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A la Trinidad por el apoyo a lo largo de estos seis años. Y ti, amado lector, por atreverte con estos seis relatos.
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Seducción Esmeralda Heich-Ess
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Índice
Prólogo
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No me regañes, oriéntame
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Untitled christmas love story
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La propuesta de Esmeralda
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Esclava, Musa y Diosa
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Taxista
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Puta
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Notas finales
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Prólogo Este pequeño libro es una fugaz recopilación de seis relatos eróticos que, por supuesto, no fueron elegidos al azar. En los primeros cinco Esmeralda es la protagonista. Esta chica me ha acompañado desde hace mucho tiempo ya y quise hacer esta recopilación a modo de festejo. Es un libro festivo porque fue publicado el día que cumplí seis años como escritor… o intentando ser escritor. Es un momento muy emotivo para mí porque cuando empecé, no me imaginé que duraría tanto tiempo, de verdad que pensé que sería como todos esos proyectos inacabados que hice antes. Como te decía, los primeros cinco son de Esmeralda, el sexto no, pero tiene la misma temática: el erotismo. Espero que estos seis relatos logren llevarte, por un momento, a otro lugar, lejos de los problemas que te aquejan en el mundo real y te provoquen un estremecimiento de placer. De verdad espero que las hazañas de Esmeralda logren acelerar tu corazón, aunque sea por un instante. Si con estos relatos puedo provocar algo en ti, entonces habré logrado mi cometido. Ojalá los disfrutes.
H.S
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No me regañes, oriéntame S
u mirada clavada en el aparato no lograba llevar la luz hasta
su cerebro para que éste procesara la información. Su mente intranquila, divagaba por las lagunas turbias de los pensamientos que desde hacía algún tiempo no le permitían concentrarse como debía en los estudios. Sus oídos poseedores de un sentido auditivo bien desarrollado, se unieron al paseo que los ojos estaban dando por ese lugar lejanísimo dentro de su cabeza. Por lo que Lucas no escuchaba la estúpida cancioncita que le había puesto como tono predeterminado a su celular y tampoco lo veía bailando al ritmo de la vibración sobre la paleta de su banca. Las risitas burlonas de sus compañeros de clase lo trajeron de ese mundo paralelo y privado en el que se encontraba inmerso desde el momento en el que se sentó en su lugar. Le tomó un poco de tiempo darse cuenta de lo que sucedía. Sus ojos se alzaron del celular y se toparon con las 11
miradas risueñas de todos en el salón. Miró a la profesora al frente de la clase, quien golpeaba el piso con la punta del pie y tenía las manos en jarras sobre la cintura. Lucas bajó la mirada a la paleta de su banca. La tonadita cantada por Alvín y las ardillas salía del aparato negro que se iluminaba a ratos con detalles anaranjados. ¿No le había cambiado el tono?, se preguntó sin hacer nada para detener aquella melodía que continuaba subiendo de volumen, arrancando risas de sus compañeros y provocando la furia de su maestra. Antes de que se diera cuenta, sus manos se lanzaron contra el celular en completa desincronización la una con la otra. Los dedos de la mano izquierda fueron más rápidos y empujaron el celular antes de que la mano derecha pudiera sujetarlo. El celular voló de su paleta al suelo haciéndose pedazos, lo que terminó con la horrible y vergonzosa melodía y desencadenando una peor; la burla sonora de sus "compañeros". Lucas no supo qué hacer y en lugar de agacharse a recoger los trozos de su celular, pegó la frente a la blancura de la hoja de su cuaderno intentando fusionarse con ella para no escuchar lo que sucedía a su alrededor. — Ten más cuidado, guapo —le dijo Esmeralda tendiéndole los vestigios de su celular. Ella se sentaba delante de él, o mejor dicho, él se sentaba detrás de ella. Todas las clases, él esperaba a que ella entrara y se sentara en su lugar, luego él, intentando ser disimulado, se sentaba detrás de Vanesa, quien se sentaba a la izquierda de Esmeralda. De ese modo podía verla sin que ella se diera cuenta. Para esas alturas del semestre, Lucas conocía de memoria el perfil de Esmeralda. 12
Lucas extendió las manos, que le temblaban un poco, haciendo hueco con ellas. Esmeralda dejó caer las partes del celular en sus manos y, ella quizá no lo había notado pero, sus dedos cálidos y suaves rozaron una milésima de segundo los de él. El contacto fue enloquecedoramente placentero. La piel de Lucas se enchinó en su totalidad y los músculos se tensaron dejándolo paralizado. Gracias, hermosa, eres un primor. Yo siempre tengo cuidado, sólo buscaba una excusa para hablar contigo, preciosa. No te preocupes, cariño. Conmigo no hay que tener cuidado, todo está bajo control. Esas y muchas más posibles respuestas se amontonaron en su boca para salir y llegar a oídos de la chica pelirroja. El amontonadero desesperado fue tal que Lucas sólo pronunció una suerte de gruñido entrecortado que ni él mismo entendió. Esmeralda sonrió y se giró para seguir poniendo atención a la clase. Lucas no pudo dejar de mirar los cabellos de aquella sirena que era como la musa del más poderoso de los dioses existentes en la mente de los humanos, la cabellera roja era tan brillante como una catarata de sangre en medio de un claro en el bosque a medio día. Dejó caer las piezas sobre su cuaderno y pensó que así debía dejarlo. Aquellas partes del viejo celular que le regaló su primo habían sido tocadas por la mujer más hermosa en la Vía Láctea y galaxias circunvecinas. Era lo único que él poseía a lo que se le había otorgado el privilegio de ser sujetado por aquellas manos perfectas. 13
Sí, aquel aparato inservible (porque él no llamaba a nadie y nadie lo llamaba. Lo que sonó había sido la alarma que puso hace una semana para ver la película de Pokemón en el cinco. Tan sólo gastaba su dinero metiéndole recargas de 30 pesos, antes de que existieran las de 20, para que no le quitaran el número. Su madre insistía en que algún día podría necesitarlo), debía permanecer así, en la forma definitiva, la que Esmeralda había tocado regalándole un poco del polvo de hada que desprendía cuando sus células morían. — Si no sabe como armarlo, señor Martínez, échelo a la basura y ponga atención —dijo la profesora hablando con todos menos con él. Las burlas estallaron de nuevo. Lucas tomó de cualquier forma los trozos de su celular y los arrojó a la mochila pensando que quizá podría tomar muestras de ADN de Esmeralda de aquel aparejo, si era así, podría clonarla y tener su propia joyita en casa. Eso sería increíble. La chica, la musa, la diosa de cabellos de fuego giró el cuello hasta que las gemas que tenía como ojos se posaron en Lucas, escrutándolo con su verdor resplandeciente, pacífico. Lucas la miró maravillado por la belleza de esa mujer que probablemente había caído, por accidente, claro, del cielo en el que Dios tenía su harén más selecto, donde estaba lo mejor de lo mejor. Esmeralda era una mujer única. Hay algunas muy poco comunes que si uno busca arduamente, puede encontrar una en un millón. Pues bueno, Esmeralda tenía un nivel de rareza más elevado, ella era única en el universo. Lucas pensaba que otra como ella tan sólo existiría en una realidad paralela imposible. Un mundo extraño existente únicamente en la mente trastornada de un escritor que utiliza drogas para 14
encontrar a su musa. Sólo en ese otro mundo retorcido podría haber otra como Esmeralda. Una sonrisa pequeña y cálida se dibujó en los labios rosas, libres de maquillaje, de la chica que Lucas consideraba perfecta. Esa sonrisa fugaz había sido para Lucas y él lo sabía. La mujer más hermosa del universo le había regalado una de sus sonrisas. Ahora el mundo podía irse al carajo cuando quisiera, Lucas estaba completo. Aquella sonrisa lo había hecho encontrarse con la parte de sí mismo que le faltaba. ¡Alabados sean los dioses! A pesar de eso, una pequeña parte de sí mismo, esa nueva con la que se había encontrado, le pedía más, esa escueta y maravillosa sonrisa no había sido del todo suficiente. Algunos de los rumores que circulaban por la facultad, decían que Vanesa había dejado a su novio por estar con Esmeralda, nadie lo sabía con seguridad, aunque a juzgar por la forma en la que la chica castaña miró a Esmeralda y después asesinó a Lucas con la mirada, era fácil suponer que los rumores eran ciertos y a Vanesa no le gustaba que su chica coqueteara con alguien más. Esmeralda acarició la mejilla de Vanesa para que la mirara a ella, a los ojos. La expresión de Vanesa se relajó un poco y la chica de la cabellera escarlata depositó un beso en el cachete de Vanesa sin dejar de mirar a Lucas. Él pensó que el beso había sido muy cerca de los labios. Lucas, sumergido en sus pensamientos que apuntaban hacia esa extraña y provocativa relación, no escuchaba la voz de la profesora que le preguntaba por quinta vez cuál era la proteína en el cerebro que causaba el Alzheimer.
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— ¡Lucas! —bramó Amanda sacándolo de sus divagaciones. No le gustaba que lo llamaran así, desafortunadamente para él, no disponía de un segundo nombre. De tenerlo no habría razón para pedirle a todo el mundo que no lo llamaran Lucas. "¿Por qué?", era la pregunta del millón y todo el mundo la hacía. "No me gusta", decía él y ahí estaba su error, porque así los profesores utilizaban ese recurso cuando no disponían de ningún otro para llamar su atención, como ahora la profesora Amanda lo había hecho. — ¡Disculpe! —dijo él poniéndose de pie junto a su asiento, el movimiento fue tan brusco que mandó al suelo su cuaderno y sus plumas. Sus compañeros comenzaron a burlarse de nuevo. — Olvídalo, Lucas —dijo la profesora encogiéndose de hombros. No tienes remedio, decía el gesto—. Para la siguiente clase intenta no sentarte cerca de Esmeralda, te distrae demasiado. El calor de la vergüenza subió desde las profundidades de la tierra pasando por el cuerpo de Lucas hasta llegar a su rostro junto con el color rojo que tiñó su piel clara. Lucas se dejó caer en su asiento sin apartar la mirada de la paleta blanca. El sonido de las carcajadas lo golpeaba por todos lados lastimando su piel y su autoestima. Cuando ingresó a la facultad pensó que las burlas, que lo siguieron desde la primaria a la preparatoria, se acabarían, y por el contrario allí seguían a su lado, siempre fieles, acosándolo por los rincones, en cada aula, por los pasillos. Sólo en casa estaba libre de ellas y eso gracias a que su hermana finalmente se había largado de
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casa con el imbécil de su novio y el futuro crío no deseado que ella cargaba en el vientre desde hacía cinco meses. — Te dije que tuvieras cuidado —le dijo Esmeralda, con otra de esas sonrisas fenomenales que la hacían lucir hermosa en extremo, tendiéndole el cuaderno y las plumas de colores que utilizaba para tomar apuntes y resaltar los datos importantes de clase. — Gra-gracias —tartamudeó él intentando sonreír. Esmeralda miró al frente. Lucas contempló maravillado su cuaderno, ahora éste también había sido bendecido con el tacto de aquellas manos perfectas, al igual que sus plumas. Aquel ya era un día perfecto, ninguno en toda su vida había sido tan maravilloso. Ninguno. El primero de esos días maravillosos había sido cuando entró finalmente a la facultad. Miró su horario y llegó a su primer salón. Fue el primero en llegar, como siempre, así que desde ese día había clasificado a sus compañeros y supo de cuales debía mantenerse alejado. Entonces, en punto de las siete, había llegado la profesora Silvia y cinco minutos después, entró en el aula la que se convertiría en la obsesión de su vida. Ataviada con una falda floreada de colores oscuros y tela delgadita, que caía como si la prenda estuviera sumergida en agua, hasta sus tobillos permitiendo entre ver sus botas negras de tacón mediano. Una blusa blanca sin mangas que dejaba al descubierto su cuello y gran parte de sus hombros que las llamaradas rojas que tenía como cabello se encargaban de ocultar. En las muñecas llevaba un par de pulseritas hechas con cuencas de colores, posiblemente hechas por ella misma.
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Su andar difícilmente podía clasificarse como caminar, Lucas habría jurado por Dios que la chica flotaba como los globos de Penniwise. El salón quedó en absoluto silencio desde el momento en el que atravesó el umbral. La profesora, que explicaba el método de evaluación, también detuvo su perorata al ver a la joven que llegaba tarde a la primera de sus clases en aquella facultad. Todos los ojos se posaron en ella sin poder apartarse de los cabellos, los hombros, la cintura, el meneo de la falda. Esmeralda se sentó a un lado de Vanesa, quien había apartado el lugar a su derecha colocando su mochila en la banca. Se saludaron de beso y miraron a la maestra. Cualquiera habría dicho que era porque estaban listas para tomar la clase, Lucas estaba seguro que ese gesto era la expresión muda que decía: Ya puedes continuar con lo poco importante que estabas haciendo. Ese primer día muchos de los hombres en la facultad, si no es que todos, se acercaron a Esmeralda y Vanesa para expresar el amor repentino que todos ellos juraban tener por ella desde el mismo momento en el que la vieron por primera vez. Todos ellos fueron rechazados. Los que no confesaron su amor aquel primer día, lo hicieron a lo largo de la semana. Lucas estaba seguro que en esa primera semana de clases, algunos fueron rechazados incluso dos veces diarias. Pero no sólo hombres, algunas mujeres, muy lindas, también fueron rechazadas por la pelirroja. Lucas lo sabía, porque en ningún momento, estando en la facultad, le había quitado los ojos de encima a Esmeralda, sus aspiraciones no eran muy altas, él se conformaba con 18
mirarla desde el primer piso mientras ella se alejaba rodeada de pretendientes. Entonces, si así eran las cosas, si hasta el tipo más guapo de la facultad había sido rechazado por la espectacular Esmeralda, ¿qué posibilidades tenía alguien como Lucas, de una oportunidad con ella? Estaba claro, y él lo sabía, que esas posibilidades estaban representadas por un número negativo, menor que cero. Cosa imposible, únicamente realizable en sus nocturnos sueños húmedos y en sus diurnas fantasías. — Si va a estar tan distraído como hoy la próxima clase, señor Martínez, mejor no entre y resuelva sus problemas allá afuera —dijo la profesora al final de la clase. Se encaminó a la puerta y se detuvo en el umbral—. Y asegúrese de cambiarle el tono a su celular, ese que usa es ridículo. En esta ocasión las burlas fueron pocas pero igual de hirientes. Lucas se precipitó lo más aprisa que pudo a la puerta con la mirada clavada en el suelo. Aún así no vio el pie inmaduro que se extendió delante de él, mismo que lo mandó al suelo desparramando los dos libros, que llevaba en los brazos, a lo largo del pasillo. Uno de ellos cayó por el borde y golpeó a alguien en la planta baja, la exclamación furiosa lo delató. El mismo pie que lo había hecho tropezar, lo pisó cuando el idiota ese salió del salón junto con sus amigos. El libro que había caído por el borde del pasillo volvió en dos partes; primero las hojas, luego la carátula. Estaba en problemas, ¿cómo podía alguien hacerle eso a un libro de la biblioteca? ¡Algún día esa persona podría necesitarlo!
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Lucas estaba a punto de levantarse cuando una mano, delicada y pequeña, pero firme lo proyectó contra el suelo. — Ahora mismo cualquiera podría pisotearte —dijo una voz suave—. Yo podría hacer lo mismo y créeme que sería satisfactorio. Pero no es lo que deseo. Así que álzate, Martínez, el suelo no es digno de ti. Lucas levantó la mirada, hacia las botas negras de Esmeralda, con tiempo para mirar por debajo de la falda negra antes de que ella se marchara. La chica se había acuclillado delante de él y tenía las rodillas ligeramente separadas. La falda llegaba a cubrir sólo las rodillas, por lo que Lucas pudo ver los muslos firmes y rosas de aquella diosa. Los muslos y más allá. Su cuerpo se quedó tenso, no sabía qué hacer, aquello había sido muy perturbador, glorioso, indescriptible, como si de repente sus pesadillas se hubieran convertido en la realidad, la realidad en sus sueños y sus sueños en sus peores pesadillas. — ¿Podrías levantarte para que podamos entrar? —le preguntó una chica mirándolo con desconfianza, detrás de ella el alumnado esperaba a que Lucas se apartara para poder entrar a tomar su clase. Lucas se puso de pie, levantó sus libros y huyó por el pasillo a su siguiente clase donde seguramente ya todos estaban dentro y lo recibirían con una burla general. Pero, ¿le importaba? ¿De verdad Lucas estaba preocupado por lo que los demás pensaran de él luego de ver… lo que había visto? No lo sabía. Su mente ahora era ocupada por el vivo recuerdo de los muslos rositas y la pelvis al final de ellos ocultos a medias debajo de la falda oscura de Esmeralda. ¿Le importaban las burlas? 20
No. ¿Le importaba el libro de la biblioteca por el que tendría que pagar? ¡Ja! Claro que no. ¿Le importaba la estúpida recomendación de la profesora cuando entró al salón y todos se rieron? ¡Diablos, no! Nada de eso le importaba, ni siquiera que su lugar habitual, detrás de Vanesa, estuviera ocupado ya. Su mente extasiada no dejaba de proyectarle sobre los ojos ciegos la imagen divina de la entrepierna de Esmeralda, como el espectro del sol cuando se cierran los ojos luego de mirarlo directamente. Que la profesora María, sus burlas, sus compañeros y sus risitas idiotas se fueran al carajo junto con la facultad y de paso también la mejor universidad de México. A él no le importaba en lo más mínimo, lo único que deseaba era volver a ver esos muslos tersos, suaves y rosas ocultos debajo de la falda oscura y la prenda íntima al final de ellos con esa flor amarilla justo a la mitad. Una flor que no dejaba de sonreírle y de invitarlo a que descubriera el fruto jugoso que esa misma flor custodiaba con la peligrosidad de una tanga muy justa. Lucas se sentó al final del salón y su mirada perdida se topó con los ojos verdes de Esmeralda, ella sonreía coqueta y provocativa. Con los cabellos escarlata ocultándole la frente. La musa, la diosa, la mujer perfecta, la chica a la que le daba pena hablarle, se mordió los labios de una forma tan seductora que la erección dentro de los pantalones de Lucas amenazó con acaparar toda la sangre del cuerpo sin importar que el corazón golpeara el pecho agonizante por una gota del vital líquido. Un 21
gruñido escapó de sus labios y al estirar la pierna, sin querer hacerlo, pateó la silla de enfrente. El compañero en ella giró el cuello para amenazar a su atacante, pero Lucas no lo escuchó. Él estaba cayendo por el abismo infinito dentro de los ojos de Esmeralda que lo llevaban a una pesadilla atestada de irracional deseo hirviente. — ¡Lucas! —llamó la profesora. Por segunda vez en el día, una de las educadoras utilizaba su nombre para llamar su atención. ¿Importaba? ¡Nah! Lo que pasó a continuación fue demasiado rápido. Fernando, su compañero de enfrente, hizo demasiado escándalo por la pequeña patada, así que Lucas terminó expulsado del salón por ese día. Y tampoco le importaba. Vagó por la facultad hasta que llegó, sin saber cómo, los muslos de Esmeralda seguían ocupando gran parte de su capacidad cerebral, al auditorio Macotela Flores. Qué día más raro, pensó Lucas desde el umbral del auditorio. Lo contempló en un respetuoso silencio; las luces apagadas. Descendió por el pasillo que tenía una pequeña inclinación hacia el escenario y encendió las luces de los pasillos, si mantenía las luces en un nivel tenue, quizá podría dormir un rato. En aquel auditorio, las paredes acolchadas tenían un color entre gris y verde, la iluminación le confería al lugar cierto aire de intimidad y los sillones eran muy cómodos, uno podía estarse allí tres horas escuchando una conferencia de alguno de los doctores invitados y no sentiría el tiempo pasar aunque no cambiara de postura. El aire acondicionado 22
funcionaba bien y el clima allí dentro era fresco, ni muy frío ni muy caliente: perfecto. Sobre el escenario había una larga mesa como para cinco personas y sus sillas correspondientes. Del lado izquierdo del escenario se encontraba el estrado con el micrófono listo, también había dos estandartes, uno con el escudo de la universidad y otro con el escudo de la facultad. En medio de ellos una pantalla blanca. Lucas se preparó para tenderse sobre la mesa, o a lo largo de las sillas o quizá sobre la alfombra o en alguno de los sillones, no tenía claro cuál de ellos sería más cómodo. No supo por cual decidirse y no lo hizo nunca. Sus pensamientos bobos en los que decidía en qué posición y dónde acostarse fueron apartados con violencia por la mirada clara y penetrante y verde de Esmeralda, que se encontraba a unos pasos del umbral del auditorio. La luz del día que entraba por la puerta iluminaba el lado derecho de su cuerpo, haciéndolo brillar. La luz mortecina del interior iluminaba pobremente su lado izquierdo. De pie allí, Esmeralda parecía una figura irreal, salida de algún cuento de hadas en el que la malvada madrastra ha sido asesinada por la belleza brutal de esa princesa encantada. Luego de cerrar la puerta y echar el seguro, con paso lento y seguro (Flota, ¡La chica de las flamas por cabello FLOTA!), Esmeralda se acercó al estrado sin apartar los ojos de Lucas. Él estaba de una sola pieza con todos los músculos tan tensos como piedras. No sabía que decir, quizá podría preguntarle qué hacía allí, pero ella podría interpretarlo como un: “Vete, no te quiero aquí”, lo cual era completamente falso. Esmeralda subió al escenario y se paró frente a Lucas. — Hola, guapo —saludó en un susurro y su aliento dulce llegó al olfato de Lucas envolviéndolo en unas garras invisibles, 23
seductoras y embriagantes, que lo alzaron al cielo para dejarlo caer una y otra vez a la velocidad de los impulsos eléctricos en su cerebro. — Hola —respondió él haciendo acopio de toda su confianza y fuerza de voluntad, el esfuerzo fue doloroso. La palabra le raspó la garganta seca como si esta fuera un chayote sin pelar que Lucas se había pasado entero. — Ya me di cuenta —dijo Esmeralda acercándose un poco más— que te la pasas mirándome en las clases, y fuera de ellas. La confianza y la seguridad de Lucas huyeron aterradas resbalando por sus piernas en un líquido cálido e imaginario. Por un momento pensó que se había orinado y su nerviosismo aumentó como la frustración de un hombre precoz en la mejor de sus citas. — N-no —musitó él, dando un paso atrás. — ¿Te gusto? —preguntó ella posando sus manos en sus hombros. — Síno —espetó él las dos palabras en una fusión imposible. — ¿Qué pasa, estás nervioso? —la sonrisa de la chica se ensanchó seductora. Lucas intentó huir caminando hacia atrás y la mesa se lo impidió—. No temas —dijo Esmeralda pegando su cuerpo al de él—, no voy a hacer nada que no te guste. Lucas podía sentir la fragancia que Esmeralda despedía, olía su calor y probaba el peso de su cuerpo contra él. No estaba seguro de si percibía las cosas con el sentido correcto, pero así se sentía en aquellos momentos. — Es que... —los labios le temblaban— ...es que yo...
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— ¿Nunca has estado con una mujer? —susurró Esmeralda. Como las palabras no saldrían de la boca, Lucas negó con la cabeza. — ¿Nunca, nunca? — No, ni... ni siquiera he besado a una. La respuesta encendió una chispa de excitación en Esmeralda. Ella estaba segura que Lucas no había tenido experiencias íntimas con una mujer, pero de eso a ni siquiera haber besado a una era una diferencia abismal que le daba un espectro de posibilidades muy amplio. Frente a ella tenía un cuerpo que no había experimentado la calidez exquisita de un beso, de una caricia, de otro cuerpo explorado y explorador por lo que con el más mínimo acercamiento él se pondría súper caliente. Presa fácil. — ¿Quieres que te enseñe cómo complacerme? —dijo con voz melosa susurrando la proposición en el oído, con los labios rozando la oreja de Lucas y pegando el cuerpo contra él. Sintió entonces la cálida aparición de la erección de Lucas en su vientre. Al menos el tipo no sufría problemas de disfunción. — Ssss-sí —siseó él temblando de pies a cabeza—. Edúcame —agregó con nerviosismo y la palabra y lo que Esmeralda estaba a punto de hacer provocaron la primera llamita de pasión dentro de ella. Su vagina comenzó a lubricarse. — Tócame —indicó Esmeralda tomando una de las manos de Lucas y apoyándola en su nalga izquierda. El cuerpo de Lucas se estremeció completo y los dedos quisieron cerrarse en un puño. El movimiento torpe y desconsiderado consiguió 25
arrancar un jadeo de la pelirroja que sintió la punta del dedo medio acariciando, por sobre la tela de la falda y la ropa interior, la rugosidad de su culo. — Lo siento —gruñó Lucas pensando que la había lastimado. — Estuvo bien, no te preocupes —lo tranquilizó Esmeralda sonriendo—. ¿Te gusta lo que tocas? — S-sí. — Entonces usa las dos manos. Lucas obedeció y con ambas manos presionó las nalgas de Esmeralda acercando sus pelvis, presionando a la chica contra su erección. — Acaríciame, Lucas —susurró en su oído echándole los brazos al cuello. Lucas, que había sentido algo muy diferente al enojo que experimentaba cuando alguien lo llamaba Lucas, comenzó a sobar las nalgas de Esmeralda como cuando se ponía crema en los brazos. La fricción de la tela contra la tela sobre la firmeza de las nalgas de la chica fue una sensación desconcertante y maravillosa. Dentro de él sintió el deseo desesperado de arrancarle la falda y tocar la piel de la mujer. Esmeralda se separó un poco de él y acarició su pecho. Lucas era tímido, retraído y quizá hasta un poco antisocial. El tiempo que pasaba encerrado en casa lo utilizaba para hacer su tarea, jugar video-juegos y cada tres días hacía un poco de ejercicio. No era muy constante con esto porque odiaba el olor a sudor y aunque se bañara, él percibía el tufo, o lo imaginaba. Esmeralda se sorprendió un poco al descubrir que debajo de sus ropas holgadas, Lucas no era flaco, sino más bien delgado. Deslizó las manos del pecho al vientre y allí sucedió lo mismo. El abdomen de Lucas no era el durísimo de un atleta, pero se le 26
acercaba un poquito, con poca grasa y el músculo asomándose tímidamente. Las manos experimentadas de Esmeralda, se metieron debajo de la playera y acariciaron la piel febril de Lucas. Dibujando círculos, presionando un poco, subiendo y bajando. Con cada cambio de dirección y de presión, Lucas exhalaba un jadeo manteniendo los ojos cerrados. — Mírame, Lucas —indicó Esmeralda y él obedeció—. No dejes de acariciarme. Los ojos de Lucas bajaron despacio desde los ojos de Esmeralda, pasando por el cuello, hasta sus senos. Lucas se humedeció los labios sin darse cuenta. Esmeralda interpretó el gesto como el deseo exteriorizado del hombre por poseer sus tetas. — Quítame la blusa. —susurró ella. Las manos temblorosas de Lucas la tomaron por la cintura y comenzaron a subir la blusa. El movimiento era lento y torpe. Lucas no dejó de mirar los senos de Esmeralda ni un momento. Eso la excitaba, hasta el momento nadie le había prestado semejante atención a ninguna de las partes de su cuerpo. Todos estaban tan ocupados por aprovecharlo todo, que al final terminaban descuidándolo todo. La blusa cayó al suelo y Lucas contempló lo más hermoso que había visto hasta entonces. Un sostén color rosa que ajustaba perfecto en los pechos de Esmeralda. Sus manos los tomaron con delicadeza. Sintiendo su forma y la suavidad del sostén. Los acariciaba en círculos, los frotaba y los estrujaba un poco asombrado por la dureza que poseían.
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Mientras Lucas estaba concentrado en los senos de Esmeralda, ella desabrochó su pantalón sin que él se diera cuenta. Subió su playera hasta dejar el pecho descubierto y comenzó a besarlo despacio por todos lados, bajando hasta el ombligo dejando un rastro de besos en la piel de Lucas. Lo empujó hasta dejarlo sentado en la mesa y le arrancó los pantalones junto con la ropa interior dejando las prendas en sus rodillas. La erección, un poquito más chica de lo que ella había imaginado, quedó expuesta para sorpresa de Lucas. — Intenta no gritar —recomendó Esmeralda, aterrando a Lucas. Por un instante, cuando el rostro de la chica se acercaba a su miembro, Lucas quiso detenerla, apartarla de él y huir del lugar para bajarse la calentura en otro lado con su “honorable zurda”. Esmeralda tomó por la raíz el pene de Lucas y se lo metió a la boca, acariciándolo con la lengua conforme este desaparecía en las profundidades húmedas más allá de los labios rosas. Lucas echó la cabeza hacia atrás con un violento latigazo. Se mordió los labios en un intento desesperado por no gritar. Apretó los puños tan fuerte que se clavó las uñas en las palmas. Los músculos, desde su abdomen hasta sus muslos, se tensaron por la descarga de placer en su entrepierna. Esmeralda sintió las reacciones de Lucas y vio un poco de lo que sucedía. Comenzó lentamente a lamer la dureza dentro de su boca, de arriba a abajo y en círculos en la puntita. Con cada una de esas caricias húmedas, Lucas se tensaba al máximo como las cuerdas a punto de romperse de una guitarra.
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Con sus manos, Esmeralda acarició los muslos de Lucas llegando hasta sus nalgas aplastadas contra la mesa. Continuó estimulando el miembro de Lucas, saboreando el líquido preseminal que escapaba por el orificio en la punta. Su sabor no era tan desagradable y sin preguntárselo, Esmeralda podía asegurar que Lucas tenía una dieta mayormente vegetariana. Las manos de Lucas en su cabeza la sorprendieron un poco. Él la sujetó sumergiendo las manos en el fuego de su cabello y comenzó a mecerla de arriba a abajo, provocando que el glande rozara contra el paladar de la chica. Lucas dejaba escapar ocasionalmente algunos jadeos por entre sus labios apretados. El placer que Esmeralda le proporcionaba con aquellas caricias era insoportable, y aguantarse los gritos era aún peor. Lucas no tenía ni idea de cómo podía lograrlo, pero no podría contenerse por mucho más tiempo si Esmeralda no se detenía. Lo cual no estaba en los planes de la chica. Esmeralda cerró la boca apresando al miembro con los dientes desde la raíz con la presión necesaria para no lastimarlo, provocando un dolorcito rico en su víctima. Poco a poco fue alzando la cabeza, sin dejar de presionar con los dientes toda la extensión del pene en su boca hasta llegar al glande que succionó golosa, haciendo que Lucas se retorciera. Con una última caricia de su lengua, Esmeralda se arrojó sobre Lucas echándolo de espaldas. Él un poco desconcertado no pudo hacer nada y dejó que Esmeralda se subiera de rodillas a la mesa hasta que su entrepierna quedó sobre su rostro. La tela de la falda fue apartada y ante Lucas fue expuesta esa parte íntima de la mujer; húmeda y rosada, lista para la penetración. Preparada para un vaivén exquisito que los 29
llevaría a ambos a vagar en un viaje de placer extremo más allá de cualquiera que Lucas se haya imaginado antes. — Bésame —ordenó Esmeralda con la voz entrecortada por los jadeos, al tiempo que dejaba caer su cuerpo sobre la boca de Lucas. Al principio él intentó, desesperado, zafarse de aquello. Ese movimiento había sido demasiado atrevido por parte de la chica, era la primera vez que él experimentaba algo así, lo que ella pedía era algo muy atrevido, demasiado perverso para alguien puro de espíritu como él, que lo más íntimo que había visto en una mujer eran los pechos desnudos de su mamá y eso por accidente. — ¡Bésame te dije! —gritó Esmeralda meneando las caderas para obligar a Lucas a hacer algo. Lucas, perdido en la tenue luminosidad entre las piernas de Esmeralda, comenzó a dar besos como los que le daba a sus tías en la mejilla al saludarlas, lo que provocó una risa divertida en Esmeralda. — ¡Así, Lucas! —dijo moviendo las caderas—. Ahora succiona un poquito. Chúpame los labios. Lucas lo hizo, torpe primero pero acostumbrándose al movimiento de sus labios y al sabor viscoso de Esmeralda. Sus manos se movieron posándose en la cadera y las nalgas de la chica. La mano izquierda encontró el modo de pasar por debajo de la tela y acariciar la piel suave de Esmeralda. — Lame, Lucas. ¡Utiliza esa lengua! —jadeó Esmeralda fingiendo un poco para estimular más a Lucas y que lo hiciera mejor. El truco de “Me derrito en tus brazos/labios/regazo” siempre funcionaba. Los hombres siempre eran tan inocentes y se lo creían todo. 30
Lucas lamió como Esmeralda le había indicado. Daba besos y succionaba. En cierto momento había encontrado una pequeña “ronchita” en el sexo húmedo de Esmeralda y se dio cuenta que al rozarlo, las piernas firmes de Esmeralda le habían apretado la cabeza un poco y el cuerpo se había apretado contra él, como si eso le gustara. Así que Lucas se concentró en esa “ronchita” y la lamía con diferentes niveles de presión, como ella había hecho con su glande. A veces sólo la rozaba y en otras la aplastaba casi con odio. Esmeralda sintió el primer orgasmo llegando a ella cuando Lucas había descubierto su clítoris. El novato se había dado cuenta que ese lugarcito le agradaba y siguió estimulándolo. Eso le daba más puntos al “alumno”, estaba aprendiendo bien, y claro, eso era porque aprendía con la mejor. Esmeralda se separó de los labios de Lucas, él la sujetó de la cintura intentando que no se alejara. Esmeralda sonrió apoyando las manos en sus hombros y pegándolo contra la mesa echándole todo su peso encima. Sólo así consiguió que Lucas se quedara quieto. Arrodillada, Esmeralda se sentó sobre el regazo de Lucas, guiando la dureza palpitante hacia su humedad febril. Cuando las nalgas de Esmeralda tocaron las piernas de Lucas, éste lanzó un suspiro ruidoso en el que, Esmeralda estaba segura, se le había escapado el alma. Los sentones de Esmeralda comenzaron siendo lentos. Ella subía y bajaba mientras acariciaba el pecho de Lucas. Él por su parte, acariciaba los muslos de Esmeralda y disfrutaba del movimiento de sus senos de arriba a abajo. Ahora más rápido y más placentero con la fricción de sus sexos volviéndose cada 31
vez más ardiente y descontrolada. Lucas sentía las nalgas de la chica golpeándole las piernas, el contacto acompañado por el sonido del choque de las pieles hacía crecer su excitación. Su corazón palpitaba tan a prisa que ya parecía más un zumbido constante. Cerró los ojos sin poder evitarlo y se sentó en el último momento abrazando a Esmeralda, sintiendo un dolor placentero por toda la región abdominal. Estalló dentro de ella con un quejido animal, escapado de las profundidades más bestiales de su garganta. Esmeralda lo abrazó satisfecha. Acarició sus cabellos y le regaló un beso en la frente perlada por el sudor. Lucas había estado mucho mejor de lo que ella había esperado. Algunas veces había pensado que el tipo se vendría con apenas susurrarle unas palabras al oído, era por eso que no se animaba a acercarse a él, seguramente no duraría lo suficiente ni para humedecerla. Sí, esta vez Esmeralda se había equivocado.
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Untitled Christmas Love Story (Gerardo)
L
a diminuta chispita en él ni siquiera le pertenecía. Por
alguna broma cruel del destino el tiempo y el espacio se habían acoplado de tal forma que el pequeño foco tuviera en él las gélidas llamaradas de la fogata. La luz del fuego oscilaba en una danza sincronizada con el caos del universo; se mecía sin ritmo de un lado a otro en el estrecho espacio reservado para él en la cuadrada construcción de ladrillo rojo. El foco apagado, condenado aquella noche, como otras tantas, a permanecer en completa oscuridad al igual que sus 199 hermanos. Se hinchaba de orgullo porque el generoso fuego le había otorgado un poco de su brillo en medio de aquella silenciosa y melancólica oscuridad. Afuera todo era luz y alegría, el foco y toda la serie de luces se negaba rotundamente a mirar al exterior por la ventana sin cortinas. El hacerlo significaría aceptar que aquella 33
noche todos sus semejantes brillaban como nunca y ellas habían sido olvidadas. Y todo gracias a la inmensa tristeza que embargaba los restos del corazón de Gerardo; el hombre derrumbado en el sofá de tapicería roja frente a la chimenea. El estado emocional de Gerardo era aún más patético que el que ofrecía el foco con aires de grandeza por poseer una diminuta chispa en medio de su propia oscuridad. Sus cabellos azabache caían en todas direcciones sin que a él le preocupara en lo más mínimo. Y de hecho, era lo que menos le preocupaba en aquellos momentos. Semanas antes aún lucía brillante y sedoso, cualquier chica que pasara a su lado habría deseado acariciarlo y perder los dedos entre la exuberante cabellera de Gerardo. Pero eso era antes, ahora el brillo se había opacado y la sedosidad había sido relevada por la aspereza de la mugre acumulada a lo largo de dos semanas. La barba descuidada le crecía en el rostro ocultando la piel suave (gracias a 3 tipos diferentes de cremas que utilizaba tiempo atrás) debajo de una película de suciedad. Su ropa estaba sucia. La camisa, antes blanca, estaba teñida de un amarillo enfermizo, el cuello presentaba líneas negras y el avance implacable del sudor. El pantalón negro, al igual que la camisa, tenía manchas de todos los tamaños de por lo menos 15 líquidos distintos entre los que destacaban diferentes tipos de vinos, cerveza y sus propios meados. Los zapatos manchados, habían sido cubiertos por una fina capa de polvo, y el hedor que el hombre despedía era cien veces peor que su aspecto. A sus pies, las botellas, las latas y las cajas de pizza habían cubierto el fino tapete que alguna vez Gerardo contemplara durante horas en busca de nuevos detalles que
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antes había pasado por alto, durante esas tardes de soledad pasiva y anhelada en ese mismo sofá. Pero esas tardes de contemplación taciturna estaban atrás en un pasado que se antojaba como otra era distinta a la moderna. Una era neutra que vino antes de la época dorada, misma que había durado muy poco. Como 40 años en el desierto antes de llegar a la Tierra Prometida. En esa antigua era, la soledad no representaba problema alguno y el foco, con aires de grandeza por una diminuta chispa, brillaba con toda la intensidad de la que era capaz junto con sus hermanos de serie, siempre y cuando a ninguno de ellos se le ocurriera fundirse y romper la cadena de luminosidad. En esa era neutra Gerardo decoraba su apartamento pensando únicamente en su propio bienestar y en hacer que su hogar luciera más brillante y cálido que el de la vieja zorra de enfrente. En esa era antigua el corazón de Gerardo aún latía en conjunto como un todo y no había fisura alguna en su superficie que rompiera el ritmo con el que palpitaba resguardado en la calidez del pecho. El canario en la ventana descansaba silenciosamente en el piso de su jaula, en medio de excrementos secos, negros y blancos. Sus patas estiradas hacia el cielo eran una súplica silenciosa al dios de las aves. Había muerto hacía una semana y su cuerpo comenzaba el proceso de descomposición. Quizá la deshidratación lo mató, quizá el hambre. Lo que era seguro, era que el descuido y el desinterés de su amo por el ave habían terminado con la alegría de la calle. Sólo los vecinos se preocuparon cuando dejaron de escuchar el canto constate de ese precioso canario blanco 35
como las nubes en el cielo, de cabeza carmín como la gota de sangre que manó por uno de los agujeritos en su pico. La vieja zorra de enfrente era la única que no parecía haberse entristecido por la muerte del canario. Lo único que lamento, es que no fue Akira quien terminó con la horrible cacofonía de ese animal, comentaba acariciando el lomo de Akira, la gatita blanca de ojos azules. Sin embargo, la vieja zorra de enfrente miraba la jaula desde su ventana por las mañanas, preguntándose por qué el maldito animal había enmudecido y en su rostro arrugado se reflejaba la nostalgia por los cantos de “La araña escarlata”, el canario cara roja. Los vecinos comenzaron a preocuparse, Gerardo no había sido uno de esos que entabla amistad con los que lo rodean, pero siempre se comportaba muy amable con todos. Cuando los vecinos dejaron de verlo, imaginaron que se había ido o le había pasado algo, en varias ocasiones pensaron en llamar a la puerta y preguntarle si se encontraba bien. No me extrañaría enterarme de que está preso, comentaba la vieja zorra de enfrente. Imagino que es uno de esos enfermos sexuales que violan y asesinan a niñas pequeñas. Parecía un tipo muy raro. Pero eso no podía ser, pensaban todos los demás, aún se escuchaban ruidos en la casa; cosas que se rompían, llantos, maldiciones, aterradores gritos por las noches, más cosas rompiéndose, era seguro que él seguía allí dentro. Eso tampoco era verdad, al menos en parte. Gerardo, o el cuerpo de Gerardo seguía allí, siempre en el sofá, tirado como una prenda olvidada echando leña al fuego (ropa, regalos, las cajas de pizza), ordenando pizzas por la tarde, no porque tuviera hambre sino porque quería destruirse 36
desde dentro, alimentándose de basura y bebiendo botella tras botella sin que ninguna hiciera efecto en él, olvidando alimentar al canario y limpiar su jaula, ésta fue lo primero que comenzó a apestar. Dejó de bañarse, de preocuparse por su aspecto, de todas formas, ¿para quién lo haría? Ya nada le importaba. En aquella era en la que los cielos estaban siempre despejados, el sol brillante y el corazón completo, La Araña Escarlata era el amigo más importante para Gerardo, pero la noche de su muerte él ni siquiera se inmutó. No se había dado cuenta de ello. Era lo más lógico, un cuerpo sin alma pierde toda capacidad de razonar, de sentir y de vivir. Se limita únicamente a sobrevivir de alguna manera y cosechar cualquier cosa en ese infinito pozo negro que el alma ha dejado en su lugar. — ¡Váyanse los dos a la mierda! El grito furioso y agónico brotó rasposo desde las profundidades laceradas de aquella garganta desprovista de humanidad. La botella arrojada contra la pared estalló en miles de vidrios esparciéndose errantes en todas direcciones. El silencio vino después, acomodándose en la penumbra de aquella habitación donde el fuego hacía su mejor esfuerzo por seguir vivo otorgándole calor a la coraza que antes había sido un hombre. Sin embrago no había tenido mucho éxito en eso último. Para Gerardo, que su alma había sido violentamente desgarrada cuando ésta era extraída de golpe de su cuerpo, y que con ello su corazón había sido destruido en mil pedazos, no quedaba más que tristeza y odio. Un odio tan puro como 37
irracional y la tristeza alimentándolo como el combustible que avivaba las llamas de ese infierno en el que se consumía una y otra vez tan lentamente que sentía cómo cada una de sus células explotaba por acción del calor, al igual que el maíz se convierte en palomitas. Era ese odio el que le impedía levantarse de ese asqueroso sofá que en tiempos mejores había sido el sitio más cálido en aquel departamento, y no precisamente por estar situado frente a la chimenea. Era ese sentimiento y esa frustración lo que le quemaba por dentro con flamas que rasgaban su estómago y sus entrañas con uñas tan largas y filosas como katanas. Dentro de él había una bestia endemoniada hecha de las llamas del infierno al que había sido condenado y esa bestia sólo se apagaría-ahogaría-moriría con alcohol. ¿Pero qué lo había cambiado de aquella forma tan terrible? ¿Cómo podía un ser humano parecer tan bestial e inhumano? En el Gerardo actual no había siquiera una chispa moribunda de aquella estrella que antes solía ser. Resultaba imposible que aquella cosa tirada en el sofá pudiera siquiera llamarse igual. Resultaba imposible creer que ese hombre derribado en el sofá, sucio y demacrado era el mismo que alguna vez amó con pasión y locura desenfrenada. Pero era posible, porque después de todo, sólo había una cosa en el universo que podía extraer al Mister Hyde que todos llevamos dentro.
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La gente que hablaba estaba en lo cierto cuando decían que Gerardo posiblemente estaba enfermo…Gerardo había enfermado de celos, traición y amor.
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(Leonardo)
No recordaba quien había organizado la fiesta ni de quien era la casa en la que estaban disfrutando de los aperitivos (preparados por alguien a quien no le interesaba conocer), las bebidas y la buena música que se deslizaba entre los cuerpos de todos los demonios, monstruos, brujas y vampiros que se retorcían frenéticos en una danza enloquecida dentro de aquella sala desprovista de muebles. Aquella noche había elegido vestir de blanco, el negro comenzaba a parecerle monótono y estaba seguro de que ya habría suficientes vampiros en el lugar, y todo gracias a esa estúpida novela mediocre. Pero bueno, así eran las cosas y él no podía hacer nada al respecto y mucho menos ahora que era un demonio expulsado del reino de Dios, injustamente a su parecer. Sin embargo, Dios nunca se equivoca, así que debió de haber tenido sus razones y él ya no era nadie para cuestionarlas. Nunca lo fue. Se paseaba de un lado a otro saludando a los pocos concurrentes que conocía y que lo conocían a él, de vista por supuesto. Antes de esa noche no había entablado una conversación de más de un minuto con ninguno de ellos y no esperaba que aquella reunión de criaturas espectrales cambiara las cosas. A menos claro que su invitación haya sido para que representara el papel del cordero en el ritual del sacrificio de humillación, el cual se llevaría a cabo cerca de la media noche, por lo que no se preocupaba en absoluto por eso; faltaban todavía dos horas para la media noche y sus planes
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eran irse inmediatamente a casa si es que no encontraba una buena razón para quedarse allí más tiempo. Continuó paseándose entre la concurrencia con sus alas rotas sujetas a la espalda. No quería pensar en ello, aún le daba coraje la dislocación de sus alas. Pasó desinteresadamente delante de la puerta abierta del estudio y se vio obligado a detenerse para observar lo que ocurría dentro. En la pared frente a él había una enorme pantalla de plasma y a ella estaba conectado un equipo de karaoke. Al parecer el organizador de la pachanga había pensado en todo. En aquellos momentos una voz suave, armoniosa y sensual brotaba junto con la melodía de "Broken Wings", una de sus rolas favoritas y que además en aquellos momentos le quedaba perfecta. La canción de Flyleaf era interpretada de una forma casi sensual por una policía de piernas largas y sensuales cubiertas muy poco por una minifalda de la cual emergían dos ligeros negros que se volvían a perder entre el cuero negro de las botas que llegaban hasta las rodillas. Las nalgas bien torneadas de aquella protectora del orden, tensaban al máximo la tela azul marino de la minifalda. La macana, una pistola y las esposas colgaban torcidas del cinturón negro colocado sobre las caderas. Más arriba, la espalda quedaba al descubierto dejando ver un diminuto tatuaje que se escondía tímidamente en ese místico lugar donde la espalda y las nalgas se fusionan, asomándose por el borde de la falda. Las caderas y la cintura eran curvas peligrosas bien delimitadas, sin ser exageradas. Justo a la medida. La playera blanca estaba amarrada por la parte delantera con un nudo sencillo y no tenía ninguno de los botones estaba abrochado. El brazo derecho hacía 41
movimientos circulares hacia el cielo, se posaba en la cintura y se cerraba en un puño al ritmo de la interpretación mientras la zurda sujetaba con fuerza el micrófono frente a la boca de la cual brotaba aquella melodiosa voz. La melena fue lo que terminó por cautivarlo. Larga y del color de la sangre, se mecía perezosamente junto con el vaivén de las caderas. Un gorro azul de visera negra cerraba el marco extraordinario de aquella sensual protectora del bien. En la habitación había varios monstruos, demonios y criaturas de pesadilla, la mayoría únicamente miraba el hipnótico y sensual movimiento de caderas; la letra, la interpretación y la canción en sí no tenían la más mínima importancia en aquel estudio-karaoke. Los ojos inundados de lujuria no hacían otra cosa que desnudar a la policía pelirroja, y es que no era posible hacer otra cosa teniéndola a ella enfrente. Los demonios, monstruos y criaturas de pesadilla que no lo hacían o bien eran mujeres o gays. Y ellas sentían una punzada de atracción celosa hacia ese cuerpo de voz angelical; los otros comenzaban a dudar del bando que habían elegido tiempo atrás. La canción terminó y nadie reaccionó ante esto. Todos en el estudio-karaoke seguían bajo el hechizo de aquella dama en medio de ellos. La chica miró por sobre su hombro sin despegar los pies del piso y clavó sus ojos esmeralda en los negros del ángel en el umbral. Apenas era una chiquilla, y no tendría más de 18 años. Sus labios rojos, provocativos y hambrientos dejaron entrever una tímida sonrisa que fue ensanchándose después que el ángel correspondiera con menos timidez que ella. Luego el ángel se puso en movimiento. 42
La joven no le llamó mucho la atención. No tenía idea de lo importante que sería ella en su vida. ¿Cómo podía saberlo? A partir de ella, habría un antes y un después nítidamente marcado en las cicatrices de su corazón y en su alma desgarrada. Permitió que la brisa acariciara su rostro mientras contemplaba las luces de la ciudad nocturna. Durante su recorrido final por la casa del anfitrión no había encontrado nada que llamara su atención y le pidiera quedarse un rato más, hasta que llegó a ese balcón en la parte trasera de la casa. Desde allí la ciudad lucía un tanto diferente, como si la casa perteneciera a un mundo paralelo donde todo el bullicio y la malignidad de la ciudad no tuvieran efecto alguno y estuviese rodeada de sus propios demonios. En lo alto del cielo la Luna brillaba con la intensidad necesaria para proyectar la sombra del ángel detrás de él. Nítida y bien definida. Alrededor de la luna algunas constelaciones brillaban con una luminosidad que hasta ese momento no había apreciado en ningún otro lugar; entre el opaco del cielo citadino y la brillantez del campo abierto. Quizá no necesitara irse de inmediato, podría tolerar el sacrificio de humillación siempre y cuando lo dejaran fuera de la casa, en un lugar donde pudiera seguir contemplando los puntitos alrededor de la Luna. — Son hermosas, ¿no? —preguntó una voz detrás de él acercándose con pasos lentos. — Sí, lo son —respondió él sin girarse, no deseaba que nadie llegara a interrumpir su taciturna contemplación del cielo nocturno. 43
— A diferencia de la fiesta que es un completo fracaso. —comentó como para sí la persona detrás de él. — Ni tanto —replicó sin darse cuenta—. Todos parecen estarse divirtiendo. — Sí, eso parece. Pero ¿de qué sirve organizar una fiesta en tu casa si no vas a disfrutarla? — No lo sé, si te gusta ser masoquista y recoger el desmadre de la mañana siguiente, seguramente eso te serviría —ahora sí se giró. Tan sólo el cuello, miró a su interlocutor por encima del hombro; era un vampiro delgado, vestido en un traje elegante, despeinado pero sin lucir demasiado despreocupado por sus cabellos, sus ojos castaños miraban las estrellas y en ellos se reflejaba la luna, plateada y distante, silenciosa e hipócrita mostrando tan sólo una de sus dos caras. — ¿Quieres un poco? —le tendió una copa. Por alguna razón llevaba dos. — Gracias. —replicó él tomando la que le ofrecían. — ¿Por qué no estás adentro? — No creo que haga falta responder esa pregunta. — respondió haciendo una seña al cielo nocturno. Una nube perdida se deslizaba lentamente amenazando con ocultar a la Luna detrás de ella, robándosela pasa sí. — Tienes razón. Mi nombre es Leonardo. —dijo extendiendo una mano, mediana, clara y delgada. — Gerardo. —contestó él estrechando la mano extendida. La piel suave había sido sometida a una intensa manicura. Las uñas cortas y limpias contrastaban demasiado con el cabello oscuro y despeinado. Pero lucía bien de todas formas. Leonardo era un tipo apuesto. Demasiado a decir verdad. 44
— ¿Eres un ángel caído? —quiso saber Leonardo. — En realidad un ángel desterrado del paraíso. — puntualizó Gerardo. — Ahora entiendo el porqué las alas rotas. —sonrió. — No fue idea mía —Gerardo perdió todo interés en el cielo y se giró completamente hacia el vampiro, sonriendo—. Cuando venía hacia acá el metro estaba como si fuera el único medio de transporte disponible en esta ciudad. — ¿Alguna vez ha estado de otra forma? —bromeó Leonardo y ambos rieron. — En efecto mi querido Watson, sólo que yo esperaba que hubiera menos gente el día de hoy, por la hora y todo eso. —continuó explicando Gerardo. — Precisamente por el día y la hora hay más gente — interrumpió Leonardo—. ¿No recuerdas que hay ofrendas en el zócalo? — ¡De verás!, lo había olvidado. —meditó con pesar. — Entonces, intentaste subir al vagón cuando todo el mundo también lo hacía, ¿no? Gerardo echó la cabeza hacia atrás y dejo que la carcajada sincera y divertida fluyera hacia el cielo. Aquella había sido la mejor de las sonrisas que habían salido de él desde hacía mucho tiempo. — De hecho no —dijo al componerse—. Yo no quería subir a ese tren, sabía que mis alas terminarían destrozadas de tan siquiera intentarlo. Pero me encontraba hasta delante, a un lado de la puerta y cuando me di cuenta de la multitud que me rodeaba, ya era demasiado tarde para intentar salir de ese lugar.
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— Y entonces la multitud te arrastró al interior. — finalizó Leonardo. — Así fue. — Supongo que en parte es bueno, le da un toque apocalíptico a tu disfraz. — ¿Eso crees? — Sí, me gusta. — ¡Brindo por eso! —dijo Gerardo levantando su copa casi vacía. — No puedes brindar con eso —se quejó Leonardo—. Ven, sé donde hay vinos mejores. Gerardo se vio arrastrado antes de que pudiera replicar que tenía pensado irse ya a su casa. El contacto de aquella mano suave que se acoplaba a la perfección a la suya hizo que olvidara la idea de inmediato. Leonardo lo guió rápidamente a través de la casa hasta que llegaron a una habitación mediana en la que sólo había una pequeña sala colocada frente a un gran ventanal por donde entraban los plateados rayos de luna y estos se reflejaban en la mesita de cristal rodeada por los sillones. Al fondo había un estante repleto de copas y algunas botellas de vino oscuro. — Ponte cómodo. —invitó Leonardo mientras sacaba dos copas del estante y una botella. Gerardo contempló el lugar antes de sentarse en el sofá central, colocado en paralelo con el gran ventanal por el que podía verse la ciudad aún más oscura que desde el balcón. Las paredes estaban tapizadas por diversas pinturas al óleo de paisajes y personas, ninguna de ellas miraba al frente, era como si ignoraran del todo a los que estaban dentro de aquella habitación. 46
— ¿Tú las hiciste? —preguntó Gerardo. — Claro, soy un hombre con mucho tiempo libre — respondió Leonardo con sarcasmo—. Toma, ibas a brindar por algo. — Pero no recuerdo qué era. —susurró Gerardo. — Era algo relacionado con tus alas destruidas por el desenfreno de la gente al subir al metro. —le recordó Leonardo con una sonrisa. — Es cierto, y el cómo habían quedado te gustaba, era eso por lo que quería brindar —se puso de pie y alzó su copa—. ¡Brindo porque te gustan mis alas destrozadas! — ¡Salud! Abajo la fiesta comenzaba a perder su juventud y a entrar en el estado de vejez que precede a la muerte. Las botellas de cerveza y tequila estaban regadas por todas partes completamente vacías y olvidadas. Los responsables de ello se paseaban lentamente por la casa como zombis en busca de carne fresca a la cual arrancar los sesos para darse un festín. La música había perdido su estridente volumen y ahora era tan sólo un susurro apagado que se deslizaba fantasmalmente para morir en cuanto uno de los zombis caía al suelo llevándose consigo parte de la vajilla. Los pocos invitados que no estaban ridículamente estupidizados por el alcohol aquella noche, se divertían haciendo lucir aún más estúpidos a los que no habían dejado de ingerir la bebida alucinante y que aún podían mantenerse en pie. Las risas apagadas era el último aliento al que la fiesta se sujetaba con toda su fuerza, oponiéndose a la idea de morir para dar paso a la resaca de la mañana. 47
El karaoke se había dado por vencido al no poder ofrecer un repertorio tan amplio de melodías para que los concurrentes siguieran siendo atraídos hacia él. La joven policía no se veía por ningún lugar. Quizá se había cansado de ser el centro de atracción y decidió finalmente retirarse a sus cálidos aposentos. Gerardo y Leonardo estaban recostados cómodamente en el sofá central de la habitación reservada exclusivamente para ellos. Las botellas vacías derribadas en torno a ellos eran la clara evidencia de que no había sido un sólo brindis el que dedicaron aquella noche. Sus voces rasposas replicaban palabras poco entendibles. Si no habían llegado ya a un malentendido que provocara una fuerte discusión entre ellos, era porque desde el principio se había desarrollado un lazo invisible entre ellos que los uniría desde entonces por mucho tiempo, se entendían con sólo mirarse a los ojos, sus espíritus bailaban la misma melodía romántica al mismo compás, pausado, sensual. Como un tango en el que el violín es la estrella principal y brilla junto con el grito agónico que produce el arco al rozar las cuerdas, acompañada por una voz rasposa, gritando sílabas ruidosas como rugidos furiosos. La voz por si sola ni siquiera resulta atractiva, pero todos los elementos de la melodía unidos la hacían delirante, sensual, irresistible. El ambiente en la habitación estaba cargada de una electricidad que Gerardo nunca había sentido, le recorría el cuerpo de pies a cabeza por sobre la ropa y, encontrando los resquicios, se deslizaba hacia adentro, enchinándole la piel, produciéndole una excitación que crecía con cada una de las sonrisas y las palabras de Leonardo.
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— No lo entiendo —musitó—, apenas te conozco y creo que no podría estar sin ti, me agrada mucho tu compañía. — Vaya, ya estaba asustándome —replicó Leonardo con una sonrisa—. A mí me pasa lo mismo. Eres una persona con la que me gusta estar y déjame decirte que eso no pasa con cualquiera. — A mi tampoco, eres algo así como…un tipo especial. — Ven, acércate. —invitó Leonardo con una sonrisa extraña, como si esperara que Gerardo no hiciera caso a su petición. Pero lo hizo. La primera caricia en su rostro, marcó el término de esa era en la que Gerardo no necesitaba de nadie más para estar a gusto, y el inicio de la nueva era en la que él no podría estar ni un solo instante alejado de Leonardo, que con sus manos suaves acariciaba el rostro y el cuello de su compañero. El alcohol les había dado color a las mejillas y había arrancado de ellos cualquier tipo de tabú. Los dos sentían esa atracción por el otro y no estaban dispuestos a dejarla allí sin ser satisfecha. De las caricias vinieron los besos. El primero recorrió el cuerpo de Gerardo como un rayo parte el cielo tormentoso en dos. En sus párpados cerrados vio chispas revoloteando por todas partes como los cuetes en la noche del 15 de septiembre. Su cuerpo se tensó y se aflojó rápidamente junto con los latidos acelerados de su corazón. Las manos de Leonardo lo ciñeron por la cintura y acercaron su cuerpo al de él. Las ropas y las alas quebradas cayeron al suelo cubriendo algunas de las botellas y los cuerpos desnudos comenzaron una danza sexual que nadie en el mundo de afuera comprendería. Y no les importaba que lo hicieran, ellos estaban 49
bien con lo que sucedía y no se detendrían porque los demás no lo vieran con buenos ojos. Se separaron un momento para mirarse fijamente. Gerardo asintió tímidamente y Leonardo tomó entre sus manos el miembro rígido de su amante, lo acarició de arriba abajo mientras Gerardo acariciaba el pecho pálido frente a él, jugueteando con las tetillas, inclinándose para lamerlas y besarlas. Leonardo agradecía esto con tiernos besos en la parte trasera del cuello y los hombros de Gerardo, deslizando su lengua por la nuca, probando el sabor de su compañero de aquella noche, que sería el mismo que lo acompañaría por un mes. Un maravilloso mes que terminaría abruptamente por culpa de aquella persona que miraba gustosa con ojos lujuriosos la escena, en silencio. Acercándose por el pasillo, en busca de la salida, había escuchado ruidos en la habitación y decidió echar un vistazo, sabía lo que buscaba y lo que necesitaba, pero la mayoría de los invitados apestaban a alcohol y eso no le agradaba; ningún maldito borracho volvería a ponerle las manos encima. Sus ojos se deslizaban por las pieles desnudas de aquellos dos hombres atractivos que se amaban lentamente a la luz de la luna. Sintió el repentino deseo de unirse a ellos pero le pareció que sería más interesante si ahora miraba y luego se acostaba con ellos; uno primero, luego el otro y después los dos juntos, eso estaría perfecto. Así que se acomodó en la penumbra junto a la puerta y admiró el espectáculo de amor desenfrenado frente a ella. Mientras los gemidos y jadeos de aquellos dos amantes, alcoholizados a medias, llegaban a sus oídos, sus manos hábiles y sedosas se deslizaron sobre la erección de sus pezones y la humedad de su vagina. Intentó guardar el más absoluto 50
silencio, pero no pudo contener uno o dos gemidos que salieron por entre sus labios. Afortunadamente se confundieron con los de los amantes en el sofá. No había quedado satisfecha del todo cuando los hombres se corrieron en la boca del otro. Se quedaron tendidos en el sofá, abrazados como si no quisieran separarse nunca. La chica se deslizó fuera de la habitación. Iría a otro lado a buscar su propia satisfacción. No había imaginado antes cuanto le excitaría ver a dos hombres cogiéndose entre sí. Quizá aquella noche telefonearía a dos de sus "amigos" y los obligaría a cogerse frente a ella, mientras Vanesa le hacía un oral, como sólo ella sabía hacerlos. En el último instante, reconoció a uno de ellos, a Gerardo, aunque ella desconocía su nombre, al otro lo había visto cuando le abrió la puerta horas antes. Leonardo, pensó y ahora estaba segura de que volvería a verlos, a los dos. Y así fue. Cuando la era de felicidad en la vida de Gerardo finalizó junto con la existencia de su alma.
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(Esmeralda)
Aún mientras caminaba por las calles de la ciudad se preguntaba si sería una buena idea. No había sido suya, por supuesto, pero podía hacerlo y en cuanto la vio estampada con letras pequeñas en las delgadas hojas de la revista, se hizo una imagen mental de él mismo en esas condiciones y desarrolló incluso un desenlace cargado de erotismo para aquella tarde de sábado. El domingo despertarían juntos enredados en las sábanas, en un abrazo en el que sus cuerpos compartirían su propio calor. Como el secreto de su amor. Le faltaban todavía tres calles para llegar a su destino y seguía preguntándose si sería una buena idea. Su vida a partir de Leonardo había sido una llena de amor y alegría. Había dejado mágicamente de tener problemas existenciales, económicos y familiares, todo eso formaba parte de un mundo enterrado profundamente en la frialdad del olvido. Aquella era otra vida. En sus manos sonaban las llaves; dos eran de su casa, otra de su locker en la universidad, de la cadena de su bicicleta y las dos más recientes, las que aferraba entre los dedos mientras caminaba por la calle que lo llevaría hasta el lugar donde las utilizaría. Sólo le faltaban dos calles más y estaría allí. Hacía tan solo una semana que se las había dado, Leonardo pensó que estaría bien que tuviera un duplicado de sus llaves. Por si algún día se te ofrece algo, había dicho susurrándole al oído y metiéndole las llaves entre la ropa interior. 52
— Ahora mismo se me ofrece algo. —había respondido Gerardo y sujetó del cuello al hombre con el que había estado saliendo el mes anterior. — Eres imposible —había replicado Leonardo fingiendo asombro—. Te acabo de dar mis llaves y ya quieres acostarte en mi cama. — No es necesario que vayamos hasta allá —había contestado Gerardo aferrando a su amante por las nalgas y atrayéndolo hasta que sus miembros chocaron por sobre la ropa. — Pero aquí alguien podría vernos. — ¿Y no te parece excitante eso? — Podrían meternos a la cárcel. — Mejor, así tendríamos un catre para nosotros dos solos. — Pero el suelo está muy duro. — Así como yo —había dicho Gerardo poniendo la mano sobre la entrepierna de Leonardo—. Y como tú también. — Eres un depravado. — Sí, dime más —había pedido en un jadeo entrecortado, asaltando con sus labios el cuello de Leonardo. — Eres un pervertido. — Sí. — Un enfermo. — ¡Sí! — Te la comes entera como vil puta. — Sí, ¡soy tu puta! — Y por eso quiero metértela por el culo hasta la garganta. — Pues no sé qué estás esperando. 53
A Gerardo le faltaba una calle para llegar a la casa de Leonardo y sentía la dureza de su erección creciendo lentamente dentro de su pantalón mientras recordaba aquella vez en la que él y Leonardo habían terminado cogiendo en el baño del cine, escuchando a los niños entrar y salir sin que notaran su presencia. La gente que pasaba a su lado lo miraba de forma extraña. Echó una mirada fugaz a su atuendo pero no descubrió nada fuera de lugar en su forma de vestir, entonces se percató del intenso calor que picoteaba su rostro y se dio cuenta que la gente miraba el rojo brillante de su piel. El pensar en Leonardo siempre le provocaba aquella reacción. Apuró el paso. Por supuesto, Gerardo no pensó en ningún punto de su viaje en las cosas que podrían salir mal y eso era en gran medida a que la vida junto a Leonardo siempre había parecido perfecta, llena de luz y sin ninguna nube en el resplandeciente cielo azul. Con menor razón se le habría ocurrido que lo encontraría revolcándose con otra persona en cuanto llegara. Pero ya no había tiempo de pensar en nada. Las llaves entre sus dedos estaban humedecidas por la transpiración y la puerta blanca con el número 24 se alzaba frente a él, imponente y protectora de los secretos que se ocultaban al otro lado. Metió la llave más grande y la sintió deslizarse fácilmente hasta el fondo, la hizo girar hasta que llegó al tope. La extrajo y metió la otra más chica en la cerradura de abajo, ésta giró medio círculo únicamente y la puerta se abrió lentamente cuando la empujó.
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El olor de hogar salió a recibirlo con un abrazo suave. Se quedó un momento en el umbral contemplando el pasillo frente a él y después entró para preparar la fabulosa sorpresa que tenía para Leonardo, aunque aquella tarde el sorprendido sería él. Anduvo un rato en busca de la cocina. Ésta era amplia y contaba con todo lo necesario para hacer cualquier cosa que pudiera ocurrírsele. Dejó en la barra central la bolsa que había cargado desde el mercado con todos los comestibles que necesitaría y salió en busca de aquella habitación en la que se había entregado por primera vez al amor con Leonardo. Abrió la puerta lentamente como si esperara que al otro lado estuviera su amante recargado en el respaldo del sofá central, desnudo y con las piernas un poco separadas, presumiéndole la erección de campeonato que estaba esperando febril sus labios y su lengua. Leonardo no estaba allí, naturalmente, eso Gerardo lo sabía bien pero la imagen de su cuerpo desnudo en aquella posición había terminado por endurecer al máximo el miembro apresado en su pantalón. Ese sería el lugar perfecto, así que comenzó. "Si te lo puedes permitir, sorprende a tu novio desnuda por su casa. Una buena idea (si tienes las llaves) es que llegues antes que él, te desvistas y lo esperes en la cocina o en la sala haciendo cualquier actividad con la misma naturalidad como quien lleva ropa", había aconsejado la revista y Gerardo no pudo ignorar el susurro de la tentación en su oído derecho, su lado débil. Comenzó a quitarse la ropa para esperar a su novio en la cocina preparándole la cena o en la sala leyendo un libro, si es 55
que tardaba mucho, como quien prepara la cena o lee un libro teniendo ropa puesta. La cena estaba casi lista cuando Gerardo escuchó el golpe de la puerta contra la pared, como si Leonardo entrara a tropezones en su propia casa. Haciendo un gran esfuerzo, Gerardo no corrió a su encuentro para recibirlo con su piel desnuda y lista para hacer el amor, saltarle encima y comérselo a besos, de lo contrario la cena se desperdiciaría. Escuchó sus pasos torpes acercarse a la cocina, detuvo su respiración esperando la exclamación de gusto que lanzaría su amante detrás de él al verlo allí en aquellas condiciones. Él entonces se giraría despacio con la cuchara grande en la mano y le haría saber que la cena estaba casi lista. ¿Gustas algo de beber en lo que está lista?, le preguntaría con una sonrisa coqueta y radiante. Leonardo no sabría qué contestar y sin hacerlo se acercaría hasta donde se encontraba Gerardo para quitarle la cuchara de la mano y golpearlo con ella en la pierna. Se hincaría delante de él y lamería la mancha que la cuchara dejara después del golpe. Sabe exquisito, concedería Leonardo aún de rodillas y sobaría la erección de Gerardo para después probar su cena en el glande de éste. Sin embargo Leonardo no entró en la cocina y Gerardo no se giró sensualmente para preguntarle si quería algo de beber. En cambio los pasos de Leonardo se alejaron por el pasillo y se escuchó una puerta al cerrarse de golpe. Gerardo no lo comprendía, la luz en la cocina era la única en la casa que estaba prendida y la llave de arriba no estaba echada, ¿cómo era posible que Leonardo no se diera cuenta de ello? Vendría muy borracho, se imaginó Gerardo y apartó la idea con repulsión, de ser así toda su preparación, 56
desde el momento en el que leyó la sorpresa en la revista, se habría ido a la chingada y todo por culpa de unas cuantas copas de alcohol con sus amigos. — ¡No, demonios! —se quejó dejando la cuchara en la estufa y salió de la cocina para buscar a Leonardo, si estaba demasiado ebrio para reconocerlo, se iría inmediatamente a su casa o lo violaría allí mismo, sin piedad; duro y despiadado. Lo golpearía y lo dejaría amarrado del cuello para que escarmentara un poco y no volviera a tomar cuando Gerardo le preparaba la cena y una sorpresa. Tímidamente tocó la puerta, Leonardo estaba en la sala donde se quedaron dormidos por primera vez, el mismo día que se conocieron. Gerardo recordó aquella noche en el instante que le tomó girar el pomo y abrir la puerta. Del interior salían extraños ruidos de jadeos, pero Gerardo o bien no quiso escucharlos o en verdad no lo hizo. Allí la era de felicidad y alegría incondicional y amistosa, terminó para dar paso a la agonía interminable de aquel infierno al que Gerardo sería condenado por el resto de su vida. Las manos de Leonardo se deslizaban hábilmente por la piel clara de la chica en su regazo. Se movían incluso con mayor desenvoltura que cuando recorrían la piel de Gerardo. Aquello no podía estar pasando. Leonardo estaba de espaldas a la puerta, por lo que no podía verlo, en cambio la chica, desnuda en su totalidad, podía bien levantar la vista y mirarlo allí, de pie en el umbral, desnudo y desconcertado por todo aquello. Los senos redondos de la chiquilla eran masajeados con lujuria por las manos delicadas de Leonardo. La chica se retorcía, subía y bajaba con expresión de gozo absoluto. Su cabellera roja volaba en todas direcciones cual fuego en la 57
hoguera. Una hoguera que se había encendido ya dentro de Gerardo y se avivaba con cada gemido y con cada jadeo que salía de la garganta de Leonardo. La chica, que hasta ese momento reconoció, levantó la mirada y por un brevísimo instante Gerardo atisbó una chispa de sorpresa en sus ojos esmeralda, misma que se desvaneció de inmediato para dejar una mirada cargada de provocación, de lujuria y desenfreno sexual que solo un demonio podría poseer. Un deseo sexual inhumano. — Háblame —pidió la chica despeinando los cabellos de Leonardo. — Sí —replicó él en el mismo tono que usara Gerardo en el baño de aquel cine al que habían regresado dos veces más. — Dime que me amas. — Te amo. — Tócame, gózame, hazme sentir que soy la persona más importante para ti. — Lo eres —replicó Leonardo moviendo sus manos por toda la piel de la pelirroja, apretando sus senos, besándolos y chupándoselos tan ruidosamente que el sonido lastimaba los oídos de Gerardo. — Dime que te hago gozar aún más que ese maricón que se acuesta contigo. —musitó ella, clavando sus brillantes esmeraldas en las obsidianas de Gerardo. Por favor no lo hagas, suplicó él mentalmente. — Sí —jadeó Leonardo causando la más grande de las heridas en el alma de Gerardo—. Eres aún mejor que ese... maricón. Muévete, ahora tú serás mi puta.
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— Y tú serás la mía —murmuró la joven pelirroja sin quitar la mirada llena de malicia de los ojos de Gerardo. Él no pudo soportarlo más, había escuchado suficiente de aquello y a su corazón explotando en mil pedazos. Su ropa estaba en la mesita y al parecer Leonardo ni siquiera lo había notado, por supuesto, tenía las manos muy ocupadas como para fijarse en los pequeños detalles que Gerardo se había encargado de dejarle por toda la casa, ¡si desde la puerta se los había dejado! Ahora sabía por qué había escuchado los tropezones cuando su novio y esa zorra habían llegado a la casa. Seguramente venían chingándose desde el maldito lugar del que vinieran. Los maldijo al azotar la puerta después de que salió. Las sombras de la noche ocultaban, a medias, su cuerpo desnudo. Los maldijo mientras corría por las calles vacías con lágrimas de ácido haciéndole daño en el rostro. Corrió desesperado, escuchando como sus pies golpeaban el suelo tan fuerte que pensaba que el mundo se movería de su órbita. Pero eso era imposible, si tan sólo era un maricón que se acostaba con un hijo de puta que lo había estado utilizando. Un hijo de puta que había estado cortejando a la policía del karaoke. Un desgraciado que le había destrozado el corazón al arrancarle el alma del cuerpo. Su carrera a casa no duró mucho. En la tercera calle que cruzó, sin fijarse siquiera si venían autos o no, dos policías lo sometieron y lo subieron a una patrulla, él opuso un poco de resistencia, llorando y gritando que lo dejaran alejarse de ese lugar, que quería lanzarse de Torre Mayor, de la Torre Latinoamericana, que tan sólo iba al metro y esperaría el último tren de su vida, que por piedad lo dejaran marcharse de esa 59
horrible vida, donde una era de apocalíptica desolación había comenzado para él, donde la Luna cubriría al sol en un eclipse eterno lleno de oscuridad, sin estrellas en la negra bóveda celeste. El crepitar de las llamas en la chimenea se escucha por toda la habitación, que es fría a pesar del fuego. Esta noche no se han encendido las series de luces que adornan melancólicamente el apartamento. Esta noche Gerardo no desea levantarse de ese sofá en el que tantas veces estuvieron juntos compartiendo el calor de esas mismas llamas que ahora no hacen más que acrecentar el dolor. Ahora que tan sólo tiene el recuerdo de sus caricias, del tacto de sus manos recorriendo su cuerpo desnudo, de sus labios contra los de él. La Araña Escarlata llevaba muerta poco más de una semana y la vieja zorra de enfrente se había resignado e intentaba seguir con su vida a pesar de que ya no habría más canario que le alegrara las mañanas mientras tallaba la ropa sucia de su marido y de su hijo. Leonardo miraba el decrépito cuerpo que había quedado de Gerardo después de dieciocho días en la nueva era de desolación. Hacía un gran esfuerzo por no vomitar a causa del terrible olor que se dispersaba por el apartamento a oscuras desde aquel bulto de carne y huesos. Lo miraba y verlo así le dolía en el alma porque sabía que era culpa suya que estuviera en esas condiciones tan deplorables. Por su estúpida culpa. Aquel sábado se había dado cuenta de que a la puerta principal de su casa le faltaba estar cerrada con una de las chapas. Al entrar notó el delicioso aroma que escapaba de su 60
cocina y que era la única habitación en su casa que poseía luz. Ya en la sala del gran ventanal, vio una camisa que no era suya y que le pareció familiar. No fue sino hasta que escuchó el portazo que se dio cuenta que aquella era la misma camisa que Gerardo había usado después de ser un ángel expulsado del paraíso. Pero para entonces ya era demasiado tarde. — ¡Váyanse los dos a la mierda! —gritó Gerardo y Leonardo pudo percibir un terrible dolor interno que brotó junto con aquel aullido de desprecio. No merecía estar así, él no había hecho nada, tan sólo había sido el ángel más maravilloso que él nunca haya conocido. Y estaba arrepentido por haberle roto las alas de aquella forma. Si alguien debía de ser condenado al infierno en el que Gerardo sobrevivía, ese era Leonardo. — No me iré sin ti. — ¡Chinga tu madre, ya no me necesitas! ¡¡Eres un hijo de puta y te odio!! Mentía. Ambos lo sabían. — No te hagas esto, Gerardo —suplicó Leonardo y sabía que debía de agregar algo más pero de sus labios no surgía nada y en su mente no se fabricaban frases lo suficientemente buenas para expresar cuanto le dolía haber provocado aquello. — Yo te amaba —chilló Gerardo—. Te ame como a nadie en mi vida. ¡¡Puta, si te amaba más que a mi madre!! Y me traicionaste, me hiciste sentir como una vil mierdecita seca. Y todo por un par de tetas. ¿Qué podía darte ella que no te diera yo? — Lo sé, fui un estúpido...
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— No —interrumpió Gerardo—. Eres un pendejo, un desgraciado, ¡un maldito hijo de puta! En medio de su furia, su puño se impactó contra la mejilla de Leonardo. Los dos cayeron al suelo. — ¡¡TE ODIO!! ¡¡TE ODIO!! ¿Se lo merecía? ¿Podría soportar eso y más por lo estúpido que había sido al dejarse engatusar por Esmeralda? ¡Diablos!, ¿podría alguien resistirse a ella? La respuesta a todas esas preguntas era sí. — Levántate —sujetándolo de los brazos, Leonardo intentó poner de pie a Gerardo. — ¡No!, suéltame, ¡vete con tu puta! — No iré a ningún lado, así que quédate quieto. — Leonardo sujetó con fuerza a Gerardo. — Déjame en paz... maldito. ¿Quién te crees que eres? —comenzó a sollozar mientras dejaba de luchar por liberarse— . Primero entras a mi vida de improviso y me haces la persona más feliz en todo el pinche mundo... y luego me dejas por esa golfa... ¿quién te crees que eres? ¡Contestameee! Gerardo comenzó a lanzar puñetazos a su antiguo amante. Para evitarlos Leonardo no tuvo de otra más que abrazarlo y sujetarle las manos con su cuerpo. — Puedo entender porqué ella te deseaba —musitó Gerardo en medio del llanto, pegando el rostro al pecho de Leonardo—, puedo entender porqué quería que te la cogieras... pero no comprendo por qué... ¿por qué lo hiciste? Si yo te amaba... te amo. Todas las noches pienso en tu sonrisa y en lo feliz que me hacías y en lo bien que estábamos juntos, aún conservo mis alas rotas. ¿Sabes por qué lo hago? Porque me dijiste que te gustaban, creo que es lo único que ha de gustarte 62
de mí ahora. ¡Déjame ya ¡—pidió Gerardo cayendo de nuevo en el sofá—. Vete con tu puta que después de todo, también le perteneces. Déjame solo, así es como me conociste. Leonardo se agachó junto a él y lo miró de cerca, por primera vez desde que llegó. Debajo de esa piel demacrada y áspera aún quedaban vestigios de lo que antes solía ser. Debajo de aquel monstruo maloliente aún existía Gerardo, sólo había que cavar un poco para sacarlo a la superficie. Leonardo lo haría. — No me iré —confesó—. Vine para llevarte conmigo o para quedarme contigo. — Mientes. — Te digo la verdad. Nunca estuve con ella, pero no quiero hablar de ello. — Seguramente te dejó cuando ya no se te paraba. — En verdad yo la dejé —mintió, Gerardo quizá no necesitaba saber cuánto se acercó a la realidad con su declaración—. No dejaba de pensar en ti, cada mañana, al atardecer, cuando comía, en el trabajo, antes de acostarme mi último pensamiento estaba dirigido a ti. ¿Acaso no lo entiendes? Si en verdad existe un alma gemela para todos en este mundo, tú eres mi otra mitad. Gerardo levantó la cabeza y un brillo opaco apareció en sus ojos apagados. Leonardo acarició su rostro. Gerardo volvió a sonreír.
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La propuesta de Esmeralda C
ómo es que llegamos a esto, se preguntó Javier sintiendo
las yemas de una mano, que no era la suya, recorriendo la piel de su cuello, mientras el resto se enchinaba de placer por la caricia. Sus ojos se cerraron y el jadeo que escapó por entre sus labios lo llenó de miedo, al pensar que quizá había sido demasiado ruidoso. “No hagas tanto escándalo.” Susurró Jaime sellando sus labios con un par de dedos. Javier lo miró a los ojos y se estremeció al ver su rostro reflejado en esos ojos tan parecidos a los suyos. Tienen los mismos ojos, habían asegurado todas sus tías y algunas amigas de su madre, quien por cierto, estaba dormida en el piso de arriba, junto con su padre, exactamente sobre sus cabezas. “No puedo evitarlo.” Jadeó Javier intentando no gritar. Las caricias de Jaime en su cuerpo tenían un efecto devastador 65
en sus sensaciones. La chispa del placer comenzaba a iniciar un incendio incontrolable en los alrededores de sus ingles. Las manos ansiosas (Javier pudo notar un leve temblor en ellas), de Jaime se encargaron de desabrochar todos los botones de la camisa de Javier. La apartó de los hombros, dejando el torso al descubierto, pero sin quitarla del todo, y Javier se sintió a merced de su amante. ¿Podía llamarlo amante? Tenían muchísimas más cosas en común que un matrimonio que ha durado más de medio siglo y se conocieron tres décadas antes de casarse. De hecho, ellos dos habían estado juntos incluso antes de nacer. ¿De verdad podía llamarlo amante? Las manos de Javier estaban inmovilizadas a sus costados por la fina tela de su camisa, la cual Jaime, su hermano gemelo, sujetaba con fuerza, para que él no pudiera moverse, mientras dejaba que sus labios juguetearan en el extenso campo abierto de su torso al descubierto. Los labios de Jaime acariciaron las inmediaciones de la tetilla de Javier, quien lanzó un jadeo al aire y sintió una leve punzada de dolor en la excitación que demandaba más espacio dentro de sus pantalones. “Basta, por favor, basta.” Gimió Javier, sintiendo que si no detenía aquello en ese instante, después no lograría reunir la fuerza necesaria para hacerlo. “¿Qué pasa? ¿No te gusta?” preguntó Jaime jadeando contra la piel del pecho. No, no me gusta, me fascina, pero está mal. Iba a decir Javier antes de que las piernas le temblaran y ambos cayeran en el sofá de piel en el que habían estado mirando una película. ¿Cómo se llamaba? Javier no recordaba el nombre y la verdad 66
era que no le importaba, debía de ser una de esas tontas películas de “terror” en las que la protagonistas están más preocupadas en mostrar el culo que en huir del asesino con el gancho, el machete o el guante con las navajas oxidadas por el paso del tiempo. No podía ser ninguna otra, de ser así, Jaime no habría iniciado aquello que ahora Javier intentaba (en vano y deseando fracasar) interrumpir antes de que con el ruido despertaran a mamá o a papá o a ambos. “No me gusta, ¡basta!” gimió Javier, intentando zafar sus manos de la camisa. “Eres un mentiroso,” siseó Jaime y sacó la lengua. Acarició el torso de su hermano con un movimiento ascendente que le hizo probar la piel desde el límite del pantalón hasta la barbilla. Para su propio deleite, su hermano se estremeció debajo de él al mismo tiempo que la protagonista de la película lanzaba un agudo grito de horror. “Estás disfrutándolo tanto como yo, no te hagas güey.” “Si… si no te detienes, gritaré.” Dijo Javier, intentando que su predicción sonara más como una amenaza que como el temor de que el placer recibido lo volvía loco. Por un momento, las caricias de su gemelo cesaron y una tristeza embargó su espíritu, ese tipo de tristeza que llega a nosotros cuando algo o alguien se va. Javier suspiró y no tuvo claro si lo hacía con alivio o con pesar. “Hazlo.” Retó Jaime y sus labios cayeron sobre los de Javier. La fuerza del beso, o lo bizarro de su existencia, sacudió el pequeño universo de Javier. Los labios de su hermano, su sabor, su presencia, las emociones en su interior colisionaron con la misma fuerza desastrosa con la que colisionan dos galaxias inmensas. Jaime lo besaba y él no podía 67
corresponderle, estaba demasiado sorprendido como para hacer cualquier otra cosa más que tener los ojos pelados como huevos cocidos. La visión del rostro de su hermano, tan cerca y con los ojos cerrados, era tan perturbadora y agradable que una nueva punzada le atenazó la erección. Todavía confundido, sintiendo cómo los labios de su gemelo jugueteaban con los suyos, Javier cerró los ojos y se permitió disfrutar aquello, olvidándose por un segundo (quizá media o una hora completa) de los tabúes y las prohibiciones que sus padres, la sociedad, la religión e incluso Dios tenían respecto al tema del incesto y la homosexualidad. Porque aquello que estaba sucediendo en el sofá de su sala no sólo era una aberración entre hermanos, sino una aberración entre hermanos extremadamente gay. Con la idea, una oleada de placer recorrió el cuerpo de Javier de pies a cabeza. Deseó en ese momento tener las manos libres para poder abrazar a su amante (hermano) y pégarlo más contra su cuerpo. Sus labios habían adquirido una movilidad propia y el morbo de la situación le ponía las sensaciones a flor de piel Aquellos labios tenían el sabor de sus propios labios y la lengua su misma calidez. Con movimientos que los sacudieron a ambos, Javier logró zafar sus manos de la camisa y apartó a Jaime, sujetándolo del hombro y de la barbilla. Los gemelos se miraron a los ojos, mirándose a sí mismos en los del otro, identificando los rasgos propios en el rostro que miraban y las diferencias en el reflejo de las pupilas. Javier separó un poco más los labios para decir algo, pero Jaime los volvió a sellar con los dedos. 68
“Nadie tiene por qué saberlo,” dijo sin apartar la mirada de su diminuto reflejo. “Será nuestro pequeño secreto, como aquellas ocasiones en las que salimos con la misma chica sin que ellas se dieran cuenta.” ¡Qué días aquellos! Era tan divertido. Javier casi no podía creer que eso fuera posible. Sus diferencias saltaban a la vista como un carbón en medio de la nube. Nunca se explicó cómo fue que todas esas chicas no habían notado la diferencia de cuando estaban con uno o con otro. Sólo una de ellas lo hizo y ellos no se enteraron de eso hasta que ella le sugirió a Jaime un trío con Javier. Eso había sido hace relativamente poco tiempo, Javier le había dicho a su hermano que no volvería a salir con Esmeralda nunca más y que él debía de hacer lo mismo. A pesar de sus constantes insistencias y de que Jaime le había jurado que ella no estaba enojada, Javier había cumplido su palabra. “¿Estás seguro?” inquirió Javier con un leve gemido. “Claro que estoy seguro.” Mintió Jaime con una sonrisa en sus labios. Javier asintió y las caricias sobre la piel del sofá se reanudaron. Los labios no dejaban de acariciar la piel ni los dedos de explorar esos recovecos desconocidos del hermano con el que no sólo se había compartido tiempo, juguetes y experiencias inolvidables, sino el vientre materno al mismo tiempo. La ropa cayó sobre la alfombra del suelo. La excesiva excitación de Javier conllevó a una mordida sobre la tetilla de Jaime, demasiado dolorosa como para reprimir el grito que escapó por entre los labios de éste. A ellos dos les pareció excitante, los pechos subían y bajaban en un frenesí desesperado de aire para continuar con aquella práctica placentera y prohibida. 69
“¿Jaime?” llamó la voz de mamá desde el piso de arriba. La sangre febril se congeló en las venas y las sonrisas desaparecieron de los rostros. “¿Qué quieres, mamá?” preguntó Jaime y Javier supo que estaban perdidos. Los jadeos eran distinguibles en la voz excitada de su hermano. Su madre también lo notaría y bajaría de inmediato a ver qué era lo que estaba sucediendo, sino era que ya se encontraba en camino. Bonita escena se va a encontrar, pensó Javier aterrado. Sus dos hijos desnudos, sudorosos y tirados en el sofá teniendo relaciones sexuales, incestuosas y gays. El gusto que le va a dar. “¿Qué están haciendo?” inquirió la madre con desconcierto en la voz. “¡Nada!” respondió Jaime, a leguas se notaba la mentira. “No me mientas.” Cortó la madre y Javier casi pudo verla poniéndose de pie. Los corazones de los gemelos latían al mismo ritmo acelerado. Javier podía escuchar los golpes en sus oídos, tan fuertes como potentes explosiones que anunciaban a todo el mundo su falta de respeto a la casa de sus padres. De pronto se imaginó expuesto en la plaza y los diarios locales. «Par de enfermos sexuales cogen sin escrúpulos en la sala mientras sus papis duermen.» diría el encabezado y debajo estaría alguna de las tantas fotografías que se había tomado con su hermano. “¿Están peleando de nuevo?” preguntó la madre y Jaime suspiró aliviado sobre el cuerpo de Javier, sonriendo. “Es culpa de Jaime, mamá” gritó Javier, mirando a su hermano. “No me deja ver la película.”
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“Ni siquiera sabes cuál es.” Susurró Jaime en un tono amenazante e incitante al mismo tiempo. “Ya basta, Jaime. No me hagas levantarme.” Replicó mamá. Ninguno de los dos se movió. Sabían que dentro de poco mamá volvería a dormirse y ellos podrían desvelarse cuanto quisieran. “Todo esto no fue idea tuya,” declaró Javier mirando a Jaime a los ojos. Jaime sonrió y besó la barbilla de Javier, descendiendo hasta el cuello. “¿quién te dijo que lo hicieras?” preguntó cerrando los ojos. La verdad era que no le importaba demasiado. No se creía capaz de ir a agradecerle en persona. Las manos de su hermano le provocaron un estremecimiento cuando acariciaron la extensión de su miembro enhiesto. Jaime se deslizó cual serpiente entre las piernas de Javier y quedó arrodillado frente a él, sin dejar de acariciar su excitación, acercó un poco el rostro y preguntó: “¿De verdad quieres saber?” lo preguntó con un tono que se le hizo familiar a Javier, al sentir el aliento de su gemelo en la punta nacarada de su virilidad, tensó las nalgas y echó la cabeza hacia atrás. “Sí.” Jadeó, intentando no gritar. “¿Te acuerdas de la chica pelirroja que nos descubrió?” preguntó y lamió la punta como antes había recorrido su torso. Javier asintió. “Pues ella sigue insistiendo en el trío.” Explicó y se metió la venuda excitación de su hermano en la boca. Comenzó a chuparla y lamerla como Esmeralda le había dicho que lo hiciera. Presta especial atención a la parte del frenillo, así. Había explicado ella antes de comenzar a estimularlo. Jaime se había 71
corrido dentro de la boca de Esmeralda en aquella ocasión y había sido ilusionado con la promesa de que el trío sería mil veces mejor que eso. Y por eso estaba de rodillas entre las piernas de su hermano, lamiendo y chupando como Esmeralda se lo había hecho a él. Deseaba volver a experimentar el orgasmo en los labios de aquella diosa de llamas escarlata por cabello, y para ello tenía que convencer a Javier. Sin darse cuenta, se había convertido en uno más de los títeres de Esmeralda, pero no le importaba porque no pensaba en ello, se limitaba a complacer a su hermano para que éste aceptara la compañía de la pelirroja y la suya al mismo tiempo. Javier era atacado por exquisitas descargas eléctricas que le recorrían el cuerpo con cada una de las caricias que su gemelo le procuraba usando su lengua. Sus manos se aferraban con fuerza al borde del sofá mientras sentía que su cuerpo se elevaba por el aire, derechito a la gloria. Abrió los ojos y la mirada de todos esos rostros congelados de sus familiares cayeron sobre él como puñales. En la expresión de todos ellos había reproche y desaprobación. Javier se sintió atacado y se imaginó a sí mismo siendo expulsado de la familia junto con su hermano. No le importaba, el placer que sentía era tan delicioso que no le importaría irse lejos acompañado nada más que por Jaime. Ahora que había probado el éxtasis en el cuerpo de su gemelo, seguiría volviendo a él siempre y cuando Jaime estuviese dispuesto a ello. La explosión de un exquisito placer punzante acudió a él esparciéndose por la garganta de Jaime. El último de sus gemidos vino acompañado por uno más de los gritos aterrados
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de la protagonista que había sido sorprendida en su absurdo escondite por el malo de la película. Jaime le dio unas últimas lamidas mientras se limpiaba la mano, con la que había estado masturbándose, en una de las camisas del suelo. “¿Te lo enseñó ella?” preguntó Javier, respirando profundo, intentando recuperar el aliento. Jaime sonrió y se sentó junto a él en el sofá, arrojó la camisa al suelo. “Sí, te dije que está muy interesada en ese trío.” Respondió Jaime. Su hermano se veía diferente, algo en Javier había cambiado esa noche, ¿o sería algo dentro de él? Como fuera, estaba seguro de que su relación jamás volvería a ser la misma. Sólo esperaba que las cosas mejoraran, si es que podían mejorar entre ellos. “Me dijo que la viera mañana. ¿Qué le digo?” Javier se quedó pensando en la propuesta de Esmeralda. Era obvio que la chica tan sólo estaba utilizando a su hermano para un fin en el que los utilizaría a los dos para su propia satisfacción, sin embargo, esa noche había quedado claro que ellos dos también lo disfrutarían, y si había sido capaz de enseñarle a Jaime a hacer una felación como aquella, seguramente ella las haría muchísimo mejor. Este pensamiento le produjo una oleada de placer que amenazó con volver a ponerlo duro. Sonrió y miró a su hermano. “No habrá necesidad de que le digas nada, vamos los dos a verla.”
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Esclava, Musa y Diosa 1
L
a mirada oscura, absorta y llena de destellos reflejados de
todas las luces multicolor de aquel antro estaba clavada en los hielitos que se mecían al compás de la marea ambarina dentro del vaso, la boca le ardía un poco por la sensación de frescura y calor que le genero la bebida al resbalar por su garganta. No podía decir si le había gustado o no. Y se debatía en una cruel batalla en la que una parte de sí le decía que esa porquería sabía horrible y que mejor pidiera un vaso con agua, la otra parte insistía, con voz delicada y sensual, en que siguiera bebiendo, la sensación amargosa pasaría pronto y se sentiría mejor luego de un café. Levanto el vaso, y le dio otro sorbo. Hizo una mueca al sentir el sabor amargo aplastando su lengua y haciéndole arder las encías.
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“Si no le gusta ¿por que seguía bebiendo?” Le pregunto esa parte de su mente que, no quería aceptarlo, pero tenía la voz de su madre. Reprobatoria, tajante y opresora. “Porque a mí me gusta que te hagas el rudo.” Susurro Esmeralda en su mente, pasando la suavidad de sus dedos por su barbilla mientras le besaba la oreja. Se estremeció. “Basta Lucas,” se dijo a sí mismo sin escuchar su voz por sobre el estruendo de la música que le golpeaba el pecho con notas graves. “Concéntrate en lo que viniste a hacer, deja los pensamientos perversos para otra ocasión.” Levanto el vaso y le dio otro sorbo, un poco más largo, retuvo la bebida en su boca y dejo que la lengua chapoteara en el líquido, luego lo tragó. Ya no sabía tan mal El nombre del antro no importaba, Lucas estaba allí, buscando un objeto, un juguete para utilizarlo un momento, disfrutar de él y luego desecharlo, algo similar a lo que hacían esas personas que compraban cámaras desechables cuando iban al zoológico. Él nunca lo había hecho y no sabía si las fotos reveladas eran buenas o no. Tampoco le importaba, no estaba allí buscando una cámara desechable. Estaba allí, sentado en una de las mesas junto a la pared, las más alejadas de la pista (de las que nadie quería ocupar por el rebote del sonido en la pared, aunque Lucas pensaba que era perfecta porque desde allí podía ver todo el antro), solo, escaneando el lugar con su mirada de obsidiana y destellos de colores danzantes al ritmo del punchis punchis de la melodía que lo golpeaba sin tregua por ambos flancos, buscando, reconociendo el terreno, acechando a la presa como hace la leona antes de arrojarse sobre el miembro enfermo de la manada de ñus.
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La mesita delante de él era circular y alta, como el banco en el que estaba sentado. Esa hilera de sillas estaba a un nivel más alto que las mesas más al centro del lugar. La pista era un hoyo cuadrado al centro, por lo que todo se veía muy bien. En la pared al otro lado se encontraba la barra en la que varios cantineros y cantineras, servían los tragos a los sedientos. El estante detrás, estaba lleno de botellas de diversos tamaños y colores. En las paredes de los costados estaban colocadas las entradas y las salidas de emergencia. El techo oscuro, estaba plagado de aparatos que se movían de un lado a otro escupiendo sus haces de colorida luz en todas direcciones, bañando a las personas que se mecían y danzaban al ritmo del estruendo en aquel hoyo caliente. El olor a sal era una constante de ese sitio. El calor humano abrazaba a Lucas y le ponía la carne de gallina. La emoción que flotaba en el aire lo acariciaba, incitándolo con sus manos invisibles a que se uniera al aquelarre de placer que sus ojos acariciaban en el centro de aquel antro. Ojalá supiera bailar. Levantó el vaso y bebió todo el contenido. Se limpió los labios con el dorso de la mano y dejó el vaso sobre la mesa con un golpe seco demasiado fuerte. En la base del vidrio apareció una línea blanca, entre los hielitos que se iban deshaciendo poco a poco. Sus nervios se alteraron, imaginó que no lo dejarían irse de allí hasta que pagara el vaso y no llevaba dinero suficiente para eso. Miró alrededor, comprobando que nadie se había percatado de la aparición de aquella línea en el fondo grueso del vaso. Se puso de pie para escabullirse del lugar y alguien lo empujó. Golpeó la mesa con la cadera y el vaso fue a estrellarse contra el suelo, donde se hizo añicos. 77
Bueno, pensó, ya no tienes que preocuparte por la línea del fondo. Molesto, más bien intentando parecer molesto, se giró para mirar a quien lo había golpeado. Era un muchacho quizá uno o dos años mayor que él. Ataviado con una chamarra negra de piel y pantalón de mezclilla. Sus cabellos oscuros lanzaban destellos de luz gracias al gel con la que los había peinado, su tono de piel, debajo de todos esos colores de luz allí dentro, lucía más oscura de lo que en realidad era. Sus ojos eran de un claro color miel. Sonreía y, ¿cómo no iba a sonreír si iba acompañado de una chica castaña muy guapa? — ¿Estás bien? — le preguntó a Lucas, gritando para hacerse oír por sobre el estruendo. Lucas no contestó, no podía, la vergüenza de haber roto el vaso, que no podría pagar, le quitó la máscara con el mismo impacto que el rudo se la arranca al técnico y la presenta al público que rugue, o indignado o excitado, por su acto temerario que le costará la lucha. Y por si eso no fuera poco, era él, el chico de ojos color miel, la razón por la que Lucas estaba allí. — ¿Algún problema? —se acercó hasta ellos una de las meseras. Miró el vaso hecho trizas en el suelo y después a Lucas, él pudo ver reproche en su mirada. La había, sólo que Lucas la multiplicaba por mil. La cosa no era tan grave, aunque él no lo sintiera así. — No, ninguno —replicó Chico Guapo—. Sólo un pequeño accidente, ¿verdad, compañero? —golpeó con la palma el hombro de Lucas con gesto amistoso. Lucas, absorto como estaba en la mirada de reproche de la mesera, se tambaleó a un lado y tuvo que sujetarse de ella para no ir a 78
parar al suelo junto con el vaso roto. Sus manos cubrieron la curva de los senos de la mesera con lo que se ganó una marca roja en el rostro en forma de mano. — ¡Atrevido! —se quejó ella ante la mirada sorprendida de Chico Guapo. ¿Cómo se llamaba? Lucas no podía recordarlo en ese momento. — Ven con nosotros —lo invitó Chico Guapo, sin dejar de sonreír por la ocurrencia tan repentina que había tenido Lucas para manosear a la mesera—. Quiero pagarte la copa. — dijo haciendo un ademán hacia el vaso roto en el suelo. “Cállate y acepta.” Le dijo la voz de Esmeralda antes de que él pudiera decir que ya se la había terminado. Cerró la boca y asintió. — Bien, vamos. —dijo Chico Guapo y Chica Guapa le reclamaba su decisión. Lucas entendía. A pesar de que Esmeralda le había ayudado a cambiar algunas prendas de su vestimenta, él seguía siendo el mismo perdedor de siempre. El esclavo servicial de la chica pelirroja más sensual y atrevida de la vía láctea y galaxias circunvecinas. Esto último era su parte favorita. Sin embargo, las chicas, las guapas sobre todo, seguían viéndolo como a un fracasado más. “No importa,” le decía Esmeralda. “Yo sé que no lo eres y tú también deberías saberlo. ¡Ahora grita, perro!” y lo golpeaba hasta que él le suplicaba que lo soltara, porque así era como a ella le gustaba tratarlo, amarrándolo como si fuera su mascota y dándole órdenes para que él se humillara solo y ella disfrutara con ello. No se quejaba, por supuesto. Desde aquella ocasión en el auditorio de la facultad, Esmeralda le había
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(hecho el amor se decía Lucas, porque una dama como Esmeralda no cogía, hacía el amor), dado el título de su consolador personal y lo había utilizado unas cuantas veces más cuando ella necesitaba saciar su apetito sexual. Y a él le encantaba, ¡claro!, por algo ahora era capaz de ignorar los comentarios idiotas de golfas como Chica Guapa; vil zorra que jamás alcanzaría el nivel de Esmeralda, ni sería tan sensual, ni tan hermosa, ni tan… — ¡Oye! —lo despertó Chico Guapo “Arturo, se llama Arturo.” Le indicó Esmeralda en su mente. golpeándole la mejilla—. ¿Qué quieres tomar? — ¡Whiskey! —gritó Lucas con demasiado entusiasmo. La mesera que se había acercado a ellos lo miró con desconfianza. — ¿Qué edad tienes? —le preguntó la mesera apuntándolo con su pluma negra. — Diecio… diecinueve —se corrigió, moviendo la mano en el aire—. Los voy a cumplir el viernes. —sonrió. Tenía motivos para celebrar. Vaya si los tenía. La mesera no se interesó más por su edad, si estaba mintiendo era su problema, no el de ella. Por algo no tenía hijos; no le gustaba la idea de ser niñera. — ¿Cómo te llamas, compañero? —le preguntó Arturo, con una sonrisa en los labios. Lucas reconoció esa sonrisa, era la que tenían para él aquellos idiotas que se disponían a burlarse de él, pensando que él no se daría cuenta porque era demasiado tarado como para notarlo—. Me parece que te he visto en algún otro lado. Lucas sonrió. 80
— Soy Lucas Martínez —dijo y miró a la mesera que dejaba las bebidas sobre la mesa entre ellos. Lucas le agradeció con una inclinación de cabeza cuando ella se marchó—. Me has visto en la facultad —hizo una pausa y le dio un trago a su bebida—. Yo soy el que le carga los libros a Esmeralda. Lo dijo con orgullo, ¡por supuesto! Decenas de idiotas más lelos que él se habían postulado para el puesto y todos ellos habían sido rechazados. Todos y cada uno de esos idiotas lo envidiaban ahora, porque Lucas ni siquiera se había acercado a Esmeralda, no habría podido hacerlo. Había sido ella quien se había acercado a él. Ella lo había elegido por sobre el montón. Lucas era especial para Esmeralda, o eso le gustaba pensar a él. Claro que lo decía hinchado de orgullo, y se regocijaba en las miradas atónitas que esa afirmación provocaba en los demás, como la que tenía Arturo en esos momentos, con el vaso suspendido a medio camino entre la mesa y los labios, con la boca y los ojos bien abiertos, luchando por creer en la verdad dentro de aquellas palabras. — ¿Eres Lucas? —preguntón Arturo, con la cara de idiota que, Lucas pensaba, creían que él tenía. — El mismo. —dijo Lucas, nervioso y seguro a la vez. Levantó el vaso, bebió y se tiró un poco de whiskey encima. ¿Cómo puede ser este tarado la mula de Esmeralda?, se preguntó Arturo, mirando a Lucas limpiándose la camisa y expandiendo la mancha. Los rumores que había escuchado, señalaban que ella cogía con él y había habido un tiempo en el que los había creído y había odiado a Lucas, sin embargo, ahora que lo conocía un poquito más, le era imposible creer en esos rumores.
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— ¿Ella viene contigo? —preguntó Arturo y comenzó a buscar a Esmeralda por los alrededores. — No, ella no vino —replicó Lucas, concentrado todavía en la mancha de su ropa—. Por eso estoy aquí; para hacer un trío. — Eres más imbécil de lo que pensé si de verdad crees que voy a hacer algo así contigo. —dijo Chica Guapa con indignación. Lucas la miró con las cejas arqueadas. — No te lo estoy pidiendo —dijo, sin darle demasiada importancia—. Te quiero a ti —agregó, señalando a Arturo, recordando esos divertidísimos carteles de Santa y todos los demás que apuntaban con un dedo casi amenazador. — ¿Estás loco? A mí no me gustan esas mierdas maricas. No tengo nada en contra tuya si a ti te gustan, pero yo paso. — dijo, nervioso. Lucas disfrutó de eso. Esmeralda tenía razón, era exquisito ver cómo reaccionaban los demás por tus palabras. Lucas suspiró, adoptando una expresión de profundo pesar. — ¿Qué le voy a decir, entonces? —murmuró para sí, aunque los otros dos lo escucharon muy bien. — ¿De quién hablas? —cuestionó Arturo, imaginando a quién se refería. — Esmeralda —dijo Lucas mirando a Arturo a los ojos—. Hace un tiempo se le ocurrió la idea de hacer un trío, yo me ofrecí para buscar a alguien y de inmediato ella pensó en ti. — ¿Por qué yo? —preguntó Arturo, intentando no sonar tan emocionado como estaba. — Sé que le gustas —musitó Lucas—. He visto cómo te mira, ya no puede ocultarme nada, la conozco bien y sé que le gustaría tenerte. 82
— ¿De verdad? —preguntó Arturo sin poder creerlo. Chica Guapa le golpeó el brazo. — ¡Oye! No me digas que estás pensando ir con ellos. — se quejó. Arturo miró a Sara, llevaban cinco meses saliendo y él se sentía muy contento con ella. El cariño entre ellos iba subiendo como la leche al hervir, día a día. ¡Oh!, pero la tentación es mucho más poderosa cuando contonea unas caderas casi perfectas y una cabellera del color de las llamas del deseo. A Arturo no le importaba si aquello era un encuentro de una sola vez, daría lo que fuera por poder acariciar las curvas sensuales de Esmeralda. La lujuria era una emoción más poderosa que el amor, y Arturo era prueba de ello. Asintió con la boca torcida a modo de disculpa. La mano de Sara le golpeó la mejilla. — ¡Chinga tu madre! —le gritó poniéndose de pie—. ¡Y tú también, pendejo! —golpeó a Lucas en la cabeza con la palma y se fue para llorar contra la almohada de su cama. Pobrecilla. Lucas se sobó la cabeza y le sonrió a Arturo. — ¿Entonces qué? ¿Te apuntas? Arturo se apuntó.
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— ¿Qué te dijo Arturo? —le preguntó Esmeralda. Era lunes y estaban sólo ellos dos, sentados en una de las bancas de la facultad. Vanesa no estaba con ellos, le había dicho a Esmeralda que estaría con Sergio, su novio. — Me dijo que sí, que no habría problema —respondió Lucas y se llevó una galleta a la boca, le ofreció una a Esmeralda y ella la rechazó con un movimiento de su cabeza—. Sara se enojó con él. Creo que terminaron. — ¿Lo invitaste delante de ella? —Lucas dejó la siguiente galleta a medio camino de su boca y miró a Esmeralda con los ojos muy abiertos—. No puedo creerlo. ¿En qué estabas pensando? — En que querías hacerlo con él —respondió Lucas y agachó la mirada—. Perdóname, no quería echarlo a perder. — No te preocupes —le dijo ella y le alborotó los cabellos—. Estará con nosotros el viernes, así que no lo echaste a perder. Lucas sonrió. Esos detalles cariñosos que Esmeralda tenía con él le fascinaban. A veces sentía que no sólo lo estaba utilizando, sino que lo quería de verdad. Él la amaba, claro, su vida había dado un giro de 180° cuando ella se había acercado a él y se lo agradecía. Era por eso que Lucas se esforzaba por complacerla siempre. — ¿Hiciste ya la reservación? Aunque claro, no siempre podía hacerlo. Esmeralda sabía que a veces Lucas olvidaba las cosas por su culpa, el muchacho se la pasaba pensando tanto en ella 84
y en lo que hacían, que en ocasiones, parecía estar en estado comatoso con los ojos abiertos. Lucas no era un idiota, tenía curiosidad y a veces se atrevía a experimentar cosas nuevas, una de las dos cosas que más le gustaban a Esmeralda de él, eran esos chispazos que a veces tenía. En el momento exacto, Lucas hacía lo que debía hacer por iniciativa propia. Lo otro era que siempre estaba dispuesto a complacerla en todo. Si Esmeralda le decía que ladrara allí mismo, estaba segura de que él lo haría sin preguntar por qué. — No, todavía no. —dijo Lucas y se comió otra galleta. — ¿Lo olvidaste? — Claro que no. —pareció ofendido. — ¿Qué pasó entonces? —Lucas se miró las manos. Estaba apenado, Esmeralda casi podía leerlo como a un libro abierto—. ¿Qué sucede, Lucas? —preguntó con el tono de voz autoritario al que Lucas no se atrevía a desafiar. — No… no tengo dinero. —musitó Lucas, su voz fue apenas un susurro apagado. — ¿Y por qué no me pediste? — Un hombre no le pide… — ¡Por favor, Lucas! —atajó Esmeralda y comenzó a buscar dentro de su mochila—. Si necesitas dinero, dímelo, no te va a pasar nada si yo te doy. Además —le extendió un billete de quinientos pesos, como si fuera una vil pastillita para el mal aliento—, los dos lo vamos a disfrutar. Lucas miró alrededor, asegurándose de que nadie lo viera aceptando el dinero de Esmeralda. — Está… ¡PAS!
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La mano de Esmeralda le golpeó la mejilla con tanta fuerza que Lucas casi cae de la banca. — ¿Qué fue eso? —rugió Esmeralda y se puso de pie. En sus ojos había algo que Lucas no había visto antes. Algo oscuro y malévolo que se retorcía al fondo de sus pupilas como lombriz en sal—. ¿Te da pena que nos vean juntos, gusano miserable? Lucas estaba atónito, jamás se había imaginado que Esmeralda reaccionaría de aquella forma, y mucho menos que estuviera tan atenta a lo que él hacía. Su movimiento apenas había sido una miradita alrededor, ni siquiera él se había percatado de que lo había hecho. — No, claro que no. —gimió, el ardor de su mejilla era lava ardiente deslizándose por la pendiente del volcán. — ¿Entonces? —preguntó Esmeralda, fulminando a Lucas con las gemas verdes que eran sus ojos—. Toma el billete, Lucas, a mí no me importa, es sólo dinero. Hemos compartido cosas más valiosas. Lucas lo sabía, esos orgasmos eran mucho más valiosos que ese billete. Temblando, tomó el billete y se lo guardó en la bolsa. — Lo lamento —dijo y guardó silencio. Esmeralda pareció tranquilizarse y se sentó de nuevo. Lucas no se atrevía a mirarla—. No… ¿vas a dejarme por esto? Esmeralda sujetó el rostro de Lucas y lo obligó a que la mirara. Sonreía. — Si fuera a dejarte por algo así, no te habría dado el billete. Después de haberte golpeado me habría ido, Lucas — acercó su rostro al de él y depositó un suave beso en sus
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labios—. Si te dejara sólo por un problema de dinero sería una tonta. — Tú no eres una tonta, Esmeralda, tú eres perfecta. — Esmeralda sonrió. — Por eso no voy a dejarte, no por este pequeño incidente. — Voy a recompensarte por esto, lo prometo. —dijo Lucas y tomó la mano de Esmeralda, ella supo que lo haría. — Guarda silencio entonces, ahí viene Vanesa y ya es hora de volver a clases. No olvides hacer la reservación, ¿de acuerdo? — No, Esmeralda, no lo olvidaré. Y no lo olvidó. Ni el dolor en su rostro ni hacer la reservación, ni lo otro que tenía que hacer.
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— ¡Alicia, por favor! — ¿Qué quieres, Lucas? —replicó ella, molesta por el constante acoso de su compañero. Por las tardes, después de clases, Lucas trabajaba junto con Alicia en un consultorio, haciendo cosas pequeñas, acomodando esto, archivando aquello, tareas insignificantes que les servirían para su futuro laboral, o eso decía el jefe. Habían pasado dos días desde que Lucas había hablado con Esmeralda y desde entonces se había mantenido ocupado repasando las partes del plan para no echarlo a perder. Una de
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las cosas que le faltaban por hacer, era hablar con Alicia y convencerla de pasar con él la noche del viernes. — Sólo quiero hablar contigo. —respondió Lucas, detrás de Alicia, quien se había detenido en medio del pasillo. Alicia era una mujer de cabellos brillantes y dorados que le caían hasta los hombros. Su piel era clara y sus ojos azules. Tenía los labios rosas, cubiertos apenas por un poquito de brillo labial que los hacía irresistibles. Lucas no se veía tentado por ellos debido a la intensa adoración que sentía por Esmeralda. Aún así, el cuerpo escultural de la rubia lo provocaba. — ¿De qué quieres hablar, Lucas? —le preguntó Alicia, ella sabía que a él no le gustaba que lo llamaran por su nombre, por eso lo hacía, pensaba que si lo molestaba con eso, él desistiría de su intento por hablarle y se marcharía, dejándola en paz por un buen rato. Se cruzó de brazos y esperó, presionándose con los brazos los pechos turgentes. “Concéntrate, Lucas,” le dijo Esmeralda en su mente. “Haz bien esto y luego podrás deleitarte con sus senos en tus manos.” — Pues —se acercó un paso a ella, recordando las palabras que tenía que decir y el tono con el que debía decirlas—. Estaba preguntándome si tendrías disponible… para mí, la noche del viernes. Hubo silencio. El zumbido de las lámparas y el aire acondicionado era lo único que se escuchaba por los pasillos. — ¿Es enserio? —cuestionó Alicia con las cejas arqueadas. Lucas asintió—. No estoy tan desesperada como para desperdiciar mi tiempo contigo, Lucas. — No vas a desperdiciarlo, estoy seguro de que lo disfrutarás mucho. Además, es sólo una noche. 88
— ¿Crees que soy una ramera? — ¡No, no! —replicó Lucas y comenzó a sentirse nervioso—. Yo… sé que eres… una hermosa mujer que sabe… este, lo que quieres. No creo que tengas ningún problema con gozar conmigo una noche. Su voz fue mecánica al final, como si la frase fuese ensayada, y poco convincente. — ¿Esto es una broma? — No, no lo es. Yo no… —hizo una pausa y lanzó un suspiro. Se dejó caer contra la pared y levantó las manos a los costados, abatido, con la mirada clavada en el suelo “¿Y qué esperabas?” decía ese gesto—. La verdad es que te necesito — dijo, había sinceridad en su voz y Alicia se sintió interesada—. Quiero sorprender a alguien, estoy planeando algo para la noche del viernes y… me gustaría que fueras parte de ello. Alicia lo miró con desconfianza, pero intrigada. — ¿A quién quieres sorprender y cómo? —preguntó, sin poder ocultar su interés. Por segunda vez en esa semana, Lucas experimentó en carne propia las palabras de Esmeralda. Ahora más que nunca le creía que provocar diferentes sensaciones en las personas es una de las cosas más placenteras que se podían hacer. — A Esmeralda. —dijo Lucas, levantando la mirada. Vio una chispa de deseo en los ojos de Alicia y supo que la rubia aceptaría. Lucas casi no podía creer que aquello iba a funcionar de verdad. Durante los veinte minutos siguientes, Lucas explicó gran parte del plan que tenía para el viernes por la noche. Al final de la conversación, Alicia tenía las mejillas ruborizadas y su respiración se había acelerado un poco. Verla así, excitada por 89
sus palabras, le provocó una erección a Lucas que pugnaba por ser liberada de su pantalón. Alicia se dio cuenta de ello y la acarició por sobre la tela. — Demuéstrame que puedes hacer eso que dices, muchacho y me tendrás donde quieras el viernes por la noche. —le susurró apretándole el miembro duro. Se metieron a un cuartito que estaba allí, que era una bodega o algo así, ninguno de los dos se fijó en ello y Lucas le demostró a Alicia que podía hacer lo que había dicho y más. Alicia estaría con él el viernes por la noche.
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— ¿Estás segura de querer hacerlo? —preguntó Lucas, de pie delante de la cama donde Esmeralda estaba sentada sobre sus tobillos. — Sí. —respondió ella y le dedicó una sonrisa a su compañero. — De acuerdo —aceptó él y también sonrió—. Si hay algo que no te guste. — Lo sé, lo sé —cortó Esmeralda y se acercó a él, arrodillada sobre la cama—. Tú estás aquí para cuidarme. No tengo nada de qué preocuparme, ¿verdad? —preguntó, hablaba en susurros y su mano acariciaba el rostro de Lucas. Él colocó su mano sobre la suya y se la acarició. — Sí, yo voy a protegerte —hizo una pausa, intentando controlar sus palabras, las cuales pugnaban por salir con la
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fuerza de un volcán en erupción. No pudo detenerlas—. Lo haré porque te amo, Esmeralda. La sonrisa de la musa de cabellos de fuego se ensanchó. Le dio un beso a Lucas en los labios. Apenas un roce de agradecimiento. — Lo sé, Lucas, lo sé. Hagamos lo que vinimos a hacer. ¿Arturo llegará? — Claro que llegará. ¿Quién podría resistirse a tu cuerpo? Esmeralda sonrió por el cumplido y se colocó, de rodillas como estaba, en mitad de la cama. Lucas comenzó a hacer lo que habían ido a hacer.
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Pocos minutos después de las nueve de la noche, Arturo golpeó la puerta de la habitación que Lucas le había indicado la tarde del día anterior. — Pasa, está abierto. —dijo Lucas desde el interior. Arturo escuchó demasiado silencio, por un momento pensó que quizá lo habían engañado y algo, sorpresivo y malo, estaría esperando por él detrás de la puerta. Abrió despacio y empujó la puerta con cautela. Se quedó en el umbral un momento y contempló el interior. La habitación era amplia, pero más chica de lo que él había pensado que sería. En las paredes de los costados, había cortinas que las cubrían. La iluminación era pobre y en el suelo estaba tatuada la sombra que la luz del pasillo proyectaba 91
dentro de la habitación. Las cortinas de las ventanas estaban cerradas y los muebles carecían de importancia; la cama era lo que llamaba la atención de Arturo. Era una cama pequeña, con barrotes para dosel, pero sin dosel. Lucas, ataviado con un pantalón de seda negra y una bata de la misma tela de color rojo, estaba sentado al borde izquierdo de la cama, mirando a Arturo. A un lado de Lucas, de rodillas sobre la cama, desnuda, con los cabellos de fuego cayéndole por los hombros y la frente, cubriéndole los pezones, sus ojos verdes clavados en los claros de Arturo y sus brazos elevados hacia el cielo raso, estaba Esmeralda, con las muñecas atadas con mascadas blancas a los tubos del dosel. Su expresión de miedo, expectación y excitación, además de su cuerpo y su pose, hicieron aparecer de un salto la erección de Arturo. — Pasa y cierra la puerta —ordenó Lucas. Arturo no notó el tono autoritario en su voz, aun así, obedeció—. ¿Te gusta lo que ves? —preguntó Lucas. Arturo no podía hablar, de sus labios escapó un silbido que Lucas y Esmeralda apenas escucharon—. Acércate, no te va a morder, está atada. Arturo se acercó a la cama sin apartar los ojos del cuerpo delicado y desnudo de Esmeralda. Lucas se subió a la cama y se arrodilló detrás de ella. — Claro que te gusta —dijo Lucas acariciando el cuerpo de Esmeralda. Sus manos se deslizaban, despacio, por la curva de sus caderas, resbalando hacia su vientre—. No le has quitado los ojos de encima y quieres tocarla, te mueres por sentir la suavidad exquisita de su piel. —mientras hablaba, sus manos subieron a los senos de Esmeralda y comenzó a masajearlos, dibujando círculos alrededor de las aureolas. 92
Esmeralda se movía apenas, como llevada por la marea seductora del roce de su compañero. Las caricias de Lucas se habían ido perfeccionando a lo largo del tiempo que pasó junto a Esmeralda. Ahora lo hacía despacio, sin apresurarse como lo hacía cuando lo había conocido. Se tomaba su tiempo, sabía que apresurar demasiado las cosas lo llevarían al fracaso y a la humillación. Y Esmeralda disfrutaba de su aprendizaje. Arturo disfrutaba de aquella escena, la contemplaba taciturno desde la orilla de la cama. Con cada caricia de Lucas, sentía sus ansias más y más fuertes, sus manos deseosas por hacer lo mismo que las de Lucas y su erección golpeando desesperada contra la tela que lo apresaba. — Quítate la ropa, Arturo —ordenó Lucas—. Muéstranos tu cuerpo, hazlo despacio. Esmeralda sonrió un poquito. Arturo entendió el juego y comenzó a desnudarse muy despacio, sacándose la playera con ese movimiento que, sabía, las volvía locas a todas, al dejar su abdomen trabajado al descubierto antes que todo lo demás. Se quitó el pantalón, y los ojos de Esmeralda se clavaron en el miembro erecto de Arturo. Se relamió los labios. — Acércate, Arturo —le pidió Lucas—. Acércate y toca la piel tibia de nuestra esclava —acercó los labios a la oreja de Esmeralda—. ¿Verdad que quieres que él te toque? — Sí —susurró Esmeralda en respuesta—. Permíteme sentir tus manos sobre mi cuerpo, rey Arturo. —acompañó sus últimas palabras con una sonrisa seductora. De esas que ni un demonio podía resistir. Arturo subió a la cama y se acercó a Esmeralda; la esclava dispuesta que Lucas estaba ofreciéndole. La sujetó de 93
los costados y la miró de arriba abajo. Sus ojos se quedaron sobre los senos de Esmeralda. — ¿Te gusta lo que estás viendo? —preguntó Lucas, acariciando los muslos de Esmeralda. — Sí, me gusta. —respondió Arturo. — Lo que miras tiene un sabor delicioso. Chúpale las tetas, estoy seguro de que van a gustarte. Arturo se relamió los labios e inclinó el rostro para comenzar a besar los pechos de Esmeralda. La esclava atada echó la cabeza hacia atrás y levantó el pecho, acercándolo más al rostro de Arturo. Las caricias de Arturo fueron delicadas. Lamió los pezones erguidos y trazó círculos húmedos alrededor de ellos. Probó los senos torneados y los acarició con las yemas de los dedos. Besó el pecho de Esmeralda y le provocó suaves jadeos que escapaban por entre sus labios, subiendo dentro del ambiente cálido y secreto de aquella habitación de hotel con olor a lavanda. Mientras Arturo se ocupaba de su pecho, Lucas besó los hombros y la espalda. Sus caricias se deslizaron a lo largo de la espalda arqueada de Esmeralda, bajaron con la velocidad desenfrenada de un caracol hasta el nacimiento de las nalgas. Sus manos sujetaban los muslos de Esmeralda para que su piel no se alejara mucho de sus labios, hambrientos del dulce sabor que ella destilaba por los poros. Las caricias de sus amantes y la simbólica inmovilidad a la que estaba sometida, aumentaban la excitación de Esmeralda. El néctar de su sexo comenzaba a resbalar por la cara interna de sus muslos. Apretó los puños alrededor de los tubos del dosel para no comenzar a tocarse, sabía que de un momento a otro, alguno de ellos se apiadaría de ella y dirigiría 94
sus caricias hacia ese rincón ardiente que parecía contener un infierno dentro. Sin embargo, ninguno de sus amos se apiadaba de ella. Arturo estaba demasiado concentrado en sus senos turgentes y Lucas ocupadísimo provocándole chispas de placer con esas caricias tan tiernas de él en la parte baja de su espalda. Se acercaba a sus nalgas y Esmeralda esperaba que comenzara a estimularle el culo, sin embargo, cuando más cerca estaba y ella levantaba la colita, Lucas subía de nuevo hacia su espalda. Aquella era una tortura exquisita que ya no podía soportar. — Por favor —jadeó—, estoy ardiendo, alguien… refrésqueme la entrepierna. Lucas miró a Arturo por sobre el hombro de Esmeralda y le dedicó una sonrisa. Su mano se alzó y cayó sobre la nalga de Esmeralda con un chasquido seco. — ¿Acaso crees que estamos para complacerte? — inquirió y su otra mano subió hasta su pezón. Lo pellizcó—. Tú eres nuestro juguete y vamos a hacer lo que nosotros queramos, no lo que tú pidas. Arturo se sorprendió por la forma en la que Lucas le hablaba a Esmeralda. Jamás se habría imaginado que el muchacho retraído cambiara de esa forma. Sin embargo, le gustó, no la actitud de Lucas, sino la sumisión complaciente de Esmeralda, quien se mordió los labios para no volver a hablar. — ¿De verdad estás ardiendo? —interrogó Arturo en un susurro apagado, con los labios pegados a la oreja de Esmeralda. Su mano se fue deslizando por entre sus pechos hacia abajo.
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— ¡Sí! —gimió ella por el contacto. Sus puños se apretaron más contra los barrotes del dosel—. Estoy ardiendo por ustedes. Ustedes dos me ponen muy caliente. Sus palabras, y el tono ansioso e inocente con el que las había dicho, tuvieron una fuerza que ninguno de ellos dos, Arturo y Lucas, se esperaban. El cuerpo de Esmeralda se agitó entre los dos y Lucas pensó que no podría contenerse hasta descubrir la sorpresa que tenía. Arturo dejó que sus dedos descendieran hasta la entrepierna febril y húmeda de Esmeralda. Comenzó a besar su rostro y cuando intentó besar sus labios, Esmeralda empujó la pelvis hacia delante, el latigazo de placer que sintió la hizo echar la cabeza hacia atrás. Los labios de Arturo cayeron sobre la piel de su cuello. Lucas, estando detrás de ella, la rodeó con los brazos y sus manos acariciaron sus pezones que estaban a flor de piel. — ¿Te gusta? —le preguntó Lucas. — Sí. —respondió Arturo con el rostro clavado en el cuello de Esmeralda. — ¿Quieres venirte en su boca? —cuestionó de pronto y Esmeralda se quedó de una pieza. Ahí estaba uno de esos chispazos ocurrentes de Lucas. Ella no se esperaba eso, pero le gustó la idea—. ¿Vas a dejar que se corra en tu boca, Esmeralda? ¿Vas a ser obediente y se la mamarás para mí? — Sí, haré lo que tú me digas. —respondió Esmeralda, excitada. — Anda —le dijo Lucas a Arturo—. Deja que te la mame, nadie lo hace como ella. Arturo se puso de pie y acercó la punta hinchada y nacarada de su erección a los labios de Esmeralda. Lucas, sin 96
que ella se diera cuenta, se recostó debajo de ella con la cabeza entre sus piernas abiertas. Cuando Esmeralda comenzó a deslizar la erección de Arturo entre sus labios, Lucas lamió su sexo a una velocidad lenta y enloquecedora. Esmeralda se estremeció entera. Quiso gemir, pero el miembro de Arturo clavado en su boca se lo impidió. La lengua de Lucas jugaba con sus labios, provocándole sensaciones exquisitas por toda la zona y las piernas. Las caricias de Lucas no le permitían concentrarse en sus propias caricias a Arturo. Sin poder evitarlo más, soltó su mano izquierda y la bajó hasta su entrepierna. Comenzó a acariciarse el clítoris al ritmo de las lamidas de Lucas, lo que le provocó un estallido de ensordecedor placer que la recorrió con la fuerza del sonido. Presionó el glande ardiente contra su paladar, utilizando su lengua y sus dientes se enterraron un poquito en la carne que la penetraba. Arturo comenzó a mecerse y Esmeralda le acarició los huevos con la mano. Masajeándolos con caricias lentas y suaves. Le pasó la mano por detrás de las rodillas y lo acercó a su cuerpo un poco más, para que sus pechos se pegaran a sus muslos fuertes. Se movió de un lado a otro con el vaivén delirante de la cadera de Arturo, para acariciar sus pezones erguidos contra los músculos fuertes. La marea de sensaciones asaltó de pronto a Arturo y su placer estalló contra el paladar de Esmeralda. Un gruñido escapó de los labios de Arturo y echó la cabeza hacia atrás, imitando al lobo que le canta a la luna llena de largas noches estrelladas. Lucas se detuvo y Esmeralda se sujetó del tubo del dosel cuando Arturo se alejó de ella. Arturo jadeaba sin apartar la 97
mirada de los labios de Esmeralda, de donde su semen resbalaba por la comisura. — Ha estado increíble. —comentó Arturo, bajando de la cama. — Lo sé. —sonrió Esmeralda. — Volveremos… — No —atajó Lucas—. Toma tus cosas y vete. —le ordenó colocándose detrás de Esmeralda. Sus manos cubrieron sus pechos y continuó estimulándola ante la mirada atónita de Arturo. Arturo no dijo nada. Lo que había pasado le había gustado mucho y estaba seguro de que ella volvería a buscarlo, si lo que le había dicho Lucas era verdad, que a ella le gustaba él, entonces Esmeralda lo llamaría sin la necesidad de utilizar a Lucas. Ella no lo buscaría de nuevo. Arturo tomó sus cosas y salió de la habitación, dedicándoles una última mirada a los amantes que seguían estimulándose el uno al otro. — ¿Lo disfrutaste? —le preguntó Lucas a Esmeralda cuando la puerta se cerró detrás de Arturo. — Sí —respondió ella, curvando la espalda para sentir más las manos de Lucas en sus senos—. Has aprendido bien cómo complacerme. — Todavía no termino. —replicó Lucas y quitó la mascada de la muñeca derecha de Esmeralda. Ella le echó los brazos al cuello y le besó los labios, impregnando el placer de Arturo en los de él. — Te tengo una sorpresita —dijo Lucas, sintiendo el sabor del orgasmo de Arturo mezclándose con la humedad de 98
Esmeralda en sus labios—. Ya puedes entrar. —dijo y Esmeralda hizo una mueca de no comprender a qué se refería. La cortina de la derecha se apartó. Ahí estaba Alicia, desnuda y con la respiración acelerada. Sus ropas estaban tiradas a los pies de una silla que también había permanecido oculta. Sus dedos estaban húmedos, chorreando los jugos de su propia excitación. — Veo que de verdad sabes hacer este tipo de cosas, Martínez —dijo la rubia mientras se acercaba a la cama—. Jamás imaginé que algo así se te ocurriría a ti. — ¿Quién es ella, Lucas? —preguntó Esmeralda, acariciando con la mirada el cuerpo desnudo de Alicia. — Yo soy tu sorpresa, querida —se adelantó Alicia y subió a la cama. Pegó su cuerpo febril al de Esmerada y comenzó a acariciarla. Sus manos recorrieron su espalda y bajaron hasta sus torneadas nalgas—. He escuchado que eres la mejor, ¿es verdad? — ¿Quieres que te lo demuestre? — Me muero de ganas. Esmeralda levantó la mirada, interrogando a Lucas con sus ojos verdes, en ellos había una súplica muda que le pedía permiso a Lucas para hacer lo que había dicho que haría. — ¿Me dejas? —le preguntó con tono infantil, inocente. Lucas sintió un escalofrío que le recorrió la espalda de arriba abajo, desde el nacimiento de sus cabellos hasta la oscuridad de su ano. — No —replicó, recordando su papel de amo y señor, dueño de aquella fantasía y dictador de las acciones que se llevarían a cabo—. Te ordeno que lo hagas.
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— ¿Quieres verme cogiendo con ella para ti? — preguntó Esmeralda y a Lucas se le escapó un jadeo. — Sí, Esmeralda —susurró—. Quiero verlas cogiendo para mí. — Ponte cómodo. —terminó Esmeralda y sujetó la mano derecha de Alicia. Sus cuerpos estaban demasiado cerca y la mirada celeste estaba clavada en la esmeralda de la musa de cabellos ardientes y fogosos. Esmeralda condujo los dedos delgados y calientes de Alicia hacia su entrepierna, permitió que éstos se metieran un poco dentro de la gruta goteante que era su sexo para que se llenaran del néctar que se destilaba por las paredes de aquella gruta escondida. Esmeralda se masturbó con los dedos de Alicia un momento, apretando sus senos contra los de ella y moviendo el pecho para que las caricias la hicieran mojarse más. Con un suave quejido, alejó la mano de Alicia de su cuerpo y la fue a meter entre las piernas de ella, repitiendo el proceso anterior, mezclando su jugo con el de la rubia, aumentando la excitación que Alicia se había provocado en silencio detrás de la cortina mientras veía cómo dos hombres sometían a Esmeralda mientras ella permanecía inmovilizada por su propio deseo de no tocarlos. Esmeralda sonrió y separó la mano de Alicia de su cuerpo, se llevó los dedos a la boca y comenzó a chuparlos, intentando no dejar nada de aquella deliciosa viscosidad dulce, salada y acidita que resbalaba como miel en ellos. — ¡Eres una pilla! —exclamó Alicia y acercó los labios a los de Esmeralda para probar también un poco de aquella mezcla. Los besos fueron pasionales en extremo, La mano libre de Alicia sujetaba la nalga de Esmeralda y ella tomaba a Alicia de la nuca. Lucas estaba atónito contemplando aquella escena 100
tan erótica. Sus manos rodearon su erección y comenzó a masturbarse, muy despacio y haciendo presión en la punta, sin dejar de mirar a las dos chicas que tenía delante. — ¿Qué haces? —le preguntó Esmeralda, abrazada de Alicia. — Ustedes —susurró Lucas—. Sigan, sigan con lo que hacen. Esmeralda no hizo ademán de querer hacer caso, Alicia comenzó a besar el cuello de Esmeralda. — Espera —le indicó Esmeralda a su compañera—. No podemos hacerlo así. El festejado es él. — ¿De verdad? —preguntó Alicia sin hacer mucho caso, a ella no le importaba si Lucas cumplía años o no, a ella le interesaba disfrutar del cuerpo de Esmeralda. — Sí, por eso estamos aquí. Estamos celebrando su cumpleaños —Esmeralda apartó de sí a Alicia y la miró a los ojos—. Nosotras somos su regalo. —indicó con una sonrisa provocativa. Alicia identificó el gesto y también sonrió. — ¿Qué… qué van a hacer? —preguntó Lucas con un poco de desconfianza al ver las miradas que las dos mujeres le dedicaban. Una rubia, la otra pelirroja. Una invitada, la otra dueña de todo su ser. Una plebeya y la reina que gobernaba en su espíritu. La mortal y la diosa de los cabellos ardientes como el sexo febril de Lucas al estar con ella. — Vamos a ser tuyas, Lucas. —dijo Esmeralda y lo sujetó de un tobillo. — Vamos a hacer realidad tus fantasías. —agregó Alicia y lo sujetó del otro tobillo.
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De un tirón, las dos mujeres lo recostaron entre ellas. Lucas temblaba, no sabía si de placer y excitación o de miedo y nervios. Las manos delicadas y divinas de Esmeralda se deslizaron con la gracia de una constrictora por la pierna izquierda de Lucas. Las manos de Alicia hicieron otro tanto en su pierna derecha, Lucas entendió que Alicia era una imitadora, un ente malévolo que intentaba, sin éxito, copiar la obra de la Diosa del placer que tenían por compañera aquella noche de viernes. Las sagradas manos llegaron a su entrepierna y acariciaron la zona sin rozar siquiera la venuda erección que se alzaba orgullosa en medio de la boscosidad hirsuta de su vello púbico. Las manos imitadoras acariciaron la extensión enhiesta y dura de Lucas. Al sentir las caricias, el muchacho retraído, dueño y amo de nada en absoluto, se aferró de las sábanas y echó la cabeza hacia atrás, permitiendo que el alarido de goce se escapara hacia el cielo raso. Esmeralda acercó el rostro a las ingles de Lucas y comenzó a besar y lamer su erección. Alicia hizo su tarea de imitadora y cubrió el otro lado del sexo hinchado de Lucas. Las lenguas jugueteaban la una con la otra a lo largo y ancho de aquel sexo caliente, provocando descargas eléctricas a lo largo de la espina del lacayo afortunado que había sido bendecido con la oportunidad de mezclarse con la divinidad de Esmeralda. — Esmeralda —jadeó Lucas, atrayendo la atención de la Diosa—. ¡Oh, Esmeralda! — Dime, Lucas, ¿qué es lo que mandas? —le preguntó acercando sus labios rosas a su oreja.
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— Quiero darte… quiero cogerte a gatas. —pidió con los ojos entrecerrados, deslumbrado por la visión del rostro divino, rodeado por fuego infernal, de Esmeralda. Ella le regaló una de sus sonrisas, la sonrisa de una madre que se enternece ante la petición desinteresada de su hijo. Esmeralda se alejó de él, dejando un vacío gélido con su repentina ausencia. — Recuéstate —le indicó Esmeralda a Alicia y la rubia obedeció—. Ponte cómoda y separa las piernas. La sonrisa perversa en los labios rosas de Esmeralda le provocó un estremecimiento a Alicia. En los ojos de la Diosa había un brillo de lujuria que Alicia jamás había visto en nadie. Colocó las manos a los costados de su cuerpo y recibió gustosa el rostro hermoso de Esmeralda entre sus piernas. De inmediato las chispas de placer volaron por su cuerpo como fuegos artificiales, llevándole colores nuevos a los párpados cerrados. La lengua húmeda de Esmeralda sabía bien qué lugares estimular y cómo hacerlo. Lucas las miró un momento, antes de sujetar a Esmeralda de las caderas. Le pasó los dedos en un movimiento ascendente por la raja expuesta y disfrutó con la leve sacudida que le provocó a Esmeralda. La penetró despacio, sintiendo esa presión gloriosa que sentía siempre que la perforaba. Miraba a Alicia, tendida sobre la cama y se movía a una velocidad mayor, llevando la punta de su erección lo más adentro que podía en el cuerpo de Esmeralda. Alicia gemía, Esmeralda lamía y Lucas gruñía de placer — Esmeralda —gimió Lucas mientras ella metía un par de dedos en el sexo lubricado de Alicia—. ¡Oh, mi diosa! Me encantas, siempre me encantas. 103
Alicia habló por ella, llevando a Lucas por un sendero pedregoso lleno de rosas plagadas de espinas, un sendero lleno de belleza que resultaba ser peligroso. — ¿Te gusta darnos así, Lucas? —preguntó entre jadeos, apretando las piernas entorno a la cabeza de Esmeralda, sacudiéndose con cada una de las entradas de sus dedos y el cambio de presión de la lengua sobre su clítoris con cada una de las embestidas de Lucas. — ¡Sí! Me gusta darles duro, como a las putas. Cuando Lucas dijo eso, Alicia gritó por la repentina estocada que Esmeralda le había dado con los dedos. Alicia interpretó eso como un destello de placer ante la palabra, por lo que siguió adentrando más y más a Lucas por aquel sendero oscuro. — ¡Somos tus putas, Lucas! Nos encanta que seas rudo, y que nos trates como a tus putas. Lucas gimió, apresado por el sorprendente placer que esas palabras, escupidas en medio del delirio, le provocaban. Se encorvó sobre Esmeralda y la sujetó del cabello, sin detener sus estocadas. — Quiero escucharte, Esmeralda —le dijo jalando un poco sus cabellos—. Quiero escucharte decir que eres mi puta. Esmeralda presionó el clítoris hinchado de Alicia con el dedo pulgar y miró a Lucas por sobre su hombro. — Soy tu puta, Lucas —le dijo en un susurro que él apenas escuchó por el grito de Alicia—. Me encanta cuando te pones duro. Hazme sentir la mejor de tus putas, Lucas, ¿verdad que soy especial para ti? Lucas no respondió, la dulce voz de Esmeralda, su cuerpo excitante y el ritmo de sus estocadas era demasiado 104
como para seguir retrasando el orgasmo. La explosión delirante de placer estalló en la punta de su verga hinchada con la fuerza de una súper nova. La muerte de una estrella marcó la muerte de sus candentes noches con Esmeralda. Alicia se removió sobre la cama al sentir el orgasmo llegando junto con el de Lucas. Los dos quedaron agotados y satisfechos. Esmeralda no. Lucas se dejó caer a un lado de Alicia, quien lo abrazó y le obsequió un beso en la mejilla. — Feliz cumpleaños, Lucas. —le susurró a la oreja con una sonrisa. — Gracias —musitó él y buscó a Esmeralda con la mirada. La Diosa de las flamas en la cabeza estaba acercándose a la puerta—. ¿A dónde vas? — A ningún lado —respondió Esmeralda y se detuvo junto a la puerta—. El que se va eres tú. Alicia y Lucas la miraron desconcertados. — Pe… pero, ¿por qué? —preguntó Lucas, sentándose de un salto. — Porque a mí ningún hijo de vecina me llama puta. — respondió ella con la mirada clavada en los ojos oscuros de Lucas. — ¡No lo decía enserio! Yo sé que no lo eres. —se defendió Lucas. Muy dentro de él sabía que nada de lo que dijera haría que Esmeralda cambiara su decisión, ella no era de esas. Bajó de la cama y se acercó a ella. — No te lo pregunté —atajó ella y abrió la puerta—. Agarra tus cosas y vete.
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Lucas obedeció en silencio. Se puso los pantalones y se acercó a la puerta. — Si no te gustaba, ¿por qué no me pediste que no lo hiciera? —le preguntó a Esmeralda estando en el pasillo. — Pensé que me respetarías. —terminó ella y cerró la puerta, a una velocidad que a Lucas se le antojó torturante. — ¿Por qué si hizo todo lo que le pediste? —preguntó Alicia desde la cama. — Yo no soy una puta, Alicia. —respondió Esmeralda y se acercó a la cama, con el andar de una ninfa deslizándose por la superficie helada de un lago encantado. — Ya lo sé, pero debes aceptar que es bueno. Hizo todo lo que le pediste al pie de la letra. — Cualquiera haría lo que yo le pidiera. —sonrió Esmeralda y se recostó junto a la rubia. — No es cierto, no cualquiera lo haría. —replicó Alicia y se acostó de lado para mirarla. — Tú lo hiciste. Aunque él no te gustaba, lo hicieron en la bodega del consultorio, como yo te lo pedí. —replicó Esmeralda y le apartó unos mechones de cabello del rostro. — ¿él te lo dijo? — No necesitaba decírmelo para darme cuenta. — Sí, lo hice, pero no estuvo tan mal, lo educaste bien. — Ya lo sé —dijo Esmeralda y la abrazó, acercando su cuerpo al suyo—. Ahora bésame o voy a matarte. Alicia la besó, dejando a Lucas fuera de sus pensamientos.
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Taxista B
ájate, pendejo
Las palabras se repetían, incansables y monótonas, en el eco dentro de su cabeza. Su mirada ausente atravesaba el opaco cristal de su parabrisas, sin embargo, los ojos no eran conscientes de la suciedad en él. El pensamiento seguía el oleaje hostil de aquellas palabras que no dejaban de acudir a él una y otra vez A mí no me vas a cobrar lo que se te de la chingada gana. confiriéndole el poder y la magia necesaria para hacer eso que la física y sus paradojas aseguran es imposible; viajar al pasado. Eres un pendejo si piensas que me voy a dejar cobrar lo que tú quieras. Había dicho su pasajero cuando habían llegado al lugar que él había indicado. Claro que no, compadre, es lo que marca el taxímetro. Se había defendido él con la frustración aumentando dentro, inundándolo de forma vertiginosa porque aquel apuntaba a ser un muy mal día, con poco pasaje, mucho tráfico y ni hablar del calor. 107
Tu chingadera está apagada. Había atajado el pasajero, un tipo pequeño y regordete, al que no le vendría mal un injerto de cabello. Usaba lentes y su bigote desaliñado le cubría el labio superior. La frustración de Gonzalo había aumentado junto con las ganas de patear su estúpido aparato tepiteño. El hombre pequeño tenía razón, la estúpida cosa se había apagado en algún momento mientras ellos dos platicaban de lo lindo y de lo grotesco, como amigos de toda la vida. Esa habilidad para ganarse la confianza de la gente, Gonzalo la había aprendido a través de los años que llevaba sentado detrás del volante. Había tenido que aprender a hacerlo; llevar a alguien de un lado a otro en absoluto silencio era un tanto fastidioso y aburrido. El hombre del bigote se había bajado luego de darle míseros treinta pesos que él consideraba justos por el traslado, lo cual era una estupidez, un viaje tan largo costaba mínimo cincuenta pesos. No mames, son sesenta pesos. Había dicho Gonzalo, asomándose a la ventana del copiloto para que su cliente lo escuchara. Vete a la verga, siempre me cobran treinta. Había respondido el pasajero, ofendido además por el intento de robo del taxista, a pesar de que era él quien estaba tranzando a Gonzalo; por lo regular le cobraban más de sesenta pesos, pero en México, el que es pendejo, es pendejo y él no pensaba dejarse timar por cualquier estúpido con un taxímetro chafa. Pues chinga tu madre, puto. Si no vas a pagar no te subas. Había dicho Gonzalo, enojado con el hombre de los lentes. Una cosa era que él, por ahorrarse unos pesos, 108
comprara fayuca inservible y otra que quisieran verle la cara de idiota. Lo primero era error suyo y lo soportaba, pero lo segundo no tenía porqué aguantárselo. ¡Chinga la tuya, güey! Había ladrado el otro, apoyando las manos en el marco de la ventanilla. Gonzalo había deseado que el semáforo cambiara a verde de inmediato, iniciar una pelea en medio de la calle habría sido mucho peor que dar servicio gratuito. Ya, ya, sácate a la chingada, pendejo. Había dicho, como restándole importancia al hombrecito culero de los lentes. Pues bájate, pendejo. Yo sí te rompo la madre. Había dicho el hombrecito al tiempo que aplaudía para darse ánimos y agregarle un ridículo énfasis a sus palabras, que a pesar de ser ridículo, elevaba la confianza que tenía en sí mismo y hacía que se creyera sus palabras. Por suerte, el semáforo había cambiado del rojo al verde en ese momento y Gonzalo se había ido del lugar mentándole la madre una vez más con la melodiosa tonadita de su claxon. Por el retrovisor, Gonzalo había visto al hombrecito hacerle una señal con el brazo. — ¿Puede prender el radio? —preguntó la chica que iba sentada detrás de él. Gonzalo no había visto el movimiento que la había llevado desde detrás del asiento del copiloto hasta la mitad del asiento trasero por andar perdido entre sus pensamientos de violencia callejera. — Claro que sí. —respondió él y lo hizo. De las bocinas emergió la voz de la locutora prometiendo regalos para quien pudiera decir cuáles habían sido las canciones del bloque anterior.
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Gonzalo no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado desde que la chica se había subido a su taxi. Ese mundo dentro de los recuerdos, era un lugar sin tiempo en el que la realidad se distorsionaba de tal modo que al salir uno no sabía ni dónde estaba parado. Miró su taxímetro para comprobar el tiempo transcurrido y lo encontró tan oscuro como antes de que su discusión con el hombre de los anteojos iniciara. “Puta madre, nada más falta que ella también quiera agarrarme a madrazos por esto.” Pensó, entre divertido y molesto. La miró por el espejo retrovisor para hacerse una imagen mental de la chica gritándole desde fuera del taxi que se bajara, que ella sí le partía la madre y que no se iba a dejar cobrar lo que él quisiera. Sin embargo, el propósito de Gonzalo se perdió entre el incendio escarlata que ardía entorno del rostro hermoso de aquella jovencita. El cabello le caía suelto y ondulado por los hombros hasta los pechos. Sus ojos esmeraldas estaban clavados en los negros de Gonzalo en el espejo. En sus labios rosas había una sonrisita. Divertida y coqueta. — ¿Mal día? —preguntó la señorita, sin apartar la mirada de sus ojos reflejados en el espejo. Era joven, tendría quizá dieciocho años, y su voz era melodiosa, hechizante. Gonzalo no se concibió capaz de responder a su pregunta. — Más o menos —dijo, y para su propia sorpresa la voz no le tembló. En ese momento la locutora del radio anunciaba que ya tenían ganador del paquete especial y que dentro de una hora volvería a tener más regalos, mientras tanto, los dejaba con más música—. Tengo un problema con mi taxímetro y me ha estado causando muchas molestias con los clientes. — dijo, preparándose para lo que vendría, pero sobre todo, para 110
evitarle el coraje a ella, no quería hacerla enfadar, a una muchachita tan linda no se le hace enfadar por culpa de un estúpido taxímetro. La chiquilla se adelantó en el asiento trasero y miró el aparato que estaba colocado justo debajo del radio. Por supuesto, el movimiento no era necesario, entre ella y el taxímetro no había nada que impidiera la visión. A Gonzalo le llegó la fragancia dulce de la chica; fresas rojas y silvestres cortadas en el momento exacto en el que debían de ser cortadas, hechas yogurt y comidas en un día fresco bajo la sombra de un viejo roble. Aspiró profundo, untándose el espíritu con aquella fragancia tan embriagante. De pronto, Gonzalo quiso sujetar a la chica de los hombros y hundirle la nariz entre los pechos para aspirar toda esa esencia a fresas, ni siquiera se tomaría el tiempo de frenar y orillarse, sólo se giraría a un lado y haría suyo el olor de su cuerpo. — Deberías comprarte uno nuevo. —sugirió ella, mirándolo con la cabeza metida entre los respaldos de los asientos. Su dulce fragancia seguía acariciando a Gonzalo como aquella puta que sus amigos le habían conseguido para su trigésimo cumpleaños. Ninguna mujer lo había tratado como ella. Ninguna. — Sí, ¿verdad? —concedió él, obligándose a mantener la vista al frente para no mirarla al rostro. El recuerdo de Raquel había traído un extraño nerviosismo que en esos momentos le hacía cosquillas en el abdomen. “Qué absurdo,” pensó. “¿Por qué habría de ponerme nervioso una chiquilla que bien podría ser mi hija?” Sonrió de lado y miró a la jovencita. Su pie se clavó en el acelerador y la chica se proyectó hacia atrás. 111
“¡Qué ojos!” Pensó alarmado, fascinado y asustado a un tiempo. Había visto lujuria desenfrenada brillando en sus ojos verdes, como aquella que Raquel había despertado en él aquella noche tan memorable. Se aferró al volante hasta que sus nudillos se pusieron blancos y frenó apenas a tiempo para evitar golpear al auto delante de él. El chirriar de sus llantas resonó junto con la desconocida melodía que emanaba desde las bocinas de su auto. El incendio en la cabeza de la señorita en el asiento trasero ardió junto a él. — Me gustaría llegar completa, Gonzalo. —comentó la chica mientras se acomodaba el cabello. El semáforo cambió a verde y Gonzalo se preguntó cómo era que conocía su nombre. Estaba tan nervioso y acelerado por aquel frenazo, que se había olvidado por completo de la tarjeta de circulación pegada en la ventanilla. La cuestión pasó a segundo plano cuando se preguntó a dónde quería llegar ella. — No te preocupes —hiso una pausa, esperando que ella le dijera su nombre. Ella no dijo nada—. Llegaremos completos. “¿A dónde?” se preguntó de nuevo y no supo responderse. Miró por el espejo, atraído por una inquietante necesidad que golpeaba dentro de él, a la joven en el asiento trasero. Estaba casi recostada en el respaldo con esa sonrisa divertida y coqueta en los labios y la lujuria, que le recordaba su encuentro con Raquel, brillando en sus ojos esmeraldas. “¿Qué clase de hechicera es esta niña?” Cuestionó su mente. Su mirada oscura no pudo apartarse de aquel rostro angelical. La sonrisa de Esmeralda (“una jovencita de ojos tan verdes como esos, no podía tener otro nombre”, pensó Gonzalo), se acentuó al tiempo que inclinaba la cabeza con un 112
gesto grácil, delicado. Gonzalo al principio lo entendió como un: Hola, qué tal, pero luego se dio cuenta de que le estaba indicando que mirara al frente. Cuando lo hizo, el semáforo pasó del amarillo al rojo y tuvo que volver a frenar de golpe. “Esta chiquilla en mi asiento trasero me está jodiendo demasiado.” Pensó y las palabras “chiquilla en mi asiento trasero” y “jodiendo” lanzaron una descarga que sacudió su pelvis, haciendo que la sangre fluyera entre sus piernas. Con absurda timidez, Gonzalo miró de nuevo el espejo. En esta ocasión Esmeralda no lo miraba, sino que había algo allá afuera que llamaba su atención. Las manos sobre el volante lo apretaron hasta que el cuero que lo cubría crujió. Gonzalo sintió celos de aquello que llamaba más la atención de Esmeralda que él, sin importar lo que era. El semáforo cambió a verde y Gonzalo se alegró de poder alejarse de eso que le robaba la atención de la chica del cabello carmín. Esmeralda siguió contemplando la calle por la que Gonzalo debía de dar vuelta para llegar a su casa. La siguió unos segundos hasta que no pudo torcer más su cuello. — ¿A dónde me vas a llevar? —preguntó, mirándolo por el espejo, sin perder esa sonrisa que ya se había vuelto una adicción para Gonzalo. — A donde tú quieras, por supuesto. —respondió con voz varonil e incitante, en un intento inútil por rescatar, de su gélida y oscura fosa, al galán que había sido hacía ya algunos años. Esmeralda apoyó los brazos contra el respaldo de Gonzalo. Asomó la cabeza por sobre su hombro y susurró: — Llévame a algún lugar interesante. —el conjuro en su suave voz fue imposible de resistir. El nombre de Raquel había 113
desaparecido por completo de su mente con esas palabras. Las manos se aferraron al volante en un intento por controlar el cauce de sangre entre las piernas de Gonzalo. Gesto vano que terminó por untarle el elixir de la prohibición al asunto, lo que hizo a Esmeralda más apetitosa, más deseable. — Conozco muchos lugares interesantes. —replicó Gonzalo, intentando no jadear e ignorando a la voz de su conciencia. Su erección se había convertido en un feroz convicto que golpeaba las paredes de su encierro, gritando dentro de su cabeza a todo pulmón para que lo pusieran en libertad. — Me imagino que conoces muchos lugares interesantes, ¿cierto? —preguntó Esmeralda con los ojos clavados en los de Gonzalo, quien tuvo la buenísima suerte de que ahora todos los semáforos que cruzaba estaban en verde y no podía detenerse para mirar a la chiquilla que lo seducía desde el asiento trasero de su taxi. La mano derecha de Esmeralda reptó hasta el pecho, firme años antes, de Gonzalo y le regaló suaves caricias por sobre la camisa que siempre usaba como parte de un uniforme que él mismo había elegido. — ¿Quieres que haga de tu taxi un lugar interesante? — susurró Esmeralda con su voz de encantadora de serpientes, escupiendo su cálido aliento venenoso contra la oreja de Gonzalo. Su mano no dejó de escurrir como el sudor en la frente del chofer por sobre la delgada tela de la camisa. Sí, intentó decir Gonzalo. Por entre sus labios sólo escapó un suspiro cargado de deseo y excitación. Esmeralda se regocijó por dentro al ver el placer reflejado en los ojos del espejo. Su mano comenzó a hacer cadenciosas caricias sobre la 114
erección de Gonzalo, quien intentó por sobre todo no pisar a fondo el acelerador. Gonzalo buscó con la mirada un espacio a su derecha y vio el lugar perfecto para estacionarse y dejar que la pasión impregnara cada rincón del interior de su taxi. — No, no te detengas. —ordenó Esmeralda de forma tajante al tiempo que detenía sus caricias. Gonzalo ahogó una exclamación y continuó conduciendo sin rumbo fijo, lamentando la decisión de la Chica del Cabello Carmín. Los mimos de aquella mano aumentaron su intensidad. Recorrieron cada milímetro hinchado de aquel miembro enhiesto, aislado y prisionero de absurdas prendas impuestas por las normas del buen comportamiento. Gonzalo sintió que el haber ido desnudo habría sido muchísimo mejor en aquel momento. La tela no hacía otra cosa que estorbar. Esmeralda, sin dejar de observar atenta el gozo en el rostro de Gonzalo, como el más atento de los científicos mirando a través de la lupa, liberó de su prisión la dureza, que parecía estar llena de sangre en ebullición, de aquel hombre que pretendía llevarla a algún lugar interesante. Rodeó con los dedos el grosor ardiente del pene generoso e imitó el oleaje del mar contra el bosque hirsuto de su pelvis al ritmo de la música que salía de la radio. Gonzalo cerró los ojos y en sus párpados vio la figura oscura, recortada contra la mortecina luz de la luna que penetraba la ventana, en aquella silenciosa habitación de hotel impregnada con el aroma a lavanda de ella; la mujer que había sido su regalo, y susurró su nombre sin darse cuenta. La nuca clavada en el respaldo de su asiento.
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— ¿Todavía la recuerdas? —preguntó Esmeralda, susurrando sus palabras con los labios rosas pegados a la oreja de Gonzalo, quien no pudo responder a la pregunta, más que nada por aquella mano en su entrepierna que no dejaba de arrancarle gemidos entrecortados—. Piensa en ella, en la delicada suavidad de su piel rozando la tuya. La suave dureza de sus pechos aplastándose contra el tuyo. ¿Recuerdas cómo la volviste loca? La luz de la luna impregnó toda la habitación y el rostro de Raquel apareció ante Gonzalo en todo su esplendor, sin embargo, había cambiado. Ahora tenía los ojos verdes y el cabello le ardía en candentes flamas escarlatas. Esmeralda, con su voz, había conjurado un poderoso encantamiento con el que se había ido junto con Gonzalo. Hasta aquella noche. En aquel hotel. Sobre aquella cama. En la que, quien se vuelve loco es él debajo de ella, y no ella sobre él. Gonzalo siente que el olor a lavanda de Raquel se fusiona con el aroma a fresas de Esmeralda y luego le deja el paso libre, permitiendo que se asiente sobre sus piernas, en el lugar que antes ocupó la mujer que lo había vuelto loco con el movimiento de sus caderas, con sus sonrisas ofrecidas a muchos pero que esta noche le pertenecieron sólo a él. El movimiento de sus cabellos ondulando de arriba hacia abajo, acompasando el ritmo de sus gemidos y el chasquido de sus pieles resbalosas por el sudor que brilla, a bordo del taxi, como la lágrima que escurría del único ojo tuerto en su cabeza nacarada, deseosa de una cavidad húmeda que lo albergara abrazándolo con el placer untuoso de su febril estrechez. 116
“¿Qué es lo que hace un taxista seduciendo a la vida?” Le preguntó Arjona desde las bocinas de su vieja radio sin que la mano de aquella pequeña desconocida dejara de mecerse alrededor de su cuerpo. Arjona cantaba y contaba su historia mientras aquella pequeña musa de fantasías, aquella Diosa de la seducción, la mismísima Afrodita caída desde el Olimpo, lo masturbaba en medio de la calle, haciéndole olvidar los problemas que había tenido a lo largo del día y en la noche anterior en casa. “Se deja llevar.” Se dijo Gonzalo sin poder ignorar el placer que le cerraba los ojos y le hacía recordar aquella habitación de hotel y pensar en… — Esmeralda. —musitó Gonzalo, sintiendo las contracciones del orgasmo galopando a toda prisa hacia él desde las llanuras suaves de aquella mano que de pronto se apartó de su cuerpo mientras en el rostro de Esmeralda, su sonrisa se impregnaba de la malévola satisfacción que le daba el haber arrancado el nombre de la otra mujer de la mente del taxista. El golpe sacudió al taxi y a Gonzalo. La cacofonía de las llantas quemándose contra el pavimento y el metal retorciéndose, apagó la imaginaria melodía de los jadeos excitantes de Esmeralda y la voz de Arjona narrando la aventura de un compañero de oficio. Gonzalo se golpeó la frente contra el volante de su taxi y se quedó perdido entre el dolor, la confusión y el placer que no había terminado de llegar a donde él se encontraba. Levantó la mirada y el frente deshecho de su auto le hizo saber que no podría trabajar durante algún tiempo, que
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habría problemas en casa con su mujer y que quizá iría a prisión. — ¿Estás bien? —preguntó sin apartar la mirada de su parabrisas estrellado. No recibió respuesta y se giró, pensando que Esmeralda estaría inconsciente y sangrando por una horrible herida en su cabeza. El asiento trasero estaba vacío y la puerta abierta. “Se fue.” Pensó con el corazón acelerado y embargado en una repentina tristeza. En la esquina, alcanzó a ver el cabello escarlata alejándose de él, llevándose consigo toda la dicha que le había sido prometida de un momento a otro y que había perdido con la misma facilidad. — ¡Cómo eres pendejo! —le gritó alguien desde afuera. Alguien que se acercaba hasta él. En medio de la confusión y la abismal sensación de vacío que Esmeralda había dejado dentro del taxi, llevándose consigo su fragancia a fresas, para volver a casa a pie, Gonzalo no supo qué era lo que estaba pasando—. ¡Bájate güey!, te voy a partir la madre por… ¡Pinche puerco! Gritó el hombre de afuera y retrocedió. Gonzalo no supo cuál era la razón, su mente estaba aferrándose al aroma a fresas de La Chica del Cabello Carmín y a su mano acariciando… Agachó la mirada y descubrió su propia desnudez mirándolo con la gotita brillante que albergaba, en toda su redondez, el principio de la creación, resbalando perezosa desde la punta. A toda prisa se acomodó la ropa y se sobresaltó al escuchar el golpe en su puerta. — ¡Órale, pinche puerco! —le gritaba el hombre de afuera. A Gonzalo no le quedó de otra más que hacer lo que aquel desconocido le indicaba—. ¡Bájate, pendejo! 118
Puta H
oy, como ayer y el día anterior y el anterior a ese, y así
hasta tiempos inmemoriales en los que ella, para mí, aún no existía, aguardará debajo de la luz amarilla de aquella farola fría y protectora. Aislada en su propio mundo dentro de ese delgado haz de luz que la separa de todos los demás. Incluso de mí. Esa mortecina luz le confiere la magia necesaria para convertirla en una ninfa citadina que, con su sola presencia, llama a los hombres a su lado. A veces, a algunas mujeres, quienes no pueden evitar ser seducidas por la negrura brillante de sus cabellos; catarata sedosa que se precipita por sus hombros hasta acariciar, con las puntas, el nacimiento de sus turgentes senos expuestos más de lo moralmente correcto. Esta noche, desfilaré frente a ella una vez más, de vuelta a casa luego de un agotador día de trabajo. Disimularé mi deseo manteniendo la mirada en el camino delante, o quizá exponga mi curiosidad y clavaré la mirada en su cuerpo por algunos instantes que, en cama hojearé, como quien lee una revista antes de dormir y los acariciaré con la parsimoniosa cadencia de mis manos alrededor de mi sexo enhiesto. 119
Susurraré su nombre, inventado en mis fantasías, una y otra vez hasta que la explosión de mi orgasmo traiga consigo el placentero cansancio del manchón en mis sábanas blancas. Y allí está, rodeada de ese destello lujurioso tan característico de ella, encerrada en la protección amarilla de su farola. Aguardando, serena, impávida, como cada noche. Disminuyo la velocidad para que mis ojos puedan acariciar sus curvas oprimidas por la tela estirada de su sensual vestimenta. Sus piernas firmes emergen de la falda corta y mis ojos las acarician con pasmosa lentitud. En mi entrepierna la erección va creciendo, motivada por los pensamientos impuros que aquella mujer, dispuesta a todo, desentierra desde lo más profundo de mi bestial humanidad. Levanta la mirada mientras la contemplo y me sonríe, invitándome a una velada llena de estrellas masivas muriendo en la concavidad de mis párpados cerrados, mientras ella aplica sus años de experiencia en mi sexo colmado de sangre en ebullición. ¡Oh, Ninfa de la Esquina! ¿Cuántas cosas maravillosas podrían suceder entre nosotros, enlazados entre la blanquecina suavidad de mis sábanas almidonadas por tu imagen en mi mente? Te llevaría a casa y te obligaría a rogarme que te conceda el privilegio de meterte la verga en la boca. Te pondría de perrito para perforarte el culo una y mil veces. Te ataría para que no escapes. Te sometería a mi desprecio y te trataría como la puta que eres. ¡Oh, Señora de la Mortecina Luz! Dueña de mis desvelos y todas mis caricias dadas en aquel trozo de carne vermiforme que llora entre mis manos por su único ojo al no tenerte cerca como quisiera. Si tu cabello azabache fueran llamas infernales, incitadoras al pecado, te tomaría allí mismo, debajo de la divina 120
iluminación de aquella farola bajo la que te refugias y te exhibes. ¿Te gustaría? Detengo la motocicleta a un par de metros. Eres tú quien debe acercarse. Eres tú la zorra que debe arrastrarse hacia mí. Y eso haces. Sumisa y complaciente. Mi corazón se acelera y tu mano se desliza en mi pecho. Cómo me encanta tu toque, me fascina, me hace sentir todopoderoso. Sin decir nada, cubro tu boca con la mía y correspondes al beso. Ya no puedo disimularlo más, mi deseo por ti se manifiesta a través de la tela de mi pantalón. Duele. Pego mi frente a la tuya, sin abrir los ojos y abro la boca para que por ella salga mi proposición en medio de suaves susurros. — ¿Qué te parece, mi vida, si faltas al trabajo y te vienes a la casa? Y tú, apartando tu máscara de Ninfa Citadina, sonríes. Complaciente y sumisa.
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**Dedicado especialmente a mi Maldita Zely**
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Notas finales Muchas gracias por haber leído mis cuentos, de verdad espero que te hayan gustado y los hayas disfrutado tanto como yo al escribirlos. Todos ellos fueron escritos en diferentes etapas de mi “práctica constante” y espero seguir escribiendo y mejorando, por supuesto. Si tienes algún comentario, duda, o crítica, será un placer que te pongas en contacto conmigo. Puedes hacerlo en la página de Bubok, o en www.wix.com/heich_ess/kasugano o en www.facebook.com/Heichoficial Y recuerda, si te gustó, recomiéndalo.
02/03/2012
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