Soldados caídos: La transformación de la memoria de las guerras mundiales [1 ed.] 8416515395, 9788416515394

La Primera Guerra Mundial no fue simplemente una catástrofe humana sin precedentes, sino el acontecimiento trágico que d

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Spanish Pages 310 [320] Year 2016

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Índice
Soldados caídos: Un estudio introductorio
El autor
El contexto historiográfico
La obra
Recepción e impacto
El interés de la edición en español
Agradecimientos
Capítulo 1. Introducción: Un nuevo tipo de guerra
Parte I: Los orígenes
Capítulo 2. Voluntarios de guerra
Capítulo 3. La construcción del mito: símbolos tangibles de muerte
Parte II: La Primera Guerra Mundial
Capítulo 4. Juventud y experiencia de guerra
Capítulo 5. El culto al soldado caído
Capítulo 6. La apropiación de la naturaleza
Captíulo 7. El proceso de trivialización
Parte III: La posguerra
Capítulo 8. La brutalización de la política alemana
Capítulo 9. Construir sobre la guerra
Capítulo 10. La Segunda Guerra Mundial, el mito y la generación de posguerra
Bibliografía
Índice alfabético
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Soldados caídos: La transformación de la memoria de las guerras mundiales [1 ed.]
 8416515395, 9788416515394

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SOLDADOS CAÍDOS La transformación de la memoria de las guerras mundiales

SOLDADOS CAÍDOS La transformación de la memoria de las guerras mundiales George L. Mosse Traducción y estudio preliminar de Ángel Alcalde

PRENSAS DE L A UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA

MOSSE, George L.    Soldados caídos : la transformación de la memoria de las guerras mundiales / George L. Mosse ; traducción y estudio preliminar de Ángel Alcalde. — Zaragoza : Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2016    310 p. : il. ; 22 cm. — (Ciencias Sociales ; 113)    Bibliografía: p. 281-295. — ISBN 978-84-16515-39-4 1. Guerra mundial, 1914-1918–Bajas. 2. Guerra mundial, 1914-1918–Propaganda 338.245(100)«1914/18» 94(100)«1914/18»:32.019.5 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. © 1990 by Oxford University Press, Inc. © De la traducción, Ángel Alcalde Fernández © De la presente edición, Prensas de la Universidad de Zaragoza (Vicerrectorado de Cultura y Política Social) 1.ª edición, 2016 Fallen Soldiers: Reshaping the Memory of the World Wars. First Edition was originally published in English in 1990. This translation is published by arrangement with Oxford University Press. Prensas de la Universidad de Zaragoza is solely responsible for this translation from the original work and Oxford University Press shall have no liability for any errors, omissions or inaccuracies or ambiguities in such translation or for any losses caused by reliance thereon. Fallen Soldiers: Reshaping the Memory of the World Wars. First Edition se publicó originalmente en inglés en 1990. Esta traducción se publica de acuerdo con Oxford University Press. Prensas de la Universidad de Zaragoza es la única responsable de la traducción de la obra original y Oxford University Press no tendrá ninguna responsabilidad por los errores, omisiones o inexactitudes o ambigüedades en dicha traducción o por cualquier daño causado en relación con estos últimos.

Colección Ciencias Sociales, n.º 113 Director de la colección: Pedro Rújula López político cristiano representada en cien empresas, de Diego de Saavedra Fajardo (1640) Prensas de la Universidad de Zaragoza. Edificio de Ciencias Geológicas, c/ Pedro Cerbuna, 12 50009 Zaragoza, España. Tel.: 976 761 330. Fax: 976 761 063 [email protected] http://puz.unizar.es Esta editorial es miembro de la UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional. Impreso en España Imprime: Litocian, S. L. D.L.: Z 254-2016

[…] et dans l’immensité, semés çà et là comme des immondices, les corps anéantis qui y respirent ou s’y décomposent. Paradis me dit: —Voilà la guerre. Henri Barbusse, Le Feu (1917)

SOLDADOS CAÍDOS: UN ESTUDIO INTRODUCTORIO

Con Soldados caídos de George L. Mosse nos encontramos ante una de las obras más sugerentes, internacionalmente aclamadas y también controvertidas de la historiografía contemporánea. Publicada originalmente en inglés por Oxford University Press en 1990, fue la esperada culminación de un trabajo intelectual de varios lustros que ofrecía una visión sumamente original sobre la muerte de masas del siglo xx y sus causas; una perspectiva que ha dejado una huella profunda en una parte muy considerable de la producción historiográfica que se ocupa de temas cruciales de la modernidad, como la Primera Guerra Mundial, el nazismo o la violencia y la cultura del periodo de entreguerras y más allá. En esta introducción examinaremos la obra que el lector tiene entre manos, situándola en el marco de la producción intelectual de su autor, así como en su contexto historiográfico; luego analizaremos críticamente su contenido y realizaremos una evaluación de su considerable impacto y persistente influencia, comentando, además, los motivos por los que nunca hasta ahora había sido traducida al español, y las razones por las que su lectura resulta todavía casi imprescindible para toda persona interesada en la historia contemporánea de Europa.

El autor George L. Mosse (Berlín, 1918 - Madison, 1999) es a menudo considerado uno de los historiadores más importantes del siglo pasado, y Solda-

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Soldados caídos: Un estudio introductorio

dos caídos es probablemente una de las obras más representativas de su trabajo, pues reúne prácticamente todos los temas que interesaron profundamente a su autor a lo largo de su carrera.1 Sus intereses como investigador siempre estuvieron estrechamente vinculados a sus vivencias personales. Nacido en el seno de una influyente familia judía alemana —los Lachmann Mosse—, el autor vivió su infancia en la asediada República de Weimar; sus primeras memorias individuales fueron, significativamente, de carácter político, aunque en sus primeros años disfrutase de una vida muy acomodada y de una educación elitista y burguesa. En 1933, sin embargo, ante el ascenso de Hitler al poder, su familia tuvo que escapar al exilio; en sus recuerdos quedaría vívidamente grabado el momento en que, al disponerse a atravesar el lago Costanza para huir a Suiza, los esbirros del partido nazi —tras escrutar su pasaporte y reconocer su ilustre apellido judío— pudieron haber procedido a su detención. No lo hicieron, y Mosse podría pasar su adolescencia y juventud como judío exiliado y apátrida entre Suiza, Francia e Inglaterra, donde continuó sus estudios en la Universidad de Cambridge. En 1939, el estallido de la Segunda Guerra Mundial lo sorprendió en los Estados Unidos, donde permanecería, admitido como estudiante en el selecto Haverford College. Completaría sus estudios de doctorado en la Universidad de Harvard, defendiendo en 1946 una tesis doctoral sobre historia constitucional británica de los siglos xvi y xvii. Sus primeros años de trabajo como profesor en la Universidad de Iowa, y desde 1955 en la Universidad de Wisconsin-Madison —donde permanecería el resto de su carrera—, los dedicó al estudio y la enseñanza de la época moderna y a la historia cultural europea.2 Su figura, por tanto, es muy repre-

1 Agradezo a Jesús Casquete y Zira Box sus comentarios sobre una primera versión del presente texto. Véase una bibliografía exhaustiva de George L. Mosse en John Tortorice, «Bibliography of George L. Mosse», German Politics & Society (2000: vol. 18, n.º 4, 58-92); o bien [último acceso el 6 de noviembre de 2015]. 2 Contamos con una autobiografía de George L. Mosse, Confronting History. A memoir, Madison, University of Wisconsin, 2000; disponible en español con traducción de Zira Box: George L. Mosse, Haciendo frente a la historia. Una autobiografía, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2008. Como biografía intelectual véase Karel Plessini, The Perils of Normalcy. George L. Mosse and the Remaking of Cultural History, Madison, University of Wisconsin Press, 2014; Steven E. Aschheim, «George Mosse at 80: A Critical Laudatio», Journal of Contemporary History (1999: vol. 34, n.º 2, 295-312).

El autor

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sentativa de aquella generación de refugiados intelectuales judeo-alemanes que se labraron una carrera científica e intelectual tras su exilio.3 A lo largo de décadas, su inicial interés por la historia de las ideas se amplió para abarcar una noción de la ideología como sistema cultural, y después incorporar a su perspectiva los símbolos, lo visual y antropológico, así como los mitos. Pero fue desde los años sesenta cuando Mosse se planteó responder históricamente a una crucial pregunta que le afectaba directamente: ¿Por qué el Holocausto? Siendo un gran conocedor de los fundamentos culturales del continente europeo,4 su trabajo se dirigió a explicar el origen del nacionalsocialismo en Alemania o, en otras palabras, las razones de la persecución que él mismo había sufrido. En un momento —la década de 1960— en el que todavía se explicaba habitualmente la ideología nazi como producto de mentes desequilibradas, como mera propaganda o como sinsentido sin relevancia ninguna, Mosse encaró seriamente la realidad de que millones de personas educadas la habían abrazado; exploró el racismo, el cristianismo germánico y el místico nacionalismo völkisch, que fueron ingredientes claves de una crisis ideológica manifestada desde la década de 1870 en Alemania, y que habrían conducido directamente, en forma de Sonderweg o «camino especial», a la catástrofe. El libro que planteaba esta visión de la ideología nacionalsocialista se publicó en inglés en 19645 y, junto a la posterior selección de textos documentales sobre la «cultura nazi» que Mosse realizó en 1966,6 su trabajo le granjeó ya una

3 Ethan Katz, «Displaced historians, dialectical histories: George L. Mosse, Peter Gay and Germany’s multiple paths in the twentieth century», Journal of Modern Jewish Studies (2008: vol. 7, n.º 2, 135-155). 4 Una de sus primeras obras fue The Culture of Western Europe: the nineteenth and twentieth centuries, an introduction (1961), que todavía es útil como manual sobre la historia cultural de Europa. Se publicó en español, traducido por José Manuel Álvarez Flórez, en dos volúmenes: La cultura europea del siglo xix y La cultura europea del siglo xx (Barcelona, Ariel, 1997). Véase también Stanley G. Payne, David J. Sorkin y John S. Tortorice (eds.), What History Tells. George L. Mosse and the Culture of Modern Europe, Madison, University of Wisconsin Press (2004). 5 George L. Mosse, The Crisis of German Ideology. Intellectual Origins of the Third Reich, Nueva York, The Universal Library (1964). Fue traducido al italiano en 1968 (Le origini culturali del Terzo Reich, Milán, Il Saggiatore). 6 George L. Mosse (ed.), Nazi Culture. Intellectual, Cultural, and Social Life in the Third Reich, Nueva York, Grosset & Dunlap (1966) [reeditado en Madison, University of Wisconsin Press, 2003]. Hubo traducción al español en fecha relativamente temprana:

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cierta autoridad como especialista en la historia del nazismo, aunque su perspectiva cultural no tuviese mucho calado todavía en algunas historiografías como la alemana. Por aquellas fechas, no obstante, George L. Mosse y Walter Laqueur fundaban Journal of Contemporary History, una revista que ya en su primer número se planteaba aportar una nueva manera de ver el fascismo como fenómeno europeo,7 y que se convertiría rápidamente en una de las más prestigiosas publicaciones periódicas sobre historia contemporánea a nivel internacional.8 Como historiador, Mosse fue realmente un adelantado a su tiempo. Su manera de ver el nazismo y los fascismos, entendidos como una verdadera revolución cultural, sería la inspiración para otros estudiosos que emprendieron durante los años setenta una revisión de la historia del fascismo. Sobre todo fue en Italia donde los trabajos de Mosse tuvieron gran eco, y a ello contribuyó la personal amistad que el autor mantuvo con el historiador Renzo de Felice y después con algunos de los discípulos de este, como Emilio Gentile.9 La influencia de Mosse sobre la historiografía italiana se consagró en 1975 con la publicación de La nacionalización de las masas, obra que apareció simultáneamente en inglés e italiano.10 En ella, inspirado por sus conversaciones personales con Albert Speer, y con un profundo análisis de los fundamentos culturales de la estética, los monumentos, símbolos, festividades y cultos nacionales en Alemania, Mosse puso de relieve la importancia de lo irracional frente a las estructuras para explicar el nacionalismo y, en consecuencia, el nazismo y la fascinación que

íd., La cultura nazi. La vida intelectual, cultural y social en el Tercer Reich, Barcelona, Grijalbo, 1973. 7 Stanley G. Payne, «George L. Mosse and Walter Laqueur on the History of Fascism», Journal of Contemporary History (2015: vol. 50, n.º 4, 750-767). 8 Bradley W. Hart, «The Journal of Contemporary History: Fifty Years of Change and Continuity», Journal of Contemporary History (2015: vol. 50, n.º 4, 738-749). 9 Donatello Aramini, George L. Mosse, L’Italia e gli storici, Milán, Franco Angeli (2010); Lorenzo Benadusi y Giorgio Caravale (eds.), George L. Mosse’s Italy. Interpretation, Reception and Intellectual Heritage, Nueva York, Palgrave Macmillan (2014). 10 George L. Mosse, The Nationalization of the Masses. Political Symbolism and Mass Movements in Germany from the Napoleonic Wars through the Third Reich, Nueva York, Howard Fertig (1975). Fue traducida al italiano por Livia De Felice, esposa de Renzo de Felice, el cual escribió la introducción: La nazionalizzazione delle masse. Simbolismo politico e movimenti di massa in Germani dalle guerre napoleoniche al Terzo Reich, Bolonia, Il Mulino, 1975.

El autor

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este ejerció sobre las masas.11 En muchos aspectos formales e intelectuales, La nacionalización de las masas es una obra comparable a Soldados caídos. Tanto un libro como el otro están motivados por el objetivo de entender, en el fondo, cómo fue posible la tragedia humana del nazismo y, en ambos, Mosse localiza los primeros gérmenes en una época muy anterior, el siglo xviii. Narrativas míticas, rituales y liturgias, sistemas simbólicos forman la materia prima de la obra historiográfica mosseana. Hasta la aparición de Soldados caídos en 1990, Mosse continuó publicando diversos trabajos en torno a la historia del nazismo y el fascismo. De 1977 data la famosa «Entrevista sobre el nazismo» con Michael A. Ledeen, en la que Mosse ya subrayaba la importancia de la Primera Guerra Mundial en el origen de los fascismos, haciendo uso para ello de la noción de brutalización.12 Poco después, en 1979, Mosse daba a la luz su reflexión «hacia una teoría general del fascismo»,13 que se reeditaría junto a una serie de contribuciones menores sobre el nacionalismo y la extrema derecha en la obra Masses and Man (1980).14 Con estas contribuciones, aunque el autor nunca llegó a sintetizar un modelo interpretativo sobre los fascismos, sí consolidó una manera clarividente de entenderlos como una cultura revolucionaria y fascinadora de masas, y sobre todo contribuyó a lanzar el debate sobre el fascismo genérico y el fascismo entendido como religión política.15

11 Fue publicado al español muy tardíamente: George L. Mosse, La nacionalización de las masas: simbolismo político y movimientos de masas en Alemania desde las Guerra Napoleónicas al Tercer Reich, Madrid, Marcial Pons (2005) [traducción de Jesús Cuéllar Menezo]. Sobre el impacto de esta perspectiva en el nacionalismo en la historiografía española véase Francisco J. Caspístegui, «La nacionalización de las masas y la historia del nacionalismo español», Ayer, 94 (2014: 257-270). 12 George L. Mosse y Michael A. Ledeen (ed.), Intervista sul nazismo, Roma-Bari, Laterza (1977: 43-48, especialmente). Se publicó luego en inglés: George L. Mosse, Nazism: A Historical and Comparative Analysis of National Socialism, An Interview with Michael A. Ledeen, New Brunswick, Transaction Book, 1978. 13 George L. Mosse, «Toward a General Theory of Fascism», en George L. Mosse (ed.), International Fascism: New Thoughts and New Approaches, Londres, Sage (1979: 1-41). 14 George L. Mosse, Masses and Man: Nationalist and Fascist Perceptions of Reality, Nueva York, Howard Fertig, 1980. 15 La mejor selección (póstuma) de sus trabajos sobre el fascismo es George L. Mosse, The Fascist Revolution: Toward A General Theory of Fascism, Nueva York, Howard

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Además, en aquel periodo, Mosse exploró territorios colindantes: su libro Toward the Final Solution (1978) fue una historia del racismo orientada a explicar las profundas raíces culturales del genocidio cometido por los nazis; en ella, Mosse enfatizaba la importancia de los estereotipos visuales y de los arquetipos ideales (basados en el modelo de belleza griego y sus antítesis) para la formación de las percepciones racistas y antisemitas en la Europa moderna.16 A comienzos de la década de 1980, esta misma línea condujo a Mosse a explorar la historia de la sexualidad contemporánea, las nociones decimonónicas burguesas de respetabilidad y anormalidad y sus conexiones con el nacionalismo,17 temas igualmente motivados por su propia experiencia personal, ya que Mosse mantuvo oculta su homosexualidad durante mucho tiempo. Puede considerarse a Mosse, de hecho, como uno de los historiadores pioneros en el estudio de las masculinidades, ámbito sobre el que más trabajó al final de su carrera.18 Estas cuestiones también están muy presentes en la obra Soldados caídos, a cuyos temas centrales —la experiencia bélica y el culto a los muertos de guerra— Mosse dedicó varios artículos ya a finales de los años setenta y durante los años ochenta.19

Fertig, 1999. Para un análisis de la interpretación mosseana del fenómeno fascista véase Emilio Gentile, Il fascino del persecutore: George L. Mosse e la catastrofe dell’uomo moderno, Roma, Carocci, 2007. Véase también Roger Griffin, «Fascism and Culture: A MosseCentric Meta-Narrative (or how Fascist Studies Reinvented the Wheel)», en António Costa-Pinto (ed.), Rethinking the Nature of Fascism. Comparative Perspectives, Basingstoke, Palgrave Macmillan (2011: 85-116); Zira Box, «La tesis de la religión política y sus críticos: aproximación a un debate actual», Ayer, 62 (2006: 195-230). 16 George L. Mosse, Toward the Final Solution: A History of European Racism, Nueva York, Howard Fertig, 1978. Traducido al italiano por Livia De Felice: Il razzismo in Europa dalle origini all’Olocausto, Roma y Bari, Laterza, 1980. También se publicó en alemán: Rassismus. Ein Krankheitssymptom in der europäischen Geschichte des 19. und 20. Jahrhunderts, Königstein/Ts., Athenäum Verlag, 1978. 17 George L. Mosse, «Nationalism and Respectability: Normal and Abnormal Sexuality in the Nineteenth Century», Journal of Contemporary History (1982: vol. 17, n.º 2, 221-246). 18 George L. Mosse, The Image of Man: The Creation of Modern Masculinity, Nueva York, Oxford University Press, 1996. [Traducido al español por Rafael Heredero: George L. Mosse, La imagen del hombre: la creación de la masculinidad moderna, Madrid, Talasa, 2001]. 19 Entre otros, véanse George L. Mosse, «La sinistra europea e l’esperienza della guerra (Germania e Francia)», Rivoluzione e reazione in Europa 1917-1924. Convegno storico internazionale (Perugia, 1978), Roma, Mondo operaio-Avanti! (1978: vol. 2, 151167); ídem, «National Cemeteries and National Revival: The Cult of the Fallen Soldiers in Germany», Journal of Contemporary History (1979: vol. 14, n.º 1, 1-20); ídem, «Two

El contexto historiográfico

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El contexto historiográfico Soldados caídos es una historia cultural de la guerra moderna. El desarrollo de la historiografía culturalista sobre la Primera Guerra Mundial desde finales de los años setenta acompañó la larga gestación de la obra, que puede considerarse un hito clave en esa corriente intelectual. George L. Mosse, promotor de esa renovación historiográfica, integró este tipo de investigaciones en su reflexión, algo ya evidente en el aparato crítico de los varios artículos que anteceden la aparición del libro. Su investigación de fuentes primarias se combinó con el uso de las obras más importantes que se fueron publicando en ese periodo en el ámbito anglófono, alemán, y también francés. Y, a su vez, los trabajos de Mosse contribuyeron a desarrollar la historia cultural de la guerra, y a transferir y potenciar sus métodos y temáticas en otros espacios historiográficos, como el italiano.20 En el marco historiográfico de la historia cultural de lo bélico, conviene mencionar algunas de las obras esenciales que antecedieron la aparición de Soldados caídos, ya que ejercieron una influencia decisiva en la escritura de este libro. En primer lugar, no hay duda de que la laureada obra de Paul Fussell, La Gran Guerra y la memoria moderna (1975),21 que describió las reacciones literarias de combatientes británicos del frente occidental (escritores como Robert Graves o Sigfried Sassoon), inspiró hondamente a Mosse, permitiéndole comprender las consecuencias que la vivencia de 19141918 tuvo sobre los discursos y el lenguaje de los europeos.22 También el innovador libro de John Keegan El rostro de la batalla (1976) muy probablemente ayudó a Mosse a trazar mentalmente ese camino que en su opinión condujo del maquiavelismo hasta el Holocausto, pasando por la ex-

World Wars and the Myth of the War Experience», Journal of Contemporary History (1986: vol. 21, n.º 4, 491-513). 20 Véase Diego Leoni y Camillo Zadra (eds.), La Grande Guerra: Esperienza, memoria, immagini, Bolonia, Il Mulino, 1986. 21 Paul Fussell, The Great War and Modern Memory, Oxford, Oxford University Press, 1975. [Hay edición en español, Paul Fussell, La Gran Guerra y la memoria moderna, Madrid, Turner, 2003]. Leonard V. Smith, «Paul Fussell’s The Great War and Modern Memory: twenty-five years later», History and Theory, n.º 4 (2001), pp. 241-260. 22 Véase George L. Mosse, «La sinistra europea…», op. cit., p. 151.

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periencia cardinal de la Gran Guerra.23 Además, los primeros grandes estudios de los años 60 y 70 sobre los movimientos excombatientes del periodo de entreguerras,24 sobre los monumentos conmemorativos, y especialmente la posterior obra de Eric J. Leed, No Man’s Land (1979),25 con su perspectiva antropológica sobre la experiencia de guerra en las trincheras, también dejarían una gran impronta en nuestro autor. La idea clave que motivó Soldados caídos —el fuerte impacto cultural de la Primera Guerra Mundial en el origen del nazismo y las políticas genocidas— ya había germinado en la mente de Mosse a mediados de los años setenta, pero los temas y métodos de la historia cultural de la guerra, que se fueron consolidando desde entonces, permitirían dar forma concreta a su interpretación. La Primera Guerra Mundial, según rezaba buena parte de aquella producción, había supuesto un salto en la modernidad, o incluso su mismo nacimiento. Cuando se publicó el libro que terminó de consolidar esta tesis, La consagración de la primavera de Modris Eksteins (1989), Mosse lo valoró muy positivamente por haber llevado el debate sobre la Gran Guerra más allá de lo convencional, descubriendo nuevas dimensiones.26 Soldados caídos, aparecido al año siguiente, puede verse, pues, como una nueva contribución en una línea inaugurada por Fussell y Keegan, y continuada por Leed y Eksteins (con los que Mosse mantuvo una amistosa correspondencia). Pero en realidad fue mucho más que eso. La obra de Mosse tiene el mérito de trascender la Gran Guerra en su análisis cultural para bucear, incluso, en la historia de la Revolución francesa y el Roman-

23 John Keegan, The Face of Battle, London, Jonathan Cape, 1976. [Hay dos ediciones en español: John Keegan, El rostro de la batalla, Madrid, Servicio de Publicaciones del Estado Mayor del Ejército, 1990; y Madrid, Turner, 2013]. Véase Karel Plessini, The Perils of Normalcy, pp. 111-113. 24 Antoine Prost, Les Anciens Combattants et la Societé Française 1914-1939, París, PFNSP, 1977, 3 volúmenes; Stephen R. Ward (ed.), The War Generation. Veterans of the First World War, Londres y Port Washington, Kennikat Press, 1975. Mosse también estaba familiarizado con la historiografía alemana sobre veteranos de guerra (Berghahn, Rohe, entre otros). 25 Eric J. Leed, No Man’s Land. Combat & Identity in World War I, Cambridge, Cambridge University Press, 1979. 26 Modris Eksteins, Rites of Spring. The Great War and the Birth of the Modern Age, Boston, Houghton Mifflin Company, 1989 [hay traducción al español: Modris Eksteins, La consagración de la primavera. La Gran Guerra y el nacimiento de los tiempos modernos, Valencia, Pre-Textos, 2014]; Karel Plessini, The Perils of Normalcy.

La obra

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ticismo decimonónico, y para llegar a rastrear la evolución de sus mitos y símbolos en el periodo de entreguerras y en décadas después de la Segunda Guerra Mundial. Soldados caídos incorpora nuevos conceptos y ámbitos de análisis, como veremos, y no es simplemente una historia cultural de la guerra de 1914-1918, sino un ambicioso estudio de la experiencia bélica moderna en general, conectada con los orígenes del nazismo y de la muerte de masas en el siglo xx.

La obra La historia del mito de la experiencia de guerra, según lo denominó George L. Mosse, vehicula Soldados caídos desde sus primeras páginas hasta el final. A esta narrativa de fondo, en el libro se yuxtaponen una serie de temas como los voluntarios, los cementerios, la juventud, los caídos, la naturaleza, la banalización, la violencia, la memoria y las representaciones, que se articulan a lo largo de diez capítulos, agrupados a su vez en tres partes: los orígenes, la Primera Guerra Mundial y la posguerra. El título original en inglés, que hemos decidido mantener en su traducción más o menos textual (a diferencia de las demás traducciones a otras lenguas), solo hace referencia, por tanto, a uno de los aspectos que componen el libro, aunque precisamente el culto a los soldados caídos forma su pieza central (se aborda no casualmente en el capítulo quinto de los diez totales). El concepto de mito de la experiencia de guerra, acuñado por Mosse, ya había sido planteado en un artículo suyo de 1986,27 e incluso anteriormente, pero en Soldados caídos se explora en toda su profundidad. La obra argumenta que, tras sus orígenes a finales del siglo xviii con la Revolución francesa y durante el siglo xix, la mitificación de la experiencia bélica llegaría a extremos sin precedentes durante la conflagración de 1914-1918, cuando las sociedades europeas tuvieron que hacer frente a la catástrofe humana de la guerra total, y lo hicieron a través de su glorificación y su embellecimiento. Un proceso de enmascaramiento que, unido a esa «brutalización» del comportamiento humano producida por la guerra, y a la «trivialización» de lo trágico a la que recurrieron las personas para poner

27 George L. Mosse, «Two World Wars…».

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Soldados caídos: Un estudio introductorio

bajo control su memoria, desembocó —según Mosse— en una insensibilización generalizada hacia el sufrimiento humano; creó el clima ideal para la proliferación de las ideologías totalitarias, particularmente el nazismo, y sentó las bases para el exterminio de masas. El mito, cultivado sobre todo por la derecha política alemana en los años veinte y treinta, no sobreviviría, no obstante, a las mayores catástrofes producidas por la Segunda Guerra Mundial. Tal es la tesis que plantea la obra en su conjunto. Para presentarla y defenderla, el libro se basa en una amplia selección de fuentes primarias y secundarias, aunque el material documental procedente de archivos es prácticamente inexistente. Un simple ejercicio de bibliometría nos revela que algo menos del 40 % de las obras citadas por Mosse en Soldados caídos fueron publicadas con anterioridad a 1945; algo más de un 10 % aparecieron entre esta fecha y 1965, y aproximadamente el 50 % lo hicieron entre 1965 y 1990. En cuanto al lugar de edición, más del 50 % de las obras citadas procedían de Alemania (más de dos tercios de las cuales son fuentes primarias anteriores a 1945), mientras que menos del 30 % había sido publicado en Inglaterra o los Estados Unidos. En cambio, si observamos la bibliografía más reciente citada por Mosse (publicada entre 1980 y 1990), dicha proporción se invierte, pues más de la mitad son obras en inglés, y menos del 30 % en alemán, habiendo también una presencia relevante de trabajos en francés e italiano. Se trata de cifras que corroboran una realidad reconocida por el autor y apuntada a menudo por los críticos: que Mosse centró claramente su estudio en Alemania, apoyándose ocasionalmente en fuentes procedentes de Gran Bretaña, Francia o en menor medida de Italia. Aunque testimonialmente se cite alguna publicación española, holandesa o de otros países, la producción historiográfica anglófona y, a renglón seguido, la alemana son las que predominan en el aparato crítico.28 La diversidad del material de análisis utilizado en Soldados caídos no se debe tanto a la procedencia geográfica o lingüística (aunque sea cierto que se citen obras en seis idiomas), sino a las temáticas extremadamente dispa-

28 Por supuesto, el autor no citó todo lo que leyó y procesó durante varias décadas de trabajo, como puede verse a través de su archivo personal: Leo Baeck Institute (Nueva York), George L. Mosse Collection: Series II (Writings and Research), Subseries 4 (Research notes), Books, Fallen Soldiers.

Recepción e impacto

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res que se reúnen en el libro. Poesía, arquitectura, montañismo, aviación, cinematografía, juguetes, teatro, religión, novela, turismo, prensa… un lector se sorprenderá al descubrir todos los ámbitos en los que Mosse identifica elementos que contribuyeron a la formación del mito de la experiencia de guerra. Porque, en Europa, la representación gloriosa de lo bélico no solo se construyó a través del alineamiento de losas mortuorias en los cementerios militares, sino también a través de la producción en masa de soldaditos de plomo, por ejemplo. El libro de Mosse nos demuestra, entre muchas otras cosas, que observar las variedades de flores y árboles plantados en un memorial alemán u hojear el anuario de unos grandes almacenes parisinos del periodo de entreguerras nos pueden revelar claves sobre cómo se pudo llegar a legitimar la muerte masiva entre las dos guerras mundiales. A diferencia de anteriores trabajos de historia cultural de la guerra, los materiales visuales tienen una enorme importancia en el libro: en un principio, Mosse propuso a su editor reproducir entre veintiséis y veintinueve imágenes, que al final hubieron de quedarse en diecinueve.29 El autor recolectó y seleccionó toda esta evidencia empírica a lo largo de décadas, dosificándola de manera armónica y persuasiva en las páginas de la obra para fundamentar sus argumentos.

Recepción e impacto La originalidad de perspectivas, de fuentes y, también, de algunos de sus temas y, especialmente, conceptos caracteriza la obra. En 1990, todavía algunos aspectos examinados en el libro eran muy desconocidos, pero desde entonces han seguido siendo trabajados por otros historiadores, llegando a formar auténticos campos de subespecialización. Como afirma Mosse al comienzo del segundo capítulo, «la historia de los voluntarios de guerra no se había escrito nunca […] como parte de un mismo proceso histórico», pero en los últimos tiempos han proliferado las publicaciones al respecto,30

29 Leo Baeck Institute, George L. Mosse Collection: Series II, Subseries 1 (Writings), Books, Fallen Soldiers, Picture List. 30 Véase por ejemplo Christine G. Krüger y Sonja Levsen (eds.), War Volunteering in Modern Times: From the French Revolution to the Second World War, Basingstoke, Palgrave, 2011.

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Soldados caídos: Un estudio introductorio

y casi lo mismo se diría del estudio de la mítica camaradería de guerra.31 En cuanto a la de los cementerios y memoriales de guerra, existían diversas contribuciones dispersas que se centraban en diferentes casos nacionales (Francia,32 Alemania,33 Estados Unidos,34 entre otros), pero Mosse ofreció una narrativa interpretativa de conjunto sobre estos espacios y sobre el culto a los soldados caídos realizado en ellos, que sirvió para potenciar aún más ese campo en los últimos veinticinco años.35 Sumamente original también fue la conceptualización mosseana de la trivialización (trivialization) de la experiencia de guerra a través de los artefactos de la vida cotidiana, o incluso del turismo en los campos de batalla (tema que se ha seguido investigando con interesantes resultados).36 Lo mismo puede afirmarse su análisis de la instrumentalización de la naturaleza, el ocio o la infancia en el enmascaramiento de la masacre, sobre todo a través de múltiples fuentes materiales que después han seguido siendo revalorizadas enormemente por

31 Thomas Kühne, Kameradschaft. Die Soldaten des nationalsozialistischen Krieges und das 20. Jahrhundert, Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht, 2006; Alexandre Lafon, La camaraderie au front: 1914-1918, París, Armand Colin, 2014. 32 Antoine Prost, op. cit., vol. 3. 33 Meinhold Lurz, Kriegerdenkmäler in Deutschland, 6 vols., Heidelberg, Esprint, 1985-1987. 34 James M. Mayo, War Memorials as Political Landscape: The American Experience and Beyond, Nueva York, Praeger, 1988. 35 Reinhart Koselleck y Michael Jeismann (eds.), Der politische Totenkult: Kriegerdenkmäler in der Moderne, Múnich, Finck, 1994 [en español véase Rienhart Koselleck, Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional, Madrid, CEPC, 2011]; Jay Winter, Sites of Memory, Sites of Mourning. The Great War in European cultural history, Cambridge, Cambridge University Press, 1995; Alex King, Memorials of the Great War in Britain: the symbolism and politics of remembrance, Oxford, Berg, 1998; Daniel J. Sherman, The Construction of Memory in Interwar France, Chicago, University of Chicago Press, 1999; Polly Low, Graham Oliver y P. J. Rhodes (eds.), Cultures of Commemoration: War Memorials, Ancient and Modern, Oxford, Oxford University Press, 2012; Gill Abousnnouga y David Machin, The Language of War Monuments, Londres, Bloomsbury, 2014. Sobre el culto a los caídos véase René Schilling, «Kriegshelden». Deutungsmuster heroischer Männlichkeit in Deutschland, 1813-1945, Paderborn, Schöning, 2002; Luc Capdevila y Danièle Voldman, Nos morts. Les sociétés occidentales face aux tués de la guerre (xix e-xx e siècles), París, Payot et Rivages, 2002; Manfred Hettling y Jörg Echternkamp (eds.), Gefallenengedenken im globalen Vergleich. Nationale Tradition, politische Legitimation und Individualisierung der Erinnerung, Múnich, Oldenbourg, 2013. 36 D. W. Lloyd, Battlefield Tourism: Pilgrimage and the Commemoration of the great War in Britain, Australia and Canada, 1919-1939, Oxford, Berg, 1998; Chris Ryan (ed.), Battlefield Tourism: History, Place and Interpretation, Ámsterdam, Elsevier, 2007.

Recepción e impacto

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la escuela historiográfica del Historial de Péronne y la culture de guerre.37 Y quizá la noción que haría mayor fortuna a partir de la publicación de Soldados caídos fue la de brutalización de la política; una manera de aprehender la dimensión cultural de la violencia social del periodo de entreguerras, que entonces era un campo historiográfico muchísimo menos roturado que ahora.38 No extraña que al abrir la mirada a nuevas e intrigantes dimensiones de la historia, Soldados caídos se convirtiera rápidamente en un éxito de ventas y en un referente internacional. Fueron positivas las primeras reseñas, tanto en las revistas especializadas (destacando la American Historical Review y Central European History), como en algunos periódicos generalistas (por ejemplo, el alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung). Sin embargo, el propio Paul Fussell, en un artículo del Times Literary Suplement en septiembre de 1991, fue algo más escéptico: comentando que los estudios de Mosse sobre el nazismo no parecían «requerir medios muy sutiles de análisis y exposición», Soldados caídos era un libro que compartía ese defecto, y cuyo «estatus intelectual» parecía incierto; la narrativa mosseana no estaba libre en absoluto de clichés, aunque planteaba ideas que no podían ignorarse (sobre todo en un momento —escribió Fussell— en el que se recordaba la Guerra del Golfo como algo feliz y glorioso). El autor del exquisito La Gran Guerra y la memoria moderna, como vemos, criticaba con cierta justicia el estilo expositivo de Mosse: poco refinado, algo abrupto, y basado en un lenguaje sencillo, en el que las repeticiones abundan y los adornos retóricos escasean. Pero esta austeridad aséptica sea quizá un rasgo necesario en un trabajo que pretende desnudar el mito de la guerra.39 Como constató algún reseñista, Soldados caídos también con-

37 Aquí la bibliografía es muy abundante, especialmente en francés; véase al menos Stéphane Audoin-Rouzeau, La Guerre des enfants 1914-1918. Essai d’ histoire culturelle, París, Colin, 1993, que se remite expresamente al precedente mosseano (p. 11), así como Stéphane Audoin-Rouzeau y Annette Becker, 14-18, retrouver la Guerre, París, Gallimard, 2000. 38 Sobre el debate en torno al término de brutalización véase Ángel Alcalde, «La tesis de la brutalización (George L. Mosse) y sus críticos: un debate historiográfico», Pasado y Memoria, 15, 2016 [en prensa]. 39 Advirtamos que, en todo su libro, Mosse se refiere siempre al conflicto de 19141918 como «Primera Guerra Mundial», sin recurrir prácticamente nunca a utilizar el sinónimo Gran Guerra, quizá por la connotación exaltadora de este último término, a pesar de repetir el anterior varias veces en un mismo párrafo.

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tiene algunos fragmentos memorables desde el punto de vista literario, como ese comienzo del capítulo quinto, en el que el autor, en unas pocas líneas, consigue que el fabuloso mito de la batalla de Langemarck se desmorone ante los ojos del lector.40 La obra se convirtió en un verdadero éxito internacional, y Mosse gozó de un gran prestigio académico esos años. No fueron pocos los lectores, profesores y estudiantes que escribieron personalmente a Mosse para felicitarle y expresarle su admiración, como aquel coronel retirado del Ejército norteamericano que le confesó que su capítulo octavo le había ayudado mucho a comprender «los cómos y porqués de la brutalidad». Unos meses después del lanzamiento, el publicista Chip Cordelli de Oxford University Press envió una nota a Mosse que decía: «Las cosas pintan muy bien» (Things are looking very good).41 En Italia, donde Soldados caídos había aparecido a la vez que en su versión inglesa,42 la obra también se vendió rápidamente, contribuyendo significativamente al boom de la historia cultural en el estudio de la guerra y del fascismo que tuvo lugar en la historiografía italiana durante los años noventa: en libros como el de Emilio Gentile, Il culto del Littorio (1993), quedaba patente la deuda intelectual con Mosse.43 La publicación de la traducción alemana de Soldados caídos en 199344 tuvo también impacto en Alemania, donde la reseñaron varios de los grandes órganos de prensa.45 Incluso una empresa de reportajes televisivos se planteó realizar un documental sobre el libro, para lo que Mosse, como narrador, debía recorrer Europa filmando en diversos escenarios.46

40 Véase la colección de recortes en Leo Baeck Institute, George L. Mosse Collection: Series II, Subseries 2 (Reviews and Reactions), Books, Fallen Soldiers – Reactions. 41 Ib. 42 George L. Mosse, Le guerre mondiali dalla tragedia al mito dei caduti, Roma-Bari, Laterza, 1990. 43 Donatello Aramini, op. cit., pp. 140-179. 44 George L. Mosse, Gefallen für das Vaterland. Nationales Heldentum und namenloses Sterben, Stuttgart, Klett-Cotta, 1993. 45 Leo Baeck Institute, George L. Mosse Collection: Series II, Subseries 2 (Reviews and Reactions), Books, Fallen Soldiers – German Version, donde se conservan recortes del Frankfurter Allgemeine Zeitung, Süddeutsche Zeitung, Die Zeit, Der Tagesspiegel, entre otros. 46 Carta de George L. Mosse a su editor en Jerusalén, 14 de enero de 1993, en Leo Baeck Institute, George L. Mosse Collection, Series II, Subseries 1 (Writings), Books, Fallen Soldiers, Foreword to Israeli edition.

Recepción e impacto

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En Francia, no obstante, la recepción no fue tan positiva. Desde allí, el historiador Antoine Prost, una autoridad en la historia del periodo de entreguerras y de los movimientos excombatientes, criticó de lleno la obra mosseana, en particular la tesis de la «brutalización». Ya que las masas de combatientes habían vivido lo mismo tanto en un lado de las trincheras como en otro, no podía atribuirse el alto grado de violencia paramilitar (ejercida por veteranos de guerra) en Alemania al mero hecho del efecto «brutalizador» de la experiencia bélica, pues en Francia, con millones de excombatientes predominantemente pacifistas —decía Prost— no se habían dado tales extremos.47 Aunque otros historiadores alemanes y anglófonos, como Richard Bessel y Benjamin Ziemann, se sumaron a esta postura crítica frente a la tesis de la «brutalización» (cuyo capítulo, ciertamente, nos resulta el menos convincente del libro), este debate contribuiría a expandir la fama de la obra y a consolidar, paradójicamente, el uso de las categorías mosseanas en el oficio de historiador.48 La consagración definitiva de Soldados caídos como referente historiográfico fundamental vendría con la publicación de la edición francesa en 1999, poco después del fallecimiento del autor. Aunque Soldados caídos tenía algunos defectos, como el desconocimiento patente de la historia de Francia —señalaba Stéphane Audoin-Rouzeau en su prefacio—, la obra de aquel «maestro» brillaba por haber sido capaz de proponer dos nociones —brutalización y trivialización— decisivas para comprender la evolución «de la Gran Guerra al totalitarismo» acontecida en las sociedades europeas; la noción de cultura de guerra no habría podido emerger tampoco sin la aportación de Mosse.49 La traducción francesa de Soldados caídos, aunque se exceda —en mi opinión— al actualizar el original, llegando a cambiar completamente el título e imponiendo algún añadido en el texto, contribuyó al prestigio y al impacto internacional de la obra, que ahora pasó a navegar sobre las olas del fuerte debate historiográfico francés e internacio-

47 Antoine Prost, «The impact of war on French and German political cultures», The Historical Journal (1994: vol. 37, n.º 1, 209-217). 48 Ángel Alcalde, art. cit. 49 George L. Mosse, De la Grande Guerre au totalitarisme. La brutalisation des sociétés européennes, París, Hachette, 1999.

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nal en torno a la «cultura de guerra».50 Cualquier investigador de la historia contemporánea que en la actualidad se plantee examinar la guerra desde un punto de vista cultural debe pasar, ineludiblemente, por la lectura de Soldados caídos.

El interés de la edición en español A pesar de ser un hito historiográfico importante, un éxito de ventas internacional, y la puerta de entrada a vastos terrenos de estudio de la historia contemporánea, esta traducción al español llega con veinticinco años de retraso con respecto a su edición original: un amplio lapso que debe ser explicado. Las peculiaridades de la historiografía española sobre la época contemporánea, que solamente pudo desarrollarse en completa libertad desde el final de la dictadura de Franco, explican en parte la tardanza. Hemos ya mencionado la lenta aparición en castellano de otras obras claves de George L. Mosse, como La nacionalización de las masas (publicada treinta años después de su original) o La cultura europea… (más de treinta y cinco años de espera), muy en contraste con la inmediatez de las ediciones italianas de la mayoría de sus trabajos. No obstante, no siempre gozó Mosse de una fama y prestigio universales que asegurasen el eco que otros grandes historiadores con un perfil personal similar sí han tenido en España (piénsese en Eric Hobsbawm, cuyas experiencias de juventud son parejas a las de Mosse). Una tradicional mayor familiaridad de los historiadores españoles con la historiografía cultural francesa, en la cual Mosse también tuvo un impacto tardío, y sobre todo una enorme influencia —aun tardía a su vez— de la tradición historiográfica marxista y de la sociología histórica en España —que quizá haya legado una cierta desconfianza hacia la introducción de perspectivas culturalistas— también explican el retraso de la llegada de Mosse al ámbito español, donde

50 Sobre este debate véase Pierre Purseigle, «A very French debate: the 1914–1918 “war culture”», Journal of War and Culture Studies (2008: vol. 1, n.º 1, 9-14); Frédéric Rousseau, «Repensar la gran guerra (1914-1918). Historia, testimonios y ciencias sociales», Historia Social, n.º 78 (2014: 135-153).

El interés de la edición en español

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si la historia social fue durante mucho tiempo un «secano»,51 la cultural fue un auténtico «desierto».52 El enorme influjo de Mosse sobre los historiadores italianos tampoco fue suficiente para que las perspectivas mosseanas tuvieran el mismo eco en España. Los estudios sobre el fascismo de la «escuela» de Renzo De Felice,53 muy relacionados con el trabajo del historiador norteamericano, ya eran bastante contestados —de forma, a menudo, injusta— en el interior del país transalpino en los años setenta y ochenta54 como para ser bien recibidos entre el público español. Hubiera sido muy complicado, cuando no explosivo, aplicar al caso español por ejemplo la tesis defeliciana del «consenso» bajo el régimen de Mussolini —como sí se ha hecho en fechas recientes con muy productivos resultados— cuando aquella se planteó por primera vez en 1974-1975,55 siendo que Franco estaba a punto de morir y España encaraba su transición a la democracia. Lo que dicen los estudios de Mosse sobre el nazismo lo han conocido los lectores de castellano más a través de terceros56 que leyendo traducciones de sus libros. Y, desafortunadamente, las perspectivas culturalistas sobre los fascismos o la guerra se han confundido a menudo con el «revisionismo» de simpatías políticas derechistas o con ciertas posiciones ideológicas, como igualmente lamentable sería ahora blandir acríticamente la obra mosseana para reaccionar de manera injusta contra la historiografía anterior.57

51 Julián Casanova, La historia social y los historiadores. ¿Cenicienta o princesa?, Barcelo na, Crítica, 2003. 52 Tomamos la reflexión de Manuel Peña Díaz, «La historiografía francesa en la historia cultural de la Edad Moderna española. Breve balance de su influencia», en Benoît Pellistrandi (ed.), La historiografía francesa del siglo xx y su acogida en España, Madrid, Casa de Velázquez (2002 : 177-188). 53 Lugi Goglia y Renato Moro (eds.), Renzo De Felice. Studi e Testimonianze, Roma, Edizioni di storia e letteratura, 2002. 54 Véase por ejemplo Mauro Canali, «Il revisionismo storico y el fascismo», Cercles: revista d’ història cultural, 14 (2011: 82-109). 55 Sobre todo a partir de la polémica Intervista sul fascismo, de Michael Ledeen a Renzo De Felice, Roma-Bari, Laterza, 1975; la tesis del «consenso», en Renzo De Felice, Mussolini il Duce. Gli anni del consenso, 1929-1936, Turín, Einaudi, 1974. 56 Mediadores habitualmente críticos, como Enzo Traverso, «Interpretar el fascismo. Notas sobre George L. Mosse, Zeev Sternhell y Emilio Gentile», Ayer, 60 (2005: 227-258). 57 Eso es lo que hace, desafortunadamente, Pedro Carlos González Cuevas, «Renzo De Felice y George L. Mosse: Fascismo y revisionismo histórico europeo», Razón españo-

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Soldados caídos: Un estudio introductorio

El hecho de que España no participase en la Primera Guerra Mundial también parece haber mantenido la historiografía española relativamente ajena a muchos de los avances (conceptos, metodologías) que se produjeron desde finales de los años setenta en la investigación de las experiencias bélicas, los cuales solo se han empezado a aplicar al estudio de la Guerra Civil española recientemente.58 Baste recordar que libros fundamentales como los de Fussell o Eksteins han aparecido en castellano bien entrado el siglo xxi. Así, historiadores españoles han comenzado a utilizar la obra de Mosse solamente en los últimos años, cuando las estancias de investigación en el extranjero y la dinamización de internet han permitido conocer mucho mejor la producción historiográfica en otras lenguas, particularmente en inglés. Además de la edición original de Oxford, se ha citado la versión francesa y la italiana de Soldados caídos en las revistas de investigación de historia contemporánea más importantes publicadas en España, cuando estas han abordado monográficamente la violencia política del periodo de entreguerras, la guerra o los totalitarismos.59 Nociones como la de brutalización han aparecido en trabajos sobre la España de entreguerras desde el año 2000 (al menos),60 y el historiador Eduardo González Calleja sugirió

la, 154 (2009: 135-161, especialmente 160-161). En este artículo (página 153) se tergiversa también un pasaje de las memorias de Mosse para llegar a decir que «Mosse guardó cierta gratitud al propio Mussolini» (!). Cf. George L. Mosse, Confronting history, pp. 108-109; Ángel Alcalde, «La tesis de la brutalización», art. cit. 58 Entre los trabajos pioneros en este sentido, Javier Ugarte Tellería, La nueva Covadonga insurgente: orígenes sociales y culturales de la sublevación de 1936 en Navarra y el País Vasco, Madrid, Biblioteca Nueva, 1998 (que utilizó la edición italiana de Soldados caídos); y Xosé M. Núñez Seixas, ¡Fuera el invasor! Nacionalismos y movilización bélica durante la guerra civil española (1936-965), Madrid, Marcial Pons, 2006 (que cita la inglesa, p. 13, n.º 8); aunque la renovación cultural también provino de historiadores anglófonos: Chris Ealham y Michael Richards (eds.), España fragmentada. Historia cultural y Guerra Civil española, Granada, Comares, 2010 [1.ª ed. en inglés en 2005]. 59 Francisco Cobo Romero, «El franquismo y los imaginarios míticos del fascismo europeo de entreguerras», Ayer, 71 (2008), pp. 117-151, p. 136, n.º 46; Javier Rodrigo, «Presentación. Retaguardia: un espacio de transformación», Ayer, 76 (2009), pp. 13-16, p. 29, n. 24; Fernando del Rey, «Presentación», Ayer, 88 (2012), pp. 13-26, p. 16, n. 4. 60 Fernando del Rey y Mercedes Cabrera, «La patronal y la brutalización de la política», en Santos Juliá (coord.), Violencia política en la España del siglo xx, Madrid, Taurus, 2000, pp. 235-288. También hay una clara influencia de los conceptos mosseanos en Francisco Sevillano Calero, Rojos. La representación del enemigo en la Guerra Civil, Madrid, Alianza, 2007; y explícitamente en Zira Box, España, año cero. La construcción simbólica del franquismo, Madrid, Alianza, 2010.

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explícitamente en 2008 el interés de aplicar estos conceptos y perspectivas en el contemporaneísmo español.61 Un lector de este libro en castellano comprenderá rápidamente que las perspectivas que ofrece permiten iluminar acontecimientos históricos mucho más allá de la Primera Guerra Mundial o el nacionalsocialismo alemán. El mito de la experiencia de guerra y el culto a los soldados caídos son fenómenos que hoy llamaríamos transnacionales, y esa es una de las razones por las que Soldados caídos se ha leído internacionalmente y ha sido también traducido al hebreo y al japonés: es decir, para dos sociedades en las que el culto al héroe de guerra ha sido importante.62 En España, el mero sintagma nominal que encabeza el título tiene claras resonancias históricas, pues el culto a los mártires y caídos de la «Cruzada» jugó un papel decisivo como agente nacionalizador durante todo el régimen de Franco, como ha puesto de relieve recientemente Miguel Ángel del Arco.63 Pero todavía son muy necesarios trabajos de investigación mayores que coloquen la historia de España y de los países latinoamericanos —donde también hubo guerras, «héroes» y cultos a los muertos nacionales—, desde los albores de la época contemporánea hasta finales del siglo xx, dentro del lienzo pintado por Mosse en su Soldados caídos. Esta traducción al español, realizada con meditación y con un conocimiento al menos modesto de la figura intelectual de Mosse y su relevancia historiográfica, esperamos que contribuya a ese objetivo. En todo caso, embarcarse en la lectura de este libro significa comenzar un viaje iluminador, fascinante, casi místico, por las zonas más tenebrosas del pasado de Europa. Tras llegar a su final, un lector no vuelve a observar de la misma manera los camposantos y lugares de memoria bélica que salpican todo el viejo continente, hasta en los lugares más recón-

61 Eduardo González Calleja, «La cultura de guerra como propuesta historiográfica: una reflexión general desde el contemporaneísmo español», Historia Social, n.º 61 (2008), pp. 69-87, p. 78, n.º 25. 62 Edición en hebreo Tel Aviv, Am Oved, 1994; en japonés, con título Eirei: tsukurareta sekai taisen no kioku, publicada en Tokio, Kashiwa Shobo, 2001. 63 Miguel Ángel del Arco Blanco, «Las cruces de los caídos: instrumento nacionalizador en la “cultura de la victoria”», en Miguel Ángel del Arco Blanco, Carlos Fuertes Muñoz, Claudio Hernández Burgos y Jorge Marco (eds.), No solo miedo. Actitudes políticas y opinión popular bajo la dictadura franquista (1936-1977), Granada, Comares, 2013.

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Soldados caídos: Un estudio introductorio

ditos e inesperados de su geografía. El rostro humano de millones de víctimas de las guerras del siglo xx podrá quedar subsumido todavía en la imagen sufriente de ese soldado caído, en brazos de Cristo, que adorna una capilla del cementerio militar italiano en Redipuglia, glorificando su sacrificio infame. Pero el dolor y el horror de la experiencia de guerra habrán quedado, no obstante, y esperemos que para siempre, desenmascarados. Ángel Alcalde

AGRADECIMIENTOS

Este libro surgió de mi interés por el nacionalismo moderno y sus consecuencias. Pretende ofrecer una mejor comprensión, y espero que también nuevas claves interpretativas, del fenómeno de la desvalorización de la vida humana y de la muerte de masas que ha supuesto la degradación de gran parte de nuestro siglo. Tengo una gran deuda con Howard Fertig quien, como en tantas otras ocasiones, me hizo refinar, centrar y, a veces, repensar mis argumentos. El diálogo constante con el doctor J. M. Winter de Pembroke College, Cambridge University, ha sido especialmente fructuoso a lo largo de los años. Mi colega Stanley Payne de la Universidad de Wisconsin leyó el manuscrito y me brindó su gran conocimiento. He hecho un uso extensivo de la descripción de Meinhold Lurz sobre los monumentos de guerra alemanes, por lo cual estoy agradecido, y espero con gran interés el inventario completo de estos monumentos que está realizando el profesor Reinhard Koselleck de la Universidad de Bielefeld. Empecé por primera vez a abordar el mito de la experiencia de guerra en 1977 cuando impartí las Charles Phelps Taft Memorial Lectures en la Universidad de Cincinnati. Como fellow en la History of Ideas Unit, Research School of Social Science, Australian National University, en 1979, me fue posible hacer uso de la excelente colección sobre la Primera Guerra Mundial del Australian War Memorial. Una beca del Instituto de Estudios Avanzados de la Hebrew University en 1986 dio nuevas dimensiones a mi reflexión sobre las consecuencias y la iconografía de la guerra.

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Agradecimientos

Un libro que ha estado tanto tiempo en gestación acumula deudas de gratitud con muchas bibliotecas y su personal. Me gustaría destacar como particularmente útiles las bibliotecas de la Universidad de Columbia y la de la Universidad de Wisconsin-Madison, así como la Hebrew National Library y la Hebrew University Library, el Imperial War Museum, la Bibliothèque Nationale y la Bayerische Staatsbibliothek. Algo del material utilizado en este libro apareció primero en el Journal of Contemporary History; el capítulo cuarto se publicó primero de una manera algo diferente en Germany in the Age of Total War, editado por Volker R. Berghahn y Martin Kitchen (Croom Helm, Londres, 1981); y el capítulo octavo es una versión muy ampliada de un artículo impreso en Demokratie und Diktatur, editado por Manfred Funke et al. (Droste Verlag, Düsseldorf, 1987). Algo de lo que digo sobre los voluntarios de guerra apareció primero en Religion, Ideology and Nationalism in Europe and America (The Historical Society of Israel and the Zalman Shazar Center for Jewish History, Jerusalén, 1986). Finalmente, Lois Corcoran demostró una paciencia ejemplar al escribir y reescribir a máquina el manuscrito. Dedico este libro a David Berkoff, que me ha dado el mayor y más fiel apoyo a lo largo de los años. G. L. M. Madison, Wisc. Junio de 1989

Capítulo 1

INTRODUCCIÓN: UN NUEVO TIPO DE GUERRA

Este libro trata de cómo los hombres hicieron frente a la guerra moderna y de las consecuencias políticas de tal confrontación. El encuentro con la muerte de masas es quizá la más fundamental experiencia de guerra y, por ello, constituye la clave de nuestro análisis. A través de la guerra moderna, muchas personas conocieron, cara a cara y por primera vez, la matanza masiva de seres humanos. La historia de este encuentro resulta crucial para entender las consiguientes actitudes hacia la eliminación a gran escala de vidas que, ya sea por medios bélicos o a través del asesinato masivo sancionado por el Estado, ha desgarrado repetidamente nuestro siglo xx. Sus consecuencias han persistido, penetrado y polarizado la vida política durante mucho tiempo, marcando una nueva etapa en la historia del nacionalismo. En la Primera Guerra Mundial, el encuentro con la muerte de masas alcanzó dimensiones insospechadas que afectarían decisivamente a la vida política del periodo de entreguerras. En ella murieron, en combate o a consecuencia de sus heridas, más del doble de hombres que en todas las guerras del periodo comprendido entre los años 1790 y 1914. Un vistazo a las cifras nos permite dejar clara la medida en que el encuentro con la muerte de masas determinaría la memoria bélica. Unos 13 000 000 de in-

Introducción: Un nuevo tipo de guerra

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dividuos murieron entre 1914 y 1918.1 Si la guerra de Napoleón contra Rusia, la más sangrienta campaña militar nunca vista hasta entonces, implicó la pérdida de 400 000 vidas, fueron 600 000 personas más las que cayeron durante la inconclusa batalla del Somme en 1916 (sumando todos los bandos contendientes). La guerra más cruenta del siglo xix, la francoprusiana de 1870-1871, vio morir a 150 000 franceses y 44 780 prusianos.2 Cuando estalló la Gran Guerra, no obstante, la memoria de las grandes pérdidas humanas del periodo napoleónico ya se estaba desvaneciendo, y ningún otro precedente decimonónico sería comparable a aquello que estaba por llegar. La nueva dimensión asesina de la guerra requeriría un esfuerzo mucho mayor que los que se habían hecho hasta entonces para enmascarar y trascender la muerte. Hubo otra nueva dimensión significativa de la Primera Guerra Mundial que también influyó en la manera en que los hombres y las mujeres la percibieron: al tratarse de una guerra tecnológica, los nuevos y más efectivos medios de comunicación contribuyeron a difundir su imagen y a estimular la imaginación. Y, todavía más importante, en 1914 el frente occidental fue testigo de la aparición de un nuevo tipo de guerra que dejó su impronta en el significado que la mayoría de soldados otorgarían a su experiencia: la guerra de trincheras, que no solo determinó las percepciones de aquellos que la sufrieron, sino también la forma en que las nuevas generaciones entendieron la guerra en sí. El encuentro con la muerte de masas, pues, tal y como la mayoría de personas lo experimentaron en tiempo de guerra y de posguerra, es la temática de este libro. El frente occidental, con su irrepetible y peculiar estilo de lucha, sería dominante en la prosa y en la poesía, en los libros ilustrados y las películas que trataban el conflicto bélico determinando el legado cultural de los contemporáneos y de las futuras generaciones. Desde su comienzo en agosto hasta noviembre de 1914, se tuvo la impresión de que aquella guerra, como tantas otras en el siglo xix, se libraría de manera ágil y breve. Pero a mediados de noviembre el avance de los ejércitos se había detenido al atrincherarse para sostener sus posiciones; el



1 Langsam (1954: 3). 2 Bodard (1916: 133, 148, 151).

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movimiento se empezó a medir en metros, en vez de kilómetros. Así se creó un sistema de trincheras de más de setecientos kilómetros de largo que se extendía desde el mar del Norte, a través de Bélgica, Flandes y Francia, hasta Suiza.3 Era un sistema construido a lo ancho: varias líneas de trincheras, una tras otra, servían para la ofensiva, la defensa y el abastecimiento, unidas a su vez por otras trincheras hasta formar una compleja red que zigzagueaba por el paisaje. La distancia entre las líneas enemigas solía oscilar entre los diez y los treinta metros, salvo en casos donde la tierra de nadie se reducía a un metro o alcanzaba hasta un kilómetro.4 Los soldados, si no se encontraban en servicio de guardia o de abastecimiento —normalmente nocturno—, vivían en refugios subterráneos situados en la segunda línea. La mayor parte del tiempo, el conjunto del sistema se encontraba sepultado en barro y lodo a causa de las constantes lluvias y nieblas que caían sobre el arcilloso terreno en el que estaba excavado. El «pequeño mundo de las trincheras», como lo llamó un excombatiente,5 era un sistema autosuficiente gracias a que las comunicaciones con la retaguardia eran a menudo difíciles y peligrosas. Los soldados luchaban en pequeñas unidades que defendían su porción de terreno: los alemanes usaban una docena de hombres bajo las órdenes de un cabo, y las otras naciones utilizaban grupos de tamaño similar. Estas escuadras solían formar parte de una sección de algo menos de un centenar de hombres comandados por oficiales que también patrullaban las trincheras. Los miembros de las escuadras quedaban a merced los unos de los otros durante semanas, hastiados en los interminables servicios de guardia, bajo el peligro de los francotiradores enemigos, y a veces estaban incluso forzados a salir de la trinchera al descubierto. La vida en el frente incluía periodos de tregua tácita, que se interrumpían a causa de masivas y dramáticas batallas como aquellas del Somme, Verdún, Paschendaele, intentos de un bando y otro por salir de aquella situación. La vida y la muerte deambulaban por las trincheras todo el tiempo; esa era la realidad diaria de la guerra.6

3 Ashworth (1980: 3). 4 Ashworth (1980: 4). 5 Grabenhorst (1928: 123). 6 Ashworth (1980: 2). La mejor introducción a la Primera Guerra Mundial, cuyo texto y sobre todo imágenes pueden dar más detalles sobre todo esto, es Winter (1988a).

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Con la muerte siempre presente en la batalla, en tierra de nadie, y dentro de los parapetos, los soldados utilizaban cuerpos sin enterrar como emplazamiento para sus armas y como señalización para no extraviarse en el laberinto de las trincheras, llegando a veces a sustituir sus desgastadas botas por el calzado de soldados caídos.7 Al mismo tiempo, mientras los hombres se enfrentaban a la omnipresente muerte de masas, otro aspecto de la vida de las trincheras los impresionaba: la camaradería de los soldados que vivían juntos en un mismo pelotón y dependían unos de otros para sobrevivir. Este aspecto de la experiencia se recordó muy positivamente tras la guerra, pues, incluso antes de 1914, mucha gente había añorado esos sentimientos de pertenencia a la comunidad, como antídoto ante el ubicuo sentimiento de soledad propio del mundo moderno. Por supuesto, en medio de la destrucción y la muerte, la camaradería no era suficiente para sobreponerse al terror y a la desolación. No había en el frente ni en los hogares apenas una sola persona o familia que no hubiera sufrido una pérdida irreparable. El duelo era generalizado, aunque no iba a dominar la memoria de la Primera Guerra Mundial como podría haber ocurrido. De hecho, la pena se mezclaba a menudo con un sentimiento de orgullo por haber tomado parte y haberse sacrificado en una noble causa; sentimiento que, por otro lado, no todo el mundo lograba poseer por mucho que por todas partes urgiera otorgar un alto significado a la experiencia de guerra y justificar de algún modo el sacrificio y la pérdida. Eran los excombatientes quienes más sentían esa necesidad, desgarrados muchas veces entre la memoria del horror bélico y su gloria; sentían que sus vidas tenían otro sentido tras haber cumplido con la sagrada tarea de defender la nación. Bill Gammage, que ha escrito el único estudio detallado de diarios y cartas de soldados que regresaron a casa tras la guerra, concluye que, mientras algunos excombatientes deseaban olvidar aquellos años tan pronto como fuese posible, otros preferían recordar la seguridad, los objetivos compartidos, el compañerismo de la guerra; algunos incluso definieron aquellos años trágicos como los más felices de su vida.8 El estudio de Gammage cubre solo a un minúsculo porcentaje de los muchos veteranos supervivientes, y se realizó no en Europa, sino en Australia. En la mayoría de naciones, sin embargo, aquellas actitu-



7 Moran (1967: 149). 8 Gammage (1975: 270).

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des fueron comunes entre los soldados que articularon sus experiencias bélicas, y las hicieron públicas antes que mantenerlas privadas o compartirlas solo con familiares y amigos. Tales narrativas de la guerra tuvieron gran impacto: no en vano habían arriesgado sus vidas por la causa. Las memorias de aquellos excombatientes que acariciaron los elementos positivos de la guerra, y no las de aquellos que la rechazaron, fueron las que sus respectivas naciones prefirieron considerar como ciertas y legítimas. Al fin y al cabo, la guerra se había luchado en virtud de la gloria y el interés nacional. Durante, y especialmente después de la conflagración mundial, comisiones nacionales se encargaron de enterrar los muertos en combate y de conmemorar la guerra. Ese consuelo se ejerció tanto a nivel público como privado, pero siempre se hizo en recuerdo de la gloria y de los fines perseguidos, y no tanto del horror y la tragedia. Los que se encargaban de cuidar que la nación no perdiera su atractivo y su buena imagen se esforzaron por construir un mito que sustrajese el aguijón de la muerte a la guerra, para enfatizar, en su lugar, el valor de la lucha y del sacrificio. Se ayudaron de la prosa y el verso escritos durante la guerra para celebrar la muerte. El objetivo: hacer tragar un pasado inherentemente amargo, no solo con el fin de consolar, sino también para justificar la nación en cuyo nombre se había hecho la guerra. La realidad de la experiencia bélica se llegó así a transformar en lo que podría llamarse el mito de la experiencia de guerra, que hacía verla como un evento lleno de significado, sagrado incluso. Esta visión de la guerra se desarrolló sobre todo, aunque no exclusivamente, en las naciones derrotadas, donde algo así se necesitaba con apremio. El mito de la experiencia de guerra se diseñó para enmascarar la guerra y hacerla legítima; para desplazar su cruda realidad. La memoria de la guerra se remodeló para convertirla en una experiencia sagrada que había proporcionado a la nación nuevos y profundos sentimientos religiosos, imperecederos santos y mártires, lugares de culto: una herencia que mantener y emular. La imagen del soldado caído en los brazos de Cristo (imagen 1), tan común durante y después de la Primera Guerra Mundial, proyectaba sobre la nación la creencia tradicional en el martirio y la resurrección, tomando la forma de religión cívica universal. El culto al soldado caído se convirtió en la clave de bóveda de la religión del nacionalismo tras la guerra, teniendo su mayor impacto político en países como Alemania, que era perdedora y había descendido al borde del caos en su tránsito hacia la paz.

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1. La apoteosis de los caídos. Un soldado descansa en los brazos de Cristo en la sala dedicada a los ganadores de la Medaglia d’Oro (mayor condecoración militar italiana) en el cementerio militar de Redipuglia, construido en 1938.

La experiencia de guerra se santificó a través del mito que la rodeaba, aunque al mismo tiempo se le hacía frente y aprehendía de una manera radicalmente diferente, trivializada mediante su asociación con los objetos de la vida diaria, el teatro popular o incluso el turismo en los campos de batalla (imagen 2). De este modo, la experiencia bélica se podía distorsionar y manipular a discreción. Los excombatientes aborrecieron tal trivialización; más bien, los más proclives a tolerarla durante y después de la guerra fueron quienes permanecieron en retaguardia o habían sido demasiado jóvenes como para combatir. Con todo, ese intento por quitar importancia a la guerra tuvo menos efectos políticos que la verdadera experiencia de guerra sobre la religión secular del nacionalismo. El mito de la experiencia de guerra, sin embargo, no fue completamente ficticio: al fin y al cabo, apelaba a hombres que habían conocido la realidad bélica y buscaban transformar y al mismo tiempo perpetuar la memoria de esa verdad. Estos eran a menudo hombres que habían sentido suficiente entusiasmo como para presentarse voluntarios al estallar la guerra. Ciertamente, los que eran demasiado viejos para combatir también intentaron glorificarla y negar sus efectos, pero los relatos de los voluntarios fueron más aptos para entrar a formar parte del canon nacional. Aun

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2. Kitsch de guerra. «Hindenburgitis, or the Prussian House Beautiful» (de Mr. Punch’s History of the Great War, Londres, 1919: 119).

siendo una minoría los voluntarios que desnudaban sus sentimientos, fue su poesía y su prosa lo que, ante el silencio de los demás, atrajo la atención del público. Hombres como el escritor Ernst Jünger en Alemania eran sin duda sinceros al contar sus recuerdos bélicos; sus textos entraron a formar parte de un corpus patriótico que daba legitimidad al conflicto. El mito de la experiencia de guerra fue conformado y perpetuado por aquello que los voluntarios pensaron sobre su vivencia, por lo cual será necesario aquí analizar sus actitudes: escribir sobre la creación del mito de la experiencia de guerra significa también escribir la historia de los voluntarios. Nos ocuparemos de la articulación del mito por parte de los voluntarios de la generación de 1914 —qué fue lo que hicieron y cuáles fueron sus efectos—, pero también nos dedicaremos a estudiar cómo se desarrollaron los símbolos tangibles del mito: los cementerios militares, los monumentos de guerra y las ceremonias conmemorativas por los muertos. No obstante, el libro no comienza con la generación de la guerra de trincheras, sino cien años antes. La Primera Guerra Mundial no fue el primer conflicto en el que la mitificación de la experiencia hizo la realidad más soportable. Las guerras de la Revolución francesa (1792-1799) y las guerras alemanas de liberación contra Napoleón (1813-1814) presenciaron los orígenes del mito de la experiencia de guerra, que venía a

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cubrir una necesidad hasta entonces inexistente, pues las guerras anteriores se habían luchado mediante ejércitos mercenarios con poco interés en la causa por la que combatían. Las guerras del periodo revolucionario fueron las primeras combatidas por ejércitos ciudadanos, compuestos inicialmente por un número enorme de voluntarios que se comprometieron con su causa y su nación. Los que cayeron en estas guerras eran camaradas de armas, hijos o hermanos de alguien que podía ser conocido; era necesario, por tanto, legitimar y justificar su inmolación. Los voluntarios forjaron mitos bélicos por primera vez en aquellas guerras. De hecho, los que por su voluntad tomaron las armas en Francia o Alemania eran una auténtica nueva casta de soldados, pues hasta entonces pocos de los que se habían unido a ejércitos mercenarios lo habían hecho por razones que no fuesen meramente profesionales o económicas. Las primeras guerras de la contemporaneidad vieron nacer el mito de la experiencia de guerra. Así, los que vivieron la Primera Guerra Mundial pudieron hacer uso de un mito preexistente sobre el que construyeron uno nuevo que respondía a las novedosas dimensiones de la guerra moderna. Los cimientos del mito de la experiencia de guerra ya estaban colocados en 1914; ya entonces se discutía cómo se debía honrar y enterrar a los muertos, qué simbolismo debían proyectar los monumentos bélicos, y cómo se podían utilizar la naturaleza y el cristianismo para reafirmar la legitimidad de la muerte y el sacrificio en combate. El papel de los voluntarios en la propagación del mito estaba ya escrito y no cambió desde la Revolución hasta la generación de 1914. El poder y el atractivo del mito de la experiencia de guerra variaron de nación a nación, no durante el conflicto mundial, sino más bien después. Esto dependió, en gran medida, de haberla ganado o perdido, y de la transición de la guerra a la paz, así como del dinamismo y la fuerza de la derecha nacionalista en cada lugar. Alemania se reveló como el país más acogedor para la mitificación de la guerra, que resultó clave en la política posbélica. La derrota germana, el traumático pasaje de la guerra a la paz y la fuerte presión sobre el tejido social contaron para que el nacionalismo se reforzase como una fe secular en la que se integraba el mito de la experiencia de guerra. Y es allí donde es fácil discernir sus efectos. No obstante, el mito fue importante también en otros lugares y, aunque Alemania es el centro de nuestro análisis, traeremos a colación ejemplos de Italia, Francia e Inglaterra.

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El mito de la experiencia de guerra es crucial para entender los años de entreguerras, pero ¿permaneció activo tras la Segunda Guerra Mundial? Esta otra guerra, como veremos, también marcó una etapa vital en la evolución del mito, y por eso iremos más allá de la Primera Guerra Mundial, de la misma manera que debemos observar el periodo precedente. Si los hombres se han enfrentado a la muerte de masas desde que surgió la guerra moderna en la era de las revoluciones, nunca lo hicieron con la misma intensidad que durante la Primera Guerra Mundial. Tal choque fue parte de un proceso histórico que debe comprenderse para situar la utilización del mito durante la Primera Guerra Mundial en una perspectiva adecuada. Además, localizar el mito de la experiencia de guerra dentro de una continuidad histórica sugiere dos cuestiones de indudable importancia: ¿Condujeron la confrontación y trascendencia de la experiencia de guerra y la muerte en combate a lo que podría llamarse domesticación de la guerra moderna, su aceptación como parte natural de la vida política y social? ¿Implicó el mito de la experiencia de guerra un proceso de brutalización e indiferencia hacia la vida humana individual que se reproduciría con violencia, aún mayor, durante nuestra época? Las bases del mito de la experiencia de guerra se establecieron mucho tiempo antes de la Primera Guerra Mundial. Deben desenterrarse para poder entender la poderosa influencia que el mito tuvo sobre la memoria y las actitudes políticas de tantas personas durante tanto tiempo. Los voluntarios de guerra fueron cruciales para indicar cómo debía afrontarse la guerra moderna; examinando su papel y las condiciones que les permitieron ejercerlo, por lo tanto, con ellos comenzaremos nuestro recorrido histórico.

Parte I

LOS ORÍGENES

Capítulo 2

VOLUNTARIOS DE GUERRA

I La historia de los voluntarios de guerra no se había escrito nunca hasta ahora. Es cierto que algunos voluntarios como los de la Revolución francesa y la generación de 1914 han recibido alguna atención, pero jamás habían sido examinados como parte de un mismo proceso histórico. La historia de los voluntarios se extiende desde la Revolución francesa hasta la Segunda Guerra Mundial. Aquí no pretendemos escribirla toda, ni realizar un seguimiento de la participación de los voluntarios en los diversos ejércitos en los que sirvieron, siquiera de las naciones que nos interesan. En cambio, sí será necesario abordar ejemplos que ilustren aspectos cruciales de la historia de los voluntarios para la formación del mito de la experiencia de guerra. ¿Por qué razón hombres jóvenes en gran número se apresuraron a alistarse, ansiosos por encarar la muerte y entregarse a la batalla, cuando nadie lo había hecho nunca antes de la Revolución francesa? En las décadas prerrevolucionarias fueron habituales las quejas sobre el deterioro del espíritu castrense entre aquel conjunto de oficiales de carrera, mercenarios y soldados de servicio militar obligatorio que componían la materia prima del ejército francés. El entusiasmo que inspiraba el símbolo del rey había entrado en declive bastante antes de 1789.1 Si los jóvenes no habían «desa-



1 Kelly (1986: 136, 157).

Los orígenes

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fiado al peligro y al dolor»2 antes de la creación, en 1792, del primer ejército ciudadano, ¿por qué iban a estar dispuestos a hacerlo después? Esta es la cuestión clave que hay que responder; no solo es necesario descubrir las motivaciones personales de los voluntarios, sino también entender su rol crucial en la creación y el mantenimiento del mito de la experiencia de guerra: ese ideal de regeneración personal y nacional que, según se decía, solo la guerra podía proporcionar. Los miembros de los ejércitos ciudadanos eran voluntarios, muy diferentes a los mercenarios, conscriptos o reclutas a la fuerza que habían hecho las guerras prerrevolucionarias. Es significativo que La Marsellesa, que fue cantada por primera vez en un regimiento voluntario, contraponga en sus versos las «falanges mercenarias» a «nuestros fieros héroes». En un momento en que la guerra amenazaba con inundar la Francia de 1792, la Asamblea Legislativa recurrió al entusiasmo de los jóvenes franceses para rechazar al invasor y salvar la Revolución y la nación. La mayoría de los voluntarios de primera ola eran ciudadanos de origen burgués, altamente motivados. Su número exacto —que no es fácil de averiguar, pues el término se utilizaba a veces de manera poco clara y se confundía con los conscriptos— parece que superó los 220 000 hombres.3 En cualquier caso, quienes ingresaron en el ejército provenían de una capa de la población que nunca antes había servido militarmente —salvo excepciones individuales—. Y si bien consecutivas oleadas de voluntarios reflejarían en mayor medida la verdadera estructura social del país, un núcleo de jóvenes educados y burgueses permanecería en el ejército permitiéndose crear y proclamar el mito de la experiencia de guerra. A la altura de 1793, solo el 11 % de los voluntarios provenía de las clases medias urbanas; el 68 % eran campesinos. Solamente con voluntarios no se podía sostener un ejército contra la coalición realista que invadió Francia, así que en 1793, la Asamblea Legislativa proclamó la levée en masse, es decir, una leva de toda la población masculina que fuese capaz de portar armas: «Hasta que el enemigo haya sido expulsado del territorio de la República, todos los franceses podrán ser



2 Kelly (1986: 152). 3 Lynn (1984: 50-52).

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requeridos para servir en el ejército».4 Un informe proveniente de uno de los departamentos franceses nos informa de que esta levée en masse no llegó a reunir tantos hombres como el alistamiento voluntario de los años anteriores. Eludir el reclutamiento y desertar fueron reacciones endémicas. Si los voluntarios eran favorables a las ideas e instituciones de la Revolución,5 los conscriptos podían albergar todo tipo de opiniones. Así, desde el comienzo de su historia los voluntarios dejaron claro su compromiso con la causa y la lealtad que derivaba de tal entrega y, llegado el momento, voluntarios y conscriptos entrarían a formar parte del ejército regular que había permanecido leal a la Revolución. La leyenda de que los voluntarios de guerra eran mayoritariamente jóvenes cultos y educados de clase media persistió, y esta persistencia, en Francia o Alemania, es fácil de entender: profesores, estudiantes, escritores y funcionarios escribieron poemas y autobiografías, mantuvieron diarios de guerra y lanzaron llamamientos al resto de la población. A menudo, los voluntarios se convirtieron en oficiales, especialmente durante la Primera Guerra Mundial, y es importante recordar que también escribieron mucha literatura bélica. Se daba por supuesto que las clases sociales superiores estaban hechas para el mando, y se idealizaba al soldado común en virtud de su fuerza bruta, fe y patriotismo. La leyenda de los voluntarios de clase media, educados y elocuentes, fue especialmente poderosa en Alemania desde 1813, cuando cerca de 30 000 voluntarios combatieron en las guerras de liberación contra Napoleón. Pero la realidad era diferente: podría decirse que solo el 12 % de todos los voluntarios pertenecía a las clases educadas; en torno al 40 % eran artesanos y el 15 % campesinos o pastores.6 No sabemos mucho de los sentimientos de la mayoría de voluntarios respecto a la guerra, ni tampoco de los conscriptos: dejaron pocos rastros documentales oficiales, y la correspondencia y los documentos privados que escribieron durante muchos años resulta demasiado extensa como para que sea examinada incluso por un equipo de historiadores. A la luz de estadísticas de deserciones durante la guerra podríamos llegar a alguna conclusión, pero estos datos son difíciles de consultar, pues todavía



4 Lynn (1984: 56). 5 Vidalenc (1966: 38, 42). 6 Ibbeken (1970: 405-447).

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están guardados celosamente, incluso los que se refieren a la Primera Guerra Mundial. Dado que a los desertores se les garantizaba el consejo de guerra sumarísimo, es imposible decir si la aparentemente baja tasa de deserción durante las guerras postrevolucionarias y durante la Primera Guerra Mundial se debió a esta amenaza, a la resignación ante el destino, o bien al patriotismo. El mito de la experiencia de guerra dependió en sus comienzos del élan vital de los voluntarios educados de clase media, y también del nuevo estatus de ciudadano-soldado, que supuso otra ruptura con el pasado. Aquellos movilizados eran personas muy diferentes de la hueste de mercenarios, criminales, vagabundos y menesterosos que había sido la base de los antiguos ejércitos.7 Ser soldado, el esprit militaire, siempre había sido representado como algo honroso; bajo Luis XVI, por ejemplo, artistas como Jacques-Louis David pintaron cuadros de elogio a aquella disciplina personal y militar que permitía mantener la adecuada compostura marcial y viril de cara a la muerte por la patria.8 La realidad de la época era bastante diferente; las cifras de desertores eran elevadas —a veces, regimientos enteros desertaban— y se ignoraba ampliamente la disciplina militar. De hecho, ningún esfuerzo se hizo durante las guerras prerrevolucionarias para animar a los soldados a identificarse con los objetivos bélicos. Se daba por hecho que no tenían ningún interés por conocerlos. Esos soldados que provenían de los márgenes de la sociedad no eran precisamente tipos a quienes invitar a cenar a casa o en cuya compañía se pudiera pasar siquiera un rato, de hecho, muchas revueltas populares estallaron como respuesta a la obligación de acoger y alojar a las tropas. Muy distintos, en cambio, eran los voluntarios e incluso muchos conscriptos, que podían ser los propios hijos, hermanos o vecinos, respetables ciudadanos de la comunidad local o nacional. De ahí que los nuevos soldados disfrutaran de un estatus que resultó un factor imprescindible para crear de manera efectiva un mito de la experiencia de guerra. Donde en Francia se habían colocado antaño avisos que impedían la entrada a lugares públicos a «pe-

7 Best (1982: 30). 8 Esta glorificación de las virtudes militares y masculinas está bien ilustrada por la obra de Jacques-Louis David, el Juramento de los Horacios (1784) (Stolpe, 1985: capítulo 3).

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rros, prostitutas y soldados», ahora un cartel jacobino proclamaba que si «las profesiones de armas solían considerarse deshonrosas, hoy ya son profesiones honorables».9 Con todo, el cambio en la posición social no era la única razón del nuevo estatus del que disfrutaban los soldados, pues igualmente importante fue el advenimiento de un nuevo tipo de guerra. Las guerras de la Revolución francesa ya no eran luchas dinásticas, campañas que defendían o incrementaban el poder del monarca, aunque a duras penas importasen al pueblo. Baste recordar la relevancia de los sans-culottes, aquellos grupos armados de patriotas revolucionarios —mayormente artesanos parisinos y tenderos junto a un considerable número de trabajadores— que fueron la fuerza propulsora de la primera fase de la Revolución y de la organización del ejército.10 Los sans-culottes creían en la unidad patriótica del pueblo, en la fraternidad de la Revolución dirigida contra los ricos y los nobles. El suyo era un movimiento democrático que se basaba en la idea abstracta de un «pueblo» de iguales. Eran activistas radicales, pero muchos de las clases medias se les unieron para apoyar las ideas revolucionarias, dispuestos a luchar por ellas. Así, el soldado ya no combatió en nombre de un rey, sino por un ideal que abrazaba al conjunto de la nación bajo los símbolos de la Tricolor y La Marsellesa. La República rindió honores a estos soldados; eran sus héroes: «¡Gloria a los soldados republicanos! ¡Gloria a sus dirigentes y a su valor!».11 Ahora, los soldados jugaban un papel importante en los festivales revolucionarios, vitales a su vez para la autorepresentación de la nueva nación. En una propuesta hecha por una comisión oficial para rediseñar el cementerio central de París en 1792, se insistió en que todos los senderos, jalonados de tumbas, condujeran a una plaza central, y allí, dentro de una pirámide, las cenizas de los soldados caídos al servicio de la patria se mezclaran con las de los grandes hombres de Francia.12 El soldado acababa de entrar en el panteón nacional. Esto era, de hecho, el comienzo del culto al soldado caído que sería central en el mito de la experiencia de guerra.

9 10 11 12

Lynn (1984: 33, 66). Véase también Latzel (1988: 29). Soboul (1959: 74). Lynn (1984: 65). Cambry (1799: 66).

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Las guerras revolucionarias y napoleónicas y el amanecer de una nueva conciencia nacional sirvieron para colocar la profesión militar entre las más admiradas y también alcanzables. Los soldados eran ahora ciudadanos cuyo estatus difería bastante del de sus predecesores, incluso si la mayoría provenía de las consideradas clases bajas. El cambio implicó que los voluntarios educados y letrados se consideraran a sí mismos portavoces de todos los soldados, para crear mitos y símbolos que disimularían la dura realidad de la muerte y la batalla. Alemania, durante las guerras de liberación contra Napoleón, fue un marco ideal para que el mito de la experiencia de guerra echara raíces, dadas las particulares circunstancias en que se combatió. Francia, con todo su entusiasmo por la patrie, era un Estado-nación establecido, que además había triunfado sobre el resto de Europa. Prusia, por el contrario, había sido ocupada por Napoleón, y su rey, Federico Guillermo III, parecía haber aceptado tales hechos. La derrota de Napoleón en Rusia le iba a hacer cambiar de opinión, y en 1813 finalmente lanzó un llamamiento a la nación armada. Así, patrióticos poetas como Theodor Körner y Max von Schenkendorf, escritores como Ernst Moritz Arndt o el pedagogo Friedrich Jahn —entre muchos otros voluntarios de guerra— pudieron resarcirse de la frustración y la humillación, participando y celebrando una lucha nacional que trascendería las fronteras de Prusia hacia una nueva y unida Alemania regenerada por la guerra. Ellos fueron quienes transformaron la llamada a las armas de 1813 en una insurrección de un pueblo aspirante a devolver el «alma Volk» a la Alemania unificada. Los voluntarios veían la revuelta como un llamamiento populista a todos los alemanes para adherirse y formar una nación,13 aunque no hubiera evidencia real de que fuera tal cosa, excepto el propio entusiasmo y la determinación. Para muchos que obedecieron la llamada del rey, se trataba simplemente de la oportunidad para poner fin a la ocupación francesa —una guerra contra Francia más que por Alemania—. Pero las siguientes generaciones, especialmente después de completarse la unificación alemana, observaron el conflicto a través de la óptica de hombres como Körner y Arndt, y vieron en él un estallido

13 Ibbeken (1970: 336).

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ejemplar de espíritu nacional que estaban dispuestos a cultivar —el así llamado Aufbruch—: el alba de una nueva era. Theodor Körner, en su poema «La llamada a las armas» (Aufruf, 1813), clamaba que las guerras de liberación eran una cruzada popular por encima de reyes. Aunque semejante pretensión era una ofensa flagrante a la realidad —pues incluso los voluntarios habían aguardado a la proclamación de guerra del rey de Prusia para moverse—, Federico Guillermo III tuvo que vérselas con ese poderoso mito. Por eso, se aseguró al rey un lugar reservado en todas las inscripciones patrióticas: «Por la patria y el rey» era el texto grabado en los memoriales de guerra o en las placas conmemorativas de las iglesias. No obstante, algunas inscripciones sobre las tumbas de los voluntarios caídos en batalla mencionaban solamente la «libertad y la patria», ignorando al monarca.14 Aunque la guerra no fuese, francamente, una guerra popular, las lealtades se iban redirigiendo desde la dinastía hacia la patria. Las reivindicaciones en disputa, monarquía y nación, nunca se reconciliarían completamente. Los principales instrumentos que utilizaron los voluntarios para difundir su mensaje fueron la palabra y la canción. La poesía de guerra con su mensaje político tomó forma durante las guerras de liberación, aunque hubiera una tradición procedente de siglos anteriores. Como escribió un crítico literario a mediados del siglo xix, con la mirada puesta en las pasadas guerras de liberación: «Ser poeta y ser guerrero son dos de las más nobles misiones que el mundo espiritual regala a sus favoritos, que luchan con las palabras y la espada unidas en una única personalidad».15 El Romanticismo impregnaba la poesía nacional, y con él lo hizo el legado de introversión piadosa, la búsqueda de absolutos, de elevación e iluminación espiritual. A mediados del siglo xix, donde antes solo se honoraba a reyes, estadistas y generales, se habían erigido monumentos a voluntarios-poetas como Körner, Schenkendorf y Arndt; después de la unificación alemana, tales obras se multiplicaron.16 El título de la colección de poemas de guerra de Körner, Lira y Espada (1814), se erigió como símbolo de la lucha germana por la unidad nacional.

14 Lurz (1985: vol. 1, 346-47). 15 Prutz (1847: vol. 2, 254). 16 Lurz (1985: vol. 2, 48).

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Se trataba de un fenómeno alemán; en Francia e Inglaterra los poetas no tuvieron tanta importancia a largo plazo en la formación de la conciencia nacional. La poesía bélica alemana se institucionalizó a través de la escuela —algo crucial para el rol de los poetas como heraldos de la nación unificada—, pero también se leía en casa y circulaba de mano en mano por las fraternidades de estudiantes y las asociaciones gimnásticas. Al traducirse sus poemas en música, los voluntarios-poetas de guerra penetraron más allá de los escalones superiores de la sociedad: la canción fue una potente arma en su haber.17 El nuevo ejército ciudadano marchaba al son de canciones cuya importancia para la moral de la soldadesca nadie ponía en duda. Durante la Revolución francesa, el Comité de Salud Pública había intentado impulsar la composición de canciones adecuadas para las tropas y, cuando en 1792 Rouget de Lisle publicó su Canción para el ejército del Rin, el comité distribuyó unos 100 000 ejemplares de lo que sería en el futuro La Marsellesa.18 Las asociaciones corales en Alemania pusieron de su parte para diseminar las canciones patrióticas. La poesía y las canciones calaban más hondo que la prosa y así eran más útiles para construir una conciencia nacional (si bien los textos de Arndt y Jahn también alcanzaron al gran público), porque los versos se podían memorizar y recitar, traducirse en música, sin necesidad de someterse a discusión o razonamiento lógico. Por aquel entonces, los sentimientos y emociones personales salían a flor de piel más a menudo que hoy, y las expresiones de amor, alegría y pena no estaban tan encorsetadas. La nación hizo uso de estas emociones para autorrepresentarse: fue en ese momento cuando las naciones adoptaron himnos nacionales, desconocidos hasta entonces, que en su mayoría proyectaban un nacionalismo militante. Todos aquellos poemas y canciones, leídos en privado o cantados en público, difundieron un idéntico mensaje: que aquellos que habían luchado por la causa nacional habían demostrado su espíritu ejemplar; sus emociones estaban poseídas por la conciencia nacional hasta el punto de inmolarse alegre y voluntariamente. Los medios utilizados por los voluntarios para difundir su mensaje sobre la guerra y la nación permanecerían prácticamente constantes: en

17 Sobre las canciones patrióticas de gimnastas véase Duding (1984: 94 y ss.). 18 Mosse (1989).

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el mundo de posguerra que siguió a la Revolución francesa y Napoleón, la poesía bélica y los cantos continuarían perpetuando el mito que habían creado. Hubo una serie de ideales específicos que nos ayudan a entender mejor por qué tantos jóvenes se prestaron con fruición a su propio sacrificio en el altar de la patria —como hubieran dicho ellos mismos—. La camaradería y la búsqueda de una vida significativa que emergieron de aquellas guerras eran el eco de necesidades sentidas como reales en una sociedad en el umbral de la modernidad. Igualmente lo era el examen de hombría que los voluntarios buscaban pasar en la guerra, esperando que sirviera para energizar su propia existencia y la de la nación. El ideal de masculinidad, como símbolo de regeneración personal y nacional, y los vacíos que aquel permitía cubrir permanecieron sorprendentemente invariables en toda la historia de los voluntarios y nos van a acompañar a lo largo de este libro, con sus ecos resonando a través de la contemporaneidad. Ir voluntario a la guerra significó, para muchos, repudiar una sociedad que nunca había sido más impersonal, compleja y restrictiva. Ciertamente, no debe obviarse la pura búsqueda de aventura, o incluso de depredación, ni pueden olvidarse las motivaciones materiales o las expectativas de botín. Pero el mito de la experiencia de guerra se construyó sobre el anhelo de camaradería, de un nuevo sentido de la vida, de una regeneración personal y nacional. La fraternidad no fue solo un eslogan de la Revolución francesa, era vista también como la consecuencia necesaria de la acción revolucionaria: un medio para alcanzar la unidad nacional.19 La Marsellesa, como la mayoría de canciones y poemas del periodo, hacía referencia abierta o sutil a tal unidad. «Les Enfants de la Patrie» se hermanaban en el amor a la patria y en la disposición al sacrificio de sus vidas por la causa. El ejército francés no se dividía meramente en tradicionales escuadras; el pequeño grupo informal, el ordinaire, era la unidad militar básica para combatir y vivir en común, donde la mayoría de los hombres provenían de la misma región y a menudo estaban unidos por lazos de amistad o linaje.20 Hay evidencias que demuestran que soldados con origen social y geográfico común ci-

19 Soboul (1968: 143). 20 Lynn (1984: 164 y ss.).

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mientan más fácilmente su camaradería.21 Fuesen simples soldados, hombres reclutados directamente por sus oficiales (como en los llamados Freikorps), o miembros de escuadras, los hombres combatían en grupos reducidos a los que otorgaban su lealtad primaria, concretizando las ideas genéricas de camaradería en guerra. Con los Freikorps de voluntarios de las guerras alemanas de liberación se auguró la camaradería de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, la cual, no obstante, tendría mucho mayor impacto, ya que sus excombatientes, como veremos, intentaron hacer de ella un principio político de Gobierno opuesto a los parlamentos y los partidos. En las guerras más tempranas, los voluntarios ya habían experimentado lo que era vivir entre compañeros de supuestamente idénticas motivaciones y que se enfrentaban a los mismos peligros. Si estos, en sus canciones y versos, no plasmaron el mismo elogio a la camaradería que encontraremos en la literatura de la Primera Guerra Mundial, sí que asumieron la existencia de una confraternidad, reflejo de la unidad nacional. Un miembro de los Húsares de la Calavera (Totenkopfhusaren), que fue uno de los tempranos Freikorps, dejó para la posteridad una descripción de la camaradería entre sus hombres durante las guerras de liberación. Cuando Napoleón se retiró de Rusia, y parecía que el rey de Prusia podía caer finalmente, Karl Litzmann, autor de esas reminiscencias, se reunió con otros jóvenes en un bosque, donde tatuaron sus brazos con cruces que simbolizaban su disposición a luchar y morir por la patria. Al ingresar en los Húsares, Litzmann y sus amigos entraron en un mundo privilegiado, bastante diferente de la disciplinada jerarquía del ejército regular prusiano. Los miembros de este Freikorps se trataban con el formal usted (Sie), independientemente del rango, lo cual aludía a su estatus de iguales. Solo estaban obligados a hacer servicio de guardia si el enemigo estaba a la vista. Entre batallas, celebraban sus propias fiestas, gracias a la generosa financiación de los miembros ricos de la unidad. Cuando la guerra había terminado y llegó el «descorazonador» momento de separarse de los compañeros, un estudiante de teología protestante, hablando en nombre de todos, agradeció a los oficiales su amabilidad. Esta unidad hecha de granjeros, merca-

21 Rosny Ainé (1919: passim).

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deres y profesionales, artistas, y estudiantes de muy diferentes facultades, según la descripción de Karl Litzmann, era claramente uniforme en su composición social.22 Muy típicamente, cuando Litzmann ingresó en ejército prusiano en tiempo de paz, nunca ascendió de rango a causa de sus orígenes plebeyos. No sorprende que el tiempo pasado en el Freikorps le pareciese una experiencia nueva de igualitarismo, la camaradería del Volk hecha realidad. Una vez más, el mito parecía no tener base real. Varnhagen von Ense, un periodista, plasmó una imagen bastante diferente del Freikorps Lützow, cuyo inicial espíritu y patriotismo habían sido elogiados elevadamente por él. No obstante, cuando la creación de esta unidad en 1813 no derivó en el alzamiento espontáneo de todo el pueblo alemán, la moral del cuerpo cayó fuertemente y, una vez que se encontraron sujetos a las directivas del ejército prusiano, y frustrados en su ardor, la desilusión se generalizó entre sus miembros. Según cuenta Varnhagen von Ense, en ese momento se descubrieron los diversos motivos que habían llevado a los voluntarios a alistarse. Ahora, jóvenes comprometidos combatían codo con codo con hombres cuyo salvajismo contaba más que cualquier ideal, y que disfrazaban sus tropelías de patriotismo. Quizá sea esta la razón de las altas cifras de deserción de este Freikorps, que se demostró, en opinión de Varnhagen, más dispuesto que capaz para llevar a cabo misiones difíciles.23 Aun así, aquella unidad militar se hizo legendaria; juró fidelidad no solo al rey de Prusia, sino a la patria, y acogió voluntarios de toda Alemania. Tuvo la buena fortuna de contar entre sus miembros con el poeta Theodor Körner, cuyo poema Lützows wilde Jagd (La cacería salvaje del Lützow, 1813), que describe a su caballería persiguiendo a los tiranos y salvando al país con su arrojo, difundió ampliamente su fama. Con el nombre de Lützow se bautizó una unidad del Freikorps que defendería las fronteras orientales de Alemania tras la Primera Guerra Mundial, y Adolf von Lützow sería glorificado por Adolf Hitler más tarde incluso, durante la Segunda Guerra Mundial.24 De nuevo, el mito vencía su batalla. Aunque

22 Litzmann (1909: 17, 49, 115). 23 Varnhagen von Ense (1843: vol. 3, 18-19). 24 Hitler (1980: 339).

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la camaradería fuese solo un tema menor en el poema de Körner, el tipo de igualdad que retrataba Litzmann iba a ser parte integral del mito de la experiencia de guerra. El mito de la camaradería de los combatientes ofrecía una promesa de relaciones significativas en una sociedad cada vez más abstracta e impersonal, un refugio frente al mundo exterior, una esfera en donde el conflicto se transformaba en una ocasión para la autorrealización. Después de la Primera Guerra Mundial, cuando tantos hombres habían experimentado la camaradería, este ideal se reforzó como tópico de toda literatura bélica, fuese esta partidaria del mito de la experiencia de guerra u opuesta a ella. Ernst Jünger, cuyo primer diario de guerra, In Stahlgewittern (Tormentas de acero, 1920), era una narrativa extremadamente personal de la batalla, enfatizó la colectividad y la camaradería de guerra en su segunda obra, Der Kampf als inneres Erlebnis (La guerra como experiencia interior, 1922).25 Franz Schauwecker, a pesar de ser un escritor que había sido ridiculizado y maltratado en su escuadra, veía en la camaradería de las trincheras el renacer de la verdadera Alemania.26 La idea de que la guerra da nuevos significados a la vida y la dignifica se repitió sistemáticamente en la lírica y la canción, en contacto no solo con la experiencia de camaradería, sino también con el fuerte sentimiento de excepcionalidad sentido por los voluntarios desde comienzos del siglo xix. Hombres jóvenes eran separados de la rutina de sus vidas diarias y emplazados en un entorno nuevo, que para muchos traía la promesa de llevar a cabo una misión vital. La sensación de extraordinariedad recibió sanción religiosa, o legitimación por parte de la propia Iglesia: incluso durante la fase anticristiana de la Revolución francesa, y también durante las guerras alemanas de liberación, se bendecía usualmente a los voluntarios en la iglesia antes de que se unieran a sus regimientos. La cooptación del simbolismo cristiano y los rituales para santificar la vida y la muerte del soldado iban a jugar un rol crucial en el mito de la experiencia de guerra. Theodor Körner, el popular poeta que hemos citado varias veces, escribió una canción para ser cantada durante el rito de bendición de una unidad silesia del Freikorps (1813) en la cual declaraba que, dado que se había levantado en

25 Prümm (1974: vol. 1, 131). 26 Leed (1979: 88).

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su defensa, Dios mismo había salvado la patria. Del mismo modo, un siglo después, un voluntario que había sido bendecido en la iglesia antes de marcharse a luchar en la Primera Guerra Mundial escribió: «Ahora nos hemos hecho sagrados».27 Ir en pos de lo extraordinario dio a los voluntarios una nueva confianza en sí mismos. Theodor Körner, justificando su alistamiento ante su padre, escribió que nadie era tan valioso como para no dar su vida por la libertad y el honor de la nación, pero que muchos no eran dignos del sacrificio.28 Semejante ansia por lo excepcional, por una misión sagrada que pudiera trascender las futilidades de la vida diaria, es una constante en la historia de los voluntarios de guerra. En su Reiterlied (canción de caballería), Friedrich Schiller escribió que el soldado, que se desprende de las preocupaciones cotidianas y no tiene paradero fijo, es el único hombre libre, pues hace frente a su destino con osadía, mirando a la muerte a los ojos. Ese poema, publicado en 1797, expresaba una razón básica por la cual la juventud se alistaba en filas; no podría haber sido escrito antes de la aparición del ciudadano-soldado. La sociedad burguesa era un estrecho corsé que aprisionaba a sus individuos, dictando sus modales y sus valores. Las batallas de la Revolución francesa y Napoleón se lucharon en todos los bandos en nombre del patriotismo y la moralidad. La guerra desencadenó cruzadas de puritanismo en Inglaterra, provocó en Francia la promulgación de un estricto código moral por parte de los jacobinos, y provocó en Alemania una llamada a restituir la moralidad que los indecentes franceses —se decía— habían corrompido. El nacionalismo cooptó así el sentido popular de la virtud, su aspiración a la respetabilidad.29 La educación se vio cada vez más como una oportunidad para construir el carácter e inculcar a los alumnos el adecuado comportamiento moral. La ceñida moral burguesa, que con sus modales terminó por triunfar, al principio afectó mayormente a las clases medias. Pero no cabe duda de que, cuando aquellos preceptos se difundieron hacia arriba y hacia abajo en la pirámide social, los artesanos y trabajadores adoptaron la moralidad

27 Schwipps (1964: 92); Theodor Körner an seinen Vater, 10; März, 1813, Donath y Markow (1954: 283). 28 Donath y Markow (1954: 283). 29 Mosse (1985: 6-7).

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burguesa dominante. Las guerras de la Revolución francesa y Napoleón, así como las guerras alemanas de liberación, tuvieron lugar en el momento ideal para hacer el voluntariado atractivo para los jóvenes. La mayoría de voluntarios en las guerras alemanas de liberación eran solteros entre diecisiete y treinta años de edad,30 que nunca habían conocido las responsabilidades de una vida asentada, pero probablemente sí las constricciones sociales. Como quinceañeros o personas en sus primeros veinte, puede que escogieran la guerra como un escape para sus energías juveniles, más que por su entrega a una causa. Aun así, a todos les movió el fin bélico de recuperar la «ley, la moralidad, la virtud, la fe y la conciencia»,31 como medios de regeneración personal y nacional. La hombría se entendió como encarnación de aquellos ideales que los hombres intentaron traducir en acción a través de la lucha. Es sorprendente la asiduidad con que la palabra hombría se usaba para designar la seriedad de las batallas durante las guerras de liberación; así, Ernst Moritz Arndt, al regresar de la de Leipzig, escribió: «Regreso de una sangrienta lucha entre hombres» («Ich komm aus blutigem Männerstreit»).32 El hecho evidente de que los soldados fueran varones se enfatizaba con el fin de proyectar una postura moral de ejemplar coraje, fuerza, dureza, y control sobre las pasiones. Los voluntarios se decían capaces de proteger los valores de la sociedad, viviendo una vida masculina, al margen de la estructura familiar, enteramente entregados a la camaradería entre hombres: el Männerbund, que tendría un papel tan importante en la historia germana. Para superar la prueba de la virilidad, nada mejor que el desafío de la guerra. Esta extraordinaria búsqueda no solo dio a los voluntarios una nueva asertividad y un estatus, sino que también les permitió probar su hombría participando en una camaradería que los liberaba de los estrechos confines de la vida burguesa. Los voluntarios querían encontrar libertad, y la encontraron en la guerra. Libertad en el pasado había significado ‘autonomía’, a menudo individual, y a veces en el seno del colectivo, pero la violencia y la libertad no

30 Ibbekeen (1970: 408). 31 Esta frase es de Theodor Körner, Aufruf (1813). 32 «Die Leipziger Schlacht» (1813), Arndt (s. f.: vol. 4, 83).

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habían estado vinculadas nunca tan estrechamente. Schiller en su Reiterlied escribió que solamente el soldado era libre porque se enfrentaba a la muerte, mientras que la libertad había desaparecido de un mundo que únicamente conocía amos y esclavos. No solo muchos poetas durante las guerras de liberación continuaron la tradición de Schiller, redefiniendo el significado de la palabra libertad, sino que también, por ejemplo, el filósofo Hegel escribió en 1807 (poco después de la derrota de Prusia a manos de Napoleón) que los hombres afirmaban su libertad a través de la batalla. La guerra, continuaba Hegel, restauraba la conciencia del hombre y la despojaba de toda influencia exterior, incluso de la vida.33 Pero para la mayoría de patriotas durante las guerras de liberación, tales como Ernst Moritz Arndt o Johan Gottlieb Fichte, la agitación por la unidad nacional venía aparejada a la preocupación por los derechos individuales de los ciudadanos.34 La letra de la Deutschlandlied, compuesta en 1841 y convertida en himno nacional alemán tras la Primera Guerra Mundial, demandaba que la patria existiese en unidad y libertad, preservando los derechos humanos. Fue el intento de definir la libertad por parte de algunos fieros patriotas durante la derrota de Prusia y las guerras de liberación lo que sustituyó el dúo libertad-guerra por la tríada unidad-derechos-libertad de la Deutschlandlied. Al final, tanto Arndt como Fichte restringieron su definición de libertad a una perspectiva específicamente alemana, no compartida por los franceses. Esta, en definitiva, fue la definición que vehiculó el mito de la experiencia de guerra: el nacionalismo como fe viril forjada en la guerra.

II Aunque una historia completa de los soldados voluntarios hasta la Primera Guerra Mundial incluiría a los que participaron en todas las guerras que hubo en Europa desde la Revolución francesa —pues todos los ejércitos contaron con ellos—, no todos contribuyeron a forjar el mito de la experiencia de guerra. La fuerza voluntaria inglesa, fundada en 1859, durante un pánico colectivo sobre la defensa, y existente hasta 1908 cuando se fundió en el ejército territorial, es un buen ejemplo. Una vez se creó,

33 Citado en Leed (1986: 41). 34 Prignitz (1981: 94, 138).

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constituía un gran grupo de unos 200 000 hombres, mayoritariamente de clase obrera con oficiales de clase media. Ciertamente, el patriotismo tuvo allí también su rol, expresado en los típicos términos de masculinidad. Se recomendaba ingresar voluntario como «antídoto contra el afeminamiento» y como prueba de que el industrialismo no era incompatible con el mantenimiento del carácter físico de una nación.35 El llamamiento a alistarse, sin embargo, no se dirigía contra un enemigo extranjero, sino a preocupaciones sociales e individuales: competiciones de tiro con sus premios parecían más importantes que la gloria nacional, y la organización, para retener a sus hombres, ofrecía facilidades sociales y recreacionales, caja de enfermedad y servicios fúnebres. Presentarse voluntario era el cumplimiento de un objetivo moral, «desenganchar a los jóvenes de las diversiones y lugares que conducen a la inmoralidad»,36 y así socializar a las clases trabajadoras. No existía la aspiración de escapar de una sociedad ordenada, ni tampoco el instinto de aventura ni la entrega a una causa gloriosa. La fuerza voluntaria inglesa no creó una tradición que pudiese alimentar el entusiasmo de los jóvenes ingleses durante los días de agosto de 1914. Hubo, no obstante, un grupo de voluntarios a mediados del siglo xix que desató la imaginación europea y, una vez más, mitificó la guerra. La guerra de independencia griega (1821-1831) fue un acontecimiento del movimiento romántico, una búsqueda sentimental de las raíces griegas de la cultura del continente. Mientras las anteriores guerras en las que habían participado voluntarios fueron conflictos nacionales, librados por la defensa o salvación de la patria —si bien a veces habían buscado liberar otras naciones—, esta fue una guerra en que el entusiasmo por la propia nación quedó desplazado a una patria distinta en nombre de un ideal universal. El número real de voluntarios que acudió a Grecia fue muy reducido —solo unos 12 000, la mayoría ingleses, franceses, italianos y alemanes—, pero poco importa. La pequeña cifra de voluntarios quedó eclipsada por el mito creado en torno a la guerra, y por el tipo de excitación que generó su poesía y su prosa en toda Europa. Muchos de los voluntarios se desilusio-

35 Cunningham (1975: 113). 36 Cunningham (1975: 117).

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naron tras su llegada a Grecia: la conducta de la guerra parecía cobarde y caótica —pues los europeos no sabían nada todavía de la guerra de guerrillas—, y los griegos, desaliñados y sucios. Esto no tenía nada que ver con aquellas guerras de la antigüedad helénica que habían estudiado en la escuela o la universidad. Si algunos voluntarios, con todo, remitieron relatos entusiastas, muchos otros publicaron diarios de guerra muy críticos con los griegos y su guerra. Aunque estos últimos simplemente serían ignorados por la opinión filohelénica.37 Aquí, a diferencia de las guerras alemanas de liberación, el mito fue creado no solo por los voluntarios, sino también por quienes permanecieron en casa. El poeta inglés Percy Bysshe Shelley, que nunca puso un pie en Grecia, vio en la revuelta contra los turcos el comienzo de una nueva era: «El retorno de la edad de oro».38 Para profesores alemanes y poetas franceses (nueve libros de verso filohelénico se publicaron en Francia en 1821, y dieciocho en 1822), la guerra griega simbolizaba la regeneración cultural y personal. Grecia, entonces, no era únicamente un país en que había estallado una guerra de independencia, sino uno donde la antigüedad había servido de ejemplo de todo lo viril, heroico y bonito. Grecia merecía ser libre. Aunque el filohelenismo disminuyó en algunos momentos, siempre se reanimó, no solo a causa del pasado clásico, sino también por su dramatismo: su colorido, su exotismo y su carácter inspirador. Esta era la guerra de lord Byron, cuya enigmática y atrevida figura parecía representar el tipo de drama que glorificaba el mito de la experiencia de guerra, y que continuaría atrayendo voluntarios a otras causas, incluso sin la guía de ningún líder. Algunos voluntarios se sintieron movidos por motivos materiales; militares desempleados de las guerras napoleónicas y revolucionarios derrotados en Italia compusieron el grueso de aquellas tropas. Nunca un contingente voluntario tiene como única razón de ser el entusiasmo, pero para muchos de ellos sí era la causa primera. En el conglomerado de factores que inducen a los hombres a actuar, el compromiso puede eclipsar las consideraciones pragmáticas y terrenales. El mito de la experiencia de guerra bebía de la exaltación, generalmente compartida en retrospectiva incluso

37 Quack-Eustathiades (1984: 122, 123). 38 St. Clair (1972: 54).

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por aquellos alistados por razones más mundanas. Esto no les ocurrió en ninguna medida, hasta donde sabemos, a los voluntarios extranjeros del ejército de Napoleón; pero en Grecia, a pesar de la desilusión generalizada, el mito venció. Antes incluso de ir a Grecia en 1823, Byron había preparado el camino. Su descubrimiento del país en su primer viaje lo había conmovido profundamente, y su condena de la supresión de la libertad de los griegos por parte de los turcos influyó en el clima de opinión ya antes de la rebelión. La influencia de Byron se dejaba notar en el incremento de viajeros al país mediterráneo.39 De hecho, su amor por lo exótico, que empujó a los lectores de sus poemas a visitar no solo Grecia, sino también Albania y Turquía, otorgaría al levantamiento griego, cuando estalló, el colorido de un diario de viaje. El país cuna de la cultura europea también era un lugar para el romance, muy diferente de la vulgaridad continental. La revuelta griega tenía un atractivo que continuaría magnetizando a voluntarios en guerras posteriores: era una oportunidad para ver parajes extraños y distantes, diferentes de donde uno había vivido. El hechizo de lo exótico, sin embargo, no fue una atracción durante las guerras napoleónicas o las de liberación de Alemania, que tuvieron lugar en un terreno archiconocido (excepto, por supuesto, las campañas de Egipto y Rusia, pero, al parecer, ni siquiera allí nadie de la Grand Armée entendió la guerra como una especie de viaje al extranjero). En cambio, la popularización byroniana de la causa griega coincidió con el mito romántico del exotismo. Desde tiempo atrás, la imaginación de la gente se había alimentado de relatos de países lejanos. Los poemas y cuentos de los viajes de Byron, con su supuesto realismo, pertenecen a una tradición temprana de libros de viajes con sus fantásticas y exóticas descripciones del mundo. «Alístate, que verás mundo» es todavía hoy un eslogan familiar en los pósteres de reclutamiento. Durante la Primera Guerra Mundial, el turismo en los campos de batalla, especialmente en el frente del este —donde uno podía ver a los eslavos—, atraía a quienes buscaban experimentar nuevos lugares y gentes. Postales enviadas desde el frente y fotografías posando con los

39 Woodhouse (1969: 52).

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«nativos» testimonian esta curiosidad. La guerra griega fue un precedente que alimentó el mito de la experiencia de guerra con imágenes de un mundo extraño y fascinante. Byron, con su estilo de vida y sus escritos, con su vestimenta y conducta inusuales que eran un reclamo para la atención, hizo suya la guerra griega. Exóticos y románticos eran su descarado donjuanismo y los rumores sobre sus amistades masculinas. Byron también puso de su parte, como con aquel famoso retrato vestido a la oriental, con su gorro emplumado y su uniforme rojo, entrando victorioso en la ciudad de Missolonghi, listo para conducir a los griegos al triunfo.40 Cuidando hasta el más mínimo detalle, escenificaba con efectividad un drama tanto en Grecia como en otros lugares. Byron, como líder y como voluntario, era el modelo que muchos voluntarios imitarían en otras guerras. Su muerte en Missolonghi ciertamente fue una culminación que selló su fama de genio, con sus «pasiones atormentadas y su destino trágico».41 La importancia de Byron para el mito que envuelve a la guerra griega es obvia: dada su vívida entrega a la causa, que contrasta con lo lúgubre de la guerra de guerrillas, su propio fracaso final fue algo irrelevante. Su influencia sentida en cada nación europea y su reputación como el más grande poeta de su tiempo42 cebaron un mito que viajaría muy lejos en tiempo y espacio. Las primeras guerras de la modernidad podían verse también como drama: el ritmo de La Marsellesa, por ejemplo, o los poemas de las guerras alemanas de liberación rebosan tensión dramática. En Grecia, el drama fue central para el mito de la experiencia de guerra. Esta dimensión nunca sería tan espectacular en conflictos posteriores, aunque continuaría siendo un factor crucial para convertir las guerras en algo fascinante para las generaciones subsiguientes. No ha vuelto a haber un Byron que haya dominado una guerra; y después de él los héroes guerreros tampoco acentuaron el aspecto exótico, aunque perdurara la imagen romántica. El dramatismo representado por Byron iba a ser importante a causa de su estrecha asociación con la búsqueda de lo extraordinario: la guerra festa (guerra como

40 Crompton (1985: 317). 41 Trueblood (1981: 196). 42 Quennell (1935: 174).

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festival), que iba a ser ideada mucho más tarde, sería un escape a las ansiedades de la vida diaria. El voluntario se vería a sí mismo como actor de un excitante drama mortal. La guerra en Grecia no se acercó a la gran importancia de anteriores conflictos en la formación del mito de la experiencia de guerra, pero sí que añadió una nueva concepción de lo bélico, incluso si la mayoría de sus actitudes ya habían aflorado. De nuevo triunfó el mito sobre la realidad, aunque la naturaleza supranacional de la causa sugiere que la gran mayoría de voluntarios estaba motivada por compromisos diferentes al nacionalismo. La idea de la guerra como viaje, oportunidad para que los hombres explorasen regiones insólitas —el atractivo de lo exótico—, sería un nuevo elemento, aunque menor, del mito. Lo que tendría una mayor importancia sería la dramatización de la guerra, incluso si ya no estuviera representada por una personalidad espectacular como la de Byron. La muerte era la pieza maestra del drama humano de la guerra. Byron entendió bien que la autoinmolación en el campo de batalla podía servir sus objetivos, y de hecho él mismo sería glorificado como soldado caído, aunque muriese de enfermedad y no en combate. El mito de la experiencia de guerra trascendió la muerte en batalla, permitiendo un final feliz al drama: aquellos que han sacrificado sus vidas resucitarán, y de hecho ya se encuentran entre nosotros. Para cumplir con esta función, el mito recurrió a los significados cristianos tradicionales de consolación, a la creencia en la muerte y resurrección de Cristo, así como a otros temas de la antigüedad. La muerte en guerra era un sacrificio por la nación; un sacrificio que los monumentos a los muertos simbolizaban utilizando elementos cristianos o clásicos. Como veremos, los cementerios militares y los monumentos de guerra a menudo estaban coronados de enormes cruces o estatuas clásicas que representaban a los heroicos difuntos: se convirtieron en los espacios sagrados de una nueva religión cívica. Para confrontar la muerte, el mito de la experiencia de guerra empleó el poder y la fuerza de la piedad cristiana, ejemplos antiguos y nuevas visiones de la muerte estrechamente vinculadas al diseño de los cementerios, que a su vez simbolizaban teorías necrológicas vitales para la trascendencia de la defunción en guerra. Esta nueva perspectiva, que data aproximadamente de la época ilustrada del setecientos, se comentará en el próximo capítulo.

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Examinar los orígenes del mito de la experiencia de guerra implica entender el rol de los voluntarios que tanto se esforzaron por crearlo. Pero también es esencial observar las influyentes teorías de la muerte y el enterramiento que, en consecuencia, se refinaron y pusieron al servicio del soldado caído, proporcionando modelos y lugares de culto nacional. El entierro y la conmemoración de los muertos de guerra fueron procesos análogos a la construcción de una iglesia para la nación, puesto que planificar semejantes espacios sagrados requirió la misma enorme atención que antaño se había dado a la arquitectura eclesiástica. En estos lugares fue donde el mito de la experiencia de guerra, opuesto a la realidad bélica, adquirió su expresión final. La nación, para perseguir sus propios fines, absorbió los impulsos del cristianismo y de la Revolución francesa, con los que la guerra se sacralizó y se convirtió en una expresión de la voluntad general del pueblo.

Capítulo 3

LA CONSTRUCCIÓN DEL MITO: SÍMBOLOS TANGIBLES DE MUERTE

Si en Alemania la renovación de la piedad cristiana no se interrumpió desde el siglo xviii hasta bien entrado el xix, tampoco la Francia de la Revolución pudo ignorar la tradición religiosa. La liturgia y el ceremonial cristianos eran las únicas prácticas religiosas conocidas por la mayoría de europeos, y la Revolución utilizó muchas de ellas para servir a una divinidad diferente. La diosa de la libertad ocupó el lugar de la Virgen María, y los himnos revolucionarios reemplazaron a los de la Iglesia. Pero cuando se trató de ir a la guerra, la Revolución prefirió modelos romanos a las ideas cristianas de cruzada. Los valores éticos que los romanos atribuían a quienes morían pro patria se recuperaron para dar un ejemplo de patriotismo impermeable a cualquier influencia cristiana. Por el contrario, en Alemania se utilizó únicamente el cristianismo para justificar las guerras de liberación y disfrazar su cruel realidad. Se trataba de una «cruzada», una «guerra santa» contra los franceses y por la unidad nacional. El poeta Max von Schenkendorf la llamó «Pascua maravillosa»,1 y comparó la resurrección de Cristo a la regeneración personal y nacional que parecía entonces al alcance de la mano. Napoleón, se



1 Max von Schenkendorf citado en Klein (1913: 144).

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decía, había robado la sangre de Cristo del altar de Alemania.2 Usualmente se comparaba la patria con un altar, y ese vocabulario religioso recordaba a los alemanes que su nación se había convertido supuestamente en custodia de la sangre de Cristo, el tesoro más precioso que poseía el mundo.3 Mientras los franceses luchaban contra tiranos, los alemanes lo hacían por la moralidad y la fe; pero no era «solo por la fe», sola fide, sino también porque el cristianismo se filtraba a través de la nación, receptáculo de Dios. La fe nacional se fundía con la cristiana en el mito de la experiencia de guerra propuesto por los voluntarios germanos. Aquella, entonces, era una guerra sagrada en nombre de una nación santa; creencia que reforzó el sentido misional de los voluntarios, de consagración a una tarea extraordinaria. Aquellos que escribieron sobre la guerra en tales términos cristianos se revistieron del estatus especial de mártir y cruzado, que iban a disfrutar durante mucho tiempo. Semejante combinación de nacionalismo y piedad se observa también entre las asociaciones patrióticas del periodo. Por ejemplo, la Asociación Gimnástica Alemana cantaría en torno al fuego la pieza compuesta por Martín Lutero, Castillo fuerte es nuestro Dios; los servicios religiosos eran habituales en ese tipo de organizaciones.4 Es imposible separar la piedad protestante del auge de la conciencia nacional alemana, pues la una legitimaba a la otra poniendo énfasis en temas religiosos familiares, ahora al servicio de la nación. El ritual y ceremonial nacionalista parecían vincular lo que era nuevo a las viejas y confortables tradiciones. En lo que respecta a la muerte, la función del cristianismo protestante en el seno de ese nacionalismo fue decisiva. Con el desarrollo del culto al soldado caído, que databa de las batallas de la Revolución francesa y las de liberación alemana, las muertes en guerra de un hermano, marido, o amigo se transformaron en un sacrificio; ahora, al menos en público, las implicaciones positivas se decía que superaban la pérdida personal. No era solo la creencia en los fines de la guerra lo que justificaba la muerte por la patria, sino que se trascendía el deceso en sí mismo, con la sacralización



2 Von Schenkendorf (s. f.: 22). 3 Duding (1984: 107). 4 Duding (1984: 93).

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de los caídos en imitación de Cristo. El culto a los caídos proporcionó mártires a la nación, y un santuario para el culto nacional en los lugares donde descansaban eternamente. Los monumentos de guerra para conmemorar a los caídos simbolizaban la fuerza y la hombría de los jóvenes nacionales, y daban ejemplo a otras generaciones que los seguirían. El culto sirvió de recordatorio de la gloria bélica y de los desafíos de la muerte, incluso en tiempo de paz. Una vez más, la Revolución francesa fue el modelo. El culto al soldado caído no podía haber existido si no hubiese sido por el nuevo ejército ciudadano, por el nuevo estatus del soldado, y por los festivales de la Revolución. Por mucho que los símbolos cristianos predominasen, la manera secular con que la Revolución intentó celebrar a sus muertos sería crucial para su emergencia. El año 1792, en el que se reconoció La Marsellesa como himno oficial de la República, fue también el año en que la celebración de la muerte se desplazó al centro de los festivales revolucionarios.5 Había ya suficientes mártires —Marat, Chénir, Mirabeau— y grandes hombres que devinieron el foco de atención de un verdadero culto. El martirio ayudaba a legitimar la dominación jacobina, a inspirar entusiasmo y servir de ejemplo. Los actos de conmemoración dotaron de ritmo al año revolucionario, ya que el aniversario de cada acontecimiento —fuese la muerte de un mártir, la ratificación de una cláusula constitucional, el descubrimiento de una conspiración, o los progresos de la guerra— se celebraba con festivales en los que, imitando dramas antiguos y ejemplos clásicos importantes, se utilizaban símbolos como pirámides y cipreses. La guerra creó muchos mártires, de manera que los soldados pasaron a ocupar un lugar importante en todos los festivales revolucionarios. De este modo, los muertos se transformaron en símbolos de la Revolución, aureolados por el tema de la libertad. Por ejemplo, el cuadro de la muerte de Marat, por Jacques-Louis David, una de las más famosas obras pictóricas de la Revolución francesa, transmutó al héroe asesinado en un concepto abstracto: la muerte personal llegó a ser un símbolo la libertad martirizada, en imitación de modelos romanos.6 El espíritu revolucionario



5 Ozouf (1976: 96, 79). 6 Starobinski (1982: 117).

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absorbía al individuo, tanto en vida como en muerte. Tal percepción tenía mucho que ver con la preocupación jacobina por el mito y el símbolo, y con la fundación de una nueva religión basada en la «voluntad general del pueblo». Esa nueva religión era el amor a la patria expresado por la soberanía popular. No hay pruebas de que el ejemplo de la Revolución francesa directamente inspirase el culto de los muertos de guerra en Alemania —aparte del diseño de los cementerios—, pero sí está claro que fue pionera en el uso público de mitos y símbolos autorrepresentativos de la nación con los que la gente pudiera identificarse y que generaran sensación de participación. La Revolución y la nación se apoderaron de la muerte en guerra, y de todo tipo de muerte incluso. La nacionalización de la muerte fue un paso importante para fabricar el culto al soldado caído. El proyecto del arquitecto francés Pierre Martin Giraud de construir una enorme tumba colectiva (1801) sirve para ilustrar este proceso. Según el proyecto, los cementerios, supuestamente, ya no se iban a necesitar; los muertos serían enterrados en una pirámide rodeada por un peristilo con cuatro puertas cúbicas. La pirámide iba a ser supuestamente el único monumento a todos los muertos de París, constituyendo una representación colectiva de la muerte. Los pilares en las arcadas se harían de cristal manufacturado con los huesos de los difuntos. Pero estos serían conmemorados individualmente también: se idearon unos medallones con sus retratos —que también se construirían con sustancias de sus propios cadáveres— que podían guardarse en el hogar. Así, los ancestros muertos podrían inspirar a los hombres y mujeres del presente. A la vez, la disposición del lugar de enterramiento simbolizaba la colectividad en la que no había lugar para el individuo: todos los pilares eran exactamente iguales.7 El proyecto de Giraud hacía a los muertos formar parte de una masa. La comunidad revolucionaria de los muertos tenía, sin embargo, un carácter exclusivo: los delincuentes no iban a ser refundidos en cristal, sino enterrados en cementerios que serían «solo para criminales».8 De hecho, cuando en 1800-1801 el Institut de France organizó un concurso para encontrar la forma funeraria más apropiada, la mayoría de los participantes



7 Messerer (1963: 174, 176, 182). 8 Messerer (1963: 182).

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propuso que los hombres y mujeres que hubiesen vivido una vida virtuosa fuesen enterrados lejos de aquellos que habían demostrado tendencias delictivas o vivido en el pecado.9 Dentro de esta república de virtud, los llamados grandes hombres de la Revolución, y aquellos que habían sacrificado sus vidas por la patria, ostentaban un lugar especial, no como individuos, sino como símbolos de la fe revolucionaria. Cuando en 1799 el publicista Jacques Cambry presentó sus rapports sur les sépultures (propuestas para la construcción de tumbas), que habían sido solicitadas por el Departamento del Sena, diseñó una pirámide en el centro del cementerio que contendría las cenizas tanto de los grandes hombres como las de aquellos que se habían inmolado por la Revolución y la patria.10 El soldado muerto estaba en pie de igualdad con los líderes revolucionarios. Por primera vez, el soldado común era objeto de un culto, y no solo los generales, reyes o príncipes: una consecuencia de su sorprendente alza en estatus. Giraud lo convirtió en parte de la masa, pero, de manera más convencional, Cambry lo puso en el centro de su cementerio. En torno a las mismas fechas, en 1793, un monumento, el Hessendenkmal, se erigió en Fráncfort para conmemorar la liberación de la ciudad de la ocupación francesa. Allí, por primera vez, los nombres de los caídos se listaban sin importar el rango militar.11 La igualdad todavía era la excepción, pues las distinciones de rango se mantuvieron en los memoriales de guerra hasta la década de 1860, quedando sin identificar las tumbas de los simples soldados. Napoleón solo escribió nombres de generales en el Arco del Triunfo, aunque la Madeleine, rediseñada por Napoleón para ser un memorial nacional de guerra, se suponía que contenía entre sus muros los nombres de todos los caídos. Cuando los cementerios militares se crearon, los oficiales se enterraban separados de sus hombres. Rango y estatus también se mantenían intactos en la muerte, al igual que en muchos cementerios civiles donde los adornados sepulcros de los ricos y poderosos se separaban frecuentemente de las tumbas más sencillas de los miembros pobres de la población.12 En contraste con la cuidadosa observación de tales distincio-

9 10 11 12

Hintermeyer (1981: 60, 87, 95). Cambry (1799: 66). Lurz (1985: 275). Vovelle (1983: 632).

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nes sociales —oficiales separados de sus subordinados, y los ricos de los pobres—, el simbolismo de las tumbas uniformes en los cementerios de la Primera Guerrra Mundial resulta todavía más impresionante. La tendencia hacia la igualdad había comenzado durante la Revolución francesa: el nuevo estatus del soldado trajo consigo el culto al caído y, a la postre, igualdad para el soldado raso en la muerte, si no en la vida. La nación podía adorar a sus mártires y atestiguar la igualdad de estatus (dentro de una diversidad de funciones) que era el ideal de la mayoría de comunidades nacionales. Los tanteos de la Revolución hacia nuevos tipos de enterramiento, que remplazarían los consagrados por el cristianismo, fue una vía por la cual los muertos en guerra llegaron a ocupar el centro del escenario. Pero las ideas no se pusieron en práctica; tuvieron poca influencia concreta en la configuración de los terrenos sepulcrales para los caídos en cuanto lugares centrales del culto a la nación. No obstante, otro cambio en las costumbres de inhumación anteriores a la Revolución tuvo efectos directos en el origen de los cementerios militares. Me refiero al desplazamiento de los cementerios desde el centro de la ciudad a las afueras, que tuvo lugar aproximadamente entre 1780 y 1804, cuando los sepelios en los jardines de las iglesias fueron severamente restringidos. El Cementerio de los Inocentes en París se cerró en 1780, y el nuevo cementerio parisino de Père-Lachaise, cuyo modelo se imitaría por toda Europa, se abrió en 1804. El de los Inocentes, donde se había enterrado a dos millones de parisinos, estaba superpoblado, con cadáveres que sobresalían de sus fosas comunes y quienes vivían en sus aledaños lo usaban como vertedero.13 La fétida pestilencia que emanaba del cementerio contaminaba todo un barrio de París, pues únicamente una callejuela embarrada lo separaba de las viviendas que lo rodeaban. Los hombres y mujeres en la ciudad vivían familiarizados con la muerte, y la urgencia para disiparla y ocultarla fue una de las motivaciones que a finales del siglo xviii terminaron por sacar el cementerio del interior del casco urbano, poniendo fin a los entierros en los jardines de las iglesias locales. Esta tendencia fue la consecuencia de una transformación de las actitudes —con una mayor atención a la higiene, y un cambio en la concepción de la muerte en sí— que había ocurrido durante la Ilustración.

13 Brown (1973: 10-11).

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Durante el siglo xviii se adquirió conciencia de la relación entre los malos olores y los peligros para la salud. El cierre del Cementerio de los Inocentes coincidió, por ejemplo, con el clamor en protesta contra la manera en que las pozas sépticas de París se vaciaban sin adecuada ventilación. Ahora, los excrementos en las calles y los cadáveres abandonados a su propia podredumbre producían pánico,14 cuando antes el olor de la descomposición se había tolerado. Es difícil descubrir las raíces exactas de esta nueva sensibilidad, pero quizá la peste, que abandonó Europa solo a comienzos del siglo xviii, y cuyo olor anunciaba la muerte, condujo a una mayor conciencia de que el hedor y la enfermedad estaban relacionados. Fue, no obstante, un tipo diferente de sensibilidad la que determinó el diseño de los nuevos cementerios, el cual a su vez fue la precondición que llevó a construir cementerios militares como santuarios nacionales de culto. Durante la Ilustración, la actitud cristiana hacia la muerte, reclamando arrepentimiento y humildad, dio paso al concepto de muerte como oportunidad para la enseñanza de la virtud: vivir una vida armónica en el seno de la naturaleza. La imagen de la muerte como descanso eterno reemplazó a la del lúgubre segador. Este cambio en la percepción del óbito transformó el cementerio cristiano en un pacífico paisaje arbolado con arbustos y praderas.15 El desarrollo del jardín dieciochesco entendido como Arcadia o Elíseo había simbolizado la serenidad y la felicidad.16 En estos jardines se practicaron enterramientos individuales ya antes del cierre del Cementerio de los Inocentes, pero se trataba de un privilegio de la aristocracia o de los ricos en sus propiedades campestres. La tumba de Jean-Jacques Rousseau en una isla del pequeño lago de Ermonville, cerca de Ginebra, planificada y construida entre 1780 y 1788, excitaría la imaginación de la época. Nada de «cipreses tristes» rodeando el sepulcro; este árbol, símbolo por excelencia del luto, no aparecía por ninguna parte en una tumba que, por el contrario, yacía en un bosquecillo de álamos. Este sepulcro simbolizaría para futuras generaciones la unión del cementerio con el jardín, que tanto contrastaba con los angostos terrenos

14 Corbin (1984: 299). 15 Etlin (1984: capítulo 5). 16 Etlin (1984: capítulo 4).

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de entierro situados en el interior de ciudades o iglesias.17 Aquí, hombres y mujeres podían contemplar la naturaleza y la virtud en una atmósfera de sentimentalidad sin patetismo. La tranquilidad y alegría de vivir tenían que mantenerse incluso en la muerte. La Revolución francesa en su fase jacobina sistematizó estas percepciones dieciochescas de la muerte. La Revolución impuso la igualdad en el morir, y todos los ciudadanos, independientemente de la riqueza y el rango, tuvieron que ser enterrados modestamente; un hecho que se reflejaba en la similitud entre tumbas. El énfasis revolucionario sobre lo colectivo, incluso en la muerte, presagiaba las filas y filas de idénticas sepulturas de los cementerios militares. Además, el Estado se encargó de regular todos los enterramientos, como se ha hecho desde entonces en la mayoría de naciones europeas.18 Y no solo eso, se intentó plantar los terrenos de las futuras necrópolis con árboles que simbolizaran el descanso eterno —los cipreses, de nuevo, se rechazaron—. Aunque tras la caída de los jacobinos, reapareció la pompa privada, las sepulturas de nuevo pudieron construirse a placer, y los entierros cristianos volvieron a ser la norma, la naturaleza retendría su posición dominante en los proyectos de cementerios y el Estado seguiría intentando limitar los excesos en la construcción de tumbas. El ideal de la muerte como sueño eterno persistió al lado de la tradicional idea cristiana de mortalidad. Aun así, los terrenos de enterramiento quedaron sobre todo separados de la iglesia, y si bien habían sido los olores pestilentes y la superpoblación los que habían resultado decisivos en este cambio, tal separación se reforzó con la política secularizadora de la Revolución.19 El nuevo jardín-cementerio de Père-Lachaise, que se abrió a las afueras de París en 1804, se erigiría en paradigma para la construcción de cementerios por toda Europa, incluyendo Inglaterra y Alemania. El proyecto de Père-Lachaise —en parte, un parque; y en parte, un jardín— hizo que el entierro en un entorno natural dejase de ser un privilegio de pocos, para devenir la norma entre la población parisina. El plan original, que incluía muchas esculturas y obras de arte, se abandonó pronto por un diseño que

17 Etlin (1984: capítulo 4). 18 Kelly (1986: 181). 19 Kelly (1986: 290); Van Helsdingen (1986: 27 y passim).

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transformaba el cementerio en un exitoso paisaje ajardinado con unos 12 000 árboles, poblado de pájaros y animales además de con los muertos.20 Su localización dejaba los contornos del paisaje intactos con sus valles, colinas y vistas panorámicas. El Romanticismo tuvo su parte en el esquema, al igual que la concepción ilustrada de la muerte como reposo, que contrastaba con el horror mortal que aguardaba a los pecadores cristianos. Allí, en el Père-Lachaise, la muerte supuestamente perdía su lado oscuro para integrarse en un entorno encantador. El ideal ilustrado de la muerte como dulce sueño siguió siendo influyente, al igual que la nueva actitud hacia la naturaleza ejemplificada por la inscripción «Naturaleza y libertad» sobre la tumba de Rousseau. Así, un artículo de elogio al nuevo cementerio londinense de Kendal Rise (1832), uno de los primeros en construirse fuera de la ciudad, y muy influenciado por Père-Lachaise, destacaba el hecho de que uno podía pasear por sus «verdes senderos», permitiéndose entretener nada desagradables pensamientos. Los mucho más desagradables recordatorios de la mortalidad se mantenían fuera de la vista.21 Igualmente, cuando un nuevo cementerio se construyó en 1807 fuera de la ciudad alemana de Mannheim, se colocaron árboles para no intimidar a los paseantes.22 Père-Lachaise —situado en un espacio abierto, haciendo uso de la naturaleza para enmascarar la realidad de la muerte— fue pionero en la moderna arquitectura cementerial, y los cementerios militares se beneficiarían también de su ejemplo. No obstante, otra evolución en el diseño cementerial iba a tener un impacto más directo sobre su construcción. El movimiento de los cementerios-parques en los Estados Unidos (1830-1850) iba a poner en entredicho la influencia de Père-Lachaise, para ejercer la suya propia sobre Europa.23 Este movimiento rechazó la artificialidad de Père-Lachaise con su paisaje de jardín surcado por caminos, matorrales y arboledas. Los cementerios americanos, también llamados rura-

20 Ragon (1983: 97). 21 The Gentleman’s Magazine (vol. 52, parte 2, septiembre de 1832: 245-246); Vovelle (1983: 633). 22 Schweizer (1953: 177). 23 Etlin (1984: 340).

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les, se situaban en bosques intocados por la mano humana.24 Reflejo de una actitud de protesta contra las ciudades, los cementerios-parques eran austeros, informales, y sin las vistas imponentes y escenas románticas del PèreLachaise. Se les atribuían funciones morales, pues la totalidad de su paisaje permitía a la gente entender el «poderoso sistema de la naturaleza» con su ciclo de creación y destrucción. También conseguían elevar y reforzar el patriotismo, ya que el encanto del entorno donde se enterraba a los seres queridos y el atractivo que ejercía sobre las emociones debían conducir a amar la tierra misma.25 En ellos, en la década de 1830, encontramos una combinación del llamamiento al poder moral de la naturaleza mezclado con el sentimiento patriótico, que aparecerá de nuevo en el diseño de la mayoría de los cementerios militares. Además, a diferencia del Père-Lachaise, los cementerios-parques restringían el tamaño de las tumbas para que pudieran encajar en entorno natural. Père-Lachaise, con sus muchas bóvedas y adornados mausoleos familiares, les parecía a los americanos más una ciudad o un pueblo que un verdadero parque o cementerio ajardinado.26 El cementerio más famoso de esta tendencia, Mount Auburn en Cambridge, Massachusetts (1831), influyó en el diseño cementerial europeo (imagen 3). De hecho, el movimiento fue elogiado en libros como el de J. C. Loudon, Planificación, implantación y gestión de cementerios (1843), que sería el manual de referencia para el diseño de cementerios británico durante generaciones.27 Hacia final de siglo, el movimiento americano había desembarcado en Alemania. El primer cementerio-parque alemán fue diseñado en 1878 por Johann Wilhelm Corde para la localidad de Ohlsdorf cerca de Hamburgo. Se suponía que iba a ser «una obra de arte total»,28 sembrado de árboles, arbustos y flores, con caminos que serpenteaban entre ellos, atravesando pequeños lagos. Cordes puso especial atención en modelar el cementerio como un jardín, situando los matorrales y plantas no de manera ordenada

24 25 26 27 28

Bender (1974: 201). French (1974, 48). Etlin (1984: 367). Loudon (1843: passim). Hauptfriedhof Ohlsdorf im Wandel der Zeit (1977: 18 y passim).

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3. Mount Auburn Cemetery, Cambridge, Massachusetts. El cementerio más importante del movimiento norteamericano de los cementerios-parques.

—como en los cementerios corrientes—, sino de manera que encajaran en los contornos naturales del paisaje, del que eran parte integral las tumbas alineadas al lado de los caminos. El cementerio de Ohlsdorf era, de hecho, disfrutado como parque, y lugar preferido de descanso para los excursionistas que llegaban de Hamburgo. El Waldfriedhof de Múnich, diseñado por Hans Grässel (1907), mucho más influyente que el proyecto de Cordes, se acercó al modelo americano del cementerio-parque. Grässel no concibió su cementerio como un recinto artificial: en Múnich no se plantaron arbustos ni plantas, solo permaneció la maleza. Desde los curvados senderos del bosque no se veían las tumbas, solamente los altos árboles entre los cuales las sepulturas se escondían desperdigadas. El bosque con su belleza natural infundía a los hombres y mujeres la idea de descanso y orden. Cementerios-parques y bosques-cementerios estaban pensados para empujar el pensamiento de la muerte hacia la contemplación de la naturaleza.29

29 Grässel (1907: 371-374).

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El cementerio de Grässel sienta un precedente para los parques de la memoria creados durante y después de la Primera Guerra Mundial, para los llamados en Alemania Heldenhaine o bosques de héroes, y para los franceses jardins funèbres, donde había un árbol por cada uno de los caídos. Los bosques de héroes se elogiaron durante la guerra como una manera innovadora de conmemorar a los muertos, pero en este caso su simbolismo es mucho anterior al nuevo tipo de cementerio basado en Père-Lachaise, en el que tales bosquecillos se consideraban especialmente inspiradores. Como hemos mencionado, la tumba de Rousseau se erigió precisamente en ese tipo de arboleda. Los parques-cementerios y el Waldfriedhof eran primariamente lugares de memoria en los que las tumbas individuales se subordinaban al conjunto. La naturaleza en sí misma podía ser un substituto simbólico para las tumbas, como ocurría en los bosques de héroes o en el Parque del Recuerdo en Roma. Este último, diseñado en 1865 como monumento a los que dieron su vida en la lucha por la unidad italiana, era un bosque en el que el nombre de cada caído se fijaba en un árbol. Allí, el poder regenerativo de la naturaleza se invocaba directamente. El ritmo de la naturaleza también jugaba un rol crucial en los bosques de héroes alemanes, donde se suponía que los caídos entraban a formar parte del cambio estacional, de la muerte del invierno a la resurrección de la primavera. Volveremos a estos bosques cuando comentemos el culto a los caídos. La secularización de los cementerios, su desplazamiento de la ciudad al campo, estimularon el simbolismo panteístico. El citado libro de Loudon sobre planificación de cementerios resumió la atmósfera que debían transmitir los nuevos cementerios. Debían tener una apariencia solemne pero reconfortante, igualmente alejada de lo que él consideraba fatalismo fanático y afección presuntuosa. Las sendas debían ser rectas (en contraste con los retorcidos caminos de los cementerios-parques); las tumbas distribuidas en lechos dobles con una vereda entre ellas; tenía que dejarse entrar sol, aire y luz. Además, el orden debía ser mantenido tanto en el diseño como en el comportamiento de los visitantes: no se permitían perros, ni fumar, correr, silbar ni reír.30 Todo esto delataba una visión de la muerte y del

30 J. C. Loudon, citado en Morley (1971: 49, 50).

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morir bastante diferente a la que habían proyectado los tradicionales camposantos, que habían servido a menudo de emplazamiento para ferias y ruidosas reuniones públicas. La muerte ahora tendía a ser remota, casi impersonal, simbólica más que individual. Los nuevos cementerios eran los beneficiarios de la secularización, aunque el orden, la limpieza, la racionalidad y la inspiración de la naturaleza estaban conectados con la esperanza de la resurrección en analogía con las estaciones del año —una conexión esencial en los futuros diseños de cementerios militares como lugares para el culto a los caídos—. A su debido tiempo, las ideas cristianas de muerte y resurrección se añadieron fácilmente al diseño, reforzando el ejemplo de la naturaleza. Más aún, la esperanza de que cualquier persona pudiese visitar tales lugares, por ser adecuados para la contemplación y la regeneración, se buscase o no una tumba particular, era obviamente relevante para los cementerios militares como lugares de culto nacional. Durante la mayor parte del siglo xix, los muertos de guerra no tuvieron sus propios cementerios, si es que llegaban a ser enterrados. Se les honraba a través de monumentos impersonales, y a través de la poesía y la prosa de hombres que habían ido voluntariamente a la batalla. El cercado especial que rodeaba las tumbas de la Guardia Nacional en Père-Lachaise iba a ser una excepción. En Alemania, la cruz de hierro prusiana sobre las lápidas memoriales, la mayoría de las cuales estaban en iglesias, se utilizaba para distinguir a quienes habían caído en las guerras de liberación de entre todos los muertos.31 Los cadáveres de los caídos eran ignorados. Tras haber visitado el campo de batalla de Waterloo, no mucho después de la derrota de Napoleón, sir Walter Scott escribió que «todos esos espantosos rastros de aquella carnicería han desaparecido, habiendo sido incinerados o enterrados los cuerpos de hombres o caballos».32 Aun así, en un sitio donde los muertos se habían enterrado en una fosa común, los olores le parecieron desagradables, y añadió —expresando la nueva asociación entre enfermedad y olor a putrefacción— que debería sentirse «preocupado por las enfermedades que

31 Lurz (1985: vol. 1, 343). 32 Grierson (1933: 79).

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la matanza aún humeante podría ocasionar».33 A la altura de 1846, cuando Victor Hugo visitó Waterloo, encontró un panorama impertérrito que solo vagamente revelaba las cicatrices de la batalla o recordaba a sus muertos.34 Tras la triunfante batalla de Leipzig en 1813, cuando Prusia derrotó a Napoleón, un médico alemán se topó con los cadáveres desnudos de los llamados héroes caídos, tirados en un patio de escuela donde los cuervos y perros los devoraban.35 Claramente, el heroísmo celebrado en prosa y verso no había alcanzado todavía al enterramiento de los muertos de guerra, y si los regimientos sí habían erigido memoriales en los campos de batalla para honrarse a sí mismos y a sus oficiales, el soldado común permanecía prácticamente olvidado. Todavía los soldados caídos eran tratados como colectividad, enterrados en fosas comunes; su anonimato en la muerte no se diferenciaba del de los soldados de antes de la Revolución, a pesar del cambio en estatus del servicio militar. No fue hasta 1870-1871 que el primer cementerio militar alemán se creó casi por accidente durante la guerra franco-prusiana. Unos soldados franceses y alemanes que habían perdido sus vidas en una escaramuza fueron enterrados en el lugar de su muerte, y pronto se trajo a los caídos de los campos adyacentes al mismo cementerio. Pero este no era todavía un santuario de culto nacional, ni siquiera un precedente.36 Para entonces, 73 cementerios militares ya existían en los Estados Unidos, donde una ley del Congreso el 17 de julio de 1862 había iniciado formalmente un desarrollo que no se repetiría en Europa hasta mucho después: aquellos que dieron sus vidas en defensa de la República durante la Guerra Civil debían descansar perpetuamente en los «firmemente asegurados» confines de un cementerio nacional. Desde el fin de la Guerra Civil, cadáveres de soldados enterrados en el extranjero serían exhumados y enterrados de nuevo en los cementerios militares en su lugar de procedencia o en sus alrededores.37 Observar las fotografías de los primeros cementerios militares americanos implica anticipar los de la Primera Guerra Mundial, aunque la red

33 34 35 36 37

Grierson (1933: 80). Hugo (1967: 380). Die Totenfeier (1863: 14). Lurz (1985: vol. 2, 134). Steere (1953: 22); Risch y Kieffer (1955: 361, 362).

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de cementerios nacionales americanos construidos entre 1862 y 1866 no tuvo, en la medida en que podamos determinar, ninguna influencia perceptible sobre Europa. En 1866, Theodor Fontane hizo una descripción de un espacio de tumbas militares en Alemania que, a pesar de estar situado dentro de un cementerio normal, quedaba separado del resto de sepulturas por un muro.38 Ahora bien, se trataba de las tumbas de soldados que habían muerto por heridas o enfermedad en un hospital, no en batalla, y era costumbre enterrarlos separadamente en la necrópolis local. En realidad, si asegurar lugares de sueño eterno para los muertos de guerra era un deber declarado por el tratado de paz de 1871 tras la guerra franco-prusiana, esto se aplicó solo a los soldados franceses caídos en tierra alemana, y a los alemanes muertos en Francia. Una vez más, fue solo durante la Primera Guerra Mundial cuando aquellos intentos se sistematizaron. Mediante una ley del 29 de diciembre de 1915, Francia fue la primera nación en Europa que ordenó dar un lugar de perpetuo descanso a cada uno de los caídos; otras naciones pronto siguieron el ejemplo.39 El número de bajas sin precedentes apremió a los militares a proporcionar adecuado enterramiento. Mientras la guerra proseguía, apenas hubo una sola familia que no hubiese sufrido una pérdida, de modo que su inmensa presión para conseguir entierros decentes y memorialización impidió que se repitiera el viejo descuido de los caídos. El desarrollo de los cementerios militares que hemos esbozado, sin duda hizo más fácil satisfacer aquella demanda para honrar el sacrifico de la generación de 1914. Esto no podría haber ocurrido, sin embargo, sin el entusiasmo de los voluntarios, sin su mito bélico, y sin el nuevo estatus del soldado. El cementerio militar reservado a los héroes de la nación empezaría entonces a funcionar como símbolo central en el mito de la experiencia de guerra. Los cementerios militares no fueron los únicos santuarios para los caídos. Los monumentos de guerra erigidos en plazas públicas y cementerios civiles fueron algo rutinario tras las guerras revolucionarias y napoleónicas. Normalmente se trataba de columnas rotas u obeliscos en imitación

38 Fontane (1871: vol. 2, anexo «Die Denkmäler», 23). 39 Hüppi (1968: 431, 436).

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a los antiguos, pero en Alemania también se usaron masivos peñascos o monumentos de sabor gótico. Napoleón, como hemos mencionado, proyectó una iglesia entera, la Madeleine, como lugar sagrado de los muertos de la Grand Armée.40 Este monumento representaba a la nación entera más que a una mera provincia o localidad, cada una de las cuales tendría su propio memorial. Los monumentos de guerra, a diferencia de los cementerios militares, no eran nuevos: ya los había dedicados a generales, reyes y príncipes —representados usualmente a caballo y vestidos para la batalla—. En cambio, los memoriales bélicos modernos no se concentraron tanto en un único hombre como en las figuras simbólicas de la nación, es decir: en el sacrificio de todos los suyos. Aquí ya se dio reconocimiento al soldado común, tiempo antes de que se le enterrase por separado. Mientras Napoleón planeaba transformar la Madeleine en un memorial bélico nacional, y poco después de que el Hessendenkmal se levantase en Fráncfort para recordar a todos los soldados que habían combatido contra el francés, el rey Federico Guillermo III, entre 1818 y 1821, construyó un monumento sobre la colina de Kreuzberg en Berlín para conmemorar a todos que hubiesen dado su vida por Prusia. Similarmente, el memorial de guerra de Múnich, construido en 1833 en recuerdo de los bávaros caídos en Rusia durante la campaña napoleónica, se diseñó bajo el nombre de Monumento Nacional Bávaro. A diferencia del gran proyecto de Napoleón, los memoriales de guerra alemanes no traían una lista de individuos combatientes. Una excepción eran las lápidas eclesiásticas, que listaban los nombres de los oficiales primero, y luego los de los soldados comunes, de manera que se mantuviese una estricta jerarquía de rango. Tras la guerra austroprusiana de 1866, se elevó el estatus del soldado común, comenzando a incluirse ocasionalmente listas de sus nombres en los monumentos.41 Los monumentos de guerra presentaban una variedad de estilos. El memorial de Kreuzberg se construyó a la manera gótica, evocando el Reich medieval alemán. Lo gótico era una clave para referirse a la unidad alemana. Así, las ruinas góticas que pintaba Caspar David Friedrich eran testimonio a la vez de su ardiente patriotismo y del latente poder y la fuerza de

40 Lurz (1985: i, 345). 41 Lurz (1985: vol. 2, 367, 373).

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Alemania.42 Pero allí, a largo plazo, y al igual que en Francia, prevalecieron los temas clásicos que habían sido usados en el pasado para celebrar reyes, generales, incluso poetas, y que en los tempranos memoriales bélicos se hicieron presentes en forma de obeliscos, pilares o trofeos con inscripciones que a veces se referían a los tiempos heroicos clásicos. Figuras clasicistas de juventud heroica no se utilizaban todavía, pues el concepto de hombría no se transmitía por ese tipo de figuras, sino a través de inscripciones que ensalzaban las virtudes marciales de la lista de caídos con adjetivos como bravo o valiente.43 Tras la Primera Guerra Mundial, las figuras de la juventud heroica aparecieron con fuerza para simbolizar el poder de la hombría juvenil al servicio de la nación. La Primera Guerra Mundial concretizó lo que antes había estado latente o implícito: el memorial de guerra plasmó, en piedra y mortero, los ideales militares que habían proclamado atronadoramente los poetas de las guerras de liberación. Las inscripciones en los tempranos monumentos de guerra reflejaban la tensión entre el rey y el ideal de la patria que había inspirado el nacionalismo de tantos voluntarios de las guerras de liberación. El muy citado dicho de Horacio de que morir por la patria es dulce y honorable coexistió en incómoda alianza con el también común «Con Dios, por el rey y la patria».44 Tras la unificación alemana, esta tensión permaneció, y el emperador se enfrentó de nuevo a los deseos de colocar a la patria por encima del monarca y de entender la comunidad del Volk como la única representante del país. El ideal de la camaradería podía extenderse a la nación recientemente unificada; un pueblo de camaradas unidos en su identificación emocional con Alemania. Las energías potencialmente explosivas, latentes en este ideal, tenían que ser controladas y redirigidas hacia el soberano en vez de hacia la voluntad general del pueblo. Por ejemplo, el Gran Duque de Baden, en la inauguración de un memorial bélico en 1896, proclamó que ser buen camarada significaba también ser un súbdito bueno y leal.45 Mucha gente joven se rebeló contra este patriotismo superficial, tal y como ellos lo veían, buscando un compromiso más profundo para con la

42 43 44 45

Hermand (1982: 221, 222). Lurz (1985: vol. 2, 367, 373). Lurz (1985: vol. 2, 26). Lurz (1985: vol. 2, 115).

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nación. La ola de memoriales de guerra que cubrió la nación tras la guerra franco-prusiana formó parte del culto guillermino oficial al emperador y al Reich. Los muertos de guerra, lejos de servir para democratizar los memoriales, todavía simbolizaron al emperador y sus generales, no a la comunidad del Volk y su sacrificio. Durante el Reich guillermino, la jerarquía militar se conservó tanto en la vida como en la muerte. Como ocurrió en al menos una ocasión, los nombres de los caídos se colocaban en un espacio separado del monumento, todavía listados por rango, o colocando al soldado común como uno más entre los numerosos «otros muertos».46 A pesar de los memoriales y lápidas conmemorativas que excepcionalmente nombraban a todos los caídos, el soldado común se trataba mayormente como parte de un colectivo anónimo. Una vez más, la Primera Guerra Mundial cambiaría todo eso, proporcionando honor por igual a todos los muertos. Entonces, los cementerios militares y memoriales bélicos honrarían a los soldados individuales como parte de la colectividad del Volk, nación de camaradas simbolizada por las listas de nombres personales, escritos en los memoriales o en las apretadas filas de tumbas individuales que formaban parte de diseños unificados. La planificación de tales cementerios nos hace volver al rol del cristianismo en el mito de la experiencia de guerra. Las tumbas se señalaron con cruces en todos los cementerios de las naciones europeas, mientras que los temas de la muerte y la resurrección fueron simbolizados por una gran cruz en el centro del cementerio, por una capilla o por inscripciones piadosas. Muerte y resurrección eran temáticas presentes en postales de cualquier nación que hubiese participado en la Primera Guerra Mundial, como aquella del soldado muerto siendo tocado por la mano de Cristo, o la de Cristo visitando una sepultura en el frente (imagen 6). De manera más formal, la iglesia protestante del Estado de Prusia recogió la causa de los muertos de guerra y la hizo parte de su liturgia. Así como los soldados eran bendecidos en la iglesia antes de ir a la batalla, ahora se les conmemoraba en un servicio religioso especial. A finales del siglo xviii, el término conmemoración de los muertos (Totenfeier) se había aplicado en Prusia a un servicio anual para recordar a los hombres más

46 Lurz (1985: vol. 2, 370 y ss.).

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distinguidos de una comunidad, enfatizando los grandes hechos del pasado más que su grandeza presente. Este servicio formaba parte de una nueva devoción que había dado forma también a los festivales de la Revolución francesa. De hecho, la Convención Nacional había decretado la celebración de un festival para honrar a los ancestros de la Revolución como parte de la nueva religión cívica.47 Así, algunos de los sermones dados en los servicios conmemorativos prusianos al comienzo de las guerras de liberación vinculaban el destino de los muertos ilustres a las grandes gestas históricas, de manera que los muertos de guerra también acabarían siendo integrados en el canon de la nación.48 Durante las guerras de liberación desde 1813, la Alemania protestante a menudo conmemoró a los muertos de guerra como parte del servicio religioso regular, especialmente en Viernes Santo y en Pascua, enfatizando el paralelo entre la muerte de los caídos y el milagro del cristianismo. Las misas de celebración tras la batalla de Leipzig, por ejemplo, incluyeron el recuerdo de los muertos de guerra. Finalmente, en 1816, Federico Guillermo III, como cabeza de la Iglesia prusiana, instituyó un servicio religioso especial en memoria de los caídos,49 que permaneció como cita regular en el año litúrgico. Que el sacrificio de los muertos en guerra entrase a formar parte de la liturgia cristiana fue importante no solo porque ilustraba la estrecha alianza entre el trono y el altar, sino porque dio sanción oficial al vínculo entre el culto a los caídos y la piedad cristiana. Los sillares del mito de la experiencia de guerra se estaban ensamblando. Con la aparición de la guerra moderna y la nueva conciencia nacional, la muerte en guerra estaba siendo absorbida por el cristianismo o por la Revolución, ambas cosas en nombre de la nación. El cambio en el diseño cementerial preparó el camino para los cementerios de guerra entendidos como santuarios del culto nacional, mientras que los monumentos bélicos llegaron para cumplir con una función similar. Los nuevos ejércitos ciudadanos no condujeron inicialmente al reconocimiento del sacrificio del soldado individual en la manera en que se le enterraba o conmemoraba en los

47 Graf (1939: 82, 83, 85). 48 Graff (1939: 86) 49 Graff (1939: 87).

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monumentos, pero su estatus estaba claramente mejorando —después de todo, ejemplificaba el ideal heroico— y en casos aislados recibía sepultura individual o veía su nombre inscrito en un memorial (aunque fuese debajo del de sus oficiales superiores). La verdadera igualdad vendría solamente con la Primera Guerra Mundial. La Primera Guerra Mundial iba a dar al mito de la experiencia de guerra su mayor expresión y atractivo, en su intento de distraer la memoria personal de los horrores para conducirla hacia el alto significado y gloria de la guerra. Los voluntarios habían comenzado la mitificación, como heraldos de la guerra, pero ahora fueron millones quienes compartieron su entusiasmo y su experiencia. Los símbolos que darían forma al mito de la experiencia de guerra, convirtiendo lo abstracto en concreto, habían estado tomando forma durante un siglo y ahora estaban plenamente maduros. Al mismo tiempo, mientras las guerras precedentes habían supuesto decenas de miles de muertos, nada había preparado a la generación de 1914 para la masiva confrontación con la muerte que los aguardaba. Así, la tarea del mito de trascender la muerte en guerra adquirió una nueva y apremiante urgencia. La Primera Guerra Mundial, pues, dio al mito de la experiencia de guerra un nuevo poder cuyas consecuencias políticas iban a dejarse sentir durante los años siguientes.

Parte II

LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

Capítulo 4

JUVENTUD Y EXPERIENCIA DE GUERRA

Se ha escrito mucho sobre la generación de 1914, aquellos jóvenes que ingresaron en los ejércitos al comienzo de la Primera Guerra Mundial con entusiasmo y esperanzas. Fueron reclutados en Francia y Alemania, aunque hubo muchos voluntarios entre ellos que se alistaron antes de ser llamados a filas. Fuesen reclutas o voluntarios en 1914, la mayoría se mantuvo en la tradición del voluntariado que hemos descrito. Los mismos motivos mencionados seguían moviéndolos: el patriotismo, la búsqueda de un sentido de la vida, el amor por la aventura y los ideales de masculinidad. Aun así, entre estas persistentes causas históricas, en 1914 encontramos énfasis específicos que o bien no estaban presentes antes, o no se habían expresado tan poderosamente. Los escritos de los voluntarios de la Primera Guerra Mundial determinaron muchos de los mitos surgidos de la guerra y, por tanto, su mentalidad y sus razones para el alistamiento son especialmente importantes. La concurrencia a filas de esta generación se ha atribuido a su desconocimiento de la realidad bélica; la guerra franco-prusiana se había combatido tiempo atrás y, en cualquier caso, había sido corta, un triunfo fácil de Alemania sobre Francia. Quizá esta fue una de las razones para que los reclutas de todas las naciones en liza compartieran la creencia de que la nueva guerra sería breve. Las últimas guerras de larga duración habían sido las napoleónicas, cien años antes, pero incluso estas no habían sido

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sufridas intensamente en la mayor parte de Europa, divididas como estuvieron en campañas individuales de diversa extensión. Los primeros voluntarios de las luchas revolucionarias o de liberación de Alemania tampoco habían conocido nunca la guerra —de hecho, para ellos se trató de una experiencia totalmente nueva—, lo cual podría explicar en parte el espíritu de sacrificio que se dio entonces. Ciertamente, muchos de los nacidos durante y después de la Primera Guerra Mundial recordarán los relatos de sus padres sobre su sorpresa al descubrir, al principio del conflicto, que el enemigo también sabía abrir fuego. Aun así, esta ignorancia de la realidad bélica no es suficiente para explicar la motivación de esa generación, para la cual, los llamados días de agosto, los de la declaración de guerra, constituyeron un recuerdo embriagador (incluso si sabían qué tipo de horror les esperaba). El ambiente cultural que había precedido la ruptura de hostilidades fue de vital importancia, pues entonces, como en el pasado, una educada elite de soldados articuló las ideas y esperanzas de la generación de 1914, reflejando las corrientes intelectuales de la época. Crucial fue la recuperación de la conciencia de ser joven, acontecida con el cambio de siglo, así como la confrontación con una sociedad en rápida transformación. Las clases trabajadoras, más vivibles que nunca, jugaron también su papel, sobre todo a través de la «búsqueda del pueblo» que llevaron a cabo jóvenes de clase media que querían experimentar la realidad del Volk, su primitivo poder y su fuerza. La guerra promovió el «culto al hombre común», aunque entendido como estereotipo deseable más que como compromiso social. Trabajadores y campesinos se integrarían en la camaradería de las trincheras como símbolos de la verdadera masculinidad. Sin embargo, en torno a 1914 los avances tecnológicos, señales de una modernidad que debía aceptarse o rechazarse, habían supuesto una serie de cambios en las percepciones que ejercieron una influencia, quizá aún más importante, sobre los ideales de la generación de la guerra. Nuevos inventos como el motocarro, el teléfono, el telégrafo y el cine —todos ellos presentes en torno al cambio de siglo— parecían revolucionar el tiempo en sí mismo. No parecía que existiera una única realidad o un espacio absoluto, sino que muchos hombres y mujeres se enfrentaban

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a un «caos de experiencias».1 Aquellos que a comienzos de siglo usaron por primera vez el teléfono sintieron que ahora uno podía estar en dos sitios a la vez; la nueva velocidad de los viajes, con su cambio constante de paisaje, amenazaba con destruir la estabilidad misma de la naturaleza.2 Hombres y mujeres podían ignorar las protestas laborales, las bombas anarquistas o los disturbios —cosas frecuentes en algunos lugares antes de la guerra—, pero no podían escapar de la nueva velocidad del tiempo que parecía traer consigo el caos. Había jóvenes que aceptaban esta nueva celeridad, esta simultaneidad de las experiencias, y que sacaban el máximo provecho de ella. En su manifiesto de 1909, los futuristas italianos, un grupo de artistas y escritores noveles, hizo de la velocidad la medida de todas las cosas, el fin y principio de la vida, y su verdadera belleza.3 El futurismo exaltaba una masculinidad militante que glorificaba la conquista y la guerra, sustituyendo la «quietud del pensar» por el movimiento violento, deleitándose en la agitación del conflicto humano.4 Los expresionistas alemanes, por tomar otro ejemplo, compartían totalmente esa sensación de euforia al abrazar la nueva velocidad del tiempo para escapar de las restricciones de la sociedad. Aquí también esta dinámica condujo a una exaltación de la violencia y el conflicto, y al elogio de lo inusual y aberrante. Tales actitudes crearon una sensibilidad que vio en la confrontación violenta con el enemigo un medio de realización personal. Futurismo y expresionismo eran movimientos juveniles; en 1914, tres cuartas partes de los expresionistas eran menores de treinta años.5 Aunque no estaban solos en su aceptación de la modernidad, ya que otros artistas como los cubistas en Francia sentían el mismo júbilo por la nueva velocidad del tiempo y por la experiencia de inmediatez; el futurismo y el expresionismo ejemplificaban una actitud ampliamente compartida por muchos jóvenes europeos educados y sensibles, lo expresasen públicamente o por medio de una revuelta privada. Adoraban lo que un escritor expresio-



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Kern (1983: 151). Schivelbusch (1977: 54, 55). Trillo Clough (1961: 3). Pierre (1969: 11). Wurgaft (1977: 15).

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nista alemán llamó la «incertidumbre suspendida en el aire, por así decir —la vida frenética y furiosa— la sensación de estar en un tren expreso que ruge atravesando una estación pequeña».6 Su aceptación de la modernidad no condujo al racionalismo o al pragmatismo, sino al conflicto y a la confrontación; actitud que se adaptó fácilmente a la guerra —la guerra festa de los futuristas—. El estallido de la guerra en agosto de 1914 fue como un festival para muchos jóvenes, un evento extraordinario, liberador de la vida cotidiana. El amor de los futuristas y expresionistas por el caos de la modernidad era nuevo: aunque los jóvenes en el pasado también se habían sentido oprimidos por la sociedad y habían visto en la guerra una manera de regeneración personal y nacional, su sentido de la libertad no puede compararse con la ecuación futurista entre velocidad y violencia. El expresionismo intentaba capturar «todo lo que estuviese en movimiento», como dijo el pintor Ludwig Kirschner,7 pero a diferencia del futurismo eso a menudo significaba rechazar la tecnología y concentrarse en cambio en los instintos íntimos: la «lucha del alma contra la máquina».8 Además, este movimiento carecía del nacionalismo futurista; para los expresionistas el enemigo era la burguesía alemana como tal, y clamaban por su aniquilación. Bajo su punto de vista, por tanto, la Primera Guerra Mundial fue una guerra equivocada.9 Era el amor por la violencia y el enfrentamiento lo que les permitió unirse al entusiasmo de los días de agosto y, a los futuristas, ponerse al frente de las demandas para que Italia entrase en la Primera Guerra Mundial. Las raíces de tales actitudes se sitúan en el miedo al aburrimiento, típico de la juventud de clase media, pero también derivaban, de nuevo, de una cierta inquietud y oposición a lo que les parecía una sociedad petrificada. Así, al menos muchos de la generación más joven percibían su sociedad, mientras se dedicaban a organizar el movimiento juvenil alemán con el lema «Jóvenes entre ellos», o se unían a movimientos como los futuristas italianos o los expresionistas alemanes. El deseo de lo extraordinario, de escapar de la mediocridad de la vida diaria, que hemos detectado



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Edschmid (1915: 24). Dube (1972: 38). Bahr (1918: 80). Samuel y Thomas (1971: 90).

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en los tempranos voluntarios, se mantuvo en 1914. Pero ahora, el ansia por la excitación, por un tipo de vida diferente, era a menudo un fin en sí mismo, y no solo un medio para rejuvenecer la nación. Así, George Heym, considerado a veces uno de los padres del expresionismo alemán, escribía en su diario en 1907: «Puedo decir que por lo que a mí respecta, si hubiese una guerra volvería a estar sano como antes. Ahora cada día es como el anterior, ni grandes alegrías ni grandes penas… todo es tan aburrido». Y tres años después añadió: «Ojalá algo pasara… ojalá se levantaran de nuevo las barricadas».10 Los futuristas compartían esos sentimientos, pero los canalizaron en su intenso nacionalismo. Según ellos, los individuos debían disciplinarse en un movimiento con una única mentalidad, un mismo amor por la velocidad del tiempo y por la ruda confrontación masculina, al servicio de la gloria de Italia. El caos espiritual de los expresionistas no era fácil de disciplinar, pues no existía un fin superior al que pudiera servir ese propósito. La guerra, no obstante, trajo esta disciplina, pero no a través del nacionalismo, sino de la experiencia de camaradería. Los expresionistas solían emerger de la guerra como socialistas y pacifistas, aunque algunos también se unieron a la extrema derecha, encontrando allí el rigor necesario para poner orden en sus vidas indisciplinadas. Es prácticamente imposible caracterizar con precisión a aquellos que pertenecían a un movimiento tan individualista, sin embargo, estas tendencias parecen ser comunes entre la mayoría de expresionistas. Las tensiones del extremismo emocional no podían mantenerse mucho tiempo y, por debajo del caos y del deseo expresionista de épater les bourgeois (‘pasmar a la burguesía’) había un deseo latente de caminar por territorios más firmes, por un ideal en el que creer. Como los futuristas, muchos querían crear un «hombre nuevo» que asumiera la misión de forjar una nueva sociedad, por vago que esto fuese, y no de perpetuar el caos.11 La camaradería bélica, además, les permitió cumplir su deseo de llevar este mensaje al pueblo, encontrándose con lo que consideraban el hombre común.

10 Heym (1960: 89, 139). 11 Webb (1973: passim).

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Cualesquiera que fuesen los deseos y esperanzas de estos diversos movimientos juveniles, con su deseo de expresar sus personalidades y hacer «cosas por sí mismos», terminaron por crear un ambiente desconocido hasta entonces, de oposición a la sociedad de sus mayores, que se inflamó de entusiasmo cuando comenzó la guerra. Las restricciones que padres y escuelas imponían a la juventud no hicieron sino fomentar este estado de ánimo. El paso de los jóvenes a través del sistema educativo a las universidades o las profesiones, con su énfasis en la memorización y la disciplina, se oponía a la libertad individual y al crecimiento personal que tantos deseaban. Muchas obras y novelas desde las últimas décadas del siglo xix se centraron en el intento de los escolares por escapar de la tiranía educativa o la de familias marcadas por padres despóticos. Se suponía que la guerra traería un cambio fundamental haciendo realidad el sueño de la juventud: crear un nuevo hombre que pondría fin a la complacencia, tiranía e hipocresía burguesas. La juventud tenía una misión especial para establecer una sociedad nueva y mejor, sentimiento que no solo compartían aquellos que aceptaban la modernidad, sino también un número mayor de jóvenes que querían regenerarse a través de un sistema de valores eternos e invariables. El movimiento juvenil alemán Wandervogel, fundado en 1901, es representativo de esa juventud que quería escapar de la modernidad, buscando renovación espiritual en el aparentemente inmutable campo alemán. Los excursionistas, en sus visitas a las montañas, valles y pueblos germanos, se entendían como parte integrante de la prístina nación. El Volk amortiguaba su vuelo hacia la modernidad; el paisaje nativo expresaba el carácter ancestral de su naturaleza. Su fuerza procedía de la quietud, no del amor por el caos. Si los expresionistas y futuristas rechazaban el pasado y pensaban que la historia era una carga impuesta sobre los jóvenes, el pasado estaba vivo en las historias, danzas y representaciones medievales del movimiento juvenil. La nación vinculaba al hombre con su historia a través del entorno natural, sus gentes rurales y sus pequeñas ciudades; proporcionaba el terreno firme y el alimento para el alma. Si la nación muriese, como podría ocurrir con la guerra, llevar una vida heroica sería imposible, de hecho, nada que sucediese tras una derrota sería digno de tenerse en cuenta.12

12 Flex (s. f.: 36).

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Puede parecer que estos dos cultos a la juventud, el de futuristas y expresionistas por un lado, y el del movimiento juvenil por otro, tienen poco en común excepto su sentido misional y su repudio de la sociedad existente. Pero sus ideales, el tipo de hombre en que deseaban convertirse para cumplir con sus fines, comparten importantes características que se dejaron notar en quienes se alistaron voluntariamente en 1914. Todos tenían en común un cierto ideal nietzscheano de lo irracional, con su alegría aventurera, incluso si diferían en la aceptación o rechazo del caos de la vida. También los unía un ideal de belleza ancestral, clásico, armónico y bañado en una callada fuerza, por el cual muchos atemperaron su impulso nietzscheano. Este ideal de belleza era más notable entre los miembros del movimiento juvenil alemán, aunque también existía entre otros jóvenes.13 Otro punto en común era la tendencia de estetizar la política: expresionismo y futurismo eran, al fin y al cabo, movimientos artísticos, y contemplaban el mundo con una estética visual o literaria en mente. El movimiento juvenil lo hacía a través de su búsqueda de la belleza natural y masculina, así como a través de rituales como el teatro y la danza. Aunque se decía que muchos jóvenes alemanes durante la guerra llevaban a Nietzsche en sus macutos junto a volúmenes de poesía, solamente hay que leer sus escritos de guerra y posguerra para darse cuenta de que no solo poseían el gusto literario de la juventud educada de la época, sino también una sensibilidad visual difícil de encontrar en guerras precedentes. Eran hijos de la era de la fotografía, del cine y del nuevo interés en las artes visuales. Por ejemplo, el libro de Walter Flex Der Wanderer zwischen beiden Welten (El errante entre ambos mundos, 1917), destinado a convertirse en uno de los más importantes libros sobre la experiencia de guerra publicado en Alemania, está lleno de descripciones detalladas de paisajes y de la apariencia física de los soldados. Aunque Flex no formaba parte de ningún movimiento, numerosas evidencias visuales apoyan sus afirmaciones. El shock de encontrar el paisaje bélico, con su entremezcla de naturaleza y muerte, ponía en alerta las sensibilidades visuales. Paul Fussell ha escrito acerca de la apreciación de la naturaleza, de los amaneceres y atardeceres sobre las trincheras que fascinaban a los soldados ingleses del frente.

13 Mosse (1985: capítulo 6).

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No obstante, parece que para la elite educada británica, la guerra era primariamente una experiencia literaria que trajo a la mente analogías con escritores anglosajones y clásicos.14 En contraste, en Alemania la experiencia literaria de la guerra estaba estrechamente vinculada a lo visual, quizá como consecuencia del movimiento romántico, que había dejado huella. Con todo, por todas partes las nuevas técnicas de comunicación visual afectaron la manera de entender la guerra. El mito de la experiencia de guerra hizo amplio uso de materiales visuales para desinfectar, dramatizar y romantizar la guerra, no solo mediante imágenes, sino también sistematizando símbolos como los cementerios y los monumentos de guerra. Así, el mito llevó con éxito su mensaje a la gente. El concepto de hombría, que había tenido un rol en anteriores guerras también, especialmente en las de liberación, reunía la mayoría de ideales que compartía la juventud cultivada de Alemania. Era un ideal físico, estético y moral: fuerza y coraje se combinaban con las proporciones armónicas del cuerpo y la pureza del alma. Justo antes del estallido de la guerra, una publicación del movimiento juvenil describía al «varón alemán ideal» en los siguientes términos: tiene un cuerpo soberbiamente formado y control sobre sí mismo; es modesto, comedido, decente y justo en el día a día, así como en la batalla y el deporte, y es caballeroso con las mujeres.15 Los jóvenes griegos de los que hablaba el arqueólogo Winckelmann habían sido los padrinos de esta definición de hombría, en la que la belleza física simbolizaba todas las demás virtudes supuestamente masculinas. El movimiento juvenil recogió este concepto, mientras los futuristas aceptaron la belleza, fuerza y autocontrol del estereotipo masculino, rechazando la decencia y caballerosidad. Aunque los expresionistas parecían negar todos estos ideales, a menudo los retuvieron implícitamente. Su «hombre nuevo» también era un activista y, aunque escribieran sobre una «nueva mujer», esta era meramente la madre del «nuevo hombre», el recipiente para contenerlo. Ninguno de estos movimientos culturales aportó la gran mayoría de los voluntarios de 1914, pero sus actitudes eran las típicas de un nuevo ambiente que muchos compartían y del que la nueva búsqueda de virilidad era parte integral.

14 Fussell (1975: 61 ss.) y Bergonzi (1965: 224). 15 Carl Boesch, «Vom deutschen Mannesideal», Der Vortrupp, vol. 2, n.º 1, 1 de enero de 1913, p. 3.

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Es significativo que la búsqueda de un «hombre nuevo», que comenzó antes de la guerra, se centrase en la masculinidad militante. La guerra reforzó este énfasis. Al igual que los poetas de las guerras de liberación habían cantado su retorno de sangrientas batallas libradas entre hombres, ahora incontables escritores de guerra enfatizaron la palabra varón. La guerra era una oportunidad única para probar la propia hombría. Hacía tiempo que la juventud estaba condicionada para ofrecerse a semejante examen, quizá más en Inglaterra que en Alemania. La educación de las clases superiores en las llamadas public schools británicas, como las elitistas Eton o Harrow, instilaban conscientemente un ideal masculino, que además era secundado por la literatura popular. Un aspecto adecuado simbolizaba también la virilidad —«un semblante resplandeciente… rasgos bien definidos, y pelo lacio y sedoso»—, y eso que no había un movimiento juvenil, como en Alemania, que teorizara sobre la belleza.16 La virilidad significaba patriotismo, destreza, coraje y energía como en la mayoría de movimientos juveniles, pero además en Inglaterra el juego limpio y la hidalguía también se enfatizaban. Los campos de juego se suponía que inculcaban virtudes masculinas. Por ejemplo, en un poema escrito por sir Henry Newbolt en 1898, muy popular en las public schools, un jugador de cricket exhorta a su regimiento colonial, acosado por los nativos, a una resistencia desesperada: «La ametralladora encasquillada y el coronel muerto, / y el regimiento cegado por el polvo y el humo; / El río de la muerte ha desbordado las orillas, / Inglaterra está lejos y Honor es una palabra; / Pero la voz de un escolar anima a las tropas: / ¡Juega!, ¡juega! ¡y juega el partido!».17 Durante la Primera Guerra Mundial, un póster de reclutamiento británico que representaba unos soldados distantes disparando al enemigo expresó visualmente ese tema: «Juega a lo grande y únete al batallón futbolista». No obstante, las hazañas heroicas griegas enseñaban lecciones de hombría igualmente importantes a los escolares ingleses, y especialmente alemanes, forzados a estudiar los clásicos. La vida de cualquier muchacho de clase media o alta era en muchos aspectos una educación en virilidad,

16 Escrito de R. Farrar en 1904, citado en Newsome (1961: 35); véanse también los textos de Mangan y Walvin (1987: passim). 17 Citado en Fussell (1975: 26). [Nota del editor: Seguimos la traducción de la obra de Fussell al español por Javier Alfaya, Barbara Mcshane y Javier Alfaya Mcshane].

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acompañada de las exhortaciones habitualmente repetidas: «¡Sé un hombre!». No sorprende, pues, que el estallido de la guerra pareciese anunciar el examen final de hombría. Los agitados días de agosto fueron compartidos por hombres y mujeres por igual, pero en el fondo, la guerra era una invitación a la virilidad. Las mujeres apenas entrarán en esta historia, pues su imagen pública entre los hombres en guerra era muy pasiva, a pesar de su vital presencia en el frente como enfermeras. De hecho, aunque se elogiaba y admiraba a las enfermeras en el campo de batalla, y a menudo se destacaba su valor, su imagen permaneció pasiva —como ángeles de misericordia, al margen de la lucha (imagen 4)—. Incluso su uniforme, que en Inglaterra no había cambiado desde la época de Florence Nightingale, transmitía seriedad y seguridad. La guerra, en la medida en que afectaba a los soldados, solo reforzó el atractivo de la feminidad tradicional, la cual idealizaron, sin duda, en respuesta a su deseo por las mujeres y a las imágenes sexuales que conformaban su lenguaje y sus sueños. Si bien la guerra ayudó a muchas mujeres a romper con sus roles tradicionales, sobre todo reforzó las ideas de masculinidad. El mito de la experiencia de guerra, como hemos visto, centrado en la virilidad, solamente incluyó a las mujeres a través de roles pasivos y de apoyo. Ya antes de una guerra que requirió «la rápida transformación de la vida en energía», según dijo el escritor Ernst Jünger,18 el modelo masculino estaba cargado de un dinamismo y vigor que contrastaba con la imagen tradicional de la mujer. Al miedo de ser afeminado se añadía el de ser considerado decadente. La decadencia era originalmente un término médico, que hacía referencia a la pérdida progresiva, conducente a la destrucción, de las características humanas normales; una evolución que podía estar causada por enfermedades hereditarias, nerviosidad, envenenamiento por alcoholismo o indulgencia con el vicio. Decadencia, la antítesis perfecta de masculinidad, era una palabra usada a menudo por quienes adoraban el altar de la virilidad, para expresar una maldición y un miedo: el enemigo era decadente, desde luego, pero si no se alcanzaba la victoria, la nación entera podría entrar en declive. La propaganda de guerra se unió a esta percepción del enemigo y de los propios temores.

18 Citado en Herf (1984: 93).

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4. La mujer alemana en guerra. Postal de la Asociación de Enfermeras Voluntarias de Baviera durante la guerra.

Los hombres y mujeres que se consideraba decadentes se retiraban a la vida sensorial; eran esclavos de las inquietudes provocadas por su sistema nervioso, personas totalmente ajenas a la fuerza de voluntad que caracterizaba a los verdaderos hombres. En su novela A contrapelo (À Rebours, 1884), J. K. Huysmans, uno de los mayores popularizadores de la decadencia, la describió como «el progresivo afeminamiento de los hombres». El decadente era, en efecto, todo lo que un hombre auténtico no era: nervioso, inquieto, debilucho y, para colmo, libertino, todo ello en lugar de ser sobrio, fuerte y viril. Además, el decadente experimentaba una insoportable sensación de aburrimiento; su solución no era la acción, sino el silencio y la soledad para cultivar sus sentidos. Hubo escritores y artistas a finales de siglo xix que aceptaron orgullosamente la etiqueta de decadente. Normalmente, eran hombres y mujeres a quienes la sociedad consideraba anormales, como Oscar Wilde o Natalie

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Barney, homosexuales o lesbianas, aunque muchos otros simplemente eran contestatarios en desacuerdo con los valores dominantes. La respuesta a esta presencia y visibilidad de la decadencia fue el desbordamiento de la hombría entre los jóvenes, por mucho que por aquellas fechas el movimiento sufragista hubiese puesto la masculinidad de los hombres bajo asedio. Así, el ideal de virilidad, asociado a guerra desde el principio, ya se había convertido en una respuesta común a la decadencia y la agitación feminista, antes de convertirse en la motivación clave de muchos voluntarios de la generación de 1914. El concepto de hombría jugaría un rol importante durante la guerra, para poner a prueba las supuestas cualidades varoniles, y para dar forma al ideal de camaradería. Además, tras la guerra se convertiría en parte integral de la ideología de la derecha radical no solo en Alemania, sino en toda Europa. La «virilidad» idealizaba la fuerza y el vigor de la juventud; la noción misma de energía vital podía aplicarse únicamente a los jóvenes en rebelión contra la sociedad establecida. El siglo xix había presenciado cómo el culto a la edad cedía paso a la idealización de la juventud, un cambio que habían alentado las guerras combatidas por ciudadanos-soldados. En torno al fin de siglo, ese fenómeno se había transformado en un verdadero culto de la juventud que la Primera Guerra Mundial propagaría en todas las capas sociales. Las guerras eran asunto juvenil, pero no en la retaguardia o en los cuarteles generales, sino en el frente. Esto fue especialmente cierto durante la Primera Guerra Mundial, cuando hubo una clara diferencia entre quienes habían combatido en el frente y quienes habían servido lejos de él, de uniforme o no. La conciencia de juventud y de hombría fue algo común en la generación de 1914. «Una larga conversación con mi padre sobre mi entrada en el ejército», escribió Otto Braun en su diario después de que se hubiese presentado voluntario en el ejército alemán. «Creo que esta guerra es para todos el desafío de nuestro tiempo, una prueba de fuego, que nos hará madurar y convertirnos en hombres capaces de hacer frente a los formidables años y acontecimientos futuros».19 Tuvo que haber muchas conversaciones como esta entre los jóvenes voluntarios de 1914 y sus padres.

19 Braun (1921: 110).

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La regeneración personal —una inyección de vigor, energía y entusiasmo— fue importante para quienes habían corrido a alistarse, pero al igual que en el caso de los primitivos voluntarios, la renovación íntima era difícilmente separable de la regeneración nacional. El nacionalismo había sido parte integral de los ideales educacionales aprendidos por muchos jóvenes. No se trataba de una abstracción; el movimiento juvenil alemán, por ejemplo, intentó concretizarlo en sus excursiones al campo, con sus danzas folclóricas tradicionales y sus representaciones de obras medievales. Ahora, en los días de agosto, la nación parecía actuar con una sola voz, un corazón y un alma —el pueblo otrora fragmentado se había convertido en una auténtica comunidad nacional—. La soledad del individuo en el mundo moderno era cosa del pasado. Un nuevo sentimiento de unidad nacional dio forma a las actitudes que hemos comentado, mostrando su fuerza poderosa. Esta experiencia de comunidad predomina en los relatos de escritores que intentaron articular el significado de los días de agosto para transmitirlo a las futuras generaciones. Incluso Stefan Zweig, novelista que asumió una consistente posición pacifista durante toda la guerra, describió la tentación de unirse a ese «despertar de las masas» que le parecía a la vez grandioso y arrebatador. El individuo, continuaba Zweig, ya no estaría nunca más aislado, sino que sería parte del pueblo; su vida había adquirido un nuevo sentido.20 El austriaco Robert Musil, por su parte, en aquel momento escribió qué «bonita y fraternal» resultaba ser la guerra.21 Estos ejemplos —tomados por igual de aquellos que se sintieron atraídos por el nacionalismo y de quienes hasta entonces no habían mostrado ninguna emoción nacional en particular— podrían multiplicarse. El entusiasmo de aquellos hombres educados y elocuentes debe observarse no solo como deseo de escapar del aislamiento y de devenir parte del pueblo, sino también como fascinación por la hombría, la energía y la simple fuerza. Como un escritor italiano advirtió cuando su país intervino en la guerra: «Confundido por tantos libros, he logrado encontrar de nue-

20 Koester (1977: 135). 21 Koester (1977: 127).

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vo la frescura de una nueva humanidad, almas puras y valientes».22 En la literatura bélica de todas las naciones europeas se encuentra el mismo aplauso por el soldado raso como verdadero representante del pueblo, y una idéntica admiración por su fuerza moral y física, su sentido común, y su demostrado coraje. Un estereotipo esencial para formar el ideal de camaradería en las trincheras. La guerra como experiencia comunitaria fue quizá la parte más seductora del mito de la experiencia de guerra, pues permitía a los hombres confrontar y trascender la muerte. El soldado común idealizado, ejemplo del nuevo hombre que redimiría la nación, fue su ingrediente indispensable. ¿Consiguió el servicio militar universal acabar con las distinciones sociales, como argumentó, refiriéndose a Alemania, el sociólogo Emil Lederer en 1915?23 En este aserto tuvo más peso el deseo que la reflexión, pues era más un espejismo que un fiel reflejo de la realidad social. Se suponía que las diferencias sociales se desvanecerían ante la unidad del pueblo alemán, pero en realidad, en el mejor de los casos, simplemente se transformaron en una jerarquía funcional —de mandar y obedecer— más que de estatus. La vida militar se basaba en el rango, en las órdenes de unos y el acatamiento de otros, por mucho que se dijese que la igualdad prevalecía en el frente. Con todo, semejante jerarquización había sido siempre el ideal del nacionalismo germano moderno, donde todos los miembros del Volk se consideraban iguales; un ideal que ahora parecía realizarse. Eso sí, los oficiales pertenecían a los más ricos o aristocráticos segmentos de la sociedad, y solo en el contexto de la batalla hubo hombres más pobres o no aristocráticos que escalaron a posiciones de mando. En el caso de la nación de iguales, la realidad, como siempre, no equivalía al mito. La guerra como instrumento para la abolición de la estructura de clases fue otro ingrediente importante del «mito», creado a posteriori por quienes se habían lanzado a combatirla en su comienzo. La generación de 1914, con todas sus diferencias, compartía ideales de juventud y hombría, en un mundo en que la estética importaba como símbolo de lo verdadero y lo bello. Bien aceptasen o rechazasen la moder-

22 Jahier (1967: 128). 23 Lederer (1915: 350).

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nidad que se veía en la nueva velocidad del tiempo, o buscasen en ella descanso y seguridad, la guerra puso de relieve cierto consenso intelectual entre aquellos que estaban dispuestos y preparados para lucharla. La juventud educada y elocuente buscaba liberarse de las presiones de la sociedad: durante los días de agosto de 1914 no habrían podido estar más de acuerdo con las palabras de Schiller de que solamente el soldado es libre. La causa nacional a la que servían y por la cual estaban dispuestos a morir dominaba su pasión. El contexto de guerra hizo el resto: la camaradería de las trincheras, como vimos, convenció a muchos expresionistas para abandonar su individualismo. La guerra, que utilizó al máximo la tecnología moderna, poniendo con provecho la máquina al servicio de la nación, pareció reconciliar el conflicto entre la modernidad y sus enemigos. La tecnología se dotó de dimensiones morales y espirituales: a los aviadores, por ejemplo, se los llamó caballeros del cielo, y su hidalguía devino legendaria. Las ametralladoras descansaban sobre lechos de rosas (imagen 5). Los soldados, para soportar su experiencia, incluso daban personalidad a las nuevas y aterradoras armas: así, se bautizó como Berta la Gorda al enorme cañón con que los alemanes bombardeaban París en sus iniciales éxitos militares. La tecnología bélica debía ser despojada de connotaciones materialistas, pero la percepción de la guerra como escape del materialismo burgués no se limitó a la juventud, sino que se generalizó entre quienes apoyaban la guerra como amanecer de una nueva época. El afamado sociólogo alemán George Simmel escribió que el viejo culto al dinero había dado paso a decisiones tomadas desde la profundidad del alma.24 Simmel conectaba esa espiritualidad con la fusión entre individuo y nación, lo que a su vez significaba que el hombre no estaría ya estancado en el presente, sino proyectado al futuro. Pocos voluntarios y conscriptos no habrían estado de acuerdo con él durante los días de agosto de 1914, pero en 1917, cuando se publicaron estas reflexiones, la mayoría de ellos las habría considerado estupideces sin nada que ver con la realidad bélica. Tras 1918, su reacción habría sido diferente de nuevo, por el gran efecto que tuvo en Alemania el mito de la experiencia de guerra.

24 Simmel (1917: 10, 15).

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5. ¡Mi regimiento! Postal con un cañón sobre una cama de rosas

El amor por la violencia que había fascinado a algunos miembros de la generación de 1914 y la necesidad de integrar las dinámicas modernas en la reverencia nacionalista por lo tradicional fueron elementos que aportaron una tensión añadida y un nuevo filo a nociones articuladas por los antiguos voluntarios. De hecho, el ejemplo de las guerras alemanas de liberación, según las describieron los poetas, no se dejó de blandir entre los jóvenes de 1914. Pero el nivel de entusiasmo voluntario entre estos no tuvo precedentes en la historia, ni se volvería tampoco a repetir. Hemos explorado las ideas de una elite juvenil mayormente burguesa que compone el grupo de promotores del mito. Se esperaba de ellos que hablasen en nombre de la juventud en general. Por ejemplo, algunas encuestas de opinión francesas, realizadas a comienzos del siglo, concluyeron que la juventud francesa, imbuida por un ansia por la acción, apoyaba el renacimiento nacionalista.25 Pero esto no reflejaba la diferencia entre la

25 Becker (1977: 31).

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juventud, en general, y los universitarios y estudiantes de las escuelas secundarias. Los educados más allá de la primaria eran una fracción minúscula de la población. Y como Jean-Jacques Becker ha mostrado en su detallado estudio de la Francia de 1914, la gran mayoría de la población no deseaba ni dio la bienvenida a la guerra.26 Un estudio similar sobre Alemania no existe, pero tenemos pocas dudas de que las observaciones de Becker también son ciertas, incluso si el entusiasmo de los días de agosto pudiera haber sido de alguna manera superior.* Con todo, no el joven medio, sino una élite determinó en gran medida cómo el mundo de posguerra iba a ver lo bélico: ellos escribieron los libros o poemas, hicieron las fotografías, y publicaron sus pulidas memorias de guerra. Como en guerras anteriores, los fundadores del mito fueron una minoría, con la ayuda recibida de muchos otros escritores que nunca estuvieron en el frente. Recordemos que la Primera Guerra Mundial fue una guerra que comprometió a toda la población, y esto implicó que el proceso de creación del mito se expandiese. Fue, no obstante, el hecho de que la conscripción afectó a hombres jóvenes sin excepción lo que creó una gran base de artistas escritores entre los soldados del frente. La inmediatez de sus relatos, aunque se publicasen diez años después de la guerra, tuvo un impacto mucho mayor en el público que los tratados teóricos o la propaganda escrita por quienes nunca vieron el rostro de la batalla. El entusiasmo de 1914 se transformó en la desilusión de 1916. Aquella no iba a ser una guerra corta, sino una carnicería sin par en Europa. Por ejemplo, la batalla del Somme ese año, en la cual los británicos perdieron unos 400 000 hombres, obligó por primera vez a los hombres del parlamento cuyos distritos electorales habían sido más afectados —en donde los periódicos publicaban página tras página retratos de muchachos que habían muerto— a hacer preguntas incómodas.27 De nuevo, no sabemos cuándo Alemania sufrió el mismo shock, pero la batalla de Verdún, el mismo año que la del Somme, en la que solo lucharon alemanes y franceses,

26 Becker (1977: 574 y ss.). * Nota del editor: Hoy en día existen estudios de este tipo que confirman la intuición de Mosse; por ejemplo Jeffrey Verhey, The spirit of 1914: militarism, myth and mobilization in Germany, Cambridge, Cambridge University Press, 2000. 27 Macdonald (1983: 181).

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fue motivo de mucha inquietud. Los unos perdieron 281 000 vidas, y los otros, 315 000. Eran cifras que desafiaban la imaginación, pues tenían poca relación con la muerte en batallas previas. En la de Sedán (1871), la última gran batalla antes de la Primera Guerra Mundial, los victoriosos alemanes perdieron unos 9 000 hombres, y unos 15 000 franceses resultaron muertos o heridos.28 La Primera Guerra Mundial, como vimos, introdujo una nueva dimensión a la muerte en combate. Además, los combatientes en este conflicto se enfrentaron no solo con la eventualidad de morir en lucha, sino con lo macabro de la vida diaria en las trincheras. Una constante oscilación entre desilusión y entusiasmo perduró durante toda la guerra. La desilusión la sintieron sin duda muchísimos soldados, mientras la continuación del frenesí de los días de agosto fue sobre todo un mito, en el que creyeron siempre, no obstante, algunos jóvenes oficiales.29 Desde el principio, algunas de las primeras batallas fueron mitificadas, y los jóvenes caídos asumieron la representación de las mejores cualidades viriles. Así se trascendió la batalla y la muerte, atrapadas en el culto al soldado caído.

28 Cifras extraídas de la Enciclopedia Británica (1911: vol. 22, 576). 29 Parker (1987: 284) escribe sobre oficiales ingleses a quienes inspiraba más el ethos de las grandes escuelas públicas inglesas que el entusiasmo de los días de agosto. Para el conjunto de esta generación, véase Wohl (1979).

Capítulo 5

EL CULTO AL SOLDADO CAÍDO

I El entusiasmo indescriptible que acompañó al estallido de la Primera Guerra Mundial en Alemania pareció confirmarse tres meses más tarde en un pasaje del boletín del Ejército del 11 de noviembre de 1914: «Al oeste de Langemarck, regimientos juveniles asaltaron las primeras líneas de las trincheras enemigas y las tomaron al canto de “Deutschland, Deutschland über alles”».1 Esto era la juventud patriótica en acción, sacrificándose con el fin de alcanzar la victoria, inflamada por una famosa canción —aunque todavía no era el himno nacional— como testimonio de su ardor. La batalla de Langemarck evocaba aquella frase de Theodor Körner, «la felicidad yace solamente en la muerte sacrificial»,2 y, de hecho, la juventud en Langemarck pareció demostrar que el espíritu de las guerras de liberación todavía estaba vivo para llevar a Alemania hasta la victoria. Esa batalla a menudo se recordaría simplemente como la de la «juventud de Langemarck» o la de «los voluntarios», y sus caídos simbolizarían todo lo que los jóvenes alemanes debían ser. Así, la promesa de los días de agosto se hizo realidad en noviembre. Esta batalla se supone que fue el bautismo de fuego de regimientos compuestos de estudiantes y voluntarios, e incluso los ingleses hablaron de



1 Unruh (1986: 10). 2 Theodor Körner, Bundeslied vor der Schlacht, 12 de mayo de 1813.

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cierta «unidad de escolares» que había intentado tomar sus posiciones.3 La realidad fue bastante diferente: solo el 18 % de los regimientos alemanes que lucharon en Langemarck estaban compuestos de universitarios, estudiantes de instituto y profesores, e incluso este pequeño porcentaje tiene que reducirse más, pues estos últimos no eran los jóvenes de los que hablaba la leyenda. El número de verdaderos voluntarios sirviendo en los regimientos no era despreciable, pero la mayoría de aquellos que cayeron en combate eran reclutas más mayores u hombres que habían estado en la reserva, padres de familia, gente asentada en sus quehaceres o profesiones.4 Tampoco, por cierto, se luchó en Langemarck la batalla, sino en Bixchote, cinco kilómetros al oeste del pueblo.5 Es difícil aclarar el porqué de esta última confusión, a no ser que fuese porque Langemarck suena germánico y Bixchote, con su extraña pronunciación, no era probable que se convirtiera en un símbolo nacional. No solo eran falsas las aseveraciones sobre la edad de las tropas y poco claras las coordenadas reales de la batalla, sino que otras afirmaciones del boletín militar también eran mentira. Nada se conquistó finalmente; la batalla fue un fracaso, uno más de una serie que costó unas 145 000 vidas y no produjo avance ninguno. Pero ¿cantaron los soldados al menos la Deutschlandlied? Ni una sola de las teorías históricas que mantienen que posiblemente lo hicieran asume que estaban inspirados por el ardor patriótico. Para algunos soldados, cantar parece haber sido un medio de mantener contacto en la niebla que cubría el campo de batalla; unos simplemente se habían extraviado, y otros cantaban para no acobardarse, para mantener control sobre la ansiedad y el desconcierto de la derrota. Aun así, parece improbable que cantaran mucho, dadas las circunstancias: bajo un fuerte fuego de desconocida procedencia, varados, en algún terreno dejado de la mano de Dios, rodeados de muerte y confusión. Sí que se oía, no obstante, a los soldados cantar sus canciones tradicionales mientras marchaban a la batalla, pero allí la Deutschlandlied habría sido de poca utilidad, pues no se puede marchar al son de su melodía. Como muchos soldados alemanes morían accidentalmente al ser confundidos con el enemigo, cantar una canción patrió-



3 Unruh (1986: 61). 4 Unruh (1986: 63). 5 Unruh (1986: 10).

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tica puede haber sido un medio para detener el fuego amigo.6 La evidencia claramente desmiente la idea de que la canción fuese una expresión de entusiasmo por la batalla. Lo que aquel boletín del Ejército pretendía era disfrazar la derrota y el despilfarro irresponsable de vidas. En la realidad, creó un mito popular y replanteó el tema dominante no solo en los días de agosto, sino en la historia entera de los voluntarios: jóvenes varoniles sacrificándose alegremente por la patria. Que se pensase erróneamente que la mayoría de ellos eran estudiantes ayudó a conectar la leyenda con esa ilustrada elite juvenil alemana que siempre había promovido el sentimiento nacional. Además, en Langemarck encontraron su muerte miles de miembros del movimiento juvenil alemán, de donde había salido un número desproporcionado de voluntarios. Este hecho sería importante para la leyenda, pues el movimiento juvenil, con su patriotismo y su búsqueda de la verdadera Alemania, levantaba así un simple y reconocible puente que iba del nacionalismo de preguerra al de posguerra. La batalla de Langemarck se recordó como un test de juventud y masculinidad. Los muchachos se hicieron hombres, decía la fábula, porque perdieron su inocencia en el fragor de la batalla. Una gran cantidad de poesía y prosa sobre Langemarck enfatizaba esta transformación: «Aquí me alzo, solo, alto y orgulloso, extasiado por haberme hecho hombre».7 Adolf Hitler recibió su bautismo de fuego en Langemarck, y en Mein Kampf describe haber luchado «hombre a hombre» y haber escuchado la melodía de la Deutschlandlied alcanzándole justo mientras la muerte recogía su mejor cosecha entre sus compañeros.8 La leyenda se transmitió con toda su fuerza hasta el Tercer Reich. Pero Hitler también dedicó un párrafo al hecho de que cuando los soldados supervivientes abandonaron el campo de batalla, marchaban de manera diferente: «chicos de diecisiete años ahora parecían ser hombres».9 Así, Langemarck, en el comienzo mismo de la Primera Guerra Mundial, se convirtió en ejemplo de una temá-

6 Unruh (1986: 156). Véase también «Langemarck» en Jay W. Baird (1990). 7 De la obra teatral Langemarck, por Heinrich Zerkaulen, citada en Maus (1937: 503). 8 Hitler (1934: 180). 9 Hitler (1934: 181). Véase también Hüppauf (1988: 70 y ss.), que contrasta de manera interesante el mito de Langemarck con el de la batalla de Verdún.

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tica que hemos encontrado tiempo atrás: la guerra como una educación de virilidad. La hombría se fundía en la imagen del guerrero que alcanza la madurez sin perder sus atributos juveniles. Aquellos jóvenes adquirirían la forma de héroes de la antigüedad griega para adornar muchos de los monumentos de guerra. Que cayeran tantos muertos durante esa batalla fue un factor de importancia crucial para la leyenda, pues sin los caídos no habría nacido mito alguno. Los muchos poemas y obras sobre Langemarck se inspiraron inevitablemente en el ejemplo de los muertos. No eran jóvenes vivientes, sino caídos los llamados a inspirar una Alemania nueva y más fuerte. El discurso memorial del escritor derechista Josef Magnus Wehner, leído públicamente en todas las universidades alemanas en 1932, ejemplifica el culto de Langemarck. Escribió: «Antes de que el Reich se cubriera de vergüenza y derrota, los de Langemarck cantaron […] y a través del himno con el que murieron, ahora resucitan».10 La Deutschlandlied se convirtió en el símbolo de la tarea que yacía ante los muertos: reanimar el espíritu viril de los alemanes no dispuestos a rehuir la guerra. Wehner puede haber sido un extremista al atribuir esa labor a los muertos de Langemarck, pero estos, como todos los caídos en guerra, eran invocados para regenerar la nación derrotada. Su legado se ponía directamente en las manos de la juventud de entonces, ya fuesen estudiantes (los servicios memoriales por la batalla serían una labor específicamente estudiantil), miembros del movimiento juvenil o, bajo los nazis, de las Juventudes Hitlerianas. La batalla de Langemarck pareció extender el entusiasmo de los días de agosto en el momento mismo en que los soldados, incluidos aquellos que venían del movimiento juvenil, estaban hondamente tocados por la desilusión. Para entonces, el conflicto había tomado la lúgubre forma de la guerra de trincheras, sin ninguna victoria espectacular en la mano o siquiera en perspectiva. El famoso boletín del Ejército tiene que entenderse en el contexto de rápido declive del entusiasmo de las tropas mismas. El mito era necesario y, aunque no pudo influir en los soldados en las trincheras, sí causó impacto en la retaguardia y, especialmente, como todos los aspectos del mito de la experiencia de guerra, después de la derro-

10 Wehner (1932: 6).

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ta. Juventud y muerte estaban estrechamente vinculadas en ese mito: juventud símbolo de hombría, virilidad y energía, y muerte no como fallecimiento, sino como sacrifico y resurrección. Las diferencias entre generaciones eran parte integrante de la mitología bélica: los caídos simbolizaban el triunfo de la juventud. El Joven Sigfrido era una figura popular en los bosques de héroes (Heldenhaine) alemanes y en los memoriales de guerra. En uno de estos últimos, se emplazó un «Sigfrido moribundo» rodeado de lápidas que portaban los nombres de los muertos.11 Se decía que los bosques de héroes simbolizaban ambas cosas: los caídos y la juventud eterna de Alemania. Sigfrido era un joven Apolo, al igual que Alemania.12 Este elogio a los jóvenes lo hacían, en buena medida, aquellos demasiado viejos para luchar en el frente; aunque no siempre fuese así: lo encontramos implícito en el erotismo del canto de Walter Flex por su amigo Ernst Wurch en Der Wanderer zwischen beiden Welten, y en las muy leídas exaltaciones de la guerra de Ernst Jünger. Es difícil clasificar por generaciones a aquellos que escribieron durante la guerra o dividirlos según su experiencia del frente. Puede que Maurice Rieuneau esté en lo cierto al decir que en Francia los nacionalistas más ardientes fueron los de la generación del escritor Maurice Barrès, es decir, hombres que nunca conocieron la batalla. El propio Barrès estaba fascinado por el espíritu de heroísmo de quienes se habían iniciado en la vida adulta por un bautismo de fuego.13 Sin embargo, ya no eran voluntarios los principales promotores del mito, por mucho que fuesen parte del mismo y que sus propios escritos tuvieran aún mayor impacto. Ahora muchos de los intelectuales de la nación se entregaron al fomento y perpetuación del mito de la experiencia de guerra. Aunque la mayoría de los soldados en Langemarck no eran jóvenes, la separación entre frente y retaguardia estimuló el ideal de una generación excepcional, dotada de una misión especial. Al fin y al cabo, la guerra la luchaban hombres que, si no eran jóvenes, eran mayoritariamente personas de mediana edad. Para ellos la guerra era su destino: «Nacimos con la gue-

11 Maennchen (1927). 12 Lange (1915: 27). 13 Rieuneau (1974: 16).

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rra, la guerra nos cayó encima inmediatamente, en verdad nunca hemos hecho ninguna otra cosa».14 Este sentimiento de estar más allá de todo se trasladó al mundo posbélico, junto al ideal de camaradería masculina. La suya era una juventud que para muchos fue, retrospectivamente, el punto álgido de sus vidas. Así se encontrarían reflejados en el centro de las autorrepresentaciones de la nación y en sus monumentos y cementerios de guerra. La guerra había impulsado la exaltación de la juventud y la devaluación de la edad madura a lo largo del siglo xix. Ahora, la juventud aseguró su reinado sobre la vida y la muerte. Los jóvenes caídos simbolizaron todo lo que los jóvenes debeían ser: griegos en su armonía, proporciones y fuerza controlada —controlada porque habían sabido obedecer a un alto ideal—. Las armas modernas no eran barrera para asociar a los jóvenes de la antigüedad con la presente guerra mundial; de esta manera, se representaron gladiadores con casco y rifle en algunos monumentos bélicos.15 Era más difícil integrar este tipo de ideal junto a los elementos cristianos del culto a los caídos. Los símbolos cristianos, incluso más que los clásicos, dominaron el culto, pues creaban la esperanza de que se podía llegar a trascender la muerte. La experiencia de la muerte de masas condujo a reforzar los temas más simples y familiares del cristianismo. La exclamación «Ahora nos hemos sacralizado», que escribió un voluntario en la Primera Guerra Mundial, era una comparación del sacrificio en guerra con la pasión y resurrección de Cristo. El cristianismo como devoción popular o, dicho de otro modo, como fe fuera de los confines de la religión organizada proporcionó el terreno más sólido para confrontar y trascender la experiencia de guerra, de manera mucho más relevante que la llamada teología de guerra que se predicaba en la retaguardia y en el frente. Los soldados parecían tener una opinión bastante mala del clero, de manera que fue un cristianismo no clerical ni institucional —un culto popular enraizado en la tradición cristiana— el que triunfó bajo aquellas condiciones extremas, proporcionando esperanza en el sufrimiento.

14 Citado en Winter (1986: 295). 15 Lurz (1985: vol. 3, 89).

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Si las guerras de liberación se habían comparado con una nueva Pascua, ahora, en 1914, Walter Flex comparaba la Guerra Mundial con la última cena. Cristo se revela en la guerra, que no es sino su estrategia para iluminar el mundo. La muerte sacrificial de nuestros mejores, continua Flex, es solo una repetición de la Pasión de Cristo que conduce a la Resurrección: «En la noche de Navidad los muertos hablan con voz humana».16 Aquí, los pasos de la Pasión de Cristo sirven para jalonar la experiencia de guerra moderna. La referencia a la noche de Navidad es significativa, pues durante la Primera Guerra Mundial las «Navidades de guerra» adquirieron una importancia muy especial. Se suponía que esta fiesta tenía que recordar al hogar y a la familia, en un momento de normalidad en las trincheras en el que se abrían los paquetes recibidos y se intentaba crear un ambiente festivo. Los caídos, sin embargo, estaban presentes también, recordados en discursos y pensamientos; de hecho, las «Navidades de guerra» eran un recordatorio del hogar, una pausa en medio de la guerra, y también un memorial por los caídos.17 Walter Flex en sus Weihnachtsmärchen (Cuento de Navidad), que leyó a los soldados de su regimiento en el frente la Nochebuena de 1914, habla de una viuda de guerra que por desesperación decide acabar con su vida y la de su hijo ahogándose.18 Un encuentro con los fantasmas de los soldados caídos les devuelve la vida. La resurrección personal prefigura la misión más amplia de los caídos, que son los que han de redimir la nación. Flex igualó a los soldados muertos con los ángeles que traían la nueva del nacimiento de Cristo a los pastores.19 La conexión íntima entre los caídos y Jesucristo está también plasmada en la iconografía de la guerra. Desde Alemania a Polonia, tarjetas postales representaban a Cristo o un ángel descendiendo sobre un soldado muerto (imagen 6). El diseño de los cementerios bélicos de la mayoría de países simbolizaba esta relación, tal y como se ve en la pintura mural La apoteosis de los caídos, localizada en el patio de honor del cementerio militar italiano en Redipuglia, y que muestra a un

16 Flex (s. f. b: 15, 43). 17 Dryander (1914: 21); Die Feldgrauen, Kriegszeitschrift aus dem Schützengraben (febrero de 1916, 30-31). 18 «Vorwort», en Flex (s. f. c). 19 Flex (s. f. b: 15).

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6. Cristo ante la tumba de un soldado caído. Postal oficial de la Asociación de Enfermeras Voluntarias de Baviera durante la guerra. Obsérvense los cascos franceses y alemanes sobre las diferenciadas tumbas, cuyo estilo permite datar la postal al comienzo de la guerra.

soldado caído literalmente durmiendo en el regazo de Cristo (véase imagen 1). A través de sus caídos, la nación se asociaba a la Pasión de Cristo, y a veces la historia de la vida de Cristo se proyectaba sobre la nación. Para Ludwig Ganghofer, un escritor popular de avanzada edad que visitó el frente, Alemania simbolizaba los tres Reyes Magos guiados por la estrella de Belén.20 Así, el país se transformaba en el instrumento divino para la salvación del mundo, y no era el único en utilizar tal imaginería. Henri Massis igualmente creía que su Francia devastada por la guerra repetía el sufrimiento de Cristo y su redención.21 El sufrimiento purifica. Ese era el mensaje de las trincheras, como por ejemplo el famoso poeta de guerra Heinrich Lersch dio a entender en su Madre de Dios en las trincheras: los que en ellas estaban conocían el espíritu de sacrificio que había demostrado Jesucristo, y por eso eran incapaces de mentir, e ignoraban el odio o la envidia.22 En este contexto, las Navidades tomaban un significado adicional cuando el espíritu cristiano descendía a

20 Ganghofer (1915: 74). 21 Schinz (1920: 265). 22 Scherrer (1944/1945: 599).

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los refugios para curar y purificar. Era un momento de quietud en medio del estruendo de la guerra, un instante en el que el corazón podía llenarse de amor y pensamientos de paz. Este es el tema no solo de muchos poemas escritos para la ocasión, sino también de postales en las que, por ejemplo, un soldado en un refugio aparece sentado junto a un árbol de Navidad, leyendo cartas de su hogar. Ninguna escena así podría haber ocurrido realmente en las trincheras, esto era parte del enmascaramiento de la guerra. A decir verdad, en la mayoría de las poesías e historias de Navidad, el horror de la guerra no se ignoraba, sino que se reconciliaba con el espíritu cristiano. Se purificaba y se daba descanso al soldado solamente para que pudiera cumplir mejor con su misión guerrera. Solo una vez se hizo realidad el tradicional espíritu navideño en medio del fragor de la guerra: en la Nochebuena de 1914, cuando soldados alemanes, franceses y británicos salieron de sus trincheras para fraternizar en la tierra de nadie. Inmediatamente, cada nación promulgó estrictas normas para impedir que aquello volviera a suceder, mientras todo el sistema de justicia militar se puso en funcionamiento. Este régimen que pretendía mantener combatiendo a los soldados de todas las naciones, o más bien forzarlos a combatir, tuvo éxito, y el encuentro fraternal de las primeras Navidades nunca se volvió a repetir. La gran lección que se extraería de la Navidad era el sufrimiento, que se suponía que endurecía a los hombres. Normalmente, los relatos sobre la «Navidad de guerra» hablan del espíritu de paz que invadió las trincheras y de los discursos que los oficiales daban asegurando que la paz solo podría venir con la victoria. Quizá, lo que mejor resume la cooptación del espíritu navideño por la guerra es un pequeño panfleto publicado en la Navidad de 1915 para edificación de los soldados. Se necesita una Alemania fuerte —leemos— para crear un mundo purificado: «Nuestras vidas tienen que revestirse de armaduras».23 La «Navidad de guerra», por tanto, jugó un papel importante durante el conflicto. El espíritu navideño, cooptado por los vivos para lanzarse a la batalla, también serviría para recordar a los caídos según un canon cristiano que no hablaba de paz eterna, sino de gozosos sacrificios. Se conocen

23 Kriegs-Weihnachten 1915. Waldorf Astoria Heftchen (Stuttgart, 1915: 12).

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bien los sermones de guerra del clero alemán, con sus justificaciones morales de la carnicería. En ellos, la Navidad servía para subrayar el ciclo de muerte y resurrección, de sufrimiento y redención, que justificaba la agresión y la guerra. Lo que se ha llamado teología de guerra —esencialmente consistente en la idea de que quienquiera que fuese leal a su familia y su patria, y sirviese a su monarca terrenal, también servía a Dios y a Cristo— se asumió entonces como si fuese algo tradicional.24 No obstante, las expresiones bélicas de devoción popular, no controladas por las iglesias establecidas, estaban destinadas a tener mucho más impacto, penetrando hasta la médula en las creencias cristianas. Estas se integraron asimismo en el mito de la experiencia de guerra, ya que eran sumamente útiles para mantener viva una memoria esplendorosa y para incitar a la juventud posbélica a que buscara la misma gloria. Con todo, la función más importante de la devoción popular durante y después de la guerra fue ayudar a superar el miedo a morir y a la muerte. La expectativa de una vida eterna y llena de significado —la continuación de una misión patriótica— parecía no solo trascender la muerte en sí, sino también inspirar la vida después de la muerte. Ciertamente, tal ideal no podría haber impresionado mucho a los soldados que experimentaron la realidad de la guerra (aunque pudiese haber reconfortado a algunos); su verdadera importancia emergió solamente tras la guerra, cuando sirvió para superar la sensación de pérdida que sintieron muchos excombatientes por sus camaradas caídos, mientras los motivaba para moldear una nueva solidaridad. Aunque durante la guerra hubo mucho debate sobre cómo honrar a los muertos, el culto fúnebre a los caídos con sus memoriales y cementerios no terminaría de tomar forma hasta tiempo después. Fue justo tras el colapso alemán cuando los muertos retornaron a la vida, y se empezó a explotar la función regenerativa del mito. Así, un Tributo al Ejército y la Armada (1920) afirmaba que los caídos no descansaban; pululaban por el país, con sus pálidos rostros de muerte tan impertérritos como en el momento en que dieron sus vidas por la patria. Porque «luchar, morir y resucitar» es la esencia de su ser, los caídos retornaban para rejuvenecer el Volk,

24 Hammer (1971: 167).

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para restaurarlo tras regresar de las tinieblas.25 De estos temas hizo amplio uso la derecha política alemana, aunque la República de Weimar en su conjunto también los utilizó. La guía oficial republicana para los memoriales de guerra alemanes mencionaba que los caídos se habían levantado de sus tumbas y visitado a los ciudadanos en mitad de la noche para exhortarlos a resucitar la patria.26 Conocidas historias de fantasmas se revestían de temas cristianos de resurrección para explicarse la finalidad de la muerte en batalla y dar esperanza a la nación derrotada. Las publicaciones oficiales y las conmemoraciones insistieron en esta idea del retorno de los caídos de una manera en la que estaban de acuerdo tanto la Alemania de Weimar como sus enemigos derechistas. Un ejemplo más, de los días dorados de la República, sirve para ilustrarlo: en una celebración local del Volkstrauertag (Día de la Memoria) en 1926 se representó una obra en la que un hombre se enreda en una red de ambición, deslealtad y odio hasta que es redimido por un soldado caído que se levanta de su tumba.27 Tales ceremonias a menudo se acompañaban del llamamiento de Walter Flex a despertar a los muertos para que pudieran redimir a la Alemania viviente. Pero el historiador liberal Hermann Oncken fue quien mejor resumió el significado de la proyección de la muerte y resurrección de Cristo sobre la nación: tenemos que recordar por un lado el pasado alemán —escribió— y por otro mirar al futuro nacional. Quienes encuentren dificultades en mirar atrás y adelante al mismo tiempo deberían simplemente pedir consejo a «los muertos de 1914-18 que flotan como un inmenso ejército de fantasmas entre la vieja y la nueva Alemania, entre nuestro pasado y nuestro futuro».28 Los caídos podían utilizarse también para otros fines al margen de la resurrección de la patria: sobre los mártires se proyectaba todo tipo de deseos, como demuestran los soldados caídos de Walter Flex que salvan de ahogarse a una madre y su hijo. Un libro memorial de los bomberos de Westfalia, por ejemplo, hacía un llamamiento a los caídos para que restaurasen la indivi-

25 26 27 28

Ehrendenkmal der deutschen Armee und Marine (1926: 654). Deutscher Ehrenhain für die Helden 1914-1918 (1931: passim). Elster (1926: 13). Oncken (1935: 11).

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dualidad frente a la sociedad de masas.29 No obstante, solicitudes tan especializadas no eran la norma. Los caídos no cumplían su misión como individuos, sino como comunidad de camaradas; si algún esfuerzo se hizo por mantener la identidad personal en los diseños de las tumbas en cementerios militares, no fue para preservar el individualismo, sino para satisfacer a los familiares cercanos. «Nunca durante la rutina diaria en tiempos de paz [señala otro libro memorial] el hombre conoce el significado de darlo todo por la comunidad. Esta guerra nos lo ha enseñado».30 Los caídos se convirtieron así en parte integral de la camaradería de los vivos; rejuvenecieron a la nación junto a aquellos que mejor podían colaborar en ese formidable cometido, aquellos que habían luchado en el frente y sobrevivido a la guerra. Los caídos, pues, fueron una parte vital de esa cadena existencial que, de acuerdo con Tito Livio y sucesivos sabios, se extendía desde los cielos hasta la tierra; una cadena dorada que se decía ahora que unía el paraíso, los vivos y los muertos en una única hermandad germánica: no sorprende que los caídos fuesen representados tan a menudo como grupo, ni que las sencillas filas pétreas en los cementerios militares enfatizaran la homogeneidad de la experiencia bélica. Por mucho que algunos muertos de guerra fuesen enterrados en cementerios civiles, sus tumbas se mantuvieron separadas por medio de vallas o muros. Ernst Jünger, como hemos mencionado, reescribió su famoso diario de guerra Tormentas de acero para transformar una experiencia personal en una vivencia colectiva y compartida entre camaradas.31 Esta comunidad era la célula de la cual surgiría una nueva y mejor Alemania. La fe en Alemania unía a los caídos y a los vivos. El rol atribuido a los caídos transformados en héroes alemanes adquirió un valor simbólico fundamental. Pero el símbolo de los caídos habría tenido mucho menos impacto si no hubiese sido por los espacios públicos y memoriales que dieron testimonio de sus gestas y su legado. Los caídos estaban hechos para servir a un propósito que adquirió pleno sentido cuando sus lugares de descanso se erigieron en altares del culto nacional, y

29 Westfälischer Feuerwehrverband… (s. f.: 97). 30 Heldenkränze, Gedächtnisbuch für die Gefallenen (1915: 8). 31 Véase el capítulo 2.

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cuando los monumentos construidos en su honor se convirtieron en el centro de atención del público. De esta manera se transformó a los caídos en símbolos que la gente podía ver y tocar, y que insuflaron vida a su culto.

II El cementerio de guerra era clave en el culto al soldado caído. Como ya vimos, en la primera mitad del siglo xix se desarrolló un nuevo tipo de cementerio ajardinado, muy diferente de los viejos camposantos adyacentes a las iglesias y de las viejas necrópolis encorsetadas en medio de ciudades. La vida armoniosa que hombres y mujeres supuestamente llevaban en la tierra debía continuar en la muerte, pues esta ya no se concebía como la llegada del sombrío segador con su guadaña, sino como un tranquilo sueño en la naturaleza. Los nuevos cementerios se diseñaron como iglesias panteísticas dadas a la contemplación de la virtud, en las que la muerte se enmascaraba subordinando su dura realidad a un propósito predominante: que su contemplación evocase en el visitante una vida honesta y moral. Esta nueva tendencia hizo posible la consagración de los cementerios militares como santuarios de culto nacional. Pero todavía había mucho por hacer, pues las tumbas aún no eran uniformes, los enterramientos a perpetuidad todavía eran lujo de ricos y, lo más importante de todo, no se sepultaba separadamente a los caídos de las guerras nacionales, si es que llegaban a ser enterrados. Además, aquellos cementerios no contenían símbolos nacionales, porque el tema de la regeneración personal todavía no se había subordinado al del renacimiento de la nación. El rey Jorge V de Inglaterra tenía razón cuando en una visita en 1922 a las tumbas de guerra británicas en Francia señaló que «nunca antes en la historia de un pueblo se habían dedicado y mantenido memoriales individuales a los caídos».32 Los cementerios militares europeos eran esencialmente el resultado de un número de muertes sin precedentes hasta la Primera Guerra Mundial. Las bajas masivas y la duración de la guerra hicieron necesario enterrar a los caídos donde sus tumbas pudieran ser después mantenidas satis-

32 Puaux (1922: 19).

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7. Massengräber bei Bruderdorf Nr. 5 und 6, 18.-20, August 1914. Postal que muestra uno de los primeros cementerios militares. La fosa común de setenta y ocho soldados franceses está cercada y su único oficial está enterrado separadamente.

factoriamente. Desde el comienzo de la guerra, se constituyeron unidades encargadas de registrar enterramientos individuales y nombres de víctimas cuyas listas debían mantenerse en el mejor orden posible. Francia aprobó una ley para crear cementerios militares ya en 1914, y a la altura de diciembre de 1915 recolectó a sus caídos de todos los campos de batalla para su reenterramiento (imagen 7).33 Pronto siguió Inglaterra, innovando en la arquitectura funeraria. En cuanto a Alemania, unidades específicas en los cuarteles generales de las divisiones y los llamados «oficiales de enterramientos» (Gräberoffiziere) se encargaron de cuidar las sepulturas individuales, consolidando incluso algunas de ellas. El 23 de septiembre de 1915, el Ministerio de la Guerra alemán publicó un reglamento para el cuidado permanente de las tumbas de guerra, que ahora, desperdigadas, iban a ser consolidadas en forma de cementerios, sobre cuyo diseño también se reflexionaba.34 En los ejércitos de todas las naciones aparecieron nuevas unidades exclusivamente dedicadas a los caídos; un punto de partida institucional que demostraba una nueva preocupación por el lugar de descanso de los muertos. No obstante, la existencia de estas entidades no derivó inmediatamente en la separación de los cementerios civiles y militares. Diseñar estos últimos de una manera simbólica para promover el

33 Hüppi (1968: 431). 34 Lurz (1985: vol. 3, 111).

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mito de que los muertos todavía permanecían junto a nosotros fue una cuestión debatida durante la guerra, pero normalmente tales cementerios no se crearon hasta el fin del conflicto. Todas las beligerantes fundaron organizaciones que se hicieron cargo del diseño y mantenimiento de los cementerios militares. Las naciones que habían vencido en la guerra lo hicieron a través de sus Gobiernos y, de este modo, la Comisión Británica para las Tumbas de Guerra, fundada en 1917, asumió en solitario su planificación y cuidado. La Commonwealth estuvo también representada en la Comisión, que siguiendo la tradición británica operó como organismo autónomo del Gobierno bajo decreto real.35 Francia, que se mantenía dentro de su costumbre centralizadora, concentró todos los asuntos concernientes a cementerios militares bajo la Secretaría de Estado para los Excombatientes y Víctimas de Guerra.36 Por su parte, las naciones derrotadas no contaban con el dinero para preservar las tumbas de guerra, así que tanto en Alemania como en Austria fueron asociaciones privadas las que asumieron esa labor: la Cruz Negra en Austria y el Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge en Alemania. Este último se fundó en 1919 y pronto reclamó el control sobre toda actividad asociada al recuerdo de los caídos. Así, pudo introducir un día de duelo, el Volkstrauertag que hemos mencionado, que la República adoptó oficialmente en 1925. La custodia de las tumbas de guerra, sin embargo, quedaba reducida por el enorme número de caídos que descansaban en territorio extranjero, y porque el Tratado de Versalles impuso que cada nación tenía el deber de cuidar de los muertos del enemigo enterrados en su territorio, mientras que el derecho a diseñar estos cementerios se atribuía a la nación de la que provenían los caídos. De hecho, los cementerios de guerra alemanes en Francia, correspondientes a la Primera y a la Segunda Guerra Mundial, no pasaron a control germano hasta 1966, cuando esta provisión del Tratado de Versalles dejó de estar en vigor.37 Los cementerios militares de todas las naciones eran similares, dondequiera que se localizaran, pero como Inglaterra fue innovadora en su crea-

35 Ware (1937: 11). 36 Prost (1984: vol. 1, 199). 37 Kriegsgräberfürsorge (Heft 3, 1980: vol. 56, 18).

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ción, es necesario detenerse primero en sus bien documentados y pormenorizados diseños antes de regresar al caso alemán. Los cementerios ingleses gravitaban en torno a la Cruz del Sacrificio y al monolito que se erigía en recuerdo a los caídos (imagen 8). Al primero de estos elementos, en palabras de Rudyard Kipling, se adhería en su superficie «una fuerte espada amenazante», cuyo simbolismo, según admitió la propia Comisión, era algo vago, pues podía significar sacrificio en guerra o simplemente esperanza de resurrección.38 Este tipo de cruz no debería compararse, en cualquier caso, con las desnudas cruces que se encuentran en los cementerios militares franceses, sino con las típicas de los camposantos rurales ingleses, o bien con las célticas.39 Por su parte, el Monolito del Recuerdo solía ser pesado y sólido, en forma de altar, con las palabras inscritas que Kipling (que había perdido a su único hijo en la guerra y era miembro de la Comisión) había propuesto: «Sus nombres vivirán para siempre». Se toleraba una variante: en algunos cementerios, el Monolito del Recuerdo se sustituyó con una Capilla de la Resurrección, que normalmente contenía un libro con los nombres de todos los inhumados del recinto. El Monolito del Recuerdo y la Cruz del Sacrificio proyectaban un simbolismo cristiano que dominaba el cementerio, aunque originalmente el arquitecto sir Edwin Lutyens había concebido el monolito como un símbolo panteístico no cristiano.40 Aun así, a veces se hacía mención del Monolito del Recuerdo simplemente como el «altar», atribuyéndosele la misma significación religiosa que poseía la Cruz del Sacrificio. El diseño básico del cementerio de guerra inglés concretizó el vínculo existente entre los caídos, por un lado, y el sacrificio y la esperanza de resurrección cristianos por otro. Las tumbas eran uniformes, al igual que las piedras sepulcrales, aunque tras muchas protestas se permitió grabar una inscripción, elegida por la familia, debajo de la insignia del regimiento y del nombre del soldado que figuraba en la cruz. Para fabricar estas, se utilizaban materiales locales. Y, siempre que fuese posible, flores y arbustos característicos de Inglaterra se sumaban al paisaje, pues como escribió un consejero de la Comisión: «Habría que hablar largo y tendido de la intro-

38 The Fifth Annual Report of the Imperial War Graves Commission (1925: 2-3). 39 Kenyon (1918: 11). 40 Homberger (1976: 1430).

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8. Cementerio militar británico en Vlamertinghe. El Monolito del Recuerdo y la Cruz del Sacrificio están en el centro. Obsérvese la espada dentro de la cruz. Todos los cementerios militares británicos siguen este diseño.

ducción ocasional del tejo inglés (donde lo permita el terreno), dada su asociación con los camposantos de nuestro país»;41 una referencia a los tradicionales cementerios de las iglesias rurales que no era casual, porque aludía a la Gran Bretaña preindustrial como un ideal que garantizaba la inmutabilidad. La nación se había presentado siempre como atemporal, no sujeta al cambio, y su vínculo con la naturaleza lo demostraba.42 Símbolos cristianos y naturaleza pastoral dominaron los cementerios militares de todas las naciones, junto a la uniformidad de las tumbas que era reminiscente de la camaradería bélica. El diseño básico de los cementerios militares alemanes difería en algunos aspectos del de los países exenemigos. También se usaron la cruz y el monolito, pero sin situarlos como en Inglaterra invariablemente en el centro o en un extremo del cementerio, sino de maneras diferentes en varios casos. La actitud hacia la naturaleza era parecida, como también la uniformidad de las sepulturas, que a veces se tildaron de prusianas en su simplicidad. Es cierto que no se permitieron inscripciones individuales. Aquí,

41 Kenyon (1918: 13). 42 Véase Mosse (1989).

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normalmente, lápidas sustituyeron las cruces de hierro o piedra, y las cruces que se utilizaron tomaron la forma de la Cruz de Hierro, procedente de las guerras de liberación y todavía considerada la más alta condecoración militar alemana. Los cementerios de guerra alemanes tenían que proyectar un tono simple y ascético. De hecho, las comunidades locales, antes que las familias de los caídos, pagaron a menudo las tumbas para asegurarse de que se preservaban la simplicidad y el orden,43 citando los monumentos que se habían erigido tras la guerra franco-prusiana como malos ejemplos de excesiva ornamentación y pomposidad.44 La reacción contra tales monumentos derivó en una mayor severidad en el diseño de los cementerios militares alemanes. Su simbolismo tenía un énfasis diferente al de los ingleses y otros cementerios militares, aunque todos representasen la camaradería bélica. En Alemania predominaba una absoluta uniformidad, y normas estrictas a este respecto se establecieron desde el principio. Plantar flores entre las tumbas o dentro del cementerio estaba prohibido; en su lugar se cultivaba césped. La razón era el alto coste de plantar y mantener flores, así como la pretensión de diferenciar significativamente los cementerios de guerra alemanes de los de otras naciones. Un miembro de la Asociación de Arquitectura Paisajística escribió en la revista del Volksbund que, a diferencia de los ingleses o franceses, los alemanes no disfrazaban la muerte trágica y heroica de los caídos plantando coloridas flores. Por el contrario, se enfrentaban a la realidad: afirmar lo trágico era un signo de cultura, mientras que ignorarlo era propio de la mera civilización.45 Semejante uso de la distinción entre cultura y civilización, popularizado por Oswald Spengler,46 muestra hasta qué punto los muertos de guerra llegaron a simbolizar el nacionalismo. El desasosiego hacia las tumbas individualmente identificables era plenamente compartido por Robert Tischler, que se convirtió en el arquitecto jefe del Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge en 1926. Tischler prefería monumentos centralizados y enterramientos masivos que no dejaran duda de que los muertos de guerra no eran solo camaradas, sino, ante

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Lurz (1985: vol. 3, 39). Lurz (1985: vol. 3, 19). Hallbaum (1932: 147). Véase Mosse (1987: 34-60).

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9. Un Totenburg, fortaleza de los muertos. El cementerio de guerra alemán en El Alamein, diseñado y construido por Robert Tischler (1956-1959). Estas fortalezas eran los cementerios militares preferidos por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Fotografía de David Berkoff.

todo, miembros de una nación más que individuos. A veces se empleaba un grupo de enormes cruces para simbolizar a los caídos, mientras sus nombres individuales se inscribían en un pilar o muro memorial separado. Sus lugares de entierro preferidos, sin embargo, eran los llamados Totenburgen,47 las fortalezas de los muertos. Antes de la Segunda Guerra Mundial se construyó una docena de ellos, y se convirtieron en el lugar favorito de Hitler para enterrar a los caídos. Emplazados de manera que fuesen visibles desde lejos, parecían grandes fortines: gruesos muros rodeaban un espacio abierto con una roca o altar patriótico en el medio, y los nombres de los muertos se inscribían en placas amarradas a los muros. Los soldados caídos se enterraban en una tumba colectiva en una cripta por debajo del altar. Tischler construyó una variante de este modelo, muy moderada, como capilla central del cementerio militar de Langemarck. Los diseños del Volksbund reflejaban simpatías derechistas. El Totenburg mostraba claramente el dominio de la nación sobre el individuo. El

47 Lurz (1983: 66, 67).

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agresivo diseño germánico evocaba los Trutzburgen medievales: fortalezas dedicadas a hacer de refugio y de punto de lanzamiento de ataques contra el enemigo. El último Totenburg se completó tras la Segunda Guerra Mundial en El Alamein, África del Norte, en 1959 (imagen 9). Situar los cementerios de guerra y memoriales alemanes en su entorno natural también jugó un rol importante durante su construcción. Todas las naciones hicieron uso del paisaje nativo para autorepresentarse, pero la naturaleza fue especialmente importante en la definición del nacionalismo alemán. Ya vimos, por ejemplo, cómo el movimiento juvenil alemán intentó encontrar la «verdadera Alemania» en el paisaje del país. Movimientos de retorno a la naturaleza se dieron en todas las naciones occidentales a fin de siglo, pero en Alemania estaban politizados y normalmente vinculados a los ideales nacionalistas. Este himno a la naturaleza dejó su impronta en la arquitectura funeraria militar. «Tales cementerios tienen que dar la impresión de ser parte del paisaje, colocados en el seno de la eterna madre natura, guiados por su bondad».48 Se llegaría a abogar por el uso exclusivo de materiales naturales y a marginar los estilos modernos por considerarse meramente transitorios. El supuestamente eterno ideal paisajístico alemán era un antídoto frente al miedo al cambio histórico: apenas importaba la derrota en la guerra si se estaba de frente a los poderes rejuvenecedores de la naturaleza. Raramente se encuentran diseños específicamente alemanes, como un Sigfrido moribundo, en los cementerios de la Primera Guerra Mundial: supuestamente la naturaleza en sí misma proporcionaba el necesario toque de germanidad. La adoración de la naturaleza fue la clave en una forma específica de conmemorar a los caídos que se creó en Alemania: el Heldenhaine. Diferentes de otro tipo de memoriales bélicos erigidos tras la guerra, estos «bosques de héroes», cercados para separarse del entorno, eran sucedáneos de cementerios militares (sin ninguna tumba). Un Heldenhain era un espacio particular dentro de la naturaleza, diseñado específicamente para el culto a los caídos, con árboles que tomaban el lugar que normalmente hubieran ocupado las tumbas. La creación de bosques de héroes se propuso por primera vez en 1914, obteniendo la aprobación del Ministerio del Interior al año

48 Deutsche Bau-Zeitung (1928: vol. 63, 112).

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siguiente. El mariscal de campo Von Hindenburg dio su apoyo y alabó el concepto, pues el «árbol alemán, nudoso y con sólidas raíces [era] símbolo de fuerza individual y colectiva».49 La mismísima naturaleza iba a servir como memorial viviente: los bosques alemanes eran un contexto adecuado para el culto a los caídos. Willy Lange, el arquitecto paisajista que primero sugirió la idea de los bosques de héroes, propuso que se plantase un roble por cada soldado caído. El roble, cuya fuerza simbólica se había invocado ya durante las guerras de liberación, era considerado el «árbol alemán» por excelencia; «robles imperiales» se habían plantado por toda la nación tras 1894, en acción de gracias por la victoria sobre Francia que había llevado a la unificación de Alemania. Lange también propuso que se plantase un tilo en medio del bosque para simbolizar la presencia del emperador.50 El movimiento de los cementerios-parques en los Estados Unidos, que ya hemos comentado, había desembarcado en Alemania a la altura de la década de 1870, influyendo en los diseños de algunos cementerios importantes.51 El cementerio Waldfriedhof de Hans Grässel en Múnich proporcionó un ejemplo particularmente importante de uso de la naturaleza para dar una imagen positiva de la muerte. Grässel consideraba que los prístinos entornos naturales debían ser parte de la apacible apariencia del cementerio. «La belleza es orden», escribió y, en efecto, belleza y orden utilizó en su cementerio para enmascarar la muerte.52 El Waldfriedhof también funcionó como un cementerio de guerra, en el cual la ciudad de Múnich inhumó en terreno separado soldados que habían fallecido en los hospitales locales.53 De la misma manera, la ciudad de Stuttgart utilizó su propio Waldfriedhof, finalizado al estallar la guerra, para enterrar aquellos que habían fenecido en sus hospitales, o también aquellos cadáveres directamente enviados desde el frente (durante el tiempo en que esta práctica estuvo permitida).54 Pero la función del Waldfriedhof como cementerio militar no tuvo mucha importancia; lo que importó fue su ejemplo para el uso de la naturaleza en los cementerios militares y especialmente en los Heldenhaine.

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Ankenbrand (1918: 28); Lange (1915: 109); Lurz (1985: vol. 3, 100 y 101). Lurz (1985: vol. 3, 99). Véase Waldkirch (1923: 9-11). Citado en Strobel (1920: 159). Linhof (1918-1919: 218). Ehrenbuch der Gefallenen Stuttgarts 1914-1918 (1925: ix).

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En estos, la naturaleza cumplía sus ciclos, y los caídos representaban la primavera que siempre llegaba tras el invierno. Además, como la guerra había puesto de relieve aquellas «fuerzas elementales» que caracterizaban al hombre natural frente a la civilización artificial (como por ejemplo pensaba Ernst Jünger), la naturaleza inmaculada resultaba la mejor analogía del hombre de las trincheras. Así, los Heldenhaine contribuyeron con simbolismo nacional al romanticismo de sus predecesores. Se crearon muchos Heldenhaine, donde a veces cada caído contaba con su propio árbol.55 Y estos normalmente formaban un semicírculo en cuyo centro había un «roble de la paz» o un sencillo monumento de recordatorio. El tilo que simbolizaba al emperador nunca gozó de mucha popularidad, y menos después de que la República lo destinara a la obsolescencia. En su lugar, una roca o un peñasco resultaban especialmente aptos para los monumentos, particularmente de guerra, pues destacaban como símbolos del poder primigenio (Urkraft). «Enormes rocas simbolizan el destino de Alemania».56 Esto nos recuerda al británico Monolito del Recuerdo, excepto en que aquí la piedra no tomaba la forma de altar, sino que conservaba sus contornos naturales. El uso de grandes rocas tanto en Inglaterra como Alemania subrayaba la sólida fuerza de la nación, y enfatizaba lo genuino frente a la modernidad. Así, una arboleda que se propuso que tomase el nombre de Walter Flex en su honor, cerca de la ciudad de Eisenach, en una isla frente al Wartburg, contenía uno de estos peñascos.57 En el interior de algunos Heldenhaine se colocaba una cruz en el centro y una roca en un extremo, fundiendo así lo cristiano y lo germánico, lo cual acercaba estos bosques de héroes al modelo inglés de cementerio, a pesar de las diferencias. Es muy significativo que cuando la República de Weimar empezó a planificar un memorial de guerra nacional, este se proyectase también en forma de bosque de héroes. Algunos de los diseños propuestos preveían construir un estadio para la confluencia de peregrinos, que conectaba con la llamada «plaza del recuerdo» a través de una «vía santa». Los diferentes

55 Por ejemplo, veáse Deutsche Bau-Zeitung (1919: vol. 53, 330). 56 Citado en Das deutsche Grabmal (diciembre de 1925: s. p). 57 Das deutsche Grabmal (agosto de 1925: s. p).

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lugares que se propusieron habían sido sitios tradicionales de culto germánico, en los cuales se podían encontrar grandes rocas y robles nudosos de esos que tanto gustaban a Hindenburg. En muchos de estos proyectos se incluían símbolos naturales, cristianos y germánicos: la plaza del recuerdo podría contener una cruz, un roble de la paz, o un gran bloque de piedra. Pero, claramente, a diferencia de los cementerios ingleses, símbolos no cristianos dominaban los Heldenhaine. Al final, no se construyó ningún monumento nacional de ese tipo, pues intereses locales rivales impidieron a los débiles Gobiernos de Weimar designar un lugar definitivo.58 Los bosques de héroes no eran exclusivamente alemanes. Por ejemplo, el Ayuntamiento de Viena planeó en 1916 la construcción de uno, y lo mismo hicieron otros municipios austriacos.59 En Francia, Eduard Herriot propuso los jardins funèbres,60 y algunas respuestas dadas a una encuesta sobre cómo Francia debería honrar a sus muertos sugirieron usar árboles como símbolo para ese propósito. Al fin y al cabo, Francia también tenía sus jardines y bosques sagrados, que podían ser ejemplo de cómo utilizar árboles para honrar a los muertos de guerra.61 Los parques del recuerdo eran especialmente notorios en Italia como memorial a los caídos, más incluso que los auténticos lugares de enterramiento.62 No obstante, este tipo de escenarios fueron verdaderamente populares solo en Alemania e Italia y nunca fueron una alternativa seria en ningún otro país. Pero ya se pusiese énfasis en lo cristiano, como en Inglaterra, o bien en la naturaleza, el mensaje era idéntico: que los muertos se levantarían de nuevo para inspirar a los vivos, y que la nación por la que sacrificaron sus vidas era fuerte e inmutable. La nación se autorrepresentó a través de símbolos preindustriales para afirmar su inmutabilidad. No en vano, el peligro que los arquitectos evocaron más a menudo era el de realizar una producción masiva de memoria-

58 Deutsche Bau-Zeitung (1919: vol. 53, 330). 59 Lurz (1985: vol. 3, 106). 60 Estos, no obstante, se situarían en el centro de la ciudad y contendrían flores y viejos árboles (Ajalbert, 1916: 50-51). 61 Respuesta de Gustave Gasser, en «Le Monument aux Morts. Sur l’Enquête concernant l’Hommage aux Héros de la Guerre», Études (julio-agosto-septiembre 1917: 50-51). 62 Monteleone y Sarasini (1986: 644).

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les a los caídos; un miedo que no estaba injustificado, al menos en Alemania, ya que la invención de la galvanoplastia y su perfeccionamiento a mediados del siglo xix había hecho posible la producción en serie de monumentos, estatuas y decoraciones funerarias a partir de un modelo plástico, y era lógico que los cientos de miles de lápidas o cruces que se necesitaban para los cementerios pudieran ser fabricadas antes que hechas a mano. Así, la estatua de Cristo de Berthel Thorwaldsen fue replicada en muy diferentes cementerios, al igual que una serie de ángeles idénticos manufacturados en la misma fábrica.63 Los cementerios intentaban reducir el número de monumentos producidos en masa, de la misma manera que rechazaron usar piedra artificial en vez de la trabajada por el tallador.64 Las polémicas en torno a la producción masiva nunca cesaron, pues esta se veía como la negación de la justa reverencia a la muerte del individuo. La lucha contra la producción en masa era parte de un conflicto recurrente entre lo sagrado y lo profano. En tanto en cuanto el culto a los caídos obviamente pertenecía al reino de lo sacro, debía ser protegido de los procesos de trivialización que se apropiaron con éxito muchos de los artefactos y símbolos bélicos.65 Los muertos de guerra eran objeto de culto, de una religión cívica, excepcional por naturaleza. El simbolismo preindustrial de la nación se amoldó también a estas nuevas prácticas. Las numerosas organizaciones nacionalistas en Alemania, que se opusieron firmemente a la producción masiva de Cruces de Hierro y lápidas, mantenían la opinión de que personalidades artísticas y artesanos eran quienes debían crear las tumbas de los soldados,66 identificando así el espíritu alemán con la sociedad preindustrial. Así, la sociedad silesia para la preservación del territorio (Heimatschutz) advirtió en 1915 que una fábrica en Aachen estaba produciendo grandes Cruces de Hierro y losas mortuorias. El culto a los caídos era el enemigo de la supuestamente desalmada modernidad; el artesano y su oficio, como la naturaleza virgen, simbolizaban la inmutabilidad de la nación. Los franceses, según nos cuenta un libro sobre los memoriales de guerra alemanes, emplazaban sus memoriales en el

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Lurz (1986: 33, 34). Lurz (1986: 38). Véase capítulo 8. Deutsche Bau-Zeitung (1915: vol. 49; 192, 448).

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centro de bulliciosas ciudades, mientras que los germanos preferían impolutos entornos silvestres.67 Los cementerios militares se diseñaban para impartir una verdadera espiritualidad germánica a través de la contemplación de las tumbas de los caídos. Hasta qué punto se había desarrollado el culto a los caídos durante la Primera Guerra Mundial, como algo opuesto al anterior tratamiento bastante informal de los muertos de guerra, puede apreciarse de manera espectacular examinando lo que ocurrió con aquellas cruces retiradas de las tumbas individuales en el campo de batalla tras la guerra, cuando los muertos fueron exhumados y reunidos en cementerios militares. Las pruebas aquí provienen de Inglaterra y la Commonwealth, porque lo que sucedió con las cruces alemanas todavía está por elucidar. La Comisión británica para las tumbas de guerra permitió a las familias reclamar las cruces plantadas en las tumbas de sus muertos donde estos habían caído, aunque la demanda fue decepcionantemente pequeña.68 Aunque los costes del transporte no eran prohibitivos, ya que los pagaba el Estado, ¿qué iba a hacer una persona con semejante cruz? Las que no fueron reclamadas se enviaron a Inglaterra, donde, como por ejemplo en Canterbury, se trajeron a las iglesia parroquial y se colocaron junto al altar, mientras los parroquianos cantaban el himno luterano Por todos los santos que descansan de su trabajo. A continuación, se llevaron las cruces al camposanto de la iglesia, y se enterraron. Una ceremonia idéntica se llevó a cabo en la catedral de Liverpool,69 y sin duda en iglesias por todo el país. Las cruces a veces se incineraron fuera de la iglesia, en analogía con el fuego de Pascua, antes de enterrarlas, aunque algunas se colgaron en los muros o se colocaron en los porches.70 De este modo, las cruces de madera, a menudo improvisadas al calor de la batalla, con nombres a penas legibles, se convirtieron en objetos de culto

67 Seeger (1930: 30). 68 El plazo para pedir que las cruces se enviasen a casa fue octubre de 1922, y después los familiares debían hacerse cargo personalmente de recuperar las cruces. De cientos de miles de familiares, solamente 11 325 las solicitaron: Annual Report… (1923: 6, 7). 69 Kentish Gazette, 15 de noviembre de 1934, colección de recortes de prensa del Memorial de Guerra Australiano; fotografía de la ceremonia en Liverpool, Memorial de Guerra Australiano. 70 Todavía pueden verse las cruces en algún lugar, por ejemplo, en el memorial de guerra de Adelaide, en el sur de Australia.

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y fueron tratadas como reliquias sagradas. Cuando accidentalmente se quemaron algunas como basura, hubo un clamor de protesta en Inglaterra, ventilado por el Daily Sketch, diario que publicó una imagen que mostraba algunas cruces abandonadas encima de un montón de desperdicios.71 El culto a los caídos afectaba incluso a las señalizaciones temporales de sus tumbas. Y es que los lugares de descanso de los muertos de guerra se habían sacralizado, ahora distinguidos claramente de los cementerios civiles. Si los caídos de la guerra franco-prusiana de 1870 se habían enterrado todavía en el camposanto local —y a menudo en tumbas colectivas—, cerca de la batalla,72 sin hacer ningún esfuerzo por separar sus tumbas de los muertos locales a través de ningún tipo de cercado, ahora había muchísima preocupación para delimitar un recinto particular de muertos de guerra. Se debatió largo tiempo en Alemania la cuestión de si tendría que haber muros como en los monasterios, como en las antiguas iglesias rurales, o como en las propiedades agrícolas. Una publicación oficial del Ejército alemán apuntó que, aunque un sepulcro solitario en un bosque o campo pudiera suscitar sentimientos de reverencia, era vital delimitar claramente un espacio para las apretadas tumbas de los caídos.73 La separación propuesta por el famoso arquitecto Paul Bonatz entre cementerios militares y burgueses ponía en contraste lo sagrado de los primeros con la asentada vida diaria de los segundos.74 Con esto volvemos a la distinción entre lo sagrado y lo profano. La muerte de los caídos era bastante diferente a la del burgués, no solo por su significado e importancia, sino también por la manera de morir. La de los soldados en combate, muy romantizada, era preludio de su resurrección, pero la burguesa era privada antes que pública y carecía de todo significado nacional. Así, se decía que Johan Wolfgang Goethe había tenido una muerte burguesa ideal: «Mientras se recostaba confortablemente en su sillón, su espíritu se desvaneció, hacia mediodía, a la hora de su nacimiento».75 La defunción de los caídos conducía a su misión, mientras que el sueño eterno de Goethe era irrelevante para la fuerza y gloria nacionales.

71 Colección de recortes de prensa del Memorial de Guerra Australiano (Daily Sketch, 30 de noviembre de 1926). 72 Stieler (1895: 208-209). 73 Kriegsgräber im Felde und Daheim (1917: 21). 74 Deutsche Bau-Zeitung (1917: vol. 51, 415). 75 Ludwig (1922: vol. 3, 458).

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El culto a los muertos de guerra llegó a ser una parte muy importante de la conciencia nacional alemana. Como santuarios de culto nacional, los cementerios militares devendrían lugar de peregrinación tras la guerra. Inglaterra y Francia a menudo subvencionaron esos peregrinajes a viudas y huérfanos, y promovieron tours baratos, como veremos en el capítulo 7, pero durante una década al menos los cementerios en Francia y Flandes despuntaron como centros de culto nacional para todos los países que habían tomado parte en la guerra. Para Alemania e Italia, no obstante —la primera habiendo perdido la guerra y la segunda considerando haberla perdido—, el culto de los caídos asumió un significado especial. Los italianos desarrollaron y reconstruyeron sus cementerios militares hasta los años treinta durante el régimen fascista, y en Alemania la memoria de los muertos se mantuvo constantemente viva mediante peregrinaciones y ceremonias que tuvieron lugar hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Aunque todos los cementerios militares, independientemente del país, contenían símbolos similares, tras la guerra, con la excitación de los sentimientos nacionales, los alemanes exhumaron a sus muertos, que yacían junto a ingleses y franceses, para volverlos a enterrar en cementerios separados. Hubo algunas excepciones, pues por ejemplo un puñado de tumbas alemanas formaban parte del enorme cementerio militar inglés en Etaples.76 Los aliados, franceses e ingleses, a veces eran enterrados en secciones separadas en un mismo cementerio, pero la separación entre vencedor y vencido fue la más estricta allá donde concernía a los franceses, cuyo territorio había sufrido lo peor de la guerra. El esfuerzo más espectacular para realizar tal separación se hizo en la batalla de Verdún. Las calaveras y huesos de lo que se pensaba que eran soldados franceses se recolectaron e introdujeron en el nuevo osario construido en el cementerio militar de Douaumont, para ser observados a través de cristales, mientras que los cráneos y restos alemanes, igualmente difíciles de identificar, se cubrieron simplemente de tierra.77 Podría haber sido tarea complicada distinguir alemanes de franceses en un campo de batalla donde en 1916 murieron un

76 Arts (1982: 152). 77 Werth (1979: 396).

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millar de soldados por metro cuadrado.78 Ciertamente, Verdún era el símbolo del mayor triunfo de Francia en la guerra, y se había luchado sin ayuda de Inglaterra. Una organización privada liderada por el obispo de Verdún se encargó de construir el osario, financiado por contribuciones individuales, como un auténtico monumento nacional, sagrado, en frente del cual debía observarse un estricto silencio.79 Los cementerios militares, desperdigados en el extranjero y dentro del país, puede que no sirvieran muy bien como centro de atención para el culto a los caídos, aunque sí lo hicieran como santuarios nacionales a nivel local. Lo que las naciones necesitaban era un vértice para el culto a sus caídos que permitiese recordar a los vivos la necesidad de la muerte y de llevar a cabo una misión nacional, un lugar donde las multitudes pudieran participar regularmente en ceremonias como el día del armisticio. La tumba al soldado desconocido iba a cumplir esta función, y aunque cada nación que combatió la guerra, incluyendo Alemania, adquiriría este tipo de tumba como lugar de culto nacional, fueron Inglaterra y Francia las pioneras: el «Altar de la Patria»,80 símbolo de todos los cementerios militares, fue una especie de extensión simbólica de las antiguas líneas del frente, como veremos a continuación.

III La idea de repatriar un soldado desconocido desde el campo de batalla a la capital para enterrarlo en el santuario nacional más importante surgió simultáneamente en Francia e Inglaterra. El cuidado con que se escogió a tal soldado, la enorme pompa con que se le trajo a casa, la propia ceremonia de enterramiento, todo ello es testimonio del poder del culto a los caídos al final de la guerra. La rápida difusión de tales tumbas en todas las naciones beligerantes ilustra el atractivo del mito. El regreso y sepelio del Soldado Desconocido se acompañó de un torrente de simbolismo, pues todos los símbolos presentes en el diseño de cementerios militares y en la

78 Horne (1964: 328). Werth (1979: 387) consiera infladas estas cifras. 79 Prost (1986: 123, 124, 129). 80 Weygand (s.f.: 93).

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mitología que rodeaba a los caídos se fundieron en una única ceremonia y en un único símbolo, que serían el centro no solamente del día conmemorativo del armisticio, sino de otras varias ceremonias patrióticas. La creación de esa gran tumba se debatió en Francia durante la guerra, y ya se realizó parcialmente cuando el desfile de la victoria de 1919 circuló frente a un catafalco erigido bajo el Arco del Triunfo en la Étoile que representaba a todos los caídos.81 Construido por Napoleón I en honor de su ejército, y con nombres de generales franceses inscritos durante años, este era un lugar lógico para honrar a los muertos de guerra, un monumento a la gloria bélica francesa. No en vano se dijo, al enterrarse el Soldado Desconocido en 1920, que los caídos habían recogido la corona de laurel perdida por Napoleón en Waterloo.82 Con todo, la derrota de 1871 no se había olvidado. En la ceremonia de enterramiento se sacó del Panthéon el corazón de Léon Gambetta, el líder de la resistencia a ultranza frente a Prusia, y se colocó frente al féretro del Soldado Desconocido.83 El estadista, que según se decía había salvado el honor de Francia en la derrota, se situó por tanto al lado de aquellos que habían devuelto la victoria a la nación, pero luego el corazón de Gambetta se reintegró en el Panthéon, y solamente el Soldado Desconocido permaneció bajo el Arco del Triunfo. La manera de escoger al Soldado Desconocido no varió mucho de nación a nación. Por ejemplo, cada una de las nueve regiones militares de Francia occidental exhumó un combatiente anónimo de los campos de batalla. Los nueve cuerpos se trajeron entonces a la cripta de la fortaleza de Verdún, donde un sargento, herido de guerra, escogió al Soldado Desconocido que se enterraría en París. Los no elegidos se inhumarían en Verdún a exactamente la misma hora en que el escogido era enterrado en París.84 Esta acción simbólica aseguraba el anonimato, dejando claro que el rango militar no importaba. El esfuerzo para ignorar la jerarquía militar contrasta con la inscripción de nombres exclusivamente de generales en el Arco del Triunfo, y cabe considerarlo como la culminación de esa evolu-

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De esto ya se había discutido en 1870. Véase Vilain (1933: 51). Vilain (1933: 35). Vilain (1933: 82). Vilain (1933: 58).

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ción que había comenzado con los listados nominales de todos los caídos, no solo de los oficiales, en los memoriales de guerra. El culto a los caídos, a lo largo del conflicto, llegaría a simbolizar el ideal de la comunidad nacional como camaradería entre miembros de igual estatus. Durante la guerra, varios ingleses propusieron la idea de construir un mausoleo para un Soldado Desconocido;85 cuando este fue finalmente exhumado en 1920, de nuevo se enfatizó el simbolismo de la acción. Los cadáveres se recogieron en los campos de batalla más importantes como Ypres y el Somme, y el elegido para su entierro en Londres no fue seleccionado por un soldado raso herido, a diferencia de Francia, sino por un oficial de alto rango. Se transportó al Soldado Desconocido a través del canal de la Mancha en un destructor francés llamado Verdun, de manera que el nombre de esta batalla se incluía en el ritual. El ataúd se confeccionó con madera de un roble británico del palacio real de Hampton Court que tenía numerosas connotaciones históricas. Junto a un casco de trinchera y un cinturón kaki, se colocó una espada de cruzado en el féretro. El Soldado Desconocido fue entonces sepultado en Westminster Abbey, el Panthéon británico, el mismo día en que el Soldado Desconocido francés llegaba al Arco del Triunfo,86 y a la vez que se inauguraba el Cenotafio en la amplia avenida londinense de Whitehall. Este cenotafio (palabra griega que significa ‘tumba vacía’) fue propuesto por primera vez durante las celebraciones de la paz en julio de 1919, al emerger la necesidad de tener un centro de homenaje, ya que Bretaña no tenía Arco del Triunfo. Había una razón política para construirlo: en el país bullía la agitación, y el Gobierno temía que el bolchevismo tomara fuerza. Se sentía, por tanto, que se debía hacer todo lo posible para trabajar el sentimiento patriótico de la población por la victoria.87 El cenotafio fue la respuesta: un catafalco que simbolizaba a los caídos y al triunfo que,

85 Algunos apuntan que la idea fue de David Railton, un clérigo que había estado en el frente, y otros que fue del editor del Daily Express. Véase «The Unknown Warrior. A Symposium of Articles on How the Unknown Warrior Was Chosen», Imperial War Museum, London, 333 (41) K. 60791. 86 Major P. Anderson, «The British Unknown Warrior», 3; The Unknown Warrior, 2; Vilain (1933: 53). 87 Homberger (1976: 1427).

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en solo tres días tras su inauguración en 1920, fue visitado por 400 000 personas. Cumplía la función de tumba del Soldado Caído, a pesar de que esta se había construido en Westminster Abbey. Este otro lugar estaba demasiado repleto de memoriales y tumbas de británicos famosos como para disponer del apropiado espacio para peregrinaciones y festejos. Fue el cenotafio, pues, lo que se convirtió en el punto focal de los desfiles conmemorativos del armisticio. Con todo, el rey trazó una conexión directa entre el cenotafio y la verdadera tumba cuando, tras la inauguración del primero, fue caminando detrás del carruaje que portaba el ataúd del Soldado Desconocido hasta la abadía.88 Al acabar la guerra, las gentes eran conscientes de que se entraba en una nueva era democrática, de política de masas, donde los símbolos nacionales —si se quería que funcionasen— debían atraer la atención y suscitar el entusiasmo del pueblo. Aunque los Soldados Desconocidos de otras naciones también tuvieron su propio lugar de sepultura, la mayoría nunca alcanzó la centralidad del ejemplo francés y quizá del inglés. Esto fue así, probablemente, porque estas fueron las primeras naciones en designar la tumba al Soldado Desconocido como símbolo de todos los caídos, y seguramente también porque la localización de la tumba parisina, accesible y altamente visible, contribuyó a hacer de ella un ejemplo admirado. Estaba situada bajo el Arco del Triunfo, un monumento que desde 1836 había celebrado las victorias napoleónicas que trajeron a Francia momentos de gloria que no se volverían a ver. No fue necesario, por tanto, inventar un nuevo espacio, como el cenotafio, para la ocasión. Todas las naciones crearon su tumba al Soldado Desconocido en un lugar conveniente y central para el culto a los caídos. Italia, por dar otro ejemplo, también exhumó un soldado anónimo en 1920, siendo esta vez la madre de un combatiente muerto en acción quien realizó la elección. La tumba formaría parte del Monumento a Víctor Manuel, erigido en 1910 para celebrar la unidad italiana. Así, el triunfo de la nación y los caídos quedaban interrelacionados, pero a diferencia del Arco del Triunfo francés cuya estructura daba prominencia a la tumba, la italiana desaparece debajo de la enorme mole del monumento. Allí, los motivos cristianos, tales como

88 Wilkinson (1978: 299).

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mosaicos de santos, predominaban en una capilla cubierta, mientras que elementos clásicos lo hacían en el altar exterior dedicado a la patria.89 El Soldado Desconocido italiano quedaba de esta manera rodeado por los temas cristianos y clásicos que habían acompañado el culto a los caídos desde su origen. Desde 1924, décimo aniversario del comienzo de la guerra, Alemania había planificado un monumento nacional para honrar a los muertos —conocidos y desconocidos—, pero intereses regionales, así como la ocupación de partes del territorio por tropas extranjeras, se habían puesto como excusa para retrasar el proyecto indefinidamente.90 El memorial de Tannenberg en Prusia oriental, que conmemoraba la victoria sobre los rusos en la Primera Guerra Mundial, se inauguró en 1917, conteniendo la tumba de veinte soldados ignotos del frente oriental. La tumba, coronada por una enorme cruz metálica, presidía el centro de una plaza rodeada por torres en forma de fortaleza. Pero más bien este monumento se había construido para celebrar la victoria del mariscal de campo Von Hindenburg, y no para realizar el culto a los caídos. Prusia finalmente se decidió a establecer un memorial explícitamente dedicado a los muertos, aunque, como en el cenotafio, no se enterrarían restos en su interior.91 La Neue Wache en Berlín, un edificio de guardia neoclásico construido para el Palacio de la Guardia en el siglo xviii, fue designado para esa nueva función, e inaugurado como tumba del Soldado Caído en 1931. Esta bonita casa de guardia, como el Cenotafio de Londres, se situaba en un bulevar adecuado para el despliegue masivo de personas. Su interior —una única habitación abierta a la calle— se reconstruyó en forma de memorial de guerra, donde se mezclaban elementos de sabor clásico y cristiano, aunque los primeros dominaban a primera vista. Una corona de oro y plata, y una sólida piedra como tumba con forma de altar eran el único amueblamiento. La desnuda simplicidad era la clave. La corona se suponía que hacía eco de la corona cívica otorgada en la antigüedad por el senado romano al ciudadano o soldado que hubiera salvado la vida

89 Sapori (1946: 61). 90 Véase más arriba. 91 La transformación de la Neue Wache en un memorial al Soldado Desconocido se describe detalladamente en Lurz (1985: vol. 4, 94-95).

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de alguien en batalla. Los nazis, en 1933, adhirieron una gran cruz en la parte trasera de la sala, detrás del altar, como «símbolo del Volk cristiano en el nuevo Reich».92 A comienzos de su dominio, querían cooptar así el cristianismo mientras enfatizaban la naturaleza sagrada de la nación que decían haber salvado. También usaron la cruz para memorializar a sus propios mártires, como hicieron espectacularmente en el monumento Schlageter de Düsseldorf. Que la ceremonia del día del armisticio tuviese lugar delante de una tumba vacía en las protestantes Inglaterra y Prusia, mientras en países católicos como Italia y Francia el sepulcro estaba lleno, parece una coincidencia no claramente relacionada con las diferentes funciones que ejerce el altar en ambas doctrinas cristianas. Después de todo, en Inglaterra esta circunstancia fue dictada por motivos ceremoniales, y los muertos alemanes yacían en territorio del antiguo enemigo, lo que en principio restringía el acceso del Gobierno germano. En cualquier caso, el elaborado ceremonial del retorno del Soldado Desconocido pareció más adecuado para una nación victoriosa que para una derrotada. Si bien la Neue Wache sobrevivió la Segunda Guerra Mundial, su impacto original fue menor. Quizá se construyó demasiado tarde, cuando los cementerios militares y, sobre todo, otras monumentos nacionales, ya habían proporcionado un espacio para el culto. Monumentos como el Kyffhäuser, creado en 1896 para celebrar la unidad alemana, eran lugares tradicionales de peregrinaje: localizados en la naturaleza, en un paisaje germánico, en vez de en bulliciosas ciudades que como hemos visto se rechazaban por considerarse ajenas al espíritu teutón. Los monumentos locales a los caídos también pudieron servir para obviar la necesidad de un monumento central, en una nación, además, con fuertes lealtades regionales. Múnich, la capital de Baviera, por ejemplo, construyó su propia tumba para el Soldado Desconocido, imitando las de los reyes o princesas medievales que se veían en las catedrales alemanas —salvo que ahora la estatua llevaba un uniforme moderno, con casco y un rifle en la mano—. Sin duda alguna, era difícil que la Neue Wache de Berlín se despojase de sus connotaciones específicamente prusianas. Aunque el Tercer Reich, que consideró el culto a los

92 Hoffman-Curtius (1985: 94-95).

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caídos vital para su autorrepresentación, sí convirtió la tumba del Soldado Caído en el centro de un elaborado ceremonial para el día del armisticio, Alemania no se concentró en el culto a los muertos de la misma manera que lo hicieron Inglaterra y Francia con su Cenotafio y su Arco del Triunfo. En Alemania, la excitada conciencia nacional asociada al culto se difundió a través de una gran variedad de memoriales bélicos y ritos ceremoniales.

IV Los monumentos de guerra, más que las tumbas, proporcionaron el centro local del culto a los caídos, pues tradicionalmente habían servido para memorializar su sacrificio. Al principio, no obstante, solo se plasmaban en ellos los nombres de los oficiales o generales; el soldado común relegado a ser mero número. Esto había cambiado en la década de 1860, y como la Primera Guerra Mundial buscó honrar a cada uno de los muertos de guerra con su propia tumba o inscribiendo su nombre en el lugar de enterramiento, así se inscribieron todos los nombres de los caídos en los memoriales de guerra locales. Muy típicamente, como ya hemos mencionado, solo los nombres de los generales se habían enumerado en el Arco del Triunfo, pero, tras la Primera Guerra Mundial, era el Soldado Desconocido, de rango también desconocido, quien yacía en la tumba bajo el arco. Cada soldado individual que había caído en batalla se había convertido en una persona notable, partícipe de la misión de todos los caídos: una misión que no tenía en cuenta el rango o el estatus. Ese proceso de democratización había sido inherente a los ejércitos formados por la conscripción y por el espíritu del voluntariado. El de la experiencia de guerra era un mito democrático, centrado sobre la nación que simbolizaban todos y cada uno de los muertos. Solo de esta forma pudo el mito de la experiencia de guerra intentar trascender el terrible encuentro de los soldados con la muerte, borrando de su memoria el horror de la guerra. Las organizaciones de excombatientes tras la guerra no se organizaron de acuerdo a rangos militares, creando una para soldados y otra para oficiales; antes bien, los excombatientes intentaron reclamar un estatus especial y ser distinguidos, no entre ellos, sino de quienes no habían conocido la vida de las trincheras. Incluso un comunista como Henri Barbusse en Francia fundó una organización de veteranos a la cual solo eran

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admitidos exsoldados del frente.93 Los memoriales bélicos continuaron celebrando a los caídos con iconografía válida para todos los soldados de la nación entera. A menos que se erigiesen dentro de los cementerios, o en conexión con la tumba del Soldado Desconocido, nunca podrían, como lugares de culto, rivalizar con los memoriales directamente asociados a los muertos. La presencia de mártires fue siempre importante para la efectividad de los lugares de peregrinación; aunque en Alemania la tumba al Soldado Desconocido estuviese vacía, todavía irradiaba la atmósfera de un auténtico lugar de entierro, mientras que el cenotafio servía únicamente como núcleo central de ceremonias. Se llevaron a cabo intentos de crear espacios para ceremonias o eventos deportivos en torno a algunos memoriales de guerra, para transformarlos así en memoriales vivos, un plan que ya se había intentado antes de la guerra con el diseño de algunos monumentos nacionales, como el que conmemoraba la batalla de Leipzig de 1813.94 Pero ahora el intento de preservar la pretendida sacralidad de los monumentos bélicos provocó controversias sobre la utilización de su espacio. Tras la Primera Guerra Mundial se pensaba que el ruido que producían tales eventos no casaba con el espíritu de reverencia que debían inspirar esos lugares. Esta mayor conciencia sobre el efecto del ruido derivaba de la urbanización (asociaciones a favor de la reducción del ruido habían empezado a aparecer a fines del siglo xix).95 De nuevo, la conmemoración de la guerra chocaba con la modernidad. También controvertida era la cuestión de si un memorial debía cumplir o no ciertas necesidades concretas de los vivos. Si un memorial debía ser distinguido claramente de su entorno cotidiano —si debería tener alguna función relacionada en absoluto con el presente— era un tema debatido todavía en las naciones europeas durante la Segunda Guerra Mundial. Los Estados Unidos tomaron una postura diferente: edificios comunitarios como memoriales de guerra se hicieron populares tras la Primera Guerra Mundial, mayormente para servir como centros cultura-

93 Vidal (1926: 26 y ss.). 94 Mosse (1975: 65). 95 Baron (1982: 169).

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les, pero a veces como centros de convenciones o como instalaciones deportivas. Allí, el Comité Nacional para los Edificios Memoriales, respaldado por el General John S. Pershing, se estableció en 1919, de una manera imposible de maginar en Alemania, donde un memorial en forma de biblioteca se habría considerado poco patriótico. Incluso en Inglaterra se continuó debatiendo el tema de la funcionalidad opuesta a la sacralidad de la experiencia de guerra.96 El conflicto entre lo sagrado y lo profano emergió de nuevo, esta vez confrontando lo funcional y lo sacro. Las cosas sagradas debían dar una apariencia de inmutabilidad, no contaminada por la sociedad industrial moderna, por mucho que esta pudiera ser útil para ayudar a conmemorar a los muertos. Como vimos, la producción masiva de lápidas para cementerios de guerra se condenó como una profanación, e igual se hizo con la selección de monumentos en catálogos de fabricantes. Lo sagrado siempre significó singularidad e inmutabilidad: el monumento de guerra ocupaba un lugar sagrado dedicado a la religión cívica del nacionalismo. Pero perpetuar la imagen preindustrial de la nación no significaba rechazar la tecnología moderna.97 El nacionalismo, que se anexionaba con la naturaleza, también dominó a la máquina, subordinándola a sus fines. La tecnología moderna con todo su poder se puso al servicio de la nación; se espiritualizó, se describió en imágenes medievales (como los caballeros del cielo), rodeada de naturaleza (véase la imagen 5) o de símbolos nacionales. Además, las imágenes de una modernidad industrial podían transformarse en poesía nacionalista; como Ernst Jünger escribió en 1922, la poesía se escribía ahora con el acero y a través de la lucha en la batalla por el poder.98 Lo nacional y lo moderno quedaron proyectados en un memorial en el que un soldado portando un rifle moderno se erigía al pie de una enorme Germania con vestido medieval. El moderno casco de acero a menudo aparece incluso en memoriales dominados por temas clásicos. Así, los monumentos de guerra absorbieron la modernidad, mientras los cementerios militares y la tumba del Soldado Caído la ignoraron.

96 Baird (1919: 1-16) (debo esta referencia Richard Kehrberg); para un ejemplo alemán véase Mosse (1975: 71); para uno inglés, Mosse (1975: 220). 97 Véase Herf (1984: passim). 98 Herf (1984: 77).

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Aun así, Meinhold Lurz en su detallado estudio de los memoriales de guerra alemanes escribe que, aunque después de 1871 las armas modernas fueron normalmente parte integral de los monumentos, tras la Primera Guerra Mundial se hicieron relativamente raras. En su lugar abundaban las espadas guerreras.99 Mientras esta diferencia podría de alguna manera reflejar la victoria en vez de la derrota,100 parece más probable que la confrontación con el nuevo tipo de guerra mecanizada había derivado en una necesidad aún más urgente de camuflar la muerte. Nos ocuparemos en el próximo capítulo del uso de símbolos medievales e incluso de un vocabulario medieval para conseguir ese objetivo. Morir por la espada, como apunta Lurz, era morir por la mano del hombre, y solo una lucha con combates hombre a hombre parecía verdaderamente heroica.101 Un monumento de san Jorge y el dragón que se construyó en una pequeña aldea bávara simbolizó este concepto, aunque un deje de odio posbélico se introdujo en esta escena medieval cuando sus habitantes pidieron que se pudiese identificar fácilmente al enemigo en la imagen de la bestia. Más a menudo, se mostraba al arcángel Miguel, representando a Alemania, venciendo al dragón; en al menos uno de esos memoriales, en Sajonia, el dragón estaba caracterizado como el enemigo.102 Las analogías medievales no solo dejaron su marca en la guerra moderna, sino que también visibilizaron el heroísmo en un marco tradicional. Así, los monumentos a veces mimetizaron la imaginería medieval; no solo fue el caso del monumento al Soldado Desconocido de Múnich, sino también el del pueblo de Knollau en Baden, que mostraba un soldado yaciendo en la misma pose y en el mismo tipo de tumba que los caballeros del medievo y los príncipes en las catedrales góticas.103 Si las armas modernas aparecían habitualmente transfiguradas, el realismo en los monumentos de guerra sí se reflejaba en el vestido del soldado, a veces en esculturas de combatientes heridos, o en el dolor de una madre. En Alemania, la mayoría de los monumentos disfrazaron la realidad de la guerra y plasmaron el Mito no solo en los detalles iconográficos, sino tam-

99 Lurz (1985: vol. 4, 246). 100 Lurz (1985: vol. 4, 247). 101 Lurz (1985: vol. 4, 289). 102 El monumento estaba en Wertach (Das deutsche Grabmahl, n.º 2, febrero de 1925, p. 12), Lurz (1985: vol. 4, 231). 103 «Kriegerdenkmäler in Baden und Elsass», TAZ, 3 de febrero de 1983, p. 9.

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bién en las representaciones humanas, que proyectaban ideales de juventud, masculinidad, sacrificio y camaradería. La virilidad se exaltaba en el porte y la expresión facial de los soldados de piedra o bronce, y en la relativa simplicidad de las obras. «Las gestas de los hombres solo se pueden honrar de una manera viril», como dice una publicación procedente del movimiento de artes y oficios.104 La resurrección de los caídos análoga a la pasión cristiana no se representaba normalmente en los monumentos, aunque existió en forma de pietà: Cristo muriendo en el regazo de María, o incluso Cristo ayudando a un soldado —un tema tan común en postales de guerra como en cementerios militares—.105 Tales monumentos bélicos eran a menudo financiados por iglesias católicas, pero el tema de los caídos que se levantaban de entre los muertos era incluso el de una cristalera en una oficina de Hacienda en Nuremberg.106 El soldado masculino, viril, era de lo más común, proyectando la imagen de fuerza bajo control, que simbolizaban los guerreros griegos. La mayoría de soldados, incluso en los monumentos de tradición clásica, iban completamente vestidos, pero a veces eran una copia directa de modelos griegos: los guerreros desnudos proyectaban una tipología atemporal. Estas figuras se encontraban sobre todo en los memoriales universitarios, reflejando quizá los ideales viriles de sus voluntarios, como los muertos de la batalla legendaria de Langemarck. De este modo, el memorial de la Universidad de Múnich cuenta con un Policleto, el portador de lanza desnudo; en el de la Universidad de Bonn, un joven sin ropas eleva su espada sobre su cabeza; en la Universidad Técnica de Dresde, guerreros también desnudos se disponen para la batalla. De nuevo, lo moderno se integraba con lo antiguo, y por ejemplo, un monumento muestra un guerrero griego llevando únicamente un casco de acero, a punto de lanzar una granada de mano.107 Temas germánicos aparecieron algo más frecuentemente tras la derrota de 1918, pero simbolizados por formas naturales más que por esculturas. Mientras las figuras como el antiguo héroe Arminius (Hermann el

104 105 106 107

Kriegsgräber im Felde und Daheim (1917: 7). Lurz (1985: vol. 4, 174). Deutsche Bau-Zeitung (1927: vol. 61, 277). Lurz (1985: vol. 4, 149).

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Germano) —que había derrotado a las legiones romanas— figuraban a veces en los bajorrelieves que decoraban en la base del monumento, los temas germánicos se expresaban mayormente en los bosques de héroes y en sus grandes bloques de piedra. Así, el peñasco emplazado frente al museo militar de Múnich, que sirvió como memorial a los caídos, era una «expresión del destino de Alemania».108 Pero todavía los temas clásicos y cristianos dominaban los monumentos bélicos al igual que habían influenciado el diseño cementerial: las dos grandes tradiciones se utilizaron una y otra vez para ayudar a trascender el horror de la guerra y presentar la experiencia de guerra como la culminación de un ideal personal y nacional. Es necesario subrayar el conservadurismo del culto a los caídos. Dondequiera que se sugirieran o ensayaran formas experimentales o modernas, se levantaba una atronadora oposición que las hacía imposibles en la práctica. Por ejemplo, el arquitecto Bruno Taut construyó una biblioteca y sala de lectura para la ciudad de Magdeburgo, en forma de memorial de guerra. Como era una noción intelectual que rompía con la tradición, estaba condenada a fracasar: nunca se llegó a ejecutar la gran bola de cristal que incluía su diseño.109 Tanto Ernst Barlach como Käth Kollwitz diseñaron memoriales de guerra modernistas, pero si el memorial de Kollwitz todavía sigue en pie en un cementerio militar, los trabajos más visibles de Barlach sufrieron siempre ataques y fueron finalmente retirados por los nazis. Los monumentos de Barlach más famosos, en las catedrales de Magdeburgo y Güstrow, proyectaban una realidad bélica antiheroica. Sus figuras en Güstrow representaban la angustia, la muerte y la desesperación. Pero incluso memoriales no heroicos, aunque por lo demás convencionales, eran condenados como blasfemos. Así, un monumento en Düsseldorf que mostraba dos soldados arrastrándose con amargas expresiones, el sano ayudando al compañero herido, proyectaba miseria más que heroísmo, y tras sufrir constantes ataques, también fue retirado por los nazis.110 Este conservadurismo revela mejor que cualquier otro hecho la naturaleza del culto a los muertos de guerra como una religión cívica. Servicios

108 Das deutsche Grabmahl (diciembre de 1925: 12). 109 Mosse (1975: 71). 110 Lurz (1985: vol. 4, 215 y ss.).

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religiosos y liturgias siempre habían sido singularmente resistentes al cambio. La liturgia une hombres y mujeres en un universo cristiano, y cualquier cambio en ella puede desorientarlos y afectar a su fe. Además, la liturgia de los caídos tenía una urgencia especial, pues constituía un puente desde el horror a la gloria de la guerra, y desde la desesperación del presente a la esperanza por el futuro. Aunque la Segunda Guerra Mundial rompió con el tradicional culto a los muertos de guerra, aboliendo los memoriales y buscando memorializar a los fallecidos en una manera más funcional y pragmática, formas litúrgicas tradicionales continuaron vivas en algunas de las regiones más remotas. Así, en 1983, el pueblo bávaro de Pocking tuvo que elegir entre dos diseños para un memorial de guerra, una abstracta cruz conectada por dos pilares pétreos —que pretendía ser un aviso de los horrores de la guerra—, o un diseño tradicional de un soldado en reposo, con unas hojas de roble en sus manos. El pueblo por una aplastante mayoría votó por el diseño tradicional.111 Pero no se debe pensar que tras la Segunda Guerra Mundial este tradicionalismo prevaleció solo en las comunidades rurales alemanas: el alcalde de una pequeña comunidad alsaciana provocó la indignación de los excombatientes franceses al erigir un monumento donde aparecía un herrero transformando un cañón en un enorme cubo para flores.112 Es cierto que en esas regiones el gusto artístico conservador es la norma, pero la cuestión es que la creación de un memorial de guerra causaba las mismas actitudes entre la población que por ejemplo la construcción de una iglesia (aunque no parece que los clérigos católicos y protestantes del pueblo bávaro se opusieran al diseño moderno del monumento). ¿Era excepcional Alemania en su manera de diseñar monumentos bélicos? En Italia también se representaban soldados, a veces con torsos semidesnudos y musculares, y con gestos agresivos (incluso en monumentos locales, algo más raro en Alemania). Pero Italia se situaba directamente en la tradición clásica, y no debe sorprender que encontremos gladiadores modernos en sus monumentos. De nuevo aquí la iconografía presenta la

111 «Konservatives Denken in Sachen Kriegerdenkmal», Süddeutsche Zeitung (18 de enero de 1983). 112 Der Spiegel (1988: n.º 35, 209).

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guerra como una prueba suprema de masculinidad y camaradería entre hombres. El soldado moribundo es también un tema frecuente en Italia, mucho más que en Alemania. Ambos países comparten, en cualquier caso, la clásica semidesnudez juvenil como símbolo de agresiva masculinidad.113 Los temas clásicos también los encontramos en los memoriales ingleses, donde los soldados eran representados como viriles y fuertes. Sus posturas, sin embargo, no eran normalmente agresivas, ni aparecían semidesnudos; ninguno, por ejemplo, alzaba su espada sobre su cabeza como los jóvenes del memorial en la Universidad de Bonn. La espada en vez del arma de fuego, san Jorge y el dragón, memorializaron a los caídos tanto en Inglaterra como en Alemania.114 En la mayoría de los monumentos franceses no aparecían figuras humanas y, si lo hicieron, en contraste con Alemania e Italia, estaban vestidas antes que desnudas.115 Incluso hubo unos pocos monumentos antibélicos en Francia: en uno de ellos, por ejemplo, se muestra a un soldado muriendo sin armas y con los ojos vendados.116 Otro muestra a una madre no pasiva ni silenciosamente apesadumbrada, como se representa en monumentos alemanes o italianos, sino enfurecida, apuntando con un dedo acusador a los alemanes mientras se cierne sobre su hijo soldado muerto. No obstante, en Francia, aunque no en Inglaterra, encontramos una representación de la victoria en muchos de los monumentos a los caídos. Las diferentes circunstancias de vencedor y vencido se reflejaban en el culto a los caídos: Alemania no tenía monumentos antibélicos ni madres furiosas. Ni lo uno ni lo otro podría haber ayudado a regenerar la nación, a insuflarle una nueva energía juvenil y vigor para superar la derrota. Y, aunque algunos monumentos pudieran presentar diferencias, el culto era muy similar en todas estas naciones: cristiano y clásico, proyectando la imagen familiar de masculinidad de los caídos. Su función era también la misma. No solo en Alemania, sino también en Francia, los caídos se alzaban de sus tumbas para realizar milagros. Roland Dorgelès en su famoso Le Réveil des morts (El despertar de los muertos, 1923) describe el levantamiento de los caídos para traer la justicia y la moralidad de nuevo a las vidas de los

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Monteleone y Sarasini (1986: 640, 647, 651). Wilkinson (1978: 297). Prost (1986); Bologne (1986: 219). Prost (1977: vol. 3, 49).

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franceses. En Italia también los caídos trascendían la muerte y resucitaban.117 Estas ideas quedaron plasmadas en todos los cementerios y monumentos de guerra a través del estereotipo eterno del guerrero ideal. Por todas partes, el culto a los muertos de guerra estuvo vinculado a la autorrepresentación de la nación. La religión cívica del nacionalismo utilizó temas clásicos y cristianos así como el paisaje nativo para proyectar esta imagen. Tampoco cambiaba mucho el simbolismo juvenil de una nación a otra en la Europa central y occidental. Podía haber variaciones en expresiones, pero básicamente todos funcionaban dentro de un marco de referencia común. La Alemania derrotada puso un mayor énfasis en el culto a los caídos, por su mayor urgencia, centrado en la inmediata regeneración personal y nacional. Además, en Alemania el culto tenía un lado brutal (visible en el ejemplo del dragón) que estaba mayormente ausente en otras partes; esto era parte de un proceso de brutalización política que el culto a los caídos sirvió para promover más que para restringir. El culto a los caídos fue una clave del mito de la experiencia de guerra con sus símbolos, que manipulaban la memoria bélica. El entusiasmo que la juventud sintió una vez por la guerra como aventura o experiencia personal era difícil de sostener tras conocer la realidad del frente, pero la nación, utilizando el Mito, consiguió mantener esa llama encendida. Los nazis sabían lo que hacían cuando otorgaron una importancia crucial al culto de los muertos y de sus propios mártires en su liturgia política. El culto a los caídos era importante para la mayoría de la nación, porque casi cada familia había perdido algún ser querido, y la mayoría de la población masculina adulta había luchado en la guerra, perdiendo algún buen amigo en ella. Aun así, fue la derecha política y no la izquierda la que consiguió anexionarse el culto y sacar réditos de él. La incapacidad de la izquierda para olvidar la realidad de la guerra y mitificar su experiencia fue una ventaja para la derecha, que sí fue capaz de explotar el sufrimiento de millones de personas para sus propios fines políticos. El mito de la experiencia de guerra ayudó a trascender el horror de la guerra y al mismo tiempo contribuyó a la utopía que el nacionalismo intentaba proyectar como alternativa a la realidad de la Alemania de posguerra.

117 Caravaglio (1935: 37).

Capítulo 6

LA APROPIACIÓN DE LA NATURALEZA

I La importancia de la naturaleza para ayudar a enmascarar la realidad de la guerra ha acompañado a nuestro análisis en cada capítulo. La guerra condujo a una mayor sensibilidad del entorno natural que, a su vez, como elemento integral del mito de la experiencia de guerra, sirvió para desviar la atención de la impersonalidad de la guerra tecnológica y de trincheras, y dirigirla hacia los ideales preindustriales de individualismo, caballerosidad, y hacia la apropiación del espacio y el tiempo. Las cumbres nevadas de los Alpes y los blancos cielos sobre los campos de Flandes hicieron posible para quienes allí lucharon —aviadores o tropas de montaña— apoderarse de lo que parecía ser inmutable en un mundo en transformación: un fragmento de la eternidad. Además, la naturaleza podía traer recuerdos del hogar, de una vida inocente y pacífica. Nada ejemplifica mejor esta particular Arcadia —esta función trascendental de la naturaleza— que la escena en la obra de Walter Flex Der Wanderer zwischen beiden Welten, en que Flex y su amigo Wurche se tumban en campos vírgenes directamente tras las trincheras; o las escenas de bronceados soldados bañándose en un estanque tras las líneas del frente, cuya habitual presencia en la literatura de guerra británica ya señaló Paul Fussell.1 Estas



1 Fussell (1975: 303).

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son imágenes que también se encuentran en las obras de poetas y escritores alemanes durante y después de la guerra. Los soldados vivían cerca de la naturaleza, ya fuese en las trincheras, donde raramente veían al enemigo, o allá en las grandes planicies del frente oriental. Esta familiaridad con la naturaleza la expresó bien un soldado en el periódico de trinchera Die Feldgraue Illustrierte (1916): «El bosque que contornea la zona de batalla comparte su destino con el de los soldados que esperan lanzarse sobre el parapeto. Cuando las nubes cubren el sol, los pinos, como los soldados que aguardan bajo ellos, rompen en lágrimas de interminable dolor. El bosque será asesinado al igual que al soldado le espera una muerte segura en el ataque». El «bosque asesinado [continúa] es mi camarada, mi protector, mi escudo contra las balas del enemigo».2 Naturaleza y hombre simbolizan la tristeza de una y otro frente a una muerte casi segura. Pero esta estrecha identificación, muy a menudo, transformaba los miedos de destrucción en esperanzas de resurrección: símbolos de muerte y destrucción eran al mismo tiempo de esperanza. Una postal memorial alemana para soldados caídos muestra, por ejemplo, un enorme cuervo posado junto a un árbol destruido mientras en el fondo una cruz se yergue iluminada por el sol brillante. Este esfuerzo por alcanzar la naturaleza e identificarse con ella en el momento de su destrucción —esta idealización de lo natural en el preciso instante en que el hombre «asesina al bosque»— tiene una larga historia detrás: una alta consideración por la naturaleza acompañó su destrucción a través de la industrialización de Europa. En su búsqueda de valores personales o patrióticos —al margen y contra la sociedad burguesa industrial— el movimiento juvenil alemán había intentado integrar al hombre, la naturaleza y la nación en su concepto de lo auténtico. Algunos de los más líricos pasajes sobre la naturaleza escritos durante el conflicto bélico fusionaron las vivencias de la guerra con la del movimiento juvenil. La naturaleza entendida como lo genuino, como la Arcadia tras las líneas del frente, y como símbolo de un hogar que se recuerda en forma de valles, montañas y pequeñas aldeas, impregnó las imágenes de la guerra. Aquella predomina en la poesía, en la prosa, y en las ilustraciones de



2 Rehlke (1916).

La apropiación de la naturaleza

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10. Tu Gran Bretaña lucha por ella ahora. Un cartel de reclutamiento británico, mostrando una escena pastoril sin una fábrica o ciudad a la vista.

muchas postales enviadas entre el frente y la retaguardia. Estas escenas prevalecen en todas las naciones beligerantes; por ejemplo, un póster de reclutamiento británico con su paisaje bucólico documenta de manera ejemplar la imagen pastoril de la nación por la cual los hombres debían luchar y morir (imagen 10). Una escena en una de las obras más populares en Alemania durante la guerra, el drama teatral Der Hias (Heinrich Gilardone, 1917), cuyo título hace referencia a uno de sus personajes principales, muestra un coro cantando el himno nacional sobre el fondo de un pacífico paisaje de campos y bosques bañados por la luz del amanecer; a lo lejos se distingue un pueblo, a la izquierda una fábrica, mientras que en el centro, sobre una colina, crece un roble alemán; en el jardín, aparece una ametralladora.3 La patria nunca se imaginaba como Berlín o Fráncfort, ciudades de donde provenían muchos escritores y artistas; su trabajo reflejaba, más bien, la revuelta contra el industrialismo, la búsqueda de «un pedazo de eternidad» con el que la nación siempre se había representado.



3 Gilardone (1917: 85).

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La naturaleza simbolizaba lo genuino, lo triste, y también la resurrección —pero siempre, al mismo tiempo, era una inmortalidad que podía ser compartida con el soldado y que legitimaba el sacrificio—. Ese sacrificio quedaba simbolizado por los «bosques de héroes» que hemos comentado en el último capítulo.4 El simbolismo del árbol y el bosque era específicamente alemán, asociado con la naturaleza inocente. Al crear arboledas de héroes, así parece, la aldea autóctona realmente honraba a sus caídos.5 Tal memorial respondía no solo a la inocencia y la vida eterna, sino también a la continuidad histórica: el pasado nacional como una fuerza inmarcesible e inmutable era parte de la naturaleza, y por eso se intentaban escoger lugares de memoria asociados a los antiguos germanos. Los muertos iban a encontrar descanso en el mismo tipo de entorno que debía dar descanso y tranquilidad al inquieto espíritu humano. El héroe de Der Hias quiere ser enterrado en un bosque de robles una vez que se alcance la victoria, y su novia lo entiende perfectamente: «Yo también sé lo que son los espléndidos bosques alemanes». Ella no los asocia con la muerte, sino con «la primavera alemana»,6 con lo cual la obra se inserta en esa tradición literaria popular alemana en la que el bosque es símbolo de resurrección, y de la primavera que sigue al invierno. Primavera y resurrección, el bosque de robles, la naturaleza simbolizando a la nación (tales percepciones formaban una tradición que posibilitó ver la naturaleza en tiempos bélicos como una realidad trascendental para contribuir al mito de la experiencia de guerra). En todas partes, la naturaleza se conectó con el culto al soldado caído. El carácter reaccionario y retrógrado del nacionalismo moderno se reforzó con este mito, y la cercanía a la naturaleza de los soldados en guerra —por su propia condición humana y por su entorno— se percibió, al menos retrospectivamente, como algo genuino. Desde Hermann Löns hasta Josef Magnus Wehner, los escritores nunca se cansaron de proclamar la virtud de lo auténtico que la guerra sacó a la superficie. Como escribió Löns en 1910: «¿Qué es cultura?, ¿qué significa la civilización? Una fina capa bajo la cual transcurre la naturaleza, esperando a que aparezca una grieta por la



4 Véase capítulo anterior. 5 Ankenbrand (1918: 54). 6 Gilardone (1917: 33).

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que pueda inundar el exterior».7 Estas palabras se escribieron no con rabia, sino en alabanza. La guerra, en efecto, ensanchó enormemente esa grieta a ojos de muchos escritores alemanes, cuyo elogio de lo auténtico a menudo se acompañó de una exaltación de la camaradería bélica, la afinidad entre hombres que entienden el significado del sacrificio porque han vuelto a nacer, y porque han sido, en cierto modo, liberados de la superficialidad y la hipocresía de la vida moderna. Los caídos en Inglaterra, como ya vimos, también quedaron conectados con lo pastoral. Las flores de las tumbas inglesas debían recrear los camposantos de las iglesias anglosajonas, y evocar la casa y el hogar, como decía sir Frederic Kenyon, uno de los principales asesores de la Comisión de Tumbas de Guerra. De nuevo, el culto a los caídos se asocia con la escena rural. El soldado de Rupert Brooke (1914), uno de sus más famosos poemas, simboliza Inglaterra a través de «sus flores para amar / sus caminos por los que perderse», con sus ríos y su sol. Pero una nota de realismo se introduce en el informe de sir Frederic a la Comisión de Tumbas de Guerra, que marca una diferencia con las discusiones alemanas sobre cementerios militares: en Inglaterra, la idea de una arboleda de héroes, o de hacer un cementerio irreconocible, se rechaza de pleno, pues un cementerio —se dice— no es un jardín.8 Sea como fuere, la amapola con su color y belleza se convirtió quizá en el memorial más popular de Inglaterra. Se vendieron y todavía se venden rojas poppies en beneficio de la British Legion —la asociación de veteranos de guerra— el día del armisticio. La amapola era muy común en Flandes y parecía florecer incluso en medio de los paisajes destruidos por la guerra. La amapola había sido representada de manera prominente en uno de los poemas de guerra más populares escritos en 1915: «En los campos de Flandes las amapolas vuelan —entre las cruces, hilera tras hilera».9 Fue, no obstante, la costosa batalla del Somme la que realmente popularizó esta flor. Allí, el paisaje devastado y el sofocante fango del campo de batalla estallaron en el resplandor escarlata de aquellas flores.10 El simbolismo de

7 8 9 10

Citado en Mosse (1964: 26). Kenyon (1918: 7). Fussell (1975: 249). Véase Coombs (1976: 6).

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la amapola fue paralelo al de los bosques de héroes, donde los caídos se hacían parte del ciclo natural de muerte y resurrección. Muy típicamente, en Alemania, el árbol y el bosque más que la flor se asociaron al sacrificio en guerra, sugiriendo un énfasis germánico, sobre la continuidad histórica y las raíces, que es difícil de encontrar en Inglaterra. Aquí, como nos explica Paul Fussell, la tradición bucólica, medio con el que los ingleses educados y cultos afrontaron la guerra, no estuvo restringida por la necesidad constante de establecer analogías con un pasado nacional lejano. Al fin y al cabo, la amapola floreció también en el lado germano de las trincheras, pero en este fue simplemente ignorada. Tras la guerra, hubo en Alemania un intento para elevar el lirio a la categoría de flor del recuerdo por su color litúrgico, asociado con la muerte. Pero esta asociación histórica del lirio era con la muerte en general, no con la de los caídos de guerra en particular. Y, aunque muchas organizaciones particulares, como la Cruz Roja, tenían sus flores simbólicas, el día oficial de duelo (Volkstrauertag) no tendría nunca su amapola.11 La revista de la Comisión de Tumbas de Guerra alemana llegó al punto de contrastar el espíritu «trágico-heroico» de los cementerios germanos con el mar de flores utilizado por los ingleses, y aseguró que los cementerios de estos, como los de los americanos y franceses, realizaban un mero desfile de modelos con los caídos, en vez de una verdadera celebración de su sacrificio heroico.12 Semejante celebración de lo heroico no podía hacerse más que en estrecha asociación con el paisaje circundante, pues la naturaleza siempre debía contribuir a recordar a los vivos que quien ha muerto por la patria todavía vive. La utilización de la naturaleza para disimular muerte y destrucción, transfigurando el horror de la guerra, conoció su verdadero auge una vez que cesó la lucha. Su uso en ordenados y limpios cementerios militares o en bosques de héroes era una cosa; pero en los campos todavía humeantes por los combates, la naturaleza logró transformaciones a una escala mucho mayor que el mero proliferar de amapolas. Unos treinta y dos años tras la batalla de Waterloo, Victor Hugo podía encontrar todavía restos de trin-

11 Kriegsgräberfürsorge (n.º 3, marzo de 1930: 42). 12 Kriegsgräberfürsorge (n.º 10, octubre de 1932: 146-47).

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cheras, montículos y muros que habían jugado un rol importante en los combates.13 En contraste, R. H. Mottram, revisitando el frente occidental veinte años tras la guerra, solo pudo exclamar: «Toda similitud perdida, irrecuperablemente perdida». La guerra que parecía posesión «de aquellos de nosotros que hemos entrado en la mediana edad» estaba siendo romantizada por la distancia del tiempo.14 Esta visión romántica de la guerra contaba con la ayuda inestimable de los propios procesos naturales, y porque tras algún debate se permitió a los campesinos de la región continuar con su trabajo en las granjas, restaurando el paisaje devastado por la guerra. Vera Brittain describió gráficamente en 1930 lo que ella veía como una conspiración para hacer a los jóvenes olvidar el sufrimiento y terror que había pasado la generación de la guerra: «la propia naturaleza se confabula con el tiempo para engañar nuestros recuerdos; la hierba ha crecido en los cráteres de Ypres, y prados cultivados por industriosos campesinos han reemplazado aquellos campos llenos de refugios en Etaples y Camiers donde una vez cuidé de los heridos durante la gran retirada de 1918».15 Henry Williamson, al revisitar el famoso saliente de Ypres a finales de los años veinte, capturó el contraste entre pasado y presente: «monotonía de campos verdes, salpicados de granjas y casas con sus muros y tejados rojos, y una borrosa línea de poblaciones en el lejano horizonte: eso queda hoy del saliente. Pero en aquel entonces este puñado de millas era más deforme que la masa sin cocer del pudding de Navidad». Igualmente Ypres, que fue una ciudad en ruinas, parecía ahora «limpia, nueva y medioinglesa».16 Estas impresiones posbélicas en una antigua zona de guerra rehabilitada tienen que sumarse a los ordenados, bien plantados y uniformes cementerios militares que había por la región. Esto fue lo que vieron posteriores peregrinos que iban a los campos de batalla, para disgusto de muchos. Un escritor del Morning Herald de Sydney, Australia, notó con desaprobación que, con pocas excepciones, Francia había ocultado sus cicatrices bajo campos de trigo y lustrosas amapolas.17 Esta era la impresión que los

13 Hugo (1967: libro 2, capítulo 16). 14 Mottram (1936: 1, 44). 15 Berry y Bishop (1985: 210). 16 Williamson (1929: 33, 59). 17 Morning Herald, Sidney, 25 de noviembre de 1927, colección de recortes de prensa del Australian War Memorial.

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turistas curiosos debieron llevarse de los campos de batalla, y que los peregrinos lamentaban. Las reacciones de los alemanes eran similares, pero también diferentes. A ellos también les parecía que los campos habían sufrido una limpieza, en el frente occidental y en el oriental. Muchos jóvenes, según cuenta el relato de un tour por un frente de batalla del este, realizado en 1926, se quedaron decepcionados porque esperaban ver cráteres, trincheras y fortalezas devastadas. La naturaleza lo había cambiado todo. Ahora, había que poner a trabajar la imaginación si uno quería estremecerse a la vista de los viejos campos de batalla. Inicialmente, al visitar los antiguos frentes, «se establece un diálogo con los muertos», pero al final el júbilo supera a la lamentación: «Heroísmo y lealtad —¿puede haber un don más excelso?». A medida que la pena cede paso a la alegría, el peregrinaje al campo de batalla se amolda a los fines patrióticos de la nación derrotada, mientras los terrenos del combate se desvanecen en la imaginación, frente a la imagen positiva de los campos en recolección. Al final, lo pastoral nos devuelve el espíritu de la guerra, mientras los muertos vuelven a la vida.18 Mientras los escritores ingleses que veían cómo los campos de batalla se habían transformado lamentaron este cambio como si fuese una gran pérdida personal, los alemanes se apresuraron a superar la transformación mediante fantasías patrióticas, haciendo que sus experiencias fuesen absorbidas por la comunidad nacional. La naturaleza, en todo caso, sirvió para disfrazar el horror de la guerra con una combinación de orden y belleza, obvia en los campos reconstruidos de Flandes. Este nuevo paisaje sería una parte vital del mito de la experiencia de guerra: significaba que el recuerdo se podía combinar fácilmente con la superación. Si la naturaleza permitió mediar entre la realidad de la guerra y su aceptación, no lo hizo aisladamente, sino mano a mano con lo cristiano y lo clásico, y a través de un proceso de trivialización sobre el que tendremos ocasión de regresar. En los bosques de héroes y en los campos de Flandes se utilizó la naturaleza para maquillar las cicatrices de la guerra, y para crear un vínculo significativo entre luchar y morir, por un lado, y los ritmos

18 Der Bergsteiger. Deutscher Alpenverein (octubre de 1938 - septiembre de 1939: 583).

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cósmicos de la naturaleza por otro. Esta mediación alimentó el mito de una guerra sublimada por la gloria y la camaradería que daba un sentido superior a la vida. La apropiación de la naturaleza, que había permitido alejarse de la modernidad e ir hacia una definición de la autenticidad y de lo genuino, formaría parte integral del mito de la experiencia de guerra.

II Fue sobre todo la nación la que se benefició de la apropiación de la naturaleza: al hacerse con un fragmento de eternidad a través de la identificación de lo natural con la guerra, la nación se espiritualizó. Si el mito enmascaraba la guerra, fue la nación y su experiencia bélica, presente y futura, las que se beneficiarían del proceso. Pero en el mito de la experiencia de guerra la mediación de la naturaleza implicaba simultáneamente el dominio del hombre. Si este era parte del inmutable ritmo del universo que daba sentido a su sacrificio, también estaba destinado a dominar la naturaleza, reafirmando su individualidad incluso en medio de la guerra y la sociedad de masas. Los símbolos de la dominación e individualidad humana bañan el mito de la guerra. Si las montañas «sagradas» (como el Kyffhäuser en Alemania, por ejemplo) habían simbolizado la nación desde hacía tiempo, así como la fuerza de voluntad, simplicidad e inocencia del hombre, ahora durante la guerra representarían sobre todo la revitalización de la fibra moral del Volk. Las montañas no siempre habían servido esta función. En los siglos xviii y xix habían sido símbolos poderosos de libertad individual, aunque también habían llegado a simbolizar la liberación nacional, un aspecto mágico que, como veremos, predominaría durante la guerra. Para cuando terminó la guerra, el montañismo se identificaba en Alemania con una cierta experiencia interior y con una actitud moral que reflejaba la fuerza y pureza de la nación. Los clubs alpinos alemanes abogaron por tales ideales para justificar su actividad. Si en 1922 Ernst Jünger escribía un libro llamado La guerra como experiencia interior, en 1936 el Club Alpino Alemán, repitiendo un eslogan prebélico, asimismo escribió sobre el «montañismo como expe-

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riencia interior».19 Incluso a la altura de 1950, había quien hablaba de este deporte como si fuese un asunto de moralidad y buen comportamiento (Gesinnung und Haltung).20 Desde el siglo xix, el montañismo había promovido la imagen del hombre dedicado a la nación y a una vida decente y virtuosa. Louis Trenker, que en la Alemania posbélica hizo mucho por popularizar este idealismo a través de sus libros y películas, escribió en sus memorias que la gente mala y mezquina por norma no escala montañas.21 La mística de las montañas se puso de relieve en el frente de los Alpes, en Austria e Italia. Pero tras la guerra, y en la derrota, su gloria se difundió por Alemania también. Mucho antes del conflicto, Italia, de manera natural, había tratado a sus tropas alpinas como una elite militar, y a las montañas como fonte purissima di spiritualità.22 Muy típicamente, poco después de la guerra, el Club Alpino Italiano lanzó una «declaración alpino-patriótica» que identificaba el amor a las montañas con la grandeza nacional.23 Una conexión muy parecida se estableció en Austria, donde recordando la guerra pasada, el líder del Club Alpino Austriaco mencionó cómo la memoria de las blancas cumbres de los Alpes nevados le habían dado esperanza en su trinchera; para él, aquellas montañas simbolizaban un elitismo que elevaba al individuo por encima de las masas y del materialismo: quien conquista la montaña tiene que ser guardián de su inocencia e impedir que el templo se convierta en un mercadillo donde todo se vende.24 Los «altos altares de plata», las montañas nevadas, eran en sí mismas un pedazo de eternidad donde el tiempo se detenía; quienes conquistaban sus cumbres recibían como recompensa el don de la eternidad. Herbert Cysarz, un ilustre historiador y crítico literario derechista, escribió en 1935, en nombre de la Asociación Alpina Alemana, que el hombre va en busca del mito, y que las montañas, como el Volk mismo, representan la conquista de espacios eternos donde no hay lugar para la

19 583). 20 21 22 23 24

Der Bergsteiger. Deutscher Alpenverein (octubre de 1938 - septiembre de 1939: Erhardt (1950: 54). Trenker (1959: 77). Prada (1972: 8). Prada (1972: 94). Meyer (s. f.: 206-207).

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hipocresía, la debilidad y la fealdad. Cuando Cysarz contempló las tumbas de guerra en el frente de los Alpes, visualizó a los caídos circulando por los cielos, magníficamente libres, resucitados de lo que llamaba la basura de las calles urbanas. Aquí, de nuevo, se daba rienda suelta al antimodernismo, fluyendo con fuerza el deseo de un acceso inmediato a lo sagrado, a los espacios amplios y abiertos del cosmos. Las montañas, nos dice Cysarz, dejan muy atrás la cultura mundana. El tiempo se detiene.25 Volvemos a lo auténtico, a la apropiación del «fragmento de eternidad» a través de la naturaleza, y también a la regeneración individual y nacional mediante la conquista y la dominación. El hombre idealizado ocupa de nuevo el centro de la escena: él es patriota, resuelto, sencillo y bello. Que los alemanes de posguerra asociaran este tipo de hombre con la estrella cinematográfica Louis Trenker no era casual. La inmediata posguerra en Alemania presenció una verdadera ola del llamado cine de montaña (Bergfilm), que servía de contrapunto a la derrota y la desorientación social, política y económica. Tales filmes presentaban un mundo saludable y feliz sin las heridas de la guerra; eran un elogio a la «belleza de la naturaleza inmaculada». Un periódico de Berlín dijo a sus lectores en su reseña de En tormenta y hielo (In Sturm und Eis, 1921), una de las más famosas películas de este género, que las montañas y glaciares, «el victorioso esplendor de la naturaleza intocada», hacían parecer la realidad contemporánea, con todas sus cargas mundanas, diminuta e insignificante.26 A menudo se decía que estas películas eran «castas», pues llamaban a la virtud y a la inocencia frente a la ciudad, morada del vicio. El mito de la montaña como Arcadia no hacía referencia a los campos de flores o a las iglesias de las aldeas, sino a una inocencia que implicaba dureza, dominación y conquista entre individuos y naciones. Adolf Franck, el primero en realizar cine de montaña desde 1919, «descubrió» a Louis Trenker y a Leni Riefenstahl. Mientras Trenker pronto comenzó a hacer sus propios filmes, Riefenstahl llegó a influir mucho en las películas de Franck, en las cuales se identificaba la naturaleza con la

25 Cysarz (1935: 53, 79, passim). 26 Der deutsche Film (14 de octubre de 1921: n.º 41, 4); Film und Presse (1921: n.º 33-34, 311).

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belleza y fuerza humanas. Riefenstahl iba a seguir su ejemplo en sus documentales nazis y especialmente en sus reportajes de las olimpiadas de 1936, que muestran bellos cuerpos humanos sobre una naturaleza igualmente impresionante y bonita. «Belleza, fuerza y destino» se identificaban, escribió la cineasta en 1933, al comentar su contribución a este género. De hecho —continuaba— los románticos valles verdes, la magia de su quietud y los fríos lagos de montaña, la profunda soledad, y la lucha eterna por conquistar las cumbres eran los cimientos de una vida vital, fogosa y bonita.27 Romanticismo y victoria, lucha y dominación: eran ideas fácilmente transferibles desde este género cinematográfico, que no tenía ninguna clara orientación política hasta que Riefenstahl y Franck evidenciaron su compromiso nacionalista durante el periodo nazi. La eternidad, la quietud de las montañas como símbolo de la dominación sobre la temporalidad, siempre estuvo presente en esta fase artística de Riefenstahl: la apropiación de la eternidad contrastaba con la inquietud de la vida sobre la tierra. Escribió Riefenstahl: «Lo que nos enerva en casa no se comprende desde la montaña. Allí reinan otros valores; no hay teléfono, ni radio, ni correo, ferrocarril o motocarro. Y lo más revelador: allí se nos devuelve el tiempo, con él toda nuestra auténtica vida».28 Louis Trenker, que compartía estos ideales, los expresó de manera idéntica: «Los humanos van y vienen, pero las montañas permanecen».29 En efecto, cuando Trenker describe la guerra sobre los Alpes, el silencio de la cordillera y de las gentes que habitan en sus valles contrasta con el fragor del combate. Ese silencio —dice Trenker— simboliza el hombre en paz consigo mismo, tan diferente de la nerviosidad del individuo en la ciudad.30 Los montañeses, héroes de los libros y películas de Trenker, son hombres de pocas palabras, leales, honestos y fuertes: quienes viven en la «fortaleza alpina» se acercan al tipo ideal alemán. Así, el linaje campesino del teniente Wurche en la obra de Flex Der Wanderer zwischen beiden Welten reproduce el mismo ideal, ya que el personaje se desmarca de la agitación y las tentaciones de la civilización industrial para ejemplificar las raíces eternas de la nación.

27 28 29 30

Riefenstahl (1933: 25). Riefenstahl (1933: 113). Trenker (1931: 267). Trenker (1931: passim).

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Para Trenker, los montañeses austriacos luchaban su particular guerra contra el invasor italiano: «hombre contra hombre». Esta no era una guerra de material, sino de combates individuales no carentes de caballerosidad, pues los soldados tiroleses que luchaban en el ejército austriaco y los alpini italianos se mostraban mutuo respeto. La lucha en las montañas se conectaba a la guerra aérea, pues allí también el concepto de caballerosidad se utilizó para recordar un ideal de guerra tradicional, preindustrial, que facilitaba la aceptación de la guerra tecnológica. Italo Balbo, aviador y líder fascista, lo dijo claramente: «A través de su aviación, Italia ha recuperado para la guerra al caballero de antaño».31 Muchos alemanes durante y después de la guerra enaltecieron las batallas en el cielo por ser ejemplarmente honestas, propias de una elite frente a las masas. A diferencia de los aviadores de guerra, sin embargo, quienes lucharon en las montañas no siempre se entendieron como una elite política; no se pensó que los bravos tiroleses acabarían gobernando sobre hombres y naciones. Su callada resistencia era diferente del atrevimiento de los pilotos, aunque ambas representasen un mundo sano, y ambos se apropiasen una parte de la eternidad para escudarse frente a lo moderno. La posición política personal de Trenker fue ambivalente. Su devoción por la lucha tirolesa por la liberación nacional frente a los italianos (el Tirol había sido anexionado por Italia tras la guerra), lo llevó a filmar primero El rebelde (Der Rebel, 1931) y luego El demonio de fuego (Der Feuerteufel, 1940), en donde se sugerían paralelismos entre la revuelta popular contra Napoleón y contra el Tercer Reich. Esta película le costó a Trenker el apoyo de Adolf Hitler, que había sido uno de sus más ardientes admiradores. El Führer estaba contento de ver la revuelta tirolesa contra los italianos en El rebelde, pero temía toda glorificación de las rebeliones populares.32 Trenker intentó entonces recuperar el favor del Führer. Su novela Hauptmann Ladurner (1940), que glorificaba a un grupo de excombatientes empeñados en destruir una República de Weimar supuestamente corrupta, fue publicada por una editorial nacional-socialista. Las actitudes contradictorias de Trenker respecto al nazismo reflejan el simbolismo del deporte alpino, en el que tienen lugar tanto la libertad humana como las

31 Citado en Italiander (1942: 127). 32 Trenker (1942: 55).

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raíces nacionales. Al final, no obstante, la imagen preindustrial de gloria, del tipo de gente que vivía en los valles y escalaba las cumbres, restringía el ideal de libertad. Claramente, el mito de las montañas significaba estabilidad en medio del cambio, pues el valor individual se oponía al materialismo de las masas, y porque exaltaba las mismas virtudes que el nacionalismo: dureza, lucha, honestidad y lealtad. La «montaña sagrada» simbolizaba la nación, y no era necesario señalar ninguna en particular: la imagen de los Alpes nevados era suficiente. Louis Trenker escribió durante la República de Weimar que la juventud encontró en las montañas lo que no podía ya encontrar en la pacifista y filistea Alemania de tiempos de paz: la batalla en medio del peligro constante, la lucha al borde de la muerte, gestas heroicas y difíciles victorias.33 La conquista de la montaña como experiencia sustitutiva de la guerra en tiempos de paz es a lo que finalmente condujo la mística del montañismo que cautivó a tantos alemanes en un mundo posbélico agitado y hostil. En las montañas como en el llano, la naturaleza cubría las heridas de la guerra. Trenker, en la que quizá fue su novela más famosa, adaptada luego al cine, Fuego en las montañas (Berge in Flammen, 1931), relata cómo se estaban curando las heridas abiertas por la guerra en las montañas. Pero a diferencia de quienes se sentían ofendidos por la transformación de los campos de batalla en Flandes y las llanuras orientales, los excombatientes de la guerra de montaña fueron indiferentes a estos cambios. Allí, el paisaje siguió siendo un símbolo potente del significado de la guerra entre naciones, un conflicto que los hombres podían captar y entender. Los símbolos, al fin y al cabo, tienen que ser concretos y tangibles para que la mayoría pueda comprender lo que expresan. Las montañas, pues, más que las masas de hombres y tanques de los frentes, cumplieron con esta función simbólica.

III A la conquista de las montañas como parte del mito de la experiencia de guerra tenemos que añadir la conquista de los cielos. El avión estaba todavía en su infancia durante la guerra, aunque ya en 1909 una

33 Trenker (1931: 267).

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encuesta francesa había revelado que la juventud admiraba a los pilotos más que a cualquier otro profesional.34 Desde el principio se consideró a los pilotos de una manera diferente a la de, por ejemplo, los ingenieros ferroviarios, aunque también estos ejerciesen control sobre los productos de la moderna tecnología. Ciertamente, la aventura de volar, la conquista de la velocidad y el espacio, la soledad del piloto, eran ingredientes para el mito, y la conquista del cielo, donde estaba la morada de los dioses desde la que descendían a la tierra, siempre había tenido una importancia vital en la mitología humana. Más que cualquier otro adelanto de la modernidad, el desarrollo de la aviación vino acompañado de un distintivo elitismo, que luego devendría político; se trataba de una elite personificada por los «héroes del cielo» de la Primera Guerra Mundial, y por los autores Antoine de Saint-Exupéry y Charles Lindbergh durante el periodo de entreguerras. Y es que el avión ejemplificaba de manera especial el miedo atávico a una tecnología innovadora que las gentes deseaban tanto como les estaba prohibida. La mística que creció en torno a la aviación —con pilotos vistos como una elite defensora del pueblo y de la nación frente a una modernidad desalmada e impersonal— proporcionó un aura mítica a la tecnología moderna. Max Nordau en 1892 había condenado rotundamente el ferrocarril por la degeneración nerviosa que provocaba en los hombres, poniéndoles nerviosos y distorsionando su visión del universo. La constante necesidad de adaptarse a nuevas circunstancias, la nueva velocidad del tiempo, amenazaba con destruir la claridad de miras y la vida limpia: ese orden burgués bajo el cual, según creía Nordau, todo progreso político y científico ya se había alcanzado.35 El avión era, obviamente, un peligro mayor que el tren, porque permitía al hombre conquistar espacios ocultos y desafiar a los dioses. La aviación no contribuyó a desmitificar el mundo, al contrario, extendió los mitos sobre la naturaleza, sobre la nación, y sobre las llamadas elites naturales, que eran sus guardianes. Los héroes del aire, se decía, eran como los guerreros fantásticos de Edda,36 como los dioses y héroes de las leyendas germánicas que también luchaban por los aires. No había riesgo de que la

34 Christadler (1978: 193). 35 Nordau (1968: 39, 41). 36 Supf (1958: vol. 2, 339).

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nueva máquina se deshiciese de su piloto y se lanzase al espacio desconocido, porque el hombre, creador del mito, dominaba todo. El avión se convirtió en símbolo de la salvación nacional antes en Francia que en Alemania. ¿Acaso Gambetta no había huido de París en un globo durante el asedio prusiano de 1871? Y ¿no era natural transferir la idea de «la République monte au ciel» (‘la República asciende a los cielos’) del globo al aeroplano? En la literatura infantil francesa de preguerra, el avión simbolizaba la seguridad nacional y la revanche contra Alemania.37 Si bien este otro país también estaba fascinado con volar, y la aviación —como el montañismo— se convirtió en una mística nacional, en el periodo prebélico el aeroplano quedó relegado a un plano secundario, dada la mayor preocupación que existía por desarrollar una flota naval. La mayoría de alemanes veía la actividad de volar como una simple aventura o deporte. No obstante, los pilotos aéreos pronto simbolizarían una nueva élite en casi todas partes. Cuando H. G. Wells oyó en 1909 que Blériot había cruzado el canal de la Mancha, declaró que esto significaba el fin de la democracia natural. De ahora en adelante, el liderato pertenecía a quienes hubiesen demostrado de esa manera su conocimiento, osadía y coraje.38 Mucho antes de la Primera Guerra Mundial, pues, al piloto ya lo rodeaba un halo de misterio: controlar un avión ya no solo era una proeza técnica, sino un logro moral. A menudo se decía, y no solo en Alemania, que la lucha del avión contra los elementos no dependía de la superioridad técnica, sino de las cualidades morales del hombre sentado a los mandos: el «nuevo hombre» símbolo de todo lo mejor de la nación. Los soldados de a pie, escribió Stephen Graham tras el fin de la guerra, no veían en el aeroplano un mero artilugio mecánico, sino una victoria humana sobre lo material.39 Los autores de esa victoria eran «caballeros del cielo», pues las cualidades morales del piloto de guerra se asociaban a la imagen popular de la caballería del medievo. Aquí también se enmascaraba la realidad no solo mediante la conquista de la naturaleza, sino convocando además un ideal medieval, como se había hecho con la substitu-

37 Christadler (1978: 191). 38 Wells (1926: vol. 20, 23). 39 Graham (1921: 121).

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ción de la espada por el rifle en los monumentos de guerra.40 El hecho de que el piloto estuviese solo en el cielo y luchase hombre a hombre por encima del fragor del combate sugería una conexión entre la aviación y la lucha cuerpo a cuerpo de los caballeros armados.41 Como los montañeros, esos caballeros del cielo eran leales, honestos y tenaces, y en mayor medida que los guerreros de la montaña, eran respetuosos con el enemigo. Oswald Boelcke, uno de los más famosos ases de la aviación alemana de la Primera Guerra Mundial, no fue el único en lanzar desde su avión coronas de laurel tras las líneas enemigas para así rendir saludo a un bravo oponente liquidado en combate. Aviadores ingleses y franceses honraron a sus rivales alemanes de una manera similar. Además, cuando un piloto enemigo era derribado y capturado, a menudo disfrutaba de la hospitalidad del escuadrón aéreo local antes de ser hecho formalmente prisionero.42 Muchos años después, la fuerza aérea nacionalsocialista afirmó orgullosamente que Boelcke nunca habría atacado a enemigos indefensos.43 A través de este tipo de imaginería caballeresca, la guerra moderna se asimilaba, integrada en el deseo de un mundo más feliz y saludable, donde la espada y el combate individual reemplazaban a la ametralladora y el tanque. Entre los pilotos aéreos militares, el individualismo y la caballerosidad sobrevivieron tanto en el mito como en la realidad. Este individualismo implícito en volar forzó a los aviadores a volverse más introspectivos, como Eric Leed ha señalado acertadamente.44 Volar significaba también algo más que ocupar un puesto de observación por encima de la batalla: significaba conquistar el cielo (una insinuación de la eternidad, lo que a su vez evocaba lo preindustrial, la inocencia y lo bucólico). Si los pilotos simbolizaron la lucha contra la modernidad, también ejemplificaban esa camaradería y entusiasmo juvenil que caracterizaron el mito de los voluntarios de 1914. Los endurecidos pilotos, se decía en Alemania durante la guerra, eran en el fondo todavía unos chicos. Su ca-

40 Véase capítulo anterior. 41 Schaffer (1931: 19). 42 Véase una descripción de estas costumbres en Molter (1918); para Alemania, véase «Die letzten Ritter: Ein Vorwort», en Schaffer (1931). 43 Flieger (1934: 40-41). 44 Leed (1979: 137).

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maradería bélica era única.45 En todas las naciones, los pilotos tenían siempre el rango de oficial, todos eran voluntarios y ninguno conscripto; además, los escogidos para este cometido normalmente se habían distinguido primero en la infantería. Muy característicamente, en Francia e Italia un buen número de pilotos provenía de las elitistas tropas alpinas. Se trataba, pues, de una elite militar basada en el hecho: imbuidos por el espíritu del voluntariado, los pilotos se habían probado en combate y eran prácticamente iguales en rango; mantenían una camaradería juvenil, ardiente y entusiasta. A estas cualidades se unían una serie de virtudes que escaseaban en el mundo moderno. Si los hombres malos no escalaban normalmente montañas, los virtuosos —aquellos que tenían coraje, eran honestos, leales y castos, dispuestos para el sacrificio de sus vidas por una causa superior— dominaban los cielos. La apariencia externa era señal de virtud interior. El biógrafo de Boelcke enfatiza que sus ojos eran azules como el acero, lo que testimoniaba su honestidad y determinación.46 Se trataba de acicalados jóvenes cuya caballerosidad implicaba desprecio por las masas y por todo lo que fuese degenerado y débil; simbolizaban un nuevo orden caballeresco germánico. Con todo, también ejemplificaban con otros términos la «nueva raza de hombres» que Ernst Jünger había visto emerger de las trincheras.47 Semejante estereotipo se convirtió, durante y después de la guerra, en la imagen de la verdadera masculinidad. Sumándose a las imágenes caballerescas, la metáfora de la caza se usó frecuentemente para describir la guerra aérea. Las memorias del as más famoso de la aviación alemana, Manfred von Richthofen, comparan constantemente el frente con un «coto de caza» y al piloto con un cazador. De hecho, Richthofen había sido un aficionado a la caza en tiempos de paz, y podía interrumpir temporalmente su cacería en los cielos para dedicarse a abatir faisanes en tierra. La imagen de la caza conectaba el combate aéreo con el deporte más aristocrático que había divertido a las antiguas élites en tiempos de paz, y que ahora ocupaba a la nueva élite guerrera. Richthofen tenía el cuidado de distinguir, con todo, su «alegría por la guerra» de cual-

45 Kühnert (s. f.: 13). 46 Werner (1932: 10). 47 Véase capítulo 8.

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quier otro deporte, pues aunque conservase la caballerosidad, esta era una caza cuyo propósito era matar enemigos humanos.48 Por su parte, los ingleses, más que los alemanes, aplicaron la metáfora del deporte a la guerra aérea. El ideal de juego limpio estaba mucho más enraizado en Inglaterra que en Alemania, siendo parte integral de la educación en las public schools de élite, de las que procedían casi todos los pilotos británicos. Igualar la guerra aérea con la caza —y por tanto el piloto y el avión con el jinete y su caballo— daba una dimensión humana y familiar al vuelo. Así se trascendía de nuevo la tecnología, con lo que la guerra era más fácil de afrontar y soportar. La guerra en el aire fue un examen de caballerosidad y de coraje, en el que los ases de todas las naciones demostraban su pericia de cazadores ante las «minúsculas masas». En la literatura sobre aviación durante y después de la guerra se afirmaba constantemente que los «capitanes de los cielos» se sacaban de encima los nervios y se olvidaban de la velocidad del tiempo. Como vemos, esto nos devuelve al simbolismo del montañero, cuya apropiación de lo eterno, recordaremos, implicaba el silencio, la estabilidad, la camaradería y el autosacrificio. Antoine de Saint-Exupéry, que continuó desarrollando la mística de volar entre ambas guerras mundiales, argumentaba que el piloto tenía que ser juzgado según la «échelle cosmique», la escala cósmica, y que al igual que el campesino sabía leer las señales de la naturaleza; el aviador reunía las tres «divinidades elementales»: las montañas, el mar y el trueno.49 En su obra Tierra de hombres (La Terre des hommes, 1939), el escritor francés resumió los mitos de volar: muerte sin miedo, entusiasmo juvenil, cumplimiento del deber, y camaradería. Aunque él mismo se decía demócrata, en realidad Saint-Exupéry subrayaba la dimensión metafísica de las virtudes preindustriales, atacaba la adquisición de bienes materiales e implícitamente exaltaba un elitismo igual al de los pilotos de combate.50 La inmensa popularidad de este libro en Francia, Inglaterra y los Estados Unidos —todas ellas democracias parlamentarias— era resultado del ansia de un liderazgo mítico y nacional. Por otro lado, la vida y pensamiento de

48 Richthofen (1917: passim). 49 Saint-Exupéry (1959: 169, 154). 50 Para más información sobre la mística de volar en el periodo de entreguerras, véase Mosse (1980: 230-232).

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Charles Lindbergh proporciona otro excelente ejemplo de cómo la mística de la aviación podía transformarse en aspiraciones nacionales. Su lista de sesenta y cinco cualidades morales51 era un resumen de virtudes burguesas, yuxtapuestas al espíritu de aventura y caballerosidad. Las cualidades morales que representaba como aviador se identificaban con valores específicamente americanos, que una elite intentaba proteger frente a una horda de inmigrantes que llamaban a las puertas del país. La mística de volar, entonces, se asociaba con una élite que, en los Estados Unidos, era exclusivamente anglosajona y sustancialmente no democrática. Mussolini sintetizó el mito del aviador cuando afirmó que volar era la propiedad de una aristocracia espiritual.52 Los hombres malos no escalan montañas; tampoco —podría añadirse— conquistan los cielos. Todas estas percepciones de la naturaleza —de verdes praderas y limpios paisajes, de montañas rugosas y azules cielos— ayudaban a hacer la guerra más aceptable, disfrazándola y enmascarando su muerte y destrucción. La naturaleza proporcionaba silencio, descanso y valores eternos en medio del incesante movimiento bélico; pero, además, simbolizaba la acción: aventura, conquista, dominación y victoria final. Así contribuía a seguir camuflando la realidad de la guerra, atribuyéndole significados y metas por las que luchar. En Alemania este simbolismo ayudó a hacer parecer irrelevantes las pérdidas causadas por la guerra; la continuidad vital de las montañas y cielos permanecía, y con ella el deseo del hombre de expresar su virtud y hombría a través de la conquista y la dominación. El mito y la gloria de las montañas tenían profundas raíces en el pasado; para cuando empezó la Primera Guerra Mundial, el montañismo ya era un deporte popular. El piloto se había convertido en un objeto de admiración una década antes. La naturaleza podía cumplir su función simbólica en la guerra porque existía esa tradición en todas las naciones. La guerra, sin embargo, dio una nueva relevancia y una novedosa dimensión política a esos mitos, ya que conectó, más estrechamente que nunca, la naturaleza con el nacionalismo, así como con un elitismo político que sería fácilmente absorbido por la derecha política europea.

51 Mosley (1977: 93). Para un excelente comentario de Lindbergh como «hombre nuevo» que resume el ambiente posbélico, véase Eksteins (1989: 242 y ss.). 52 Citado en Italiander (1942: 137).

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Aunque fueron diversos los usos de la naturaleza que hemos comentado, los mitos naturales apuntaban al pasado, no al futuro. Los hombres asociaron muy comúnmente la «eternidad» y la «inmutabilidad» con las imágenes de días pasados, y con una inocencia perdida. Estos mitos retrospectivos eran relativamente inocuos en una nación victoriosa, pero servirían para reforzar el fascismo en Italia y para legitimar las ideas nacionalistas o völkisch en Alemania. Cuando la nostalgia se combinaba con la búsqueda del poder, la Arcadia dejaba de ser inocente e inofensiva. El mismo día que Flex y Wurche pasaron lejos del frente, disfrutando del estanque y los campos vírgenes bañados por el sol, Wurche observaba su espada: «¿Es bonita, amigo mío, verdad?».53 Con todos sus elogios de la virtud y el silencio, Trenker y Riefenstahl vinculaban la introversión a la búsqueda de dominación. Dotado de estas mismas virtudes, el aviador conquistaba el cielo y se transformaba en un cazador de hombres. Seguramente, este uso de la eternidad y la virtud es un adelanto de lo que haría la derecha radical de entreguerras, con su creencia de que para apropiarse de la eternidad y preservar las virtudes había que destruir al enemigo político y expulsar a la raza inferior. Los nacionalistas apelaron a la inmutabilidad y a los valores que simbolizaba la naturaleza; los pretendieron monopolizar y negarlos a todos los demás. ¿Acaso había en la Alemania de entreguerras una Vera Brittain, que podía caminar por el New Forest cerca de Londres, inspirada por la naturaleza, abrazando al mismo tiempo el patriotismo y el pacifismo?54 Cuando experiencia de guerra dejó de estar presente en la vida diaria —tanto en el frente como en la retaguardia—, las mentes de los hombres se dirigieron hacia un pasado mítico, hacia lo «auténtico» que conseguía congelar el paso del tiempo. Pero el hecho de trascender la realidad mediante la naturaleza, el culto del soldado caído y las memorias de la camaradería no fueron los únicos métodos para hacer frente a la experiencia bélica: también el proceso mundano de trivialización podía quitarle a la guerra su aguijón.

53 Flex (s. f.: 47). 54 Berry y Bishop (1985: 235).

Capítulo 7

EL PROCESO DE TRIVIALIZACIÓN

I La memoria pública de la guerra se apropió de la religión y la naturaleza, fuerzas que siempre habían servido para edificar a los hombres y mujeres. Pero el recuerdo de la guerra también se neutralizó a través de un proceso de trivialización, que minimizó la guerra hasta convertirla en materia corriente y común, dejando de ser algo tremendo y aterrador. Ya se tratase de una carcasa de proyectil usada como pisapapeles, una armónica con forma de submarino, o un cojín con la efigie de Hindenburg, estas insignificancias tuvieron un propósito definido durante y después de la guerra (véase imagen 2). Este uso de objetos triviales con el fin de conservar recuerdos agradables, o al menos emocionantes, no era nuevo; siempre había sido una manera con que la gente recordaba y, al mismo tiempo, ejercía un control sobre la memoria. Los objetos de bric-à-brac en los hogares de clase media, y también de clase obrera, no eran una mera decoración, sino además un depósito de recuerdos. Durante la guerra un crítico llamó a estas baratijas «memorias inapropiadas»: igual que en tiempos de paz uno podía decorar los vestidos con corazoncitos y palomas, ahora uno utilizaba balas y cruces de hierro, envileciendo así la experiencia de guerra.1



1 Mittenzweig (1916: 402).

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El proceso de trivialización no ha sido investigado todavía. Aunque no trascendiese la guerra, a través de él también se disimulaba y controlaba su realidad, contribuyendo de esta manera a su mitificación. Trivializar era un modo de sobrellevar la guerra, sin exaltarla ni glorificarla, pero haciéndola familiar, una manera de filtrarla y dominarla que estaba al alcance de muchos. La trivialización resultaba evidente no solo en la literatura cursi y barata, sino también en postales fotográficas, juguetes, juegos y en el turismo en los campos de batalla. La gente escogía a su antojo qué objeto convertir en recuerdo personal, dándole algún valor sentimental o considerándolo bonito o divertido. Lo mismo cabe decir de las postales que se enviaban, los juegos que se jugaban, y las representaciones teatrales que se decidía ir a ver. El catálogo de objetos triviales de la exposición alemana «Guerra, Volk y arte», promovido por la Cruz Roja en 1916, refleja de manera impresionante la trivialización de casi todos los aspectos de la guerra. Por ejemplo, la Cruz de Hierro —la más alta condecoración militar— aparecía en alfileteros, cajas de cerillas y envoltorios de caramelos de menta; en una caja de cigarrillos se reproducía una trinchera; había soldados uniformados en forma de tinteros o convertidos en muñecos para jugar en la bañera. Aquella obra también mostraba los usos banales de carcasas de proyectiles, cartuchos y cascos de acero.2 Tras la guerra, muchos de estos objetos se vendieron a peregrinos o turistas en los antiguos frentes. Uno de los salones de la exposición se dedicó a exhibir «evidencias de mal gusto en tiempo de guerra», y toda la muestra en general intentó condenar semejante trivialización como algo indigno de ser considerado arte. Esta condena, no obstante, no detuvo la producción masiva de ese tipo de artefactos; la cultura popular nunca había respetado la separación entre lo sagrado y lo profano. La exposición se dedicaba a contraponer lo trivial a lo sagrado, y su sección final se dedicó a mostrar la manera respetuosa en que se debería recordar a los caídos. Quizá, esta conciencia del peligro de trivializar el culto al soldado muerto está conectada con la oposición a producir de manera masiva monumentos y lápidas funerarias, que hemos comentado anteriormente.3

2 Krieg, Volk und Kunst (1916: 46-50). 3 Véase capítulo 5.

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El tiempo libre también se dedicaba a recordar la guerra. Juegos de salón de todo tipo se apoderaron de los temas bélicos. Francia tenía una larga tradición de este tipo de actividades que reflejaban controversias políticas. Tras la derrota francesa de 1871, por ejemplo, un «juego de la oca» imponía una penalización si los dados hacían aterrizar una ficha en Bismarck o en los prusianos. A finales de siglo se diseñaron juegos de mesa antimasónicos y antisemitas. Este tipo de juegos estaban predestinados a ser pasto de la propaganda, pues sus casillas se prestaban a cualquier cosa.4 Así, durante la guerra, el juego Le châtiment (‘El castigo’) incluía la figura de Marianne representando Francia, con un puñal en la mano, persiguiendo a Guillermo II por el tablero. Los rompecabezas se unían a esta fiesta, retratando cualquier evento desde el hundimiento del Lusitania hasta la ejecución de un niño pequeño francés a manos de los alemanes (porque tenía un rifle de madera), o hasta el acoso de Marianne por parte de un soldado alemán que simbolizaba el ataque sobre Francia en 1914.5 Estos tableros politizados existían indudablemente en otras naciones, pero parece que fueron especialmente populares en Francia. El uso de estos juegos puede haber facilitado la aceptación de la guerra, sin embargo, eran de mucha menos importancia que otros objetos presentes en la vida diaria. Las postales eran uno de los instrumentos más importantes de trivialización, pues eran el principal medio de comunicación incluso en aquella época de predominio de la escritura de cartas. Entre la retaguardia y las trincheras eran a veces el único medio posible para mantener el contacto. En estas postales, enviadas en gran número, se proyectaba de manera efectiva la imagen de la guerra. La postal fotográfica se había inventado probablemente en Berlín en la década de 1870,6 y su éxito instantáneo se reprodujo por toda Europa. El número exacto de postales impresas es difícil de conocer, pero se ha dicho que solo en Francia durante 1910 se publicaron 125 millones,7 y que Alemania durante la guerra produjo 9 millones de ellas al mes.8 Estas postales tempranas utilizaban

4 Véase d’Allemagne (1950: 33, 45, 215). 5 Estos puzles pueden verse en la colección del Museo de la Educación, Instituto Pedagógico Nacional, París. 6 Pignotti (1985: 7). 7 Rapisarda (1983: 9). 8 Jones y Howell (1972: 11).

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dibujos manuales en su mayoría.9 Posteriormente, se utilizaron grabados y fotografías, aunque fotos reales fueron poco comunes hasta después de la guerra. Las postales proveían a la imaginación popular de decoraciones a menudo muy elaboradas, dibujos a color, y textos ilustrados de poemas o refranes famosos. Fotografías cuidadosamente escenificadas también formaban parte del repertorio: desde escenas de batalla a retratos de mujeres bonitas. En resumen, no había casi ningún aspecto de la guerra que no se reflejase en forma de postal. El hecho de que la mayoría de postales prebélicas evitase los dibujos indebidamente realistas es un hecho importante a tener en cuenta, porque esto implicaba en principio que las representaciones de guerra serían también manipuladas. El mito de la experiencia de guerra apareció primero en postales que desinfectaban lo bélico, mostrando su maleabilidad. La mayoría de ilustraciones de este libro provienen de postales recibidas por soldados o enviadas desde el frente. A causa de su número y variedad nos es imposible categorizarlas todas, pero hay algunas características sorprendentes. No hay dibujos de los muertos o heridos como tenían que haber aparecido en las trincheras. Raramente se retrata la muerte, y cuando aparece es tranquila y serena. La muerte heroica en batalla sí se representa, si no en las postales, en periódicos ilustrados. Así, un periódico italiano de 1915 presenta un dibujo imaginario de la muerte de Bruno Garibaldi, nieto del gran Giuseppe Garibaldi, al hacer un asalto contra el enemigo.10 Similarmente, aunque los heridos aparecen más frecuentemente en las postales, sus heridas son normalmente leves y están bien vendados, sin mucha sangre a la vista; además, estos heridos normalmente están atendidos por preocupados camaradas o por compasivas enfermeras. Con todo, las postales publicadas en Alemania en 1918 para apoyar el plan del General Ludendorff para la asistencia a soldados tullidos sí mostraba hombres carentes de miembros, arando, sembrando, o plantando árboles en flor, a veces ayudados por mujeres angelicales y, en una ilustración por el Volk entero, simbolizado por un bosque de manos extendidas.11 La naturaleza primaveral

9 Pignotti (1985: 13). 10 La Domenica illustrata, 10 de enero de 1915, reproducido en Biase y Tedeschi (1976: 28). 11 Ein Krieg wird ausgestellt (1976: 336).

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se presentaba como símbolo de esperanza, pero las postales de apoyo a organizaciones que se encargaban de los muertos y heridos difícilmente podían eludir tales temas. Mientras los mutilados se exhibían rodeados de símbolos de esperanza, los muertos quedaban transfigurados: aquí la cooptación de temas naturales y cristianos en el mito de la experiencia de guerra tuvo lugar al nivel más básico y popular. No eran inusuales las postales mostrando al propio Cristo que mira la tumba de un soldado en el frente. Si en un fresco del cementerio militar italiano de Redipuglia un caído descansa en brazos de Jesucristo, también ese motivo está ya presente en una postal durante la guerra.12 Estas imágenes normalmente se sitúan sobre el fondo de un campo de batalla vacío y limpio, o en un verde entorno natural. La naturaleza se utilizó constantemente no solo para simbolizar ilusión, sino también para inducir a la tranquilidad, para calmar la ansiedad y el miedo; la misma función que cumplieron los cementerios de guerra. Este rol de la naturaleza queda perfectamente ilustrado por una postal alemana titulada El camarada caído (imagen 11), en la que un soldado muerto sin un rasguño yace discretamente en un bosque, junto a un sólido árbol, usando una piedra como almohada, y su leal caballo parado junto a él. Se nos muestra la muerte como un tranquilo sueño en el interior de un auténtico bosque de héroes, y el noble animal —un tema a menudo utilizado en representaciones populares de la muerte— da el último toque a la escena. El sentimentalismo trivializa, aunque la representación del camarada caído enfatiza temas familiares: el poder mediador de la naturaleza y la limpieza y tranquilidad de la muerte en guerra. La naturaleza en las postales simbolizó, pues, paz y tranquilidad antes que la dominación humana que parecían promover algunas obras literarias de los alpini italianos y el cine alemán de posguerra. Las postales, no obstante, también mostraban la naturaleza destruida, en forma de tocones de árboles esparcidos por un paisaje, en un intento de reproducir la realidad de las trincheras. Estas escenas de destrucción no incluían a los soldados, que en una postal, por ejemplo, aparecen sentados tranquilamente en un banco improvisado en medio de un paisaje destruido.13 Los dibujos de

12 Volpe (1983: 97). 13 Véase Ein Krieg wird ausgestellt (1976: 13).

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11. El camarada caído. Postal alemana

bosques deshechos en postales proyectan una atmósfera de tranquilidad, casi estática. La escena es triste pero no horripilante, y este contraste puede haber aportado todavía más significación a la más típica imagen de la naturaleza, llena de esperanza y belleza. La felicidad y tranquilidad que debían transmitir las escenas de naturaleza también están presentes en postales que muestran directamente las trincheras. Por ejemplo, un refugio alemán era mostrado de tal manera que parecía una bodega cervecera, donde felices soldados bebían y bromeaban, con un mensaje escrito: «Seguimos… ¡por la patria y el rey!» (imagen 12). Este crudo enmascaramiento de la realidad llevó un paso más allá el habitual proceso de disimulo. La postal tiene su equivalente literario en Rudyard Kipling, que al visitar el frente escribió que había encontrado a los hombres cenando, con el enemigo a tiro de piedra, «y un rico olor a comida que inundaba la trinchera». En resumidas cuentas, podía detectar en el olor que fluía de aquella cena en el frente «un aroma mezclado y totalmente saludable de caldo, cuero, tierra y aceite de fusil».14 Ludwig Ganghofer, un conocido escritor alemán, también visitó el frente,

14 Kipling (1916: 99).

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12. Postal alemana de una fiesta de la cerveza en un refugio de las trincheras. La inscripción dice: «Perseveraremos. Desde nuestro refugio el mensaje suena alto y claro, ¡con Dios por el rey y la patria!».

y, aunque describió fielmente las estrechas y barrosas trincheras, un mortífero bombardeo artillero inmediatamente le hizo recordar un pacífico concurso de tiro al blanco, echando por la borda así su pretendido realismo.15 Ciertamente, estos relatos desafían la imaginación, y sus ejemplos podrían multiplicarse. Hasta donde sabemos, nunca se retrataron los refugios de manera realista en las postales, como tampoco los verdaderos cadáveres y heridos dolientes. La dulzura que pretendían transmitir esas representaciones alcanzaría un clímax en una postal alemana de «Felices Pascuas» desde el frente en 1915. En ella, un conejo aparece sentado en frente de un árbol con unos huevos de Pascua al lado, mirando sobre el césped una fila de cascos de soldado, que se asoman por encima de una trinchera (imagen 13). Jamás la tierra de nadie fue comparable a una pradera como la dibujada, que haría las delicias de cualquier jardinero. El campo de batalla parece tan pacífico que los huevos de Pascua están intactos, y si en la postal los soldados parecen disfrutar de la tranquila belleza natural, en realidad asomar la cabeza

15 Ganghofer (1915: 151).

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13. Felices Pascuas. Postal alemana de un conejo con huevos de Pascua mientras observa una trinchera.

de esa manera por encima del parapeto les habría costado la vida. Con estos ejemplos, no parece necesario insistir en que las postales, el medio más ampliamente utilizado para comunicarse, contribuyeron al mito de la experiencia de guerra, al negar la realidad de lo bélico. Sin embargo, la gloria de la guerra no domina tampoco las postales, pues raramente se encuentran en ellas escenas de heroísmo. Dado que nuestra exploración sobre un enorme número de postales ha sido aleatoria, y casi todas ellas solían representar a soldados, cualquier conclusión sobre esta fuente debe ser simplemente tentativa. En cualquier caso, parece que los soldados en las tarjetas alemanas eran individualmente retratados más a

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menudo como hombres de familia perseverantes, responsables y sobrios. Había un tema popular en los dibujos de las postales italianas que también se repetía en Alemania: el soldado soñando con su hogar y su familia, pero cumpliendo a pesar de todo con su deber.16 Y mientras la guerra continuaba, las figuras «varoniles» se hicieron más frecuentes. El famoso póster de Fritz Erler, diseñado en 1917 para los créditos de guerra alemanes, marcó la norma, simbolizando al nuevo tipo de hombre sobre el que escribiría Ernst Jünger: un individuo que había visto todos los horrores posibles de la guerra y ahora tenía un alma de acero (imagen 14).17 Junto a todas estas figuras, algunas postales transponían los llamados héroes germánicos, semidesnudos y fieros, junto a los soldados de la guerra moderna.18 Las postales de otras naciones también traían imágenes de resueltos soldados; en Italia, por ejemplo, hubo una serie que los mostraba atacando al enemigo.19 No estaban tan estereotipados como en Alemania, sino que eran más realistas, y humanos al mismo tiempo. Soldados en posturas heroicas aparecieron más frecuentemente en pósteres que reclamaban la adquisición de bonos de guerra que en postales. Durante la Primera Guerra Mundial, de este modo, la imagen del soldado, al menos en los primeros años, tendió a enfatizar el orden y la tranquilidad de la guerra; el soldado más comúnmente representado era el muchacho corriente que cumplía con su deber concienzudamente sin ninguna indebida excitación. La guerra así se convirtió en algo familiar, fácilmente reconocible, lo que permitiría transformarla fácilmente en un mito y en una experiencia desprovista de su horror y su desorden. El papel jugado por las postales bélicas de humor merece especial atención. Al frivolizar sobre los episodios más terroríficos de la guerra, estas permitieron a la gente redimensionarlos y mantenerlos bajo control. Toda una colección de postales en Alemania llegó a bromear sobre cosas como saltar fuera de las trincheras, soportar ataques de gas, y lanzar granadas de mano (imagen 15). Otras naciones también publicaron postales cómicas. En 1917 se organizó en París y en provincias una exposición titulada «La

16 17 18 19

Biase y Tedeschi (1976: 31). Véase capítulo 8. Por ejemplo, Pignotti (1985: imágenes 151 y 154). Pignotti (1985: imágenes 90-92).

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14. El famoso póster diseñado por Fritz Erler para los créditos de guerra alemanes en 1917

guerre et les humoristes» (‘La guerra y los humoristas’), que exponía todo tipo de pósteres e ilustraciones. Parece, no obstante, que la mayoría de su humor se refería a las tribulaciones de la retaguardia y no, como en Alemania, a la verdadera conducta de la guerra. Por ejemplo, en Italia encontramos muchas postales burlescas, una incluso con una caricatura del pequeño rey Víctor Manuel arrastrando un largo sable, y otra bromeando sobre soldados que se ejercitan sobre el patio de instrucción, pero en el conjunto examinado ninguna representa el auténtico combate del frente. El humor contribuyó así a hacer de la guerra un asunto asequible. El humor, aun estando presente en las postales, no reflejó en lo fundamental el mito de la experiencia de guerra. El entusiasmo de los voluntarios, los ideales de la generación de 1914, y el culto al soldado caído se consideraban sagrados y por encima del humor. Quienes se oponían a lo que llamaban el «mal gusto» y las «memorias inapropiadas» de la guerra despreciaron ese humor, o se sintieron incómodos con él, excepto como

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15. Ataque de gas. Una de una serie de «postales cómicas» sobre la guerra

medio para que la población no se desmoralizase. No se podía bromear con el serio asunto de hacer la guerra, y esto puede haber sido la razón de que el humor casi siempre se dirigiera hacia la retaguardia. El humor siempre fue legítimo y se promovió, no obstante, cuando se trataba de ridiculizar al enemigo. De hecho, las postales cómicas dirigidas contra el enemigo abundan. Muestran, por ejemplo, niños malos llamados Rusia y Francia, azotados en el culo por honestos muchachos alemanes,20 o también se hace sorna del jefe de Estado enemigo. A menudo el humor es cruel, como en una postal italiana que muestra un cómico infante alemán portando en un brazo a un bebé ensartado en su espada y en la otra un saco repleto de su botín de guerra. De hecho, las postales con imágenes del enemigo abandonaban toda convención de respetabilidad: una tarjeta francesa mostraba a soldados alemanes con

20 Ein Krieg wird ausgestellt (1976: 95).

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cascos de acero que se dedican a la sodomía.21 La muerte del enemigo —y, a veces, la de los traidores también— se mostraba en todo su horror; no se ahorraba en sangre, pues esta podía correr libremente en lo que al enemigo concernía. Volveremos a estas postales cuando comentemos la contribución de las imágenes del enemigo en el proceso bélico de brutalización. La postal reflejaba todos los temas que nos han ocupado hasta ahora: la naturaleza, el culto a los caídos, el estereotipo del soldado y del enemigo. Trivializaba la guerra en la medida en que era un objeto familiar, utilizado como medio de comunicación pero también como recuerdo: la gente podía guardarlas y coleccionarlas. Había, no obstante, un tema en las postales, aparte del humor, que contribuía al mito de la experiencia de guerra y nos puede parecer especialmente cruel: la guerra de los niños unida a la de los adultos. La guerra infantil se combatió ampliamente en las imágenes de postales que proyectaban humor, inocencia y compromiso con la patria. A veces, un tradicional postillon d’amour —un niño mensajero de declaraciones de amor— se vestía simplemente de uniforme para entregar la declaración a la patria.22 No obstante, normalmente las imágenes hacen uso de temas más simples, como el de los niños jugando. Así, unos chiquillos alemanes aparecen vestidos de uniforme, algunos sentados en caballitos de madera, para llamar a combatir la guerra justa; otros niños franceses aparecen formando un cordón que rodea a un niño alemán. Los niños que aparecen de uniforme portan una espada en vez de un arma de fuego, porque la inocencia solía acompañar a la caballerosidad para enmascarar el conflicto bélico. Un vocabulario medieval se aplicó al armamento moderno durante la guerra, como vimos, para acomodarlo a la tradición. Los soldados frecuentemente aparecían caracterizados de caballeros medievales en las postales —en una de ellas vemos una falange completa de caballeros con armadura, con sus espadas y escudos listos para el combate, pero con cascos de acero modernos en sus cabezas—.23 La espada que portan los niños recuerda a la Edad Media, pero también supone una extensión de la metáfora de la espada que se encuentra en los libros infantiles de la época guillermina, sim-

21 Para este y otros ejemplos, véase Neumann (1914-1915: 390 y ss.). 22 Ein Krieg wird ausgestellt (1976: 156). 23 Ein Krieg wird ausgestellt (1976: 172; véase también 101 y ss.).

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bolizando fuerza y voluntad de lucha.24 Con todo, en la guerra de los niños el significado del sable era menos importante que la trivialización de la guerra como juego infantil. Ciertamente, este juego no siempre era tan inofensivo como el del cordón en torno al párvulo alemán: los grandes almacenes parisinos Au Bon Marché anunciaban su departamento de juguetes con una imagen de dos niñas pequeñas (una con una espada), pateando un gran muñeco de trapo con forma de soldado alemán (imagen 16). Tampoco se olvidaba a los niños como símbolo de continuidad entre generaciones: una muy celebrada postal alemana mostraba a un padre-soldado acunando en sus brazos a un bebé, y junto a él, aparece un niño —que también porta una espada— vestido con un minúsculo uniforme (imagen 17). Los niños, cuando aparecían en fotografías o postales, eran casi siempre masculinos, al menos en Francia, y eran identificados por el año de su futura conscripción («Este recluta de la clase del 35»), más que por su año de nacimiento.25 Dibujar niños en guerra llegó a ser casi una industria específica, y al menos un pintor alemán, Rudolf Grossmanns, hizo carrera con este tipo de obras (imagen 18). La movilización de los niños para la guerra era anterior a 1914. Una muestra de unos dos mil libros alemanes y franceses escritos para los jóvenes entre finales del siglo xix y el estallido de la guerra presenta una glorificación de la guerra y los guerreros que continuaría durante el conflicto bélico.26 Aquellas imágenes y símbolos utilizados para trivializar tenían una tradición diferente, pero también en cierta medida similar (como demuestra la metáfora de la espada), a la que sacralizaba la guerra. El nacionalismo era el elemento común. Trivialización significa ‘minimizar’; habituar a hombres y mujeres a la realidad. Típico de este proceso fue que los juguetes imitaran el mundo de los adultos. Al igual que a los soldados, pistolas, espadas, carruajes y muchos otros artefactos de la vida diaria en el siglo xviii se sumaron trenes, motores eléctricos e incluso microscopios durante la década de 1860,27 la

24 Christadler (1978: 95). 25 Huss (1988: 3) (versión provisional del texto, cuya referencia debo al Dr. J. M. Winter, Pembroke College, Cambridge University). 26 Christadler (1978: 67). 27 Rosenhaupt (1907: 24-47).

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16. Anuncio (1919) de los grandes almacenes Au Bon Marché: «… y ahora, larga vida al muñeco francés». Nótese la etiqueta «Made in Germany» en el muñeco con el casco de acero. Esta era otra manera de aprovechar la victoria.

Primera Guerra Mundial vio la introducción y reproducción de nuevas armas en un sorprendentemente breve lapso de tiempo. Por ejemplo, los tanques se usaron por primera vez por los británicos en septiembre de 1916 (siendo solo dieciocho en número), pero para 1917 se disponía de tanques de juguete en Francia. Igualmente, vehículos blindados, minas y medios de camuflaje de juguete mimetizaron la nueva guerra mecanizada.28 Los soldaditos de plomo eran los juguetes de guerra más populares, y aunque eran primariamente para niños, a muchos adultos también les gustaban. Su atractivo dependía en gran medida del realismo con que repre-

28 Antique Toy World (julio de 1973: vol. 3, 3).

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17. Los nuevos reclutas. Postal alemana

sentaban a los soldados y sus armas, de manera que fuese posible recrear guerras y batallas lo más realistamente posible. Probablemente, el origen de los soldaditos de plomo en la historia moderna se encuentra en la corte de Luis XIV, donde fueron importados desde Alemania,29 país que conservaría el monopolio de su manufactura hasta finales del siglo xix. No fue hasta 1893 que una empresa británica, con dependencias en Francia, comenzó a manufacturarlos,30 pero ya se producían en masa durante la segunda mitad del xviii, y desde entonces hasta la Segunda Guerra Mundial dominarían el mercado de juguetes bélicos. Mucho antes de 1914 algunos los consideraron indispensables

29 Hampe (1924: 29, 30); Spielzeug (1958: 34). 30 Antique Toy World (noviembre de 1974: vol. 4, 8).

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18. Quien quiere unirse a los soldados… Litografía de Rudolf Grossmanns publicada en 1915. Grossmanns se especializó en las litografías de niños de uniforme (Bildarchiv Foto Marburg).

para educar a la juventud en los saberes bélicos; en 1902, en Francia se dijo que los soldados de plomo eran los educadores para la guerra futura. Se decía también que potenciaban la lealtad a la bandera.31 Aunque la mayoría de niños sencillamente se divertían jugando con estos juguetes, la literatura sobre los soldaditos de plomo era toda una educación de guerra, ya que los niños imitaban las batallas reales. No en vano, los catálogos de los fabricantes incluían todas las grandes batallas de la historia antigua y moderna —ya fuese contra los indios americanos o las de la

31 Hampe (1924: 19).

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guerra franco-prusiana y la comuna de París—.32 La historia se hacía realidad, aunque era historia entendida como una sucesión de luchas militares. El realismo de los soldados de plomo implicaba incluso un cierto uso de la fuerza. En 1912, un fabricante de juguetes alemán puso a la venta un cañón que verdaderamente lanzaba granadas de goma, y a la altura de 1915 tales ejemplos se habían refinado con cañones que disparaban guisantes o incluso bolas de madera.33 Unas instrucciones escritas durante la Primera Guerra Mundial explicaban cómo jugar con soldaditos de manera «realista y parecida a la guerra»; contaban a los niños que manejar armas estaba en la sangre alemana, advirtiendo que «con la ayuda del cañón de guisantes [podemos] empezar una masacre terrible hasta que solo unos pocos soldados [enemigos] queden en pie».34 Ciertamente, incluso aquí la caballerosidad asociada con la guerra infantil aparece de nuevo, motivada sin duda en este caso por el deseo de evitar que los niños se pelearan. Para jugar a las batallas —sugerían las instrucciones— hacía falta más de un jugador, pues juzgar una guerra requiere imparcialidad y justicia.35 También se sugería algo que la guerra de juguete infantil podía enseñar a los adultos: el chico que juega con soldaditos de hojalata, leemos, no sabe nada afortunadamente del sangriento horror y miseria de la guerra real, sino que ve solo su lado romántico. Esto —se añadía— era muy bueno, porque permitía al niño aprender muchas cosas útiles para su futuro servicio militar.36 No quedaba claro en estas «realistas» instrucciones cuáles eran los aspectos románticos de una guerra que se supone que debían gustar al niño. Sea como fuere, el niño en guerra era puesto como ejemplo de la fe incuestionable en el rey y el país que tanto apreciaban los líderes. Los niños servían para enmascarar la realidad bélica a través de su nobleza y romanticismo, tratándola como un juego divertido y feliz. Debemos prestar especial atención a la guerra entendida como juego, dado su rol en el proceso de trivialización, y sobre todo porque los juegos

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Der deutsche Zinnsoldat (1934: passim). Bing (1977: 141, 432). Floericke (1917: 4). Floericke (1917: 71). Floericke (1917: 4).

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de guerra se aliaban a la concepción de la guerra como aventura. En Inglaterra durante el conflicto se enseñaba a los chicos que «jugar en nombre de la escuela es prácticamente lo mismo que luchar por el imperio».37 La literatura juvenil en tiempo de guerra convirtió Flandes rápidamente en un nuevo y bizarro campo de acción para el gran juego en que la deportividad y el espíritu de equipo eran igualmente importantes.38 La análoga literatura alemana tenía un tono similar pero más contenido; en este caso, la aventura era mucho más importante que el juego de equipo. La guerra como una historia de aventuras tuvo obviamente un gran atractivo, desde aquel póster de reclutamiento inglés que comparaba la guerra con un partido de fútbol, a la novela antibélica Sin novedad en el frente (1929), que indudablemente debió parte de su enorme popularidad al hecho de que podía leerse como el cuento de aventuras de unos escolares. Los soldaditos de plomo eran un sucedáneo de la guerra, pero los niños también jugaban juegos que, como se decía en Alemania a finales del siglo xix, les interesaban más que cualquier otra actividad. Utilizando no solo la capacidad física, sino también la mental, los niños encontraron que los juegos de guerra dejaban mucho espacio para su iniciativa individual. Se usaban las maniobras del ejército en tiempos de paz como ejemplo viviente de juegos con reglas militares simplificadas.39 La conquista de algunas fortalezas designadas para ese propósito se suponía que inculcaría una disciplina viril a niños reunidos de acuerdo a la jerarquía militar. A veces, grupos de chicos jugarían uno contra otro. Tales juegos no se jugaron mucho aparentemente durante la guerra, pero fueron populares en la Alemania de posguerra en sus muchas variantes. A veces, los chicos tenían que llevar dorsales, y si uno estaba intentando alcanzar el cuartel enemigo sin ser descubierto, y era nombrado su número, debía caer muerto.40 Pero no solo se jugaban juegos de guerra a un estilo cuasi-militar. Una guía alemana escrita en 1893 estaba repleta de juegos de ladrones y policías, caballeros y burgueses, e incluso un juego de la soga, en el cual un niño tenía que rasgar

37 Cadogan y Craig (1978: 95). 38 Cadogan y Craig (1978: 71). 39 Lion (1893: 304). 40 De la propia memoria del autor sobre los juegos de guerra practicados entre 1930 y 1933 en la guardería del Schloss Herrmansberg, de la escuela Schloss-schule Salem am Bodensee, Alemania.

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la bufanda anudada de otro cuando se encontraban en medio de la habitación.41 Estos juegos no pueden omitirse en un estudio del proceso de trivialización, porque combinaban la alegría de jugar con un espíritu militante. Aunque durante la guerra quizá no hubiese demasiado tiempo para jugar a juegos bélicos, ni profesores para supervisarlos, se enviaba a los niños a combatirla a través de libros y obras teatrales. La obra Los pequeños soldados de Dios (Des lieben Gottes kleine Soldaten, 1916), escrita por una monja católica alemana anónima, proporciona un ejemplo extremo y repelente de este asunto. La historia cuenta que un arcángel, con un lirio en una mano y un báculo de oro en la otra, dice a siete pequeñas niñas durmientes que deben ir a la guerra a luchar con el coraje de los soldados, aunque el precio sea derramar una gotita de sangre. Las niñas sueñan los sueños apropiados y, como han acordado de antemano, se los cuentan entre ellas después de que un ángel al pie de sus camas las despierte a medianoche. Una de ellas cuenta haber sido herida por los rusos antes de lograr derrotar hasta el último hombre, y otra cuenta haber lanzado bombas sobre Bélgica en sus sueños.42 Como vemos, un cuento de hadas es utilizado para trivializar el realismo de la guerra que las niñitas experimentan en sus sueños. Sería interesante comprobar si se utilizaron más cuentos fantásticos como instrumento de trivialización, aunque las películas basadas en este tipo de historias, como la alemana La hija del rey encantado, nunca fueron muy exitosas durante la guerra.43 Hubo obviamente varios grados de realismo en los juegos y en la guerra de los niños, pero todos consiguieron la misma trivialización. ¿Cuál fue su relación con el mito de la experiencia de guerra? Lo bélico quedaba entretejido en la vida diaria de una manera difícil de reconciliar con la sacralización de la guerra como algo extraordinario. Pero aun así, la trivialización, del mismo modo que la glorificación, ayudó a las personas a hacer frente a la hecatombe. Tras 1918, la popularidad de los soldaditos de plomo decreció en Inglaterra, permaneciendo elevada en Alemania. Los nazis, de hecho, los

41 Lion (1893: 315 y ss.). 42 Des lieben Gottes kleine Soldaten (1916: 11, 14, 15). 43 Klaubus (1935: 63).

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utilizaron en una exposición titulada «Del año 600 a. C. al soldado político de hoy», donde se mostraba un desfile de las SA nazis, en la ciudad de Braunschweig, hecho de soldaditos.44 La Segunda Guerra Mundial, al menos en Alemania, parece haber producido una auténtica inundación de soldados de hojalata: en acción, descansado, jugando a las cartas, saludando, haciendo el paso de la oca. Se utilizaban nuevas técnicas de manufactura para alcanzar mayor realismo. Ahora, no obstante, los soldaditos también aparecían heridos, amputados y muertos;45 unas realidades anteriormente ausentes que reflejaban una confrontación más honesta con la guerra, actitud que distinguiría la Segunda Guerra Mundial de la Primera.

II Las «memorias inapropiadas» que hemos examinado se reflejaban en el escenario y la pantalla. Incluso cuando se celebraba el culto al soldado caído, el teatro contribuía a quitarle importancia a la guerra, mientras que el cine, a pesar de su seriedad ocasional, ofrecía sobre todo entretenimiento trivial. De hecho, el cine en sus orígenes se consideraba en su mayor parte una diversión banal o incluso pornográfica, y como tal el Gobierno alemán intentó prohibirlo por completo cuando estalló la guerra, por considerarlo inapropiado para la gravedad del momento. El argumento para mantener los cines abiertos, que al final funcionó, se basaba en la opinión de que la población necesitaba pan y circo durante la guerra.46 Ciertamente, Alemania tardó en usar el cine para otros fines no ociosos, y fue incapaz de convertirlo en arte y parte de la guerra total hasta 1917.47 Francia e Inglaterra comprendieron mucho antes el potencial del cine como propaganda de guerra. El teatro alemán, aunque produjo algunas obras en las que mostraba la guerra como un incontrolable azote del destino, la utilizó sobre todo como excusa para la parodia.48 Obras que trataban sobre la vida militar

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Der deutsche Zinnsoldat (1934: passim). Cadle (1979: 34). Der Kinematograph (19 de agosto de 1914: n.º 399). Barkhausen (1982: 14). Schlotermann (1944: 19).

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habían sido populares en la Alemania guillermina, y casi ninguna carecía de alguna escena cómica protagonizada por oficiales o, más a menudo todavía, por oficiales y civiles. Este tipo de frivolidad bebía de la influencia francesa, donde desde hacía tiempo las parodias militares eran del gusto del público.49 Las obras nunca criticaban al Ejército; antes bien, las caracterizaba un entusiasmo marcial, y eran los personajes civiles quienes más a menudo salían malparados frente a los oficiales militares en el escenario.50 Lo militar era simplemente el punto de partida de obras ambientadas en jardines, castillos o salones. La trama era parodia tradicional —por ejemplo, el casamiento inapropiado entre un oficial y una chica de clase baja, o la huida de un hombre al servicio militar para escapar de un infeliz matrimonio—.51 Así, Husarenfieber (Fiebre por los húsares, 1906), que fue durante casi cinco años la obra más popular del teatro alemán,52 ilustra un género literario que mantendría su popularidad a lo largo de la guerra. En ella, una nueva guarnición militar en la ciudad de Düsseldorf es transferida a la pequeña localidad de Krefeld, donde una chica guapa se ha quejado al emperador de la falta de hombres elegibles para el matrimonio. El regimiento está encantado con su nueva notoriedad; se canta un cuplé sobre el «teniente danzante» (una figura común en la comedia militar) que cautiva a todas las muchachas. Como ha señalado un crítico teatral, tras presentar las maniobras militares como deporte y la vida social en la ciudad como parte esencial de la profesión del soldado, la obra llega a su paradoja final al igualar la pista de baile a un campo de batalla.53 Analogías de esta índole caracterizan el proceso de trivialización. Durante la guerra, la popularidad de las comedias militares siguió siendo alta tanto en el cine como en el teatro.54 La parodia militar siguió en boga tras la guerra; una de estas comedias fue la obra más exitosa de la temporada teatral de 1936-1937.55 La gran variedad de asociaciones patrióticas, muchas de las cuales representaron comedias militares para

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Flatz (1976: 24, 25). Flatz (1976: 26). Flatz (1976: 36). Flatz (1976: 206, 207). Flatz (1976: 211). Traub (1943: 22). Schlotermann (1944: 19).

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su propia diversión, contribuyeron a garantizar la persistente popularidad de estas obras.56 Además, aparte de ser un buen entretenimiento para la gente, permitían reírse de los oficiales en escena, manteniendo la convicción de que en la realidad eran hombres buenos; así los ciudadanos podían pasarlo bien y conservar todo su patriotismo y lealtad. El teatro alemán de esta manera nos proporciona un excelente ejemplo de trivialización pública de la guerra, dictada no tanto por un deseo consciente de hacer la guerra aceptable, como por el deseo de llenar los locales y sacar provecho. Sea como fuere, desde nuestro punto de vista este tipo de teatro contribuyó al mito de la experiencia de guerra de igual manera que otros modos de trivialización. La guerra también fue puesta sobre el escenario con los tableaux vivantes, una especie de pantomima, con un propósito pretendidamente serio. Los tableaux vivantes, a veces cuidadosamente escenificados, estuvieron en auge durante el siglo xix. Durante la guerra su popularidad se mantuvo: por ejemplo, las reuniones «patrióticas» en Alemania se sazonaban con tableaux vivantes que representaban escenas como Germania, Yo tenía un camarada, o la famosa canción Die Wacht am Rhein.57 Los franceses fueron pioneros en introducir batallas en las obras de teatro. Sus parodias de los militares sobre el escenario puede que no fuesen nuevas: en 1868 se representó una de las grandes victorias de Napoleón, la batalla de Marengo, en el Théâtre du Châtelet, con cuatro cañones prestados por el ministro de la guerra para la ocasión. Durante la Primera Guerra Mundial continuó esta tradición, por ejemplo, con la escenificación dramática de la batalla de Verdún en seis actos.58 Pero lo más apropiado para reproducir batallas era el circo. Ya en 1830 el Cirque Olympique, en un amplio escenario, había representado Le minodrame militaire con quinientos o seiscientos actores, culminando con la derrota del enemigo.59 Durante la Primera Guerra Mundial, el enorme teatro Taunzien Palast en Berlín mostró un submarino sumergiéndose en el mar (suponemos que en un enorme

56 Flatz (1976: 27). 57 Archiv des Historischen Museums, Frankfurt am Main, n.º 3/12. 58 Moynet (1873: 151, 152); póster de la representación de Verdún en la colección Bowman-Grey, University of North Carolina. 59 Moynet (1873: 246).

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tanque lleno de agua), mientras que el Circo Sarrasani en 1915 dio un espectáculo llamado Europa en llamas, usando seis cañones de campo, dos ametralladoras, e imitaciones del Zeppelin y de un U-Boat. Una de sus escenas mostraba el desembarco de tropas británicas en el continente, y otra un submarino en acción, mientras que en una tercera, según parece, un Zeppelin bombardeaba Londres.60 La guerra se transformaba en un espectáculo como los fuegos artificiales o los reclamos circenses. Junto a tales espectáculos y parodias militares, el drama tradicional también cumplió su función patriótica. Nunca había habido escasez de producciones teatrales, y la guerra no añadió nada al repertorio, excepto quizá por el uso de tableaux vivantes y por el exacerbado sentimentalismo. La muy popular obra alemana Der Hias, creada durante la guerra por Heinrich Gilardone —que ya hemos mencionado— es un buen ejemplo del género. La historia es el típico cuento de guerra de un amante que se va al frente dejando atrás a su amada; termina con un tableau vivante final que representa la unidad nacional y la paz próspera que se acerca. Muchos elementos que hemos comentado, como los bosques germánicos, el roble y el sacrificio personal están presentes en el guion, aunque más sentimentalizados y estereotipados. Las obras que veneraban la guerra como una memoria sagrada, en contraste, intentaban crear un aura religiosa, para dar así mayor calado a la naturaleza germánica y a las vicisitudes de los soldados. No había semejante pretensión en Der Hias; los tópicos sensibleros hacían la guerra más familiar, lo mismo que los espectáculos la hacían emocionante. La trivialización capitalizaba los impulsos inmediatos de las personas, sin necesidad de pasar por una mediación intelectual, por mínima que fuera, necesaria para comprender adecuadamente muchos mitos y símbolos. El proceso de trivialización sostenía por su base al mito de la experiencia de guerra, a la vez que este santificaba las vivencias bélicas, proporcionando contenido y liturgia a la religión del nacionalismo. El cine era más popular que el teatro; se ha calculado que a la altura de 1914 veinte millones de personas a la semana iban al cine en Gran Bretaña.61 Las películas hechas allí y en América abordaron la guerra con una

60 Stosch-Sarrasani (1940: 149). 61 Jones y Howell (1972: 18).

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serie de dramas chovinistas: se expurgaba a los pacifistas, se desbarataban los planes de espías extranjeros, y se exaltaba a los héroes.62 Cuando se hizo evidente la cruda realidad de la guerra, el patriotismo se atemperó con fantasías y romances; un director como D. M. Griffith en Corazones del mundo (Hearts of the World, 1916) podía combinar un tema romántico con el melodrama: jóvenes amantes franceses que se levantan contra el brutal militarismo prusiano.63 Aunque Francia solo consiguió mantener la producción cinematográfica muy lentamente, y Alemania fracasó en su intento de utilizar el cine de manera efectiva, los resultados finales en todas las naciones fueron muy similares: la guerra como melodrama, romance o aventura. Las películas de guerra alemanas al principio añadieron simplemente una ambientación militar a dramas pasados de moda, y la parodia militar siguió siendo popular como lo había sido en el teatro.64 A filmes como Fiffi, la hija del regimiento (acompañado con la música de «Die Wacht am Rhein») se unieron pronto melodramas como aquel de la esposa fiel que decide acabar con su vida cuando su marido cae en el frente, o el del oficial que, expulsado de su regimiento por jugar a las apuestas, consigue reingresar como soldado raso para mantener el amor de su doncella. Películas más serias se produjeron desde el mismo comienzo de la guerra; así, durante la temporada de Navidad de 1914 hubo un esfuerzo para tratar el miedo de los soldados a ser heridos, mutilados, o enterrados vivos (estos tres miedos, y el de quedar ciego, eran probablemente los más comunes). Pero en realidad, estas películas eran a menudo romances. Un tema recurrente era el del soldado cuya vida se salvaba gracias a un amuleto que le había dado su madre.65 Demasiado realismo podía causar shock y confusión. Por ejemplo, la película When your Soldier is Hit, producida en 1918 por el Comité de Información Pública de EE. UU., contenía un realismo tan horripilante que, lejos de tranquilizar a los espectadores mostrando la agilidad de los primeros auxilios en el campo de batalla, solo sirvió para alarmarlos.66

62 63 64 65 66

Jeavons (1974: 22). Jeavons (1974: 22). Bub (1938: 74). Bub (1938: 77). Jeavons (1974: 31); Larson (1939: 140).

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Los cineastas siempre estuvieron tentados a ser realistas, especialmente en los noticiarios, que han sido considerados la contribución original de la guerra a la cinematografía.67 Hasta la guerra, compañías francesas como Pathé, Gaumont y Éclair dominaban ese mercado mundialmente.68 Oskar Messter en Alemania había filmado las celebraciones del centésimo cumpleaños del emperador Guillermo I en 1897, y muchos otros eventos contemporáneos desde entonces. Su Messter Woche se convirtió, durante la guerra, en el noticiero alemán dominante. Parte de la maquinaria propagandística alemana, el Messter Woche puso en circulación sus noticias con un ojo puesto en las naciones neutrales.69 Los noticiarios no mezclaron entretenimiento e información, sino que presentaron una variedad de escenas bélicas; sus imágenes de fortalezas, puentes destruidos, y actividades de príncipes y generales incluyeron, por ejemplo, en 1914, una escena de soldados alemanes heridos que se estaban recuperando.70 Esto fue lo más cerca que estuvieron de mostrar las consecuencias del combate los noticiarios de Messter, aunque añadieran a veces fotografías supuestamente auténticas tomadas en las líneas del frente: en el primer mes de la guerra el Ejército alemán había prohibido todo intento de grabar al ejército en acción.71 Razones técnicas, además, hacían casi imposible la filmación en el frente: la luz, el barro y el mal tiempo suponían obstáculos formidables para las cámaras de entonces, que de por sí ya eran bastante difíciles de transportar a una trinchera, y una vez allí, no podían filmar mucho en las estrechas zanjas. Quizá más importante que los obstáculos logísticos era que los cineastas pensaban que los noticiarios debían elevar la moral y promover el espíritu patriótico.72 Un historiador a duras penas podría encontrar imágenes de combate real revisando kilómetros de película filmada en el frente por la Bufa —la compañía cinematográfica central alemana establecida en 1917—. Las que se encuentran, con muy pocas excepciones, se tomaron con ocasión de maniobras militares lejos del frente.73

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Larson (1939: 26). Messter (1936: 129). Messter (1936: 133). Messter (1936: imagen 154). Brownlow (1978: 83, 84). Traub (1943: 21); Bredow y Zurek (1975: 97). Barkhausen (1982: 75).

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Durante la Segunda Guerra Mundial, las noticias Messter fueron criticadas en Alemania por haber mostrado demasiadas escenas preparadas e imágenes de la retaguardia.74 Esta crítica ilustra una vez más las diferentes actitudes hacia la información sobre la guerra durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial en Alemania. Los nazis creían que la información realista reforzaría la determinación de la población, así que ya no se filmaron dramatizaciones del combate lejos del frente. Messter no fue el único en poner en escena una guerra aceptable haciéndola pasar como información real del frente. Goeffrey H. Malins, director oficial de los noticiarios de guerra británicos, describía así su labor de edición: «No se puede dejar al público con mal sabor de boca al final. Una película te puede llevar a ver una tumba, pero no te puede dejar allí; te puede mostrar la muerte en toda su horrible desnudez, pero después es esencial que te devuelva la alegría y la jovialidad; una satisfacción que debe provenir de la certeza de que nuestros muchachos mantienen la sonrisa victoriosa en los labios a pesar del torbellino de horrores».75 Gracias a esta actitud, Malins pudo introducir más realismo en sus noticiarios. Así, aunque las escenas cruentas fuesen al parecer una excepción a la norma, llegó a filmar cadáveres en descomposición; pensaba que esto motivaría al público a seguir la guerra con renovado ímpetu. Por supuesto, los soldados siempre parecían estar alegres frente a la muerte, pues Malins intentaba popularizar en sus informativos esa «épica de autosacrificio y gallardía» que era la guerra, según la describió Lloyd George.76 Los noticiarios también enmascaraban y hacían aceptable la realidad bélica, capturando su glamour y horror a partes iguales excepto porque —parafraseando a Malins— si el horror se mostraba momentáneamente, era subordinado a la alegría y al gozo. Combates de verdad aparecieron solo en algunos filmes pacifistas de posguerra, pero no —hasta donde sabemos— en los que se hicieron durante la guerra. La preparación y manipulación de fotografías permitía fabricar la guerra al gusto de uno. De hecho, la perspectiva que daban las fotografías

74 Traub (1943: 21). 75 Malins (1920: 181). 76 Malins (1920: 177, 183).

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oficiales no era diferente de la que daban los noticiarios y postales (aunque en estas, como se ha mencionado, las imágenes fotográficas eran poco comunes y casi siempre orquestadas). Desde su origen, la fotografía había sido un auxilio a la memoria, una manera de preservar escenas transitorias, que podían ir desde las realistas imágenes familiares a las preparadas escenas populares sentimentales, como la muerte de Eva en La cabaña del tío Tom, o la muerte del pequeño Nell de Charles Dickens.77 Se falsificaron escenas de guerra para causar determinado efecto quizá por primera vez durante la guerra civil americana. La foto de un francotirador caído que se convirtió en una de las más reproducidas de la batalla de Gettysburg fue una improvisación in situ: el cadáver de un joven, traído de una parte bastante diferente del campo de batalla, fue colocado en posición junto a un muro; se colocó un arma —que no era de ninguna manera un rifle de francotirador— junto a él, y unas alforjas bajo su cabeza.78 Los fotógrafos de la Primera Guerra Mundial procedieron de manera no muy diferente, excepto porque como norma no fueron capaces de dar cuenta de los heridos graves o de los muertos. Las revistas ilustradas alemanas sí mostraron a soldados cargando con sus bayonetas caladas, pero las escenas de batalla eran en su mayoría dibujadas o pintadas según la tradición decimonónica de ilustración militar;79 para ello las revistas contaban con sus propios ilustradores. Cuando se mostraba a los muertos, el dibujo los hacía inocuos. El Ejército francés tenía una Section Photographique que publicaba y vendía, por un franco, álbumes de fotos de batallas, que en líneas generales seguían el patrón que hemos comentado. Por ejemplo, uno sobre la batalla del Marne (1915) contenía muchas fotografías de causas destruidas e incluso tumbas, pero no escenas reales de combate. Cuando se mostraban cadáveres, eran alemanes, y aun entonces no se distinguían claramente. Las fotos de prisioneros de guerra, por el contrario, se veían nítidas.80 Las dedicadas a las supuestas atrocidades alemanas podían ser más explícitas,

77 Sternberger (1977: 72). 78 Frassanito (1975: 191, 192). 79 Por ejemplo, Illustrierte Weltkreigschronik der Leipziger Illustrierten Zeitung (49), cuyas escenas de batalla eran pintadas por el artista Otto von der Wehl. 80 Véase Les Champs de bataille de la Marne (1915).

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aunque de nuevo falsificadas; de este modo las que hizo J. G. Doumerge en Francia mostraban a los alemanes persiguiendo, torturando y apuñalando mujeres con sus bayonetas. Fotos tan explícitas debían provocar miedo, porque si se trataba de documentar las acciones enemigas, se levantaban todas las cortapisas. Aun así, un álbum británico titulado Atrocidades alemanas documentadas mostraba solo casas e iglesias destruidas, no gente sufriendo. De nuevo, el contraste con la Segunda Guerra Mundial es claro y profundo, porque entonces muchas fotografías mostraron acciones violentas, muertos y heridos con total franqueza.81 Las fotografías que los propios soldados tomaron para sus familiares y amigos siempre fueron realistas, y en la medida en que se han conservado nos dan una excelente imagen de la guerra, sus trincheras y sus batallas. Es importante distinguir entre lo privado y lo público, lo oficial y lo extraoficial. Fotografías realistas de la guerra tomadas por varios individuos a iniciativa propia terminarían siendo utilizadas para crear las escenas de algunas películas antibélicas de finales de los años veinte y treinta y, aun así, la imagen pública de la guerra se demostró más fuerte y duradera, reafirmada por el mito de la experiencia de guerra que a su vez contribuía a consolidar. Inglaterra y Francia realizaron pocas películas bélicas en los años subsiguientes a la guerra. Solo a mediados de los años veinte, cuando Hollywood volvió a hacer tales filmes, recuperaron la popularidad, aunque en Francia el público no los demandaría hasta 1928.82 Alemania tras la derrota no hizo filmes bélicos, sino otro tipo de películas que pudieran suplir esa temática. La oleada del «cine de montaña» —que ya hemos examinado— estaba pensada para curar las heridas de la derrota, a través del recurso a la pureza y la virilidad: conquistar las cumbres y glaciares simbolizaba la fuerza individual en un mundo trastornado. El deporte, como prueba de robustez, se consideraba ampliamente como el ideal sustituto de la guerra en la tarea de endurecer del cuerpo. El montañismo también impulsó la búsqueda de salud física en beneficio de la causa nacional. Eugen Weber nos ha demostrado cómo en Francia durante la década de 1870, las montañas

81 The War’s Best Photographs (s. f.). 82 Predal (1972: 28). Para la diferencia entre la producción cinematorgráfica de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, la cual comenzó inmediatamente tras el conflicto, véase Pronay (1988: 39-45).

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se convirtieron en una especie de gimnasio superior en cuyas laderas y picos las nuevas y mejores generaciones podrían entrenarse para la revanche contra Alemania.83 En este país, una revista cinematográfica comentó en 1921 las muchas películas sobre deporte que se habían publicado en los últimos años.84 Entre ellas, obras sobre el deporte de volar transmitían el mismo mensaje que el cine de montaña. Concursos entre aviones ahora tenían lugar en tiempo de paz, como en el drama El vuelo hacia la muerte (1921), que trataba de la competición entre los aeroplanos y sus pilotos. Los campeonatos de vuelo eran un banco de pruebas de la fuerza de voluntad, que enfrentaban a hombres contra hombres, en vez de al individuo contra la montaña; pero en ambos casos estaban implícitos el mismo heroísmo y alegría del combate que se habían retratado durante la guerra. Aunque no abiertamente, el mensaje nacionalista era bastante claro en esas películas: una nación fuerte, viril, competitiva y moralmente limpia que tenía que reconstruirse. El conocido filme germano Caminos de fuerza y belleza (1925) definía claramente el rol del deporte en la edificación de la nación: muchachos casi imberbes aparecen practicando atletismo en un antiguo estadio, proclamando que «el ideal griego combina virtud y belleza», lo que demuestra el regreso de ideas clásicas de culto al cuerpo. El comentarista en pantalla iba más allá, para hacer una analogía que descubre el propósito real de la película: «Hoy, la fuente de la fuerza nacional no es la instrucción militar sino el deporte».85 Estos sustitutos de la guerra no la banalizaban; tenían un fuerte simbolismo y se planteaban a altos fines. Pero conforme pasó el tiempo se hizo cada vez más difícil separar lo trivial de lo sagrado en el mito de la experiencia de guerra. Historias de aventuras, juegos e incluso parodias fueron a menudo una parte integral de libros serios sobre la guerra que inundaron el mercado tras 1928, aunque tanto los fascistas italianos como los nazis hicieron lo posible por mantener lo profano lejos de una experiencia bélica que consideraban sagrada. El conflicto entre lo sagrado y lo profano, resultado inevitable del proceso de trivialización, se hizo obvio en los tours por los campos de bata-

83 Weber (1986: 192). 84 Film und Presse (1921: n.º 23/24, 201). 85 Wege zur Kraft und Schönheit, proyectada por primera vez el 16 de marzo de 1925 en Berlín, la versión en inglés data asimismo de 1925.

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lla en la posguerra, y en los nuevos cementerios militares, donde los peregrinos se toparon con los turistas. Las visitas a los campos de Flandes se organizaban de tal manera que las viudas, huérfanos y familiares pudieran visitar las tumbas de sus caídos, y pronto incluyeron veteranos que deseaban revisitar los lugares de combate. En Inglaterra, los hoteles de la St. Barnabas Society fueron fundados en 1920 por un clérigo anglicano, el reverendo M. Mullineaux, que puso a la organización el nombre de un santo dedicado a la consolación. La sociedad colocaba coronas en las tumbas en nombre de las familias, y pronto se convirtió en la organización más importante que organizaba peregrinajes subvencionados desde Gran Bretaña para aquellos que no podían pagarse la visita.86 La British Legion, la organización de excombatientes británicos, y la Empire Service League también hicieron Battlefield Pilgrimages. En Francia el ministerio encargado de los asuntos de excombatientes garantizaba la gratuidad del viaje a los cementerios a las viudas de guerra, y en caso de que estas no pudieran ir, el derecho se extendía a la hermana más mayor o a los hermanos.87 Los alemanes no disfrutaban de estas normas, pero una vez que se fundó la asociación voluntaria del Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge, y se le permitió operar en antiguo territorio enemigo, pudo organizar viajes a precios reducidos para los familiares de caídos. A estas organizaciones caritativas o estatales se sumó la de Thomas Cook e Hijos, que en Inglaterra y Francia consiguió controlar el mercado privado del turismo bélico. Las peregrinaciones subvencionadas no eran cómodas ni lujosas. No había luz en el tren, recordó un excombatiente, sino solamente viajeros sentados toda la noche en la oscuridad de los bancos de madera, hablando sobre la guerra.88 Tampoco estaban pensados para reabrir viejas heridas, según decía la St. Barnabas Society, sino para completar un acto de fe inspirado en las brillantes lápidas blancas de los cementerios, en la profusión de sus flores multicolores y su eterno coro de pájaros canturreando en el cielo.89 No se podría haber resumido mejor la función que ejercían los cementerios militares, y no cabe duda de que tales viajes a los campos de

86 87 88 89

St. Barnabas Pilgrimages. Ypres. The Somme. 1923 (s. f.: 4). Reynes (1929: 83). Gallipoli, Salonika, St. Barnabas, 1926 (s. f.: 7). St. Barnabas Pilgrimages. Ypres. The Somme. 1923 (s. f.: 4).

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batalla eran auténticas peregrinaciones, que a veces pretendían preservarlos intactos, como demuestra una nota colocada en una trinchera y que ha llegado hasta nuestros días: «Estos muros son el lugar sagrado de la memoria de quienes en ellos inscribieron su nombre durante la guerra. Por favor, no escribas el tuyo».90 Esta admonición se incluyó en un álbum de souvenirs de las peregrinaciones a los campos de batalla, que no obstante también contenía una fotografía de peregrinos con un «valioso tesoro de reliquias», en su mayor parte armas abandonadas. Denominarlas reliquias no cambiaba el impulso coleccionista de quien las trivializaba apropiándose de ellas como recuerdo. Con todo, había un intento constante de separar al peregrino del excursionista. Las diferencias eran claras para los contemporáneos, y lo han sido siempre desde los principios del turismo moderno, aunque no sean siempre observables en la práctica. El turismo se definió en la Francia de 1876 como un viaje hecho por curiosidad y por el placer de viajar,91 y el Oxford English Dictionary añade la cultura a las motivaciones. Las peregrinaciones, en cambio, eran un acto de fe; tenían un propósito religioso y terminaban en un lugar sagrado; una forma de ceremonia a través de la cual sus participantes, al cambiar su entorno, entraban en contacto con lo divino.92 Esto no significaba en la práctica que los peregrinos no se pudieran relajar o visitar los lugares atractivos; de hecho, los peregrinajes fueron durante mucho tiempo la única oportunidad de viajar.93 Pero en la segunda mitad del siglo xix se estaba formando una industria turística que delineó líneas más claras entre un tipo y otro de viaje. Esta distinción, idéntica a la que existía entre lo sagrado y lo profano, se iba a aplicar a los antiguos campos de batalla también. Con su tendencia a la trivialización, el turismo masivo fue muy anterior a la Primera Guerra Mundial, pero su choque con el ideal de las peregrinaciones no fue evidente hasta después del conflicto, cuando pudo desarrollarse rápidamente, gracias a la mayor facilidad del transporte. En 1914, había aproximadamente 1 800 000 automóviles en el mundo; a la

90 91 92 93

A Souvenir of the Battlefield Pilgrimage, 1928 (s. f.: 40, 45). Duchet (1949: 13). Marrus (1977: 333). Weber (1986: 189).

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altura de 1928 su número se había elevado a 31 000 000.94 La única manera de visitar la mayoría de campos de batalla era por carretera: la gente iba en autobús o conducidos por los guías que contrataban. El número de visitantes a estos sitios creció rápidamente durante los años veinte. En 1930, solo en tres meses, 100 000 personas ya habían firmado el libro de visitas de la Puerta de Menin en Ypres (construida para conmemorar a los muertos británicos).95 Los turistas formaron lo que el novelista alemán Ernst Glaeser llamó «la pujante industria de los campos de batalla», que iba desde la reconstrucción y preservación artificial de trincheras y refugios (donde se cobraría entrada) a la venta de cascos, bombas u otros souvenirs encontrados en el terreno.96 También se podían comprar objetos varios, como tazas y reproducciones de trincheras en cajas de cigarrillos fabricadas en masa. Los turistas necesitaban acomodarse. Thomas Cook e Hijos, en su manual del viajero para Bélgica y las Ardenas de 1924, anunciaban alojamientos hoteleros de calidad superior (situados en lugares donde cientos de miles de personas habían muerto), asientos pullman para el tren, y automóviles privados con un oficial excombatiente como guía.97 En Ypres, ciento cinco establecimientos servían cerveza a los turistas,98 «poquísimos de los cuales», citando a un contemporáneo, «sabían qué terrenos tan terribles habían pisado, y menos aún [eran] los que entendían lo que significaba el lugar donde ahora tan alegremente engullían sus bocadillos de jamón con tomate»99. Pero los peregrinos sí que debían saberlo y entenderlo; esta era la mayor diferencia entre ellos y el turismo de masas, aunque no siempre se pudiese comprobar en la práctica, como demuestra la citada fotografía de los peregrinos con sus souvenirs. Estos ejemplos provienen de fuentes inglesas, las más fácilmente accesibles, pero podrían haber venido de Francia también. El Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge parece que impuso a los alemanes un régi-

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Duchet (1949: 160). Annual Report… (1931: 6). Glaeser (1977: 56). Cook & Son (1924: 235). Graham (1921: 33). A Souvenir of the Battlefield Pilgrimage, 1928 (s. f.: 43).

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men más severo; en todo caso, su llegada masiva fue más tardía, pues los campos de batalla y sus cementerios yacían en territorio antiguamente enemigo. Ya vimos cómo, al llegar a un paisaje totalmente renovado, los jóvenes alemanes tuvieron que utilizar su imaginación para figurarse el heroísmo y la lealtad de los soldados que habían combatido allí. Como quiera que sea, el choque entre peregrinos y turismo fue inevitable en todas estas naciones, donde los parajes de una guerra aniquiladora se habían convertido en atracciones. En 1927 la St. Barnabas Society puso fin a la mayoría de sus peregrinaciones a los campos, en parte porque la mayoría de tumbas de guerra británicas ya habían recibido la visita de sus familiares, pero también por la creciente competición de veraneantes con poca idea de la belleza o solemnidad de la ocasión. Cierta agencia turística (probablemente Thomas Cook) fue acusada de haber subido los precios del alojamiento, con el resultado de negar a los peregrinos de St. Barnabas un lugar para descansar y comer durante su visita a la Puerta de Menin en Ypres.100 Al parecer, los curiosos superaron en número a los peregrinos a finales de los años veinte. Aun así, hasta la Segunda Guerra Mundial al menos, los memoriales y cementerios de los campos de batalla siguieron siendo lugares de peregrinación, y el culto a los caídos consiguió mantener su integridad. Este era parte integral del nacionalismo posbélico, que como religión cívica estaba ganando fuerza, no perdiéndola, en el periodo de entreguerras. No obstante, la seriedad de sus intenciones no impidió al final que los peregrinos disfrutasen de lo que ofrecía el turismo en los campos de batalla: hoteles confortables, buena comida, y un souvenir o dos. Con el paso del tiempo fue cada vez más difícil proteger lo sagrado del asalto de la trivialidad. Los campos de batalla se hicieron familiares como atracción turística: eran algo tristes, no hay duda, pero las amenidades de la visita amortiguaban el horror; los propios cementerios, que proyectaban descanso, resurrección y camaradería, también contribuían a ello. Por otro lado, el paisaje de las batallas se había transformado: la naturaleza había reclamado pacíficamente su tierra, se habían rehabilitado granjas y reconstruido pue-

100 «The Final Task of St. Barnabas», Menin Gate Pilgrimage, 1928, s. p.

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blos. Las trincheras estaban limpias o recompuestas con escaleras y cuerdas, que facilitaban su visita a los turistas de ayer, igual que a los de hoy. Las cicatrices de la guerra se ocultaron, y así, como hemos anotado anteriormente, R. H. Mottram sería solo uno de muchos veteranos que, al visitar Flandes, lamentaba no solo la guerra, sino el destino de su memoria. «Nuestra guerra, que parecía la posesión especial de quienes ahora entramos en la mediana edad, está siendo transformada por el tiempo en algo fabuloso, mal entendido y romantizado por la distancia».101 A los ojos de la mayoría de los visitantes, lo que los excombatientes entendieron como una pérdida personal contribuyó a extirpar a la guerra su aguijón. El proceso de trivialización contribuyó al mito de la experiencia de guerra. Se trascendía la realidad bélica una vez más, no por su sublimación en una religión cívica, sino asimilándola en un mundo ordinario, en un conjunto de objetos útiles o bonitos adquiridos por gente con curiosidad. El proceso de trivialización no consoló ni elevó el espíritu, sino que proporcionó un sentimiento de dominación sobre los acontecimientos. Hacer entrar la guerra en lo cotidiano fue indispensable para su mitificación. Paradójicamente, el mito, fundamento de religión cívica, se opondría a la banalización. La presencia de la guerra en la vida de la gente conduciría a una cierta brutalización de la política de posguerra. Si los deportes, el montañismo y la gimnasia se veían como suplentes del conflicto recién terminado, la política podía ser igualmente entendida como la continuación de la Gran Guerra en tiempo de paz. Pocos, al principio, se atrevieron a decirlo en público, pero una nueva dureza e incluso brutalidad penetró en la escena política posbélica. Con crisis sociales, económicas y políticas jugando un rol fundamental en el proceso de brutalización, la continuación de la guerra en tiempo de paz marcó el contexto y el contenido de la nueva política.

101 Mottram (1936: 1, 44). Véase también supra p. 153.

Parte III

LA POSGUERRA

Capítulo 8

LA BRUTALIZACIÓN DE LA POLÍTICA ALEMANA

Al final de la Primera Guerra Mundial, el mito de la experiencia de guerra había dado al conflicto una nueva dimensión como medio de regeneración nacional y personal. La continuación de las actitudes propias del periodo bélico en la paz se tradujeron en una cierta brutalización de la política, una acentuada indiferencia por la vida humana. Lo que motivaba esta ferocidad no solo era la visibilidad y el alto estatus que conservaron los militares en naciones como Alemania, sino sobre todo una actitud mental derivada de la guerra y de la aceptación de esta. La consecuencia del proceso de brutalización en el periodo de entreguerras fue excitar a los hombres, lanzarlos a la acción contra el enemigo político; insensibilizar a hombres y mujeres frente al espectáculo de la crueldad humana y la pérdida de vidas. Inglaterra y Francia, naciones victoriosas donde la transición a la paz fue relativamente suave, consiguieron mantener el proceso de brutalización bajo control en su mayoría, si no completamente. Las naciones que como Alemania no fueron tan afortunadas presenciaron un salvajismo sin precedentes que invadía la política. Este proceso dependió en gran medida del apoyo que pudieron reunir los extremos políticos, y de la medida en que estos consiguieron pautar el debate y la acción política. Ninguna nación tras la guerra pudo escapar por completo a la brutalización; en gran parte de Europa hubo un incremento del crimen y la militancia política justo después del conflicto. Para muchos en Europa, la Primera Guerra Mundial parecía no haber termi-

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nado y continuaría durante los años subsiguientes. El vocabulario de la batalla política, el deseo de destruir hasta la raíz al enemigo político, y la manera de retratar a los adversarios, todo pareció continuar la Primera Guerra Mundial, aunque ahora principalmente contra enemigos diferentes, internos. La creciente indiferencia hacia la muerte de masas fue una señal de este proceso de brutalización, aunque esto no sea algo fácil de demostrar. Por ejemplo, cuando 49 judíos fueron asesinados en 1903 en Kichinev, se produjo un escándalo internacional, y Berlín, París y Londres enviaron protestas a las que se unieron casi todas las naciones occidentales. En contraste, tras la guerra, los pogromos rusos de 1919 en los que murieron en torno a 60 000 no recibieron apenas atención, excepto entre los propios judíos. Ciertamente, las circunstancias eran diferentes: en 1919 los judíos eran normalmente vistos en conexión con los bolcheviques, y se decía que los aliados, que entonces estaban participando en la invasión de Rusia, habían apoyado en secreto las matanzas.1 En este caso, los pogromos de posguerra pueden ilustrar una nueva impiedad frente a enemigos imaginarios basados en estereotipos —judíos bolcheviques— que, como veremos, alcanzaron una nueva intensidad entre las dos guerras mundiales. Semejante diferencia en las actitudes de 1903 y 1919 parece augurar cierta brutalización. La masacre de los armenios, en la que casi un millón de ellos murieron, tuvo lugar durante la propia guerra bajo la excusa de expulsar, no exterminar, a un enemigo interno. Esta masacre se olvidó rápidamente, excepto entre los armenios, y a Adolf Hitler no le faltaba razón cuando supuestamente dijo, en 1939, mientras concebía sus propios planes asesinos, que «¿Quién, al fin y al cabo, habla hoy de la aniquilación de los armenios?»2 Las actitudes frente a la muerte de los enemigos políticos o —según se decía— raciales nos ocuparán aquí por ser un ejemplo de los efectos de la brutalización, ya que existe una obvia relación entre la confrontación con la muerte de masas y la baja estima por la vida individual. Es en Alemania donde puede seguirse más fácilmente el proceso de brutalización de la política, dado su ciclo de revolución y contrarrevolu-

1 Zionistischer Hilfsfund in London (1910: 194); Szajkowski (1977: 77); Leser (1985: 32). 2 Bardakjian (1985: 1-2, 32).

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ción posbélica, y sus años de incertidumbre política bajo la República de Weimar. Podemos examinar solo algunos de los ejemplos más importantes, porque el proceso penetró en la mayoría de aspectos de la vida política germana. Las actitudes bélicas, que persistieron durante el periodo de posguerra, estaban influenciadas no solo por la situación de guerra civil y revolución, sino también por la propia atmósfera donde se desarrolló el discurso político. Durante Weimar, el discurso político civilizado todavía era posible; de hecho, una predisposición al compromiso y a entender al prójimo fue requisito para el funcionamiento del Gobierno parlamentario. No obstante, hubo facciones políticas extremas que desafiaron constantemente la política parlamentaria, dispuestas a marcar el terreno del debate. Nos interesa aquí la derecha política por ser quizá el grupo extremista más poderoso durante la República de Weimar, así como el mayor adalid del mito de la experiencia de guerra. Entre los grupos derechistas se dio rienda suelta a la brutalización de la política, e incluso un partido político nacionalista como el DNVP, que mantuvo un frente respetable en el Parlamento, procedería en su propaganda con la misma brutalidad contra sus supuestos enemigos políticos y raciales que la menos respetable derecha radical ultranacionalista völkisch.3 La derecha se consideró heredera de la experiencia de guerra no solo en Alemania, sino en toda Europa, y el proceso de brutalización estuvo estrechamente vinculado a la propagación de su influencia sobre la población. Esta proyección demostró ser central en la política germana de posguerra, y con sus prioridades tuvo que ser tenida en cuenta por todos los demás sectores políticos a lo largo del periodo de Weimar. Cada vez más, la política se vio como una batalla que tenía que culminar en la rendición incondicional del enemigo. A decir verdad, ya durante el siglo xix tuvo lugar una cierta brutalización de la política más allá de los enfrentamientos de carácter militar. Por ejemplo, el vocabulario de la lucha de clases mostró tanta desconsideración por la vida y la dignidad humanas como lo hicieron las guerras entre naciones. Pero fue tras la experiencia de la Primera Guerra Mundial lo que en Alemania, en palabras de Hans Dietrich Bracher, transmutó la noción del conflicto en una idea de fuerza.4 El cambio del periodo prebélico al posbélico supuso un aumento cuantitativo



3 Mosse (1965: 235 y ss.). 4 Bracher (1981: 21).

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y cualitativo de algunos de los aspectos más brutales del pasado. El proceso de brutalización alcanzaría sus más altas cotas durante las fases inicial y final de la República de Weimar, determinando cada vez más el discurso político, así como la manera de percibir al enemigo. La guerra se había convertido en una parte íntima de la vida de mucha gente, e iba a afectar negativamente al tono de la política tras 1918. La guerra en sí misma fue el gran agente brutalizador, no meramente a través de la experiencia del combate y el frente, sino también a través de las relaciones entre oficiales y soldados. La aspereza de los oficiales y la pasividad de sus hombres, así como la vida ruda en las trincheras, afectaron a algunos soldados. Lo que se ha llamado proceso civilizador echó marcha atrás bajo semejantes presiones. Significativamente, muchos de los que escribieron acerca de la supuesta nobleza de la guerra y sobre su potencial, para sacar a la luz los más altos y generosos ideales humanos, incorporaron la brutalidad bélica en su narrativa. Ernst Jünger, por ejemplo, hablaba de una nueva raza de hombres que había creado la guerra, seres cargados de energía, hechos de acero,5 preparados para el combate; una casta de guerreros que encarnaba el mismo ideal de hombría expresado en muchos memoriales del periodo de entreguerras. Semejante amalgamación de los idealismos con la brutalidad no se limitó a Alemania: Henri Massis en Francia escribió ya durante la guerra sobre la mística y el profundo gozo envuelto en el acto de matar.6 En Alemania, la brutalización bélica vino acompañada de un ansia de experiencias para trascender los límites de la civilización contemporánea, un deseo de penetrar en un reino donde solo dominaran los instintos primitivos.7 La guerra parecía cumplir esta ambición, como da a entender la casi erótica descripción de Ernst Jünger de un asalto contra las trincheras enemigas: «La rabia hacía brotar amargas lágrimas de mis ojos… solo el hechizo del instinto primario prevalecía».8 Que esto fuese escrito probablemente en retrospectiva demuestra una vez más hasta qué punto el mito de la experiencia de guerra satisfizo las fantasías humanas, por mucho que la



5 6 7 8

Jünger (1933: 33). Massis (1916: 61). Bohrer (1978: 315). Jünger (1975: 255, 263).

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realidad fuese muy diferente, y en este caso seguramente caracterizada por miedos y malos augurios. El conocido escritor alemán Hermann Löns, que se había alistado a sus más de cincuenta años de edad, escribió que la cultura y la civilización forman solo una fina capa bajo la cual discurre la verdadera naturaleza humana, que espera la ocasión de abrirse paso al exterior. La naturaleza humana se veía como primitiva, violenta y guiada por instintos. El retorno al primitivismo en la excitación emocional de la batalla no era solamente un fenómeno alemán, también fue descrito por Fredric Manning en Inglaterra, que describió cómo los soldados, al lanzarse al ataque, «regresaban a un estado más primitivo de su desarrollo humano».9 (Aquí, sin embargo, no había una aspiración a lo primitivo como algo «genuino», sino meramente una descripción de lo que parecía ocurrir). Antes de la guerra, cierta corriente del nacionalismo alemán había alabado lo primitivo y lo instintivo como las únicas fuerzas verdaderas. Durante el conflicto y especialmente después, no obstante, ese ideal inspiró la imaginación de muchos de los que habían probado su virilidad en combate. El deseo de descartar la civilización por su carácter «artificial» marcaría de manera especial todo tipo de confrontación con el enemigo. El psiquiatra Otto Binswanger argumentó que el primer año de guerra estaba conduciendo a una distorsión del sentimiento patriótico: el entusiasmo y la disposición al sacrificio habían dado paso a un cruel odio y deseo de aniquilar totalmente al enemigo. Por su parte, la filósofa francesa Simone Weil, al evaluar las consecuencias de la guerra veinte años después, afirmó que los voluntarios habían marchado comprometidos con el ideal de sacrificio, pero que habían terminado con un sentimiento de desprecio por la vida.10 Inevitablemente, la dura confrontación con la muerte había cambiado las actitudes de muchos soldados respecto a vivir y morir. A veces esta se trivializaba, se bromeaba incluso, con el fin de soportar su constante presencia. En otras ocasiones, esta daba a la guerra un sentido de irrealidad, de vida fantástica, que algunos hombres experimentaron en el frente, como ha analizado recientemente Eric Leed en su No Man’s Land. Quedaba poco espacio para la santificación de la muerte en la primera lí-

9 Löns (1917: 14); Frederick Manning, The Middle Part of Fortune, citado en Wilson (1986: 681). 10 Binswanger (1914: 27); Weil (1965: 681).

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nea; eso fue, más bien, cosa de quienes se habían quedado en la retaguardia y del periodo posbélico. El culto a los muertos no comenzó en las trincheras, y parece ser que en la mayoría de soldados prevaleció antes una especie de estoicismo, de indiferencia hacia morir, una aceptación gradual de lo inevitable. Por supuesto, no sabemos cómo se trasladó esta indiferencia al periodo de posguerra, ni cómo pudo contribuir a la aceptación del carácter brutal de la política o, después, a la aquiescencia ante las medidas de los nazis. Puede haber muchas causas que expliquen la apatía ante la suerte sufrida por otros, o incluso por uno mismo, pero debe tenerse en cuenta el papel que jugó el adiestramiento bélico en este sentido. En las actitudes del tiempo de guerra, la diferencia entre la muerte de un amigo y de un enemigo, que tuvo un efecto brutalizador parecido, es más fácil de explicar. Esta distinción ya se convirtió en un medio para movilizar a la población frente al enemigo durante la revolución francesa, que se había basado en el ideal de la soberanía popular. Se promovió el odio a los caídos enemigos maltratando sus cuerpos, en contraste con la reverencia ofrecida a los que sacrificaban su vida por el propio país. Pueden apreciarse estas actitudes en el culto revolucionario a los muertos y en los festivales funerarios por los mártires, que contrastan con el desagradable entierro que se daba a los cadáveres enemigos. Luis XVI y las víctimas del terror jacobino fueron lanzadas a una fosa común, y rociadas con la cal viva que solía reservarse para los cadáveres anónimos de los pobres.11 Y la literatura de los siglos xix y xx, con su distinción entre el fallecimiento del burgués ideal y la fea y repentina muerte del paria, reforzó la antinomia. La vida del buen burgués «se apaga, hacia mediodía, a la hora de su nacimiento» (como en el caso de Goethe, según nos cuenta uno de sus biógrafos), mientras que el judío Veitel Itzig, según la narración de Gustav Freytag, muere ahogado en un sucio río.12 Con todo, solo esporádicamente continuó esta distinción entre la muerte del amigo y la del enemigo durante la época posrevolucionaria, normalmente cuando las autoridades intentaban movilizar el odio de las masas. Fueron la Primera Guerra Mundial y su posguerra las experiencias que incorporaron la muerte del enemigo al proceso de deshumanización general. El enemigo era esa serpiente muerta a

11 Jordan (1979: 220, 221). 12 Mosse (1970: 38, 92).

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manos del caballero, como vimos; un colectivo que debía ser enviado al infierno y al reino de los muertos (imagen 19). Así, si los cementerios y monumentos de guerra trascendieron la muerte de los camaradas, la de los enemigos era una muerte definitiva. Más tarde, la separación entre amigo y enemigo se consolidó en los lugares de enterramiento. Si antes y después de la guerra de 1870-1871, los soldados franceses y alemanes compartieron ocasionalmente tumbas comunes,13 con la Primera Guerra Mundial ya no fue así. Los alemanes condenarían el mausoleo de Douaumont, que contenía los huesos humanos desperdigados por todo el campo de Verdún, porque solamente la bandera tricolor ondeaba sobre el fuerte.14 El cambio en las actitudes hacia la muerte a resultas de la guerra benefició a la derecha política alemana: mientras ellos permanecieran a salvo, incitaban a la gente a apoyar una guerra feroz contra el enemigo interno y externo para salvaguardar su futuro. Aquí entró en juego otro elemento cotidiano, convertido en fetiche por la derecha política, que ya hemos identificado como parte importante del mito de la experiencia de guerra: el Mannesideal —ideal de masculinidad— que había fascinado a muchos grupos políticos y sociales germanos desde las guerras de liberación. La Primera Guerra Mundial dio un nuevo filo a este ideal, pues el guerrero devino en arquetipo de la virilidad. «Nos hemos convertido en un pueblo iracundo / entregado a hacer la guerra / como una sangrienta y encolerizada orden de caballería / que ha jurado con su sangre alcanzar la victoria».15 El escritor Arnold Zweig lo dejó claro en 1925: «Aquí como en todas partes, la guerra nos ha regalado una magnífica virilidad masculina pública y privada».16 Pero a la vez lamentaba que semejante masculinidad fuese un regreso a la barbarie. La mayoría de alemanes, sin embargo, no percibirían así ese ideal, sino a través del ejemplo de los monumentos bélicos con sus estatuas en posturas agresivas.

13 Lurz (1985: vol. 2, 126-130). 14 Lurz (1985: vol. 4, 423). 15 Citado en Koebner, Janz y Trommier (1985: 220). Para profundizar en la historia del concepto de masculinidad, véase Mosse (1985: passim). 16 Zweig (1925: 95).

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19. Los dos destinos. Postal francesa que muestra a los franceses marchando hacia el paraíso, con Cristo señalando el camino, y a los alemanes marchando hacia su encuentro con la muerte.

No solo en Alemania la guerra fue una invitación a la hombría; en Inglaterra, Christopher Isherwood afirmó que los jóvenes, tras la experiencia, tendrían que preguntarse si se habían hecho hombres de verdad.17 No en vano los sentimientos bélicos habían difundido un nuevo modelo masculino por toda Europa. Entre fascistas y comunistas, el ideal de hombre nuevo estaría libre del peso muerto del pasado burgués. El soldado del frente era su mejor encarnación, como quedó plasmado por ejemplo en el póster de Fritz Erler (imagen 14). Aquella aserción de Schiller, de que solamente el soldado puede ser libre, que había estado presente en los orígenes históricos de los voluntarios, ahora daría un giro anticapitalista y de oposición a una modernidad denunciada por su superficialidad. Si los estereotipos masculinos se reforzaron con la guerra en Inglaterra y Alemania por igual, en este segundo país la imagen de masculinidad se asoció más comúnmente con la muerte del enemigo. Así, el teniente Ernst

17 Isherwood (1938: 74).

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Wurche, símbolo del ideal juvenil alemán en la obra de Flex Der Wanderer zwischen beiden Welten (en donde se le describe con toda su belleza viril), quiere integrarse en las tropas de asalto para experimentar lo que él llama la belleza de la batalla. Admirando su espada, este puro y casto joven tiene «la guerra en la sangre» —parafraseando la descripción de Ernst Jünger del guerrero ideal germano—.18 Aquí nos saltan a la mente los versos que introducen una obra teatral sobre la batalla de Langemarck: «Una espada desnuda crece en mi mano, / la seriedad de la hora fluye por mis venas como acero. / Aquí me alzo solo, alto y orgulloso, / extasiado por haberme hecho hombre».19 Esa unidad orgánica entre la carne y la espada presta para matar, la dureza del acero como parte de la propia masculinidad, proporciona un excelente ejemplo de la imagen del guerrero en el seno del mito de la experiencia de guerra. Lo genuinamente primitivo también ayudó a formar este tipo ideal disciplinado y dirigido a alcanzar la victoria en la guerra y en todos los aspectos de la vida. Los instintos dominaban al guerrero, dándole energía y ferocidad. El humanismo moderno, por citar de nuevo a Ernst Jünger, era un simple sueño desdibujado que no conocía ni el mal ni el bien, la siesta de un pasajero en el tranvía a las tres de la tarde. Según decía un libro sobre la juventud alemana previo al ascenso de los nazis, «Solo los valores militares mantienen a un pueblo joven y viril».20 La determinación era una característica central de esta definición de masculinidad, simbolizada por muchas estatuas en los memoriales de guerra. Lejos de conducir al caos, lo genuinamente primitivo energizaba al guerrero ideal y le inspiraban claridad en sus decisiones. Sobre esta conexión, es importante tener en cuenta que las inscripciones en los monumentos bélicos no proclamaban meramente la victoria, como por ejemplo tras la guerra franco-prusiana, sino que glorificaban la voluntad de la batalla como la máxima bondad. Esta era la lección que la juventud debía transmitir a las generaciones futuras.21

18 19 20 21

Flex (s. f.: 47). Zerkaulen (1937: 503). Citado en Sontheimer (1962: 138). Ernst Jünger, citado en Bohrer (1978: 286). Lurz (1985: 140).

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El ideal de camaradería permitía la más noble expresión de masculinidad a los soldados. Parecido a aquella aspiración comunitaria finisecular que se había opuesto de lleno a la artificial vida burguesa, el ideal se centraría ahora en el compañerismo entre individuos de igual estatus unidos bajo un liderazgo carismático; unos elementos con los que el movimiento juvenil alemán había intentado alcanzar la perfección de su comunidad, antes que transformar el mundo exterior. Aunque el ideal de la camaradería perfecta raramente se dio en las trincheras, se hizo relativamente real en las condiciones de mutua dependencia en que los hombres se encontraron si querían sobrevivir. Tras la guerra, el ideal de camaradería sería uno de los ingredientes más importantes del mito de la experiencia de guerra, una fuerza política que para muchos excombatientes recuperaba algo de la vivencia originaria. La camaradería bélica era una promesa de organización social que, si se traducía al periodo de paz, liquidaría la corrupta república que se basaba en la lucha de clases y en divisivos partidos políticos. El Volk alemán debía ser visto como un grupo de camaradas, reforzado con los «hombres nuevos» que habían regresado del frente, iguales en estatus, aunque no en función, bajo un liderazgo indiscutido.22 La camaradería del Männerbund aseguraría una nueva y poderosa nación; fue este ideal de posguerra el que adoptaría la derecha radical. Si durante la guerra la camaradería había tenido una función interna en el grupo de camaradas, ahora se emplearía como arma contra quienes osaran amenazar el renacimiento de una nación militante. Ya durante las últimas fases de la guerra algunos observadores habían notado un cambio en el ideal de camaradería: estaba volviéndose más egoísta, menos dedicada a ideales compartidos que a la supervivencia de sus miembros y a su eventual triunfo sobre los enemigos.23 Los Freikorps simbolizarían la continuación de la camaradería de posguerra en la paz. Se trataba de oficiales y soldados que continuaron luchando entre 1919 y 1921, a pesar de que la guerra había terminado, unidos a muchos que no eran excombatientes, sino jóvenes reclutados en las escuelas. Juntos intentaron aplastar la revolución en casa, expulsar a los bolche-

22 Mosse (1982: 34 y ss.). 23 Véase Scholz (1930: 48).

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viques de los Estados bálticos, y defender la Silesia superior frente a los polacos. Los oficiales reclutaban a los hombres directamente, igual que había ocurrido con los Freikorps de las guerras de liberación. Así emergió un mito poderoso en torno a sus miembros, como hombres auténticos que con su camaradería ejemplificaban lo mejor de la nación. Continuaban tradiciones bélicas, oponiéndose a que Alemania aceptara el humillante tratado de paz. Ernst von Salomon, un miembro que con sus libros fabricaría aquel mito, vio en los Freikorps «hombres nuevos» como él mismo: «Estábamos separados del mundo burgués… se rompieron todos los lazos y fuimos liberados… Éramos una banda de luchadores ebrios de pasión, llenos de lujuria, exultantes en la acción».24 Es cierto que los Freikorps combatieron en el Báltico y en Silesia sin la explícita aprobación del Gobierno, pero también que la joven República recurrió a ellos para aplacar las revoluciones en Berlín y Munich. Además, obtuvieron el apoyo del ejército, el Reichswehr, especialmente durante su defensa de las fronteras orientales.25 No se trataba, en realidad, de unas bandas de camaradas abandonados, como dice el mito. Existían, de hecho, muy diferentes Freikorps, como el Rossbach o el Ehrhardt (llamados así por el nombre de sus líderes), y una rápida rotación de efectivos, frente a una leyenda que los describe como un grupo único, con un carácter invariablemente nacionalista y con unos jefes espectaculares, que en realidad se encontraban solamente en algunas unidades. Con todo, como siempre, mito y realidad se confunden en los escritos de algunos miembros, que serían quienes determinarían la imagen del Freikorps en la mente alemana. El mito creado en torno a estas tropas demuestra el potencial que tuvo el cambiante ideal posbélico de camaradería. Se dijo que aquella «perdida turba» (verlorene Haufen), como los llamó Ernst von Salomon,26 se mantuvo unida no por ideales, sino a través de la acción. Así un miembro del Freikorps más famoso, la brigada Ehrhard, recordaría en 1927: «Teníamos el activismo como principio moral… apoyamos la comprensión del activismo en sí… el reconoci-

24 Citado en Waite (1970: 108); véase también Bessel (1988: 28). 25 Carsten (1964: 171 y ss.); para la realidad en contraste con el mito de los Freikorps véase Koch (1978). 26 Ernst von Salomon, «Der verlorene Haufen», en Jünger (1930: 11).

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miento del valor moral de saber actuar despreciando la libertad y la vida».27 No cabía duda de que un despiadado sentimiento de desesperación dominaba a estos hombres incapaces de formular ningún fin político, y que correcta o erróneamente pensaron que la nación por la que habían luchado los había abandonado. La supresión de la revolución en Berlín o Munich vino acompañada de asesinatos brutales, que continuaron incluso tras la disolución del Freikorps, muy a menudo cometidos por sus antiguos miembros. Así fue Ernst von Salomon quien proveyó el coche utilizado en el asesinato en 1922 de Walter Rathenau, ministro de exteriores alemán, figura carismática y judío, muerto bajo los disparos de los viejos camaradas de Salomon. Cuando los nazis llegaron al poder construyeron una nueva tumba para los verdugos de Rathenau y la coronaron con reproducciones de cascos de acero alemanes de la Primera Guerra Mundial. Aquellos jóvenes asesinos, dos de los cuales murieron mientras les perseguían por el asesinato, entrarían a formar parte del culto a los caídos en guerra. El ideal de camaradería en sí se brutalizaba a través de su instrumentalización agresiva por parte de la derecha. Uno de los dichos que podían enmarcarse y colgarse en el salón durante el periodo nazi decía: «Por encima nuestros ideales, a nuestro lado el camarada, en frente el enemigo». Mientras la masculinidad y la camaradería se habían siempre considerado idénticas, en los grupos derechistas triunfó un concepto combativo de virilidad durante y después de la guerra como prerrequisito para la verdadera camaradería. La distinción forjada durante la guerra entre la muerte del enemigo y del camarada era fácilmente utilizable en las batallas políticas de la posguerra. El hipotéticamente respetable DNVP distinguió claramente entre diferentes asesinatos políticos: los enemigos resultaban «muertos» (getötet), pero sus partidarios resultaban «asesinados» (ein mordfall wurde begangen). Los 324 asesinatos políticos cometidos por la derecha política entre 1919 y 1923 (frente a 22 cometidos por la extrema izquierda) fueron, en su mayoría, ejecutados por antiguos soldados bajo las órdenes de sus exoficiales —por antiguos o activos miembros del Freikorps o de organizaciones paramilitares derechistas (la mayoría eran miembros de ambas)— y justificados con un

27 Krüger (1971: 128).

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lenguaje patriótico que se tomaba prestado de la guerra.28 Tales asesinatos tenían todos los rasgos de una acción de guerra realizada durante una paz corrupta. El general von Seeckt, para entonces retirado como comandante en jefe del Reichswehr en tiempos de paz, escribió en 1928 que podía entender perfectamente que algunos miembros del Freikorps Rossbach, que habían cometido un buen número de asesinatos, se consideraran a sí mismos como soldados patriotas. El general Franz Ritter von Epp (que había comandado un Freikorps) dijo a un comité del Reichstag que aquellos que habían sido asesinados por haber delatado depósitos de armas escondidas por el Freikorps merecían igual destino que los traidores a la patria.29 Incluso la derecha política acuñó una nueva palabra que se aplicaba a este tipo de asesinato: Schädlingsmord, o muerte justificada de alguien que causa daño a la nación, la ejecución de una persona nociva.30 Veremos más tarde la importancia del lenguaje como instrumento de brutalización. Las normas consensuadas de moralidad y conducta parecían bajo amenaza en Alemania, pero no solo en ese país. Todo era en parte consecuencia de la transición de la guerra a la paz, que se demostró difícil para muchos excombatientes. La guía para veteranos desmovilizados que difundió la República alemana en 1918 señalaba que los excombatientes habían sido «completamente alienados de la existencia burguesa» y que habían perdido contacto con las «necesidades de la vida»,31 las normas de la sociedad establecida. Ya durante la guerra algunos oficiales habían sentido que la vida en el frente se les iba de las manos y que debía ser reconducida dentro de normas aceptables de integridad y comportamiento. Tras la desmovilización, las estadísticas criminales en Alemania mostraron un repentino incremento en crímenes capitales cometidos por hombres sin antecedentes. Un criminólogo contemporáneo atribuyó el aumento a la disposición a matar durante la guerra y a la desesperación de la situación socioeconómica de los tiempos.32 Ciertamente, su análisis suena cierto. En la novela de Arnold Zweig Pont und Anna (1925), por

28 29 30 31 32

Thimme (1969: 132); Gumbel (1922: 13, passim). Gumbel (1962: 58); Kilian (1936: 24). Liepmann (1930: 37). Jehle (1918: 3). Liepmann (1930: 37).

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ejemplo, Pont comete un brutal asesinato, que es aplaudido por la derecha, y que Zweig explica como una consecuencia de la guerra y de la continuada atmósfera belicosa en la Alemania. Aunque la muerte se comete durante una violación, Pont, que es un antiguo oficial y miembro del Freikorps, recibe una mínima sentencia. El final de la novela refleja de manera verídica la situación de la mayor parte del sistema judicial en el país durante la posguerra. Las barreras legales contra el homicidio fueron debilitadas por la propia república a causa de la lenidad de su sistema judicial frente a los llamados actos patrióticos de violencia. Esa debilitación no tuvo nada que ver con el uso de poderes presidenciales de emergencia bajo el artículo 48 de la Constitución de Weimar —poderes que al final se utilizaron para terminar con ella—, sino que el mismo funcionamiento normal del poder judicial establecido deterioró las limitaciones al uso político de la fuerza. Por ejemplo, el tribunal supremo alemán (el Reichsgericht) decretó inmediatamente tras la guerra que podría darse una emergencia «supralegal» que exoneraría los asesinatos del peso de la ley, poniendo como ejemplo los cometidos por el Freikorps en su lucha contra los polacos en Silesia superior. El tribunal luego se retractó,33 pero se había sentado un precedente. La ilustración más reveladora de cómo bajo Weimar la ley misma colaboró a abaratar la vida individual es la amnistía garantizada por el presidente de la república. Durante los primeros años, los crímenes contra la vida individual estuvieron, en gran medida, excluidos de consideración para tal amnistía. Sin embargo, en 1928 la cadena perpetua y la pena de muerte por asesinatos políticos fueron conmutados por entre siete y veintitrés años en prisión. Aunque esto no era suficiente para los partidos políticos de la derecha y los comunistas, que demandaban una amnistía completa para los asesinos políticos; a la altura de 1930 todos los grupos, excepto los socialdemócratas, se habían unido a la demanda. La situación de guerra civil tras 1918 quedó legitimada cuando en 1930 todos los que habían matado por motivos políticos antes de 1924 (es decir, cuando tuvieron lugar la mayoría de los asesinatos) fueron perdonados siempre y cuando las víctimas no fueran jefes de partidos parlamentarios o miembros

33 Sinzheimer (1930: 65 y ss.).

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del actual Gobierno.34 Entre los que abandonaron ese año la prisión estaba Ernst Werner Technow, el único superviviente de la banda que había matado a Walter Rathenau (y, de hecho, Technow se había beneficiado ya de una reducción de su sentencia anterior).35 De esta manera, la misma república preparó el camino para la amnistía proclamada por los nazis en 1933, la cual perdonaría a todos los nacionalsocialistas que se habían ganado problemas con la justicia durante la lucha por el poder. La práctica abdicación de la ley frente a los Fememörder —esto es, quienes asesinaban a aquellos considerados «traidores» por la derecha paramilitar— legitimó la violencia. El hecho de que tras el atentado contra Rathenau en 1922 la república aprobase una ley que contenía duras sanciones contra quienes se pensaba que amenazaban la vida de los líderes constitucionales no sirvió de nada. Esta ley nunca se aplicaría de manera imparcial o estricta, y cuando tenía que ser renovada en 1929, una coalición de diversos partidos políticos lo impidió. Parecía existir un amplio consenso en torno a la idea de que no era la constitución de Weimar, sino la autoridad del Estado alemán lo que debía protegerse. Este interés por el Estado en sí mismo más que por la democracia parlamentaria lo ejemplifican los decretos de emergencia presidenciales, establecidos por el artículo 48 de la Constitución, por los que Alemania se gobernó al margen del parlamento desde 1930 a 1933. Los decretos para sostener la ley y el orden se llamaron «Decretos para asegurar la autoridad del Estado», y no mencionaban la república como lo había hecho la ley de 1922.36 La brutalización de la política se había abierto paso en el sistema republicano, y no fue meramente impuesta por los que deseaban su destrucción. La deshumanización del enemigo fue una de las consecuencias más catastróficas del proceso de brutalización. Estereotipos difundidos en palabras e imágenes fueron quizá el medio más efectivo para este fin. Estos ya habían circulado desde el siglo xviii, pero la guerra preparó las mentes de la gente para su recepción. Las historias sobre atrocidades fueron el pan de cada día durante la guerra, en todos los bandos del conflicto.

34 Sinzheimer y Fraenkel (1968). 35 Technow (1934: 31). 36 Jaspers (1963: 284-287).

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Aquí ya no existía ninguna contención, ni tabú social o sexual, que anteriormente hubiera restringido la iconografía estereotipadora. Podía representarse la fuerza bruta del enemigo masacrando, mutilando y torturando a personas indefensas. Y también se subvirtieron valores supuestamente sagrados: los franceses acusaron a los alemanes de usar los cadáveres de soldados caídos para producir glicerina necesaria para el armamento. Fueron comunes los temas escatológicos, y acusar al enemigo de todo tipo de actos sexuales normalmente prohibidos.37 El amplio uso de material visual realzó la efectividad de semejantes estereotipos, pues las ilustraciones siempre fueron más efectivas que la palabra impresa para llegar a la población. Se había entrado en una era cada vez más visual desde el siglo xix, cuando se intentó integrar las amplias masas analfabetas en la sociedad y la política. La Primera Guerra Mundial tuvo lugar en la época dorada de la postal fotográfica, donde podían mostrarse bocetos o fotos preparadas que normalmente habrían sido prohibidas por ser demasiado pornográficas o crueles para el uso familiar. Los periódicos ilustrados, que publicaban imágenes y fotos de las acciones militares, encontraron un público de masas también durante la guerra. La propaganda de atrocidades, aunque no fuese tan dramática, también apareció en la prensa respetable. Y la simple publicidad se unió a esta tendencia, como vimos en el anuncio de una tienda francesa con niños que pisoteaban un muñeco vestido de uniforme alemán (imagen 16). Justo tras la guerra, Ferdinand Avenarius, un publicista crítico de arte alemán, condenó lo que veía como una perversión de la imagen en tiempo de guerra; escribió que mientras en la época de paz la caricatura era una simple forma de representación, en guerra su efecto era hipnótico. Señaló como ejemplos algunas caricaturas antialemanas, postales fotográficas que mostraban escenas de sadismo, violación y pederastia.38 Tales representaciones también fueron usadas por los alemanes contra sus enemigos, y la proyección sobre el enemigo de acciones que desafiaban toda convención social tiene que haber sido aterradora y quizá también excitante.

37 Read (1972: 3); Ponsonby (1971: 177); Neumann (1914-1915: 390-391). 38 Avenarius (1918: 219).

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Desde los orígenes de la guerra moderna en la era de la revolución francesa, la poesía y la prosa habían expresado odio por el enemigo. Todos los ciudadanos varones participaban entonces en la guerra, y tenían que motivarse o bien racionalizar las razones de poner en peligro sus vidas. Como norma, cuestiones tales como «¿Por qué odiamos a los franceses?» —preguntada, por ejemplo, por los prusianos durante las guerras de liberación de 1813— eran respondidas con referencia al conflicto presente y no con calumnias sobre la historia y tradiciones de Francia o sobre toda la nación francesa. Además, un periódico patriótico como Das Neue Deutschland (La nueva Alemania), aun cuando lamentaba la supuesta inhumanidad de los soldados enemigos ocupantes en 1813-1814, culpaba de la opresión exclusivamente a Napoleón y no a toda la población francesa.39 Es cierto que, a veces, propagandistas de la causa nacional como Ernst Moritz Arndt arremetieron contra todos los franceses, pero esto era la excepción más que la regla, e incluso Arndt creía en los ideales humanísticos de la Ilustración.40 Durante la Primera Guerra Mundial, en contraste, inspirados por un sentimiento de misión universal, cada bando deshumanizó al enemigo y clamó por su rendición incondicional. Un buen número de líderes alemanes creía que su nación tenía el destino asumido de regenerar el mundo (Am deutschen Wesen wird die Welt genesen).41 Así se transformó al enemigo en una antítesis que simbolizaba la inversión de todos los valores de una sociedad. Un proceso de estereotipación idéntico al ya ensayado para representar a quienes se destacaban de la normalidad en una sociedad y por eso parecía amenazar su existencia: judíos, gitanos y desviados sexuales. La Primera Guerra Mundial se benefició del antisemitismo y racismo desarrollados en el siglo xix, y del ansia de mayor conformidad social y sexual que no había despuntado todavía en conflictos anteriores. La Alemania posbélica no era la única en deshumanizar al supuesto enemigo de una manera nueva y que no habría sido aceptada fácilmente antes de la conflagración. Inglaterra también atravesó semejante proceso

39 Citado en Lange (1953: 84). 40 Prigniz (1981: 138, 94 y ss.). 41 Vondung (1980: 62-84).

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brutalizador, por mucho que el discurso político prebélico, más cortés y respetuoso, permaneciese intacto. Por ejemplo, las historias escritas por Sapper (Herman Cyril McNeile) sobre Bulldog Drummond, un personaje que mataba y torturaba a los enemigos de Inglaterra sin remordimiento ni piedad, fueron uno de los más grandes éxitos editoriales del periodo de entreguerras. Por su parte, Saki (Hector Hugh Munro), otro autor muy popular, hacía que sus personajes —aunque ligeramente más respetables que Rummond— maltrataran a enemigos desaliñados y sucios, normalmente judíos o bolcheviques. Estos dos escritores son solo dos de los más prominentes entre aquellos que tras la guerra abogaron por una masculinidad agresiva que protegiera la fuerza y virtudes británicas. Con todo, como ha mostrado Leslie Susser, el fascismo británico fracasó parcialmente porque su líder, sir Oswald Mosley, rompía los códigos políticos establecidos con su uso de tácticas intimidatorias.42 E. M. Foster tenía razón al escribir: «Si hay algo que en una dictadura inglesa se consideraría descortés, sería masacrar judíos de malas maneras, y formar ejércitos privados de payasos».43 En cambio, en la Alemania de posguerra, el proceso de brutalización impregnó con éxito toda la vida política. La guerra era un motor poderoso para producir conformidad, un hecho que contribuyó a reforzar el estereotipo no solo del enemigo extranjero, sino también de quienes dentro del país eran considerados como una amenaza para la estabilidad nacional o disturbaban la buena imagen de la sociedad. Un estudio sobre la ciudad de Marburg ha mostrado cómo tras la guerra la gente sintió una mayor necesidad de cohesión social. La clase media exhibió un nuevo entusiasmo por las asociaciones políticas y cívicas,44 y estaba más preparada que antes para formar organizaciones de masas. Fuese o no representativa la ciudad de Marburg, la ofensiva contra los judíos durante y después de la guerra parece demostrar ese deseo por una mayor conformidad, legitimado en parte por la profunda fractura existente entre la sociedad y sus supuestos enemigos. La discriminación contra

42 Susser (1988: 89, 93-95). Este trabajo, que se publicará pronto, abre nuevas e importantes perspectivas sobre el tema. [Nota del editor: la tesis doctoral de Susser, sin embargo, nunca se publicó]. 43 Susser (1988: 114). 44 Koshar (1986: 146-149).

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los judíos entró en una fase ominosa en Alemania durante el conflicto. Una evolución que podría haberse dado en Francia, país con pasado antisemita más militante, si no hubiese sido porque la derecha racista francesa se contuvo, en contraste con la alemana, que aprovechó la oportunidad que le daba la creciente ola de nacionalismo y frustración a lo largo de la guerra para perseguir sus objetivos. En efecto, las acciones antijudías tuvieron lugar en Alemania más que entre los aliados, los cuales consiguieron mantener e incluso mejorar los niveles de vida. El drástico declive del nivel de vida germano alimentó las tensiones sociales que ayudaban a sacar a flor de piel un latente antisemitismo, que había sido también parte de la propaganda británica antiprusiana.45 Al comienzo de la guerra el emperador Guillermo II había proclamado que toda diferencia entre clases y religiones había desaparecido, que solo reconocía alemanes. Pero ya a la altura de 1915 había menos oficiales judíos en el ejército que al principio. Una acción más sensacional ocurrió el 11 de octubre de 1916 cuando el ministro imperial de guerra ordenó que se compilaran estadísticas para averiguar cuántos judíos servían en el frente, cuántos en retaguardia y cuántos no lo hacían de ninguna forma. Nos podemos imaginar qué significó esto para los jóvenes judíos que luchaban codo con codo con sus camaradas en las trincheras. Este recuento de judíos era el resultado de agitaciones antisemitas que habían comenzado seriamente un año antes, y como nunca se publicaron los resultados, permaneció la sospecha de que los judíos eran desertores.46 Calcular el número de soldados judíos fue solo el preludio de su más sistemática exclusión de importantes agrupaciones sociales y políticas tras la guerra. Estas iban desde las fraternidades estudiantiles a organizaciones de excombatientes; de hecho, la mayoría de estos Männerbünde —que según la derecha política encarnaban el futuro de la nación— cerraron sus puertas a los judíos. Mientras se contaba cuántos judíos combatían en el frente y la retaguardia, surgió un debate sobre su admisión en el movimiento juvenil alemán, cuestión que se había considerado relevante hasta entonces. Sea como fuere, en el debate se escucharon voces a favor y en

45 Winter (1988b); Lebzelter (1981: 96). 46 Angress (1976: 79).

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contra, y en realidad el número de judíos que ingresaron en el movimiento juvenil creció considerablemente durante el conflicto.47 El «recuento judío» no tenía motivos raciales; se definió a los judíos como miembros de una comunidad religiosa,48 e incluso para muchos antisemitas el nacionalismo y el racismo no eran equivalentes. A pesar de ello, influyentes organizaciones derechistas como la Liga Pangermanista importaron su racismo prebélico a la guerra. Su demanda de anexión del territorio enemigo se acompañó de su petición de enviar a los judíos alemanes a Palestina. Muchas otras organizaciones conservadoras menores mantuvieron ideas racistas en su programa político. Y tras el fin de la guerra, el racismo dio un paso al frente: ataques contra los judíos, su exclusión de asociaciones y partidos políticos, se justificaron con motivaciones racistas. Si anteriormente algunos judíos cuyo aspecto y comportamiento se consideraba «germánico» habían sido admitidos en algunas organizaciones nacionalistas völkisch, ahora se prohibió su entrada sin excepción. No solo ocurrió esto en asociaciones, sino que a la altura de 1929 el Partido Nacional Alemán, miembro de muchos Gobiernos de coalición en Weimar, había cerrado oficialmente sus puertas a la afiliación de judíos.* El racismo no impedía que los alemanes acomodados que miraban con desprecio al proletario partido nazi siguieran considerándose gente respetable. La exclusión de judíos del Stahlhelm, la organización de excombatientes alemana, fue única en el continente, pues ninguna otra organización nacional de veteranos en la Europa occidental y central discriminó de esta manera a sus antiguos camaradas. Al final, el nacionalsocialismo conduciría esta tendencia hacia su conclusión lógica, aunque no inevitable, cuando un decreto de 1935 prohibió incluir nombres de soldados caídos judíos en monumentos de guerra.49 Teorías de la conspiración, que gozaron de una renovada popularidad, jugaron un rol crucial en el racismo y antisemitismo de posguerra, confir-

47 Laqueur (1962: capítulo 10); véase Mosse para la exclusión de los judíos en asociaciones tras la guerra (1964: parte 3). 48 Zechlin (1969: 526-527). * Nota del editor: Con «German National Party», Mosse se refiere aquí más probablemente al DVP, que mantuvo una postura ambigua respecto a los judíos durante la república de Weimar, y dio un claro giro a la derecha a finales de la década de 1920. 49 Bankier (1988: 11).

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mando, o así lo parecía, el círculo vicioso que amenazaba con estrangular la nación. La época dorada de tales teorías habían sido las dos últimas décadas del siglo xix, cuando la Iglesia católica había proclamado su creencia en una conspiración judeo-masónica, y en Francia se falsificaron, con ayuda de la policía secreta rusa, los Protocolos de los Sabios de Sion, un relato de la supuesta confabulación mundial de los judíos. Durante la guerra, teorías de esta calaña alimentaron la propaganda bélica. Los británicos, como hemos mencionado, escribieron sobre la alianza entre Prusia y los judíos. Pero era la revolución bolchevique lo que parecía revelar la «mano oculta de la judería» a la mayoría de naciones: utilizada como propaganda de guerra, también preparó el terreno para la recepción acrítica de los Protocolos en Alemania e Inglaterra (países que no habían sufrido la influencia de estas mentiras previamente).50 El impulso posbélico del racismo, sin embargo, era sobre todo una reacción contra las crisis sociales, económicas y políticas que marcaron la transición alemana a la paz. Era al mismo tiempo un obvio síntoma del proceso de brutalización causado por la guerra. La camaradería bélica, como vimos, había adoptado un tono agresivo tras el conflicto, no solo dirigida contra polacos y revolucionarios domésticos, sino también excluyendo de las organizaciones de excombatientes alemanes al pretendido enemigo racial. Así, la camaradería no sirvió, aunque podía haberlo hecho, para refutar el ataque a la condición ciudadana y masculina de los judíos, a quienes se representaba estereotipadamente como cobardes, desviados y desprovistos de belleza física. Los panfletos que difundía el Partido Nacional Alemán* no diferían mucho de los de los nazis en este aspecto.51 La exclusión de judíos de muchas importantes asociaciones y Männerbünde demuestra hasta qué punto de nuevo el mito dominó la realidad, sin importar para nada la auténtica camaradería, ni cuántas Cruces de Hierro hubieran ganado los judíos durante la guerra. Una violencia cada vez más intensa en el lenguaje y las representaciones visuales acompañó al avance del racismo, de nuevo reflejando el proce-

50 Mosse (1978: 178-179). * Nota del editor: Seguramente, aquí las palabras de Mosse «German National Party» hacen referencia al DNVP. 51 Mosse (1964: 242).

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so de brutalización que nos ocupa. Así, pósteres que mostraban estereotipos judíos con una supuesta fisionomía criminal estaban a la orden del día. Y no solamente los utilizaba la derecha, aunque esta hiciera el más amplio uso. El ejemplo nazi de «Los judíos te observan» («Juden sehen dich an») lo reprodujo la izquierda con un cartel de Kurt Tucholski titulado «Los generales te observan». Aunque la causa era diferente, y el militarismo una amenaza real para la república, el uso de estereotipos deshumanizadores tanto por la izquierda como por la derecha de nuevo apuntaba a una brutalización de la política. Tucholski dedicó un boceto de lo que llamaba rostro alemán —una faz rechoncha con frente estrecha (gedrungener Kopf keine allzu hohe Stirn)— al dibujante Georg Grosz, «que nos enseñó a ver ese tipo de cara»; una dedicatoria que hay que tomar al pie de la letra. Durante la guerra, Fritz Erler había pintado un tipo de «rostro alemán» bastante diferente, escribiendo que cualquiera que hubiese visto ese rostro —con su casco de acero y ojos luminosos— sería incapaz de olvidarlo, mientras que Ernst Jünger describía las caras, ojos y cuerpos de sus tropas de asalto, proclamándolas como una nueva raza de hombres.52 Esos hombres nuevos también hablaban un lenguaje diferente que agudizaba formas tradicionales de expresión y las integraba en un mundo maniqueo de amigos y enemigos. En guerras anteriores, se había guardado una cierta contención, por débil que fuera, en el lenguaje aplicado al enemigo. Pero durante y especialmente después de la Primera Guerra Mundial, cayeron todas las barreras. Así, la palabra schädling (dañino), normalmente referida a animales o plantas, se aplicó a las personas con la palabra schädlingsmord, usada por la derecha nacionalista para justificar sus asesinatos políticos.53 La voz untermensch (‘subhumano’) se oía ocasionalmente antes de la guerra, pero fue después cuando se aplicó a quienes rehusaban acomodarse a los dictados de la extrema derecha. Además, la palabra fanático, que había tenido connotaciones negativas, ahora se usaba como adjetivo para significar heroísmo y voluntad de lucha.54 El

52 Tucholski (1960: 1182-1183); Hoffmann (1979: 106); Jünger (1922: 32). 53 Thimme (1969: 132); Gumbel (1962: 13, passim). 54 Klemperer (1947: 54, 62). Los nazis hicieron de este vocabulario la lengua oficial del Tercer Reich. Véase también Bauer (1988: 58-61). La república nunca utilizó semejantes palabras; solo los partidos más extremos las utilizaron, aunque tras 1928 afectaba profundamente al discurso político.

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vocablo heroico devino de uso común, junto a kämpferisch (combativo), un adjetivo que se aplicaba al tipo de espíritu que demasiado a menudo reemplazó al debate racional o la voluntad de compromiso. Y otra frase con origen en una ley de 1837 asumió una nueva vida: «Ejecutado en fuga»; pues si la ejecución de prisioneros que intentaban escapar se definió originalmente como legal solamente en caso de que hubiera habido transgresiones sistemáticas y el prisionero hubiera hecho preparaciones sostenidas y consistentes para huir, ahora este podía ser liquidado sin que el juez investigara si tal intento había tenido realmente lugar. Durante la república, la propia policía utilizó este pretexto para matar a veintinueve trabajadores después de un tumulto. Karl Liebknecht, el socialista, también se dijo que había sido ejecutado al intentar huir, a manos del comando del Freikorps que perpetró su asesinato. Es bien conocido el uso que los nazis hicieron de esta ley.55 Como la guerra aceleró enormemente la mecanización de todos los aspectos de la vida, esta también dejó su impronta en el lenguaje. Así, la expresión deshumanizadora «material humano», denunciada antes de la guerra por sus connotaciones,56 llegó a ser parte del vocabulario aceptable durante y después del conflicto. Semejante sintagma potenciaba una abstracción despersonalizadora. Para Hitler, el judío era un «principio», y este lenguaje, a su vez, tiene que entenderse en el contexto de los estereotipos. Tras 1918, la distinción entre amigo y enemigo, presente en todos los niveles perceptivos, facilitó la homogeneización de hombres y mujeres en una misma masa. Con el uso de adjetivos descriptivos para caracterizar hombres y movimientos que parecían amenazadores para la sociedad y la nación, se completó el proceso de despersonalización de quienes eran vistos con sospechas y odios. La derecha política aplicó palabras como judío y bolchevique a cualquier enemigo interno o a todo grupo o persona que despreciara. De hecho, vivían en un constante miedo por los complots «judíos» o «bolcheviques» que, muy a menudo, según decían, se confabulaban en una conspiración judeo-bolchevique. Esta adjetivación tenía el mismo

55 Gumbel (1929: 30); Technow (1934: ii). 56 Klemperer (1947: 175).

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efecto que el uso de eslóganes, cruciales en la política de masas. La homogeneización de grupos poblacionales de nuevo apunta a la mentalidad maniquea que estaba enraizada en la clara y distinta antinomia bélica entre amigo y enemigo. La derecha política tras la guerra no veía diferencias entre virtud y vicio en los instrumentos utilizados para alcanzar el poder; para la mayoría de sus miembros la guerra no había terminado, y la victoria todavía podía alcanzarse. El futuro jefe de la organización nazi para los mutilados de guerra escribió en 1918: «La guerra contra el pueblo alemán continúa. La guerra mundial fue solamente su sangriento principio».57 La idea de la guerra permanente, inherente a la ideología de la derecha radical, se consolidó con la creencia de que el tratado de Versailles no había sido una paz, sino un desafío para continuar la lucha. La ausencia de un tratado aceptado por todos tras 1918, algo que antes se había creído garantizado, fue ciertamente un factor que facilitó la intromisión de la guerra en la vida de la gente. Por supuesto, tras la Segunda Guerra Mundial no se intentó siquiera llegar a un tratado de paz. Las implicaciones de la devaluación de estos acuerdos para las percepciones de la guerra y la paz todavía están por investigar, pero parecen haber jugado algún rol en el proceso de brutalización tras la Primera Guerra Mundial, aunque sea difícil definir cómo. Como quiera que sea, el objetivo de la derecha radical no era la guerra permanente; esto era solo un medio para alcanzar sus fines políticos e ideológicos. Tampoco el racismo fue un arma dirigida únicamente contra negros o judíos, sino una ideología independiente y plenamente formada como lo fueron el liberalismo, conservadurismo o socialismo, con su propio atractivo positivo. Ver solamente los aspectos negativos de tales movimientos significa subestimar su fuerza, un error común antes y después del ascenso de los nazis al poder. Por el contrario, tenemos que observar la derecha política como un movimiento que se aprovechaba de la brutalidad traída por la guerra, con su agresiva camaradería y hombría, y sus ideales que prometían un mejor futuro para los alemanes. Los métodos políticos y actitudes derechistas estaban diseñados para aprovecharse de la política de

57 Oberlindober (1939: 10).

La brutalización de la política alemana

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masas: la nacionalización de las masas fue el resultado de movimientos con dinámica propia, que utilizaron el atractivo de mitos y símbolos en su beneficio. Aquellos factores que hemos comentado como parte del proceso de brutalización bélica eran parte de la nueva era de política de masas, cuyas demandas fueron mejor entendidas por la derecha que por la izquierda (la república tuvo grandes dificultades para integrar las masas en su sistema de gobierno). Que la guerra en sí condujese a una democratización de la política fue vital para el nuevo predominio de la política de masas por encima de otros modos de expresión. La guerra no creó las fuerzas que desató; solamente les dio un nuevo filo y una dinámica que las ayudó a vencer. La agresividad de la derecha política en 1914 no se diferenciaba quizá tanto de la de 1918, pero tras la guerra encontramos una nueva brutalidad de expresión y de acción, un menor interés por la respetabilidad, y una mayor urgencia por alcanzar la victoria a toda costa. El racismo se potenció, como hemos notado, promoviendo esa ferocidad con su rechazo de todo compromiso. Al mismo tiempo que la derecha se brutalizó, consiguió salir de su gueto político, determinando el terreno del debate nacional en Weimar, ya mucho antes de la toma de poder de 1933. Nos hemos concentrado sobre la derecha política, pero es igualmente importante determinar el impacto del proceso de brutalización sobre el conjunto de la vida posbélica. Con toda probabilidad, la gente se acostumbró no solo a la brutalidad de la posguerra, sino también a un cierto nivel de violencia visual y verbal. El uso de la razón durante la república de Weimar fue contrarrestado por movimientos que reflejaban el caos de los tiempos con una elevada agresividad. La brutalización de la política marcó la pauta de la derecha política durante Weimar, y con la toma de poder de los nazis se convirtió en la política oficial del Tercer Reich. El mito de la experiencia de guerra fue central en el proceso de brutalización, porque había transformado la memoria del conflicto, haciéndola aceptable, y proporcionando al nacionalismo algunos de sus mitos y símbolos posbélicos más efectivos. El mito de la experiencia de guerra también pretendió extender la Primera Guerra Mundial hasta la Segunda, estableciendo una continuidad que rejuvenecería la nación. Pero a pesar de todo eso, no habría casi entusiasmo ninguno por la guerra en 1939, ni tampoco una nueva generación de 1914, a pesar de los esfuerzos nazis por

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producirla. Con todo, las actitudes hacia la política, la vida y la muerte que proyectó el mito prepararon a muchos para aceptar la supuesta inevitabilidad de la guerra. En gran medida, el periodo de 1918 a 1939 se construyó sobre lo bélico, y en ese contexto ningún movimiento pacifista fue capaz de hacerse con un espacio que desplazase al poderoso mito de la experiencia de guerra.

Capítulo 9

CONSTRUIR SOBRE LA GUERRA

I Que la guerra jugó un papel crucial en la memoria de las personas entre las dos guerras mundiales no necesita demostración. Si esa memoria condujo a una glorificación de la guerra, o a una acentuada indiferencia o resignación, a menudo fue por la percepción de que la Primera Guerra Mundial en realidad no había terminado. Esa sensación, si bien más fuerte en las naciones donde el retorno a la normalidad fue más lento, la compartieron amigos y enemigos, tanto aquellos que aborrecían lo bélico como los que abrazaban el mito de la experiencia de guerra. Así, en 1934, tras la toma del poder por los nazis, el crítico de teatro alemán, entonces exiliado, Alfred Kerr escribió que lo que estaba presenciando no era de nuevo la guerra, sino una confusión mental y un caos universal que eran extensión de la Primera Guerra Mundial.1 Unos años más tarde, uno de sus perseguidores nazis escribió que la guerra contra el pueblo alemán continuaba.2 Una continuidad que fue crucial sobre todo para la autorrepresentación de la derecha radical en Alemania, que se consideraba heredera de la experiencia bélica. En el triunfante nacionalsocialismo, algunos de los te-



1 Kerr (1983: 67 y ss.). 2 Oberlindober (1939: 4).

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mas que conformaron el mito de la experiencia de guerra se llevaron al paroxismo en tiempos de paz. De este modo, los mártires del movimiento nazi se identificaron con los muertos de la Primera Guerra Mundial, y símbolos idénticos se utilizaron para honrar su memoria: cascos de acero, llamas sagradas, y monumentos que proyectaban a los muertos nazis como clones de los soldados que con anterioridad habían combatido y muerto por la patria. Por ejemplo, George Preiser, un joven nacionalsocialista asesinado por comunistas en 1932, se suponía que había dicho al morir: «Mi padre cayó al servicio de Alemania, yo, su hijo, no puedo hacer menos».3 Estos hombres «cayeron en el mismo espíritu que los inolvidables muertos de la guerra mundial; lo hicieron con el mismo ardor que el primer soldado del Tercer Reich, el inmortal Albert Leo Schlageter; murieron como Horst Wessel y todos los demás».4 Podríamos apilar ejemplo tras ejemplo, pero estos serán suficientes para demostrar la continuidad entre el culto a los muertos de guerra y el culto a los mártires nazis. Pero semejante continuidad existió en todos los niveles, como en el intento de capturar el ejemplo de la camaradería de guerra para definir la naturaleza de la comunidad nacional, o en el lenguaje utilizado por los nazis. La lengua fue un importante repositorio de esta continuidad. Como vimos en el último capítulo, esta reflejó el proceso posbélico de brutalización. Para los nazis esto significó, sobre todo, la adaptación del lenguaje a sus propósitos. Por eso el término germano Einsatz, que significa ‘entrada en acción’, un llamamiento a la batalla, se utilizaría ahora para casi cualquier auxilio que solicitasen el Estado o el partido. Incluso actores y bailarines dejaron de «actuar» en su servicio al partido para empezar a «entrar en acción». La palabra frente, con sus connotaciones bélicas, se usó para designar a muchas organizaciones nazis concebidas como vanguardia del Tercer Reich. Estaba la organización nazi del trabajo, el Arbeitsfront, y también la Frontgemeinschaft, palabra acuñada en 1936 que denotaba la verdadera comunidad del Volk basada en la experiencia de guerra.* Antes

3 Die Fahne Hoch! (1932: n.º 40, 12). 4 Die Fahne Hoch! (1932: n.º 27, 3). * Nota del editor: en realidad, el vocablo Frontgemeinschaft se localiza en fuentes bastante anteriores, en el entorno político del Stahlhelm; véase, por ejemplo «Von der Frontgemeinschaft zur Volksgemeinschaft», Der Stahlhelm (18 de enero de 1925: n.º 3, 1).

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incluso, miembros del Stahlhelm, la organización de excombatientes, habían hablado de Frontsozialismus como una forma de camaradería bélica opuesta a la lucha de clases marxista.5 No debe subestimarse el poder mágico de las palabras para establecer una continuidad entre las guerras, pues todo fascismo abogó por esta prolongación como planteamiento político. Además, durante la República de Weimar, otros partidos derechistas o incluso de centro también utilizaron el vocabulario bélico, pues formaba parte del léxico del Volk y de la raza, tan extendido en la Alemania del periodo. Los nazis también hicieron amplio uso del estereotipo del «hombre nuevo», comentado en el último capítulo, ejemplar de la «raza de nuevos hombres» supuestamente creados por la Primera Guerra Mundial. Según decía una novela nacionalsocialista, se trataba de individuos que habían internalizado la herencia de sus camaradas caídos, heraldos del Tercer Reich en construcción.6 El propio Adolf Hitler habló del «hombre nuevo» en términos de la Primera Guerra Mundial: en su discurso a la juventud alemana en el Día del Partido en Nuremberg, 1936, les exigió ser valientes, resueltos y leales, para soportar todo sacrificio en bien del Reich eterno y del Volk; para ser «grandes hombres», siguiendo el ejemplo de la generación de la guerra.7 Normalmente, cuando Hitler menciona al nuevo hombre alemán, inmediatamente hace referencia a su aspecto: tiene que ser ágil y flexible, y tiene que representar un ideal de belleza germánico. La normalidad también retornó lentamente a Italia tras la guerra; aunque no surgió ningún Freikorps, hubo muchos escuadristas paramilitares en una nación fuertemente dividida hasta el advenimiento del fascismo. El fascismo italiano recogió el tema de la violencia y la guerra permanente, pero sin el absoluto desprecio por la vida humana de los Freikorps: la muerte al enemigo solo llegó después, cuando en los años treinta Mussolini tensó las riendas. Fue entonces, tras retornar de una de sus visitas a Berlín, cuando dijo que los italianos tenían que aprender a ser duros, implacables y llenos de odio. Al mismo tiempo, ordenó a todos los funcionarios a ejercitarse y vestir uniformes.8

5 Sternberger, Stotz y Süskind (1962: 41, 42); Berning (1964: 81). 6 Nobbe (1935: 72, 73). 7 Adolf Hitler an seine Jugend (1940: s. p.). 8 Coverdale (1975: 328, 329).

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Pero la tradición nacionalista italiana era diferente a la del norte. La política bismarckiana de sangre y acero que forjó el Reich alemán no tuvo equivalente en el proceso de unificación italiana. No obstante, allí también la constante apelación a la guerra, la preparación para nuevos sacrificios patrióticos, debe haber producido su efecto brutalizador. Mussolini quería un nuevo hombre fascista, un hombre del futuro que fuese un «verdadero hombre», un soldado provisto de la fe, el coraje y la fuerza de voluntad fascista. Y aun así, el nuevo hombre mussoliniano difería del modelo alemán: lejos de ser un prisionero del pasado, era supuestamente libre de crear el futuro Estado fascista.9 Para poder mirar hacia delante, el nuevo tipo germano primero miraba hacia tiempos pretéritos, como el soldado de Erler radicado en la historia alemana y la raza germánica. Dicho esto, la definición fascista de la virilidad era en gran parte idéntica. Su base era el nuevo modelo presumiblemente surgido de la guerra, aunque en un caso era más moderno y orientado al futuro que en el otro. Cualesquiera que fuesen las diferencias entre los ideales del hombre nuevo, este siempre estaba vinculado a la experiencia de guerra. Incluso aquellos que no llevaron el ideal guerrero al extremo apreciaron el estilo marcial —que implicaba un aspecto ordenado, dureza, autodisciplina y valentía—. Un porte tranquilo, sin nerviosismo, caracterizaba el tipo ideal, según lo encontramos en las imágenes y las descripciones mencionadas más arriba, pues esa parecía ser una lección aprendida en la guerra. También el nacionalismo jugaba un rol crucial, suscitando fuertes emociones. De nuevo, son los nazis los que, en la fase culminante de su búsqueda del hombre nuevo, nos proporcionan el mejor ejemplo. Su estereotipo del «soldado político» al servicio de un ideal encarnaba esta tensión entre emoción y sobriedad, romanticismo y realismo, especialmente cuando se aplicó a la educación de una élite juvenil, que eran los hombres nuevos del futuro. Si en las escuelas de elite nazis, llamadas Escuelas Políticas Nacionales, o Napol, se hablaba mucho del romanticismo de la sangre y la tierra, los ejemplos del pasado expuestos a los muchachos evocaban una actitud sobria hacia los ideales viriles: el cuerpo de oficiales prusiano, Esparta, los colegios jesuitas y las public schools inglesas.10 Estos hombres del futuro

9 Gentile (1982: 243); De Felice (1975: 53). 10 Scholtz (1975: 99).

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debían ser formados por el pasado; un pasado que parecía anteponer el deber y la disciplina a cualquier impulso emotivo. De hecho, el fanatismo que se esperaba que produjesen estas escuelas se definía como dedicación más que como inspiración, lo que debía conducir a un «comportamiento marcial nacionalsocialista». Esta era la formación del hombre nuevo en la práctica, no solo en el discurso teórico de la derecha. Por un lado, las quince escuelas Napol parecían proporcionar una formación que rechazaba la sentimentalidad y enfatizaba la autodisciplina y la indiferencia hacia la muerte, pero, por otro lado, un compromiso emocional con la ideología nazi romántica también era necesario. Los chicos tenían que ser racialmente puros y, como dijo un observador inglés, debían aparentar ser razonablemente honestos, «aunque su honestidad se daba a veces por garantizada si tenían el pelo rubio y los ojos azules».11 La apariencia tenía una importancia primordial para el nuevo alemán, mientras que no lo era para el hombre nuevo de Mussolini, que permaneció indefinido en este y en otros muchos aspectos. No había nada nuevo o experimental sobre el nuevo alemán: era únicamente el viejo tipo ideal racial refinado por la guerra y proyectado hacia el futuro. La dimensión visual jugó un rol decisivo en la continuidad entre las dos guerras: a través de los monumentos de guerra en todas partes, y de los pósteres e imágenes de la Primera Guerra Mundial en Alemania, donde se utilizaban rutinariamente para exhortar a los alemanes a que cumplieran con una variedad de deberes. El soldado de Fritz Erler sirvió de modelo para futuras representaciones pictóricas de los alemanes en batalla. Así, por ejemplo, La última granada, cuadro pintado por Elk Eber en 1937, presentaba la figura de un soldado que recuerda el representado por Erler. Por dar otro ejemplo, la imagen de un sargento en la película Stosstrupp 1917 (Tropa de asalto 1917) aparecía en la cubierta de un libro de 1940 llamado Ewiges Deutsches Soldatentum (La eterna soldadesca alemana).12 Las SS, para su calendario anual de 1938, simplemente aprovecharon un diseño de un póster sobre los créditos de guerra alemanes de la Primera Guerra Mundial, que mostraba un padre muy rubio y alto que ofrecía refugio con sus brazos

11 G. A. Rowan-Robinson, citado en Überhorst (1969: 321). 12 Hoffman (1979: 110).

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a una madre y su bebé. Sería interesante explorar estos temas pictóricos, pues también deben haber contribuido a transmitir la imagen ideal del hombre soldado desde la Primera a la Segunda Guerra Mundial. Esta transmisión visual fue de una importancia clave, independientemente de su abuso por los nazis. Ya hemos comentado las varias ceremonias conmemorativas de los caídos, que con sus símbolos también mantuvieron vivos los ideales y actitudes de la Primera Guerra Mundial. Los muchos libros ilustrados sobre la guerra que aparecieron en Alemania en los años veinte y treinta transmitían en su mayor parte una imagen positiva de la guerra. La mayoría se cuidaba de mostrar la realidad de la muerte, pero en su lugar enfocaban los paisajes ruinosos con casas y granjas destruidas. Así se preservaba un mínimo de realismo, aunque los muertos y heridos no aparecieran en las fotografías. Esto permitió a algunos textos ensalzar el heroísmo y arrojo que se veía en la guerra, sin mencionar el precio que se pagaba por semejante aventura. Los libros de fotografías a veces llevaban títulos explícitos, como el de Walter Bloem, Alemania: Un libro de grandeza y esperanza (1924), que se publicó en colaboración con los archivos estatales de la República, y que exaltaba la guerra como proeza, como una experiencia formidable (a pesar de toda su tristeza), como una confirmación del destino glorioso del país. Sus fotografías muestran muchas aldeas incendiadas, pero las trincheras aparecen vacías o los soldados ociosos, o apuntando con sus armas: ninguna víctima desfigura las escenas. No se diferencian mucho de aquella postal que mostraba soldados pasándolo bien en las trincheras (imagen 12). Cuando los muertos aparecen en tales fotografías, a menudo están borrosos: o demasiado lejos para verse en detalle, o pudorosamente cubiertos, a punto de ser enterrados.13 Los libros de fotografías pacifistas que existían acentuaban los horrores de la guerra y no ahorraban nada al lector, pero estaban en clara minoría. Las películas de guerra fueron ciertamente más influyentes que los libros de fotografía en el establecimiento de una continuidad entre las guerras, si bien no se debe subestimar la influencia que estos, en los hogares, pudieron tener en los hombres que habían sido demasiado jóvenes para combatir. Ya examinamos los filmes bélicos y su influencia trivializa-

13 Bloem (1924: passim).

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dora en el capítulo 9, pero tras 1918, películas más serias aparecieron en el mercado, aunque continuaran filmándose otras que trataban la guerra como una historia de aventuras. Pocas películas aparecieron inmediatamente tras la guerra, siguiendo la misma tendencia que la novela: primero una larga pausa posbélica, y entonces, casi una década después, una avalancha de obras. Las razones de esa tardanza no están claras: quizá agotamiento, necesidad de distancia para afrontar la guerra, o de tiempo para reaccionar a la confusión del mundo de posguerra. La ausencia de cine bélico se paliaba con otro tipo de películas, como vimos: cine de montañismo en Alemania, o sobre deportes que glorificaban la imagen nacional de combatividad varonil. La mayoría de las películas bélicas proyectaron esa imagen, pero no exclusivamente. Aunque allí apareciese el nuevo hombre —el tipo ideal que hemos comentado—, el cine, conforme a su función de entretenimiento, tenía en su conjunto una amplitud y variedad de miras que, excepto por las obras de propaganda, impedía ofrecer un ángulo de visión tan estrecho. El cine italiano, por ejemplo, no era de ningún modo esquemático, a pesar de la preocupación de Mussolini por crear el nuevo hombre fascista: allí aparecían donjuanes, banqueros y aristócratas, así como libertinos.14 Desde mediados de los años treinta, varias películas trataron el tema de la «conversión» de un joven descarriado al fascismo y a la adecuada masculinidad. Pasaporte rojo (Passaporto rosso, 1935), de Guino Brignone, muestra a un joven que rechaza tener nada que ver con la guerra, hasta que se convierte y se alista. La película termina con una condecoración póstuma por su valentía —una medalla fascista otorgada por el estado ¡al final de la Primera Guerra Mundial!15—. No obstante, las películas conscientemente fascistas eran solo una pequeña parte de una amplia oferta. Incluso en el Tercer Reich, las obras que se centraban en la ideología nazi eran una minoría en comparación con las que proporcionaban puro entretenimiento, como los musicales. Con todo, es sorprendente ver cuántas películas serias sobre la guerra incluirían escenas del horror que había sido eludido tan cuidadosamente

14 Landy (1986: 121). 15 Landy (1986: 145).

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durante el conflicto. Se ha dicho que los filmes bélicos alemanes de finales de los años veinte eran singularmente realistas: «Los soldados caen ante nuestros ojos y se retuercen en su agonía mortal; los rostros de jóvenes heridos letalmente demuestran su dolor».16 Tres cuartos del metraje de Croix de Bois (1932), dirigida por Raymond Bernard, son escenas de batalla, que siguen de cerca la famosa novela de Roland Dorgelès.17 La película americana Havoc (1925) fue elogiada por su representación de la dura brutalidad de la guerra, en un momento en que los filmes de Hollywood dominaban el mercado inglés.18 Estas películas no intentaban promover el pacifismo, a diferencia de Sin novedad en el frente (1930), una rara obra pacifista que conectaba el horror a la insensatez de la guerra. El realismo cinematográfico puede haber sido más común que en otros medios, pero hay que observarlo en su justa medida. La mayoría de películas ofrecía una imagen desinfectada de la guerra, y la comercializaban como entretenimiento. Otras no la trivializaban, pero tomaban en serio otros de sus aspectos, como la camaradería. De hecho, si el nuevo tipo de hombre no se proyectaba de manera propagandística, sí podía identificarse su ideal en las andanzas de los viriles camaradas en el frente o la retaguardia. Así, una de las películas de guerra francesas más sofisticadas y poliédricas del periodo de entreguerras, La gran ilusión (1937), proyectaba ese modelo a través de Jean Gabin, el líder del pelotón. Incluso cuando no había ningún deseo de glorificar la guerra, parecía imposible evitar proyectar valores como la camaradería, el coraje o el sacrificio, que por su propia naturaleza conferían cualidades nobles a la guerra. Muchas otras películas bélicas, más que desmentir, corroboraron el mito de la experiencia de guerra: allí, al igual que en los libros de fotografías, las escenas de paisajes y granjas destruidas eran mucho más comunes que las de los muertos y heridos. No obstante, persistió una tendencia hacia un mayor realismo, que llegaría a su clímax en la Segunda Guerra Mundial. Aunque hubiese notas de crudeza que molestaran el enmascaramiento de la realidad en el periodo de entreguerras, no eran lo suficientemente fuertes como para cuestionar la continuidad de la guerra como

16 Buchner (1927: 59). 17 Prédel (1972: 28). 18 Jeavons (1974: 46).

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fuente de aventura, de dedicación y esperanza para muchas personas y movimientos políticos. Hemos dado solamente algunos de los ejemplos más importantes de continuidad, pero muchos otros están por descubrir. La derecha política marcó la dinámica de continuidad e intentó hacerla operativa en la política nacional. La guerra civil española, que estalló en 1936, puso de relieve las continuidades entre las guerras mundiales, ampliando su alcance al incorporar por primera vez a la izquierda política además de a la derecha. Este conflicto armado fue el único del periodo interbélico que realmente había excitado la imaginación de los europeos desde la victoria de la revolución bolchevique. Una nueva oleada de voluntarios se alistó, reviviendo una tradición estrechamente conectada con el mito de la experiencia de guerra. La mayoría de ellos ingresó en las Brigadas Internacionales del bando republicano, lo que determinó la imagen de la guerra en el mundo exterior, más allá de la forjada por los ejércitos beligerantes españoles dentro de su propio país. La Guerra Civil española fue la ocasión del periodo de entreguerras para que de nuevo los voluntarios pudieran ejercer un rol ideológico. El filósofo inglés C. E. M. Joad recordó la fecha de 1914 cuando en 1937, durante una de sus charlas pacifistas, un joven voluntario que había sido herido en lucha contra Franco en España entró a la sala entre los tumultuosos aplausos del público.19 La guerra civil fue el evento decisivo —el despertar político— para muchos miembros de la generación de posguerra, sobre todo en las democracias donde los mitos que crearon tuvieron el mayor impacto. Esto demuestra hasta qué punto el mito de la experiencia de guerra influyó a la izquierda política tanto como a la derecha, aunque en la izquierda esta influencia fuese de mucha menor importancia.

II Se ha dicho que los jóvenes fueron a España para unirse a las Brigadas Internacionales y luchar contra Franco del mismo modo que sus padres habían ido a Flandes dos décadas antes.20 Sus motivos no eran diferentes en

19 Joad (1937: 803-804). 20 Howard (1978: 102).

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espíritu a los de anteriores voluntarios: compromiso ideológico, aventura, camaradería, y liberarse de las restricciones sociales. John Cornford, por ejemplo, al unirse a la Brigada inglesa Thomas Cromwell, se hizo eco del pensamiento de muchos voluntarios de 1914, e incluso de guerras anteriores, cuando escribió: «la razón por la que vine aquí era en parte porque me sentía por primera vez independiente».21 Y un americano dijo ser dolorosamente consciente de su apariencia afeminada cuando al preguntarle por qué se alistaba respondió: «Para hacer de mí mismo un hombre».22 No obstante, la convicción ideológica fue decisiva para la gran mayoría de voluntarios, muchos de los cuales se habían involucrado en actividades políticas antifascistas mucho antes de luchar en España. A su manera, eran distintos de los voluntarios precedentes, y su ideología cosmopolita —socialismo, comunismo y anarquismo— igualmente se diferenciaba del fervor nacionalista. Encontraron un espíritu de camaradería entre alemanes, franceses y británicos, y en aquellos de otras nacionalidades que combatieron hombro con hombro por la libertad y la justicia (según las entendían ellos). En total, unos 35 000 hombres ingresaron en las Brigadas, que probablemente no superaron en ningún momento los 18 000 efectivos.23 Este espíritu cosmopolita se suponía que daba sentido a su lucha, aunque en realidad eran los comunistas, con su lealtad a la Unión Soviética, quienes dominaron las Brigadas. Una vez más, fueron voluntarios quienes construyeron el mito de la experiencia de guerra y, como en 1914, hubo muchos escritores y artistas para poder traducir su entusiasmo en prosa, poesía y canciones, aunque en torno al 80 % de los brigadistas fuese de clase obrera.24 De nuevo, solo los intelectuales nos hablan del mito, de la misma manera que en las guerras de liberación alemana se había dicho erróneamente que la mayoría de voluntarios eran estudiantes y profesores. Los mitos creados en torno a la lucha de las Brigadas Internacionales por la libertad y la democracia fueron poderosos, como cualquiera que viviera aquel tiempo puede atestiguar. Las canciones tuvieron un papel central en la transmisión del mito brigadista,

21 22 23 24

Stansky y Abrahams (1966: 330). Brome (1965: 34). Thomas (1977: 982). Thomas (1977: 455).

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de la misma manera que habían sido un instrumento poderoso en manos de los voluntarios en el pasado. Las de la guerra civil española eran normalmente muy políticas, algunas basadas en tonadas populares y otras escritas por conocidos compositores de izquierda como Hanns Eisler y Paul Dessau; Bertolt Brecht escribió el texto para la Canción del frente unido. Muchas de las brigadas tenían sus propias canciones, y la más famosa era la de la Thaelmann, bautizada con el nombre del antiguo líder comunista alemán: «Die Heimat ist weit, doch wir sind bereit. Wir kampfen und siegen für dich: Freiheit!» («El hogar está lejos, pero estamos preparados. Luchamos y vencemos por ti, ¡libertad!»). Otra canción popular recordaba a Hans Beimler, el comisario político de las Brigadas Internacionales que murió en batalla. Anteriormente, los voluntarios no habían cantado canciones sobre héroes individuales, pero los brigadistas estaban más estrechamente unidos y, aparte, Beimler había sido uno de los pocos prisioneros, quizá el único, evadidos del campo de concentración nazi de Dachau. Tales tonadas encajaban en la tradición de canciones folclóricas de tema político que eran populares en Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos, que se oían en discos y conciertos de cantantes como Pete Seeger en Norteamérica y Ernst Busch en Alemania. Al mismo tiempo, libros, opúsculos y lecciones difundían el mensaje. A ellos se unió el cine, intentando preservar la «guerra del pueblo» en la imaginación colectiva. Por ejemplo, aunque Joris Ivens llenó su película Terre d’Espagne (Tierra de España, 1937) con imágenes bélicas realistas, también intentó encontrar verdades más profundas en la guerra, y las encontró en el romanticismo revolucionario de un pueblo unido intentado moldear su propio destino. Temas cristianos, siempre tan prominentes para justificar la muerte en guerra, estaban presentes en el cine también. La película Sierra de Teruel (1939), basada en la obra de André Malraux La condición humana,* intentaba representar la crucifixión de un pueblo desgarrado entre desesperación y esperanza, ambas cosas siempre presentes en la imagen de Cristo en la cruz.25 El mito de las Briga-

* Nota del editor: Mosse cita por error Man’s Fate, título inglés de La condition humaine, cuando en realidad la película estaba basada en la obra de Malraux L’Espoir (La esperanza). 25 «La Guerre d’Espagne vue par le cinéma», La Cahier de la cinémathèque (enero de 1977: n.º 21; 36, 39, 64, 66).

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das Internacionales activó una vez más el rol político e ideológico de los voluntarios de guerra, que a pesar de la opresiva y lacerada realidad de la Guerra Civil española demostró ser central en la lucha antifascista. El movimiento europeo antifascista encontró su voz en los brigadistas, o al menos una audiencia mucho mayor que antes, y es sorprendente que el mito de las Brigadas Internacionales no haya encontrado todavía su historiador. Ciertamente, en las brigadas también se cantaron canciones militares tradicionales, que lamentaban el amor perdido o lamentaban su malvivir (como Quartermaster Song, canción que acusa al sargento de intendencia de guardar la comida bajo llave). No obstante, la ideología siempre se mantenía en primer plano conscientemente. Por ejemplo, el Diario de la guerra de España de Alfred Kantorowicz, escrito para ser publicado, se tomaba trabajo en señalar la diferencia entre las Brigadas y los Freikorps alemanes. Estos eran aventureros que combatían por el mero hecho de combatir, mientras que los brigadistas eran luchadores por la libertad. Aquí, Kantorowicz repite el mito que ya mencionamos antes sobre el Freikorps e incluso cita a Ernst von Salomon, su mayor creador, como autoridad.26 Aunque se renegaba de los Freikorps, una cierta continuidad con la Primera Guerra Mundial existía en aquellos voluntarios (si no en el contenido, sí en la forma de su entusiasmo y mitificación). Un lector del diario español de Kantorowicz observó con razón cómo se daba un entusiasmo por el servicio de armas incluso entre izquierdistas que profesaban el rechazo del militarismo y la guerra. Se dijo que Kantorowicz había escrito su diario con el espíritu de un soldado del frente de la Gran Guerra, poniendo de relieve la camaradería entre voluntarios de las Brigadas.27 Kantorowicz había combatido de hecho durante un año en la Primera Guerra Mundial. Hombres más jóvenes que no habían conocido este conflicto abandonaron su pacifismo para luchar en España. Uno de ellos fue Julian Bell, que dejó de lado sus opiniones pacifistas para alistarse, y lo hizo contra los deseos de sus padres, que pensaban que ninguna causa podía justificar la guerra. Esta disputa entre padres e hijo se ha descrito como una competición entre la razón y el romanticismo de Julian Bell, con

26 Kantorowicz (1966: 290-291). 27 Kantorowicz (1966: 410).

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su sentido del honor y su creencia de que se enfrentaba a una prueba en la que no podía fracasar.28 Este romanticismo lo situaba perfectamente en la tradición de los viejos voluntarios, incluida la generación de 1914. Muchos voluntarios ingleses y norteamericanos habían asumido posiciones pacifistas que ahora rechazaron. Los comunistas, por supuesto, nunca lo habían llegado a hacer; se ha estimado que en torno a un 60 % de todos los voluntarios eran comunistas antes de la guerra, mientras que otro 20 % se convirtió a esta doctrina durante el conflicto.29 Aunque raramente se hacía referencia a la Primera Guerra Mundial en los relatos de los voluntarios sobre sus propias experiencias en España —y quienes construyeron el mito brigadista la pasaron completamente en silencio— a veces sí que afloraba como punto de referencia. Así oímos que poetas antibélicos de la Primera Guerra Mundial como Siegfried Sassoon, o escritores como Henri Barbusse, no convencían a los alistados para España de que la guerra era dura y deprimente; «todavía menos podían habernos convencido de que nuestra propia guerra podría desilusionarnos».30 Las fotografías de 1914, las canciones de la película Cavalcade (que trataba ampliamente de la Primera Guerra Mundial), y los compasivos poemas de Wilfred Owen producían envidia más que pena por una generación que había tenido tantas experiencias. Así que volvemos a los libros ilustrados que hemos comentado antes, memorias de la guerra que en vez de revulsión producían envidia en hombres demasiado jóvenes para haber combatido. Estos sentimientos se proyectaron ahora en la «guerra del pueblo» en España. «Incluso durante nuestras campañas antiguerra de comienzos de los años 30», recordaba justamente un veterano de la Guerra Civil, «estábamos medio enamorados de los horrores contra los que lanzábamos nuestros gritos».31 Sin embargo, no había glorificación de la guerra en sí, sino más bien de esta guerra en particular, que se consideraba esencial para la derrota del fascismo en España y en la propia patria: en Alemania, Italia o allá donde el fascismo estuviera a la ofensiva. La guerra civil española coincidió con el

28 29 30 31

Stansky y Abrahams (1966: 395). Thomas (1977: 455). Toynbee (1954: 91). Toynbee (1954: 91).

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alza de la influencia fascista en Europa. Los caídos no eran honorados como muertos de guerra, sino como héroes revolucionarios, comparables, como Hans Beimler, a los de la revolución rusa.32 La continuidad entre las guerras afectó a la izquierda en la forma más que en el contenido, aunque ambos aspectos no pueden ser separados claramente. El entusiasmo de los voluntarios, su disposición a sacrificar sus vidas en la guerra, y su sentimiento de camaradería trascendieron semejante separación. También incorporaron la guerra a su vida, si bien en una manera defensiva más que agresiva, pues no apostaron por la guerra como medio para construir el futuro. Aun así, la Primera Guerra Mundial estaba demasiado omnipresente, y su memoria todavía fresca, para ser ignorada por quienes lucharon en un momento; al fin y al cabo, muchos oficiales brigadistas habían sido soldados del frente entre 1914 y 1918. Los voluntarios de las Brigadas Internacionales, que se vieron a sí mismos como luchadores por el bien en contra del mal, no podían evitar idealizar la lucha, creando un mito de la experiencia de guerra. Su causa estaba impregnada de una «cultura de guerra», según proclamaba la propaganda republicana, cuyos medios eran tradicionales: la canción, la poesía, la prosa y la pintura. La guerra que luchaban era para ellos —como para los viejos voluntarios— una causa que consumía sus vidas, aunque el compromiso fuese diferente. Aquí hay una continuidad digna de mención, una que se evidenciará de nuevo entre las Brigadas Internacionales de las SS en la Segunda Guerra Mundial, justo antes de que el voluntariado, y con él el mito de la experiencia de guerra, saliese mayormente de escena. Y ¿los voluntarios de Franco? Su rol fue más modesto, y no solamente por su escaso número, sino también por la actitud franquista hacia la propaganda, y hacia crear y difundir un mito dinámico. Ambos bandos establecieron comisariados para la propaganda al comienzo de la guerra, pero si la República entendió esta tarea de manera amplia, proyectando la cultura de guerra,33 la propaganda de Franco tuvo un ámbito distinto y más reducido: enfatizaba la necesidad de religión, fanatismo y «pensamiento visceral»;34

32 Bleier-Staudt (1986: 51). 33 «Jaume Miratvilles: La cultura en guerra», en La Guerra Civil española (1980: 98, 100). 34 «Giménez Caballero. La mística de la anticultura», en La Guerra… (1980: 112).

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no eran ideales que atrajeran a los intelectuales europeos, los cuales eran exitosos transmisores del mito de las Brigadas. La opinión culta estaba en el bando leal, y el antifascismo se reforzó por la cultura y excitación que transmitían los brigadistas. Aquellos que eran voluntarios, en sentido estricto, en el bando franquista no sirvieron en regimientos separados, sino en la división llamada Tercio, bajo oficiales españoles. Su número era pequeño, unos 250 franceses y 650 irlandeses, pero también había rusos blancos y algunos otros representantes de otras nacionalidades. 10 000 portugueses se unieron a las fuerzas de Franco, la mayor parte, antiguos soldados profesionales, estudiantes e intelectuales desempleados.35 Pero estas tropas tenían al menos el apoyo pasivo de sus gobiernos, y no pueden ser calificados de voluntarios en el sentido habitual de la palabra, como tampoco pueden serlo los alemanes e italianos. Los verdaderos voluntarios vinieron en su mayor parte como cruzados cristianos contra el comunismo. El contingente irlandés llevaba escrito en su bandera «In hoc signo vinces», junto a una cruz roja sobre un campo verde esmeralda, lo que mostraba una continuidad no con la guerra moderna, sino con las cruzadas medievales.36 Esto no impidió al poeta inglés Roy Campbell, voluntario también, que había elogiado en una ocasión el «intelecto masculino», presentar su cruzada cristiana con un vocabulario militar moderno.37 Sabemos tan poco sobre estos voluntarios que es imposible elucidar si la memoria de la Primera Guerra Mundial jugó algún papel en su compromiso, aunque muchos parecen haber servido también en ese conflicto bélico. Tales cruzados católicos no parecen haber adoptado el mito de la experiencia de guerra, que se insertaba en otra religión de carácter cívico. La intervención italiana en la guerra civil la llevaron a cabo supuestos voluntarios también, en parte extraídos del ejército regular, y en parte camisas negras reclutadas por el Partido Fascista. Ambos grupos de voluntarios fueron atraídos por las recompensas prometidas por el Gobierno italiano. Los soldados profesionales veían aumentada su paga y sus oportunidades

35 Oudard (1938: 64-65). 36 O’Duffy (1938: 92). 37 Bergonzi (1967: 139, 142).

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de promoción en el ejército; los camisas negras se alistaron ante la necesidad económica o su propia inadaptación social. Combatieron mal, y según dice un informe, no odiaban al enemigo.38 Los miembros de estas tropas italianas eran también más mayores que el voluntario medio de ambos bandos, y no eran voluntarios en el sentido estricto del término, sino meramente reclutas del régimen fascista. La Legión Cóndor enviada por Hitler era una extensión del régimen nazi, pero aquí la continuidad con la Primera Guerra Mundial era más conspicua. El núcleo de la Legión era la fuerza aérea, aunque algunos miembros del Ejército y la Marina funcionaron como tropas de apoyo. Los así llamados voluntarios fueron seleccionados por sus propias unidades acuarteladas en Alemania, aunque algunos puede que se presentaran por su iniciativa propia también. La única acción voluntaria era el alistamiento original de los hombres en la fuerza aérea, siempre una rama elitista del servicio de armas. Los miembros de la Legión Cóndor se consideraron a sí mismos aviadores en la tradición de los que habían luchado en la Primera Guerra Mundial. La historia semioficial de la Legión, el libro de Werner Beumelburg, Lucha por España (Kampf um Spanien, 1939), tomaba como uno de sus temas principales la continuidad entre la Primera Guerra Mundial y la de España. «Aquellos que cayeron en la Legión Cóndor son parte de los caídos en la guerra mundial y de todos aquellos que perdieron sus vidas en nombre de la nueva Alemania».39 Los aviadores muertos en España se integraron en el panteón de los soldados caídos, como lo fueron los mártires nacionalsocialistas. De hecho, el libro de Beumelburg glorificaba al soldado alemán cuya tradición se suponía que reforzaba la Legión Cóndor. Los voluntarios que combatieron por Franco actuaron con el usual espíritu nacionalista que siempre había promovido el mito de la experiencia de guerra. Las continuidades que hemos comentado son importantes para conectar las dos guerras mundiales a través del mito de la experiencia de guerra. Se trascendió así el horror de la guerra; al final, lo bélico se hizo aceptable después de todo lo que había ocurrido. Esta aceptación no solo

38 Coverdale (1975: 184, 357). 39 Monteath (1986: 103).

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se reflejaba en las continuidades de las que nos hemos ocupado, sino también en el destino sufrido por el pacifismo tras la guerra. El pacifismo ofrece una imagen en negativo de la fuerza del mito de la experiencia de guerra, pues tras la masacre sin precedentes de la Primera Guerra Mundial pareció totalmente correcto y natural que hombres y mujeres lanzasen el grito: «Nunca más».

III Inmediatamente, tras el fin del conflicto bélico, a algunos pacifistas alemanes les pareció que la guerra había sido su mejor aliado.40 En aquel tiempo, un mitin pacifista organizado en 1919 bajo el eslogan «Guerra nunca más» atrajo entre 100 000 y 200 000 personas. El movimiento «Guerra nunca más» (Nie wieder Krieg), lanzado con esta concentración, intentó dar al pacifismo alemán una base de masas.41 Tuvo éxito mientras los sindicatos y el Partido Socialdemócrata lo apoyaron, pero la alianza pacifista-republicana no pudo durar: el movimiento colaboraba estrechamente con pacifistas ingleses y franceses y era por tanto sospechoso de apoyar el tratado de Versalles. Además, rivalidades entre los líderes casi acabaron con el movimiento a la altura de 1928, y con todo intento de dar al pacifismo germano una base de masas. Ciertamente, grupos pacifistas importantes permanecieron en el Partido Socialdemócrata, pero el esfuerzo partidista de conseguir apoyos para la acosada República de Weimar acabó por neutralizarlos. Los socialdemócratas tenían que defender la república frente a la izquierda revolucionaria, así como frente a la derecha, lo que significaba por un lado recurrir al ejército para derrotar conatos revolucionarios, y por el otro, la formación de una organización paramilitar como el Reichsbanner, de defensa frente a la derecha radical. Hubo otras organizaciones pacifistas alemanas, algo más moderadas que dicho movimiento, pero permanecieron relativamente pequeñas, sin una verdadera base de masas. El movimiento pacifista católico tuvo alguna importancia por su éxito entre los jóvenes, mientras que el movimien-

40 Lütgemeier-Davin (1981: 49). 41 Lütgemeier-Davin (1981: 59).

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to que más duró y que más se conoció, la Deutsche Friedensgesellschaft (Sociedad Pacifista Alemana), nunca atrajo más de 27 000 miembros. Este grupo, sin embargo, sufrió un constante enfrentamiento entre moderados y radicales, y al final de la República de Weimar, en 1932, había quedado reducido a un patético grupo de 5000 personas.42 El pacifismo siguió vivo entre algunos intelectuales de izquierdas y sus periódicos. Hombres como Carl von Ossietzky y Kurt Tucholski dieron lustre al movimiento y lo mantuvieron activo en el debate político, pero solo fue relevante cuando descubrió al público el rearme secreto del Reichswehr —una revelación que no tuvo consecuencias— y por ser un blanco conveniente para los ataques de la derecha nacionalista. El fracaso del pacifismo alemán se debió solo en parte a su inadecuado liderazgo y sus constantes luchas intestinas y secesiones, signos de sectarismo, que en efecto restringieron al pacifismo alemán al ámbito de maniobra de una secta. El pacifismo sufría desde el principio el hándicap de una nación derrotada y humillada donde la cuestión de las responsabilidades de guerra era un problema emocional sobre el que todos los movimientos políticos tenían que pronunciarse. Sobre todo, la derecha política dominó cada vez más el discurso político de la República, empujando a sus adversarios a un rol defensivo. Las cuestiones nacionales tendieron a convertirse en demandas nacionalistas durante la mayor parte del periodo republicano, y el pacifismo fue privado de apoyo político significativo. El pacifismo era débil también en Italia, donde fue bloqueado por el ascenso al poder del Gobierno fascista, aunque el Partido Socialista Italiano había mantenido su posición pacifista hasta ese momento, incluso de cara a la agresión derechista. El pacifismo francés, sin embargo, consiguió retener una base política en un amplio sector del partido socialista. Un poderoso grupo pacifista y de resistencia a la guerra continuó existiendo en Francia durante todo el periodo de entreguerras. No obstante, fue en Inglaterra donde existió el movimiento más fuerte de esos años. Allí, la transición entre guerra y paz había sido relativamente suave, a pesar de las dificultades económicas. Además, la tradición evangélica daba a los movimientos pacifistas una sólida base de la que carecían otros países don-

42 Jung (1986: 242-243).

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de religión y pacifismo no habían estado conectados. El protestantismo en Alemania, por ejemplo, no tenía semejante tradición, mientras que en Inglaterra el pacifismo podía practicarse como un acto de fe. La Peace Pledge Union, la mayor asociación pacifista británica, tenía 136 000 miembros en su punto álgido, en 1936.43 Más aún: a diferencia de los socialdemócratas alemanes, el partido laborista en Inglaterra apoyaba a los pacifistas. El compromiso con la Sociedad de Naciones también proporcionó apoyos importantes para el movimiento antiguerra, un factor que de nuevo era de poca importancia en Alemania, donde la Sociedad de Naciones solía verse como un instrumento de los vencedores. Canon H. R. L. Sheppard proveyó a la Peace Pledge Union con el tipo de liderazgo efectivo que faltaba en otras partes. Y, aun así, cuando en 1934 pidió que se enviasen postales de adhesión a su declaración de que cualquier tipo de guerra por cualquier causa era un crimen, recibió solamente unas 50 000.44 La lucha antifascista, ejemplificada por la Guerra Civil española, planteaba el mayor obstáculo a un movimiento pacifista basado en la izquierda. ¿Era adecuado poner la otra mejilla al fascismo en vez de detener su avance utilizando cualquier medio, incluida la guerra? Era una cuestión de prioridades: así C. E. M. Joad, cuando supo del levantamiento del general Franco, preguntó: «Imagina que eres un socialista español que ha apoyado lealmente al Gobierno, ¿habrías permitido a los generales establecer el fascismo con tu pasividad?». Pero Joad, que asumió una posición «pacífica pura», concluyó que «nunca puede ser correcto dejar de propugnar un método de salvación cultivado a largo plazo simplemente porque las circunstancias son desfavorables para su aplicación a corto plazo».45 Joad estaba aislado en su posición, como demuestra el eslogan «Contra la guerra y el fascismo», una contradicción en sus propios términos. Muchos que lo adoptaron se alistaron en la Guerra Civil española. Obviamente, las realidades políticas hicieron notar su peso sobre los ingleses pacifistas, como lo hicieron de manera diferente sobre los alemanes. Sin embargo, habiendo dicho y hecho todo esto, ¿era realmente el mayor mo-

43 Ceadel (1980: 223). 44 Ceadel (1980: 178). 45 Joad (1937: 803-804); para ideas similares de Romain Rolland durante los años veinte, y para el pacifismo francés, en general, véase Fisher (1988: 193-195 y passim).

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vimiento pacifista europeo tan impresionante? Una base de masas existía, pero incluso 136 000 no son tantos en una nación de cuarenta millones de habitantes. Ciertamente, el movimiento tenía más influencia política que los de otros países, no solo a través del Partido Laborista, que se mantuvo en desesperada minoría parlamentaria a lo largo de los años treinta, sino también a través de su impacto entre los universitarios de las elites dominantes. Aun así, el pacifismo nunca consiguió realmente convertirse en parte del credo de las clases medias y bajas. En todo el periodo de entreguerras, ningún pacifismo pudo convertirse en una fuerza políticamente poderosa, ni conquistar la adhesión de una parte sustancial de la población. La literatura pacifista entre las guerras tuvo un impacto igual de grande, o quizá mayor, que cualquier movimiento político de ese signo. La obra de Erich Maria Remarque Sin Novedad en el Frente (1929) sería uno de los libros alemanes más vendidos de todos los tiempos, y su impacto fue visto con temor por las fuerzas a favor de la guerra. La simplicidad y la potencia del tema —un grupo de jóvenes soldados atrapados en una guerra degradante y destructiva— tuvo mucho atractivo no solo en Alemania, sino en todo el mundo. El lenguaje es duro y las imágenes horripilantes. Y, no obstante, la revista pacifista de izquierdas Die Weltbühne definió el libro como «propaganda de guerra pacifista».46 Remarque había negado explícitamente que Sin Novedad en el Frente fuese una historia de aventuras,47 pero esto era exactamente lo que alegaba Die Weltbühne, citando, por ejemplo, las bromas que los soldados, recién salidos de la escuela, hacían sobre sus oficiales, así como su orgullo por la ventaja que la experiencia de guerra les daría por encima de los que habían nacido demasiado tarde como para combatir.48 De hecho, el libro podía ser leído en esta clave, y puede que eso explique parte de su popularidad. No obstante, Modris Eksteins tiene razón al ver la obra como un comentario sobre la destrucción bélica de toda una generación, añadiendo que no ofrecía ninguna alternativa.49 Aun así, un relato tan negro no produce, por norma, best sellers de esta magnitud (aunque los vastos recursos de la que quizá fuese la mejor

46 47 48 49

Sclutius (1929: passim). Eksteins (1980: 350). Sclutius (1929: 517). Eksteins (1989: 284).

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editorial alemana, Ullstein, no pueden ignorarse). Los lectores tuvieron que haber encontrado algunos aspectos positivos en el libro a los que aferrarse, tales como la aventura o los aspectos nobles de la guerra que hemos comentado tantas veces en conexión con el mito de la experiencia de guerra. Sea como fuere, la película basada en el libro y lanzada en 1930 fue prohibida ese mismo año ante la presión derechista por ser considerada una amenaza para el orden y la imagen de Alemania en el mundo, y esto lo hizo nada menos que la República de Weimar. Ludwig Renn, en su narrativa autobiográfica de la guerra, Der Krieg (1929), considerada una de las novelas antibélicas más famosas, también pinta un cuadro realista del miedo, las masacres y la vacuidad de la guerra. Pero él mismo admite haber sido una vez entusiasta, y que su desilusión se produjó en el último minuto, en 1918. Mientras tanto, él hizo su deber, luchó con bravura, coraje admirable, y recibió con satisfacción la Cruz de Hierro. Es dudoso hasta qué punto este libro puede considerarse claramente opuesto a la Primera Guerra Mundial.50 Condenas de la guerra directas y sin ambigüedades se pueden encontrar en novelas y dramas alemanes mucho menos leídos, como las obras de Fritz von Unruh, pero en la ficción popular parecía difícil condenar la guerra sin dejar ninguna escapatoria al lector. El Fuego (1916) de Henri Barbusse fue la excepción más famosa, pues su retrato realista de una escuadra en las trincheras dejaba poco espacio para la ambivalencia en la condena de la guerra. Pero ni siquiera Barbusse era un pacifista; él odiaba solamente las guerras consideradas imperialistas, y no las combatidas en nombre de la Unión Soviética y a favor de aquellos que él creía oprimidos. Como sea, la literatura alemana de posguerra en su conjunto —incluso si se discierne algo de desilusión— enfatizó aquellos ideales que formaban parte del mito de la experiencia de guerra: el culto a los muertos, la camaradería, el comportamiento marcial y el heroísmo del «hombre nuevo» que proporcionaba el necesario liderazgo. El «hombre nuevo» en estas novelas miraba hacia atrás, hacia la historia alemana, y hacia el futuro al mismo tiempo. Como Josef Magnus Wehner plasmó en su Siete ante Verdún (Sieben vor Verdun, 1930), al describir la guerra en las trincheras: «Saltando por

50 Eksteins (1989: 520 y ss.); Renn (1988: especialmente 165, 152, 334).

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encima del parapeto, nos lanzamos a la eternidad».51 Alguien que reseñó este libro consideró que sus héroes eran «figuras más ciertas que toda la verdad».52 El pacifismo tras las traumáticas experiencias de la Primera Guerra Mundial estuvo bajo asedio tanto desde la derecha como desde la izquierda. Los movimientos nacionalistas vieron la guerra como un medio para reconquistar territorios perdidos y rejuvenecer a la nación, mientras los de la izquierda vieron la oportunidad para combatir al fascismo uniéndose al bando leal a la República en la guerra civil española. El pacifismo no presentó ningún obstáculo real al impacto del mito de la experiencia de guerra. La Segunda Guerra Mundial provocó un cambio decisivo en la memoria bélica de la Europa occidental y central, poniendo fin aparentemente a la manera en que la mayoría de pueblos y naciones habían percibido las guerras desde la Revolución francesa y las luchas por la liberación de Alemania. También la Segunda Guerra Mundial socavó la efectividad de los mitos y símbolos que habían inspirado el culto a la nación, como fue el estereotipo del nuevo hombre-soldado.

51 Werth (1979: 349). 52 Golbach (1978: 288).

Capítulo 10

LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, EL MITO Y LA GENERACIÓN DE POSGUERRA

I La Primera Guerra Mundial ha sido el centro de nuestro análisis de los orígenes y evolución del mito de la experiencia de guerra. La Segunda fue una guerra diferente, que emborronó la distinción entre frente y retaguardia, que no conoció la guerra de trincheras —tan importante en la evolución del mito—, y en donde la victoria y la derrota iban a ser incondicionales. Cierto, las llamadas «cualidades viriles» que se habían idealizado durante la Primera Guerra Mundial todavía estaban en uso durante la Segunda, cuando los ejércitos se pusieron en marcha hacia la confrontación. Sin embargo, la entera destrucción de ciudades y pueblos, la masacre indiscriminada de civiles como estrategia de guerra, y el uso de nuevas tecnologías dieron a la última guerra dimensiones diferentes. Los civiles no habían estado a salvo de las acciones militares en la Primera Guerra Mundial —recuérdese el hundimiento del Lusitania—, pero ahora la participación de civiles adquirió una dimensión bastante distinta.1 Las atrocidades y asesinatos masivos perpetrados contra los judíos y los pueblos de la Europa oriental,

1 En cualquier caso, para la Primera Guerra Mundial como guerra total véase Eksteins (1989: 157 y ss., 167).

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e incluso a veces contra los prisioneros de guerra, se cometieron en nombre del nacionalsocialismo, como consecuencia de su ideología y objetivos. Como resultado, la derrota significó no meramente la caída de un régimen que había llevado a Alemania a luchar una guerra perdida —como el emperador que había abdicado en 1918—, sino al total descrédito del esfuerzo de guerra alemán. Para la mayoría de alemanes, incluso para aquellos que habían luchado en la guerra, poco honor o gloria podía rescatarse del montón de ruinas resultante. Desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, un cliché de la propaganda germana fue que la guerra tenía que ser el último eslabón de una cadena que había comenzado con la Primera Guerra Mundial, aunque en realidad el nuevo conflicto representó una ruptura decisiva en esa cadena. La guerra misma estuvo menos oculta que su predecesora; ahora, los hechos bélicos estaban directamente ante los ojos de los pueblos de Europa, y todo intento de enmascaramiento se habría derrumbado bajo la dura realidad de los bombardeos y la invasión. El horror de la guerra se hizo presente allá donde antes se había ignorado, y la propaganda tenía que tenerlo en cuenta. Nos concentraremos de nuevo mayormente sobre Alemania, pues en esta nación el mito de la experiencia de guerra tuvo sus raíces más profundas y sus consecuencias políticas más importantes. Este caso sirve para ilustrar bien la diferencia entre la imagen de la guerra en general, y de la muerte en guerra en particular, antes de la Segunda Guerra Mundial y después. Allí, al principio, Joseph Goebbels intentó encontrar un punto medio entre los horrores bélicos que podían exhibirse y aquellos demasiado fuertes para hacerse públicos: emitió una normativa en 1940 que decía que debía mostrarse la severidad, la magnitud y el sacrificio de la guerra, pero evitando un realismo exagerado que pusiera de relieve el mero horror.2 Goebbles también creía que había sido un error esconder noticias desagradables a la gente en la Primera Guerra Mundial, y que la retaguardia tenía que tratarse como si fuera parte del frente.3 El compromiso que intentó el ministro de propaganda tendía más hacia el realismo que hacia el enmascaramiento de la guerra; una razón fue que se permitieron realizar reportajes directamente desde el campo de batalla y filmaciones de los



2 Fulkes (1973: 27). 3 Barkhausen (1982: 228).

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combates en color, una manera de presentar la guerra bastante diferente a las imágenes construidas de las películas y fotografías de las trincheras. Ese realismo al informar sobre la guerra, junto a la extendida experiencia de su realidad, fueron instrumentos para el declive del mito de la experiencia de guerra. El autoengaño sobre el que se había construido el mito fue entonces mucho más difícil de sostener. La ausencia de una generación de 1914 también fue importante; la frialdad de ánimos con que comenzó la guerra encaja con el mayor realismo con el que fue percibida. Este no era el caso solo de Alemania, sino de todas las demás naciones beligerantes. Así, en lugar del idealismo de cruzada que hubo en la Primera Guerra Mundial, los norteamericanos parecían «sombríamente sobrios» al entrar en la Segunda.4 Las naciones fascistas encaraban un problema especial, porque habían preparado a su juventud para la guerra y ahora iban a cosechar el fruto de su esfuerzo. Resultó que no era tan fácil arrinconar la verdadera memoria de la guerra, e incluso en Alemania, donde se había hecho el más amplio uso del mito de la experiencia de guerra, el miedo a la guerra había permanecido vivo. Los nazis, a su pesar, puede que incrementaran este miedo con sus frecuentes simulacros de emergencias bélicas, como aquellos ejercicios de protección frente a ataques aéreos que afectaban a toda la población.5 Al final, los propios nazis se dieron cuenta totalmente de los límites del entusiasmo bélico que habían intentado impulsar. Cuando Hitler comenzó su guerra con Polonia en septiembre de 1939, no lo presentó a su pueblo en forma de un «adorable sueño» en que cada soldado cumple con su deber histórico,6 como decía la propaganda nazi, sino que escenificó una elaborada farsa que simulaba un ataque polaco sobre Alemania. La guerra emprendida por el espacio vital alemán y el triunfo racial fue presentada como una guerra defensiva. Hubo algún intento de racionalizar la ausencia de una generación de 1914: enfatizando que una nueva actitud realista respecto al sacrificio había reemplazado el entusiasmo salvaje, casi caótico, de los días de agosto. Por ejemplo, un libro publicado en 1940 que comparó la experiencia del



4 Alexander (1969: 192). 5 J. M. Winter (Pembroke College, Cambridge University) me señaló esto. 6 Hasubeck (1972: 77).

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soldado alemán en 1914 y 1934 caracterizó a los voluntarios de la Primera Guerra Mundial con un gran enardecimiento, con un instinto de guerreros, llenos de orgullo viril. Ahí el entusiasmo bélico tenía valor por sí mismo. En contraste, nos enteramos de que quienes fueron a la guerra en 1939 se protegieron frente a tales excesos y no pintaron la muerte heroica con el mismo colorido. Más bien encararon la guerra de una manera relajada, de acuerdo a la máxima de Hitler y Mussolini de «vivir peligrosamente». Se decía que eran hombres serios y reflexivos; pues al fin y al cabo el estallido de la guerra no había supuesto ningún cambio repentino: la nación había avanzado hacia ella desde hacía tiempo.7 No obstante, a lo largo de la guerra los nazis continuaron usando un lenguaje pomposo, a menudo enlazado con citas de la obra de Walter Flex, Der Wanderer zwischen beiden Welten, para describir el sacrificio de la juventud. El vocabulario nazi servía para contradecir los informes más realistas sobre los combates. El contraste entre la retórica y el ceremonial nazi por un lado, y la realidad nazi por otro, quedó en evidencia. El uso del lenguaje grandilocuente se mantuvo, forjando una conexión entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Cuando una radio alemana informó de la noticia de la muerte de Adolf Hitler el 30 de abril de 1945, el anuncio se acompañó con la marcha fúnebre de Beethoven y la lectura de un pasaje del famoso libro de Flex que describía la muerte del teniente Wurche en el campo de batalla: vivió, luchó, lo han matado y muere por nosotros.8 Hitler había entrado en el panteón de los muertos de guerra en un momento en que, como veremos, el tradicional culto a los caídos estaba pasando de moda. Pronto muy pocos podrían recordar a Walter Flex y su amigo Wurche. En realidad, no hay que exagerar la brecha entre realidad y mito. No sabemos mucho acerca de los verdaderos sentimientos de la gente, excepto por lo indicado en los informes del Sicherheitsdienst, la policía secreta de Himmler, que nos hablan, por ejemplo, sobre alegres concentraciones que tuvieron lugar cuando en octubre de 1939, apenas un mes tras estallar la guerra, se difundió el rumor de que el Gobierno británico había caído y que la reina de Inglaterra había abdicado, dando paso a un armisticio.9



7 Simoneit (1940: 13, 21, 22, 26). 8 Gamm (1962: 155). 9 Boberach (1965: 8).

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Pero todavía no contamos con un análisis estadístico sistemático de estos informes que nos pueda revelar las diferentes reacciones en las varias regiones alemanas. Aun así, la actitud fría de la mayoría de la población, que se evidenció en todas partes, es suficiente muestra de que en 1939 el mito de la experiencia de guerra había perdido mucho brillo. El compromiso ideológico todavía conducía al entusiasmo bélico, no obstante, entre la juventud nazi sobre todo. Un antiguo miembro de las Juventudes Hitlerianas escribió en sus memorias que aquellos que no tenían recuerdos de la última guerra saludaron la nueva con entusiasmo.10 Seguramente esto era simplificar demasiado, pues la propia memoria de la guerra podía suscitar renovado entusiasmo bélico también. El mito de la experiencia de guerra se mantuvo vivo y se transmitió en el mundo de posguerra no a través de grupos considerables de la población, sino de algunos jóvenes nazis y de las SS (el cuerpo de élite nacionalsocialista) y, sobre todo, de aquellos que se presentaron voluntarios para combatir en la Segunda Guerra Mundial. Debemos concentrarnos primero sobre estos voluntarios, ya que este grupo de personas, idénticas a las que promovieron inicialmente el mito de la experiencia de guerra un siglo antes, ahora intentaron rescatarlo otra vez. No se dio la misma avalancha de alistamiento voluntario en 1939, y una razón fue que todos los hombres útiles fueron movilizados de inmediato. Los voluntarios —aunque el término necesite precisarse— llegaron más tarde, con la conquista nazi de Europa, y lo hicieron desde toda Europa para luchar en los ejércitos de Hitler. Estos voluntarios no tenían la misma única mentalidad en su entusiasmo, como habían tenido en otros tiempos: sus razones para alistarse fueron más complejas. Lo hicieron no en una cruzada nacional, sino europea, y en su mayoría combatieron contra el bolchevismo, más que buscando regeneración personal y nacional. Ahora bien, el compromiso con sus propias naciones sí jugó cierto papel en el alistamiento, como veremos, aunque igualmente fue importante el compromiso con algún tipo de ideología fascista: muchos de ellos habían sido simpatizantes del nacionalsocialismo antes de alistarse. Bajo estas condiciones, el mito de la experiencia de guerra continuó teniendo influencia sobre ellos.

10 Burger (1978: 38).

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De 1941 a 1944, un total de unos 125 000 voluntarios de la Europa occidental y unos 200 000 de la oriental, incluyendo la región báltica y Rusia, se unieron a las Waffen SS —la rama militar de las SS—.11 Se les agrupó en varias unidades, algunas de una única nacionalidad (como la división francesa Charlemagne), otras con nacionalidades mezcladas (como la división Viking, con miembros de las naciones nórdicas). Esto era un ejército europeo, y aunque las cifras publicadas sean poco fidedignas, se trataba del mayor ejército de voluntarios visto desde la Primera Guerra Mundial. Al principio había sido pequeño —a la altura de 1942 solo 5000 hombres se habían alistado—,12 pero para 1943 las enormes pérdidas de las Waffen SS en Rusia llevaron a una política de reclutamiento más activa, que hinchó las cifras. Así, en 1943 se presentaron voluntarios 100 000 ucranianos (de los que solo un pequeño porcentaje pudo ser forzado), e incluso en Francia muchos se alistaron en aquellos últimos años de la guerra. Al final, los voluntarios procedían de 37 naciones.13 Hitler siempre estuvo intranquilo ante este ejército voluntario, pues nunca confió en los miembros de antiguas naciones enemigas. No obstante, hacia 1943-1944 muchos de ellos habían demostrado su capacidad de combate, y de hecho fue en los últimos años de la guerra cuando las divisiones SS se distinguieron resistiendo fieramente al avance ruso. La razón de presentarse voluntarios a menudo tuvo que ver con las circunstancias en que se encontraban sus países y sus previas filiaciones políticas e ideológicas. Los Gobiernos colaboracionistas animaban a alistarse, y los contingentes del Báltico (por ejemplo los cerca de 80 000 letones)14 luchaban por la independencia de su Estado frente a los ejércitos soviéticos que los habían conquistado. También había entre muchos de ellos un sentimiento de que luchar por Hitler aseguraría a sus naciones un lugar honorable en el nuevo orden de Europa. Una alta proporción de voluntarios habían sido miembros de partidos fascistas antes de la guerra, o de partidos colaboracionistas cuando sus países fueron ocupados. Así, el 62 % de los voluntarios franceses de 1943 pertenecía a alguno de los par-

11 12 13 14

Höhne (1967: 426). Stein (1978: 141); véanse también las cifras en Neulen (1985: 127-133). La lista, en Neulen (1982: 201-202). Steiner (1973: 313).

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tidos políticos fascistas, y un número considerable de los holandeses, quizá hasta el 40 % del total, pertenecía al NSB (Nationaal-Socialistische Beweging).15 La fuerza del compromiso político previo variaba de nación a nación: relativamente alta en Holanda y Bélgica, y bastante baja en los Estados bálticos, donde no existía ningún partido fascista significativo antes de la guerra. Muchos de estos voluntarios estaban tan politizados como aquellos que habían luchado en el bando leal a la República española, en contraste con anteriores voluntarios (seguramente esto era un síntoma de la creciente politización durante el periodo de entreguerras). Otro grupo considerable de voluntarios había sido miembro de ejércitos nacionales derrotados y ahora disueltos. Los motivos políticos para el alistamiento fueron a menudo indistinguibles de los personales. La creencia en la regeneración nacional como medio de renovación personal jugó su parte, pero también tensiones en el seno de la familia podían empujar al voluntariado. Así, N. K. C. A. in ’t Veld demostró que para algunos voluntarios holandeses, unirse a las SS era una expresión de revuelta contra un padre probritánico.16 Que las motivaciones de los voluntarios de las SS fuesen mucho más diversas que las de anteriores guerras es comprensible dada su falta de cohesión y las complejas situaciones en que solían encontrarse. Las típicas motivaciones también contaban: pasión por la aventura, estatus social, gloria y lucro. El último no era probablemente un factor importante —más podía ganarse quedándose en casa e ingresando en la policía o la milicia—, pero, hacia el fin de la guerra, la escasez de comida cada vez más grave también llevó a los hombres al voluntariado. Al menos tendrían suficiente alimento y cobijo en las Waffen SS. Estas motivaciones materiales no habían sido apenas importantes entre los voluntarios de 1914 o los de España, pero en medio de la guerra total tendrían efecto. Los colaboradores tenían una razón concreta en la última fase de la guerra, y es que el servicio en el frente parecía un escape del peligro personal

15 Neulen (1985: 381); N.K.C.A. in ’t Veld (1987: 408). El dato de que menos de la mitad de los voluntarios de la Europa occidental pertenecía a partidos pronazis o nacionalistas y que los demás eran idealistas probablemente subestima el compromiso político previo de los voluntarios. Véase Höhne (1967: 426). 16 N. K. C. A. in ’t Veld (1987: 410).

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al que se enfrentaban en sus naciones cuando Alemania empezó a encarar una probable derrota. Además, durante los últimos compases del conflicto hubo mucho reclutamiento forzado en los países ocupados, y por eso parece difícil diferenciar a los voluntarios de aquellos alistados casi obligatoriamente.17 Las motivaciones para alistarse fueron importantes para continuar el mito. Existió de nuevo un grupo de voluntarios instruidos y elocuentes que, tras alistarse, estaban dispuestos a mantener el mito vivo. Estos eran voluntarios de países occidentales, especialmente de Francia —para quienes el voluntariado era un acto de regeneración personal y nacional—. Sin embargo, los voluntarios ya no fueron una herramienta para difundir el mito durante la guerra, a diferencia de previos conflictos en los que a través de su prosa, poesía y canciones habían determinado la imagen pública de la guerra. Ahora toda expresión artística y literaria estaba estrechamente controlada por las naciones fascistas e incluso por muchas democráticas. Había poco espacio para las expresiones personales de entusiasmo libres del tono oficial que pudieran impresionar al mundo exterior —hasta ahora esto había sido la mejor propaganda bélica—. Además, los voluntarios en los ejércitos extranjeros alemanes tenían que probarse primero en combate, otra razón de que apenas se escuchasen sus voces durante la guerra, además de que tampoco fueron usados mucho en la propaganda de Goebbels. Tras la guerra, los voluntarios tuvieron que explicar por qué siendo ciudadanos de naciones enemigas se habían puesto el uniforme de las SS. Como voluntarios, habían luchado contra el bolchevismo —algo que necesitaba poca explicación, especialmente en los años de la Guerra Fría— o por una nueva Europa dominada por Alemania, lo cual tenía que ser explicado con más detenimiento. Pero al dar explicaciones, los voluntarios resucitaron muchos aspectos del mito de la experiencia de guerra. No todos los que escribieron sobre ellos y sus ideales eran realmente voluntarios. La misma existencia y los avatares de los voluntarios de las SS animaron a

17 Hemos reconstruido las motivaciones de los voluntarios en conjunto a partir de varios relatos, incluyendo los de Hans Werner Neulen y George H. Stein, que a menudo son diametralmente opuestos. La mayoría de libros que se han escrito intentan absolver a los voluntarios, y el libro de George Stein, que es la excepción, se publicó en 1966. Es muy necesario un relato actualizado.

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otros que carecían de experiencia directa a participar en la elaboración y popularización del mito de la experiencia de guerra tras 1945. Para justificar a los que se habían enfundado el uniforme de las SS, se invocaría la historia de los voluntarios de guerra. Los oficiales alemanes de las SS que comandaban las divisiones voluntarias tenían una imagen vívida de esa continuidad histórica. Una de las divisiones fue bautizada con el nombre de Langemarck, en memoria de la batalla de la Primera Guerra Mundial que tuvo un papel tan importante en el viejo mito. Felix Steiner, el general de las SS que había liderado varias divisiones voluntarias, intentó rehabilitar a sus hombres tras la guerra apelando a la tradición de los voluntarios de las Guerras de Liberación y de los que siguieron a Byron en la guerra de la independencia griega.18 Estos eran precisamente los grupos de voluntarios que se habían involucrado decisivamente en la construcción del mito, y Steiner también añadía a Garibaldi y sus hombres. Un artículo publicado en el periódico de los voluntarios franceses presentaría a la unidad franquista del Tercio, en la que habían servido algunos, como precursora de la Légion des volontaires français contre le bolshevisme, la organización oficial de las SS francesas.19 Pero no solamente se utilizó la continuidad general con el pasado para justificar el ingreso en la rama militar de las SS, sino que también se usaron temas tradicionales cuya efectividad se había probado tras la Primera Guerra Mundial. La búsqueda de un hombre nuevo, juventud y virilidad se seguían teniendo en cuenta. Los veteranos franceses de las SS fueron agentes claves de la mitificación en ese aspecto, quizá porque incluso antes de la Segunda Guerra Mundial la juventud y dinamismo del fascismo habían parecido muy atractivos en contraste con la Francia republicana que estaba dominada por los decrépitos y los viejos.20 La tentación de contrastar el fascismo viril con una endeble Francia republicana fue aún mayor tras la derrota de 1940, y así se reflejaría en el mito sobre las SS francesas. De este modo, Abel Bonnard, miembro de la Academie Française y ministro de educación en el Gobierno colaboracionista de Vichy, escribió durante la

18 Steiner (1973: 16). 19 Barbarin (1943: 2, 3). Los excombatientes que lucharon por la España nacionalista serían admitidos en la asociación de Amigos de la LVF. 20 Burrin (1986: 86, 151).

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guerra sobre el contraste entre la juventud fuerte, natural y atrevida, y la degeneración burguesa. Los jóvenes renovaban Francia, pero también, sin saberlo, perpetuaban la tradición; se trataba de un retour des morts (‘retorno de los muertos’).21 La imagen del hombre nuevo se casaba de esta manera con el ideal colaboracionista de la historia francesa como algo esencial para la renovación del país. Jean Mabire, de una generación más joven, recogiendo el mito que él encontró preparado para su utilización, escribió a la altura de 1973 que los jóvenes franceses iban voluntarios para hacerse hombres nuevos siguiendo el ejemplo de las SS, cuyos miembros serían lobos surgidos de los bosques primigenios alemanes —seguramente descendientes de los Freikorps—. De hecho, Mabire escribe que uno de los libros de Ernst von Salomon sobre el Freikorps, Los proscritos (Die Geächteten), era la lectura favorita de los voluntarios más entusiastas. Así, un mito alimentaba al otro, y los voluntarios SS se convertían en los herederos de la «tropa perdida», mostrándose perfectamente indiferentes, según escribe Mabire, a la opinión de la burguesía.22 Se decía que aquellos hombres eran jovencísimos, fanáticos, sin miedo ni piedad; que no obedecían ninguna ley excepto su propio juramento de obediencia a líderes nombrados por el Führer.23 La apariencia física se enfatizaba. En los libros de Marc Augier, antiguo voluntario que bajo el seudónimo de Saint-Loup fue en la posguerra uno de los principales apologistas de los voluntarios franceses, los miembros de las SS eran mitos nórdicos hechos realidad, figuras blancas encorsetadas de negro, héroes opuestos a los afeminados santos, hombres que creían en el compromiso personal.24 El cliché de héroes frente a mercaderes que se popularizó en la propaganda alemana durante la Primera Guerra Mundial resucitaba: un mundo en manos de los mercaderes significa desesperación, mientras que «nosotros los legionarios somos los únicos que hemos actuado virilmente».25 Para algunos impresionados por la belleza de la fuerza bruta —escribe Jean Mabire— entrar en las SS era como descubrir el Santo Grial.26 ¡Qué con-

21 22 23 24 25 26

Bonnard (1943). Mabire (1973: 5). Mabire (1973: 32, 146). Saint-Loup (1965: 22). Augier (1943: 194-195). Mabire (1973: 33).

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traste con el mundo liberal y decadente de la clase media! El ideal de camaradería también se invocaba, reminiscente del culto que este había tenido tras la Primera Guerra Mundial. El mito de los voluntarios de las SS, que reflejaba el mito de las SS en su conjunto, pretendía recapturar la visión política que había resultado atractiva para muchos en la generación del periodo de entreguerras. Ellos creían ser soldados del frente, no solo en la guerra, sino también como hombres nuevos que abogaban por un mundo fascista. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, con sus víctimas civiles y sin combate en las trincheras, no podía existir ninguna elite de soldados del frente, y no había necesidad de una visión política que ya estaba completamente desacreditada. Los propios voluntarios, como soldados del régimen nazi, no eran vistos con la admiración que había acogido el retorno de los voluntarios en el pasado. Al contrario, fueron considerados traidores en las naciones que había ocupado Alemania, mientras que en este país, donde las SS habían acogido a los voluntarios, la vergüenza por el pasado se mezclaba con el deseo de olvidar lo antes posible y continuar con la tarea de construir un nuevo país. Bajo tales circunstancias, el impacto posbélico de estos voluntarios, en contraste con el de sus predecesores, fue pequeño y políticamente insignificante. Y, aún así, en otro nivel, estos hombres defendieron ideales que han tenido un atractivo constante en nuestra compleja y restrictiva sociedad, como de nuevo formuló Marc Augier: «Las SS […] veían el mundo con ojos nuevos. Uno sentía que habían llegado a los límites extremos del pensamiento nietzscheano y de su sufrimiento creativo».27 Los mitos promovidos por los voluntarios eran los mismos mitos de todas las SS, aunque la manera en que ellos los expresaron tuvo prominencia en la búsqueda posbélica de autojustificación. De esta manera, el intento de rehabilitar a los miembros de las SS en Alemania siguió las mismas líneas —recurriendo al mito de la experiencia de guerra— que el de sus voluntarios extranjeros. Ernst von Salomon, que había dedicado muchas energías a mitificar el Freikorps, tras la Segunda Guerra Mundial visualizaba de manera idéntica a algunos prisioneros de las SS internados

27 Augier (1950: 79).

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en un campo norteamericano: ágiles, altos y rubios, marchando por el campo vestidos solo con sus pantalones cortos blancos, su autoridad indiscutida, inteligentes, sobrios, figuras soberanas sin un ápice de gordura física o intelectual.28 Esta imagen de las SS penetró en la literatura popular posbélica en Alemania. Aparece, por ejemplo en la obra de Heinz G. Konsalik, El médico de Stalingrado (1958), uno de los mayores éxitos de ventas de la Republica Federal en los años sesenta. El libro describe el heroísmo de unos médicos alemanes en un campo de prisioneros ruso en la posguerra. Allí, todo el mundo admira a los doctores de las SS por su modestia, fuerza e incorruptibilidad, aunque francamente admiten haber realizado experimentos médicos en humanos. Aparecen, de nuevo, como grupo, documentando la camaradería que parece haber fascinado a los contemporáneos en la fragmentada sociedad posbélica. El mito de las SS se proyectó en la Alemania de posguerra principalmente a través de las revistas y libros de los excombatientes de las Waffen SS. Sin embargo, este mito ya no era relevante para el nacionalismo alemán del momento. En Francia también, donde los libros sobre este mito eran y son más abundantes y estridentes, su efecto parece relativamente pequeño. Aun así, en Francia, la llamada «nueva derecha» de los años ochenta a veces promueve modelos de hombre nuevo no tan diferentes de los basados en los ideales de Ernst Jünger y su raza de hombres de la Primera Guerra Mundial.29 La postura antiburguesa nietzscheana cercana al núcleo de este mito de los voluntarios puede haber tenido un efecto a largo plazo, como si hiciese mella en los mismos sentimientos profundos que hicieron al propio Nietzsche tan popular en todas las naciones europeas antes y después de la Primera Guerra Mundial. Marchar voluntario a la guerra fue siempre en parte un intento de romper las cadenas de la sociedad. La canción de Friedrich Schiller —escrita cuando batallaban los primeros voluntarios—,30 afirmando que solamente el soldado es libre porque puede mirar a la muerte a los ojos, dejando atrás una vida asentada, todavía se podía aplicar al

28 Von Salomon (1951: 721). 29 Por ejemplo, Alain de Benoist y la revista Éléments, publicada en París. 30 Véase capítulo 2.

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mito sobre los miembros extranjeros o incluso alemanes de las SS. Pero a pesar de todas sus autojustificaciones, los voluntarios y sus partidarios no pudieron renovar el mito de la experiencia de guerra. Los voluntarios habían actuado de nuevo conforme a lo que se esperaba de ellos, pero su época había pasado. El mito de la experiencia de guerra ya había sido socavado por la mayor sobriedad, la falta de entusiasmo al comienzo de la Segunda Guerra Mundial; los voluntarios no fueron capaces de revivirlo, por mucho que persistieran en algunos de sus temas en el mundo de posguerra. Lo que quedaba de la literatura neonazi fue puramente sectario o bien se expresaba a través del tipo de libros mencionados. Aun así, aunque hayan mantenido su atractivo unos pocos aspectos, como el ideal del hombre nuevo y el de camaradería, el mito de la experiencia de guerra se tambaleó y murió.

II El culto al soldado caído ha permanecido cerca del centro de nuestro análisis, y su final tras la guerra es otra indicación del declive del mito de la experiencia de guerra. Alemania presenció el clímax de ese culto tras la Primera Guerra Mundial y durante el Tercer Reich. Si observamos lo que ocurrió allí tras la Segunda Guerra Mundial, quedarán claros los cambios y continuidades en actitudes hacia la guerra. Alemania fue derrotada una vez más en 1945, cuando la derrota fue devastadora y total. Eso significó que ninguna leyenda sobre la «puñalada por la espalda» podría emerger sobre la base de un ejército supuestamente imbatido. Quienes habían empezado la guerra que dejó Alemania en ruinas quedaron desacreditados. Además, la transición de la guerra a la paz —tan importante en la dinámica mítica— no vino acompañada esta vez de resistencia a la autoridad o de revolución. La guerra ya no era una fuerza política como lo fue tras la Primera Guerra Mundial cuando, como vimos, muchos derechistas creyeron que la lucha no había terminado y que todavía había posibilidades de victoria. Tras la Segunda Guerra Mundial el deseo de paz fue casi universal. Los aliados temían, no obstante, que la derrota pudiera estimular otra vez deseos de revancha. Alemania, país al que se había permitido construir nuevos memoriales de guerra poco después de su derrota de 1918, ahora tuvo que esperar hasta 1952 antes de obtener el permiso de los aliados para

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construirlos.31 En 1946, los aliados ordenaron la demolición no solo de todos los monumentos y museos construidos por los nazis, sino también de todos los memoriales que pudieran glorificar la tradición y los eventos militares.32 Obviamente, esta orden no fue seguida de manera consistente. Los monumentos locales que honraban la memoria de los muertos de la Primera Guerra Mundial normalmente no se demolieron, aunque a veces se retiraron las inscripciones consideradas militantes.33 Así, la inscripción «Alemania debe vivir, aunque nosotros tengamos que morir» desapareció del cementerio militar de Langemarck.34 Los alemanes que vivían en las zonas occidentales de ocupación sugirieron que los memoriales de guerra ya no debían contener inscripciones de honor a los mártires nacionales, sino una simple dedicatoria a «nuestros muertos». Además, debían servir de recordatorio de las consecuencias devastadoras y no de la gloria de la guerra. Se dejaron algunas ruinas en pie, como Mahnmale, monumentos de advertencia de los horrores de la guerra. El más famoso es la Kaiser Wilhelm Gedächtnis Kirche, una iglesia construida en memoria del emperador Guillermo I que se dejó en ruinas en el centro de Berlín. Cuando se construyeron nuevos memoriales a los caídos, ya no se usaron posturas heroicas; en su lugar se mostraba a hombres y mujeres en duelo por los muertos.35 El estudio más amplio de estos monumentos erigidos tras la Segunda Guerra Mundial afirma que el concepto de los caídos como víctimas había reemplazado el anterior ideal heroico. Si permanecieron algunas pocas escenas de soldados combatiendo, no se les retrataba de manera realista, sino abstracta, como robots, y heridos.36 Muchas ciudades y villas por toda Europa, indecisas entre la opción de erigir monumentos de guerra tradicionales u otros más acordes con los tiempos, simplemente añadieron los nombres de los muertos de la Segunda Guerra Mundial a los de la Primera, o dejaron algunas ruinas intactas. La República Democrática Alemana rechazó todos los honores tradicionales a los caídos. Cuando la Neue Wache, el monumento al soldado desco-

31 32 33 34 35 36

Rieth (1967: 16). Lurz (1987: vol. 6, 126). Lurz (1987: vol. 6, 126). National-Zeitung, Jahrg. (9 de noviembre de 1984: 34, n.º 46, 4). Lurz (1987: vol. 6, 175). Lurz (1987: vol. 6, 166, 169).

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nocido, se volvió a dedicar en 1960, la inscripción de su altar ya no homenajeaba a los héroes de guerra, sino a las víctimas del fascismo y del militarismo. Ahora los monumentos se construían para honrar a comunistas de particular mérito o a luchadores contra el fascismo. Esta política de la RDA proporciona un contraste desconcertante con la de su protectora, la Unión Soviética, en donde los memoriales bélicos homenajeando a los caídos tras la Segunda Guerra Mundial duplicaron en número a los construidos en el resto de Europa tras la Primera. Se trataba a menudo de memoriales descomunales coronados por figuras heroicas, vigilados día y noche por una guardia de honor de soldados regulares o jóvenes.37 Aunque no hay ningún análisis disponible sobre los memoriales y cementerios militares soviéticos, la evidencia existente parece apuntar a que todavía ejercían sus funciones tradicionales. La Unión Soviética no podía reconocer la Primera Guerra Mundial ya que los bolcheviques se habían opuesto a ella; por eso la Segunda ocupó su lugar. El país había luchado su «gran guerra patriótica» para defender su tierra y había soportado grandes sufrimientos. Pero Alemania también había sufrido, y aun así no se revivió el mito de la experiencia de guerra. Al parecer, este sobrevive en la Unión Soviética como en ningún otro lugar del continente. Pero por mucho que los monumentos y cementerios soviéticos en Rusia nos recuerden a la Primera Guerra Mundial, el monumento funerario construido poco después de la guerra en Berlín oriental para conmemorar a los soldados muertos en la captura de la ciudad fue diferente. La mayor figura en su enorme terreno es un altísimo soldado que sostiene a un niño en sus brazos. Oficialmente, se describe el memorial como una proyección de sentimientos de duelo, amor y fuerza varonil.38 Esta última ciertamente se aprecia en la postura de las figuras masculinas que flanquean el acceso al monumento principal, así como en las referencias al heroísmo en combate, aunque no se enfatiza la agresión o el orgullo vano, sino que se señala un futuro de paz. Este monumento, en cualquier caso, refleja en cierta medida la nueva conmemoración posbélica de los muertos de guerra.

37 Por ejemplo, Kriegsgräberfürsorge, 56. Jahrg. (mayo de 1980: 11). 38 Arbeitsgemeinschaft (1987: 46).

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La RDA había afrontado el problema de honrar a los caídos y lo había desplazado hacia las víctimas del nacionalsocialismo. El Estado no tuvo ningún papel en el mantenimiento o creación de los cementerios militares, que tuvieron que ser construidos por las iglesias. Pero en la República Federal de Alemania, a pesar del rechazo de los símbolos heroicos, se mantuvo una cierta continuidad con el pasado. Casi inmediatamente tras la guerra, el Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge, la Comisión Alemana de Tumbas de Guerra, se reconstituyó como organización voluntaria a cargo de los cementerios militares, y es aquí donde mejor podemos observar la interrelación entre continuidad y cambio en el culto a los caídos alemanes. El propio Volksbund había colaborado estrechamente con los nazis, e incluso durante algún tiempo tras la guerra su personal no cambió. El arquitecto jefe del Volksbund, Robert Tischler, en el cargo desde 1926, era cercano a los nazis (había diseñado, por ejemplo, un santuario germánico para un mártir de las Juventudes Hitlerianas),39 y continuó diseñando algunos Totenburgen, aquellos memoriales y lugares de enterramiento colectivo en forma de fortaleza tan populares bajo los nazis (imagen 9). Sin embargo, su inscripción ahora exaltaba la paz y la amistad entre otras cosas que antes se consideraban males. El trabajo del Volksbund ya no se describía como una vigilia por el honor y el alma del pueblo alemán,40 sino en pos de la paz. Y, de hecho, la juventud de muchos países, incluyendo la alemana, se ocupaba de cuidar las tumbas del enemigo en su propio territorio,41 algo que había ocurrido solo esporádicamente tras la Primera Guerra Mundial. Cuando el Volksbund celebró un servicio memorial en un cementerio militar alemán en Francia, lo hizo como parte de una «vigilia internacional por la paz».42 El ideal de «Guerra, nunca más» se había invocado al rememorar a los caídos tras la Primera Guerra Mundial meramente en algunos casos aislados y controvertidos. Pero ahora esto también había cambiado, según se informaba favorablemente en el Freiwillige, el periódico de los veteranos de las Waffen SS que en el mismo

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El memorial Hans-Mallon en la isla de Rügen, construido en 1931, Blohm (1937: 46). Stamer (1987: 82). Der Freiwillige, Heft 6, 25. Jahrg. (junio de 1979: 28). Der Freiwillige, Heft 4, 30. Jahrg. (abril de 1984: 24).

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instante se aferraba a la memoria del sacrificio heroico en la Segunda Guerra Mundial. El Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge de nuevo hizo los planes de todos los cementerios militares de posguerra, entre los cuales el Totenburgen era un simple y pequeño ejemplo. Todavía se enterraba a los caídos colectivamente, y fue de nuevo prohibido transferirlos a cementerios civiles.43 Aunque algunos motivos germanos todavía estaban presentes, como las rocas toscamente labradas que servían de altar y simbolizaban la fuerza nativa y la cercanía a la naturaleza, los motivos cristianos ahora dominaban incluso más que antes. Por ejemplo, el sendero que conducía de la entrada del mayor cementerio militar alemán, en las montañas Eifel, está flanqueado por un viacrucis. El calvario de Cristo lleva directamente a las tumbas de los caídos. No obstante, lo que se integraba en la religión civil del nacionalismo ya no era el sacrificio cristiano, sino el simbolismo de duelo y consolación. El énfasis sobre el cristianismo y el retroceso de los temas patrióticos armonizaban con el intento generalizado de disminuir lo heroico y nacional. De hecho, se ha calculado que el 90 % de todos los monumentos erigidos tras la Segunda Guerra Mundial estaba dominado por la iconografía cristiana, y lo mismo puede decirse de los cementerios militares.44 La naturaleza conservó su importancia, escudando los cementerios frente al mundo exterior, creando «bosques sagrados» que empleaban su poder curativo para dar confort.45 El antiguo tributo simbólico a los caídos, el bosque de héroes, no se recreó. En su lugar, Tischler diseñó cementerios donde la naturaleza —una vegetación espontánea hecha de retama o zarzamora y brezo, flores robustas que supuestamente reflejaban el carácter duro del soldado— dominaba las uniformes tumbas.46 Un grupo de cruces altas sobresalía en el centro de tales cementerios, pero no se usaban símbolos abiertamente nacionales. Aquí también se guardaban las formas tradicionales, aunque cambiaba el simbolismo. Las transformaciones entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial

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Lurz (1987: vol. 6, 109). Lurz (1987: vol. 6, 217). Lurz (1987: vol. 6, 155). Lurz (1987: vol. 6, 147-148).

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pueden resumirse con lo que ha escrito Adolf Rieth sobre los monumentos de guerra alemanes: los memoriales a los caídos de la Primera Guerra Mundial hacían referencia a la experiencia de guerra en sí; los Mahnmale tras la Segunda Guerra Mundial simbolizaron las consecuencias de la guerra.47 El ideal de camaradería que había sido tan potente tras la Primera Guerra Mundial todavía estaba presente, aunque ya no como fuerza política. Los cementerios militares continuaron simbolizando esa camaradería con la disposición de las tumbas y la ausencia de inscripciones personales en las lápidas más allá del nombre y el regimiento. El monumento central de estos cementerios militares alemanes, habitualmente una cruz o grupo de cruces —y de hecho, todas las decoraciones y símbolos— había sido creado por artesanos, una vez más. El propósito puede haber sido transformar el cementerio en una obra de arte,48 pero también sugerir la imagen preindustrial de una nación de camaradas. Ya vimos cómo la controversia sobre el labrado manual de las lápidas frente a su producción masiva había girado en torno a la naturaleza de los símbolos nacionales. La camaradería de los caídos se enmarcaba en símbolos cristianos y preindustriales —esta tradición se mantuvo—, pero sin intentar abiertamente glorificar lo heroico de la guerra. A pesar de la apariencia externa de los cementerios de guerra, que se parecían a los de la Primera Guerra Mundial, hubo un intento de enfatizar a los individuos, en línea con el liberalismo de posguerra. Robert Tischler, con su concepto de camaradería bélica y unidad nacional, que no permitía ninguna individualidad, no siempre marcó las pautas. Así, alumnos de la Academia de Bellas Artes de Munich grabaron los nombres y las fechas de los caídos en las lápidas del Waldfriedhof «para poner énfasis en lo personal, que es una parte integral de la muerte».49 El mantenimiento de una tumba individual se consideraba ahora más importante que el simbolismo cristiano y naturalista que la rodeaba. Por dar otro ejemplo: un libro memorial publicado por el Volksbund, con un prefacio de su presidente Theo-

47 Rieth (1967: 24). 48 Lurz (1987: vol. 6, 152). 49 Kriegergräberstätte München-Waldfriedhof (1963: 3).

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dor Heuss, intentaba enfatizar, sobre todo, la muerte del soldado individual.50 Aunque esas tendencias a la individualización pueden haber sido fuertes en contraste con la primera posguerra, el ideal de camaradería bélica demostró ser como mínimo equivalente. Este ideal, que ya no suponía una alternativa política en Alemania, se utilizó en cambio para justificar a quienes habían combatido en una guerra injusta. Los soldados combatieron hasta el amargo final, según leemos en numerosas publicaciones, porque sentían que no podían desertar ante sus camaradas, aunque Adolf Hitler hubiese traicionado su causa.51 El soldado alemán ya no era heroico, sino decente; un pensamiento que a menudo se repitió directamente tras la guerra no solo en la prensa derechista, sino también en la literatura popular. En una de las más conocidas memorias de la guerra, La bandera invisible (Die unsichtbare Flagge, 1952), que es vigorosamente antinazi, Peter Baum escribió que el «romance de la camaradería» estaba presente también en esta guerra, porque cuando un puñado de hombres decentes se alistan, su carácter personal no les deja otra alternativa más que ser buenos camaradas.52 De igual manera, películas como Des Teufels General (El general del diablo, 1954), retrataban soldados alemanes, oficiales en particular, como hombres decentes de honor a quienes no cabía culpar por los crímenes de Hitler o por haber perdido la guerra. Esa decencia, ahora clave en el ideal de camaradería, era el contrapeso de una guerra luchada por una causa mala; enfatizaba el factor humano contrapuesto a la máquina bélica. La idea de autosacrificio, motivada por un sentimiento de solidaridad, dio un paso al frente: la lealtad individual a los soldados compañeros más que a cualquier otro imperativo.53 La camaradería perdió sus implicaciones agresivas —de banda de camaradas contra el mundo—, aunque todavía quedó algo del viejo ideal, quizá a la espera de revivir el mito de la experiencia de guerra. Sosteniendo la clave de bóveda del ideal de camaradería había estado la visión del llamado «hombre nuevo». Tras la Segunda Guerra Mundial hubo un esfuerzo en Alemania por salvar ese ideal castrense, y el más obvio intento fue la conti-

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Luzan (1952: 12). Nutz (1977: 275-276). Baum (1952: 158). Gray (1959: 55).

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nuada glorificación de los SS como hombres nuevos y como paradigma de camaradería. Los excombatientes de las SS lamentaron, muy lógicamente, que sus caídos no hubieran recibido monumentos de hierro o bronce, y que los bosques de héroes de la Primera Guerra Mundial ahora sirvieran de simples merenderos para urbanitas en busca de descanso.54 Pero los intentos de rescatar la imagen marcial sin referencias a las SS fueron más importantes. Hans Hellmut Kirst, en Null-Acht Fünfzehn (Cero, Ocho, Quince, 1954), la más conocida novela alemana de posguerra sobre la vida militar, resumía así el esfuerzo: «Ser soldado […] solo es malo si se lucha por una causa mala. Supongamos que Hitler empezó una guerra a sabiendas de lo que hacía […] entonces los mejores soldados se convierten en miembros de una banda asesina de matones. Pero el ser soldado como tal […] es algo muy diferente».55 Era quizá de esperar que un gran número de libros y revistas tras la guerra, especialmente en sus descripciones del combate, continuarían manteniendo ideales guerreros de coraje heroico y varonil. La mayoría no mencionan el nacionalsocialismo o Hitler, a diferencia de la novela antinazi de Kirst. Pero incluso en Null-Acht Fünfzehn, mientras se critican las penurias de la vida militar y se hacen comentarios contra el nazismo, se evita afrontar directamente problemas específicos resultantes de la guerra y la derrota. Típicos de esta reapropiación de la guerra son los Landserhefte (diarios de guerra de soldados de infantería), cuadernillos que han aparecido irregularmente desde finales de los años cincuenta y han vendido literalmente millones de copias: todavía se pueden comprar incluso hoy en todos los puestos de venta de periódicos. Como nos dice su subtítulo, Relatos de experiencias de la Segunda Guerra Mundial, contienen historias de batallas y gestas heroicas. Son historias brutales en las que se aplastan los huesos del enemigo, se vuela su cabeza o se le empala en una bayoneta. Los Landserhefte son militantemente antibolcheviques, con títulos como Cazar a Tito o Las llamas devoran Stalingrado, pero tampoco los italianos («esos maccaroni») ni los eslavos se libran. Aparte de ser publicaciones dedicadas a antiguos héroes de guerra, el duro infante aparece en primera plana (de ahí el

54 Der Freiwillige, Heft 8, 23. Jahrg. (agosto de 1977: 15); Der Freiwillige, Heft 11, 30. Jahrg. (noviembre de 1984: 3). 55 Kirst (1954: 304).

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título), y hasta finales de los años sesenta el trasfondo histórico ofrecido por la narración era, en el mejor de los casos, sumario. Desde entonces, algo más de investigación histórica parece que ha llegado a la publicación. Una década después se añadían frases contra la guerra: «55 millones de seres humanos perdieron su vida en la última guerra. Esto no puede ser olvidado. Por eso existen los Landserhefte». Estas declaraciones se presentan aparte (a menudo en la última página), en una sección separada del conjunto del texto, el cual continúa igual que siempre.56 Los Landserhefte son solo un ejemplo del género, y a comienzos de los años sesenta la Oficina Federal de Control de la Literatura Perjudicial para la Juventud colocó en su índex algunos de los libros y periódicos más brutales y chovinistas.57 Decir que esta literatura es marginal sería impreciso —la ha leído demasiada gente—, aunque parece probable que la mayoría la lee no por su elogio de la imagen guerrera de masculinidad, sino como historia de aventuras. Los Landserhefte encajan con la brutalidad de muchas ficciones populares de posguerra, como las historias de detectives o los cómics, que son igualmente violentos. Pero ni siquiera la violencia que sigue siendo parte de la cultura popular tras la guerra —aumentada con la llegada de la televisión— consiguió revivir el mito de la experiencia de guerra. Esa violencia no siempre se asociaba a lo bélico, sino al crimen o a las guerras de bandas. La literatura mencionada no es comparable en absoluto a la oleada de literatura de guerra publicada diez años después de la Primera Guerra Mundial. Ya no hay glorificación de la guerra como tal, el chovinismo nacional es la excepción y no la regla, y el culto a los caídos como mucho está silenciado. Tras la Primera Guerra Mundial el mito de la experiencia de guerra había promovido el proceso de brutalización, y este continuó tras la Segunda Guerra Mundial a través de los medios, aunque sin conexión directa con la memoria transfigurada de la Segunda Guerra Mundial como hazaña heroica. La muerte en guerra, vista antes como un sacrificio heroico por la patria, ahora se entendía como algo que comprendía a todas las víctimas de la brutalidad bélica sin excepción. Helmut Schöner, arquitecto de la sección

56 Véase Nutz (1977: 71 y passim); Der Landser (1986: s. p.). 57 Tauber (1967: vol. 1, 538-539).

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del Waldriedhof de Munich para las tumbas de la Segunda Guerra Mundial, escribió en su diario que la muerte tenía que verse en un contexto más amplio, que el soldado que muere en combate no tiene más importancia que el prisionero político asesinado, o que aquellos asesinados por bombas que caen del cielo. De hecho, en este cementerio, junto a los caídos alemanes, hay tumbas de soldados rusos y de un centenar de civiles muertos en bombardeos.58 Y este no es un caso aislado, porque si tras la Primera Guerra Mundial los antiguos enemigos habían distinguido cuidadosamente entre sus muertos y los del enemigo —y alemanes y franceses no habían sido enterrados juntos— ahora esa distinción había perdido su importancia. Los excombatientes de las SS eran, desde luego, ambivalentes respecto a la atmósfera de posguerra en la que los mitos bélicos tradicionales perdieron aprecio. De hecho, todo lo que sobrevivió del viejo culto a la guerra era de poco interés para las nuevas generaciones de alemanes. Pocos hicieron peregrinajes a los cementerios de guerra o prestaron atención a los monumentos de guerra, ni aunque fueran Mahnmale. Solamente la literatura descrita, y unos pocos filmes, perpetuaron algo del viejo espíritu guerrero, llegando a afectar a un grupo representativo de la población alemana. El nuevo interés que mostraron algunos jóvenes a comienzos de los años setenta por el nacionalsocialismo y sus artefactos, tales como medallas, uniformes y banderas, puede que se haya tratado más de una moda pasajera que de una glorificación consciente del pasado.59 Aun así, esto amenazaba con trivializar la guerra y el Tercer Reich a través del gusto por su parafernalia (que pronto desató un floreciente comercio), independientemente de las desacertadas nociones apocalípticas que esos jóvenes pueden haber tenido en mente. A diferencia del proceso de trivialización tras la Primera Guerra Mundial, su curiosidad parece haber sido un fenómeno aislado, y no conectado con un extendido movimiento político o ideológico. De hecho, esta moda surgió en relación con fenómenos como el de los skinheads o las bandas de moteros, más que con el mito de la experiencia de guerra, aunque sus efectos brutalizadores tienen que tenerse en cuenta.

58 Kriegsgräberstätte München-Waldfriedhof (1963: 8). 59 Friedländer (1982: 137 y ss.).

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El declive del culto a los soldados caídos era un síntoma del fracaso del mito de la experiencia de guerra en resurgir de sus cenizas allá donde había tenido una influencia decisiva entre las dos guerras mundiales. En Italia, la otra nación donde tuvo su impacto político fundamental bajo el régimen fascista posterior a la Primera Guerra Mundial, tampoco tuvo éxito. La política italiana de posguerra se construyó sobre el movimiento antifascista que había existido, incluso durante la dominación fascista, en el interior del país. No había ninguna razón para recordar la Segunda Guerra Mundial excepto por ser una guerra fascista. Y todavía aquí, también, existieron movimientos nacionalistas, residuos del pasado, como los monárquicos y neofascistas, que no obstante no podrían haber revivido el mito de la experiencia de guerra aunque hubieran deseado hacerlo. Puede que hayan mantenido vivo algo del vocabulario del culto a los caídos para utilizarlo en pos de sus objetivos políticos,60 pero Italia, con su historia de nacionalismo liberal, carecía de la tradición guerrera profunda que incluso antes de 1914 inspiró el sentimiento nacional germano. El mito de la experiencia de guerra fracasó en las naciones que le habían dado su antigua gloria.

III Donde mejor puede medirse la diferencia entre el culto a los caídos en las dos guerras mundiales no es en Alemania, donde un auténtico debate sobre cómo deberían ser conmemorados nunca tuvo lugar realmente, sino en Inglaterra, donde sí se debatió mucho sobre esta cuestión hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. La discusión se centró en la cuestión de si las conmemoraciones deberían tomar una forma tradicional o tener un fin utilitario. ¿Seguirían teniendo los memoriales de guerra una función puramente litúrgica como santuarios nacionales de culto, o bien tomarían la forma de bibliotecas, parques o jardines, memoriales que «podrían ser útiles o placenteros a los supervivientes»?61 Este era el viejo conflicto entre lo sagrado y lo profano que ha sido tan importante en nuestra argumentación, tanto al comentar el proceso de trivialización como la producción masiva de losas funerarias y monumentos. Quienes

60 Para un ejemplo, véase Batet-Bozzo (1974: 217, nota 7). 61 Longworth (1967: 183).

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sirvieron en la comisión inglesa para las tumbas de guerra antes de la Segunda Guerra Mundial intentaron resistir las presiones para el cambio. Sir Edwin Lutyens, el prolífico diseñador de monumentos de la Primera Guerra Mundial, arguyó que «la arquitectura con su amor y pasión comienza donde termina la funcionalidad».62 En otra ocasión también predijo que las fechas de 1914 y 1939 se recordarían dentro de cien años como parte de una misma guerra. A simple vista, pareció que Lutyens podría ganar su lucha, pues los arquitectos contratados por la comisión de tumbas de guerra eran tradicionalistas que basaban en los precedentes los nuevos diseños.63 Pero incluso entre estos viejos gentlemen de la comisión de tumbas de guerra encontramos un cambio de tono que refleja la opinión de que los memoriales debían conmemorar al individuo más que a la colectividad, así como contener una advertencia contra toda guerra.64 También había una creciente simpatía por la actitud utilitaria en la conmemoración de los caídos, según demostró una encuesta de 1944 que dijo que la mayoría de la población prefería semejantes memoriales, en forma de parques y jardines que la gente pudiera disfrutar tiempo después de la guerra.65 Lord Chalfont, el presidente del consejo asesor para los memoriales de guerra, resumía el dilema resultante de tal preferencia popular: «Tenemos que tener cuidado […] entender que el memorial de guerra no es totalmente indistinguible de lo que no es un memorial».66 Fue el autor intelectual del compromiso final por el cual se estableció el National Land Fund en 1946 como principal memorial de guerra inglés. Esta institución iba a adquirir grandes casas de campo y áreas de belleza nacional.67 Este memorial democratizó, por así decirlo, la conmemoración de los caídos al hacer accesible a todos el patrimonio rural inglés: el memorial de guerra ya no era un símbolo abstracto confinado a una localización específica donde concentrar las ceremonias conmemorativas (si bien el Cenotafio, erigido tras la Primera Guerra Mun-

62 Longworth (1967: 129). 63 Longworth (1967: 163, 180). 64 Este debate puede seguirse en «The Conference on War Memorials», 27 de abril de 1944, Journal of the Royal Society of the Arts (9 de junio de 1944: vol. 92, 322 y ss.). 65 Longworth (1967: 183). 66 «The Conference on War Memorials»: 323. 67 Cannadine (1981: 233-234); Mosse (1986: 503-505).

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dial, continuó ejerciendo esta función). Con todo, el vínculo tradicional entre nación y naturaleza se mantuvo intacto, mientras las grandes casas de campo actuaban como símbolos tangibles de un pasado ensalzado. Ese compromiso no se verificó en el diseño de los cementerios de guerra, que permanecieron mayormente sin cambios. Quizá las opciones fueran limitadas: como escribió Edmund Blunden en 1967, la gente los visitaba como si fuesen jardines ingleses.68 El diseño de los cementerios tenía una tradición de orden y belleza que se revelaba tanto en los militares como en los civiles, y no era fácil de cambiar o modificar esa manera de enfrentarse a la muerte. Los símbolos específicos de los cementerios de guerra —muerte y resurrección, camaradería e igualdad en el sacrificio— parecían eternos y, a diferencia de los memoriales más tradicionales, no glorificaban necesariamente la guerra ni la nación. Edmund Blunden argumentó que aquellos cementerios, que con sus tumbas recordaban a tantos jóvenes muertos en la flor de la vida, constituían de por sí un sermón contra la guerra.69 Evidentemente, así no era como habían sido vistos oficialmente antes de la Segunda Guerra Mundial. Cada cementerio de guerra inglés había sido y todavía era considerado como un camposanto rural,70 y el nuevo memorial de guerra nacional simplemente extendía este principio a la belleza nativa de Inglaterra, que había sido la inspiración original. Alemania mantuvo el viejo diseño de los cementerios de guerra con sus filas de cruces, pero la inscripción «Invictis victi victori» («Los invictos que serán victoriosos») a menudo usada después de la Primera Guerra Mundial, fue repudiada ahora por su irrelevancia.71 No obstante, fórmulas tradicionales utilizadas en los obituarios para los caídos eran difíciles de cambiar, y en un principio, tras 1945, los epitafios de los alemanes desaparecidos que resultaron estar muertos contenían todavía la frase «Comandante Tal de Tal encontró una muerte de héroe». Pero casi inmediatamente, quizá bajo la gentil presión de los poderes ocupantes, los soldados simplemente habían «muerto».72

68 69 70 71 72

Citado en Longworth (1967: xxiv). Longworth (1967: xxiv). Véase capítulo 6. Luzan (1952: 11). Bach (1946: 215).

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El amor por lo grandioso y lo patético, que había sido parte de la adoración a los caídos tras la Primera Guerra Mundial, estuvo largamente ausente después de la Segunda. El culto de los caídos ya no era de gran importancia para la veneración de la nación; de hecho, la estrecha asociación del nacionalismo y los símbolos de guerra se observaba ahora con alguna repugnancia. Este no era el caso en todas partes: en Francia, por ejemplo, Charles de Gaulle intentó revivir parte de esa asociación de la nación con la gloria militar, para así restaurar el orgullo nacional tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial y en Argelia. Pero incluso así, la memoria del pasado nacional, siempre viva en Francia —estimulada a día de hoy por pompas nacionales como el entierro de «grandes hombres» en el Panthéon— no llevó a una elevada agresividad o al culto a la masculinidad militante del «hombre nuevo». La conexión oficial del culto a los caídos con la virilidad y la gloria nacional estaba rota. El duelo por los muertos prevaleció, y la idea de su resurrección con el fin de estimular un resurgimiento nacional dejó paso a la búsqueda de consuelo. El miedo a la muerte, el Armagedón que se vislumbró a raíz de la Segunda Guerra Mundial, tuvo su parte de responsabilidad en el cambio. Y la persistente memoria de la Primera Guerra Mundial también revolvía ese miedo: como vimos, había impedido un resurgir del entusiasmo de la generación de 1914 en 1939. Sin embargo, tiene que haber existido una necesidad continuada de trascender la memoria de la muerte de masas, de hacer las paces con ese pasado. Hemos atendido a algunas de las continuidades producidas al término de ambas guerras, derivadas de los intentos por resolver el problema de una manera más tradicional, que quedó mayormente confinada —tras la Segunda Guerra Mundial— a movimientos políticos derechistas o asociaciones de excombatientes. No obstante, estos no eran suficientemente fuertes como para insuflar nueva vida en esos métodos de trascendencia de la muerte masiva que nos han ocupado en este libro. No iba a haber más voluntarios para crear mitos sobre la guerra; la naturaleza del culto a los caídos había cambiado, reflejando una actitud diferente a la muerte en guerra: más realista, y sin mucho sentimiento nacional, con una guerra desprovista de su gloria. El mito de la experiencia de guerra no podría volver a echar raíces. Hacer frente a la guerra de manera realista no es suficiente para transformar en agradable un pasado desagradable: una necesidad que no se pue-

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de haber desvanecido completamente en las transformaciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La primera utilización de la bomba atómica, y su integración en los arsenales como un arma más, parece algo importante a tener en cuenta. El miedo a la guerra, que ya era grande tras ambas guerras mundiales, se magnificó ante una visión de muerte universal. Durante la primera década tras la Segunda Guerra Mundial, los ciudadanos y estadistas discutieron el problema de cómo domesticar la bomba, mientras proliferaban las organizaciones que hacían frente «al peligro actual». Pero esta preocupación no duró, entrando en declive cuando se inventaron y se prepararon nuevas armas atómicas aún más destructivas, con las que el mundo vivió bajo un equilibrio de terror. Frente a una amenaza que se escapaba a la capacidad de comprensión, la insensibilización permitió a los hombres y mujeres canalizar su terror para continuar con sus vidas. Un generalizado sentimiento de impotencia arraigó también. La insensibilidad alienó aún más a la nación de la gloria bélica, y al mismo tiempo, la imagen guerrera del varón ideal, el «nuevo hombre», se encontraba bajo ataque, aunque persistiese en algunos medios. Cualquiera que sea la suerte del mito en su conjunto, algunos de sus componentes todavía están disponibles para aliviar las presiones de la sociedad moderna. El ideal de camaradería, aun despojado de su asociación con las trincheras, destaca por ser el tipo de comunidad que desea la gente. Hay todavía muchos que creen en el ideal de masculinidad que promovió la Primera Guerra Mundial en la política derechista. El culto a los muertos, que antaño fue el centro del mito de la experiencia de guerra, parece lo menos relevante, aunque depende de la trayectoria futura del nacionalismo. Esto es así porque el mito de la experiencia de guerra, en definitiva, está atado al culto de la nación: si este se encuentra en suspensión, como lo estuvo tras la Segunda Guerra Mundial en la Europa occidental y central, el mito se debilita fatalmente, pero si la religión cívica del nacionalismo vuelve de nuevo a ascender, el mito lo acompañará una vez más. Aunque el futuro esté abierto, la evidencia del cambio producido tras la Segunda Guerra Mundial es convincente: en este momento, el mito en Europa parece haber pasado a la historia. No hay mejor ilustración del resultado final de este cambio que el Memorial de la Guerra de Vietnam en Washington, el único memorial de guerra realmente vivo en todas las naciones occidentales. Allí no hay ins-

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cripciones patrióticas; solamente la lista superlarga de los nombres de los muertos grabados en un muro negro que se va hundiendo, y nombres para tocar y para honrar en duelo privado, no público. Aunque este memorial de guerra ha tenido sus críticos. Muy cerca, a petición de algunos veteranos de guerra más conservadores, el Gobierno americano erigió un memorial convencional que muestra a miembros de cada uno de los servicios militares en uniforme, agrupados, simbolizando el deber nacional. Los visitantes, no obstante, incluyendo a los propios excombatientes de la guerra de Vietnam, parecen preferir la nueva manera de conmemorar a los caídos antes que el viejo y tradicional monumento. Mientras el muro está constantemente lleno de gente, muchas menos personas visitan la cercana estatua. Que los viejos símbolos han perdido su poder no solo es un mero signo de cambio en los gustos, sino una expresión de actitudes hacia la muerte. El memorial de la guerra de Vietnam destaca no solo como monumento a los caídos de esa guerra, sino también —logrando obtener una victoria de la derrota— como monumento a la muerte —aunque sea provisional— del mito de la experiencia de guerra.

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ÍNDICE ALFABÉTICO

Alamein, el, cementerio de guerra alemán, 124 álbumes bélicos, 195 Alemania brutalización de la política, 205-230 movimiento juvenil, 92-95, 108, 124 búsqueda de belleza masculina, 93 idealización de la naturaleza, 124125 leyenda de Langemarck, 105 alpinistas, tropas, 159 Altar de la Patria, 132 amapola, simbolismo, 151 amnistía para asesinos políticos, 218 para nacionalsocialistas, 219 antifascismo, movimiento, 242, 275 antisemitismo, 223 posbélico, 224-225 apariencia, importancia para el «hombre nuevo», 235 Apoteosis de los Caídos, La, 8, 111-112 árboles, simbolismo, 150 Arcadia, simbolismo, 148 Arco del Triunfo, 133-135, 138 armas como parte de monumentos bélicos, 141

como recuerdos, 182, 199 Véase también espada armenios, masacre, 206 Arndt, Ernst Moritz, 48-50, 56, 221 asesinatos políticos, 216-218, 218 por miembros del Freikorps, 216-218 atrocidades, propaganda, 220 Augier, Marc, 262-263 Avenarius, Ferdinand, 220 aviación, 161-162 mística de la, 163-164 Balbo, Italo, 159 Barbusse, Henri, 138, 243, El fuego, 251 Barlach, Ernst, 143 Barney, Natalie, 98 Barrès, Maurice, 109 batalla, campos de excursiones posbélicas, 60-61, 198-201 rehabilitación posbélica, 151-154 batalla de Langemarck, 105-109 batalla de Leipzig monumento conmemorativo, 139 muertos, conmemoración, 78, 83 batalla de Sedán, 104 batalla del Somme, 151 bajas, 32, 103

298 batalla de Verdún, bajas, 103-104 batalla de Waterloo, 77-78, 152 batalla de Ypres, 153 Baum, Peter, Die Unsichtbare Flagge, 271 Becker, Jean-Jacques, 103 Beimler, Hans, 241, 244 Bell, Julian, 242 Bernard, Raymond, Croix de Bois (película), 238 Beumelburg, Werner, Lucha por España (Kampf um Spanien), 246 Binswanger, Otto, 209 Bixchote, 106. Véase también batalla de Langemarck Bloem, Walter, Alemania: Un libro de grandeza y esperanza, 236 Blunden, Edmund, 277 Boelcke, Oswald, 163-164 bolchevique, Revolución, 206, 225 bomba atómica, 279 Bonatz, Paul, 130 Bonnard, Abel, 261-262 bosque sagrado, 269 Bracher, Hans Dietrich, 207 Braun, Otto, 98 Brecht, Bertolt, 241 Brigadas Internacionales, mito, 241-244 Brignone, Guino, Pasaporte Rojo (Passaporto rosso), 237 British Legion, 151, 198 Brittain, Vera, 143-167 Brooke, Rupert, «El Soldado», 151 Bulldog Drummond, 222 Busch, Ernst, 241 Byron, 59-62 caballerosidad, imágenes. Véase también medieval, imaginería aviación, 165 juegos bélicos, 180 camaradería, 57 exaltación bélica, 151 guerras de liberación alemana contra Napoleón, 51-54 ideal de, 51-56, 81, 98, 110, 214215, 244, 270-271 ideal moderno, 264

Índice alfabético ideal tras la Segunda Guerra Mundial, 272 pilotos, 163 trincheras, 34, 52, 101 Volk, 53 Cambry, Jacques, Rapports sur les sépultures (Propuestas para la construcción de tumbas), 69 Caminos de fuerza y belleza (película), 197 Campbell, Roy, 245 canciones Brigadas Internacionales, 240-242 patrióticas, 50 Cavalcade (película), 243 caza, como metáfora de la guerra aérea, 164-165 cementerio. Véase también cementerio militar como jardín, 72, 117 diseño cementerial, 73, 143 Francia revolucionaria, 79 rango y estatus, 69 rural, 120 secularización, 76-77 cementerio de los Santos Inocentes (París), 70-71 cementerio de Père-Lachaise, 72-74 tumbas de la Guardia Nacional, 77 cementerios militares Alemania, 152, 268 diseño, 119-122 emplazamiento, 124-125 como lugares de culto nacional, 71 como santuarios de culto nacional, 117, 131 culto al soldado caído, 117 desarrollo, 68-71 diseño y mantenimiento, 116-119 Estados Unidos, 78 ingleses, 120, 277 naturaleza pastoral, 121 origen, 70 peregrinación, 131 primer cementerio militar, 78 separación de vencedores y vencidos, 131, 211 símbolos cristianos, 120

Índice alfabético tras la Segunda Guerra Mundial, 268270 uniformidad, 121-122 cementerios-parques, movimiento, 7375, 125 cenotafio, 134-136, 276 Chalfont, Arthur Gwynne Jones, 276 Châtiment, Le (El castigo) (juego), 171 cine como propaganda de guerra, 188189, 192-193 estableciendo continuidad entre las guerras, 236-238 circo, como espectáculo bélico, 190-191 Cirque Olympique, 190 ciudadano-soldado, estatus, 46-47 clasicismo, imágenes memoriales de guerra, 140 monumentos, 140-143 Neue Wache, 136 Club Alpino Alemán, 155-156 comedias, militares, 189 Comisión Alemana para las Tumbas de Guerra, 268 Comisión Británica para las Tumbas de Guerra, 119, 129, 276 comunismo, voluntarios en la guerra civil española, 240 Cook, Thomas, 198, 200-201 Cordes, Johann Wilhelm, 74-75 Cornford, John, 240 cristianismo, imaginería cementerios, 269. Véase también cruces culto al soldado caído, 110 Francia revolucionaria, 65 guerra civil española, 241 guerras alemanas de liberación contra Napoleón, 65-66 mito de la experiencia de guerra, 38, 65-66, 83 monumentos, 137 nacionalismo, 62 nazis, utilización, 137 postales, 173 cruces, 215 cementerios militares, 120, 122, 269

299 retiradas de tumbas individuales en el campo de batalla, 129 Cruz de Hierro, 122 trivialización, 170 Cruz de Hierro prusiana, 77 Cruz del Sacrificio, 120-121 Cruz Negra (Austria), 119 cubistas, 89 cuentos de hadas, 187 culto al hombre común, 88 Culto al soldado caído, 7, 35, 70-106 Alemania, 125-132 como religión cívica, 144 conservadurismo, 143 declive, 275 Italia, 131 origen, 47 soldados caídos como héroes alemanes, 125 simbolismo, 120-122 simbolismo preindustrial, 128. Véanse también caballerosidad, imaginería; medieval, imaginería Tercer Reich, 265 tras la Segunda Guerra Mundial, 265268 culto guillermino al emperador y al Reich, 82 Cysarz, Herbert, 156-157 Das Neue Deutschland (La Nueva Alemania) (periódico), 173 David, Jacques-Louis, 46, 67 Juramento de los Horacios, 46, n. 8 de Gaulle, Charles, 278 de Lisle, Rouget, 50 decadencia, 96-98 deporte, 196-197 como metáfora de la guerra aérea, 164-165 derecha política, 211 autorrepresentación, 227-229 y brutalización de la política, 207-208 durante la República de Weimar, 229 ideología, 38 métodos políticos y actitudes, 226 y mito de la experiencia de guerra, 146

300 Des Teufels General (El general del diablo) (película), 271 deserción en guerra, 45-46 Freikorps Lützow, 53 despersonalización, lenguaje, 227 Dessau, Paul, 241 Deutsche Friedensgesellschaft (Sociedad Pacifista Alemana), 248 Deutschlandlied, 57, 106-108 Día de la Memoria, 115. Véase también Volkstrauertag Día del Armisticio, 132-133, 135, 137 Die Feldgraue Illustrierte, 148 Die Weltbühne, 250 Dorgelès, Roland, Le Reveil des morts (El despertar de los muertos),145 Douaumont cementerio militar, osario, 131 mausoleo, 211 Doumerge, J. G., 196 drama, y mito de la experiencia de guerra, 61-62 Düsseldorf, monumento de guerra, 143 Eber, Elk, La última granada, 235 Eifel, montañas, 269 Eisler, Hanns, 241 Ejército alemán, jerarquía social, 100 Ejército ciudadano, 38, 50 Ejército francés, 43-44 Eksteins, Modris, 250 Empire Service League, 198 enemigo deshumanización, 201, 219 enterramiento, 268 imagen, 179, 180 odio, 209-210 tumbas en terreno extranjero, 119, 268 enfermeras, campo de batalla, 96-97 Ense, Varnhagen von, 53 enterramientos, costumbres en el siglo xviii, 71-72 Epp, Franz Ritter von, 217 Erler, Fritz, 212, 226, 234, 235 póster, 177-178

Índice alfabético espacios sagrados, 62-63, 130, 140 espada, simbolismo, 120, 181, 213 estereotipos, 212 de los judíos como bolcheviques, 206 del enemigo, 219-220 excombatientes actitudes hacia sus experiencias de guerra, 34 alemanes, exclusión de los judíos, 223, 224, 225 organizaciones, 138 transición de la guerra a la paz, 217 expresionismo, 89-91 búsqueda de masculinidad, 91 expresionismo alemán, 89 fanático, 226 farsa, militar, 188-189 fascismo británico, 222 italiano, 233 luchadores contra el fascismo, monumentos honoríficos, 267 Federico Guillermo III, 48-49, 80 feminidad, imagen, 96 Feuerteufel, Der, 159 Fichte, Johann Gotlob, 57 Flex, Walter, 93, 109, 111, 116, 126 Der Wanderer zwischen beiden Welten (El errante entre ambos mundos), 93, 109, 147, 158, 213, 256 Weihnachtsmärchen (Cuentos de Navidad), 111 folklore, canciones políticas, 241 Fontane, Theodor, 79 Foster, E. M., 222 fotografías, preparación y manipulación, 194-195 Francia, Secretaría de Estado para Combatientes del Frente y Víctimas de Guerra, 119 Franck, Adolf, 157-158 fraternidad, 51 Freikorps, 52-54 214-218, 227, 233, 242, 262-263 Lützow, 53 mito y realidad, 53-54

Índice alfabético Silesia, 54 Freiwillige (periódico), 269 Freytag, Gustav, 210 Friedrich, Caspar David, 80 Front (palabra), 232 Frontgemeinschaft, 232 Frontsozialismus, 233 Fussell, Paul, 93-95, 147, 151-152 futurismo italiano, 89-93 búsqueda de masculinidad, 92 nacionalismo, 90-91 Gambetta, Léon, 133, 162 Gammage, Bill, 34 Ganghofer, Ludwig, 112, 174 Garibaldi, Bruno, 172, 261 generación aparte, ideal, 101 Generación de 1914, 37 conciencia de juventud y hombría, 96-97 ideales, 87-88, 99-100 Gilardone, Heinrich, Der Hias, 149, 191 Giraud, Pierre Martin, 68-69 Glaeser, Ernst, 200 Goebbels, Joseph, 254, 260 Goethe, Johann Wolfgang, 130, 210 gótico, estilo, 80 Gräberoffiziere, 118 Gran Ilusión, La (película), 238 Grässel, Hans, 75, 125 Griffith, D. M., Hearts of the World, 192 Grossmanns, Rudolf, 181 guerra como aventura, 186 como diario de viaje, 60, 62 como experiencia de comunidad, 99 como festival, 61-62, 90 como instrumento para abolir la estructura de clases, 100 como invitación a la masculinidad, 96 como juego, 181 como movimiento juvenil, 93-94 experiencia literaria, 93-94 «Guerra nunca más» (Nie wieder Krieg), movimiento, 247 Romanticismo, 158 sacralización, 66-67

301 guerra civil española, 239-246, 249 canciones, 241 voluntarios, 241-243, 245 guerra franco-prusiana, pérdidas, 32 guerra de la independencia griega mito de la experiencia de guerra, 58-59 nueva concepción de la guerra, 59-60 voluntarios, 58-60 guerras alemanas de liberación contra Napoleón, 37, 45, 48, 52 como cruzada popular, 49 muertos de guerra, conmemoración, 49-50 voluntarios, 48 guerras napoleónicas, 48. Véase también guerras alemanas de liberación contra Napoleón pérdidas, 32 guerras revolucionarias, 38 guerreros desnudos, monumentos, 142 Guillermo I, 193, 266 Guillermo II, 171, 223 Havoc (película), 238 Hegel, 57 Heldenhaine (bosques de héroes), 76, 109, 124-127, 143, 150, 152, 269 heroísmo, imágenes, 109 memoriales bélicos, 109 postales, 176-177 Herriot, Eduard, 127 Hessendenkmal, 69, 80 Heuss, Theodor, 271 Heym, George, 91 higiene, cambio en actitudes, 70 himnos nacionales, 50 Hindenburg, Paul von, 125, 127, 136 Hitler, Adolf, 53, 107, 123, 159, 206, 227, 233, 246, 255-258, 271-272 Hombre Nuevo creado por la Primera Guerra Mundial, 212 ideal, 233-234 modelos en los años ochenta, 264 visión tras la Segunda Guerra Mundial, 278 Hugo, Victor, 78, 152

302 humor, trivialización de la guerra, 177179 Husarenfieber (Fiebre por los Húsares), 189 Húsares de la Calavera, 52 Huysmans, J. K., À Rebours (A contrapelo), 97 igualdad en el culto al soldado caído, 69-70 en el mito de la experiencia de guerra, 54 en los memoriales de guerra, 69 imágenes visuales en la brutalización, 225-226 papel en la continuidad entre las guerras, 235 In Sturm und Eis (En tormenta y hielo) (película), 157 individualismo, aviación, 163 Isherwood, Christopher, 212 Ivens, Joris, 241 izquierda política y guerra civil española, 239-244 y mito de la experiencia de guerra, 146 Jahn, Friedrich, 38-50 Jardins funèbres, 76, 127 Joad, C. E. M., 239, 249 Jorge V (de Inglaterra), 117 judíos discriminación, 222-223 estereotipo como bolcheviques, 206 exclusión de los memoriales bélicos, 224 recuento, 223-224 juegos de guerra, 170-171, 185-186 juguetes, imitación de la guerra, 181-185 Jünger, Ernst, 37, 54, 96, 116, 126, 140, 155, 164, 177, 208, 213, 226, 264 Der Kampf als inneres Erlebnis (La guerra como experiencia interior), 54, 155 In Stahlgewittern (Tormentas de acero), 54, 116 juventud, movimientos, 92 juventud, simbolismo, 100

Índice alfabético Kaiser Wilhelm Gedächtnis Kirche, 266 Kantorowicz, Alfred, Diario de la guerra de España, 242 Kendal Rise (cementerio londinense), 73 Kenyon, Frederic, 151 Kerr, Alfred, 231 Kipling, Rudyard, 120, 174 Kirschner, Ludwig, 90 Kirst, Hans Hellmut, Null-Acht Fünfzehn (Cero, Ocho, Quince), 272 Kollwitz, Käthe, 143 Konsalik, Heinz G., El doctor de Stalingrado, 264 Körner, Theodor, 48-49, 53-56, 105 Aufruf (La llamada a las armas) (poema), 49 Lira y espada, 49 Kreuzberg, memorial de guerra, 80 Kyffhäuser, monumento, 137, 155 Landserhefte (diarios de guerra de soldados de infantería), 272-273 Lange, Willy, 125 Langemarck. Véase también batalla de Langemarck cementerio militar, 123, 266 Lederer, Emil, 100 Leed, Eric, 163 No Man’s Land, 209 Legión Cóndor, 246 Leipzig. Véase batalla de Leipzig lenguaje como instrumento de brutalización, 217, 226-227, 232 estableciendo continuidad entre las guerras, 256 nazi, 226-227 Lersch, Heinrich, La madre de Dios en las trincheras, 112 Levée en masse, 44-45 libertad, redefinición, 56-57 libros de viajes, 60 libros ilustrados, 236, 243 Liebknecht, Karl, 227 Liga Pangermánica, 224 Lindbergh, Carlos, 161, 166 lirio, 152

Índice alfabético literatura bélica, 45 de excombatientes, 35 elogio del soldado raso, 100 imágenes de la naturaleza, 147-148 tras la Primera Guerra Mundial, 250 Litzmann, Karl, 52-54 Löns, Hermann, 150, 209 Loudon, J. C., Planificación, implantación y gestión de cementerios, 74, 76 Luis XVI, 46, 210 Lurz, Meinhold, 141 Lutyens, Edwin, 120, 276 Lützow, Adolf, 53 Mabire, Jean, 262 Madeleine, como altar a los muertos de la Grande Armée, 69, 80 Magdeburgo, memorial bélico, 143 Mahnmale, 266, 270, 274 Malins, Geoffrey H., 194 Malraux, Andre, La condición humana, 241 Männerbund, 56, 225 camaradería, 214 exclusión de los judíos, 223 Manning, Fredric, 209 Marat, Jean Paul, 67 Marsellesa, 44, 47, 50-51, 61, 67 mártires movimiento nazi, 232 muertos de guerra, 70 Revolución francesa, 67 masas política, 220, 222 producción masiva, 270 artefactos, 170 monumentos y lápidas, 140, 170 turismo frente a peregrinajes, 199200 masculinidad, 88-89, 95, 165. Véase también Hombre Nuevo concepto del guerrero, 211-213, 216 definición fascista, 184-185 generación de 1914, 88-89 ideal, 51, 211-212 ideal moderno, 279 imágenes, 144-145, 164

303 monumentos, 142 moralidad, 58 movimiento juvenil alemán, 87-89 Massis, Henri, 112, 208 McNeile, Herman Cyril (zapador), 222 medieval, imaginería. Véase también caballerosidad, imaginería. aviación, 162 enmascaramiento de la muerte, 180181 postales, 180 vocabulario, 180 memorial bélico soviético, Berlín oriental, 267 Memorial de la guerra de Vietnam, 279280 memoriales de guerra, 37, 80 Alemania, 80, 115, 265-266 como centro del culto a los caídos, 138 consejo asesor, 276 diseño tradicional, 144 estilo, 80 exclusión de los judíos, 224 Francia, 145 Inglaterra, 145 tras la Segunda Guerra Mundial, 266-267 inscripciones, 81, 213 Italia, diseño, 144-145 producción masiva, 127-128 realidad antiheroica, 143 realismo, 142-143 simbolismo, 128 soviéticos, 267 tras la Segunda Guerra Mundial, 266267, 277-279 uso del espacio del entorno, 139 mercenarios, 38 Messter, Oskar, 193-194 Messter Week, 193-194 mito de la experiencia de guerra, 35-36 Alemania, 38 efectos, 38-39 cambio tras la Segunda Guerra Mundial, 265 como mito democrático, 138

304

continuidad histórica, 39 definición de auténtico, 155, 167 entusiasmo, 48 formación antes de la Primera Guerra Mundial, 68-69 ideales subyacentes, 51 orígenes, 37-38 potencia y atractivo, 38 modernidad conflictos, 101 ideales de la generación de 1914, 88, 90 memoriales de guerra, 139 Monolito del Recuerdo, 120-121, 126 montañas, simbolismo, 155-156, 158, 166, 196 Monumento Nacional Bávaro, 80 Monumento a Víctor Manuel, 135-136 monumentos antibélicos, en Francia, 145 monumentos de guerra. Véase memoriales de guerra Mosley, Oswald, 222 Mottram, R. H., 153, 202 Mount Auburn, cementerio (Cambridge, Massachusetts), 74 muerte como descanso eterno, 71-72, 130 como sacrificio y resurrección, 110 concepción y cambio durante la Ilustración, 70 del enemigo actitudes, 206 caracterización realista, 172 del soldado caído, frente a muerte del burgués, 130, 210 heroica en postales, 172 en prensa ilustrada, 172 indiferencia, trincheras, 206 miedo, 278 nacionalización bélica, 68-69 olor, 71 percepción en el siglo xviii, 71-72 percepción jacobina, 67-68 representación en postales, 173-174 muerte burguesa, 130, 210

Índice alfabético muerte de masas, confrontación, 39 consecuencias, 32 en la Primera Guerra Mudial, 3132 indiferencia, 206 muertos de guerra como víctimas, 267 conmemoración, 67, 82 democratización, 138 duelo tras la Primera Guerra Mundial, 34 tras la Segunda Guerra Mundial, 266-267 en el culto de Langemarck, 107, 109 enterramiento, 70-72, 117-118 en el siglo xix, 73 separación de amigo y enemigo, 131, 211 individualidad, tras la Segunda Guerra Mundial, 270-271 mujeres, y mito de la experiencia de guerra, 96 Mullineaux, M., 198 Múnich. Véase también Waldfriedhof Museo Militar, 143 Tumba del Soldado Desconocido, 142 Munro, Hector Hugh (Saki), 222 Musil, Robert, 99 Mussolini, 166, 233-237, 256 nacionalismo alemán, 100 como religión cívica, 35, 202, 279 futura trayectoria, 279 moralidad, 50 movimientos juveniles, 90 piedad, 62 posguerra, 145-146, 224 símbolos de guerra, 278 tecnología, 140 tras la Segunda Guerra Mundial, 264 Napol (escuelas políticas nacionales), 234 Napoleón, 80, 133 National Land Fund, 276

Índice alfabético naturaleza cementerios, tras la Segunda Guerra Mundial, 269 como elemento del mito de la experiencia de guerra, 147 culto al soldado caído, 125-127, 150 destrucción, guerra de trincheras, 34, 148 idealización, 148 postales, 172-173 simbolizando la nación, 140 naturalistas, movimientos, 124 Navidad, 111-114 Navidad de guerra, 111, 114 nazis, 187-188, 227-229, 233, 255 culto al soldado caído, 188 demolición de monumentos y museos, 266 estereotipo del soldado político, 234 Neue Wache, 136 propaganda bélica, 255 Neue Wache, 136-137, 266-267 Nietzsche, ideal, 93 niños en guerra movilización, 180 dibujos, 180, 182 postales ilustradas, 179-180 Nordau, Max, 161 noticiarios, 193-195 NSB (Nationaal-Socialistische Beweging), 259 objetos triviales como decoración, 169 como recuerdos, 170 Ohlsdorf, cementerio, 74-75 Oncken, Hermann, 115 Ordinaire, 51 Ossietzky, Carl von, 248 Owen, Wilfred, 243 pacifismo, 238, 247 Alemania, 247-248 Francia, 247 Gran Bretaña, 249

305 Italia, 247 literatura pacifista, 198-199 posguerra, 250 paisaje, y mito de la experiencia de guerra, 149-152 Parque del Recuerdo (Roma), 76 parques del recuerdo, 76, 127 Partido Laborista, 249-250 Partido Nacional Alemán, 207, 224 Partido Socialdemócrata Alemán, 247 Peace Pledge Union, 249 Pequeños soldados de Dios, Los (Des lieben Gottes kleine Soldaten), 187 peregrinaciones, 198-199 campos de batalla, 139 cementerios militares, 135 lugares, 131 Père-Lachaise. Véase cementerio de PèreLachaise Pershing, John S., 140 pilotos, mística, 161-165 pinturas, de alemanes en batalla, 235 poesía nacionalista, 140 pogromos, posguerra, 206 Policleto, estatua, 142 política estetización, 93 postales. Véase también postales ilustradas de humor, 177-179 mito de la experiencia de guerra, 174176 niños de la guerra, 179-180 soldados individuales, 172-174 postales ilustradas, 195, 220 origen, 171 representaciones bélicas, 171-172 Preiser, George, 232 Primera Guerra Mundial conmemoración, 34 desilusión frente a entusiasmo, 103104, 108 Alemania, 106-107 mitificación, 102-103 necesidad de encontrar un alto significado, 182-183 número de muertes, 31-32 percepción, 32

306 referente en la guerra civil española, 243 sensación de continuidad tras la guerra, 231-232 trivialización, 170 primitivismo, en batalla, 209 primitivo, como auténtico, 209, 213 prisioneros, ejecución, 227 Protocolos de los Sabios de Sion, 225 Prusia, en las guerras alemanas de liberación contra Napoleón, 48, 52 Public schools inglesas, virtudes masculinas, 95 publicidad, 220 racismo, 221, 224, 228 posguerra, 225-229 Rathenau, Walter, 216, 219 realismo cine, 193, 238 describiendo la Segunda Guerra Mundial, 254-255 frente a la guerra, 187 público contra privado, 194-195 Rebelde, El (Der Rebel), 159 recuerdos de los campos de batalla, 169170, 199 Redipuglia, cementerio, 111, 173 Reichsbanner, 247 Remarque, Erich Maria, Sin novedad en el frente, 186, 250. Renn, Ludwig, Der Krieg, 251 República Democrática Alemana, memoriales bélicos, 266-268 resurrección. Véase también bosques de héroes en el culto al soldado caído, 145-146 naturaleza como símbolo de, 148 personal, 111 Revolución francesa, 37 y culto a la muerte, 210 y culto al soldado caído, 67-68 ejército ciudadano, 44-45 Richthofen, Manfred von, 164-165 Riefenstahl, Leni, 157-158 Rieth, Adolf, 270 Rieuneau, Maurice, 109

Índice alfabético roble, simbolismo, 125-127 rocas, simbolismo, 126-127, 143 Romanticismo culto de lo exótico, 73 y juegos de guerra, 185 voluntarios, 241 Rousseau, Jean-Jacques, 71, 73 ruido, conciencia de su efecto, 77 Saint-Exupéry, Antoine de, 161 La terre des hommes, 165 Salomon, Ernst von, 215-216, 242, 262263 Die Geächteten, 262 sans-culottes, 47 Sassoon, Siegfried, 243 Schädlingsmord, 226 Schauwecker, Franz, 54 Schenkendorf, Max von, 48-49, 65 Schiller, Friedrich, 55, 101, 212 Reiterlied, 55, 57 Schlageter monument (Düsseldorf ), 137, 232 Schöner, Helmut, 273 Scott, Walter, 77 Sedán. Véase batalla de Sedán Seeckt, Hans von, 217 Seeger, Pete, 241 Segunda Guerra Mundial, 39, 144, 183 entusiasmo, 255 fotografías, 194-195 impacto del mito de la experiencia de guerra, 253-254 participación civil, 253 Shelley, Percy Bysshe, 59 Sheppard, H. R. L., 249 Sierra de Teruel (película), 241 Sigfrido, simbolismo, 109, 124 Simmel, George, 101 Sin novedad en el frente (película), 238, 251. Véase también Remarque, Erich Maria Sociedad de Naciones, 249 sociedad silesia para la preservación del territorio (Heimatschutz), 128 soldados actitudes hacia la vida y la muerte, 210

Índice alfabético brutalidad, 208 como profesión, 47 idealización, 100 soldado común memoriales bélicos, 82 nombres inscritos en memoriales, 80 soldados de plomo, atractivo, 183-188 Somme. Véase batalla del Somme Spengler, Oswald, 122 SS (Schutzstaffel). Véase también Waffen SS excombatientes, 272, 274 imagen posbélica, 264 St. Barnabas Society, 198, 201 Stahlhelm, 233 Steiner, Felix, 261 Stephen Graham, 162 Stosstrupp 1917 (película), 235 Susser, Leslie, 222 tableaux vivantes, 190-191 Tannenberg, memorial, 136 Taut, Bruno, 143 teatro, como propaganda de guerra, 188191 Technow, Ernst Werner, 219, 227 tecnología de guerra, 101 dimensión espiritual y moral, 90 teología de guerra, 110, 114 Tercio (división), 245 Terre d’Espagne (Tierra de España) (película), 241 Thaelmann, Brigada, 241 Thomas Cook and Sons, 198, 200 Thorwaldsen, Berthel, 128 tierra de nadie, entre trincheras, 33 tilo (árbol), simbolismo, 125 Tischler, Robert, 122-123, 268-270 Totenburgen, 123-124, 268 Totenfeier, 82 Totenkopfhusaren. Véase Húsares de la Calavera tradicionalismo, en la construcción de memoriales bélicos, 144

307 tratado de paz, devaluación, 228 Trenker, Louis, 156-160, 167 Fuego en las montañas (Berge in Flammen), 160 Hauptmann Ladurner, 159 Tributo al Ejército y la Armada, 114 trincheras, guerra de, 32-33 trivialización de la guerra, 274-275 usos, 169 Trutzburgen, 124 Tucholski, Kurt, 226, 248 Tumba del Soldado Desconocido, 132139. Véanse también cenotafio, Neue Wache Italia, 135-136 tumbas, en la Francia revolucionaria, 47 tumbas de guerra cuidado, 119 en territorio extranjero, 119, 268 turismo, 198 Unión Soviética, memoriales bélicos a los caídos tras la Segunda Guerra Mundial, 267 Unruh, Fritz von, 251 Untermensch, 226 Verdún. Véase también batalla de Verdún enterramiento de muertos, 132, 133 violencia en la cultura popular tras la Segunda Guerra Mundial, 273-274 legitimación posbélica, 218-219 Vlamertinghe, cementerio militar británico, 121 Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge, 119, 122, 198, 200, 268-269 libro memorial, 270 Volkstrauertag, 115, 119, 152 voluntarios actitudes, 37 alemanes, en la guerra civil española, 242 articulación del mito de la experiencia de guerra, 37-39, 207-208 Brigadas Internacionales, 240-244 búsqueda de lo extraordinario, 55, 61

308 como poetas de guerra, 48-50 en guerra, 43-57 en la Francia revolucionaria, 44-45 en las guerras alemanas de liberación contra Napoleón, 52-53 estatus de clase, 44-45 franquistas, 244-245 guerra civil española, 239, 240-245 italianos, en la guerra civil española, 245-246 misión sagrada, 55 motivaciones, 52-54, 102 Primera Guerra Mundial, 102 Segunda Guerra Mundial, 257-259 Waffen SS, 258-259, 264 voluntarios, fuerza inglesa de, 57-58 voluntarios camisas negras, guerra civil española, 245-246 vuelo, concursos de, 197 Vuelo hacia la muerte, El (película), 197 Waffen SS, voluntarios, 258-259, 264 Waldfriedhof (cementerio), 75, 125, 270 Weber, Eugen, 196 Wehner, Josef Magnus, 108, 150 Siete ante Verdún (Sieben vor Verdun), 251

Índice alfabético Weil, Simone, 209 Weimar, República de, 159 política, 207-208 propuesta de memorial bélico nacional, 126-127 violencia, 218-219, 229 Wells, H. G., 162 Westminster Abbey, 134-135 When your Soldier is Hit (película), 192 Wilde, Oscar, 97 Williamson, Henry, 153 Wurche, Ernst, 147, 158, 167, 212-213, 256 Ypres. Véase también batalla de Ypres saliente de, 112-113 Menin Gate, 154-155 zonas de guerra fotografía y filmación, 194-196 rehabilitación posbélica, 153-154 Zweig, Arnold, 211 Pont und Anna, 217 Zweig, Stefan, 99

ÍNDICE

Soldados caídos: Un estudio introductorio ....................................... 9 El autor...................................................................................... 9 El contexto historiográfico......................................................... 15 La obra....................................................................................... 17 Recepción e impacto.................................................................. 19 El interés de la edición en español.............................................. 24 Agradecimientos.............................................................................. 29 Capítulo 1.  Introducción: Un nuevo tipo de guerra ....................... 31 Parte I Los orígenes Capítulo 2.  Voluntarios de guerra .................................................. 43 Capítulo 3.  La construcción del mito: símbolos tangibles de muerte

65

Parte II La Primera Guerra Mundial Capítulo 4.  Juventud y experiencia de guerra.................................. 87 Capítulo 5.  El culto al soldado caído.............................................. 105

Índice

310

Capítulo 6.  La apropiación de la naturaleza.................................... 147 Captíulo 7.  El proceso de trivialización.......................................... 169 Parte III La posguerra Capítulo 8.  La brutalización de la política alemana......................... 205 Capítulo 9.  Construir sobre la guerra............................................. 231 Capítulo 10.  La Segunda Guerra Mundial, el mito y la generación de posguerra............................................................................. 253 Bibliografía..................................................................................... 281 Índice alfabético.............................................................................. 297

Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Litocian, S. L., de Zaragoza el 7 de marzo de 2016

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Títulos de Ciencias Sociales 1 Luis Gracia Martín, El actuar en lugar de otro en Derecho Penal (1985). 2 Antonio Serrano González, Michel Foucault: Sujeto, derecho, poder (1986). 3 Ignacio Peiró Martín y Gonzalo Pasamar Alzuria, Historiografía y práctica social en España (1987). 4 Fernando Pérez Cebrián, La planificación de la encuesta social (1987). 5 Yolanda Polo Redondo, Desarrollo de nuevos productos: aplicaciones a la economía española (1988). 6 Eloy Fernández Clemente, Estudios sobre Joaquín Costa (1988). 7 Gema Martínez de Espronceda Sazatornil, El canciller de bolsillo. Dollfuss en la prensa de la II República (1988). 8 José Ignacio Lacasta Zabalza, Cultura y gramática del Leviatán portugués (1988). 9 José M.ª Rodanés Vicente, La Prehistoria. Apuntes sobre concepto y método (1988). 10 Cástor Díaz Barrado, El consentimiento como causa de exclusión de la ilicitud del uso de la fuerza, en Derecho Internacional (1989). 11 Harvey J. Kaye, Los historiadores marxistas británicos. Un análisis introductorio (1989). 12 Antonio Beltrán Martínez, Ensayo sobre el origen y significación del arte prehistórico (1989). 13 José Luis Moreu Ballonga, El nuevo régimen jurídico de las aguas subterráneas (1990). 14 Santiago Míguez González, La preparación de la transición a la democracia en España (1990). 15 Jesús Hernández Aristu, Pedagogía del ser: aspectos antropológicos y emancipatorios de la pedagogía de Paulo Freire (1990). 16 Alfonso Sánchez Hormigo, Valentín Andrés Álvarez. (Un economista del 27) (1991). 17 José Antonio Ferrer Benimeli y Manuel A. de Paz Sánchez, Masonería y pacifismo en la España contemporánea (1991). 18 Gonzalo Pasamar Alzuria, Historiografía e ideología en la postguerra española: la ruptura de la tradición liberal (1991). 19 Sidney Pollard, La conquista pacífica. La industrialización de Europa, 1760-1970 (1991). 20 Jesús Lalinde Abadía, Las culturas represivas de la Humanidad (1992). 21 Fernando Baras Escolá, El reformismo político de Jovellanos. (Nobleza y poder en la España del siglo xviii) (1993). 22 José Antonio Ferrer Benimeli (coord.), Masonería y periodismo en la España contemporánea (1993). 23 John Clanchy y Brigid Ballard, Cómo se hace un trabajo académico. Guía práctica para estudiantes universitarios, 2.ª ed. (2000). 24 Eloy Fernández Clemente, Ulises en el siglo xx. Crisis y modernización en Grecia, 1900-1930 (1995). 25 Enrique Fuentes Quintana, El modelo de economía abierta y el modelo castizo en el desarrollo económico de la España de los años 90 (1995). 26 Alfred D. Chandler, Jr., Escala y diversificación. La dinámica del capitalismo industrial, traducción de Jordi Pascual (1996).

27 Richard M. Goodwin, Caos y dinámica económica, traducción y revisión técnica de Julio Sánchez Chóliz, Dulce Saura Bacaicoa y Gloria Jarne Jarne (1997). 28 M.ª Carmen Bayod López, La modificación de las capitulaciones matrimoniales (1997). 29 Gregory M. Luebbert, Liberalismo, fascismo o socialdemocracia. Clases sociales y orígenes políticos de los regímenes de la Europa de entreguerras, traducción de Álvaro Garrido Moreno (1997). 30 Ángela Cenarro Lagunas, Cruzados y camisas azules. Los orígenes del franquismo en Aragón, 1936-1945 (1997). 31 Enrique Fuentes Quintana y otros, La Hacienda en sus ministros. Franquismo y democracia (1997). 32 Gaspar Mairal Buil, José Ángel Bergua Amores y Esther Puyal Español, Agua, tierra, riesgo y supervivencia. Un estudio antropológico sobre el impacto socio-cultural derivado de la regulación del río Ésera (1997). 33 Charles Tilly, Louise Tilly y Richard Tilly, El siglo rebelde, 1830-1930, traducción de Porfirio Sanz Camañes (1997). 34 Pedro Rújula, Contrarrevolución. Realismo y Carlismo en Aragón y el Maestrazgo, 1820-1840 (1998). 35 R. A. C. Parker, Historia de la segunda guerra mundial, traducción de Omnivox, S. L. (1998). 36 José Aixalá Pastó, La peseta y los precios. Un análisis de largo plazo (1868-1995) (1999). 37 Carlos Gil Andrés, Echarse a la calle. Amotinados, huelguistas y revolucionarios (La Rioja, 1890-1936) (2000). 38 Francisco Comín y otros, La Hacienda desde sus ministros. Del 98 a la guerra civil (2000). 39 Ángela López Jiménez, Zaragoza ciudad hablada. Memoria colectiva de las mujeres y los hombres (2001). 40 Juan Carmona, Josep Colomé, Juan Pan-Montojo y James Simpson (eds.), Viñas, bodegas y mercados. El cambio técnico en la vitivinicultura española, 1850-1936 (2001). 41 Ève Gran-Aymerich, El nacimiento de la arqueología moderna, 1798-1945, traducción de Inés Sancho-Arroyo (2001). 42 Rafael Vallejo Pousada, Reforma tributaria y fiscalidad sobre la agricultura y la propiedad en la España liberal, 1845-1900 (2001). 43 Robert S. DuPlessis, Transiciones al capitalismo en Europa durante la Edad Moderna, traducción de Isabel Moll (2001). 44 Carlos Usabiaga, El estado actual de la Macroeconomía. Conversaciones con destacados macroeconomistas, traducción de Montse Ponz (2002). 45 Carmelo Lisón Tolosana, Caras de España. (Desde mi ladera) (2002). 46 Hanneke Willemse, Pasado compartido. Memorias de anarcosindicalistas de Albalate de Cinca, 1928-1938, traducción de Francisco Carrasquer (2002). 47 M.ª Pilar Salomón Chéliz, Anticlericalismo en Aragón. Protesta popular y movilización política (1900-1939) (2002). 48 Ana José Bellostas Pérez-Grueso, Carmen Marcuello Servós, Chaime Marcuello Servós y José Mariano Moneva Abadía, Mimbres de un país. Sociedad civil y sector no lucrativo en Aragón (2002).

49 Mercedes Yusta Rodrigo, Guerrilla y resistencia campesina. La resistencia armada contra el franquismo en Aragón (1930-1952) (2003). 50 Francisco Beltrán Lloris (ed.), Antiqua Iuniora. En torno al Mediterráneo en la Antigüedad (2004). 51 Roberto Ceamanos Llorens, De la historia del movimiento obrero a la historia social. L’Actualité de l’Histoire (1951-1960) y Le Mouvement Social (1960-2000) (2004). 52 Carlos Forcadell, Gonzalo Pasamar, Ignacio Peiró, Alberto Sabio y Rafael Valls (eds.), Usos de la Historia y políticas de la memoria (2004). 53 Aitor Pérez Ruiz, La participación en la ayuda oficial al desarrollo de la Unión Europea. Un estudio para Aragón (2004). 54 Gloria Sanz Lafuente, En el campo conservador. Organización y movilización de propietarios agrarios en Aragón (1880-1930) (2005). 55 Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo (eds.), La Hacienda por sus ministros. La etapa liberal de 1845 a 1899 (2006). 56 Pedro Lains, Los progresos del atraso. Una nueva historia económica de Portugal, 1842-1992, traducción de Lourdes Eced (2006). 57 Alessandro Roncaglia, La riqueza de las ideas. Una historia del pensamiento económico, traducción de Jordi Pascual (2006). 58 Kevin H. O’Rourke y Jeffrey G. Williamson, Globalización e historia. La evolución de la economía atlántica en el siglo xix, traducción de Montse Ponz (2006). 59 Fernando Casado Cañeque, La RSE ante el espejo. Carencias, complejos y expectativas de la empresa responsable en el siglo xxi (2006). 60 Marta Gil Lacruz, Psicología social. Un compromiso aplicado a la salud (2007). 61 José Ángel Bergua Amores, Lo social instituyente. Materiales para una sociología no clásica (2007). 62 Ricardo Robledo y Santiago López (eds.), ¿Interés particular, bienestar público? Grandes patrimonios y reformas agrarias (2007). 63 Concha Martínez Latre, Musealizar la vida cotidiana. Los museos etnológicos del Alto Aragón (2007). 64 Juan David Gómez Quintero, Las ONGD aragonesas en Colombia. Ejecución y evaluación de los proyectos de desarrollo (2007). 65 M.a Alexia Sanz Hernández, El consumo de la cultura rural (2007). 66 Julio Blanco García, Historia de las actividades financieras en Zaragoza. De la conquista de Zaragoza (1118) a la aparición del Banco de Aragón (1909) (2007). 67 Marisa Herrero Nivela y Elías Vived Conte, Programa de Comprensión, Recuerdo y Narración. Una herramienta didáctica para la elaboración de adaptaciones curriculares. Experiencia en alumnos con síndrome de Down (2007). 68 Vicente Pinilla Navarro (ed.), Gestión y usos del agua en la cuenca del Ebro en el siglo xx (2008). 69 Juan Mainer (coord.), Pensar críticamente la educación escolar. Perspectivas y controversias historiográficas (2008). 70 Richard Hocquellet, Resistencia y revolución durante la Guerra de la Independencia. Del levantamiento patriótico a la soberanía nacional (2008).

71 Xavier Darcos, La escuela republicana en Francia: obligatoria, gratuita y laica. La escuela de Jules Ferry, 1880-1905, traducción de José Ángel Melero Mateo (2008). 72 María Pilar Galve Izquierdo, La necrópolis occidental de Caesaraugusta en el siglo iii. (Calle Predicadores, 20-30, Zaragoza) (2009). 73 Joseba de la Torre y Gloria Sanz Lafuente (eds.), Migraciones y coyuntura económica del franquismo a la democracia (2009). 74 Laura Sancho Rocher (coord.), Filosofía y democracia en la Grecia antigua (2009). 75 Víctor Lucea Ayala, El pueblo en movimiento. La protesta social en Aragón (1885-1917) (2009). 76 Jesús Gascón Pérez, Alzar banderas contra su rey. La rebelión aragonesa de 1591 contra Felipe II (2010). 77 Gaspar Mairal Buil, Tiempos de la cultura. (Ensayos de antropología histórica) (2010). 78 Marie Salgues, Teatro patriótico y nacionalismo en España: 1859-1900 (2010). 79 Jerònia Pons Pons y Javier Silvestre Rodríguez (eds.), Los orígenes del Estado del Bienestar en España, 1900-1945: los seguros de accidentes, vejez, desempleo y enfermedad (2010). 80 Richard Hocquellet, La revolución, la política moderna y el individuo. Miradas sobre el proceso revolucionario en España (1808-1835) (2011). 81 Ismael Saz y Ferran Archilés (eds.), Estudios sobre nacionalismo y nación en la España contemporánea (2011). 82 Carlos Flavián y Carmina Fandos (coords.), Turismo gastronómico. Estrategias de marketing y experiencias de éxito (2011). 83 José Ángel Bergua Amores, Estilos de la investigación social. Técnicas, epistemología, algo de anarquía y una pizca de sociosofía (2011). 84 Fernando José Burillo Albacete, La cuestión penitenciaria. Del Sexenio a la Restauración (1868-1913) (2011). 85 Luis Germán Zubero, Historia económica del Aragón contemporáneo (2012). 86 Francisco Ramiro Moya, Mujeres y trabajo en la Zaragoza del siglo xviii (2012). 87 Daniel Justel Vicente (ed.), Niños en la Antigüedad. Estudios sobre la infancia en el Mediterráneo antiguo (2012). 88 Jeffrey G. Williamson, El desarrollo económico mundial en perspectiva histórica. Cinco siglos de revoluciones industriales, globalización y desigualdad (2012). 89 Carlos Laliena Corbera, Siervos medievales de Aragón y Navarra en los siglos xi-xiii (2012). 90 Enrique Cebrián Zazurca, Sobre la democracia representativa. Un análisis de sus capacidades e insuficiencias (2013). 91 Ignacio Simón Cornago, Los soportes de la epigrafía paleohispánica. Inscripciones sobre piedra, bronce y cerámica (2013). 92 Ignacio Peiró Martín, Historiadores en España. Historia de la Historia y memoria de la profesión (2013). 93 Gabriel Sopeña Genzor (ed.), Aragón antiguo: fuentes para su estudio (2013). 94 José Antônio de C. R. de Souza y Bernardo Bayona Aznar (eds.), Doctrinas y relaciones de poder en el Cisma de Occidente y en la época conciliar (1378-1449) (2013).

95 Elisabel Larriba, El público de la prensa en España a finales del siglo xviii (17811808) (2013). 96 Emilio Benedicto Gimeno y José Antonio Mateos Royo, La minería aragonesa en la cordillera Ibérica durante los siglos xvi y xvii. Evolución económica, control político y conflicto social (2013). 97 José Ángel Sesma Muñoz, Revolución comercial y cambio social. Aragón y el mundo mediterráneo (siglos xiv-xv) (2013). 98 Alain Hugon, La insurrección de Nápoles, 1647-1648. La construcción del acontecimiento (2014). 99 Arno J. Mayer, Las Furias. Violencia y terror en las revoluciones francesa y rusa (2014). 100 Francisco Javier Ramón Solans, «La Virgen del Pilar dice…». Usos políticos y nacionales de un culto mariano en la España contemporánea (2014). 101 Ángel Alcalde, Los excombatientes franquistas. La cultura de guerra del fascismo español y la Delegación Nacional de Excombatientes (1936-1965) (2014). 102 Raúl Susín Betrán y M.ª José Bernuz Beneitez (coords.), Seguridad(es) y derechos inciertos (2014). 103 María Asunción Bellosta Martínez, Sentir la muerte hoy. El género al final de la vida (2014). 104 Chabier Gimeno Monterde, Buscavidas. La globalización de las migraciones juveniles (2014). 105 Jordi Canal, La historia es un árbol de historias. Historiografía, política, literatura (2014). 106 David Vila Viñas, La gobernabilidad más allá de Foucault. Un marco para la teoría social y política contemporáneas (2014). 107 Javier Rodrigo (ed.), Políticas de la violencia. Europa, siglo xx (2014). 108 Jerònia Pons Pons y Margarita Vilar Rodríguez, El seguro de salud privado y público en España. Su análisis en perspectiva histórica (2014). 109 Fernando Arlettaz, Religión, esfera pública, mundo privado. La libertad religiosa y la neutralidad del Estado en las sociedades secularizadas (2015). 110 Alessandro Roncaglia, Economistas que se equivocan. Las raíces culturales de la crisis (2015). 111 Laura Sancho Rocher (coord.), La Antigüedad como paradigma. Espejismos, mitos y silencios en el uso de la historia del mundo clásico por los modernos (2015). 112 José Ignacio Gómez Zorraquino, Patronazgo y clientelismo. Instituciones y ministros reales en Aragón en los siglos xvi y xvii (2016).