Sujeto, decolonización, transmodernidad: debates filosóficos latinoamericanos 9783954877003

A partir de un abordaje plural a los temas del sujeto, la modernidad y la decolonización, este volumen ofrece una impres

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Spanish; Castilian Pages 350 Year 2018

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Table of contents :
Índice
Introducción: sujeto, decolonización, transmodernidad
El otro Marx. Filosofía y teoría crítica
La cuestión del eurocentrismo: Žižek, Vallega y la filosofía latinoamericana
Hacia una agenda filosófica latinoamericana: bases para un debate
Sujeto transmoderno y superación crítica de la modernidad
Exterioridad radical, estética y liberación decolonial
De la colonialidad del poder al feminismo decolonial en América Latina
Gramáticas de la escucha: decolonizar la historia y la memoria
¿Qué hacer con los universalismos occidentales? Observaciones en torno al giro decolonial
Hermenéutica, representatividad y espacio en filosofías de la liberación social: una perspectiva latinoamericana
Geopolítica, modernidad y política de la liberación
Actitud crítica y política. Apuntes para un debate en la izquierda democrática latinoamericana
Crítica decolonial de la filosofía y doble crítica en clave de Sur
Sobre los autores
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Sujeto, decolonización, transmodernidad: debates filosóficos latinoamericanos
 9783954877003

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SUJETO, DECOLONIZACIÓN, TRANSMODERNIDAD Debates filosóficos latinoamericanos Mabel Moraña (ed.)

Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina 50

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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.

Directores Fernando Aínsa (Zaragoza) Marco Thomas Bosshard (Europa-Universität Flensburg) Oswaldo Estrada (The University of North Carolina at Chapel Hill) Luis Duno Gottberg (Rice University, Houston) Margo Glantz (Universidad Nacional Autónoma de México) Beatriz González Stephan (Rice University, Houston) Gustavo Guerrero (Université de Cergy-Pontoise) Jesús Martín-Barbero (Bogotá) Andrea Pagni (Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg) Mary Louise Pratt (New York University) Friedhelm Schmidt-Welle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin)

SUJETO, DECOLONIZACIÓN, TRANSMODERNIDAD Debates filosóficos latinoamericanos Mabel Moraña (ed.)

Nexos y Diferencias

Iberoamericana • Vervuert • 2018

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)» De esta edición: © Iberoamericana, 2018 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2018 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-16922-76-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-699-0 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-700-3 (e-book) Depósito legal: M-9374-2018 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

Índice

Mabel Moraña. Introducción: sujeto, decolonización, transmodernidad...................................................................... 11 Bruno Bosteels. El otro Marx. Filosofía y teoría crítica............... 39 Linda Martín Alcoff. La cuestión del eurocentrismo: Žižek, Vallega y la filosofía latinoamericana.......................................... 69 Mabel Moraña. Hacia una agenda filosófica latinoamericana: bases para un debate.................................................................. 85 Yamandú Acosta. Sujeto transmoderno y superación crítica de la modernidad.............................................................................. 99 Alejandro A. Vallega. Exterioridad radical, estética y liberación decolonial................................................................................. 121 Ofelia Schutte. De la colonialidad del poder al feminismo decolonial en América Latina.................................................... 137 María del Rosario Acosta López. Gramáticas de la escucha: decolonizar la historia y la memoria........................................... 159 Santiago Castro-Gómez. ¿Qué hacer con los universalismos occidentales? Observaciones en torno al giro decolonial............... 181 Omar Rivera. Hermenéutica, representatividad y espacio en filosofías de la liberación social: una perspectiva latinoamericana..................................................................... 209

José Guadalupe Gandarilla Salgado. Geopolítica, modernidad y política de la liberación............................................................. 227 Hernán Alejandro Cortés Ramírez. Actitud crítica y política. Apuntes para un debate en la izquierda democrática latinoamericana....................................................................... 269 Agustín Laó-Montes / Jorge Daniel Vásquez. Crítica decolonial de la filosofía y doble crítica en clave de Sur................................. 293 Sobre los autores...................................................................... 345

Introducción: sujeto, decolonización, transmodernidad Mabel Moraña Washington University in St. Louis

I. Pensamiento filosófico, sujeto y contingencia de lo social Heredero del escolasticismo primero y de las ideas de la Ilustración después, el pensamiento filosófico fue abriéndose paso dificultosamente en el que fuera llamado el Nuevo Mundo, espacio atravesado desde el Descubrimiento por la devastación poblacional, la expoliación de recursos naturales, la explotación humana y las luchas internas por lograr formas emancipadas de organización y de supervivencia colectiva. En el mundo tenso y fraccionado de la colonia, la sociedad criolla defendió encarnizadamente y a diversos niveles el derecho a la interlocución y a la participación en asuntos de América, logrando de manera gradual modular una voz propia, que sigue todavía su proceso de impostación y proyección cultural. Las estrategias discursivas elaboradas y utilizadas por el sector criollo ante las autoridades peninsulares no carecieron de rasgos filosóficos, como revelan los escritos de Sor Juana Inés de la Cruz, Juan de Espinosa Medrano, el Inca Garcilaso de la Vega y tantos otros. Pero, dentro de los parámetros impuestos por la dominación imperial y sometidos a la vigilancia inquisitorial, los vuelos de la meditación estuvieron siempre regulados por el dogma y la doctrina y sometidos a los modelos (temáticas, estilos y métodos) del pensamiento europeo. Las

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formas de conciencia social que surgieron en esa época no lograron, por tanto, un desarrollo autónomo, manteniéndose afincadas en las problemáticas de lo inmediato, público y cotidiano, y vinculadas fuertemente a posiciones y debates que llegaban ya formalizados desde los distantes territorios metropolitanos, marcados por la autoridad cultural del Viejo Continente y por el peso de las instituciones donde se originaban. Durante el siglo xix, los procesos de formación nacional estuvieron guiados por las necesidades de cada espacio cultural y por las posibilidades reales de ir desarrollando ideas que, inspiradas en paradigmas ya existentes, mantuvieran un margen abierto que permitiera acomodar la peculiaridad americana. Desde entonces, la tensión entre particularismo y universalismo marcó los proyectos elaborados por la elite criolla. La conocida consigna de Simón Rodríguez, “O inventamos o erramos”, señaló el desafío que planteó desde entonces la herencia colonial: la necesidad de recorrer las sendas escarpadas y oscuras de lo desconocido y de respetar la especificidad de territorios y de pueblos que buscaban definir su propia imagen. Así lo entendieron los libertadores, en cuyo europeizado discurso se percibía el encuentro sincrónico de las ideas de la Ilustración y la conciencia desgarrada de las condiciones materiales en las que alguna versión de ese ideario debería germinar en los territorios de ultramar. Las reflexiones de estos líderes, no exentas de espíritu mesiánico, se expresaron con frecuencia a través de un discurso elocuente y pragmático que se dejaba penetrar, en ocasiones, por un aliento trascendentalista en el que los principales temas eran los de la emergente identidad americana, los referidos al poder político y los que intentaban llenar de contenido las nociones de pueblo, nación y ciudadanía. Informado por una voluntad táctica no exenta de didactismo y no ajena a la necesidad de lograr apoyo para la empresa libertadora, ese discurso contiene numerosos ejemplos de pensamiento utópico y se adentra, filosóficamente, aunque en reflexiones con frecuencia fragmentarias y discontinuas, en los temas de la libertad, la igualdad y los valores. La conciencia temprana de la necesidad de un pensamiento decolonizado nutrió, bajo diversos nombres, los programas independentistas, aunque el impulso modernizador impondría pronto su propio repertorio, enfatizando los conceptos de progreso y orden social como pilares de la agenda económica, política y social del liberalismo. La reflexión se orientaría

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entonces, preponderantemente, hacia temas vinculados a la filosofía del derecho, la educación y la moral, aspectos obviamente relacionados con la formación y consolidación de naciones y la necesidad de definir los términos y alcances de la ciudadanía. Casi invariablemente, la reivindicación del derecho y de la capacidad de América Latina para producir y sostener una filosofía propia, autónoma y original, ocupó el centro de los debates académicos durante el siglo xx. Ligada fuertemente a los temas de la identidad, la dependencia cultural, la condición (neo/post)colonial de América Latina y a los proyectos o utopías emancipadores, la filosofía fue vista como un ejercicio elevado del intelecto, reservado a la elite letrada e incluso, dentro de este acotado sector, a la pequeña minoría versada en el núcleo canónico del pensamiento alemán y, en un grado menor, en la tradición filosófica francesa. En un intento por defender la habilidad del pensamiento especulativo orientado hacia el orden moral o hacia el pensamiento político, con frecuencia los historiadores de la cultura relevan los ejemplos más contundentes del ensayismo ilustrado, nacionalista o humanístico como demostración de un incipiente pensamiento filosófico ligado a las urgencias de la hora, ya fuera esta la de la independencia y formación de naciones o la que se definió en torno a problemáticas socioculturales posteriores, a partir de temas como los de la modernización, el mestizaje, los méritos de la democracia o los rasgos constitutivos de las culturas nacionales. Los esfuerzos principales para defender la idea de que el pensamiento filosófico podía, en efecto, florecer en las antiguas colonias de ultramar debieron enfocarse en la explicación y hasta justificación de la tendencia, bien marcada en la reflexión latinoamericana, hacia cuestiones de orden pragmático, relacionadas con aspectos vinculados a la organización social, la pedagogía, el derecho y las costumbres. Tales tópicos apartaron, necesariamente, el discurrir filosófico de los rasgos de abstracción, especulación y trascendentalismo que más frecuentemente se asocian al ejercicio filosófico. Con el correr de las décadas, y a medida que la nación-Estado se consolidaba dentro de los parámetros de una modernidad europeizada primero y deslumbrada luego por el utilitarismo norteamericano y por las promesas del liberalismo, la reflexión fue abriéndose a cues-

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tiones vinculadas al desarrollo del capitalismo. Los temas del cosmopolitismo y el universalismo se proyectaron hacia horizontes menos restringidos que los que delineaba la visión regionalista; la cuestión de las razas catalizó debates en torno a los alcances y las limitaciones de lo nacional, y las relaciones entre cientificismo y sociedad orientaron potentes proyectos sociales y políticos. Estos constituyeron algunos de los ejes más persistentes de reflexión, a partir de los cuales América Latina conectaba con debates transnacionalizados, aportando una visión periférica y particularizada de los temas analizados, que eran interpretados a partir de las formas de conciencia que se habían originado teniendo como antecedentes ineludibles el trauma de la conquista y la fragmentada realidad sociocultural de la región. El desarrollo de las políticas modernizadoras agregaría temas y tensiones al panorama anterior, profundizando la cuestión racial y planteando disyuntivas entre tradición y progreso, exclusión y democratización, regionalismo y cosmopolitismo. Como es sabido, el positivismo marcó a fuego los desarrollos políticos y culturales en América Latina, entronizando su determinismo en los imaginarios colectivos y promoviendo una hermenéutica orientada hacia el descubrimiento de leyes generales. El método de observación y de interpretación positivista dejaba, así, de lado el particularismo de casos o regiones que parecían rebasar los modelos de interpretación y la posibilidad de predecir el rumbo que tomarían los desarrollos sociales en condiciones de marcada especificidad. Las corrientes vitalistas, el historicismo y el existencialismo abrirían luego perspectivas diversas en los imaginarios continentales, que oscilaron siempre entre posiciones de notoria preocupación social y enfoques más abstractos, ligados al dominio de los valores, la verdad, la libertad y la conducta. La reflexión sobre la existencia, el ser, la muerte, la razón y la condición humana siguió las líneas provenientes del pensamiento judeocristiano o asumió formas seculares, impactadas por el racionalismo, o divergentes y orientadas hacia posiciones agnósticas o nihilistas. La cuestión del sujeto, entendiendo esta noción como la posición a partir de la cual es posible desplegar agencia tanto en el nivel de las ideas como en el de la praxis, fue planteándose paulatinamente en el

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pensamiento latinoamericano a partir de preocupaciones gnoseológicas, ontológicas y políticas, que conducían a pensar lo real como objeto de reflexión y análisis y como espacio pasible de ser interpretado y transformado por la acción humana. Al margen de reflexiones explícitas sobre el tema, la cuestión del sujeto aparece con frecuencia de manera infusa en el discurso humanístico y político que acompañó al desarrollo de las culturas nacionales, estando con frecuencia ligado al cartesianismo y al racionalismo ilustrado. El tema del agenciamiento colectivo fue luego adquiriendo su propio dinamismo como categoría eminentemente relacional ligada a campos de pensamiento inseparables de la noción elemental de lo humano, como el lenguaje, el cuerpo, los afectos, la memoria, el Poder, la conciencia política y la voluntad de cambio. Si el nivel epistémico permite pensar al sujeto como entidad opuesta al estatuto del objeto, los procesos de subjetivación se prestan también a la interpretación de aspectos simbólicos a partir de los cuales el sujeto representa y es representado, desencadenando cruces complejos entre estética y política, significado y significante. Cuando el tema del sujeto se vincula a la crítica de la modernidad, surgen, en torno a esa categoría, otras dimensiones vinculadas a las cuestiones del Poder, la alienación y la conciencia social. En diálogo con las ideas de Franz Hinkelammert, el filósofo boliviano Juan José Bautista conecta la noción de sujeto a la de sujeción, es decir, a la condición de supeditación de un ser humano a otro o a circunstancias que lo dominan.1 Se alude con esto, por ejemplo, a situaciones 1. Hinkelammert habla, por ejemplo, de un metabolismo que controla la relación del individuo con el medio natural, entendiendo que la acción sobre la naturaleza (el trabajo) constituye el principio regulador de lo social: “Debemos, por tanto, analizar este problema a partir del circuito natural de la vida humana, circuito o metabolismo que se establece entre el ser humano, en cuanto que ser natural (es decir, parte de la Naturaleza), y su naturaleza exterior o circundante, en la cual la vida humana es posible y se desarrolla. En este intercambio entre el ser humano en cuanto que naturaleza específica y la naturaleza externa a él (medio biótico y abiótico), la naturaleza en general es humanizada (o deshumanizada) por el trabajo humano. El trabajo es, por tanto, el enlace de este circuito entre el ser humano y la naturaleza […]. Para entender y orientar la praxis humana dentro de este metabolismo, ciertamente es pertinente el desarrollo de una teoría de la acción racio-

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en las que el individuo se encuentra condicionado por un sistema de relaciones que, desde su exterioridad, pero también desde la interiorización que con frecuencia las caracteriza, lo controlan y restringen. En estos casos, en lugar de que la condición de sujeto señale un modo de ser, estaría apuntando hacia una circunstancia: no al ser sujeto, sino al estar sujeto a… Como Bautista indica, los condicionamientos que limitan la libertad del sujeto emergen tanto de la naturaleza como de la cultura, pero el efecto de la modernidad rearticula tales relaciones exigiendo nuevas respuestas: El discurso ideológico y filosófico de la modernidad había afirmado desde el principio que, antes de la modernidad y el capitalismo, el ser humano estaba sometido a las leyes ciegas de la naturaleza, la Iglesia, la comunidad y a las formas de dominio propias de relaciones irracionales del medioevo. Y que la modernidad era el estadio en el cual ella lo iba a liberar de todas estas formas de sujeción. Es bueno recordar que, a todas las formas de sujeción no modernas, la modernidad indistintamente les llama de dominación, subordinación o sometimiento. Y que la liberación consiste en romper precisamente esas formas de relación que eran de sujeción, o dominio. A la ruptura de estas formas de relación que supuestamente son de dominio, la modernidad le llama liberación […] Pero ahora vemos que [el sujeto] ya no produce la realidad liberada que quiere, sino que poco a poco se está limitando a padecerla, ya no como sujeto sino simplemente como objeto (Bautista 2017: 3).

Este constituye un caso claro de resignificación de una categoría filosófica desde los horizontes abiertos por nuevas formas de concepción de la realidad social, como las que derivan de la actual situación boliviana y de los procesos de repotenciación de individuos y comunidades regionales, a partir de los cuales se reconsideran las nociones de liberación, vida, relación con la naturaleza y poder. De acuerdo a esto, la transformación de los vínculos entre filosofía y sociedad promueve cambios en el nivel conceptual, ideológico, ético y político. Esto desautoriza posiciones tradicionales que consideran los desarrollos conceptuales como procesos autorreferidos que responden

nal, ya se trate de una ‘gestión de la escasez’ (teoría económica neoclásica), o una ‘gestión de la sostenibilidad’ (economía ecológica)” (Hinkelammert 1984: 22).

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a sus propias dinámicas y constituyen series discursivas paralelas a los procesos históricos. Desde estas posiciones, los conceptos y categorías se alimentan mutuamente, llegando a constituir un espacio endogámico de producción y reproducción de sentido. Algunas historias de la filosofía leen de esa manera el desenvolvimiento filosófico, como si se tratara de un nivel equidistante del histórico, político o social, alentado por sus propios impulsos interiores y guiado por temáticas dadas, ineludibles y transhistóricas.2 Creo, por el contrario, que toda reflexión responde, mediatizadamente y sin determinismo, a las condiciones materiales de producción cultural, a los desafíos del lugar y el momento en el que los discursos se producen y a los horizontes de expectativas de una determinada época, que marca su impronta sobre el sujeto que piensa y sobre la coyuntura enunciativa a partir de la cual el discurso se produce y disemina en diversos espacios. En diálogo explícito o implícito con el momento histórico, el discurso filosófico revela, a veces de manera encubierta, su relacionamiento con debates y desafíos de su tiempo, operando en este sentido, a la vez, como síntoma y diagnóstico de la época y del lugar en que se desarrolla. De acuerdo a lo anterior, los artículos que reúne este volumen realizan un aporte puntual a determinadas problemáticas que se han venido elaborando en las últimas décadas, relacionadas con el estado actual de los debates sobre modernidad/postmodernidad/transmodernidad, postnacionalismo, memoria colectiva, interculturalidad, redefinición de lo político, populismo, (post)marxismo, redemocratización, globalización, etc. Por lo mismo, los análisis y las propuestas incluidos en este libro constituyen no solamente ejercicios filosóficos, sino también prácticas culturales en sentido más amplio: intervenciones concretas en debates marcados por el estado actual de los procesos 2. Desde esta perspectiva pueden analizarse, por ejemplo, varios de los ensayos incluidos en Cien años de filosofía en Hispanoamérica (1910-2010) (2016), compilado por Margarita M. Valdés, volumen que aporta información sobre el desarrollo filosófico en distintos países creando una compartimentación que, aun siendo habitual en este tipo de publicaciones, contribuye a un conocimiento fragmentario y autocontenido de la filosofía como quehacer.

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sociales y políticos por los que está atravesando América Latina de cara a los desafíos de la globalización. Asimismo, como indican Carlos A. Manrique y Laura Quintana en su libro ¿Cómo se forma un sujeto político?, la reflexión filosófica no puede sustraerse a “la contingencia de lo social”, entendiendo por tal la acumulación de experiencias históricas, políticas y sociales que han cambiado el rostro de América Latina y que han modificado sus formas de pensamiento, de memoria y de imaginación histórica. El ejercicio de la filosofía está, así, ligado estrechamente a estos factores de transformación, que han precipitado rupturas profundas en los modos de pensar y de actuar individual y colectivamente y que han modificado las expectativas y los deseos de los muy diversos sectores que constituyen el universo multicultural latinoamericano. De esta manera, la reflexión sobre corrientes político-ideológicas, cuestiones geopolíticas, modernidad, memoria, espacio, feminismo, etc. responde siempre, en alguna medida, a las urgencias del momento histórico que estamos atravesando, aunque la proyección de las ideas expresadas en torno a esos tópicos exceda la conyuntura que motivó el análisis. Es dentro de este escenario de intercambios y de interpelaciones entre filosofía y política, entre lo contingente y lo trascedente, entre particularismo y universalismo, que se invita al lector a adentrarse en los problemas que presenta este libro.

II. Lo filosófico, lo social, lo político El panorama del pensamiento filosófico latinoamericano de las últimas décadas está marcado, sin lugar a dudas, por dos hechos cruciales: el primero, el desmantelamiento del mundo socialista, el cual tiene como sucesos más notorios el derrumbamiento del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética. El segundo, y en relación paradójica con la crisis de las izquierdas a nivel internacional, la instalación en América Latina, ya en el nuevo milenio, de gobiernos que fueron identificados como “la marea rosa”, indicando así su atenuada relación con la izquierda dura que caracterizara a los movimientos de liberación nacional que tuvieron su momento de auge a nivel conti-

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nental en los años setenta.3 Los gobiernos que subieron al poder por la vía electoral llevaron como bandera, en términos generales y con importantes variantes, un programa orientado hacia la justicia social y la transformación de aspectos básicos vinculados a los modos de producción y a las políticas distributivas. Su gestión ocupó la que algunos autores han llamado “la década ganada”, período que, en realidad, se extendería desde la vuelta del siglo hasta, aproximadamente, 2015. La expresión se refiere a la desestabilización que esos regímenes lograron realizar no solo de la derecha conservadora, sino también de las formas tradicionales de entender e implementar la democracia en América Latina. A nivel económico, quizá la medida más notoria en este periodo fue la cancelación del llamado Consenso de Washington, documento que sancionó e impulsó, sobre todo a partir de 1990, el neoliberalismo en los países en vías de desarrollo.4 Si bien tal medida no logró impedir la aplicación o mantenimiento de políticas neoliberales en distintos países, atemperó, sin duda, muchos de los efectos negativos de esas estrategias económicas que sancionaron las políticas de privatización, la expansión del mercado doméstico y el apoyo a un Estado mínimo, vaciado de poder y de significado político-económico. Los gobiernos de la marea rosa tuvieron entre sí diferencias fundamentales, que no es del caso analizar aquí. Por otra parte, la cercanía de estos procesos hace difícil aventurar una evaluación categórica de la efectividad de sus estrategias, de sus logros y de sus limitaciones e, incluso, de sus fracasos. Sin embargo, lo que vale la pena anotar es que las gestiones de la izquierda que podemos llamar electoral y que tuvo en

3. Sobre este punto, ver Moraña (2008). 4. El término “Consenso de Washington” comenzó a ser usado para designar el programa de reformas político-económicas propuesto por el economista John Williamson en 1989. El objetivo del mismo era proporcionar una serie de medidas y prescripciones orientadas hacia el control de las crisis en países en proceso de desarrollo. Resumido a sus fórmulas principales, el paquete de recomendaciones tenía como objetivo la estabilización macroeconómica partiendo, entre otras cosas, de la reducción de la esfera estatal, la reforma tributaria, la apertura de las economías nacionales a la inversión extranjera, la radicalización neoliberal y la expansión de mercados.

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el gobierno de Salvador Allende su antecedente más obvio y contundente, debieron enfrentar una serie de desafíos que han sido ampliamente analizados por las ciencias sociales y políticas. Entre ellos, el de resignificar el lugar y la función del Estado, núcleo debilitado a partir de la progresiva pérdida de vigencia del modelo de bienestar social, profundamente desprestigiado a consecuencia de sus enfrentamientos con los movimientos de liberación nacional y extenuado por los efectos del neoliberalismo. De esta manera, una de los primeros desafíos de la izquierda electoral fue resignificar el lugar del Estado dentro de un plan más amplio y ambicioso de recuperación de lo político, debilitado a todos los niveles por efecto de las dictaduras de los años setenta y ochenta. En efecto, los regímenes autoritarios desbarataron la sociedad civil, destruyeron las redes sindicales y asestaron un duro golpe al partidismo tradicional, que había canalizado hasta entonces los vínculos entre ciudadanía y poder político. A partir del triunfo electoral de la izquierda, el Estado se convirtió, en varios países, en plataforma de transformación social, no pudiendo sino retener, como un lastre inevitable, connotaciones que remitían a su forma anterior: la que lo definía como el lugar del Poder, asociado con el monopolio de la violencia legítima, la perpetuación y salvaguarda de privilegios de clase, raza y género, la proliferación del clientelismo y la demagogia. Cuando todavía no se había restablecido completamente el Estado de derecho y el equilibrio institucional en los períodos que siguieron a las cruentas dictaduras de los años setenta y al desmantelamiento de los movimientos de liberación nacional, el Estado debió enfrentar, en la nueva etapa redemocratizadora, a una ciudadanía que debía ser reconquistada, reorganizada e insuflada de fe en los procesos de cambio que, supuestamente, se implementarían a partir de las mismas estructuras político-administrativas erosionadas y corruptas desde las que se traicionaron durante más de un siglo las expectativas, los derechos y los reclamos de la sociedad civil. La capacidad transformativa que podían tener los nuevos gobiernos sobre el sistema institucional y la cultura política de los respectivos países constituyó una incógnita que acompañó las gestiones de una izquierda atemperada por las negociaciones propias del juego democrático, los lastres del pasado y la necesidad de redefinir con premura y efectividad los principios de un nuevo pacto social.

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Esta situación tuvo su contraparte en otros países de América Latina, donde siguió manifestándose la continuidad de procesos anteriores, como los vinculados a las acciones del narcotráfico y los sectores paramilitares en el caso de Colombia. En Perú, los coletazos de la guerra interna continuaron haciéndose sentir a distintos niveles, manifestándose, por ejemplo, en la desconfianza de la ciudadanía en las instituciones, en la profundización de la corrupción y en los mal conducidos procesos vinculados a la memoria histórica y a la penalización de las instituciones y los individuos responsables de los cruentos procesos anteriores. La problemática indígena en Ecuador llegó a constituir una forma de agencia colectiva de marcada beligerancia frente al Estado que actuó de manera paralela al movimiento indígena, más que convergentemente, y el cual fue capaz, inclusive, de desestabilizar su precario equilibrio. Otros regímenes tomaron orientaciones particulares y bien diferenciadas, por ejemplo, en la región centroamericana, iniciando procesos de cambio más o menos intensos en medio de situaciones de profundo deterioro político, económico y social, saldo derivado, al menos en parte, de la lucha llevada a cabo en décadas previas. En el caso de México, el proceso que algunos consideran de colombianización del país ha abierto un amplio y apasionado debate en torno a la necropolítica implementada por el Estado nacional y a los grupos de interés que se escudan en la rampante acción del narcotráfico para dar nuevo rostro a la corrupción, el clientelismo y la demagogia que caracterizaron décadas de gobierno priista. La dramática erosión de la sociedad civil, arrasada, asimismo, por la acción del neoliberalismo, entrega un panorama incierto de desorientación ciudadana, catastrofismo e impunidad. El derrumbe económico y político de Venezuela, que creara las condiciones para el surgimiento del chavismo, materializó formas excepcionales de liderazgo, aunque pronto cayó en contradicciones y procesos radicales de deterioro que fragmentaron al máximo la sociedad civil e impidieron la consolidación de estrategias efectivas capaces de promover alternativas viables destinadas a superar la crisis del país. Los procesos de Argentina, Chile, Uruguay y Brasil se abrieron a variadas modalidades de gobierno alentadas por programas progresistas que lograron, en algunos casos, avances

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concretos y que, en otros casos, se debilitaron, cayendo en una notoria inestabilidad político-económica. Lo que importa destacar en este heterogéneo panorama, atravesado por los procesos mencionados e intervenido en algunas regiones por la fuerza innovadora de los movimientos sociales, es que el tema del sujeto nacional popular, para mencionar uno de los aspectos más salientes del análisis político realizado en América Latina en las décadas de los años sesenta, setenta y ochenta, ha ido cambiando aceleradamente de signo, diversificándose y exigiendo redefiniciones que tomen en cuenta los nuevos contextos. Tales condiciones fueron impulsando también teorizaciones de carácter filosófico, ético y político. Influye en este proceso de redefinición no solamente el surgimiento de nuevos actores sociales, sino también el descaecimiento progresivo de conceptos tales como los de identidad, cultura nacional, ciudadanía, consenso y democracia, que sirvieran para designar las formas que asumieron lo social y lo político en la modernidad. En la base de las resignificaciones que la noción de sujeto nacional-popular va siguiendo en el nuevo milenio, se alojan los procesos de modificación de identidades y también los cambios del papel que juegan hoy en día los factores etnorraciales y de género en las luchas sociales. Estos son niveles fundamentales para que la representatividad política y las correspondientes agendas colectivas puedan ser definidas en diálogo con las circunstancias y desafíos del presente. En áreas impactadas por los movimientos sociales, como es el caso de Bolivia, la representatividad política ha cambiado de contenido y de formas de implementación, ya que en ese país la “revolución democrática cultural o revolución democrática decolonizadora” se apoya en la maduración del indígena como actor social activo y no ya simplemente como base que debe ser guiada por la vanguardia revolucionaria.5 Como ha indicado Álvaro García Linera, vicepresidente

5. “El propio Evo Morales ha conceptualizado al proceso que encabeza como una revolución democrática cultural o revolución democrática decolonizadora, que modifica las estructuras de poder, modifica la composición de las elites del poder y los derechos, y con eso las instituciones del Estado, y eso tiene un efecto en la

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de Bolivia, el proceso que va siguiendo ese país ha ido pasando de la representatividad a la autorrepresentación, siguiendo una tendencia que conduce hacia la pluralización del sujeto político, categoría fluida que se fortalece en la diversidad: El evismo ya no hace una lectura de la representación de lo político a través de la delegación de poderes. Es una proyección que busca de manera casi absoluta la autorrepresentación de los propios movimientos sociales. […]

El indio es ya un sujeto político autónomo que propone un nuevo modelo de nacionalismo expansivo, una nación multicultural que resalta la unidad en la diversidad (García Linera 2006: 26, 28).

III. Reformulaciones Estos contextos político-sociales son correlativos a la rearticulación de un campo conceptual y filosófico que tiene en el tema de la formación de subjetividades colectivas uno de sus puntos cruciales. La reformulación democrática requiere, en estos panoramas, la implementación de políticas inclusivas donde versiones esencialistas de las nociones de identidad/diferencia heredadas de la modernidad dejan de tener vigencia, debiendo ser sustituidas por articulaciones complejas en las que la noción de sujeto social manifiesta contenidos plurales, inestables y porosos, capaces de proyectarse hacia una dimensión transnacional. Lejos de ser homogeneizante y reductiva, tal dimensión incorpora aspectos vinculados a las etnias, las clases y los géneros, dando lugar a constelaciones de sentido que interpelan a las instituciones tradicionales exigiendo su permeabilidad y su actualización político-ideológica, punto sobre el que se volverá más adelante en esta introducción. La proyección emancipadora que alienta el pensamiento filosófico latinoamericano de nuestro tiempo tiene que ver con la reformulación de las categorías que vienen aludiéndose. La crítica de estas nociones

propia estructura económica, porque toda ampliación de derechos significa la redistribución de la riqueza” (García Linera 2006: 31).

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señala no solamente la necesidad de concebir lo social y lo político desde nuevas perspectivas, de cara a los desafíos de nuestro tiempo, sino que también implica la deconstrucción y el cuestionamiento de las bases ideológicas sobre las que se apoyara el proyecto moderno, entre ellos, los conceptos de razón instrumental, orden social, identidad y nación, así como la idea de temporalidad lineal y progresiva. La dirección emancipadora cuestiona, así, tanto la utopía del progreso infinito concebido como telos del capitalismo como la concepción de la modernidad entendida como apogeo del sujeto moderno e ilustrado y de las formas de racionalidad que la informaran. Implica, al mismo tiempo, la necesidad de revisar los discursos antihegemónicos y las formas de resistencia popular que, surgidos de un contexto que en mucho se distancia de los horizontes actuales, requieren ajustes sustanciales de cara a los nuevos desafíos políticos y sociales que se enfrentan en las primeras décadas del siglo xxi. La discusión filosófica se centra, así, en la búsqueda de formas nuevas de concebir la subjetividad colectiva y las modalidades posibles de agencia emancipadora que puedan desplegarse de cara a los procesos actuales de globalización y redefinición de las izquierdas. Como han indicado Carlos A. Manrique y Laura Quintana: En nuestras actuales circunstancias (y hablamos desde un nos-otros que se encuentra ya surcado por múltiples historias, sentidos heterocrónicos y localizaciones que se cruzan y transponen en distintos registros y niveles) vemos irrumpir nuevos actores políticos (singulares y colectivos), así como múltiples agenciamientos infra- y trans-individuales que hacen emerger nuevas formas de enunciación, prácticas corporales, discursos y afectos; y con ello también nuevas maneras de problematización del presente histórico, con las cuales aparecen, a su vez, otras formas de intervención en la configuración de lo que, arrojados en ese presente, somos (Manrique/Quintana 2016: ix).

En este panorama de cambio y resignificación conceptual, los temas del universalismo, el occidentalismo, la utopía, la soberanía, la ciudadanía y el concepto de lo político vuelven a repensarse, al tiempo que se evalúan cuestiones muy específicas, como la omnipresencia e impacto de la tecnología, los aluviones migratorios y las crisis ecológicas, que interceptan, con sus propias urgencias, preocupaciones anteriores, repotenciándolas.

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Una serie de interrogantes guían estos debates, abriéndose a diversas formulaciones: ¿cómo puede avanzar el pensamiento y nutrirse del pasado sin quedar preso de sus lastres? ¿En qué medida resistir la totalización puede dar base a un programa de futuro, es decir, constituir algo más que un desiderátum que linda con el esencialismo y la idealización del fragmento? ¿Cómo constituir un puente epistémico que permita llegar al Otro sin reinventarlo en cada discurso, como si fuera el narratario imprescindible para justificar nuestro relato? ¿Cómo hablar por el otro sin ventriloquia y sin maniqueísmo? ¿Cómo reelaborar la culpa burguesa para evitar tanto el paternalismo como la condescendencia? ¿De qué manera negociar particularismo y universalismo, contingencia y trascendencia, lo empírico y lo conceptual, la historia y la teoría? ¿Cómo reivindicar el derecho a una modernidad otra, incluyente, plural, igualitaria, desde las entrañas mismas del sistema que la contiene y que la define? Este contexto, en el que se han venido combinando propuestas y prácticas populistas con diversas formas de modificación del Estado liberal, discursos demagógicos con prácticas infrapolíticas, formación de alianzas y frentes de acción política con modalidades desgastadas de partidismo tradicional, ha puesto a prueba el habitus político y las plataformas ideológicas que rigieron el juego democrático hasta el fin de la Guerra Fría, planteando interrogantes profundos sobre las formas de concepción y de funcionamiento que asume lo político en el contexto del neoliberalismo y la globalización.

IV. Perspectivas críticas Un punto clave de este panorama que viene delineándose tiene que ver no solo con la reevaluación crítica de las causas y las modalidades asumidas por la experiencia del fracaso político de la izquierda en las últimas décadas del siglo xx, sino también con la naturaleza misma de las formas de interpelación política que en nuestro tiempo van sobreviviendo a la debacle institucional e ideológica que siguiera a esa derrota en diversos contextos. Las relecturas del marxismo (de lo que Bruno Bosteels reconoce como “el otro Marx”) convergen con proce-

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sos de reelaboración de la memoria histórica, entendida como forma de reescritura (corrección, complementación o invalidación) de la historia oficial. Tal proceso es inseparable de la operación autocrítica, ejercicio que la izquierda viene realizando en debates donde lo puramente político se deja atravesar por las cuestiones éticas, que afloran con más fuerza una vez que la acción ha cedido terreno a la reflexión y al análisis. El otro Marx, del filósofo y militante argentino Oscar del Barco, es, como indica Bosteels, un “libro-bisagra […] en tres niveles: personal, generacional, epocal”. En él se analizan tres niveles interrelacionados que son fundamentales en América Latina: “[la] derrota del ideal revolucionario, [la] crisis del marxismo, [y la] crítica deconstructiva de la modernidad occidental”. El trabajo de Bosteels nos adentra en el proyecto fundamental de relectura y rescate de un Marx que, liberado de sus aspectos doctrinarios, habla a nuestro tiempo con un lenguaje que pasó desapercibido en épocas pasadas, cuando lecturas más pragmáticas apuntaron al descubrimiento de recetas, estrategias o deconstrucciones cuyos objetivos divergen de las necesidades de hoy. A través de la lectura de una constelación crítica en la que se destaca, además del libro de Del Barco, el de León Rozitchner, Freud y el problema del poder (1982), y Controversia: una lengua del exilio (2012), de Verónica Gago, Bosteels abre un panorama de problemas, lecturas y perspectivas que es imprescindible para la comprensión de las tareas y los horizontes presentes, entre los que se cuenta la necesidad de analizar la derrota de la izquierda en los años setenta y ochenta y de retomar el debate político de cara a los nuevos escenarios. A partir del debate en el que participan filósofos y militantes argentinos y en cuyo centro se sitúa el libro de Oscar del Barco, el marxismo se perfila como un sistema de pensamiento resistente al sistema, iconoclasta, transgresor e impolítico, en el sentido de que se abre hacia prácticas sociales no tradicionales, culturales, ideológicas y éticas que refundan y redefinan lo político. Preocupado también por el tema del pensamiento político en América Latina, Hernán Alejandro Cortés reivindica la posición foucaultiana de la “indocilidad reflexiva” enfatizando la ineludible relación entre crítica y política. También siguiendo al filósofo francés, Cortés subraya la importancia de preguntarse sobre los vínculos

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entre poder y verdad y de explorar las relaciones entre sujetos e instituciones. De acuerdo con Cortés, “construir una crítica en el campo de lo político en América Latina tiene que ver con problematizar las experiencias de gobierno, resistir a los embates que afectan dichas experiencias y producir una potencia instituyente que trabaje en las contradicciones históricas que van dando forma a la actualidad”. Lo político es el ámbito de lo contingente y de lo inconcluso, por lo cual pensar lo político en el presente o elaborar proyectos de futuro implica necesariamente una interpretación del pasado, el cual, de todas formas, se manifiesta fantasmáticamente sobre nuestras realidades y vivencias. En su trabajo, Cortés reflexiona sobre el tema de la democracia haciendo dialogar las ideas de Rancière, Balibar, Rawls, Laclau y Mouffe con las críticas de Žižek, quien desconfía de los logros de ese sistema de gobierno surgido del seno mismo del capitalismo. Tomando también como referencia Revoluciones sin sujeto, de Santiago Castro-Gómez, el artículo de Cortés se centra en la valoración de la democracia como horizonte de sentido que permite atender a los requerimientos y necesidades del sujeto político, el cual surge justamente de la concatenación de demandas que se articulan como expresión de la sociedad civil. El tema del eurocentrismo, derivado de las diversas formas coloniales y neocoloniales que oprimieron a los territorios americanos y perpetuado a través de la dependencia cultural que caracterizara a la modernidad periférica, se presta a numerosas reflexiones, ya que evidencia las dificultades que enfrentan los procesos de decolonización y de emancipación epistémica en América Latina. Linda Martín Alcoff trabaja el tema del angloeurocentrismo comparando las perspectivas de Slavoj Žižek y de Alejandro A. Vallega en torno al modo en que el problema de la adopción de modelos de pensamiento, de vida y de conducta prevalecientes en los grandes centros del capitalismo debe ser abordado por la filosofía. Como Martín Alcoff señala, la preocupación de Žižek se centra más en las divisiones que se registran en el interior de cada cultura y en el hecho de que las posiciones antieurocéntricas exacerban el particularismo sin enfatizar suficientemente la crítica al capitalismo. Según Žižek, no necesitamos un ‘diálogo de culturas’, sino una unidad de luchas dentro de cada cultura:

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Mabel Moraña European tradition is also marked by a series of deep antagonisms. The only way to effectively fight “Eurocentrism” is from within, mobilizing Europe’s radical-emancipatory tradition. In short, our solidarity with non-Europeans should be a solidarity of struggles, not a “dialogue of cultures” but a uniting of struggles within each culture (Žižek 2015: s. p.).

Žižek aboga, desde un radicalismo nutrido por el psicoanálisis lacaniano, por un universalismo que podríamos llamar estratégico (“demandas universales imposibles”, como el reclamo de formas universales de justicia social, sin que importe la procedencia de la idea ni el lugar de su implementación). En el caso de Vallega, es notoria su preocupación por el distanciamiento que manifestó siempre la filosofía europea respecto a la problemática del colonialismo. Asimismo, para Martín Alcoff, la perpetuación de la perspectiva “moderna, racionalista e instrumental” impide enfrentar la experiencia histórica latinoamericana, donde coexisten “incoherentes temporalidades múltiples, modernas y premodernas, y […] horizontes hermenéuticos contradictorios”. A esta simultaneidad de tiempos se suma la cualidad híbrida de las culturas y de las experiencias latinoamericanas, provenientes de muy distintas raíces culturales y de sociedades marcadas por la diferencia y la desigualdad. Vallega reivindica la idea de exterioridad radical tomada de la obra de Enrique Dussel como modo de operar a partir, justamente, de esa temporalidad diferencial, donde la noción de comunidad desplaza a las más esencialistas de identidad, nación, cultura o ethnos. Martín Alcoff insiste, sin embargo, en que “el concepto de exterioridad radical […] necesita permanecer atento a su propio carácter situado y relacional” y no convertirse en un absoluto. Para esta autora, el eurocentrismo es una patología del pensamiento que emerge de una falsa ilusión trascendentalista: la de que las ideas pueden ser consideradas separadas de los lugares y circunstancias que las originaron. La ya mencionada tensión entre particularismo y universalismo continúa registrándose como uno de los ejes del pensamiento filosófico desde y sobre América Latina. Santiago Castro-Gómez ofrece una elaboración exhaustiva del tema del universalismo, noción que considera imprescindible para la articulación de proyectos emancipadores

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y decolonizadores. Afirmando el carácter relacional de las identidades y siguiendo, en esto, las ideas de Foucault, Derrida, Laclau, Rancière y otros, considera que el particularismo absolutiza las prácticas sociales, que resultan, así, escindidas de las totalidades culturales de las que surgen. La identificación de particularismo y esencialización parece recorrer la reflexión de Castro-Gómez, negando la posibilidad de la política, que requeriría más bien la elaboración de demandas universales, como afirmara Žižek. La reflexión del filósofo colombiano converge aquí con la de Martín Alcoff en torno a las ideas del esloveno sobre universalismo y a las perspectivas desde las que se enfrenta el problema del eurocentrismo, que es central en los proyectos decolonizadores. Según Castro-Gómez, “la lucha por la descolonización debe hacerse a través de la universalización de intereses. No se trata de una universalidad abstracta que niega la particularidad, sino de una universalidad concreta que se construye políticamente a través de la particularidad”. El artículo aborda, asimismo, el tema de la transmodernidad entendida por Dussel como un espacio participativo e intercultural de apropiación de lo moderno. En efecto, como indica el autor de este estudio, la transmodernidad es una “noción [que] apunta hacia el modo en que ese proceso mundial de modernización económica, política y cultural puede ser ‘asimilado’ dialécticamente desde las diferentes culturas subalternizadas por la expansión colonial europea”. Castro-Gómez plantea, entonces, el problema de la religión y de los valores de culturas ancestrales como elementos de la modernidad que la perspectiva transmoderna de Dussel incorpora como una forma compleja y no exenta de contradicciones, de asimilación de la diferencia. La filosofía de la liberación, que tiene en el pensamiento de Enrique Dussel uno de sus pilares principales, constituye, en efecto, uno de los puntos cruciales en las elaboraciones de este libro. Como evidencian los trabajos que giran en torno a las ideas dusselianas, en el sistema de pensamiento del filósofo argentino-mexicano se advierte un intento tenaz por articular teoría y praxis, filosofía y política, comenzando por el análisis de la dominación colonialista. Partiendo de la reevaluación de la conquista de América y de sus efectos como catalizador histórico de la modernidad capitalista, el impacto de ese evento se extiende hasta

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nuestros días, configurando un cuerpo de ideas y propuestas emancipadoras que, al modificar los puntos de mira, permite obtener una visión inédita de los procesos y los conflictos latinoamericanos de cara a los modelos de pensamiento europeos. La filosofía de la liberación se afirma con una orientación fundamentalmente epistémica y como dimensión ético-política, reorganizando el análisis a partir de la posición de las víctimas de un sistema de dominación que se inicia con el colonialismo y que, atravesando la vida republicana, llega a nuestros días bajo la forma de colonialidad, como indicaran elocuentemente los estudios de Aníbal Quijano. El proyecto emancipador que transmite la filosofía de Dussel parte, así, de la crítica de la modernidad y de la razón instrumental y funciona como denuncia y desafío del eurocentrismo, como analiza, entre otros, Castro-Gómez. Sin embargo, su misma obra se nutre del diálogo con filósofos europeos y de otras latitudes, demostrando la necesidad de un pensamiento integrado que dialogue de igual a igual con otras vertientes de la filosofía, cuestionando lo que sea necesario cuestionar y apropiando o redimensionando los aspectos que no se adapten a los desafíos que enfrentan el pensamiento y la praxis política en América Latina. Desde esta posición, la modernidad aparece como una conquista irrenunciable de la humanidad, pero solo a condición de ser resignificada y potenciada como espacio de encuentro igualitario de las diferentes culturas que convergen en ella. La obra de Dussel es un aporte imprescindible para la reinterpretación del lugar de América Latina en el espacio transnacional y en el contexto amplio de la cultura occidental que el propio descubrimiento de América colocara en el centro de los flujos de intercambio de capital real y simbólico, consolidando la hegemonía de los dominadores y la subalternización de los espacios coloniales que nutrían esa centralidad. El tema de la decolonización, vinculado a estas lecturas de la historia latinoamericana, recorre los artículos que aquí se reúnen delineando un horizonte utópico que guía los procesos de resignificación política y filosófica a nivel continental. Se entiende que, como proyecto emancipador, la decolonización requiere, para comenzar, la reivindicación de modelos epistémicos que fueran invisibilizados por la modernidad, pero que continúan existiendo en el exterior de los sistemas

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dominantes, ocupando lugares periféricos, funcionando en lenguas en proceso de desaparición y sosteniendo cosmovisiones que han sido desvalorizadas como constructos míticos ajenos, sino opuestos, a la racionalidad dominante. Asimismo, descolonizar los imaginarios implica también la ya aludida crítica al pensamiento ilustrado por la consagración de la Razón como principio superior y excluyente tanto de modalidades no dominantes de conocer y conceptualizar lo real como de formas otras de conocimiento (emocionales, intuitivas, informadas por la creencia, etc.). Supone, asimismo, el desmontaje de los pilares filosóficos, políticos e ideológicos de la modernidad, entendida como un momento paradigmático del ethos instaurado por el capitalismo y de las formas de alienación y explotación que lo caracterizan. La idea de transmodernidad elaborada por Enrique Dussel y abordada críticamente por varios autores constituye, así una de las más articuladas propuestas para concebir formas alternativas de pensar y de vivir una modernidad no necesariamente capitalista ni centrada en los núcleos hegemónicos del occidentalismo. Yamandú Acosta analiza también, en este libro, la noción de transmodernidad, entendiendo que esta categoría solo puede ser pensada en relación a un sujeto también transmoderno que surge de la negación del mito de la modernidad, o sea, de la cara oculta del proyecto moderno que sacrifica a amplios sectores sociales en beneficio de minorías privilegiadas. Explotación, invisibilización, marginación y subalternización son algunos de los nombres que reciben las estrategias de negación del Otro, las cuales tienen como consecuencia el enaltecimiento de un YO exclusivista y autocentrado, que se rige por los modelos de la racionalidad europea. Dussel aboga por una “razón liberadora” de carácter altercéntrico, es decir, nucleada en torno a la existencia e intereses del Otro, que fuera desplazado y negado por la modernidad. El concepto de transmodernidad sustenta, contrariamente, una perspectiva pluriversal, que se abre a múltiples puntos de vista y posicionamientos culturales y que permite integrar en plano de igualdad diversos paradigmas epistémicos. Como Yamandú Acosta señala, Dussel apuesta por la alternancia económica, ética y política, capaz de abarcar a todas las formas de vida, extendiendo la noción de sujeto a la totalidad de los seres humanos sin distinción de clase, raza o género.

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Discípulo de Dussel, José Guadalupe Gandarilla Salgado ofrece, a su vez, un amplio recorrido de los conceptos de geopolítica, modernidad y liberación, analizando, como hará también desde una perspectiva complementaria Omar Rivera, el tema del espacio, en el que se inscriben dinámicas intersubjetivas, tramas de poder, valores y productos. Habla así de “espacialidades críticas” que constriñen o facilitan alianzas, movilizaciones o anclajes. Apoyándose en una amplia gama de pensadores (Braudel, Badiou, Butler, Buck-Morss y, por supuesto, Dussel), Gandarilla potencia la lectura de las reflexiones dusselianas sobre geopolítica y filosofía, donde el espacio es ámbito político y campo de batalla, territorio central o periférico, totalidad o fragmento, núcleo o margen, localidad, región o mundo. En el contexto del espacio moderno, Gandarilla sitúa el proceso de surgimiento y desarrollo de la filosofía latinoamericana, nacida de la simultaneidad de sistemas y de las reacciones tanto a la ontología europea como a las compartimentaciones disciplinares. Analiza, en este contexto, el universalismo abstracto que la filosofía de la liberación debía superar en sus aproximaciones a las nociones de identidad, otredad, pueblo y sujeto. Capitalismo, eurocentrismo y colonialidad son aristas de un mismo fenómeno de consolidación de los imperios como núcleos del mundo moderno que se afianza a partir del descubrimiento de América. La crítica y superación de la modernidad eurocéntrica requiere, indica Dussel, una exterioridad que permita una perspectiva distanciada y cuestionadora de la totalidad y que tenga como horizonte la interculturalidad, la pluralidad de subjetividades y proyectos y el descentramiento decolonizador de las culturas que pretenden perpetuar su dominación y de los poderes que las definen. Con el objetivo de vincular hermenéutica y representación, Omar Rivera relaciona identidad, raza y espacio en la región andina. La oposición costa/sierra constituye, como se sabe, una compartimentación territorial que afecta la definición de las subjetividades, las economías, las formas de vida y socialización y los modelos de representación. El racismo se vincula al espacio al fijar las identidades a ciertas delimitaciones geoculturales que impiden la fluidez de sujetos y de formas de vida, como demuestran los escritos de Franz Fanon. La espacialidad constituye entonces, como Rivera señala, una coordenada clave para

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entender la colonialidad. Discutiendo la posición de Linda Martín Alcoff sobre las identidades sociales, Rivera se pregunta por la relación entre hermenéutica y representación de identidades y por los nexos entre representatividad, espacio y estética de la liberación, trayendo a colación los escritos de Gloria Anzaldúa y María Lugones. Entiende las identidades “como aperturas corporales hacia experiencias en espacios específicos”, idea en virtud de la cual se redefine el concepto de representación y se lo vincula con la idea de la liberación, la cual se manifiesta por las formas de habitar espacios existenciales y elaborar portales estético-epistémicos que se abran hacia el Otro. La noción de exterioridad —relativa o radical— derivada también de la obra de Dussel es, como se ha venido viendo, otra de las formas de concebir un afuera de los proyectos y discursos dominantes desde donde sea posible pensar nuevas posiciones de sujeto no necesariamente determinadas por los paradigmas consagrados por las centralidades europea y estadounidense. Alejandro A. Vallega trabaja la noción en relación con el proyecto de liberación decolonial y con la perspectiva estética. Según Vallega, si la exterioridad (de la modernidad, de la globalización) fuera posible (lo cual es dudoso, ya que ambas están dominadas por la colonialidad del poder y del saber), esa posición haría innecesaria la destrucción de los sistemas de opresión, los cuales estarían demostrando su falibilidad. Asimismo, sería posible especular sobre la capacidad de aquellos sistemas de absorber esa exterioridad. Vallega valora las alternativas que plantea esa doble posición, que permite estar a la vez adentro y afuera, entendiendo que lo excluido por la modernidad también forma parte de su raíz y, de alguna manera, la integra. La pregunta que plantea el filósofo chileno es qué sucedería si comenzáramos a pensarnos a nosotros mismos a partir de la exterioridad radical (desde el pensamiento indígena, africano, islámico, etc.). Ofelia Schutte, por su parte, enfoca el tema del feminismo decolonial a partir de las ideas de Aníbal Quijano y en diálogo con las propuestas de María Lugones, quien, a partir de la nomenclatura del sociólogo peruano, habla de “la colonialidad del género”, es decir, de las formas de dominación patriarcal que se asentaron como parte de los modelos de control y disciplina social desde la colonia. Schutte

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pasa revista al problema de la raza, considerado por Quijano como elemento central en la colonia y en la modernidad y como argumento fundamental para la crítica que él realiza a la racionalidad occidental. La perspectiva de Lugones complica las propuestas de Quijano, que quedarían presas y limitadas por la mentalidad eurocentrada desde la que también enfoca la cuestión del género. Para la filósofa argentina, las teorías interseccionales permitirían más bien combinar los temas de raza y género con miras a la articulación de un programa decolonial que entienda el entrelazamiento de las formas de dominación y discriminación racial y sexual/genérica. En la revisión crítica de los problemas que aborda la crítica decolonial, no podía faltar el tema de la memoria histórica, aspecto fundamental de la sensibilidad moderna y cuestión esencial en los periodos de redemocratización, en los procesos de paz y reconciliación nacional y en la lucha contra la impunidad dictatorial y en favor de la justicia social y política. María del Rosario Acosta López trabaja las “gramáticas de la escucha” sobre la base del trabajo de campo realizado en Colombia para el estudio de la violencia y su impacto social. A partir de las nociones de violencia y trauma, su trabajo analiza las formas de representación verbal y visual de experiencias que desafían los protocolos habituales de elaboración, comunicación y recepción del discurso. La experiencia traumática requiere formas alternativas de expresión y comprensión del relato testimonial. Siguiendo a Cathy Caruth, Acosta se refiere a las ideas de exceso, ausencia, olvido, borradura y repetición como elementos que integran los marcos de significación a partir de los cuales se busca entender “las catástrofes del sentido” (Nelly Richard), la desarticulación de los espacios y el desmantelamiento de los cuerpos individuales y del cuerpo social. Analizando la obra artística (instalación) de José Alejandro Restrepo, estudia las formas de representación del olvido, la ausencia, la muerte, la desaparición y la impunidad, nociones que desafían al lenguaje verbal y al visual y que requieren de metaforizaciones, sugerencias e hiatos que permitan materializar lo indecible y hacer presente lo que ya no existe. En las páginas que llevan por título “Hacia una agenda filosófica latinoamericana: bases para un debate”, se plantea una serie de cuestiones que han articulado el pensar filosófico y que, en algunos casos,

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han sido discutidas a través de sistemas binarios que es necesario revisar y complejizar. Entre ellas, el tema del universalismo vuelve a aflorar, como claramente demuestra también la aproximación de Santiago Castro-Gómez, que dedica su artículo a este punto. Asimismo, el problema de la decolonización, de cara a los escenarios de la globalización, presenta desafíos prácticos y teóricos que no siempre se abordan como parte de posiciones de orientación emancipadora. Entre ellos, la deconstrucción del capitalismo como sistema englobante que, en su versión tardía y en su vertiente neoliberal, ha arrasado con formas de vida, intercambio y representación de sectores sociales ahora invisibilizados en la escena social, política y económica transnacionalizada. El artículo se refiere a la decolonización del saber, trayendo a colación una serie de autores que han abordado esta problemática y que permiten formular hoy una serie de preguntas que pueden contribuir a definir la agenda filosófica en América Latina. Finalmente, el estudio de Agustín Laó-Montes y Jorge Daniel Vásquez sobre “Crítica decolonial de la filosofía y doble crítica en clave de Sur” constituye una excelente contribución a la comprensión del Sur global como espacio de articulación de sujetos, discursos y prácticas decolonizadoras. La aproximación de estos autores a la definición del Sur global parte de una crítica al llamado “giro o pensamiento decolonial”, sobre todo por las que identifican como tendencias esencialistas en algunas de las orientaciones críticas que se incluyen dentro de tal denominación. Teniendo como objetivo el estudio del pensamiento caribeño y afrodiaspórico, Laó-Montes y Vásquez identifican la razón de Calibán y la razón cimarrona como alternativas a posiciones deconstructivistas más conocidas que, en general, excluyen o minimizan la importancia de la región caribeña. Los autores de este artículo ponen a funcionar una doble crítica “como perspectiva político-epistémica y como método —en el sentido dusseliano de camino y procedimiento— para la construcción de conocimiento crítico”, indicando que la doble crítica significa la articulación de la crítica inmanente que deconstruye e implosiona las contradicciones internas y aporías de los procesos y categorías dentro de un universo particular, mientras la crítica externa se efectúa desde lugares de enunciación que corresponden a historias y culturas con sus propios conoci-

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Mabel Moraña mientos, lógicas y categorías, que son negadas y subalternizadas en los registros hegemónicos del poder y saber.

Toman el concepto de doble crítica de Abdelkebir Khatibi, quien indica que toda crítica se realiza a partir de un doble movimiento, el que descompone el objeto de análisis y, al mismo tiempo, se aleja de él, sugiriendo, así, otros caminos posibles, en un vaivén que instala, de esa manera, otra lógica en la construcción del saber. El artículo integra, asimismo, siempre preocupado por la cuestión del método, la noción de analéctica o ana-dia-léctica, derivada de los escritos de Enrique Dussel, como articulación de ética y política. Los artículos aquí mencionados pueden ser leídos como aportes monográficos a aspectos específicos del debate filosófico latinoamericano y como un discurso plural, integrado por una serie de propuestas dispares, aunque en muchos puntos convergentes, que esbozan algunas de las direcciones de la reflexión actual tanto dentro como fuera de América Latina. Tales estudios también constituyen aportes al pensamiento filosófico en otras latitudes, que pueden compartir con América Latina el posicionamiento periférico con respecto a los grandes sistemas de pensamiento y a las tradiciones dominantes en la cultura occidental. Las preocupaciones concretas que aquí se plantean sobre temas como la globalización, la decolonización, el universalismo, la memoria, el espacio y tantos otros, son comunes a diversos contextos culturales y políticos postcoloniales. Lo que importa es, en todo caso, enriquecer el ámbito transnacional del pensamiento y crear vías de integración, convergencia y disenso, a nivel interregional e interdisciplinario, para permitir que se enriquezcan las vertientes progresistas y liberadoras que atraviesan hoy día el espacio opresivo y desafiante de nuestro tiempo.

Obras citadas Bautista Segales, Juan José (2017). “Hacia la reconstitución de ‘el ser humano como sujeto’”. En: (consulta: 17/10/2017).

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García Linera, Álvaro (2006). “El evismo: lo nacional-popular en acción”. En: Osal 6/19, 25-32, (consulta: 17/10/2017). Hinkelammert, Franz J. (1984). Crítica de la razón utópica. San José, Costa Rica: Editorial DEI. — (2008). “Reproducción de la vida, utopía y libertad: por una economía orientada hacia la vida”. En: Otra Economía II/2, 22-26. — (en prensa). “La imaginación de una sociedad más allá de la explotación, la dominación, la guerra”. Manrique, Carlos A./Quintana, Laura (comps.) (2016). ¿Cómo se forma un sujeto político? Prácticas estéticas y acciones colectivas. Bogotá: Ediciones Uniandes. Moraña, Mabel (2008). “Negociar lo local. La ‘marea rosa’ o ¿qué queda de la izquierda en América Latina?”. Cultura y cambio social en América Latina. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 113-134. Valdés, Margarita M. (comp.) (2016). Cien años de filosofía en Hispanoamérica (1910-2010). Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Žižek, Slavoj (2015). “The Need to Traverse the Fantasy”. En: In These Times 28, s. p., .

El otro Marx. Filosofía y teoría crítica Bruno Bosteels Colombia University, New York

El capital mismo es la contradicción en proceso… (Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse)) El único absoluto es el que se escribe con minúsculas y está en una piedrita, un atardecer, el silencio, a veces en las ganas de morir ante la terrible miseria y violencia del mundo. (Oscar del Barco, Prólogo, El otro Marx)

I El otro Marx es el título compacto de un gran libro del filósofo, poeta y pintor argentino Oscar del Barco. Publicado por primera vez en 1983 durante el exilio del autor en la ciudad de Puebla, en México, es recién en 2008 cuando el libro fue reeditado en Argentina en una versión levemente reducida y con un nuevo epílogo escrito especialmente para la ocasión desde la ciudad de Córdoba.1 Con mayor razón si se 1. Oscar del Barco (2008: 7). Mientras que la nueva edición realizada en Buenos Aires por Milena Caserola usa la mayúscula, El Otro Marx, por razones que deberían aclararse en lo que sigue pero que ya están prefiguradas en el segundo epígrafe para este trabajo, he preferido restaurar el título sencillo, sin mayúsculas ni hipóstasis, de la

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Bruno Bosteels

toma en cuenta este extraño desfasaje entre su salida original y su vuelta al debate intelectual en su país nativo, se puede considerar un verdadero libro-bisagra, o, al menos, así es como me propongo leerlo en lo que sigue: bisagra entre distintas etapas del pensamiento del autor, entre diferentes coyunturas del quehacer teórico militante de toda una generación e, incluso, entre distintas épocas del pensamiento moderno en general. Como toda bisagra, el libro permite abrir ciertas puertas, algunas de las cuales hasta ese momento tal vez ni siquiera sabíamos que estuvieran cerradas, pero también deja entrever dónde y por qué otros pasajes están a punto de clausurarse con un portazo no menos violento que todo aquello que de esta forma se busca superar. A su vez, estas aperturas y clausuras pueden ubicarse en múltiples niveles o según diferentes espesores históricos, para usar un concepto-metáfora —el de espesor histórico— proveniente del libro mismo: 1) En el nivel más inmediato, nunca dicho de modo tan explícito, pero no por ello menos sentido, el libro se inserta en el esfuerzo para pensar (desde) la derrota de la izquierda revolucionaria después del golpe militar de marzo de 1976 en Argentina. En este sentido, como bien observan los editores de la nueva edición, el libro forma parte de un abanico de libros del mismo período a finales de los setenta y principios de los ochenta, la aplastante mayoría de ellos escritos desde el exilio por pensadores marxistas argentinos para digerir la derrota, pero sin abandonar por completo a Marx. Podemos pensar así en Marx y América Latina (1980, nueva edición en 2010) de José M. Aricó; o, aún más nítidamente, en Freud y el problema del poder (1982, reeditado en 2003) de León Rozitchner, un texto cuyo título debería haber rezado más bien Marx, Freud y el problema del poder, ya que este es el verdadero impulso detrás de un proyecto que empezó con una serie de charlas que el autor dio originalmente en México. Pero, en la misma constelación, también podemos situar a figuras como Ernesto Laclau, cuyo exilio lo llevó a Gran Bretaña, donde, junto a su pareja, la politóloga belga

edición original: El otro Marx (Sinaloa: Universidad Autónoma de Sinaloa, 1983). Todas las citas en lo que sigue, sin embargo, provienen de la reedición argentina.

El otro Marx. Filosofía y teoría crítica

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Chantal Mouffe, publicaría Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una política democrática radical (1985, segunda edición 2001). Para retomar el lúcido análisis de Verónica Gago sobre el proyecto de la revista Controversia, editada entre 1979 y 1981 en la Ciudad de México por un grupo de intelectuales argentinos exiliados en este país, incluyendo entre ellos no solo a Aricó o Del Barco, sino también a figuras tan importantes para la transición democrática después de su retorno a la Argentina como son Juan Carlos Portantiero o Emilio de Ípola, la dura e ineludible tarea de hacer un balance de su experiencia militante condena a estos intelectuales a ir aprendiendo sobre la marcha la lección del exilio, la cual en suelo ajeno consiste en nombrar, asumir y tratar de superar una derrota —la suya propia—. “La operación es, precisamente, delimitar qué es lo que fue derrotado como forma de determinar si algo de lo que se hizo y se pensó conserva validez política”, comenta Gago. Añade: La derrota exige un nuevo pensamiento sobre las relaciones de fuerza, sobre los modos también ilusorios en que esas fuerzas fueron evaluadas y, de manera más profunda, una redefinición de dónde radicaba la fuerza propia. Luego de la derrota, ¿qué tendrá chance de persistir? (Gago 2012: 15, 20).2



Creo que esta sigue siendo la pregunta a la que los textos recogidos en El otro Marx intentan ofrecer una respuesta, por más indirecta o implícita que sea. 2) En un nivel histórico más amplio pero también más directo, el libro somete a la crítica al propio marxismo, en este caso generalmente puesto entre comillas, como parte de una herencia teórica

2. En sus “Palabras preliminares” al libro de Gago, Horacio González, entonces director de la Biblioteca Nacional, habla de Controversia como de un “capítulo esencial de la fenomenología del vencido y de las múltiples figuras a las que acude para sostener una continuidad intelectual” (Gago 2012: 8). Oscar del Barco participa en el segundo número de la revista con el texto “Observaciones sobre la crisis del marxismo: Respuesta a Paramio y Reverte” (Del Barco 1979: 12-13) y continúa con “Respuesta a la respuesta de Paramio y Reverte” (Del Barco 1980: 27-28). Estos textos también se pueden encontrar en la antología de Oscar del Barco Escrituras: filosofía (Del Barco 2011: 287-302).

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que definitivamente ha entrado en crisis junto con todo el aparato conceptual de la metafísica —sea según el pensamiento italiano de la “crisis de la razón”, como la llama Massimo Cacciari, o según los lectores franceses de Martin Heidegger, que llevaban ya más de una década insistiendo con Jacques Derrida en la necesidad de una deconstrucción de la metafísica—. En este sentido, el libro dialoga con debates tanto latinoamericanos como internacionales, siguiendo la línea de investigación iniciada a finales de los setenta entre los exiliados en México: “Esto está concentrado básicamente en lo que se discute en Controversia entre Del Barco y Paramio: qué es la crisis del marxismo como crisis de la revolución teórica, política, ideológica. O sea, el fin de una época”, según lo recordó Nicolás Casullo, poco antes de su fallecimiento, en una entrevista con Verónica Gago. “Así volvimos a leer a Lenin, a Trotsky, a Mao, o sea, a retrabajar todo el pensamiento revolucionario de la izquierda y a partir de ahí generar una crítica que estuviese a la orden del día” (Casullo, citado en Gago 2012: 65-66). El legado teórico-político de Marx, en efecto, no sale incólume del aprendizaje de la lección de la derrota. Más bien, como anunciaba José Aricó en el texto introductorio al debate en Controversia, si el socialismo por el que combatimos debe validarse en el examen en las virtudes, pero también en las lacras del socialismo ‘real’, es preciso abandonar retórica y moralismo para abordar serenamente los efectos de una crisis de la teoría y de la práctica del movimiento socialista. Porque es difícil sostener que la fenomenología concreta de las sociedades posrevolucionarias, con sus acentuados rasgos autoritarios y burocráticos, no cuestiona directamente el pensamiento marxista (Arico 1979: 13).

Para nuestro propósito de lo que se trataría a este nivel sería de entender cómo El otro Marx le permite a un pensador como Oscar del Barco —pero tomando su caso como un itinerario ejemplar de toda una generación— ir de Pasado y Presente (la revista gramsciana en la que colaboraba en los sesenta con Aricó, primero en Córdoba y luego en Buenos Aires) hacia la entonación fuertemente heideggeriana de los textos reunidos en una colección como El abandono de las palabras (1994); o, según otro arco temporal levemente desplazado, deberíamos llegar a comprender cómo El otro Marx le

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permite al autor transitar de un ejercicio de deconstrucción como Esencia y apariencia en El capital (1977) hacia su carta-confesión luego bautizada “No matarás” (publicada sin título en 2004 en la revista cordobesa La Intemperie para criticar la violencia —también revolucionaria— en todas sus formas y proponer una ética del valor de la vida del absolutamente Otro). En otras palabras, el libro puede considerarse también una bisagra entre las influencias de Marx y Heidegger o entre Gramsci-Lenin y Nietzsche-Freud-Lévinas-Derrida. En este sentido, es importante recordar que, en la época cuando El otro Marx salió originalmente en la editorial universitaria de Sinaloa en México, el autor llevaba ya varios años editando una colección de libros para la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla que, además de su polémico ensayo Para una crítica de la teoría y la práctica del leninismo (1980), incluyó varios volúmenes colectivos que iban desde La dialéctica revolucionaria (1977) hasta La crisis del marxismo (1979), pero también, en su segunda serie, estudios como el de Jesús Rodolfo Santander, Trabajo y praxis en El ser y el tiempo de Martín Heidegger: un ensayo de confrontación con el marxismo (1985), así como una colección de ensayos del propio autor, La intemperie sin fin (1985), donde discute a Bataille, Artaud, Blanchot y Nietzsche. El libro El otro Marx representa así una pauta importante en el itinerario de su autor, tanto a nivel del pensamiento de su generación como a nivel más existencial: “Estos artículos marcan un itinerario”, confiesa Del Barco en el prólogo. “Es como si expusiera mi cambio de piel, una interminable mutación” (Del Barco 2008: 19). 3) Por último, a nivel, por así decirlo, epocal, más allá de cambios o relevos personales y generacionales, el libro se puede considerar parte de una ambiciosa crítica de la modernidad capitalista. Sabemos que esta, de algún modo, constituía también la meta última del discurso de la crítica de Marx para una figura como Bolívar Echeverría, filósofo ecuatoriano-mexicano cuya obra casi completa fue presentada hace unos años en una antología boliviana bajo el título elocuente de Crítica de la modernidad capitalista. A este nivel, la crisis a la que debe confrontarse la tarea de la crítica según El otro Marx no es solo económica o filosófica, sino también social e histórica en sentido

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lato: nada menos que una crisis civilizacional. “En realidad, no se trata de una ‘crisis de la razón’ sino de un momento en la historia del nihilismo en el sentido de que lo utilizó sin retórica Nietzsche”, dice al final el autor. En palabras de Del Barco, Se afirma que la Razón está en crisis y no se quiere entender que esto es la Razón. Y en esta no inteligencia lo que está en juego es un destino que probablemente abarcará la totalidad de lo humano. Este triunfo de la Razón que convierte al hombre en un puro objeto paciente de la tecnología maquínica es el nihilismo (Del Barco 2008: 209).

De lo que se trata en este caso es de entender en qué consiste la mutación epocal que introduce el marxismo en el concepto mismo de la historia y su racionalidad. “El marxismo tiene como objetivo”, apunta Del Barco, “realizar una transformación epocal del mundo, donde se modificarán desde las costumbres hasta la intelección, incluida la propia condición de la ciencia, en una apertura monumental de la historia” (Del Barco 2008: 116, n. 4). Pero aquí surgirá también un punto de tensión con la deconstrucción de la metafísica: ¿el marxismo implica una transformación epocal del mundo o cae dentro de una de esas épocas —justamente la época de las concepciones del mundo— que definen a la metafísica occidental, la cual, por lo tanto, todavía quedaría por deconstruirse? En su respuesta a esta pregunta, el autor se irá convenciendo poco a poco a lo largo de los textos recogidos en El otro Marx, y más aún en sus escritos posteriores, de que es el propio marxismo que estalló porque no pudo deshacerse del sueño de llevar la razón de la historia hasta el colmo de la dominación tecnológica. En este sentido, devino una forma más de la Razón científica occidental: En lugar de ‘territorios libres’ levantó paredones en los que crucificó al pueblo que era su Absoluto. Al fin el símbolo del comunismo ‘marxista’ son los manicomios. Y es posible que esta paradoja sea la única verdad de un régimen que se pretende el cénit de la Razón: sólo la locura arde con luz propia en esa inmensa noche sin esperanza (Del Barco 2008: 207).

Libro-bisagra, pues, en tres niveles —personal, generacional y epocal— y según tres espesores históricos distintos pero íntimamente

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relacionados —derrota del ideal revolucionario, crisis del marxismo y crítica deconstructiva de la modernidad occidental—. Pero, si se interpreta de estas múltiples maneras, se entenderá también que la expresión “el otro Marx”, además de dar título al libro específico de Oscar del Barco, puede invocarse para dar nombre a una orientación general del pensamiento contemporáneo, compartida incluso por compañeras y compañeros que tal vez nunca hayan conocido el texto de Del Barco, el cual, de todos modos, permaneció inconseguible para la gran mayoría de los lectores antes de ser reeditado por Milena Caserola en Argentina.

II Pensar en el otro Marx, entonces, requiere un verdadero vuelco de perspectiva o un cambio de perspectiva radical en la forma de encarar cuestiones de política, economía, cultura, ideología, teoría y filosofía. Así, para retomar otro caso ya mencionado aparte de Bolívar Echeverría, creo que todo el trabajo de Rozitchner puede verse como un pensamiento volcado hacia ese otro Marx. Es lo que trasluce con claridad en la colección póstuma titulada Marx y la infancia (2016), compuesta de textos que van de lo primero que escribió Rozitchner (su tesis, “La negación de la conciencia pura en la filosofía de Marx”, escrita en 1962 junto con su tesis principal sobre Max Scheler, luego publicada como libro con el título de Persona y comunidad, para obtener el grado en la Sorbona) a lo último (el ensayo que finalmente daría título a la colección, “Marx y la infancia”, a pesar de seguir inconcluso en 2011, cuando falleció su autor): un Marx sensual, intercorpóreo y afectivo, proponente de un “materialismo ensoñado”, más cercano a la frescura y la rebeldía picarona asociadas con la infancia del ser humano que a la búsqueda desesperada de un Marx por fin maduro o científico. Pero, además, para ir acercándonos poco a poco al presente, podríamos referirnos también a otros dos libros, esta vez escritos por sendas pensadoras mexicanas: Existencia, encuentro y azar (1995), de Fernanda Navarro —filósofa de la que poco se oye hablar fuera de círculos althusserianos o zapatistas y aun allí muchas veces

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resulta ninguneada como si no fuera más que la mujer que entrevistó a Louis Althusser y logró entresacarle un texto único sobre el famoso materialismo aleatorio, también conocido como la tradición subterránea del materialismo del encuentro, que luego se dará a conocer de forma póstuma— y el trabajo de Raquel Gutiérrez Aguilar en su libro reciente Horizonte comunitario-popular. Antagonismo y producción de lo común en América Latina (2016), en el que en nombre de un marxismo abierto propone transformar no solo el pensamiento político, sino también el paradigma dominante de las ciencias sociales, desplazando la obsesión por la toma del poder entre militantes que continúan sus labores según la forma-partido o incluso la forma-movimiento de hacer política a favor de una consideración más atenta a la producción antagónica de lo común. Aunque, por cuestiones de espacio, no podré detenerme en detalle en esos tres libros, me gustaría pensar que dan expresión a un mismo impulso que intenta resaltar nociones que pertenecen al otro Marx: un Marx radicalmente diferente de la versión de los manuales soviéticos del materialismo dialéctico e histórico, pero diferente también de su puesta al día teórica por parte de un filósofo como Althusser en sus obras canónicas de los sesenta. Me refiero a las tres nociones que siguen: 1) lo materno, o lo material-ensoñado, con énfasis en la raíz de mater o ‘madre’ —a diferencia del orden racional de la ciencia que nos invita a sacrificar los factores subjetivos en aras del hecho social objetivo—; 2) lo aleatorio, o lo contingente-azaroso —a diferencia de las supuestas leyes de la necesidad férrea que haría de la filosofía de la historia marxista un gran relato progresista, suprahistórico y teleológico—, y 3) lo común, o lo comunitario-popular —a diferencia del enfoque de cierto marxismo militante dogmático que en sus tácticas y sus estrategias sigue siendo partidario de la toma electoral o violenta del poder estatal—. Sin poder ahondar en estos temas, aquí me limitaré a formular tan solo una pregunta a su respecto: ¿de qué manera las diferencias marcadas por los nombres o las metáforas de lo materno, lo aleatorio y lo común forman parte del otro Marx cuyo espectro también se busca,

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si no encarnar al menos conjurar, en el libro de Oscar del Barco? O, inversamente, ¿cómo debemos encarar al otro Marx para que su figura se vuelva legible como un pensador de la diferencia, de la incompletud o de la inconmensurabilidad? ¿Qué es todo lo que se debe desmantelar, destruir o desmigajar —empezando, sin duda alguna, por la premisa de lo social pensado como un gran todo en tanto objeto de la ciencia— para hacer que la puerta empiece a girar sobre sus propias bisagras y se entreabra hacia el lado oscuro de ese otro Marx o hacia el otro lado del propio Marx?

III La clave para seguirle la pista al vuelco que está en juego consiste en entender de qué modo el otro Marx es precisamente aquel que nos permite acercarnos al otro-de-Marx o a lo otro de Marx. “El otro-Marx es lo otro de Marx. No sólo, como podría pensarse el pensamiento de Nietzsche, de Freud y de Heidegger sino, principalmente, el mundo múltiple y misterioso”, concluirá el autor en su post scriptum. Y continúa: “En la época de lo siniestro por la que estamos adentrándonos sólo subsiste la resistencia irrepresentable, la resistencia solitaria o de grupos, activa o pasiva, de familias, de amigos, de tribus. La apuesta es entre la naturaleza y la Razón, entre el amor y la Técnica” (Del Barco 2008: 209, 214). Si bien Del Barco muestra una clara preferencia por los fragmentos inéditos o incompletos de Marx, por considerarlos el laboratorio donde se prepara un pensamiento en abierta lucha con sus propias tendencias a la hipóstasis fantaseada de la totalidad, no basta con desplazar el acento predilecto en la lectura de unos textos hacia otros: del joven Marx al Marx maduro; del Marx humanista de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 al Marx metodológico del prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política de 1859, o incluso del Marx científico de El capital de 1867 al último Marx, tan interesado en las márgenes periféricas del capitalismo que empieza a dialogar con populistas rusos como Vera Zasúlich sobre el papel de la comuna agraria en el tránsito hacia un comunismo que

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no necesitaría pasar por todas las etapas del desarrollo capitalista occidental descritas en El capital a partir del caso de Inglaterra. Como dicen Iacobsohn y Lovizio, los editores de la reciente reedición del libro de Oscar del Barco: “El otro Marx no es un Marx alternativo. No se trata de recordar o volver a Marx, tampoco de olvidarlo. Ni siquiera proponer otra imagen reconstituida de un pensamiento sólido y sin fisuras” (Del Barco 2008: 7). Así, para dar un ejemplo de esos otros enfoques que hubiera sido posible adoptar, no se trata de escoger entre un Marx sistemático (el lector voraz que busca discernir las leyes del desarrollo capitalista y se sumerge en los manuales de la economía política burguesa para criticarla) y otro Marx estratégico (el investigador y militante de la lucha de clases que analiza en tiempo real los acontecimientos de su época para ayudar no solo a interpretar el mundo, sino también a cambiarlo). En esta forma es cómo Pierre Dardot y Christian Laval interpretan las dos orientaciones o las dos vertientes del texto general de Marx en su voluminoso libro (un ladrillo más que una bisagra) Marx, prénom Karl (2012): Quisiéramos mostrar aquí que todos los textos de Marx buscan articular dos perspectivas muy diferentes. La primera es la lógica del capital como sistema completo. Esta perspectiva viene de un esfuerzo que se quiere científico propiamente dicho y que consiste en destacar a la vez el movimiento mediante el cual el capital se desarrolla en una totalidad y se subordinan todos los elementos de la sociedad y el juego de las leyes inmanentes de la producción capitalista que lleva el sistema orgánico del capitalismo a dar luz necesariamente a un nuevo modo de producción. La otra es la lógica estratégica del enfrentamiento, es decir, de la guerra de clases. Consiste en desvelar, mediante el análisis de situaciones históricas determinadas, la manera en que la actividad de los hombres y los grupos en lucha los unos con los otros produce una serie de transformaciones en las condiciones de lucha y en las subjetividades de los actores en lucha (Dardot/Laval 2012: 11).

Entre esas dos perspectivas o esas dos lógicas, según los autores no se trataría tanto de elegir, pero sí de entender de qué manera el comunismo sirve de pegamento o sutura: “El comunismo es aquello que sirve de pegamento para mantener juntas dos líneas de pensamiento con historias muy diferentes: la lógica objetiva del capitalismo y la lógica práctica de la guerra civil entre las clases convergerían

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hacia una forma de organización social y económica superior. En otras palabras, sólo una proyección imaginaria del futuro puede suturar lo disparatado de las dos perspectivas”.3 O bien, para dar otro ejemplo de la tendencia a introducir cortes en el pensamiento marxista, podríamos pensar en la forma en que alguien como el exalthusseriano Alain Badiou tiende muchas veces a distinguir entre un Marx analítico y otro militante. Ninguno de los dos, según el filósofo francés, estaría necesariamente equivocado. De hecho, en términos de análisis, el momento actual solo confirmaría la rectitud de la crítica a la economía política clásica en Marx. Pero el problema más apremiante hoy es que de allí no se puede derivar ninguna consecuencia directa para el trabajo militante de organización política: La parte del marxismo que consiste en el análisis científico del capital permanece absolutamente válida como trasfondo. Al fin y al cabo, la realización del mundo como mercado global, el reino indiviso de las grandes compañías financieras, etc., todo eso es una realidad indisputable y está conforme al análisis de Marx. La pregunta es: ¿dónde en todo eso cabe la política? Creo que lo que es marxista, pero también leninista —y de todos modos es la verdad— es la idea de que cualquier campaña viable contra el capitalismo sólo puede ser política. No puede haber una batalla económica contra la economía.4

3. Dardot/Laval (2012). Según Oscar del Barco, la parte sistemática y la parte crítico-estratégica no se pueden escindir, sino que son aspectos inseparables de una sola realidad, que es la lucha de clases: “Marx, en un mismo movimiento conceptual, distingue dos aspectos: el de crítica y el de sistematicidad, o cientificidad; uno menta algo (exterior) que sirve de fundamento a la crítica, el otro es la exposición científica; pero esto no debe entenderse como dos momentos separados, sino como formas de un mismo movimiento donde lo fundamental, lo que funda el movimiento crítico y sistemático, es el punto de vista de clase” (Del Barco 1977: 44; también recogido en Del Barco 2011: 54). 4. Véase el texto de Hallward “Politics and Philosophy: An Interview with Alain Badiou”, en Badiou (2002: 105). Compárese con la idea central de El otro Marx tal como la resumen los editores: “Si la economía es medición abstracta, universal y cuantitativa del hacer humano —es decir: el fetichismo de la mercancía—, la emancipación global no puede ser más que no-económica, desmintiendo el carácter emancipador de los socialismos de Estado en sus múltiples versiones del siglo xx y xxi” (Del Barco 2008: 12-13).

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Para Oscar del Barco, en cambio, el otro Marx define una forma coherente del pensar-hacer, un modo de investigación y de presentación de lo real que atraviesa todos sus textos en todas sus épocas: “No se trata, por supuesto, de perder un Marx en beneficio del otro; ni de rescatar piadosamente a Marx en un momento crítico de la historia del movimiento que en su nombre se estructuró como socialista. Más bien se trata de cuestionarse respecto a cómo pensar y qué pensar mientras la crisis se desarrolla y tiende a abarcar al conjunto del episteme” (Del Barco 2008: 23). No hace falta establecer ningún corte epistemológico, y mucho menos ontológico, ni buscar el pegamento imaginario para volver a juntar las piezas, sino que, para entender al otro Marx, es indispensable captar la profunda unidad, a la vez lógica e histórica, de Marx y su otro. Eso también implica, dicho sea de paso, que, si bien el marxismo ha muerto, lo mismo no puede afirmarse de las ideas de Marx: El marxismo ha muerto, pero las ideas de Marx, a pesar de que el tiempo haya contradicho alguna de ellas, o precisamente por eso, porque siempre fueron esencialmente temporales y las que sobreviven lo hacen a la intemperie, sin resguardarse bajo ninguna Ley, esas ideas siguen siendo una forma y un fermento para todos aquellos que a la macabra tarea del poder le oponen el deseo de ser libres (Del Barco 2008: 208).

¿Qué es entonces ese otro que constituye lo otro de Marx? ¿En qué sentido Marx y su otro forman una unidad —unidad contradictoria y en proceso, sin duda alguna, pero unidad, al fin y al cabo—? Y ¿qué tiene que ver con lo que podemos llamar, en diálogo con nuestra temática en general, la crítica de la filosofía como teoría crítica, pero también como crítica de la teoría? Dos argumentaciones que aparecen una y otra vez en los distintos textos recopilados en el libro de Oscar del Barco nos permitirán empezar a responder a esas interrogantes. Tienen que ver, respectivamente, con dos cruces o dos encrucijadas que funcionan de manera homóloga pero no idéntica en la lectura del otro Marx: 1) el cruce entre el concepto y lo real; 2) el cruce entre la lógica y la historia. En realidad, estas dos relaciones no dan lugar a cruces fáciles o tránsitos lineales en la lectura de Marx que propone Del Barco. Entre

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los polos de lo conceptual y lo real, así como entre lo histórico y lo lógico, hay más bien discontinuidad y ruptura. Allí se ve ya netamente la distancia que separa a Marx de Hegel: para el primero, a diferencia de su viejo maestro, lo real no es el desenvolvimiento inmanente del concepto, así como la historia tampoco coincide con el despliegue progresivo de la razón en el tiempo. Sea cual fuere la distancia o la proximidad entre estas dos figuras del pensamiento dialéctico, sin embargo, la famosa controversia acerca de la relación Marx-Hegel, según Oscar del Barco, no puede circunscribirse sin más al marco de un debate puramente teórico-filosófico. Parte de la dificultad en volver a articular la relación discontinua entre la dialéctica en su versión hegeliana y su trastocamiento en manos de Marx reside justamente en el hecho de que la tarea incluye también una crítica a los límites de lo teórico en sí. Como escribe el autor en una larga oración cuya forma laberíntica no es ajena al contenido recalcitrante que busca atrapar: Me parece que aquí está todo: Marx marca una suerte de fisura en el todo teórico de la ciencia, fisura por donde fluye lo real, por donde surge lo heterogéneo de la materialidad; es una especie de fantasma del concepto: el concepto surge de lo real, pero de inmediato lo reprime tachándolo y poniéndose como absoluto; Marx señala, entonces, lo otro y este otro es irreductible al concepto; este es el fondo del problema y este fondo determina el concepto, lo hace flotar, impide la filosofía haciendo estallar su fundamento y volviéndola imposible como sistema; de allí que nunca el concepto pueda rendir cuenta absoluta, como en Hegel, de lo real; en lo real siempre hay un plus; pero este plus no es un noúmeno, ya que no se trata del orden filosófico donde el noúmeno era un horizonte que en tanto correlato del esquematismo trascendental clausuraba también el mundo en un círculo no menos vicioso que el hegeliano (Del Barco 2008: 89).

Lo que Marx hace estallar en el plano de la teoría es el fundamento de la filosofía postkantiana como tal, con su ordenamiento —trascendental o lógico-científico— de lo real en un enclaustramiento autofundado circular. En este sentido, aunque Del Barco no usa ese lenguaje, podríamos hablar alternativamente de Marx como filósofo o como antifilósofo; mejor dicho, los dos calificativos son aplicables de manera simultánea. La forma que tiene Marx de ha-

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cer filosofía incluye siempre una crítica de lo teórico en general, de modo que dicha realización no puede darse sin proclamar al mismo tiempo la necesidad de su supresión. Como ya dijo el autor en su ensayo Esencia y apariencia en El capital, “se trata de pensar la conceptualización marxista fuera del orden filosófico, de establecer la ruptura radical de Marx con la filosofía como forma de pensamiento esencialmente teológico” (Del Barco 1977: 48; 2011, 58).

IV ¿Por qué la filosofía con Marx se convierte en una especie de crítica teórica que se desdobla en una teoría crítica avant la lettre, casi un siglo antes de que los miembros de la escuela de Fráncfort convirtieran esta última expresión en el nuevo eje de su trabajo de investigación social? ¿Por qué la crítica en manos de Marx se dirige no solamente a la religión (por ejemplo, en Sobre la cuestión judía de 1843), a la política (por ejemplo, en la introducción a Para una crítica de la filosofía del derecho y del Estado de Hegel, del mismo año, o en la Crítica del programa de Gotha de 1875), o a la economía política clásica (de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 hasta El capital, subtitulado justamente Crítica de la economía política), sino, también, a la forma misma de lo teórico en la filosofía? ¿Por qué su teoría crítica ha de correr pareja con una crítica de la teoría? Y ¿cuál es entonces el problema del teoricismo que, a pesar del tratamiento crítico que recibe en el caso del propio Marx, sigue afligiendo al marxismo más radical de nuestro tiempo (por ejemplo, en el pensamiento canónico de Althusser a mediados de los sesenta, pero incluso después, en los setenta, cuando el filósofo francés hace la autocrítica de su desviación teoricista)? Según Oscar del Barco, todos aquellos filósofos que intentan reducir la ruptura de Marx con la filosofía en su tradición, o su distancia con respecto a Hegel, a una pura “revolución teórica” (como en el título de la traducción española de la colección Pour Marx de Althusser) pierden de vista el hecho de que la misma forma de lo teórico en Marx tiene su fundamento en un resto no teórico. Lo otro de Marx nombra este irreductible resto sin el cual ninguna teoría sería posible, ni tam-

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poco ninguna crítica. Un elemento no teórico constituye el revés de toda teoría, pero este revés es también la palanca a partir de la cual se puede abrir lo teórico hacia su afuera, hacia un más allá de la teoría y la filosofía: “Este movimiento transteórico produce un desplazamiento absoluto del corpus filosófico” (Del Barco 2008: 89). Lo otro de Marx, en este sentido, es lo otro de la teoría: la naturaleza, el trabajo, la lucha, el amor, el cuerpo, la poesía, el arte; pero también todo lo impensado y reprimido de la sociedad capitalista: Lo otro, lo impensado de esta sociedad, es lo reprimido: la pobreza, el tercer mundo, la locura, la delincuencia, el suicidio, el proletariado como clase en-sí (digamos que como clase para-sí el proletariado plantea muchos interrogantes que son fruto de la experiencia histórica, en la medida en que se convierte en un nuevo Logos, una nueva Ley, mientras que como clase en-sí es una clase dominada por la muerte: huelgas salvajes, rebeliones, formas de resistencia que hunden sus raíces en el odio y no en la teoría) (Del Barco 2008: 113-114, n. 2).

Ahí, en la parte maldita de lo otro, está finalmente el único absoluto —sin hipóstasis ni mayúsculas—. Y no hay que seguir aferrándose al prestigio del corpus de la filosofía occidental acreditada para denigrar esas dimensiones otras de la vida, porque a los intelectuales marxistas les parecerán muy poco científicas o rigurosas desde el punto de vista epistemológico o porque —añado yo— a los pensadores heideggerianos les parecerá que nunca hasta ahora, o sea, hasta la llegada de sus genios, han dado lugar a una deconstrucción lo suficientemente radical u originaria de sus yacimientos ontológicos. El presupuesto de la base, nunca simple o puramente teórica, de la teoría el autor de El otro Marx lo había anunciado ya en su contribución al debate acerca de la crisis del marxismo en la revista Controversia, respondiendo a un texto de los españoles Ludolfo Paramio y Jorge M. Reverte. “Me parece que al ubicar la teoría como el elemento central de la crisis se corre el riesgo de que se esfume la raíz fundamentalmente política de la misma”, decía Del Barco en esa ocasión. “La crisis no se plantea por una conmoción inmanente al orden teórico, sino porque los pueblos europeos y no europeos están tomando conciencia cabal del callejón sin salida a que fueron llevados sus propias organizaciones, vale decir que adquieren una

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conciencia cada vez más profunda de su propio fracaso” (Del Barco 2008: 113-114, n. 2). No solo la crisis excede por mucho el marco estrictamente teórico, sino que también, al proponer que no se podrá salir de la misma sin un cambio de paradigma previo en la teoría, se aumenta más la tentación del teoricismo. “Lo que se borra en este discurso son las determinaciones no teóricas de la crisis teórica”, añade Del Barco. “Mi opinión, no obstante, es que la crisis teórica no es explicable por sí misma, sino que se trata de una crisis global en la que no puede aislarse el elemento teórico sin correr el riesgo de caer en el teoricismo, el cual implica un movimiento doble que escinde a la teoría de la práctica y luego produce la conversión de la teoría en sujeto social” (Del Barco 2008: 113-114, n. 2). En este doble movimiento podemos reconocer justamente la tendencia a la reconversión teológica e idealista de toda la filosofía que culmina en el pensamiento de Hegel, con su típica escisión e inversión del predicado en sujeto y del sujeto en predicado, tal como la criticaron los jóvenes hegelianos, desde Feuerbach hasta Marx, cuando se rebelaron contra el viejo maestro de Jena. En varios ensayos de El otro Marx, el autor extiende estas observaciones hacia una crítica del teoricismo prevalente en la obra de Althusser. También en esto coincide con la mirada de Rozitchner, quien no dejó nunca de recibir con gran escepticismo la influencia del filósofo marxista francés en la cultura argentina y latinoamericana en general. Por ejemplo, en un texto que data de la época de su exilio en Venezuela y forma parte de las charlas que dio en México, Rozitchner —sin mencionar el nombre de Althusser, aunque la referencia es inconfundible— se pregunta si la filosofía realmente puede pasar por sí sola de la experiencia a la representación, o de lo real al concepto científico de lo real, mediante un salto abrupto al estilo del corte epistemológico que nos catapultaría de la ideología a la ciencia: Se trata, dirán algunos, de pasar de la ideología a la ciencia, es decir, del enunciado falaz, alusivo, opaco o ingenuo, al de la representación sin velos de la verdad. Este problema del tránsito, inocente en su apariencia, sería fácil de enfrentar; no es más que un acto —praxis teórica— del pensamiento: pasar de la representación al concepto es un salto —salto epistemológico, del vacío al lle-

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no de la ciencia—, el único necesario que, idealidad de la palabra, nos permite acceder a situarnos en condiciones de expresar por fin la verdad (Rozitchner 1982: 240).

Tal sería, en todo rigor, la tarea de la filosofía como práctica teórica en el sentido althusseriano. Ese tránsito, sin embargo, nunca se puede dar por completo. “Porque una distancia permanece, aquella que ningún salto teórico permite cubrir: la que liga la carne del hombre que piensa a las condiciones históricas de su realidad, esas que marcan con toda precisión los límites de su pensar, y cuyo contenido está ausente de su reflexión formal” (Rozitchner 1982: 240). Como ya lo había dicho en su tesis secundaria, la teoría marxista tampoco es el trabajo de la conciencia pura o el genio solitario de un filósofo sin maestros, que es como a Althusser le gustaba presentarse, sino que forma parte de un esfuerzo de intelección que es inseparable del conjunto histórico de las relaciones sociales que lo condicionan. Del Barco insiste de un modo similar en la imposibilidad en que se encuentra la teoría filosófica, con mayor razón cuando se autodenomina “científica”, para salvar mediante el solo concepto toda la distancia que lo divide de lo real. Menciono esta coincidencia en cuanto a la crítica al althusserianismo, pensando no sin cierto dolor en la polémica que más tarde opondrá tan visceralmente a Oscar del Barco y León Rozitchner en el debate que suscitó la carta que dirigió el primero al editor de la revista La Intemperie, Sergio Schmucler, luego circulada con el título “No matarás”, a la que respondió el segundo en “Primero hay que saber vivir: Del ‘Vivirás’ materno al ‘No matarás’ patriarcal” (Del Barco 2004: 3-4). En cambio, allí donde durante mucho tiempo los dos estaban unánimemente de acuerdo era en la denuncia del teoricismo rampante en la escuela estructuralista francesa. Y, de ese error o de esa desviación teoricista, no se sale ni siquiera posteriormente, a la hora de los Elementos de autocrítica de Althusser o en su discurso de la soutenance d’Amiens. Más bien al contrario, el autor de Para leer El capital solo aumenta el grado de su teoricismo cuando pretende salir de su desviación con una corrección teórica. Pero esta estrategia pierde de vista la necesidad de salir del orden de lo teórico para rendir cuentas de él desde su afuera:

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Bruno Bosteels La desviación teoricista del marxismo, en realidad, se trata de una inversión de sus planteamientos básicos, no puede explicarse única ni esencialmente por causas teóricas. Si lo hiciéramos así aceptaríamos como explicación lo que sólo es una repetición tautológica del objeto de análisis: lo teórico, orden cerrado y autosuficiente, se explicaría por sí mismo. Si, por el contrario, entendemos lo teórico como forma social, entonces se vuelve imprescindible deconstruir dicho orden autonomizado y buscar en la total complejidad social las determinaciones del teoricismo. Ante todo, en el nivel de la estructura económica, porque es como modo de dicha estructura que se produce la desviación de la teoría revolucionaria. Lo que podemos llamar la raíz no teórica de lo teórico o el entendimiento de lo teórico como forma de lo no teórico crea, y esto en razón de una necesidad funcional del sistema, la apariencia de que la causa del error radica en la subjetividad del teórico, vale decir en la inmanencia de la teoría (Del Barco 2008: 183).

Inversamente, también es cierto que, al aclarar la imposibilidad de rectificar teóricamente el error del teoricismo, arrojamos nueva luz sobre la manera en que piensa Marx. Según Del Barco, permite incluso rastrear en qué consiste la singularidad de la razón marxista, es decir, algo así como el suelo originario de su crítica: En consecuencia, el acto mediante el que se trata de discernir en la opacidad de lo real la causa última del teoricismo es un acto que se inscribe en el proceso político en curso: se trata de establecer los elementos estructurales que nos permitirán explicarnos, más allá del ámbito subjetivo, cómo se constituyó la Razón marxista, la cual es una variante del mito de la idea hegeliana bajo una nueva forma, abriendo así el campo para el despliegue inédito de una estructura de lo teórico donde lo otro de la teoría desempeña un papel determinante en el interior del propio orden teórico (Del Barco 2008: 187).

Así vemos por qué, para entender la lógica de la razón marxista, habría que volver a plantear la unidad profunda entre Marx y su otro.

V Ahora bien, en la crítica que se le puede hacer desde ese otro Marx al círculo autofundado de lo teórico, crítica basada en lo otro de la teoría como su irreductible revés, no se trata de oponer lo concreto de

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la vida a las abstracciones del concepto como si fueran dos compartimentos estancos de la realidad escindida entre lo real y lo ideal. El otro Marx a veces puede dar esta impresión, como cuando se insiste en cierto “élan”, o cierto “impulso desde el exterior” del sistema, cuya fuerza vital habría que ir a buscar en el magma de la experiencia pura como algo dado en sí. Más allá del libro de Oscar del Barco, el poder de atracción de tal o cual vitalismo subterráneo o fenomenologismo salvaje también ejerce su influencia sobre la interpretación de otros conceptos-metáfora que formarían parte del otro Marx. Así: 1) lo materno sería una fuente inagotable de pura sensualidad afectiva, completamente ajena a las abstracciones en las que se basa el equivalente general de la ley del padre; 2) lo aleatorio sería un puro devenir contingente, exclusivamente compuesto de golpes de dados que ningún concepto del azar podrá abolir en nombre de la causalidad histórica, y 3) lo común sería una pura sustancia primigenia en sí, autónomamente dada fuera o más acá de toda captura por los aparatos privados o públicos del capitalismo y del Estado. Sin embargo, así como lo real trabaja en el concepto, el concepto es también siempre concepto de lo real. No son dos ámbitos entre los cuales se pueda establecer un corte o una escisión ontológica. Tampoco existe una especie de donación primitiva de lo otro de la razón abstracta, en algo que sería como un dato inmediato de la experiencia, puesto que no se trata de contrastar en una oposición externa —siempre atractiva pero también inerte— lo concreto y lo abstracto, lo materno y lo patriarcal, lo contingente y lo necesario o la comunidad y el Estado. Más bien, el concepto y lo real, la experiencia y su sublimación ideal, así como la historia y la lógica de sus diferentes formas, están inescindiblemente vinculados en un proceso histórico material cuya descripción reiterativa constituye en gran medida la originalidad de El otro Marx. Aquí, por ejemplo, es donde Oscar del Barco introduce una metáfora tan sencilla como grandiosa, cuya importancia para el estado actual de la filosofía y de la teoría crítica, en mi opinión, no se puede sobrestimar. Habla de la “borra” del concepto: como la borra que queda en una taza de café, incluso la idea filosófica más pura o abstracta

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arrastra siempre y deja atrás la huella irreductible de su origen en los quehaceres comunes de la realidad histórico-social: Todos los cortes y desarrollos puros del concepto no pueden evitar su arrastre, su real, como borra. Detrás de la aparente obviedad de que por ser el hombre real todo lo que hace, piensa y sueña es real, se oculta esa borra no tan obvia a partir de la que es posible iniciar un no discurso; no discurso por cuanto entra en el terreno de lo reprimido y carece de nombre. Este es el filo de la navaja de la problemática, cuya consecuencia no es un equilibrio inestable entre el sustancialismo y el solipsismo, sino la abierta posibilidad de un fuera de ambos opuestos complementarios y sus correlatos (Del Barco 2008: 181).

La borra que arrastra o deja atrás toda teoría vuelve imposible el cierre de sentido en torno al solo concepto. La razón nunca es pura: en vez de una crítica de la razón pura, habría que hacer una crítica de la pureza de la razón. Pero esta crítica, a su vez, tampoco podrá encerrarse en un sistema o en un discurso del método. De ahí la imposibilidad —no meramente personal o accidental— en que se encuentre Marx no solo para terminar muchas de sus obras, sino también para escribir aquellas páginas tan famosamente prometidas sobre el método de la dialéctica. Como ya se puede leer en Esencia y apariencia en El capital, “el discurso marxista no puede ser, por lo tanto, un discurso, un sistema o una filosofía, pues es la conceptualización de un real en proceso, en acto interminable” (Del Barco 1977: 92; 2011: 102) Pues bien, entonces se vuelve a plantear el mismo problema en otros términos: ¿por qué el marxismo no puede dar lugar a un sistema, un discurso del método o una filosofía en el sentido tradicional de la palabra? ¿A qué se debe esta imposibilidad del cierre de sentido en torno al método? ¿Es a su vez el síntoma de una imposibilidad lógica o se debe a una contradicción histórica?

VI Aquí, a mi modo de ver, se empiezan a bifurcar los caminos en el modo de proceder del argumento de Oscar del Barco. Asimismo, es aquí donde podemos ubicar la creciente tensión entre las influencias

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de Marx y Heidegger. Y es, finalmente, donde atestiguamos el tránsito, no solo personal o generacional, sino también epocal, en el que entre práctica revolucionaria y deconstrucción de la metafísica será esta última la que acabará poniendo en jaque —en teoría, claro— la posibilidad de la primera. Por un lado, el libro insiste una y otra vez en el hecho de que la causa última de la falta de cierre en torno a la lógica de los conceptos no se debe a ningún defecto intrínseco a estos últimos, sino que depende de un hecho real. Lo que es más, la simple posibilidad de la abstracción conceptual —por ejemplo, el hecho de poder hablar del trabajo abstracto en general, independientemente de sus cualidades específicas— depende ya de un proceso de abstracción que no se juega en las entelequias de la mente, sino en la realidad histórica y material del desarrollo capitalista. Refiriéndose a los estudios de Alfred Sohn-Rethel sobre trabajo intelectual y trabajo manual, tan importantes para la teoría crítica de los años setenta, Del Barco participa así en los debates en torno a la llamada abstracción real que se han puesto de moda nuevamente en estos últimos años entre pensadores más jóvenes, como Anselm Jappe o Alberto Toscano. Abstracción real quiere decir que, antes de ser el producto de una acción puramente intelectual, la tendencia hacia lo abstracto en cuestiones como el trabajo, la producción o la comunidad es el resultado de procesos capitalistas de cuantificación, acumulación, valorización e intercambio a nivel de la economía política en general. Siguiendo esta línea de argumentación, se ha podido elaborar una crítica sociológica del conocimiento —crítica de la epistemología kantiana o de la ciencia de la lógica hegeliana— que parte justamente del punto de vista de un afuera de la sistematización estrictamente filosófica. Claro está, la filosofía, en su carácter idealista y apologético, el cual no es más que el reflejo sublimado que acompaña una tendencia real hacia la idealización, ha procurado siempre borrar en la medida de lo posible las huellas de su dependencia sobre ese afuera. Si este esfuerzo resulta finalmente imposible, es decir, si la operación de la borradura no se acaba nunca, es porque el proceso de la abstracción real parte siempre de un elemento que él mismo no ha puesto, sino que lo encuentra delante de sí como su presupuesto, a saber: la fuerza de trabajo. “El

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capital mismo es la contradicción en proceso”, había dicho Marx en los Grundrisse, “por el hecho de que tiende a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo, mientras que por otra parte postula el tiempo de trabajo como única medida y fuente de la riqueza” (Marx 1972: 229). Lo mismo podría decirse de los recursos naturales y energéticos de la tierra. Tierra y trabajo: únicas fuentes de todo el valor del mundo, pero, por la misma razón, también constantes obstáculos que se resisten a ser cuantificados y subsumidos sin resto en el proceso de valoración. En esta primera interpretación, entonces, la razón por la cual ningún sistema puede clausurarse en torno a sí mismo y por la cual el marxismo tampoco puede culminar en una obra acabada, un sistema o una filosofía se debe a ese plus de la tierra y el trabajo vivo como los presupuestos efectivos de los que siempre depende la acumulación de valor, sin que esta jamás pueda cerrar el círculo que le permitiría afirmar que son sus propios productos. Por otro lado, sin embargo, encontramos también los atisbos de otra manera de explicarse la imposibilidad del cierre de sentido en torno al orden de lo teórico en El otro Marx. Y, esta vez, la razón no es histórica o material, sino, por decirlo de alguna forma, lógica o estructural. Pero, claro, cuando ahora digo “lógica o estructura”, estamos elevando la paradoja al segundo grado, ya que hablamos de una razón lógica o formal por la cual ninguna lógica logra formalizarse del todo a partir de sus propios recursos. Más que en el Marx de los Grundrisse, en otras palabras, habría que pensar que el referente en este caso es Kurt Gödel. “Todo intento de constreñir lo real dentro de una lógica termina por hacer estallar la lógica”, declara axiomáticamente Del Barco. Y, más adelante, en otro texto añade él mismo una alusión al matemático austríaco-estadounidense: “La proposición de Gödel aquí sólo puede interpretarse como la irrupción de la borra en la mayor racionalidad posible, que muestra su precariedad, su indecibilidad, precisamente en el instante de su cierre” (Del Barco 2008: 96, 181). En esta interpretación, ya no es tanto la fuerza del trabajo la que obstaculiza la clausura del proceso de acumulación, sino más bien una especie de exceso del concepto racional sobre sí mismo. Dicho con otras palabras, es el juego de la diferencia que divide la razón de sí mis-

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ma y, como uno de sus múltiples efectos, introduce siempre un plus textual hasta en el discurso del marxismo: “Marx no pudo cerrar su obra porque el objeto al que la obra pretendía conocer como un en-sí era incerrable en cuanto tal. Y a este límite sólo de manera metafórica se lo puede llamar el fracaso de Marx; pues más que de un fracaso cognitivo se trata de una forma-de-ser del objeto de conocimiento” (Del Barco 2008: 24). Esto explicaría el enigma aún no develado de tantos textos incompletos o inéditos, es decir, la imposibilidad de los textos de Marx para alcanzar su culminación en una obra mayúscula: Los inéditos, textos imposibles. Esta imposibilidad los ubica fuera de contexto e inaugura un nuevo tipo de textos sin especificidad. Exceden cualquier tipo de topología estructural, pues su élan los pone siempre en exceso, marcados por un plus-de-texto que caracteriza desde entonces, y en un sentido fuerte, toda escritura. Los marxistas nunca quisieron reconocer esta originalidad textual del marxismo (Del Barco 2008: 44).

Una gran excepción sería, dos años más tarde, la figura de Gayatri Chakravorty Spivak, en cuyo trabajo, como también es el caso para el pensamiento de Fernanda Navarro y Raquel Gutiérrez, el debate con el marxismo está mediatizado por el feminismo, en el sentido de una conciencia aguda de que las primeras víctimas de la exacerbación de la división internacional del trabajo suelen ser mujeres. “Es nuestra tarea sugerir que, al levantar la tapa de ese concepto-fenómeno aparentemente tan unitario [el dinero], Marx destapó el texto económico. A veces cocinar es una mejor figura que tejer cuando hablamos de texto, aunque este último uso tiene su sanción etimológica. Al levantar la tapa, Marx descubre que la olla de lo económico siempre está hirviendo”, escribe Spivak. “A cada paso de la dialéctica, algo parece desviarse hacia la apertura-sin-fin de la textualidad: indiferencia, inadecuación, ruptura”, aunque eso no se reconozca en cuanto tal: “La expansión de la textualidad del valor muchas veces pasa desapercibida por feministas y marxistas de la corriente mayoritaria, atrapados como están en el positivismo hegemónico o en la dialéctica ortodoxa” (Spivak 1985: 74, 78, 80). Pero, si esto es así, si una de las razones por las cuales Marx no pudo terminar su obra máxima que iba a ser El capital es porque parte

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de la crítica de la economía política afecta la presuposición misma de una exposición autofundada del sistema, entonces desde el pensamiento de la diferencia y la textualidad también se nos abre una interrogación acerca del posible cierre metafísico del propio marxismo. Dicho de otro modo, si bien el pensamiento de Marx señala una mutación epocal en la forma de considerar la constitución de lo teórico, también habría que preguntarse en qué medida su concepción del mundo, al fin y al cabo, participa todavía en la clausura de la episteme metafísica occidental. ¿El marxismo no resulta endeble ante los embates de la deconstrucción? Como menciona Derrida en sus notas, recientemente publicadas, para el seminario del año 1964-1965 sobre Heidegger. La pregunta del ser y la historia, en su “Carta sobre el humanismo”, con la que intentaba levantar la cabeza después de la Segunda Guerra Mundial, el pensador alemán había sugerido que Marx, a pesar de haber llevado muy lejos la reflexión sobre la historia en términos de la alienación, no había podido evitar la recaída en una conceptualización metafísica, productivista y humanista del ser humano que se relaciona con la naturaleza en un metabolismo mediatizado por el trabajo: “Marx todavía hubiera seguido siendo, en su concepto del trabajo, por más profunda que fuera la penetración de la historicidad que éste le permitía, un heredero de la metafísica hegeliana, en la especie del voluntarismo subjetivado del que hablábamos la vez pasada y finalmente de un antropologismo humanista” (Derrida 2013: 52). A la luz de semejantes evaluaciones, ¿no debería extenderse el ejercicio de deconstrucción de la metafísica para incluir también al propio marxismo? Y ¿cuáles serían entonces las consecuencias de la deconstrucción para la idea misma de la política?

VII En la lectura un poco rápida que hace Heidegger de Marx en la Carta sobre el humanismo, parece que los conceptos marxistas no pueden deshacerse realmente de su carga metafísica. Marx seguiría trabajando con ideas fijas acerca de la relación del hombre con la naturaleza, el

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trabajo, la producción o la tecnología, sin cuestionar todo lo que acarrean en cuanto a su legado metafísico milenario de Platón hasta Nietzsche. En su post scriptum al libro El otro Marx, sin embargo, Oscar del Barco niega rotundamente la utilidad de lecturas que intentaran rastrear las recaídas metafísicas de Marx para explicar su parte de responsabilidad en el estalinismo. “Buscar los puntos metafísicos que existen en la obra de Marx y a partir de ellos fundar su vinculación con los actuales socialismos es confundir las cosas”, dice el filósofo argentino. Y termina ofreciendo una última hipótesis de lectura en la que Marx y Heidegger serían, por fin, capaces de sostener aquel diálogo fructífero anunciado en la Carta sobre el humanismo, con el primero haciendo para el devenir-fetiche del mundo y del trabajo lo que el segundo hace para el problema de la esencia de la técnica y del lenguaje. Así, refiriéndose a los términos usados por Heidegger, Del Barco propone matizar su interpretación de Marx: Sus conceptos metafísicos serían aquellos donde expresa una visión antropológica del mundo (como cuando dice que la naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre y que para el hombre la raíz de todas las cosas es el hombre); pero incluso estos conceptos de su primera época están insertos en contextos donde se los podría interpretar al margen de toda problemática ontológica, en cuyo caso serían pasibles de una interpretación distinta; en cuanto a las ideas de producción y de técnica es incuestionable que su ámbito de comprensión pertenece a la crítica de la economía política. No se trata, es obvio, de salvar a Marx. Su significado histórico está más allá de las modas ideológicas. Y hoy, cuando pareciera que se trata de considerarlo como un perro muerto, no deja de ser paradójico que un pensador como Heidegger lo considere el único interlocutor válido respecto al problema de la historia (Del Barco 2008: 212).

Ahora bien, lo que hace Heidegger con Marx en 1947-1948 es muy diferente de lo que nuestro autor propone hacer 35 años más tarde con ambos, Marx y Heidegger. En la posguerra inmediata, Heidegger utiliza a Marx para ayudar a desnazificar la empresa de la deconstrucción. Se gana así la fama de ser casi de izquierda y, al mostrar la incapacidad del marxismo para enfrentarse al problema de pensar la técnica en su esencia, sus seguidores franceses hasta pueden darse aires de ser más izquierdistas que el mismo Marx. Del Barco, en cambio,

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invoca a Heidegger después del fracaso de los socialismos realmente existentes para sugerir que la empresa del marxismo verdadero, sin comillas, siempre ha incluido una crítica sin perdón de la clausura de la metafísica y, así, al mostrar su capacidad para desmigajar los presupuestos de toda la episteme occidental, sugiere a sus lectores argentinos o mexicanos que el otro Marx es tan deconstructivista como el mismo Heidegger. Pero donde mejor se observan los efectos de este acercamiento entre Marx y Heidegger es en la evaluación de la crisis de la política en el epílogo añadido en 2008 a la edición argentina de El otro Marx. De hecho, es el mismo concepto de la política que aquí se está repensando: ¿Ha muerto la política? Si por política entendemos la lucha por suprimir la propiedad privada de los medios de producción y la constitución de una sociedad comunista, sin clases sociales y sin Estado, es indudable que sí, que esa política ya no tiene vigencia real, quiero decir, realizable. Pero si por política entendiéramos las múltiples y complejas luchas de los seres humanos por una sociedad más igualitaria, más justa y más libre, entonces creo que la política sigue viva y que, posiblemente, nunca la sociedad haya estado tan politizada como en la actualidad. Pero ya no se trata de luchar para que alguna vez, en el futuro, se logre la utopía comunista; se trata más bien de enfrentar al Sistema en todos los lugares posibles, de resistir su política de explotación y de dominio, de vivir el comunismo no sólo como resistencia al Sistema, sino como forma de ese vivir, como forma ante todo cultural, ética, filosófica, religiosa y política, en el sentido de una exacerbación libertaria de las prácticas sociales (Del Barco 2008: 218).

En nombre de este comunismo libertario, anárquico y vital, es decir, el comunismo como forma de vida, puede uno también seguir entendiéndose con Marx —al menos con el otro Marx—. Del Barco evalúa así la vigencia de su libro después de treinta años de escrito: Se hundió el marxismo-leninismo (incluyendo en él las responsabilidades del propio Marx), pero creo que se mantiene el otro Marx, el Marx iconoclasta que se empecinaba por escapar al encierro marxista, y, agregaría ahora, lo otro de Marx, ese punto que podemos llamar lo impolítico, que puede ser entendido como un más que político o como una política distinta a la política entendida en su sentido clásico, es decir, como un enrejillado o escenario donde de antemano se fija la legalidad del acto que por hacerse en ese lugar predeterminado se llama político.

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Hablo así de una política no política, una política del afuera, de la transgresión de lo político, incluso más allá de las casamatas gramscianas, en lo abierto, en lo propiamente abierto (Del Barco 2008: 222).

Más tarde, entre lectores menos sutiles de Marx y Heidegger, llegará el momento cuando la práctica o la política ya no sirve de palanca para una crítica de lo teórico, sino que el exceso de lo no teórico dentro de la teoría —ese exceso constitutivo de la existencia sobre el concepto— dará lugar a una crítica de la política en cuanto tal, comunismo incluido. Y, habrá que decirlo, el comunismo sobre todo incluido. En nombre de lo impolítico u otros intentos de resolver la crisis de la política mediante prefijos, se llegará entonces a una nueva hipóstasis de la diferencia entre lógica e historia, o entre el concepto y lo real: diferencia que la mera política en su esencia activa o militante supuestamente no puede más que traicionar con la puesta en escena ficticia de una fusión entre ambas dimensiones. Este nuevo argumento, en el cual la polémica en torno al “No matarás” de Oscar del Barco tendrá un papel considerable, en mi opinión, ya se ve venir en El otro Marx. En efecto, en los diferentes textos de esta magnífica colección podemos discernir dos grandes creencias o tendencias: 1) La creencia en la primacía de la práctica, en particular la práctica revolucionaria, si bien habría que ampliar su imagen tradicional para incluir la fiesta, el cuerpo, la poesía, el derroche y la muerte: Artaud, Bataille, Nietzsche o Freud en lugar de o además de Lenin. 2) La tendencia a ubicar el suelo originario de la razón marxista, en particular el principio de exceso o indeterminación, a partir del cual habría que criticar la política como tal para abrirla hacia lo político e incluso hacia lo impolítico: Heidegger, Derrida o Esposito en lugar de o además de Marx o Gramsci. La política de veras habrá muerto cuando se haya fijado el punto del exceso, pero de nuevo será un punto puramente teórico, desde el cual el pensamiento de la diferencia originaria podrá rebatir todos los argumentos a favor del comunismo como forma de vida. Este es, a mi entender, el impasse en el que actualmente nos encontramos atrapados. Este es nuestro hoy, diferente del de Heidegger en 1947 o del de Del

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Barco en 1983. La teoría crítica, como crítica de lo teórico en nombre de lo no teórico, ya no lleva entonces al sueño de la transformación del mundo, sueño desde hace mucho supuestamente convertido en pesadilla, sino a la cancelación anticipada de todo intento de politización del presente. Con la lectura del otro Marx, en cambio, he intentado reabrir algunos de esos caminos que ante nuestros ojos se están cerrando con una contundencia que es tan vacía como arrogante.

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La cuestión del eurocentrismo: Žižek, Vallega y la filosofía latinoamericana Linda Martín Alcoff Hunter College/Graduate Center of the City University of New York

El eurocentrismo es un problema crítico persistente en la mayor parte de los departamentos de filosofía en la academia latinoamericana. De hecho, en buena parte del Sur global, el currículum de dichos departamentos tiende a inclinarse hacia textos provenientes de Estados Unidos y de Europa: esto significa que aquellos que reciben su formación académica en el presente estarán mal preparados para superar este inconveniente en la próxima generación. Parece obvio que el eurocentrismo es un vestigio problemático de la mentalidad colonial, pero parte de la razón por la cual se realizan muy pocos cambios curriculares es que no se sabe bien cómo definir el eurocentrismo y por qué causas este es un problema. ¿Es la selección de los autores a estudiar realmente importante con respecto a la transmisión de ideas y tradiciones? En este trabajo, consideraré algunas discusiones filosóficas recientes sobre el eurocentrismo para ver cómo el concepto se viene definiendo, utilizando y, a veces, defendiendo. Luego ofreceré mi propia versión de cómo deberíamos definirlo. Compararé para ello dos posiciones muy diferentes del eurocentrismo en las obras de Slavoj Žižek y Alejandro A. Vallega para iluminar el presente debate, clarificar los aspectos que están en juego y motivar mi propia propuesta alternativa.

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Asumiré para ello desde el comienzo que el imaginario europeo es una región expandida que incluye los países angloparlantes, tales como Estados Unidos y Australia. De este modo, enfocaré más bien el angloeurocentrismo para referirme a las tradiciones intelectuales privilegiadas del Norte Global, pero usaré el término abreviado de eurocentrismo, más ampliamente utilizado en la actualidad. En este trabajo, mi preocupación principal es que la crítica del eurocentrismo continúa siendo caracterizada erróneamente como un rechazo simplista y preventivo de cualquier teoría que emerja de Europa o de los Estados Unidos, y que este rechazo es motivado por un nacionalismo bastante anticuado. Contra esta idea, sugiero que la crítica del eurocentrismo no tiene que ver ni con el nacionalismo ni con el separatismo, sino que responde a la preocupación por lograr una epistemología democrática en un mundo aún colonizado donde la actividad intelectual es todavía calibrada según la identidad y el rango social. Los desafíos actuales de redemocratización del conocimiento llevan aún la marca de las historias coloniales y de lo que Grosfoguel llama epistemicidios, es decir, la destrucción de conocimientos más allá de los centros colonizadores (Grosfoguel 2013). La idea de que Europa estaba a la vanguardia de la cultura, habiendo conseguido los más altos logros en todos los dominios humanos, especialmente los de la ciencia y la filosofía, fue un concepto central para la discusión discursiva que emergió de los imperios europeos. Esta fue, por supuesto, una coartada para los proyectos coloniales. Como explica el filósofo de Ghana Kwame Nkrumah, “decir que cada hombre era igualmente capaz de contribuir a la verdad requeriría a nivel social que cada hombre tenga derechos políticos” (Nkrumah 1964: 44). Esencialmente, los conocimientos de los pueblos sujetos a colonización tuvieron que ser desactivados por el proyecto colonial. Esto pudo ocurrir al menos de tres maneras: 1) negando que los colonizados tuvieran algún tipo de conocimiento, 2) declarando que sus saberes eran epistemológicamente inferiores a los conocimientos europeos o 3) directamente, robando sus conocimientos y reformulándolos como invenciones europeas. El trabajo histórico en estudios científicos está actualmente rescatando información sobre cómo ocurrió esto (ver, p. ej., Harding 2011).

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La destrucción y la burla de las tradiciones intelectuales de los pueblos dominados alteró la conciencia identitaria tanto del colonizador como del colonizado, facilitando la hybris de los primeros e inhibiendo la resistencia de los segundos. El proyecto de conquista colonial pudo entonces, justificadamente, seguir procedimientos no dialógicos y no participativos para el control social. Pero hoy en día parece que nos encontramos en un momento histórico diferente. Los proyectos de construcción nacional en el Sur global continúan oponiéndose a los saberes indígenas y a los sistemas de significado usando métodos que vienen de los colonizadores europeos. La explotación de clase se está incrementando en todas partes y nuevas formas de violencia sexual y de género van también en aumento. Todo esto complica los simples marcos binarios del anticolonialismo. Para muchos pensadores radicales, como Slavoj Žižek, enfocarse en el eurocentrismo es una desviación que exacerba los problemas reales (Žižek 1997, 1998). Sugiere que debemos tratar de ver que el problema no es Europa, sino las ideas desarrolladas para legitimar el capitalismo. El particularismo despolitiza la esfera social —indica— como si la inclusión pudiera reemplazar el choque de valores. En lugar de limitarnos al particularismo, tenemos que articular una vez más “demandas universales imposibles” (Žižek 1998: 1009). El binarismo entre el Norte global y el Sur global es menos importante, según él, que las divisiones ideológicas que existen dentro de cada región del mundo en la que los valores emancipadores luchan contra la hegemonía. Por lo tanto, “no necesitamos un diálogo de culturas, sino una unidad de luchas dentro de cada cultura” (Žižek 2015); debemos abrazar un universalismo de justicia económica (Žižek 2015) sin importar de dónde provenga. Žižek seguramente tiene razón en que hay divisiones profundas en todas las regiones y Europa misma ha tenido una importante tradición radical. Sin embargo, la cuestión sigue siendo si un marco colonial es irrelevante para entender estas diferencias regionales y si la tradición radical europea está limitada por su legado a ignorar los efectos de la colonialidad en la esfera de las ideas. Žižek defiende la tradición europea del radicalismo hasta el punto de que, a veces, la privilegia por encima de las otras, como cuando señala que su ver-

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sión lacaniana del marxismo es la única capaz de analizar la verdadera fuente de desarrollos reaccionarios como los de Boko Haram, dadas las causas sicoanalíticas que atribuye a las formas actuales de fundamentalismo. La fijación del fundamentalismo con la identidad sexual, el pluralismo sexual y la actividad sexual es en sí misma una especie de reacción fóbica a la jouissance, indica. Sugiere que el sujeto reprimido crea/imagina un Freud básico con algo del análisis que hace Nietzsche del resentimiento. Ya que la misma jouissance del fundamentalista no puede ser representada y ni siquiera reconocida, es proyectada hacia los otros a través de la construcción de imágenes fantasmáticas. De este modo, mientras que Žižek a menudo insiste en que el racismo y los antagonismos sociales de todo tipo son siempre fenómenos históricos, reconociendo que su forma puede cambiar, su aproximación sicoanalítica convierte estos cambios en fenómenos de superficie: la apariencia cambiante del racismo y del sexismo oculta una dinámica incambiada, que es la inhabilidad de reconocer el deseo y la capacidad para el placer. El resultado de la aproximación analítica de Žižek es negar o disminuir la importancia de las causas culturales y coloniales de los conflictos globales actuales y presentarnos un metaanálisis uniforme en términos de su propia versión del marxismo lacaniano. No necesitamos ir más allá de las tradiciones emancipadoras europeas para analizar las respuestas coloniales que están ocurriendo hoy en día. Su análisis causal considera que la guerra de Occidente contra los países islámicos juega un papel menor en la emergencia de Al Qaida, Isis o Boko Haram. Estos movimientos no son realmente formaciones reactivas en respuesta a lo que Europa o Estados Unidos han hecho; son solo proyecciones fantasmáticas que han sido concebidas para pintar a Europa y a los Estados Unidos como Sodoma. Y Žižek claramente siente que él también ha sido elegido, equivocadamente, como blanco de esta proyección. La caracterización que Žižek da de los fundamentalismos islámicos como nacidos del resentimiento tiene una perturbadora similitud con las que son dominantes en Occidente, como si fueran principalmente motivadas por los celos que provoca la libertad de las sociedades occidentales. Y, sin embargo, su aproximación desautoriza el análisis de tales similitudes o de lo que podrían significar.

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Al repudiar la preocupación con el eurocentrismo, Žižek elude un análisis reflexivo que podría revelar un inconsciente colonial, aún en una argumentación radical. El eurocentrismo de Žižek es diferente del de épocas anteriores, en las cuales el colonialismo hizo demandas vanguardistas sobre la dominación intelectual europea para justificar la extracción de recursos y la superexplotación del trabajo sobre la base de que los europeos sabían cómo desarrollar mejor tecnología y organizar a las sociedades (creencias que continúan en el mundo de hoy). Pero el rechazo de Žižek de las preocupaciones por la genealogía social de las ideas habilita la hybris de los radicales eurocéntricos, quienes creen esto invariablemente sin hacer mucho esfuerzo por explorar los desarrollos teóricos fuera de esta tradición. Esto tiene el efecto de marginar análisis históricos o culturales más específicos, al igual que aproximaciones más atentas al papel que siguen teniendo el colonialismo y el imperialismo. A pesar del hecho de que el capitalismo es global, las regiones del mundo son distintas, con diferentes formas de dominación, estructuras sociales, formaciones identitarias e historias de vida comunitaria que resiste al capitalismo. Como Dussel ha enfatizado (2013), las teorías liberadoras que dieron vida a las esperanzas transformadoras de una gran parte del mundo en los siglos xix y xx se desarrollaron básicamente en cinco países, todos del Norte Global. Estas teorías liberadoras nacieron de una experiencia local muy limitada y específica. No se dio al conflicto social un carácter racial o étnico, ni la división internacional del trabajo tuvo un lugar central en el análisis. El capitalismo no fue explicado como un desarrollo exterior o paralelo al colonialismo, sino como un reemplazo del feudalismo europeo. Como resultado, teorías sociales radicales surgidas de Europa, incluyendo el marxismo, no desarrollaron una teoría de la raza, ni conceptualizaron la xenofobia, ni la crítica del eurocentrismo, ni el concepto de indigenidad ni el análisis de los profundos vínculos entre cultura y colonialismo ni de las formas en que las jerarquías geográficas afectan la construcción misma de la teoría (Martín Alcoff 2013). Žižek es persuasivo al agregar a Freud a la tradición liberadora, ya que este considera las cuestiones del autoritarismo y de la sexualidad. Pero, para desarrollar una comprensión del racismo y de la xenofobia,

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los teóricos de la tradición freudiana usan persistentemente el antisemitismo como modelo para todos los odios de base étnica y religiosa, aunque este es un modelo insuficiente. El análisis del antisemitismo debe tratar de explicar por qué una minoría permanentemente pequeña pasa a ser vista como una amenaza existencial, llegando a argüir que esto tiene que ver con la construcción psíquica de un objeto fóbico donde la amenaza es enteramente imaginada. Sin embargo, esto no funciona para todo tipo de xenofobia. Los conflictos con los musulmanes en Europa y con los latinos en Estados Unidos son de un orden diferente y requieren un análisis distinto, dada la significación numérica y también la representación histórica de estos dentro del imaginario colonial europeo como no europeos racializados y premodernos. Ambos grupos tienen el potencial de ser numéricamente mayores que las poblaciones blancas y cristianas en el próximo siglo, y su total inclusión social amenaza las teleologías modernistas que identifican la hegemonía occidental con el progreso racional. Entender estos conflictos como amenazas existenciales no es una mera proyección psíquica: las identidades mayoritarias serán constitutivamente desafiadas y modificadas. Por tanto, necesitamos expandir nuestro análisis de conflictos entre distintos grupos. Nos encontramos ante un mundo multipolar, una organización racial del mercado de trabajo y un legado de colonialismos de asentamiento que ha producido múltiples demandas de soberanía dentro de los Estados nacionales. Elaborar los términos de coexistencia entre tales poblaciones sustanciales requiere una serie de herramientas teóricas mucho más rica que la que nos entregan los conflictos internos de Europa. También requerirá tratar de comprender nuevamente las dinámicas del capitalismo dentro del marco colonial, en el cual este emergió desde dentro de los proyectos coloniales y no ya simplemente por oposición al feudalismo. Como Mariátegui señaló (2011), por ejemplo, el capitalismo en Latinoamérica hizo uso de prácticas feudales tales como los latifundios, los gamonales y el peonaje para desarrollar sus minas y su agricultura monoproductora y asegurar los recursos naturales. La narrativa marxista sobre la progresión histórica entre feudalismo y capitalismo, en la cual el trabajo se vuelve móvil y libre, no puede dar cuenta de las complejidades de los mercados de trabajo en sociedades colonizadas en las cuales la identidad étnico-

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racial puede determinar el lugar que uno ocupa en el mercado de trabajo tanto como la forma y la cantidad de la remuneración, si es que hay alguna. No debería sorprender que el análisis teórico relevante para estas formas de injusticia haya surgido mayormente de lo que solíamos llamar el Tercer Mundo (Okihiro 2016). Me enfocaré ahora en una discusión muy diferente acerca de los efectos del eurocentrismo en la filosofía latinoamericana. En un importante libro nuevo, Latin American Philosophy from Identity to Radical Exteriority (2014), Alejandro A. Vallega ofrece un análisis crítico de los debates sobre la liberación que emergieron cuando América Latina se independizó de España. En ese momento, como indica Vallega, el pensamiento latinoamericano “se distingue por su lucha primero por la liberación y la autoidentificación y luego por la decolonización, por recuperar y articular las vidas y formas de pensamiento que han sido suprimidas, silenciadas, o virtualmente destruidas” (Vallega 2014: 2). A esta luz, Vallega se enfoca en la obra de teóricos que han estado debatiendo sobre las formas posibles de liberar a la filosofía latinoamericana de los vestigios del colonialismo europeo. Las cuestiones que unen los muy variados textos que Vallega considera, desde Bolívar a Castro-Gómez, son notoriamente diferentes de los que son familiares en Europa y Angloamérica, presumiendo que la filosofía tiene un contexto de enunciación material e histórico específico, tanto como un mandato político vinculado a la liberación del colonialismo, cualquiera que sea el modo en que esa liberación es entendida. El pensamiento liberador latinoamericano no ha formulado una narrativa universalista de la dominación ni de la emancipación para todos los pueblos o todas las épocas, sino respecto a los desafíos particulares, dada la específica historia colonial y los híbridos pueblos y naciones en este hemisferio. Vallega explica que “la visión definitiva” que motivó su estudio fue que la interpretación occidental del mundo, “moderna, racionalista e instrumental es insuficiente para enfrentar las experiencias de ser latinoamericanos y el pensamiento que surge de ella” (Vallega 2014: 3). Las tradiciones intelectuales latinoamericanas, las instituciones políticas, el arte y la cultura han sido evaluadas de manera desfavorable

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a través del lente de la moderna racionalidad instrumental de Occidente como manifestación de incoherentes temporalidades múltiples, modernas y premodernas y de horizontes hermenéuticos contradictorios. La moderna racionalidad instrumental de Occidente fue creada en medio de la industrialización capitalista y de los emprendimientos coloniales globales y proveyó conceptos y argumentos útiles para esos proyectos. No obstante, la articulación y el análisis crítico de este marco que se desarrolló dentro de Europa olvida de modo persistente los efectos que los contextos coloniales tuvieron en su formación. Así, la crítica de la racionalidad instrumental en Occidente que Vallega encuentra en la tradición filosófica latinoamericana es diferente de la crítica que ofrecieron Adorno y Horkheimer, quienes enfocaron los problemas del cientificismo (o la idea de que la ciencia tiene el monopolio del conocimiento) y el intento de dominar la naturaleza y formularon el problema respecto a la racionalidad instrumental, no respecto a la racionalidad instrumental occidental. Siguiendo a Heidegger, Vallega ve la forma de racionalidad que se desarrolla en la Europa moderna como síntoma de la profunda alienación cultural y de la disfuncionalidad de la masa, no simplemente como un error intelectual, sino como un tipo de desviación o caída. El trabajo de Vallega en el libro mencionado y en otros anteriores (2003, 2009) indica que el foco de Heidegger en el lenguaje como revelación del mundo permite una atención mayor a la experiencia cultural e histórica específica, como Mariana Ortega (2016) ha señalado también recientemente. Sin embargo, el análisis de Vallega se aparta de Heidegger al argüir que la tradición emancipadora alternativa que se desarrolló en la filosofía europea para criticar al cientificismo carecía de conciencia colonial. La racionalidad instrumental no fue funcional solamente para el capitalismo, sino también para el proyecto colonial que necesitaba inicialmente predecir y controlar, no a la naturaleza, sino al Otro. Esta es una importante corrección. Donde los críticos europeos han puesto a menudo el problema de las ciencias naturales antes que el de las ciencias sociales, sugiriendo que los métodos instrumentales de las primeras fueran aplicados al estudio de los seres humanos con resultados negativos, casi como un error metodológico, los teóricos decoloniales como Quijano invierten este orden: el colonialismo en el Nuevo Mun-

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do requirió una nueva serie de aparatos para la instrumentalización y el manejo de poblaciones, recursos y trabajo. El rasgo central de la crítica latinoamericana de la razón, entonces, ha variado de las ciencias empíricas, en su estudio del mundo natural, a la esfera de las ciencias humanas, en su aplicación tanto a los individuos como a los grupos poblacionales. Este es un modelo que continúa: desde la falta de atención por parte de Foucault a los entornos coloniales como crisol de las prácticas disciplinarias hasta la caracterización monocromática que hace Žižek del multiculturalismo como diferencia esencializada. El mero objetivo de lograr una comunidad colaborativa universal requiere precisamente el reconocimiento reflexivo de la propia particularidad de la experiencia de cada uno, un reconocimiento que el marco europeo eclipsa constantemente (Vallega 2014: 29). Aún la tradición radical de la filosofía europea continúa presentándose como un universal descontextualizado cuyo valor de verdad trasciende la ubicación material o histórica. Como Leopoldo Zea (1992) señalara, la filosofía europea pensó que hablaba el lenguaje de la humanidad, expresando la vanguardia de los logros humanos, y, por tanto, pareció adecuado al resto del mundo continuar filosofando de acuerdo a ese mismo modelo. Vallega explica que, para Zea, “el pensamiento occidental se ha insertado de tal modo en las Américas que no puede haber pensamiento latinoamericano que no tome como punto de partida la filosofía europea” (Vallega 2014: 27). Contrariamente, muchas de las problemáticas formuladas por pensadores latinoamericanos han partido de las condiciones específicas de sus países, por ejemplo, la naturaleza fundamentalmente híbrida de América Latina y el tipo particular de hibridación que ellas producen. Esta problemática es articulada en el primer filósofo que Vallega discute, Simón Bolívar, cuyas obras establecen las bases de debates futuros. La hibridez plantea un desafío al producir una discordia entre significados culturales, bloqueando la formación de comunalidad y coherencia de experiencia y de inspiración. La forma particular de hibridez en América Latina presenta un claro desafío para el proyecto decolonial, dada la mezcla de elementos africanos e indígenas con europeos, así como árabes y asiáticos, colonos, esclavos y nativos, muchos de los cuales tuvieron hijos de linajes mezclados que ocupa-

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ban posiciones y posibilidades diversas de acuerdo con las estructuras coloniales. Las poblaciones europeas de América Latina procedían generalmente del desaventajado sur de Europa, como España e Italia, justificando aún más las reacciones contra el eurocentrismo. Estos rasgos de Latinoamérica son también rasgos de Norteamérica: una sociedad postesclavista, una historia de genocidio contra los pueblos indígenas acompañada de una mezcla poblacional significativa y de un legado de colonización intelectual y cultural europea que aún es evidente. De esta manera, el trabajo de la filosofía latinoamericana —cómo pensar a través del complejo legado del colonialismo y lograr lo que Santiago Castro-Gómez llama “pensamiento híbrido”— es una tarea que debería unir a las Américas. Vallega considera que el aspecto más importante de la hibridez es la confluencia de distintas temporalidades que coexisten en simultaneidad, confundiendo la teleología de la racionalidad occidental con narrativas de significados radicalmente asimétricos. Estas múltiples temporalidades expresan modos de ser o un “sentido de la vida” coexistiendo, como indica Vallega, de manera tensa. Fundamentalmente, las experiencias latinoamericanas implican vivir en medio de estas temporalidades nativas y europeas más que la posibilidad de moverse en áreas claramente separadas. La conceptualización occidental de la progresión histórica es desafiada por la coexistencia simultánea en gran parte de América Latina de formas de vida premodernas, modernas y postmodernas, lo cual debería revelar lo inadecuado de estas marcas temporales, ya que rehúsan reconocer la simultaneidad y demuestran ser incapaces de aceptar las implicaciones de la misma. A partir de aquí, uno puede comenzar a ver por qué una representación racionalista es insuficiente. Incluir conocimientos indígenas en los espacios occidentalizados solo es posible instrumentalizándolos para las agendas de Occidente como “guardianes de la biodiversidad”, tal como indica Castro-Gómez (citado por Vallega 2014: 170). Su propia conceptualización como, por ejemplo, protectores del agua, es irrepresentable. La incursión de una metafísica espiritual dentro de las prácticas científicas va más allá de la comprensión occidental, de modo que la democracia epistemológica es imposible, sostiene Vallega, dada la inconmensurabilidad de los mundos.

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La principal solución de Vallega a este problemático enmarque de la racionalidad instrumental tiene que ver con la articulación de la particularidad y la diferencia como medios para escapar al historicismo de las teleologías progresistas que convierten a América Latina en un espacio subdesarrollado o culturalmente retrógrado. No puede haber un nuevo sistema después de la decolonización ni una nueva teleología prescriptiva: en cambio, “nos quedan experiencias vividas concretas en sus densas imágenes, historias, representaciones fragmentadas… [es decir] la vida singular en su mismo movimiento” (Vallega 2014: 140). Un desplazamiento cuidadoso de las acuciantes ideas de progresión temporal unificada requiere moverse desde la identidad hasta la exterioridad radical, ya que, según Vallega, las identidades emergen como discretas, coherentes e inteligibles solo desde dentro de un marco racionalista y temporalmente unificado. En contraste, la exterioridad radical es definida como lo que no puede ser representado en el marco conceptual de la racionalidad occidental. La idea general de exterioridad radical es tomada por Vallega de Enrique Dussel, entre otros, quien define lo exterior como “la sensibilidad o experiencia vivida prerracional, en el nivel del conocimiento y la experiencia afectiva y corporalizada” (Vallega 2014: 7). A partir de esta posición, Vallega señala que el proyecto decolonial que la filosofía latinoamericana ha estado persiguiendo desesperadamente necesita una mayor atención estética, que pueda ir más allá de los parámetros del juicio crítico. La decolonización requiere la percepción de un “nivel de sensibilidad” que uno puede encontrar “articulado en la pintura, la música, la poesía, las artes populares, los rituales, las tradiciones orales, etc.” (Vallega 2014: 72). Es en esta sensibilidad estética que puede surgir la conciencia de la gente acerca de la dignidad y la igualdad (Vallega 2014: 73). Esta no es una estética interesada solamente o primariamente en el arte, sino “en el corazón y la mente [que] es la base y el espacio-tiempo de adaptación y disposición para el conocimiento conceptual y para la configuración de instituciones normativas” (Vallega 2014: 72). Vallega sugiere que solo atendiendo a estas cuestiones la racionalidad instrumental puede ser desafiada con un pensamiento exterior a ella; solo de esta manera los ricos recursos de la exterioridad colonizada se hacen accesibles en todo su potencial

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transformativo. Vallega clarifica que la exterioridad radical no significa sugerir la existencia de una cultura desconocida pero unificada. Más bien, indica, deberíamos pensar en la exterioridad radical como una sensibilidad comunal primariamente definida por su temporalidad diferenciada, donde la idea de lo comunal desplaza los conceptos fronterizos basados en la identidad, tales como los de nación, cultura o ethos. De ahí la naturaleza radical de esta exterioridad. La propuesta de Vallega ayuda a explicar la debilidad de las defensas de eurocentrismo del tipo de la realizada por Žižek. Las contranarrativas emancipadoras que Žižek quiere movilizar tienen que ser comprendidas en su particularidad, no a través de los marcos metauniversales. Está en juego nuestra habilidad de entender efectivamente las formas de dominación que enfrentamos tanto como las posibilidades alternativas ya presentes en nuestras diversas localizaciones. Sin embargo, me preocupa que el concepto de exterioridad radical que presenta Vallega es una especie de absoluto, aunque la misma idea de exterioridad es, por definición, relacional. Claramente, para Dussel, Marx y otros, lo radicalmente exterior es definido en relación a un sistema, como el capitalismo moderno y el sistema patriarcal colonial. Este sistema no puede incorporar prácticas tales como el uso de tierras comunales, el trabajo no comodificado, o las sensibilidades no comodificables, la producción cultural o los valores de cualquier tipo. Tampoco puede aceptar el valor y necesidad del trabajo doméstico o de asistencia personal (care-work). Tal como lo entiendo, Vallega quiere demarcar una sensibilidad capaz de reconocer lo distinto, pero no se trata de producir una sensibilidad alternativa o contraria, ya que esta quedaría, en cierto sentido, dentro del marco occidental. Para representar (y describir, demarcar, dilucidar) lo exterior se requiere una comprensión de las fuentes conceptuales existentes para poder mostrar que lo que se reclama como exterior efectivamente lo es, pero la hegemonía de estos conceptos es, precisamente, la que necesita ser, según él, desplazada. Este es el tipo de argumento que las críticas más postmodernas a Dussel, como en Castro-Gómez y otros, están desarrollando para pensar fuera del marco instrumentalizador y racionalista. Sin embargo, un foco en lo particular y distinto, y un rechazo de toda contra narrativa como necesariamente comprometida, puede

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aparecer como escapando a la teleología historicista y colonizadora, pero sacrifica la habilidad de formular las relaciones entre prácticas, formaciones identitarias, enunciaciones de valor y significado, etc. Así, desde mi perspectiva, un uso absolutista de lo radicalmente exterior tiene éxito como evasión del marco occidental, al menos en un sentido formal, y aun así, reduce su valor explicativo precisamente porque ha concebido las formas exteriores y creativas de sensibilidad como si surgieran de la nada. Ciertamente, es posible explorar las formaciones precoloniales, las ideas y prácticas, y, sin embargo, el foco de Vallega es precisamente la América Latina de hoy, en la que convergen múltiples temporalidades, sensibilidades y valores. Para concluir esta discusión, lo que debería quedar claro en este punto es que la preocupación con el eurocentrismo no está motivada por un rechazo simplista de una tradición textual que tiene sus orígenes en los países que fueron imperiales. Ni siquiera está basada en el hecho de que una parte sustancial del legado intelectual europeo fue funcional para la construcción imperial, desde las racionalidades instrumentalistas hasta el manejo poblacional. Más bien, el verdadero sentido de la tradición europea continúa siendo la incapacidad para comprenderse a sí misma como una tradición intelectual particular y localizada, con fuentes conceptuales limitadas basadas en esa historia, ya sea en su forma conservadora o en la radical. Esto ha debilitado su propia capacidad de conciencia reflexiva o de reconocimiento de estas limitaciones y ha facilitado su hybris hacia los universalismos, como continuamos viendo en Žižek. Y esto incapacita la cooperación dialógica entre modos particulares de análisis reflexivamente conscientes que pudieran ser capaces de encontrar hoy en día un terreno común hacia una agenda globalmente relevante de crítica y reconstrucción. El concepto de exterioridad radical, sugiero, necesita permanecer atento a su propio carácter situado y relacional. Las sensibilidades que contienen múltiples temporalidades son fenómenos postcoloniales estructurados, al menos en parte, por exclusión y denigración. Estos no son objetos encontrados, en el sentido positivista, de expresiones culturales prístinas, sino formas de vida que han corporalizado la resistencia a la hegemonía colonial como parte de su brillantemente persistente forma de supervivencia. Por tanto, la lucha por la autoidentificación

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y la liberación contra el racionalismo occidental instrumentalizado y circunscripto no es una alteridad absoluta, sino un pensamiento situado en otra parte, con una diferente forma de relacionamiento con el imperio, pero también con otras formas de trabajo, producción cultural y subjetividad. El error de las aproximaciones de la izquierda europea siempre ha sido el de sus esfuerzos por establecer un metanivel de dominio del significado, otorgando los conceptos de dominación y liberación a todos. El imaginario eurocéntrico de Europa comprende tanto los triunfos como las tragedias como si fueran internos, como si hubiera inventado conceptos de derechos humanos y libertad, tanto como prácticas de dominación, para luego exportarlos al resto del mundo. Más bien, como Dussel nota, la misma formación de Europa comienza en su encuentro relacional con el Nuevo Mundo. De allí en adelante, las estructuras sociales y las formaciones a nivel planetario se volvieron más intensamente interdependientes. Vallega tiene razón al insistir en la particularidad: las sensibilidades diversas y las formas de vida no fueron en realidad sepultadas o desaparecidas, excepto en la incapacidad de los sistemas conceptuales eurocéntricos para representarlas. Las condiciones intensificadas de interdependencia y relacionalidad que el colonialismo forjó no produjeron formas uniformes de dominación o de escape. Dada la riqueza intelectual del mundo, un foco exclusivo en la tradición europea requiere intencionalidad y, hoy más que nunca, alguna forma de justificación, como Žižek ha estado intentando establecer. Mi argumento ha sido que el eurocentrismo es una especie dentro de una patología aún mayor que llamaré falsa ilusión trascendentalista: la creencia de que el pensamiento puede ser separado de su fuente específica, geohistórica, como si las ideas y argumentos filosóficos emergieran sin conexión con la localización que tuvieron en su génesis. Lograr la democratización en la esfera intelectual requerirá superar esa patología. Traducción de Mabel Moraña

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Obras citadas Dussel, Enrique (2013). Ethics of Liberation: In the Age of Globalization and Exclusion. Durham: Duke University Press. Grosfoguel, Ramón (2013). “The Structure of Knowledge in Westernized Universities: Epistemic Racism/Sexism and the Four Genocides/Epistemicides in the Long 16th Century”. En: Human Architecture 11(1), 73-90. Harding, Sandra (2011). The Postcolonial Science and Technology Studies Reader. Durham: Duke University Press. Mariátegui, José Carlos (2011). José Carlos Mariátegui: An Anthology. New York: Monthly Review Press. Martín Alcoff, Linda (2014). “Educating with a (De)Colonial Consciousness”. En: Latin American Philosophy of Education Journal 1, Proceedings from the 2013 Lapes Symposium, 4-18. Nkrumah, Kwame (1964). Consciencism: Philosophy and Ideology for Decolonization. New York: Monthly Review Press. Okihiro, Gary (2016). Third World Studies: Theorizing Liberation. Durham: Duke University Press. Ortega, Mariana (2016). In-Between: Latina Feminist Phenomenology, Multiplicity, and the Self. Albany: State University of New York Press. Quijano, Aníbal (2000). “Coloniality of Power, Eurocentrism, and Latin America”. En: Nepantla 1(3), 533-580. Vallega, Alejandro A. (2003). Heidegger and the Issue of Space: Thinking on Exilic Grounds. State College: Pennsylvania State University Press. — (2009). Sense and Finitude: Encounters at the Limits of Language, Art, and the Political. Albany: State University of New York Press. — (2014). Latin American Philosophy from Identity to Radical Exteriority. Bloomington: Indiana University Press. Zea, Leopoldo (1992). The Role of the Americas in History. Savage: Rowman and Littlefield. Žižek, Slavoj (1997). “Multiculturalism, or, the Cultural Logic of Multinational Capitalism”. En: New Left Review 225, 28-51. — (1998). “A Leftist Plea for Eurocentrism”. En: Critical Inquiry 24(4), 988-1009.

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— (2015). “The Need to Traverse the Fantasy”. En: In These Times 28, s. p., (consulta: 22/02/2018).

Hacia una agenda filosófica latinoamericana: bases para un debate Mabel Moraña Washington University in St. Louis

La filosofía latinoamericana, al igual que el sujeto que la produce, ha debido enfrentar, como uno de los más constantes, los problemas vinculados a su propio reconocimiento, tanto al que se produce fuera de sus dominios regionales y disciplinarios como el referido a su propio proceso de autoidentificación o autorreconocimiento intelectual. En efecto, la pregunta acerca de la existencia —o posibilidades de existencia— de una filosofía latinoamericana y los interrogantes sobre su especificidad, sus vertientes y su naturaleza han sido algunos de los ejes sobre los que ha girado un pensamiento que se ha tornado por momentos pesadamente autorreferencial y que, a través de los siglos, ha recorrido un amplio espectro de posicionamientos. Desde algunas perspectivas, se ha negado la existencia de esta filosofía indicando que el pensamiento de la región carece de la suficiente dosis de abstracción especulativa, estando guiado, en general, por intereses y preocupaciones específicas, que lo convierten en un ejercicio acotado, circunstancial y pragmático. Esto llevó a (con)fundir la filosofía con el ensayo o la crítica cultural, considerándose que estos constituían las modalidades híbridas que le era dado asumir al pensamiento filosófico en regiones culturales aún

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atenazadas por los temas de la identidad, el poder, la soberanía, etc., todavía fuertemente marcados por la necesidad de definir prácticas y políticas concretas.1 A esto se sumó con frecuencia la idea de que la misma condición post/neo colonial latinoamericana, habiendo creado una situación de dependencia verificable también en el aspecto cultural y epistemológico en la modernidad, impediría el desarrollo de un pensamiento independiente y original, claramente diferenciado de sus fuentes. Desde esta perspectiva, en América Latina se registrarían, en cambio, formas más o menos sofisticadas de glosa de los grandes pensadores y sistemas europeos y anglosajones, los cuales habrían sido apropiados con grados variables de fidelidad en áreas periféricas. Más grave ha sido, a mi criterio, en esta línea, la antinomia que ha marcado la diferenciación de América Latina con respecto a la América del Norte indicando, por ejemplo, que mientras esta última es —como se asume también respecto al pensamiento europeo— el ámbito propicio de la teoría, a la primera le corresponde el espacio fáctico, acotado y revisionista de la historia. Esta dicotomía historia/teoría, sustentada desde distintos frentes, ha tenido como objetivo —o, al menos, como resultado— la descalificación de ideas, preguntas, categorías y elaboraciones surgidas en el subcontinente, estrategia que supuestamente dejaría el campo libre a formas nuevas y encubiertas de colonización teórico-ideológica. En otras palabras, se delimitó a través de ese dualismo el parámetro acotado de la historiografía como el campo de conocimiento propio de sociedades que se encontrarían aún en el estadio revisionista de redefinición del origen y de la condición geocultural de la región latinoamericana en el amplio espacio del occidentalismo. Por esta vía se niega, entonces, el que podría llamarse “pensamiento nativo” (Vallega), el cual quedaría reducido a una forma primigenia —primaria, elemental— de conceptualización difícilmente distin-

1. Sobre los debates en torno a la existencia de la filosofía latinoamericana, ver Castro-Gómez (2011). Como ejemplo de la relación que se establece entre ensayo y filosofía, ver, por ej., la antología editada por Gracia/Millán-Zaibert (2004).

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guible del pensamiento mítico.2 Los que serían, desde la perspectiva hegeliana, pueblos sin historia no elaborarían sistemas filosóficos (es decir, racionales), sino cosmovisiones de valor primariamente prelógico, afectivo, traducido en imágenes, leyendas (relatos), expresión mitopoética del desconcierto, el miedo y la duda ante aquello que se desconoce o se siente fuera de control. El pensamiento nativo (noción que, ampliamente, podría englobar tanto los sistemas de ideas originados en el mundo prehispánico como los que emergieron de la sociedad criolla) estaría, así, determinado aún por los vestigios del pensamiento mágico, la relación directa con la Naturaleza, la experiencia cotidiana y la comprensión de lo histórico, cualquiera sea la forma que este asume en distintas culturas. Inevitablemente distanciado, entonces, por una razón u otra, de la dimensión ahistórica de los universales, el pensamiento latinoamericano se manifestaría como una forma deficitaria, incompleta, subdesarrollada e insuficiente de reflexión. Existiría, por tanto, solamente abocado a temas derivados de las urgencias impuestas por el colonialismo, la dependencia, la desigualdad y el autoritarismo. En otras palabras, la función del pensamiento sería la de continuar elaborando la posición de la víctima (el colonizado, el subalterno, el dependiente, el marginal, etc.) en distintos registros ideológicos. Reivindicar el carácter filosófico que pueden adquirir temas como la memoria, la historia, la experiencia, la representación, el trauma, el poder y la violencia ha sido y sigue siendo una de las tareas del pensamiento latinoamericano filosófico, ético, político y religioso, intentando abrir con estas reflexiones campos que permitan ir pasando desde la imprescindible dimensión reivindicativa a la política, la ética y la filosófica. El uso específico que se ha venido dando a la dicotomía teoría/ historia expresa bien los procesos de neocolonización ideológica, so-

2. Con sentidos vinculados, aunque no necesariamente sinónimos, otros autores hablan de “tradiciones filosóficas indígenas” (Mendieta), “filosofías étnicas” (Gracia) o “filosofía en clave caribeña” (Laó-Montes) para referirse al pensamiento proveniente de culturas no dominantes en América Latina. Sobre el pensamiento nativo, ver, por ejemplo, Nuccetelli (2002).

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bre todo, desde el fin de la Guerra Fría, cuando la cancelación del precario equilibrio de épocas anteriores da lugar a rearticulaciones del campo intelectual Norte/Sur (tema que, por sí solo, daría lugar a largos debates). De todos modos, esta dicotomía es solo una entre muchas, quizá la que se ha esgrimido con más empeño en los intentos por legitimar elaboraciones centrales en detrimento de saberes o propuestas surgidas desde espacios intelectuales considerados marginales. América Latina se ha ido definiendo, trabajosamente, filosóficamente, en los intersticios de series binarias. Para citar algunas, valga mencionar las siguientes: ·· tradición/originalidad ·· autenticidad/imitación ·· creación/copia ·· particularismo/universalidad ·· contingencia/abstracción ·· identidad/otredad ·· civilización/barbarie ·· colonialismo/independencia ·· pragmatismo/idealismo ·· Norte/Sur ·· centro/periferia ·· amo/esclavo ·· totalidad/fragmentación o destotalización ·· hegemonía/subalternidad ·· esencia/existencia ·· racionalidad/emocionalidad Estas antinomias que nombran planos de existencia y poder por todos conocidos, al ser presentadas como polaridades, parecen articular situaciones estáticas. En efecto, los campos conceptuales y sus connotaciones políticas, sociales, económicas, etc., resultan reducidos y estereotipados a través del procedimiento de falsa oposición, que desconoce la complejidad de los procesos de apropiación, redimensionamiento y mímica, la antropofagia cultural, la transculturación y la hibridación que caracterizan el pensamiento postcolonial en todas sus manifestaciones. Tales procesos incluyen no solamente la contaminación y empréstitos permanentes entre ambos extremos, sino también

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la paradójica coexistencia de rasgos que, aunque se identifican con uno de esos polos, se actualizan también en su contrario. Otro de los aspectos que parece importante traer a colación, y que podría entenderse, también, a partir de los planteamientos antitéticos ya mencionados, es el que problematiza las formas de relacionamiento entre el pensamiento latinoamericano y el europeo, cuestión abordada, muchas veces, de manera extrema: o la filosofía americana es copia, glosa, repetición, apropiación, evocación o eco de las corrientes europeas (y, en menor medida, anglosajonas) o se desprende de ellas, rechazándolas para evitar los riesgos de contaminación ideológica, penetración cultural, etc. La angustia de las influencias (Harold Bloom) inspira así una oscilación que va desde la dependencia epistémica respecto a la filosofía canónica europea hasta el rechazo de esas corrientes, el cual termina, en muchos casos, en el fundamentalismo. Entendiendo que el universalismo constituye, básicamente, un provincianismo triunfante que ha adquirido el poder de imponerse de manera hegemónica sobre otras concepciones del mundo, algunas formas del pensamiento decolonial o decolonizador derivan hacia expresiones ofuscadas, casi delirantes, de reacción contra esas formas de poder epistémico, proponiendo rechazar y prescindir de la tradición filosófica que fuera, sin lugar a dudas, uno de los instrumentos de dominación durante siglos. Tales posiciones autonómicas, y, con frecuencia, fundamentalistas, actúan a) como si tal tradición dejara de existir al no ser considerada desde América Latina; b) como si ese pensamiento fuera irrebatible; c) como si fuera necesario reforzar con automarginación o autoexclusión el sojuzgamiento ideológico implementado desde muchos de los grandes sistemas filosóficos; d) como si las formas de pensamiento hegemónico y de dominación de unos sectores culturales sobre otros no pudiera efectuarse, de todos modos, en el interior de los sistemas de pensamiento latinoamericano (colonialismo interno); e) como si lo fundamental del pensamiento metropolitano no estuviera ya interiorizado en los modelos epistémicos que guían nuestro pensamiento, incluso nuestro pensamiento emancipador, y f ) como si no existieran suficientes ejemplos de las posibilidades reales de elaborar sistemas y categorías de pensamiento desde regiones filosóficamente colonizadas. Valgan como ejemplo el

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cuerpo filosófico de la teología de la liberación; el concepto de epistemología del Sur derivado de la obra de Boaventura de Sousa Santos, de crítica decolonial; los desmontajes ideológicos de la modernidad y la Ilustración;3 las nociones de transmodernidad, colonialidad, decolonización y pluriversalidad; los debates en torno al sujeto nacional popular (Leon Rozitchner, J. C. Mariátegui); los trabajos sobre ética, otredad y emancipación de Enrique Dussel; la obra crítica y las propuestas filosóficas de Linda Martín Alcoff, Santiago Castro-Gómez y Bruno Bosteels, entre otros; los principios del buen vivir elaborados, sobre todo, en la región andina, etc.4 Todas estas nociones y debates demuestran las posibilidades que abre la polémica cuando se realiza sin fundamentalismos y sin sustentar defensivamente un rechazo a priori de formas de conocimiento, de interpretación y de representación que, por estar originadas en otras realidades culturales, muchas veces no responden de manera directa y puntual a las necesidades del debate latinoamericano, aunque aporten categorías y puntos de vista que pueden enriquecerlo y reajustarlo. En este sentido, nos acercamos a otro de los puntos de la agenda de la filosofía latinoamericana frente a los desafíos de un pensamiento global: la necesidad de consolidación de un programa político-filosófico decolonizador. Entendiendo la globalización como un sistema totalizador e integrativo capaz de instalar nuevas formas de marginación y de subalternización a nivel planetario sin cancelar las anteriores, y de cara a los antagonismos y a las complejidades men-

3. Sobre la crítica de la modernidad, ver Dussel/Krauel/Tuma (2000), así como Quijano (2000). 4. El concepto de colonialidad, acuñado por Aníbal Quijano para señalar la perpetuación de las estructuras de dominación colonial en la modernidad, derivó hacia múltiples campos y aplicaciones. De la original noción de colonialidad del poder y colonialidad del saber, se pasó luego a las ideas de colonialidad del placer, del tiempo y del espacio. Las dos últimas apuntan a señalar la simultaneidad de temporalidades y de formas de dominación que coexisten y marcan el desarrollo de la vida y las dinámicas comunitarias en una dirección no lineal ni unidireccional, sino expresándose a través de convergencias y divergencias entre distintos sistemas epistémicos, proyectos y formas de resistencia al poder dominante.

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cionadas en sociedades postcoloniales, la agenda decolonial define como uno de sus primeros frentes de lucha el de las formas de dominación epistémica que fueran impuestas desde el Descubrimiento.5 Al mismo tiempo, se opone a la perpetuación de los modelos de pensamiento que, diseminados por la vía del colonialismo interno, replican la dominación eurocéntrica y anglosajona sobre las culturas y comunidades sometidas desde la plataforma de la hegemonía criolla. Sin embargo, el pensamiento postcolonial deja en pie las mismas bases, económicas y políticas, sobre las cuales se apoya el edificio de la modernidad y la realidad postcolonial, enfocándose más bien en una dimensión culturalista. La agenda decolonial entiende así, como uno de sus primeros desafíos, el de la integración del pensamiento latinoamericano a nivel global, pero desde la base de la igualdad epistémica. El objetivo sería lograr una elaboración del trauma de la conquista, de los dramas de la dependencia, la colonialidad, el autoritarismo, la exclusión, la impunidad y la desigualdad sin quedar atrapados en una concepción restrictiva, empiricista y eminentemente reivindicativa de la experiencia histórica. Más bien, esta constituiría la instancia primera de una reflexión más amplia y más profunda del lugar del sujeto postcolonial en relación con las imposiciones del universalismo y a partir de una irrenunciable posición emancipadora, ni servilmente tributaria con respecto a los grandes sistemas de pensamiento que acompañaron el occidentalismo, ni autoexcluyente respecto a los saberes occidentales, ni dependiente ni fundamentalista. Creo que uno de los grandes desafíos para América Latina es el de contribuir a la deconstrucción del capitalismo desde una posición que incorpore críticamente la teoría marxista, adecuándola, como Mariátegui entendiera tempranamente, a sus propias necesidades. Esto, sobre la base del reconocimiento de la especificidad de lo latinoamericano, lo cual no significa caer en el excepcionalismo histórico ni en un filosofar esencialista apartado de las condiciones

5. Al respecto, ver el fundamental libro sobre el giro decolonial compilado por Castro-Gómez/Grosfoguel (2007).

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impuestas por el lugar geocultural ocupado por la región latinoamericana desde su inserción en el occidentalismo, en las distintas etapas de la modernidad capitalista. Por supuesto, el tema de la especificidad, como el de cualquier atributo identitario, tiene sus bemoles, sobre todo, cuando incluye el reconocimiento de culturas no occidentales, de existencia prehispánica. Pienso que la idea de atribuir a priori un privilegio epistémico al pensamiento autóctono (rasgo, por otra parte, difícil de delimitar) revela más sobre el redencionismo que alienta ciertas líneas de la conciencia burguesa que sobre el problema mismo que se enfoca. Esto, sin intentar negar, en ningún momento, los efectos arrasadores y totalizantes del pensamiento colonizador que identificamos con el eurocentrismo, el colonialismo y el imperialismo moderno. La agenda decolonizadora pasa, a mi criterio, tanto por la reelaboración critica de los saberes y reflexiones filosóficas occidentales como por la recuperación de vertientes de pensamiento no occidental, desarrollado en lenguas no dominantes. Se trata, en este sentido, de vencer la dicotomía según la cual las lenguas autóctonas son el lugar del mito, de la leyenda, incluso de la poesía, de la intuición, de la sensibilidad y del afecto, mientras que las lenguas dominantes tienen el monopolio de la lógica, de la racionalidad, del orden político, de las verdades verificables, de las creencias legítimas y del conocimiento científico. Esto pasa también por la necesidad de advertir que este predominio lingüístico es también relativo, ya que remite, en algunos contextos, a la subalternización del castellano frente al inglés, aunque en otros espacios será justamente el español la lengua que, apoyada en el poder imperial o criollo, subordina, invisibiliza y termina por eliminar las lenguas autóctonas. Todo esto apunta a nuevos posicionamientos y puntos de partida para el pensamiento filosófico postcolonial. Ya desde el último tercio del siglo xx, las críticas del pensamiento ilustrado y la modernidad; la teoría del sistema-mundo; los debates en torno a la postmodernidad; el supuesto fin de la historia; el populismo, la naturaleza y el alcance de lo político; las nociones de imperio; la naturaleza del Estado y de la democracia; los conceptos de lo común, de comunidad/inmunidad, de sociedad disciplinaria y de control, de biopolítica, de afectivi-

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dad, de género, de humanidad (y posthumanidad); la deconstrucción ideológica de las ideas de identidad, nación, ciudadanía y soberanía; las formas de incorporación de categorías y de formas de pensamiento provenientes de culturas no dominantes, y la concepción de un Sur global: apuntan todos hacia la redefinición de los parámetros y de la sustancia de la filosofía y de las articulaciones entre filosofía, ética, estética, política, ecología, antropología, artes e historia. De los dominios conocidos de la historia de las ideas, la crítica de la cultura y la filosofía tradicional se va pasando a prácticas disciplinarias híbridas, como la filosofía de la crítica, la cual conlleva, necesariamente, una crítica de la filosofía. El pensamiento decolonizador o la crítica decolonial crece y se fortalece, como Castro-Gómez sugiriera, en los intersticios del discurso moderno, en sus contradicciones, sus desniveles, sus repliegues y sus fisuras.6 Pero el pensamiento decolonial no es tampoco, él mismo, un bloque homogéneo libre de excesos y contradicciones, sino una construcción crítico-discursiva irregular y atravesada, como todo campo cultural, por luchas de poder. En su interior subsiste, a no dudarlo, la problemática de los universales, es decir, la presencia y la pugna de nociones que tienden a universalizarse aun a costa de ir aplanando su significado e inclinándose hacia formas de totalización que contradicen la naturaleza fluida, híbrida e inestable de los fenómenos analizados. Categorías generalizadoras que utilizamos

6. Castro-Gómez considera que las obras de Leopoldo Zea, de Enrique Dussel y de Rodolfo Kusch articulan, sobre la base de la filosofía europea, las que pueden ser consideradas “contranarrativas de la modernidad”. Aunque las mismas son elaboradas desde la periferia latinoamericana, se expresan aún, como indica el filósofo colombiano, “en el lenguaje de Próspero”, con el cual se consagraron los grandes discursos del colonialismo. La alternativa sería, desde la perspectiva de Castro-Gómez —que Alejandro A. Vallega calificó de “pensamiento híbrido”—, el abandono de una definición normativa de lo humano y el énfasis en aquellos rasgos que caracterizan el ser postcolonial: la fragmentación identitaria, la discontinuidad histórica, la heterogeneidad cultural, etc. De acuerdo con Foucault, deberían más bien enfocarse aquellos dispositivos o “tecnologías de dominación” que están en la base de la construcción de la modernidad y de sus relaciones con el pensamiento colonizador.

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para definir posiciones ético-ideológicas y políticas, como la de los excluidos, los pobres, los oprimidos, las víctimas (podríamos agregar los desplazados, los extranjeros, los indocumentados, etc.) —ni qué hablar de la de subalterno—, que no se detienen en singularidades históricas, sociales, genéricas, etc., sino que pretenden designar —abarcar, englobar— lo que Dussel ha llamado “exterioridad radical”.7 De modo que el discurso decolonial deberá enfrentar también los riesgos que implica un discurso totalizador y redencionista, que cae, como ha sido observado por la crítica, en tantas generalizaciones y colonizaciones teóricas como las que critica.8 De acuerdo a lo anterior, el proceso decolonizador tendría que pasar, a mi criterio, no por el rechazo de formas de saber que, aunque asociadas con el colonialismo epistémico, constituyen un acervo que es necesario considerar y rebatir, sino por la modificación de las preguntas que guían el quehacer filosófico. Podemos preguntarnos,

7. El concepto de exterioridad está vinculado estrechamente, en la obra de Dussel, al de analéctica, como método filosófico para llegar al Otro en su diferencia, es decir, como un procedimiento ético guiado por la voluntad de encontrar la voz que los discursos del logos no pueden localizar y que la razón dominante invisibiliza. En este sentido, “la analéctica dusseliana se plantea como la orientación del pensar que moviliza tanto al objeto de la filosofía como a la modalidad del sujeto que piensa” (González San Martín 2014: s/p). El método analéctico articula un procedimiento analógico y elementos del método dialéctico. Como ha indicado Sánchez Rubio, el método analéctico, base para una “metafísica de la alteridad”, permitiría vencer el solipsismo de la modernidad e incorporar al Otro en sus propios términos, sin subsumirlo en los paradigmas uniformadores del occidentalismo. Ver, al respecto, Martín Alcoff/Mendieta (2000). Consultar, asimismo, Vallega (2014). 8. Indica, por ejemplo, Jeff Browitt: “Los proponentes del discurso decolonial latinoamericano entran en contradicción performativa cuando utilizan las herramientas de la teoría crítica europea para deconstruir el discurso de la modernidad eurocéntrica: tratan de poner en cuarentena sus propias construcciones discursivas e ideológicas y protegerlas de la misma revisión. Ciegos a las aporías de la teoría, piensan que pueden tomar una posición epistemológica moralmente superior y trascendente a través de su contacto con los mundos indígenas y afrodescendientes. Este proceso de apropiación ideológica simplemente invierte los opuestos simplistas que los teóricos decoloniales dicen que quieren evitar” (2014: 26).

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por ejemplo, en el espíritu de una crítica de la filosofía que permite ahondar la filosofía de la crítica: ·· ¿cuáles son las prácticas epistémicas y los sistemas cognitivos, interpretativos y representacionales que han hecho posible el eurocentrismo y hasta la relegitimación de esa centralidad (y también de la del mundo anglosajón) en la modernidad avanzada?; ·· ¿qué estrategias de conocimiento se han desplegado para posibilitar las jerarquizaciones del saber (jerarquizaciones disciplinarias, geoculturales, etnoculturales, genéricas, etc.) y cómo se han implementado a través de un uso enajenante de las lenguas del saber?; ·· ¿qué procesos discursivos sostienen la racionalidad moderna y cómo pueden estos discursos ser alterados para abarcar y comprender las formas contemporáneas de subjetividad, de agencia, de cognición y de interpretación de lo real e incluso la cambiante definición de realidad, humanidad, identidad, vida/muerte, etc., nociones alteradas por los mundos virtuales, la manipulación de la corporeidad y las tecnologías que introducen formas de espacialidad y temporalidad que definen el nuevo sensorium en tiempos globales?; ·· ¿cómo articular lo local y lo global, lo regional y lo continental, lo nacional y lo transnacional, la provincialidad y la urbanicidad, lo propio y lo ajeno, foráneo, etc., nuevas formas de identidad y otredad, o de pertenencia y forasterismo, que se agudizan con los flujos globales?; ·· ¿puede la abstraccion filosófica dejar de incorporar el particularismo de fenómenos como las migraciones, la robotización y el terrorismo en el esfuerzo por alcanzar la instancia normativizada de la universalidad?; ·· ¿o la filosofía debe, justamente, alimentarse de concreción, de singularidades y de especificidades históricas, sociales y culturales para dar lugar a formas filosóficas que lleguen a captar nuevas formas del ser y del estar-ahí en un mundo global?; ·· ¿cómo elaborar filosóficamente fenómenos de nuestro tiempo como el desquiciamiento social, la dispersión de lo político, la desviación necrofílica, la represión en gran escala y la sociedad fuera de sí, fuera de quicio?;

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·· ¿cómo enfrentar un mundo situado en los límites de la biopolítica, frontera existencial y epistémica que Achille Mbembe describe como el “hacer morir y dejar vivir”, llegando a la desestructuración de los bordes entre la vida y la muerte? Si el locus postcolonial es, como describe Mbembe, un lugar en el que el poder estatal centralizado y los micropoderes dispersos en lo social implementan una “economia de la muerte”, ¿cómo definir una subjetividad para la vida desde las periferias? ¿Cómo regular, entonces, la violencia creadora de la resistencia contra el statu quo en un mundo que, como señalara Grégoire Chamayou en su Theory of the Drone, ha implantado la necroética al hacer desaparecer la distinción entre la lucha honorable y el simple genocidio, creando versiones asépticas de la violencia que generan, a su vez, nuevas formas de inmunidad y eliminan la conciencia del mal? Estos problemas, que son globales pero que se agudizan y toman formas dramáticas y trágicas en áreas periféricas, corresponden al campo de la filosofía, la cual va siendo redefinida por los cambios de subjetividad y por las nuevas formas de conciencia, de enajenación y de espacio/ tiempo que van consolidándose en este siglo. El propósito decolonizador no puede desprenderse de una reflexión también global sobre estos temas, aunque deba imponer sus agendas y sus propias perspectivas en un plan de igualdad con proyectos globales, tanto en el diálogo epistémico como en la acción política.

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Sujeto transmoderno y superación crítica de la modernidad

Yamandú Acosta Universidad de la República, Uruguay

Introducción Se sostiene aquí la tesis de la existencia de un sujeto transmoderno de episódicas emergencias a partir del establecimiento de las condiciones para su nacimiento en 1492, pero de constante presencia como ausencia1 desde aquel nacimiento y, subsidiariamente, la tesis de que es posibilidad y necesidad de dicho sujeto, en el proceso de su constitución, la superación crítica de la modernidad, que es, a su vez, una posible condición para la superación crítica del capitalismo. 1. Tomamos de Hinkelammert la idea del sujeto como ausencia presente, que en cuanto ausencia “está enfrentado al sistema” y “lo trasciende”, algo que, a nuestro modo de entender, se aplica especialmente en nuestra postulación del sujeto transmoderno, que “no es ninguna sustancia y tampoco un sujeto trascendental a priori”, sino un resultado “a posteriori” de un proceso, para el caso, el de la modernidad que se despliega a partir de 1492 (Hinkelammert 2003: 496).

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A efectos de desarrollar esas dos tesis de un modo fundamentado, se comenzará por presentar la categoría de ‘transmodernidad’, para hacer luego lo propio con la de ‘sujeto transmoderno’, focalizando finalmente la modernidad en sus relaciones con el capitalismo, y culminando con la presentación de la superación crítica de la modernidad —y del capitalismo— como orientación constitutiva del sujeto transmoderno en el proceso de su constitución.

¿Qué es la transmodernidad? A efectos de responder a la pregunta de qué es la transmodernidad, trabajaremos con la caracterización fundante que de la misma ha elaborado Enrique Dussel a partir de su inicial referencia a este concepto en 1992 (Dussel 1992: 245-250) —a nuestro juicio una categoría analítico-crítico-normativa central para entender el mundo contemporáneo—; procurando puntualizar nuestras apreciaciones y propuestas personales sobre la misma y a partir de ella. Esta elaboración se realiza con Dussel, y eventualmente más allá de Dussel, dentro del espacio teórico crítico abierto por él, pero no contra él. Al cumplirse quinientos años del acontecimiento y proceso histórico que el pensamiento de cuño eurocéntrico ha identificado como “descubrimiento de América”, Enrique Dussel publica 1492 El encubrimiento del otro. El origen del mito de la modernidad (Dussel 1992). Obviamente, la publicación quinientos años después del acontecimiento de 1492 que desencadena el referido proceso no fue casual. Cuando el mundo iberoamericano celebra los 500 años del “descubrimiento de América”, el libro de Dussel lo denuncia como “encubrimiento”. De esta manera, el pregonado “encuentro de dos mundos” es develado críticamente como sometimiento de un mundo —el “descubierto”—, por el mundo “descubridor”. La fecha de 1492, sostiene Dussel, marca el nacimiento de la modernidad. La identificación del acontecimiento del 12 de octubre de aquel año como “descubrimiento” fundamenta el mito de la modernidad que hegemoniza la historia posterior. La perspectiva crítica del “encubrimiento” permite desentrañar ese mito y sus consecuencias.

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La fundamentación de la categoría de transmodernidad implica inevitablemente la referencia a la categoría de modernidad. En esa relación inevitable se juegan dos asuntos teóricamente centrales: por un lado, si ‘transmodernidad’ nombra una realidad efectivamente alternativa a la de la modernidad —y de la posmodernidad— y, por otro lado, si el discurso sobre la transmodernidad —que inaugura Dussel— es él mismo transmoderno y, por lo tanto, alternativo al discurso de la modernidad o, por el contrario, se mantiene dentro de la episteme moderna como han debatido, entre otros, Santiago Castro-Gómez, Ofelia Schutte y Horacio Cerutti-Guldberg (Moraña 2014: 304), por lo que no pasaría de ser una narrativa contra-moderna, pero dentro de los límites de la modernidad y, por lo tanto, no alternativa a la narrativa de la modernidad. Con el mayor aprecio por todos los argumentantes así como por todos los argumentos —adelantando mi posición sobre transmodernidad como trascendentalidad al interior de la modernidad-posmodernidad, sobre la que más adelante volveré—, sostendré que en tanto trascendentalidad inmanente a la modernidad-posmodernidad, la transmodernidad nombra una realidad alternativa, tanto efectiva como posible, así como también deseable. Frente a quienes identifican como modernas las categorías “del pueblo, el pobre, el oprimido, el excluido” (Moraña 2014: 304) utilizadas por Dussel, defenderé que, aunque no en su letra, en cambio sí en su espíritu, son transmodernas. En legítimo ejercicio de la transculturación narrativa2, tras la apariencia de modernidad de las categorías, ellas la trascienden como expresiones de transmodernidad. En el proceso de explicitación y fundamentación de la categoría de trans-modernidad, Dussel parte del discernimiento semántico de

2. La “transculturación narrativa” (Rama 1987) implica un uso de términos y conceptos más allá de su “letra”, así como también del “espíritu” establecido, desde un “espíritu” alternativo, que implica otro sentido que fundamenta otro proyecto. Esta apropiación de la “letra” y resignificación del “espíritu”, desde nuestro punto de vista, es plenamente legítima cuando lo que importa es efectivamente hacer visible una espiritualidad alternativa en lugar de mantenerse sometido a la espiritualidad establecida. ¿Qué otra cosa han hecho y siguen haciendo los pueblos originarios al celebrar sus dioses y su espiritualidad en el templo católico?

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dos significados de la palabra ‘modernidad’: 1) un sentido “primario y positivo conceptual” por el que “es emancipación racional” que implica “‘salida’ de la inmadurez por un esfuerzo de la razón como proceso crítico, que abre a la humanidad a un nuevo desarrollo histórico del ser humano” (Dussel 1992: 245); 2) “un contenido secundario y negativo mítico”, por el que “es justificación de una praxis irracional de violencia” (Dussel 1992: 245-246). A continuación, Dussel lleva a cabo una descripción analítica del mito de la modernidad (Dussel 1992: 246). La pretensión de la modernidad de ser superior, más desarrollada, tener el deber moral de liderar a las otras sociedades introduciéndolas en el desarrollo que implica la “falacia desarrollista”, lo constituyen. La tesis de la “guerra justa colonial” legitimadora de la violencia sobre sociedades consideradas inferiores, la pretensión del carácter salvífico de dicha violencia ejercida por la modernidad que se autopercibe “inocente” y “emancipadora”, también lo integran. Inmediatamente, Dussel realiza el discernimiento de las que en principio entiende como dos formas de superación de la modernidad. La superación de la modernidad ensayada por la posmodernidad pone el foco en aquella como emancipación racional. La posmodernidad se devela así como “superación” nihilista “desde el irracionalismo de la inconmensurabilidad”. La “praxis irracional de violencia”, que Dussel caracteriza como “contenido secundario y negativo mítico de la modernidad”, lejos de hacer de la posmodernidad una superación de la modernidad, la constituye como profundización y extensión de ese contenido antiemancipador y antiuniversalista de aquella. Podría decirse que es una modernidad in extremis3.

3. Reflexionando sobre la posmodernidad, Hinkelammert señala que no está establecida la pretendida cultura de la posmodernidad como alternativa a la modernidad, sino que tal posmodernidad no parece ser más que “civilización occidental in extremis”, y por lo tanto —pensamos— modernidad in extremis, por cuanto la modernidad es entonces la figura dominante vigente de la occidentalidad. Hinkelammert —como Dussel—, entienden que la superación de esa crisis civilizatoria solamente puede lograrse saliendo del “marco de la cultura de la modernidad”, perspectiva que a juicio de Hinkelammert la posmodernidad no cumple desde

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Mientras tanto, la superación de la modernidad como transmodernidad, “ataca como irracional a la violencia de la Modernidad, en la afirmación de la razón del Otro” (Dussel 1992: 246). La transmodernidad, al focalizarse sobre el contenido negativo, secundario y mítico de la modernidad, potencia el contenido positivo, primario y conceptual de aquella. Pero no lo hace como profundización de la modernidad en su registro autocentrado eurocéntrico, tampoco como construcción de una modernidad-otra. Se trata, en cambio, de afirmar la “razón del otro” y afirmarse desde ella como transmodernidad. Por ello, no se trata ya solamente de “emancipación racional”, sino que se “supera la razón emancipadora”, como “razón liberadora” cuando se descubre el eurocentrismo de la razón ilustrada, cuando se define la “falacia desarrollista del proceso de modernización hegemónico” (Dussel 1992: 247). Liberación desde la transmodernidad es un más allá de la emancipación de la modernidad y no simplemente una profundización o extensión de la misma. La liberación transmoderna hace factible una efectiva universalidad de la emancipación humana en la diversidad de sus expresiones no excluyentes. Se trata de una liberación no solamente de las orientaciones antiemancipatorias y antiuniversalistas propias del sentido mítico de la modernidad. Esta liberación lo es también de los efectos antiemancipatorios y antiuniversalistas del sentido conceptual de la modernidad, que resultan de su autocentramiento eurocéntrico, excluyente de toda alteridad. La liberación transmoderna —o la transmodernidad como liberación—, habilita la emancipación desde la referencia de la alteridad y por lo tanto de todas las mismidades que tengan su referencia en todas las alteridades. Emancipación y universalismo concretos están, así, contenidos en el espíritu transmoderno de la categoría de liberación con su correlato en el espíritu liberador de la categoría de transmodernidad.

que “ninguna época nueva se llama post-época anterior” (Hinkelammert 1991: 83). La superación de la crisis civilizatoria en la propuesta analítico-crítico-normativa de Dussel, radica en la transmodernidad, como alternativa a la modernidad y por lo tanto a la occidentalidad, por lo que —proponemos— transmodernidad es también transoccidentalidad.

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El sujeto transmoderno A nuestro modo de ver, no hay transmodernidad posible —menos aún como “proyecto”, sentido en el que Dussel pone el acento—, sin un sujeto que la constituya —en cuanto posibilidad o como proyecto— en el mismo proceso de su constitución. Este proceso de constitución implica fuertes tensiones porque emerge en el contexto de la modernidad, cuyo sentido positivo y primario —racional— como su sentido negativo y secundario —mítico—, que es el que se profundiza en la posmodernidad, no obstante sus oposiciones, resultan complementarios, por lo que, paradójicamente, al tiempo que lo motivan en su emergencia, lo inhiben en la perspectiva de su más plena configuración. La superación de la modernidad como transmodernidad de acuerdo al planteo de Dussel, implica —inicialmente— “la negación del mito de la Modernidad” (Dussel 1992: 246). De acuerdo a nuestro señalamiento respecto a que no hay transmodernidad sin sujeto transmoderno, nos permitimos sostener que la constitución del sujeto transmoderno como condición de superación de la modernidad, implica —como argumenta Dussel— “la negación del mito de la Modernidad” como condición necesaria –y para nosotros, como también para Dussel— no suficiente. Es necesario, complementariamente, negar los límites de la emancipación y el universalismo constitutivos de la modernidad en su registro de concepto de la modernidad, que acompañan al mito de la modernidad desde su propia y constitutiva racionalidad, y no solo como efecto de la violencia irracional de la modernidad mítica. Pero esta negación —según Dussel— no es posible sin la negación del mito de la modernidad. Respecto a tal negación, —argumenta Dussel—, “la ‘otra cara’ negada y victimada de la ‘“Modernidad’ debe primeramente descubrirse como ‘inocente’: es la ‘víctima inocente’ del sacrificio ritual, que al descubrirse como inocente juzga a la ‘Modernidad’ como culpable de la violencia sacrificadora, conquistadora originaria, constitutiva, esencial” (Dussel 1992: 246-247). El pasaje de una conciencia enajenada a la autoconciencia liberada de la enajenación supone un sujeto y la superación de su enajenación en la que va en juego su liberación. El sujeto transmoder-

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no es una trascendentalidad inmanente al sujeto moderno. Emerge acuciado por la complementariedad de los sentidos negativo-mítico y positivo-racional de la modernidad del sujeto moderno, de efectos convergentes en el encubrimiento del Otro. Y continúa el argumento de Dussel, señalando: “Al negar la inocencia de la ‘Modernidad’ y al afirmar la Alteridad de ‘el Otro’, negado como víctima culpable, permite ‘des-cubrir’ por primera vez la ‘otra-cara’ oculta y esencial a la ‘Modernidad’” (Dussel 1992: 247). Esa “otra cara” de la modernidad hasta entonces invisibilizada es la que muestran “el mundo periférico colonial, el indio sacrificado, el negro esclavizado, la mujer oprimida, el niño y la cultura popular alienadas, etcétera” (Dussel 1992: 247), identificadas en su conjunto como “las ‘víctimas’ de la ‘Modernidad’, como víctimas de un acto irracional (como contradicción del ideal racional de la misma Modernidad)” (Dussel 1992: 247). Esa cara reprimida, negada, victimizada e invisibilizada de la modernidad, ahora “descubierta” —destaquemos— “es oculta y esencial a la Modernidad”, esto es: en cuanto la transmodernidad es esencial a la modernidad, esta última no es posible sin aquella, aunque aquella en cuanto trascendentalidad inmanente a esta última es posible sin ella; más aún, su plenitud posible implica la superación crítica de la modernidad. En la lectura que estamos proponiendo, el sujeto transmoderno es una trascendentalidad inmanente al sujeto moderno. Por lo tanto es condición de posibilidad de este segundo, que lo encubre, somete y desconoce. El sujeto transmoderno, al superar su condición enajenada moderna en su activación liberadora transmoderna que tiene su centro en la alteridad, trasciende al sujeto centrado en su mismidad, el sujeto de la modernidad. En la argumentación de Dussel, el cumplimiento del acto primero de la negación del mito de la modernidad en la emergencia de la transmodernidad y —en lo que queremos sostener—, del sujeto transmoderno, hace posible el cumplimiento de un segundo acto por el que la transmodernidad y el sujeto transmoderno que es portador de aquella, culminan su discernimiento crítico de la modernidad y del sujeto moderno portador de esta última: “Sólo cuando se niega el mito civilizatorio y de la inocencia de la violencia concomitante, se reconoce la injusticia de la praxis sacrificial fuera de Europa (y aun en Europa

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misma), entonces se puede igualmente superar la limitación esencial de la ‘razón emancipadora’” (Dussel 1992: 247). La eurocéntrica “razón emancipadora” es, así, críticamente superada por la altercéntrica “razón liberadora”: “Se supera la razón emancipadora como ‘razón liberadora’ cuando se descubre el ‘eurocentrismo’ de la razón ilustrada, cuando se define la ‘falacia desarrollista’ del proceso de modernización hegemónico” (Dussel 1992: 247). La diferencia entre “razón emancipadora” y “razón liberadora”, y por lo tanto entre emancipación y liberación, replica la que tiene lugar entre modernidad y transmodernidad. La “razón emancipadora” de la “modernidad” es eurocéntrica y por ello autocentrada y excluyente, por lo que el sujeto moderno —de la razón emancipadora y de la modernidad–- es eurocéntrico, autocentrado y excluyente. Por lo tanto, legitimador de su particularismo que procura legitimarse como universalismo. La alternativa “razón liberadora” de la “transmodernidad” es altercéntrica y en cuanto centrada en la alteridad, incluyente, por lo que el sujeto transmoderno —de la razón liberadora y de la transmodernidad— es altercentrado e incluyente. Por lo tanto, legitimador de otras particularidades y, por mediación de estas, de la suya propia y de todas las particularidades cuya afirmación sea compatible con la de las otras particularidades, sentido que lo legitima como efectivo universalismo en cuanto pluriverso. En la propuesta de Dussel, la superación de la “razón emancipadora” por la “razón liberadora” “es posible aún para la razón de la Ilustración” cuando “éticamente se descubre la dignidad del Otro (de la otra cultura, del otro género y sexo, etcétera)”, pero en cambio no es posible aunque se inscriba dentro de la Ilustración “para una razón comunicativa todavía eurocéntrica y desarrollista” y evidentemente menos aún lo es para “una razón estratégica o instrumental” (Dussel 1992: 247). Esto es, en la Ilustración hay un espacio para el cambio cualitativo implicado en la superación de la “razón emancipadora” por la “razón liberadora”, pero ello implica la referencia a la dignidad del Otro en su alteridad, lo cual implica trascender los límites del proyecto de la Ilustración —dentro de los cuales el paradigma contemporáneo de la ra-

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zón comunicativa se mantiene, proponiendo que debe ser desarrollado—, cuando, como surge de la perspectiva de Dussel, no se trata de desarrollarlo sino que debe ser trascendido. El quiebre o inflexión que habilita esa trascendencia posible acaece en el doble movimiento por el que la modernidad —y su extremo posmoderno— aparentemente inocente es descubierta por la víctima como culpable y esta, que hasta entonces había subjetivado su culpabilidad, se descubre inocente. Se trata de un saberse inocente que —en otro sentido— no implica inocencia, sino lucidez y comprensión crítica. En este sentido, aunque Dussel señale que esta posibilidad de trascendencia pueda tener lugar “cuando se declara inocentes a las víctimas desde la afirmación de su Alteridad como Identidad en la Exterioridad como personas que han sido negadas, como su propia contradicción, por la Modernidad” (Dussel 1992: 247), debe precisarse que 1) esa declaración de inocencia debe ser expresión de la autocomprensión crítica de las víctimas en su relación con la modernidad culpable de su victimización, 2) la “afirmación de su Alteridad como Identidad en la Exterioridad” en relación a la modernidad hace sentido cuando “Exterioridad” es propuesta o interpretada como “trascendentalidad inmanente”4. Entiende Dussel que, en este proceso, “la razón moderna es trascendida (pero no como negación de la razón en cuanto que tal, sino de la razón violenta eurocéntrica, desarrollista, hegemónica” (Dussel 1992: 247). El trascender la razón de la transmodernidad no se lleva a cabo en la línea del irracionalismo de la posmodernidad, sino en un más allá del contenido mítico de la modernidad, pero también del contenido conceptual que —por eurocéntrico— se ve constreñido al horizonte de la “emancipación racional”, mientras que la transmodernidad expresa y habilita sobre la referencia del otro la “liberación racional” que como razón transmoderna del sujeto transmoderno tras-

4. Reflexionando sobre la categoría de “exterioridad” que Dussel hace suya a partir de Lévinas, hemos propuesto entender que la exterioridad a la que se refiere Dussel, para referirse al sujeto como aquello de lo humano que trasciende todo determinado sistema histórico, lo es en el sentido de una trascendentalidad inmanente al sistema de que eventualmente pueda tratarse (Acosta 2005).

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ciende los límites de la razón moderna del sujeto moderno. Entonces es cuando Dussel enfatiza su concepción de la transmodernidad como proyecto: “Se trata de una ‘Trans-modernidad’ como proyecto mundial de liberación” (Dussel 1992: 247). Desde nuestra lectura, diremos con Dussel, tal vez más allá de su letra, pero no contra su espíritu: se trata de un sujeto transmoderno como sujeto mundial de liberación. Este proyecto no debe entenderse como “proyecto universal unívoco”, que no puede pasar de ser el de una mismidad que se impone a toda alteridad, como ha sido el caso de la modernidad eurocéntrica, sino de un “pasaje trascendente, donde la Modernidad y su Alteridad negada (las víctimas), se correalizarán por mutua fecundidad creadora”, proyecto que Dussel describe en sus aspectos esenciales con palabras que —proponemos— igualmente describen el sujeto transmoderno. A continuación, allí donde Dussel escribe “proyecto transmoderno” nosotros pondremos ‘sujeto transmoderno’, así como sustituiremos “modernidad” por ‘sujeto moderno’: “El sujeto transmoderno es una co-realización de lo imposible para el solo sujeto moderno; es decir, es co-realización de solidaridad, que hemos llamado analéctica (o analógica, sincrética, híbrida o ‘mestiza’) del Centro/Periferia, Mujer/ Varón, diversas razas, diversas etnias, diversas clases, Humanidad/Tierra, Cultura occidental/Culturas del Tercer Mundo, etcétera; no por pura negación, sino por subsunción desde la Alteridad (Subsuntion, que es la trans-conceptualización de Marx, por su etimología latina de la Aufhebung hegeliana)” (Dussel 1992: 248). Con la misma operación, extrapolaremos la distinción que Dussel efectúa del proyecto transmoderno respecto de todo proyecto premoderno, antimoderno o posmoderno, al sujeto transmoderno en su distinción de los sujetos premoderno, antimoderno y posmoderno: “De manera que no se trata de un sujeto pre-moderno, como afirmación folclórica del pasado; ni de un sujeto anti-moderno de grupos conservadores, de derecha, de grupos nazis o fascistas o populistas; ni de un sujeto post-moderno como negación del sujeto moderno, como crítica de toda razón, para caer en un irracionalismo nihilista” (Dussel 1992: 248). Del mismo modo nos referiremos al deber ser del sujeto transmoderno, al que colocaremos allí donde Dussel escribe “proyecto trans-moderno”, y al sujeto moderno, allí donde escribe “moderni-

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dad”: “Debe ser un sujeto transmoderno por subsunción real del carácter emancipador racional del sujeto moderno y de su Alteridad negada (‘el Otro’ que el sujeto moderno), por negación de su carácter mítico (que justifica la inocencia del sujeto moderno sobre sus víctimas y por ello se torna contradictoriamente irracional” (Dussel 1992: 248). Aclaremos que si el “deber ser” del proyecto transmoderno al que Dussel se refiere nos remite con mayor fuerza al futuro, en cambio, el “deber ser” del sujeto transmoderno nos remite irremisiblemente a todos los “presentes” por los que desde hace más de 500 años ha venido atravesando el proceso de su constitución: es un “deber ser” que ha venido operando en todos esos presentes, marcando su “distinción” más que su “diferencia”5 respecto del sujeto moderno. Dussel explicita su tesis sobre el nacimiento de la modernidad en 1492 (Dussel 1992: 248). En ella hemos encontrado la fundamentación para señalar allí las condiciones de nacimiento del sujeto moderno —visible e invisibilizador— y del sujeto transmoderno, invisibilizado por la afirmación totalizante de aquel. Estructuralmente reprimido por el sujeto moderno, el sujeto transmoderno ha sido “una ausencia presente” durante 500 años que Dussel concurre a hacer presente —filosóficamente— en una coyuntura de su emergencia, como lo fue puntualmente el 12 de octubre de 1992.

5. Juan José Bautista nos ofrece un comentario relativo a transmodernidad en Dussel como proyecto y a su preferencia por el concepto de “distinción” frente al de “diferencia” que es totalmente pertinente para nuestra consideración del sujeto transmoderno en su relación con el sujeto moderno —entendemos que el primero habita en el segundo como su trascendentalidad inmanente, ora reprimida, ora emergente pero desde hace 500 años permanentemente presente como ausencia (fundamentalmente aunque no exclusivamente en los pueblos originarios)—, relación cuyo discernimiento encuentra posibilidades más definitorias en la noción de “distinción” que en la de “diferencia” : “La necesidad insistida tantas veces en la obra de Dussel de separar el concepto de “diferencia” del concepto de ‘distinción’, tiene que ver precisamente con esto, porque la categoría de diferencia , como bien muestra Lévinas, remite a la identidad del Ser o la Totalidad, es decir es una diferencia que se produce al interior de la totalidad del sistema-mundo moderno, o sea pertinente a su forma de dominación. En cambio el concepto de distinción no, él tiende o remite hacia algo totalmente distinto, o sea, otro” (Bautista 2015: 59-60).

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Volvamos a nuestras operaciones de sustitución en los enunciados de Dussel: sujeto moderno en lugar de “modernidad”, sujeto transmoderno en lugar de “trans-modernidad” y sujeto en lugar de “proyecto”: El sujeto moderno nace realmente en 1492: esa es nuestra tesis. Su real superación (como Subsuntion y no meramente como Aufhebung hegeliana) es subsunción de su carácter emancipador racional europeo trascendido como sujeto mundial de liberación de su Alteridad negada: el sujeto transmoderno (como nuevo sujeto de liberación político, económico, ecológico, erótico, pedagógico, religioso, etcétera)” (Dussel, 1992: 248).

Para Dussel es desde el “proyecto” de la “Trans-Modernidad”, en el proceso de su emergencia y realización, que se discierne la “Modernidad” y se abre la perspectiva de superarla críticamente —como “Trans-Modernidad”— en su paradigma eurocéntrico: Proponemos entonces dos paradigmas contradictorios: el de la mera “Modernidad” eurocéntrica, y el de la modernidad subsumida en un horizonte mundial, donde el primero cumplió una función ambigua (por una parte, como emancipación; y, por otra, como mítica cultura de la violencia). La realización del segundo paradigma es un proceso de “Trans-Modernidad”. Sólo el segundo paradigma incluye a la “Modernidad/Alteridad” mundial (Dussel 1992: 249).

En la lectura que proponemos —con Dussel, insistimos, eventualmente más allá de su letra, pero ciertamente en su mismo espíritu y, por lo tanto, no contra él— el proyecto de la transmodernidad y el proceso de su realización por el cual el paradigma que incluye a la modernidad/ alteridad mundial desplaza subsumiéndolo al de la mera modernidad eurocéntrica, suponen un sujeto transmoderno altercéntrico que como trascendentalidad al interior del sujeto moderno al que ha acompañado como su cara por él negada, como ausencia presente desde el nacimiento compartido en 1492, pero con episódicas emergencias, se ha venido constituyendo, no reprimiendo ni negando, sino comenzando a subsumir al sujeto moderno eurocéntrico y a superarlo críticamente. En el proceso de subsunción del sujeto moderno eurocéntrico por el sujeto transmoderno altercéntrico que es parte de su proceso de constitución, se juega la superación crítica de la modernidad eurocéntrica en la modernidad/alteridad mundial o transmodernidad, que

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para el sujeto transmoderno altercéntrico es posible y necesaria en el caso que no quiera contribuir a la reválida de la secular negación de que viene siendo objeto desde 1492. El sujeto moderno articula el sentido mítico o negativo de modernidad en sinergia con el sentido conceptual o positivo que explícitamente en el primer caso e implícitamente en el segundo reducen la condición de sujeto a su mismidad eurocéntrica y reducen toda alteridad —la de otros seres humanos y la de la naturaleza—, a la condición de objeto. Se fundamenta así una relación no horizontal entre el sujeto como polo activo y dominante y el objeto como polo pasivo y susceptible de dominación, por la lógica de la cual, la afirmación del sujeto implica de suyo la negación del objeto, o sea, de la alteridad. La negación de la alteridad —de los otros seres humanos y de la naturaleza— en lugar de proveer en su despliegue y profundización la afirmación del sujeto autocentrado, contribuye a su autodestrucción, pues, ser sujeto —nos recuerda Juan José Bautista (2017)—, implica alguna forma de sujeción. El sujeto moderno-capitalista, no obstante su pretensión de autonomía radical, se sujeta al mercado, al dinero y al capital, sujeción deshumanizante que termina desplazándolo del lugar del sujeto y transformándolo también a él en objeto: el mundo de los seres humanos transformado en un mundo de relaciones entre objetos y el mundo de las mercancías transformado en un mundo de relaciones entre sujetos. Frente a ello, se pregunta Bautista: “¿a qué debiera estar sujeto el ser humano para ser sujeto?”, a lo que responde, inspirándose especialmente en Marx y Hinkelammert: “podemos decir con contundencia que el ser humano es sujeto, porque está sujeto a la vida”. La sujeción a la racionalidad reproductiva de la vida ha sido y es paradigmática en la comunidad que la modernidad a descalificado como premoderna y que aquí calificamos como transmoderna, porque el sujeto transmoderno que expresa la vigencia y recuperación del ser humano como sujeto, no obstante los procesos de negación que sobre él ha operado el sujeto moderno o su reformulación nihilista como individuo posmoderno, implica la recuperación de la comunidad con la alteridad de los otros, incluida la naturaleza, que en la lógica de la racionalidad reproductiva de la vida, lo constituyen.

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A nuestro modo de entender, el sujeto transmoderno es el ser humano como sujeto o el sujeto sin más, cuya afirmación, validez y vigencia pasa por esa sujeción a la racionalidad reproductiva de la vida, que es una sujeción humanizante y emancipadora (o mejor, liberadora en el sentido de Dussel). Esta, si bien se ejemplifica paradigmáticamente en la vida en comunidad —naturaleza como Pacha Mama incluida— de los pueblos originarios que atraviesa más de 500 años de historia de la modernidad, tiene hoy también otras expresiones plurales que los incluyen. En relación a estas últimas y en el marco de una reflexión sobre el sujeto de la crítica, escribe José Gandarilla: “El sujeto no desapareció o fue abatido; siempre fue otro, ‘el otro’ para una cultura política y una teoría crítica incapaz y no habituada para reconocer la otredad” (Gandarilla Salgado 2014: 194).

Superación crítica de la modernidad y del capitalismo Señalaba Hinkelammert en 1988 la tarea a asumir y desarrollar por la humanidad en la perspectiva de su sobrevivencia frente a los signos de la que valoraba como crisis civilizatoria de la sociedad modernooccidental: Desoccidentalizar el mundo, eso es esta tarea. Desoccidentalizar la iglesia, desoccidentalizar el socialismo, desoccidentalizar la peor forma de Occidente, que es el capitalismo, desoccidentalizar la democracia. Pero eso implica reconocer que el mundo es el mundo de la vida humana, en la cual todos tienen que poder vivir. Este reconocimiento constituye la superación de Occidente (Hinkelammert 1991: 12).

Superar “la peor forma de occidentalidad que es el capitalismo” implica superar la occidentalidad y superar la occidentalidad implica, a su vez, superar la modernidad, que es la expresión vigente —también como posmodernidad— en cuanto dominante de la civilización occidental, quienes aportan los fundamentos civilizatorios y culturales del capitalismo. Esta superación es una posibilidad para el sujeto transmoderno en el proceso de su constitución, desde que, según hemos señalado,

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transmodernidad es también transoccidentalidad, por lo que el sujeto transmoderno es también sujeto transoccidental. La superación de Occidente pasa por la constitución de ese sujeto transoccidental que desde su referencia en la alteridad que lo distingue del sujeto moderno-occidental, reconoce que el mundo es el mundo de la vida humana en el cual todos tienen que poder vivir, un “todos” que incluye a la naturaleza también en la diversidad de sus expresiones no humanas, como totalidad. Como adelantamos, esta superación además de posible es necesaria, siempre y cuando el sujeto transmoderno (y transoccidental) —o, en definitiva, la humanidad como sujeto, más allá de la occidentalidad, la modernidad y el capitalismo—, no quiera hipotecar la perspectiva de su reproducción. Esta implica sujeción a la reproducción de la vida, cuya racionalidad incluye el reconocimiento y afirmación de la alteridad de los otros seres humanos y de la naturaleza en los términos de una relación que frente a la moderna asimetría sujeto-objeto, logre imponer la transmoderna horizontalidad sujeto-sujeto en la realización del proyecto válido de la transmodernidad6. Frente a quienes sostienen que la alternativa a la modernidad capitalista podría ser una modernidad no capitalista, Dussel, en su tesis 16ª de economía política, “Más allá de la modernidad y del capitalismo. La transición a un nuevo sistema económico” (2014: 297333), sostiene que “la modernidad y el capitalismo son dos aspectos de lo mismo. La modernidad es el todo, el mundo y el fundamento del aspecto particular en el campo económico en el que consiste el

6. Entendemos que el proyecto de la modernidad dominante es un proyecto vigente, tanto en términos de lo instituido como en términos de lo instituyente, pero no es válido en cuanto es portador de un universalismo excluyente implicado en la imposición de su particularismo eurocéntrico como pretendido universalismo cuya lógica destruye la posibilidad de la vida. En cambio el proyecto de la transmodernidad, probablemente vigente solamente en términos de lo instituido, es además válido porque reconoce y propone que todos —naturaleza incluida— deben poder vivir, dando los pasos adecuados a la realización de un universalismo concreto no homogeneizante en cuanto incluyente de todas las diferencias y distinciones no excluyentes.

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sistema capitalista” (2014: 299-300). Surge con claridad que si la modernidad es el todo y el fundamento respecto del sistema capitalista como aspecto particular de ese todo en el campo económico, superar críticamente el capitalismo, implica hacerlo con la modernidad en cuanto totalidad que lo fundamenta. Entendemos subsidiariamente que superar la modernidad con radicalidad, incluye —en los términos en que Hinkelammert lo señala— la superación de Occidente. En la citada tesis, Dussel identifica la transmodernidad “como nuevo momento de la historia que empezamos a recorrer” en el proceso que indica como de una “transición” —de la modernidad a la transmodernidad—, transición en la que “habrá una ruptura” en diversos niveles de la vida social: “en la política, en la cultura, en la construcción de la subjetividad, en la concepción y práctica del género y de la raza y también en la economía” (Dussel 2014: 303). Interesa destacar que, sin dejar por ello de ser un proyecto de futuro, la transmodernidad es ahora también un “nuevo momento de la historia que empezamos a recorrer”. Ya nos encontramos iniciando la transición a la transmodernidad desde la modernidad, la que entendemos no es posible si no es ella misma ya transmoderna, pues de ser moderna —dado el carácter monológico y autocentrado de la modernidad—, dicha transición no sería posible, por lo que la transición a la transmodernidad es desde la modernidad, pero inevitablemente también desde la misma transmodernidad que —según entendemos y proponemos— ha acompañado desde siempre a la modernidad como su condición de posibilidad y fundamento por ella reprimido e invisibilizado. Es relevante que la transición que se inicia implica “ruptura” en los distintos niveles señalados. Por tratarse de una “ruptura” a su vez una y múltiple en un proceso de “transición”, muy probablemente parecería adecuarse más a la lógica de la “ruptura pactada” sobre la que ha teorizado Norbert Lechner (2006: 295-307), que a la de la revolución en el registro del marxismo clásico. Entre las rupturas que tienen lugar en la transición a la transmodernidad señaladas por Dussel, una es la que tiene lugar “en la construcción de la subjetividad”, afirmación en la que —entendemos— la transmodernidad aparece como la variable libre y la subjetividad, como variable ligada o determinada. Mientras tanto, desde la pers-

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pectiva de la tesis del sujeto transmoderno en proceso de constitución que es la que centralmente hemos querido defender, entendemos que si bien la transmodernidad como “momento de la historia” que se objetiva en específicas relaciones de los seres humanos entre sí y con la naturaleza, hace a una objetividad que implica una ruptura “en la construcción de la subjetividad” respecto de las relaciones propias de la modernidad dominante; también el sujeto transmoderno, en el proceso de su constitución y justamente por el mismo, es protagónico en la producción de ese “momento de la historia” y de las nuevas relaciones que implican una “ruptura” proponemos que probablemente “pactada” con las propias de la modernidad y nos colocan en la transmodernidad o en transición hacia ella. “La novedad —argumenta Dussel— no emergerá exclusiva ni principalmente desde la misma modernidad eurocéntrica”, sino que “surgirá desde la exterioridad de la modernidad” (Dussel 2014: 303). Recordemos que, según nuestra propuesta, “exterioridad” en Dussel debe entenderse como “trascendentalidad inmanente”. Y esa exterioridad incluye experiencias humanas anteriores a la modernidad, así como también aquellas otras que acompañan —por ella negadas— a la modernidad en todos los momentos de su desarrollo y constituyen su propia condición de posibilidad como tal modernidad. El “descubrirse a sí mismas como valiosas” (Dussel 2014: 303) por parte de esas humanidades negadas por la modernidad eurocéntrica es el primer paso para “ir construyendo durante los siglos venideros una nueva humanidad pluriversa” (Dussel 2014: 303). “Descubrirse a sí misma como valiosas” no es sino manifestación del “a priori antropológico” fundamentado por Arturo Andrés Roig (1981: 9-17). El “querernos a nosotros mismos como valiosos” (1981: 11) con que en sintonía con Hegel, Roig lo enunció, expresa emergentes ejercicios de historicidad, por los que seres históricamente negados se constituyen como sujetos. Volviendo al planteo de Dussel, a ese primer momento fundante sigue un segundo momento que se refiere a la recuperación de su historia y su memoria. Finalmente, surge un tercer momento, el del “diálogo con la modernidad”, “aprendiendo de esta lo positivo según el criterio y los intereses de los actores colectivos nuevos renacidos en la historia” (Dussel 2014: 303). En nuestra lectura, serían

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los tres grandes momentos —que se suceden pero también coexisten en los sucesivos presentes— en el proceso de constitución del sujeto transmoderno. Y allí Dussel aporta nuevas precisiones a la comprensión del proyecto de la transmodernidad: “el proyecto no es una humanidad futura sino, y quizá por un largo período, el crecimiento de “un mundo en el que quepan muchos mundos (como anuncian los zapatistas), un pluri-verso (no un uni-verso) rico en semejanzas y en diferencias analógicas, que eviten la uniformidad unívoca de la universalización de sólo una cultura y la confrontación irreconciliable de todos contra todos” (Dussel 2014: 303-304). Estas precisiones valen —entendemos— para el sujeto transmoderno, que es un sujeto en el que caben muchos sujetos, todos aquellos cuyo sentido de vida buena sea compatible con el sentido de vida buena de todos los otros; un sujeto cuyo ser uno incluye la pluralidad de sujetos antes señalada en el dinámico proceso de constitución que es tanto de este como de aquellos. El proyecto de la transmodernidad o la constitución del sujeto transmoderno implica una superación crítica de la modernidad, que es condición de la superación crítica del capitalismo. De ese sujeto transmoderno en el proceso de cuya constitución se objetiva la superación crítica de la modernidad, es en “el trabajo vivo, del trabajador desnudo, como fantasma —nada para la economía política—, de donde nace la nueva subjetividad comunitaria, la conciencia de la necesidad de crear un nuevo sistema donde se pueda ser parte creadora, participante en una alternativa que evite el suicidio colectivo” (Dussel 2014: 322) implicado en la profundización del capitalismo. Como exterioridad al capital —siempre en el sentido de trascendentalidad inmanente— se constituye el sujeto transcapitalista que interpela críticamente a la civilización del capital y que hace parte del sujeto transmoderno que interpela críticamente la civilización moderno-occidental. Desde esa interpelación crítica no surge un proyecto de sistema económico modelizado alternativo, sino “criterios o principios normativos” que se refieren a “que todos deben poder vivir”, por lo que se trata de “un mundo en el que quepan muchos mundos”. Esa es la alternativa, que es transmoderna, transoccidental y transcapitalista.

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Ella no diseña cómo debe ser el modo de producción ni cuáles las relaciones sociales en la que el mismo se sustente, sino apenas que tanto aquel como estas deben ser compatibles con el criterio o principio normativo que enuncia “que todos deben poder vivir” haciendo posible “un mundo en el cual quepan muchos mundos”. Hay evidencia empírica y ya lejana evaluación teórica respecto a la incompatibilidad del capitalismo con esos criterios o principios normativos7, por lo que es necesario trascenderlo para que la vida humana y de la naturaleza siga siendo posible y para ello hay que construir “una sociedad, un mundo, un cosmos trans-capitalista, más allá de este sistema y quitándonos sus reglas de encima” (Cerutti-Guldberg 2015: 180). Esta construcción necesaria, solamente es posible a partir de un ejercicio de “subjetividad” por parte de “distintas” pero crecientes mayorías, que haga la constitución del sujeto transcapitalista constitución que tiene sus fundamentos en la del sujeto transmoderno y transoccidental. A nuestro juicio, convergentemente con lo que acabamos de sostener, cierra Dussel su 16ª tesis sobre economía política señalando que, considerando “el suicidio colectivo” en que por la totalización de la racionalidad moderno-occidental-capitalista se ha embarcado la humanidad, esta cuenta solamente con una última posibilidad: “En la conciencia ético-normativa, en las decisiones práctico-políticas colectivas de la humanidad reside la última posibilidad” (Dussel 2014: 333). Claramente es en decisiones que involucran a la humanidad como sujeto, pues las decisiones son siempre de sujetos y las decisiones “colectivas” implican reconocimiento e intersubjetividad; y las de la humanidad las implican en grado superlativo. Decisiones que en cuanto “práctico-políticas” implican “la conciencia ético normativa” orientando las decisiones estratégicas sobre la referencia de los criterios o principios normativos ya señalados.

7. Escribe Marx respecto del modo de producción capitalista: “la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre” (Marx 1972: 424).

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La humanidad se enfrenta a un dilema: “o a) el capitalismo y la modernidad con la lógica de la economía clásica o actual neoliberal (la bolsa de valores o el capital, el egoísmo de la subjetividad competitiva), que conduce inexorablemente a la extinción de la especie humana, o b) la afirmación de la vida de la humanidad, que es la condición absoluta y el bien común originario y final, que exige otro posible sistema económico alternativo” (Dussel 2014: 333). Siendo la política el arte de lo posible8 y siendo el capitalismo moderno-occidental imposible en cuanto a que constitutivamente se desarrolla socavando la vida humana y la naturaleza —como señalara Marx— orientándolas hacia su extinción, es claro que este sistema no responde al criterio o principio ético-normativo según el cual todos deben poder vivir, por lo que debe ser estratégicamente superado en “otro posible sistema económico alternativo” que será posible en el sentido de que pueda ser técnica y políticamente implementado, pero fundamentalmente en que responda al criterio o principio ético-normativo que enuncia “que todos puedan vivir”.

Obras citadas Acosta, Yamandú (2005). “Sujeto”. En: Salas Astrain, Ricardo (coord.). Pensamiento Crítico Latinoamericano. Conceptos fundamentales. Santiago de Chile: Universidad Católica Silva Henríquez, vol. III, 987-996. Bautista S., Juan José (2015). ¿Qué significa pensar desde América Latina? Caracas: Ministerio del Poder Popular para la Cultura. — (2017). “Hacia la reconstitución de ‘El ser humano como sujeto’”. En: .

8. El sentido en que consideramos aquí sumariamente la política como arte de lo posible surge de nuestra lectura de El realismo en política como arte de lo posible (Hinkelammert 1990: 20-29).

Sujeto transmoderno y superación crítica de la modernidad 119

Cerutti-Guldberg, Horacio (2015). Posibilitar otra vida trans-capitalista Ciudad de México/Popayán: Universidad Nacional Autónoma de México/Universidad del Cauca. Dussel, Enrique (1992). 1492. El encubrimiento del otro. El origen del mito de la modernidad. Bogotá: Antropos. — (2014). 16 tesis de economía política. Interpretación filosófica. Ciudad de México: Siglo XXI. Gandarilla Salgado, José Guadalupe (2014). Modernidad, crisis y crítica. Santiago de Chile: Palinodia. Hinkelammert, Franz (1990). Crítica a la razón utópica. San José: DEI. — (1991). La fe de Abraham y el Edipo occidental. San José: DEI. — (2003). El sujeto y la ley. El retorno del sujeto reprimido. Heredia: EUNA. Lechner, Norbert (2006): “La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado”. En: Obras escogidas. Santiago de Chile: LOM, tomo I, 140-335. Martí, José (1992). “Nuestra América”. En: Obras escogidas en tres tomos. La Habana: Centro de Estudios Martianos/Editorial de Ciencias Sociales, vol. I, 480-487. Marx, Karl (1972). El capital. Crítica de la economía política. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Moraña, Mabel (2014). Inscripciones críticas. Ensayos sobre cultura latinoamericana. Santiago de Chile: Cuartopropio. Rama, Ángel (1987). Transculturación narrativa en América Latina. Ciudad de México: Siglo XXI. Roig, Arturo Andrés (1981). Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Exterioridad radical, estética y liberación decolonial Alejandro A. Vallega University of Oregon

Abrácense entonces las llanuras de este vuelo. (Raúl Zurita, “Idilio general”)

Hablar de exterioridad radical en el sentido más inmediato puede sugerir una exterioridad total. Sin embargo, la expresión nos sitúa en una ambigüedad fundamental para el pensamiento liberatorio y decolonial. Exterioridad sugiere estar afuera de algo, el prefijo ex- ya indica esto en el griego antiguo; de ahí sacamos términos como exonerar y exilio. Pero radical, sin embargo, nos refiere al origen, a la raíz. O sea, la exterioridad radical se refiere simultáneamente a un estar afuera y a un estar al centro mismo u origen de algo. En el caso del pensamiento liberatorio y el pensamiento decolonial en América Latina, esta expresión se debe situar en relación a la creación y la perpetuación de la colonialidad del poder y el saber que nace con la conquista y colonización de las Américas a través del intercambio Atlántico desde el siglo xv al xix.1 Con la formación de una conciencia blanca eurocéntrica y después norteamericanocéntrica, y de un otro a esta, se crea una relación racial y de género, política, social, cultural y existencial entre el centro blanco de poder y de saber y su otro (indígena, negro, islámico, 1. Quijano (2000).

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oriental, femenino y masculino no humano, lo animal y la naturaleza). Esta relación binomial de poder repite la relación entre conquistador y conquistado, y así queda como sello de esta modalidad interpretativa de ser la violencia irracional, la explotación y la exclusión hasta el punto de genocidio. Así, la exterioridad de que se habla es la vivencia memorial y concreta de todo/s aquello/s que queda/n al margen de las formas de diferenciación y determinación de todo sentido de ser que son abarcadas, analizadas y controladas por la razón práctico-racional y productiva del centro (este último, centro de poder no natural, pero en cuanto a todo espacio/tiempo y sentido de ser bajo las reglas de su especifica forma de racionalidad). Como ha indicado Aníbal Quijano en ese mismo texto, esta violencia y la misma creación del sistema de poder y saber colonial se encuentran en la raíz del nacimiento de la modernidad y son inseparables del desarrollo de esta y del capitalismo. Y, como tal, la relación poder/saber colonial se perpetúa de maneras distintas con los desarrollos de la modernidad y la postmodernidad y de la transformación agresiva del capitalismo global. Dada esta situación, parecería que las opciones para un pensamiento liberatorio decolonial son pocas: o existe todo pensamiento dentro de la colonialidad, dado que la modernidad y la globalización están basadas en la colonialidad del poder y del saber; o se puede tomar una posición fuera de este sistema, una posición exterior al sistema. Si la primera opción no deja espacio para otro pensamiento y otro sentido de ser que los del sistema de poder, la segunda puede caer en dos trampas que hacen todo discurso liberatorio inconsecuente. Al hablar desde una exterioridad total, no existe relación que haga posible, o sea, necesaria, la destrucción de los sistemas de opresión, ni siquiera su cambio. En otras palabras, la exterioridad radical puede ser siempre reconocida por los centros de poder sin requerir nada de estos. Ejemplo típico es el reconocimiento de tradiciones étnicas en sistemas político-sociales que no efectúan ningún cambio con respecto a sus expectativas, leyes y horizontes epistémicos e imaginarios, aun cuando dicen representar a estas maneras distintas de vida y de sentido de ser. Simplemente dicho, una exterioridad total puede ser ignorada por los centros de poder. También se pueden buscar caminos medios en que se recupera lo excluido en términos de la racionalidad

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prevalente de los sistemas de poder. En este caso, se hace una apertura al excluido para incluirlo de una manera apropiadora, ya que el aquel se incorpora de acuerdo a conceptos, lógicas y modalidades de ser que debe aprender mientras tiene que abandonar sus conocimientos y manera de estar. Esta situación crea un sufrido purgatorio interminable, ya que los incluidos quedan entre lo que no pueden ser más lo que fue y lo que nunca podrán ser.2 Con los mismos resultados, resta aún la alternativa académica más profunda, o sea, la absorción de la exterioridad por discursos llamados liberatorios que se basan en la misma racionalidad conceptual-lógica de producción de ciudadanos, bienes y sentidos que nos encontramos en el corazón de la modernidad. A mi manera de ver, ninguno de estos caminos es viable para adentrarse y comenzar a entenderse en la situación pluriversal en que hoy estamos. Solamente un pensamiento que se oriente concretamente a partir de un estar que es a su vez estar adentro y afuera, y que, por ende, no se puede pensar desde este tipo de dualidad, nos puede ofrecer una entrada al espacio/tiempo liberatorio decolonial que se busca. Se trata entonces de no pensar en términos de afuera o adentro, pero sí de pensar desde la situación de exclusión concreta y de hacerlo teniendo en cuenta que lo excluido es también raíz de la modernidad. Si se llega a pensar así, se hace posible ver claramente que la modernidad racionalista-pragmática y productiva, capitalista y global es un mito. Es una manera de darle sentido al mundo, en contraste a tantas otras distintas y fecundas posibilidades de encontrarse en y con sentidos de ser. Entonces, para llegar a un pensamiento liberatorio y decolonial, tendríamos que pensar desde la exterioridad radical en sus modalida-

2. Cabe indicar que me refiero a la colonialidad de la temporalidad, concepto que presento en detalle en Vallega (2014), capítulos 5 y 7. Se trata de la línea única de temporalidad que se entiende como historia de desarrollo de la humanidad y que deja atrás como pasadas o atrasadas a todas las modalidades de ser, manera de estar y conocimientos, cosmologías y sensibilidades que no sirven al proyecto hegemónico capitalista mundial. Sí se crea una temporalidad diversa entre el desarrollo y los otros pensamientos-mundos, que en esta perspectiva de colonialidad quedan siempre retrasados o son simplemente vistos como inútiles y, por ende, sin sentido (inexistentes).

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des distintas: al límite de los discursos académicos y filosóficos definidos por el desarrollo histórico de los conceptos y horizontes epistémicos e imaginarios de la modernidad. En otras palabras, el problema no es pensar al otro, sino entenderse en lo distinto y lo fecundo en que estamos viviendo y, a partir de lo cual, nacen articulaciones concretas de sentidos de ser. Para decir esto de otra manera, en concordancia con el pensamiento de Eduardo Viveiros de Castro: ¿qué pasaría si los discursos nativos comenzaran a operar en nuestros discursos y modalidades de conocimiento? ¿Qué pasaría si formas intrínsecas del pensamiento y conocimiento, del discurso nativo, indígena, africano, semítico, asiático, feminista islámico, comenzaran a operar dentro del pensamiento filosófico moderno, de tal manera que se crearan efectos de conocimientos recíprocos? (Viveiros de Castro 2015: 6). Esto es lo que se busca en parte con la propuesta de comenzar a pensarnos a partir de la exterioridad radical. Debo añadir que, para todo pensador que se encuentra cómodamente situado en los discursos racionalistas y pragmáticos con sus lógicas y sus horizontes imaginarios y epistémicos, este tipo de propuesta debe parecer imposible, ilógica y bárbara: no solo al apropiar de manera originaria, y, con esto, destructiva, los cánones vigentes que justifican (aunque sin pensarlo y sin intención) la violencia de la modernidad a todo nivel, sino también porque solamente desde la exclusión y con la claridad de estar en la raíz de la modernidad y simultáneamente más allá de la comprensión que se encuentra a través de esta última se puede pensar de esta manera. Sería entonces un malentendido tomar la expresión exterioridad radical como si se refiriera a una situación completamente fuera o separada de toda otra. De hecho, el sentido de exterioridad me golpeó concretamente cuando leí por primera vez la Filosofía de la liberación (libro escrito por Enrique Dussel entre 1975-1977 y publicado ese último año). Ya en ese libro (originario de la filosofía de liberación como concebida por Dussel) está claro que la separación exclusiva entre totalidad (ser en la historia del Occidente: todo lo que es dicho ser es, el resto no tiene sentido o no es) e infinidad (el otro) en Lévinas no es suficiente para establecer diálogo ni, por ende, sentido (Dussel 1974: 181-183). Como indica Dussel en 1977: “La categoría de exterioridad, como hemos dicho, puede entenderse de manera equivocada

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y pensarse que lo que está más allá del horizonte del ser del sistema lo es de manera total, absoluta y sin ninguna participación en el interior del sistema” (Dussel 2011a: 88). La exterioridad no está nunca más allá del sistema, pero, a su vez, se trata de no reducirla/se a las determinaciones y las lógicas vigentes de poder. Pero, si es así, ¿cómo hablar de un pensamiento que se levanta, se sitúa y se articula desde y en su exterioridad? ¿Cómo se puede conceptualizar una exterioridad u otredad, pensar desde lo distinto, que se encuentra en la misma raíz de la modernidad, sin verse obligado a doblegar al otro frente a la manera de encontrar el mundo y su sentido, ya determinado por el/los sistema/s de exclusión? ¿Cómo decir-se sin ser redefinido de acuerdo a las categorías y necesidades lógicas y estéticas que ya predeterminan todo sentido de ser, haciéndolo objetivamente presente de acuerdo a una versión de la modernidad racionalista, individualista, pragmática, dirigida por los proyectos de acumulación de capital y desarrollo de sus tecnologías como sentido último y determinante absoluto de todo sentido y valor de ser? Esta es la problemática que ya en el 2006 me lleva a desarrollar la expresión/idea de una exterioridad radical.3 El punto fundamental en la Filosofía de la liberación de Dussel es que la filosofía se puede repensar a partir de la situación de los pueblos excluidos, o sea, a partir de y con los marginalizados, los explotados,

3. Como ya lo indica su título, en Latin American Philosophy: From Identity to Radical Exteriority hago una reinterpretación del pensamiento liberatorio y decolonial en la filosofía latinoamericana a partir de esta visión de exterioridad radical: se trata de un pensamiento inspirado por tantas cosas más allá de la academia y la filosofía formal… Este es un pensamiento que se levanta y toma sentido con el pensamiento popular e indígena de Latinoamérica, con los movimientos de las Madres de Mayo, con el pensamiento-praxis de los zapatistas, con la elección de Evo Morales, con el sonido en la oreja de las tradiciones orales del Cono Sur, con el último discurso de Salvador Allende desde la Moneda el 11 de septiembre de 1973 y con la necesidad de decir lo que se aprende filosóficamente de la gran dignidad y el sentido de vida de la gente que ha sufrido y batallado bajo las dictaduras que hacen el trabajo sucio que sostiene los intereses económicos del primer mundo y las pretensiones más perniciosas globales del capitalismo. Se trata de estar con las dimensiones aestheticas memoriales y vivientes de nuestras Américas y de una fecunda oportunidad para la filosofía como amor a la sabiduría.

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los oprimidos, los esclavizados, los ignorados y las víctimas de toda forma de abuso y violencia, incluso hasta el punto de la exterminación total (como en el caso de los selk’nam en el sur de Chile).4 O sea, es desde la exclusión, con la pulsión de vida del excluido, desde la periferia viviente y concreta (en el sentido de estar creciendo con), que la filosofía toma su vuelo y, dada su situación, lo hace como voz liberatoria con respecto a todo sistema hegemónico de poder. En este sentido, la exterioridad radical en el pensamiento latinoamericano se refiere a una situación decolonial: la pregunta es cómo pensar a partir de una situación entre el sentido de ser dado por los conquistadores sobre los conquistados y las maneras de estar siendo de estos últimos. Este es un espacio liminal, esto es, en sus configuraciones de identidades, que simultáneamente aparecen como conciencias colonizadas, resistentes y no dependientes o determinadas por el pensamiento colonizador, ni siquiera en una relación de resistencia que pueda aun afirmar aquello que se resiste. A este punto no se trata de ser o no ser parte del sistema de poder. El pensamiento binomial, lógico, no sirve para encontrar estos registros pluriverbales. Las varias modalidades o maneras simultáneas de estar siendo en América Latina llevan a una ambigüedad irreconciliable. Tal es, por ejemplo, el caso del marxista-cristiano-nietzscheano José Carlos Mariátegui. En otras palabras, al pensar desde tal situación prominente en Latinoamérica, la problemática de estar adentro o afuera de un sistema en vez del otro termina por no ser suficiente. El problema es pensar con los distintos movimientos y los tiempos/espacios que se entremezclan bajo nombres e identidades que dan la impresión de identificar, nombrar e iluminar casos esenciales, autónomos, impermeables e incambiables; tal como la diferencia entre hombre y mujer, indígena y blanco, civilización y barbarie. El problema de si uno está adentro o afuera de los sistemas de poder no es un problema ontológico, no hay seres que por naturaleza permanezcan en centro de poder o sean periféricos. De hecho, la dualidad binomial viene de la colonización de las Américas. América y Europa, blancos y sus otros se producen con la redistribución y

4. Dussel (2011a: 11-12). Sobre los selk’nam, ver Chapman (2008).

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redeterminación concreta de pueblos, vidas, conocimientos y valores.5 Las identidades de conquistador y conquistado, y su violenta relación de poder y de opresión/extinción (no solo en el ámbito antropológico en el sentido de pueblos y etnias, sino también en términos de la riqueza natural, especies, ecoambientes y las relaciones cosmológicas mismas que hacen posible situar modalidades distintas de estar con la vida en su movimiento seminal), se extienden al constituirse un mundo binomial de poder y capital a través de la construcción especifica de América. Este mundo bilateral se define en la separación entre raza (blanco y el otro, bárbaro, indígena, negro…), género (mujer y hombre, excluyendo indígena, negro…) y capacidad de generar capital (descendientes de los blancos equiparados con razón, juicio y calculo y el otro, bárbaro, indígena, negro, chino, turco, mujer, niño…).6 Si es así, no se puede comenzar por buscar movimientos liberatorios y decoloniales a partir de esas identidades lógicas, en términos de la realidad binomial, tales como identidad y el otro, razón y el otro, juicio y el otro, justicia y libertad racional pragmático-productiva y el otro. Lo que se hace posible al estar entre o al borde de estas dualidades, o sea, desde la pluriversalidad de situaciones vigentes en Latinoamérica, es pensar con lo distinto. Pero estas modalidades distintas de pensar y estar siendo no ocurren fuera o dentro de la modernidad (en sus sentidos tradicionales). El otro, el periférico, el exiliado, el conquistado y excluido están siempre ahí, están sin ser en términos de la modernidad racionalista-productiva, pero están y, por esto concretamente, no son nada o son sinsentido. Entonces nos encontramos en el corazón de la conquista, de la colonialidad del poder que nos sitúa hasta hoy día, con las vidas concretas de los excluidos, con la memoria concreta de los aniquilados, con las voces tácitas que hacen del silen5. Esto lo hace ver Santiago Castro-Gómez claramente en La hybris del punto cero, libro en el que hace una genealogía de la construcción de la ciudad colonial y de sus implicancias para el desarrollo de la colonialidad de poder, saber y tiempo. 6. Es esta separación que termina por ser la fuente del colonialismo en los siglos xvii y xix, al ser importados los sistemas de diferenciación y poder a África y al resto del mundo.

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cio un sentido más ancho que toda racionalidad conceptual. “Estamos aquí”.7 Y estábamos aquí ya cuando llegaron los conquistadores, como bien dice María Lugones (2010). Esto quiere decir que estamos en una cierta exterioridad radical, al ser los que no deberían estar por haber sido negado su ser… Y, sin embargo, estamos de tales maneras que en las vidas que seguimos hemos estado haciendo espacio para la liberación y la decolonización de todo sentido y de toda vida. La pregunta por la decolonialidad cambia y se extiende a este punto. Se trata de deshacer el mito de la modernidad no resistiéndola, sino reconociendo su devenir latino, africano, semita, oriental, indígena… Solo basta leer Cien años de soledad o ver quién y cómo se vive en Latinoamérica para entender que las versiones europeas y norteamericanas de ser modernos son determinadas por condiciones epistémicas y lógico-conceptuales muy limitadas. Si todo lo que no es racionalidad, subjetividad y producción de capital no es moderno, la modernidad no ha sido nunca autónoma y coherente. No porque no se haya llegado aún a una racionalidad universal suficiente, sino porque el conocimiento nace y retorna al estar en el movimiento vivo del devenir, a partir del cual damos nombre e identidad a mundos. Todo racionalismo se basa en modalidades de estar con el devenir o con el movimiento cosmológico que ocurre indiferentemente de todo ego cogito y sus deseos. Vivimos ya expuestos a conocimientos que no tienen nombre ni lógica productiva. Esta base o suelo desde el que nace el conocimiento conceptual es lo que llamamos vida, no en el sentido de cosas y sus relaciones lógicas, no en el sentido de ciencias exactas o de principios de incertidumbre, sino en el sentido de tensiones, densidades y pulsaciones concretas, incorporadas a cómo nos encontramos en y con cuerpos, afectivamente, y en configuraciones de deseos, espacios oníricos y memorias que se mueven a través de nosotros de manera involuntaria y milenaria. Somos abuelo, montaña, padre/madre, hijo/ hija y mente/corazón: así estamos en los mundos que conocemos y

7. Expresión usada por los zapatistas cuando llegan al Zócalo en Ciudad de México el 11 de marzo del 2001.

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aun con los que solo se nos sugieren. Estamos, aunque nos nieguen ser ciudadanos, humanos, mujer/hombre, conocimiento y memoria, identidad. Es a partir de estos espacios concretos (que crecen con) desde las dimensiones vivenciales en que nos encontramos que comienzan la decolonialidad y los pensamientos liberatorios. Esto es lo que quiere decir exterioridad radical: repensar de manera articulada e imaginaria todo sentido de ser a partir de las modalidades en y con las que estamos con el movimiento cosmológico y del devenir. Dada esta situación del pensamiento en un movimiento articulado vivencial, cabe hablar del pensamiento liberatorio y decolonial como un movimiento aesthetico. Aesthetico se refiere a niveles prelingüísticos y articulados de estar, por ejemplo, bailar, cantar, comer, amar, soñar, reír, doler, sufrir… en cuerpo y corazón, con la razón y sentido con que se vive cada día. Es desde ese movimiento vivencial popular, indígena, memorial, en su transmisión concreta y comunal, que comienza un pensamiento de liberación. Pero el aspecto afectivo y corpóreo es aún más profundo. Como dice Dussel en su Filosofía de la liberación, es la proximidad a lo distinto, es ese estar ya en el vientre de la madre, es el amor, la lucha en comunidad hombro a hombro con otros distintos, que nos distingue en sentido: en la fisicalidad de la proximidad y apertura con aquello que no puedo abarcar, ni determinar, ni calcular ni manipular; es en el reconocimiento de ese estar ahí con todo/s que nos encontramos como seres racionales vivientes en el sentido más complejo y rico (Dussel 2011a: 45-47). Cuerpo, sentimiento, percepciones, intuiciones: la experiencia estética nos sitúa en nuestro estar siendo. Pero este sentido estético es también víctima de la colonialidad. Esto se hace claro no solo en teoría, sino también en las vivencias de los colonizados, al encontrarse ellos a través de horizontes e imaginarios afectivos y en la configuración de cuerpos que no corresponden a lo vivido. Caso puntual, el ejemplo de Fanon, que en Piel negra, máscaras blancas encuentra que los colonizados se imaginan que su futuro ideal sería ser blancos (Fanon 1973: 9). El poder de la colonialidad no solo abarca instituciones, conceptos, valores y sujetos, sino que también transforma al colonizado a niveles afectivos, físicos y epidérmicos, en la piel. Es la modalidad misma de ser, la sensibilidad

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con la que se encuentra el mundo que termina por ser colonizada. La colonialidad funciona en cuerpos, deseos, sueños y miedos, fobias y esperanzas, a ras de labios y en las miradas más lejanas, antes de llegar al argumento. Y solo al retomar esas dimensiones estéticas en lo vivencial es que algo así como transformaciones liberatorias y decoloniales pueden ocurrir. Las críticas sobre la política, la economía, el poder militar, las relaciones sociales, las formas culturales, la raza y el género, la geopolítica, el teorizar liberatorio son muy necesarias, pero no son suficientes. Estas prácticas nacen y se hacen a partir de la articulación de la pulsión de vida y solamente a partir de esta pulsión articulada pueden ser retomadas de manera liberatorio-originaria. Tal es el proyecto de un pensamiento estético liberatorio y decolonial desde la exterioridad radical. Antes de cerrar, cabe clarificar la relación de esta propuesta de una estética de liberación decolonial con el pensamiento de Enrique Dussel. Fundamentalmente estamos de acuerdo, como llegamos a la conclusión algunos meses atrás en una larga conversación en Eugene, Oregón, en ocasión de su presentación en el marco de la Conferencia Anual Bartolomé de las Casas del programa de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Oregón. Estamos de acuerdo en que el pensamiento de liberación nace de la sensibilidad estética de estar en proximidad íntima con otro que no podemos nunca abarcar, ni dominar, ni determinar y ni siquiera comprender totalmente. Es desde esta base concreta y prelingüística que Dussel le insiste a Vattimo que antes de cualquier interpretación hay vida y ofrece una gran crítica a Habermas y a Karl Otto Appel en la Ética de la liberación.8 En ambos casos, el problema es la insistencia en referirse a y comenzar siempre desde y hacia el lenguaje racional y sus sistemas lógico-categóricos; o sea, siempre comenzando desde el aparato analítico-crítico de la modernidad. En la Ética de la liberación, Dussel emplea el lenguaje abstracto de la teoría crítica y de la

8. Dice Dussel: “Contra Gianni Vattimo, que afirma: ‘¡No hay hechos, solamente interpretaciones!’, yo respondí en Bogotá: ‘¡Hay hechos que son siempre interpretados!’”(Dussel 2009: 440).

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filosofía analítica no para rendir el pensamiento de liberación bajo estas modalidades filosóficas, sino para hacer sentir su crítica en el lenguaje de opresión. El fin es interpolar otro punto de partida en el discurso que se mantiene en el poder. Fuera de la cuestión de hasta dónde esta estrategia se mantenga al límite del discurso o del lenguaje y de las modalidades y las sensibilidades que organizan los discursos en el poder, el punto es que el pensamiento analéctico de la filosofía de liberación no es marxismo, ni teoría crítica, ni tampoco teoría analítica, fenomenología o deconstrucción, ni se trata de una serie de mezclas interdisciplinarias de campos ya operativos en las academias del Norte geopolítico.9 Responder al pensamiento que se levanta desde la exterioridad radical o distinción con teorías de estos tipos recién nombrados sin reconocer lo distinto en el pensamiento analéctico es un error que puede bien resultar en una apropiación más en el nombre de la liberación.10 En tales casos de apropiación, lo que nos perdemos es el punto central del pensamiento liberatorio decolonial: el pensamiento de liberación comienza en las vidas distintas concretas y retorna a ellas de manera transformativa, pero siempre respondiendo a las dimensiones vivenciales, prácticas y preconceptuales. Se empieza desde y, como uno está, desde la claridad de la vida y de sus necesidades originales, en el devenir, todo lo cual se nombra y recibe valor abstracto solamente una vez que ya estamos ahí con el devenir de todo sentido de ser, devenir afectivo, memorial y corpóreo. Como escribe Dussel en 1975, 9. “Analéctico quiere indicar el hecho real humano por el que todo hombre, todo grupo o pueblo, se sitúa más allá del horizonte de la totalidad. Dicha exterioridad debe afirmarse primariamente, ya que la dialéctica negativa no es suficiente. El momento analéctico es el punto de apoyo de nuevos despliegues. El momento analéctico nos abre el ámbito meta-físico (que no es el óntico de las ciencias fácticas ni el ontológico de la dialéctiva negativa), refiriéndose semánticamente al otro. Su categoría propia es la de exterioridad; por ello, el punto de partida de su discurso metódico (método, más que científico, dialéctico positivo) es la exterioridad del otro; su principio no es el de identidad, sino el de separación, dis-tinción” (Dussel 2011a: 238-239). 10. Sobre el pensamiento analéctico de la filosofía de liberación, también ver “Latin American Philosophy and Liberation” (Vallega 2014).

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Saber jugar hasta la vida a fin de cumplir los requerimientos de dicha protesta, y lanzarse a la praxis por el oprimido, es parte del proceso del que se origina en el momento analéctico. En la analéctica no es suficiente la teoría. En la ciencia y la dialéctica lo especulativo es lo constitutivo esencial. En la analéctica, por cuanto es necesario la aceptación ética de la interpelación del oprimido y la mediación de la praxis, dicha praxis es un constitutivo primordial, primero, condición de posibilidad de la comprensión, y el esclarecimiento, que es el fruto de haber efectiva y realmente accedido a la exterioridad, único ámbito adecuado para el ejercicio de la conciencia crítica.11

Conclusión Con todo lo discutido en estas páginas no he dicho prácticamente nada, ya que solamente en el devenir concreto de las liberaciones y los giros decoloniales distintos puede comenzar a adentrarse en el pensamiento estético liberatorio de que hablamos. Los pensamientos liberatorios y decoloniales no se pueden basar sobre una única manera de pensar: ni la teoría crítica ni el pensamiento analítico, ni tampoco el marxismo, el pragmatismo norteamericano o la deconstrucción pueden pretender ser la base de todo pensamiento liberatorio y decolonial. Solo desde la vivencia concreta nacen pensamientos liberatorios. En la vida concreta, con sus lógicas y sus epistemologías dinámicas y distintas, se encuentra la fuerza para un pensamiento liberatorio. Esto no quiere decir que debamos abandonar la razón. Al contrario, cabe retomarla de una manera originaria, al exponer argumentos, conceptos, lógica y dimensiones estéticas a estas modalidades de conocimiento, hasta el punto de permanecer con la transformación del pensamiento racionalista-pragmático productivo como resultado de su permanecer expuesto a conocimientos y epistemologías distintas y concretas. Si ha de haber diá-logos, no será en el nombre de un logos universal, hegemónico y autónomo, sino en la forma de conversaciones, de giros y de encuentros, de transfiguraciones, con el pasar y el nacimiento de nuevas relaciones al estar en exterioridad radical. 11. Vallega (2014: 239-240).

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Cierro con una simple indicación, con unas líneas de César Vallejo y con algunos de los nombres de pensadores latinoamericanos que han hecho y hacen este camino y que, dado el tiempo y las circunstancias requeridas, discutirían en detalle para comenzar a darle sentido y cuerpo a esta corta disertación: Juan Carlos Mariátegui, José María Arguedas, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Mario Benedetti, Augusto Salazar Bondy, Enrique Dussel, Rodolfo Kusch, Aníbal Quijano, Alberto Flores Galindo, Dina V. Picotti, Santiago Castro-Gómez, Ramón Grosfoguel, Silvia Rivera Cusicanqui, Eduardo Viveiros de Castro, Raúl Zurita, María Lugones y César Vallejo. En “Buen sentido”, un poema póstumo, César Vallejo le dice a su madre: “Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande”. 12 Aunque aparentemente muy directa, la frase es inmensamente compleja. Es difícil de entender cómo uno de nosotros podría no saber qué es París, dónde está y qué significado tiene para el arte, la poesía y la literatura, la filosofía y las mismas ideas del iluminismo y la razón. Aun así, Vallejo nos trasplanta a una situación inaudita al nombrar París. En el poema se repite esta frase dos veces, la segunda antes de las últimas líneas. Dos veces Vallejo nombra París. Pero ¿cómo ocurre ese nombre? París aparece fuera de medida: “Un sitio muy grande, lejano, y otra vez grande”. Esta desmesura solo encuentra una fuerza más profunda en la raíz de la situación del nombre. En la línea final, Vallejo escribe: “La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales descienden suavemente por mis brazos” (Vallejo 1979: 110). La relación bajo la cual aparece el nombre es también desmesurada. “Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo del punto de su ser al que torno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre”. En la misma raíz de la relación, la madre es y no es más la madre. Una vez ante un niño, ahora ante un hombre, el nombre de la madre cambia, desde adentro, en su raíz, o sea, en la relación concreta (tiempo/espacio) entre el niño y el hombre. Al mismo tiempo, Vallejo les habla a sus dos madres, en un tiempo/espacio

12. Vallejo (1979: 109).

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memorial en que el niño y el hombre están con la mujer del padre. En la disrupción radical, Vallejo repite hasta callarse otro nombre, París. “Le digo entonces hasta que me callo: ‘Hay madre en el mundo un sitio que se llama París’” (Vallejo 1979: 110). Pero, como la madre y París, ese mundo también ha cambiado, ya que a este punto el sentido de mundo depende de ese momento de suspensión radical en que estamos, en que nos encontramos. El pensamiento situado por dimensiones que no puede abarcar, capturado por el secreto de la mirada de la madre, que con sus ojos desciende lentamente por los brazos de ese hombre, pensamiento en la piel, dos desconocidos unidos inseparablemente en lo distinto.

Obras citadas Castro-Gómez, Santiago (2005). La hybris del punto cero. Ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana. Chapman, Anne (2008). Hain. Ceremonia de iniciación de los selknam de Tierra de Fuego. Buenos Aires: Zagier & Urruty Publications. Dussel, Enrique (1974). “El método analéctico”. Método para una filosofía de la liberación. Salamanca: Sígueme, 181-183. — (2009). Política de la liberación II, Arquitectónica. Madrid: Trotta. — (2011a). Filosofía de la liberación en la edad de la globalización y de la exclusión. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. — (2011b). “Palabras preliminares a la primera edición”. Filosofía de la liberación en la edad de la globalización y de la exclusión. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 11-12. Fanon, Franz (1973). Piel negra, máscaras blancas. Buenos Aires: Editorial Abrazas. Lugones, María (2010). “Toward a Decolonial Feminism”. En: Hypatia 25/4, 742-759. Quijano, Aníbal (1992). “Colonialidad y modernidad/racionalidad”. En: Perú Indígena 13/29, 11-20. — (2000). “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”. En: Lander, Edgardo (ed.). La colonialidad del saber, euro-

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De la colonialidad del poder al feminismo decolonial en América Latina Ofelia Schutte University of South Florida

En las últimas décadas ha surgido una corriente teórica identificada como pensamiento o teoría decolonial (decolonial theory), cuyo impacto trasciende fronteras geográficas y disciplinarias y cuya dinámica se encuentra en pleno estado de expansión. Debido a que el pensamiento de Aníbal Quijano sobre la colonialidad del poder ha tomado gran importancia en la teoría decolonial actual, me interesa, en primer lugar, comprender lo que le lleva a sus consideraciones críticas sobre la modernidad en el contexto en que esta se asocia al racismo. Como se sabe, por “colonialidad del poder” Quijano entiende el sistema de clasificación social que forma la base del concepto moderno de raza y que se inicia con la división del trabajo de acuerdo a fenotipos corporales (color de piel, etc.) en la economía global capitalista surgida a partir de 1500 en relación al colonialismo en América. De acuerdo a Quijano, en el transcurso del tiempo se crea un sistema global capitalista eurocéntrico y colonial/moderno que sostiene el sistema racista en pie hasta nuestros días. En segundo lugar, me interesa reflexionar sobre la variedad de respuestas provenientes de feministas en América Latina, a lo que María Lugones, reelaborando y transformando la propuesta de Quijano, ha denominado “la colonialidad del género” (the coloniality of gender). Es-

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tas teorías andan viajando de un lado a otro del hemisferio y se divulgan considerablemente a través de una relación Norte/Sur, donde el peso de su importancia suele favorecer lo publicado en inglés y en el Norte. Por lo tanto, me parece importante retomar desde una mirada crítico-filosófica las propuestas de Quijano y de Lugones con el propósito de ampliar las vías de acceso al pensamiento decolonial.

Filosofía moderna europea y crítica decolonial La historia de la filosofía moderna en el mundo académico se ha subclasificado de diferentes maneras. En los Estados Unidos, a veces el canon se limita al período desde Descartes a Kant, eliminando (se dice, por falta de tiempo) todo el siglo xix. Otras veces se le añade una segunda parte cubriendo el siglo xix de Hegel a Nietzsche o, si el enfoque es anglocéntrico, girando la atención un poco más hacia los filósofos británicos. Aparte de estas prácticas académicas convencionales, no exentas de estar sujetas a consideraciones extrafilosóficas, no es necesario haber tomado un curso universitario sobre el tema para haber oído hablar de Descartes como “el padre de la filosofía moderna”. El autor del cogito, ergo sum (“pienso, luego existo”) es un buen blanco de ataque, especialmente si se desea criticarlo en el contexto de la división entre el sujeto y el objeto de conocimiento en el período moderno, como lo hizo Heidegger brillantemente en Sein und Zeit (1927).1 En relación a la filosofía europea moderna, se conoce bastante bien la crítica que Enrique Dussel le ha hecho a Descartes, crítica que, a la Dussel o no, aparece repetida de una manera u otra en numerosos textos decoloniales.2 Dussel asocia la figura de Descartes y su cogito con el inicio y subsiguiente prevalencia de una episteme devastadora colonial/moderna; alega que el significado geopolítico del cogito cartesiano (al que llama, siguiendo a Heidegger, el ego cogito), funciona

1. Ver las secciones 19-21 de ese texto, por ejemplo. 2. Más adelante veremos este aspecto en referencia a Quijano, cuyos comentarios sobre Descartes retoman la línea de Heidegger.

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como un “yo conquisto” (ego conquiro) durante el período colonial moderno.3 El modo en que Quijano aborda a Descartes y a Hegel sugiere una fuerte influencia dusseliana o, al menos, una convergencia en la manera en que ambos enfocan a estos autores. Quijano, sin embargo, no es un discípulo de la filosofía continental europea, y mucho menos de los proyectos fenomenológicos de Heidegger, Ricoeur y Lévinas, como lo fue Dussel en un período formativo de su vida intelectual. Por lo tanto, surge la interrogante siguiente: ¿de qué otras consideraciones proviene su crítica a la modernidad filosófica?4 Quijano utiliza un enfoque anticapitalista antieurocéntrico dentro del cual examina el fundamento del racismo en la economía colonial durante el período moderno occidental. Su análisis apunta hacia el examen de estructuras históricas de diversos tipos y características que se van articulando y entrelazando entre sí bajo ciertos modelos hegemónicos de poder y que, a través del tiempo, llegan a sistematizar todas las relaciones sociales, económicas y culturales de la humanidad dentro de un marco global capitalista. Aparte de las críticas que pudieran hacerse en relación a este tipo de análisis ultrasistemático de la historia socioeconómica, cultural y política de la humanidad en el marco de una totalidad global, resulta interesante detenerse en un aspecto que pasa algo desapercibido en el contexto de la crítica de Quijano a la modernidad. Se trata de una brevísima referencia al “papado” en su canónico artículo “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”.5 En el contexto 3. Véanse las secciones 1.1.7.1-1.1.7.4 de su Filosofía de la liberación. Después de la década de los noventa, Dussel suaviza un poco su discurso frente al fenómeno de la filosofía postmoderna e introduce el concepto de trans-modernidad, el cual hace posible evaluar aspectos positivos y negativos tanto de la modernidad como de la postmodernidad desde una perspectiva solidaria liberatoria. No obstante, continúa caracterizando el inicio de la subjetividad moderna desde un yo asociado a la conquista genocida en América (Dussel 1993: 228-235). 4. Me refiero aquí estrictamente al tema filosófico, no a su amplísimo conocimiento en las ciencias sociales, la teoría de la dependencia, el sistema-mundo moderno de Wallerstein, el contexto peruano y latinoamericano y demás. 5. Quijano(2014a: 777-832). Todas las referencias subsiguientes a la obra de Quijano se toman de esta edición.

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de los conflictos de intereses sociales que ocurren durante el período moderno, Quijano menciona el carácter “ambiguo y contradictorio” del concepto de modernidad, diferenciando, por ejemplo, “enfrentamientos con el antiguo orden, con el Imperio, con el Papado, en el período del llamado capital competitivo” en Europa Occidental del “estancamiento y retroceso del capital” en América Latina (aun después de los procesos de independencia política) debido al “carácter colonial” de las “relaciones de explotación y de dominación” que allá rigen (Quijano 2014a: 797-798.) “El eurocentramiento del capitalismo colonial/moderno”, concluye, “fue en ese sentido decisivo para el destino diferente del proceso de la modernidad entre Europa y el resto del mundo” (Quijano 2014a: 798).6 La cuestión del papado aparece brevemente, aunque de manera más explícita, en un artículo anterior de Quijano donde abre nuevas preguntas sobre el significado de nación, etnia y raza en la obra de Mariátegui. Comentando sobre la especificidad entre los diferentes “modos de conocer” en el transcurso de la modernidad, Quijano se refiere a los conflictos religiosos intracristianos y también entre íberos peninsulares y musulmanes. Menciona el peso “de la ideología religiosa entre los íberos”, específicamente: “Al término de la guerra con los musulmanes, aquellos [los íberos] están listos para ser carne de la caldeada y feroz ideología de la Contrarreforma y la Inquisición, una forma y un momento de resistencia a la modernidad/racionalidad emergente” (Quijano 2014b: 764). Esta discusión

6. Aquí Quijano utiliza el término eurocentramiento en el contexto económico del poder capitalista, lo que también puede aplicar al adjetivo eurocentrado. En general, al referirse a la racionalidad hegemónica que guía este proceso aparece el término eurocentrismo. Debido a la orientación filosófica de nuestro análisis, este último conforma nuestra base operativa. Una discusión sobre hasta qué punto lo eurocentrado es también eurocéntrico o si lo es completamente queda fuera del presente análisis por su extrema complejidad. Quijano distingue entre los estudios europeos y la mentalidad eurocéntrica. La última “no se refiere a todos los modos de conocer de todos los europeos y en todas las épocas, sino a una específica racionalidad o perspectiva de conocimiento que se hace mundialmente hegemónica” (Quijano 2014a: 796).

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ocurre en el contexto de la conexión entre “la experiencia e ideología religiosas” que antecede y acompaña al período colonial. Específicamente, se inicia con la discusión sobre si los “indios” son bestias o humanos, o también al utilizar las categorías de “raza” o “etnia” para distinguir a los europeos de los no europeos (Quijano 2014b: 763-764). Quijano parece argumentar que, aunque en un período inicial en la modernidad no se ha consolidado un pensamiento hegemónico (por ejemplo, la ideología religiosa de la Contrarreforma y la Inquisición se contrapone a “la nueva racionalidad que funda la modernidad”), y, a pesar de “las diversas ideologías religiosas” tanto en Anglo- como en Iberoamérica, eventualmente se forma la racionalidad moderna eurocéntrica hegemónica racista. Esta se basa en la experiencia común de la colonización y de las relaciones de poder entre europeos y no europeos (Quijano 2014b: 765). Quijano sostiene que el triunfo de dicha racionalidad sobre todas las demás racionalidades “rivales [a ella] en los propios países dominantes” se encuentra en el sistema filosófico de Hegel y queda plasmada como la racionalidad “universalmente hegemónica” del capitalismo global (Quijano 2014b: 766). Advierte en este ensayo publicado en 1993 que “esa es la racionalidad/modernidad en cuya crisis estamos hoy envueltos” (Quijano 2014b: 766). En realidad, sin embargo, la filosofía occidental moderna y contemporánea, incluso la propia interpretación de Hegel, ofrece un panorama de opciones políticas e ideológicas mucho más amplio y abierto que el que imagina Quijano. Desde los Estados Unidos, además, el poder del sistema capitalista global en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial se ve centrado en este país y gradualmente reconcentrado en varias partes del mundo, no hegemonizado en Europa como sostiene Quijano a lo largo de sus propuestas. La importancia que Quijano le da al centro-norte de la Europa continental (tanto para enfocar los efectos democráticos positivos de la modernidad como para culparla por la explotación y el racismo sistemático en relación a América Latina) es algo bastante peculiar, cuando se nota la ausencia de observaciones de similar peso en relación al predominio del poder ejercido por los Estados Unidos hacia el Caribe y América Latina durante más de un siglo.

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El problema principal en relación a la metanarrativa que construye acerca de la historia de la filosofía moderna y contemporánea no radica en que Quijano niegue la diversidad y los desacuerdos entre las corrientes filosóficas del período moderno, ya que no lo hace. Recordemos como Quijano menciona las luchas entre diversas racionalidades en este período, incluyendo las de la Inquisición, la Contrarreforma y otras (revolucionarias, democráticas) que buscan mejores condiciones sociales y políticas para la liberación humana.7 Entre muchos otros ejemplos, esto demuestra la importancia que toma la heterogeneidad en su análisis estructural de los procesos históricos.8 No obstante, Quijano no se dirige a la heterogeneidad del pensamiento moderno filosófico en su plena complejidad (algo compresible, ya que este no es su campo de estudios). En efecto, lo simplifica innecesariamente cuando su intención es representar a Descartes o a Hegel exclusivamente desde aspectos asociados al aparato deshumanizador de la colonialidad eurocéntrica. Un ejemplo de su perspectiva reduccionista al respecto se encuentra en la sección “El nuevo dualismo”, dedicada a Descartes, para demostrar la complicidad entre la metafísica de este y el racismo eurocéntrico. A pesar de estar consciente del problema de la Inquisición en otras partes de su obra, como hemos mencionado anteriormente, Quijano deja de mencionar otro aspecto de este aparato de poder represivo y persecutorio, el conocido Index librorum prohibitorum de la Iglesia católica romana. Este código de libros prohibidos se publicó

7. Por ejemplo: “La modernidad generó un horizonte de liberación de las gentes de toda relación, estructura o institución vinculada a la dominación y a la explotación, pero también las condiciones sociales para avanzar en dirección a ese horizonte. La modernidad es, pues, también una cuestión de conflicto de intereses sociales” (Quijano 2014a: 797). 8. La razón que me llevó a investigar esta cuestión surgió en Lima, en el Congreso de LASA2017, al escuchar la ponencia de Mijail Mitrovic, “De la modernidad otra al pensamiento decolonial: perspectivas sobre la identidad latinoamericana y sus críticas”. Mitrovic ofreció un análisis muy interesante sobre el manejo de la temática homogeneidad/heterogeneidad en Quijano, lo que despertó en mí una gran curiosidad, ya que este tema aparece reiteradamente en el feminismo decolonial.

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entre 1559 y 1948 en numerosas ediciones, iniciándose en los tiempos de la Inquisición y siendo descontinuado en junio de 1966 por el papa Pablo VI. Las obras de Descartes, siguiendo con las de Locke, Berkeley, Hume, Rousseau, Kant y otros filósofos y escritores canónicos de la modernidad, fueron puestas en el Index. Entre los últimos filósofos censurados por el Vaticano estuvieron Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Menciono el Index porque en mi experiencia existe una estrecha relación entre la crítica a Descartes (y a toda la modernidad), la censura oficial y la autocensura: mi primer encuentro con la filosofía moderna europea estuvo mediatizado por la condena que se hacía de ella a través de él. En mi primer curso de filosofía moderna, a mediados de la década de 1960 en una universidad católica de los Estados Unidos, el profesor nos advirtió con gran seriedad el primer día que la mayor parte de las lecturas del semestre estaban condenadas por la Iglesia. Se nos permitía estudiarlas, pero con extrema vigilancia. Así se creaba un imaginario, el cual todavía parece estar vigente (aunque ahora más desde la izquierda y no exclusivamente desde la derecha), donde Descartes se establece como un diablo encarnado abriendo las puertas de la filosofía moderna a un pensamiento perverso que perdura hasta nuestro siglo. El hecho de que la metafísica dualista de Descartes y su separación enajenadora entre res cogitas y res extensa reflejara o promoviera prácticas excluyentes y discriminatorias en Europa y América hacia sujetos considerados no pensantes indudablemente tiene un peso importante en el análisis de la colonialidad del poder, como bien lo articula Quijano y como también se ha criticado por muchas otras corrientes filosóficas importantes, incluyendo el feminismo. De igual modo, el dominio ejercido hacia la naturaleza y sus consecuencias ecológicas devastadoras deben de ser tomados en cuenta, como se ha hecho en la crítica decolonial a la modernidad. Sin embargo, el desarrollo de la ciencia occidental también nos ha alzado la conciencia respecto al hecho de que somos parte de y no los dueños del planeta. La modernidad no significa una totalidad nefasta. Aparte de cómo se interprete el cogito y en cuál contexto, lo importante para una teoría decolonial es reforzar la capacidad de realizar un pensamiento fronterizo crítico que pueda confrontar las barreras al

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conocimiento, donde quiera que estas ocurran, que afectan las relaciones de poder en la construcción de las subjetividades. Detengámonos, entonces, más allá del apartado sobre Descartes para reflexionar sobre el manejo que da Quijano más ampliamente al concepto de la heterogeneidad, enfocando especialmente su manera de contraponerla a la homogeneidad. Al examinar el desarrollo de sus ideas, podemos observar que dicho concepto en Quijano opera no solo como un objeto de estudio, sino también como un criterio (al nivel metacrítico) para legitimar o deslegitimar las relaciones y el ejercicio del poder en circunstancias históricas específicas. Así es que, por ejemplo, Quijano sostiene que, a pesar del esfuerzo mariateguiano, aquellas categorías (blancos, indios, mestizos, negros, la idea de raza) no han dejado de secretar sus inevitables implicaciones. Primero, la disolución de una realidad heterogénea y diversa en un discurso homogeneizador (Quijano 2014b: 773). Aquí se observa que, además de robarle sus derechos y el reconocimiento humano a los pueblos categorizados de dicha manera, a nivel epistémico los discursos homogeneizadores tapan e impiden el conocimiento de la realidad, específicamente en su modo de borrar la heterogeneidad. Esto último se refiere al argumento sobre la manera en que el ejercicio de la colonialidad del poder construye la idea moderna de la raza despojando a los pueblos históricos sometidos a ella de su especificidad y de su identidad culturales (aymaras, mayas, incas, aztecas, zulos, congos, yorubas, etc.) (Quijano 2014a: 801). De acuerdo a Quijano, los aparatos del poder que dan fundamento y sirven de instrumento a este despojo son la racionalidad eurocentrista (como fundamento de la idea colonial/moderna de la clasificación y subordinación racial) y los instrumentos homogeneizantes del Estado-nación al servicio de dicha visión racista eurocéntrica: “La mirada eurocentrista de la realidad social de América Latina llevó a los intentos de construir Estado-nación según la experiencia europea, como homogeneización étnica o cultural de una población encerrada en las fronteras de un Estado” (Quijano 2014b: 769). Hasta aquí queda clara la complicidad que Quijano atribuye al Estado-nación como soporte del poder homogeneizante al servicio

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del eurocentrismo racista hegemónico. Este análisis revela que la lógica homogeneizante del Estado-nación moderno no se encuentra de por sí esencialmente atada al racismo, ya que es concebible que un Estado exista sin una población diversificada de acuerdo a la categoría de raza. Dicha lógica se ejerce mediante la democratización del poder: “una participación más o menos democrática en la distribución del control del poder… es la manera específica de homogeneización de la gente en un Estado-nación moderno” (Quijano 2014a: 808). Entre las funciones homogeneizantes del Estado, Quijano menciona, por ejemplo, el establecimiento de la “igualdad jurídica y civil” que los Estados modernos supuestamente dicen aplicar universalmente a sus ciudadanos (Quijano 2014a: 807-808). Un resultado de estas premisas parecería ser, entonces, que el ejercicio específicamente homogeneizante de la colonialidad del poder racista en la modernidad radica fuertemente en la estructura del capitalismo global. Esta última conclusión aparece con frecuencia en las conversaciones sobre decolonial theory provenientes de críticas al capitalismo que alegan o asumen que este equivale a la homogeneización o que su lógica contiene un proceso intrínsecamente homogeneizante.9 No obstante, Quijano argumenta explícitamente que las formas históricas del capitalismo son estructuras heterogéneas, no homogéneas. La experiencia histórica demuestra, sin embargo, que el capitalismo mundial está lejos de ser una totalidad homogénea y continua. Al contrario, como lo demuestra América, el patrón de poder mundial que se conoce como capitalismo es, en lo fundamental, una estructura de elementos heterogéneos, tanto en términos de las formas de control del trabajo-recursos-productos (o relaciones de producción) como en términos de los pueblos e historias articulados en él (Quijano 2014a: 803). Aunque todas estas estructuras de elementos heterogéneos hayan sido articuladas “en una sola forma de poder”, Quijano argumenta

9. En Occidente estamos acostumbrados a pensar de esta manera por la lectura humanista de Marx —por ejemplo, en la idea de que el capitalismo lo reduce todo a lo mismo, o al dinero; o en la versión de Horkheimer y Adorno, donde el capitalismo reduce la cultura a la razón instrumental y a la mercantilización de la cultura moderna—.

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que “el proceso de cambio de dicha totalidad capitalista no puede, de ningún modo, ser una transformación homogénea y continua del sistema entero, ni tampoco de cada uno de sus componentes mayores” (Quijano 2014a: 803). Añade que tampoco puede ser remplazado por otra totalidad equivalente. Ahora bien, si el capital no es una totalidad uniforme que implique necesariamente la homogeneización y subordinación racial de sus participantes y si los Estados-nación de la modernidad, al efectuar sus operaciones políticas homogeneizantes, no requieren necesariamente la subordinación racial (por ejemplo, si en la nación todos fuesen del mismo color de piel), entonces ¿dónde más pudiéramos encontrar la fundamentación y la justificación del racismo dentro de la colonialidad del poder que perdura hasta nuestros días? La respuesta dentro de esta lógica será: en el eurocentrismo moderno, por haberse convertido este en un arma cultural de la emergencia de una poderosa estructura económica (en este caso, capitalista) global. En otras palabras (aunque Quijano no lo comenta), si hubiera habido un socialismo eurocéntrico global basado en una lógica similar moderna, la colonialidad del poder racista se ejercería de otra manera, pero permanecería. De lo anterior se puede deducir que, de acuerdo al análisis de Quijano que he ofrecido, para desmantelar la colonialidad del poder, lo que hay que desmantelar imprescindiblemente es el eurocentrismo. Los otros elementos que confluyen en la formación y la reproducción de la colonialidad del poder (la modernidad, el capitalismo), aunque convergen en la historia y sedimentan el proceso irreversiblemente en lo concreto, dado el colonialismo y las migraciones globales, no parecen ser de por sí, en abstracto, condiciones lógicas necesarias de la opresión racial per se. Así llegamos a la clave del análisis: el eurocentrismo que determina el tipo de modernidad en cuestión en base a las condiciones históricas y económicas vigentes en la colonización de las Américas y sus secuelas a lo largo de los siguientes más de quinientos años. Dicho de otra forma, Quijano piensa que el eurocentrismo y la colonialidad intersubjetiva y cultural que este representa pueden sobrevivir históricamente al capitalismo porque un cambio en el sistema económico no está ligado mecánicamente a un cambio de mentalidad. Las subjetividades

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e identidades de raza y etnia creadas por el eurocentrismo colonial y moderno son “hechos […] asociados a, e implicados en, las relaciones sociales materiales […]; pero no son sus consecuencias, derivaciones, reflejos o superestructuras. Y no se identifican, ni se fundan, ni se agotan en ellas” (Quijano 2014b: 766-767 [énfasis añadido]). Quijano indica lo mismo al concluir su crítica sobre el dualismo entre razónsujeto/ cuerponaturaleza en Descartes y “la versión eurocentrista de la modernidad” que lo sostiene al declarar que “las solas necesidades del capital, como tal, no agotan, no podrían agotar, la explicación del carácter y de la trayectoria de esa perspectiva [moderna-eurocentrista] de conocimiento” (Quijano 2014a: 806). En resumen, el perfil de la racionalidad hegemónica moderna que Quijano presenta, en su conjunto, contiene dos aspectos: (1) una filosofía eurocéntrica de la historia mundial plasmada en la Marcha de la Razón por la historia culminando en el centro-norte de Europa y en un Estado-nación moderno a la manera de Hegel y (2) una episteme dualista razón-sujeto/cuerpo-naturaleza plasmado en Descartes y llevado a toda la teoría política moderna/colonial y a la filosofía de las ciencias naturales y sociales hasta el momento.10 No obstante, y de acuerdo al propio Quijano, la noción de hegemonía implica, o al menos sugiere, la existencia de otras orientaciones epistémicas subalternas o alternativas a las dominantes. Por otra parte, es cuestionable que los espacios culturales se encuentren homogeneizados a través del planeta de acuerdo a un solo poder hegemónico universalmente triun-

10. Quijano usa la misma distinción que Heidegger (sin mencionarlo) entre el ego cogito y la naturaleza, aproximándose a su vocabulario y, además, siguiéndolo literalmente al alegar que hasta el momento todo ha continuado así. Por ejemplo, dice Heidegger: “Descartes distinguishes the ‘ego cogito’ from the ‘res corporea’. This distinction will thereafter be determinative ontologically for the distinction between ‘Nature’ and ‘spirit’” (Heidegger 1962: 123). De acuerdo con Heidegger, “only then [cuando varias condiciones de su análisis fenomenológico sean alcanzadas] can our critique of the Cartesian ontology of the world (an ontology which, in principle, is still the usual one today) come philosophically into its own (Heidegger 1962: 133)”. De más está decir que la perspectiva de Heidegger sobre la historia de la filosofía es característicamente eurocéntrica.

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fante. Por lo tanto, yo pienso que es necesario insistir en la práctica de un balance crítico que dé más visibilidad e importancia a las corrientes contrahegemónicas y a los numerosos ejemplos de la experiencia humana que simplemente no caben dentro de categorías y esquemas innecesariamente totalizantes. Lo anterior no quiere decir que Quijano promueva prioritariamente una idea homogénea de la racionalidad occidental, como a veces se suele entender y difundir su pensamiento. Al contrario, si la lectura que he presentado es acertada, gran parte de la discusión que él presenta enfatiza, y no deja de olvidar, la variedad y la especificidad de movimientos políticos e ideológicos que coexisten, pugnan entre sí, se rearticulan y reconfiguran en base al transcurso de la historia. En otras palabras, desde su propio análisis —aunque no del todo— es posible desmitificar el concepto de una racionalidad moderna hegemónica en el sentido de un modelo único de racionalidad que atraviesa la historia mundial hasta nuestros días. El mérito de sus propuestas, a través de las décadas en que ha escrito, es observar y aprender de la historia, mantenerse alerta en relación al cambio de las políticas locales y globales y a las condiciones actuales de resistencia que sean posibles movilizar en el contexto de un período específico. Lo que queda estable y vigente en nuestra actualidad es su crítica acertada a la compleja interrelación de determinados procesos históricos específicos y de los mecanismos materiales y culturales estructurales que continúan afectando a los sectores más vulnerables de la humanidad, como es el caso del origen moderno de la clasificación racial, la explotación de la fuerza del trabajo y la desequilibrada relación de la racionalidad jerárquica occidental hacia la vida y la naturaleza.

La colonialidad del género Ahora me interesa examinar el giro que se le da a la tesis de Quijano sobre la colonialidad del poder a partir del aporte de María Lugones a lo que ella denomina “la colonialidad del género”. Reconocida filósofa emigrada argentina en los Estados Unidos y defensora por décadas de las vicisitudes de las mujeres de color (women of color) en este

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país, en los años 2007 y 2010 Lugones publica un par de artículos dedicados al tema decolonial en la revista feminista norteamericana Hypatia.11 Su intervención interrumpe la narrativa de la colonialidad del poder, o sea, la poderosa explicación de Quijano sobre el origen y la vigencia del concepto discriminatorio de raza en las Américas, complicándolo con el siguiente argumento: mientras que Quijano sobrepone la dominación racial a la sexual, Lugones sostiene que ambas están estrechamente ligadas entre sí. No solo se trata de esto, sino que Quijano no logra sobrepasar la mentalidad eurocentrada sobre la cuestión sexo-género: “Quijano assumes patriarchal and heterosexual understandings of the disputes over control of sex, its resources, and products. Quijano accepts the global, Eurocentered, capitalist understandings of what gender is about” (Lugones 2007: 189-190). Partiendo de estas objeciones, Lugones desarrolla su propia propuesta sobre lo que denomina “the colonial/modern gender system”, incorporando en ella el análisis estructural del sistema-mundo capitalista moderno/colonial de Quijano. Así se abre un campo nuevo de discusión en los estudios feministas en América del Norte y del Sur (con repercusiones diferentes en cada sitio) y dentro de un nuevo marco conceptual transcultural bastante complicado. Esto se debe a que Lugones apropia el marco conceptual de Quijano sobre la base de metodologías feministas sobre raza y género provenientes de los women of color studies y, especialmente, de la denominada intersectionality theory, muy popular en los estudios feministas estadounidenses. Sin embargo, en América Latina, y desde un imaginario cultural decolonizador, intelectuales y activistas del movimiento feminista ya habían estado cultivando diversos proyectos decolonizadores por décadas basados en otras metodologías y otros marcos conceptuales. Se debate entonces: ¿cómo no perder de vista la variedad de enfoques que ayudan a pensar la cuestión decolonial? En este contexto, la propuesta de Claudia de Lima Costa me parece que abre un puente hacia un diálogo: utilizar la denominada cultural translation theory (teoría de la traducción cultural) para analizar la ma-

11. Ver Lugones (2007, 2010).

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nera en que el significado de conceptos como raza y género viajan de un contexto cultural o lenguaje a otro mediante relaciones de poder asimétricas. De esta manera, es posible crear mejores condiciones para la investigación de temas transculturales.

La contribución de Lugones Volviendo a la propuesta innovadora de Lugones, resulta importante ver desde dónde comienza el reajuste que ella le da a la lectura de Quijano en relación a la intersectionality theory. De acuerdo a esta última, se suele identificar la ubicación social de los sujetos utilizando múltiples ejes categoriales que, en su conjunto, marcan o afectan su identidad (por ejemplo, mujer asiática lesbiana profesional es distinguible de mujer blanca heterosexual campesina). Esto permite determinar, entre otras cosas, la fuerza combinada de discriminación que sufren las personas, sobre todo, aquellas afectadas negativamente por el peso de múltiples relaciones asimétricas de poder. La teoría de la interseccionalidad no es del todo flexible, ya que, dentro de cualquier dinámica social, y, especialmente, cuando las condiciones heterogéneas se acentúan, suelen existir más variables que términos generalizados para interpretarlas. Sin embargo, cuando se trata de demarcar bajo qué categorías se ha excluido o discriminado a un sujeto social, sus criterios y sus metodologías han sido efectivos para avanzar la lucha contra la discriminación. Un modelo utilizado en la teoría feminista para caracterizar el efecto múltiple y la fuerza colectiva de la convergencia de varias estructuras discriminatorias u opresivas ha sido la idea de interlocking oppressions. De acuerdo a esta imagen, cada cadena de opresión se encuentra encerrada con llave junto a las otras. Lugones ha utilizado esta expresión en varios trabajos, aunque en Pilgrimages/Peregrinajes indica que prefiere usar la idea de intermeshed (más bien, ‘enredadas’ o ‘entrelazadas’) porque no acepta un método analítico que separe tajantemente un eje de opresión de otro. Por consiguiente, sostiene que las modalidades de raza, género, etc., no indican factores separados e igualitarios que se entrecruzan en un sujeto en las mismas proporciones y de la misma

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manera; más bien, de antemano se encuentran distinguibles entre sí, aunque también combinados. Lugones utiliza la imagen de los elementos que se cuajan al hacer la mayonesa para indicar que, de los elementos distinguibles como la yema del huevo, el agua y el aceite, se forma una mezcla conjunta en el cuajado (Lugones 2003: 122-123). Esta orientación, sugiero, lleva a Lugones de manera análoga a una lectura de Quijano en la cual no es posible separar la modernidad/ colonialidad del capitalismo eurocentrado ni todo lo anterior del eurocentrismo. La idea de la colonialidad del poder, en la mirada de Lugones, representaría así un cuajado cuyos elementos no son indistinguibles, pero tampoco separables una vez que ya se hayan formado de esa manera en la historia. Las distinciones que Quijano realiza entre, por ejemplo, las corrientes políticas contradictorias de la modernidad o las estructuras heterogéneas del capitalismo que operan en distintas partes del mundo y períodos de la historia y, sobre todo, su distinción entre el pensamiento realizado en Europa y el eurocentrismo desaparecen en la versión de Quijano que ofrece Lugones. Esta lectura interseccional enredada de Quijano circula predominantemente en los estudios feministas filosóficos norteamericanos, ya que, en realidad, para el feminismo lo importante es la tesis de Lugones sobre la colonialidad del género, tema central de los estudios feministas. No obstante (si es que no he comprendido mal el argumento), una vez incorporada la categoría género como estructura opresiva entrelazada interseccionalmente en la colonialidad del poder y cuajada en ella, la lucha contra la opresión de género debiera convertirse en un compromiso moral a favor de una lucha multifacética contra el sistema-mundo colonial/ moderno capitalista eurocentrado en su totalidad. De acuerdo a las versiones más extremas de este enfoque, el feminismo anglófono blanco y todo lo que huela a filosofía moderna o europea (sin considerar contracorrientes o excepciones) queda enjuiciado y puesto en la lista de los enemigos del proyecto decolonial.12

12. Así es como la modernidad occidental y, especialmente, su aparato epistémico, localizado en la filosofía moderna europea, se convierten en la causa de los más atroces crímenes perpetuados a la humanidad por más de quinientos años, recor-

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Ahora bien, dada la interpretación enredada de la interseccionalidad, sea en una versión moderada o extrema, si a las categorías/ejes existentes de raza y género se les añade la colonialidad del poder, la consecuencia es que aquellas quedan todavía más entrelazadas. Esto sucede porque, con la colonialidad del poder, entran entrelazadas también la modernidad/colonialidad (anteriormente ausentes) y el capitalismo (no en su sentido de clase económico-social, como antes, sino en su sentido necesariamente colonizador, modernizante y eurocentrado). De esta manera se entiende mejor el poder epistémico y ético que Lugones deriva del patrón de análisis que ella adopta y adapta de Quijano. No se trata de que Lugones proponga una teoría feminista más (de las muchas que han surgido) que critique el concepto de género como categoría de análisis, es que ella desea plasmar una forma de reconcebir y rearticular la manera en que las intersecciones no indiquen solo dónde se sitúa un sujeto social (de acuerdo a estos ejes categoriales), sino también cómo es que un sujeto social puede ser, por un lado, opresor y, por otro, resistente a la opresión en relación a cómo coinciden o confluyen los diversos ejes. Se trata de un proyecto ético que aspira a crear comunidades y prácticas de todo tipo que resistan la opresión (Lugones 2010: 746-747, 753-756). Por lo tanto, lo que la colonialidad del poder añade a la teoría de la interseccionalidad es muy importante para Lugones, al igual que la manera en que transforma la teoría de Quijano mediante su método de enredamiento interseccional. Al juntar la dinámica de las discriminaciones de raza y de género de acuerdo a la colonialidad del poder y del género, entramos en un discurso anclado en las luchas de- y anticoloniales de pueblos históricos ante el poder y, por consiguiente, en un discurso redentor. Al mismo tiempo, utilizándose un esquema análogo al de la colonialidad del poder, el cual demuestra cómo se imponen las distintas categorías de raza a partir del color de la piel

dando de nuevo a Heidegger como un progenitor europeo de este argumento. Además de su importante crítica a Descartes y a la filosofía moderna, en su etapa tardía Heidegger culpó a la tecnología occidental de ser la causa de la bomba atómica (mientras que declinó culpar a los nazis por el Holocausto).

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(borrando el origen aymara, quechua, maya, yoruba, etc., de los pueblos colonizados), su análisis revela la imposición de las categorías sociales dicotómicas de género europeas hombre/mujer sobre los pueblos colonizados, reprimiendo sus propias maneras de pensar sus cuerpos sexuados y sus relaciones sociales.13 Entonces ¿qué hacer? Lugones propone que no sigamos buscando una construcción del concepto de género cuyo significado esté exento de la colonialidad: “The suggestion is not to search for a non-colonized construction of gender in indigenous organizations of the social. There is no such thing; gender does not travel away from colonial modernity” (Lugones 2010: 746). “Su esperanza es lograr coaliciones de personas y comunidades comprometidas a unirse para vencer la colonialidad del poder, del saber, y del género” (Lugones 2010: 755-756).

Repercusiones El argumento de Lugones repercute de manera diferente dependiendo de desde dónde se lee. En América Latina, donde activistas indígenas feministas, antropólogas y otras feministas académicas escriben desde el Sur Global, la discusión actual es muy amplia. ¿Es posible debatir la tesis de Lugones sin caer en la trampa de la colonialidad? Por un lado, pace Lugones, no es tan fácil evadir la discusión sobre la utilidad de al menos algún concepto de género (ya que no existe un solo significado del término) para los movimientos indígenas y afrodescendientes feministas en América Latina, entre otros. Por otro lado, y tomando una perspectiva más amplia, parece evidente que esta discusión requiere una propuesta metodológica que atienda sus indudables contextos transculturales.

13. Para apoyar su tesis, Lugones examina varias investigaciones sobre culturas indígenas y africanas que demuestran la ausencia de jerarquías o dicotomías sexuales previas a la colonización (Lugones 2007: 196-201). También incluye la conversación con una hablante indígena aymara, quien utiliza términos que no admiten una buena traducción a idiomas occidentales (Lugones 2010: 750-751).

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La respuesta fundamental —ya que Lugones ha avanzado el tema y ofrecido varias ideas importantes— es ampliar la conversación y el debate. De las muchas preguntas que surgen, mencionaré una proveniente del activismo y otra, de la academia. Ambos planteamientos se encuentran dirigidos a una audiencia occidental de feministas o de estudios decoloniales. Julieta Paredes, una reconocida activista feminista aymara que se identifica como lesbiana, sostiene que ha existido un patriarcado en tiempos precolombinos. También defiende la idea de que es importante en la actualidad conservar la categoría de género para defender los derechos de las mujeres indígenas: No es que el género solo describe lo que hacen las mujeres y lo que hacen los hombres o que solo atribuya o naturalice roles a los hombres y a las mujeres. El género denuncia las relaciones subordinadas de las mujeres respecto a los hombres […] a esta subordinación social que es uno de los mecanismos del sistema, repetimos, le llamamos género. El género desde nuestra reconceptualización teórica es una categoría política relacional de denuncia […]. El género devela la valoración inferior que el patriarcado asigna a los cuerpos de las mujeres desde que nacemos hasta que morimos incluso antes que nazcamos y después que nos morimos (Paredes 2010: 19).

Paredes atribuye “a los hermanos indigenistas” la tesis de que “el machismo ha llegado con la colonia” (versión simplificada del argumento de Lugones). Paredes arguye que, en la práctica actual, la supuesta relación complementaria chacha/warmi (de acuerdo a ella, hombre/mujer) ha sido utilizada para subordinar a las mujeres,14 aunque puede ser reconceptualizada para crear un feminismo complementario equilibrado. Propone que este último no estaría basado en la pareja heterosexual, sino en priorizar a las mujeres desde un espíritu comunitario en el par mujer-hombre (warmi-chacha) y, desde ahí, abrir la idea a pares complementarios no heterosexuales (Paredes 2010: 28-32). Paredes rechaza el individualismo feminista occidental y declara que las bases para sostener todo el planeta se crean y mantienen desde la comunidad (Paredes 2010: 49).15 14. Lugones ofrece una opinión contraria (Lugones 2010: 750-751). 15. Lugones podría contraargumentar que el machismo indígena al que se refiere Paredes es consecuencia del legado machista introducido por los europeos en la co-

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Desde los estudios académicos, la reconocida feminista brasileña Claudia de Lima Costa sugiere que se atiendan estos debates utilizando la teoría de la traducción (translation theory) y, específicamente, el concepto de equivocación desarrollado por el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro y utilizado por la reconocida antropóloga Marisol de la Cadena (Viveiros de Castro 2004: 82-85). Viveiros interpreta el concepto de equivocación como una condición formal para llevar a cabo las traducciones entre un lenguaje-cultura y otro en el campo de la antropología. Lo fundamental de este concepto, que también se pone en práctica como una metodología, es la suposición de que, cuando un antropólogo occidental conversa con un indígena, no hay un sentido unívoco que subyace o trasciende el intercambio comunicativo entre ambos. Esto significa que la comunicación opera de acuerdo a una equivocación en dos sentidos. Por un lado, mientras se piense que existe un sentido común, la equivocación opera tapando la inconmensurabilidad de los significados entre ambas partes. Por otro, y este es el factor clave para la antropología, al estar consciente de lo anterior, el método de la equivocación demanda que se acentúe la conciencia de la ausencia de concordancia y se siga la pista de las diferencias que nutren la equivocación (Viveiros de Castro 2004: 10-11). En este método, la equivocación no se refiere a un error; su contrario no es lo verdadero, sino lo unívoco (Viveiros de Castro 2004: 12). La contribución de Viveiros me parece prioritaria para abordar los temas transculturales enfrentados por el feminismo decolonial, aunque aquí no queda espacio para desarrollar su importancia.16 Desde esta perspectiva, Lima Costa retoma las categorías de raza, género, clase, y demás, reconociendo sus orígenes en la modernidad colonial, pero, antes que rechazarlos por esta razón, propone interpretarlos críticamente en un sentido equívoco de acuerdo al significado de

lonia, porque nunca ha habido machismo postcolonial excepto el europeo; sin embargo, la lógica de tal respuesta parece redundante. 16. Ver Schutte (1998). Este artículo demuestra mi afinidad con la orientación metodológica de Viveiros. Desde una ética de alteridad feminista postcolonial, yo he planteado la relevancia del concepto de inconmensurabilidad (the principle of incommensurability) para lograr una comprensión más adecuada de la comunicación transcultural en situaciones asimétricas de poder (Schutte 1998: 58-63).

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equivocación propuesto por Viveiros de Castro (2004: 84-85). De esta manera, es evidente que la terminología se puede movilizar y resignificar de acuerdo a nuevas y diferentes prioridades en las propuestas decoloniales. Una diferencia importante entre Lugones y Lima Costa sería, entonces, la manera en que cada una interpreta (o interpretaría) los aspectos inconmensurables entre interlocutores indígenas y occidentales. Posiblemente, para Lugones, el método de la equivocación revelaría el impacto determinante de la colonialidad del poder occidental impuesto cruelmente sobre el indígena, mientras que el método prioritario para dar sentido a las diferencias transculturales sería el uso del concepto de diferencia colonial articulado por Walter Mignolo (Lugones 2010: 751753). Para Lima Costa, en cambio, el método de la equivocación se podría interpretar no solo a través de Mignolo, sino aún más a partir de las numerosas propuestas decoloniales de feministas en América Latina (Rita Segato, Silvia Rivera Cusicanqui, entre otras) y en otras partes del mundo, sin excluir propuestas de feministas blancas angloparlantes (Lima Costa 2013: 93-94, 97). Equivocarse diferentemente al realizar traducciones culturales sobre temas como raza y género quiere decir prestar la mayor atención posible al uso y al sentido de los términos implicados cuando las teorías viajan de un contexto sociocultural y geopolítico hacia otro. Desde mi perspectiva, la cuestión de la traducción cultural y sus políticas es prioritaria para los estudios decoloniales, como lo es para el feminismo la pregunta sobre cómo escuchar a las mujeres no occidentales y de cualquier otro sector vulnerable dentro de Occidente. El aporte crítico de Quijano puede ser un compañero de viaje muy valioso en estos esfuerzos, especialmente si logramos desenredar los diferentes hilos de su pensamiento y ponerlos al día en relación a los retos que nos enfrentan y desde los horizontes teóricos donde nos ubicamos.

Obras citadas Cadena, Marisol de la (2010). “Indigenous Cosmopolitics in the Andes: Conceptual Reflections beyond ‘Politics’”. En: Cultural Anthropology 25:2, 334-70.

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Gramáticas de la escucha: decolonizar la historia y la memoria María del Rosario Acosta López De Paul University, Chicago

1. De la borradura traumática a una estética decolonial: Una pregunta filosófica por la tarea de la escucha Para comenzar, me gustaría hacer explícito el contexto que ha orientado recientemente mi trabajo en filosofía. En los últimos seis años, he tenido la oportunidad de trabajar en proyectos involucrados con la construcción de memoria histórica, inicialmente en Colombia, con el Centro Nacional de Memoria Histórica, haciendo parte de la coordinación de reportes sobre violencia paramilitar en distintas regiones del país, y, más recientemente, en Chicago, como parte del equipo que diseña y dirige el área de memoria en el Centro Comunitario para Víctimas de Tortura Policial.1 1. El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) fue constituido a partir de la Ley de Justicia y Paz de 2005, legislatura que marcó el comienzo del llamado “proceso de justicia transicional” en Colombia, a partir del acuerdo del Gobierno con los principales grupos paramilitares del país, y que hoy en día se extiende y se combina con la legislatura creada alrededor de los acuerdos de paz en La Habana con la guerrilla de las FARC en 2016. El CNMH es uno de los organismos encargados de ejecutar el aspecto de las reparaciones simbólicas acordadas por ley

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En ambos casos, mi participación en estos proyectos ha implicado, entre otras cosas, un trabajo cercano con sobrevivientes de violencia traumática dirigido a crear espacios de construcción de memoria que se conviertan, a su vez, idealmente, en espacios de elaboración, individual y colectiva, del trauma. Es en este contexto, y partir de los retos particulares que esta tarea representa, no solo desde una perspectiva práctica, sino también desde una perspectiva teórica, que la pregunta por la escucha se ha convertido en una preocupación fundamental para mi trabajo en filosofía. Porque, en el caso de testimonios de violencia traumática, la dificultad de la escucha no solo proviene del reto radical que esta le plantea a toda posibilidad de comunicación —esto es, la dificultad que experimentan los sobrevivientes por poner en palabras e incluso por encontrar lenguajes adecuados para comunicar su experiencia—, sino que este reto, relativamente predecible, aunque no con la contundencia con la que se presenta en la práctica, viene también con otro que, en particular, me ha tomado mucho más desprevenida: la dificultad que implica el poder realmente escuchar estos lenguajes fracturados y crear un espacio de sentido que posibilite, en estos contextos, una experiencia real de escucha. Con esto me refiero no solo a una apertura a lo incomprensible del trauma, y a lo que implica atravesar por una experiencia que no busque escapar del todo de esta incomprensibilidad, sino también a la posibilidad de un marco de

para las víctimas del conflicto y se propone narrar el conflicto desde la perspectiva de las víctimas, así como proporcionar una mirada global de las causales y de las consecuencias del conflicto en la historia reciente de Colombia (ver ). El Centro Comunitario para Víctimas de Tortura Policial, o CTJC (Chicago Torture Justice Center), fue creado a partir de una ordenanza del City Counsel de la Ciudad de Chicago en mayo de 2015 como parte del paquete de reparaciones ofrecido a más de cincuenta sobrevivientes de tortura policial (98% afroamericanos) bajo el comando del jefe de policía John Burge entre los años 1972 y 1991 en el sur de Chicago. Una de las áreas programáticas del Centro es la de memoria histórica, que incluye la creación de un memorial vivo (living memorial), un proyecto de recolección de historias orales sobre violencia policial en la ciudad de Chicago y la coordinación de talleres de memoria histórica y storytelling con los sobrevivientes y sus familias (ver ).

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producción de sentido, o lo que yo llamo “gramáticas de la escucha”, que haga posible, tanto para quien escucha como, sobre todo, para quien cuenta su historia, la salida de ese lugar aislado y aislante que es la experiencia traumática.2 Si bien la filosofía parecería inicialmente impotente ante la naturaleza radicalmente otra de la violencia del trauma, lo que ha comenzado a ser evidente para mí es que las dificultades relacionadas con esta experiencia no son solo de naturaleza práctica. La pregunta por la escucha, y los retos que surgen justamente en este contexto, no se mueven únicamente en un registro ético de responsabilidad y respuesta contundente ante estas realidades inauditas, sino también en registros estéticos y epistemológicos que le competen igualmente, no exclusivamente, pero de manera definitiva y apremiante, a la filosofía. Porque, en el encuentro paradójico entre el demasiado pronto del evento traumático y el demasiado tarde que indica la incapacidad de la mente para poder procesarlo, lo que se conoce como la latencia de la experiencia traumática, es decir, el hecho de que el evento sea ilocalizable tanto temporal como espacialmente, pues habita únicamente en la experiencia de su repetición,3 se inaugura una estructura distinta 2. En este sentido, mi trabajo se encuentra profundamente inspirado por las reflexiones de Cathy Caruth, quien ha insistido desde sus primeros trabajos sobre el trauma en lo que ella llama una necesaria “dimensión literaria” de la experiencia traumática. Con esto, Caruth no pretende minimizar, banalizar o romantizar la experiencia del trauma, sino más bien señalar los retos que se le presentan a nuestras nociones tradicionales de experiencia (y, con ello, también a nuestras nociones tradicionales de memoria e historia) a partir de ese quiebre radical de sentido que constituye y caracteriza al trauma. Para Caruth, más allá de considerar el trauma como mera patología que debe buscar ser diagnosticada y superada, es necesario aprender y desarrollar mecanismos que permitan escuchar el trauma desde su propio lugar de enunciación, desde sus silencios y quiebres de sentido, desde su particular incomprensibilidad. Dice Caruth: “Es precisamente en el evento de esta incomprensión y en nuestra capacidad de despedirnos del sentido y la necesidad de comprender que puede comenzar a tener lugar una verdadera escucha del trauma […] desde el trauma mismo y sus lugares particulares de enunciación” (Caruth 1996: 56). 3. Me refiero aquí a grandes rasgos a lo que Freud llama la Nachträglichkeit (‘latencia’), relacionada con la experiencia traumática y que él describe, en Más allá del

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de la temporalidad que exige desarticular no solo nuestros modos de percepción estética habituales, sino también nuestras concepciones de experiencia, de estructura de la experiencia y, por consiguiente, los mecanismos de su representación. La dificultad en la comunicación, y, consecuentemente, también en la escucha de los testimonios provenientes del trauma, no tiene que ver únicamente, por tanto, con la imposibilidad de encontrar las palabras adecuadas para describir el horror. Mucho más radical que esto, el trauma desencadena un derrumbe de los ordenamientos categoriales tradicionales, un estremecimiento de todos los contornos habituales del pensamiento y de nuestros modos usuales de percepción, imaginación y comprensión, trayendo consigo la exigencia de un marco distinto de significación. Así, en el contexto de lo que Nelly Richard ha denominado “catástrofes del sentido”, causadas precisamente por una violencia de naturaleza traumática, se requiere, por consiguiente, la producción e invención de “narrativas del residuo”, como las llama Richard, que “solidarias de los accidentes y contrahechuras de la historia a través de su grafía dañada” (Richard 2007: 24), sean capaces de escuchar y de dar cuenta de aquellos silencios, rupturas e intermitencias que, de lo contrario, quedarían excluidos de la experiencia

principio del placer, como la falta de preparación de la mente para la contundencia de un impulso externo que la mente, por tanto, es incapaz de procesar como experiencia. No puedo detenerme en la explicación de esta definición por parte de Freud de la herida traumática ni en las consecuencias que esta trae para su trabajo posterior y su teoría del principio del placer. Para un análisis filosófico de los retos que el análisis freudiano del trauma le presenta a nuestras concepciones tradicionales del tiempo y del espacio, ver Rottenberg. Y, para un análisis detallado de este aspecto de la teoría del trauma en Freud, ver Caruth, particularmente el capítulo 1 de Literature in the Ashes of History. Freud descubre, como lo señala Caruth, que en el caso del trauma “lo que retorna a acechar a la víctima no es únicamente la realidad del evento violento, sino también la realidad del modo como dicha violencia no ha sido aun enteramente procesada” (Caruth 1996: 6). Se trata, así, de un evento que, obsesivamente presente, “la mente no puede simplemente dejar atrás”, pero, a su vez, le es imposible traducir en recuerdo (Caruth 1996: 4-5). Por ello, la experiencia traumática es, en realidad, una no experiencia, el encuentro paradójico entre un recuerdo imposible y la obsesión compulsiva.

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histórica. De dar cuenta de ellas, no obstante, como intermitencias, y no buscando “rellenar”, continúa Richard, “los huecos de identidad con palabras de consuelo” (Richard 2007: 25). Esto conduce, a su vez, a la exigencia por una comprensión alternativa tanto de la memoria como de la historia; pues, de lo que se trata, en el fondo, en el caso de la experiencia traumática, y de esta paradójica experiencia de la latencia, es de una ausencia de experiencia: de un evento que no ha sido aún, en estricto sentido, procesado como experiencia y, sin embargo, su marca permanece, de algún modo, indeleble —indeleble pero inaccesible—. Se trata, así, a la vez, de un evento imposible de recordar y obsesivamente presente como no elaborado en su compulsiva repetición. El trauma plantea, pues, paradójicamente, el encuentro de un exceso y de una ausencia de memoria —una especie, a la vez, de “amnesia e hipermnesia”, como lo señala Caruth (1996: 157)—. Y, con ello, inscribe un modo muy particular de olvido, pues, al borrar toda posibilidad de rastro que conduzca a su recuerdo, condena, a su vez, al evento a permanecer terca y obsesivamente irresuelto. Las borraduras inscritas por el trauma habitan, así, en ese lugar inhóspito, entre la incapacidad de transformar el evento en pasado y su repetición compulsiva en el presente.4 ¿Cómo hacer memoria de aquello que no ha sido aún siquiera integrado como experiencia? ¿Cómo conducir aquello que se vive como presente indeleble a un lugar en el pasado que nos permita relacionarnos con ello desde un lugar distinto al de la repetición? Y ¿cómo hacer historia no solo de aquello que no puede ser relatado, sino también de esta imposibilidad, de esta borradura, de esta inaccesibilidad en la que queda atrapada una experiencia de naturaleza traumática? Todas estas son preguntas que le competen de manera inevitable a la filosofía y, a partir de las cuales, la filosofía, entre otras disciplinas,

4. Para un análisis más detallado de todos estos conceptos, su relación con una relectura de Freud y el modo como nuevas teorías del trauma, tales como las de Caruth y Shoshana Felman, proponen acercarse a estas preguntas como retos radicales a nuestras nociones de historia, memoria y representación, ver la primera parte de mi texto “Hacia una gramática del silencio” (Acosta López 2016).

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se ve retada a concebir modos distintos de acercarse a las preguntas por la experiencia y su representación. Se enfrenta, así, al desafío de imaginar estéticas capaces de percibir y de habitar modos de temporalidad más acordes con las paradojas planteadas por la experiencia del trauma y a producir marcos de significación y gramáticas alternativas que posibiliten modos de escucha de aquello que, de lo contrario, queda fácilmente reducido al silencio y excluido de la memoria y la experiencia históricas. Es aquí, quizás, donde puede comenzar a verse en qué sentido una aproximación filosófica al trauma se encuentra con retos, tareas y desafíos que hacen eco del tipo de preguntas que habitan también los registros de la experiencia de la colonialidad y de las tareas planteadas por la urgencia de decolonizar dicha experiencia. Particularmente, creo yo, y porque solo puedo hablar del lugar que geográfica y culturalmente me corresponde, estas preguntas resuenan con el tipo de marco conceptual que le demanda a la filosofía la experiencia histórica latinoamericana y, especialmente, al menos en el caso de mi trabajo, la pregunta por cómo pensar la noción misma de historia allí donde esta es, a su vez, borrada y obliterada, allí donde su operación es la de un ejercicio permanente de olvido y silenciamiento. En este contexto, la tarea de una decolonización de la historia y la memoria es también la pregunta por una aproximación tanto epistemológica como estética, una producción de sentidos y una escucha atentas, capaces de interrumpir la operación de la historia como silenciamiento, allí donde los trazos que conducen a la posibilidad de su recuerdo han sido sujetos también a una borradura radical.5 También en este contexto se trata de la urgencia y de la necesidad de aprender a escuchar de otro modo, como lo destaca Caruth en referencia al trauma, a hacer visibles y, sobre todo, audibles estas borradu5. Cf., para una primera aproximación a este tema, mi artículo “One Hundred Years of Forgotteness: Aesth-Ethics of Memory in Latin America” (Acosta López 2018). Desarrollo este problema con más detenimiento en el último capítulo de mi libro (aún en proceso de escritura) Gramáticas de la escucha (Grammars of Listening: Philosophical Approaches to Memory and Trauma), “Listening to the Erasures of History: Decolonizing Grammar(s)”.

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ras provenientes de la historia y sus marcas inaccesibles. Se trata, pues, de aprender a escuchar aquellos silencios que, inscritos en la historia, se resisten tercamente a desaparecer. ¿Cómo aproximarnos, pues, a la elocuencia de estos silencios, a lo que su inscripción nos relata si estamos dispuestos a escucharlos? ¿Cómo producir gramáticas que hagan audibles los trazos borrados de la historia, desde el lugar mismo de su enunciación, como silencios, como borraduras, en su resistencia a desaparecer? Más allá de ello, y siguiendo la misma línea sugerida por la tarea y el reto decoloniales en lo que le compete a la filosofía, el desafío es también crear y rescatar herramientas conceptuales, e incluso concepciones de espacio y de tiempo, estéticas alternativas que, al hacer posible esta escucha —al abrir, por tanto, otros modos de audibilidad—, permitan entender e interrumpir esta relación inextricable entre borradura e historia por la que está marcada la experiencia de la colonialidad. Dice Alejandro Vallega en uno de sus trabajos más recientes sobre este tema (y en lo que entiendo como una invitación fundamental): Este giro en nuestra comprensión de la temporalidad [esto es, el sentido de temporalidad que opera como sensibilidad fundamental bajo el régimen de la colonialidad del poder y del saber] prefigura también una transformación de una sensibilidad estética que subyace e informa a la razón occidental. En este giro, puede que se abra la posibilidad de otro proyecto humano de liberación e igualdad más allá de aquel concebido por la tradición filosófica moderna (Vallega 2014: 101).6

6. Leo el trabajo de Vallega, en este sentido, como continuación de su magnífica lectura de Fanon y la colonialidad de las imágenes en trabajos anteriores como “Displacements”. Para Vallega, el problema de la colonialidad va más allá de estructuras de poder, e incluso de estructuras epistemológicas (tal como lo ha mostrado, entre otras, Quijano), y se refugia en la colonización de la estética como modo de percepción. En su análisis de Fanon, Vallega encuentra como el problema no es únicamente el del lenguaje (y la paradójica relación que sostiene con este el sujeto colonizado), sino también el de “la propia mirada”. Lo que logra mostrarnos Fanon en su análisis de las lógicas estructuralmente racistas del colonialismo en Pieles negras, máscaras blancas, escribe Vallega, es que “la propia posibilidad de conocimiento a través de imágenes ha sido ya colonizada” (Vallega 2011: 218). Vallega insiste, por ello, tanto en este trabajo previo como en su libro más reciente, en la necesidad de desplazar nuestras gramáticas visuales hacia nuevos modos de

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Tanto en el caso de la experiencia traumática, y de los retos que esta le plantea a su conceptualización, como desde la perspectiva de los silenciamientos constitutivos de la experiencia colonial, y la resistencia que estos ejercen a hacerse audibles desde una epistemología y una estética tradicionales, la respuesta de la filosofía es, en primer lugar, la de ofrecer una crítica estructural. Una crítica capaz, por un lado, de dar cuenta y hacer audible aquello que de otro modo queda reducido a mera patología y, de otro lado, de interrumpir esa relación inextricable, tanto en el caso del trauma como en el de la colonialidad, entre borradura e historia e inscribir el evento en su singularidad (y en la singularidad de su silenciamiento) desde otra concepción de temporalidad, desde otra relación, crítica, decolonizada, entre memoria e historicidad. Esto implica, en ambos casos, la configuración de nuevos marcos estructurales, nuevos lenguajes y espacios de comprensión capaces de abrir la posibilidad de una escucha distinta, de un encuentro con lo inaudito del trauma, con lo inaudito de la historia. Y, aquí, lo inaudito debe escucharse en ese doble sentido que resuena tras el uso que le damos en español y que resulta profundamente sugerente para lo que me interesa destacar: por un lado, la naturaleza radicalmente improcedente, por fuera de todo lo que lo normativo puede nombrar, de estas borraduras a partir de las que la historia (colonial, colonizada) se constituye y que es necesario desarticular; por otro lado, el carácter latente, no resuelto (el hecho de que hay algo que aún no ha sido escuchado), de aquellas marcas que, inscritas pero inaccesibles, resistiéndose a des-

percepción, hacia modos alternativos, creativos, de visualidad. Yo a esto quisiera añadirle, por las razones que he expuesto hasta ahora, el elemento clave de lo auditivo. Creo también que, en este sentido, el análisis de Omar Rivera en la presente compilación de Fanon del racismo en términos del espacio es también un complemento fundamental a este espectro de preocupaciones por una estética decolonial. Por supuesto, el elemento del género y la crítica feminista de Lugones a esta consideración de la estética, tal y como Rivera la trae a colación, son fundamentales.

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aparecer, deben buscar ser traídas al presente, si no es posible de otro modo, al menos en su latencia, en su carácter de inolvidables.7 Si en algo, creo, puede ayudar la filosofía en la confrontación con la tarea inaplazable de responder e interrumpir una historia atada a sus propios modos de control y de reducción de sentido es a imaginar, producir e identificar estos nuevos marcos de percepción y significación, gramáticas alternativas de la escucha que, como condición de posibilidad de una actitud crítica, decolonial, desarticuladora de las estructuras coloniales que permean nuestras estéticas y epistemologías, funjan también como gramáticas de resistencia a los olvidos estructurales de los que son sujetos tanto la experiencia traumática como la singularidad histórica de la experiencia —y de una noción de experiencia— coloniales. En una nota que interrumpe, a su vez, sus ensayos, y que parece quedar sugerida y sin terminar, escribe Glissant (la nota se titula “Pensar la historia como neurosis”): ¿Sería acaso tan ridículo considerar nuestra historia como neurosis […], como shock traumático […], nuestra relocación en tierra nueva como una fase reprimida, la esclavitud como período de latencia, […] nuestras fantasías diarias como síntomas, e incluso nuestro terror de regresar a aquellas cosas del pasado como una posible manifestación de un temor neurótico? ¿No sería útil y revelador investigar la posibilidad de este paralelo? Más aún, lo que se encuentra reprimido en nuestra historia nos persuade de que esta posibilidad sería más que un simple juego intelectual. Pero ¿qué psiquiatra sería capaz de diagnosticar las problemáticas de este paralelo? Ninguno. La historia tiene una dimensión de lo inexplorable, al borde de la cual deambulamos con nuestros ojos totalmente abiertos (Glissant 1999: 65-66).8

7. Para un análisis de la apelación de lo inolvidable y su conexión con estas gramáticas de la escucha, cf., nuevamente, mi texto en Camila de Gamboa y María Victoria Uribe (Acosta López 2017). Recurro con el término de lo inolvidable a una idea originalmente conceptualizada por Walter Benjamin. Ver también, para un análisis detallado de Benjamin en este sentido, mi texto “La narración y la memoria de lo inolvidable” (Acosta López 2014). 8. Agradezco a Miguel Gualdrón esta referencia a Glissant y las sugerencias que me ha hecho en conversaciones sobre nuestros respectivos trabajos acerca de la relación entre temporalidad traumática y una noción decolonial de historia en Glissant.

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No es mi intención, por supuesto, decir que hacer historia en América Latina coincide con la pregunta de cómo hacer historia en contextos traumáticos; ni quisiera reducir la singularidad de las preguntas que se abren en el espacio de lo decolonial a la experiencia traumática ni tampoco ampliar la noción de esta última hasta el punto de que pierda su especificidad. Más bien, siguiendo la sugerencia de Glissant y dejando en todo caso claro, como él, que la posibilidad de diálogo entre uno y otro fenómeno debe seguir quedando irresuelta, sin diagnosis definitiva, sí me interesa explorar las posibilidades conceptuales que se abren en los encuentros y los desencuentros entre estas dos perspectivas. Me interesa explorar en qué medida los retos que la experiencia traumática y su (resistencia a toda) conceptualización plantean a nuestras nociones tradicionales de memoria e historia, y a los marcos de sentido y significación que suelen estar presupuestos en estas aproximaciones, pueden resultar productivos para una mirada decolonial a la pregunta por los modos de hacer historia y memoria en América Latina. Y, todo esto, atado a la pregunta filosófica (epistemológica y estética) por la escucha y sus gramáticas. Creo que tanto la perspectiva decolonial puede beneficiarse de esta puesta en diálogo con una aproximación filosófica al trauma como pueden los estudios sobre trauma abrirse a espacios renovados de reflexión desde una perspectiva decolonial.

2. Gramáticas de la escucha como gramáticas de resistencia: decolonizar la imagen, decolonizar la historia (a propósito de Musa paradisíaca, de José Alejandro Restrepo) Todo lo dicho hasta ahora, como sugiere el subtítulo de la sección anterior, es apenas un esbozo de proyecto. No estoy segura de a dónde puede conducir ese encuentro extraño, fructífero, pero, a la vez, profundamente problemático, entre trauma e historia atravesado por una mirada decolonial. Y creo que, para conceptualizarlo y explorar sus alcances, la filosofía no solo debe ser capaz de producir e imaginar espacios y tiempos distintos, habitables por fuera de nuestras categorías

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tradicionales, capaces de desarticular aquellas estructuras conceptuales que aún permanecen sordas a las violencias estructurales reproducidas por la insuficiencia de nuestras estéticas y epistemologías coloniales; la filosofía también debe aprender a escuchar dónde y cómo dichas gramáticas han sido ya puestas en marcha, articuladas desde modos distintos de percepción, denunciadas desde lugares que, precisamente por la fragilidad de sus lenguajes, se inscriben con una contundencia casi ensordecedora. Lenguajes que hacen ruido, que se niegan a callar, que molestan e insisten una y otra vez en hablar desde marcos que es difícil escuchar y reconocer, justamente porque lo que buscan es inaugurar nuevos modos de escucha y de comprensión. En otros lugares he insistido en resaltar los modos en que el arte contemporáneo en Colombia lleva a cabo esta tarea de manera magistral; en cada caso, desde la singularidad de su llamado, a través de una inscripción que obliga, cada vez de manera única, a redistribuir los espacios preasignados de lo político, de la historia y de la memoria.9 Quisiera traer aquí a colación, no a modo de ejemplo, sino más bien a manera de desafío para la interpretación, una obra que, a mi parecer, da materialidad a las preguntas que he formulado en la primera parte de mi intervención, sin por ello dejar a la vez de ponerlas en tensión. Se trata de Musa paradisíaca, de José Alejandro Restrepo, una instalación que habita justamente, como la experiencia traumática, en el registro de la repetición, dado que, desde su primer montaje en 1996, se replica tercamente (en el sentido de que, a la vez, se copia y se responde a sí misma, se repite desplazando cada vez su sentido original y el sentido de su repetición), recogiendo con ello, cada vez, la historia de sus múltiples instalaciones e insistiendo, así, en lo irresuelto de aquello que denuncia

9. Ver mi introducción y contribución a la compilación Resistencias al olvido y los textos que componen dicho volumen, cada uno dedicado a una obra de arte contemporáneo en Colombia y a escuchar las gramáticas que dicha obra inaugura y las desarticulaciones que, por tanto, el arte lleva a cabo desde su fragilidad constitutiva. Dicha fragilidad no se opone a la fuerza decisiva con la que el arte nos habla, se refiere más bien al modo como la obra se rehúsa a resolver, a cerrar y a dar un significado definitivo a aquello que aparece cuidadosamente evocado en la materialidad, algunas veces efímera, otras veces masivamente contundente, de la obra.

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y en la urgencia y la dificultad de hacerlo visible. En lo que sigue, me refiero en particular a la más reciente instalación de la obra, en la galería Flora, en Bogotá, en agosto de 2016.10

Imagen 1. Musa paradisíaca, 2016

Para cualquier espectador que entre a la galería y se tope con los racimos de banano meciéndose del techo, invadiendo el aire de la sala con la fragancia de su descomposición, esta obra no puede sino recor10. Una primera versión, más corta, del texto que sigue a continuación fue publicado como parte del catálogo de la exposición, editado por José Roca y acompañado de textos de Roca, Restrepo y Juan Mejía. Las imágenes de la obra son también parte del catálogo original y se utilizan aquí con autorización del artista.

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dar aquel evento mítico en la historia de Colombia y conocido solo a través del nombre que perpetúa a sus perpetradores: “la matanza de las bananeras”. Esta matanza es una de las mayores masacres indocumentadas en la historia de Colombia: el asesinato masivo de los trabajadores de la United Fruit Company y de sus familias, quienes fueron asesinados bajo la orden del general Cortés Vargas la noche del 5 de diciembre de 1928 en la estación de tren de Ciénaga, en el Magdalena Medio colombiano. Este evento está marcado decididamente por la historia de su olvido, por la ausencia en los archivos oficiales de todo documento que pueda dar testimonio de su ocurrencia. Ha sobrevivido tercamente, sin embargo, de generación en generación, y, de manera más contundente, a partir de la inscripción ambigua pero categórica que García Márquez decide darle en Cien años de soledad.11 11. Si bien existen estudios históricos sobre la masacre e investigaciones sobre lo que pudo haber ocurrido allí y el modo como pudieron haber sucedido los hechos, todos los documentos señalan la ausencia de un archivo oficial y de pruebas que permitan comprobar lo que sobrevive en la memoria colectiva y los pocos testimonios recogidos, esto es, un asesinato masivo de los trabajadores de la compañía y sus familias (ver White 1978 y LeGrand 1983, entre otros). Los dos principales documentos producidos inmediatamente después de la masacre reproducen esta ambigüedad. Está, por un lado, el informe oficial y el relato posterior del general Cortés Vargas, que reconoce 13 como el número oficial de muertos (ver Cortés Vargas 1979: 91). Está, por el otro, el discurso de Jorge Eliécer Gaitán ante el Congreso de la República, denunciando la masacre y la impunidad a la que habrían quedado condenados los hechos, y en el que se llegan a mencionar, siguiendo los testimonios recogidos por Gaitán en su viaje a Ciénaga, más de mil muertos (cf. Gaitán Ayala 1997: 24). Dicha ambigüedad, como destaca Ángela Uribe, queda recogida de manera acertada en el relato ficcionado de los hechos que Gabriel García Márquez recrea en Cien años de soledad (cf. Uribe 2010: 48). Por lo mismo, señala Uribe, García Márquez perpetúa, en lugar de resistir, la equivalencia de ambas versiones, contribuyendo con ello a inscribir la imposibilidad de recordar la masacre y la tendencia a sustituir los hechos por una ficción (cf. Uribe 2010: 65-66). Es significativo, sin embargo, que, en su trabajo Sobrevivientes de las bananeras, publicado en 1981, y en el que recoge los testimonios de los pocos, para entonces, sobrevivientes de la masacre, el periodista Carlos Arango Z. destaque aún a Cien años de soledad como lo más cercano al, de otro modo, ausente homenaje a los miles de testigos de los hechos ocurridos en Ciénaga (cf. Arango 1981: 27). No puedo aquí atender a esta tensión entre la crítica de

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Tras despertar en un tren rodeado de cadáveres “arrumados en el orden y en el sentido en que se transportaban los racimos de banano”, José Arcadio Buendía, el único sobreviviente de la masacre de acuerdo al relato de la novela, regresa a Macondo: — Debían ser como tres mil —murmuró. — ¿Qué? — Los muertos —aclaró José Arcadio— debían ser todos los que estaban en la estación. La mujer lo midió con una mirada de lástima. “Aquí no ha habido muertos —dijo—. Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo” (García Márquez 1984: 256).

“La versión oficial —continúa la novela— mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habrían vuelto a sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia” (García Márquez 1984: 258). Una lluvia que no cesa por “cuatro años, once meses y dos días” (García Márquez 1984: 261), garantizando que toda huella de lo que habría sucedido aquella noche en Macondo fuese completamente arrastrada por el agua. Así inscribe Cien años de soledad la marca del olvido, que ha sido, en tantos casos, la historia de la violencia en Colombia. Y, así como la historia de este evento queda perpetuada por la novela (perpetuada en su borramiento), así también ha sobrevivido en la memoria colectiva: como un evento tan irrastreable como indeciso. Queda trazado en el relato ficcionado el esfuerzo oficial por borrar los hechos. Queda también, como marca indeleble de su escritura, la resistencia que la novela ejerce frente a esta imposibilidad. Entre el “no hubo muertos” y “debían ser como tres

Uribe a las consecuencias del relato de García Márquez y el lugar que este ocupa, no obstante, como lugar decisivo de resistencia al olvido institucional. Para un análisis detallado de esta confrontación y mi posición al respecto, cf. mi texto “Aesth-ethics of Memory” (Acosta López 2018). Es en este debate y en esta tensión, no obstante, que José Alejandro Restrepo ubica su obra Musa paradisíaca. Y es, exclusivamente, esto último lo que me interesa mostrar a continuación.

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mil”, la masacre queda consignada en la novela en el intersticio inaccesible que habita entre ambos. El relato de García Márquez conserva, así, la diferencia abismal entre el mito y la historia oficial, lo inscribe como abismo y lo retrata en toda su ambigüedad desde los oídos atónitos de José Arcadio Segundo. El único sobreviviente es invisible, su testimonio permanece inaudito y su cuerpo, casi transparente, desaparece en los anaqueles de la historia, como uno más de esos pergaminos de Melquíades que anuncian al final de la novela el fin de Macondo y la borradura de su memoria (García Márquez 1984: 346-347). Es también desde este abismo entre el mito y la historia, desde el lugar que ocupa el archivo inagotable que sobrevive entre ambos, que José Alejandro Restrepo nos interpela en Musa paradisíaca. La obra continúa, así, el relato que la novela de García Márquez habría iniciado con el trazo de su escritura. No se trata únicamente del relato de una historia que no ha sido aún contada —y que la obra reclama a gritos desde su presencia callada—, se trata también de la búsqueda incansable por una respuesta que esté a la altura del reto planteado por tantos años de olvido de la masacre y de sus múltiples repeticiones hasta el presente.12 La obra es, pues, la búsqueda por un modo de representar —por un lenguaje, una gramática— que pueda dar cuenta, a la vez, de la borradura de los hechos y de su resistencia, no obstante, a desaparecer. Todo en la instalación nos habla de los modos como José Alejandro ha buscado aquí producir esas gramáticas que, desde el corazón mismo del olvido, y como anacronías traumáticas, inscriben los hechos en su obstinada reticencia a ser excluidos de la historia: 12. Es importante señalar, así, que la repetición de Musa en sus múltiples instalaciones es también la inscripción performativa de una repetición histórica que Restrepo quiere señalar con su obra: la repetición de la masacre de los trabajadores de la United Fruit Company en la violencia (paramilitar) relacionada con las bananeras en el Urabá (el caso de Chiquita es ahora más conocido y ha sido llevado ya ante la Corte Interamericana, hecho que no había ocurrido aun cuando la obra fuese instalada por primera vez en 1996). Los documentos del archivo del artista no solo sugieren esta continuidad, sino que también registran claramente la (in)visibilidad de estas violencias, su presencia en la prensa y en archivos televisivos, presencia que denota, no obstante, la ausencia de estos hechos en el discurso oficial y la impunidad que aún rodea a los más de treinta años de historia de masacres paramilitares en el Urabá.

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Nos encontramos así, en el primer piso de la galería, con una representación de una memoria archivística (en contraste contundente con la realidad no reconocida que ocupan las masacres de las bananeras en Colombia): recortes y recortes de periódico que rehúsan a amarillarse con el tiempo, como una muestra fortuita de la presencia latente de aquello que recuentan; están después los trece racimos de banano que cuelgan pacientes, imponentes (pero casi invisibles en la oscuridad de la sala), en el segundo piso de la galería; cuerpos en proceso de descomposición, que acompañamos como haciendo duelo a aquellos muertos, incontables, irrepetibles, que se encuentran proyectados (apenas sugeridos, representados, más bien, en su ausencia) en las imágenes de video que cuelgan de cuatro de los racimos: imágenes en blanco y negro, casi silenciosas, que nos hablan de las conexiones entre el mito, la fruta prohibida, el paraíso perdido y la

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historia de las masacres de las bananeras (en plural), desde Ciénaga (indocumentada) hasta el Urabá:

Imagen 3. Musa paradisíaca, 2016

Por último, las imágenes que, en el tercer piso de la exposición, recogen y nos recuerdan la historia misma de la obra, desde las reproducciones del grabado que dio lugar a su primera instalación (esta vez más pequeñas, repetidas, distribuidas y acompañadas de fotografías que interpretan cínicamente la iconografía colonial, ver imagen 5) hasta aquellas que, enmarcadas en hongos alucinógenos, nos recuerdan esa estrecha conexión, constitutiva de una historia aún no contada, entre alucinación y memoria, la expulsión del paraíso y el momento en el que historia y mito dejan de ser distintos para convertirse en las dos caras de la misma moneda. ¿Es acaso la historia en Colombia ese sueño alucinado? Es una de las preguntas que esta obra, creo yo,

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y, sobre todo, esta última instalación en Flora, plantean de manera particularmente sugestiva.

Imagen 4. Musa paradisíaca, 2016

Archivo, duelo e historia: cada uno de los pisos de la instalación nos confronta con una interrupción de los modos tradicionales como entendemos estos conceptos, de las maneras en que estos operan como cómplices de una historia de olvido que la instalación parece buscar subvertir: el archivo interminable, editable, editado ya, acumulado tras años de esa pesquisa paciente que Restrepo ha emprendido desde la primera instalación de la obra. Un archivo que, en lugar de invocar la tendencia al cierre, al caso encajado, clausurado —cara simétrica del olvido—, evoca lo inarchivable, el exceso que se rehúsa a dejarse cerrar y que persigue, en una repetición que recuerda la latencia trau-

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mática, traer el caso de vuelta al presente, obligarnos a escuchar sus silencios, hasta ahora inauditos. La invitación, por el otro lado, también consiste en acompañar en su duelo robado a esos cuerpos sin vida —cómo no pensar en ello al atravesar los racimos que, cada vez más putrefactos, colgarán del techo de la galería—, cuerpos robados a la historia que la obra de Restrepo reúne en un gesto tan oblicuo como literal. Y, finalmente, la constatación, por si quedaba alguna duda, del encuentro inevitable entre lo mítico, lo histórico y la cara amnésica, alucinógena y alucinada de una memoria que la obra misma recrea en sus múltiples representaciones, en sus reinstalaciones, en la historia de estas repeticiones y en la invitación que el artista nos hace a seguir cíclicamente el camino que va desde el pasado colonial (que se confunde con el mito, el mito de la colonia, una historia colonizada por sus mitos) hasta la reproducción de sus estructuras en el presente.

Imagen 5. Musa paradisíaca, 2016

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Así, es gracias a su naturaleza literaria —a la indecidibilidad entre realidad y ficción, a la posibilidad de dar supervivencia en esta ambigüedad a la huella dejada por el hecho— que la novela de García Márquez encuentra un lenguaje capaz de inscribir la masacre en la marca que ha dejado todo intento por eliminarla; así también Musa paradisíaca es la elaboración y la puesta en escena de una gramática capaz de dar cuenta de la insuficiencia de quedarse solo en dicha inscripción, de la necesidad, pues, y de la urgencia de ir más allá, de lo indecidible de los hechos a la denuncia decidida de su historia. La obra de José Alejandro reclama la supervivencia de los hechos en su obstinación a desaparecer. En sus gramáticas fragmentadas, la obra apuesta por una temporalidad escindida, cíclica, latente, que, como los videos que se proyectan sobre el suelo de la galería, recorre en bucle la historia desde la colonia hasta el presente —hasta el presente de la colonia y la latencia de sus lenguajes enclaustrados—. Con ello, Musa paradisíaca inaugura, creo yo, y hace posible una gramática que, en su capacidad de escuchar las borraduras de la historia, interrumpe la operación del olvido que, en la experiencia y en el régimen de la colonialidad, no solo borra, sino que hace historia.

Obras citadas Acosta López, María del Rosario (2014). “La narración y la memoria de lo inolvidable. Un comentario al ensayo El narrador, de Walter Benjamin”. En: Revista Malatesta 3, 53-65. — (2016). “Las fragilidades de la memoria. Duelo y resistencia al olvido en el arte colombiano (Muñoz, Salcedo, Echavarría)”. En: Acosta López, María del Rosario/Grupo Ley y Violencia (eds.). Memoria y arte en Colombia. Resistencias al olvido. Bogotá: Universidad de los Andes/Ediciones Uniandes, 23-48. — (2017). “Hacia una gramática del silencio. Benjamin y Felman”. En: Gamboa, Camila de/Uribe, María Victoria (eds.). Los silencios de la guerra. Bogotá: Universidad del Rosario.

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— (2018). “One Hundred Years of Forgottenness: Aesth-Ethics of Memory in Latin America”. En: Philosophical Readings X/2, s. p., (consulta: 17/02/2018). Arango Zuluaga, Carlos (1981). Sobrevivientes de las bananeras. Bogotá: Editorial Colombia Nueva. Caruth, Cathy (1996). Unclaimed Experience: Trauma, Narrative and History. Baltimore: Johns Hopkins University Press. — (2013). Literature in the Ashes of History. Baltimore: Johns Hopkins University Press. — (2014). Listening to Trauma. Conversations with Leaders in the Theory and Treatment of Catastrophic Experience. Baltimore: Johns Hopkins University Press. Cortés Vargas, Carlos (1979). Los sucesos de las bananeras. Lima: Editorial Desarrollo. Freud, Sigmund (1976). “Más allá del principio del placer”. Obras completas. Buenos Aires: Amorrortu, 7-62. Gaitán Ayala, Jorge Eliécer (1997). 1928. La masacre de las Bananeras. Medellín: Editorial Cometa de Papel. García Márquez, Gabriel (1984). Cien años de soledad. Bogotá: Editorial Oveja Negra. Glissant, Édouard (1999). Caribbean Discourse. Charlottesville: University Press of Virginia. LeGrand, Catherine (1983). “Campesinos y asalariados en la zona bananera de Santa Marta (1900-1935)”. En: Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 11, 235-250. Richard, Nelly (2007). Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico. Ciudad de México: Siglo XXI Editores. Rivera, Omar (2018) (en este volumen). “Hermenéutica, representatividad y espacio en filosofías de liberación social (una perspectiva latinoamericana)”. Rottenberg, Elizabeth (2014). “Freud’s Other Legacy”. En: Parrhesia 21, 13-22. Uribe, Ángela (2010). “¿Pueden los hechos históricos resistirse a la mendacidad? Sobre la matanza de las bananeras”. En: Revista Co-herencia 7/13, 43-67.

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Vallega, Alejandro (2011). “Displacements. Beyond the Coloniality of Images”. En: Research in Phenomenology 41, 206-227. — (2014). Latin American Philosophy from Identity to Radical Exteriority. Bloomington: Indiana University Press. White, Judith (1978). Historia de una ignominia: la United Fruit Co. en Colombia. Bogotá: Editorial Presencia.

¿Qué hacer con los universalismos occidentales? Observaciones en torno al giro decolonial Santiago Castro-Gómez Goethe Universität Frankfurt am Main

Desde hace ya tiempo se ha venido asentando en ciertos círculos académicos de América Latina la tesis de que el propósito central de una teoría decolonial es la denuncia del eurocentrismo. Se piensa, además, que la decolonización de las ciencias sociales, del arte y de la filosofía radica en recuperar el conocimiento ancestral de las comunidades indígenas o afrodescendientes, pues allí se encontraría un ámbito de exterioridad capaz de interpelar los conocimientos y las prácticas provenientes de Europa a través de la colonización. Finalmente, se dice que el propósito de una teoría crítica desde América Latina sería negar toda pretensión de universalidad, pues se sospecha que el universalismo es una ideología perteneciente a la historia local europea y que exportarla hacia otros ámbitos culturales conllevaría reproducir un gesto colonial que debe ser desechado. En este trabajo quisiera presentar algunos argumentos que cuestionan tales posiciones. En primer lugar, preguntaré si es posible pensar las identidades culturales en términos particularistas. Luego abordaré el problema del eurocentrismo, tratando de dilucidar a qué tipo de fenómeno específico puede ser aplicable este término. Enseguida me moveré hacia el tema del universalismo,

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mostrando que la política emancipadora no puede renunciar al gesto de la universalización de intereses.1 Finalmente, quisiera articular algunas reflexiones en torno a la noción de transmodernidad, desarrollada en América Latina por el filósofo argentino Enrique Dussel.

1. La imposibilidad del particularismo de las identidades La primera pregunta que quisiera levantar es si las identidades culturales pueden ser pensadas como particularidades puras, esto es, como fenómenos que se constituyen solo en relación consigo mismos, con su propia tradición ancestral, y que existen con total independencia de sus relaciones con el exterior, a la manera de mónadas autosuficientes. De entrada, diré que la respuesta a esta pregunta debe ser negativa. ¿Por qué razón? Porque no es posible comprender el sentido y la función de una práctica cualquiera si la abstraemos de la red de relaciones que la hace posible. No existe ninguna práctica que tenga sentido por sí misma, con independencia de la posición y la función que ocupa en una red de relaciones diferenciales. Esta, me parece, es una de las lecciones básicas que aprendemos tanto de la deconstrucción de Jacques Derrida como de la analítica del poder de Michel Foucault. Derrida, recordémoslo, parte de la lingüística de Saussure para mostrar que todo acto significativo se define únicamente al interior de un sistema de diferencias. El signo no se define por unas propiedades esenciales, sino por las diferencias que lo distinguen de otros signos. Es decir, el signo no tiene identidad consigo mismo; la identidad plena del signo es algo que se le escapa constantemente, pues esta dependerá siempre de la posición diferencial de ese signo en el sistema de significaciones. Derrida nos dice que, en un sistema de este tipo, no puede pensarse algo así como una armonía preestablecida entre los elementos, es decir, un principio que regule la posición que ocupa cada uno de ellos

1. Todos estos argumentos se encuentran desarrollados con amplitud en mi libro Revoluciones sin sujeto. Slavoj Žižek y la crítica del historicismo posmoderno (Castro-Gómez 2015).

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en el sistema y que establezca de antemano el tipo y el número de relaciones que entabla con todos los demás elementos. Si esto ocurriera, lo que tendríamos sería un sistema cerrado, libre de diferencias, pero entonces quedaría cerrada también la posibilidad de la significación. Foucault, por su parte, nos dice que toda comunidad humana se encuentra atravesada por relaciones de fuerza, lo cual quiere decir que ninguna fuerza particular puede definirse con independencia del sistema de fuerzas que la constituye, bien sea como fuerza afectante o como fuerza afectada. Ningún elemento puede existir sino referido a las relaciones de fuerza que entabla con todos los demás elementos. Este modelo agonístico del poder apunta hacia la tesis de que ninguna formación social jamás podrá llegar a encerrarse en sí misma. El agonismo de las fuerzas engendra siempre nuevas y variadas configuraciones de poderes y contrapoderes, de modo que resulta imposible que una comunidad cualquiera pueda completarse y adquirir una identidad esencial. Siempre será una comunidad incompleta, pero no porque ontológicamente le falte algo, sino porque la dinámica de las fuerzas genera siempre nuevos pliegues y nuevas combinatorias diferentes de sus elementos. Es precisamente en este sentido que todas las comunidades humanas son históricas. Todo esto quiere decir, según Foucault, que no es posible buscar un origen último (Ursprung) que le dispense sentido y finalidad al sistema de fuerzas en su conjunto. Al igual que Derrida, Foucault afirma que la existencia de un origen anularía el juego agonístico de las fuerzas. Pero es precisamente esta falta de origen lo que hace que el juego de las fuerzas tenga siempre un final abierto, esto es, que exista una relación no determinable de antemano entre los poderes y los contrapoderes. Si existiera un origen que definiera de antemano esas relaciones, entonces no tendríamos juego alguno; lo que tendríamos sería un sistema muerto, cerrado en sí mismo, en el que ninguna incitación mutua de las fuerzas sería posible. Ahora bien, si pensamos las relaciones sociales como relaciones significativas, en el estilo de Derrida, o como relaciones de fuerza, en el estilo de Foucault, el resultado es exactamente el mismo: las identidades sociales no tienen esencia, puesto que la fijación última del sentido es una imposibilidad estructural de la cadena de relaciones. Tan solo serán posibles fijaciones parciales y precarias, ya que las identidades

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sociales no pueden ser pensadas con independencia del sistema de relaciones diferenciales del que forman parte. No existen, por tanto, identidades que no sean relacionales, tal como lo concluyó también el filósofo argentino Ernesto Laclau: Aceptemos por un momento la posibilidad de que la armonía preestablecida fuera posible. En tal caso, los varios particularismos no estarían en una relación antagónica entre sí, sino que coexistirían en una totalidad coherente. Esta hipótesis muestra claramente por qué el particularismo puro es, en última instancia, contradictorio. Porque, si cada identidad está en una relación diferencial, no antagónica, con todas las demás identidades, la identidad en cuestión es puramente diferencial y relacional; en consecuencia, ella presupone no solo la presencia de todas las otras identidades, sino también el espacio global que constituye las diferencias como diferencias. Peor aún: como sabemos muy bien, las relaciones entre grupos se constituyen como relaciones de poder —es decir, que cada grupo no es solo diferente de los otros, sino que en muchos casos constituye esa diferencia sobre la base de la exclusión y la subordinación de los otros grupos—. Ahora bien, si la particularidad se afirma a sí misma como mera particularidad, en una relación puramente diferencial con otras particularidades, está sancionando el statu quo en la relación de poder entre los grupos. Esta es exactamente la noción de desarrollos separados tal como la formulara el apartheid: solo se subraya el aspecto diferencial, en tanto que las relaciones de poder en el que este último se basa son sistemáticamente ignoradas (Laclau 1996: 54-55).

Lo que dice Laclau es que las identidades sociales no son esenciales, es decir, no se constituyen solo en relación consigo mismas, con su propia tradición cultural, ni remiten tampoco a un origen (Ursprung), a un espacio ancestral propio que ofrecería, de una vez para siempre y sin relación con una exterioridad, los significados acerca de lo que un grupo es. Tal posición, por desgracia bastante común en algunos círculos de izquierdas en América Latina, es políticamente conservadora, diría que incluso reaccionaria. Las luchas identitarias, sean cuales fueran (de género, raza, clase, orientación sexual, etc.), no pueden tener como objetivo político la afirmación de la propia identidad y, al mismo tiempo, verse a sí mismas como luchas progresistas, ya que con ello dejan intacto el sistema de relaciones que jerarquiza las identidades. Sancionan, como dice Laclau, el statu quo del sistema jerárquico inclusión/exclusión, reproduciendo de este modo

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la lógica del apartheid. Quien afirma una particularidad solo puede hacerlo si reconoce, al mismo tiempo, el sistema relacional de fuerzas en el que esa particularidad se inscribe; pues, si la afirmación de la particularidad fuera el único principio aceptado de lucha, entonces la afirmación de cualquier particularidad debería ser igualmente válida, incluyendo, desde luego, la de aquellos grupos que han subordinado la identidad por la que se está luchando. Estamos, pues, frente a una paradoja insoluble. Es claro entonces que la identidad cultural no es más que la cristalización temporal de ciertas relaciones de poder y no una esencia intemporal que pueda ser pensada con independencia de estas. No hay manera de que una comunidad particular (sea indígena, negra, gay, musulmana, lésbica) viva una existencia independiente del sistema de relaciones de poder que la ha constituido, precisamente, como identidad subalterna. Es una ilusión creer que las comunidades subalternas viven como las mónadas de Leibniz, sin puertas ni ventanas abiertas hacia el mundo exterior. Por eso, Laclau dice que una lucha por la transformación de la condición subalterna de estas comunidades tiene que incluir la transformación del sistema de relaciones desigualitarias a partir del cual estas comunidades son definidas como subalternas. No es posible cambiar una relación de poder simplemente aferrándose a la diferencia cultural, es decir, al particularismo de las identidades, dejando intocado el sistema de relaciones que trascienden esa particularidad. Quien lucha por cambiar su posición subalterna tendrá que cambiar también las relaciones de poder que han definido esa posición particular, lo cual implica, necesariamente, aceptar que su identidad se verá también modificada.2 No se puede tener una cosa sin tener también la otra. Modificar un sistema jerárquico de relaciones sig-

2. Al respecto, dice Laclau: “En lugar de invertir una relación particular de opresión/cierre en lo que tiene la particularidad concreta, invertir lo que hay en ella de universalidad —la forma de opresión y cierre como tal—. La referencia al otro se mantiene también aquí, pero, como la inversión tiene lugar al nivel de la referencia universal y no de los contenidos concretos del sistema opresivo, las identidades tanto de los opresores como de los oprimidos son radicalmente modificadas” (Laclau 1996: 62).

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nifica necesariamente modificar la particularidad de cada uno de los elementos que se relacionan en dicho sistema. Tomemos el caso hipotético de una comunidad subalterna que se coloca a sí misma en una posición de completa exterioridad con respecto a la cultura occidental, reclamando conocer la verdad de esa cultura (en tanto que esencialmente diferente a los valores que unifican a esa comunidad subalterna). Aquí lo que tendríamos es la negación de la lucha política en nombre de un esencialismo cultural. ¿Por qué razón? Ya lo hemos visto: solo hay política si primero se reconoce que entre los adversarios existe una relación de antagonismo. Pero, cuando una de las partes niega (por la razón que fuese) la existencia de tal relación, poniéndose a sí misma en un lugar de exterioridad radical frente al sistema de relaciones antagónicas que ha constituido a unos como colonizadores y a otros como colonizados, a unos como superiores y a otros como inferiores, entonces la política ya no sería posible. La fórmula es simple: allí donde hay esencialismos, no puede haber política y, allí donde hay política, no puede haber esencialismos. La exterioridad, como veremos más adelante, únicamente puede entenderse como exterioridad relativa. De todo esto podemos concluir que una posición teórica decolonial no es aquella que busca la recuperación de la identidad cultural de los pueblos colonizados. Tal recuperación no es más que una quimera, pues ha sido, precisamente, el sistema-mundo moderno/colonial el espacio en que se han constituido las identidades de cada uno de los elementos que entraron en esa matriz de relaciones jerárquicas. Aquello que Mignolo llama la “diferencia colonial” solo tiene sentido al interior de un sistema desigualitario de relaciones de poder y no debe ser pensada, por tanto, como una inconmensurabilidad de tipo cultural entre europeos y no europeos. Esto último nos conduciría directamente a una especie de fundamentalismo culturalista de tipo conservador. Si tomamos, en cambio, la conquista de América como el momento de emergencia (Entstehung) de ese sistema diferencial de fuerzas, diríamos entonces que no hay una identidad indígena, negra o europea que sea previa a la consolidación de esa red geopolítica de relaciones. Lo que quiero decir es que las identidades son lo que son únicamente a través de sus diferencias en una matriz de relaciones je-

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rárquicas de poder que organiza la posición ocupada por cada una de ellas. Pretender la conservación de la identidad cultural de los pueblos colonizados, o bien su retorno a una matriz identitaria ancestral, poco tiene que ver con una política emancipadora. Este tipo de representación que afirma la diferencia, pero sacándola de la red de antagonismos que la hace posible para contemplarla como un objeto impoluto y distante, no es otra cosa que una representación colonial.

2. ¿Qué es el eurocentrismo? Es precisamente en nombre de este particularismo estéril que muchos activistas y académicos de América Latina recurren frecuentemente a la sospecha de eurocentrismo y colonialismo intelectual como eje catalizador de sus luchas. No son pocos quienes afirman que “pensar desde América Latina” significa pensar por fuera de los parámetros establecidos por la política moderna, ya que estos son específicamente europeos y se montan sobre la exclusión sistemática de las culturas no europeas.3 En algunos circuitos teóricos de la región, se viene imponiendo una especie de abyayalismo que sustituye al latinoamericanismo de las décadas anteriores, en el que se proclama un desprendimiento de la modernidad, incluyendo aquí las tradiciones críticas de la izquierda, para recuperar las epistemes-otras de los pueblos indígenas y afrodescendientes. Consideran, por tanto, eurocéntrica aquella posición que niega, en nombre de valores modernos (como la igualdad y la libertad), la posibilidad de regresar a un arché, a una comunidad originaria en la que imperan valores radicalmente diferentes a los modernos. ¿Qué tan válidos pueden ser estos argumentos? Para dilucidar esto, quisiera considerar en primer lugar la posición del filósofo Slavoj Žižek. El argumento del esloveno es claramente hegeliano. Es cierto que los poderes coloniales europeos irrumpieron con violencia en el mundo de las sociedades no europeas, alterando sus costumbres y destruyendo el tejido cultural de su experiencia. Pero esto significa,

3. Ver Bautista (2014).

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precisamente, que la resistencia política frente a esta irrupción colonial debe echar mano del lenguaje del colonizador para llevar a cabo su lucha, en lugar de propugnar por un retorno a los lenguajes previos a la ocupación colonial. ¿Por qué razón? Porque solo radicalizando la universalidad, es decir, universalizando su punto de exclusión, podrá el movimiento decolonizador lograr sus objetivos. No lo conseguirá negando la universalidad y buscando un retorno a los orígenes, un regreso a la situación precolonial, invocando el rescate de una identidad cultural olvidada. Esto equivaldría, simplemente, a reforzar la ideología en su expresión más reaccionaria: creer que es posible rasgar el velo de la negatividad y descubrir, más allá de ella, el secreto oculto de la reconciliación. A contrapelo de esto, el esloveno muestra que la lucha por la decolonización debe asumir plenamente la herencia europea, esto es, el gesto de la universalización, para, desde ahí, plantear sus demandas (Žižek 2015: 271-272). Žižek ilustra su punto con varios ejemplos. El más claro de ellos es el de los procesos de independencia poscolonial en el siglo xx, principalmente el de la India. Ante la crítica de muchos teóricos culturales indios de que el inglés les ha sido impuesto como lengua colonial y que la decolonización debería suponer un retorno a las lenguas nativas, el filósofo esloveno retoma el caso de los dalits (intocables), aquellos sujetos tenidos como parias por el sistema tradicional de castas de la India. Precisamente fueron ellos, los que no tenían parte en ninguna de las castas, quienes reivindicaron el inglés como lengua nacional. Para los dalits, el sistema colonial inglés creó las condiciones formales para que fueran vistos como sujetos jurídicamente iguales ante la ley. Antes de eso, en la situación precolonial, no gozaban de ningún derecho, sino que eran tenidos como un homo sacer (Žižek 2015: 32-33). Lo que nuestro filósofo quiere decir es que la decolonización debe radicalizar la universalidad abstracta del legado colonial. No se trata, pues, en nombre de la decolonización, de liberarse de la universalidad (por considerarla un instrumento del colonizador), sino de apropiarse de ella para mostrar que esta es incompleta, que ha dejado algo por fuera. La lucha no es entonces por desembarazarse de la universalidad, sino por encarnarla; pues, solo cuando los que no tienen parte muestran que ellos son el punto que niega la uni-

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versalidad abstracta, es cuando esa universalidad se torna realmente libertaria. En palabras de Žižek, “solo cuando los indios abrazan el ideal democrático-igualitario, ellos llegan a ser más europeos que los europeos mismos” (Žižek 2015: 136). Otro ejemplo es el de Malcom X, el activista afroamericano de los años sesenta. ¿Por qué coloca esa equis en su nombre de pila? Con ello quería indicar que había perdido definitivamente la identidad que le ligaba con sus ancestros esclavos y que no era posible un retorno a sus raíces étnicas. Pero es precisamente esta ausencia de identidad la que le abre la posibilidad de reinventarse a sí mismo, luchando por una identidad más universal incluso que la reclamada por los blancos. La lucha política de los sujetos que, como él, no tienen parte en la sociedad no consiste en volver a la particularidad del grupo étnico, a una comunidad orgánica situada mitológicamente antes de la caída; consiste, más bien, en apropiarse de la universalidad abstracta que los blancos han reservado para ellos y hacerla concreta mediante su punto de exclusión, aquel elemento que esa universalidad dejó por fuera (Žižek 2015: 133). La universalidad solo se hace efectiva cuando es apropiada por aquellos que fueron excluidos de la misma. La lucha de Malcom X no buscaba volver más atrás de la universalidad moderna, negándola en nombre de un retorno a los orígenes africanos de la identidad, sino llevarla más allá de los límites señalados por los esclavistas blancos. Se trata, entonces, de radicalizar la universalidad y no de abandonarla, como plantean hoy día muchos teóricos poscoloniales. Ya el propio Nelson Mandela se daba cuenta de que la supremacía blanca y la tentación del retorno a las raíces tribales eran las dos caras de una misma moneda (Žižek 2015: 136). Aunque no comparto con Žižek varios elementos de su crítica, concuerdo, sin embargo, en que la mejor forma de combatir el colonialismo y el eurocentrismo no es recluyéndose en los particularismos étnicos y negando la universalidad política por considerarla un instrumento en manos del colonizador. Al contrario, la lucha por la decolonización debe hacerse a través de la universalización de intereses. No se trata de una universalidad abstracta que niega la particularidad, sino de una universalidad concreta que se construye políticamente a través de aquella. Hacer lo contrario, negar toda universalidad con el

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objetivo de liberar las particularidades oprimidas por el colonialismo, no es solo un gravísimo error político, sino también un peligroso mecanismo de despolitización que el esloveno denomina “arquepolítica”. Es el intento de regresar a un arché, a una comunidad originaria, homogénea, encerrada en sí misma e inmune frente a todo antagonismo. Una comunidad en la que no hay síntoma, donde no existe un punto de exclusión a partir del cual levantar una pretensión de universalidad. En su libro El espinoso sujeto, el filósofo presenta este problema como una clara línea divisoria entre la izquierda y la derecha: mientras que esta última niega el universalismo y se contenta con la afirmación del particularismo puro, la primera, en cambio, sabe que no hay política emancipadora sin universalismo y se opone a todo intento de mitologizar la particularidad (Žižek 2001: 244-245). ¿Cómo pensar entonces este problema de la particularidad y la universalidad? O, para utilizar el lenguaje de Žižek, ¿cómo entender la relación entre la universalidad abstracta y la universalidad concreta? Como ya vimos, algunos activistas dicen que el universalismo es tan solo una estrategia para legitimar la superioridad cultural de Europa sobre el resto del mundo, sancionando de iure los privilegios obtenidos de facto a partir del saqueo que produjo la colonización. Es por esto que, en su opinión, la lucha contra la decolonización implica necesariamente el abandono de la universalidad, ya que esta es tan solo un invento perteneciente a la historia local y particular europea. Desde este punto de vista, la universalidad tiene solamente un carácter ideológico. Cualquier lucha política que apele a criterios universales pecaría de eurocentrismo, porque elevaría a un carácter general lo que tan solo vale para una cultura en particular. ¿Qué diremos frente a esto? Es verdad que, a través de la expansión colonial, Europa se empieza a ver a sí misma como la encarnación de funciones universales. Funciones que vienen definidas, primero, por el cristianismo (expansión colonial portuguesa y española) y, más tarde, por el racionalismo (expansión colonial inglesa y francesa). La cultura europea como encarnación de una forma humana universal que debía ser comunicada a todas las demás culturas, aun en contra de su propia voluntad. Las resistencias de las otras culturas eran vistas como prueba de su inferioridad, de su barbarismo e incluso de su incapacidad constitutiva para

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acceder a lo universal. Aquí, sin duda, tienen razón las críticas que se han hecho al universalismo europeo desde posiciones feministas, decoloniales y poscoloniales. Pero ¿conlleva todo esto la negación de la universalidad? Creemos que no, porque el problema que está en juego no es elegir entre lo universal y lo particular, sino comprender el tipo de relación que se da entre estos dos polos. No se trata de equiparar el eurocentrismo con la universalidad para después abandonar las dos cosas en nombre de la particularidad, sino de entender que eso que hoy llamamos eurocentrismo no es más que una forma específica de plantear la relación entre universalidad y particularismo que procede de la Ilustración (Aufklärung). Para comprender este problema, debemos acudir de nuevo al filósofo argentino Ernesto Laclau, quien, en su libro Emancipación y diferencia, reconstruye en tres momentos la compleja relación histórica entre lo universal y lo particular. El primer momento corresponde a la filosofía antigua clásica (Platón), en la que las relaciones entre ambos elementos es de mutua exclusión. Lo universal está dado de antemano y puede ser aprehendido por la razón, pero ello conlleva necesariamente el abandono de toda particularidad, ya que esta no es sino la corrupción de la universalidad (Laclau 1996: 47). La relación entre los dos polos es esencialmente dicotómica: lo racional se opone a lo irracional y la verdad se opone a la apariencia, con lo cual se abren dos operaciones posibles: o bien lo particular se elimina a sí mismo para transformarse en el medio a través del cual la universalidad se manifiesta (que es la operación propiamente filosófica), o bien lo particular niega categóricamente lo universal afirmando su propio particularismo (que es la operación propiamente sofística). Dicho de otro modo, o eres un filósofo y puedes atrapar lo universal a través de la razón, o eres un sofista y te quedas atrapado en el mundo cavernícola de las particularidades. No existe mediación alguna entre estas dos posiciones. Tal mediación aparecerá solo después con el cristianismo. En este segundo momento, lo universal no es accesible a través de una razón que se ha distanciado de lo particular, sino que se encarna en lo particular mismo. Es lo que ocurre en la Biblia, cuando Dios revela su voluntad universal a los hombres mediante una serie de eventos esenciales que son opacos a la razón humana (Laclau 2016: 48). Entre

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lo universal y lo particular no existe entonces una relación de exclusión mutua, como ocurría en la filosofía antigua, ya que Dios aparece como mediador entre los dos polos. De este modo, aparece la idea de que existen agentes privilegiados de la historia (los profetas, el pueblo elegido), que son el vehículo de lo universal. Sin embargo, entre lo universal y la particularidad que lo encarna no existe todavía una conexión de orden racional; su relación depende exclusivamente de la voluntad de Dios y no del uso humano de la razón. En un tercer momento, será apenas con el advenimiento del racionalismo que la conexión entre la universalidad y la particularidad que lo encarna se reviste de un carácter racional. Laclau muestra que el racionalismo moderno se deshace de la lógica cristiana de la encarnación, pues el papel de mediador entre lo universal y lo particular ya no lo asume Dios, sino la Razón. Si todo lo que existe debe ser transparente a la razón (pretensión central de la Aufklärung), se hace necesario eliminar la opacidad entre la universalidad y la particularidad que la encarna, con lo que aparece la idea de un cuerpo que es, en sí y por sí mismo, universal. Aquí es donde se ancla no solo el eurocentrismo (Europa como cuerpo universal), sino también la idea marxista de que el proletariado es una clase universal: Lo universal había encontrado su propio cuerpo, pero este era aún el cuerpo de una cierta particularidad. De tal modo, la europea era una cultura particular y, al mismo tiempo, la expresión —ya no la encarnación— de una esencia humana universal […]. Aquí el problema es que no había medios intelectuales para distinguir entre el particularismo europeo y las funciones universales que se suponía que él encarnaba, dado que el universalismo europeo había precisamente construido su identidad a través de la anulación de la lógica de la encarnación y, como consecuencia, de la universalización de su propio particularismo. De tal modo, la expansión imperialista europea tenía que ser presentada en términos de una función universal de civilización, modernización, etc. (Laclau 1996: 50).

La vieja noción cristiana del agente privilegiado de la historia se une con la concepción iluminista de la relación entre lo particular y lo universal para dar origen a eso que llamamos eurocentrismo. Europa se presenta como agente universal, bajo la convicción de que su cultura expresa principios incondicionales que derivan de privilegios epis-

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temológicos y ontológicos. Lo universal no es resultado de la acción contingente de fuerzas antagónicas, sino la expresión trascendental de privilegios encarnados en actores específicos. Con lo cual, queda claro que el problema del eurocentrismo no es la universalidad como tal, sino su concepción universalista del juego entre lo universal y lo particular. El eurocentrismo va de la mano con la tesis ilustrada de que existe un agente privilegiado de la historia cuyo cuerpo es expresión racional de una universalidad que lo trasciende. Entre el contenido universal y su expresión particular existe una relación de transparencia garantizada por la razón. El eurocentrismo es, entonces, una forma peculiar de entender la relación entre lo universal y lo particular. Aquí, lo universal no se da a través de la particularidad, sino que existe con anterioridad a ella. Desde este punto de vista, el eurocentrismo es un término que refiere a una concepción clásica del universalismo y nada tiene que ver, por ejemplo, con reconocer que muchos de los adelantos técnicos, científicos y políticos que hoy día son patrimonio de la humanidad provienen de Europa. No hay entonces que confundir una posición antieurocéntrica con la negación de toda universalidad, pues ello nos conduciría a un callejón sin salida. Debemos entender que la mejor forma de combatir el colonialismo y el eurocentrismo no es recluyéndose en las particularidades culturales y negando la universalidad por considerarla un instrumento en manos del colonizador; al contrario, la lucha por la decolonización debe hacerse afirmando la universalidad. Pero no se trata, como veremos, de una universalidad abstracta que niega la particularidad (es decir, del universalismo), sino de una universalidad concreta que se construye a través de la particularidad. Hacer lo contrario, negar toda universalidad con el objetivo de liberar las particularidades oprimidas por el colonialismo, no es solo un gravísimo error político, sino también un mecanismo de despolitización. Filosóficamente hablando, ¿qué es entonces el eurocentrismo? Es una forma equivocada de entender la relación entre lo universal y lo particular. Lo universal es visto aquí como un conjunto de valores que preexisten a las relaciones entabladas por los actores sociales y que son encarnados por uno de ellos en particular, en este caso, por los europeos. Como puede verse, el eurocentrismo es la otra cara del parti-

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cularismo extremo que estudiábamos en la sección anterior. Ambas posiciones imaginan una situación en la que un elemento en particular se sustrae al sistema de relaciones que lo hace posible y encarna una verdad definida tan solo a partir de sí misma. En el primer caso, se trata de imaginar una identidad cultural indígena o afrodescendiente no contaminada por el sistema moderno/colonial de relaciones; en el segundo, una cultura europea que encarna valores universalmente válidos para todo el planeta. Con Laclau, diremos que el eurocentrismo es un término que refiere a una concepción clásica del universalismo y nada tiene que ver con el reconocimiento de que la universalidad es un factor clave para entender la política. No hay que confundir entonces el universalismo con la universalidad ni tampoco una posición antieurocéntrica con el puro y simple chauvinismo de las particularidades.

3. La universalidad como requisito de una política emancipadora Como acabamos de ver, se ha hecho un lugar común la sospecha de que, detrás de toda pretensión de universalidad, se esconde un interés particular y de que la crítica al eurocentrismo radica, precisamente, en el abandono de todo universalismo por considerarlo un instrumento colonizador. La universalidad es vista como un fenómeno propio y singular de la historia local europea, que fue exportado violentamente hacia otros contextos culturales gracias a la colonización, operando, de este modo, como una institución imperialista. En esta sección quisiera discutir la pertinencia de tales argumentos. Ante todo, hay que decir que, cuando se habla de universalidad, quienes se ocupan de la filosofía política usualmente piensan en propuestas teóricas como las de Rawls y Habermas. Ambos filósofos entienden que no puede haber política sin apelar a un punto de vista moral en el que un acuerdo solo podrá ser aceptado como legítimo si cumple una serie de requisitos procedimentales: será universalmente válido cuando el procedimiento que lo hizo posible garantice que el resultado del mismo pueda ser aceptado por todos los participantes en la deliberación, con independencia de si ese resultado corresponde o

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no a sus intereses personales. Habermas, en particular, distingue entre el discurso moral y el discurso ético. El discurso ético hace referencia a la deliberación en torno a lo que debe hacerse para llevar una vida buena, para lo cual se tendrán en cuenta las normas ancladas en la cultura particular de los hablantes, que, en todo caso, permanecen anclados en un contexto específico. El discurso moral, por el contrario, no apela a los valores culturales de los hablantes, sino a juicios universales, pues su objetivo es la resolución imparcial y equitativa de los conflictos; es decir, apelará a unos procedimientos de discusión que puedan ser aceptados como válidos por todos los participantes. Como puede verse, mientras que el discurso ético se ejerce siempre en un contexto específico, en el ethos de una comunidad histórica en particular, el discurso moral aspira a un reconocimiento universal de sus prescripciones, con total independencia de los ethoi particulares. La universalidad de la que aquí se habla no corresponde entonces a contenidos específicos, sino a los procedimientos que han de tenerse en cuenta para establecer esos contenidos. No es extraño que este tipo de universalismo haya generado críticas provenientes, sobre todo, del feminismo y de la teoría poscolonial. Se sospecha que, bajo esta razón universal, se esconden siempre los intereses particulares de un sujeto varón, heterosexual, blanco, europeo, burgués, imperialista, de clase media, etc. El sociólogo puertorriqueño Ramón Grosfoguel nos dice, por ejemplo, que, en tales universalismos, “el sujeto epistémico no tiene sexualidad, género, etnicidad, raza, clase, espiritualidad, lengua ni localización epistémica en ninguna relación de poder, y produce la verdad desde un monólogo interior consigo mismo, sin relación con nadie fuera de sí” (Grosfoguel 2007: 64). El universalismo sería tan solo una particularidad más, un ethos que se postula como universal gracias a los privilegios que obtiene este sujeto epistémico de la dominación (colonial, machista, burguesa, capitalista) ejercida sobre otros. Grosfoguel sospecha, con razón, que los universalismos occidentales no son sino la otra cara de un eurocentrismo que legitima la superioridad de Europa sobre los pueblos sometidos a su dominio colonial. El universalismo corresponde a una encarnación cultural concreta (Europa), a un conjunto de valores dados a priori que preexisten

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a la política y que son usados como arma para someter a otras culturas y formas de vida tenidas como bárbaras. En esto concordamos plenamente con Grosfoguel, pero el problema es la conclusión que muchos activistas y académicos sacan de esta crítica: se argumenta que toda pretensión de universalidad debe ser abandonada por completo, a fin de procurar la liberación de las particularidades sometidas. De un rechazo (correcto) al universalismo, se pasa, sin más, a un rechazo (incorrecto) a la universalidad como gesto fundamental de la política emancipadora. El resultado de esto, como veremos enseguida, es la incapacidad de articular una voluntad común que vaya más allá de los particularismos. La universalidad no preexiste a las prácticas articulatorias que la hacen posible (en esto se distingue del universalismo), sino que es un efecto de las mismas. Por ello, como decía, estoy de acuerdo con Žižek cuando afirma que la universalización de intereses es el gesto político por excelencia. Pero ¿cómo se produce esta universalización de intereses? Tal vez sea Rancière quien, con mayor claridad, vislumbra este problema. De él precisamente toma Žižek la idea de que los sin parte (el elemento sintomático de la sociedad) pueden asumir la voz de todos y cuestionar de forma radical el orden existente. ¿Qué significa esto? Que en toda sociedad hay sujetos flotantes que no encajan en el ordenamiento que esa sociedad considera útil, normal, funcional o deseable. Son entonces los parias de esa sociedad, aquellos cuya voz no cuenta en el reparto de lo sensible. El momento propiamente político es aquel en el que esos sujetos flotantes entablan un litigio frente al ordenamiento que los excluye. Pero, atención: lo que cuestionan no es la exclusión que ellos en particular experimentan, sino el ordenamiento mismo en el cual esa exclusión tiene lugar. No piden ser incluidos en el mismo orden que les excluye (“queremos tener una parte en ese orden”), sino cambiar las reglas que son válidas para todos (“queremos otro orden”). De modo que, según el filósofo francés, la función política de los “sin parte” es “poner constantemente en juego lo universal bajo una forma polémica” (Rancière 2007: 90). Cuando esos sujetos flotantes toman la palabra (algo que supuestamente no pueden hacer, ya que se les considera inferiores), en realidad, no están hablando por ellos mismos, sino por todos. Lo que cuestionan no es tal o cual regla en par-

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ticular que debe ser cambiada, sino la totalidad de las reglas de juego que organizan desigualitariamente la sociedad. Su voz, en este sentido, es universal. No están litigando por la desigualdad en particular que vale para ellos, sino por la desigualdad que vale para todos. Rancière menciona como ejemplo el caso de “la muchacha negra que un día de diciembre de 1955, en Montgomery (Alabama), decidió permanecer en su lugar en el autobús” (Rancière 2007: 89). Cuando Rosa Parks hace lo que supuestamente no debía hacer (un negro no puede sentarse en el lugar del autobús que corresponde solo a los blancos), no estaba exigiendo un derecho para ella, o para la comunidad negra en particular, y ni siquiera para los habitantes de Estados Unidos, sino para todos los que en cualquier parte del mundo son tratados desigualmente en las distintas jerarquías que componen el orden social: jerarquías de clase, género, edad, orientación sexual, trabajo, educación, política, etc.; pues, en cada una de estas jerarquías, siempre juega una distinción entre aquellos que tienen parte y aquellos que no la tienen. De tal modo que cualquiera de los sin parte en cualquiera de esas jerarquías de poder podría levantarse y decir: “Yo soy Rosa Parks”. Nótese, además, que la universalidad que invoca ella no es abstracta (basada en los Derechos Humanos, que dicen que todos los hombres son iguales), sino que es concreta, pues —como diría Žižek— universaliza una particularidad. Al sentarse en el lugar equivocado del autobús, Rosa Parks está diciendo: “Aunque soy mujer y soy negra, me considero igual a todos los que se sientan aquí”. Eleva de este modo una pretensión de igualdad que no habla en nombre de una particularidad (las mujeres negras), sino de un nosotros universal. Nótese entonces que la presuposición de igualdad es justo el principio democrático que invocan los sin parte para articular una política emancipadora. Sus reclamos no hacen énfasis en el hecho de la diferencia (soy mujer, negra, pobre, lesbiana, golpeada, etc.), sino en la condición de desigualdad. Al hacer lo que se supone que no puede hacer (alguien que ocupa un lugar inferior en una jerarquía de poder no puede igualarse con los que ocupan lugares superiores), Rosa Parks se apropia precisamente de aquello que se le niega y eleva una pretensión de universalidad que vale no solo para ella, sino también para todos los que son tratados como inferiores en cualquier otra jerarquía de poder.

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Lo cual significa que el combate a tales jerarquías no podrá hacerse en nombre de la diferencia y la particularidad, sino en nombre de la igualdad que invocan de manera abstracta los propios dominadores en sus constituciones democráticas. Como bien lo vio Žižek, la política emancipadora radica en convertir esa universalidad abstracta en una universalidad concreta. La negación de la universalidad en nombre del particularismo de las luchas no es entonces el camino para una política decolonial, tal como argumentan hoy día muchos activistas. No es posible hacer política sin el gesto emancipador de la universalización de intereses, pues, de otro modo, la política se reduciría a la exaltación de los particularismos. Y este gesto, como ya vimos, no es solo filosóficamente cuestionable, sino que también es políticamente conservador. La crítica a la universalidad abstracta del eurocentrismo no supone la negación de la universalidad, sino el paso de la universalidad abstracta a la universalidad concreta, tal como lo mostró Žižek. El eurocentrismo defiende ciertamente una universalidad abstracta despojada ilusoriamente de todo contenido, que se postula, sin embargo, como fundamento de todos los contenidos. La universalidad concreta, por el contrario, se produce a través de su síntoma, es decir, por medio de aquellos contenidos particulares que han sido negados por la universalidad abstracta; más exactamente, por medio de la articulación de las particularidades que han sido dejadas sin parte en las diferentes jerarquías de poder que organizan la sociedad.4 Esos contenidos particulares, en lugar de afirmarse en su propia particularidad, deben ser negados equivalencialmente para que puedan insertarse en una forma hegemónica con pretensiones universales. Ya se ve entonces: no se niega la universalidad como tal, sino tan solo la negación que la universalidad abstracta había establecido frente a determinados contenidos particulares.

4. En mi opinión, son cinco las jerarquías de poder que organizan desigualitariamente las sociedades contemporáneas: de raza, clase, género, nación y orientación sexual. Las luchas políticas emancipadoras tendrán que ser entonces interseccionales, lo cual conlleva la articulación hegemónica de las particularidades excluidas en cada una de las cadenas.

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Finalicemos esta sección diciendo que, si lo que busca una lucha decolonial es afirmar las particularidades excluidas en cada una de las jerarquías de poder (sean estas de raza, clase, género, nación y orientación sexual), entonces ha renunciado de entrada a la política y ha caído en brazos de un multiculturalismo que ofrece a cada particularidad lo que esta necesita para reconocer su identidad. Una política emancipadora no es la que lucha por el reconocimiento de las formas de vida particulares, sino aquella que recurre a la universalización de intereses para combatir el marco que organiza desigualitariamente la sociedad; pues, en últimas, es el mercado capitalista el que hoy día permite que cada particularidad pueda gozar de su estilo de vida. Hay productos de todo tipo para la comunidad gay y para las lesbianas, tiendas especializadas en música étnica, ropa y emblemas para los punks, mercados de artesanías indígenas, restaurantes de comida vegetariana, especies provenientes de la India, Tailandia, etc. Así las cosas, una lucha emancipadora no es la que renuncia a la universalidad con el argumento de que toda universalidad es eurocéntrica y colonialista; es, por el contrario, aquella que rechaza el universalismo eurocéntrico en nombre de la universalidad política, pues sabe que su objetivo último es el combate contra la desigualdad y la dominación, donde quiera que estas se manifiesten. Afirmar, por el contrario, el particularismo de las identidades equivale a renunciar a la universalización de intereses, es decir, al gesto político por excelencia, tal como lo muestran Žižek, Rancière y Laclau. Equivale, por tanto, a dejar la puerta abierta al multiculturalismo de las identidades, en donde las luchas políticas se mueven cómodamente al interior del marco desigualitario que organiza la sociedad, pero sin cuestionarlo jamás. Desde este punto de vista, lo universal no tiene contenidos necesarios, sino que todos ellos son puestos de manera contingente a través de operaciones políticas; lo cual quiere decir que lo universal no es una forma común a todos los humanos encarnada en un actor particular (Europa), sino una aspiración que debe ser llenada parcialmente a través de las luchas políticas: no es un procedimiento que precede a la discusión política y la regula (como en Rawls y Habermas), sino un efecto contingente de operaciones equivalenciales (como en Laclau). Así las cosas, resulta claro que un llamado al particularismo extremo,

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tal como se da, por ejemplo, en las políticas de la diferencia en Europa y los Estados Unidos, pero también en ciertas concepciones abyayalistas en América Latina, no aporta mucho a las luchas progresistas.5 Insistimos: no es posible ningún tipo de política emancipadora sin la universalización hegemónica de intereses. Negar la universalidad no es entonces el camino adecuado para superar el eurocentrismo.

4. Transmodernidad Hemos venido argumentando que una política emancipadora no es aquella que se repliega en la reconstitución de los tejidos comunitarios particulares, poniéndose de espaldas a la transformación de las relaciones de poder que han subalternado a esas particularidades; pero, entendámonos: esto no significa en absoluto que los valores anclados y vividos en esas comunidades particulares no sean importantes a la hora de pensar una política emancipadora de izquierdas en América Latina. Para evitar esta lectura equivocada, me parece importante considerar la categoría transmodernidad, tal como ha venido siendo utilizada por el filósofo argentino Enrique Dussel.6 De entrada, digamos que la noción se mueve en dirección contraria a lo que muchos grupos de intelectuales y activistas entienden hoy día por decolonización. Operando con la curiosa idea de que la modernidad en su conjunto tiene una lógica profunda que es el colonialismo, es decir, que todo 5. He acuñado la categoría abyayalismo en mi libro Revoluciones sin sujeto (2015) para referirme a las posiciones que propugnan una revitalización de los valores de las culturas nativas previas a la colonización, como si tales valores hubieran permanecido en una exterioridad absoluta frente a las relaciones de poder que los subalternaron. El abyayalismo es, entonces, la ilusión de que es posible sustraerse a las relaciones dominantes que definen la posición de las distintas particularidades en un sistema jerárquico de clasificación de las poblaciones (eso que Quijano denomina la “colonialidad del poder”). 6. No es Dussel quien habla primero de transmodernidad, ya lo había hecho antes la feminista posmoderna española Rosa María Rodríguez Magda en su libro La sonrisa de Saturno. Hacia una teoría transmoderna (1989), pero su uso del concepto es muy diferente al que hace Dussel.

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despliegue modernizador es de suyo colonialista y no puede serlo de otro modo, tales activistas se precipitan en una actitud radicalmente antimoderna y políticamente conservadora.7 Según ellos, descolonizarse significa escapar de la modernidad (identificada con el genocidio de los pueblos, el epistemicidio y la destrucción cultural), replegarse en las epistemologías sobrevivientes propias de aquellos pueblos que no fueron cooptados enteramente por la modernidad (comunidades indígenas y negras para el caso de las Américas), pues allí se encuentran las semillas de otro mundo muy distinto al occidental.8 Vincularse orgánicamente con esas epistemes-otras es tenido por tales intelectuales como el acto político emancipador por excelencia. No obstante, la política que ofrece Dussel tiene, en realidad, muy poco que ver con esta visión esencialista y reduccionista. El filósofo argentino no es antimoderno, sino transmoderno. ¿Qué significa esto? Al igual que los otros miembros del grupo modernidad/colonialidad (Mignolo, Quijano, Grosfoguel, yo mismo), Dussel parte de la tesis de que la modernidad es un fenómeno histórico que tiene un momento intrauterino (por así decirlo) con la constitución de la burguesía hacia finales de la Edad Media europea, pero que adquiere su perfil definitivo gracias a la conquista de América y la creación del mercado mundial con la expansión colonial de las potencias europeas (lo que teóricos marxistas como Immanuel Wallerstein han llamado el “sistema-mundo moderno”). Este sistema mundial coloca por primera vez juntas, pero en relación asimétrica, a una gran cantidad de culturas que antes ha7. Muchos de estos activistas toman como referencia al grupo modernidad/colonialidad, pero, en realidad, nadie de este grupo (hasta donde yo recuerdo) sostuvo jamás una idea semejante. Lo que se dijo es que la modernidad y la colonialidad son dos caras distintas de una misma moneda (la constitución en el siglo xvi del mercado mundial al que se refiere Marx en el Manifiesto), pero no que la modernidad sea un efecto de superficie cuya lógica oculta es la colonialidad. Ningún miembro del grupo dijo jamás que la modernidad se reduce a la colonialidad. 8. Hay que decir, sin embargo, que la obra temprana de Dussel (en los años setenta) favorecía esta actitud antimoderna, pues presentaba la modernidad como una totalidad opresora en su conjunto. Actitud que, por fortuna, será posteriormente moderada por el propio Dussel en la medida en que se deja interpelar por los textos de Marx.

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bían vivido separadas unas de otras, estableciendo sobre ellas la hegemonía de una concepción, primero, cristiana y señorial (siglos xvi-xvii) y, luego, racionalista y capitalista (siglos xviii-xx) de entender la vida, el conocimiento, la naturaleza y las relaciones sociales. Dussel se refiere específicamente a culturas milenarias como las provenientes de India, China, el mundo árabe y el mundo indígena precolombino.9 Nótese que la colonización en Dussel no se reduce al genocidio o a la occidentalización completa de pueblos y culturas (que, sin duda, ocurrió en más o menos casos), sino que es, ante todo, el establecimiento de una hegemonía cultural. Esto quiere decir que las culturas de esos pueblos no fueron destruidas (su propio peso histórico milenario lo impedía), sino que amplios pliegues de su sentido común, de su mundo de la vida (Lebenswelt), fueron transformados con la introducción del cristianismo, la ciencia moderna, la modernización político-cultural y, sobre todo, el capitalismo (Dussel 2015: 282). Pero esto significa también que tales pliegues han permanecido en una exterioridad relativa con respecto al significado que todos estos procesos adquirieron en Europa. Aquí se muestra el alcance del concepto gramsciano de hegemonía utilizado por Dussel. La colonización conlleva el establecimiento de un consenso tácito entre los valores occidentales traídos con la colonización europea y los valores propios de las culturas colonizadas, provenientes de su mundo ancestral premoderno; pero Dussel tiene claro que esos valores ancestrales no han permanecido inalterados con el advenimiento de la modernidad (a la que fueron incorporados por el colonialismo), sino que se han transformado junto con ella. No hay ningún tipo de esencialismo cultural en Dussel, similar al que se evidencia en las posiciones abyayalistas que mencionamos anteriormente. La exterioridad de las culturas colonizadas es solamente relativa, no absoluta, frente a los procesos de modernización. Dussel tiene claro que la modernidad es un fenómeno irreversible del cual ninguna cultura en el planeta Tierra puede ni podrá sustraerse por entero, tal como lo entrevió Marx. ¿Qué significa entonces la transmodernidad? Esta noción apunta hacia el modo en que ese proceso mundial de modernización econó-

9. Ver, al respecto, Dussel (2015: 257 y ss.).

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mica, política y cultural puede ser asimilado dialécticamente desde las diferentes culturas subalternadas por la expansión colonial europea. Significa atravesar la modernidad, pero desde otro lugar, precisamente desde aquellos que fueron negados por la modernización hegemónica euronorteamericana (posicionada como centro de la modernidad). En términos de Marx, la transmodernidad sería entonces la negación de la negación, es decir, la asimilación creativa y emancipadora de la modernidad realizada desde historias locales. Se trata de una modernidad vivida desde la exterioridad relativa que niega su forma occidentalista y eurocentrada. Una modernidad, en últimas, decolonizada. Pero tal decolonización no remite, como decimos, a un proyecto antimoderno, sino a un proyecto crítico y emancipador frente a las instituciones desarrolladas por la modernidad misma. Desde esta perspectiva, Dussel entiende la transmodernidad como un proyecto político, económico, social y cultural que marcará una nueva fase de la historia mundial. Un proyecto que, según él, será impulsado por intelectuales orgánicos situados en medio (Borderthinking) de su propia cultura subalternada y la modernidad eurocentrada. Son, precisamente, intelectuales poscoloniales, aquellos que viven entre dos mundos, quienes pueden establecer las mediaciones culturales necesarias entre la modernidad occidental y los valores de las culturas negadas por esta durante la expansión colonial, propiciando, de este modo, la negación de la negación. Nótese entonces: la transmodernidad no es una operación de retorno a los valores de las culturas nativas antes de la colonización, sino una problematización que tiene dos caras: de un lado, la modernidad eurocentrada es reinterpretada desde las historias locales negadas por la colonización; pero, del otro lado, y al mismo tiempo, la propia cultura subalterna, modificada ya indefectiblemente por los procesos de modernización, debe ser reinterpretada críticamente (Dussel 2015: 291). No hay entonces en Dussel ningún amago de subalternidad, posición que, por desgracia, se ha expandido como un virus en no pocos sectores intelectuales de América Latina.10

10. Para una crítica del efecto Foucault en algunas posiciones subalternistas, véase mi libro Historia de la gubernamentalidad (Castro-Gómez 2016).

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Comparto muchos de los análisis que hace Dussel a este respecto y, a diferencia de los subalternistas, entiendo la decolonización en el sentido transmoderno que él señala. Sin embargo, quisiera realizar algunas observaciones críticas antes de finalizar este trabajo. La primera tiene que ver con su noción de núcleo ético-mítico, categoría tomada de Paul Ricoeur, que le sirve a Dussel para pensar aquello que define no solo esta o aquella cultura en particular, sino también la cultura en general (Dussel 2015: 282). Su tesis parece ser que la religión forma parte del núcleo ético-mítico presente en todas las culturas; y, sobre la base de esta ontología de la cultura, es que Dussel coloca el proyecto transmoderno. En el fondo, late la creencia de que esos intelectuales orgánicos de las culturas subalternas se hallan vinculados de algún modo a las grandes religiones de la humanidad: el budismo, el hinduismo, el islam y el cristianismo. El diálogo transmoderno sería, entonces, un diálogo entre intelectuales críticos vinculados con las grandes tradiciones religiosas. De ahí su énfasis en la necesidad del diálogo entre los teólogos y los filósofos, como lo deja ver en el apéndice de su libro Filosofías del Sur (Dussel 2015: 321-339). Quisiera articular una breve reflexión a este respecto. Hay, por lo menos, cuatro instituciones fundamentales nacidas de la modernidad que necesitamos reinscribir hoy en un escenario transmoderno: la ciencia, el Estado de derecho, la democracia y la crítica. Creo, junto con Dussel, que es posible una transmodernización de estas instituciones y es en este sentido preciso que entiendo el giro decolonial. La primera de ellas es la ciencia. No podremos garantizar la vida de las poblaciones (como dice Dussel) sin el concurso de la ciencia moderna, enriquecida desde luego con aportes provenientes de las medicinas no occidentales (el llamado “diálogo de saberes”). Rechazar de plano la medicina moderna (por considerarla imperialista o atea) sería un acto de oscurantismo similar al derribamiento de las estatuas de Buda por parte de los talibanes. La segunda institución (imprescindible por ahora) es el Estado de derecho, que, querámoslo o no, continúa siendo el marco básico de la política, aun a pesar de las pretensiones levantadas en los últimos años por los movimientos antiglobalización y otros grupos autogestionarios. En Bolivia, por ejemplo, el Estado de derecho no desaparece, sino que integra y reconoce diferentes formas de autori-

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dad y gobierno comunitario, generando así un constitucionalismo de nuevo tipo, como bien lo muestra Boaventura de Sousa Santos.11 La tercera institución es la democracia, entendida como un imaginario político en el que la igualdad y la libertad son valores universalizables, susceptibles de ser extendidos hacia toda la comunidad. Estos valores no tienen por qué reñir con formas ya existentes de igualitarismo y participación ancladas en diferentes culturas (como la de los caracoles zapatistas a la que hace referencia Dussel), pero debemos entender que la democracia supone el rechazo de todas las jerarquías de poder que organizan desigualitariamente la sociedad, así estas formen parte de las tradiciones culturales de una comunidad. Finalmente, la cuarta institución que considero básica para una situación transmoderna es la crítica; con ello me refiero al ejercicio de la problematización, la desnaturalización de lo dado y el cuestionamiento del sentido común a través del arte, el debate de ideas, la filosofía, etc. Pero, aun en una hipotética situación transmoderna, la reinscripción no eurocéntrica de estas instituciones conllevará, de todos modos, el desafío de asumir la incompletud ontológica que ellas arrastran consigo.12 Dicho de otro modo: la transmodernidad no puede significar remitir la ciencia, el Estado de derecho, la democracia y la crítica racional a las certezas incuestionadas de un fundamento último con el argumento de que estas forman parte de la identidad cultural de otros pueblos y de que es necesario inculturar ahí tales instituciones. Digo esto porque me parece que la categoría dusseliana de transmodernidad es heredera del gran debate que se dio en América Latina, sobre todo, en círculos de la Iglesia católica hacia la década de 1970, en torno a la necesidad de inculturar el Evangelio. A raíz del Concilio Vaticano II, los teólogos reflexionaban sobre el modo en que la liturgia católica (largamente desarrollada en Europa) podría vivirse de una forma no eurocéntrica en contextos culturales como el asiático, el africano y el latinoamericano. Esta discusión, que puede ser válida para entender el problema de la interculturalidad religiosa (en el que, en todo caso, no se cuestiona el tema del fundamento último),

11. Véase su libro Refundación del Estado en América Latina (Sousa Santos 2010). 12. Sobre este tema, véase mi libro Revoluciones sin sujeto (Castro-Gómez 2015).

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me parece algo limitada para entender el modo en que algunas instituciones modernas (cuyo funcionamiento depende de la ausencia de fundamento último) pueden ser experimentadas en contextos culturales no occidentalizados. Por eso afirmo que no debemos entender la transmodernidad como una simple inculturación de la modernidad en contextos culturales no europeos. Corren días difíciles para la humanidad en su conjunto. La extrema derecha parece estar logrando la hegemonía cultural y política en importantes naciones del Primer Mundo y también en América Latina. Es muy importante comprender que la mejor estrategia para combatir esta tendencia no es el repliegue en las acciones comunitarias, sino la lucha por democratizar los valores anclados en el sentido común de las sociedades y por recuperar la soberanía de las instituciones públicas. No significa esto que la reconstitución de los tejidos comunitarios no sea importante para avanzar en esta lucha; lo es, y mucho. Pero sería un error dar por perdida la lucha por la hegemonía política de las instituciones públicas en nombre de una decolonización que apunta hacia la subalternidad y el autonomismo. Debemos entender que no hay soluciones exclusivamente comunitarias para los problemas de sociedades complejas como las nuestras y que la construcción hegemónica de una voluntad común es lo único que puede ofrecernos esperanzas en medio del desierto.

Obras citadas Bautista Segales, Juan José (2014). ¿Qué significa pensar desde América Latina? Madrid: Akal. Castro-Gómez, Santiago (2007). “Michel Foucault y la colonialidad del poder”. En: Tabula Rasa 6, 153-172. — (2015). Revoluciones sin sujeto. Slavoj Žižek y la crítica del historicismo posmoderno. Madrid: Akal. — (2016). Historia de la gubernamentalidad II. Filosofía, cristianismo y sexualidad en Michel Foucault. Bogotá: Siglo del Hombre Editores. Derrida, Jacques (1989a). “Fuerza y significación”. La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos, 9-46.

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— (1989b). “Freud y la escena de la escritura”. La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos, 271-316. Dussel, Enrique (2006). Filosofía de la cultura y la liberación. Ciudad de México: Universidad Autónoma de la Ciudad de México. — (2015). Filosofías del Sur. Descolonización y transmodernidad. Ciudad de México: Akal. Grosfoguel, Ramón (2007). “Descolonizando los universalismos occidentales: el pluriversalismo transmoderno decolonial desde Aimé Césaire hasta los zapatistas”. En: Castro-Gómez, Santiago/ Grosfoguel, Ramón (eds.). El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global. Bogotá: Universidad Central/Instituto Pensar/Siglo del Hombre Editores. Habermas, Jürgen (1991). Erläuterungen zur Diskursethik. Frankfurt: Suhrkamp. Laclau, Ernesto (1996). “Universalismo, particularismo y la cuestión de la identidad”. Emancipación y diferencia. Buenos Aires: Ariel, 43-68. Mignolo, Walter (2000). Local Histories/Global Designs. Coloniality, Subaltern Knowledges, and Border Thinking. New Jersey: Princeton University Press. Rancière, Jacques (2007). El odio a la democracia. Buenos Aires: Amorrortu Editores. Rodríguez Magda, Rosa María (1989). La sonrisa de Saturno. Hacia una teoría transmoderna. Madrid: Anthropos. Sousa Santos, Boaventura de (2010). Refundación del Estado en América Latina. Perspectivas desde una epistemología del Sur. Quito: Ediciones Abya Yala. Žižek, Slavoj (2001). El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política. Barcelona: Paidós. — (2015). Absolute Recoil. Towards a New Foundation of Dialectical Materialism. London: Verso.

Hermenéutica, representatividad y espacio en filosofías de la liberación social: una perspectiva latinoamericana Omar Rivera Southwestern University, Georgetown, Texas

Las filosofías de liberación social se articulan desde las experiencias, las perspectivas críticas y las reivindicaciones de grupos oprimidos por categorías sociales (raciales, étnicas, de género, entre otras) y las apropian como identidades desde las cuales se pueden generar movimientos de liberación. En la filosofía latinoamericana hay una tradición larga y variada de este planteamiento filosófico (que incluye figuras como Simón Bolívar, José Martí, José Carlos Mariátegui y figuras más recientes, como Enrique Dussel y Linda Martín Alcoff). En estas filosofías, las identidades sociales suelen asumir dos funciones que no son necesariamente explícitas: primero, las identidades son experiencias que brindan focos hermenéuticos para generar interpretaciones críticas de estructuras de poder, y, segundo, las identidades son representaciones de grupos oprimidos que proveen un punto de partida concreto a estas filosofías y aspiran a solicitar un compromiso para constituir movimientos de liberación. Tomando el socialismo de Mariátegui como un caso ejemplar de filosofía de liberación social, nuestra discusión muestra cómo estas dos funciones generan una tensión entre hermenéutica y representati-

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vidad que socava a estas propuestas filosóficas: como focos hermenéuticos, las identidades aparecen fluidas y contextualizadas; como representaciones, las identidades tienden a petrificarse tratando de revelar características esenciales de poblaciones oprimidas. Esta tensión entre hermenéutica y representatividad en torno a las identidades sociales es la problemática central de nuestro análisis. Trataremos, entonces, de entender la raíz de esta tensión para sobrepasarla y, finalmente, proponer una representatividad que no petrifica a las identidades de grupos oprimidos. Así terminaremos con una propuesta específica de una estética de liberación. El eje de nuestro argumento, que se centra en identidades raciales y colonizadas, es un análisis de la relación identidad-espacio.

1. El caso del socialismo de Mariátegui: la fractura entre hermenéutica y representatividad 1 El socialismo de Mariátegui surge como una polémica interna con sus condiciones históricas (Mariátegui 2012c: 512), ya que, para él, no existe un punto de vista crítico fuera de estas. Por eso él se califica como un agonista en vez de ser un distante espectador. Esta conciencia histórica es aparente en el texto “Heterodoxia de la tradición”, donde indica: “La tradición […] se caracteriza precisamente por su resistencia a dejarse aprehender en una fórmula hermética […] es heterogénea y contradictoria en sus componentes” (Mariátegui 2005: 406-407). Desde este planteamiento, su socialismo toma la tradición como la fuente de horizontes hermenéuticos fluidos que permiten la interpretación de realidades contemporáneas, horizontes que no se arraigan ni en una lógica de desarrollo histórico ni en una posición crítica ahistórica y que responde a urgencias de nuestro presente. Él se

1. Esta sección está en dialogo con la importante interpretación de Mariátegui hecha por Ofelia Schutte en Cultural Identity and Social Liberation in Latin American Thought (Schutte 1993). Yo pongo énfasis en el problema de la representatividad en Mariátegui de una manera que se diferencia de su lectura.

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enfrenta no a la tradición, sino al tradicionalismo que presenta un pasado definido y homogéneo que, en su opinión, impide la generación de perspectivas críticas contextualizadas. Su aproximación a la tradición no solo aporta a su socialismo una conciencia histórica y una dimensión hermenéutica, sino también captura su espíritu revolucionario: “Los revolucionarios encarnan la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud” (Mariátegui 2005: 408). Esta noción de tradición heterodoxa informa la repuesta de Mariátegui a Luis Alberto Sánchez, quien lo acusa de caer en un nacionalismo exótico debido al rol que el indio asume en su propuesta socialista (Mariátegui 2012b: 511). Según Sánchez, en su filiación con el indio, el socialismo de Mariátegui lo representa petrificado en sus formas culturales desde perspectivas y ficciones costeñas. Podríamos decir que, para Sánchez, Mariátegui cae en un tradicionalismo en torno a las poblaciones andinas, lo que le permite construir la identidad indio de una manera fija que cabe dentro de la formulación de sus intereses políticos. Más aún, esta representación petrificante no incluiría a las mismas poblaciones andinas que Mariátegui intenta representar y movilizar, reproduciendo exclusiones que pertenecen al legado del colonialismo. Mariátegui señala: “¿Cómo puede preguntarme Sánchez si yo reduzco todo el problema peruano a la oposición entre costa y sierra? He constatado la dualidad nacida de la conquista para afirmar la necesidad histórica de resolverla” (Mariátegui 2012c: 514). En vez de proyectar al contexto peruano oposiciones inventadas, como costa/ sierra o burguesía capitalista/indio, para articular su socialismo, Mariátegui encuentra, dice él, estas dualidades en los contextos históricos del Perú, dándole una base para una respuesta a su presente (y no a la totalidad de sus problemas). En nuestros términos, estas dualidades serían horizontes hermenéuticos que surgen desde la tradición peruana y que permiten la interpretación crítica de contextos políticos y económicos contemporáneos. En particular, la identidad indio debe ser entendida como el foco de los horizontes hermenéuticos que facilitan el pensamiento crítico y situado de Mariátegui. La heterogeneidad de la tradición que él asume

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significaría que esta identidad no pretende representar características esenciales, sino localizar perspectivas críticas liberadoras que nunca se llegan a decontextualizar y que, por tanto, son fluidas. Podríamos decir que, en el pensamiento de Mariátegui, la identidad indio articula horizontes movibles desde los cuales se puede lograr una interpretación socialista de la política y de la economía en el Perú en su específico momento histórico. Esta sería, por ejemplo, la función de la identidad indio en el argumento de los Siete ensayos. Así, la respuesta de Mariátegui a Sánchez aparece como una referencia a su socialismo definido por un método hermenéutico arraigado en la heterodoxia de la tradición y que no cae en tradicionalismos. En esta coyuntura, quizás el texto más esclarecedor del método hermenéutico de Mariátegui es el siguiente: La reivindicación que sostenemos es la del trabajo […]. Si en el debate —esto es en la teoría— diferenciamos el problema del indio, es porque en la práctica, en el hecho, también se diferencia. El obrero urbano es un proletario; el indio campesino es todavía un siervo. Las reivindicaciones del primero —por las cuales en Europa no se ha acabado de combatir— representan la lucha contra la burguesía, las del segundo representan aún la lucha contra la feudalidad. El primer problema que hay que resolver aquí es, por consiguiente, el de la liquidación de la feudalidad (Mariátegui 2012c: 515).

En este argumento, el trabajo es un concepto abstracto de la crítica socialista que se va concretizando cuando se somete a una interpretación desde horizontes articulados por la tradición peruana respondiendo a urgencias contemporáneas. Este análisis, sostiene Mariátegui, apunta a la necesidad de tomar las reivindicaciones del indio como el punto de partida de un proyecto liberador socialista. La identidad indio es un foco de articulación del socialismo en el Perú debido a una necesidad histórica que es transitoria y contextual: la lucha contra la feudalidad. Esta identidad, entonces, no se debería representar petrificada en el socialismo de Mariátegui porque, como foco hermenéutico, responde a cambios históricos. Además, en su respuesta, Mariátegui comprende el punto de vista de la crítica de Sánchez. Evocando al indigenista Enrique López Albújar, quien reconoce que lo que escribe sobre el indio es “la actitud

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del indio ante el blanco” (Mariátegui 2012b: 510), Mariátegui parece alejarse de una representación de una esencia indígena dentro de su socialismo. Asume al indigenismo como un movimiento imperfecto, incompleto y en formación que solo comienza a iluminar el rol del indio en el Perú contemporáneo y que tiene que ser sometido a una revisión crítica en torno a su representatividad. De esta manera, Mariátegui parece mantener una distancia entre el indio como un foco hermenéutico y crítico de su socialismo y el indio como el resultado de procesos de representación. Esta posición es, sin embargo, problemática. La identidad indio como foco hermenéutico dentro del socialismo de Mariátegui no puede simplemente desligarse de la representación de la vida y la experiencia de los indios; este socialismo solamente adquiere validez si es que su perspectiva crítica apunta a gente de carne y hueso. Esta conexión con la vida es el corazón mismo de este tipo de planteamientos filosóficos dándoles un punto de partida concreto. Hasta el argumento de los Siete ensayos, donde el problema del indio se ve desde una perspectiva económica, no tendría sentido si no hubiera una referencia a la experiencia y a la vida del indio. Es más, el socialismo de Mariátegui pretende ser un movimiento de liberación, así que debe representar a poblaciones, a los indios específicamente, para que estas se identifiquen y comprometan con la causa revolucionaria. No hay manera, entonces, de que el socialismo de Mariátegui pueda distanciarse de la representación del indio. La representatividad es inevitable en el socialismo de Mariátegui, y en las filosofías de liberación en general, porque las manifestaciones de las experiencias de grupos oprimidos son sus puntos de partida concretos y estos grupos tienen que identificarse con estas filosofías. Esto es aparente en la misma respuesta de Mariátegui a Sánchez, donde contrasta a los indigenismos de López Albújar y de Luis E. Valcárcel. El primero es analítico y el segundo es mesiánico, es decir, orientado a conectarse con los indios y a movilizarlos como agentes revolucionarios por procesos representativos. Mariátegui asume este mesianismo como parte de la dimensión mítica de su socialismo y cae en una representatividad del indio inspirada por Valcárcel. De esta manera, en su socialismo la sierra se convierte en un foco de represen-

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tación de una auténtica esencia del indio. En un texto sobre Valcárcel, Mariátegui escribe: El sentimiento cósmico del indio está íntegramente compuesto de emociones andinas. El paisaje andino explica al indio y explica al Tawantinsuyu. La civilización inkaica no se desarrolló en la altiplanicie ni en las cumbres. Se desarrolló en los valles templados de la sierra —Valcárcel, certeramente, lo remarca—. Fue una civilización crecida en el regazo abrupto de los Andes. El Imperio Inkaico, visto desde nuestra época, aparece en la lejanía histórica como un monumento granítico. El propio indio tiene algo de la piedra (Mariátegui 1986: 88).

De esta manera, Mariátegui fundamenta su socialismo como movimiento de liberación estableciendo una relación representativa entre una identidad racial y colonizada que tiene que ser reivindicada por su socialismo (la del indio específicamente) y un espacio particular (la sierra como lugar de origen). La crítica de Sánchez no es, entonces, desatinada. Mariátegui forja una representación del indio en la cual esta identidad se muestra fija, capturada en la manifestación de rasgos esenciales específicamente en relación a la sierra como su lugar de origen. De este modo, construye una identidad indio que es excluyente y hasta marginaliza a los mismos grupos que intenta representar. Más aún, el socialismo de Mariátegui, en su aspecto representativo, llegaría así a construir identidades políticas y raciales inamovibles que apoyarían la clasificación social del legado del colonialismo que él pretende desmantelar. El caso de Mariátegui muestra una tensión dentro de filosofías de liberación social que se articulan desde las perspectivas críticas y las reivindicaciones de grupos explotados y marginalizados. Por un lado, estas asumen las identidades como focos hermenéuticos críticos y fluidos, que se contextualizan dentro de desarrollos históricos, respondiendo a necesidades políticas contemporáneas; y, por otro lado, llegan a representar identidades de maneras fijas tratando de arraigar sus aportes filosóficos en realidades concretas y facilitar procesos de identificación por los cuales surgen compromisos con causas revolucionarias. Esta es una tensión entre hermenéutica y representatividad que afecta a este tipo de planteamientos filosóficos. ¿Constituye esta tensión una fractura inevitable?

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2. El racismo y el espacio La relación representativa entre el indio y la sierra en Mariátegui es un ejemplo de cómo las identidades raciales pueden ser fijadas por espacios, por lugares de origen en particular; es común que se nos entienda desde nuestro lugar de origen, asumiendo que este espacio expresa algunas de nuestras características fundamentales. En el caso de poblaciones raciales y colonizadas, esta relación identidad-espacio es más contundente, delimitada y rígida. Podríamos aquí recordar a Frantz Fanon, quien describe la manera en que la piel negra significa un tipo de imposibilidad de trasladarse a un espacio diferente a su supuesto lugar de origen; esta no es una imposibilidad práctica, sino existencial. En Francia, describe Fanon, la piel atrapa a sujetos colonizados en dinámicas que les impiden habitar efectivamente sus espacios actuales. El racismo impone una relación identidad-espacio que captura a identidades raciales en espacios determinados, fijando a tales identidades en sus lugares de origen como sus únicos lugares propios. Así, en Piel negra, máscaras blancas, Fanon nos brinda una fenomenología detallada sobre el racismo y el espacio que merece ser analizada con detenimiento. Parte de su experiencia de ser racializado es sentirse fijo en un espacio siempre anterior al actual, como si el espacio ya estuviera ocupado, dejándolo incapaz de habitar el mundo desde sus propias proyecciones corporales. Escribe: “Demasiado tarde. Todo ha sido predicho, descubierto, probado y explotado. Mis manos temblorosas se estrechan hacia la nada…” (Fanon 2008: 100). También percibe cuerpos blancos que ocupan espacios, cuerpos que lo desplazan. Esta experiencia es el resultado de que su cuerpo de piel negra está expuesto a una mirada racista dominante que lo paraliza, volviéndolo un objeto alienado de sí mismo en vez de ser la expresión de su subjetividad; él la llama “la mirada blanca” que fija a su cuerpo (Fanon 2008: 95). Esta es una mirada desde la cual se articula el espacio en contextos racistas y que solo reconoce las proyecciones espaciales de cuerpos blancos como legítimas. Pero las proyecciones espaciales corporales no son nada más que expresiones culturales a través de modos de habitabilidad. Así que lo que detecta Fanon como una parálisis corporal es efectivamente

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la negación de su expresividad, su historia, su cultura y su potencial civilizatorio. El espacio se encuentra determinado de tal manera que solamente las formas blancas de habitar (expresando formas culturales anglo-europeas) lo pueden apropiar legítimamente. Si cuerpos racializados y colonizados intentan expresar sus propias formas de habitabilidad en espacios específicos, esta posibilidad tiene que ser concedida por cuerpos blancos que ya se encuentran en estos espacios. El análisis de Fanon muestra que las formas de habitabilidad de cuerpos negros son siempre derivadas de la ocupación de los espacios por cuerpos blancos. La colonialidad explica la distorsión de la experiencia del espacio que describe Fanon y el origen de la mirada blanca. Aníbal Quijano muestra que la colonialidad localiza y fija a poblaciones raciales en espacios geográficos definidos, haciendo coincidir la clasificación racial con la espacialidad global. Esta coincidencia ubica al progreso de la civilización en Europa y los Estados Unidos, mientras que lugares como Latinoamérica y África son espacios donde se encuentran recursos naturales y mano de obra barata o no salariada. Quijano subraya que la globalización solo se puede entender desde esta interpenetración de identidades raciales con la espacialidad. Mientras que el espacio global se irradia desde Europa y los Estados Unidos hacia el resto del mundo como una ola civilizadora, las localidades que albergan formas de habitabilidad de cuerpos de piel negra y marrón se restringen más y más, ya que estas formas de habitabilidad (que son expresiones históricas, culturales y sociales) supuestamente no pueden aportar a la civilización y, por tanto, son ilegítimas. Esta dinámica del espacio en la colonialidad es la que mantiene a seres humanos de piel negra como existencialmente estancados en su lugar de origen y, más aún, expuestos a desplazamientos acelerados hacia espacios irrecuperables. Así se forja, entonces, una relación identidad-espacio estableciendo la función fijante del lugar de origen en torno a las identidades raciales colonizadas. Esto explica la experiencia de Fanon. Su piel negra lo atrapa en su lugar de origen, que, categorizado por la colonialidad y por la mirada blanca que esta hace posible, es efectivamente un lugar irrecuperable, ya que alberga formas de habitabilidad negadas desde una perspectiva progresista, universalizada y eurocéntrica. Por

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esta razón, la colonialidad está detrás de su experiencia de no poder ocupar sus espacios. Nuestro análisis de Fanon muestra que el espacio globalizado no es solo una realidad geopolítica, sino también una forma dominante y excluyente de espacialidad que determina nuestra experiencia misma. Fanon, entonces, nos brinda una manifestación fenomenológica de la colonialidad del espacio que nos afecta a todos. Aunque Mariátegui comprende la relación entre el espacio global y la marginalización de identidades raciales como la que desarrolla Quijano, nuestro análisis sugiere que la inevitable representatividad del socialismo de Mariátegui, la cual intenta conectarse con los indios, evoca en él la mirada blanca determinada por la colonialidad, una mirada que fija la relación indio-sierra. Esta distorsión fenomenológica afecta al tipo de representación de la identidad indio que informa su proyecto liberatorio. El hecho de que Mariátegui intente usar la representatividad del indio por la sierra para suscitar una perspectiva crítica y consolidar un movimiento de liberación no niega que su socialismo reproduce una estructuración racista del espacio, creando una identidad fija indio que reproduce la misma colonialidad que Mariátegui pretende sobrepasar. El punto de esta discusión, sin embargo, no es simplemente entender a Mariátegui como un pensador que, a pesar de su perspectiva crítica del legado del colonialismo, persiste atrapado dentro de una ideología racista. Si así fuera, no habríamos avanzado más allá de la crítica de Sánchez. Más bien, lo importante aquí es demostrar que la fractura entre hermenéutica y representatividad que afecta a filosofías de liberación social es el resultado de un efecto pernicioso de la colonialidad y no un problema que les pertenezca necesariamente. Si la posición crítica de Sánchez, por ejemplo, nos llevara a descartar a estas filosofías por completo, caeríamos en un error. Nuestro análisis sugiere, en cambio, la posibilidad de que estas filosofías superen esta fractura si es que son más autocríticas sobre su relación con la colonialidad, específicamente cuando representan a grupos oprimidos por medio de identidades. Podríamos concluir lo siguiente: el problema que hemos hecho explícito en el caso de Mariátegui revela que filosofías de liberación social tienen que fundarse en un análisis riguroso de la identidad y de la forma en que esta es un factor libera-

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dor. La fractura entre hermenéutica y representatividad ahora aparece basada en la contradicción entre dos tipos de comprensión de las identidades sociales raciales y colonizadas: una, fluida y contextual; la otra, fijada por la mirada blanca en base a características esenciales ligadas a lugares de origen.

3. Observaciones breves sobre el planteamiento de la filosofía de liberación de Linda Martín Alcoff Martín Alcoff tiene una propuesta de una filosofía de liberación que continúa el pensamiento de Mariátegui (entre otras figuras de la filosofía latinoamericana), haciendo énfasis en el aspecto hermenéutico que nosotros hemos desarrollado a partir del texto “Heterodoxia de la tradición”. Encuentra que el socialismo de Mariátegui es ejemplo de un planteamiento filosófico latinoamericano que Ha tenido el resultado beneficial de hacer visible el contexto en el que el conocimiento acaece, y de deshabilitar las pretensiones usuales, que todavía encontramos en tradiciones filosóficas influenciadas por Europa, de ser capaz de hacer abstracciones transcendentales removidas de todas realidades concretas. Así una aproximación general al conocimiento ha surgido que lo hace auto-consciente y reflexivo de su contexto y localización social (Martín Alcoff 2013: 6).

Dentro de esta perspectiva, Martín Alcoff toma las identidades sociales desde las cuales se articulan filosofías de liberación como focos hermenéuticos. Estas identidades sociales hacen visible el contexto de la colonialidad, permitiendo el desarrollo de perspectivas críticas sobre las estructuras de poder que este contexto implica. Como hemos visto, este es el rol hermenéutico que toma la identidad indio en el socialismo de Mariátegui, un rol que permanece tácito en su socialismo, pero que se hace explícito desde el aporte de Martín Alcoff. Esto sucede porque Martín Alcoff pone el análisis de la identidad como fundamento de su planteamiento filosófico y, así, confiere a la tradición de la filosofía de liberación social latinoamericana (en la cual Mariátegui es un pensador clave) una capa de autocrítica que es, como lo sugiere nuestra discusión anterior, necesaria.

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Profundizando en cómo entender las identidades sociales, Martín Alcoff escribe: “Podríamos definir a las identidades más perspicazmente como experiencias vivenciales posicionadas o localizadas desde las cuales tanto individuos como grupos trabajan para construir significados en relación a la experiencia histórica y a la narrativa histórica” (Martín Alcoff 2011: 75). Las identidades no son más que experiencias vivenciales que se muestran localizadas dentro de y debido a estructuras sociales que son cambiantes y contextualizadas. Las identidades como focos hermenéuticos que informan a las filosofías de liberación social son efectivamente las expresiones de estas experiencias que toman sentido mediante autorreflexión y diálogos que cuestionan sus contextos históricos. No hay, entonces, razón para concebir las identidades sociales como fijas; hasta nuestra experiencia de identidad es, en sí misma, el efecto de contextualizaciones y, por tanto, fluida. Por eso Martín Alcoff escribe que las identidades, “incluyendo las identidades de género y sexualidad, deben ser aproximadas como horizontes de posibilidad en vez de nombres que corresponden a características inherentes” (Martín Alcoff 2000: 264-265). Estas observaciones sobre la propuesta filosófica de Martín Alcoff muestran que no debería haber contradicción alguna dentro de las filosofías de liberación social entre concepciones de identidad fluidas, contextualizadas y hermenéuticas e identidades fijas con características esenciales. La primera concepción es la adecuada y refleja la experiencia misma de la identidad. La segunda aparece como una distorsión de nuestra experiencia de identidad que tiene su origen en la colonialidad (en cuanto a las identidades raciales y colonizadas, el origen de esta distorsión de la experiencia de identidad es la colonialidad del espacio que encontramos en Quijano). Ahora podemos retornar a la supuesta fractura entre hermenéutica y representatividad. La pregunta que se nos presenta es: habiendo desechado concepciones fijas de la identidad, ¿son posibles procesos representativos que correspondan a identidades fluidas y que soliciten compromiso con las causas liberadoras? ¿O es que estos procesos representativos nos atrapan en representaciones fijas de las identidades? De esta manera, entramos al estudio de una estética de liberación que excede el marco del pensamiento de Martín Alcoff.

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4. Representatividad, espacio y una estética de liberación A fin de que podamos responder a estas preguntas, sería útil retornar a algunos puntos de nuestra discusión y desarrollarlos en vista a las propuestas filosóficas de Gloria Anzaldúa y María Lugones. (a) Si el asunto que nos concierne es la representación de las identidades, debemos explorar en qué aspecto tienen que ser representadas. Regresando a la discusión de Fanon, encontramos en su análisis fenomenológico que percibe su identidad a través de su cuerpo; su identidad se manifiesta por posturas corporales y por sensibilidades. Su cuerpo alberga hábitos y otras presuposiciones tácitas, determinaciones de su cultura y de su historia que se expresan por medio de proyecciones corporales. Podríamos decir, entonces, que la identidad empieza en el cuerpo y que se manifiesta como una apertura hacia nuestros espacios. Paradójicamente, nuestra experiencia de identidad es la apertura a la experiencia misma. La identidad, y lo que buscamos representar en nuestro caso, es esta elusiva apertura. En el caso de Fanon, esta apertura se ha petrificado, fijada por la mirada blanca. (b) Desde esta perspectiva ¿cómo se podrían entender la contextualización y la fluidez de las identidades que subraya Martín Alcoff? Las aperturas a nuestra experiencia no son abstractas, son determinadas por contextos históricos y estructuras sociales que se manifiestan desde nuestras corporalidades. Nuestras experiencias, entonces, acaecen con cierta determinación contextual: nos devenimos hacia nuestras experiencias de maneras distintas dependiendo de las diferentes estructuras de poder y relaciones sociales a las que nos abrimos. Estas aperturas (o experiencias de identidad) son, entonces, diferenciadas y cambiantes. Esta fluidez obtiene una complejidad dimensional porque las estructuras sociales a las que nos abrimos vienen compuestas, es decir, se articulan no por medio de una categoría social, sino de varias (género, clase, raza, etc.). Gloria Anzaldúa captura las identidades sociales como aperturas corporales fluidas y dimensionales con la concepción de un estar siempre en bordes o fronteras entre identidades; una concepción paradójica que llega a desplazar cualquier fundamen-

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tación de la identidad y pone en cuestión el concepto de identidad mismo. Preserva esta paradoja proponiendo una identidad mestiza. (c) ¿Cuál es el medio concreto por el cual se manifiestan las identidades como aperturas a la experiencia? En este respecto, la discusión anterior de Fanon es para nosotros un referente indispensable: este medio es el espacio. En su caso, una experiencia del espacio fija su identidad porque este último es una concreción de capas culturales e históricas que irradian desde nuestros cuerpos como formas de habitabilidad. En su experiencia, encuentra un espacio siempre ocupado, pero el espacio sigue siendo el medio por el cual se manifiesta su identidad racial. Aquí propongo dejar la fenomenología de Fanon y retornar a la relación identidad-espacio en un análisis inspirado por Gloria Anzaldúa y María Lugones, quienes llegan a desligarse del dominio de la fijación de la mirada blanca. Basándonos en la idea de trasladarse por mundos de Lugones, atendamos al ejemplo de una persona que se traslada desde un espacio en el que tiene cierta autodeterminación y autoridad hacia un espacio en el que se le niegan estas experiencias por razón de discriminación racial, de género o laboral. Estos traslados son experiencias que muestran cambios profundos de corporalidades y que nos revelan nuestras identidades como aperturas entre espacios (entre modos de habitabilidad) radicalmente diferentes. En estos casos, es como si cuerpos nuestros pero otros nos esperaran en espacios distintos y, así,“cambiamos de ser una persona a ser otra persona” (Lugones 2003: 89). Lo importante para nuestra discusión es que estos traslados son experiencias ejemplares y fenomenológicamente clave, ya que, por medio de estos, las identidades se manifiestan explícitamente como aperturas corporales hacia experiencias en espacios específicos. Como estamos buscando la posibilidad de representar las identidades sociales como estas aperturas fluidas y dimensionales, el traslado debe ser un foco importante en nuestro análisis. (d) ¿Cómo se representarían las identidades como aperturas a la experiencia de tal manera que evoquen un compromiso con movimientos de liberación? Aquí el pensamiento de Lugones continúa siendo esencial: por los traslados es posible interrumpir formas de habitabilidad excluyentes y dominantes. Por ejemplo, siguiendo el

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análisis de traveling de Lugones, una persona podría recuperar una habitabilidad experimentada en otro espacio y traerla consigo a un espacio que niega esa habitabilidad. Este traslado aparecería quizás muy abstracto si se concibe como un traslado de ideas, pero aquí estamos discutiendo corporalidades en traslado, formas de habitabilidad que surgen desde nuestros cuerpos y que adquieren presencia. Una mujer de color, por ejemplo, puede evocar sus formas de habitabilidad en su comunidad que están inscritas en su presencia corporal y tratar de entretejerlas dentro de la fábrica de poder de un espacio que la discrimina y la oprime. Las batallas contra estructuras de poder se llevarían a cabo, entonces, desde nuestros cuerpos mismos por medio de negociaciones de presencias concretas y por maneras de ocupación que interrumpen espacios específicos (esto está ya sugerido en el análisis de Fanon). Con respecto a nuestra discusión, es relevante recalcar que esta interrupción espacial que irradia desde proyecciones corporales sería una expresión concreta e incipiente, pero también movilizadora, de la posibilidad de un movimiento de liberación. Y esta interrupción es nada más que una modalidad específica de la apertura fluida y dimensional que constituye nuestras identidades. En esta coyuntura, tenemos que repensar lo que entendemos por representar. Más que capturar esta interrupción en una imagen fija y abstraída, por ejemplo, que la copie, lo que se necesita es facilitar por medio de imágenes u otras expresiones estéticas una posibilidad de apertura corporal (es decir, una experiencia de identidad en su fluidez) que interrumpa estructuras de habitabilidad discriminatorias como lo acabamos de describir. Si regresamos al ejemplo de Fanon, lo que estamos proponiendo, en base a la idea de traslado de Lugones, es la posibilidad de facilitar por expresiones estéticas una recuperación de su cuerpo que materializaría formas de habitabilidad negadas en el espacio dictado por la mirada blanca, y esta interrupción sería la experiencia misma de su identidad racial. Este tipo de experiencia interruptora debe ser el foco de la representatividad de las filosofías de liberación social, su punto de partida concreto y vivencial, y su potencialidad de solicitar compromisos de grupos oprimidos. Representación, entonces, sería presentar estéticamente instancias de traslado, o portales, que permitan tales interrupciones

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y recuperaciones de cuerpos. Si estos portales llegan a albergar corporalidades recuperadas de otros espacios que desplazan a los dominantes, entonces la posibilidad de un movimiento de liberación aparece también más cercana, concretando un compromiso revolucionario. Estos portales como formas estéticas serían la base de una representatividad distinta a la que fijan las identidades, abriendo la posibilidad de una estética de liberación afiliada a filosofías de liberación social. Después de clarificar estos puntos, y a manera de conclusión, sería apropiado terminar con una breve nota sobre la propuesta estética de Anzaldúa en Borderlands/La frontera, sobre el arte invocado en particular, que asume un tipo de presencia liberatoria en comunidades marginalizadas. Esta invocación ocurre, por ejemplo, cuando una historia es narrada. Escribe Anzaldúa: “La habilidad de la historia (ya sea en prosa o poesía) de transformar al narrador y a la audiencia en algo o alguien es chamánica” (Anzaldúa 2007: 88). Esta habilidad es una transformación a nivel corporal (no un cambio de puntos de vista), a través del cual nos abrimos a nuestra experiencia de maneras distintas, estando entre identidades. La experiencia chamánica es, entonces, una experiencia de traslado, y el arte invocado ocurre como una experiencia chamánica. Podríamos interpretarlo desde nuestra discusión diciendo que, en este, aparecen las presencias de personas de otros espacios (incluyendo nosotros mismos en otras corporalidades). Estas personas solicitan en nosotros una capacidad corporal de habitar nuestros espacios actuales desde los suyos. El arte invocado, entonces, ejemplifica lo que hemos llamado portales en expresiones estéticas. Anzaldúa observa que, en culturas no occidentales, este tipo de expresiones estéticas tienen una presencia continua en las comunidades. Escribe: “Algunas obras existen siempre invocadas, siempre en performance. Estoy pensando en tótems, pinturas rupestres. El arte invocado es comunal y habla de la vida cotidiana” (Anzaldúa 2007: 89). En estos performances, los portales aparecen interrumpiendo formas de habitabilidad, logrando aperturas hacia experiencias que participan en otras espacialidades. Para Anzaldúa, esta capacidad nos lleva al centro de la experiencia estética misma.

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El arte occidental se muestra desarraigado de este centro: La estética de la virtuosidad, el arte típico de culturas del oeste de Europa, trata de administrar las energías de su propio sistema interno como conflictos, armonías, resoluciones y balances. Este lleva la presencia de características y significados internos. Está dedicado a la validación de sí mismo (Anzaldúa 2007: 90).

Es decir, el arte occidental no llega a adentrarse en espacios interrumpiendo formas de habitabilidad, es más, se valida a sí mismo al mantenerse abstraído. La sugerencia aquí es que la estética de la liberación tiene que ser entendida desde la posibilidad del arte invocado, lo que significa que la determinación dominante de la estética de Europa occidental no la llega a abarcar. La estética de la liberación sería, entonces, una manera de asumir el arte invocado de Anzaldúa. La imagen de la Virgen de Guadalupe es un buen ejemplo de esto, y con ella retornamos al caso de identidades racializadas y colonizadas y a la espacialidad del lugar de origen que encontramos en Mariátegui y Fanon. La Virgen de Guadalupe tiene una presencia mediadora: Ella media entre las culturas españolas e indígenas […] y entre los Chicanos y el mundo blanco […]. La Virgen de Guadalupe es el símbolo de identidad étnica y de la tolerancia por la ambigüedad que los chicanos-mejicanos, gente de raza mixta, gente que tiene sangre indígena, gente que se traslada entre culturas [who cross cultures], poseen por necesidad (Anzaldúa 2007: 52).

La Virgen es una expresión estética mediadora, es un portal entre espacios e identidades; su carácter de portal se manifiesta en su ambigüedad. Es un símbolo que lleva muchas capas de habitabilidad: habitabilidades indígenas, mexicanas y chicanas (Anzaldúa demuestra esto con una historia de este símbolo). Estas capas están presentes e invocadas de tal manera que solicitan corporalidades desplazadas: “Ella es la diosa central que nos conecta a nuestra ascendencia indígena” (Anzaldúa 2007: 49). Pero esta conexión no es una memoria distante y petrificante, sino la participación en espacios desplazados que se hacen presentes desde nuestras corporalidades. Así, el lugar de origen todavía juega un rol especial, pero no como un efecto petrificante de la identidad (como en Mariátegui y Fanon), sino como la posibilidad

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de una interrupción radical de habitabilidades dominantes. Esta es una interrupción que es una apertura corporal donde se manifiestan identidades raciales y colonizadas, pero cambiantes y fluidas; es decir, traslados. La Virgen de Guadalupe es, entonces, expresión de una estética de liberación, ella es “la imagen religiosa, política y cultural más potente de lo chicano/mexicano” (Anzaldúa 2007: 52) y su presencia interrumpe espacios cotidianos. Anzaldúa recuerda: “Mi mamagrande Ramona toda su vida mantuvo un altar pequeño en la esquina del comedor. Siempre tenía las velas prendidas. Allí hacía promesas a la Virgen de Guadalupe” (Anzaldúa 2007: 49).

Obras citadas Anzaldúa, Gloria (2007). Borderlands/La frontera. San Francisco: Aunt Lute Books. Bolívar, Simón (2004). “Jamaica Letter”. En: Gracia, Jorge/Millán Zaibert, Elizabeth (eds.). Latin American Philosophy for the 21st Century. New York: Prometheus Books. Du Bois, William Edward Burghardt. Du Bois: A Reader. New York: Holt Paperbacks. Fanon, Frantz (2008). Black Skin, White Masks. New York: Grove Press. García, María Elena (2005). Making Indigenous Citizens. Stanford: Stanford University Press. Lugones, María (2003). Pilgrimages/Peregrinajes. Oxford: Rowman and Littlefield. Mariátegui, José Carlos (1950). El alma matinal. Lima: Minerva. — (1986). “El rostro y el alma del Tawantinsuyu”. Peruanicemos al Perú. Obras completas de José Carlos Mariátegui, tomo 11. Lima: Biblioteca Amauta. — (1987). Defensa del marxismo. Lima: Biblioteca Amauta. — (2005). “Heterodoxia de la tradición”. En: Flores Galindo, Alberto/Portocarrero Grados, Ricardo (eds.). Invitación a la vida heroica. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú. — (2012). Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Lima: Minerva.

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— (2017). “El rostro y alma del Tawantinsuyu”. Obras completas de José Carlos Mariátegui, (consulta: 27/02/2018). Martí, José (2009). Nuestra América combate. La Habana: Centro de Estudios Martianos. Martín Alcoff, Linda (2000). “Power/Knowledges in the Colonial Unconscious: A Dialogue between Dussel and Foucault”. Thinking from the Underside of History. Oxford: Rowman & Littlefield Publishers. — (2006). Visible Identities. Oxford: Oxford University Press. — (2011). “An Epistemology for the Next Revolution”. En: Transmodernity: Journal of Peripheral Cultural Production of the Luso-Hispanic World 1.2, 67-78. — (2012). “Educating with a (De)colonial Consciousness”. En: Lápiz 1, 4-18. Rivera, Omar (2014). “Mariátegui’s Avant-Garde and Surrealism as Discipline”. En: Symposium 18.1, 102-124. Sandoval, Chela (2000). Methodology of the Oppressed. Minneapolis: University of Minnesota Press. Schutte, Ofelia (1993). Cultural Identity and Social Liberation in Latin American Thought. Albany: State University of New York Press. Vallega, Alejandro A. (2014). Latin American Philosophy from Identity to Radical Exteriority. Bloomington: Indiana University Press.

Geopolítica, modernidad y política de la liberación José Guadalupe Gandarilla Salgado Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, Ciudad de México

… tomar en serio al espacio, al espacio geopolítico. (Enrique Dussel)

Introducción En este ensayo hemos de considerar tres temas de suma importancia en el trabajo filosófico de Enrique Dussel y que se enlazan en una determinada forma, que combina espacio y tiempo, geografía e historia, aspectos inherentes a una filosofía que, desde sus inicios, ha sido movilizada por el imperativo de liberación de los pueblos de la periferia oprimida. De tal modo, cada uno de esos asuntos acompaña el recorrido de una formulación filosófica que, desde sus expresiones primigenias, pone especial atención en la dimensión espacial. Considera, asimismo, las configuraciones en que ese elemento de las relaciones sociales (y de las prácticas a través de las que se restituyen los referentes sólidos y profundos de la cultura) asume expresiones en las que su politización (el modo en el que juega un determinado papel para la constitución política del actuar concreto de los sujetos) va revelando contenidos multidimensionales, según sea el modo como incida su lógica en ciertos campos de la actividad humana (material, ecológico, cultural). De la misma manera, ciertas capas de realidad (la de la conciencia, la

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corporalidad, la presencia del otro) se ven involucradas, de un modo u otro, en la configuración misma de las formas de subjetividad que la totalización de la vida material va evidenciando en un largo trayecto temporal. Para el tema que nos interesa, son relevantes sus variantes modernas o, pretendidamente, transmodernas. Será así que las configuraciones espaciales, por vía de las que se articula una determinada matriz de orden que históricamente se ha desplegado, tienden a ser colocadas en disposición de análisis a través de ciertas rutas del pensamiento (política, ética, pedagógica, antropológica, estética). Tales enunciaciones son recuperadas en la intervención filosófica y de acuerdo con el sentido que a esta se le confiera (ontológico, dialéctico, fenomenológico o, en el caso que nos ocupará, dialéctico-analéctico, o, si se prefiere, anadialéctico). Resulta evidente que la lucha que se libra entre dos médulas significativas que entraman la constitución de los órdenes sociales, es decir, la puja por la fórmula en que se exprese su totalización, entre la opción de su preservación o la de cambio, promueve un peculiar emplazamiento concreto y derivará en una opción de posibilidades según dé cauce y respuesta al sentido que la articule. En la filosofía de Dussel, este se esgrime como el imperativo de liberación. La dirección u orientación de las prácticas sociales, siempre en disputa, discurre en un cierto trayecto, azaroso y contingente, de conflictos y tramas antagónicas. Nunca se ha asumido que la construcción y consolidación de territorialidades que alojen o expresen los procesos de liberación puede ser fácil, y menos en un mundo que se estructuró bajo la lógica de la conquista, la invasión, la ocupación, la colonización, “el cercamiento” (Polanyi dixit), “el alambre de púas” (Netz 2015) o la edificación de muros que segregan. De conservarse en este registro, el espacio obraría como dispositivo de conducción, como instrumento para la introyección de rutinas, de reglas de urbanidad, con las que se va cargando paulatinamente en su específico montaje moderno/ colonial/capitalista. El espacio no es inerte, sin embargo, puede, en sus coordenadas, alojar la mutación de lo molecular en molar y constituirse en arena plena de transformación. De ser representación de la forma, pasa a ser espacio de representación de la forma en transformación, según la formu-

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lación dialéctica de Lefebvre, por ejemplo. Tal enlazamiento de tramas subjetivas y corporales arrebatan a lo ente ese marco ya instituido al que se carga de otro sentido y, con ese agregado de voluntades, se le evidencia en tanto recipiente ínsito de una economía material y simbólica. En esa amalgama social comparecen estéticas de estruendo y convivencia, de valores de uso y reciprocidades de otro modo acogidas (en automático) por la instancia del mercado y sus motivaciones rentísticas. También por esas razones, a inicios de los años ochenta, Alain Badiou, en su Teoría del sujeto, en cierto modo un adelanto de su ontología (de Ser, acontecimiento y lógicas del mundo), propondrá el uso del concepto de splace (combinación, en la lengua inglesa, de space y place) para referirse al hecho de que no toda ocupación de la plaza significa un trastrocamiento de la historia, su retorno o despertar. Para que opere un cambio o relanzamiento de esta, en un sentido fuerte de dislocación o discontinuidad, es imprescindible que haya tal composición de voluntades que, en ese lapso de agitación y encuentro, conmuevan con el fenómeno de splace los fermentos internos de la sociedad, encontrando rutas inaugurales. La suma de estos fenómenos expresa ya, para los involucrados, un momento de su conformación en tanto sujeto. No es casual, pues, que varios pensadores estén coincidiendo en señalar ese peculiar rasgo de liminalidad con que se dota la emergencia de espacialidades críticas. Para Badiou, significó el despertar de la historia, como lo consignó en uno de sus libros principales, Le réveil de l’histoire. Para Susan Buck-Morss (2014), evidenciaría la existencia de comunes translocales, que las expresiones diversas de una multitud global persiste en defender, puesto que logra visibilizarlos en tanto que instancias (locales) en que obran tales atributos (de ser bienes comunes que afectan planetariamente o que generan incidencias de tal proyección). Judith Butler sostiene, por su parte, en su más reciente obra, algo semejante: “Lo que vemos cuando los cuerpos se reúnen en la calle, en la plaza o en otros espacios públicos es lo que se podría llamar el ejercicio performativo de su derecho a la aparición, es decir, una reivindicación corporeizada de una vida más vivible” (Butler 2017: 31). Las nervaduras que los atraviesan y los constituyen, a quienes comparecen en un determinado lugar y desde una determinada ejecución plástica y poética de trastocamiento del marco establecido, pueden

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romper límites al punto que, como dirá Dussel en su tratado sobre la política, subviertan un “estado de sitio” por vía de un “estado de rebelión”. Plasman su hiperpotencia, y ello discurre con una muy peculiar forma de atravesar un cierto umbral sobrepuesto al ejercicio disciplinal del espacio. En esos instantes (de peligro) en que es volcado (el espacio) como otro elemento de la pugna (en donde traslucen espacialidades otras, emergentes, potenciales), hay desborde de anclajes y alcances inusitados que abren veredas, inéditos caminos de la praxis liberadora. Serán esos los motivos por los que (por el trabajo del pensamiento) se arriba a un filosofar inquieto, que ha expresado intentos (logrados y malogrados) a través de los cuales él mismo se ha propuesto liberarse de las ataduras que le han configurado sus formas dominantes. Si ha de ser legítimo defender una filosofía de o para la liberación, lo es porque ella misma ya es expresión de una liberación del filosofar y de un espacio para una muy específica forma del filosofar. La deriva política que expresa el pensar filosófico asume en el tema del espacio una forma de colocación bifronte en la que pesa su dilatación, en cuanto a contenidos que le vienen dados por el peso de lo histórico, en el sentido de la larga duración (según lo ya explicado, entre otros, por Fernand Braudel) o su condensación, en cuanto a su atravesamiento por las dinámicas de la temporalidad social, y en tanto elemento decisorio, no porque en ese plano discurra la política, sino porque ahí (en el espacio) expresa esta, materialmente, su lógica y su dinamismo. Ha de predominar, en los eslabonamientos de las prácticas sociales con el espacio, un perfil u otro, según sea que al rumbo del metabolismo social lo impacte lo rutinario y cotidiano, o lo episódico y acontecimiental, los entramados rígidos de la continuidad o lo intempestivo de la discontinuidad. Por esta razón, nuestra exposición se desarrollará en esos dos niveles intentando recuperar el espesor social que en cada perspectiva de análisis se ponga en juego.

1. De la condición periférica a la filosofía original La importancia del espacio en la filosofía de Dussel no podía ser más explícita. Ocupa, dentro de su Filosofía de la liberación, un lugar tan

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protagónico como el de la frase de apertura con la que comienza la parte 1. Historia. El pensar filosófico que Dussel promueve es una respuesta a una “impostación espacial, mundial”, y el punto 1.1 se titula, por si hubiese dudas, “Geopolítica y filosofía”. Allí se consigna que El espacio como campo de batalla, como geografía estudiada para vencer estratégica o tácticamente al enemigo, como ámbito limitado por fronteras, es algo muy distinto a la abstracta idealización del espacio vacío de la física de Newton, o al espacio existencial de la fenomenología (Dussel 1996: 13).

Luego se aprecia que El espacio de un mundo dentro del horizonte ontológico es el espacio del centro, del estado orgánico y autoconsciente sin contradicciones porque es el estado imperial. No hablamos del espacio del claustrófobo o del agorófobo. Hablamos del espacio político, el que comprende todos los espacios, los físicos existenciales, dentro de las fronteras del mercado económico, en el cual se ejerce el poder bajo el control de los ejércitos (Dussel 1996: 13).

Para, finalmente, ofrecernos una tesis fuerte: “No advertidamente la filosofía nació en este espacio. Nació en los espacios periféricos en sus tiempos creativos. Poco a poco fue hacia el centro en sus épocas clásicas, en las grandes ontologías…” (Dussel 1996: 13). Declarar que se trata de una tesis fuerte tiene por fin señalar que, en estricta correspondencia a ese señalamiento, la construcción de un pensar filosófico genuinamente latinoamericano tiene como pivote subrayar las consecuencias de identificar las condiciones que el estatuto periférico que se ocupa en las lógicas mundiales les confiere a nuestras sociedades —y cómo este proceso fue históricamente construido—. Si ya a fines de los años cuarenta, en el terreno del análisis económico, en particular en la explicación de los intercambios desiguales del comercio, y al interior de la CEPAL, los trabajos de Raúl Prebisch dieron una primera colocación continental de los temas del centro y la periferia, y de su importancia en los discernimientos del atraso económico, será en respuesta a los desafíos de la llamada Alianza para el Progreso que han de resquebrajarse por completo las teorías dualistas. Se pone en la mesa de discusión el largo y denso proceso histórico que conforma en nuestra comarca las bases de la “economía de

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la sociedad colonial” (al decir de Sergio Bagú), por vía de cuyos mecanismos se sostienen el capitalismo y la modernidad: la realidad histórica de que lo moderno se funda y sostiene en el capitalismo colonial. Desentrañar ese hecho ocultado, como una más de las temáticas y categorías tabú —según el aporte que, mediando el siglo xx, nos entregó Pablo González Casanova (1955: 151-158)—, ofreció como resultado, en esta fertilización recíproca y cruzada de los debates, la composición de una nueva agenda de pensamiento. La conciencia del estar situados en el marco de una lógica de totalidad que es de alcance mundial, que integra el juego de temporalidades que en simultáneo articula ritmos sociales que no son coetáneos (y que se hilvanaron con la conquista de América y el encontronazo de culturas), semejante avizoramiento o desocultación se acompaña de una preocupación que politiza esos temas. Así lo sostiene el teólogo de la liberación Hugo Assmann: Lo ocultado, así parece, no es solamente la acumulación, primitiva y constante, de capital con base en la plusvalía material, sino también el necesario complemento de esa acumulación, con base en la plusvalía ideológica, sin la cual quedaría incompleto el fetichismo e imposible la reproducción del sistema capitalista. ¿Una postura decididamente marxista? Sin duda, con tal que ella sepa resistirse a la perversión escolástica del marxismo, esa nueva pantalla ocultadora de la densidad epistemológica de la praxis liberadora de nuestros pueblos, esa amenaza constante de incapacitación frente a lo propio y característico de las luchas de Nuestra América (Assmann 1973: 28).

No será un mero añadido el que la imperiosa necesidad de romper con dichas ataduras (de la dependencia colonial) exija disolver otros más sofisticados atavismos, como la plusvalía ideológica, que Assmann y Ludovico Silva disciernen, ya a inicios de los años sesenta, como eficaz mecanismo que entrega virtuales rendimientos para la reproducción social del capital. Tales preocupaciones teóricas y su ejecución en variadas estrategias de lucha se han de plasmar en el resquebrajamiento de los límites existenciales y de los diques políticos que la ocupación de ese lugar en el mundo nos había reservado. En medio de tales tentativas, se daba curso a un cierto alojamiento de la dimensión utópica del pensar, en la medida en que se vislumbraba un horizonte de futuros posibles, no se asumía este en condición de bloqueo, o es-

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tando maniatado por la perpetuación del presente. Ello dará impulso a nuevas configuraciones en el ámbito de las mentalidades (operando un cierto abandono de la imitación, del mimetismo discursivo y del coloniaje intelectual) y a una progresión en las latencias de un pensar que está por vivenciar una condición de auténtico estallido, si es que ha de transitarse hacia la conformación de un pensamiento propio. Que la suma de condiciones pueda proveer tal horizonte de clarificación intelectiva no expresa sino la conexión de ambos elementos, que no van cada uno por su lado, sino que comparecen al modo de un choque, de un descalabro. Una vez que las condiciones periféricas y la cuestión de la dependencia han revelado sus mecanismos (de largo plazo, por el tipo de articulación que inauguró la situación colonial), y al haberse desencubierto como las fuentes que aseguraron el éxito exógeno (del capitalismo avanzado) y la explotación y dominación endógenas (en las fronteras nacionales), esas condiciones relacionales revelaron finalmente su misterio. La aclaración de tal enigma, que de otro modo continuaría invisibilizado, favorecerá la posibilidad de alcanzar, en tan solo un cuarto de siglo, el necesario autoconocimiento social, y, con ello, la eventualidad de experimentar otros caminos, así sea en condiciones trabajosas, como corresponde a las realidades de lo que, décadas más tarde, el mismo Prebisch ha de caracterizar como “capitalismo periférico”. La condición histórica de nuestras sociedades así desenmascarada, en adición a la propia existencia humana redignificada, al ser referida, en su riqueza, a los complejos afluentes de una identidad de raíz diversa, serán proyectadas como temas de fundamental importancia para las perspectivas humanística y filosófica, al interior de tradiciones de pensamiento que resuelven la clásica pregunta sobre la existencia de la filosofía en América Latina al modo performativo, esto es, creando dicha filosofía original, que se da no solo en la disciplina de la historia de las ideas, sino también en obras que se discuten localmente y en diálogo con otras tradiciones de pensamiento. Este es el caso de las filosofías de la liberación y las recepciones que nuestra región ha prodigado (de igual a igual, en diálogo inter pares) desde una temprana traducción y discusión de autores pertenecientes a la llamada teoría crítica de la sociedad (entre sus fundadores, Ador-

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no y Horkheimer) y de otros situados en los márgenes de aquella —Walter Benjamin, Ernst Bloch, Jean-Paul Sartre, entre otros—. La sutil crítica de Hugo Assmann cuando se refiere a “la simulación de marxismo de la escuela de Fráncfort” (Assmann 1973: 28) procura subrayar que, para el caso de la región latinoamericana, la Aufhebung de los programas filosóficos no transcurre, para esa época al menos, en el encierro intraparadigmático, sino en la posibilidad de transitar a otras instancias, de experimentar con otros itinerarios, “en el sentido del disolverse en la acción […] por la inmersión en la praxis” (Assmann 1973: 28). El reclamo de Assmann se hace justamente en el volumen que, a modo de epílogo, integra el manifiesto inaugural redactado por un grupo de entusiastas jóvenes filósofos que conforman el movimiento de la filosofía de la liberación. Este movimiento continuó manifestándose, una década más tarde, con el filósofo ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría. En su intento por eludir toda caricaturización del marxismo y el apoteósico modo de llevarlo al ridículo con el Diamat (el llamado materialismo dialéctico, de cuño staliniano), Echeverría siguió reclamando la necesidad de que una discursividad crítica se fundamentase en la recuperación de “muchos marxismos marginales […] que, al acompañar en calidad de estorbos y desviaciones la historia del marxismo predominante, fueron la causa de la persistencia en él de un cierto grado de radicalidad y por tanto de efectividad revolucionaria” (Echeverría 1985: 15). Otra arista de recepción de un marxismo creativo la documenta la obra del intelectual sardo Antonio Gramsci, quien, en nuestra región, alcanzó enunciaciones vernáculas que se anudan a planteos de gran riqueza polisémica. Un ejemplo es la noción de filosofía de la praxis, que Adolfo Sánchez Vázquez, desde México, rastrea y promueve con enjundia. La obra de Gramsci se presta también a usos polimorfos (hegemonía, revolución pasiva y, sobre todo, lo nacional-popular) desde su incursión temprana (por vía de los esfuerzos de los argentinos Agosti y sus discípulos, Portantiero y Aricó). Esto se mantiene hasta mediados de los años ochenta, etapa en la que internacionalmente comenzó la vulgata a propósito de la crisis del marxismo. El movimiento filosófico en que se inscribe el pensamiento de Enrique Dussel documenta sus orígenes en la recuperación de la gesta

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histórica de nuestros pueblos y se ubica en el marco de las agitaciones sociales que la región latinoamericana registra desde la revolución cubana hacia la expansión de variados movimientos (armados, algunos de ellos) en los años sesenta. Desde fines de esa década e inicios de la siguiente, se van desatando impactos en, cuando menos, cuatro terrenos de la actividad humanística y de pensamiento latinoamericana y del Caribe, cuyas repercusiones alcanzan a expandirse más allá de nuestra geografía, y en planos mundiales. En el ámbito de lo narrativo, se registra el llamado boom literario del realismo mágico y otras creaciones estéticas (como las múltiples propuestas del teatro popular). En escala continental aparece el movimiento de la que será conocida como teología de la liberación y su opción por los pobres. En el ámbito de la nueva teoría social, se crean conceptos y categorías relevantes para explicar de mejor modo la cuestión social y la persistencia de condiciones desiguales y heterogéneas (dependencia, colonialismo interno, subdesarrollo, etc.). A nivel educativo, florecen las pedagogías comprometidas con el oprimido y la investigación/acción participativa. Cada uno de estos elementos forma parte de un variado pero profundo movimiento que ofrece aportes para desatar el nudo de la cuestión (con y más allá del marxismo) y para colocar en primer plano el carácter multidimensional del dominio sobre nuestros países y el desplazamiento de la cuestión nacional desde sus acotamientos políticos desarrollistas hacia un horizonte de liberación que trata de situarse más allá de la divisoria colonial del mundo y de la persistencia de sus hiatos. Las nuevas perspectivas cimbrarán definitivamente tradiciones disciplinarias de la ciencia social y orientaciones filosóficas convencionales pero firmemente ancladas. La forma estándar del filosofar se resquebraja porque en este terreno también se ingresa a una condición de crisis, que estalla como cuestionamiento del desarrollismo filosófico prevaleciente, el cual asume como inobjetable una premisa: “Europa habría fijado el modelo y los cánones del filosofar —de todo auténtico filosofar posible— al cual nosotros, los primitivos latinoamericanos, nos iríamos acercando más o menos gradualmente” (Casalla 1973a: 40). Complemento necesario a la premisa será el aproximarse a ella a través de un proceder etapista que, como lo llegó a resumir Mario Casalla:

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Se basa, por lo menos, en los siguientes supuestos: 1) la reducción del filosofar al modelo europeo-occidental de hacerlo; 2) la superioridad especulativa de ese modelo sobre cualquier otro posible; 3) la historia del pensamiento como evolución progresiva hacia dicha forma; 4) la inexistencia de una base cultural propia y autónoma sobre la que asentar una reflexión propia y creativa (Casalla 1973a: 40).

Con basamentos tan endebles, la posibilidad de alcanzar nuevos horizontes de comprensión era escasa, o muy dificultosa si aspiraba a alcanzar cimas que fueran más allá de una acreditación mimética, siendo que los tiempos estaban clamando por romper con el “colonialismo intelectual” (Fals Borda 1970). De ahí que el panorama que se abrió con la polémica entre las opciones de operar, para la edificación de una auténtica filosofía latinoamericana, como si esta fuera una filosofía sin más (en tanto se ocupa de la meditación profunda sobre el concepto y acredita así sus temas), o, contrariamente, entender que tal filosofía estaría permanentemente imposibilitada de ejercerse, pues no podría sino reproducir, en el cuadro del pensamiento, las categorías que corresponden al mundo de la dominación. Se colige entonces que el marco epistémico filosófico desde el que se piensa arrastra limitaciones, siendo así que de la dependencia económica no podría sino derivar un pensamiento igualmente dependiente. Beneficiándose de los ámbitos de discusión que ya estaban promoviendo el resquebrajamiento del panorama socioeconómico heredado de la dominación colonial y del simulacro republicano, y, en esa línea, ya pronunciándose por andar las brechas de una “sociología de la liberación” (Fals Borda 1970), se desprenden variadas posiciones filosóficas. Desde la germinal polémica que protagonizaron, en el primer plano, el mexicano Leopoldo Zea y el peruano Augusto Salazar Bondy, se desarrolló la búsqueda de contenidos que se revelarían inéditos. Aún hoy tales orientaciones nutren formulaciones discrepantes con respecto a las escuelas filosóficas tradicionales, y alimentan propuestas destacables, que han madurado la discusión y han derivado en necesarias renovaciones heurísticas. Con el inicio de los años setenta, antes aún de su exilio a México, Enrique Dussel expresa que su filosofía se va construyendo con el ensamble creativo de varias corrientes de pensamiento y desde los

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quiebres paradigmáticos que ya estas anunciaban en cuanto nuevas rutas del pensar. Es, asimismo, importante la identificación de sus límites en tanto legítimas rupturas, que señalan variantes dentro de la misma totalidad del “pensar nordatlántico” (Ardiles et al. 1973: 8). Así, Dussel integra, en sus trabajos germinales y de modo muy peculiar, la crítica a la dialéctica hegeliana realizada por los posthegelianos pero enriquecida al desatar las intuiciones del viejo Schelling. Influye, a su vez, la temprana apropiación que hace Dussel de la fenomenología levinasiana (encaminándola hacia otros cuestionamientos), de tal modo que la cuestión de la revelación del rostro del otro se articula con, y profundiza, la pregunta fundamental por el rumbo certero de una filosofía latinoamericana, en tanto puesta en disposición de un pensamiento original con el objetivo de alcanzar un grado cualitativamente distinto de autoconocimiento en nuestras sociedades periféricas. La propuesta que en los muy tempranos años setenta está configurando Dussel se mueve en una órbita que integra las esferas de la antropología, la historia y la ética. Será a partir de la labor de destrucción de esos dominios que ha de configurarse la matriz de su propuesta filosófica, la que relanza más allá de las ontologías, del absoluto hegeliano (y de su glorificación en su filosofía de la historia) y de la finitud heideggeriana (y su persecución de la autenticidad del Ser). Integrando en esa propuesta, como ya se indicó, la lectura temprana de Emmanuel Lévinas, promoviendo un “intento de superar la ontología europea y abrir el camino hacia una metafísica de la exterioridad, del Otro, del pobre, de un pueblo que oprimido clama por su liberación” (Dussel/Guillot 1975: 7). En ese movimiento de hacer distancia, con respecto a una filosofía —ese “pensar nordatlántico al servicio de la dominación”, como diría Ardiles (1973: 23-24)— que reserva un nulo lugar para nuestro pensar/hacer, ha de cultivarse un genuino proceder filosófico latinoamericano cuyo sentido será el de construir un discurso acorde al nuevo horizonte alcanzado. Las secuelas del nuevo punto de mira, en tanto horizonte hermenéutico de comprensión, se aprecian en dos direcciones: por un lado, se distingue la “filosofía latinoamericana en tanto pensamiento autónomo de los grandes centros de poder mundial” (Casalla 1973a: 42); por el otro, en palabras de Dussel, se

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perfila la configuración filosófica en culturas periféricas por la vía de subsumir “las críticas europeas a Hegel y Heidegger y escuchando la palabra provocante del Otro, que es el oprimido latinoamericano en la Totalidad nordatlántica, como futuro, puede nacer la filosofía latinoamericana, que será, analógicamente, africana y asiática” (Dussel 1973: 119). Desde este proceder se cuestiona el presente, en tanto privilegio de la dominación y de una epistemología subsidiaria a esa economía política del reparto. Esto se realiza a partir de una combinación que integra (crítica y asertivamente, en la teoría y en la práctica) los otros engarces de la dimensión temporal (la dimensión de un más allá de esa situación se fragua en la braza lenta, quizá intermitente pero sostenida, de un futuro/pasado). De ahí que la composición de una filosofía de la liberación tienda hacia un más allá del universalismo abstracto de la modernidad capitalista, tal como este se ha edificado. Sin embargo, no ha de concentrarse en el reclamo, legítimo, por “pensar latinoamericanamente” o por postular un “universalismo situado” (Casalla 1973b), sino que se distancia de lo Unívoco de las ontologías europeas de la mismidad, aunque sin postular lo equívoco del otro como absolutamente otro (en el sentido levinasino). Más bien, se apuesta por lo analógico, que, en sentido ético, filosófico y político, querrá decir ir más allá de lo mismo y lo diferente, pero no optando por particularismos o postulando algún esencialismo, sino por lógicas que se construyen operando desde lo semejante. Aquella filosofía que ya está en ciernes desde hace cuatro décadas avizora en la praxis de liberación del pueblo oprimido latinoamericano, y, de manera analógica, en los procesos anticoloniales de las otras periferias del mundo capitalista desarrollado, el elemento que ha de reposicionarnos ante el lugar en el mundo que la situación moderna/colonial legó o fijó. Compete a una de las dimensiones de esa praxis ser también la que prepara y ha de desplegar los nuevos contenidos en el terreno del pensar. Que ello llegue a expresarse, en su momento, como nueva etapa del pensar filosófico no es sino la conquista de un peldaño necesario, en tanto (en el giro hacia la decolonización) rompe con el encierro eurocéntrico correspondiente al predominio de la totalidad nordatlántica y

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sus peculiares universales. Si esto ya se ha verificado, lo que no es un exceso postular, es porque el mundo de las periferias, sojuzgado, despreciado y oprimido por la modernidad capitalista, dispone ya de las herramientas para ocupar de un mejor modo la espacialidad propia que le ha instalado su historia. Ahora puede ejercerla como situacionalidad del discurso, como legítimo locus de enunciación, como irrupción de una nueva geopolítica del conocer.

2. Geopolítica y modernidad Geopolítica y modernidad son temas altamente vinculados, especialmente si los recuperamos estratégicamente desde una perspectiva que combine el análisis histórico —o desde las herramientas que ofrece el análisis histórico e historiográfico— con aspectos de la filosofía y de la política. Pronunciarse desde esas coordenadas es ya instalarse en una discusión que parte de cuestionar las propuestas dominantes, el canon establecido, a propósito de una filosofía de la historia (de Occidente y de la modernidad eurocentrada que estatuye) y de los lugares marginales que esta asignó a otros complejos civilizatorios (los que aun a costa de su ubicación periférica nunca saciaron suficientemente el hambre de triunfo de lo moderno/colonial). Espacio, geopolítica, modernidad (su historia, en tanto programa civilizatorio, y la deriva de sus probables alternativas, en tanto proyecto en crisis) facultan un análisis con un cierto sentido histórico de largo plazo, en estrecha relación con la filosofía política, especialmente si esta promueve una relectura de la historia mundial (como es el caso con la política de la liberación). En una línea coincidente, John Agnew, uno de los representantes más acreditados en geopolítica crítica, en su texto Geopolítica. Una re-visión de la política mundial (2005), justamente relaciona los temas que ahora nos ocupan: geopolítica y modernidad. Este autor procede con la geopolítica como con una especie de herramienta de análisis o de perspectiva de la política, refiriéndose a ella a partir del momento en que el sistema internacional estaba enfrascado en un proceso que demanda una reflexión de esa naturaleza. De hecho, sus trabajos germinales

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arrancan históricamente en el inicio del siglo xx, cuando se empieza a hablar desde la configuración analítica de la geopolítica.1 Tanto los casos de análisis del autor británico Halford John Mackinder —y su teoría del corazón continental o heartland— como los planteamientos procedentes de fines del siglo xix del geógrafo alemán Friedrich Ratzel —y su noción sobre el espacio vital o Lebensraum— fueron desarrollados hasta casi mediados del siglo xx por otro de los autores clásicos, Raul Ernst Haushofer —y su teoría acerca de las grandes áreas o Grossräume—. En ese momento, inicios del siglo xx, el mundo entero pasaba por una etapa en la que la resolución de los problemas de carácter internacional, es decir, la definición del curso del orden mundial, se establecía en torno a lo que los politólogos, los cientistas políticos y los analistas internacionales denominaron la perspectiva o doctrina de la guerra total. De ahí que Agnew (2005) señalara que, si bien desde esa etapa ya se estaba hablando de geopolítica, en rigor se estaba creando la doctrina o modo de pensar geopolítico. No obstante, la realidad de la que da cuenta el concepto proviene de mucho antes, justamente desde que, con la apertura atlántica del mundo, inicia su despliegue el programa sociocultural de la modernidad/colonialidad. Dicha doctrina, en los padres fundadores de ese pensar geoestratégico, corresponde, justamente, al modo científico con el que la Primera Guerra Mundial ya fuera definida, haciendo uso de las herramientas científicas y organizativas para encarar el conflicto bélico. Se trataba de una manera distinta de operar el mecanismo de la guerra, ya no de manera tradicional, incluso en lo que significaba el modo de ver batallas en tierra; se operaban batallas en tierra, sí, pero con ejércitos efectivamente disciplinados que, a su modo, incluso procedían con los principios de la cadena de montaje. Por

1. Por correspondencia, será el mismo acontecer histórico, sucesorio de siglos entre el xix y el xx, el que ha de demandar la creación de un enfoque que surge desde la misma constelación de problemas, el de relaciones internacionales, como rama de la ciencia política, encuadre en el que han predominado las lecturas realistas y liberales (Carr 2004).

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entonces, Europa estaba sometida a una coyuntura en la que la definición de ese orden imperialista entraría en un cierto momento de quiebre, aquel que anuncia la revolución de octubre de 1917 en tanto posibilidad de una revolución mundial del proletariado. Será justamente porque la revolución europea es derrotada, a inicios de la década de 1920, que esa coyuntura habría de decidirse con el despliegue de la Segunda Guerra de los Treinta Años y en el modo específico en que lo hizo (en Europa, instauración de salidas fascistas, derrota de la revuelta obrera y captación socialdemócrata del descontento y, en el mundo, afirmación del liderazgo hegemónico de los Estados Unidos). En este punto, es preciso recordar que la Primera Guerra de los Treinta Años, en Europa, se cerró con los tratados de Westfalia —firmados en mayo y en octubre de 1648—, los cuales impulsaban simultáneamente los Estados absolutistas y la clausura del predominio de la cristiandad. Este último elemento es de suma importancia, dada la innegable articulación entre cristiandad y modernidad. Tiene sus precedentes en cuanto a establecer una determinada dimensión trascendental del actuar humano y un estilo de trato con este plano (es decir, un modo de lidiar con lo humano), que fue inaugurado desde tiempos de Justiniano. Se comienza por reconocer que la edificación de un orden, a través del imperio y de la cristiandad, solo podía consolidarse mediante un elemento de unificación proveniente del establecimiento de un solo modo (el cristiano) de remitir los temas de la divinidad, la espiritualidad y la dimensión trascendental de la vida de toda persona. En consecuencia, se basa en la reducción a la condición de ejercicio del paganismo a todo aquel que no se sometiera al ejercicio de las prácticas cristianas. Esto es importante en la medida en que establece un lazo irrompible, en una alianza de muy largo plazo, en la manera de articular la dimensión de trascendentalidad (propia de la cristiandad) con la modernidad. Esta es entendida como un proceso de secularización o seudosecularización de los dioses del modo religioso anterior por los fetiches reconvertidos (actualizados), como vivencia de la religión en el mundo moderno. La manera geopolítica de ver el mundo está relacionada con una fase distinta de la humanidad en el proceso construido por la propia

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modernidad —con su discontinuidad y su continuidad—. Y aquí volvemos desde otro encuadre al análisis de Agnew, cuya virtud consiste en mostrar que existe un determinado modo de pensar, que es el modo de pensar geopolítico, que justamente acompaña al nuevo proceso en el que los distintos grupos humanos organizados en formaciones de heterogéneos grados de complejidad inauguran un entramado de relaciones que permite hablar de una humanidad en conjunto. Las distintas civilizaciones encararon el proceso de encontrarse —por así decirlo— en ese violento saqueo que significó la conquista de nuestro continente. Los sucesos de invasión y colonización de 1492 y la nueva condición que para la historia del mundo significó la “invención de América” (O’Gorman 1977), en tanto experiencia de completar la condición de vivencia en un marco histórico-geográfico planetario y como genuina ruptura epistémica del mundo anterior, generan un vuelco dramático en las posibilidades (malogradas) de construir relaciones interculturales y de comprensión de las diversas maneras de entender el mundo. Será así que, no habiendo aún modernidad, se ha heredado un modo de relación con el otro: el de la extirpación de las idolatrías en las que supuestamente incurrirían los grupos humanos paganos. De ahí que lo que en el futuro se llamará Europa establezca una relación de persecución, conversión, confesión o evangelización de los otros. En eso opera, simultáneamente, en los siglos ya inaugurales de la modernidad temprana, xvi y xvii, tanto en el interior de Europa como en sus áreas exteriores: América, África y Oriente, y así está procediendo en este período en que el patrón de poder opera, de un lado, con la bandera de los derechos humanos y, del otro, desde la islamofobia. Por tal razón, en esta parte del trabajo se hace viable retomar una perspectiva del tema, la que se ejerce desde el planteamiento de la noción jurídica de nomos. La condición imperativa de nomos, en cuanto expresión de ley o como norma, plantea ya una determinada condición que abre una perspectiva nueva para encarar los problemas del mundo. Es así que se puede conectar este enfoque jurídico o de relación entre estados, y la arena en que se dirimen los aspectos de esa interrelación, como el momento también inaugural o de apertura: el del establecimiento de una escala civilizacional en la que despliega su

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proyecto la modernidad.2 Este no es sino un punto de transición del mundo que propone la cristiandad latino-germánica: el que compete a la ejecución generalizada, aspiración de ese peculiar particularismo europeo que eleva a universal la actitud o ethos nordatlántico como modo de relacionarse con los entes que pueblan el mundo. Entre los analistas de sistemas-mundo destacan Immanuel Wallerstein, el teórico ya fallecido Giovanni Arrigui y otros autores que, en su momento, en los años setenta, se conocían como los analistas tercermundistas, como Samir Amin y André Gunder Frank. Esos cuatro autores siempre recurrieron al análisis de largo plazo para plantear lo que analizaban en la década de 1960, que corresponde al arranque de la crisis del sistema mundial capitalista, de la que el capitalismo todavía no ha salido bien librado. Haciendo uso de esa herramienta que es la visión de largo plazo, llamada por el gran historiador de la escuela de los Annales, Fernand Braudel, el análisis de la longue durée (análisis de larga duración), Agnew planteó esa relación del conocimiento, que puede ser calificada como modo geopolítico de mirar el mundo. Con esa tentativa, es posible recurrir a dicho enfoque desde ciertos instrumentos de análisis, entre ellos la perspectiva de contemplar el mundo como una totalidad puesta para su apropiación, es decir, de construir una visión del mundo como un todo, que siempre estuvo relacionada con el uso de mapas y de cartografías. Las potencias mundiales, como anteriormente los grandes imperios, siempre hicieron uso de esa instrumentación, de esa manera de operar el conocimiento del terreno, que se obtiene con el uso de las cartografías. Al iniciarse la modernidad, se experimentó un nuevo hecho: el conocimiento empírico de que la humanidad es una sola porque habita una cierta masa que vaga en cierta errancia, la que combina sus movimientos de traslación y rotación dentro del sistema planetario. Se pasó a una nueva condición de ver el mundo como un todo, como un conjunto ordenado y combinado, y ya no como una Tierra plana sostenida por cuatro elefantes gigantescos que, a su vez, eran sostenidos por una tortuga incluso más gigantesca, como se creía en

2. Aquí nos revelan su utilidad los análisis de sistemas-mundo.

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la Antigüedad. El curso histórico de la humanidad, visto del nuevo modo, retornó al convencimiento de la existencia de un planeta que es de una forma casi esférica, tal como el pensar griego ya concebía. Pero ese traspaso de lo plano a lo esférico trastocó muchas de las disciplinas del saber, comenzando por la astronomía, operando toda una modificación en el modo de comprender el mundo. La doctrina aristotélica que regía en la Antigüedad, fusionada luego con la filosofía de Santo Tomás de Aquino, conocida también como tomismo, concibió posteriormente esa especie de traslape entre la idea de la Tierra plana y su condición esférica. Lo hicieron mediante una interpretación que no rompía de pleno su epistemología, traducida en la noción de tierra emergida, representada en la imagen de una esfera que, a su vez, flota en otra especie de esfera, quedando por encima de los océanos. Se admite así la idea de que la Tierra es, en realidad, plana, pero que está sumergida por su condición de masa y por su mayor peso, distinguiéndose de ese modo los grandes océanos, en cuyos lindes, para Platón, por ejemplo, estarían las antípodas. En esa concepción, la posibilidad de desplazarse marítimamente no permitía viajar más allá de la finis terrae (fin de la Tierra), una región de la masa terrestre que todavía se conoce así, en la zona donde colindan España y Portugal. Tanto la doctrina aristotélico-tomista como su correspondiente cosmología, la tolemaica, fueron devastadas con el suceso de la toma de conciencia de la redondez del planeta en 1492. Ese colapso empírico se debió a que se empezó a aceptar la condición esférica de la Tierra, aunque prevalecía cierta confusión, pues se asumía que el nuevo mundo no era otro que la tierra del Dorado, el Oriente, la India. Entonces, la vinculación analítica de geopolítica y modernidad exigió, para su emplazamiento, recurrir a este énfasis histórico y también referirse al quiebre de ciertas perspectivas de análisis que implican modos de pensar y creencias que vienen sosteniendo la relación entre los Estados dominantes y esa comarca del mundo que se hizo dominante ya como Europa respecto a las otras civilizaciones, a los otros complejos civilizatorios; estos son considerados y colocados en subalternidad. Con ellos, solo es posible entablar un código de relación: el de dominación y jerarquización; es decir, será la instauración

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de rangos de poder, la imposición de un carácter clasificatorio entre las personas, lo que permite esa visión geopolítica. Se hace así explícita la nueva visión y apropiación del mundo como una totalidad, al igual que la detección y selección de los marcadores clasificatorios de sus relaciones de poder. Por ello, la modernidad que conocemos terminó, de acuerdo con las categorías del sociólogo peruano Aníbal Quijano, estableciéndose como una modernidad eurocentrada y que funciona sobre la base de una lógica económica conocida como capitalismo. De hecho, capitalismo y eurocentrismo son características que acompañan a la modernidad en todo su proceso de construcción histórica. Por otra parte, capitalismo, eurocentrismo, imperialismo, colonialidad y Estado son aspectos que acompañan sistemáticamente la construcción de largo plazo de la modernidad. Esto significa que no es posible pensar el capitalismo si no se hace de un modo en que la relación de capital despliega todas sus lógicas articuladas hasta sus últimas consecuencias. Se trata de una dialéctica combinatoria donde la forma mercancía se despliega en el horizonte de la forma general y el modo de producción capitalista se acoge a su transformación en cuanto Estado. La relación de estos se complejizan al máximo por operar en la arena de contradicciones que es el mercado mundial. De lo más abstracto, la mercancía, se pasa a lo más concreto e históricamente específico, el mercado mundial, a través de toda una serie de accidentadas y disputadas mediaciones, entre ellas, una fundamental, el Estado-nación. El nuevo nomos de la Tierra es, justamente, la disquisición de los problemas de la política internacional entre unidades que son reconocidas como Estados nación. Esa emergente entidad política expresa, obviamente, un entramado de relaciones entre composiciones políticas y composiciones de poder. En tal sentido, reflejan la posibilidad de que ciertos Estados tengan más poder que otros y que los favorecidos o dominantes pretendan preservar ese diferencial de poder. En la construcción de su relato, la modernidad siempre siguió la tendencia a abstraer su condición respecto a la historia, procediendo por vía de las nociones de estado de naturaleza y de diseño de identidad de quien enarbola tal proyecto mediante una especie de reducción de complejidad en la relación con los otros. En esa operación, se esta-

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bleció una diferencia de situación al interior de Europa, por lo que se construyó la noción Sur de Europa, idea que, en sí misma, planteaba una Europa que no es plenamente europea. Tal categoría del pensamiento filosófico del siglo xviii fue, en cierto modo, la creadora de la filosofía política de entonces; es decir, una Europa que no se calibraba como tal, como plenamente europea. Tanto Montesquieu como Buffon, al igual que otros filósofos políticos de los siglos xvii y xviii, crearon la categoría Sur de Europa para definir las comarcas de la geografía europea que, sin embargo, por sus características, no son plenamente europeas, básicamente porque se trata de la Europa relacionada con la expansión colonial de los siglos xvi y xvii. La Europa que sí es tal se mira, justamente, en la Europa de las Luces, la Europa de la Ilustración, la Europa de la modernidad emancipadora, ajena o ausente de esa condición de Europa colonial, de imperios colonialistas. Se trata de los mismos países que ahora son peyorativamente llamados los pigs (los cerdos), ese sur de Europa integrado por el Portugal del Imperio lusitano, por la España y la Italia mediterráneas y por Grecia, y el otro sur de Europa —aunque está situado en el norte—, que corresponde a Irlanda, espacio territorial históricamente periferizado respecto al Imperio inglés. El movimiento simultáneo de colonizar América y erigir Europa como centro consistió, entonces, en esa dinámica de clasificación inaugurada por la imposición de un criterio de jerarquización corpopolítico y de pigmentación de la piel. Dicho eurocentrismo también exige un determinado modo de pensar la modernidad, que puede ser definido por la vía de establecer ciertos momentos en la deriva de su conformación; es decir, la modernidad es vista en un sentido de largo plazo, como aspecto unificador, pero en el que también se reconocen fases: modernidad temprana, modernidad madura y modernidad tardía (tardomodernidad). Esta última sería, prácticamente, la etapa en la que nos movemos, una modernidad expuesta a una cierta crisis, emblemática, y que hunde en tramas catastróficas tanto al capitalismo como a la propia modernidad. Eso también tiene un significado destacable para pensar los problemas de la modernidad y los de la modernización en tanto actualización de ciertos temas y de lo que significa ser moderno. La moder-

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nización en sí es un concepto muy importante: lo fue para las teorías sociológicas de toda la parte sur del mundo, en especial de América Latina, y lo es en la crítica a los temas de la modernización (como vimos, con detenimiento, en el parágrafo anterior) que se desarrollan en las teorías originales del subdesarrollo, de la dependencia o de lo que actualmente se conoce como el giro decolonial. Ahí se encuentra también un lugar de cultivo para los principios de una filosofía política de la liberación, justamente en la detección de las limitaciones de los proyectos que para el ordenamiento de la polis ofrece la modernidad-mundo, atrapados o colonizados por la disposición liberal de ver ese dominio, y los entramados representacionales en que es captado el ejercicio de la política (Duso 2016). Este es ya un desvanecimiento de la genuina politicidad, una pérdida de densidad en el compromiso de construir lo social, un ahuecamiento en la incursión más plena del sujeto en esa arena de disputa, conflicto y negociación, expresión también de la crisis de lo político propiamente dicho.

3. El nomos de la modernidad y su novedosa expresión geopolítica Al parecer, a excepción de la filosofía, la temática de la geopolítica es verdaderamente un tema privilegiado para la reflexión alemana, con representantes teóricos alemanes o polaco-alemanes como Karl von Clausewitz. Esa manera de pensar, la de la geografía política, desde Ratzel se expresa en doctrinas geopolíticas que analizan el sistema internacional con la intención de dominarlo. Varios nombres resultan familiares, uno de ellos es el teórico político Carl Schmitt, de quien últimamente se recuperan varios planteamientos, todos fundamentales, para el análisis de la política, que sería justamente esa manera de ver la esencia de lo político en la identificación de la lógica de amigo y de enemigo. Pero ¿qué define la esencia de lo político? El actuar humano, que es un actuar político, porque está siempre en conflicto. Evidentemente, Schmitt es relacionado o vilipendiado por su filiación nazi, pero juega otro papel fundamental para los temas de la filosofía política con su teoría constitucional. Schmitt, en teoría polí-

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tica, es reconocido como un teórico decisionista. En teoría política, el decisionismo es crítico con el propio liberalismo. El liberalismo, desde la perspectiva del decisionismo, es una perspectiva política hueca, vacía; es decir, la democracia representativa liberal no es suficientemente democrática. Para los decisionistas, aquello que la democracia expresa sería el valor para encarar un proceso, hecho que hasta es colocado por encima de la democracia o, inclusive, la define. Como es de suponer, la expresión de los valores se da en el momento de las decisiones, por eso Schmitt es también un teórico constitucional. ¿Qué es lo que expresa una nación cuando crea un proceso constituyente? Expresa una decisión del nuevo uso, de la nueva articulación que se da a sí misma y no por obediencia a una autoridad heterónoma; por ello es una manera de actualización de lo político que compromete a la sociedad como un todo (en el sentido de su autoformación). Según Schmitt, el decisionismo alcanza un nivel mucho más unificado en la figura del nuevo Reich, del nuevo imperio. En su análisis, la decisión encarna en aquel que personifica el valor de esa sociedad, es decir, en lo que se valora de la sociedad, que en ese caso está representado en Hitler. Por eso Schmitt es visto como un teórico político que fundamenta una peculiar teoría política, la que luego sustentará al nazismo. Ese decisionismo de crítica al liberalismo es una crítica al liberalismo europeo, pero con las consecuencias de devastación que ya conocemos. Sin embargo, Schmitt siguió pensando los temas de la política y, en su fase tardía, también pensó mucho los de la política internacional. Sus libros Tierra y mar (1942) y El nomos de la tierra (1950) son expresión de un modo muy suyo e interesante de pensar la política internacional, articulando, justamente, geopolítica y modernidad. La perspectiva de análisis del autor alemán permite definir con claridad el significado de 1492 con relación a las discusiones de la modernidad. Una de las instituciones básicas de la modernidad es la ley, el derecho; es decir, no se puede hablar de modernidad si no se hace referencia a la legalidad y al derecho como nuevos entes articuladores. Al respecto, en su obra de 1950, Schmitt ofrece una consideración que se desprende de la visión que desencadenará toda la nueva visión a propósito del modo de pensar el mundo después de ese hecho que significó la violenta conquista de América.

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Antes, quizás sea necesario señalar que, como tal, el sistema-mundo moderno expresó también la sustitución de una modalidad en la manera de ver el orden mundial, más relacionada, tal vez, con las nociones de lo que eran los imperios antiguos. Lo que Wallerstein sostuvo con relación a este tema, desde su teoría del sistema-mundo, es que, justamente, desde la conquista de América, el acta inaugural del siglo xvi, el sistema empezó a funcionar como una economía-mundo capitalista, y lo hizo porque ya no podía funcionar más como un sistema imperial. A ello aspiró, por así decirlo, el colonialismo español, aunque esa fue la base de su derrumbe. El imperio de la cristiandad católica, en la modernidad temprana, del que se decía, por su extensión territorial, que era un lugar en que nunca se ponía el sol (y que sintetizaba las ambiciones de Carlos V y hasta de Felipe II), era la más clara expresión de ese fracaso; su hegemonía, en sentido histórico, fue fugaz, efímera. Se trató, según los teóricos de las relaciones internacionales, de un sobredimensionamiento imperial. Los imperios siempre tratan de abarcar el mundo, o la mayor parte de él, según lo permita su poderío. Sin embargo, en esa manera de disponer sus recursos para una apropiación del planeta entero, entran en una fase de agotamiento, justamente por la hybris de tal sobreexpansión, de dicho sobredimensionamiento. Controlar y dominar requiere recursos, es decir, encontrar las fuentes que al hacerse cargo de esa dotación la financien como una externalidad negativa. Ahora bien, en cuanto a la época que inaugura América en el suceso de 1492 en cuanto al sistema que se abre con la modernidad, encontramos una manera interesante de entender tal evento. Esta consiste en darle toda su importancia a la condición de lo que un autor hindú, Dipesh Chakravarty (2008), propone para su comprensión, apostando por la potencialidad de pensar provincialmente a Europa; o sea, provincializar a Europa, quitándole un poco de su prepotencia y de su arrogancia. Por Europa, en esa visión de largo plazo, debemos entender euronorteamericanismo y eurooccidentalismo. Analíticamente, desde tal postura, se impone pensar Europa como otra comarca del mundo —como una más entre un conjunto diverso—, que tiene su propia historia y que ha expresado una determinada condensación de ciertos valores que tuvo el poder como para impulsarlos en calidad de universales, esto es, elevando su particularidad en calidad de universalismo

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europeo, que no solo reclama ser ya expresión de todo universalismo, sino también del que ha llegado a su mayor grado de perfección. Desde la propuesta de Chakravarty, por otra parte, se abre también la posibilidad de pensar la historia del mundo de una manera distinta. Al pensar Europa como una comarca más dentro de la historia del mundo, lo que se ve es que la Europa antes del despliegue combinado de la modernidad y del capitalismo no es sino una entidad geográfica expuesta a una condición periférica en el marco de aquel orden mundial, del complejo afroeuroasiático anterior. Tal condición periférica llega hasta el punto de que, todavía a fines del siglo xvii, Viena, una ciudad tan importante para Europa, que vivió bajo el cerco turco durante casi tres décadas, estaba a punto de ser invadida por los mismos ejércitos que habían invadido Constantinopla. Se queman templos y realmente se produce una resistencia muy fuerte; hay enfrentamientos con batallones de ejércitos del Imperio otomano, que son fortísimos, y con una estrategia de combate muy desarrollada. La condición moderna como visión del mundo tiene sus secuelas en programas sistemáticos de afirmación (por vía del ego racional) o de imposición (por vía del ego conquistador), este último previo al anterior, y revierte con ello la vocación periférica para el modo de pensar simbólicamente el lugar en el mundo que se está representando. De hecho, siempre se ha pensado Europa como un continente y la India como un subcontinente, cuando geográficamente la masa continental es más amplia en la India, por ejemplo, que en Europa misma. Sin embargo, nunca pensamos Europa como un subcontinente. Dicen de Europa “el continente europeo”, pero no; es una península de un sistema más amplio, es una comarca del mundo que, en un determinado momento de su historia, empieza a reflejarse y a expresar el linaje de su pensamiento relacionado con la cultura griega. De hecho, Europa arrebata a Grecia de las sociedades orientales y la convierte en la cuna de la civilización europea. Grecia fue una expresión de la articulación de los distintos modos de proceder con un modo de decir, esto es, de operar con el logos, condensando y articulando sus fuentes: las culturas más desarrolladas del norte de África (la bantú, la egipcia), la de los fenicios y la de los pueblos de la cuenca árabe. Toda esta relación es muy importante para comprender el surgimiento del llamado flo-

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recimiento griego, entendido como un florecimiento filosófico y hasta científico, cuna del pensamiento racional. En filosofía, una visión tradicionalmente limitada está referida a que, en un determinado momento, ciertos griegos —como Tales de Mileto, Anaximandro o Anaxímenes—, que no tenían nada que hacer, se sentaron a la orilla del río y crearon la filosofía. Pues no, la historia real es que la articulación y la combinación civilizatoria permitieron, en un tiempo histórico largo y casi simultáneo, el surgimiento de las grandes religiones. A esto, el filósofo Karl Jaspers llamó “la era axial”, entendida también como la era de las grandes filosofías. Es el caso de Confucio en China, de la filosofía de los vedantas en la India, de Jeremías en la filosofía semita y de los griegos para el caso del pensamiento racional europeo. Se trata de una visión muy distinta a la tradicional, la del siglo vi antes de la era común, que sostiene que los griegos inventaron la filosofía y se separaron de todo el conocimiento mítico anterior. Todo el conocimiento anterior fue desechado porque no era un conocimiento sistemático, organizado, sino basado en creencias: la gente, por ejemplo, creía en entidades supraterrenales, trascendentes. Aquella visión, la más convencional, surge en las escuelas de filosofía: la escuela de Tales de Mileto inventó la filosofía e inauguró los temas, que serán ampliados en los presocráticos; después vino Sócrates, que no escribió obras, sino que estas fueron más bien procesadas por Platón. Pero, si se tiene una visión histórica de más largo aliento y descentrada del orbe helenístico, la mirada se torna más interesante. De hecho, es posible advertir la articulación de complejos civilizatorios que permitieron, en un determinado momento, el florecimiento del conocimiento humano, dando por resultado, evidentemente, una cierta operación que recompone la historia europea. Con esa recomposición o relectura de su genealogía hecha por el Romanticismo del siglo xix, se llega a la visión de que el linaje de la cultura europea está en Grecia, que toda la cultura clásica corresponde a la cultura grecolatina y que la forma culta de pensar —la alta cultura— es la única forma de hacerlo (Reale 2005); de ahí ha de dar solo un paso para colocar al Renacimiento (y su noción correspondiente de ser humano como sujeto de libertad política y para la creación estética) y al raciocinio científico y técnico (y su producción más acabada, una variedad inter-

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minable de máquinas, hasta la concepción del mundo como complejo maquínico, “la producción de máquinas por medio de máquinas”, al decir de Marx en los Grundrisse de 1857-1858) como sus dos más descollantes creaciones (Rougemont 1968) y las que marcarían la diferencia con relación a otras maneras de entender el devenir del mundo por parte de los otros complejos civilizatorios. Una visión que reprovincializa Europa nos brinda acceso, en contraste, a un modo de reconsiderar la apertura del mundo en el siglo xvi, que en principio es visto como el conjunto de una sola masa continental, el Viejo Mundo. Con la inclusión violenta de América, se da un pasaje problemático para los equilibrios persistentes; los procesos y la captación de los mismos se aprestan a tomar en cuenta la nueva situación, la imaginación (utópica) camina en dirección hacia el Nuevo Mundo. Esta manera distinta de comprender los hechos es la que permite ver de modo más consecuente la construcción de la modernidad y del capitalismo, ya no horizontal, lineal o progresivamente, sino en términos de complementariedad, por vía de la triangulación atlántica del mundo. Una primera cuestión interesante es que se rompe el mediterraneocentrismo y se produce una apertura hacia el Atlántico. Esta es, justamente, la potencialidad de la nueva manera de ver el mundo, una manera geopolítica que ya permite mirar al planeta entero, como diría Agnew. Dicha visión también reivindica el lugar que tendría que ofrecer la consideración de América como tal, este continente emergido con el que se enfrentan los conquistadores en 1492. En vinculación con lo anterior, está la noción de Schmitt sobre el nomos de la Tierra. En su análisis, Schmitt procede con el objetivo de recuperar una cierta etimología de la palabra nomos. Convencionalmente, esa etimología nos dirige a la cuestión de la norma. Las ciencias sociales, por ejemplo, son conocidas también como ciencias nomológicas o nomotéticas, porque buscan la explicación causal de los fenómenos. Esto tiene también una connotación relacionada con la ruta constructiva de las ciencias sociales en la visión de autores juristas como Hans Kelsen, o de otros teóricos del derecho, que a ese bloque lo llaman ciencias morales. En definitiva, el curso del saber se dividió en dos, siempre partiendo de los griegos: en la primera vertiente, está un grupo de pensadores que introduce el término physis, es decir,

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piensan lo físico, lo natural, y, en la segunda vertiente, están otros pensadores cuya reflexión está en el nomos, lo moral. De ahí surge la división entre los filósofos naturales, que se ocupaban de pensar la physis, y los filósofos morales, que se ocupaban de pensar el nomos. Sin embargo, Schmitt amplía un poco la visión del nomos. Según su argumento, nomos no quiere decir solamente imposición de una determinada norma, sino que también encierra una cierta relación con la tierra, con el entorno, con el piso ocupado, en términos de apropiación y de delimitación. Por esa razón, en su libro El nomos de la tierra, en especial en la introducción y en la conclusión, lo que Schmitt plantea es que el sistema-mundo que se abre en 1492 es el que inaugura propiamente la modernidad. Justamente, lo que Schmitt expresa es la imposición de ese nuevo nomos, que puede ser identificado en el curso constructivo de la noción del derecho, muy específicamente, de la noción de derecho internacional, con dimensiones categoriales que dan sentido a esa nueva manera de relacionarse al interior de los pueblos o entre los pueblos. Por otra parte, en el hecho específico de 1492 es posible identificar toda una discusión sobre el llamado jus gentium (derecho de gentes). Otra tradición que deriva de la cristiandad latinogermánica piensa ese proceso desde el derecho canónico, que deriva de los ordenamientos papales. Al hacer referencia al momento de ese violento descubrimiento o conquista, de la violencia en la apropiación de América como tal, se está hablando de una masa continental de dos millones de kilómetros cuadrados con la que se enfrenta un nuevo imperio, el que, según su limitada visión, descubre una extensión casi interminable de tierra vacía por conquistar, según la potestad que le ha cedido la figura papal a la Corona hispánica. En consecuencia, se tiene que establecer una determinada manera de plantear ese nomos, es decir, considerando esa manera de apropiarse de la tierra: se hizo mediante la imposición de una línea global, la del Tratado de Tordesillas (1494),3 y de una nueva doctrina jurídica, la del derecho moderno.

3. El Tratado de Tordesillas es un equivalente al primer tratado global del mundo que establece una distancia de tantas millas náuticas después de las islas Azores para dividir las posesiones entre Portugal y España.

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Schmitt expresa ese proceso como el momento en el que rige lo que él llama el jus gentium, desde el que se eleva en jerárquica posición hacia el jus publicum europaeum (derecho público europeo), del que se autodefine como el último gran teórico. Lo que Schmitt señala es que, precisamente de 1492 a 1494, se instrumenta la posibilidad de subordinar todos los otros derechos al derecho público naciente como derecho público europeo, entendido como el nuevo nomos que crea la modernidad. Tal instrumentación fue realizada por medio de las seis bulas papales emitidas por Alejandro VI entre 1492 y 1494. A partir de ese momento, con la imposición del derecho público como derecho público europeo, fue definida la relación de todos los otros derechos que primero fueron planteados como derechos de gentes y, después, como derechos que, por remitir a legisladores trascendentales mágicos o míticos, se colocan en inferioridad ante el dictamen racional de la ley. De hecho, la figura del jus publicum europaeum es la que designa al Estado como nuevo actor de las relaciones internacionales, entendidas como relación entre Estados. Esto resulta interesante porque, desde 1494 hasta prácticamente la Paz de Westfalia (1648), ni siquiera se hablaba del sistema que se estaba creando con la construcción de Estados en cuanto tales. Se trataba, más bien, de la configuración desde la forma imperio hacia la forma Estado, que, en la persistencia de su competencia por dominar el mundo, no deseaban ser Estados entre un conjunto sin más, sino Estados con propensiones a un dominio global. Lo notable de esa cuestión es que en 1494 es cuando se establece la primera línea global que prácticamente marcaría el inicio de una historia que se define como de orden internacional, es decir, de relación entre Estados. En ese contexto, las potencialidades de los sistemas éticos o de ordenamientos de cierta estatalidad anteriores pasaron a ser vistos en un sentido civilizatorio inferior. De ahí en adelante, lo que marcó la posibilidad de ese ordenamiento fue el jus publicum europaeum, que establece la condición de nomos en una determinada manera de desarrollar el proceso de apropiación, de distribución y de producción (la emergente ley de los imperios) y de relación con los otros por conflictivas relaciones de colonización, despojo y reparto de la tierra.

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Lo que interesa destacar de esta cuestión es que el orden internacional establecido por la modernidad del capitalismo, los imperios nacientes y la colonialidad se define mediante esa nueva figura: la dominante y hegemónica de los Estados. A partir de entonces, ese derecho y esa disciplina marcan la inclusión o la exclusión. Por ello se dijo que la geopolítica es casi una disciplina enteramente pensada por los alemanes, que encuentra una filosofía política correspondiente, como la de Schmitt o la de Leo Strauss, otro filósofo político que fue recuperado por los republicanos norteamericanos, que piensan la política como teología política y las relaciones internacionales bajo el código de la agresión y de la invasión, todo bajo una visión, como la de Schmitt, de combatir a los soviéticos, al socialismo y al comunismo, en suma: al anticristo. Strauss promueve una visión conservadora, que implica articular esa visión de lo político, siempre en juego con el complejo que vincula las figuras de amigo y de enemigo, pero llevándola hacia configuraciones milenaristas, casi apocalípticas. Desde esa formulación habría que promover, en visiones más desarrolladas de un cierto universalismo no abstracto, sino de aspiración concreta, un más allá de los Estados, y, en ese horizonte, recuperar la figura de los propios pueblos como entidad —comunidad política— en la que reside el principio soberano. Sin embargo, en el siglo xvi, la nueva comunidad que sustituye a las anteriores, a partir del establecimiento de esa nueva línea global, con el Tratado de Tordesillas, se desarrolló a la par de la discusión más importante para pensar y calibrar la modernidad, a fin de definir principios de reciprocidad en la relación de uno —el integrante de la cristiandad occidental— con los otros —despojados de alma o de uso de razón—. En la disputa de Salamanca, entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas, a propósito de si los seres humanos que habitaban en esas tierras como pueblos originarios eran o no seres racionales, se jugó esa posibilidad, y, si bien en el sentido filosófico venció Bartolomé de las Casas, en el sentido político la victoria de Ginés de Sepúlveda es reiterada. En realidad, lo que se definía ahí era si podían ser considerados como seres racionales para discutir y decidir respecto a la comunidad anterior y a la entidad que la sustituye.

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El filósofo que teoriza esa dimensión, como nuevo teórico de la política, es el jurista y teólogo español (granadino, para ser más preciso) Francisco Suárez. Para Suárez, el problema era si los pueblos tenían que brindar o expresar reconocimiento a la autoridad como pueblos y como individuos que habitan esos pueblos. Por eso el eje de la cuestión va en línea con la pregunta de si son racionales o no: si tienen potestad para definir su modo de soberanía al interior de sus pueblos. Toda esta discusión, en efecto, plantea una visión del establecimiento del nomos centrado en los Estados justamente como orden que se creará y que se desarrollará después de la primera guerra europea, la Guerra de los Treinta Años. Europa se estuvo deshaciendo en conflictos religiosos creados por las culturas nacionales entre 1610 y 1640, en el marco de la Reforma y de la Contrarreforma. Por tal razón, lo que Thomas Hobbes vio en Europa era la lógica del conflicto. De ahí deriva su idea de ver al ser humano como “el lobo del otro hombre”, pues está viendo la conflagración en Europa, al interior de Europa, y lo expresa en esa figura mítica del leviatán como el nuevo monstruo que tendrá que definir la hegemonía, la soberanía de los otros. Hobbes parece decir a la nueva figura del individuo, como ciudadano: “Cédanle soberanía al nuevo leviatán”. Esa figura es la que se establece en la modernidad como el nuevo arreglo social que sustituye a las sociedades tradicionales anteriores y como la que instituirá en la figura del Estado al nuevo agente o entidad de definición del orden político internacional propio de la modernidad. Todavía estamos en ese momento como tal, porque el orden internacional, actualmente, que se expresaría en grandes organizaciones internacionales, plantea en cierto modo, en paralelo a la crisis de unos Estados, el afianzamiento del poder de otros y la no definición plena, ni siquiera posible, de lo que Emmanuel Kant pudo haber imaginado como un Estado de paz perpetua. El más utópico de todos los filósofos del orden internacional fue Kant. Estableció el derecho al libre albedrío como ilustración y emancipación del ser humano en tanto individuo. También prefiguró que sí es posible el entendimiento entre los Estados como expresión de sus pueblos, en un ordenamiento que él llamó de una

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cierta paz universal, definida como paz perpetua. El más parecido en términos de definición de derecho internacional es Kelsen, que aspiró a construir una teoría política adecuada para esa definición del derecho internacional de normas. Los teóricos más realistas, alemanes también —Schmitt, Strauss o Hans Morgenthau— decían: “Eso es muy difícil”, o sea, es imposible. Cómo vamos a someter, por ejemplo, a corte penal internacional a Estados Unidos. Igualmente, en cuanto a lo que ocurre en ciertos ordenamientos de los tribunales de arbitraje internacional, pues lo que ahí se define son las pautas a seguir en políticas del poder, y la correlación que esas medidas de poder expresan; y hasta qué punto pueden ser acotadas. Más recientemente, cómo se podrá alcanzar en las relaciones diplomáticas una mínima garantía en los compromisos y en los acuerdos ya suscritos ante un proceder tan errático y desquiciante como el del actual presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Entonces, aquí lo que interesa destacar en ese acercamiento jurídico es que, en el curso de la modernidad y de la correlativa visión geopolítica del mundo, lo que sobresale es una línea de fuga hacia una visión centrada en los Estados. A partir de ese momento, es posible establecer ciertas fechas importantes, como la primera línea global de 1494; el año 1648, y la llamada Guerra de Siete Años, de 1756 a 1763, que tuvo consecuencias muy fuertes en la articulación con América Latina, por ejemplo. Esos años fueron, precisamente, de expulsión de los jesuitas de América (1767). Luego están otras fechas igual de significativas, las de las independencias hispanoamericanas (las de 1810 a 1825 y la previamente heroica Revolución haitiana de 1804 y su Constitución de 1805); los tratados internacionales que definirán el curso de los imperios en 1815 y en 1885 —con el reparto de África—; el Tratado de Versalles (1918), o las creaciones de la Sociedad de las Naciones (1919), en la Conferencia de París, y, posteriormente, de las Naciones Unidas (1945). Hoy, ante un mundo que vive en simultáneo varias crisis en el orden internacional (la de movilizaciones globales por la migración, los desplazados y los refugiados, víctimas de la destrucción progresiva o catastrófica de sus países), las que se profundizan en el marco del capitalismo senil y criminal (mercado de drogas, de armamento, trata

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de personas, guerra global contra las mujeres, racismo sistemático y propensión a construcción de sociedades bajo neofascismos liberales, etc.), estos asuntos de la geopolítica y la modernidad no hacen sino proyectarse en escala y dimensión. Su curso se revela desastroso en el futuro inmediato, una vez que, en el marco de la derechización del mundo, se ha verificado no solo la aprobación por referéndum del llamado Brexit, sino también, y peor, el acceso al poder, en la mayor potencia del orbe, por vía de un mecanismo electoral legal, de un animal político como Donald Trump, que sintetiza varios de los perfiles antiéticos más escandalosos: es un conservador supremacista blanco, racista por ello mismo, misógino, negacionista de la crisis ambiental mundial y entiende el manejo de la política como una extensión del mundo de los negocios, en la que regirá la obtención de rendimientos en interés de los grandes jugadores del mercado corporativo. Por ello, la necesidad de mirar hacia una ruta alternativa es más urgente que nunca, siendo una de sus posibles derivas el vincular la geopolítica con las propuestas de una política de la liberación. Hoy en día, resulta claro que los estallidos de la crisis suelen ser cada vez más estruendosos, se precipitan en periodos más cerrados y sus secuelas pueden desembocar en procesos insospechados. El trabajo de Dussel reflexionando sobre estos temas remite a un reclamo de sentido en cada uno de los campos de la práctica social y humana. Para él, la suma de preocupaciones que se deben atender en este mundo de crisis se configura en la escritura filosófica, sea en la ética o en la política (sus más ambiciosas expresiones, hasta ahora, expuestas en una arquitectónica con ambición de sistema), o en un despliegue incluso aún más condensado cuando se remite a la explicitación de sus principios (expuestos al modo de un conjunto de postulados). Estos comparecen en su obra más como un remate argumental que como el establecimiento de principios trascendentales, sino cuando se trata de incidir sobre ciertos parámetros ya normalizados del saber a los que se pretende transformar o canalizar hacia otras sendas del pensar (disidentes, novedosas, originales). Este ha sido el caso de la arquitectónica expositiva que han asumido las proposiciones de su política (con un listado de veinte tesis), la económica (dieciséis tesis) y la ética (catorce tesis).

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4. Lectura de la modernidad en perspectiva de la transmodernidad No exageramos al vislumbrar una imagen de la modernidad como un espacio de tránsito que atrapa o procura atrapar lo temporal y, con ello, la totalidad. Su complejidad puede ser recuperada al ser conceptualizada como pluralidad, no a partir de una autoasumida prioridad epistemológica del centro (unilateral y eurocéntrica), sino desde una mirada que es más amplia por acudir a la perspectiva del margen (que, por definición, incluye el centro y sus orillas). Si es que se asume que en el mundo de las cosas lo ente no es sino condensación de tiempo, lo moderno se revela como una inevitable experiencia de un pasaje que es atravesada por todo lo múltiple y lo diverso y de la que se emerge con una determinada cualidad, una especie de marca, que hace la diferencia entre ese antes y un después. Por ello, la permanente preocupación en la discusión sobre lo moderno y la inevitable aduana del conocer que exige pronunciarse sobre lo característico de las épocas, pues, como ha dicho Frederic Jameson, “es imposible no periodizar”. Pero la periodización fue ya una manifestación de una modalidad de comprensión temporal expuesta a muchos escollos, puesto que ahí se ejerce una clasificación de lo humano que termina imponiendo jerarquías que violentan la igualdad y (re)producen disimetrías e inequidades entre culturas, entre pueblos y entre gentes de múltiples sociedades. La modernidad se configura, desde el momento auroral de su emplazamiento, como sugiere la novela de Robert Musil, anclada a una tensión o escisión irremisible entre su ser que la ata a su “sentido de realidad” (su experiencia efectiva) y un impulso de sí, a ratos y a trechos ensombrecido, que la empuja en su “sentido de posibilidad” (su apertura de expectativas), de ahí también la confianza de Musil, pero no sólo de él, en que “la realidad es la que despierta las posibilidades” (Musil 2006: 19). Con esto se hace referencia a procesos que muestran una vocación de obrar en condición más de latencia que de necesaria o ya asegurada ocurrencia; por ello es válido el llamado de atención que desde una cierta filosofía se nos ofrece, y ello incluso aceptando que el autor de referencia pudiera ser solo sensible a incorporar en su fenomenología la verificación de una especie de “colonización tecnoló-

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gica del mundo” (Waldenfels 2015: 202), y que aún desde ese registro puede señalar “que el explosivo desarrollo de la tecnología moderna desafía y reclama con más fuerza al abstracto sentido de posibilidad que al concreto sentido de realidad” (Waldenfels 2015: 193). Lo abstracto o lo concreto, vale decir histórico y determinado o hipostasiado y fetichizado, tanto de las realidades como de las posibilidades le permiten a Bernhard Waldenfels ofrecer un ejemplo que nos viene muy bien al caso, no solo para sopesar realidad y posibilidad, sino también para amplificar la propia noción de colonización o para sacarla de su limitado uso metafórico (como en Habermas). El fenomenólogo alemán escribe: “Alguien que sobrevuela los Andes en avión dispone ciertamente de un espacio de posibilidades de juego mayor que Bolívar, que atravesó la cordillera con sus tropas pasando grandes penalidades, tropezando con obstáculos que a vista de pájaro no lo son” (Waldenfels 2015: 193-194). Pero, al mismo programa de despliegue de lo científico y tecnológico, puede corresponder que, en el caso del viajero, este comparezca casi al modo de “paquete que es transportado por el aire” (Waldenfels 2015: 194); por el contrario, en el otro caso (el del prócer continental), se mueve ahí, sobre el terreno, con grandes dificultades, sí, pero en su lucha (en su proyecto de romper con las cadenas coloniales) promueve abrir todo un inmenso campo de posibilidades: el del, este sí incompleto, programa de la decolonización. Una vez que, para la retórica tradicional, América fue descubierta, lo que para otras posiciones significó más bien su invención o, para el pensamiento disidente, como el que aquí se ejerce, un acto de invasión y colonización, lo cierto es que esta otra parte del mundo dio con ella la emergencia de dos tipos de discurso nuevos; por un lado, uno muy peculiar, el de la conciencia utópica: más allá de significar la invención de un género literario y filosófico, constituye también un modo inédito de configurar y entender el funcionamiento de la sociedad, esa comprensión relanza los asuntos del presente hacia el horizonte histórico por construir. Por otro lado, la inclusión de la dimensión del porvenir significa también una expansión de lo temporal y lo espacial (Gauchet 2003). Sin embargo, esa posibilidad de ampliación en ambas dimensiones del actuar humano (del espacio y del tiempo, del espacio-tiempo)

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se da en el horizonte efectivo (moderno-colonial) y no solo figurado (utópico) del nuevo momento del sistema-mundo. Quizá sea por esa razón que el geógrafo italiano Franco Farinelli caracterice a la modernidad heideggeriana no como “etapa de la imagen del mundo”, sino como resultado de la imposición “de la representación geográfica del mundo”. La localización de las cosas sobre el mapa geográfico no las toma per se, sino en su posibilidad de transformarlas en mercancías: El mapa es […] el agente que produce la forma general del valor. Este equivalente general es el espacio, entendido en el sentido ptolemaico de un intervalo lineal estándar entre dos puntos geométricos, en relación a los cuales cada valor de uso, que es lo mismo que decir cada lugar, está destinado a desaparecer (Lladó 2013: 208-209).

Entre Colón y Vespucio hay una diferencia específica en cuanto a la representación cartográfica. El segundo se lamenta, en carta enviada a los Medici desde Cabo Verde el 4 de junio de 1501, de que la expedición de Álvarez Cabral esté carente de matemáticos y cosmógrafos, pues, por tal razón, finalmente encontrará límites para acercarse “a los nuevos valores espaciales requeridos e impuestos por la imagen cartográfica moderna del mundo” (Lladó 2013: 215). No es casual que en su memoria le haya sido adjudicado el nombre con el que se signa sobre el mapa a esa zona del mundo recién emergida. América ocupa el espacio problemático y problematizador que el nuevo orden le tiene reservado. Si para mediados del siglo xvi, con la introducción de escalas gráficas, se inició el avance en el “uso sistemático del espacio como forma fenoménica para el valor de los bienes” (Lladó 2013: 209), el completo redondeo de tal proceder (moderno, mercantil y capitalista) tuvo lugar desde mediados hasta finales del siglo siguiente con la imposición cuantificada, precisa y coordinada del uso moderno del tiempo. Tan importante como el mapa para la ubicación y el despliegue de las operaciones mercantiles lo fue el uso del reloj para el sometimiento de la vida cotidiana y la reconfiguración como esclavo moderno de todo aquel ser humano que está siendo reducido a propietario, en exclusiva, de su mercancía, su fuerza de trabajo. A mediados del siglo xvii, la entronización de la razón de Estado no solo indica un nuevo rumbo

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del tiempo, en cuanto un uso social de temporalidad, pues, como bien dice Pierre Bourdieu: La regulación colectiva del tiempo, que consideramos natural, con relojes que suenan poco más o menos a la misma hora, con personas que tienen todas reloj […]. Un mundo en que este tiempo público no sólo está constituido, instituido, garantizado por estructuras mentales [sino en el que hay] […] compatibilidad del tiempo, que supone a la vez el tiempo público y una relación pública con el tiempo (Bourdieu 2014: 22).

Esta combinación de procesos que ilustran este segundo aspecto de lo moderno (el de su despliegue efectivo) atiende como propósito principal el de establecer esa especie de registro, como las campañas de expedición que secundan, al marcar límites y establecer parámetros, el acto de conquista. Esta tentativa ha de llegar finalmente a la entronización de una paulatina o acelerada serialización del dispositivo hasta su forma encumbrada, la de ser un dispositivo de dispositivos. Cuantificación, abstracción, unilateralización y linealidad alimentan y dan forma a la ideología del progreso que parece resumir el tipo de discurso que enmarca a toda práctica moderna. También Bourdieu detecta este aspecto cuando afirma: “Para obtener la regularidad, repetición, hay que introducir automatismos” (Bourdieu 2014: 60). Por ello es pertinente analizar el modo en que con la modernidad se impone un estatus de parentela entre la imposición del mapa como herramienta cartográfica y el mercado ahí nada parece quedar al margen, y, asimismo, otra equivalencia no menor que le es acorde, además de la relacionada con el régimen temporal (y que reseñamos líneas arriba): la de una serie de conceptos y su integración en la comprensión occidental del mundo; en ello tampoco queda a salvo nada. Toda forma de sabiduría en la cultura de los otros es sometida y asediada por la comprensión occidental del mundo (por la razón científico-técnica), de suerte que muy variadas formas de racionabilidad vieron sucumbir sus alcances ante una forma única de racionalidad (instrumental) que fue impuesta en periódicos y combinados embates, fuera por los conquistadores y sus ejércitos, por la iglesia y sus evangelizadores o por ilustrados, reales sociedades, academias y comisiones de investigación científica, y, en los tiempos actuales, por contingentes enteros de eva-

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luadores de aquello que se considera pertinente del trabajo en nuestras universidades (públicas). En resumen, la ofensiva de la forma valor en su sometimiento de las formas naturales impone una abstracción del espacio en la medida en que el intercambio, como hecho de mercado, comparece en un sitio determinado que hace olvidar o invisibilizar el conjunto de aspectos espaciales que permitieron a los productos del trabajo humano (bajo formas fenoménicas mercantiles) estar en disposición de ser puestos para el cambio, y ello no solo significa prescindir de su objetualidad material, que los encadena a su condición de uso satisfactor de necesidades, sino que obliga a relegar y a entregar en gratuidad sus diversas realidades espaciales. Con relación al otro elemento, destacado más arriba, el del horizonte utópico, no es que quede anulado por completo; tampoco que, aunque captado por el ideal mismo del progreso, sea finalmente aniquilado o ensombrecido… Siempre queda como resto o sustrato no incorporable. Al obrar como proyecto, perpetuamente en ciernes, comparece como algo que ha de ser descubierto, jalado de su estado de letargo hacia formas políticamente vivas y convocantes. Apunta siempre a su necesaria potenciación, y el trazo imaginario de sus coordenadas pareciera conducirlo siempre hacia un solar desconocido. Lo ha sido así desde que, como discurso, emergió hace ya cinco siglos y lo es por los modos en que hoy en día se le sigue debatiendo y combatiendo. En un reciente artículo publicado en la prestigiosa revista New Left Review, el intelectual opositor al régimen surcoreano y profesor emérito de la Universidad Nacional de Seúl, Paik Nak-chung, redondea una tesis que ya había anunciado en un trabajo anterior (Paik 2000) y que, de hecho, surgió de la atenta escucha y posterior discusión en el marco del memorable encuentro desarrollado en 1998 en las instalaciones del Fernand Braudel Center, el cual tuvo como eje la obra y el pensamiento de tres expositores principales y las perspectivas que, para discutir la modernidad, se abrían, poniendo en consideración esta desde una herramienta conceptual que la interpela en su totalidad: Enrique Dussel, con transmodernidad; Immanuel Wallerstein, con capitalismo histórico, y Aníbal Quijano, con colonialidad del poder.

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En su expresión más reciente, el autor coreano cree haber arribado a una formulación del problema (“el doble proyecto de la modernidad”) con la que “el término transmodernidad empleado por Dussel expresa una idea similar” (Paik 2015: 73), pero en el cual detecta una limitación que él cree haber superado, dado que, para el pensador asiático, la formulación de “Dussel no captó adecuadamente el doble aspecto de adaptación y superación” (Paik 2015: 73). Hemos de señalar, por nuestra parte, que lo que aquí se debate está lejos de encontrar su acepción final, y menos aún si la noción de transmodernidad queda limitada a superar la modernidad sin pronunciarse por “las exigencias de avanzar a través de ella” (Paik 2015: 73). En segundo lugar, debemos subrayar que oponer el superar a la noción de avanzar a través de puede cargar, como ya ocurría en el trabajo previo del autor coreano, con cierto sesgo que deriva de conferir, en exclusiva, a la primera perspectiva “cierta simplificación” (Paik 2000: 79), pero más cuestionable aún que se restrinja a ser (la superación de la modernidad) una expresión vacía o, peor, un llamado que perniciosamente “justifique una variedad de políticas y acción social de carácter regresivo” (Paik 2000: 79). Por tal razón es que en su reformulación reciente la apuesta moviliza “el doble proyecto de adaptarse a la modernidad y superarla simultáneamente” (Paik 2015: 71). Para el pensador surcoreano, habría que operar como en la crítica estética de los antimodernos, vertida en la poesía desgarradora y militante del Arthur Rimbaud de Una temporada en el infierno, a quien cita justo con la intención de colmar de lleno el otro sentido del tiempo que se abre en un llamado a “ser absolutamente moderno” (Il faut être absolument moderne), pero “no a cumplir plenamente con la modernidad capitalista” (Paik 2015: 72). Con ser muy loable el propósito clarificador de Paik Nak-chung, más allá de que se eche en falta el relativo abandono del tema de la colonialidad, su argumentación, en el plano teórico y filosófico, no hace sino reconducir o retrotraer a tematizaciones que, en el caso de América Latina, hace rato que se vienen debatiendo. La actitud que para la modernidad demanda Paik es similar a la que John Holloway sostiene con relación a la política (actuar en y contra el Estado no es lo mismo que actuar contra y en él, o, en su más

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reciente formulación, contra y más allá de tal forma social). Es también parecida y analógica a la actitud (también política) que Bolívar Echeverría presenta como inicial disposición ante el orden que nos oprime: “Vivir en y con el capitalismo puede ser algo más que vivir por y para él” (Echeverría 1998: 36, cursivas en el original). Ante estas formulaciones, creemos, todavía tiene algo por decirnos un planteo como el de la transmodernidad, pues, para Dussel, el punto arquimédico en toda crítica a la modernidad ha de partir de “ámbitos o momentos que guardan exterioridad con respecto a la totalidad de la modernidad. Esa exterioridad negada y despreciada son las culturas en aquello que la modernidad no pudo dominar” (Dussel 2014: 302). Por ello es viable, y de ese modo concluimos, conectar los alcances de esta propuesta con el estado de situación que abordamos en el primer apartado, y así constatamos en la obra más reciente de Dussel (2015), en una serie de cinco enunciados, que hemos procedido a extractar, el recorrido que muestra lo que estaba por hacerse, a inicios de los años setenta, y lo que se ha obtenido hasta hoy: 1. “La filosofía de la liberación, como filosofía crítica de la cultura, debía generar una nueva elite cuya ilustración se articulara a los intereses del bloque social de los oprimidos […]. Por ello se hablaba de una liberación de la cultura popular” (Dussel 2015: 267). 2. “Un diálogo crítico filosófico supone filósofos críticos, en el sentido de la teoría crítica que nosotros en América Latina llamamos Filosofía de la Liberación” (Dussel 2015: 29). 3. “Debe ser un diálogo multicultural que no presupone la ilusión de simetría inexistente entre las culturas […] [un] diálogo crítico intercultural con intención de trans-modernidad” (Dussel 2015: 284). 4. “El intelectual crítico debe ser alguien localizado entre (in betweenness) las dos culturas (la propia y la moderna)” (Dussel 2015: 290). 5. “Es el tiempo del cultivo acelerado y creador del desarrollo de la propia tradición cultural ahora en camino hacia una utopía trans-moderna. Se trata de una estrategia de crecimiento y creatividad de una renovada cultura no sólo descolonizada, sino novedosa” (Dussel 2015: 293).

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Actitud crítica y política. Apuntes para un debate en la izquierda democrática latinoamericana Hernán Alejandro Cortés Ramírez Universidad de los Andes, Bogotá

¿Qué tiene de bueno pensar de otra manera si no sabemos de antemano que pensar de otra manera produce un mundo mejor, si no tenemos un marco moral en el cual decidir con conocimiento que ciertas posibilidades o modos nuevos de pensar de otra manera impulsarán ese mundo cuya mejor condición podemos juzgar con estándares seguros y previamente establecidos? (Judith Butler) La crítica y la autocrítica deben ser revolucionarias, es decir, no buscar culpables y lavarse las manos de las responsabilidades que cada uno y todos tenemos con la producción del destino que construimos. (Álvaro García Linera)

Introducción Escribir sobre política, crítica y Latinoamérica es complejo, hay que ser cuidadoso y evitar las generalizaciones, pensar detenidamente y

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apostar, casi estratégicamente, por posiciones teóricas que, en la mayoría de los casos, devienen gestos de configuración política. En el caso de este artículo, se asumen apuestas teóricas como elecciones políticas y se argumenta en virtud de un proyecto que quiere asumir las posibilidades de pensar una izquierda democrática para Latinoamérica; así pues, se parte de las experiencias configuradas en la llamada “década ganada”, que se han logrado posicionar como estrategias políticas distintas al neoliberalismo y al liberalismo democrático y se apoya en la reflexión de algunos pensadores latinoamericanos para avanzar en algunos puntos de lo que está por venir. Posicionarse en medio de este debate trae consigo una serie de enemistades teóricas y políticas, pues si de algo se ha tildado a los socialismos del siglo xxi es de dar continuidad a un proyecto político autoritario, cuya acta de defunción había sido firmada en la caída del Muro de Berlín. Es desde ese lugar que las derechas (conservadoras y neoliberales) aprovechan para construir fantasmas como el del castrochavismo, acusando a estos gobiernos de antidemocráticos e inestables, de continuidad de un proyecto fallido de comunidad política. Suenan y retumban consignas en un mapa político que es cada vez más difuso y complejo. No obstante, el socialismo del siglo xxi logró desestabilizar a las derechas, construyendo, a partir de las herencias insurreccionales y populares, nuevos escenarios hegemónicos de gobierno alternativo. Pero esta esperanza hoy se encuentra amenazada y, como lo señala Zibechi, las tareas del pensamiento crítico son más urgentes que nunca, “[…] reflexionar de lo que se califica como regresión, material y simbólica, concreta y constatable, debería ser una de las tareas urgentes del pensamiento crítico latinoamericano” (Zibechi 2011: 24). Atendiendo a este llamado, quisiera concentrarme en tres puntos. Más que el desarrollo detallado de ellos, este texto puede pensarse como una agenda de investigación para el futuro. En primer lugar, me gustaría preguntarme por el registro mismo de lo que puede significar hacer crítica en América Latina, de manera que podamos circunscribir la reflexión filosófica y teórica como parte de un gesto político que requiere una toma de posición con respecto al presente histórico. ¿Qué es una crítica y en qué sentido esta se configura como política? ¿Qué se juega en este desarrollo y en qué direcciones podemos hablar

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de una crítica vinculada con lo político? ¿Existen algunos retos propios para el pensamiento crítico latinoamericano; en qué sentido se configuran y de qué forma nos es posible concebir sus posibilidades y límites? En segundo lugar, quisiera pensar la relación entre crítica y democracia, atendiendo a los llamados que se esbozan en los primeros textos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (2011) y en Revoluciones sin sujeto, de Santiago Castro-Gómez (2015). Más que realizar un trabajo hermenéutico, quisiera valerme de las reflexiones que se abren en dichos textos para, desde allí, asumir una posición política con respecto al debate de la izquierda democrática en Latinoamérica. En tercer lugar, y a modo de conclusión, trataré de pensar que la crítica en América Latina debe estar vinculada a las reflexiones sobre el populismo, la democracia radical y el republicanismo como apuestas estratégicas en el saber/hacer de lo político-emancipador. La tesis de este artículo podría enunciarse de la siguiente manera: sin el desarrollo de una actitud crítica, lo político quedará inmóvil; de manera que resultará necesario vincular democracia y crítica como caras de una misma moneda, de modo que, al asumir, comprometidamente, una distancia analítica, pueda ser posible la emergencia de una creatividad política que ayude a disputar el sentido común tanto al interior de las instituciones políticas como en el campo de la sociedad civil en general.

Crítica y política: indocilidad reflexiva Asumiendo el llamado de Zibechi (2011) a pensar la regresión que se ha producido al interior del desarrollo de los socialismos del siglo xxi, tenemos que posicionarnos dentro de un marco; para ello, sugiero que hay que adoptar una actitud crítica frente al presente. Esto implica, necesariamente, reconocer que las prácticas de gobierno de algunos de los regímenes progresistas latinoamericanos han puesto en escena una serie de contradicciones en las que se exponen tanto los límites de la democracia liberal como los de un modelo económico basado en la explotación de recursos naturales. La actual crisis del régimen progresista en América Latina obedece a múltiples factores; sin embargo, resulta necesario dejar claro que

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hay, al menos, dos razones que dan lugar a esta crisis. Por un lado, es innegable que el cambio de régimen de los últimos años es una respuesta de las fuerzas de la derecha, que se han valido de métodos legales e ilegales para volver a hegemonizar los aparatos del Estado, con la intención de frenar los procesos emancipadores que se venían consolidando en la región; por otro lado, es posible afirmar que la crisis está fuertemente apalancada en problemas de ordenamiento económico y cultural producto de decisiones equivocadas que, lentamente, revelan una profunda falta de creatividad en materia política. Uno de los errores intelectuales que es posible enrostrar a los gobiernos de la década ganada es el de apelar a un cierto purismo ideológico que ha cerrado la posibilidad de construir nuevas formas de gobierno. Creer que el socialismo es una receta y no una toma de posición con respecto a unas formas de ver el mundo es una de esas ideas que ha cerrado el discurso y la acción política, convirtiendo la praxis en dogma y no en creación. Si bien en casos como el de Bolivia y el de Ecuador hay grandes avances en materia de la construcción del Estado plurinacional, el mayor de los retos es el de consolidar una agenda de gobierno que esté acorde a la multiplicidad de demandas de los sectores populares; no se trata de homogenizar las luchas, sino de ampliar el campo en el que estas son posibles. Hacer crítica no tiene que ver con deshacerse de un cierto ropaje ideológico, es decir, con abandonar unos principios normativos (como los de igualdad y libertad); más bien, tiene que ver con asumir un compromiso en el que resulta necesario detenerse y construir una cartografía que permita reconocer —a través del contenido histórico— el conjunto de relaciones de fuerza y las formas de dominación que están operando sobre la vida. Preguntarse por el presente requiere, de una u otra manera, tomar una distancia no de lo que se piensa o se cree, pero sí de la forma en la que se lleva a cabo la experiencia de gobierno. Hacer crítica tiene que ver con adoptar, como lo señalara Foucault en 1978, una actitud de indocilidad reflexiva. Asumiendo el legado kantiano, Foucault propone la crítica como una demarcación de límites de la razón y expone que su tarea es la de poner en cuestión el orden del discurso; orden que no solo pasa por la cabeza, sino que está inscrito en el cuerpo y configura los modos de

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ser/saber/hacer. De manera que, para hacer crítica, es necesario disponerse a jugar dentro del terreno de disputa como un sujeto atravesado por contradicciones que toma distancia para designarse a sí mismo como una agente inservible dentro de las reglas de juego del ordenamiento discursivo, y así lo señala Foucault: Yo diría que la crítica es el movimiento por el cual el sujeto se atribuye el derecho de interrogar a la verdad acerca de sus efectos de poder y al poder acerca de sus discursos de verdad; la crítica será el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva. La crítica tendría esencialmente como función la desujección del sujeto en el juego de lo que se podría denominar, con una palabra, la política de la verdad (Foucault 2007: 11).

La actitud crítica de la que habla Foucault tendría, al menos, tres dimensiones: primero, se trata de una voluntad de no ser gobernado de un modo autoritario; segundo, de una tarea de interrogación sobre las relaciones entre poder y verdad, y, finalmente, de asumir una potencia de desujección frente a las formas de ser que se van sedimentando en los cuerpos y las instituciones. Pese al lúcido diagnóstico de Foucault, quisiera argumentar que asumir una actitud crítica no solo tendría que ver con el desarrollo de la tríada interrogar/resistir/destituir, sino también con la posibilidad de instaurar una potencia instituyente en el núcleo de su formulación. Interrogar/resistir/destituir son parte de un movimiento crítico, pero insuficientes para construir nuevas formas de desujección que tengan como horizonte la no dominación. Si regresamos a nuestro terreno de disputa, es decir, el campo de la crisis de régimen y de repensar la izquierda democrática en América Latina, podemos preguntarnos si la crítica, en lugar de ser una acción de juicio en medio de la coyuntura, puede devenir una actitud que asuma tanto las tres dimensiones (interrogar/resistir/destituir) mencionadas por Foucault como el momento instituyente/creativo que asuma las contradicciones materiales como espacios de disputa. Construir una crítica en el campo de lo político en América Latina tiene que ver con problematizar las experiencias de gobierno, resistir a los embates que afectan a dichas experiencias y producir una potencia instituyente que trabaje en las contradicciones históricas que van dando forma a la actualidad.

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Una de las apuestas clave para reorientar el trabajo político en Latinoamérica consiste en pensarse como parte de un complejo mapa de experiencias históricas, populares e insurreccionales que dieron lugar a la configuración de estos nuevos Estados, teniendo presente que la estructuración de dichas apuestas políticas solo pudo engendrarse en la constitución de un sujeto colectivo que contiene unas particularidades históricas. En ese sentido, la crítica podría pensarse como una forma de comprensión de los modos de afectación de la vida en comunidad, y ello exige que el trabajo intelectual se comprometa con la escucha de los movimientos populares y de las formas de institucionalización que se van agenciando en sus formas de gobierno. Si por algo se han caracterizado los socialismos del siglo xxi es por el desarrollo de una serie de apuestas teóricas y académicas que han avanzado tanto en el horizonte de reconstrucción histórica como en la preocupación y el desarrollo de nuevos modelos teóricos para pensar las políticas públicas y la economía más allá de los marcos regulatorios del neoliberalismo. Se ha desarrollado, asimismo, una discusión sobre el papel de los movimientos sociales en la configuración de una potencia destituyente con voluntad de gobierno progresista. En el caso de Bolivia, por ejemplo, ha existido un desarrollo sobre la historia del movimiento cocalero e indígena que ha logrado exponer cómo la articulación del MAS solo fue posible tras una serie de batallas al interior del movimiento popular (Errejón/Serrano 2011). El desarrollo de esa actitud crítica de algunos intelectuales y líderes latinoamericanos ha logrado consolidar un gesto de indocilidad reflexiva que ha pasado por desempolvar el archivo y reinterpretar las experiencias históricas para encontrar en ellas el legado de luchas populares, de movimientos de gobierno alternativos y de propuestas teóricas para la interpretación del presente. En ese sentido, la crítica se ha convertido también en una forma de narración, de transformación de los relatos oficiales, y ha logrado instaurar una brecha en el campo de disputa político. La actitud crítica es, en sí misma, una apuesta que interroga para desnaturalizar, pero que apuesta por nuevas formas de narración de lo acontecido. En esa línea, Álvaro García Linera ha señalado lo siguiente:

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Esta tarea de comprensión de la realidad, en sus dimensiones multicausales, es también una acción revolucionaria porque únicamente entendiendo dónde están nuestras debilidades y cuáles son nuestros errores podremos superarlos inmediatamente y reducir el campo de eficacia de las acciones de las fuerzas conservadoras (García Linera 2017: 44).

Este comprender la realidad al que hace referencia el vicepresidente boliviano tendrá que vérselas con el material histórico para, desde allí, comprender la actualidad como un tejido de contradicciones y posibilidades. De esa revisión histórica se desprende otra de las tareas fundamentales de una actitud crítica. En tanto que modo de interrogación, la crítica se mueve en una temporalidad diacrónica, no solo se preocupa por las condiciones del presente, sino que procura leerlo a través del uso del material histórico no para saber qué es lo que se ha jugado o lo que se juega hoy, sino para poder apostarlo a una nueva configuración del futuro. En el campo de lo político, el tiempo siempre retorna, las crisis se presentan como residuos y de allí se configuran una serie de acciones hacía el presente y el futuro que demarcan las posibilidades de acción de los sujetos. El pasado, como registro fantasmal, nos sugiere que hay que pensar en lo político como una presencia de lo inconcluso, es decir, que lo político es una manifestación de un conjunto de agencias fallidas, de antagonismos irresolubles y de crisis sin sutura que van configurando el hacer/ser de los sujetos en común. Es justo en ese intersticio en el que se juega la posibilidad de reconfiguración del presente. Lo político pertenece al ámbito de lo contingente, en donde resulta posible un retorno creativo de aquello inconcluso. Si consideramos importante para la crítica pensar la temporalidad de lo político, resulta clave la sugerencia de García Linera al ver la crisis de los gobiernos progresistas como el desarrollo de una oleada revolucionaria y no como el fin de un ciclo: “Las revoluciones se presentan no como líneas ascendentes infinitas, sino como oleadas (Marx) con flujos y reflujos, con momentos excepcionales de universalismo en la acción colectiva, y largos períodos de reflujo, de corporativismo, de cotidianidad desmovilizada” (García Linera 2017). Así como Zibechi (2011) convocaba al pensamiento crítico a pensar la materialidad de las regresiones y de los avances, García Linera (2017) nos invita a

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ver en las crisis la potencialidad de un desarrollo más certero de los procesos de la izquierda democrática en América Latina; no pensar linealmente los procesos políticos, por el contrario, pensarlos como movimientos de ida y vuelta que van afianzándose en la medida en que la movilización popular y el desarrollo de una batalla cultural logren constituirse como proyectos emancipadores de los subalternos. Finalmente, quisiera añadir que el desarrollo de una actitud de indocilidad reflexiva debe ser entendido como una formulación metodológica en el campo de la acción política y no debe pensarse como una tendencia ad infinitum para no ser gobernados nunca. Por el contrario, considero necesario pensar nuevas formas de gobierno en comunidad que permitan luchar contra las formas de subordinación del capitalismo y del neoliberalismo y, para ello, creo que la indocilidad reflexiva debe contribuir al mapeo de las experiencias progresistas como fuerzas que construyen una voluntad política emancipadora que requiere una posición de compromiso que no se vea eclipsada por una voluntad totalizadora.

Democracia y crítica: una voluntad común emancipadora Uno de los debates contemporáneos de la filosofía política más importantes de los últimos tiempos es el de la democracia, ya sea un análisis sobre el concepto o una reflexión de cómo se ha desempeñado en tanto que modelo de gobierno. Han corrido ríos de tinta sobre ambas perspectivas y aquí no agotaremos dichos debates. La disputa por la democracia está abierta. En medio de estas polémicas están las conocidas reflexiones de Rancière, Balibar, Rawls, Mouffe y otros pensadores que consideran que el horizonte tradicional en el que está circunscrita la democracia necesita ser repensado, no solo como mecanismo de gobierno, sino como horizonte de posibilidad de lo político. Este texto no puede adentrarse en la profundidad de estos debates y, como dijimos arriba, asume unas posiciones teóricas como elecciones políticas. Desde nuestra postura, es a partir de la publicación de Hegemonía y estrategia socialista (2011) que se abre un debate importante en el marco de la filosofía política sobre el papel de la democracia como el

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terreno en el que es posible construir un horizonte de emancipación, lo que dejan claro Laclau y Mouffe en el prefacio a la edición española del libro: Redefinir el proyecto socialista en términos de una radicalización de la democracia; es decir, como articulación de las luchas contra las diferentes formas de subordinación —de clase, de sexo, de raza, así como de aquellas otras a las que se oponen los movimientos ecológicos, antinucleares y anti-institucionales— (Laclau/ Mouffe 2011: 23).

Si bien el libro de estos pensadores está circunscrito al debate europeo de la crisis de la socialdemocracia, las puntadas teóricas que se esbozan allí nos dan pistas para pensar la democracia como un terreno en disputa; es justo en ese punto donde quisiera ubicar las reflexiones de Castro-Gómez y de Laclau y Mouffe. Estos pensadores logran, a mi parecer, posicionar un debate al pensar lo político desde una matriz ontológica, es decir, se proponen pensar el ser de lo político. Para ello, no solo acuden al material histórico, sino que logran debatir con una serie de pensadores que exponen los límites y las posibilidades de la democracia contemporánea. Es Žižek su interlocutor más agudo, no solo por las críticas que le enrostra a la democracia, sino por la matriz de su ontología política de la falta. Estos pensadores coinciden en que, para poder pensar lo político, hay que considerar que hay una especie de falla constitutiva del sujeto que resulta imposible de suturar, pues el enfrentamiento con lo real es imposible, de manera que lo único que les queda a los hombres para no enfrentarse al núcleo traumático de dicha falla es la construcción política de dispositivos que hagan posible vivir sin enfrentarse a lo Real. La tesis de una incompletud ontológica es asumida como condición de posibilidad de lo político; en el caso de Laclau, Mouffe y Castro-Gómez, esta falta constitutiva sería el terreno del antagonismo y la democracia, el lugar en el que el antagonismo opera como constitución de lo social. Por el contrario, para Žižek, la democracia no sería el terreno para tramitar esta falta constitutiva, sino que sería un lugar en el que el capitalismo convierte este vacío en goce. Pensar una política emancipadora a través del desarrollo de la democracia sería, para el pensador esloveno, un mal chiste burgués. Sin embargo, si leemos con

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cuidado tanto la filosofía política de Laclau, Mouffe y Castro-Gómez como el contenido histórico de la década ganada, podemos ver que la democracia, en lugar de ser un mero instrumento al servicio del capitalismo, puede ser un escenario en disputa. Y es que la democracia, le guste o no a Žižek, fue el terreno en el que emergieron una serie de gobiernos alternativos que dieron un golpe fuerte al tablero de juego del neoliberalismo. La experiencia progresista latinoamericana, con sus aciertos y sus desaciertos, logró algo que Laclau y Mouffe pensaban desde la publicación de Hegemonía: imaginar la revolución desmarcándose del ideario jacobino. La revolución no es ya la irrupción de un acontecimiento que hace tabula rasa con respecto a lo anterior, sino que es un suceso que da pie a la posibilidad de construir políticamente un mundo igualitario para la comunidad, contrario al horizonte anticapitalista al que aspira Žižek, quien considera que lo político se debe asumir como una transformación total de las condiciones creadas por el capitalismo. No es tiempo de evaluar si la postura de Žižek es más radical que la de Laclau, Mouffe y Castro-Gómez; por el contrario, creo que adoptar una elección teórica consiste en asumir que el sistema desde el que uno desarrolla los análisis es susceptible de ser criticado. En el caso de nuestra postura, se trata de pensar lo democrático como un horizonte de construcción de una voluntad colectiva emancipadora: ¿qué significa esto y qué relación tiene con esos retos que esbozábamos arriba sobre esa actitud crítica? ¿De qué forma pensar la articulación entre crítica y democracia? ¿Bajo qué presupuestos se nos presenta dicha articulación? ¿Cómo pensar los vínculos entre emancipación, democracia y crítica en Latinoamérica? En un primer momento, creo que es sensato asumir la postura de Laclau y Mouffe: la democracia no es, exclusivamente, un mecanismo de representación ni un juego institucional diseñado burocráticamente. Montados sobre los hombros de Tocqueville y Lefort, el pensador argentino y la pensadora belga argumentan que la democracia es una especie de acontecimiento político que marca una ruptura fundamental en la historia. Pero detengámonos un poco en este punto. ¿A qué se refieren con que la democracia es un acontecimiento y qué implicaciones tiene esto? Según la lectura de Tocqueville, la democracia acontece

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como una ruptura que, por primera vez en la historia de la humanidad, aboga por la igualación de los habitantes de una sociedad a través del uso de un aparataje institucional. Tanto la revolución norteamericana como la francesa contienen en su núcleo duro una apuesta por transformar el principio natural de organización social que había sido construido sobre la idea de una ley natural. Las estructuras jerárquicas del Ancien Régime explotan por los aires y lo que antes era inconfensadamente pensado como verdadero empieza a ser cuestionado como una construcción social al servicio de un poder centralizado y oligárquico. La primera tarea es, entonces, de interrogación, es decir, de cuestionamiento del ideario jacobinista y de afirmación de lo político como irrupción de una desnaturalización constante. Asumir que la democracia es un acontecimiento de igualación de los hombres en el orden de lo político conlleva a desnaturalizar una posición que, hasta entrado el siglo xvii, se consideraba como veritas aeternis: que la distribución de la sociedad obedecía al ordenamiento racional de una ley natural. Pensar la democracia como un acontecimiento implica asumir que estos hechos históricos (los de las revoluciones francesa y norteamericana) marcaron de manera definitiva el tiempo por venir, de manera que el material histórico de dichas revoluciones no se reduce a un fenómeno exclusivamente francés o norteamericano, sucedido en los siglos xvii y xviii, sino que esos eventos irrumpieron las formas de organización y de concepción del mundo político. La revolución democrática no es solo una producción burguesa, en este horizonte es también la desestructuración de una forma de comprensión del mundo, o, como le gustaría decir a Sloterdijk, es el decaimiento de un cielo teológico de carácter inmunitario. La fina argumentación de Laclau y Mouffe deriva en una posibilidad de pensar lo dado como campo de creación. Así lo señalan los autores: “Nuestra tesis es que sólo a partir del momento en que el discurso democrático va a estar disponible para articular las diversas formas de resistencia a la subordinación existirán las condiciones que harán posible la lucha contra los diferentes tipos de desigualdad” (Laclau/Mouffe 2011: 197). La democracia no es, entonces, un simple instrumento de gobierno para gestionar la vida en comunidad ni un mecanismo de representación de intereses colectivos, sino que es un espacio en el que se

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hace posible la articulación frente a múltiples formas de dominación. Contrario a la creencia de Žižek de que la democracia lo que hace es despotenciar la lucha anticapitalista al abrirse hacia otros sectores como los de raza y género, nuestros autores consideran que un horizonte radical de la democracia puede ser el lugar en el que las múltiples subordinaciones puedan ser articuladas bajo horizontes emancipadores. La lógica equivalencial de la que hablan Laclau y Mouffe tiene como propósito convertir la articulación en un mecanismo de interrogación/resistencia/destitución/institución de la dominación. Esta lógica de lo político que se expone es una apuesta por considerar que toda acción política es de carácter contingente y el valor de dicha contingencia reside en su posibilidad de articulación; el movimiento de resistencia requiere, entonces, la construcción de un sujeto político, sujeto que no está dado previamente a la configuración de la batalla. En el modelo de la democracia radical, no existe un sujeto privilegiado para ser la vanguardia de la lucha, por el contrario, será la contingencia misma y el mapa de fuerzas el que determine qué actor social se convierte en el eje articulador; los pensadores abandonan el esencialismo del marxismo de la Segunda Internacional y abogan por pensar en la contingencia del orden de lo político. Contrario al modelo marxista que privilegiaba la lucha de clases de manera determinista, la democracia radical aboga por que lo social se instituya en el campo del antagonismo, es decir, que se pueda configurar en el marco contextual del conjunto de relaciones de fuerza. Este modelo piensa la articulación como una categoría crucial para poder instituir lo social, de manera que no exista un proceso de homogenización anterior al producto mismo de una operación política, “no hay una política de izquierda cuyos contenidos sean determinables al margen de toda referencia contextual” (Laclau/Mouffe 2011: 225); esto significa que no existe un a priori que articule las luchas políticas, no hay una identidad fija desde la que sea posible desarrollar un proceso emancipador, sino que la articulación es ese movimiento de concatenación de demandas en las que se instituye un sujeto político. De modo que la tarea de la política es la consolidación de un momento articulatorio que permita pasar de reclamos particulares a voluntades colectivas. El gesto gramsciano de Laclau y Mouffe es la constitu-

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ción de un sujeto emancipador que construya una voluntad común en torno a la condición misma de heterogeneidad que las dominaciones del capitalismo producen. Si bien el gesto teórico de estos autores está permeado por las reflexiones de Gramsci, son las experiencias políticas latinoamericanas las que les permiten considerar que puede existir un horizonte democrático que no se cierre al modo de comprensión del liberalismo. En una corta conferencia en la Feria del Libro de Buenos Aires en 2010, Ernesto Laclau señaló lo siguiente: “Nosotros tenemos una tradición liberal en América Latina, pero esa tradición liberal nunca fue democrática […] porque el Estado liberal se organiza en América Latina alrededor de los intereses de oligarquías locales que se estaban incorporando al mercado mundial” (Laclau). Es esta experiencia política de la oligarquización de los Estados y de las luchas del siglo xix por la configuración de los Estados nación la que le permite a Laclau entender que la dinámica del liberalismo no es igual a la lógica de la democracia. Limitar el significado democracia al contenido del liberalismo político es una reducción producto de una disputa hegemónica.1 En ese sentido, la democracia radical es un horizonte de disputas hegemónicas, un terreno en el que los antagonismos sociales se instituyen y se tramitan. Se trata de crear cadenas de equivalencias, es decir, de formular vínculos entre las diferentes reivindicaciones para que estas devengan en demandas. Las demandas no tienen el carácter particular de una reivindicación, sino que son la expresión de una serie de ellas, y esa expresión da contenido a lo que Laclau y Mouffe llaman un significante vacío. Los significantes vacíos son enunciados que, siendo particulares, adquieren una dimensión de universalidad. La operación de este movimiento hacia la universalización es concebida como la conformación de un antagonismo en el que una serie de reclamos particulares logran desidentificarse, con el contenido particular de su 1. Nos parece que Žižek (2000) ha reducido el significante democracia a su contenido y a su forma liberal; lo que procuramos argumentar en este punto es que la democracia no es necesariamente liberalismo, de la mano de autores como Laclau y Castro-Gómez exponemos cómo la idea de una revolución democrática es posible no solo como modelo teórico, sino como apuesta política que se ha venido cristalizando en los gobiernos de la década ganada en Latinoamérica.

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reclamo, y empiezan a identificarse con una demanda que aspira a la universalidad, que crea una frontera que va definiendo el cuerpo del sujeto político que es representado. La cadena de equivalencias funciona como un catalizador de reivindicaciones y se moviliza en virtud de la configuración del mapa de fuerzas que se presente. La unión de una serie de agentes en una cadena hace que la frontera sea cada vez más clara y que los antagonistas adquieran un rostro y una especificidad para el desarrollo de la lucha. La conformación de estos significantes vacíos que son variables, que tienen un carácter contingente, requiere de un proceso de identificación con la demanda: esto quiere decir que uno se identifica con el contenido de la demanda y no, necesariamente, con el actor que la formula; son significantes vacíos justo porque no refieren a nada en específico, sino que se construyen de acuerdo al desarrollo de la articulación entre agentes subordinados que están trazando una frontera de diferenciación con respecto a los ejes o a los responsables de su subordinación. En la democracia, lo que existe es la posibilidad de disputar la hegemonía tanto de las instituciones como del sentido común que hace que las instituciones funcionen de unas formas determinadas. El carácter abierto del acontecimiento democrático tiene el mismo carácter de una ontología de la falla, de una ontología del abismo que está completamente irresuelta y que no puede ser ocupada por nadie de manera definitiva. En regímenes democráticos, no es posible ocupar la silla del rey, ya que la silla del rey no existe; en lugar de ello se dispone de un aparataje institucional que procure la distribución del poder y la equiparación del mismo, de manera que esto permita disminuir la desigualdad entre los hombres. Es claro que la democracia no funciona idealmente y que las instituciones, en lugar de actuar para el beneficio de las mayorías, contribuyen a un condicionamiento de efectividad con respecto al desarrollo de un orden social jerárquico. Por largo rato, las sociedades democráticas latinoamericanas estuvieron hegemonizadas por sectores oligárquicos2 que impidieron la

2. En el caso latinoamericano, hay que señalar que países como Colombia y Perú no han podido consolidar un giro a la izquierda por múltiples razones. En el caso de

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igualación y favorecieron la concentración del poder y de la riqueza. Acontecimientos como la revolución cubana y el desarrollo de gobiernos de izquierda en los años sesenta favorecieron la creación de un antagonismo, pero fue la consolidación de los socialismos del siglo xxi la que permitió disputar las instituciones dentro del juego democrático,3 no solo para hegemonizar el aparato de Estado, sino para producir un sentido común sobre lo que debe hacer y con lo que debe estar comprometido un Estado. Para que una democracia radical sea posible, es necesario que la política adquiera un carácter antagónico y que, en lugar de querer dirimir los conflictos, sirva como un escenario para tramitarlos sin necesidad del uso de la violencia. Para ello, Castro-Gómez propone comprender que “la democracia radical no es, por tanto, una lucha por la igualdad de derechos, sino por la implementación de un ethos igualitario” (Castro-Gómez 2015: 323); este proceso parte de pensar lo político en dos momentos: en primera medida, resulta necesario ver lo político como un terreno antagónico en el que se juegan una serie de luchas que, muchas veces, no será posible dirimir, pero que podrán ser tratadas por una serie de instituciones que no solo prevengan el uso de la violencia como estrategia política, sino que también logren construir garantías suficientes para que todos los habitantes de una comunidad tengan oportunidades semejantes. Y, en segunda medida —partiendo de lo político como un terreno antagónico—, el filósofo colombiano propone que, para instituir una democracia radical, resul-

Colombia, es claro que tanto la injerencia del Gobierno de Estados Unidos como el desarrollo de acciones de guerra han mermado las posibilidades de una izquierda democrática. La oligarquización del poder en Colombia se ha asentado como hegemónica y los intentos de democratización han sido aniquilados por la ultraderecha, en complicidad con el Estado, o han quedado reducidos por el accionar de las insurgencias. 3. Es claro que un antecedente de la disputa hegemónica por vía democrática es el gobierno de Salvador Allende de 1970 en Chile. Su consolidación como gobierno socialista representó un quiebre en la disputa de la sociedad política, pero, asimismo, marcó el inicio de una cruenta intervención militar mediante el desarrollo del Plan Cóndor.

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ta necesario mantener una especie de contradicción dialéctica entre la potentia destituyente que proviene de los movimientos sociales y de la sociedad civil en general y una potestas constituyente que tenga como función pensar cómo gobernar esas contradicciones que se están formulando. La apuesta de Castro-Gómez es una interpretación de las reflexiones de Laclau y Mouffe y de las del filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel, en cuya obra ve construirse una reflexión sobre lo político que está profundamente marcada por las particularidades de la historia política de Latinoamérica. En el caso de Dussel, la reflexión pasa por el desarrollo de una lectura de su texto Política de la liberación; Castro-Gómez afirma que, para Dussel, es necesario que se instaure una especie de tensión entre la potentia y la potestas: con esto pretende sostener que hay un nivel de instauración de lo político que parte de la base de la potencia de los oprimidos, pero que dicha potentia debe conducir a la estructuración de instituciones políticas que tengan, como principal tarea, garantizar las condiciones de vida de la población. Pensando en el carácter mismo de las instituciones políticas del Tercer Mundo, Dussel sostiene que una política de izquierdas no puede quedarse de brazos cruzados en actitud de resistencia y de oposición; por el contrario, una política que aspire a ser emancipadora debe saltar a la cancha e instituir, es decir, constituirse como potestas, pues las condiciones mismas de la vida, en el actual mercado mundial, se ven amenazadas sin el desarrollo de una institucionalidad que garantice las condiciones materiales de la vida de los sujetos. La institución y la destitución deben mantenerse como horizontes políticos dentro de la praxis democrática, “la izquierda, tal y como se ha demostrado recientemente en algunos países de América Latina, debe ser capaz de ofrecer algo más que discursos de oposición y contribuir a la construcción de un orden nuevo […]. De la potentia tenemos que pasar a la potestas” (Castro-Gómez 2015: 345). Son las experiencias del socialismo del siglo xxi las que les permiten a estos pensadores latinoamericanos ver la democracia como un imaginario político que apuesta por archivar las experiencias de oposición y resistencia con el fin de desarrollar un movimiento instituyente que proviene de las articulaciones populares y rebeldes de los pueblos. La

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institucionalización por vía democrática que lograron los gobiernos de la década ganada es un escenario para pensar esta tensión dialéctica que Castro-Gómez ve en la reflexión dusseliana. Sin embargo, a pesar de reconocer la potencia del pensamiento de Dussel, el filósofo colombiano decide usar otro camino para pensar el problema de una izquierda democrática. La propuesta de Dussel le resulta problemática en la medida que decide no asumir el antagonismo, de manera que la potentia no se fundaría en una operación política, sino que devendría de una obligación ética. Dussel no sería un pensador posfundacional y, en ese sentido, la tesis de la revolución democrática como un lugar de indeterminación quedaría socavada por la idea de una regulación moral universal; de manera que el filósofo argentino apela a la ética discursiva como forma de asumir el abismo constitutivo. Por el contrario, Laclau y Castro-Gómez sostienen que es una operación política la encargada de resolver esta falla. Pero, así como la salida de Dussel parece insuficiente, el giro populista de Laclau también le resulta problemático a Castro-Gómez. El filósofo colombiano encuentra en ambos autores una excesiva confianza en una política estado-céntrica que dejaría de lado los movimientos moleculares que afectan a los cuerpos en su particularidad. Sin bien comparte con los dos pensadores argentinos la idea de que la política es, por excelencia, el gesto de universalización, una cierta herencia foucaultiana y decolonial hace que Castro-Gómez piense que la potentia no se puede extinguir en la potestas. La política no se agotaría en la figura del Estado, esta más bien sería la manifestación de una tensión entre las potencias de la sociedad civil y las determinaciones de la sociedad política. Apelando a la distinción gramsciana entre sociedad política y sociedad civil, Castro-Gómez considera que hay que pensar la tensión entre potentia y potestas como posibilidad de repetir la democracia, que querría decir acá volver a pensarla como un escenario en el que las particularidades no son subsumidas por una voluntad de totalización, sino que son políticamente compatibles con un gesto de universalización. Para Castro-Gómez, resulta necesario huir de una estatalización que no esté balanceada por la acción destituyente de la sociedad civil, y me permito citar in extenso:

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Reducir la política emancipadora a una intervención solamente de carácter molar, centrada en el control de los aparatos de Estado, me parece una gran limitación. Ello nos dejaría inermes frente al modo en que la propia izquierda reproduce las herencias coloniales y los valores desigualitarios anclados en el sentido común. Necesitamos una sociedad civil independiente, en la que no solo sea posible levantar demandas críticas al Estado, sino también transvalorar los valores que se despliegan en el mundo de la vida. Quiero decir con ello, una sociedad civil cuya potentia no se reduzca a levantar demandas anti-sistema, sino a desnaturalizar una serie de valores tradicionales anclados en los pliegues de sentido que estructuran la vida cotidiana, pues sin la creación de un nuevo sentido común en el nivel de la sociedad civil, la hegemonía conseguida en el nivel de la sociedad política correrá el peligro de reproducir las desigualdades que verbalmente se critican (Castro-Gómez 2015: 394).

De manera que una izquierda democrática no puede renunciar a la independencia reflexiva de la sociedad civil, siempre y cuando esta se instituya como la posibilidad de una distancia crítica. En este punto es importante aclarar que la sociedad civil misma puede encarnar pulsiones conservadoras y que, de arriba hacia abajo, no puede imponerse un orden cultural que tramite esos impulsos conservadores. La disputa hegemónica se juega de forma bidireccional, como hegemonía de la sociedad política, pero también como apuesta de reconfiguración del sentido común. Quizá sea en este último punto donde hay más tareas por realizar, donde hay más compromisos por adquirir, pues las pulsiones conservadoras han sido producto de años de hegemonía de las derechas, que han usado todos los medios posibles para la realización de sus objetivos políticos. Pensar una política de izquierdas en Latinoamérica tiene que ver con la construcción de una voluntad común emancipadora que se la juegue en la constitución de nuevos sujetos. Todo proceso emancipador es una forma de desubjetivación y, a su vez, es la posibilidad de que, al deshacerse de un sentido común, devenga en una posibilidad para construir una voluntad general. Las tareas de una izquierda democrática deberían estar encaminadas, por un lado, a la construcción de un sentido común que socave el enclave del individualismo capitalista y, por otro lado, al desarrollo de múltiples formas de organización política en pro de la igualdad de condiciones que sostenga un balance

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entre la destitución y la institución, de manera que la libertad pueda considerarse como una forma de no dominación. En ese sentido, los gobiernos del socialismo del siglo xxi han construido desarrollos importantes pero no suficientes. En primera medida, han avanzado en el desarrollo de una integración regional, en la consolidación de un principio de solidaridad que fue clave determinante para frenar el neoliberalismo en la región, así como para desestabilizar a los sectores reaccionarios y oligárquicos que tenían en sus manos medios de producción y de comunicación. Esa integración regional creó el escenario para una agenda antineoliberal que, a pesar de los errores, logró posicionar, en algunos círculos, la necesidad de crear unas formas de producción distintas a las de las matrices productivas del capitalismo. La conciencia de un desarrollo regional resultó clave pero insuficiente, pues la instauración de políticas económicas no depende, exclusivamente, de la soberanía de los pueblos, sino que hoy está atada a los procesos de circulación del capital financiero. En un segundo momento, los socialismos del siglo xxi lograron construir Estados para las mayorías, redujeron drásticamente las condiciones de precariedad y lograron consolidar sistemas educativos y de vivienda para dichos sectores populares; sin embargo, sus apuestas no lograron desafiar, en lo molecular, las aspiraciones de la clases medias; construir un sentido común popular y alternativo es una tarea compleja que pasa no solo por la intervención en la sociedad política, sino también por los cuerpos y los afectos, como bien lo señalan Castro-Gómez (2015), Butler (2014) y Cadahia (2017a). Quizá uno de los mayores retos a los que nos enfrentamos hoy consiste en idear una alternativa política de izquierdas que, en lugar de pensar en la resistencia al modelo neoliberal, se la juegue en la construcción de un sentido común alternativo y que, de ahí, pueda abrir escenarios para la consolidación de unas formas de gobierno abiertas para las mayorías. Finalmente, creo que los socialismos del siglo xxi lograron algo importante en materia de la vinculación entre los movimientos sociales y el Estado. Especialmente en el caso boliviano y en el ecuatoriano, se logró, no de manera perfecta y clara, una articulación entre ambos que permitió abrir la democracia y consolidar un sentido común que empezó a resquebrajar los Estados oligárquicos que se habían consolidado a causa de nuestras herencias coloniales.

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Construir una voluntad común emancipadora para las nuevas décadas tendrá que ver con pensar las regresiones como retornos y los retornos como posibilidades, pero, para poder pensar ese registro, será necesario articular esa tensión entre potentia y potestas como una posibilidad que le concede a la democracia un lugar privilegiado en la constitución de un mundo que tiende a la igualación de condiciones para todos. Para repensar una izquierda democrática, resultará necesario disputar el campo discursivo en el que se incuba el sentido común conservador no solo como un ejercicio de resistencia, sino como la formulación de estrategias de gobierno reales. La mejor lección de la década ganada es que es posible disputar el Estado, conquistarlo y convertirlo en un escenario popular. De igual manera, resultará necesario combatir en lo molecular esas pulsiones conservadoras que hacen difícil la constitución de una política emancipadora. La actitud crítica deberá asumirse en su doble movimiento, como negación y creación, con el fin de movilizar esa tensión entre potentia y potestas.

A modo de conclusión: populismo y republicanismo, una voluntad plebeya Hasta aquí he afirmado que asumir una actitud crítica es crucial para pensar una izquierda democrática que, al menos hoy, no puede pensarse lejos del terreno de disputa de la democracia; además de esa afirmación que se ha ido desarrollando de la mano de Foucault, Laclau y Castro-Gómez, considero importante sugerir otras tres cuestiones que me parecen de vital importancia para una agenda crítica en Latinoamérica: el problema de la propiedad y del uso de la tierra, el problema de los liderazgos carismáticos y el problema de una articulación entre potentia destituyente y potestas instituyente. La idea de un republicanismo plebeyo articula de manera interesante estos tres puntos y juega dentro de una lógica de lo político en la que la actitud crítica que intentaba pensar arriba se circunscribe. Son los trabajos de los filósofos Luciana Cadahia, Ernesto Laclau y Santiago Castro-Gómez los que me han invitado a pensar esta alternativa política. En primera medida, una cuestión teórica. Estos tres pensadores, de una u otra forma,

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comparten una cierta visión de lo político como una lógica cuyo terreno es el antagonismo; lo político es contingente, trágico y abierto, no apela a un fundamento último y, en esa medida, resulta necesario pensar cuál es la lógica que permite que la vida en comunidad sea posible. Una pregunta difícil en la que hay que tomar elecciones, es decir, asumir el momento instituyente de la crítica, un movimiento positivo que, en lugar de tomarse como pesimismo sin más, decida asumir la posibilidad de crear y pensar. La alternativa populista se ha expuesto como un gesto crítico en la forma de concebir lo político. El análisis de Laclau, que se ha extendido desde Política e ideología en la teoría marxista (1978) hasta La razón populista (2014), es una apuesta por pensar esas particularidades históricas que se han configurado en Latinoamérica, donde el liberalismo democrático sirvió como plataforma para la oligarquización de los Estados y no para el desarrollo igualitario de las libertades individuales. Sin embargo, y como bien lo señala Laclau, las experiencias latinoamericanas se han encargado de crear una alternativa a esta forma de gobierno del liberalismo; el populismo como lógica de lo político nos deja entrever que hay otras formas de comprensión de las experiencias políticas y que la institucionalidad y la hegemonía son cuestiones importantes para pensar nuevas apuestas de gobierno que marcan las tensiones en la instauración de una frontera constitutiva que siempre puede desplazarse. En segunda medida, es la pensadora Luciana Cadahia (2017a) quien ha propuesto pensar las herencias del republicanismo plebeyo en Latinoamérica como una posibilidad para que esos registros históricos puedan activar luchas democráticas en la actualidad. En este sentido, resulta crucial pensar las articulaciones entre republicanismo, populismo y democracia como escenarios de disputa de lo político que no son ajenas a nuestros contextos: Existe una tradición de republicanismo plebeyo, cuyas instituciones están al servicio de las mayorías, es decir, garantizan el derecho a tener derechos. Y creo que esta última forma de republicanismo tiene grandes afinidades con el populismo. Por decirlo de forma esquemática, han sido los populismos realmente existentes los que construyeron instituciones y ampliaron derechos en América Latina (Cadahia 2017b).

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Pensar cómo se construyen esas voluntades plebeyas, cómo desarrollan articulaciones para conformar instituciones y cómo se la juegan en la conformación de nuevas formas de gobierno y de organización será una de las tareas fundamentales de la teoría crítica latinoamericana. Asumir el terreno de disputa ideológico como parte de una batalla cultural y como escenario es crucial para entender mejor esas reverberaciones fantasmagóricas, esas reiteraciones que van configurando lo que somos, pero que, a su vez, van permitiendo que nos situemos en relación con un futuro por venir. Un reto más: “Si los filósofos desean conectarse con lo popular es necesario construir un vínculo sensible con el pueblo” (Cadahia 2017a: 8). La tarea de la filosofía es aportar en la transformación de lo que significa hacer crítica, en asumir, como sugiere Butler, la posibilidad de pensar un mundo mejor. La distancia tendrá que ser solo una apuesta estratégica para que emerja lo que está por venir.

Obras citadas Butler, Judith (2002). “¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud”. En: (consulta: 28/02/ 2018). Cadahia, Luciana (2017a). “Entrevista con Luciana Cadahia”. En: Redacción Popular, (consulta: 28/02/ 2018). — (2017b). Intermitencias. Materiales para un populismo republicano. Material inédito. Castro-Gómez, Santiago (2015). Revoluciones sin sujeto. Ciudad de México: Akal. Errejón, Íñigo/Serrano, Alfredo (2011). ¡Ahora es cuándo, carajo! Del asalto a la transformación del Estado en Bolivia. Madrid: Viejo Topo. Foucault, Michel (2007). Sobre la Ilustración. Madrid: Tecnos. García Linera, Álvaro (2017). “¿Fin de ciclo progresista o proceso por oleadas revolucionarias?”. En: Pulso de los Pueblos, .

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García Linera, Álvaro/Mouffe, Chantal (2011). Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Laclau, Ernesto (1977). Política e ideología en la teoría marxista. Buenos Aires: Siglo XXI. — (2009). “Populismo: ¿qué nos dice el nombre?”. En: Panizza, Francisco (comp.). El populismo como espejo de la democracia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. — (2014). La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Zibechi, Raúl (2011). “El pensamiento crítico en el laberinto del progresismo”. En: Revista OSAL XII/30, 19-25. Žižek, Slavoj (2000). “¿Lucha de clases o posmodernismo? Sí, por favor”. En: Laclau, Ernesto/Žižek, Slavoj/Butler, Judith. Contingencia, hegemonía, universalidad. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Crítica decolonial de la filosofía y doble crítica en clave de Sur Agustín Laó-Montes / Jorge Daniel Vásquez University of Massachusetts Amherst / Pontificia Universidad Católica de Ecuador

Introducción El presente capítulo busca contribuir al desarrollo de la teoría crítica desde el Sur Global. En este sentido, nos concentramos en un aspecto fundamental que consiste en una trayectoria del pensamiento crítico latinoamericano que resalta la vinculación entre la crítica y la experiencia concreta de los sujetos que articulan luchas de liberación. Partimos de la premisa de que las conexiones entre las distintas regiones del Sur Global están dadas por la formación de sociedades que asumen la experiencia del colonialismo, la situación periférica en el capitalismo global, así como la configuración de la colonialidad como continuación de mecanismos de explotación y dominación. No obstante, en cualquier aporte que contribuya a planteamientos teóricos del Sur Global aún continúa siendo necesaria una delimitación de lo que se comprende por tal término. Tal exigencia tiene amplio sentido con el propósito de enmarcar los debates a partir de las diferencias entre campos de conocimiento (p. ej., estudios ecológicos, sobre las relaciones internacionales, economía y de migraciones internacionales, entre otros) y, a su vez, permite nombrar la confluencia de todos esos

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campos en un concepto tal que hace posible pensar la intersección de dinámicas múltiples (geopolíticas, culturales, socioeconómicas y epistemológicas, entre otras) no susceptibles de determinismos geográficos ni de esencialismos epistémicos. En este sentido, el trabajo que proponemos ofrece una complejización del Sur Global desde un aspecto crucial para su anclaje en la deconstrucción de las prácticas de colonialidad: la doble crítica. Asumimos esta tarea trazando lazos que permitan ubicar el pensamiento crítico latinoamericano desde la configuración particular del Caribe como lugar epistemológico clave para construir la crítica desde el Sur Global. Este propósito implicó asumir un contexto en el que el pensamiento crítico latinoamericano contemporáneo se ha visto impactado por el denominado “giro decolonial”, el cual ha dado lugar a prácticas académicas que han derivado en el posicionamiento de dos autores en los circuitos bibliográficos. Tal contexto ha permitido que, en alguna medida, la tradición del pensamiento decolonizador haya quedado en el extremo ensombrecido por tal giro. Así, consideramos importante asumir críticamente este contexto para cuestionar los trabajos decoloniales en su vertiente esencialista y diferenciarla de los alcances decolonizadores del pensamiento crítico. Más aún cuando el esencialismo, en algunos estudios del giro decolonial, es susceptible de atribuirse a sí mismo la condición de pensamiento del Sur Global. De lo anterior se desprende el carácter indispensable de una disección que demarque las diferencias para poder inscribir planteamientos del pensamiento latinoamericano en un diálogo de tradiciones críticas del Sur. Además, la construcción de la teoría del Sur Global enfrenta la necesidad de proponer la articulación de propuestas críticas que, enmarcadas en su historicidad, funcionen como marcos de sentido para la reversión de las condiciones y los factores que erosionan la amplitud de posibilidades de reproducción de la vida en cualquier región sin importar su ubicación en el planeta. Más allá de reconocer la presencia de distinos sures en el norte, existe la necesidad de encarar las dificultades para construir un método que permita articularlos. Tal tarea implica el establecimiento de vínculos a nivel de articulación de los diversos actores de la política y, entre ellos, de quienes pretenden realizar el ejercicio de la crítica.

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En esta línea, preferimos hablar de perspectiva decolonial o crítica decolonial, en lugar de asumir las expresiones giro decolonial o pensamiento decolonial. Estableciendo un diálogo con los cuestionamientos realizados por Alberto Moreiras (sobre lo que nombra, entre otras formas, como “opción decolonial”) y Jeff Browitt (que se refiere a aquellos que denomina como “los decoloniales”), damos cuenta de las limitaciones de la decolonialidad en la versión esencialista (especialmente, en el trabajo de Ramón Grosfoguel). Y, a la vez, comprendemos que encarar tales limitaciones no implica asumir la propuesta deconstruccionista en la versión de Moreiras, sino la deconstrucción como doble crítica (inmanente y trascendente) y como fundamento esencial de un pensamiento crítico del Sur Global. La revalorización de la doble crítica aparece dentro de la pertinencia que detectamos con respecto al problema del método. De este modo, estableciendo una lectura crítica de la propuesta de Julian Go y su elaboración del southern standpoint como estrategia y perspectiva para la producción de una teoría del Sur Global desde los puntos de contacto entre el pensamiento subalterno, poscolonial y la teoría social, nosotros pasaremos a cuestionar la validez de tales propuestas cuando se trata de pensar la crítica desde el Sur. Así, damos paso a la reconstrucción de la articulación entre crítica y ética deteniéndonos en la elaboración del método analéctico como crítica de la filosofía en el pensamiento de Enrique Dussel. A nuestro juicio, esta tarea implica traer a primer plano la necesaria comprensión de dicho método en sentido diacrónico, válido para ejercer la crítica a la filosofía moderna, así como de los saberes producidos en la periferia. Si bien Moreiras, Grosfoguel y Go, aunque con distintas valoraciones, recurren a Dussel para referirse a la crítica al eurocentrismo, ninguno de ellos coloca sus argumentos de cara a la propuesta política y epistémica que acarrea su pensamiento. Finalmente, proponemos como una exposición de la doble crítica la articulación entre dos racionalidades situadas en un escenario que constituye un lugar central para comprender la interconexión de historias políticas y corrientes de pensamiento en el Sur Global. En torno al pensamiento caribeño y afrodiaspórico, la denominada razón de Calibán se articula con la razón cimarrona. La construc-

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ción de la doble crítica aparece aquí como expresión de la analéctica propuesta por Dussel y es, a su vez, un ejercicio para hacer del Sur Global el lugar desde el cual pensar la construcción de utopías modernas y transmodernas.

Crítica de la decolonialidad La reciente crítica realizada por Alberto Moreiras de los estudios decoloniales plantea la necesidad de debatir, precisamente, en torno a las acepciones que el término crítica ha recibido en las distintas propuestas teóricas latinoamericanas y, más allá de ellas, en las que se enmarcan en una producción de pensamiento desde el Sur Global. En el caso de Moreiras, el pensar en lengua española implica como punto de partida el reconocimiento de su subalternidad para, desde ese lugar, realizar el ejercicio de una reflexión contrahegemónica. Tal contrahegemonía consistiría en establecer una discursividad nueva extendida en el terreno político y teórico. El reconocimiento de la subalternidad particular de la lengua española implica eludir cualquier mímesis de los subaltern studies (Moreiras 2016: 28-29). Un sumario de la evolución del latinoamericanismo supone, para Moreiras, plantear que este se habría iniciado a finales de la década de 1940 con los estudios de área en Estados Unidos. Tal momento del latinoamericanismo estaría marcado por un paradigma filológico-literario de carácter nacionalista que se extendería hasta 1989. A partir de los años noventa, el culturalismo tendría un carácter predominante en coincidencia cronológica con los programas neoliberales en América Latina. Finalmente, en 2001 se iniciaría una reacción antineoliberal que, en la segunda década del siglo xxi, ha empezado a mostrar su agotamiento. Este tercer momento, aunque Moreiras no lo denomine así, sería el giro decolonial (Moreiras 2016: 31). Esto implica que ninguna de las tres corrientes presenta posibilidades de desarrollarse fructíferamente a futuro. Si el regionalismo crítico (de 1940 a 1989) se entendía a sí mismo como un pensamiento mundializado en su especificidad regional, el latinoamericanismo ha significado que ni siquiera un proyecto de este tipo sería

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posible, dado que el propio término latinoamericanismo está lejos de nombrar una producción real de pensamiento. Así, para Moreiras, autores como Dussel, Quijano y Mignolo han generado un impacto basado en ideologemas con dos anclas: un culturalismo que se da como reacción a la geopolítica actual y un fundamentalismo que, en forma de particularismo radical, propugna un populismo identitario (dogmático, verticalista, autoritario) que “exige ver el mundo con gafas indígenas o afro” (Moreiras 2016: 151). Tal exigencia encerraría al pensamiento decolonial dentro de la lógica de la identidad como una continuación sin ruptura con los viejos parámetros identitarios de la tradición criollo-liberal. Según Moreiras, en la tradición intelectual latinoamericana no hay otro pensamiento dominante que no sea el de la identidad,1 situación que, a su vez, alcanza para que el decolonialismo se manifieste como una especie de comunalismo: una postura “contra el Estado y la nación, contra la racionalidad occidental y occidentalizada”. Morerias identifica tres tendencias en los estudios latinoamericanistas contemporáneos: el decolonialismo comunalista, el postsubalternismo estatista y la posthegemonía (Moreiras 2016: 110-112). En este artículo solo hacemos referencia a su crítica al decolonialismo, ya que consideramos que, si bien acierta en varios puntos importantes en su crítica, mantiene una postura generalizada que, a la vez, se convierte en negación de las corrientes filosóficas y de pensamiento crítico que tienen como horizonte de sentido la decolonización y la decolonialidad. Tal comunalismo (decolonialismo) encontraría paralelo en la ideología académica, que, al menos en Estados Unidos,

1. La propuesta de Moreiras es pensar la diferencia óntico-ontológica en política (llamando a esto infrapolítica), lo que no consiste en proponer un paradigma alternativo a la identidad, sino concebir la tarea crítica desde la deconstrucción del paradigma identitario. Si bien Moreiras reconoce que sistemas de vida de pueblos indígenas pueden conllevar la pluralización ontológica de la política (como plantea Cadena 2010), no ve por qué necesariamente la política deba tener múltiples ontologías. Para Moreiras, se trata de una ontología de la diferencia expuesta en la crítica deconstructiva del principio general de equivalencia en tanto organización metafísica del mundo (Moreiras 2016: 54).

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contribuye a un desplazamiento de la crítica latinoamericanista hacia el neocomunitarismo.2 Haciendo del trabajo de Grosfoguel (2006) su punto de análisis, Moreiras planteará sus objeciones y las debilidades detectadas en los fundamentos del pensamiento decolonial. La principal objeción (y debilidad) tiene que ver con lo que identifica como el localismo radical, al que se arriba al aceptar el principio de que el pensamiento occidental se encuentra ineludiblemente atrapado en una posición imaginaria de universalidad. De hecho, el olvido de la concretización de su locación sería precisamente el poder fundacional del pensamiento occidental y, como tal, lleva a reconocer que es esencialmente imperialista. Grosfoguel hace varias alusiones al pensamiento occidental como mirada establecida desde “el ojo de Dios” (eso que Moreiras califica propiamente como postura “teoftálmica”) y a la manera como, partiendo del reconocimiento de la intersección entre geopolítica y corpopolítica, se llega a establecer que el hombre europeo introdujo hasta catorce tipos de jerarquizaciones (Moreiras 2016: 149). Esto solo puede ser expresión de un locacionismo que podría conducir a una proliferación descontrolada a la hora de establecer un nombre propio para la teoría que surge del pensamiento decolonial (“corpo-geo-sexo-neumo-racio-política sería más apropiado”, según la expresión de Moreiras).3 En última instancia, esto tampoco dice nada acerca de la formación de las sociedades colonizadas en su propia contradicción. Por lo tanto, el esencialismo de Grosfoguel consiste en un silencio con respecto al carácter de las poblaciones sobre las que actuó el hombre europeo, asumiéndolas como desjerarquizadas, autodeterminadas, pluralistas y democráticas (Moreiras 2016: 149).4

2. Moreiras no desarrolla las conexiones entre el comunalismo decolonialista y el neocomunitarismo. 3. Aunque Moreiras está advirtiendo sobre tal proliferación, delineando la trampa que implica querer ponerlo todo en un nombre, el propio Grosfoguel (2011), en una versión modificada de su artículo de 2006, habla de “sistema-mundo capitalista/patriarcal occidentalocéntrico/cristianocéntrico moderno/colonial”. 4. La crítica de Moreiras (2016) a Grosfoguel (2006) acierta en los puntos que hemos señalado hasta ahora. En los que Moreiras señala posteriormente (Moreiras 2016: 150-

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Esta crítica de Moreiras a partir del trabajo de Grosfoguel se hace extensiva a varios de los postulados básicos del enfoque decolonial. Tomando como ejemplo el trabajo de Mignolo, Jeff Browitt sostiene: Mignolo, por ejemplo, propone una lectura de la modernidad europea (o por lo menos su discurso autojustificante) como una fuerza y una epistemología que han reprimido las formas de conocimiento y de ser de los indígenas. Está bien. Es indiscutible. No obstante, esas otras formas de conocimiento no son prístinas y no están congeladas; eso sería una representación a fin de cuentas ingenua y condescendiente de las culturas indígenas (que linda con el racismo que los decolonialistas quieren evitar), porque hablan como si los indígenas no hubieran evolucionado o como si de alguna manera sus culturas fueran necesariamente igualitarias, no competitivas (complementarias) y justas, simplemente por ser no-europeas (Browitt 2014: 28).

Si volvemos a Moreiras, en su crítica al pensamiento decolonial, es posible coincidir que esta debe realizarse dentro de una crítica de

151), equipara a Grosfoguel y a Aníbal Quijano aduciendo que ambos colocan el problema de dominación por encima de la explotación, en una suerte de supremacía de la dominación cultural ante la económica. Así, para los decoloniales, la explotación sería apenas una variedad de la dominación cultural (Moreiras 2016: 151). Esta última afirmación de Moreiras es inaceptable para el caso de Quijano y, aunque de modo parcial, también lo es para el caso de Grosfoguel. Es claro que Quijano ha trabajado el problema de la explotación y la dominación precisamente en la formulación de la “colonialidad del poder” (Quijano 2000), y desde mucho antes en trabajos tales como “Polo marginal y mano de obra marginal” (originalmente escrito en 1970) y “El nuevo problema de la lucha de clases y los problemas de la revolución en América Latina” (originalmente escrito en 1974), últimamente recogidos en Quijano (2014), editado por CLACSO. En relación a Grosfoguel, aunque Moreiras tiene razón al afirmar que ha contribuido a una proliferación bastante laxa del concepto de colonialidad, no deja de lado la dinámica de la explotación, especialmente en el plano macroestructural (aunque sea cada vez de modo más abstracto). No obstante, es importante señalar que el trabajo de Grosfoguel, aunque ciertamente repara en las dinámicas de explotación, no constituye un análisis profundo ni detenido de cómo tales procesos se dan en sus particularidades y sus contradicciones y, por lo tanto, son considerablemente lejanos a la envergadura de los trabajos de Quijano (2014). Recientemente, Grosfoguel (2016) ha pretendido diferenciarse de Quijano acusándolo, esta vez, de “extractivismo epistemológico” (antes ya lo había acusado de colonial, Grosfoguel 2013). El uso fácil que Grosfoguel se permite en relación a categorías que marcan la vanguardia en el debate económico, traduciéndolas a la jerga de su proyecto intelectual, requiere un análisis aparte.

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la razón imperial que considere dos elementos como fundamentales: una crítica más allá de las identificaciones imaginarias y el cuestionamiento a la propia eficacia de la razón imperial basada en autopresentarse como historia crítica de sí misma. El pensamiento decolonial sería la formulación de estos dos aspectos operando en el campo de la producción de conocimiento. Por su esencialismo, por su lógica de la identidad, es la muestra de la eficacia de la razón imperial. Sin embargo, la salida de Moreiras elude el trabajo de asumir estos dos elementos a la hora de realizar una doble crítica de cualquier pensamiento que pretenda ser decolonizador y decolonial. Para Moreiras, se trata de establecer una suerte de nuevo regionalismo crítico desde la renuncia a toda relación ético-política (relación que, inevitablemente, es susceptible de humanismo metafísico). Se trata, asimismo, de buscar una dimensión otra de la existencia, es decir, una forma ontológica de la diferencia política, siempre prescindiendo del compromiso con un sujeto preciso de la historia, como condición necesaria para eludir el juego del todo o nada (que él plantea como el juego entre estatismo o comunidad). Por otro lado, la crítica de Browitt (2014), que, según vimos, tiene puntos de coincidencia con Moreiras, recae principalmente sobre tres puntos: la falta de reconocimiento de la existencia de varias lecturas posibles de la modernidad, la omisión de realidades en las que los indígenas asocian sus prácticas hacia una indianización de la modernidad (en lugar de resistirla) y la oposición entre marxismo y decolonialidad como estrategia para evitar discutir el problema de clase. Entonces, si bien el pensamiento decolonial ha marcado su punto límite en cuanto a la producción de reflexión crítica, es precisamente porque, en su versión esencialista, termina discriminando las corrientes de pensamiento crítico con las cuales deben establecerse puentes. Sin embargo, consideramos que las corrientes críticas no se encuentran enfrascadas en una lógica de la identidad como propone Moreiras, sino en una lógica dialéctica.5 Esta lógica dialéctica, ciertamente, resulta del

5. Uno de los puntos débiles de Moreiras es que, si bien su análisis se refiere concretamente a los trabajos de Ramón Grosfoguel y, en buena medida, a los de Walter

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proceso de reflexión que condensa el desarrollo de una lógica de la alteridad, de la dialéctica y de la doble crítica. Por lo tanto, lejos de profundizar en la generalización que Moreiras hace extensiva al latinoamericanismo actual, dentro del cual el pensamiento decolonial es una de sus formulaciones, es necesario asumir dos tareas esenciales: 1) enmarcar la crítica dentro de un paradigma más amplio de reflexión sobre la decolonización que, lejos de caer en los determinismos geográficos y esencialismos, signifique un avance en la formulación de un pensamiento del Sur Global y 2) radicalizar el problema del método en la formulación de un pensamiento crítico y de su vinculación con las dimensiones políticas y éticas. Nuestro propósito es trabajar en la medida en que ambos puntos encuentren, en la formulación de la doble crítica, posibilidades de fructificar respecto a ambas tareas.

Estudios poscoloniales y decoloniales ante la perspectiva sur Pensar la teoría crítica desde el Sur Global no puede tener un solo camino. En esta línea, queremos asumir que la crítica Sur-Sur supondrá pensar desde la experiencia situada en el medio de una relación de estrategias de poder global. La relación de tales estrategias ha tenido lugar, de manera particular, en la historia de los pueblos que comparten la experiencia de confrontar el colonialismo interno, la violencia política del colonialismo, la violencia financiera y militar de la Guerra Fría y formas de subjetivación desde la colonialidad. No obstante, el desarrollo de un pensamiento crítico del Sur Global, elaborado en función de un proyecto decolonial, implica una tarea de resignificación de lo que, hasta ahora, se ha asumido como lo decolonial.6 Precisamente, debido a la de-

Mignolo, hace sus puntos extensivos a todo el pensamiento decolonial sin considerar que, a pesar de Moreiras —y quizá del propio Grosfoguel y Mignolo—, la diversificación de los estudios sobre la colonialidad del poder y su vínculo con el proyecto decolonizador dan cuenta de su heterogeneidad, así como de la reflexión que articula la crítica de la colonialidad con otros enfoques teóricos. 6. En el marco de la diferenciación del enfoque decolonial de otros estudios realizados desde el Sur, Ramón Grosfoguel señala con respecto a los estudios subalternos

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rivación esencialista que se manifiesta en la línea criticada por Moreiras (que caracteriza al pensamiento decolonial en base a las versiones esencialistas de Grosfoguel y Mignolo),7 es necesario reinscribir la posibili-

y, de modo general, acerca de los estudios poscoloniales: “El principal proyecto del Grupo Sudasiático de Estudios Subalternos es una crítica a la historiografía colonial de Europa Occidental sobre la India y a la historiografía nacionalista eurocéntrica india del país. Pero al usar una epistemología occidental y privilegiar a Gramsci y Foucault, constreñían y limitaban la radicalidad de su crítica al eurocentrismo (Grosfoguel 2006: 20)”. Según este enfoque, una perspectiva desde el Sur Global que parta de los enfoques subalternos y poscoloniales no es viable debido a su eurocentrismo. Como contrapunto de Grosfoguel, consideramos trabajos como la teoría política poscolonial de Partha Chatterjee (2007, 2011) como fundamentados en una doble crítica en la cual, por un lado, deconstruyen y reconstruyen categorías tales como democracia y sociedad política asociadas al pensamiento occidental y, por otro lado, construyen un pensamiento crítico a partir de categorías vernáculas de comunidad e identidad del imaginario político-cultural de Bengal. En este sentido, la crítica poscolonial de Chatterjee no se distingue sustancialmente de la crítica decolonial, sino más bien constituye un ejercicio de doble crítica que facilita la construcción de conocimiento crítico en clave de Sur. La gestión para establecer una distinción categórica entre la crítica poscolonial y decolonial suele estar fundamentada tanto en una visión esencialista de dos continentes amplios y heterogéneos de pensamiento crítico como en la voluntad de algunos de anquilosar el pensamiento decolonial en un recetario para convertirlo en una ortodoxia (y, en el peor de los casos, en una mercancía académica), lo que en sí es contrario a su carácter crítico. La pretensión de montar una escuela de los decoloniales constituye un ejercicio anticrítico que, en el decir de Hugo Zemelman, busca convertir un pensar epistémico basado en el pensamiento categorial en un pensar teórico (o pseudoteórico) a partir de un pensamiento parametral. 7. En este sentido, es esclarecedor lo que menciona Browitt acerca de la acusación que Grosfoguel hace a Mignolo y a Quijano. En Martínez Andrade (2013), Grosfoguel acusa a Mignolo de “populismo epistemológico” (sin detenerse a aclarar qué debemos entender por semejante formulación) y a Qujiano de hablar desde “el ojo de Dios” y de haber, cuando menos, usurpado la reflexión de los subalternos (de las feministas chicanas, del pensamiento africano, del pensamiento negro en las Américas) para formular el concepto de colonialidad del poder. Lo que no queda claro de ninguna manera es cómo Grosfoguel se diferencia de las imputaciones que hace a los otros dos autores. Sobre esto, Browitt afirma: “A pesar de su reciente crítica a Mignolo y a Quijano (sintomático de las contradicciones del ideario decolonial), Ramón Grosfoguel peca de las mismas exageraciones y binarios” (Browitt 2014: 38-39).

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dad de la crítica a la dominación en el plano epistémico, no únicamente desde una vuelta al pasado incólume de las prácticas ancestrales, sino también al reconocimiento del carácter plenamente global de la producción de la razón, de lo político y de lo ético en el Sur. La confrontación de las ciencias sociales con el pensamiento poscolonial constituye un desafío urgente en la tarea de producir un saber que, más allá de descartar los enfoques teóricos surgidos en otros escenarios del Sur (acusándolos de recurrir a autores del canon eurocéntrico), reconozca las conexiones históricas de producción del pensamiento crítico más allá de la circulación bibliográfica. Tal tarea implica trabajar con base en que el pensamiento poscolonial ha sido para las ciencias sociales aquello que las revoluciones anticoloniales fueron de cara a los imperios (Go 2016a). Así, consideramos que la tarea de conjugar las ciencias sociales (surgidas en el imperio moderno) con el pensamiento desarrollado como crítica al imperio y sus legados pertinentes no constituye una amalgama oportunista de herramientas teóricas, sino la posibilidad de interconectar pensamientos desde una doble crítica. La conexión entre estos dos tipos de pensamiento surge del reconocimiento de la necesidad que tienen unos de otros. En la propuesta de Julian Go (2016a), la posibilidad de una tercera ola de pensamiento poscolonial estaría conectada con la decolonización de la sociología, que solo podría emerger en el marco de la producción de una sociología global (Go 2016b). A partir de los importantes planteamientos en el reciente trabajo de Julian Go, consideramos que es posible avanzar en un nuevo posicionamiento de la doble crítica en el Sur Global, siempre que se repare críticamente sobre algunos aspectos de la propuesta de este autor. Lo que Go (2016a) identifica como la primera ola de pensamiento poscolonial tendría como tema principal el anticolonialismo y la decolonización en el trabajo de autores como Frantz Fanon (1925-1961), Aimé Césaire (1913-2008), Amílcar Cabral (1924-1973), W. E. B. Du Bois (1868-1963) y C. L. R. James (1901-1989), entre otros.8 Es sig-

8. Nuestro interés en este trabajo es establecer un diálogo crítico sobre la propuesta metodológica de Go; sin embargo, es preciso señalar de entrada que Go no tiene

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nificativa la coincidencia que Du Bois, Fanon y Cabral mantienen con respecto al problema formal de la independencia y la igualdad formal, así como al futuro de la igualdad racial y los sistemas redistributivos.9 En este sentido, el pensamiento poscolonial, así como propone un mundo sin esclavitud y explotación, a la vez sugiere nuevas formas de humanidad. Los autores de la segunda ola, inspirados por los primeros, tendrán como expositores a Edward Said (1935-2003), Gayatri C. Spivak (1942-), Homi Bhabba (1949-) y Dipesh Chakrabarty (1948-), entre otros, que habrían desarrollado las ideas poscoloniales especialmente en el campo de las humanidades. Como un balance del desarrollo de los dos momentos, para Go (2016a), lo poscolonial estaría dado por constituir una posición relacional en contra y más allá del colonialismo y la cultura colonialista. No obstante, su vinculación con las ciencias sociales no ha sido fácil debido a dos presupuestos que funcionan como obstáculos epistemológicos ante la posible interacción analítica entre pensamiento poscolonial y teoría social. Esto, al menos de cara a un proyecto explícito de desarrollar el potencial de tal convergencia. En primer lugar, desde las ciencias sociales se considera que el aporte del pensamiento poscolonial no ofrece mucho más que una suerte de complicidad política para la crítica al imperialismo presente en el origen de las ciencias sociales. Sin embargo, si se va a los datos, es posible encontrar que en

en cuenta una genealogía más antigua de pensamiento decolonial que corresponde a la primera ola de decolonización localizable en la revolución haitiana y las guerras de independencia —desde Haití al resto de América Latina, a lo largo del siglo xix—, Makandal, Toussaint L’Ouverture y José Martí, todos ellos aún con sus contradicciones. Se podría realizar la crítica de la propuesta genealógica de Go en base a una genealogía latinoamericana. 9. Es importante observar que este repertorio de autores está mayormente compuesto por hombres, lo que apunta a la tendencia a construir cánones en base a lógicas patriarcales. Un ejemplo significativo de la carencia de figuras femeninas en el pensamiento y la política radical afrodiaspóricos y de sus contribuciones a lo que ahora llamamos crítica poscolonial y decolonial, de la primera mitad del siglo xx, es la intelectual Claudia Jones, quien esgrimió el importante concepto de triple opresión de la mujer trabajadora negra. Para una valorización, ver la biografía de Claudia Jones que escribió Carole Boyce-Davis (2008).

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el origen de las ciencias sociales existen también cuestionamientos radicales al imperialismo.10 Por lo tanto, las ciencias sociales no pueden ser reducidas a una sola cara de la formulación teórica. En segundo lugar, existe una atribución de incompatibilidad entre ciencias sociales y pensamiento poscolonial bajo el supuesto de que las primeras no pueden salir de su legado imperialista, mientras que el segundo tiene como materia de pensamiento esos otros postsociológicos. Buscar la interacción analítica entre pensamiento poscolonial y teoría social implica una propuesta metodológica. De este modo, la de Go es realizar una extensión de lo que él reconoce como un movimiento intelectual ya existente, que, a su entender, recibe varias denominaciones. Como indica Go: “This movement can be variously called ‘Southern Theory’, ‘epistemologies of the South,’ or ‘indigenous sociology’”, y añade: “The latest incarnation, which has received increasing attention in recent years, is seen in work by Connell (2007), Sousa Santos (2014), Jean and John Comaroff (2012), and those working in the ‘decolonial’ school such as Mignolo (2000)” (Go 2016b: 2). Construido su panorama, Go (2016a, 2016b) propone la adopción de una southern standpoint que se nutre de los postulados teóricos del perspectival realism formulado por estudios científicos feministas como los recogidos en Giere (2006) y Longino (2006). Por perspectival realism debemos entender una extensión del perspectivismo científico en tanto ontología del conocimiento que ocupa un lugar intermedio entre el objetivismo realista (como postura que asume la existencia de verdades que vienen dadas en formas de leyes a ser descubiertas) y el constructivismo radical (como postura que asume que las verdades son discursivamente construidas por los científicos). Tal lugar intermedio toma forma en la investigación y la indagación científicas, en las que se demuestra la convergencia del mundo físico y la perspectiva de los y las científicas, tomando en cuenta la perspectiva del observador como un parámetro. De esta manera, el conocimiento

10. El propio Go retoma elementos en los cuales los enfoques de Marx y Bourdieu son ejemplos claros de este punto (Go 2016a).

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no emerge en forma objetiva o subjetiva, sino en la convergencia entre la perspectiva del observador y el mundo objetivo. Go lleva tal perspectival realism al campo de las ciencias sociales para formularlo como post-positivist standpoint theory y, en la interacción entre teoría social y pensamiento poscolonial, elaborar el southern standpoint (2016b). Para nuestros fines, es importante resaltar que, en su interrogación sobre un pensamiento o teoría del Sur Global, no propone recuperar saberes sometidos que nos lleven a una suerte de neoesencialismo (en lo ya denunciado por Moreiras). Al contrario, Go se distancia de teorías como las de Raewyn Connell (2007), que, si bien cumplen una función primordial en la crítica al provincialismo de la teoría social, su propuesta de la recuperación de las sociologías indígenas recae en una suerte de relativismo que termina por deslegitimar el esfuerzo por construir una teoría desde el Sur. Para Go, esta misma crítica se puede hacer extensiva al pensamiento de Boaventura de Sousa Santos en relación a la formulación de pluriversos de conocimiento.11 Dice Go: If we refuse positivism or identity-based essentialist warrants for knowledge, we are left without criteria for adjudicating knowledge claims, except for appeals to plurality and multiplicity —or what Sousa Santos calls a “pluriverse”. The problem is that objectivity is then impossible; indeed “truth” is impossible. All we are left with are multiple perspectives from various Southern locations, and so turning South does not yield better knowledge, only relativist knowledge which can never be validated (Go 2016b: 13).

Ante la advertencia que Go plantea, su salida es la elaboración de un pensamiento que, a modo de tercera ola poscolonial, se realiza desde un subaltern standpoint (2016a) o de un southern standpoint (2016b).12 No obstante, para Go, construir un pensamiento desde el

11. Go coloca en el mismo saco a varios autores latinoamericanos. Tal reduccionismo se deriva de su falta de atención en el pensamiento que ha problematizado el tema de lo poscolonial en América Latina. 12. El hecho de que mencionemos ambos términos, subaltern y southern standpoint, se debe a la falta de una clara diferenciación en el uso de tales conceptos en el trabajo del propio autor.

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Sur Global significa producir nuevo conocimiento dentro de la siguiente línea: este proviene de nuevas perspectivas (lejos de cualquier privilegio epistemológico) y estas, a su vez, provienen de nuevos medios de observación. Para el caso de la teoría social, un social entry point of analysis o standpoint of analysis es el equivalente a una perspectiva y, como tal, puede ofrecer conocimientos diferentes. Por este motivo, en Postcolonial Thought and Social Theory (2016a), Go recurre a Frantz Fanon y W. E. B. Du Bois, mientras que en Globalizing Sociology, Turning South (2016b) recurre a Raúl Prebisch y al mismo Fanon. En ambos casos, Go pretende demostrar que ellos trabajaron en una perspectiva diferente a las dominantes en su época y que, gracias a la adopción de tal nueva perspectiva, lograron generar nuevo conocimiento. En su primer trabajo (Go 2016a: 167-173), su lectura conjunta de Fanon y Du Bois propone que el standpoint que abriría las posibilidades de un nuevo conocimiento estaría acompañado de la adjetivación subaltern. De este modo, Go plantea que el subaltern standpoint que ambos autores adoptaron, con base a la experiencia del colonialismo francés (Fanon),13 así como a la del racismo en los Estados Unidos (Du Bois),14 es lo que les permite producir un nuevo conocimiento, cuestionando el standpoint dominante. El metropolitan-imperial standpoint o standpoint dominante, para el caso de ambos autores, vendría a estar compuesto por el psicoanálisis freudiano, los enfoques funcionalistas, el marxismo o el evolucionismo social. Para Go, el trabajo de ambos permite visualizar de qué manera

13. Dice Go refiriéndose al trabajo de Fanon sobre el impacto del racismo en los pueblos colonizados: “Throughout, Fanon indeed engaged with Marxist categories as well as those of Freud. He also referred to Sartre and other Parisian writers. But he did not begin analytically with these categories. He instead started from the standpoint of the racialized colonial subject: their activities, experiences, and perceptions” (Go 2016a: 167). 14. Dice Go con respecto a la postura de Du Bois ante el biologicismo de la época: “In opposition to that standpoint, Du Bois offered an entirely different one. Rather than framing the issue of America’s freed slaves in terms of ‘The Negro problem’, Du Bois, first and foremost, asks: ‘How does it feel to be a problem?’” (Go 2016a: 168).

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el subaltern standpoint es una aproximación analítica y no una identidad o subjetividad individual (Go 2016a: 172). A partir de estos casos, Go pretende dejar claro que un subaltern standpoint permite la provincialización de categorías, la producción de sociología basada en relaciones y prácticas arraigadas en las subjetividades, cultivar nuevas teorías o conceptos acerca de objetos convencionales y redirigir la atención hacia categorías y preocupaciones que han sido ocultadas (Go 2016a: 174-181). En el segundo trabajo en el que expresa la reflexión sobre el standpoint (Go 2016b), la discusión de Fanon en consonancia con Prebisch le lleva a proponer una adjetivación diferente: esta vez se hablará de southern standpoint. Volviendo a los trabajos de Giere (2006), el perspectival realism constituye (esta vez o nuevamente) el fundamento para el southern standpoint (que tiene como elemento común con el subaltern standpoint su carácter antiesencialista): In short: the strategy is to suspend or circumvent the analytic categories constructed from the Northern-metropolitan standpoint and instead start from the ground up. Start, in brief, from the standpoint of the Southern –where “the Southern” is akin to the concept “subaltern”: it marks not a singular or essential subjectivity but a relational location from which to begin (Go 2016b: 23).

A la vez, la especificidad del southern standpoint es que tal localización se inscribe en jerarquías globales: The southern standpoint […] refers to a relational position within global hierarchies. This is a geopolitical and social position, constituted historically within broader relations of power, that embeds the viewpoint of peripheral groups […]. What constitutes a subaltern standpoint is its positionality […] It is an effect of power relations […] (Go 2016b: 21).

Dado que Go pretende introducir su aproximación a la discusión sobre la teoría en el Sur Global (eso que él considera un movimiento intelectual que aglutina la teoría del Sur, las epistemologías del Sur, las sociologías indígenas y la escuela decolonial), sus planteamientos y sus propuestas metodológicas pueden ser tomados críticamente dentro del debate sobre el pensamiento en el Sur Global. Así, el punto de partida sería precisamente someter a análisis si la teoría en el Sur

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Global apunta hacia la generación de un nuevo conocimiento, como plantea Go, o si es intrínseco al proyecto del Sur Global la producción de un pensamiento crítico. De seguro, la producción de un nuevo conocimiento, aún por la vía del southern standpoint, no puede asumirse como sinónimo de pensamiento crítico.15 En su propuesta del southern standpoint, Go se limita a cuestionar lo que él lee como una suerte de esencialismo en el pensamiento de Connell (2007) y en el de Sousa Santos (2014). No obstante, Go no se detiene a discutir las propuestas metodológicas que estos autores plantean. Así, por ejemplo, la propuesta de una sociología de las ausencias y una sociología de las emergencias de Sousa Santos (2014) no es sometida a juicio con respecto a su valor metodológico ¿Nos queda entonces asumir, por omisión, que la propuesta de De Sousa Santos estaría superada en la formulación de un southern standpoint? De ninguna manera. El caso de Sousa Santos es solo un ejemplo que permite enfatizar las diferencias entre enfoques que buscan que el Sur Global funcione como espacio de producción de nuevos conocimientos (un conocimiento desde el punto de vista del Sur), a diferencia de las propuestas que buscan contribuir al pensamiento crítico desde el Sur Global. En su propuesta, establecer una sociología de las ausencias implica no solo trabajar desde el punto de vista de sujetos que proponen una visión alternativa al punto de vista dominante, sino también analizar las causas que produjeron tal ausencia como una operación del poder económico y político que hace posible los privilegios epistemológicos.16 Esto, para enfatizar el carácter de un proyecto que considera

15. Aunque aquí estamos refiriéndonos a la propuesta metodológica de Go, consideramos que tampoco podría asumirse como movimiento intelectual la reunión de las cuatro líneas de trabajo que él recoge bajo la denominación de teorías del Sur (los títulos de las publicaciones que estos autores y autoras —Comaroff y Comaroff, Mignolo, Sousa Santos— realizan tienen más en común que los planteamientos de sus publicaciones). Tal como hemos discutido en las notas 5 y 6, la existencia de una escuela decolonial no es sostenible. 16. Es sabido, además, que el contrapunto de la sociología de las ausencias es la sociología de las emergencias (Sousa Santos 2014).

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que, si se ha de producir un pensamiento desde el Sur Global, este será pensamiento necesariamente crítico, cuyo potencial radicará en el horizonte de emancipación en el que se inscriban las luchas políticas y no en su novedad ante el punto de vista metropolitano-imperial.17 No obstante, tal pensamiento crítico requiere, como desarrollaremos más adelante, de una doble crítica, precisamente para resistirse a los esencialismos. Plantearemos que la construcción de una teoría del Sur Global ha estado históricamente vinculada a la construcción de pensamiento crítico y, como tal, su método no recae en la adopción de un southern standpoint, sino en la doble crítica. Una vez más, podríamos volver sobre la pregunta que Go, inspirado por Buroway (cit. en Go 2016b), planteaba a la teoría del Sur (concretamente, a la southern theory de Connell):18 “If there is a Southern sociology then what makes it Southern and sociological?”. Aun después de considerar que Go busca ofrecer un método dentro del debate teórico sobre las teorías del Sur, cabe preguntarle, en paráfrasis de Buroway, si el hecho de que un tipo de pensamiento sea producto

17. La lectura que Go (2016b) hace de Fanon y Prebisch ¿acaso no recae en lo que Foucault (1981) identifica como la estrategia discursiva del comentario? Esto es, decir lo que ha sido dicho y hacerlo aparecer como si fuera por primera vez dicho. 18. En su increpación a la propuesta de Connell (2007), Buroway/Holdt (2012) contrasta la generalización de Connell a la sociología del Norte con el trabajo que realiza el SWOP (Society, Work and Development Institute at the University of Witwatersrand), el cual se apropia de la teoría del Norte desde las problemáticas del Sur (en este caso, Sudáfrica y otros países africanos). De este modo, dice: “Indeed, when Southern theories travel north they often lose their radical edge, becoming domesticated in the jaws of the metropolitan university. This suggests that the real battle is not against reigning hegemonies but on the terrain of these hegemonies, appropriating, reordering and reconstructing them in new contexts. The problem is not so much with Northern theory, but with what we do with it once it arrives in the South”. Hacer pensamiento crítico desde el Sur Global ha implicado, históricamente, aquello que Buroway propone (como veremos, los trabajos del propio Enrique Dussel así lo demuestran); sin embargo, no deja de llamar la atención que Buroway, ante el dilema entre una teoría del Norte y del Sur, no complementa su postulado con el sentido inverso, esto sería, plantear el problema existente en el Norte, esto es, la naturaleza de la producción de un tipo de pensamiento que despolitiza el pensamiento producido en el Sur.

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de una localización en la jerarquía global es suficiente para considerar que un determinado punto de vista es de por sí southern.19 La respuesta a tal pregunta tiene que ver con, al menos, dos aspectos fundamentales que son limitantes en la propuesta de Go. El primero es que la formulación de un principio desde el cual analizar la producción de conocimiento en el Sur Global requiere aún de la precisión de lo que se comprende por tal término. Y, en segundo lugar, existe la necesidad de inscribir una perspectiva de análisis que se considere del Sur en la historicidad que demarca la producción de pensamiento.

Sur Global: historicidad y producción de pensamiento En los estudios recientes acerca del Sur Global, es característico empezar ubicando su dificultad para ser definido. En una breve reconstrucción de los antecedentes del término Sur Global, Arif Dirlik plantea que: The term global South —or at least the South component of it— goes back to the 1970’s and is entangled in its implications with other terms that post Worl War II modernization discourse and revolutionary movements generated to describe societies that seemed to face difficulties in achieving the economic and political goals of either capitalist or socialist modernity […]. It was popularized by the so-called Brandt Comission reports published in 1980 and 1983, both of which bore North-South in their titles. […] I am not certain when global was attached to the South to form the contemporary compound term; the predicate suggests some relationship to the discourse of globalization […]. The United Nations De-

19. A pesar de la especificidad del subaltern standpoint ante el southern standpoint que señalamos anteriormente, Go en ocasiones no los utiliza con clara diferencia. Al parecer, la inclusión de Prebisch (economista argentino) le llevó a ampliar su propuesta del standpoint hacia una nueva adjetivación (está claro que es muy difícil hacer caber a Prebisch dentro de un enfoque subalterno). Esta falta de claridad hace que el propio Go no pueda escaparse de la pregunta de Buroway, solo que, esta vez, está trasladada al campo de las perspectivas (a su lado metodológico). Lo que aparece como imperial-metropolitan pasa a denominarse northern-metropolitan.

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velopment Program initiative of 2003, Forging a Global South, has played an important part in drawing attention to the concept […] (Dirlik 2007: 12-13).

En esta línea, se puede afirmar que el término Global South tendría como antecedente al Tercer Mundo (en tanto este término identificaba a esas sociedades a las que Dirlik se refiere al inicio de la cita),20 para, posteriormente, ser propuesto en el campo de las relaciones internacionales marcadas por los discursos de la globalización de finales del siglo xx. Para López, a diferencia de la manera en que las tensiones políticas, económicas y culturales han sido motivo de los estudios sobre los discursos poscoloniales y coloniales, el Sur Global es una categoría que se define en contraposición al discurso sobre la globalización neoliberal: What defines the global South is the recognition by peoples across the planet that globalization’s promised bounties have not materialized, that it has failed as a global master narrative. The global South also marks, even celebrates, the mutual recognition among the world’s subalterns of their shared condition at the margins of the brave new neoliberal world of globalization (López 2007).

La definición de López se inscribe en el argumento presentado por Dirlik (2007) y sirve de piso para buscar los orígenes de una definición del Sur Global que, como sugiere Garland (2015), tiene sus bases en el tricontinentalismo constituido a partir de la formación de la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (OSPAAAL), acontecida en el marco de la Conferencia Tricontinental que tuvo lugar en Cuba en el año 1966, cuando ochenta y dos naciones se reunieron con el propósito de formar una alianza contra el imperialismo. A partir de las conexiones entre la OSPAAAL y el movimiento afroamericano por los derechos civiles en los Estados Unidos, Garland plantea que, a pesar de sus imperfecciones, el tricontinen-

20. La Comisión Brandt, mencionada en la cita de Dirlik (2007), es identificada por Prashad (2012) como una suerte de keynesianismo global. Prashad reconoce que tal comisión actuó dentro de un ámbito limitado por las deliberaciones del G7, la agenda interna del Reino Unido, la campaña electoral de Ronald Reagan y las presiones de los países del Norte por la reorganización del desarrollo (Prashad 2012: 70-75).

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talismo ofrece tres referentes para los estudios del Sur Global: 1) un punto de partida para el desarrollo del análisis del Sur Global en los textos fundacionales enmarcados de la Guerra Fría, 2) una clarificación del concepto de Sur Global, no como mera derivación de los estudios poscoloniales, sino precisamente como una divergencia de la poscolonialidad como categoría organizadora a partir de la recuperación de los principios del tricontinentalismo y 3) reconocer la centralidad de las tradiciones intelectuales latinoamericanas y afroamericanas, frecuentemente marginalizadas en los estudios poscoloniales. En discusiones recientes,21 el término Sur Global ha sido retomado en sentidos que lo hacen proliferar como contexto de discusión. En su comentario al libro Theories from the South (Comaroff/Comaroff 2012), Juan Obarrio (2012) señala que el término sur, si bien tiene un gran potencial heurístico, también es problemático en cuanto que podría ocluir las diferencias entre distintas regiones que, tomadas por separado, vendrían a ser formas específicas de Sur Global (p. ej., América Latina es Sur Global en una manera específica frente a África). En este sentido, Obarrio (2013) también llama la atención sobre asuntos relevantes a la hora de problematizar el Sur. Así, más allá de la cuestión de si China, India, Rusia o el sur de Europa pertenecen al Sur, lo que no se puede perder de vista es que existe una producción histórica del Sur como el territorio donde se peleó contra la abstracción diplomática de la Guerra Fría, donde se dan relaciones económicas marcadas especialmente por el endeudamiento, el desarrollo desigual y los efectos de la inequidad, la acumulación y la dominación del sistema capitalista. Pero el Sur Global no se agota ahí. Obarrio (2013) señala, además, que el Sur Global puede ser comprendido como una serie de campos que se entrecruzan de modo diferente en la producción de formas institucionales, formas de vida cotidiana y subjetividades propias. Tales

21. Para esto, véanse como muestra los artículos del simposio “Theory from the South” recogidos en la revista The Johannesburg Salon 5 (2012) o los artículos incluidos en el dosier “Diálogos del Sur. Conocimientos críticos y análisis sociopolítico entre África y América Latina”, publicados en ICONOS. Revista de Ciencias Sociales 51.

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campos, que la modernidad habría presentado como separados, se interrelacionan de manera tal que constituyen historias paralelas comparables (por la interconexión de imperialismos políticos y económicos, los colonialismos externos e internos, la conformación e interrupción del Estado-nación y el despliegue de proyectos nacional-populares). De esta manera, Sur Global también permite establecer el cruce entre diferentes campos de conocimiento, el cual vendría dado por una concepción del Sur más allá de una delimitación geográfica. Como lo afirman Cielo, Gabo y Vásquez: El Sur es una topología, un conjunto de cuestiones problemáticas, una historia de conflictos y unos vocabularios forjados alrededor de luchas anticoloniales, de gestas independentistas, de debates alrededor de la autonomía y sobre la forma Estado. El Sur es una archivo teórico, epistémico y práctico (2015: 11).

Recuperar la historicidad del Sur Global es aún una tarea a continuar. No obstante, tal como hemos señalado en las secciones anteriores, aún subyace la pregunta por la clave metodológica en la construcción de una teoría del Sur. Ante esto habría que añadir que, en el caso de los autores que analizamos a continuación, tal producción de pensamiento busca fundamentar la relación entre crítica y ética.

Crítica de la filosofía en clave de Sur: planteamientos sobre el método para una crítica decolonial Nuestro análisis sobre doble crítica y construcción de conocimiento crítico decolonial en clave Sur supone una línea de argumentación sobre la crítica en tanto categoría y práctica. Los sentidos y formas de la crítica en su diversidad histórica han sido objeto de estudio y análisis suficiente para nutrir bibliotecas. Por ende, aquí no intentaremos hacer una síntesis mínima de los sentidos y usos de la crítica, sino presentar algunas de las formas y significaciones que son pertinentes a la crítica decolonial retomando fundamentos de la lógica de liberación. La idea misma de crítica se asocia con la filosofía alemana del largo siglo xviii, sobre todo, con las tres críticas de Immanuel Kant, entre las que destaca la Crítica de la razón pura, un tratado filosófico sobre

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los fundamentos y las condiciones de posibilidad del conocimiento. En este sentido filosófico, el quehacer crítico implica una práctica rigurosamente autorreflexiva que supone la elaboración de un método que nos permita aprehender los fundamentos del conocimiento, el buen gobierno, la vida plena y la estética. Sin negar estas pretensiones de hacer ciencia en su sentido original como búsqueda sistemática de verdad, en el siglo xix Marx modifica de manera sustantiva la noción de crítica al asociarla en la tesis XI sobre Feuerbach a la praxis transformativa del sujeto histórico y, de esa manera, al proyecto de revolución. Marx caracterizó como crítica gran parte de su trabajo desde su juventud, con textos como la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, hasta Das Kapital, su obra madura, que subtituló Crítica de la economía política. Marx abrió el continente de la crítica histórica y ese registro del reconocimiento de la agencia humana como hacedora de historia. Haciendo honor a la raíz griega común de crisis y crítica, en la tradición marxista el quehacer crítico implica revelar los fundamentos de la crisis en las contradicciones inherentes al capitalismo y, así, servir de premisa para la praxis revolucionaria. En esta veta, Marx definió su praxis político-intelectual como una crítica incansable en búsqueda continua del cambio radical, lo cual implica tanto cultivar un conocimiento científico de la totalidad de la historia como potenciar las posibilidades críticas de las crisis. En esta acepción, la crítica marxista es inmanente, como observa Seyla Benhabib (1986).22 Esta racionalidad histórica crítica, que fue elaborada por el filósofo marxista húngaro Georg Lukács, sirvió de base a la teoría crítica de la escuela de Fráncfort, donde destacan los trabajos de Theodor Adorno

22. Benhabib distingue dos formas de la crítica en Hegel y Marx: crítica inmanente y crítica desfetichizadora. Por crítica inmanente se refiere a que Hegel inaugura un método que está fundamentado en el estudio, la descripción y el análisis dialéctico de las dinámicas de movimiento interno dentro de la totalidad histórica; mientras que la crítica desfetichizadora denomina el movimiento analítico de fundamentar dichas dinámicas en la praxis ontológica y gnoseológica del sujeto. Según Benhabib, Marx continúa con esa diada hegeliana de crítica inmanente y crítica desfetichizadora en su discurso crítico sobre el movimiento de la historia y, sobre todo, en su crítica del modo de producción capitalista.

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y Marx Horkheimer sobre la dialéctica negativa y la distinción entre teoría tradicional y teoría crítica. En su artículo clásico, Horkheimer (1937) argumenta que la teoría crítica implica una ruptura de la división entre sujeto y objeto y una crítica de la dominación (cultural, económica y política) en la modernidad capitalista. En gran medida, la idea misma de teoría crítica se redujo a la escuela de Fráncfort luego de su emergencia en la década de 1930 y su mudanza a los Estados Unidos durante la dominación fascista de Europa. Sin negar la importancia y la vigencia actual de la tradición marxista y, en particular, de la escuela de Fráncfort, partimos de una necesaria pluralización y mundialización de las fuentes y las formas de conocimiento crítico. Tocando ese tambor, la construcción de teorías críticas desde el Sur es fuente vital de esta suerte de interculturalización y criollización de la crítica. En esta vena, se puede ubicar el trabajo del intelectual afroestadounidense Reiland Rabaka (2008, 2010), quien presenta una tradición que denomina africana critical theory, que traducimos como ‘teoría crítica en clave de africanía’.23 Rabaka argumenta que Marx, el marxismo y la escuela de Fráncfort son referentes fundamentales pero insuficientes para la teoría crítica en clave de africanía por dos razones: primero, porque, para la tradición radical de la africanía, el problema de la dominación y de la explotación no es simplemente de clase, sino también racial y de género y, por ende, el capitalismo necesariamente se refiere al racismo, al colonialismo y al patriarcado; segundo, hay una historia de pensamiento crítico asociado a la política radical en el universo histórico de la africanía (es decir, el continente africano y la diáspora africana) que es anterior a la escuela de Fráncfort, donde se destacan figuras con W. E. B. Du Bois y C. L. R. James, que son pilares del marxismo negro, a la vez que dicha tradición tampoco se puede reducir a su componente marxista. En suma, Rabaka argumenta que la teoría crítica en clave de africanía constituye un quehacer crítico más complejo que revela la multiplicidad de formas de opresión que

23. Una traducción más literal sería teoría crítica de la africanía, pero no es solo de la africanía, sino también desde la africanía. En vista de que la complejidad de la categoría no se traduce al castellano, la traducimos con esta expresión nuestra.

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configuran la modernidad capitalista, y, en este sentido, su argumento es afín a lo que hoy denominamos “crítica decolonial en clave Sur”.24 Ahora, en el propósito de producir teorías en clave de Sur, es necesario avanzar en la formulación de que tales corrientes críticas (como la propuesta de Rabaka y otras) operan como fundamento para la inscripción del pensamiento del Sur Global en la praxis de la doble crítica. A continuación, pasamos a elaborar el concepto de doble crítica en diálogo con la filosofía de la liberación en el pensamiento de Enrique Dussel.

La filosofía de la liberación: de la dialéctica a la analéctica En su Método para una filosofía de la liberación. Superación analéctica de la dialéctica hegeliana,25 Enrique Dussel desarrolla un argumento para “la superación de la dialéctica por el planteo metafísico de la exterioridad del otro” e indica que “este corto trabajo es sólo una lejana introducción a una lógica de la analogía que se deberá escribir en el futuro”. Argumenta, además: Es necesario reformular conceptual y latinoamericanamente una cierta visión pensada de la totalidad fluyente que nos rodea: la totalidad y la alteridad en la que vivimos, para ser pensada, exige un método, y con ello queda planteada toda la cuestión dialéctica. Ese método permitirá desentrañar la totalidad y la alteridad histórica (Dussel 1974: 12).

Dussel realiza una lectura de la historia de la filosofía en clave occidental a partir de la dialéctica como método fundamental desde Platón y Aristóteles hasta Hegel y Marx. En este texto, todavía Dus24. Los feminismos negros y los decoloniales son fuentes principales de teoría compleja de la dominación, que entrelaza opresiones de clase, étnico-raciales, de sexualidad, de género y de generación y que, por ende, implica formas de crítica y de política que articulen esta multiplicidad de mediaciones de sujeción y poder que constituyen la matriz que denominamos colonialidad del poder y del saber. 25. Todas las citas son de la edición de 1974.

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sel no había hecho la lectura de Marx que hizo a partir de finales de la década de 1980, en la cual el trabajo vivo se interpreta como una fuente de exterioridad en clave levinasiana. Aquí, Dussel todavía localiza a Marx dentro de la perspectiva ontológica totalizante de corte hegeliano, mientras reconoce la perspectiva económica como contribución de Marx. En ese registro, plantea: “Esta clara visión de los condicionamientos materiales es uno de los grandes descubrimientos irreversibles de Marx. Es el mundo cotidiano, en sus estructuras concretas, existenciales, el que condiciona el pensar teórico […]. Se indica entonces la historicidad real del pensar” (Dussel 1974: 145). En sus lecturas posteriores de Marx, Dussel interpreta al pensador revolucionario alemán como transcendiendo la totalidad inmanente hegeliana en base al trabajo vivo como fuente fundamental de transcendencia, elaborando así una ética-crítica de la modernidad capitalista. Dussel plantea que el término método proviene del griego metà-hódos, significando un camino, un movimiento “radical e introductorio a lo que las cosas son” y afirma que “el descubrir el ser como proceso es un método”. Dussel entiende la dialéctica como método que, a partir de la perspectiva de la totalidad y de sus contradicciones y límites, constituye un camino que nos lleva a construir las categorías histórico-filosóficas que nos van a permitir analizar los fenómenos y los procesos que constituyen los fundamentos de la historia y de la sociedad. En este sentido, es interlocutor de Marx y Braudel, cuyos caminos hacia el conocimiento científico crítico26 llevan a construir categorías históricas27 en el contexto de la totalidad.

26. Aquí utilizamos el concepto de ciencia en el sentido filosófico-critico de aprehender los fenómenos como procesos complejos y contradictorios que son producto de la agencia histórica humana y que, por ende, pueden ser transformados por ella. Esta noción de ciencia es distinta y antitética a la acepción positivista que asume la realidad como un conjunto de hechos fijos que han de ser representados de acuerdo a un método neutral que no está mediado por relaciones de poder. 27. Hay dos condiciones claves que definen las categorías como históricas: 1) buscan entender y explicar el carácter relacional y procesual del movimiento histórico, es decir, intentan aprehender el conjunto de relaciones en la totalidad histórica como procesos complejos y cambiantes y 2) reconocen que las categorías hay que

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En diálogo con Jolif y Sartre,28 Dussel concluye que pensar dialécticamente es pensar procesualmente, “porque la totalidad no puede jamás llevarse a cabo […] el pensar dialéctico debe fundarse sobre una historia perpetuamente abierta, un proceso siempre en curso”. Esta totalidad abierta, diferenciada, a la vez producto y proceso, contingente a la cotidianidad de la praxis humana, tiene una larga historia en el marxismo y aun antes (como se evidencia en el principio veru factum formulado por Vico). En este registro Dussel, afirma: Ese horizonte mundano nunca puede ser una totalidad totalizada, absoluta. La dialéctica […] aparece, desde el comienzo, como un proceso de totalización […]. Pensar dialécticamente es entonces comprender cada forma […] como un momento del proceso que no puede ser sino indefinido, indefinidamente en suspenso, porque la totalidad no puede jamás llevarse a cabo. Es decir, el pensar dialéctico debe fundarse sobre una historia perpetuamente abierta, un proceso siempre en curso (Dussel 1974: 163-164).

Dicha totalidad histórica, abierta en tanto punto de partida de la dialéctica, sirve de condición de posibilidad de su propia superación como método. En este sentido, Dussel argumenta que “la dialéctica […], como arte crítico de la interrogación problemática, puede pensar al ámbito totalizado del mundo y destotalizarlo: la negación de la clausura es motricidad histórica”. En Hinkelammert hay un argumento afín que aboga por una dialéctica transcendental, en la cual, como argumenta Bautista (2014: 162), “la lógica que puede permitir pensar estas contradicciones es la lógica dialéctica, porque situarlas en tiempo y espacio y, por ende, no son absolutas y están inscritas por relaciones de poder que las constituyen y que ellas, a su vez, constituyen. 28. Sartre, al igual que Henri Lefebvre y Karel Kosik, desarrolla los breves, pero poderosos, argumentos de Marx que se encuentran en los Grundrisse y en partes de Das Kapital como un método progresivo-regresivo de aproximaciones que van haciendo la totalidad cada vez más compleja y concreta. Dussel (1974: 164) destaca la importancia de la praxis histórica del sujeto en Sartre al escribir: “Para Sartre es dialéctica la comprensión previa como praxis, y es igualmente dialéctico el saber que de dicha comprensión se tiene el hombre como cotidianidad o como pensar, que es el mismo a diversos niveles, es dialéctico en su esencia, porque es histórico”.

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ella […] es, en esencia, crítica de las realizaciones actuales y de las conceptualizaciones de un futuro nuevo”. Es decir, la dialéctica negativa es un recurso de método que nos permite examinar las contradicciones y los límites de la modernidad capitalista occidental, pero su propia limitación está en no poder transcender el marco categorial y los términos de la discusión de las lógicas y los horizontes de sentido de la colonialidad de la modernidad. A partir de esto, Dussel plantea la necesidad de la analéctica. A través de la incorporación de la crítica de Lévinas en Totalidad e infinito a la totalidad hegeliana y al Dasein de Heidegger, Dussel sienta las bases para lo que en ese momento fue su formulación de la dimensión analéctica en el método de la filosofía latinoamericana. La categoría de exterioridad en Lévinas postula una alteridad inasimilable, una otredad radical, a partir de la cual Dussel concluye que “el otro, como otro libre y que exige justicia, instaura una historia imprevisible. El otro como misterio es el hacia dónde, el más allá de mi mundo, que el movimiento dialéctico no pretenderá comprender como totalidad totalizada”. Por ende, “se trata ahora de dar el paso metódico esencial […]. La ontología de la identidad o de la totalidad no piensa o incluye al otro (o lo declara intrascendente para el pensar filosófico mismo)” (Dussel 1974: 170-171). Esta postulación de la Otredad oprimida como punto de partida envuelve una visión abierta de la totalidad correspondiente a una ontología de la diferencia29 que Dussel va a elaborar como una perspectiva ética y política del método y la filosofía como tal, que en su conjunto van a fundamentar su propuesta de filosofía de la liberación. Es decir, la epistemología tiene dimensiones éticas y políticas y la política envuelve e implica perspectivas gnoseológicas y, por ende, corresponde a determinados métodos con sus lógicas y sus marcos categoriales. Esta perspectiva implica postular y elaborar una lógica de la liberación y una primacía de la ética-critica (Bautista 2014).

29. Aquí hay un puente de diálogo de Dussel con Deleuze y Derrida. Dussel afirma su diferendo con la concepción de différance de Derrida y afirma que su categoría de otredad significa un modo mayor de alteridad que el significante distinto.

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En su propuesta de una lógica de la liberación, Bautista plantea que “de lo que se trataría es de demostrar que la lógica o la filosofía moderna no pueden explicar un proceso como el nuestro […] nuestra argumentación tendría que explicar, inclusive, el método, la lógica o la epistemología moderna como antecedente de otra lógica ético-critica de la liberación” (Bautista 2014: 248). El argumento de Bautista esboza la fundamentación ético-política y transontológica (más allá de la ontología de la modernidad) para un método/lógica de la liberación, lo que implica marcos categoriales, vías de investigación y racionalidades fundamentadas en los núcleos problemáticos, las historias y los saberes de los sujetos subalternados por las constelaciones de poder y de conocimiento de la modernidad/colonialidad. Con Lévinas, que postula la ética como prima filosofía, Dussel argumenta que “lo propio del método ana-léctico es que es intrínsecamente ético y no meramente teórico, como es el discurso óntico de las ciencias u ontológico de la dialéctica”. Más allá de Lévinas, argumenta: El rostro del pobre indio dominado, del mestizo oprimido, del pueblo latinoamericano es el tema de la filosofía latinoamericana. Este pensar ana-léctico, porque parte de la revelación del otro y piensa su palabra, es la filosofía latinoamericana, única y nueva, la primera realmente postmoderna y superadora de la europeidad. (Dussel 1974: 182).

La analéctica es una metódica ético-crítica desde la perspectiva de las otredades oprimidas en aras de un proyecto político de liberación. Tocando este tambor, Dussel argumenta que la filosofía latinoamericana es el pensar que sabe escuchar discipularmente la palabra analéctica, analógica del oprimido, que sabe comprometerse en el movimiento o en la movilización de la liberación” y, por ende, “el saber-oír es el momento constitutivo del método mismo; es el momento discipular del filosofar; es la condición de posibilidad del saber-interpretar para saber-servir (la erótica, la pedagógica, la política, la teológica) (Dussel 1974: 184).

Dussel presenta la analéctica como el paso metódico esencial y explica su sentido como categoría afirmando que denomina “el ser como más-alto (áno) o por sobre (aná-) la totalidad, el otro libre como ne-

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gatividad primera, es ana-lógico con respecto al ser del noeîn, de la razón hegeliana o de la com-prensión heideggeriana. La totalidad no agota los modos de decir ni de ejercer el ser” (Dussel 1974: 188). A la vez, vincula su movimiento de método desde la exterioridad a la emergencia de la teoría de la dependencia como forma de leer el mundo y sus relaciones de poder desde América Latina. En ese sentido, escribe: “Nuestra superación consistirá en repensar el discurso desde América Latina y desde la ana-logía” (Dussel 1974: 181). Es claro y explícito que el referente histórico principal en su propia biografía filosófica son las masas latinoamericanas oprimidas: El otro, para nosotros, es América Latina con respecto a la totalidad europea; es el pueblo pobre y oprimido latinoamericano con respecto a las oligarquías dominadoras y sin embargo dependientes. El método del que queremos hablar, el ana-léctico, va más allá, más arriba, viene desde un nivel más alto (aná-) que el del mero método dia-léctico. El método dia-léctico es el camino que la totalidad realiza en ella misma; desde los entes al fundamento y desde el fundamento a los entes. De lo que se trata ahora es de un método (o del explícito dominio de las condiciones de posibilidad) que parte desde el otro como libre, como un más allá del sistema de la totalidad; que parte entonces desde su palabra, desde la revelación del otro y que con-fiando en su palabra obra, trabaja, sirve, crea (Dussel 1974: 192).

El contrapunto de dialéctica y analéctica le lleva a concluir que “el método dialéctico es la expansión dominadora de la totalidad desde sí; el pasaje de la potencia al acto de lo mismo. El método analéctico es el pasaje al justo crecimiento de la totalidad desde el otro y para servir-le (al otro) creativamente” (Dussel 1974: 182). Dussel concluye que “la verdadera dialéctica tiene un punto de apoyo ana-léctico (es un movimiento ana-dia-léctico); mientras que la falsa, la dominadora e inmoral dialéctica es simplemente un movimiento conquistador: dia-léctico”.30 En palabras de Juan José Bautista:

30. Al igual que Dussel, vemos la analéctica como un quehacer más allá de la dialéctica, a la vez que articulada a ella. Las vertientes hegelianas y marxistas han trabajado por mucho tiempo la dialéctica como método en el sentido filosófico del término, es decir, como proceso y procedimiento de producción de conocimiento

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La analéctica, o ana-dia-léctica, no es otra dialéctica más, sino que es la dialéctica desfondada desde la palabra del Otro como revelación […] el Otro no es otro alter ego, sino quien ha sido negado en su humanidad por la totalidad occidental, y cuyo reconocimiento implica el cuestionamiento del carácter colonizador de la Totalidad en su conjunto (Bautista 2014: 24).

Dussel, posteriormente, remplazó el concepto posmoderno por transmodernidad y no elaboró mucho más la analéctica como método, una tarea aún importante para la filosofía de la liberación y sus posibles alcances en la construcción del pensamiento desde el Sur Global. Podría plantearse que la categoría de transmodernidad, aunque sin pretensiones de método, adquiere los valores ético-políticos y epistémicos de postular una forma de conocimiento crítico fundamentado en las múltiples alteridades en relación a la modernidad capitalista. Más aún, Dussel acuña el concepto de transmodernidad en el momento en que la fundamentación histórica de su filosofía de la liberación se mundializa, siendo este precisamente un puente básico para la construcción de conocimiento crítico en clave Sur. Consideramos al menos tres razones por las cuales es importante asumir y construir la analéctica. La primera es que, en su formulación, están puestos los fundamentos de la perspectiva decolonial en cuanto a construir un conocimiento crítico desde y con las alteridades del pensamiento y la matriz de poder constituyente de la modernidad occidental capitalista o, dicho de otra forma, del sistema-mundo moderno/colonial. Es decir, la analéctica orienta la construcción de conocimiento crítico desde los lugares de enunciación constituidos por las historias y las culturas negadas y subalternadas por la perspectiva político-epistémica de la modernidad occidental, y, por ende, implica tanto otros contenidos como otras formas metodológicas. La segunda, que las cuestiones de método son las más subdesarrolladas en la crítica decolonial que se abre camino en los terrenos políticos y académicos.

crítico. Algunas de las disquisiciones más elaboradas y profundas sobre los caminos conducentes al conocimiento crítico han girado en torno a distinguir lógica formal y lógica dialéctica y alrededor de los sentidos epistemológicos y políticos de la dialéctica.

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Y la tercera, que la ana-dia-léctica contiene la posibilidad de una metódica para la doble crítica, inmanente y transcendente, desde adentro y desde afuera de la totalidad histórica de la modernidad occidental capitalista, que es uno de los fundamentos de la crítica decolonial. En la siguiente sección discutiremos la doble crítica como una propuesta válida de critica decolonial que corresponde y se puede traducir en términos de la ana-dia-léctica de Dussel, para luego presentar esta metódica como contribución a un pensamiento crítico en el Sur Global desde una configuración histórico-cultural específica: el Caribe.

Ana-dia-léctica y doble crítica La doble crítica, como perspectiva político-epistémica y como método —en el sentido dusseliano de camino y procedimiento para la construcción de conocimiento crítico—, ha sido propuesta principalmente por el filósofo francoargelino Jacques Derrida y por el filósofo marroquí Abdelkebir al-Khatibi. Derrida es más conocido por su método deconstructivo, que parte de una crítica inmanente de las categorías y las lógicas del pensamiento occidental, y menos por la otra dimensión de su quehacer crítico, que envuelve las dimensiones institucionales que organizan el poder y que implica una crítica externa o transcendente. En esta dimensión externa de la crítica, se revela tanto la relación de Derrida con Lévinas como la dimensión política de su filosofía más allá de la discursividad. Khatibi, un pensador y escritor prolífico, con raíces en el Magreb y el islam, elabora la doble crítica esgrimiendo conceptos como pensamiento fronterizo (frontière) y pensamiento otro (pensée-autre), que luego van a ser representados y traducidos como parte del marco categorial de los trabajos sobre decolonialidad en Latinoamérica.31 En el sentido más

31. Khatibi ha sido referido principalmente por Mignolo. En Historias locales/diseños globales, Mignolo presenta a Khatibi como gestor de la doble crítica y en esa línea del pensamiento otro y del pensamiento fronterizo a partir de los lugares de enunciación que Mignolo conceptualiza como diferencia colonial. La presen-

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general, la doble crítica significa la articulación de la crítica inmanente que deconstruye e implosiona las contradicciones internas y aporías de los procesos y las categorías dentro de un universo particular, mientras la crítica externa se efectúa desde lugares de enunciación que corresponden a historias y a culturas con sus propios conocimientos, lógicas y categorías que son negadas y subalternadas en los registros hegemónicos de poder y saber.32 La doble crítica en Khatibi avanza aún más, postulándose como una suerte de camino crítico pluritópico permanente. Khatibi define la doble crítica como mise en crise, o sea, una constante provocación de crisis, un desafío continuo donde se cuestiona tanto a sí mismo como a su objeto, donde la crítica es doble porque es crítica tanto de la ley intrínseca como de la ley societal. En este sentido, la doble crítica implica procesos no solo de confrontación y conflicto, sino también de doble traducción y negociación en aras de la decolonización y la liberación. En el lenguaje caribeño de Glissant, esta significación de la doble crítica corresponde a la criollización entendida como un continuo proceso de autocrítica y recreación, como transformación sustantiva decolonial, tanto de forma como de contenido. tación que hace Mignolo del trabajo de Kahtibi en gran medida recoge la complejidad de su método de doble crítica, pero el concepto de diferencia colonial de Mignolo tiende a la esencialización, como ha argumentado Franzé. 32. Mignolo (2000) hace una presentación justa y compleja de los significados y los usos de la doble crítica en Khatibi en su libro Historias locales/diseños globales. Sin embargo, su concepto de diferencia colonial se postula, como bien argumenta Franzé (2013), debido a “una ambigüedad entre contingencia y esencialismo que acaba decantándose del lado de este último”, lo que le sitúa en una lógica esencialista contraria al sentido fundamental de la doble crítica. En la misma discusión, Mignolo se refiere a la creolización como una fuente de pensamiento otro, pero los argumentos de creolización implican una conceptualización mucho más fluida y compleja de los procesos de identificación y de las formas y prácticas culturales, como claramente argumentan Glissant y Hall. En este sentido, se podría decir que las críticas de Moreiras al caracterizar la crítica decolonial como una búsqueda de identidad, si bien pueden tener un núcleo de verdad contra las líneas de argumentación de Grofoguel y Mignolo, son claramente equívocas en referencia a los argumentos basados en procesos de doble crítica, tales como los feminismos decoloniales.

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El mismo Khatibi (1985) demuestra este ejercicio cuando, rehusando considerar a Marx el expositor de un etnocentrismo asesino (murderous ethnocentrism), hace de este el referente para señalar los puntos en que el conocimiento, producido por la sociología árabe, constituye una adaptación ideológica de conceptos metafísicos (incluso cuando se trate de sociología árabe marxista).33 Tal tarea implica una crítica tanto de las formas del poder y de los modos de conocimiento orientalistas como de los esencialismos locales del islam y el Magreb. Este doble movimiento crítico envuelve una suerte de deconstrucción interna al pensamiento y a la política occidental, así como a espacios discursivos e históricos relativamente exteriores, como el Magreb y el islam. No obstante, el propio Khatibi pregunta a sus lectores: ¿Acaso no es la doble crítica simplemente la estrategia de toda crítica? Toda crítica es doble: descompone su objeto de análisis a la vez que se aleja de él, y así sugiere otros señalamientos, otros caminos para su desarrollo. ¿No constituye entonces esto un vaivén? Un momento, utilizar el Oriente contra Occidente y, al minuto siguiente, realizar lo contrario, en una suerte de duplicidad enferma? (Khatibi 1985: 16).

Cualquier respuesta a esta pregunta no dependerá de la voluntad individual. La doble crítica implica procesos no solo de confrontación y conflicto, sino también de doble traducción y negociación. En esto radica para Khatibi la fuerza de la doble crítica: en la traducción universal de sistemas de sentido, en la que cada sociedad o grupo de sociedades representa un momento de tal universalización, a la vez que se transforman activamente. ¿Puede ser la ana-dia-léctica dusseliana trabajada como doble crítica, tanto en su metódica como en su proyecto ético-político? Afinando esa clave, Dussel dice: “La ana-léctica […] es entonces una económica (un poner la naturaleza al servicio del otro), una erótica y una política” (Dussel 1974: 182). En la medida que marca su lugar 33. Khatibi explica esto demostrando cómo los sociólogos árabes trabajan con conceptos tomados de Ibn Khaldun —solidaridad socioagnóstica/solidaridad de clientelas políticas—, que resalta la pregunta sobre cómo el pensamiento dialéctico se plantea la integración de un discurso posicionado entre la teología y la dialéctica especulativa.

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de enunciación, “pensar ana-léctico, porque parte de la revelación del otro y piensa su palabra, es la filosofía latinoamericana” (Dussel 1974: 182), escribe Dussel. Varios años después, Dussel (1998) elabora el concepto de transmodernidad para mundializar el proyecto: Trans-modernidad como proyecto mundial de liberación (y no como proyecto universal unívoco, que no es sino imposición violenta sobre el Otro de la razón particular de Europa, del machismo unilateral, del racismo blanco, de la cultura occidental como humana en general). […] El proyecto transmoderno […] es correalización de solidaridad, que hemos llamado ana-léctica (o ana-lógica, sincrética, híbrida, o mestiza) (Dussel 1998: 56).

Siguiendo ese ritmo, en la siguiente sección haremos un esbozo de un camino de la ana-dia-léctica/doble crítica situándonos en el Caribe, en tanto configuración específica del Sur Global.

Razón de Calibán y razón cimarrona de Exu-Elegguá: la doble crítica en el pensamiento afrodiaspórico del Caribe La ana-dia-léctica/doble crítica constituye una lógica de construcción de conocimiento y, por ende, de identificación e interpretación cultural, afín a lo que el intelectual martiniqués Édouard Glissant denominó creolización. Glissant argumenta que la creolización es un proceso de contención enmarcado en la historia de esclavitud, terror racial y supervivencia subalterna en el Caribe que envuelve una suma de conflictos, traumas, rupturas y las violencias del desarraigo. En esa clave, lo distingue tanto de simples procesos de articulación lingüística como de mestizajes culturales y genéticos.34 Glissant (1990, 1999, 2008) fundamenta la creolización en el principio de la diversidad caribeña, cuya complejidad y fluidez ha de investigarse con una analítica de la transversalidad y una poética de la relación. En esta cadencia de ritmo, “la creolización es impredecible, no produce síntesis, es un proceso conti34. Preferimos utilizar el término creolización, adaptado del francés, que criollización, que sería más adecuado en castellano, precisamente para representar la particularidad epistémica y política de la categoría acuñada por Glissant.

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nuo, fluido y contradictorio” (Glissant 2008: 81). Esto no implica que la creolización signifique “un desarraigo, una pérdida de visión, una suspensión del sentido de ser porque la transitoriedad no es búsqueda errante y la diversidad no es dilución” (Glissant 2008: 82). Entonando este son, Glissant argumenta que la ambigüedad fue la primera estrategia de supervivencia en “el universo silente de la plantación”, donde “la expresión oral, la única posible para los esclavizados, se organizó de manera discontinua, así que la discontinuidad es lucha, la misma discontinuidad que fue puesta en acción por ese otro desvío que conocemos como cimarronaje como magna expresión de la ambigüedad y discontinuidad del proceso de creolización” (Glissant 2008: 85). Esto le lleva a concluir que la ambigüedad y la fluidez de la creolización no son signo de debilidad, sino de “una concepción de identidad sin precedentes” (Glissant 2008: 89). Los procesos de identificación que constituyen identidades caribeñas y afrodiaspóricas se pueden interpretar como dinámicas de creolización. La diáspora se forja a través de procesos de creolización que, como tales, son ambiguos, abiertos, fluidos, sin dejar de articular identidades afrodiaspóricas y sus espacios propios de creación cultural, producción intelectual y acción política (Laó-Montes 2007). En esta clave, las dinámicas de creolización que constituyen la diáspora son contrapuntuales, en la medida en que no forman un todo sistemático y coherente, sino una constelación de redes, relaciones y viajes; articulan ideas, acciones colectivas, prácticas culturales y estéticas, ideologías y proyectos políticos y formas de familiaridad que se conjugan de manera discontinua y contradictoria pero permanente y potente. En este sentido, las construcciones de identidad, cultura y región en el Caribe son antitéticas a la lógica de identidad con la cual Moreiras caracteriza el latinoamericanismo. Conceptualizar mínimamente el Caribe requiere un regionalismo crítico donde las resemblanzas familiares que lo constituyen como región-mundo se fundamentan en una lógica de la diferencia (Laó-Montes 2005).35

35. Michel-Rolph Trouillot (1992) conceptualiza la lógica de similitudes en la diferencia que constituyen el Caribe como región a partir del concepto de resemblan-

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El Caribe, como primera otredad constitutiva de Occidente donde, como afirma Dussel, se inventó la modernidad como fenómeno transatlántico, ha sido un laboratorio de modernidades alternas desde el siglo xvi.36 En su larga duración como universo histórico moderno/colonial, el Caribe ha sido escenario de construcción de una pluralidad de discursos críticos, políticas y lógicas de liberación. En Caribbean Critique, Nick Nesbitt (2013) formula un argumento a favor de lo que denomina “crítica caribeña”. Nesbitt busca “desde una perspectiva filosófica […] definir y analizar las contribuciones de pensadores del Caribe francófono a la teoría crítica pos-Kantiana […] como un proyecto de razón práctica buscando, como Marx argumentó, no meramente describir el mundo, sino cambiarlo”. En este registro, argumenta que la crítica caribeña “construye y dialoga con la tradición crítica occidental desde Rousseau, Hegel, Marx y Sartre” (Nesbitt 2013: 5), a la vez que está “situada en historias africano-caribeñas de esclavitud, imperialismo y sus civilizaciones: espiritualidades, formas políticas, estéticas, filosofías, etc.”. En esta vena, Nesbitt plantea que “la crítica caribeña constituye una política materialista que invierte de sentidos categorías como libertad, igualdad, justicia, emancipación y verdad” (Nesbitt 2013: 3). De acuerdo a esta lógica, su concepción de crítica caribeña es exclusivamente inmanente y queda fuera de nuestro método de doble crítica. En esta línea, Nesbitt escribe: “La prescripción de justicia universal como igualdad, predicada en la destrucción de la esclavitud, apareció completamente formada

zas familiares que acuñó el filósofo Ludwig Wittgenstein para referirse a las familias lingüísticas. En clave análoga, Antonio Benítez-Rojo (1989) conceptualizó el Caribe como una isla que se repite de manera similar pero distinta en cada una de las encarnaciones caribeñas, tanto en las Antillas como en los Caribes continentales y en las diásporas caribeñas en Europa y los Estados Unidos. 36. Dussel planteó su famosa frase “la modernidad se inventó en el Caribe” en su conferencia magistral en la primera reunión de la Asociación de Filosofía del Caribe. Peter Hulme demuestra como los relatos construidos a principios de la conquista y la colonización de las Américas sobre los sujetos y los territorios denominados caribeños constituyeron los primeros discursos de otredad colonial que fueron constitutivos del emergente ego imperial europeo.

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como crítica inmanente desde los primeros momentos de la revolución haitiana” (Nesbitt 2013: 1). Paradójicamente, Nesbitt (2008), en su libro sobre la revolución haitiana, admite fuentes africanas como los discursos de derechos humanos islámicos y las concepciones vernáculas de libertad de los cimarrones, pero, en este libro, termina reduciendo las fuentes de crítica caribeña a lo que denomina la “ilustración radical”, incluso debatiendo la idea de Trouillot de que la gesta haitiana era impensable en los horizontes de pensamiento occidental del siglo xviii.37 El Caribe y sus discursos críticos se han pensado a partir de la metáfora-concepto de Calibán. A contrapunto de Nesbitt, argumentamos que la crítica caribeña se fundamenta entre la razón de Calibán y las racionalidades vernáculas en el mundo afro.38 En este sentido, las fuentes de filosofía y de pensamiento crítico no son solo letradas ni proceden necesariamente de la tradición de pensamiento occidental. Como argumenta el crítico y poeta cubano Roberto Fernández Retamar (2003), “Próspero, como bien sabemos, le enseñó el idioma a Calibán, y consecuentemente le dio nombre. ¿Pero es ese su verdadero nombre? […] Asumir nuestra condición de Calibán implica repensar nuestra historia desde el otro lado, desde el otro protagonista”. En este ensayo clásico, Fernández Retamar rescata la figura de Calibán, el personaje de La tempestad de Shakespeare que representa al nativo salvaje en una isla del Caribe y que aprende a maldecir al amo (Próspero) con el mismo lenguaje que este le enseña, emblemático de una 37. Un diálogo crítico con los argumentos de Nesbitt está más allá de los objetivos de este artículo, pero es preciso observar que su crítica de Trouillot es problemática, ya que, mientras Nesbitt sostiene que la revolución haitiana fue un hecho registrado y temido en Europa (un argumento óntico), el planteamiento de Trouillot es que la capacidad de triunfo y autogobierno de los africanos era impensable (un postulado epistémico) en los horizontes de sentido de los discursos occidentalistas, en los cuales los africanos eran menos que humanos. 38. El contrapunto como método clave en la investigación y la crítica (pos)decolonial es elaborado de manera magistral por Fernando Ortiz en su clásico Contrapunteo cubano de azúcar y tabaco. Said también entiende el contrapunteo como estrategia de análisis crítico comparado. El contrapunteo como método se elabora y ejemplifica en Agustín Laó-Montes (2017).

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postura decolonizadora en contra de la opresión imperial europea y norteamericana y fundamento de una perspectiva político-epistémica desde la óptica y la agencia histórica de los oprimidos de la región que Martí denominó “nuestra América”. En armonía contrapuntual, el chicano José David Saldívar (1991) identifica la escuela de Calibán como un pilar para la dialéctica de nuestra América que se expande a los latinos del Norte. Como Saldívar demuestra, la figura de Calibán sirve de puente entre los latinos de/en Estados Unidos, América Latina al sur del Río Grande, el Caribe múltiple y las diásporas afroamericanas, constituyendo una geografía más amplia de nuestra América. Aquí, Saldívar, en tanto chicano residente en los Estados Unidos, se podría caracterizar como un crítico del Sur Global situado en el Norte imperial continental. Más recientemente, el autor esgrime el concepto de americanity (Saldívar 2011), acuñado por Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein, para conceptualizar la emergencia de la colonialidad en el nuevo universo histórico denominado las Américas desde el largo siglo xvi. No obstante, cabe decir entonces que el Sur de Saldívar es (todavía) americano, mientras en otras claves caribeñas y de la africanía se articulan sures globales. Caracterizamos la razón de Calibán como crítica inmanente que desafía las formas de dominación y las lógicas epistémicas occidentales, en gran medida utilizando sus lenguajes y sus metodologías, sus categorías y sus lógicas. Esto promueve un tipo de intelectual que en el universo afrodiaspórico el filósofo jamaiquino Anthony Bogues (2003) ha llamado “herejes”, en el sentido positivo de criticar, transgredir y buscar superar la colonialidad del poder y del saber, parcialmente a partir del proyecto emancipador de la modernidad. En esta clave, la africanía se entiende de acuerdo a la expresión de C. L. R. James que localiza el Caribe “como dentro de Occidente, pero no como parte de él”. La crítica inmanente (o deconstructiva) corresponde principalmente a la actividad de intelectuales letrados afrodiaspóricos como W. E. B. Du Bois, C. L. R. James, Aimé Césaire, Frantz Fanon, Sylvia Wynter y Angela Davis, que han ganado maestría de las tradiciones occidentales para cuestionarlas y proveer alternativas, forjando una tradición propia de pensamiento, investigación, creación cultural y

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práctica política a partir de la razón de Calibán. Dos ejemplos significativos de cómo invertir de contenido la dialéctica desde la diferencia colonial y étnico-racial son la racialización de la dialéctica marxista por C. L. R. James y la inversión de la fenomenología existencialista de contenidos decoloniales y antirracistas por Frantz Fanon. La otra faceta del contrapunto, de la doble critica, en la formulación de Bogues es representada por intelectuales afrodiaspóricos que este cataloga como “profetas”, aquellos que, en base a su maestría del pensamiento propio y las prácticas vernáculas, desarrollan perspectivas críticas y alternativas político-culturales fundamentadas en los modos de vida y las cosmovisiones del mundo afro. Esta vertiente, que corresponde a lo que se ha llamado crítica externa (o desde la exterioridad, desde las otredades subalternadas por la colonialidad del poder y del saber), es clave en el proyecto epistémico y ético-político que denominamos crítica decolonial. Como ha sido ampliamente demostrado, las prácticas culturales, las corrientes intelectuales y los movimientos sociales de la africanía han sido protagonistas de las luchas por la decolonización y la liberación a través de la larga duración de los procesos de globalización del sistema-mundo moderno/colonial capitalista. Por ende, es importante estudiar sus formas de pensamiento y de política, sus modos de organización y sus repertorios de acción, sus marcos categoriales y sus lógicas, sus horizontes de sentido y sus racionalidades de vida. La crítica vernácula externa, enunciada desde la diferencia colonial cuya corporalidad es erotizada y racializada, no se concentra en la ciudad letrada o república de las letras, sino que construye saberes sistemáticos de corte tanto teórico como pragmático, desde la oralidad y en relación a la escritura, y produce conocimiento no solo a partir de los sentidos y la razón lógica, sino también fundamentado en sabidurías populares, estéticas, espirituales y teológicas. Bogues incluye bajo este rubro intelectuales rastafari y genios musicales que han inspirado luchas de liberación, como Bob Marley. De manera análoga, el filósofo trinitario Grant Farred (2003) califica a Mohamed Alí como un “intelectual vernáculo” que esgrimió un análisis crítico en sus alocuciones públicas de la opresión racial, la guerra imperial y el consumismo capitalista estadounidense.

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Como contrapunto a la metáfora-concepto Calibán como figura paradigmática de la crítica inmanente, aparecen una serie de personajes conceptuales y tradiciones filosóficas, estéticas y teológicas con los que podemos representar el pensamiento vernáculo, los saberes ancestrales diaspóricos y las teorías críticas en clave de africanía y caribeñidad.39 En este artículo destacamos dos: 1) el orisha, que en la tradición yoruba continental es Exu-Eleggbara; en Cuba, Elegguá y en Brasil, Exu y 2) el cimarronaje, como praxis de liberación que construye espacios propios y pensamiento casa adentro.40 A dicho conjunto de perspectivas político-epistémicas y de prácticas discursivas vernáculas en clave de africanía crítica lo denominaremos razón de Exu-Elegguá y razón cimarrona. En la cosmovisión yoruba, Exu-Eleggbara o Elegguá es el que abre y cierra los caminos y es el orisha, cuyos caracoles presiden el Dilogún como sistema de comunicación y adivinación, y, por eso, es quien descifra los mensajes de las fuerzas espirituales (los egguns) y divinas (los

39. No pretendemos realizar una cartografía y mucho menos una genealogía de los conceptos-metáfora personales conceptuales, tradiciones de pensamiento vernáculo en los horizontes de la africanía, solo plantear la cuestión de la doble crítica y relacionarla con los contrapunteos diaspóricos que orientan este libro. Por eso no discutimos algunas contribuciones fundamentales, como la elaboración que hace el intelectual afrocolombiano Manuel Zapata Olivella del principio filosófico bantú del Muntu; por otro lado, también sería necesario realizar lecturas contrapuntuales de cómo se usa y define el concepto-metáfora Calibán y sus diferencias en el tiempo y el espacio, por ejemplo, entre el ensayista uruguayo José Enrique Rodó y el poeta nicaragüense Rubén Darío en el cambio del siglo xix al xx; en los intelectuales afrodescendientes del Caribe anglófono George Lamming, Kamau Brathways, C. L. R. James y Sylvia Wynter desde la década de 1960, y en el escritor cubano Fernández Retamar a partir de 1970. 40. La distinción entre casa adentro y casa afuera en relación al mundo afro se la debemos al intelectual afroecuatoriano Juan García, quien, de esa manera, distingue dos espacios de pensamiento y política afroamericana que en su argumento implican categorías, estrategias y discursos propios de cada escenario. Traducimos dicha distinción de García como una forma de la doble crítica donde la razón cimarrona representa las categorías y las formas de pensamiento casa adentro, que se articulan con la razón de Calibán/casa afuera para constituir el doble movimiento crítico. Ver Walsh/García (2007).

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orishas). Es así que Elegguá o Exu sirve tanto de principio ontológico (los caminos de la vida) como de principio epistemológico (descifrar los códigos interpretativos). En este sentido, Exu-Elegguá es análogo a Hermes en la cosmovisión de la Antigüedad griega. Entonando ese ritmo, el intelectual afroestadounidense Henry Louis Gates (2014) postula a Exu-Eleggbara como fundamento vernáculo para una crítica cultural afrodiaspórica afín a la figura de Hermes en el panteón griego. Exu-Elegguá es el arquetipo de los dilemas y las posibilidades existenciales y, por eso, su lugar arquetípico es la encrucijada de caminos. En ese registro, significa tanto la encrucijada de caminos que constituyen los espacios plurales de las diásporas africanas globales como las perspectivas críticas, los códigos semióticos y las maneras de leer y escribir en claves vernáculas de la africanía, tal como lo plantearía Aimé Césaire. En su Tempestad negra, una reescritura de la obra de Shakespeare, Aimé Césaire crea un nuevo personaje llamado Exu, quien, al hablar, enuncia el vocablo uhuru, que significa ‘libertad’ en suajili. La tempestad de Césaire es ejemplo elocuente de articulación de doble crítica, porque, mientras que los personajes de la obra de Shakespeare, al ser negros y mulatos, tienen un carácter distinto, son nombrados y hablan el lenguaje del amo, Exu no es nombrado ni es hablante de un idioma occidental. Esta obra de teatro de Césaire es un ejemplo claro del ejercicio de la doble crítica en clave afrocaribeña. Exu, que es el orisha del entrelace de caminos, representa un territorio fronterizo de encrucijadas Sur-Sur entre el Caribe, el continente africano y la diáspora africana a través de las Américas y Europa. La, originalmente, denominación negativa de cimarrones a los esclavizados que escapaban del régimen esclavista y construían espacios propios de libertad dio cabida a que hoy hablemos de cualquier acto de resistencia afrodescendiente como una acción cimarrona. En esa clave, cabe distinguir el cimarronaje como hecho histórico tanto de fuga individual (como se relata, por ejemplo, en la Biografía de un cimarrón de Miguel Barnet) como de fundación de sociedades cimarronas llamadas cumbes, quilombos o palenques. El cimarronaje como práctica decolonial constituye una larga tradición crítica en la creación cultural y en la producción intelectual

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afrocaribeña desde Aimé Césaire, Édouard Glissant y C. L. R. James hasta Ángel Quintero Rivera, Ana Cairo y José Luciano Franco. En toda esta tradición, el cimarronaje representa las racionalidades de vida, los modos de pensamiento, las formas estéticas y los proyectos de liberación surgidos casa adentro de nuestra Afroamérica y que constituyen desafíos y alternativas a la colonialidad del poder y del saber. En su Freedom as Marronage (Libertad como cimarronaje), Neil Roberts (2015) teoriza el cimarronaje como proyecto político y epistémico fundamentado en las experiencias y los saberes afroamericanos, como prácticas de liberación que constituyen formas vernáculas de significar e implementar el principio ético-político de la libertad, transcendiendo la mera dialéctica de esclavitud y libertad que informa la teoría política occidental desde el liberalismo clásico. En esa misma tonalidad, entendemos el cimarronaje como hecho histórico y recurso político de liberación y pensamiento crítico en clave de Sur. Tocando ese tambor, postulamos el concepto de razón cimarrona para significar una larga tradición de construcción de conocimiento crítico y política de liberación a partir de la pluralidad de historias, saberes, estéticas, espiritualidades y luchas de los sujetos y los territorios de la africanía global. La razón cimarrona, en tanto doble crítica en clave de Sur y expresiones de conocimiento crítico desde el Sur, se ejerce cotidianamente y, por ende, hay infinidad de ejemplos. Para mencionar un caso, el trabajo de Joel James Figarola La brujería cubana. El Palo Monte: introducción al pensamiento abstracto de la cubanía (2009), donde el autor elabora un argumento sobre los valores filosóficos y políticos de la religiosidad afrocubana denominada Palo Monte, combinando un análisis sistemático de sus categorías vernáculas y sus prácticas litúrgicas con una metodología de interpretación histórica de corte marxista para demostrar cómo estas espiritualidades han constituido modos de autoafirmación y de lucha que han sido claves en las gestas por la liberación en Cuba, al menos desde el siglo xviii. Joel James Figarola (2009) argumenta que la filosofía congocubana del Palo Monte se fundamenta en principios ontoexistenciales de continuidad entre vida y muerte, y en un comunitarismo, que han constituido modos de resistencia y formas de solidaridad que han nu-

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trido las gestas contra el colonialismo y a favor de la construcción de una comunidad horizontal, siendo así un pilar de la construcción de lo nacional-popular en Cuba. A su vez, hace un desglose sistemático de las categorías fundamentales —como Inzambi, el dios supremo que es fuerza vital omnipresente y entidad inalcanzable, y Nganga, centro de poder espiritual que articula la comunidad y es repositorio de la memoria ancestral de africanía y cubanía—, que constituyen la religiosidad del Palo Monte como una expresión de filosofía ontoexistencial y política de liberación. Si bien Joel James Figarola escribe, en parte, desde adentro de la religiosidad del Palo Monte, que históricamente ha sido excluida y primitivizada, hurgando en su racionalidad teológica, ética y política, a contracorriente del régimen hegemónico racista y occidentalista, también se pone en diálogo activo con la tradición crítica occidental en su vertiente hegeliana y marxista; sirve como una especie de doble traductor, precisamente porque ejerce la doble crítica. En estas investigaciones de James Figarola, se conjuga un análisis sistemático de la filosofía inscrita en la cosmovisión Congo y las prácticas de espiritualidad del Palo Monte con un análisis marxista de las dinámicas de luchas de clase y gestas antiimperialistas y de los asociados conflictos culturales y raciales que informan los cambios históricos significativos (como la coyuntura revolucionaria de 1868-1898 y la revolución que triunfa en 1959) en la historia de Cuba, el Caribe y el mundo. A partir de esa articulación de la razón de Calibán y la razón cimarrona es que James Figarola caracteriza su versión subalternada de la historia de Cuba como una Gran Nganga. Aquí no se busca rescatar una identidad prístina ni reconocer una herencia subalterna auténticamente africana, sino darle un justo reconocimiento a saberes y prácticas subyugadas que han tenido importancia vital en los escenarios históricos que han compuesto la vida cubana. La filosofía y la política de liberación, encarnadas en la teología y la praxis del Palo Monte, nutren una razón cimarrona que, puesta en diálogo con la razón de Calibán en la obra de Joel James Figarola, configura un poderoso ejercicio de doble crítica, pertinente no solo para Cuba, sino también para la perspectiva Sur-Sur; esto, a la luz tanto de la creciente globalización de las religiosidades afrocubanas como

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del argumento más general de la doble crítica como recurso clave de construcción de pensamiento crítico que venimos esgrimiendo.41 Poderosas vertientes del feminismo negro también ejercitan una praxis de doble crítica combinando elementos de espiritualidades de matriz africana con crítica decolonial.42 El ejercicio de la doble crítica se expresa de otra manera en la obra de Audre Lorde (1983), quien, en un discutido artículo titulado “The Master’s Tools Will Never Dismantle the Master’s House”, cuestiona la posibilidad de transformación profunda del orden imperante de saber/poder, donde prima la supremacía blanco-occidental, a partir de las categorías, los métodos, las lógicas y las formas de representación y de reconocimiento instituidas por dicho régimen. Tal cuestionamiento se expresa en su crítica a una conferencia del Instituto de Humanidades de la Universidad de Nueva York que versó sobre el papel de la diferencia en las constelaciones feministas y que, sin embargo, relegó a las mujeres negras a una mesa de cierre. Aquí observamos que, contrario a planteamientos como el de Moreiras, el argumento de Lorde sobre el significado vital de la experiencia para la construcción de conocimiento crítico no es

41. En la Casa del Caribe de Santiago de Cuba, institución de la cual Joel James Figarola fue fundador y dirigió hasta su muerte en el 2006, se promueven diálogos entre el pensamiento crítico occidental (por ejemplo, variantes del marxismo latinoamericano y la crítica decolonial cubana a partir de José Martí) con el pensamiento y la política inscritos en las espiritualidades afrocubanas. Un espacio significativo en dichos diálogos es el Taller de Religiosidad Popular del Festival del Caribe, un encuentro anual donde conversan y debaten intelectuales académicos, intelectuales vernáculos (a quienes James Figarola llamó “intelectuales portadores de cultura popular tradicional cubana”) y otros que conjugan los dos saberes en una suerte de maridaje pragmático entre la razón de Calibán y la razón cimarrona de Exu-Elegguá. 42. Aunque a continuación se presenta el caso de la obra de Audre Lorde, podríamos también haber traído a lectura el caso de Jacqui Alexander, que concluye su libro Pedagogies of Crossing (2006) con un argumento en aras de una pedagogía de lo sagrado que postula cómo, en los entrecruces de caminos que constituyen las rutas de viaje y la vida del Atlántico Negro, se entretejen las prácticas de espiritualidad de matriz africana (como la religiosidad yoruba y el vodún) con acciones colectivas contra las cadenas de la colonialidad (opresiones de clase, género, sexualidad, raza) en el quehacer crítico y las políticas de liberación.

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esencialista. Lorde no esencializa las mujeres negras ni el feminismo negro poscolonial, sino que plantea que la aseveración y el debate de múltiples perspectivas y voces a partir de la pluralidad de lugares de enunciación es tarea fundamental de la crítica para combatir el orden de poder esencialista de carácter monológico que tiende a excluir a las mujeres negras hasta de escenarios donde se discuten sus perspectivas críticas. En esta clave, no se promueve una simple política de identidad, sino de alteridad, ni una afirmación ingenua de la autoridad de la experiencia, sino un reconocimiento de la importancia de la experiencia vivida en la construcción colectiva del conocimiento crítico. Lo que encontramos en Lorde es un argumento a favor de un diálogo crítico continuo de carácter complejo y heterogéneo. Aquí, la doble crítica implica tanto deconstruir las herramientas del amo como reconstruir los marcos categoriales y las lógicas de pensamiento y de política desde fuentes que transciendan los discursos y los métodos que priman tanto en la academia como en el sentido común hegemónico.

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Mignolo, Walter (2000). Local Histories/Global Designs. Coloniality, Subaltern Knowledges, and Border Thinking. Princeton: Princeton University Press. Moreiras, Alberto (2016). Marranismo e inscripción, o el abandono de la conciencia desdichada. Madrid: Escolar y Mayo. Nesbitt, Nick (2008). Universal Emancipation. The Haitian Revolution and the Radical Enlightenment. Charlottesville: University of Virginia. — (2013). Caribbean Critique: Antillean Critical Theory from Toussaint to Glissant. Liverpool: Liverpool University Press. Obarrio, Juan (2012). “Symposium ‘Theory from the South’”. En: The Johannesburg Salon 5, 5-9. — (2013). “Pensar al Sur”. En: Revista Intersticios de la Política y la Cultura 2.3, 5-13. Ortiz, Fernando (1963). Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. La Habana: Consejo Nacional de Cultura. Prashad, Vijay (2012). The Poorer Nations. A Possible History of the Global South. London: Verso. Quijano, Aníbal (2000). “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”. En: Lander, Edgardo (ed.). La colonialidad del saber. Eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO, 201-235. — (2014). Cuestiones y horizontes de la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder. Buenos Aires: CLACSO. Rabaka, Reiland (2008). W. E. B. Du Bois and the Problems of the Twenty-First Century. An Essay on Africana Critical Theory. Lanham: Lexington Books. — (2010). Africana Critical Theory. Reconstructing the Black Radical Tradition, from W. E. B. Du Bois and C. L. R. James to Frantz Fanon and Amilcar Cabral. Lanham: Lexington Books. Roberts, Neil (2015). Freedom as Marronage. Chicago: University of Chicago Press. Said, Edward (1994). Culture and Imperialism. New York: Vintage. Saldívar, José David (1991). The Dialectics of Our America. Genealogy, Cultural Critique, and Literary History. Durham: Duke University Press.

Crítica decolonial de la filosofía

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— (2011). Trans-Americanity. Subaltern Modernities, Global Coloniality, and the Cultures of Greater Mexico. Durham: Duke University Press. Sartre, Jean-Paul (1963). Search for a Method. New York: Vintage. Sousa Santos, Boaventura de (2014). Epistemologies of the South. Boulder: Paradigm Publishers. Trouillot, Michel-Rolph (1992). “The Caribbean Region: An Open Frontier in Anthropological Theory”. En: Annual Review of Anthropology 21, 19-42. Walsh, Catherine/García, Juan (2007). “¿Son posibles unas ciencias sociales/culturales otras? Reflexiones en torno a las epistemologías decoloniales”. En: Nómadas 26, 102-113.

Sobre los autores

María del Rosario Acosta López es doctora en Filosofía por la Universidad Nacional de Colombia (2007) y actualmente se desempeña como profesora asociada en el Departamento de Filosofía de la Universidad DePaul, en Chicago. Sus principales áreas de investigación son la estética y la filosofía del arte, la filosofía política moderna y contemporánea, el idealismo y el Romanticismo alemanes y, más recientemente, los acercamientos filosóficos contemporáneos a los temas del trauma y la memoria y los estudios decoloniales. Es autora de monografías sobre Vasili Kandinski (2005), el Romanticismo alemán (2006) y Friedrich Schiller (2008) y ha coordinado compilaciones sobre Hegel (2007), Schiller (2008 y 2017), filosofía contemporánea del arte (2008 y 2009), filosofía política moderna y contemporánea (2010 y 2013), ley y violencia (2014) y representaciones del trauma y la memoria (2016). Colabora con el Centro de Memoria Histórica en Colombia y coordina el área de memoria y archivo de historias orales en el Chicago Torture Justice Center, en Chicago. Su actual proyecto de investigación se titula Gramáticas de la escucha y es el resultado del encuentro entre su trabajo en la práctica con sobrevivientes de violencia paramilitar y tortura policial y sus reflexiones filosóficas sobre iniciativas de memoria en contextos traumáticos. Yamandú Acosta es profesor de Filosofía y magíster en Ciencias Humanas, opción Estudios Latinoamericanos. Se desempeña como profesor titular del Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos y del Instituto de Historia de las Ideas (FDer), en régimen de dedicación total en la Universidad de la República, Uruguay. Es inves-

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Sobre los autores

tigador activo nivel II del Sistema Nacional de Investigadores. Trabaja centralmente sobre los problemas del sujeto, la democracia y los derechos humanos, así como también sobre filosofía y pensamiento crítico en América Latina. Es autor de varios libros y numerosos artículos y capítulos de libros en publicaciones nacionales y del exterior. Entre sus libros, Nuevas referencias del pensamiento crítico en América Latina (2003) recibió el Premio Pensamiento de América Leopoldo Zea (México, 2005). Bruno Bosteels es profesor en el Departamento de Culturas Latinoamericanas e Ibéricas, así como en el Instituto de Literatura Comparada y Sociedad en la Universidad de Columbia, Nueva York. Es autor de Badiou and Politics (2011), Marx and Freud in Latin America. Politics, Psychoanalysis, and Religion in Times of Terror (2012) y The Actuality of Communism (2011). Ha publicado también ensayos fundamentales sobre la obra de Rancière, Hegel y muchos otros. Sus obras han sido traducidas al alemán, francés, esloveno, turco, chino, bengalí, coreano y español. Ha realizado, asimismo, trabajos como traductor, editor y crítico de la obra de Alain Badiou. Entre sus últimos libros destaca Philosophies of Defeat. The Jargon of Finitude (2018). Santiago Castro-Gómez es licenciado en Filosofía por la Universidad Santo Tomás, magíster en Filosofía por la Universidad de Tubinga y doctorado con honores por la Universidad Goethe de Fráncfort. Se ha desempeñado como profesor de Filosofía en las Universidades Javeriana y Santo Tomás de Bogotá y como director del posgrado en Estudios Culturales de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Javeriana. Ha sido profesor visitante en las Universidades de Duke y Pittsburgh, investigador invitado por la Universidad de Fráncfort y, durante varios años, investigador de planta del Instituto Pensar (Colombia). Es, además, miembro fundador del colectivo político REC (Red de Estudios Críticos-Latinoamérica) y autor de los siguientes libros: Crítica de la razón latinoamericana (1996), La hybris del punto cero (2005), Tejidos oníricos (2009), Historia de la gubernamentalidad (2 volúmenes, 2010 y 2016) y Revoluciones sin sujeto (2015). Actualmente trabaja en un libro sobre el joven Marx y la izquierda hegeliana.

Sobre los autores

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Hernán Alejandro Cortés Ramírez es estudiante del doctorado en Filosofía, magíster en Filosofía de la Universidad de los Andes y licenciado en Filosofía de la Universidad Santo Tomás. Ha sido profesor de la Universidad de los Andes, la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano y la Universidad San Buenaventura. Actualmente es becario de la Universidad de los Andes e investigador de la Red de Estudios Críticos-Latinoamérica. Es autor del libro El animal diseñado. Sloterdijk y la onto-genealogía de lo humano (2013). Su campo de investigación es la filosofía política y latinoamericana, ha trabajado en diversos grupos de investigación y ahora mismo es investigador del grupo interinstitucional Estética y Política. Su proyecto doctoral se concentra en el problema de lo común en el marco de las discusiones sobre la ontología política. José Guadalupe Gandarilla Salgado es doctor en Filosofía Política por la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa e investigador titular B, definitivo, del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades. Ha sido profesor en las facultades de Economía, Ciencias Políticas y Sociales y Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y en otras universidades del extranjero. Su obra Asedios a la totalidad. Poder y política en la modernidad, desde un encare de-colonial (2012) obtuvo Mención Honorífica del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2012 y The Frantz Fanon Award for Outstanding Book in Caribbean Thought (2015) de la Asociación Filosófica del Caribe. Sus más recientes libros son, como autor, Universidad, conocimiento y complejidad. Aproximaciones desde un pensar crítico (2014) y Modernidad, crisis y crítica (2015) y, como compilador, América y el Caribe en el cruce de la modernidad y la colonialidad (2014) y el más reciente La crítica en el margen. Hacia una cartografía conceptual para rediscutir la modernidad (2016). Fundó y dirigió De Raíz Diversa. Revista Especializada en Estudios Latinoamericanos. Agustín Laó-Montes es profesor de Sociología en la Universidad de Massachusetts en Amherst, donde también es investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos y del Caribe y coordina el Certificado

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Sobre los autores

de Posgrado en Diáspora Africana en las Américas. Ha publicado ampliamente en temas tales como sociología histórica, crítica decolonial, estudios de la africanía, movimientos sociales y estudios urbanos. Su último libro, Contrapunteos diaspóricos. Cartografías políticas de nuestra Afroamérica, está próximo a publicarse. En este momento trabaja en un manuscrito tentativamente titulado Política raizal. Sentipensamiento, poder y liberación. Linda Martín Alcoff es profesora de Filosofía en el Hunter College y en el Graduate Center de la Universidad de Nueva York. Ha sido presidenta de la American Philosophical Association, División Este. Ha publicado trece libros sobre identidad social, género y raza, epistemología y política, violencia sexual, Foucault, Dussel y estudios filosóficos sobre temas latinos. Su libro Visible Identities. Race, Gender and the Self (Oxford, 2006) ganó el Premio Frantz Fanon en 2009. Mabel Moraña es William H. Gass profesor de Artes y Ciencias en la Universidad Washington en San Luis, donde dirige el Programa de Estudios Latinoamericanos. Ha publicado catorce libros personales y editado treinta y cinco volúmenes colectivos. Entre sus publicaciones más recientes se cuentan Crítica impura (2004), La escritura del límite (2010), Arguedas/Vargas Llosa. Dilemas y ensamblajes (2013) (Premio Katherine Singer Kovacs y Premio Iberoamericano, LASA), Bourdieu en la periferia (2014), Churata postcolonial (2015), El monstruo como máquina de guerra (2016) (republicado en inglés, The Monster as War Machine, 2017), Dimensiones del latinoamericanismo (2018), y Precariedades, exclusiones y emergencias. Necropolítica y sociedad civil en América Latina (coeditado con José Manuel Valenzuela). Están en prensa, de su autoría, Momentos críticos, Philosophy and Criticism así como Entre incas y pishtacos. Estudios sobre cultura andina. Omar Rivera es un filósofo peruano, profesor asociado de Filosofía y de Estudios Latinoamericanos y de Frontera en la Universidad Southwestern, en Georgetown, Texas. Obtuvo su doctorado en la Universidad de Penn State y sus especialidades son la fenomenología, la filosofía latinoamericana, la estética y la filosofía griega antigua. Sus

Sobre los autores

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artículos incluyen “From Revolving Time to the Time of Revolution: Mariátegui’s Encounter with Nietzsche” (APA News Letter on Hispanic/Latino Issues in Philosophy, 2008), “Political Ontology and Representative Politics (Agamben, Dussel, Marcos…)” (2011) y “Reading Alejandro Vallega Toward a Decolonial Aesthetics” (2017). Ofelia Schutte es profesora emérita de Filosofía en la Universidad del Sur de Florida. Recibió su doctorado en la Universidad de Yale en 1978. Ha sido profesora en la Universidad de Florida y en la Universidad del Sur de Florida, en Tampa. Es autora de Beyond Nihilism. Nietzsche without Masks, Cultural Identity and Social Liberation in Latin America Thought (1984) y de numerosos artículos sobre teoría feminista, pensamiento latinoamericano y filosofía continental. Ha sido investigadora de Fulbright en México. Ha editado A Companion to Latin American Philosophy (2009). Sus trabajos han sido publicados por numerosas revistas especializadas y también aparecen en volúmenes colectivos. Sus intereses actuales incluyen feminismo en Cuba, teoría decolonial y feminismos latinos y latinoamericanos. Jorge Daniel Vásquez es profesor de Sociología en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Sus investigaciones integran temas de análisis cultural, pensamiento crítico y sociología de la globalización. Es autor de los libros Identidades en Transformación. Juventud indígena y experiencia transnacional (2013), Máquinas identitarias en disputa. Filosofía de la cultura contemporánea y formas de vida en segregación (2014), y Crítica de la sociedad adultocéntrica (2015). En 2016 recibió la beca Fulbright para realizar estudios de doctorado en la Universidad de Massachusetts, Amherst. Alejandro A. Vallega es profesor asociado de Filosofía en la Universidad de Oregón. Su trabajo desarrolla una filosofía liberatoria decolonial a partir de las dimensiones vivenciales y estéticas fundamentales para toda configuración de conceptos, ideologías e instituciones. Algunas de las fuentes básicas de su trabajo son el pensamiento popular e indígena americano, la historia de la filosofía moderna y postmoderna en Europa y América, el arte y la literatura, la poesía, la música y las

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Sobre los autores

dimensiones afectivas y memoriales que se encuentran en la raíz del conocimiento conceptual así como en las tradiciones orales americanas. Entre sus publicaciones, se cuentan: The Question of Space. Thinking on Exilic Grounds (1999), Sense and Finitude. Encounters at the Limit of Language, Art, and the Political (2009-2010) y Latin American Philosophy from Identity to Radical Exteriority (2014). Es también editor de la traducción en inglés de la Ética de liberación de Enrique Dussel, publicada por Duke University Press (2013).