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Spanish Pages [549] Year 2014
ISBN 978-84-9895-694-8
LEOPOLDO MARÍA PANERO
PROSAS ENCONTRADAS Edición de
FERNANDO ANTÓN
PROSAS ENCONTRADAS
Prosas encontradas reúne alrededor de doscientos textos de Leopoldo María Panero —artículos, conferencias, manifiestos, correspondencia, cartas a periódicos, y alguna sorprendente entrevista— publicados en diferentes diarios y revistas desde 1970 (año novísimo), de los que más de la mitad permanecían inéditos hasta hoy en libro. A través de todos estos textos el lector se irá adentrando en el “mundo paneriano” e irá descubriendo a un autor que, desde el primer escrito publicado hasta el último —casi medio siglo de escritura—, mantuvo las mismas obsesiones: la Filosofía, la Psiquiatría, el Psicoanálisis. Pero también la “Gran Política”, la Revolución del “hombre total”, más allá de la sola liberación marxista. De ahí Debord y la Internacional Situacionista. A lo largo de su vida Panero ha ido conformando una obra de una coherencia absoluta en la que —ignorando el séptimo aforismo del Tractatus— ha persistido en escribir una y otra vez aquello que no se puede decir, tratando de abrirse paso a través del inmenso silencio de la literatura. Confío en que el lector tenga la curiosidad y el coraje necesarios para sostenerle el pulso a una escritura tan radical, para enfrentarse a una lectura que puede herirle: “Si los demás no se comen el tarro, es problema suyo. Que no entren en el bosque de la noche. Desde el principio supe que no había salida”. Invito al lector a entrar en el bosque de la noche.
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LEOPOLDO MARÍA PANERO
PROSAS ENCONTRADAS Edición de FERNANDO ANTÓN CONTRERAS
Escuela Julián Besteiro VISOR LIBROS
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LIBRO 15 DE LA COLECCIÓN
© VISOR LIBROS Isaac Peral, 18 - 28015 Madrid ISBN: 978-84-9895-694-8 Depósito Legal: M-21342-2014 Impreso en España - Printed in Spain Gráficas Muriel. C/ Investigación, n.º 9. P. I. Los Olivos - 28906 Getafe (Madrid) Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (http://www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
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“Oh, qué soy, ¿quién, si no puedo más que parecer —por amor de cantar entera la canción— siempre un loco?” LEOPOLDO MARÍA PANERO, “Corrección de Yeats”, Narciso en el acorde último de las flautas
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A María y a Lucas, por la luz. A LMP, por la oscuridad.
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ÍNDICE
PRÓLOGO ..............................................................................................................
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ESTA EDICIÓN ........................................................................................................
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I.
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PROSAS ENCONTRADAS .....................................................................................
II. ARTÍCULOS EN ABC ........................................................................................ 211 III. ARTÍCULOS EN EGIN ...................................................................................... 373 IV. APÉNDICE ....................................................................................................... 475 A. Artículos enfrentados ................................................................................ 477 B. Textos inéditos .......................................................................................... 511 C. Entrevistas a Jaime Gil de Biedma ............................................................ 537 AGRADECIMIENTOS ................................................................................................ 549 ÍNDICE DE LOS TEXTOS .......................................................................................... 551
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PARA LLEGAR A LEOPOLDO MARÍA PANERO
“…yo que todo lo prostituí, aún puedo prostituir mi muerte y hacer de mi cadáver el último poema.”
LEOPOLDO MARÍA PANERO, “Dedicatoria”, Last river together
H
algunos años, en un ensayo hoy mítico —convertido posteriormente también en prólogo—, Cortázar desgranaba uno a uno los secretos de esa novela imposible llamada Paradiso. Tras la lectura de aquel texto la barroca escritura de Lezama dejaba de ser misteriosa y cifrada, tornándose reveladora e inteligible. A pesar de haber tomado prestado el título del texto de Cortázar mis intenciones no son tan ambiciosas. Con todo, debo explicarme. Muchos de los que en este momento se encuentran leyendo estas líneas seguramente estarán más o menos familiarizados con la poesía de Leopoldo María Panero, aunque probablemente pocos habrán leído su prosa. A todos ellos me permito recomendar la lectura de esta obra, pues van a poder descubrir a un prolífico autor de ensayos, conferencias y artículos que se esconde tras esa vertiente lírica y que, a su vez, la dota de sentido. De ahí el porqué del título con el que se abre este prólogo, pues el volumen se presenta como un manual indispensable para adentrarnos en el pensamiento de su autor —sumergirnos en el laboratorio— y, por qué no, entender mejor sus poemas. Puede que más de uno discrepe y piense que lo recomendable es enfrentar la lectura de cualquier texto —también de un poema— sin ACE
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PRÓLOGO
ninguna guía previa. Quizás tengan razón —no lo creo— los que defienden todavía la idea de un lector naif y mi propuesta sea equivocada. En ese caso, propongo acercarse a su prosa no como antesala de la poesía, sino como una estimulante experiencia intelectual. Atrevámonos a ir un poco más allá y desmontemos algunos de los tópicos ligados indefectiblemente a la figura de su autor: la imagen de un poeta loco que en momentos de lucidez era capaz de crear un poema genial, mezcla de transgresión, dolor y ternura. Es verdad, por qué negarlo, que el mito de poeta maldito —con el que en ocasiones coqueteaba y en otras parecía renegar— le granjeó muchos seguidores, pero también es cierto que al mismo tiempo su obra se ha visto solapada en parte por culpa de una agitada existencia. Sólo alejándonos del mito —“no usen mi torpe biografía para juzgarme”— podremos acercarnos al autor de estos escritos y así descubrir a uno de los pensadores más lúcidos e inquietantes de los últimos años y, lamentablemente, de los más desconocidos. Prosas encontradas reúne alrededor de doscientos textos de Leopoldo María Panero —artículos, conferencias, manifiestos, correspondencia, cartas a periódicos, y alguna sorprendente entrevista— publicados en diferentes diarios y revistas desde 1970 (año novísimo), de los que más de la mitad permanecían inéditos hasta hoy en libro. En la presente edición, por tanto, se ha prescindido de todo aquel material que ya había aparecido previamente publicado en otros volúmenes. A través de todos estos textos el lector se irá adentrando en el “mundo paneriano” e irá descubriendo a un autor que, desde el primer escrito publicado hasta el último —casi medio siglo de escritura—, mantuvo las mismas obsesiones: la Filosofía, la Psiquiatría, el Psicoanálisis. Pero también la “Gran Política”, la Revolución del “hombre total”, más allá de la sola liberación marxista. De ahí Debord y la Internacional Situacionista. Su palabra se alza contra todas y cada una de las formas de aniquilación social, defendiendo otras formas de percibir, de relacionarse, de sentir la vida más allá de los diferentes mecanismos de censura del lenguaje. Y no cesa de reivindicar todo pensamiento que se mueva en los márgenes, desde las herejías medievales al satanismo, desde el vudú hasta la cábala, de tantas y tantas maneras distintas de posibilitar un
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encuentro con nosotros y con los demás, encuentro que se ve reprimido constantemente por ese control social de la percepción. Por ello su beligerante oposición a la Psicología y al Psicoanálisis —disciplinas que conoce como pocos—, pues ambas persisten en tratar de hallar un plano del laberinto, reduciendo así la especificidad humana a la mera interpretación de un conjunto de símbolos o, en su defecto, de sueños. Panero ve en ellas diferentes formas de estigmatización del ser humano y, por qué no, de cosización, negando su diferencia, su naturaleza individual más allá del manual y del grupo: “No, la locura no es una enfermedad. Son víctimas del mayor de los aplastamientos sociales. No son locos, sino enloquecidos. La locura es una reacción normal ante determinadas situaciones de jaque mate social o microsocial. Cualquier individuo reaccionaría de la misma manera ante parecidos estímulos.” Es revelador que los dos nombres que más veces aparecen en el libro son los de Freud y Lacan, seguidos de los de Marx, Hegel, Nietzsche, Deleuze, Jung. Pero también los que escoge como sus abogados, pues su discurso se sostiene ideológicamente en una tradición de proscritos que, al igual que él, han sabido construir una obra moviéndose siempre en los límites: Poe, Mallarmé, Crowley, Kafka, Pound, Artaud. De ahí la saturación de nombres y de citas en distintos idiomas con los que constantemente salpimienta y acompaña cada texto. Por momentos parece que el autor necesite apoyarse en los suyos, arroparse con aquellos que anteriormente transitaron por su misma senda, demostrando que en este periplo, en este carro de las marionetas, todavía queda alguien —a riesgo de parecer un loco— que se atreve a mover él mismo el resorte. Así, durante más de cuarenta años, Panero ha ido conformando una obra de una coherencia absoluta en la que —ignorando el séptimo aforismo del Tractatus— ha persistido en escribir una y otra vez aquello que no se puede decir, tratando de abrirse paso a través del inmenso silencio de la literatura. De ahí esa necesidad de reivindicación en cada una de sus creaciones, mezcla de resentimiento y de orgullo intelectual, donde cada uno de los temas se repite sin cesar conformando un solo y único discurso. Es cierto que Panero no nos lo pone fácil. En demasiadas ocasiones su lectura se torna casi imposible, pues emplea un lenguaje barroco, tortuoso, cercano muchas veces al delirio. Pero esa intencionada oscu-
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PRÓLOGO
ridad no es otra cosa que el riesgo consciente que asume el autor de caer en el vacío, es decir, de no ser entendido, ni siquiera leído, o de serlo tan sólo por unos pocos. Lo dijo Derrida a propósito de la poesía: “todo poema corre el riesgo de carecer de sentido, y no sería nada sin ese riesgo”. Y Panero se arriesga una y otra vez al fracaso —“por no haberte arriesgado a perder el sentido, he aquí que careces de él”—, lo que no significa que lo defienda y lo persiga. De ahí el alto grado de complejidad de su escritura, de ahí lo cifrado de su mensaje. La literatura no debe protegerse. Panero escribe con rabia y habla desde la soledad del que siente que no es escuchado, ni mucho menos leído. Y es ese mismo silencio —debo recordar al lector una vez más que la mayoría de los textos que aquí se recogen jamás han visto la luz en libro— el que a la vez le confiere una libertad total para escribir aquello que no se puede (o no se debe) decir. Porque Panero, al igual que Pound y Artaud, convirtió su vida en parte de su obra, llevándola quizás hasta los límites de lo inconcebible: “Hoy las arañas me hacen cálidas señas desde / las esquinas de mi cuarto, y la luz titubea, / y empiezo a dudar que sea cierta / la inmensa tragedia / de la literatura”. Por respeto a ese compromiso y para acabar de una puñetera vez con esa tragedia hay que leer a Leopoldo María Panero. Confío por tanto en que el lector tenga la curiosidad y el coraje necesarios para sostenerle el pulso a una escritura tan radical, para enfrentarse a una lectura que puede herirle: “Si los demás no se comen el tarro, es problema suyo. Que no entren en el bosque de la noche. Desde el principio supe que no había salida”. Invito al lector a entrar en el bosque de la noche, a abordar el texto como un “hueco” que debe rellenar a través de la lectura —“porque el texto no será nunca el Texto, será siempre su ausencia”—, desvelando algún sentido oculto del autor o bien revelando otros nuevos. Ya lo dijo Borges —a quien Panero tomó como modelo de escritura—: “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”. La lectura debe ser el acto supremo de la perversión, puesto que la literatura no es nada en sí misma, es decir, no es nada sin la lectura. Tres veces se cruzaron nuestros pasos: la primera —balbuceabas acerca de herejías medievales en la Facultad de Psicología de Barce-
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lona—, sentí vértigo; la segunda —fumábamos Bisontes en el Psiquiátrico de Mondragón—, me conmovió tu soledad; la tercera —tras leer una comunicación sobre tu poesía en el congreso “Poéticas novísimas” de Zaragoza—, nos fuimos de copas y te quedaste con mi tabaco. Ahora me cuentan que has muerto. Quizás siempre lo estuviste —en la medida en que lo está todo aquel que decide no vivir—, quizás nunca morirás —léanlo y sabrán por qué lo digo—. Léanlo. Lean a Leopoldo María Panero. FERNANDO ANTÓN CONTRERAS
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ESTA EDICIÓN
Toda labor de edición conlleva establecer unos criterios y adoptar una serie de decisiones que muchas veces es necesario aclarar o, como mínimo, dejar constancia de ellas. Y puestos a aclarar, quizás habría que empezar explicando el origen de Prosas encontradas. La razón de publicar este libro surgió cuando Túa Blesa, Catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Zaragoza y, seguramente, el mejor conocedor de la obra de Leopoldo María Panero, me propuso sacar a la luz la gran cantidad de artículos que había reunido durante largo tiempo. Y fue él también quien me puso en contacto con el responsable de Visor Libros, que desde el primer momento apostó por su publicación. Una vez estudiado todo el material, los textos acabaron vertebrándose en tres partes: “Prosas encontradas”, “Artículos en ABC ” y “Artículos en EGIN”. El primer capítulo, “Prosas encontradas”, incluye todos aquellos escritos —una poética, artículos, conferencias, reseñas de libros, manifiestos, críticas de exposiciones de pintura, una presentación de una obra teatral, una carta al director de un diario e, incluso, un epitafio— extraídos de una treintena de diferentes publicaciones y ordenados cronológicamente. Arranca con la “Poética” novísima del año 1970 de la antología de Castellet (único texto no publicado previamente en prensa) y finaliza con un breve escrito que apareció hace una década en una revista dedicada al suicidio. El segundo capítulo recoge los artículos que Panero publicó quincenalmente durante un periodo de seis años en el periódico ABC (entre el
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2 de mayo de 1987 y el 19 de junio de 1993). En total se trata de 76 textos, a pesar de que el número total de colaboraciones con el diario madrileño ascendió a 82. Este desfase no se debe a que no se hayan querido incluir esos artículos, sino a que seis de ellos no son sino repeticiones de otros enviados anteriormente a la misma redacción. Un ejemplo más de la consabida picardía del autor para conseguir dinero. La gran mayoría de columnas de ABC aparecieron bajo la cabecera “El nido del cuco”. El tercer y último capítulo lo conforman los documentos que Panero envió desde el Antiguo Hospital Psiquiátrico de Santa Águeda de Mondragón al clausurado diario guipuzcoano EGIN. Un total de 54 columnas que aparecieron quincenalmente bajo el epígrafe “Nire Txanda” (“Mi turno”). La colaboración con este medio se prolongó alrededor de dos años y medio, desde el 29 de enero de 1996 hasta el 14 de julio de 1998. En esta ocasión ningún texto se publicó por duplicado. Por último, el volumen se cierra con un apéndice dividido también en tres partes: “Artículos enfrentados”, “Textos inéditos” y “Entrevista a Jaime Gil de Biedma”. “Artículos enfrentados” incluye siete textos que se dividen a su vez en tres grupos. El primero está formado por una crónica de Martín Vilumara —pseudónimo de un gran librero y editor que prefiere seguir en el anonimato— en la que hace un balance de la literatura española del momento (primeros años setenta) y la consiguiente respuesta de nuestro autor. El segundo lo conforma un artículo de Eduardo Haro Ibars —amigo íntimo de Leopoldo— acerca del movimiento Dadá y la posterior réplica de Panero. Y, por último, una composición mítica en la trayectoria del poeta: “Última poesía no española”. Particular selección de la poesía del siglo XX en la que, con lacerante verbo, Panero critica lo que él acostumbraba a llamar el “parnasillo literario circense”. Y, cómo no, acompañan al texto dos de las respuestas más airadas a tan incendiaria y personal antología: las de Guillermo Carnero y José Ángel Valente. “Textos inéditos” se compone de seis documentos mecanografiados que, tal y como revela el propio epígrafe, no habían sido publicados hasta la fecha. Se trata de una conferencia, tres versiones distintas de un manifiesto, un escrito “encontrado” y un diario. Cinco de estos textos
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han podido divulgarse gracias a la generosidad de J. Benito Fernández, biógrafo de Panero y, probablemente, la persona que atesora mayor cantidad de documentos sobre el poeta. El sexto es fruto a la vez de la generosidad, la investigación y el azar: fue encontrado en el archivo de la Galería Buades que hoy alberga el Museo Patio Herreriano de Valladolid. El apéndice se completa con una pequeña joya y un regalo para todos los lectores: la entrevista que en 1977 realizaron Leopoldo María Panero y Biel Mesquida a Jaime Gil de Biedma en presencia de Ángel González, Carlos Barral y Juan Marsé. El orden adoptado en la presentación de los contenidos del libro ha sido el cronológico. De todas maneras, al dividirlo en tres capítulos según la fuente de las publicaciones, se ha dado la circunstancia de que algunos de los textos del primer capítulo son posteriores a los de los dos siguientes, algo que no ocurre con estos últimos, ya que las colaboraciones con los diarios ABC y EGIN no se solaparon en el tiempo. La información sobre la procedencia de los textos aparece al final de cada uno de ellos con la intención de poder facilitar su consulta. Varios de los escritos aquí reunidos han sido reproducidos en otros medios o recogidos posteriormente en diferentes antologías y en algunos de los casos han sufrido diversas modificaciones. En ese caso se ha optado por poner tan sólo la referencia del lugar donde aparecieron publicados por primera vez y respetar la forma que presentaba el documento en su formato original. El caso de los seis artículos publicados en ABC por duplicado ha generado alguna que otra duda cuando estos presentaban variaciones, ante la posibilidad de que hubiera sido el propio autor el responsable de alguno de los cambios. Puesto que no ha habido forma de averiguarlo, el criterio empleado ha sido el mismo: ha prevalecido la publicación original. Algunos de los títulos que recogen artículos de Leopoldo María Panero son Aviso a los civilizados, Y la luz no es nuestra y Mi cerebro es una rosa. Aun así, más de la mitad de los textos no habían visto jamás la luz en libro (en el caso de los capítulos uno y tres, prácticamente el ochenta por ciento permanecían inéditos en este formato, así como la totalidad de los que aparecen en el apéndice).
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En cuanto a las citas, el criterio empleado ha sido el siguiente: en los casos en que presentaba algún error en la lengua original se ha consultado la fuente de la que se había tomado y se ha corregido la errata. La multitud de correcciones se justifica en el hecho de que la gran mayoría de las veces el autor citaba de memoria. En el caso de que la cita no figurara en la lengua original en que fue escrita se ha optado por dejarla tal y como estaba, puesto que no se descarta ninguna posible perversión del autor, lo que por otro lado no sería de extrañar. También es importante anotar que en la publicación se ha decidido prescindir de la ingente cantidad de notas y aclaraciones que han surgido durante la labor de edición. Esta omisión responde al único y simple hecho de no saturar de datos al lector e interferir con un exceso de información la lectura. De esta manera, sólo se han añadido aquellas notas imprescindibles para aclarar cualquier posible equívoco. El resto corresponden a los textos originales. Probablemente hubiera sido necesaria una edición crítica para poder abordar la dificultad de cada una de las decisiones adoptadas, posiblemente en más de una ocasión equivocadas, de las que me hago único responsable.
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POÉTICA
“El siguiente personaje que sale a escena soy yo: dibuja ahora el escorzo de un comedor de opio con su pequeño “recipiente de oro de la maléfica droga” posado sobre una mesa cercana. En él puedes poner un cuarto de láudano color rubí. Todo esto junto a un texto de metafísica alemana justo al lado: mi cercana presencia estará así suficientemente demostrada.” THOMAS DE QUINCEY
(De Hortus conclusus) Peter Pan, Garfio. GARFIO.—Vivo dentro de la fantasía paranoica del fin del mundo y no sólo no quiero salir de ella sino que pretendo que los demás entren en ella. Todas mis palabras son la misma que se inclina hacia muchos lados, la palabra FIN, la palabra que es el silencio, dicha de muchos modos. Porque es un FIN que incluye a todos en la única tragedia a la que sólo se puede contemplar participando en ella. Es la tragedia convertida en absoluto y por consiguiente desaparecida. Es la muerte que desaparece. Vivo bajo la sola protección de una idea: el muro de lo absoluto es para mí una enfermedad o excepción que a todos incluye. Se trata siempre del fin en la tragedia, pero cuando este fin es el sueño del fin universal, la tragedia trata en él de ser plenamente. Es un crepúsculo activo: un asesinato. Nueve novísimos poetas españoles, José María Castellet (editor), Barcelona, Barral Editores, 1970, páginas 239-240.
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INTRODUCCIÓN A LA POESÍA (O Ungaretti y los vampiros)
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NGARETTI ha muerto, dicen. Pero siempre lo estuvo. O al menos desde que empezó a llamarse Ungaretti. Ungaretti, pues, actuó la muerte antes de padecerla: éste y no otro es el significado del Biathanatos. Para ser más exactos, su biografía es así: primero padeció (la muerte, antes de que ocurriera), después la actuó (para salvarse) y finalmente la padeció, pero ya en vano. Nadie ahora dudará de que su biografía es tres. 1 y 2 no es necesario que sea primero uno y después otro, pueden pelear (efectivamente hay algunos poemas-huella, en los que del 1 algo queda) hasta que 1 casi desaparece cuando es pleno: término en el sentido de plenitud, 1 y 3 son hechos, hechos crudos. Sujetos al tiempo. 2, no. 2 no es un hecho, y cuando ocurre todo (lo demás) deja de suceder. Ungaretti compuso así su biografía porque amaba el tres. Y en el tres celebró la muerte del 7. Se sacudió el 7 o número femenino y empezó a elaborar otra muerte, contradictoria como un recuerdo —que es muerte y no lo es, muerte que dura— pero que cada vez se parece menos a él, y así, poco a poco, dejando a un lado la muerte perecedera, la muerte que muere que el recuerdo es —o huella que se borra de algo que se ha borrado— se decide por una muerte inmortal. Dejar a la mujer por algo que no es el hombre, a unas tinieblas menos claras por otras que lo son extrañamente es algo no solamente loable, sino necesario para algunos. Se dice en estas circunstancias a los niños, para que no comprendan lo que nosotros tampoco, que aquél que ha muerto ha hecho un viaje. Pues bien, repito, Ungaretti hace tiempo —no sólo hoy— que cumplió su viaje hacia la tierra donde sólo se está, donde no se viaja. No es que de ese castillo ya no se pueda volver, porque una vez con el castillo qué
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hacer con el ir y el volver: mueren, de muerte antinatural. Y volviendo al Biathanatos: John Donne acertó si dijo —como Borges pretende adivinar en su lectura de este texto— que Dios es un suicida, porque suicidarse, para conseguir la eternidad, es el único camino. Por ejemplo: qué importa que el barón de Escandinavia haya existido o no. Tal vez vivió, a la larga —sabiamente, en lugar de a la corta— se suicidó y mucho después de hacerlo murió, sórdidamente —pero, repito, qué importa— después de muchas lágrimas, que, pensándolo bien, me dan tanto asco como el sudor. Porque una lágrima escrita no es ya una lágrima. Y no hay dolor en “El Dolor”. No importa que fuera él quien lo compuso (o, mejor dicho, sirvió para componerlo). Y es el caso que el barón de Escandinavia ahí está, no en nuestros corazones, como dijo Mick Jagger falsamente de Brian Jones mientras volaron las mariposas negras, que en realidad eran blancas —porque el blanco no absorbe la luz del sol, sino que la rehuye; aquí la inocencia es no-humanidad—. No en nuestros corazones, sino chupando de ellos, como vampiro que es, y no sólo él, sino todos nosotros, si cansados de ser optamos por el inconmovible estar. Éste es el secreto de Ungaretti. Y éste es mi secreto: toda mi vida los vampiros me obsesionaron. Saber ahora que soy uno de ellos, felizmente. El vampiro empieza a vivir cuando muere; yo diría más: contra lo que comúnmente se opina empieza a vivir cuando en el centro del pecho le clavan una estaca. Sólo si encadenados son libres. Hay quien trata de descubrir el infinito: en el amor —al amparo de la ley—, en el sexo —fuera de ella—, en el poder —imponiéndola—; Ungaretti, viendo que era imposible, se lo inventó. Y ahora, como dijo Artaud, aunque haya muerto, “el infinito es un muerto que no está muerto”. Pueblo, año XXXI, nº 9573, 10 de junio de 1970, página 35.
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CARLOS PIERA (Versos)
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I está prohibido interpretar, esto es, juzgar el sentido por un significado, no lo está, no lo estaría, si el modelo invocado, criterio por el cual se juzga, fuera precisamente la unidad de sentido y significado (casi “la unión de lo que no puede unirse”). Unidad que no consistiría en reducir el uno al otro, tal como a veces se ha hecho (en la llamada “poesía social”, tan imbécilmente criticada por lo que no es sino su reproducción especular: el esteticismo) o en esa mezcla confusa que llamóse simbolismo: unidad que sólo se produce cuando el sentido se desdobla y se mira a sí mismo, convirtiéndose así, por zeia tejné, en significado. Esto aconteció, a decir verdad, pocas veces, una de ellas en ma larme. Esto que aconteció ha dado aquí, al parecer, lugar a una serie de confusiones; se creyó que la audacia de aquel viejo radicaba únicamente en nimiedades tales como “organización” (del poema) o algo que no queda muy claramente expresado, pero que bien se ve que equivale a cosas tales como seriedad, control, autocensura, culturalismo, erudición, etc. Un moralismo que ya implicaba el viejo, como nos muestra Deleuze en su ensayo “Nietzsche y Mallarmé”, pero que, desde luego, no constituye lo esencial de su textura, ni es, por cierto, en modo alguno, en él tan triste, torpe y descarado. Desde luego que, en un ámbito cultural como el nuestro, es fácil engañar, dar liebre por gato, y así ocurre vastamente, por no hablar de la subcultura de suplementos dominicales, en esas comedias de ruptura, de las que el ejemplo más célebre quizá sea esa antología de kitsch surrealista que mentirosamente —ya que repetición sin diferencia y por ello kitsch — llamóse “novísimos” (sintomáticamente, sin embargo, dado que el concepto de “novedad” forma parte, lo mismo que el de “originalidad” o el de “calidad”, del valor de mer-
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cancía de la obra artística). Es fácil, demasiado fácil. Pero la perversión va más allá si se nos quiere hacer pasar, como ocurre, por ejemplo, en Félix de Azúa (Edgar en Stéphane, que viene a significar, de hacer caso al prólogo, algo así como “el cuerpo en el alma” —pareja de opuestos que, como se sabe, es una corrupción cristiana de aquella otra antinomia gnóstica, muy lacaniana, de espíritu y pneuma—), a Paul Claudel por Mallarmé. Pero dejemos ya este contrapunto. Porque he aquí que de nuevo el silencio nos dice, en lugar de limitarse a hablarnos, y esto adviene en un libro que será largamente desoído, lo cual, pese a estrangular algo en mí, no lo contradice, dado que a nadie se dirige (“hace tiempo que ya no dirijo mi palabra a nadie”, pudo decir su autor, como aquel viejo amigo suyo, otro homo albus, cuya biografía, al igual que la de éste, se halla “amargamente despoblada”). Este libro, escrito para nadie, se titula Versos, lleva la firma de Carlos Piera y ocupa el número 21 en la colección Visor de poesía. Nada más. Sólo cabría añadir, ya que tanto gusta el cómic, una ilustración gráfica de cuanto he dicho: sería una foto en la que no aparece nadie (todos ellos en posturas muy tiesas, mirando a la posteridad), en la página… del libro Lautréamont par lui-même, de Pleynet, y en donde se nos dice “visage d’une rhétorique sans Isidore Ducasse” u otra, no sé si foto o grabado, en que aparece Poe rodeado de sus contemporáneos: a Poe lo designa una cruz; a los demás, a todos, hace ya mucho tiempo que los barrió el olvido con su inmensa escoba. Pueblo, “Pueblo Literario”, año XXXIV, nº 10370, 3 de enero de 1973, página 7.
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LOS ABOMINABLES MAMARRACHOS
“De todas las palabras, la que quizás ha hecho más daño a la escritura ha sido la palabra ‘genio’. Si perdura, al mismo tiempo que nociones más silvestres que salvajes como ‘inspiración’, ello sin duda se debe al desinvestimiento de la escritura por parte del capitalismo, a su descodificación por parte de este sistema ‘profundamente analfabeto’.” DELEUZE-GUATTARI
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UESTO que el artista no cuenta ya, a causa de esta desintegración del sistema, con un lector, con una crítica “viva”, ya que la única respuesta con la que cabe contar es con la de una crítica “muerta”, que opera con códigos arcaicos que ya no tienen vigencia ni en el escritor ni en el improbable lector (por consiguiente, la función de esta crítica es policial: se trata sobre todo de “juzgar”, el presente no ya por el pasado, sino por el resentimiento que originó el fallecimiento de éste; se trata no ya de analizar, sino de prohibir o elogiar lo que aún se atenga al principio de identidad, lo que a pesar de todo persevere en los pobres y secos mitos de la división del trabajo); puesto que su producción es en suma, en este sistema, improductiva, inexistente, inútil: o bien el artista hace suya esta situación, dando así lugar al “esteticismo”, en el que se celebra el absurdo —por supuesto previo al esteticismo— del “arte por el arte” (pese a lo cual el esteticista se afana en publicar, en lugar de autosatisfacerse con sus propias obras, que sería lo consecuente y en algunos casos lo más provechoso para el lector: me refiero por ejemplo al segundo Carnero, El sueño de Escipión, y al tercer y cuarto Gimferrer); o bien rechaza —vanamente, impolíticamente— este no-código capitalista
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mediante códigos fenecidos, mediante nociones silvestres como “inspiración” o “genio” —al mismo tiempo que se refugia en un público, en un lector inexistente: la posteridad. Todo ello en lugar de la única actitud valerosa, que sería, no ya acomodarse al presente —esteticismo— o tratar de resucitar desesperadamente el pasado, sino ir aún más lejos en esa —para el espíritu pequeñoburgués— espantosa descodificación, ir aún más lejos de lo que el capitalismo ha ido en la muerte del arte, de la escritura: hacer ver, por ejemplo, que si el arte, la escritura, han muerto no ha sido sólo por causas externas, sino también internas: el arte, la escritura han muerto por una sola causa: por cuanto eran fruto de la división social del trabajo, de la división entre trabajo manual y trabajo intelectual, y de la división del hombre entre lenguaje y energía, entre significado y sentido: así nos correspondería inaugurar un nuevo arte total, hecho por todos, fusión de sentido y significado. Esto es lo que, fundamentalmente, quieren decir Lautréamont, Mallarmé, Artaud: no habrá ya entonces necesidad de “crítica”, por cuanto, de ahora en adelante, ésta radicará en el mismo arte: se acabó el arte “inspirado”, ateórico (y por consiguiente ideológico) y acrítico; y la crítica, si aún quiere ser, habrá de ser artística, tan total como el arte que pretende criticar. Ejemplos de este arte total, en España, sería imposible encontrarlos en la escritura: el único que me viene a la memoria pertenece a otro género, y es Darío Villalba, quien con sus obras ha hecho morir el “cuadro”, ha abolido —o tratado, al menos, desesperadamente abolir— la separación existente entre público y “autor”. El arte entonces ya no se “consume”, por cuanto producción y consumición vienen a ser uno y lo mismo: la producción se consume a sí misma, la consumición es ahora capaz de, consumiendo, producir. En el campo de la escritura todo sigue tan desesperado e inmóvil —iba a decir como siempre, pero no siempre fue así— no hay que olvidar lo olvidado: la escritura del despotismo (en el sentido que esta palabra tiene en el contexto Deleuze-Guattari): Góngora, Villamediana, Bocángel, Juan de Jáuregui. Hay de un lado la escritura que pretende hacer brillar las condiciones a que se ve sometida por el capitalismo —que pretende incluso haber inventado ella misma estas represiones—: Gimferrer, Carnero, Félix de Azúa; por otro lado, hay los “genios”: Carlos Trías,
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Ana Moix, Víctor Orenga —éste último nombre quizás resulte desconocido para el lector, pero en breve plazo, si no me equivoco, tendrá ocasión de hacerse con una obra suya, en Tusquets Editores, una mezquina imitación de Beckett. Y la verdad es que de lo malo escojo lo peor: prefiero los “ambiciosos burgueses” a los “abominables mamarrachos”, al menos los primeros ejercen sobre sí cierta censura, su ambición les obliga a cierto sentido de realidad, lo cual redunda en beneficio de la calidad; mientras que los segundos, fiados en su divinidad, no se obligan a nada, la escritura les importa un bledo, el lector también; actúan impunemente y cualquier teorización de su práctica les sonará a falsa: les preocupa únicamente “saber” (?) que son genios, y como esta palabra, a decir verdad, es difícil de significar (ni siquiera Goethe lo logró plenamente), se sienten libres para cometer toda clase de crímenes, contra la escritura, contra la producción: en efecto, no hay nadie que responda en nombre de una ni de otra: es, pues, fácil para ellos ser “irresponsables”, y hacer coincidir esta noción con la de genio. Puesto que es necesario que esto se dirija a alguien, y a alguien reciente, escogeré Walter, por qué te fuiste de Ana María Moix, aun cuando podría ilustrar también esta crítica obras pasadas —como El juego del lagarto de Carlos Trías— o futuras como Ouroboros de Víctor Orenga. Y nada más queda por añadir, excepto quizás, solicitar en vano un poco más de respeto para una palabra que Poe tanto amó. Diario de Mallorca, “Letras”, 9 de mayo de 1974, página 34.
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EL VELLO DE ROLANDO (Estructuralismo y modernidad)
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OS sistemas ideológicos son ficciones: novelas sin aventuras, lenguajes ficticios, imaginarios… Cada ficción está sostenida por un habla social, un sociolecto con que se identifica; la ficción es ese grado de consistencia en donde se alcanza un lenguaje cuando ha cristalizado excepcionalmente y encuentra una casta sacerdotal (intelectuales, políticos, etcétera)”.
ROLAND BARTHES: EL PLACER DEL TEXTO En el preciso momento en que la literatura ha muerto, la crítica, que fue siempre un cadáver, una instancia policial encargada de mantener la literatura dentro de unos límites que ella —aparentemente— fijaba, renace, y esa aparición debería producir tanto espanto como un Nosferatu inmune al amanecer. Ello significa que las “teorías” aparecen siempre para resolver problemas que la Historia ya resolvió brutalmente; es decir, inconscientemente. La literatura ha muerto —o en el mejor de los casos, agoniza, se resiste a morir— por una triste causa: en primer lugar, porque la materia de que estaba hecha, el lenguaje, dibujó ya la posibilidad de su muerte en la palabra DADÁ, víctima de un inconsciente, de una lengua que negaba la materialidad del habla o la irrealidad de una escritura literaria o filosófica encargada de disfrazar al significante de significación: disfraz precario, vestido del Rey que en realidad va desnudo (sólo un niño se atreve a denunciar la estremecedora obesidad de su cuerpo, cubierto sólo por el velo de lo inexistente: sólo un niño toca, tras el velo, el vello). El
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orden del significante, el verbum dimissum es lo que hoy —en la modernidad; es decir, en el retorno de lo reprimido— empezamos a recordar, a articular, en un contradiscurso al que le repugnan tanto los gendarmes del habla que lo reprimían brutalmente como los disfraces que le daban, tras de las lentejuelas, un relativo acceso a la asfixia. En segundo lugar, porque la literatura era una representación de ese inconsciente que hoy se quiere sujeto y no representación: era la conciencia ficticia de ese inconsciente, una codificación del flujo esquizofrénico, de la intensidad que hoy necesita actuar. En tercero, porque el capitalismo ha desterritorializado la mencionada escritura literaria, quien ya no le sirve para manipular al ello demasiado fuerte como para ser manipulado por una palabra y localizado en unas clases que están socialmente admitidas, como el ello mismo, sólo a condición de ser negadas (material e ideológicamente): el proletariado, que es el niño del cuento. El espectáculo, tejido como ello de imágenes y no de símbolos verbales, sustituye hoy por esa razón a la escritura; el espectáculo es, pues, una conquista del inconsciente socialmente prohibido, a la vez que el secreto de su derrota. La escritura ya no sirve al capitalismo, y al igual que la energía excesiva por él representada —y por lo mismo negada—, se ha convertido en una forma más de lo antieconómico, de lo inútil. Esta triple muerte de la escritura literaria es un hecho tan cierto como innumerables veces mal comprendido (quizá por ser demasiado reciente); a excepción de los situacionistas, que la conciben como algo debido principalmente a la separación de dicha escritura, a su calidad de práctica especializada, de lenguaje ficticio “cristalizado” en una “casta sacerdotal”, los intelectuales, esa clase separada de la sociedad debido a su apropiación exclusiva de la retórica, de las técnicas de su ficción. Ésta sería la cuarta razón de esa muerte o de esa desvitalización de que aquí nos ocupamos. La muerte de la literatura —natural o violenta, por efecto de la susodicha “desterritorialización”— ha sido acogida de varias formas por parte de quienes aún escriben, o lo intentan, o lo pretenden. En unos ha dado lugar a una producción sobreabundante, por la insistencia de rivales, de “textos” de calidad cuasi-nula, pero frecuentemente de un alto valor de mercancía: éstos son los productores de kitsch, quienes, según Broch, no eran “malos escritores”, sino delincuentes; los ejemplos son
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demasiado numerosos: desde Ginsberg a Evtuchenko, pasando quizá (muy de prisa) por Terenci Moix. En el escritor que, sensu stricto, aún escribe, o que al menos lo intenta la reacción es antagónica, pero no es tampoco una contestación eficaz de aquello a lo que responden: se trata aquí de hacerse eco del asesinato de la escritura agonizante por parte de un capitalismo “profundamente analfabeto”, con un suicidio, el del autor y el de la obra: la negación del valor de mercancía del texto literario, una de cuyas ficciones necesarias era, precisamente, la de un autor. Estos escritores sólo pueden convertirse en un saneado valor de mercancía cuando han muerto: entonces ese valor es doble, por obra de la plusvalía de la muerte. Finalmente, un tercer tipo de escritores asumen una postura intermedia; hacen suya la desterritorialización y se limitan a lo que el capitalismo les concede: el mero valor de mercancía; es decir, la calidad: fabrican productos de calidad, no precisamente “geniales”, pero sí “buenos” (acogiéndonos al vocabulario usual), sin intentar jamás salir de la caja de embalaje, del “parque nacional” que supone para la escritura su aceptación en tanto que mercancía, en tanto que objeto útil, económico. Estos autores que hacen de su castración una religión, son los llamados “esteticistas”. Y llegados aquí, será bueno que nos preguntemos, volviendo a Barthes: ¿Es a este placer —el del esteticista—, a esta peculiar excitación del linfático que es el “efecto estético”, al que se refiere Barthes? En ese caso, dicho placer no es nada “nuevo” (lo que para Barthes y Freud —citado por él— es la “condición del goce”), sino todo lo contrario: una regresión. No se trata de nada excepcional, de nada “moderno”: Barthes cree, en efecto, que lo moderno es la excepción absoluta —la “excepción de los místicos”—; es decir, algo sólo creíble por efecto de una retórica por otra parte no muy hábil: ya que no hay excepción que escape totalmente a la totalidad, al sistema, lo que es la condición no del goce, sino de la recuperación de esa excepción por la regla, recuperación que por ello es siempre posible en parte (incluso la Mística se basa siempre en el código religioso que, sin embargo, pervierte o invierte). A propósito de lo “nuevo”, Barthes debiera haber escuchado la amorfa lección del Eclesiastés. Pero volvamos a los “placeres” del crítico francés: parece apuntar en la dirección de que éstos son reductibles al disfrute de la mercancía, rea-
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firmación de que “el texto es un fetiche”: el fetichismo no es en efecto, sino “el fetichismo de la mercancía”, y por otra parte es, lo mismo que el esteticismo, una perversión ascética. Si es así, es inútil que Barthes se defienda de las acusaciones que según él le plantearía un “moralismo político”: la acusación no proviene de ahí, sino para su sorpresa, de una ética hiperpolítica y es una acusación de moralidad; es decir, de partícipe de esa moral de la escritura, de esa suerte de cristianismo “moderno” que, negando el azar sugirió ya Mallarmé (Deleuze, “Nietzsche y Mallarmé”) y que codificó totalmente, como una ascesis mística, Blanchot en El espacio literario: un espacio en verdad por cuanto ajeno al tiempo, a la vida a la que alude el término “imposible”. Esta moral de la escritura implica la muerte de la subjetividad, y por ello se presenta a sí mismo como “ciencia”: es decir, como práctica objetiva y objetivante que se atiene siempre a una exclusión previa de la subjetividad, necesaria para sus análisis de objetos (incluso cuando el objeto de este análisis es precisamente la subjetividad a la que entonces destituye en la noción de psique). La “ciencia” a que se acoge Barthes es el “estructuralismo”, la lingüística, que, como bien dice él mismo en uno de sus lapsus, estudia no al habla viva, sino al habla escrita: “No hay —dice— ninguna gramática locutiva”. Ninguna gramática de la “plaza de Tánger” descrita por Sarduy y citada por Barthes, como lugar de la confusión entre el lenguaje y el ruido (Barthes llama a esto “estereofonía”). La ciencia, debido a su exclusión previa de la subjetividad de la energía excesiva prohibida hoy en su totalidad por una sociedad que es sólo económica, resulta la única escritura actualmente no desterritorializada, actualmente en el poder. El escritor que busca refugio en el poder, cuando no “se hace cineasta”, no para “destruir” al arte como pretende Barthes, sino simplemente para venderlo, se acoge a la “ciencia” (al estructuralismo, tan bien recibido por los que sentían como un peligro para sí mismos la pérdida de “razón” del arte). La ciencia, si la modernidad es la excepción, es actual, pero no moderna, ya que excluye toda excepción (aconsejo una lectura detenida de Charles Hoy Fort, El libro de los condenados, pero no de sus epígonos: Pauwels, etc.), en una práctica homogénea carente de todo valor, de toda Heterogeneidad. La ciencia, en tanto que práctica excluyente, es una
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moral, la última forma de la Moral: de ahí las limitaciones, los forcejeos, las contradicciones de todos aquellos que como Barthes se pretendan en el interior de ella “inmorales” o “amorales”: ya que su única amoralidad será a fin de cuentas la relativa amoralidad de la moral científica en cuanto que no toca el problema del valor, valor que la moral arcaica, religiosa, asumía aunque de forma invertida: extrayéndolo no de la vida sino de la muerte, y planteando así una exigencia (la de la muerte) que como decía Hegel era la más difícil de sostener. Antaño la vida estaba reservada a la inmoralidad de los amos: hoy, sin embargo, lo que en aquellos amos medievales era un “sacrificio mítico” se ha vuelto real, y los amos actuales son tan esclavos como aquéllos a quienes explotan, de una moral amoral y atea: la omnipotencia de la economía que ha extendido sus tentáculos inclusive a la subjetividad de sus amos, prohibiendo en ellos, como en los esclavos, todo éxtasis, todo lujo energético. Esta situación ha permitido, como su expresión velada, el “florecimiento” de una corola que surge, como en una leyenda de Bécquer, de un cadáver (el tiempo “congelado” capitalista): el estructuralismo y la crítica literaria ligada a él que despoja, uno tras otro, de sus pétalos a “las flores imaginarias de la cadena” sin llegar nunca a recoger “la flor viviente” (Marx, Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel ), que desmitifica todo excepto la muerte. Sin embargo, hemos quizá generalizado demasiado por cuanto sabíamos que “toda generación es excesiva” y deseábamos excedernos: Barthes habla en efecto, al final de su libro, del “placer del texto” como una forma de romper su separación, confirma en otro lugar la arriesgada hipótesis de una sociología del habla al decir que hay diversas hablas y una “lucha de paranoias” entre ellas (¿No será más bien una lucha entre Paranoia-“yo”-dominante, que gracias a su dominio puede constituirse como un “yo” y Esquizofrenia-no-“yo”-dominador?): sugiere al menos la potencialidad de una lengua excluida del poder por el hablar inconsciente y parcelaria-fraseológica y cuya realización es sólo posible, prescindiendo de “los imaginarios del lenguaje”, a partir de la clase más desprovista de toda lengua: el Proletariado de la Lengua, el único capaz de construir, como querían los rosacruces (o al menos Andreae), una “nueva lengua”, o una “lengua de lo nuevo”, que correspondería a la
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famosa “cultura proletaria” de cuya existencia Trotski dudaba, evidentemente porque no quería acordarse de Kronstadt: el Discurso del Inconsciente, de la única Consciencia posible, una-verdadera-modernidad: la de lo más viejo, la innegable modernidad de las cenizas. Triunfo, año XXX, nº 658, 10 de mayo de 1975, páginas 73-75.
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ACERCA DEL EXCREMENTO Y DE QUIENES LO DEVORAN
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ON —en Madrid o en Barcelona— dos o tres los lugares, que estarán en la mente de cualquiera y que por ello no nombro, desde los que se organiza y se difunde la sobrevivencia literaria, la no-vida que es la vida escrita. En ellos, a diferencia de en las tertulias decimonónicas, ya no se leen en alta voz las obras de los asistentes a la macabra ceremonia, menos aún se escriben. Lo que allí flota en el aire infundiendo la pestilencia no es el cadáver de la escritura o del arte, las ruinas de un espectáculo que, pese a estar herido de muerte por la voluntad de un dépassement que está en el espíritu de todos —aunque quizá no en la conciencia—, de un dépassement que incluye entre sus proyectos el de realizar el arte, convertir sus formas inmutables en situaciones perecederas, repletas sí de trazos poéticos, pero de trazos poéticos que no serán nada después de consumidos, que no accederán pues a esa forma de la alienación que es la Obra, idéntica a sí misma e inmortal, es decir no consumible por entero, de algún modo ilegible, en ese paisaje hediondo: —pues como más o menos decía Blake, la ausencia de acción, que no es aquí tampoco el ocio, engrendra pestilencia— decía, no es el cadáver ridículo de la escritura lo que produce el mal olor, flotando en el ambiente: pero no es tampoco el habla, que —contra lo que dice Derrida, quien opina que ocurre a la inversa— la escritura ha reprimido hasta ahora, que desfallece bajo el peso de la carroña artística, por causa de la cual dicha habla se nos da de antemano configurada, bajo la forma de una cosa muerta, por causa de la cual puede decirse que nunca se habla: siempre ya se ha hablado, lo que allí se nos ofrece, pues, no es tampoco ese habla que, si conseguimos liberarla de las cadenas de la escritura —hoy más difíciles de arrancar que nunca, pese a su desfa-
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llecimiento, debido al florecimiento de las mitologías estructuralistas y telqueliana, que expresan con su mortal aburrimiento, como dice Debord, el “tiempo congelado” capitalista— no es tampoco ese habla, decía, que, si conseguimos liberarla, se nos ofrecerá virgen —ya que como decíamos nunca se ha hablado— como un perfecto instrumento para construir la vida, no es tampoco el habla la que allí se produce, no: sino tan sólo su dimensión estática, la “organización fraseológica de la apariencia” (Vaneigem) es decir de lo que llaman realidad, el horrible saber petrificado acerca de la sobrevivencia, que en lugares más aireados da lugar a los refranes por los que la vida se configura como esta vida, es decir como la vida escrita, que es la sobrevivencia, y que aquí produce, con menos consistencia pero no mayor fluidez, una serie de estereotipos verbales y gestuales que delimitan la conducta, una axiomática que le impide rebasar de una manera tácita, sobreentendida, implícita —por medio de las llamadas “indirectas”— los límites de la sobrevivencia. Esa charla, que es el recuerdo de una escritura muerta pero aún en vigor como potencia represiva —lo que no ha de extrañar pues, como decía Marx, el capitalismo es el “dominio de nosotros por cosas muertas”— ese habla forjada por la escritura está, como he dicho, dada de una vez por todas: y, como por otra parte, ese habla nada dice, y la dimensión del decir, de la palabra plena, está en ella prohibida mediante gestos no verbales y por ello incontestables —la risa de exclusión, el ademán de aburrimiento, es decir, de otro tedio que no es el que allí se respira— como ese habla nada dice, repito, y se produce en un silencio religioso, no hay escape posible de ella; impera, por ello, incontestada, con el peso de lo muerto, y a lo que se desvía de sus normas no le responde, como antaño —cuando aún los códigos estaban en vigor y la moral (o su antónimo, la ética) no era todavía un arcaísmo— con el escándalo, sino tan sólo con el silencio —otro silencio que el que aquí ruidosamente se difunde, un silencio que es ahora el simple cese mecánico del habla estática— y con el aislamiento. El escándalo era aún una palabra, pero este habla ritual ya no pertenece al lenguaje: es sólo un eco verbal, un residuo verbal. Silencio y aislamiento son pues hoy, no sólo en esta microsociedad literaria que estoy describiendo, sino por doquier —o casi— los métodos con que se opera la forma actual del linchamiento, que es el linchamiento indirecto o axiomático, que llamaremos
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suicidamiento: que castiga, cuando no se hace necesaria una intervención más directa y drástica —la de la policía psiquiátrica o lo que es lo mismo, psicoanalítica— las conductas irrespetuosas para con la sobrevivencia: para realizarlo está, a diario, presto, como decía Artaud, “un ejercicio de seres abyectos”. Pero continuemos con nuestra mini-antropología —por usar esta palabra mentirosa ya que, practicando con Lacan la técnica lautreamontiana del détournement o “plagio” (la única forma honesta actualmente de trabajar con la escritura) podríamos decir que “no hay ciencia del hombre puesto que ese hombre, por ahora, no existe”1— de las microsociedades artístico-literarias, donde sobrevive impidiéndonos vivir lo que se ha dado en llamar la gauche divine: en efecto la mala conciencia que el ejercicio de una práctica tan absolutamente dépassée como es el arte, produce en estos ambientes, se traduce en “compromisos” con una política que está, al igual que su escritura —que toda escritura, diremos para que no haya malentendidos— o su arte separada de la vida, que se practica en forma de trabajo, de actividad especializada, y por parte de una clase separada de la sociedad, y que gracias al silencio de ésta puede representarla: que es por tanto como la escritura y el arte una actividad clasista y reaccionaria, cuyo objetivo no es otro que la sobrevivencia; frente a ella el tan cacareado apoliticismo de la clase obrera es una postura revolucionaria, que justifica, no una crítica del proletariado, sino una crítica de la política. La política de nuestra gauche está por otra parte, ligada a un modelo arcaico y reaccionario de revolución: el modelo leninista, cuyo detenido análisis nos haría comprender que no hay que hablar, a propósito de la Revolución de Octubre, de un “fracaso” o de una “traición”, sino del triunfo de una política que fue desde un principio reaccionaria, obtenido mediante el aplastamiento de la espontaneidad de las masas, que se manifestó bajo la forma de los no previstos por Lenin soviets. Prosoviéticos, prochinos, y trotskistas repiten ahora aquel viejo error, ya en la práctica, ya en las dimensiones momificadas del habla estática: el “socialismo” entendido
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Lo que realmente dice Lacan es que “il n ’y a pas science de l’homme parce que cette science est faite par le sujet”.
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como capitalismo de estado, que ha producido y produce por doquier los mismos efectos alienantes, tanto en la hoy desacreditada URSS como en paisajes más exóticos, y que a decir verdad no es sino una forma de actualización del capitalismo. La política y la escritura, el arte, que sobreviven en nuestros pubs son en tanto que trabajo, que prácticas ascéticas, las dos formas que reviste actualmente el sacrificio mítico al que, desde el Medievo, se someten los amos, y que dobla el sacrificio real de los esclavos: este sacrificio mítico del amo es hoy más pronunciado que en la Edad Media: del señor medieval aun puede decirse que vivía, pero no sucede lo mismo con el patrón actual: por ello puede decirse que hoy, todos somos proletarios. Pasemos ahora revista a las formas artísticas que se consumen o surgen en estos lugares donde la sobrevivencia se organiza bajo el signo de lo literario o de lo artístico, como un “non dépassement devenu invivable” (Vaneigem): estas formas artísticas son emanaciones todas de un mismo fantasma: el del llamado “arte moderno”, un arte falso e inexistente pues la modernidad, que se define como el retrato de lo reprimido y significa por tanto la liberación del Flujo Esquizofrénico, necesita pues de la supresión del arte, que fue una precaria codificación de éste: el único verdadero arte moderno —que fue DADÁ— consiste por ello precisamente en el acto de su disolución y en la tentativa consiguiente de realizarlo. El otro “arte moderno” ha sido el sucesivo remake de una misma impostura: desde el surrealismo, que significó una marcha atrás con respecto a DADÁ, ya que fue un movimiento literario, hasta los actuales movimientos neosurrealistas-literarios o fílmicos: de entre los segundos cabe destacar al mítico Godard, que pese a representar en estos círculos un privilegiado objeto de consumo no es, como escribió alguien en mayo del 68 sobre los muros de la Sorbona, sino “le plus con des suisses pro-chinois” —pasando por el surrealismo domesticado y kitsch de nuestros Aleixandre, Alberti, etc. A medida que el tiempo pasa, y que la posibilidad de rebasar el arte, viviéndolo, se dibuja más y más clara en el horizonte, el arte moderno se hace más y más pobre. Su único posible valor, perdida ya la posibilidad de efectuar un incremento de sentido, era el valor de mercancía, es decir la calidad. Pero hoy ha perdido incluso éste: no hay para comprobarlo más que hojear los productos de las últimas generaciones poéticas
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españolas o norteamericanas o inglesas o soviéticas: desde los “novísimos” o sus posteriores ecos que agravan su delito, tales como la antología llamada Espejo del amor y de la muerte en la que se pretende igualmente lograr la originalidad mediante el estúpido procedimiento de una erudición que no es la Kulchur cualitativa poundiana, sino una mera acumulación cuantitativa de datos exóticos —a Ginsberg o Denise Levertov o (en Inglaterra) Ted Hugues, Thom Gunn, o (en la URSS) Evtuchenko o Voznesenski, la poesía muestra el mismo rostro de cansancio, la misma expresión fatigada y el mismo acento fatigoso: más y más aburrido, por tanto más reaccionario —pues el aburrimiento es contrarrevolucionario— más y más separado de la vida, el arte ha acabado constituyéndose como una práctica totalmente represiva, necesitada por tanto de una ordenación policial, que está dada por la crítica—. A la verdadera crítica, que no reviste esa función policial, no le queda sino escribir una y otra vez el mismo epitafio, a la espera de que la ruina dictaminada ya hace mucho tiempo, en los manifiestos Rosacruz de Andreae para la totalidad de los libros, se haga realidad con la Revolución —entendida como una práctica no política de la política, y como un modelo nacido de la síntesis en la que quedan excluidos Engels, Lenin, Trotsky, Mao, etc., de la síntesis de las dos únicas concepciones válidas de la Revolución, ambas procedentes de Hegel, y que son Marx y Bakunin— a la espera de que la división trabajo/pasividad producida por el espectáculo sea reemplazada por la pareja Ocio-Acción (una acción nacida del ocio, y que es el juego) y de que sobre la ruina definitiva del libro y del eco verbal que lo preserva el viento construya su discurso. A esa crítica hoy, cuando el arte se consume mayormente de lo que se produce, le hacía falta por ello atacar no sólo el pseudoarte moderno, en su arte de producción, sino también en su área de consumo. Ello hemos intentado analizando el ritual por el que se asiste, en determinados lugares, a la putrefacción de la Obra. Solución. Boletín de información cultural, año 2, nº 10, “Extra. Usar la ciudad”, noviembre de 1975, páginas 21-23.
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MALOS ESCRITORES, NO: DELINCUENTES
… distingo en la literatura una especie de género, para mí mayor, que comprendería las obras en las que está presente el cuerno, la amenaza del toro bajo una u otra forma. MICHEL LEIRIS
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N la “crítica” española abunda como la peste un rasgo ideológico que, como todos ellos, lo es por pactar un real vacío teórico: me refiero a la consideración de la literatura, únicamente como diacronía, como tiempo que sólo detienen las fechas, como “Historia”; de ahí la mirada exhausta de las “generaciones” Castellet, por ejemplo —o bien, si se tiene la pretensión de su “muerte” Bousoño—, se hace precisamente hablando de una “muerte” anunciadora de una nueva “época” (veánse páginas 566-568 de la “cuarta edición muy aumentada” de la Teoría de la expresión poética, del citado Bousoño. ¿Cuándo dejarán estos y otros señores de editar más y más antologías de la poesía “contemporánea” y comprenderán que la literatura es sistema y repetición —de algo siempre irrepetible y que no muere lo que se repite— por no haber sido nunca dicho? No es, de cualquier modo, ésta la única plaga: a toda costa, la crítica intenta hacer depender la literatura de otras semióticas —políticas, humanas, etc.— ignorando, siempre ignorando, que se trata allí de un lugar cerrado —de un signo (en el sentido de Peirce), que se ubica sólo con relación a los de su misma naturaleza, y no de un símbolo relacionado forzosamente con lo exterior— la realidad, que incluye economía y “contemporáneos”. Sin embargo, “nada más perjudicial que tratar de guardarnos de los errores” decía Hegel: y, en este rechazo de que la literatura sea sí misma, hay también algo que está —en apariencia— dentro de la literatura: alguien
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que desea salir. Porque bien fácil es dominar el juego de los signos, modificar levemente su posición, conseguir una “novedad” no absoluta. Ese es el dominio de la “calidad”, que ofrece una igual comodidad para escritor y lector, siendo, más o menos, lo único que desde hace bastantes años se sabe aquí de lo que para introducir la diferencia llamaremos (perdón) escritura. LA SOLEDAD ABSOLUTA Porque hay un lugar en el que la literatura se rompe, se abre. Pero esa apertura no es tampoco (especifiquemos para contrarrestar a tiempo otro vicio crítico) comunicación, sino reposo absoluto en la más absoluta de las soledades: allí fumo. Me refiero a la genialidad, pero de una forma en que creo que queda claro que el genio no es la literatura. Pero ¿cómo decir esa diferencia, ya que sólo conozco sus productos, de los que hablaré aquí escasamente y de la manera en que se logran? En primer tiempo se logran por un riesgo. Pero, también, se me dirá, la literatura arriesga, por cuanto la calidad no es más que una conjetura. El problema no es formal: no debe arriesgarse ahí la forma del sentido, produciendo el famoso “extrañamiento” shklovskiano, hoy tan fácil y por ello (nadie lo sabe) tan difícil, que consiste en cambiar sólo la relación de uno o varios signos, y no el sistema entero: porque lo que se arriesga ahí, es la literatura por entero, el sentido por entero, y por tanto la mente y la vida. O dicho de otra manera, uno se arriesga allí —completamente— al fracaso, lo que significa algo muy distinto de pactar con él. La diferencia está en la cuantía, sin duda, pero en una cuantía de intensidades, en que se tenga o no se tenga valor (pero el salto ha de estar metido por la conjetura de la propia fuerza). Se trata, pues, de un problema ético, y por ello Broch podía decir, al hablar de lo contrario (del kitsch), que no había que decir “malos escritores”, sino delincuentes. Aquí, el estigma tiene el mismo sentido doble que en el torero al ejecutar mal la danza porque tiene miedo. LA HERIDA QUE SE ABRE Yo mismo me avergüenzo, pero los únicos lugares en los que el cuerno del toro rasga los montones de hojas en blanco, en la litera-
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tura castellana desde hace mucho tiempo solamente son tres, y se llaman Poemas póstumos, de Jaime Gil de Biedma, Suicidios y otras muertes, de Alfonso Costafreda, y —sobre todo— El vuelo de la celebración1, de Claudio Rodríguez, de reciente aparición. Hablaré un poco del último, para no hacerlo callar, demasiado insoportable es ya su lectura, casi como la de The crack-up, de Scott Fitzgerald. “Aventura de una destrucción”, “Sueño de una pesadilla”, “Cantata del miedo”: a diferencia de otros poetas contemporáneos suyos, ligados al resentimiento como cuna mental, aquí la herida no se cierra, se abre, se abre por fin, es decir: habla, con esa insoportable serenidad que emana igualmente del mencionado “texto” de Fitzgerald. A indeterminadas personas les sorprenderá, una vez más, que la escritura no sea posible sino en los límites de lo literario y de la posibilidad de vivir, que la vía hacia su liberación pase necesariamente por el riesgo de la vida y por la locura. Les sorprenderá, es más, les trastornará en esencial, por cuanto esto no tiene nada de sorprendente, y ellos lo sabían ya cuando empezaron a escribir. Sabían, como sabe Deleuze, que “todos han arriesgado algo”, si no la vida, al menos la locura, cuya tentación, cuya llamada, como señala Lacan, incluso sintió el supuestamente sereno Hegel, pese a que otra serenidad —la de la estupidez— no la oiga, claro es, al leer sus páginas. Lo vuelven a saber ahora —por este pequeño libro de Claudio—, pero no dirán nada, para que, como es ya costumbre, nada se sepa. Se ceñirán, a la banalidad del elogio, fingiendo que existe aquí lo que ellos llaman, insultantemente, un libro “bueno”, es decir, “calidad”. ¿Llegará a tiempo esta crítica, antes de ese insulto? No desearía otra cosa. Que quede allí, en el libro mismo, su lectura, para quien sepa leerla, como siempre ha sido. Y que mañana, otro, “vuelva a soñar la misma pesadilla”. Cuadernos para el diálogo, nº 168, 2ª época, 17-23 de julio de 1976, página 61.
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El vuelo de la celebración, de Claudio Rodríguez, Editorial Visor, Madrid, 1976.
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ES-PA-ÑA
Manifiesto anti español leído con ocasión de un recital en París, en octubre de 1977.
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que soy de España, país de cuyo nombre no quiero acordarme; allí a los pocos años se aprende con sangre la dura lección de una letra, llamada por esos bárbaros “Dios”, que desde entonces bloquea el pensamiento y el cuerpo. Lo primero, porque ese “creo en Dios” español es un pensamiento obligatorio, que por ello obstruye toda auténtica creación intelectual, lo segundo obviamente porque ese mandamiento tiene por principal función la represión sexual y, por lo tanto, la de la gestualidad: de ahí que, a falta de una gestualidad espontánea, sólo exista en España una especie de trato cibernético, en el que cada acto está de antemano inscrito en un repertorio fijo. Ideas fijas y actos previstos de antemano forman la infalibilidad española, y constituyen la base de esa misteriosa superioridad racial que propuso Franco a la imaginación de sus feligreses. Y hablando ya de razas, me preguntaba ahora por qué en Atenas la religión no prohibió el pensamiento, sino que fue uno de sus estímulos, por qué tampoco en Irlanda, donde hay tan buenas leyendas y cuentos de hadas, y en el acto de pensarlo hallé la clave del enigma. La clave está en que este modo de, por así decirlo, “pensar”, debió de tener su doble raíz en la Inquisición crecida sobre el suelo de la más terrible incultura, tanto de gobernador como, más aún, de gobernantes; este factor en Italia no se halló por el contrario nunca reproducido hasta tal grado, y de ahí que allí la letra inquisitorial no significara el cerrojazo definitivo a la libertad, esto es, a la creación del pensamiento. En Italia, al menos el dogma estaba claramente definido, de ahí que la barra en el IRÍASE
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concetto dejara pasar algo, incluso mucho; pero en España, debido a la secular ignorancia, la sutileza de Aquino no pudo menos de transformarse en cristazo. En Italia, la abundancia de signos permitió esquivar sin grave perjuicio el escollo puesto al libero pensiero, mientras que en el país que se dijo mío, la ley seca del pensamiento, al dar sobre el más helado de los vacíos mentales, no consiguió otra reacción que una inseguridad semántica fundamental para defenderse de la cual los españoles acudieron a la infalibilidad no ya de la idea fija, sino de la usura del signo de la culturofobia. En fin, el caso es que desde entonces acá, por increíble que parezca, no se ha producido el deshielo, y los efectos de aquel gran tachón se dejan sentir aún hoy de otras formas aparte de las que constaté al principio; en efecto, este “creo en Dios” español, tiene como misión más evidente, aparte de borrarnos el alma, hacer de nuestro cuerpo un espectro; y esta represión del amor libre y del gesto espontáneo, aparte de lograr la acumulación de las nubes de odio y de las pulsiones de muerte más pestíferas sobre la región, organiza la miseria de una vida cotidiana en la que la aventura está prohibida por principio, como no sea en el marco en que la buscan los luchadores vascos; miseria, digo, y habría que decir catatonia de la vida cotidiana, en la que al levantarse uno sabe ya que “nunca pasa nada”, que nada puede suceder ni nunca ocurrirá nada, como no sea lo que para los ibéricos no es extraño que sea la única esperanza y el fundamento de toda su religión: la muerte. Y eso, la muerte, única posible aventura en el desierto emocional más logrado, es lo que cada español anhela sobre todo desde que aprende el evangelio de la brutalidad necesario allí para sobrevivir. Los hombres la buscan en el heroísmo negro o blanco, en la bestiada fascista en la lucha del terror revolucionario, las mujeres la esperan en la iglesia. Ese es, pues, el mesías y el salvador de ese pueblo de esclavos, ése es su “Cristo”: la imagen de la muerte, donde sólo cabe la sensibilidad que por doquier tropieza allí con las paredes del infierno. Tanto es así que ese chasquido de gatillo del “creo en Dios” debería traducirse por “creo en la muerte”, único señor de España y, ellos quisieran, del mundo. Así este país, como dijo mi antepasado Fray Bartolomé de las Casas, de ascendencia francesa, destruyó y exterminó a un pueblo entero, el iberoamericano, por una diferencia de vocabulario: la que había entre el dios solar de aquéllos y su dios muerto. Cobardes para el crimen y valientes tan sólo para el linchamiento,
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“raza” tan gloriosa es sin embargo, para ella, pura y santa, por haber inventado las palabras que no tienen traducción posible, y que son por ello innegablemente universales y absolutas, como lo sería el Robinson absoluto en la isla donde no queda nadie. Y digo esto del linchamiento porque ésa es la diferencia entre La Vida de los doce césares de Suetonio, y la Brevísima relación de la destrucción de las Indias: la crueldad de Calígula entusiasma y divierte, porque es la de un hombre sólo que a ella se arriesga y acaba pagando, la otra, la de ese “pueblo unido” escondiéndose en el anonimato, espanta y es incapaz de cautivar a nadie. Y es por eso que tampoco ha habido en España criminales célebres e importantes: allí incluso el asesinato es vulgar, o más bien sórdido: no encontraréis a Peter Kürten, el famoso “vampiro de Düsseldorf ”, más que en todo caso en ese templo donde pueblo tan cristiano celebra hoy sus misas: el paredón del silencio, que es el lugar en que siempre acostumbraron por lo demás a manifestar su virilidad, porque en España ser viril es ser capaz de matar, y a ser posible de la manera más cobarde, es decir legalmente o escondiéndose en el seno de la masa. Allí acabó Lorca por no ser tan “hombre”, y allí esperaban ver derrumbarse a este hombre que encontraría en esa suerte de “nobel” final, la certidumbre definitiva de haber escrito siempre para nada y para nadie. Y es que actualmente, a base de democracia, incluso está prohibida la publicidad que años ha se daba a los asesinatos de militantes revolucionarios, y éste es el mayor progreso del régimen de Suárez, haber hecho, quizá, definitivo el silencio. Sólo estas palabras para decir que la ocasión de este recital viene de que estoy aquí no tanto por necesidad, que yo me las supe arreglar muy bien para escapar a la muerte más silenciosa y más sórdida, sino por odio a España, por aborrecimiento de un país en el que nací sólo, supongo, por un azar detestable a olvidar aquí ya para siempre entre otros hombres que ya veo son ¡tan distintos! de los de ese pueblo que no por nada los cabalistas, la mayoría judíos españoles, maldijeron con ocasión de su expulsión de España: porque si se trata de una cuestión de vocabulario, ellos sabían el lenguaje fundamental. Ajoblanco, extra “Linterna literaria”, abril de 1978, páginas 56-57.
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AUX GRANDS HOMMES LA PATRIE RECONNAISSANTE 1
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UNCA hasta hoy me había parecido tan ilícito, tan improbable como trémulo, el hecho de tener, como se dice, “la pluma en la mano”. Y en definitiva, tan imperdonable. Parece una historia fantástica, borgiana: la historia de un escritor que tras trabajar como un negro por ubicarse en los límites de la Historia, que no de la “gloria”, descubre al cabo de los años, poco antes de morir, que no ha escrito jamás, porque no ha sido leído. Y es que, para transgredir de una vez los bordes del resentimiento, hay que insistir en aquello de la condesa provenzal, que decía que la única remuneración de la poesía era ser comprendida: no se trata de fama, no, sino de algo mucho más modesto. Algo tan modesto como saber que la literatura no sirve más que para ser leída. Pero no narro mi historia: es un vicio muy triste y muy español el de creer universal la propia anécdota. Narro la historia aquí corriente de un escritor imaginario, que pongamos soñó no sólo haber escrito, sino incluso haberse defendido de su nombre en entrevistas, artículos, y otros números circenses por los que se alejaba de toda tentativa de una banal idolatría a la que sabía, a la postre, siempre perjudicial para su cuerpo; que soñó que el arte es largo, y trabajo y no sueño, que soñó en definitiva haber escrito. Luego quiso poner, ¡último Narciso!, todos los datos recogidos a favor de quienes, quizá precisamente por estar felizmente desamparados de la letra, son la reserva y la esperanza de un sentido: el pueblo, si aún puede pronunciarse esa palabra libre de la retórica que ya en los
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Inscripción en la fachada del Panthéon.
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ciernes de su liberación recomenzó su esclavitud. No es tal vez un héroe imaginario: es Ezra Pound, acaso, sólo que con menos años, más impaciente y menos culto. En esta última tentativa quería probablemente librarse de la angustia de aquellos otros años de trabajo irreal, realizando ahora la literatura o la imaginación con el método de la Revolución. Y cuando estaba, se dice, a punto de “realizar su sueño” y de ser cierto, de ser un hombre por fin, la muerte vino de nuevo a desterrarlo. Y una muerte en la que él jamás había pensado, una muerte en nada parecida a esa muerte que se dice, que se derrama con feroz poesía tras de una botella de vodka, un disco obsesivo, vuelto una y otra vez a poner y unas pastillas guardadas tanto tiempo tras de unos libros como un tesoro, intacto, puro, virgen, el único, el único tesoro virgen de los otros. No, una muerte que no es venganza, descarnada de ese sentido íntimo del suicidio, una muerte de loco, para nada y para nadie. Porque hasta la ejecución conserva, cómo no, su aroma de tragedia, pero no la muerte por encargo, en la cuneta. Por accidente, se diría, supongo, fácil en un borracho, fácil en alguien que nunca pensó en su vida de manera tan terminante. Z, de Costa-Gavras, pero peor aún, siempre peor, «empeorando» como dicen, desde haber nacido: peor porque no era morir ya por revolucionario sino, a falta de toda solidaridad política, por loco, por homosexual, por despojado de todo asidero simbólico con el feliz y desdichado mundo de los hombres normales, que se salvan los unos a los otros hasta de las culpas más ostentosas gracias a esa invisibilidad que otorga el uniforme. Aquel país que desde que empezó a querer difundir su voz se empeñó en reducirle al anonimato, parece que tendría ahí, en esa muerte inexplicable y consentida, su inefable y rotunda victoria: de ese hombre nadie sabe nada. Y además cuentan que era poseído de una misteriosísima maldad: a no dudar la de no dejarse fusilar, porque sino ¿cuál otra? y sino, ¿por qué luchaba? Arriesgarse por una ética tan soñada, si se quiere, o si se me permite, tan aérea, que parece a nadie debida, es quizá un crimen, un crimen del que se despierta recordando vagamente una navaja entrevista en la bota de un hombre que no me conocía, en Mallorca, cerca del mar, cerca de aquella muerte que nos hace despertar. Despertar, sí, para encontrarse aquí, en París, en esta habitación llena de polvo, cómo no, lo mismo que en las buenas novelas que hoy
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nadie lee, tan joven ¡y tan destruido! Como esa muerte que por impublicable, quizá por escondida, por demasiado obscena, da un final de sueño y un punto de fuga a toda mi vida, la redime y la vuelve como siempre fue: desaparecida. Con esa muerte figurada, supongo porque aquí nada lo dice, pero que es ya lo único que me queda para preguntarle: ¿quién soy yo? JOHANNES DE SILENTIO Arteguía. Guía mensual de las artes, año V, nº 30, suplemento “arteFACTO”, 1977, sin paginar.
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ABRIR UNA PUERTA PUEDE SER PELIGROSO
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N la editorial Siglo XXI ha aparecido recientemente una digna y cuidada traducción de la obra ya clásica de Scholem, La Cábala y su simbolismo. Nunca me cansaré de repetir, a quienes quieran o puedan oírme, que la cábala al igual que la alquimia o el tantra, son un psicoanálisis “avant la lettre”; éste es, por cierto, igualmente el punto de vista de otro escritor judío, David Bakan, en un brillante estudio sobre las relaciones inconscientes entre Freud y el pensamiento judío1. Ni qué decir tiene que el psicoanálisis al que yo me refiero no es en absoluto el que se traduce en forma de terapia, es decir, aquél cuya función no es tratar de hallar o de inventar una estructura o “un discurso” al genio de lo patológico, sino por el contrario, la de borrarlo o sofrenarlo: este psicoanálisis ya fue desacreditado por Otto Rank al decir que no hacía sino reforzar “el modelo humano existente”; existen otros mundos. A lo que yo me refiero no es, pues, a toda esa seria de chapuzas que tienden a toda costa a remendar la estructura del sujeto, sino a toda la cadena de tentativas, siempre tan heroicas como fracasadas y, en muchas ocasiones, humilladas por la locura, que quisieron lograr lo que Lacan llama la “subversión” o la “reforma” del sujeto, es decir, su pasaje más allá de ese —I en que lo sitúa su “fente” o partición inicial, que no es para mí sino la ruptura con su propio cuerpo. Sólo ese “fente” o escisión inaugural puede explicar que haya cabida aún para una medicina orgánica, pues si las enfermedades son de “otro”, ello quiere decir que no somos nosotros mismos. Ahora bien, es de ese fondo animal, al que Moisés Cordovero llamó chijjuth o “alma animal”, del que nos habla la cábala. Y ello de dos formas: una en tanto que ese inconsciente corporal o biológico ha de cons1
David Bakan, Freud et la tradition mystique juive, Editions Payot.
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tituir lógicamente la memoria de la especie, es decir, la memoria de su paso por el cosmos y de su lugar en él: de ello nos habla la primera parte de este libro. Otra, de una manera que podría precisarse así: sucede que el inconsciente del hombre es cuerpo, es decir, el cuerpo de un animal: ahora bien, ese animal es el golem; este punto, que forma la última parte del libro, es donde nos tocará insistir más. El golem, nos dice Scholem, era para los cabalistas semejante a esa espontaneidad primera de la infancia, y como el in-fans lacaniano, no tenía palabra; es decir, su palabra era esa intensidad verbal pura, esa palabra-fuerza que constituye el balbuceo infantil, al otro lado de lo simbólico y de la mediación de lo abstracto. No es raro, pues, que se nos aconseje recuperar ese golem, o su equivalente alquímico, el homunculus (el “hombrecillo”), por una “ronda infantil”; recordemos que según Freud el inconsciente se oculta a los cuatro o cinco años. Del hecho de que la recreación del golem implique una muerte y un nacimiento nos habla una leyenda, según la cual el golem es enterrado y luego extraído de la tierra. Pero importa tener presente que ese renacimiento, esa creación o invención de un “yo” total y supremo nos exige sucumbir antes a la muerte de la identidad escindida: “hace falta morir para amar a la Schekina”, al anima. Y en esa muerte previa, que equivale a lo que los alquimistas preveían bajo el nombre de la nigredo (la oscuridad), estriba el peligro del golem: destruir totalmente el alma de su creador. “La creación del golem tiene sus peligros, ella es, como todo lo que lleve consigo la grandeza, algo muy peligroso, pero estos peligros no provienen del golem, sino del hombre mismo”. Al cruzar esa frontera sucumbieron mentes como la de Groddeck o Reich: es como si hubiera una maldición para todo aquel que regresa a la infancia. Y para terminar con el golem, hablaremos de otro peligro más grave que nos menciona la leyenda: un golem mal creado, torturado, envenenado, enloquecido —y ello debido, sin duda, al efecto corporal de synchronicity descubierto por Backster— “podría destruir el mundo”: dejo al poder de adivinación del lector el intuir por qué asocio esta amenaza con la siguiente profecía de Nostradamus: “De gent esclave, le desastre et la guerre la siccité, feu horrible et meurtres sans raison a l’advenir, par idiots sans testes, seront receus par divines oraisons”. Triunfo, año XXXII, nº 816, 16 de septiembre de 1978, página 444.
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LA CABEZA DEL BAUTISTA
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L arte de ser uno mismo no es, por lo visto, asunto de hombres. Con un gesto de la cabeza, una entonación de voz o una manera de no mirarnos, una prostituta puede deshacernos. Me acuerdo de una obra de Genet, El balcón, en la que toda la galería de literatos, curas y demás fotos tambaleantes, iba a confesarse allí, al “balcón” del prostíbulo, iba allí a ganar o perder su vida en un intercambio de miradas. No hay otra verdad que esa desnudez de amanecer limpio y crudo: levantarse, después de haber dormido mal, a las 7 más o menos, dar una vuelta por la Rue Saint-Denis, sin fin alguno, y encontrar a un andrógino de 21 años llamada Mina, alguien que me confunde luego, yo que sé, con una larga historia de caballeros desalmados y calzoncillos vueltos a poner con mucha vergüenza, sin mirar, con miedo de perder allí, más que el dinero, el carnet de indentidad, y la vieja sordidez que en ese lugar o en ese instante concreto como un disparo se les revela tan frágil, tan difícil y pálida, tan de salir corriendo antes de perder la cara, la vida llaman a eso, a ese ser más de lo que somos que no sabe Mina ni le importa, el secreto, el secreto inconfesable de llamarse de algún modo; de ser alguien como dicen más allá de esta calle en la que estamos todos, cada cual con su oferta de un ideal del “yo” para creer en él, delante de unos ojos que pueden no miramos. Porque ser alguien es únicamente la manera más sórdida de estar solo, iluminado por focos como una máscara vacía. Ser alguien al amparo de una urdimbre bien remendada de chismes, maledicencias evitadas o contraatacadas, gracias a la intervención de nuestro répertoire de cómplices en la estafa: en la estafa, digo, en el Desencanto, de exhibirnos delante de periodistas que no nos quieren y de fotógrafos que nos han mirado siempre, cómo no, con la ambición de arruinar-
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nos. No sé cómo hay alguien tan imbécil como para caer en su propia trampa, ni qué gana, ni qué pierde, siendo Vicente Molina o Juan Benet, para los “fieles” de una imagen que no es un cuerpo, prostituida ya desde su inicio, desde la fórmula de ese contrato-social. Aquí, en la Rue Saint-Denis, “paran”, como se dice, todas las célebres: cada cual tiene su puesto de revistas, su tienda de barajitas y juguetes. Yo, en casa de Mina, encontré una edición intacta de Le libre des masques de Remy de Gourmont y un retrato, creo, de Josefina Bonaparte que no había visto nunca. Disco Exprés, nº 494, año X, segunda quincena de enero de 1979, página 46.
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MASA Y MOLÉCULA (Política de situación y clase obrera)
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A va siendo hora, y pienso que sobre todo en España, de entender aquello de lo que estamos hablando: esto es, de tratar de hacer consciente, reflexivo, aquello de lo que decimos estar hablando. Más claramente, si estamos hablando de política, o de lo que podría razonablemente tomarse por tal, o bien intentando estabilizar un delirio fraseológico cuya clave hace mucho tiempo que se perdió, si es que alguna vez la hubo. Porque en ningún otro lugar que éste —en España, y en el terreno de lo que se llama política—, estuvo más claro el abismo entre lo que Wittgenstein opone con los términos de “máscaras de lenguaje” y “actos de lenguaje”. Para que la palabra no se realice es necesario que se pierda en su máscara. Así la política, o para ser más exactos, lo que Bakunin llamaba “ciencia social” se vuelve abstracta y se convierte en lo que propiamente se entiende por política, es decir, en ideología moral, ideología del sacrifico, de la ilusión y la utopía. Perdiendo de vista la lógica de la situación concreta o del encuentro, sube al cielo oprimente de una sociedad ideal e inexistente a la que llama, bien “pueblo” bien “patria”. Por supuesto que es al segundo de los mitemas al que debemos históricamente atribuir el carácter más pernicioso, pero ello no quiere decir que el llamado “pueblo” no sea sino su lamentable sucedáneo: otra figura retórica que ha fracasado en hacernos creer en la existencia de una colectividad real y lógica. En tanto que ambas ideologías, una de “izquierdas” y otra de “derechas” abogan por la victoria de un fantasma —la “sociedad”— una y otra no pueden en primer lugar sino defender y sostener en la práctica al Estado despótico, que es lo que suple, en el espacio cruel de la vida
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cotidiana, esa carencia de sociedad real o lógica; en segundo lugar, ambas ideologías serán ideologías moralizantes, es decir, partidarias del deber ser y no del ser actual. La prueba de esto último es que el socialismo o el comunismo de partido (no hablo del de masas) no han hecho sino cambiar las máscaras del lenguaje de la bondad represiva que caracterizaba antes a los patrióticos movimientos burgueses o “pequeñoburgueses”, comme on dit. Por lo que respecta al primer punto, hoy en España ambas defienden la razón de Estado, incluso al precio de consentir el asesinato político, y ello bajo el pretexto de una prudencia antilibertaria de la que todos hoy hacen gala, excepto el propio Estado. Olvidan aquella máxima tan prudente de Bakunin: “la libertad puede y debe defenderse únicamente mediante la libertad: proponer la restricción de la libertad con el pretexto de que se la defiende es una peligrosa ilusión”. Pero tal vez, después de todo, tengan, biológicamente al menos, razón: el miedo popular que heredamos de los 40 (?) años de franquismo no es algo como para quitárnoslo de encima de la noche a la mañana. Además, si el “pueblo” español, se esfuerza aún tan fanáticamente por encontrar “culpables” (en la ETA, en Mazinger Z o en quien sea) es porque no sabe, ni quiere, por miedo, saber nada de su propia responsabilidad, es decir de su propia libertad. Tal parece pues que un discurso medianamente social o libertario es difícil que rebase el ámbito de lo abstracto o paternalista. A no ser que… A no ser que recordemos por dónde hemos empezado. Y hemos empezado por decir que la sociedad no existe, y por lo tanto, tampoco el “pueblo”. En efecto, no hay sociedad, sino tribus. Por tribus entiendo lo que antes se llamaban “círculo de amistades”: un hombre y quienes, a distintos niveles, le reconocen como siendo lo que pretende ser, es decir, aquello a lo que “políticamente” (o “socialmente”) aspira: es en esos núcleos micropolíticos donde cabe intentar la única política que tenga algún interés distinto del periodístico, es decir, algún interés para la vida. Lamento defraudar a los oradores. Pueden quedarse con su Constitución, que por el momento me parece demasiado pobre y en algún importante rasgo de su formulación, que la prudencia me lleva a no determinar, indignante. Yo, entretanto ellos tratan de llegar a un Estado por lo menos legal, que ya es algo, prefiero tratar de trabajar en
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la clandestinidad de lo privado, abandonando pasados “travoltismos” que no nacieron precisamente, contra lo que algunos pudieran pensar, de la visión de la conocida película, sino de la lógica de “situación” de un linchamiento. De un tiro me dejaron bailando en la calle, como un imbécil. De cualquier modo saqué provecho de la experiencia: el provecho intelectual de cerciorarme de que lo público, lo público concreto, es decir lo que podría propiamente hablando llamarse social o político, y que no es otra cosa que la calle, es un lugar paranoico donde no cabe por el instante otra estrategia que la barbarie. Podría argüirse que es allí, en la calle, donde esa unidad social deseante que es la masa, se forma, pero no conozco masa que haya logrado “estabilizarse” en sociedad. La masa revolucionaria es incapaz de autoregularse y acaba por ello siempre cediendo su lugar al estado reformista. Así que habrá de ser en el ámbito de lo microsocial, o como dice monsieur Guattari de lo molecular, donde habremos de tratar de oír el verdadero discurso social. Y este discurso social verdadero es aquél del que pocos saben, y al que se refiere un libro sobre la psicología del traje al afirmar que “quien no sabe escuchar a la sociedad hablar donde ella habla, más aún cuando no dice palabra, la atraviesa a tientas; no la conoce. No la modifica”. Es un discurso tejido por aquello que Peirce llamaría índices de un poder que no es ya social o simbólico, sino perteneciente al inconsciente de la especie: un discurso del significante que podríamos llamar socio-biológico, y del que forman parte elementos como los que siguen: el gesto, el ornamento, los matices de esa comunicación biológica hasta hoy inexistente y que, sin embargo, el deseo así llamado “neurótico” pone de manifiesto, por su rechazo “anoréxico” del alimento, como el fundamento de una “Panadería del Deseo” por inventar, así como el tono de voz, el estilo, que es lo que antes englobamos bajo el término de “acto de lenguaje”: la palabra creadora de realidades. Son estos elementos, todos ellos básicamente emotivos, libidinales, corporales, materialistas y anti-intelectuales, los que tejen de ordinario la situación por debajo, de tal manera que el desconocimiento de su código vuelve a ésta incomprensible e inmodificable y hace de la vida un misterio y una pobreza de sentido, que la vejez y la muerte se empeñan en mostrar como irresoluble. La body politics tratará pues de subvertir la fatalidad, si bien por el momento en el marco de una micropolítica de
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comunas antipsiquiátricas, de toxicómanos, etc.; así como de poner remedio a otra razón eminente de la rotura social del espejo, a saber, la escisión o antagonismo simbólico de los sexos, mediante un trabajo en los frentes feminista y homosexual. De su alianza con la macropolítica obrera derivada del hecho de que no hay otro trabajo oprimido que el trabajo corporal, y que por lo tanto no hay otro proletariado que el que porta los estigmas del cuerpo, esta micropolítica espera hoy por hoy tan sólo ver garantizado legalmente el privilegio de su libertad a puerta cerrada, pero dentro de ese marco momentáneamente imprescindible, no quiere conocer otro límite que la situación o el acuerdo. Si el movimiento obrero será con el tiempo el sustento de la Federación Anarquista que reemplace al Estado, nuestra bande à part tratará de ofrecer el modelo de vida que en aquella estructura tome asiento. El Viejo Topo, nº 28, enero de 1979, página 23.
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CONTRA EL LIBRO (Dia-Logos)
Rumpete libros, ne rumpant anima vestra.
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creo que los libros deberían de ser más cortos. Menos palabras y más deseo. Y más discurso concreto, actual, presente, intercambiable, dialéctico. No hay Saber, no hay Verdad, no hay Logos, sino dia-Logos. Palabra en combate, en situación, en hora. Subrayar o anotar lo que ocurre es hacerlo acontecer realmente, es hacerlo real y auténtico, es hacerlo histórico en verdad. Discurrir significa previamente haber desmentido la noción de verdad y la posición fija del significado, haber hecho de la verdad función de verdad. Haber acabado con todos los nombres del verbo ser: como cuando se dice “es que” o bien “hay que”, se está hablando tan sólo ostentosamente de la muy falsa y redundante Mayúscula. Y ésa es la gran obra de Nietszche, el aforismo, la frase. La escritura para ser hablada, fuera de cualquier distancia, para ser gozada y discutida sin ambages, y gracias a ello actuada. Nietszche no escribió libros. Afirmó: ASÍ HABLABA ZARATUSTRA. O
Miraguano, revista editada en la Universidad Autónoma de Madrid, 1980, página 18.
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RAZÓN Y EXPRESIÓN
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A Filosofía comenzó por no ser distinta de la Poiesis, del acto de lenguaje, de la creación abierta de lenguaje y de sentidos: así ocurrió desde los presocráticos hasta los sofistas. Y todavía en Sócrates es conversación, dialéctica, y se ha separado aun de la opinión y de la frase. Es con Platón cuando la idea empieza a separarse de este mundo, y se divide de la palabra que la pronuncia, que la pone en acción o la exclama, apasionada, excitada. Pero todavía en Platón la Filosofía es narración, y la idea no ha perdido por ello su intensidad, es numinosa, poética. Sin embargo ya la idea se ha distanciado de aquella realidad que experimenta la opinión y de la multiplicidad que le otorga el diálogo, para devenir idéntica a sí misma, y semejante ya al concepto o a la ley lógica, que es, nótese bien, exterior a quien la piensa. Platón inventa la Verdad, divide la esencia de la existencia, la voluntad de la representación: lo que se opone a la Verdad es tan sólo el error; por cuanto toca a la realidad, ésta ha devenido ya institución, se ha convertido ya en un “principio” obligatorio y está sujeta a leyes: es pues ya realidad científica o cartesiana; lo que se opone a ella es tan sólo el simulacro o la apariencia. Esta manera de ver las cosas va a convertirse en escritura. Con Aristóteles, la Academia termina para ceder su lugar al libro, mueren los “diálogos” para ser reemplazados por el monólogo literario: con ello el Saber se objetiva por completo convirtiéndose en algo definitivamente exterior a quien lo piensa o lo actúa, o lo experimenta, como siendo, más que verdad, sensación o certeza. Es pues con Aristóteles cuando el lenguaje filosófico va a perder de vista el razonamiento sensible o visual, por ejemplo, imágenes, metáforas o analogías, que es aquel lenguaje al que yo llamo expresión, y que se diferencia de la razón en no ser un pensamiento o un lenguaje obediente a leyes o
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sintaxis, sino creador siempre de nuevas conjunciones, de nuevos nombres, y de conceptos o metáforas que se distinguen de las categorías en que son válidos sólo para una vez. Todavía en la fábula platónica se razonaba por analogías. La expresión no copia o reproduce la realidad sino que la asume, y es por ello que puede expresarlo subjetivamente. La estructura del fonograma o de la frase musical, lo mismo que la del ideograma, o la del jeroglífico, no recibe su ley de clave alguna o de lógica alguna distinta de lo humano, no son palabras o signos separados de la voluntad o del gesto que hace con la mano quien los escribe. Son signos no unívocos, indeterminados, imprecisos, y a expensas de las variables que les otorgarán las nuevas sensaciones de aquellos que lo reproduzcan. La posición fija del significante, inventada por Platón y terminada por Aristóteles va a encontrar luego en Descartes y en el positivismo su instalación definitiva: es así como la Filosofía deviene en lugar de, práctica a la merced de todos, saber de quienes ya lo tienen, aprendizaje o enseñanza, Historia de la Filosofía, esto es, historia de la indagación de una verdad a descubrir, pero dada ya de antemano como Verdad última. La obra cumbre de esta estructura de un solo discurso es G.W.F. Hegel. Es así como una verdad a descubrir y por lo tanto inmóvil se separa de su invención, y como la conciencia se transforma por tanto en conciencia pasiva, distinta de la imaginación, o conciencia activa o transitiva. O en otras palabras, es así como la conciencia se escinde y el conocimiento se enfrenta con una intuición ahora ya por ello desconocida, inconsciente. La imaginación va a perder así su estructura y devenir por ello tan sólo literatura, obviando aquella realidad con la que todavía contaba en la épica. Y aún así, no basta, no basta con que la literatura no sea ya una forma de conocimiento, esa otra razón que era la expresión, para que se intente reducir todo peligro de asalto de la intuición, reduciéndola a un mero signo no expresivo, esto es, a una estructura. De todos los estructuralistas, el único que no lo es realmente es Gilles Deleuze, que es un falso estructuralista, y ello por haber tenido muy en cuenta, desde sus primeros trabajos sobre Spinoza, el problema de la expresión; Deleuze trata también de reconciliar, especialmente en su “lógica del sentido”, la literatura y el conocimiento, que no es ya riguroso sino expresivo; lo mismo que la Verdad, no debe-
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ría ya, gracias a él, ser distinta de nosotros, ser una categoría abstracta sino una categoría de la intuicion: o dicho al revés, tener filosóficamente en cuenta, como hace Deleuze, a la expresión, equivale a reconocer que la intuición es una categoría científica, y que hay, como pensó Freud, una estructura de la imaginación. Pero, una estructura que no es exterior a ella ni de distinta naturaleza, que no la rebasa, ni termina: ello sería imposible por cuanto la imaginación era como dijimos, conciencia transitiva, conciencia que a sí misma produce, voluntad no separada de la representación, idea-fuerza: por cuanto la imaginación es en suma una categoría de la intención, y por ello, principio ético, complejo, arquetipo, idea en acción, número que se diferencie no de su manifestación: deviniendo con ella, como el tiempo de la idea, como su transcurrir y su morir. Destino, nº 2209, del 7 al 13 de febrero de 1980, página 31.
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DEL HUMOR AL SARCASMO PASANDO POR LA IRONÍA
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A risa es siempre un desvanecimiento, es perder por un instante el sentido. Pero hay muchas formas de desvanecerse, de “irse”. Y, sin duda, la mejor manera de ubicarse en el límite de la realidad por la risa es cuando uno se ríe de nada, como un tonto: es lo que sucede en el humor, propiamente dicho, que por ello es risa tan sólo válida para los niños, para los locos, o los filósofos alucinantes: los estoicos, por ejemplo. Este humor no contiene referencia alguna: está tan lejano de la palabra como el sonido mismo de la risa, es inefable y místico, y Breton no consigue nunca su definición en las Cartas de guerra que, repletas de evasivas, le envía Jacques Vaché: carreras de coches, tabernas donde los piratas que no hubo beben gin and mixed, o como se diga, que suena igual, carreras de coches huyendo del sentido eternamente, como aquel objeto que escapaba de estante en estante ante las narices demasiado curiosas de Alicia, en la tienda de la oveja. Para este significante flotante no hay sentido fijo, ni la muerte es y debe considerarse siempre como algo digno de ser tomado en serio y lamentarlo: así en Vaché, hasta el suicidio fue una broma, a la que invita alegremente a un compañero que está con él haciendo el servicio, y se van juntos por ahí, como de juerga. Es un poco como el alcoholismo, pero el de Scott Fitzgerald, no el de Lowry o el de Faulkner, tan rigurosos: lo que en estos dos últimos es lucidez terrible, en Fitzgerald es siempre beber para no-saber, para ubicarse en un territorio no afectado por la Verdad, y en donde cualquier verdad es posible: éste es el llamado nonsense o “sinsentido” de un Carroll o de un Lear. Libres ya de cualquier responsabilidad para con un sentido obligatorio de la existencia nos podemos reír allí, incluso, de la propia identidad, o de la derrota o del fracaso: ya que no puede
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haber fracaso cuando no ha habido compromiso serio con el competidor o con la misma competición, como ocurre en el combate de boxeo entre Cravan y Jack Johnson: oh rire, rire comme Jack Johnson! Constante huida, constante negativa y rechazo de toda deuda simbólica, este humor ni siquiera se compromete con sus efectos: por ello este tipo de humoristas se ofende cuando le dicen que ha insultado o perjudicado a alguien: y ello por cuanto no era esa su intención sino que no tenía otro objeto que sí mismo. Por ello, dice Deleuze, que el humor no entraña nada negativo: ni moral ni inmoral, sino perfectamente a-moral, rehúye todo valor y no conoce otro valor que la risa en sí misma. En cambio, Deleuze, opone a esta risa sin finalidad moral o política la ironía socrática, la caricatura, la parodia cuya intención está por fuera de sí misma, o lo que es lo mismo, que tiene alguna intención distinta de la mera alegría: castigat ridendo mores. Hay aquí ya amargura, como en Oscar Wilde, pero una amargura ética, que tiende a sanear el ambiente, porque se ubica en él y en la situación, tratando de modificarla, de renovar las costumbres o de alterar las instituciones. La ironía cuando utiliza al animal, en las fábulas de Esopo y Fedro, de Iriarte o Samaniego, lo toma ya como referente de un personaje o de un vicio concretos. Aquí ya hay contacto con la perversidad de esa pseudocomunicación a la que en otro lugar llamamos discomunicación, aquí ya se ataca y se muerde, pero sanamente y con un propósito correctivo: es la sátira política o religiosa de Aristófanes, Plauto o Terencio y que nosotros conocemos bien por nuestros hermanos Quintero, nuestro Muñoz Seca o nuestro Jardiel Poncela, al que en ningún caso yo compararía con Ionesco como algunos han hecho, porque en Jardiel, aunque se vaya muy lejos, se sigue tomando como referente la realidad social e histórica, mientras que en Ionesco La cantante calva es sabido que no representa absolutamente a nada ni a nadie; ésta, más perfecta que Dios, une a sus muchas virtudes la de no existir. Pero qué abismo, y cuánto cuesta llegar de estas dos risas a ese sarcasmo que habitualmente se practica y que no se incluye en el arte, este sarcasmo tan español que en lugar de huir del sentido para salvarlo, o bien de tratar, como la ironía, de renovarlo, se dedica a minarlo, a corroer todo sentido minuciosamente, como un ácido mortal. Más que
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sarcasmo esto es humor negro: el que se ríe sobre todo de la víctima, el que insulta, el que sirve sin vacilación alguna para hundir o aplastar. El que a un sujeto aniñado por el castigo le pone el nombre de “Tobi” o Lolo García, el que aquel que trata de denunciar o investigar una tentativa de asesinato, delito grave por cierto, le diera el nombre de “super agente-Conesa”, y al descubrimiento en el país de los tontos, de la especie humana en tanto que especie, la descifrase bajo los emblemas del doctor Félix Rodríguez de la Fuente. Este humor no tiene el menor sentido estético, no es humano, o propio del hombre: esta carcajada caníbal no tiene otro fin que el de destruir la vida siempre, claro, de otro, de la víctima del mohíno, del que como dice Valdés en el Diálogo de la lengua, sirve en el juego de pelota, para descargar una agresividad que nunca acaba de descargarse, y ello quizá precisamente por cuanto, nacida y crecida en país tan cristiano, no puede ser comprendida o reconocida individualmente como tal agresividad y necesita por ello, para no ser “pecado”, de la complicidad del prójimo, de la conspiración de todos. Es por ello que en España hay más bien que odio al asesino, demanda de él, por cuanto representa la víctima ideal del sacrificio ritual: El Caso es el santoral español, allí va la escoria de la sociedad y de las lenguas, las viejas y sacrílegas beatas, a buscar y hozar con sus hocicos en el cieno sagrado del asesino honesto: ¡pobre del lobo en medio de la manada! Allí se busca no lo que pueda perdonar, sino lo que haga más repugnante el crimen: y no ya a nivel sexual, ya que ese discurso está por aquí como borrado, sino a nivel de lo que aquí no se pasa o no pasa, por ejemplo la paido-filia, el amor a los niños: el “revulsivo” asesino de Pedralbes, cuyo justificadísimo crimen contra dos seres que le humillaban se vio elevado a la enésima potencia por el hecho de que le gustaban los niños, es más, les amaba. Destino, nº 2211, del 21 al 27 de febrero de 1980, página 38.
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EL DOGMA, O EL PENSAMIENTO CULPABLE (O la odisea de los bichitos)
On raconte que Spinoza gardait son manteau percé d’un coup de couteau, pour mieux se rappeler que la pensée n’était pas toujours aimée des hommes. GILLES DELEUZE, Spinoza - Philosphie pratique
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IENTRAS hay Estado, es decir, Estado liberal o democrático, puede decirse que la naturaleza obedece; todavía ahí puede entenderse que estamos en un dominio humano, pese a la sujección, no digo que inevitable, pero cierta. Pero cuando no es ya el cuerpo lo que está sujeto, sino que es el pensamiento y la conciencia inclusive quienes se ven obligados a obedecer, entonces pasamos del dominio de lo humano al reino de las hormigas. Y ello ocurre cuando el pensamiento se ve apresado por el dogma, esto es, por un pensamiento obligatorio, no ya siervo de algún código lógico, sino de un código penal. Es por ese camino por el que la miseria de la falta, de la culpabilidad, se introduce en el pensamiento: y la oscuridad penetra en el mundo. Porque no se trata aquí ya de moral; no, la moral, aun cuando es siempre despótica, lo es a nivel del deber ser, lo es cuando en nombre todavía de alguna conciencia, se impone al ser otras leyes diferentes de las suyas; en otras palabras, lo es a una escala todavía inteligible, y por lo tanto todavía abierta a la dialéctica y a la libertad. Pero cuando es el pensamiento mismo quien cae en la malla de la culpabilidad, por obra del dogma, se pierde de vista el problema. Ya no se trata de moral, ni religión siquiera, y mucho menos aún de humanidad. Porque cuando digo humanidad me estoy refiriendo a algo diverso de la pura necesidad, a algo que ya sometiéndola ya comprendiéndola,
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la supera abriendo el camino a la libertad. Pero es sobre todo por el pensamiento por lo que semejante camino está abierto, por lo que el hombre, comprendiendo su circunstancia, puede escapar a ella, tal como dice no sé si Hegel o Engels: la libertad es el conocimiento de la necesidad. Si el problema de la culpabilidad llega a afectar al pensamiento mismo, si la censura se aplica no ya a su expresión, sino, como ocurre en España, a su existencia misma, entonces puede decirse que hemos perdido de vista el reino de lo humano, de la libertad y de las ideas, para entrar en no sé qué monstruoso e inefable dominio submarino. Es este problema inmenso del pensamiento culpable, que es lo que aquí se entiende, trágicamente, por “conciencia”, aquello que explica la bestialidad y el poco amor a las letras de este pueblo submarino, y su profunda barbarie. Y ello más aún por cuanto su religión se aplica tan sólo a las palabras, no va más allá del dominio de sus ídolos, ni entiende de otra cosa que de herejía y de blasfemia, que es por eso que somos únicos en el mundo. No sabe nada de las acciones, éstas no entran dentro de su campo de acción, tanto es así que, como ocurre en el caso de los llamados “Guerrilleros de Cristo Rey”, no vacila en matar en nombre del amor fraterno. Quiero decir que si en España la conciencia es tan miserable, es por cuanto “nuestra” religión, y creo que desde muy antiguo, no sabe de otra cosa que de la conservación intacta del dogma, de la herejía por tanto, y tiene su único límite en una frontera de palabras: más allá de aquél todo está permitido, cualquier canallada, cualquier bajeza, pero ay de aquél que blasfeme o se desvíe un poco de ese margen inviolable, de ese monopolio salvaje: y más salvaje y brutal todavía precisamente por cuanto, al culpabilizar el pensamiento, al imponerle una barra que es lo único que hay aquí de verdaderamente estricto, lo ha prohibido ya al nacer, de manera que si el español pretende saber lo que es Dios —la correcta pronunciación de una palabra— no creo que intuya lo que la Biblia sea, ya que no existe texto ni lenguaje alguno que no tenga más de dos sentidos. La obra del catolicismo hispánico es del carácter más inaudito que imaginarse pueda: el español ha moralizado, no ya su vida, cosa poco meritoria, sino su conciencia misma, su ser sensible, al que ha torturado y mutilado de manera de volverlo irreconocible. Descartes hablaría aquí en vano: no hay evidencia sensible, y es por ello que lo más
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grotesco, lo más delirante, puede aquí suceder sin perjuicio alguno, como en el planeta del “Supermán bizarro”, donde las casas eran de todos los colores y de ninguno. Sería tan sólo el misionero de una fe perdida: la fe, la esperanza de un pensamiento. City Life, Madrid, Asociación Cultural de Estudiantes de Filosofía / Francisco Rivas Editor, Colección Cuadernos de la Aventura, 1980, páginas 52-53.
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VENERACIÓN Y EXECRACIÓN (O el tabú del escritor)
Unos decían que esto se debía a que los cerdos eran impuros; decían otros que porque los cerdos eran sagrados. Todo ello… acusa un estado de confusión en el pensamiento religioso, en el cual las ideas de santidad y de pureza aún no se han delimitado claramente, estando ambas mezcladas en una especia de solución vaporosa a la que damos el nombre de tabú. FRAGER, Spirits of the Corn and of the Wild
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NTE todo podríamos preguntarnos en qué reside la fonction père: cuál es el papel del padre, su función simbólica, qué significa la palabra o la institución llamada “padre”. Esta es claramente, como averigua el Psicoanálisis, la ideal ich, esto es, imagen del “yo” completo “irremisiblemente perdido” desde la infancia, desde el abandono de la “megalomanía infantil”. Es pues, la misma función que reviste el culto del héroe otro ideal ich: no importa que uno sea en tanto que imagen o figura, viejo, y el otro acostumbre a ser un emblema corporal; en ambos casos la función simbólica es la misma, la de ideal ich, “yo” ideal. Padre, rey, sacerdote, profeta, escritor célebre, según la clasificación que hace Carlyle en Los héroes tienen el mismo rol: el de representar el “yo” ideal, esto es, el “yo” completo, o que podría ser completo si fuéramos el padre. El “yo” completo, esto es el hombre completo, el reverso o el doble de ese sujeto escindido que es el sujeto que adora al padre, como lo que le falta. Escindido y que, por tanto, envidia: codicia lo que le falta y necesita hacerlo porque el padre, en tanto que ideal ich, es la imagen de Sí Mismo, esto es, de lo que en él se halla “irremisiblemente perdi-
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do para siempre” (Aristófanes, citado por Lacan) de ahí la ambivalencia en el culto del padre: es o yo o Él, y de ahí que tradicionalmente la muerte sea una de las características del destino del héroe, lo mismo que una de las cifras con que el deseo inconsciente marca al padre. El modelo de la personalidad es asumido naturalmente en la perspectiva de una falta, de una manque o de una castración: el padre es lo que nos falta, por eso le adoramos. Porque la idea de lo sagrado, o de lo ejemplar, es la idea de “puesto aparte”: así Ronald Knox traduce del Antiguo Testamento la raíz hebrea k-d-sh por “puesto aparte”, y cuando en ese libro se dice “Sed santos, porque yo soy santo” leemos ahora, gracias a él “Yo soy el Señor, vuestro Dios, que os rescató de la tierra de Egipto; puesto que estoy aparte y puestos aparte deberéis quedaros igual que yo”. Esto es, eliminados, denegados simbólicamente, que es por ello que son iguales en el primitivo las nociones de veneración y execración, de sagrado e impuro, esto es, que tienen una raíz común. Y por cierto es significativo que quien extrajo al pueblo de Israel de Egipto, y lo puso aparte, no fue Dios, sino Moisés, figura del héroe como profeta que, según Freud, fue luego asesinado, esto es, “puesto aparte”. En cuanto al héroe como Rey, decía Bataille que no hay revolución, o es difícil, cuando no hay padre: mayo del 68 estalla contra De Gaulle, la Revolución Francesa decapita a un rey… aunque esto no es del todo exacto, pero sí es cierto que la figura del padre es un componente importante de esa pulsión de muerte que llamamos revolución. En lo que concierne al héroe como escritor, es evidente que éste, de todos los héroes, es el más “puesto aparte” —la relación con la muerte, o con el asesinato del padre, está aquí ejemplificada por la costumbre tradicional de erigir monumentos o dar nombres a calles sólo después de su muerte en la mayoría de los casos. Es más, la figura de la posteridad o de la fama póstuma parece poner de manifiesto que el escritor, en tanto que figura del padre, no puede tener otros laureles que los de la muerte. Pero en el caso del escritor interviene un factor que nos puede conducir más profundamente a la resolución del problema psicoanalítico de la envidia: el escritor domina con la palabra, impone al otro su imagen como modelo superior por los caminos de la palabra. Ahora bien,
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hablar —y esto no sé si a algún pensador se le habrá ocurrido aún— se hace con la boca y la envidia es un deseo de apropiarse del valor simbólico, esto es, del cerebro del otro, en lugar de emularlo o compartir con él, en vías de intercambio abierto. La envidia es además un sentimiento poco claro, escondido, tiene pues un componente inconsciente. Y este componente inconsciente no puede ser otro que el canibalismo que se hace por medio de la boca, y mediante el cual —o por su deseo, al menos— el sujeto se apropia del valor simbólico del otro —de su cerebro— por completo, sin mediación posible. La envidia pues es un sentimiento arcaico heredado de nuestros antepasados caníbales, un acto de antropofagia simbólica, lo mismo que el linchamiento del héroe, o la negativa a leer —esto es, a tragar, a ingerir— al escritor, más que después de su muerte. Cómo acabar con este “status” nadie lo supo nunca, pero el medio único que ahora se me ocurre es sencillamente la supresión del escritor por sí mismo, y no me refiero a un supresión física, sino simbólicamente, al acaveramiento del que habla Lacan: a que el escritor proponga a los demás tan sólo su palabra, y no su imagen, como en el caso de este escritor anónimo que parece que no escribe, ni publica, y que se llama, quien sabe por qué, con el nombre que figura aquí debajo: POST SCRIPTUM: por cierto, la solución vaporosa a la que damos el nombre de “tabú” es claramente la “gloria”. Destino, nº 2216, del 27 de marzo al 2 de abril de 1980, página 32.
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ÉTICA Y PSICOANÁLISIS
Guérir, guérir! Et si ça ne convient pas à la personne? Un “esquizofrénico” citado por MAUD MANNONI
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L psicoanálisis, o lo que así se llama, practicado actualmente, paréceme que procede según una óptica pitagórica: de un lado está la luz, del otro, las tinieblas. La realidad, la entidad, la racionalidad inmanente de los fenómenos “patológicos” se desestima a priori: es necesario reducir, vencer y domeñar a tales fuerzas del Mal, interpretar a toda costa ese otro discurso al que se llama delirio para remitirlo a un código preexistente. Cuando se supone que el “enfermo” se “cura” se sobreentiende que ha renunciado y olvidado por completo a la “otra parte”, al maravilloso y siniestro país de los sueños que tan magistralmente describiera Alfred Kubin. Así pues, el llamado “psicoanalista” obra de una manera en nada diferente a la del exorcista: es necesario expulsar del cuerpo del endemoniado a toda una serie de figuras o síndromes de lo “patológico”, esto es, del Mal, del que se conocen formalmente todas sus manifestaciones, sin que sin embargo jamás se nos haya explicado la naturaleza misma de lo patológico, o del Mal, y el porqué de la necesidad de combatirlo. Al acabar de leer un libro de psiquiatría, uno se siente tentado, para descifrar el enigma, de recurrir a la lectura de Le problème du mal de Stanislas de Guaita, que es por cierto uno de los libros cuya temática e imágenes figuran en el Index del nuevo Inquisidor; y ello para saber el Mysterium Magnum, el “terrible y maravilloso secreto”, como decían los alquimistas, de por qué hoy el psiquiatra siente tan obsesiva necesidad de curar. Y es que, recurriendo también nosotros a la nosografía psiquiátrica, nada hay más parecido a un “neurótico obsesi-
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vo” que un psiquiatra, o a un paranoico, si se quiere, sólo que aquí los “masones” son los “enfermos”, cuya inefable extrañeza es preciso detectar y excomunicar a toda costa. Qué lejos estamos, a cuántos años luz, de aquel adagio freudiano, “Wo Es war, soll Ich werden” (“Allá donde ello estuvo, yo debo advenir”). O incluso cuando se habla de “retour à Freud”, en Lacan por ejemplo, como puede aquél olvidar, al afirmar que “el inconsciente está estructurado como un lenguaje” que esto debe aplicarse por fuerza también a la forcluida psicosis, ya que la idea de tal inconsciente nació precisamente del análisis de las enfermedades mentales. Pero lo que estos “síndromes” psiquiátricos ponen de manifiesto es que hay, sí, una enfermedad mental: sólo que ésta es de carácter social, y consiste en la fobia colectiva frente a determinadas estructuras y comportamientos mentales, que pueden ser homologados debido a esa misma exclusión, y a la universalidad de ésta. O en otras palabras, tomadas de Freud, que “lo siniestro” no es otra cosa que “lo culturalmente reprimido”; es decir: que en nuestra socio-simbólica, en nuestro régimen de intercambio cultural, existen en primer lugar una serie de formaciones ideativas reprimidas o mejor dicho proscritas, de las que podemos enumerar algunas: éstas son sobre todo, más que las de carácter sexual, las de índole religioso o mágico; el porqué de esta conclusión es lo que importa averiguar, y no al contrario; en segundo lugar, una serie de comportamientos o de actitudes frente a la vida cotidiana socialmente interdichas tanto a nivel psiquiátrico como a nivel popular: son aquéllas que interpretan el acontecer diario como significante: paranoia, delirio de autoreferencia, etc., tratan de entender como sea lo que está ocurriendo, cosa a la que tanto el psiquiatra como el homo normalis se niegan por completo: y es que, como decía Sartre, el problema del llamado inconsciente es un problema ético, y es un problema de “mala fe”, y la “otra escena” es aquélla que la máquina teatral cotidiana se esfuerza a toda costa por esconder: es esa “otra escena” que todos saben pero que todos callan lo que el psicótico percibe imaginariamente como “sociedad secreta”. Y es por cierto, curiosamente, la ética, otro de los temas considerados habitualmente como “psicóticos”; y es que aquélla se esforzó desde siempre por organizar la vida cotidiana, exactamente lo mismo que una política. Así que es de esta forma como debemos entender la fórmula del Antiedipo de que el “esquizofrénico” es, en el sistema de la fente o de
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la hipocresía, también llamado “capitalismo”, su “límite”, su “proletario” y su “ángel exterminador”: porque aquél pone de manifiesto lo invivible de una “vida” que ha olvidado o, mejor, ocultado sus claves, y se encuentra desde entonces sumergida, ella sí y no la locura, en la más sórdida oscuridad. Destino, nº 2224, del 22 al 28 de mayo de 1980, página 37.
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PSICOANÁLISIS Y SOCIOANÁLISIS
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L descubrimiento básico del Psicoanálisis es, creo, la unidad de cuerpo y espíritu. Ello lo puso de manifiesto no sólo en su análisis del síndrome histérico o de la materialización histérica, sino, sobre todo, en su análisis de la sexualidad. El complejo de castración, por ejemplo, que es la causa no sólo de la impotencia sino como veremos de peores males, tiene como motivos cualquiera menos el puramente fisiológico —por otra parte nadie sabe que sea lo “puramente” fisiológico—. Pero el análisis del complejo de castración arroja luz sobre el hecho de que el cuerpo es una relación, la prueba de ello es que la impotencia de un marido con su mujer o con su amante puede desaparecer ante una prostituta, por ejemplo. La sexualidad no es un monólogo sino un diálogo. Así, el homosexual pasivo o lo que es lo mismo, el masoquista, sólo se adapta a una situación social en la cual psicosexualmente no puede comportarse de ninguna otra manera. Trata, por así decirlo, de sublimar por el acto sexual una situación social de aplastamiento, de humillación, de inhibición. De darle una salida feliz, gozosa, erótica: no es que, como afirmaba Havelock Ellis, goce por el dolor, sino que por un dolor erotizado trata de conjurar otro género de dolor. Es esta situación social de no-reconocimiento, de alienación de la propia imagen, de lo que Lacan llama “falo” —concepto que evidencia al máximo la relación cuerpoespíritu de la que hablábamos— la base del complejo de castración. A él se puede responder con el masoquismo, o bien, a veces, cuando socialmente esto es viable, con el sadismo, imaginario o real, y, en el límite de tolerancia del sujeto, con el asesinato. Recordemos que Christie se masturbaba sobre los cadáveres: sólo frente a la desaparición total del “otro” era capaz de una erección de su falo o de su “yo”. Así pues, el asesinato
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es siempre un hecho sexual, o lo que es lo mismo, un hecho social: con Artaud, habría que decir que lo mismo que nadie se suicida solo, nadie asesina solo. Sin embargo, el psicoanálisis freudiano todavía participa de aquella herencia judeocristiana que veía detrás del mal, sólo el Mal, la “perversión”, el destino —el determinismo fatalista de la “escena primitiva” o de la situación infantil— en lugar de llegar a ver, tras el Psicoanálisis, el socioanálisis. Destino, nº 2225, del 29 de mayo al 4 de junio de 1980, página 35.
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EL DESTINO (Homenaje a Otto Rank)
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O sólo el sueño es depósito del inconsciente. Desde la Psicopatología de la vida cotidiana, de Sigmund Freud, sabemos de la importancia del acto fallido. Pero creo que no se ha investigado lo suficiente la naturaleza del investimiento de aquél o de aquéllos. Éstos, creo, se hallan sobredeterminados por un cúmulo de energías, las cuales, por el hecho de haber sido reprimidas, han cambiado instantáneamente de signo, pasando del positivo al negativo, del dominio del placer al reino del displacer. Además, como ha sido el sujeto quien las ha inhibido, se vuelven contra él, lo insultan y lo destruyen. Y ello sobre todo cuando el miedo, físico o psicológico, ha impedido al máximo su descarga exterior. Así, tal análisis no es sólo aplicable a la esfera del “acto fallido”, del accidente o la catástrofe, sino que también puede aclarar el sentido de la pesadilla: y ello sobre todo si recordamos su obsesiva presencia en las “neurosis de guerra”, donde el miedo y la inhibición psicofísica alcanzan el límite de lo tolerable. Pero por lo que se refiere al acto fallido, nuestra hipótesis explica esa suerte de afición al desastre que padecen los sujetos de los que el saber popular opina que tienen “mala sombra” o que tienen, simplemente, “la negra”. Y es que el principio del placer no tolera represión alguna, no hace concesiones: el orgasmo que no podría encontrar de un modo placentero, lo halla en ese otro orgasmo que es el dolor: exactamente lo mismo que el masoquista, sólo que aquí quien juega no conoce las reglas de su propio juego: es una víctima del “destino”. Y al término de aquél le espera quizá, como último orgasmo, o más bien como la última posibilidad de hallar aquél, la muerte, que es también placer, pero placer inconsciente, placer de ese “otro” sin rostro al que llamamos “destino” sin
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saber que es nuestro propio cuerpo, nuestra propia sensibilidad, nuestro “yo” total el que nos “la va a jugar” y el que al fin nos espera1. Otra motivación psicológica del dolor o de la ruina suele ser el “chantaje masoquista”, cuya presencia es sobre todo detectable en ese “desafío al destino”, como lo llama Stengers, al que denominamos “suicidio”. Aquí se intenta intercambiar placer a costa de la mercancía del dolor, exactamente lo mismo que hacíamos, en nuestra infancia, con el gesto del llanto. Incluso las ruinas económicas y los desastres personales han podido ser explicados por Georges Devereux en base al “chantaje masoquista”: así, cuando llegó el falso mesías Sabbatai Zevi, la mayoría de sus fieles, en lugar de regalar su dinero, simplemente se arruinaron, como si quisieran así obtener los favores del cielo. Y, por cierto, es curioso que este tipo de chantaje forme la matriz psicológica principal del cristianismo: exigir placer al precio del dolor. Pero, en fin, aquí nos hallamos en el polo opuesto a aquél que exploramos en la primera parte de nuestro artículo. Hay aquí como una alternativa optimista, y ello porque puede haberla: porque ninguna psicología es ciega por completo; esto es, al menos en algunos casos, porque aquí todavía parece que mediante esta estratagema es realmente posible conseguir los favores del prójimo. Aun cuando fueran los favores póstumos2. Destino, nº 2226, del 5 al 11 de junio de 1980, página 34.
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En realidad toda esta primera categoría de procesos tienen su origen en la psicología del miedo. Así, por ejemplo, una de las razones frecuentes del desastre o la ruina personales es el desvío de la agresividad, desde aquellas personas que por haber producido ésta, al hacernos daño, están todavía en situación de reproducirlo, hacia aquellos seres precisamente que por amarnos son incapaces de defenderse. 2 Otra forma de détournement del dolor, ésta de carácter sádico, es la pelea, la agresión física. Aquí el goce es casi siempre de naturaleza homosexual: hace poco le decía a un amigo que depende siempre de la apostura física del borracho la contundencia o la insistencia de los golpes. Por lo demás, de sobra es conocida la relación entre la homosexualidad y el boxeo. Es la homosexualidad también la que se halla detrás del antaño tradicional torneo entre hombres, bajo el emblema fálico de la lanza o de la espada. Lo mismo puede aplicarse actualmente a la agresión con arma blanca. En cuanto al fusilamiento, su raíz homosexual se pone de manifiesto en que el ejecutado muchas veces era obligado a colocarse de espaldas al fusil, otro emblema fálico.
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ÉTICA Y LENGUAJE (Un análisis de la mentira)
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A mentira no es un pecado. Es un fenómeno mucho más complicado. Podríamos decir que es el fenómeno moderno por excelencia. Pero tratemos de analizarla más profundamente, no basta con decir que está, más que nunca, de moda. Tratemos de hacer un análisis lingüístico: en realidad, toda la escritura nace y se sustenta sobre el hecho social de la mentira. Y ello porque ésta produce la participación entre “significante” y “significado”, esto es, entre lo que se quiere decir o significar, que es también aquello a lo que Wittgenstein llamaba “acto de lenguaje”, y una verdad abstracta o imaginaria, llámese Literatura o Filosofía, sin función social real, y podríamos decir que sin función alguna, como no sea la de ubicar la Verdad, esto es, el sentido, en el único espacio que le cabe, que es el de la falta, de la manque; allí la Verdad deja de ser “función de Verdad” (Wittgenstein) para convertirse en Verdad abstracta e ideal, Verdad imaginaria. Pero habíamos empezado por hacer una demarcación ética del problema, habíamos empezado por decir que la mentira no es pecado. No, la mentira no es un pecado, porque la noción de pecado nace precisamente del hecho, no de la noción de mentira. Es decir, nace de ahí la idea de una misteriosa culpa solitaria, y ontológica, de un mal del que un solo hombre es responsable y para siempre. Y ello porque los hombres no están solos, pero juegan a estarlo, esto es, fingen estarlo, y para ello hacen uso de la mentira. De una mentira que por otra parte ha acabado por no obedecer a fin alguno, que ya no es astucia política o maquiavélica, sino vicio o perversión o “peste emocional”, como la llamaba Reich, que no tiene otro cometido que el de satisfacer un goce extraño. Y contra ella el esfuerzo de Nietzsche, Marx o Freud, es exactamente el mismo esfuerzo: el de supri-
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mir la barra entre teoría/praxis (Marx) o entre “voluntad de verdad” e ideología (Nietzsche), o entre “contenido latente” y “contenido manifiesto” (Freud). Difícil esfuerzo y peligroso: porque no es una empresa abstracta, es una tarea cotidiana y heroica que lleva siempre consigo el riesgo de la locura, porque quiere develar, tras de la lógica de la apariencia, tras del fantasma de la realidad, tras de la lógica implicable de la mentira, no alguna nueva clase de verdad utópica, ideal o futura, sino como ya hemos dicho la “función de verdad”, la Verdad en situación, en su lugar, en su momento, la alarmante y subversiva transparencia: el viejo topo. Destino, nº 2227, del 12 al 18 de junio de 1980, página 32.
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EL SUPLICIO
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significativo que la mayoría de las torturas se acostumbraran a realizar en público: la picota, la argolla, la carreta, todos estos tormentos tienen por función mostrar al condenado a la vista de todos, en una situación, como bien se dice, “vergonzosa”, en tanto que el sujeto ha sido privado de lo que en proxemia se denomina su “territorio”: todos estos suplicios se realizaban en calles, en plazas, en lugares por completo desnudos. En tanto que inhibían en el sujeto cualquier tipo de vida interior, debido a la exposición en público, provocaban la reducción de la víctima a la mera animalidad, esto es, a su nivel más sensual. Sólo ello puede explicar el carácter de festejo del suplicio, su naturaleza de fiesta popular; incluso ahora todos deberíamos saber que El Caso es una revista pornográfica. Respecto a la mezcla de alegría y ferocidad que acompañaban a la procesión del supliciado, ella pone de relieve la postura ambivalente que el sujeto humano ha mantenido siempre respecto a su propia animalidad: a la vez la desea y aborrece; lo que también explica la extraña ferocidad del libertino sadiano, a la vez seductor y amable y despiadado; lo mismo que la del protagonista de Portero de noche: ambos no tratan con hombres, sino con animales: su amor es imposible, en tanto que no se trata con animales, salvo por la muerte. Y así no es casual que muchas veces el objeto de la tortura haya sido un animal —el ejemplo más tópico es el “chivo expiatorio” de Israel— por cuanto precisamente es la animalidad el deseo secreto del suplicio: las celdas, lo mismo que antaño las jaulas, ubican también al condenado en la misma posición del animal. ESULTA
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A) CONSECUENCIAS PSICOLÓGICAS DEL SUPLICIO
“Nadie va dormido cuando camina hacia el patíbulo”, escribió Donne. Lo mismo habría podido escribir: “Todo hombre va desnudo cuando camina hacia el patíbulo”: porque si lo primero ocurre, es causa de lo segundo: esto es, por cuanto la inhibición de la vida interior que los preliminares del suplicio provocan hacen actuar a aquéllos de la misma manera que una droga: el sujeto, perdido en medio de la marea de los otros, ya no encuentra lugar o espejo para llamarse o ser de algún modo. Perdiéndose a sí mismo, deviene todos, pone su carne y su dolor para compensar el mal de todos, y es así que el suplicio es herencia mal simulada del sacrificio ritual. Respecto a las mutilaciones, flagelaciones, etc., los primitivos sabían claramente de sus consecuencias psicológicas, y los utilizaban a veces —como los Indios Cuervo— ellos mismos, para suscitar visiones. Pero no es que el suplicio sea causa de locura, sea una de sus causas: es que no hay otra motivación de la locura que el suplicio, de cualquier tipo que éste sea: psicológico, social, etc. La pseudociencia psiquiátrica nos desresponsabiliza de este hecho palpable: de que sencillamente no hay locos, sino enloquecidos, de que la locura es, simplemente, el grito del indio Crow que grita al ser torturado. La descripción de la psique como un “aparato” o una tópica nos ha llevado a olvidar el problema de la inexistencia de un psiquismo aislado, autocausado, independiente de una situación. Tal realidad se perdió entre las nubes de la palabra psique: los griegos la llamaban “aliento”, los otros, “sentido”. Dicen que de los cielos le otorgan el nombre, más claro, de “sensibilidad”.
B) DERIVACIONES RELIGIOSAS DEL SUPLICIO
El suplicio es una droga, pero una droga dulce. No es ya que por inhibir en el sujeto toda agresividad y que por sumergirlo hasta el cuello en el mar del miedo, lo transforme, como creen algunos aparentemente en un manso cordero: el suplicio transforma real y totalmente, hasta en la carne misma, la naturaleza de su objeto, a un nivel inclusive hormonal. En el protagonista de La naranja mecánica, no sólo cam-
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bian las “intenciones” morales del sujeto, sino hasta la voz misma, los ojos, el modo de andar. El suplicio provoca en él una segunda naturaleza, cercana sino idéntica a lo que la zoología fantástica nos ha enseñado a “conocer” por el nombre de homosexualidad. Anulado, el individuo viene a depender por completo del otro: incapaz de copular por sí mismo, necesita recurrir —ya para siempre— al falo, o a la “mano” del otro. Es así que el suplicio es o puede ser eterno: inhibida toda potencia orgástica, se ha vuelto el único posible apetito sexual. Por eso el protagonista del film citado pasa, como por azar, por todos los lugares en que su inconsciente sabe que podrá rehallar el suplicio: la cueva del mendigo, la cita con el fracasado, el encuentro con los dos ladrones. Ya no es él mismo, sino eternamente para el otro: lo que queda de sus pasos le lleva hacia el acabamiento del suplicio, hacia la fosa común. Destino, nº 2228, del 19 al 25 de junio de 1980, página 33.
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PSIQUIATRÍA Y TORTURA
EL INTERROGATORIO PSIQUIÁTRICO
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L interrogatorio psiquiátrico procede exactamente de la misma for-
ma que el que practica la policía. Efectivamente, ante todo, parte de la sospecha: toda vida interior del «paciente» es automáticamente sospechada en busca de contenidos psíquicos que justamente no se trata de hacer aflorar a la conciencia en pos del célebre “retorno de lo reprimido”, sino todo lo contrario, de reprimir. Lo mismo que el policía, el psiquiatra piensa infaliblemente que su víctima miente. No hay ya por tanto aquí nada que se parezca al relajo de la asociación libre —de ahí el abandono del diván y su sustitución por la silla—, sino que muy al revés se logrará llevar al objeto a tratar a toda costa de esconder lo que de sí mismo queda en tanto que sujeto, y aquél tendrá buen cuidado en adelante de no mencionar aquellas ideas o sensaciones suyas que sabe de antemano figuran en el Index. O bien, otras veces, las vomitará con la misma morbosidad que se manifiesta en la confesión cristiana, seleccionando escrupulosamente los pecados más exóticos de su conciencia para así satisfacer el deseo neurótico del inquisidor: el anhelo de tachar, o de violar; he aquí la “manía de confesar” del esquizofrénico. Pero sobre todo ahí está en esta pérdida de identidad del sujeto devenido objeto, devenido categoría o clase —esquizofrénico, neurótico, etc.— el motivo real de la tristemente célebre “transferencia”, y su tendencia a convertirse en interminable. Aparte de eso, lo único que queda aquí tristemente de la herencia freudiana es la noción de que el suceder psíquico no es libre, sino que forma parte de los mecanismos de un misterioso “aparato psíquico” cuyas leyes siempre, hay que de-
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cirlo, tuvieron tendencia a poseer un carácter mucho más moral, o penal, que científico. El cuerpo del “enfermo” no sólo en el marco psiquiátrico, sino mucho más quizás en el entorno exageradamente psiquiátrico y temeroso de la vida cotidiana, sirve como el de una providencial hetaira para los golpes. El cuerpo del paciente, privado de su identidad o vida interior por el interrogatorio psiquiátrico, o lo que es lo mismo, a un nivel cotidiano, por la pérdida del valor dialéctico de su palabra, queda por ello a merced de todos. Lo mismo que su palabra: su carne es para los golpes, su voz para la risa. Prostituta y bufón al mismo tiempo, lo más lamentable es que muchas veces, con tal de ubicarse en el mundo, el bien llamado “paciente” mimetiza los rasgos del crimen imaginario, adopta lo que Maud Mannoni denomina la “máscara de la locura” relatando su vida como un chiste gratuito, para tener así, al menos, una existencia suplementaria en este mundo. En fin, pero lo que resulta significativo de esta situación, y lo que prueba que el “mito de la enfermedad mental”, como lo llama Szasz, es realmente una enfermedad social, como la caza de brujas o el racismo, es que no sean sólo los llamados “cuidadores” —enfermeros sin preparación médica— del “Alonso Vega” los que golpean “al enfermo”, atontado por los calmantes, muchas veces hasta la muerte, como he sabido de buena fuente, sino que ello sea una costumbre popular, como dice la canción: “Qué se puede hacer con el tonto de este pueblo; hay que brearlo, hay que correrlo”. Lo que prueba que aquello que en la llamada locura se pone de manifiesto es algún universal, esto es, algo no sólo reprimido por el individuo, sino socialmente, y por ello su erradicación, lejos de ser técnica, supone un gozo cierto, ya que sabíamos que el Ello es deseo y apetencia y goce, como toda libertad. Destino, nº 2230, del 2 al 8 de julio de 1980, página 30.
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MANIFIESTO DEL II COLECTIVO DE PSIQUIATRIZADOS EN LUCHA
1. En el modo de relación actual, unos caen, otros no, y aquéllos a los que caen se les llama, sin que nadie sepa por qué, “locos”. 2. En el momento actual, si todo el mundo teme a la locura y procura, en el sentido más material, y más concretamente salvaje, “reprimirla”, es por cuanto la locura está en todos, a la puerta. 3. Como consecuencia de la sociedad jerarquizada que impone el trabajo, existe un transtorno general de la comunicación humana, que impulsa a “sospechar” de la subjetividad ajena. Esta estructuración paranoica de las relaciones humanas actuales es el principal responsable de esa “leyenda negra” supuesta por el mito de la enfermedad mental. 4. Al faltar un contacto abierto y fiable entre hombre y hombre se tiene tendencia a objetivar al prójimo bajo un mapa de categorías o de clases: las últimas consecuencias de esta objetivación racista son las absurdas calificaciones de la apodada “locura”, tales como “neurosis”, “psicosis”, “neurosis obsesiva”, etc. Todos estamos en posesión de las mismas facultades, con sólo tener el derecho y la posibilidad social de desarrollarlas libremente. No hay marcianos, y los druidas murieron todos ya. 5. El interrogatorio psiquiátrico, estructurado como una sospecha metódica de la sensibilidad ajena, es uno de los efectos de ese transtorno general de la comunicación. El interrogatorio psiquiátrico ha sustituido a aquella libre enunciación del sujeto, que el Psicoanálisis toleraba, y pretende reemplazarla con sus mismos títulos. 6. Quede claro sin embargo que no luchamos sólo, contra la Psiquiatría, sino contra el régimen de ignorancia y superstición popular del que aquélla se sustenta, tratando de suministrar a los sujetos “deso-
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rientados” en el sistema de la dis-comunicación, una información adecuada sobre sus procesos, evitando así que caigan en las trampas psiquiátricas. Luchamos pues no sólo contra la Psiquiatría, sino contra el régimen actual de convivencia, contra la psicocracia, y por ello nuestra llamada se dirige no sólo a los locos, sino a todo tipo de enfermos. 7. Es por falta de esa comunicación entera, de ese tejido vital consciente, por lo que la vida entera se ha reducido a una superstición, que la Psiquiatría intenta codificar obligando al sujeto a “asimilar la barbarie” (Lacan), reproduciéndola “científicamente”, o, en otras palabras, haciéndola más rigurosa, intensificándola al máximo. 8. La Psiquiatría es pues, como la religión cristiana, la racionalización de un sistema de creencias, las que sin embargo no vuelve por tal operación explícitas, sino que se funda tácitamente en ellas. Es así, por ocultar sus motivos, por lo que su poderío es inapelable; por ello su ejercicio no se basa en un sistema de derecho y, toda internación es, a la larga, una internación involuntaria. Así como el delincuente común tiene recurso a un abogado, el delincuente mental o hereje psicológico cuenta tan sólo con la presencia fiscal del psiquiatra: está por completo sin defensas frente a todo tipo de brutalidades, psíquicas o físicas, que se ejerzan en nombre de la pseudociencia que trata de pre-juzgar lo Desconocido, o lo insólito. 9. Son estas circunstancias socioculturales las que posibilitan la existencia de escándalos como el que supone que la Diputación Provincial subvencione un matadero de hombres y un campo de exterminio de ancianos, que no otra cosa es el Sanatorio Camilo Alonso Vega. No se trata allí tan sólo de “psiquiatría autoritaria”, se trata de violencia que produce sangre, y ello sin prejuicios humanitarios de ninguna índole. Cualquiera que desee deshacerse de sus familiares tiene ahí una opción privilegiada: conseguir un diagnóstico de “extrañeza” o de pertenencia a la raza judía, por vía de cualquier psiquiatra (el menor de los “síntomas” puede bastar) y una vez obtenido éste trasladarlo allí: las duchas de agua fría, la falta total de asistencia, los castigos corporales, acabarán con su existencia en menos de una semana. 10. Son circunstancias como éstas las que convierten a la “Antipsiquiatría” en un fenómeno radicalmente político; lo mismo que no hay
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otra revolución que la revolución subjetiva, nuestra única terapia es la lucha y por lo mismo, consideramos toda forma de terapia como esclava del sistema y reaccionaria. NO HAY OTRA LOCURA QUE LA FANTASÍA O LA OBSESIÓN DE SU EXISTENCIA El Viejo Topo, nº 47, agosto de 1980, páginas 72-73.
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PANCHO ORTUÑO
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ANCHO Ortuño es, y no quiero ofenderlo con esto, un niño. Lo vi en Limón, 9, por primera vez, dibujando elefantitos, y ahora en estos recortables demasiado brillantes, el mundo, que nadie sabe, terrorífico de la infancia. He dicho “mundo terrorífico” con dos propósitos, uno altamente solemne, el de desprestigiar a los que imitan al niño, otro mucho más solemne todavía, el de, desprestigiando a los psiquiatras, decir que no es que mi infancia fuera el terror, sino que no hay infancia separada del terror y que todo niño sabe mi saber, el saber sobre el miedo. Infancia, alucinación, pintura; y la palabra pintura que nos lleva de nuevo a donde estábamos: en esta galería, entre extraños, entre monstruos ciegos, ávidos de insultarnos con su mirada, con su saber postizo. Así que volvamos, volvamos aquí o mejor ahí, en esos cuadros, en esa mirada, donde una vez más se dirime la dramática alternativa del sujeto, de un lado la infancia, “la parte de sí mismo irremisiblemente perdida para siempre”, como decía Lacan citando a Aristófanes, del otro... la mancha, la sobra cruel que queda cuando nos perdemos. Porque quien entre aquí, sabrá que está perdido, sabrá que nada le queda por hacer. Nada, bien dicho, porque la pintura, lo mismo que la literatura, es un juego de recortables, un sistema que nunca abolirá el azar. Nada sino jugar: “El corazón del jugador”, se llama uno de los cuadros, de estos modelos para armar. Quisiera, que para que la pintura fuera válida, y esta exposición no acabara nunca, aprendiéramos todos, al salir de aquí, a pintar la vida, a desmontarla, y a jugar a estar vivos, más allá de la tragedia y del gozo, en ese punto lúdico que no existe, sino que se desplaza constantemente como el objeto aquél que Alicia —igual que espero ustedes con estos
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cuadros— no podrá nunca comprar. Y así, buscándolo, buscando una y otra vez el sentido de estante en estante, pintar, pintar hasta caer exhausto, pintar hasta estar muerto, una vez más, aquí. Catálogo de la exposición Madrid D.F. Museo Municipal. Ayuntamiento de Madrid. Octubre-noviembre de 1980.
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LA LÓGICA DE LA APARIENCIA
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L error de Guy Debord, en La société du spectacle, consistió en creer que
el espectáculo era el responsable de la inexistencia de la vida cotidiana. No es así: el espectáculo reproduce la vida cotidiana en el momento en que ésta se ha convertido para siempre en burdel o “máquina teatral” (Lacan). Los hombres de otros tiempos, los hombres que “estaban en un error” al decir de la Antropología (Frazer, Lévy-Bruhl, etc.) se conocieron a sí mismos como nombres de dioses: “Caballera inflamada” (entre los indios Cuervo), “Dagolitus” (muy dado al rito) entre los druidas, etcétera. Los hombres de hoy no sabemos de nosotros más que bajo la forma de apariencias: el estudiante y/o militante (serio, barbudo y con anorak, aficionado a los “vinos” y a las tapas), el snob y/o gauche-divinista (“cínico” y con foulard), la mujer guapa y/o actriz, el hombre inteligente (respetado y/o admirado), y ello de algún modo implica la muerte de la cultura, su conversión en un callejón sin salida existencial: Byron se ha convertido en un don Juan (y/o ¿héroe? o ¿suicida?). Joyce es un erudito con manías religiosas; Laforgue y/o Corbière es un fracasado; Kafka un paranoico y/o esquizofrénico; Pound es, no sé, un libro muy gordo en que haya cosas escritas; Hölderlin estaba colgado… pero, ¿y los esqueletos? ¿Qué decir de los esqueletos? Su blancura desafía la apariencia: aquél ya no está borracho, éste otro no está loco, y éste de aquí lo mismo da que fuera una mujer o un hombre. La muerte —ya en Manrique o en Villon— fue siempre enemiga de la apariencia, rebatidora del cuerpo y hermana sólo del alma: sólo en su laberinto mudo podremos algún día, confío, saber el ser de lo que es. El Noticiero Universal, 27 de octubre de 1980, página 9.
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PRESENTACIÓN DEL SUPERHOMBRE
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se habla de la patología del hombre normal, del homo normalis, nadie que yo sepa ha tenido el valor de tomarse tal cosa en serio: en términos clínicos, quiero decir. Tal vez sólo Lacan y Reich, y el primero tan sólo poetiza cuando habla del “sujeto por fin cuestionado”, y el segundo quisiera únicamente corregir al tiempo que lo idealiza en su famosa y reaccionaria tesis de la “primacía genital”. Pero Lacan está más cerca del error, de la equivocación, ésta sí, ontológica, o con pretensiones a tal, del llamado “normal”: ésta es su calidad de hombre objeto, que por haber perdido, dicen que para siempre, su cualidad de sujeto, se halla escindido de su imagen: y he ahí el origen del “deseo”, sexual o social, y de su irremediable fracaso. Y no se trata de una imagen corporal, sino como bien dice Lacan, de un “falo” que no es sinónimo de pene, aun cuando bien pudiera ser un concepto cercano al de “potencia orgástica”, teniendo en cuenta que tal potencia es una dimensión ante todo subjetiva. Subjetividad: subjetividad quiere decir potencial psíquico no esclavo de un “tono” normal, intensidad de conciencia (Nóvoa Santos) libre y activa, esto es, transitiva, o en otras palabras, palabras prohibidas, mágicas. Y por cuanto la idea no está separada de la sensación, sino que convendría más bien recurrir con Fouillée al término providencial de “idées-force” (complejas, decía Freud), el ideario del solo sujeto no sujeto, no sujet, es un ideario en movimiento, libre de cualquier lógica, lo mismo que su conciencia es una conciencia activa y en movimiento. Y ese solo sujeto no sujet, no sujeto, es el llamado loco, el cual, como UANDO
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Rank dijo, representa un nuevo tipo de hombre, un hombre diferente y nuevo, donde el deseo del “hombre”, no es ya el deseo del “otro”. Más bien, el deseo de aquel que pretende llamarse hombre es el deseo ambivalente de ese “Gran Otro” u hombre total que si fracasa en el héroe termina en la locura. Superhombre, sí, pero no extra-hombre: la locura, tiene tanto una estructura como la invitación o la fantasía sus categorías, sus “arquetipos”: poéticamente variables, claro es, declinables, pero dotados de un referente en la percepción poética del mundo externo o del entorno social lo mismo que de un referente interno en la percepción interna, en el cuerpo-sensación (“orgástico”) y, más allá de él, en el inconsciente biológico (Ferenczi) que proporcione un fundamento material a la mitología junguiana, por otra parte ya refrendada sólidamente por la experiencia psiquiátrica de aquél. Y, suprimiendo el algoritmo entre hombre y hombre, la Verneinung antropológica, leamos mejor Magia y esquizofrenia de Géza Róheim y en lugar de simplemente tolerar la magia, lo mismo que la Antipsiquiatría tolera la locura, y su pensamiento inequívocamente mágico, practiquémosla con convicción. Es decir, haciendo, como quería Spinoza, de nuestra alma una potencia activa, una pasión en lugar de una sensación. Porque no en vano del epíteto griego de “pasión” viene el término de “patológico”. Pasión es la sensación querida, la conciencia ya no separada de la voluntad, la conciencia transitiva, la conciencia mágica, capaz de operar sobre el mundo exterior, social e incluso objetivo. En el hombre primitivo no hay separación entre la Naturaleza y el hombre, entre el sujeto y el objeto, por cuanto no existe todavía distinción entre la conciencia y la percepción. Por lo tanto, no habiendo frontera entre un campo y otro, el acto mágico no representa todavía ninguna transgresión. Sólo el posterior algoritmo imperialista entre hombre y hombre nos llevará al loco por las mismas vías que lo reprimido retorna, a la inversa, en la figura o en phantasma del negro, o del judío: no es retórica, tómese esto al pie de la letra. El loco no es como el judío o el negro, sino que es, quiero decir exactamente lo mismo. El otro, el “Gran Otro”, es el otro hombre, el hombre suprimido que vive y potencia el “inconsciente”, en lugar de relegarlo al lugar inofensivo de una posición exterior y metafísica, como hace Lacan. Sólo que si el negro —el negro del
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Sur de EEUU— es ya tan sólo la figura del inconsciente, el primitivo o el loco con su realización activa y peligrosa. Del mismo modo, el misionero y el psiquiatra representan el mismo papel de-subjetivizador, y se encargan de liberar al sujeto de los peligros del sujeto en libertad, devenido independiente y, si se le permitiera, autónomo. Por lo demás, la equiparación de Antropología y Psiquiatría, como matrices de un mismo racismo, nos sirve para considerar a la locura como un fenómeno en el que ya no es que sólo su etiología sea social, y del que haya que de algún modo culpabilizar a la sociedad, pero todavía tratando a ésta como un “mal”, sino para desterrar para siempre tal “concepto” del terreno de la ontología, sometiéndolo al mucho más certero criterio que lo estudiara como un efecto de perspectiva. Es decir, como un fenómeno tan profundamente relativo como la normalidad misma, sensu stricto, y ya lejos de todos los equívocos a los que nos han llevado los ángeles perdonavidas de la Antipsiquiatría. Porque es hora de que el libro, también, se haga locura, esto es, de reunir el lenguaje y la conciencia, de forma de hacer algo tan útil como peligroso de todos estos conceptos, o idées-force: quiero decir que cuando digo que no hay locura fuera de un terreno, quiero decir que no hay locura, fuera de lo que la percibe como tal, en los confusos dominios de la psicocracia, y todo ello significa evidentemente lo que significa, ni más ni menos; afirmación ésta que, de todas las que aquí he pronunciado, es, no cabe duda, la más revolucionaria, aun mejor, la más incómoda y subversiva. Porque ella nos invita a, saliendo de la palabra-espectáculo, sacando por fin la cabeza fuera del asfixiante lugar en donde la palabra se comercia en tanto que leyenda, llevar ésta al rigor de la clínica, vuelta nuevamente, como la quisieron Freud y Lacan, lucha, peste, arma en contra de los hombres, para que sepan por fin, que ya era hora, que no están donde están, incluso cuando pretenden saberlo, porque incluso entonces sólo lo entienden bajo la figura de la leyenda. Y nuestra crítica tiene también su patología, y su racismo: el homo normalis, éste es su objeto, y el dominio cotidiano de la psicocracia el único poder contra el que se lucha: contra la que se lucha, además, realmente, con todas las armas que aquélla desconoce: el verdadero PODER NEGRO: no se equivocaba por cierto aquella esquizofrénica
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que decía tener la bomba atómica. No se equivocaba por cierto, y esto el homo normalis lo sabía: porque si no, de no haber realmente aquí, aquí y ahora, una peligrosidad real, a qué el castigo, a qué el temor, el pavor: ¿fue sólo infamia? ¿Olvidamos que Hegel pretendió no dejar escape a la duda cuando nos aseguró que “todo lo real es racional”? También el inconsciente del normalis, que a decir verdad es el único inconsciente, ha de estar, sin duda, “estructurado como un lenguaje”: la perversión y la barbarie no son sólo la mera denegación de un sentido. No, lo que el supuesto hombre teme es precisamente el descubrimiento de que, como todo marica, no es un verdadero hombre: y nadie más feroz que el eunuco. Presiente ser él aquello que quiso hacer del otro hombre, llamándole como si no fuera neurótico o esquizofrénico: adivina que es él el verdadero autómata. Y por lo tanto, sabe que puede, o podría, estar a disposición de aquella marioneta que pudiera, deambulando libremente entre ellas “mover ella misma el resorte”. Ahora sabremos quiénes eran las víctimas y quiénes los verdugos: veréis distintas agujas clavarse en vuestra piel ficticia de muñecos, de creationes equivocas, de tambaleantes macumbas. Porque salvada la escisión simbólica que dividía ontológicamente dos culturas, vamos a ver por fin si eres tú o yo quien ve, y cuál de los dos tiene el falo de la razón: si tú que eres hablada o yo que hablo, si el esclavo con sus “referentes” o el amo de su propia enunciación: ¿no llamaban los antiguos POIESIS, esto es, creación de lenguaje, a lo que el penúltimo hombre define como “delirar”? Y es que a partir quizá de Platón, se definió al saber como una ontología, pero sólo después del XIX se pretendió dar por terminada la investigación, al menos en lo que al hombre se refiere, suponiendo claro, que tal cosa fuera realmente tal, es decir, un fenómeno aislado del Universo, y de lo que desde dentro del hombre a él se opone, y se opone claramente. Y quede claro que no es lo mismo la antinomia “cultura”/contracultura que la de saber/contrasaber: mucho más si lo nuestro difiere del enunciado por su poder de ser, no una metáfora, sino una enunciación, un “acto de lenguaje” (Wittgenstein). Mucho más si, practicando con el sofista una eficaz “reducción fenomenológica” hacemos así poderosa a la expresión, estructurándola como una categoría no vagamente anti-óntica de la razón, sino decidi-
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damente opuesta a ella, oponiéndole a sus conceptos otros conceptos, y a su revelación una contra-revelación. Aun cuando debiéramos mejor decir que no se trata aquí de categorías, y por lo tanto de categorías negativas, por cuanto nuestras frases no poseen el valor de ser una enunciación. Porque realizar la Filosofía, como quiso Marx, es naturalmente algo muy distinto de simplemente romper con ella o “tacharla”. Y más peligrosa también, como Nietzsche supo, es tal empresa, que es la del aforismo: la Filosofía devenida pura y permanente afirmación: delirio, «locutor autóctono». Porque el lugar que señala la Filosofía al saber lógico, como la poesía al saber de la intuición, es tan sólo el de una manque, al separarlo de su única posible concreción, que es transformarse de verdadero en cierto, en realización, en acción cotidiana y revolución permanente. Revolución permanente no quiere decir revolución: esto es, no significa futuro infinito alguno, sino guerra total, esto es, presente por entero, contra aquellos lugares en que la vida y el sentido se ubican en los límites de lo imaginario. Romped pues todos los libros, o leedlos al fin, ubicando el sentido en su lugar, en el presente o en lo que llamábamos, por su miseria, vida: no hay otra revolución. Y de igual modo, no hay otra revelación que la que consiste en visiones, o hacer una experiencia del sentido: fuera de las galerías, a la calle, os digo, “Hurry up please, it’s time”. Cuando Freud dijo al oído de Jung, ya cerca de los ojos la Estatua viviente de la Libertad, “no saben que les traemos la peste”, aquéllos tal vez no lo sabían, pero nosotros, al abrir las puertas del consultorio, y trasladar la clínica de lugar, podemos estar seguros ya de ello, y decíroslo por fin: aquí no hay curación. II Aquí no hay curación por cuanto la locura, no se cura. No quiero decir tan sólo que no haya que curarla, ni mucho menos que no precise curación u organización alguna, quiero decir, llana y terminantemente, que la locura escisora no admite curación, que es incurable. ¡Ay de los «terapas»!
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Y la locura no admite curación por cuanto esboza, y reivindica, en el hombre una segunda estructura: no por supuesto inasimilable a la primera —por cuanto entonces sería siempre la locura— pero sí irreductible a ella. Si el hombre no ha sabido hasta ahora nada de la locura era precisamente por cuanto era el hombre quien la analizaba, quien, partiendo de su existencia, pretendía remitir a ella una muy divergente sensibilidad. Y otra estructura del hombre es otra estructura de la existencia, esto es, de la convivencia, porque no hay conciencia fuera de ser social, “el ser social determina la conciencia, que es siempre una conciencia social”. Es por esto, pero no sólo por esto, por lo que el apodado psicótico propone con su sola presentación como superhombre la inauguración no ya de la revolución futura, esperanzadora, sino de un estado de revolución permanente, en el seno mismo de la vieja sociedad, y sin necesidad alguna de contar con la existencia de un más que hipotético “Estado”. Pero no hay superhombre sino por confrontación a otro hombre: el hombre primitivo, en comunidad, mal puede sentirse como superhombre, esto es, como otro hombre distinto del hombre. Sólo cabe hablar de superhombre, lo mismo que dos estructuras primarias y secundarias, o de “doble estructura” cuando se haya producido esa censura cultural, esa denegación simbólica o forclusión que nos ponía al decir de Freud, en su artículo sobre lo “siniestro”, en presencia de algo arbitrariamente ignorado, no exactamente “desconocido”. Y estas formas del pensamiento o del ser, voluntariamente ignoradas a partir de una determinada fracción de nuestra historia, van a ser las formas de la conciencia en movimiento, de la conciencia plástica y, como el Universo, en expansión. Dicho de otra forma, de la conciencia mágica. Dicho de otra forma, de la conciencia natural. Dicho de otra forma, de la conciencia corporal, dotada de intensidades, y no sólo de conceptos abstractos. Dicho a los civilizados de la conciencia allá donde está: no me refiero a en qué lugar del espacio ideológico se halla la “verdadera conciencia”, sino la conciencia, como función, dónde se halla, en qué lugar del cuerpo: y no me refiero a algún lugar oculto, lóbulo cerebral, cortex o cosa parecida, porque la conciencia está en situación siempre, es conciencia de algo, sen-
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sación de algo, “punto de vista”, “visión del mundo” (Weltanschauung) visión de algo aún más concreto que el mundo. Pues bien, todos los animales se orientan por los ojos, claro es que por ellos ven la luz. He aquí, tout simplement, la etimología de términos o por decirlo así de “conceptos” como lo “claro” o lo “oscuro”: lo evidente es aquello que, como bien se dice, “está a la vista”. Pero de esta pérdida de la conciencia natural va a derivar la conciencia concebida como “ley”, esto es, como razón. Y con ella, la separación misteriosa —por cuanto todo el ser del hombre es su cuerpo, evidentemente— entre un alma y un cuerpo, devenido mero objeto de las manipulaciones de aquélla. El hombre civilizado va a olvidar así, o a voluntariamente ignorar, todo lo que surge del cuerpo, incluido el lenguaje, que también lo tiene, de lo natural. Y este lenguaje de lo natural no es otro que la metáfora, por cuyo “artificio” una imagen reemplaza a un concepto, como sucedía en el pensamiento, o lo que es igual, en el lenguaje primitivo: en el mundo de los así llamados natural symbols (Mary Douglas) que sobreviven sin embargo en el primitivo actual, en el llamado proletario, en el hombre que vive del trabajo de su cuerpo. Así ahora las “metáforas”, relegadas al campo de lo meramente poético, es decir abstracto, imaginario, no ocupan ni llenan el dominio de lo real, el mundo de los objetos. Este mundo, el de los objetos, se mueve también en el marco de una retórica, a la que se llama publicidad. Sin embargo, cualquier primitivo actual sabrá deciros lo que un cenicero o un water o un lavabo representa, por fuera o por encima de su marca. Significan un mundo humano, lo que no significa algo abstractamente humano, sino un mundo, o mejor, un lugar para el hombre, unas presencias objetivas y no simbólicas. Ésta es propiamente la llamada, y por tan largo tiempo buscada, “cultura proletaria” que, por no estar dicha, ni formar parte de los aparatos ideológicos, constituye para el loco un lugar misterioso, semejante al sello aquel de la carta que robó el ministro, que ubicaba al “no-saber” en el orificio del que todos, más o menos, sabían. Pero nadie lo veía. Nadie lo veía por cuanto los ojos, esos fabricantes de imágenes, habían dejado de ser activos, de mirar, para devenir pasivos, limitándose a ver, siendo tan sólo “órganos” de un alma que cuanto más se
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ausentaba más se hacía omnipotente. A partir de un cierto momento —no de una “etapa” histórica o de un supuesto progreso inexorable— se va a llamar “alucinación”, o en el mejor de los casos “visión”, a lo que el ojo produce cuando se vuelve autónomo: lo que no es en modo alguno un acontecimiento escatológico, como sabemos por los niños, en los que la alucinación es frecuente, como sabemos también, y sobre todo, por los sueños, en cuyo estudio Freud se basó para suponer, en la Traumdeutung, que el aparato psíquico no sería sino un aparato visual. Y finalmente, ¿quién anda el mundo, quién recorre el mundo, sino lo que, quitándole toda su presencia sensacionista, alucinatoria —en la que propiamente consiste el “psiquismo animal”— llamamos cuerpo? ¿Quién habita el mundo sino ese cuerpo al que le hemos arrebatado su condición de sujeto, de sujeto de la historia, de “proletariado”, como de él se dice? Ese cuerpo que no es “apariencia”, fenómeno, pose o traje, sino expresión más íntima, y que nunca, ni en la muerte, es cuerpo objetivo, sino siempre cuerpo fenomenológico, como diría después de Husserl con frase firme Merleau-Ponty. Es decir, cuerpo-expresión, porque la Biología tiene leyes plásticas subjetivas que no descubrieron ni Darwin, ni los biólogos, ni saben aún los modernos etólogos: y es por ello que es capaz de mutar, porque la Biología es subjetiva: desde la ameba hasta el mono superior, toda existencia en movimiento es una existencia subjetiva, y ello no en mayor o menor grado, sino tan sólo en diferente grado, en un nivel cualitativamente distinto de la organización de la sensación. Abandonado al fin por el pensamiento decía el loco al médico: “dottore spero che rinnoverete il mio corpo”, y el pobre hombre, falto de humanidad, se tocaba las narices. Que tales narices representan el falo no lo sabe tan sólo aquel para quien el falo es sólo una representación. Que el pie es deseo de patadas no lo sabe tan sólo aquel cuyo anhelo de representaciones tiene detrás de sí, como único compromiso, el compromiso con su inhibición. Que el cuerpo entero es anhelo del otro no lo sabe tan sólo quien ignora que el cuerpo no es nuestro en lo absoluto. Es por tanto potencia relegada a otros, a los que con él laboran, o colaboran, al llamado proletariado, quien por su solidaridad nos recuerda su stigma: decidle a él, y a él tan sólo, a ello, cuando en sus bares, en sus barrios, se halle como indistinto, como prole confusa,
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como masa por venir, la frase aquella de Spinoza, “Nadie sabe lo que puede el cuerpo”. Este discurso no quiere ser solamente teórico. No quiere ser un discurso teórico. Allí donde termina el poderío psiquiátrico, empieza el dominio de la psico-cracia. Contra ella, y no sólo contra la Psiquiatría, se dirige nuestra tentativa de recuperación científica del texto de Antonin Artaud “Aliénation et Magie Noire”. Somos diferentes, sí, somos diferentes. Somos realmente diferentes, radicalmente diferentes, felizmente diferentes. Fundemos pues, sobre las ruinas de aquel hormiguero, nuestra propia sociedad. Reemplacemos el hospital por una extraña comuna. No alguna comuna pacífica, que se conforme con estar simplemente “al margen”, sino por una comuna activa, cotidianamente subversiva, más que revolucionaria. Sí, somos negros: creemos, extendamos el nuevo “Mau-Mau”. No con diagnósticos, sino con gritos de guerra. El homo normalis nada puede, ya que es tan sólo el esclavo de su apariencia. El psiquiatra nada puede hacer, sino suicidarse. “Que no muera la llama”. Nunca cedamos en nuestra pretensión no ya de una nueva sociedad, sino de una nueva humanidad. Que sigan hablando, ya no importa. Que sigan excluyendo, nosotros haremos de la uniformidad de esa exclusión la garantía de una diferente universalidad. Quedaos con vuestros sórdidos secretos, con esa vasta humillación que constituye el mundo de lo privado. De hoy en adelante, hay lugar para un nuevo “nosotros” y un diverso “vosotros”. Ya somos, realmente, “nosotros”, y “Ellos”: ahora veremos quién era el perseguidor y quién el perseguido. Porque os perseguiremos con la misma saña con que vosotros lo hicisteis, aprovechándonos del laberinto de vuestras apariencias, instalados traidoramente entre vosotros sin que sepáis nunca cuál de las marionetas que por allá deambulan mueve ella misma la cuerda. Vosotros, que nos educasteis en el terror a la soledad y a la exclusión, sabréis ahora del terror de no estar, nunca jamás, solos. Creemos, extendamos el nuevo Mau-Mau, la nueva Mano Negra, el nuevo Poder Negro, con cuyo saludo me despido, no, como se verá, para extender la mano a nadie. Conferencia leída en la Galería Buades de Madrid el 11 de noviembre de 1980.
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EL CONCEPTO DE DIS-COMUNICACIÓN
1. UNA APROXIMACIÓN ÉTICA
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existencia del inconsciente nace de un bloqueo en la comunicación humana, necesitado por la partición, o mejor, fragmentación social-familiar. Ahora bien, esta no-comunicación, o mejor, esta comunicación perversa, o pervertida, que va a substituir a la comunicación real, tiene también su estructura: ha de tenerla por fuerza, ya que de otra manera todo se iría al carajo. Y esta estructura de la pseudocomunicación actual es lo que nos permite levantar el concepto de discomunicación, o comunicación perversa. Pero antes de tratar de definir ésta en todos los sentidos de la palabra información, que van desde la información biológica a la información por medio de señales y finalmente a la comunicación lingüística, necesito aclarar el sentido del término “perversa”: porque ya hemos dicho que la dis-comunicación es una comunicación perversa, o pervertida. Yo diría más bien perversa, no pervertida. Y ello por cuanto la función de esa ruptura en la circulación del mensaje social no puede ser, como algún beato podría fácilmente proponernos, la de aminorar la “agresividad”, ya que ésta no existe, no se acumula, sino por causa precisamente de su mismo bloqueo, que no solamente le da aumento, sino que la desvía peligrosamente hacia el sinsentido. Y esta desviación de la agresividad, esta falta de sentido incluso de la misma agresividad, tiene como máxima cifra la locura atómica, o nuclear, como se dice. Porque evidentemente la guerra atómica a nadie puede servir para algo, y es imposible; no diría yo lo mismo, sin embargo, de la tristemente célebre bomba de neutrones, cuyos efectos teatrales o escénicos son de menor cuantía o resonancia. A
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La desviación más correcta de la agresividad tomó en cambio en ciertos países y en ciertas circunstancias la figura de un deseo, el deseo de revolución: es una idea. Ahora bien, también sometida, cómo no, al problema de la discomunicación. Una discomunicación que no obedece ya a motivo alguno, sino que encuentra en ella misma su goce, y eso es lo extraño, porque una cosa es la hipocresía útil de Maquiavelo o la astucia beneficiosa de Ulises, y otra aquélla, bien étrange, que no tiene más función que el goce de sí misma, ni fin alguno que no sea su banal ejercicio. O bien, en todo caso puede tener una función económica, obsesivamente económica, porque la facilidad del crack o de la inflación derivan precisamente de este carácter obsesivo, y por ello inútil, ineficaz y siempre insuficiente, de la ambición o del deseo de dinero. Y es que la burguesía, la clase comerciante, que fue la inventora real de la discomunicación, lo fue a todos los niveles, pues para obviar los impuestos de la nobleza al mismo tiempo que acumuló dinero y lo divinizó, que prácticamente lo descubrió como propiedad privada y no como derroche, al mismo tiempo, digo, se proscribió su exhibición, el lujo, el verdadero, que no es uso de dinero, sino dilapidación de aquél sin medida alguna. En realidad, la noción de identidad nace ahí, en la propiedad privada, en ese límite que supone la usura, o lo que es lo mismo el trabajo porque sí, sin otro fin que el de acumular dinero, no por otro fin cualquiera que éste fuera, por ejemplo, servir a mi señor. Porque otra de las raíces de este “nerviosismo” moderno, de esta tensión o displacer ambiente, es el hecho de que ni la mercancía ni el dinero representan gozo alguno, sino solamente idea de gozo, gozo abstracto, esto es, gozo para nadie. Lo mismo que el cine, o la televisión, que no son tampoco gozo real, sino gozo abstracto, gozo para nadie. O la pornografía, que no es ya cuerpo o placer, sino que como bien dice Jean Brun en La nudité humaine, lo que aquí tocamos es el cuerpo de nadie: es decir, de nuevo, gozo abstracto, placer abstracto. O bien, “los placeres de la buena mesa”, el delirante barroco de los restaurantes: los cubiertos se inventaron cuando el banquete dejó de ser colectivo, amoroso, dejó de ser ágape. De esa manera, también el alimento devino cualidad abstracta. El paladar se convierte en el paladar de un cuerpo abstracto, hecho para una medicina abstracta, lean a Iván Illich. Sobre los hospi-
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tales, en donde debido a la asepsia obligatoria, el enfermo es un enfermo abstracto, un número, una cama, todo lo más una cuenta que no sea la del seguro. Y ello a pesar de que el seguro paga, nótese bien. Pero no se trata tanto de economía, sino de posición social o más bien de la marca visible de una casta, y también, por otro lado de mancha. Porque la discomunicación, o la etiqueta, lleva aparejada la noción de mancha, que es sinónimo de alguna grave indiscreción: y una grave indiscreción es por ejemplo revelar la existencia de la mancha como tal mancha, en lugar de procurar velarla bajo otro títulos, por ejemplo el de costumbre, o moral, silenciosas y por sí mismas evidentes, inapelables como la caída de la noche o el fallecimiento del sol. Y es que la democracia burguesa, al verse forzada a abolir para la dominación de la clase que la impuso otra violencia más descarada, hubo de inventar toda una dictadura psicológica basada, más que en el miedo, en el temor al ridículo, a la vergüenza, al deshonor; hubo también de proscribir cualquier comunicación, esto es, cualquier contacto real entre persona y persona, y de interponer entre casta y casta la barrera de la mancha, doblada por la necesidad de disimular inclusive la existencia de la mancha. De esa manera la sociedad se ha convertido en una institución paranoica, cuyo principal guardián aparte del Estado, fue la familia, maestra y árbitro por excelencia de los poderes de la mancha. Veamos por último cómo la tan famosa y tan cristiana familia vela al mismo tiempo porque la mancha exista que porque no se sepa su origen ni proveniencia: por ejemplo se sabe que el niño molesta, mancha incluso su presencia en medio de la “conversación” de los mayores. De ahí que la protección o cuidados que al niño dedicamos sean siempre o bien fabulosos o bien retóricos, en cualquiera de los casos siempre increíbles: “el niño es el esclavo del hombre” (Marx). Esto es que volviendo a nuestro leitmotiv, el niño del capitalismo es también un niño abstracto, que no existe más que en los cuentos. La realidad que convierte doblemente al niño en un fantasma o en un alucinado, es aquella imagen a la que Freud denominó “pegan a un niño”. O peor aún, “on tue un enfant” como añade Leclaire, quién sabe si con razón, con perspectivas de verdad o de realización concreta, ya que de todo puede haber si la realidad, la realidad entera, se ha convertido en un fantasma.
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2. LO SIMBÓLICO Y LO IMAGINARIO
El problema de lo imaginario es el problema de la discomunicación, esto es, de esta comunicación a medias, que no dice todo lo que siente o ve expresarse en el cuerpo o timbre ajeno, que es el cuerpo de la voz. Es esta comunicación extraña, tartamuda, intermitente, la que parte en dos la realidad y la escinde en dos campos, uno el de lo simbólico o el de lo real propiamente dicho y otro el de lo imaginario. La llamada conciencia no es precisamente moral por cuanto falta de espejo y de lugar en donde mirarse, no es sino conciencia imaginaria, lo que Lévi-Strauss llama conciencia inconsciente; y en el ámbito de lo imaginario todo está permitido, no así en la esfera de lo simbólico. Lo imaginario, en tanto que escapa al circuito, no es ni legal ni ilegal, ni malvado ni eficazmente bondadoso, es irresponsable, como bien se dice: por cuanto escapa a la duda simbólica, que es el marco en el que comprendemos. De otra manera nunca sabremos si algo está realmente ocurriendo, y por qué y para qué adviene, o puede o debe advenir el acontecimiento. Y llamo acontecimiento a esa realización del discurso, o de la Filosofía o del Arte que los situacionistas llamaron situación: situ-actione. Allí algo realmente ocurre, eso es realmente Historia, Historia Política y no delirio colectivo, anónimo, o grito de las masas sin nombre. En la masa no cabe situaciones; en el falansterio sí, o en la comuna más restringida; pero no en la masa, y sobre todo en esa masa sin carteles ni leyenda que es la masa de la Revolución en su momento más abierto y crudo, cruento, o la que habita la calle, que es el lugar por excelencia de lo imaginario. Es decir, de aquello que la palabra hablada o escrita, pero clara y adecuada a su objeto, no comprehende. De aquello sin lugar y utópico, porque la calle no es sitio para la acción: esto es, no es espacio correcto, adecuado, salvo para la manifestación; organizada y legal encabezada por alguien, y con un propósito claro distinto de la destrucción. Aun cuando a veces cabría decir con justicia, como Abd Sawana David, que la destrucción es el único propósito claro. Cuando sólo queda una palabra: un “langage qui se compose déjà seulement d‘un mot: ‘détruire’. Mais détruire a dit. Qui? Quelqu’un. Quelqu’un, c’est à dire quelqu’un que seulement une situation, un ensemble, peut nommer, ou bien définir”. Lo otro es el espa-
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cio, el viento o la atmósfera de un linchamiento, y es ahí donde sólo puede cobrar valor, yo diría más, sentido, aquella empresa total de Abd Sawana David, el rabino que quiso interpretar a Hegel à rebours, como un rebus, tanto es así que tomó “fin o realización de la Historia” por conclusión del mundo. Márgenes, nº 1-2, otoño de 1980, páginas 325-328.
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[DÉJAME QUE TOME UN CUBALIBRE…]
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ÉJAME que tome un cubalibre antes que nada, para pensar. Ahí dentro, en Leganés, no hay alcohol. La marginalidad es un rollo fascista, eso te lo puedo adelantar. Sobre todo, lo que me parece fascista es la conversión de la marginalidad en una ideología a defender. Es decir, ningún negro que ha sido linchado defiende su linchamiento, ¿comprendes? ¿Cómo ha sido mi vida? Nací en 1948, pero cómo ha sido no ofrece ninguna significación; sobre todo a partir del Destino. Es un problema que tiene una solución analítica. Es decir, yo me creía un genio, ¿no?, y de alguna manera era una especie de autista, es decir, me creía que todo me debía ser dado y todo debía venir a mis manos por el sencillo hecho de escribir bien, cosa por otro lado cierta, pero era sin embargo una posición autista. Y ahora, de alguna manera, estoy en una crisis, una crisis tan sin referentes, en la medida en que mi búsqueda de la genialidad lo ha anulado todo: ha anulado la posible genialidad, la posible intocabilidad de seres incluso queridos. He mantenido, si quieres hablar de mi biografía, el alcohol como un rigor, ¿comprendes?, como un rigor. No como una búsqueda, porque no encuentro nada en el cubalibre. ¡Ah, otro cubalibre!... como un rigor a nivel poético y vivencial. Me hace ver mejor, comprender la humillación constante de la vida cotidiana. La humillación frente a la Idea, la humillación de la retórica, de hacer algún papel en esta vida, cosa de que le quieran a uno, es lo que me planteo. Mi biografía no existe. Desde el momento en que ha sido un trip autista, de negarme a percibir la realidad, no tiene ningún dato. Hubo
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datos biográficos para otros, gente que me molestaba diciendo que yo había puesto los pies desnudos sobre una fuente y cosas por el estilo, pero nada más. Lo único que había era la genialidad, la posteridad, disfrazadas con otro nombre, pero sólo eso. No he visto nunca a los otros. Y hablando de autismo comprenderás que la palabra marginal me parece un poco pobre, ¿no?, ¡ja, ja!, una mierda, pero sobre todo es una cosa en la que uno no se puede incluir. La exclusión es un estado en el cual uno no se puede incluir sin la pérdida de sí mismo, ¿comprendes?, y por eso el alcohol y por eso la ruina... ¿no?.. intencionada. Pero ahora, por ejemplo, he descubierto por qué yo era una ruina, por qué era, según la crítica estúpida, algo así como un Rimbaud, pero es que ser como Rimbaud, o como Malcolm Lowry, consistía no en ser marginal, sino en ser alguien que no era, que no estaba para nada, que no estaba con los demás, que no estaba para nadie. La manera más radical de ser un autista es la Fenomenología del espíritu de Hegel, que es una ley sistemática de las vivencias. De manera que he llegado a una crítica tan profunda que su único extremo y fin es el suicidio. Claro, el suicidio ahora no me apetece, porque, como decía Artaud, “creo que no existo”. Es un vaciado tan total del otro y un vacío tan total de mí mismo, que veo el suicidio como la única perspectiva intelectualmente seria; pero no por desesperación. La marginalidad no existe nada más que en España, nada más que aquí. Quiero decir que si a un escritor le editan en la editorial más raída de Francia pues le sacan de ese autismo en dos minutos. Pero como en este país no existe la cultura sino en la intriga y en la necesidad de sobrevivir intelectualmente en un país donde no hay literatura, pues me explico los beneficios del autismo para todos. Me he dedicado a la literatura porque la literatura supone, de alguna manera, idealizar, encontrar la idea detrás de la realidad. El desencanto es una película desastrosa sobre todo para mí, una película que me hundió en la medida en que me convirtió en un payaso que yo no era. Yo era muy serio, escribiendo mis cosas, inventando mis cosas, perfeccionándolas, sin la película; escribía para pocos. Tenía libros publicados, pero escribía para pocos, para los que me leían y que no fueron la cantidad de miles de payasos que me empezó a ver como un payaso después de la película. No es que sea mala o buena la ima-
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gen que de mí da la película, sino que yo soy escritor, en todo caso actor, pero no un borracho. Bebo tanto porque me gusta. Pero no hay ninguna relación entre literatura y alcohol. Yo voy a dejar el alcohol. Sí, espero dejarlo. Las cosas no me gustan para toda la vida, me gustan en este instante. Es lo de la marginación y el pecado. La estructura de la injuria es lo mismo, actúa así: “eres un borracho para toda la vida”. “¡No, soy un borracho hoy, porque hoy quiero desinhibirme, mañana ya veré!”. Pero todo son leyendas, todo son novelas, es decir… la realidad es una oscura leyenda, ya se sabe. Una oscura leyenda de la que nadie habla, además. Sí, por eso voy a dejar el alcohol, pero no hoy. Si lo dejara tipo Diálogos de carmelitas que van al patíbulo, entonces lo dejaría y no bebería más que una copa y rezando al ciudadano y reiría con otro tema. La literatura responde al problema de la supresión del problema. No es la búsqueda de la felicidad, ¿comprendes?, sino de buscar la absoluta esencia de la realidad y de la frustración. La frustración es una intermitencia entre placer y placer. El alcohólico o el drogadicto contestan a esa frustración instantánea o regular negándose a esa frustración de cualquier placer. Es el problema, la posibilidad de la literatura, según Deleuze. No hay nada, no hay nada más que la entera posibilidad de sobrevivir. Y no sé cómo. La literatura soluciona la confusión real, la vuelve más vivible. Pero no me explico siquiera cómo, para alguien, la solución literaria puede ser una solución, en la medida en que para un maldito consiste en aplicar la literatura a la realidad, fundir los métodos de lo real y de lo literario. La posibilidad literaria no es una revolución vivencial; insinúa la posibilidad única de ubicarse en la máscara de lo cotidiano, que es mortecina o mortuoria. Y voy a dejar de beber, pero sólo veo esas dos posibilidades: lo mortecino o lo mortuorio. Estoy hablando entre tanta sonrisa de un discurso aterrador, que me extraña tanta sonrisa. Estaciones, nº 4, otoño-invierno de 1981, páginas 24-25.
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SADE, O LA COMUNIÓN
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L acto supremo del espíritu es el acto carnal. Y esto no por cuanto éste —por el pecado— se halle convertido en una forma más —quizás la suprema— de la injuria (i.e. del pecado), sino por cuanto no hay otro acto del espíritu más que la comunión. La comunión es por excelencia la negación del pecado, si tenemos en cuenta que no hay otro pecado que la idea del pecado, esto es, la idea de separación entre hombre y hombre, la idea racista del pecado. La idea del pecado hace desaparecer al hombre: pecado y denegación social son roturas de la comunión con el hombre, y es por ello que la idea del pecado no es propiamente una idea religiosa. En el Libro de Job, la noción de pecado se presenta como la forma preferida del pensamiento de Satán: el Diablo acusa, es “el acusador de nuestros hermanos”, el Diablo desconfía, no cree en la realidad del otro, y es por ello que le acusa. Por el contrario, la comunión carnal lava y sangra, como la sangre de Cristo. El acto carnal es, también, un acto trágico, al otro lado de cualquier comedia: pese a ser la comunión, se nos ofrece como una ruptura y no como una reconciliación. También, frecuentemente, el acto carnal vacía el espíritu de amor. Pero es por ello, quizás, por lo que no existe otra comunión que la que el espíritu halla en el frenesí, en el éxtasis del acto carnal, y esto por cuanto el amor es una alucinación que nos desvía del otro. Por lo demás, la raíz más profunda de la comunión lleva a la desnudez que el acto carnal ofrece, o debe ofrecer siempre, a sus devotos. Se podría alegar que esta desnudez no desnuda a la carne ni al espíritu, que se establece como un contrato simbólico en el acto carnal; de cual-
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quier manera, tampoco el pecado es sino un contrato simbólico, o aún peor, la rescisión de ese contrato, la méconnaissance del otro, de su problema, lejos de todo código binario: el hombre lujurioso escenifica de mejor manera la simbólica del Bien y el Mal (así cuando insulta a la mujer llamándola “puta”). El mal acaba ahí, o se perdona, en la lluvia final de semen, como en el estío sobre los prados, como cuando la lluvia perdona a una montaña; una sonrisa y la comunión se ha realizado, para dar paso a la tristeza como fórmula de todo contrato posible con el otro, como fórmula y clave de la vida, más allá del frenesí y el éxtasis. El hombre que no quiere la tristeza es el hombre que muere: todo malvado, todo devoto del amor, como Sade, está obligado a morir, por entender al hombre como mayor problema de lo que él aspira a ser. El hombre se conforma con la tristeza, el malvado, ante tanta tristeza, no puede sino morir. No por el lenguaje, no por la Idea, sino por el silencio que subyace a la Idea, el hombre malvado vive su vida como un rezo: como una oración al hombre para que no se conforme con la tristeza. Estaciones, nº 4, otoño-invierno de 1981, página 25.
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TRATADO GENERAL DE URBANISMO UNITARIO (O incitación al desorden y a la desobediencia civil más profunda)
PREFACIO PSICO-HISTÓRICO Espacio público-espacio privado
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la comunidad medieval no existía en lugar alguno diferencia instituida entre lo público y lo privado. En otras palabras, la comunidad medieval era realmente una comunidad: por un lado, el castillo, por el otro, la comunidad rural; y quede claro que no me refiero a una comunidad de bienes, que eran todos propiedad del clero y de la nobleza, sino a una comunidad psicológica. Es una sociedad sin accidentes, donde la vida entera es inteligible como providencia: y ello por cuanto no habiendo frontera o distancia entre hombre y hombre es lugar por entero abierto a la violencia, pero también a la subjetividad más profunda. Todo puede advenir: y el milagro entonces posible, da fe de esta subjetividad infinitamente abierta a la aventura. Todo puede advenir, nunca se dice nunca, nevermore. Todo puede advenir: inclusive el mesías; en el año mil, cercano ya el fin de los tiempos, infinidad de campesinos pobres, el más famoso de los cuales es Thomas Müntzer, se dedican a renovar con un baño de sangre tan triste oficio. Sus víctimas no van a ser el capital ni la ideología dominante, sino mucho más concretamente, mucho más pobremente, el clero y los ricos. Pero también del otro lado existe el superhombre, también del lado de la casta dominante: es el noble medieval, una presencia entera y sin tapujos, una suerte de desfile permanente: véase por ejemplo, en tiempos ya del Rey Sol, la importancia que tienen todavía las ceremonias llamadas de lever et coucher. El noble medieval es pura acción, y no N
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palabra. Y cuando habla también allí es acción: no conoce leyes sino mandatos, decretos, edictos. No conoce derecho permanente, ni espacio simbólico abstracto, fijado. Hace el lenguaje, y cuando habla, está y cree tan por entero en lo que dice que es por ello que puede, por medio de la palabra, ordenar, mandar, y modificar sustancialmente la realidad. Lo mismo cuando actúa, pone su voluntad en ello; todos sus gestos son deliberados, apasionados, queridos, toda su vida es un trance. Inclusive su riqueza es un trance: no es capital abstracto, acumulado, sino riqueza material, para usar, para gastar, para derrochar: el más rico allí no es el que más tiene sino el que más pierde; el avaro es objeto de desprecio porque no es, como bien se dice, noble. El noble medieval no conoce la propiedad privada. Del noble medieval no puede decirse que esté loco, porque no tiene dos vidas, una “normal”, y la otra “patológica” o apasionada, una “cuerda” y la otra en desacuerdo: su vida entera es una orgía colectiva, su vida entera es locura. Hemos visto, pues, que la nobleza, contra lo que podría afirmar el marxismo, no sabe prácticamente lo que es la economía. No conoce otro intercambio que lo que llama Bataille en La Part maudite, intercambio por el “don”: por el regalo, por ese sistema tan poco utilitario que engloba a palabras como lujo y lujuria. Y sobre todo no conoce ese intercambio indirecto que ya no va a ser frente a frente, entre hombre y hombre, sino mediatizado por una barra y por una distancia, y que va a ser el intercambio mercantil. La burguesía nace como clase mercantil y puede decirse que inventa el arte del comercio, esto es, el arte de la estafa. De la estafa, esto es, del engaño, porque este intercambio ya no es directo, de ojo a ojo, y es por ello que necesita de la presencia entre sujeto y sujeto de un tercer elemento que va a ser la mercancía o el dinero. La mercancía ya no es un bien, ni el dinero es moneda de oro o de plata, esto es, no es un bien, un beneficio real y concreto. Es un símbolo abstracto, lo mismo que de ahora en adelante va a ser la palabra, ley lógica o razón o lenguaje, no ya dialéctica interhumana, palabra-valor de uso: es la Era de las Luces. La burguesía además va a tener otras razones para aprender el arte del disimulo y hacer de él un código, una “educación”: éstas son su necesidad de ocultar sus riquezas frente a la nobleza, para evitar sus impuestos arbitrarios; es así como nacen propiamente, tanto la usura como lo que
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es lo mismo, la propiedad privada. Y junto a ella, y junto a la familia restringida y libre ya del ius primae noctis vamos a ver sustituido el código moral antiguo por el de la dicotomía entre lo público y lo privado. Es decir, vamos a ver nacer un código fundado no ya sobre hechos, sino sobre derechos, no ya sobre esencias religiosas, sino tan sólo sobre una urdimbre de apariencias. Del hombre antiguo, que era actual y presente, y por ello frente al otro, de cara a él, vamos a pasar a la persona, al ciudadano abstracto, del que nos va a hablar a partir de ahora el Derecho. Lo mismo que del castillo y del campo vamos a pasar a la sociedad anónima que es la calle del burgo. Una calle que, falta ya de la publicidad a gritos del mercado, y del rumor que por allí se difundía, va a necesitar para ser legislada de otra noticia más abstracta y menos legendaria en la que nos sitúa el periódico. Los primeros periódicos, en efecto, como nos recuerda Jürgen Habermas en L’espace public, nacen al principio para hacer correr por el único medio que ya queda, y que es la imprenta, los rumores de una bolsa devenida independiente de sus agentes. Es con el devenir del hombre abstracto, o lo que es lo mismo, ciudadano, esto es, con la era de las llamadas “Luces”, cuando se inventa la locura, como señala Foucault en la Histoire de la folie à l’âge classique. Los ecos de la otra sociedad, y del hombre total perdido del noble, van a quedar tan sólo en la sociedad rural y en quienes de ella vienen, y aún dan fe en las ciudades, esto es, en los miembros del llamado “proletariado”. Código burgués, código proletario El código burgués va a ser así el código de la apariencia, o de la ley no dicha. No decide sobre los móviles, las intenciones, o lo que es lo mismo sobre el alma de los hechos, sino tan sólo sobre su pronunciación o su manifestación; es un código teatral. Pero además, como ya hemos sugerido, es un código no formulado, no escrito, no hablado, y por ello inapelable. Es por ese motivo por lo que su transgresión es un indefinido al que se llama locura. Es en el lugar de la apariencia, de la mise en scène, donde se ubica la dicotomía entre lo público y lo privado, entre lo evidente u obsceno y
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lo oculto o discreto. Esta dicotomía es, en la sociedad burguesa, el lugar de la ley y por tanto de la transgresión. Ahora bien, como la motivación principal de la moral es regular la marcha de la sociedad cuando ésta no existe, esta frontera va también a orientar las relaciones entre las clases. En efecto, va a ser aquí la casta dominante la que tendrá por marca de prestigio social ese poder para ocultarse al que se llama distancia, mientras que el proletariado —el nombre parece aludir a masa, a muchedumbre indistinta— está investido por entero de la maldición de lo público. Ello se manifiesta en sus actitudes más ostentatorias, más próximas a la sana ordinariez del noble medieval de lo que podrían jamás estarlo los gestos del burgués. Este carácter demasiado manifiesto de su conducta, que se traduce también en el aspecto llamativo de sus ropas, etc., y que fue en la Edad Media emblema de poder de la nobleza, es ahora aquí un índice tan sólo de “mal gusto”. Por otra parte, el proletariado habita efectivamente un espacio más indeterminado que el espacio burgués, que es al único al que podría aplicarse con total justicia el calificativo de régimen familiar. El proletariado está constantemente al descubierto, lo mismo en su trabajo que en su existencia cotidiana en el marco desnudo del ghetto obrero. Es así que en los bares obreros se está como en perpetua asamblea y todo el mundo se conoce: y otro tanto ocurre en los comercios y en los inmuebles, donde únicamente puede hablarse de la categoría de vecino como teniendo una realidad distinta de la mera cercanía paranoica. En el proletariado, quedan, pues, como los ecos de la antigua comunidad medieval o, lo que es lo mismo, de la comunidad agraria. Y digo que ambas son lo mismo porque la sociedad agraria es también, al igual que la sociedad medieval, realmente y por entero una comunidad, y por ello allí la categoría de locura no existe: existe el tonto del pueblo, o el curandero, pero como figuras inscritas dentro de la sociedad rural, no escindida de ella como entidad manicomial. Y no se trata de que no haya allí dinero para darle al que sólo en la metrópoli se llama “enfermo”, como alguien diría, un “tratamiento adecuado”. No, no se trata de problemas de dinero, se trata de problemas éticos. Se trata de que en el campo no existe prácticamente la dictomía entre lo público y lo privado y, por tanto, no contamos tampoco con su mayor transgresión, la locura. Es más, en el espacio rural no existe propia-
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mente lo que aquí llamamos calle, esto es, ese lugar en el que está prohibida por completo la presencia, o la presentación del sujeto: de forma que en el campo, un ciudadano resultaría ridículo si decidiera adoptar al caminar los ademanes que emplea en la ciudad, el automatismo y la rigidez, la inhibición, que son allí características: una especie de colapso gestual que muestra hasta qué punto en ese no man‘s land, en esa tierra de nadie que es la calle, la presencia entera del sujeto es tan sólo una fantasía melancólica. Pero volvamos al proletariado urbano: éste no es sino el campesino emigrado a la ciudad. Lo que allí, en aquel ambiente étnico, era, nunca mejor dicho, natural, es ya en la urbe impropio, investido de un estigma o, lo que es igual, miserable. La noción de miseria, lo mismo que la de locura, son categorías meramente urbanas. Explicaré un poco esto, que puede parecer paradójico: quiero decir sencillamente que el hecho de, por ejemplo, recoger agua en una fuente pública, es en el campo algo natural, que no es emblema de miseria ni de riqueza; por el contrario, en la ciudad, la prohibición o pérdida de prestigio del espacio público hace ser a este acto una marca de ordinariez. La nouvelle pauvreté Todas estas consideraciones sobre el proletariado nos permitirán alargar su concepto más allá de su determinación única por la miseria, tal como nos viene dada en Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, aunque es preciso advertir que el Marx posterior a este escrito desvistió a esta idea de su envoltura pasional, abstrayéndola en la noción etérea de lo “puramente” económico. En efecto hay, como decía Vaneigen y los situacionistas, una nueva miseria, y una necesidad urgente de definirla en términos también políticos, de manera de liberarla de ese ropaje neutral con que la envuelve la publicidad burguesa, dejándola en la peor de las marginaciones, la del mero exotismo. Se trata de todos aquellos frentes en que se impugna con mayor o menor fuerza, y, lo que es lo mismo, con mayor o menor éxito, la dicotomía entre lo público y lo privado, la ley burguesa. El principal lugar, más representativo de esta agresión, es aquel al que se llama locura.
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Y es que la ley de la apariencia, la dicotomía entre lo público y lo privado, impone una feroz inhibición a la subjetividad del individuo, al tiempo que castra a la subjetividad con los límites del sudor, la vergüenza, y ya en el extremo siempre rozado, el temor o el recelo paranoicos. Salir de allí, liberando cualquier intensidad de conciencia espontánea, por la droga o por la mal llamada locura, es ya estar rompiendo las débiles candilejas del teatro burgués, y avanzar hacia la creación de una sociedad real y concreta, y ello por cuanto no existe emoción solitaria: ahí radica precisamente el carácter patológico de lo patológico: en ese “pasarse” o transgredir los límites de la persona, término que en latín significa “máscara”. En ese hacer de sí mismo una realidad, como sucede con las drogas, una realidad orgástica, sin límites, desnuda. Una presencia entera, una identidad nueva y abierta, nuestra y no heredada: hecho que se refleja tanto en los apodos —el Torete, el Lute— de delincuentes o etarras, como lo mismo en aquellos otros de los homosexuales, esto es, en aquellos que tratan por entero de apropiarse de su mal llamado cuerpo, que es todo su ser. Y es que el ser social determina la conciencia social, y es por ello que una nueva sociedad hace precisa la existencia de un hombre nuevo, y viceversa, la presencia aquí del superhombre hace necesaria y urgente la Revolución. En cuanto a la mujer, no tiene apodos o nombres propios, aún peor, no tiene nombre alguno: desnuda por entero de palabras, gesto puro, y ello sin necesidad de su exhibición pornográfica, es también otra de las figuras de la nueva miseria y del nuevo proletariado. TRATADO GENERAL DE URBANISMO UNITARIO La ciudad no es un mito, la ciudad existe. Quiero decir puede existir: y no a la manera de nuestro querido y tierno alcalde, que en nada la ha cambiado, sino realmente, esto es, como espacio subjetivo, como lugar de aventura y asalto. Pero si la ciudad todavía no existe, si parece mentira, si es aún la calle lugar de apariencia y no de encuentro, es porque la vida ahí todavía no existe, porque la vida entera, no es aún sino una ideología, es todavía un espacio secreto que, sin embargo, podría estallar en el lugar más abierto, en ese lugar por entero sin secretos que es la calle, en ese lugar donde no hay mediación o bloqueo alguno entre el presente y la segunda intención del futuro.
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El saludo, el encuentro Se saluda con el cuerpo entero, se saluda en la calle, porque la calle es el cuerpo entero: es por ello que los fetichistas aman como emblema del cuerpo, el zapato de la mujer la cual es a su vez metáfora por excelencia del cuerpo, esto es, del ser entero del hombre. Del ser entero del hombre no forzado al encuentro, al encuentro cortés, mediatizado, saludado: ¿nadie se ha fijado que el saludo es siempre saludo fascista?, es siempre un alto así, no un “aquí estoy yo”, no una afirmación o una manifestación permanente, como podría ser el encuentro entero, esto es, comprendido, devenido situación inteligible. Y devenido por ello encuentro lo real, con el ser entero y con el alma entera, esto es, encuentro erótico, algo más profundo que el encuentro sexual. Porque la sexualidad no es un encuentro, no hay todavía, como insiste Lacan, relación o rapport sexual alguno: ni entre el hombre y la mujer ni entre el hombre y el hombre. Y es por eso que todavía no se jode en la calle, desnudos por completo, que sería el placer más profundo y sin ambajes. Que sería y es, ¿o acaso nadie ha probado el orgasmo completo de joder detrás de un portal? Es por ello, por ser el lugar más desnudo y más animal, más íntegro, por lo que la calle no existe, y es porque existe el saludo, por lo que no existe la auténtica relación social. Y ello porque este encuentro social es reservado, secreto, de manera que por eso no existe la sociedad sino que es tan sólo un espacio paranoico del que pretenden salvarnos el Estado y el Derecho, garantía de su injusticia: tanto el Estado como el Derecho sirven a ese hombre abstracto, inexistente y cauteloso que es el ciudadano, como garantía de recíproca seguridad: lean a Jürgen Habermas, de la escuela de Frankfurt, L’espace public. El encuentro real es la juerga Son todos los emblemas del encuentro abierto, de la sinceridad, los que la burguesía estigmatizó por primera vez en la Historia: el alcohol, que invita a tal sinceridad y al contacto, el descaro, el cuerpo desnudo o el sexo. Desnudo, esto es, sincero, y por tanto difícil, porque nada es
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hoy tan difícil como ser sincero, esto es, completo. Y he dicho que ser sincero es ser completo por cuanto, como señaló Lacan en Encore, todo afecto es un intercambio, y por ello el engaño hace necesaria una inhibición afectiva y una auto-mutilación; porque todo afecto afecta, es contagioso, y es por ello que es difícil, por lo que de infeccioso tiene. Es decir, por lo que siempre tiene de sexual, tanto entre mujeres como entre hombres, vean si no cómo se tocan y abrazan los borrachos. O bien, y esto se lo digo a los hombres, miraos solamente a los ojos para ver si realmente lo sois. Pasión y locura “Patológico” viene del griego, pathos, que significa pasión: esto es, sentimiento entero, comunicante, no pasado por la retórica o palabra falsa, discreta, dividida y divisora del otro real y concreto, que sólo para Lacan era plenamente misterioso. Y como si la pasión no es retórica, esto es, no está mediatizada por la palabra dicha por otro, que es todo lo que llamamos Saber y Verdad, por cuanto si la pasión es pues, decía, concreta, está por fuerza inscrita en el cuerpo, no hay diferencia alguna entre el alma, el anima, y el cuerpo, y eso es aquel ser entero al que llamamos, hoy por hoy, el loco. Y esto nos remite de nuevo al encuentro. Porque toda pasión es encuentro, está interdicha, esto es, prohibida por la palabra, por su uso o su orden. Hablamos tan sólo para no sentir la palabra, para no hacerla funcionar, hablamos tan sólo para mentir, para esquivar con vergüenza la mirada del otro. Porque sólo la palabra no mentiría si estuviera cargada de pasión. Y entonces, sólo entonces, la palabra, esto es, la “teoría”, sería una operación, sería práctica, material, sería sexual el lenguaje, como cuando en el orgasmo se grita, o como cuando Sade gritó desde la ventana enrejada de la Bastilla: “Franceses, un esfuerzo más”, porque si habéis empezado la Revolución por el crimen habréis de saber que no hay otro crimen que el orden, ni otra injusticia que el Derecho, y que la palabra abstracta es mentira, y que el lenguaje abstracto, lo que Lacan llama “ley simbólica”, no sirve sino para defendernos de la Verdad.
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Filosofía y retórica, literatura y espectáculo: la imaginación al poder “Tenemos el arte para defendemos de la Verdad”, decía Nietzsche; también El libro del filósofo termina con un tratado sobre la retórica. A falta de un lenguaje realmente comunicante, el habla está separada en el algoritmo de Saussure de la lengua, y la psicología del lenguaje. El saber, pues, deviene abstracto, y separado de la imaginación; la filosofía se opone a la poesía o POIESIS, acto de lenguaje, la escritura hipotética a la escritura afirmativa. El saber, y la literatura, operan en circuito cerrado, fuera de la gente, para la cual son tan sólo lectura y espectáculo. La Historia de la Filosofía, lo mismo que la Historia de la Literatura, son la historia de la palabra como espectáculo, como enseñanza, o exhibición inútil, fuera del circuito de la comunidad real de los hablantes. Prohibido hablar en clase, prohibido interpelar al Saber oficial y a la Verdad obligatoria. La Historia de la Literatura y de la Filosofía sólo están para las aulas, porque su verdad, a diferencia de la Verdad de la ciencia, no es experimentable: incluso la experimentación científica debe ser aséptica, objetiva, esto es, no realmente experimentable, sino tan sólo, como se dice, experimental. El sujeto científico no puede intervenir en el experimento modificando su realidad. Sin embargo, como pretendió Spinoza, la conciencia no está separada de la sustancia sino tan sólo por la pérdida de su real substancia: esto es, de su cualidad de conciencia apasionada, esto es, de conciencia dotada de materialidad, y por ello no separada de su objeto y capaz de transformarlo: por ello, pues, conciencia transitiva. En el animismo, en la magia, en la esquizofrenia, lo mismo que la naturaleza es subjetiva, la subjetividad influye sobre la materia, y ha devenido subjetividad o conciencia transitiva. En la cábala, la imaginación o el inconsciente encuentran una estructura, hay una estructura de la imaginación y un lenguaje del inconsciente, lo que permite a éste devenir también, eficaz. O en otras palabras la cábala y la magia afirman que el inconsciente existe, esto es, le otorgan la categoría de poder y no meramente la de una potencia. La magia hace, pues, de la imaginación una ciencia, lo mismo que la literatura de terror insinúa la terrible sospecha de que la literatura
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pudiera devenir real. Terrible tan sólo porque la palabra plena, esto es, acorde con su mensaje, y cargada por ello de intensidad o lo que es lo mismo de sentido, ha sido excluida por el sistema de la duda introducido en la comunicación real de cualquier función, ha sido desterritorializada y privada de su estructura. Y así se ha convertido en ese inapelable, al que hoy llamamos imaginación, y también no sé por qué, cuando está ahí y trata de recuperar su ser, locura. Cómo podemos decir que el inconsciente está “estructurado como un lenguaje” si creemos aún en la locura. Cómo podemos afirmar que el inconsciente existe si no creemos que pueda estar presente, como sueño diurno, en la locura. Cómo podemos hablar de estructura si se la denegamos a la locura, si no creemos al fin que la locura sea una estructura, quizás y por qué no, la última, y la más profunda, el eslabón final, o el eslabón perdido, de toda la cadena significante. Arte, «genio» y locura: palabra ficticia y delirio Podemos muy bien decir que el delirio es la realización de la literatura, es la palabra cierta, la palabra que quiere ser cierta, que quiere decir. Es por ello palabra sensible, visual, ideogramática. Palabra poética, pero en acción. El delirante, surrealista puro, continuará la tradición surreal, o suprarreal, porque todavía insiste en vano en que “il faut pratiquer la poésie”. Cuenta Georges Devereux, en sus Ensayos de Etnopsiquiatría General, una anécdota muy divertida sobre lo que se llama delirio o locura: en el Corán se lee, se ordena creer, que la recompensa de un buen gesto es follar con una mujer y dejarla pura; pero si algún mahometano afirmara que lo ha hecho, si alegara haber vivido la palabra y haber creído en ella realmente, esta experiencia se consideraría alucinatoria, y esta vivencia sería social o simbólicamente denegada. Así pues, ya vemos que la locura no es sino vivencia socialmente denegada, sensibilidad cuya realidad ha sido desautorizada, lo mismo que el delirio es herejía prohibida, y ello precisamente por tratar de poner en acción, o sea, de experimentar la palabra. Politizar la experiencia es politizar la locura, es hacer, componer, una guardia nueva, la de los Guardias Locos.
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El Inter-dicho La escritura, decía Wittgenstein, es un gesto de la mano. Y Goethe corroboraba: “en el principio no fue el Verbo, sino la Acción”. Porque todo es movimiento, gesto, todo empieza a devenir cuando la Historia termina, y cuando la Historia termina la Filosofía se realiza y deviene gesto de la mano. Pero ese gesto es psíquico, es actitud: y cada frase es un gesto, una actitud verbal: y en la mascarada cotidiana, en la máquina teatral a la que estamos acostumbrados, hay una lucha de actitudes verbales, y cada conciencia busca la muerte de la otra. No hay palabras allí, sino tan sólo máscaras de lenguaje. Cuando se habla de marxismo, de feminismo o de filosofía, todos estamos en realidad hablando de otra cosa. Y esa otra cosa, es el otro, el otro real y concreto, y deseado por la palabra, deseado conquistar, o domar, o castrar, nunca amar o gozar, que es lo mismo, porque el acto sexual es un acto anímico, es una relación dialéctica, de palabra y de sentido también, de compañeros. O debería serlo, si no fuera lo que es hoy, una escena misma del mismo teatro, su obra capital quizás, pero una figura retórica más, un capítulo más de esta sociedad sin vida y que imagina por ello la vida bajo la forma del cine, del anuncio o del espectáculo. El otro imaginario Que imagina al otro, ante todo, porque falta el encuentro. Y éstas son las clases, el otro imaginado, el otro imaginario: el proletariado, dice el marxismo, es aquel que produce plusvalía, por lo tanto la clase del servicio no es proletariado. Lo que quiere decir, en palabras más pobres, que un camarero no es un proletario, es simplemente gilipollas. Pero hay muchas otras figuras del otro imaginario: el estudiante, que es por naturaleza serio; el militante, que es lo mismo; el escritor, que no debe creer en lo que dice; el hombre inteligente; y la mujer guapa. Es como si se hubieran perdido, a base de tanta conversación, todas las personas del verbo, yo, tú, él, él no, mejor dicho, si está presente. La persona, falta de su presencia, ha devenido categoría o clase. O bien, la mujer: la mujer, me acabo de enterar, es una clase: eso dicen las feministas españolas, que también han fundado su partido, su partido por la mitad. Por el contra-
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rio las feministas francesas, las de “Psychanalyse et Politique”, tuvieron la prudencia de insistir en que la mujer no existe, existes si acaso tú, yo, tú, el no, si está presente, no es un él, una categoría. Incluso él nombre propio es una categoría que nos separa de nosotros mismos. Cómo podemos aspirar a una sociedad sin clases si todavía creemos en las clases. El “yo” y la persona Persona, ciudadano abstracto, es tan sólo el miembro de una sociedad anónima, tan anónima y ritual, tan puro rictus, como se ve que es la calle, esto es, lo que podría sin duda algún día llamarse sociedad real y por tanto presente. Persona viene del latín y significa “máscara”, máscara sin alma, puro ser sin nosotros, y mero para-otro. Porque la pasión es siempre recíproca y es el deseo, más bien que el pan o la leche, lo que debe ser compartido, es por lo que al ocultarnos del otro perdemos nuestra entereza, es decir, nuestro “yo”. El fetichismo de la mercancía, o el sistema de los anuncios. Al perderse de vista el otro, éste deviene categoría, emblema u objeto, y el intercambio social se efectúa por la ilusión de la mercancía. Una mercancía es un fetiche en el mismo sentido que pueda serlo el zapato de la mujer para el fetichista: es una representación del otro o, lo que es lo mismo, un signo o anuncio de poder. Así se venden más en la paleta España las latas de Coca-Cola que las botellas, porque suenan más a América que la Coca-Cola misma. La Coca-Cola misma no existe, como creo que decía Marx. Es tan sólo publicidad, emblema de gozo, gozo abstracto, no gozo real, que es gozo con el otro, en el brindis, en el bar, que es donde tan sólo algo de sociedad, de sociedad concreta, puede decirse que existe. La sociedad imaginaria, o el sistema de las tribus. La sociedad compartimentada o la ciencia del ambiente El orden del discurso, y sorprenderíamos a Foucault diciendo esto, es un orden espacial. Cada compartimento de esta sociedad tiene su
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resonancia propia: lo que puede decirse en la peluquería, donde por lo general se habla de fútbol, es menos de lo que puede hablarse en el bar, sentados juntos o hablando en alta voz en la barra, y lo que puede decirse en el bar es menos de lo que puede oírse en la universidad, y lo que en la universidad puede gritarse sonaría peor en la Galería Buades. Y esto no sólo a nivel de discurso, sino también a nivel de otras actitudes. Lo que puede bailarse en la calle, es poco o nada, lo que puede bailarse en el autobús, es menos de lo que puede bailarse en el metro, o en el bar, pero menos claro de lo que puede realmente bailarse en una discoteca: “llévate el cassette pa poder molar”, como decían los de Desmadre 75, con es palabra, molar, que quiere prácticamente decirlo todo. El terrorismo y la prisa Tan poco puede uno moverse en la calle, que el tono biológico se ve por ello afectado, y de ahí la tensión, la prisa, la urgencia inútil que observamos por doquier en la calle. El espacio urbano es un vasto desierto poblado en apariencia por fantasmas que se mueven aprisa, corriendo para nada. Su arquitectura ha sido diseñada para mantener la estructuración social del aislamiento, o en otras palabras, la sociedad de clases: así las barras de los bares, las mesas de los cafés, los flippers para jugar solo a una partida imaginaria, la oscuridad de los cines para también soñar a solas. Es con este sistema con el que trata en vano de romper el terrorismo, esto es, el estallido, la bomba. El terrorismo es también un acto sexual, y el acto sexual por excelencia, porque es un acto en la calle: rompiendo la reaccionaria arquitectura urbana, haciendo ver su real fragilidad e inconsistencia, poniendo de manifiesto la sordidez que late en el ambiente, obliga a reaccionar. Pero yo abogo por formas mejores de desobediencia civil, como las que practican los autónomos: cambiar la noche por el día, gritar en un bar cuatro personas pidiendo amnistía o justicia, según los casos, aprovechar la tiniebla de los cines para hacer lo mismo, poner la música más alta de lo debido en cualquier lugar y a cualquier hora, comer bocadillos en las aulas como símbolo del valor de la letra impresa, reírse en público de los catedráticos, crear más y
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más radios libres, procurar détourner o tergiversar el sentido de las radios oficiales, de los anuncios, de las revistas, confraternizar con el camarero o con el obrero por fuera de mitin alguno, no olvidar nunca que, como decían los situacionistas, mientras seamos más de cuatro un policía no será más que un panier à salade ... En suma, organizar una suerte de manifestación permanente: arrancar los velos, como en una danza de los siete velos implacable y progresiva, ahora y para siempre a la burguesía. Márgenes, nº 3, invierno de 1981, páginas 83-96.
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BREVE HISTORIA DE LA BRUJERÍA Y DEL SATANISMO
PRIMERA PARTE CONCEPTO CIENTÍFICO DE LA BRUJERÍA: MAGIA Y PSICOANÁLISIS 1. El golem, el homunculus y la macumba como sinónimos del ello
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URANTE demasiado tiempo se ha creído que la vida era sólo la lógica de su apariencia. A un nivel científico, fue el análisis freudiano el primero en ponerlo en duda con su descubrimiento del ello o inconsciente. La lógica de ese hallazgo iba a arrojar luz sobre otro tipo de fenómenos ocultos a los que, sin embargo, aún hoy, la ciencia oficial deniega su estatuto de verdad: me refiero a lo que puede llamarse brujería, ocultismo, satanismo, magia negra, etc. Veamos antes de nada en qué se supone que consiste el mencionado ello o inconsciente, no sólo de acuerdo con Freud, sino sobre todo de acuerdo con discípulos suyos tales como Groddeck, Reich o Silberer, para tratar de encontrar así el paralelo entre semejante instancia psicológica y esos otros ídolos negros que adoraban los brujos. Podemos localizar al ello de dos formas: una, preguntándonos si es verdad que aquél es la conciencia primera que hay en el ser humano, qué es lo que podría haber en el hombre de original: y esto no es otro que el dominio de la sensación, al que Freud llamaba “principio del placer”; dos, interrogándonos sobre lo que cabe en el hombre más allá de sí mismo: y esto es sin duda su animalidad, su condición de especie; de manera que, en resumidas cuentas, el inconsciente debe ser el lenguaje del cuerpo, su estructura sensorial: he aquí al Carnero. Y he aquí también, en este lenguaje corporal que hoy desvelan los americanos con su kinesis o ciencia
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del cuerpo, el reverso de ese símbolo del autómata que la cábala llamó golem, la alquimia homunculus y el voodoo brasileño macumba. Porque tanto el primero como el segundo, como igualmente la más conocida muñeca brasileña (macumba), eran representaciones del hombre como un aterrador muñeco, ese muñeco en el que nos convertimos tras reprimir o inhibir nuestra propia espontaneidad sensitiva, tras de hacer dormir en la infancia esa sinceridad salvaje que sólo allí se encuentra, porque sólo allí no ofrece peligro para esta sociedad construida sobre el principio de la más enmarañada hipocresía; por eso una leyenda habla del golem como de un moribundo bajo tierra, porque nosotros enterramos, para pactar con la educación y el trato social, ese primitivismo en la niñez ya tétrica: no por nada el tantra, una antigua iniciación hindú, se refería a ello en los términos de bhūta-ātman, lo que significa “yo primitivo”. Ahora bien, lo que deseamos sin poder hacerlo y ni siquiera pensarlo, nos desea: es la causa de tropiezos, accidentes pequeños o mayores, y mala suerte en general: no por nada se dice ante una mala racha “tengo la negra”, aludiendo con ello al carácter pasivo o femenino de nuestra alma en sombras, a la que Jung llamaba anima. Cuando hay demasiadas zonas oscuras, demasiadas partes de nuestro psiquismo reprimidas o inhibidas, ellas optan en secreto por gozar, ya que no pueden de nuestro “yo”, de su fracaso, y el fracaso recompensa “nuestro voto más secreto”, como dice el psicoanalista francés Jacques Lacan. Por lo demás, tales partes sensibles pueden ser estimuladas artificialmente por quien quiera que esté en posesión completa de su propio cuerpo, de su “sombra”, esto es, por cualquier “iniciado”; ese tal podría, llegado el caso, avivar nuestro propio anhelo subconsciente de autodestrucción, por inducción del inconsciente: he aquí en síntesis toda la “teoría del maleficio”, que aún podrán resumir mejor estas palabras de un alquimista a un rey que le encerró y persiguió, tratando de sonsacarle el misterio: a la postre aquél le escupió en la cara el grito célebre de “¡En ti está el terrible y maravilloso secreto!”. 2. Magia y sexualidad Ahora bien, ocurre que una vez posesionados —condición inevitable para no ser poseídos— de nuestro “yo” elemental o somático, fallan
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las relaciones sexuales compulsivas, mecánicas, que antes sosteníamos, y cuyo único fin era vaciar nuestro esperma en la cueva del otro; entonces la sexualidad, perdiendo su carácter ciego de necesidad, puede convertirse, al mismo tiempo que en un medio más refinado de cortesía erótica, en un arte, y en un medio de fortalecer nuestros poderes psicofísicos, o más aún, como diría Randolph, en el acto mágico por excelencia. Cuando la erección es voluntaria, la eyaculación deja de ser su fin obligatorio: por ello la mayoría de las artes amatorias sagradas, desde el tantra hasta la alquimia china, insisten en la retención seminal, prueba ésta a la que aludía metafóricamente la sentencia alquímica aquella de “pasa la prueba seco”. El yoga sexual tántrico lo poetizó de otro modo cuando dijo que había uno de “hundirse en el océano sin mojarse lo más mínimo”, siendo el océano aquí, como en toda la tradición esotérica, símbolo, lo mismo que el agua, de la vida sexual o, lo que es lo mismo, de la vida, pues, en efecto, se sabe hoy que ésta tuvo su origen en el mar. Finalmente, la alquimia china se burlaba de los amadores profanos diciendo cosas como la siguiente: “el tonto desperdicia en placer indomeñado la más alta joya de su cuerpo”. También es posible que en esto consistiera l’épreuve d’amour a la que se sometían los trovadores provenzales, cuyo contacto con la herejía cátara resulta hoy imposible de soslayar, como demuestra Denis de Rougemont en su obra L’amour et l’Occident; el que fuera dadaísta y luego antropólogo fecundo, Julius Evola, llega incluso a afirmar que tan singular sublimación del sexo era incluso patrimonio de esos Fedeli d’Amore de cuya enseñanza brotará la poesía de Guido Cavalcanti y del mismo Dante. Pero tan importante debió de ser en tiempos esta ars amandi con fines no ya eróticos sino espirituales o mágicos que, en opinión de Evola, los mismos textos eróticos de carácter profano, tales como el Kama sutra, proceden de antiguos libros sagrados. En apoyo de esto recordaremos que, en efecto, los iconos más primarios son gigantescos lingam, que es el nombre sánscrito para el falo, o bien igualmente enormes ioni, que es como allí llamaban a la vagina. Parece ser que las modernas torres son un recuerdo de aquel culto sexual o “culto de la fecundidad”, que ése es el término técnico. También podrían traerse aquí a colación las viejas estatuillas de divinidades itifálicas, lo que significa “con el falo erguido”, y existe incluso
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un libro entero basado en los últimos descubrimientos en sumero-acádico, obra del lingüista John Allegro, Le Champignon sacré et la Croix, que pretende dar una versión de todo el antiguo cristianismo por referencia a esos cultos de la fecundidad. En este libro se hace también mención de otro medio de abrir los ojos y de ver, que es el empleo ritual de drogas; medio éste doblemente eficaz por cuanto, como es sabido, la mayoría de las drogas son afrodisíacos; pero este uso mágico de los alucinógenos es de señalar que se distinguía noblemente de lo que actualmente se conoce como adicción, por cuanto tenía como requisito previo la consagración de la droga, lo cual significa dar a la experiencia un contenido espiritual, cosa que evitaba los riesgos de dispersión psíquica. De esa manera el sujeto en lugar de ser vencido por el éxtasis, hacía de él algo suyo, hacía de él un éxtasis activo. La lista de drogas utilizadas mágicamente es casi infinita, y va desde el amanita muscaria u “hongo Cristo”, que según Allegro utilizó San Juan para componer su Apocalipsis, hasta la belladona (cuyo nombre da fe de su poder evocador de nuestra sombra o “mujer interior”, pues originalmente era belladonna), pasando por el beleño negro, el peyote de los indios tarahumaras, la mandrágora; incluso la cocaína tuvo originalmente usos mágicos cuya relación con los cultos de la fecundidad, en ella muy notable dado su extraordinario poder afrodisíaco, deja clara además un antiguo instrumento colombiano, para absorberla, en forma de falo. Finalmente diremos que el último de los magos, el inglés Aleister Crowley, en épocas de escasez no ponía reparos ni siquiera al brandy. 3. La causalidad mágica o synchronicity; el secreto del azar objetivo Hablando del cuerpo, hay un efecto que descubrió el americano Backster, synchronicity, que da al conocimiento del alma animal su más extensa trascendencia. Bakster demostró, en efecto, en su laboratorio, que las plantas eran capaces de sentir el sufrimiento que aquél infligía a unos pequeños animales marinos situados a alguna distancia de ellas. Esto, según él, podría significar que “hay un lugar psicosomático de unión entre todos los seres vivos”. Y semejante concepto explicaría innumerables extra-
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ñas coincidencias de la vida cotidiana, por cuanto éstos se producen a nivel del discurso gestual o corporal: la elección simultánea de una misma marca de tabaco o de un mismo plato, entre amigos, el clásico encuentro fortuito y a veces providencial, o el dibujo del pez que un mago nos trae después de llevar todo el día pensando en cosas relativas al mar, como en un ejemplo que relata Jung en su libro Synchronicity, todo él dedicado a la investigación de esta causalidad serial. Pero en el efecto Backster, lo mismo que en esa expresión plástica del pensamiento que es la gestualidad, podemos también hallar la clave científica que rige los procesos de adivinación, ya que ésta tiene como materia la ubicación en apariencia “azarosa” de determinados signos en una superficie, y a través de ella estudia nuestros pensamientos secretos y la intencionalidad inconsciente que da la clave de nuestro destino: tal punto de vista resulta aplicable tanto a las cartas del tarot como a las monedas del I Ching, lo mismo que a los posos en la taza de té. Por lo que se refiere a las líneas de la mano, buscaremos en el fenómeno biológico conocido como isotropismo su razón de ser esencial: el isotropismo consiste en que si, por ejemplo, torcemos artificialmente las ramas de un pino, éstas tienden a volver a su posición primitiva; lo que revela la existencia de un psiquismo y de una intencionalidad en la materia viva, además del hecho de que cada ritmo biológico expresa su peculiaridad por una ordenación geométrica diferente: de ahí vendría el que determinadas líneas expresaran en cada uno las tendencias de su frecuencia de onda sensible, o al menos tendieran a ello, por cuanto aquí queda claro que no tenemos que vérnoslas con ninguna ciencia exacta, sino todo lo contrario, con una ciencia fundada en la subjetividad, o más precisamente, en esa ecuación de psique y cuerpo y de espíritu y materia cuyo carácter alquímico puso de manifiesto Jung en su texto Psicología y alquimia. SEGUNDA PARTE HISTORIA DE LA BRUJERÍA Y EL OCULTISMO 1. El tantra y la alquimia sexual china, la gnosis Aquí, como en toda otra historia, son las fuentes más primitivas aquellas cuyo simbolismo contiene una mayor riqueza y claridad. Así el tan-
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tra, un yoga sexual de origen hindú, puede funcionar como la Piedra de Rosetta de la alquimia medieval u occidental. Se presentan allí los mismos ideogramas, sólo que en este caso acompañados de su significación literal, que deja claro su carácter corporal o sexual. Así, por ejemplo, encontramos el célebre sello de Salomón, consistente en dos triángulos invertidos y enlazados, como puede verse en la figura, y que en este contexto aluden a la unión de los dos sexos, siendo el triángulo inferior en forma de V el equivalente del sexo femenino, como en efecto podemos comprobar que evoca perfectamente su forma, mientras que el superior, por oposición simbólica, designa al sexo masculino. También hallamos aquí las dos serpientes enlazadas, representación de las dos fuerzas psíquicas que según ellos recorrían el cuerpo humano, y que pasarán luego a formar parte del caduceo de Mercurio habitual en la simbología alquímica. Las prácticas tántricas incluían el uso de drogas, y se cuenta que aquellas mujeres que habían realizado durante largo tiempo el coito según el rito de la prostitución sagrada acababan por no tener menstruación. Respecto a la alquimia china, su carácter claramente sexual ha sido puesto recientemente de manifiesto por eruditos como Octavio Paz (Conjunciones y disyunciones) y algún que otro autor inglés llega a reprochar al psicólogo Jung su falta de perspicacia en este sentido, en lo tocante a textos alquímicos como El secreto de la flor de oro (Tai I Gin Hua Dsung Dschi), donde en efecto rastreamos frases tan descaradas como la siguiente: “El método correcto es la unión de hombre y mujer, sin que surjan hijos e hijas”, es decir, por medio de la tradicional retención seminal. Se cuenta que los alquimistas chinos habían llevado a tal extremo el control de su cuerpo que podían absorber con el pene el semen una vez que éste había sido ya derramado. Por lo que se refiere a la gnosis, se trataba de una religión científica, que pudo muy bien estar en los orígenes del cristianismo. Realizaban, al igual que posteriormente la masonería, una especie de mitología comparada, que daba importancia más que a la letra a su sentido. Para ellos los retóricos y faltos de ser ángeles del catolicismo actual, eran lo mismo que los dioses del paganismo, seres materiales a los que denominaban arcontes: algo parecido, pero más noble, a lo que hoy se llama extraterretres. Una de sus hermosas interpretaciones es la de la parábola cristiana de la oveja perdida, que aquéllos identificaban con este planeta, el cual es la
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única letra que falta para completar el libro del Universo. Su comunión era de carácter sexual y, al igual que los alquimistas chinos, prestaban gran importancia al semen, al que llamaban “el licor precioso”. Una de las leyendas que prueba el carácter materialista y científico de este culto es la que cuenta que, habiendo aparecido los apóstoles por la aldea en que habitaba un pensador gnóstico, Simón el Mago, aquél se dirigió a ellos y les dijo que, si realmente era cierto el poder que se atribuían de otorgar la “gracia”, le pusieran un precio para que él pudiera así sumarlo a sus poderes. Ignoro si esto es cierto o es sólo una calumnia, ya que otros sectores gnósticos comprendían el mito o el signo de Jesucristo, sólo que igualmente de una manera más realista y, cómo no decirlo, humana, viendo por ejemplo en María Magdalena la esposa material y carnal del “Salvador” o “Maestro de Justicia”, como se le llama en los Manuscritos del Mar Muerto; curiosamente esta creencia vuelve a aflorar en la moderna obra Jesucristo Superstar. 2. Cábala y alquimia medieval. Alquimia española: Arnau de Vilanova La cábala hemos visto que imaginó la potencia animal del hombre bajo la figura del golem. Prestó gran importancia al poder mágico del lenguaje y a la idea de que el Universo era un libro: así se cuenta que un cabalista español, Joseph ben Abraham Gikatilla, viendo que su discípulo le arrojaba por broma vitriolo en el tintero, se volvió a él con calma para decirle: “Ten cuidado, porque podrías destruir el mundo”. Su simbología era intencionadamente enrevesada, de manera de vedar el paso a los indignos, al igual que la de la alquimia medieval; en ésta, por ejemplo, a veces se hacen prolijas descripciones de los colores de la obra, que no tienen otro fin que desorientar, como podemos saber por boca de un alquimista más sincero que advierte: “No os fieis de los colores”. Curiosamente, el texto alquímico más claro respecto al contenido oculto de la Obra es de un español, Arnau de Vilanova, quien en su opúsculo Práctica de la obra es capaz de afirmar: “Ahora bien, este esperma es el mercurio... y nuestra piedra no produce su efecto si no es depositada en la matriz de la mujer”. También la Estatua metálica de Daniel dibuja al cuerpo humano revestido de todos los símbolos astro-
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lógicos, ubicando el de Mercurio en el lugar del falo. Podemos también añadir que probablemente lo que pretendía sugerir el azufre eran las partes dormidas del hombre; en cuanto a la nigredo (oscuridad) o caput mortis (cabeza muerte), parece ser que era metáfora de la muerte de la identidad parcial para dar paso al hombre entero: ésta era la fase peligrosa de la obra por cuanto comportaba un momento semejante a la locura, más allá del cual la luz sale por sí misma de las tinieblas, como dice un alquimista italiano, precursor de la Antipsiquiatría. Sin embargo, parece ser que Arnau de Vilanova no supo salir de esta fase y de su locura podemos enterarnos por los divertidos comentarios que de ella hace Menéndez Pelayo (Historia de los heterodoxos españoles), quien nos cuenta con alegría que el pobre hombre pasó toda su vida viajando de España a Roma y de Roma a España, para advertir al Papa de la venida del Anticristo, al que veía ya por todas partes: el Sumo Pontífice recibíale como a un chiflado y agradecía sus ultimátums con una bonachona sonrisa. 3. La misa negra y la brujería propiamente dicha. La Inquisición Sobre la brujería se ha dicho que fue un invento de la Inquisición, que no existió. Y mucho hay de verdad en ello: la Inquisición utilizaba tales métodos para detectarla que podemos asegurar que la mayoría de sus víctimas no sabía de qué diablos le estaban hablando. Uno de estos métodos era el empleado por los llamados punzadores de brujas, quienes torturaban el cuerpo de las pobres infelices con agujas para descubrir si había allí algún punto insensible: como obviamente no hay ningún ser humano que se libre de tener alguno, la desdichada terminaba infaliblemente en la hoguera entre gritos de dolor que se decía probaban la poca tranquilidad de su conciencia. La locura de éstos llegaba a tales extremos que en el célebre caso de Urbain Grandier, luego novelado por Aldous Huxley, se consideró como probatoria de sus tratos con el demonio, la presencia de una mosca revoloteando en torno a la hoguera, emisaria de Belzebú. Psicoanalíticamente, la bruja tenía función de chivo expiatorio o de cloaca en donde verter lo que aquella comunidad bárbaramente cris-
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tiana había salvajemente reprimido y tachado de su propia sensibilidad, es decir, todo o casi todo; de manera que la matanza y los fuegos de artificio compensaban la propia vejación y el propio e igualmente inútil sacrificio de la sensibilidad, o, lo que es lo mismo, de la sensualidad. Por ello el Manual del inquisidor, verdadero monumento al surrealismo negro, mostraba su desinterés frente a la existencia de “brujos” masculinos, cargando sobre todo las tintas en la “bruja”, y proclamando así a gritos la motivación sexual oculta del asesinato. La Inquisición, además del conocido acto de fe, utilizaba procedimientos como el “sambenito” para castigar pecados no de brujería, tales como el alcoholismo, el adulterio, etc.: aquél consistía en una especie de vestidura con el pecado escrito o simbolizado en ella, y con la que se paseaba al pecador atado con una cuerda al cuello cual perro, como una suerte de “hombre sándwich” involuntario; muchos “santos” españoles, como San Vicente Ferrer o Santo Domingo de Silos, pusieron su mano en estas orgías sangrientas y grotescas; mano por cierto peligrosa, al menos en el caso de Santo Domingo de Silos, ya que de éste se cuenta que purificaba los pecados ajenos por medio de un bastón con la punta en forma de escorpión. Lo peor es que aquel horror, como probó el nazismo, está siempre pronto a reaparecer bajo otras máscaras, y lo seguirá estando mientras el hombre esté obligado por sus ideas o por su trabajo a relacionarse hipócritamente con sus vecinos, destituyendo así un fondo sensible de sí mismos que luego les “persigue” desde fuera: hoy a las brujas se les llama “locos”, “judíos” o “comunistas”, y el color negro de la piel del “negro” sirve a las mil maravillas para encarnar la parte oscura de nosotros mismos que amenaza nuestro “yo” encorsetado. Ahora bien, el caso es que la brujería existía, pero tenía un carácter mucho más civilizado y, por tanto, más minoritario de lo que se supuso. La brujería propiamente dicha, tal como era realmente, no aparece ni por asomo en ninguna de las descripciones del Manual del inquisidor. Según Evola, las misas negras no eran diferentes de las bodas químicas de los alquimistas y consistían en una orgía con fines mágicos. El llamado ungüento de las brujas era una preparación hecha con drogas tales como la belladona, el beleño negro, la mandrágora, que unían a su facultad alucinógena un poder afrodisíaco; para facilitar la mezcla se
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añadía grasa de animales, untándose luego aquello por todo el cuerpo para que, por absorción cutánea intoxicante, produjera doble efecto. No era, pues, el gozo del akelarre muy distinto de las modernas reuniones de fumadores de haschisch, con la diferencia ya señalada de que lo que se buscaba en el éxtasis era mejor que el mero consumo vicioso y, a la vez, más práctico. 4. El satanismo en el siglo XIX: Eliphas Lévi, Madame Blavatsky, Stanislas de Guaita, Huysmans, Randolph. La Rosacruz y la masonería Hemos de llegar al siglo XIX para recobrar la tradición perdida, a la que ahora el positivismo ambiente va a tratar de dar el colorido de las Luces. Veremos surgir una larga lista de divulgadores de un nuevo ocultismo racional e intelectualista, tales como Eliphas Lévi, exdiácono y poeta, expulsado al parecer de la Iglesia por sus ideas liberales y revolucionarias. Su conocimiento de la cábala era más espectacular que profundo: hablaba de ella como un charlatán de feria cuando quiere vender un producto, tratando de disimular con un exceso de puntos de admiración sus fallas sustanciales. Lo mismo podría decirse de otra ocultista decimonónica, Madame Blavatsky, quien pretendió, al igual que Eliphas Lévi, compilar la enciclopedia de lo inexacto. Todos ellos tenían tendencia a rellenar volúmenes y volúmenes, pues cuanto menos claras están las ideas mayor afán hay por envolverlas. Finalmente Stanislas de Guaita, discípulo de Lévi y tocado también de su misma ambigüedad, produjo un estilo, sin embargo, más joven y una vida más exótica, en la que cuentan que se entretenía en perseguir a tiros a los fantasmas. Está luego el escritor simbolista Huysmans, dedicado primero por esnobismo a los placeres ocultos y que cogió luego, a raíz de su novela La bas, de reciente traducción española (existía ya una buena versión con prólogo de Blasco lbáñez), miedo al tema, se volvió católico e histérico y se consagró a escribir historias de santos y santas, algunas nada despreciables (por ejemplo Santa Liduvina de Schiedam, la historia de una santa cuyo cuerpo se caía a pedazos). Su catolicismo era de tinte
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expresionista, y no empeoró demasiado su talento. Se diferenciaba además del católico normal en que creía en la realidad del demonio y de la magia, interesándose en especial en la búsqueda de exorcistas y advirtiendo tenazmente a los escépticos de que “la mejor arma del Diablo es que nadie cree en Él”: cosa en la que le damos toda la razón. Precisamente Stanislas de Guaita fue uno de sus enemigos, al que acusó de haber inducido por medios mágicos (i.e. psíquicos) la muerte de un abate exorcista, cuya reputación por otra parte no era tampoco muy clara a los ojos de la Iglesia. Al final de su vida perdió por completo la razón y antes de morir quemó todos sus manuscritos inéditos. Para terminar, el más digno de todos estos alquimistas y cabalistas póstumos fue P. B. Randolph, autor de un libro, Magia sexualis (traducido al español con el título de Prácticas sexuales secretas), que es un clásico en la materia y en el que reemplaza la verbosidad de los Lévi por una sobria concisión. Murió, se dice, víctima de un duelo mágico con esa matrona sórdida llamada Madame Blavatsky. Contemporáneas de estos locos son las sectas Rosacruz y masónica. La primera tiene como rasgo más original el de no haber existido nunca, siendo tan sólo el fruto de la valiente superchería de Valentin Andreae, que es el único Christian Rosenkreuz realmente habido. Éste escribió e imprimió por sí mismo unos revolucionarios manifiestos que pregonaban el fin de la literatura y la necesidad de una nueva lengua, así como un tratado alquímico que cuenta más por su belleza estilística que por su dudoso contenido esotérico. Con posterioridad a su muerte surgieron las sectas Rosacruz que él no había hecho sino imaginar, y a una de ellas perteneció Eliphas Lévi. En cuanto a la masonería, tenía igualmente fines de renovación de la vida que la hacían políticamente influyente. Su mito básico, el de Hiram Abif, el Arquitecto, es una representación alegórica de los poderes del cuerpo, que es el único y verdadero templo del hombre; en efecto, el trazado de la mayoría de los templos humanos alude a él, desde las pirámides (v. Jean Brun, La nudité humaine) hasta incluso los templos cristianos, que reproducen en su estructura el cuerpo de Cristo. Nos queda por referirnos a un personaje que, sin ser autor de ninguna ciencia ni evangelio, marcó profundamente la Historia con su
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presencia; se trata del célebre Rasputín, de quien probablemente nadie ha sospechado sus influencias esotéricas. Sin embargo, éste pertenecía a una sociedad secreta eslava llamada los khlysty o “flagelantes”, que hacía de los cultos de la fecundidad ritual secreto. Rasputín había obtenido de tales prácticas un montante tan crecido de fuerza sexual o psicofísica que las mujeres que tuvieron tratos con él hablan de la experiencia en tono sobrenatural. Ello, unido a su complexión más que robusta, hizo que su muerte fuera bastante difícil de lograr. Y es que la magia no es sino el modelo precursor de lo que hoy se llama “medicina psicosomática” y, lo mismo que ella, piensa que las enfermedades del hombre son de alguna manera intencionales psíquicas o espirituales. incluida la muerte. 5. El satanismo en el siglo XX: Aleister Crowley, el último de los magos Aleister Crowley fue el último de los magos. Cuando se hallaba, por así decirlo, en la “base” de una orden esotérica, La Ordo Templi Orientis, y habiendo publicado un folleto sin ninguna ciencia pero con grabados alegóricos, uno de los altos jerarcas de la orden le reprendió por divulgar “los secretos sexuales de la Orden”; en efecto, había creído ver ilustradas tales prácticas en uno de los grabados. Aleister Crowley, que nada sabía, vio la luz y comenzó así su carrera de mago. Su madre en la infancia le solía comparar con la Gran Bestia del Apocalipsis; éste tomaría en adelante esa personalidad de una manera seria que nada tenía que ver con la locura. Redactó tratados importantes de magia científica, siendo el más útil y divertido su diario The Magical Record of the Beast 666; éste contiene una lista de experimentos tántrico-alquímicos cuya frialdad es comparable a la de Sade, pero sin su tragedia; por ejemplo: “día tal, mes tal: Peggy Marchmont, prostituta de Piccadilly, gorda, tipo Taurus; precio: 15 libras; objetivo: mejorar mi estilo poético”. Era aficionado también al contato homosexual, lo que le lleva a los pocos días a anotar (en griego): “día tal, mes tal: Xénos en tu proktw Basilew” (“un extranjero en el ‘fundamento’ del rey”); al día siguiente: Xénos déuteros en tw proktw Basilews (“un segundo extranjero en el
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‘fundamento’ del rey”); y, por fin, al día tercero, en inglés: a thief in the fundament of the king (“un ladrón en el ‘fundamento’ del rey”). A la cocaína, que utilizaba en sus orgías, la llamaba our lady of dreams (“nuestra señora de los sueños”). Fundó una abadía en Sicilia a la que llamó Abadía de Thelema, en recuerdo de aquella otra de Rabelais cuyo lema era “fais ce que voudras” (“haz lo que quieras”). Crowley, en su nuevo evangelio, titulado The book of the law (El libro de la ley), tradujo la frase por “Haz lo que quieras será el todo de la ley”, bien entendido que aquí se nombra una voluntad concentrada y constante, muy distinta de un capricho, sin poder de cambiar la vida. Otro de sus mandamientos fue: “Love is the law, love under will” (“El amor es la ley, el amor sometido a voluntad”). La Abadía de Thelema fue cerrada por Mussolini, siendo Crowley y sus secuaces expulsados de Italia. El carácter afín al Psicoanálisis de la ciencia mágica se puso de manifiesto por el hecho de que innumerables compañeros de Crowley acabaron en el manicomio o suicidándose. Y ello quizá por miedo a la locura, por cobardía frente al segundo precepto del tetragema mágico: “Audere, atreverse, osar”. Por ello, Crowley, conocedor de que la locura no es cierta, sino que es una alteración del ser, decía muy tranquilo: “A calm mind is not good at all for magic” (“Una mente bovina no es nada en magia”). En su diario publica, asimismo, pactos con el Diablo en forma de una comunicación telepática con las “presencias”, el indicio de cuya consecuencia era el cambio de voz del que se había prestado a identificarse con aquéllas, sirviendo de vaso o recipiente. Se hacía llamar por todos La Bestia y todavía en los diarios ingleses se le recuerda con ese apodo. Estaba tan convencido de portar en sí lo que Hegel llamaba “el fin de la historia, esa subversión” profunda de la existencia que equivale a “una revolución mayor que la Revolución”, que, próximo ya a la muerte y muy viejo pero igual que siempre, al ser preguntado por un periodista acerca de sus sueños, contestó, mientras seguía fumando en su pipa tabaco mojado en ron: “I am perplexed” (“Estoy asombrado”). Y muerto él, no sólo no se abrió ventana alguna al otro lado de la vida, sino que la oscuridad llamó a la oscuridad y quedó sólo la fe en el vacío de la conciencia y en la banalidad e irrealidad de cuanto a diario no pasa, y en ella quién sabe si de Fernando Pessoa, ese admirable
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poeta portugués que fuera gran amigo de Aleister Crowley, repitiendo como un disco estropeado una vez y otra: No busques, no des fe. Todo está oculto. o bien lo que él mismo dice al final de La tumba de Christian Rosencreuz: Cerrado el libro sobre el pecho expuesto El padre Rosacruz sabe y se calla. Barcarola. Revista de creación literaria, nº 8-9, febrero de 1981, páginas 191-199.
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DOLOR REAL Y SUFRIMIENTO IMAGINARIO
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O hay otra tesis psiquiátrica verdadera que aquella que parte del dolor. La locura, lo mismo que el crimen, es uno de estos fenómenos atribuibles únicamente al dolor. Ahora bien, el primer principio del médico psiquiatra y/o antipsiquiatra consiste en atribuir al dolor, lo mismo que al paciente, una existencia imaginaria. Consuelo de madre tonta, incluso la psiquiatría más heterogénea —la lacaniana— cuando afirma tener preso al paciente en su “diferencia” hace evidente que la Psiquiatría no sabe salir de ahí, esto es, de considerar al enfermo como un imaginario. Todo el brillo de las palabras no puede vencer al dolor. Porque el dolor es un lugar que escapa por excelencia al decir: quiero decir al decir abstracto, al decir de la ley o razón. Todo lo más la psiquiatría existencial —no por nada Kierkegaard inventó el dolor— y la psiquiatría fenomenológica dan alguna razón de él, al igual que de la locura. Lo otro consiste en reeducar al paciente en base al vanidoso principio de no ser él mismo, sobre el cual funda su contención ilusoria —aunque no por ilusoria menos “eficaz”— el diagnóstico: el sujeto, falto de fe en sí mismo debido al interrogatorio, instala su desterritorialización en ser el sueño de un mito devenido real, por la acción del “sujeto que se supone que sabe” (Lacan). La psiquiatría es aquí la lección, o la oración del vacío: tú no eres, dice aquél, eres esto (esquizofrénico o etcétera). Así este sanatorio es habitable especialmente por los sujetos que, habiendo perdido su identidad, no corren en absoluto el riesgo de devenir quienes fueron, o quienes quisieron ser, distinción ésta muy importante. Así ocurre al menos en lo que toca a una unidad de este manicomio, la que podría llamarse «antipsiquiátrica» (Unidad de agudos). En las otras alas, incluso lo que Foucault llamaba “el jardín de las
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especies nosográficas” tiembla como una palabra a la que sacude la vergüenza. Para el Dr. la locura es aun, como antes de que Charcot viniera, no sólo un irreal, sino uno de los muchos significantes del Mal, o de la Amenaza. Significante del Mal quiere decir, como en el caso del negro, la ética devenida barbarie de la metáfora; o como en el caso de la pretendida maldad de los jorobados (aquí hay alguno). Y es bueno el ejemplo del jorobado: de una parte —en la sección “antipsiquiátrica”— objeto portentoso, juguete portador de la suerte; del otro —en los restos del antiguo manicomio, en lo que podríamos considerar como “Antiguo Egipto”— con circunstancia atmosférica de la vía que sólo al Maligno puede hacerse responsable. Aquí existe sólo una oportunidad para el loco: la de “salvarse”, gracias a la protección del tabú otorgada por el encierro, de la agresión universal por cuanto sin nombre, o mana. Yo, como el jorobado cínico y ebrio incluso de la conservación y exteriorización de su joroba, puedo decir aquí, sin embargo, algo que contradice todo lo que sobre este punto tenía escrito o pensado: sí, la locura existe; no así la Psiquiatría, o, para ser más breves, su curación. Aquí, al menos, donde la vida es sueño, los Himnos a los mártires del jorobado Prudencio nos consuelan, humildemente, del privilegio de no existir. Diciembre, 1981. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, año II, nº 3, enero-abril de 1982, páginas 59-60.
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ACERCA DE LA LITERATURA
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ABE aplicar a la literatura la crítica sartreana del psicoanálisis: no se trata de represión o de corte epistemológico, sino de mala fe. El mal escritor sabe, de alguna manera, que lo es, y tiene por ello una indudable mala conciencia. Perseguido por su sombra, ve como una amenaza para él un tipo de autores que, como Poe, sabían demasiado bien lo que era escribir. Dicen que Poe, en una sola noche, hizo 40 críticas de las obras de todos sus contemporáneos: a ellos se los llevó el viento, y no queda más que un nombre, el de Poe. A los de aquí se los llevará, sin duda, también el viento, como al sombrero de Escarlata O’Hara, pero mientras tanto, ellos permanecen como algo incómodo. Se sienten ridículamente seguros por haber conseguido entrar, a base de adulaciones, en el “parnasillo literario circense” español, y no saben nada de la muerte. Sin embargo, parece como si los que hoy me atacan pertenecieran al dominio más hard-boiled de la literatura española: Eduardo Haro Ibars y Alberto Cardín. No sé si son, como se dice, posmodernos. Lo que sé de los posmodernos me dice bien poco en favor de esta palabra. Esto es, su calidad. Lo que sé de los modernos me dice exactamente lo mismo. La única modernidad que nunca pasará de moda es la del suicidio —no por nada Jacques Rigaut decía que le consolaba “lo infinitamente moderno que él era” (*)— o la locura. Mi caligrafía tiembla al escribir esto: es sin duda, posmoderna. Mi conciencia parece un dragón. Creo que, en definitiva, lo que cuenta es saber hacer bien lo que se pretende hacer, sean cualesquiera su estructura o sus pretextos ideológicos. Y eso
* Jacques Rigaut, Écrits. Gallimard Editions.
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no se aprende en escuela alguna. Eliot era católico. Pound, fascista. La enorme tragedia del sueño sobre las espaldas del campesino. Que los gusanos devoren al novillo muerto. Frente a mí, un niño autista ríe al oír los ruidos de la cocina. Su sordidez secreta. Un hombre ya maduro, instalado en una silla de ruedas, golpea sin cesar su cabeza con la mano. Otro lleva la cruz de hierro sobre el pijama. Todos se ríen de nosotros. En las paredes hay nombres de dioses muertos: Varem, Icso, Yahvé, seguidos de una cruz a manera de breve y modesto epitafio. Mañana morirá otro loco. Las paredes absorberán el hedor de la tinta. Después de Lacan, ¿qué? ¿La tasa social sobre el fracaso? ¿El triunfo de Eduardo Haro Ibars, contento como un niño con zapatos nuevos por haber entrado en el “parnasillo literario circense”? ¿O el de Alberto Cardín, que, si no he leído mal su vasta obra dedicada a la erradicación de la tierra de Fernando Savater, tiene como singular paraíso artificial el comer muchas pastas? Sin duda, como decía Edwin Lemert en La maggioranza deviante, el paranoico tiene realmente perseguidores. En la televisión, un niño gordezuelo, parecido al que imagino en mi guión sobre El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, canta “La de la mochila azul”: “La de la mochila azuuul, / la de ojitos dormilones, / me dejó gran inquietud”. EL ACOSO DEL RECUERDO Sentado en el suelo, con la cabeza entre las manos, cedo al acoso del recuerdo. Luego me levanto, aderezo los órganos del muñeco, me dirijo finalmente al estanque de los patos, los contemplo chillar y pelearse entre sí. En cambio, ellos no me miran. Vuelta al pabellón: otro loco mastica su bata. Se les dice, injustamente, enfermos. No, la locura no es una enfermedad. Son víctimas del mayor de los aplastamientos sociales. No son locos, sino enloquecidos. La locura es una reacción normal ante determinadas situaciones de jaque mate social o microsocial. Cualquier individuo reaccionaría de la misma manera ante parecidos estímulos. Y esto no es Lacan, sino Giovanni Jervis. Pienso en irme con él a Italia e intentar trabajar en este campo tan cercano a la poesía. Es
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una idea. Tengo conceptos muy claros acerca de la locura. Entiendo a todos los enfermos de por aquí, incluso a los más graves. Todo hombre es en sí un continente, no una isla. El deseo del hombre es deseo del otro. Por ello, cuando alguien cae caemos todos con él. Por ello, ninguna tragedia es concebible en solitario, llovida del cielo. Es más, la soledad es imposible: está poblada de fantasmas. Y viceversa, de mi tragedia, tu oscuridad emana. No eres un hombre, estás marcado por la oscuridad. Por no haberte arriesgado a perder el sentido, he aquí que careces de él. Lo dijo Derrida: “Todo poema corre el riesgo de carecer de sentido, y no sería nada sin ese riesgo”. La literatura no es nada si no es peligrosa. Lo mismo que se arriesga el psicoanalista a depositar como un óbolo su razón en lo inconsciente, la literatura, que es la misma búsqueda, no debe protegerse. Si hay fallos en mi obra —particularmente lo reconozco a propósito de El que no ve— tengo, sin embargo, la satisfacción de haber siempre considerado la literatura como un en-sí indiferente a su inscripción social —“el vicio radical estriba en la transmisión del discurso”—; es decir, en definitiva, como algo serio. Si los demás no se comen el tarro, es problema suyo. Que no entren en el bosque de la noche. Desde el principio supe que no había salida. Que no usen mi torpe biografía para juzgarme. La literatura no es un modo de vida. “La no-vida es un estado de disolución / del “yo” en vida, causa de la escritura y a la vez su resultado”, decía ya en Teoría. Por lo demás, me agrada el que tanto vitalmente como por escrito haya cumplido la profecía: “Si yo no fuera yo, tampoco Dios habría sido”. EL PAÍS, 20 de junio de 1984, página 25.
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BALADA DE LA CÁRCEL DE READING O DE LA JAULA DE POUND
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UNCA José Antonio, el gran gomoso, dijo, pese a todo, que el fascismo fuera la Inquisición, quemar herejes en nombre de no sé qué hoguera ni de qué sol. Y a todo esto, entre miedo y miedo, diríase que estamos en pleno siglo XX, i.e., en 1985, a pleno sol, o debajo de la lluvia. No es de ahora la historia, ni de hoy, ni de nunca. Proviene, precisamente, de la Edad Media, que es el instante exacto en que nos encontramos. Empieza, para mí, en 1977, Año Internacional de la Infancia1, me encontraba entonces en Palma de Mallorca, trabajando para los anarquistas del Talayot Corcat. Allí me creía Jesucristo, y de ahí que los mencionados sujetos me viligaran constantemente por si perdía la razón que en parte alguna se halla, a lo que se aparece. Pero repito que entonces, por muy risueña e infeliz que parezca la historia, me creía Jesucristo, y no es que me quisiera casar, sino volverme a encontrar con la virgen, sí, con esa chica que salió en televisión el otro día. Y mientras no se cumplió la profecía, todo circuló por los debidos trámites, esto es, por los círculos concéntricos del infierno de la usura mental. Pero ya aparecerían los Guerrilleros de Cristo Rey a sustituir la libertad por la penitencia y la tortura. Por el momento, lo que a mí más me importaba era la isla de Dragonera, que los anarquistas, y compris moi, queríamos que no urbanizaran. Sin embargo, nada les importaría luego a tan fascistas y siniestros personajes que el infierno se apareciera
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Los sucesos que se narran sucedieron en 1977, aunque el Año Internacional de la Infancia fue el 1979. (Nota del editor)
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allí en la figura del dinero, o sea, de la inmobiliaria que en aquella isla había invertido millones. Lo que tan sólo les interesaba, al parecer, era su santidad, esto es, su escisión simbólica, su astilla en la cabeza: léase Cristo o el Anticristo. Pero hasta que, como dije, no se cumplió la profecía, no anduvieron tan pelmas. Y la forma en que aquélla hubo de cumplirse fue la muerte. Tres o cuatro provocadores, cinco o seis guardias civiles que defendían la isla, unos de infarto de miocardio y otros perdiendo el retrovisor, o lo que es lo mismo, los ojos, que en francés se dice vue, o vie. “Au volant la vue c’est important, la prudence aussi”, como dijera el anuncio de algún métro parisiense en donde jamás recé. Y entonces todos creyeron en el milagro, en lo oscuro, en lo que Freud apodara para ninguna hora lo unheimlich, o mejor, lo indecible, esto es, lo producido por la verdadera forclusión, que era para el verdadero Freud, no una denegación simbólica esclava de cierta misteriosa ley, sino una prohibición cultural. Leánse señores, y perdonen el paréntesis en medio de tan oscura biografía, el texto de Freud Lo siniestro. A la venta está. Pues bien, si lo han leído, observarán ustedes que tal paréntesis procede, no de una enigmática ley, sino que es producto de la única ley que existe entre las geografías, que es la ley de relatividad cultural. Paso a Georges Devereux, Ensayos de Etnopsiquiatría General, sobre lo relativo del malestar. En fin, el caso es que al fin creyeron. Sólo la muerte demuestra que la existencia es cierta y, de paso, si me matan, que yo existo, y que no he desaparecido en la lejana Argentina, ni mi cuerpo está hundido bajo flechas que no le pertenecen y que, como las flores del Ártico, n’existent pas. Y cuando creyeron en la muerte, creyeron en el Anticristo, esto es, volviendo a Freud, en lo siniestro, en lo puramente sin nombre, en lo indecible, en lo unheimlich. De nada me sirvió tratar de explicarle a un periodista medio subnormal que si Hegel decía que Napoleón era Jesucristo, i.e., el sujeto absoluto, que si tal que si cual. No, muerta la religión y muerto de una vez por todas Jesucristo, sólo quedaba lo unheimlich, la inquietante extrañeza: cuando los dioses no tienen nombre: ésta era la denegación cultural que sólo Jung, el más perseguido de los hombres, tuvo el cuidado de tratar de indagar. He aquí lo que desconoce la Psiquiatría: lo mismo que tanto preocupaba a los Guerrilleros
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de Cristo Rey, esto es, la fe que ellos mismos, y al parecer toda España, detestan, por mucho que la Internacional Antifascista quisiera dar “el golpe de Estado por la fe”, esto es, en nombre de lo que no existe, de una certidumbre sin nombre. Pero he aquí que, parecido a un fantasma, parecido a un libro que no existe, semejante a la ceguera, al ojo, algo vuelve a mirar, a mirarnos. Tras largos años de dictadura psíquica burguesa, de lógica de la apariencia, un fantasma recorre el mundo, el fantasma del comunismo, el proletariado o la cultura corporal. Simplicitas. Cae de las estatuas el oscuro goce, el sadismo, la perversión cerebral debido al dogma, y de las iglesias llueve ceniza. El fascismo ha muerto. EL PAÍS, 10 de enero de 1986, página 9.
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NADIE SABE VIVIR
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A ruina de Wittgenstein, entre mis manos, demuestra para siempre el hecho de que nadie sabe vivir y que, como decía Fitzgerald, “evidentemente, toda vida es un proceso de demolición”. ¿Y si tu grieta, la grieta de tu cráneo, fuera la grieta del Gran Cañón? No, mi grieta es una fisura que no se extiende, que a nadie pertenece, que envenena lentamente, como el vaso del alcohol en mis manos. Mi grieta es un veneno hecho sólo para imbéciles, y por ello no se difunde, y por ello quizás no envenena, porque no sé vivir, porque no soy nadie, porque no sé vivir, estoy solo en un inmenso desierto, solo frente al espejo. El papel destila tan sólo ese veneno, el veneno del fracaso, del hundimiento, de la ruina y del desastre más profundos. El alcohol y el saber. Todo lo más, la voluntad de riesgo, no de suerte, y el placer de la muerte, para una vez más que nadie sabe vivir, que la existencia humana está condenada al fracaso, no por obra de alguna ley, sino de una desesperada casualidad diabólica, que no corresponde a nada sino todo lo más a una locura, o, lo que es lo mismo, a la humanidad. Qué es el hombre, qué pura nada destruida por una página perfecta en donde se demuestra, como he hecho a lo largo de toda mi obra poética, que nadie sabe vivir y que en la muerte está la única racionalidad suprema, como pensaba Hegel, y que por ello todo el mundo la busca como respuesta a su lengua, y no precisamente por fe, sino oscuramente, como un animal acorralado, como un monstruo acezante en la caverna que oscuramente buscara una salida. Desgarrar, romper la página, lentamente, invirtiendo el cielo, negro sobre blanco, contra las estrellas, luchando contra un sol que es tan despiadado como yo y que está, por lo demás, igualmente solo, en este país en donde no sabe vivir, estar condenado al fracaso es un desti-
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no y a veces una voluntad. Y es que el hombre que a voluntad se arruina o que, en otras palabras, se autodestruye, es un hombre que quiere gozar, excederse, y es por tanto el único que sabe vivir. El hombre que vive sabe, sin embargo, lo mismo que el animal lo presiente, que está ubicado para siempre, constantemente, en el centro mismo del fracaso. Querido Sádaba, estoy, lo mismo que tú, condenado a vivir para siempre, como una tortura estudiada por un animal sin ojos soñando esta pesadilla. Si hay alguna ciencia, ésta es la Ciencia del Dolor. Si hay algún destino, es el de no ser nadie. Si hay alguna búsqueda, ésta es la de salir de aquí como sea. La Revolución no es más que una medida desesperada para escapar de la vida. El sexo y la eyaculación no son más que remedios contra la vida, venenos contra la vida. El sexo no es de ninguna manera una certeza, como tampoco lo es la locura, ni la normalidad es pura duda, esto es, asombro frente al hecho siniestro de la vida. Nada más macabro que estar vivo, sentir la piel llena de poros, la boca sólo labios parecidos al hecho oscuro de la sangre, y sentir, como decía Pound, que tampoco la muerte es la respuesta. Quizá la de los otros. Diario 16, 15 de junio de 1986, “Culturas”, página V.
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RTVE EN LA VIDA PRIVADA
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como estoy de las graves intromisiones desde los locutorios de RTVE en mi vida privada, y al margen de la locura que aún me queda para defenderla, me veo obligado a resolver este problema, que consiste en los residuos de un escándalo ya pasado, por los frágiles medios de que dispongo. El hecho es que estos locutores tienen el poder de mi nombre y que el silencio movilizado sobre un caso Dreyfus, y sin más Zola que yo mismo por intermedio de la muerte y de la solidaridad humana más bestial con ella y con sus cómplices, me hace pensar que sólo me queda la aceptación de esas vejaciones. En este país se ve que el cristianismo —tan alabado en las preces— tiene en realidad poquísima fortuna: sin embargo, la creencia en Cristo y en los milagros es el estado anímico a que conduce la tortura. Otras raíces de esta cuestión son los restos de la dictadura paternalistafascista que configura el Estado como un defensor del pueblo indefenso, esto es, sin voz —como de hecho no tiene—, dictadura que al parecer envía sus aparatos de Estado en defensa de sus ruinas, acusándome de terremotos y de asesinatos, y sin tener otra ficha policial de mí —y esto es lo más grave— que la de “monstruo”, “asesino”, etcétera, tal como el mismo pueblo indefenso se armó para decirlo. De esta manera, entre Leopoldo María Panero y estos sujetos se ha creado un espacio topológico imaginario en el que los insultos míos y los de Radiotelevisión Española se entrecruzan en un laberinto sin salida. Para romper este infernal círculo vicioso no encuentro otras salidas que la violencia o la ley, y debo decir que me hallo perfectamente capacitado, de diversas maneras, para ejercer ambas. ARTO
EL PAÍS, “Cartas al director”, 14 de septiembre de 1986, página 10.
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CARTA A LUIS FELIPE ALEGRE
Mondragón, 29 de enero de 1987
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UERIDO
amigo Luis Felipe Alegre:
Te escribo, desde el Sanatorio de Mondragón en donde actualmente me encuentro, salido ya por entero del Opus nigrum, y preparado, con el Mutus Liber en la mano y algún otro tratado de alquimia, a reunirme si quieres con los demás miserables. Quiero con esto decir que te doy mi aprobación completa para el proyecto que me consignas de participar en una lectura de mis poemas. Es más, creo que podríamos crear variaciones de ellos interesantes teniendo en cuenta el tempo de la música. Para ello, te agradecería que me enviases si es posible dinero para el viaje —si no lo es ya trataría por algún medio de conseguirlo yo, pese a que todavía no produzco oro alquímico y me hallo por consiguiente en una situación de lo más mísera— o si no el billete de tren. Asimismo, te agradecería me comunicases la fecha exacta del recital, y advirtieses a Ángel Guinda para que viniese a buscarme a la estación. Nada más. Y no olvides que, como decían los alquimistas, IN STERCORE INVENITUR: busca la piedra que el constructor ha descartado: he aquí la piedra filosofal. Recibe un abrazo muy fuerte de Leopoldo María Panero
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P. S.: espero que no achaques a delirios místicos mis recomendaciones alquímicas; por lo que estoy aquí es por mi madre y por el alcohol, y ya tengo el hígado notablemente robustecido. Malvís, nº 2, 1988, página 20.
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ANTE LA REBELIÓN DE LOS ESTUDIANTES
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A República es un estado moral. Como la juventud, si es verdad que existe, la República es también un estado de insurrección permanente. Como la locura, si es verdad que ésta existe, la República es un estado de insurrección permanente. Lejos de un gobierno corrompido y cobarde, lejos de la ignorancia y la barbarie, la República se perfila como una esperanza, la única esperanza que no está en manos del hombre pequeño. Como mi vida, si es verdad que la he vivido, la República es un estado de insurrección permanente.
Folleto de presentación del espectáculo poético-musical “Más margen, malditos” representado en el Teatro del Mercado de Zaragoza el 26 de febrero de 1987 a cargo del grupo El Silbo Vulnerado y basado en textos de los poetas Ángel Guinda, Ramón Irigoyen y Leopoldo María Panero.
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“ME HAN VUELTO LOCO”
A Félix Rotaeta, Antonio Martínez Sarrión y José A. Saavedra. Hija del sol, imperarás conmigo. Palabras de un esquizofrénico en el manicomio de Leganés
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O que desconoció Saussure, al escindir por un algoritmo el habla de la lengua, es que el lenguaje escrito o hablado no existe fuera de su valor de uso; esto es, de su circulación social. Así, parodiando a Lacan, podríamos decir “le discours c’est le discours de l’Autre”, y no hay otro discurso que aquel que se aniquila y termina en el otro. Si el fin de la Filosofía tuvo su lugar en Rudolf Carnap al remitirla al orden del lenguaje —esto es, a su única posible materialidad—, el fin de la Lingüística es el texto de Walter Benjamin sobre la sociología del lenguaje, donde se nos habla de un posible origen musical del lenguaje; en otras palabras, de que el lenguaje no es nada fuera de su circulación o de su acústica. Y, lo mismo, el origen de la locura no está en alguna mítica o, lo que es lo mismo, trágica forclusión —esto es, exclusión definitiva del campo del lenguaje— por obra de algún decreto-ley, sino en un mucho más íntimo tejido en el que el discurso fluye o deja de fluir; como diría Marx, el ser social determina la conciencia social, y el ser social no es en modo alguno un ser económico ni un ser sociológico, sino sencillamente una trama en la que hegelianamente el deseo del hombre es deseo de un deseo. Quiero con esto decir que no se dice “se ha vuelto loco” o “ha enloquecido”, sino “le han vuelto loco” o “le han enloquecido”. Que a veces el acceso del otro a nuestra situación sea oscuro no implica que no exista nada fuera de la situación —esto es, que el
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hombre no sea concebible sin un espejo— y, por ello, el “yo” no sea en definitiva, como decía Lacan, más que una leyenda épica hecha de una larga serie de en-ajenaciones en la que los libros de la escuela pasan de mano en mano hasta llegar a convertirse en una película de precio fijo. Deshacer lacanianamente esta obra de la locura es peligroso, pues puede conducirnos a lo que se toma por tal, y se castiga por medio de un interdicho llamado Psiquiatría. Y que se castiga socialmente también por medio de exclusiones no ya del campo del lenguaje, sino del campo de lo social. Así, el otro deviene más y más misterioso hasta devenir esa entidad paranoica en la que sólo lo nuestro se aparece como claro. Es el origen del caso Schreber, en el que Schekina es una mujer a la que Jung llamó anima, que nada tiene que ver con la homosexualidad, o que al menos tiene con ella sólo un parentesco basado en el alma, y muy lejano de cualquier montante de la libido. Aquí, ya, la percepción del otro es cuestión de vida o muerte, y el psiquiatra Fleschig se aparece como un pobre hombre frente a una urgencia mayor. Sin embargo, al pobre hombre le molesta esta dulzura, y ello no por la cercanía a la homosexualidad, sino por su posible cercanía a la indiferencia; esto es, por su carencia de censura o límite alguno entre el “yo” y el “otro”. La Schekina o la locura son así algo parecido a la sustancia spinoziana, en la que no hay forma alguna cuyo relieve no sea ese abismo o Ungrund del que Böhme hablara como si lo hiciera de Dios; dios éste con minúscula, pues no tiene forma alguna, que constituye también uno de los temas favoritos de la metafísica schreberiana. SÍNTOMA DE LA NADA Ahora bien, al unir nuestra temática a la del caso Schreber no quisiera ofrecerla en holocausto a la denegación simbólica que convierte en imaginario todo lo escrito u oído, haciendo que la palabra recaiga una y otra vez, como la piedra de Sísifo, en el vacío. Significa sencillamente ofrecer a la sociedad de filosofía la hipótesis cercana a la religión de una realidad plural, deshaciendo así la obra del positivismo, que, al forcluir la religión, inventó algo peor: una realidad única en la que lo otro no es
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más que un síntoma de la nada. Así, cuando un hombre se cura, se pretende que ha olvidado. Freud, por el contrario, escribió “Wo Es war, soll Ich werden” (“Allá donde ello estuvo, yo he de advenir”) allá donde ello estuvo yo he de advenir, lo que no significa, por cierto, desplazar al ello para ubicarse en su lugar, sino, por el contrario, lograr a toda costa asumirlo. Lo que equivale a decir que no estoy loco ni tampoco me he curado, sino que soy un hombre que, como Jonás, ha salido desnudo y atemorizado de la ballena alquímica, llevándose como recuerdo a todos los hombres que conoció. EL PAÍS, 25 de abril de 1987, página 27.
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ME DICEN QUE NO ESCRIBA ESTO
A Fernando Savater.
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E decía que la palabra es el asesino de la cosa. Sin embargo, no suce-
de así con todas las palabras. En efecto, existen algunas que circunscriben un hecho; otras, que tan sólo lo designan. Y de entre ellas, algunas que sólo lo designan como no existente, esto es, que lo alejan o separan de nosotros como un exorcismo. Tal cosa ocurre con el diagnóstico psiquiátrico, que opera a la manera de un exorcismo sobre realidades que a partir de él caen dentro de los dominios de la ficción. No obstante, debemos señalar que, contra lo que opina lo más trivial de la Antipsiquiatría, resulta más revolucionario que decir que la locura no existe afirmar que ocupa algún lugar. Esto es, lo que la locura tiene de “incurable” o de no exorcizable es justamente lo que tiene de realidad, de naturaleza por muy divergente que sea. O, en otras palabras, lo que en aquélla se muestra como “inquietante extrañeza” no es su carácter extraño, sino precisamente lo que en él hay de cercano o compresente en nosotros. Y que obviamente es por su naturaleza de prójimo o cercano o igual y no por la de espectro, por lo que se persigue al loco, que de otro modo resultaría inofensivo. Dicho de otra manera, el descubrimiento más revolucionario de Sigmund Freud fue decir que la locura existe, y que ella es una realidad, ya que es esto lo que la relaciona con la Revolución, su naturaleza de realidad subversiva que como el inconsciente debe su potencial transformador al hecho de ser a la par que no ser, o de ser lo que debe advenir a ser. Es por ello que el loco aúlla, y eso es lo que su aullido significa: una rebelión contra el ser, un incendio en la base de la realidad.
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Se destruye así la pretensión hegemónica de la noción de “realidad” que nos llevaba a considerar “enfermas” o, lo que es igual, sin validez lógica, no existentes, voces provenientes de un modo distinto de la percepción. Y es que el estigma de la locura es el estigma de una conciencia húmeda, mojada o manchada por una intensidad, transitiva y operante, libre de las cadenas de una conciencia separada o filosófica, que distingue entre el sujeto y el objeto. Y es que no hay otra revolución que aquella que pone en cuestión no, como el marxismo, la materia, sino la subjetividad. Quiero decir la subjetividad reificada, que es aquello a lo que se llama “conciencia” o “alma”, y que encuentra su representación en la noción de “realidad”, la cual no tiene otra función que la de censura o prohibición. Así, cuando se dice que este sistema prohíbe la aventura, no nos estamos refiriendo a un sistema económico, sino a un modo de la percepción. Y decimos “modo de percepción” en lugar de concepción del mundo o filosofía, por cuanto no son las palabras, sino la vista, lo que engendra o vehicula la materia o lo que se dice ser. Las palabras, por el contrario, son quienes vigilan o custodian nada más que uno de los modos posibles del ser, quienes, bajo la forma de esa “máscara de lenguaje” como diría Wittgenstein que es la Psiquiatría, nos protegen del infierno y de la nada. He aquí, pues, que las palabras, lejos de aclarar el enigma, nos defienden de él, como dije al principio, a la manera de un exorcismo, y la Psiquiatría basada en la Lingüística es tan sólo la forma más refinada de la represión. Y nosotros no queremos guardianes del umbral, sino penetrar en él de una vez por todas, contemplar desnuda a Diana ante el ladrar inútil de sus perros. EL PAÍS, 7 de septiembre de 1987, página 22.
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LA IDENTIDAD COMO PROBLEMA ESQUIZOFRÉNICO
“Wo Es war, soll Ich werden.” SIGMUND FREUD
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A palabra latina persona significa, como es sabido, “máscara”. Tras ella no hay nada: como dijo la zorra, “cerebrum non habet”, tras de la escena teatral parece ser que no hay nada. Ello quiere decir que la locura, creadora de la única identidad que hacer puede, ni es ni no es, sino que es un hacerse, un devenir y ninguna mismidad. Es así que el psiquiatra busca en vano el contenido de la locura y deja en su recorrido de una ausencia un triste reguero de nosogramas. Tales nosogramas aluden sólo a una muy célebre censura, a la prohibición de lo que de otro modo sería un hacerse a partir de la nada. Sin embargo, tal parece que exista una cierta esencia, por más que prohibida, ya que la presencia de lo prohibido se repite, bajo la forma de tales nosogramas, de una manera que puede ser significativa. Pero para descubrir una tal mismidad es preciso prescindir de la noción de cogito o conciencia y acudir, tras de la barrera de la identidad, a la noción de alma como la de un hacerse, a la noción de un espíritu artaudiano, de un bello Pesa-Nervios, más allá de cualquier reificación del espíritu, llámese ésta mente o aparato psíquico, que son nociones derivadas de la máquina médica. Contra lo que tal máquina opina, ni siquiera el cuerpo es objetivo, como supiera la fenomenología husserliana. El cuerpo es también un hacerse, un cuerpo subjetivo o fenomenológico, y tras de la gestualidad amanerada del sujeto está la payasada del loco, inventora de la única posible identidad. Ésta es aquella en la que el hombre ríe de sí mismo,
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y baila fuera de lugar y de espacio, en ese terreno de la locura que fuera hasta hoy terreno de nadie. NEURÓTICO “Outis, Outis”, ninguno, dijo Ulises, es el nombre de lo mío y el de mis amigos. Y del mismo modo Otto Rank opina que la identidad del neurótico es una obra de arte, y que ésta debe ser objeto de una creación verdadera, en lugar de, como otros, pensar que hay que volver, tras de la locura, a una mismidad perdida. La identidad es una función, no una estructura; de otro modo, de ser aquélla verdaderamente una estructura, jamás se la perdería, o de perderse aquélla sería para devolvernos nada, y no habría como hay contenido gratificante en la llamada locura. La única conciencia abstracta que existe no es la conciencia real, humedecida por la emoción o el trance, sino la conciencia psiquiátrica, inventora de una razón que puede dañarse o perderse, pero que efectivamente no existe, pues de existir aquélla como conciencia intacta no podría ni dañarse ni perderse. Por el contrario, el loco opina que si Cristo, que si el Anticristo, y produce una voluntad napoleónica que testimonia de un cambio real y apocalíptico en la percepción. Ésta es la peste que Lacan quería devolver al Psicoanálisis, el testimonio de un cambio real en el sujeto, de una subversión del sujeto muy distinta de su mera pérdida o aérea ausencia, porque tal parece que el sujeto psiquiátrico sea el alma bella hegeliana, al igual que aquélla se desvanezca como una nube en el aire. FREUDIANO Por el contrario, nosotros ofrecemos al hombre freudiano la noción de psicoanálisis como labor improbus, como empresa alquímica, y decimos del loco que no sólo es un héroe, sino el único héroe posible, por cuanto sólo él es él mismo, mientras que el sujeto tan sólo se parece a él, es decir, que es tan sólo una ficción, una “leyenda épica”, como afirmara Lacan de la enajenación del “yo”.
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El “yo” es, en efecto, para Lacan, el resultado de una sucesión de enajenaciones, y si puede romperse en los actos fallidos o en la tragedia de los sueños es por cuanto no es realmente él mismo, sino tan sólo su sueño o su propia mentira. De ese sueño, al despertar a una luz más clara del alma, tras de su noche oscura, testimoniará tan sólo la imago, el phantasma de esquizofrenia que dibujara en mí otra presencia, llamada William Wilson, el doble, mi doble, el cuerpo, los ojos de Don Juan en la memoria de una mujer. EL PAÍS (edición Madrid), 4 de noviembre de 1987, página 31.
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EPITAFIO PARA EDUARDO HARO IBARS
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UEDO, después de una epopeya en que naufragó el mundo, hablar por fin de un escritor. Un escritor, que no necesito decirlo, no fue el único, pero sí el más valedero de los que me admiraron. Y de un escritor que, pese a nuestra común obsesión por el malditismo, fue mi gran amor, es más, aquel con quien descubrí el gozo de la homosexualidad y que fue conmigo cogido de la mano todo el camino de la cárcel de Carabanchel al penal de Zamora. Entonces no había moral, ni blasfemias sin sacrilegios, ni diecisiete mil muertes del Conde de Villamediana, y a Eduardo y a mí, por tanto, nos unía nuestra común obsesión o afición, si se quiere, por otro tipo de muerte: me refiero a una muerte mallarmeana, simbólica y si no, suicida. A él me unía también esa pasión por el mal —por el mal propio—, no sólo el de los demás, que nos llevó a la heroína y a otro tipo de muerte que sospecho que —de verdad— no le apasionaba ni a él ni a nadie. En mí, esa pasión por la aventura encontró su final en el misterio y el horror y la gloria, llámeselo como se quiera. De la otra escena freudiana, en la que un camarero no tan indeseable nos devuelve el misterio del hombre. En cuanto a la locura, como supo Freud, está perdida en el universo del deseo, esto es, de la piel, que en nada se parece a la fría disección anatómica, que en nada se parece a lo que se llama “cuerpo”: cuerpo objetivado y reedificado, cuerpo de nadie o del obrero. Por muy increíble que parezca, ha sido Freud, al hacer inteligible la sexualidad como lenguaje, quien descubriera la espiritualidad del cuerpo, lo mismo que la heroína. Manchada ésta por un SIDA
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misterioso que antes era ajeno a homosexuales y drogadictos y que no lo inventaron ellos, ahora podemos convencernos de que lo que hoy se llama phantasmas de mi mente es algo que está inscrito en las paredes de algunos manicomios de Euskadi con la leyenda CIA Txakurrak. Diario 16, “Culturas”, 3 de septiembre de 1988, página XII.
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LA CANCIÓN DE AMOR Y MUERTE DEL ALFÉREZ CRISTOPH RILKE
“Hölderlin no estuvo loco”. Pintada escrita en Suabia, en la fachada principal de la casa de Hölderlin
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EYENDO un libro de un testigo de los últimos años de Hölderlin me
doy cuenta de que habitualmente se equipara la locura y el mal. Términos tales como “encolerizado”, “agresivo”, etc., nos hacen ver que la vieja y famosa creencia de los endemoniados no ha desparecido del todo. Es el loco el chivo expiatorio de toda la sociedad, tal como ocurrió en tiempo con el Diablo y, lo mismo que aquél, es el water. La Psiquiatría actual no rebasa, en la práctica, estos límites conceptuales. Tal ciencia sostiene el mitologema de que todos los locos son unos hipócritas. Se habla de “trucos” —pero no se trata de equipararlos a los niños, pues a éstos se les supone inocentes— se trata de unos trucos diabólicos que se trata de reprimir, no en absoluto de curar, ya que, siendo el calificativo de “hipócritas” de carácter moral, no es posible apelar a otra réplica. Se trata pues, de nuevo, de los célebres endemoniados que tratan de tentar al enfermero con sus “trucos”. Más allá de esta frágil pero eficaz estructura “conceptual” no hay nada en lo que se llama Psiquiatría. La Psiquiatría, aparte de esto que, digamos, es su estructura “positiva”, consiste en una sistemática denegación del sentido. Al contrario del Psicoanálisis, que trata de encontrar un sentido donde no lo había, la Psiquiatría es la implacable destitución del sentido, del valor de la locura. La Psiquiatría es el cenicero. Así, el loco que llegó aquí hablando de la Virgen, acaba no diciendo absolutamente nada. La más completa
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oscuridad sucede así a las ilusiones de la locura. Ello unido a las burlas y castigos sociales lleva al sujeto a la verdadera locura, aquella de la que se dice que es pura nada. Aparte de esto nos queda el vago consuelo del teatro, de la “marea de los teatros”, como decía mi amigo Pere Gimferrer. Y un teatro no de los locos, sino de los normales, que son los verdaderos hipócritas: ésta es la verdadera enfermedad mental, el teatro, la mirada mórbida de la hipocresía, lo que Lacan llamaba “la maquinaria teatral burguesa”, un implacable juego del escondite, en donde la verdad aparece siempre como obscena e impublicable, y siempre en los lugares más obscenos e impublicables: en la calle, en el rumoreo de los bares, en la marea sutil de la copa. La verdad, la obscena verdad, que es aquello a lo que Lacan llamara “significante”, y que es lo que de verdad se nos escapa. El animal no conoce así la locura, por cuanto va desnudo. Conoce sólo al semejante, que es una categoría que en la sociedad humana actual está prohibida por la hipocresía. De ahí la persecución del discurso amoroso de la que hablara Roland Barthes. En la sociedad humana actual, que es lo que Guy Debord llamara La société du spectacle, no hay otra sabiduría que el teatro. La verdad, o al menos sus manifestaciones, está prohibida. Es por ello por lo que aquélla no tiene otra manifestación que catastrófica. Es por todos estos motivos por los que desmontar el tinglado psiquiátrico lleva a poner en cuestión la sociedad entera. He aquí el peligro mortal del loco que encuentra su verdadero lenguaje, dicho sea esto no en los términos de la llamada salud mental, sino en los términos freudianos que se toman al pie de la letra de su célebre “Wo Es war, soll Ich werden” (“Allá donde ello estuvo, yo he de advenir”), no para desplazar al “ello”, sino para ubicarse en el mismo lugar. Se pasa así de la risa al horror. Y el castigo puede ahora incluir, como de hecho lo ha incluido, el de la muerte. Que caigan todas las máscaras frente a esta tremenda verdad. No descubre nada: es algo que sabe toda la calle. Pero he aquí que La canción de amor y muerte del alférez Cristoph Rilke va a tropezar con la última censura: la máscara psiquiátrica. Aquella que lo tachará de paranoico, olvidando que, como ha demostrado la moderna Antipsiquiatría, el paranoico tiene realmente perseguidores. Es muy fácil condenar a la irrealidad una vivencia. Pese a que no se logra nada: nada más que la verdad insista, y que se mues-
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tre en el sujeto por todos los caminos que esto le sea posible, constituyendo esa trama simbólica que se llama destino. Por todos los medios, incluida la muerte. Y para el mal se encuentra siempre un agente interno, un misterioso virus, aún por encontrar, que causa la enfermedad, y contra el cual se dice que actúan positivamente los calmantes. Sin embargo, lo que realmente ocurre, como demostrara Szasz en The Manufacture of Madness, es que el agente es externo, social, son los fenómenos microsociales los que conducen de una manera tácita, secreta, el sujeto a la locura. La Psiquiatría, y no la locura, es para nosotros el símbolo del Mal. La odiamos más que a todo en la vida. Odiamos sus signos, su lenguaje, sus máscaras, sus lugares de encierro y de castigo, y más todavía a sus agentes: los siniestros loqueros, torpemente disfrazados de auxiliares, que destrozan el cuerpo —lenguaje de la emoción y del pensamiento— y castigan los síntomas, a los que ellos juzgan “trucos”. Porque de ese lugar no se sale. No se sale más que, como decía una enfermera del manicomio de Leganés, con los pies por delante. De esta manera, lo que, empezando por las alucinaciones, no es sino una manifestación corporal más, por muy extraña que aquélla resulte, se le da el nombre y el destino de una maldición. Si a aquel que logra salir de él y encauzarlo se le da el calificativo de “monstruo” se están tirando por tierra todas las esperanzas de estos seres condenados al exterminio. Y a aquel que se le va a tratar como a un delincuente, y ya en la lucha, oirán una vez que brutalmente le dice: “venga, los güevos, las pelotas, todo”. Los pretextos son innumerables: “encolerizado”, “agresivo”; en otras palabras, “no humano”, “hipócrita”. Lo mismo en todo lo que concierne a la bebida, a las drogas: se persigue el mal aquí también, lo que torpemente se llama el “mal comportamiento”, se persigue el tono mental que, como prueban las drogas, es alterable sin que ello acarree un perjuicio definitivo. En fin, para resumir esta primera parte de la conferencia, esta noche tuve un sueño, éste sí, un sueño freudiano: soñé con una reedición de El desencanto —curiosamente la errata dice LSD, más o menos—. Al principio la película iba de gangsters, con el inefable muchacho etarra o pandillero, que tuvo para mí siempre una imagen homosexual, lláme-
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se Yoldi o el Jaro; después aparecía éste traspuesto en la figura de un tal Hedilla1, que fue el que mató a Yolanda González. Después, una de manicomio con máscaras y cuchillos; más tarde, una secuencia en la que aparecía ya no sé a qué edad Cristina Alberdi. Mi madre no salía, fuera de unos comentarios por la radio que hablaban de ella como muerta o traspuesta. Finalmente, yo aparecía haciendo los mismos gestos que mi hermano Michi —era un final utópico—, ligando con una chica rica, cuya hermana se llamaba, como siempre, algo así como Chavela, y tomando así como trasfondo esa lucha de clases que es el lugar por donde en el marxismo aparece la verdad. Seguía la escena de un fusilamiento con una criada etarra diciendo: “he aquí cómo acaba el más subnormal de todos los arcontes, el que se creyó el más listo”. Aquel que parece coger en la trampa a su propio autor —llámese Marx o Freud—, no tuvo más que tomarle al pie de la letra, como decía Lacan: desmontando así el edificio marxista como el que desmonta una obra de Antonio Gala, con Gerardo Iglesias al fondo. Que luego se pregunten por qué la muerte tiene cierta gracia rastrera. Ese vacío de motivos que inventé tan sólo es algo para desmantelar psicológicamente un crimen. Los motivos los hay y los hubo, por mucho que éstos no sean de orden intelectual —a excepción del dinero—, sino pasional. Por lo demás, si se hubiese dado la situación, todos hubieran tenido también motivos para matar a Freud. Y aquí el final de la partida no es Montgomery Clift triunfando sobre la Academia de Medicina —como si la Verdad triunfara—, sino un viejecito en un manicomio, un loco del que nadie sabe nada. Un final que pudo ser una trepanación craneal —y ríanse ahora, si quieren, como se ríe, por ejemplo, a propósito de la caída de un hombre, de la Verdad—. Ésta tuvo siempre efectos catastróficos. Fue la primera que desmontó la leyenda épica de Leopoldo María Panero —en una larga escena de cigarrillos y pies— y es ahora la que insiste en algo que no es tan sólo una leyenda. La Verdad —como en la tragedia griega— es el fin de la obra. Los Güevos, las pelotas.
1
Panero confunde a Emilio Hellín, asesino de Yolanda González, con “un tal Hedilla”. (Nota del editor)
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Decíamos que los fenómenos de la locura son paranormales. Pero el mundo es paranormal. He aquí por qué la existencia del psicótico sugiere una realidad alternativa o, mejor dicho, la existencia del psicótico exige un mundo nuevo. Me refiero al famoso Sol, que tantas risas suscitara en especial a los más jóvenes. Este fenómeno se puede explicar físicamente. Entronca con lo que los gnósticos llamaran el “hipercosmos o el cielo de las estrellas fijas”. Se trata, como ya le expliqué a mi amigo Frank, de la compresencia de dos universos en uno solo, de la hipótesis de otro espacio compresente a éste, cuya posibilidad está admitida por la geometría no euclidiana, la célebre negación del quinto postulado euclidiano que afirma que dos líneas paralelas no pueden juntarse en el infinito. Por el contrario, la geometría no euclidiana de Lobachevski afirma que sí. Ahora bien, el otro universo es fuego puro, energía en estado puro, lo que implica la necesidad de su disimetría. Efectivamente, eso, si existiera del lado del acá, destruiría este universo. Es la misma hipótesis de los rusos relativa a la antimateria, que también sugiere la posibilidad de otro universo compresente a éste, si bien disimétricamente. He aquí por qué arden las estrellas. Ahora bien, este universo, por muy increíble que parezca, es subjetivo, lo que explica en este tristemente célebre siglo XX la existencia de Dios. Un Dios que no es un hombre, sino que es puramente nada, como la antimateria. Esto nos lleva —puede decirse no sin ironía— demasiado lejos. Nos lleva al pampsiquismo de Bruno que extiende a proporciones cosmológicas lo que igualmente podría denominarse pampsiquismo freudiano. Las dimensiones éticas de la vieja España, sus alusiones a “pobrecillo” y “qué asco” son dimensiones éticas demasiado pobres para expresar esto. Todas las palabras de la Filosofía caen como máscaras o “máscaras del lenguaje” (Wittgenstein) ante el hasta ahora inexpresable Eureka de Poe. Texto cuyo mensaje anuncia: no hay límites para el asombro. Sí para la pobreza de espíritu, que es lo que hace infinita la muerte de la Idea. Pero volviendo a nuestro soliloquio, esto nos hace comprender, una vez más, la profunda irreductibilidad del inconsciente. No se trata de una irreductibilidad mecánica, como pretende la Psiquiatría, sino de una irreductibilidad que podríamos extender, como han hecho muchos lacanianos, hasta los límites de lo cosmológico.
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Esto explica el implacable castigo de la locura, por lo que supone su abismo. El abismo de otra realidad, de una suprarrealidad para la cual hasta el exceso del surrealismo suena a risa. Un abismo que, al parecer, resume una carcajada. Algo que sólo nos hace comprender la inmensa tragedia de la banalidad, hasta hoy, por lo visto, tan sólo trágicamente comprendida, por cuanto, al parecer, tan sólo en la tragedia y la comedia resuena la experiencia de los límites. Pero preparémonos como si fuera nuestro único posible destino, Sísifos modernos, para un nuevo asalto, un nuevo mordisco de la banalidad. Porque, como bien decía Lacan, “el vicio radical estriba en la transmisión del discurso” y en su caída en la audiencia —todo hace parecer que en cualquier audiencia— estriba la fuente principal de la corrosión del sentido. Así hasta llegar al trágico monólogo de la locura, al parecer la única hispanoparlante. Lo que nos reenvía al tema tan nietzscheano de la heroicidad del discurso, un tema que hasta hoy tan sólo ha sido mal conocido por la política. Una política que, como prueba el fracaso de todas las revoluciones, esgrime débiles armas contra la realidad. Y ello por cuanto desconoce el valor psíquico de la Revolución, la inestimable función del deseo de Revolución. Inconfesable debilidad del marxismo que toleró el éxito de otras revoluciones, tales como el nazismo, revoluciones que, por supuesto, no pretendo defender políticamente, pero que sí se trata de comprender, como hiciera Georges Bataille, en lo que tienen de radicalmente hetereogéneas, es decir, en la deuda que sólo ellas se atreven a confesar con el espíritu. Porque —tal parece— como si el espíritu fuera siempre un motivo inconfesable. Y es esta brecha que en el psiquismo abre la hipocresía, la cuna de todas las alienaciones. He aquí, en nuestra relectura de Lacan, que la tarea del Psicoanálisis es una sempiterna y constante lucha contra la fente (léase también fente). Una lucha en la que —esperemos no decirlo en vano— sucumben de hecho los mejores espíritus. Dicho sea sin ánimo de ofender a la vieja España, cuya trágica mentira hoy sucumbe, como diría poéticamente Trotsky, en una “putrefacción lenta y sin gloria”. Dicho sea esto sin ánimo de ofender al proletariado, cuya única esperanza para nosotros es, por cierto, la de pertenecer a la Nada.
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Así, en este país, la causa perdida de la Revolución parece resumirse en algo parecido a lo que los psiquiatras llaman “las voces”, cuyo eco resume el nombre de José Luis Corcuera. La palabra “estupidez” resuena como un eufemismo si se trata de invocar esto. Pueden estas palabras hacernos comprender cómo aquí la incisión del significante sea desde Don Quijote resumible en tragedia. O en tragicomedia, tal como en la obra de Fernando de Rojas, y ello por cuanto los límites entre tragedia y comedia no parecen, en la óptica del inconsciente, estar del todo claros. Ambos, en efecto, remiten al abismo, al abismo del que sólo una denegación simbólica puede hacernos ver como lo que se llama “locura”. “Sabe más el ojo que lo que la razón conoce”, como decía William Blake, siguiendo el certero filo de la demencia. Pero atendiendo de nuevo al “retorno a las tinieblas que damos por descontado en este momento”, como decía Lacan, trataremos de explicar ahora el sentido de este pertinaz mordisco de la banalidad. Ello procede de que la realidad no es otra cosa que la obra de una represión, esto es, de un corte o una Verneinung, o escisión simbólica. Por lo demás, no se trata de un efecto de ignorancia involuntaria, no se trata de que nos falta algo por conocer por causa de algún desconocimiento fortuito, sino de que nos negamos a reconocer, esto es, a ver lo que, si nos negamos a verlo, es por cuanto de alguna manera ya lo sabemos. Resuma la frase del Eclesiastés el salto, tan trágico como invisible, de este desconocimiento: nihil novum sub solem. Que todas estas palabras resuman lo que parece ser que se escondía en la cama. Lo que parece significar la pobreza de nuestro asombro o, en otras palabras, la inefable miseria de la vida cotidiana, concepto en el que tanto insistieron los situacionistas. Miseria que, según Lacan, tiene por fuerza que responder de una falta, de una manque. Manque de la que hasta hoy sólo sabía responder —quién sabe si tan sólo para desanimarnos— la lucha política. Lucha política de cuyos límites da fe la tragedia de Wilhelm Reich. Y he aquí, en una que esperamos profunda revisión de Wilhelm Reich, toda la esperanza que cabe para la moderación política. Y llamo revisión de Reich a pretender incorporar a la política, como aquél hizo,
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los conceptos del moderno psicoanálisis. Esto es, volviendo a lo dicho, todo consiste en subjetivar de nuevo la política, la esclerótica política marxista, subjetivación que solo puede situarnos, en contra de la macropolítica obrera, en una guerrilla de la vida cotidiana. Términos cuya falsedad y pobreza llevan a la verdadera dimensión de su esplendor. Porque sólo la inmensidad de la fente, de la escisión o clivage que produce la hipocresía, puede hacernos ver el corte apocalíptico de una guerrilla de la vida cotidiana. ¡Que las almas del Psicoanálisis nos preparen para tan alucinante batalla! Batalla que puede decirse de antemano que, siendo ante todo contra nosotros mismos, nos sitúa ya desde el principio en el filo mismo de la derrota. Pero ahora podemos preguntarnos por el contenido de esta batalla, si es verdad que los viejos temas de la Revolución ya no son su lema. El contenido de esta batalla, si, como hemos dicho, se trata de una lucha contra la hipocresía, no puede ser otro que la verdad. Y una verdad en modo alguno metafísica, una “función de verdad”, como decía Wittgenstein, una verdad en su lado operacional, práctico, de la verdad, lo que sitúa el peligro tanto de Freud como de Marx. En otras palabras, lo que dibuja el riesgo no es la Filosofía, sino, como decía Marx, su realización. O bien la realización del arte, como querían tanto surrealistas como situacionistas. Lo que nos acerca al valor revolucionario de la figura del maldito: el maldito es aquel que, si pone en tela de juicio el arte, es por cuanto lo sitúa de este lado de la vida, del lado peligroso, por decirlo en palabras de Lou Reed. Lo que nos permitirá una reflexión sobre nuestra experiencia, tan cercana a la de Reich. Yo no sabía el porqué de ciertas enemistades, siempre me lo he preguntado: mal podía ser la envidia —me decía—, por cuanto no escribo tan bien. Y he aquí que unas palabras de Lacan vienen a aclarar el enigma: “pero he aquí que la verdad en boca de Freud agarra al toro por los cuernos: soy pues para vosotros el enigma de aquella que se escabulle apenas aparecida, hombres que sois tan duchos en disimularme bajo los oropeles de vuestras conveniencias. No por ello dejo de admitir que vuestro azoro es sincero, porque incluso cuando os hacéis mis heraldos, no valéis más que para llevar mis colores en esos hábitos que son los vuestros y semejantes a vosotros mismos, fantasmas, que eso es lo que sois. ¿Adónde voy, pues, cuando he
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pasado a vosotros? ¿Dónde estaba antes de ese paso? ¿Os lo diré acaso algún día? Pero, para que no encontréis dónde estoy, voy a enseñaros por qué signo se me reconoce. Hombres, escuchad, os doy el secreto: yo, la Verdad, hablo”. He aquí, pues, el misterio de mi tabú. De alguna manera la literatura obra a la manera de un psicoanálisis y, lo mismo que en aquél, actúa peligrosamente la temible mala fe sartreana. He aquí, pues, en mi ejemplo, que los objetivos de la lucha son más simples, y por ello más dignos de miedo, que cualquier fetiche ideológico, llámese proletariado o burguesía. Y su objetivo no es otro que la felicidad, una felicidad concreta y subjetiva más allá de cualquier técnica burguesa de “saber vivir” a lo Sádaba. La lucha por la felicidad es más difícil de lo que reclama cualquier hedonismo, va más allá de la Filosofía, está en el nudo que cualquier cogito desconoce, que es el nudo entre dos conciencias, esto es, que se trata, lo mismo que en el joven Marx, de una dimensión ética. No hablemos, pues, de una revolución necesaria y exterior al hombre, como en El Capital de Marx, sino, como en el joven Marx, de un camino que pasa por el hombre total. De un camino, pues, que nos lleva de nuevo al Psicoanálisis, esto es, a una subversión que nos sitúa el futuro del hombre en otro lugar que en el hombre mismo. Porque, como prueba el lugar de la locura, la alteridad de una sola conciencia puede producir la alteridad de la Sociedad entera, lo que nos permite comprender que la presencia de la locura, para ser una presencia, es la presencia de un castigo. Quiero con ello decir que, como intuyó Marx, en el Chivo expiatorio —en este caso el proletariado, pero hay más— están los gérmenes de una nueva sociedad, de igual manera que en el loco pueden estar los gérmenes de cómo fue en la revolución psicoanalítica un nuevo control social de la percepción. Es así que el corte epistemológico fundamental de Marx estriba en atribuir al cogito una forma de existencia. Una forma de existencia que pone en peligro al cogito más que las llagas de la locura. Los alquimistas lo dijeron: in stercore invenitur. Es en las sombras del estiércol donde veo brillar una gacela. Es en el estiércol humano, en el estiércol social, donde sólo se dibuja la verdadera manque de la sociedad y del ser humano actuales, a los que esto sí pone en peligro mucho más que la
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utopía historicista llamada Marxismo o Revolución. Me estoy refiriendo a una revolución de la percepción y no a una revolución del cogito, una revolución del sol y de la lluvia que ponga sobre el tapete las garras de la locura: donde daremos de beber al sediento en aquel lugar social que forzosamente hemos de crear para producir en lugar del manicomio una realidad alternativa. Una realidad que se refleja en los límites del arte, sobre todo en el arte moderno que es una creación de percepción, lo mismo que la locura. Éste es el lazo que emparenta arte y psicosis, y consiste en creer que el arte no es una deformación de la realidad sino una realidad deformante o una realidad amenazante. Como en busca del castillo de Kafka hubiésemos tropezado con miles de hombrecillos kafkianos que nos dijeran al morir su última frase: falta. Falta todo, justamente todo aquello que se hace que falte, es decir, todo aquello que se prohíbe, bajo la forma de todas las vivencias que se descartan, en nombre de esa cúspide del control social de la percepción que se llama Psiquiatría; en abrir este libro cerrado están las llaves del porvenir, en construir una nueva fenomenología del espíritu que construya, lo mismo que hizo Lobachevski con la Geometría, las claves de otro espacio simbólico o pulsional en que ubicar el mito de la locura, el mito de algo que no existe sino porque está vedado. Y al terminar ahora se va a volver nuestro rostro a la Nada y nuestras palabras a la risa, quizás eterna máscara del olvido. Conferencia leída en marzo de 1989 en Zorroaga, sede inicial de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la UPV/EHU.
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ALGO SOBRE MI LITERATURA
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ONTRA lo que afirma el profesor Eugenio García Fernández, en su prólogo a mis poesías completas, mi literatura no es inocente: es una literatura repleta de trucos: la muerte y la locura no son aquí sino dos recursos poéticos más. Es más, no creo lo mismo que Borges que la literatura no sea sino un artificio, un sistema. Pero volviendo a mi obra, trataré de aclarar algunos de sus trucos: la palabra fea contra la palabra bella —por ejemplo, en el poema titulado “Maco” o en el “Homenaje a Catulo”—, el romanticismo del semen y la prosaicidad de la belleza: artificio semejante a las enumeraciones dispares de Borges. El uso del argot carcelario como neologismo —“caballo”, que es heroína y a la vez, simplemente, animal; o “jibia”, pez a la vez que “marica” en argot carcelario— no tiene más función que la de un doble extrañamiento en el sentido que esta palabra tiene en el formalista ruso Shklovski1: uno, el efecto soez de la droga o del argot carcelario, otro, su confusión con un mundo de animales dañinos que habitan en el “tigre”: símbolo del retrete a la vez que del Diablo, para Blake. La rima dentro de la prosa —asonante o consonante— es otro efecto poético de extrañamiento, lo mismo que la alternativa del alejandrino y el verso de siete u ocho sílabas.
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El “extrañamiento” para Shklovski es un efecto, característico de la literatura moderna, que podríamos comparar al tropo: el uso infrecuente de palabras o de sentidos, el deslizamiento de componentes anómalos en medio de un panorama familiar.
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También, como en Claudio Rodríguez, otro de mis encantos, trucos o hechizos, es el de aunar la belleza y el horror o el pánico, lo dionisíaco y lo apolíneo. Pero la lista sería innumerable: el alcohol y la santidad, el amor y el sadismo, etc. No es pues extraño que nadie me comprenda, por cuanto, llevando hasta sus límites la técnica del extrañamiento, mi poesía busca un choque frontal con el lector, tal como las cosas, para Heidgger, se enfrentan en la contrada con la conciencia, con el transcontrar. Todo ello explicará a los que sepan entender por qué prefiero la poesía americana a la poesía surrealista, por cuanto la primera se acerca más al barroco, y la segunda, por la escritura automática, más a un canto telúrico del inconsciente o de la inocencia del sueño. Por ejemplo, Conrad Aiken —“El Logos en la Quinta Avenida”— o Wallace Stevens —“Peter Quincey en el teclado”— y es por ello por lo que me reclamo de Bach —el frío y el cruel— y no de ninguna pachanga. La única emoción o el único sueño es aquí la paradoja apocalíptica —tal en el poema “Vanitas Vanitatum” de Teoría, o en “Eve” de Narciso— y que ello se explique por la locura, esto es, por la inintengibilidad, es un contrasentido, por cuanto si la locura es, como se dice, un sinsentido, mal puede explicar nada. Yo hablaría más bien de la enunciación profética a lo Blake, que tan pronto creía en Cristo como en el demonio, ambos conciliables en esa su mitología propia de la que emanan nombres como Urizen (inencontrables en cualquier mitología), o a lo Saint-John Perse. Porque sólo la palabra “YO” es una enunciación profética. Ya que yo no soy nada sino una afirmación absurda, en el universo de las mónadas o las substancias formales. Dios mismo, si es verdad que vive, es una enunción absurda, un misterio y un abismo, y por lo tanto no es amigo de la claridad ni del hombre. El Mundo, “La Esfera”, 10 de noviembre de 1991, página 8.
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PETER PAN, EL ASESINO
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A colonización del universo del niño, al que ésta realmente no conoce ni piensa, ha convertido en piezas maestras de la literatura infantil a textos que nada tienen que ver con la infancia. Tal es el caso, por ejemplo, de Los viajes de Gulliver, obra máxima de la misantropía y del odio al hombre; Alicia en el país de las maravillas, de Carroll, texto esquizofrénico por excelencia; y, finalmente, la auténtica versión de Peter Pan, en la que el protagonista es un asesino. En efecto, en la versión disneyana de esta obra, Peter Pan era un héroe más bien sosote, pero en la auténtica versión, el fauno no tiene escrúpulos para acabar con Garfio y los piratas. Lejos, pues, de la literatura infantil, Peter Pan es una mitología que, comparando al niño con el Gran Dios Pan, equipara la infancia con el Mal. Y es que el niño que no ha dejado de serlo es efectivamente símbolo del Mal, en tanto que un símbolo del loco, de la Dementia Praecox o “Demencia Traviesa”. Y ello por cuanto un retorno a la infancia no puede menos que ser un retorno catastrófico, por cuanto pone en cuestión y derrumba al “yo”, para llevarlo al País de Nunca Jamás, donde no se llora nunca, ni se ama. Decían los cabalistas que el niño no es bueno, que está situado más bien al otro lado del Bien y del Mal, situado en una esquizofrenia no ética en lugar de en el mundo físico y moral. Y esto por cuanto la moral, que es la que crea el “yo”, es el fruto de una represión, y en modo alguno un status normal de lo humano. Es así que el retorno de lo reprimido se podría equiparar al fin del mundo, por cuanto pone en cuestión la civilización, y es la verdadera matriz de lo que Freud llamara El malestar en la cultura.
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Es como si nunca pudiéramos dejar de comer dulces y estuviéramos condenados al Paraíso, que es el País de Nunca Jamás, el País sin tiempo y sin medida en que el jardín de la infancia goza del privilegio de no existir para la sociedad humana, donde está prohibida la existencia del niño y éste, colonizado y golpeado, es tan sólo, como decía Marx, un “esclavo del hombre”. Ahora bien, el desconocimiento de la infancia es el desconocimiento del hombre, y es esa pars magica olvidada la base de la amnesia infantil y de la fundación del inconsciente, que según Freud se crea a los cuatro o cinco años. En otras palabras, quiero decir que es el desconocimiento de la infancia lo que hace que la Humanidad esté sellada, y lo que hace de la Historia un movimiento de displacer a la búsqueda perpetua de su conocimiento, “de la parte de sí mismo irremisiblemente perdida” que es la infancia y el cuerpo animal, al que el niño no teme ni tiene asco alguno, siendo ésa la razón por la que Fourier proponía a los niños para la limpieza de las alcantarillas, por cuanto a aquéllos no les repelen las heces. Y es así que los más ocultos misterios están al otro lado de las llaves del retrete. Diario 16, “Libros”, 19 de diciembre de 1991, página VII.
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PRACTICAR LA POESÍA
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L arte es lo contrario de la vida: la poesía y el arte, al realizarse, originan así una catástrofe que se sella en la figura del maldito o del loco: porque todo poeta maldito es un loco y todo loco es un poeta maldito. Practicar la poesía es de esta forma convertir, como lo hace la locura, la realidad en un poema maldito. Es así que, cifrándose en la lingüística, se habla para que la realidad no exista. Se escribe también para que la realidad no exista, y practicar la poesía significa destruir la realidad, o convertirla en delirio. La realidad, en efecto, para el homo normalis, se presenta como una no-significación, como una cesación del sentido o una costumbre, como cuando se dice que alguien se ha “curado” porque ha perdido el sentido, y no lo ha encontrado en otra parte: todo oscila así entre la sinrazón llamada realidad, y la razón llamada locura. Ahora bien, encontrar sentido a la realidad sólo se puede por la intervención de una práctica que convierta la realidad en algo digno de ser vivido, y este “algo” es la parte mágica del hombre, la parte poética, o, lo que es lo mismo, la parte loca, la parte de sí irremediablemente perdida para siempre: es así que la infancia es locura, y a partir de ella se va a fundar el inconsciente como lo que los alquimistas llamaban “la mujer bella y loca”, la parte vedada a uno mismo y que, por ello, en la sombra, está loca. Y esa locura es el deseo: el principio del placer freudiano, que no es sólo un placer sexual, sino un principio de otro orgasmo llamado felicidad. Ahora bien, la felicidad es la realización de la phantasia, y estriba pues en la célebre realización del arte o de la poesía. Esta phantasia no es necesariamente de carácter sexual: es también el placer de la
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droga, o del alcohol, y la clave de su infinitud, llámese dipsomanía o bulimia por cuanto el placer, que no es necesariamente de carácter sexual —como prueba el placer del útero materno—, es una infinitud, un continuum, algo que nada puede cortar, como no sea la muerte, que también es un retorno a la infinitud. En un principio, la realidad es únicamente phantasia, y su realización se encuentra en ella misma, sin el displacer del movimiento que nos conduce a alcanzarla, o a perderla. Ahora bien, el arte no es un placer, es una phantasia siniestra, y su razón de ser, a nivel psicoanalítico, es lo mismo que en la pesadilla o en la neurosis de guerra la asimilación, por reiteración, de una vivencia traumática. De manera que podría decirse que la vida es toda ella por entero una vivencia traumática: es lo que de ella se ha pensado durante mucho tiempo, como prueba el adagio omnes feriunt, ultima necat: “todas hieren, la última mata”: es este lazo lo que une como literatura, que son ambas en contra de la vida, la literatura medieval y la literatura moderna. Así pues, si la literatura va en contra de la vida, practicar la poesía sería de esta forma tomar partido contra la vida: con o sin alcohol, con o sin droga, el artista toma de antemano partido en contra de la realidad cacorra que refleja en sus poemas. Muerto, el artista ridiculiza lo que Mallarmé llamara “la obsesión de la existencia”: muerto, aquél escribe solamente para morir. En otras palabras, esto quiere decir que el artista no existe: y cuando quiere existir su existencia se transforma en esa existencia catastrófica que es la vida del maldito. El arte, lo mismo que el artista, tiene el colorido de la inexistencia: el colorido inconfundible del inserto: como el no visto, invisible, latiendo en los agujeros de la realidad. No se escribe pues para vivir: cualquier relación posible entre el arte y la vida es todo lo más esa mentira que se llama novela: una trama que mal puede reflejar una vida sin trama, sin otro término y otra significación que la muerte, que es lo único que como decía Malraux transforma nuestra vida en destino, y en escritura y símbolo. Es así que, como en La Flecha de Zenón, la vida no existe y el movimiento, si se
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mide, deja en el acto de ser movimiento: la clase del movimiento sería así esa matemática generativa que inventara Cantor en la que un número sin parar se transforma en el siguiente, destruyendo así toda teoría de la medida y toda física —toda realidad—. Del mismo modo que el movimiento, el tiempo es la clave de la relatividad, su principio introduce en filosofía el principio de relatividad cultural, en la que el cogito no puede ser pensado como único, y existe, quizá a partir de Freud, un cogito del error. Error del primitivo o del loco, principio de otra razón y de otra realidad, de un triste tópico en el que el salvaje, desnudándose, nos desnuda del error. La magia es la puesta en práctica de la poesía, y magias y locura forman la génesis de otro episteme. Episteme del cuerpo, como en la lógica del Anticristo de que nos hablara Deleuze —“No hace falta sino tensar nuestro cuerpo como la piel de un tambor para que empiece la Grande Politique”— o como cuando Spinoza profetizara también que “nadie sabe lo que puede el cuerpo, cuerpo del Anticristo”. Es así que, lo mismo que el cuerpo se opone a la Naturaleza, el arte se opone al hombre y se convierte, sobre todo en la literatura de vanguardia moderna, en su más feroz enemigo. Es así que el siglo XX, la “modernidad”, puede definirse como la muerte del hombre. Muerte del hombre que nos introduce en la figura del arte, que es el lugar donde aquél perece: es así que la literatura moderna puede compararse con el periscopio del Dr. Petiot: cumbre y abismo de lo humano, como dijera Georges Bataille. Y para terminar la conferencia, nada mejor que unos versos míos que describen todo lo que puede el poema frente al acto cruel de la lectura, forma usual de practicar la poesía: Besa este culo y las sirenas bordando la noche sin ojos. Conferencia ofrecida en el Ayuntamiento de Éibar (Guipúzcoa) el 9 de octubre de 1992.
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PINTURA E IDEA
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A pintura surrealista es una pintura conceptual o poética, es lo que puede llamarse pintura literaria. Así, tanto en la obra de Magritte, como en la de mi amigo Fernando Beorlegui, se procede partiendo de un gag para llegar al cuadro. Así, por ejemplo, la mujer que en lugar de ropa tiende unas sardinas y “Esto no es una pipa”, de Magritte. Así, ya el arte no se separa de la idea, como en el ideograma chino. Se procede así a una operación que podríamos llamar pintar un concepto. El ideograma chino, lejos de la idea gris a la que llamamos concepto, no distingue entre la figura y el pensamiento, como entre el arte y la idea. Así, en la filosofía china no es extraño que no se separe la materia de la forma o del alma, eso por cuanto la filosofía no parte de otra cosa que del signo. Es así que rompiendo con el estructuralismo saussuriano la idea-signo o el ideograma chino no parte el significante del significado. Lo mismo en la pintura de Beorlegui, el pensamiento quema la imagen y vemos así, lo mismo que en la pintura de Van Gogh, a la realidad arder como en el ideograma chino, perfecto o fuego. Con lo cual queremos decir que la pintura de Beorlegui escapa de la manque o de la falta de ontología de signo, partiendo de lo cual decimos que la palabra es el asesino de la cosa. Mas podríamos decir aquí que la pintura no escapa a la manque sino que la retrata y ese retrato de la manque está dibujado en uno de los cuadros más importantes de Beorlegui, en el que el ser se dibuja en la figura de una taberna donde una matrona espantosa recreativa de la madre devoradora, de la madre fálica, representando al ser en lo que éste tiene de atroz y de asesino de la palabra, donde una matrona espantosa, decíamos, nos sirve de beber.
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Debajo de ella está el hombre como un hombrecillo mendigo de la idea y mendigo del ser. Es la figura más realista de la condición humana. Es así que el arte dibuja lo que en el hombre falta, lo que le separa de su condición de ser universal. Queremos con ello hablar de la particularidad sangrienta que es lo que dibuja el arte como una manque con algo que nos falta siempre de lo universal, que resulta tan utópico como el Paraíso cristiano. Es así que pinta la mano de un muerto, la mano esquelética de una mujer que tiende unas sardinas para siempre en el balcón de la muerte. Folleto de presentación de la exposición de Fernando Beorlegui que tuvo lugar en la Sala Garibai (San Sebastián) del 5 de marzo al 5 de abril de 1993.
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ACERCA DE LA ESCRITURA
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UDOLF Carnap afirmó: “el fin de la metafísica es su reducción a los términos del lenguaje”. Pero al operar esta reducción se produce lo que sería la última metafísica: la metafísica del lenguaje, el estructuralismo. En lo tocante a la literatura, el fin del esteticismo es considerar el arte como una ciencia, y esto es la Ciencia de la Escritura, la primacía del papel sobre el pensamiento. Pero para desmantelar esta pseudociencia, habremos de acabar con la metafísica del lenguaje llamado estructuralismo. Para Walter Bejamin, en su texto sobre la Sociología del lenguaje, éste tiene un origen musical: la escritura se va separando del habla poco a poco, y el lenguaje —y llamamos lenguaje al lenguaje escrito— adquiere así un carácter cada vez menos pulsional. Pero éste en su comienzo no se diferencia del relincho, el relincho de un mozo que de repente comprende. Por otra parte, que el lenguaje sea una estructura, un sistema, lo sabía ya la métrica. Aquí, la rima, el ritmo, la iteración, la metáfora, la metonimia y la sinécdoque forman el espacio pleno del significante. No es casual que Lacan coligiera, para circunscribir el discurso del inconsciente, la otra textualidad, las figuras de la metáfora y de la metonimia, elevando así los rasgos del balbuceo o lalangue inconscientes a los límites de la poesía. Es así que nuestra esperanza está en otra textualidad, en otra semiología, pero que tenga un correspondiente real, un correlato objetivo, y éste es el sentido de la metafísica del inconsciente. Si esta otra textualidad no tiene un correlato objetivo, no habríamos salido con ella de los límites de la retórica y no tendríamos ninguna esperanza. Es como el
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sueño de Alicia, que resultaría insulso si al final del libro no se insinuase la existencia real de otro mundo, al otro lado del espejo (Through the looking glass). Ahora bien, la escritura no tiene correlato objetivo alguno, ni siquiera en el espíritu, puesto que aquélla tiene que deconstruir los soportes de aquél y denegar simbólicamente la metafísica. He aquí la razón de nuestro odio al estructuralismo, en el que se opera algo así como una degradación del espíritu en favor de la palabra, al tiempo que se hace de ella una metafísica estéril y sin savia. Ahora bien, que el papel goza de cierta autonomía frente al pensamiento o el espíritu, lo sabemos por el efecto de Zeigarnik, que impide dejar una Gestalt inconclusa, lo mismo que por su contrario, que es el placer que resulta de la terminación de una Gestalt, y la razón de la belleza. Sin embargo, esta Gestalt sigue siendo subjetiva, y es por lo que no existen los clásicos, y por lo que, como decía Borges, la única verdad del texto de Dante es que ayer, día 4 de mayo de 1993, me gustaron unas páginas del Inferno y unos versos del Paradiso. Es más, para acabar con la pretendida objetividad de la escritura, habremos, si queremos leerla, de contar con el hecho de que la lectura destruye la escritura: un lacayo puede leerme, y tenerme en sus manos. Porque lo que altera el lenguaje y lo vuelve nada es el proceso de circulación social de aquél, el habla, que es algo más que una cosa separada por una barra de la lengua: es el misterio del tempo, de la diacronía, que nunca fue suficientemente comprendida por el estructuralismo. No obstante, el mérito de tal estructuralismo, y de la noción de escritura, es el de tratar de descifrar la literatura como un enigma, un crucigrama o una cábala. Esto es, el mérito del estructuralismo, lo mismo que el de la lacaniana metafísica del inconsciente, es tratar de descubrir por encima o por debajo o por fuera de lo real otra textualidad. Es la misma historia de la cábala; Dios, en su profunda e inacabable heterogeneidad, es un lenguaje, otra textualidad: lo mismo que la locura. Porque los estructuralistas afirmaban que el que está loco no escribe, y Lacan iba todavía más lejos, con su célebre teoría de la forclusión, al afirmar que aquél no habla. Sin embargo, hemos afirmado muchas veces que, contra lo que Lacan sugiriera, el loco quizás pierda a veces su capa-
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cidad de respuesta, pero no la de enunciación. Y nada mejor para comprenderla que instalar, junto al delirio, tan parecido a la poesía dadá, una oficina de traducción simultánea en los límites del verso: descubriendo así, en lo que todavía la Psiquiatría contemporánea llama delirio, la verdadera ubicación de la metáfora. La crítica literaria había hasta ahora situado el misterio de la escritura en la biografía: pero el misterio de la biografía es aún más denso que el misterio de la escritura. Dígase esto en homenaje a ese borracho solitario que fue Poe, la totalidad de cuya vida es un enigma que escapa a toda crítica biográfica o psicoanalítica. Y esto por cuanto detrás de la luz, está la luz que no se dice, que es la luz del otro, y esta luz, sembrada de botellas de alcohol, derrumba para siempre el mito de la escritura. Porque el origen del lenguaje está en el otro: si es verdad que aquél radica en una convención. Lo mismo, no hay escritura sin lectura, y ésta puede destruir lo que el lenguaje creó. De la misma manera no hay ojos solitarios, y el cogito no es nada sin otra conciencia y otro cogito. Éste es el famoso proceso de circulación social del lenguaje sin el cual aquél no es nada. La única escritura que existe no está fuera de ese control social de la percepción de que hablara la antropóloga norteamericana Mary Douglas, y que es lo que crea la locura, lo mismo que lo que constituye la llave de su curación. Es decir, que la escritura tiene como fin la lectura, y cuando aquélla no existe la escritura pierde su función; lo mismo que cuando el único objetivo de la escritura es la lectura aquélla se banaliza, dando así lugar a la fama, a la escritura tomada como moda, que es lo que forma el verdadero cáncer de la literatura. Y esto nos hace pensar que, dejando aparte la lectura, la escritura ha de tener un rigor para consigo misma, sin el cual se convierte en un tebeo o en un feuilleton. Ahora bien, este rigor para consigo misma se deduce de la Historia de la Literatura, esto es, de la lectura, sin la cual toda la literatura sería naif, y ni siquiera eso, por cuanto hasta lo naif es un artificio, sin el cual aquél no se llamaría naif, sino natura. Y puede decirse que Mallarmé fue el inventor de la escritura, y como por otra parte sabe todo el mundo, el profeta del estructuralismo:
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Car j’installe, par la science, L’hymne des coeurs spirituels En l’oeuvre de ma patience, Atlas, herbiers et rituels. Vaya todo esto sin duda para el mal de aquellos que, en el cieno hundidos, aún persiguen la obsesión de la existencia. Conferencia leída en San Sebastián el 28 de junio de 1993 en el marco de unas jornadas en torno a La Escritura organizadas por el Colectivo Procusto y la revista BAITYPI. BAITYPI, nº 2, 1994, pp. 7-11.
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SOBREVOLANDO A DELEUZE
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ECÍA Deleuze en Logique du Sens, que yo traduje en mi prólogo a Carroll por LSD, decía Deleuze así pues que el sentido es una paradoja. Ahora, en su libro ¿Qué es la filosofía? descubrimos que esta paradoja se puede repetir ad infinitum, por cuanto un sentido reenvía a otro sentido, y un concepto a otro concepto, tal como el objeto que se desplaza de estante en estante en la tienda de la oveja de Alicia en el país de las maravillas: el sentido es un ciervo, metáfora de la huida. Es así que todo sentido es esquizofrénico, lo mismo que la extrañeza o el asombro son el principio de la filosofía. Y he aquí que como prueba Carroll la infancia es esquizofrénica, y por eso un esquizofrénico se hace siempre acompañar de una niña, lo mismo que en J. P. Sartre la pareja eterna del criminal y la santa: por ejemplo, Raskólnikov y Sonia en Crimen y castigo. Es más, si el sentido es esa grieta de la que nos habla Scott Fitzgerald en The Crack Up, podríamos decir que el sentido es un viejo, un crimen y un pecado. En efecto, ya decía Hegel que la muerte es la única universalidad y la matriz de todo conocimiento. Al otro lado está Humpty Dumpty como símbolo de la vida, como también dijera Lacan: “il y a l ‘homme, il y a aussi l’hommelette”, utilizando así esas palabras —valija tan caras a Carroll— “Snark” —como a Joyce— en La Fiesta de los Finnegans. Es por eso que el sentido es una grieta y un resquebrajamiento, por cuanto la vida no tiene sentido o bien, como dijera Platón, la vida es un olvido de la idea. Y he aquí el nombre de Signorelli —“como la entrada del discurso en el olvido”— entre estas páginas de Deleuze que el viento ha destruido. Pero volviendo al sentido, es lo que en términos psicoanalíticos se llamaría fijación, y lo mismo que la filosofía o el arte
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son el ritual del neurótico obsesivo. Ahora bien, al otro lado de esa neurosis que es la literatura —de esa podríamos decir también perversión de la realidad— está el periódico que equivale a lo que Mallarmé llamara “palabra vacía”: “La palabra vacía es una moneda, cuyo cuño se ha borrado, que los hombres se pasan de mano en mano, en silencio”. Y si esto es verdad, sería cierto que el lenguaje coloquial es una sabiduría, pero una sabiduría olvidada, como las pirámides al soplo del viento, como la muerte en la boca de una niña: “Sin olvidar por ello los sufrimientos de una niña, que sobrevuela el concepto”. Es así que el sentido es un abismo, y este abismo es el cuerpo, como dijera Spinoza: “Nadie sabe lo que puede el cuerpo” o bien Deleuze: “No hace falta sino tensar nuestro cuerpo como la piel de un tambor para que empiece la Grande Politique” que quisiera Nietzsche: Yo, el Anticristo, lo digo, la lógica del Anticristo es la abolición de los “yoes” y la abolición de los cuerpos y el lenguaje utilizado como vehículo de intensidades: un grito en el límite de la página. Archipiélago, Cuadernos de crítica de la cultura, nº 17, otoño de 1994, páginas 23-24.
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LA PALABRA “ESQUIZOFRENIA” (O la destitución del sentido)
Al Dr. David Oliveros
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ECÍA el ya muerto Vallejo Nájera que la esquizofrenia se distinguía por su mal olor —“algo huele a esquizofrenia”— o, lo que es lo mismo, por una sospecha. Sospecha en que, como ya dijimos en otro lugar, se basa el interrogatorio psiquiátrico tanto como el interrogatorio policial, duda metódica que, Derrida dijera, situaba ya el pensamiento cartesiano al borde de la locura (Cogito et histoire de la folie). Ahora bien, allí donde la duda comienza por dudar de que existo, ésta se termina en que también el otro es, esto es, en un cogito de dos conciencias: si existes tú, existo yo, y no a la inversa: por el contrario, el estatuto de la esquizofrenia es un estatuto de no-existencia, de no-experiencia, lejos de esa política profetizada por Laing como política de la experiencia, y por Cooper como gramática de la vida, a la que falta un código lo mismo que a la locura. Ahora bien, la vida no es un destino, por cuanto es un devenir, o al menos un clinamen democristiano, un eterno retorno basado en la diferancia. Es una espiral, una Aufhebung del tiempo cíclico: una profecía, un sueño premonitorio, o un déjà vu, futuro y pasado de otras existencias, pasadas o futuras, a través del ciclo de las reencarnaciones. Y nos está permitido hablar de reencarnación, sólo allí donde existe el alma, espíritu, “yo” o conciencia, como asimismo el sustento material de aquélla, que es el halo o el aura o lo que también se llama campo bioeléctrico, que dibuja el fuego fatuo después. Después, quiero decir de muertos, y próximos ya, como en el dibujo de Blake Death’s door, a reencarnarnos en un niño, porque el misterio del infierno no es para siempre: como decía Borges, ni la vida de un tirano exige castigos infinitos.
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También lo decía Heráclito: “Los mortales son inmortales, los inmortales mortales, aquéllos viven el sueño de los otros, y éstos la vida de aquéllos”. Ahora bien, el pozo donde se aparece la Verdad, el significante del que hablara Lacan al decir “el hombre olvida al significante pero el significante no le olvida a él” es el dolor y la catástrofe de la locura: el dolor como placer reprimido, la locura como búsqueda de la Verdad en el lenguaje, aquélla cifrada en el olvido de palabras, las erratas y el lapsus linguae: y ello si es verdad que cuando hablábamos del inconsciente estructurado como un lenguaje, aquello, como yo decía en mi seminario Encore, “n’a rien à voir avec le champ de la linguistique”, sino de ese balbuceo infinitivo que es la langue, o el lenguaje universal de los anuncios: el niño que no sabe francés y que sin embargo intuye dotado de sentido al letrero de la nevera “Zanussi Europe”: como ça nuit Europe, designando con el nombre de Europa a la mujer que acaricia su pene. Con todo lo cual quiero decir que somos todos superhombres, si es verdad que cualquiera entiende ese extraño lenguaje de los anuncios, esa mirada que es objeto a minúscula, o inconsciente escópico, reto de lo íntimo a lo nulo, de David al gigante, y de Ulises a la locura, cuando aquél afirma que no es nadie, y que nadie es su nombre. Es así que se ensanchan los límites del significante, y gracias a él —pero no sólo gracias a él, sino al signo gestual, al metalenguaje del cuerpo— los límites de la percepción y de la conciencia. Y no habrá ahora sino esa materia, ese bello Pesa-Nervios, nervadura material y neurastenia —en la interpretación de ésta, por Wilhelm Reich—, intensidades de conciencia como dijera Roberto Nóvoa Santos, el primer genio que intuyó que nada distingue el alma del cuerpo, y al que sin citarle repitió Winnicott —en el libro llamado igualmente Cuerpo y espíritu1— al afirmar que la materia biológica es autoperceptiva, siendo esto lo que aclara el misterio de las mutaciones animales, además de la adaptación del cuerpo animal a su entorno, con lo que no contradecimos sino superamos —en el sentido de la Aufhebung hegeliana— ese libro perfecto sobre el cuerpo que se titulara para siempre El origen de las especies.
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Donald Woods Winnicott no tiene ningún libro con el título Cuerpo y espíritu. Quizás Panero se refiere al libro de Morris Berman. (Nota del editor)
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Ahora bien, el animal es telépata, y no sólo eso, promiscuo, y tiene sólo una vaga función del “yo” en el falo del pavoneo sexual: y ello refiriéndome a los animales más desarrollados de la escala biológica, los vertebrados superiores; y si es así el peligro que late en el cuerpo humano que aún demora animal, uñas, dientes, etc., es el retorno a la nada y al olvido del tabú, que, en un principio, para acabar con ese mana salvaje de la promiscuidad y de la empatía salvaje, consistía en no orinar a tal hora en casa de tal vecino, etc. Y es aquí cuando por fin la esquizofrenia huele a esquizofrenia, es decir, a vivencia entendida y razonada: he aquí que la Verdad en boca de Freud agarra al toro por los cuernos: por los cuernos de Taurus y del retorno infantil al totemismo, del que hablara Freud, dibujando amablemente para Jung el origen animal y corporal de sus arquetipos. Jung añadiría a aquél el concepto de synchronicity, casualidad sincrónica o serial por donde el magma alquímico se desarrollara como flor de referencia, anillo de la suerte o de la providencia, casualidad mágica en donde lo que va a ocurrir ya ha ocurrido y lo que ha ocurrido no volverá a ocurrir nunca más. Voluntad de suerte contra delirio de autorreferencia, pan-significación de la locura y pan-significación freudiana. Es decir, pan-psiquismo freudiano reenviado al primitivo, y a su omnipotencia mágica del pensamiento, que no otra cosa es que una conciencia transitiva, húmeda, que por ser material puede actuar sobre la materia —ya hablábamos de intensidades de conciencia, hablaremos ahora de idées-force, de libido del pensamiento, del lenguaje utilizado como vehículo de intensidades, que era para Deleuze la lógica del Anticristo, fundado en la repetición de la palabra A (del otro, de sus mil formas, desde el Autre imaginaire hasta el que puede llamarse prójimo o semejante por cuanto está ahí: “L‘inconsciente c‘est le discours de l’Autre avec un grand A”), de voz que ya no es para nadie, cuando se termina la página y vuelve la oscuridad. Porque si hay alguna razón para la existencia del inconsciente, ésta es el dolor de la conciencia al mismo tiempo que los engaños del otro, que es lo que permite a la palabra vacía perpetuarse en su vaciedad: —“qui non dupe erre”— quien no engaña erra: en el nombre del Padre2. Archipiélago, nº 18-19, invierno de 1994, páginas 221-223. 2
Recuerdo aquí el juego de palabras de Lacan: “qui Nom du Père” —“quien el nombre el padre”— y “qui non dupe erre”: quien dice la verdad.
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¡ABAJO LA INTELIGENCIA! ¡VIVA LA MUERTE!
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IENDO la estupidez la naturaleza de la mayoría de la población, podría decirse que el hombre es un estúpido. La Historia es la obra de un estúpido. El héroe, que se caracteriza por su poder de fascinación para el estúpido, tiene lo que a aquél le falta, y de ahí deriva su poder hipnótico. La única diferencia entre el perdedor —el maldito— y el héroe es el puro azar de perder o ganar. Dicho de otra manera, el héroe no es necesariamente un héroe, ni el perdedor un idiota. Es así que el estúpido puede convertirse en héroe, pero la muerte le separa de la universalidad. El pseudohéroe no será castrado por su semejante, y he aquí la única diferencia que separa al héroe del idiota triunfante: como Franco el eunuco, el pseudohéroe dura eternamente, o por lo menos hasta su muerte, que dirá lo que él es. En cambio, un héroe verdadero —Hitler o Mussolini— es necesariamente castrado por el estúpido. El estúpido es una categoría de la masa y odia la diferencia. Las palabras del estúpido, su discurso a las masas, no son necesariamente una revelación del ser: el estúpido puede apelar a cualesquiera máscaras de lenguaje, como el pseudo-Mesías Sabbatai Zevi hizo con el cristianismo. Como prueba la guerra, no es pecado matar al estúpido: aquél no tiene derecho a la vida, y más allá de su muerte, tampoco a la inmortalidad: el tonto, Blake lo dijo, sea cual sea su santidad, no entrará jamás en el reino de los cielos. Y esto por cuanto, lo mismo que el perro es igual a otro perro, el estúpido es igual a otro estúpido, siendo así que carece de alma o de “yo”. Sin embargo, existe una metafísica de la estupidez: el estúpido es el olvido del significante, o la inconsciencia de aquél: y es que cuando mi
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hermano Michi llama a Ricardo Franco tras su visión de La canción del condenado lo hace por cuanto aquella película le recuerda a mí, y ésta es la causa de su extraño interés por la película, del que hablaba Ricardo Franco: el paranoico pone así de relieve la letra E que falta al tejido simbólico: “Busca la piedra que el constructor ha descartado: he aquí la piedra angular”; o bien, “in stercore invenitur”, en el estiércol lo encontrarás. Lo que falta a la vida es su rechazo, y es por eso que el rechazante acaba rechazado. Ahora bien, lo que al estúpido molesta y le lleva incluso a la pena de muerte es la condición de hombre despierto, y no otra cosa es la locura que un estado intenso de vigilia. El estúpido duerme y no quiere ser despertado, y es por ello que, como dijera Lacan, cuando en el sueño aparece la verdad, uno se despierta —se despierta y mata— para seguir durmiendo. BAITYPI, nº 3, enero de 1995, páginas 20-21.
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LA DONCELLA Y LA MUERTE1
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SÍ como el texto más alucinante sobre la muerte, sobre un asesinato, es Blow-Up de Antonioni, el texto más alucinante sobre la paranoia es el documento La muerte y la doncella de Roman Polanski. Es como una vieja disputa en casa de unos teólogos, donde entre muerte y muerte se disputaba acerca de la existencia de Dios. Un escriba anota los pormenores de la batalla mientras la muerte habla por sí sola. La crueldad de la razón agrava más el problema ético, si de ética aún puede hablarse. Se trata de una celda sin puertas ni ventanas en donde se oye toser a alguien, se escuchan unos pasos y la crueldad continua afuera. Alguien atado a unas correas grita inútilmente socorro. La versión moderna del sacrificio ritual, igualando así Antropología y Psiquiatría como matrices de un mismo racismo, es lo que llamo yo el “suicidamiento”, que es un sacrificio ritual fuera de todo código, en cuanto basada en un enigma que no resuelve. No es de extrañar que el loco se crea Jesucristo como por cuanto es objeto todo él por entero de un mismo sacrificio ritual. La burguesía, el positivismo, hizo morir el código religioso y creó con ello la literatura de terror que no tiene ya nombre para el hecho numimoso. Dios ahora da miedo por cuanto no tiene nombre, es “la cosa que mora en las tinieblas”, como dijera Lovecraft, y si la locura ahora da mie-
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El título original de la película de Roman Polanski es Death and the Maiden, estrenada en España con el nombre La muerte y la doncella. (Nota del editor)
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do es por cuanto ya no es un hecho numinoso como en cambio sucedía en la Grecia Antigua. No se trata de endemoniados, o, lo que es peor, se sigue tratando de ellos. Se sigue igualando el mal con la locura como prueba la creencia de algunos loqueros de que los locos son sólo unos hipócritas que nos tientan con sus diabólicos trucos, los llamados trucos del esquizofrénico, porque esos trucos no son ya los trucos del niño al que se supone inocente, sino trucos que se trata de perseguir, perseguir descontando el hecho de que toda esa historia de la curación no sea más que la razón persiguiendo a la locura, que es la única manía persecutoria que existe. Como decía un esquizofrénico citado por Mannoni, citado en El psiquiatra, su loco y el psicoanálisis: “Curarse, curarse, ¿y si eso no le conviene a uno?” Así nosotros creemos que la única locura sea la diferencia, la “diference”, como decía Derrida, en un sujeto víctima de la comunicación perversa que produce el loco en el sistema capitalista. Pero el loco ha de inventar su propio código y hacer, como pedía Rank, de la locura una obra de arte. Una voluntad de desdicha, un juego de palabras que haga agonizar a la cultura, un ataque frontal a la razón. Como dijera Lacan: “Freud, ya cerca de los ojos la Estatua de la Libertad, le dijo a Jung: “No saben que les traemos la peste”. Pudiéramos temer que hubiese añadido un billete de regreso en primera clase”. Conferencia leída en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona el 20 de marzo de 1995. Vacío, nº 5, primavera de 1996, p. 28.
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DIOS EN LA HEREJÍA MEDIEVAL
Cátaros, bogomilas, guaraníes, aztecas (y el degollado en Treveris) exterminados por un asesino que dice ser ‘único’, cíclope de un solo ojo, exterminados en el nombre de Dios. LEOPOLDO MARÍA PANERO, Teoría
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los textos de Qumrán, escritura original de los Evangelios, puede leerse “la ofrenda cereal debe comerse con las grasas y la carne en el día de su sacrificio… y en lo que concierne a la ternera roja de la ofrenda por el pecado…” (Carta Heláquica). En los referidos textos de Qumrán, al decir de uno de sus intérpretes, Thompson, había cuatro Mesías y un Maestro de Justicia que no perdonaba a sus enemigos. En los mismos textos de Qumrán se habla de astrología, cosa que la Iglesia desprestigia y rechaza. Es más, si los cristianos primitivos estuvieron tan obsesionados por el espagirismo, que consiste en creer que los dioses son hombres, Joven un rey y Venus una mujer, es por cuanto Jesucristo era un hombre: así leemos en L’énergie sexuelle de Robert S. De Ropp que Jesucristo fue divinizado en el siglo II después de Cristo, y ello ante la protesta del patriarca Pablo de Samosata que lo consideró absurdo. Es más, si los cristianos primitivos fueron los esenios, éstos adoraban al Sol, al fuego original de Heráclito, y es por ello que Nerón quiso achacar a los cristianos el incendio de Roma. Ahora bien, según Freud en N
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Moisés y la religión monoteísta, Moisés y la Biblia judía tuvieron su cuna en el monoteísmo de Amenofis IV, quien también creía que el Sol era el único dios. Es decir, que el monoteísmo en su principio no tiene por rey a un dios muerto y lejano situado en el Más Allá, que es lo que hizo decir a mi amigo Javier Sádaba que el dogma principal del cristianismo es la no existencia de Dios. Ahora bien, en las herejías medievales es en donde vuelve la idea de Dios como experiencia, la idea de un dios vivo que también pulula en la Mística, enemiga lo mismo que la herejía de la letra. Así pues, situar a Dios del lado de acá es poner en cuestión la injusticia de este mundo, y es por eso que las herejías medievales eran políticamente peligrosas. La mayoría de las herejías medievales, los donatistas por ejemplo, rechazaban los sacramentos y la penitencia, adoraban, y no sólo de boquilla como los hermanos de San Juan de Dios, la pobreza primitiva de Cristo y practicaban una lectura ácrata de la Biblia: así los bogomilas niegan el Antiguo Testamento y los cátaros aseguran que ese Antiguo Testamento es obra del Diablo y no de Dios. Así, según los referidos cátaros, el mundo es obra del Diablo, y el cielo no está aquí. Así el sacramento principal de los cátaros era el endura, que consistía en una misa extraña en que para subir al cielo se ayudaban mutuamente a quitarse la vida. Que Dios para esos herejes fuera imagen de la felicidad, lo mismo que mear es un símbolo de la risa, es lo que habla del limón, en hebreo etrog, amarillo como la orina, como símbolo de Jesucristo y de la cerveza. Ahora bien, esta idea del Mesías, alegre como Xipe Tótec, nuestro señor el insolente, a quien también descubrimos meando —y que era Dios para los aztecas—, coincide con la postura de los petrobrusianos de no adorar al crucifijo, el cual para ellos sería una blasfemia, por cuanto significa adorar a Dios en la muerte, y no en la vida, si es cierto que aquélla pertenecía a Jesucristo. También Eón de la Estrella no creía que Dios fuera la Iglesia y se oponía a la construcción de iglesias, a las que atacaba y despojaba de sus ornamentos. Del mismo modo Thomas Müntzer, otro pseudo-Mesías, atacaba a ricos y curas sosteniendo una llama por enseña, lo mismo que Eón de la Estrella, quien se creía eum o eso, como en la frase bíblica per eum qui venturus est judicare vivos et mortuos et seculum per ignem.
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Enrique el Monje, otro pseudo-Mesías, patriarca de los tejedores y de los arrianos, también rechazaba por completo los sacramentos incluido el matrimonio. Así, practicaba el amor libre, sosteniendo como los Herejes del Espíritu Libre que “todo es puro para el puro”, y como los ophitas, cuya comunión era el intercambio de semen, al que ellos llamaban el licor precioso, sostenían que “toda tierra es tierra”, refiriéndose a la sodomía como un posible territorio de Dios. Del mismo modo Margarita Porete, otra hereje del Espíritu Libre, argumentaba en su libro Le miroir des âmes simples et anéanties que el robo era defendible como patrimonio de los pobres, y decía “allá donde pones el ojo pon la mano”. Ahora bien, para los cátaros el verdadero sacrilegio es la misa: Ecberto definía al pan y al vino como parte de la creación perversa o demoníaca, y para dos campesinos, Clemente y Ebrardo, del pueblo de Bucy-leLong, la boca del sacerdote es la entrada del infierno. Por el contrario, los valdenses reincidieron en la postura de los cristianos primitivos que se intercambiaban los trajes y que, por lo tanto, es de suponer que no eran castos, convirtiéndose en seguidores desnudos de un Cristo desnudo, y dando a las mujeres acceso a la predicación, cosa que sólo muy recientemente ha aprobado la Iglesia católica, la infecta Iglesia católica contra la que se rebelaron los valdenses al considerar pecado mortal cualquier mentira. También los cátaros rechazaban completamente la mentira siguiendo así las palabras de Jesús “no jurarás”. II Con todo esto hemos comprobado que la herejía no sólo no es un error de la letra o una divergencia de aquéllos, sino que es perseguida precisamente por tomarse las cosas al pie de la letra, lo mismo que el loco y lo mismo que Lacan a Freud, cuando dice “La Némesis, para coger en la trampa a su propio autor, no tuvo más que tomarle al pie de la letra”. Del mismo modo que la herejía, el Apocalipsis, en el cual Lacan también creía, es, como la locura, un retorno catastrófico de la letra, una incidencia de Dios sobre la realidad malsana, porque lo verdaderamente maldito (y éste es el sentido de la herejía) es la idea de Dios, si con ello aludimos a ese Dios no aristotélico y abstracto que no nos toca y al cual
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rezamos, sino a ese continuum que reenvía el psiquismo animal a las formas de la Mística, por cuanto ese animal es un continuum del que dijera Bataille en su teoría de la religión, que un animal manduca a otro animal sin otro territorio ni límite que el suelo; del mismo modo que Böhme, zapatero que creía en el Sol, dijera de Dios que es un abismo o Ungrund, literalmente no territorio en el que desaparecen los “yoes” igual que en la locura. GLORIA IN EXCELSIS NIHI, diremos al igual que Stirner, fundador del anarquismo individualista que realizara una crítica de Hegel y de las categorías en función del “yo”: “Yo he basado mi causa en nada: no hay nada ni nadie por encima de mí”. Conferencia leída en el Salón de Actos de la Facultad de Psicología el 21 de marzo de 1995. Vacío, nº 5, primavera de 1996, pp. 35-36.
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ALEPH
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I es verdad que el ojo es una metáfora de Dios —UBI AMOR UBI OCULOS— podríamos preguntamos qué es lo que representa el Diablo: El
Diablo es en el tarot la carta de la luna que dice la ilusión o el engaño. Es así que si el ojo es una máscara o verdad y eso es Dios, el Diablo es una distorsión de la percepción que da lugar a la pintura. Así como la literatura es una crítica de la realidad, la pintura es una perversión del percepto. Ahora bien, y contra el estructuralismo puede decirse que las unidades del percepto no son un sistema por cuanto su trama es infinita y si es infinita no es un sistema o una estructura. Es como el caleidoscopio, o como el aleph; como un código hecho de todos los códigos, una figura infinita hecha de figuras infinitas. Es así que, contra lo que dice el mito de la vejez, todos los días hay una nueva exposición de Beorlegui, en la que, si es verdad que la pintura es una distorsión de la realidad, se trata de negar la vida inspirándose no en la realidad, sino en el mismo percepto. Es el concepto que une a Mallarmé y Beorlegui: siendo el primero poesía de la poesía, la pintura de Beorlegui es pintura de la pintura, como el maravilloso cuadro del minotauro, donde un cuadro de Velázquez se transforma en una obra de la pintura moderna. Que la realidad ha terminado es lo que se puede pensar cuando entramos en una exposición de Beorlegui: afuera se oyen unas voces que repiten mágicamente la leyenda de la vida. Catálogo de la exposición de Fernando Beorlegui que tuvo lugar en la Sala García Castañón de Pamplona entre el 7 y el 31 de marzo de 1996.
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¿QUIÉN TIENE MIEDO DE VIRGINIA WOOLF?
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ECÍA Roger Gentis (Les murs de l’asile) que toda la literatura del siglo XX es esquizofrénica, esto es, extraña, porque lo que persigue la Psiquiatría es la extrañeza. Ahora bien, la literatura de Kafka, contra lo que puede pensarse, a pesar de ser esquizofrénica es plenamente realista. Y es que la Psiquiatría cree que el loco miente. Y el loco yerra pero no miente, y dice siempre la verdad. Pero podríamos preguntarnos qué es lo que duele más, si la verdad o la mentira, y si la literatura nos alivia el dolor o es peor que él y lo recrudece. Volviendo a la literatura de Kafka, que yo considero la literatura moderna por excelencia, decíamos que es plenamente realista, por cuanto dice la verdad —lo mismo que el loco—, y describe una situación subjetiva para la que en el capitalismo no hay palabras. Y ello por cuanto en el capitalismo no hay palabra para el alma, y no existe el tú, lo que llamara Jesucristo prójimo, o lo que es lo mismo, cercano. Como dijera Roland Barthes en Fragments d’un discours amoureux, el amor está perseguido en la sociedad capitalista y es objeto de vergüenza o ridículo, y ello por cuanto aquélla está basada en la competencia leal, desleal y salvaje. Y en esta sociedad al que cae no lo levanta ni Dios. “Te suelen soltar la mano si ven que hacia abajo vas”, como dijera Julio Iglesias. El proletariado, sin embargo, precisamente por no tener cultura, es decir, censura, respeta la locura mucho más que la maquinaria teatral burguesa. El proletariado, me refiero al camarero, va desnudo y es sincero: es brutal como la verdad. Pero en el capitalismo la verdad da asco; y es objeto como el amor de risa o de burla, lo mismo que la soledad. Y es quizás por ello por lo que Mallarmé hablara del “humo del cigarrillo” en uno de sus poemas, por cuanto el cigarrillo es símbolo de la mentira,
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y este sistema está basado en la mentira, es decir, en la apariencia, lo que llamamos la lógica de la apariencia. Es por esa razón por lo que el capitalismo es lo que llamara Guy Debord La Société du Spectacle: en esta sociedad la aventura no está en la vida cotidiana, es decir, en la luz, sino en las películas. Y todo, hasta la destrucción del mundo, es un sueño. En esta sociedad se habla siempre del otro en tercera persona. Como dijera Greimas, “es la función de la no persona”. Como dijera yo en uno de mis poemas, “desgarraba el tú turbiamente/al pie de la montaña”. Como dijera Percy Bysshe Shelley, “una mancha brillante en una escena sórdida”. Pero fue la burguesía, y no el proletariado, quien inventó el ateísmo para luchar contra la nobleza medieval que, por su derecho divino, le despojaba de sus riquezas. Inventó así lo que llamara Hegel “cristianismo ateo”. Y es por ello por lo que en el siglo XIX, fecha de la toma del poder definitivo de la burguesía, aparece junto al positivismo la literatura de terror, en donde lo que llamara Jung “lo numinoso”, lo divino, da miedo por cuanto ya no hay código para él, ya no hay nombres ni para Dios ni para el Diablo. Y aquél ya no es un dios al que puede invocarse sino “la cosa que mora en las tinieblas”, como dijera Lovecraft en su relato. También la locura da miedo, por cuanto no hay código para ella, ya que la Psiquiatría es tan sólo una superstición, y un nosograma, como dijera Foucault en Histoire de la folie à l’âge classique, que es un estudio metodológico de la psiquiatría como delirio. La locura, dijo Foucault, “es un estado de segundo nacimiento y por ello las duchas de agua fría”, y esto al menos para Foucault, por cuanto para el soviético Oparin el agua es el origen de la vida. La locura, para Otto Frank, debería ser una obra de arte, una recreación de uno mismo. Y es en esto en lo que la literatura se parece a la locura. Y digo bien se parece, por cuanto el loco es víctima de la lógica de la apariencia y se le llama “colgao”, por cuanto es una víctima de la mentira. Ahora bien, no sólo en el capitalismo, sino desde que el mundo es mundo, el ser humano es constitutivo de una mentira. Y es por ello que lo que llamara Hegel “el Fin de la Historia” es el Apocalipsis, que en griego significa visión, es decir, evidencia. Por eso decíamos que el Fin de la Historia es el momento de la verdad, en un mundo donde sólo la muerte dice la verdad. Y es que el Apocalipsis es el mejor relato de vanguardia. Lo mismo que la literatura de vanguardia —me refiero por ejemplo a Beckett—, el Apocalipsis es un texto sin pie-
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dad, igual que El Capital de Marx, que es inexorable y nos recuerda, como Mao o Buda, que “hagan lo que hagan, digan lo que digan, todos los hombres se verán algún día en el interior de un círculo rojo”. Y es que ha llegado, o al menos se insinúa ya, lo que los germánicos llamaran el Müspilli, el tiempo de las hachas, de los lobos y de los verdugos. Volviendo a la literatura de terror, que aparece en el siglo XIX, fecha como decíamos de la toma definitiva del poder por parte de la burguesía, ésta se diferencia tan solo de la literatura moderna, como dijera Tzevan Todorov en su libro Introducción a la literatura fantástica, en que en la literatura de terror del siglo XIX el miedo se sitúa al final del relato, mientras que en la literatura moderna se sitúa a lo largo de todo él. Y por literatura moderna me refiero sobre todo a Kafka, quien, por mucho que se le considere esquizofrénico, escribió una literatura plenamente realista. Así, en La metamorfosis la cucaracha kafkiana remite al “yo estigmatizado”, lo que llamara el poeta filonazi alemán Gottfried Benn “das gezeichnete Ich” (“el yo estigmatizado”). El castillo define mejor que nadie a la sociedad capitalista, donde el llamado por Jesucristo prójimo-cercano es tan sólo una sombra o sospecha, siendo El castillo un símbolo del poder. Es así que podíamos decir, irónicamente, que El castillo es literatura marxista, lo que Poliakov llamara en La causalidad diabólica una “plot-theory” (“una teoría del complot”). Igual que El proceso de Kafka, donde el único personaje es la culpa, que yo asocio libremente a lo que llamo el Juicio de Núremberg —si va de fascismo la cosa—; y si va de paranoia, la sociedad capitalista es un sistema paranoico, en donde el ser humano es tan solo una sospecha, y el Estado actúa, como decía Jürgen Habermas en su libro L’espace public, como una garantía de recíproca seguridad. Hablo tanto de paranoia y de capitalismo por cuanto me intentaron matar en el tristemente célebre Manicomio de Mondragón, y ello fue por luchador revolucionario, lo mismo que Andreas Baader y lo mismo que John F. Kennedy por obra de la CIA, el peor de los males. Y tengo derecho a reivindicar mi muerte. Y aclarando así un poco mi asesinato, explicaremos de paso el misterio del crimen de John F. Kennedy, explicable tan sólo por cuanto aquél quería desmantelar a la CIA. Y sé que con eso hemos caído en el nosograma de paranoia, por cuanto el paranoico cree a menudo que le persigue la CIA. Ahora bien, como decíamos, el loco yerra pero no
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miente, y no debe ser por tanto objeto de la sospecha metódica y de la mirada mórbida del psiquiatra, que es quien persigue al loco. Volviendo a la paranoia, Freud decía en su texto Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad, que es uno de los pocos textos freudianos en donde se habla del gesto humano. Como Freud decía en aquel texto: el paranoico dice la verdad, esto es, detecta el inconsciente ajeno que es la verdad oculta o cachée bajo la máscara de los demás; el paranoico percibe la sombra, que es quien habla al sujeto, por cuanto, como decía Lacan, “el hombre olvida el significante pero el significante no lo olvida a él”. Y el significante es la verdad. Pero esta verdad no es absoluta como la fe y Dios, que no existen, puesto que están en el Más Allá, sino que aquí me refiero a una verdad práctica y operante, a lo que llamara Wittgenstein “función de verdad”, contraria a lo que también Wittgenstein llamara “máscaras de lenguaje”. Y es que persona en latín significa “máscara”, y el “yo” no es sino lo que llamara Lacan (que es el mejor poeta que he leído) “una leyenda épica”. Ésta es también la tesis de Genet en su obra de teatro Le Balcon, donde aparece un obispo en un burdel, no por motivos sexuales sino para que la prostituta o la camarera se crea que es él, es decir, su leyenda épica, y le confirme así en su error, en el error de creerse lo que él no es, sino lo que dice ser, y lo que dice ser es el obispo y nadie le cree, porque obispo para él es ser importante y realmente no lo es. Ésta es también la tesis de Jean-Paul Sartre, en su obra Huis clos. El infierno son los demás, y como decía Hegel: “Cada conciencia busca la muerte de la otra”. Volviendo a la locura, decía yo en uno de mis poemas que “en la lucha entre conciencias algo cayó al suelo / y el fragor de cristales alegró la reunión”. Con esto queremos decir que la locura no viene del cielo sino que es creada, bofetada de palabras tras bofetada de palabras, por lo que llamara Antonio Machado “la terrible cordura del idiota”. En efecto, como dijera en un artículo para el diario vasco: en vísperas del manicomio nos vuelven locos, las risas, las burlas, las pequeñas trampas de las brujas —me refiero a la mujer—, lo que Rimbaud llamara “el infierno de las mujeres”, no por motivos cristianos precisamente, ni por complejo de castración alguno, sino porque las mujeres —algunas por lo menos, las más feas— tienen la obsesión de colgar para hacer de su marido una propiedad privada y poseerlo como sucos. He
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aquí por qué Strindberg hablara de canibalismo psíquico y vampirismo psíquico, porque lo que le perseguía no eran sus enemigos eléctricos sino sus mujeres. Y he aquí por qué en el hotel al que se fue huyendo de sus enemigos eléctricos, Strindberg halló el cable eléctrico que delataba a sus supuestos enemigos en la cama, lugar del odio y de los celos. Pero contra lo que podría creerse, por parte de patatitas fritas, que son símbolo de las jovencitas, esto es, de las voces pequeñas, o de la inteligencia diminuta, no es el sexo lo que persigo sino la conducta de algunas mujeres. Y me refiero, sobre todo, por odio a la familia, a las que ya están casadas. El amor es tan solo una institución matrimonial. Romeo y Julieta nunca se casaron. Ahora bien, como dije en una entrevista que me hicieron en Telemadrid, “el matrimonio es la cámara de gas, la campana de asfixia, y el amor es tan solo una alucinación recíproca”. La máscara de la religión siempre ha servido, como supo Nietzsche, para pecar y torturar; y el único pecado que existe es la hipocresía, lo que llamó Jesucristo el crimen contra el sentido, que es la matriz de la locura. Lo difícil de encontrar no es el amor sino la amistad sincera y auténtica, ¿por qué “si no estaremos / relatando un sueño, de noche, sin ver / ninguno los ojos de ninguno, / de noche, en una barca que se bambolea”?, como decía yo en un poema a imitación de los provenzales, titulado “Descort”, que significa un desacuerdo relativo, prólogo del alba o abandono definitivo. Con esto no estoy haciendo, sin embargo, una crítica a la mujer, sino una crítica de su forma de conquistar al macho por el engaño. No sólo no hago una crítica de la mujer, que por lo demás no es ninguna categoría hegeliana, sino que reivindico los derechos largo tiempo ahogados de la mujer, y defiendo uno de los primeros textos de feminismo, que es el texto de Jules Michelet La bruja. Y es que yo no ataco a la mujer feminista y lesbiana y defensora de su sexo, sino que ataco precisamente a las mujeres que no son feministas, que son las mujeres casadas, que cuanto más masoquistas son, y más dicen querer a su marido, más odian a su propio sexo. Y es por eso por lo que el loco degüella a sus mujeres, o al menos esto ocurrió cuando Basaglia le dijo a aquél que no estaba loco, sino que le habían vuelto loco. Y es que el amor más difícil y más puro es el amor entre un homosexual y una lesbiana. Y ya sé que con esto se dirá que hemos descubierto Troya, al decir lo que dijimos de las mujeres y del odio entre cla-
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ses. Efectivamente no hemos descubierto sino lo más evidente, pero lo más difícil de encontrar, como dijera Lacan en su seminario “Sobre la carta robada”, que está escondida en el lugar más evidente, sobre la mesa, y por eso nadie la encuentra. Y es que, efectivamente, nuestro oficio precisamente es descubrir Troya todos los días a todas horas del día y de la noche, y luchar, aunque nos hagan tartamudear en un combate diario contra la ceniza y por la verdad. Y he aquí que toda la política es la política del odio, y que no existe cosa más sucia que la política, y que la fama, y que el macho. Porque el macho siempre es un fracasado, y lo está por cuanto el macho no tiene cuerpo, y por ello el desdoblamiento de su imagen del “yo”, que es la matriz de la fama y de lo que llamara Lacan “la leyenda épica del sujeto”. La mujer, como es dueña de su cuerpo, no es ninguna fracasada, pero es la víctima del fracaso de las películas del macho. El matrimonio es así la promesa de una ilusión que, si no se logra, se convierte en fracaso; y este fracaso es de los dos. Ahora bien, volviendo a Lacan, “el retorno a las tinieblas que damos por descontado en este momento da la señal de un murder party iniciado por la prohibición de que nadie salga, a no ser como la ficción galante de Las joyas indiscretas, con la verdad escondida en su vientre”. Y he aquí, en nuestra política del gesto, la guerrilla feminista. Y es como si nos levantáramos otra vez, ya muertos, para mirar con odio a la vida. El Viejo Topo, nº 113, diciembre de 1997, páginas 51-54.
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LA OPINIÓN
¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres. JAMES JOYCE
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ETER Pan busca en vano a Garfio por una playa desierta, perseguido por su sombra como Groddeck. ¿Quién era Groddeck? Un enano, se dice una sombra: una estela en el aire. Garfio busca en vano su sombra, su mano, su aliento, en un hospital donde la muerte nace: una sombra brillante. Aquí hay reptiles, y no son precisamente las sirenas de la Isla de Nunca Jamás, son crónicos, seres torturados hasta la muerte, que es la única que puede bendecirlos. Porque a todo hombre da miedo la locura: la temen más que a la muerte, más que a desaparecer tragados por el retrete. Parece que en la Isla de Nunca Jamás nunca cesa la tortura psiquiátrica, sólo se viste de nuevas formas. Y es que todos somos máscaras de lenguaje y todo hombre tiene miedo a la verdad: a la verdad torpe e ingenua del loco. Dicen que somos unos hipócritas. Pero aquí no hay otra verdad ni otra mascarada que la muerte, que era lo que se ocultaba para mí y para mis amigos masones detrás de los muros del manicomio, que sin embargo no tapan nada. Porque todo hombre, como decía John Donne, es un continente, no una isla, y por ello no preguntes por quién doblan las campanas: ellas doblan por ti.
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Ni los diez mil electroshocks logran borrar el secreto de la muerte, ni de la jauría que persigue mi sombra. Porque todo hombre ha visto alguna vez como Acteón a Diana desnuda, y enloquecido sólo con verla: “Cazador, la sombra en que me prendo, Diana sabrá mañana por lo que valen sus perros”. (Lacan dixit) Y es que todos somos un fantasma, un canto rodado-like a Rolling Stone, una sombra en el jardín de los locos, en la Isla terrible del Nunca Jamás. Qué leer, año 2, nº 18, enero de 1998, página 52.
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PROXIMIDAD DEL SUICIDIO (O el Biathanatos y la ciencia de no morir)
“La vida depende de la voluntad de los demás, la muerte de la nuestra.” M. DE MONTAIGNE
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el poema de Edwing Arlington Robinson “Richard Cory” no es la desdicha el pretexto para el suicidio, sino precisamente la dicha: muchos sudaban maldiciendo el pan y envidiaban a Richard Cory que era famoso y tenía mujeres y dinero: y un día tranquilo de verano Richard Cory fue a su casa y se metió un balazo en el cerebro. En cualquier caso la vida no es de nuestra incumbencia y la muerte tampoco: como dijera el Papa Borgia, la vida humana tiene escaso valor: hay una mujer junto a mí que se llamaba Elba, y la sombra de un cigarrillo en la mesa vecina. Le suicide est-il une solution? Digamos que en parte sí porque la muerte cura, cura del mal de la vida: como dijera Hegel, toda posible conciencia de la vida es conciencia del mal de la vida, del mal incurable de la vida: y Dios se suicidó al crear, y la muerte de Jesucristo según John Donne fue un suicidio: al menos así afirma John Donne en su Biathanatos: qué bellos son los labios de la muerte, el mejor pretexto para vivir. N
FINIT CORONAT OPUS Suicidio Autónomo, nº 1, primavera del 2004, página 120.
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II Artículos en ABC
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LA EXTERIORIDAD DE LA PALABRA (I) (O la locura de Federico Nietzsche)
A Rosaura
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una frase banal, un aforismo pobre, pero nadie sabe las trágicas consecuencias de algo como lo que Nietzsche dijo una vez al referirse a “vivir lo que se piensa”. Por el contrario, el carácter más íntimo de las llamadas ideologías es su exterioridad respecto a la vida. La filosofía griega o el saber chino eran una manera de caminar, de comer, de hablar… En suma, de vivir. Mas la filosofía posterior, hasta llegar a la revolución esencial de Nietzsche, es una filosofía no hablada, sino tan sólo escrita: se reduce a la condición de libro y no tiene circulación social. Es por ello que Bataille afirmó “no sabéis leer”. La lectura, en efecto, no debe ser únicamente un acto contemplativo, sino que ha de tener por objeto la realización o aplicación de lo leído. Ésta sería la única lectura que podría consolarnos, devolviéndonos a la vida y sacándonos del círculo vicioso de la escritura. Pero esta lectura, para la hipocresía burguesa y su lógica de la apariencia, parece un delirio. Ya lo dijo George Devereux en sus Ensayos de Etnopsiquiatría General: una cosa es creer y otra muy distinta experimentar lo creído como real. Así —afirma aquél—, si un musulmán sostiene la opinión de que un santo puede copular con una mujer dejándola virgen e intacta, toda va bien; pero si declara que lo ha hecho, se dirá que está loco. En la llamada sociedad del espectáculo la vida se vive como imaginaria en el cine, en los teatros, en la novela o en la página de filosofía, y la realidad, la llamada vida, se siente como la cesación de un sentido o como una nulidad a través de la cual las palabras caen y resbalan sin ARECE
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jamás tocarla. La salida de los cines, la salida de los teatros: temed la muerte por frío. Por el contrario, la actitud del maldito, lejos de cualquier romanticismo, es una actitud ante la vida. Una actitud que tiende a realizar la literatura o la filosofía; a transformarla en existencia plena y no en una existencia nula. Porque nosotros afirmamos que la filosofía debe poner en peligro la vida. La burguesía habla con desprecio del fanático, pero el fanático es un hombre que cree. Jaspers habla también de la manía de pansignificación1 del esquizofrénico, sin darse cuenta de que esa manía es una noble ambición de encontrar sentido a la vida. Un sentido del que aquélla no es que carezca, sino del que se ve privada por la exterioridad de la palabra. Pensar, como decía Nietzsche, la propia vida como un destino es suponerla como dotada de sentido. Lo otro sería creer que hemos nacido para nada, para vivir tan sólo, al igual que los animales, y embrutecernos en una realidad sin ideas. ABC, 2 de mayo de 1987, página 109.
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K. Jaspers, Genio artístico y locura.
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LA EXTERIORIDAD DE LA PALABRA (II) (O la revolución de Federico Nietzsche)
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es que, contra lo que se piensa, la invención de la imprenta no representó ningún progreso. Antes, en el Medievo, se vivía de creencias y también de ideas habladas; ahora tan sólo se las lee. No por nada, el anarquista alemán Gustav Landauer prefería también la Edad Media, en la que existía todavía una cierta comunidad o una sociedad real y no abstracta en el castillo (como actualmente en el campo), en lugar del anonimato del burgo. Entonces, en lugar de libros había hombres, y si se castigaba con la hoguera la idea o práctica equivocada es por cuanto aquéllas existían; tenían una realidad y una eficacia que podían poner en peligro el orden social, mientras que hoy todo encaja en un sistema que sólo finge saber, o leer, o creer, pero que no acepta fundamentalmente la realidad de lo que piensa o, como se dice, opina. En esta edad verdaderamente oscura, mucho más tenebrosa que el Medievo, la lógica de la apariencia es un código ni escrito ni hablado que castiga toda experiencia que trastorne o simplemente desborde la nulidad de la vida, y la normalidad aceptada como castración y oscuridad del sentido. Y es que, si hablamos de Revolución, lo hacemos como de algo que va mucho más allá del mero trastoque del orden económico y de la lucha de clases, ya que la burguesía, al destruir al otro, se destruyó a sí misma. Es así que decía Vaneigem: “tous nous sommes des prolétaires”, y el proletariado es algo más radical que la mera pobreza de medios; es estar desposeído de la vida. La verdadera subversión está en las drogas, en el alcohol, en la locura; es decir, en una política de la experiencia que ponga en peligro realmente el actual modo de subsistencia o, como decía el propio Vaneigem, de sobrevivencia.
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Se trata, en suma, de crear una revolución ética, no de buscar signos misteriosos en un lejano orden económico exterior al hombre. No nos referimos, pues, a una revolución marxista, sino a una mucho más trágica y definitiva revolución nietzschiana. De una revolución que cambie al hombre y a la vida, como también quería Rimbaud, en lugar de limitarse a reformar un status económico o social, ideal éste que se parece mucho más a la idea burguesa de “progreso” que a una voluntad realmente subversiva. Qué mejor que la literatura muera para que un día, al fin, en lugar de llover ceniza, lluevan sobre nosotros las palabras. ABC, 9 de mayo de 1987, página 115.
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DROGAS Y FILOSOFÍA (I) (La ruptura con el concepto filosófico de la unidad de conciencia)
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AS drogas son más subversivas de lo que parecen: son, incluso, filosóficamente subversivas. En efecto, ellas introducen el concepto de una conciencia que, al alterarse, no se destruye, sino que solamente se transforma en otra conciencia. No pasiva, como la conciencia filosófica, sino transitiva, o, en otras palabras, mágica. Para la Filosofía o la Antropología, tal conciencia, que modifica a voluntad la realidad, es considerada como ilusoria, dejándonos así sin armas teóricas para abordar el fenómeno de la locura. Géza Róheim comprendió, sin embargo, que todo el pensamiento “esquizofrénico” era reductible a térmicos mágicos: allí, desde el neurótico obsesivo hasta el llamado esquizofrénico que ve al Diablo y al Dios presentes aquí mismo, en este mundo, todos operan un ritual que, en lugar de castrar la realidad, o la normalidad, haciéndola presente sólo como lo único —que ésta parece que sea para nosotros la cesación de un sentido—, la desposee, por el contrario, tan sólo de su manque, que es la vivencia del sueño que reclama con tanto furor Breton. Es decir, que, en definitiva, de lo que estamos a la búsqueda es del fin de la escisión de la realidad, fin que operaban antiguamente la Mística, la Magia y la herejía al suprimir el “Más Allá” cristiano, ubicando a Dios en nuestro mismo lugar y procediendo a esa Cognitio Dei Experimentalis en que consiste, como Jung dijera, básicamente la llamada esquizofrenia. Es a lo mismo a lo que tienden las drogas, cuyo uso mágico o místico (Huxley) no es desconocido sino para aquellos hippies que se limitan a experimentar con ellas como si la conciencia nada fuera, siendo así frecuente que se tropiecen con sorpresas o con aventuras descono-
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cidas para su fe atea, y que no encuentra, sin embargo, aquel chaman que destila el viaje de amanita muscaria para luego hacérselo pasar a otro, como una materialidad del espíritu, a través de su orina. ABC, 30 de mayo de 1987, página 117.
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DROGAS Y FILOSOFÍA (II) (La ruptura con el concepto filosófico de la unidad de conciencia)
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O que desconoce la Antipsiquiatría, empezando por el Antiedipo de Gilles Deleuze y Félix Guattari, y terminando por David Cooper, es que la locura contiene una estructura, por mucho que ésta no sea reductible en lo absoluto a términos freudianos, como pensaba Cooper, sino más bien a conceptos extraídos de una experiencia distinta que Aldous Huxley trató de explicitar en su libro The Doors of Perception, una visión mística de las drogas, como la de Castaneda es una visión mágica. Que existe un cambio, una alteración en el cuerpo, en el proceso de la llamada locura, nadie lo duda: como es sabido, se ha descubierto un componente semejante a la mezcalina en la orina de los esquizofrénicos; pero este cambio no es causa ni efecto de la locura, como presumiría la Psiquiatría Biológica; no es un cambio químico, sino un cambio alquímico, una alteración del cuerpo-mente, cuya unidad sólo ha sido puesta en duda por el cristianismo y su heredero ateo, el positivismo. Por el contrario, la unidad de cuerpo y espíritu ya fue reivindicada por Roberto Nóvoa Santos en Cuerpo y espíritu, quien hablaba de “intensidades de conciencia”, reclamando así la materialidad de aquélla. Recientemente, Winnicott (cf. Cuerpo y espíritu1) es de la misma opinión, y afirma que la materia biológica es autoperceptiva, esto es, de alguna manera, subjetiva. Y, finalmente, nos queda la sospecha de Freud, esbozada en La interpretación de los sueños, de que el aparato psíquico es un aparato óptico, como prueban los sueños, películas en
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Ver nota de la página 191. (Nota del editor)
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color y en blanco y negro, para descubrir el término que faltaba como piedra angular a todo ese lenguaje del cuerpo filmado, fotografiado y descrito por Fast, Davis, Schoefflen y otros que olvidaron que el movimiento del ojo también compone un lenguaje, misterioso tan sólo porque era el último escondite del hombre y de la hipocresía, y quizás, el fin de una ciencia que nunca lo tuvo en cuenta. Que yo sepa, tan sólo un psiquiatra, Giovanni Jervis, se ha atrevido a hablar de esa visione mentale cuya existencia conoce cualquier camarera, y a la que otros llaman, en lejanos tratados de parapsicología, mirada interior. Yo ofrezco como principio de una nueva psiquiatría el análisis por primera vez científico de esta mirada, y como solución del conflicto entre la palabra y la experiencia, la filosofía según el ojo. ABC, 6 de junio de 1987, página 116.
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LA FECHA DE LA LOCURA* (I)
Una chispa puede dar fuego a toda la llanura. MAO TSE-TUNG
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A burguesía, en el Medievo, era una clase perseguida. Obligada por el supuesto derecho divino de la nobleza a ceder sus riquezas a la menor de cambio, inventó el disimulo y, con él, la oscuridad. Ocultó su moneda y se fingió sin recursos; es así que el origen de la usura es de índice política, y en lo absoluto nada tiene que ver con cualesquiera causas de género moral. La revolución burguesa hubo de ser, por consiguiente, tratar de negar cualquier derecho divino, esto es, impugnar la religión; sin embargo, como aquélla era una clase humilde —obviamente, por cuanto humillada—, no pudo, también por respecto a las apariencias y por concesión a las creencias supersticiosas del pueblo, negar la moral. De tal forma inventó la religión más complicada y extraña que la Humanidad haya concebido, esto es, lo que Hegel llamara posteriormente el cristianismo ateo, i.e. en el seno de la Historia. Para el cristianismo ateo todo lo que transgrede el límite, el fenómeno, todo lo que roza la superficie de la apariencia (o fenómeno, en el sentido platónico del término), esto es, todo cuanto viola el secreto y abre, por tanto, la vía a la sinceridad, es un delito inefable: inefable ya que, siendo esa
* Por cortesía de La Luna de Madrid, publicamos este artículo inédito de Leopoldo María Panero —actualmente en el sanatorio de Mondragón—, escrito en octubre de 1984 en el Clínico de Nuestra Señora del Pilar, de Elizondo (Navarra).
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moral de la apariencia, no puede aparecer sino como algo velado, como un simulacro, como algo que no existe, esto es, semejante a la locura, al hombre que no es, quiero decir, que no está ahí, en situación, sino en la otra escena, usando este término en un sentido que poco o nada tiene que ver con Freud. Ahora bien, lo que abre el camino a la sinceridad, lo que desvela los caminos del espejo, el hambre del amor en el hombre, es el alcohol, el beleño negro, la magia del Medievo; y quien abre el camino a la sinceridad es el borracho, el homosexual, el pasota, el proletario o descarado (esto es, carente de máscara), el que no miente y sólo mira. Así, en el ascenso al poder de la burguesía, el espejo y la comunicación humana acabaron por ser el mayor de los estigmas, y la mirada, la transparencia, síntoma de ceguera, de oscuridad o de locura. La realeza, el poder, el brillo y el resplandor del escándalo, todo lo que eran emblemas de la nobleza medieval, iban a ser luego marcas de desprecio, estigmas del proletariado, señales de la comunidad o de la prole. Es así que la llamada Época de las Luces es el principio de la oscuridad. La ciencia se vuelve aséptica, ahumana, la astronomía se olvida de la astrología, la química de la alquimia, y en el experimento científico el cuerpo humano y la posición del observador ya no es importante. Tuvo que llegar Einstein para demostrar que toda la mecánica newtoniana estaba equivocada, y para poner de nuevo en primer plano la posición del observador, esto es, la física subjetiva, la ciencia de las constantes variables. Pero, volviendo al nudo fundamental de nuestro discurso, esto es, el Renacimiento como fecha de la locura, de la enajenación del saber y de la muerte de la subjetividad libre y salvaje del Medievo, la época del “Gran Encierro”, al decir de Michel Foucault, que no en vano titula Histoire de la folie à l’âge classique, la instalación de la burguesía y de su moral hipócrita equivale a la ruptura de las antiguas comunidades medievales (la comunidad rural o la del castillo), esto es, a la edificación del burgo, y a la estructuración social de aislamiento: esto era el “Gran Encierro”, o mejor dicho, esto era, es y sigue siendo. ABC, 18 de julio de 1987, página 101. * Texto escrito el 29 de octubre de 1984 durante su estancia en la Clínica Nuestra Señora del Pilar de Elizondo (Navarra).
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ICHO de otra manera, la invención de la hipocresía es la invención de la paranoia, esa enfermedad hiperdesconocida en tiempos en los que se sabía claramente lo que era el otro, lo que éramos tú y yo. Por muy ordinaria o brutal que fuera la orgía del encuentro o de la bronca, mucho más terrible es la perversión del sentido y la distorsión de la luz. Es por eso que el ascenso al poder de la burguesía es la clave —la fecha— de la locura, como ya para siempre dijera Michael Foucault. Sin embargo, no todo es un libro. Así, Marx ignora que en las comunidades rurales la división social del trabajo existe, pero hay una mínima diferencia de clases a nivel subjetivo. Es por eso que allí, aun ahora, ni el tonto del pueblo es una entidad manicomial, ni el curandero alguien susceptible de una orden de busca y captura. Por cuanto en el campo aún subsiste la comunidad, la plaza pública, la fuente y no existe la angustia de la calle y su movimiento febril, ni el cuerpo está, como en ella, hipertenso y superencogido. Allí, en el campo, el peón es amigo del amo. De cualquier forma, y al decir esto nos reconciliamos algo con nuestros amigos marxistas, en el ghetto obrero, esto es, en los barrios más alejados del centro de la ciudad, también existe comunidad. Por ello, es allí donde únicamente se realiza la categoría de vecindad. Atrévanse a pedir sal al vecino en un inmueble de gran lujo. Ya sé que esto, para tanto escritor culto como hay en España, parecerá banal. “Busca la piedra que el constructor ha descartado: he aquí la piedra angular”, como predijera algún borracho. A partir del siglo XV, comienzo del lento crecimiento del poder burgués (hasta llegar al estallido de la Revolución Francesa, que es su instauración total y absoluta), el conocimiento, separado por la burguesía
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de la creencia y de la fe, nos va a ser exterior. En otras palabras, la invención de la cultura abstracta o racional es la invención de la duda, de la exterioridad del saber. Cogito et histoire de la folie, como no por nada dijera Derrida al hablar de Descartes. No es extraño que hoy toda la vanguardia prefiera la “Blind Faith”. Pero, volviendo a nuestro anterior discurso, el ascenso al poder de la burguesía, si equivale, a nivel de superestructura, a la exterioridad y a la banalidad del saber, a nivel corporal representa la pérdida de la presencia, la desaparición del hombre completo, del hombre total, al que no por nada Marx imaginara como ser futuro, esto es, como sujeto de la Revolución. En otras palabras, tras la desaparición de la nobleza medieval, el soldado, todo lo más, es el vestigio y la huella de aquella realeza, de aquel cuerpo hermoso y total. Y ahora, cuando el poder del capital es total, y por lo tanto la oscuridad —no por nada Laing cita a esta época como la “Edad Oscura”, imitando a Joaquín de Fiore lo mismo que Marx—, ahora, decíamos, sólo el ruido del desfile y los incendios iluminan la calle. Queda el Estado y la Policía, y la pseudociencia conocida como Psiquiatría, la apelación continúa al padre abstracto, al dictador anónimo, como “garantía de recíproca seguridad” (v. Jürgen Habermas en L’espace public). De manera que a esta época, más que Edad Oscura, habría que llamarla, descolgándonos de Joaquín de Fiore, la era de la paranoia. 1984 de Orwell, tiempo de la mafia, de los paredores secretos, de los juicios legales, de las torturas públicas y secretas, de tal manera que, más que a Orwell, la imagen de la España actual, hoy, 29 de octubre, se parece a la de los frescos de Orvieto sobre el Juicio Final, y sobre todo a aquel que tanto obsesionará a Freud, titulado “Predicación del Anticristo”, en el que policías vestidos del negro más oscuro entran y violan en el templo, mientras la televisión entona himnos y glorias al señor pagado por el dinero de la CIA. ABC, 25 de julio de 1987, página 93.
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LA FECHA DE LA LOCURA (III)
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L desaparecer el riesgo y la apertura (aventura) y la magia del Medievo, perdidos entre el humo de los siglos el terror y los éxtasis del cristianismo primitivo, o la acracia salvaje de Thomas Müntzer y de los milenaristas, sólo nos queda la Revolución para recuperar, entre otras cosas, la salud mental. Y queda claro que su receta no son las ideas fijas —i.e. diagnósticos— de la Psiquiatría, y que no aludo en lo absoluto a la curación ortopédica, a la cordura o a la cuerda, sino definitivamente a lo que Nietzsche llamara la Salud Fundamental. El Apocalipsis es una revolución de nuevo tipo. Y al decir esto no incido en paradoja alguna: también el joven Marx creía en la revolución subjetiva, y el Marx de El Capital, en la inexorabilidad del destino. Y si en Alemania Hitler triunfó, no fue sólo por un problema de crisis económica, sino sobre todo —y ya sé que al decir esto contradigo al Wilhelm Reich de Psicología de masas del fascismo— por utilizar toda la magia de la música y los desfiles para derrotar al invencible Karl Liebknecht. Así, contra lo que Reich fácilmente supusiera, la cruz gamada no es un símbolo de la cópula, sino —lo sé cierto, y no por iluminación alguna— un antiguo símbolo germánico del sol. Lo que a escala etnopsiquiátrica significó la victoria de Hitler es que la fantasía puede más que la razón, sobre todo en una época en la que el saber nos es exterior, en la que la palabra y los libros se derraman en el suelo como lágrimas olvidadas o perdidas. Si la revolución obrera utilizara la fantasía, no sólo cambiaría el mundo, sino que cambiaría la vida. Y he aquí el proletariado, el más verdadero, el esquizofrénico, que, como bien dice Gilles Deleuze en su Antiedipo, es el límite del capitalismo, su proletario y su ángel exterminador.
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Así, si de esta manera, si el adviento al poder de la burguesía equivale a la oscuridad más completa, el adviento de Max Stirner y de su “Yo absoluto” inaugura, o anuncia, lo mismo que el peor de los manifiestos comunistas, la venida de la esquizofrenia o de la luz. Cuando humo es lo que queda de cualquier ética o de cualquier nobleza, del pozo sale Abaddon, el ángel del abismo, la cabeza contra el muro —La tête contre les murs—, título de aquella película de Georges Franju que hablara de la antipsiquiatría antes de la palabra, “avant la lettre”: del pozo sale Apollyon, del pozo del asilo psiquiátrico, en donde, en el encuentro llamado transferencial, en el llamado diálogo entre psiquiatra y enfermo, “cada conciencia busca la muerte de la otra”, como bien dijera Hegel. ABC, 1 de agosto de 1987, página 85.
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LA FECHA DE LA LOCURA (IV)
Y
he aquí que el loco, del que se sospecha que miente por carecer o haber perdido el espejo, responde, semejante al Diablo que imaginara Dante: “Ma non sapevi qu'io ero un logico?” (“¿Pero no sabías que yo era un lógico?”). He aquí que en el manicomio de Elizondo el loco comienza a responder e interpelar a quien le obliga a callarse, al negar por sistema, o mejor dicho por vicio, valor dialéctico a su palabra. En medio de las prisiones de la Inquisición y del más puro Medievo, en un tiempo en que el rumor, como entonces, sustituye a los periódicos y a la televisión, y el más delirante mercadillo a la Bolsa o a la economía abstracta o burguesa, y la moral al Derecho, que no es sino el Barroco o la ciencia de mentir, aparece, o se sospecha, tras del rey concreto, ya que en resumidas cuentas estamos en el siglo XX, el gobierno abstracto, la República, para reinstaurar el equilibrio, y devolver a la Ley simbólica, a la Justicia y a la legalidad su poder nivelador. Una República no obstante tan anárquica como dios, cuya palabra escribo con minúscula para poder así decir que es un hombre, que yo soy dios, y que el único templo que existe es el ser humano, del que por fin se sospecha que es igual a todos los demás seres humanos, ya que está, o al menos así lo ansía, próximo (prójimo) a ellos, y no enajenado, esto es, alejado por otro hombre, disociado de la única esquizofrenia que existe, que es la separación entre hombre y hombre, y entre mujer y mujer. Porque como dijera el Evangelio apócrifo de Felipe, el santo —o lo que es lo mismo, la señal, la seña o el símbolo— de los santos, el sanctum sanctorum es la cámara nupcial, no la de uno o la de dos, sino la de muchos.
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He aquí la pansexualidad freudiana en boca de un iniciado muerto, porque eso era la iniciación y el ocultismo, el inconsciente antes de Freud. Para decirlo en palabras más ínfimas, cualquiera puede intuir que el tarot o el I Ching son un test mucho más bonito y menos cruel que el Rorschach. Y que no hay otro secreto de la flor de oro* que el misterio de la cabeza humana. ABC, 8 de agosto de 1987, página 85.
* Carl Gustav Jung y Richard Wilhelm en su comentario al texto alquímico chino El secreto de la Flor de Oro.
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DEFENSA DEL REY
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AÍDA y muerta una revolución cuyo único saber es la sangre, la locura de España disuelta en una página, sólo nos queda la esperanza de que algo nos cure de la realidad sedienta y de la vida, y no una revolución, sino un sueño, un sueño romántico, una monarquía. ¿Qué es un rey? Un rey es el sueño de un hombre, de un hombre entero, de aquello que solamente se realiza, como gestualidad entera, en el desfile. El burgués, por el contrario, no es un hombre entero, por cuanto finge, y no es expresión total de sí mismo, al contrario que el rey, a quien los hombres imitan. “Lo he visto hoy en un pie, ayer en una uña.” ¿A quién? Al rey que en todos los hombres late, al rey con corona. Esto es, el rey es un sueño, la figura de la locura. Y ello por cuanto sólo él es él mismo, y es, por tanto, lo que se esconde como figura latente, en el hombre normal o dividido, en el sueño y en la locura. Por otro lado, tanto el rey como su sinónimo, la nobleza medieval, son equivalentes de un poder al que la burguesía desfiguró tachándolo de escándalo, siendo, desde que aquélla advino al poder, la representación de un estigma, el proletariado. In stercore invenitur, en el estiércol lo encontrarás, como a nuestra piedra, y cubierto de heno y de excrementos, como nuestro cuerpo (v. Nicolas Flamel, Le désir désiré). De cualquier manera, el sueño, que es Dios o el Todo, puede a veces ser peor que la realidad. Pero incluso si ello ocurre, preferimos el sueño a la odiosa realidad, que es tan sólo la figura de la necedad, la única que transforma la vida en destino. El homo normalis escoge la Revolución para vengarse de ese destino, pero la sangre tan sólo lo intoxica más y más, y para nada lo redime de
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ese destino que por lo demás es tan sólo imaginario, que es un sueño únicamente, como en la carta XVI del tarot, en la que las cadenas con que el Demonio ata a los hombres son flojas y pueden fácilmente arrancarse, esto es, son tan sólo imaginarias, son un sueño que se acepta por cobardía. Fácil para el hombre es ser rey. Y el camino para serlo, para que todos los hombres seamos el rey, está escondido, como Freud intuyó, en el secreto de la verdad, detrás de aquella máscara que la escena nos impone, y es por ello que la alquimia, el psicoanálisis antes de Freud, decía: Delear prius, primero que yo haya sido destruido, porque “allá donde muere un hombre, las águilas se reúnen”. Y el cielo empieza a verse claramente, después de la noche en que dos hombres murieron, dos reyes. En cualquier caso, el camino para ser un rey nuevamente está en marchar bien sobre el filo de una espada, en cabalgar con delicadeza sobre la espalda del tigre, y hundirse en el océano sin mojarse lo más mínimo. Adagios alquímicos que aluden a un difícil viaje interior por la locura en donde duermen los reyes. Ésta es toda la sabiduría que había en los antiguos, aquella que se resume en nombrar a la locura, en lugar de con paradigmas psiquiátricos, con epítetos que no disimulen ni ataquen su extrañeza. Es norma de honradez reconocer que lo que se ignora es un misterio, no un absurdo. Por el contrario, la Psiquiatría, la única y verdadera forclusión, sella de antemano y para siempre las puertas del manicomio, al saber de la locura como algo que no existe, ya que la palabra “esquizofrenia” no es sino una denegación simbólica, aquello que Lacan llamara forclusión o exclusión definitiva del campo del lenguaje. Por el contrario, cuando se afirma que el loco es un ser humano se está diciendo que nada de lo humano es extraño, y que el hombre no es exterior al hombre. Y es así, volviendo sobre el camino hollado, desgastado por la costumbre y por la vida, como se vuelve a ser rey, como se recupera el halo que convierte la figura humana en algo digno de ser vivido y honrado. La verdad es ese sendero peligroso que sólo muy pocos conocen, ya que no en vano dijo Eliot “human kind cannot bear too much reality”, el género humano no soporta demasiada verdad. Que el arte nos salve de aquélla, que la palabra nos esconda, que muramos dormidos en el agujero del sueño.
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Porque si no soy rey, si soy tan sólo un hombre, vivo para que la vida me odie, vivo para desear con esfuerzo la nada, aquello que me salve por entero de ser un rey, esto es, yo mismo, hombre consagrado a su imagen, a su ser que la imagen nos ofrece como un sueño. Porque nada ni nadie es algo sin mí, y sin la presencia del otro soy tan sólo un rey, y para todos un extraño. Como decía Hegel, el deseo del hombre es deseo de un deseo, y es en la arena del otro donde nacen los reyes, para ser tan sólo en ella hombres al fin, rostros que la palabra desfigura y en los que el cuerpo escupe. Tiemblo de vivir cuando mi nombre ha muerto, cuando ya no soy un rey, y en el otro veo la luz que nunca tuve, y que me hacía “adorar las águilas y amar la nada”, como yo dijera en aquellos poemas que fantasearan mi nombre y mi apellido, y que me hicieron vivir como alguien mejor que sí mismo, distinto de la cordura que es un ser dos, y no un monstruo, para sí mismo y para aquellos que como alguien dijera es probable que existan, caballería del sueño y de la nada. Porque todos, todos aquellos que habíamos sido reyes, hemos sido usados para una comedia en que no hay reyes ni dioses, sino tan sólo el tejido de la embriaguez más sórdida, de la máquina sin cabeza del dinero. Y el dinero, como dijera Marx, no es nada en sí mismo, sino un fetiche, una ilusión, la existencia humana reedificada. Y es por ello que el oro, como dijera Ferenczi, es un símbolo del excremento, por cuanto es la desolada figura de un otro que puede sin aquél querernos, con sólo que mi palabra le devuelva la imagen, o le prometa a sí mismo. Porque hombre soy de otro hombre, y sin él, tan sólo, como el rey, promesa de mí mismo. ABC, 9 de enero de 1988, página 99.
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ENTENDER LA POESÍA (Comentario de Wassily Kandinsky, Punto y línea sobre el plano)
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A poesía, es verdad, no es nada en sí misma: muchas veces lo he dicho: no es nada sin la lectura. Es por eso que el gnomo hispánico se siente en la necesidad de descifrar la poesía, rebuscando en ella la presencia de un contenido objetivo. Olvida, sin embargo, que la lectura poética debe ser subjetiva, y como descubriera Chomsky, el alma está antes que las palabras, lo que de paso nos libra de otra lectura científica, que sería la lectura estructural. Lo mismo que el dibujo o la pintura, el poema es una creación, como bien se dice; no es una reproducción fotográfica de la realidad objetiva: así, afirma Kandinsky, un dibujo puede ser bueno “independientemente de que contradiga a la Anatomía, a la Botánica o a cualquier otra ciencia (Kandinsky, De lo espiritual en el arte). Del mismo modo, la poesía o la literatura modernas pueden ser buenas o malas, independientemente de que contengan un buen o mal mensaje. Como descubriera el primer Mallarmé, a quien imito, un poema es una creación en el vacío, y no tiene otra regla que sí mismo. Del mismo modo que un cuadro no es bueno por ser “exacto en sus valores”, como afirma el ya citado pintor ruso, el verdadero poema no es fiel a otra realidad lingüística que la rotura del lenguaje por la metáfora y la metonimia, la sinécdoque, la aliteración y la rima. La poesía se parece así al lenguaje coloquial, y es, como aquél, una destrucción del lenguaje, una negación de la gramática. Por el contrario, la retórica y la gramática son una interpretación del lenguaje, una ficción arbitraria, por tanto, de un lenguaje coloquial cuya única regla es la más feroz anarquía. Y es que, si el lenguaje no fuera libertad, jamás hubiera evolucionado, y estaríamos todavía emitiendo micro-
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fonemas como en el indoeuropeo, que, al no estar todavía lejos de la boca primitiva, consiste sólo en sílabas. Porque el lenguaje, si es creación de la boca, es creación del hombre, y no demora exterior a él. Es por ello que, contra lo que afirma Deleuze, no hay dualidad entre comer y hablar. Del mismo modo que el manjar, la poesía es algo objetivo, por mucho que este algo sea bello, y he aquí lo que la hace independiente o, como se dice, abstracta, lo mismo que la escultura o la pintura modernas. Ahora bien, en esta abstracción o independencia es donde está el riesgo del poema, del que ya nos hablaba Derrida: “Todo verdadero poema corre el riesgo de carecer de sentido, y no sería nada sin ese riesgo.” He aquí el verdadero golpe de dados que hace de la poesía una invención de lenguaje, esto es, una destrucción de aquél, si tomado como cosa muerta o fetiche. En fin, tanta palabra sólo pretendía justificar el hallazgo, por cierto, sorpresivo, de que algunos de mis poemas no valen. The craft so long, como diría alguien, life so short. Me refiero concretamente al poema “Homenaje a Catulo”, de Teoría, en donde un verso, “El culo de Sabenio está cantando”, se entiende dificultosamente incluso como poesía, esto es, como aquello que, moderno o no, tiene por fin el lenguaje como música para el oído. En aquel poema yo, joven aún como Flebas el Fenicio antes de morir, creía aún en la inspiración, en la “bestia de la inspiración”, como luego la llamé. Si ahora lo volviera a escribir diría “El odio de Sabenio (el culo) es música”, esto es, el odio nos ofrece un poema. Porque la fuente de mi inspiración ha sido siempre el odio, el odio a la realidad y a la vida, cuya destrucción acrisola el lenguaje. Así Mallarmé, otro “mal poeta”, llega a decir: “Oh bords siciliens d’un calme marécage / Qu’à l’envi de soleils ma vanité saccage” (“Oh playas sicilianas de tranquila marea / Que ante el sol envidioso mi vanidad saquea”): lo que en otras palabras quiere decir que la literatura, y en especial la llamada literatura moderna o de vanguardia, desfigura o deforma la realidad, si es que aquélla no era ya bastante horrenda. La literatura es la ciencia de la realidad devenida insoportable. ABC, 26 de marzo de 1988, página 107.
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DOS MUERTOS EN VIDA (Epitafio y sentencia para una democracia muerta)
Sobre Santiago Auserón y yo
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si no fuera poco volver de la locura, de donde nadie vuelve, he aquí que nos ha tocado a mi amigo Santiago Auserón y a mí volver de la muerte, de donde tampoco se regresa. Si la presencia del héroe está dotada de carisma por representar una transgresión de la realidad, de la Historia, la nuestra es doblemente carismática: “Estamos los dos solos frente al cielo callando / y unidos por la mano, la mano de fantasma”, decía yo proféticamente en uno de mis versos de El último hombre. ¡Qué dulzura será ahora acariciar tu piel, sabiendo que estás muerto, y que por tus venas se oye cantar a los muertos! ¿Brilla el sol por ti, testimonian las águilas tu realidad? Porque bien se decía que “allá donde un hombre muere, las águilas se reúnen”. No sólo tú y yo hemos muerto. El español ha muerto, el animal hispano, aquel que gritaba en el circo pidiendo no sé qué, algo que difícilmente podía en cualquiera de los casos recordarnos a ti y a mí, pues no nos conoció nunca. ¡Cuánto más suave es la piel del animal que recorre la arena del circo, semejando a la piel de un muerto, al sexo inefable de lo oscuro! Vosotros, amigos, que todo lo habéis probado, ¿habéis gustado del placer de tocar, no ya sólo un muerto, sino a alguien que va a nacer? No quisiéramos, mi amigo y yo, castigaros sin este último homenaje a vuestra lubricidad. ¡Porque nosotros, cristianos en el circo, no tenemos ideal más lúbrico que el Paraíso, donde la comunidad de los santos realiza sus propias OR
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orgías en praderas que los ojos vuelven a voluntad materiales, para en ellas gozar sin que el espíritu, víctima muchas veces del sexo, salga aquí herido! Y si se trata de celebridad, no hay celebridad más gaya que la de destruir el mundo, si es verdad que no significan lo mismo las palabras chinas yen (“cualidad de lo humano”) y ta hio (“cantidad de lo humano”). Poco disfraz es la piel ante el ojo de Dios. Porque tal parece que nunca estemos desnudos de verdad, que detrás del traje anida otro disfraz, y el cuerpo es nada sino una máscara. Y así, si nada es la idea y la ética, toda eyaculación es una eyaculación precoz. Si nada es la idea y la ética, sólo quedan de nosotros los pesados fantasmas de nuestras apariencias, el borracho, el pesado, el huido, fantasmas que me empeñé en rehuir desde la escritura, como una magia que me salvara del hombre. Y lo mismo puede decirse de una democracia que falta a su idea, que no cumple su palabra, que miente y huye y se esconde como un ladrón o un monstruo: preferimos algo más atroz, con tal de no vivir para siempre en la incertidumbre de vivir y votar y morir sin luz. Y es que tal parece como si el Mal no quisiera luz alguna sobre él, y temiera a la luz que gobierna el mundo, como los ojos del cuerpo. ¡Así es por ello que el Mal es un misterio, como dijera lo mismo el Apocalipsis de San Juan que Stanislas de Guaita, un misterio del que Santiago Auserón y yo hemos salido desnudos y ateridos de frío, tan sólo acaso para ser otra vez quemados por el humo de las bocas! ¡Y caminar otra vez por el Gólgota del dolor y de la dicha, para tan sólo decir a los hombres: he aquí lo que sucedió con dos poetas que sólo amaron el miedo, y que miraban con pánico a los hombres! No era peor la muerte, si es verdad que vivimos, porque allá al menos al que cae se le levanta, y no se le escupe encima la palabra “muerto”, y no se llena con saliva el santuario. No era peor “aquel reino enterrado junto al mar” donde, como decía yo en mi traducción del verso de Poe “Annabel Lee”, el Diablo espera pacientemente la muerte del hombre, para que de nuevo dancen desnudos el poeta y su amada, unidos para siempre por un nombre y un sonido: Annabel Lee. Ese nombre, sí, ese epitafio obsesivo que hoy nos une a ti y a mí, no sé si para siempre, pero al menos para un
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hoy, para un presente que tiene más virtud que el mañana, mi querido Santiago Auserón. Y si nos temen, qué mejor, para estar solos en nuestra propia casa, que es la casa del miedo. ABC, 11 de junio de 1988, página 123.
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ÉTICA Y LOCURA (Lenguaje y comunicación)
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AY una peligrosa méconnaissance en la psiquiatría basada en la lingüística del hecho concreto de la circulación social del lenguaje. Por el contrario, la eventual pérdida o trastorno de aquél pone en evidencia que no se trata de ninguna estructura metafísica, sino de una función. Lo peligroso en aquél deriva de su valor de uso, no de su reificación, y lo que en él constituye un riesgo es su función social de comunicación e información, ambas adulteradas por el valor fáliconarcisista de cada acto de lenguaje, de cada gesto o actitud o pose verbal. Y es que, como decía Nietzsche, los sistemas morales son sólo el signo lingüístico de las emociones. Es decir que existe una suerte de expresionismo eidético que convierte lo que se dice en algo distinto de lo que se enuncia, cuyo valor está en otra cosa que en sí mismo, y hace que lo que se gana o se pierde en una conversación o en un encuentro verbal no es más que el falo, el cual constituye el único interés de lo dicho. Los contenidos informativos y representativos son accesorios: lo importante es ganar o perder. Es por ello por lo que la práctica del lenguaje puede conducir a la locura y a que lo que aquí se juega es algo distinto a la razón, y más parecido al deseo o a la manía que a la usía. Es verdad que se puede, como en el poker, contener la emoción, que es lo que hace del filósofo un buen conversador. Pero Nietzsche demostró de una vez por todas lo mismo que el psicoanálisis, que cualquier texto teórico es destructible, porque es susceptible de ser llevado a la nada por una implacable reductio ad hominem. Es decir que el texto filosófico está siempre peligrosamente mojado, húmedo, ebrio de nosotros mismos. Y ello a pesar de que lo que decimos no proviene de
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nosotros mismos, pues ese nosotros mismos no existe, es tan sólo una leyenda épica, una novela o una aventura imaginaria. Somos así, somos Art Garfunkel desde que una voz en la sombra dijo hace tiempo eso. Ni siquiera somos una máscara, por cuanto aquélla remite a alguien identificable. Somos tal vez Kean, el hombre que juega a ser actor. Las palabras son tan sólo el guión, ni mucho menos inmutable, de una mascarada confusa. Ni siquiera el sexo es nada distinto de la escena, en la que ella juega a mujer y yo a hombre, o viceversa, la una a tener razón y la otra a perderla. De ahí la necesidad del amor o del matrimonio, que son el repertorio de roles de El Balcón de Genet, las apuestas supremas. De ahí lo ridículo de quien habla de “perder la identidad” cuando no hay nada en ella más que un teatro un poco más escondido, y nunca tuvimos una, como no fuera el eso maleable y desprovisto de la infancia pegado siempre a otro, y con el aleph multiforme o perverso como película. Tras de ella, el “yo” se implanta como una alienación constrictiva, y, al nivel corporal, lo que Reich llamaba el “carácter”, la máscara de carne, dibuja la misma obligación, el mismo vacío de ser diferente a los demás, el mismo tic represivo. Detrás de ella no hay nada, no hay más que el mapa amorfo de las pulsiones y la célebre hommelette lacaniana, el anticuerpo. Ello acaba, a la vez que con el “yo”, con la noción utópica de un inconsciente paradisíaco o temible, pero en cualesquiera de los casos deseable como una estructura perdida que nos recuperase de la falta o de la manque ontológica. Porque el ser nos falta a todos, incluido Dios, si es verdad que es el tiempo. Y para compensar la falta de ser sólo está el juego del otro, el inefable juego de la religión o de la ética, que algunos llaman modestamente Revolución. ABC, 20 de agosto de 1988, página 82.
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EL CASTIGO DE LA IDEA
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LEVO aquí cerca de un año sin otra protesta que la palabra y esperando un juicio que sólo él cancelará las diferentes tentativas de asesinato, estafas y vejaciones habidas tanto en mi persona como en la de mi madre, quien me observa desde la butaca de al lado, completamente aterrorizada. Por tapar algo tan obvio como mi tumba, se ha enredado el país en un proceso tan inefable como fue en Francia el de Dreyfus. Lo que antes fuera un cómodo asilo psiquiátrico en donde la única prohibición era la de beber, se ha convertido ahora en una prisión donde la sola idea de ir a juicio tiene como respuesta el pavor. De manera que todo parece indicar que mi destino aquí sea algo parecido al de Prometeo, al menos en su eternidad, y que me vea obligado a seguir siendo tratado en una clínica sin creer por principio en sus métodos, esto es, en la Psiquiatría Biológica, y menos aún en las terapias que aquélla indica, las llamadas terapias de shock, calmantes de insulina y electroshocks. Sólo faltaba la lobotomía para completar el mapa de la destrucción sistemática de un individuo, mientras aquél sigue escribiendo, también por sistema, en contra de una ciencia que la realidad desvela en toda su hipocresía y su barbarie. La Ciencia, contraria a la Filosofía, cree en la existencia de ideas contrarias a este mundo, en lo que yo llamo el episteme de la idea enferma, en el que ni Descartes pensara a pesar de todas sus dudas. Porque la Psiquiatría castiga la idea, condena y no interpreta el síndrome, siendo así que el sujeto que de aquí salga libre, por lo menos de la muerte, lo hará como un robot amputado para siempre de su lugar en el espíritu: el lugar por ejemplo de los endemoniados, que por lo
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menos algo era, la creencia en el valor dialéctico del exorcismo. Mientras hay alma, hay Logos, por muy nazi que éste sea. Pero cuando se ha perdido cualquier papel en la escena burguesa, sólo nos queda rezar en el mudo altar de la locura, tan sólo espejo incómodo de algún vago transeúnte. La radio, la televisión y los periódicos, esto es, todos los guardianes de la opinión pública española, custodian este secuestro. Y si, con ellos, toda luz se ha ido, tan sólo brilla en el Universo por mí lo que los cabalistas llamaran “la lámpara”, el más santo de todos los misterios. E incluso para acabar con aquella luz acude una especie de ideología venenosa, el positivismo, cuya principal heredera fue la Psiquiatría: dirty realism, como alguna vez leí en un periódico que ya no existe. ABC, 1 de octubre de 1988, página 115.
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MIEDO Y ESTREMECIMIENTO (Temor y temblor)
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REUD dijo en una de sus últimas conferencias que el “yo” era inconsciente. Lacan tomó tal afirmación al pie de la letra: para él, el punto por el que el psicoanálisis había de convertirse en la peste era lo que él llamaba la subversión del sujeto. Lacan, con el término sujeto se refería al “yo” como el fruto de un sistema de enajenaciones. Sobre su base, el sujeto —le sujet lacaniano— monta lo que el psicoanalista francés denominara su leyenda épica. Esto quiere decir, sencillamente, que el “yo” es una leyenda en la que algunos creen: la mujeres, por ejemplo, llevadas de una extraña piedad. El “yo”, insistiremos en ello, no es más que una fantasía: la llamada vida es una lucha por hacerla realidad, o al menos creíble, como en Huis clos, de Jean-Paul Sartre, o Le Balcon, de Genet, en el marco de una controvertida situación. El estadio del “yo” es un phantasma infantil que nunca se rebasa: yo quisiera ser aviador, o general, u hombre. Sin embargo, en el poker cotidiano se hacen apuestas a veces más fuertes: así hasta llegar a aquélla —la de Napoleón, por ejemplo— que esgrime el “yo” contra el mundo. Ahora bien, es siempre por referencia a ese ideal como se gana o se pierde. El nombre propio, o el carnet de identidad, flotan muy débilmente en su papel de signos por encima de esa tempestad. Pues bien: es en el marco de esa lucha entre conciencias que la Filosofía ignora, lo mismo que la Psiquiatría y la Política, donde se gana o se pierde también… la razón. Como el combate en que aquélla se pierde es inefable, esto es, no está sujeto a código alguno, la locura parece venir de no sé dónde: se olvida así que la razón, caso de recuperarla, pueda ser el más astuto de
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todos los vengadores. El único que puede hacer clara la oscuridad y determinables los signos de la vida, de la survie cotidiana, como no por nada la llamara Raoul Vaneigem aludiendo así tanto a la falta de intensidad de aquélla —salvo en el furor de las exclusiones— como a su rechazo del signo. Por el contrario, llámase Revolución —comuna o soviet— a una situación inteligible, o, en otras palabras, a una realidad alternativa. Porque, como dijo Marx, “el ser social determina la conciencia social”, lo que esta vez incluye en el mapa de lo social la llamada locura, la épica fuera de contexto, el ser fuera de juego. Por el contrario, la Psiquiatría, al negar de entrada al loco toda posibilidad de reconocimiento real, y no simbólico, hace para siempre irreconocibles los contornos de su ser. Sin embargo, el sujeto está ahí tan bien como pudiera estarlo en cualquier otro lugar. Y si se quiere sacarle de allí nos hará falta, aparte de un mínimo de clemencia para sus sueños, un trabajo simbólico o dialéctico que nos permita reterritorializar su vida psíquica. Y, sobre todo, una revisión total de lo que ya podemos triunfalmente decir que se llamó enfermedad mental, considerando a aquélla como un virus extraño al hombre, y no como parte de él: revisión, pues, incluye hasta el mismo Manual Crítico de Psiquiatría, de Giovanni Jervis. Y que incluye también una profunda relectura de Freud, sobre la base de negar en aquél su visión pérfida y desalmada del inconsciente como algo mórbido que culparía certeramente a la enfermedad; una relectura de Freud que elimine el concepto de aparato psíquico, ya que la ciencia moderna ha retirado el concepto de instinto o de destino, incluso para los animales y la misma materia viva: tal cosa ha hecho, en efecto, para los animales la moderna etología, que concibe en ellos pautas de adaptación, es decir, una cierta libertad o clínamen, al margen del instinto; y para la materia viva, Winnicott, que la considera como autoperceptiva, lo que explica las mutaciones y corona la tesis darwiniana de la evolución de las especies. Por otra parte, si el ser humano es lúdico por entero, no hay caída irrevocable. Lo que encierra la llamada locura, si es un peligro para el hombre, no lo es para nosotros. La revalorización de la locura está justificada por la ruina del hombre, o, al menos, por el fracaso de su concepto, que
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incluye el del cogito filosófico; del mismo modo, el cuerpo pasa de ser objetivo a ser nuestro, y con él la sexualidad, que ya no es un apetito, sino un modo de ser del hombre. Así, “allá donde muere un hombre, las águilas se reúnen”: así se impone, para territorializar el mundo de la locura, para poner su épica en situación, la invención de una revolución molecular, por encima o al otro lado de la revolución marxista y del concepto perimido de clase obrera: los últimos recorridos del marxismo nos sitúan fuera de él. Queremos una revolución, no la de la Historia, no del tiempo, sino del instante, una revolución de los valores y de la ética, de la existencia, un nuevo sistema de saber vivir autorizado como vanguardia por un previo e implacable desvivir. No hay nada irreversible si hemos pasado fuera del cogito cartesiano. La esperanza, ahora, brilla tan sólo en las ruinas y en el temor de la locura. ABC, 5 de noviembre de 1988, página 113.
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HEGEL Y LACAN
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L cogito cartesiano desconoce al otro. Es por ello que habla en nombre de una evidencia que no se sabe de dónde sale, y cuya cercanía se esconde. Ahora bien, el desconocimiento del otro, del prójimo, es algo inherente a aquella tradición filosófica que ignora, quizá con la sola excepción de Sócrates, que el receptor del discurso se halla implicado en él, y determina su sentido. De ahí, de la conciencia abstracta o del discurso puro es fácil pasar al delirio de Berkeley o de las mónadas leibnizianas, para terminar finalmente en la teoría hegeliana del reconocimiento, que felizmente acaba con la soledad de la palabra y del libro, al afirmar que el deseo del hombre es deseo de un deseo, lo mismo que Jacques Lacan cuando subrayó que el deseo del hombre es deseo del otro. Es por ello que la palabra nos une al otro, por lo que ésta es, contra lo que la filosofía opina, objeto de deseo: de otra manera no se produciría jamás el hecho de su pérdida, que es aquello a lo que se llama locura, la cual, tanto para Lacan como para la moderna Antipsiquiatría, tiene su origen en un nudo social, por muy invisible que éste sea. Se trata, en efecto, de esos nudos microsociales a los que la psiquiatría institucional francesa, heredera de Lacan, diera el nombre de discurso del otro, teniendo en cuenta que ese otro nada tiene que ver con el prójimo. Incluso el sexo, parodiando al ateo Freud, no tiene sentido fuera de la escena. Así la mujer es tan sólo un símbolo de mí mismo, y yo mismo no soy nadie sin aquellos a los que llamo mis amigos, por decir algo delante de ellos. De igual manera, el masoquista transforma en gozo erótico el dolor que le producen sus contactos con el otro, el dolor social o microsocial. Es tan sólo en el narcisismo donde al perderse de
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vista al semejante se recupera a aquél por la homosexualidad, que es la búsqueda del doble. Es más, volviendo al narcisismo, incluso la identidad no es más que un rol o la asunción de muchos roles, esto es, una función que en nada semeja al “yo” freudiano, pues no consiste en una estructura. Del mismo modo, volviendo a la Filosofía, la tesis más revolucionaria de Wittgenstein es que no existe una verdad abstracta e inmutable, sino una función de verdad, algo, en fin, que ponga en relación el pensamiento con la realidad, o, en otras palabras, una filosofía del valor moral o ético, en un sentido que nada tiene que ver con la moral cristiana, que dirige su estigma contra las culpas más absurdas olvidando que el perdón de los pecados es, sin estar sujeto a deber ser alguno, el tratado de las pasiones more geométrico de Spinoza, o, en términos más modernos, el psicoanálisis, que es comprender y perdonar, por mucho que después de hacerlo uno se tome la molestia de escribir, como el psicoanalista norteamericano Conrad Aiken, que es también un gran poeta: “Miserable insecto que en mi diván te acuestas, de aquello que hemos hablado, y callado, nadie sabrá mañana nada”. ABC, 3 de diciembre de 1988, página 130.
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EL “MONSTRUO” (Unas palabras acerca de mí mismo)
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O, que siempre he vilipendiado la lectura como acto que banaliza y destruye la escritura, me veo obligado a reclamar aquélla como una caridad cuando veo que mi existencia, para ciertas nulidades —me refiero a los sacrosantos diputados—, se ha convertido en un delito. El juego de la transgresión, que hasta ahora fuera un juego privado mío, va a tener por fin una ejecución en la que ni siquiera la dialéctica me da el nombre de Sócrates. En este juego no dialéctico, en el que se me ejecuta sin mediar juicio, nadie sabe el nombre del muerto. La falta de dialéctica es precisamente lo que me da el nombre de monstruo: si no, sería un hombre malvado, pero no un monstruo. Se dice, en efecto, de algún diputado que toda su cultura se reduce a Papillon: y yo ni siquiera soy eso, por cuanto mi interlocutor fantasma no me ha leído. Así, la epopeya tiene, sí, algo de monstruoso: es la lucha de Rimbaud frente a unos monstruos gangosos y pedantes que sólo saben decir “ponencia” y “comisión”. La supervivencia de Franco está garantizada por unos monstruos equivalentes en tanto que analfabetos. Alguien, cuya sola adscripción a la ética radica en la gangosa pronunciación de la palabra Humanidades, se cree en la obligación de juzgarme moralmente: su mayor pecado de ignorancia estriba en haber soslayado la posibilidad de que su moralidad pudiera igualmente juzgarse. Y la conclusión a lo que ello nos llevaría es que cuando se habla de diputados no se habla de democracia, sino de peste burocrática. Creo que lo que a este Gobierno le falta, hablando de monstruos, es precisamente lo humano. Es esa misma falta de lo humano que encontramos en la Psiquiatría y en la Ciencia positivas, culpables ambas del olvido
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del valor. El valor es lo que da intensidad a la idea y violenta la intangibilidad de la idea, su seriedad profesional. Es por ello por lo que la risa nos pone en contacto con él. La risa nos devuelve lo humano: riamos, pues, como hombres, riamos violentamente como Zaratustra, mientras ellos dicen: “No se preocupen, que nos lo vamos a cargar”. ABC, 24-25 de diciembre de 1988, página 135.
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AMONTILLADO TASK
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E rumorea que Fortunato, el bufón del tonel de amontillado de Poe, personifica literariamente a un editor del citado poeta. Esto me recuerda, lo mismo que un verso de Quevedo —“ministro sin piedad de mi locura”—, la figura de Antonio Huerga Murcia, mi editor de Ediciones Libertarias. El asesinato, lo mismo que la locura, interviene cuando se rebasan las fronteras del sufrimiento humano. Pero no sólo Antonio Huerga, sino que todos mis editores son millonarios, cosa fácil de comprender si nos damos cuenta de que en España no hay rata que no me conozca, y ello por culpa de mis escándalos callejeros, más que por la mucha o poca valía de mi poesía. En cualquier caso, el dinero vuela mientras yo me veo obligado a recoger colillas y a veces hasta a pedir limosna en el seno de mi pabellón del manicomio: la corta pensión de mi madre no nos llega ni para empezar. Así puede decirse que, más allá de los límites del malditismo, conozco la vida de los perros: su universo, su olor, sus pisadas en la hierba. Ahora bien, existe una frase de Sartre que yo considero como mía: cuando en el cuento llamado Le mur (El paredón) el sujeto ve morir a otros y, cuando llega su turno, exclama: “¿Moi?” (“¿Yo?”), como si fuera imposible que lo que les ha pasado a otros pudiera pasarle a él también, y creyendo aún en la inmortalidad del “yo”. Porque si Dios no existe, existe aún algo inmortal: el “Yo”. Así, si Gustavo Adolfo Bécquer acabó de gacetillero, yo reclamo una vida mejor para Heliogábalo, cuyo espíritu sólo conoció la gloria. Y no debe culparse al Gobierno de la ruindad de mi existencia; en todo caso, a los aparatos ideológicos del Estado, que son la televisión, la radio y
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los periódicos, así como las editoriales, sobre todo las que llevan mi firma. Al menos yo tenía en ellos, y en mi condición de escritor, la garantía para no caerme. Porque los escritores, si valemos, somos tan universales como intemporales, y ello tan sólo debido al descubrimiento de la imprenta. ABC, 7 de enero de 1989, página 105.
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PALABRA Y REALIDAD
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ECÍA Marx que la teoría se transforma en fuerza material cuando penetra en las masas. Por el contrario, lo que prueban los hechos es que la teoría, cuando por una reductio ad hominem se convierte en humana y verdadera, se transforma también en algo ridículo. Eso ocurrió, por ejemplo, cuando igualamos el proletariado al camarero, desprendiéndonos así del proletariado como fetiche ideológico. De esa manera, no sólo el proletariado se transforma en algo más cercano y más humano que el proletariado productor de plusvalía, sino que la Revolución deja de ser algo necesario y por eso mismo neutral y extraño, como ocurría en El Capital de Marx. La Revolución deja de ser así ese más allá virtual con el que soñaba la utopía historicista llamada marxismo. El futuro no nos redime aquí ya como el marxismo o el cristianismo: estamos en un dudoso más acá donde las cosas son más sucias y más ambiguas: estamos en un presente ácrata en donde la Ética substituye al Estado. Estamos, si se quiere también, en el joven Marx o incluso en el Marx del Manifiesto comunista, donde el proletariado o el pueblo son todavía una categoría ética. Por el contrario, la falta de ideas, o la muerte de la Ética, en la que aparecen insultos tales como desgraciado o hecho polvo, son consecuencias del laissez faire burgués, estigmas de esa selva que por llamarla del algún modo se llama capitalismo. La burguesía, contra la que se cree actualmente, fue la clase que mejor luchó contra la religión, para despojar de su derecho divino a la nobleza medieval y al rey despótico. Hoy, hablando con palabras de Ronald D. Laing, el célebre antipsiquiatra inglés, vivimos en una “Edad Oscura”, donde aparece todo lo
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más como símbolo del mal un manco y donde no hay norma de conducta, o donde esa norma de conducta es todo lo más esa normalidad que se constituye como cesación del sentido o como vacío de él, donde lo que pasa, si se quiere que sea símbolo de la salud mental, ha de ocurrir de manera que no pase nada, siendo esto lo que reivindica como valor ético en la locura la llamada pansignificación que en ella descubriera Karl Jaspers: la locura encuentra signos donde se dice que no los hubo. Es por ello por lo que la locura augura una nueva era, y que el loco es en el capitalismo, como dice Gilles Deleuze, el proletario y el ángel exterminador. No hay, pues, otra salvación ni otro crimen que el que la locura inventa, y es por esta razón por la que los phantasmas del llamado loco hablan siempre de una nueva era, y de un mundo por venir más allá de las cadenas en donde no tenemos nada que perder. ABC, 14 de enero de 1989, página 106.
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RELIGIÓN Y LOCURA (Acerca de la divinidad del emperador)
El Japón estará tranquilo mientras esa morada conserve el huésped misterioso que ahora la ocupa. Pero temo por mi país al día siguiente de su muerte. Frase recogida por ANDRÉS BELLESSORT en su libro La sociedad japonesa
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quien dijo: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Pero lo cierto es lo contrario; es si Dios existe, o al menos si yo soy divino, cuando nos está todo permitido. El derecho divino de la nobleza fue también en Occidente la garantía de cualquier clase de exceso, y es por ello que la burguesía, para luchar por el más triste de los males, la libertad, inventó el ateísmo. Así, es por cuanto la idea de Dios es la idea de la más absoluta libertad por lo que aquélla entronca con el fenómeno social de la locura: no veo otra diferencia que social, así, entre el loco que se cree Jesucristo o el Anticristo, dos géneros del Absoluto, y la idea de la divinidad del emperador, o del derecho divino de la nobleza. Y he dicho que no hay otra diferencia entre lo uno y lo otro que social: del mismo modo, en el nivel político, el derecho divino de la nobleza, o la idea de la divinidad del emperador, protege al pueblo de su miseria. La idea de Eternidad es, como sugiere la cita que insertamos al comienzo, la garantía de que no pase nada. La racionalidad del mundo, por el contrario, lleva a su reordenamiento y a la luz de un espejo que, lo mismo que el reconocimiento hegeliano, supera la dialéctica del Amo y del esclavo. UBO
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Si no hay Dios, puedo mirar en tus ojos, puedo verte como a un hombre, un hombre que no reza y que por tanto está aquí. En cambio, si hay Dios, algo se nos escapa del hombre. No obstante, la idea de la divinidad del emperador, de la divinidad de lo humano, como en el espagirismo de los cristianos, entraña algo de ajeno al Más Allá cristiano, algo de panteísta. Si el emperador es divino, Dios está aquí y puedo verlo, e incluso ocupar su lugar, y convertirme, como Napoleón, en el sustituto de aquel Dios. Incluso podríamos decir que el fenómeno del lujo, del boato, es algo así como la visibilidad de Dios. En cualquier caso, dios ha muerto. Ahora podemos conocerlo, diseccionar su cadáver, enseñar al mundo para nada la anatomía de dios. El Japón ha conocido así no sólo la vergüenza y la humillación de la guerra, sino la vergüenza y la obscenidad de la muerte: su terrible y lacerante desnudez. Ahora sabemos quién era dios. Pero quién sabe lo que fue el hombre. ABC, 28 de enero de 1989, página 106.
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BIOGRAFÍA Y NADA (Acerca de la noción de sistema)
La vida no tiene ningún sentido. FERNANDO PESSOA
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E piensa en la vida como un destino. La existencia de Pessoa, por el contrario, desmonta de una vez por todas este tinglado. El “yo” no es más que una pose, un juego: por lo tanto, cabe elegir entre varios. No estamos atados a ningún absoluto. Bien a la inversa, existen innumerables sistemas, diferentes modelos de orden, y cada cual tiene sus propias reglas. La existencia del otro es el único límite que hay para nuestro juego. Pero no hay un límite absoluto, que es lo que daría lugar a la famosa locura. Todo estriba en cambiar de juego. No se trata, pues, de rehacer la vida —que sería volver a jugar mejor el mismo juego—, sino de ubicarse en otro lugar, más sabiamente de lo que nos dictan los cánones de la tristemente célebre cordura. Todos los caminos están trillados: incluso el de la famosa locura, pues se puede jugar a la locura. La vida, cuerda o loca, es siempre una certidumbre absurda. Más allá de la conciencia no hay ninguna estructura —ningún inconsciente “estructurado como un lenguaje”—, no hay nada: hay sencillamente la libertad de escoger otro sistema, otro juego. Podemos tipificar varios modelos de orden, varios juegos: el del Bien y el del Mal, el de la Revolución que se parece y deriva del primero —el del placer—, que es propiamente el lugar del homo ludens, el de la vida y el de la muerte (que se puede reducir al juego de la guerra). El dictador es aquel que nos obliga a todos a jugar el mismo juego. Cabe también otro juego más moderno: el del maldito, que es el sistema de la transgresión, y entronca por ello con el juego del Bien y del Mal.
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Ahora bien, salir de esta certidumbre absurda puede llevarnos a un límite aparente, que es el fracaso, la muerte o la locura. Pero incluso el fracaso es también un juego —el del perdedor—, sin hablar de la muerte o la locura. De esta manera, no se pierde nunca, ni tampoco puede decirse que se triunfa. Y la única cumbre es aquella —sólo alcanzada por Fernando Pessoa— que consiste en jugar a jugar. Puede decirse, pues, que la única tesis que cabe extraer de la biografía de Pessoa es la de que la vida es nada, pero no una nada absoluta, pesimista, como aquella que se deriva de la carencia de ideales, sino una nada maleable y, por consiguiente, vivible y optimista. Es más, es precisamente la existencia de esa nada, contra la certidumbre de cualquier destino, lo que nos permite escapar a la desesperación. ABC, 11 de febrero de 1989, página 109.
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TEMA DE LA MUERTE DEL HÉROE (Reflexiones sobre la Historia)
As a lone ant from a broken ant-hill from the wreckage of Europe, ego scriptor. EZRA POUND
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vida humana es sólo una pesadilla irracional: cuando alguna utopía trata de convertirla en algo racional, el resultado así sólo puede ser 1984 de Georges Orwell. Lo dijo Goya, “el sueño de la razón produce monstruos”, y cuando el Estado trata de manejar la opinión pública como un sistema, como algo distinto de lo que es, una mera epidemia, sólo alcanza a fabricar locura. El prototipo del Estado es así Hitler o Mussolini, dos racionalizaciones o sistematizaciones de la pesadilla normal o habitual. Ello quiere decir que el Estado, si es verdaderamente demócrata, no debe existir, o debe existir lo menos posible. La vida humana no debe transgredir su verdadero carácter ínfimo o banal, y el ser humano no debe alejarse jamás de su carácter de eunuco, que tiene en un antiguo general su modelo y representación más perfecta. Los gigantes, por el contrario, son los que caen y en poco tiempo. Es el tema, no del nacimiento, sino de la muerte del héroe, The murder of Christ, de Wilhelm Reich. “El recién llegado decía que era capaz de extraer la espada de la roca. Todos los habitantes de Zadar palidecieron, al oír la noticia. Al llegar la noche, amparándose en la oscuridad, llegaron hasta su lecho y le ahogaron con la almohada”. Ello quiere decir que la vida humana está sellada: no puede devenir significante, y ha de sobrevivir como nada. De otra manera, violado el tabú, se transforma en algo no pretendido y horrible. El ser humano debe, pues, dormir, y lograr con la ironía sobrellevar su vida de monstruo dormido. El gobernante, modelo de superhombre, A
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debe continuar siendo una ilusión, tal como ocurre con el Rey de Inglaterra, y no un gobernante real. De esa manera la vida no rebasará jamás su insipidez, y no se convertirá en tragedia. Es como el final de Saló, de Pasolini: la banalidad es el único corolario del desastre o de la peor de las tragedias, y tragedia y banalidad se conllevan sin que para nada haya lucha entre ellas o negación de la negación. Así, contra lo que pretendería algún filósofo idealista, la injusticia no violenta ninguna condición humana, sino que todo lo más destruye una felicidad o un bien particular. Y al final de la Historia, repleta de crímenes, puede decirse “aquí no ha pasado nada”. Así como la literatura sólo sirve a la literatura, la causa del héroe es tan sólo la causa de sí mismo o de quienes, al identificarse con él, son también o solamente héroes, y no cuidadanos reales. La Historia, que no ahora, sino siempre, ha estado al borde de su término o de su realización, por obra del héroe o de Alejandro, recae una y otra vez en el tema de la muerte del héroe, y muerta la canción sólo queda el ruido de fondo y la brutal concreción del mercado. Que lo que Böhme llamara “rueda del miedo” sea pavorosa e invivible, no quita que haya un callo que nos acostumbra y nos une a ella. Y “aquí no ha pasado nada”. Así, pues, no hay Historia en el sentido de un progreso lineal, sino sólo una sempiterna alternancia de ascensiones y caídas, tal como en una enfermedad. También el héroe es en ella nada más que un accidente o una enfermedad, tal como incluso se ha llegado a decir de la literatura. Y el destino del héroe, algo así como un niño con dos cabezas, es la muerte, y ello incluso antes de nacer, o antes de su conversión en héroe de la Historia; véase el caso de Edipo. Es más, podríamos decir que la muerte es una de las matrices del concepto de héroe, y esto no sólo en el caso del héroe militar, sino también en el del héroe religioso: Manes o Jesucristo. Así, toda honra es una honra fúnebre. Lo que quiere decir que no hay posibilidad de que aquello que se sobreponga a lo humano logre permanecer fuera o dentro de él, y que por tanto la Historia es incapaz de adelanto o progreso alguno, sino que encuentra su principio y su fin, su posibilidad toda, en lo que hemos llamado el tema de la muerte del héroe. El hacha de la decapitación define así los bordes de la Historia. O, en otras palabras, la Historia es la historia de la muerte de Cristo. ABC, 18 de febrero de 1989, página 113.
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LA POESÍA DE PERE GIMFERRER
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ECUERDO que Ana María Moix me dijo una vez, bromeando acerca de la etimología del nombre de Pere, “esto significa Gin-ferrer, Hijo de herrero”. Y era verdad, porque esto significaba “il miglior fabbro”. En otro tiempo carecía de valor para mí la poesía de Pere Gimferrer en catalán. Me creía yo el único poeta español contemporáneo. Una segunda lectura me ha convencido de que, por el contrario, somos dos los gigantes de la poesía española actual, tal como en otro tiempo ocurrió con Quevedo y Góngora. No creo que haya ningún inconveniente en equiparar a Gimferrer con Góngora, y ello sin ningún menoscabo para los dos. Y con ello no quisiera cometer la misma equivocación de Dámaso Alonso al intentar una traducción de Góngora al castellano, pues no creo que haya ninguna posible traducción de Góngora, cuyo lenguaje rebasó los límites de cualquier idioma, y se separó de cualquier referente, tal como recientemente el de Lezama Lima. Pero creo en cambio que para Gimferrer sí cabe una traducción: aquí el referente de la poesía, como ocurre en Mallarmé, es la poesía misma, la Belleza deviene concepto. No se trata aquí, pues, como en Raimbaut d’Aurenga, de un trobar ric, sino de un trobar clus, una poesía en clave lo mismo que la de Mallarmé. Lo que quiere decir que la llave aquí no es el simple culto a la Belleza, sino lo que hoy se llama escritura, esto es, un arte transformado en pensamiento. Es así que Gimferrer sigue fiel a la primera fase de su poética, en la que escribiera para siempre: “Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos”, siendo el mar aquí alusivo a la belleza, y por tanto un referente de la poesía misma.
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Por lo que se refiere a mi persona, podría equiparme, no siendo Quevedo de mi predilección, con su contemporáneo don Gabriel Bocángel y Unzueta, que escribió versos tan magníficos como “y bebe sed de vaso que no bebe” y que fue discípulo de la Belleza. Creo que Gimferrer y yo somos la única poesía válida de este país, siendo todos los demás poetas paradigmas de lo que Mallarmé llamara la “palabra vacía”. Es inútil que, como es de esperar, aquéllos protesten; el vacío sólo contestará a sus voces, el vacío, la dignidad del vacío, su palabra en el viento. ABC, 4 de marzo de 1989, página 105.
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ACERCA DEL “YO” Y DEL “OTRO”
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sea la noción de sentido, es muy fácil de dilucidar en filosofía, pero todos se preguntan cuál sea el sentido de la vida. Ahora bien, el sentido de la vida es el otro, aquel al que el cristianismo llamara prójimo, y el misterio de esa cercanía es todo el misterio de la vida. Es por eso que Lacan decía que el inconsciente era el discurso del otro, con una gran A. Éste, el otro, es el famoso sello de la carta robada, del que tantas veces hablara Lacan con una palabra cuya riqueza era el velo de la secreta pobreza de la vida. Porque no hay otro secreto que la luz. Y la luz no es nuestra. Por lo que un hombre acaba de mendigo, de borracho o de monstruo, es por la luz. Y la luz no es nuestra. La luz es lo que esconde ese misterioso velo que nos hace creer que estamos solos. Y ese misterioso velo es la hipocresía, que se ha convertido en un vicio, en una mirada mórbida, cuya enunciación en el plano ideológico es la Psiquiatría. Así como la locura no da fe de otra cosa que de la verdad. Una verdad que es único enigma de lo inconsciente. Ahora bien, como la verdad es de todos sabida, la única respuesta y la única fidelidad a ella es la lucha, y no cualquier género de ciencia, aunque se llame con el nombre mítico de Psiquiatría. Una lucha a la que hasta ahora faltaba tan sólo el nombre y la palabra de la Verdad. Ésta era la tan esperada revolución ética, para la cual el marxismo es tan sólo una máscara, un ideal caído. UÉ
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Porque nuestra revolución es aquello que surge tan sólo de la verdad de un hombre caído. Ya que, como decía la alquimia, “allá donde muere un hombre, las águilas se reúnen”. Significando que es en la pesadumbre del “yo” y en su muerte donde nace a la vida la escondida verdad. La escondida verdad cuyo único misterio procedía de estar detrás de la máscara. Y de hablar, como el fracaso y la muerte, en contra de la máscara. Porque el fracaso y la muerte recompensan, como decía Lacan, “nuestro voto más secreto”, y nos premian ellos tan sólo de habernos negado a ser. Siendo así que entre la vida y la muerte se sitúan el “yo” y su pérdida. “Yo” que es todo lo contrario de ese término banal con el cual designamos a la persona o “máscara”. El “yo” designa, por el contrario, esa irrealidad que nombra tan sólo la catástrofe de la locura. Y esto por cuanto la vida no es otra cosa que la renuncia a uno mismo. El inconsciente, lo mismo que los actos fallidos, da una dolorosa fe de esa pérdida, de la que apenas nos salvan los sueños. Y es por todo ello que tan sólo en la muerte nos esperamos, como si fuera el único posible espejo. ABC, 11 de marzo de 1989, página 112.
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PSICOANÁLISIS Y PARAPSICOLOGÍA
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AY un defecto radical en el psicoanálisis, y éste es la interpretación. El psicoanálisis es una metafísica de la interpretación. Para poder efectuarla, aquél inventa una categoría ideal llamada inconsciente, en virtud de la cual todos los fenómenos psicológicos pueden ser conocidos. Por otra parte, diferencia los fenómenos parapsicológicos y el inconsciente, equivocándose aún más. Por cuanto lo que el inconsciente supone en realidad es la existencia de una conciencia heterogénea asumible por completo a los fenómenos paranormales. Aquí, al parecer, todo el asunto se reduce, contra todo código lingüístico, a formas de la percepción: el hecho de que tanto la Psiquiatría como el Psicoanálisis hablen con el loco, pero no lo perciban, nos hace insistir aún más en esto. Por el contrario, el mundo de las drogas nos afirma mucho más que el psicoanálisis en estas puertas de la percepción. Al mismo tiempo, como ya dijimos en otro artículo, la presencia de estas substancias que producen alteraciones en la conciencia modificables y, frecuentemente al menos, reversibles, nos hace concebir una esperanza en lo relativo al mundo de la locura. Ahora bien, todo parece indicar, al menos si creemos en la existencia congénita del inconsciente, que estas alucinaciones existen de manera natural. Y como Freud sospechó, todo el misterio late en la llamada “amnesia infantil”, en el enigma de la infancia. Allí se da esta corporeidad total que buscaban los tántricos, y que reencuentran secretamente las drogas. Cabría demostrar esto si analizáramos convenientemente a los niños de corta edad, tal como aún no ha hecho la moderna pediatría. Pero bástenos por ahora hablar de la alucinación de los
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Reyes Magos, que éstos tienen frecuentemente. Es más, el hecho del sueño, al menos en su periodicidad, es un fenómeno adulto. Los niños, como los locos, sueñan frecuentemente despiertos. Es por eso que el loco vuelve a la infancia en esa antigua manera de describir la esquizofrenia que se llamó Dementia Praecox, demencia traviesa. Ahora bien, la existencia del inconsciente infantil en el adulto ha de suponer en él un corte anatómico. Éste consiste en la pérdida de la visión binocular, la escisión entre ojo izquierdo y ojo derecho, que corresponde a la partición de los dos hemisferios cerebrales. Por otra parte, esta escisión continúa por todo el cuerpo: mano izquierda, mano derecha… Pero la llave son los ojos. Y es con esta sucinta brevedad con la que se termina la tan infatigable como inútil psicoanalítica. El Psicoanálisis debe ser, para superar tal escisión, y rompiendo con el “yo”, una transformación alquímica del ser humano. ABC, 18 de marzo de 1989, página 114.
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POR QUÉ ARDEN LAS ESTRELLAS FIJAS
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ciencia positiva no tiene espacio para Dios. O, lo que es lo mismo, no tiene espacio para cualquier conocimiento heterogéneo, al que contesta con la burla o con el desprecio. Porque Dios no es un ente homogéneo, es por el contrario una paradoja o un abismo. Dicho sea esto para permitirnos hablar del Sol. Ya las civilizaciones antiguas —por ejemplo, la egipcia— adoraron a éste como un dios, y en el culto del sol —como afirma Freud en Moisés y la religión monoteísta— está la cuna del monoteísmo. Ahora bien, necesitaremos explicarnos esto científicamente: aquí la pregunta es ¿qué hace arder las estrellas fijas? Nosotros contestaremos, siguiendo la opinión de Asimov, con la hipótesis de un Antiuniverso. De otro Universo, o mejor, de otro Espacio con presente en éste, si bien disimétricamente. Lo que nos remite a la geometría no euclidiana, que legitima nuestra creencia en la posibilidad de que dos líneas paralelas se junten en el infinito, contradiciendo al tristemente célebre quinto postulado de Euclides, que afirmaba lo contrario. Es más, la geometría no euclidiana nos permite concebir el Antiuniverso asimoviano como otro Espacio, otro tipo de Espacio diferente de éste. Ahora bien, ese otro Espacio o Universo, al no ser material, es energía en estado puro y, por lo tanto, fuego puro: he aquí pues lo que hace arder las estrellas fijas. Del mismo modo, para Einstein el límite de este Universo era la luz, o, lo que es lo mismo, el tiempo, pues siendo el otro Universo energía en estado puro es simplemente tensión, o, lo que es lo mismo, tiempo. A
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Ahora bien, este otro Espacio o Universo es subjetivo, lo que nos acerca tanto como nos aleja de la idea de Dios, pues este Universo subjetivo, a diferencia de Dios, ni es personal ni es nadie, es tan sólo, como decía Basílides, “la nada o lo que es menos que nada”: algo semejante por tanto a la antimateria, que es lo que sugiere también la idea de otro Universo o de otra dimensión ubicada del lado de acá de la realidad. Y es que como decía Pascal: “Dios es un círculo cuya circunferencia está en todas partes y cuyo centro es ninguno.” Con todo ello no quiero decir que Dios es el Sol: he querido solamente explicar la vieja creencia gnóstica del hipercosmos, o el cielo de las estrellas fijas, como siendo una paradoja más de nuestro recorrido mental. Ni tampoco quiero obligar a cualquier banal idolatría, pues Dios, al menos Éste, no necesita que lo adoren, es tan sólo un niño que juega a construir y destruir Universos, como decía Heráclito: “El tiempo es un niño que juega a construir y destruir Universos. El reino es de un niño”. Y allí estará también la castañera. ABC, 1 de abril de 1989, página 109.
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NIJINSKY Y ARTAUD (La otra vivencia)
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ODA experiencia es válida: lo que quiere decir que no hay más que un único tipo de experiencia. Lo que se llama la experiencia de la locura podría marcar su diferencia sólo en el nivel social como el efecto de una determinada marginación, que hace, por un singular reconocimiento hegeliano, del loco un chalado. Se trata de una experiencia humillante, ridícula, por cuanto, aparentemente, carente de sentido, un sentido sin circulación social. En ese instante la locura podría compararse con toda experiencia nefasta, llámese ruina, depresión o desastre; una experiencia a evitar, pues, un tabú. Como el tabú de la intangibilidad de los muertos construye la religión y el Más Allá cristiano, el tabú de la locura construye la Psiquiatría, o más bien la Psiquiatría está fundada sobre el tabú de la locura, que no explica, sino más bien deniega o ridiculiza, ciertas vivencias. Ahora bien, la locura puede no sólo repugnar o hacer esbozar una sonrisa triste como en el caso de Artaud, sino que puede atraer y ser venerada, como es el caso de Nijinsky. Ese fenómeno remite a lo que la locura tiene de más allá de la vida, de más vida. Es así que la locura de Nijinsky es bella, mientras la locura de Artaud es fea. Mientras en la locura de Artaud hay Dios y penitencia, es decir, disciplina inglesa, por el contrario, en la locura de Nijinsky el ave alquímica ha sido destilada sabiamente. Así, mientras en el Diario de Nijinsky se puede leer frases tan bellas (“No me gustan los aviones porque asustan a los pájaros. Pero no me importaría volar en una región en donde no hubiera pájaros”), en las páginas de las Cartas de Rodez, por el contrario, se maldice torpemente a los hombres. Así se ve que el monstruo puede ser Quasimodo o un dios, siendo Quasimodo
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la media normal en lo que se refiere a la aceptación social de la locura. Hitler representa la síntesis de ambas conductas: se le veneró y se le rechaza: pero tanto en un caso como en otro se trata de la misma experiencia: como diría Jung, una experiencia numinosa. ABC, 15 de abril de 1989, página 108.
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LA IDEA COMO ESENCIA TRÁGICA (Una reflexión sobre el destino)
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ENTRO de la sociedad actual, creo que sólo el marxismo y el cristianismo tiene vivencia eidética. A falta de ello, las dictaduras imponen un signo, llámese fascista o comunista. A falta de ello, en la vida cotidiana normal se produce una errancia de la idea, una falta de consistencia del concepto. Ahora bien, es esta palabra vacía la que produce la subsistencia del pensar. La palabra vacía es un hueco, una pausa sin la cual el lenguaje no existiría, del mismo modo que el placer se añade al dolor para posibilitarse. Y la palabra vacía existe por cuanto la idea tiene un carácter sacrificial. Y no sólo la idea, la conciencia tiene un carácter doloroso, y a ello son debidos los progresos de la inconsciencia. Así la idea flota como adorno de ese vacío de sentido al que llamamos realidad. Una realidad de la que no se habla, de la que es tabú hablar y sacar a la luz, y ello por cuanto es un código basado en la hipocresía, en lo inefable. El espectáculo es tan sólo lo que dibuja la realidad convertida en idea. Pero el asesinato convierte también la realidad en idea, la vida en acontecimiento. Y un acontecimiento es un suceso en el cual puede decirse que ha ocurrido algo. La Filosofía es una apuesta con la vida, que consiste no en hallar su sentido, sino en darle uno que aquélla no tiene. Ahora bien, decir que la vida no tiene ningún sentido no es una enunciación Metafísica, por cuanto es hablar de la muerte en vida de la metafísica. Así, si la locura molesta es sobre todo por ese rasgo suyo definido por Jaspers, que lo tituló pansignificación, esto es, por cuanto la inda-
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gación del delirio por muy loca que sea puede arrojar alguna luz sobre las tinieblas de la vida, de algo que se quiere oscuro. La lección que tiene que dar la magia, el inconsciente antes de Freud, al Psicoanálisis, es que la locura puede ser manejada con sólo atrevernos —audere, como dice en el tetragrama mágico—, aunque sólo sea por lo menos a pensarlo. Y si el Psicoanálisis tiene alguna función en la actualidad es la de acabar con el tabú del ocultismo, como cuando Freud le dijo al oído a Jung —ya cerca de los ojos la Estatua de la Libertad—: “No saben que les traemos la peste”. Pudiéramos temer que hubiese añadido un billete de regreso en primera clase. Si Freud no ahondó en este campo, ello fue sólo por temor a ser tomado poco en serio. Pero obviamente, si el inconsciente existe actuó antes del siglo XIX, y Freud no fue su descubridor. Freud fue sólo el reivindicador de la mentalidad prelógica en pleno siglo XX. Ahora bien, el Psicoanálisis es una represión del otro hombre, en tanto que opera por principio una Verneinung entre éste y aquél. Lo mismo la Antropología, que efectúa la misma censura; la misma, podríamos decir nunca más justamente, que sacrílega escisión entre dos conciencias. Porque el espíritu llama al espíritu, y es por ello que no hay conciencia separada o dividida. Es así que vuelve. Pero no se retorna con ello al mismo parecido estado del que nos fuimos. Se vuelve transformado, convertido en el señor de sí mismo, en Fausto, en aquel que puede decir que ha hecho de su locura una obra de arte, y que se ha ubicado en la coronación del saber, en la terminación del hombre. Y es por ello que los alquimistas decían: “Notre Pierre est couverte de fiente et d'excréments”. Y también: In stercore invenitur, porque es en el estiércol de la locura donde se encuentra el único oro filosofal. ABC, 6 de mayo de 1989, página 112.
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EL GOLEM
¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres. JAMES JOYCE
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ICEN que cada veinte años, en el ghetto judío de Praga aparece un hombre que es todos los hombres; dicen que cada veinte años se tiene miedo de ver a un hombre. Ni el olvido esconde su figura y en las noches se oye a una voz decir: Notre Roy, dont les pieds sont rouges et dont les yeux sont noirs, neit entre des montagnes couvertes d’arbres…, mientras alguien hojea libros de alquimia con los restos de su voz: y el libro se mueve solo, a inspiración del silencio. Por la mañana, en el jardín donde aún muere, se escucha a los pájaros decir su nombre: y el agua cae y lo borra. Porque este hombre tuvo alguna vez un nombre, y fue un pie sobre la tierra, pero ya no lo tiene. Su vida imita a la muerte, que conserva apresado su nombre. Y la muerte lo envidia, porque es más bello que ella, y se parece más que ella a la muerte. Sus amigos son recuerdos de una pesadilla y voces de la locura. Por el contrario, para los hombres, la mujer y la bebida son emblemas de la vida. Pero al Golem una voz le dice suavemente: “No sueñes”. La mujer y la bebida son afirmaciones del “yo”, y tú ya no las necesitas por cuanto eres tú mismo. La vida se posa a tus pies como un pája-
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ro muerto. Cuando anochece y te duermes, con dificultad porque estás demasiado despierto, se oyen cánticos de iglesia, porque la voz de la iglesia es la voz de la muerte. Tu vida es aún la inexplicable penúltima: para ti, que has rozado la última letra. Para ti, que has soñado con la última letra y que dedicaste a ella toda tu empresa poética. Que lo sacrificaste todo por ser un hombre cierto: y he aquí que un hombre cierto es un fantasma. Un hombre que aparece cada veinte años, en el ghetto judío de Praga, para recordar a los hombres que hay algo peor que el sueño y que la cesación del sueño, y que ese algo peor se llama consciencia. Consciencia, sí, muerte y nada de la vida. Porque si la muerte es sueño, este estado no se parece tampoco a ella: ni al Paraíso, ni al Infierno, ni al Limbo, sino tan sólo a la nada, a la amistosa nada que niega y se ríe de mis recuerdos. Porque los hombres comentan aún mi existencia como si la de ellos fuera, pero aparece un reflejo de miedo en sus ojos cuando intuyen que vivo, que existo en medio de espectros, de hombres que sueñan y sueñan más y más, y no despiertan nunca, ni en la muerte. Yo soy un Lamed Wufnik, yo soy aquel que posibilita la vida, y sobre mí descansa el peso del mundo. ABC, 13 de mayo de 1989, página 117.
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PARA UN SEMINARIO SOBRE JACQUES LACAN
A mis amigos de la Universidad de Zorroaga
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AL parece, por el vacío ideológico de la vida cotidiana, que el hombre es un residuo demasiado pobre para ser objeto de la Filosofía. El hombre filosófico no es el hombre real, ni creo que pueda hablarse en el nivel de la vida real de algo así como la conciencia. La conciencia, como intentó demostrar Lacan lo mismo que Freud en su última conferencia, la conciencia, el “yo”, son partes de lo inconsciente. Esta teoría del “yo” como inconsciente es la teoría lacaniana del sujet, que equivale para él al ser humano normal, como una figura más de lo imaginario. Y la conciencia de este ser humano normal no tiene nada que ver con la conciencia filosófica, por cuanto esta conciencia sueña, y el ser humano abstracto, sin lo que en la jerga de la droga se llama viaje, es una utopía, un sueño de la razón: el ser humano abstracto no existe. Esto sin hablar de la lucha entre conciencias, que no es una lucha por la palabra, como creyera Hegel, sino una lucha cotidiana por hacer vivir al otro nuestro sueño, tal como soñara el infierno Jean Paul Sartre en Huis clos. El ser humano, pues, no ha sido descrito correctamente en toda su barbarie. El desprecio filosófico por la opinión o por el entendimiento, como no siendo figuras de la razón, prueban esta trágica méconnaissance. He aquí por qué la importancia del Psicoanálisis, que comprueba al ser humano en toda su miseria objetiva. Y he aquí por qué el Psicoanálisis es una apuesta con la razón, y por qué, como decía Lacan, el descubrimiento freudiano pone en tela de juicio la Verdad. El descubrimiento freudiano, en cuanto que está basado, al decir de Foucault, lo mismo que el de Marx y el de Nietzsche, en la interpretación, ubican en la Filosofía una escisión del signo.
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A esta escisión del signo Lacan la llamó, inspirándose en Saussure, la escisión entre el significante y el significado. Y es en ese clivage en el que puede producirse la locura, más, sin embargo, como pérdida de la diferencia que como incisión en ella. Porque para la locura sólo hay un signo, llámese Dios o Diablo. Toda la diferencia entre el sueño diurno del llamado normal o sujet y el loco estriba en que el primero quiere parecerse a alguien, mientras que el loco quiere ser ese alguien. Esto es lo que llama Lacan “ser y tener el falo”. No obstante, la figura de Napoleón nos enseña que también se puede ser el falo, por mucho que la experiencia del sujeto absoluto roce o entronque con la locura. Y es que no hay sujeto posible, por muy absoluto que éste fuera, sin el otro, aunque este otro sea tan sólo un sueño, sea sólo l’Autre imaginaire. Ese Autre imaginaire es el que encuentra, lo mismo que el borracho cuando sueña con amigos, lo mismo que el abstemio cuando sueña con que la mujer es suya. El otro real, si creemos a Jesucristo, es tan sólo una figura de la utopía. Para el cristianismo, el otro es tan sólo una figura ideal, el mito de un hombre, y así las situaciones que aquél inventa se parecen en el mejor de los casos a lo que quiso hacer del hombre el auto sacramental. Tal parece que para el cristianismo sólo nos encontramos con el otro en la muerte, y sea ella nuestro único saludo. Por el contrario, el camarada es una figura más próxima a la realidad del otro, si bien todavía aquél conserva la figura utópica de un ser bueno, por cuanto adicto a la causa. Y la causa aquí también es la muerte, sede del comunismo, y fin de la utopía historicista. Así, parece que sólo en la batalla se hacen los verdaderos amigos. Y la presencia del enemigo nos reafirma en nuestra camaradería al mismo tiempo que nos aleja del utopos de una Humanidad reconciliada, que es el verdadero sueño revolucionario. Porque si me falta un solo hombre, como el hombre tiene una dimensión universal, me falto aun yo a mí mismo. Ahora bien, el hombres es, como decía Spinoza, una pasión vil. Y es preciso aceptarlo en toda su vileza, si queremos al menos comprenderlo. Porque la miseria del hombre es más bien miseria de la idea, miseria del espíritu, en nada bienaventurada, que miseria de bienes o miseria objetiva. No es un mecanismo abstracto, por lo demás, llama-
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do capitalismo, el que nos empuja a la miseria y a la ruina, sino la luz, y la luz proviene del otro, que es el único secreto de toda nuestra vida, el único misterio y el único inconsciente; como dijera Jacques Lacan, “l’inconscient c’est le discours de l’Autre”: la fuente de nuestro misterio es una enajenación. Y la vuelta a la vida no está en una metafísica del Sí Mismo, como en Freud o en Jung, y tampoco en una metafísica del otro, como ocurría en el cristianismo, sino en una teoría de los juegos y del intercambio de roles: he aquí la única verdadera reinserción social. Pero a falta del otro, del prójimo, si es verdad que aquél está realmente cercano, estamos perdidos en las tinieblas del hombre. ABC, 20 de mayo de 1989, página 114.
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ACERCA DEL VALOR SOCIAL
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L valor del falo lacaniano equivalía a la potencia del “yo”. Esto es, era una sublimación del falo freudiano, que equivalía meramente a la potencia sexual. Ahora bien, nuestra inscripción en el falo lacaniano es para decir que no se trata tampoco de una potencia absoluta, ni siquiera de una potencia sexual, sino de una potencia social. El falo es para nosotros un valor social, una inscripción, no en el tejido psíquico, sino en el tejido microsocial, y allí el valor fálico tiene un sentido no sólo absoluto, sino de lo más relativo. Allí tiene valor fálico por ejemplo el que escribe y publica, el que más mujeres tiene, como sucede en la tribu, o el que ha triunfado y ha matado. Se ve así que tal valor fálico tiene, salvo en el caso del que escribe, un sentido de lo más primitivo, prueba, lo mismo que la existencia de grupúsculos microsociales, de que la sociedad no ha sabido salir de su estado tribal. El espectáculo, todo lo más, organiza esta miseria. Ahora bien, luchar contra el Estado significa volver al estadio tribal. Pero volver civilizadamente, lo que no significa ordenadamente. Significa pasar por las comunas psicoanalíticas para escapar del estado tribal primitivo en que existen dos términos: o el individuo dotado de valor fálico, o el sujeto desprovisto de él y reducido a la triste condición de colgao o sodomizado. El moderno estado tribal no priva de cierto placer masoquista. El alcohólico oscila entre ambos valores tribales, el fálico o positivo, y el negativo o del castrado, que es el que hemos atribuido al colgao y al sodomizado. Pero en cualquier caso no se trata de una lucha positiva entre ganadores y perdedores. Se trata de una lucha mucho más sórdida, en la que lo que cuenta es tener o no tener valor social. Que el dinero sea uno de
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esos valores fálicos no quita que la lucha se produzca entre conciencias, no entre capitales abstractos, o entre poderes gnoseológicos, poderes dotados de razón. Todo lo contrario, la lucha es irracional y el capitalismo no existe, o al menos no es una entidad dotada de razón. Y el capitalismo es una sociedad sin código, y todo ataque contra ella que no pase por la compresión del ser tribal no llegará nunca más que al estadio de la dictadura. La Revolución no ha de volver a Marx, sino a la Antropología, y comprender lo irracional que ha escapado siempre a la Historia, que se sitúa, más que a su fin, a su lado o en su contra, como la Antihistoria, fuente de epilepsias y de convulsiones, más que de revoluciones. El hombre, y la Historia, son construcciones ficticias, entidades mitológicas. ABC, 17 de junio de 1989, página 124.
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VIGENCIA DEL PSICOANÁLISIS
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A obra de Freud tiene actualmente sólo la validez de haber sido él el primero en sostener la racionalidad de la locura. Si el diagnóstico psiquiátrico tiene la función de invalidar una experiencia, el trabajo freudiano quiere saber más: saber, y saber realmente, en lugar de descansar la investigación en lo que Michel Foucault llamara “nosogramas”, tales como la paranoia o la esquizofrenia. Es así que si la obra de Freud tiene alguna validez actual es por cuanto aquélla no pretende sino iniciar una indagación. Eso, al menos, queda patente en los fragmentarios trabajos de Freud sobre la psicosis, que son únicamente tres: “El Hombre de los Lobos”, “El Hombre de las Ratas” y las Memorias de un enfermo de nervios, de Schreber. Por otra parte, Freud, con ensayos tales como El porvenir de una ilusión y El malestar en la cultura, intenta fundar una nueva antropología en la que sucumbe el mito del hombre abstracto, del hombre civilizado y único, lo mismo que la leyenda de la conciencia filosófica. Es así que el descubrimiento freudiano del inconsciente pone en tela de juicio, lo mismo que la obra nietzscheana, el sentido de toda la cultura. Al parecer, si atendemos a Freud, hay dos culturas, dos hombres y dos sentidos. Para Freud, lo mismo la Cultura que la Historia son obras de la represión. Y hay otro saber fuera del saber supuesto, del siniestro sujet supposé savoir. Como decía Jacques Lacan: “Primero, que haya psicoanalistas”, como insinuando que el saber freudiano no sólo no está terminado sino que, ni siquiera, comenzado. Freud, lo mismo que la Filosofía ignora la socialidad del sentido, ignora la socialidad del sexo, que no es, ni mucho menos, una inmediatez corporal ni biológica, sino un rapport
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entre dos individuos, un rapport, por tanto, en el que el alma incide sobre el cuerpo. Es así que el sexo no es el límite último del saber humano, sino tan sólo deseo del otro. Esto es patente, por ejemplo, en el masoquismo, que sublima y vuelve placenteras unas relaciones humanas desastrosas. Nada que ver con el instinto, suponiendo que éste se halle en el pretendido “animal-máquina” cartesiano, con lo que tampoco hablamos aquí del alma, sino de algo mucho más misterioso. Algo cuya evidencia es, precisamente, su misterio, y que es efecto de una ocultación social: de una prohibición social que sólo tiene a la locura por testigo. Y esta prohibición es la prohibición de la subjetividad, que en el capitalismo no se nombra sino como una cosa que ha sido desprovista de sus signos. La barbarie del capitalismo nace, así, de la ausencia del hecho ético o, lo que es lo mismo, del hecho social. El Psicoanálisis, por el contrario, tiene por función hablar de lo inefable y ubicar en alguna cara del signo el hecho de la locura. Su fracaso es la noción del “aparato psíquico” que olvida una causalidad más humana tal como, por ejemplo, lo que hoy la moderna Antipsiquiatría llama el límite de tolerancia del sujeto, clave de la locura lo mismo que del suicidio. Es así que el apodo de “sonado” tiene más validez que todo el arsenal psiquiátrico o psicoanalítico: se trata, aquí, de una psique objetiva de cuya existencia es imposible dudar. Y éste es otro lugar en donde Freud aún resulta válido, pues su noción de “libido” es, igualmente, la de una psique material u objetiva. Y, si se prueba la existencia del alma lo mismo que la de Dios eso pone en cuestión la injusticia del orden actual, por cuanto, de esa manera, no se pecaría contra un ser abstracto, sino contra un hombre presente, al que la idea del Más Allá no hace distante o invisible. Es así, lo mismo que cuando la herejía ubica a Dios en el más acá: en el mundo, que el descubrimiento freudiano pone en tela de juicio la validez del orden actual. Así, el Psicoanálisis actual cree que detrás de una amistad hay una pulsión homosexual, olvidando que detrás de la homosexualidad hay, a veces, un masoquismo nacido de fuentes sociales. Tal y como ocurre en la locura que, desde luego, no nos viene del cielo, sino de los hombres, y
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de esa comunicación misteriosa a la que, todo lo más, Giovanni Jervis se atrevía a llamar “visione mentale”, y el vulgo, la vista o el espejo. Éste es el tristemente célebre sello de la carta robada que llevamos, sin saberlo, en la mano. ABC, 23 de septiembre de 1989, “ABC Literario”, página XIII.
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DOS TÓPICOS: LA VIDA Y EL HOMBRE
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A sola idea de salud mental designa un modelo arbitrario de psiquismo, como si ser hombre fuera un deber, un ejemplo a seguir o una utopía. En el origen de la moral, en el tabú está un dispositivo muy semejante al que construye la llamada Psiquiatría: se trata allí en efecto de prescribir un género de hombre prohibido, el hombre que no tendría “yo”, el hombre ilimitado y no sujeto a ningún modelo de orden: esto es, el hombre animal. Son tabúes, por ejemplo, orinar a tal hora en casa del vecino, etcétera, que consisten en prescribir esa indiferencia ligada al cuerpo y a lo animal. Así hasta llegar a la noción de “hombre”, que es un poco como la noción cartesiana del animal-máquina. Por el contrario, el loco, el primitivo y el niño tienen la virtud de sacarnos de nuestras casillas. Casillas en donde sólo se hospeda al semejante y no hay ningún perdón para la diferencia. Es así que el hombre es el único animal no entero de la llamada Creación. La Historia, de no ser así, no existiría, por cuanto todo su progreso está movido por el displacer, el dolor está así en la matriz de los mejores descubrimientos. La empresa cultural (la escuela, la universidad) es tan sólo una tarea de la represión. La represión de un medio hombre al que sólo el psicoanálisis concede sus derechos. Un psicoanálisis que tiene en común con la locura, por ejemplo, en la llamada pansignificación, la pregunta por el ser.
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Una indagación que, por ejemplo, en el endliche, no tiene ningún fin, por cuanto ese fin sólo podría ser una certidumbre muy parecida a la imbecilidad. Por el contrario, no hay sino pensar y volver a pensar, como en un adagio alquímico en donde se repite seis veces la palabra leer… y releer. Es así que la Verdad no existe, sino tan sólo el sentido como algo que toca a las palabras sin quedar preso en ninguna de ellas. Si Dios fuera la Verdad, no podríamos sino imaginarlo muerto. La vida no es ningún modelo de orden cerrado, y es esa infinitud del sentido lo que garantiza su banalidad. Porque un sentido lleva a otro, pero nunca a la Verdad, que se posterga como un suicidio prometido al hada. Y, a pesar de la Filosofía, bien poco es lo que sabe el hombre del hombre. ABC, 7 de octubre de 1989, página 115.
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AL PIE DE LA HORCA
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I junto al último artículo mío una imagen de la muerte. Sorprendente aparición de la Verdad al lado de un texto sintácticamente mal hilado. El caso es que me salen las heces cuasi verdosas después de casi un mes de ingerir veneno en las comidas. El arroz envenado con cera; el agua, con bromuro; el pollo, con estricnina; la Pepsi Cola, con matarratas: éste es más o menos el “dibujo de la muerte”. Si no lo he escrito hasta ahora ha sido por temor a no ser creído. Un manicomio, en efecto, es un lugar ideal para no ser creído. A veces no sé, incluso, si es verdad mi cuerpo. A todo esto, los autores de la pena de muerte, los locutores de la radio y de la televisión, que, al parecer, tampoco me habían leído, hablan y hablan delante de unos peligrosos don nadie. Los epítetos que se me dirigen son perro y pedo. Al parecer, es la palabra “loco” la que garantiza tanta injusticia. Todos están seguros diciéndose entre sí: “este hombre no habla”. A todo esto, mis amigos tampoco lo hacen, habiendo podido intervenir. Por lo demás, en un más que necesario “Juicio Final”, comme on dit, se piensa que estoy loco: incapacitado ilegalmente por parte de tres psiquiatras a los que no había visto. Ni siquiera la incapacitación está firmada por mí. Y se piensa que no hay testigos: cómo va a testificar Peter Pan, Campanilla o Napoleón Bonaparte, por más que yo diga que esas identificaciones son la metáfora de un “yo” que no existe en la especia humana. Pero en cualquier caso, en el famoso juicio falta, al parecer, el móvil. El móvil es ni más ni menos el hombre que sabía demasiado.
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Sobre tráfico de drogas, sobre millones que vuelan, sobre golpes de Estado y sobre la CIA. Por muy increíble que les parezca. Porque un loco es el sujeto ideal para morir sin tumba. Se dice, en efecto, del llamado loco, que no tiene la razón. Lo que no se sabe es que aquélla se le deniega sistemáticamente. Eso es lo que se llama “colgar” y ésa es la matriz de la locura y del tristemente célebre “colgao”. Esto es que, como decía Laing, el “viaje” esquizofrénico se produce en una situación social de jaque mate. Perecemos en medio de los hombres y por los hombres. No por el cielo. ABC, 21 de octubre de 1989, página 138.
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DIOS Y LA ESQUIZOFRENIA
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A idea de Dios, a no ser que se halle en forma de hábito mental, es de naturaleza heterogénea. Y lo que se considera “esquizofrenia” no es otra cosa que esa extrañeza, esa radical heterogeneidad a la que en tiempos se llamó Dios. Que las ideas religiosas sirven para explicar o dar forma a esa “inquietante extrañeza” que es la locura lo descubrió Jung. Pero la forclusión de la idea religiosa es tan fuerte que tal descubrimiento fue vano: como dice Charles Baudouin, la represión del junguiano es más poderosa que la del freudiano. La autoría de tal represión es antigua: data del siglo XV, el Renacimiento, fecha del ascenso al poder de la burguesía: la burguesía inventó el ateísmo para permitirse proscribir así el derecho divino de la nobleza medieval. Las consecuencias del tal hecho político en lo referente a la luz son de lo más desastrosas. No ya proscribiendo, sino como diría Lacan forcluyendo, esto es, excluyendo definitivamente del campo del lenguaje a la ética, la burguesía inventa el caos y la salvaje represión capitalista. Y he dicho forcluyendo por cuando la categoría ética, lo mismo que la categoría religiosa, es objeto en el capitalismo de una represión más sutil y psicológica de lo que podría ser la mera persecución política: es objeto de irrisión y marginación, y ello hasta unos lindes que, no me extraña, acerquen la experiencia religiosa hasta los bordes de la locura. Por otra parte, la Psiquiatría, en parte resultado de esta situación metapolítica, se encarga de reprimir y perseguir la experiencia mística y paranormal, pues no otra cosa es el loco que un iluminado. Por otra parte, la burguesía prohíbe determinados estados sin identidad que se enfrentan con su odiosa estructuración social del aislamiento.
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Es por ello que, como dijera Deleuze, el esquizofrénico es el límite del capitalismo, su proletario y su ángel exterminador. ABC, 28 de octubre de 1989, página 113.
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CAMINO DE LA VOZ
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L laberinto de la voz puede tener como único premio la aridez, al menos así pensaba Mallarmé, y lo mismo aquel poema de Jesús Munárriz que nos dice: “el abismo conduce al centro” . Otro destino posible es la locura, Hölderlin: “lejanas cimas, vívida ceguera”; de quien mi amigo Jesús se confiesa admirador. Pero, en cualquier caso, al otro lado de la palabra, la vida nos sirve como torpe contrapunto, para, lo mismo que la poesía norteamericana moderna —hasta llegar a Charles Olson—, ilustrar la poesía. Así en el poema “Espacios incruentos” en que se habla de amor. “Con tus labios, pero sin moverlos, si quieres, nos amaremos” objetaba, según creo, Mallarmé. Sin embargo, la pereza de la palabra y su saliva nos mueve hasta a nosotros a querer. A querer a un hombre que aún reconoce mi valía a pesar de la calle más salvaje, a la que yo, en mi lenguaje críptico, llamaba “selva”: “esta selva selvaggia e aspra e forte”, como dijera el mismísimo Dante. Un laberinto cuya luz ahora recobro, como cierta animalidad de lo humano que me gustó siempre recrear, y que puede al parecer ser llevadera incluso para ángeles incorpóreos como yo y Hölderlin, que vivieron y murieron sólo de la poesía y… de Diotima. Por el contrario, al otro lado de la desesperación —del “eje del espanto” del que también nos habla Munárriz— está la luz como hecha de pequeños sollozos, como si él y yo fuéramos una mujer. Nosotros, la generación llamada del 70, que podríamos llamarnos la generación del desprecio, tenemos mucho que aprender de este pequeño libro.
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Esto, y un profundo apretón de manos, valgan para sellar esta nueva amistad. ABC, 16 de diciembre de 1989, página 129.
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DEL DIFÍCIL PROBLEMA DE ESTAR SOLO
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A para Hegel el deseo del hombre era “deseo de un deseo”. Lo repitió Lacan: “Le désir de l’homme c’est le désir de l’Autre”, como aquél escribió, con una mayúscula que nos reenviaba a Dios, a “le Nom du Père”. Y siguiendo con Lacan, si el hombre se crea no por algún mítico Edipo, según éste, posterior, sino por lo que aquél llamaba y consideraba anterior a él, es decir, el “estadio del espejo”, que es la apropiación de nuestro cuerpo por un “intercambio de miradas”, la soledad es siempre mítica y anterior al hombre. Que la incomunicación vuelve loco, lo sabe cualquier carcelero. Sin embargo, hasta en la celda más sola no dejo de pensar en ti. Y al decir en ti me refiero a un otro que no es el prójimo cristiano, más parecido éste a lo que Lacan llamara “l’Autre imaginaire” que a una auténtica proximidad. Sólo si me suicido pierdo de vista al otro, y ni aun así, por cuanto el suicida, que no quiere morir, piensa siempre en lo que se dirá de él después de muerto. Sólo si me emborracho pierdo de vista al otro, y ni aun así, por cuanto sólo el borracho piensa en términos de amistad. Por el contrario, el que se casa, buscando al otro, celebra sus bodas consigo mismo, con su película particular. No hay que olvidar que el odio es una manera también de no estar solo. De un estar solo que es metafísicamente imposible: el único monstruo sería aquel Robinson soñado por Tournier en un mundo sin otro. Viernes, o las huellas de los indígenas, son necesarios hasta para concebir la isla, no digamos la novela.
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Que un caníbal me espere en los bordes de la lectura, no significa que la literatura sea una manera más de vivir, esto es, de no estar solo. La vida, en sí, no es nada, sino lo que el hombre hace de ella. ABC, 6 de enero de 1990, página 104.
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EL MONSTRUO (Algunas observaciones de teratología)
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A substantivación del hombre es un error que no conoce la dialéctica ni el sofisma, pero que vuelve a cometer Hegel al substantivarse, en la Fenomenología del espíritu, la Dialéctica. Pero parece que el error procede de Jesucristo, de la idea de una verdad o de ser trascendente al sujeto: un error que destruye el dandismo de Pilatos al formular irónicamente ante la sangre una frase que renuncia a la tragedia y que es la clave de toda la filosofía moderna: la frase aquella de “¿qué es la Verdad?”. Para Wittgenstein, también la Verdad no existe sino como función, función de verdad; esto es, sólo dentro de un campo semántico, o de lenguaje. Esto es, que no existe fuera del lenguaje, de la escritura o del discurso, incluso si de la Historia se tratara, como sucede en el estructuralismo de Althusser. Ahora bien, la substantivación del hombre tiene más que ver que con la idea de la Verdad, con la de progreso o civilización: así se produce con el Renacimiento y encuentra su culminación en el positivismo de Auguste Comte, y es la fuente de dos errores: el de la locura como mismidad, que es el error de toda la Psiquiatría, para la cual la locura no es como antes un mero error o un fenómeno numinoso —me refiero a la vieja creencia de los “endemoniados” que todavía veladamente subsiste—, sino que se trata ahora de una fatal divergencia no surgida como realmente ocurre de la sociedad o más pretenciosamente de la Historia, sino de la de un misterioso hado que no soporta ningún código, y que es por ello fatal y sin remedio. Ahora bien, el loco yerra siempre de la misma manera; no hay error en la locura que es la tesis freudiana de su racionalidad. Sin embargo, la tesis freudiana de la racionalidad de la locura parte de una compulsión, de una exclusión del sentido de la locura, que es la
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condición que hace necesaria, como el demonio al exorcista, su interpretación y posterior curación. El segundo error al que nos lleva la substantivación del hombre es el de una ciencia pareja a la Psiquiatría, que es la Antropología, y su concepción de la mentalidad prelógica, o del “otro hombre”, el hombre no sometido a la vejación del error o la ignorancia, que es ahora el primitivo y no ya el loco. Finalmente, el “monstruo” sería como un arrebato de la mismidad o una locura de aquélla, por cuanto significaría evocar la extrañeza fuera de cualquier modelo de orden que la conciba como tal; por ejemplo: en todo caso, el cine, en donde el monstruo figura todavía dentro de un modelo de orden, por cuanto opuesto a la belleza —por ejemplo: King Kong— o a la belleza del orden que los griegos nombraron como Apolo y los hebreos como Adonai, o el Bien. Ahora bien, cuando el modelo de orden no procede de ideología alguna, aquél se llama nosograma y nos reenvía de nuevo a la Psiquiatría y de paso a la Humanidad, que es tan siquiera, el loco se parece a sí mismo, y no al monstruo cinematográfico, enemigo de la civilización o, como Jesucristo y King Kong, de las mujeres, y hay una verdadera súplica de ese ser excluido o proscrito por su diferencia en lo que concierne a la mujer; así, por ejemplo, ocurre no sólo en la bestia de King Kong, sino aún más en un monstruo más inexorable que es la criatura del Dr. Frankenstein, que ni siquiera tiene parecido etológico alguno. Así, no es extraño que el loco, mimando al hombre, haga monerías, prefiriendo entre todas las máscaras del hombre parecerse al mono y hacer reír al hombre, o bien en la sexualidad manicomial, nada freudiana por cierto, que consiste en correrse ni más ni menos con la imagen del loquero, como sé de buena tinta que ocurre, o bien quererla como el chimpancé a su dueño. Otra cosa es ver que, como sabe la Historia, hay muchos hombres y ninguno es el “hombre”, ninguno es Jesucristo; que, como decía Lacan, “qui Nom du Père”, lo que puede leerse también “qui non dupe erre”, siendo así que en el laberinto de la lingüística social e histórica hallamos al hombre como una máscara que se teme a sí misma y proyecta su otredad siempre en un monstruo que todas las tardes cambia de cara, pero que no tiene ninguna, que no es ya una persona, una máscara presa de la mentira; esto es, del silencio
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de algunas cosas que es el estatuto de la novela o del teatro o de cualquier modelo de orden: el silencio del ser heideggeriano o de su misteriosa mismidad fuera de la cual el discurso ordena su ficción, llámese aquélla Filosofía o Literatura, dentro de la cual, sólo la poesía o la locura, Hölderlin reenvían a la esencia y a la catástrofe del ser y de Dios, a la maldición del ser: una maldición con la que lucha perennemente la Historia y que es dada por el carácter siempre ajeno de lo mismo, por la estructura sin “yo” y sin ley del continuum, y por su extrañeza a cualquier separación y modelo de orden, todos dados por la palabra, que no se parece en nada a la realidad, siempre misteriosa o indecible como la derrota de un hombre o su perdición. ABC, 27 de enero de 1990, página 100.
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CONTRA NERUDA (O en defensa de Dámaso Alonso)
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UE la política es algo nada más que sucio lo sabe bien hoy mi frente bañada en insultos. Que también mis amigos, poetas importantes y universales como Dámaso, hayan de soportarlos es, sin embargo, algo que hasta hoy me hubiera resultado difícilmente concebible. Y más poetas como Dámaso, que, pese a lo que el planfletario Neruda pudiera vociferar, me parece todavía actualmente uno de los poetas más dignos de la Generación del 27. Síntesis de Hopkins, que él me enseñó a leer, y de Eliot, Dámaso tuvo sobre todo el difícil acierto de unir la poesía y la prosa, o verso libre, y el aún más difícil acierto de creer en Dios sin caer en la tentación de la retórica. También, en “Mujer con alcuza”, muy parecido, valga la inmodestia, a mi poema “Storia”, Dámaso habría de lograr otra difícil adecuación: la de la realidad y el sueño. Y respecto a la vida, pesado buey cristiano, nuestro poeta no se expresa en términos que no por despreciarla creen menos en Dios: “Esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir”. Yo, que por entonces no había leído estos versos, tuve también la valentía de decir de ella “esa tortura a la que otros —no sé cómo— pudieran llamar vida / y que quizás nos viene de un animal sin ojos / con el alma dormida / soñando esta pesadilla1”.
1
Los versos coinciden sólo parcialmente con el inicio del poema “Los pasos en el callejón sin salida”: “El suplicio de la noche y el suplicio del día / el suplicio de la realidad y el suplicio del sueño / despliegan ese movimiento que se ignora y al que otros / pudieron, no sé cómo, llamar «vida», como una tortura / que desde lejos en la oscuridad pensara / un animal sin ojos con el alma dormida / soñando esta pesadilla…”. (Nota del editor)
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Lo que de nuevo nos sitúa a Dámaso y a mí como cumbres del expresionismo, o alusiones al Cristo de Grünewald, lleno como lo está el barro de sangre y de mugre. Y a pesar de todo, precisamente por ello, modernos por excelencia: como todos aquellos que saben combatir a su tiempo y que se sitúan por ello a la vanguardia de él. Y es así que si mi poesía no vale, no es mi tiempo el que ha de decidirlo, y menos aún horteras como Pepe Navarro en RTVE, sino la luz que vendrá después de él. ABC, 10 de febrero de 1990, página 121.
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ACERCA DEL PROYECTO HOMBRE
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sabe quién o qué sea el Estado. Sin embargo, para algunos fascistas es ese misterioso Estado quien suministra a la juventud vasca la heroína para adormecer impulsos más peligrosos. Y nada hay de verdad en ello. La heroína viene de algo peor que el Estado, que es la mafia, y cuyos escrúpulos son tan pocos como los de una sirvienta. Pero detrás de la trágica pantomina del suicidio, que es lo que en pocas palabras formula la heroína, aparece algo mucho menos respetable que se llama todavía Proyecto Hombre. Algo que empuja más hacia la muerte que la heroína y con muchísima menos valentía: la destrucción sistemática y metódica de la propia imagen, de la propia estima y del propio respecto hacia uno mismo como hombre: esto es lo que se llama Proyecto Hombre. Existe, en efecto, una tortura conocida hasta ahora como “suplicio de los pantalones”, la aniquilación de esa defensa que es el vestido y el traje, encargada de proteger lo que en proxemia se llama “territorio”: en otras palabras, el halo, el alma, el campo bioeléctrico que sella nuestra identidad. Esta tortura se conocía ya en Argentina y se ha convertido aquí en el método de erradicación de una heroína que no tiene otra lógica que la desesperación. Así, uno de los sistemas que se han ideado para la liberación de la droga es la prohibición de los vaqueros, de las anillas, del pelo largo, en otras palabras, de la juventud, que no espera ver cambiada su agresividad natural por un sistema que sustituye la droga por algo que es igual que ella, la esperanza del suicidio. Enseñar a un joven a valorarse a sí mismo es todo lo contrario del Proyecto Hombre: no se trata aquí de empeñarse, sino de levantar imagen. Mientras la Psiquiatría caza ensueños y persigue con la saña de la leva el sueño diurno, el Proyecto Hombre realiza al fin esa “plot theory” ADIE
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que el marxismo imaginó proviniendo del papeleo del Estado, culpable de todo menos de eso. Vaya mi firma y el rostro aún convulso de Dreyfus para luchar contra una utopía que, entre sus proyectos, no incluye el hombre. ABC, 17 de marzo de 1990, página 119.
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VAN GOGH O EL FUEGO SOLAR
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OCO antes de morir se me encarga un artículo sobre Van Gogh: inte-
ligencia de niño, como dicen que es Dios, y voluntad de abrasar la materia en el fuego solar. Los cuadros de Van Gogh, en efecto, parecen todos arder. La pérdida de la figura es el inicio de la Mística, como cuando la materia vuelve al “fuego original”. Del mismo modo el “yo” se disuelve en la locura, o en lo que los alquimistas llamaban “la mujer bella y loca”: en efecto, el inconsciente, la “parte de sí mismo irremisiblemente perdida para siempre”, al estar reprimido carece de sentido, y actúa por tanto con la misma insensatez que el destino. Es así que la muerte es insensata, y es lo que más carece de sentido. Y por ello los cuadros arden. Y olvidan. Se podría comparar a Van Gogh con Turner, el famoso pintor inglés al igual que Van Gogh tachado de loco: porque allí, lo mismo que aquí, la figura se disuelve, dando paso al desastre o a Dios: es sólo que en Turner lo que se disuelve es la figura humana, lo mismo que en la muerte. Por lo demás, la prosa de Van Gogh, en Cartas a Théo, recuerda a la de Nijinsky: prosa como he dicho de niño, un niño bueno que quiere explicarlo todo, y que resuelve con su sinsentido, o intenta resolver con su nonsense, el absurdo de la muerte y la insensatez del destino; por ejemplo, en el diario de Nijinsky hay un párrafo que pone en duda la pobreza, como un enigma más de la existencia, de esa vida que la pansignificación del loco intenta aclarar: me refiero al párrafo en que Nijinsky encuentra a un mendigo y, para ayudarle, trata de hacer saltar la Bolsa en Suiza. Pero lo terrible es que podría hacerlo de veras, dado que era millonario. Y he aquí el problema del nazismo, de lo que
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Bataille llamaba la heterogenidad del nazismo: que al ser humano le atrae lo que rechaza, es el viejo problema de la “represión”, al ser humano le atrae, le “fascina” —término que designa una atracción misteriosa— la locura. Y lo mismo que la locura, Dios, que disuelve la figura, que es la muerte de la figura, como decía Leibniz, que es la nada y lo que es menos que nada, lo que no puede nada contra el hombre, como no sea destruirlo: para acabar de una vez por todas con el juicio de Dios. ABC, “ABC de las Artes” 29 de marzo de 1990, página 146.
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LA REBELIÓN CONTRA HEGEL
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L intento de Hegel de llevar a su término la Filosofía y de acabar así con la subjetividad tuvo como consecuencia, también dialécticamente, el resurgir de aquélla, en Nietzsche y Kierkegaard, en Marx, la oposición de la Historia a la Razón, y en Stirner, el fin de la categoría en la noción del “yo”. El fin de la razón se sitúa en Nietzsche como escritura fragmentaria, por oposición a la linealidad del signo saussureano. Es así que la muerte es el único universal sin respuesta. La muerte convierte al espíritu en letra y hace del “yo” una categoría. Sin la muerte mal podríamos explicarnos nada: es la muerte lo que permite llamar “vida” a la vida. Así, tal parece que la Historia entera sea la obra de un muerto. No “la obra de un loco”, como sucedería si no hubiera muerte que nos permitiera contemplar la vida desde fuera. En efecto, la subjetividad de la vida sin muerte no es otra cosa que la locura. Sólo contemplado desde fuera el espíritu toma la forma de un alma. Es ésta la amistad entre Hegel y Hölderlin que cifra en la razón la hermana de la locura. Pero lo que la rebelión contra Hegel quiso convertir en filosofía es esa hostilidad radical del espíritu a la razón: esa hostilidad que es negación de la muerte y triunfo de ese radical irracional al que se llama vida. El fin de la Filosofía es esa implacable reductio ad hominem que sucedería si supiéramos quién habla: he aquí la obra de Nietzsche, su crítica de la Razón Pura y de la Moral, que para él no viene de Dios sino del hombre. Porque como Hegel fue el primero en decir, “Dios ha
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muerto” y el hombre no sabe quién es, y la Filosofía es la ciencia de un hombre, que ésta asimila al cogito y que no existe, como prueba de la locura, obra mayor de la rebelión contra Hegel y Principio de la Razón Pura. ABC, 12 de mayo de 1990, página 135.
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ACERCA DE LA MUERTE Y EL VAMPIRO
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ACE mucho tiempo, en un artículo mío dedicado a Ungaretti, comparé el escritor al vampiro: éste inmortal, como aquél, sorbe la sangre del hombre por intermedio de la lectura. El vampirismo también nos remite al canibalismo: Freud llamó a la fase oral canibálica. Finalmente, en el vampiro entra también el tema del muerto en vida, común al vampiro y al hombre lobo o licántropo: asunto que nos reenvía a la simbología ocultista. Y ello, en cuanto el vampiro, como el muerto en vida, son de alguna manera lugares del “otro hombre”, del iniciado aquel que se ha adueñado de su propio cadáver por intermedio de la clásica fórmula de abra cadavre: de ese cadáver ambulante que es lo que queda de nosotros cuando el inconsciente muere, en la trágica noche de la infancia. Después de la cual tal parece que sólo queda el pseudohombre, “che si conduca sol per maestria”: el muñeco o el robot, del que también habla mucha literatura de terror, por ejemplo El hombre de arena, de E. T. A. Hoffmann. Ese hombre que se mueve en la calle es así sólo un recuerdo del hombre, una trágica marioneta. Y no se sabe bien quién sea el muerto, si el que por fin ha despertado a sí mismo al otro lado del sueño eterno o este que vaga borrosamente en el interior de sus calzoncillos. El Psicoanálisis tiene también por función la resurrección de ese muerto a través de un peculiar abra cadavre, que encuentra sentido a unos datos que parecen carecer de él, por cuanto siendo datos y fechas de la vida de un muerto. De ese muerto al que los cabalistas llamaron golem, los alquimistas homunculus y el despreciado voodoo macumba: muñeco o cadáver terrorífico por cuanto, lo mismo que la locura, no
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es ya que ponga en cuestión a Dios, sino a algo mucho más peligroso que somos nosotros mismos. Y es como si la oración, la súplica, quisiera que Dios saciara nuestra demanda de nosotros mismos, de nuestra certidumbre, de ser, de estar aquí, lejos de la invasión del vampiro. ABC, 19 de mayo de 1990, página 129.
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AUSCHWITZ O LA PROMISCUIDAD ANIMAL (O acerca de una comida envenenada)
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UE el retorno de lo reprimido es siempre catastrófico lo prueba la locura. Y que una sociedad entera puede volverse loca lo prueba el nazismo, que no es ninguna religión, ninguna ciencia y ninguna política. Es un hombre. Y que sea el hombre, pocos lo saben, porque, como sugirió Lacan, el inconsciente no es de este mundo. Y el inconsciente crea al hombre, el inconsciente es su infancia, y quién sabe si, como propuso Jung, el alma humana existe, el Más Allá de la infancia, lo que la magia, el inconsciente antes de Freud, nombra como “hombre astral”, y los hindúes, llevando con ello la anamnesis más allá de los límites de lo que se llama pobremente humano, espíritu de otras reencarnaciones. Y aquí intervendrá de nuevo la censura, porque lo que prueba la incredibilidad del fenómeno ovni, del que sin embargo hay abundantes documentos, es la prohibición, que data del positivismo, de los contenidos numinosos, o lo que es lo mismo, de la realidad de Dios, porque ello no impide que el fenómeno religioso, y la idea de Dios, permanezca al lado nuestro como un despojo. Y es por ello, como dije hace tiempo, que es el positivismo el lugar ideológico que da nacimiento, o provoca el nacimiento de la literatura de terror, donde lo numinoso da miedo precisamente por carecer de lugar, de invocación o de nombre. Y he aquí también el porqué del miedo que la locura produce, en ausencia de una ciencia o de un lugar ideológico que la encuadre. Y la Psiquiatría no es ese lugar. Y eso que aquí se dice que tal ciencia tenga el carácter de tal, y que sea una fenomenología: lo que no es cierto por cuanto tal fenomenología es, al igual que su doble la locura, al parecer, irreductible, esto es, dialéctica.
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Lo que sí es fenomenología es el empeño mío en negar la Psiquiatría Biológica precisamente a través del concepto, éste sí fenomenológico, de la antítesis entre cuerpo expresivo y cuerpo objetivo, o anatómico. Y el cuerpo expresivo es no sólo el gesto, el gesto que estudia la quinesis, y con ella la Psiquiatría radical norteamericana, sino sobre todo ese cuerpo sobrehumano y mágico que es o debe ser el cuerpo animal. El cuerpo promiscuo, lo que es otra razón de su prohibición en el hombre, que toca a otro cuerpo no ya por un placer sexual, sino llevado del placer de suplicio que es la reducción del hombre a la nada, esto es, a su animalidad. ABC, 26 de mayo de 1990, página 143.
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EL MISTERIO DE LA DESAPARICIÓN DE LA ÉTICA (O el sello de la carta robada)
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A Moral, dicho sea con el mismo estilo pedestre de quienes contestan a mis artículos —estilo por cierto parecido al de Sigmund Freud—, tiene como tema proporcionar unas reglas de conducta. Ahora bien, desde el siglo XV —principio del Renacimiento y fecha del ascenso al poder de la burguesía— estas reglas de conducta desaparecen o, más bien, se escamotean. La burguesía fue, en efecto, la inventora no ya del ateísmo, sino de lo que Hegel llamaba “cristianismo ateo”, que es una moral inefable, o escamoteada, en la que se persigue el escándalo, la metedura de pata, la falta de una corrección que tan sólo en el colegio se llega a saber en qué consiste, porque en lo que a partir del capitalismo se va a llamar Occidente, los libros faltan a la vida. No así en Grecia, donde por muchos esclavos que hubiera aquéllos formaban parte de un código al que desde entonces se llamó democracia o poder del pueblo. Ahora bien, el cristianismo ateo inventa un código, el Derecho, en el que el ser humano no es tal, no responde a ese sentido íntimo de la humanidad que en chino se llama “yen” o “virtud de lo humano”, sino a algo mucho más abstracto que es el ciudadano. He aquí como la política va a devenir lo contrario de la religión, en la que cabe siempre, por muy crueles que sean sus métodos, un recurso a la esperanza. Para el burgués, en cambio, sólo existe el más acá, lo mismo que para el psiquiatra y/o psicoanalista sólo existe lo que Lacan llamaba “la asimilación de la barbarie”. La Revolución substituye así esa necesidad del hombre de un Más Allá, de la cual sólo parece por ahora responder la muerte. Y ese Más Allá, de cuya necesaria invocación no dudo, tiene ahora, en el capitalismo, como aparición única y sin duda no menos gloriosa, la fama póstu-
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ma, el oropel de la estatua que exige como condición la desaparición del individuo y que por ello en nada diferencia de la necrofilia, lo mismo que la coba, tradicional característica del mercader o usurero, no es muy distinta de la coprofilia, ese culto del excremento que muchos han identificado con el culto al dinero. Todo prueba que nos hallamos ahora en un régimen de obscenidad, pero de una obscenidad no moral sino ética, que nada tiene que ver con el pudor ni con la represión sexual, sino con las palabras de ese supremo impugnador del capitalismo que es Jean Braudillard. Y que todo empezará con la rebelión de los mercaderes y su toma de poder, tan vil como astuta, y perdónenme la tautología, no quiere decir que nos hallemos ahora ante un tinglado que las palabras, y menos aún las palabras escritas, mal pueden desmontar. Si la burguesía fue la inventora del ateísmo fue para luchar contra el derecho divino de la nobleza y contra su despotismo, pero actualmente existe un tipo de salvajismo que no responde a código alguno, y contra el cual la lucha es tan difícil que a veces parece imposible. La lógica implacable de la competencia, autora de insultos tales como “desgraciao” o “hecho polvo”, no conoce otra caridad que la locura o la muerte. Los manicomios se llenan de problemas insolubles, por más que la respuesta a ellos, como el sello de la carta robada, parezca estar al alcance de la mano, o de la vista. Y así, como decía Deleuze en el Antiedipo, el capitalismo es profundamente analfabeto, aunque ello no implica que todos deseemos con Marx la realización de la Filosofía. Una materialización que pasa, como quiere el marxismo, por la adecuación de la palabra y el gesto, o la praxis. Esto es, por una nueva conformación de la Ética. ABC, 2 de junio de 1990, página 136.
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ACERCA DE DIOS COMO PRINCIPIO DE LOCURA (O sobre el mundo y la identidad)
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A naturaleza última de la diferencia, la traición de la palabra, puede descubrirse en el hallazgo de la ficción del número y de la identidad matemática: en aquélla el número se presenta como una violación de lo que propiamente se debería llamar esencia, esto es, del continuum sin entidad, del número transinfinito de Cantor o de la Matemática Generativa, para la cual el número tiene su fin y su principio en otro número: esto es que no hay límite ni razón sino un continuum sin entidad, sin coseidad ni palabra que designe aquélla. O en otras palabras, que la imposición de un número o una identidad matemática o lógica supone algo que va contra la naturaleza del ser como algo distinto de la cosa, como una violación de aquél o una disciplina inglesa. Con lo que me refiero al ser, en términos heideggerianos, como algo distinto del ente o de la cosa. Esto quiere decir que el ser sitúa al ser en una lucha, para la cual no cabe términos o reposo: es decir, que nos hallamos abocados, desde el principio de la razón o del ser mismo como coseidad o entidad, a un fondo de no ser o de sin razón, que es el continuum, Dios o la vida misma, considerada como un principio sin razón, como algo ajeno al límite, esto es a la identidad o al número, esto es a la razón como genio de la diferencia. O en otras palabras, que, siendo el continuum lo que precede a la razón y a su principio de identidad, no se sabe bien, en la búsqueda del último porqué, si éste es el porqué de la razón o el porqué de la sinrazón o de la Mística, si éste no es nada, o la identidad que se sigue de ella, si éste es la identidad o la nada en la que sumerge aquélla el principio dialéctico de A. O bien, dicho de otra manera, si el devenir o la dialéctica no es el fin de la lucha sino tan sólo algo que la aclara, como algo que es solamente lo que es, lucha o dialéctica ajena a la
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solución o al reposo que no puede ser sino algo parecido a la muerte, la cual, en modo alguno, representa una solución o un término, una palabra o un concepto. Lo que nos reenvía al misterio del tiempo, como siendo el misterio de la razón o de la misma lógica, para la cual el sentido siempre se halla en otro sentido, el origen de la palabra en otra palabra y la regla del pensamiento en otra regla del pensamiento: lo que lleva a pensar que no es que el lugar del pensamiento sea otro lugar, sino que no hay lugar para el pensamiento; o dicho de otra manera, que el lugar del pensamiento o de la Metafísica sea otro espacio, tal como aquel que inventara la geometría no euclidiana de Lobachevski, Farkas Bolyai y Taurinus, demostración matemática del principio de no identidad matemática o de Dios como pérdida de la figura, que esto era aquél para Leibniz: esto es, de Dios como una figura de la sinrazón y como peligro para la razón, en tanto que ubicación de otro lugar, que es lo que únicamente puede situarle como posibilidad de creación, de emanación o, llámese la muerte del número o de la identidad, que es lo mismo, la noción de Dios como principio de locura, expresión de aquél en la analogía que es la unidad o identidad entre todo campo simbólico, por poner un ejemplo, la equivalencia entre Dios como pérdida de la figura y, en la dimensión ética del amor, como principio de la pérdida de la identidad o de la reunión entre los seres. He aquí el principio de la agudeza gongorina que sucede a la pérdida de la razón y a la reinvención de aquélla en la paradoja como interminable definición de Dios. ABC, 16 de junio de 1990, páginas134-135.
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EL MISTERIO DEL CUERPO HUMANO
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N una especie que se dice civilizada, existen sólo dos lenguajes corporales innatos: la risa y el llanto. La risa es un acto sádico y, según Oscar Kiss Maerth, un recuerdo del canibalismo; el llanto, el acompañamiento profético de nuestra entrada en este mundo. Nadie sabe qué sea el espíritu: en cualquier caso, si éste, como afirma el catolicismo —y no sólo él—, es innato, resulta un misterio por qué el bebé no habla, y por qué, en esta raza maldita, se aprende a ser. En el pájaro, el período de adaptación o crianza dura unos días; en el hombre dura años. Todo hace sospechar, pues, que, como afirma Kiss Maerth, la raza humana sea una especia mal creada o enferma; también de esto, al decir del mencionado autor, responde la falta de pelo, que en nada nos ayuda para sobrevivir en un ambiente con frecuencia hostil; lo que contradice a Darwin, quien afirmaba, como es sabido, que la mutación humana o animal se producía para adecuarse a un medio nuevo y diferente. El hombre está separado de la Naturaleza, y la percibe en todos los casos como hostil: odia a los animales, los domestica y tortura, en lugar de convivir con ellos. Y esto por cuanto no percibe su cuerpo, más que en el intervalo de la sexualidad, que no por nada se expresa en todos los idiomas como un acto sádico o una violencia —“chingar” en mexicano, “foutre” en francés, “fuck” en inglés, “joder” en español—, sean estos idiomas católicos, protestantes o ateos. Y el desnudismo, o naturismo, no arreglan nada: la muerte sigue existiendo, el dolor sigue existiendo, la vejez sigue existiendo. Y conste que la inmortalidad no es para mí una tesis cristiana o utópica, pues las amebas son inmortales y,
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por tanto, podrían serlo todas las células de nuestro cuerpo. Y no se arregla nada hablando de organismos más complejos, pues los cisnes —como leí en Metalnikov, La lotta contro la morte—, viven doscientos años, las tortugas ochocientos y los baobabs más de mil. Ahora bien, si, como decía Schopenhauer, la inmortalidad del hombre es la inmortalidad de la especie, ello no quiere decir sino que esta especie no es autoconsciente, al menos en lo que a su cuerpo o natura se refiere, esto es, que de alguna manera está sellada o maldita por lo que toca a su felicidad. Y de esta maldición da prueba el misterio del gesto humano, que la vida nombra como evidencia, y la palabra no: el misterio del gesto que es el misterio del cuerpo, pues hasta el corazón cuando palpita apresuradamente está expresando un enunciado, y el aliento-raíz del término psiquiatra, también en el frenesí amoroso, compone un lenguaje al que la hipocresía del lenguaje hablado frena y lleva hasta su descomposición, que no se sabe si es la muerte o su hermana la locura, que compone este epitafio, no se sabe si del cuerpo o del alma: “Ni obra, ni arte, ni espíritu, no hay nada; nada, sino un bello Pesa-Nervios” (Antonin Artaud). ABC, 30 de junio de 1990, página 126.
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ACERCA DEL PELIGRO AMARILLO (“Pulpa de tamarindo”)
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UE el origen del racismo sea la piel, lo sabe el color sexual de los negros, latin lovers como los italianos y españoles. Pero hay un misterio en la piel que la sexualidad ignora. Ese misterio es, por una parte, el aire plástico del rostro del japonés o del chino, por la otra, y a un nivel sin duda no menos profundo que esa “pulpa de tamarindo”, la indistinción del chinito o del ruso, que nos da la clave del verdadero peligro del comunismo: el peligro, o mejor, la amenaza, de caer como el loco en el cuerpo, en lo sin “yo” y sin distinción, sin otro modelo de orden o código que las reglas de la sexualidad y del falo, o “yo animal”, derivado del pavoneo. Pero no es éste el único peligro de lo animal, que nos aproxima al misterioso porqué del odio a la locura, motivo y razón biográfica de nuestro artículo. Otro peligro de lo animal, o de la locura, es la traición de la cucaracha, derivado de que aquélla no se ve, y por eso atrae la sospecha o, lo que es lo mismo, el pánico del homo normalis. Es así que el homo normalis, que ante el misterio de lo que llamaba Bataille el ser separado, se pasa sospechando del otro toda su vida, ante el milagro del loco teme la irrupción de un contenido inconsciente que existe como estructura, siendo ésta la razón de su peligro, porque de otro modo la locura sería una enfermedad como la gripe y no algo temeroso por cuanto temido. Es ése el misterio de que haya una necesidad urgente de identificar la locura, menos poderosa, es cierto, entre ciertos ámbitos sin duda culturales (porque nada falta al pensamiento) como son el universo del intelectual, que salta por encima de la censura; el del proletario, que ignora aquélla; y el del primitivo, que la desconoce por completo, y en
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cuyo universo cultural no cabe ni el temor al desnudo ni al de esa desnudez del pensamiento por la que clamaba Bataille, y en la que aquél se abisma cuando falta al principio de identidad y de no contradicción, y el cielo tan pronto es una vaca como, más simplemente, lo mismo que la poesía, el lenguaje del deseo y de los dioses, y el sueño algo que comunica directamente con la realidad, que es el peligro de la religión cuando, tocada por la fe, se convierte en fanatismo y muerte, en guerra santa contra… el peligro del chinito. ABC, 7 de julio de 1990, página 112.
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PROLETARIADO Y LOCURA
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I experiencia en el madrileño barrio de Tetuán, donde produje ese “incendio en la base de la realidad” tan querido por Artaud, me ha hecho ver otro lugar, aparte de la Revolución, por el que ese tan célebre proletariado nos debe resultar deseable. En efecto, el proletariado, al carecer de censura, tiene una conciencia mágica de la realidad. El marxismo, tal como lo vive aquél, no es distinto de esa conciencia mágica: dibuja, en efecto, algo muy similar a ella, que es una conciencia utópica a la que no es ajena la venganza como vivencia compensatoria, vivencia que la Guerra Civil Española perfiló con todo el horror que empareja las respuestas al deseo. Por lo demás, salvado el escollo de la religión cristiana, nada puede ya restar belleza a las gestas de los aguiluchos. Que el contacto con la clase, como se dice “superior”, sea algo más duro que una explotación del hombre por el hombre, de la que habla el proletariado fabril, esto es, una “servidumbre”, una esclavitud ligada al linaje —de la que leí en páginas de una obra de antropología francesa, L’esclava gelignager—, lo prueba la existencia de mis tristemente célebres camareros. Mi revolución en el madrileño barrio de Tetuán, que lo acéfalo de la realidad actual ha contagiado de desprestigio y de leyenda negra, fue sólo una tentativa de llevar el marxismo hasta los límites de la “existenz”, porque, como decía Marx, “ser radical es llevar las cosas hasta su raíz, y la raíz para el hombre es el hombre mismo”. Por lo demás, no sólo para lo que inexactamente se llama “clase trabajadora” el bar es un lugar mágico, un lugar que designa la aventura: ¿vamos al Simón Bolívar ? ¿Vamos al Camino Real ? Y esto, por mucho que para mis camaradas de alcohol esté desprestigiada la aventua, y ou-
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topos, el lugar sin lugar que encontró un camino entre el proletariado, mi mejor compañero de alcohol. Pero la conciencia mágica del proletariado va incluso más allá de estos límites, que nadie duda escasamente pobres. Va hasta perfilar a Signorelli en el marco de una cerveza Águila cuando el sujeto, cuyo nombre es la sangre y que se dice de sí el Anticristo oye decir de él, al otro lado de la barra, “rey”, o lo que es lo mismo, “águila”. Y aquí finis coronat opus, porque la obra, lo mismo de nuestra experiencia de la locura como de nuestra experiencia literaria, es tan sólo perfilar el último libro que cabe, el de una Revolución total, que abarque no sólo a una parte del hombre, sino al hombre entero; no sólo al homo economicus, sino al hombre del deseo, y cuyo mayor deseo sexual es el hombre de al lado, lo que Lacan llamaba “otro”: este libro del que también Lacan nos hablaba cuando decía que él no había hecho sino “presentar Signorelli —como la entrada del discurso en el olvido— a la sociedad de Filosofía”. Que sea la muerte de los límites en un contacto indefinido lo que aquí resuma la entrada de Dios en el ámbito político. ABC, 18 de agosto de 1990, página 92.
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H.P. L. Y BLAKE: MITOLOGÍA Y DELIRIO
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UEDE definirse el delirio como un enunciado sin respuesta, una creación del lenguaje ex nihilo, así como la locura es una provocación al ser. Del mismo modo, en Blake, la mitología no tiene otra fuente que la imaginación, y en ella esa “luz que hace daño al cerebro”, como dijera el poeta satánico inglés, no rescata saber alguno olvidado ni da cuenta de mitología alguna escrita, aunque ésta fuera la cosmogonía de los Sasánidas persas. Y, sin embargo, la locura acierta y la ignorancia tiene la misma luz que el saber: así, el Urizen de Blake se parece mucho al aciago demiurgo de los gnósticos, al dios del llanto y del arrepentimiento. Del mismo modo, en Lovecraft las fuentes de su saber son imaginarias, en efecto, Los misterios del gusano de von Junzt1, libro con que Haro Ibars diagnosticara mi poesía, es un texto que no existe. Del mismo modo, el Necronomicon no pasea su silueta por biblioteca alguna que no sea la del extraño saber de la locura. Saber extraño éste sobre el que nos iluminó Jung, lo mismo que hoy Gómez Pin en Filosofía. El saber del esclavo; pero mientras que en el segundo el origen de la presencia se remonta a la estructura, casi tan misteriosa y mítica como El Capital, de Marx, en el primero, tal saber se achaca a los enigmas del alma humana y de la reencarnación.
1
El libro ficticio Los misterios del gusano (De Vermis Mysteriis) fue “escrito” por el también ficticio escritor Ludwig Prinn, ambos creados por Robert Bloch. Friedrich von Junzt y su Unaussprechlichen Kulten fueron en cambio invención de Robert E. Howard. Ambos textos formaban parte del Necronomicon, grimorio ficticio ideado por H. P. Lovecraft. (Nota del editor)
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Lo que traducido al Psicoanálisis nos diría que el terror de la tesis junguiana es que hay un hombre muerto en mí, un hombre que sabe. Y es este hombre el “hombre astral” del ocultismo, el que hace hablar al loco en nombre de todos, en nombre de ese “inconsciente colectivo” del que nos habló Jung. Y si este argumento puede parecernos locura, es por tomarse el saber al pie de la letra, rompiendo esa escisión entre lo simbólico y lo imaginario o entre el significante y el significado de que nos hablara Lacan, como siendo la fuente de la distinción entre locura y cordura. Por lo demás, que el saber del ocultismo reterritorializa el discurso de la locura es algo que sabemos desde que “leyendo a James —Las variedades de la experiencia religiosa— nos dimos cuenta de que la locura es una experiencia numinosa, considerable en términos del saber como herética, mágica o mística; es decir, en términos de lo que, dentro de la religión, subvierte a la religión, al dogma o a la letra”. Y ello precisamente por ubicar, rompiendo la Verneinung del Saber, a lo imaginario y al sueño del lado de acá y, lo mismo que la Verdad, produciendo esa adaequatio rei et intellectus, que es también la adecuación entre el signo y su mensaje, entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación, siguiendo la ya clásica dicotomía lacanina, cuya superación dibuja la “voluntad de verdad” de Nietzsche, como ya dije en un artículo para la revista Destino, en donde se perfilaban los fantasmas de Freud, Nietzsche y Marx como términos en donde el lenguaje se escinde en busca de la Verdad2. Y la Verdad para el hombre es el hombre mismo, que es el principal misterio de que nos habla Lovecraft. ABC (edición Madrid), 19 de agosto de 1990, página 50.
2
En efecto, Michel Foucault ya nos dijo que la identidad de Freud, Nietzsche y Marx estaba en la interpretación, esto es, en la escisión del signo en busca de la Verdad; así, en Freud, la escisión entre “contenido manifiesto” y “contenido latente”; en Marx, la antinomia entre teoría e ideología, o teoría y práctica; y en Nietzsche, entre teoría y pasión.
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ACERCA DE LA SUPUESTA DUALIDAD DEL SUJETO (O el mito del inconsciente)
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L proceso de la llamaba “cura” abre en el sujeto una dualidad entre la enfermedad y el “yo”, a la que luego, en la obra doctrinal de la Psiquiatría y/o Psicoanálisis, se va a dar el título de inconsciente. Tanto en el inconsciente como en la enfermedad se va a presuponer una no humanidad que afecta al hombre desde que se estatuyó el mito de un hombre único, el hombre “civilizado”, al otro lado del cual está tanto el primitivo, con su pensamiento “prelógico”, como el enfermo, en el que igualmente el espíritu opera como una categoría mórbida. Entre estos dos hombres no hay puente alguno, como por el contrario parecería deducirse de la noción de cura como transición o evolución de un estado a otro. El hombre que se cura es distinto del otro, no recuerda nada o, si lo recuerda, lo recuerda como extraño, como diferente de esa conciencia única que no pensamos como transitiva, sino como conciencia pura o filosófica. El hecho de la locura sólo prueba lo lejos que está la conciencia real de la conciencia filosófica, lo diferente que es el pensar de cualquier cogito. Que la noción de idées-force, esto es, de un pensamiento no separado de la intensidad, pueda suscitar escándalo, es tan sólo otra prueba de esto. Ahora bien, la verdadera conciencia es una conciencia miserable, y de su poco prestigio habla muy bien tan sólo el mal de la vida, si es verdad que, como decía Hegel, toda conciencia de la vida es conciencia del mal de la vida. En otras palabras, la ruina de un ser humano es algo que sólo puede explicarse en términos de conciencia miserable, no en términos de cogito alguno. Y la conciencia miserable es una conciencia húmeda, nada pura, y que sustituye a la Razón Pura por la avidez canibálica de otra concien-
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cia. El lenguaje mismo no es en sus manos sino una pulsión canibálica. Y la banalidad, el lenguaje de la otra conciencia, muerde los labios de la Razón Pura. En otras palabras, el inconsciente está aquí, no en el Más Allá de la conciencia, sino en los labios de la razón miserable, y el mito del inconsciente es el mito de la conciencia pura. Pero en el ser humano no se da otra dualidad que la que opera no la cura, sino el fruto de una más larga méconnaissance de la miseria y pobreza espiritual del sujeto. El mito del inconsciente es el mito del hombre. ABC, 25 de agosto de 1990, página 94.
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ACERCA DE LO QUE SE LLAMA CURSI
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NO de mis tristísimos entretenimientos en este manicomio de Mondragón consiste en interpretar psicoanalíticamente mis poemas. He descubierto así que el porqué de que la mala fama que en ellos atribuyo a los recuerdos se debe a la pesadilla de las resacas, al día siguiente de una borrachera, en que uno se ve invadido de torpezas, meteduras de pata, deslices y centenares de humillaciones y malos encuentros. Eso es lo que yo, en mi poesía, he llamado la “jauría atroz de los recuerdos”. Por lo que toca a la lectura, si la comparo con la defecación es por cuanto de un tiempo a esta parte siento al pensar en mi poesía el roce viscoso de una portera que a cambio de la humilde cantidad de 100 pesetas (el 10 por 100 de 1.000, que es lo que cuesta el libro en las librerías) se concede el privilegio de leerme, borrando para siempre mi figura, mi exquisitez y mi mórbido placer de encontrar el cristal entre las heces. Ahora bien, para tan inesperado público lector yo soy un poeta cursi. Por el contrario, la prosa del poema político o existencial, confesional, no le parece a tan pálido cancerbero nada cursi: así, la buena poesía sería para ella: “Hoy he meado y he cagado, y he salido a comprar el pan”, o bien una apreciación autobiográfica: “Soy un gran caradura”, que por otra parte es lo que se esperaba encontrar. Pero dejando a un lado lo poco que debe interesar a cualquier lector cuándo cago y cuándo meo, y si soy caradura o demasiado tímido, nos interesa saber qué es lo que hay de pretendidamente cursi no ya en mi poesía, sino en la poesía. Así, por ejemplo, sería cursi “para que el sol se ría del Espectro”. Y ello por cuanto ahí el lenguaje es deliberadamente artificial, cercano a una creación ex nihilo de la que surge el lenguaje cuan-
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do quiere traspasar, o revelar o inventar el SER. Ese lenguaje puede parecer sistemáticamente cursi por cuanto no está aquí, no está más acá, lo mismo que la Filosofía puede parecer un rollo o demasiado “pesada” por idénticas razones, por no estar en esa parte del ser que no es realmente su casa, sino tan sólo lo que Platón llamó “simulacro”, una cosa sin fundamento en la idea, algo que tan sólo “parece” ser y que es la realidad en la que se habla, no la realidad de que se habla, por diferenciarla así en términos que se pretenden modernos —cercanos a la Lingüística— del Logos o del verbo. Es por eso por lo que el lenguaje de la poesía puede parecer cursi, o dicho en otros términos, carecer de sentido, por cuanto en modo alguno se habla en términos poéticos, como tampoco en términos filosóficos. Pero la realidad de la que se habla tampoco es la casa del ser, pues ésta suele ser el autobús, o el colegio, o todo lo más el periódico, y no es ese ser al que la conciencia sólo accede privándose de los términos de la percepción o de la opinión, por medio de esa ascesis a la que se llama Filosofía, y que hace de la conciencia una pura nada, al igual que la poesía es una fición y un lenguaje para la risa. Es decir, un “lenguaje que no existe”, del que por ello se puede reír uno como de un espantapájaros o una borrosa silueta de feria, de esos gigantes y cabezudos que distorsionan la realidad como el espejo del “Salón de los Espejos”, dando así salida a su lado más invisible. Es así que si hoy se habla de autonomía de la poesía, se habla quizá en vano, pues la poesía siempre fue un lenguaje autónomo, donde la realidad no es propiamente el referente, sino que éste es utilizado, como en Góngora, lo mismo que un artículo más. Y es por ser este lenguaje poético algo que no existe por lo que tiene una sintaxis propia, que es la retórica o la métrica, que lo aproximan a la música mucho más que a cualquier otro arte. Siendo aquí, en estos dos artes que son de entre todos los más abstractos, el “tempo” lo único que nos liga al sentimiento o al hombre. Y esto, ser real, ser prosa o biografía o novela, ser verosímil en suma, es para nosotros una caída que quién sabe si no hubiera que haber pagado, hace tiempo, con la muerte. ABC, 6 de octubre de 1990, página 117.
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PÁJAROS Y FLORES
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IGUIENDO el hilo al pasado artículo, diremos aquí para subrayar la artificialidad de la poesía que en ella el referente es un referente ficticio, que no tiene carácter de designación ni de denotación. Es así que los pájaros y las flores en la poesía no son descriptivos, no aluden a la belleza de tal o cual otro pájaro o flor, siendo que tienen función sólo de relleno, y un valor meramente de palabras que coordina tan sólo el ritmo, y no un campo semántico. Así, cuando hablamos de rosas no hablamos de tal o cual fragancia o tal o cual olor, estamos hablando de la poesía misma. Lo mismo si hablamos de jazmín, o por lo que concierne a los pájaros, tanto dan diez águilas como un somormujo. Así, dado el carácter por excelencia autónomo de la poesía, la crítica debe ser tan arbitraria como la poesía, lo que nos lleva a pensar junto a Borges que el único valor de los clásicos es que ayer, día 6 de octubre, mientras llovía y a la luz de una vela, releí ávidamente una página del “Infierno” de Dante (aquella, por cierto, que se refiere al Águila). Y esta página, mañana mismo puede disgustarme, o ser relegada al olvido. Pero volviendo al análisis del referente poético, éste no tiene un carácter objetivo, sino tan sólo el carácter de una denotación musical o matemática si se quiere: quiero con esto último decir que nos hallamos en presencia de una combinatoria que no en vano el ordenador puede colmar. El uso, por ejemplo, en Saint-John Perse, en lugar de términos naturales de términos de compuestos químicos, tales como fosfatos, nitratos, etcétera, en lugar de pájaros y flores, es prueba de que aquí el referente no tiene valor de imagen, ni remite como ella al objeto, sino que tiene una naturaleza solamente acústica, y demuestra que aquí la flor no tiene sentido fuera del contexto. Lo que de nuevo nos remite al
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carácter musical del signo poético, a su carácter abstracto. Esto explica la importancia del efecto poético de la repetición obsesiva, del ritornello, por ejemplo, la del nombre Annabel Lee, en Edgar Allan Poe, o el nevermore del poema “El cuervo”. Es más, la poesía no sólo es, sino que debe ser artificial, para que a través de su desasimiento, de su serenidad (Gelassenheit) pueda acercarse a imitar los valores musicales: y para lograr esta necesaria artificialidad, esta autonomía del sentido, la poesía distorsiona el sentido por la metáfora y la metonimia, dos formas de expresión de lo inconsciente para Lacan. Pero no queremos al decir esto, saliendo del referente de la realidad o de la normalidad, llevar nuestra poética a otro referente como el psicoanalítico, y decir con ello que la poesía expresa algún género de verdad, por muy heteróclita que ésta fuera. No, nosotros pensamos que el referente de la poesía es la poesía misma: y con ello decimos que al no haber aquí escisión entre el signo y lo signado, entre el significante y el significado, la poesía no forma aparte de ningún lenguaje, no es ningún lenguaje, es un sistema parte. Quiero con ello decir que aquí el valor de la nieve, por ejemplo, no es un valor por rapport a su utilidad, su fecha o su utilidad en la historia, sino porque sólo cobra valor por su oposición a otro significante, por ejemplo, el jazmín (“En combate de luces derrotada la nieve / Nada turba el jazmín al aire florecido”). O en otras palabras, esto no es una pipa, y quien toca estas páginas toca menos que un hombre: aquí, de la vida habla sólo la borrachera de Poe. ABC, 13 de octubre de 1990, página 109.
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HUMANO, SOLAMENTE HUMANO
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N medio de gente que sabe todo y de todo, rodeado de psiquiatras que saben todo sobre mí, queda como única incógnita aquel lado por el que pertenezco a lo humano. Lo mismo que el esquizofrénico, que sueña, y no hay medicina para los sueños. Y el esquizofrénico sueña muy cuerdamente, sabiendo que no es verdad aquello que le sirve para vivir, lo mismo que el homo normalis cuando se cree mago o santo, sin interrumpir por ello su vida cotidiana, de otra manera invivible. Hasta la ETA o la pertenencia a cualquier grupo político es un sueño, o, como se dice, un “ideal”, y sentirse como el loquero, hace sólo un instante importante, no es muy diferente de ser ministro u obispo. Es así que el “yo” es en su mayor parte un sueño, y se convierte tan sólo en realidad cuando es aceptado por otro. Según sé por páginas de David Bakan, Freud, al principio de su carrera, tenía una identidad muy ambigua, entre el Mesías guerrero de los judíos y el Anticristo, que dejó de existir cuando se convirtió ante todos en Sigmund Freud: es la célebre y oscura historia de los siete anillos que repartió entre sus primeros discípulos. Y yendo al más acá de lo humano, a la vida cotidiana en que todo hace parecer que no hay héroes, una camarera del Biona, un bar del pueblo vecino de Mondragón, sueña mientras trabaja que está en una casa de muñecas, y no ha estado nunca en manicomio alguno ni en contacto con psiquiatras. Sus amigas le siguen el sueño y con eso le basta. Es esto que podríamos llamar “sueño diurno” lo que constituye la matriz, meramente humana, de lo que erróneamente se ha dado en llamar locura y esquizofrenia. Ahora bien, lo oscuro o, en otras palabras, demente de este sueño radica en su inconfesabilidad para el hombre normal.
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Respecto a la paranoia, diremos que su vivencia del otro como oscuro o dañino no se aparta para nada de la realidad. Por otra parte, el paranoico tan sólo interpreta delirantemente, atribuyendo sospechosas coincidencias a una voluntad anónima —los masones o la CIA—, las tinieblas de un fenómeno corriente y de cuño humano al que se suele llamar “puerta”, y que es el ser humano en lo que tiene de colectivo, esto es, de telépata o de animal (puesto que todos los animales son telépatas). Y es la telepatía de uso corriente la fuente común de donde surge aquel daño que se llama “locura”, derivando el misterio de ésta del carácter inconfesable de aquélla. Es así que la solución del enigma de la locura, y su luz, está en la investigación de aquellas facetas oscuras del hombre —oscuras digo para el saber, no para el hombre— que forman lo que podríamos llamar el “hombre oscuro”. Y hay más sorpresas en él que en los pretendidos delirios de los enfermos. ABC, 3 de noviembre de 1990, página 112.
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PALABRA VACÍA Y PALABRA PLENA (O la existencia sin Logos)
La palabra vacía es una moneda, cuyo cuño se ha borrado, que los hombres se pasan de mano en mano, en silencio. STÉPHANE MALLARMÉ
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burguesía, inventora de la hipocresía, y maestra en el juego del escondite para impedir que la nobleza medieval la saquease en nombre (como yo) de Dios, pone en juego con ella lo indecible, y transforma así la vida en una existencia sin Logos, en donde se ridiculiza no ya la religión, sino el libro, y donde introducir el signo en la cadena significante no puede ser otra cosa que una caída de aquél en la perorata. No es extraño, pues, que Ferdinand de Saussure conociera la contradicción entre el habla y la lengua, siendo aquélla el último esbirro del ideal, muerto el Logos por el camino del lenguaje. Ahora bien, que la vida tiene algún sentido es lo que prueba la escritura de Sigmund Freud: la miseria de los sueños y de los actos fallidos se encamina con ella de nuevo hacia la idea. Porque de otra manera el destino se presentaría como lo oscuro de toda vida, presa de una casualidad más diabólica que el Diablo mismo, si es cierto que aquél es todavía una idea y no las tinieblas de transcontrarse1 con el alma o con la vida tropezados como una cosa al margen de cualquier ética o ciencia del gesto o de la obra, buena o mala.
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Tomo prestado el término “transcontrar” de la lectura de Heidegger a cargo de Yves Zimmermann.
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Así, la conciencia del hombre normal ha llegado a separarse del cogito, bueno o malo, y ha devenido lo que yo llamo conciencia miserable, en la que como decía Hegel la única conciencia posible de la vida es conciencia del mal de la vida. Y en ella sólo el nazismo puede transformar la crueldad de la vida en vivencia eidética. Ahora bien, el nazismo no es sino por un azar o contingencia sistema económico, y ello sólo por cuanto desplaza el odio al capital hacia el odio al judío, el nazismo es sobre todo una ideología vital o una ética, por muy heterogénea que aquélla sea. No es extraño que Hitler se creyera el Anticristo, por cuanto el nazismo es una ideología religiosa, esto es, una filosofía de la vida. Y si decimos de la vida decimos del pathos, que es aquello que convierte en heterogénea la idea, y que la traspasa del lado del delirio. Porque actualmente, en un mundo en donde hablar no es sino por un artificio hablar de la idea, o lo que es lo mismo vivirla o tomar partido por ella, el único refugio de esa pansignificación que debe ser el saber o la filosofía está en la pansignificación de la locura, y en el delirio, sólo para el cual la idea es convencimiento, y el lenguaje intensidad. ABC, 24 de noviembre de 1990, páginas 122-123.
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YO MATÉ A JOHN LENNON
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ICEN que John Lennon murió a manos de un hombre muy parecido a él. Esto nos lleva a preguntarnos quién fuera John Lennon. Una firma o una marca de discos muy conocida. Según Yoko Ono, era su marido. Pero una mosca pasa por encima de su cara en la película de Yoko: la cara, en la película, dura treinta minutos: inmóvil. Si se mueve, deja de ser John Lennon. Y quién sabe quién recordará a John Lennon en el año 2001, cuando todos descubran que su música era una cursilería. Dicen que era loco, histérico y trotskista. Poco o menos se sabe de él: ¡ah!, la barba y el pelo largo, que ha pasado de moda. La duda, pues, no es quién soy yo, sino a quién maté. Lloraré sobre su tumba, que no existe. John Lennon es un hombre por el que lloran unas mujeres, o una pistola. Murió por ser famoso. Hoy, que nadie sabe quién es, no moriría. Pero, desde luego, no es inmortal, puesto que no tiene nombre, ni cara. “¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen”. Un hombre que no ha muerto. Pero, ¿y ese hombre que se desvanece, hasta hacerse impalpable, entre mis manos? Y, ¿qué será de mí cuando este artículo se olvide y caiga la nieve sobre todos? El enigma del hombre es una tumba: una tumba, largamente cerrada por una interrogación. Si yo he sufrido o lo he pasado mal, lo sabrán los ángeles, el Diablo, pero no el hombre. Porque lo que queda después de la muerte no es la certidumbre del cuerpo, sino una leyenda. Y una leyenda puede desaparecer, si otro hombre no la rescata: así, con este artículo, he matado doblemente a John Lennon. Y la cascada de las lágrimas nada dice, sino un rostro. Y el rostro nada dice sin una palabra en manos de los hombres. Matar es privile-
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gio del que habla. Resucitar, del que escribe. Olvidar, de la noche y su perdón. ¡Oh, noche más larga que los hombres!, dinos quién era “el Lute”. Una palabra, una boca en manos de John Lennon y Yoko. Una boca que habla para decir que existe, ante otro hombre que la niega por sistema. Ni aun después de muerto cesa la lucha por la existencia. Hay que defender hasta la tumba de los asaltos del Mal. Y una cruz nada dice: menos en boca de John. ¡Oh, Jesucristo!, dime quién eras: ¿la cruz o la boca? El sufrimiento o España. El gozo o la sombra: la sombra helada que queda después de este artículo, no sé si de Dios o de John Lennon, o de mí, que ya no escribo, sino que me dejo llevar por las palabras hasta averiguar por ellas quién soy: una mano, o más bien dos, que graban esto. Sobre el papel en llamas, en el que perecen los nombres de los hombres. Ni siquiera la inmortalidad existe, si alguien me lee. ABC, 8 de diciembre de 1990, página 112.
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PRÓLOGO A LA PINTURA DE SEBASTIÁN LUQUE
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momento en que empieza la pintura de vanguardia es indescifrable. Algunos pueden fecharla en Gustave Moreau; otros, en Holbein; otros, en la pintura prerrafaelita, y otros, por qué no, en la pintura rupestre. Quiero decir con ello que la pintura de vanguardia es una estructura que crea sus propios precursores. Ahora bien, si se trata de una estructura, esto no aclara bien que los límites entre Paul Klee, tan parecido a nuestro querido Joan Miró, y el expresionismo sean inefables. La pintura de vanguardia puede definirse como la muerte del hombre: ahora bien, sin el espectador, sólo nos queda la pintura en sí misma, lo mismo que yo hablo de la literatura en sí misma, de la autonomía de la poesía, lo mismo que se puede referir a la independencia de la pintura en Sebastián Luque o a la muerte del color en Juan Gris, que es lo que nos permite nombrar la cursilería de Pablo Picasso, y conste que no me refiero al Picasso de la época azul, sino al Picasso cubista, sin olvidar por ello que el mismo Velázquez descompone la imagen, esto es, la analiza. De igual manera podría situarse en Goya el comienzo del expresionismo, sin olvidar por ello que aquél no puede ubicarse fuera de Munch y Ensor. Ahora bien, la muerte del arte es la filosofía según el ojo, lo que remite la obra de Sebastián Luque a la del poeta y pintor satanista William Blake, quien afirmó para siempre: “Sabe más el ojo que lo que la razón conoce”, y también: “Todo verdadero artista es amigo del Diablo”. L
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Que el sol queme estos cuadros, pues como nos descubrió Kafka, sólo la muerte de la obra es el principio de su única resurrección, sobre el papel pintado. ABC, 15 de diciembre de 1990, página 129.
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LA DUDA THEOLOGICA (O la religión sin miedo)
Dios no cree en Dios. (MAESTRO ECKHART) El tiempo es un niño que juega a construir y destruir Universos. El reino es de un niño. (HERÁCLITO)
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Dios fuera absoluto, el tiempo no existiría. Incluso la profecía juega a no acertar: esto es, cree en la libertad del ser al menos como lo que Demócrito llamaba clinamen, una ínfima pero necesaria libertad en el juego de los átomos. Pero que Dios no es absoluto lo prueba también su finitud, su terminación en la Creación, acabada y completa y, por tanto, no infinita. Ahora bien: si el ser es una cosa, debe también morir. Esto es lo que también prueba el descubrimiento por Boltzmann de la entropía, una pérdida de calor irreversible en los sistemas termodinámicos aislados. Lo que significa que el Universo no es infinito. Y si el Universo no es infinito, algo debe serlo; ahora bien, esta infinitud precisamente se cifra en la relatividad del tiempo, esto es, en su libertad, que es precisamente la garantía de su infinitud. Esa libertad es la del número 0, la existencia de cuya nulidad es la condición sine qua non de la afirmación de la cadena numérica. Ahora bien, lo que también quiere decir el número 0, o, lo que es lo mismo, Dios, es que el número es una ficción; y esto por cuanto, si atendemos a mi personal interpretación de Georg Cantor y sus números transinfinitos, la identidad matemática está puesta en cuestión por la infinitud o continuidad del tiempo, en la que I
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un número, sin parar, se transforma en otro, construyendo así lo que podríamos llamar una Matemática Generativa, lo mismo que existe la Lingüística Generativa para dar fe así del alma en contra de la Lingüística Materialista. Pero que Dios no sea absoluto lo prueba también el que la religión, lo mismo que los juegos, es una combinatoria de recompensas y castigos. Lo que nos remite, huyendo del dogma, de la Providencia y del Destino, que nos tranquilizan por cuanto hablan de un Dios que no está aquí, a lo que también podríamos llamar religión generativa, o religión primitiva, la cual no es nunca un código acabado, sino un modo de pensamiento, una revelación o una evidencia en la que se inventa continuamente un sistema antes de convertirlo en “fe”: porque incluso la fe es una certidumbre sin sistema, como se dice de la fe ciega. Para los primitivos, en efecto, tan pronto el cielo es una vaca cuyas ubres vacía por la lluvia, como una vaca es el cielo, lo que parece más católico o religioso. De igual manera para el mazdeísmo no es segura la victoria de uno de los dos principios, Angra Manyu o Spenta Manyu (lo que luego para el maniqueísmo serían Ormuz y Ahrimán), el Mal y el Bien, y del mismo modo la cosmovisión china habla del yin y el yang como dos principios en movimiento de la infernal pelea de los átomos físicos o biológicos. Ahora bien, si la Verdad está en el origen, el origen de la religión es su invención entre los druidas, por ejemplo, que adoraban a los árboles, y que son probablemente padres de los vascos como prueba el Árbol de Guernica, y un idioma de indudable raíz germánica, como reafirma que en el vasco antiguo “tu” sea dos (como en el inglés “two”), por mucho que haya desfigurado al haber evolucionado sin gramática. Mas prosiguiendo con nuestro tema, cuando entre los primitivos la religión todavía no es un sistema, sino una forma de pensamiento en la que caben por tanto los errores lo mismo que los aciertos, este modo de pensamiento no se atiene aún a los principios de identidad y de no contradicción, lo que hace de la mitología el antepasado más perfecto de la poesía, como ella enunciación pura o revelación en lucha siempre contra el dogma o contra el principio de autoridad de la Iglesia, como la cábala contra el judaísmo y el cristianismo primitivo —el cristianis-
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mo esenio—, como prueba la ejecución del Mesías, contra el judaísmo, o contra la ley de Moisés. Y aquel que cree en la letra no verá nunca la luz e incluso perderá el sentido, cometiendo lo que para Jesucristo era el peor de los crímenes, el crimen contra el sentido, que es lo que hace de esa experiencia luminosa y profunda, a la que nosotros llamamos locura, una libertad para reír y un continuum —una existencia sin “yo”— para las bofetadas, las correas y los golpes. “Busca la piedra que el constructor ha descartado: he aquí la piedra angular”. In stercore invenitur, en la lógica por venir para todos a partir del número 0. ABC, 22 de diciembre de 1990, página 120.
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PSIQUIATRÍA Y FILOSOFÍA (O el efecto de una ignorancia)
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ARA la Psiquiatría la locura es una forma sustancial, un error absoluto: es “la locura”, podríamos decir, no un accidente, sino un destino. Así, para la Psiquiatría es como si existiera otro cogito ajeno a la res cogitans: hay, en efecto, para ella ideas enfermas, ideas que no proceden de Dios y que no se comunican en modo alguno con el resto de la res cogitans. Así, el sujeto al que persigue la CIA y/o los masones, el sujeto que se cree Dios, etcétera, han sido apartado por el psiquiatra de la comunión de los seres, tanto por lo que respecta a su pensamiento como a su experiencia, que ya no forma parte del ser. Sin embargo, para Leibniz, la Ley de Dios “carece de excepción” (Discurso de metafísica, página 64). Del mismo modo, Spinoza afirma que no hay errores absolutos, puesto que lo que yerran son las almas y no los cuerpos. Ahora bien, precisamente por creer que la locura es una mismidad, se sostiene que proviene de ella misma, y que el daño en nosotros no proviene de fuera, sino de unas misteriosas neuronas en que tiene su aposento el ser, o más bien la nada. A esto opone Spinoza la proposición IV de la parte III de su Ética: “Ninguna cosa puede ser destruida sino por una causa exterior: en efecto, la definición de una cosa cualquiera afirma, y no niega, la esencia de esta cosa; o sea, pone la esencia de esta cosa y no la priva de ella. Así, pues, en tanto atendemos sólo a la cosa misma, y no a las causas exteriores, nada seremos capaces de hallar en ella que pueda destruirla.” Q. E. D. Ahora bien, convendría pues buscar la causa de la locura en la concatenación de las sustancias formales, o mónadas, que postulara Leibniz: pues Dios las hizo de tal forma “que se acomodaran las unas a
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las otras”, lo cual no sólo sirve para encontrar en la sociedad, o más bien en lo microsocial (familia, escuela, trabajo, amigos), la etiología de la locura, sino también el marco de su diagnóstico, según la mónada “enferma” se acomode más o menos a las demás: un diagnóstico pues que no puede ser absoluto y tipificador de un mal sin retorno, sino relativo a circunstancias variables. Pero, además, afirma Leibniz, un cambio en una sustancia “las afecta a todas”, y no puede darse la locura sin la razón, lo mismo que el que actúa sin el que padece, y viceversa. Con lo cual queremos decir dos cosas: primero, que la locura no llueve del cielo, sino del choque entre mónadas que quieren producir, y en parte producen, la aniquilación de alguna de ellas; tal como Hegel también sostenía, “cada conciencia busca la muerte de la otra”. Esto es, que la locura es un hecho social. Segundo, que es, como el dolor, un hecho natural, y en modo alguno, como muchos psiquiatras tácitamente sostienen, contranatural. Lo que equivale a pensar que la única méconnaissance y el único error es la Psiquiatría, y no la locura, que es un fenómeno paranormal, una experiencia y un viaje tan legítimo como cualquier otro, y que sólo por desconocimiento de su esencia o de su maquinaria se produce catastróficamente, por falta de un guía o de un chamán que pudiera llevarlo a buen fin. Y es que no puede haber dos “epistemes”, un “episteme” sano y otro enfermo, por cuanto el conocimiento trata sólo de algo universal; y es así que la óptica de la Psiquiatría y el mito de la locura proceden tan sólo de un error gnoseológico: el de, partiendo de una denegación simbólica, edificar una ley o una razón. De forma que el misterio o la sinrazón no sea tanto la llamada locura como la Psiquiatría y su metódica méconnaissance, falsificación, descrédito y castigo de una experiencia tan válida como la nuestra y de una percepción que, no por extraña (más bien que deforme), es menos parte de la res cogitans —de modo parecido a como de ella participa también el sueño—, ya que no puede por fuerza serlo de la res extensa. ABC, 27 de abril de 1991, página 119.
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POR UNA CONCEPCIÓN CIENTÍFICA DE LA MAGIA Y DE LA BRUJERÍA (I) (Los poderes que en el hombre duermen)
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PINOZA lo dijo: “Nadie sabe lo que puede el cuerpo”. El cuerpo, más que natural, es o puede ser sobrenatural; injustamente despreciada nuestra piedra está cubierta de heno y de excrementos. Los poderes misteriosos del cuerpo, lo mismo que las luces más extrañas del espíritu, se arrastran como babosas por el suelo de los manicomios y nos hacen morir de consunción en los burdeles, tal como se dice que murió en la cárcel Wilhelm Reich, el prodigioso sexólogo freudiano, que afirmaba que podía atraer y parar la lluvia con la sola llave de su falo. La macumba del voodoo, el golem de los cabalistas y el homunculus de los alquimistas remiten a ese cuerpo profundo y misterioso que, ajeno a la medicina, puede sanar y matar a esa “corporeidad total” tántrica que puede en las mujeres detener la menstruación y en los hombres hacer del semen —la “tinta blanca” de los alquimistas, así como el menstruo es la “tinta roja”—, el licor precioso, digno de ser absorbido por la boca y convertirlo así en el elixir de la eterna juventud. En esa corporeidad total tántrica el cuerpo se une con el alma, la materia se vuelve luminosa, y la luz, sexo. Y es ese cuerpo misterioso, cuerpo no de la Medicina, sino de la excreción, el que une el Psicoanálisis y la magia, el inconsciente antes de Freud. Y de él, la porción más exquisita son los ojos, el “don de los ojos”, como se dice de él en el voodoo, las alucinaciones extrañas de la locura, que pueden convertirse en un poder, el poder de la mirada interior. Y he aquí de nuevo que in stercore invenitur, en el estiércol lo encontrarás, en el polvo sin gloria de la locura. Ahora bien, que la locura está en la base de toda magia, se sabe por el segundo precepto del tetragrama mágico: audere, osar, atreverse a
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experimentar estados inusuales del alma humana, estados que muchas veces se logran para nada con las drogas, muchas de las cuales, como el beleño negro o la belladona, estaban en la base del antiguo ungüento de las brujas, que, unido a grasa de animales para favorecer la mezcla, se untaba en la piel y por absorción cutánea intoxicante producía doble efecto. Este “viaje alucinante” a través de nuestro propio cráneo era “trance” de la magia y del aquelarre, y en él estriba el peligro de las artes mágicas, pues puede conducir a la locura. Por eso un alquimista que un rey encerró durante meses en una torre salió de allí para decirle: “En ti está el ‘terrible’ y maravilloso secreto”. Y es que la locura puede ser una heroicidad, y el loco puede ser un superhombre o un praeter hombre, el Adam Kadmon de los cabalistas, el hombre antes de la caída. ABC, 18 de mayo de 1991, página 137.
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POR UNA CONCEPCIÓN CIENTÍFICA DE LA MAGIA Y DE LA BRUJERÍA (II) (Los poderes que en el hombre duermen)
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A magia se diferencia de la locura en que es un conocimiento científico y codificado, y que tiene fines prácticos y no meramente imaginarios: esta demarcación entre magia y locura es la que los separa para Géza Róheim en su texto Magia y esquizofrenia. El loco es un brujo fracasado, fallido, aunque sea también, como la magia y la Mística, una Cognitio Dei Experimentalis Dei. No por nada, en el Drácula de Bram Stoker, quien era un iniciado lo mismo que el autor de Fu Manchú, el discípulo más aventajado del barón es un loco, un lunático. También podría definirse la magia como una mayor intensidad de cuerpo y alma. En ella, la conciencia se vuelve húmeda, material, de manera que puede actuar sobre el objeto, en lo que ya hemos llamado “trance”, del que se vuelve habiendo modificado a la vez la sensación y el objeto, la realidad. Pero la mayor definición de la magia es la que la sitúa como una búsqueda de la felicidad, no en el Más Allá, como la religión, sino en el más acá de la vida cotidiana, en el reino sin esperanzas de la vida humana. De la consecución de la mujer, al haber aumentado por la vía de la magia sexual nuestro poder de atracción sexual, nuestra “sex attraction”, como diría el último mago moderno, Aleister Crowley, a la apertura de la materia y el hallazgo del oro, al actuar en la alquimia el cuerpo humano como agente físico y catalizador químico, la magia puede hacernos parecer el oscuro desierto de la vida y de este mundo como algo no muy diferente del Paraíso Terrenal, incluya esto o no incluya el canibalismo mágico, el famoso pecado original según la reciente opinión de Oscar Kiss Maerth, y que fue el que determinó
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nuestra caída. Canibalismo mágico, los famosos “ritos Miwty”, que no creo estuvieran ausentes de la “cámara de los horrores” de Aleister Crowley, en la Abadía de Thelema, en Sicilia, cuyo lema era “Haz lo que quieras será el todo de la ley” (“Do what you will shall be the whole of the law”). Por detrás, por delante, a cuatro patas, como el animal que en el hombre se esconde: por eso ellos entonaban el himno del falo. Para apropiarse del deseo, hacer de la la sexualidad un poder, que es la clave de la magia sexual y del “tantra”: “le désir désiré”, tal como la formulara con otras palabras el alquimista Nicolas Flamel. Ésta es la vía del exceso, la vía húmeda, cuyo lema es “cabalgar a lomos de un tigre, marchar sobre el filo de una espada, y hundirse en el océano sin mojarse lo más mínimo”. Porque el camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría, como dijera William Blake en sus Proverbios infernales (“The road of excess leads to the palace of wisdom”). El pacto con el Diablo es aquí tan peligroso como el contrato con Dios: el esplendor de las estrellas, lo mismo que el diálogo con el mar, pueden sumirnos en el mismo estupor, y conturbar igualmente a las sanas conciencias de los square heads, los mismos que bombardearán con piedras el experimento alquímico del antipsiquiatra inglés Ronald D. Laing en Kingsley Hall. Porque tampoco estaba ajena en la Abadía de Thelema esa “comunicación telepática con los arcontes” que sugiriera Oscar Kiss Maerth como estando en el principio de la oración: esos arcontes a los que también llama dioses, y que son materiales, puesto que, como decía Bruno, “el universo material no soportaría el esplendor de lo inmaterial”. Pues lo terrible, al mismo tiempo que lo maravilloso, es que el otro esté aquí, por intermedio de esa antena mágica que puede hacer de la realidad lo mismo un desecho que un portento, una agonía que un nacimiento, como cuando “el peregrino espiritual descubre otro mundo”, en el grabado que reproduce el psiquiatra suizo Jung en su libro sobre los OVNIS Sobre cosas que se ven en el cielo. Y que este portento puede ser peligroso para el mundo lo advirtió tanto Eugène Canseliet en su prólogo a la Turba Philosophorum como
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lo presagia el loco que cree tener en su interior la bomba atómica. Es por eso que el silencio es de oro, silentium est aureum, por cuanto este mundo es del sujeto, de la persona, de la máscara frágil de lo humano, y no es un mundo real. ABC, 8 de junio de 1991, páginas 120-121.
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MALLARMÉ: ESTETICISMO Y DOLOR (Arte por el arte y ascesis)
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N amigo mío, de esos que se cree que estoy loco, tituló uno de sus libros Edgar en Stéphane, queriendo con ello decir algo así como “el Mal en el Bien”, siendo el Mal el alcohol de la vida y el Bien la purificación de aquél en Mallarmé, quien también atacaba como “noirs vols du Blasphème épars dans le futur” la inclusión de Edgar Allan Poe en esa incitación al solipsismo y a la aventura imaginaria que fue la bebida. Pero lo curioso aquí no es eso: lo curioso aquí es la descripción del arte dentro de los dominios del Bien, del arte como una forma de sacrificio o de ascesis, que es la clave también del poema de Azúa, “Antes morir que pecar”, siendo aquí pecar equivalente a vivir: de otra manera el poema sería ininteligible, si se entiende por pecado lo tradicionalmente adscrito a ese término, esto es, fornicar, por ejemplo, esto Azúa sabe hacerlo y supongo que bien. Es así que nuestra generación hizo una moral del arte, en contra de la vida, de lo que Mallarmé llamara “la obsesión de la existencia”, y que aquí el arte se convirtió en una “síntesis de exclusión”, siendo esta síntesis de exclusión la clave también de un malditismo húmedo como fue el mío o el de José María Álvarez, pero que los otros desdeñaron por considerarlo, al aparecer, junto con Carnero, como enemigo de la paz y el sosiego de su “concertado”. Que la enemistad con la vida y el refugio en una palabra sin sostén en lo real, medida por tanto sólo de sí misma, sea una postura esquizofrénica, que se da incluso en aquellos que me tienen por loco, no resta valor a su circuito estético. Y ello aun cuando ese “antes morir que pecar”, del ya citado feligrés de Gimferrer, Azúa, haya tenido en mí el sentido de esa pirueta extre-
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ma que se llama “ruleta rusa”, otra manera de estar solos con una pistola y un poema ofrecido a la nada del otro, que es el suicidio, y en el que aquél encuentra su naturaleza psicótica. Porque toda la frontera entre el sentido y el sin sentido estriba en la circulación social de aquél, y el sentido está siempre en el otro, en contra de esa razón sin espejo que es la lógica cartesiana. Es así que todo el diagnóstico de la locura brota de su acomodamiento a la concatenación de las substancias formales, de las mónadas leibnizianas, de cuya fricción o pelea nace esa discordia llamada locura, lo mismo que a través de la cual, por medio de la comuna terapéutica, aquélla vuelve a ser razón y sentido, sin que ello obvie ningún desprestigio para el viaje a través del delirio, que ya decía Freud que era proceso “restitutivo de curación” por cuanto reorganiza. Por el contrario, el confinamiento y la óptica extrañadora de la Psiquiatría conducen al loco a un callejón sin salida del que sólo puede extraerle, mágica laborterapia, el viaje por ese otro callejón sin salida que es el arte por el arte o la poesía consagrada a sí misma. ABC, 29 de junio de 1991, página 117.
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POESÍA AGRÍCOLA Y POESÍA URBANA (Letra inocente y letra pervertida)
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O que opone Horacio a Catulo es, por una parte, la tierra a la ciudad: la bondad natural de la tierra, al paisaje de su destitución, el coito a la perversión. La ciudad es dominio de la meretriz y del proxeneta: Camura, ladrón de baños. El campo, por el contrario, es ese lugar épico donde se dibuja la inocencia de la letra. Así pues, por encima de su entorno geográfico o físico, la poesía de Catulo se opone a la de Horacio como la letra pervertida a la letra inocente, el paraíso del campo al infierno de la urbe. Esta misma oposición se va a producir entre otras dos poéticas: Withman y Poe. Withman santifica la prostitución, la homosexualidad, haciéndolas volver a la Naturaleza de donde procede su cuerpo. La poesía de Withman es un canto de la satisfacción, no del deseo. Que esta satisfacción no fuera, en la vida real de Withman, sino imaginaria, es algo que sólo prueba la naturaleza contradictoria o, si se quiere, alienada del deseo, pero no obsta para que el texto o la ideología del poema whithmaniano sea un canto del goce material del contento. Un canto, pues, de la Naturaleza, en que ese deseo encuentra su contento y se apaga. Por el contrario, Poe es la letra pervertida en donde el deseo, nacido en la copa de güisqui o de cerveza, no tiene otro pago que el delirio o el crimen. La poesía de Poe, además, no es pretendida inocencia del verso libre, como la de Withman, sino que se atiene a una métrica rigurosa, de disciplina inglesa. El animal aquí —en Poe— no es la bestia salvaje e inocente del paisaje rural, sino que, inscrito en un paisaje urbano, sólo puede aparecer como el monstruo circense de “Los crímenes de la calle Morgue”. Del mismo modo cabría contraponer la inocencia telúrica de SaintJohn Perse, y de la mayor parte de la poesía surrealista, con el enrare-
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cimiento esteticista de la poesía norteamericana, a lo Wallace Stevens, Charles Olson o Conrad Aiken, aquí, del mismo modo que en Poe y Withman, la inocencia del verso libre —al estilo surrealista— se opone al verso ritmado y rimado, y por ello nada inocente y pervertido, en métricas como la de Wallace Stevens, por ejemplo. Por otra parte, es esta separación de la tierra y la ciudad la que opone la épica y la lírica. Si el narrador de Saint-John Perse no es uno, sino muchos, es por cuanto se trata aquí de un sujeto épico, de un alma de lo colectivo, es por cuanto es un héroe, por mucho que este héroe sea un héroe del lenguaje. Por el contrario, el protagonista del poema o del cuento de Poe es un antihéroe, un ser —lo mismo que en Wallace Stevens— humillado y denegado, que no se propone en modo alguno como modelo. Es el mismo protagonista de los poemas de Gottfried Benn, el héroe de una epopeya sórdida o cotidiana que no se propone en modo alguno como ejemplo. Como también el hombre de Kafka, un hombrecillo más bien que un hombre, una cucaracha —que puede ser Gregor Samsa o Gottfried Benn— que es más realista que el héroe de Saint-John Perse, y más adecuado a la realidad del siglo XX que cualquier figura futurista o revolucionaria a lo Marinetti o Mayakovski. Más apropiada a la realidad del hombre actual es la cucaracha kafkiana que toda la literatura realista que invocara Lukács. La vida cotidiana en una gran ciudad se parece más al castillo de Kafka que a cualquier epopeya a lo Mayakovski. Ahora bien, es precisamente por ser realista, por lo que la buena literatura, llámese abstracta o expresionista, no salva a nadie, ni conduce a ningún Paraíso sobre la Tierra. El suicidio —de Mayakovski—, por ejemplo, es sólo una debilidad por cuanto tenemos como trofeo el haber ido más lejos que nadie en la observación de la desesperación humana. ABC, 13 de julio de 1991, página 120.
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ACERCA DE LA MÁSCARA (O el mito de la enfermedad mental)
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S creencia común en los manicomios, lo mismo por parte del psiquiatra que del auxiliar o loquero, que todos los locos son unos hipócritas, y que se vuelven locos de tanto mentir: el loco, a partir del momento en que la hipocresía le enloquece, va a dedicarse a acechar al psiquiatra y/o al loquero con sus “trucos”, que no tienen nada de infantil y caprichoso, sino todo de demoníaco. Es así que, como dije yo en una reciente conferencia, tal tesis es la resurrección en tiempos modernos en el tristemente célebre siglo XX, que era para Laing la más oscura de todas las edades, de la vieja tesis de los endemoniados. Es sólo que si para el endemoniado cabe el exorcismo, para el hipócrita no existe otra terapia que la corrección y el castigo de su infame “maldad”. Ahora bien, sí es cierto que la hipocresía vuelve loco, pero de una manera muy distinta a como piensa el psiquiatra: vuelve loco la que llamaba Lacan “la maquinaria teatral burguesa”, cuyo símbolo, si es verdad que el del proletario es el botijo —y no la hoz y el martillo—, es la corbata, emblema por excelencia de esta gigantesca horca que es el capitalismo, donde sucumben, presas del silencio, las voluntades más fuertes, llámese Napoleón o Nietzsche. No obstante, esta mascarada se distingue del teatro en que le falta libreto; como he repetido muchas veces, se trata aquí de un código de conducta inefable en que los crímenes se castigan, pero no existen, siendo así que ese crimen imaginario al que llamamos locura es aquí el crimen por excelencia, el crimen más criminal de todos los crímenes, por cuanto lo mismo su causa que sus efectos son, como se dice eufemísticamente, “desconocidos”: sabemos poco del coco, me dice un enfermero de los de por aquí. Sabemos poco del coco, pero sabemos
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mucho menos lo que no deseamos saber. Y aquí estamos llamando “represión” a ese voluntario desconocimiento al que Sartre llamaba, quizá más acertadamente, “mala fe”, lo que quiere decir que el descubrimiento del “inconsciente” está en las manos de cualquier portera, y la época del Psicoanálisis se cierra con un “has descubierto Troya”, como, por ejemplo, cuando afirmamos que la locura no llueve del cielo, y es un producto social. Esto supuesto, si el crimen al que damos el calificativo de locura es un crimen imaginario, forzoso es que su terapia tenga todos los rasgos de la ficción. Con una fenomenología del pecado por libreto, se van aquí, en el manicomio, a instaurar todo tipo de terapias absurdas o ficticias. Desde el teatro, éste sí verdadero teatro, de tomar la tensión al enfermo mental al ingresar, a veces después de ingresar; las pastillas cuya selección y dosificación se efectúa a ojo de buen cubero, como las inyecciones-castigo o cócteles y el electroshock, se trabaja prolijamente en la tarea de negar un determinado estado de conciencia, y a esta prohibición sistemática a la que se llama “curar”, razón ésta por lo que, lo que de otro modo sería incomprensible, son distintos el sujeto “curado” y el llamado “enfermo”. Es así que la Psiquiatría plantea un doble enigma, en su final, y es en qué consiste este estado de conciencia que no sólo se persigue, sino que se confluye —se deniega simbólicamente—, y también por qué se castiga y se deniega aquél. La resolución de este enigma, en apariencia sencillo y humilde, nos debería dar, sin embargo, las llaves del hombre, y con ellas las de esa revolución que el tarot equipara al despertar los muertos, o en otras palabras, a la luz. Siendo muertos en este sistema lo que también en él se llaman “locos”, el célebre fou del tarot; esto es, el homo normalis, o el “sujeto” lacaniano, que es el hombre para el cual su vida misma es inconsciente, y que avanza con los ojos vendados al abismo. ABC, 24 de agosto de 1991, página 98.
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TEORÍA DEL CONFINAMIENTO
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L estatuto epistemológico de la Psiquiatría y/o Psicoanálisis es el de la separación de un hombre al que se llama “enfermo” o “loco”: esta ciencia se presenta así como una ideologización o una superestructura —en términos marxistas— del confinamiento. Es decir, primero la sociedad se preocupa por apartar a un determinado tipo de hombre —que en principio, en el llamado “Gran Encierro”, no fue solamente el “loco”—, y en un segundo término se ve obligada a inventar con sus ciencias la —Antropología y la Psiquiatría— los rasgos imaginarios de ese crimen imaginario, la fundamentación ontológica de ese error al que se persigue —sea el del primitivo o el del llamado “loco”—. Podríamos fundamentar tal episteme con el nombre de la “razón excluyente” o el pensamiento binario. Y lo que aquí se excluye no es precisamente el sexo, sino “otra razón”, a la que ésta juzga error ontológico, que es el carácter por el cual la sinrazón del loco se diferencia de la sinrazón surrealista o de la mera imaginación, al alcance de todos. Ahora bien, como Spinoza fue el primero en sospechar, este tipo de errores ontológicos, de erratas del ser, no existen, no hay errores absolutos, precisamente por el motivo de que “lo que yerran son las almas, y no los cuerpos” (Spinoza, Ética). Tampoco para Hegel puede hablarse de lagunas en el ser, agujeros en la trama ontológica, pues “todo lo real es racional”. Lo mismo si el lenguaje es un universal, no puede haber en la malla semántica agujeros irracionales, no hay cabida en ella para el célebre “agujero”, o trou lacaniano. Es así que, si no hay nada desconocido en lo que se nombra, vemos de nuevo, como en el artículo anterior, que lo que se proscribe no es
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sino por efecto de un voluntario desconocimiento, no en modo alguno de una represión ontológica, que situaría al inconsciente por fuera de los límites del ser, más que ubicarlo en un pretendido Más Allá o esencia, que de localizarse aquí, rompería los límites del ser, aunque también hay algo de ello en la metafísica lacaniana del inconsciente: en cualquiera de los casos, para Lacan, el inconsciente no es de este mundo. Ahora bien, para Lacan no sólo el inconsciente no es de este mundo, sino que el loco tampoco, que es la cuestión preliminar a su écrit “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”, en el que se habla de que para el psicótico no hay curación ni salvación posible, pues se sitúa, por la forclusión, más allá de la malla del lenguaje. Pero lo cierto es que esta forclusión o esta ajenidad al lenguaje no es en modo alguno característica del esquizofrénico, que no pertenece al estadio infans del lenguaje sino por obra del “bloqueo” —no hay otro— psiquiátrico, cuya represión del sentido está también en la raíz de la célebre “fuga de ideas”. Porque no hay que olvidar que el Psicoanálisis encuentra al psicótico “ya en el manicomio”, de otro modo no se podría hablar de catatonia, y deriva así su pretendida ininteligibilidad de lo evidente de su ruina. Aunque hay que decir que también hay otra raíz de la ininteligibilidad del psicótico, y de su pretendido misterio: se oye sólo lo que se quiere oír, siendo así que el trabajo de una nueva antipsiquiatría ha de comenzar por escucharnos como seres humanos, no como endemoniados o antípodas, y este trabajo va a tropezar con infinidad de enigmas que tienen su resolución y su clave —como la del escondrijo del célebre sello de la carta robada, tan comentada por Lacan— en el hecho de hallarse ésta en el lugar más evidente: como cuando un loco de Leganés cantaba derrumbado en un banco “se vive solamente una vez”, y también cuando Mary Barnes, la célebre “máquina deseante” creada por Laing, pintara con acierto la pared de mierda. ABC, 19 de octubre de 1991, páginas 120-121.
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DEJAR DE BEBER (Algunas observaciones sobre la verdad)
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N vino veritas; lo que hace de nosotros una caricatura, en el alcohol, es el desbordamiento de la máscara, de la persona, esto es, la aparición de la verdad. Es así que la verdad, en el alcohol como en la locura, tiene siempre apariciones catastróficas. Todo hombre tiene miedo de la verdad. La verdad aparece también en los sueños, sólo que disfrazada, condensada y desplazada, según las leyes de un lenguaje que no es propio de la vida. La verdad es torpe, bestial, avanza a zarpazos y no por el camino recto: como el sexo. Pero la verdad no es el cuerpo: como Yeats escribió, sin saber que era para Marilyn Monroe: “sólo Dios, querida, te amará por ti misma y no por tus cabellos rubios”, y al decir Dios no me refiero al Dios cristiano, que no es de verdad, sino al Kwoth de los nuer, término que se puede traducir por “monstruo humano”, como si la verdad sólo pudiera tener la forma inefable del monstruo, la razón de la errata o del accidente. La vida, fuera del alcohol, es la contemplación del humo y del cigarrillo, la pesquisa de la palabra fuera de la situación, y de la máscara que cae al suelo, humillándose, para luego recomponerse tal como en una infernal película de dibujos animados. Todo hombre huye de la catástrofe. Y, sin embargo, la catástrofe nos hablaba, la catástrofe era nuestra mirada y veíamos por el ojo del culo. Ello, aunque a la mañana siguiente a la noche de borrachera fueran las moscas las que nos señalaran el camino. No es extraño que el alcohólico no recuerde nada.
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Dejar de beber, por el contrario, ser un absoluto beginner, es ponerse a contrapelo de la vida, saber que todo es una lucha en la que “qui non dupe erre”, quien no engaña erra, y el único Maestro posible es el maestro de la hipocresía, hábil y ducho en el arte de mentir, supremo en el gesto de esconderse. En lugar de estar “enfermo”, como se dice del que no tiene más que una sola cara, creer en la vida como una enfermedad. Con todo ello queremos decir que, al menos desde un punto de vista ético, todo está invertido, y lo que parece malo es bueno y viceversa. Así, por ejemplo, el alcohol, que es bueno y divertido salvo por sus consecuencias sociales, así como por el éxtasis místico al que bien puede compararse la locura, mientras que el ser normal es un hombrecillo cacorro que ha dejado, para siempre, de beber. ABC, 26 de octubre de 1991, páginas 126-127.
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DOS SONETOS (I) (Autointerpretación de dos sonetos míos de Teoría)
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OMO yo escribía para la posteridad, no me molestaba en aclarar enigmas que hoy, que no quiero morir, prefiero descifrar en vida y antes que lo hagan otros. Así, en primer lugar, el soneto titulado “La segunda esposa”, incluido en el Canto 10 de Teoría, donde la segunda esposa es la poesía misma, en este libro que ostentosamente pretendí equiparar a The Pisan Cantos de Ezra Pound. Ahora bien: el soneto empieza “Agujero en el colmo del dolor”, verso que sin necesidad de interpretación tiene sentido estético. Pero prefiero aclarar el sentido que aquí —lo mismo que en el poema de Narciso “Linterna china”— tiene la palabra “agujero”: me refiero a lo que para Lacan es la locura, una agujero, un trou en la malla del lenguaje. El segundo verso, “la frialdad del queso una princesa”, toma su fuente del objetivismo de Zukofsky: el queso es aquí tomado como un objeto opaco que no remite a otra cosa que a sí mismo, esto es, a la poesía considerada como algo autónomo e independiente de otro significado: aquí, como dice Deleuze de la designación, ésta tiene la función de un más allá del lenguaje, como “el arenque salado” de Diógenes el Cínico; y por ello “la frialdad del queso una princesa”, es decir, que en la frialdad del queso está la belleza, la poesía. “Mudo la zona que no existe besa” tiene clara lectura: excepto la alusión al silencio, que es en lo que se convierte el lenguaje cuando deja de chapurrear, y se convierte en la casa del ser. “Agujero llamado Nevermore” significaría “locura llamada Nunca Jamás”, por referencia al poema de Poe “The raven” (“El cuervo”). “Donde la angustia suavemente presa” es también de fácil interpretación, así como el verso siguiente, “donde la sangre blancamente cesa”:
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aquí me remito al esteticismo como una ascesis, como una privación de la existencia (“La sangre”). “Agujero llamado Dead Lenore”: agujero (locura) llamado muerto amor. “Fácil triunfo del pájaro no visto”: fácil belleza de lo surreal, de lo oculto. “Lago de piedra en que muerte navega”, lago devenido piedra o estatua, apatía del arte puro, negación de la existencia o muerte, zeia texnh de la muerte. “Flor en los ojos tos en la bodega”: fácil intuir lo que significa flor en los ojos, un simple referente de la belleza misma, en cuanto a “tos en la bodega”, me refiero a un poema de Hart Crane que dice así: “The interests of a black man in a cellar / Mark tardy judgment on the world’s closed door” (“los intereses de un negro en una bodega marcan un juicio perezoso sobre la cerrada puerta del mundo: el negro perezoso y ajeno al mundo tose en la bodega cerrada para aquél”). “Frío en los ojos donde muere amor, frío en los ojos únicos Abrasor”: Abrasor era una palabra imaginaria, hecha sólo para rimar con “nervermore” y “Dead Lenore”, pero he aquí que el poderío de la cadena significante ha hecho de ella algo que podría equivaler a “abrasar” (por contraste con “frío en los ojos”). Y, finalmente, “la derrota triunfante en que yo insisto”: la derrota convertida en victoria estética, lo mismo que en otro poema de Teoría, donde la descripción topográfica da comienzo al poema (hasta llegar a “Maison du Roi”). ABC, 30 de noviembre de 1991, página 113.
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DOS SONETOS (II) (Autointerpretación de dos sonetos míos de Teoría)
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L segundo soneto, éste con estrambote, titulado “Maco” (cárcel), es por una parte un himno al vicio solitario y al amor oscuro, por el otro un elogio de la poesía misma. Hasta llegar al verso “enterrado el marrón en un horrible cielo” se trata de un himno al onanismo homoerótico, pero en el verso del marrón, que es en argot carcelario el primer delito y por lo tanto la torpeza, se refiere aquí a la torpeza de la vida que la poesía transfigura en un horrible cielo. Lo mismo “nieve verde, sólo tú molas”, en donde la nieve verde es un símbolo de la poesía surreal que, semejante a la religión, se practica en el claustro —el patio de la cárcel— donde se pasean “las monjas que no lloran” —los presos—. Pero esta poesía no proviene de la inspiración, y por ello “alerta está, en espera, y en su horrible cielo / yo jiñaré” (cagaré) “un cándido asfódelo” (yo cagaré un hermoso y puro-blanco-poema) / “ils matent las puertas cerradas el velo” —ellos vigilan las puertas cerradas el velo—, alusión a la poesía hermética. “Para morir prefiero este horrible cielo / adonde nunca llegarán tus quejas”, pues la lágrima, el dolor y el llanto son ajenos a la frialdad del poema —el queso— que ignora la existencia. Y ahora el estrambote: “Y mientras pasma vigila el enorme sombrero / el chota quiebra el muro, y escapa / del agujero”: el chota, el chivato, el “cantante”, mientras la Policía —la crítica— vigila el enorme sombrero, el adorno inmenso para la cabeza, quiebran el muro de la existencia y escapan del pozo de la vida, que también podría denominarse maco, o cárcel. Finalmente, en otros dos poemas de Teoría, uno, “Hécate, peligrosa en los cruces de caminos”, y otro, “LSD limerick”, hay puntos oscuros que me interesaría revelar.
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En el primero, lo mismo que en “Homenaje a Catulo”, la obscenidad tiene un sentido esteticista —como en “Maco”—: “y chupando me enciendo construir mi puro / en un asilo pésimo y seguro”. Aquí el falo, el puro, se equipara al falo del lacanismo, esto es, a la potencia verbal, al acierto o a la razón, al logro estético, siendo el arte “el asilo pésimo y seguro”. Y para terminar, en “LSD limerick” hay un juego de palabras que me interesa aclarar: entre el primer verso “Alicia en el llano sonaba”, Alicia sonaba en la mera superficie, más profunda y sin límites que la profundidad, en el efecto estoico; mientras que el poema termina “esquizofrénico niño más / un viejo que en el ya no hablaba”: un juego de palabras pues entre “llano” y “ya no” que, si no lo hubiera comentado aquí, para muchos hubiera sin duda pasado inadvertido. Espero que estas líneas hayan desanimado a quienes, como Eugenio García Fernández, creen que mi poesía es ingenua y abismal, cuando no es más que un inmenso truco en el que la locura y la muerte se presentan como dos artificios más de un inmenso poema esteticista: “Pere / Gimferrer y Carnero se casaron / en octubre, y su hija…” Quiera Dios que yo no muera por obra de la mano del hombre, porque si yo muriera o por un azar desapareciera, caería sobre España una lluvia de vergüenza mayor que la que cayó sobre Sodoma y Gomorra, porque el fantasma aquí no es “pegan a un niño”, como sucedería si sólo hubiese escrito Así se fundó Carnaby Street, sino “han asesinado a Góngora”. ABC, 7 de diciembre de 1991, página 112.
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SALIR DEL MANICOMIO
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A Georges Bataille equiparó a la comunicación con una forma mística, que rompe, lo mismo que el sexo y la risa, con la tragedia del ser separado. Es esto también lo que se pretende decir cuando se afirma que “telépata no es nadie”: o acaso, un poco, un poco telépatas, un poco locos: si no existiera un mínimo en nosotros de ese pathos, de ese ser fuera de sí que nombran la comunicación y la locura, éstas no podrían siquiera disponerse a nuestro lado, como fórmulas de una estructura no ya terciaria, sino, lo que es más peligroso, dual o doble. Ahora bien, a falta de comunicación o de sexo, la vida tiene una estructura novelística o teatral: esto es, una dialéctica del ser separado, que es lo que también se llama “persona”, que en latín significa “máscara”, y a lo que en términos psicoanalíticos se llama “carácter”. Que ese carácter no es más que un montaje teatral, y que por lo tanto puede deshacerse, lo muestra la borrachera, que si nos hace ver como caricaturas es por ponernos en la escena borrosa de la verdad, lejos de la persona o la máscara. Ahora bien, bajado el telón, la escena continúa, poco después de arrepentirnos de la verdad, y dibuja los contornos de esa fábula a la que llamamos “vida”, y a lo que también, una vez terminada la obra, llamamos “destino”. Al otro lado se sitúa —o más bien está “fuera de lugar”— la catástrofe como gozo temible: la metedura de pata —a lo que hemos llamado “comunicación”—, el desliz, la risa y el sexo. Porque, repetimos —y de aquí nace la “maldición”—, sólo en la catástrofe está el gozo: he aquí por qué se ríe cuando un hombre cae al sueño: el sueño tampoco tiene una figura erecta. Hacer una Historia de la Catástrofe —tal como intentara Bataille en La Part maudite— es hacer una Historia de la Antihistoria, de lo que,
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siglo tras siglo, tiende a romper con la Historia, como afirmara Foucault cuando dijo que la locura no forma parte de la Historia: lo mismo que la guerra, la Revolución —subsumibles ambas a la necesidad de matar y de cometer injusticias—; lo mismo que el antihéroe, símbolo del fin del mundo: no por azar Deleuze dijera que la lógica del Anticristo es la disolución del “yo” y la abolición de los roles, por cuanto ese antihéroe tiene por meta; lo mismo que una auténtica revolución-Aufhebung de la Historia y la Antihistoria, la ubicación en un plano nuevo de la identidad, surgida ahora de la comunicación y sin romper con ella bajo la forma de un personaje. Un nuevo personaje o héroe —no por nada enemigo de la máscara o de la mascarada—, por cuanto fue aquélla la que lo trajo aquí: héroe por necesidad, lo mismo que el proletariado para el joven Marx. Así pues, “salir del manicomio” importa la creación de una nueva sociedad, de una sociedad alternativa, que va más allá de la inspiración de las comunas berlinesas K1 y K2, y en la que se pueda hacer viable ese otro modo de “existenz” que es la locura, convertirla en una experiencia útil, en algo que por fin se ha vuelto, gracias a la palabra y al Logos más apocalíptico, viable, como una ilustración de otros mundos, sacada de entre las páginas de un viejo e irrompible almanaque. ABC, 5 de enero de 1992, página 120.
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EL ARTE COMO HOMENAJE A LA RUINA
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todo está acabado queda la pintura: lo mismo que el viaje esquizofrénico que es, según Laing, una contestación a una situación social de jaque mate, la pintura es una contestación a la ruina, una alabanza del desastre. Ahora bien, la pintura moderna es una contestación a la ruina cuando ésta se ha hecho histórica, y lo mismo que la Revolución es una respuesta a una situación de jaque mate generalizado. La pintura de vanguardia hace de la locura arte: como decía Roger Gentis en Les murs de l’asile, todo el arte moderno es esquizofrénico, y la pintura de Paul Klee debiera causar horror o asco. Saliendo de la nada, que es la cuna de todo arte verdadero, ya que éste es una creación sobre el vacío que construye sus propias reglas, la pintura de Sebastián Luque estudia y define un nuevo tipo de realidad: el material pictórico es aquí la vida en estado bruto, semejante a un lago que guarda un tigre, que es el tigre del miedo y de la muerte, semejante al demonio, cuyas cadenas, como muestra la carta XVI del tarot, son fáciles de romper por cuanto son ilusorias, y consisten en una cuerda atada al cuello que por estar muy holgada puede fácilmente desligarse: la vida puede equipararse así a la tela de araña maya, como una ilusión en la que la pintura es el riesgo. Así la vida de Sebastián Luque ha estado siempre cercana al riesgo, como cuando se dice de un hombre que vence que ha marchado sobre el filo de una espada, cabalgado a lomos de un tigre, o que se ha hundido en el océano sin mojarse lo más mínimo. UANDO
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Esos tres lemas alquímicos muestran la vía de la mano de “Walk on the Wild Side”, como dijera para siempre la canción de Lou Reed, cabalgando del lado salvaje de la vida, a hustle here and a hustle there. Todo lo que la pintura moderna puede decirnos es qué hay detrás del rostro que nos mira, y este algo es muy semejante a la nada. ABC, 1 de marzo de 1992, página 143.
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TEORÍA DE LA VENGANZA
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A venganza es un plato que se sirve frío”, como dice un viejo adagio: es un recuerdo que nos emborracha y nos constriñe, y que nos gusta acariciar en las noches de soledad. Toda la obra de Poe, podría decirse, es un elogio e hipérbole de la venganza: “El corazón delator”, “El gato negro”, “El tonel de amontillado”, etcétera. En “El tonel de amontillado” se lee uno de los recursos de la venganza: la deformación de la imagen del enemigo, su conversión en payaso o bufón, en algo menos humano de lo que es el vengador, quien siempre —por ejemplo, en El conde de Montecristo— se cree un héroe, un héroe frío con el corazón muerto —como dice aquí un loco de Santa Águeda—, “el corazón muerto por la droga”. Esto quiere decir que, esencialmente, la venganza no sirve para nada, por cuanto su autor para cometerla debe previamente morir: esto es, no vivir para otra cosa que no sea el sedimento del futuro, el callo de la venganza. El vengador debe tener fe: fe en el futuro, en el cumplimiento total de la venganza, que ni está aquí, ni siquiera, cuando cumplida, hemos eyaculado el odio, y la venganza ha terminado, y ya no es. Hay muchos tipos de venganza: la venganza del que espera y cree en el destino como el filo de la venganza, y se dice a sí mismo: “Siéntate a la puerta y verás pasar el cadáver de tu enemigo”; la venganza del chino, que es el suicidio, por cuanto aquél cree que el muerto tiene más poderes que el vivo. También, cuando la injusticia es absoluta —como dijera Dámaso Alonso, “cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta”—, la venganza alcanza proporciones cósmicas y para llegar a ellas se expresa en términos políticos: es la venganza de Hitler o de
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Mussolini. También la venganza puede alcanzar proporciones imaginariamente totales en el simbolismo religioso: es la venganza de Savonarola, también teñida de política; la venganza de Thomas Müntzer; la venganza de San Juan: el Apocalipsis. Ahora bien, parafraseando a Lacan, al estructuralismo, la venganza es un efecto de lenguaje: estamos ligados a ella por una palabra, por un juramento, porque, de no ser así, no estaríamos seguros de desear siempre la venganza, porque si el sueño de la venganza ha de ser siempre el mismo, el deseo es mudable y podríamos un día pensar que ya no deseamos la venganza. ABC, 5 de abril de 1992, página 145.
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LA PARÁBOLA DEL CLOCHARD (O el misterio de la luz)
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ACE relativamente poco tiempo titulé a la recopilación de mis artículos de ABC, Y la luz no es nuestra. Obsesionado como Jesucristo por la proximidad del otro, por su carácter de prójimo o cercano, divisé la única lógica de la muchedumbre: el profeta Emmanuel, que en hebreo significa “entre los hombres”; hoy, pasado el arrebato, creo que en ese otro sólo hay lejanía, y que es aquél tan sólo lo que Lacan llamaba “l’Autre imaginaire”, la ilusión de un hombre que sólo parece real y transparente en los viajes de ácido, en los “ajos” o “bichos”, como aquí se les llama. Ahora bien, el clochard francés también mantiene una dialéctica más o menos normal —no está en el manicomio— con la muchedumbre: aquél quiere, sea como sea, “ser visto”, y es por ello que entra medio desnudo en los bares, aun exponiéndose a las bofetadas y a los golpes del camarero, como también por lo que duerme —lo mismo que yo en Leganés— en la escalera (tal vez sea éste el sentido del título del libro Los ojos de la escalera). Lo mismo en España el mendigo es una figura del “ágora”, en que el psicótico deambula libremente y sin otro problema que el “prójimo”, lo mismo que los niños, quienes también reciben por parte del “yo” del adulto el mismo o parecido tratamiento. Esta personalidad epidémica y violenta resurge en las verbenas lo mismo que en la Revolución, en la danza lo mismo que en la fiesta: la calle es el espacio de esta singular orgía, en la que se inscriben también las romerías, éstas teniendo el prado por lugar. Lo mismo el antiguo “Carnevale” (Carnaval), y la medieval “Fiesta de los Locos”, dibujaban entre lo social y lo privado el único posible puente, que también a veces es la Revolución.
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Pero para el clochard, en definitiva, poco importa si el otro es imaginario o realmente cercano, puesto que ha hecho de su soledad un camino para el cosmos, y del dormitorio bajo el puente la única posible limosna, el trabajo en horas “extra”, pues ese puente es un lugar fuera del mundo, tal como intenté relatar en mi poema —que éste sí espero que se entienda— “Storia”, dedicado a un extraño Andreas Baader. En mi viaje mesiánico por los barrios bajos de París, cuando intentaba, creyéndome Jesucristo, consolar a los clochards, aquéllos se reían y huían —o me robaban, como a Don Quijote— sabiendo con aquel robo que el único consuelo valedero es una modificación real de la situación, espiritual, económica y material, pero ante todo espiritual, pues lo que nos lleva al desastre es el otro, y en esa mano que éste tal vez nos ofrezca está el único sentido por el que se gana y se pierde la vida. ABC, 17 de mayo de 1992, página 144.
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LA METAMORFOSIS
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IJE en otras páginas que la literatura de Kafka era realista: así el hombrecillo kafkiano es lo que más se parece a lo que Wilhelm Reich llamara homo normalis, y Jacques Lacan sujet: esto es lo que se refiere a El castillo; respecto de La metamorfosis, la cucaracha es un símbolo de lo que Gottfried Benn llamara “das gezeichnete Ich” (“el yo estigmatizado”), el monstruo, el idiota que se mira en el espejo, como ya dijera también Jaime Gil de Biedma. Quiero decir con esto que la cucaracha no dibuja ninguna alteridad metafísica, sino que es la realidad más cercana a Gregor Samsa. De igual manera el Castillo no existe, o si no es el símbolo de la fortaleza que nos separa del Otro. Así, para Emmanuel Mounier, “el otro” es el problema capital de la ética kafkiana, por cuanto para él no existe o es un misterio: así, en El proceso, la sentencia no se sabe de dónde viene. Podríamos comentar también el episodio de los ayudantes, en El castillo, cuando aquéllos interfieren la palabra de Barnabás, el mensajero, poniéndose cada uno a un lado de su cabeza, diciendo que si el otro es un misterio es por cuanto el ser humano es constitutivo de una mentira, y esa mentira es la palabra, contra lo que Bataille llamara comunicación, y nosotros, más modestamente, telepatía de uso corriente. Es así que Kafka hace ciencia y dibuja en toda su locura el misterio del ser separado, que es el misterio del Mal al que la comunicación y la risa disuelven a la nada: un símbolo de Dios, habitante único del Castillo, que sería la sociedad humana cuando el hombre se descubra a sí mismo, lejos de la tiniebla en que habita la cucaracha kafkiana, el mandala, la fortaleza inútil que es el “yo”, y que nos protege para nada:
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“Iguales que el ámbar que preserva la mosca, para nada saber de su vuelo”, como dijera para siempre Jacques Lacan. Lejos pues del “yo” que es enemigo nuestro, si es verdad que el deseparado está enfrente, mirándonos. ABC, 23 de agosto de 1992, página 110.
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ACERCA DEL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD
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L “yo” es el único problema que queda por resolver si creemos en el inconsciente, cuya presencia suscitaría el ver al sujeto, al homo normalis, como preso de una escisión de la personalidad. Estamos presos de los demás. Hasta el apetito, al parecer, es un problema de la así llamada halterofilia, y ello por cuanto comemos lo que vemos, en manos del otro. Ya Lacan lo decía, el “l’inconscient c’est le discours de l’Autre avec un grand A”. El “yo” es un sistema de enajenaciones. Ni siquiera un sistema, una oscuridad, y la Humanidad es un estado de duermevela. Freud, en su última conferencia, llegó a decir que el “yo” es inconsciente, y Wilhelm Reich tomó aquello al pie de la letra, pretendiendo que el mundo es insconsciente: lluvia y truenos, y el mundo entero convertido en lodo, para celebrar la unión antropocéntrica —me refiero a la de Wilhelm Reich— la lluvia es un símbolo de la tristeza, y el universo un símbolo de mí mismo. Que el “Anima mundi”, de la que hablara Böhme, adorador del Sol, sea el éter o la luz, sería para Borges y Bataille la muerte: es una figura estética. Pero he aquí que la Psiquiatría nos dice: absurdo, y ríe de nosotros, que decimos la verdad, y la verdad es que absurdo, o “Principio de Incertidumbre” de Heisenberg, es Universo, es una figura del hombre. Ahora bien, ese hombre soy yo, y la locura, llámase Freud o Daniel Paul Schreber, es el problema de un semejante. Pero volviendo a Freud y David Bakan, Freud, obsesionado como Lacan por los frescos de Orvieto sobre el Juicio Final, tenía, en parte por el autoanálisis y en parte por la oscuridad que atribuimos al “yo”, el sueño de ser el Anticristo, eso al menos hasta que devino Freud,
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y el Psicoanálisis se convirtió en un código y una ciencia: ésta es la tesis al menos de David Bakan en su libro Freud et la tradition mystique juive. Pudiéramos temer que hubiera añadido un billete de regreso en primera clase. ABC, 3 de enero de 1993, página 118.
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LA MEDICINA Y EL MAL (Algunas observaciones sobre el cuerpo humano)
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AY enfermedades que, como la lepra y la locura, han sido durante siglos emblema del Mal. Esto por cuanto son símbolos de lo que llámase “maná”, “caja de Pandora” o lo que sea. Se refiere a un cuerpo que entre los animales es colectivo, y esto no sólo en los insectos sociales. El “yo”, la escuela, son así constricciones que nos ayudan a olvidar la sabiduría animal perdida y que se rescata catastróficamente en la locura, y en especial en el delirio de autorreferencia. Ahora bien, para la Medicina este cuerpo subjetivo o mágico no existe sino como símbolo del Mal, esto es, de la lepra o el sida, vertederos en donde va a parar toda la agresividad latente en la calle o en los bares, lugares de encuentro anónimo y, por tanto, lugares de la animalidad de lo inconsciente. Así, nuestro descubrimiento es que el inconsciente no tiene una estructura personal; no por nada Freud lo llamaba “figura de la no-persona”, de ese “huanchi fori” del que habla uno de los locos aquí prisionero, víctima de una psiquiatría que no existe, lo mismo que el enfermar de sida es víctima de una conciencia mágica que, pese a los interdichos verbales, subsiste en la medicina actual. Esto se revela, por ejemplo, en la imposición de manos, en el carácter hipnótico de la voz del médico, etc., etc. Ahora bien, la locura y el sida son las víctimas de unas pseudociencias que, llámense Psiquiatría o Medicina, olvidan que, como decía Spinoza, “nadie sabe lo que puede el cuerpo”, y de que vivimos siempre al borde del abismo, rozando ese significante animal sin el “yo”, que, empobrecido, actúa en la llamada locura. Pero no son sólo víctimas de una cuestión de discurso, sino que también lo son de un rumor o de una opinión al que el discurso científico o filosófico no ha tenido nunca la opción de entrar.
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Es así que la masa, emblema por excelencia del psiquismo animal o del “no yo”, como primero de todos afirmara Freud, se resiste a la idea, llevada sólo de un pegajoso principio del placer. Sólo el niño conoce la calle en donde el inconsciente, que es el cuerpo mágico, existe. Sólo el niño no teme a los desconocidos ni es presa de una paranoia estructurada socialmente, y que, también, es considerada como enfermedad mental y remite a esa otra escena en que aparece, por fuera y por debajo del teatro, la humanidad telepática o la esencia de lo que Bataille llamara “comunicación”. Así, pues, el gesto, única posible curación mágica del sida, remite a la nada y al mundo, y el planeta es un sueño de un enfermo de sida. ABC, 10 de enero de 1993, página 137.
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YOKNAPATAWPHA Y EL CASTILLO (La literatura de Kafka como literatura realista)
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A tesis fundamental de Kafka es que el otro, el semejante, es un misterio. Un misterio al que se toma por asalto, en la Revolución como en la guerra, parecidas en cuanto al número de muertos, un ideal extraño, como en el cristianismo, donde no se sabe qué es el prójimo, si la muchedumbre o sus víctimas. Pero es más: la caricatura, el hombrecillo kafkiano define con perfecta realidad al hombrecillo Corcuera, quien también nos propone luchar, e incluso morir, por un ideal extraño y sin sentido: la pobreza o la riqueza, la economía: nada más extraño al hombre que un puñado de dinero, “por un puñado de mierda”, como dice aquí, hablando de mi muerte, uno de los habitantes de este lugar extraño. Aquí el hombre se refocila en su verdad, en una verdad que no existe sin el otro, como sería insostenible la verdad de Robinson en una isla que no habitara el recuerdo. El recuerdo del otro, por supuesto: los pasos en la playa, y mis ojos llamando a Viernes para una fiesta, que es símbolo feliz de algarabía y muchedumbre. La vida no es más que la historia de un espejo que se tuerce y se retuerce, llevando, como a un castigo, a la soledad y al bosque de la noche, donde somos un recuerdo de nosotros mismos temblando en la mano. Allí hay un enfermo de una enfermedad degenerativa, en el bar, bebiendo, y se dice: “mira, allí estuvo un hombre; aquí, donde no hay nadie”, en ese no-lugar que la sombra de la copa en la mano dibuja, y al otro lado, el camarero, sombrío y alucinatorio, también muy parecido a Kafka.
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Lo dijo Emmanuel Mounier: la literatura de Kafka nos reenvía al misterio cristiano, risible, del otro, que dibuja la salida y la no salida del Infierno, como en Huis clos, de Sartre. Si el Infierno son los demás, como dijera Sartre, también es cierto que forman el único contenido cierto de la esperanza, sea ésta el amor o el vampiro de Kafka, como un hombrecillo o un enano, que absorbe en su copa la materia psíquica de los demás, en su copa hecha de los ojos de todos, para seguir así, bebiendo, hasta la muerte. ABC, 31 de enero de 1993, página 135.
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LA POESÍA CONFESIONAL (O el discurso apoético)
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N mi ya, creo, demasiado larga obra poética, había llegado un momento en que todo me parecía cursi, debido al influjo triste de una portera que era ya la única lectora de mis versos. Esto me había llevado, por una parte, al discurso escatológico de Piedra negra; por la otra, a una reflexión filosófica sobre el problema de lo kitsch, o de lo cursi. Ya me parecía que, cuando Pablo Neruda afirmara “Los Dámasos, los Gerardos, los hijos / de perra, silenciosos cómplices del verdugo”, la palabra “silencioso” era cursi, debido quizá a la presencia de la “s”. De ahí he pasado a una consideración de los efectos de lenguaje no cursi; y éstos son lo que yo llamo poesía confesional, o prosa apoética, en donde afirmaciones como “hoy he ido a comprar pan” y “soy un gran caradura” no son cursis por cuanto no se arriesgan a la belleza, y la belleza es el vacío. El vacío poético, la autonomía de la poesía, es la ausencia de cualquier correlato objetivo que no sea el significante (la “s” de silenciosos) en estado puro. Lo decía Derrida: “todo poema corre el riesgo de carecer de sentido, y no sería nada sin ese riesgo”. Y aquí, el riesgo, es parecer cursi, esto es, no tener sentido. La diacronía, ese efecto de creación de lenguaje que es por excelencia la poesía —el tropo— o el argot (que también es una deformación del lenguaje y una creación del mismo), es un riesgo permanente de carecer de sentido, esto es, de no ser oído. Esto afecta no sólo a la escritura, o a la lengua, sino también al habla, y es lo que nos defrauda en el estructuralismo, y en su noción de escritura, en la que el sentido está ahí, en el sistema del texto, y no en otra parte, en otra textualidad, que es la textualidad que podíamos llamar platónica o metafísica, dicho sea esto en beneficio de todo lo subversivo que tiene la herejía o la Mística, que, como la metafísica del inconsciente, pone en
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cuestión a este mundo al afirmar que Dios está aquí. Lo decía Lacan: “l’inconsciente c’est le discours de l’Autre avec un grand A”; y esto equiparando lo otro al otro, la luz del semejante a la luz de Dios. Es así que mi poesía es una mística herética y delirante, por cuanto sólo en la locura se encuentra a Dios, sólo en la catástrofe, que “allá donde muere un hombre, las águilas se reúnen”. ABC, 19 de junio de 1993, página 119.
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III Artículos en EGIN
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A LO LARGO DE UN CUERPO (Comentario a la obra de teatro Pasarela de Elena Atienza)
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A belleza de una mujer, si en la lengua lleva el grito, es material para una obra de arte. El grito desfigura la lengua, la lengua desfigura el grito, y el cadáver de una mujer yace entre bambalinas. Porque la verdad es un cadáver desnudo, y el sentido un esqueleto al que nos abrazamos mirando de rodillas a Elena Atienza. El texto muere en la obra, la lengua cae a los pies de una mujer: afuera, en el water de la cotidianidad nos espera la otra Elena, la que no es actriz ni mujer —pues ser mujer es tan sólo jugar a ser mujer—, sino verdad gastada, muda en la palabra: lo dijo Mallarmé para que no le oyeran: “la palabra vacía es una moneda, cuyo cuño se ha borrado, que los hombres se pasan de mano en mano, en silencio”. Pero Elena lleva las joyas en su vientre, come y miente en la oscura miseria de la vida cotidiana, donde yace Elena Atienza, de rodillas ante el teatro, mirando a un pájaro que no ha visto: Gautxori, en vasco “pájaro de la noche”, mimo para nadie, tempestad para nadie. Aplausos que resuenan en el barco de Nunca Jamás, del país de Nunca Jamás, esto es, del teatro, que es semejante al Castillo de Kafka, un lugar para no volver. Pero todos los caminos llevan al vientre de Elena Atienza, que no quiere ser una “chica Almodóvar”, sino permanecer en el secreto sigiloso de la voz. Yo existo, si existe Elena Atienza, yo existo en el secreto sigiloso de la voz, y afuera gritan unos niños. Porque todos nosotros somos superhombres ocultos.
EGIN, 29 de enero de 1996, página 4.
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MUESTRARIO DE LA MONSTRUOSIDAD (I)
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RANCIS Scott Fitzgerald comenzaba su relato autobiográfico The Crack-Up diciendo que toda vida —evidentemente— es un proceso de demolición. Pero yo iría más lejos diciendo que la vida nos trasforma en monstruos. Cuanto más hemos sufrido, más hijos de puta somos: así, los monstruos de este sanatorio de Santa Águeda en Mondragón, Guipúzcoa (para dar con la realidad en su signo fijo), no cesan de plantear venganzas y castigos contra lo humano, que la Psiquiatría separó de ellos. En efecto, tanto Freud como el DSM-III hablan del loco, del “esquizofrénico”, como si de un marciano se tratara, que habitara en la población del instinto y/o pulsión Trieb, en la jerga freudiana. Los síndromes tienen por característica destacar una señal de diferencia radical y ontológica, como la tristemente célebre forclusión. Así, el psicótico —que siempre se encuentra y es en el manicomio, y generalmente con varios años de condena a sus espaldas— se sitúa hábilmente fuera del territorio de lo humano, esto es, en el manicomio, lugar —ya que no de lo humano— de lo divino por excelencia, en donde todos somos a la vez dioses y perros, doble metáfora de la existencia del psicótico en el penal o casa de locos. El loco, en ese lugar, y debido a una disciplina que sólo tiene por función amansarlo, como si de una fiera se tratara, y no de un semejante, disciplina que tiene por pretexto el de “que no se nos salten al cuello” (nunca mejor dicho), se transforma así, a nivel de lo que se llama inconsciente, en un monstruo que quiere a toda costa acabar con lo humano. Sus sueños son así avalanchas, pestes, terremotos, mientras
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que con su lengua se humilla y acata, como el catatónico, ciegamente las órdenes del loquero. EGIN, 12 de febrero de 1996, página 4.
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MUESTRARIO DE LA MONSTRUOSIDAD (II)
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S así que la llamada esquizofrenia denota una simple extrañeza de algo que contra los psiquiatras está ahí, cercano en lo que Jesucristo —Dios de los crónicos— llamara para siempre prójimo, semejante o cercano. De esta manera el problema de la locura, su monstruoso enigma, está en el lugar más evidente, como el sello de la carta robada de Poe, y es en ese lugar en donde Mary Barnes, sin hacer referencia a ningún espacio oloroso como creyera Laing, pinta la pared de mierda. Mierda que nos ha echado encima la vida y mierda que queremos devolverle. Y es así que la curación del psicótico es una teoría de la venganza, una obra de arte, como dijera Otto Rank que debiera ser la locura, una creación de sí mismo, y contra el pretendido crimen de estar locos —que nos hace partícipes de lo que en realidad tan sólo la psiquiatría es, un crimen contra el ser— el pecado de la página escrita, de la denuncia de la Psiquiatría y/o Psicoanálisis como crímenes de lesa humanidad, pues no creen en el hombre y descartan a priori al loco del mapa de lo que en chino se llama yen, virtud de lo humano. Y esa página escrita ha de abogar, para la creación del insano, con algo parecido a la cámara de los horrores de Aleister Crowley, y ser, como el Anticristo —otra figura de lo no humano—, el crimen moral al que se llega por escrito, y que se graba para siempre en la memoria de los hombres: algo peor que una venganza, una sombra eterna, un ritornello —odiamos a la Psiquiatría— para repetirlo por las mañanas, a la hora de la ducha.
EGIN, 26 de febrero de 1996, página 6.
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LA MORAL COMO LABIA O LOS MANDAMIENTOS DEL GITANO (Apuntes para una Historia Crítica de la Moral en España)
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ÍCESE de la labia que es, como el discurso del sofista, un discurso sin centro: llámese a esto razón, Logos o Dios. La lógica es aquí sólo función y palabrería barata, a la que Mallarmé llamara “palabra vacía”. Y es por eso por lo que la palabra del sofista, y/o del gitano, es preferible para el homo normalis a un discurso que religue a una visión o a un centro. El discurso del sofista o gitano no compromete a nadie y da la razón a todos, y en la ausencia de la verdad todos estamos seguros. Ahora bien, incluso en la ausencia de centro tiene que haber una forma o estructura que lo reemplace, aunque ésta sea tan sólo la sintaxis o la retórica, o también puede darse una réplica del centro, un centro duplicado, una sombra de verdad. “El receptor devuelve al emisor su propio mensaje en forma invertida”, decía Lacan: así el gitano nos devuelve, con su falsedad, nuestra propia moneda, y dice “si Dios dijo esto, hizo esto”, esto es, lleva como Marx la palabra a su prueba por la praxis e insistiendo como el payo en la palabra “Jesucristo”, dice: “por sus obras los conoceréis”; en el vino de la acción está la Verdad. Porque podríamos preguntarnos, parafraseando a Poncio Pilatos, en dónde está la Verdad, o, lo que es lo mismo, la Realidad, o, si queréis, la Historia: en la ceniza de los hechos. Así el gitano, mintiéndonos, nos devuelve la verdad, esa verdad de Lacan cuando decía que “si en el sueño aparece la verdad, uno se despierta, para seguir durmiendo”. Y durmiendo en el sueño en vida de la realidad, que es lo que hace de la Historia, y de la Revolución, algo parecido al despertar de un sueño.
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El sueño eterno, de Raymond Chandler, la muerte en vida en un manicomio. EGIN, 11 de marzo de 1996, página 6.
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REVISIONISTA
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OMO es sabido, existen dos Marx: para el primero, el de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel y Manifiesto Comunista, el proletariado, aun siendo dentro de la dialéctica histórica una negación, no es empero negación de lo humano, sino verdadera humanidad de lo humano: para este Marx, el joven, el proletariado es como para la alquimia o para Jesucristo la piedra que el constructor ha descartado; en ella, decían aquellos hombres ebrios de saber y misterio, está la piedra angular. Para el segundo Marx, por el contrario, el Marx de El Capital, el proletariado, lo mismo que la Revolución que aquél encarna y protagoniza, no son humanas: aquí la Revolución se presenta no como un deseo o una esperanza, sino como algo inexorable e inmoral que no significa ninguna transgresión por tanto del orden burgués, de la realidad burguesa y del control social de la percepción burguesa: es más bien una reafirmación de aquél, una substantivización de este engranaje social que se caracteriza por la negación de lo humano: la explotación del hombre por el hombre, el laissez faire más bárbaro de la competencia desleal, en la que al que cae nadie le levanta, como no sea para hundirlo más y más, y que es la matriz de insultos contra lo humano como “desgraciao” o “hecho polvo”: nada más lejos de la compasión y caridad cristiana, por mucho que el burgués vaya a misa y se ponga en ella la corbata. Y, siguiendo con el cristianismo, sabemos ya que la comunidad esenia es uno de los orígenes del comunismo, pues aquéllos se intercambiaban los trajes —lo que pone muy en duda que fueran castos— y la comida, siendo este intercambio de los alimentos lo que hoy la fábula católica o eclesial llama “comunión”; y es primitiva en virtud incons-
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ciente de esa comunión, por lo que el dinero para el Psicoanálisis —me refiero al de Ferenczi— es un símbolo del excremento: a lo que aluden las monedas de cobre. Ahora bien, lo que nosotros queremos afirmar es que el proletariado lo mismo oye el dinero para el capital, es un fetiche ideológico, como aquél es un fetiche o un ídolo pagano —el becerro de oro— que substituye al deseo, y se ubica en su lugar; y, por el contrario, el deseo del hombre es deseo del otro, como dijera Lacan parafraseando a Hegel, quien sustentaba que el deseo del hombre es deseo de un deseo; y aquí, en la sociedad burguesa, en su sistema de comunicación, la relación concreta entre hombre y hombre, a la que las leyendas llamaron amistad, solidaridad o —para decirlo con palabras de Kropotkin—, apoyo mutuo, esta relación natural y evidente entre hombre y hombre es tabú: tanto es así que se concibe como extraña o parapsicológica esa telepatía de uso cotidiano que es a lo que Bataille llamará “comunicación”; lo que para el citado Bataille era muerte del “ser separado”, por los caminos de éxtasis místico, del erotismo o de la risa. Es así que la Revolución exige un nuevo hombre, al que Marx llamará “hombre total”, y Nietzsche “superhombre”, y este otro hombre, esta piedra angular que el constructor ha descartado, es el hombre primitivo o salvaje, el niño y el loco, siendo así que la Antropología, la familia y la Psiquiatría son matrices de un mismo racismo, y el proletariado, el hombre miserable o afilosófico es también como el poeta un hombre sin censuras, que se ubica —me refiero al proletariado— por su trabajo manual en el lugar sin límites del cuerpo, en la promiscuidad del cuerpo contra el cuerpo, que es a lo que propiamente se llama “prole”; y como dijera Spinoza, “nadie sabe lo que puede el cuerpo”, libre de la corbata. De igual modo, el suicida Deleuze nos dijera al oído, en el límite puro de lo escrito, que “no hace falta sino tensar nuestro cuerpo como la piel de un tambor para que empiece la Grande Politique: la Gran Política nietzscheana, cuyo protagonista es el cuerpo, o, si queréis, el proletariado, si ampliamos esta categoría a otros seres marginados por la sociedad capitalista como son la mujer, el homosexual, el loco y el niño —del que decía nuestro joven Marx que era “el esclavo del hombre” (Escritos de juventud)—.
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Y es así que rompemos, situándonos fuera de cualquier revisionismo, con la teoría marxista del proletariado fabril, productor de plusvalía, para definir a aquél, con la Internacional Situacionista, como alguien desposeído de la vida, ubicado así en el límite del sistema capitalista, que es el lugar donde nada se tiene que perder, que es el lugar del heroinómano y del desgraciado, lo mismo que el tristemente célebre camarero, víctima como dijera Marx de “un fatigoso trabajo que lo deforma material y moralmente”, y que ha de soportar más que los demás los abusos de una comunicación perversa, fuente también de la locura. Y es aquello que hemos llamado “telepatía de uso cotidiano” la fuente del sufrimiento moral del camarero, al que la risa sella aún más fuera de lo humano. Ahora bien, es en esta telepatía de uso cotidiano donde encontramos superando —en el sentido de la Aufhebung hegeliana— a Descartes, la prueba o la evidencia de que yo existo; y éste es el lugar del célebre sello de la carta robada de Poe, comentada tantas veces por Lacan, y que está sobre la mesa, escondida en el lugar más evidente. Y así habría que decir que es en el otro, duda o sospecha permanente y casi metódica, donde se encuentra la evidencia de que yo existo, y de que no hay otra sociedad que aquella que funda el deseo del otro —avec un grand A—, siendo así que la sexualidad —que era para Marx la relación natural entre hombre y hombre— se formula como un deseo social, una lógica intersubjetiva en la que el goce sexual del dolor sublima hábilmente un dolor o un sufrimiento no sexuales. Y el dolor de la enfermedad y la muerte también son goces sexuales, síndromes de la relación cuerpo con los demás cuerpos, por cuya supresión aboga Groddeck como portavoz del Paraíso en la Tierra. Un paraíso que hace falta crear aquí, como ese “mundo nuevo por ganar” del que hablara Marx y Engels en el Manifiesto comunista, bajo la forma de una sociedad alternativa que sustituya la familia por la comuna, y donde se practique la poesía y se realice el arte, como pedían surrealistas y situacionistas, y la Filosofía deje de ser “el dinero del espíritu” —el fetiche del espíritu— para convertirse en arma y goce material, sexual de la idea. Que el nombre de Signorelli rubrique esta nueva concepción de la Revolución, en la que está todo perdido salvo la esperanza de un
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encuentro, una situación o un mundo posible, como dijera Deleuze que es el otro. Y que podamos proclamar con todas las insignias de lo moderno —las drogas—, por ejemplo, la realización de una nueva Jerusalén, no caída del cielo, sino elevada hasta él. EGIN, 25 de marzo de 1996, página 8.
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ACERCA DE LA AUTONOMÍA DE LA POESÍA
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ANDINSKY, hablando del arte abstracto, decía que no remite a la Botánica ni a ninguna otra ciencia. Así Mallarme, inventor del poema abstracto, decía de éste que es la obra de la paciencia y no de inspiración alguna: “Atlas, herbiers et rituels”. Ahora bien, el poema abstracto, precursor de lo que hoy se llama autonomía de la poesía, no tiene nada que ver con el esteticismo, aunque aquél sea el culto del arte por el arte. En el esteticismo el referente es la belleza, mientras que en el poema abstracto y/o autonomía de la poesía el referente es el poema mismo, la página misma. Así podríamos estudiar, en el misterio mallarmeano, el doble sentido del verso de “monsieur” Stéphane: “Vont ridiculement se pendre au revérbère”: verso que alude por una parte al trágico fin de Gérard de Nerval y por la otra hace referencia a los poetas de la autonomía de la poesía, que se ahorcan ridículamente a la luz, esto es, al poema. De esta forma vemos que en el laberinto mallarmeano no hay salida, ni siquiera recomienzo porque no hemos salido del poema, como un pintor loco del manicomio de Mondragón que cree estar dentro del cuadro. A pesar de todo hay lucha, al contrario que en el esteticismo, pero no lucha por una nueva realidad, puesto que esa nueva realidad sólo puede ser el poema, sino lucha contra la realidad, la realidad cacorra de la que no habla la Filosofía. Poesía y esquizofrenia se unen así en su rechazo de la realidad, pero siendo éste un rechazo inteligente que no tiene nada que ver con lo que comúnmente se llama esquizofrenia, en todo caso con el texto psicoanalítico de Conrad Aiken, poeta y psicoanalista norteamericano del que yo traduje un bello cuento titulado “Silent snow, secret snow”. El arte abstracto procede de la misma forma que el niño esquizofrénico comentado por Aiken: a partir de un acto normal: no ha
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llegado el cartero, no se oyen sus pasos, se llega a una teoría infernal que es que ha nevado y nieva dentro de nuestro cuerpo. La Gran Prostituta del Apocalipsis, que es también la ceniza y por tanto la cenicienta, espera, como un mendigo, a los pies de mi relato. Y la vida es un mendigo, un mendigo del ser, que implora a los pies de mi relato: porque el mayor delito del hombre es haber nacido; como decía mi amigo dreyfusizado Félix de Azúa, el “único y el mayor pecado”, l’inconvenance majeure de que hablara Blanchot a propósito de Sade, es vivir y estar preso en esta colonia penitenciaria a la que se llama vida, en la que unos ángeles misteriosos dibujan sobre la piel extraños garabatos —como en el texto kafkiano—, y la palabra no dice nada al oído del sepulcro, donde está la princesa muerta a la que el beso de la poesía puede resucitar y poner a salvo de la campana de la asfixia. La princesa que aspa en el vacío, como esa palabra hermosa que es en italiano annnaspare, mover los brazos como en busca de algo que no se ve, buscar a un hombre en la arena en donde no hay príncipes. Para terminar este papel, uniéndonos a la lista de los suicidas, la más grandiosa lista de Schindler que existe, iremos todos juntos, como en una excursión al vacío, a ahorcarnos ridículamente de la luz. Ahora bien, todo lo que queda dicho en homenaje a la autonomía de la prosa empezó por una reflexión sobre la autonomía de la poesía, sobre la independencia de la poesía, Gora Euskadi askatuta, viva la inteligencia y viva la muerte: glorioso fin para un animal extraño al que llamaron hombre, y al que la inteligencia sitúa fuera de sí mismo, en un altar que es cocina de unas viejas reinas, alabando la muerte del hombre. Pues el fin de la poesía, al que se llama autonomía de la poesía, es también el fin del concepto del hombre, la subversión del sujeto o el sujeto por fin cuestionado, que es el caos al que Freud llamó “inconsciente”, donde la vida reina en poder de la boca de unas viejas. Y ello puesto que el inconsciente no es nada ni nadie, sino solamente esa pulsión de abismo al que San Juan llamara Apocalipsis, y los hombres, Literatura. Y aquí, no se sabe si como en Muerte en Venecia o como en Casanova de Fellini, un cantante desdentado nos habla de la muerte, y ladramos, y la noche escupe sobre la luna, que es símbolo de esa ilusión o engaño que en el tarot se hace representar por la luna, pero que mal puede hacer referencia a la autonomía de la poesía, pues en ella el
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único referente no es el habla, esto es, la mentira, sino el misterio del silencio y de la comunicación, la muerte del ser separado a la que nos lleva el éxtasis de la comunicación y la risa; y riéndonos de todos nuestro cadáveres, riéndonos también de la vida, diremos como en “La canción del picapedrero” de Mallarmé: “y levantando aquí, como trovador, también un cubo de sesos que me hace falta abrir cada día”. EGIN, 8 de abril de 1996, página 10.
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IDEOLOGÍA Y VIDA (I)
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A ideología para Marx era una superestructura, es decir, un efecto diferente de la conciencia, algo por tanto distinto de la teoría. También para Wittgenstein la ideología es una máscara de lenguaje. En efecto, si la ideología fuera verdad, y la teoría igual a la práctica, los que creen que el imperialismo norteamericano es un código perverso no podrían fumar tabaco americano rubio, ni beber Coca-Cola, ni ir al restaurante Chelsea; los sacerdotes no podrían mirar a las mujeres, ni siquiera soñar con ellas, es más, para evitar la tentación, ni siquiera podrían hablar con ellas o mirar una boutique donde se vende ropa femenina; los comunistas no podrían hablar de la Revolución delante del camarero, que es obviamente del proletariado, y de él su fracción más puteada; los burgueses no podrían arruinarse, puesto que pertenecen a esa categoría que Marx denominó burguesía, y las categorías no mueren si se arruinan. Es así que la ideología es la merienda de los locos, y detrás de la palabra está Alicia, que dice que el hombre miente: Through the LookingGlass. Es así que Jesucristo descubrió Troya porque descubrió la Verdad, y no la Verdad Filosófica, sino la verdad de la vida cotidiana, que es la única realmente importante: aquella verdad a la que Wittgenstein denominó función de verdad. Y las únicas palabras que nos quedan ahora, una vez descubierta la Verdad, son la interjección, o la designación, que era para el suicida Deleuze algo que rebasa el lenguaje por su concreción, ya que la cosa no es la palabra para Foucault. Podríamos preguntarnos qué quiso decir Foucault cuando en Ceci n’est pas une pipe, lo mismo que en Las palabras y las cosas, dice que la palabra es el asesino de la cosa: lo que quiere decir Foucault es que lo sin-
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gular es enemigo de lo universal. Al igual que Max Stirner, pensamos aquí que el “yo” es enemigo de las categorías. EGIN, 22 de abril de 1996, página 4.
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IDEOLOGÍA Y VIDA (II)
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O hay palabra que lleve a la acción, como no sea el mantra hindú, que es una letra corporal —lo que Lacan llamaba “significante”— que, semejante a los gritos de kárate, designa la revolución (el kárate, en efecto, se inventó para la Revolución en China y significa “manos vacías”). Es así que no hay otra revolución que el cuerpo y el deseo en los labios de la voz, y que la Revolución es ese corte epistemológico que es lo que en palabras de Foucault designa el concepto “Nietzsche-MarxFreud”. Ese corte epistemológico que pone en cuestión a toda ideología para designar el deseo, el hecho o la acción, y con ello el proletariado, en términos neomarxistas, es decir, en términos de esa cooperación lógica a la que Marx denominó “Revolución” o “Verdad”: “La Filosofía ha tratado hasta ahora de interpretar el mundo, pero hoy de lo que se trata es de transformarlo”, texto de Marx que refleja también un pensamiento del poeta norteamericano Wallace Stevens: “Llamad al que lía los gruesos cigarrones: que el ser sea el final del parecer, el único emperador es el Emperador del Helado”. Con lo cual quiero decir que lo que da asco en lo que se llama proletariado, lo mismo que la raíz del escándalo en el burgués, es precisamente la Verdad, la Verdad que es nuestra única y mejor arma, y el único sentido de la Revolución.
EGIN, 6 de mayo de 1996, página 4.
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A FAVOR DE LAS DROGAS
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ICEN que las drogas son causa de la locura, pero lo que precisamente prueban las drogas es que hay alteraciones de la conciencia que no son irreversibles. Ahora bien, tanto para la locura como para las drogas —me refiero al viaje de amanita muscaria— hace falta no un psiquiatra, sino un guía de viaje, de viaje o trip-viaje corto de LSD, por ejemplo. La llamada esquizofrenia es así una transformación alquímica del ser humano en la que colaboran a un tiempo cuerpo y espíritu: de esta manera es sabido que la orina de los esquizofrénicos contiene un componente químico parecido a la mezcalina. Es así que no sé si bebo porque estoy loco o estoy loco porque bebo, como dijera Malcolm Lowry; en cualquiera de los casos estoy aquí y hay que soportarme, mejor dicho, tengo que soportarme como un superhombre destruido en los límites de la página, un superhombre sin luz: “papá, ¿estás distraído?” Hace mucho tiempo que dejaste esta vida y hace mucho tiempo que me drogo y que por culpa tuya invoco al Diablo, como al tigre de la noche: porque también la vida es una droga, la más oscura droga y el vino más siniestro: la locura, lo mismo que la droga es un remedio contra el cáncer de la vida, contra la enfermedad de la vida: y la conciencia es una enfermedad mental. Ahora bien, sólo la droga o la poesía —mis poemas a la heroína— pueden curarnos del mal de la vida.
EGIN, 21 de mayo de 1996, página 4.
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VIGENCIA DEL PSICOANÁLISIS (I)
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ICE más la realidad cotidiana de Freud que lo que Freud puede decir de la realidad cotidiana. En efecto, existe un escamoteo fenomenológico respecto a lo que podríamos llamar conciencia miserable u hombre miserable. Aludimos con esto a todos los comportamientos mágicos de la verdadera vida y del verdadero hombre, que desconocen tanto la Filosofía como las Ciencias, tales como la Sociología, etcétera. También del contacto psíquico al que se llama telepatía habla, todo lo más, Freud en Psicología de las masas y análisis del yo. En esta obra temas tales como el linchamiento y el suicidamiento, y las claves mágicas del perder, tienen aquí su voz y su lugar. Es en este mundo mágico sobre cuyo escamoteo se basa toda la obra de la locura. Queremos decir que la conciencia kantiana no existe y que la única evidencia del cogito no está en uno mismo, sino precisamente en la conciencia escamoteada del otro, del semejante, del nunca más irrealmente dicho semejante o prójimo. La conciencia de la segunda persona del singular está radicalmente obliterada en la sociedad capitalista y es por eso que lo que mal se llama inconsciente se acerca más a la “mala fe” sartreana; “l’inconscient, c’est le désir de l’Autre”, como decía Lacan. Lo único que prueba la existencia catastrófica de Victor de Aveyron no es que la conciencia sin el lenguaje no se produzca, sino que la conciencia sin el otro es imposible, pues el hombre es catastróficamente un ser social y es esta sociedad de lo humano la única garantía —esa garantía a la que se refería un loco del manicomio de Mondragón diciendo que aquí “se crece sin garantía”—.
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Esta garantía simbólica, a la vez que vivencial, de cuya ausencia son testimonio las catástrofes de la locura. EGIN, 3 de junio de 1996, página 6.
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VIGENCIA DEL PSICOANÁLISIS (II)
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L descubrimiento del inconsciente es como el sello de la carta robada de Poe, que está oculto en el lugar más evidente; el descubrimiento del hombre miserable, sin otra palabra que la magia, o mejor, la brujería de la vida cotidiana: en donde verdean los frutos de la paranoia, que es la única que nos permite preguntarnos quién o qué sea el otro. Es así que la literatura de Kafka tiene por problemas, desde El proceso a El castillo, el problema del otro, como ya dijera el católico Mounier. Ahora bien, este otro es un otro misterio o distante, que nada tiene que ver con el otro del cristianismo, sino con la persecución del camarero, como con la mirada enervante del portero. Es el otro de la otra escena freudiana, es el otro que no está ahí, aun cuando con sus ojos puede decirnos lo contrario, ese otro oculto del que habla la paranoia; y todo ocurre como en la película Luz de gas de Charles Boyer, hay un comportamiento inefable del que está prohibido hablar o decir, como en una especie de ley del silencio, cosa que no se aprende en las películas sino en la escena misma, mucho más de Panorama desde el puente y más feroz que el puerto mismo. Es así que la escena burguesa está basada en un escamoteo fenomenológico que sólo desaparece en la horda primitiva, forjada por ese oscuro Baut de Foras (“Vete afuera”) que es insulto, sinónimo a veces también de revolución. Son todos estos datos los que nos permiten comprender que no es que se trate en el Psicoanálisis de lo siniestro, sino que el Psicoanálisis es por esencia siniestro, como prueban los suicidios de Silberer y de Tausk, que se suicidaron después de una conversación con Freud. Porque lo único que no es siniestro son los efectos de sueño de la comedia o del canibalismo psíquico o comedor.
EGIN, 17 de junio de 1996, página 6.
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VIGENCIA DEL PSICOANÁLISIS (Y III)
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ARA nosotros la única vigencia del Psicoanálisis estriba en que aquél quiso poner de relieve la racionalidad de la locura: ahora bien, los contenidos que aquél fijó para aquélla nos parecen hoy inadecuados. Creímos, sobrepasando a Freud, que lo prohibido no era tanto la sexualidad, sino el cuerpo mismo, el cuerpo no objetivo o expresivo del que habla también la Psiquiatría radical norteamericana basada en la kinesis; y esto es lo que relaciona el Psicoanálisis con el voodoo y su macumba, siendo así que para nosotros la magia es el inconsciente antes de Freud. Y sólo este preámbulo puede llevarnos a estudiar los comportamientos mágicos de la vida cotidiana. Tema que lleva nuestra exploración hacia contenidos como el cigarrillo, cuyo simbolismo desconoce tanto la filosofía del hombre como el Psicoanálisis; nos referimos al psicoanálisis de Julio Aray y a su texto Tabaquismo y coprofilia, cuya textura desconoce el hecho de que el tabaquismo es coprofilia, pero coprofilia en acción, puesto que significa cagarse en el otro. Y lo que hemos dicho del cigarrillo moverá sin duda a la risa, por cuanto es algo de lo que todos saben pero, he aquí el punto, que nadie lo dice. De igual manera el discurso gestual o metalenguaje no necesita de ninguna Flora Davis para organizarse, y consiste en una serie de comportamientos mágicos a cuya totalidad se le llama “puerta”, que todo el mundo conoce pero que nadie dice o explica. Y es así que nuestro oficio es descubrir Troya, todos los días y a todas horas, para poner en cuestión las máscaras de lenguaje con el tristemente célebre significante, del que nadie habla por ser omnipresente. Y el tristemente célebre significante da asco, como la mano del camarero o la “verruga de Maxwell”, pues se dice asqueroso a lo que
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estando en el ojo no se ve, lo mismo que la cucaracha en el rincón más oscuro de mi habitación o el insecto que tiene el colorido x de la inexistencia. Ahora bien, hay y no hay censura, y es así que podremos decir que no hay inconsciente, pues lo que no se ve está en el ojo. Y es así que el cristianismo nos obliga a mirar sin repugnancia, es la consagración de la eyección y la bendición del asco. Pero allí donde todos callan el cigarrillo dice la verdad. EGIN, 25 de junio de 1996, página 4.
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LA PALABRA COMO PODER
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ECÍA Humpty Dumpty que lo que importa en la palabra es saber quién es el amo. En efecto, la palabra no es nada sino una forma de poder social o microsocial: la verdad de dicha palabra o su belleza intrínseca importan poco. Así el descubrimiento fundamental de Nietzsche es preguntarnos, no por la cosa o el enunciado, sino por quién habla y por qué habla: hace falta una crítica psicológica de toda la Filosofía Moral. Todo el dossier de la Filosofía está a merced del narcisismo de un mono, al que también llaman hombre. Así una palabra de Nietzsche sirve para conquistar a una novia y un párrafo de Hegel para destruir a un enemigo. Así en la universidad se forman camarillas, no al servicio de las palabras sino todo lo contrario, haciéndolas servir para un narcisismo bestial. Las palabras que más poder tienen pueden ser bien las que tienen más circulación, como el marxismo o el cristianismo, o bien aquellas que novedosas y brillantes fascinan más a una audiencia joven: como la palabra de Nietzsche en su tiempo. Ahora bien, la Filosofía o el Arte consagrados están al servicio de las masas y su poder se canaliza por los aparatos ideológicos del Estado: televisión, radio y periódicos. Sin embargo una palabra que ha accedido a tales medios corre el peligro de no ser oída o de no triunfar, como puede ser el caso de Luis Mariano. Ésta nos pone en contra de la pretendida universalidad de la palabra. Pues esta universalidad no existe de por sí, la verdad sin su función no es verdad, y unas viejas canturrean una canción con letra de Carlyle. Y esto, más que el descubrimiento freudiano, pone en tela de juicio todo el pensamiento occidental. Digo occidental y no oriental por cuanto éste está más unido a la práctica y a la vida cotidiana. Es ense-
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ñanza y consejo, como en Platón, y no verdad sin su dicción, sin su dialéctica. La verdad que no se prostituye tiene su finalidad y su tragicómico desenlace en la papelera, donde ha debido acabar más de un genio desconocido que se enfrentará a la verdad oficial diciendo con palabras de Poncio Pilatos: “¿Qué es la Verdad?” La poesía está más cerca de eso que se llama poiesis —enunciación— ya que hay poemas dedicados a amores y desengaños, pero que no hablan de lo universal, esto es, de nadie. Outis, ninguno, éste es el nombre de mi familia y el de mis amigos, como dijera Ulises, enunciando así el personaje de la Filosofía, al hombre, que es exactamente ninguno. Es así que de toda la Filosofía queda solamente Max Stirner, que fundó una crítica de las categorías en nombre del “yo”, que es o debe ser el único personaje filosófico, que habla para algo y por algo. Ahora bien, mi “yo” es el relato de un príncipe que no ha existido, lo que llamaba Lacan “la leyenda épica”, el cine de todos los días, que el psicoanalizado relata al psicoanalista. Y no hay más que este sueño, porque el único despertar es la muerte. EGIN, 15 de julio de 1996, página 4.
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WILDE EN PARÍS
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UEDE decirse que en el capitalismo, peor que la cárcel y su desdicha es salir de aquélla como un despojo. La competencia desleal en que está basado el capitalismo no perdona al que cae y ésta es la razón de insultos capitalistas tales como “desgraciao” y “hecho polvo”. En esta sociedad en la que la moral es la escena, no se perdona ni decir la verdad ni caer en la calle: la maquinaria teatral burguesa no perdona la ética. En esta sociedad incluso hablar de la desdicha está prohibido, y el dolor es un crimen inconfesable. Es así que Oscar Wilde fue víctima en París de lo que el antipsiquiatra Edwin Lemert llamara “la tasa social sobre el fracaso”, que es por lo que molesta andar con la cabeza gacha y que en países capitalistas no católicos, como Francia, la mendiguez y el clochard están proscritos. Es así que si la Edad Media era fundamentalmente alcohólica, el alcohol en la sociedad burguesa —in vino veritas— está castigado, y lo que llamara Lacan la maquinaria teatral burguesa, no perdona ningún acceso de la verdad: y digo bien acceso por cuanto el pathos de la locura es el pathos de la verdad. La verdad que molesta a Vicente Molina Foix, a Pere Gimferrer o a Guillermo Carnero que, aun siendo tan esteticistas, desprecian a un gran poeta si ha caído. ¿Qué es il miglior fabbro si está malvestido en la calle y borracho perdido? Arnaut Daniel no es así sino una entidad manicomial en la que la Psiquiatría, gracias a su pretendida ciencia, nos permite lavarnos las manos a todos, como Poncio Pilatos: “¿Qué es la Verdad?” ¿Qué es la Verdad si aúlla y recorre las calles como perro rabioso, buscando locamente el bacarrá en la noche, sin otro auxilio y otra solidaridad que la de un camarero? Un hombre como yo, linchado por toda España, y no por sus ideas, sino
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por su extrañeza —extraño fue también Dreyfus—, es difícil de perdonar para quienes no creen que la Literatura sea la Verdad y se valen de ella para conquistar el poder merced a la hipocresía. La palabra en esos “ambiciosos burgueses”, como diría Huysmans de ellos, es símbolo sólo de poder, y de nada sirve sino para garantizar el estatus social de escritor, o lo que mal se llama fama. Vaya todo esto en contra de André Gide, que murió feliz como Juliette, el personaje de Sade, gracias a la prosperidad del crimen —del crimen del capitalismo—, cuando si creemos en la Moral y en la Profecía, que escribe para siempre en la arena el nombre fétido de Dios, según la cual Gide hubiera debido morir mordido por los perros, por no haber visto entre el cieno, en la mierda, el rostro convulso de Oscar Wilde. EGIN, 29 de julio de 1996, página 4.
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PEDERASTIA
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I mal no recuerdo, Platón aseguraba que la muerte y el descenso empezaron a partir de la muerte del hermafrodita. Además, la moderna Biología ha demostrado que esto es cierto: que la muerte se inicia en la Volvox cuando comienza la escisión de los sexos; los animales unicelulares son por el contrario inmortales. Ello prueba que la Naturaleza no está en contra de la homosexualidad. Y ello por cuanto la mayoría de los animales y no sólo los machos de la mantis religiosa, como escribiera André Gide en su célebre Coridon, la mayoría de los animales, decíamos, son bixesuales, según he tenido tiempo de comprobar en la Psiquiatría animal de Henry Ey y Abel Justin Brion. Leímos aquí que los monos grandes se acuestan con los monos pequeños, los toros con los novillos y, como es sabido, los perros con los perros, y ello no sólo por falta o ausencia de hembra. Pero, yendo más lejos, afirmaremos que todo macho es un homosexual reprimido. Ésta es la tesis de la homosexualidad del macho que explica el porqué el macho presume de hembras ante sus amigotes y ésta es la tesis también de Marañón, quien dijera que Don Juan es un homosexual reprimido; y, siguiendo esta reflexión, podríamos ir aún más lejos diciendo, con las feministas francesas de “Psychanalyse et Politique”, que la sociedad capitalista actual es una sociedad pederástica. Freud también lo decía: lo que teme el paranoico y lo que pone en peligro a la sociedad paranoica actual es el investimento de libido homosexual a las relaciones sociales abstractas o masculinas, que son en esta sociedad patriarcal las relaciones sociales por excelencia. Es por ello que en esta sociedad capitalista-patriarcal la homosexualidad masculina está más perseguida que la homosexualidad femenina: es así que
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entre mujeres el roce sexual o el beso están tolerados, mientras que en la sociedad masculina tan sólo existe el apretón de manos. Incluso, si creemos en el cristianismo primitivo, éste era un culto a la desnudez, como afirma Jean Brun en La nudité humaine, porque sólo desnudos podemos compartir al otro y el único templo que existe es el cuerpo humano. Los egipcios colocaban el cuerpo desnudo del faraón en el centro de la pirámide y es sabido que las iglesias románicas reproducían en su estructura arquitectónica el cuerpo desnudo de Jesucristo en la cruz. Y este cuerpo desnudo es, si me gusta y es mío, un cuerpo homosexual, el cuerpo del amor y no el cuerpo del odio, que es el cuerpo del macho cabrío. EGIN, 12 de agosto de 1996, página 4.
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HORDA PRIMITIVA
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ECÍA Marx que la teoría se transforma en fuerza material cuando penetra en las masas, pero en contra de aquél, si se nos permite esta ligera revisión, tanto del marxismo como del anarquismo, pues como decía Thomas Mann la libertad ante todo es un problema y no algo dado por sentado como un dogma, en contra de aquél, os decíamos, no se sabe lo que de virtuoso tuvo nunca la masa ni lo que ésta tuvo de revolucionario. Siguiendo a Sigmund Freud, más bien que a Marx, podríamos decir que la masa es sólo la Revolución por cuanto no tiene padre y se parece al inconsciente, porque permite cometer cualquier desmesura. La guerra y lo mismo la Revolución son, como dijera Sade, sólo garantías para el crimen: “Franceses, un esfuerzo más: puesto que habéis comenzado vuestra Revolución por el crimen, habéis de saber que es preciso continuarla por el crimen…”. Ortega y Gasset también clamaba contra las masas. Ahora bien, estas masas no son necesariamente comunistas sino que pueden ser las masas de la sociedad de consumo. Sin embargo, a lo que más se parecen es a la horda primitiva descrita por Freud, que fue la fuente de mi ruina y de mi desastre, y que es hoy la clave de un cacareo que reclama bestialmente mi muerte. He aquí lo que se escondía debajo de la palabra España, una especie de Carlota Corday con cien mil cabezas, en donde los que antes clamaban contra Cristo se visten ahora la toga de jueces, clamando aún contra no se sabe qué monstruo, siendo así que no hay otro monstruo que esa Hidra de Lerna, que después de matarme reclama ahora no sé qué misteriosa justicia, un juicio justo en que el único asesino soy yo, como si no hubiera otros, y mis envenenadores fueran santos. Es así que de Jesucristo he pasado a Violette Nozière, mientras mis manos agitan no sé qué misterioso crimen: éste es el despertar de los
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Finnegans Wake, el despertar de los López a un abismo en donde ellos no están ni estuvieron nunca, porque ellos tan sólo son sueño y embriguez de la nada, que quiere amnistiarme no sabiendo que me amnistía Dios y que además hay leyes hasta para un linchamiento. Como decía yo en un poema: “El sol alumbra la ropa puesta a secar / —un calzoncillo sucio, una camisa raída— / y un esqueleto se mueve en la cocina. / Si quieres mirar, mira / si has querido hacer un espectáculo de la podredumbre / y gloria del gusano que nunca muere. / Soy un hombre sin vanidad, y de vez en cuando me sueno / con mi soplamocos. / De mí la historia nunca sabrá nada / pero me siento seguro, pues ahí fuera ladrando / desnudo, sus manos agarrando fuertemente los testículos, / tembloroso y lleno de frío / veo el recuerdo de un hombre que tuvo vanidad / y quiso conocer el misterio del mundo”. EGIN, 26 de agosto de 1996, página 4.
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LA GRAN POLÍTICA
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RISIONERO de esta secta de ladrones a la que se ha dado en llamar S. Juan de Dios, reflexiono, a nivel etnopsiquiátrico, sobre el problema religioso del dinero. El sacerdote que no tiene medios de pagarse recurre al dinero o a la gula como únicas vías para el pecado. El dinero, lo decía Ferenczi, es un símbolo del excremento y ése es el motivo del color pardo de las chocolatinas o de las antiguas pesetas. Y ello por cuanto el capitalismo, con su competencia desleal o salvaje, es la negación del intercambio de la comida entre los primitivos cristianos, que fueron los esenios. Así, Margarita Porete, una hereje del Espíritu Libre, decía, negando la propiedad privada, que “allá donde pones el ojo pon la mano”. Es así que lo que está prohibido en el capitalismo es la verdadera sociedad sin leyes, ni jefes, ni falsos dioses, como quiere también el anarquismo, que busca el Paraíso en la Tierra y que se enfrente por ello también con la propiedad privada, al decir con Proudhon que es un robo. Y con ello nos ponemos también en contra de la familia, que es la propiedad privada de la mujer y de los hijos, y que, desde luego, no tiene mucho que ver con ningún paraíso. Lo que olvida el anarquismo, lo mismo que el marxismo, con sus teorías del complot, es que el Estado, como decía Landauer, está en nosotros mismos y no forma parte de ninguna causalidad diabólica. Así, si no puede decirse “hemos pecado”, por cuanto el arrepentimiento tampoco lleva a nada, sí puede decirse “nos hemos equivocado”, y éste es el punto que sitúa a la locura como base de una nueva luz en el centro de una nueva conspiración perfecta de la que nadie puede pasar de largo porque su centro es la Verdad, y ésta, como decía Lacan, a todos nos incumbe personalmente. Además, se trata de una nueva
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Revolución, la de la Luz, y es por ello que su lugar de origen se sitúa en la locura y su arma es el esquizoanálisis, porque toda revolución para nacer ha de tener por base una diversidad radical o, como decía Derrida, una “diferencia”, y la palabra diferencia alude a una diferencia radical. “Ser radical es llevar las cosas hasta su raíz”, como decía Marx, “y la raíz para el hombre es el hombre mismo”. Ahora bien, el hombre tiene dentro de sí algo que le niega, como prueban la locura y la muerte, y este algo extraño o desconocido es el cuerpo. Como decía el autonegado Deleuze, “no hace falta sino tensar nuestro cuerpo como la piel de un tambor para que empiece la Grande Politique”. Se refiere, claro, a la “Gran Política” nietzscheana, que hizo decir a éste: “Habrá guerras como nunca las ha habido, no soy un hombre, soy dinamita”. EGIN, 9 de septiembre de 1996, página 4.
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ACERCA DE LA SEXUALIDAD HUMANA
Para mi salvadora Cristina Uribecheberria.
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Marx que la sexualidad es la relación inmediata y natural entre hombre y hombre. Ahora bien, esta relación natural no tiene nada de natural o instintivo, supuesto que el verdadero animal sea el animal-máquina cartesiano, lo que en modo alguno es verdad. En efecto, la relación sexual humana pone en juego pasiones distintas de lo natural, de lo meramente natural o corporal: así el llamado masoquismo por ejemplo es una sublimación o compensación de un mal social: el masoquista sublima así con el goce sexual un daño moral. Es así que, como prueban los contratos de Wanda y Leopold von Sacher-Masoch, el amor es una escena, un teatro simbólico, y el matrimonio un auto sacramental. De igual manera, en El balcón, de Genet, el prostíbulo es una escena y un cuadro simbólico, donde el obispo no quiere que besen su sexo sino su anillo, esto es, que certifiquen en el acto sexual que él es quien pretende ser, esto es, el obispo, o sea, una película o un “yo” imaginario, una “leyenda épica”, como dijera Lacan de la identidad. Quiero con todo decir que el masoquismo no es algolagnia, esto es, un dolor-placer meramente corporal, sino también y sobre todo algo espiritual. De igual manera, el sadismo puede ser tan puro como el a priori kantiano, o como el marqués de Sade en persona, que era bueno en el fondo, esto es, tenía un ideal. Por el contrario, la estupidez de los Finnegans, o de los que en otro artículo llamé los López, los católicos de un relato kafkiano, no se reclama de ningún ideal, rechaza cualquier idea y quiere sólo dormir, hablando con lo que Mallarmé llamase “palaECÍA
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bra vacía” tan sólo de comida, que es también un deseo sexual en el fondo, es decir, un deseo del otro, o como Hegel dijera, “deseo de un deseo”, o como Lacan reincidiera “désir de l’Autre avec un grand A”, deseo del prójimo o del otro con la A sin nombre de Dios. EGIN, 23 de septiembre de 1996, página 6.
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EL DIOS ROJO
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XISTE la leyenda o la falsa opinión de que el marxismo está reñido con la religión, y de que sólo la burguesía cree en Dios; ahora bien, la frase de Marx que originó esta leyenda no es realmente tan dura con la religión como suele creerse: así Marx, en la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, dice: “la religión es el espíritu de una situación sin espíritu, el corazón de un mundo sin corazón, la religión es el opio del pueblo”. Por otra parte, si Jesucristo era esenio y los primitivos cristianos eran los esenios, sabemos de ellos, por Gérard Walter en Les origines du communisme, que se intercambiaban la ropa y la comida, es decir, que eran comunistas, y ahí en esa postura comunitaria y antiesclavista radicaba el peligro para Roma de la religión cristiana; en la paradoja de Pilatos no se dice por otra parte que Cristo fuera ejecutado por tener fe, sino que puede leerse homo seditoso turba galilea, hombre subversivo de la tribu galilea. Es más, los primitivos cristianos no adoraban a un Dios que no existe, que es el Dios del catolicismo, cuya tesis principal, al decir de Javier Sádaba, es que Dios no existe, sino que creían en un Dios vivo y material que es el Hipercosmos o el cielo de las estrellas fijas o, lo que es lo mismo, el fuego heraclitiano, y éste es el porqué de que Nerón quiso achacar el incendio de Roma a los cristianos, que como hemos dicho adoraban al fuego, y que creían en un amor material y orgiástico —San Agustín prohibió el sexo en el s. VI d. C.—, tal como opinaba el Evangelio de Felipe: “la cámara nupcial no es la de uno sino la de muchos”. Es más, si de terremotos va la cosa, el inconsciente, único monstruo que existe, se descubrió en Judea y es el cuerpo humano, y lo que hizo
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decir a Spinoza que “nadie sabe lo que puede el cuerpo”, y lo que permitió que los primeros cristianos fueran autores, si no del incendio de Roma, de la masacre de Pompeya. Es así que toda fe es peligrosa si consiste en decir que Dios está del lado de acá, como cuando se dice “aquí se armó la de Dios es Cristo”, o como en las herejías medievales que afirmaban subversivamente que Dios existe, y digo subversivamente por cuanto situar a Dios del lado de acá —This Side of Paradise— pone en cuestión la injusticia de este mundo, y desvela la mentira de la fe, lo mismo que el descubrimiento del camarero como siendo el proletariado de verdad —verdad que, como toda verdad, incita fácilmente a la risa— devela la mentira del marxismo fetichizado y convertido en ideología, porque, como diría Wallace Stevens, el único verdadero proletariado es el Emperador del Helado: The Emperor of Ice-Cream. EGIN, 7 de octubre de 1996, página 6.
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FEMINISMO
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A mujer, desprovista de su valor simbólico por una razón cultural reaccionaria, es sólo carne, y es por ello que excita más a un macho repugnante, una suerte de asqueroso follaburras que aquí, en este infecto manicomio de Mondragón, afirma que una mujer cuadra bien con una chuleta. Es así que la mujer es sólo cuerpo, para estos individuos, puta y zorra, y no realidad espiritual, inteligencia y arte, lugar de los ojos más que del cuerpo: porque, como dijera Lacan en su Encore, la mujer es una mística. Sin embargo, el sistema patriarcal capitalista descarta a la mujer como si de un animal se tratara, sin inteligencia ni alma, y olvida que aquélla no es sólo un enunciado, sino un sujeto de la enunciación. Y es que, como dijera Jesucristo: “Busca la piedra que el constructor ha descartado: he aquí la piedra angular” (me refiero al Jesucristo esenio y al cristianismo primitivo, al Evangelio de Tomás y al hermafrodita; y no, por el contrario, al dogma católico y la institución de la familia, en la cual la mujer es la propiedad privada del hombre). Ahora bien, precisamente por lo que la mujer ha sido descartada es por su sexo, como si el sexo fuera propiedad suya y el macho fuera incorpóreo y no tuviera carne, y fuera por ello homosexual, y como si lo santo no empezara precisamente por el cuerpo: y es que, como decía la cábala, “lo santo, bendito sea, reposa allá donde el hombre y la mujer están unidos”. Y ello no por lo que los cátaros llamaban institución sacrílega del matrimonio, y digo sacrílega por cuanto aquélla contribuye con su descendencia a mantener la creación perversa, la obra del Diablo que es este mundo, mientras que el sexo no familiar presenta el verdadero compañerismo, un compañerismo ajeno, y por ello libre, a la relación constrictiva del matrimonio basado en la homosexualidad
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latente del macho, que presume de hembra con sus amigotes. Ahora bien, el feminismo está por inventar, lo mismo que la verdadera Revolución y el verdadero concepto de proletariado, y éste —el feminismo— no debe consistir en el sadismo, sino en reinventar la relación entre parejas y hacer del sexo un problema sentimental donde el amor se dibuja como una sublimación del sexo y una espiritualización de aquél, lo mismo que en el yoga tántrico, siendo el tantra la Piedra de Rosetta de la alquimia en el que las dos serpientes significan la unión de los dos sexos. Como decía yo en uno de mis poemas: “y entrar así juntos y unidos por un beso / de terror y de muerte en aquel paraíso / donde te juro que alguien, sin más nombre que el hecho / se arriesgará a mirarnos aun perdiendo los ojos”. EGIN, 21 de octubre de 1996, página 4.
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ACERCA DE KAFKA
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ARA Tzvetan Todorov la diferencia entre la literatura de terror y la literatura moderna estribaba en que la literatura de terror situaba el horror y el miedo al final del relato, mientras que en la literatura moderna el terror se sitúa a todo lo largo del relato: Beckett o Kafka, por ejemplo. Por el contrario, en la literatura realista o en la tragedia griega el único horror que existe es la muerte —y puede decirse que la muerte no es ningún horror, como no sea horror vacui—, y ello no por cuanto la muerte esté bendita, porque es un paso al Más Allá, sino por cuanto aquélla representa una cesación del sentido, y no un sentido infame como en la literatura de terror o en la literatura moderna. Ahora bien, en la literatura de terror el sentido infame y el miedo es Dios o el Diablo, como en la locura una cosa confusa que representa a ambos —la cosa que mora en las tinieblas—, mientras que en la literatura moderna el terror nace de la cesación del sentido, que se extiende por todo el relato. Sin embargo podríamos considerar que contra Beckett la literatura de Kafka es literatura realista: así, por ejemplo, la cucaracha o el piojo kafkiano de La metamorfosis designa lo que Gottfried Benn llamara “yo estigmatizado” (das gezeichnete Ich), y el hombrecillo de El castillo, el mundo de las Assicurazioni Generali, el mundo de la burocracia donde trabajara Franz Kafka; en El proceso se dibuja la substancia paranoica del sistema capitalista, basada en la estructuración social del aislamiento y, por tanto, en la sospecha como única certidumbre del otro, y donde el prójimo, o, lo que es lo mismo, cercano, no existe, siento esta realidad vivencial la base de la paranoia. En El proceso también se refleja el universo cabalístico de la culpa, como en la Carta al padre: y quiero con todo esto afirmar que Kafka
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no estuvo loco, o, como dijera la pintada en la casa donde habitara Hölderlin con su clavicordio estropeado: “Hölderlin no estuvo loco”: y es así que es realidad mi muerte y mi locura, y que el loco yerra pero no miente, y que en una sociedad basada en el mero artificio, en la substancia infeliz de la corbata, cualquier cosa pueda poner en peligro a ésta, y como dijera Pound: “la sospecha de Atenas de que el pensamiento puede tener alguna relación con la vida tuvo como consecuencia la aplicación de la cicuta”. Es así que, como decía Hegel, “todo lo real es racional”, incluido aquello que algunos llaman “un crimen un poco extraño”, lo mismo que la catástrofe de la locura. Y es así que, como dijera el antipsiquiatra inglés Edwin Lemert, “el paranoico tiene realmente perseguidores”, por mucho que aquéllos no se reconozcan como tales: como aquella carnicera que llamara a un hombre “cocu” para luego desmentirlo cuando el “paranoico” había roto la vitrina, y llamar a la policía. De manera que la paranoia es el fiel espejo y el doble de la sociedad capitalista, y la literatura de Kafka es su mito y su bandera, así como En la colonia penitenciaria dibuja lo que es la vida para el loco o para el niño en esta sociedad, o para el negro o el mendigo, en este sistema en donde Dios reina en el estiércol y la Moral se dibuja en el barro de un mendigo, y Dreyfus es nuestro único caso de conciencia. EGIN, 4 de noviembre de 1996, página 4.
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DROGAS Y LOCURA
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E dice que muchos han acabado mal por las drogas. Pero, ¿qué es acabar mal? Otros han acabado mal por el alcohol, pero hay quien ha acabado mal por nada, por querer ser un héroe tal vez: y no hay otra heroicidad que la de los despojos. Es así que no se acaba mal por las drogas, sino por el uso que se hace de ellas. En efecto, muchos toman drogas por ser modernos, y para ellos las drogas son drogas a secas, y el viaje de ácido es un viaje nada más: ¿por dónde? Así, yo defiendo un uso mágico de las drogas, como el mezcalito del brujo de Castaneda. Creo también que hace falta un guía de viaje, como en el viaje ritual de amanita muscaria, que era la droga que tomaban los cristianos primitivos, el hongo Cristo, tal como leímos en páginas de John M. Allegro: La champignones sacré et la croix, y era por eso que yo, ciego de lo que mal se llama locura, suplicaba en los bares un bocadillo de champignones. Ciego, digo, de lo que mal se llama locura, y que se parece más a un arrebato místico, por mucho que este arrebato místico sea un arrebato místico catastrófico: y ello debido no a la locura en sí misma, como pretende la superstición psiquiátrica, sino al control social de la percepción. De esta forma, en las tribus primitivas donde no hay un control social de la percepción tan monolítico y nazi, la locura no existe, porque si existiera habría psiquiatras, y no los hay. Allí existe un uso ritual de las drogas, y se programa el viaje por las mismas. Del mismo modo, para la locura, que es una droga, ya que, como es sabido, la orina de los esquizofrénicos contiene un componente químico parecido a la mezcalina, del mismo modo, para la locura, decía-
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mos, hace falta un guía de viaje y no un psiquiatra. Porque es el mal uso de las drogas lo que las hace nocivas, ya que las drogas no son nada en sí mismas y el viaje somos nosotros, y los efectos del hachís o del ácido depende de con quién y por qué y para qué las tomamos, y qué nos proponemos hacer con el LSD, o incluso con esa droga mínima que se llama hachís: o con el ololiuqui o dondiego, con la psicocibina, la nuez moscada, la belladona o el romilar: con maxibamato vacilo como un pato. Ahora bien, las drogas son peligrosas, lo mismo que la iniciación o la magia; es por eso que decían los cabalistas: “No lo hagas solo que te volverás loco”; y Eurípides, en la genial película de Fuller Shock Corridor (Corredor sin retorno): “Cuando los dioses quieren perderte primero te vuelven loco”. Lo que nos pierde no son las drogas, sino la soledad. EGIN, 18 de noviembre de 1996, página 10.
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DEL HUMOR Y DE LA RISA
Con mi agradecimiento fraternal a José Mª Gutiérrez Conde.
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risa es un acto subversivo. A esto es, al menos, a lo que llamaba Jacques Vaché “l’umour”, el humor sin h, ese humor del que Deleuze dijera que es un movimiento horizontal, al contrario de la ironía, que procede de arriba abajo, de las ideas a las cosas. La ironía es un movimiento moral (castigat ridendo mores), mientras que el humor es amoral y subversivo. Mal se considera que la risa, la risa del niño, por ejemplo, como la risa del loco, es un movimiento ingenuo y bienhechor: los gnomos se ríen como Santa Claus. Ahora bien, como descubriera Oscar Kiss Maerth, la risa, que es uno de los pocos movimientos innatos que hay en el hombre además del llanto, es un recuerdo del fatal origen del hombre, esto es, del canibalismo; de ahí la risa del loco, que no tiene nada de inocente, que es una pulsión destructiva y caníbal, que por algo molesta. También se ríe uno de un hombre que cae o cuando el sacerdote en el púlpito rompe por un lapsus (a todos nos huelen los pies) con su máscara de lenguaje. Puede decirse que el humor lo inventaron los cínicos, tales como Diógenes o Crisipo, y sobre todo este último, que se dice que murió de risa, y que es autor de los sofismas de sus célebres silogismos risueños que aquí transcribo en dosis par: “si dices algo, ese algo pasa por tu boca; luego si dices carro, un carro pasa por tu boca”; y otro más chistoso: “todo lo que no has perdido lo tienes; no has perdido los cuernos, luego los tienes”. También existe un silogismo de Ionesco que tiene iguales o mejores efectos humorísticos y que reza como sigue: “todos A
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los gatos son mortales; Sócrates es mortal, luego Sócrates es un gato”. Y he aquí que sobre los cuernos del rinoceronte pasea aún el canotier del lógico. Uno de los tradicionales efectos humorísticos es poner en cuestión las máscaras del lenguaje. Así, Woody Allen pone en cuestión, esto es, derride, el cine negro norteamericano en su película Toma el dinero y corre, mientras que Mel Brooks derride el cine de terror en su película El jovencito Frankestein: porque uno de los efectos cómicos más tradicionales ha sido y ha consistido en reírse de lo serio, como por ejemplo reírse de un catedrático o reírse de Dios (son infinitos los chistes sobre Dios). Nadie ríe cuando está solo ni se ríe de la soledad por muy seria o trágica que ésta sea, ni se ríe uno del amo, aunque debiera uno reírse de él, si es verdad que la risa es un efecto liberador, un efecto anarquista y libertario. También se ríe uno de los viejos, que son sencillamente repugnantes, pero no risibles. Es como en la novela de Gombrowicz, Ferdydurke, en la que pueden exhibirse las mayores obscenidades, tales como un colegial desnudo, pero cuando aparece un viejo todos callan porque éste ni siquiera incita al grito. Ahora bien, se ríe uno de la muerte, pero al parecer no de los que la esperan; y esto por cuanto la risa es un movimiento infinito, que no sabe nada de agonías ni de finitudes; y para siempre, hasta encima de la tumba, oiremos el claquear de las mandíbulas. EGIN, 16 de diciembre de 1996, página 6.
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SER O TENER EL FALO (Acerca de Jacques Lacan en la vida cotidiana)
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L otro día, después de un recital, me encontré con que Bernardo Atxaga era más importante que yo, esto es, tenía más falo que yo. Bernardo Atxaga tiene el falo, y yo soy el falo. En cualquier caso, escribo tan bien como él y es absurdo tenerle como tanto y no a mí. Pero hay muchas formas de tener el falo: tener muchos amigos, ser rico, ser poderoso, tener muchas mujeres. En cualquiera de los casos, este falo habla como el discurso del otro, con una gran A: es que, como decía Hegel, el deseo del hombre es deseo de un deseo y, como decía Lacan, el deseo se aliena en el otro: nunca mejor dicho, se enajena y salpica el rostro de lo humano. Amamos al hombre que lleva en sí los oropeles del otro, el que tiene más poder de lenguaje para hipnotizar al otro, amamos y odiamos al que corta más cabezas, y más cabezas come. Porque ésa es la etimología del jefe de la tribu, es y sigue siendo, por más que ahora veladamente y en secreto. Eso que el ser humano demora primitivo, demora hombre de falo, de pecho, hombre de culo o de espalda: no se trata precisamente de la kinesis norteamericana, sino de una ciencia más antigua del cuerpo humano: y no hay nada más freudiano que todo lo que concierne al cuerpo, esto es, a la animalidad de lo inconsciente. Porque el cuerpo humano demora no sólo primitivo, sino animal, cuerpo de uñas y dientes. Ahora bien, teniendo todo este cuerpo a nuestro favor, estamos hundidos o hemos perdido, y nadie sabe mejor que yo en qué consiste esta perdición o esta derrota, que por lo visto se paga y se paga muy caro. Como decía Julio Iglesias en su magnífica canción “te suelen soltar la mano si ven que hacia abajo vas”: y es que hace falta un poco de ética en el miasma confuso que es el capitalismo, la Internacional Situacionista, por ejemplo, la ética de la situación sin tercio incluido.
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Porque el proletariado, decían los situacionistas, es aquel que está desposeído de la vida, cosa que podría extenderse no ya al proletariado fabril que en estos tiempos vive más cómodamente que otros y que incluso es más respetado, sino a la mujer, al homosexual y al loco, símbolos todos ellos de una vida nueva, de un nuevo mundo por venir, en que nadie sea más que nadie y las piedras se puedan comer. Vivimos en una sociedad donde la literatura y la cultura importan poco si no están acompañadas del poder. Ahora bien, la literatura no sería nada sin luchas contra este poder, en donde está el signo como cadáver del signo. Creamos, más que en el falo, en la diosa Castración. EGIN, 30 de diciembre de 1996, página 6.
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ACERCA DE JESÚS EN LA CRUZ (I)
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DORAR a Jesucristo en la cruz era para muchas sectas heréticas blasfemo, porque significa adorarlo en la muerte y adorar la muerte. Todo lo contrario sería adorarlo en su infancia, de la cual poco se sabe: y esto para olvidar que Jesucristo tenía hermanos y que, por lo tanto, no era hijo de Dios. En efecto, Jesucristo se divinizó en el siglo II después de él mismo, y ello ante la protesta del patriarca Pablo de Samosata, que lo consideró absurdo. La Iglesia Católica Romana fue obra de San Pablo y no de San Pedro, como parece creerse, y es por ello por lo que San Pablo es a nivel del inconsciente colectivo símbolo de la hipocresía. Es así que San Pablo inventó la letra y con ella la hipocresía, patrona de España, donde, como decía el escritor católico inglés Chesterton, “Y el cristiano abomina del cristianismo que le mira con cara fatal / y el cristiano abomina de María que Dios ‘besó’ en Galilea / y el infante Don Juan de Austria va gritando entre la fulguración y la masacre, / con la trompeta, con la trompeta ‘de sus labios’, / ‘Hurra, ah, / Domino Gloria!’”. Es de esta forma que el único mal en España es la blasfemia, no el mal de los hechos, ya que, como decía Jesucristo, “por sus obras les conoceréis” y, también, “no jurarás” —que quiere decir no mentirás—. Los españoles, lo mismo que los judíos, quisieron apropiarse de Dios a la fuerza, y ganarse así el maná, la gloria y el poder para ellos sobre las demás naciones, y he aquí que cuando ésta llegó, bajo la forma de Jesucristo —y por ello se dice que aquí se armó la de Dios es Cristo—, llegó con ella no la gloria sino el desastre, la destrucción y el muro de las lamentaciones. Lo que el Apocalipsis de San Juan llamara “la Sinagoga de Satanás” organizó desde entonces la matanza, la de los
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albigenses o los cátaros, lo mismo que la de los indios sudamericanos, mucho peor que la de los romanos. Y todo en nombre de la prohibición del cuerpo y del sexo que no inventara Jesucristo, sino San Agustín, porque se creía que los circos romanos eran esto, como he podido leer en algún libro de un intelectual francés. EGIN, 27 de enero de 1997, página 6.
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ACERCA DE JESÚS EN LA CRUZ (Y II)
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A ortopedia cristiana tuvo su culminación en lo que mal se llamó Iberoamérica, en donde se lleva odiando a los españoles desde los tiempos de la Conquista, y en donde Fray Bartolomé de las Casas, autor de lo que falsamente se ha llamado leyenda negra, afirma que un español cuando sus perros tenían hambre cogió un niño de brazos de una india, lo descuartizó y se lo dio de comer a sus perros. También hablando de ortopedia, a los indios que trabajaban mal en las minas de cobre o de oro se les cortaba un brazo o una pierna: Brevísima relación de la destrucción de las Indias, libro de Fray Bartolomé que hasta hace poco no había visto la luz en España. Y para que se vea la verdad de lo que ellos llaman leyenda negra, al bueno de Fray Bartolomé le silbaban balazos por la cabeza y tuvo que refugiarse en un convento de dominicos, para decir lo que hasta ahora no se había dicho sobre España, para no decir más que la verdad. Aparte de esto, en las profecías del Chilam Balam que figuran recortadas en la madrileña plaza de Colón se dice: “Recibid a vuestros huéspedes, los del Oriente, los hombres barbados que traen la señal de Ku, la deidad”, así figura en la plaza de Colón, pero en el original se sigue con “Su Katum es nefasto, sus lluvias son nefastas”. Y éste es el fin del asesinato de Dios, que podría subrayar unos versos de Laforgue, no sé si creyente del Sol o de la Luna, pero creyente al
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fin, que afirmaba: “Le ciel crépusculaire et jaune / qui ne pardonnera jamais”1 (“El cielo crepuscular y amarillo / que no perdonará jamás”). EGIN, 10 de febrero de 1997, página 8.
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Los versos originales son los siguientes: “Le long d’un ciel crépusculâtre, Une cloche angéluse en paix L’air exilescent et marâtre Qui ne pardonnera jamais.” Jules Laforgue, “Complainte des débats mélancoliques et littéraires”. (Nota del editor)
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ÉTICA Y ALCOHOL (Del pretendido mal)
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UE el mal en el capitalismo sea la incorrección y no lo éticamente punible o reprimible lo prueba su persecución del alcohol. En efecto, en la Edad Media, el alcohol no sólo no se reprimía, sino que era símbolo de poder. El poder en el noble medieval, en efecto, era el poder del escándalo y de la irregularidad, auxiliados ambos por una garantía divina. Es así que el burgués se inventa el ateísmo para luchar contra el derecho divino de la nobleza, que le privaba de sus bienes por decreto y, al margen de cualquier ley moral, encierra al libertino, al borracho, al mendigo y al loco en un mismo manicomio. Es de esta manera como se produce lo que llamaba Foucault “el Gran Encierro” en el s. XVII, Era de las Luces y del ascenso al poder de la burguesía: un grabado de Hogarth muestra un libertino encadenado en Bedlam en una celda miserable, donde las damas visitantes lo observan con una mezcla de curiosidad y de desprecio. Es así como el burgués, implantando lo que llamara Hegel el cristianismo ateo, prohíbe la luz e inventa la psiquiatría. Y la psiquiatría va a castigar así, sobre todas las cosas, el alcohol, y con él la verdad y el escándalo, que, si antaño fue símbolo de poder en la nobleza, hoy es estigma en el proletariado. In vino veritas, como dijo el gran Søren Kierkegaard, en el vino está la verdad, y es por ello que el alcohol se castiga, lo mismo que la locura, cuya única manía es decir la verdad, como afirmaba Reik en “La manía de confesar del esquizofrénico”: efectivamente, un sujeto sometido a un interrogatorio dice siempre la verdad, y es por ello que el esquizofrénico se confiesa, sometido al interrogatorio psicoanalítico: ahora bien, si hay manía de confesar hay manía de investigar, y no de dejar las cosas como están. Y al deseo paranoico de investigar de la psi-
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quiatría contraponemos nosotros ese corte epistemológico que, según Foucault, igualara a Nietzsche, Freud y Marx, que es la interpretación. Ahora bien, esa interpretación lleva a un monismo si se reenvía a Freud, como hace Lacan a la cábala, que al ser prohibida reaparece en lo que Lacan llamara lalangue y que babea el borracho de esquina en esquina. EGIN, 24 de febrero de 1997, página 6.
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LA PROHIBICIÓN DE LA INFANCIA (I)
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ECÍA Lacan que “il y a l’homme, il y a aussi l’hommelette”. En similar sentido afirmaba Marx que el niño es el esclavo del hombre, porque lo que se castiga en el niño y en el loco es el deseo, y el deseo no se programa, esto es, no tiene “yo”, o, lo que es lo mismo, es una omelette o un cuerpo troceado, un corps morcelé, como indicara también Lacan. Es de ahí, de ese ser sin límites contrario al “yo”, de donde nace la bulimia, y la dipsomanía, como una fase oral sin límites, lejos del pecado del ser. Es más, como advirtiera Gilles Deleuze, la lógica del Anticristo es la destitución de los cuerpos y la abolición de los “yoes”, porque es de la formación del “yo” de donde nace la agresividad y la castración del ser según Lacan, y el ser sin límites es un ser troceado que pone en cuestión el “yo”, en el niño y en el loco. Éste es el origen del castigo del loco y del castigo del niño, y por eso los dos phantasmas pegan a un niño y pegan a un loco. Ahora bien, el niño y el loco son buenos, lo mismo que el borracho, y así en la sociedad capitalista el Bien es lo que se castiga, y el Mal, el Mal del “yo”, que es el cinismo, lo que se premia, como dijera Sade en Juliette o la prosperidad del crimen. Ahora bien, lo imposible es dar justamente un tercer sentido a la locura, como señalara Deleuze, o sea, hacer del niño y del loco un lenguaje, un habla del Bien que no sea masoquista, un milagro científico, un rey entre los hombres, un Jesucristo humano que no condene sino que nos salve, es decir, que practique la irregularidad en donde está el principio del Bien en lugar de en la Moral, que viene del latín mos moris, costumbre, en lugar de tradición. Es así que toda herejía practica un retorno a Jesucristo, quiero decir, al cristianismo primitivo, al cristianismo de los esenios, que es la secta de la que nació Jesucristo, como San José era carpintero,
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por arquitecto, tal como Hiram Abif, el dios de los masones, cuyo templo no es otro que el cuerpo humano, como no hay otro dios que el Universo, es decir, la Naturaleza. EGIN, 10 de marzo de 1997, página 4.
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LA PROHIBICIÓN DE LA INFANCIA (II)
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OMO dijera Ezra Pound, citando unas palabras del cura José María Elizondo, “hay aquí mucho catolicismo— (sounded catolithismo) / y muy poco reliHion”: porque la religión es asunto del espíritu y no de las letras, y parece ser que en este Reino, por así decirlo, sólo la letra y la blasfemia se consideran como virtud y pecado, y no lo que los chinos llamaran yen o “virtud de lo humano”, que está lejos de ta hio o “cantidad de lo humano”, con lo que se quiere decir que un hombre noble puede, como Hércules, proclamando su virtud, destruir a la Humanidad, como un loco de aquí, de Mondragón, que se proclama noeniano y reivindica el Arca de Noé, por cuanto no hay en esta tierra nada que recuerde lo humano. O si queréis, Sodoma y Gomorra, donde no es precisamente la homosexualidad lo que debe castigarse, sino la falta de yen o “virtud de lo humano”, y eso que falta a lo humano es la infancia o la locura, como pontificara en esta dirección San Pablo: “Busca la piedra que el constructor ha descartado: he aquí la piedra angular”; o Nicolas Flamel, uno de los padres de la alquimia: Notre Pierre est couverte de fiente et d'excréments; o bien en latín, in stercore invenitur, en el estiércol lo encontrarás, perdido en el manicomio y cubierto de heno y de excrementos: porque lo que todo el mundo busca es ese deseo maldito de la infancia, es el deseo, y el deseo niega al “yo”, pero puede por fin hablar y devolvernos la infancia masacrada por la sociedad, pero no por toda sociedad, sino tan sólo por la sociedad capitalista u occidental, que es la única que niega el deseo tan radicalmente como para que de ella no reaparezca la última luz, que adviene cuando la oscuridad lo domina todo.
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“¡Ah, el rey con corona! Todas las noches lo veo”, el rey cuya muerte es la luz, como dijera Ronald D. Laing —demoledoras palabras de Laing— en The Politics of Experience and the Bird of Paradise, olvidando que no hay espacio oloroso alguno, porque cuando Mary Barnes pinta la pared de mierda no quiere decir sino lo más obvio —el sello de la carta robada—, esto es, no quiere decir más que la verdad: y la verdad es que la familia, lo mismo que el manicomio, son dos colonias penitenciarias y dos lugares de castigo y de represión para prohibir el deseo y negar la luz y lo humano. EGIN, 24 de marzo de 1997, página 6.
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PEGAN A UN BORRACHO
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UE las drogas estimulan la telepatía, es sabido. Y el alcohol, también. Es así que por lo que “pegan a un borracho” es por la telepatía, aunque la suya sea la telepatía más asquerosa del mundo. Es así que pasamos del phantasma psicoanalítico “pegan a un niño” al phantasma metapsicoanalítico “pegan a un borracho”, siendo el borracho y el niño dos de las víctimas, así como la mujer, de esta sociedad occidental patriarcal o capitalista. De esta forma abogamos por una nueva definición del proletariado como el excluido de la sociedad, y en esta definición cabe también el loco. Ahora bien, excluido de la sociedad quiere decir también excluido de la vida, por cuanto como es sabido el hombre es un ser social y no hay vida sin sociedad: es por ello que cambiar la sociedad es cambiar la vida, como pedía Rimbaud: Il faut changer la vie. Y es que hace falta cambiar un mundo sin alma, hacer real la religión, y no situarla Más Allá, sino aquí, como pedían las herejías medievales: aquéllas eran sólo peligrosas, como mi locura, por cuanto las dos situaban a Dios del lado de acá —This Side of Paradise— de este mundo. Es de esta manera que lo que se castiga es una pérdida del sentido, que es en verdad su hallazgo, siendo el otro sentido —la razón capitalista o la Razón— el más asqueroso de los sentidos. La locura así no es descartar la Razón, sino ofrecerle una alternativa, como el Psicoanálisis tiene que ser el doble de la locura, su espectro o fantasma. Su redención verdadera.
EGIN, 7 de abril de 1997, página 4.
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EL FASCISMO O EL SADISMO SIN SEXO (Acerca de la libido de la Guardia Civil)
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O hay mucha diferencia entre la libido de Santa Teresa y la libido de la Guardia Civil. Ambas son libidos sin sexo y por lo tanto libidos sádicas, pues podría decirse que el origen de la agresividad está en el complejo de castración. Es por eso, por la castración, por lo que el español es un animal tan agresivo y por lo que a los polizones se les llama a hostias. Si el español es un animal incurable es por la religión, que en España es la cosa más cruel y más sádica que imaginarse pueda y que es el punto de vista inquisitorial, en el que se persigue lo que precisamente es Dios. El fascista, así, entra en éxtasis con Santa Genoveva y la moral castrante y persigue la felicidad, que es lo único que hay de divino, en nombre de una crueldad anónima y sin rostro. Necesitamos otros veinte años de democracia por lo menos para liberarnos de la pesadilla de Santa Genoveva. Cualquier parecido entre el hipercosmos y la mencionada santa es mera coincidencia. Que esa suerte de pollo castrado sigua llamándonos macho es lo que habrá que soportar hasta entonces: hasta poder entrar en un bar descamisado, poder acariciarse el pelo delante del camarero o poder cortarse las uñas en el metro, como en París sucede. Parece que Franco, aun después de muerto, ganara como El Cid la última batalla, que es la de castrar a Dios. Porque Dios, al revés que el fascismo, sí tiene sexo, como querían los cabalistas, y el acto de crear el Universo es un acto sexual. Si al pollo castrado todo esto le suena a santo es algo que no sabemos cómo remediar: “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios / una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Y he aquí que caímos por nuestra fe en la trampa más diabólica: la de seguirle la corriente a la España negra de Émile Verhaeren: la España
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de la hoguera y la pandereta, que ha demostrado una vez más su ateísmo triunfante. Ahora que todo vuelva a su cauce: la España negra y sádica a adorar a la cruz del Diablo y nosotros a releer a los herejes medievales. EGIN, 21 de abril de 1997, página 4.
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EL ENFERMO IMAGINARIO
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NO de estos días, en este infierno que lleva el nombre de un monje —Aita Menni—, viose a unos enfermeros hablar profusamente del tratamiento de la psicosis, mientras los enfermos esperaban malolientes en la puerta. En efecto, una de las matrices de lo que dan en llamar “esquizofrenia” estriba en lo que yo llamo “objetivación del sujeto”: en la reducción del paciente al estado de cosa enferma, pústula maloliente. Por el contrario, el paciente, por mucho que huela mal, está ahí, como el sello de la carta robada de Poe, y no es ningún enfermo imaginario, sino un ser viviente necesitado de escucha, más que de tratamiento. Se habla aquí de lateralidad, pero no se refieren con ello a la célebre cadaverización del analista, sino a su inmersión en la más célebre contratransferencia. El enfermo está al otro lado, y su curación es fácil con sólo abrir la puerta. El diagnóstico de esquizofrenia es un poco como el quid de un enfermo mental de por aquí: un nombre de hombre que no tenga las letras del nombre de Carlos. Solución: ninguno. Como dijo Ulises al oído del cíclope: “Mi nombre es nadie, ninguno”. Es más, con el pretexto de la coseidad del llamado enfermo se oblitera —hablando de lateralidad— el problema de la ética en Psicoanálisis, y se olvida que, como dijo Lacan, el inconsciente es deseo del otro, con la A de Dios, o, como dijo Hegel, el deseo del hombre es deseo de un deseo. Esto es, que no estamos solos, en lo que bien se llama “la isla”, tenemos por compañía a un psicótico, reducido al confinamiento en el confinamiento, por culpa de su extrañeza.
EGIN, 19 de mayo de 1997, página 6.
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LA MIRADA TRISTE DEL ANTICRISTO
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L Apocalipsis era para Lacan la subversión del sujeto. En efecto, todo análisis requiere un autoanálisis, y ese autoanálisis pone en cuestión al “yo”. Así el problema de la identidad es el problema no resuelto en Psicoanálisis y el causante de su endliche. En efecto, toda la revolución psicoanalítica gira en torno a un sistema de identidades paralelo a una concepción anímica de fin de mundo. Así, Freud se creía, según David Bakan, el Anticristo; Wilhelm Reich se creía Jesucristo; y Lacan sugería, sin atreverse a decirlo, savez-vous que je suis l’Antéchrist; así parece haber afirmado en una de sus últimas conferencias. Tanto Lacan como Freud estaban obsesionados por los frescos de Orvieto de Luca Signorelli sobre el Juicio Final. Ahora bien, no se habla aquí tanto del Fin de la Historia que sigue perezosamente su curso, sino de un Fin de la Filosofía. Y ese Fin de la Filosofía es, como decía Marx, su realización. Ahora bien, la Psiquiatría deniega ese sentido del término en nombre tan sólo de la banalidad de la percepción, y la banalidad de la percepción se erige como el único maestro del interdicho. Y la Psiquiatría no es otra cosa que un interdicho, una fenomenología negativa, como dice un médico de los de por aquí: no es un lenguaje, sino lo que Lacan llamaba forclusión; es decir, la exclusión definitiva de un sujeto del campo del lenguaje. Y ahí la Historia perece mientras suena un bolero, y un médico habla y habla, como el lirón en la merienda de los locos, en que siempre es la hora de tomar el té. Ahora bien, se trata de organizar este fin, y este sistema del fin L’ordre fatal sempiternel par chaine, / Viendra tourner par ordre consequent, como decía Nostradamus, debe empezar por la Antipsiquiatría,
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esto es, debe empezar por poner en tela de juicio la luz. Se trata, pues, de un striptease hegeliano en donde la máscara sonríe ante el fin de las “máscaras de lenguaje”, como llamarán Wittgenstein y Nietszche a la Moral y a la Filosofía. Quiero con esto decir que el fin de la Filosofía es lo que llamara Nietszche “la Psicología de la Filosofía”, y el fin del análisis la palabra concreta, en acción, que representa el fin de la interpretación. Hurry up please, it’s time, como dijera Eliot a las puertas de la Filosofía: el tiempo es un niño que juega en la playa —insulta monstruo— con la pelota, y éste es el último saber de la Filosofía. EGIN, 2 de junio de 1997, página 6.
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INEXISTENCIA DE LA IDEA DE PATRIA
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O mismo que el judío, para Sartre, era una invención del racista, la patria es un invento del fascista. En efecto, la patria es un universal, y los universales, como diría Max Stirner, no existen: existe sólo el “yo”, como negación de las categorías. Del mismo modo, existe sólo la banalidad de la percepción como negación de la Filosofía y, por ello, contra lo que dijeron Hegel y Marx, la Filosofía nunca es real. Existe sólo el egoísmo como negación de la utopía y, detrás de las “máscaras de lenguaje” wittgensteinianas, el sórdido afán de la persona (en latín, “máscara”). Ahora bien, cuando la barbarie se convierte en ideología, da nacimiento al fascismo o al racismo, y no hay nadie a quien no le atraiga la barbarie. Ahora bien, el “yo” también es una idea fascista, si hacemos caso a la opinión de Borges sobre el libro de Carlyle Los héroes. La épica, sin embargo, no es siempre fascista, como prueba el film Novecento: también la bandera roja puede ser una idea que libere a la masa del sueño, o que la haga soñar para algo, para convertir los sueños en realidad: como decían los surrealistas Parents, racontez vos rêves à vos enfants!. Con lo que quiero decir que la idea a veces civiliza la realidad, inclusive la idea cristiana, cuya pesadilla no siempre es reaccionaria, como prueba el asesinato de Savonarola, y de algún hereje medieval. Así pues, que el marxismo cumpla su promesa, y se hará entonces un ideal verdadero, y no una máscara de lenguaje.
EGIN, 16 de junio de 1997, página 6.
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ACERCA DEL CONDUCTISMO
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XISTE un aliquid inconfesable de la conducta, cuya oscura raíz estudia ese oscuro control de la conducta llamado conductismo. Y contra el conductismo, la conducta no sólo no es el elemento visible del ser humano, sino que, todo lo contrario, ella representa lo indecible del ser humano. Lo indecible del ser humano es aquello que sólo trata de definir, mediante el Derecho, el llamado paranoico querellante. Ahora bien, también nosotros somos de la Policía. Podemos inquirir el porqué alguien deja los libros a un lado o no los mira: esto es lo que verdaderamente podría llamarse conducta, y no forma desgraciadamente parte de ninguna ciencia, y no sólo eso, sino que es precisamente lo que no se dice, y es la clave de todo tipo de indirectas, que analizó el teatro de Strindberg. Ahora bien, ese análisis de la conducta remite a la “puerta”, y éste es el límite cero de la conducta. Como dijo Lacan: “Freud, ya cerca los ojos de la Estatua de la Libertad, le dijo a Jung: ‘No saben que les traemos la peste’. Pudiéramos temer que hubiese añadido un billete de regreso en primera clase”. Ahora bien, ese pozo oscuro de la conducta es lo que hace decir a Lacan que el inconsciente es el deseo del Otro. Y es este Otro, semejante o prójimo, o cercano a la matriz de la locura, y es de aquél del que intenta hablarse. El conductismo que controla al ser humano, como “el perro de Pávlov”, no quiere hablar de eso. Representación por excelencia de lo serio, se ríe de mí. Y eso calla, en los límites de la página, aún por escribirse.
EGIN, 15 de julio de 1997, página 6.
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QUIÉN SOY
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ONTRA lo que piensa el Psicoanálisis, el “yo” —la identidad— no es una estructura, sino un rol, o lo que es lo mismo, una fun-
ción. Así, en El balcón de Genet, el obispo quiere que la prostituta confirme que él es el obispo, porque de otra manera no sería nada. En Huis clos, de Sartre, el infierno nace de la no confirmación de la identidad, novela o, como dijera Lacan, “leyenda épica”. Ahora bien, el diagnóstico psiquiátrico sella de antemano y para siempre la pérdida de identidad del loco. Y no hace falta psiquiatría, sino reinserción social, del mismo modo que para los presos de ETA. Ahora bien, lo que llama Goffman “la carrera moral del enfermo mental” empieza por la negación en el paciente de su Selbst o sí mismo, es decir, la negación de su identidad como función. Y por si esto fuera poco, la “maquinaria teatral burguesa” agiganta esta función de alienación que es la única identidad que existe. Porque la identidad es siempre un juego, un juego de rol. Y no estamos locos cuando afirmamos que, sin el otro, no somos nadie, y como decía Lacan, l’inconscient, c’est le discours de l’Autre avec un grand A. Y es que la sociedad burguesa, al perder de vista al otro como semejante, se ha perdido a sí misma —no existe el ideal burgués, existe todo lo más el fascismo, y aquél niega el capital, bárbaramente pero lo niega—, y se ha convertido en una especia de maquinaria de fabricación de la locura. Que la pansignificación freudiana se ubique en el mismo lugar que la pansignificación de la locura, y rescate así el “locutor autóctono” del delirio, la belleza de cuya palabra no puede negarse. Y entonces podremos decir con el verbo de Pessoa: “Ahora que estamos solos en la
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noche, y que no hay nadie junto a mí, dime sin mirarme a los ojos, dime ‘quién soy’”. EGIN, 29 de julio de 1997, página 6.
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IMITAR LA LOCURA (Acerca del último poemario de Carlos Aurtenetxe)
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ECÍA Deleuze que la Filosofía debe dar un tercer sentido a la locura, imitar la locura, ser su doble o su espejo, como Lacan pedía para el Psicoanálisis. Hegel estaba loco. Ahora bien, la locura es un efecto estético. Cuando un loco de Leganés decía “Soy el sacrosanto emperador, el nacido”, estaba componiendo un poema dadá, una enunciación pura, lo mismo que para la pintura era el Action painting. Dicen que Pollok se suicidó. Pero no está muerto, ya que sobre la página escucho con mis ojos a los muertos. Ahora bien, en el maravilloso poema de Aurtenetxe “Los geranios” se escucha el riesgo de la locura, el riesgo eterno de la poesía: como decía Derrida, “todo poema corre el riesgo de carecer de sentido, y no sería nada sin ese riesgo”. Todo poema tienta, como desde un burladero, a la posteridad: es así que toda poesía accede desde un principio, y esto sí quiere ser universal, a la última representación, como se dice en otro poema de Aurtenetxe. En mi poesía, yo también imito la locura: imito la prodigiosa ingenuidad de Louis-Ferdinand Céline en Viaje al fin de la noche, por ejemplo en el poema “Proyecto de un beso”: “te mataré mañana poco antes del alba”. Es así preciso, para escribir bien, jugar a ser un monstruo: encontrar sal en las manos, al despertar del sueño: haber soñado que, como Jesucristo, caminábamos sobre la mar. Y así vamos, yo y Aurtenetxe, los dos solos y muertos, a nacer en un país donde no quema la ceniza, camino de los libros.
EGIN, 12 de agosto de 1997, página 6.
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ACERCA DE JEAN-PAUL SARTRE
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ARECE ser que para el anarquismo todo es demasiado simple. Así, para el anarquista Jean-Paul Sartre, la mala conciencia es el único psicoanálisis que existe. Ahora bien, la mala conciencia remite a la puerta, esto es, al infinito, siendo el infinito lo que llamaban los alquimistas “magma alquímico” y los cabalistas “el chijjuth”. Esto es lo que parece tan simple para el simple proletario, que es la evidencia del gesto o la triste evidencia del cuerpo. Lo que para el animal es demasiado simple para el hombre es un problema de conciencia, esto es, un problema de ética, ya que no de moral. Ahora bien, hasta para la mafia siciliana existen problemas de moral y de códigos, mientras que para el judío español, como dijera Javier Sádaba, por lo visto Dios no existe y hay que buscarlo en la moral de la CIA, o en la moral del pecado, en la moral de la carne, que es, al parecer, después de tantos siglos de Inquisición y hoguera, lo que obsesiona hasta llevar a la muerte al animal hispánico, a lo que el poeta italiano Claudio Rizzo acaba de llamar homunculus hispanicus, que parece que es un animal que no existe, pero que encontramos por todas partes, en el water, en un hotel de lujo, pidiendo humildemente una gota de semen. Si San Juan de la Cruz estuvo a punto de ser condenado a la hoguera no fue por ninguna ideología extraña, lo que parece difícil en un país sin ideas, sino que bastó, pero fue necesario, como dijera Lacan, que se lavara, que se lavara las manos en este país sin cuerpo, sin manos, sin ideas, en donde se puede linchar a un escritor en público a la luz del sol y las ideas. Y sólo el odio contesta a mi voz clamantis in deserto, pidiendo auxilio en vano, como reclamaran Las Caras de Bélmez en un latín muy antiguo.
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Es así como el pollo castrado español contesta al ladrido de perro en las tinieblas, con palabras y no con ideas, porque sólo el hecho, el “hecho atómico”, como dijera Wittgenstein, ha de llevarnos a la Luz, esto es, al Paraíso, y no dogmas herrumbrosos que ya no sirven para nada en un país excatólico pero donde se sigue mortificando a Dios y la fe es tan sólo una sospecha paranoica que convierte al animal hispánico en lo que Gerald Brenan llamara el laberinto español. Y he aquí por qué la locura es la única literatura hispanoparlante, como prueba Don Quijote, y es este profundo analfabetismo de España lo que hace que en cualquier país del mundo, Norteamérica incluida, el asesinato de un escritor múltiplemente editado, léase Salman Rushdie, hubiera sido la bomba atómica por muy absurdo que hubiera sido el crimen, y aquí no se sabe ni por qué ni para qué, sino para contestar con la muerte la deuda del fracaso, de la ruina y del espanto que nunca termina. EGIN, 23 de septiembre de 1997, página 6.
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ACERCA DE LOS MALOS ESCRITORES
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OR muy extraño que parezca, el ser humano es autoconsciente: quiero con ello decir que un mal escritor sabe que escribe mal, y eso que Hermann Broch creía que los malos escritores no son sólo malos escritores sino delincuentes, y todo hombre escucha en la sombra el pito tragicómico de Calígula, como una llamada a una posteridad que no existe, y que es sólo la página, la página escrita para nada y para nadie, mientras en el horizonte se escucha la clepsidra y el tiempo pasa en vano. Ahora bien, Lacan dixit “el deseo del hombre es el deseo del Otro”, y es así que se escribe para ser querido, cal trobar non porta altre chaptal, como dijera para siempre la Comtessa de Dia. Y es que el odio es otra palabra más del amor, porque se odia al que no nos quiere, y es de esta forma que el poema es siempre una venganza, una venganza contra todos y contra nadie, una venganza para nada y para nadie, porque estamos solos y estaremos solos hasta la muerte, la única promesa cumplida. Mientras, llueve sobre el poema y la ceniza escribe mejor que yo. Y es que, como decía yo en uno de mis poemas, “están las letras en la acera borradas, / de toda la cultura / […] y el dolor sin dolor, como una sombra vana, / como dolor de muelas o caries en una cama.” Dicen que Poe escribió en una noche febril cuarenta críticas contra sus contemporáneos, mientras el cuerpo repetía —significando insistencia— la “R” de nevermore, y unas palabras se posaban sobre el busto de Palas Atenea.
EGIN, 13 de octubre de 1997, página 8.
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NOMME DE DIEU
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L siglo XIX es la fecha de nacimiento de la literatura de terror. Ésta es la respuesta a la definitiva forclusión —denegación simbólica— de los contenidos numinosos por parte de la ideología dominante. Ahora bien, cuando por culpa del positivismo ya no hay nombre para Dios, éste no puede tener otra invocación que el terror. Ni el Diablo es ya el Diablo, ahora, sino la Cosa que mora en las tinieblas. A partir de ahora, como habría de revelarnos más tarde Jung, se asocia a Dios con la locura: y para ésta no hay tampoco otro código que el terror. Ahora bien, es precisamente esta equiparación de religión y locura —el profeta Ezequiel era un esquizofrénico— lo que escandalizó al antipsiquiatra inglés Ronald D. Laing y le llevó a equiparar la Psiquiatría con la Edad Oscura: “Ah, el Rey con Corona, todas las noches lo veo”, dijera Laing en The Politics of Experience and the Bird of Paradise: y es que hay una innegable belleza en el delirio, una indudable fascinación en la locura. Ahora bien, la locura no llueve del cielo, no es ningún “brote”, como cree esa filial de la Botánica llamada Psiquiatría: por el contrario, como descubriera Laing, el viaje esquizofrénico nace de una situación social de jaque mate: la llamada esquizofrenia es así una suerte de droga natural, una defensa frente a situaciones malsanas o invivibles. Que la situación se empeore en el manicomio, por todos los conceptos invivible, no lleva sino a que el sujeto se esconda más y más, para que no le hagan daño, dando como respuesta sujetos, los llamados “crónicos”, totalmente indescifrables, ubicados en un estado de hipnagogia ya casi sin respuesta, y cuyo límite último es la catatonia.
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No obstante, como dijera Hegel, todo lo real es racional: y hasta para los llamados “crónicos” existe, teniendo toda la paciencia del mundo, una solución o una curación, aun cuando aquélla represente un riesgo para la Humanidad. En cualquier de los casos dicha curación no son las correas, o, como se las llama con un término aún más cruel, la “contención mecánica”, sino la libertad y el desahogo más puros, tal como aquella que pretendió Laing con su teoría del “espacio oloroso”. Que la palabra cariño o afecto haya sido borrada por la ciencia burguesa del mapa de lo humano no impide que hayamos de comenzar por ella la ubicación de un nuevo alfabeto. Un nuevo alfabeto en que lo humano aparezca como virtud —en chino yen, “virtud de lo humano”, que se diferencia de tao hio, o “cantidad de lo humano”— y no meramente, como quiere la Psicología, como sobrenombre meramente técnico. Porque si el hombre teme a la locura, la locura tiene miedo del hombre. EGIN, 25 de noviembre de 1997, página 6.
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ACERCA DEL CUERPO
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ECÍA Spinoza que “nadie sabe lo que puede el cuerpo”. Freud hablaba también de la animalidad de lo inconsciente: y es que, en efecto, el cuerpo del hombre demora animal. Ahora bien, el animal es telépata, y por ello no tiene conciencia, ni habla: es así que el psiquismo animal reenvía a un infinito del que sólo la locura habla, con terror. Pues ese infinito, en el que, como decía Bataille “un animal manduca a otro animal”, es la nada, la nada que también es Dios: y la nada aterra, lo mismo que la locura. Ahora bien, la nada que es Dios aterra sólo por cuanto no hay código para ella: y esto sólo a partir del positivismo, y de la toma definitiva del poder por la burguesía, que inventa lo que Hegel llamara el “cristianismo ateo”: en el que tenemos un pie en la sala de informática y un pie en la vieja iglesia parroquial. Es así que no es el proletariado, sino la burguesía, la inventora del ateísmo, y esto para luchar contra la nobleza medieval, que la despojaba de sus riquezas en nombre del derecho divino. La burguesía crea así la hipocresía, que es lo que Jesucristo llamara el “crimen contra el sentido”, y adopta un régimen pseudomoral en que lo único que importa es la corrección, lo que también se llama “norma”, que son pautas totalmente banales para establecer un sentido que falta por completo: es de este modo que la locura nace en el siglo XVII, con lo que mal se llama “Edad de las Luces”, esto es, con la toma del poder por parte de la burguesía, y la instauración de los manicomios, en un principio no sólo para locos, propiamente dichos, sino para libertinos (nobles medievales) y mendigos. Es sólo posteriormente cuando se crea la Psiquiatría, como una suerte fenomenología negativa creada para excluir definitivamente
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del campo del lenguaje y del campo de lo humano a una serie de individuos que poco a poco se va tipificando como enfermos y que no son sino seres confusos acerca de sí mismos, por efecto de un choque entre conciencias. Ahora bien: de entre tantas mentiras, la única certidumbre que nos queda es sólo el cuerpo, y es esta triste evidencia lo que está por ello negada, por mucho que intente aflorar en el lenguaje de la paranoia, donde reaparece esa verdad que como el sello de la carta robada, texto de Poe tantas veces comentado inútilmente por Lacan, está escondida en el lugar más evidente: en el lugar que todos saben y nadie dice, o dice en vano: y es así que tantas palabras no valen lo que vale un gesto. EGIN, 9 de diciembre de 1997, página 6.
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ACERCA DE UNA RESURRECCIÓN
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OMO decía Pound, citando al cura José María Elizondo, “Hay aquí mucho catolicismo— (sounded catolithismo) / y muy poco reliHion”. Pero no sólo aquí: la razón, desde el positivismo —fecha definitiva del adviento al poder de la burguesía—, es la negadora por excelencia de lo que llamara el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung los “fenómenos numinosos”. He aquí que, como dijera Charles Baudouin, el psicoanálisis junguiano está más perseguido que el freudiano. La reliHion, sobre todo en este país, aterra. Y más aún en un manicomio, donde se castiga y persigue la extrañeza, que es lo que se llama “esquizofrenia” y que consiste sencillamente en no estar ahí. Ahora bien, si no estamos ahí, no es por culpa de la esquizofrenia, sino por obra de la ideología psiquiátrica, que es una suerte de fenomenología negativa que, como he dicho en otros artículos para EGIN, describe los caminos por donde no se debe ir, como un rótulo tenaz de dirección prohibida, una especie de ritornello obsesivo que repite en la sombra la palabra vacía “normalidad”. He aquí que la Psiquiatría, negando la que llamara Laing la “experiencia del enfermo” —por muy trágica o macabra que ésta sea—, le impide volver, y ello como se vuelve de un viaje ácido = de LSD: no negando, sino asimilando. Porque como insistiera tantas veces Jacques Lacan citando a Freud: “Wo Es war, soll Ich werden” (“Allá donde ello estuvo, yo he de advenir”); y ello no para desplazar al “ello”, sino para ubicarse en el mismo lugar. Y ésta es la razón por la que, a pesar de que nosotros estemos curados, ahí está Lady Di.
EGIN, 13 de enero de 1998, página 6.
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LOS MANICOMIOS O LAS MÁSCARAS DE LA MUERTE
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IDEL, Fidel, que ni los americanos pueden con él”. La, para muchos idiotas, inexistente CIA por poco toma el poder en España. Y ello gracias a los manicomios, y al aparato policial psiquiátrico, que era para ellos la máscara para legalizar la “muerte”. Y cuando digo muerte me refiero a inyecciones de estricnina —que casualmente es el veneno que contiene la Coca-Cola en dosis ínfimas, y que es su estimulante— y otros venenos como la insulina, que son la causa de que yo y mis amigos masones tengamos el hígado y los huevos hechos pedazos. Y es que la Psiquiatría, y la locura, son una superstición social: y todo el mundo cree que el loco miente, o no dice la verdad, que es lo que se llama un “colgao”: y por eso la muerte en los manicomios no era cierta, era lo que se llama “manía persecutoria”. Ahora bien, el loco yerra, pero no miente, y como decía Spinoza refiriéndose a la herejía —pero yo lo aplico a la Psiquiatría—: “puesto que lo que yerra son las almas y no los cuerpos, no hay errores absolutos”: no hay pues un cogito de la idea enferma, y, como decía Edwin Lemert —un antipsiquiatra inglés—, el paranoico tiene realmente perseguidores: perseguidores sórdidos —el camarero o el compañero de oficina—, pero perseguidores de verdad, como en lo que yo llamo el caso Yakov Petrovich Goliadkin, el protagonista de la novela El doble de Dostoievski, si va de cristianismo la cosa. Ahora bien, Dreyfus tuvo, lo mismo que yo, como perseguidor a un país entero, y ello por causas que eran remotamente políticas. No obstante, la CIA —o lo que algunos llaman quedamente la Alianza, la OTAN— ha actuado no sólo aquí, sino en otros países del mundo, como Italia, y fue la causante de la ruina y envenenamiento
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masivo de la Logia P-2, que, encima, de comunistas no tenían nada: no obstante, para los obtusos estudiantes del Kalamazoo —colegio para subnormales, como dice de ellos Georges Devereux en sus Ensayos de Etnopsiquiatría General—, yo y los masones éramos una suerte de peligro amarillo, lo mismo que los comunistas y la difunta ETA —y conste que por escribir esta palabra no estoy haciendo una apología del terrorismo, sino invocando precisamente a la justicia. Y ello contra la CIA, que por poco difumina hasta al coronel Perote, y que ha vuelto loca a toda España—. Y es que mi asesinato, lo mismo que el de Baader y Ulrike Meinhof, y al igual que el de John Fitzgerald Kennedy —que quería desmantelar a tan siniestra compañía— fue obra de la CIA, que no quiere abolir sus putas bases nucleares yanquis —y por eso el temor a una república—, que encima ya no sirven militarmente para nada, como no sea para luchar contra el Polisario, que eso sí que soy yo. Ya vaya todo esto para que cantemos todos juntos un himno al Diablo —esto es, a la locura, ya que si estamos en el siglo XX existe el derecho a la locura, esto es, a la verdad—: “que se vayan, se vayan se vayan, que se vayan al fondo del mar”. EGIN, 27 de enero de 1998, página 6.
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EL LENGUAJE IMPUBLICABLE DE LA PARANOIA
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EÍMOS en un texto poco conocido de Freud (“Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad”) la tesis sorprendente de que el paranoico dice la verdad, o, al menos, percibe el inconsciente ajeno. Ahora bien, el paranoico tiene la virtud de hablar, y de quejarse, de lo que nadie dice, habla, pese a hallarse en el lugar que todos saben: y es esta sospecha de verdad lo que constituye la realidad paranoica. Y esta sospecha se funda en el lenguaje del gesto —la kinesis norteamericana— sólo cuando aquél se funda en una certidumbre contra mí: ahora bien, nosogramas de esta percepción son tan fáciles como apagar la televisión cuando se dice que soy famoso, retirar la silla cuando pienso que no tengo amigos, y cosas de tan elemental evidencia. Si el lenguaje de la llamada esquizofrenia es el de un sueño que se vive despierto, y al que yo llamo el “sueño diurno” —y del que hemos hablado en otros artículos—, el lenguaje de la paranoia no sueña, sino que está plenamente despierto ante la realidad más obvia. Y ello por cuanto el lenguaje del gesto es accesible a todo ser humano, sin necesidad de cualesquiera escuelas, y la única terapia para él es el convencimiento de que no estamos locos, pero de que nuestra verdad pone en peligro el orden entero de un mundo basado en la mentira. No hay nada más horrendo, ni más sistemático, que ese sistema de la verdad puesto en acción por el llamado paranoico. Si nadie parece creerle es por cuanto todo el mundo le cree, pero estamos viciosamente acostumbrados a mentir y a desestimar la evidencia desde el mismo momento en que empieza a hablarse. No sólo la Moral es, como diría Nietzsche, una “máscara de lenguaje”, hasta la
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misma Filosofía —me refiero por ejemplo a Wittgenstein— es un sistema de negar la evidencia. Y esta evidencia es la de lo que yo llamo un cogito de dos conciencias, que es aquello a lo que Bataille llamara comunicación, y que es la fuente o misterio de la risa. Ahora bien, si existe una fuente de misterio o de error para la paranoia, esto es por cuanto el lenguaje del gesto reenvía al infinito del psiquismo animal, ya que todos los animales son telépatas y por ello no tienen conciencia ni habla. Es éste el misterio de la risa de fondo que tanto aterra al paranoico, y perturba al homo normalis. Y es así que la génesis de nuestro misterio era tan sólo Un chien andalou, como para siempre dijera Luis Buñuel en una película al servicio del sueño. Y nuestra verdad estaba ahí desnuda, en la calle, en un secreto etológico que el paranoico percibe como sueño cuando es una aterradora verdad: la verdad de lo que los cabalistas —hablando del golem— llamaran el chijjuth o el alma animal, la verdad que nos hace reír cuando un hombre cae al suelo, lo mismo que cuando Ramón Gómez de la Serna dispara y hace caer a sus muñecos del pim, pam, pum. Y es que la única debida transferencia es certificar al sujeto en su verdad. EGIN, 10 de febrero de 1998, página 6.
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ACERCA DEL PRETENDIDO ANIMAL (España, no mates más)
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A falta de autopercepción de nuestro cuerpo es lo que nos separa del animal. Y es ella la que nos hace ver a aquél como lo que Descartes llamara animal-máquina, y no como algo dotado de lo que los kabalistas llamaran chijjuth o alma animal. Por el contrario, la más reciente Etología —me refiero a Barnett (La conducta de los animales y del hombre)— habla, en lugar de un pretendido instinto fatal y congénito, de lo que aquél llamara “pautas de adaptación”, un comportamiento que reacciona frente al ambiente y a los demás animales en lugar de ser su esclavo. Ahora bien, por lo que el animal no habla y carece de conciencia es por cuanto aquél es “telépata”, y participa de una empatía salvaje que es lo que le hace comunicar con la Naturaleza. Y si el hombre no comunica con la Naturaleza, y considera a aquélla como paisaje abstracto o mecánico —por muy bello que éste sea— es por cuanto carece de cuerpo, esto es, de lo que el sexólogo alemán, discípulo de Freud, Wilhelm Reich llamara “autopercepción”: su conciencia no es así húmeda o transitiva, sino conciencia abstracta, y es esto lo que le hace ver al animal como algo abstracto y distinto de él. Ahora bien, el animal es más abstracto de lo que el hombre es, y tiene nociones que el hombre no tiene del cariño y la nobleza. El caballo, el perro y el delfín están más cerca de aquello que los chinos llamaron yen o “virtud de lo humano” de lo que el hombre, convertido por la pérdida de su cuerpo en un ser abstracto y único, pretende o puede ser. Y es que el cuerpo no sólo no es malvado como nos ha hecho ver una larga tradición judeo-cristiana, sino que es el cuerpo del amor, como dijera Norman O. Brown, y que el sexo es la relación más natural y humana entre hombre y hombre, siendo precisamente su castra-
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ción la que genera en el hombre agresividad y, como bien se dice, “mala leche”. Y es que tanto rollo con las hostias en este país cruel que llaman España es precisamente por la represión sexual, que ha convertido al español en una mala bestia, como se dice mal del animal. En una mala bestia y en un alcohólico, lleno de cólera y de mal vino. El perro y el animal son víctimas, lo mismo que la mujer, de la locura casta del español, de su abstinencia forzada que le hace odiar a la Naturaleza y a Dios. “Y el cristiano abomina del cristianismo que le mira con cara fatal / y el cristiano abomina de María que Dios ‘besó’ en Galilea / y el infante Don Juan de Austria va gritando entre la fulguración y la masacre, / con la trompeta, con la trompeta ‘de sus labios’, / ‘Hurra, ah, / Domino Gloria!’”. Eso decía en un poema suyo el escritor católico Gilbert Keith Chesterton, que supo acertadamente que el español no cree en Dios, y que es un animal loco y sacrílego. Que los pájaros —que como es sabido detectan un terremoto, una guerra o una sequía a 300.000 kilómetros de distancia, y vuelan en otra dirección— perdonen al animal hispánico por haber destruido el mundo. EGIN, 24 de febrero de 1998, página 6.
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LA PSIQUIATRÍA O EL CASTIGO DE LA EXTRAÑEZA
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O por nada Derrida quiso consagrar su palabra a lo que él llamara “diferencia”: y es que existe un margen del hombre, o al menos del hombre occidental, que aquél castiga con la saña del poseso: correas, o como aquí se dice, “patera”, electroshocks y calmantes castigan el pecado de pensar de otra forma, de actuar de manera diferente, en una sociedad sin esperanza, sin salida, estructurada paranoicamente en torno a una policía omnipresente, y donde el Estado, como decía Habermas, actúa como una garantía de recíproca seguridad Aquí el camarero, funcionario del tribunal de orden público, opera como pivote privilegiado del más cruel de los controles sociales de la percepción: lo mismo que el portero, el tendero, el taxista, siervos todos ellos de un sistema cuya mejor descripción es El castillo de Kafka, único relato fidedigno de una sociedad paranoica. Aquí, en eso que inexactamente se llama capitalismo, existe por todas partes el temor y la sospecha de un peligro amarillo, que pueden ser intercambiablemente los masones o los árabes, víctimas de una Ley de Extranjería que no tiene otro protagonista que lo que mal se llama inconsciente. El borracho, el homosexual o el loco animan ese furor del homo normalis contra aquello que le falta, y que es la libertad. Y es que no hay otra libertad que la locura, y el homo normalis —o, lo que es lo mismo, el sujet lacaniano— teme a esa libertad porque está constreñido artificialmente en una suerte de colonia penitenciaria kafkiana, que estructura la vida cotidiana como una suerte de suplicio chino, el desacato a la cual nos lleva no a la Revolución —hommelette impensable—, sino a las puertas del manicomio, donde se remata a las víctimas de una tan implacable como arbitraria persecución social.
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Ahora bien, si hemos de hablar de revolución o de alguna más que improbable modificación de este sistema penitenciario, habremos de empezar por denunciar el castigo de esa diferencia que encarnan no sólo el loco, sino el primitivo y el niño, víctimas de una tan implacable como perversa —por mucho que esté llena de maternas buenas intenciones— colonización social, en la que la letra entra con el furor de los golpes, que se inscriben en la carne con la ira del miedo y del tatuaje. Porque, como decía Hegel, el esclavo no está obligado tanto físicamente como espiritualmente a la esclavitud: el esclavo es aquel que no se atreve a ser libre; y al decir esto me refiero a una libertad “interior”, que es aquella que aquél proscribe en el primitivo, el loco, el niño o el drogadicto: habet mille nomina. Y es que, como decía Jesucristo, “busca la piedra que el constructor ha descartado: he aquí la piedra angular”. Y si hablamos de Revolución, habremos de considerar a aquélla ante todo como un problema, no como algo que la teoría da por solucionado de antemano. Porque, como decía Marx, “ser radical es llevar las cosas hasta su raíz, y la raíz para el hombre es el hombre mismo”. EGIN, 10 de marzo de 1998, página 8.
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ACERCA DEL “HOMBRE DE LOS LOBOS”
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ELEUZE, en su revisión radical del psicoanálisis freudo-lacaniano, hablaba en pro de una “territorialización”, o mejor “reterritorialización”, del llamado “enfermo”: ahora bien, esta territorialización es siempre fascista o, como dijera el ingenuo marxista, imperialista. Es siempre imperialismo, imperialismo del signo, pero imperialismo. Efectivamente, la relación psicoanalista/paciente es una relación entre amo y esclavo. Y una relación que no es una relación, por cuanto no es dialéctica, en el sentido más humano que esta palabra tiene, que es el de la dialéctica socrática, el de la filosofía en situación y ubicada fuera del imperialismo del signo. Así, el loco, ubicado por la sociedad fuera del terreno de lo social, esto es, de lo humano, acude como áncora de salvación al médico o psicoanalista en busca precisamente de un territorio, y éste lo desterritorializa aún más, y si lo ubica, lo hace como esclavo suyo, como pieza de un fantasmal museo nosográfico. El ejemplo por excelencia de esta “histeria de conversión” —por decirlo irónicamente— es el del célebre “Hombre de los Lobos” freudiano. Aquél se creía Jesucristo, como suelen creerse muchos hombres hiperputeados y que han sufrido mucho, siendo la identificación con Jesucristo una metáfora de su dolor, y no de su dolor psicótico o, lo que es lo mismo, imaginario, sino de su dolor real o, lo que es lo mismo, humano. Y conste que al decir humano me estoy refiriendo a lo que los chinos llaman yen, o “virtud de lo humano”, no a lo que los psicólogos llaman “hombre”, tomando a aquél por una foto robot que se parece más que al hombre al animal-máquina cartesiano, único que es sólo capaz, como los perros de Pávlov, de funcionar según mecánica estímulo-respuesta.
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Pero, volviendo al “Hombre de los Lobos”, Freud, interpretando su deseo según los términos de una funesta maquinaria sexual, y decirle que su sueño de unos animales con falo, esto es, unos perros provistos de razón, tenía como base una homosexualidad no impuesta sino reprimida, hizo decir a aquél: “¿Jesucristo tenía culo?”. Porque, como ya hemos dicho, el animal cartesiano se creía Jesucristo. Ahora bien, el hombre que no tenía acceso por su diferencia a otro territorio, acabó por creerse homosexual, y Freud lo paseó de museo en museo nosográfico, con los títulos de homosexual freudiano (o cristiano, mejor dicho, excristiano). Otro ejemplo de territorialización abusiva o fascista lo constituye el de los locos tratados por psiquiatras marxistas, como Giovanni Jervis: allí, los locos, por creerse algo y figurar como alguien en el mapa de lo humano, acaban por creerse por obligación personajes de un auto sacramental político o parapolítico, siendo así que su problemática es más humana o real que cualquier problemática de homo economicus. Por lo menos, los lobos o los pseudomarxistas —o marxistizados— no son ya sapos o cucarachas, como se creen algunos psicóticos por trasladar así a su espejo su única posible imagen, que es la de un ser que sólo inspira repugnancia, ya que a falta de espejo no hay óptica, y por eso el asco, como aquel que nos inspira lo oculto, el ratón que sale de la cañería o del retrete, o las cucarachas que brotan de lo oscuro. EGIN, 24 de marzo de 1998, página 6.
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EL MISTERIO DE LA VERDAD
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ACAN comentó insistentemente que el loco efectúa una confusión entre lo que él llamaba “significante” y “significado”: es así que un enfermo de Leganés se creía que estaba en un regimiento porque estaba en un regimiento, quiero decir en algo parecido a un regimiento; pero de ahí a soñar que es la hora de diana hay, como dice el viejo refrán, “un gran trecho”. Otra loca del citado sanatorio se creía que estaba en un colegio porque estaba en algo parecido a un colegio —quiero decir que la trataban como si fuera una niña—; ahora, de ahí a creer que ya ha llegado la hora del recreo hay, también, como se dice, un margen de diferencia importante. Y es que, como decía Deleuze, el sentido es una fisura, una grieta que a veces se agranda como la del Gran Cañón. Ahora bien, si el loco literaliza, el homo normalis no cree en lo que dice, ni hace caso de lo que piensa, y es por ello que la literalización del loco nos sitúa de lleno en el problema —y he dicho bien problema, y no revelación o certeza— de la Verdad. Si Nietzsche se volvió loco fue precisamente para tomarse al pie de la letra lo que decía o pensaba, acabando por pensar que no era como el Anticristo, sino que era el Anticristo: a este nudo le llamó Lacan la diferencia entre ser y tener el falo. De cualquier modo, la diferencia no es mucha, ni es obviamente ontológica: porque no hay una ontología de la idea equivocada, que es a lo que se llama Psiquiatría, y como decía Spinoza, puesto que lo que yerra son las almas y no los cuerpos, no hay errores absolutos. Y es que la Psiquiatría también es una confusión entre significante y significado, o un —el único— error absoluto, y esto por cuanto no
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acepta un margen de diferencia en el signo. Esto es lo que yo llamo el principio de “relatividad cultural”. Ahora bien, es a partir del positivismo cuando, muerta la fe, se concibe a la Verdad —a la Verdad racional o científica— como dogma, excluyendo de ella todo lo que se considera como error o, peor aún, como no Verdad. Y no es sólo el loco la víctima de este imperialismo del signo, sino también el primitivo que, sin estar loco, confunde también el significante y el significado. Por ejemplo, un primitivo, citado por Georges Devereux en sus Ensayos de Etnopsiquiatría General, que creía que le habían robado el melón por cuanto habían hecho desaparecer su cabeza: una confusión como la del loco entre el pensamiento y su metáfora. Porque, terminando con este asunto de la ontología de la Verdad, habría que decir con Poncio Pilatos: “¿Qué es la verdad?” EGIN, 7 de abril de 1998, página 8.
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LENGUAJES PSICÓTICO Y PROLETARIO
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ABE más el ojo que lo que la razón conoce” dijo William Blake, del que la moderna Psiquiatría diría bien que estuvo loco, a pesar de que aquél nunca pisó un manicomio. Ahora bien, si la razón se pierde y puede el hombre extraviarse, ello es por cuanto no hay código para lo humano: la Filosofía, la Sociología y la Psicología desconocen lo que yo llamo el “hombre miserable”, que vive en una suerte de universo mágico que deniega la ideología del hombre. Si la razón, en Descartes, empieza por sumirse en la perplejidad y en la duda metódica, es por cuanto aquélla parte de a prioris ajenos al hombre real. Nosotros ya hemos tratado de describir a ese hombre real, mágico o miserable, cuando hablamos del simbolismo del cigarrillo. Pero hoy iremos más lejos al proponer como real el canibalismo: así, dice un loco de los de por aquí: “Hoy hemos merendado bien: se certifica el fallecimiento de otra enferma”. Ahora bien, el llamado proletariado conoce también este lenguaje, lo mismo que sabe mejor que cualquier Baudrillard (me refiero a su libro El sistema de los objetos) el significado de cosas como la Coca-Cola o el café, que nos remiten a lo que Freud llamara la “fase sádico anal”, término científico que haría reír al camarero, que es el único sujet supposé savoir, robando la palabra a Lacan. Y es que no es que el psicótico esté excluido del campo del lenguaje, sino que la vida entera, vida mágica y terrible ajena a la Filosofía y a la Ciencia, está desterrada del campo del lenguaje. Y es que lo que hace reír, o llorar, no es de ninguna manera la verdad abstracta, sino todo lo más lo que Wittgenstein llamara “función de verdad”; Karl Marx, “praxis”; y Nietzsche, “voluntad de verdad”.
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Ahora bien, volviendo al llamado psicótico, si se dice que aquél literaliza y confunde significante y significado es por cuanto permanece ajeno a esa escisión del saber — la única verdadera Verneinung— que consiste en que el filósofo —lo mismo que el sacerdote— no cree realmente en lo que piensa o dice, y el discurso se sitúa así como espectáculo lejos de cualquier práctica o realidad de aquél. Y es que no se trata de realizar la Filosofía, sino de hacer filosofía de lo real, siendo lo real algo que sólo el paranoico comprende, el lenguaje secreto del gesto y de la acción, el lenguaje secreto de la telepatía, a la que Bataille llamara “comunicación”, y que es la muerte del ser separado y el nacimiento oscuro del éxtasis y de la risa. Se trata, decíamos, de dejar de circunscribir al otro como conspiración para instaurar el develamiento de lo que yo llamo “el cogito de dos conciencias”, que es la única evidencia cartesiana posible, porque la Verdad y el Infierno están en los demás, lejos de una Filosofía que habría que definir clínicamente como autista, o solipsista, que convierte a la vida, a la única verdadera vida, que es lo que los situacionistas llamaron “vida cotidiana”, en algo miserable y sórdido, al faltarle a aquélla la palabra y la luz. Y es de esta manera que de la locura —el grado 0 de lo humano— puede nacer el mundo nuevo, y una nueva Revolución que no consiste en cambiar el mundo, sino en cambiar la vida, y en hacerla real, lejos de la Psiquiatría y de su “jardín de las especies nosográficas” que desconoce que detrás de la paranoia no hay ningún mal de conciencia, sino tan sólo y de verdad el misterio de la maldad humana. EGIN, 21 de abril de 1998, página 6.
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DE LA EXTRAÑEZA PARCIAL A LA EXTRAÑEZA ABSOLUTA
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OMO decía yo en una reciente conferencia, el loco que llega aquí hablando de la Virgen acaba no diciendo absolutamente nada: ahora bien, este “absolutamente nada” no existe, y hasta el catatónico escucha todavía nuestra palabra, y espera que le rescatemos de su estupor. En cualquier caso, lo que empieza por ser una extrañeza relativa —a una situación o a un encuadre— acaba por ser una extrañeza absoluta, esto es, sin referente social alguno. Es la historia de alguien que “no tiene nariz”, como dice uno de los locos de por aquí, es decir, que no tiene falo o importancia, siendo la nariz en nuestro esquizoanálisis algo así como el relieve de la identidad o, en otras palabras, alguien que es tratado, a priori, como si no existiera. Otro dice “existo y no existo”. Problemas cuya “visibilidad” —o, lo que es lo mismo, inteligibilidad— es de lo más obvia y de elemental resolución, y que están escondidos como el sello de la carta robada de Poe —tantas veces comentado por Lacan— en el lugar más evidente —en el suelo de la mesa—, acaban transformándose en una voz sin nadie por efecto del sistemático desconocimiento de nuestra “realidad” —o, lo que es lo mismo, de nuestra “visibilidad”— por parte del psiquiatra y/o psicoanalista, que nos considera como sujetos “observables” y no visibles, esto es lo que nos trata como sujetos todo lo más etológicos —tal como del loco propusiera no sé si un tal Herstein—y como animalesmáquina cartesianos, olvidando aquello del “Pienso, luego existo”. Y es que, como dijera yo en un artículo titulado “Inmoralidad de Sigmund Freud”, la inmoralidad de aquél no consiste precisamente en su insistencia en el sexo —que precisamente, como afirmara Marx, es la relación natural entre hombre y hombre— sino todo lo contrario, en
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su negación de nuestra humanidad o socialidad, de nuestro Dasein, o estar “aquí”, en situación, no como sujeto vigilable, sino como ser o individuo “dialogable”, lejos de cualquier pretendida forclusión o exclusión definitiva del campo del lenguaje, porque no hay otra forclusión que la que opera el psiquiatra y/o psicoanalista al expulsar, por un decreto gnoseológico, al loco del lenguaje, esto es, del campo de lo humano, y obligarlo así a una transferencia que no es otra cosa que el cuelgue o la drogodependencia de la palabra del psiquiatra y/o psicoanalista. Y digo bien y/o psicoanalista, por cuanto la famosa “manía de confesar del esquizofrénico” no deriva de otra cosa que del Psicoanálisis mismo, que en lugar de territorializar al sujeto o de ubicarlo, lo “desubica” sistemáticamente fuera de lo humano, o, como bien se dice, “fraterno”, como de ello dijera la Novena de Beethoven. Y es así que, rota la película, hace “ratatatat”, y como dijera yo en un poema mío, “danzo como rota película / movida por el viento”. Pues ya no hay nadie que me ubique aquí, sino sólo la risa del psiquiatra y de los hombres, ante los cuales, rota otra posible relación, el loco se ofrece como gratuito bufón. Y con todo ello quiero decir que la famosa esquizofrenia no es sino el fruto de la expulsión a priori del llamado psicótico del territorio de lo humano o cercano, “prójimo”, como de él dijera Jesucristo, de su estar “aquí” o en situación, que es lo que hace decir a Vallejo-Nágera que “eso huele a esquizofrenia”, siendo así que aquélla, a falta de la certidumbre de la mirada, se considera como “cosa” observable o vigilable, no de otro ser, por muy extraño que éste fuera. Y así, de la extrañeza relativa se pasa a la extrañeza absoluta, que es la de aquel loco del manicomio de Mondragón que, mudo ya, se golpeaba sistemáticamente la mandíbula. EGIN, 5 de mayo de 1998, página 8.
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UNA SUPERSTICIÓN MÁS DE LA PSIQUIATRÍA
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I ya las duchas de agua fría remitían, según Foucault, al agua como segundo nacimiento, y consistían por tanto en un segundo pensamiento mágico, doble de aquel que se produce en la locura, hoy tenemos que habérnoslas con otras dos supersticiones; una, que es la base del interrogatorio psiquiátrico, estructurada lo mismo que el interrogatorio policial sobre el principio de la “sospecha” de que el loco miente. Ahora bien, el loco yerra pero no miente, y además su error no es absoluto u ontológico, que es lo que de él supone el psiquiatra o, como bien dicen los homosexuales franceses, flichiatra, psicopolicía: y es que, como decía Spinoza, si lo que yerran son las almas y no los cuerpos, no hay errores absolutos. Es precisamente la idea de la locura como error absoluto lo que constituye el supuesto tácito de la Psiquiatría, y la clave de su fenomenología negativa. Pasemos ahora a la segunda superstición psiquiátrica: ésta es la creencia de que los locos somos unos hipócritas, y de que nos volvemos locos de tanto mentir. Esta creencia tiene la misma raíz epistemológica que la primera, y ella es la de creer que el loco no yerra, sino que miente, confusión que se deriva de creer que lo que no obedece a la razón es mentira. No obstante, tendremos que afirmar que no hay una sola razón, sino lo que yo llamo un “principio de relatividad cultural” que ubique de nuevo al primitivo y al loco en el mapa confuso de lo humano. Y es que, por cierto, el que miente y yerra es el homo normalis, actor de una escena permanente que es la sociedad burguesa y lo que Lacan llamara “maquinaria teatral burguesa”, que es un sistema basado en la hipocresía y en la mentira como único código, al que por cierto se
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llama “educación”: un sistema de reglas no dichas que proscribe la verdad del borracho, del proletario y del marginado. Porque no por nada la Psiquiatría es una ciencia burguesa, y lo que llama Foucault “Gran Encierro” o fundación del manicomio empieza en el siglo XVII, fecha de la Era de las Luces o, lo que es lo mismo, del adviento al poder de la burguesía y de su cristianismo hipócrita, al que Hegel llamó “cristianismo ateo”. Y es que la Psiquiatría y/o Psicocracia —orden psíquico actual, al que vulneran el alcohol y las drogas— consiste no ya sólo en una negación del valor dialéctico de la palabra del loco, sino en un control de la percepción de lo más nazi, donde la vigilancia y el castigo de la diferencia continúa hasta en la cama, hasta en la habitación, que nunca es privada, sino que está de forma permanente bajo la mirada del psiquiatra y/o loquero, nudo éste que hace que el loco, que confunde la cosa y su metáfora, crea que se le espía por televisión, y que hay cámaras de TV en su alcoba. Y no hay tanto error en esto, por cuanto todo el aparato ideológico psiquiátrico está basado en la noción de un sujeto observable, como los monos del zoo, es lo que era no hace demasiado tiempo el manicomio —Bedlam on the Jacobean Stage—. Y es que un individuo que está aquí sólo puede ser mono de un zoo o payaso de circo, que es lo que es el llamado psicótico a nivel real, fuera de la pesadilla nosográfica del DSM-III, martillo del inquisidor y teoría del castigo del hombre y de la idea. EGIN, 19 de mayo de 1998, página 6.
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ACERCA DEL ASESINATO (Sobre la obra de Agustín Espinosa, Crimen)
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ARA John Donne la muerte de Cristo fue un suicidio. Ahora bien, así como el suicidio es la negación más apasionada de uno mismo, el asesinato es la más pura afirmación de nuestro “yo”, y la mejor realización de nuestra subjetividad: el asesinato es, como dijera Thomas de Quincey, una obra de arte. No obstante, hay algo que empareja asesinato y suicidio: ambos son una negación del mundo. Porque todo “otro” es, como dijera Deleuze, un mundo posible. Así, cuando matamos es como si negáramos todo. “Franceses, un esfuerzo más: puesto que habéis comenzado vuestra Revolución por el crimen, habéis de saber que es preciso continuarla por el crimen”, dijera el marqués de Sade, utilizando el tubo del water como altavoz, desde una ventana, a nadie. Quién sabe lo que es el “hombre”, quién sabe lo que es el “otro”, qué es ese misterio que se acerca a nosotros por la calle, ofreciéndonos su mano. Quién sabe lo que es la vida: una pesadilla que borra el crimen, que lava el crimen. “Salir a la calle, revólver en mano, y disparar al azar sobre los transeúntes, es un acto surrealista por excelencia”. En cualquiera de los casos, mi asesinato no borra el mundo, ni nada cambiará porque yo muera, porque desaparezca, como decía Shelley: “una mancha brillante en una escena sórdida”; la figura de un hombre, oscuro y jorobado, que hacía penitencia. Si todos los males de España han podido atribuirse a mi “yo”, mi muerte no cambiará en nada esa escena sórdida, y la vida seguirá igual. Ahora bien, también para mí el asesinato es una esperanza, la esperanza de rehacer mi vida: “me gustaría que Roma tuviera una sola cabe-
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za, para poder cortarla”, decía Calígula. Para poder cortarla y cercenar de una vez el mal del mundo, y ese mal se llama España. Porque mi “yo” es la más pura negación de las categorías hegelianas y, como Stirner, la más pura rebelión contra Hegel: J’irai cracher sur vos tombes (“Yo escupiré sobre vuestras tumbas”), como dijera Boris Vian. Y así, poniendo un pie sobre vuestro cadáver, diré de nuevo con Stirner: “Yo he basado mi causa en nada, no hay nada ni nadie encima de mí”. EGIN, 2 de junio de 1998, página 8.
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LA NOCIÓN DE “PECADO” COMO CERTIDUMBRE DEL OTRO
La sospecha de Atenas de que el pensamiento puede tener alguna aplicación sobre la vida tuvo como consecuencia la aplicación de la cicuta. EZRA POUND
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Lacan que “l’inconscient c’est le discours de l’Autre avec un grand A”, y esto por cuanto el “Otro”, en la sociedad capitalista occidental, es tan sólo una oscuridad o una sospecha, una sombra kafkiana o paranoica, y el “Otro”, única evidencia, es una evidencia indecible. Y si el sexo se plantea aquí como una agresión es por cuanto siendo aquél, como dijera Marx, la relación natural entre hombre y hombre, al faltar el espejo, él solo puede manifestarse como una violencia ciega. Ahora bien, la burguesía, que acabó con la religión para deshacerse del derecho divino de la nobleza, que la privaba arbitrariamente de sus riquezas, y al inventar lo que Hegel llamara el “cristianismo ateo”, un cristianismo esquizofrénico o, mejor dicho, hipócrita, en que no se cree en lo que se dice, la burguesía, digo, creó así una sociedad infernal y paranoica donde la única evidencia o situación es la lucha, y en donde al que cae se le llama “loco”, y se le castiga y tortura en el manicomio, para vengarnos aún más de su fracaso. Porque, como dijera el antipsiquiatra inglés Edwin Lemert, existe una suerte de “tasa social sobre el fracaso”, y en esta sociedad al que cae no lo levanta ni dios: “Te suelen soltar la mano si ven que hacia abajo vas”, como dijera en palabras terribles y poéticas Julio Iglesias. ECÍA
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Es así que aquí, a la inversa de un cristianismo al que encima se pretende reclamar, el despojo, el desgraciado, no sólo no son objeto de caridad cristiana alguna, sino que se hacen objetos de la persecución más implacable, y de la juerga flamenca más tenebrosa, que ni siquiera encuentra su término entre los muros del manicomio, donde el castigo sigue y no cesa jamás, y encuentra sólo su límite en el estupor catatónico, o en la muerte, único término y final de la más terrible de las conspiraciones, que no tiene otro sentido que el misterio terrible de la maldad humana: “cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta”, como dijera Dámaso Alonso; y cuando digo aquí “absoluta” lo digo bien, por cuanto se trata de una injusticia universal, colectiva y sin salida, como no sea la dinamita con que acaba El proceso de Franz Kafka, única salida posible para un mal que está ahí pero que no se dice, y que es efecto de una moral del desconocimiento, de la que la mejor descripción es la de la película de Michelangelo Antonioni Blow-Up, la descripción de un crimen que a nadie interesa, y de una pistola en las tinieblas. Y es que si hay alguna realidad de la noción de pecado, ésta es ese “tú”, semejante o prójimo —que significa “cercano”— que falta al capitalismo, sistema basado en la competencia desleal más salvaje y en la más ciega de las luchas, porque a aquélla le falta incluso la moral del guerrero, la moral de la Valhöll, donde las espadas nos dan al fin su luz. “Y al faltar el tú, o la situación, estamos para siempre en la merienda de los locos de Carroll, donde siempre es a las seis, siempre es la misma luna y la misma mañana, el mismo veneno y la misma CIA, el mismo manicomio y la misma muerte, lejos de la verdad, de nuestra única y posible verdad, que son los carruajes vacíos en el crepúsculo, moviéndose en dirección al Salón de los espejos” (cito un poema mío del libro Así se fundó Carnaby Street, titulado “Ann Donne: Undone”1). EGIN, 16 de junio de 1998, página 8.
1
Los versos no se corresponden con los del poema citado ni con ningún otro publicado por Leopoldo María Panero. (Nota del editor)
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STRINDBERG Y SUS ENEMIGOS ELÉCTRICOS
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OBERTO Nóvoa Santos habló en un libro, precedente incógnito de Winnicott y titulado como el de éste, Cuerpo y espíritu1, de lo que él llamara “intensidades de conciencia”. Ahora bien, estas intensidades de conciencia forman lo que nosotros llamamos “conciencia húmeda”, que se diferencia precisamente por su intensidad de la conciencia abstracta o filosófica, conciencia ésta que por lo demás no existe. Y es que el hombre filosófico no existe, y la única revolución freudiana es descubrir al hombre miserable o real. “He aquí la verdad en boca de Freud”, decía Lacan. Ahora bien, la verdad no es esa verdad abstracta o utópica de Jesucristo, sino la verdad miserable de Michel Leiris cuando éste afirma que le gusta rascarse el culo cuando está solo. “Yo soy para vosotros el enigma de aquello que se escabulle apenas aparecido”, etcétera. Pero volvamos ahora al lugar en que habíamos desaparecido, esto es, al lugar de Strindberg: aquél, descubridor por excelencia de lo humano —por ejemplo en su obra La danza de la muerte o también en aquella otra titulada Paria— creía ser perseguido por lo que él llamaba sus “enemigos eléctricos”; ahora bien, esta phantasia sólo organizaba la aparición en su cuerpo-mente de unas sensaciones —o intensidades de conciencia— extrañas que le parecían descargas eléctricas, viniendo de no se sabe de dónde, esto es, de él mismo.
1
Ver nota de la página 191. (Nota del editor)
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Por lo demás, si el lugar de esa danza era la cama, ésta señalaba el origen de tal ruptura, que eran las mujeres que se apropiaban de su falo o que le colgaban, para apropiarse de él, tal como suelen hacer las mujeres: cosa que él sublima diciendo que le perseguían las feministas. Y esto, porque si la mujer es lugar del sueño, de la Mística, es por cuanto aquélla ocupa el lugar de lo que le falta al hombre —el lugar de la manque—, es decir, el lugar de su cuerpo o de su falo. Ahora bien, el hombre también sueña, precisamente por carecer de cuerpo, pues el lugar del desdoblamiento narcisista es la interdicción del cuerpo masculino por la prohibición de la homosexualidad del macho. De cualquier manera, todo hombre tiene derecho a soñar, y a equivocarse de sueño; y Strindberg, al mirar perseguidoramente por la mirilla al final de sus días, nos recuerda que si hay algo oculto en el hombre, esto es el hombre mismo. EGIN, 14 de julio de 1998, página 8.
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IV Apéndice
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A. Artículos enfrentados
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1.a
EL CALLEJÓN SIN SALIDA José Batlló
A
LGUNOS de los responsables y/o practicantes de la “poética social” que
dominó la literatura española de los años cincuenta y buena parte de los sesenta, justificaron el abandono de la misma por medio de la modificación experimentada, paulatinamente, por la sociedad que producía dicha literatura. Según parece, habíamos pasado, casi sin darnos cuenta, de un país subdesarrollado económica y políticamente a otro donde imperaba una incipiente, pero cada vez más firme, sociedad de consumo, y donde era palpable una apertura política, por lo menos a nivel formal. Los escritores habían de responder, pues, a la nueva situación, abandonando la creencia de que su trabajo podía tener una eficacia política y atendiendo primordialmente a los aspectos específicos literarios en sus trabajos. Arde el mar, de Pedro (hoy Pere) Gimferrer, rompió el fuego en poesía. Los Nueve novísimos, de José María Castellet (responsable, más de diez años antes, de la antología que daría lugar al reconocimiento general de la poesía “social”, Veinte años de poesía española), serían la confirmación de que algo estaba pasando en la literatura española. En la narrativa quizá podrían buscarse antecedentes más lejanos, al igual que sucediera en la poética precedente. El papel cumplido por La colmena, de Camilo José Cela, vendría a asumirlo Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, y, sobre todo, la invasión de los nuevos novelistas hispanoamericanos, cuyo adelantado indiscutible habría de ser Julio Cortázar y su Rayuela. Los conceptos se modificaron sustancialmente; los viejos practicantes y teóricos se pasaron, casi sin excepciones, con armas y bagajes, al nuevo campo de batalla. Resultó que los antiguamente motejados de reaccionarios (entre los que quisiera señalar, con harto dolor de corazón, a dos sevillanos: Julia Uceda y Manuel
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Mantero) llevaban buena parte de razón. El lenguaje utilizado por los críticos es muy similar al anterior. El valor de las nuevas novelas, relatos o poemas es difícil de fijar, especialmente si se pretende compararlo con el de los anteriores. Sin embargo, a pocos se les ocurre dudar que Juan Benet dé ciento y raya al primer Juan Goytisolo, o que una sola línea de Leopoldo María Panero valga más que todos los ahora infelices poemas y canciones de Jesús López Pacheco. Son ejemplos extremos, pero significativos, en mi opinión. Por lo demás, siempre hay un punto donde todo el mundo coincide desde siempre: antes, ahora y, seguramente, también después. La literatura no admite apellidos; tan sólo puede hablarse de buena y mala literatura. El resto es charlatanería (y no silencio, por desgracia). Las complicaciones empiezan cuando se descubre que, para unos, la buena literatura está representada por Agustín de Foxá, César González Ruano y José María Pemán, que, para otros, podrían ejemplificar la mala precisamente (no hay que decir que me cuento entre los segundos). Si el viejo estado de cosas dio lugar a que el Premio Biblioteca Breve se concediera a novelas como Los albañiles, de Vicente Leñero, el nuevo estado posibilita que lo obtenga Sonámbulo del sol, de Nivaria Tejeira. Y eso sin que el contenido de las bases haya sufrido modificación, aunque sí el jurado; es decir, lo que unos interpretaban de una forma, otros lo hacen de otra. No está nada claro, pues, lo que significa “narrar según las exigencias de nuestro tiempo”. Con bases y jurado muy parecidos a los del antiguo Biblioteca Breve, Carlos Barral instituyó, al consumarse su apartamiento de Seix Barral y fundar su propia editorial, el Premio Barral de novela. Los resultados son muy similares, sin embargo, a los del nuevo Biblioteca Breve. Dos premios concedidos y uno declarado desierto (precisamente el año en que se presentaba una novela excepcional dentro de nuestra pequeña y provinciana sociedad literaria: Walter, ¿por qué te fuiste?, de Ana María Moix) me permiten afirmar que nos encontramos ante un callejón sin salida. No interesa ya lo colectivo, sino lo individual. El novelista (que en este caso asume la representación de todo creador), preocupado por los problemas colectivos, comete una insinceridad, una especia de falsificación intolerable; sólo aquel que da rienda suelta a sus fantasmas particulares tiene en estos tiempos patente de corso para circular con el beneplácito de nues-
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tros críticos y editoriales más prestigiosos y avanzados. Procurando además, eso sí, que la novela resulte fundamentalmente esotérica y mortalmente aburrida. Un ejemplo perfecto lo tenemos, en mi pobre opinión, en el último Premio Barral, el correspondiente a 1973, concedido a Vicente Molina Foix1 por su Busto2. En esta novela pueden hallarse las características que definen más claramente la idea imperante sobre lo que debe ser la literatura de nuestros días. A saber: mimetismo con respecto a la nueva novela francesa (ya un tanto envejecida), representada por Michel Butor, Alain Robbe-Grillet y Marguerite Duras, y no por Claude Simon, cuya lectura resultaría más provechosa dentro de una apariencia formal similar. Incorporación de la estética del “absurdo” a través de Samuel Beckett. Absoluta negación del papel lúcido que siempre desempeñó la mejor literatura de todos los tiempos, desde los griegos a Marcel Proust. Degradación del argumento, que queda diluido como una aspirina en un vaso de agua hervida. Distorsión de la sintaxis, el tiempo y el espacio, exigiendo al lector que recomponga lo que se ha descompuesto gratuitamente. Insignificancia (sic) del conjunto, del que no puede extraerse (¡vade retro!) conclusión alguna. Supervaloración de la llamada estructura, que la mayoría de las veces se explica mediante argumentos de la calaña siguiente: que la obra empieza y termina con la letra “a”, tiene siete capítulos (número cabalístico, me parece), dividido cada uno de ellos en setenta y siete párrafos, y los nombres de todos los personajes empiezan por “j”. Busto, por lo que he podido comprobar, no tiene ni siquiera esa estructura. En resumen, el modelo no es ya la novela del XIX (Dostoievski, Stendhal, Balzac), sino la del XX (Joyce, Kafka, Proust). Pero los copis-
1
No confundir a este Foix con su homónimo J. V. Foix, muy destacado poeta catalán de nuestros días. Ni con su casi homónima y ya citada Ana María Moix. Como se dice en algunas películas, cualquier parecido es pura coincidencia. 2 Barral Editores, Barcelona, diciembre de 1973. ¡254 páginas!
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tas siguen teniendo la misma mala mano, si no peor. No veo el avance ni la renovación por parte alguna. A menos que nuestra literatura haya asumido, en estos tiempos de drogas y barbitúricos, el papel de un fármaco adormecedor más. Mi experiencia personal les garantiza, en el caso concreto de Busto, que no hay insomnio que le plante cara de principio a fin. Triunfo, año XXVIII, nº 610, 8 de junio de 1974, página 71.
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1.b
DE PANERO A VILUMARA Leopoldo María Panero
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E la inagotable fuente del resentimiento manan críticas y críticas; su objetivo: restaurar la realidad, noción que llevó al poder la burguesía y que el revisionismo se esfuerza hoy en defender, haciéndola pasar por “marxista” (en todo caso sería “engelsista”), noción atacada o debilitada por poemas o novelas más o menos “novísimos”. Nadie duda que la función de la “copia” es siniestra, y que los novísimos, así como sus reflejos tardíos, no son sino kitsch en su mayor parte, es decir (Broch), repetición de un efecto (el surrealismo-Montalbán, Ana Moix, no por casualidad enlazados por un prólogo —o Ma Larme-Félix de Azúa—, quien se aprovecha del desconocimiento en España de “Mi lágrima”, mucho más ignorada que el surrealismo) desconociendo su causa o, mejor, su origen, por no utilizar la repugnante noción de causa: repetición mecánica, formal, lo que Deleuze llama “mala repetición”, es decir, una repetición no de una diferencia. Pero que la crítica de la copia se ejerza en función de la crítica —y de la crítica más burda— de la estructura es lo que me parece sumamente ridículo. La estructura tiene también su copia, su reproducción a la española. Es, por ejemplo, Eugenio Trías, esa “Antonella” que tradujo a Foucault al “italiano” (cf. sobre esta broma muy en serio a Lacan, prólogo a Rifflet-Lemaire). Pero ni siquiera a esa copia de la estructura, a ese eco del estructuralismo podría aplicarse crítica tan grotesca (en efecto, en algunas novelas de Eugenio Trías, por ejemplo, en su discreta Drama e identidad, los personajes no empiezan todos por “J”, sino por “Z”). Por otra parte, resulta irónico que lo que se deduzca de la crítica de Martín Vilumara a la copia es que lo que a él le gusta es precisamente esa copia, esa “traducción al italiano”: Ana María Moix; quizá esto ocurra por cuanto es ésta quien con cierta gracia —y nada más— ha
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tratado de devolver sus derechos, dentro de la “polvareda”, a la noción de “realidad” (por ejemplo, en su novela Julia, en la que todos los personajes empiezan por “J”). Hay ahí restos de lo que infatigablemente, pese a que una extrarrealidad cada vez mas potente a diario la contradiga, busca la vieja crítica engelsista o, lo que es lo mismo, antimarxista: un fondo, una “conclusión”. Una lectura lineal, en otras palabras (más, me temo, “estructurales”), una lectura dotada de un claro centro: una obra —idéntica a sí misma—, un tema —la realidad, sinónimo de identidad, como dijo F. N.— y una identidad final —el autor (esa noción, producto más aún que las otras del “valor de mercancía” de la obra artística)—. En Busto, por el contrario, no hay nada de eso: no hay ni siquiera “estructura” en el sentido bastardo de esta palabra, no hay tema, y el desenlace remite al comienzo: hay sólo la estructura del Fragmento, en que el hombre-la identidad-el “yo” desaparece (Blanchot: “el habla como fragmento tiene relación con el hecho de que el hombre desaparezca”), junto con la realidad antropomórfica (que la “cosa” no era sino el reflejo del “yo” lo sabemos desde N.). No hay obra, no hay tema, no hay autor (tres nociones necesarias para que la industria cultural siga prosperando a costa del otro autor y de la otra obra). No hay identidad alguna en la que un lector pueda hallar su espejo y regodearse: no hay nada que leer, en suma, como bien dice, aunque en sentido contrario, M. V. O hay algo muy difícil de leer (lo mismo que para M. V. resultará sin duda lo que él llama “estructura”: los formalistas rusos o, peor aún, Le Can). El comercio autorlector se ha interrumpido, y es entonces, y sólo entonces, cuando puede hablarse de escritura. La escritura no conoce al lector: quien la lee debe escribirla a medida que la lee, debe llenar lo que ella sólo suscribe: una grieta, debe ser también escritor, en resumen. La escritura no puede leerse, o bien su lectura es la lectura de la ilegibilidad: véase, por ejemplo, Finnegans Wake, ese “insomnio” (M. V.). No puede leerse por el hombre, porque no va dirigida a él. Por eso también, como dice Pablo Fernández Flórez —“De una fría impiedad”—, “Nadie escribe”: y escribe Nadie, sobre el papel, negro sobre blanco. La escritura es, en una palabra, la ruina, la quiebra de la industria cultural y esto también por cuanto, como dicen los situacionistas, es sinónimo de Revolución, es decir, del momento en que, en lugar de la industria cultural, en lugar del autor-lector, “la poesía sea hecha por todos”. Y es el peor enemigo de la “crítica”: quien
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prefiere debilidades como “Dostoievski” (M. V. ), cristiano y legible, a que se debilite lo más mínimo la noción de realidad o, lo que es lo mismo, de identidad (en Joyce, por ejemplo), o a que ésta se deforme, se reduzca a series (en Proust), o bien a que, como ocurre en Robbe-Grillet —de quien nos acabamos de enterar que está “envejecido”, cuando es lo único que permanece de todo el “nouveau roman”—, se reproduzca tan literalmente que se convierta, por un milagro caro a Hegel, en su contrario: la contrarrealidad (que no es precisamente “real”). En fin, ya era hora de hablar claro sobre los novísimos, y agradezco a M. V. la oportunidad que me ha dado de hacerlo, de recordarlos: pero me siento también sinceramente asustado de que, para liquidar ese fantasma, se nos remita al espectro —la “monja ensangrentada” de M. G. Lewis— de la poesía social, realista y confesional, y de la novela miserabilista, cuyo caso “extremo” es Dostoievski. Me he sentido, en verdad, tan aterrado como si se realizara ante mis ojos la novela de Lewis: lo que a diario ocurre, pues nada es más real que el espanto; el que produce, debiera producir, el matrimonio feliz de una crítica “realista” y fijadora de identidades, con una industria cultural también muy “realista”. Triunfo, año XIX, nº 614, 6 de julio de 1974, páginas 50-51.
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2.a
EL MOVIMIENTO DADÁ, ASESINADO Eduardo Haro Ibars
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pasado día 19 trató de celebrarse en el Instituto Alemán de Madrid el primero de una serie de actos destinados a informar sobre el Movimiento Dadá. Los organizadores —Mariano Navarro, Llorenç Barber, Silvia Lezcano, Pedro M. Lucía y Susana Marín— habían preparado una serie de actos informativos y creativos, con los que pretendían aclarar ideas sobre lo que fue el Movimiento y su vigencia en las últimas formas de experimentación poética, a las que ha legado un lenguaje. Como es sabido, parte de la actuación pública de Dadá se basaba en la provocación más absoluta, dirigida incluso contra sí mismo; se esperaba, pues, provocación a un cierto nivel, y también participación activa del público en los actos programados, que incluían conciertos, conferencias, lectura de poemas y proyección de películas y diapositivas. Lo que no se esperaba es lo que sucedió. Veinticinco minutos aproximadamente después de comenzar el acto, se introdujo en la sala un individuo portador de un pedestal, con el que había estado golpeando previamente la puerta; este caballero se subió en su podio y se puso a arengar al público con frases violentas —discurso incoherente donde lo político se mezclaba con lo caricaturesco, convirtiéndose en payasada—, boicoteando así la conferencia que en ese momento pronunciaba Mariano Navarro. El desconcierto fue total: parte del público pensó que se trataba de un “acto dadaísta”, preparado por los organizadores, mientras que otros —descontentos por la forma convencional en que se estaban desarrollando las cosas hasta entonces— apoyaban al agitador y llamaban reaccionarios a los organizadores, no suficientemente “dadaístas” para su gusto. Ante la provocación, el director del Instituto Alemán —que había sido agrediL
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do verbal y físicamente— declaró que la sesión quedaba suspendida; en ningún momento se intentó responder a la violencia de una forma violenta, ni se avisó a la Policía. Parte del público se retiró, y quedaron solamente los revoltosos que acabaron por marcharse también, víctimas de su propio aburrimiento. Sesenta años después de su fundación, cincuenta años después de su “muerte oficial”, el Movimiento Dadá caía de nuevo asesinado en Madrid. La imposibilidad de llevar a cabo un acto cultural, por razones distintas de las acostumbradas, es algo que hace reflexionar. Y las consecuencias de esta reflexión resultan reveladoras de un estado de cosas verdaderamente triste: resulta increíble que un movimiento que fue de vanguardia y resultó efectivo a principios de siglo siga despertando en nuestro país reacciones apasionadas y violentas. Es evidente que no se puede minimizar a Dadá, ni negar su importancia artística e incluso política, pero también resulta impensable el resucitarlo. Los verdaderos culpables del fracaso del cursillo sobre Dadá no fueron sus organizadores, ni el Instituto Alemán, ni siquiera los provocadores irresponsables: culpable es la falta de información, normal en un país que lleva alejado de toda realidad —cultural o no— casi tanto tiempo como lleva Dadá muerto. Triunfo, año XXX, nº 679, 31 de enero de 1976, página 51.
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2.b
EL MOVIMIENTO DADÁ, ASESINADO Leopoldo María Panero
E
N el número 679 del reaparecido Triunfo me llamó la atención un titular, quizá porque, ante todo, falto de otra palabra, pretendía llamar la atención: se trataba de un breve artículo firmado por mi amigo Eduardo Haro Ibars, y el encabezamiento en cuestión era “El Movimiento Dadá, asesinado”. Sin embargo, tras la lectura del texto, mi interés se trocó en decepción. En efecto, el escándalo que había dado lugar a la ejecución de esas líneas partía de una lamentable confusión, quizá no demasiado culpable por cuanto muy difundida, y no sólo en “este país”, sino en Francia, Alemania, Suiza e incluso Australia. Al parecer, nos dice Haro Ibars, se pretendía, “el pasado día 19”, en el Instituto Alemán, asesinar al Movimiento Dadá, convirtiéndolo no sólo en lo que no fue, sino en exactamente lo contrario de lo que quiso ser: en un movimiento artístico. Se tenía la intención, en efecto, dice el articulista, de organizar en torno a ese nombre “conciertos, conferencias, lecturas de poemas y proyección de películas y diapositivas”, es decir, “resucitar”, a título de excursión turística, precisamente todo lo que de accesorio hubo en Dadá. Y es que la confusión (doble) a la que antes hice referencia, consiste precisamente en creer: a) que Dadá fue un movimiento artístico más, y b) que Dadá “murió” accidentalmente. Ambas suposiciones son totalmente falsas, porque: 1º La tremenda originalidad de Dadá consistió en suprimir o, más bien, en redactar el acta de supresión del arte, y en la tentativa consiguiente de realizarlo. 2º Si Dadá desapareció no fue por efecto de una muerte natural o de un asesinato (palabra esta tan fácil siempre de pronunciar a costa de
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un enemigo invisible), sino por efecto de su propio y consecuente (con sus premisas) suicidio. Se podría añadir también que lo que Dadá “legó” no fue, como dice Haro Ibars, “un lenguaje” (¿es acaso “lenguaje” la palabra “Dadá”?), sino dos cosas muy distintas: 1º La invitación a otra Revolución, que se daría de realizar el arte: invitación recogida por la también “muerta” Internacional Situacionista, y por nadie más. 2º La valoración del gesto frente a la palabra (valoración implícita en la realización del arte), recogida hasta hoy sólo por lo que el propio Haro Ibars, en su libro Gay Rock, llama “teatro rock”, y por nadie más; y hago constar que con este término, que tomo prestado, me refiero a algo muy distinto de lo que se ha dado en llamar “ópera rock”, y que incluso la denominación de “teatro” me parece, a decir verdad, desacertada, porque este “teatro” no se parece en nada a ningún teatro, ni siquiera al más “living”; la expresión más correcta sería por ello la de “gesto rock”. Finalmente, y para concluir esta breve nota de respuesta, trataré de precisar cuál fue, en mi opinión, el propósito fundamental de lo que, por esta vez adecuadamente, llama Ibars “acto Dadá”; diré que éste fue la abolición de lo que los situacionistas llamaban “espectáculo”, es decir, de la separación entre “actor” y “espectador”, entre escritura y lectura, entre trabajo (acción castrada) y pasividad; lo que los dadaístas quisieron decir, por tanto, ya había sido dicho hace, creo, casi un siglo, pero ni entonces ni ahora ha sido aún realizado: “la poesía debe ser hecha por todos”, y por nadie más. Triunfo, año XXX, nº 682, 21 de febrero de 1976, páginas 31-32.
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3.a
ÚLTIMA POESÍA NO ESPAÑOLA Leopoldo María Panero
Todo poema corre el riesgo de carecer de sentido, y no sería nada sin ese riesgo. JACQUES DERRIDA, L’écriture et la différence A mi antepasado Fray Bartolomé de las Casas.
L
Literatura es la puesta en juego de un sentido, y sentido quiere decir sensación. Esta sensación deriva de la lectura: puede referirse a la Literatura misma o bien a la literatura que se ha hecho sobre la vida; en cualquier caso nunca a la vida misma, porque la vida misma no existe —quiero decir, es una ideología—. La Literatura se basa en esa inexistencia para tratar de inventarla, o de decirla allí donde no está: al contrario que la Filosofía, que trata de “descubrir” sus leyes, la Literatura, lo mismo que la Revolución, trata de inventarla. La Literatura es una crítica de la realidad —o debe ser—, incluso cuando precisamente por serlo se aleja de ella, criticando a la lectura, haciéndola difícil o imposible, como en Góngora y Mallarmé; pero no puede dejar de referirse a ella, y ello descifra la aridez de Góngora, no la de Mallarmé: y es que en España no ha habido nunca lectura: desde que se fueron los juglares se acabó esa costumbre. Y es por ello que la literatura castellana prácticamente no existe, o por lo menos no tiene la fuerza de otras literaturas más conocidas, que pudieron recibir su sentido de las manos de pueblos menos bárbaros. Quizá la influencia de la religión en la escuela, que ha tenido en España siempre un despotismo muy lejano de los fines de otras inquisiciones, y cuyo sadismo se ha dirigido con particular predilección contra el pensamiento, ha tenido alguna influencia en ello, no A
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lo sé, pero yo no la siento. Su obra maestra, según algunas lecturas, que varían (y es por ello que no hay clásicos), es El Quijote: y allí precisamente creo que descubrimos que en España la imaginación es tragedia. En cualquier caso, “el vicio radical estriba en la transmisión del discurso”, es decir, en su circulación social, en su vehiculación a través de esos “aparatos ideológicos” que son la enseñanza pública, la información, el espectáculo, las editoriales, los antólogos, los premios literarios: esto hace comprensible el escándalo de que don Juan de Jáuregui haya salido sólo recientemente, gracias a Joaquín Marco, de las ediciones eruditas para pasar a una edición por lo menos universitaria. No así otros caballeros de la valía de Gabriel Bocángel y Unzueta, de la irrealidad de cuyos escritos sólo pueden por ahora nutrirse quienes se aprovechan de la falta de presencia viviente de la cultura, que es lo que origina el cáncer de la erudición: por ejemplo, fantasmas como Dámaso Alonso, que se creyó en la obligación de traducir a Góngora al español, y ello quizá porque este último jamás escribió en este idioma, y lo que hizo fue quizá tratar de inventar una nueva lengua, como decía mi amigo Eduardo Hervás, joven poeta seguidor de Góngora, que se fue a descubrir lo que era la poesía abriendo una tarde el gas. Hecho que nos introduce de lleno en la Modernidad: ahí, sólo sobre el vacío de una cultura tan popular como puede ser la china o la japonesa, o sin ir tan lejos, la francesa, se pueden producir mitos culturales como Rafael Alberti, Salinas, Altolaguirre, León Felipe y otros muchos que han tenido la suerte de ser republicanos; en cuanto a Aleixandre, su edición francesa lo ha descubierto como siendo nada más que lo que es, poeta menor para una antología, cosa que lamento decir porque es una de las pocas personas bondadosas que el mundo de la cultura me ha dado a conocer, y su influencia social y estimulante en el vacío de discursos que produjo la posguerra es de reconocer. Salvo en el 27 un poquito de Lorca, un poco más de Cernuda, y todo Juan Larrea, autor por cierto francés, recientemente traducido al castellano; en lo que no sé si se llama 98 he omitido a Juan Ramón, el de Animal de fondo y “Espacio”; y no necesito decir que Machado no me gusta: es como poesía para el bachillerato: “En la clase un cartel”, “los colegiales estudian; monotomía de lluvia tras los cristales”, etc. Pasada esa historia llueven las “generaciones”: se podría decir que cada año surgía una diferente: tertulias
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de café. El postismo mola: Carriedo, Chicharro, Ory, escrito sobre una de esas servilletas, por lo menos. Luego la “del 36”: diez poemas de mi padre, más éticos que todo Nora; Luis Rosales, válido por su hábil cultura. Luego una intermedia con la “nuestra”: allí me dicen que si Valente. No lo creo: los que escribieron en esa época feroz de la posguerra y de la agonía franquista tuvieron que pagarlo como Costafreda y como Claudio Rodríguez, con su vida. O como Jaime Gil de Biedma. Algún poema de Ángel González recuerda a la poesía inglesa —al Eliot de “Prufrock” o al Auden de Eliot—. Luego, finalmente, mi generación se llama Pedro Gimferrer: fue él quien la construyó como lo que las generaciones son, un grupo teórico. Y Pedro Gimferrer creó nuestra ideología, y fue el verdadero autor de los novísimos y, por qué no decirlo, de mí. Yo le imité en un poema que Castellet no pudo reproducir con el título justo, debido a la censura franquista, y que se llama “No sentiste crisálida”, y en el original tenía por título “Canto a los anarquistas caídos sobre la primavera de 1939”; olvidé pensar cuando puse esa fecha que no sólo caímos sobre la playa esa sola fecha. Pues bien, Pedro Gimferrer —creador de lo que los horteras llaman “escuela veneciana”— es el autor de Arde el mar, libro genial, casi como Bocángel; de La muerte en Beverly Hills, y luego, en su exilio en Cataluña, que yo sepa, sólo de L’espai desert. Sus otros libros abusan, creo, de la falta de lectura que hay en España, y se resienten de la pérdida de contacto con la que había que le supuso su encierro allí. De sus imitadores cabe destacar a Guillermo Carnero, del que Gil de Biedma me decía que había escrito los mejores poemas de Gimferrer en Dibujo de la muerte: después, cuando le dejó Pere, se murió, convirtiéndose también en fabulista, como La Fontaine y su maestro Pere en lo que no es L’espai desert, y se dedicó también, como él, a abusar de la incultura de la pobre gente. De sus más recientes imitadores, que no figuran en esa antología para uso y abuso de resentidos, merecen destacarse Antonio Colinas (Sepulcro en Tarquinia) y Eduardo Haro (Pérdidas blancas). De Pere, por lo demás, cabe destacar que no sólo creó una “generación” —es decir, un aparato psíquico grupal que tiene que ver más con el espacio que con el tiempo—, sino dos: la antología llamada Espejo del amor y de la muerte reúne a unos cuantos malos poetas de universidad que cogieron de Pere lo más innecesa-
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rio, y recopilaron una cultura enciclopédica a lo Pound pero sin Pound, y aprovechándose también —como tantos— del vacío cultural y mental andan por ahí dándoselas de grandes hombrecitos. En el pospostismo militan Manuel Vázquez Montalbán y Sarrión, el primero con dos poemas y el segundo con uno más; esto no tiene que ver con que al segundo le quiera mucho, claro. Luego Carlos Piera (Versos) supo lo que era Mallarmé y se marchó a Norteamérica: lamento que su libro esté agotado y haber perdido mi ejemplar, de otra manera publicaría algún verso suyo. Enrique Murillo supo lo que es la poesía norteamericana: El lamento de Ariadna es un libro inédito e importante: cuenta con una ejemplar colección de cartas de editoriales, rechazando, como se dice, su “manuscrito”. Félix de Azúa, sorprendentemente, hace lo mismo que William Carlos Williams sin haberlo leído. Incluyo a mi hermano mayor, Juan Luis Panero, porque cualquiera que haya visto El desencanto sabe que lo nuestro no es una familia. Tiene un libro, A través del tiempo, del que sólo sería un homenaje al resentimiento —“él, que tiene tantas figuras”— no reconocerlo. A Ana María Moix le copié Baladas del dulce Jim en Así se fundó Carnaby Street. Incluyo un poema de Gabriel Bocángel, que pertenece a mi generación, y una canción popular sobre la muerte de Federico García Lorca, que incluye Ian Gibson en su libro-investigación sobre la muerte del citado poeta.
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I. SENIORS ANTONIO MARTÍNEZ SARRIÓN Poeta hoy cansado, dedicado a las aventuras amorosas y a la traducción con buen pie de Baudelaire. Nació, como dije, del pospostismo y del cachondeo reinante por aquel entonces. Si Dios no lo remedia y él no se atreve: déjà jadis. El cine de los sábados maravillas del cine galerías de luz parpadeante entre silbidos niños con sus mamás que iban abajo entre panteras un indio se esfuerza por alcanzar los frutos más dorados ivonne de carlo baila en scherezade no sé si danza musulmana o tango amor de mis quince años marilyn ríos de la memoria tan amargos luego la cena desabrida y fría y los ojos ardiendo como faros PERE GIMFERRER Poeta desaparecido en Cataluña, como dicen de Cravan en Méjico. Reproduzco, en atención a su especial valía, dos textos suyos.
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Puente de Londres ¿Encontraría a la Maga? —¿Eres tú, amigo? —dije. —Deséale suerte a mi sombrero de copa. Una dalia de cristal trazó una línea verde en mi ojo gris. El cielo estaba afónico como un búho de níquel. —Adiós, amigo —dije. —Echa una hogaza y una yema de huevo en mi bombín. Una bombilla guiñaba entre las hojas de acanto. Mi corazón yacía como una rosa en el Támesis. * * * Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos. ANA MARÍA MOIX Poetisa joven. Baladas del dulce Jim y su vida son sus mejores libros. Acaban de dar las doce, había tanta oscuridad en la calleja que decidí velar aquella noche. Desde siempre sabía que las sombras tienen reacciones insospechadas. GUILLERMO CARNERO Poeta perteneciente al grupo de los déjà jadis insistentes. Otros hay resistentes. Copio uno de sus poemas del primer y único libro.
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Concertato Scarlatti Qué míseras las voces. Llamean, imploran, gimen, se desatan en llanto. En la espesura surte una liviana flauta, tímidamente vibra, y resonante asciende y vigorosa turba los reinos de la sombra. Vibración de la música derrumba las altísimas vidrieras. Qué deseo para que brote el arpa, fluya el clave continuo, irrumpa a contratiempo la vida. En las noches de estío qué míseras las voces. II. LA COQUELUCHE FÉLlX DE AZÚA Poeta muy guapo y muy creído. Me gusta mucho: ingresa dentro del ámbito de la lucidez, y por eso no lo pongo todavía con los seniors. Take my lips Esa figura reptante y con menos luz es el alma paz que corre de esquina a esquina y en ella se disuelve la risa terrible ciervo atacado nadie siga su rastro “oh muerto lentamente amado por la noche” En la lucha de los caminos donde se baten las direcciones estar ciego.
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Mañana van a recibir noticia de su cuerpo acodado a un peñasco mañana gritarán y rezarán flores resbalarán sobre su carne mañana llegarán reventando caballos.
FRANCISCO FERRER LERÍN Gran jugador de poker, con el que he perdido muchas partidas; espero que no la de la literatura. Entre sus libros, La hora oval. Los Editores Carmeusu ustán tu cara chinese bajo el peludito brazo Truman Capote delicioso —¡tales caricias!— y así de nuevo en la ruta de los verdadero caballeros. Ser proclamado amigo de la gran duquesa Y leer todas las noches cuatro párrafos —consta de doce—, sophronime, ayant perdu les biens de ses ancestres tediosas a lo largo aventuras d’Aristonoûs. Voy y vengo por este paseo lleno de recuerdos, con la mano ahora apoyada en el mármol preferido, qué difícil resulta todo esto! Marcel por ejemplo con el cráneo hecho trizas. Las pinturas del tercer cuerpo, Vlaminck, Puy, Manguin; Van Dongen y la brutalidad de la robusta fiera, oh Matisse —ella, Margot—, todas supongo reproducciones apreciadas, allí alborozada la tierna amiga. La Fronda, cualesquiera que sean esos ruidos a ras de ternura que hablan de tu caricia reina, otra vez tus manos adoran la tarde y sus despojos de últimas glorias.
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Charente, Charente, no me cierres el camino ten al menos un ojo tiznado, con la brisa de Rodenbach. ANTONIO COLINAS Le conocí en Barcelona, con Pere, un hombre oscuro o tímido, muy suyo. Pere advirtió que valía. Hoy lo sabemos sobre todo por Sepulcro en Tarquinia: como poeta del Romanticismo, a veces cae en la cursilería: como ocurre en algunos sonetos de Keats, por ejemplo. A veces —pocas— sobran las flores y los niños muertos, pero suele ser cuidadoso: como lector de Pound, quien dice él que no hablaba. Lo mismo que en Carnero y en Pere, abundantes referencias al Renacimiento, italiano sobre todo, cantando como un muerto a la belleza, como ausente e ida. Encuentro con Ezra Pound Debes ir una tarde de domingo cuando Venecia muere un poco menos. A pesar de los niños solitarios1 del rosado enfermizo de los muros, de los jardines ácidos de sombras, debes ir a buscarle, aunque no te hable. (Olvidarás que el mar hunde a tu espalda las islas, las iglesias, los palacios, las cúpulas más bellas de la tierra. Que no te encante el mar ni sus sirenas.)
1
Ésta es una de las debilidades que a veces asoman en la poesía de Colinas: Pere no se la habría permitido nunca a él mismo, aunque fuera a riesgo de resultar ininteligible, como en Extraña fruta.
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Recuerda: Fondamenta Cabalá. Hay por allí un vidriero de Murano y un bar con una música muy dulce. Pregunta en la pensión llamada Cici dónde habita aquel hombre que ha llegado sólo para ver gentes a Venecia, aquel americano un poco loco, erguido y con la barba muy nevada. Pasa el puente de piedra: verás charcos llenos de gatos negros y gaviotas. Allí, junto al canal de aguas muy verdes, lleno de azahar y frutos corrompidos, oirás los violines de Vivaldi. Detente y calla mucho mientras miras: Ramo Corte Querina: ése es el nombre. En esa callejuela con macetas, sin más salida que la de la muerte, vive Ezra Pound. EDUARDO HARO Fumador de hachís arrepentido, con quien compartí el frío helador de la cárcel de Zamora, donde, juzgando al parecer que la poesía no es trabajo seguro, nos acusaron de “vagos y maleantes”. Recuerdo que solía comentar entonces con Eduardo: “maleantes sí, pero ¿vagos? Si hemos convertido al arte de vivir en un trabajo”. Eduardo escribía ya entonces, pero tal experiencia le hizo dedicarse a ello profesionalmente, e integrarse, como se dice, en el ámbito de la “cultura”. Allí supo bien por dónde se andaba, como prueba su libro Pérdidas blancas: ya el título dice que conoce el código. Recientemente ha superado la poesía en una separata que lleva por título Figuras de la bajara y de la que a continuación reproducimos un fragmento.
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Sotas Abultado calzón que ocultar no puede un embarazo mineral, las sotas discurren por caminos aguzados y yermos. Van locas, dice quien las ve pasar, arrebujadas en sus manteos de distancia. Y ellas cabalgan en brisas, en busca de un universo a cuatro colores y brillante, brillante, que perdieron sobre la mesa de aquel bar oscuro donde se encontraron. La Sota de Oros tiene en los ojos cristales de arena caliente, hierven sus venas al contemplar el Ojo Brillante que la anima. La Sota de Oros es un muchacho tímido, hijo del Invierno y de la Ley. Vive en atardeceres cuatridimensionales y se oculta en las borrascas. No olvida a su primo el Caballo, y le escribe postales desde las ciudades más antiguas, donde descansa. La Sota de Copas, entre púrpuras, calienta el viejo ponche que le pidió su padre. Frecuenta bares de dudoso gusto, donde la música es pretexto para el asesinato, cortinaje de humo entre celajes blandos. Sus curvas tienen excusas que la razón no conoce, y vende gafas de rayos X en las esquinas de su capa. Podéis llamarla Arturo o Gonzalo, si lo deseáis. Ella nunca responderá. La Sota de Espadas es fría, muy fría. Dicen que abandonó el hogar materno una mañana, con una excusa banal, y desde entonces no se le ha vuelto a ver si no es en noches de tempestad, amordazando cadáveres. Roba miércoles de ceniza, los oculta en una cesta muy profunda, y de ellos elabora esos panecillos de plata que los médicos de la capital hacen beber, desleídos en semen, a sus enfermos. La Sota de Espadas no tiene amigos ni confidentes, y moría sola en una pensión de cuarta categoría, al amanecer, junto a una botella vacía de Dilaudid. Las Sotas se reúnen los fines de semana —es decir, para ellas los lunes— en un castillo triste en la calle de Fuencarral. Allí conspiran y fabrican los caramelos negros que luego repartirán a los niños, sembrando locura y muerte en las esquinas. Allí escuchan la radio y se entretienen, esperando la hora pálida y gris de los clientes.
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JUAN LUIS PANERO Poeta que rehuyó implacable el canto de sirenas de nuestra “generación”: su estilo era otro, más tendiente a Cernuda y a la “generación” precedente de los Brines, González, Bousoño. Sin embargo, las preferencias mórbidas —el suicidio, el alcohol, la muerte en el sexo—, unidas a su “realismo”, lo podrían situar más bien del lado del expresionismo. Cansado de beberse el mar de Madrid, y de sus alucinaciones, sus pocilgas y sus naufragios; y de escuchar a los lobos gritar cuando salía a la ciudad de noche, huyó a Colombia y aluego a Méjico donde entavía no ha desaparecido, buscando el cadáver de Cravan. El poema que reproducimos está entre el “A mis hermanas”, de mi padre y el “Portrait of a Lady” de T. S. Eliot. Lucrecia Panero recuerda su juventud Tía abuela, cuyo nombre familiar y extraño ha sido desde la infancia que aún toco hasta los pesados años que repites. Desdorado estuco y mugre de cortinas, olor que tiene el agua donde flores se pudren, dan cobijo a tu espera mientras se oye tu voz. “Éramos veinte y en esta casa todo era alegría. Hoy, ves, estoy sola, estoy sola”. Mercenaria compañía en muchas horas, tu conocido lamentar, paciente escucha. “Dijo mi padre... Juan... Aquel verano...” Surgen recuerdos de bailes, entre sueños flotan manos amigas, rostros sonrientes bajo la claridad tenue de los candelabros. Y como el filo de una espada en los dedos, la certidumbre de lo que va a morir, de lo que está ya muerto, firmemente nos une. Pasado, casi un sueño, futuro, tan dormido, el fulgor de una espada dando luz a la noche.
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GABRIEL BOCÁNGEL Soneto A un soldado de quien se refiere que, matándole en un hecho de armas, se quedó en pie después de muerto. Tu obstinado cadáver nos advierte que hay vida muerta, pero no vencida, pues sólo en tu valor, sólo en tu vida, algo miró después de sí la muerte. Fuerte es la Parca, pero tú más fuerte; no se debió a su golpe tu caída; tú contra ti la ayudas ya rendida, que, ¿quién pudiera, sino tú, vencerte? Tú dividiste el trance indivisible de morir y postrarte, tan altivo, que en el daño común no hallas ejemplo. ¿Cuanto más que inmortal y que invencible contemplaré que fuiste cuando vivo, si el cadáver intrépido contemplo?
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ENRIQUE MURILLO (ENRIQUE HEGEWICZ) Poeta de los más cuidadosos que quedan en España. Reproducimos aquí uno de sus textos. El ausente Raros trazos, muescas sobre el cuerpo, signos imborrables cicatrices que la letra dice loca cuando el fluir del ritmo ritma gozne pozo pierna rojo ceja labio axila azogue nave mástil lengua semen plexo lacre gozne logaritmo piel cintura cuenco lápiz o cenefa insensatas voces, índices henchidos. Sólo si te engañas mienten estas sombras ya que sólo en su engaño su cantar cadencioso emerge y silencioso nombra. Sí: opacas, su falaz sentido callan y en sus saltos el ausente mudo asoma vértigo indecible, insistente marca.
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ROMANCE ANÓNIMO Canción por la muerte de Federico García Lorca Calle real de Cartuja y la cuesta de Alhacaba. Plaza Larga y Albaicín, a hombros de seis gitanas. Por siete cuestas arriba, al filo de la mañana, va Federico García, a hombros de seis gitanas. Al Cerro del Aceituno se lo llevan a enterrar, sólo gitanos delante sólo gitanos detrás, y sólo suena en el aire un cante, la soleá. Sola, con la soleá, escarcha en aquella aurora, moja sus huesos llorando sola, Soleá Montoya. Poesía, nº 4, Madrid, junio de 1979, páginas 110-115.
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NO DAR PIE CON BOLA Guillermo Carnero
Todos los aficionados a la literatura estarán de acuerdo conmigo en que la mejor revista de letras que se publica en estos momentos en España es la que dirige Gonzalo Armero con el título de Poesía. Lo es por sus colaboraciones, su atención a la tradición vanguardista del siglo XX y su exquisita presentación. Es un brillante ejemplo del buen fin al que puedan llegar las iniciativas culturales del Estado cuando se ponen medios en manos de quien es capaz de utilizarlos. Por eso resulta sorprendente la inclusión, en su último número, de una bizarría que se atreve a firmar el joven poeta don Leopoldo María Panero. No me explico que la haya aceptado la revista, a no ser que se trate del consabido truco de publicar dislates para aumentar las ventas. O quizá para que el lector no deje de percibir la calidad a fuerza de acostumbrarse a ella, se ha querido hacerla resaltar poniendo a su lado un toque de torpeza. Así, las princesas del Renacimiento solían acompañarse de un mono o de un bufón jorobado, de modo que su belleza fuera más evidente, por contraste.
E
desbarro empieza en el mismo título: “Última poesía no española”. El “no” está impreso en letra más pequeña; no sabemos si será porque al autor le ha dado vergüenza de hacer un chiste tan malo o porque quiere deslumbrarnos con ese inicial y esplendoroso fogonazo de su ingenio, promesa y anticipo de las brillantes revelaciones que acto seguido nos van a proporcionar su privilegiada inteligencia y su profundo conocimiento del actual estado de la poesía española y de su evolución en los últimos cincuenta años. Me inclino por lo segundo. Después de título tan prometedor viene una dedicatoria, dice, a su antepasado Fray Bartolomé de las Casas. Entiendo que el articulillo pretende desfacer L
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entuertos y regenerarnos a todos, que debemos ser unos indios. He aquí al joven Panero, armado paladín de la Verdad y de la Justicia. ¿En qué casa de orates le habrán dado el espaldarazo? Viendo lo que sigue, la dedicatoria debería ser a Torquemada, por la intención, y, por lo demás, al Bobo de Coria. Empieza el joven Panero por soltarnos, de mogollón y por boca de ganso, el concepto de literatura que se ha formado allá entre las impenetrables brumas de su cerebro. Como los payasos al salir a la pista, tropieza y se cae al primer paso: ya tiene las carcajadas seguras para el resto del espectáculo. Después de entrar en escena como le toca, es decir, con los pies por alto, se nos pone a dictaminar sobre poesía española, despreciando a Juan Ramón Jiménez e insultando a Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre. A Dámaso (un sabio cuyo nombre no debería atreverse ni a pronunciar), porque “tradujo a Góngora al castellano”. Supongo que se refiere a la edición comentada del Polifemo; no creo que conozca la de las Soledades. La obra de Dámaso, que lleva cincuenta años enseñando el funcionamiento matemático de la poesía de Góngora y haciendo posible que hasta el joven Panero la haya leído, le parece a éste una profanación. Claro que, para el joven Panero, la poesía es más genial cuanto menos la entiende. Así cree que el mejor poeta del 27 es Larrea; en verdad, un poeta menor para antologías; y para una antología se lo inventaron hace casi cincuenta años. Luego, el joven Panero insulta a Aleixandre, y todo el argumento es que lo ha leído en francés. Hay que tener la cabeza como una olla de grillos para juzgar a un escritor en sus traducciones. Y, además, se contradice: le gustan Góngora y Bocángel porque no los entiende, y cuando lee a Aleixandre en francés, idioma que tampoco entiende —¿entenderá algún idioma el joven Panero?—, no le gusta. ¿En qué quedamos? Se echa las manos a la cabeza el joven Panero porque, según sus datos, ha tenido que ser la editorial Ocnos la que hiciera, hace diez años, la primera edición universitaria de Jáuregui. En 1947 publicó Aguilar la traducción en verso por Jáuregui de la Farsalia, de Lucano; en 1948, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas editó Orfeo (la misma obra que iba a aparecer en Ocnos veintidós años más tarde); en 1970, Castalia imprimió la traducción de la Aminta, de Tasso; en 1973, la mis-
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ma persona que preparó la edición de Ocnos emprende la publicación de Jáuregui en la colección Clásicos Castellanos de Espasa-Calpe; en 1978, la Editora Nacional nos ha dado el Discurso poético. Así pues, el gran hallazgo de Jáuregui en 1970, según el joven Panero, se queda en la publicación de una obra ya aparecida en 1948. ¿Es que el Consejo Superior, Castalia y Espasa-Calpe no son editoriales “universitarias”? El joven Panero, que quiere dárselas de redentor, ha descubierto el Mediterráneo. Y por dos veces, porque también nos predica la resurrección de Bocángel, editado por el Consejo desde 1946. Vaya el joven Panero con la música a otra parte y no siga resucitando escritores que no le son desconocidos más que a él, que sólo lee libros de bolsillo. Y hace bien: no se hizo la miel para la boca del asno. En cuanto a poesía de hoy, su despiste no es menor. Dice que Pedro Gimferrer sólo ha publicado un libro en catalán, cuando en realidad tiene cinco colecciones en esa lengua. Deducimos que el joven Panero es un ignorante de siete suelas. Desde tan adecuada preparación se nos pone en plan de inquisidor y del 27 no nos deja sano más que a Larrea, poeta más marginal que marginado. De la posguerra, absuelve a su señor padre (me alegro de la reconciliación familiar), le perdona la vida a Luis Rosales (director de una revista en la que el joven Panero ha publicado no hace mucho), y sólo a tres poetas más: Gil de Biedma, Claudio Rodríguez y Alfonso Costafreda. Los dos primeros, no por su indudable valor (que de esas cosas el joven Panero no calibra) sino porque le aguantan o le ríen sus gracias, por caridad cristiana o para divertirse. El tercero, poeta no menor, sino mínimo, porque dicen que se suicidó, cosa genial para el joven Panero, y que no tiene nada que ver con la literatura. De todo ello se deduce que tanto terrorismo inquisitorial no es más que tinta de calamar. Tales bravatas de pingüino disfrazado de quebrantahuesos, tanta bambolla de vanguardismo trasnochado y académico (que las coces y patadas del joven Panero no son más que una mala copia de lo que en su momento hicieron las generaciones del 98 y del 27), no tienen más fin que el de autocoronarse poeta máximo, como Quintana. Tanto pontificar y excomulgar le sirve al joven Panero para sugerir que él es el único genio con presente y futuro. Porque de lo más reciente sólo bendice al valenciano Eduardo Hervás (otro suicidado, qué
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casualidad) y a unos amiguetes suyos de menor cuantía. Los demás, o han sido siempre unos zopencos, o si empezaron bien, están acabados. El joven Panero se sirve como plato fuerte, con guarnición de muertos que no pueden hacerle sombra. No nos deja más alternativa que cantarle los kyries o seguir riéndonos como hasta ahora. Porque la función del joven Panero es llevar corona. Pero no la de rey, ni la del martirio, ni la de espinas, sino la otra. Eróstrato era un patán que prendió fuego al Templo de Diana en Éfeso para darse celebridad. La enfermedad del joven Panero se llama erostratismo, es decir, la clase de locura que lleva a cometer barbaridades para hacerse famoso. Está claro que en lo de tener opinión en literatura, el joven Panero no toca pito. En cuanto abre la boca se mea fuera del tiesto. Más le vale escurrirse del asunto a cencerros tapados y hacer un curso de cultura general por correspondencia, para que no tengamos que ponerlo otra vez de cara a la pared y con orejas de burro. Que ya no estamos en el Año Internacional del Niño. Pueblo, 12 de enero de 1980, “Sábado Literario”, página 4.
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NUEVE AFORISMOS PARA UN NEOJOVEN José Ángel Valente
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S atributo conocido del joven pertinaz decir cosas triviales, pero dan-
do a la vez sonoros sorbetones en la sopa, y salpicando de paso si es posible, para que al fin le presten atención. De sorbetón y sopa no colada podría dar ejemplo esta expeditiva trivialidad, emitida además en revista ilustrada: “No necesito decir que Machado no me gusta: es como poesía para el bachillerato”. Cabe esperar que los jóvenes realmente probados tengan más capacidad para absorber sus traumas de bachillerato que este microjoven infeliz. Nada hay que exija más pudor que el elogio. Pero también ha de ser pudoroso el disentimiento. Cuestión de pedagógico pudor es, por supuesto, la de disentir de jóvenes presuntos, sobre todo cuanto éstos hacen de su juventud vagamente ficticia una prolongada profesión. El escritor es en rigor anónimo. No se le reconoce por su vida. En realidad, su vida se ha desconocido siempre. Algunos jóvenes perpetuos —que ocupan la juventud como si fuera silla de academia— hacen desde la vida gestos desesperados para existir en la escritura. Se equivocan. Son dos órdenes distintos de existencia. Cubren la anticipada frustración a voces. Pequeñas plataformas parroquiales de fofo escándalo. Nada, en suma. ¿No estará también la vida misma vacuamente falsificada? Poco hay peor que el joven persistente y el repetido gesto del payaso abolido. Hay una especie de sobrepreciación de la vida que cubre un vergonzante deseo de existir más en la escritura. Muy romántico, aunque sólo en el sentido vulgar y peor de la palabra. Deseo de existir que se equivoca y da por repetición en lo grotesco.
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Ya es difícil justipreciar la propia vida. Más difícil aún la de los otros. Hablando de ajenas vidas, que para mayor abundancia desconoce, labora el joven pertinaz pro domo sua. Qué penoso deseo de darse una coartada. Ningún anacronismo más triste que el del enfant terrible prematuramente envejecido y ya sólo terrible por los disgustos que causa a su mamá. La mamá se pone los disgustos del niño a contrapelo —qué hacer, al fin y al cabo—, como sombrero audaz que la hace más moderna. Luego se exhiben juntos, comerciales y tiernos, en películas ñoñas, para escándalo burdo de burgueses de pueblo. Desencanto. Sí, qué desencanto o qué infelicidad, Panero. No ha de confundirse la escritura con la insistente exhibición de un ego en definitiva escasamente eréctil que, una vez quemados los cohetes efímeros del ingenio precoz, se queda fofo, pesado, macrocéfalo. EL PAÍS, “Libros”, 17 de febrero de 1980, página 1.
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B. Textos inéditos
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ESBOZO DE LA CONFERENCIA “LA GRAN POLÍTICA, O POLÍTICA DE LAS ARTES PROHIBIDAS”
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A conferencia comenzará con una introducción en que se tratará de definir la “naturaleza” de la Historia; aquí la vieja cuestión del sí o el no a la “naturaleza humana” se hará a un lado con un sorprendente salto mortale dialéctico: diciendo que la naturaleza humana existe, sí, pero como algo que la Historia ha prohibido desde su oscuro comienzo. Existe —existió— pues una Humanidad prohibida, una Humanidad que sólo habló en la leyenda de la Historia, es decir, tomando al pie de la letra la etimología latina de esa palabra, en aquello que de la Historia debe leerse. Es la leyenda de la “Edad de Oro” o, en el primer libro de la Biblia, la de un Adán Hermafrodita cuya “creación” alterna en la Escritura con la del otro de cuya falta corporal nació Eva. Es también esa ecuación de mitamas que componen el “atmán” hindú, el “anthropos” gnóstico, el “Adam Kadmon” egipcio o, en esas mitologías modernas que Hegel reunió para siempre bajo la etiqueta de “cristianismo ateo”, el “hombre total” de Marx o el “superhombre” nietszcheano; en estas mitologías sin dioses se nos dan sin embargo mejores claves para la comprensión de lo que sella la aparición de ese “Dios en el hombre”, de esa teandría que reivindicó el filósofo de Jena como el valor esencial del cristianismo, y que resume para todas las mentes la palabra griega “Cristo”. En efecto, es en el texto de Marx harto evidente que esa “majestad oculta del hombre” de que hablaba el Evangelio gnóstico de Tomás o quizás, no lo recuerdo, de Felipe, y que se hallaba según él “en la cámara nupcial” no se halla muy lejos de ahí, dado que
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siendo la meta del discurso marxista la socialidad real y habiendo dicho su creador que era la acción sexual la relación más inmediata y verdadera entre dos humanos, no hay por tanto mucha distancia de su escritura a la de esa pseudo-Tomás o pseudo-Felipe. Por lo que se refiere a Nietzsche, aquél también nos dijo que la semilla del superhombre, el “solitario” o más bien “los solitarios” habrían de ser un día “un pueblo”, un pueblo al que titulaba “el pueblo elegido”, para que de esa existencia social pudiera por fin nacer el superhombre. Tras de este preámbulo, y consecuentemente con él, la conferencia buscará esa majestad escondida precisamente en lo socialmente más prohibido, gracias a la preciosa señal que nos facilita el estigma. Lo hallará, principalmente, en dos instancias: a) al nivel más universal, en la socialidad total y real, en la auténtica “lógica inter-subjetiva” o, como la designa Lacan en El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada; b) el nivel más concreto, en lo que es el primer shifter o indicativo de esa gramática social, el cuerpo humano. La primera fue lo mismo para Cristo que para Fourier, quien la llamó “armonía pasional”, o para Hegel, quien articuló el paso del “yo” al “nosotros” que allí se nos propone como meta en la palabra “reconocimiento”, para todos ellos, en suma, se presentó la clave del “Fin de la Historia” y de su equivalencia, el “Saber Absoluto”, que son condiciones sine qua non de una reintegración de este planeta al Universo por supuesto habilitado, y del hombre que lo habita en calidad de un dios nuevo o bien vuelto nuevamente a la vida. Ahí reside sin duda, en la búsqueda de la socialidad real y total, el contenido más auténtico y profundo de la política, en atención al cual pudo decir una vez Kierkegaard que “lo que de político había en la política, se descubrirá un día como siendo únicamente religioso”. En cuanto a la segunda interdicción que es la del cuerpo, no es tampoco por azar por lo que según Jean Brun en La nudité humaine sea el cuerpo precisamente el símbolo oculto de todo templo, desde la pirámide de Keops, hasta la escultura gigante de Niki de Saint Phalle en el
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Museo de Arte Moderno de Estocolmo, pasando por los templos cristianos que en obediencia a la segunda crucifixión del cuerpo que operó San Pablo, representan al cuerpo humano en la cruz, como concibe el cristiano a Cristo tan sólo en el martirio. He aquí pues las dos “artes prohibidas” a las que la retirada social-simbólica de su estatuto de verdad al no poder suprimirlas obligó a que fueran transmitidas tan sólo por la llamada “literatura de terror”, de ese terror indefinido porque ha perdido su definición y que es el único recuerdo que de los dioses nos queda lo mismo que, a buen seguro, el solo que ellos conservan de nuestra espantosa raza. La conferencia concluirá con un análisis de la prohibición económico-energética, simbólica y relacional de la llamada “locura” y un apéndice psicoanalítico que introducirá el concepto de inconsciente A o “esquizofrénico”, codificándolo semántica, lingüística, relacional y energéticamente, como el primer paso de danza de un “esquizoanálisis” con el que, como diría Lacan, “el sabbath de los instintos se complica seriamente” y el psicoanálisis socio-edípico encuentra su siempre escamoteado y supuestamente “interminable” (endliche) final. Y en cuanto a lo que de él se calla aún, y que resonará aquí por vez primera sin duda para que no se oiga, dígalo todo ese apodigma con que, nos cuenta Tristan Corbière, replicó una vez Dios a un sordo: “le silence est d’or”. Conferencia leída el 20 de diciembre de 1976 en La Sala Vinçon de Barcelona con motivo de la presentación del libro En lugar del hijo. Repetida el 22 de enero de 1977 en la Galería Ponce de Madrid seguida de un coloquio en el que intervinieron el crítico Juan Manuel Bonet, el psicoanalista Jorge Alemán y Cristina Alberdi, del Seminario Colectivo Feminista.
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Je suis un homme qui cherche à ne pas mourir. JACQUES RIGAUT I debido a un azar yo muriese, o me hundiera más de lo que estoy, creo que caería sobre este país una vergüenza mayor que la que hubo sobre Sodoma y Gomorra. Un intelectual importante, con una obra ya hecha, editada, difundida, linchado en plena calle, y al parecer, eternamente, es algo que rebasa cualquier imaginación, cualquier perspectiva humana. Pero no es sólo eso: el acorralamiento, el “estado de sitio” es más profundo; hay que contar también con una serie de envidiosos, de inútiles, de borrachos de pedantería enferma que se han dedicado y se dedican sistemáticamente a hundir la publicación de mis textos en revistas y diarios, de manera de impedirme ganar el pan diario, de hundirme en la miseria por si la burla fuera poca… sin contar con editoriales como Felmar (no hablo de Tusquets, con la que mantengo buenas relaciones) que llevan años timándome sin el menor respeto, no ya por la decencia, sino por la verosimilitud (llevan cerca de dos años diciéndome que se han vendido 5 ejemplares de un libro, Visión de la Literatura de Terror Anglo-Americana, que vi en el mostrador del drugstore de Fuencarral cuando estaba abierto, claro, al lado de Miedo a volar de Erica Jung1, o como se llame esa
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Erica Jong (Nota del editor)
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señora). Y ello por cuanto la notoriedad negra que obtuve como beneficio de un linchamiento me sirvió al menos para obtener la difusión que mi carácter de escritor especializado y erudito me había negado hasta entonces. De igual manera, podría relatar el hecho de que mientras iba con mi amigo Pepe Jara, soportando los insultos de la gente, en plena Gran Vía (hubo incluso un viejo que me llamó “muerto”), al entrar en Espasa Calpe me entero por boca suya que allí se vendía mi libro En lugar del hijo al precio de 400 pts. (Extraño juguete). Todo esto sin contar con las indudables presiones que mi “Paseo solitario en primavera”, como decía Gil de Biedma, solicitó de este gobierno tan gangsteril al que no interesaba tan directa propaganda electoral. Con lo cual pasamos al capítulo “Solidaridad”. Solidaridad con la “víctima designada”, solidaridad con un hombre que no quiere morir. Manifiesto redactado a raíz de la ratificación de la Constitución Española el 6 de diciembre de 1978. (Existen tres versiones —mecanografiadas, sin fecha y firmadas— repartidas entre amigos y allegados.
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YO ACUSO (II)
SPAÑA es un país en donde se hermanan la superstición y la blasfemia. Demasiados años de oscurantismo han provocado en el pueblo un miedo, desconfianza y absurdos recelos hacia cualquier innovación real. Y digo bien real, porque desde hace siglos no han existido otras que imaginarias, espectaculares o de puro fuego o de artificio. Por esa razón no ha sido debidamente comprendido un descubrimiento que en sí no supone ningún problema, debidamente legalizado y canalizado: me refiero al del cuerpo humano, o, en otras palabras, al de la especie humana. Revistas tales como Fotogramas han llegado a satirizar el “invento” calificándolo de “nazi”, quizás por lo extraño. Es decir, por esa extrañeza radicada en el hecho de que una tal concepción nos acerca a la especie animal, y hace posible una etología política. Ahora bien, extraño o no, por poco claro que esté mi cuerpo en la marea de la calle y sumergido en el hechizo de una mirada obsesiva de cualquier curioso o de cualquier maleante callejero, que hay muchos y de todas las variadas clases sociales, el punto que conviene destacar es que se trata nada menos del descubrimiento, con todas sus letras y en toda su completud, de la medicina psicosomática, esto es, de una medicina integral, además de barata, por cuanto prefiere medicamentos naturales o bien medicamentos que no cuestan nada, esto es, medicamentos psicológicos. La medicina psicosomática tradicional (Franz Alexander, etc.) no ignoraba ya que cualquier ten-
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sión emocional, por ejemplo, los accesos de cólera, puede tener relación con lesiones o trastornos corporales, por ejemplo, en este caso concreto, las enfermedades cardiovasculares. Se sospechaba también, de acuerdo con las ideas surgidas del Psicoanálisis y especialmente del estudio de la Historia, que el dolor, el dolor físico, podía en algunos casos servir de compensación masoquista, ser una especie de sucedáneo de un orgasmo imposible o difícil. En el caso de algunas enfermedades cutáneas, como eczemas, espinillas u otras más graves, su carácter sexual no dejaba lugar a dudas. Pero lo que Winnicott y, antes que él, el médico español Roberto Nóvoa Santos ponen como base mucho más amplia de esta medicina es el concepto de que la materia viviente es autoperceptiva, esto es, que el cuerpo no es una máquina, no es un aparato consistente en diferentes funciones acopladas, sino más bien una unidad, un plástico. Y para terminar, hablaremos un poco de algo que propone Georges Canguilhem en su libro Le normal et le pathologique, que viene muy al caso: éste pone allí en duda, o, en otras palabras, se permite interpretar psicoanalíticamente, el mito de la etiología microbial de las enfermedades humanas. Dice, en efecto, que se trata allí de ver, en microbios o bacterias o virus, algo así como la representación material, visible, del Mal. Con ello no digo, claro, que no existan, pero también afirmo, con Alexander, que éstos gustan cada uno de determinados órganos. Esto es, que lo importante en definitiva en la predisposición, esto es, la etiología interna de las enfermedades humanas. Para terminar, no soy el primero en conocer las infinitas aplicaciones posibles de la hipnosis a la medicina interna, por ejemplo, en Cardiología. Y cuando hablo de hipnosis me refiero a un rapport transferencial, hecho no sólo de sugestión sino de “acción nerviosa directa de hombre a hombre”, a lo que antes se llamó “medicina magnética” (Mesmer, por ejemplo).
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Esta “acción nerviosa directa de hombre a hombre”, este rapport sociobiológico, consiste sencillamente en la radiación biológica del cuerpo humano, de la que se sabe ya hace tiempo, desde los descubrimientos de los doctores Kirlian en la URSS. Llámese “bioplasma”, “biofotón”, “orgón” (Wilhelm Reich), o “campo bioeléctrico”, lo que estos términos ponen de relieve es el escándalo de que el concepto de energía biológica no figura en ningún diccionario de Biología, por ejemplo, en el de Abercrombie (Editorial Labor). Que este descubrimiento, esta tesis científica, haya servido sólo hasta ahora para el cachondeo de todo español, para la barbarie y el insulto, no debe impedir a las personas con capacidad de razonar el considerarlo como algo digno de estudio, al menos, y en tanto la experimentación compruebe su eficacia, apto para elevarlo a la dignidad de disciplina médica.
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nadie se le puede escapar que la posesión del propio cuerpo en un lugar donde éste nos falta, no sólo puede suponer una infinita posibilidad médica, sino también, llegadas las circunstancias, un medio de autodefensa, tan eficaz o más que el kárate, que se enseña legalmente en los gimnasios a pesar de que, como es sabido, posee golpes mortales. Es por ello que pude hace dos años utilizarlo, en legítima defensa, cuando fui objeto de agresiones y amenazas en la isla de Mallorca, en ocasión de hallarme trabajando con mis amigos anarquistas en contra de la urbanización de la isla Dragonera. Ahora bien, mi defensa provocó más atentados que mi condición de anarquista y militante, y debido a ello, me vi obligado a buscar refugio en el apoyo popular más directo, es decir, a tratar de encontrarlo en la calle, siendo éste el origen de mi actual situación. Mi callejeo solitario fue una medida desesperada que encontró también motivo en la imposibilidad de dar con un abogado eficaz, ya que mi otrora amiga Cristina Alberdi no sólo se negó a prestarme servicio alguno, sino que organizó una fiesta en su casa, en la calle Conde de Xiquena, nº 13, a la que invitó, no sé si por cobardía o mala leche, a militantes de extrema derecha (testigo de ello podría ser el hermano menor de Juan Manuel Bonet, allí presente aquella noche). Ahora bien, esta salida de emergencia provocó una situación caótica que hizo no sólo menos llevadera, sino mucho más temi-
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ble mi situación, tanto es así que el gobierno de “Far West” que soportamos acabó nada menos que poniendo precio a mi cabeza, a saber, exactamente 30.000 pts., como pude enterarme en casa de mi amiga Cristina por boca de Jesús Ynfante, quien debido a su trabajo en Ruedo Ibérico, y al libro que allí publicó sobre la “Santa Mafia” o el Opus, tiene acceso a medios gubernamentales. Cuando esta situación aún estaba vigente, y ante la publicación en las páginas de El Imparcial de parte del texto de Zola sobre el caso Dreyfus, tuve la oportunidad de enviar al director de este diario, sin conocer por aquellas horas su matiz ultraderechista, una nota de comentario, tratando de arrojar luz sobre mi circunstancia. Naturalmente, no fue publicada, ni siquiera mencionada, cosa comprensible dado que mi tragedia no había tenido su origen sino en la actuación del capital y la extrema derecha. Ahora bien, ello no me impide ahora, dado que a lo que parece mi ilegalidad ciudadana no cesa de existir, de pronunciar firmemente un: YO ACUSO: al Ex ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, por producir todo el estado de cosas en los momentos en que según creo aquél todavía gobernaba; al actual Gobierno del Presidente Suárez, por inducir y tolerar todo el cotarro, sin pronunciar una palabra un poco clara, y sin mostrar el menor interés ni por mi vida ni por la de los demás, que él mismo puso en peligro al, controlando mi teléfono y manejando la villa cibernéticamente como un dictador, conseguir enloquecerme y llevarme a perder por tanto el control de mi cuerpo, con el consiguiente riesgo para todos; a toda la prensa nacional, y especialmente al diario EL PAÍS, donde trabajan amigos míos como Ángel Sánchez Harguindey, Patricio Bulnes, Juan Manuel Bonet, Francisco Rivas, etc., por silenciar lo que todos sabían o intuían y limitarse a comentarlo tan
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sólo chistosa, paródica u oblicuamente a la izquierda y a la ultraizquierda, que, en primer lugar, toleraron la ejecución pública de un militante anarquista y, en segundo lugar, no quisieron aclarar a través de sus propios medios de información la naturaleza política, y objetiva, del hecho. Y, naturalmente, a la extrema derecha, pero más todavía a los matones sin ideología de los que mi vida ha estado todo este tiempo pendiente hasta que, ya en la posesión plena de mis facultades, pude explicar el hecho en la presentación del libro Sueños de la Razón, delante de Cristina Navarro, Augusto Martínez Torres y otros amigos míos progresistas, cuya solidaridad y autoridad en el mundo de la cultura bastó para salvarme de un peligro de muerte siempre autorizado por la ignorancia popular y privada de lo que consta en el artículo II de este documento.
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LA SUCIA Y LARGA HISTORIA DE LA MANIPULACIÓN DE UN CRIMEN
N un cuartel del sur, una vez se cometió un cri““E men”: así comienza, creo, Reflejos en un ojo dora-
do. Una vez… hace tres años, en Mallorca, empezó así el más largo proceso de los que registra la Inquisición. Algunas veces, usando como Sade hiciera desde el fondo de la Bastilla el tubo del water para gritar, exclamé furibundo ante una muchedumbre completamente fantasmal; la Falange al menos tiene cierto côté kistch que le podría otorgar u aire “contemporáneo”, pero un proceso por brujería en el siglo XX, con sambenito (“Santiago”, “la Bestia”, etc.), y paseo por las calles incluido, ha sido ya un poco pasarse. De cualquier manera, lo ocurrido no es inefable, entra dentro de una estructura: se trata de una vieja costumbre inquisitorial, nihil novum sub solem. En compañía de mi amigo Francisco Monge, recientemente fallecido a consecuencia de una sobredosis de heroína, estaba entonces luchando contra la urbanización de la isla Dragonera. Y tenía, claro, mis propias armas: armas corporales; en París había estudiado a fondo mi propia gestualidad y la de los demás, la gramática de la mirada, la simbólica de los alimentos: a un nivel estrictamente biológico, freudiano quiero decir, para el cual, por ejemplo, la Coca-Cola es representación del excremento, y el excremento a su vez (según Freud) del cadáver. Lo mismo el cigarrillo, lean Tabaquismo y coprofilia de Julio Aray, de la escuela de Rascovsky. Habían hecho también, en una habitación del Passage du Génie de
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París, experimentos sobre la electricidad animal, siguiendo a Wilhelm Reich. Y ése era el potencial que puse en juego, cuando la inmobiliaria que había invertido en la urbanización de la isla, decidió, sirviéndose de sus esclavos de “Cristo Rey”, acabar con mi vida. Aprovechando, claro está, la confusión y oscuridad que proporcionan, a quien se sirva de ellos, los “valores” morales: y es que, si el caso de Lorca es claro, homosexualidad, alcohol y “pasotismo” formaban el escudo ideal contra posibles investigaciones posteriores. No quedaba sino la locura, emblema por excelencia de “la Bestia”, para hacer de aquel crimen un “caso perfecto”. La tradicional superstición y oscuridad mental del pueblo español completaría el esfuerzo de la destrucción total y absoluta de un escritor. Y para terminar, las dos entrevistas que se me hicieron —las últimas dos entrevistas serias que produje en España—, una en Mallorca, sobre el lugar en que se produjera la segunda tentativa de asesinato —el mismo bar del Talayot Corcat, que era la sede de nuestro club anarquista—, y la otra con Ángel Leyva, en Madrid, comentando igualmente el hecho, fueron vetadas por aquella misteriosa autoridad que aún tenemos la desgracia de que nos gobierne: y digo “misteriosa” por hacer alusión a su militancia en la “Santa Mafia”, i.e., en el Opus Dei, me estoy refiriendo, obviamente, a la UCD. De esa manera, y pasando por encima de toda la implacable nosografía psiquiátrica, es fácil comprender que alguien acabe por no saber ya quién es. “Una muerte inexplicable y consentida”, como dijera en el prólogo a Narciso, quiere decir que la muerte de un escritor no planteó, prácticamente, ningún problema. Suprimido por tanto de raíz, sólo me quedaba la calle y “L’inconvenance majeure” para formular la denuncia imposible: “Français, encore un effort, parce que vous avais commencé la révolution par le crime, il faut continuer comme un crime”. Escrito de dos folios mecanografiados y firmados por Leopoldo María Panero sin fecha.
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“ALONSO VEGA” DIARIO CASI IMAGINARIO
Je suis le Ténébreux, —le Veuf— l'Inconsolé, Le prince d'Aquitaine à la tour abolie: Ma seule étoile est morte, —et mon luth constellé Porte le Soleil noir de la Mélancolie. GÉRARD
DE
NERVAL, “El desdichado”
Ce n'est pas par intérêt, mais au contraire, sans le moindre souci de son intérêt propre, que l'on peut agir ainsi que (Sade) se plaît à vous décrire. PIERRE KLOSSOWSKI, “Esquisse du système de Sade”x
Día 6 David Fernández1 me orina en la cama. Dice que la cerveza es vida.
Día 13 Mi madre es envenenada. David Fernández vuelve a orinar en la cama.
Día 1º de noviembre, o de diciembre Paso a máquina mis artículos entre insultos. Dicen que es el corregidor. 1
Un enfermero.
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Día 14 Llueven piedras del cielo. Un animal se arrodilla ante mis ojos.
Día 12 de diciembre Cerca de Navidades. Me llaman Blancanieves.
Día 15 (¿diciembre?) Corro desnudo entre los azotes de los locos. Me llaman Blancanieves.
Día 16 Mi boca dice Je PE FE. Je suis L’homme qui rit de Victor Hugo, que hace je, je, je. PE = Pedo. FE = FE.
Día 5 Si yo tuviera una madre, para poder decir tan sólo mamá, mamá, mamá.
Día 6 de enero Pueden matarlo perfectamente. Eso no es mi hijo. No debes beber.
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Día 4 enero de 1986 Yankee Doodle fue al pueblo y compró un lápiz y unas hojas de papel a las que llamó “macarroni”.
Días de enero de 1986 La televisión me insulta y me llama “loco”. Borracho, etc.
Día 13 de enero nuevamente Hablan de matarme por televisión.
Día 4 de diciembre de 1985 Juegan al fútbol con mi cabeza. Diario de un asesino. Día que se repite todos los días. Los trámites policiales son un mal trip. He matado a un hombre. Diez negritos.
Día 14 de diciembre de 1985 He matado a otro hombre.
Día 15 de diciembre De mi cabeza llueve ceniza.
Día 16 de diciembre Es la noche en que caen las máscaras parecidas a hombres.
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Día 13 David Fernández vuelve a mear en mi colcha. Por la televisión hablan de David Fernández2.
Día 14 Han colocado un perro rabioso en la puerta.
Día 13 de diciembre Han colocado un perro rabioso en mi colcha. Páginas de un asesino, día que se repite todos los días. Me acuerdo de Barcelona, corrido por las calles como un perro, que si Cristo, que si el Anticristo. La muerte era un milagro.
Día 13, por la noche David Fernández es detenido. La policía le grita desde la puerta “Chico, baja, que hay dinero”. En el campo cercano los cuatro maderos le desnudan y le pegan en el hígado y en los pies.
Día 14, al amanecer David Fernández me orina en la cama. Dice que la cerveza (la orina) es vida. Como el limón. Día de Acción de Gracias.
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Un loquero.
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Día 4 de noviembre Pepe Cañaveras, a quien yo creía llamarse Antonio Sánchez Heredia, es el que había dirigido toda la conspiración de la radio. Día 5 de noviembre Carecer de esperanza es un remedio excelente para dormir. Día 19 de diciembre El Alto Estado Mayor faccioso (El Tte. Gral. Sáenz de Ynestrillas, de la Guardia Civil, quien decía llamarse Tte. Coronel Caño, el Tte. Coronel Campano, con cuyo hijo me acosté y pegué grititos) me orina en la colcha. El perro rabioso emite, desde la puerta que da a la carretera, cuatro ladridos consecutivos, mientras insultan a un tal Panero por televisión. Casi sollozo que existe una ley de respeto a la vida íntima. Me creo el Anticristo. Día 20 de diciembre Una emisión pirata por la República. Por la otra cadena hacen el payaso. Temo volver a soñar con la orina de David Fernández; veo sus pies en el dintel. Sale de mi cuarto tirándose dos pedos. Día 1º de noviembre Honorato Gutiérrez, a sueldo de Pepe Cañaveras (otrora Antonio Sánchez Heredia), tiene una pistola para matarme. Le llevo con engaño hacia “laborterapia”. Allí le encañonan tres miembros del Ejército Popular Republicano.
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Estaba durmiendo. Dos loqueros entran sigilosamente con la intención de robarme el diario. Me recuerdan a los locos de Leganés, que entraban de la misma forma en los cuartos, como ratas.
Día 13 Recuerdo cómo me pegan mis editores, Jesús Moya y Antonio José Huerga Murcia.
Día 13 Hundido bajo las copas, el cubalibre parece una montaña. Yo ante él un sapo.
Día 13 No hay psiquiatras. No existe ciencia alguna que pueda curar el alma, o “guérir la vie”. No dejan venir a Ronald D. Laing. Los estudiantes de Medicina hablan, en la cafetería, como gallinas cluecas. L’être et le paraître La realidad no es más que una mera lógica de la apariencia. Por eso hablaba de ello (en la entrevista en “Punta y Hora de Euskal Herria”) como de una leyenda oscura, una superstición pueblerina. Pero, ¿qué es lo que parece que es, y no es, la locura o la razón?, ¿el Logos inmanente, o el Logos trascendente? Leucodin Forte Día 25 de diciembre Nochebuena manqué. Sé que me intoxican deliberadamente el hígado. Al parecer quieren endurecerlo para
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luego poder envenenarme; cosa que hasta ahora nadie ha conseguido, ni las monjas hospitalarias del manicomio de Elizondo, que me llenaban las tartas de alquitrán, tipo Rasputin. Día 24 de diciembre de 1985 Como si estuviera abolido, o cercenado el sentido común. Día 25 de diciembre de 1985 Han intentado expulsarlos del Colegio de Médicos. El informe de López Zanón es sangriento; habla del perro rabioso en mi cama, pero omite deliberadamente el hecho del recuerdo de la orina de David Fernández. Por lo demás, en las clínicas psiquiátricas del Hospital Provincial de Zanón también torturaban a estudiantes revolucionarios y a sindicalistas. Lo que me consta es que en el Clínico Provincial torturaron y asesinaron a los agentes de Aeroflot que participaron en la matanza de la CIA del Hotel Cuzco. Yankee Doodle se fue al pueblo. Compró una pluma y unas hojas de papel, a las que llamó “macarroni”. Araquistáin. Día 24 de diciembre de 1985 Nochebuena. Existe un individuo que sólo sabe pensar tres frases: “Soy guarro, soy más guarro, soy mucho más guarro”. Me tira el plato a la mesa. Todos los locos se vengan conmigo de su tortura. Día 22 de diciembre Pepe Cañaveras contrata a cuatro individuos, uno de los cuales es un asesino, para robarme este diario, so pretexto de que no les he pagado las copas. Rápidamente lo intuyo y cojo el autobús hacia el poblado de Fuencarral, entro en un bar y allí, en
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el lavabo vacío, me hago una paja pensando que los cuatro me dan por culo en pleno monte. Día 24 de diciembre de 1985 Pepe Cañaveras coloca un transistor en la barra de la cafetería Eures (le sugiere). Los camareros saben lo de Antonio Utrilla, Alfredo García Ramos y el negro que mató a un americano. Los tres asesinos peligrosos de los que todavía no había hablado. Están implicados, por tanto, en complicidad de tentativa de asesinato. Quizá sea por eso por lo que me sirven el último. Mi madre se ve obligada a humillarse y, al acercarse a la barra, ha de decir —para que le sirvan— “soy una mierda”. Día 24 de diciembre, 8,30 de la mañana El Dr. Castaño ha añadido una dosis de estricnina a la de “Leucodin Forte”. Día 22 (quizá no sea, aún, de día) La Dra. Serrano, que simula llamarse Castaño, el Dr. Cañas, la borrachera, la pesadilla del aire clausurado, la condena del acto fallido, la persecución del tono mental, el olor denso a asfixia de los hospitales psiquiátricos POR CADA DOSIS DE “LEUCODIN FORTE” (DROGA QUE INTOXICA EL HÍGADO) UN ENFERMERO UN MÉDICO //////. . . . . . . . . . . . . . . . MUERTOS
Dr. Castaño R.I.P. El cerdito se fue a bañar, el cerdito se quedó en casa.
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El picotazo de falso “MODECATE”, todo por la solitaria manifestación de esta mañana, me duele cada vez más al cagar, la orina me sale blanca y las heces parduzcas, se aprovechan de la bebida y siguen con el “Leucodin Forte” y la estricnina, les oigo decir “habría que acabar cuanto antes”. PAUSA ENTRE TUMBA Y TUMBA. Vicente, el chivato, me abre la ventana para que pase frío… dicen que es para que respiremos… tan maricón como su padre, Mamurra, ladrón de baños… la tortura destruye todos mis escrúpulos y toda mi falsa piedad, nacida sólo del miedo. Salgo a la calle y gente que desconozco me trata de atropellar por nada, como a un perro… tiraron tras de él un perro muerto en la barranca… al parecer los españoles huelen la muerte como las moscas la mierda… sólo ante ella se emocionan, sienten, se envalentonan, cucarachas ávidas de pisar falos. El Dr. Castaño ha sido ejecutado esta misma tarde. Esta noche, si hay “Leucodin Forte”, le tocará el turno a María López, de profesión ATS. Un gitano ha desaparecido del mapa de la luz, un gilipollas ha desaparecido también. Quiero decir en palabras menos retóricas que ya no está, aunque tal vez no lo haya logrado. En cualquier caso, otra nochecita de pesadilla como hace unos días, en que tenía que vigilar la cama con los ojos abiertos toda la noche. Sube el gitano, al parecer he errado el golpe, al fin, otra vez será. Algo me dice por fin Astaroth ha acabado con el gitano. Virtuoso en el crimen, y criminal en la virtud. Mañana pasaré a máquina parte de este infernal diario. La monja de la máquina de escribir me ha sonreído, mostrándome su alma del lado más siniestro. 24 hombres, sin contar mexicanos: yo también sé mostrar mi alma del lado más siniestro. Transcribo unos párrafos del “Manifiesto Republicano” para explicar de una vez por todas a quien no lo haya intuido todavía el origen de tanto escándalo (también Jean Genet se cargó a un hombre y estuvo salvado): “la República es un estado de insurrección permanente. La insurrección
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permanente es un estado moral. La República es, por lo tanto, algo moral… La República se parece a la locura, si es verdad que es aquélla un estado de insurrección permanente. La República, como la locura, es un estado de negatividad. Como la moral es también un estado de negatividad. Como los tribunales un estado de salud. Como la juventud un estado de insurrección permanente. Como la sinceridad, lo contrario de alguna hipotética verdad absoluta, una perenne denuncia, como la sangre, una eterna denuncia.” Bien mieux, Spinoza. Día 23 de diciembre Vísperas de Nochebuena. El camarero del Eures me sugiere, sigue sirviéndome el último, exactamente como en los bares de Madrid… El Dr. Cañas ha firmado, encañonado, una declaración para EL PAÍS y Diario 16, en la que dice la verdad sobre su tentativa de envenanamiento con “Leucodin Forte” y lo que supongo sea estricnina. “Hey, Snag, ¿qué hay de la Biblia?” Esta noche he llamado a los perros de Diana. Cuando me duerma, aparecerán Effium daemones ut que non sunt sic tamen quas, sint conspicienda hominibus exiliunt. Le insisto a la CIA en que los perros de Diana son creationes a equivocas (no sé si lo escribo mal en latín), pero nadie me cree (quizá debería escribirlo mejor en latín). Y si no son perros, serán ratas. Ya se lo he dicho, señores: se trata de creationes a equivocas, aunque por supuesto me consta que nadie me creerá si no lo escribo mejor en latín. Día 25 de diciembre Navidad. Cuatro loqueros me desnudan y me atan a un poste de la luz. “Lulú, a ti lo único que te gusta es la muerte”. Escrito en diciembre de 1985 durante su estancia en el Hospital Psiquiátrico Provincial de Madrid.
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C. Entrevista a Jaime Gil de Biedma
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GIL DE BIEDMA O LA PALABRA SENTIDA, SUFRIDA Y GOZADA
Esta entrevista con Jaime Gil de Biedma fue, en realidad, un coloquio abierto en el que intervinieron Ángel González, Carlos Barral y Juan Marsé. Este último, voyeur-mirón, no dijo “esa boca es mía” y se limitó a ocupar un asiento ante el fastuoso espectáculo verbal y corporal al que asistimos. Ha sido imposible recoger todas las intervenciones, destacar todos los matices y perfilar todos los claroscuros habidos en el transcurso del coloquio. Aquí tenéis parte de la fiesta desarrollada en una escenografía medio Proust / medio Visconti / medio piso gauchista de “l’Eixample barcelonés”. Un consejo antes de introduciros en la conversación: es obligatorio —dixit— leer Las personas del verbo. Empieza el “habla” (¡ele!).
G
IL de Biedma. Me temo que el coloquio no saldrá muy bien porque sospecho que intelectualmente nos vamos a imponer muchas limitaciones. L.P. Las mismas que el discurso se ha impuesto hasta ahora, no sólo en ti, sino en todos… Justamente en la voz, en el habla, también en el ritmo, es decir, en esta desestructuración espontánea del significante o llámalo como quieras: la palabra, la materialidad de la letra que habla en el habla y no en la lengua. No en la escritura a secas, que es lo único de lo que la poesía ha hablado hasta ahora, o de lo que hablamos nosotros cuando el lenguaje circula en el habla. Pero, en fin, ésas son cosas que si las entiendes, bien, y si no, las volvemos a dialogar. G. de B. Pero es que tú hablas como un intelectual y yo hablo como un poeta. L. P. Yo quiero hablar como un intelectual de la poesía. B. M. Además, yo creo que la entrevista puede poner en juego muchos y diversos “discursos”.
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L. P. Ten en cuenta que la trampa en que hemos caído todos los poetas es que nuestro discurso, al no pasar por esta simbólica abstracta que rige la sociedad, no es leído, está proscrito simbólicamente por la sociedad y, por lo tanto, este discuso del inconsciente que es la poesía, la literatura y el delirio, ese discurso analógico… G. de B. Mira, yo estoy muy poco à la page: elabora tu discurso a otro nivel… L. P. Estoy hablando para el magnetófono. G. de B. Ya te digo que en materia simbólica abstracta no estoy muy à la page; yo lo que quiero es hablar del ritmo sencillamente como poeta. Tal como has hecho tu afirmación, no sé decirte si todos los poetas del mundo y de la Historia han caído en esta trampa que tú dices porque no entiendo exactamente lo que estás diciendo. L. P. Bueno, pues sencillamente te diré que han caído por cuanto la poesía china, la poesía japonesa y la poesía provenzal, la poesía cantada o recitada, toda la poesía, ha dejado de circular desde el momento en que se convirtió en letra muerta, en escritura muerta, y dejó de ser recitada, dejó de ser hablada, dejó de ser esa escritura colectiva que es lin-cha chino. G. de B. Eso no es cierto, hay poesía que sigue circulando… L. P. Sigue circulando en círculos de amigos, pero no me digas que el discuso poético se ha realizado socialmente. G. de B. “Se siente, se siente, Carrillo está presente” es un pareado y es poesía. Lo que ocurre es que la poesía ha perdido esa función utilitaria que la prosa aún conserva, aunque no totalmente. Por ejemplo, si tú conoces aquel poema que dice “Atienza, Sigüenza, Molina de Aragón, Cogolludo, Cifuentes y Sacedón”, verás que no es poéticamente inferior a la lista de Unamuno: Ávila, Cáceres, Zamarramala, Frómista, o a la poesía toponímica que nació de Neruda y, sin embargo, cumple una función utilitaria. Es un poema nemotécnico para recordar los partidos judiciales de la provincia de Guadalajara. L. P. Si quieres que incidamos en este tipo de significantes tan interesantes, también podemos decir que Dolores Vargas, “La Terremoto”, hace poesía. Tiene una canción que se llama “La piragua” que habla de una piragua destruida y tiene dos versos que son Eliot puro: “Los remeros viejos, sombras en los remos, ya no crujen maderamen en el agua”
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y, en fin, justamente ahí es donde habla lo que decía Lautréamont de que “La poésie est faite par tous”. B. M. Los roqueros también hacen poesía. ¿Que piensas de la música rock? G. de B. En Las Leandras, en el número “Adminístreme Usted”, hay unos versos que son absolutamente de Carlos Barral: “En la cámara nupcial ya no hay sombra conyugal y en el baño el pobre espejo no guarda el reflejo de lo habitual”; es exactamente el tipo de imaginación verbal de Carlos Barral. Es una poesía muy elaborada, de expresión muy indirecta y muy culta. L. P. Pues sí, es muy culta, porque lo banal, lo cotidiano, es justamente el inconsciente, como descubrió Freud, y por lo tanto es mucho más culta Dolores Vargas, “La Terremoto”, que Carlos Barral o algún otro intelectual que haya leído tanto sin acordarse de ese adagio alquímico poético que decía: “Romped los libros, no sea que vayan a romper vuestra alma”. Hemos venido a coincidir sin decirlo. G. de B. Yo no soy precisamente partidario de renunciar a la poesía como bien utilitario, como empresa de servicio público aunque no sea negocio. Es lo mismo que pasa con el metro, con las comunicaciones, etc. B. M. ¿Qué piensas del Psicoanálisis? G. de B. A Freud lo encuentro genial porque inventó unas teorías que han tenido bastante aceptación y que resultan en absoluta contradicción con sus case-stories. Todo el esquema freudiano está basado en historias que apestan a alta burguesía austrohúngara. ¿Cómo podía Freud deducir de ellas sus teorías? Por ejemplo, el complejo de Edipo en una familiar nuclear, como son las actuales, padre, madre e hijos, es explicable, pero en una familia de la alta burguería austrohúngara de la época de Freud es absolutamente imposible detectarlo. Yo me he educado con criadas. En mi caso, lo que Freud describe como madre era la criada que me cuidaba, lo que Freud describe como padre era la madre, y el padre era un elemento poético imponderable que andaba por ahí. Dentro de ese esquema lo que tenía que haber hecho el niño era soñar con matar a su madre para acostarse con la criada. B. M. Creo que tu discurso es trasparente. Tu poesía es la palabra puesta en acción y eso significa sentir la palabra, eso es, el ritmo, la voz que
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forma parte del cuerpo. Quisiéramos que nos hablaras de tus intereses, de todos tus intereses. G. de B. Mi interés primordial son las personas. L. P. Nos puedes hablar de las máscaras, de lo que esconde a la persona. G. de B. Perdona, no he utilizado la palabra “persona” en ese sentido de máscara, sino en el de los seres humanos y en el de las relaciones que establecen entre ellos y conmigo. Todo mi trabajo intelectual va dirigido hacia ese campo, y a mis relaciones conmigo mismo. En otro sentido, las únicas personas que me interesan son las mías. L. P. El discurso social no estaba conectado por el discurso gestual, por los gestos y por el habla, y como esos significantes no estaban codificados, el bloqueo de la sociedad hacía necesario el Estado, que prohibía esta deuda simbólica, como manifiestas tú y como manifiesta todo el mundo. G. de B. Una relación íntima entre dos personas es un instrumento de tortura entre ellas, ya sean personas de distinto sexo o del mismo. Todo ser humano lleva dentro de sí una cierta cantidad de odio hacia sí mismo, y ese odio, ese no poderse aguantar a sí mismo, es algo que tiene que ser transferido a otra persona, y a quien puedes transferirlo mejor es a la persona que amas. El odio, asimismo, proviene de que uno ha de pasarse el día entero consigo mismo, y uno no se aguanta. Yo soy bastantes personas y no aguanto a ninguna de ellas, las conozco a todas. Yo me aburro a mí mismo. Me odio a mí mismo porque tengo que envejecer, porque tengo que morir, me odio por muchas razones. B. M. En la antología Un cuarto de siglo de poesía española tú eres uno de los antologados. ¿Qué te parece esta antología? ¿Qué opinas, en general, de las antologías? ¿Qué piensas de esta gente que, por una serie de circunstancias —Castellet eligió—, sale a tu lado? ¿Qué sentido tiene una antología? G. de B. Las antologías sirven como las guías de ferrocarriles. Tienen una finalidad utilitaria. En ese caso, detrás de la primera antología de Castellet estamos Carlos Barral, José A. Goytisolo y yo mismo, que fuimos el grupo que la movió. Volviendo a la comparación con las guías de ferrocarriles: os habréis dado cuenta de que en las guías de vez en cuando hay anuncios. Bien, pues en las antologías también hay anuncios intercalados entre los expresos que llegan y los rápidos que parten. Es decir, que fue una ope-
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ración de política generacional, como lo fue en 1932 la antología de Gerardo Diego, que tampoco la hizo sólo Gerardo Diego, sino que fue una antología colectiva. Yo sospecho que la antología de G. Diego es importante porque es el primer caso de antología conscientemente utilizada por un grupo como medio de política literaria. Las antologías posteriores han sido copias de la de G. Diego. L. P. ¿No crees que lo ideal sería que el poeta se antologase a sí mismo, se prologase a sí mismo, escribiese su propio prólogo, su propia teoría, y en lugar de ser comentado por un crítico que jamás le ha entendido, se hiciera su propia poética? G. de B. Yo no sé si es bueno que un poeta se antologizase a sí mismo. Puede ser divertido para el poeta, pero no sé cuál será el resultado. En mi caso, dado que en los últimos años he escrito muy pocos poemas, al hacerme una antología me fijaría en cosas que una persona que mantenga una relación más viva, más diaria, con la poesía, no se plantearía. De los poemas que escribí hace 20 años, lo que más me interesa es cómo se han deteriorado. Un poema escrito hace 20 años es como una mesa de cocina de las de antes, esas mesas de madera de pino que se fregaban con sosa. En la superficie de la mesa, al cabo de diez o veinte años de fregados, la sosa ha ido corroyendo las partes blandas de la madera y las vetas duras del pino forman un relieve. Si lo tocas, sientes una superficie rugosa. Con el poema pasa lo mismo. Uno no sabe cómo van a evolucionar los valores semánticos de la lengua, o del habla. Algunos son tan volátiles… Como la ironía, que es el componente semántico más volátil que existe. Por ejemplo, yo releo un poema mío de hace quince años y hay en él pasajes que eran irónicos y que ya han dejado de serlo; hay una alternancia de versos que han resultado ser más blandos, porque la evolución del habla los ha perjudicado y otros que de repente ahora te parecen buenos… Yo en mi antología señalaría: este verso se ha estropeado, este otro dura. Eso sería muy divertido, pero no pasaría de ser un placer puramente solitario. B. M. Y el placer del crítico, ¿cuál es? G. de B. El placer del crítico no es solitario. Puede ocurrir, y se han dado casos, que el crítico no experimente ningún placer. A veces me pregunto si Castellet ha experimentado algún placer, si ha leído a los autores que comenta o si sólo ha leído una sinopsis.
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B. M. Hace unos días Barral le dijo a Castellet una cosa, a mi entender muy cruel. Yo le preguntaba a Castellet por su trabajo sobre Espriu, que me parece ligado a una visión dominante en la izquierda sobre el poeta nacional catalán, y le decía que él lo miraba desde una perspectiva y los señores de los partidos lo utilizaban desde otra perspectiva semejante; le decía también que un crítico catalán que distribuyera bien el discurso no debería dejar de lado a Foix, Brossa, Ferrater; entonces Barral le dijo: “Con Foix no te atreves”, y él contestó, algo infantilmente, que sí se atrevía; pero que si se había limitado a estudiar a Espriu era porque no distribuye bien el discurso. ¿Qué piensas tú del crítico como distribuidor del discurso? G. de B. No sé exactamente lo que significa “distribuir el discurso”. L. P./B. M. Hacerlo circular. Coger el discurso de cuatro señores y tres señoras y repartirlo. G. de B. Vamos, que lo que vosotros llamáis “distribuir el discurso” es entregar la mercancía, como dicen los ingleses. L. P. Es entregar el discurso no como una mercancía, sino como intercambio por el don, algo parecido a como funcionaba la economía en un principio. G. de B. Yo estaba pensando concretamente en el libro de Castellet sobre Espriu. A mí lo que me pasa con la crítica de Castellet, y el libro sobre Espriu es una prueba de ello, es que nunca sé si lo que ha leído Castellet es la obra de Espriu o una sinopsis de ella. Lo que dice Castellet en su libro podría haberse escrito igualmente en cualquiera de los dos casos. No sé si Castellet ha leído de verdad, porque no sé si Castellet ha gozado. B. M. Ves cómo no limitamos. Aquí coincidimos. G. de B. De la lectura del libro de Castellet sobre Espriu no se desprede que Castellet haya experimentado ningún placer. L. P. Exacto. Exacto. G. de B. Lo mismo les pasa a muchos críticos. B. M. Eso que dices es muy vívido y muy rítmico, y enlaza con tu propia obra, una de las pocas obras donde se que ve que el poeta ha sufrido por la palabra. Llámalo “radar” o “intuición”. G. de B. Sufrir, o divertirse, o gozar. Yo creo que una de las cosas que más determinan que las personas, a partir de cierta edad, escriban menos
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poesía, es que su sensualidad disminuye, y hay una gran parte del impulso que te lleva a escribir poesía que es pura sensualidad del verbo. En un poeta joven hay demasiada sensualidad y se pone caliente con cualquier palabra. Pero a partir de cierta edad ocurre precisamente lo contario: se da una falta de sensualidad verbal. L. P. Esto se debe a que la sociedad la reprime sistemáticamente. Lo que hay es mucha mala fe, y un mal escritor sabe perfectamente que escribe mal, pero persigue y acorrala a aquella poesía sentida, que por eso es mejor, por ser sentida y vivida. B. M. Protesto por lo que acabas de decir. El hecho de que con el envejecimiento desaparezca la sensualidad está ligado al hecho social de la represión del cuerpo. G. de B. Yo creo que la sensualidad envejece y se pierde. Por ejemplo, yo soy menos capaz ahora de permanecer mucho rato en un baño tibio que hace diez años. L. P. Háblanos del tiempo y de la muerte. G. de B. Hace diez años era capaz de permanecer dos horas en un baño tibio, ahora no aguanto más de media hora. He perdido sensualidad y esto me jode mucho. L. P. La pornografía no es satisfactoria porque muestra el desnudo abstracto, el desnudo de “nadie”, es “el desnudo” o “un desnudo”. No se puede tocar. G. de B. Cuando a los 32 años volví a leer los poemas eróticos de Baudelaire, el ciclo de Jeanne Duval, que no había entendido nunca, de repente los entendí y me fascinó cómo utilizaba Baudelaire la jodienda. Lo que más me interesa desde entonces es qué clase de realidad tienen esas imágenes mentales… Deben tener alguna para que exciten. Y entonces resulta que este tipo de sexualidad cerebral está muy cerca del placer estético. Un chulo que conozco me contó que durante una temporada estuvo muy bien alimentado porque se puso de acuerdo con una mujer que tenía una vieja torre en Sant Gervasi en la que montaban “cuadros”, y que trabajaba con frecuencia para el mismo cliente. A este cliente había que decirle, se lo decía la señora, que la muchacha y él eran novios, que nunca habían “posado” antes y que lo hacían para comprarse los muebles del comedor. Durante los cinco o seis meses que aquel chulo rindió sus servicios en la torre, dijo esto a propósito de unas cuatro
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muchachas distintas. ¿Qué clase de realidad tendría para el cliente esa imagen mental? Tenía que saber perfectamente que lo que le decían no podía ser verdad, puesto que las muchachas eran distintas. Alguna clase de realidad debía tener para él, sin embargo. Ese tipo de sexualidad cerebral, de proyección de imágenes, tiene mucho que ver con el arte. El arte es un simulacro, y ese tipo de placer también es un simulacro. B. M. ¿Crees que la única remuneración de la poesía —como decía un poeta provenzal— es ser comprendida? G. de B. No; si la única remuneración del escritor fuera comprendido, dudo que nadie escribiera poemas. L. P. También es el dinero. G. de B. De la poesía no ha vivido nunca nadie. B. M. Protesto. Los roqueros. Los provenzales. Los poetas chinos. Los japoneses. G. de B. El caso de los roqueros, que es poesía, elimina uno de los factores para mí fundamentales de la creación de poesía, que es su gratuidad. Si Bob Dylan hace una mala canción la gente dice sencillamente que la canción es mala. Pero como tenía que grabar un L. P., la canción está justificada por el L. P. Pero si nosotros hacemos un mal poema, como no lo hacemos para ganar dinero ni para grabar un L.P. no nos justifica nadie; nos podríamos haber callado. Eso es lo terrible de la poesía. Su gratuidad. B. M. ¿Qué relación crees que hay entre un simple poeta y un poeta militante en un partido? ¿Qué relación hay entre un poeta en lengua castellana y el PSUC que defiende la canción catalana? G. de B. Un poeta no debe militar en un partido político porque con ello comete un gran disparate. Hay dos clases de políticos: los que están tan convencidos de lo que predican que no se toman el trabajo de convencer a los demás, y los que no están convencidos de nada, pero conocen la técnica para convencer a los demás. Desgraciadamente, el intelectual no pertenece a ninguno de estos dos géneros. El intelectual pertece a otro más incómodo: el género de los que están siempre, no intentando convencer a los demás, sino intentando convencerse a sí mismos, sin acabar nunca de convencerse del todo. Por eso, el intelectual metido en política va más lejos que nadie. La persona que está intentando convencerse a sí misma irá hasta donde sea con tal de con-
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seguirlo; por eso los intelectuales, cuando se hacen del PC, se hacen estalinistas. B. M. ¿Qué piensas de los movimientos de liberación de las mujeres, de los homosexuales, de los niños, de los llamados locos? G. de B. Desde el punto de vista de la homosexualidad estoy perfectamente de acuerdo, estoy a favor. Desde el punto de vista de la literatura no estoy del todo a favor porque los ghettos producen buena literatura. Dudo que Proust fuese como fue sin la existencia del ghetto homosexual. Un mundo cerrado es la primera condición para escribir buena literatura. Los ghettos ayudan a producir buena literatura porque fijan los componentes semánticos. B. M. ¿Qué relación tienes con el cine? G. de B. Mis contactos con el cine se remontan a los trece años. Después dejó de interesarme. Mis contactos posteriores han sido aventuras de azar. Me interesa por ejemplo que Bergman, en Gritos y susurros, encuentre un equivalente en imágenes a la narración en tercera persona de estados interiores. Me interesa eso pero son puramente azares. El cine me interesa muy poco. Es un arte de negritos hecho para esquimales. Todo ese número que se ha montado ahora de la infuencia del cine en la manera de narrar, contar o de ordenar imágenes de los escritores es falso, porque la manera de montar imágenes estaba ya inventada mucho antes en la literatura. Antes de que se inventase el cine estaba en Garcilaso y éste en Bocángel. Fíjate si no es cinematográfico este montaje: “El agua clara con lascivo juego / nadando dividieron y cortaron, / hasta que el blanco pie tocó mojado / saliendo del arena, el verde prado”. El Viejo Topo, nº 7, abril de 1977, páginas 41-43.
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AGRADECIMIENTOS
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N toda obra de creación acostumbran a participar junto al autor un conjunto de personas que no siempre ven reconocida su colaboración. A pesar de figurar mi nombre como único responsable de la edición quisiera aclarar que ésta ha sido en mayor o menor medida el fruto de una labor colectiva. Mi agradecimiento más sincero a todas estas personas.
A Enrique Montáñez, que desde México y sin él saberlo impulsó este proyecto. A Ferran Amat de la Galería Vinçon, por intentar encontrar una conferencia que, a pesar del tiempo, él no había olvidado. A María Martín Velázquez, por hallar lo que ni ella ni yo sabíamos que existía. A José Batlló, por la enorme generosidad que se esconde tras esa aparente displicencia. A Juan Carlos Lánguiz, por su inagotable comprensión y diligencia. Es un lujo tenerte como amigo y jefe. A Héctor Leal, por su perspicacia filológica y su incondicional apoyo. A Sergi Balari, por su amistad y su gran competencia lingüística. A las tres Marías, Paquita, Babu y Leda, por cuidar de lo importante mientras yo me extraviaba en lo superfluo. Sólo por eso os debo una. En especial a ti, Paquita. A Vicente Juan-Senabre, por sus consejos. Haber adoptado otro criterio en la edición no significa no haber tenido en cuenta tus palabras. A Jérôme Bertolutti, por sus correcciones del francés. A Irene Curt, la “puça”, por los inicios de todo. A mi padre, por preocuparse por su hijo. A mi madre, por acompañarme siempre en los viajes importantes.
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AGRADECIMIENTOS
Y sobre todo quisiera dar las gracias a aquellas personas sin las cuales este libro jamás hubiera sido posible: A Mª del Pilar Rodríguez Tornel, por su serena conformidad ante la gran cantidad de notas y correcciones de la edición. Me resulta imposible creer que no te haya hecho perder la paciencia. A Chus Visor, por dejarse enredar en todo este tinglado y apostar por el libro. A Benito Fernández, por su inestimable generosidad al facilitarme la mayor parte de los textos inéditos. No sé todavía cómo, pero tendré que compensar a tu hijo por las reiteradas intrusiones en su habitación. A Túa Blesa, por creer en esta publicación antes que nadie. Poder contar con su cercanía y buen criterio ha sido todo un lujo del que puedo presumir. Sin su constante apoyo este libro no habría sido posible. Me siento en deuda contigo. A Santiago de Villa, “Santi”, cuyo nombre debería figurar en la portada del libro al lado del mío como responsable de esta edición. Tal omisión no puede esconderse tras la amistad. He abusado de ella y lo sé. Gracias, hermano. A María, por saber perdonar lo imperdonable. Sin tu apoyo y tus consejos jamás habría sido capaz de terminar el libro. Te debo eso y mucho más. Pues eso. A Lucas, porque algún día leerá estás páginas sin saber que él ha sido el aliento fundamental de este libro. Se cocinaron juntos, aunque él me quedó infinitamente mejor. A LMP, por no dejar nunca de conspirar. Leopoldo, mi hijo estuvo a punto de llevar tu nombre. Finalmente se lo pusimos a su monstruo de peluche.
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ÍNDICE DE LOS TEXTOS
I. PROSAS ENCONTRADAS 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24.
Poética ......................................................................................................... Introducción a la poesía ............................................................................... Carlos Piera ................................................................................................ Los abominables mamarrachos..................................................................... El vello de Rolando ..................................................................................... Acerca del excremento y de quienes lo devoran ............................................ Malos escritores, no: delincuentes ................................................................ Es-pa-ña....................................................................................................... Aux grands hommes la patrie reconnaissante.................................................... Abrir una puerta puede ser peligroso ............................................................ La cabeza del bautista................................................................................... Masa y molécula ......................................................................................... Contra el libro ............................................................................................ Razón y expresión ........................................................................................ Del humor al sarcasmo pasando por la ironía ............................................... El dogma, o el pensamiento culpable ........................................................... Veneración y execración .............................................................................. Ética y Psicoanálisis...................................................................................... Psicoanálisis y socioanálisis........................................................................... El destino (Homenaje a Otto Rank)............................................................. Ética y lenguaje ........................................................................................... El suplicio.................................................................................................... Psiquiatría y tortura ..................................................................................... Manifiesto del II Colectivo de Psiquiatrizados en Lucha...............................
25 26 28 30 33 39 44 47 50 53 55 57 61 62 65 68 71 74 77 79 81 83 86 88
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552 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31. 32. 33. 34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43. 44. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52. 53. 54. 55. 56. 57. 58.
ÍNDICE DE LOS TEXTOS
Pancho Ortuño ............................................................................................ La lógica de la apariencia.............................................................................. Presentación del superhombre...................................................................... El concepto de dis-comunicación................................................................. “[Déjame que tome un cubalibre…]” .......................................................... Sade, o la comunión .................................................................................... Tratado general de urbanismo unitario ........................................................ Breve historia de la brujería y del satanismo ................................................. Dolor real y sufrimiento imaginario ............................................................. Acerca de la literatura................................................................................... Balada de la cárcel de Reading o de la jaula de Pound .................................. Nadie sabe vivir ........................................................................................... RTVE en la vida privada .............................................................................. Carta a Luis Felipe Alegre ............................................................................ Ante la rebelión de los estudiantes................................................................ “Me han vuelto loco” ................................................................................... Me dicen que no escriba esto ....................................................................... La identidad como problema esquizofrénico ................................................ Epitafio para Eduardo Haro Ibars ................................................................ La canción de amor y muerte del alférez Cristoph Rilke.................................... Algo sobre mi literatura................................................................................ Peter Pan, el asesino ..................................................................................... Practicar la poesía......................................................................................... Pintura e Idea .............................................................................................. Acerca de la escritura.................................................................................... Sobrevolando a Deleuze ............................................................................... La palabra “esquizofrenia” ........................................................................... ¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!.......................................................... La muerte y la doncella ................................................................................ Dios en la herejía medieval........................................................................... Aleph ........................................................................................................... ¿Quién tiene miedo de Virginia Woolf?........................................................ La opinión ................................................................................................... Proximidad del suicidio ...............................................................................
91 93 94 103 108 111 113 127 141 143 146 149 151 152 154 155 158 160 163 165 175 177 179 182 184 188 190 193 195 197 201 202 208 210
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ÍNDICE DE LOS TEXTOS
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II. ARTÍCULOS EN ABC 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31. 32. 33. 34.
La exterioridad de la palabra (I)................................................................... La exterioridad de la palabra (II).................................................................. Drogas y Filosofía (I) ................................................................................... Drogas y Filosofía (II).................................................................................. La fecha de la locura (I) ............................................................................... La fecha de la locura (II).............................................................................. La fecha de la locura (III) ............................................................................ La fecha de la locura (IV) ............................................................................ Defensa del rey ............................................................................................ Entender la poesía........................................................................................ Dos muertos en vida.................................................................................... Ética y locura .............................................................................................. El castigo de la idea ..................................................................................... Miedo y estremecimiento............................................................................. Hegel y Lacan .............................................................................................. El “monstruo”.............................................................................................. Amontillado task ......................................................................................... Palabra y realidad......................................................................................... Religión y locura.......................................................................................... Biografía y nada ........................................................................................... Tema de la muerte del héroe........................................................................ La poesía de Pere Gimferrer ......................................................................... Acerca del “yo” y del “otro”.......................................................................... Psicoanálisis y Parapsicología ....................................................................... Por qué arden las estrellas fijas ..................................................................... Nijinsky y Artaud ........................................................................................ La idea como esencia trágica ........................................................................ El Golem ...................................................................................................... Para un seminario sobre Jacques Lacan ........................................................ Acerca del valor social .................................................................................. Vigencia del Psicoanálisis ............................................................................. Dos tópicos: la vida y el hombre.................................................................. Al pie de la horca......................................................................................... Dios y la esquizofrenia .................................................................................
213 215 217 219 221 223 225 227 229 232 234 237 239 241 244 246 248 250 252 254 256 258 260 262 264 266 268 270 272 275 277 280 282 284
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554 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43. 44. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52. 53. 54. 55. 56. 57. 58. 59. 60. 61. 62. 63. 64. 65. 66. 67. 68. 69. 70.
ÍNDICE DE LOS TEXTOS
Camino de la voz......................................................................................... Del difícil problema de estar solo................................................................. El monstruo................................................................................................. Contra Neruda ........................................................................................... Acerca del Proyecto Hombre........................................................................ Van Gogh o el fuego solar............................................................................ La rebelión contra Hegel.............................................................................. Acerca de la muerte y el vampiro ................................................................. Auschwitz o la promiscuidad animal............................................................ El misterio de la desaparición de la ética...................................................... Acerca de Dios como principio de locura..................................................... El misterio del cuerpo humano.................................................................... Acerca del peligro amarillo........................................................................... Proletariado y locura .................................................................................... H. P. L. y Blake: Mitología y delirio ............................................................ Acerca de la supuesta dualidad del sujeto .................................................... Acerca de lo que se llama cursi..................................................................... Pájaros y flores ............................................................................................. Humano, solamente humano....................................................................... Palabra vacía y palabra plena........................................................................ Yo maté a John Lennon ............................................................................... Prólogo a la pintura de Sebastián Luque ...................................................... La duda theologica ..................................................................................... Psiquiatría y Filosofía .................................................................................. Por una concepción científica de la magia y de la brujería (I) ...................... Por una concepción científica de la magia y de la brujería (II)..................... Mallarmé: esteticismo y dolor ...................................................................... Poesía agrícola y poesía urbana ................................................................... Acerca de la máscara ................................................................................... Teoría del confinamiento ............................................................................. Dejar de beber ............................................................................................. Dos sonetos (I) ............................................................................................ Dos sonetos (II) ........................................................................................... Salir del manicomio..................................................................................... El arte como homenaje a la ruina ................................................................ Teoría de la venganza ...................................................................................
286 288 290 293 295 297 299 301 303 305 307 309 311 313 315 317 319 321 323 325 327 329 331 334 336 338 341 343 345 347 349 351 353 355 357 359
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ÍNDICE DE LOS TEXTOS
71. 72. 73. 74. 75. 76.
La parábola del clochard .............................................................................. La metamorfosis ............................................................................................ Acerca del problema de la identidad ............................................................ La Medicina y el Mal................................................................................... Yocknapatawfa y El castillo .......................................................................... La poesía confesional ..................................................................................
555 361 363 365 367 369 371
III. ARTÍCULOS EN EGIN 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27.
A lo largo de un cuerpo ............................................................................... Muestrario de la monstruosidad (I).............................................................. Muestrario de la monstruosidad (II) ............................................................ La Moral como labia o los mandamientos del gitano................................... Revisionista.................................................................................................. Acerca de la autonomía de la poesía............................................................. Ideología y vida (I)....................................................................................... Ideología y vida (II) ..................................................................................... A favor de las drogas .................................................................................... Vigencia del Psicoanálisis (I) ........................................................................ Vigencia del Psicoanálisis (II)....................................................................... Vigencia del Psicoanálisis (III) ..................................................................... La palabra como poder ................................................................................ Wilde en París ............................................................................................. Pederastia..................................................................................................... Horda primitiva........................................................................................... La Gran Política........................................................................................... Acerca de la sexualidad humana................................................................... El dios rojo .................................................................................................. Feminismo................................................................................................... Acerca de Kafka ........................................................................................... Drogas y locura............................................................................................ Del humor y de la risa ................................................................................. Ser o tener el falo......................................................................................... Acerca de Jesús en la cruz (I)........................................................................ Acerca de Jesús en la cruz (II) ...................................................................... Ética y alcohol .............................................................................................
375 376 378 379 381 385 388 390 391 392 394 395 397 399 401 403 405 407 409 411 413 415 417 419 421 423 425
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556 28. 29. 30. 31. 32. 33. 34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43. 44. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52. 53. 54.
ÍNDICE DE LOS TEXTOS
La prohibición de la infancia (I) .................................................................. La prohibición de la infancia (II) ................................................................. Pegan a un borracho .................................................................................... El fascismo o el sadismo sin sexo ................................................................. El enfermo imaginario ................................................................................. La mirada triste del Anticristo...................................................................... Inexistencia de la idea de patria ................................................................... Acerca del conductismo ............................................................................... Quién soy .................................................................................................... Imitar la locura ............................................................................................ Acerca de Jean Paul Sartre............................................................................ Acerca de los malos escritores....................................................................... Nomme de Dieu............................................................................................ Acerca del cuerpo......................................................................................... Acerca de una Resurrección ......................................................................... Los manicomios o las máscaras de la muerte................................................ El lenguaje impublicable de la paranoia ....................................................... Acerca del pretendido animal ...................................................................... La Psiquiatría o el castigo de la extrañeza..................................................... Acerca del “Hombre de los Lobos” .............................................................. El misterio de la Verdad............................................................................... Lenguajes psicótico y proletario ................................................................... De la extrañeza parcial a la extrañeza absoluta ............................................. Una superstición más de la Psiquiatría ......................................................... Acerca del asesinato ..................................................................................... La noción de “pecado” como certidumbre del otro ...................................... Strindberg y sus enemigos eléctricos ............................................................
427 429 431 432 434 435 437 438 439 441 442 444 445 447 449 450 452 454 456 458 460 462 464 466 468 470 472
IV. APÉNDICE A. ARTÍCULOS ENFRENTADOS 1a. El callejón sin salida, José Batlló................................................................... 1b. De Panero a Vilumara, Leopoldo María Panero........................................... 2a. El Movimiento Dadá, asesinado, Eduardo Haro Ibars..................................
479 483 486
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ÍNDICE DE LOS TEXTOS
2b. 3a. 3b. 3c.
El Movimiento Dadá, asesinado, Leopoldo María Panero............................ Última poesía noespañola, Leopoldo María Panero ...................................... No dar pie con bola, Guillermo Carnero ..................................................... Nueve aforismos para un neojoven, José Ángel Valente ................................
557 488 490 505 509
B. TEXTOS INÉDITOS 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Esbozo de la conferencia “La Gran Política, o Política de las Artes prohibidas” Yo acuso (I).................................................................................................... Yo acuso (II) .................................................................................................. Yo acuso (III) ................................................................................................. La sucia y larga historia de la manipulación de un crimen ............................ “Alonso Vega”. Diario casi imaginario............................................................
513 516 518 521 524 526
C. ENTREVISTA A JAIME GIL DE BIEDMA 1. Gil de Biedma o la palabra sentida, sufrida y gozada .....................................
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“Rezo —pues las palabras vacías se marcharon sin ser oídas y sólo la plegaria queda en pie— para que aun cuando tarde mucho en morir y en escribir mi nombre al fin sobre la lápida puedan un día decir sobre ese frío que no estuve loco.” LEOPOLDO MARÍA PANERO, “Corrección de Yeats”, Narciso en el acorde último de las flautas