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Spanish Pages [217] Year 2018
Colección La Otra psiquiatría Dirigida por José María Álvarez y Fernando Colina
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ORÁCULO DE TRISTEZAS La melancolía en su historia cultural
DAVID PUJANTE Prólogo de José María Álvarez y Fernando Colina
Colección La Otra psiquiatría
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Créditos Colección La Otra psiquiatría Dirigida por José María Álvarez y Fernando Colina Título original: Oráculo de tristezas La melancolía en su historia cultural © David Pujante, 2018 © Del Prólogo: José María Álvarez y Fernando Colina © De esta edición: Pensódromo 21, 2018 Diseño de cubierta: Pensódromo Imagen de cubierta: Edvard Munch - Melancholy (1894) Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions. Editor: Henry Odell [email protected] ISBN print: 978-84-947520-6-3 ISBN e-book: 978-84-947520-7-0 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
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Índice Prólogo - El oráculo de tristezas más certero Palabras preliminares I. ¿Es mejor reír que llorar? Demócrito y Heráclito, dos caras del melancólico sentir 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
De qué hablamos El que ríe y el que llora. La tradición clásica El renacimiento Demócrito melancólico. Burton y el pensamiento barroco El tópico en el primer clasicismo francés El racionalismo europeo ante el tópico. Una nueva transformación Reconocimiento contemporáneo de la risa democrítea. A modo de breve colofón
II. El temperamento melancólico en Grecia y Roma. Unos cuantos nombres al comienzo de una larga reflexión III. Genio y carácter melancólico. El Problema XXX del Pseudo-Aristóteles IV. El demonio meridiano: pensamiento medieval sobre la melancolía. El deseo sin objeto V. La melancolía, enfermedad del genio. El individualismo renacentista y la melancolía. Ficino y el nuevo elogio del hombre artista VI. La melancolía, hacia una elegante manera de estar en el mundo. El norte y el sur de europa ante el sentimiento de tristeza barroco VII. España, el Siglo de Oro de los melancólicos VIII. La melancolía hispana, entre la enfermedad, el carácter nacional y la moda social IX. Melancolía y siglo XVIII en España. ¿La disolución de un carácter y una cultura? De la España melancólica a la España ilustrada La melancolía en el siglo XVIII europeo. La douce mélancolie, un invento francés para el racionalismo
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El carácter melancólico y el declive cultural en la España del XVIII X. La melancolía romántica y los liberales españoles. El ejemplo de Blanco White XI. La melancolía amorosa en el surrealismo de Lorca. El público y lo uno imposible 1. Surrealismo y melancolía. Los orígenes en el teatro de Lorca 1.1. Nueva tradición de la risa democrítea: el humor negro, del Pequeño Romanticismo al Surrealismo 2. Amor pasión / amor melancólico. El amor como imposible fusión de los amantes, rasgo fundamental de El público 2.1. El objeto fantasmático del amor melancólico y su concreción homosexual 2.2. Su reflejo en El público XII. Enfermedad y melancolía en la literatura y en el arte del siglo XX. El ejemplo de David Nebreda 1. Melancolía y creación en el siglo XX. Benn: creatividad y enfermedad como unidad demoníaca 2. El ejemplo de David Nebreda y el delirio de Cotard Sobre el autor Notas
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Prólogo El oráculo de tristezas más certero Más pronto o más tarde todo historiador se enfrenta inevitablemente a la tristeza. La historia es triste, melancólica, atada al pasado y vinculada a la pérdida, lo que contagia al estudioso y le provee de una fisonomía nostálgica y un aire serio y riguroso. Pocos como él están más preparados para relativizarlo todo y, levantando la alfombra de las apariencias, observar las distintas venas y capas de las cosas. Suponemos que éste ha sido el destino de David Pujante quien, como nuevo Burton, no ha encontrado mejor recurso contra la melancolía que dedicarse a su estudio. Aunque esta misma suposición la hacemos extensiva a cualquier hombre de letras o amante de la literatura si tropieza con este problema y se aventura en su repaso. El libro se enmarca en una colección de psiquiatría que aspira a ser una alternativa humanista al cientificismo pragmático, al reduccionismo biológico que ha secuestrado la disciplina. Y esa orientación rebelde, que cuenta con numerosos apoyos — fenomenológicos, existencialistas, hermenéuticos o lingüísticos—, tiene en la melancolía uno de sus refugios principales. Primero, porque es un concepto inscrito en la historia, como el autor nos hace ver brillantemente en su largo recorrido por la cultura. Y, en segundo lugar, porque representa la tristeza inmaterial de los hombres, un dolor moral muy asequible a la valoración subjetiva, sin necesidad de recurrir para su explicación a consideraciones médicas o científicas. La tristeza es el vínculo privilegiado que la psiquiatría mantiene con las ciencias humanas, de cuyo seno sólo debió apartarse parcialmente en vez de excluirse como lo ha hecho durante las últimas décadas con singular crudeza. A fin de cuentas, la ciencia positiva tiene poco que decir sobre la melancolía del alma, y sólo acierta a reducirla a un humoralismo neurotransmisor que, a 7
su pesar, tiene bastante que ver con la discrasia humoral de la antigua teoría hipocrática, aunque muy poco con la descomunal riqueza simbólica y alegórica de su antecesora. El positivismo psiquiátrico, es decir, la medicina aplicada a los problemas mentales, donde se encuadró la psiquiatría desde su nacimiento a principios del siglo XIX, intentó de inmediato la transposición de los sufrimientos psíquicos en enfermedades. Un procedimiento de reducción y encajamiento nosológico que enseguida encontró en la melancolía una resistencia inflexible. La melancolía se opuso, como ninguna otra experiencia mental, a esta tendenciosa metamorfosis. La encaró sencillamente aprovechando el carácter familiar de su malestar, esto es, su semejanza y continuidad con la tristeza que experimentamos en la vida ordinaria. La pena que sentimos en condiciones normales se vive con lisa y llana naturalidad, buscando los motivos que la despiertan en el entorno y en el interior del psiquismo, sin recurrir a causas cerebrales extraordinarias. Sigue siendo una falacia sorprendente, pero contumaz, que cuando alguien está algo triste la psiquiatría actual no se haga preguntas sobre el soporte cerebral del apenado, y atienda preferentemente a las circunstancias personales que la generan, mientras que si está muy triste sólo considere los orígenes biológicos y se olvide de los avatares biográficos del desconsolado. No obstante, la melancolía se opuso como gato panza arriba a su desaparición, que no sucedió hasta la década de los ochenta del siglo pasado, cuando el giro positivista se convirtió en el paradigma dominante. Hasta entonces, su malestar pudo ser explicado con los mismos recursos interpretativos con que lo hacemos sobre la soberbia, la humildad o la osadía, sin necesidad de atizar los hechos con razones patológicas o recurriendo a procedimientos morbosos. Todo lo que sucedía en la melancolía estaba en continuidad con lo que ocurría a diario en la calle. Recurrir al concepto de enfermedad exigía, por lo tanto, acabar lo antes posible con ese molesto término, como primer paso para eliminar del acervo popular todas las explicaciones simbólicas, religiosas y morales que, desde dentro de la omnipresente teoría hipocrática, acompañaban al estudio de las causas. Sin embargo, la teoría humoral reinó algo más de veinte siglos, lo que ha dejado en el inconsciente colectivo un saber que no puede ser expurgado y anulado sin más, tras supuestas causalidades físicas o químicas del cerebro. La literatura, la historia, la antropología, la filosofía misma, acaban venciendo con su fuerza interpretativa. La prueba ejemplar de ello la tenemos aquí
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delante, en la reflexión que nos ofrece el profesor Pujante en su recorrido sobre los mil rostros de la melancolía a lo largo del tiempo. Gracias a estos obstáculos que se oponían a una modernidad dogmática y totalitaria, se necesitó más tiempo del que se pretendía para hacer desaparecer el vocablo, como intentó hacerlo Esquirol, a comienzos del siglo XIX, sustituyéndolo a poco de iniciar su carrera por el infortunado nombre de lipemanía. Con este giro pretendía introducir una noción que no tuviera connotaciones literarias, poéticas o filosóficas como lo eran todas las antiguas, y que hoy, por desgracia y una vez expurgadas del discurso, se echan de menos en las valoraciones contemporáneas. Un proyecto que fracasó en aquel momento por intentar empezar la casa por el tejado, cambiando el nombre antes de que cambiaran las ideas que le amparaban. Fue necesario esperar al proceso inverso, de vaciar primero el concepto y expulsar después la palabra, devenida ya inútil, del dominio médico. Así lo han hecho los nuevos manuales nosológicos con su plétora de insulsos apartados, consiguiendo que dentro del dominio de la profesión ya sólo hable de melancolía la corriente, hoy minoritaria, que se opone al camelo de la psiquiatría de la evidencia. Tendencia opositora que rechaza dar a las psicosis el trato de enfermedades y sólo ve en ellas serias dificultades en el proceso de subjetivación. Sea como fuere, este texto que presentamos viene a alimentar a la Otra psiquiatría y a recordarle su obligación principal, que no es otra que entender al sujeto como sujeto, y a sostener la tristeza como sentimiento, como emoción y como síntoma de cualquier dificultad psicológica. Para ayudarnos a alcanzar ese objetivo contamos con este libro, donde vamos a encontrar pormenorizada la sabiduría que ha acumulado el hombre, a lo largo de los siglos, sobre ese testimonio de su imperfección que, según la Enciclopedia de Diderot, constituye la tristeza del hombre. El lector de este texto tiene ante sí muchos de los escenarios en los que la melancolía ha influido en los asuntos humanos, y sólo le cabe juzgar en torno a cuáles permanecen incólumes, indisolublemente atados al tiempo, y cuáles han sido desplazados y abandonados a la inercia del pasado. Pero torcerá su entendimiento si se obliga a creer que la modernidad y la ciencia han borrado la historia y no se conserva nada de lo anterior, como si se hubiera hecho tabla rasa de esa cultura que ha guiado nuestros pasos. Podemos encontrar entre las páginas de Pujante varios ejemplos de hasta qué punto los nuevos conceptos vigentes, que tomamos por demostrados y evidenciados desde hace pocos años, tienen una historia milenaria que conviene conocer para no volvernos ciegos. 9
Valga, sin ir más lejos, el solicitado término de bipolaridad, pues basta iniciar el primer capítulo de esta obra para tropezarnos de bruces con la confrontación entre la risa de Demócrito y el llanto de Heráclito. Un encuentro que representa una figura tradicional, un tópico que el autor estudia desde la tradición grecorromana al racionalismo europeo, pasando por el Renacimiento, el Barroco y el primer clasicismo francés. En este sentido, la bipolaridad que justifica la nosología actual no es más que un avatar temporal de la dualidad que acompaña a la tristeza desde sus orígenes. La melancolía, de hecho, es el territorio de la dualidad, la duplicación y las máscaras. Así como la esquizofrenia es el dominio de la escisión, de la ruptura y del delirio enfebrecido, la melancolía en cambio conserva la doblez en su propio interior, sin fractura. Para desdoblarse, echa mano de opciones alternativas, del llanto y la risa, del mismo modo que se alternan la noche y el día, la tarde y la mañana. Y cuando no llegan a lograrlo mediante ese desdoblamiento, se disfrazan recurriendo al mundo de las apariencias y las simulaciones, con ademanes, artificios y cambios de cara. Por eso avergüenza o escandaliza observar la premeditada ingenuidad con que la psiquiatría actual resucita la bipolaridad como si fuera una predeterminación orgánica, en vez de ver en ella la simple constatación de un rasgo inherente a la tristeza desde que hay noticias de ella. En su rico recorrido por la cultura melancólica, el autor nos acerca además a otras dos experiencias que comprometen en primer plano a la clínica psiquiátrica: el genio y la vida amorosa. La creatividad del loco ha encontrado en la melancolía su expresión más conocida. Ese viaje a los infiernos y a la oscuridad pulsional, que tan bien identifican a la tristeza más profunda, es el camino predilecto del artista. Es en el vacío de la nada y la falta de luz donde el hombre encuentra lo nuevo y le da forma en su camino hacia la superficie. Si algo enriquece al hombre es esa inspiración que el genio va dolorosamente llenando mientras permanece a solas, estático, dolorido y callado. Es sorprendentemente de la pesadumbre, a primera vista muy improductiva, de donde el melancólico puede extraer nuevas formas, nuevas visiones y nuevos objetos. A esa actividad creadora aludía Artaud con alaridos, reclamando que no se le atontara a fuerza de electrochoques y medicamentos. Y esa misma petición es una fórmula constante de los locos en sus consultas solicitando respeto a su libertad y exigiendo por delante de ellos un terreno despejado de minas farmacológicas. Sólo de ese modo, limpios de injerencias tóxicas, pueden expresar, a expensas de sus síntomas y suplencias, 10
todo el caudal creativo que necesitan para mantener su dignidad en cualquier circunstancia alienadora. Ahora bien, dado que esta petición suele ser sistemáticamente desoída por el plantel de psiquiatras, conviene que el lector adscrito a las plantillas de salud mental vuelva de vez en cuando al libro de Pujante y medite sobre alguna de las sublimes creaciones que nos ofrece la locura. De ese modo, aparte de enriquecer su patrimonio cultural, se sentirá menos curador pero más tolerante con las aseveraciones más locas. Quizá el arte de la psiquiatría no consista más que en eso, en conseguir con nuestra presencia, y precisamente con nuestra presencia, que el loco se sienta más libre y menos desamparado pese a su conducta y sus ideas. Por otra parte, si en algo podemos fiar la intransigente presencia de la melancolía es en su estrecha relación con el círculo amoroso. Borrar la melancolía de nuestro horizonte equivale a intentar erradicar el deseo de la existencia. No hay texto sobre ella que no tenga al amor por protagonista, ni hay estudio acerca del deseo que no rinda su tributo a Eros y Afrodita. De ahí el ridículo de reducir la tristeza a la medicina, que es tanto como estudiar en clave médica los Remedios contra el amor de Ovidio o las cuitas escritas desde el Mar Negro por el célebre poeta. La melancolía no desaparecerá de la psiquiatría antes de que el amor lo haga de nuestra vida. Esa es la predicción más ajustada, el Oráculo de la tristeza más certero.
José María Álvarez y Fernando Colina
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Palabras preliminares Este libro nace de un encargo que me hizo, irá para un año, el Dr. José María Álvarez. Vino el encargo a rebufo de la publicación de mi libro Eros y Tánatos en la cultura occidental. Un libro extenso, concienzudo, que me ocupó más de quince años construir y matizar con la lentitud que me gusta. Tuvo su origen en mi investigación para algunos de mis cursos de literatura comparada en la Universidad de Valladolid. Pero no había sido el único tema desarrollado en esos cursos, impartidos por mí durante más de quince años en la Titulación de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, hasta que desapareció del plan de titulaciones por orden ministerial. Durante todos esos años traté de temas como la amistad, el mal o la melancolía en su desarrollo cultural y literario a lo largo de la historia de Occidente. Aprovecho para decir brevemente que mi concepción de tema nada tiene que ver con la imperante en la literatura comparada decimonónica (pura erudición), sino con las representaciones que los hombres hacemos de nosotros mismos en relación con el mundo en el que estamos insertos. Tiene que ver con los grandes mitos humanos, pues, como decía Nietzsche, carente de mito, toda cultura pierde la sana fecundidad de su energía nativa. Sobre este particular me explayo en la parte teórica del mencionado libro Eros y Tánatos, y a ella remito a cualquier persona curiosa y gustosa por enterarse de esos mimbres teóricos, puesto que ni tiene carácter de teoría esta breve introducción ni teorizo al respecto en el libro presente, aunque evidentemente se construye sobre mis planteamientos. El primero de los temas que con éxito de alumnos había tratado en los cursos mencionados, cuando me incorporé a la Universidad de Valladolid, fue precisamente el de la melancolía. La melancolía como mito cultural y no como enfermedad. Pues siempre se escapa del diagnóstico y se inserta en el misterio y en la metáfora humana. Es un término lábil, jamás agotado, jamás acotado, pero cambiante con los siglos, en alza o 12
en declive. El curso sobre la melancolía lo repetí un par de veces con el paso de los años. Y sabedor de ello mi apreciado amigo José María, con el libro sobre Eros y Tánatos en las manos, me pidió algo semejante sobre el tema de la melancolía, que tanto lo apasiona. Por mal momento pasaba mi vida entonces, y le dije además que me era imposible hacer algo equivalente, puesto que de los apuntes para las clases al libro bien pensado y terminado iba un largo trecho, con el que no contábamos según sus rápidas pretensiones de publicación. Entonces viró su propuesta a algo que me pareció asumible: me pidió utilizar los varios artículos que había ido publicando sobre el asunto a lo largo de los años, adaptándolos para una publicación conjunta. Esa idea la consideré factible, no angustiosa para mí y que me permitía cumplir con él, algo que deseaba. El libro, sin embargo, ha requerido más dedicación de lo que yo imaginé en un principio. Al tratarse de una panorámica del pensamiento sobre la melancolía en la historia de Occidente, ha sido necesario rellenar los huecos que dejaban mis artículos publicados. Por ejemplo, el siglo XIX. Así que me vi obligado, gustosamente obligado (todo estaba ya en apuntes para las clases), a hacer algunos capítulos en exclusiva para esta edición. En cuanto a los artículos ya publicados, los he retocado evidentemente, eliminando repeticiones inoportunas y convirtiéndolos en capítulos del nuevo libro. Sólo una vez visto el conjunto, he comprendido la singularidad del resultado: hay en el libro un marco general sobre el pensamiento en torno a la melancolía hasta el Renacimiento y el Barroco, pero a partir de ahí me centro, sin que fuera en origen una pretensión consciente, en la melancolía y España, desatendiendo al resto de Europa (mucho queda por decir al respecto, mucho de lo dicho en aquellos cursos universitarios, y que no sé si lo desarrollaré alguna vez en nuevos artículos). Pero precisamente la reflexión sobre la melancolía en España me parece mi aportación más personal al tema. La recuperación renacentista del planteamiento relacional entre genio creativo y melancolía me ha permitido una reflexión sobre el carácter melancólico del pueblo español en su correlación con la gran literatura y la gran pintura surgida a su sombra durante los Siglos de Oro. Igualmente me ha permitido resolver, desde la melancolía, el problema de la caída de esa grandeza creativa durante el siglo XVIII, y también diferenciar dos romanticismos de diferente calado, el de los españoles liberales exiliados en Inglaterra frente al de los españoles románticos afrancesados o de su entorno ideológico: uno enjundioso, pero paradójicamente escrito en inglés por españoles, y otro pobre, el que todos conocemos por las obras españolas, muy dispares en interés estético. Todo a la luz 13
de ese misterio, de ese reducto de tristezas que llamamos melancolía y que se escapa de una definición definitiva, como agua en cesto. Mito, metáfora humana, melancolía.
David Pujante
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I ¿Es mejor reír que llorar? Demócrito y Heráclito, dos caras del melancólico sentir1
[…] de los melancólicos, unos ríen siempre, otros siempre lloran. (Pablo de Egina, Tratado de medicina,
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III ,
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1. De qué hablamos George Steiner, Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en el año 2001, releyendo y glosando al viejo filósofo idealista Schelling, en su librito titulado Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, nos ha hecho ver (una vez más en la historia del pensamiento) que la existencia humana contiene cierta tristeza fundamental e ineludible, y que es, dicha tristeza, la que proporciona el oscuro fundamento en el que se apoyan la conciencia y el conocimiento humanos.2 De eso, pues, vamos a hablar: de tristezas fundamentales, de tristezas inherentes al animal que un día se despertó a la conciencia. El fenómeno tiene muchos nombres, pero el que parece resistir los tiempos y las modas con fuerza siempre renovada es el de melancolía. Llamemos como llamemos a este fenómeno ambiguo, misterioso, conflictivo y complejo, lo evidente cuando lo tratamos es que estamos metiéndonos en aspectos esenciales de lo humano, algo que va unido al proceso mismo del pensamiento y al problema del conocimiento. El húngaro László F. Földényi (que, además de tener un famoso ensayo titulado Melancolía, ha escrito sobre el Saturno de Goya, y también sobre la melancólica pintura de Friedrich), resume de la siguiente manera la amplitud del tema: la melancolía es al mismo tiempo explicación de la existencia con pretensiones de poseer una validez general e inclinación individual, al mismo tiempo una fuente incontestable para juzgar el mundo y un mero estado de ánimo. 3
En ningún país puede interesar más que en España este jamás bien definido, neutralizado ni superado asunto de la melancolía, y lo digo así porque durante siglos se ha considerado el carácter español como un carácter principalmente melancólico. Jamás nuestra literatura y nuestra pintura lució tanto (y sus logros siguen admirando sobremanera a los degustadores de cultura de todos los tiempos) como en nuestros llamados Siglos de Oro, siglos de una potencia irracional, avasalladora del mundo, y que por la misteriosa coyunda de irracionalidad y creatividad fueron también los siglos dorados para nuestras artes y nuestras letras. Ese irracionalismo que todavía angustiaba a Ortega y Gasset, ansioso de complementarlo con el pensamiento germano, tiene un ingrediente importante en la melancolía. Por lo que no debe extrañar que los siglos del
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Imperio español, creación política de la voluntad primigenia del ser hispano, coincidiera con los siglos del triunfo en toda Europa de la melancolía. En estos párrafos que inician nuestro recorrido, vamos a reflexionar sobre un puntualísimo aspecto del complejo asunto que es el objeto de este libro (la melancolía y su relación con las manifestaciones culturales en Occidente). Para iniciar nuestra andadura, digo que vamos a ocuparnos de un tópico de larga ventura en la literatura y en las artes plásticas, dos caras de la misma moneda melancólica, la confrontación de la risa de Demócrito con el llanto de Heráclito.
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2. El que ríe y el que llora. La tradición clásica Si miramos a la tradición cultural de nuestros mayores, las actitudes que adopta el hombre ante esta experiencia común del vivir parecen claras, y son dos, y son extremas. Los hombres suelen (solemos) afrontar el mundo con una risa irónica, ¡qué remedio!, o bien nos ponemos a lamentarnos y a llorar ante semejante panorama tan poco halagüeño. En la tradición literaria y plástica, estas dos actitudes (que parecen mostrar caracteres totalmente antagónicos) han estado representadas muy habitualmente por dos filósofos presocráticos: Demócrito de Abdera (ca. 460 a. C.) y Heráclito de Éfeso (s. VI a. C.). La risa democrítea y el llanto heraclitéano. Del primero sabemos que había escrito un tratado sobre la alegría (quizás el origen de su tópica imagen risueña) y también sabemos que fue modelo para la escuela de Epicuro, otro dato para colegir la tradición de dicha imagen. Respecto a Heráclito, filósofo de estilo oscuro y difícil, puede que el eco melancólico de su doctrina, asentada en la idea de que todo fluye y que nada permanece constante, sea el origen de esa otra imagen contrapuesta, la oscura y llorosa. La larga tradición cultural que enfrenta a estos dos filósofos presocráticos aparece ya en la Epístola a Damageto del Pseudo-Hipócrates, es decir en la Antigüedad clásica. Leyenda de tan vieja tradición, que se ha constituido también en tópico moderno (a partir del Renacimiento), no debe su fortuna a una exclusiva referencia, quiero decir al éxito desproporcionado de la mencionada carta apócrifa de Hipócrates. Existe una rica tradición literaria desde la Antigüedad que ha unido la risa democrítea con el llanto heraclitéano. Consideremos algunos casos de esa larga cadena de referencias. El romano Juvenal, poeta satírico de finales del siglo I y principios del siglo II de nuestra era, alude en una de sus Sátiras (libro IV, X: 28-31) a los dos filósofos. El asunto aparece y reaparece en la conocida obra del filósofo bético Lucio Anneo Séneca (nacido el 4 a. C. y muerto el 65 d. C.). Así, por ejemplo, tanto en su tratado De Ira (De la Ira) (II, X: 5) como en el titulado De tranquilitate animi (De la tranquilidad del ánimo) (XV: 2). El gran Horacio (Quinto Horacio Flaco, 65-8 a. C.) había hecho también referencia a la actitud de Demócrito como la apropiada para afrontar los disparates que ofrecían los dramaturgos de su época. Dice en los versos 194 y siguientes, de la epístola I, del libro II de las Epístolas: Cómo reiría Demócrito, si viviese en nuestro tiempo, al observar fijas las miradas del vulgo en una jirafa mezcla de pantera y camello, o en un elefante blanco. Cómo atendería al público con preferencia, olvidando
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la representación escénica.
¡Cuánto nos recuerdan estas palabras al monstruo pergeñado en los primeros versos de su conocida Epístola a los Pisones y que es imagen de toda composición artística mal hecha!: Si un pintor tuviera el capricho de juntar la cerviz de un caballo a una cabeza humana y adornarla con plumas de varios colores y miembros de distintos animales, de modo que el busto de una hermosa mujer viniere a terminar en la cola de disforme pez; invitados, amigos míos, a tal espectáculo, ¿podríais contener la risa?
Sin duda en este famosísimo comienzo del Ars Poetica horaciana también nos encontramos con un eco implícito del tópico de la risa democrítea. La tradición abunda en ejemplos clásicos de todas las épocas. Luciano de Samosata (125-181), escritor sirio en griego, y uno de los primeros humoristas de la historia, acaba su tratado Acerca de los sacrificios diciendo: En fin; acciones y creencias de este tipo por parte de la mayoría, creo yo, no necesitan la crítica de un don nadie, sino de un Heráclito o de un Demócrito; el uno para reírse de su ignorancia; el otro para deplorar su estupidez.
Pero, donde la socarronería de Luciano aparece en todo su esplendor tratando el tema, es en su diálogo Subasta de vidas (secciones 13-14) . Los dioses Zeus y Hermes subastan, al mejor postor, toda la flor y nata de la filosofía: Pitágoras, Diógenes, Sócrates, Crisipo, Pirrón y, por supuesto, también a nuestra pareja: ZEUS: […] Ahora trae a otro; mejor esos dos, el que ríe, de Abdera, y el que llora, de Éfeso. Quiero que los compréis a los dos en un lote. HERMES: Bajad los dos al medio. ¡Vendo las dos vidas más excelentes; estamos subastando las más sabias de todas las vidas! COMPRADOR: ¡Ay, Zeus, qué contraste! El uno no para de reír y el otro parece que está plañendo a un muerto; por lo menos, llora a mares. Oye, tú, ¿de qué te ríes? DEMÓCRITO: (Con acento extranjero) ¿Me preguntas? Pues, porque todos los asuntos vuestros me parecen ridículos y vosotros mismos también. COMPRADOR: ¿Cómo dices? ¿Te burlas de todos nosotros y te importa un pepino nuestros asuntos? DEMÓCRITO: Así es. Nada que justifique tantos afanes hay en ellos; todo es un vacío y un impulso de átomos e infinitud. COMPRADOR: ¡Tú sí que estás de verdad vacío e infinitamente ido! ¡Maldita sea! ¿No vas a dejar de reírte? Y tú, buen hombre, ¿por qué lloras? Me parece que es mucho mejor hablar contigo.
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HERÁCLITO: Pienso, extranjero, que los avatares humanos son dignos de lamentos y sollozos y que no hay ninguno de ellos que no sea perecedero. Por ello, los compadezco y me lamento. Y no estimo importantes las cosas de ahora, sino las que serán en tiempo posterior, totalmente enojosas; me refiero a las catástrofes y al desastre del universo. Eso es lo que lamento, porque no se puede hacer nada por impedirlo, sino que en cierto modo todo se amontona en una amalgama, y viene a ser lo mismo gozar y no gozar, saber y no saber, lo grande y lo pequeño; deambulamos de arriba abajo y de abajo arriba, sujetos a cambios en el juego de la eternidad. COMPRADOR: ¿Qué es la eternidad? HERÁCLITO: Un niño que juega moviendo fichas. COMPRADOR: ¿Qué son los hombres? HERÁCLITO: Dioses mortales. COMPRADOR: Y ¿qué los dioses? HERÁCLITO: Hombres inmortales. COMPRADOR: Oye tú; enigmático es lo que dices, o ¿es que me estás proponiendo adivinanzas? Así de simple, como Loxias, no explicas nada con exactitud. HERÁCLITO: No me importa nada de vosotros. COMPRADOR: Entonces, nadie que tenga dos dedos de frente estará dispuesto a comprarte.
A Diógenes Laercio (que fue un importante historiador griego de la filosofía, y de quien se supone que vivió en el siglo III, durante el reinado de Alejandro Severo) le debemos Las vidas de filósofos; y en el libro IX nos ofrece la vida de Demócrito. El tono, serio; el fondo, lo mismo.
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3. El renacimiento En el siglo XVI, cuando se recuperan para la cultura los escritos clásicos y cuando la opción por la risa irónica ante el mundo se muestra como lo propio del hombre renacentista (pensemos en Erasmo o en Rabelais y en Montaigne), Laurent Joubert, médico francés que en ese siglo publicó un Tratado de la risa,4 ofrece a sus contemporáneos la apócrifa carta de Hipócrates a Damageto. Una carta en la que, supuestamente, Hipócrates cuenta cómo los abderitas lo llamaron para que curara a Demócrito, pues sus paisanos estaban convencidos de que se había vuelto loco, porque no dejaba de reírse a carcajadas de todo y de todos. A partir de entonces, la referencia a la visita de Hipócrates a Demócrito se hace un tópico de la cultura moderna. Daré unos ejemplos españoles. La encontramos, el mismo siglo XVI, en el Examen de ingenios para las ciencias de Huarte de San Juan.5 No falta en la literatura española del siglo XVII tampoco. Basta recordar la obra de Antonio Vieira, Lágrimas de Heráclito defendidas, o la de Antonio López de Vega, editada y reeditada en Madrid en los años 1612 y 1641, con el título de Heráclito y Demócrito de nuestro siglo. El propio Gracián, en su Criticón I, crisi quinta, dice: Coronaba toda esta máquina elegante la Felicidad muy serena, recordada en sus varones sabios y valerosos, ladeada también de sus dos extremos, el Llanto y la Risa, cuyos atlantes eran Heráclito y Demócrito llorando siempre aquél, y éste riendo. 6
Y no es la única referencia que encontramos en el Criticón. Confronte también, quien tenga curiosidad, en su Agudeza y arte de ingenio, lo que dice al tratar De la agudeza paradoja. Es la tradición clásica del reír irónico ante la manifiesta estulticia humana la que recoge el Renacimiento. Los humanistas se identifican con la actitud de Demócrito. La famosa Epístola a Damageto nos mostraba un Demócrito risueño, pero no apaciblemente risueño. Recordemos que sus conciudadanos llaman a Hipócrates porque creen que se ha vuelto loco. Locura y melancolía van de la mano como veremos más adelante, pero no quedaba explícita la relación en el caso del filósofo de Abdera.7 Si el individuo que afronta el teatro del mundo (los errores, agitaciones y desgracias humanas, así como la estulticia humana) no siempre responde con igual actitud, muchas veces la respuesta (risueña o lacrimógena) le viene dada más de la época en la que le toca
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vivir que de su particular carácter; y de esta manera, el hombre renacentista, como hemos dicho, opta por responder con ironía ante la vida. Pensemos en el Elogio de la locura de Erasmo o en el Pantagruel de Rabelais. Es una opción con conciencia de la tradición en la que está inserta. Para constatarlo, baste un ejemplo. Dice, en la décima que escribe Maese Hugues Salel al autor del Pantagruel: paréceme estar viendo a Demócrito riéndose de los hechos de nuestra vida humana.
Rabelais y la historia de la risa son tratados magistralmente por Bajtin en su libro La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais. Según Bajtin, la actitud del Renacimiento con respecto a la risa se define así: «la risa posee un profundo valor de concepción del mundo».8 El otro gran ejemplo renacentista francés es Montaigne. A él pertenece el ensayo titulado De Demócrito y Heráclito (Ensayos, libro I, cap. L). Este magnífico texto nos muestra el procedimiento y el talante de Montaigne a la hora de escribir un ensayo: toda conclusión humana es provisional. Montaigne está contra teorías definitivas, contra verdades absolutas. Su intención es conocerse a sí mismo: ensayismo intelectual y existencial: Las cosas en sí mismas puede que tengan su peso, su medida y su forma; mas internamente, en nosotros, ella [el alma] las mide según su entender.
Nuestra visión del mundo depende por tanto de nuestra alma. Ella tiñe con un color u otro la salud, la conciencia, la autoridad, la ciencia, la riqueza, la belleza y sus contrarios. Todo, pues, depende del color o del ropaje que pongamos en nuestra alma a cada cosa: «No depende nuestro bien y nuestro mal más que de nosotros». En este ensayo de Montaigne el concepto de Fortuna se opone a la fuerza de nuestras costumbres. Todos nuestros actos, serios o frívolos, nos muestran. El ejemplo por excelencia de este relativismo (en cuanto a las visiones del mundo) se encuentra, para Montaigne, en el de la confrontación entre Demócrito y Heráclito, quienes, ante los mismos hechos, manifiestan un semblante bien burlón, bien apenado. Montaigne, como hombre de su tiempo, opta por Demócrito, porque en su reír ve desdén (que es lo que merece nuestro poco valor, el poco valor de las personas). En la compasión, por el contrario, ve estima por el mundo: nos compadecemos de lo que 22
creemos valioso. Montaigne, sin embargo, diagnostica así nuestra manera de ser: «No pienso que haya en nosotros tanta desgracia como vanidad, ni tanta maldad como estupidez». Una comparación paralela se da en este mismo ensayo: la de Diógenes (cínico y risueño) con Timón (aborrecedor de los hombres). A este último dedicará una magnífica obra de su teatro el gran Shakespeare, Timón de Atenas. Pero el Renacimiento es italiano y en su ámbito tiene importante presencia la parábola de los dos filósofos. Aparece en los Emblemas de Alciato, un libro que superó las 150 ediciones en los siglos XVI y XVII, y que se erigió en una de las escasas obras influyentes en toda la Europa renacentista. En los famosos Emblemas no podía faltar la consideración de la condición humana, y a ella dedica dos el autor, uno de los cuales (según las ediciones, el 151 o el 152) se titula In vitam humanam (Sobre la vida humana) y nos presenta a dos personajes contrapuestos en su consideración de la vida humana. Son Heráclito lloroso y Demócrito riente.
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Alciati Emblematum liber Emblema CLII In vitam humanam
Plus solito humanae nunc defle incommoda vitae Heraclite: scatet pluribus illa malis. Tu rursus, si quando alias, extolle cachinnum Democrite: illa magis ludicra facta fuit. Interea haec cernens meditor, qua denique tecum Fine fleam, aut tecum quomodo splene iocer. La traducción de la leyenda que trae el emblema es la siguiente: Llora, Heráclito, ahora más de lo que sueles, las penalidades de la vida humana, pues los males abundan cada vez más en ella. Tú, por el contrario, Demócrito, redobla más que antes tus carcajadas, pues la vida se ha vuelto más chistosa. Contemplándola, me pregunto si finalmente lloraré con uno de vosotros o de qué modo me partiré de risa con el otro. 9
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En el grabado que reproducimos (hay muchas variantes, según las ediciones) nos encontramos con un Demócrito con las manos al aire, risueño, ante un horizonte despejado, abierto a lo celeste; todos ellos, pues, elementos positivos, de armonía con el universo. Enfrente está un Heráclito lloroso, con una mano en el rostro (en otros grabados, ambas manos), mirando hacia el suelo (lo terreno) y bajo un árbol; apegado, pues, al ensimismamiento y al refugio. Alciato es un hombre que parece todavía a mitad de camino entre la Edad Media y el Renacimiento, pues, si bien dedica dos emblemas a la realidad de la vida humana, es a la muerte, que le sigue en orden, a la que dedica nada menos que seis de sus emblemas. Esta desproporción no es característica de un verdadero renacentista. De dónde le venga a Alciato la parábola filosófica no lo sabemos, porque la vía de procedencia no es exclusiva de los modernos que leían a los clásicos, ya que también se proponía a los clérigos, como ejemplificar instrucción, en el siglo XIV (tal y como nos recuerda Wind en su artículo The Christian Democritus).10 Pero insistamos en que el éxito grande de la pareja de filósofos, su generalización tópica, se debe al Renacimiento. En la Italia renacentista cunden otros ejemplos. Sabemos que el gran filósofo neoplatónico Ficino tenía en su estudio un cuadro de los dos filósofos del tópico. Dice, en la carta en la que menciona la composición que adornaba la sala de su ‘Academia’: ¿Has visto en mi sala de reuniones el globo terráqueo encuadrado por Demócrito y Heráclito? Uno ríe y el otro llora. ¿De qué ríe Demócrito? De lo que hace llorar a Heráclito: La muchedumbre humana, animal monstruoso, insensible y miserable. 11
Y esta parábola sobre el dispar enfrentamiento a la vida por parte de los humanos no sólo gustó a los académicos florentinos. También tuvo éxito en Milán, como sabemos por el ya mencionado ejemplo de Alciato, y también por un fresco de Bramante que se conserva en la Galería Brera. Fresco que ha sido comparado con un largo poema de Antonio Fregoso, Riso de Democrito et pianto de Heraclito (1506). El poema fue traducido al castellano por Alonso de Lobera y editado en Valladolid en 1554.12 Ciertamente la tradición de los dos filósofos presocráticos en actitudes contrapuestas ante la vida, mostrándose como los dos arquetipos de las formas contrastadas de estar en el mundo, se consolida con mucha fuerza en la pintura. Dado que el Renacimiento gusta de dicho enfrentamiento, y lo relaciona con la influencia astral y con la teoría de los temperamentos y de los humores, no nos extraña la aparición de la pareja de filósofos en 25
el fresco de Bramante, en el que posiblemente el Demócrito sea un autorretrato del pintor (Imagen 1). El mundo aparece equidistante de los dos, pero el risueño Demócrito, a la derecha del espectador, está (como configura la tradición que viene de la Epístola a Damageto) acompañado de libros para su reflexión: libros sobre su mesa (mesa que no comparte Heráclito), y que equivale al libro sobre sus rodillas de la Epístola. La actitud risueña de Demócrito viene acompañada por su gesto: una mano abierta, tendida a su interlocutor, en actitud comprensiva, dialogante. Por el contrario, Heráclito, osco, no lo mira, baja los ojos y tiene sus manos unidas, en un gesto de cerrazón.
Imagen 1
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4. Demócrito melancólico. Burton y el pensamiento barroco En realidad fue Robert Burton (1557-1640) el primero en atribuir a Demócrito un temperamento melancólico.13 Se basa precisamente para ello en el retrato del PseudoHipócrates de la Epístola a Damageto, donde se describe a Demócrito con un libro en las rodillas, en actitud meditativa, alejado de la ciudad y escribiendo un libro sobre la locura (no está claro si sobre la locura o sobre la risa, como dijimos antes, porque ese libro no ha llegado hasta nosotros). Burton, siglos después, se siente un Demócrito joven que rehace el tratado perdido. Su libro nuevo será una acusación sobre la locura general del mundo, con base en autoridades religiosas, filosóficas y literarias. Hablamos de su famosa Anatomía de la melancolía (1621), uno de los grandes clásicos de la literatura anglosajona.14 En el frontispicio de la primera edición del libro de Burton aparece el mismo Demócrito de la Epístola, en la parte superior, sobre el título del libro, y flanqueado por dos columnas que separan al Demócrito abderita de otros dos grabados que representan animales en mitad de la naturaleza (Imagen 2). El significado de estos grabados requiere de un particular tratamiento que debemos dejar ahora.
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Imagen 2
La longevidad del tópico de los dos filósofos, el que ríe y el que llora, no quiere decir que no evolucione su sentido. Para los barrocos, no se centra en la ironía y en la risa democrítea el interés del tópico, como sucediera en el Renacimiento, sino que pasa a 28
evaluarse como una actitud paradójica, un Jano melancólico de rostros contrapuestos. La negatividad es consustancial al entendimiento barroco del mundo y las dos actitudes opuestas de Demócrito y Heráclito se entienden nacer del mismo sinsentido del mundo. Donde queda muy claro es en el poema de Bartolomé Leonardo de Argensola que transcribe el propio Gracián. Es el soneto LXXVII A un cuadro en que estaban retratados Heráclito y Demócrito. A don Nuño de Mendoza. De los dos sabios son estos retratos, Nuño, que con igual filosofía lloraba el uno, el otro se reía del vano error del mundo y de sus tratos. Mirando el cuadro, pienso algunos ratos, si hubiese de dejar mi medianía, a cuál de los extremos seguiría de estos dos celebrados mentecatos. Tú, que de gravedad eres amigo, juzgarás que es mejor juntarse al coro, que a lágrimas provoca, en la tragedia; pero yo, como sé que nunca el lloro nos restituye el bien ni el bien remedia, con tu licencia el de la risa sigo. 15
Igual filosofía parece a Bartolomé Leonardo de Argensola la del filósofo que llora y la del que ríe, como nos expone en el primer cuarteto. Ambos, sea llorando, sea riendo, tienen un igual modo de ver el mundo: negativamente. Esta negatividad del vivir es la aportación propia del Barroco al tópico de Demócrito y Heráclito. Si el Renacimiento optaba, como hemos dicho, por identificarse con la risa irónica de Demócrito; el Barroco une ambos en una misma visión negativa del mundo. El poeta muestra, en el segundo cuarteto, la famosa disyuntiva barroca: la elección de uno de los dos caminos; aunque declara encontrarse en el equilibrio clásico (mi medianía). Esa postura clásica suya se refuerza con denominar a ambos filósofos como celebrados mentecatos (es decir, mente captus, ‘que no tienen toda la razón’). Pero si el poeta hubiera de dejar su punto medio, ¿por cuál de los dos extremos se inclinaría? Los tercetos se resuelven en la doble elección como igualmente válida. Una, la atribuida a Nuño, el destinatario del soneto, quien, en opinión del poeta, juzgará «que es 29
mejor juntarse al coro / que lágrimas provoca». El segundo terceto expresa la opción de Argensola, la opuesta: «la risa sigo». No en balde se juzga en la historiografía literaria española a este poeta como un clásico en pleno Barroco. Pero su visión, si bien más renacentista, tampoco es positiva, más bien pragmática: «como sé que nunca el lloro / nos restituye el bien ni el bien remedia». De nada vale llorar, por tanto riamos. No es difícil seguir el tópico en los ejemplos pictóricos españoles del Barroco. En el Museo del Prado tenemos dos cuadros de Rubens que representan a cada uno de los filósofos: Heráclito y Demócrito (Imagen 3). También de Rubens tenemos un cuadro en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid donde aparecen juntos los dos filósofos (Imagen 4). Las coincidencias son claras: Demócrito aparece en ambas representaciones, la de Madrid y la de Valladolid, con un manto rojo, propio del filósofo risueño, vitalista aunque descreído; frente al manto negro, que recubre al filósofo del llanto. Si Demócrito aparece en ambas representaciones apoyado en la bola del mundo, como cercano a los hombres y a la tierra; en el caso de Heráclito, la lejanía es más evidente en el cuadro del Museo del Prado, pues aparece en una caverna, como un eremita retirado del mundo. En esa representación tiene la mano en la mejilla, un signo de meditación y de melancolía. Sin embargo, en la representación del Museo Nacional de Escultura de Valladolid, Heráclito, aunque separado del mundo, está cercano, y sus manos están unidas, en un signo más bien de conmiseración. Si Demócrito está bien instalado en el mundo (enhiesto, bajo la higuera, apoyado en la bola del mundo), Heráclito está en una diagonal que nos indica búsqueda de lugar en el enmarque del cuadro (como esos personajes que se incorporan en el último momento a una foto, que más que estar en la foto se asoman a ella). La diagonal barroca de Heráclito lo hace personaje de ese tiempo, pero instalándose, intentando ser coprotagonista con un Demócrito que viene de un Renacimiento que lo ha elegido con clara preferencia. En estas representaciones de Rubens, tanto la risa de Demócrito como el llanto de Heráclito se han difuminado. Los filósofos parecen unirse más que nunca en su estupor ante el mundo y en su descreimiento. Ciertamente un Jano de contrapuestos caracteres.
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Imagen 3
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Imagen 4
A Velázquez le debemos también una imagen de Demócrito, con una risa cínica que abunda en lo que ya hemos dicho (Imagen 5).
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Imagen 5
También a José de Ribera se le adscriben varias obras con el tema de Heráclito y Demócrito, entre ellas el Arquímedes del Museo del Prado (Imagen 6).
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Imagen 6
En la colección Isabel Ibáñez de Milicua, de Barcelona, existe un lienzo de Jacob Jordaens, una vez más, con ambos personajes juntos. En consecuencia, podemos decir que, con los últimos vestigios del Renacimiento, en pintura se va desdibujando de la faz de Demócrito la sonrisa y va tomando consistencia la presencia de Heráclito, siendo difícil saber cuál de las dos opciones ha de tomarse para representar al melancólico, en una época tan descreída de la humanidad. Aunque a veces Heráclito toma la delantera, también se configura un nuevo Demócrito melancólico, un Demócrito cristianizado. Si el Barroco no tiene problemas para asimilar la figura riente de Demócrito es porque considera que el mundo es bajeza. No se propone corregir el 34
mundo y sanarlo. El mal se muestra irremediable para este Demócrito barroquizado, y su risa tan sólo atestigua que el único recurso humano ante el mal del mundo consiste en levantar acta, sin por ello aceptarlo. Es una visión muy distinta del Demócrito renacentista, cuyo enfoque de los hechos humanos es acusatorio, y asume la utopía de enderezar el mundo (línea acusatoria en la que se sitúa todavía Burton). Ante los nuevos presupuestos barrocos, lo que principalmente interesa frente a nuestro tópico es saber cuál es la actitud más cristiana, si la de Demócrito o si la de Heráclito. Y aunque la compasión de Heráclito parecía hacerlo acreedor al título, la historia sin embargo ha hecho la elección contraria, tanto en la literatura cristiana como en las representaciones artísticas.16
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5. El tópico en el primer clasicismo francés Si estamos interesados en seguir viendo la evolución del tópico en la cultura europea, conviene pasar a la Francia del siglo XVII. Se considera este siglo en Francia como un siglo clásico, frente a España. ¿Cómo aparece en este ambiente y cómo se considera el tópico enfrentamiento Demócrito-Heráclito? Jean de la Bruyère (1645-1696) se hizo célebre con una sola obra: Les Caractères ou Les moeurs de ce siècle, publicada en 1688. Este moralista francés de tendencia clásica, partidario en crítica literaria de los dogmas del clasicismo, hizo una traducción de Los caracteres de Teofrasto y añadió una parte original en la que trataba de los caracteres de su siglo, que se convirtió en lo más importante del libro. Fue algo muy controvertido en su momento, porque muchos personajes importantes se vieron retratados o aludidos. En el capítulo Sobre los juicios, el apartado 118 está destinado a que hable Heráclito. Lo hace con tono lastimero. Vemos desde el comienzo del fragmento el tono que caracteriza al Heráclito tópico: «¡Oh, tiempos!; oh, costumbres! —exclama Heráclito—, ¡oh, desgraciado siglo!, ¡siglo lleno de malos ejemplos, en el que la virtud sufre, el crimen domina, el crimen triunfa!» Y el final del parlamento coincide también con el deseo de huir de la ciudad al campo, una especie de menosprecio de corte y alabanza de aldea en labios de este huidizo e híspido carácter: ¡Oh, pastores! —continúa Heráclito—, ¡oh rústicos que habitáis bajo techumbre de paja, en las cabañas! ; si cuanto acontece no llega hasta vosotros, si no tenéis el corazón traspasado por la malicia de los hombres, si no se habla de humanos en vuestros lugares, sino sólo de zorros y linces, recibidme entre vosotros para que coma vuestro pan negro y beba el agua de vuestros pozos.
El apartado siguiente, 119, está dedicado a un parlamento de Demócrito, quien habla con ironía. Frente al talante lastimero de Heráclito, Demócrito se despacha bien (con una ironía que se hace sarcasmo) contra los animales racionales, oponiendo su conducta, que de año en año se hace más razonable, a la de los irracionales. Otros animales luchan cuerpo a cuerpo, en cambio el hombre corre al jabalí, lo pone en situación desesperada, lo alcanza y lo mata, y a quien procede de este modo artero se le llama ¡un bravo hombre! Pero si vemos a dos perros que se ladran y se muerden, decimos: ¡estúpidos animales! Quizás uno de los momentos álgidos en esta ironía democrítea sea cuando le hace decir Jean de la Bruyère: Como vosotros [los humanos] os hacéis de año en año más 36
razonables, os habéis enriquecido respecto a la vieja manera de exterminaros: ahora tenéis unos globos pequeños que os matan de golpe con sólo metéroslos en la cabeza o en el pecho. Entra dentro de la crítica generalizada que hubo entre los literatos europeos del siglo XVII a las armas de fuego que mataban a distancia y sin necesidad del valor del enfrentamiento cuerpo a cuerpo. En este uso de los ejemplos de la conducta de los animales, en comparación con la humana, se acerca a la tradición de los fabulistas antiguos. Al fin y al cabo, La Bruyère es un moralista. Pero también este tipo de comparación se encuentra en la línea despreciativa que considera al hombre por debajo de las bestias. Es el desprecio que caracteriza a todo misántropo y también a todo melancólico, que se distancia de los demás. En realidad, el misántropo es un tipo de melancólico. Situados en el siglo XVII francés, no podemos olvidarnos de Fénelon (1651-1715), quien también trata el tópico en su Diálogo de los muertos. François Fénelon fue un teólogo católico, poeta y escritor. Especialmente conocido hoy por sus Aventuras de Telémaco. En su Dialogues des morts, obra eclipsada por la fama del Telémaco, Fénelon imita a un ilustre predecesor que hemos atendido aquí como uno de los eslabones clásicos del tópico, me refiero a Luciano de Samosata, quien había escrito unos Diálogos de los dioses y unos Diálogos de los muertos. Esta imitación fue una moda de su tiempo. Fénelon, que se adhirió al quietismo, podemos considerarlo dentro de una tradición barroquizante. En su caso, toma partido por Heráclito. El diálogo acaba con la sentencia de Heráclito: Usted no ama nada, y el mal de los otros le alegra. Es la visión negativa del reír desde la moral piadosa que practica Fénelon. Con el paso de los siglos, la risa melancólica del Demócrito de Burton se va convirtiendo cada vez en más sospechosa. No sólo el pensamiento pietista desprecia su actitud risueña. En una fábula de La Fontaine (1621-1659), Demócrito medita retirado pero no se ríe. Nos referimos a la fábula Demócrito y los abderitas, la penúltima fábula del libro VIII de las Fábulas: Demócrito aparece como el sabio, tal y como nos lo muestra la tradición, frente a los espíritus de poco fuste (petits esprits) de sus conciudadanos. Ellos eran los locos y Demócrito el cuerdo (Ces gens étaient les fous, Démocrite, le sage). Lo describe La Fontaine así (versos 33 al 37):
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Bajo un sombraje espeso, sentado ante un riachuelo, lo ocupaban los laberintos de un cerebro. Tenía a sus pies un espeso volumen. Y apenas vio a su amigo que avanzaba hacia él, absorto como estaba, según su costumbre.
Demócrito sigue siendo el sabio, y el elegido del par tópico, pero ya no ríe. Es más bien un hombre rechazado por el pueblo, un pueblo al que aquí La Fontaine recrimina como estúpido (espíritus pequeños), y del que Demócrito vive apartado.
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6. El racionalismo europeo ante el tópico. Una nueva transformación Esta imagen es la misma que, un siglo después, asentado el racionalismo, ofrece Diderot (1713-1784) en el artículo de la Enciclopedia sobre Demócrito: Sus ciudadanos le llamaron para la administración de los asuntos públicos: se comportó, a la cabeza del gobierno, como se esperaba de un hombre de carácter. Pero su inclinación dominante no tardó en llamarle de nuevo a la contemplación y a la filosofía. Se retiró a los lugares salvajes y solitarios; erró entre las tumbas; se dedicó a estudio de la moral, de la naturaleza, de la anatomía y de las matemáticas […] sus conciudadanos imbéciles, le tomaron unas veces por mago y otras por insensato.
Este Demócrito presentado por Diderot se convierte en un enciclopedista, el primero de la historia. En la línea que va del Renacimiento a la Ilustración, el Demócrito melancólico que encarna Burton, o también Melanchton (De Anima, II), se transforma en un Demócrito ilustrado, estudioso de todas las ciencias experimentales; de la medicina, de la biología, de la naturaleza en general. Con la Ilustración la risa desaparece para convertir a Demócrito en un intelectual. No pasaba esta tradición inadvertida en España, y la sustenta Feijoo, quien, en su Teatro crítico universal, tomo I, cuenta el tópico así: Ser reputado un ignorante por sabio, o un sabio por loco, no es cosa que no haya sucedido en algunos pueblos. Y en orden a esto es gracioso el suceso de los abderitas con su compatriota Demócrito. Este filósofo, después de una larga meditación sobre las vanidades y ridiculeces de los hombres, dio en el extremo de reírse siempre que cualquiera suceso le traía este asunto a la memoria. Viendo esto los abderitas, que antes le tenían por sapientísimo, no dudaban en que se había vuelto loco. Y a Hipócrates, que florecía en aquel tiempo, escribieron pidiéndole encarecidamente que fuese a curarle. Sospechó el buen viejo lo que era, que la enfermedad no estaba en Demócrito, sino en el pueblo, el cual, a fuer de muy necio, juzgaba en el filósofo locura lo que era una excelente sabiduría. Así le escribe a su amigo Dionisio dándole noticia de este llamamiento de los abderitas y relación que le habían hecho de la locura de Demócrito: Ego verò neque morbum ipsum esse puto, sed immodicam doctrinam, quae revera non est immodica, sed ab idiotis putatur. Y escribiendo a Filopemenes, dice: Cum non insaniam, sed quandam excellentem mentis sanitatem vir ille declaret. Fue, en fin, Hipócrates a ver a Demócrito, y en una larga conferencia que tuvo con él, halló el fundamento de su risa en una moralidad discreta y sólida, de que quedó convencido y admirado. Da puntual noticia Hipócrates de esta conferencia en carta escrita a Damageto, donde se leen estos elogios de Demócrito. Entre otras cosas le dice: «Mi conjetura, Damageto, salió cierta. No está loco Demócrito; antes es el hombre más sabio que he visto. A mí con su conversación me hizo más sabio, y por mí a todos los demás hombres»: Hoc erat illud, Damagete, quod conjectabamus. Non insanit Democritus, sed super omnia sapit, et nos sapientiores effecit, et per nos omnes homines.
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Hállanse estas cartas en las obras de Hipócrates, dignísimas, cierto, de ser leídas, especialmente la de Damageto. Y de ellas se colige, no sólo cuánto puede errar el pueblo entero en el concepto que hace de algún individuo; mas también la ninguna razón con que tantos autores pintan a Demócrito como un hombre ridículo y semifatuo, pues nadie le disputa el juicio y la sabiduría a Hipócrates; y éste, habiéndole tratado muy de espacio, da testimonio tan opuesto, que, por su dicho, venía a ser Demócrito el hombre más sabio y cuerdo del mundo. Otra carta se halla de Hipócrates a Demócrito, donde le reconoce por el mayor filósofo natural del Orbe: Optimum naturae, ac mundi interpretem te judicavi. Era entonces Hipócrates bastantemente anciano, pues en la misma carta lo dice: Ego enim ad finem medicinae non perveni, etiamsi iam senex sim. Y por tanto capacísimo de hacer recto juicio de la doctrina de Demócrito. Lo que, a mi parecer, hace verosímil la acusación que algunos autores oponen a Aristóteles, de que no expuso fielmente las opiniones de este y otros filósofos que le precedieron, a fin de establecer en el mundo la monarquía de su doctrina, desacreditando todas las demás, y haciendo, dice el gran Bacon de Verulamio, con los demás Filósofos lo que hacen los emperadores otomanos, que para reinar seguros matan a todos sus hermanos. Pero volvamos a nuestro propósito. [En el Tom. 6. Disc. 2. num. 18. notamos que muchos Críticos se inclinan a que las cartas de Hipócrates a Demócrito son supuestas.]17
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7. Reconocimiento contemporáneo de la risa democrítea. A modo de breve colofón Con el paso de los siglos, la risa melancólica se va haciendo de día en día más sospechosa. Con los románticos se convierte la risa en manifestación del satanismo. Ya no será Demócrito quien se ría, sino una figura diabólica. Risa y melancolía no volverán a relacionarse, salvo como manifestación de la locura. En cuanto a su variante despreciativa, ¡cómo no asignar al tópico, en su vertiente irónica, risueña o no, pero distante y desapegada del mundo, una serie de nietos entre los dandis decadentes! En esto cederíamos la palabra a Luis Antonio de Villena, nuestro poeta ensayista del decadentismo. Al que debemos también el siguiente ejemplo («Realismo / Melancolía»), sacado de uno de sus libros poéticos (La prosa del mundo), y que es muestra de la vigencia que en literatura sigue teniendo la melancolía: ¿Conoces la belleza triste? Para algunos conlleva un vaho de maldad. Cierto satanismo adolescente. El oro oscuro del «bad boy». Óscar era así. Delicado y largo, con el pelo lacio averiguándole los ojos negros, tal subrayados de «khol». Se reclinaba como al borde de algún precipicio doméstico. Y te miraba desde la piedad y desde el reto. El resplandor de la joya más fina en el postrer arrabal nocturno…18
Quizás los verdaderos demócritos contemporáneos nazcan de la generación romántica última, la que crea la bohemia intelectual en mitad de la ciudad burguesa decimonónica, la ciudad industrializada, bajo la moral del dinero, habitada por individuos sin nombre, que circulan por sus calles como solitarios en mitad de la multitud. Será esa generación la que con su humor negro, proyectado luego sobre las vanguardias del siglo XX (sobre todo, el surrealismo) consagre el último avatar de la risa democrítea. Son ciertamente los románticos más escondidos (es decir, la progenie de los Borel, Bertrand, O’Neddy, Forneret o Lautréamont) los que lanzan el puente del humor negro al siglo XX; recogido, entre otros, por Breton (recordemos su famosa antología). Se aúnan románticos y surrealistas en la inmensa desesperación ante el estado al que el hombre ha quedado reducido sobre la tierra: el hombre privado de magia, preso de tabúes morales y de convenciones sociales. El nuevo mal del siglo XX es el mismo mal del siglo XIX. La iracundia, la violencia y especialmente el sentido del humor (que salva de alguna manera, como salvaba a Demócrito su reírse de la estulticia de sus conciudadanos) son, en el surrealismo, la continuación del romanticismo avernal y maldito.
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Cedemos, para terminar este recorrido, la palabra a Guillermo de Torre, ¡que tanto supo de vanguardismos!, para que, más que anudar los posibles cabos sueltos entre humor romántico y surrealista, reafirme los machos: «Respecto al humour objetivo, anotemos ante todo que esta expresión, hecha suya por el surrealismo, procede inesperadamente de Hegel. Este, en una página de su Estética, señala que ‘la concentración del interés sobre la realidad objetiva y sobre su representación subjetiva conduce, según el principio romántico, a una penetración del alma en el objeto; y de otra parte, cuando el humor afecta al objeto y a la forma que le imprime el reflejo subjetivo, prodúcese entonces una suerte de humor objetivo’. Sin condescender tampoco a mayores claridades, Breton lo define como ‘la síntesis de la imitación de la naturaleza, en sus formas accidentales, por una parte, y del humor por otra’; y sostiene que el ‘humour’, ‘en cuanto triunfo paradójico del principio del placer sobre las condiciones de la vida más desfavorables, está llamado a alcanzar un valor defensivo en la época sobrecargada de amenazas que vivimos’. 19
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II El temperamento melancólico en Grecia y Roma. Unos cuantos nombres al comienzo de una larga reflexión El espacio temporal de nuestra cultura, la occidental, tiene su inicio en el legado griego, sin que ello nos haga concluir que cuanto aportaron los pensadores, escritores y artistas griegos nació exclusivamente en el entorno del Mar Egeo. Pero sin duda el archipiélago y las playas que baña ese mar fue importante caldo de cultivo de ideas (propias o procedentes de muy distintos lugares) que consolidaron como corpus unitario y poderoso en lo que hoy constituye el pensamiento clásico. Así que también resulta obligado mirar hacia Grecia cuando buscamos los orígenes de cuanto se ha pensado sobre el temperamento melancólico durante siglos. Y la base la encontramos en la teoría de los cuatro humores (la sangre, la flema o pituita, la cólera o bilis y, por último, la bilis negra, también llamada melancolía o atrabilis), que tiene su más primitivo origen en los pitagóricos. Para la escuela pitagórica el número 4 tenía un significado especial. El hombre, según el pensamiento pitagórico, estaba gobernado por cuatro principios: cerebro, corazón, ombligo y falo. El alma era cuádruple: compuesta de intelecto (νους) nus, entendimiento (επιστήμη) episteme, opinión (δόξα) doxa, y percepción (αισθησις) ascesis. Y en el tratado que resulta base e inicio histórico de la teoría humoral, titulado Sobre la naturaleza del hombre, del que trataremos después detenidamente, vemos que la relación entre la phýsis y el individuo está regida por este número precisamente: se habla de cuatro humores, de cuatro cualidades elementales, en relación con las cuatro estaciones. También de cuatro pares de vasos sanguíneos principales y de cuatro tipos de fiebres. La relación de elementos cosmológicos (estaciones) con corporales (humores) intenta un
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vínculo entre macrocosmos y microcosmos que ya aparecía en textos cosmológicos iranios y en la doctrina india de los elementos del organismo. Entre los filósofos presocráticos, Empédocles (siglo V a. C.) desarrolla una doctrina en la que el 4 es, de igual manera, básico: la de los cuatro elementos (fuego, tierra, aire, agua). Para él las cosas se engendran por las distintas combinaciones o mezclas (κρασις, krâsis, krêsis) de los cuatro elementos entre sí. También Filistión, en la línea de su maestro Empédocles, sigue describiendo al hombre como combinación de dichos cuatro elementos, y añade la idea de que cada uno de ellos poseía una cierta cualidad (δύναμις) dinamis. El concepto de mezcla es también fundamental en la teoría de los humores. El autor del tratado Sobre la naturaleza del hombre (tratado perteneciente al corpus de los escritos hipocráticos, y que, como hemos dicho, es base e inicio histórico de la teoría de los humores, por tanto del pensamiento sobre la melancolía) critica el pensamiento filosófico monista (a finales del siglo V a. C., el monismo era la teoría más difundida entre los filósofos jonios, defensores de un solo principio como origen de la vida: agua, aire, etc.) y adopta una posición pluralista cercana a la escuela itálico-siciliana heredera de figuras fundamentales como Empédocles de Agrigento o Alcmeón de Crotona. La naturaleza humana, para el autor de este tratado hipocrático, es explicable como conjunción de cuatro elementos, los cuatro humores. Lo que consiste en la trasposición médica de los elementos primordiales (rizómata) de Empédocles. La perfecta mezcla de estos elementos, de igual manera que en el planteamiento del equilibrio entre fuerzas o cualidades en Alcmeón de Crotona, comporta la salud. El exceso de uno de los humores conlleva enfermedad, como es el caso del exceso de bilis negra que conduce a la melancolía. Aprovechemos para decir que la palabra melancolía (μελαγχολία, en latín melancholia) y todas las derivaciones de dicho vocablo, entran en la lengua griega con el comediógrafo Aristófanes. En concreto aparece la palabra bilis en labios del corifeo de Las avispas de Aristófanes, en relación con la furia y con la cólera, emparentando bilis (cholè) con cólera (cholos) y con locura, con estar loco (verbo cholân): El Corifeo: Decidme: ¿por qué tardamos en remover aquella bilis que hierve furiosa contra todo el que ofende a nuestro enjambre?20
Pero, aparte este elemento anecdótico, es el Corpus Hippocraticum21 el que sistematiza el pensamiento antiguo sobre la melancolía en el mencionado tratado Sobre la 44
naturaleza del hombre, que explica la aparición de la melancolía como el resultado del enturbiamiento de la sangre, al mezclarse con ciertos humores del cuerpo: cuando la sangre está estropeada por la bilis y la flema. Posiblemente el entendimiento de la melancolía en Occidente se constituye en la confluencia de tres tradiciones, representadas en tres textos distintos de la Antigüedad. Dos de esos textos están en relación con Hipócrates. Quizás su acta de nacimiento, como la llama Jackie Pigeaud, sea el aforismo 23 del libro VI de los Aforismos de Hipócrates: Si la tristeza y el llanto duran largo tiempo, tal estado es melancólico.22 El segundo texto, sin duda, es el Problema XXX del Pseudo-Aristóteles.23 Y el tercero es la larga carta a Damageto, carta 17 de las Cartas del Pseudo-Hipócrates, datable en la segunda mitad del siglo I a. C. Se duda de la existencia de Hipócrates, un ser casi mítico, como Homero. De existir, fue contemporáneo de Platón, que lo menciona varias veces. Sin entrar en ese tipo de disquisiciones, lo realmente importante para la posteridad es el corpus o colección de tratados hipocráticos. En Sobre la naturaleza del hombre24 (aproximadamente de 400 a. C. ) se habla de cuatro humores del cuerpo humano: de la sangre, como un humor que no sobra; de la bilis, que puede ser: bilis amarilla o bilis negra (μελαινα χολή, melaina-kolé): μελαγχολία; y de la flema. Según este tratado, pues, la bilis negra aparece como un humor propiamente dicho, de la misma entidad que los otros tres. De la misma manera que los cuatro elementos (agua, aire, fuego, tierra) y los cuatro principios (caliente y frío, seco y húmedo) coexisten a lo largo de las estaciones, pero predominan sucesivas y variadas alianzas entre ellos, también en el cuerpo humano predominan, con el paso de las estaciones, cada uno de los cuatro humores. «La bilis negra alcanza su mayor cantidad y fuerza en otoño» (capítulo VII).25 Como nos comenta en nota el traductor de la versión española, Jorge Cano Cuenca: La bilis negra aparece en NH con el rango de humor y con naturaleza propia, en lo que parece ser un planteamiento original de nuestro autor, quizás para cerrar coherentemente su sistema cuaternario. Tal consideración de la bilis negra no aparece en los tratados de la escuela de Cos anteriores a NH, pero sí en los posteriores (Epidemias IV, 16). 26
Las personas a las que les sucede el enturbiamiento de la sangre por los humores, les acontece la enfermedad de la melancolía, que se manifiesta por falta de apetito, desaliento, insomnio, malestar y acceso de ira.
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La bilis, en su estado natural, está entre el color amarillo y el verde, pero puede, según los griegos, tomar el funesto color negro. Las melancolías aparecen, como nos confirma otro tratado hipocrático titulado Aires, aguas y lugares,27 cuando el tiempo es demasiado seco en verano y en otoño. Dice: «La parte más húmeda y la más acuosa de la bilis es destruida, la parte más espesa y la más acre subsiste»(capítulo X, 12). La bilis negra, que invade la sangre, conduce a la inhibición 1) corporal y 2) psíquica, propias del estado de ánimo melancólico. Así pues, según esta línea del pensamiento griego, la melancolía es somática y desencadena una anomalía que trasciende al espíritu. Puede derivar en neurastenia, epilepsia y hasta en locura. Con posterioridad, Areteo de Capadocia, médico griego de la época imperial romana, anterior a Galeno y del que ignoramos casi todo (vivió durante el siglo I d. C., en el reinado de Nerón o de Vespasiano), escribió dos importantes tratados: Sobre las causas y los signos de las enfermedades agudas y crónicas y Sobre el tratamiento de las enfermedades agudas y crónicas.28 Da en sus obras magistrales descripciones de ciertos estados psicopatológicos, como la manía y la melancolía. Aunque dice proceder de la escuela pneumática, en realidad da una importancia muy sobresaliente a lo físico: los humores, acercándose así a Hipócrates. Es, sin duda, el mayor médico del Imperio, considerado después de Galeno.29 A Areteo de Capadocia le debemos una definición de melancolía que supera el equívoco hipocrático que confunde lo corporal con lo psíquico. Areteo descubre exactamente la psicología del melancólico: lo describe como silencioso y sombrío, abatido, insensible sin motivo plausible, despreciativo con la vida y anhelando la muerte, con angustias insólitas, vanos lamentarse, pavor ante los dioses. Da como causas los movimientos anormales de la bilis. Y en cuanto a la cura, dice que hay que devolverles la curiosidad y el interés por Eros: camino del deseo por los cuerpos ajenos. Pero regresando al clasicismo griego, digamos todavía que Platón continuó la tradición hipocrática, como podemos observar con la lectura de su diálogo titulado Timeo (86e88b): […] cuando en un individuo los humores que proceden de la pituita agria o salada, o bien de los humores que son ácidos y biliosos […] no encuentran por dónde ser exudados al exterior […] producen en el alma gran diversidad de enfermedades […] dan lugar a todas las variedades de la tristeza, de la pena, de la cobardía, de la audacia, de la negligencia y, finalmente, de la pereza intelectual. 30
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Platón atribuye pues, situándose en dicha tradición hipocrática, la causa de la melancolía a una alteración del estado corporal, pero acentúa la relación entre cuerpo y psique, así como lo necesario de la armonía y el equilibrio tanto en uno como en otro ámbito humano: si la psique se desequilibra, trastorna también al cuerpo; y si le sucede al cuerpo, altera la psique. En la buena proporción de elementos, tanto en lo anímico como en lo físico, se encuentra la salud: todo lo que es bueno es bello, y la belleza no se da sin unas relaciones o proporciones regulares.31 El exceso, por no poder eliminarlos, de humores ácidos y biliosos (antes había hablado ya Platón del humor que viene de la bilis, negro, ácido y acerbo) provoca la pereza intelectual. Gurméndez nos dice, respecto al pensamiento platónico, que el melancólico es para Platón ‘el ignorante consciente’ que nada quiere aprender.32 Para Platón la melancolía es esa pereza de la inteligencia, esa desgana de la actividad mental que nace del desequilibrio cuerpo-alma debido al exceso de bilis negra. El equilibrio es la clave de la curación. Tiene que restablecerse la armonía entre cuerpo y alma: Si en él [el cuerpo] el alma, más fuerte que el cuerpo, se exaspera, lo agita violentamente y en su totalidad, desde dentro, ella lo carga de enfermedades y aun lo consume, al entregarse ella con todo su ardor a determinadas ciencias o investigaciones. […] Al revés, cuando un cuerpo más grande y más fuerte que el alma se encuentra unido a una inteligencia pequeña y débil […] aturde al espíritu, lo torna incapaz de instruirse, le priva de la memoria y le causa la mayor de las enfermedades: la ignorancia. 33
Esta distinción, entre espíritus inquietos en cuerpos poco saludables y seres muy somáticos cuyas posibilidades anímicas están ofuscadas, sigue siendo de gran actualidad: seres dedicados febrilmente a los estudios, olvidando las necesidades físicas de sus cuerpos, y otros muy deportistas que desatiende el cultivo intelectual. Espíritus inquietos con cuerpos débiles y mentes débiles en cuerpos robustos. En el tratado apócrifo Del alma del mundo y de la naturaleza, que aunque aparezca entre las obras platónicas es atribuido a Timeo de Locres, se resume esta misma idea clásica del desequilibrio: El principio más frecuente de las enfermedades es la falta de equilibrio entre las cualidades primitivas, cuando hay o mucho o muy poco calor, frío, sequedad y humedad; en seguida las variaciones de la sangre que se gasta y las alteraciones de las carnes que se corrompen. Estos cambios hacen la sangre acre, salada o picante, y consumen las carnes. De aquí procede la bilis y la pituita. Los jugos mortíferos y los humores corrompidos son poco peligrosos, si no penetran profundamente; lo son más, si el origen del mal está en
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los huesos; y mucho más aún si ataca la médula. Las otras enfermedades proceden del aire, de la bilis o de la pituita, que aumentan con exceso y salen del sitio que les es natural, para ocupar otro, en que se hacen peligrosas; porque se apoderan de las partes sanas, y arrojan todo lo que no está corrompido para sustituirlo con cuerpos infectos que ellas disuelven, asimilándoselos. 34
Finalmente hablemos de Teofrasto, sucesor de Aristóteles en la escuela peripatética, y autor de Los caracteres (un breve y mordaz boceto de los tipos morales, el primer intento escrito de una sistemática de caracteres). Posiblemente también le debamos un libro sobre la melancolía. Lo asegura Diógenes Laercio en sus Vidas de filósofos, donde da una larga lista de los libros que escribió Teofrasto: Dejó muchísimos libros, los que tengo por muy dignos de que sean aquí notados, como que muestran bien su grande ingenio.35 En la lista se encuentran además otros títulos relacionables con el tema de la melancolía, como un libro De lo cálido y lo frío, y otro Del sudor.36 Nos resulta especialmente interesante recurrir a Teofrasto para culminar esta primera relación de pensadores y escritores sobre la melancolía puesto que a él le debemos la siguiente idea sobre los melancólicos: los melancólicos son seres originales fuera del común de los mortales y ostentan el sello de la genialidad.37 La primera relación histórica entre melancolía y genialidad. Una teoría que será profundizada por el Pseudo-Aristóteles en el conocido Problema XXX, que merece consideración aparte.
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III Genio y carácter melancólico. El Problema XXX del Pseudo-Aristóteles38 La relación histórica y tan fructífera entre genio y carácter melancólico viene del Problema XXX del Pseudo-Aristóteles. La revitalizó Marsilio Ficino (1433-1499). Este humanista florentino fundió en la modernidad la inspiración divina (de procedencia platónica) con la predisposición melancólica y las enfermedades que le vienen anexas (del Pseudo-Aristóteles), relación que ya nunca desaparece del pensamiento y la literatura occidentales. Se resume extraordinariamente bien en el verso 163 de Absalom y Achitophel (1681) de John Dryden: Great wits are sure to madness near allied (Los grandes ingenios eran sin duda estrechos aliados de la locura). El Problema XXX del Pseudo-Aristóteles tiene unos importantes prolegómenos a considerar. Ya en el siglo IV a. C., la idea de la melancolía sufre un cambio importante debido a la irrupción de dos grandes influencias: 1) la idea de la locura en las grandes tragedias y 2) la idea del furor en la obra platónica. Respecto a la locura en las tragedias, quizás uno de los mejores ejemplos con los que contamos para entender la profunda significación de la locura trágica sea el Áyax de Sófocles. Recordemos que Áyax siente despecho por haber sido pospuesto a Ulises en la adjudicación de las armas de Aquiles. Enfurecido, quiere vengarse de los jefes aqueos. Aquejado de locura momentánea —hija de su ira, pero provocada por Atenea, debido a sus supuestas muchas faltas— acomete y mata los rebaños aqueos en lugar de matar a los hombres. Avergonzado por su disparatada acción, Áyax se suicida, y los aqueos se niegan a ofrecerle honras fúnebres. El desequilibrio entre cuerpo y alma es uno de los elementos que caracterizan al personaje, es una de sus constantes de comportamiento, de su manera de ser habitual 49
(ethos). Es, por tanto, este desequilibrio, la seña de su identidad, la regularidad de su ser: su coherencia como personaje es su constante incoherencia. Veremos la importancia de esto en el pensamiento del Pseudo-Aristóteles. Áyax aparece como un gigantón. Su fuerza embota su inteligencia. Su ira, en un cuerpo con las fuerzas del suyo, se convierte en actuación desmesurada y disparatada. El acto de la matanza de las reses es grotesco. Áyax aparece como un hombre molesto con el vivir, triste (disthymico), que se sume en un estado de embrutecimiento. Todos estos elementos los reencontraremos en el Problema XXX. Pero el tema de la locura en la tragedia de Ayax va más lejos: una diosa es la causante, y por razones no muy claras: quizás no le rindió en el pasado el culto debido. El destino de Ayax, su suicidio por la vergüenza de su acto de locura, aparece como destino desgraciado, un misterio del poder de los dioses. Y los demás personajes acaban absolviéndolo: Ulises se apiada de sus íntimas contradicciones. Teucro, su hermanastro, interpreta en sentido religioso la tragedia (yo por mi parte afirmaría que los urdidores de estas y de todas las otras cosas son los dioses).39 La ira aparece relacionada con un desequilibrio cuerpo-alma propio del ethos del personaje. Pero no es lo básico. Lo fundamental es el sinsentido de la locura y la relación de la locura y los dioses. Áyax, junto con Heracles y Belerofonte, representa a esas figuras de héroes malditos a quienes una deidad insultada castiga con la locura. No es una cuestión somática. Es una intervención sobrehumana. Como sucede con el furor platónico. Por ser personajes heroicos, a la idea de melancolía-locura se le asociaba una aureola de siniestra sublimidad. De igual importancia que la locura trágica se muestra, en el marco en el que nos estamos moviendo, la aportación de Platón, quien habla en el Fedro (265b y 244-245) de dos especies de locura (manía): una producida por las enfermedades humanas, y otra que cambia los valores habituales del ser humano y es provocada por la divinidad. Diferencia Sócrates entre los distintos delirios divinos: el que proviene de Apolo y provoca la inspiración profética, el que viene de las Musas y provoca la inspiración poética, el que proviene de Dionisos y provoca la inspiración mística, y el que proviene de Afrodita y de su hijo, el Amor, y que provoca el delirio amoroso. El Problema XXX hace progresar los elementos previos de la caracterización melancólica en Grecia al proponer unas ideas tan atrevidas como que en lo que respecta a la melancolía no se trata de [buscar] la symmetria entre los humores que forman 50
nuestro organismo, sino de la eucrasia de un humor que es por naturaleza inestable.40 La eucrasia —es decir, el equilibrio de los humores— no tiene que ser siempre un estado medio, simétrico; puede haber seres con una eucrasia asimétrica, y eso no implica enfermedad, tan sólo propensión a ella. Serán caracteres enfermizos, pero no enfermos. Y eso sucede con quienes tienen por constante la inconstancia que provoca el exceso de bilis negra. Recordemos de nuevo el ejemplo del Áyax sofocleo. Otra gran aportación del Problema XXX es la estrecha relación que se establece entre la salud, la moral y la estética, es decir, la reflexión a propósito de la creatividad.41 Fundamental resulta también la relación que este texto establece entre discurso médico-filosófico y melancolía, creando relaciones entre alma y cuerpo, y también entre individuo y sociedad (otredad, salir de sí mismo; pero a la vez valorar la singularidad). Toda esta serie de entretejidos hace que el Problema XXX se haya convertido en una referencia imprescindible, con respecto al estudio de la melancolía, a lo largo de las épocas. Nos dice Pigeaud: […] es algo prodigioso el ver con qué constancia, en el transcurso de los siglos, vuelven una y otra vez estos textos, que constituyen los cimientos de lo que yo llamo con frecuencia nuestra ensoñación de cultura, la organización de nuestro imaginario cultural. 42
El latinista francés e historiador de la medicina Jackie Pigeaud, como gran estudioso del Problema XXX, resume su importancia de la siguiente manera: […] es preciso no olvidarse de la novedad que aporta el Problema XXX, es decir, la caracterización de esta naturaleza particular [la de los hombres de genio] como melancólica, la atribución a un humor particular, la bilis negra, de esta extraordinaria capacidad para modelar los seres. Sin duda es esta simplificación del problema, así como esta determinación del humor, lo que confiere a este texto el aire soberbio y provocativo que le hará atravesar los siglos. 43
Si nos acercamos al texto en una lectura detenida, nos encontramos una serie de novedades en el pensamiento sobre la melancolía que no se desarrollarán plenamente hasta siglos después.44 Muy especialmente, cuando en el Renacimiento se consolida la concepción de genio. Al comienzo hicimos referencia a Ficino y, dada su importancia en la historia del pensamiento sobre la melancolía, le dedicaremos un capítulo más adelante. Que no fueron capaces los contemporáneos de sacar todas las posibilidades al texto del Problema XXX, lo muestran las reacciones de asombro o simplemente irónicas; de Cicerón en su De divinatione I, 81: 51
Aristóteles estimaba, además, que también quienes deliran a causa de su falta de salud y reciben el nombre de ‘melancólicos’ tienen en su espíritu algo de presago y adivinatorio. Yo, por mi parte, no sé si se les ha de atribuir esto a los enfermos del estómago o bien a los descerebrados, porque el poder adivinatorio es propio de un espíritu que se encuentra como es debido, y no de un cuerpo falto de salud. 45
Y también de Aulo Gelio en sus Noches áticas XVIII, 7, 4: Dejámosle después de estas palabras y Favorino nos dijo: «nos hemos acercado inoportunamente a ese hombre. Veo revelarse su carácter. Sabed, sin embargo, que ese humor llamado melancolía no es defecto de almas pequeñas. Decir valerosamente la verdad, sin rodeos ni miramientos, es la enfermedad de los héroes. ¿Qué pensáis, después de todo, de sus invectivas contra los filósofos? En boca de Antístenes o Diógenes esas palabra serían inmortales». 46
Concretemos qué aporta de novedad este Problema XXX. En él, platonismo y aristotelismo se interpenetran y equilibran mutuamente. La idea del furor platónico, expresada en forma de mito por el filósofo, se resuelve a la luz de la ciencia médica, racionalmente. Se realiza, en este famoso texto, la relación del hombre extraordinario con un estado inhabitual de las proporciones humorales en el cuerpo, lo que lleva a considerar a los muchos (las mayorías) con lo que es mediano. La mayoría de los hombres viven en la medianía de lo habitual (la mezcla equilibrada de los humores). Lo distinto es hijo de lo inhabitual (que llegando al extremo de este pensamiento podemos llamar anormal, e incluso monstruoso). Se podría incluso considerar en este problema que hay una propuesta ansiosa por lo anormal, pues se carga el acento en lo diferencial, en lo que distingue de la medianía, algo muy helenístico y a la vez muy moderno. ¿Cómo se formula todo esto en el Problema XXX? Según este texto, la base del problema de la melancolía es la bilis negra, siguiendo la tradición hipocrática. Este humor está en todos los seres humanos, sin que tenga que producir problema alguno. Pero puede haber una alteración en el organismo que haga que esté en exceso dicha bilis negra. Las alteraciones de este tipo pueden ser de carácter transitorio o permanente. Las alteraciones transitorias producen enfermedades (epilepsia, parálisis, depresión, fobias, úlceras, furor). Pero hay alteraciones constitutivas, permanentes, que generan el carácter melancólico. La alteración constitucional no implica enfermedad, pero sí una propensión especial a ella. Un hombre
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naturalmente con desequilibrios de bilis será más propenso a caer en todas las enfermedades antes enumeradas. Mientras que el hombre normal, es decir, el de mezcla (crásis) humoral simétrica o armoniosa, puede transitoriamente caer en la melancolía, por un exceso temporal de bilis negra, eso no repercute en su carácter; sin embargo, el melancólico por naturaleza posee un ethos especial, distintos del hombre corriente, y ello es debido a que tiene más bilis negra en su constitución humoral, propia del hombre anomalon, es decir, el que tiene una desarmonía constitucional, aquel en el que existe «una constancia de la inconstancia». La bilis negra es una sustancia que actúa inmediata y poderosamente sobre la mente. El autor del Problema XXX la compara con el vino: Es preciso, por lo tanto, sirviéndonos de un ejemplo, abordar en primer lugar la causa. Así pues, el vino tomado en abundancia parece que predispone a los hombres a caer en un estado semejante al de aquellos que hemos definido como melancólicos. 47
Su permanente exceso en el cuerpo, el de la bilis negra, hace estar, a la persona que lo padece, en una especie de ebriedad melancólica constante. La comparación con el vino se debe a que ambas, vino y bilis, son sustancias aéreas, con una fuerza motriz especialmente estimulante: Así, el humor de la viña y la mezcla de la bilis negra contienen viento. Por esta razón tanto las enfermedades ventosas como las enfermedades hipocondríacas son atribuidas por los médicos a la bilis negra. Y el vino es ventoso por su poder. Debido a ello, el vino y la mezcla [de la bilis negra] son de parecida naturaleza. 48
Además pueden ser afectadas poderosamente por el calor y por el frío. Como el carácter era primordialmente determinado por el calor y por el frío, según los Antiguos, de ahí la relación entre bilis y carácter. Establecido este principio psicosomático, sirve de base a la explicación a la pregunta de por qué todos los hombres sobresalientes son melancólicos. No toda circunstancia de anormalidad biliosa trae aparejada un talento especial. El dominio aplastante de la bilis negra hace al hombre demasiado melancólico. Con una pequeña proporción excesiva, apenas se distingue del vulgo. Si la bilis negra es enteramente fría, produce alfeñiques, letárgicos y necios. Si es enteramente caliente, produce personas alocadas, vivarachas, eróticas y excitables en general. Así pues, hay
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toda una tipología de hombres afectados en diferente medida por la cantidad de bilis negra y su estado, caliente o frío: La bilis negra es fría por naturaleza, y no reside en la superficie; cuando se halla en este estado que acabamos de describir, si se encuentra en exceso en el cuerpo, produce apoplejías, torpezas, athymías, o miedos, pero, caso de estar demasiado caliente, origina los estados de euthymía acompañados de canciones, los accesos de locura, erupciones de úlcera y otros males semejantes. 49
Mezclando en un cuadro los dos elementos, cantidad y temperatura, obtenemos los siguientes tipos humanos: Exceso de bilis negra
Hombres athýmicos, torpes, miedosos, (sin ganas de vivir).
Alocados, vivarachos, eróticos, excitables y euthýmicos.
Proporción pequeña de
Casi vulgares con rasgos de los athýmicos.
Casi vulgares con rasgos de los euthýmicos.
Enteramente fría
Enteramente caliente
El verdadero talento se da cuando se limitan estos efectivos, de cantidad y de temperatura: Pero aquellos en los que el calor excesivo se desarrolla hasta llegar a un estado medio son, sin duda, melancólicos pero más inteligentes, y menos excéntricos, al tiempo que en muchos aspectos se muestran superiores a los demás, unos en lo que respecta a la cultura, otros en lo concerniente a las artes, y otros, en fin, en el gobierno de la ciudad. 50
No es fácil entender este fragmento, que trae de cabeza a los filólogos (cuál sea en realidad el verdadero significado de lo que aquí se traduce como estado medio), si bien de todo el texto del Problema XXX se deduce la idea de un equilibrio en la inestabilidad como lo connatural al melancólico de talento, es decir, el feble equilibrio de un contenerse, en un punto de estable inestabilidad, y sin excesos nocivos, la influencia de la bilis negra. Aunque, desde luego, el melancólico talentoso siempre está con la espada de Damocles encima. Su anormalidad constitutiva puede perder en cualquier momento su ajustada mezcla anómala y conducirlo a cualquier enfermedad del alma, del cuerpo o bien del alma y del cuerpo conjuntamente. Si del texto que estamos tratando hemos de concretar una serie de características del melancólico, tendríamos que hablar de:
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1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.
Una alta tensión constante en su vida espiritual Un imposible actuar razonablemente La vehemencia La carencia de control La concupiscencia ingobernable La codicia La falta de dominio sobre la memoria El tartamudeo La delgadez congénita La ausencia de sueño
De entre las características del melancólico, su memoria caprichosa prepara el camino hacia la idea del melancólico como hombre genial. La voluntad no tiene poder sobre las imágenes de la memoria. Cada conato de memoria produce una serie de imágenes mentales de gran poder, que sigue un curso automático, imposible de detener, como una flecha disparada. Esta inclinación a dejarse llevar por la imaginación (exceso de vis imaginativa) le envía, al melancólico, sueños verídicos e incluso le permite profetizar el futuro con exactitud. Pero de los derroteros por los que andará esta relación entre creatividad, genialidad y melancolía en la historia del pensamiento melancólico occidental hemos de esperar a tratarlos en el Renacimiento europeo. No podemos, con todo, cerrar un capítulo dedicado a este Problema XXX sin hacer una reflexión sobre su paternidad aristotélica. El Problema XXX fue considerado suyo por Cicerón (como hemos podido comprobar en la cita del tratado Sobre la adivinación) y también por Plutarco. Más allá de la opinión que nos dejaron estos prestigiosos adscriptores, sin duda el Problema XXX contiene ideas propias de Aristóteles y su escuela: la conexión entre mente y cuerpo, la idea de calor como primer principio dinámico de la naturaleza orgánica, la idea de medio (mesótes), la idea de vehemencia. Incluso es muy aristotélico considerar en el desequilibrio original un equilibrio. El melancólico que se salva es el de la ajustada mezcla anómala. No parece, sin embargo, que sea un texto de Aristóteles, porque en ninguna otra obra suya trata de la melancolía en estos términos. Tanto en la Parva naturalia51 como en la Ética concibe la melancolía como enfermedad.
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IV El demonio meridiano: pensamiento medieval sobre la melancolía. El deseo sin objeto El pensamiento medieval sobre la melancolía podemos resumirlo en el término acedia, relacionado con la vida monástica. Akèdia (ακηδια) puede traducirse simplemente por distracción, y también por embotamiento, o por una actitud de ciertos humanos a los que no les importa nada. En la Grecia pagana, la akèdia, con su a privativa, designaba la despreocupación por uno mismo y por los demás: la negligencia, la indiferencia, el abandono de los muertos sin darles sepultura. Esta complejidad semántica, el cristianismo la desatiende, empleando la palabra en una única acepción, la actitud cenobítica o anacoreta que se concretaba en una tristeza y una voluptuosidad perezosas, y que venían acompañadas con una serie de trastornos físicos. Ciertamente los trastornos del cuerpo del hombre monacal conocidos como acedia dieron origen al concepto medieval de melancolía. Era todo un conjunto de síntomas, entre los que se hallaba el silbido de los oídos, el izquierdo en especial; de ahí que aparezcan los melancólicos con la cabeza apoyada en la mano por ese lado. Son muchas las citas literarias que se nos vienen a la cabeza ante este asunto, pero se me ocurre resumirlas en esta que une dos importantes nombres de nuestra literatura clásica (el Arcipreste de Hita y Fernando de Rojas) en la reviviscencia azoriniana del texto titulado «Las nubes», que se encuentra en su libro Castilla: Calisto está en el solejar, sentado junto a uno de los balcones. Tiene el codo puesto en el brazo del sillón, la mejilla reclinada en la mano. Hay en su casa bellos cuadros; cuando siente apetencia de música, su hija Alisa le regala con dulces melodía; si de poesía siente ganas, en su librería puede coger los más delicados poetas de España e Italia. Le adoran en la en la ciudad; le cuidan las manos solícitas de Melibea; ve continuada su estirpe, si no en un varón, al menos, por ahora, en una linda moza, de viva inteligencia y
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bondadoso corazón. Y, sin embargo, Calisto se halla absorto, con la cabeza reclinada en la mano. Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, ha escrito en su libro: … et crei la fabrilla Que dis: por lo pasado no estés mano en mejilla.
En la pintura, un buen ejemplo de ese estar «mano en mejilla» puede ser el San Juan Bautista en el desierto del Bosco (Imagen 7).
Imagen 7
Hasta tal extremo este síntoma es definitorio del estado melancólico que Matthias Gerung pinta su Melancolía (Melancholie) en esa actitud (Imagen 8). 57
Imagen 8
La acedia, con toda su sintomática, desencadena el disgusto por vivir; algo que fue habitual en los monjes enclaustrados de los primeros tiempos del cristianismo. Habiendo sido central en la Edad Media, después, desde el Renacimiento hasta el Romanticismo, la acedia conoció un largo eclipse, solo atendida por teólogos y eruditos. Pero precisamente el romántico siglo XIX, con su interés por el Medievo, hace que escritores y filósofos, historiadores y psiquiatras rescaten la antigua noción. Es una noción a la que se refiere Chateaubriand, cuando en Le Génie du christianisme, IIª parte, dice:
IIIer
libro, capítulo
IX,
Falta por hablar de un estado del alma que, a nuestro juicio, no ha sido bien observado: el que precede al
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desarrollo de las pasiones, cuando nuestras facultades, jóvenes, activas e íntegras, pero encerradas, no se ejercitan sino sobre sí mismas, sin finalidad y sin objeto. Cuanto más avanzan los pueblos en civilización, más aumenta este estado de la vaguedad de las pasiones, porque ocurre entonces un hecho asaz triste: el gran número de ejemplos que se presencian, la multitud de libros que tratan del hombre y de sus sentimientos procuran conocimiento sin experiencia. Se desengaña sin haber gozado antes; quedan deseos, y ya no hay ilusiones. La imaginación es rica, abundante y maravillosa; la existencia pobre, seca y desencantada. Se habita con un corazón pleno en un mundo vacío, y sin haber hecho uso de nada, todo inspira tedio. La amargura que este estado del alma derrama sobre la vida es increíble, el corazón se tortura y se repliega de mil maneras para dar empleo a unas fuerzas que siente como inútiles. Los antiguos conocieron muy poco esta inquietud secreta, esta acidez de las pasiones sofocadas que fermentan todas juntas; una gran existencia política, los juegos del gimnasio y del Campo de Marte, los asuntos del Foro y de la plaza pública ocupaban todos sus momentos y no dejaban lugar a los aburrimientos del corazón. Por otra parte, no eran inclinados a las exageraciones, a las esperanzas, a los temores sin objeto, a la movilidad de las ideas y de los sentimientos, a la perpetua inconstancia, que no es sino un permanente disgusto; disposiciones que nosotros adquirimos en la sociedad de las mujeres. Las mujeres, independientemente de la pasión directa que hacen nacer en los pueblos modernos, además influyen sobre los otros sentimientos. Ellas tienen en su existencia cierto abandono que nos transmiten; haciendo nuestro carácter masculino menos decidido, y nuestras pasiones, enervadas por la mezcla de las suyas, adquieren a la vez cierto sello de indecisión y molicie. En fin, los Griegos y los Romanos, no extendían sus miradas más allá de la vida y no sospechaban placeres más perfectos que los de este mundo, no se sentían inclinados, como nosotros, a las meditaciones y a los deseos por el carácter de su culto. Formada para aliviar nuestras miserias y nuestras necesidades, la religión cristiana nos ofrece constantemente el doble cuadro de las miserias de la tierra y de las alegrías celestes, y de esta manera crea en el corazón una fuente de males presentes y de esperanzas lejanas, de donde brotan inagotables ensoñaciones. El cristiano se considera siempre como un viajero que pasa por la tierra como por un valle de lágrimas y que no encuentra su reposo sino en la tumba. El mundo no es en absoluto el objeto de sus deseos, porque sabe que el hombre vive pocos días, y que este objeto lo abandonará rápidamente. Las persecuciones que experimentaron los primeros fieles aumentaron en ellos esa falta de gusto por las cosas de la vida. La invasión de los bárbaros lo llevaron a su culmen, y el espíritu humano recibió, a consecuencia de aquella catástrofe, una impresión de tristeza muy profunda y un tinte misantrópico que jamás se ha acabado de borrar. Por todas partes se elevaron conventos, a los que se retiraron una serie de infelices engañados por el mundo, una serie de almas que preferían ignorar ciertos sentimientos de la vida antes que exponerse a sufrir crueles desengaños. Pero en nuestros días, cuando los monasterios o la virtud que conduce a ellos han faltado a estas almas ardientes, ellas se sienten extrañas en mitad de la humanidad. Sin gusto por su siglo, alarmadas por su religión, han permanecido en el mundo sin entregarse al mundo: entonces se han convertido en presa de mil quimeras, entonces se ha visto nacer esta culpable melancolía que se engendra en mitad de las pasiones, cuando dichas pasiones, sin objeto, se consumen silenciosas en un corazón solitario.
Aunque tengamos esta espléndida referencia de Chateaubriand, en realidad la noción recupera su nombre en Francia cuando Sainte-Beuve, en una nota de Port-Royal dice: 59
«La acedia es el aburrimiento propio del claustro, sobre todo en el desierto, cuando el religioso vive solo; una tristeza vaga, oscura, enternecida, el aburrimiento de los atardeceres». En Baudelaire aparece como la maladie des moines. Dice en los Fussées: Sobre el suicidio y la locura suicida considerados en sus relaciones con la estadística, la medicina y la filosofía. BRIERE DE BOISMONT. Buscar el pasaje: «Vivir con un ser que no siente por ti más que aversión…» El retrato de Serena por Séneca. El de Estagira por san Juan Crisótomo. La acedia, enfermedad de los monjes. El Tœdium vitae. 52
Vemos con estas referencias a Saint-Beuve y a Baudelaire que la acedia, una vez recuperada por los románticos, ya no abandona al pensamiento moderno. Por ejemplo, es frecuente que alimente el diario (Journal) del existencialista danés Kierkegaard, quien escribe el 14 de julio de 1839 en dicho Diario íntimo: Lo que nosotros designamos aproximadamente con el nombre de spleen y que los místicos denominaban «momentos de entorpecimiento», ya era conocido en la Edad Media como «acedia» (α-κηδια, apatía) (San Gregorio, Moralia in Job, XIII: virum solitarium ubique comitatur acedia… ut animi remissio, mentis enervatio, nelectus religiosae exercitationis, odium professionis, lauditrix rerum saecularium). No es sin experiencia personal por lo que San Gregorio insiste en el virum solitarium, pues se trata de una enfermedad típica del hombre que ha alcanzado el grado supremo del aislamiento (el humor), y describe maravillosamente el mal. Muy justo es que señale el odium professionis y tomando este último síntoma con un sentido más general, no con el de la confesión de los pecados (lo cual nos obligaría a tomar como solitarius a todo miembro de la Iglesia que permaneciera inactivo), sino con el de un pronunciarse, los ejemplos no acabarían nunca. 53
A Flaubert le debemos su puesta en escena en La tentación de san Antonio. Para mostrar que no ha desaparecido el interés por esta noción de acedia ni en nuestros más recientes estudiosos, hemos de hacer referencia al ensayo de Giorgio Agamben Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental,54 que nos permite ver los estragos en la psique humana de la reformulación de Eros en el cristianismo medieval y enlazar los problemas que crea con los grandes movimientos y géneros literarios con base temática en el amor, que fueron para la Europa moderna la poesía trovadoresca y el dolce stil nuovo.55 60
La reformulación cristiana del erotismo, con la sustitución del Eros por Agápe, nos conduce a un episodio interesantísimo de la religiosidad conventual del Medioevo, lo que Agamben denomina «un azote peor que la peste que infecta los castillos, las villas, los palacios de la ciudad del mundo» y que «se abate sobre las moradas de la vida espiritual, penetra en las celdas y en los claustros de los monasterios, en las tebaidas de los eremitas, en las trapas de los reclusos».56 Es la acedia, la tristitia, el taedium vitae o desidia. Los Padres de la Iglesia (Casiano lo sitúa entre los pecados capitales, que se elevan a número de ocho, y san Gregorio funde en la tradición occidental tristitia con acedia) se encarnizaron contra este peligro del demonio meridiano que escogía sus víctimas entre los hombres religiosos a la llegada del atardecer. Agamben persigue el fenómeno medieval hasta la contemporaneidad y lo reencuentra en la psicología moderna, aunque con cierta dificultad ocasionada por el hecho de que dicha psicología moderna «ha vaciado […] el término acidia de su significado, haciendo de ella un pecado contra la ética capitalista del trabajo».57 Pero las categorías de la patrística de las filiae acediae se encuentran igualmente, según Agamben, en el célebre análisis de Heidegger de «la banalidad cotidiana y de la caída en la dimensión anónima e inauténtica del ‘ser’, que ha proporcionado el punto de partida […] a innumerables caracterizaciones sociológicas de nuestra existencia en las llamadas sociedades de masas». Siempre según Agamben, podemos decir que Santo Tomás es quien capta perfectamente la relación entre la desesperación que asedia a todos estos hombres de Dios y el deseo, porque lo que no deseamos, nunca puede ser objeto ni de nuestra esperanza ni de nuestra desesperación.58 «Es este desesperado hundirse en el abismo que se abre entre el deseo y su inasible objeto lo que la iconografía medieval ha plasmado en el tipo de la acidia».59 En oposición a esta tristeza mortífera, los Padres de la Iglesia se empeñaron en definir una categoría dialéctica contraria, una tristitia salutifera, que ya no es un vicio sino una virtud, un luto que crea alegría, «una tristeza del alma y una aflicción del corazón que busca siempre aquello de lo que está ardientemente sedienta; y mientras esté privada de ello, ansiosamente lo sigue y con aullidos y lamentos va tras ello mientras ello le huye».60 Esta es sin duda una de las posibles bases de la posterior lírica trovadoresca y del dolce stil nuovo que darán paso al triunfal petrarquismo, base a su vez de la lírica occidental durante siglos.
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En esta línea de pensamiento que desarrolla Agamben, queda inevitablemente asociado el Eros al temperamento melancólico, en su versión conventual medieval en concreto, pero siempre tomando su caracterización de la clasicidad, sobre todo del PseudoAristóteles, quien, como hemos visto en el capítulo anterior, asocia el temperamento melancólico con la poesía, la filosofía y el arte: […] el nexo entre amor y melancolía había encontrado ya desde hacía tiempo su fundamento teórico en una tradición médica que constantemente considera amor y melancolía como enfermedades afines […] ya cumplidamente en el Viaticum del médico árabe Haly Abbas (que, a través de la traducción de Constantino Africano, influyó profundamente en la medicina europea medieval), el amor […] y la melancolía se catalogan entre las enfermedades de la mente en rúbricas contiguas. 61
Si el antídoto contra la melancolía era un eros satisfecho, un acercamiento carnal a otro ser humano, por el que nos interesamos, y salimos así de nuestro ensimismamiento; de lo que Agamben habla es del erotismo frustrado, del ser apasionado que se muestra similar al sediento, es decir de aquellos que, con el agua cerca, no pueden beber y saciarse. Esto lleva a una pasión desorbitada, que acerca al melancólico al enamorado apasionado, o dicho de otro modo posible, hace del enamorado un melancólico, por pura frustración. En este caso un ejemplo señero de la literatura española de finales del siglo XV es sin duda el primer Calisto, el que siente el amor por Melibea como inalcanzable. Entonces muestra todos los síntomas y todos los gestos del melancólico. Así lo vemos en el aucto primero de La Celestina: CALISTO: Cierra la ventana e dexa la tiniebla acompañar al triste y al desdichado la ceguedad. Mis pensamientos tristes no son dignos de luz. ¡O bienauenturada muerte aquella, que desseada a los afligidos viene! ¡O si viniéssedes agora, Hipócrates e Galeno, médicos, ¿sentiríades mi mal? ¡O piedad de silencio, inspira en el Plebérico coraçón, porque sin esperança de salud no embíe el espíritu perdido con el desastrado Píramo e de la desdichada Tisbe! […] CALISTO: Sempronio. SEMPRONIO: Señor. CALISTO: Dame acá el laúd. SEMPRONIO: Señor, vesle aquí. CALISTO: ¿Qual dolor puede ser tal que se yguale con mi mal? SEMPRONIO: Destemplado está esse laúd. CALISTO: ¿Cómo templará el destemplado? ¿Cómo sentirá el armonía aquel, que consigo está tan discorde? ¿Aquel en quien la voluntad a la razón no obedece? ¿Quien tiene dentro del pecho aguijones, paz,
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guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas, todo a vna causa? Pero tañe e canta la más triste canción, que sepas.
Esta proximidad de las patologías erótica y melancólica se encuentra en el De amore de Ficino, donde el enamoramiento es considerado como un desquiciamiento, un desequilibrio humano; y donde la inclinación melancólica conduce fatalmente a la pasión amorosa. La asunción por parte de Eros de los rasgos saturninos siguió vigente durante siglos y es testimonio permanente la quejumbrosa lírica pospetrarquista de toda Europa, provocada por un objeto idealizado femenino siempre inalcanzable, bien por situación social (mujeres casadas), bien por no coincidencia en los intereses amorosos (mujeres desdeñosas), bien por causa de la fatal muerte o por el largo etcétera bien conocido en la tipología amoroso-temática petrarquista ampliamente estudiada por la teoría y la crítica literaria. En su busca de un hilo conductor que remita este sentimiento amoroso melancólico a la contemporaneidad, Agamben se fija en la teoría freudiana del luto y su relación con la melancolía: Como en el luto, […] también en la melancolía es una relación con la pérdida de un objeto de amor. […] mientras el luto sigue a una pérdida realmente acaecida, en la melancolía no sólo no está claro de hecho qué es lo que se ha perdido, sino que ni siquiera es seguro que se pueda hablar de veras de una pérdida […] queriendo conservar la analogía con el luto, había que decir que la melancolía ofrece la paradoja de una intención luctuosa que precede y anticipa la pérdida del objeto. 62
Según Agamben, el psicoanálisis ha llegado en el siglo que los Padres de la Iglesia:
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a las mismas conclusiones
[…] la libido melancólica no tiene otra meta que la de hacer posible una apropiación en una situación en la que ninguna posesión es posible en realidad. […] la melancolía […] sería la capacidad fantasmática de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable. La libido […] escenifica así una simulación en cuyo ámbito lo que no podía perderse, porque nunca se había poseído, aparece como perdido, y lo que no podía poseerse, porque tal vez no había sido nunca real, puede apropiarse en cuanto objeto perdido. 63
¿Cómo no reconocer en este mecanismo la fundamentación de gran parte de la lírica europea moderna, como decíamos antes? Todas las grandes mujeres del amor en la lírica petrarquesca son fantasmales, pero la estrategia del mundo lírico es abrir un espacio a la existencia de lo irreal, y en esa escena el yo poético entra en una relación con su objeto de amor tan singular que ninguna posesión real podría parangonarse con ella y en la que 63
ninguna pérdida tiene posibilidad de actuación. El objeto del amor en la lírica occidental moderna no es un objeto apropiable o apropiado por el amador, tampoco algo que ha perdido, es en realidad algo más complejo, es una cosa y la otra al mismo tiempo. Pero volvamos al ámbito medieval y a los escritos de los Santos Padres para determinar el significado y la amplitud monacal de la acedia. Ellos fueron, los Santos Padres, los que descubrieron en sus escritos el problema. Evagrio, hombre sabio e insigne que floreció alrededor del año 380, fue promovido por Basilio a la dignidad de lector y, por el hermano de éste, Gregorio de Nisa, fue ordenado diácono. Lo instruyó en las Sagradas Escrituras Gregorio el Teólogo. Llegó a ser nombrado archidiácono, cuando se le encargó la iglesia de Constantinopla. Pero abandonó las cosas del mundo, para abrazar la vida monástica. A él le debemos una importante descripción temprana de este mal de la acedia. Evagrio lo atribuye, en su Tratado práctico o el monje, a un demonio: El demonio de la acedia, también llamado «demonio del mediodía» (Sal 90, 6), es el más pesado de todos. Ataca al monje hacia la hora cuarta y acosa el alma hasta la hora octava. Al principio, hace que el sol parezca moverse lentamente, como si estuviera casi inmóvil, el día parece tener cincuenta horas. Después lo obliga a mantener los ojos fijos sobre las ventanas, a odiar su celda, a observar el sol para ver si falta mucho para la hora de nona y mirar para aquí y para allí si alguno de los hermanos… Le inspira aversión por el lugar donde habita, por su mismo modo de vida, por el trabajo manual y, al final, le sugiere la idea de que la caridad ha desaparecido entre los hermanos y que no hay ninguna persona para consolarlo (cf. Lam 1, 2; 9, 16-17. 21), Si sucede que en esos días alguien lo ha perjudicado, el demonio se sirve de ese hecho para aumentar su odio. Este demonio lo impulsa entonces a desear otros lugares, donde podría encontrar todo lo que necesita y ejercer un oficio menos penoso que le reporte mejores beneficios. Llega hasta a sugerirle que agradar al Señor no es asunto de lugares. A Dios se le puede adorar en todas partes (cf. Jn 4, 21-24). Añade a esto el recuerdo de sus parientes y de su vida anterior, le muestra qué larga es nuestra existencia, poniendo delante de sus ojos las fatigas de la ascesis. Usa todas sus armas para que el monje abandone su celda y huya del combate. Este demonio, una vez derrotado, no es seguido inmediatamente por ningún otro, un estado apacible y un gozo inefable (cf. 1 P 1,8) le suceden en el alma después de la lucha. 64
La acedia sale de las tebaidas a partir del siglo V y extiende su dominio hasta los monasterios de toda Europa. Casiano, autor de las Instituciones cenobíticas y de las Colaciones (o conferencias) espirituales,65 exporta las enseñanzas de los Padres de Egipto. Reinterpreta como vicios los logismoi (pensamientos erróneos, impulsos, pasiones) de Evagrio. Sitúa la acedia en la funesta serie de las deficiencias morales. La acedia resulta de una tristitia superlativa. Y suele ocupar un puesto, más o menos alto, pero continuo, entre los pecados capitales.66 64
El monje, como antes el mártir, es esencialmente un «soldado de Cristo» que lucha en un doble frente de batalla: el de los vicios y el de los demonios. Sobre todo, el de los demonios. Porque el enemigo por antonomasia es Satanás con sus legiones de demonios. Como sus contemporáneos en general, los monjes primitivos estaban convencidos de que los demonios tenían su reino en el desierto; y animosa, heroicamente, se dirigían al desierto con el fin de combatirlos. Para derrotarlos más fácilmente, estudiaron su naturaleza, sus tácticas, sus mañas. Evagrio Póntico y Casiano crearon una verdadera demonología, basada en la S. Escritura y en Orígenes y, sobre todo, en la experiencia de los Padres del yermo. Las armas de los demonios son numerosas y temibles, pero las que emplean por lo común son los logismoi, vocablo que hallamos continuamente en los documentos del monaquismo primitivo y que hay que traducir, según los casos, por «pensamientos», «impulsos», «pasiones» o «vicios». Los demonios no suelen dar la cara, sino que actúan mediante las malas inclinaciones del hombre y a veces incluso mediante las buenas. De ahí la importancia de la diácrisis o «discernimiento de espíritus», la dirección espiritual y la nepsis o «vigilancia». Los psicólogos del desierto analizaron rigurosamente los logismoi y los redujeron a ocho: gastrimargía (glotonería, gula), porneía (lujuria), filargyría (avaricia, amor al dinero), lype (tristeza), orgé (cólera), acedía (desabrimiento, pereza), cenodoxía (vanagloria), hyperefanía (soberbia). Estudiaron minuciosamente su naturaleza, sus procedimientos, sus mutuas dependencias e interferencias, sus remedios; en una palabra crearon una verdadera ciencia psicológico-teológica de los logismoi que ha llegado a ser clásica en la espiritualidad cristiana. Los logismoi, con ligeras variantes, han pasado incluso a nuestros catecismos con el nombre de pecados capitales. Luchar contra los demonios y sus logismoi constituye tan sólo la parte negativa del combate espiritual; la parte positiva consiste en la adquisición y práctica de las virtudes. 67
Así pues, los Santos Padres y sus continuadores descubren y describen en sus escritos el problema de la acedia y sus consecuencias: la acedia en relación con la tristeza y con la voluptuosidad perezosa del monje. Si se considera la acedia-tristeza un pecado, con posterioridad se valora como etapa de contemplación necesaria para investigar los supremos misterios.68 Carlos Gurméndez, en su ensayo La melancolía, nos recuerda las palabras de Hugo de San Víctor en su Medicina del alma: La bilis negra es fría y seca, pero hielo y sequedad pueden interpretarse en buen sentido o en mal sentido. Hace a los hombres ya sea soñolientos, ya sea vigilantes; esto es, graves por la angustia o vigilantes y ocupados de los deseos celestes. 69
Resumiendo el pensamiento del mundo religioso medieval, podemos decir que la melancolía de los monjes medievales podía llevarlos: 1. Al negocio de la salvación personal. 2. A la imaginación desbordada, conducente a los deseos carnales. (Llull habla de la relación entre melancolía e imaginación).
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3. A la invención artística.
No se pueden separar netamente unos aspectos de otros, pues en relación con la salvación está el amor (principio básico cristiano). También la invención artística se relaciona con el amor: un amor melancólico que permitió el entendimiento de las secuelas de la poesía trovadoresca a través del dolce stil nuovo, como ya hemos indicado. De la melancolía creativa sale la amada ideal, propia del petrarquismo y de toda la poesía occidental hasta el siglo XIX. Todo esto crea un entramado denso con futuro en la Europa moderna. La acedia, pues, alarga su influencia y su imperio a lo largo de toda la Edad Media, traspasando el mundo religioso y aposentándose en el mundo laico; proyectándose, en una serie de evoluciones importantes, hacia el Renacimiento. Toca al terreno amoroso, como veremos en el siguiente capítulo, y también al intelectual. Amantes y genios son afectos al mal del alma. Algo que ya sabía el mundo antiguo, aunque no se zambullera de lleno en su experimentación. Esa generalidad entristecida y acidiosa es ya una realidad en el mundo de Dante (puente entre la Edad Media y el Renacimiento), quien presenta a los acidiosos o acedos como multitud de tartamudos cubiertos de fango, en el quinto círculo de su Infierno: Así rodeamos la hedionda poza, haciendo un arco grande por la seca playa, con los ojos vueltos hacia quienes se atragantaban de fango. (Infierno, VII, 127-129)
En el canto VII del Infierno de la Divina Comedia, al que nos estamos refiriendo, Dante ve la mayor cantidad de condenados con que se había encontrado hasta entonces. Sucede en el círculo de los avaros y de los derrochadores (Qui vid’ i’ gente più ch’altrove troppa, v. 25), en el que también se encuentran los acidiosos: Y yo, que con mirada estaba atenta, Vi una gente fangosa en el pantano, Toda desnuda, de iracundo aspecto. (vv. 109-111)
Ellos mismos se presentan como seres tristes, con humor acidioso: Dentro del fango, dicen: «Tristes fuimos
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al aire dulce que del sol se alegra, llevando dentro acidioso humo: nos entristece hoy el negro fango». (vv. 121-124)
Reconoce el coro de condenados, metidos en el lodo, que fueron personas tristes en vida, en el aire dulce alegrado por el sol, y su tristeza se debía a que llevaban dentro vapores acidiosos. Imposible mejor definición, o autodefinición, de la forma de vivir de los seres tocados por la acidia. Virgilio (que ha sido quien ha estado explicando a Dante el carácter de estos condenados: Lo buon maestro disse, v. 115) puntualiza que la lamentación de los condenados se les atraviesa en la garganta, sin poder pronunciar las palabras enteras. (vv. 125-126)
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V La melancolía, enfermedad del genio. El individualismo renacentista y la melancolía. Ficino y el nuevo elogio del hombre artista El canto a la vida, propio del Renacimiento, no zanja la melancolía medieval, aquellos sueños y especulaciones eróticas de los monjes medievales. La melancolía persiste, ahora como sueño amoroso (tal y como muestra el camino de la moderna lírica stilnovista a la que en varias ocasiones nos hemos referido). Cambia también su signo. Ya en el mundo prerrenacentista, «comienza a crearse un concepto de la melancolía como fuerza positiva y el melancólico un hombre sagaz, juicioso».70 Ciertamente en El laberinto de Fortuna de nuestro poeta prerrenacentista Juan de Mena, en el círculo séptimo, el de Saturno, nos encontramos con hombres eminentes y justos junto a los viciosos y los perezosos. Una coyunda que no es fruto del azar. En las nuevas teorías de Ficino, la melancolía deja de ser una enfermedad innoble, relacionada moralmente con el pecado, y se corresponde con la exaltación de los poetas y con el furor platónico. «Ficino sostiene», según palabras de Gurméndez, «que el furor vincula al hombre con los misterios del Universo, ya que en estado de exaltación la conciencia puede convertirse en ciencia reveladora de la verdad de las cosas de este mundo y de otros siempre posibles». En consecuencia, en los siglos XV y XVI una ola de melancolía, sabia y profunda, invadió la conciencia de los hombres. El poeta debía ser un melancólico para que su obra fuera buena. Indicaba una ruptura con la vida terrena. Y el renegar pesimista del mundo «origina la individualidad como separación del entorno gozoso, y crea la melancolía moderna».71 Así que la individualidad, como rasgo renacentista, tiene uno de sus orígenes en esta nueva melancolía. Frente a un Medievo gregario (recordemos al 68
Arcipreste de Hita: cualquiera podía añadir lo que quisiera a su libro), surge como novedad un sentimiento individualista (ya presente en don Juan Manuel: que nadie toque una coma de sus escritos). El yo frente al entorno. Los rasgos de un antropomorfismo que tuvo tan funestas consecuencias con el correr de los siglos. Surge una clara separación de la naturaleza (que aparece sólo idealizada en la literatura: la Arcadia de Sannazaro). Brota el egoísmo moderno. La prepotencia de la razón: la ciencia moderna. El científico también aparece como solitario, melancólico. Cierta nobleza del pensamiento: elitismo. El Newton de Blake (1795) (Imagen 9) es una clara consecuencia del científico moderno, nacido con el Renacimiento. Actitud que Blake critica: representa a un ser solitario, ensimismado, asentado en la roca (procede de la naturaleza) pero situado de espaldas a esa naturaleza. Porque la naturaleza se quintaesencia —de la misma manera que en la literatura— en los tratados científicos: la conceptualización del científico. Se racionaliza y se cuadricula la (en realidad) inasible y desbordada naturaleza. Los pies del Newton de Blake se asientan en la geometrización, en el blanco y claro papel especulativo. A las espaldas quedan los espíritus de lo telúrico, aquello de lo que se proviene, pero de lo que el personaje se intenta desgajar.
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Imagen 9
La expresión de la desolación que experimenta el hombre como conciencia reflexiva, al sentirse separado del mundo y de los otros hombres, lo encontramos en las obras de Robert Burton (Anatomía de la melancolía), de los metafísicos ingleses (en especial John Donne), de Milton (El paraíso perdido, Sansón agonista y muy especialmente los poemas sobre el Allegro y el Penseroso). El yo pensante de Descartes también nacerá de la experiencia melancólica. En resumen, tan hijo del Renacimiento es el goce de la vida como la melancolía infeliz del hombre ensimismado y reflexivo. Este sentimiento de separación que es la melancolía se acrecienta, en la Europa moderna, al vivir el amor: tema obsesivo a partir de los trovadores y permanente motivo de los poetas hijos del petrarquismo, cuyo imperio durará siglos. «Prisión de prisión, podríamos definir esta melancolía amorosa».72 En nuestra soledad nos encadenamos a otro, y en esa soledad creamos un fantasma ideal, del que nos prendemos y al que jamás podremos acceder porque es irreal. Esa 70
fantasmagoría agosta cualquier intento de hacer efectivo el amor, pues nos aleja de toda realidad, hace mezquino cualquier objeto amoroso de la realidad en comparación con aquello imaginado a nuestra perfecta consideración. Podemos arraigar, pues, la melancolía moderna en la conciencia de la temporalidad y de la soledad humana. Ciertamente la modernidad se caracteriza por una dualidad melancólica que se inicia en el Renacimiento: 1. Por una parte, el disfrute y el gozo de seres y cosas que, al pasar, por causa del tiempo, nos dejan sumidos en un pretérito que no vuelve. 2. Por otra, el pensamiento sobre el mundo con el sufrimiento subsiguiente que trae el descubrir la fatal, definitiva soledad en la que nos encontramos.
Esta manera de pensar aboca al Barroco, con su sentido de acabamiento, de temporalidad, de ruina. Ya Robert Burton define al hombre como un tránsito, una «víctima de los avatares de la Naturaleza, de los vaivenes de la vida, de las estaciones del año». Esta misma sensación de vacío, este sentimiento de inanidad que nos trasmiten los literatos y los pensadores, también lo encontramos en el matemático y en el artista, que se consuelan con la práctica de la razón matemática y la obra plástica. E igual sensación de vacío es la del hombre religioso. Uno de los pilares del Renacimiento es la Reforma protestante. El luteranismo —como nos dice Walter Benjamin— separa religión y vida cívica al negar el poder espiritual de las buenas obras. Con ello impregna al hombre de una melancolía que el propio Lutero sintió al final de su vida, ya que el hombre, al no poder hacer nada de mérito, queda relegado a una vida insípida: todo es por gracia. Y el hombre, ¿qué? Hamlet resume estupendamente este problema en el acto IV de la tragedia homónima de Shakespeare: ¿Qué es el hombre que funda su mayor felicidad, y emplea todo su tiempo solo en dormir y alimentarse? Es un bruto y no más. No. Aquél que nos formó dotados de tan extenso conocimiento que con él podemos ver lo pasado y futuro, no nos dio ciertamente esta facultad, esta razón divina, para que estuviera en nosotros sin uso y torpe. 73
He aquí resumida la filosofía de Wittenberg y la rebelión contra ella. La fe sin obras arrebata el sentido a la vida, su valor. Ello conlleva el horror a la muerte (sensación de haber sido todo inútil, un vacío existencial). Como vemos, este entorno social es perfecto caldo de cultivo para la potenciación de la melancolía en general y de la de los creadores en particular. Aunque ahora la 71
melancolía se muestra una fuerza positiva para la creación, tal y como se aprecia en la obra de Marsilio Ficino (1433-1499), cabeza de la famosa Academia platónica que fue fundada bajo el mecenazgo de los Médici. Ficino retoma con ardoroso interés el viejo problema del Pseudo-Aristóteles. En su Problema XXX encontrábamos un nudo de relaciones que ahora se desarrolla: 1. Melancolía y poesía (temperamento de los genios) 2. Melancolía y adivinación 3. Melancolía y locura (teoría platónica del furor)
El temperamento melancólico permite a ciertos hombres estar en una situación favorecida para el conocimiento superior, idea que establece a los hombres-artistas como una especie de dioses en el centro del universo. El asentamiento de esta concepción proveniente de Ficino —hombre de una importancia absoluta en el pensamiento renacentista, según la docta opinión de Kristeller74— no está exento de dificultad. No olvidemos que Ficino toma como base el pensamiento platónico, siendo Platón el filósofo que —en palabras de André Chastel— había «eliminado del edificio espiritual a las artes condenadas, con la poesía y el dominio entero de la mímesis; en nombre de la Belleza superior que proviene de las Ideas y no de las apariencias». 75 Así pues, las prestigiosas ilusiones de pintores y poetas resultan comparables —en esta línea filosófica de pensamiento, cimentada en Platón— a los artificios de la sofística. «El sabio no puede justificar nada más que las formas abstractas y puras fundamentadas en el número, las de la arquitectura y, en sus modos viriles, la música».76 Sólo son salvables las artes de poiesis que revelan las leyes del universo, sin consentir la imitación superficial. Los humanistas florentinos no podían atenerse a esta dialéctica e ignorar los desarrollos del problema al final de la Antigüedad y durante la Edad Media. Plotino admitía que la ascesis espiritual se puede apoyar en la contemplación de las obras de arte. Además, el arte sacro había recibido una revalorización en Bizancio, donde se elaboraron normas para una pintura destinada a preparar el alma para la presencia del infinito.77 Pero el elogio florentino de las artes y los artistas no se puede fácilmente justificar con estos exclusivos antecedentes medievales. Ficino, con su elogio del artista, se coloca en situación embarazosa al querer darle sentido a través de la tradición platónica; y procura dar la vuelta a la condena de Platón: 72
éste condena un ilusionismo que, para Ficino, en realidad lo que hace es poner de manifiesto que el hombre imita lo que hay de divino en el organismo del mundo, mejorando, corrigiendo, acabando la naturaleza inferior gracias a su arte. El arte, pues, supera a la naturaleza. No imita a la naturaleza, sino los aspectos divinos del mundo, algo que no es capaz de ver quien no tiene ese temperamento especial, artístico, tan relacionado con la melancolía. El arte es el espejo más poderoso. En realidad las artes plásticas, para Ficino, lo que realizan es la mostración de la personalidad del artista. Su espíritu se expresa y se refleja en sus obras tan bien como un espejo refleja su rostro. El mundo superior que se manifiesta en las artes no es la totalidad de una visión superior, sino la forma y el dibujo del alma del artista, también algo superior y divino, pero no es una intuición de la totalidad, sino la manifestación del espíritu del artista, una parte del espíritu universal. Siempre siguiendo la interpretación de Chastel sobre el pensamiento de Ficino, podemos resumir que la obra de arte se presenta, en la obra capital de Ficino, su Theologia platonica de immortalitate animarum,78 como espejo de un pensamiento individual y no de una idea superior.79 Pero una vez más no debemos equivocarnos. Ficino no reduce esta definición metafísica del arte a un punto de vista psicológico, según el cual la obra de arte es la expresión del autor. Su planteamiento es más profundo. El alma del artista es para Ficino el poder universal, la esencia mediatriz del hombre con el universo, que circula de un extremo al otro de lo real y que fusiona desde el interior todos los niveles de lo existente. El arte (la ciencia manual) se convierte en el modo de poseer el universo, conduce al conocimiento del universo. Por el arte, utilizando la capacidad de contar, medir y pesar (la matemática al servicio de la creación), dominamos y explotamos las estructuras mágicas del mundo inferior, el de los demonios. Y también el arte nos permite la contemplación de los dominios angélicos, superiores: la contemplación estética. El hombre artista aparece, por tanto, como deus in natura. La glorificación del artista consiste en parangonarlo en la tierra con el artifex divino. El hombre artista aparece en la cima del orden humano, por encima de todas las otras actividades, con la suma capacidad de participación en los distintos grados del cosmos. Puede dominar los ínferos y puede alcanzar la contemplación angélica. Esta concepción del artista como conocedor privilegiado de aspectos del universo viene de la antropología metafísica que construye Ficino, considerando el alma humana en parte como racional pero no exclusivamente, pues Ficino piensa que la razón no da 73
toda la medida de las potencialidades del alma, y que dicha medida la alcanza cuando es tomada por el poder demónico. Y esa exaltación del alma le viene a través de tres principios: Eros, en el dominio de la afectividad; Hermes, en el dominio del conocimiento poético: la interpretación del inmenso juego de símbolos que se encuentran en las fábulas de los poetas a través de la inmemorial disciplina hermética; y en tercer lugar, Saturno: el alma, cuando la experiencia humana se muestra pobre, sin grandes intuiciones, siente una incertidumbre turbadora; falta de intuiciones magníficas y de perspectivas sabias, se teme en la atonía, se aflige, descubre el imperio doloroso y desordenado de la angustia, que corresponde a Saturno: […] estos grandes símbolos de Eros, Hermes y Saturno, convenían ante todo a los creadores, y uno se da cuenta de inmediato de que dibujaban irresistiblemente una imagen nueva y estimulante del artista. Eros se convertía en el principio de la inspiración, Hermes en el de la visión alegórica, Saturno en el del genio y sus tormentos. 80
El pensamiento de Ficino influyó en los isabelinos ingleses y en Burton, quien ofrece un detallado examen de la teoría de Ficino sobre la melancolía en la parte I, 2ª sección, miembro 3, subsección 15 de su monumental Anatomía de la melancolía. El propio carácter melancólico de Ficino lo llevó primero a temer a Saturno y luego a buscar los elementos positivos del signo saturnal. Ello lo conduce a la realización, en tiempos distintos, de los tres libros que componen el De vita triplici sobre la terapia y los síntomas del carácter saturnino (1482-1489). El primero de los libros, «Sobre los cuidados de la salud de quienes se dedican al estudio de las letras»; el segundo, «Sobre la larga vida»; y el tercero sobre «Cómo acrecer la vida en virtud de los astros».81 Este libro que tuvo tanta influencia en el pensamiento posterior sobre el genio creativo acaba haciendo un elogio de Saturno y de los individuos especiales que sufren su influjo: Así como el Sol es enemigo de los animales nocturnos y amigo de los diurnos, así Saturno es adverso a los hombres que llevan un género de vida abiertamente vulgar y que, aunque evitan el contacto con el vulgo, siguen alimentando sentimientos vulgares. Saturno entregó a Júpiter la vida social y reivindicó para sí una vida aparte y divina. Es, pues, amigo de las mentes de los hombres que, en la medida de sus posibilidades, están ya en verdad separados en cuanto que se encuentran de alguna manera unidos a él. En realidad, también Saturno desempeña (para emplear un lenguaje platónico) las funciones de Júpiter en relación con los espíritus que habitan en las regiones más altas del aire, del mismo modo que Júpiter las desempeña, como padre diligente, en relación con los hombres que llevan una activa vida social. De nadie es tan enemigo Saturno como de las personas que fingen una vida contemplativa, pero no la viven de verdad. A estos tales, ni Saturno los reconoce como suyos, ni Júpiter, que templa a Saturno, les ayuda, en cuanto que
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rehúsan las leyes comunes, las costumbres y las relaciones humanas. Estas últimas cosas Júpiter, vinculado (según dicen) a Saturno, las quiere para sí, mientras que Saturno se reserva las cosas separadas. Por eso, aquellos pueblos lunares descritos por Sócrates en Fedón, que habitan en la región más elevada de la Tierra […], que llevan una vida sobria, se contentan con los frutos de la tierra y se dedican al estudio de la sabiduría más recóndita y de la religión, saborean la felicidad de Saturno y tienen una existencia tan dichosa y tan longeva que más que hombres mortales se les considera demonios inmortales, y muchos los llaman héroes y estirpe áurea que disfruta de una especie de edad y de reino de Saturno. 82
He aquí el elogio de Saturno y de los hijos de Saturno que abre el camino glorioso a los creadores modernos, a los nuevos pensadores, contempladores, artistas, todos dedicados a una vida aparte y divina, todos ajenos a lo vulgar, todos tocados por la melancolía saturnina. Recordemos, del capítulo anterior, que en el círculo de los acidiosos (junto a los avaros y a los derrochadores), Dante se encuentra con el mayor número de condenados, mostrándonos así las consecuencias morales de la evidente ola de melancolía que inunda Europa a partir de entonces. El propio Dante no es ajeno a dicho temperamento. Boccaccio, en su Vita di Dante, capítulo 8, lo describe como «melancólico y pensativo». Y Dante es uno de los primeros defensores de la idea de que Saturno es el astro de la contemplación sublime.83 En los cantos XXI y XXII del Paraíso, es en la esfera de Saturno donde se aparecen al poeta las anime speculatrici, conducidas por Pedro Damián y San Benito. Desde allí se asciende a la contemplación de la Deidad. Nos hemos elevado al séptimo esplendor que bajo el pecho del León ardiente mezcla e irradia abajo su valor. (Paraíso, XXI: 13-15)
Interpretemos lo que dice el poeta: «Somos elevados al séptimo esplendor», es decir, al séptimo planeta, Saturno, «que bajo el pecho del León ardiente», a saber, bajo la constelación del León, «irradia en Tierra su influencia (Saturno) mezclada con la del León». Doble influjo de Saturno y del signo de Leo. A Dante, es allí donde le hablan, primero, Pedro Damián y luego San Benito de Nursia. Este último en los siguientes términos: Estas otras luces, todas, contemplativos hombres fueron, encendidos de aquel ardor que hace nacer las flores y los frutos santos.
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(Paraíso, XXII: 46-48)
Quel caldo (aquel ardor) es el amor de Dios, del que nacen las buenas palabras (flores, en metáfora) y las buenas obras (los metafóricos frutos). Además es una esfera silenciosa, reminiscencia del silencio del antiguo Kronos. Al darse cuenta Dante de que la sinfonía del Paraíso calla, Pedro Damián le contesta: «Tú tienes oído mortal, así como vista mortal». (Paraíso, XXI: 61). El oído de Dante no resistiría oír lo que se dice en este círculo. Igualmente los oídos profanos no pueden oír el canto de procedencia saturnina. En estos versos se muestra un paralelismo entre el misterio y el poder del misterio en lo religioso y en lo creativo profano. Un paralelismo que tiene su origen en el poder de Saturno y en sus manifestaciones en los hijos de Saturno. Un pensamiento que solo Ficino desarrollará e implantará un siglo más tarde de que escribiera sus versos sublimes Dante Alighieri. * A modo de colofón del capítulo, digamos algunas palabras sobre cómo y a través de quiénes este pensamiento ficiniano arriba a las playas ibéricas. El referente es la obra del insigne Huarte de San Juan. No es el único en experimentar este influjo. Recordemos a Andrés Velásquez y su Libro de la melancolía (Sevilla, 1585) o a Alfonso de Santa Cruz y su Dignotio et cura affectuum melancholicorum (Diagnóstico y curación de las afecciones melancólicas) (Madrid, 1622).84 Pero la obra de Huarte tiene mayor trascendencia, dentro y fuera de nuestras fronteras. A Juan Huarte de San Juan (1529-1589), médico y filósofo, le debemos el famoso Examen de ingenios para las ciencias (1575).85 Su éxito fue tal que se reimprimió en España todavía cuatro veces antes de acabar el siglo XVI: en Pamplona, 1578; en Valencia, 1580; en Huesca, 1581, y finalmente la expurgada edición de Baeza, de 1594. Durante el siglo XVII fue publicado en Alcalá (1640), en Madrid, 1668, así como en Bilbao, Logroño, Medina del Campo y Granada. Mucho mayor fue su éxito a escala europea: se tradujo al latín, lengua científica de la época, al francés, al italiano, al inglés, y al alemán; a esta última lengua nada menos que por Gotthold Ephraim Lessing (en Zerbst, 1782 y en Wittemberg, 1785). Existen otras muchas ediciones en otros idiomas, hasta sobrepasar las cincuenta.
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Se trata de una obra precursora de tres ciencias: la psicología diferencial, la orientación profesional y la eugenesia. También hace interesantes aportaciones a la neurología, a la pedagogía, a la antropología, a la patología y a la sociología. En su Examen de ingenios para las ciencias, Huarte se propuso mejorar la sociedad, seleccionando la instrucción que era la adecuada a cada persona según las aptitudes físicas e intelectuales derivadas de su constitución física y neurológica específicas. Huarte explica la variedad de la psicología humana atendiendo a la teoría de los humores, considerando por tanto que las diferentes mezclas de los humores definen a los individuos. Es galenista y sigue al Pseudo-Aristóteles (en su famoso Problema XXX), considerando que los humores ejercen su efecto bien por el calor bien por el frío. Las acciones del rezo y la meditación o la reflexión intelectual, según Huarte, conllevan un gasto de calor que enfría el cuerpo y permite la subida del humor (bilis negra) a la inteligencia, hiriendo gravemente la imaginación. Es posible que esta teoría influyera en la configuración psicológica del don Quijote cervantino. Lo que dice Cervantes es que a don Quijote se le secó el cerebro. La sequedad es uno de los elementos (junto con el calor/frío) que determina que los humores se manifiesten perniciosamente. No olvidemos que la bilis negra, con la sequedad, provoca la melancolía, y también en relación con el frío. En este capítulo nuestro interés para con el texto de Huarte se centra en la relación del temperamento melancólico con el genio creador, que Ficino había revitalizado en correspondencia con la idea platónica del furor o la manía. Y la teoría platónica de la manía aparece en el tratado de Huarte reconvertida en teoría galénica de los humores: Pero, para que se entienda por experiencia que si el celebro tiene el temperamento que piden las ciencias naturales no es menester maestro que nos enseñe, es necesario advertir en una cosa que acontesce cada día. Y es que si el hombre cae en alguna enfermedad por la cual el celebro de repente mude su temperatura (como es la manía, melancolía y frenesía) en un momento acontesce perder, si es prudente, cuanto sabe, y dice mil disparates; y si es nescio, adquiere más ingenio y habilidad que antes tenía. 86
Con el desequilibrio humoral, el prudente se disparata y el necio gana en ingenio. La manía platónica está aquí presente: ese ingenio ganado no le es propio, sino que surge de un desequilibrio, de la enfermedad (locura sagrada). No podemos olvidar que el título de la obra de Huarte, como también el de la obra capital cervantina, incluye el término ingenio.87 Pero su relación con la melancolía es compleja e interesante para la historia de
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la melancolía hispánica, así que habremos de volver sobre este autor cuando nos refiramos a la relación de la melancolía con el carácter nacional español.
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VI La melancolía, hacia una elegante manera de estar en el mundo. El norte y el sur de europa ante el sentimiento de tristeza barroco László F. Földényi, en su intento por ofrecernos una coherente evolución de la melancolía occidental,88 considera que el temperamento melancólico renacentista se convierte en sentimiento de tristeza en el siglo XVII. Este sentimiento de tristeza viene de un planteamiento metafísico ante la vida, que acaba convirtiéndose en una moda, una moda de elegantes, de hombres cultos y refinados. Pero comencemos por los orígenes de la visión del mundo que induce a la tristeza entre los hombres del Barroco. Si bien la melancolía sigue teniendo las mismas bases renacentistas (la contradicción irresoluble entre la individualidad concreta y la infinitud indeterminable), en la época posterior al Renacimiento, el melancólico —más que hijo físico de un temperamento determinado— es un metafísico hombre triste, incapaz de vivir, que asume la muerte como horizonte, aunque no corra a su encuentro. La nueva manera del ser melancólico enlaza con la virtud y con el conformismo. Földényi resume esta idea con dos imágenes pictóricas confrontadas: para el Renacimiento, Saturno sentado en el trono por encima de todo y de todos, del grabado de Jacob de Gheyn (siglo XVI) (Imagen 10); y para el Barroco, la melancolía como María Magdalena arrepentida, virtuosa, en el cuadro de Domenico Fetti, pintado hacia 1620 (Imagen 11).
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Imagen 10
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Imagen 11
El nuevo melancólico no sólo carece de un hogar al nacer, sino que es incapaz de creárselo. La tensión medieval entre el hombre y el cielo, luego entre el hombre y la nada durante el Renacimiento, se traslada al mundo sensible con el Barroco: se hace tensión entre el hombre y el mundo, un mundo que aparece despedazado, hecho ruinas. Lo resume una vez más Földényi recurriendo al mundo de las artes, esta vez al famoso verso de John Donne: «Tis all in peeces, all coherence gone» (todo está hecho trizas, toda coherencia desaparecida), perteneciente a An Anatomy of the World (1613).89 Así que el propio mundo, a partir de ahora, se vuelve misterioso, triste y melancólico: lo
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manifiestan pictóricamente los paisajes que van de Poussin y Lorrain hasta el romántico Caspar David Friedrich. Desde luego son los poetas alemanes los que, con su directa experiencia del paisaje boscoso (no olvidemos que el alemán es el hombre de los bosques, como el inglés lo es del mar), son dichos poetas alemanes barrocos los que van a transmitir mejor la melancolía del paisaje, preparando el advenimiento del Romanticismo, como en el caso del soneto Einsamkeit (Soledad) de Andreas Gryphius: En esta soledad, más que la del desierto, de salvaje espesura, junto a lagos musgosos, contemplo el amplio valle y la altura rocosa, donde búhos y aves nocturnas sólo habitan. Lejos de los palacios, del reír de la plebe, considero que el hombre es sólo vanidad, cómo sus esperanzas no tienen fundamento: ignominia, a la noche, el gozo de la aurora. Los bosques, los abismos, los cráneos y las piedras, sometidos al tiempo, como los miembros débiles, arrojan en el ánimo pensamientos sin número. El horror de la altura, este terreno inculto, me es hermoso y fructífero, la certeza absoluta de que, sin un espíritu, todo, a Dios sometido, tendrá que perecer. 90
La poesía meridional, como es el caso de la española de los Siglos de Oro, no tiene esta vivencia de la naturaleza. La melancolía se manifiesta en nuestra poesía en la contemplación de las ruinas, de los relojes de arena y de los conjuntos de objetos artísticos, acumulaciones de la riqueza reunida por el hombre y que acaba siendo un conjunto de cachivaches abandonados a la desoladora destrucción del tiempo: las vanitas.91 Con todo, aunque sin una presencia tan sobrecogedora, hay elementos de la naturaleza (menos fragosa, menos inculta, menos aterradora) que también llevan a meditaciones similares entre nuestros barrocos, como en el caso del siguiente soneto, espléndido, de Francisco de Trillo y Figueroa (1618-1680): En una sobre el mar caída roca, que un monte, de las ondas carcomido,
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había de su cumbre sacudido, mucho aviso escondiendo en ruina poca, Daliso estaba una esperanza loca repitiendo del mar al sordo oído, que al duro son del llanto enternecido, apenas sin temor la arena toca. «Si de un monte aun no es firme la esperanza, ¿quién en la fe de una fortuna fía? dice una y otra vez con duro aliento; Si aun a esta roca la ruina alcanza, ¿en qué se funda la esperanza mía? ¿En qué, si nunca tarda el escarmiento?»92
Daliso es el típico hombre del Barroco: clama ante una naturaleza sorda (en esta ocasión el mar) las esperanzas de su vivir. Y es la naturaleza la que, con su ejemplo mudo, le muestra la vanidad de su esperar: nada es firme en este mundo, pues hasta las rocas de los montes su ruina alcanzan. Nuestro Daliso, en un rizar el rizo tan barroco, lanza su queja precisamente asentado en lo que es la certeza de que nada perdura: asentado en un trozo de roca caída del monte, un trozo de roca que le testimonia que todo corre a su ruina, incluso las peñas más seguras. Daliso, sin duda, es un hermano prematuro del monje que mira al mar en el cuadro de Friedrich. Hay estudiosos que opinan que el melancólico barroco meridional, inserto en la Contrarreforma, es diferente al melancólico protestante, puritano. Así, mientras que en el tratado sobre la melancolía de Bright93 vemos expresadas las angustias de los protestantes, perseguidos por el fantasma de su origen pecaminoso, sin posibilidad de expiación personal, sólo sometidos al consuelo de la gracia divina (recordemos el magnífico estudio de Walter Benjamín);94 en cambio, en el tratado de Huarte de San Juan95 nos encontramos con un tipo de melancólico que va a dar origen a don Quijote y a los personajes peregrinantes del Criticón de Gracián,96 todos ellos melancólicos activos, dados a los caminos del mundo, asentados sobre el libre albedrío, pasajeros de la vida en permanente elección, pues la vida es constante encrucijada, como deja bien claro el texto de Guzmán de Alfarache. Culmina el primer capítulo de la primera parte de Guzmán de Alfarache con la descripción de un monstruo nacido en Rávena y que simboliza los vicios y virtudes de 83
aquellos tiempos. Este monstruo «tenía en el pecho figurado la Y pitagórica; y en el estómago, hacia el vientre, una cruz bien formada».97 La interpretación que en el mismo texto se da de esta Y es la siguiente: Pero la cruz y la Y eran señales buenas y dichosas, porque la Y en el pecho significaba virtud; la cruz en el vientre, que si, reprimiendo las torpes carnalidades, abrazasen en su pecho la virtud, les daría Dios paz y ablandaría su ira. 98
He aquí, en los umbrales del siglo XVII (este texto se imprime en 1599 por primera vez), el significado de la elección pitagórica, dígase también melancólica, como virtud. Además esta Y (o disyuntiva vital permanente) se encuentra en el recorrido vital de Guzmanillo desde los comienzos, pues ya en el capítulo III de esta primera parte, una vez que el protagonista abandona el jardín de Alfarache (su paraíso personal), se nos dice: «Echada está la suerte, ¡vaya Dios conmigo!» Y con resolución comencé mi camino; pero no sabía para dónde iba ni en ello había reparado. Tomé por el uno que me pareció más hermoso, fuera donde fuera. Por lo de entonces me acuerdo de las casas y repúblicas mal gobernadas, que hacen los pies el oficio de la cabeza. Donde la razón y entendimiento no despachan, es fundir el oro, salga lo que saliere, y adorar después un becerro. Los pies me llevaban; yo los iba siguiendo, saliera bien o mal, a monte o a poblado. 99
Guzmán no reflexiona como el famoso Hércules en la encrucijada de Annibale Carracci (no sería, en tal caso, el pícaro Guzmán). En 1596, poco antes de la publicación del libro de Mateo Alemán, Carracci había pintado un Hércules pensativo, que escucha las razones que le ofrecen dos figuras alegóricas, que luchan por inclinarle una hacia las artes y la otra hacia la fama y la historia. Las figuras femeninas están contrapuestas, con los gestos indicando direcciones contrarias, una de frente y otra de espaldas, acentuando el carácter de decisión que el héroe debe tomar entre dos posturas que se oponen (Imagen 12).
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Imagen 12
Ciertamente durante el Renacimiento tuvo gran impacto simbólico la littera pythagorica o furca pitagorica, también cruz ypsilon: un emblema pitagórico para el curso de la vida, en el que se representa un sendero ascendente con una bifurcación hacia el bien o el mal. Si en el Renacimiento simboliza el libre arbitrio, en el Barroco se convierte en la angustiosa necesidad de elegir. Esa angustia puede dejar al hombre pegado al suelo, incapaz de movimiento, como un árbol de raíces hundidas en el pecado original (sería el caso de los puritanos) o bien puede desencadenar una constante migración de disyuntiva en disyuntiva, un melancólico peregrinar continuo tras las consecuencias de una perenne afirmación de libertad. Así don Quijote va tras sus quimeras y los héroes de Gracián en busca de su salvación. Hay una importante corriente de opinión crítica que considera que en esta doble actitud radica la diferencia entre los melancólicos protestantes y los melancólicos católicos, entre los norteños y los meridionales. En El Criticón de Gracián los personajes Andrenio y Critilo se encuentran también, al comienzo de su peregrinar, con la famosa encrucijada:
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Así iban confiriendo, cuando llegaron a aquella tan famosa encrucijada donde se divide el camino y se diferencia el vivir: estación célebre por la dificultad que hay, no tanto de parte del saber cuanto del querer, sobre qué senda y a qué mano se ha de echar. Vióse aquí Critilo en mayor duda, porque siendo la tradición común ser dos los caminos (el plausible, de la mano izquierda, por lo fácil, entretenido y cuesta abajo, y al contrario el de mano derecha, áspero, desapacible y cuesta arriba), halló con no poca admiración que eran tres los caminos, dificultando más su elección. —¡Válgame el cielo! —decía—: ¿y no es éste aquel tan sabido bivio [bifurcación] donde el mismo Hércules se halló perplejo sobre cuál de los dos caminos tomaría? Miraba adelante y atrás, preguntándose a sí mismo: —¿No es ésta aquella docta letra de Pitágoras, en que cifró toda la sabiduría, que hasta aquí procede igual y después se divide en dos ramos, uno espacioso del vicio y otro estrecho de la virtud, pero con diversos fines, que el uno va a parar en el castigo y el otro en la corona? Aguarda —decía—, ¿dónde están aquellos dos aledaños de Epicteto, el abstine en el camino del deleite y el sustine en el de la virtud? Basta que habemos llegado a tiempos que hasta los caminos reales se han mudado. 100
La mayor confusión que entraña esta triple encrucijada del Criticón, desde luego, no detiene a nuestros peregrinos de la vida. Volverán a encontrarse con el bivio al finalizar su peregrinaje, en la tercera parte de la obra: No les salió vana su presunción, pues a pocos pasos dieron en raro bivio, dudosa encrucijada donde se partía el camino en otros dos, con ocasionado riesgo de perderse muy al uso del mundo. Comenzaron luego a dificultar cuál de las dos sendas tomarían, que parecían extremos. Estaban altercando al principio con encuentro de pareceres, y después de afectos, cuando descubrieron una banda de candidas palomas por el aire y otra de serpientes por la tierra. Parecieron aquéllas con su manso y sosegado vuelo venir a pacificarlos y mostrarles el verdadero camino con tan fausto agüero, quedando ambos en curiosa expectación de ver por cuál de las dos sendas echarían. Aquí ellas, dejada la de mano derecha, volaron por la siniestra. —Esto está decidido —dijo Andrenio—, no nos queda que dudar. —¡Oh, sí! —respondió Critilo—. Veamos por dónde se defilan las serpientes, porque advierte que la paloma no tanto guía a la prudencia cuanto a la simplicidad. — Eso no —replicó Andrenio—; antes suelo yo decir que no hay ave ni más sagaz ni más política que la paloma. 101
En esta ocasión, nuestros peregrinos toman sendas distintas, llevando a Andrenio la siniestra mano, la de las palomas, al país de los hombres ingenuos (los que de puro buenos se pierden, son unos perdidos), y la diestra, tomada por las serpientes, lleva a Critilo a la de los hombres demasiado advertidos. Ninguno de ellos resulta paraje recomendable. Ninguno, el camino apropiado para ir a la Corte del Saber. * 86
¿Pero realmente la melancolía barroca, que está por todas partes y en todas las artes europeas (la literatura, la pintura, la música) se muestra tan diferente entre los barrocos del norte y los del sur? Se tiene por tópico el carácter melancólico español, que se nutre en la Contrarreforma (asunto del que nos ocuparemos más adelante). Por otra parte, la melancolía barroca (según Benjamin) tiene su sustento en la teología luterana.102 ¿Cómo casar estos contrarios? Además, la influencia permanente en Alemania de la literatura española —la picaresca, Gracián— indica que no es tan evidente la separación. Las comedias de Calderón, sus autos sacramentales incluso, ciertas obras de Tirso de Molina como El condenado por desconfiado, están en la misma línea de interés que los dramas barrocos alemanes; destacando mucho más que los alemanes, por su calidad. El sentimiento de luto que caracteriza al drama barroco alemán, y que Benjamin destaca en su justamente famoso trabajo El origen del drama barroco alemán, no es un fenómeno aislado, nacido exclusivamente de la visión melancólica del mundo de los luteranos. Se encuentra también en los escritores españoles: en Quevedo, en Gracián. Se debe a algo general en ese momento histórico: la falta de fe en la perfectibilidad humana. En palabras de Critilo, esta descreencia se manifiesta a través de una bellísima comparación del hombre con la cambiante luna: Pero lo más digno de notarse es que, así como el sol es claro espejo de Dios y de sus divinos atributos, la luna lo es del hombre y de sus humanas imperfecciones: ya crece, ya mengua; ya nace, ya muere; ya está en su lleno, ya en su nada, nunca permaneciendo en un estado; no tiene luz de sí, particípala del sol, eclípsala la tierra cuando se le interpone, muestra más sus manchas, cuando está más lucida; es la ínfima de los planetas en el puesto y en el ser, puede más en la tierra que en el cielo: de modo que es mudable, defectuosa, manchada, inferior, pobre, triste, y todo se le origina de la vecindad con la tierra. 103
El problema, por tanto, es la falta de fe en la naturaleza humana, esté apoyada en una teología luterana de origen paulino o en el antihumanismo de la Contrarreforma. No aparece por ningún lado, ni en el septentrión ni en el mundo mediterráneo, la idea de progreso. «El antihumanismo barroco, en el fondo el antihumanismo de la Contrarreforma, consiste en negar la historicidad y progreso que se insinuaron en el Renacimiento» —nos dice Tierno Galván en su introducción al tratado gracianesco El político—.104 Pero esta misma falta de fe en el hombre se encuentra en la teología luterana, que separa religión y vida cívica al negar el poder espiritual de las buenas obras, impregnando así al hombre de una melancólica impotencia que el mismo Lutero sintió
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profundamente al final de su vida. La vida insípida del hombre que no puede hacer ningún mérito, al que todo se le da de gracia, es una vida sin sentido y sin valor personal. Podemos decir que el sentimiento de luto está generalizado en la Europa barroca. El hombre está de luto por vivir, por ser lo que es. Y quien está de luto —dice Benjamin— está en actitud reflexiva continua. El estar sumido en una profunda meditación es lo primero que caracteriza a quien sufre de luto. Lo vemos en la pintura de la época y en la música (en Dowland y sus canciones para laúd, o en los lamenti barrocos). Para la pintura, uno de los reflexivos paradigmáticos nos lo ofrece el Retrato de un hombre joven de Hilliard (Imagen 13).
Imagen 13
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Todos estos planteamientos degeneran en una moda que, como la cortesanía lo fue previamente, inunda los cenáculos de la cultura, muy notoriamente en Inglaterra. Literatura y música melancólica configuran siempre el hit parade, y así continuará en el siglo XVIII. Mario Praz, en su obra La literatura inglesa. De la Edad Media al Iluminismo, cuando habla del personaje de Hamlet, nos dice: «A Shakespeare correspondería, por cierto, la acentuación de la melancolía del protagonista según la moda difundida a principios del siglo XVII bajo la influencia de los Ensayos de Montaigne».
Y a su vez, Juan Bautista Ritvo, comentando a Praz: Me interesa subrayar el vocablo «moda»; indica que no estamos remitiendo simplemente un estado de ánimo «melancólico» a los conflictos de la época, dominados por la división de la cristiandad. Moda dice: vestimenta, escenografía, iconografía, gestualidad y remite a una red retórica que concierne a las leyes del cuerpo, un cuerpo que comenzaba a librarse de los lazos de la tierra y de la sangre para quedar prisionero de las nuevas formas, mercantiles y jurídicas, de la libertad. Esta libertad era un nuevo vértigo, un nuevo desamparo, razón por la cual recién ahora comienza a despejarse el sitio extraño y poderoso de la creencia. 105
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VII España, el Siglo de Oro de los melancólicos No ha habido en España un momento tan floreciente en la literatura y las artes como lo fue el siglo que conocemos los españoles como Siglo de Oro; en realidad más de un siglo, que el oro de ley del bien hacer, tanto poetas como pintores y artistas en general, se extiende por gran parte del XVI y del XVII. Se corresponde con un Renacimiento tardío, o más bien Manierismo pronto convertido en Barroco. En consecuencia, si nuestra mejor literatura coincide con la exaltación y la moda europea del tema melancólico, resulta natural que dicha moda haya quedado prendida en nuestras mejores composiciones. Pero ¿es sólo eso? ¿O más bien el carácter melancólico español, previo y bien conocido, potenció los resultados artísticos? De ser así, podemos decir que todo nos venía de cara: el auge de la lengua castellana, fortalecida por la moda de nuestro carácter, el melancólico. Cuando Unamuno escribe un artículo titulado De las tristezas españolas: la acedía, comenta el parecer de los extranjeros sobre el carácter español en estos términos: «Es corriente leer en franceses que conocen las cosas de espíritu de España que hablan del castellano altier et morne; los ingleses le llaman proud and gloomy, orgulloso y triste».106 Pero no sólo los extranjeros tienen esta percepción, sino que los propios españoles del siglo XVII se ven de similar manera (o al menos asumen esa manera de ver a los propios), tal y como constata El Criticón de Gracián en su segunda parte, cuando los peregrinos de la vida abandonan nuestras tierras y, ya en Francia, hacen balance de España y los españoles: —¿Qué te ha parecido de España? —dijo Andrenio—. Murmuremos un rato della aquí donde no nos oyen. —Y aunque nos oyeran —ponderó Critilo—, son tan galantes los españoles, que no hicieran crimen de nuestra civilidad. No son tan sospechosos como los franceses; más generosos corazones tienen.
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—Pues, dime, ¿qué concepto has hecho de España? —No malo. —¿Luego bueno? —Tampoco. —Según eso, ¿ni bueno ni malo? —No digo eso. —¿Pues qué? —Agridulce. —¿No te parece muy seca, y que de ahí les viene a los españoles aquella su sequedad de condición y melancólica gravedad?107
Vemos aquí claramente la interrelación, tan presente en el pensamiento barroco, entre macrocrosmos y microcosmos: la metáfora nación/cuerpo humano y la línea del pensamiento de Burton que considera que los estados melancólicos de los hombres hacen naciones melancólicas, como señala Fernando R. de la Flor.108 La melancolía estaba presente ya en nuestra literatura medieval: en las jarchas y en las cantigas de amigo. Está en la novela sentimental de Rodríguez del Padrón y de Diego de San Pedro. No hemos podido dejar de recordar al Calisto enamorado del comienzo de La Celestina, como un prototipo de melancólico por amor. Y pegada a su actitud melancólica venía la referencia del Arcipreste de Hita («… et crei la fabrilla / Que dis: por lo pasado no estés mano en mejilla»). Comenzando el periodo áureo de nuestras letras, Garcilaso de la Vega (sin duda uno de los más grandes de todos los tiempos) es el poeta melancólico de progenie cortesana, de aquel amor cortés que se inició en la Provenza y que se resume en su verso «no me podrán quitar el dolorido sentir» (Égloga I). Abierta la caja de la Pandora melancólica por el gran Garcilaso, otros muchos poetas contemporáneos y posteriores tomarán el testigo. Con burlas (como Hernando de Acuña [1520-1580] en A una dama doliente de humor melancólico) y con veras (como Gutierre de Cetina (1520-h. 1557) en el madrigal de oscuro sentimiento A unos ojos). La lista es inmensa, sin que podamos olvidar a Herrera. También en esos siglos dorados la prosa española está en auge, y uno de los más fieles notarios es fray Antonio de Guevara (1480-1545); con un decir que hoy nos parece artificioso, pero que, como comenta Menéndez Pelayo, «es, sin duda, el [estilo] de la lengua hablada entonces, la hablada por un cortesano de extrema facilidad verbal».109 Su Marco Aurelio reloj de Príncipes (1529) fue el libro más leído en Europa después de la Biblia. En Inglaterra tuvo una influencia tan grande que dio origen al euphuismo.110 Sus
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Epístolas familiares fueron lectura asidua del propio Montaigne. Pues bien, Guevara escribió también un Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539) que fragua uno de los grandes tópicos melancólicos, el del alejamiento. La obra denuncia la corte como lugar de corrupción y canta los placeres del campo. El tema del apartamiento de junto a los demás hombres se encuentra en el tópico del Demócrito melancólico, al que hemos dedicado nuestro primer capítulo, y entronca literariamente con el tema clásico de la literatura horaciana del beatus ille. Debemos recordar también que la culminación renacentista-humanista de la relación entre el alejamiento de la corte como tema literario y el comportamiento melancólico lo encontramos en el libro de Burton, tantas veces mencionado, Anatomía de la melancolía. Es, pues, el español fray Antonio de Guevara quien crea el precedente del cortesano estigmatizado de las comedias barrocas en su Menosprecio de corte: Entre los famosos trabajos que en las cortes de los príncipes se pasan es que ninguno que allí reside puede vivir sin aborrecer o ser aborrecido, perseguir o ser perseguido, tener envidia o ser envidiado, murmurar o ser murmurado; porque allí a muchos quitan la gorra que les querrían más quitar la cabeza. […] No lo afirmo, mas sospécholo, que en las cortes de los príncipes son pocos, y muy pocos, y aun muy poquitos y muy repoquitos, los que se tienen entera amistad y se guardan fidelidad; porque allí, con tal que el cortesano haga su facto, poco se le da perder o ganar al amigo. […] por manera que huelgan de meter en sus casas la guerra por echar de casa de otro la paz. 111 […] en nuestras cortes y repúblicas, en las cuales hay ya tanto número de malos, se cometen tan atroces delitos, que lo que castigaban los antiguos por mortal, disimulan en este tiempo por venial. 112
Ciertamente es el período Barroco el que muestra sumergidas a todas las artes españolas en la experiencia profunda de la melancolía. Lo hemos adelantado en obras narrativas tan importantes como Guzmán de Alfarache o El Criticón. Igualmente hemos adelantado un ejemplo magnífico de la poesía barroca española con el soneto de Trillo y Figueroa. Es ésta la poesía del desengaño, del vital en general y del amoroso en particular. La descreencia en el hombre, que hemos visto ejemplarmente en Gracián. Los grandes poetas (entre una pléyade de segundones magníficos) que son Quevedo y Góngora van a poetizar el reverso de la ilusión amorosa: «Déjame en paz, Amor tirano, / Déjame en paz», de la letrilla gongorina, o del soneto de Quevedo que dice así: Aguarda, riguroso pensamiento, no pierdas el respeto a cuyo eres. Imagen, sol o sombra, ¿qué me quieres? Déjame sosegar en mi aposento.
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Divina Tirsis, abrasarme siento; sé blanda como hermosa entre mujeres; mira que ausente como estás me hieres; afloja ya las cuerdas al tormento. Hablándote a mis solas me anochece; contigo anda cansada el alma mía; contigo razonando me amanece. Tú la noche me ocupas y tú el día; sin ti todo me aflige y entristece y en ti mi mismo mal me da alegría. 113
Ese «déjame sosegar en mi aposento» del primer cuarteto indica el deseo de retirada del mundo, el deseo de que triunfe la melancolía frente al que sin duda ha sido su gran antídoto desde que lo planteó el Problema XXX del Pseudo-Aristóteles: Eros. La oscura concepción respecto a la vida en general, Quevedo nos la ofrece en sus más impresionantes poemas metafísicos: «¡Ah de la vida!»… ¿Nadie me responde? ¡Aquí de los antaños que he vivido! La Fortuna mis tiempos ha mordido; las Horas mi locura las esconde. ¡Que sin poder saber cómo ni adónde, la salud y la edad se hayan huido! Falta la vida, asiste lo vivido, y no hay calamidad que no me ronde. Ayer se fue; mañana no ha llegado; hoy se está yendo sin parar un punto; soy un fue, y un será, y un es cansado. En el hoy y mañana y ayer, junto pañales y mortaja, y he quedado presentes sucesiones de difunto. 114
Pero al perfil melancólico español se une en estos momentos un aspecto fuertemente sociológico, la temprana aparición de la conciencia de inferioridad española, que va a llevar, con el pasar de los siglos, a la crisis de la Generación del 98. Quevedo va a ser de los primeros en ver las grietas del Imperio.115 Recordemos su España defendida, pero
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muy especialmente el conocidísimo Salmo XVII del Heráclito cristiano (no es casual este título): Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados, de la carrera de la edad cansados, por quien caduca ya su valentía. Salíme al campo, vi que el sol bebía los arroyos del hielo desatados, y del monte quejosos los ganados, que con sombras hurtó su luz al día. Entré en mi casa, vi que, amancillada, de anciana habitación era despojos; mi báculo, más corvo y menos fuerte; vencida de la edad sentí mi espada. Y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte. 116
Se unen el tema de la patria, la España que se desmorona, con el huir del tiempo, el otro gran tema barroco y que despierta la más acerba melancolía. El tiempo que todo lo destruye está presente como tópico básico de varios de los poemas emblemáticos de nuestro siglo XVII. Uno de ellos es la canción del poeta sevillano Rodrigo Caro A las ruinas de Itálica, que empieza con los conocidísimos versos: Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora campos de soledad, mustio collado, fueron un tiempo Itálica famosa. Aquí de Cipïón la vencedora colonia fue. Por tierra derribado yace el temido honor de la espantosa muralla, y lastimosa reliquia es solamente. De su invencible gente sólo quedan memorias funerales, donde erraron ya sombras de alto ejemplo. Este llano fue plaza, allí fue templo; de todo apenas quedan las señales. Del gimnasio y las termas regaladas, leves vuelan cenizas desdichadas.
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Las torres que desprecio al aire fueron a su gran pesadumbre se rindieron. 117
Más grande, una de las joyas de la poesía española de todos los tiempos, es la melancólica Epístola moral a Fabio del capitán Fernández de Andrada. Recordemos algunos de sus versos: Fabio, las esperanzas cortesanas prisiones son do el ambicioso muere y donde al más activo nacen canas; el que no las limare o las rompiere ni el nombre de varón ha merecido, ni subir al honor que pretendiere. […] Más triunfos, más coronas dio al prudente que supo retirarse, la Fortuna, que al que esperó obstinada y locamente. […] El oro, la maldad, la tiranía del inicuo, precede y pasa al bueno, ¿qué espera la virtud o en qué confía? […] Busca, pues, el sosiego dulce y caro, como en la oscura noche del Egeo busca el piloto el eminente faro; que si acortas y ciñes tu deseo dirás: «Lo que desprecio he conseguido; que la opinión vulgar es devaneo.» […] ¿Qué es nuestra vida más que un breve día, do apenas sale el sol, cuando se pierde en las tinieblas de la noche fría? ¿Qué más que el heno, a la mañana verde, seco a la tarde? ¡Oh ciego desvarío! ¿Será que de este sueño me despierte? ¿Será que pueda ver que me desvío
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de la vida viviendo, y que está unida la cauta muerte al simple vivir mío? Como los ríos, que en veloz corrida se llevan a la mar, tal soy llevado al último suspiro de mi vida. […] Pasáronse las flores del verano, el otoño pasó con sus racimos, pasó el invierno con sus nieves cano; las hojas que en las altas selvas vimos cayeron, ¡y nosotros a porfía en nuestro engaño inmóviles vivimos! […] Quiero, Fabio, seguir a quien me llama, y callado pasar entre la gente que no afecto a los nombres ni a la fama. […] Un ángulo me basta entre mis lares, un libro y un amigo, un sueño breve, que no perturben deudas ni pesares. Esto tan solamente es cuanto debe naturaleza al parco y al discreto, y algún manjar común, honesto y leve. […] Una mediana vida yo posea, un estilo común y moderado, que no le note nadie que le vea. […] Sin la templanza, ¿viste tú perfeta alguna cosa? ¡Oh muerte! Ven callada, como sueles venir en la saeta; no en la tonante máquina preñada de fuego y de rumor; que no es mi puerta de doblados metales fabricada. […] dulce amigo, huyo y me retiro
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de cuanto simple amé: rompí los lazos; ven y sabrás al alto fin que aspiro antes que el tiempo muera en nuestros brazos. 118
Volviendo a nuestros prosistas, es el momento de los grandes personajes melancólicos: el principal de todos, don Quijote; y del rastrojo de don Quijote, el Licenciado Vidriera. Locos ambos, porque, como dice Unamuno en el artículo ya referido: «En la España de Felipe III, y aun en la de Felipe II, sólo la obtusidad mental o la malicia libraban de dar en loco. El hombre de ingenio y de bondad, ¿qué iba a hacer sino enloquecer?» 119 Es ésta otra manera de plantearse, con puntos sociopolíticos, la relación entre (in)genio y locura. Las bases sociopolíticas de la España de la melancolía no habían sido destruidas ni siquiera al adentrarnos en el siglo XX. En 1916, Unamuno, pilar de la llamada Generación del 98, concluye el mencionado artículo: ¡Triste vida española, vida de hidalgos y licenciados locos, de pícaros y mendigos cuerdos! ¡Cuántas esperanzas tronchadas en flor! ¡Cuántos ingenios derretidos en un triste ocaso de acedía y de desengaño! Este año se celebrará, con toda la ridiculez y toda la ruindad de las celebraciones oficiales, el tercer centenario de la muerte melancólica del pobre Cervantes, el profeta del desengaño. ¿Habrá quien recuerde y comente las palabras brotadas del corazón acongojado del manco de Lepanto, que el ex loco Tomás Rodaja dijo al salir para siempre de la corte de las Españas? Son palabras de acedía, de triste acedía, de agrura, de dolorida agrura. Cierto es que Tomás Rodaja, el encogido y vergonzoso, fue como lo fue Cervantes, un orgulloso. Y si no hubiera sido por el orgullo, ¿cómo habría podido vivir en el lóbrego convento de la patria?120
En la misma línea, recojámosle a Díaz-Plaja esta frase de Ortega y Gasset, según el propio Díaz-Plaja, escalofriante y muy poco recordada: Léase con un poco de buen sentido nuestro Parnaso del siglo XVII, e inténtese, partiendo de él, reconstruir el tipo de alma que lo ha fraguado. El que haga esta experiencia acabará echándose las manos a la cabeza sobrecogido de espanto. 121
Si estuvimos dispuestos antes a aceptar la opinión de algunos estudiosos que diferencian a los puritanos petrificados por la teología luterana de los católicos peregrinos de la vida (por muy desencantados que estén del vivir humano), si nos sirvió el ejemplo de Guzmán y de los personajes del Criticón, no podemos por menos que matizar ahora cómo Guzmán corre tras confusos fantasmas y su recorrido lo acaba dejando tan petrificado como al que más. De ahí la proverbial melancolía de un libro lleno de reflexiones amargas, que aumentan conforme vamos llegando al desenlace de tan mala 97
vida. Igualmente, en el recorrido de Andrenio y Critilo (el hombre salvaje y el sabio introductor, personajes del libro de Gracián), acaba congelándose todo, en primerísimo lugar el alma del escritor, en virtud de una actitud escéptica y desengañada de la vida que sólo tiene por horizonte la muerte y un atroz nihilismo interior. Es más, tenemos que decir también que el peregrinaje de Andrenio y Critilo más que una verdadera vivencia es un pasar por la vida mirando, sin participar directamente en casi nada. Ambos personajes son observadores y comentadores de la vida, dos personas que pasan por ella, intentando mantenerse al margen, y gracias a su actitud distanciada, en virtud de su inteligencia crítica, asumen las negruras del vivir. No nos extraña la pasión que con el tiempo despertó esta obra de Gracián en Schopenhauer. Sus personajes habían puesto en práctica, siglos antes, la posterior filosofía del alemán. Ambos, pero principalmente Critilo, son melancólicos de raigambre, melancólicos de cuerpo entero en la literatura barroca española. El propio Gracián era plenamente consciente de ello cuando nos dice frases como: «Esto le ponderaba un enano al melancólico Critilo».122 Cuando se compara El progreso del peregrino de Bunyan123 con el Criticón de Gracián, se yerra en la base, pues si bien ambos despliegan un paisaje alegórico, en la obra de Bunyan, Cristiano se entrega a la vida, cae en el Pantano de la Desconfianza, pasa miedos, anda con espada desnuda en la mano, vigilante, en el Valle de Sombra de Muerte, y es perseguido en la Feria de la Vanidad. Vive y lucha en todo ese mundo simbólico para llegar a la Ciudad Celestial. Los personajes de Gracián pasan, miran, hablan, comentan y jamás actúan. Esa diferencia fundamental hace irreconciliables una y otra obra, tantas veces, sin embargo, comparadas. Aunque el drama barroco español (lo llamaremos comedia) sea uno de los puntales del pensamiento melancólico de las Españas, no encontramos personajes tan marcada y explícitamente melancólicos como los de Gracián. Tirso de Molina tiene una comedia precisamente titulada El melancólico124 (esta comedia la refundió con el título de Esto sí que es negociar) y podríamos creernos ante un importante venero para el entendimiento de la figura del melancólico español. La lectura de la obra pronto desengaña nuestras expectativas. La melancolía tiene más importantes personajes en otras comedias, bien de Lope de Vega (él mismo un melancólico)125 bien de Calderón de la Barca (La vida es sueño, Los cabellos de Absalón), incluso del propio Tirso (El condenado por desconfiado). Segismundo o Amón son personajes ante los que palidece el esquemático melancólico de Tirso, por nombre Rogerio. Pero nos sirve bien esta comedia titulada El 98
melancólico de Tirso de Molina para comprender cómo se caracterizaba socialmente, en la España del siglo XVII, al melancólico. Es la única vez, que yo tenga noticia, que una comedia, de principio a fin, presenta de manera explícita a un personaje intencionalmente, o programáticamente, caracterizado como melancólico. Es pues (más allá de tantos importantes personajes con rasgos melancólicos, en tantas otras fundamentales comedias españolas del Siglo de Oro) la única ocasión en que el personaje se construye como prototipo del melancólico barroco. En realidad prototipo de uno de los distintos tipos de melancólico que aparece en el frontispicio de la obra de Burton, el melancólico por amor. Pero antes de que su melancolía se manifieste por un amor que, al parecer, es imposible (razón única de su tristeza), se le caracteriza desde el arranque de la primera jornada con todos los rasgos propios del temperamento melancólico. Es decir, que por naturaleza es un hombre con propensión a cualquier tipo de melancolía. Leonisa, la pastora que será su enamorada (y finalmente su esposa, cuando se descubra su noble cuna), lo describe así al comienzo de la obra: Ese Rogerio, aquese hombre que tiene el alma de piedra en cuerpo de hueso y carne, descuidado me desvela. Ése, que todo lo sabe, y haciendo del campo escuelas, le llaman Fénix los sabios en las armas y en las letras, desdeñoso, presumido, con saber todas las ciencias, ignora las del amor, que son las que el alma precia. 126 (Jornada I, vv. 137-148)
En esta breve caracterización están muchos de los rasgos prototípicos del melancólico de progenie renacentista: despreocupado de los asuntos afectivo-amorosos (alma de piedra, «con saber todas las ciencias, / ignora las del amor»), teniendo la piedra una clara relación con la locura. Hombre sabio, interesado por la naturaleza (hace del campo escuelas), y también ensoberbecido y desdeñoso con la sociedad. Estos elementos se repiten una y otra vez en las primeras escenas del primer acto de la comedia.
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A partir de su enamoramiento nos resulta de menor interés este personaje, pues las razones de su tristeza se cifran de manera exclusiva en las dificultades amorosas (sin la complejidad del melancólico por amor) y no en aspectos caracterológicos (veremos en el próximo capítulo la importancia de dichos aspectos de carácter en el entendimiento del barroco español o del español barroco). No es posible evitar la comparación con un gran melancólico por amor de nuestra literatura de cercana época: el loco Cardenio del Quijote. Pierde, por tanto, para nosotros todo el interés esta trivialización de la melancolía que se da en el personaje de Rogerio, mucho más enjundiosa en otros personajes de otras obras de nuestro teatro clásico. Pero añadamos y reconozcamos que en casi ninguno de ellos hay una melancolía de raíz humoral. Así, el caso ya nombrado del Amón de Los cabellos de Absalón de Calderón de la Barca, es el de un melancólico nuevamente por amor, en esta ocasión un amor incestuoso por su hermana Tamar. El caso de Segismundo en La vida es sueño es el de un personaje cuya experiencia de la vida hace que le cale la melancolía hasta lo más profundo de su alma. Cuando lo que aflige al melancólico no es la conciencia de un mal concreto sino una general postura acidiosa ante la vida, nos encontramos con los melancólicos del tipo del Critilo gracianesco o el Segismundo calderoniano. Es la tristeza del mundo lo que les asiste, su sinsentido. Produce inclinación a la desesperación, hurañía y desconfianza, incluso puede conducir al suicidio esta aflicción irracional. De igual manera su perfil es el propio de hombres reflexivos, inteligentes, incluso geniales. Estos son los que desde la antigüedad vienen explicados por la sobreabundancia de humores. Pero, como nos dice Jackson en su Historia de la melancolía y la depresión, también la tristeza melancólica viene a veces de una impaciencia previa, del hecho de que se posponga algún deseo o que se frustre.127 Para algunos personajes de las comedias barrocas españolas se puede contraponer melancolía a tristeza (como en el caso de Amón). Se nos dice en Los cabellos de Absalón que la la tristeza procede de algún mal suceso (no es la tristeza metafísica a la que nos vamos a referir en el siguiente capítulo, sino una tristeza por un caso puntual) mientras que la melancolía no se puede explicar (es un sentir que viene de la naturaleza del sujeto, de natural sentimiento): Melancolía y tristeza los físicos dividieron, en que la tristeza es causa de algún mal suceso;
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pero la melancolía, de natural sentimiento: y así, no podré decirlo. 128 (Jornada I, vv. 611-617)
De este natural sentimiento en los españoles hablaremos a continuación.
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VIII La melancolía hispana, entre la enfermedad, el carácter nacional y la moda social129 Si insistimos en un atento análisis de nuestra literatura de los siglos XVI y XVII, vemos que en realidad los melancólicos de nuestras obras literarias sufren un importante cambio con el paso del tiempo, un cambio que va de la enfermedad al carácter. Ese cambio es el que refiere Földényi como común a todo Occidente: el paso del temperamento melancólico renacentista (propicio a lo enfermizo, recordemos los consejos de Ficino) a un generalizado sentimiento de tristeza propio del barroco, provocado por un modo de mirar y de estar en el mundo, común a gran parte de la Europa de entonces, muy notorio en Inglaterra y Alemania. En España ese sentimiento común europeo, al parecer, fragua en carácter nacional, por lo que se hace un asunto más interesante todavía para nosotros, españoles, y para los que nos miran desde fuera. Tan interesante resulta que Marc Fumaroli, historiador y ensayista especializado en el siglo XVII francés, construye todo un artículo cuya tesis es la prefiguración del carácter nacional francés à rebours de lo caracterológicamente español (entroncando con el gran Montaigne, el primero en darse cuenta de la moda literaria de la melancolía y el primero en denostarla). Dice Fumaroli: Enfermedad nacional en Inglaterra, moralmente destructiva o literariamente fecunda, la melancolía era tenida en la misma época por los españoles como el asiento humoral, sano y superior de su carácter nacional. 130
A quien debemos la unión y el paso de la melancolía entendida como enfermedad a la melancolía considerada como carácter nacional español es, según el propio Fumaroli, a Huarte de San Juan:
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Huarte no se contentaba con clasificar a los individuos según su temperamento y la capacidad de espíritu que tal temperamento les permitía. Combinando la astrología de las ‘influencias’ y de las ‘conjunciones’ fastas o nefastas, con la física de los cuatro elementos, la medicina de los cuatro humores, la tipología de los temperamentos, y la caracterización de los terrenos y los climas, proponía una clasificación de los caracteres nacionales europeos, a la cabeza de los cuales situaba a los Españoles. 131
Recordemos que Juan Huarte de San Juan es el médico y filósofo español que escribió aquel libro de gran fama en toda la Europa de su tiempo titulado Examen de ingenios para las ciencias. Nace su pensamiento de un argumento teológico: la expulsión de Adan y Eva del Paraíso terrenal. Nuestros primeros padres fueron creados por Dios con todas las perfecciones y vivieron en un ambiente perfectamente templado, el del Paraíso terrenal, ambiente que no contenía elemento alguno capaz de dañar la perfección original, la perfección prototípica de la primera pareja. Una vez expulsados del Paraíso, condenados a vivir en condiciones terrenales adversas, con variantes geográficas, climáticas y alimenticias, tales circunstancias comenzaron a actuar sobre su cuerpo y el de sus descendientes produciendo cambios que hoy podríamos llamar de carácter psicosomático. Las diferencias ambientales actúan sobre los cuerpos y sobre los aparatos psíquicos de los hombres, originando tantos ingenios distintos como individuos existen. Entiende Huarte ingenio por el conjunto de habilidades psíquicas de un individuo.132 Lo que a nuestro doctor le interesa es dilucidar los parámetros que permiten la determinación de los distintos tipos de ingenios, con una intención práctica: que en los reinos de España se obligue a cada ingenio a elegir la actividad profesional que le es idónea. Huarte utiliza, para la detección de los distintos ingenios, esquemas cuaternarios, basados en los cuatro elementos (la tierra, el fuego, el aire y el agua), en las cuatro calidades primeras (la sequedad, el calor, la humedad y el frío), los que producen, en sus variadas combinaciones, los cuatro temperamentos (sanguíneo, colérico, flemático y melancólico). Vemos que hay en Huarte un estructuralista avant la lettre, como dice Harald Weinrich en su prólogo a la edición de Guillermo Serés del Examen de ingenios para las ciencias.133 Toma Huarte, como base de su entendimiento de la melancolía, uno de los cuatro temperamentos: la clásica teoría de los humores (bilis negra, sangre, bilis clara y flema) en relación con los temperamentos (melancólico, sanguíneo, colérico y flemático). De este modo, las diferentes mezclas de los humores definen a los individuos. Huarte es galenista. También sigue la tradición aristotélica, considerando que los humores ejercen 103
su efecto bien por el calor bien por el frío. Los humores, sin estas dos cualidades, no son capaces de manifestar su acción, tal y como nos dice en el capítulo V: De manera que el rezar, contemplar y meditar enfría y deseca el cuerpo y lo hace melancólico. Y, así, dijo Aristóteles: cur homines qui ingenio claruerunt, vel in studiis philosophiae, vel in republica administranda, vel in carmine pangendo, vel in artibus exercendis, melancholicos omnes fuisse videantur?134
Las acciones del rezo y la meditación o la reflexión intelectual conllevan un gasto de calor que enfría el cuerpo y permite la subida del humor a la inteligencia, hiriendo gravemente la imaginación. Es ésta una concepción médico-filosófica que interpreta, con las bases de la medicina clásica que viene del Problema XXX del Pseudo-Aristóteles y de Galeno, la melancolía como un desequilibrio anormal en el cuerpo humano que lo hace proclive a la enfermedad, bien sea la locura, bien sea un abatimiento de cuerpo y alma, bien sea una tristeza sin razones, bien sea una huida híspida de las relaciones con sus congéneres, todo ello unido a diferentes manifestaciones de problemas de gases, de malas digestiones, de insomnio, de ataque de gota, etc. Este cuadro que relaciona la melancolía con la enfermedad es el que alimenta gran parte de la literatura española del Renacimiento y del Manierismo. Hay incluso un fragmento de la obra de Huarte que se ha relacionado con el personaje de don Quijote, siendo considerado (por algunos estudiosos) el ejemplo que da nuestro médico del XVI como el origen del personaje cervantino.135 El texto de Huarte al que me refiero es el siguiente (capítulo IV [VII de la edición de 1594]: Pero, para que se entienda por experiencia que si el celebro tiene el temperamento que piden las ciencias naturales no es menester maestro que nos enseñe, es necesario advertir en una cosa que acontesce cada día. Y es que si el hombre cae en alguna enfermedad por la cual el celebro de repente mude su temperatura (como es la manía, melancolía y frenesía) en un momento acontesce perder, si es prudente, cuanto sabe, y dice mil disparates; y si es nescio, adquiere más ingenio y habilidad que antes tenía. En confirmación de lo cual no puedo dejar de referir lo que pasó en Córdoba el año 1570, estando la corte en esta ciudad, en la muerte de un loco cortesano que se llamaba Luis López; éste, en sanidad, tenía perdidas las obras del entendimiento, y de lo que tocaba a la imaginativa decía gracias y donaires de mucho contento; a éste le dio una calentura maligna de tabardillo, en medio de la cual vino de repente a tanto juicio de discreción, que espantó a toda la corte: por la cual razón le administraron los santos sacramentos, y testó con toda la cordura del mundo, y así murió, invocando la misericordia de Dios y pidiendo perdón de sus pecados.
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Hemos de puntualizar que, en realidad, el ejemplo del loco Luis López es una intercalación posterior, un añadido de la edición de 1594. El ejemplo por excelencia en la literatura, para ver la unión entre enfermedad y melancolía durante el Renacimiento y el Manierismo español, lo encontramos en algunos otros de los personajes cervantinos. No sólo en don Quijote. Pensemos en personajes de la misma novela como el loco Cardenio (que interesó a otro creador de melancólicos literarios, en otro país de la melancolía: Shakespeare en Inglaterra) o en el protagonista de la novela intercalada en la primera parte del Quijote con el título de El curioso impertinente. Y fuera del Quijote, recordemos al Tomás Rodaja de la novela ejemplar El Licenciado Vidriera. O a algún otro personaje del Persiles. Pero naturalmente las excelencias se las lleva don Quijote. Fumaroli nos dice en su artículo La mélancolie et ses remèdes: la reconquête du sourire dans la France classique: El don Quijote de Cervantes, si bien tiene el espíritu turbado por las quimeras de los libros de caballerías, en los momentos de respiro que tiene su locura, este gran melancólico de raza enuncia los aperçus fulgurantes de un apóstol o las sentencias doradas propias de un sabio. 136
A Javier García Gibert debemos un detenido paseo por la melancolía en la obra cervantina, desde La Galatea (que es «una sucesión, hasta cierto punto previsible, de melancolizados por amor —Timbrio, Silerio, Galercio, y tantos otros— según los patrones que dictaba el género y la tradición»),137 pasando por las comedias cervantinas de cautivos («terreno abonado para la aparición de personajes y situaciones melancólicos, motivados por la falta de libertad»)138 y llegando a sus novellas, bien exentas (como el Licenciado Vidriera) o bien incrustadas en su magno Quijote, «una obra concebida desde y para la melancolía».139 Pocos personajes escapan en el Quijote a la melancolía. El propio Sancho, sanguíneo, cachazudo, aparece «con melancólico semblante» en el capítulo XXXVII de la primera parte. Previamente, en el XVIII, tras la aventura de los rebaños, se le describe «de pechos sobre el asno, con la mano en la mejilla, en guisa de hombre pensativo…». El propio Rocinante es una versión animalizada de la melancolía. Y, por supuesto, como ya venimos repitiendo, don Quijote. La suya es una melancolía que comienza siendo un tenue murmullo y acaba convirtiéndose en una melodía claramente perceptible,140 con su punto de inflexión en el capítulo XLIV de la segunda parte:
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Cuéntase, pues, que apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote sintió su soledad, y si le fuera posible revocarle la comisión y quitarle el gobierno, lo hiciera. Conoció la duquesa su melancolía y preguntóle que de qué estaba triste, que si era por la ausencia de Sancho, que escuderos, dueñas y doncellas había en su casa que le servirían muy a satisfación de su deseo. —Verdad es, señora mía —respondió don Quijote—, que siento la ausencia de Sancho, pero no es esa la causa principal que me hace parecer que estoy triste, y de los muchos ofrecimientos que Vuestra Excelencia me hace solamente acepto y escojo el de la voluntad con que se me hacen, y en lo demás suplico a Vuestra Excelencia que dentro de mi aposento consienta y permita que yo solo sea el que me sirva. 141
Sin duda todos estos resultados literarios tienen en su base al propio autor, a Cervantes, un Cervantes melancólico. Recordemos cómo lo encuentra su amigo, gracioso y bien entendido, en el Prólogo a la primera parte del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha: Muchas veces tomé la pluma para escribille [el prólogo], y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa, y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero. —Porque ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes?142
Vemos, pues, a Cervantes en pleno acceso de melancolía ante las dudas de su creatividad. En este prólogo se ofrece un entendimiento del creador tal y como nos lo mostrara Ficino en su De vita triplici y con la prosopografía con que representó a la propia Melancolía el pintor Alberto Durero por la misma época. Tampoco el sentido de la obra cervantina aparece ajeno a los conceptos melancólicos, pues Cervantes, como nos recuerda García Gibert, «se complace en dirigirlo, more terapéutico, a un público de melancólicos», como lo eran los españoles de esa época, y recuerda, para avalarlo, el consejo del ya mencionado amigo gracioso y bien entendido del Prólogo: «leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa».
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En el siglo XVI hay restos medievales de entendimiento de la melancolía, como sucede en la obra de Teresa de Jesús,143 y luego de los Siglos de Oro, en el XVIII habrá todavía restos de la relación entre enfermedad y melancolía, como vemos en Torres Villarroel.144 Podemos, sin embargo, generalizar que los melancólicos por excelencia de nuestra literatura, que son los de los Siglos de Oro, responden, primero, a la visión renacentista de progenie ficiniana y de colorido local huartino, para quienes la melancolía era una enfermedad propia de seres especiales (de intelectuales y creadores, donde encontramos, en cóctel con dicha enfermedad, los otros ingredientes de la soledad orgullosa del intelectual y de la angustia creadora provocada en el Renacimiento por la tensión entre el pasado clásico y el futuro que pretendía resolver dicha tensión); y que posteriormente, mediado el siglo XVII, se fraguará la manifestación del melancólico barroco, el que lo es por visión del mundo (el gesto del universal desengaño), por carácter e incluso por moda. Especialmente en España, como hemos dicho, es el momento de la fragua del melancólico carácter nacional. Huarte contribuye a ello, pues no sólo tiene interés en detectar el ingenio particular de cada joven español para dirigir su formación hacia la actividad que mejor le conviene (proponiendo más un estudiar por la fuerza —lo que tendría en nuestros días pocos seguidores— que una orientación profesional145), sino que también se preocupa por las analogías y paralelismos caracterológicos, en relación con los climas y circunstancias especiales de los pueblos europeos, haciendo una clasificación general que tan poco gusta a Fumaroli y donde los españoles llevamos la voz cantante. Escuchemos sus propias palabras, en el capítulo VIII (X) de su Examen y entenderemos el ‘disgusto’ de Fumaroli: Al segundo problema se responde que, buscando Galeno el ingenio de los hombres por el temperamento de la región que habitan, dice que los que moran debajo el Septentrión todos son faltos de entendimiento; y los que están sitiados entre el Septentrión y la tórrida zona son prudentísimos. La cual postura responde puntualmente a nuestra región, y es cierto así. Porque España, ni es tan fría como los lugares del Norte, ni tan caliente como la tórrida zona. La mesma sentencia trae Aristóteles preguntando por qué los que habitan tierras muy frías son de menos entendimiento que los que nacen en las más calientes; y en la respuesta trata muy mal a los flamencos, alemanes, ingleses y franceses, diciendo que su ingenio es como el de los borrachos, por la cual razón no puede inquirir ni saber la naturaleza de las cosas. Y la causa de esto es la mucha humidad que tienen en el celebro y en las demás partes del cuerpo; y así lo muestran la blancura del rostro y el color dorado del cabello, y que por maravilla se halla un alemán que sea calvo; y con esto, todos son crecidos y de larga estatura, por la mucha humidad, que hace dilatables las carnes. Todo lo cual se hace al revés en los españoles: son un poco morenos, el cabello negro, medianos de cuerpo, y los más los vemos calvos; la cual disposición dice Galeno que nace de estar caliente y seco el celebro. Y si esto es
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verdad, forzosamente han de tener ruin memoria y grande entendimiento; y los alemanes, grande memoria y poco entendimiento. Y, así, los unos no pueden saber latín, y los otros lo aprenden con facilidad. La razón que trae Aristóteles para probar el poco entendimiento de los que habitan debajo de Septentrión es que la mucha frialdad de la región revoca el calor natural adentro por antiparistasis, y no le deja disipar. Y, así, tiene mucha humidad y calor, por donde juntan gran memoria para las lenguas, y buena imaginativa, con la cual hacen relojes, suben el agua a Toledo, fingen maquinamientos y obras de mucho ingenio, las cuales no pueden fabricar los españoles por ser faltos de imaginativa. Pero metidos en dialéctica, filosofía, teología escolástica, medicina y leyes, más delicadezas dice un ingenio español en sus términos bárbaros, que un extranjero sin comparación, porque sacados éstos de la elegancia y policía con que lo escriben, no dicen cosa que tenga invención ni primor. En comprobación de esta doctrina, dice Galeno in Scithiis, unus vir factus est philosophus: Athenis autem multi tales; como si dijera: «en Escitia (que es una provincia que está debajo el Septentrión) por maravilla sale un hombre filósofo, y en Atenas todos nacen prudentes y sabios». Pero aunque a estos septentrionales les repugna la filosofía y las demás ciencias que hemos dicho, viéneles muy bien las matemáticas y astrología, por tener buena imaginativa. 146
El melancólico por carácter está ya claramente manifestado en la obra de Gracián El Criticón (que fue publicada, en sus tres partes, al iniciarse la segunda mitad del siglo XVII), y lo está también en la obra de Quevedo, y en la de Góngora y en tantas otras posibles referencias del barroco español. Pero, para resumir en un solo contraste los dos estadios a los que nos venimos refiriendo, digamos que si el melancólico enfermo se manifiesta paradigmáticamente en la obra de Cervantes, el melancólico como carácter español se observa como una constante en El Criticón de Gracián. En El Criticón observamos consumado el cambio que va de la melancolía como enfermedad a la melancolía como tristeza (ante la visión negativa del mundo); y, en el caso concreto de los españoles, la melancolía se confirma como elemento básico de su carácter. Gracián tiene en cuenta a Huarte no sólo en lo referente al carácter español sino también en otros aspectos: sigue, por ejemplo, la teoría huartina de las edades. Expone Huarte: La última edad del hombre —nos encontramos en el capítulo V (1594)— es la vejez; en la cual está el cuerpo frío y seco, y con mil enfermedades y flaco: todas las potencias perdidas, sin poder hacer lo que antes solían. Pero, con ser el ánima racional la mesma que fue en la puericia, adolescencia, juventud, consistencia y vejez, sin haber recibido ninguna alteración que le debilitase sus potencias, venida a esta última edad y con este temperamento frío y seco, es prudentísima, justa, fuerte y con temperancia; y aunque al hombre se han de atribuir estas obras, pero el ánima es el primer movedor, conforme aquello: anima est principium intelligendi. Todo el tiempo que el cuerpo está poderoso, con fuertes facultades vitales, naturales y animales, acuden muy pocas virtudes morales al hombre; pero en perdiendo las fuerzas, luego el ánima crece en virtudes. Parece que quiso sentir esto san Pablo cuando dijo: virtus in infirmitate perficitur; como si dijera: «la virtud y fuerzas del ánima racional se perficionan cuando el cuerpo está
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enfermo». Y así parece, porque en ninguna edad está el cuerpo más flaco que en la vejez, ni el ánima más libre y suelta para obrar conforme a razón. Pero con todo eso, cuenta Aristóteles seis vicios que tienen los viejos por razón de la frialdad que el hombre tiene en esta edad. Lo primero son cobardes […]. Lo segundo son avarientos […]. Lo tercero son sospechosos […]. Lo cuarto son de mala esperanza y jamás piensan que los negocios han de suceder bien […]. Lo quinto son desvergonzados […]. Lo sexto son incrédulos […]. Las virtudes contrarias (dice Aristóteles) tienen los mozos. Son animosos, liberales, jamás sospechan mal, son de buena esperanza, vergonzosos, y fáciles de persuadir y creer. 147
Vejez, pues, y melancólica tristeza parecen compaginar bien. ¿No es acaso el melancólico un alma vieja y desencantada del mundo? La tercera parte de El Criticón está dedicada precisamente a recorrer los paisajes de Vejecia, que así denomina Gracián al discurrir por la vejez: Estaban ya nuestros dos peregrinos del mundo, los andantes de la vida, al pie de los Alpes canos, comenzando Andrenio a dar en el blanco [encanecer], cuando Critilo en los dejos de cisne. Era la región tan destemplada y tan triste que, entrados en ella, a todos se les heló la sangre. —Éstas —decía Andrenio— más parecen puertas de la muerte que puertos de la vida. 148 […] — ¡Qué región tan malhumorada es ésta! —se lamentaba Andrenio. — ¡Y qué malsana! —añadió Critilo—. Trocáronse los fervores de la sangre en horrores de la melancolía, las carcajadas en ayes: todo es frialdad y tristeza. Esto iban melancólicamente discurriendo […]149
La melancolía, en este ambiente de vejez, aparece con claridad como equivalente de tristeza, de sabia e irónica tristeza. Lo que poco más adelante se confirma cuando, hablando de la doblez propia de la vejez (y considerando a todos los viejos como Janos), dice: «Veréis la una faz muy humana, cuando la otra muy grave; tan jovial ésta cuan saturnina aquélla».150 Ser melancólico es mostrar severidad y tristeza ante el mundo y ante los demás hombres, así como distanciamiento irónico, por conocimiento (que principalmente lo da la edad, pero en ocasiones viene con el temperamento) de las miserias humanas. En este alegórico paisaje de Vejecia se encuentran nuestros dos protagonistas con un zahorí, un ensayo de nuevo Demócrito que todo lo sabe ver en los hombres a los que mira, y que dice: —Yo veo si está sano y de qué color, si amarillo de envidia, y si negro de malicia; percibo su movimiento y me estoy mirando hacia dónde se inclina. Las más cerradas entrañas están a mis ojos muy patentes y descubro si están gastadas o enteras; la sangre veo en sus venas y advierto el que la tiene limpia, noble y generosa. Lo mismo puedo decir del estómago: luego conozco qué estómago le hacen a cualquiera los
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sucesos, si puede digerir las cosas. Y me río las más veces de los médicos, que estará el mal en las entrañas y ellos aplican los remedios al tobillo, procede el mal de la cabeza y recetan el untar los pies. Veo y distingo clarísimamente los humores, y el de cada uno, si está o no de buen humor, observándolo para la hora del despacho y conveniencia; si reina la melancolía, para remitirlo a mejor sazón; si gasta cólera o flema. 151
Aquí lo puramente fisiológico se ha vuelto moral: la sangre limpia (la obsesión hispana por la limpieza de sangre) es en realidad la noble y generosa, y el buen estómago de algunos lo es porque digieren (en sentido figurado) cualquier cosa, y la amarillez es por envidia y lo negro es por malicia. Y finalmente los humores los relaciona con el buen o mal humor. Por tanto el reino de la melancolía es el reino de la tristeza y de las razones que la provocan. Y el recurrir a la tradición de los humores es más por juego intelectual que por consideración real de tales conocimientos. En suma, hemos pasado de la enfermedad a la actitud vital y al carácter. El melancolizar como actitud ante la vida y como carácter humano está generalizado en el pueblo español, como no cesan de constatar los escritores de ese tiempo. Insistamos en que además está unido el término melancolía a los paisajes de la tercera y última parte del Criticón porque la vejez es la época del desengaño. Diríase que todos los españoles de la segunda mitad del siglo XVII se sienten viejos, «Soy un fue, y un será, y un es cansado». ¡Un es cansado! Cuando ven los peregrinos de la vida por primera vez el palacio de Vejecia, se dice: —He allí —dijo el Jano— el antiguo palacio de Vejecia. —Bien se da a conocer —le respondieron— en lo melancólico y desapacible. 152
Habitualmente se insiste en la relación melancolía / tristeza. Cuando son llevados los peregrinos al palacio de la Alegría, se describe una fuente prodigiosa que brota en el centro de uno de sus patios: Sea lo que fuere, lo que yo sé es que causa prodigiosos efectos, y todos de consuelo, porque yo vi un día traer no menos que una gran princesa (se dijera lansgravia o palatina) perdida de melancolía, sin saber ella misma de qué ni por qué, que a no ser eso no fuera necia. Habíanle aplicado dos mil remedios, como son galas, regalos, saraos, paseos y comedias, hasta llegar a los más eficaces, cuales son fuentes de oro potable, digo de doblones, tabaquillos de joyas, cestillos de perlas; y ella, siempre triste que necia, enfadada de todo y enfadando a todos, que ni vivía ni dejaba vivir, de modo que llegó rematada de impertinente. Pues os aseguro que luego que bebió del eficacísimo néctar, depuesta la ceremoniosa autoridad regia, se puso a bailar, a reír y cantar, diciendo que se iba hacia las alturas. 153
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Apenas un poco después, continúa el texto: «Y eso es nada, que yo le vi al más severo Catón, al español más tétrico, dar carcajadas en bebiéndole, que por eso le llamaron los italianos alegra core».154 El paso desde el caso particular (el de la princesa melancólica, que parece salida de un relato pastoril) al caso general (el del carácter melancólico español) es evidente. Se deduce de lo dicho, que todos los españoles son tétricos y que al más tétrico de todos los españoles lo vio el relator, una vez que hubo bebido en la fuente, trocado en un hombre de alegre corazón. Todos los españoles son, pues, severos Catones. Lo que implica: censores, serios, honestos (a Catón lo hicieron famoso sus altos valores morales y su virtud incorruptible) y también se hace evidente en el texto una relación entre hombre sabio (Catón) y melancolía. Con todo, el melancólico carácter español está para Gracián por encima del resto de los europeos. Y así, cuando los peregrinos descubren la corte del Saber, estaba esperándoles un raro personaje (por su poca abundancia en este mundo), todo sesos, es decir todo cordura: «él era castellano en lo sustancial, aragonés en lo cuerdo, portugués en lo juicioso, y todo español en ser hombre de mucha sustancia».155 En todo momento anda parejas Gracián con Huarte en cuanto a dar la preeminencia al carácter español, oponiéndolo con total crudeza a sus vecinos europeos, como cuando en la crisi séptima comenta: Había chimeneas de todos modos, unas a la francesa, muy disimuladas y angostas, otras a la española, muy campanudas y huecas, para que aun en esto se muestre la natural antipatía destas dos naciones opuestas en todo, en el vestir, en el comer, en el andar y hablar, en los genios e ingenios. 156
Esos españoles de mucha sustancia son los que mejor ejemplifican la melancolía, en casos como los que nos narra Mario Praz en Imágenes del Barroco (estudios de emblemática) y que nos sirven para cerrar este capítulo sobre el carácter melancólico del español del siglo XVII. Casos reales, no personajes literarios. Uno es el caballero melancolizado por amor que convierte su casa en un panteón: lienzos negros sobre las paredes, muebles del mismo color, jardín en el que se han arrancado las flores y cortado los árboles. Y el otro es el paradigmático Duque de Villamediana, el poeta que quema un palacio tras haberlo pisado su regia amada («mis amores son reales»).157 El propio Praz dice que «pueden ser casos extremos; sin embargo son característicos de la generalidad del período».
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IX Melancolía y siglo XVIII en España. ¿La disolución de un carácter y una cultura?158
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De la España melancólica a la España ilustrada La previsible extinción de los Austrias (dinastía que llegó a su fin con la melancólica vida de Carlos II el Hechizado, muerto precisamente en el primer año del siglo XVIII) había provocado todo tipo de intrigas y pactos entre los reinos de Europa a espaldas de la propia España. Habiendo sido centro y base de un imperio envidiado y temido durante los dos últimos siglos precedentes, el resto de Europa albergaba para con su molesta y orgullosa vecina intenciones ambiguas: deseos de propiedad y de aniquilación, de adhesión y de descoyuntamiento, para quitarle la fuerza que todavía le quedaba. ¿Cuándo no se hace leña del árbol caído? Y con especial fruición si el árbol ha sido frondoso y nos ha hecho molesta sombra. La España que entraba en el siglo XVIII venía de Carolus Rex,159 cuya impotencia lo había compelido a realizar exorcismos eróticos en el Pudridero Real del Monasterio escurialense; y que murió sin haber conseguido descendencia (pese a tal tipo de exorcismos), instalado en una cámara relicario, presidida por la Virgen de Atocha y por la momia incorrupta de San Isidro. De niño, este rey, prototipo de todas las melancolías hispanas en su más gótica negritud, había atesorado bajo su almohada, durante años, un diente del santo madrileño, que le había arrancado a la momia un cerrajero real, recreando la más necrófila versión del ratoncito Pérez. Si estos episodios constituían la más morbosa y novelable historia terminal de la España barroca, no habían sido algo aislado. Concluían un período de excesos melancólicos de todo tipo. ¡Cómo no recordar una vez más casos prototípicos de la España del siglo XVII como el del poeta Villamediana o el del caballero melancolizado por amor que convierte su casa en un panteón! La venida de los Borbones a España representa la introducción en esta España barroca, que hemos pergeñado como la España del carácter melancólico, de una dinastía de origen francés, con todo lo que eso significaba: su absoluta extrañeza para con la España más irracional, más oscura. Traía la nueva dinastía el gusto por la razón, por el sentimentalismo y por lo que podemos denominar la douce mélancolie, el ensoñador ersatz francés de la melancolía. Porque cierta melancolía sí que trajeron los Borbones, como muestra con toda claridad el episodio de Farinelli cantando en las noches de insomnio melancólico al primer monarca Borbón.
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La «ruptura de continuidad» a la que nos vamos a referir a lo largo de este capítulo, la que representó la imposición de lo francés ilustrado en la España de lo barroco (las prohibiciones en el vestir que llevaron al Motín de Esquilache160 o la tan controvertida prohibición de los autos sacramentales161), no es un episodio aislado, especial, sólo nuestro. Como analiza Manfred Osten, en La memoria robada (refiriéndose a «una gran limpieza, un barrer las antiguas y memorables tradiciones del anquilosado Sacro Imperio Romano Germánico» bajo el triunfo de la razón), también en el ámbito germánico, este deseo de borrón y cuenta nueva que asistió al Siglo de las Luces «fue una ruptura de continuidad bajo la bandera de la Ilustración que ha tenido consecuencias paradigmáticas hasta la más reciente actualidad».162 Las relaciones entre Ilustración y destrucción de la memoria es un tema digno de ser tratado con detenimiento, pero nuestro actual hilo conductor es la melancolía.
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La melancolía en el siglo XVIII europeo. La douce mélancolie, un invento francés para el racionalismo Dos elementos habría que tener en cuenta para abordar la melancolía en el siglo XVIII: por una parte, el triunfo de la Ilustración, con su racionalismo, que intenta dar un giro (hacia lo científico) al lábil término de melancolía, proveniente de la vieja teoría de los humores, finalmente en entredicho; y por otra, la preeminencia de lo francés, precisamente por su abanderamiento de las luces de la razón. Francia nunca estuvo de parte de la melancolía, como nos aclara Fumaroli en su artículo «La mélancolie et ses remèdes: la reconquête du sourire dans la France classique».163 Según la tesis de Fumaroli, que ya hemos mencionado, el carácter francés se fragua a la contra del carácter melancólico español, y se configura en una actitud beligerante frente a la moda pro melancólica que tanto éxito tuvo en Inglaterra. Un carácter, pues, el francés, que se ideó en las críticas de Montaigne a la melancolía, que se consolidó en las comedias de Molière (como El misántropo o Tartufo), y que finalmente va a tener su momento de gloria (de gloria europea) al consolidarse el triunfo del pensamiento ilustrado de raigambre y exportación francesa. ¿Desaparece del panorama europeo, pues, la melancolía, con la fuerza del pensamiento ilustrado de origen francés? No exactamente. La Francia ilustrada reformula la melancolía hacia un refinamiento, un ersatz galo, que es una dulce tristeza en soledad para poetas y amantes. La denominada douce mélancolie. Moda, ahora francesa, a la que se unen los intelectuales y artistas del racionalismo en toda Europa. La douce mélancolie, como dice Guillaume Faroult, se hace más bien affaire de coeur (es decir, más bien asunto del corazón) que del humor o de la razón.164 Así que lo que fuera un llanto de duelo, pero más complejo y profundo en su objeto, se convierte en algo lacrimógeno, que da una literatura sentimentaloide, la larmoyante.165 La Europa del siglo XVIII, con su mira puesta en Francia, encauza la melancolía en la horma de la razón científica, pretendiendo dar la espalda a parte del «imaginario que la acompaña».166 Pero se configura entonces un complejo sistema terminológico para las enfermedades del alma que, a pesar del esfuerzo enciclopédico para definirlas y diferenciarlas, no consigue delimitar plenamente lo que la melancolía sea. Ciertamente la melancolía tiene una relación tan directa con el misterio de la vida que cuando dicho misterio se comienza a pretender anular históricamente es precisamente cuando aparecen 116
los rasgos de la melancolía moderna. A dicha reflexión dedica importante espacio, en su ensayo sobre la melancolía, Földényi. Para el ensayista húngaro las características de la melancolía moderna son la tristeza, el aburrimiento y la indolencia.167 Nos explica así el cambio histórico: La edad burguesa […] como no está dispuesta a reconocer que las normas válidas para la sociedad deben su fuerza a elementos que la sociedad no puede asimilar (por ejemplo, el pecado, la irracionalidad, la santidad: Georges Bataille), la época empieza a disolverse. La melancolía (como la esquizofrenia, como la neurosis) nunca ha tenido un suelo tan fértil para desarrollarse como en la Edad Moderna: cuanto más confían las personas en la tolerancia, en el democratismo, en la ilustración y el progreso, tanto más dispuestas están a convertirse en víctimas voluntarias de represiones y autoengaños. […] La existencia humana no es básicamente misteriosa, sino analizable y expresable; y si la cultura cristiana redujo los misterios de la Antigüedad a uno solo, el mundo burgués elimina este único misterio que ha quedado. 168
El fundamento de la vida humana ya no es el ritmo misterioso de la vida y de la muerte, sino el intento de domar las costumbres del hombre salvaje que todavía somos o que todavía apunta constantemente en nosotros; su fundamento es el intento de sujetar la ley de la naturaleza, haciendo una moral liberalizadora para el hombre social, libre y poderoso. Lo que de sagrado siempre ha habido en la vivencia del hombre sale del santuario: se vuelve profano, es decir, visible, presentable. Y en esta situación se explica el aburrimiento que caracteriza a la nueva apariencia de la melancolía: El aburrimiento apunta al dilema que alberga la melancolía moderna: las cosas parecen cada vez más comprensibles (ilustración) y cada vez más accesibles a todos (democratismo), pero no pueden tapar la creciente sensación de carencia que acompaña al hecho de que todo se nombra y se interpreta. 169
El siglo XVIII tiene como lema hacerlo todo comprensible. Para eso ha encendido las cegadoras luces de la razón, sin darse cuenta de que todo foco con exceso de vatios lo que hace es deslumbrar y crear un círculo de oscuridades propias del deslumbramiento. En lo que corresponde a la melancolía, los diferentes tratados que se ocupan de ella, los diferentes diccionarios que intentan definirla, van en esa misma dirección: neutralizarla, dejando en su entorno un ignorado cerco negro de irracionalidad inatendida. ¡Cuán alejado del pensamiento de Ficino (de su relación de genio creador con melancolía), el tratado de Bernardini Ramazzini (de 1700) titulado De morbis artificum, donde las enfermedades de los artistas nada tienen que ver con la metafísica ni con problemas existenciales, ni con una especial sensibilidad, ni con el misterioso desequilibrio humoral
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de los seres creadores, sino que son puras enfermedades profesionales, debidas a efectos fisiológicos de los pigmentos y de los alcoholes empleados para las pinturas!170 La revolución burguesa, en el centro de esta nueva hegemonía de la diosa Razón, convierte a la melancolía en objeto de juicios sociopolíticos. En palabras de Földénjy, «la mentalidad burguesa que lo integra todo la considera [a la melancolía] un problema político y social». Una larga lista de ideólogos burgueses condenan la melancolía: Hobbes, La Mettrie, Holbach, Locke, Thomasius, Shaftesbury, Swift. Jacob Brucker, autoridad filosófica en la Alemania del XVIII, condena a los melancólicos en su Historia crítica philosophiae (1742-1744). Hubo en Alemania una importante lucha contra las manifestaciones del fanatismo en relación con la melancolía: Vernunft gegen Melancholie.171 Acabó resultando que todo lo que ofendía a los intereses de clase era de progenie melancólica. Ya Robert Burton acusó de melancólicos a los ateos y a los católicos, mientras los católicos alemanes acusaban de lo mismo a los luteranos. Más tarde los conservadores acusaron de melancólicos a los revolucionarios, y los críticos marxistas a los artistas no realistas (Lukács contra Kafka, Joyce o Beckett). Adorno ironiza sobre la melancolía de Benjamin y Benjamin rechaza la melancolía izquierdista de los poemas de Erich Kästner. ¿A qué nos conduce todo esto? Una vez más, a la labilidad de un término que sigue escapando a las definiciones modernas, al intento de neutralización. Quizá el último fracaso notorio en este sentido sea el libro de Wolf Lepenies, Melancholie und Gesellschaft (Melancolía y sociedad), escrito en el espíritu del 68, con un optimismo que considera liquidables «tanto la melancolía como las otras amarguras de la vida».172 Es revelador, en este sentido, que Lepenies haya puesto un prólogo a su nueva edición de 1998 titulado «El fin de la utopía y el regreso de la melancolía».173 El propio Lepenies nos da una clave importante para entender la oposición radical que existe entre melancolía e Ilustración en su conferencia «Más allá de la melancolía y antes de la utopía».174 La Ilustración es radicalmente optimista. De aquí se desprende, y del pasado histórico, que la melancolía tiene su gran caldo de cultivo en el desengaño, en el pesimismo. Lepenies considera que el sistema de valores de la modernidad europea se muestra en su mejor caracterización en la novela de Daniel Defoe, de principios del siglo XVIII, Robinson Crusoe. El protagonista, en esa isla de la desesperación donde sobrevive náufrago, confía en un sistema de contabilidad que organiza su solitaria vida. En palabras de Lepenies: 118
Robinson es la encarnación literaria del capitalismo temprano europeo. El optimismo de la concepción del mundo capitalista se incrementó con la convicción ilustrada radical de que la naturaleza no había establecido límites a las esperanzas del hombre y de que la humanidad ‘avanza, liberada de todas las cadenas, escapando del dominio del azar y de los enemigos del progreso, segura y diligente por las sendas de la verdad, la virtud y la felicidad’ (Condorcet). La razón guía el progreso de la ciencia y la tecnología; la actividad científica y tecnológica, dirigida de modo adecuado, producirá inevitablemente resultados razonables y acertados. 175
Lepenies matiza este optimismo, diciéndonos que «ya durante la Ilustración empezó a crecer la duda».176 Va explicando luego el nudo que va formando la nueva mentalidad: la filosofía empírica reinante se separa de la teología y de la política, creando la asepsia del científico y el pensador moderno, alejado de la esfera pública. Abandonan la ética y la moralidad. «El resultado fue paradójico —confirma Lepenies—, trascendental hasta hoy día: puesto que la formación científica evita las cuestiones de normativa, la ciencia queda desprotegida de las normas que vienen impuestas desde el exterior».177 Aunque la modernidad configuró al homo europaeus, representado por el enfoque experimental, la comprensión y la modificación del mundo, sin embargo no eliminó al pensador dubitativo. «El melancólico —sigue diciendo Lepenies— es un tipo de homo europaeus intellectualis, pertenece a una especie caracterizada por una insaciable tendencia a la reflexión».178 La seguridad sanguínea y agresiva del hombre de acción racional no dio al traste con ese otro que duda, que reflexiona, que se para, para pensar en sí mismo, en los otros, replegado (repli sur soi). Pero una vez que hemos dejado la puerta abierta al futuro de la melancolía, volvamos a su caracterización durante el siglo XVIII. Hay que decir que la soledad y la obsesión por la autojustificación son características del melancólico dieciochesco. Es decir, que ante el rechazo social de lo melancólico, la personalidad melancólica se introyecta y se muestra como un carácter amante de su soledad, en la que goza de su personalidad melancólica, lo que se manifiesta en una sentimentalidad que hay que entender muy bien matizada: no como sentimentalismo, sino como manifestación de la autojustificación de su modo de ser, un gozo interior en aislamiento. En las definiciones dieciochescas de lo melancólico empieza a aparecer su relación con el placer. El soñador y el melancólico principian a aparecer emparentados. Por esta línea de pensamiento, volvemos a encontrarnos con las palabras de Faroult, cuando afirma que, en el siglo XVIII, la melancolía se hace affaire de coeur, asunto del corazón más que del humor y de la razón. El carácter artístico del siglo XVIII que mejor
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convive con las Nuevas Luces es el solitario, reflexivo, sentimental, del tipo Watteau o Couperin, que vive en un certain triste plaisir. Son los diccionarios franceses los que acuñan esta nueva terminología de la douce mélancolie, lo que permite a la dulce Francia, antimelancólica e iluminada por las luces de la razón, asimilar esa vieja enfermedad emparentada con locos amantes, locos religiosos, locos artistas; una melancolía convertida ahora en ensueño agradable, en tristeza placentera. Un civilizado asunto del corazón, una actitud meditativa y sentimental de intelectuales y artistas, asimilable por viejos aristócratas y entronizados burgueses. Frente a la douce mélancolie, la melancolía pura y dura tiene voluntad de integración patológica. Pero un detenido examen de su definición, en diferentes diccionarios y en la propia Enciclopedia (L’Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, editada entre los años 1751 y 1772 por Diderot y D’Alembert), muestra la dificultad de la empresa. Con toda claridad nos lo expone el estudio de Roselyne Rey «La patología mental en la Enciclopedia: definiciones y distribución nosológica».179 Esta historiadora de las ciencias de la vida ofrece una comparación entre diferentes diccionarios: La Cyclopaedia de Chambers (edición de 1742 y la aumentada de 17811786), el Diccionario de medicina de James (traducción francesa de 1746-1748) a la que contribuyó Diderot, la Encyclopaedia Britannica (1771) y el Diccionario de Trévoux (edición de 1771). Desde el comienzo, Rey confirma que en estos textos «el comportamiento delirante se opone sin vacilaciones al comportamiento no patológico».180 Y más adelante: Las diferentes formas de delirio son clasificadas primero por la presencia o ausencia de fiebre; este modo de discriminación […], que será recogido por el conjunto de los médicos, permite oponer el grupo de la manía, de la melancolía, de las afecciones hipocondríacas e histéricas, al de frenesí y letargos. […] Una vez admitida la falta de fiebre, diferentes síntomas sirven especialmente para distinguir la manía de la melancolía, caracterizándose una de ellas por cierto descaro, violencia en los gestos y las palabras, mientras que el comportamiento del melancólico es miedoso sin razón, lento, pesado. 181
El desarrollo del estudio de Roselyne Rey nos confirma la incapacidad que muestra el siglo XVIII para delimitar con precisión y sin contradicciones las enfermedades del alma y las causas de las mismas. Por lo que no son capaces tampoco de distinguir netamente la manía de la melancolía o la melancolía de la hipocondría.182
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El carácter melancólico y el declive cultural en la España del XVIII En España, la melancólica España, este cambio trae hondas consecuencias culturales. Difícilmente el español que hemos pergeñado en el capítulo anterior podría volver su carácter hacia la amable (desatendemos la patológica) propuesta francesa, al menos no tan fácilmente como se vuelve el forro de un bolsillo. Pero España no pudo negarse a tan evidente cambio europeo, por supuesto porque los tiempos se imponen, pero de manera muy especial, e inevitablemente en este caso concreto, porque comenzó a tener en casa a los Borbones. El resultado fue un desconcierto183 y una riña (más o menos manifiesta, explícita)184 entre casticistas o patriotas (empecinados en el pasado reciente, profundamente arraigado, de grandes logros culturales en literatura y en artes plásticas) y afrancesados, los que se enamoraban de ese pensamiento nuevo que podía disipar lo más negro de lo español, la melancolía más cruda, la que venía del hambre física y de la sequedad espiritual, alimentada en la superstición y en la servidumbre.185 El nuevo pensamiento permitía a ciertos intelectuales españoles, los ilustrados, creer en la perfectibilidad del hombre (un concepto desterrado del barroquismo hispano),186 y ello mediante el progreso científico, que removería del camino social todos los obstáculos que seguían impidiendo el bienestar y la felicidad humanos. Los cambios y las mejoras que se produjeron en el siglo, sobre todo en la segunda parte del siglo, fueron tan grandes que Makowiecka no encuentra mejor manera de manifestarlo que recurriendo a las siguientes palabras de Eugenio D’Ors: «Viajando por España llega en ocasiones a parecer a la simple observación ocular que el setecientos lo ha hecho todo».187 Pero los españoles vivían con una dinastía impuesta, estaban mal preparados para los cambios que les esperaban y, los más cerriles, indispuestos para con dichos cambios, mirando más bien a sus tradiciones seculares y a los recuerdos de las glorias pasadas. En esta España desprevenida, resultaba un hecho irrefutable que, a las artes, los desconciertos y enfrentamientos referidos no trajeron sino mediocridad. ¿Qué pintura habremos de destacar tras los cuadros de Carreño, el último pintor de los Austrias, (Imagen 14) hasta el advenimiento del gran genio de Goya? ¿Quizá el relamido neoclasicismo de Mengs, para pintar la egregia figura de Carlos III? (Imagen 15) Para entenderlo basta darse un paseo por el Museo del Prado teniendo presente fechas. ¿Y qué decir de la literatura española del siglo XVIII, sino que es un páramo en narrativa, en
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teatro, pese a Moratín hijo, e incluso en poesía, sin que dejemos de apreciar a Meléndez Valdés?
Imagen 14
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Imagen 15
¡Y hemos querido salvar a Moratín que, quizás, poniéndose exigentes, también sea insalvable! «Vaya por la mediocridad de este ingenio», que decía Azaña.188 Si bien muchos intelectuales consideraron la entrada de la Ilustración y del afrancesamiento como la puerta abierta para la solución de tantos problemas de la España medievalizada, hambrienta, ferozmente clasista y religiosamente oscurantista e inquisitorial; la imposición que representaba ese nuevo pensamiento, con el cercenamiento que, para muchos, conllevaba de lo más radicalmente hispano, creó un desconcierto que derivó en las estériles y cerriles riñas antes referidas.
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España entera hallábase dividida en dos grandes partidos: de un lado la inmensa mayoría de la nación, sumergida en lo castizo […]; de otro, unos cuantos grupos de contingente numéricamente escaso […] educados en las ideas y gustos franceses que dominaban Europa entera. 189
Ni la tozudez carpetovetónica de los defensores de las esencias imperiales, ni el afrancesado empeño innovador (pero tímido, por temor de lo que podía quedar en la cuneta de la España más auténtica)190 por parte de los intelectuales más proclives a hacer de España un país moderno,191 fue una solución atinada, pues no hay más que remitirse a los resultados. En las artes en general es evidente el gran cambio hacia la esterilidad: el camino que va de la grandeza en pintura y en literatura de los Siglos de Oro a la mediocre aridez almibarada y neoclásica de las obras del siglo XVIII. La gran tragedia de la cultura española, como consecuencia de este cambio socio-político, se manifiesta paradigmáticamente en la lucha de Goya: un hombre con un pensamiento racionalista pero cuyo alimento creativo está plenamente inserto en la irracionalidad de lo español, y a la que no renuncia. No olvidemos que, si buscamos ejemplos pictóricos reveladores de los grandes momentos de la historia de la melancolía occidental, el Saturno devorando a sus hijos es fundamental paso adelante (Imagen 16).192
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Imagen 16
Podríamos hacer una pregunta molesta, que no es original. ¿No estaba ya a comienzos del siglo XVIII agotada la grandeza cultural española, sin necesidad de que busquemos el chivo expiatorio francés? Paul Hazard dice en su libro La crisis de la conciencia europea, haciéndose eco de Ortega y Gasset: Pero España ya no vivía en el presente; los últimos treinta años del siglo XVII, como, por otra parte, los treinta primeros del XVIII, están casi vacíos; en su historia intelectual, nunca como en aquel tiempo, ha dicho Ortega y Gasset, su corazón ha latido lentamente. Se replegaba sobre sí misma; permanecía apática y soberbia. 193
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Contestemos como contestemos a la pregunta anterior, no cabe la menor duda de que, cuando llega el Siglo de las Luces francés, España viene de su particular siglo de las luces; porque las luces de la razón no son las únicas luces: están también la brillantez de la literatura y los magníficos claroscuros de la pintura. Las luces del Humanismo.194 No sólo España había vivido un siglo luminoso, sino también otros lugares que habían estado bajo su influencia, bajo la influencia del Imperio español, como era el caso de Nápoles. Su fuerte vinculación a España (a pesar de las revueltas antiespañolas, tipo Masaniello, de gran fortuna en la literatura histórica posterior) no fue ajena a su esplendor artístico durante el siglo XVII, bajo el mecenazgo de los virreyes españoles.195 España tenía grandeza e insuflaba grandeza a todo lo que tocaba. Esa fuerza cultural estaba, como ya hemos constatado, claramente unida al carácter español, fraguado durante los siglos de la conversión en imperio de las Españas,196 y con una marcada relación con lo melancólico; pues la historia cultural española es un ejemplo perfecto para la vieja teoría aristotélica y ficiniana, que une inevitablemente genio creador con temperamento melancólico. Los siglos europeos de la melancolía fueron los siglos de la gran cultura española, y los siglos en los que se fraguó el melancólico carácter español. La joie francesa vino a inficionar esa aspereza hispana,197 y lejos de conseguir un cambio vivificador en lo español, hizo que muchos españoles renunciaran a sus raíces, convirtiéndose en parias culturales. Paul Hazard da vueltas a la idea de una España que en esos años se hizo «infiel a su genio», según se empezaba a decir por Europa. Y así fue, pero no porque «los españoles, al aplaudir a Cervantes, se habían desmentido, se habían traicionado» 198 (los españoles fueron los últimos en tomarse en serio la irrisión cervantina). La infidelidad venía de una incapacidad de asumir el cambio socio-político, que había propiciado la hora de Francia, sin desnaturalizarse como pueblo.199 Y con la hora de Francia vino la del desconcierto, la del juicio de Europa, una vez debilitado el pueblo que la había sometido: Se la visitaba aún, pero los viajeros no disimulaban su desdén; criticaban los defectos de un pueblo supersticioso y de una corte ignorante, disertaban sobre la decadencia del comercio, se burlaban de la pereza y la vanidad de los habitantes; en materia de literatura daban muestras de su estilo hinchado y culterano, de sus obras de teatro irregulares y barrocas, escándalo de los entendidos. 200
Cuando uno lee obras como Tristram Shandy de Sterne, tan cervantina, tan admirativamente cervantina, tan moderna, tan noblemente irónica, tan atrevida e
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irreverente con la estructura narrativa, uno comprende que esa misma levadura pudo dar unos espléndidos frutos en España, de la misma manera que los dio en un país foráneo. Pero en España sólo tuvimos un espeso, aburrido e interminable Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes. El carácter bien fraguado de la españolidad, los fundamentos de los valores aportados por las Españas a la civilización europea siglo atrás, no podían borrarse de un plumazo. Sin duda era una vida esquizoide la que vivían los intelectuales con pretensiones de europeidad, de ilustración o de simple afrancesamiento, frente a un pueblo que era rebelde a lo nuevo, lo nuevo que hería su sensibilidad nacional. Ese pueblo mantenía en su entraña la simiente más fructífera de la creatividad española como nos va a demostrar Goya. Desde esta perspectiva tienen especial significado las palabras de Ortega y Gasset: […] durante el siglo XVIII se produce en España un fenómeno extrañísimo que no aparece en ningún otro país. El entusiasmo por lo popular, no ya en la pintura, sino en las formas de la vida cotidiana,arrebató a las clases superiores. Es decir, que a la curiosidad y filantrópica simpatía sustentadoras del populismo en todas partes, se añade en España una vehementísima corriente que debemos denominar ‘plebeyismo’. No escojo el vocablo al desgaire. Lo tomo de la ciencia lingüística donde tiene valor terminológico con un significado muy estricto. Se trata de lo siguiente: aparecen frecuentemente en el lenguaje dos formas de una misma palabra o dos palabras que significan lo mismo, de las cuales una tiene origen culto y otra ha sido conformada por la pronunciación y el uso populares. Pues bien, la tendencia en la colectividad que habla esa lengua a preferir la forma popular a la erudita o culta se llama en lingüística ‘plebeyismo’. […] Imagínese ahora el lector esa tendencia extendida de las formas verbales a los trajes, danzas, cantares, gestos, diversiones de la ‘plebe’. Habríamos trascendido de la lingüística a la historia general de la nación. Y si, en vez de la dosis habitual de ese juego imitativo de lo plebeyo, nos representamos un entusiasmo apasionado y exclusivo, un verdadero frenesí que hace de él, ni más ni menos, el resorte más enérgico de la vida española en la segunda mitad del siglo XVIII, tendremos circunscrito el gran hecho de nuestra historia que llamo ‘plebeyismo’. No logro comprender cómo este fenómeno no ha sido destacado y definido adecuadamente, porque su tamaño —en extensión y dinamismo— es enorme, porque sus efectos duran hasta los primeros años del presente siglo —mi generación lo vivió aún plenamente durante su adolescencia— y porque no creo que haya acontecido en la historia de ningún otro pueblo nada parejo. 201
¿De qué nos está hablando Ortega y Gasset en este largo párrafo que define el singular fenómeno del plebeyismo nacido en la segunda mitad del siglo XVIII, ese plebeyismo que llega hasta los días del propio Ortega, y que, como él mismo dice más adelante, explica la aparición de una serie de artes populares a las que el pueblo se adhirió con verdadera pasión, siendo capaces de empeñar hasta la camisa por no perderse una corrida de toros o una función de teatro? «Puede decirse —asevera Ortega y Gasset— que es en torno a
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1740 cuando la fiesta cuajó como obra de arte».202 Y respecto al teatro: «Entonces —y no en el siglo XVII— el teatro se hace placer de todos, forma un trozo de su haber vital, les es plenamente y hasta el fondo del alma».203 Ese teatro lo constituyen los nuevos géneros teatrales: sainetes, jácaras, tonadillas y la zarzuela. De lo que está hablando Ortega y Gasset en realidad es de la auténtica alma colectiva española, de ese carácter español que la alta cultura había negado y que surgía inevitablemente por todos los poros del pueblo como rezuma el agua cuando el nivel freático rebosa y el suelo está empapado hasta la médula. Ante este más extenso planteamiento de Ortega y Gasset, el carácter melancólico del pueblo español se muestra como un elemento más de esa alma hispana que, con palabras menos aproximadas al costumbrismo, podemos considerar de un irracionalismo salvaje. Esta visión tampoco era ajena a nuestro gran filósofo. Quiero traer aquí la reflexión de la teórica del arte Mercedes Replinger, «Meditaciones del espectador como transeúnte» 204, que sirve de frontispicio a una nueva traducción al portugués de algunos artículos orteguianos sobre arte. Ella nos señala cómo Ortega y Gasset lucha por integrar su ser español, pétreo, salvaje, con visos africanos, con lo que tiene de más humano, con lo más europeo: El Escorial y Marburgo. El Escorial, en arquitectura, y la pintura de Zuloaga El enano Gregorio el Botero (Imagen 17) representan el impulso vigoroso español, la fuerza bruta de la naturaleza como manifestación de una pura energía avasalladora, esa exuberancia de ímpetus de lo español, frente a la penuria de ideas. Resumido, la gloria y la decadencia de España. El esfuerzo de Ortega consiste (siglo y pico después del episodio dieciochesco que convoca esta reflexión, y no habiéndose solucionado todavía entonces el problema de la consubstanciación de la razón y el ímpetu) en aspirar a levantarse de la fiera, no sentirse obligado a ser sólo español. El centaurismo que desea Ortega es la unión de la pura voluntad (no nos extraña el interés de Schopenhauer por Gracián), de la fuerza bruta de la naturaleza, de la pura energía avasalladora, con la potencia del pensamiento alemán.
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Imagen 17
Esa irracionalidad hispana tiene muy apegada a sí el melancólico sentir, y el error del siglo XVIII fue negar el irracionalismo. Porque si la Ilustración trajo la España socialmente moderna, la incapacidad de nuestros hombres para diluir lo autóctono en la modernidad trajo la esterilidad artística. No fuimos capaces de hacernos centauros, de injertar lo salvaje en lo humano (y con esto vuelvo de nuevo a las incidencias de Replinger en Ortega). El resultado fue «la falta de talentos científicos, literarios y plásticos en España desde 1680», algo que Ortega y Gasset considera tremebundo, «hasta el punto de constituir un fenómeno patológico que reclama ser esclarecido» 205 Russell P. Sebold, que ha dedicado mucho tiempo de su vida profesional al estudio de la literatura española del siglo XVIII, se ha obsesionado con la idea de un primer romanticismo español anterior a los romanticismos de pedigrí, el alemán y el inglés. Una 129
propuesta de originalidad española que los españoles le agradecemos. Pero niega que ese primer romanticismo tenga sus antecedentes en el siglo XVII: En España no sólo se da expresión artística al weltschmerz tan pronto como en los otros países de Occidente, sino que se acuña el nombre español del dolor romántico muchos años antes que el alemán o el francés (porque es falsa la noción usual del romanticismo español, según la cual se le ve como algo traído de fuera a última hora, y es igualmente falsa la otra noción de que los antecedentes españoles del romanticismo español hay que buscarlos en el siglo XVII o en el XVIII, pero en éste nunca sino en los escritores de orientación popular).
Sebold olfatea unos modos del sentimiento que nada tienen que ver con la imposición neoclásica de origen francés, pero es incapaz de unir la melancolía barroca del XVII con ese dolor romántico que él apunta en escritores del XVIII mucho antes que en los escritores alemanes o franceses. Reconoce la fatal melancolía de Cadalso (segunda poesía de Ocios de mi juventud), el mundo acongojado de cierta poesía de Meléndez Valdés (oda XXIV), figurándose en ella el poeta como un melancólico sin consuelo, apartado del mundo (rasgo de toda figura melancólica desde el tópico antiguo de Heráclito y Demócrito), y más adelante recuerda la segunda de sus Elegías morales, donde Meléndez manifiesta los rasgos de su irracionalidad, un invencible impulso que suspira por la virtud. Trae también Sebold a su estudio la feliz melancolía de la poeta gaditana María de Hore y esto nos obliga a decir que sería muy conveniente delimitar los rasgos melancólicos hispanos de los de la douce mélancolie sobreimpuestos por lo francés, aunque no podemos ahora detenernos en ello. En resumen del propio estudioso, y para constatar que nunca mira hacia atrás, transcribimos lo siguiente: Por los pasajes ya citados es, en fin, evidente que, con las voces tedio y melancolía, los poetas del último tercio del siglo XVIII designan un concepto ya más amplio que el del tradicional taedium vitae. 206
Un extraño guadiana de melancolías debió atravesar la cultura española del siglo XVIII, empeñada (en superficie) en la aceptación de los principios neoclásicos de origen francés, renegando de la tradición española, e incapaz de la única solución óptima, por difícil que resultara ponerla en práctica (y que ni siquiera se planteó): conciliar lo nuevo foráneo con lo autóctono irrenunciable. Si la primera cincuentena del siglo se debatió con los restos del barroquismo mientras se quedaba estupefacta ante lo foráneo impuesto, la segunda parte del siglo mostró claramente la problemática: en la superficie del pentágono peninsular se imponía un 130
mediocre neoclasicismo, mientras que del subsuelo afloraba por donde podía la negada melancolía que había constituido uno de los ingredientes básicos del carácter español durante los Siglos de Oro. Curiosamente esos afloramientos se relacionaban con los mejores logros creativos. Una vez más Ficino tenía razón: la inseparabilidad de creación y temperamento melancólico. Aunque Saturno pueda acabar devorando a sus hijos. Terror que se magnifica en un creador con talante racionalista. No puede negar su progenie, pero sabe del peligro que entraña ser hijo de semejante padre. El melancólico neoclásico en España teme que la meditación ensoñadora de la dulce melancolía, lo lleve al sueño profundo que abra la caja de los truenos: el sueño de la razón produce monstruos (Imagen 18). ¿Acaso no es ese sueño del ilustrado goyesco la fase siguiente a la vela meditativa que representa el retrato de Jovellanos (Imagen 19)?
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Imagen 18
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Imagen 19
Si el lema que acompaña al famoso grabado de Goya se hace ambiguo con el doble sentido en español de la palabra sueño (el proceso del durmiente y también la fantasmagoría de la ensoñación), la idea que expresa resulta todavía más compleja. El sueño de la razón (es decir el paso de la dulce ensoñación placentera y solitaria del intelectual ilustrado, su paso de la vela al sueño profundo) produce monstruos, porque, desatendida la vigilancia racional, vuelve la superstición, el oscurantismo, la irracionalidad que se pretende postergar para siempre con la revolución de las luces. Pero también cabe interpretar que el sueño de la razón (una razón intérprete y nombradora de todo, eliminadora del misterio, abocando a sus fieles al aburrimiento y el sentimiento de 133
carencia), la ensoñación de que todo debe ser racionalidad sea la creadora de la monstruosa esterilidad creativa, o incluso podemos decir/interpretar: el que la razón se adormezca, ese sueño de la razón, puede ser el paso necesario para que lo irracional restablezca sus fueros. ¿Acaso no son los monstruos de la irracionalidad la base de la mejor pintura de Goya? Porque en este magnífico grabado, tantas veces interpretado en la doble acepción de sueño, también se encierra el dilema de las sombras de las luces. Así se hace prototipo del ambivalente sentir del intelectual español ilustrado. Lo es del doble yo orteguiano. Y es el testimonio artístico de que irracionalidad y creatividad en el pueblo español siguen yendo de la mano, siendo la melancolía caracterológica hispana uno de los importantes hilos de la urdimbre del cañamazo.
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X La melancolía romántica y los liberales españoles. El ejemplo de Blanco White En el siglo XIX, los españoles no podían hacerse románticos (es decir, reconocer que sus bases sociales e individuales se asentaban sobre fuerzas que no se encontraban entre los principios racionales), porque ya lo eran. España fue la España romántica de los alemanes, de los franceses, de los italianos, de los ingleses. Pero los intelectuales y creadores españoles, que habían acabado por asumir los presupuestos neoclásicos, no pudieron escribir los poemas, historias, dramas románticos que les proporcionaba su temperamento y su historia pasada, en virtud del proceso de forzada aunque sincera y bienintencionada conversión estética que había representado el siglo XVIII. De ahí el tardío y escaso romanticismo literario y las nuevas luchas que hubo para que al final se malimplantara la estética romántica en algunas partes del territorio. ¿Cómo comparar al afrancesado Larra de los artículos de costumbres con el mediocre Larra de su narrativa o su teatro? A pesar de que la vida de Larra fuera la vida de un romántico (caso similar en cuanto a escritura y vida, pero menos mediático, que el del neoclásico Byron). A partir de la llegada de los Borbones, sabemos que la remisa España no pudo negarse por más tiempo a los cambios que estaba experimentando Europa. Hemos hablado de las riñas y los desconciertos del XVIII; y de cómo, mientras que España se hacía más moderna con sus redes de carreteras, se iluminaban sus ciudades, crecían sus bibliotecas y museos, el arte español entró en un declive permanente. Aunque los Borbones se travistieran de casticismo, los intelectuales españoles más destacados habían acabado vistiendo la levita ilustrada. Y esa levita valió para ser mejor ministro (el gran Jovellanos), pero no para ser poeta (el mismo Jovellanos) a la altura de los de antes: de un Quevedo, de un Góngora, de un Herrera, de un Garcilaso. Hubo renuncia de lo más propio, y en 135
esa tesitura escribieron sus mediocres versos los grandes hombres de la cultura. Tampoco quedó ni rastro de la esplendente narrativa (que no en lo moral) de los escritores de la novela picaresca, ni de la de Lope, ni menos de la de Cervantes. Solo algún faro en el horizonte (desde luego no en literatura), pero tan elevado que no servía para dirigir a ningún navegante en el revuelto mar estético del momento, el caso excepcional de Goya en pintura. El afrancesamiento, en incuestionable conjunción de pensamiento y estética, es la luminaria que guía a los escritores y artistas españoles de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Rechazan un barroquismo melancólico en descomposición, pero lo peor es que sin darse cuenta están rechazando lo más propio, aunque con aquellos tintes no fuera ya lo más apropiado. A partir de entonces y hasta el día de hoy el problema no se ha resuelto bien: nuestro carácter estético, nacido del impulso vigoroso español, de la fuerza bruta de la naturaleza como manifestación de una pura energía avasalladora, esa exuberancia de ímpetus de lo español, se niega por los propios intelectuales españoles del siglo XVIII, que asumen lo foráneo. En ese mismo siglo reaparece pero en sus variantes más ingenuas e incluso casposas: en el plebeyismo del que habla Ortega y Gasset; y aparece porque sin duda el pueblo lo requiere, lo asume y lo consume, hasta nuestros días: va del casticismo torero, de la danza bolera, de la tonadilla, de la zarzuela, a las manifestaciones más recientes de la copla y la tonadillera posfranquista. El conflicto se había instalado en la cultura española y el ambivalente sentir del intelectual neoclásico (el de un español que mira a Francia, el de un inevitable irracionalismo hispano que se pretende travestido de racionalismo ilustrado) pronto va a verse nuevamente zarandeado y fustigado, incomodado quizás, porque tampoco el siglo XIX nos es siglo de soluciones. Lo dice con sentimiento, con el reflejo de la emoción propia, Vicente Lloréns: «Un singular destino parece dirigir la historia española a contratiempo de la europea».207 Ciertamente cuando a finales del XVIII parecen triunfar en España, o al menos asentarse sin las agrias polémicas anteriores, los principios estéticos neoclásicos, de Europa vienen ya nuevos vientos, los románticos. Una vez más, España desacompasada. Porque se puede decir que, aunque el pensamiento moderno deba su lealtad más profunda a la Ilustración, lo que sostiene el alma moderna es la fidelidad al Romanticismo.208 El pensamiento racionalista había asentado la sociedad moderna, había mejorado las naciones europeas donde quiera se hubiera afirmado, había potenciado la escuela y la enseñanza. España estaba muy falta 136
de todo eso y le vino muy bien. Los intelectuales españoles dieciochescos hicieron una gran labor para meter a España en la Europa moderna, con gran esfuerzo, aunque sin conseguirlo plenamente. Todo estaba en proceso a finales del siglo XVIII. Y entonces nos llega la crítica romántica al desencanto por un mundo materializado, la crítica a la consideración del hombre como un número entre números que deambulan por el planeta, a la mecanización que hace del mundo un objeto sin alma (sujeto al azar y a la necesidad), en suma, la crítica feroz a la abstracción racionalista. Porque del otro lado de las Luces estaban los elementos subjetivos: las intuiciones espirituales, la sensibilidad estética y moral, la devoción por el amor y la belleza, el poder de la imaginación creadora, nuestra música y nuestra poesía, nuestras reflexiones metafísicas, nuestras experiencias religiosas, nuestros viajes visionarios, nuestros atisbos de una naturaleza dotada de alma, la convicción de que podemos encontrar una verdad más profunda que lo que la mecánica diaria nos ofrece.209 La melancolía romántica tiene origen en el subjetivismo, en el egocentrismo. Vuelve a tener predominancia el mundo interior, frente al mundo exterior de nuevas carreteras, de nuevas ciudades luminosas. El mundo romántico se nutre de esa interioridad tempestuosa, azotada por impulsos opuestos en la que sus hombres viven en una intimidad reflexiva, imagen del melancólico sombrío, entristecido, desgarrado. De este vivir atormentado, fuera del mundo, surge la necesidad de situarse en el mundo adecuadamente; la necesidad humana de ocupar su lugar en ese mundo y que Dilthey llama autognosis. ¿Cómo afronta el intelectual español, confuso en el alma, procurando estar cada vez más seguro en la razón, la melancolía romántica, un sentimiento tan reconociblemente suyo por otra parte? De nuevo y una vez más, los españoles se muestran divididos: afrancesados ilustrados y liberales románticos. Los afrancesados negarán con todas sus fuerzas las nuevas tendencias, como es el caso de nuestro gran intelectual y novelista Juan Valera. Si hasta los franceses pueden asumir la irracionalidad romántica, los afrancesados españoles son más papistas que el papa. Pero para nosotros Francia ya no traía aires de racionalidad y libertad sino de absolutismo y se había conchabado con la facción fernandina: El ejército del Duque de Angulema que atravesó los Pirineos en la primavera de 1823 encontró muy escasa resistencia. El país había sido minado por una guerra civil iniciada por los absolutistas, instigada por el propio Rey y respaldada por Francia. 210
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En los casos en los que el romanticismo se filtra desde Francia (un romanticismo de segunda fila, imitativo de los genuinos romanticismos germánico e inglés), los resultados son de cartón piedra generalmente. ¿Quiénes serán los más auténticos románticos españoles? Sin duda los que jamás reniegan de su españolidad, es decir, de su procedencia: de aquella otra melancolía que reinó con los Austrias, que construyó el carácter español que toda Europa reconoció como tal y que atravesó como un extraño guadiana de melancolías toda la cultura española del siglo XVIII (tal y como hemos dicho que olfatea muy bien Sebold), mientras en superficie sólo veíamos la aridez térrea de los principios neoclásicos de origen francés. Esos españoles que quisieron modernizar España sin afrancesarla fueron los liberales románticos. El episodio que tiene que ocupar nuestra atención, pues, si queremos seguir la historia de la melancolía española durante el siglo XIX, tiene que ser el del exilio de los liberales que entraron en contacto en Europa con la nueva estética. Porque la nueva cara de la melancolía es la melancolía romántica. El exilio de los liberales en el siglo XIX representa una importante oposición entre liberales y afrancesados: unos, con clara tendencia romántica; y otros, con resabios neoclásicos. Sin duda se debe dicha oposición al claro enraizamiento hispano de los primeros y a la incapacidad de encontrar su lugar por parte de los afrancesados. Los liberales que vayan a Inglaterra, no considerarán ingrata a su patria, no renunciarán a lo hispano, y tendrán más fácil el acercarse al romanticismo, con su retorno a lo irracional en general, y también a la melancolía en particular, que en el caso español es nacionalismo caracterológico. Un retorno que es un reconocimiento de sus orígenes. Porque si se habla del romanticismo y España, de un romanticismo genuinamente español, nos resulta imprescindible referirnos a la tradición irracionalista y creativa de las Españas barrocas, que no encuentra su readaptación en la España borbónica dieciochesca. Un momento de enganche a esa tradición lo encontramos al acercarnos a la ribera del XIX, y nos permite comprender los romanticismos que arraigan en algunos de nuestros intelectuales, especialmente el de los liberales exiliados en Inglaterra, enfrentados al racionalismo afrancesado de otros muchos. Se ha dicho hasta la saciedad que el romanticismo es alemán, y también inglés. Inglés en segunda instancia. Lo corrobora el anecdótico viaje de los poetas Wordsworth y Coleridge a la Alemania idealista para entender qué era el romanticismo. Pero la lección la llevaban aprendida, estaba en ellos, aunque, como el famoso rabino del cuento 138
jasídico, tuvieran que viajar para entender que el tesoro que buscaban estaba en el sótano de su propia casa. Los demás romanticismos, el francés, el italiano, son romanticismos de segunda, pese a figuras tan importantes como Hugo o Leopardi. Se nos ha enseñado en la escuela, desde que se nos dieron las primeras lecciones sobre literatura española, que el romanticismo español es pobre; y sus principales representantes, tardíos: Bécquer y Rosalía. Se nos decía que hay poetas de gran fuerza, como Espronceda, «gallardo de postura, […] le hacía aún más interesante la tinta melancólica que empañaba su rostro»,211 pero con un genio poco disciplinado y poco dispuesto a culminar, como era debido, una obra: el Canto a Teresa y poco más. Y ¿qué decir del Zorrilla verboso y de fácil rima? ¿Por milagro le salió bien una extraña pieza teatral, Don Juan Tenorio; ripiosa, disparatada en su desenlace, pero de incuestionable fuerza dramática? Otros estudiosos dicen que lo mejor del romanticismo español está en los poetas secundarios, como Arolas y una interesante lista de poetas dignos de antología, siempre que reduzcamos su presencia a dos o tres poemas notorios, sólo eso.212 Que España no diera un romanticismo equiparable al alemán no quiere decir que el romanticismo no sea un elemento hispano esencial. España es muy romántica, ¡tánto que es lugar inspirador habitual de los románticos alemanes, franceses o italianos, por no hacer inventario exhaustivo! Ya en los preliminares del romanticismo, las novelas góticas toman nuestro país como lugar privilegiado para sus excursiones macabras. Es paradigmático el caso de El monje de Lewis. Luego, la España de los Austrias será importante referente para el teatro alemán. De nuevo se impone el ejemplo: Don Carlos de Schiller, convertido en ópera por Verdi, una de sus grandes óperas de madurez. Francia no es ajena. El ejemplo ahora tiene que ser sin duda Hernani ou l’honneur castillan de Victor Hugo. La pasión de los alemanes por la poesía y el teatro de nuestros Siglos de Oro se muestra en tantos y tantos escritos que una vez más sólo pondré un ejemplo: Friedrich Schlegel. Ese nuevo pensamiento crítico pone de manifiesto la tosquedad con la que el siglo XVIII había tratado y despreciado nuestra literatura de los Siglos de Oro. ¡Y los propios españoles habíamos aceptado, con pocas matizaciones, ese juego de origen francés! Pero ¿y desde dentro? Si entendemos el romanticismo como la oposición al mundo burgués, en la línea de autores como Michel Löwy y Robert Sayre,213 el hecho de que en España no hubiera una revolución burguesa, al estilo de Francia e Inglaterra, y ni siquiera una poderosa burguesía bien entronizada socialmente (para constatarlo basta con 139
leer a Pérez Galdós), o que en España todavía anidaran algo más que simples resabios de lo medievalizante, señalan a nuestra tierra como una clara candidata al sentir romántico, más allá de manifestaciones mayores o menores en literatura y en las artes en general. Si la Weltanschauung, o visión del mundo, propia del romanticismo se puede conceptualizar como una reacción contra el modo de vida en la sociedad capitalista, como crítica de la modernidad, entendiendo la modernidad como lo engendrado por la revolución industrial y por la generalización de la sociedad de mercado, entonces España es candidata idónea al romanticismo social, individual y político. Cumple añadir que la visión romántica se caracteriza «por la convicción dolorosa y melancólica de que al presente le faltan ciertos valores humanos esenciales que fueron alienados».214 En España está presente también la melancolía por el Imperio perdido, y que culmina en las obsesiones regeneracionista y noventayochista, pastel cuya guinda será la pérdida de las últimas colonias. La evidencia y el desengaño definitivos para el pueblo español. El orgullo español convertido en complejo de inferioridad para muchas décadas por venir. Decíamos que España, los pueblos españoles, la historia española, el carácter de los hombres y mujeres españoles fueron un alimento continuo para los escritores románticos europeos, algunos de los cuales hicieron un viaje a España, su viaje romántico, como otros eligieron Italia o Grecia. Muchos dramas, poemas, novelas románticas que construyeron lo mejor del romanticismo europeo tuvieron como inspiración los distintos paisajes y los distintos pueblos españoles. Pero preguntémonos una vez más, ¿y desde dentro, cómo se vivió el romanticismo? Pues, si recurrimos a la historia del siglo XIX, tenemos que decir que fue un constante rosario de actuaciones románticas en la línea de la expresión schilleriana «Man liebt nur, was einen in Freiheit setzt», porque fueron actuaciones políticas de amor a la libertad patria. Y antes que nada hemos de decir que los hombres que las protagonizaron fueron los liberales españoles, unos hombres patriotas, que jamás abdicaron de su españolidad, en oposición a los intelectuales afrancesados, y que mantuvieron, junto a su credo liberal, su fe religiosa y sus tradiciones.215 Ellos propiciaron el primer triunfo del liberalismo frente al absolutismo fernandino (levantamiento de Riego en Cabezas de San Juan, 1820) y fue el que prendió el fuego en otros países, siendo cantado por Shelley en su Oda a la libertad: “From heart to heart, from tower to tower, o’er Spain”. Fernando VII, con este triunfo, se ve
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obligado a jurar la Constitución de Cádiz, que sirvió también para Nápoles y Turín, traducida al italiano. Así lo comenta Lloréns: Frente a las constituciones francesas contaminadas más o menos por el imperialismo napoleónico, y la no escrita de los ingleses, que nada podía decir a los demás pueblos, la española se había convertido, por las heroicas circunstancias que acompañaron su aparición, en un símbolo del patriotismo. 216
Liberalismo, patriotismo, amor a la libertad, lucha contra los poderes absolutos. Los actos que hacen la historia española del primer siglo XIX vienen auspiciados por principios de manual romántico. Frente a cualquier estado absolutista (como el que representa Fernando VII y sus valedores), el hombre romántico manifiesta su escape interior hacia el análisis libre del sentimiento y de los impulsos humanos, entre los que el fundamental es la libertad, por la que está dispuesto a luchar y dar la vida. Esta lucha contra lo externo que no gusta (el caso de la España fernandina), enfrentado al ideal interior, hace del romántico un melancólico rebelde, satánico en ocasiones, y habitualmente revolucionario. Es la melancolía como manifestación de la protesta vital. Aunque también en muchas ocasiones conduzca al fracaso e incluso al ridículo. Nos imaginamos a Lord Byron llegando a las playas de Grecia, vestido como un héroe de epopeya antigua, en una tan pretendidamente noble como ridícula pose. Volvamos a los españoles, a los liberales españoles, románticos y melancólicos. Solo siguiendo su rastro entendemos el problema de las carencias estéticas del romanticismo en España, su raquitismo en arte y literatura. Hay hombres y mujeres románticos, se dan actos románticos. Pero nos falta el arte romántico, que sin duda queda en algo secundario con respecto a estas otras manifestaciones del ensueño romántico. ¿Tanto consiguió inficionar lo francés neoclásico en arte y literatura? ¿Tanto descabaló los goznes de la genuina estética hispana? Se hace necesario seguir a los exiliados liberales para comprender que sólo desde la aceptación de los valores españoles, desde el crítico pero irrenunciable amor a la patria, se podía asumir el romanticismo estético europeo, difícil, contradictorio o incluso totalmente inaceptable para los espíritus de los españoles afrancesados, que habían renunciado a las bases caracterológicas de lo español. El capítulo del liberalismo romántico es la clara continuación del problema estético del siglo XVIII, planteado en el capítulo anterior, y que nos permite seguir el hilo del fracaso literario español hasta que
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se inicia el siglo XX, en su relación con la melancolía y con el carácter hispano de raigambre barroca. Los liberales que entran en contacto con Inglaterra fraguan un romanticismo de relación directa con la genuina tradición creativa española. En el estilo romántico de los poetas ingleses hay una clara crítica al sonsonete versal neoclásico francés. A veces esa crítica se muestra explícitamente: Wordsworth en el primer prefacio a Lyrical Ballads, Coleridge en la Biographia Literaria y en otros escritos posteriores; una crítica contra poetas como Pope y Dryden considerados como contadores de sílabas, una crítica que Byron no respalda en su pensamiento crítico pero que evidencia su obra literaria, por abrevar en otras fuentes más apropiadas para el oído romántico.217 Los liberales españoles que emigran a Inglaterra pueden leer allí las obras clave del pensamiento romántico: la obra de Madame de Staël, las traducciones de las Vorlesungen de August Wilhelm Schlegel y de la Geschichte de su hermano Friedrich; a la par que las aportaciones inglesas de Walter Scott o Coleridge, tal y como inventaría Llorens en su capítulo sobre la emigración y el romanticismo de su imprescindible libro Liberales y románticos ya muy aludido.218 Blanco White, del que luego hablaremos ampliamente por su especial importancia, se reeduca en la lengua y el pensamiento inglés en la época del florecimiento romántico. Había sido un importante poeta dieciochesco español que se convierte en mejor poeta romántico en inglés. Se encontraba en Inglaterra desde 1810 y es un punto de referencia imprescindible, pues en el ámbito anglosajón, como español que es, puede matizar, corregir y complementar (tal y como de hecho hace en las publicaciones a su disposición) las apreciaciones de los críticos e historiadores románticos extranjeros sobre la literatura española. Él puede apreciar lo más romántico y representativo del carácter original de los españoles, frente a personalidades extranjeras que tienen conocimientos de segunda mano o superficiales. Y así se convierte para nosotros en un faro que nos guía por el camino estético que pretendemos trazar: el que iniciara el carácter español con potencial creativo, con el rasgo melancólico, fraguado en los Siglos de Oro, y ya presupuesto en la Edad Media (cuando lo español se forjaba en el contacto con árabes y judíos), y que, de nuevo, retoma el romanticismo. Blanco, por ejemplo, está por la recuperación de la imaginación, en un clima propicio, con voces como la de Addison o Coleridge. Y lo quiere hacer no con presupuestos extranjerizantes, sino recurriendo a los elementos autóctonos: la literatura fantástica española del medievo era poética y con raíz humana, 142
nacía del fuego que le comunicaron los árabes y el propio clima. Me estoy refiriendo a su artículo de las Variedades «Sobre el placer de las imaginaciones inverosímiles» de octubre de 1824. Volveremos sobre Blanco White, pero otro importante personaje que debemos atender (y el comienzo de su mejor conocimiento, una vez más, tenemos que agradecérselo a los estudios de Llorens) es José Joaquín de Mora. Prácticamente veinte años después de la polémica con Böhl de Faber, ya en 1824, lo encontramos en Inglaterra escribiendo una serie de artículos sobre poesía española, bajo el título de «On Spanish poetry», en la European Review.219 Su planteamiento no es el propio del filólogo (atender a coincidencias cronológicas, a contar sílabas de versos, a relaciones de versos y acontecimientos), puesto que es el del hombre «who trusts more to his sensations than his knowledge, who seeks in poetry only the poetic spirit, and who connects this spirit with the manners and character of the nations among whom it is developed».220 Las sensaciones frente a los conocimientos, el sentimiento frente a la disección racional. Efectivamente en el romanticismo se busca el espíritu poético y no el arte poética, no la maniera de escribir. Y ese espíritu pretende Mora entroncarlo, en cada caso, con el carácter de la nación en la que se desarrolla. Podemos hablar evidentemente de un planteamiento romántico, pero también podemos recordar el pensamiento de Huarte de San Juan, que, en su Examen, unía ingenio español con carácter español. Un pensamiento de este tipo es el que posibilita el entronque con la clásica relación entre genio creador, melancolía y carácter español, tal y como se planteaba en el siglo XVI. Lo que había cortado el racionalismo venido de Francia lo viabilizaba el romanticismo aprendido en Inglaterra por los liberales del exilio. De hecho, cuando Mora habla en la European Review del romancero como una producción propia de la simplicidad y la pureza españolas, nos encontramos con lo siguiente: El español es por naturaleza un cantor, pero no canta, como el francés, cuando está alegre en medio de una fiesta, canta cuando está solo, cuando se siente animado por una pasión vehemente, o bajo la influencia de esa vaga y deliciosa melancolía inspirada por afectos religiosos y las noches serenas de una noche cálida. 221
Mora, en este texto, nos muestra su pensamiento mestizo. Por una parte huele los rasgos hispanos que puede rescatar para la nueva escritura romántica, pero confunde la
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vieja melancolía irracional, dolorosa, negra, aojada por Saturno, proclive a la enfermedad y a la locura, con lo que él conocía como producto del racionalismo francés, lo que ya hemos denominado en otros momentos «la douce mélancolie».Aunque reniegue del insípido y estéril gusto clásico al modo francés, no deja de denominar, con desnortado criterio, con evidente despropósito y desconocimiento, al último barroco español como «extravagant romanticism». Y lo hace desde la asimilada perspectiva de ese clasicismo del que dice renegar. Este ir y venir de su pensamiento es una constante de Mora desde temprano. Antes de su polémica posición pro clasicismo, contra Böhl de Faber,222 había enviado unos romances propios a la mujer del alemán, a doña Francisca Larrea,223 defendiendo la vieja creatividad española (digamos, el genio creativo melancólico de los españoles), y decía entre otras cosas: Y quién diría que esta nación, tan célebre por la viveza de su imaginación, ha producido los pensamientos más melancólicos y cuadros más análogos a los climas nebulosos del norte que a la risueña atmósfera del mediodía. Yo no sé si me engaño, pero las muchas observaciones que he hecho en mis viajes por lo interior de España, me han hecho conocer que el pueblo tiene una cierta inclinación a la melancolía, que se descubre aun en sus danzas voluptuosas, en los arpegios monótonos de la guitarra, en los calderones de sus cantatas. 224
Una vez más, de sus palabras se destila la confusión. Considera contrarios la viveza de la imaginación y los pensamientos melancólicos. Algo propio de la prejuiciosa visión ilustrada respecto al barroco español. Y la confusión se perpetúa en la continuación de la frase, cuando afirma Mora que los cuadros de la melancolía son más propios de los climas nebulosos del norte que de la risueña meridionalidad española. Pero reconoce, como intrínsecamente inclinado a la melancolía, al pueblo español. En Mora persiste, a pesar de sus veleidades románticas (pues no se pueden considerar verdadera encarnación), la visión ilustrada y francesa de lo español, la que mira desde una superioridad racional, pretendidamente de hombre universal, lo local hispano; ¡visión asumida por tanto intelectual español de la segunda mitad del siglo XVIII y de las primeras décadas del siglo XIX! Una visión que permanece en los viajeros románticos franceses por España. Y que nada tiene que ver con la de los viajeros ingleses de la misma época. Me parecen muy oportunas las palabras de Juan Goytisolo al respecto: Si comparamos, por ejemplo, The Bible in Spain [de Borrow] o Handbook for travelers in Spain and readers at home [de Ford] con las obras de los viajeros franceses de la época advertimos en seguida que, a diferencia de éstos, los británicos no caen jamás (a lo menos sin ironía consciente) en la españolada
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(aunque Borrow se disfrace de gitano y traduzca el Evangelio según San Lucas al caló). Se diría que los franceses, cuando recorren las tierras de la Península, asumen gloriosamente los rasgos y virtudes de l’homme universel, lo que les conduce a observar con condescendencia insufrible el couleur locale y caractère pariculier del país y sus indígenas: de aquí su interés por el folklore, el pintoresquismo y cuanto, con razón o sin ella, les parece propiamente hispano —como si los valores universales y racionales fueran privilegio exclusivo suyo—. Los viajeros ingleses, en cambio, recorren España con una óptica distinta: la mirada que posan en los peninsulares es la mirada de alguien plenamente consciente de pertenecer a un pueblo de rasgos muy singulares y específicos, y que observa las peculiaridades de otro pueblo con una buena dosis de humor, curiosidad y simpatía. 225
Mora, ciertamente, no puede servirnos como verdadero ejemplo de liberal romántico entroncado en el romanticismo y con trazo directo hacia la creatividad irracional y melancólica característica del genio español de oro. Porque incluso sus obras de apariencia más romántica siempre introducen la nota sentimental y moralizante que nos lo confirma como un hombre fluctuante, a mitad de camino entre la llamada romántica y el entrañado clasicismo. Cuando Lloréns lo compara con Blanco White, dice: […] carecía del espíritu angustiado y verdaderamente romántico de Blanco White. Lo que en éste responde a una íntima necesidad, en Mora, como en otros españoles de su tiempo, no pasa de ser las más veces ejercicio de literato, curiosidad superficial. 226
Los conversos al romanticismo son otros, aunque no admitieran el término para sí mismos (algo, por lo demás, generalizado en Inglaterra, entre los autóctonos escritores románticos). Y en cuanto a la nómina de los primeros románticos españoles, debemos colocar en ella a algunos de los exiliados en Inglaterra, que además se caracterizan por hacer su obra literaria (total o parcialmente) en inglés. No entraremos en considerar si esa literatura escrita en inglés por españoles es literatura española o no. Los nombres son, entre otros, Blanco White, Alcalá Galiano, Telesforo de Trueba; pero principalmente Blanco White: nuestro primer exiliado, llegado a Londres trece años antes (1810) que los emigrados liberales (finales de 1823), y posiblemente más profundamente liberal que ellos. También, posiblemente, nuestro primer romántico: romántico en inglés. Uno de los importantes sonetos de todo el romanticismo inglés (inglés por lengua, y español por la mano que lo escribe) es su “Mysterious Night”, digno de aparecer en cualquier antología de la poesía europea de la época. Noche misteriosa, cuando nuestro primer padre te conoció, por noticia divina, y oyó entonces tu nombre,
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¿no tembló ante un encanto desconocido, ante el glorioso dosel de luces y de azul? Tras la cortina de traslúcido rocío, atravesada por los rayos del crepúsculo en llamas, Héspero con su ejército del cielo vino y la creación le pareció al hombre extenderse. ¿Quién pudo haber pensado semejante oscuridad alojada entre tus rayos, oh sol? O ¿quién pudo de entre la revelación de moscas, hojas, insectos, imaginar que saldrían tan innúmeros orbes que nos ciegan? ¿Por qué, pues, con ansiosa angustia negarnos a la muerte? Si la luz nos engaña así, ¿no ha de hacerlo la vida?
Si pensamos en una comparación con otras manifestaciones de poesía española, quizás podamos entroncar los dos últimos versos con el mejor pensamiento poético metafísico de los Siglos de Oro. Porque este soneto de forma shakespeariana no sólo introduce el romántico tema de la noche (lo más evidente, pero lo menos destacable), en realidad va mucho más allá, contraponiendo analógicamente luz y sombra con vida y muerte, ofreciendo la sombra como un mundo más profundo, más extenso que el revelado a la luz del sol (en la línea de Novalis y sus Himnos a la Noche), y lo hondamente español que se enraíza con estos elementos románticos tan europeos es precisamente la explicitud de la analogía ya indicada, explicitación con la que se construye el último verso: «Si la luz nos engaña así, ¿no ha de hacerlo la vida?». El desengaño barroco de la vida y el horizonte barroco de la muerte. Hablo de la especial visión de la vida que surge en la culminación del poema, entendida como limítrofe origen de un orbe de negruras más profundo, más intenso, pero quizás más verdadero y luminoso, que es la muerte. Para esta constatación nos preparaba ya el verso anterior: «¿Por qué, pues, con ansiosa angustia negarnos a la muerte?, también profundamente hispano. Es Quevedo en romántico, este Blanco White que nada parece tener que ver con el neoclásico poeta Blanco White que escribía en español. Es decir, que escribiendo en inglés se hace más español que escribiendo en un español deudor de lo francés. Sentimos —hay que insistir en ello— a este escritor, cuando escribe en inglés, como más español que el poeta que, escribiendo en español décadas antes, parecía (como tantos de su pléyade) un sumiso y estéril imitador de lo francés. Y por último hay que decir que, al leer este espléndido soneto, no podemos evitar que la mente retorne comparativamente de nuevo al grabado 146
de Goya El sueño de la razón produce monstruos. Desde esta poética romántica de progenie platónica, para la que toda la generación de insectos, hierbas, moscas (que son la revelación de lo diurno, del mundo de las apariencias) no vale la profunda manifestación de los orbes de la noche, sin duda una vez más el grabado de Goya muestra su ambigüedad más angustiosa: es peligroso el sueño de la razón, es creativo el sueño de la razón.227 En Blanco se muestra paradigmáticamente el problema que nos ocupa. Con palabras de Juan Goytisolo: «el dilema inexorable del intelectual moderno entre estética y moral».228 La opción moral de los intelectuales españoles afrancesados había representado, como ya hemos estudiado, la renuncia estética, la esterilidad creativa en literatura y en pintura. El neoclasicismo francés con sus normas estrictas y con su desprecio por la obra de pura imaginación había lastrado en España la posibilidad de remonte de un barroco extenuado, descabezando así por siglos el pasado creativo hispano (tan francés eso del descabezar) en bien de unas bases estéticas foráneas, copiadas, puro ejercicio literario o pictórico, pura esterilidad creativa. Y los españoles deseosos de mejora social, de transformación del viejo mundo medievalizante, inquisitorial, teocrático, supersticioso, habían preferido olvidar la estética en bien de la moral de un pueblo necesitado de educación, luz y carreteras. En el segundo capítulo de su Autobiografía, Blanco White presenta espléndidamente el problema, vivido en carne propia, y con una curiosa solución personal que atañe muy de cerca a la reflexión en la que estamos inmersos: por qué casi la totalidad de la nómina de los verdaderos románticos españoles coincide con la de los liberales exiliados en Inglaterra, y representa el entronque del genio creativo español de origen melancólico con la nueva expresión artística. Nos dice Blanco por una parte: […] nunca he sentido aquella clase de patriotismo que ciega a los hombres tanto con respecto a los defectos de su propio país como a los suyos personales. España, como entidad política, miserablemente oprimida por el gobierno y la Iglesia, dejó de ser objeto de mi admiración desde mi temprana juventud. 229
Pero a continuación: Pero había algo en mi pecho que me haría capaz de sacrificar gustosamente mi vida a favor del pueblo en medio del cual nací y me hice hombre […] A pesar de todo, tuve bastante patriotismo como para no unirme al partido afrancesado […] y marcharme en medio de graves peligros y dificultades a la misma sede del fanatismo, Sevilla. 230
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Y aún un poco después sanciona: Si se hubiera establecido el gobierno de José Bonaparte, la tierra donde nací hubiera dejado de ser para mí un lugar de esclavitud, pero, sin embargo, tan pronto como me enteré que mi propia provincia se había levantado contra los franceses, acaricié mis cadenas y regresé sin demora al lugar donde sabía que me habría de amargar la vida: volví a Sevilla, la ciudad más fanática de España. […] La conciencia de la rectitud de mi conducta y el sacrificio que hacía de mis propias ideas en aras de los deseos de la mayoría del país, me daban ánimo en medio de escenas que demostraban la barbarie más insospechada, pero el ánimo se me vino abajo cuando conocí la situación de mi ciudad. 231
Es realmente llamativo que uno de los hombres que más capacidad tuvo para vencer a su razón y seguir el patriótico e irracional camino de la emocionalidad popular, haya sin embargo pasado a la historia de nuestra cultura como uno de los más motejados antiespañoles. A nosotros no nos interesa entrar en esa polémica. Lo que ilumina nuestra reflexión (la relación del liberal patriota con el espíritu romántico) es lo paradigmático que nos resulta para nuestra búsqueda este comportamiento emocional antifrancés. El claro sacrificio que Blanco hace a favor del pueblo, su irracional decisión de acariciar las cadenas y regresar a sus orígenes, a pesar de que su decisión le iba a amargar la existencia, es la actitud que estábamos buscando: lo emocional hispano venciendo a la racionalidad francesa. No para decir que esto era lo que tenían que haber hecho los intelectuales afrancesados. Al fin y al cabo Blanco se marcha definitivamente dos años después. Sí diré, sin lugar a dudas, que esta postura es la propia de caracteres que pudieron empaparse de romanticismo, mientras que los otros, los racionalistas de adopción, aquellas mentes racionalistas en cuerpos melancólicos, aquellos españoles injertados de ilustrados, nunca pudieron entender la nueva actitud cultural europea, el romanticismo. Como mucho, fue una moda literaria a imitar. Estos últimos, los románticos por moda, harán el denostado romanticismo de cartón-piedra, el romanticismo de tercera fila que abundó en nuestra península. En Blanco White encontramos el poso de lo español que se mantiene en rescoldo durante el siglo XVIII y que, en cuanto encuentra llama para arder, como sucede con el romanticismo inglés, se enciende. Blanco sin duda era uno de esos románticos avant la léttre que caben en la nómina de Sebold; pero a los que yo prefiero entroncar con la imaginación y la melancolía creativas del Barroco español, si bien puede tener progenie más antigua. Como dice Lloréns, Blanco era «hombre reconcentrado y melancólico, aunque excelente conversador».232 No se puede describir más escuetamente a un hijo de 148
Saturno: reconcentrado, es decir, hombre metido en su propio mundo, con los rasgos de la atra bilis, y sin embargo hombre de ingenio, capaz de mostrar su capacidad intelectual en sociedad. Posiblemente con la doble faz del educado conversador y del ansioso de soledades. Blanco White además se distingue de los afrancesados en su rebelión constante espiritual y en su combate concreto contra Bonaparte. Una vez más recurriré para la claridad de esta idea a Lloréns, cuando dice que «los afrancesados se distinguen de todos los demás emigrados españoles del siglo XIX en que no forman verdadero «partido», y por consiguiente ni se rebelan ni combaten».233 Blanco sí toma partido, un partido patriótico, aunque sin creer en el patriotismo: Cuando una inclinación natural es elevada a la categoría de virtud, sobrevienen los mayores males. El patriotismo es un ejemplo de ello. La propensión natural a conferir una importancia indebida a nosotros mismos se denomina egoísmo cuando el individuo es claramente el objeto de su propio sentimiento; pero cuando, bajo el nombre de patriotismo, cada individuo se deja arrastrar a la vanidad, al orgullo, a la ambición, a la crueldad —y lo hace en calidad de inglés, francés o español—, todos estos vicios son considerados virtudes. 234
En la decimotercera carta de las Cartas de España, muestra Blanco, como en la Autobiografía hemos visto, sus encontrados sentimientos. Incluso solicita comprensión para los que optan por un comportamiento totalmente profrancés: No obstante, quiero solicitar imparcialidad y benevolencia a favor de los que a consecuencia de las opiniones que he referido más arriba [se refiere a la posible ruina que acarrearía la guerra contra un ejército de soldados experimentados, e igualmente a los beneficios de un monarca bonapartino frente al despótico rey español], y en muchos casos con una intención más recta que la de muchos patriotas desenfrenados, se han opuesto a la guerra contra los franceses. 235
En lo que respecta a la estética, olvida los preceptos de Horacio a través de Boileau, para dar preeminencia al corazón y a la imaginación. Blanco será el que se lamentará de la apatía de imaginación en la literatura española, sin vislumbres ya del fuego que el clima 236 y los árabes le habían comunicado en otro tiempo. Todavía una reflexión para terminar el capítulo. Los románticos alemanes miraron admirativamente hacia España, hacia la literatura española de los Siglos de Oro,237 hacia la literatura que habían hecho caracteres melancólicos y barrocos; y la fructificación de la polémica romántica en territorio español precisamente la protagonizó un alemán. Pero
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Böhl de Faber, el polemista alemán, partía de un error en el que no se podían permitir caer los españoles con frente alta y mirada al horizonte futuro: retomar los valores españoles entrapados en la unilateralidad intransigente de los siglos antiguos. Las luces de la razón habían, pese a todos los contras, mostrado los pros del cambio. Era un error la vuelta a las esencias católicas e inquisitoriales del pasado. Relacionar indisolublemente la verdadera y autóctona tradición cultural hispana con el catolicismo (propio sin duda, más que de los hermanos Schlegel, de la inspiradora musa ultracatólica que fue para el hispanófilo alemán su mujer doña Frasquita), no era perpetuar la cultura española sino la horma que había echado fuera de las fronteras, y seguía echando, a tanto español de gran valía, de profundo ser y carácter español, pero de pensamiento propio o ajeno a la plantilla religiosa y política que quería pasar por esencia española. La propuesta romántica de los Böhl de Faber no representaba ningún aporte social (eso era evidente), y tampoco aportó nada de valor en lo estético, como lo demostraron los productos artísticos de los seguidores de esa línea romántica. En décadas posteriores, Bécquer es una singularidad aparte. Lo diagnostica, con la precisión y el conocimiento que lo caracteriza, Vicente Lloréns cuando dice: «En España la unidad, que existía desde hacía siglos, no necesitaba predicación especial, pero el carácter patriótico y aun tradicionalista que distinguió al liberalismo español al calor de la guerra de la independencia quizá hubiera permitido una asimilación del romanticismo por lo que tenía de nacionalismo. El antiliberalismo de Boehl malogró esa posibilidad. Identificar la nueva tendencia literaria con el absolutismo en el momento en que la inmensa mayoría de los escritores españoles eran liberales o reformadores y estaban padeciendo por ello dura opresión, no pudo servir en el fondo sino para desacreditar la causa que defendía». 238
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XI La melancolía amorosa en el surrealismo de Lorca. El público y lo uno imposible239
Que nosotros aquí de noche y día haremos en la esquina de la pena una guirnalda de melancolía. Federico García Lorca
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1. Surrealismo y melancolía. Los orígenes en el teatro de Lorca Si buscamos un camino que venga a mostrar la relación del surrealismo lorquiano con la melancolía, tenemos que recorrer una doble línea: por una parte, remontarnos a la vieja relación del irracionalismo de la cultura hispana con la melancolía (buscando bases que trascienden las coyunturales relaciones lorquianas con el ismo de principios del siglo XX), y por otra, debemos entroncar cierto romanticismo francés (creador, pese a toda la tradición francesa en contra, de la más moderna escuela de la melancolía literaria) con el surrealismo, también de origen galo, y constatar su particular reflejo en la obra del poeta granadino. Ambos recorridos son igualmente fructíferos para dar con la encrucijada de lo melancólico amoroso, lo surrealista y Lorca. 1.1. Nueva tradición de la risa democrítea: el humor negro, del Pequeño Romanticismo al Surrealismo Si la risa de Demócrito viene a representar en la tradición moderna europea (a partir de Robert Burton)240 al nuevo melancólico, esa risa se convierte en ironía y hasta en humor negro con el romanticismo antiburgués de segunda generación, pero es una reformulación cuyo origen se encuentra en Chateaubriand. Aunque Francia fue el bastión más importante contra la melancolía europea antes y durante el triunfo del racionalismo, es precisamente Francia la que da origen (¡en el seno de la iglesia anidan los príncipes del pecado y el propio Satanás!) a lo que Baudelaire denomina la nueva gran escuela de la melancolía: «Théophile Gautier a continué d’un coté la grande école de la mélancolie, crée par Chateaubriand».241 Baudelaire lo hace dando la mano a su admirado Théophile Gautier, quien, a su vez, en su Historia del Romanticismo nos dice: Chateaubriand puede ser considerado como el abuelo o, si lo preferís, como el Sachem del Romanticismo en Francia. En el Genio del Cristianismo restauró la catedral gótica; en los Natchez reabrió la gran Naturaleza cerrada; en René descubrió la melancolía y la pasión moderna. 242
Esa nueva melancolía la acuña en su personaje René, de la novela del mismo nombre. Con él queda creado el arquetipo de la melancolía moderna, la figura del bello tenebroso que, como dice Robert Kopp, arrastra su dolorosa silueta y su mal de vivre a través de abundantes textos en verso y en prosa desde el romanticismo francés al
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existencialismo.243 La evolución es fácil de seguir: Musset: La confession d’un enfant du siècle, Vigny: Poemas (La maison du berger, La mort du loup), Cinq-Mars, Stello, Chatterton, Rabbe: L’Album d’un pessimiste, Borel: Champavert. Contes immoraux, Forneret: Vapeurs, ni vers ni prose, O’Neddy: Feu et flamme, el propio Gautier: La Comédie de la mort, y sin olvidar al crítico Sainte-Beuve, también poeta (Joseph Delorme es su pseudónimo poético y un avatar de René) y también novelista (con su novela Voluptuosidad, y su personaje d’Amaury, influyó en el propio Baudelaire, quien le dedica un poema de juventud tras la lectura del texto narrativo). La línea de la melancolía avanza del mal de siglo romántico al spleen baudelairiano y acaba en la depresión de los personajes que van de Huysmans (À Vau-l’eau) a Sartre. No olvidemos que el primer título de La náusea era Melancolía. Nosotros debemos atender a un hilo de este entramado especialmente significativo para nuestros fines: la relación entre el segundo romanticismo francés (el del Pequeño Cenáculo de Gautier, Nerval, Borel) y el surrealismo. Para ello hemos de meditar en paralelo con Guillermo de Torre. En su Historia de las literaturas de vanguardia, todavía hoy llena de sugerencias y aciertos, a pesar del paso de los años, Guillermo de Torre tiene un apartado en el capítulo 5, dedicado al superrealismo,244 que denomina «Romanticismo y superrealismo». Lo razona así: […] esta apelación a las potencias oscuras del espíritu, este llamamiento a lo intuitivo puro […] el gesto que adoptan [los superrealistas] para despedir ruinas y saludar albas no es jubiloso, sino desesperado. Con razón, atendiendo a este y otros rasgos, el superrealismo ha sido señalado como un nuevo romanticismo. De abolengo romántico son, en gran parte […], las preferencias y los motivos capitales de Breton. Románticas […] son casi todas las figuras que exalta y magnifica como ‘precursoras’, y cuya estela querría continuar. 245
El romanticismo hacia el que mira Breton (gran pope del surrealismo francés) es el romanticismo avernal, el romanticismo de figuras hasta entonces secundarias y que, con señalarlas él como precursoras del ismo que proclama y manifiesta, se convierten en más leídas que los nombres clásicos y canónicos de las literaturas del romanticismo. Son estos otros: Lautréamont, Borel, Forneret, Bertrand, O’Neddy… Los que más adelante denomina el propio Guillermo de Torre, en su Historia, como románticos «más escondidos»;246 los románticos que también inauguran ese humor negro que les es necesario airbag para sus choques con la vida burguesa instalada en el dinero, su nueva moral y la industrialización feroz de las nuevas urbes. La melancolía de estos hombres 153
que no se encuentran a sí mismos en el mundo triunfante del dinero, de la burguesía de la revolución de julio de 1830, ya no se muestra con la risa democrítea sino con el sarcasmo y el humor negro que tanto interesó a los surrealistas del círculo de Breton y cuyas obras sirvieron a la antología que hizo y publicó en 1939: Anthologie de l’humour noir.247 Si la escuela de la melancolía más cercana a nosotros se inicia, según palabras de Baudelaire ya transcritas, con Chateaubriand, y si la versión humoral del segundo romanticismo francés es la que la catapulta al siglo XX en el Surrealismo, al parecer se va volviendo fácil anudar surrealismo lorquiano y melancolía. Pero tenemos todavía mucho camino por andar, pues Lorca también bebía en una tradición más antigua y de raigambre hispana. Es cierto que el Surrealismo es un movimiento antiburgués, que permite a los artistas una libertad social y moral que tiene sus mejores antecedentes en la actitud de los románticos franceses de la segunda hornada. Tanto a Cernuda como a Lorca les vino de perlas la adhesión al surrealismo, que les permitió la libertad más absoluta a la hora de hablar de un amor que no tenía nombre y, si lo tenía, era nefando. Cernuda nos cuenta, en su Historial de un libro, así su adhesión al surrealismo: […] encontré de pronto camino y forma para expresar en poesía cierta parte de aquello que no había dicho hasta entonces. […] Seguí leyendo las revistas y los libros del grupo superrealista; la protesta del mismo, su rebeldía contra la sociedad y contra las bases sobre las cuales se hallaba sustentada, hallaban mi asentimiento. 248
Pero frente a Cernuda, que se hizo poeta importante en España para las generaciones posteriores (aparte de porque lo era) por introducir y asumir para sí un modelo de poeta extranjero, García Lorca bebía en las raíces de lo hispano, donde lo melancólico estaba arraigado como carácter y tenía una gran relación con la irracionalidad y la creatividad hispana. Al respecto dice Martínez Nadal: Lo que de surrealismo pueda haber en la obra de Lorca no proviene de París vía Barcelona. En él todo se orienta hacia la tradición visionaria y profética de la literatura y del arte español y universal. Mira hacia el Bosco, hacia el Quevedo de los Sueños, hacia Goya, el de Los sueños de la razón producen monstruos. Bajo el ropaje exterior surrealista, se oculta siempre una vieja tradición cultural. 249
Lo que distinguió a García Lorca (y lo entroncó con el pasado hispano) fue su enraizamiento en lo popular, tanto en su escritura poética como en su teatro. Fue la suya 154
una lección de saberse unir a lo esencial de los pueblos. Y lo demostró en su obra, más allá de sus genuinas raíces andaluzas, trascendiendo el localismo para reformularlo con fórmula universal ya fuera en los Estados Unidos o en El Caribe. Al igual que ValleInclán, Federico García Lorca opta por la expresión genuina del pueblo, especialmente del pueblo español. Se reentronca con el irracionalismo creativo, con el genio creativo hispano que viene del Romancero y del Cancionero, que pasa por Quevedo y los dramaturgos clásicos españoles250 y asciende hasta la mejor expresión del teatro español del siglo XX que nos la dan Valle, el propio Lorca y las alternativas vanguardistas. Un teatro que se desvincula de la tradición de la pieza bien hecha, del teatro burgués que por lo demás tan bien supimos hacer en España (Benavente en español, Guimerà en catalán) y se hermana con el teatro de títeres y con los romances de ciego. El desapego de lo burgués nos lleva a lo ya comentado del segundo romanticismo francés y de sus ecos en el surrealismo de Breton, un irracionalismo en libertad. Pero también nos reconduce a las profundidades del irracionalismo hispano, a la creatividad del español de los Siglos de Oro, y a la melancolía.
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2. Amor pasión / amor melancólico. El amor como imposible fusión de los amantes, rasgo fundamental de El público La clave del entendimiento de El público se encuentra en el amor-pasión. Que el amor es el núcleo de su compleja acción dramática ya lo tenía claro el primer y privilegiado analista de la obra, Rafael Martínez Nadal: Lo primero y más fácil de percibir es que para Lorca el amor constituye, ante todo, fuerza vital, impulso dionisiaco imposible de resistir sea cual fuere el disfraz que adopte. Es la idea central de El público […]251
Junto a ello, un tema subsidiario, directamente relacionado: la autenticidad del amor. Dice HOMBRE 1: «Y enamorados. ¿Usted cree que estaban enamorados?» 252 El asunto lo concreta así Martínez Nadal: El deseo de precisar si los dos jóvenes que simbolizan la pasión amorosa estaban realmente enamorados, motiva el esqueleto de acción. 253
Porque es necesario que se sepa la realidad, no oculta sino ocultada: «Para que se sepa la verdad de las sepulturas», dice el HOMBRE 3.254 Advertimos desde el comienzo que, con la reflexión que a continuación se ofrece, de lo que se trata es de señalar un camino y no de hacer un estudio pormenorizado de una obra de teatro de Lorca. El público, por tanto, nos sirve de ejemplo, de ejemplo argumentativo, para nuestra propuesta: la melancolía amorosa en el teatro surrealista de García Lorca. Es lamentable que tengamos que limitarnos a una versión tan primitiva como la que nos ofreció Martínez Nadal, sabiendo, gracias a él, que existieron, al menos, dos más elaboradas: la leída en casa de los Morla (año 1930 o 1931) y la que Lorca leyó en el Buenavista como definitiva (1936).255 En cualquier caso, el texto con el que contamos vale bien a nuestras pretensiones. Nuestro interés se centra en el tipo de amor que nucleariza la acción de El público. Para su identificación necesitamos hacer de nuevo unas consideraciones previas.
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2.1. El objeto fantasmático del amor melancólico y su concreción homosexual Veamos la progenie del amor que aparece en El público y luego la concreción homosexual de ese amor de melancolía. Recordemos, brevemente por ya tratada, la reflexión de Giorgio Agamben, en los ensayos que componen su libro Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental,256 donde, en su versión conventual medieval, queda inevitablemente asociado el eros negado y fantasmal al temperamento melancólico, cuando los monjes entran en esa tristeza que parece provocarles un demonio tentador que adviene en los solitarios atardeceres de sus vidas. Una tristeza por un objeto perdido que no es sino un fantasma inexistente, el fantasma de un objeto amoroso que nunca tuvieron, que siempre negaron, pero que aun así llena sus almas de melancolía, de acidia. Esta melancolía medieval toma su caracterización de la Clasicidad, sobre todo del Pseudo-Aristóteles, añadiendo ese componente novedoso aportado por el cristianismo que es el eros fantasmático, que aparece cuando Eros queda desnaturalizado por el amor universal, Ágape.257 En busca de un hilo conductor que remita este sentimiento amoroso melancólico a la contemporaneidad, Agamben se fija en la teoría freudiana del luto y en su relación con la melancolía. Recordemos sus palabras sobre cómo el psicoanálisis ha llegado en el siglo XX a las mismas conclusiones que los Padres de la Iglesia en el Medievo: […] la libido melancólica no tiene otra meta que la de hacer posible una apropiación en una situación en la que ninguna posesión es posible en realidad. […] la melancolía […] sería la capacidad fantasmática de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable. La libido […] escenifica así una simulación en cuyo ámbito lo que no podía perderse porque nunca se había poseído aparece como perdido, y lo que no podía poseerse porque tal vez no había sido nunca real puede apropiarse en cuanto objeto perdido. 258
Reconocemos en este mecanismo la fundamentación de gran parte de la lírica europea moderna, a partir del petrarquismo (Garcilaso, Herrera, Quevedo). Todas las grandes mujeres del amor en la lírica petrarquesca son fantasmales (como puros fantasmas fueron los que provocaron las acedias de los monjes medievales); pero la estrategia del mundo lírico consistió en abrir un espacio a la existencia de lo irreal, y en esa escena el yo poético entra en una relación tan singular con su objeto de amor, con su fantasma de amor, que ninguna posesión real podría parangonarse con ella. El objeto del amor en la lírica occidental moderna no es un objeto apropiable o apropiado por el amador, tampoco 157
algo que ha perdido, es en realidad algo más complejo, es una cosa y la otra al mismo tiempo. El sentimiento amoroso del homosexual de gran parte del siglo XX ha respondido igualmente al esquema del amor fantasmático melancólico proveniente de los monjes sin Eros de la cenobítica medieval. En este sentido podemos decir que no hay diferencia esencial entre amor hetero y homosexual ante el objeto inasible. La diferencia se da más tarde, porque el hetero adolescente tiene más posibilidades de concretar su fantasma amoroso, de proyectarlo en una persona real (frustraciones posteriores aparte). El adolescente gay suele tener la experiencia de enamorarse de un imposible (es una cuestión de conjunto de dificultades sociales y, además, de porcentaje de personas con la misma inclinación). Por tanto, los amores primeros homoeróticos, por inalcanzables, por quedar en el mundo del deseo y del fantaseo, han solido ser a lo largo del siglo XX (siglo en el que instalamos nuestra reflexión) el suplicio de Tántalo. Incluso en los tiempos de la liberación gay, esa liberación solía llegarle a una edad en la que el jovencito homosexual ya estaba dolido por su sentimentalidad frustrada. Lorca, en una Andalucía y una España como las que le tocó vivir (a pesar de la estampa, de pretendida convivencia y tolerancia, que quiere ofrecernos Martínez Nadal),259 sin duda experimentó con creces este problema de desequilibrios y frustraciones emocionales. Todavía hoy, en la España de los matrimonios homosexuales, la sociedad en general y los ámbitos de la cultura en particular están salpicados de homofobia por todos lados. No debiera extrañar a nadie el círculo de silencio en torno a la sexualidad de Lorca que tanto familiares como amigos han creado e incluso han forzado hasta hoy. Y a la que han coadyuvado personalidades de la filología.260 El amor homosexual sigue siendo en la actualidad el amor melancólico por excelencia. Se da en él lo fantasmático (el enamoramiento de un imposible, el deseo tantálico de tener ante sí lo que se ama y no poder alcanzarlo) y se da en él el rechazo social (que obliga al silencio, que complica los entendimientos posibles entre los sujetos y que crea en el propio homosexual una internalización del discurso homofóbico261 circundante que configura una personalidad quebradiza, insegura, contradictoria). La censura social convertida en autocensura une al poeta del amor cortés con el poeta homoerótico, porque lo obliga a todo un código de escritura secreta. Lorca, como tantos otros gais, tenía una larga historia cultural en la que refugiar su deseo roto. Lo que lo distinguía, en el fondo, de la frustración platónica presente en el 158
mito de los seres dobles o de la masoquista pasión trovadoresca, era muy poco. Todos eran buscadores de la unidad mística con el otro. Y todos, a partir de la modernidad, sabían de la gran contradicción que alimentaba su amor pasión. Lorca también lo tuvo claro, y da testimonio de ello el propio Martínez Nadal al hacer de portavoz de unas palabras del poeta que, de no ser por su amigo, se nos habrían perdido para siempre: Si el uno es la perfecta fusión de dos mitades, […], los hombres somos selvas de mitades en eterna búsqueda de la imposible unión. El amor es el ansia constante de llegar al uno, pero, si existiera el uno sería la negación del amor. Morimos solos, como mitades solas. 262
Digamos pues que, para el homosexual de la época de Lorca, el amor-pasión (con su ingrediente de fuerte oposición social, su idealismo platónico y su esencia melancólica) es el único amor posible. Amor-conflicto, amor secreto, quizás exhibición peligrosa y atrevimiento suicida con sus dosis de estética, censura íntima. Un cóctel molotov. Lo demás es sexo. La historia de la cultura occidental nos permite comprender la desviación habitual del amor pasión hacia la espiritualidad: bien hacia el platonismo del amor stilnovista, bien hacia el amor divino.263 Muchos homosexuales se (auto)convencieron durante siglos de que su condición era un signo del Cielo para entregarse al sacerdocio (optamos por la interpretación más positiva del asunto). La entrega al prójimo, el amor general al género humano, se da dentro y fuera de la iglesia. Lorca, como reza el pie de foto de la página 37 del último libro de Gibson, «fue un revolucionario cristiano y gay que no creía en Dios. Un revolucionario con la misión de abogar, desde sus obras, por el amor total».264 Nos interesa aquí destacar también la relación que en España ha habido entre homosexualidad y capillismo. Quiero decir con esto, el gusto del gay por los santos, por las procesiones, tan proverbial, por ejemplo, en el Grupo Cántico. Sin duda, lo mismo que al gay no le resulta fácil desprenderse del discurso homófobo que le inoculan desde su nacimiento, tampoco le resulta fácil alejarse del discurso religioso. Es más, en este caso, no le resulta una contradicción interna sino un lenitivo. El ritualismo de la España católica permite esta vivencia ritual del catolicismo, una alternativa del espiritualismo profundo que hace que otros gais se dediquen al sacerdocio o a las misiones. Podemos decir que en Federico García Lorca se da un poco de todo esto: hay misión, más o menos religiosa, de amor al prójimo, y hay un evidente gusto por el ritual: santos y procesiones. Esos elementos van a aparecer también en El público: está el significado 159
profundo de Cristo, pero también está lo que hay, en el catolicismo imaginero, de surrealismo y de almodovariano (recordemos el altar de La Ley del deseo), por seguir la línea de fuga hasta la actualidad.
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2.2. Su reflejo en El público En El público de Lorca se plantea (con la libertad del surrealismo, y gracias a una concepción teatral —«¡Mi teatro será siempre al aire libre!» 265 — que no tiene nada que 266 ver con la poderosa tradición burguesa española de la pieza bien hecha), esa ansia constante de llegar al uno, y la paradoja de que si ese uno se diera sería la negación del amor, porque el amor lo es en el conflicto, en la imposibilidad267 (venga esta de dentro o venga de fuera, sea social o personal). Se plantea, pues, el amor, como una lucha y un conflicto sin solución. Y esta definición (aunque manifestada, en toda su complejidad destructiva de lo personal y de lo social, en un teatro nuevo: «el verdadero teatro, el teatro bajo la arena»)268 no tiene nada de novedosa, se encuentra en la tradición de los objetos del amor fantasmático. En su inalcanzabilidad, el objeto se hace amoroso: «Lo tiene porque nunca lo podrá tener».269 Medievo cenobítico, amor cortés, petraquismo, romanticismo, surrealismo, lorquismo. El negro sol de la melancolía ilumina estos amores. Martínez Nadal, como amigo del poeta, nos ofrece una vez más inestimables datos. Es el caso del siguiente texto: Que en la obra de Lorca se perciban ecos de temas platónicos no debe extrañarnos; el problema del uno, de la unidad, de la reunión de mitades le preocupó siempre, sobre todo en la época en que sé que leía —o releía— los Diálogos socráticos. El problema lo enfocaba, claro es, como poeta. 270
Al hilo de estas palabras podemos decir que Lorca afronta el amor pasional tamizado por el platonismo pero sin domeñar su fuerza. Diríamos que está más en la línea de la lírica platónica de un Miguel Ángel o de un Lorenzo de Medicis271 que en la de un Petrarca o un Dante. No llega sin embargo a los extremos de misticismo de los florentinos y afronta con verdadera angustia la identificación del ser amado, la verdad profunda, que suele estar perturbada por las apariencias o los enmascaramientos momentáneos (algo que lo hace contemporáneo, hijo del nuevo pensamiento nacido de Nietzsche): HOMBRE 2: […] ¿Cuántas veces fingió tirarse de la torre para ser apresado en la comedia de su sufrimiento? ¿Qué pasaba, señor Director…, cuando no pasaba? ¿Y el sepulcro? […] Pudo usted haber visto un ángel que se llevaba el sexo de Romeo mientras dejaba el otro, el suyo, el que le correspondía. Y si yo le digo que el personaje principal de todo fue una flor venenosa, ¿qué pensaría usted? ¡Conteste!272
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Las máscaras tienen un doble nivel al que de inmediato nos vamos a referir, pero antes hagamos una pregunta ahora pertinente. ¿Qué aporta a esta tradición reconocible el ingrediente de la homosexualidad en El público? Es una pregunta que hay que hacerse, pero que posiblemente no tiene tanta trascendencia como tiene la identificación del tipo de amor que lo nucleariza. Y esto no es echar balones fuera ni intentar quitarle importancia a la presencia de la homosexualidad en la obra de Lorca, un asunto que ha provocado obcecadas polémicas prejuiciosas a cuyo fuego no le vamos a añadir ni una pizca de leña, porque ha tenido suficiente y contundente respuesta.273 El caso de la homosexualidad de Lorca, por fin manifestada explícitamente en su obra cuando escribe El público, lo que hace es unir los problemas propios del amor fantasmático melancólico (de gran tradición heterosexual) a casos en los que la sociedad ni siquiera permite su manifestación dolorosa explícita. El juego de las máscaras es, pues, el añadido homoerótico, pero que a la postre, y según se va profundizando en el amor pasional, es también un problema de identificación del objeto amoroso, que se escamotea o que nunca responde a un objeto real, sino a un ideal inalcanzable. El juego de ocultamientos social, que impone el homoerotismo, se subsume en el gran problema de las equivocaciones, de los errores, de las proyecciones amorosas. Por eso la tragedia de Romeo y Julieta274 acaba siendo El sueño de una noche de verano. «Y si yo le digo que el personaje principal de todo fue una flor venenosa, ¿qué pensaría usted?» 275 Lo que hay, pues, que resolver, es la identidad del amor y la verdad del objeto amado. Se hace necesario eliminar las barreras sociales y una de las fundamentales es la que impide encontrar a nuestra otra mitad incluso en seres de nuestro mismo sexo. ¡Gran contrariedad! Porque ¿y si es precisamente uno de ellos, y no una mujer, nuestra otra mitad buscada? Si el encuentro es de por sí complicado, si todo nuestro interés debemos ponerlo en evitar el equívoco, ¿por qué dificultar el encuentro anhelado con interdictos sociales como la penalización del amor entre seres del mismo sexo? Esta es la clave del texto que nos ofrece Lorca. De ahí la intercambiabilidad del objeto amoroso, pues no importa la apariencia sino la esencia: HOMBRE 1: Romeo puede ser un ave y Julieta puede ser una piedra. Romeo puede ser un grano de sal y Julieta puede ser un mapa. 276
Y se repite con más contundencia: 162
ESTUDIANTE 1: Ahí está la gran equivocación de todos y por eso el teatro agoniza. El público no debe atravesar las sedas y los cartones que el poeta levanta en su dormitorio. Romeo puede ser un ave y Julieta puede ser una piedra. Romeo puede ser un grano de sal y Julieta puede ser un mapa. ¿Qué le importa esto al público?277
Y todavía otra vez, con menos irracionalismo expresivo: ESTUDIANTE 2: En último caso, ¿es que Romeo y Julieta tienen que ser necesariamente un hombre y una mujer para que la escena del sepulcro se produzca de manera viva y desgarradora? ESTUDIANTE 1: No es necesario, y esto era lo que se propuso demostrar con genio el Director de escena. 278
Y también de ahí mismo surge la necesidad de luchar contra los enmascaramientos y (a la contra) la necesidad de la libertad para ponerse la máscara que uno quiera (en el sentido nietzscheano de nuestro modo de aparecer en el mundo): DIRECTOR: Está claro, señor. No me supondrá usted capaz de sacar la máscara a escena. HOMBRE 1: ¿Por qué no? DIRECTOR: ¿Y la moral? ¿Y el estómago de los espectadores?279
Se condensan en el diálogo los problemas de la máscara, como opción personal o como represión, y también el problema moral: la capacidad o la preparación de la sociedad para asumir esa visión. La necesidad de un público apropiado para un nuevo teatro es la particularización dramática del general problema del sujeto social con una moral adquirida, prendida a su cuerpo como la túnica de Neso. Una variante del tema de la máscara es el del travestimiento. Recurramos una vez más a Almodóvar y recordemos la memorable escena de Antonia San Juan en Todo sobre mi madre diciendo: «Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado». La máscara no sólo sirve para ocultarse, la máscara sirve también para revelarse. Uno no sólo es lo que parece, lo que la naturaleza y la sociedad parece imponerle, sino lo que se empeña en ser. [Los hombres 2 y 3 empujan al Director. Éste pasa por detrás del biombo y aparece por el otro extremo un muchacho vestido de raso blanco, con una gola blanca al cuello. Debe ser una actriz. Lleva una pequeña guitarra negra.]280 [El Director empuja bruscamente al Hombre 2 y aparece por el otro extremo del biombo una mujer vestida con pantalones de pijama negro y una corona de amapolas en la cabeza. Lleva en la mano unos impertinentes cubiertos por un bigote rubio que usará poniéndolo sobre su boca en algunos momentos del drama.]281
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El Hombre 2, travestido de mujer («¡Oh Maximiliana, emperatriz de Baviera!»),282 todavía juega a cambiar su identidad con el bigote que se pone y se quita. Todo el texto está plagado de juegos con las identidades. El ejemplo por excelencia es el cuadro segundo: Ruina romana. Creo un error pretender, como hace Martínez Nadal con intención aclaratoria, una identificación unívoca: «Director — Enrique — Figura de Cascabeles, por un lado; Hombre I — Gonzalo — Figura de Pámpanos, por otro».283 Creo que esta relación que él da es posible, pero es una más en una serie cambiante de valencias según pasan las escenas y se relacionan con unos y con otros personajes dichas valencias: el látigo, el cuchillo, etc. Si al Hombre 3 se le asocia con un látigo en el cuadro primero,284 Figura de Cascabeles es quien se «convertiría en látigo» en el cuadro segundo.285 Si seguimos este tipo de trazas, son intercambiables Director/Hombre 3 y Director/Hombre 1. Incluso el Emperador es intercambiable con Hombre 1, como revela el Director cuando dice al Hombre 1: «¿No me has besado bastante en la ruina?» 286 En este complejo lábil, cambiante, de relaciones, se pueden cumplir los deseos, condensados simbólicamente en los caballos («No me mires caballo, con ese deseo que tan bien conozco»).287 Pero, más allá de quién desea y a quién se desea, se encuentra en el fondo el problema de la autenticidad del amor. La mujer amada por excelencia viene representada tanto por Julieta como por Elena. La clásica Elena. Pero el Hombre 3, que dice amarla, ¿la ama realmente? ¿Él mismo tiene claro su amor?: [Elena sale por la izquierda. Viste de griega.] […] ELENA: […] Pero, ¿por qué me quieres tanto? Yo te besaría los pies si tú me castigaras y te fueras con otras mujeres. Pero tú me adoras demasiado a mí sola. Será necesario terminar de una vez. DIRECTOR: [Al Hombre 3] ¿Y yo? ¿No te acuerdas de mí? […] ELENA: [Al Hombre 3] ¡Vete con él! Y confiésame ya la verdad que me ocultas. No me importa que estuvieras borracho y que te quieras justificar, pero tú lo has besado y has dormido en la misma cama. 288
El tema del amor no correspondido (si me castigas, te quiero) se mezcla con los celos (si amas a otro/otra, tengo celos). Sin duda Lorca refleja en esta escena el habitual caso del heterogay, ese tipo de hombre que con unas copas de más saca su parte homoerótica, y que luego no quiere que se le recuerde lo que hizo bajo los efectos del alcohol, que es además su justificación. Una vez más este drama surrealista permite a Lorca este tipo de confesiones públicas, impensables de otra manera que en un teatro irracionalista, onírico,
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pero donde, al modo freudiano, lo más verdadero se introduce en lo aparentemente más disparatado. Más allá de todos los cambios de identidad, para dificultar o para conseguir el amor auténtico, se encuentra el inevitable fracaso de todo amor, la imposibilidad de unir las dos mitades solitarias; y también la luminosa comprensión de que el amor es precisamente eso, pasión imposible. Si existiera el uno sería la negación del amor. Y ante ese saber doloroso reaccionamos con un humor surrealista, con componentes de circo, con ciertos elementos sadomasoquistas, que vienen de ese Segundo Romanticismo al que ya nos hemos referido. Representa el último estadio conocido de la risa democrítea. Pero antes de sumirnos en la ironía y en el juego circense, todavía queda espacio en esta pieza para la fe en el teatro que cambia la sociedad o que es el instrumento para decir las experiencias humanas más profundas (una vez más la estética nietzscheana): DIRECTOR: Todo teatro sale de las humedades confinadas. Todo teatro verdadero […] Yo hice el túnel para enseñar el perfil de una fuerza oculta. […]289 Eso es precisamente lo que se hace en el teatro. Por eso yo me atreví a realizar un dificilísimo juego poético en espera de que el amor rompiera con ímpetu y diera nueva forma a los trajes. 290
El amor general, de origen cristiano (que como hemos visto cumple un papel importante en la configuración en Occidente de los amores fantasmáticos melancólicos), tampoco deja de aparecer aquí en la figura del Desnudo. Martínez Nadal dice: «El deseo de establecer una cierta comparación entre la pasión y muerte del desnudo rojo y la de Cristo es evidente».291 Ciertamente lo es. Basta con escuchar las palabras del Enfermero: «Ahora te daré la hiel y luego, a las ocho, vendré con el bisturí para ahondarte la herida del costado». Podríamos preguntarnos ahora: este amor-pasión, construido por la cultura occidental y asentado como concepto básico del amor desde el episodio trovadoresco y el nacimiento del género lírico, reelaborado social y religiosamente para su aceptación desde el petrarquismo, pero siempre en el filo de lo prohibido y, por supuesto, apestado desde la perspectiva burguesa, ¿se da en el resto de la obra teatral lorquiana? No entra en los límites de este capítulo responder a una pregunta que requeriría mayor dedicación y extensión. Pero pensemos que la trilogía rural y Doña Rosita se escriben mientras este texto sigue en elaboración.
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El público es un ejemplo de nuestra argumentación (la presencia del amor melancólico en Lorca). Pero no es un ejemplo al azar. Lo hemos elegido porque en El público lo central es la reflexión sobre el amor. ¡Amor de siempre, amor, amor de nunca! En El público se medita sobre el amor, se habla del amor, de sus características, de sus límites, de sus máscaras, con una libertad que no se repite en la obra lorquiana. Podemos decir que El público es metateatro del amor. Sin duda la confluencia de la tradición hispana barroca (tan bien asumida por Lorca) con el surrealismo francés (que lo poliniza) hacen fructificar explosivamente la manifestación del amor-pasión, del amor irresoluble, de lo uno imposible, en suma, del amor melancólico una vez más, en un texto teatral tan moderno y tan único.
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XII Enfermedad y melancolía en la literatura y en el arte del siglo XX. El ejemplo de David Nebreda292
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1. Melancolía y creación en el siglo XX. Benn: creatividad y enfermedad como unidad demoníaca Avanzando en el afianzamiento de la racionalidad, tras el paréntesis romántico, podemos decir que la segunda mitad del siglo XIX en Europa representa uno de los momentos devaluatorios del genio creador. El iniciador de este nuevo período de estigmatización del genio (entendido a partir de entonces como fenómeno patológico) es Jacques Joseph Moreau (1804-1884), quien, con su libro La Psychologie Morbide dans ses Rapport avec la Philosophie de l’Histoire ou l’Influence des Nevropathies sur le Dynamisme Intellectuel (París, 1859), definió el rasgo de la genialidad como manifestación patológica de una incrementada excitabilidad del sistema nervioso. Esta tesis tuvo un gran éxito apenas apareció, siendo popularizada en toda Europa por el libro de Cesare Lombroso Genio e follia (Bolonia, 1864). Envueltos los autores en la corriente positivista del mundo, es fácil de comprender esta conversión del problema del genio en un puro objeto de la medicina. Genio, locura, melancolía y todos sus aledaños tienen su lugar en la patografía, las descripciones patológicas de los comportamientos humanos. El genio queda exiliado en los dominios de la enfermedad mental y la degeneración. Lo que culmina en la gigantesca compilación de Lange-Eichbaum, Genie, Irrsinn und Ruhm (Genio, locura y fama, Munich, 1928). El entendimiento de todo lo genial como patología solo dejaba la posibilidad del rechazo de esta idea, surgida de la medicina positivista, o bien la contraria, la de la aceptación con todas sus consecuencias; y esta segunda vía fue la que tomó Gottfried Benn (él mismo médico, y gran poeta expresionista alemán) en las primeras décadas del siglo XX; pero no lo hizo sumisamente sino dando un salto absoluto, elevando desde esta misma perspectiva un panegírico a la creatividad y a la enfermedad como unidad demoníaca. Lo hizo en sus ensayos Das Genieproblem (El problema del genio, 1929) y Genie und Gesundheit (Genio y salud, 1930).293 En Genio y salud, Benn ironiza (con un extraordinario olfato para lo que iba a venir después) sobre la tendencia social de comienzos del siglo XX hacia una uniformidad e igualitarismo. Los pedagogos y los psicólogos se habían de empeñar en la asequibilidad de todos a todo, también al talento. Sin duda sus irónicas reticencias recuerdan aquella carga en lo diferencial que caracterizaba al Problema XXX. Evidentemente una sociedad que pretende laminar los picos, por arriba y por abajo, en busca de un ser sin traumas, 168
con un talento medio, es una sociedad que desatiende el concepto de genio, por ser un pico demasiado alto, y además por hallarse a la sombra de la enfermedad. Todo lo oscuro del ser humano se abaja a la medianía confortable. Benn es de los primeros en asumir, frente a estos planteamientos primiseculares del XX, la existencia de seres especiales, geniales, con sus posibles elementos patológicos. Hay genios sanos, nos dice, pero también una larga lista de genios enfermizos o entregados a adicciones de distintos tipos. Utilizando a Kretschmer, afirma: […] el detrimento biológico del genio frente al término medio intelectual viene expresado claramente tanto en la estadística individual sicopatológica como en su posición en la transmisión hereditaria. […] El genio surge en la transmisión hereditaria especialmente frecuente en aquel punto donde una familia muy dotada comienza a degenerar […] ese elemento parcial sicopatológico que aparece siempre en el genio no es sólo algo externo lamentablemente inevitable de la biología, sino una parte interior esencial imprescindible, un fermento tal vez para cada genialidad en el sentido más estricto de la palabra. 294
Vemos que Gottfried Benn no se empeña en argumentar a la contra de una opinión que venía avalada por los más prestigiosos estudiosos del momento, que desterraba la genialidad o el talento superior a la misma caja de desperdicios sociales que los déficit y los idiotismos, y que le ponía a todo por igual un marchamo de enfermedad. Su baza consiste en asumir la unión de genialidad y enfermedad, y alabar su existencia en un mundo con pretensiones monocromáticas y que toca el unicordio intelectual. A partir de esta reflexión de principios del siglo XX es posible entender la aceptación de figuras como el loco Panero, uno de los poetas más estimados de la generación novísima española. Leopoldo María Panero (1948-2014) puede considerarse como el poeta maldito de la generación de los Novísimos. En los años 70 ingresa por primera vez en un psiquiátrico y, tras repetidas reclusiones, lo hace definitiva y permanentemente en el psiquiátrico de Mondragón en la década de los 80. Como cuenta quien bien lo conoció, el poeta Luis Antonio de Villena: […] el Leopoldo María Panero que regresó (a fines de 1979) de un viaje largo a París era ya otro. Digámoslo mejor, había tenido un colapso nervioso, una depresión o todo a la vez, y resultaba un ser falto de higiene, y que se arrastraba por los sitios de moda, sin apenas hablar pero bebiendo mucho y posiblemente drogándose y haciendo «numeritos» (conscientes o inconscientes) que la gran mayoría de quienes le conocíamos no podíamos controlar. Nos admiraba y nos aterraba. 295
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Casi diez años después se estableció, por propia voluntad, en la unidad psiquiátrica de Las Palmas de Gran Canaria. Durante todos esos años, aunque cada vez menos, pudo desarrollar una producción poética, e incluso ensayística y narrativa menor, que lo convirtió en miembro destacado de su generación, con obra poética publicada en las más destacadas colecciones de poesía, e incorporado a la nómina de clásicos de la editorial Cátedra, incluso inserto en los programas académicos de bachillerato y universidad. Otro ejemplo que podemos situar en la nómina de las manifestaciones estéticas adheridas a la enfermedad (según la asunción de Gottfried Benn) nos lo ofrece Carlos Edmundo de Ory (1923-2010), uno de los autores vanguardistas más singulares del panorama español, fundador del Postismo, con su Poema Soneto Paranoico. Un soneto, prestigiosa forma clásicas del poema, que surge, como hijo tardío del siglo XX, de la paranoia: Solo en el mundo con mi media oreja y una cortada flor en el semblante bajo a la mina honda del diamante que no tiene raíz ni tiene reja. Mas como soy del odio tenue abeja manada de algún duende nigromante peinaré de mi espalda el monte amante y con heces de concha de la almeja. Mi paranoia de Iolao y Averno ¡hola pato de oro hola marea donde la mar merece su medusa! Y creo que de cebra tengo un cuerno y de llama una pata panacea que se gasta en mi alma y que se usa. 296
Muchos son los ejemplos posibles a tomar, a lo largo del siglo XX, de la relación entre genialidad/creatividad y enfermedad. Pero si volvemos a los comienzos de lo contemporáneo, la Viena que incuba los elementos básicos del arte y la literatura del siglo XX297 nos ofrece un ejemplo señero donde se implican creación pictórica y musical bajo la sombra de la enfermedad mental y el suicidio. Me refiero al caso del pintor Richard Gerstl [Imágenes 20 y 21].
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Pintor bien dotado y de brutales tendencias expresionistas, fue admitido en el círculo de amistades discipulares de Arnold Schönberg. Por su influencia, Schönberg retoma la pintura y realiza el óleo Der rote Blick (La mirada roja), considerado una pequeña obra maestra de la pintura del momento. Gerstl tiene una aventura amorosa con Mathilde, la mujer de Schönberg. El músico lo descubre y los amantes huyen, pero ella vuelve con su marido y Gerstl se suicida. El suicidio superó al del filósofo Weininger en escenografía: quemó sus cuadros y se ahorcó desnudo enfrente de un enorme espejo, como si quisiera ver su cuerpo en el espejo convertido en un cuadro de estilo expresionista. Cuerpo muerto convertido en arte inmortal. Esta función del espejo la volveremos a ver en el caso de David Nebreda [Imagen 22],298 a quien le dedicaremos la parte final de este capítulo.
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Imagen 20
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Imagen 21
No podemos obviar que la enfermedad, en la obra de Thomas Mann (1875-1955), otro de los grandes artistas del siglo XX, se muestra como un camino al conocimiento y, por tanto, a un estado profundo de sensibilidad del ser humano, que lo puede conducir a la creatividad, como expresión de estados especiales del vivir. Enfermedad y genio aparecen unidas en Doktor Faustus, donde el personaje, Adrián Leverkühn, es un alter ego de Schönberg. Solamente Adrián Leverkühn, en el aislamiento absoluto de su enfermedad, logrará producir, con Apocalypsis cum figuris y con la Lamentatio doctoris Fausti, una imagen cómplice pero significativa del mal de nuestro tiempo. Por el contrario el narrador, Serenus Zeitblom, justamente por ser serena flor del tiempo, 173
justamente por su salud y su proximidad a los eventos del tiempo y de la época, se verá constreñido a una crónica que no es otra cosa que un pálido reflejo de la realidad.
Imagen 22
Frente a la supuesta sanidad, la enfermedad del Berghof (en La montaña mágica) tendrá esa aura mágica y fascinante que hará del creador enfermo el símbolo de una vida más plena, de una vida diferente de los pretendidos hombres sanos. No es de extrañar que desde los primeros capítulos de la novela oigamos a los personajes reflexionar así: «me parece algo singular que uno sea tonto y al mismo tiempo esté enfermo; creo que estas dos cosas reunidas es lo más triste que puede darse en el mundo».299 «Según su teoría, usted no debe estar tan bien de salud como se imagina, pues es evidente que tiene ingenio».300 «[…] y así usted parece considerar la enfermedad como algo tan distinguido y —como decía usted— tan digno de respeto, que no puede armonizarse en modo alguno con la estupidez». En esta concepción, la enfermedad contribuye a la constitución del sí mismo en la medida en que representa un otro, un nuevo fundamento, un nuevo absoluto desde cuya
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óptica juzgar la vida, un parámetro de mayor autenticidad frente a la supuesta salud de los hombres de la llanura. Sin que salgamos del entorno centroeuropeo, la biografía del literato suizo Robert Walser (1878-1956) muestra con nitidez otro de esos casos en los que la vida y la obra se mezclan con una personalidad particular —desequilibrada, romántica y tierna— y un destino tan extraño como atractivo. Escribió mucho, quince libros, y su éxito fue extraordinario en los años en que ofreció sus narraciones, sólo en el periodo que va de 1904 a 1925. Luego, vendría el silencio, el ingreso en el manicomio de Herisau, y una muerte bella y rara, de repente sobre la nieve, un día de Navidad. Podemos resumir la historia de esta asumida relación demónica durante el siglo XX entre enfermedad y creación con la siguiente pregunta de Deleuze y Guattari que encontramos en su libro El antiedipo: ¿Acaso tenemos la culpa de que Lawrence, Miller, Kerouac, Burroughs, Artaud o Beckett sepan más acerca de la esquizofrenia que los psiquiatras y los psicoanalistas?
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2. El ejemplo de David Nebreda y el delirio de Cotard Quisiera culminar esta reflexión sobre melancolía, enfermedad y genio creador en el siglo XX refiriéndome más por extenso a la obra de David Nebreda. En él encontramos, extremada como en pocos contemporáneos, la relación demoníaca entre enfermedad y creatividad. En él, que padece una melancolía denominada delirio de negación o delirio de Cotard (el nombre del psiquiatra que lo describió para la ciencia psiquiátrica contemporánea), los rituales de su enfermedad se hacen obra de arte. Nacido en Madrid (1952), a lo largo de toda su vida ha expresado su sufrimiento (cortes, quemaduras, laceraciones de todo tipo) a través del tema único del autorretrato fotográfico, tanto en blanco y negro como en color. Se licenció en Bellas Artes a los 19 años. Poco después le diagnosticaron una esquizofrenia que lo llevó a un encierro psiquiátrico forzado. A partir de entonces vive encerrado en un pequeño piso de dos habitaciones, sin comunicación con el exterior y donde realiza su obra fotográfica. Es vegetariano, practica la abstinencia sexual y también severos ayunos. En los años 1989 y 1990 realizó su primera serie de fotografías en color (interrumpidas por dos internamientos forzosos). Unas fotografías que prepara mentalmente durante el tiempo que pasa sentado en el borde de la cama, como si hiciera un ejercicio de introspección religiosa. David Nebreda ejercita la respiración y la concentración antes de cada disparo, sin moverse durante los diez segundos que requiere el temporizador. De 1992 a 1997 realizó una segunda serie de fotografías en color, con una geometría mucho más expresiva, en un intento de recuperarse a sí mismo, pero sin conseguirlo. Poco después retoma el contacto con el exterior y enseña sus fotos a conocidos. No gustan, pero esa exteriorización de su obra le permite el contacto con la persona que va a organizar su primera exposición en Madrid. La exposición provoca reacciones de violencia e incomprensión, y Nebreda vuelve a recluirse. Realiza seis nuevas fotografías y dibujos. Posteriormente se pone en contacto con él Leo Scheer, sociólogo y escritor francés, deseoso de convertirse en editor con el único propósito de mostrar sus fotografías. Como consecuencia, en 2000 se publica Autorretratos. En 2004 publica Capítulo sobre pequeñas amputaciones, menos espectacular visualmente que lo anterior, más sereno, en blanco y negro, también con el uso de la 176
doble exposición. El desenfoque es más importante, creado con cinta adhesiva o saliva mezclada con leche a veces. A finales de 2004 se realizan reuniones en torno a su trabajo en la galería Leo Scheer, que conducirán en 2006 a la publicación de un nuevo libro, Sobre la revelación, que será el último, ya que Nebreda considera que no tiene nada más que decir existencialmente. Su obra es casi desconocida en España, pero en Francia ha sido promocionada. En 2005 Judith Cahen realizó un film consagrado a Nebreda, titulado ADN. 301 Si en ocasiones resulta difícil decidir, viendo sus fotos, si estamos en presencia de obras de arte o simplemente de documentos clínicos de un caso espectacular y extremo del delirio de Cotard, en otras, sin embargo, por la meditada composición, por la evidente referencialidad barroca de las fotografías [Imagen 23],302 la respuesta artística es incuestionable para el buen ojo crítico.
Imagen 23
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Se da bastante en la literatura y en las artes plásticas del siglo XX el delirio de negación relacionado con la integridad corporal: autofagia, homofagia. Como heridas parlantes, úlceras verbales, rozaduras o excoriaciones del lenguaje de los humanos, mónadas inexpresivas o mudas, cuerpos inactivos, inertes o enterrados, se presentan, ante el público, las voces y los cuerpos de los personajes en el teatro o en las narraciones de Samuel Beckett (El innombrable, Molloy, Malone muere). ¡Por otra parte, cómo olvidar el ejemplo de Antonin Artaud!: Pas de bouche / Pas de langue / Pas de dents/ Pas de larynx / Pas d’œsophage / Pas d’estomac / Pas de ventre / Pas d’anus / Je reconstruirai l’homme que je suis.303 Y volviendo a Leopoldo María Panero, que inició nuestra ya larga lista de autoconscientes enfermos geniales nacidos en el siglo XX, recordemos el comienzo de su poema «Ma mère» de Narciso en el acorde último de las flautas (1979): Ma Mère A mi desoladora madre, con esa extraña mezcla de compasión y náusea que puede sólo experimentar quien conoce la causa, banal y sórdida, quizá, de tanto, tanto desastre. Yo contemplaba, caído mi cerebro aplastado, pasto de serpientes, a vena de las águilas, pasto de serpientes yo contemplaba mi cerebro para siempre aplastado y mi madre reía, mi madre reía viéndome hurgar con miedo en los despojos de mi alma aún calientes temblando siempre como quien tiene miedo de saber que está muerto, y llora, implora caridad a los vivos para que no le escupan encima la palabra muerto. Vi digo mi cerebro en el suelo licuándose, como un excremento para las moscas. Y mi espíritu convertido en teatro vacío, del que todo pensamiento ha desertado -tutti gli spirti miei eran fuggiti dinanzi a Lei mi espíritu como un teatro vacío donde en vano alentaba inútil, mi conciencia,
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cosa oscura o aliento de monstruo presentido en la caverna. […]304
Pero el sujeto que se devora a sí mismo busca una anulación que no consigue. Siempre hay un renacimiento del órgano devorado. El caso de David Nebreda es un magnífico ejemplo [Imagen 24].305
Imagen 24
El psiquiatra Jules Cotard, acabándose el siglo XIX, perfiló el que hoy se conoce como delirio de su nombre, una extraña hipocondría que conduce al sujeto a negar su nombre, a sus padres, su edad, sus órganos, incluso su propia existencia y el mundo exterior en su conjunto.306 Este delirio se extiende a las ideas metafísicas que fueron la base de sus creencias, las creencias del sujeto, cuando estaba sano: no existe el alma, ni Dios, ni el Diablo, nunca podrá morir y existirá eternamente. ¿Cómo no recibir el eco místico del «muero porque no muero», oxímoron que nos llega de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz? Pero la tradición de los condenados a no morir es larga en nuestra literatura occidental. En Los viajes de Gulliver, libro tercero, Swift habla de unos seres, los struldbruggs, condenados a no morir jamás, y a sufrir una horrible y melancólica senilidad. Si retrocedemos hasta la mitología clásica, a Titonos, el amante de Eos (la Aurora), le había concedido el dios Zeus la inmortalidad, pero no la eterna juventud. Nos dice Homero: «Eos se levantaba del lecho, de estar junto al ilustre Titono, para llevar la luz a los mortales y los inmortales» (Ilíada, I.1). Llegó un momento en que el amante ya ni siquiera podía salir del tálamo nupcial, y la pobre Eos se conformaba con escuchar su voz, y así siguió marchitándose cada vez más hasta que estaba ya tan arrugado que,
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como los bebés, cabía en una pequeña cesta. Por fin, Eos terminó con la agonía de su amado y le transformó en cigarra. Un apunte: el síndrome de Capgras está relacionado con el delirio de negación. Consiste en que hay pacientes que creen que los familiares han sido reemplazados por impostores. También hay tradición literaria y cinematográfica reconocible. Pensemos en los remakes cinematográficos de La invasión de los ladrones de cuerpos. No poder morir, o estar ya muerto y abocado a una eterna supervivencia, es la idea fija que anida en el centro del delirio de Cotard. Tal inmortalidad no se vive como una recompensa sino como un verdadero castigo. Frente al simple melancólico (que se desprecia, tiene horror de su propia persona, se siente invadido de una culpabilidad difusa), el enfermo de Cotard, con su delirio de inmortalidad melancólica, se devora, se bebe su sangre y se come sus órganos, se canibaliza hasta vaciar su organismo. Y vuelve a empezar de nuevo. David Nebreda nos deja constancia fotográfica de ese constante reiniciar el ciclo de la autodevoración, del autovaciamiento permanente y sin fin, uniéndose de su particular manera al batallón de los no-seres que vagarán eternamente, y que ya estaban presentes en la historia de la literatura, del arte y de la música antes de que Cotard diera nombre a su delirio melancólico: todo tipo de cazadores solitarios, marinos, vagabundos condenados a errar por toda la eternidad, que anuncian el delirio melancólico de inmortalidad.
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Sobre el autor
David Pujante es profesor universitario y poeta. Actualmente es Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Valladolid. Ha sido Profesor Titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en las universidades de A Coruña y Valladolid. Ha dado conferencias e intervenido en congresos y seminarios en numerosas universidades de Europa y América, entre las que se encuentran las de Bolonia (Italia), Estrasburgo (Francia), Turín (Italia), Gotemburgo (Suecia), Varsovia (Polonia), Nottingham (Reino Unido) o Autónoma de México (México).
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Miembro del Editorial Board de la revista Rhetorica. A Journal of the History of Rhetoric (International Society for the History of Rhetoric, Berkeley), de 1999 a 2003. Miembro del Council de dicha asociación (ISHR) para el período 2009-2013. Codirector de la revista Castilla. Estudios de Literatura de la Universidad de Valladolid. Ha sido investigador principal y miembro de numerosos proyectos de análisis retórico del discurso, y últimamente Investigador Principal del proyecto Retorica constructivista: discursos de la identidad. Sus libros relacionados con la investigación retórica son: El hijo de la persuasión. Quintiliano y el estatuto retórico (1996; revisado y ampliado, 1999). Manual de Retórica (2003). Developing New Identities in Social Conflicts. Constructivist perspectives (2017. Es autor de los capítulos 3, 5 y 11). Sus libros relacionados con la línea de investigación de teoría, crítica literaria y literatura comparada son: De lo literario a lo poético en Juan Ramón Jiménez (1988). Mímesis y siglo XX. Formalismo ruso, Teoría del texto y del mundo, Poética de lo imaginario (1992). Un vino generoso (Sobre el nacimiento de la estética nietzscheana: 1871-1873) (1997). Belleza mojada. La escritura poética de Francisco Brines (2004). Eros y Tánatos en la cultura occidental. Un estudio de tematología comparatista (2017). En cuanto a su labor como traductor, mencionemos: Antinoo de Fernando Pessoa (1985, reedición de 2014). Sonetos venecianos y otros poemas de August von Platen (1999). Amores iguales (2002). Su colaboración en esta última antología consiste en la traducción de los poetas August von Platen, Fernando Pessoa, Rainer W. Fassbinder, Gino Hahnemann y Detlev Meyer. Su obra de creación poética la constituyen los siguientes libros: La propia vida (1986). Con el cuerpo del deseo (1990). Estación marítima (1996). La Isla (2002). Itinerario (2003). Animales despiertos (2013).
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Notas 1. Una primera versión de este capítulo apareció en la revista Antaria, 10 (2009), pp. 32-61. 2. Cf. George Steiner, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, Madrid, Siruela, 2007. 3. László F. Földényi, Melancolía, Barcelona, Círculo de Lectores, 1996, p. 163. 4. Laurent Jouvert, Traité du ris, París, Nicolas Chesnau, 1579. 5. Cf. «La melancolía en el tratado contrarreformista de Huarte», en Felice Gambin, Azabache. El debate sobre la melancolía en la España de los Siglos de Oro, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008, pp. 131-175. 6. http://bit.ly/2AKlNqI (25-XI-2017). 7. Cf. «La risa de Demócrito», en: Jean Starobinski, La tinta de la melancolía, México, Fondo de Cultura Económica, 2016, pp. 131 y ss. 8. Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Barcelona, Seix-Barral, 1971, p. 65. 9. Alciato, Emblemas, Madrid, Akal, 1985, traducción de Pilar Pedraza, p. 193. 10. Cf. E. Wind, «El Demócrito cristiano», en: E. Wind, La elocuencia de los símbolos, Madrid, Alianza Universidad, 1993, pp. 133-135. 11. Citado por André Chastel en su libro Marsile Ficin et l’art, Ginebra, Droz, 19963 , p. 76. 12. Antonio Fregoso, Risa y plancto de Demócrito y Heráclito, (traducción de Alonso Lobera 1554), ed. de Alejandro García Reidy, Anexos de la Revista Lemir (2004). 13. Cf. «La utopía de Robert Burton», en: Jean Starobinski, La tinta de la melancolía, cit., pp. 146 y ss. 14. Robert Burton, Anatomía de la melancolía, 3 volúmenes, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1997-2002. Cf. Fernando Colina y Mauricio Jalón, “Sobre Robert Burton. Nota de los editores”, en vol. I, pp. 31-34. 15. http://bit.ly/2BpB13R (3-XII-2017). 16. Cf. E. Wind, «El Demócrito cristiano», en: E. Wind, La elocuencia de los símbolos, cit., pp. 133-135. 17. http://bit.ly/2kua0SB (26-XI-2017).
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18. Luis Antonio de Villena, La prosa del mundo, Madrid, Visor, 2ª edición definitiva, 2009, p. 203. 19. Guillermo de Torre, Historia de las literaturas de vanguardia, 2, Madrid, Guadarrama, 1974, p. 58. 20. http://bit.ly/2zNKKk3 (3-XII-2017). 21. Cf. Hipócrates, Tratados hipocráticos, Madrid, Gredos, 8 vols., 1990-2003. Cf. el texto de Carlos García Gual sobre la traducción completa de los tratados hipocráticos en: http://bit.ly/2yK5vcv (27-XI-2017). 22. Cf. el prólogo a Aristóteles, El hombre de genio y la melancolía (problema XXX), prólogo y notas de Jackie Pigeaud, traducción de Cristina Serna, revisión de Jaume Pòrtulas, Barcelona, Acantilado, 2007, p. 60. 23. Jackie Pigeaud nos dice respecto a su autoría: «Este texto responde a preocupaciones auténticamente peripatéticas y, si he de dar mi opinión, yo creo que se remonta a una época muy antigua» (Aristóteles, El hombre de genio y la melancolía (problema XXX), cit., p. 58). 24. Este tratado se encuentra en el volumen 8 y último de la edición de la editorial Gredos de la totalidad de los tratados hipocráticos: Tratados hipocráticos, vol. 8, Madrid, Gredos, 2003, pp. 29-63. Como describe Carlos García Gual: «El último tomo de estos Tratados hipocráticos, que se editó en marzo o abril del pasado año (2003), reúne una serie de textos menores, hipocráticos lato sensu, junto con un texto acreditado, pero que sabemos escrito por un discípulo de Hipócrates, Pólibo, acaso su yerno, el tratado Sobre la naturaleza del hombre». 25. Tratados hipocráticos, vol. 8, cit., p. 44. 26. Ibidem, p. 44, nota 27. 27. Hipócrates, Sobre los aires, aguas y lugares; Sobre los humores; Sobre los flatos; Predicciones I; Predicciones II; Prenociones de Cos, volumen 2, Madrid, Gredos, 1997. 28. Cf. Areteo de Capadocia, Obra médica, Madrid, Akal, 1998. También en la colección de obras del siglo XVIII de la Biblioteca General e Histórica de la Universidad de Valencia: Aretaei Cappadocis, De causis et signis acutorum et diuturnorum morborum, libri quatuor…, Valencia, Universitat de València-PUV, 1995. 29. Cf.
VV. AA.,
La ciencia antigua y medieval, Barcelona, Destino, 1985.
30. Platón, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1972, pp. 1174-1175. 31. Ibidem, p. 1175. 32. Carlos Gurméndez, La melancolía, Madrid, Espasa-Calpe, 1994, p. 43. 33. Ibidem, p. 1175. 34. http://www.filosofia.org/cla/pla/azc11121.htm (27-XI-2017). 35. Diógenes Laercio, Vidas de filósofos, Madrid, Iberia, vol. 2, 1962, p. 180. 36. Cf. Ibidem, p. 181. 37. Carlos Gurméndez, La melancolía, cit., p. 43.
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38. Una primera versión de este capítulo apareció en la revista Paraíso, 6 (2010), pp. 19-25. 39. Sófocles, Teatro completo, II, traducción de Ignacio Errandonea, Madrid, Escélicer, 1962, p. 77. 40. Jackie Pigeaud, «Prólogo», en: Aristóteles, El hombre de genio y la melancolía (problema Acantilado, 2007, p. 24.
XXX),
El
41. Cf. Ibidem, pp. 45-46. 42. Ibidem, p. 62. 43. Ibidem, p. 64. 44. Uno de los libros clásicos sobre la melancolía y que trató con detenimiento por primera vez en la contemporaneidad el Problema XXX fue el de Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl, Saturno y la melancolía, Madrid, Alianza Editorial, 1991, pp. 57 y ss. 45. Cicerón, Sobre la adivinación. Sobre el destino. Timeo, introducción, traducción y notas de Ángel Escobar, 1999, Madrid, Gredos, p. 114. 46. Aulo Gelio, Noches áticas, México, Porrúa, 1999, p. 325. 47. Aristóteles, El hombre de genio y la melancolía (problema XXX), cit., p. 81. 48. Ibidem, pp. 85 y 87. 49. Ibidem, p. 91. 50. Ibidem, p. 93. 51. Aristóteles, Parva Naturalia. Breves tratados de filosofía natural, Traducción de Jorge A. Serrano, México, Ed. Jus, 1991. Cf. la página web: http://bit.ly/2zxm1zH (28-XI-2017). 52. Estas notas de Baudelaire las encontramos en Charles Baudelaire, Oeuvres complètes, París, Éditions du Seuil, 1968, p. 626. La obra de Brière de Boismont sobre el suicidio había aparecido en 1856. Con respecto a la relación de spleen y melancolía en Baudelaire, cf. Robert Kopp, «Le spleen baudelairien: de la mélancolie à la dépression», en Jean Claire y Robert Kopp, De la Mélancolie, París, Gallimard, 2007, pp. 171-189. 53. Sören Kierkegaard, Diario íntimo, Buenos Aires, Santiago Rueda Editor, 1955, p. 73. 54. Cf. Giorgio Agamben, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Valencia, Pre-Textos, 1995. 55. David Pujante, Eros y Tánatos en la cultura occidental. Un estudio de tematología comparatista, Barcelona, Calambur, 2017. 56. Ibidem, p. 23. 57. Ibidem, p. 28. 58. Cf. Santo Tomás, Summa theologica, II, 2.35. Citado por Agamben, p. 31 y nota 9.
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59. Giorgio Agamben, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, cit., p. 33. 60. Cf. Giovanni Clímaco, Scala Paradisi, séptimo escalón o luto que crea alegría; citado por Agamben, Estancias, cit., p. 34. 61. Giorgio Agamben, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, cit., p. 46. 62. Ibidem, pp. 52-53. 63. Ibidem, p. 53. 64. http://bit.ly/2yShkRL (29-IX-2016). Cf. Evagrio Póntico, Obras espirituales, Madrid, Editorial Ciudad Nueva, 1995. 65. De las Instituciones y de las Colaciones de Casiano, existen varias traducciones en distintos idiomas. En cuanto a las Instituciones, se puede ver la edición italiana a cargo de P. M. Ernetti, Padva, 1957; la traducción francesa con el texto latino se encuentra en la colección Sources Chrétiennes, 109. Las Conferencias, en la edición italiana a cargo de O. Lari, De. Paulinas, 1965; la traducción francesa con texto latino está en Sources Chrétiennes, 42-54-64. En castellano tenemos las siguientes traducciones: Juan Casiano, Instituciones, tr., introd. y notas de L. M. Sansegundo, Madrid, Rialp, 1957 (Neblí 15), Juan Casiano, Colaciones I-II, tr., introd. y notas de L. M. Sansegundo, Madrid, Rialp, 1961 (Neblí 19-20), Juan Casiano, Instituciones Cenobíticas, Canelones, Uruguay, 1989-1991. 66. Cf. Yves Hersant, «L’acédie et ses enfants», en: Jean Claire (dir.), Mélancolie - génie et folie en Occident, París, Gallimard -Réunion des Musées Nationaux- B Staatliche Museen zu Berlin, 2005, p. 55. 67. http://bit.ly/2hrj9xt (29-IX-2016). Entrada «Monaquismo y espiritualidad monástica», texto procedente de Gran Enciclopedia Rialp, 1991. 68. Cf. Carlos Gurméndez, La melancolía, Madrid, Espasa Calpe, 1994, p. 27. 69. Ibidem, p. 45. 70. Carlos Gurméndez, La melancolía, cit., p. 31. Cf. también Jean Starobinski, «Geschichte der Melancholiebehandlung: Die Renaissance», en Lutz Walther (ed.), Melancholie, Leipzig, Reclam, 1999, pp. 107-113. 71. Carlos Gurméndez, La melancolía, cit., p. 33. 72. Ibidem, p. 34. 73. http://bit.ly/2yqAVnV. Acto 2017).
IV,
escena X, según la traducción de Leandro Fernández de Moratín (3-XII-
74. Cf. Paul Oskar Kristeller, Die Philosophie des Marsilio Ficino, Klostermann, Frankfurt an Main, 1972; Paul Oskar Kristeller, Ocho filósofos del Renacimiento italiano, México, Fondo de Cultura Económica, 1996. Cf. también: Raymond Marcel, Marsile Ficin (1433-1499), París, Les Belles-Lettres, 1958. 75. André Chastel, Marsile Ficin et l’art, Ginebra, Droz, 19963 , p. 73. 76. Ibidem, p. 73.
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77. Cf. Erwin Panofsky, Idea. Contribución a la historia de la teoría del arte, Madrid, Cátedra, 1989. 78. De 1469 a 1474, Ficino escribe su obra más importante, los dieciocho libros de la Theologia platonica de immortalitate animarum, dedicada a Lorenzo de Medici. Cf. Marsilio Ficino, Théologie platonicienne de l’immortalité des âmes, ed. bilingüe, a cargo de Raymond Marcel, París, Societé d’édition «Les Belles Letres», 1964. Existe también traducción al italiano, del año siguiente: Marsilio Ficino, Teologia Platonica, Bolonia, Centro Studi Filosofici Gallarte, 1965. Y traducción inglesa: Marsilio Ficino, Platonic Theology, 6 vols, trad. de Michael J. B. Allen y John Warden, Cambridge, Harvard University Press, 2001-2006. 79. André Chastel, Marsile Ficin et l’art, cit., p. 75. 80. Ibidem, p. 128. 81. Cf. Marsilio Ficino, Tres libros sobre la vida/Luigi Cornaro, De la vida sobria, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2006. 82. Ibidem, pp. 154-155. 83. Cf. Klibansky, Panofsky y Saxl, Saturno y la melancolía, cit., p. 250. 84. Cf. los capítulos 3 y 5 de la obra de Felice Gambin, Azabache. El debate sobre la melancolía en la España de los Siglos de Oro, cit. Cf. también Ana Sáez Hidalgo. “Una visión renacentista de la melancolía: Alfonso de Santa Cruz”, Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 15, 52 (1995), pp. 87-93. 85. Cf. Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para la ciencias, Barcelona, Círculo de Lectores, 1996. 86. http://bit.ly/2zPRDS5, p. 91 (12-X-2016). 87. Cf. David Pujante, «El ingenio humanista del Quijote. Un planteamiento retórico», en Lillian von der Walde Moheno (ed.), Retórica aplicada a la literatura medieval y de los siglos XVI y XVII, México, Editorial Grupo Destiempos, 2016, pp. 499-521. 88. Cf. László F. Földényi, Melancolía, Barcelona, Círculo de Lectores, 1996. Especialmente el capítulo V, titulado «Los sobornables», pp. 163-207. 89. http://bit.ly/2yCP9lB (29-XI-2017). 90. Traducción propia. 91. Cf. Jan Bialostocki, Estilo e iconografía. Contribución a una ciencia de las artes, Barcelona, Barral, 1973; Luis Vives-Ferrándiz Sánchez, Vanitas. Retórica visual de la mirada, Madrid, Encuentro, 2011. 92. http://bit.ly/2ySwre3 (29-XI-2017). 93. Timothy Bright, Un tratado de melancolía, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2004. 94. Cf. Walter Benjamin, El origen del drama barroco alemán, Madrid, Taurus, 1990. 95. Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las artes, cit.
187
96. Cf. Teresa Scout Solfas, Melancoly and the Secular Mind in Spanish Goleen Age Literatura, Londres, Columbia, University of Missouri Press, 1990. Christine Orobitg, L’humeur noire. Mélancolie, écriture et pensée en Espagne au XVIe et au XVIIe siècle, International Scholars Publications, U.S., Bethesda, 1996. 97. http://bit.ly/2ADke9n, p. 86 (29-XI-2017). 98. Ibidem, p. 86. 99. Ibidem, pp. 102-103. 100. http://bit.ly/2AxTwzf (14-X-2016). 101. http://bit.ly/2jlGX6t (14-X-2016). 102. Cf. Water Benjamin, El origen del drama barroco alemán, Madrid, cit. 103. http://bit.ly/2i7t9Jt (14-X-2016). 104. Baltasar Gracián, El político, Salamanca, Anaya, 1973, p. 10. 105. http://bit.ly/2zAaPSP (14-X-2016). 106. Miguel de Unamuno, Obras Completas III. Nuevos Ensayos, Madrid, Escélicer, 1968, pp. 755-756. 107. http://bit.ly/2htUbOl (16-X-2016). 108. Cf. Fernando R. de la Flor, “Política del (en)sueño”, en Robert Burton, Una república poética, traducción de Ana Sáez Hidalgo, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2011, p. 19. 109. Ramón Menéndez Pidal, La lengua de Cristóbal Colón, cit., p. 63. 110. El eufuismo se caracteriza por el abuso de procedimientos retóricos así como por el empleo de un gran número de autoridades eruditas y de citas cultas. Se trata en realidad de una forma de conceptismo. 111. http://bit.ly/2iPel1z (16-X-2016). 112. http://bit.ly/2zRU0DU (16-X-2016). 113. Francisco de Quevedo, Obras Completas I. Poesía Original, Barcelona, Planeta, 19713 , pp. 378-379. Cf. http://bit.ly/2jndqtv (1-XII-2017). 114. Ibidem, p. 4. Cf. http://bit.ly/2iP9HAQ (1-XII-2017). 115. Nos servimos en gran parte de las reflexiones de Guillermo Díaz-Plaja en su Tratado de las melancolías españolas, Madrid, Organización Sala Editorial, 1975, pp. 227-233. 116. Francisco de Quevedo, Obras Completas I. Poesía Original, cit., pp. 31-32. Cf. http://bit.ly/2zwRO48 (8XII -2016). 117. http://bit.ly/2yTo1Dp (8-XII-2016). 118. http://bit.ly/2mifFzh (8-XII-2016).
188
119. Miguel de Unamuno, Obras Completas III. Nuevos Ensayos, cit., p. 756. 120. Ibidem, p. 758. 121. Citado por Guillermo Díaz-Plaja en Tratado de las melancolías españolas, cit., p. 230. 122. http://bit.ly/2yTdCr1 (1-XII-2017). 123. http://bit.ly/2AyFZr7 (1-XII-2017). 124. http://bit.ly/2hrCsTO (1-XII-2017). 125. Las cartas de Lope, su íntimo coloquio, indican que, entre los años 1612-1628, la depresión y la melancolía perceptibles como «congojas y tristezas» aparecen y reaparecen, especialmente en 1617. «Menéndez Pidal opina que en la obra lopesca conviven y actúan siempre elementos opuestos o contrarios: «…el espíritu creador oscila de un extremo a otro buscando la verdad, anheloso de encontrarla sin asentarse definitivamente en ninguno…», tesis sustentada por Vossler, para el que no existe otro autor que en forma más penetrante nos haga pasar del aturdimiento a la melancolía, de la necedad a la gravedad, de la embriaguez de los sentidos a la desolación. Por eso la imperfección del poeta debe criticarse como algo esencial, íntimo, pues aún en comedias escritas con sosiego y quietud, no puede resignarse el monstruo a excluir vehemencia y precipitación (confusión y olvido de personajes, falsas entradas y salidas, estrofas truncadas, etc., etc.)». http://bit.ly/2yu0y7g (1-XII-2017). 126. http://bit.ly/2hrCsTO (1-XII-2017). 127. Cf. Stanley W. Jackson, Historia de la melancolía y la depresión. Desde los tiempos de Hipócrates a la época moderna, Madrid, Turner, 1989, p. 73. 128. http://bit.ly/2hxHKAL (9-XII-2016). 129. Una primera versión de este capítulo apareció en la Revista Española de Neuropsiquiatría, 102, (2008), pp. 401-418.
XXVIII
130. Marc Fumaroli, «La mélancolie et ses remèdes: la reconquête du sourire dans la France classique», en: Jean Clair (director), Mélancolie - génie et folie en Occident, París, Gallimard, 2005, p. 211. 131. Ibidem, p. 211. La cursiva es nuestra. 132. Para el término ingenio en los Siglos de Oro españoles, cf. David Pujante, «El ingenio humanista del Quijote. Un planteamiento retórico», en: Lillian von der Walde Moheno (ed.), Retórica aplicada a la literatura medieval y de los siglos XVI y XVII, cit., 2016, pp. 499-521. 133. Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, cit., p. 13. 134. http://bit.ly/1GPwp4S (16-XII-2016). 135. Cf. Juan Bautista Avalle-Arce, Don Quijote como forma de vida, en concreto el capítulo locura de vivir», http://bit.ly/2jrZb6J (16-XII-2016).
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IV,
titulado «La
136. Marc Fumaroli, «La mélancolie et ses remèdes: la reconquête du sourire dans la France classique», en: Jean Clair (director), Mélancolie - génie et folie en Occident, cit., pp. 211-212. 137. Javier García Gibert, Cervantes y la Melancolía. Ensayos sobre el tono y la actitud cervantinos, Valencia, Edicions Alfons el Magnánim, 1997, p. 83. 138. Ibidem, p. 86. 139. Ibidem, p. 92. 140. Cf. Ibidem, p. 102. 141. http://bit.ly/2zELLtY (3-XII-2017). 142. http://bit.ly/2AHz27I (3-XII-2017). 143. El capítulo VII de Las fundaciones, el titulado «De cómo se han de haber con las que tienen melancolía. Es necesario para las preladas», está escrito en San José de Salamanca, en 1573, antes de la publicación del Examen de Huarte (1575). En este capítulo se mezclan la concepción renacentista de melancolía como enfermedad y la medieval de la intervención diabólica. http://bit.ly/2zEm3DX (2-XII-2017). 144. Como nos resume José Luis Peset, en su libro Genio y desorden (que tiene un capítulo dedicado a Torres Villarroel, principalmente a la Vida de Torres Villarroel), «fueron mútiples las causas buscadas a esa tristeza [la que lo embarga en el quinto ‘trozo’ de su vida] por los médicos: sífilis, humores, hipocondría, obstrucciones, brujas, demonios, hechizos, pasiones, amores… Y también fueron diversos los tratamientos: purgas, sangrías, cantáridas, sanguijuelas, ventosas, jeringazos, fregaduras, unturas, lavatorios, emplastos, y drogas como la quina, la triaca o el láudano». (José Luis Peset, Genio y desorden, Valladolid, Cuatro.ediciones, p. 81) Pero en Torres Villarroel también la melancolía significa tristeza y basta para corroborarlo ir a textos suyos como el siguiente de Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte, su verdadera obra maestra, y donde se dice: Sin susto de cosa de esta vida, llamé al sueño; y en breve espacio de si viene o no viene, me pintaba la consideración depostrada (¡válgame Dios, qué acuerdo tan natural!) las parecidas imágenes de cama y sepultura, muerte y sueño, acreditándome este desengaño mi memoria con aquel dístico del gran Nasón, que bien sé que es suyo, pero no me acuerdo ahora en qué elegía lo colocó: Stulte, quid est sommus gelidae nisi mortis imago? Multa quiescundi tempora fata dabunt. Pero con un filósofo descuido me sacudí de esta melancolía, considerando que aunque el sueño es muerte, era para mí entonces el dormir media vida. (http://bit.ly/2zF88gY. (2-XII-2017). Claramente esa melancolía que se sacude no es sino una serie de pensamientos tristes que relacionan el sueño con la muerte, como constatan los versos de Ovidio: «¿Qué es el sueño, loco, sino la imagen de la fría muerte? Los Hados te darán largo tiempo para el descanso». 145. Cf. Antonio Simonena Zabalegui, «Un precursor de la orientación profesional: El doctor Juan de Huarte», http://bit.ly/2zT3TRC (2-XII-2017).
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146. http://bit.ly/2hkQrL7 (2-XII-2017). 147. http://bit.ly/2zE5kkf (3-XII-2017). 148. http://bit.ly/2yu9fOY (3-XII-2017). 149. http://bit.ly/2zE5kkf (3-XII-2017). 150. http://bit.ly/2zE5kkf (3-XII-2017). 151. http://bit.ly/2hqKYpO (3-XII-2017). 152. http://bit.ly/2yu9fOY (3-XII-2017). 153. http://bit.ly/2jkqkrW (3-XII-2017). 154. http://bit.ly/2jkqkrW (3-XII-2017). 155. http://bit.ly/2jlGX6t (3-XII-2017). 156. http://bit.ly/2zwP72q (3-XII-2017). 157. Cf. Mario Praz, Imágenes del Barroco (estudios de emblemática), Madrid, Siruela, 2005, p. 199. 158. Una primera versión de este capítulo apareció en la revista Salina, 22 (2008), pp. 65-76. 159. Hoy están muy olvidadas las novelas de Ramón J. Sender, tan apreciadas en décadas anteriores. A él le debemos una vida novelada de este final de los Austrias cuyo título es precisamente Carolus Rex, basándose en la inscripción del sepulcro de Carlos II el Hechizado: «Carolus Rex Hispanorum». (Ramón J. Sender, Carolus Rex, Barcelona, Destino, 2004). 160. Aunque habría que buscar las causas verdaderas de este motín, que estalló el 23 de marzo de 1766, en el hambre y en las constantes subidas de precio de los productos de primera necesidad, el detonante de la revuelta fue la publicación de una norma municipal que regulaba la vestimenta de los madrileños: se eliminaba la capa larga y el sombrero chambergo. 161. Una Real Cédula de 9 de junio de 1765 prohíbe la representación de los autos sacramentales. Cf. René Andioc, «La polémica de los autos sacramentales», Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII, Madrid, Castalia, 1976, pp. 345-379. 162. Manfred Osten, La memoria robada. Los sistemas digitales y la destrucción de la cultura del recuerdo. Breve historia del olvido, Madrid, Siruela, 2008, p. 23. 163. Marc Fumaroli, « La mélancolie et ses remèdes: la reconquête du sourire dans la France classique », en : Jean Clair (dir.), Mélancolie - génie et folie en Occident, cit., p. 211 y ss. 164. Guillaume Faroult, «‘La douce Mélancolie’, selon Watteau et Diderot. Représentations mélancoliques dans les arts en France au XVIIIe siècle», en: Jean Claire (dir.), Mélancolie - génie et folie en Occident, cit., p. 279.
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165. Nos puntualiza Russell P. Sebold que Luzán, que vivió en París desde 1747 a 1749, en sus Memorias literarias, fue quien ofreció «la primera noticia impresa en lengua española del nuevo género de ‘comedias a quienes se les ha dado el epíteto de larmoyantes (llorosas) por los tiernos afectos’ (Mem. lit. 80)». (Russel P. Sebold, «Prólogo», en: Ignacio de Luzán, La Poética. Reglas de la poesía en general y de sus principales especies, Barcelona. Labor, 1977, p. 22) Un ejemplo del nuevo gusto por lo sentimental lo encontramos en el paradigmático éxito de Nina, en sus múltiples versiones, y a la que pusieron música insignes músicos del XVIII . Cf. el artículo de Irene Vallejo «La fortuna de Nina ou la folle par amour de Marsollier en el teatro español de finales del siglo XVIII», en: Francisco Lafarga Maduell (coord.), La traducción en España (17501830): lengua, literatura, cultura, Lleida, Universitat de Lleida, 1999, pp. 529-536. Sobre la comedia sentimental es de imprescindible recuerdo el trabajo ya clásico de Guillermo Carnero «Una nueva fórmula dramática: la comedia sentimental», en: G. Carnero, La cara oscura del Siglo de las Luces, Madrid, Fundación Juan March-Castalia, 1983, pp. 39-69. 166. Roselyne Rey, «La patología mental en la Enciclopedia: definiciones y distribuciones nosológicas», en: Denis Diderot (ed.), Mente y cuerpo en la Enciclopedia, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2005, p. 11. 167. Cf. László F. Földényi, Melancolía, Barcelona, Círculo de Lectores, 1996, pp. 171 y ss. 168. Ibídem, p. 200. 169. Ibídem, p. 201. 170. http://bit.ly/2xfp3nE (6-I-2017). 171. Cf. Hans-Jürgen Schings, «Melancholie und Aufklärung: Warnung vor der Fanaticismus», en: Lutz Walther (ed.), Melancholie, Lepzig, Reclam Verlag, 1999, pp. 114 y ss. 172. László F. Földényi, Melancolía, cit., p. 202. 173. Cf. Wolf Lepenies, «Das Ende der Utopie und die Wiederkehr der Melancholie», en: W. Lepenies, Melancholie und Gesellschaft, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1998. 174. Esta conferencia, cuyo título completo es «Más allá de la melancolía y antes de la utopía: la Europa del pensamiento y la Europa de la política», fue el texto de la clase magistral que inauguró el Programa de Humanidades de la Fundación “La Caixa” del curso 2007-2008 y se encuentra publicada en el libro de Wolf Lepenies, Melancolía y utopía, Barcelona, Arcadia, 2008, pp. 9-42. 175. Ibídem, p. 12. 176. Ibídem, p. 14. 177. Ibídem, p. 17. 178. Ibídem, p. 20. 179. Cf. Roselyne Rey «La patología mental en la Enciclopedia: definiciones y distribución nosológica», introducción al libro: Denis Diderot (ed.), Mente y cuerpo en la enciclopedia, cit., 2005.
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180. Ibídem, p. 10. 181. Ibídem, p. 13. 182. Cf. Ibídem, pp. 17-24. 183. Ese desconcierto se prolonga en el tiempo, y en la difícil valoración de este siglo, llegando hasta el momento del atinadísimo juicio de don Benito Pérez Galdós, quien nos lo traslada en el comienzo de su «Don Ramón de la Cruz y su época»: «Es el siglo decimoctavo en nuestra historia una de las épocas de más difícil estudio. La confusión, la heterogeneidad, el carácter indeterminado con que se manifiestan sus principales hechos, la pequeñez relativa de sus hombres, son causa de que no se muestre accesible a la investigación, ni se preste a una síntesis clara. Siglo de transición en política, en artes, en literatura, en costumbres, ya se nos presenta como un período de marasmo y debilidad, que sólo inspira lástima o menosprecio, ya como época de elaboración latente, de oculta fuerza impulsiva, digna de admiración y agradecimiento. Dudamos si es causa de los males de todas clases que aún afligen a nuestra Sociedad, o si le debemos no haber caído en otros peores. Ignoramos si fue él quien nos trajo nuestra actual postración o si, por el contrario, nos ha hecho seguir, aunque algo rezagados, la marcha de la civilización europea». (Benito Pérez Galdós, «Don Ramón de la Cruz y su época», Memoranda, Novelas y Miscelánea, Madrid, Aguilar, 1977, p. 1228) 184. En palabras de Gabriela Makowiecka: «una época de luchas y forcejeos entre el espíritu genuinamente nacional y el racionalismo extranjero, entre los ‘patriotas’ y los ‘afrancesados’, entre los tradicionalistas y los enciclopedistas, época incierta y desgarrada entre lo moderno y lo antiguo» (Gabriela Makowiecka, Luzán y su poética, Barcelona, Planeta, 1973, p. 9). 185. No es objeto del presente capítulo el que nos detengamos en las pugnas teatrales donde tan claramente se muestra esta doble postura, por lo demás tan estudiadas. Cf. René Andioc, Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII, cit. Muy especialmente, el prólogo y el glosario de la edición de La Poética de Luzán, realizada por Russell P. Sebold (edición citada, de la que hay reedición de Cátedra, 2008), nos sirve para matizar la pugna entre casticistas y afrancesados. Sebold opina: «¿Cuándo acabaremos de enterrar el espectro del afrancesamiento? […] no he encontrado ningún neoclásico español que no buscara sus modelos primero en la literatura patria. Diré por la enésima vez que el término político afrancesado empezó a aplicarse a la literatura setecentista por equivocación y luego por mala voluntad durante las polémicas de la época romántica, y así puede descartarse». (Russell P. Sebold, «Prólogo» a La Poética de Luzán, Barcelona, Labor, 1977, pp. 54-55) Y no cabe la menor duda que la lectura del capítulo I [1789] del libro III de La Poética de Luzán deja de manifiesto que la crítica sobre Lope no es como para poner el grito en el cielo y sólo puede molestar a adoradores incondicionales. Y en su superior valoración del teatro de Calderón, dentro del mismo capítulo, lo que muestra Luzán es encontrarse más bien cercano a nuestra actual sensibilidad. Con todo, el lenguaje de dicho capítulo es más combativo que el del resto de la obra, por lo que no extraña que cree dudas sobre su autenticidad. 186. Cf. la «Introducción» de Enrique Tierno Galván a: Baltasar Gracián, El político, cit. 187. Eugenio D’Ors, Cuando yo esté tranquilo…, Madrid, 1930; citado por Gabriela Makowiecka, Luzán y su Poética, cit., p. 10.
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188. Manuel Azaña, Antología 1. Ensayos, Madrid, Alianza Editorial, 1982, p. 107. 189. José Ortega y Gasset, Papeles sobre Velázquez y Goya, Madrid, Alianza editorial, 1967, p. 302. 190. Todos los estudiosos de Luzán tienen buen cuidado en mostrarlo como un ilustrado muy español, pendiente siempre de poner ejemplos de la literatura española, deseoso de una renovación no venida del clasicismo francés sino del renacimiento poético del siglo XVI español, tomando como modelo a Garcilaso de la Vega o a Herrera. 191. Resulta especialmente interesante para reconocer el difuso perfil de los afrancesados la clásica obra del historiador Miguel Artola, Los afrancesados, que se editó en 1953 con las bendiciones de Gregorio Marañón, y que en la primera década del siglo XXI fue reeditada, en la ola editorial relacionada con la efemérides de la Guerra de la Independencia: Miguel Artola, Los afrancesados, Madrid, Alianza Editorial, 2008. 192. Földényi reconoce que hay muchos argumentos «para calificar esta pintura de, por ejemplo, alegoría política, símbolo de la melancolía o sofisticada reinterpretación del mito de Saturno», aunque él opina al comienzo de su ensayo (no quedará tan claro en el desarrollo) que «basta mirarlo [el cuadro] para ver que la colérica desesperación que refleja guarda escasa relación con la melancolía». (Lászlo F. Földényi, Goya y el abismo del alma, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2008, p. 30.) 193. Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715), Madrid, Pegaso, 1975, p. 51. 194. Cf. David Pujante, «El ingenio humanista del Quijote. Un planteamiento retórico», en: Lillian von der Walde Moheno (ed.), Retórica aplicada a la literatura medieval y de los siglos XVI y XVII, cit., pp. 490-523. 195. Como comenta Alfonso E. Pérez Sánchez, durante el siglo XVII, Nápoles, entonces virreinato español, es el centro de una de las más fértiles escuelas pictóricas del barroco, con amplia influencia en toda Italia y estrechos contactos con lo español. El signo distintivo de la escuela napolitana ha sido siempre su fuerte carácter naturalista, su color caliente, con dominantes rojizos y castaños, y el cultivo, junto con el cuadro de altar, de un tipo de pintura realista, que encuentra en ciertos tipos de naturaleza muerta, con peces y moluscos, su mejor carácter. Cf. Alfonso E. Pérez Sánchez, Ribera, Madrid, Alianza Editorial, 1994. 196. El siglo XVIII también desnaturalizó el entendimiento secular de las Españas dando una importancia capitalina a Madrid que nunca antes había tenido y empezando una labor unificadora de España, que, como dice Makowiecka, «se revelará súbitamente durante la guerra de la Independencia». (Gabriela Makowiecka, Luzán y su Poética, cit., p. 15.) 197. «Es el siglo de lo lindo, de la gracia, de la elegancia, que no quiere ser trágico ni apasionado porque no le apetecen los problemas esenciales de la existencia humana, sino su aspecto superficial y ameno». (Gabriela Makowiecka, Luzán y su Poética, cit., p. 14.) 198. Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715), cit., p. 52.
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199. Un eco lejano de este problema, que subsiste, con el paso de los siglos, en lugares distintos, son las palabras del premio Nobel Orham Pamuk: «Después de comenzar los movimientos de occidentalización y modernización, el problema fundamental de todas las literaturas no occidentales, no sólo la turca, ha sido la dificultad de abarcar al mismo tiempo los sueños de futuro con los colores del presente, el sueño de un país y un ser humano modernos con el placer de vivir en el mundo tradicional existente». («La memoria de Pamuk», Babelia, El País, 11 de octubre de 2008, p. 5.) 200. Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715), cit., p. 51. 201. José Ortega y Gasset, Papeles sobre Velázquez y Goya, cit., pp. 294-295. 202. Ibídem, p. 297. 203. Ibídem, p. 298. 204. Cf. Mercedes Replinger:, «Meditaçoes do espectador como transeunte», en José Ortega y Gasset, Ensaios de estética, Sao Paulo, Cortez Editora, 2010, pp. 197-224. 205. José Ortega y Gasset, Papeles sobre Velázquez y Goya, cit., p. 298. 206. Russell P. Sebold, El rapto de la mente. Poética y poesía dieciochesca, Barcelona, Anthropos, 1989, p. 158. 207. Vicente Lloréns, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), Madrid, Editorial Castalia, 19793 , p. 14. 208. Cf. Richard Tarnas, Cosmos y psique, Madrid, Atalanta, 2009, p. 63. 209. Ibidem, p. 62. 210. Vicente Lloréns, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), cit., p. 15. 211. Son palabras de Ferrer del Río. Cf. José de Espronceda, Obras poéticas completas, Madrid, Aguilar, 1951, p. 60. 212. Recordemos la ejemplar antología de José Manuel Blecua, Poesía romántica, tomo I y II, Zaragoza, Editorial Ebro, 1971. 213. Michel Löwy-Robert Sayre, Rebelión y melancholia. El romanticismo como contracorriente de la modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2008, p. 19. 214. Ibidem, p. 32. 215. Cf. Vicente Lloréns, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), cit., p. 15. 216. Ibidem, p. 13. 217. Cf. Prólogo de Gabriel Insausti a la Biographia Literaria de S. T. Coleridge (Pre-Textos, Valencia, 2010).
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218. Cf. Vicente Lloréns, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), cit., pp. 385 y ss. 219. Ibidem, p. 364. 220. Ibidem, p. 364. 221. Ibidem, 366. 222. Cf., para la polémica entre Mora y Böhl de Faber, el trabajo de Guillermo Carnero, Los orígenes del romanticismo reaccionario español: El matrimonio Böhl de Faber, Universidad de Valencia, Facultad de Filología, Departamento de Lengua y Literatura, Valencia, 1978. 223. Cf. Guillermo Carnero, «Francisca Ruiz de Larrea de Böhl de Faber y Mary Wollstonecraft», Hispanic Review, 50, 1982, pp. 133-42. 224. La cita la recogemos en V. Lloréns, y él da la referencia de C. Pitollet, La querelle caldéronienne, p. 79. Cf. Vicente Lloréns, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), cit., pp. 414-415. 225. Juan Goytisolo, “Presentación crítica de J. M. Blanco White”, en: José María Blanco White, Obra inglesa, Barcelona, Seix Barral, 1972, p. 25. 226. Vicente Lloréns, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), cit., p. 247. 227. Como nos recuerda Gurméndez, «la melancolía romántica nace de los sueños de la Razón: la «flor azul», de Novalis, y la «rosa amarilla» de Ludwig Tieck, simbolizan la búsqueda de una idea de perfección señera y última del romanticismo» (Carlos Gurméndez, La melancolía, cit., p. 39). 228. Juan Goytisolo, «Presentación crítica de J. M. Blanco White», en: José María Blanco White, Obra inglesa, cit., p. 26. 229. José María Blanco White, Autobiografía, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1975, p. 148. 230. Ibidem, p. 148. 231. Ibidem, pp. 148-149. 232. Vicente Lloréns, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), cit., p. 44. 233. Ibidem, p. 211. 234. Esta reflexión del segundo capítulo de su Autobiografía la destaca Juan Goytisolo con el epígrafe «El patriotismo» en la antología de Blanco White que él mismo seleccionó, tradujo y prologó bajo el largo y paródico título de Obra inglesa de D. José María Blanco White, selecta de sus obras en esta lengua, que contiene: dos capítulos de su «Autobiografía», cuatro de sus «Cartas desde España» nuevamente traducidas, y fragmentos diversos que ilustran el pensamiento religioso, histórico, político y literario de dicho escritor, cit., p. 304. 235. José Blanco White, Cartas de España, Madrid, Alianza Editorial, 1972, p. 316.
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236. Así se expresa en el artículo «Sobre el placer de las imaginaciones inverosímiles», inserto en el número 5 de las Variedades (octubre de 1824, I, pp. 413-418). El texto lo tenemos editado por Lloréns en José María Blanco White, Antología, Barcelona, Labor, 1971, pp. 212-219. 237. Cf. David Pujante, «La firme unión del alma con la boca», Postdata. Revista trimestral de arte, letras y pensamiento, vol. 10, 1993, pp. 39-41. http://bit.ly/2iRqR0S (3-II-2017). 238. Vicente Lloréns, Liberales y románticos, cit., p. 418. 239. Una primera versión del presente capítulo apareció en la revista Theatralia, 11 (2009), pp. 159-182. 240. Robert Burton, Anatomía de la melancolía, 3 vols., Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1997-2002. 241. Charles Baudelaire, Oeuvres complètes, París, Seuil, 1968, p. 467. 242. Teófilo Gautier, Historia del Romanticismo, Barcelona, Editorial Iberia, 1960, p. 5. 243. Robert Kopp, ««Les limbes insondés de la tristesse». Figures de la mélancolie romantique de Chateaubriand à Sartre», en: Jean Claire (dir.), Mélancolie - génie et folie en Occident, París, Gallimard, 2005, p. 328. 244. Así llama, con buen criterio, que no ha tenido suerte en la historia de la literatura española, al surrealismo. 245. Guillermo de Torre, Historia de las literaturas de vanguardia 2, Madrid, Guadarrama, 1974, p. 51. 246. Ibidem, p. 64. 247. André Breton, Antología del humor negro, Barcelona, Anagrama, 1972. 248. Luis Cernuda, Poesía y literatura, Barcelona, Seix Barral, 1965, pp. 245 y 247. 249. Rafael Martínez Nadal, «Guía al lector de El público», en: F. García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, Barcelona, Seix Barral, 1978, pp. 229-230. Previamente nos había dicho en el mismo texto: «[…] si por surrealismo entendemos lo que entendieron Breton, Aragon y otros teorizantes del movimiento, El público nada tendrá que ver con esa tendencia literaria, y Lorca, uno de los poetas que con más brillantez ha utilizado técnicas surrealistas en un sector importante de su obra, no sólo quedaría al margen sino en declarada oposición al movimiento». (pp. 223-224) Pero es imposible negar que, por muy peculiar que sea el surrealismo de Lorca, el movimiento francés está detrás, como lo está en Cernuda, quien lo reconoce explícitamente, o lo está en Aleixandre. Haciéndose eco de unas palabras de Guillermo de Torre, Martínez Nadal argumenta «que en aquellos años el surrealismo estaba en el aire». (p. 226) ¡Como la polinización del reino vegetal! 250. Nos ilumina en este sentido el inventario de obras puestas en escena por La Barraca. Cf. Luis Sáenz de la Calzada, «La Barraca». Federico García Lorca y su teatro universitario, Madrid, Revista de Occidente, 1976, pp. 49-107. 251. Rafael Martínez Nadal, «El público». Amor y muerte en la obra de Federico García Lorca. Tercera edición ampliada e ilustrada, Madrid, Hiperión, 1988, p. 123.
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252. Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., p. 39. Posteriormente han tenido gran difusión las ediciones de El público de María Clementa Millán (Madrid, Cátedra, 1987) y de Javier Huerta Calvo (Madrid, Espasa Calpe, 2006). 253. Rafael Martínez Nadal, «Guía al lector de El público», en: Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., p. 231. 254. Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., p. 41. 255. Rafael Martínez Nadal, «Introducción», en: F. García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., pp. 22-23. Cf. también Carlos Morla Lynch, En España con Federico García Lorca (Páginas de un diario íntimo 1928-1936), Sevilla, Renacimiento, 2008; Marta Osorio (ed.), Miedo, olvido y fantasía: Crónica de la investigación de Agustín Penón sobre Federico García Lorca (1955-1956), Granada, Editorial Comares, 2009. 256. Cf. Giorgio Agamben, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Valencia, Pre-Textos, 1995. 257. Cf. David Pujante, Eros y Tánatos en la cultura occidental. Un estudio de tematología comparatista, Barcelona, Calambur, 2017, especialmente la sección II de la IIª parte. 258. Ibidem, p. 53. 259. En el más mixtificador, posiblemente, de los textos de Martínez Nadal, «A manera de epílogo», que culmina la tercera edición de su libro «El público». Amor y muerte en la obra de Federico García Lorca, cit., se nos dice: «A los españoles nacidos en los primeros años del siglo XX, nos tocó vivir un período de creciente tolerancia en todas sus formas. En el Madrid de nuestra adolescencia y juventud todo contribuía a la creación de un clima social que en muy poco, o en nada, se diferenciaría del que a la hora de los viajes por el extranjero, o del exilio, íbamos a encontrar en Francia, Bélgica, Países Escandinavos y, finalmente, Inglaterra: igual salutífera abundancia de ideas y opiniones en pasillos y aulas de Institutos y Universidades, en ambientes literarios, artísticos y teatrales, en clubs deportivos» (p. 278). Menos mal que posteriormente apostilla: «También es evidente que, en éste, como en otros aspectos de la conducta social, pueden existir diferentes grados de evolución de una región a otra; de una a otra capital de provincia; de un pueblo a otro» (p. 279). 260. Recordemos la irritación que produce en Gibson las ediciones de María Clementa Millán para Cátedra. Cf. Ian Gibson, «Caballo azul de mi locura» Lorca y el mundo gay, Barcelona, Planeta, 2009, pp.28-29. 261. Ángel Sahuquillo, en su tesis doctoral, luego transformada en el libro Federico García Lorca y la cultura de la homosexualidad masculina: Lorca, Dalí, Cernuda, Gil-Albert, Prados y la voz silenciada del amor homosexual (Alicante, Instituto de Cultura «Juan Gil-Albert», 1991. Hay traducción inglesa de 2007) da como clave interpretativa de la obra de Lorca esta internalización del discurso homófobo, que lo obliga a crear constantes códigos secretos para su expresión. 262. Rafael Martínez Nadal, «Guía al lector de El público», en: Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., p. 236.
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263. Cf. David Pujante, «El difícil equilibrio entre eros y tánatos en el discurso cultural (arte y literatura) en Occidente», Sociocriticism, vol. 26, nº. 1-2, 2011, pp. 207-244. De manera más pormenorizada, en David Pujante, Eros y Tánatos en la cultura occidental. Un estudio de tematología comparatista, cit., sección III de la IIª parte. 264. Ian Gibson, «Caballo azul de mi locura» Lorca y el mundo gay, cit., p. 37. 265. Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., pp. 33-35. Poco después el Director dirá: «¡Teatro al aire libre! ¡Fuera! ¡Vamos! ¡Teatro al aire libre!» (p. 37) 266. Cf. para este concepto: Ricard Salvat, El teatro: como texto, como espectáculo, Barcelona, Montesinos, 1995. 267. Dice Julieta: «Después me dejarías en el sepulcro otra vez, como todos hacen tratando de convencer a los que escuchan de que el verdadero amor es imposible». (Ibidem, p. 91) 268. Ibidem, p. 41. Así interpreta Martínez Nadal: «Teatro bajo la arena. Esto es, de lo que ocurre detrás de la realidad visible o aparente, detrás de las múltiples personalidades y caretas del individuo, detrás de los deseos que el consciente quisiera olvidar […]» (Rafael Martínez Nadal, «Guía al lector de El público», cit., p. 185) Y en el propio texto teatral, en boca del PREST IDIGITADOR: «Pero, ¿qué se puede esperar de una gente que inaugura el teatro bajo la arena? […] ¿Quién pensó nunca que se pueden romper las puertas de un drama?» Le responde el DIRECT OR: «Es rompiendo todas las puertas el único modo que tiene el drama de justificarse, viendo, por sus propios ojos, que la ley es un muro que se disuelve en la más pequeña gota de sangre». (Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., p. 159) 269. Ibidem, p. 71. 270. Rafael Martínez Nadal, «Guía al lector de El público», en: Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., pp. 235-236. 271. Cf. George Santayana, Interpretaciones de poesía y religión, Madrid, Cátedra, 1993; David Pujante, «Jorge Ruiz de Santayana, poeta filósofo», en: Jorge Ruiz de Santayana, Sonetos, Madrid, Salto de Página, 2016, pp. 19-22. 272. Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., p. 41. 273. Cf. Francisco Umbral, «Análisis y síntesis de Lorca», Revista de Occidente, XXXII, 95, 1971, pp. 223-224; Ian Gibson, «Caballo azul de mi locura» Lorca y el mundo gay, cit., capítulo IV, «Amor en tiempos de República». 274. HOMBRE 1: Venimos a felicitarle por su última obra. DIRECT OR: Gracias. HOMBRE 3: Originalísima. HOMBRE 1: ¡Y qué bonito título! Romeo y Julieta. (Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., p. 39.)
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275. Ibidem, p. 41. 276. Ibidem, p. 39. 277. Ibidem, p. 129. 278. Ibidem, p. 131. 279. Ibidem, p. 43. 280. Ibidem, p. 47. 281. Ibidem, p. 49. 282. Ibidem, p. 49. Aparece aquí la tradición tan española, dentro de los propios ambientes homosexuales, de poner nombre de mujer al gay. Posiblemente, en otro tipo de texto, Lorca no se habría atrevido a hacer uso de esta costumbre que era propia de los círculos de entendidos. Además no podemos olvidar la posible relación de este apelativo con Luís II de Baviera, referente entre los gays cultos y a quien Cernuda dedicó un poema. 283. Rafael Martínez Nadal, «Guía al lector de El público», en: Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., p. 183. 284. Cf. Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., p. 51. 285. Ibidem, p. 61. 286. Ibidem, p. 107. Recordemos que la acotación final del cuadro segundo es: «[El Emperador está abrazado a la Figura de Pámpanos.]» (p. 73). 287. Ibidem, p. 91. Los caballo son avatares del deseo de los tres hombres: CABALLO BLANCO 1: Porque somos caballos verdaderos, caballos de coche que hemos roto con las vergas la madera de los pesebres y las ventanas del establo. LOS T RES CABALLOS BLANCOS: Desnúdate, Julieta, y deja al aire tu grupa para el azote de nuestras colas. (p. 99) 288. Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., p. 51. 289. Ibidem, p. 155. 290. Ibidem, p. 157. 291. Rafael Martínez Nadal, «Guía al lector de El público», en: Federico García Lorca, El público y Comedia sin título. Dos obras teatrales póstumas, cit., p. 192. 292. Una primera versión de este capítulo apareció en el libro: Felipe González Alcázar, Fernando Ángel Moreno Serrano, Juan Felipe Villar Dégano (eds.), Literatura, pasión sagrada. Homenaje al profesor Antonio García Berrio, Madrid, Editorial Complutense, 2013, pp. 631-640. 293. Cf. Johannes Cremerius, (comp.), Neurosis y genialidad. Madrid, Taurus, 1979, pp. 15-16.
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294. Gottfried Benn, (2006) «Genio y salud», Obra Completa, vol. 2. Palma de Mallorca, Calima Ediciones, 2006, p. 158. 295. Luis Antonio de Villena, Lúcidos bordes de abismo. Memoria personal de los Panero, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2014, pp. 86-87. 296. http://bit.ly/2BidHCJ (12-XII-2017). 297. Cf. Stefan Zweig, El mundo de ayer, Obras completas Juventud, 1959.
IV.
Memorias y ensayos, Barcelona, Editorial
298. Copyright Mercedes Replinger. 299. Thomas Mann, La montaña mágica, I, Barcelona, traducción de Mario Verdaguer, Plaza & Janés, 1972, p. 121. 300. Ibidem, p. 122. 301. http://bit.ly/2hs9Qxk (15-II-2017). 302. Copyright Mercedes Replinger. 303. http://bit.ly/2AATOVI (16-II-2017). 304. Leopoldo María Panero, Poesía completa (1970-2000), Madrid, Visor, 2001, p. 157. 305. http://bit.ly/2zRcFzK (14-XII-2017). 306. Cf. Jules Cotard y J. Séglas, Delirios melancólicos: negación y enormidad. Madrid, Ergon, 2008. Jean Clair, «L’immortalité mélancolique», en Jean Claire (dir.), Mélancolie, génie et folie en Occident. París, Réunion des musées nationaux/Gallimard, 2005, p. 434.
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Las voces de la locura Álvarez, José María 9788494442193 222 Páginas
Cómpralo y empieza a leer Este libro habla de un largo trabajo, de intereses compartidos y de dos estilos diferentes. Después de varias décadas de colaboración, llama la atención que sigamos dando vueltas a las mismas cuestiones sobre la condición humana y la psicopatología. Una de ellas, las relaciones del lenguaje y la locura, da pie a esta obra. Han pasado muchos años desde las primeras publicaciones sobre el automatismo mental, las voces y la xenopatía: el polo esquizofrénico de la psicosis. El inicial interés por las relaciones del lenguaje y la locura se ha desplazado, de forma paulatina, hacia los vínculos entre la psicopatología y la historia de la subjetividad, y de allí, a la constitución xenopática del sujeto: al lenguaje como morada en la que habitamos e ingrediente que nos constituye. Avanzamos un paso más al añadir al análisis psicopatológico de las alucinaciones verbales o voces la perspectiva de la historia de la subjetividad. Concluimos que las voces propiamente psicóticas constituyen una manifestación exclusiva de la Modernidad, tanto que resulta difícil concebirlas en subjetividades anteriores, y nos empeñamos en dotarla de argumentos clínicos e históricos. Con la introducción de la perspectiva histórica nos desmarcamos decididamente del modelo biomédico, hegemónico en la actualidad. Esta obra amplía la visión antinaturalista de las enfermedades mentales con la que estamos comprometidos. A los enfoques de otros tiempos sobre la función del delirio, los polos de la psicosis, la condición melancólica del ser, la articulación de lo continuo y lo discontinuo, de lo uno y lo múltiple, añadimos ahora el encuadre de la historia de la subjetividad. Un largo camino cuyo punto de partida es la psicología patológica y se dirige a la general, que transita, por un lado, de lo discontinuo a lo continuo, y por otro, de lo múltiple a lo uno. Y vuelta a empezar, siguiendo un incesante flujo dialéctico. De los últimos movimientos de ese tránsito dejamos aquí constancia.
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Estudios sobre la psicosis Álvarez, José María 9788490079850 442 Páginas
Cómpralo y empieza a leer Nueva edición reescrita y ampliada. Trece estudios componen este libro. En todos se analiza la psicopatología de la psicosis, en especial los fenómenos elementales, el delirio y la alucinación. Aunando la tradición filosófica, los clásicos de la psiquiatría y el psicoanálisis, el autor analiza las experiencias del psicótico, punto de partida de su investigación. A medida que éstas se exploran siguiendo el testimonio directo del psicótico, se va perfilando una lógica interna que proporciona una explicación cabal sobre el nacimiento a la locura, las distintas posiciones que el sujeto puede adoptar en ella y las estrategias de las que dispone para reconducir su verdadero drama, tan inefable como solitario. De esta manera, partiendo de la psicología patológica se consiguen configurar las bases que convienen al trato y al diálogo con el alienado. Al desarrollar esta modalidad de análisis se aspira a articular la psicopatología y la terapéutica, las dos dimensiones de la clínica en su estado más puro. A diferencia de las dos ediciones anteriores, esta obra se amplía con tres nuevos estudios que le aportan unidad y visión de conjunto. En ellos se analizan sobre todo las formas normalizadas o discretas de la locura y se precisan las experiencias genuinas que la caracterizan y definen. Los artículos que integran este libro son el ejemplo cabal de una psiquiatría distinta. En medio de la vorágine positivista, cuando el sentido de la clínica ha perdido su vocación por la escucha y las preguntas, surge de pronto el discurso de José María Álvarez para resucitar la tradición y actualizar los enigmas. "Convencido de que el positivismo poco tiene que decir ante el lenguaje de la locura, el autor recoge la palabra de los psicóticos de dos formas. Una, con los saberes de la psiquiatría clásica, revelando la lógica interna de su pasado, otra con la hermenéutica psicoanalítica". (Fernando Colina)
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Otra historia para otra psiquiatría Huertas, Rafael 9788494623219 326 Páginas
Cómpralo y empieza a leer Este libro recopila una serie de artículos, debidamente revisados y actualizados, que fueron publicados en diversas revistas a lo largo de los últimos veinte años. Su denominador común es el intento de articular historia y clínica. No una historia positivista, descriptiva, acumulativa, complaciente con el pasado y acrítica con el presente, sino otra historia, analítica, hermenéutica y crítica, que interpele al pasado para pensar el presente y para actuar o propiciar actuaciones suficientemente fundamentadas. Otra historia que permita identificar, y diferenciar, una psiquiatría positivista, cuantitativa, simplificada, esencialista, organicista y, en buena medida, ateórica y ahistórica, y otra psiquiatría que, considerando fundamental un marco teórico psico[pato]lógico, entiende las llamadas enfermedades mentales como construcciones discursivas revisables y sujetas a cambios sociales y culturales. Una visión no positivista y no esencialista en la que el sujeto (mediatizado por el lenguaje) prima sobre la «enfermedad», en la que se presta la máxima atención a la subjetividad de la persona y en la que el pathos y el ethos se conjugan en el núcleo mismo del pensamiento psicopatológico. En definitiva, otra historia comprometida con otra psiquiatría, la que considera necesario cambios epistemológicos profundos sobre la naturaleza del trastorno mental y sobre el papel del experto (psiquiatra, psicólogo, psicoanalista, etc.) y del propio paciente —cuyo empoderamiento debe ser una prioridad absoluta— en la gestión de la locura. «Libros de historia de la psiquiatría hay muchos. En ellos se narran historias de lo más variado, porque psiquiatrías, como se sabe, no hay sólo una. Rafael Huertas recrea una de ellas. cada página de este libro anima a la reflexión sobre la condición humana, invita a la comparación con el presente y despeja muchos de los bucles en los que estamos atrapados y alrededor de cuyos ejes giramos de continuo sin darnos cuenta». J.M. Álvarez y F. Colina
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La palabra en psiquiatría Gómez, Fernando Vicente 9788494552205 234 Páginas
Cómpralo y empieza a leer El discurso actual, tanto el social como el que se manifiesta en algunos medios psiquiátricos, nos empuja a negar el cuerpo como superficie del lenguaje del síntoma. El cuerpo sería así sólo un objeto biológico o un conjunto de órganos susceptibles de ser educados o reeducados. El libro de Fernando Vicente, que no sólo está dirigido a los profesionales de la salud mental, nos transmite, a través de su recorrido, otras vías para escuchar y acoger los sufrimientos que las diversas patologías psiquiátricas nos muestran, lo que puede llevarnos a evitar caer en un realismo patológico donde casi ninguna posibilidad existiría para quienes sufren una alienación psíquica y social crónica. La apuesta que aquí se nos presenta es saber si queremos, a través de nuestra palabra y sobre todo de nuestra escucha —acompañadas ambas de «nuestros testimonios profesionales»— que la cronicidad patológica y mortífera sea una realidad inevitable o más bien una situación dinámica y siempre posible de mejorar. «La tesis principal del autor es que la palabra, además de presentarse como el principal recurso para gobernarse en sociedad, es también el mejor alimento que podemos ofrecer al psicótico. Algunos lo encontrarán obvio, pero la palabra es un bien fugitivo que se nos escapa de continuo. Hablar es difícil, pese a su aparente sencillez, dejar hablar es aún más complejo, y hacer hablar a quien tiene dificultad para hacerlo puede llegar a ser una tarea en el límite de lo posible. No obstante, basta mencionar el concepto palabra para cortar por la mitad la psiquiatría. Se sostiene que desde que Freud propuso que el delirio no era tanto un déficit como un intento autocurativo, la psiquiatría quedó dividida en dos: una, científica o biomédica, que reniega de esa posibilidad y apunta al cerebro como único escenario causal y terapéutico, y otra, más decidida y arriesgada, más arrojada al hombre y a la vida, que señala directamente al sujeto». (Fernando Colina)
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¿Qué queda del padre? Recalcati, Massimo 9788494442117 126 Páginas
Cómpralo y empieza a leer En el tiempo de la evaporación del padre y del desmembramiento de la familia tradicional, ¿qué es lo que puede tener una función de guía para el sujeto? ¿Qué queda del padre más allá de su Ideal? ¿Qué es lo que hace posible, en la época del ocaso del Edipo, una transmisión eficaz del deseo? ¿Qué significa "heredar" la facultad de desear? ¿Cómo pueden aún armonizarse el deseo y la Ley? A través de Sigmund Freud y Jacques Lacan, y de algunas figuras tomadas de la literatura (Philip Roth y Cormac McCarthy) y del cine (Clint Eastwood), se perfilan los rasgos de una paternidad debilitada, pero igualmente vital, exenta de cualquier aura teológica y fundada en el valor ético del testimonio singular. «Todo discurso sobre la crisis de la función paterna parece absolutamente caduco y, a la vez, absolutamente urgente. No solo porque uno no se resigna fácilmente al duelo por el Padre, sino, sobre todo, porque la humanización de la vida exige el encuentro con "al menos un padre"». Massimo Recalcati
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Índice Portada Créditos Índice Prólogo - El oráculo de tristezas más certero Palabras preliminares I. ¿Es mejor reír que llorar? Demócrito y Heráclito, dos caras del melancólico sentir
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1. De qué hablamos 2. El que ríe y el que llora. La tradición clásica 3. El renacimiento 4. Demócrito melancólico. Burton y el pensamiento barroco 5. El tópico en el primer clasicismo francés 6. El racionalismo europeo ante el tópico. Una nueva transformación 7. Reconocimiento contemporáneo de la risa democrítea. A modo de breve colofón
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II. El temperamento melancólico en Grecia y Roma. Unos cuantos 43 nombres al comienzo de una larga reflexión III. Genio y carácter melancólico. El 'Problema XXX' del Pseudo49 Aristóteles IV. El demonio meridiano: pensamiento medieval sobre la 56 melancolía. El deseo sin objeto V. La melancolía, enfermedad del genio. El individualismo renacentista y la melancolía. Ficino y el nuevo elogio del hombre 68 artista VI. La melancolía, hacia una elegante manera de estar en el mundo. 79 El norte y el sur de europa ante el sentimiento de tristeza barroco VII. España, el Siglo de Oro de los melancólicos 90 VIII. La melancolía hispana, entre la enfermedad, el carácter 102 nacional y la moda social IX. Melancolía y siglo XVIII en España. ¿La disolución de un 113 216
carácter y una cultura?
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De la España melancólica a la España ilustrada La melancolía en el siglo XVIII europeo. La 'douce mélancolie', un invento francés para el racionalismo El carácter melancólico y el declive cultural en la España del XVIII
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X. La melancolía romántica y los liberales españoles. El ejemplo de 135 Blanco White XI. La melancolía amorosa en el surrealismo de Lorca. 'El público' 151 y lo uno imposible 1. Surrealismo y melancolía. Los orígenes en el teatro de Lorca 1.1. Nueva tradición de la risa democrítea: el humor negro, del Pequeño Romanticismo al Surrealismo 2. Amor pasión / amor melancólico. El amor como imposible fusión de los amantes, rasgo fundamental de 'El público' 2.1. El objeto fantasmático del amor melancólico y su concreción homosexual 2.2. Su reflejo en 'El público'
XII. Enfermedad y melancolía en la literatura y en el arte del siglo XX. El ejemplo de David Nebreda 1. Melancolía y creación en el siglo XX. Benn: creatividad y enfermedad como unidad demoníaca 2. El ejemplo de David Nebreda y el delirio de Cotard
Sobre el autor Notas
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