico A Abós, Álvaro 92, 97, 100, 146, 199, 222, 243 Academia Española de la Lengua 23, 56, 169, 174-175, 182, 185-186 Academia Mexicana de la Lengua 185-186 Academia Porteña del Lunfardo 179 ACE Traductores 141, 143, 210 Adiax, editorial 68-69 Agermanament, revista 14, 97, 241 Alcoba, Daniel 86, 89 Alcoba, Laura 89 Alonso, Dámaso 182, 184-185, 250 Alsina Thevenet, Homero 14, 79, 91, 92, 116119, 125, 138, 146, 206, 233, 236, 249 Álvarez, Jorge, editorial 120 Álvarez Flórez, José Manuel 171-172, 174, Anagrama, editorial 65, 67, 69, 77, 91, 114, 167, 170-171, 196, 211 Andújar, Manuel 82 APETI 141, 159-160, 162, 182-183. Argonauta, editorial 68-69, 92 Ayala Dip, Ernesto 14, 71, 72, 146 Ayala, Francisco 82-83, 156, 206 B Balcells, Carmen 66, 71, 81 Barral, Carlos 65, 71, 79-81, 84, 89, 114, 116, 137-138, 152-153, 264 Basualdo, Ana 14, 27, 37, 71, 72, 74, 146, 193, 195, 244 Bayer, Osvaldo 39, 40, 45-46, 245, 257 Becciú, Ana María 27, 119, 193, 197, 199201, 207-209, 214, 225, 236, 242 Bein, Roberto 27, 91, 193, 201, 213, 225, 242 Benítez, Esther 145, 157, 159, 165-166, 244, 245 Berges, Consuelo 145, 157, 159, 166, 177, 245 Bernárdez, Aurora 209 Bignozzi, Juana 94, 127,
Binaghi, Jorge 94, 193, 204, 226 Borges, Jorge Luis 35, 50, 56, 124, 127, 128130, 149, 180-181, 187, 253 Brocato, Carlos 43-44, 243, 245 Bruguera, editorial 9, 24, 67, 69, 71, 76, 9396, 99-107, 111-118, 119, 122, 124-126, 128, 130-132, 134-135, 149-150, 160161, 198-199, 202-207, 209-210, 215, 218, 220, 222 C Camp de l’Arpa, revista 67, 79, 116, 124, 145147, 154, 156, 171, 241 Canto, Estela 119, 121, 238 Carreter, Lázaro 175-176, 186, 245 Castro, Amalia 207 Castro, Américo 56, 84, 187, Catelli, Nora 27, 52, 70-72, 74, 81, 86, 89, 114, 116, 143, 146, 153-154, 192, 195198, 201, 213, 245, 246, 254 Chacel Rosa 82-83, 206 Centro Editor de América Latina (CEAL) 92, 112, 204 Ciorán, Emil 45-46 Cohen, Marcelo 14, 15, 23, 27, 30, 33, 39, 48, 55-59, 64, 71-72, 74, 86, 88-89, 91-92, 94, 106-107, 117-119, 143, 146, 161-164, 171, 187-188, 192-193, 195196, 201, 209-211, 215, 223, 226, 228, 239, 246, 254, Coma, Javier 116, 131-132, 146, Constante, Susana 37, 65, 70, 91, 119, 146, 193, 195-197, 201, 227, 235, 246 Controversia, revista 39-41, 44-46, 241, 245248, 251, 257 Cortázar, Julio 35, 39-43, 45, 50, 52, 54, 7071, 76, 207, 209, 246, 248 Cousté, Alberto 70-71, 91, 146, 193-195, 201, 227 Covián, Marcelo 71-73, 79, 91, 138, 146, 193-195, 227 Crespo, Ángel 147-148
266 Índice onomástico
D De La Púa, Carlos (Malevo Muñoz) 180 De Moura, Beatriz 65, 75, 91, 138 De Paola, Luis 27, 176, 178-181, 187, 247 Di Benedetto, Antonio 11, 29, 247 Di Masso, Gerardo 27, 94, 196-197, 201, 228, 242 Di Masso, Pablo 27, 91, 94, 102, 104-106, 193, 197, 201, 211, 220, 222-223, 228, 242-243, 247 Dobry, Edgardo 86-87, 193-194 Donoso, José 52, 70, 195-197, 199, 247 Donoso, María Pilar 195-197 E Edhasa, editorial 67-68 Edward, Jorge 70, 72, 74, 79 Eguía, Martha 119, 193, 239 Ehrenhaus, Andrés 14, 27, 77, 86, 88-89, 143, 192-193, 196, 201, 209-210, 212213, 215, 242, 247 Elías, Josep 117-119, 238-239, 247, 249, 258 Emecé, editorial 68, 81-82, 118-121, 125, 128, 149 F Filipetto, Celia 27, 94, 193, 210-211, 228, 247 Frers, Ernesto 97-100, 102, 104, 193, 199, 222, 229, 243 G Gallardo Muñoz, Juan 102 Gallotti, Alicia 27, 97, 100, 242 Galmarini, Marco 193, 229 Gandolfo, Elvio 27, 92 García Márquez, Gabriel 52, 70-71, 152, 154, 247, 250 Gargatagli, Ana María 27, 86, 89, 127, 146, 154, 192, 213-215, 246-247 Gedisa, editorial 68-69 Gimlet, revista 9, 116, 122, 131-135, 148, 241 Giralt, Pilar 119-120, 236, 238-239 Goldar, Ana (Poljak) 27, 92, 119, 123, 126, 193, 197, 201, 204-205, 207, 209, 214215, 229, 235, 242, 248
Goligorsky, Eduardo 27, 74, 87, 94-95, 97, 100, 114, 119, 146-147, 193, 197, 199-203, 206207, 222, 230, 235, 242, 244, 247-248 González Cremona, Juan Manuel 102-104, 193, 222 González Ledesma, Francisco 96-97, 102, 222, 248 González Trejo, Horacio 94, 137, 165, 187189, 193, 196-197, 223, 230, 248 González, Jonio 27, 193-194, 196 Gorbea, Federico 74, 91, 138, 150, 195, 230 Granica, editorial 69, 94-95, 105, 202, 211, Grant, Jorge 72-73, 86, 248 Gregorich, Luis 39- 40, 42, 44, 49-51, 246, 248 Grijalbo, editorial 67-69, 72, 93, 99, 198 H Heker, Liliana 39-44, 49, 248 Herralde, Jorge 65, 167-172, 211, 248 I Instituto Cervantes 174 L Lafuente Estefanía, Marcial 97, 113 Landman, Víctor 68 Llovet, Jordi 72, 138, 156 Losada, editorial 81-82 Lugones, Susana “Pirí” 120 Lumen, editorial 65, 67, 69, 77, 91, 114, 138, 150, 204 M Manguel, Alberto 207 Martí, Jordi 75, 119, 237, Martín Villa, Rodolfo (ministro del interior) 78-79, 111 Martínez, Tomás Eloy 48-49 Martínez Roca 9, 24, 68-69, 93-102, 105, 188, 197, 199, 206, 211, 218, 222 Martini, Juan 23, 25, 27, 29-30, 33, 36, 43, 48, 49, 50-55, 64, 71-72, 75-76, 81, 84, 89, 91, 102-103, 109, 111, 114-118, 122-130, 132, 134, 146, 192-193, 198199, 201, 209, 220, 222-223, 231, 235, 242-243, 247-249
Alejandrina Falcón 267
Matamoro, Blas 11, 33, 47, 77, 84, 181, 249 Mazía, Florial 119-120, 127, 135, 172, 237-238 Merlino, Mario 91, 143, 193, 195, 210 Minotauro, editorial 68-69, 71, 92-94, 119, 198, 200, 210 Montesinos, editorial 69, 72, 77, 92 Moya, Antonio-Prometeo 119-120, 126, 237, 238, 240, 249 Moyano, Daniel 11, 82-83, 87 Muchnik, Jacobo 147 Muchnik, Mario 68-74, 193, 204-205, 231, 247, 250 Muñoz, José 6, 27, 135 O Obligado, Clara 37, 64, 250 Onetti, Juan Carlos 117, 186 Ornitorrinco El, revista 42, 241 P Paidós, editorial 68-69, 121, 200, 206, 243 Peláez, Estela 86 Pellegrini, Mario 68, 92 PEN Club 66, 73, 78-79, 245 Peralta Lugones, Tabita 119, 232, 240 Peralta, Carlos 92, 94, 119, 193, 200-201, 206, 231, 238 Peri Rossi, Cristina 14, 70, 77-78, 82-83, 87, 91-92, 138, 146, 167-170, 250 Piglia, Ricardo 65, 119-121, 124, 127, 130131, 250 Pochtar, Ricardo 27, 91-92, 94, 138, 194, 212, 232, 250 Politti, Luis 85 Pomaire, editorial 94-95, 101, 203 Porrúa, Francisco 70-71, 86, 92, 193, 198, 200-201, 206, 226, 234, 246 Q Quimera, revista 74, 145-157, 151, 153, 167, 169, 241 R Rama, Ángel 14, 64, 67, 146, 250 Rama, Carlos M. 14, 63-64, 73, 79, 81, 91, 250, 260
RBA, editorial 114, 244 Resumen de Actualidad Argentina, revista 14, 61, 195 Ríos, Julián 138, 146 Rodrigo, Ricardo 70-71, 75, 97, 114-115, 123, 128, 199, 244, 250 Ross, Marilina 85 S Sábato, Ernesto 84, 250 Sáenz, Miguel 154-157, 161, 251 Saer, Juan José 35, 50, 75-76, 249, 251 Safián, Alejandro 61-62, 69 Salas, Horacio 11, 151 Sampayo, Carlos 6, 27, 61, 63, 71, 86, 92, 135, 138, 193-194, 201, 232, 251 Sánchez, Jorge 68, 92 Sarlo, Beatriz 44, 49, 108-109 Sarmiento, Faustino 35, 51, 56 Sarto, Rocco (Pablo Di Masso) 9, 106-108, 220, 243 Sasturain, Juan 109, 111, 251 Savater, Fernando 45-46, 131, 251 Schmucler, Héctor 39, 45, 251 Sexer, Mario 94, 101, 193, 222, 233, 242 Soriano, Osvaldo 116-119, 237 Soulé, Omar “Pacho” 111-112, 115 Souto, Marcial 27, 86, 92, 193-194, 200, 210 Speratti, Alberto 27, 97, 100, 102, 193, 222 Sudamericana, editorial 68, 71, 81-82, 92, 120, 135, 150, 203, 206 Szpunberg, Alberto14, 73-74, 97, 100, 193, 201, 209, 222, 251 T Tarín-Iglesias, Enrique 80-81, 84, 251-252 Tellado, Corín (Ada Miller) 97, 102-103, 113 Tello, Antonio 86-87, 146 Terragno, Rodolfo 39-40, 245, 257 Testimonio Latinoamericano, revista 14, 97, 100, 195, 203 Tiempo Contemporáneo, editorial 119-121, 125, 127, 130, 135, 172 Tizón, Héctor 11, 108 Torres, Maruja 116, 131, 134, 148, 251
268 Índice onomástico
Trejo, Mario 14, 92, 94, 138, 233 Triunfo, revista 67, 74, 77, 94, 146, 166, 187 Tusquets Editores 65, 67, 69, 75, 105, 114115, 138, 153, 196, 207 Tusquets, Esther 61-65, 77, 80, 89, 91-92, 137-138, 252 U Umbral, Francisco 135, 171-175, 178, 184186, 208, 243, 252 Unesco 126, 141, 158-161, 143 Unión de Periodistas Argentinos Residentes en España (UPARE) 62, 252 V Valverde, José María 138, 145, 156-157, 166, 252 Vargas Llosa, Mario 52, 71, 79, 152 Vasallo, Marta 64, 252 Vázquez Montalbán, Manuel 111, 116, 131, 206 Vázquez-Rial, Horacio 27, 86, 94, 119, 125, 146, 151, 193, 197, 200-201, 206, 233, 236, 242, 249
Videla, Eduardo 94, 193 Viejo Topo El, revista 64, 67, 72, 74, 92, 116, 124, 145-147, 210 Vignatti, Alejandro 102, 193 Vinacua, Rodolfo 14, 119, 193, 195-196, 198, 201, 234-235, 243, 248 Vindicación Feminista, revista 208 W Wacquez, Mauricio 70, 74, 92 Waiss, Óscar 82-83 Walsh, Rodolfo 120, 127, 135, 172, 203, 236, 238 Wilcock, Rodolfo 117-119, 127-129, 238, 242, 249 Z Zagalsky, Matilde (seudónimo de Matilde Horne) 193, 198, 234 Zero Zyx, editorial 68 Zito Lema, Vicente 14, 73, 97, 100, 222