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Spanish; Castilian Pages 528 [529] Year 2015
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ONDULACIONES El ensayo literario en la España del siglo XX Jordi Gracia y Domingo Ródenas de Moya (eds.)
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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 29
E
l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.
Consejo editorial: Óscar Cornago Bernal (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) Chris Perriam (University of Manchester) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Lia Schwartz (City University of New York) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)
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ONDULACIONES El ensayo literario en la España del siglo XX
Jordi Gracia y Domingo Ródenas de Moya (eds.)
Iberoamericana • Vervuert • 2015
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Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte
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Diseño de cubierta: Carlos Zamora Diseño de interiores: Carlos del Castillo
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Índice
Introducción Jordi Gracia y Domingo Ródenas de Moya .............
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1. En torno a la teoría del género El ensayo y la nueva poética narrativa José María Pozuelo Yvancos .....................................
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“Férvido apasionamiento intelectivo”: ensayismo y lírica en la vanguardia española Albert Jornet Somoza ...............................................
37
“L’essai est ondoyante”: variaciones de la subjetividad ensayística Joan de Dios Monterde ............................................
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2. La tentación del pensamiento Para una etopeya del ensayista: Manuel Azaña como ejemplo José-Carlos Mainer ...................................................
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Ortega y Gasset en los años veinte: del ensayo carpetovetónico al ensayo global Darío Villanueva ......................................................
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Eugenio d’Ors: la glosa como microensayo Maximiliano Fuentes Codera ...................................
135
El Arte Nuevo en la encrucijada: Fernando Vela ante las vanguardias Eduardo Creus ..........................................................
153
La meditación interrumpida de Ángel Sánchez Rivero Enrique Selva ............................................................
173
3. El ensayo y las esquinas de la literatura El “ensa-yo” ramoniano o los problemas del estilo (1909-1939) Laurie-Anne Laget ....................................................
197
Antonio Espina: la autoridad social del intelectual en su “arte de ensayo” (1919-1936) Eduardo Hernández Cano........................................
217
Las otras vidas de Miguel Pérez Ferrero Juan Herrero Senés ...................................................
239
Auge y crisis de un género literario: el debate teórico sobre la biografía novelada desde la esquina catalana Jordi Amat ................................................................
261
Cuestiones de cultura en los artículos de Gonzalo Torrente Ballester en la prensa nacional Inês Espada Vieira ....................................................
275
4. Destierros del ensayista El Orbe conocido y otro texto inédito de Juan Larrea: entre el diario y el ensayo Gabriele Morelli .......................................................
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El ensayo según Pedro Salinas: una literatura de remoción de conciencia Natalia Vara Ferrero..................................................
313
La literatura desde los márgenes. Ensayos sobre literatura del exilio republicano de 1939 Fernando Larraz .......................................................
333
El ensayo filosófico-místico de María Zambrano Mercedes Gómez Blesa .............................................
353
5. Tres maestros o la impugnación como estrategia Juan Goytisolo, la búsqueda de la modernidad en el pasado José María Ridao ......................................................
375
El descarrilamiento de Carmen Martín Gaite por los cauces del ensayo: El cuento de nunca acabar José Teruel ................................................................
389
En torno al ensayismo de Juan Benet Ignacio Echevarría ....................................................
411
Juan Benet, como ensayista Mauricio Jalón..........................................................
419
Memoria de Juan Benet Antonio Martínez Sarrión ........................................
441
6. Ironía y gravedad del ensayo Un juego de ganzúas (deriva ferlosiana) Danilo Manera .........................................................
451
De pecios y galeones Gonzalo Hidalgo Bayal ............................................
461
Fernando Savater, entre la ética y la estética José Antonio Vila ......................................................
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Del ensayo al sistema. El laberinto de la escritura de Eugenio Trías Fernando Pérez-Borbujo Álvarez .............................
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Sobre los autores ................................................................
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Introducción
Jordi Gracia y Domingo Ródenas de Moya
El ensayo llegó a la literatura tarde y por una puerta falsa. Cargado con las credenciales de la autobiografía ejemplarizante, del discurso moral, de la epistolografía y las formas de la erudición humanística, incluso de las misceláneas enciclopédicas y hasta del tono plácido y sabio de los diálogos del Quinientos, el ensayo ingresó en la casa de la literatura en 1580, con la primera edición de los Essais de Montaigne. Ciertamente era un huésped estrafalario que no guardaba ningún parentesco obvio con los géneros épicos y dramáticos, y tampoco con los líricos —de los que Montaigne gustó poco— y, aun sin familiaridad directa, presentaba rasgos de todos ellos, la centralidad del yo que se expresa, el tono conversacional que invoca a un interlocutor invisible, el brío narrativo de una prosa que no es narrativa o que a lo sumo está mechada de pequeñas anécdotas y sucesos. Transcurridos más de cuatrocientos años, aquel tipo de escritura ajena a las preceptivas se ha diversificado en multitud de formatos y ha sofisticado sus procedimientos, tanto en el arte de la exposición amena y la argumentación persuasiva como en el de la construcción creativa del texto. Sin amenidad, persuasión y creatividad formal (estructural o estilística) no hay ensayo que valga. Sin embargo ha seguido
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Introducción
siendo reputado —y acaso por esos mismos atributos— como un género suspecto, casi indocumentado, visto desde la filosofía como una actividad subsidiaria y liviana frente al pensamiento sistemático y, desde la literatura, como una ocupación periférica —e incluso ancilar— frente a la lírica o la narrativa. Ilustraba esta circunstancia Augusto Monterroso en un delicioso metaensayo (o cuento ensayístico) de Literatura y vida. En él, preguntándose si el público sabe de veras en qué consiste un ensayo, cuenta una anécdota bien ilustrativa: “Cuando a requerimiento de una distinguida dama le declaré la otra tarde que yo escribía ensayo —yo pensaba hasta en el mío de una línea que antologa The Oxford Book of Latin American Essays—, ella lo tomó como una confesión o una disculpa, y con un gesto de inteligencia, bajando la voz, me dijo con simpatía: no importa, no importa”. Y es que, en efecto, un escritor no puede declararse únicamente ensayista sino también ensayista, a menos que apeche con el riesgo de no ser tomado como un auténtico escritor. En su andadura de varios siglos, la escritura ensayística ha desarrollado manifestaciones que ya se encontraban en su origen como potencialidades agazapadas. Así, por ejemplo, en la columna periodística confluyen el principio de cuestionamiento crítico con el llamamiento de la actualidad, del mismo modo que en el ensayo de alta divulgación se dan cita un afán democratizador del conocimiento con la elaboración de un discurso placentero para los lectores. En los países anglosajones se viene denominando creative nonfiction a la escritura que responde a una voluntad literaria pero cuya materia procede de la realidad factual, sea esa materia narrativa —como en la nonfiction novel—, sea conceptual. En español no tenemos aún un marbete estable para designar ese tipo de escritura literaria que escapa a la poética de tradición aristotélica, sustentada en el concepto de ficción (o poiesis), salvo que aceptemos la propuesta de Gérard Genette de llamar a ese vasto distrito “dicción”, lo que nos parece poco convincente, más que nada porque en su amplitud se confunde una muchedumbre de géneros en la que se mezclan la biografía y la crónica, la autobiografía, la semblanza y el aforismo, el ensayo literario y la crítica literaria, la novela factual, la docuficción y, si se quiere, hasta la autoficción.
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En el conjunto de trabajos reunidos en este volumen no hemos pretendido abordar esta frondosa diversidad de la dicción, sino centrarnos en el ensayo literario, dando por descontada la existencia de un producto verbal que responde a ese nombre, “ensayo literario”, sobre cuyo estatuto genérico y características tratan, desde ángulos complementarios, los artículos de la primera sección. José María Pozuelo Yvancos se remonta a los Ensayos de Montaigne para definir la índole de ensayismo que ha tendido a conciliarse e hibridarse con la ficción narrativa en la novela de las últimas décadas y Albert Jornet pondera el modo en que la prosa ensayística sirvió de espacio de legitimación teórica para el hermetismo poético de las vanguardias, en tanto Joan de Dios Monterde examina algunas de las ondulaciones de la subjetividad y de la literariedad en el ensayo de los años 60 en adelante. La segunda sección propone acercamientos a ciertos autores que eligieron “pensar por ensayos”, según la certera acuñación de Eugenio d’Ors, y se abre con dos perfiles tan complementarios y a la vez tan congénitamente distantes, como los de Manuel Azaña, del que se ocupa JoséCarlos Mainer, y José Ortega y Gasset, del que escribe Darío Villanueva. La vocación política cumplida de Azaña se cruza con la frustración impaciente de Ortega, mientras que la plenitud del magisterio intelectual de Ortega quizá no esté a la altura de la autoridad intelectual que hoy asignamos a Azaña. Es un extraño quiasmo de nuestro sistema cultural; no es una patología ni una disfunción, sino un modo de comportamiento histórico de dos inteligencias excepcionales dotadas de virtudes comunes y separadas por virtudes irreconciliables. Es una apertura óptima para este libro, aunque lleve la pena encima del silencio sobre Unamuno: reprobable y hasta punible, si se quiere, pero explicable por cuanto en Azaña y Ortega arrancan formas de ensayismo que van a perdurar de alguna manera con una marcada influencia. Azaña es una recuperación de la democracia y Ortega fue, quiérase o no, referencia de las cabezas nuevas de la España de los años 50 y 60 y hasta 70, incluidos algunos de los autores centrales del fin de siglo, como Fernando Savater y Eugenio Trías. Un día habrá que ponderar poco a poco el significado profundo de Ortega como movilizador del descreimiento católico en la inteligencia española bajo el franquismo, como soporte firme de una actitud histórico-moral más
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Introducción
contingente y accidentalista que mística y esencialista. Y si en apariencia el purgatorio de Eugenio d’Ors acabó ya hace muchos años, trabajos como el de Maximiliano Fuentes sobre el microensayismo de la glosa orsiana invitan a pensar que dura más de lo que quisiéramos, como si Ors encajase todavía mal en el elenco insustituible de inteligencias modernas y reaccionarias —antimodernas à la Compagnon— de la España contemporánea. Esa sección se completa con otros dos artículos, una revisión de Eduardo Creus de Fernando Vela como persistente pensador sobre la estética de la modernidad, y una síntesis, firmada por Enrique Selva, de la exigua y valiosa obra que dejó Ángel Sánchez Rivero, un ensayista que despertó la admiración de sus coetáneos y al que la muerte prematura condenó al olvido. Para el ensayista nato la incertidumbre no es paralizante sino incitadora y la complejidad no es inhibidora sino estimulante. Pero lo es sin red, porque no existe sello alguno de garantía fuera de la convicción especulativa y argumentativa de un estilo que recrea el pensamiento, la indagación, la sospecha o la certeza (transitoria y siempre implícitamente irónica: otra lección teórica del mejor Ortega). Algunos de los ensayistas que encajan en ese retrato aparecen en las secciones tercera y cuarta, como el Pedro Salinas más pegado a la realidad que reivindica Natalia Vara o la María Zambrano que desde el exilio reflexiona sobre el sentido y destino de su patria y su cultura (y de ella se ocupa Mercedes Blesa), o incluso el Juan Larrea que hace del exilio la ocasión para reinventarse como prosista de abstrusas ideas o en un proyecto faraónico como Orbe, aún inédito en parte y sobre el que escribe Gabriele Morelli. Y sucedería lo propio con otros escritores en una primera madurez plena que no han podido entrar aquí como José Ferrater Mora, Francisco Ayala o Guillermo de Torre. Sí ha podido entrar el ensayismo rapsódico de Ramón Gómez de la Serna en los años treinta, al que se acerca Laurie-Anne Laget, y el de un poeta y narrador y periodista al que su lucidez colocó en la encrucijada entre la estética y la política como Antonio Espina, sobre el que escribe Eduardo Hernández Cano. Pero hemos querido que se atendiera también a algún autor olvidado, como Miguel Pérez Ferrero, cuya obra y perfil estudia Juan Herrero Senés, a algún género vecino del ensayo como la biografía, sobre la que escribe Jordi Amat, e incluso a un
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escritor como Gonzalo Torrente Ballester, ensayista más que decoroso con independencia del fascismo que apunta el artículo de Inês Espada. El arco temporal que abarcan las secciones 5 y 6 (también la 4) es falso, convencional o ficticio. Cualquiera de los tres adjetivos bastará para relativizar la menor voluntad sancionadora de cortes bruscos en el devenir de una modalidad de escritura. De hecho, más de una y de dos de las contribuciones escapan a sus teóricos límites cronológicos, afortunadamente, porque el decurso de la prosa no es esclavo fatal de las coyunturas políticas o históricas. Para lo que quizá sirve el vasto marco de más de setenta años, desde la guerra, es para confirmar propensiones, hábitos y omisiones y quizá algo más: la vigencia de un talante que asociamos invenciblemente con el ensayo en libertad y que a menudo se ha visto eclipsado hasta la asfixia en alguno de los tramos históricos que abarca el volumen. Por supuesto, eso sucedió en la guerra, pero no en todos los escritores durante la guerra (no en Antonio Machado, no en Juan Ramón Jiménez, no en Luis Cernuda) y desde luego sucedió también en la literatura bajo la España de Franco. Pero no fuera de ella, lejos de su legislación, de su censura y de su cultura dirigida y propagandística. En los lugares del exilio, dispersos y múltiples, el ensayista pudo seguir atado a la arremetida furiosa y todavía bélica contra el régimen y el tirano vencedor, y por eso seguramente le costó más recuperar la actitud y la voz del explorador, del experimentador dispuesto incluso a la cabriola y a la tentativa. Es imposible olvidar la diatriba de Giménez Caballero contra la disolución de los dogmas a que invita el ensayista como tal, y es imposible olvidar la lúgubre insalubridad de las ideas tanto en la España totalitaria de la primera posguerra como en la España autoritaria, frenéticamente católica y antiliberal desde finales de los años cuarenta. La matriz caprichosa e intuitiva del ensayista fue escasa y pobre en España pero no en español, porque estuvo viva y caliente en el exilio, aunque fuese para deplorar las condiciones de vida de la España del interior y aunque fuese para denunciar una y otra vez al fascismo institucional y político. Pero también hubo ensayo sobre música y ensayo sobre literatura, y hubo ensayo sobre historia y hubo ensayo filológico y ensayo filosófico en la estirpe de la etapa anterior: desde la libertad
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Introducción
de pensamiento, desde la imaginación literaria, desde la tradición del humanismo ilustrado. Para que el ensayo en la España del interior naciese de la indignación (como recuerda Mauricio Jalón a propósito de Juan Benet) o de la rebeldía movilizadora se necesitó un largo tiempo de espera y una prolongada convalecencia moral. La condición del mejor ensayista es casi siempre la libertad y esa fue la batalla desde los años cincuenta: ganar contra el sistema espacios de libertad intelectual y crítica a medida que se asentaba un proceso de pacificación (o de adaptación) de la realidad política del régimen. Los nuevos escritores y algunos de los antiguos aprendieron a escribir sobre política y ética, sobre religiosidad e ideología, sobre el pasado y sobre la mentira bajo libertad vigilada y angosta, sí, pero ya desde la seguridad de hallar seguidores, interlocutores, cómplices conscientes. La dictadura hubo de ensanchar sus torres de control policial hasta que ya no pudo dejar de transigir con brechas imprevistas, con zonas porosas que habrían sido inimaginables en la primera posguerra. Los nuevos escritores estuvieron dispuestos, por tanto, a transgredir esos límites y eso es lo que transmite el ensayo de Aranguren, Tierno Galván, Valverde o Ridruejo desde mediados de los cincuenta y es lo que desafiantemente ofrece la nueva prosa de ideas de Juan Benet o de Castilla del Pino y ya muy andados los sesenta el talante mismo de Fernando Savater o Eugenio Trías. Y para romper las convenciones ha estado siempre Sánchez Ferlosio, al que dedican sus trabajos Danilo Manera y Gonzalo Hidalgo Bayal: por eso también la intransigencia estilística y ética de su ensayo (si no son la misma cosa) convirtió al escritor en el emblema intelectual de la inteligencia indócil y severa desde los años setenta y las páginas de El País. Semejante indocilidad fue la del Juan Goytisolo de madurez, leído por José María Ridao, en el que late un programa de redención ético-ideológica moderno rescatado del pasado de la mano de Américo Castro, como si en el pasado anidasen las fuentes heterodoxas de un futuro más justo. Y no sería descabellado ver insumisión al orden aceptado y a la tácita ley de incomunicación de las sociedades actuales en el ensayismo de Carmen Martín Gaite. De su escritura dotada a menudo de una errabundia sentimental y reflexiva que no siempre alcanzó en sus novelas se encarga José Teruel.
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Y en la pelea por rehabilitar una consideración propiamente literaria de la obra filosófica estuvo enseguida Eugenio Trías, como metódicamente expone Fernando Pérez Borbujo, en un contexto de relanzamiento inequívoco de la virtualidad estilística del ensayista, plurialimentado con fuentes dispersas y con efectos en alguna medida bulímicos en los jóvenes de los años setenta. También ahí empezó el primer ensayista de la democracia y uno de los primeros escritores de este tiempo reciente: el ensayo de síntesis apretada de José Antonio Vila no da cuenta de todo Savater, porque es imposible, pero sí señala algunas de sus numerosas virtudes literarias, inimitables e insustituibles para muchos lectores de la democracia. La crítica literaria sin embargo no parece haber alcanzado todavía el estatuto de literatura a los ojos de la historiografía contemporánea, como si ese subgénero anduviese aún en los arrabales terminantes y nos faltase la certeza del valor ensayístico de la crítica literaria. Habría que preguntarse si esa impermeabilidad de la crítica al aprecio literario es una rutina más o nace de un tácito consenso sobre su mero valor auxiliar o instrumental. En todo caso, la crítica literaria de muchos de los autores estudiados en este volumen, sea Ortega escribiendo sobre Proust o Baroja, sea Azaña sobre Valera o Cervantes, María Zambrano sobre Unamuno o Galdós, sea Trías sobre Calderón o Benet sobre Shakespeare, desautoriza ese consenso y obliga a reconsiderar la crítica como otra forma más de expresión literaria. Y aunque la música está infrarrepresentada en este volumen, sí cuenta con un hermoso y contundente testimonio de Martínez Sarrión en torno a Juan Benet, con el regalo final de una secreta lista de su canon musical... Pero eso será en otra ocasión. Bastantes de los trabajos aquí reunidos tienen su origen remoto en unas Jornadas académicas sobre el ensayo español contemporáneo que se celebraron en la Universitat Pompeu Fabra en octubre de 2012 y que resultaron muy fecundas. A la hora de armar este volumen quisimos que se incorporaran autores y perspectivas que no habían podido formar parte del programa de aquel encuentro. El resultado final no ha sido un panorama exhaustivo pero sí un mapa muy representativo del devenir del género en el siglo xx y en el fondo una invitación a reconsiderar con ojos desacomplejados la estética del ensayo literario más allá del corsé de las disciplinas y del canon de los nombres consagrados.
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“Férvido apasionamiento intelectivo”: ensayismo y lírica en la vanguardia española
Albert Jornet Somoza (Universitat de Barcelona)
Las relaciones entre dos géneros propiamente modernos como son el ensayo y la lírica posromántica han sido, como se sabe, extremadamente complejas y no menos fecundas para las poéticas del siglo xx. No nos sorprende, hoy en día, encontrar algunos casos de la reciente historia literaria hispánica en los que sus fronteras han jugado precisamente a diluirse: podemos recordar, por un lado, ensayos salpicados de lirismo, como los de Ramón Gómez de la Serna, donde el hallazgo de la imagen poética parece sobreponerse al análisis y desarrollo de las propias ideas, y, por el otro, algunos poemas en prosa, como los contenidos en Variaciones sobre tema mexicano (1950), de Luis Cernuda, o Bajo la lluvia ajena (Notas al pie de una derrota) (1980), de Juan Gelman, cuyo cauce reflexivo y cuyo uso moderado de la tensión antiestándar propia del lenguaje artístico los acerca irremediablemente hacia una forma colindante de lo ensayístico.
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“Férvido apasionamiento intelectivo”
Efectivamente, estamos ante dos géneros que comparten como mínimo dos aspectos constituyentes a nivel discursivo: por un lado, ambos se articulan y se conceptualizan en torno a un sujeto instaurado en y por el texto —es decir, ambos se engloban en lo que podríamos llamar “los discursos del yo”— y, por el otro lado, ambos establecen un tipo de temporalidad comprometida con el presente de su enunciación. En este sentido, como ya ha observado Pozuelo Yvancos, “la lírica compart[e] con el ensayo una temporalidad del Discurso que emerge como fuerza ejecutiva en el presente de su formulación y cobra desde ese presente toda su fuerza”1. Con todo, en cuanto a su formalización textual, lo que en última instancia puede diferenciar al poema lírico del ensayo es, como he señalado en otra ocasión2, que mientras que el segundo responde a un principio de coherencia del enunciado —en su compromiso con las ideas y la corriente reflexiva que desarrolla—, el primero responde a un principio de coherencia de la propia enunciación, de la que depende en última instancia la extracción del sentido del discurso, incluso en aquellos casos en los que el enunciador ha borrado todas sus huellas del texto o en los que la enunciación se presenta como dislocada o fragmentada. De hecho, ya había apuntado a esta diferencia hace años Theodor Adorno cuando, al definir el ensayo, señaló que “la suya no es la vaga apertura del sentimiento y el estado de ánimo, sino la que debe el contorno a su contenido”3. No obstante, a pesar de las interesantes diferencias y proximidades que muestran estos dos géneros a nivel de su configuración textual o discursiva y al de los dispositivos de recepción que activan, me interesa aquí reflexionar sobre un tipo de relación existente entre ambos, quizás
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José María Pozuelo Yvancos, “El género literario ‘ensayo’”, en V. Cervera, B. Hernández y M. D. Adsuar (eds.), El ensayo como género literario, Murcia, Universidad de Murcia, 2005, p. 187. Albert Jornet Somoza, “La lira reflexiva: espacios de transdiscursividad en el poema en prosa contemporáneo”, en B. Baltrusch e I. Lourido (eds.), Non-Lyric Discourses in Contemporary Poetry, Munich, Martin Meidenbauer, 2012, pp. 217229. Theodor Adorno, “El ensayo como forma” [1962], Notas sobre literatura, trad. de Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 2003, p. 27.
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menos estudiada, que requiere de un punto de vista más sociológico o de historia cultural. Me referiré, pues, no tanto a las características formales o discursivas que modelizan ambos géneros, sino a la función que pueden cumplir dentro de un sistema literario particular, a ciertos aspectos estéticos y comunicativos que activan y a la interrelación temática o conceptual que pueden ofrecerse mutuamente. En concreto, intentaré analizar las posibilidades que brindan los géneros ensayísticos al servicio de la comprensión del fenómeno lírico, en especial en aquellos casos en los que la poesía se propone desde lo que podríamos llamar una “estética de la ininteligibilidad”, es decir, aquellas poéticas cuya característica principal es la de modelar un texto que muestra una evidente resistencia a ser aprehendido. Este es el caso, sin duda, de la poesía vanguardista europea e hispánica, y en este sentido indagaremos sobre el papel que jugó la prosa de ideas durante los años diez y veinte del pasado siglo en la explicación, difusión y legitimación del “arte nuevo” de hacer poemas en la vanguardia española. Podremos observar cómo el auge de una lírica difícil, hermética, como fue la de los “ismos” de la modernidad, corrió parejo con el de una ensayística metapoética a través de la cual los propios poetas pudieron divulgar sus credos estéticos y justificar sus posturas literarias. La hipótesis, por lo tanto, de este estudio será que la generalización de una práctica lírica ininteligible en la modernidad estética supuso igualmente la generalización del uso del cauce ensayístico por parte de los propios poetas precisamente como herramienta para “hacer entender” los presupuestos de su poética y para intentar vadear el progresivo distanciamiento con el público que sufriría el género lírico en los albores del siglo xx. De esta manera, examinaremos el surgimiento y las características de un nuevo ethos lírico moderno que se construirá sobre todo a partir del uso de géneros ensayísticos que serán practicados ampliamente por los protagonistas de la aventura vanguardista, muchos de los cuales serán poetas que buscarán de este modo legitimar su propia praxis creativa. El cauce ensayístico se revelará, por lo tanto, como el canal más pertinente para cimentar e intentar prestigiar una específica imagen o caracterización del poeta en las primeras décadas del siglo xx. Antes de eso, sin embargo, debemos aclarar que evidentemente no se trata de un fenómeno privativo de las vanguardias históricas ni
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mucho menos hispánicas. Efectivamente, a lo largo de la historia de la literatura han sido muchísimas las veces que los poetas han tomado la pluma para vehicular sus ideas literarias a través de lo que podríamos definir como géneros ensayísticos. Exponentes clásicos podrían hallarse, por ejemplo, en el de la misiva, con representantes tan conocidos como la horaciana Epistula ad Pisones, el Prohemio y carta, del Marqués de Santillana, o Sobre la educación estética del hombre, de F. Schiller, por citar solo tres, de distintas épocas, lenguas y geografías. Sin embargo, no es menos cierto que a partir de la ruptura con el modelo preceptivo neoclásico que propondrán los escritores y pensadores románticos, cada vez encontraremos más poetas que utilicen el ensayo para exponer su idiosincrasia estética, lo cual no debería sorprendernos, pues con la falta de un molde apriorístico como era el paradigma clasicista, los autores se sentirán, por un lado, más libres de exponer nuevas ideas sobre la propia creación y a la vez, por el otro, obligados a persuadir a sus potenciales lectores sobre la pertinencia y los logros de su propuesta literaria. Desde este punto de vista, inspirado en la sociología del campo literario bourdieuana, es evidente que la prosa ensayística de los poetas románticos y posteriores se ofrece como una clara herramienta de lucha y posicionamiento en el momento histórico de surgimiento del propio campo. Discursos, artículos, cartas, críticas, textos polémicos, manifiestos, etc., son algunos de los subgéneros ensayísticos que emplearán los propios poetas de los siglos xix y xx y que por su condición persuasiva y argumentativa se ofrecen fácilmente a la lectura sociológica. Fenómeno que veremos ciertamente acentuado en los casos de poetas cuya obra se muestra cada vez más difícil o hermética, tal como testimonia la sucesión de grandes poetas-ensayistas que acaban asentando el pensamiento poético de la tradición lírica simbolista: desde Poe a T. S. Eliot, pasando por Baudelaire, Mallarmé o Valéry4.
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Véase al respecto el reciente libro orquestado por Antoni Marí y que reúne los principales ensayos teóricos de los cinco poetas mencionados, Matemática tiniebla. Genealogía de la poesía moderna, Barcelona, Galaxia Gutenberg /Círculo de Lectores, 2010.
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Hija de esta tradición simbolista, la poesía española de vanguardia verá igualmente proliferar el número de publicaciones de orden ensayístico que se dedican a reflexionar sobre el propio hecho poético, y en gran medida escritas por los propios poetas del momento. Estos textos se beneficiarán, evidentemente, de la proliferación sin precedentes de revistas literarias que aparecerán a lo largo del primer cuarto de siglo y que servirán de plataforma para su exposición y circulación; se trata, primero, de publicaciones como Prometeo, Cervantes, Ultra, Grecia, Cosmópolis o Alfar y en un segundo momento otras como Revista de Occidente, Verso y Prosa, Litoral o La Gaceta Literaria, entre otras muchas. A pesar de que Benjamín Jarnés se lamentase en 1929 de la “falta casi total de ensayistas” en la España de los albores del siglo xx, lo cierto es que, como observa Domingo Ródenas, “el ensayo de la generación joven vive y crece en el medio periodístico”5. Será a través de estos más o menos breves textos de reflexión metapoética que se extenderán las ideas vanguardistas a lo ancho de la península ibérica y se canalizarán las ideas literarias llamadas a explicar y legitimar el fenómeno de una poesía que, reunida en un primer momento bajo los grupos ultraísta y creacionista, se percibe cada vez más como incomprensible por parte del público en general —es decir, el “lector común”, no versado en temas de estética— e incluso por algún sector de escritores e intelectuales. Recordemos que, tras los últimos coletazos de la poesía romántica o posromántica, la aparición de un tipo de escritura que propugnaba la separación meridiana entre “vida y literatura, realidad histórica y creación lírica”6 y que desactivaba, como diagnosticaría Ortega, la posibilidad de ser entendida con mecanismos perceptivos y procesos intelectivos propios de la experiencia de la realidad, no podía dejar de generar reacciones adversas. Como la de un quincuagenario, Ramiro
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Domingo Ródenas de Moya (ed.), Prosa del 27. Antología, Madrid, Espasa Calpe, 2000, p. 110. También de su extensa “Introducción” está extraída la cita de Benjamín Jarnés en respuesta a una entrevista de Darío Pérez, p. 109. Juan Cano Ballesta, La poesía española entre pureza y revolución (1920-1936), Madrid, Siglo XXI, 1996, p. 24.
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de Maeztu, que en 1926 reprocharía a los jóvenes poetas el distanciamiento de su obra respecto a la “vida social”, o la de Cristóforo de Doménech, que se preguntaba solo dos años antes: “¿El hombre actual siente la poesía de los hombres actuales? ¿No existirá un divorcio entre sus poetas y el hombre actual?”7. En efecto, acusaciones como estas no eran más que el síntoma y la prueba de un fenómeno sociológico que se dio en todos los países en que la lírica postsimbolista desembocó en un formalismo experimental como el de las vanguardias: el distanciamiento marcado e insalvable con el público mayoritario8. Y es precisamente por causa de esta tensión entre una poesía que se querrá articulada desde un nuevo sentir compartido de la modernidad y la generalizada incomprensión por parte de los lectores potenciales de sus obras, que los poetas emprenderán la tarea de conceptualizar, legitimar y divulgar los presupuestos de sus poéticas. Y lo harán, según mi punto de vista, a través de tres géneros o modos ensayísticos: el manifiesto, el ensayo y la crítica literaria. Debo advertir, antes de proceder a su acercamiento, que no me interesará tanto analizar los conceptos o ideas que se desarrollarán en estos —que en gran medida ya han sido estudiados: como los conceptos de imagen poética, la metáfora, la poesía pura, la deshumanización, etc.— como el papel o la función que cumplen al servicio de la legitimación de la figura del poeta vanguardista, es decir, cómo, a través de estos géneros, los propios poetas pueden caracterizarse a sí mismos y construirse un ethos público9, con determinadas funciones so-
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“El problema de la poesía”, Alfar, 30, abril 1926, citado en Cano Ballesta, op. cit., p. 25. El mismo Cano Ballesta cita la crítica de Maeztu publicada en 1926 en El Sol en un artículo titulado “Las letras y la vida”: “La España del siglo xx no ha hallado su expresión literaria. El lema del arte por el arte desvinculó la literatura de la vida social. Y unos escritores, los menos listos, se dedicaron a lo que los ingleses llamaron el euphuism hace trescientos años y es lo que ahora llamamos preciosismo”. Para una atinada reflexión sobre las causas del distanciamiento de la poesía moderna con el “gran público” y las reacciones psicológicas que esta produce sobre aquel en su intento fallido de lectura, véase el estudio de Leonard Diepeveen, The Difficulties of Modernism, New York/London, Routledge, 2002. Recojo aquí el concepto de ethos que se ha venido desarrollando en el último cuarto de siglo desde los estudios de neorretórica y análisis del discurso. James Baumlin lo
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ciales, que explican, compensan o suplen la aparente sinrazón de una poesía que no se puede entender.
1. El manifiesto Si consideramos el subgénero del manifiesto como integrante de los llamados géneros ensayísticos, veremos que tiene características muy particulares y que precisamente estas son las que, de la mano de los autores vanguardistas, servirán para caracterizar una nueva figura o ethos del poeta. Más allá de las opiniones o reflexiones a que pueda dar cauce esta vía de expresión del pensamiento, la especificidad del manifiesto parece radicar en la rotundidad exaltante con la que se declaman en él las ideas contenidas y en el hecho de que, en la mayoría de los casos, la autoría del manifiesto es o se pretende colectiva. Efectivamente, uno de los aspectos más relevantes de los manifiestos proferidos a lo largo de las vanguardias históricas es que en ellos los artistas o escritores se presentaban como sujetos colectivos dirigidos a la acción. Ya fuera iconoclasta, revolucionaria, utópica o antiburguesa, esta acción es lo que movía al autor del manifiesto a escribirlo, con la taxativa contundencia que los caracteriza. En este, los firmantes solían explicar la necesidad de tomar partido por una reacción ante un estado de cosas inaceptable: desde romper los antiguos moldes expresivos a quemar las instituciones artísticas, desde alabar e imitar la máquina y la tecnología modernas a propugnar la absoluta aniquilación de cualquier
define como “the character as it emerges in language” en la entrada relativa a “Ethos” en el volumen editado por Thomas O. Sloane, Encyclopedia of Rhetoric, Oxford University Press, 2001. Michèle Bokobza, por su parte, indicará atinadamente: “Revisitée par l’analyse du discours permet de penser l’objet littéraire et son auteur dans ses trois dimensions possibles: l’image d’auteur en relation avec le texte [...], l’image d’auteur en relation avec son moi biographique et social, l’image d’auteur en relation avec d’autres instances sociales, les mondes de l’édition, des prix, des médias, etc.”, en su “Introduction” al número 3 de la revista digital Argumentation et Analyse du Discours, dedicada al tema de “Ethos discursif et image d’auteur”, oct. 2009, p. 2. Accesible online en .
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sentido o lógica. Todo, en los manifiestos, es propuesta y promesa de ser llevada a cabo. Esta es su lógica, la de la proclama, semejante a la de ciertos discursos públicos como el político, pues, como este, responde a una intención de proyectarse hacia el espacio social, hacia el ágora, con una singular retórica inflamada. Y lo interesante de estos es que, además, no solo pretenden inducir a la acción, sino que son ellos mismos una acción, puesto que resultan textos cargados de valor performativo. Piénsese, por ejemplo, en el primer manifiesto hispánico relevante, es decir, la “Proclama futurista a los españoles” (1910), de Ramón Gómez de la Serna, que arranca con su impetuoso: “¡Futurismo! ¡Insurrección! ¡Algarada! ¡Festejo con música wagneriana!...”10 para extenderse a lo largo de dos páginas en sucesiva exclamación inconexa. La algarabía de sustantivos del conjunto del texto cobra mucha más fuerza por cuanto se presenta bajo la función performativa del grito. En este sentido, es menos importante sin duda la enumeración retórica de sintagmas y términos que la necesidad de acudir al alarido, a la queja rabiosa, que se lanza impetuosamente contra el statu quo cultural. Ciertamente, los manifiestos vanguardistas del ultraísmo responden a esta lógica de la proclama, pues sus autores “necesitan declarar su voluntad de un arte nuevo”11, y todos, en menor o mayor medida, contendrán una protesta y una promesa. Acción y futuro configuran el binomio de palabras clave para ellos. De esta manera, se construye una imagen del poeta —o del artista— que podríamos llamar un ethos subversivo a través del cual se muestra como un ser llamado a cambiar la situación de su entorno sociocultural acudiendo a la llamada de su tiempo, tal como afirmará Isaac del Vando-Villar: nunca podrá negársenos que nuestra manera de ser obedece al mandato imperativo del nuevo mundo que se está plasmando y hacia el cual creemos orientarnos con nuestro arte ultraísta.
10 Publicado en Prometeo, 20, (1910), lo tomo del libro recopilatorio de Jaime Brihuega, Manifiestos, proclamas, panfletos y textos doctrinales. Las vanguardias artísticas en España (1910-1931), Madrid, Cátedra, 1979, p. 89. 11 X. Bóveda, G. de Torre, C. A. Comet, J. Rivas Paneda et alii, “Ultra. Un manifiesto de la juventud literaria” [1918], en Jaime Brihuega, op. cit., p. 102.
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Triunfaremos porque somos jóvenes y fuertes, y representamos la aspiración evolutiva del más allá. Ante los eunucos novecentistas desnudamos la Belleza apocalíptica del Ultra, seguros de que ellos no podrán romper jamás el himen del Futuro12.
Como apunta Vando-Villar, el poeta vanguardista legitima su práctica poética en la necesidad de derribar a sus adocenados antecesores y todo lo que estos implicaban. De este modo, la propuesta ultraísta, basada en un lenguaje dislocado, inconexo y anticonvencional, y por lo tanto llamada a ser recibida como una poesía difícil o ininteligible, se justifica por el propio gesto iconoclasta, por la acción que esta supone contra lo establecido como pretendido síntoma del “espíritu del tiempo”. Este nuevo ethos gestual-subversivo del poeta, que aúna protesta y promesa, futuro y acción, y se propone “desanquilosar el arte” —según la “Proclama”13 firmada por Borges y Torre, entre otros—, fundamenta pues una nueva lírica en tanto que necesidad de revuelta contra lo instituido, empezando por las viejas instituciones estéticas y acabando por los “mercachifles que exhiben corazones disecados i plasman el rostro en carnavales de muecas”14. De este modo querrán instaurar la imagen poética y la metáfora como mecanismos para una poesía otra en la que, más allá de la comprensión del poema, lo que importa es, siguiendo el credo aquí expuesto, el gesto del poeta, aquello que él hace con el poema. Lo que Gerardo Diego llamaría en su “Intencionario” el “gesto del arquero”: “Nosotros no llegamos a disparar; nos contentamos con la intención, con el ademán. Porque toda la estética del arquero está en el gesto”15. El poema, por tanto, se convierte en gesto, en invitación activa hacia el lector de parte de este poeta subversivo. Una invitación que, como veremos, será recogida
12 “Manifiesto ultraísta”, aparecido en Grecia, 20, junio (1919), y reproducido en Jaime Brihuega, op. cit., p. 103. 13 J. L. Borges, G. Juan, E. González Lanuza, G. de Torre, “Proclama” [1922], Ultra, 22, p. 1. 14 Ibidem. 15 Gerardo Diego, “Intencionario”, Grecia, 46, julio (1920), p. 7.
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por la nueva crítica literaria, que acabará presentándose como ejemplo o modelo de la tarea lectora creativa necesaria para el poema moderno. Pero, antes de examinar este aspecto, debemos acudir a otro género como el ensayo propiamente dicho para analizar cómo, desde la prosa sosegada y reflexiva, distanciada de la lógica de la proclama y el grito del manifiesto, se construirá otro nuevo ethos lírico llamado igualmente a legitimar la figura del poeta hermético, incomprensible.
2. El ensayo Paralela y posteriormente al boom del género del manifiesto, podemos observar cómo en prólogos, artículos, respuestas a encuestas o sencillamente textos ensayísticos el poeta vanguardista español, así como el simbolista francés, no dejó escapar la oportunidad de reflexionar sobre su propia práctica poética. Tanto que —desde Gómez de la Serna a Gerardo Diego, desde Guillermo de Torre a Cernuda o Salinas— es extraño encontrar un solo poeta más o menos reconocido que no publicase, con el paso del tiempo, un volumen de ensayos metapoéticos. La cantidad de escritos es ingente y resultaría imposible allegarlos ni siquiera en una pequeña parte, pero sirvan aquí algunos ejemplos conocidos para mostrar un punto esencial de la función del ensayo a manos de poetas líricos. Como es sabido, la nueva condición de la poesía empezó conceptualizándose entre los ultraístas a partir del concepto de la “imagen poética” y de la “metáfora”, y prosiguió bajo el debate en torno a la poesía pura y en la idea orteguiana de la poesía deshumanizada. Si algo se muestra como una constante en gran parte de estos ensayos, a lo largo de estos años, es un acercamiento a las ideas literarias en el que el poeta se presenta a sí mismo casi como un aséptico analista de lo poético, como ceñudo especialista en el campo del lenguaje, a veces incluso como un científico empirista cuyo campo de estudio no es otro que el de los objetos estéticos. Veamos, por ejemplo un fragmento en que Guillermo de Torre define precisamente la imagen poética: La imagen es el protoplasma primordial, la sustancia celular del nuevo organismo lírico. La imagen es el resorte de la emoción fragrante
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de la visión inesperada: es el reactivo colorante de los precipitados quimicos-líricos. Y en ocasiones, como la ecuación poemática creacionista, es el coeficiente valorador fijo16.
Vemos, pues, cómo el autor de Hélices (1923) al reflexionar sobre la creación lírica se encarama ya al “mirador teórico” que desembocará en la segunda parte de sus Literaturas europeas de vanguardia (1925); un punto de observación parecido al del científico, aquel desde donde puede otear cualquier fenómeno literario y dirigirle su mirada analítica. Por su lado, Cansinos Assens, reflexionando sobre los mecanismos expresivos ultraístas, afirmaba en 1920 que “los poetas modernos [...] obtienen la imagen duple o triple, como flores polipétalas mediante una más alta presión en sus invernaderos”17. Como se observa, en ambos textos se articula una imagen del poeta en el que este es al lenguaje lo que el científico empirista al mundo natural —ya sea químico o biólogo floricultor—, un íntimo conocedor de las leyes de su comportamiento. Esta figura del poeta será determinante para justificar su papel en la sociedad, en tanto experto o técnico del lenguaje, y supondrá lo que aquí denominaremos el ethos profesionalista18 del poeta moderno. Herencia del “poeta doctus” baudelaireano y derivación democrática del poeta aristocrático que encontrábamos, por ejemplo, en la justificación de la oscuridad gongorina19, el poeta moderno legitima la
16 Guillermo de Torre, “La imagen y la metáfora en la novísima lírica”, Alfar, 45, diciembre (1924), p. 20. Citado por Anthony Leo Geist en La poética de la generación del 27 y las revistas literarias: de la vanguardia al compromiso (1918-1936), Barcelona, Guadarrama, 1980, p. 51. 17 Rafael Cansinos Assens, “Instrucciones para leer a los poetas ultraístas”, Grecia, 41, feberero (1920), p. 2. 18 El apelativo de “profesionalista” lo extraigo de algunos estudios de ámbito anglosajón que hablan del professionalism como paradigma del conocimiento que nace en la era contemporánea y se refleja tanto en las ciencias como en las disciplinas del saber (historia, sociología, economía...) o en el arte y la literatura de la modernidad estética. Véase, por ejemplo, Leonard Diepeveen, pp. cit. 19 Aunque sea ya un tópico crítico, podemos recordar en este sentido la célebre carta que Góngora haría pública el 30 de septiembre de 1613: “... honra me ha causado
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dificultad intrínseca de su poesía desde su posición de experto en y experimentador de lenguaje, y cuyo fruto sofisticado puede distar de ser comprendido por la mayoría de la misma manera que lo hace una fórmula matemática que explica una ley física. De esta manera, como destacó Anthony Leo Geist, la poesía se convierte, para los autores del primer cuarto de siglo, en un hortus conclusus exclusivo, “en un refugio para los adeptos, donde no puede penetrar el vulgo”20. Por supuesto, para el poeta vanguardista, el lenguaje, en su expresión puramente poética, no debe “querer decir” nada: “La Música no quiere decir nada. [...] Pues bien, con las palabras podemos hacer algo muy semejante a la Música, por medio de las imágenes múltiples”21. El tópico, de nuevo, así como la asimilación con el arte musical, tiene origen simbolista y se ha desarrollado a lo largo del siglo xx como postulado de un autotelismo intrínseco a la palabra poética según el cual o bien el poema no significa, sino que es —en su versión ontologizante—, o bien la suya es una apertura sémica que solo depende, en última instancia, del lector. Resulta, sin duda, curioso y paradójico observar que aunque el poeta esté convencido de que su obra no “quiere decir” nada, y que por tanto no tiene que “ser entendida” por el lector, este recurrirá constantemente a la prosa ensayística para poder “decir” que su poesía no “quiere decir”, para hacer “entender” al público potencial que sus palabras no deben ser “entendidas”. El poeta del arte nuevo paga su especialización respecto al lenguaje con la incomprensión del público y ante ello pretende instruirlo a través de los ensayos que publica ganándose su consideración con la construcción de este ethos profesionalista. Mediante el
hacerme oscuro a los ignorantes, que esa es la distinción de los hombres doctos, hablar de manera que a ellos les parezca griego, pues no se han de dar las perlas preciosas a animales de cerda” (Luis de Góngora, Obras completas, vol. II, ed. de Antonio Carreira, Madrid, Fundación José Antonio de Castro, 2008, p. 297). 20 Anthony Leo Geist, op. cit., p. 45. 21 Gerardo Diego, “Posibilidades creacionistas”, Cervantes, octubre (1919), p. 27. En otro texto, Diego repetirá la idea, en discrepancia con Antonio Machado: “Lo peor es cuando el canto todavía ‘quiere decir’, quiere ser útil, además de deleitar por su sola melodía” , en “Minuta y poesía”, Alfar, 45, diciembre (1924), p. 3.
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ensayo, el autor contemporáneo busca, entre otras cosas, generar en el lector la confianza necesaria para que este crea lo suficiente en él y en su obra y que esta creencia en su figura como experto en el lenguaje le haga resistir ante el desconcierto inicial que provoca su poesía. El poeta le dirá al lector que no intente entender sus poemas, que no busque un significado cerrado y estable, sino que confíe en él y que se adentre hacia la experiencia que le ofrece. Pero el lector común seguirá buscando un mensaje en los textos, y de ahí que el poeta acabe resignado en su condición de solitario o minoría y termine por renegar de “la ciénaga del vulgo” (Guillermo de Torre), buscando el “hombre selecto” (Ortega) o asumiendo que “el arte siempre es impopular” (Gerardo Diego). Y si bien pudiera creerse que la metáfora científica para construir el ethos lírico de los años veinte solo fue usada por los escritores ultraístas —debido a su entusiasmo tecnológico y cientificista—, baste solo recordar que en la “Poética” que escribiría para la célebre Antología, de Gerardo Diego, Jorge Guillén sentenciaría que “poesía pura es matemática o química —y nada más—”22. Es por este motivo que a menudo se acusará a la poesía vanguardista —en especial a la ultraísta— de ser demasiado “cerebral” y a la vez de invalidar la razón como medio de comprensión poética. Un diagnóstico interesante al respecto es el de Enrique Díez-Canedo, con motivo de la poesía de Diego, a la que comparaba con la oscuridad gongorina: “Para Góngora hay exégetas que aclaran la alusión demasiado sutil [...]. Un poeta moderno halla su fuerza, precisamente, en no prestarse a tales exégesis profesorales. Llama tan solo a la penetración intuitiva y no repara en ser explicado torcidamente”23. Efectivamente, Díez-Canedo da en el clavo cuando menciona la intuición como requisito para el éxito de la lectura de esta poesía moderna, si entendemos esta intuición como una actitud abiertamente
22 Jorge Guillén, “Poética”, en la antología de Gerardo Diego, Poesía española contemporánea, ed. de Andrés Soria Olmedo, Madrid, Taurus, 1991, p. 403. 23 Enrique Díez-Canedo, “Gerardo Diego: inhumano y humano”, La Verdad, 58, septiembre (1926), pp. 2-3. Citado por Anthony Leo Geist, op. cit., p. 87.
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constructiva hacia el poema, como una predisposición hacia el misterio del lenguaje, tal como los propios autores de vanguardia afirmarán sin tapujos. Esta facultad intuitiva es sin duda la que debe llevar al lector a sortear la dificultad u oscuridad de las nuevas creaciones líricas para acceder al corazón del poema, a la experiencia que ofrecen más allá de la comprensión lógica. Y ese aspecto será en mayor medida destacado a través de otro género ensayístico decisivo para entender la poesía de vanguardia que no es otro que la crítica24 literaria.
3. La crítica literaria En efecto, la “oscuridad” de la poesía moderna será defendida por los escritores vanguardistas principalmente en escritos críticos en los que se aproximan a la obra de autores admirados —y, como recordaría Gil de Biedma parafraseando a Auden, a menudo “los poetas metidos a crítico”25 cuando se acercan a la obra de otros están hablando secretamente de sí mismos—. Tal es el caso, por ejemplo, de José Bergamín, quien escribiría lo siguiente, al referirse a la obra “iluminada”, de Arthur Rimbaud: “La claridad poética de la prosa de Rimbaud parece oscuridad al que trata de comprenderla lógicamente. Sus ‘Iluminaciones’ no deslumbran a los que quieren comprenderlas sin los ojos de la intuición poética, que las ve”26. La ecuación es la misma que la anunciada por Díez-Canedo pero positivizada: para Bergamín, la sustitución del razonamiento lógico por la intuición poética permite también la conversión
24 Recordemos que ya Lukács hablaba del crítico para referirse al hablante en cualquier tipo de ensayo, ya se trate de uno que analice una obra artística o un texto literario, o ya sea de uno que lo haga con la realidad circundante: “Sobre la esencia y forma del ensayo” [1910], en El alma y las formas y La teoría de la novela, traducción de Manuel Sacristán, Barcelona, Buenos Aires y México D. F., Grijalbo, 1975, pp. 12-39. 25 Jaime Gil de Biedma, “Nota preliminar”, El pie de la letra, Barcelona, Crítica, 1980, p. 12. 26 José Bergamín, “Notas para unos prolegómenos a toda poética del porvenir que se presenta como arte”, Verso y Prosa, 8, agosto (1927), p. 4.
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de la oscuridad del lenguaje en su opuesto, es decir, en claridad estética. La incomprensión que sufre el poema moderno proviene de la costumbre histórica de entender la poesía con la única herramienta del pensamiento lógico mientras que el arte nuevo requiere de la intuición, ese misterioso ojo interior que se deja llevar por la atracción abisal de un lenguaje ininteligible hacia la experiencia misma del poema. Por su parte, César M. Arconada definiría la misma concepción de la siguiente manera, que nos recuerda el famoso arranque del ensayo La expresión americana —“Sólo lo difícil es estimulante”—, de Lezama Lima: “Contener enigmas es contener futuro. [...] La complicada belleza, áspera y cortante de aristas, es de continuo una llamarada incitadora de los espíritus curiosos”27. De nuevo, la oscuridad poética se presenta como un acicate para la intuición lectora de aquellos espíritus que estén dispuestos a responder a su llama(ra)da. Es, por tanto, a través del concepto de “intuición poética”, esta misteriosa facultad a caballo entre la predisposición intelectual y la entrega emocional, que nuestros poetas modernos buscarán legitimar el hermetismo lírico, pues permite sustituir, en lo que a la lectura se refiere, la idea de comprensión lógica por una nueva y atrayente, digámoslo así, erótica de la ininteligibilidad28. Todo parece indicar, pues, que este arte nuevo poético necesita de modo perentorio el surgimiento de un nuevo lector dotado de una intrínseca atracción hacia lo incomprensible —o sea, la tan ponderada intuición— lo suficientemente robusta y devota como para soportar el repetido fracaso de la comprensión lógica. Y aquí es donde se colma de sentido la aportación indispensable de la mejor crítica literaria que rebosará en cada número de cada revista de literatura de la época. Más allá de su meritorio papel de divulgadora, con más o menos retraso, de las principales tendencias y figuras
27 César M. Arconada, “La música en la obra de Góngora”, Verso y Prosa, 6, junio (1927), p. 4. 28 Esta expresión está inspirada, obviamente, en el ensayo de Susan Sontag Contra la interpretación (1966) y su famoso llamado sobre la necesidad de una “erótica del arte”.
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europeas, la crítica de vanguardia hará suya la misión de enseñar a leer al público contemporáneo, es decir, convertirse en modelo de cómo hay que leer la nueva poesía. Podemos afirmar, en este sentido, que al remarcar lo sobresaliente en la obra de otro escritor o artista, el poetacrítico parece no hacer otra cosa que divulgar las condiciones de lectura de las que en gran medida depende la recepción y consideración de su propia poesía. A este respecto, una idea recurrente en los poetas y escritores de los años diez y veinte sería precisamente la necesidad de una nueva crítica literaria que se basara ante todo en una sincera e incondicional pasión hacia la obra de arte. Precursor, como siempre, en 1908 Gómez de la Serna ya hablaría de la importancia de “La nueva exégesis” desde las páginas de Prometeo29 y veinte años más tarde un joven Guillermo Díaz-Plaja podría capitular y dividir en tres fases las etapas que, según él, se habían sucedido en la crítica española moderna: una primera “crítica de oficio” finisecular, caracterizada por su frío acercamiento a la obra, “absolutamente falta de emoción”30 —y representada por Clarín y Juan Valera, pero por encima de ellos por el denostado Antonio de Valbuena, contra quien se escribiría en 1919 una mordaz “carta abierta anónima desde las páginas de Cervantes firmada por “un académico en ciernes”—; alude en segundo lugar Díaz-Plaja a una “crítica en simpatía” con la obra, protagonizada por personajes como Eugenio d’Ors o Rafael Cansinos Assens; y finalmente a una tercera y actual fase, “la de los nuevos”, en la que la crítica se descubría movida por una “palpitación de entusiasmo” y una “negativa absoluta, feroz, hacia todo lo que no marche al ritmo de las nuevas normas”31. Efectivamente, Díaz-Plaja acertó a señalar dos de las características más indiscutibles de la crítica de las primeras décadas del siglo:
29 El artículo, aunque de prosa dispersa y desorientadora, y referida además a la cuestión religiosa, aparece en el primer número de la revista (Ramón Gómez de la Serna, “La nueva exégesis”, Prometeo, 1, noviembre (1908), pp. 57-62. 30 Guillermo Díaz-Plaja, “El nuevo sentido de la crítica” [1928], recogido en Vanguardismo y protesta en la España de hace medio siglo, Barcelona, Los Libros De La Frontera, 1975, p. 33. 31 Ibidem, p. 34.
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su entusiasmo y su militancia entregada al arte nuevo. Y sería seguramente el joven Guillermo de Torre quien mejor encarnaría la figura del crítico exaltado ante la obra moderna, el que se acerca a cada texto nuevo —como reza la cita de nuestro título— con “férvido apasionamiento intelectivo”32, expresión con la que describiría, en 1920, su propio quehacer crítico haciéndose eco de la célebre “pasión fría” que había preconizado Benjamín Jarnés. Esta “concepción fervorosa, comprehensiva y no punitiva del ejercicio crítico que se proponía aquilatar la obra dentro de sus propios presupuestos y no de acuerdo a una preceptiva anterior o una doctrina ajena”33 elevaría, siguiendo el tópico finisecular de influencia wildeana —“the critic as artist”—, la tarea crítica a una condición de labor artística en sí misma. Podríamos traer a colación numerosos ejemplos de este sentir común que los intelectuales más representativos del momento compartieron respecto a la función y naturaleza de la crítica artística: empezando por el Ortega de las Meditaciones del Quijote (1914), que sería el responsable de la divulgación y popularización de esta concepción del crítico, pasando por el ensayo “Palma” (1923), de Antonio Marichalar, y llegando, por ejemplo, al “Frontispicio”, del propio De Torre a sus Literaturas europeas de vanguardia (1925)34. Y eso sin mencionar la infinidad de breves artículos de autores variopintos, como el de un Carlos Bosch que escribiera en las páginas de Cervantes: “El crítico que no sea artista no tiene derecho a entrar en el terreno divinizado por la belleza”35.
32 Guillermo de Torre, “La poesía creacionista y la pugna por sus progenitores”, Cosmópolis, 20, agosto (1920), p. 31. 33 Domingo Ródenas de Moya, “Guillermo de Torre o la ética de la crítica literaria”, en su prólogo a la selección de ensayos de Guillermo de Torre, De la aventura al orden, Madrid, Fundación Banco Santander, 2013, p. xxii. 34 Se puede encontrar un excelente recorrido por las ideas que vertebran esta concepción de la crítica, sobre todo en Ortega y en Marichalar, en el estudio de Domingo Ródenas de Moya, “La crítica literaria en la prensa del siglo xx”, recogido en Domingo Ródenas de Moya (ed.), La crítica literaria en la prensa, Madrid, Marenostrum, 2003, pp. 189-193. 35 Carlos Bosch, “Del sentido crítico”, Cervantes, abril (1919), p. 131.
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Esta pasión entusiasta y creadora que los escritores y pensadores de las primeras décadas del siglo xx reclamarían para la tarea crítica no es más que el requisito para poder gustar de la nueva poesía lírica, la caracterización febril de esa “intuición poética” que, como hemos observado anteriormente, se exigía a su lector. A través de este género ensayístico, los autores podrán demostrar que efectivamente puede darse una lectura poética desde la aparente incomprensión, desde lo que hemos llamado la erótica de la ininteligibilidad. Solo de este modo el crítico podía convertirse no ya solo en un mediador entre obra y público, sino en un modelo cuya praxis lectora debía imitar aquel que se acercara a la obra moderna para poder apreciarla y degustarla. La crítica afirmativa se convierte pues en la divulgadora de un habitus de lectura, en términos de Bourdieu, que intenta acortar el distanciamiento entre público y obra que se había producido en la lírica de la modernidad. En la crítica se cumple, además, la conjunción de los dos ethos líricos que habíamos encontrado en los géneros anteriores. Por una parte, con la participación activa, el crítico recoge la llamada a la acción que había extendido el gesto subversivo de los manifiestos vanguardistas y responde a ella con otro gesto, con la cooperación confiada en el poema. Por la otra, acepta la posición de iniciador del poeta experto en lenguaje, se deja seducir por su idioma dislocado casi como acto de fe hacia la propia poesía. Lo que habíamos dado en llamar el ethos gestual-subversivo y el ethos profesionalista se dan cita en la actividad creativa del crítico literario para difundir, así, la nueva experiencia lectora en tanto que experiencia realizadora a través del lenguaje, antes que como mera comprensión del texto poético. En el lector modélico que encarna el crítico moderno se ven correspondidas, finalmente, las aspiraciones creativas del autor: este se alza, prefigurando las teorías de la recepción y la semiótica de la lectura, como coautor del poema. Hasta el punto en que en la “Poética” de un poeta como Jorge Guillén se llegará a diagnosticar la confusión —y la fusión— entre ambas instancias en una misma pulsión creativa: No hay creación sin crítica. No hay inspiración profunda sin una conciencia que la contemple: segundo movimiento que habrá de operar sobre la inspiración contemplada. ¿Crítica? Creación otra
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vez. El gran poeta —y no solo el buen poeta modesto— entiende de poesía al fin y al cabo, al cabo de su leer y escribir.
El retruécano del vate vallisoletano consiste en no solo afirmar que no puede darse actividad crítica sin voluntad creativa —tópico, como hemos visto, aceptado ya por la mayoría de seguidores del arte nuevo—, sino que, recíprocamente, tampoco es pensable una labor creativa sin la firme participación de una conciencia crítica por parte del autor de la obra de arte. De esta manera, el poeta-crítico se presenta como el ideal de creador, como aquel en el que las facultades intelectivas e imaginativas se conjugan de manera idónea y sostenida, como figura tautológica y completa, como poeta-poeta —a diferencia, claro, de aquellos que carecen de capacidad crítica—. No es de extrañar, con todo, que se dieran algunas idealizaciones un tanto extremadas a partir de esta figura, pues si la crítica literaria tenía como uno de sus fines el de ejemplificar, transmitir y generalizar esta actitud lectora-creadora, esta predisposición devota y entusiasta en el acercamiento al poema, creer en su posibilidad de lograrlo también suponía imaginar un mundo en el que el ser humano pudiera convertirse en un ser esencialmente estético por obra y servicio de la poesía y el arte. Me refiero, por ejemplo, a propuestas como la de Ernesto Giménez Caballero en su peculiar ensayo sobre el “Eoántropo” (1928) en el que, empujado por su fe, proclama la llegada de “el hombre auroral del arte nuevo”: Como un huevo de oro, este arte lleva encapsulado algo que es menester declarar, afirmar y reconocer: un hombre. Un hombre nuevo, una sensibilidad nueva: un auténtico eoántropo. He aquí por qué no se debía hablar —para la caracterización total del arte novísimo— de una cosa deshumana, ni perhumana, ni inhumana, ni simplemente humana. Sino eohumana. La eohumanización del arte: tal juzgo el verdadero postulado de la más avanzada estética: generación de un hombre inédito, de un ántropo auroral36.
36 Ernesto Giménez Caballero, “Eoántropo. El hombre auroral del arte nuevo” ([1928]), recogido en la antología de ensayos preparada por José-Carlos Mainer,
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Y si la comunión entre autor y lector daba una nueva figura del creador bifronte —poeta y crítico— que, radicalizada de manera trascendente, permitía la profecía de un hombre por venir, no menos podía aplicarse al incipiente mundo que el instinto poético de la vanguardia se proponía renovar: De este modo crearemos un mundo maravilloso, un mundo enteramente nuestro, a la manera de un inmenso veráscopo, al que podrán nuestros adeptos asomarse atónitos, seguros de que llevaremos a cabo el divino milagro; porque en vez de hallar a la naturaleza en nuestro mundo, cuando vuelvan los ojos a la vida, hallarán nuestro mundo, fresco aún, sentado en toda cosa de la vida37.
Queden, pues, todos estos testimonios como la huella de un momento histórico en el que poetas y prosistas, artistas y pensadores, bogaron juntos para proponer y ofrecernos, si no un ser y un mundo nuevos, sí una nueva escritura lírica y una nueva experiencia lectora que han determinado, sin duda, la manera de acercarnos aún hoy en día al texto poético. Una aventura literaria hacia la poesía moderna que no puede entenderse sin acudir a los centenares de ensayos y páginas de crítica que circularon por aquel agitado campo intelectual de la vanguardia española.
Casticismo, nacionalismo y vanguardia (Antología, 1927-1935), Madrid, Fundación Santander Central Hispano, 2005, p. 90. 37 José Rivas Paneda, “Nosotros los del Ultra”, Grecia, 25, agosto (1919), p. 15.
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1. EN TORNO A LA TEORÍA DEL GÉNERO
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El ensayo y la nueva poética narrativa
José María Pozuelo Yvancos (Universidad de Murcia)
Planteamiento La conocida como condición posmoderna propende a situar en la crisis del sujeto el centro de sus teorizaciones. Pero simultáneamente se da la paradoja de que en el ensayismo contemporáneo está siendo creciente el interés por la intimidad y por las formulaciones de la identidad, sea masculina o femenina. Resultaría imposible recorrer siquiera una pequeña parte de cuanto adeuda el ensayismo de los últimos dos decenios a la recuperación de las habitaciones propias y del modo de situarse el individuo frente a sí mismo, bien en la modalidad de formación de una identidad, bien en la de su deconstrucción. Este interés ha tenido, en lo que afecta al contenido de esta ponencia, dos correlatos: el primero es el crecimiento tanto en la creación literaria como en las teorías que versan sobre ella, del interés por los géneros memorialísticos y más propiamente de los autobiográficos.
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Dediqué a este asunto hace años una monografía1. Pero ha habido otro correlato anejo a este crecimiento, insisto en que a un tiempo literario y teórico, y es la propensión a establecer una metonimia que, como todo tropo, sustituye el referente por lo referido: se tiende a establecer una contigüidad entre el yo personal y el yo biográfico, de manera que parece que el uno necesariamente lleva al otro. Esto se ve muy bien en la deriva que ha ido tomando, según he mostrado en otro ensayo más reciente2, la categoría de la autoficción, que había tendido a centrar su indagación en las continuidades posibles de ciertas novelas contemporáneas con el sujeto histórico-biográfico que está detrás, es decir, con la persona del escritor que se propone personaje. En esta ponencia me propongo plantear otra mirada posible sobre las poéticas narrativas actuales, que las contempla a la luz del ensayo como género literario, fijándome en cómo el narrador es utilizado con frecuencia en la novela para hacer emerger la voz de un yo personal reflexivo, modalidad discursiva triunfante en ciertos desarrollos de la novela contemporánea. El punto de partida teórico es que no siempre el yo narrativo de carácter personal tiene que ver con el yo biográfico que algunas categorías triunfantes como la de autoficción venían postulando. Antes bien, considero que en la literatura narrativa del presente la influencia de un yo personal nacido de la tradición y necesidades del ensayo es mayor de lo que adeuda a su trasunto biográfico. Es desde el ensayo, pues, desde donde pueden entenderse mejor algunas de las transformaciones que ha experimentado la novela de los últimos quince años en Europa. Por tanto, me propongo seguir desarrollando el concepto de figuración del yo presentado en el libro citado por la vía de explicar que el yo ensayístico es una de las líneas de fuerza predominantes en la figuración del yo narrativo. Luego de plantear los conceptos, para lo que me serviré de Montaigne, creador del género, me referiré en la segunda parte de la ponencia a algunos ejemplos de estas consideraciones teóricas que sirven
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De la autobiografía. Teoría y estilos, Barcelona, Crítica, 2006. Figuraciones del yo en narrativa: Javier Marías y E. Vila-Matas, Nueva York/ Universidad de Valladolid, Cátedra Delibes, 2011.
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para la lectura de dos ciclos narrativos de gran importancia donde han fraguado figuraciones del yo ensayístico: las últimas novelas de Javier Marías y de E. Vila-Matas, significando además, motivo en que no podré detenerme sin embargo, la continuidad existente en ambos escritores entre su obra como ensayistas y sus últimas novelas. Es necesario, por consiguiente, tener en cuenta la interdependencia del ensayo y la novela si queremos comprender el mecanismo de la figuración del yo según han de dibujarlo algunos de los mejores novelistas de hoy. El aspecto que aquí me interesa queda encerrado en la siguiente pregunta: ¿Habría una forma de ser una voz personal y no ser necesaria o totalmente biográfica, esto es, de ser voz de quien escribe y no constituirse en el correlato de una vivencia vital concreta? Sí. Tal es el estatuto de la que denominaré voz reflexiva, que comúnmente conocemos asociada al ensayo, y que es la que, entre otros, desarrollan en sus novelas W. G. Sebald, Thomas Bernhard, Claudio Magris, J. M. Coetzee, Antonio Tabucchi, Sergio Pitol, Juan Benet, Javier Marías o Enrique Vila-Matas. Es una voz que permite construir el yo desde un lugar discursivo, que le pertenece y no le pertenece al autor o le pertenece de una forma diferente a la referencial. Le pertenece como voz figurada, es un lugar donde se despliega la solidaridad indestructible entre un yo pensante y un yo narrante. La singularidad de los novelistas citados es hacer que prevalezca el tiempo del discurrir mismo y de la enunciación como punto dominante de la nueva forma, mucho más que la historia contada en la novela. Si a los narradores de Javier Marías o de Vila-Matas, que son los autores a los que me voy a referir luego, les hacemos desaparecer la tensión discursiva del yo reflexivo, la novela queda sin entenderse cabalmente. Se podría aplicar a ellos lo dicho para la forma ensayo por Max Bense, y que recoge Adorno en su argumentación a favor de un ensayo antipositivista: escribe ensayísticamente quien redacta experimentando, quien vuelve y revuelve, interroga, palpa, examina, penetra en su objeto con la reflexión, quien lo aborda desde diferentes lados, y reúne en su mirada
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El ensayo y la nueva poética narrativa intelectual lo que ve y traduce en palabras, lo que el objeto permite ver bajo las condiciones creadas en la escritura3.
Movimiento crítico, mirada intelectual, pensamiento ejecutándose, objeto experimentándose que tiene a un yo en el espejo de su propia forma, mirando los objetos y haciéndolos ser imagen que coincide en todo con su mirada. Me refiero a la capacidad de hacer vivencia de la contemplación de los objetos, de convertir esa misma mirada y el acto que la ejecuta en la principal dimensión de su forma, de manera que los contenidos no están ya en el estrecho campo de lo refutable, que es un tiempo del decurso histórico, sino que logran sobrepasarlo, hasta erigirse en valores del presente, que nunca se sobrepasa porque vive en la enunciación misma de su forma. Estos rasgos del ensayo se dan también en el mecanismo que la figuración del yo está acogiendo en las novelas de los dos autores citados como experiencia que se ofrece narrativa y discursiva a un mismo tiempo. Para que tal experiencia emerja se necesita haber creado una voz narrativa que no permita fácilmente el deslinde entre la historia narrada y la reflexión o el pensamiento inserto a propósito de ella. Esa particularidad pensante de la voz narrativa es la que me propongo recorrer en los dos autores elegidos, aunque ambos la ejecutan de manera distinta, según veremos. Ese yo narrativo-reflexivo figurado en los novelistas a los que me estoy refiriendo marcaría, eso sí, una diferencia que lo separaría de la particularidad del ensayo como forma de discurso ejecutivo cuya teoría he esbozado en otro lugar4. El ensayo sería aquella escritura del yo no susceptible de ser ficcionalizada, es decir, que impone su resistencia a que se separen las categorías de la enunciación y la del autor, lo que sí permite el yo personal figurado como voz narrativa en las novelas a las que me refiero, que son ficcionalizaciones o figuraciones de un yo necesariamente imaginario aunque reflexivo: una voz ficcional narradora
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Adorno, T. W., “El ensayo como forma” en Notas sobre Literatura. Obra Completa, vol. 11, Madrid, Akal, 2003, p. 27. Desafíos de la teoría. Literatura y géneros, Mérida (Venezuela), El Otro & El Mismo, 2007, pp. 235-252.
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y pensante a un tiempo, de tal forma que lo que al narrador corresponde es mirar, escuchar y, sobre todas las cosas, tal es la índole de su estatuto, someter cuanto ve y escucha a escrutinio y reflexión, si se quiere, “ver por adentro” de los otros, y de sí mismo ejecutándose como tal, pues el ingrediente autorreflexivo no es pequeño.
Montaigne Y, como siempre ocurre, es el propio Michel de Montaigne quien más apoyos puede proporcionarnos para indagar en esta voz, porque precisamente el asunto que nos ocupa está situado en el corazón del edificio teórico que el alcalde de Burdeos fue edificando por vez primera al mismo tiempo que escribía su obra. Obviamente Montaigne relaciona desde el principio el estatuto de su voz con el yo personal-biográfico de sí mismo como autor que escribe. Para que no haya duda respecto a ese vínculo baste con leer las famosas palabras de su Prólogo “al lector”: Lector, este es un libro de buena fe. Te advierte desde el inicio que el único fin que me he propuesto con él es doméstico y privado. No he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria. Mis fuerzas no alcanzan para semejante propósito. Lo he dedicado al interés particular de mis parientes y amigos, para que, una vez me hayan perdido —cosa que les sucederá muy pronto—, puedan reencontrar algunos rasgos de mis costumbres e inclinaciones y para que así alimenten, más entero y más vivo, el conocimiento que han tenido de mí. Si hubiese sido para buscar el favor del mundo, me habría adornado mejor, con bellezas postizas. Quiero que me vean en mi manera de ser simple, natural y común, sin estudio ni artificio. Porque me pinto a mí mismo. Mis defectos se leerán al natural, mis imperfecciones y mi forma genuina en la medida en que la reverencia pública me lo ha permitido. De haber estado entre aquellas naciones que, según dicen, todavía viven bajo la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiera gustado muchísimo pintarme del todo entero y del todo desnudo. Así lector, soy yo mismo la materia de mi libro; no es razonable que emplees tu tiempo en un asunto
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El ensayo y la nueva poética narrativa tan frívolo y tan vano. Adiós, pues. Desde Montaigne, a 12 de junio de 15805.
Ningún resquicio de duda puede quedarnos sobre la novedad y fuerza de este pintarse a sí mismo y con ello unir su libro al yo, en toda su dimensión de testimonio personal, con ambición de mostrarse desnudo, y por tanto tampoco cabe duda alguna sobre el parentesco de este programa suyo con el propiamente autobiográfico. Importa antes que el tema o el artificio desarrollado afecto a cada tema, la postura del sujeto, su visión, su persona. Una profunda novedad supone esto en la literatura de Occidente, consciente, según dice en otro lugar (libro i, cap. xxv), de que “el verdadero espejo de nuestro espíritu es el curso de nuestras vidas”. Pero, avanzando más, encontramos un texto que plantea otro asunto que ha sido muy debatido y comentado por el propio Montaigne varias veces a lo largo de su obra: la interdependencia entre vida y libro, esto es, entre la voz personal que puede deducirse de los Essais y la que ha ido creando el autor a la vez que la obra era escrita. Tal idea, central en todo el aparato teórico de Montaigne, la encontramos en el famoso texto del Libro II, capítulo xviii donde dice: Al moldear en mí esta figura he tenido que arreglarme y componerme tan a menudo para reproducirme, que el modelo ha cobrado firmeza y en cierta medida forma él mismo. Al representarme para otros me he representado en mí con colores más nítidos que los que antes tenía. No he hecho más mi libro de lo que el libro me ha hecho a mí —libro consustancial a su autor, con una ocupación propia, miembro de mi vida, no con una ocupación y finalidad tercera como todos los demás libros—6.
Y más adelante:
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Michael de Montaigne, Los ensayos. Según la edición de 1595 de Marie de Gournay, ed. y trad. de J. Bayod Grau, Barcelona, Acantilado, 2007, pp. 5-6. Ibidem, p. 1003.
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No he estudiado en absoluto para hacer un libro, pero de algún modo he estudiado porque lo había hecho7.
Sin embargo, en todo lo que he venido citando —espigando de otros muchos lugares donde ideas semejantes se vierten en los Essais— no me he referido todavía al fenómeno de la forma, a la modalidad discursiva que el propio Montaigne entiende crucial y que vinculará a dos conceptos discursivos que considero claves: el primero es el juicio y el segundo será precisamente la narración, el relato. Vayamos a ellos. Respecto al primero, lo tenemos formulado en el siguiente texto que da inicio al capítulo L del Libro I: Es el juicio un instrumento que vale para cualquier asunto y que se inmiscuye en todo. Por este motivo, al ponerlo aquí a prueba, aprovecho toda suerte de ocasiones. Si se trata de un asunto que no entiendo, lo pongo a prueba en eso mismo: sondeo el vado desde la distancia, y después, al encontrarlo demasiado hondo para mi estatura, me quedo en la orilla. Y el reconocimiento de no poder pasar al otro lado es una muestra de su acción, incluso una de aquellas de las que más se ufana. A veces en un asunto vano y nulo, pruebo a ver si encuentra con qué darle cuerpo y con qué apoyarlo y sostenerlo. A veces, lo paseo por un asunto noble y trillado, donde nada puede encontrar por sí mismo, pues el camino está tan desbrozado que no puede andar sino sobre huellas ajenas. Ahí su juego consiste en elegir la ruta que le conviene mejor, y, entre mil senderos, dice que esto a aquel fue la mejor elección. Aprovecho cualquier argumento que me presenta la fortuna. Para mí son igualmente buenos. Y jamás me propongo tratarlos por entero. Porque no veo el todo en nada. Tampoco lo ven quienes nos prometen que lo harán ver. De los cien elementos y aspectos que tiene cada cosa, tomo uno, a veces solo para rozarlo, a veces para tocarlo levemente, y, en ocasiones, para pellizcarlo hasta el hueso. Hago un avance en él, no con la máxima extensión sino con la máxima hondura de que soy capaz. Y, las más de las veces me gusta cogerlo por algún lado insólito. Me arriesgaría a tratar a fondo alguna materia si me conociera menos y me engañase sobre mi incapacidad.
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Ibidem, p. 1004.
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El ensayo y la nueva poética narrativa Esparciendo una frase por aquí, otra por allí —muestras desprendidas de su pieza, separadas, sin propósito ni promesa—, no estoy obligado a tratarlas en serio, ni a mantenerme yo mismo en ellas, sin variar cuanto se me antoje, ni retornar a la duda y a la incertidumbre, y a mi forma maestra, que es la ignorancia8.
Cualquier conocedor del mundo del xvi sabe que el vocablo juicio tenía una significación concreta heredada precisamente de la educación en la Retórica clásica. El termino iudicium según lo recoge Lausberg (en Elementos de retórica literaria, §1153) de diferentes lugares, entre ellos de Quintiliano, consistía en el don de discernir entre lo que el ingenium y la ars ofrecían de cara a la utilización en la obra. El juicio es por tanto un correctivo deliberativo de la creación poética del ingenium. Juan de Valdés advertía por ello en su Diálogo de la lengua que entre los hallazgos del ingenium es el juicio el que debe escoger lo mejor y colocarlo en el lugar adecuado, estableciendo en época ya muy cercana a Montaigne (cuarenta años antes) una distinción entre ingenio y juicio, que se encuentra asimismo en el Prólogo que Gracián puso a su Agudeza y arte de ingenio, al decir que había dedicado otras obras suyas al juicio y esta dedicaría al ingenio. En este texto citado ha hecho una certera descripción de la manera como funciona el juicio en los Essais: va adaptándose en tonalidad y profundidad según sea el tema, y va de tal forma podando la inventiva de los argumentos seleccionados según sea la naturaleza del asunto tratado que rige tanto para la elección del procedimiento para tratarlo, como en la variedad dada al recorrido. Por supuesto, como era común, todo el texto sostiene el tópico retórico de la humilitas, declarando explícitamente que al utilizar a su favor ese lugar común está dando muestras de su propia acción, pero no deja de ir marcando en el texto que también le importa la idea de la originalidad, llegando incluso a ufanarse de lo insólito de su mirada sobre muchas cosas. Pero junto al del juicio me he referido a un segundo concepto discursivo: el propiamente narrativo, esto es, el relato, situado también
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Ibidem, pp. 436-437.
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por el propio Montaigne como elemento fundamental para el desarrollo del género ensayo. El lugar donde mejor se desarrolla es el capítulo II del Libro III, titulado “El arrepentirse”, que comienza así: Los demás forman al hombre: yo lo refiero [en el original: “Les autres forment l’homme: je le recite”] y presento a uno particular muy mal formado, y al que si tuviera que modelar de nuevo haría en verdad muy distinto a como es. Está ya hecho. Ahora bien los trazos de mi pintura no son infieles, aunque cambien y varíen. El mundo no es más que un perpetuo vaivén todo se mueve sin descanso —las tierras, las peñas del Cáucaso, las pirámides del Egipto— por el movimiento general y por el propio. La constancia misma no es otra cosa que un movimiento más lánguido. No puedo fijar mi objeto. [...] No pinto el ser, pinto el tránsito, no el tránsito de una edad a otra, o como dice el pueblo, de siete en siete años, sino día a día, minuto a minuto. Esto es un registro de acontecimientos diversos y mudables y de imaginaciones indecisas y en algún caso contrarias, bien porque yo mismo soy distinto, bien porque abordo los objetos en otras circunstancias [...]. Expongo [en el original: “Je propose”] una vida baja y sin lustre. Tanto da. Toda la filosofía moral puede asociarse a una vida común y privada igual que a una vida de más rica estofa. Cada hombre comporta la forma entera de la condición humana9.
De este texto ha sido muy citada la última de las frases que he recogido: “Chaque homme porte la forme entière de l’humaine condition”, cuyo sintagma último ha hecho fortuna, pero habría que analizarlo entero para darse cuenta de que esta afirmación resulta en realidad un argumento que corona lo que ha dicho al comienzo, esto es, que los otros forman al hombre, pero que él “lo relata” ( “je le recite”, dice el original), que es forma verbal y podría ser traducción más elocuente que la simple: “Yo lo refiero”. La contraposición que está en la base del razonamiento que persigue el texto es “yo y los otros”, pero no para contraponerlos, sino precisamente para darle la vuelta a la
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Ibidem, pp. 1201-1202.
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dualidad inicial y concluir que lo que hacen sus Essais se apoya en la razón de que haya elegido tema tan bajo y minúsculo como una vida menor y sin lustre: se ocupan de ese yo minúsculo “porque yo soy los otros”, porque cada hombre reúne en su vida la condición humana, condensa a todos. Pero no puede escapar a nadie que haya elegido el verbo reciter [“les autres forment l’homme: je le recite”], mucho más cuando el argumento que continúa expone muy a las claras la razón de ese verbo: lo que conviene al individuo es la narración precisamente porque la vida es mutación perpetua, continuo tránsito, de tal manera que necesita un yo narrativo para poder atrapar una idea, un pensamiento fluyente, una vida en movimiento, minuto a minuto. El razonamiento es impecable: ya que el yo es por naturaleza mudable e inconsistente, y a menudo contradictorio, lo mejor es contarlo. Como Montaigne es retórico sabe que puede dar fuerza a su argumento incluyendo dentro de él un silogismo: ¡cómo no va ser mudable el hombre si hasta lo son la tierra, las piedras del Cáucaso y las pirámides de Egipto! Para que no quepa duda, aunque el verbo reciter ya habría bastado, está la movilidad constante y, para que nadie pueda quedar sin convencerse de que la narración es la forma más apropiada, incluye, dos páginas después, cerrando un extenso párrafo, la siguiente joya: “Yo no enseño, yo relato”10 [en el original: “Je n’enseigne pas, je raconte”]. Por tanto, no únicamente el verbo reciter con el que comenzó el capítulo, sino después raconter son verbos que no ofrecen duda alguna sobre la forma narrativa de quien edifica, junto a una materia (el yo), una forma que, insisto, se origina en la confluencia entre lo reflexivo del juicio, que antes hemos recorrido, y la narrativa que acabamos de ver y que para Montaigne conviene a la representatividad poética del individuo.
10 Ibidem, p. 1204.
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Marías y Vila-Matas No parece, por tanto, si miramos a las formas del yo reflexivo que adoptan la línea narrativa que antes he anunciado (repito: G. W. Sebald, Thomas Bernhard, Claudio Magris, J. M. Coetzee, Antonio Tabucchi, Sergio Pitol, Javier Marías o Enrique Vila-Matas), que tengamos que ir a otros muchos lugares diferentes a Montaigne para percibir en ellos que la construcción figurada del yo que estos autores han imaginado pueda entenderse, así lo propongo hacer, más derivada del yo reflexivo del ensayo —que como acabamos de ver es en sí mismo narrativo— que el que emerge en el género autobiográfico. Para verlo, en la segunda parte de este trabajo me centraré en los dos autores que he estudiado más, precisamente por considerarlos cimeros de la narrativa en castellano: Javier Marías y Enrique Vila-Matas. El lector que lo sea de Javier Marías sabe que esta propiedad de estar algo fuera, como en el alero de las cosas, pero para mirarlas, contemplar su rostro y escuchar su latido, o su voz, es la propiedad constitutiva de su estilo, que se suele decir digresivo, más acertadamente “errabundo” según lo acaba de denominar un libro reciente de Alexis Grohmann11, por unos narradores que tienen necesidad de someter a comentario aquello que en ese momento está narrando, sin que sea indistinguible una cosa y la otra. Antes he dicho que la voz de Javier Marías era narrante y pensante y conviene que nos detengamos un poco en tal rasgo que se constituyó decisivamente en Todas las almas y que comparten luego otros narradores suyos como el de Corazón tan blanco o el de Mañana en la batalla piensa en mí, pero que alcanza a ser radical en la estructura misma de Negra espalda del tiempo, “falsa novela” quiciada precisamente sobre la triple condición de narrador, personaje y autor que conscientemente se establece como un yo pensante o reflexivo, ya que NET es una novela y también un comentario o discurso sobre la recepción que su novela anterior, Todas las almas, había tenido.
11 Alexis Grohmann, Literatura y errabundia (Javier Marías, Antonio Muñoz Molina y Rosa Montero), Amsterdam-Nueva York, Rodopi, 2011.
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Advierto que el narrador de NET es cumplidamente un “yo narrante” en la medida en que la novela no deja de ser novela por su dimensión reflexiva. No es un ensayo, o un tratado crítico o especulativo o una disertación, aunque parezca las tres cosas. Y lo parezca sin disimulo. Es una novela. Y en ese quicio, donde se establece una continuidad sin fisuras entre los estatutos narrativo y reflexivo, creo que puede encontrarse un rasgo decisivo de la novedad que estamos persiguiendo y que el propio Javier Marías ha acertado a llamar su “voz escrita”. ¿Pero qué ocurre con tal narrador, por qué tiene tanto empeño en ser simultáneamente narrante y pensante, por qué tiene tanta necesidad de comentar-contar, de interrumpir la acción? Hay un texto de Javier Marías escrito en una carta del 8 de mayo de 2003 a Alexis Grohmann y publicado por este con autorización del autor, que me parece importante para dar respuesta a tales preguntas: la interrupción de las narraciones [...] es justamente mi mayor prerrogativa y quizá mi mayor interés como novelista. En una novela —y sólo en ese género, me temo en literatura, en música es otra historia— se puede lograr que exista el tiempo que en la vida jamás existe, o pasa inadvertido porque no espera y va demasiado rápido. Explorar ese tiempo existente y a la vez inexistente, en que quizá nos ocurren las cosas más importantes, sin que a menudo nos enteremos es, supongo, uno de mis motivos para escribir libros12.
Ofrece aquí Javier Marías un motivo, o mejor, una razón menos conocida para su peculiar forma de narrar errabundo, pensante, que interrumpe las narraciones para comentar, dilucidar, explorar posibilidades, reflexionar. Advierto que esta razón no excluye otras, singularmente las aportadas por el propio Javier Marías, quien en su “Discurso de ingreso en la Real Academia Española”, amén de tratar con una anécdota graciosa (que en tal contexto resultó todavía mejor), cuenta la historia oral que
12 Apud Alexis Grohmann, “La errabundia de Negra espalda del tiempo”, en Irene Andrés-Suárez y Ana Casas (eds.), Javier Marías, Madrid, Arco / Universidad de Neuchâtel, 2005, p. 139.
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tanto gustaba a Juan Benet del interrogatorio que un juez hacía a un tal Sebastián amigo de un travestido, sin que el testigo pudiese “ir al grano” ante la escucha interesada del propio juez. Luego de contar tal historia, incorpora Marías otras referencias que justifican de modo excelso la interrupción de las narraciones. Desde luego era obligado referirse al Quijote, pero de modo especial lo hizo entonces Marías al libro que mejor siguió a Cervantes, el escrito por Laurence Sterne y que él mismo había traducido en su día (1978) con el título de La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, algunas de cuyas enjundiosas reflexiones (acompañadas de otras de Dickens) sobre las constantes interrupciones de su historia (que ve pasar doscientas cincuenta páginas para el primer día de vida y cuanto más avanza más se empequeñece el tiempo cronológico respecto del tiempo de la narración) reproduce el mismo Javier Marías en el ensayo titulado Sobre la dificultad de contar13. No en vano, en el año mismo de publicación de Todas las almas, había escrito Javier Marías que el de Sterne era su “libro favorito”14. Podría añadirse como otro modelo para su estilo que interrumpe la narración con excursos, reflexivos casi siempre, el asimismo querido y proclamado magisterio como tal de Juan Benet. La literatura toda del otro escritor a quien voy a referirme, Enrique Vila-Matas, sabe que la metáfora que mejor le va es precisamente la de red, o sus metonimias de “tejido” o la borgiana de laberinto, cuando no sea la que ejecuta Kafka en el Agrimensor de El castillo, con sus constantes entradas y salidas en un viaje que podría proyectarse hasta el infinito. Precisamente a esta figura kafkiana del Agrimensor se refiere el propio narrador alter ego de Vila-Matas en un momento concreto de El mal de Montano, para enunciar el que considero principio nuclear de su poética de la ficción: Se detiene el Agrimensor en todos los recodos del imaginario camino y lo comenta todo. Se diría que se dedica a escribir buscando llegar a
13 Javier Marías, Sobre la dificultad de contar, Real Academia Española, pp. 22-27. 14 Javier Marías, “Mi libro favorito” [1989], en Literatura y fantasma, Barcelona, De Bolsillo, 2007, pp. 362-365.
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El ensayo y la nueva poética narrativa las fuentes de la escritura, pero mientras tanto va comentando, en un conjunto de comentarios que acaban volviéndose infinitos, el mundo. Parece estar buscando siempre al primero que nombró algo, a la fuente original [...] Pero para eso debe medirse con tres mil años de escritura. Al contrario que el Quijote, la novela de Kafka no tiene como asunto explícito el mundo de los libros. K. es agrimensor, no lector ni escritor, y por tanto no tiene el mal de Montano ni se plantea problemas relacionados con la escritura, pero lleva esos problemas en su propia estructura novelesca, porque lo esencial de la peregrinación de K. no consiste en desplazarse, sino en ir de una exégesis a otra, de un comentarista a otro...15.
El síndrome de K. es este deambular por una red literaria que se concibe como tejido de textos comunicados, que llevan de uno a otro y que remiten a la figuración de un yo que es fundamentalmente lector que ejecuta su yo solo para la literatura, y desde la literatura será el tema desarrollado en algunas de las últimas novelas de Enrique VilaMatas, obviamente no para glosar simplemente lo que considero una evidencia, sino para rastrear en ella una concepción del mundo y del arte de la novela que daría cuenta de él, desde el principio germinal que da sentido a toda la literatura de Vila-Matas, y que encuentra en el propio Quijote (que se prolonga en su Montano) su principal argumento: la hipotética distinción entre escritor y personaje, entre novela y mundo, entre libros y realidad es indecidible y afirmarla es tan artificial como su negación. Las novelas de Vila-Matas a partir de Historia abreviada de la literatura portátil proyectada luego en la tetralogía que componen Bartleby y compañía (2000), El mal de Montano (2002), París no se acaba nunca (2003) y Doctor Pasavento (2005) dibujarían entonces el pliegue de una fuga en espiral que se alimenta a sí misma de literatura, una vez conocemos que para afirmarla o para negarla VilaMatas ha concebido su propio proyecto literario como un comentario al arte de la novela, entendida como red de caminos trazados en el imaginario humano, pero también finalmente vía de salvación
15 Enrique Vila-Matas, El mal de Montano, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 162.
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propia, de sí mismo como individuo. Transitar por tal red, o verse atrapado en ella, no tendría un origen ni un final, como tampoco el viaje de K., sino una prolongada figura especular del propio mundo de textos intercomunicados que lo configuran y que remite en última instancia a las paradojas del laberinto vital y simultáneamente literario de quienes se encuentran enfermos de literatura. Vila-Matas es consciente del constante tránsito de la ficción a la realidad (y viceversa) y de mezclar los géneros que arrancan del estatuto memorialista y del ensayo (es decir, los géneros de la escritura del yo histórico) con los de la ficción misma, hasta provocar una indistinción de sus fronteras, todas en el interior del saludable embaucamiento de la ficción. Me parece importante destacar que esa inscripción de lo real dentro del marco de lo ficcional subvierte el estatuto mismo de realidad hasta nivelarlo literariamente con lo ficticio. Como dice en Bartleby y compañía: No puede existir una esencia de estas notas como tampoco existe una esencia de la literatura, porque precisamente la esencia de cualquier texto consiste en escapar a toda determinación esencial, a toda afirmación que lo estabilice o realice. Como dice Blanchot la esencia de la literatura nunca está ya aquí, siempre hay que encontrarla o inventarla de nuevo. Así vengo yo trabajando en estas notas, buscando e inventando, prescindiendo de que existen unas reglas de juego en la literatura16.
En conclusión, la novela de hoy está creando en ciertos de sus mejores cultivadores un hibridismo fundamental con el ensayo, muy diferente del que históricamente se denominó novela de tesis, puesto que no nace como mezcla de elementos disjuntos, antes al contrario la entiendo como construcción de una nueva figuración del yo, que tiene su germen primigenio en la escritura ensayística y que finalmente es la que permite y desarrolla una voz que es simultáneamente personal e inventada (o, dicho de mejor forma, figurada), y que
16 Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía, Barcelona, Anagrama, 2001, p. 160.
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El ensayo y la nueva poética narrativa
dentro de la novela misma camina desde una zona a la otra, proporcionando de tal forma al género ensayo uno de los más poderosos vectores de metamorfosis futuras al inscribirse en el origen de la nueva poética narrativa.
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“L’essai est ondoyante”: variaciones de la subjetividad ensayística
Joan de Dios Monterde (Universitat Pompeu Fabra)
Lo que ocurre en el ensayo en las letras españolas entre los 60 y los 90 es la recuperación de un género que había empezado a ejercitarse en España con creciente plenitud durante el primer tercio del s. xx, distinguiéndose del gran magma de la prosa de ideas y que, tras el hiato bélico, se pone de nuevo en marcha. Es la reactivación de un género que, como suele pasar, se produce explorando de nuevo los orígenes de su tradición y acercándose a lo más fiel de su producción contemporánea. Este restablecimiento se lleva a cabo releyendo el género desde sus inicios y comprendiendo cuáles son las funciones y características que lo singularizan, para ponerlos en acción en nuevas producciones. Entre quienes están en esta labor, quedémonos apenas
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con cuatro nombres que comparten un mismo tiempo: Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Benet, Carmen Martín Gaite y Joan Fuster1.
1. El yo En todo ensayo hay un “yo”, es decir, siempre se representa esa conciencia discursiva que aparece en todo hecho literario. En el caso específico del ensayo este “yo” tiene una peculiar implicación en la obra, una presencia fuerte y la mayoría de las veces deriva en la elaboración de una suerte de entidad personal que encarna esta voz. La referencia al yo puede ofrecerse de manera ostensible, y entonces la persona y su experiencia aparecen como un ámbito ineludible del ensayo. En nuestro cuarteto, el caso de Martín Gaite es el más claro por la necesidad que demuestra tantas veces de elaborar su ensayo a partir de la referencia explícita a su yo, desde el que mide todas las cuestiones que va a tratar y que deviene en la matriz misma de su ensayo. Es así como en El cuento de nunca acabar o en sus artículos reunidos de Agua pasada persigue su tema desde la mención directa a su experiencia. Referirse progresivamente al yo, de manera que así se vaya construyendo como personaje, es lo que ocurre en los cuatro casos, pero en muchas ocasiones esa figura explícita del yo se hace menos evidente, como en la voz del primer ensayo ferlosiano, Las semanas del jardín, o en bastantes de los ensayos de Benet, muy especialmente en El ángel del señor abandona a Tobías2 o en La construcción de la torre de Babel. No es que la presencia del yo desaparezca, sino que
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Es evidente la coincidencia no ya biográfica —Fuster (1925-1992), Gaite (19252000), Benet (1927-1992), Ferlosio (1927)—, sino también en la aparición de sus primeros títulos plenamente ensayísticos a partir de los sesenta (si bien puede decirse que Fuster ya lo hace a partir de 1955) y que cierran o con su muerte o concluyendo una etapa, al principio de los noventa. Está claro que Ferlosio es el que más ensayo ha producido fuera de esta etapa (hasta 2009 con Guapo y sus isótopos), pero en cuya producción también puede observarse un punto de inflexión a partir de 1992 con Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Rafael Sánchez Ferlosio, El ángel del señor abandona a Tobías, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1976.
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no se hace tan evidente, no circula su figura por el texto, sino que se vislumbra la subjetividad de ese yo en negativo. Sobra apuntar que este yo es una elaboración y, por tanto, no cabe vincularlo directamente a una instancia real. De ahí que, pese al fuerte vínculo que imaginamos entre el autor y el yo de su texto, no se comprenderá el fenómeno si no trazamos cierta distinción elemental entre el individuo que escribe y el “yo” representado que, como tal, es un producto discursivo. Pero, aún y así, si puede parecer más complejo identificar el yo del ensayo con lo literario, a diferencia de lo que ocurre con el de la narración, es porque el yo ensayístico es distinto del narrativo. Si este último es una elaboración a la que le basta con alcanzar verosimilitud, en el caso del yo del ensayo le hace falta lograr, además, apariencia de realidad. Debe conseguir vencer la propia naturaleza discursiva y parecer real porque tiene que empezar su conexión con el lector haciéndole creer que le está hablando un yo existente que se le acerca con sinceridad. Puesto que lo buscado es que el lector participe del pensar al que invita esa voz, no se podría alcanzar tal cosa si quien lee no percibe que tiene delante a un interlocutor real que se refiere a la circunstancia que, a pesar de las distancias, ambos comparten y a ambos implica3. Con la necesidad de realidad viene acompasada la de que el yo busque la atención del lector a través de un tono accesible para un lector medio, que se module de tal manera que aparente ser una voz en una conversación dada. Esa textura de la charla cercana es parte de la realidad que debe lograr representar esa voz y es la que hace que el discurso se haga transparente a la mayoría de lectores, que pueden verse llamados
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Muchas veces el propio ensayo nos da las claves de su propia poética. En este caso, Fuster puede ilustrar mejor esta necesidad de “realidad” del interlocutor, por más que tal realidad sea también una ficción: “En l’ordre de les relacions normals d’home a home, el principi de ‘credibilitat’ és essencial: hem de ‘creure’ el nostre interlocutor perquè sigui possible entendre’ns-hi. El mentider, el bon mentider, es fa creure: el seu falsejament de fets o d’idees s’ofereix amb uns aires de versemblança tan nets, que no dubtem a acceptar-lo com a veracitat. [...] Una bona mentida val per una veritat”, “Mentida”, Diccionari per a ociossos, Assaig I, Barcelona, Edicions 62, 2011, p. 244.
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a entrar en diálogo. Se tratará de aparentar coloquialismo y, en ocasiones, la propia oralidad de la conversación, pero tal y como ambas formas se usan en toda creación literaria: con estrategia y en combinación con otros elementos propios de otros registros y otras situaciones. Fuster y Gaite son los que más claramente buscan ese tono confidente a lo que le sigue una apariencia de informalidad y casi una propensión hacia lo banal. Se une a esto el uso de referencias cercanas que apelan al entorno del yo y del lector, así como también a las citas periodísticas que por su misma naturaleza están abiertas a la comprensión de un ciudadano medio y que en muchos casos son el pretexto inicial de todo un ensayo, como es el caso de Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado4, de Ferlosio. Esta voz también se hace accesible a través del mundo de referencias por el que se mueve, que son las propias de un individuo cualquiera, de donde deriva esa transparencia de lo cotidiano en lo que se está diciendo o la discontinua reflexión moral sobre el quehacer habitual de tal individuo, lo que pertenece a lo que Fuster llamó “el món de cada dia”5, para incluso alcanzar la presencia del propio cuerpo, lo somático que emerge también en la reflexión ensayística, de la que Montaigne es el ejemplo inicial. Ante los temas y cuestiones, el sujeto propio se convierte en su banco de pruebas. Es lo que hace el yo en los textos de nuestros cuatro autores: ponerse a sí mismo como prueba experimental de lo planteado, para encontrar así algún tipo de certeza. Como queda dicho, la voz ensayística tiene como base este tono accesible, pero nunca renuncia a jugar con la recepción del lector y a optar por un tono que parece buscar rigor y exhaustividad, lo que lleva a un estilo más abruptamente complejo y casi opaco. Ferlosio y Benet han
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Ferlosio, Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado, Madrid, Alianza Editorial, 1986. Dice Fuster en uno de sus prólogos: “Són ‘assaigs’: poca cosa. [...], tracten problemes de cada dia —els meus, si més no—, precisament els mateixos que constituirien la matèria d’una conversa familiar, cordial, en el cas que el lector i jo ens trobéssim cara a cara i ell s’hi interessés”, Diccionari per..., pp. 179-180. Por otra parte, en 1984 publicó el conjunto de ensayos Causar-se d’esperar [sic], junto a otro titulado El món de cada dia, Edicions 62, Barcelona, 1984.
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frecuentado esta voz, que en cualquier caso tampoco ha sido predominante, pues de ser así se hubiera obturado ese vínculo imprescindible hacia quien lee. Es el caso de Las semanas... y de El ángel..., en los que coincide la desaparición de la explícita figura del yo con la adopción de esa voz más opaca, casi como en un juego en el que se pretenden adoptar los modos del tratado. Tal complejidad y rigor no debería entenderse como una función ineludible a la que se ve abocado quien escribe ensayo, pues lo que sí hay es la búsqueda de un determinado placer gratuito, disimulado por la apariencia de gravedad, basada en recrearse en el circuito verbal laberíntico que lleva a algún conocimiento. Porque a pesar de la apariencia de que su argumentación sea el único medio posible hacia este, en realidad siempre es un fin en sí mismo, una estrategia creativa, aunque a su vez sea un vehículo para decir algo. Esta voz basculante se corresponde con el juego de atracción y distancia que realiza el yo con su lector, adoptando una actitud informal y relajada, y, a su vez, otra de rigor, de prurito en la búsqueda de un conocimiento. Desde tal voz se enfrenta el ensayista a materias que pueden alcanzar notable complejidad y abstracción, no muy compatibles con la necesidad de acercarse al lector medio. El modo para conseguirlo se basa en partir siempre de la posición misma de un individuo dado y lo que le circunda. Así, una de las labores del ensayo será buscar la reflexión desde una primera instancia perceptible a cualquier individuo y solo desde ahí intensificar, si cabe, la reflexión a la que este le debe seguir. Ante la necesidad de dirigirse hacia la abstracción y los conceptos complejos, tratará de hacerlo desde formas simplificadas, sensitivas, tangibles casi, para el lector. De ahí que se rehúya —o se controle mucho— el discurso especializado y se intente partir del tono accesible. Se trata no tanto de rechazar la complejidad y la abstracción en su reflexión, sino de evitarlas en la primera instancia del léxico y la expresión, tratando de adentrarse en lo complejo a través de las consecuencias y la pregnancia de lo que se ha argumentado por medios asequibles. Trata de buscar su reflexión siempre desde aquello que pueda imaginarse, es decir, traducirse en una imagen capaz de ser comprendida por el lector dado. Es lo que entre tantísimos ejemplos posibles hace Benet cuando explica la célebre teoría
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del signo de Saussure con la imagen prosaica de un huevo6, acuñando el término de “huevo signaléctico”7 que utilizará reiteradamente a lo largo de ese ensayo, para referir de modo rápidamente comprensible esta teoría del signo que distingue entre significado y significante, es decir, entre “yema” y “clara”. A partir de ahí el ensayo desarrolla toda una serie de estrategias para facilitar la modulación de su argumentario: usa formas recurrentes que estructuran su discurso, como el uso constante de ejemplificación práctica de lo explicado, que suele aparecer con el típico recurso de la tríada, así como el uso reiterado de la analogía o la metáfora, como intento de ofrecer una segunda explicación a la literal. Y, en general, el uso de la dualidad de opósitos para definir algo, un recurso argumentativo ineludible en toda forma de ensayo —que Ferlosio apunta al hablar de “mis inevitables oposiciones binarias”—, y que incluso vertebra todo un conjunto de ensayos como La inspiración y el estilo, de Benet, o Campo de Marte8, de Ferlosio. A su vez, la atención del lector se persigue con la búsqueda de elementos sugestivos que la despierten: ya sea abriendo un tema con una desconcertante frase in medias res o ya mezclando géneros dentro del propio ensayo. De esta tendencia a la mezcla destaca la aparición de escenas de textura narrativa que acostumbran a surgir en el espacio donde se ejemplifica lo argumentado y que, como suele pasar en la narrativa, apuntan a la circunstancia cotidiana, logrando identificar con agilidad a quien lee. Es lo que ocurre en Gaite, en la que su dicción narrativa siempre pugna por abrirse paso por cada resquicio que permita su ensayar. En definitiva, esta libertad en el tratamiento de la materia es la que lleva a la brevedad, a una reflexión discontinua, múltiple, que concreta los márgenes del texto ensayístico en su formato más habitual:
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“La nueva ciencia al aceptar el huevo diseñado por Saussure sin duda ha optado por seguir investigando sobre la yema, admitiendo la clara en cuanto cosa ya sabida o cuya investigación [...] no atañe a la ciencia”, El ángel..., p. 39. Ibidem, p. 46. Ferlosio, Campo de Marte I. El ejército nacional, Madrid, Alianza Editorial, 1986. En el caso de Benet la dualidad reside en la contraposición entre “inspiración” y “estilo”, mientras que en el de Ferlosio está en el debate entre “ejército profesional” y “ejército de reclutamiento”.
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el de la pieza de una extensión variable pero contenida y autónoma aunque pueda agregarse a un conjunto, frente al formato del “capítulo” de tratado o del “artículo” especializado. En cuanto al acercamiento a su materia, como se sabe, el ensayo se adentra en ella sin la exigencia de exhaustividad y método del texto científico. Lo hace en los propios términos montaigneanos: “No con la máxima extensión sino con la máxima hondura de que soy capaz”9. De ahí que, junto a la necesidad de explorar lo conceptual siempre en lo sensitivo, su óptica acostumbre a buscar el análisis de lo mínimo para luego referir lo máximo, en una suerte de mirada inductiva.
2. La función Esta subjetividad que se logra representar en el yo ensayístico es el campo de fuerzas del ensayo —su voz, su canal—, a través del que se emite el discurso. Esta base subjetiva proyecta una determinada función: el desacato de los discursos establecidos sobre los objetos y cuestiones que circundan al individuo. El yo ensayístico, desde su subjetividad, observa e indaga en los discursos que el poder, la ciencia o la costumbre han impuesto sobre los más diversos elementos que implican al hombre, confrontándolos con su propia visión subjetiva. Ante el contraste que se produce, el yo del ensayo va a ir contraponiendo ese discurso impuesto y aceptado por la mayoría, con el ejercicio de someterlo a su verificación y, al examinar sus datos, irá desvelando las trazas de falsedad que tal discurso contenga. El yo impone un análisis subjetivo a ese discurso, tras el cual lo va a ir desmontando parcial o completamente, hasta lograr ofrecer una visión distinta sobre tal objeto, su propia visión10.
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“De los cien elementos y aspectos que tiene cada cosa, tomo uno, a veces solo para rozarlo, a veces para tocarlo levemente, y, en ocasiones, para pellizcarlo hasta el hueso. Hago un avance en él, no con la máxima extensión sino con la máxima hondura de que soy capaz”, Montaigne, Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay), cap. L, Lib. I, ed. y trad. de J. Bayod Brau, Barcelona, Acantilado, 2007. 10 Gaite nos explica este gesto primordial del ensayo: “Hay veces que tenemos la valentía de abrir los ojos y de pasarlos un poco más despacio de lo que solemos por
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Este desacato no es un acto inmediato, el yo ensayístico no descarta en bloque ese discurso del que disiente, sino que ofrece el proceso mismo de ese pensamiento crítico, de modo que el lector pueda recorrer todo el despliegue de esa argumentación. Cobran sentido aquí todas las estrategias del yo para forjar un vínculo de realidad, de cercanía y confianza con el lector, porque a través de tales articulaciones se logra romper la distancia del lector con el texto y así incitarle a que entre a pensar por el circuito mental donde circula la conciencia discursiva de ese yo. Pues al ensayo no le sirve de nada negar o afirmar algo si no consigue traslucir el proceso que lleva hacia una determinada visión crítica, haciendo del lector un verdadero partícipe de esa ruta mental, sumergiéndolo en un itinerario en el que el pensamiento está formulándose con apariencia de estar acaeciendo en un aquí y ahora, en un yo real y específico que se dirige cómplice a un lector concreto. Es decir, un pensar en marcha que, a pesar de su naturaleza discursiva, logre ofrecer apariencia de realidad y no solo de verosimilitud. Solo así el lector se podrá sentir llamado a colaborar en el ensayo a través de un cavilar “en lo real” que hace al individuo considerarse a sí mismo, para reflexionar sobre sí y sobre lo que le rodea, haciéndole sopesar su circunstancia real de individuo, y no tanto de aventurarlo por las regiones de la imaginación, como hace la otra literatura. Pues no se trata de administrarle al lector una idea dada y completada, sino de introducir al lector en un verdadero escenario mental, en el presente de esa meditación que está ocurriendo. Si este yo logra incitar y dar cabida al discurrir del lector real es porque, gracias a la peculiar elaboración del yo ensayístico, este consigue compartir con quien lee los parámetros propios de la subjetividad.
el espectáculo de vano e inerte bienestar con que se disfraza el mundo cada día para ocultar las mentiras y contradicciones que lo apuntalan, y comoquiera que veamos asomar alguna de estas mentiras y paremos mientes en ella, muy fácilmente ocurrirá que, al tirar de aquella, salgan todas las otras enredadas, culebreando a la luz una por una, tan débil era la capa que las cubría, aunque tan atrayente y ofuscadora”, “Quejosos y quejicosos” [1960], La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 124.
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Esa cooperación del lector ha de servir para que sea él mismo el que se adentre en la operación mental propuesta y que, al pensar él por sus propios medios a través del cauce ofrecido, pueda ser por su mismo razonamiento como llegue a una determinada visión. Solo si el lector queda persuadido y ejecuta por sí mismo esa operación y nace en su conciencia la certidumbre, o no, de lo que propone el ensayo, solo entonces el texto logrará sentido. Esto, tanto si el lector asume o no lo planteado por el discurso, pues en este caso asentir como disentir son el éxito del dispositivo ensayístico, siempre que sean el resultado de haberse incorporado a meditar a la vez que lo hace el yo. Porque, además, la función del desacato necesita dar cabida a la pluralidad y rehuir cualquier signo de univocidad, pues la aparición sucesiva de distintas posiciones alrededor de una cuestión sirve para que el lector pueda hacerse cargo de un abanico de posibilidades, aunque sean presentadas con una u otra valoración. Al ofrecerse, permiten dar al receptor un muestreo de una diversidad de posturas y el texto no cae en la uniformidad de ser un canal directo y monocorde hacia un solo planteamiento. Esa variedad obliga al lector a ir sopesando las distintas opciones que deberá examinar por sí mismo y posicionarse íntimamente, en paralelo a la postura que adopta el yo del ensayo. El discurso de ese yo se basa, además, en una permanente duplicidad, una vía doble: un aserto literal sobre el tema y, a continuación, una instancia secundaria que matiza o ilustra lo que se ha aseverado en primer plano. De esta tendencia combinatoria de dos niveles de explicación deriva el modo de avanzar en el ensayo, así como el uso de la analogía, en la que se contrasta un objeto literal y otro figurado que sirve para explicarlo de otro modo, o también su derivación: la metáfora, junto con todas las maneras de ilustrar y ejemplificar. Estas formas plasman en el discurso no solo esta doble vía de explicación, ese esquema para facilitar la comprensión del lector dado, sino también la plurivocidad que problematiza lo afirmado y aleja de la voz única, directa y unánime hacia una posición. Todos esos recursos utilizados para ofrecer la multiplicidad, unidos a las diversas maneras en que el yo ensayístico apela al lector para mantener su atención —cuasi en función fática—, hace que pueda nacer la dinámica de un diálogo traspuesto en el que las palabras del interlocutor no están explícitas,
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pero sí puede intuirse una retroalimentación con el discurso del yo ensayístico, en las distintas zonas en las que este matiza, pone a examen o cambia de postura y que se ofrecen al lector como un espacio para su intervención. Además, para realizar esa indagación sobre su materia, el yo ensayístico suele cumplir con esa premisa montaigneana de entrar al tema por algún “lado insólito”11, de un modo distinto al acostumbrado, para lograr entenderlo también de manera diversa a la habitual. De esto deriva la reacción paradójica del lector ante lo que, en principio, se le puede mostrar como ilógico desde una visión habitual, pero que luego el yo desarticula, invitando a deshacer cualquier rastro de la contradicción suscitada. Es así como Ferlosio plantea que el insulto es el origen de la diplomacia: El insulto fue la forma más primitiva, originaria, de la diplomacia, en la medida en que esta es el arte de resolver por acuerdos de palabra lo que podría llevar a conflictos armados12.
La dinámica de este desacato emerge como algo más concreto cuando se considera la especial atención al lenguaje que caracteriza a la escritura ensayística. Ahí se produce un ejercicio que materializa un modo de desacato: buscar otro léxico del acostumbrado para nombrar el objeto que se va a pensar. Como el discurso establecido reside en las propias palabras que habitualmente apuntan a los objetos, la voz del ensayo tratará de buscar un vocabulario distinto para referirlos. Para ello se recurrirá al uso de las terminologías de determinadas disciplinas científicas o técnicas, aplicadas a un campo temático distinto, como el del ensayo13.
11 “Y, las más de las veces, me gusta cogerlos por algún lado insólito”, Montaigne, op. cit., cap. L, Lib. I, p. 437. 12 Ferlosio, Vendrán más años..., p. 46. 13 A esta misma estrategia sobre el léxico se refiere Benet al hablar de Nietzsche: “Por eso, una manera de hacer filosofía —la técnica del martillo nietzscheana— será prescindir de ese léxico y reanudar desde otra perspectiva no académica el examen de las cosas”, El ángel..., p. 125.
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Al usar palabras inusitadas aplicadas a una materia que no le corresponde, lo primero que se logra es extrañar súbitamente al lector que seguía sin sobresaltos el tono medio de esa voz ensayística y que, de pronto, se tropieza con una palabra específica, que puede incluso parecer opaca. Este extrañamiento del lector rompe su recepción más o menos átona del objeto tratado y la “desautomatiza”, pues toma distancia, trata de esforzarse para comprender esa palabra desconcertante y, al hacerlo, asume de un modo irremediablemente distinto, con distintas implicaciones, aquello a lo que esta refiere; quizá con mayor precisión y seguramente con más profundidad, siquiera por el mayor tiempo y esfuerzo que necesita dedicar para entenderla. A veces se trata de palabras sencillas que pueden comprenderse fácilmente y, en otras, de léxicos de disciplinas científicas lo más exactas posibles, usando en modo dislocado términos que sirven para objetivar una materia de estudio, ya sean disciplinas humanísticas —la historia, la filosofía, la lingüística, el derecho, la religión...— o algunas propias de las ciencias más experimentales —la medicina, la física, la química, la biología...—. Todo ello responde a ese prurito de hacer más eficaz esa voz, pero no debe descartarse tampoco la voluntad de parodiar, precisamente, el campo opuesto al del ensayo, la ciencia, y el de su escritura, el tratado. El caso de Benet es el más claro en este uso de argots técnicos. En “Algo acerca del buque fantasma”14 explica la diferencia entre lo que define como “un estilo con vocación por la estampa” y otro atento al “argumento” con dos conceptos de la física de la luz: “el corpúsculo y la onda”15. La “estampa narrativa” la entiende como el “corpúsculo elemental”, esto es, la “partícula que se considera que no puede descomponerse en otras más simples”16, mientras que explica el de “argumento narrativo” a través del de la “onda luminosa”, o sea, la “onda que propaga la luz emitida por un cuerpo luminoso”17.
14 Benet, La inspiración..., p. 153. 15 Ibidem, p. 85. 16 Las definiciones de los términos “corpúsculo elemental” y “onda luminosa” son del Diccionario de la RAE, 2001. 17 Este par conceptual aparecerá de nuevo en el artículo benetiano “Onda y corpúsculo en el Quijote”, La moviola de Eurípides, Madrid, Taurus, 1981, p. 77.
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De alguna manera el ensayo constata que perderse en lo teórico, lo abstracto o lo ideal puede llevar a desconocer lo que ocurre en la realidad práctica y a no hacerse cargo de la dimensión subjetiva del individuo. Asimismo, la repetición sin puesta en duda de los discursos heredados aboca a relegar la realidad de ese objeto al plano secundario de lo que no necesita ya examen, porque otros ya lo han realizado. Es decir, el discurso que va hacia lo teórico puede llevar a descuidar la amplitud de la experiencia práctica y convertirse en opuesto y opaco a la intuición inmediata de un individuo dado. De ahí que no sea extraño que el ensayo tienda al desacato de esos discursos, porque un sujeto específico, frente a los objetos y cuestiones que le circundan, no puede menos que reaccionar ofreciendo su propia mirada de mero individuo sobre eso que le incumbe (una visión a ras de suelo, intuitiva, sensitiva, inmediata...) y este punto de vista, por la propia naturaleza de su óptica subjetiva, no puede menos que estar en contraposición con esos discursos que el poder, la ciencia o la costumbre han sedimentado sobre ellos. Pues entre un discurso abstracto y la mirada subjetiva se produce una reacción que descubre siempre un hiato entre el individuo y el discurso. Ese desajuste es el punto de fricción, el problema que suscita la acción del yo ensayístico, que trata de ver de un modo más cercano la vivencia íntima entre un sujeto y un objeto dado en la realidad. El logro de representar esta subjetividad del yo ensayístico y la función de desacato que consigue proyectar son los dos elementos que constituyen el ensayo como género literario, distinguido de las demás formas de la prosa de ideas y deslindado también de los demás géneros literarios.
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3. La literariedad El hecho literario consiste en lograr una ficción de conciencia18. En el caso del ensayo es una conciencia que piensa acerca de unos objetos y con la función que ya vimos. Pero, ante todo, es una conciencia que “va hacia” un objetivo19: dar esa visión de las cosas en desacato con el discurso impuesto. Es una conciencia —digámoslo así— “intencional”, pues lo central en ella es recrear el proceso reflexivo hacia ese punto y, a diferencia de la otra prosa de ideas, no constituye una presentación directa de ese objetivo, ni es este lo principal de su quehacer. Es en el “ir hacia” donde se desarrolla la voluntad de estilo del ensayista y donde se ejerce la función del desacato; el lugar en el que se intenta atraer la atención del lector e incorporarlo a la participación. Ahí es donde opera la voz del yo y donde puede realizarse ese destino de toda obra literaria: el gozo altruista. Porque, como obra literaria que es, lo determinante en ella es el proceso en sí, sea cual sea el objetivo. ¿Es que Benet solo busca la exégesis de unas imágenes en El ángel... o en La construcción de la torre de Babel?, ¿Fuster solo persigue un estudio de historia de la cultura en L’home, mesura de totes les coses o en Babels i babilònies? O ¿se puede limitar El cuento de nunca acabar, de Gaite, o Las semanas del jardín, de Ferlosio, o La inspiración y el estilo, de Benet, a meros estudios sobre la narratividad? Ahí es donde se debe dar espacio al lector y atraerlo al gozo mismo del proceso, del discurso, del verbo donde ese yo discursivo debe alcanzar todos los factores propios del juego: alentar la curiosidad y la
18 Tomo el concepto de ficción de experiencia o conciencia de Joan Ferraté: “El supuesto formal, en la poesía es, pues, el simple marco de la experiencia, o, si se quiere, la ficción de la misma, ficción indeterminada hasta tanto no se aplique y ejerza sobre los contenidos proporcionados por el mensaje. La ficción de experiencia es, pues, el supuesto o constante formal de la poesía”, en “Lingüística y poética” [1965], Dinámica de la poesía, Barcelona, Seix Barral, 1982, p. 391. 19 Fuster lo dice así: “Parlant en puritat, l’assaig no és mai sobre, sinó cap a un tema. Un camí per a comprendre’l: un camí entre d’altres: un que exclou i ens força a renunciar, de moment, els altres camins”, en “Pròleg”, Les originalitats, op. cit., p. 100.
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acción, encauzarla con disimulo haciéndola pasar por entre un laberinto de incentivos. Pues un ensayo, como le ocurre a cualquier texto literario, mide su posibilidad de ser leído según la voluntad de su lector, por lo que debe lograr interesar al ocioso (los ociossos para los que Fuster destina su diccionario), que opta por ese texto como pudiera hacerlo por cualquier otro y que puede abandonarlo en el momento que así lo desee. Y si su opción es la de un estilo más opaco y el panorama que ofrece es más árido, será porque de entre los ociosos se espera a aquellos que buscan ese secreto placer que da la complejidad o a quien busque en sí un rincón de su ánimo capaz de exigirse un poco más de esfuerzo. De entre los factores que pueden definir el hecho literario y que se pueden usar para entender la naturaleza literaria del ensayo, podríamos fijarnos en el que lo entiende como un modo del lenguaje en el que se logra convertir lo que es casual en forzoso. Es decir, volver la contingencia propia de una determinada expresión verbal (que se formula así como pudiera haberse formulado de otro modo) en una expresión forzosa. Es un factor que se mueve en la ambigüedad de dos posibilidades. Por un lado, la obra ha de lograr ofrecer contingencia, porque ese es el modo en que los fenómenos acontecen y, por tanto, en el que una conciencia real se desarrolla. Si toda obra literaria pretende lograr representar una conciencia, entonces lograr representar esa contingencia de los fenómenos será un elemento clave de su mímesis. Así sucede en el ensayo, cuando se ofrece el pensar de una conciencia cuyo recorrido acontece de un modo determinado como podría hacerlo de otro cualquiera, captando la contingencia fenoménica e incorporándola al discurso literario; de manera que en esa transformación se convierte en un hecho que logra la gravedad de lo ineludible, restándole la evanescencia del fenómeno real. Pero, por otro lado, desde el momento en que ese fenómeno contingente es representado discursivamente se convierte en un material más de los que se sirve el autor para componer su obra. Sin embargo, la ambigüedad no puede resolverse, pues todo elemento puede ser producto de la contingencia del acto mismo de la creación o mera representación de la contingencia de un acto imitado y, por tanto, una pieza perfectamente configurada y ubicada estratégicamente en el conjunto.
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Este ingrediente de la contingencia en la elaboración de la conciencia intencional del ensayo es un intento de ser coherente, recreando el curso de una conciencia que piensa y en su propia morfología: la emergencia de lo casual, el desarrollo azaroso, la discontinuidad, la variación del ritmo, la divagación orientada o desorientada y esa dinámica incoativa que tanto caracteriza al género, es decir, ese afán por indagar sobre las cuestiones más diversas con la misma libertad que ocurre en la mente, sin la obligación de atenerse a un método o sistema y sin la exigencia de ser exhaustivo y tener que agotar esa vía emprendida, sino sencillamente pasando de un tema a otro, con la intensidad deseada y ofreciendo una continua diseminación de hipótesis que incitan el avance del ensayo y la cooperación del lector. La labilidad del ensayo ha hecho problemática su identificación como género. Pero el problema no es otro que el de los demás géneros y subgéneros literarios en la modernidad. Se cree que no hay género “ensayo” por tres razones. La primera, porque no se comprende como elaboración discursiva al yo ensayístico, debido a su identificación con el autor, por la apariencia de “realidad” que logra y por las cuestiones que trata desde su subjetividad de individuo dado. Por ello, se separa del resto de la literatura, restringiéndola a la escritura de “ficción”. La segunda, porque se lo incluye en el cajón de sastre de la “no ficción” (mal entendido como el ámbito de lo “no literario”) y bajo la denominación “ensayo” se incorpora, sin más especificación y junto a lo propiamente ensayístico, toda forma de prosa de ideas o científica. De esta manera se hace imposible delimitarlo a partir de la identificación de unos elementos genuinos e ineludibles que lo conformen como género (y sin delimitación, no hay género); ni tampoco se hace posible distinguirlo con respecto a un conjunto descomunal de géneros y subgéneros de prosa que, claramente, no pertenecen a lo literario. La tercera, porque como el género se compone con una estructura específica que da lugar a la diversidad, se ha buscado la identidad del género (en tanto “similitud”) en los temas y formas que constituyen su multiplicidad. Al fijarse solo en la disparidad, se entiende el ensayo como un ámbito amorfo donde cabe cualquier forma de prosa no literaria, en lugar de buscar en la estructura que permite ese espacio de libre opción y entender esta y la libertad que permite como la verdadera
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identidad que hace posible comprender a esos textos como pertenecientes a un mismo género; sin olvidar que en el ensayo no solo existe esta libertad, sino también las exigencias de la estructura que formula y contiene ese espacio donde la libre opción es posible. La flexibilidad que permite la estructura hace que el yo ensayístico pueda desarrollar una voz versátil que no solo es capaz de tratar una enorme variedad de cuestiones, sino que, además, puede metamorfosearse en distintos modos y estilos que proceden de otros géneros y subgéneros del muestrario literario e incluso distintos tipos de prosa de ideas. Pues ¿qué es lo que permite que tal disparidad de fragmentos cobren sentido dentro de un mismo conjunto? Sin duda, el yo ensayístico que los emite y con la perspectiva subjetiva en la que lo hace, entendida como distintas facetas de su voz, mediante la cual proyecta la función del desacato. Eso mismo sucede con la particular estructura de El cuento...20, que ofrece la dispersión y la diversidad del ensayo y que logra cristalizar en su propia forma el “estar haciéndose” del libro y la auscultación del propio proceso, con su curso, sus meandros y conflictos. Ahí es el yo ensayístico quien aúna la pluralidad más heterogénea, la que casi parece que no pueda tener encaje. Una disparidad y variación en el uso de tonos, formas genéricas, temas y tamaños que aparece en Vendrán más años..., en el que se aúna toda una constelación de textos ensayísticos bajo la forma de notas, aforismos, poemas, canciones, cuentos, apuntes de aparente prosa de ideas, notas al pie de página y formas más evidentes de ensayo. Tal eclecticismo de formas y su orden preciso logran unidad porque parten de una misma voz, que adopta las formas que hagan falta para desarrollar su función. Todos estos ejemplos nos dan el caso práctico de
20 El cuento... consta de siete prólogos que inician el conjunto, otra sección con diecinueve artículos vinculados a la idea central de todo el conjunto, luego una breve parte en forma de “diario” en la que se explica la “ruptura” con la que pretende poner fin a la confección del libro y, finalmente, una última en donde se yuxtaponen toda una serie de “apuntes” breves que tras la interrupción en la redacción de los artículos-capítulos han quedado en esa forma improvisada y discontinua, pero manteniendo un orden.
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lo que ya plantea Montaigne: “Soy yo mismo la materia de mi libro”21. Una reflexión que es, al cabo, la que también se hace Fuster en uno de sus prólogos: “Perquè la unitat, en la present ocasió, sóc jo; jo sóc tota la justificiació que necessita —i que admet— el llibre”22. Es el yo ensayístico, el lugar subjetivo desde el que se emite el discurso, lo que da unidad a esa disparidad, porque surge de una misma subjetividad, desde una sola mirada sobre lo circundante. Pero también se produce el caso contrario, cuando son rastros de ensayismo los que afloran dentro de obras que pertenecen en principio a otros géneros. Este injerto de ensayismo en géneros ajenos puede encontrarse en distintas formas de prosa de ideas, con las cuales siempre ha habido una frontera difusa, como es el caso del tratado, el artículo científico o los géneros periodísticos... Un ejemplo es el del corpus fusteriano, que acompasa la producción de obras de divulgación y luego obras propiamente ensayísticas. Aunque se pueda distinguir entre los títulos que pertenecen a uno y a otro género, no se puede negar la aparición de rastros de ensayismo también en estas obras de distinto género. En El País Valenciano23, dentro del marco de una guía turística, se ofrecen espacios de evidente ensayismo, desarrollándose una subjetividad y cumpliendo un desacato: el del arquetipo romántico de “Levante”. Un uso de distintos tipos de prosa de ideas parecido al que Benet emplea en algunos de sus ensayos, como ocurre con el tono de diario de “Un extempore”24, el de la epístola en “Epístola moral a Laura”25 o del informe en “La historia editorial y judicial de ‘Volverás a Región’”26. En el mismo ensayo hay una tendencia a la reflexión sobre la propia escritura, una inclinación “metalingüística” que ya nace en Montaigne. Pues, en tanto que es una subjetividad que se formula escribiendo, tan frecuente es la interrogación por el yo como lo es también por el ámbito en el que escribe. ¿Será porque la complejidad del ensayo como género
21 22 23 24 25 26
Montaigne, “Au lecteur”, Lib. I, op. cit., pp. 5-6. Fuster, “Pròleg”, Les originalitats, op. cit., p. 100. Fuster, El País Valenciano, Barcelona, Destino, 1962. Benet, Puerta de tierra, Barcelona, Seix Barral, 1970, p. 88. Ibidem, p. 61. Benet, La moviola de Eurípides, Madrid, Taurus, 1981, pp. 31-44.
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le hace preguntarse con frecuencia sobre su escribir en ese modo?, ¿será un recurso que tiene el yo ensayístico de reafirmar para sí mismo este género —un tanto inasible— por el que ha optado, haciendo notar la peculiaridad de este a un lector que quizá no tenga una noción muy definida sobre tal género? Se trata de una reflexión sobre el género especialmente intensa en Fuster, quien la ha hecho más explícita y asertiva. Quizá pensar el ensayo a través de Ferlosio, Benet, Gaite y Fuster revela finalmente que su gesto más elemental es el de nunca dejar de pensar, ni quedar satisfecho con lo razonado, aventurando siempre una posibilidad más, sin dejar nada por examinar, ni acotando la potencia de la propia curiosidad y, al fin, no aceptar mecánicamente algo ya meditado por otro. Pues, para los cuatro, el campo del ensayo sigue siendo el del individuo invitado a atreverse a pensar por sí mismo.
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2. LA TENTACIÓN DEL PENSAMIENTO
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Para una etopeya del ensayista: Manuel Azaña como ejemplo
José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza)
Rupturas de fin de siglo Desde que lo propuso Alonso Zamora Vicente, el año de 1902 ha pasado a convertirse en una fecha casi tan capital en la historia de la literatura española como tres siglos antes lo había sido el de 1604, según sugeriría José María Micó1. En uno y otro caso se cruzaron los propósitos y los
1
Alonso Zamora Vicente, “Una novela de 1902 (Notas a una lectura apresurada)”, Sur, 226, enero-febrero (1954), recogido en el volumen misceláneo Voz de la letra, Madrid, Espasa-Calpe, 1958, pp. 26-45; José María Micó, “Prosas y prisas en 1604: El Quijote, el Guzmán y la Pícara Justina”, Hommage à Robert Jammes, Toulouse, Université de Toulouse-Le Mirail, 1994, III, pp. 827-848. La fecha de 1902 se asoció también a la renovación de la novela en el importante artículo de Fernando Lázaro Carreter, “Los novelistas de 1902 (Unamuno, Baroja, Azorín)”, De poética y poéticas, Madrid, Cátedra, 1990, pp. 101-138, antes aparecido como
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destinos de varias novelas trascendentales, y no parece cosa de la casualidad que este género fuera —por su permeabilidad y su libertad intrínsecas— el agente provocador de un cambio estético de largo alcance: la reinvención de un molde genérico y el desembarco de un mundo mutante en las hechuras de aquel. Aquel lejano año cuatro del siglo xvii, dos obras en ciernes —la primera parte del Quijote y La pícara Justina, de Francisco López de Úbeda, publicadas en 1605— y la segunda parte del Guzmán de Alfarache fueron los libros que determinaron —y no solo en las letras españolas— una encrucijada capital en los destinos y los usos del realismo literario. La multiplicidad recreativa de los relatos —caballerescos, sentimentales, cómicos, eglógicos— se encaminó desde entonces a una forma superior que los integraba en una reflexión moral sobre el destino de los seres humanos. En el año dos del siglo pasado, con perspectivas más modestas y nacionales, las carreras de otros cuatro autores que empezaban a adquirir notoriedad convergieron con sendas narraciones renovadoras: La voluntad, de quien todavía firmaba J. Martínez Ruiz; Camino de perfección, de Pío Baroja; Amor y pedagogía, de Miguel de Unamuno, y Sonata de otoño, de Ramón del Valle-Inclán. A todas las unía lo que Jorge Urrutia sintetizó con fortuna como “pasión del desánimo”2 y que resultaba ser la suma de la pugnacidad y el desencanto, del odio a la mediocridad ambiente y la vaga esperanza de que algo nuevo surgiría de entre los síntomas de disconformidad y rebeldía que apuntaban entre algunos escritores de edades similares.
2
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“Novela y lenguaje: 1902” en Estudios románticos dedicados al Prof. Andrés Soria Ortega, Granada, Universidad de Granada, 1985. Jorge Urrutia, La pasión del desánimo. La renovación narrativa de 1902, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002 (significativamente dedicado por el autor a Alonso Zamora Vicente). Cf. también el volumen compilado por Francisco José Martín, Las novelas de 1902. Sonata de otoño, Camino de perfección, Amor y pedagogía, La voluntad, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003), donde hay estudios sobre las narraciones citadas a cargo de José Manuel López de Abiada, Jorge Urrutia, Francisco J. Martín y José Luis Villacañas, respectivamente, además de dos secciones de trabajos sobre “Contextos” e “Interrelaciones” en torno a ellas.
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La verdadera novedad es que todos aquellos relatos declinaban —con legítima soberbia— formas del yo más irreductible y los escritores de alguna mayor edad, aunque fueran tan receptivos para los nuevos como Joan Maragall y Emilia Pardo Bazán, las encontraron demasiado personales y deslavazadas, demasiado “intelectuales” y faltas de la organicidad propia del relato convencional3. Y es que, sin duda, se movían ya entre un género en crisis —la novela— y otro en agraz, cuya denominación era todavía un anglicismo en la opinión de muchos: el ensayo. Los casos más claros y autoconscientes eran los de Unamuno y Azorín, y no parece baladí que fueran los primeros en usar aquella todavía exótica denominación de “ensayo” para sus propios libros: el autor de Amor y pedagogía lo había hecho en los Tres ensayos de 1900 (que a Leopoldo Alas tampoco le habían gustado...)4 y José Martínez
3
4
Emilia Pardo Bazán pensaba que los nuevos escritores de novelas “acaso tienen una percepción más fina de las relaciones y significación de cuanto les rodea. Creyérase sin embargo que un genio maléfico les veda expresar y desenvolver esta percepción por modo tan fuerte y tan artístico como debieran. Agitados por sobreexcitación nerviosa, o abatidos por una suerte de indiferente cansancio, me recuerdan siempre —hablo de los mejores— el impresionante busto de Rodin que representa, si no me engaño, el Pensamiento: una interesante testa de mujer, presa por los hombros en informe bloque de arcilla” (“La nueva generación de novelistas y cuentistas en España” [1904], Helios, II, 12, p. 259); para Joan Maragall, “los modernos autores de novelas, influidos por la fuerte preocupación filosófica y moral característica de una época de desorientación en la moral y en la filosofía, no aciertan a ver la realidad en su artística pureza e informan sus obras en apriorismos abstractos o en moralejas que quitan al espectáculo de la vida su frescura [...]. Y el secreto de este fenómeno, de que la novela no sea novela, está en que muchos de los que la escriben no son tales novelistas. Unos son espíritus dados a las filosofías, otros son moralistas, otros son teorizadores de estética, críticos, otros oradores, otros políticos, otros periodistas, otros simplemente gente leída con prurito de que les lean, y todos ellos al fin hombres ganosos de hacer penetrar sus diversas lucubraciones, bajo figura de novela, allí donde no penetrarían mostrando francamente su naturaleza propia” (“Sobre novelas”, Diario de Barcelona, 1 de enero de 1903, en Obres completes. Obra castellana, Barcelona, Selecta, 1960, pp. 205-206). Lo sabemos por la impresionante y extensa carta que Unamuno le envió con fecha de 9 de mayo de 1900, parte de la cual está escrita en tercera persona con ánimo de
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Ruiz, autor de La voluntad, lo haría para subtitular el primer libro que ya firmó como Azorín, Los pueblos (Ensayos sobre la vida provinciana). Pero la idea de merodear por los senderos de una escritura intimista y usar como asidero algún personaje que también se buscara a sí mismo no fue ajena a ninguno de ellos. Y pronto se demostraría que el ensayo moderno iba a usar idénticas palancas. No cabe hablar de “ficcionalización del ensayo” ni de ensayificación (si es posible tan feo neologismo) de lo fictivo, sino de una actitud unitaria y decidida que llevaba como resultado a textos más breves que largos, más propensos a la estampa punzante que a la trama dilatada, más preocupados por el acierto psicológico o emocional que por la acción, salpicados a menudo de intromisiones autorales (que hoy llamaríamos metaliterarias), rasgos que sus lectores vieron, sin duda, como el alborear de un género literario amorfo e incierto, que eludía toda definición. El lector más abierto, sin duda, disfrutó con el estatismo casi escenográfico de los textos valleinclanescos que podrían calificarse de nouvelles y que llevaban el nombre musical de Sonatas. Y seguramente vio Camino de perfección y La voluntad como un hilván de escenas intensificadas, como pudo apreciar en La voluntad y en Amor y pedagogía lo mucho que tenían de reflexiones abiertas sobre el arte de la escritura, en el primer caso, y de foro abierto sobre las relaciones de las filosofías idealistas en su relación con la vida, en el segundo. De esa misma fecha de 1902 hay un texto del joven Manuel Azaña, que ha publicado Santos Juliá en la memorable edición de sus Obras completas y que también tiene que ver con ese espíritu. De hecho, parece un intento cabal de definirlo: “Para mí, el propósito del arte —escribía el autor— no puede ser otro que expresar una emoción, la que el artista
objetivar así sus quejas por el desaire: en conjunto, creo que es el texto más revelador del conflicto estético y moral abierto entre los escritores de la Restauración y el grupo de nuevos escritores, cuya defensa colectiva toma a su cargo Unamuno (Epistolario a Clarín, ed. de Adolfo Alas, Madrid, Escorial, 1941, pp. 84-100). No se conservan las cartas que Clarín envió, sin duda, a Unamuno (quien, al día siguiente de su desahogo, escribió una misiva conciliadora al crítico); para una situación del episodio en la vida del escritor, cf. Colette y Jean Claude Rabaté, Miguel de Unamuno. Biografía, Madrid, Taurus, 2009, pp. 196-197.
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siente en presencia de la realidad y cuya contemplación hace vibrar el espíritu. El resultado de la obra de arte cuando el artista trabaja —y triunfa siempre que lo es— consiste en comunicar esa emoción al ánimo del espectador, estableciendo una comunidad de sentimientos entre este y el autor”5. Este credo juvenil explicitaba, en efecto, el de todos los autores de 1902: una “literatura personal” cuyo centro es la “emoción” y que se realiza en virtud de la sintonía que establece con su destinatario. El yo es un territorio de límites imprecisos, que puede encerrar también el mundo, que acaso no es sino “voluntad y representación” de ese yo, como había sospechado Schopenhauer en el segundo decenio de la centuria anterior. La historia y la intimidad se fundían en ese crisol propicio y todo se podía encerrar en la conciencia personal. Muchos años después, el fin de aquel siglo de la intimidad se percibió como la inminencia de un eclipse de cuanto se había practicado en el terreno de la expresión artística. Se volvía al impromptu inspirado, había dicho alguien, persuadido de que regresaban los manes románticos; se iniciaba la era de la naturalidad expresiva y de la sencillez franciscana, dijeron otros, porque se buscaba un nuevo espiritualismo; unos pensaron que la vaguedad del símbolo debería suplir la explicitud del realismo y para otros, se avecinaba el silencio como tensa respuesta de la impotencia, según se escribió en el más famoso ensayo de estética del momento, la Carta de Lord Chandos (Ein Brief), de Hugo von Hofmannsthal. Y lo cierto es que, en aquella coyuntura, todos tenían razón: la novela naturalista parecía un instrumento demasiado pesado, el teatro convencional resultaba demasiado discursivo, la poesía era demasiado retórica. Sobrevivían mejor los pequeños formatos y morían las grandes formas, como sucede en toda mutación a gran escala de las especies biológicas: desde los años ochenta, a ese medio incierto que emergía parecían mejor adaptadas las formas como el relato breve, el poema simbolista, el teatro silente y ambiental en un acto, las anotaciones de un diario íntimo, la crónica liviana y personal, el
5
Manuel Azaña, Obras completas. VII, Escritos póstumos. Apuntes, Varia 1899-1939, ed. de Santos Juliá, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales-Taurus, 2008, pp. 61-62.
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cuento evocador... e, indudablemente, el ensayo, que heredaba elementos de la crítica como disciplina de la vida intelectual, de la filosofía moral como marco de propósitos, del diario personal como estrategia personal de reconocimiento. Aquellos organismos se ajustaban mejor, a la vez, a un ambiente que estaba cargado de electricidad histórica y de premoniciones de apocalipsis: la lucha de clases y la ruptura del artista bohemio con un mundo hipócrita, las pugnas de imperios y las especulaciones del capital monopolista, la naciente expansión de la ciencia física y los constantes descubrimientos de la química. En un modesto rincón de Europa, aunque no ajeno a la sorda remoción de todo, la experiencia central de Manuel Azaña fue ese síndrome que —para entendernos— hemos cifrado en 1898, una vivencia que algunos sintieron como una experiencia esencialmente moral y que solo podía saldarse con un examen de conciencia y un cambio de vida, sin concesiones al pasado. En otro texto de 1902, “[La catástrofe del 98]”, lo escribió: “Ahora sabemos a nuestra costa cuán caro se paga el indiferentismo de la masa de los ciudadanos con respecto a los negocios públicos; el culto a lo insignificante en las esferas más elevadas; el culto a la rutina; el respeto a las cosas de nuestros mayores solo porque eran de ellos”6. La ruptura moral se había convertido en una necesidad y otro texto coetáneo nos habla del “acto más audaz de mi vida”, que fue, en buena medida, el de todo aquel siglo que declinaba y en el que, por primera vez, se había hablado no ya de ateísmo filosófico, sino de una sensación más íntima y violenta, la “muerte de Dios” en términos de Nietzsche. A su manera, el huérfano de Alcalá de Henares, hijo de una familia liberal, había roto, como tantos, con el convencionalismo religioso de su educación y de su ambiente: “Me he atrevido a levantar la vista y salvar el horizonte artificial, la barrera opuesta a nuestros pensamientos como límite definitivo de las empresas”7.
6 7
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Ibidem, p. 36. Ibidem, p. 65.
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Entre política y literatura La necesidad de una crítica radical y de hablar siempre desde la experiencia vivida configuraron en lo sucesivo las trayectorias literaria y política de Manuel Azaña, que no son fácilmente separables por más que él las viviera a menudo como opciones diferentes y antagónicas. Sabemos que más de una vez se vio a sí mismo como un escritor frustrado y falto de proyectos de gran calado, y otras, como un político intermitente, víctima indirecta de la debilidad de las instituciones de su país. Pero si se consideran las empresas que llevó a término con fruto se patentiza su notoria influencia en la vida española; al lado de los fracasos políticos —como candidato reformista, como jefe de gobierno en el primer bienio republicano, como forzado presidente de la República—, hay una larga lista de éxitos que son específicamente intelectuales: su campaña antigermanofila de 1915, su proyecto incompleto de estudiar la política de la Tercera República francesa como modelo para España, la oportuna creación de una revista como La Pluma, la larga campaña de rehabilitación del republicanismo intelectual a partir de 1923, el reflejo escrito de su experiencia política (del que dejó constancia en los diarios de la República y la guerra) y, por último, el admirable esfuerzo de interpretación nacional y liberal de la contienda misma en La velada de Benicarló. Con tal equipaje, se hace evidente que nos hallamos ante un intelectual político de talla europea, como lo pudieron ser en la vida francesa de 1900-1940 el radical Édouard Herriot, al que admiró tanto, y el socialista Léon Blum, o como antes lo había sido Thomas Masaryk en la madurez del nacionalismo checo y la configuración de la República de Checoslovaquia8. Un síntoma de que la dualidad de política y literatura tenía para él un profundo sentido nos lo proporciona aquello que podríamos
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Para la valoración de Azaña como intelectual político, es imprescindible la monografía de Santos Juliá, Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940), Madrid, Taurus, 2008; sobre los propósitos de escribir tres obras sobre la guerra civil —Memorias políticas y de guerra, Los últimos días de la República española y la única que publicó en vida, La velada en Benicarló—, cf. pp. 454-455.
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denominar su activa vivencia de representatividad. Porque siempre pensó que su experiencia personal se confirmaba y adquiría legitimidad en tanto correspondía a todo un grupo: diríase que aquella experiencia se formulaba previamente en la intimidad de su conciencia, se articulaba como emoción y convicción para comunicarla a los demás y, al cabo, se encarnaba en una suerte de conciencia generacional. Una dimensión colectiva que, por otra parte, sentía más como un programa abierto que como una fratría determinada y cerrada. Creyó en una idea de generación más platónica que otra cosa y, significativamente, rebajó y criticó los supuestos voluntaristas en que se había basado la noción de “generación del 98”, cuyo nacimiento ideológico vio surgir y sobre el que configuró una idea de la suya propia, verdadera superadora de la fecha aciaga. Lo escribió ya en 1911, bajo su seudónimo de Martín Piñol, en el brillante arranque de su artículo “Vistazo a la obra de una juventud”: “Éramos tan pobres moralmente, y estábamos tan tristes allá por los días que siguieron a 1898, que hasta la gente moza, innovadora y audaz se inoculó el virus pernicioso del desengaño [...]. Nos vestimos de luto e hicimos del dolor un pedestal [...]. Resucitó la lírica en prosa y verso. Un aluvión de Confesiones, Intimidades y Dietarios cayó sobre los más apercibidos; quieras que no, hubimos de enterarnos de las mórbidas reconditeces de toda el alma desolada. Egolatría y exhibicionismo: he ahí los grandes móviles de una generación. Los más apáticos se titularon decadentes; los más irritables, iconoclastas”. Supo ya entonces que “hay que mirar hacia fuera y no convertir las cosas exteriores en aureola de nuestra propia vanidad”9. Y, cuando en los años veinte ya definía por contraste su personalidad política, escribió al respecto textos muy importantes: “Todavía el 98” (1923), “El idearium de Ganivet” (en Plumas y palabras, 1930) y la conferencia “Tres generaciones del Ateneo”, en la inauguración del curso de 1930, significaron una revisión sistemática del legado de la promoción finisecular, que nos brindó unas páginas admirables de polémica intelectual, como hay pocas en la historia contemporánea de España. Las nuevas Obras completas
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nos brindan ahora algunos textos más que apuntan, precisamente, al concepto básico de grupo generacional, en los términos que ya se han apuntado. En mayo de 1925, el “Manifiesto de Acción Republicana” finaliza con unas reflexiones sobre el valor de los grupos en la movilización social que parecen muy pertinentes y que recuerdan las consideraciones de Ortega en el prospecto de presentación de la Liga de Educación Política Española, en el no tan lejano noviembre de 1913: el “grupo” en cuyo nombre hablaba es, en rigor, “embrión de un partido, centro organizador, agente de relación [...]. El grupo comprueba las fuerzas existentes, busca y organiza otras nuevas, aprovecha cualquier voluntad que lealmente se sume a él [...]. La autoridad a la que aspira es de orden puramente moral. Ella se funda en el desinterés, en la falta de compromisos de partido [...]. Y ejercerá aquella autoridad a la que aspira, por el medio único e insuperable de confrontar a cada cual con su deber del momento y preguntarle si le ha cumplido. Nosotros creemos haber hecho hoy el nuestro”10. Como siempre en Azaña, el ejercicio de la minoría promotora (que es una forma de entender la “generación”) es un puente de paso entre lo que ya ha decidido la conciencia individual estudiosa y lo que debe ser una acción política en el foro público. Y en 1928, tres años más tarde, el texto que Santos Juliá ha titulado “[Los robinsones]” vino a ser una preciosa muestra de cómo se le iba diseñando el programa de una literatura generacional en un país que ha visto ya “una generación iconoclasta, a la que suele llamarse generación del 98”. En la suya, “el progreso moral de España consiste en haber superado los efectos del desengaño”, haber abandonado el histrionismo y buscar una “España silenciosa, preñada de misterio para un porvenir no sé si próximo o remoto”. La vivencia colectiva de la guerra de 1914 “produjo una interinidad nueva” y “cada cual en su isla, como Robinson, tenía que resolver cuestiones elementales que la sociedad debía haberle dado resueltas. La afirmación del valor personal en un ambiente hostil debía suscitar y suscitó la apetencia de cambiarlo, mejorando la representación dominante de la sociedad: el Estado”11.
10 Obras completas. II, pp. 409-410. 11 Obras completas. VII, pp. 522-525.
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Azaña prefería la solidez intelectual a la brillantez iconoclasta y por eso no debe sorprendernos que —antes que a sus predecesores cercanos— dirigiera su interés a los hércules de la Restauración, no muy bien vistos por entonces, e incluso a las modestas figuras de la Ilustración española, como Feijoo, Jovellanos o Moratín el Joven, a los que citó tan a menudo: la diferencia es que en ellos no advertía tanta soberbia y, en cambio, apreciaba la abnegación nacional y la conciencia del bienestar público. En mayo de 1912 Martín Piñol escribía “Desde París. Un adiós al maestro”, que es un cumplido (y quizá inesperado) elogio de Menéndez Pelayo, de quien sostiene que “ha sido en España la forma superior de un tipo que en todas partes desaparece: el hombre poco menos que universal, aguijado por un afán insaciable de saber”12. Conocíamos su empatía con don Juan Valera, que significaba por su parte el interés (y hasta la devoción) por una forma de aristocracia personal, de independencia de criterio (que podía rozar lo frívolo) y una profunda admiración por la curiosidad cultural de su personaje. Pero solo la nueva edición de las Completas nos ha permitido disponer ahora del proyecto de un trabajo sobre el teatro de Galdós, al que ya habían precedido dos largos resúmenes comentados de Realidad y Voluntad. Las notas son, sin duda alguna, el material de base para una conferencia, pero también un reivindicación que anticipa las más recientes exploraciones críticas de la dramaturgia galdosiana: Azaña recalcaba ya el significado del simbolismo de Galdós, como la repetida “construcción de un carácter puro para expresar una idea, una tendencia, un programa”; subrayaba la “construcción betoveniana” [sic], la importancia de Alma y vida y Amor y ciencia, o los defectos de El abuelo (la “prolongación excesiva del conflicto” y la reiterativa caracterización del conde de Albrit)... Y concluía con una certera apreciación del último Galdós, el menos conocido: “¡No
12 Ibidem, p. 235. De la misma fecha se conservan unas notas que constituyen un excelente esquema de valoración, consciente de sus méritos... y de sus limitaciones: así apunta “la manera de hacer; falta de composición interior”, “¿por qué ha sido posible M. P.? El estado de la cultura histórico-literaria, situación en su tiempo. Por qué no sería posible en el extranjero, la tablilla de excomunión de los Heterodoxos y otras cosas risibles. Sin embargo, pone mucho ahínco en constar que aquí ha habido muchos pensadores independientes” (ibidem, pp. 232-233).
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será menester disculparse de hablar de Galdós! [...] Tengo la creencia de que Galdós es en las letras de la España un punto culminante: en él se resumen aspiraciones, trabajos, tanteos de larga progenie [...]. El punto a que llevó la novela ha impuesto, inmediatamente después que él, hacer otra cosa. Y aun él mismo quiso hacerla”13.
Hacia el ensayo de entendimiento Los nuevos inéditos de Azaña que se agrupan en el decenio de los veinte insistieron en dos ideas convergentes: la literatura es una experiencia personal de la riqueza del lenguaje vivo, lo que no quiere decir de la “gramática” (aspecto legislativo que le importa poco e incluso afecta despreciar), y una cuestión de “entendimiento”, que se decanta por la conciencia lúcida antes que por la imaginación sin freno. Por supuesto, ambas cosas tienen mucho que ver con alguna noción superficial que se le pudo alcanzar del idealismo lingüístico y, sobre todo, con sus lecturas cervantinas de estos años, donde Cervantes y el Quijote asoman, una y otra vez, como modelos obligados. La nota “Crisis de la prosa castellana” señala la dimensión nacional del acervo lingüístico, que no hubiera disgustado a Vossler y tampoco a Unamuno: “Imaginémonos el idioma como un gran río que corre por su cauce en el que se juntan las aguas de muchas fuentes: el agua de los hondos manantiales, escondidos y claros; el agua de las lluvias y la que,
13 Ibidem, pp. 577-582. La Vida de don Juan Valera se escribió entre 1924 y 1925 y su manuscrito obtuvo el Premio Nacional de Literatura, de la mano de un jurado presidido por Gabriel Miró y al alimón con la Introducción a la literatura mística en España, del monárquico Pedro Sáinz Rodríguez. Azaña decidió no publicarlo, aunque entregó a varias revistas ensayos sobre su autor y prologó la edición de Pepita Jiménez, en Clásicos Castellanos. Una copia del texto original, que se daba por perdido, reapareció y ha sido publicada en las citadas Obras completas. El paralelo interés de Azaña por Galdós y su teatro no es tan insólito como puede parecer; compartía esta afición con otro escritor de parecida estirpe intelectual, Ramón Pérez de Ayala, que abrió el primer volumen de su libro Las máscaras (1919), todavía en vida de Galdós, con cuatro ensayos capitales sobre su obra: “Casandra”, “Sor Simona”, “El liberalismo y La loca de la casa” y “Santa Juana de Castilla”.
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hirviente y espumosa, se despeña de las sierras al derretirse las nieves. La madre de aquel río de voces, de formas verbales, de sonidos significantes y articulados, es ni más ni menos que la estructura mental del pueblo que la habla”14. Y este anclaje ha de servir, apunta en la nota “[De literatura española]”, para “revestir con el ropaje de las palabras cuerpos palpitantes y almas con vida pero infundiéndoles valor universal”, porque “la materia propia de nuestro arte son los hechos humanos y las pasiones”15. En los cuadernos de 1929 se formula con claridad meridiana la lección y se señala, a la vez, la facultad principal que rige el arte literario: “La cualidad de escritor es siempre un don de entendimiento; escribir es una operación del entendimiento. Lo mismo si va a expresarse con palabras una abstracción que a representarse lo sensible. Entre el estado emocional del artista, entre la actividad de juicio en curso, y el lenguaje, hay siempre una operación del entendimiento —aun en los momentos más calurosos de la inspiración— que no es una mediación pasiva, como viene a ser el linotipista entre el texto que compone y las tiras de plomo en que lo imprime, sino un mediador agente, facultativo, inventor...: inventor del lenguaje sepultado en los centros del habla. El entendimiento busca, elige, compone”16. A pesar de la no muy buena opinión de Azaña al respecto, el programa literario de su época ya ofrecía algunos caminos que transitaban en los bordes de lo confesional, lo ensayístico y la parábola narrativa, sin incurrir por fuerza en el intimismo voraz, o en lo divagatorio. Entre todos, habían descubierto lo que el ensayo tenía de osadía intelectual y, a la vez, de autolimitación, de optimismo y penitencia, de exterioridad e intimidad, siempre en un orden dialéctico. Y Unamuno era, sin duda, el ensayista por antonomasia: la serie de sus artículos, publicada por la Residencia de Estudiantes en siete volúmenes (1916-1919), hizo campear en sus ascéticas cubiertas el rótulo de Ensayos que, como sabemos, Unamuno ya utilizaba desde 1900. En ellos predominaba, sin duda, la dimensión confesional y una explícita implicación del lector, que daba
14 Ibidem, p. 428. 15 Ibidem, p. 427. 16 Ibidem, p. 572.
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al género su sello de disidencia intelectual y omnivorismo práctico. En los trabajos de Azorín —el otro gran configurador del género—, el ensayo postulaba un cierto desvanecimiento de lo más personal e intimista; desde 1909, la autoría azoriniana funcionaba como una suerte de ectoplasma afectivo que, sin embargo, confería densidad evocativa a su merodeo por la materia histórica y estética española. Azaña nunca hizo mucho caso (explícito, al menos) de Unamuno y fue uno de los pocos que se resistió al reconocimiento del Azorín de Lecturas españolas, en 1912, un libro que aseguró la reconciliación con los colegas progresistas, rota por sus intemperantes ataques durante la crisis de 1909-1910 y ahora superada con el armisticio signado en la Fiesta de Aranjuez, que se le ofreció en noviembre de 1913. Como es sabido, los oficiantes principales fueron Ortega y Gasset, entonces ocupado por la constitución de la Liga de Educación Política Española, y Juan Ramón Jiménez, que acababa de establecerse en Madrid y dirigía los primeros pasos de las Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, que editaron hasta tres títulos de Azorín. Desde París, Azaña anotó muy desdeñoso: “Acabo de leer su último libro, Lecturas españolas [...]. Modo de hacer crítica: como muestra ‘del espíritu práctico del misticismo castellano’ cita esta frase de Santa Teresa ‘Entended que si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor’”. Y añade: “Pues si aún hemos de ver esos humildes pucheros castellanos hacer papel glorioso en la historia literaria de España...”. Don Eugenio de Ochoa, en sus Apuntes para una biblioteca..., etcétera, escribe la siguiente frase: “En el Don Álvaro se ve desde el carácter más ideal, desde la creación más fantástica, hasta el fogón y los cacharros (Azorín subraya) de las posadas andaluzas. Esto cree Azorín que es pensar: agrupar, o mejor dicho, aproximar las cosas y las ideas sin preocuparse de su contenido, fijándose en la semejanza de las palabras. Es la crítica... por la homonimia [...]. Creo que Azorín ha hecho dos cosas importantes en la literatura: aligerar la prosa e introducir algunos elementos nuevos como materia de composición: los pueblos, los movimientos pequeños, etc. Ya se amanera. Su estilo monótono, sin jugo, sin matices, puede servir para un trabajo corto, un artículo, una
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impresión; es insoportable en un libro [...]. Todo lo empequeñece, cuando quiere explicar algo. No raciocina, no liga dos ideas”17. Es evidente que la sentimentalidad no podía reemplazar al entendimiento, a la hora de ensayar la crítica, aunque también fuera dudoso que Azorín pretendiera “explicar algo”: más bien tenía el legítimo propósito de reemplazar la explicación por la creación de una suerte de aura iluminativa. Y, sin embargo, hubo un proyecto de Manuel Azaña muy cercano al del escritor alicantino y que, quizá por eso mismo, dejó en barbecho. Llegó a escribirle un prólogo, “En los nidos de antaño”, que quizá había de ser el título del volumen, y allí patentizó su intención en frases que tienen un fuerte eco de los propósitos azorinianos de la serie iniciada con Lecturas españolas y Clásicos y modernos: “Estas páginas, lector amigo, he trazado para mi solaz, como quien busca exprimir de su alma un jugo que demasiado la empapa. Han nacido del trato con libros viejos; libros menos leídos de lo que se debiera pero no tan raros que baste su lectura para ganar el renombre de erudito. En crónicas, poemas, romances, enxiemplos, tratados y doctrinales late el corazón de muchos hombres que fueron los padres verdaderos de la patria; ellos crearon la cosa y el nombre, porque forjaron el alma nacional y el idioma en que esa alma desde hace tantos siglos viene hablando. Provoca esa lectura una emoción compleja y fuerte. El eterno interés del drama histórico se acentúa aquí por dos razones; la primera, porque es el escenario nuestro solar; la segunda, porque conocemos el desenlace”18. No es aventurado pensar que el resto del volumen de aquel título podría haber integrado una reescritura del manuscrito de la conferencia “Siendo rey Alfonso Onceno” (Ateneo de Madrid, 5 de abril de 1919), que disertó sobre la crónica del monarca —atribuida a Fernán Sánchez de Valladolid— y sobre lo que nos ha llegado del poema biográfico en cuartetas octosilábicas, cuyo “notador” se presenta como Rodrigo Yáñez. Ambos habían sido rescates filológicos del siglo xviii (la Crónica fue editada por Francisco Cerdá y Rico y el Poema figuró
17 Ibidem, p. 247. 18 Ibidem, p. 288.
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entre los recogidos por Tomás Antonio Sánchez en la Colección de poemas castellanos anteriores al siglo xv); Azaña los leyó, sin duda, en la Biblioteca de Autores Españoles y buscó, en las hazañas del empeñoso rey castellano, la doble emoción “grave y patriótica” de quien asiste a los verdaderos orígenes de su país, no a sus mitos consoladores19. El mismo destino cabe conjeturar para otro texto inédito, breve e incompleto, sobre “[Don Juan Manuel]”, de naturaleza más psicológica y que pueden resumir dos frases muy certeras: “Don Juan Manuel tiene de los hombres una idea deplorable” y “La impresión que en don Juan Manuel produjo la vida de su tiempo se puede resumir en este grito: ¡Ay de los débiles!”20. De otro escrito sobre “[Cervantes]” quedan unas anotaciones dispersas que revelan, sin duda, que el destino de estos ensayos era atenerse a una lectura inteligente e interpretativa de los textos. Y, nuevamente, los aciertos abundan. Como se indicaba más arriba, el secreto de Cervantes fue para Azaña la alianza de imaginación y entendimiento: “La audacia creadora de la fantasía de Cervantes y su imaginación brillante no salen nunca del freno de la Razón del poeta”. Y a esa convicción de Azaña debemos inmejorables apuntes sobre “la inexorable Marcela”, la rapidez de “torbellino” de la acción, la musicalidad (“una sinfonía brillante”) que preside el conjunto de la obra o la diferencia que se establece entre la primera parte y “la maravillosa suavidad” de la segunda, donde “el disparatado heroísmo destaca menos. En cambio, florece su espíritu en dulzura”21. Y muy verosímilmente las notas de lectura de “Feijoo”22, que resumen bastantes discursos y cartas del fraile, o que seleccionan citas llamativas de estos, debió de responder a un estadio de redacción más primitivo de otro ensayo de este fantasmal libro que quizá se hubiera titulado En los nidos de antaño. Es patente que Azaña participaba de la idea de construir un nacionalismo esencialmente cultural, cuyos referentes coetáneos podían ser
19 20 21 22
Ibidem, pp. 293-306. Ibidem, pp. 307-309. Ibidem, pp. 310-312. Ibidem, pp. 315-322.
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los libros de viajes de Unamuno, los ensayos literarios de Azorín, el programa pictórico de Sorolla o el musical de Manuel de Falla, al que sería injusto no añadir la novela hidalga de Ricardo León o buena parte del teatro histórico de Eduardo Marquina, que crearon duradera escuela. Más tarde y también más al margen de aquella moda, Azaña publicó dos notables libros de ensayos literarios: Plumas y palabras (que apareció en 1930 e incluía los trabajos de la revista con artículos de La Pluma y el demoledor ensayo dedicado a Ángel Ganivet) y Cervantes y la invención del Quijote, ya en 1934. Nunca perdió de vista la necesidad de aquella pedagogía de la lectura del pasado histórico de su país. Es dato poco recordado de su paso por la presidencia de la República española que, justo el 24 de abril de 1936, comunicaba a los periodistas que, por su iniciativa, se había aprobado el decreto que creaba una “Biblioteca de Escritores Clásicos”, para promover la “conservación y difusión de los monumentos de la lengua y la literatura nacionales, en los que se reconozcan los más gustosos frutos del espíritu español y algunos de sus más preciados títulos en la historia de la civilización”. Por supuesto, aquel magno proyecto —en que colaboraban José Moreno Villa, Pedro Salinas y Enrique Díez-Canedo— quedó inédito... Azorín no le gustaba, pero sin duda le proporcionó ideas para volver, aunque de otra forma que la suya, sobre el pasado literario. En cambio, desdeñó que José Ortega y Gasset y Eugenio d’Ors coincidieran en desplegar dos ciclos ensayísticos de largo alcance temporal, de manifiesta voluntad de remover el ambiente intelectual español y de acusado carácter personal, que enseguida le parecieron exhibicionistas y pedantes. Una nota de 1920, a la vista de los primeros tomos de El espectador (1916), consignaba que “Ortega ha puesto al alcance de las damas y de los periodistas el vocabulario de la filosofía. Una cosa es pensar; otra, tener ocurrencias. Ortega enhebra ocurrencias. Iba a ser el genio tutelar de la España actual; lo que fue el apóstol Santiago en la España antigua. Quédase en revistero de salones”23. En septiembre de 1912 recordaba que le presentaron en París a Eugenio d’Ors, quien le
23 Ibidem, p. 403.
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dio una impresión de impostación (“Han sido necesarias dos presentaciones para que se fije en mí”) que Azaña no solía soportar: “Es alto y corpulento. Habla en una voz muy tenue, sin mover los dientes ni los labios. Cuida mucho la manera de mirar, que procura hacer interesante, unas veces por su vaguedad soñadora, otras por su fijeza perçante”24. En 1920, precisamente cuando el glosador catalán acababa de trasladar su Glosario a la lengua castellana, pensaba que “entre los escritores de nota, solo dos no pretenden mixtificar al público, valiéndose de que es ignorante: Unamuno y Valle-Inclán”. Y, como si la palabra “mixtificación” le atrajera automáticamente una pulla, escribía a renglón seguido: “Si España fuese una colonia o país protegido, la metrópoli o el Estado protector nos enviaría por filósofo a Eugenio d’Ors”25. No hubo que esperar mucho para que la prevención contra Ortega se reactivara, justo cuando el escritor acaba de fundar (y justificar) la Revista de Occidente. En la nota que Azaña le consagró en el ya agonizante “Semanario de la Vida Nacional”, España (15 de septiembre de 1923) se quejaba de la expresa renuncia a la política que advertía en la nueva publicación, justo dos días después del golpe de Estado que dio el poder al general Primo de Rivera: “¡Y nosotros que vivíamos en el error nefando de creer que la política era ante todo, sobre todo y más que nada, recto entendimiento de las cosas que los hombres necesitan y buscan para vivir cada nueva hora del modo más humano y racional posible!”. Y no perdió la ocasión para zaherir la pedantería orteguiana en la materia que más podía dolerle. En su artículo “Ocnos el soguero” (publicado en el número de agosto), Ortega había hablado del antropólogo y jurista suizo Johann Joachim Bachofen, de quien había tomado el título del trabajo, y concluía que en España no conocían al estudioso del matriarcado más que algunos “espíritus alerta”. Azaña sí sabía muy bien quién era y reprochaba a Ortega aquella fatua soberbia: “Usted es un hombre de un gran temperamento literario, de una sensibilidad retórica refinada, acaso un poeta, pero que en sus ensayos
24 Obras completas. I, p. 734. 25 Obras completas. VII, pp. 404-405.
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orientadores solo se entresacan paradojas, contradicciones, arbitrariedades, antojos y caprichos, que a veces son una maravilla de factura, pero con frecuencia alarmante un galimatías magnífico de frases felices y de absurdos históricos y jurídicos”26. En 1931 todavía coleaba el pleito entre los dos... En el periódico Crisol (2 de junio de 1931), Ortega hizo un cumplido elogio de las reformas militares de Azaña, pero no pudo evitar añadir una coletilla personal, que quizá revelaba resentimiento, pero que también podía ser una ambigua solicitud de reconciliación: “Hace muchos años que no veo al Sr. Azaña y desde siempre me ha dedicado su más escogida antipatía y su permanente hostilidad. Pero eso no quita ni pone para que yo reconozca en él a un hombre de talento, dotado además de condiciones magníficas para el Gobierno”. Azaña lo entendió, sin duda, del primer modo y le respondió en una carta desabrida el día 10, sin encabezar la misiva y aclarando que no había animosidad alguna, aunque tampoco el menor deseo de acercamiento. Así concluía: “Le reitero mi nunca menguada consideración y confío en que acabará usted por convencerse de que podemos seguir siendo como somos sin mezcla de antipatía ni hostilidad”27.
Autorretratos indirectos, entre la novela y el ensayo Puede que Manuel Azaña hubiera entendido que las palabras de Ortega le encasillaban sin remedio en la actividad política y le excluían del mundo intelectual activo. Tal cosa le constaba al interesado, pero también había encontrado un camino para proseguir su actividad literaria sin renunciar ni a la libre especulación ni a la política práctica. El claro designio de incrementar el tamaño de sus diarios y hacerlos más explícitos habla precisamente de lo contrario: de la necesidad de seguirse explicando... y de tejer con ellos el cañamazo intelectual y personal de algún proyecto futuro. Hasta entonces, el programa implícito de vivir y contarlo había producido una fascinante masa de notas, diarios, artículos,
26 Obras completas. II, p. 252. 27 Obras completas. VII, p. 761.
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sátiras (que son todas una suerte de gimnasia del yo), que se acompañaban de una serie de designios más ambiciosos pero casi nunca rematados. Y entre estos cobraron un particular relieve aquellos “autorretratos indirectos” con los que Manuel Azaña se instaló en la estela de las “novelas de 1902” que se evocaban al principio de estas páginas. Comenzaron las cosas con una novela prematura e inacabada, La vocación de Jerónimo Garcés, y tiempo después algunos intentos más recientes formaron —hay una nota suya a propósito de este designio— una trilogía complementaria compuesta de una parte conclusa y publicada, El jardín de los frailes (1926), y otras en permanente estado de obras, lo que aquí llamo “el ciclo de Hipólito”. Y, por último, una novela autónoma aunque estrechamente ligada al resto de los proyectos: Fresdeval. Las recientes Obras completas nos permiten ya analizar conjuntamente los hitos truncos de ese proceso de autorretratos indirectos. Sobre la novela La vocación de Jerónimo Garcés (1904) nos consta que quiso volver hacia 192428. Del segundo envite, “Viaje de Hipólito” vio la luz tardíamente en la revista Madrid. Cuadernos de la Casa de la Cultura, en 1937, pero una nota de 1929 dice que, tras haber publicado El jardín de los frailes (1926), “pensé haber ofrecido al lector el volumen primero de una serie en la que vendría a ser tercero y último este Viaje de Hipólito” y aclara que “salen los tres de la misma cantera, vibran en la misma cuerda sensible, elaboran temas florecidos en otra edad que, por conclusa, me brinda ahora limpiamente su puro valor estético. Su trabazón no es anecdótica”29. El tercero y último de estos proyectos de transfiguración de la autobiografía fue la elaboración de la novela Fresdeval, el más maduro y ambicioso, que se comenzó a escribir en el invierno de 1930, tras el fracaso de la sublevación de Jaca, y se reanudó en 1934, tras el fracaso en las elecciones del año anterior, aunque todavía experimentó algún retoque en 1940, último año de su vida. Es patente que los tres conjuntos se emparentan con sendos modelos de escritura de época. Ya se ha dicho que La vocación de Jerónimo
28 Hay textos significativos recogidos en ibidem, pp. 455 y ss. 29 Ibidem, p. 585.
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Garcés debe mucho al paradigma primisecular de las novelas de 1902 que versan sobre el fracaso del intelectual y del conflicto entre los ideales más altos y la miseria de la vida práctica. Aunque, a la vez, ese conflicto ya anduviera prefigurado en algunas novelas de Galdós y, sobre todo, de Clarín. En lo que se refiere a la configuración artística del proyecto en torno a “Hipólito”, es patente que la laxa constitución del personaje central como una suerte de hueco dubitativo pero omnipresente y, sobre todo, el permanente autoanálisis abierto y digresivo, la eliminación de toda trama narrativa convencional, la abundancia de lo dialogal..., todo apunta a los usos de la nueva novela hacia 1925, casi todos de ascendiente francés: lo que ahora llamaríamos “novela lírica”, en la que, por supuesto, debemos incluir también El jardín de los frailes. Y, por último, en la mayor ambición panorámica de Fresdeval se evidencia el cambio de modelo: ahora se busca directamente enlazar el poblado censo de personajes con el marco histórico, la trama se remansa en grandes escenas colectivas, se cuida minuciosamente la ambientación, y el tono de sutil ironía que habitaba el proyecto anterior se acerca más al sarcasmo y la burla. Todo lo cual tiene mucho que ver con las novelas de su admirado Ramón del Valle-Inclán, de quien acaba de leer las dos primeras de El ruedo ibérico, aunque quizá también destiña sobre el empeño la frecuentación de los relatos de Juan Valera, en aquellas pesquisas sobre los años finales del xviii o los del bajo Romanticismo como El comendador Mendoza o Las ilusiones del doctor Faustino. Lo que nos queda de La vocación de Jerónimo Garcés muestra dos tramas argumentales, seguramente referidas al mismo héroe y que no acabó de ajustar: la historia de un hombre que ha triunfado como orador y político, y que a la postre renuncia a un ministerio, y la de un joven que luchó en Cuba, luego fue líder de la resistencia a una invasión de la patria, más tarde se retiró de la política y se vio reclamado por el pueblo como gobernante, aunque no lo aceptó. La parte más elaborada es, sin embargo, la que el narrador ficticio presenta como “la existencia vulgar, ignorada y anodina” de “un pobre hombre que vencido por una legión de enemigos interiores, ha gastado sus días en
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un monólogo perpetuo”30. Comienza con el regreso melancólico a su casa natal (igual que se inicia Fresdeval, veintitantos años después) y el repaso de su vida: orfandad temprana, internado y amores infantiles, lecturas románticas... Estudia Derecho y —una anomalía entre las novelas de la época— marcha como voluntario a Cuba, entre “la escoria que barría del país la recluta voluntaria, prodigioso canal por donde la patria se desaguaba de sus malos humores”31. Su experiencia cuartelera es tan penosa —robos, rancho repugnante, abusos— como la de campaña, que le obliga a formar en el pelotón que fusila a tres civiles, acusados de ayudar a los insurrectos: un padre y sus dos hijos. Garcés ha disparado al aire y se da cuenta de que “hasta la miseria de los campamentos no llegaban las bellas palabras, ni el patriotismo vocinglero, ni las banderas y percalinas”. Al regreso, le espera una vida rural sin alicientes, algún amorío adúltero y las reprimendas de un tío solterón que le acusa de que “soberbia e indisciplina: eso es lo que hay en el fondo de tu corazón”32... Sus grandes propósitos (“Híceme dueño de un arma terrible, la obstinación, y fue puesta al servicio de un empeño avasallador: el deseo de tomar la revancha de mí mismo”) fracasan y su vida rural se convierte en ver “pasar la vida a grandes sorbos, como dormido, y despertar repentinamente para notar que un gran trozo del camino está ya andado”33. El lector de los diarios y la correspondencia de Azaña sabe que este síndrome —la soberbia y la autovigilancia, acompañada de la sensación de lasitud y fracaso— fue una constante en su vida. Y volvió a presidir la siguiente operación de autorretrato indirecto, cuya pieza mayor fue El jardín de los frailes, historia de la formación de una sensibilidad y de su ruptura con la domesticidad, en pro de una emancipación intelectual. Pero a la creación del personaje de Hipólito ahora podemos incorporarle dos textos breves que nos permiten entenderla mejor y, de añadidura, quizá dar nombre al protagonista anónimo del
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Ibidem, p. 81. Ibidem, p. 107. Ibidem, p. 122. Ibidem, p. 161.
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Manuel Azaña como ejemplo
relato de 1926. El texto “Hipólito y Demetrio” desarrolla otra vez un motivo predilecto, el regreso melancólico, al que se añade la evocación de una amistad masculina entre dos caracteres diferentes. Azaña debió de pensar en escribir una novela dialogada, porque la parte más extensa es una sucesión de conversaciones, precedidas de un monólogo, que nos dan a conocer otros personajes: el más significativo es Camila, una relación amorosa que ella vive con rencor y vergüenza y él, sin convicción (“¿Quererla? Si es conmiseración, la quiero”); el contraste lo forma la pareja de Gumiel y Leonor, que se llevan bien y están casados, y el activo negociante Camprodón, al que Hipólito desprecia. El “Viaje de Hipólito” (fechado en 1929, pero rehecho para su publicación en 1937) es la parte más desarrollada y consiste en la larga introspección del protagonista que tiene como marco un viaje de regreso en tren hacia Madrid. El estilo es cuidado y conceptuoso, con toques jarnesianos y una notable riqueza léxica. Regina, su amante, puede ser un eco de la Camila de “Hipólito y Demetrio” y su presente sensación de “sentirse extranjero en su propio país”, un recuerdo de ese permanente extrañamiento que sienten todos los héroes de Azaña. Y tampoco falta esa sensación de incomprendido que seguramente agitaba su experiencia política reciente: Hipólito recuerda que la gente le admiraba, pero aborrecía su “frialdad elegante”, y cavila con resignación que “reuniendo en una persona cuanto dicen de mí, ¡qué monstruo saldría!”34. Y es que Hipólito, como patente traslación de sus cuitas, tiene bastante de automitificación. Un sentimiento que la novela Fresdeval sustituyó por un esfuerzo de objetivación y de distanciamiento que cuajaba en un relato amplio y prometedor, que pudo ser (y, en gran medida, es) una gran novela. El centro del relato es Alcalá de Henares y su tiempo histórico comienza a finales del siglo xviii; incluye luego la guerra de la Independencia y llega hasta la época liberal y la Restauración. En esos escenarios se narra el desarrollo de dos bloques familiares que dan título a los dos largos capítulos, o partes, de que disponemos: “La casa de Budia” y “Ocaso de Anguix”. Los Budia son
34 Obras completas. II, p. 855.
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industriales y propietarios, ejemplos de aquella burguesía provinciana que pasó a ejercer sólidos cacicatos en la España rural del xix y del xx: su auge comenzó en Ildefonso, a quien llamaban “el Brihuego”, y le siguieron con éxito su sobrino Filomeno y luego Bruno de Budia, abogado. Los Anguix, en cambio, tienen timbres de hidalguía (su linaje viene de Tierra de Campos) y dieron en el siglo xvi un conquistador de América y en el xvii, un partidario del Duque de Osuna. El primer hombre de letras de la familia fue Bernardo de Anguix, ilustrado y medio afrancesado en la guerra de la Independencia: “Primero la nación, luego la ley, después el Rey”, solía decir. Con el tiempo, los Anguix hicieron algún dinero y adquirieron el monasterio de Fresdeval, cuando la desamortización, aunque a la fecha del relato lo han perdido a manos del nuevo cacique Trinidad Ledesma y no parecen andar muy bien de tesorería. La mejor escena de la novela tiene lugar en ese monasterio en ocasión de una partida de caza a la que sigue otra de monte en los salones, y a ambas asiste Alfonso XII: sin duda, es también el momento más valleinclanesco, y en nada inferior a su modelo. El propósito del autor era ambicioso y hubiera requerido, sin duda, una reescritura más dilatada y atenta. Quiso lograr una mezcla de la historia y el tiempo presente, utilizando como elemento de enlace las amistosas conversaciones que mantienen los herederos actuales de las dos familias: el bastardo Jesualdo de Anguix y Bruno Budia. Anguix siempre está de regreso de algún viaje y Budia, siempre vinculado a su tierra. Ambos son solterones, dados a la ironía y algo melancólicos; no es descabellado pensar que esta amistad de Bruno y Jesualdo plasmaba la muy estrecha que unía a Azaña y José María Vicario, alcalaíno, compañero desde la infancia y confidente asiduo hasta el fin de sus días. Pero ni ese primer nivel vivencial de Fresdeval, ni siquiera lo que el relato tiene —y no es poco— de recuerdos personales, debe desviarnos del designio principal de la novela: contar y analizar (novelar y reflexionar) un tramo de la historia de España que a Azaña le concernía directamente como miembro de la burguesía liberal, como relevante servidor del Estado burgués, como político de nota e intelectual relevante. Fresdeval es, en rigor, un acto de toma de posesión razonada de su pasado y de su presente: una profesión de fe político-literaria.
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Ortega y Gasset en los años veinte: del ensayo carpetovetónico al ensayo global
Darío Villanueva (Universidad de Santiago de Compostela y Real Academia Española)
En el prólogo a un libro que ha sentado cátedra, y a cuyo rubro se acoge esta aportación al estudio del ensayo literario en la Edad de Plata, José Carlos Mainer1 confiesa su admiración, que yo comparto, “por la habilidad expositiva de la alta divulgación anglosajona”. Muestra señera de semejante logro es una obra de Peter Watson2 que en España se tradujo con el título descriptivo de Historia intelectual del siglo XX desechando, por temor a que no se identificase la referencia, el
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José-Carlos Mainer, La Edad de Plata (1902-1939): ensayo de interpretación de un proceso cultural, Madrid, Cátedra, 4ª ed., 1987, p. 9. Peter Watson, Historia intelectual del siglo XX, Barcelona, Crítica, 2002.
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título original, tomado de dos versos del poema “Easter, 1916”, de William Butler Yeats: All changed, changed utterly: A terrible beauty is born.
Efectivamente, Watson traza un panorama exhaustivo de las ciencias, las artes y las letras del pasado siglo en el que todo cambió por completo y una terrible belleza nació: la de una sociedad en la que van de la mano el bienestar, la democracia y el desarrollo con la injusticia, la violencia e insospechadas manifestaciones inéditas de la guerra. Traigo a colación el libro de Watson porque en él se cumple también no una virtud, sino en este caso un gran vicio de la alta divulgación anglosajona, y en general de los productos de su pensamiento crítico y erudito. Me refiero al sistemático ninguneo, fruto de una ignorancia que a veces se revela realmente enciclopédica, de la producción intelectual y literaria procedente de España y los demás países hispánicos. Al margen de las cuatro citas que Cervantes le merece a Watson a lo largo de las casi mil páginas de su compendio, ya en el espacio cronológico acotado el español más atendido es Pablo Picasso. Dalí, Buñuel, Miró y Falla aparecen en sendas citas. George Santayana recibe tres menciones, una de ellas para destacar su apoyo a Franco equiparable al de Pound, pues ambos pensaban que el dictador “impondría un orden nacionalista y aristocrático, que rescataría la cultura de su inevitable decadencia”3. Y José Ortega y Gasset, definido por Watson4 como “algo parecido a un darvinista sociocultural, o quizá más bien nietzscheano”, duplica la presencia del autor de The Last Puritan, pues son seis las ocasiones en que se alude a obras como La deshumanización del arte o La rebelión de las masas, o a actividades suyas como la participación en el “Congreso por la Libertad Cultural” que reunió en Milán, en 1955, a “distinguidos intelectuales liberales y conservadores” para reflexionar sobre el ocaso de las ideologías.
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Ibidem, p. 360. Ibidem, p. 316.
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Sirva esta referencia como índice de algo innegable: que Ortega es el único escritor español admitido en el elenco de referencias globales habitual en la bibliografía anglosajona, reconocimiento en el que le acompaña a cierta distancia Federico García Lorca, a quien Watson5 califica como “el mejor poeta que había dado España”, pero sin prestar la más mínima atención a su obra poética o teatral, sino tan solo a la infamia de su asesinato. Y ello pese a que Poeta en Nueva York, obra póstuma, una de las cumbres de la poesía expresionista sobre el tema de la ciudad industrial, aparece en edición bilingüe inglesa/española de 1940. Ni Juan Ramón Jiménez ni Vicente Aleixandre, otros dos grandes poetas y premios Nobel de Literatura, figuran entre los cientos de escritores a los que Watson menciona. Convengamos enseguida en que aquella fama de Ortega, global por anglosajona, parca pero inusitada para un autor español, se debe fundamentalmente a una obra que ya estaba lista en 1929, que aparecerá en libro con pie de imprenta de 1930 para no interferir en las últimas entregas de su contenido en los folletones del diario El Sol, y que inmediatamente será traducida al alemán —la lengua de la ciencia y la cultura por aquel entonces—, al inglés en 1932 y posteriormente a los demás idiomas europeos. En junio de 1951 un Ortega de visita por primera vez en el Reino Unido con objeto de recibir un doctorado en Glasgow reconoce ya en una conferencia pronunciada en el HispanicLuso-Council de Londres que La rebelión de las masas “ha tenido no sé si la fortuna o la malaventura de interesar a los lectores de habla inglesa” y que de la obra se habían vendido más de medio millón de ejemplares6. El ya por entonces exhausto y desilusionado filósofo español de formación germana empezaba a asimilar, no sin desencanto, que la segunda guerra mundial la había ganado el inglés. Que la fama póstuma de Ortega sigue viva gracias, sobre todo, a The Revolt of the Masses, lo podemos comprobar a partir de un índice que obedece a esa pintoresca contaminación de las valoraciones intelectuales
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Ibidem, p. 360. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, ed. de Thomas Mermall, Madrid, Castalia, 1998, p. 361.
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por criterios o ránquines deportivos. ¿Quién pone en duda que Usain Bolt es quien corre más rápido hoy por hoy (2012) cien metros lisos y que en las piscinas el mismo honor le corresponde a Michael Phelps en los 100 mariposa? Pero a muchos nos cuesta admitir que algo semejante se puede estipular en relación a los mejores filósofos o escritores, los mejores ensayos, novelas, dramas o poemas del mundo. El hecho es que la National Review (3 de mayo de 1999), reconocida publicación bimensual fundada en 1955 en cuyo comité estaba previsto que figurara Ortega, muerto ese mismo año, hizo públicos en el año 1999 los resultados de una encuesta para determinar “The 100 Best Non-Fiction Books of the Century”. En este ranquin encabezado por The Second World War, de Winston S. Churchill, The Revolt of the Masses ocupa un meritorio octavo lugar. La preceden obras de Soljenitsin, Friedrich von Hayek, Clive S. Lewis, Karl Popper y dos de George Orwell, Hommage to Catalonia y los Collected Essays. Cierran la década un segundo libro de von Hayek, The Constitution of Liberty, y Milton Freedman con Capitalism and Freedom. Precisamente para los responsables de esta revista, cuya impronta conservadora y ultraliberal se hace transparente a través de la lista que estamos comentando, la obra del único español seleccionado “explained the genius of capitalist elits”. Apuntemos el sesgo de esta valoración, marcadamente ideológica, y tengámosla en cuenta para las consideraciones venideras acerca de la recepción de La rebelión de las masas que formarán parte de mi exposición. Pero no restrinjamos a esta fuente la vigencia actual de La rebelión de las masas. En 1970, por caso, Lewis Mumford se hace eco de ella en la segunda parte de su The Myth of the Machine, El pentágono del poder. Mayor interés encierra, incluso, que el discípulo más destacado de Marshall McLuhan, Neil Postman, cite a Ortega junto a Daniel Bell, Oswald Spengler, Charles S. Peirce o el propio Mumford en una obra de 1992 sobre la que habremos de volver, Technopoly: The Surrender of Culture to Technology. Porque el propósito principal de estas páginas mías no es tanto desentrañar la génesis y significado de la obra más famosa de nuestro filósofo, sobre la que se han vertido ya ríos de tinta, sino seguirle el curso al proceso de su recepción a lo largo de los ochenta años largos que nos separan de su concepción y publicación para desentrañar en la medida
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de lo posible el porqué de la pertenencia de La rebelión de las masas a ese selecto repertorio de las obras consideradas clásicas no solo en el ámbito específico de la cultura hispánica, sino en el global. Pero no solo trataremos de ella, sino más ampliamente de los libros fundamentales publicados por Ortega en los años veinte. De hecho, La rebelión de las masas estaba lista para la imprenta en 1929, el año del crack financiero que desde Wall Street extendió su maleficio a otras partes del mundo sin alcanzar, sin embargo, la dimensión ecuménica de la crisis actual que a efectos mediáticos comenzó en septiembre de 2008 con la quiebra de Lehman Brothers y los ocultamientos de Golman Sachs. Precisamente en aquel otro septiembre negro sitúa José Carlos Mainer7 la frontera entre dos de los momentos capitales de la Edad de Plata: entre “los felices veinte y los hoscos treinta”. Para los primeros “quedaría la alegría inicial del descubrimiento de lo vanguardista, el testimonio de un mundo banal y apresurado, y para los hoscos thirties quedaría la aguda crisis de identidad —¿qué es el arte?, ¿cuál es su finalidad?—, junto al predominio de los valores del compromiso sobre los puramente eutrapélicos que podrían caracterizar la década precedente”. El decenio de los años veinte del siglo pasado representan una época prodigiosa, la única década de paz entre dos terribles guerras mundiales, un interregno feliz en que parecía que el universo estaba definitivamente abierto al progreso y a la evolución de la humanidad tanto en los aspectos materiales como en los referentes a la inteligencia y el espíritu. Es el momento cuando florece el asombroso repertorio de ismos en los que la actitud creativa de vanguardia encuentra su acomodo y sus formas de expresión; en que proliferan los manifiestos con los que jóvenes poetas, pintores, músicos, arquitectos, dramaturgos o cineastas se muestran capaces de arrumbar con el arte viejo, cuya putrefacción les hedía. Es también cuando la apertura cosmopolita parece abrir una brecha en las férreas murallas del nacionalismo cultural, y las ideas, las formas y los propios artistas se mueven con libertad no solo por el reducido territorio europeo, sino por las francas vastedades
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Op. cit., p. 181.
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americanas. En este escenario es donde se consolida por otra parte una posibilidad que creadores como Griffith o teóricos como Canudo habían empezado a mostrar factible en años anteriores: la irrupción imparable de un nuevo arte de la modernidad, el cinematógrafo. En esa década asombrosa, mucho más fecunda incluso que la de los sesenta que ya nos tocó conocer, viví en ascuas el tiempo que tardé en alumbrar un libro sobre las imágenes de la ciudad en la poesía y el cine de aquella época. Lo tengo muy presente a la hora de escribir esta ponencia sobre el ensayismo de Ortega en los años veinte8. Se abre el decenio con la muerte de Galdós y Pardo Bazán, al tiempo que Valle-Inclán comienza a anudar la serie imparable de sus obras mayores que irá desde la primera versión de Luces de bohemia hasta Viva mi dueño, segunda entrega de El ruedo ibérico. Pero de igual modo que el talento de este máximo representante del 98 eclosiona en el periodo indicado, un Ortega, que representa ya activamente el contrapunto de una nueva generación con sus polémicas con Baroja, Unamuno o Maeztu, da a las prensas, antes que La rebelión de las masas, en 1921 España invertebrada, en 1923 El tema de nuestro tiempo y en 1925 La deshumanización del arte e ideas sobre la novela. Mas resultaría ingenuo dejarse deslumbrar ante tamaña concentración de logros individuales por parte del senior Valle como del junior Ortega si repasamos comparativamente la producción de la época en otras lenguas, otros países y otros ámbitos. Se trata, ni más ni menos, que de ir ordenando en nuestra memoria, año a año entre 1920 y 1929, las obras fundamentales de Paul Valéry, Ezra Pound, Wittgenstein, Max Weber, James Joyce, Martin Heidegger, T. S. Eliot, Rainer M. Rilke, Thomas Mann, John Dos Passos, William Faulkner, Virginia Woolf, André Gide, Marcel Proust, Aldous Huxley, Bertolt Brecht, Franz Kafka (muerto en 1924) y tantos más. Son los años deslumbrantes del dadaísmo, de la “Nueva objetividad” escindida de los expresionistas, del constructivismo ruso, del primer manifiesto surrealista de André Breton, del Círculo Lingüístico de Praga, la Bauhaus, el
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Darío Villanueva, Imágenes de la ciudad. Poesía y cine, de Whitman a Lorca, Universidad de Valladolid, 2ª ed. corregida, 2009.
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Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt, iniciativas que coinciden en el tiempo con aportes del séptimo arte como Nosferatu, de Murnau; El acorazado Potemkin, de Eisenstein; Metrópolis, de Fritz Lang; La quimera del oro, de Chaplin; Berlín. Sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttman; El hombre con la cámara de filmar, de Dziga Vertov; o Un chien andalou, de Dalí y Buñuel. Nacen también las editoriales que secundarán tanta creatividad vanguardista y grandes revistas de pensamiento que la airearán, entre ellas La Revista de Occidente fundada por el propio Ortega y Gasset en 1923. En sus páginas no dejan de apreciarse rasgos contradictorios que Mainer9 advierte en ciertas vacilaciones “entre el nacionalismo y el cosmopolitismo, entre el optimismo y la convicción de una inminente catástrofe cultural”. Una dualidad que nos explica, por ejemplo, cómo el Federico García Lorca del Romancero gitano, publicado por la editorial de Revista de Occidente en 1928 y recibido con manifiesta hostilidad por Buñuel y Dalí, es capaz de reaccionar en los dos años inmediatamente posteriores desde el Nueva York del crack con los poemas que le inspira la ciudad del Hudson y un guión cinematográfico, Viaje a la luna, que Federico escribe para demostrarse —y demostrarles a sus dos ya examigos— que no era el “perro andaluz” y “putrefacto”, como ellos lo consideraban. La trayectoria de Ortega no es ajena a esa misma dualidad. El propio título de mi trabajo lo sugiere al referirse al “ensayo carpetovetónico” y “al ensayo global”. La primera referencia nace del raciovitalismo del filósofo, hondamente enraizado en la fenomenología y formulado en términos perfectamente inteligibles para el público culto al que se dirigía El Espectador. Dado que “la verdad, lo real, el universo, la vida —nos dice Ortega— se quiebra en facetas innumerables [...] cada una de las cuales da hacia un individuo”, en consecuencia “cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mi pupila no está otra: lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituibles, somos necesarios”. La vertiente que hacia el Ortega de 1916 enviaba la realidad era, en este sentido, inconfundible: “Situado en El Escorial, claro
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Op. cit., p. 190.
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es que toma para mí el mundo un semblante carpetovetónico”10. Sobre todo a partir de la apropiación de este adjetivo por parte de Camilo José Cela11 para definir el meollo de su estética, carpetovetónico adquirirá un marchamo casticista no demasiado amable, restringido a la “croniquilla atónita de los minúsculos acaeceres de la España árida, ese inagotable venero de temas literarios”, como escribe el autor de El gallego y su cuadrilla y otros apuntes carpetovetónicos. En su primera obra, Meditaciones del Quijote, Ortega asume su circunstancia carpetovetónica, y para salvarse y salvarla busca el sentido de lo que le rodea sumergiéndose en la esencia de —son sus palabras— “nuestra raza sin ventura”, y critica sin cuartel el escenario de la Restauración y sus actores principales, cuando “llegó el corazón de España a dar el menor número de latidos por minuto”. Los suyos son “latidos de preocupación patriótica” que le obligan a “sentir a España como contradicción”. La losa de la tradición ha aniquilado el logro de un proyecto de país. Esta rémora ha provocado la confusión fatal entre “las más ineptas degeneraciones” y lo que el filósofo denomina “España esencial”. Precisamente “una de esas experiencias esenciales, acaso la mayor”, es Cervantes, de modo que si lográsemos identificar con toda nitidez su estilo, “la manera cervantina de acercarnos a las cosas”, “bastaría con que prolongáramos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertásemos a una nueva vida”. Para el Ortega12 de 1916 “un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política”. Este filósofo de talante regeneracionista, que ve su mundo en torno desde El Escorial, “rigoroso imperio de la piedra y la geometría, donde he asentado mi alma”, se ocupa de lo que le es más próximo; la pasión de su mirada no alcanza a vislumbrar por el momento otros horizontes que los carpetovetónicos. Y este enfoque cuajado ya
10 José Ortega y Gasset, Obras completas, II (1916), Madrid, Santillana-Fundación José Ortega y Gasset, 5ª ed., 2010, p. 163. 11 Camilo José Cela, “Relativa teoría del carpetovetonismo”, Obra completa, tomo III, Barcelona, Destino, 1965, p. 23. 12 José Ortega y Gasset, Obras completas, Tomo I (1902-1915), Madrid, SantillanaFundación José Ortega y Gasset, 6ª ed., 2012, p. 793.
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en Meditaciones del Quijote se prolonga hasta el comienzo de la década prodigiosa con España invertebrada. En el sentido genuino del término, sobre todo la primera parte de este ensayo de 1921, titulada “Particularismo y acción directa”, puede calificarse cabalmente de carpetovetónica. No al contrario, sino complementariamente, la segunda parte, cuyo rubro es “La ausencia de los mejores”, mira ya con franqueza hacia La rebelión de las masas. La última página de España invertebrada anuncia otro “ensayo de ensayo” en el que el filósofo abordará un asunto muy delicado incluso por la terminología que maneja: “el afinamiento de la raza”. Y la primera nota a pie de página del prometido libro reitera dicha vinculación y la voluntad del autor de completar lo entonces presentado “de manera que resulte una doctrina orgánica sobre el hecho más importante de nuestro tiempo”. El propio Ortega, en la conferencia londinense de 1951 que hemos citado ya, confirmará una vez más la vinculación entre ambas obras, entre el ensayo carpetovetónico de 1921 y el que yo califico como “global” ocho años posterior. Creo que es el momento obligado para apuntar, a partir de la consideración de las dos partes de España invertebrada y la conexión entre la segunda de ellas y La rebelión de las masas, dos razones muy diferentes de la vigencia hasta nosotros de la obra de Ortega, pese a que nos separa ya poco menos de un siglo de las que publicó en la década prodigiosa. El hábito y la metodología gnoseológica que Ortega y Gasset hizo suyos a partir de la fenomenología de Husserl, asimilándola con un amplio margen de originalidad, enarbolando el estandarte de la claridad entendida como cortesía del filósofo y con un decidido propósito de aplicar hábito y método “tanto en el terreno de la política como en el de la comprensión del arte” —como acaba de subrayar Javier San Martín13 —, pueden ayudarnos a comprender por qué nuestro autor sigue hablándoles a los lectores de hoy, dentro y fuera de España. En el primer caso, por su diagnóstico de realidades históricas, políticas y
13 Javier San Martín, La fenomenología de Ortega y Gasset, Madrid, Biblioteca Nueva-Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón, 2012, p. 177.
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socioculturales que siguen ahí, con terca permanencia. ¡Quién duda que continúa teniendo sentido leer hoy España invertebrada! Quizá no en Massachusetts, en Natal o en Singapur, pero sí en Barcelona, Cádiz, Toledo, Zaragoza, Bilbao o Compostela. Pero la vigencia centrífuga y no centrípeta, por así decirlo, de La rebelión de las masas obedece a otra virtualidad diferente, aunque no incompatible con su perspicaz interpretación de lo dado, de los fenómenos perceptibles en el entorno del observador. Me refiero a un cierto impulso visionario, prospectivo y vaticinador que el propio Ortega y Gasset reclama para sí cuando, a más de veinte años de su primera edición, pronuncia una conferencia sobre La rebelión de las masas ante el selecto público del Hispanic-Luso-Council londinense: “La autoridad que mi libro, sin pretenderlo yo, ha ganado en el mundo se debe a que en él se hacían algunas graves profecías que a estas horas, desgraciadamente, se han cumplido”14. Me interesa especialmente revisar cuánto de cierto había, a la altura del medio siglo, en esta afirmación, un tanto jactanciosa, del filósofo, pero también hacer otra valoración semejante para los cincuenta años posteriores a la muerte de Ortega y Gasset hasta llegar al momento presente. Por razones profesionales y biográficas he podido comprobar en varias ocasiones cómo Misión de la Universidad, el breve ensayo que nace de la conferencia que la FUE le solicitó a Ortega en octubre de 1930, le seguía siendo útil a un rector del siglo xxi, y lo mismo cabe decir hoy de ese “bosquejo de algunos pensamientos históricos” que Ortega tituló España invertebrada. Definía allí el filósofo el particularismo como “el carácter más profundo y más grave de la actualidad española”, entendiendo por tal “que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás”, frase puesta, para mayor énfasis, en letra cursiva15 . Más adelante vuelve a definir el particularismo, incluso, como “aquel estado de espíritu en que creemos no tener por qué contar con los demás”.
14 La rebelión... op. cit, p. 363. 15 José Ortega y Gasset, Obras completas, III (1917-1925), Madrid, Santillana-Fundación José Ortega y Gasset. 5ª ed., 2012, p. 454.
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Pero, descendiendo ya al análisis histórico y político, no le tiembla la voz al filósofo cuando afirma que el antídoto está en “un proyecto sugestivo de vida en común”: “No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí; esa cohesión a priori solo existe en la familia. Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades”16. La segunda parte del ensayo denuncia, como es bien sabido, otro mal de la España invertebrada que ya no es el particularismo: “En España vivimos hoy entregados al imperio de las masas”17, clama con voz tonante. “Los peores, que son los más, se revuelven frenéticamente contra los mejores”18. Y, como corolario, otra rotunda afirmación en la que ya aparece, algo más que in nuce, ese nuevo “ensayo de ensayo” que hará de Ortega un escritor global: “La rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de estos —he ahí la razón verdadera del gran fracaso hispánico—”19. Del mismo modo que cumplía explicar hace un momento el sentido de la expresión “ensayo carpetovetónico”, hagamos ahora lo propio con el significado que en este contexto le aplicaremos al adjetivo “global”. Con el antecedente del prólogo a El espectador, aquella tarea era mucho más sencilla que la que ahora nos corresponde. A este respecto, Alejandro de Haro Honrubia20 define La rebelión de las masas como “un diagnóstico de la actual vida pública, en especial de Occidente, un ejercicio de antropología filosófica o caracteriología, una serie de profecías cumplidas con pasmosa exactitud, y un tour de force ensayístico”, pero también como “una obra de pensamiento social y de crítica cultural en su sentido global”. Esta ambición de globalidad estaba presente en los propios orígenes de Revista de Occidente. Globalidad entendida en dos direcciones.
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Ibidem, p. 442. Ibidem, p. 481. Ibidem, p. 482. Ibidem, p. 509. Alejandro de Haro Honrubia, Élites y masas. Filosofía y política en la obra de José Ortega y Gasset, Madrid, Biblioteca Nueva-Fundación José Ortega y Gasset, 2008, p. 168.
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Por una parte, como el propio fundador escribía en 1923 al frente del primer número de la revista, se trataba de satisfacer la curiosidad intelectual de los lectores referida “lo mismo al pensamiento o la poesía que al acontecimiento público y al secreto rumbo de las naciones”. Fernando Vela, la mano derecha de Ortega, nombrado por él secretario de la Revista, secundará lógicamente esta divisa de dar respuestas a “una curiosidad universal sobre el mundo contemporáneo”21; el “mundo humano en general”. Pero no queda fuera de la perspectiva orteguiana la otra acepción de lo global, como aquello que afecta por igual a todo el planeta, especialmente viva en nuestra posmodernidad. Así, en La rebelión de las masas se apunta que desde el siglo xvi “ha entrado la humanidad toda en un proceso gigantesco de unificación, que en nuestros días ha llegado a su término insuperable”. Tanto es así, que para el filósofo “ya no hay trozo de humanidad que viva aparte —no hay islas de humanidad—”22 . Más explícita todavía esta noción de la globalidad avant la lettre la encontramos en otro capítulo, cuando se afirma que la vida contemporánea de los años veinte “se ha mundializado efectivamente; quiero decir que el contenido de la vida en el hombre de tipo medio es hoy todo el planeta; que cada individuo vive habitualmente todo el mundo”23. Y resultará del máximo interés para consideraciones posteriores a las que espero llegar pronto en estas páginas el ejemplo práctico que Ortega pone para justificar su aserto de mundialización planetaria de la existencia: que los sevillanos acababan de seguir puntualmente, “hora por hora”, a través de sus “periódicos populares” los avatares de un grupo de exploradores en el polo, de modo que, concluye el filósofo con su habitual donosura estilística, “sobre el fondo ardiente de la campiña bética pasaban témpanos a la deriva”.
21 Jordi Gracia y Domingo Ródenas, El ensayo español. Siglo XX, Barcelona, Crítica, 2008, p. 84. 22 José Ortega y Gasset, Obras completas, IV (1926-1931), Madrid, Santillana-Fundación José Ortega y Gasset, 3ª ed., 2010, pp. 455-456. 23 Ibidem, p. 394.
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Si la génesis de La rebelión de las masas está ya inequívocamente en el “ensayo carpetovetónico” de 1921 que acabamos de revisar, en El Sol publica Ortega en mayo de 1927 un primer artículo titulado precisamente “Masas”, preludio de la aparición en los folletones del mismo diario entre octubre de 1929 y agosto de 1930 de los sucesivos capítulos de la obra, cuya edición en libro esperaría hasta este último año para no interferir con la difusión periodística de la serie. Quiere ello decir que La rebelión de las masas nace y comienza a trascender en el contexto de “los felices veinte”, pero enceta su andadura en libro en el escenario muy distinto de “los hoscos treinta”. Como ya advirtiera Julián Marías24 , la obra más leída de Ortega y Gasset fue “escrita en un ‘clima’ y leída en otro con una visión politizada”. Las ideas del filósofo acerca de la condición axial de una minoría selecta, culta, inteligente y generosa, imprescindible en toda sociedad racionalmente organizada, inicialmente no resultaban provocativas en aquel contexto de bonanza global posbélica, de efervescencia creativa y de apertura cosmopolita. La propia actividad frenética de Ortega —el intelectual español menos enclaustrado en su torre de marfil, sino dispuesto a saltar un día sí y otro también a la palestra pública para abordar todos los “temas de nuestro tiempo”— habla de que el filósofo, con el obligado recurso a las tribunas abiertas, a la oratoria civil y a los canales periodísticos, se encontraba como pez en el agua en aquel entorno, en el que brillaba con luz propia, y no solo desde la plataforma de El Sol. Algo había, sin embargo, de impostado en el optimismo entre futurista y dadaísta del momento. Bajo aquella realidad aparentemente amable subyacían heridas no cerradas, tensiones sociales in crescendo, salidas políticas de supuesta eficacia a corto plazo como la dictadura primorriverista y pulsiones ideológicas de formidable potencial —Mein Kampf se publica en 1925— que, junto con las consecuencias del crack económico de 1929, precipitarán en los “hoscos treinta”, como los califica Mainer.
24 Julián Marías, Ortega: las trayectorias, Madrid, Alianza, 1983, p. 225.
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Precisamente un distinguido hispanista fallecido en 2011, Thomas Mermall, perteneciente a una familia judía húngara de Rutenia que pudo escapar del holocausto, ha prestado especial atención a La rebelión de las masas en clave de su recepción condicionada por los diferentes escenarios ideológicos y mentalidades predominantes desde los años en que Ortega lo escribió hasta finales del siglo xx. Mermall apunta con toda razón que desde los años treinta los términos “masa” y “minoría selecta”, configuradores del núcleo del pensamiento orteguiano a partir de España invertebrada, tenían connotaciones políticas e ideológicas poco favorables a sus tesis. Así, en un artículo de la revista Leviatán publicado en 1934, Luis Araquistáin califica a Ortega “el paladín de la contrarrevolución” y lo denuncia como enemigo del pueblo español y las masas europeas. La oficialidad franquista, que se beneficia a efectos de imagen en el exterior del regreso del filósofo a su país, hace también todo lo posible para acallar una voz de la “anti-España” tan señera como la suya, de lo que trata el polémico libro de Gregorio Morán25 . En opinión de Mermall, “con las revueltas estudiantiles y la reafirmación de los principios revolucionarios de 1968 la percepción de la obra orteguiana vuelve a las consabidas etiquetas de la izquierda: conservador, elitista, fascista, etc.”26 . Incluso relevantes filósofos que, como el ya citado Javier San Martín, acabarán siendo estudiosos de, por caso, la fenomenología de Ortega reconocen que su formación universitaria en la España de la posguerra fue aorteguiana, cuando no contraria a su herencia. De ello concluye Mermall que “aunque parezca mentira, uno de los textos más valiosos de la cultura española contemporánea no ha sido justa y propiamente valorado por sus destinatarios naturales”27. En homenaje a este recordado colega, con el que compartí también la admiración intelectual hacia otro ilustre orteguiano, Francisco Ayala, quisiera vincular este artículo mío con aquel objetivo
25 Gregorio Morán, El maestro en el erial. Ortega y Gasset y la cultura del franquismo, Barcelona, Tusquets, 1998. 26 La rebelión..., op. cit., p. 14. 27 Ibidem, p. 15.
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pendiente de alcanzar una valoración justa de La rebelión de las masas desde nuestra circunstancia “carpetovetónica”, si se me permite la licencia. Merece la pena intentarlo, aunque solo sea para conjurar el riesgo de que finalmente se imponga esa otra valoración ejemplificada por el ranquin de The National Review al que me he referido al principio. Según él, el ensayo de 1929 quintaesencia hoy “el genio de las élites capitalistas” junto a otras obras de tan marcado sesgo como Camino de servidumbre, de Friedrich von Hayek, o Capitalism and Freedom, de Milton Freedman. Bien entendido que esa revaloración, tal y como yo la entiendo, debe excluir los dos extremos: tanto el tópico descalificador, políticamente correcto, como la apología acrítica. Cabe, por supuesto, registrar entradas específicas en el apartado del debe como en el del haber; esforzarnos por describir no solo los aciertos de Ortega cuando analizó fenómenos que desde 1929 no han desaparecido de nuestro horizonte, sino también las profecías que, habiendo sido enunciadas entonces por él, se han venido cumpliendo después o, por el contrario, se nos han revelado carentes de todo sentido. En el “Prólogo para franceses”, escrito en 1937 durante su obligado exilio holandés por mor de la guerra civil, Ortega28 apunta, ex abundatia cordis, que “contra lo que suele creerse ha sido normal en la historia que el porvenir sea profetizado” y propone como una obra “fácil y útil” “reunir los pronósticos que en cada época se han hecho”. Y concluye con una frase que me parece no una pregunta retórica, sino un autoelogio encubierto: “Yo he coleccionado los suficientes para quedar estupefacto ante el hecho de que haya habido siempre hombres que preveían el futuro”. No me parece exagerada la opinión de Alejandro de Haro29 , uno de los más jóvenes estudiosos de nuestro autor, en el sentido de que La rebelión de las masas “recoge todas las enseñanzas de Ortega a nivel político, sociológico, histórico, filosófico, antropológico, psicológico y ético”. Su reciente libro sobre la filosofía política del filósofo lleva un
28 Obras completas, IV (1926-1931), p. 362. 29 Op. cit., p. 178.
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título que va al grano: Élites y masas. Efectivamente, ese es el eje del ensayo que nos ocupa y sigue siendo objeto de lectura e interpretación ochenta años después de su publicación. La fraseología del autor no resulta, por supuesto, amable. El “hombre masa” de que trata es identificado con el hombre medio y definido como una anomalía. La interpretación de la historia por parte de Ortega es “radicalmente aristocrática”, lo que le lleva a denunciar “el imperio político de las masas”. Es cierto que en varios pasajes de la obra se define al hombre masa como aquel “cuya vida carece de proyecto y va a la deriva”, “una clase o modo de ser hombre que se da hoy en todas las clases sociales”, actitud que bien puede darse tanto entre trabajadores como entre rentistas. Pero inevitablemente el desarrollo de la argumentación acaba proyectando sobre la inmensa mayoría la sombra de ese deslucido rol que Ortega califica como el de “señorito satisfecho”, “el niño mimado de la historia humana”, gran parásito del ogro filantrópico hasta cierto punto identificable con lo que nosotros denominamos “Estado de bienestar”. Me centraré ahora en dos aspectos de La rebelión de las masas que no me consta hayan merecido hasta el momento toda la atención que merecen y de cuya consideración podría derivarse una de las pocas objeciones, y no banal, que todavía no se le han hecho. Me refiero, por una parte, a la inspiración que el filósofo pudo encontrar en una de las manifestaciones más conspicuas de lo que él mismo denomina, en su primer capítulo, “el hecho de las aglomeraciones” —el desarrollo de la “ciudad industrial”— y, en segundo término, a la contraposición a estos efectos entre Europa y América, que para Ortega “es en cierto modo el paraíso de las masas”. Ortega viajó ampliamente por el continente europeo y vivió en Alemania, Holanda y Portugal. También lo hizo en Argentina, país que tuvo gran relevancia para él tanto en lo personal como en lo intelectual (en 1928 impartió en Buenos Aires cinco conferencias, dos de las cuales preludian La rebelión de las masas30. Frecuentó poco las Islas
30 Véase también Raúl Chávarri, “Ortega y América”, Cuadernos Hispanoamericanos, 403-405 (1984), pp. 361-374.
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Británicas, pero solo una vez, ya tardía, viajó a los Estados Unidos para participar en julio de 1949 en la conmemoración del centenario de Goethe que tuvo lugar en Aspen (Colorado) promovida por el rector de la Universidad de Chicago, Robert M. Hutchins. Por aquel entonces, a la edición de The Revolt of the Masses de 1932 se habían añadido en Princeton las de Misión de la Universidad y La deshumanización del arte. El éxito de Ortega en Aspen fue rotundo. Un entregado auditorio de dos mil personas escuchó dos conferencias suyas, traducidas simultáneamente por Thornton Wilder. El filósofo español aprovecha para profetizar como “cosa sobradamente improbable que logre consolidarse en China el comunismo”31 y, después de pasar otras tres semanas en Nueva York, escribe a su hijo Miguel: “Todo ha ido inesperadamente muy por encima de lo que cabía esperar”. La experiencia hace cambiar para bien la percepción que el filósofo tenía del nuevo mundo, como ha señalado Alfred R. Wedel32 . En La rebelión de las masas le preocupaba que Europa se estuviese americanizando como un índice más de su decadencia. Y en el capítulo xiv, dedicado a responder la cuestión de quién manda en el mundo, Ortega realmente se pregunta: “Quién va a suceder a Europa en el mando del mundo”. Por el momento, no encuentra respuesta y sus capacidades proféticas no le permiten vislumbrar lo que veinte años después, concluida la Segunda Guerra Mundial, será ya un hecho: la hegemonía de los Estados Unidos de Norteamérica. Incluso en el ya citado por mí “Prólogo para franceses”, se jacta de haberse opuesto con su obra al papanatismo de los europeos deslumbrados por la “fabulosa prosperity” yanqui: “Tuve entonces el coraje de oponerme a semejante desliz, sosteniendo que América, lejos de ser el porvenir, era, en realidad, un
31 Morán, op. cit., p. 201. 32 Alfred R. Wedel, “Ortega y Gasset y los Estados Unidos: reflexiones retrospectivas sobre las aseveraciones antiamericanas en La rebelión de las masas”, Cuadernos Hispanoamericanos, 403-405, 1984, pp. 485-490; y también Antón Donoso, “Ortega on the United States: A View from the Outside”, Philosophy Today, 21, 1977.
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remoto pasado porque era primitivismo”33 . Nueva York, pero tampoco Moscú. Nada representaban en su consideración para sustituir al Viejo Continente en el liderazgo global. Los yanquis, en especial, carecían para él de “sentido histórico”, de conciencia plena de un pasado del que estaban huérfanos salvo en lo que tocaba a sus raíces europeas. Nueva profecía fallida: Ortega exclama en el capítulo ix, “Primitivismo y técnica”: “¡Lucido va quien crea que si Europa desapareciese podrían los norteamericanos continuar la ciencia!”. El viaje a Aspen provocó en él, junto con el repaso de todo lo que la historia había dado de sí entre 1929 y 1949, la necesidad urgente de una palinodia: la cultura occidental tenía asegurada su continuidad al otro lado del Atlántico. Pero en el momento de escribir La rebelión de las masas, descartada la opción americana por su primitivismo y el aplastante dominio allí del hombre sin atributos, Ortega34 apunta esperanzadamente hacia una solución que tiene para nosotros, los lectores del siglo xxi, especial sentido: “¿No será esta aparente decadencia la crisis bienhechora que permita a Europa ser literalmente Europa? La evidente decadencia de las naciones europeas, ¿no era a priori necesaria si algún día habían de ser posibles los Estados Unidos de Europa, la pluralidad europea sustituida por su formal unidad?”. En 1929 faltaban diez años para que comenzase la guerra mundial y veintidós para que se firmara en París el tratado por el que se creaba la comunidad europea del carbón y del acero (CECA) —las dos materias imprescindibles para construir cañones—, acuerdo fundamentalmente muñido entre Alemania y Francia cuando las heridas de la última gran contienda entre ambas naciones estaban todavía restañándose. Aquel acuerdo aparentemente técnico y comercial sería como el caballo de Troya de un proceso político que Schumann, Monnet, Adenauer, Spaak y los demás próceres de la Unión Europea urdieron y que cristalizaría ya en el Tratado de París de 1957. Ortega y Gasset no llegaría a verlo, pero en su haber está la intuición de que la decadencia de Europa podría traer la oportunidad de un salto hacia delante en la dirección
33 Obras completas, IV (1926-1931), p. 371. 34 Ibidem, p. 464.
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justamente contraria al diagnóstico pesimista que le había merecido su consideración de la España invertebrada. La clarividencia de su visión prospectiva se plasma en frases de tanta actualidad como las siguientes: “Europa se ha hecho en forma de pequeñas naciones [...] Y ahora se ve obligada a superarse a sí misma. Este es el esquema del drama enorme que va a representarse en los años venideros”. Y la solución que apunta no era otra que “sustituir su idea tradicional de Estado”35. Porque La rebelión de las masas es un ensayo global, en el sentido antes apuntado, pero también es un libro sobre Europa: sobre la decadente circunstancia europea que preocupa al filósofo en los años veinte y sobre la profecía de un renacimiento imprescindible para que siga habiendo alguien que mande en el mundo. La visión profética de Ortega y Gasset no le permite vislumbrar otra alternativa que la representada por los Estados Unidos. Y para abordar este espinoso asunto recurre a un libro que la editorial de Revista de Occidente acababa de traducir: Redescubrimiento de América, del intelectual norteamericano de origen judío Waldo Frank. La Revista de Occidente había publicado ya en 1925 un primer artículo de Frank sobre España, antesala de su libro Virgin Spain que León Felipe traduciría enseguida. Otro tanto hará posteriormente con tres entregas de Redescubrimiento de América y ya en 1933 con otro adelanto de un nuevo ensayo sobre Rusia. En aquella obra Frank agradece su ayuda al propio Ortega, “el maestro espiritual más significativo de la nueva generación española”, y se atreve a abordar problemas que estaban en la mente del maestro. Así, en el capítulo xi de estas “escenas del drama espiritual de un gran pueblo” que se dedica a Barcelona, Frank36 escribe: “Cuando la unidad de España fue poderosa, Barcelona constituyó una discordancia tónica, y ahora que la unidad española es débil, Barcelona es una amenaza”. De Waldo Frank le interesan dos apuntes. Por una parte, su denuncia de la decadencia de Europa. A Ortega esto le parece tan solo
35 Ibidem, p. 471. 36 Waldo Frank, España virgen. Escenas del drama espiritual de un gran pueblo, trad. de León Felipe, Santiago de Chile, Zig-Zag, 1945, p. 217.
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un lugar común que el autor de Redescubrimiento de América convierte ingenuamente en “formidable premisa” para un libro en el que en definitiva se acaba reconociendo la inmadurez del Nuevo Mundo. Y así, en segundo término, nuestro filósofo atribuye al escritor norteamericano la declaración franca de que “América no ha sufrido aún; es ilusorio pensar que pueda poseer las virtudes del mando”37 . Un diagnóstico todavía más demorado de estas carencias está en un libro anterior de Waldo Frank, Our America, publicado en 1919, y por lo tanto casi coetáneo de España invertebrada. Se le achacan allí a la nueva nación americana algunas de las lacras coyunturales y vicios constitutivos que son denunciadas en las dos obras de Ortega que abren y cierran el decenio de los veinte. Norteamérica y sus grandes ciudades —Nueva York, Chicago...— están habitadas por gentes insípidas, tristes, gregarias, por masas inertes. Frente al empuje del pionero, el sistema economicista y pragmático ha conseguido que “una vez más el hombre se niveló por lo inferior”38 y el resultado es una ciudadanía cuya calificación por parte del escritor se aproxima muy mucho a la del “hombre masa” que Ortega y Gasset hará diez años más tarde: “Tal es la conciencia social de la vieja América. Nerviosa, hipersensible a los peligros que la amenazan en su integridad; sorda al destino de los componentes individuales. Verdadera reacción de rebaño. Obediente a las bajas incitaciones de los periódicos, al llamado a las pasiones y los apetitos gregarios [...] Pero sorda a la voz del poeta y del artista”39. Frente a este panorama poco halagüeño, Frank se inclina, al final de su ensayo, ante la “profunda energía potencial —religiosa, estética— que es simplemente amor a la vida y que [...] deviene indefectiblemente energía cinética de la rebelión” entre los pueblos de Europa40. La traducción argentina de Nuestra América coincide con la española de Redescubrimiento de América y los últimos retoques de La rebelión de
37 Obras completas, Tomo IV (1926-1931), p. 464. 38 Waldo Frank (¿1929?) [1919], Nuestra América, traducción de Eugenio Garro, Buenos Aires, Babel. Primera edición inglesa, 1919, p. 186. 39 Ibidem, p. 187. 40 Ibidem, p. 202.
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las masas antes de ir a imprenta. Ortega incorpora, pues, al repertorio selecto de sus autores citados —Aristóteles, Hegel, Renan, Spengler...— a este escritor norteamericano al que conocía personalmente, con el que había conversado y con el que contribuirá en ese mismo año 1929 al nacimiento de una revista concebida para vertebrar América y situar a sus minorías intelectualmente más selectas en el mapa de la cultura global. Se trata, por supuesto, de Sur, cuyo nombre le fue propuesto por el propio Ortega a su fundadora, Victoria Ocampo, quien acabó asumiendo el reto como una tarea impuesta por el autor de Redescubrimiento de América, tal y como ha dejado escrito Óscar Hermes Villordo41 . Tras aquel antecedente de 1919, Frank vuelve sobre el tema del redescubrimiento de América contraponiendo su realidad y sus expectativas de futuro a las de la vieja Europa y compartiendo varias de sus apreciaciones con quien era su editor y contertulio en España. Coincide con Ortega en reiterar la imagen del pueblo norteamericano como un rebaño “que suspira ansiosamente por convertirse en una verdadera sociedad” y dejar de ser “una masa de hombres que han perdido la libertad y el don de crear”42 . Cierto es que, pese a lo poco estimulante de sus valoraciones, Waldo Frank, con esa vaguedad y falta de convicción que le achacaría Ortega en La rebelión de las masas, afirma voluntaristamente que “el porvenir del mundo es el porvenir del hecho americano”43, entendido no solo en clave anglosajona, sino también hispánica. Pero para ello será imprescindible la irrupción de una minoría rectora al modo propuesto por Ortega —organizada, por lo demás, en grupos activos como el que Waldo Frank demanda, con éxito— en Buenos Aires a Victoria Ocampo... a cuya revista pondrá nombre el filósofo español. Frank reconoce como un rasgo predominante en la caracterización de la masa o el rebaño americano “el deseo de uniformidad”,
41 Óscar Hermes Villordo, El grupo Sur. Una biografía colectiva, Buenos Aires, Planeta Argentina, 1994, p. 21. 42 Waldo Frank, Redescubrimiento de América, Madrid, Revista de Occidente, 2ª ed., (1929), pp. 70-71. 43 Ibidem, p. 233.
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que paradójicamente aporta el beneficio de “permanecer inconsciente”, exactamente lo contrario de lo que significa el “principio de la aristocracia”44, entendida como una nivelación hacia arriba. América no ha recibido estímulos integradores —vertebradores— de “ningún grupo director”, sino de la pura economía, y el ensayista confía tan solo, a efectos de producir lo que él denomina “la nación sinfónica”, en los creadores, en los artistas e intelectuales: “La personalidad creadora es el adalid, cuando hay individuos capaces de ser guiados; los creadores son los únicos que pueden crear el grupo creador, y tales grupos son los únicos que pueden crear la nación”45. En esto se muestra más idealista y menos pragmático que su admirado corresponsal español. Para Ortega la minoría rectora respondía a una configuración transversal, compuesta como debería de estarlo por gente procedente de diversos campos y actividades, no necesariamente llamados sus componentes a gobernar, pero siempre escuchados y atendidos por los gobernantes. En cuanto profecía, tampoco su propuesta puede considerarse como atinada, dada la evolución de los Estados Unidos que tres lustros después de Redescubrimiento de América pasarían a convertirse en el nuevo líder global. No, no serán los creadores los que vertebren la nación americana, cabeza de un neoimperio. Tal cometido lo desempeñarán antes otras fuerzas que Waldo Frank conoce y menciona, a diferencia de Ortega que apenas si les otorga una mínima atención. Se trata de los mass media —“la producción, la imprenta, la radio, las comunicaciones”46, junto a la “película americana”47—, que Frank menciona varias veces, pero que parece desdeñar. Pese a ello, hay en el ensayista de Nueva Jersey algo que clamorosamente se le escapa al filósofo madrileño: el poder inmenso de los medios de comunicación de masas para configurarlas, cohesionarlas, aborregarlas y dominarlas. Parte de la vigencia que podemos atribuirle hoy en día a la teoría social
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Ibidem, pp. 172-173. Ibidem, p. 198. Ibidem, p. 174. Ibidem, p. 81.
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de Ortega y Gasset, sistematizada no ha mucho por María Isabel Ferreiro Lavedán48, pasa por la relectura de sus propuestas a la luz de las de un Marshall McLuhan, con frecuencia no menos visionarias. A este respecto, es muy interesante la conexión que se hace en Redescubrimiento de América entre la naturaleza gregaria de la sociedad y la tiranía de la máquina, algo que era mucho más perceptible en los Estados Unidos que en Europa donde, sin embargo, el futurismo hace un valioso aprovechamiento estético de todo ello. Para Waldo Frank, el éxito de la radio norteamericana (la televisión empezaría experimentalmente ya en los años treinta y solo después de la Segunda Guerra Mundial se convertirá en un electrodoméstico) era “casi independiente de lo que venga por el aire”, argumento en la línea macluhiana de “el medio es el mensaje”. El valor de la radiofonía para sus usuarios estribaba, siempre según Frank49, en “el mecanismo que realiza la obra”; en “la emoción del éxito al alcanzar la comunicación”; y, sobre todo, en “la satisfacción gregaria de sentirse en contacto con el cuerpo y las cabezas del rebaño”. Ortega, por su parte, aun siendo promotor —si no mentor— de ínfulas juveniles vanguardistas, se muestra profundamente refractario al maquinismo nacido de la hipertrofia técnica, otra forma de primitivismo según él. A diferencia de Marinetti, el interés por los automóviles (y los anestésicos y “algunas cosas más”) le parece característico de los nuevos bárbaros, los especialistas, a los que nada interesan “los principios de la civilización”. Como leemos en el capítulo ix de La rebelión de las masas, “la técnica es consustancialmente ciencia, y la ciencia no existe si no interesa en su pureza y por ella misma, y no puede interesar si las gentes no continúan entusiasmadas con los principios generales de la cultura”50. Federico García Lorca escribe en Nueva York ese mismo año de gracia de 1929 un verso que quintaesencia esta última cita orteguiana: “En impúdico reto de ciencia sin raíces”.
48 María Isabel Ferreiro Lavedán, La teoría social de Ortega y Gasset: los usos, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005. 49 Redescubrimiento..., p. 81. 50 Obras completas, IV (1926-1931), p. 424.
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Cuando Frank habla del “deseo de uniformidad” está dando razón de ser a una de las pinceladas más ásperas con las que Ortega dibuja el perfil del hombre masa. En el primer capítulo de su libro ofrece una prueba segura para acreditar esta condición en cualquier individuo: que se sienta “como todo el mundo” y que, sin embargo, no se asuste por ello porque “se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás”. Y, sin haber cruzado todavía el Atlántico norte, se atreve a sentenciar así: “Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. Como se dice en Norteamérica: ser diferente es indecente”51. Volvamos al otro asunto que páginas atrás mencioné como apenas atendido por la crítica de La rebelión de las masas. Apuntaba yo entonces hacia la inspiración que el filósofo pudo encontrar en el desarrollo de la “ciudad industrial”, una de las manifestaciones más conspicuas de lo que él mismo denomina, en su primer capítulo, “el hecho de las aglomeraciones”. El Ortega de los años veinte conocía Berlín y París, pero no Londres ni Nueva York, las dos megalópolis industriales de la Modernidad. No obstante, en el “Prólogo para franceses”, el filósofo confesará que sus cogitaciones sobre el “hombre masa” le sobrevinieron “al contemplar en las grandes ciudades esas inmensas aglomeraciones de seres humanos que van y vienen por sus calles o se concentran en festivales y manifestaciones políticas”52. De hecho, el ensayo comienza comentando este fenómeno: “Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores [...] Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de espectadores”53. El filósofo observador de tamañas muchedumbres no puede ocultar su malestar, su desasosiego, ante la pugnaz visibilidad de la masa que “se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad”. “Ya no hay protagonistas: solo hay coro”,
51 Ibidem, p. 52. 52 Ibidem, p. 366. 53 Ibidem, pp. 375-376.
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concluye, y la Europa de las multitudes se le figura una auténtica termitera. También Waldo Frank aborda, en sus dos libros sobre América, el tema de la gran ciudad, que en su caso toma cuerpo en la imagen de Chicago y, sobre todo, de Nueva York. Por eso, y por esa sensibilidad futurista del norteamericano que en Ortega no encontrábamos, el rascacielos es tratado por él como un verdadero icono, como el templo del poderío americano: “Cincuenta pisos, uno encima de otro, expresan bien un rebaño [...] Somos una masa prensada rígidamente, dentro de una estructura sencilla”. Pero de la pura constatación de la enormidad arquitectónica, Frank da el salto a la significación trascendente, social y política a la vez: “Nuestra dinámica es la adición, nuestro valor más definido es el poderío de la mayoría. De suerte que el edificio que nos representa tiene por fin la inmensidad y por sistema el monótono amontonamiento de igualdades sobre igualdades”54 . La eclosión de esta imponente magnificencia urbana no solo es motivo de reflexión por parte de filósofos, sociólogos y otros intelectuales. Los poetas modernistas hacen de la gran ciudad tema novedoso para sus composiciones. Así, en 1919 Rubén Darío lleva Nueva York a su poema “La gran cosmópolis”: Casas de cincuenta pisos, servidumbre de color, millones de circuncisos, máquinas, diarios, avisos, ¡y dolor, dolor, dolor!
Y lo hace, como vemos, en términos patéticos. La aglomeración de la multitud ciudadana no le sugiere menoscabo de la individualidad, ni imágenes degradantes como la de la termitera, sino el drama de la humanidad doliente. El nicaragüense encuentra en esta “suprema villa” de acero y de dinero el mismo territorio hostil para la condición
54 Redescubrimiento..., p. 76.
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humana más genuina que Charles Baudelaire ya había denunciado a propósito de París en Les fleurs du mal. Simultáneamente al francés, Walt Whitman hace de Nueva York motivo capital de Leaves of Grass. Uno de sus poemas abre precisamente, a modo de lema, Our America, de Waldo Frank, que tanto en esta obra como en la de 1929 dará al bardo de Paumanok un trato preferente, no solo como literato, sino también como filósofo de la modernidad y padre de la democracia americana. En Nuestra América, después del capítulo dedicado a Nueva York se incluye otro titulado “Las multitudes en Whitman”, en el que Waldo Frank explica cómo aquella poderosa muchedumbre que el poeta cantó como imagen hermosa de la vida solidaria y como fundamento de las nuevas perspectivas democráticas se está convirtiendo en un rebaño porque “los poderes americanos toman todas las medidas para mantenerlas en estado de ignorancia, de presunción y de complacencia”55. Y no menor será su presencia en Redescubrimiento de América, donde Whitman es encumbrado junto a Emerson, Poe y Thoreau como padre fundador de las raíces espirituales de la nación americana. Porque Whitman, como ya tuve la oportunidad de afirmar en mi libro sobre Imágenes de la ciudad es, por romántico, profundamente nacionalista. Su prefacio de 1888 a la edición de Leaves of Grass, donde no duda en afirmar que el mismo Shakespeare “pertenece esencialmente al pasado sepulto”, concluye citando el consejo de Herder al joven Goethe acerca de cómo la gran poesía ha sido siempre resultado del espíritu nacional56. Bien entendido que su nacionalismo parte del supuesto de que los Estados Unidos representan “la gran nacionalidad ideal del porvenir, la nación del cuerpo y del espíritu; no hay límites para las tierras, ayuda, oportunidades, minas, productos, oferta, demanda, etc.”57. El poeta está admirado por las posibilidades de la nueva
55 Nuestra América, p. 186. 56 Walt Whitman, Hojas de hierba, trad. de Francisco Alexander, Madrid, Visor Libros, 2006, pp. 55 y 63. 57 Walt Whitman, Leaves of Grass, edited by Sculley Bradley and Harold W. Blodgett, W. W. Nueva York, Norton & Co. Inc, 1973, p. 743.
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era en la historia de la humanidad que la nación a la que pertenece lidera —“The mighty present age!”—, y con su característica capacidad acumulativa y paratáctica concreta su entusiasmo en una enumeración de elementos positivos. Alude a las fluctuaciones de la luz y de la sombra, y menciona también a las ciudades, al tiempo que exalta un siglo, el suyo, en términos que serán perfectamente válidos para la centuria posterior. Porque lo que Whitman, muerto en 1892, canta es el arranque pionero de una modernidad científica, política y sociológica que continuará desarrollándose en el siglo xx. Basta comparar sus proclamas con los argumentos fundamentales expuestos por Filippo Tomasso Marinetti en su “Fundación y manifiesto del futurismo” publicado en el diario parisino Le Figaro el 20 de febrero de 1909, que incluye su irreverente declaración de que un coche de carreras le parecía más hermoso que la Victoria de Samotracia. Y anuncia al mismo tiempo que los poetas de su escuela pondrán en el centro de su creación una serie de motivos novedosos e insólitos que el bardo norteamericano había consagrado ya en Leaves of Grass (salvo el de los aviones, pues aun siendo riguroso coetáneo y compatriota de los hermanos Wright, Whitman no alcanzó en vida a tener noticia del primer vuelo de 1903): “Nosotros cantaremos a las grandes muchedumbres agitadas por el trabajo, por el placer o por la sublevación; cantaremos las mareas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas; cantaremos el vibrante fervor nocturno de los arsenales y de los astilleros incendiados por violentas lunas eléctricas; [...] los vapores aventureros que olisquean el horizonte, las locomotoras de amplio pecho, que patalean sobre sus raíles, como enormes caballos de acero refrenados de tubos y el vuelo resbaladizo de los aeroplanos, cuya hélice ondea al viento como una bandera y parece aplaudir como una muchedumbre entusiasta”58 . El optimismo democrático de Walt Whitman tiene, sin embargo, mucho de aideológico o de preideológico. Rigurosamente contempo-
58 Filippo Tommaso Marinetti, Expresiones sintéticas del futurismo, Barcelona, DVD Ediciones, 2008, pp. 129-137.
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ráneo suyo es, asimismo, Karl Marx (1818-1883) con su crítica del capitalismo industrial —Trabajo asalariado y capital es de 1845 y el Manifiesto Comunista, tres años posterior— que en Europa había configurado su propio modelo sobre todo a partir del ejemplo de Inglaterra, lo que explica también el muy distinto tratamiento de algún tema como el de la ciudad por parte de otros poetas como Baudelaire o Rimbaud. La diferencia de perspectivas está inexorablemente relacionada con la contraposición entre el Viejo y el Nuevo Mundo. El poeta norteamericano percibe la democracia como un instrumento catalizador de la integración social, en procura de un “common ground” de unanimidad estable, como un sentimiento unanimista, por usar un concepto que a principios del xx pondrá en circulación el escritor francés Jules Romains. A este respecto, es determinante por parte del bardo de Paumanok su identificación con la masa, con el “common people” cuya épica canta en un poema-sección fundamental de Leaves of Grass, el titulado “A Song for Occupations”, dedicado no solo a los oficios manuales y agrícolas sino, en primer término, a quienes se realizan “in the labor of engines”. Whitman es un entusiasta estadounidense, pero también una especie de “nacionalista de la modernidad global”. Pero he aquí que estos sentimientos encuentran su primera realización cabal en lo más cercano, la ciudad; en ese Nueva York que ya es la metrópolis del futuro, pero que conserva todavía las huellas de enclaves indígenas como el Paumanok —Long Island—, donde el poeta naciera, o la isla de Maniata (así denominada, a la antigua usanza, por Whitman). Ese es el escenario privilegiado en el que se encarna la nueva cultura material y humanística, y por ello se convierte en tema preferido para aedos de la nueva sensibilidad de los que Whitman es tan solo el reconocido pionero, pues su estirpe se prolongará cumplidamente a lo largo del nuevo siglo, en el que los prodigiosos años veinte, su único decenio de paz augusta, favorecieron esa misma identificación de todas las artes con los nuevos tiempos. Cuando la primera traducción de La rebelión de las masas al inglés, en julio de 1932 Silvia Pankhurst publicó una reseña en la revista londinense New Statesman and Nation titulada “A Republican Denounces Democracy” en la que califica el ensayo de nuestro filósofo precisamente como
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“una antítesis de Leaves of Grass de Walt Whitman, defensor del hombre común y de la democracia que Ortega enjuicia”. Y no le faltaba razón a la señora Pankhurst. El yo whitmaniano es demócrata e individualista, sin que exista en su pensamiento y en su expresión poética contradicción entre lo uno y lo otro. A este respecto, la denotación de la palabra masa no es negativa, como en el caso de Ortega. Basta reparar en el primer poema de esa magna compilación lírica que es Leaves of Grass, titulado “One’s-self I sing”. Whitman59 comienza, pues, cantando el yo, “a simple, separate person”. Pero lo hace pronunciando “la palabra democrática, la palabra En Masa” (“the Word En-Masse”). Toda su poesía se referirá, pues, al yo individual, a la Masa que lo integra sin anularlo, y, en definitiva, a la nueva humanidad: The Modern Man I sing. En el capítulo principal de La rebelión de las masas, dedicado a responder a la pregunta de ¿quién manda en el mundo?, Ortega incluye una disquisición histórica sobre la plaza como negación del campo, como una nueva clase de espacio en torno a la que se vertebrará la polis. “En la plaza” es también el título de un poema que Vicente Aleixandre incluyó en Historia del corazón y se incardina en una doble estirpe, whitmaniana y unanimista, contradictoria con las tesis de Ortega. La contemplación de las muchedumbres urbanas produce en nuestro filósofo un efecto opuesto al que Jules Romains experimenta en octubre de 1903 cuando al pasear por la parisina “rue d’Amsterdam” intuye la existencia de un ente vasto y elemental del que participan todos los seres que le rodean. El poema de Aleixandre ofrece una soberbia plasmación lírica de lo mismo. Allí la voz poética propone al hombre solitario abandonar su reducto, bajar de la buhardilla a la plaza donde “la gran masa pasaba”, para “adentrarse valientemente entre la multitud y perderse”; para, de este modo, paradójicamente, encontrarse a sí mismo: “Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse”. Acaso sea esta la máxima objeción que puede planteársele a La rebelión de las masas. En cierto modo, Ortega parece aplicar a su ensayo sociohistórico el mismo método que identificaba como propio de la
59 Hojas de hierba, op. cit., pp. 72-73.
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nueva estética en La deshumanización del arte, obra suya igualmente importante, a medio camino en los años veinte entre España invertebrada y La rebelión de las masas, en la que no tengo tiempo de detenerme más. Lo que él escribe a propósito de las creaciones artísticas es de aplicación también a su ensayo: “El arte de que hablamos no es solo inhumano por no contener cosas humanas, sino que consiste activamente en esa operación de deshumanizar. En su fuga de lo humano no le importa tanto el término ad quem, la fauna heteróclita a que llega, como el término a quo, el aspecto humano que destruye. No se trata de pintar algo que sea por completo distinto de un hombre [...] sino de pintar un hombre que se parezca lo menos posible a un hombre”60. He ahí la paradoja de cómo un gran humanista deshumaniza al hombre. Algo así —permítaseme tamaña licencia— como si el filósofo liofilizara la humanidad, abstrayéndola de la propia condición humana para crear ese muñeco o fantoche del “hombre masa”. Concluiremos, sin embargo, con el capítulo no del debe, sino del haber. Cuando nuestro pensador se refiere al “imperio que sobre la vida pública ejerce hoy la vulgaridad intelectual”61 o denuncia cómo se abordan “los temas políticos y sociales con el instrumental de conceptos romos que sirvieron hace doscientos años para afrontar situaciones de hecho doscientas veces menos sutiles”62, es difícil dejar de pensar, por ejemplo, en los todólogos que alimentan horas y horas de esa renacida oralidad recuperada por los que Marshall McLuhan denominaba “medios eléctricos” de comunicación de masas. Vuelvo, pues, a retomar una idea que ya quedó esbozada cuando aludíamos a la perspicacia con que Waldo Frank interpretaba el papel de la prensa, la radio y el cine en la configuración gregaria de la sociedad americana frente a la casi absoluta ausencia de estas cuestiones en La rebelión de las masas. Porque estoy convencido de que la vigencia actual de las propuestas orteguianas en aquello que nos puede servir
60 Obras completas, III (1917-1925), p. 859. 61 Obras completas, IV (1926-1931), p. 416. 62 Ibidem, p. 430.
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—que no es poco—, viene precisamente del papel creciente de los mass media, por no hablar de la web 2.0 y de la interactividad digital, en la llamada “sociedad de la información”. Entre nosotros, Javier Echeverría, llevando hasta las últimas consecuencias la propuesta de Marshall McLuhan acerca de la “aldea global”, define como Telépolis esa nueva forma de organización social, difusa y compacta a la vez gracias a las tecnologías de la comunicación y la información, que tiende a expandirse por doquier y según la cual la ciudad se identifica con el mundo en su totalidad, las casas son células nucleares de toda la organización y “las regiones y los países son simples manzanas y barrios de Telépolis”63. Pero ya Neil Postman64 había dibujado en Tecnópolis el arquetipo de la sociedad intuida por el pensador canadiense que finalmente su discípulo más aventajado encuentra plasmada en los Estados Unidos de fin de siglo. Una sociedad donde, efectivamente, el medio es el mensaje, en el sentido de que lo primordial, el objetivo exclusivo del sistema es la eficiencia por encima del raciocinio, para lo que el control está en las manos de los expertos dueños de la tecnología. La actitud de Postman no es, como también la del Lorca de Poeta en Nueva York, nada esperanzada. La Tecnópolis que describe como una ciudad monstruosa, susceptible de ser fácilmente exportada desde USA al conjunto de la aldea global, representa un ejemplo más de “distopía”, de utopía negativa o perversa según el concepto creado por John Stuart Mill. Distopías como las que plasmaron en sus novelas dos autores que Postman menciona expresamente: George Orwell y Aldous Huxley. Inmediatamente después de citar Brave New World, el autor sentencia: “Technopoly, in other words, is a totalitarian technocracy”. Ortega y Gasset hizo suyo el compromiso de ir a las cosas mismas; de —ante ellas— proceder a identificarlas en toda su complejidad, describirlas largamente, comprenderlas y hacerlas comprender. Pero, en el decurso de este proceso cognoscitivo, no supo o no quiso dejar
63 Javier Echeverría, Telépolis, Barcelona, Destino, 1994, p. 12. 64 Neil Postman, Technopoly. The Surrender of Culture to Technology, Nueva York, Vintage Books, 1993.
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de valorarlas de acuerdo a su axiología propia. En una extensa entrevista de la revista Play Boyk, muy ilustrativa de su pensamiento65, Marshall McLuhan responde a una pregunta afirmando que si los occidentales alfabetizados y tipográficos estuviésemos interesados en preservar los aspectos más creativos de nuestra civilización, no permaneceríamos en nuestra torre de marfil lamentándonos de los cambios, sino que subiríamos a una torre de control para comprender, primero, el vórtice de la tecnología eléctrica e intentar dominarla después, en vez de que ella nos domine a nosotros. José Ortega y Gasset fue entre nosotros quien más temprano y con más decisión abandonó la soledad de su alto gabinete y bajó a la plaza para sumergirse en una realidad cultural, política y social que quiso comprender y hacernos comprender sin despreciar, incluso, el comprometido papel de Sibila.
Bibliografía citada Cela, Camilo José, “Relativa teoría del carpetovetonismo”, Obra completa, tomo III, Barcelona, Destino, 1965. Chávarri, Raúl, “Ortega y América”, Cuadernos Hispanoamericanos, 403-405 (1984), pp. 361-374. Donoso, Antón, “Ortega on the United States: A View from the Outside”, Philosophy Today, 21 (1977). Echeverría, Javier, Telépolis, Barcelona, Destino, 1994 Ferreiro Lavedán, María Isabel, La teoría social de Ortega y Gasset: los usos, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005. Frank, Waldo, Nuestra América, trad. de Eugenio Garro, Buenos Aires, Babel, 1ª ed. inglesa, (¿1929?) [1919]. —, Redescubrimiento de América, Madrid, Revista de Occidente, 2ª ed, 1929. —, España virgen. Escenas del drama espiritual de un gran pueblo, trad. de León Felipe, Santiago de Chile, Zig-Zag, 1945.
65 Eric McLuhan y Frank Zingrone, McLuhan. Escritos esenciales, Barcelona, Paidós, 1998, p. 317.
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Maximiliano Fuentes Codera (Universitat de Girona)
Según los especialistas, el ensayo español del siglo xx se inició con los textos publicados por Miguel de Unamuno en La España moderna en 1895, luego reunidos en En torno al casticismo. Allí se propugnaba una asimilación de España en Europa, un entronque de la tradición española con la cultura europea como salida a la decadencia nacional. Para Unamuno, la esencia viva de la tradición, el pueblo llano y prácticamente mudo, ajeno a los grandes acontecimientos; distinguía entre una tradición del pasado considerada como decadente de otra, eterna esta, que debía ser rescatada, a la cual se refería con conceptos como “intrahistoria” o “genio de Castilla”. Aquí Europa constituía una fuente de mejoras materiales, pero no espirituales. En Vida de don Quijote y Sancho (1905), la referencia europea perdió importancia. Si diez años antes su pensamiento tenía puntos en contacto con el de la “europeización” de España de Joaquín Costa, ahora la apuesta del rector de Salamanca parecía el reverso de la moneda: “españolizar” Europa. La búsqueda de una profunda reforma nacional en lo espiritual y no
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en lo material no quedaba lejos del institucionismo y casi podría sostenerse la convergencia entre el catolicismo imperante en la sociedad española y el austero sentido de la moral individual y pública propio de los krausistas. Si bien el término “regeneración” aparece con asiduidad en el ensayismo de los comienzos del siglo pasado para desvanecerse relativamente pronto, el de “europeización”, en cambio, permaneció durante muchas más décadas y devino uno de los temas centrales del debate intelectual español. De hecho, se convirtió en el núcleo del programa de modernización de la generación del 14. Con Ortega y Madariaga, Europa fue simultáneamente un concepto cultural ideal —e idealizante, también— y una empresa política que no perderá fuerza movilizadora hasta la transición. Justamente por ello, no resulta extraño que después de la desaparición de Faro, la primera empresa colectiva liderada por Ortega, el siguiente proyecto colectivo, iniciado en febrero de 1910, recibiese el nombre de Europa. Mucho menos llamativo resulta que el tema central de su influyente conferencia en El Sitio de Bilbao, pronunciada solamente un mes más tarde, “La pedagogía social como programa político”, tuviese como eje la reconstrucción nacional a través de la formación de cuadros de especialistas. El argumento fundamental que aparecía tanto en las páginas de Europa como en su discurso bilbaíno afirmaba que no se trataba ya de cargar únicamente las responsabilidades sobre los políticos, sino que debía existir una acción en cadena en la que intelectuales y pensadores permitiesen a los primeros constituirse como enlaces efectivos entre los ideales de regeneracionismo y la progresiva realización de los mismos en el contexto social. En esta situación deben entenderse los dos grandes proyectos de la generación del 14, la Liga de Educación Política, que hizo su aparición pública en los aledaños del Partido Reformista, y la revista España, auténtico órgano vertebrador del neorregeneracionismo, que tuvo como directores al propio Ortega, Luis Araquistáin y Manuel Azaña. En una clara demostración de distanciamiento generacional respecto a sus antecesores inmediatos nacidos al calor de la crisis de fin de siglo, los ensayos de los hombres del 14 dejaron de ser el registro de una protesta rutinaria y pasiva para convertirse en acciones pedagógicas o, al
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menos, en propuestas de ello. Dejaron de concentrarse en el misticismo nacional, de “inventar la tradición” —aunque nunca dejaron de hacer del todo— y pasaron a buscar soluciones en el presente. Pero el ensayismo de comienzos del xx no estuvo monopolizado por el “problema de España”: en el ámbito del arte la corriente que dominó el panorama estético fue el simbolismo y el complejo de corrientes esotérico-misticistas que lo escoltaba. La reacción al positivismo cobró diversas formas, casi todas sustentadas en la afirmación de que la vida humana y la naturaleza encerraban su sentido más allá de la materialidad. En realidad, todos estos elementos se encontraban estrechamente relacionados y la apelación al vitalismo podía ser una parte, también, de la lucha por la regeneración nacional. Como es conocido, los periódicos y las revistas culturales se convirtieron en las plataformas comunicativas de los intelectuales modernos en Europa desde finales del siglo xix y España, en este sentido, no fue una excepción. Desde el estrado, que les garantizaba tanto una audiencia amplia e inmediata como unos honorarios en muchos indispensables, accedieron a un espacio público para la discusión y a la posibilidad de intervenir en los problemas sociales y políticos más allá del partido y la tertulia vespertina. El periodismo ensayístico sirvió de vehículo para convertir al escritor, al periodista, al glosador en intelectual y demostrar así su compromiso con la sociedad. Pero, al mismo tiempo, el periodismo fue el responsable del carácter ensayístico de su literatura. En cierta manera, sus textos debieron ser concebidos como diálogos con su sociedad. De esta manera, sus temas se diversificaron y el aumento de la audiencia condicionó el tipo de composición escrita y los recursos que se debieron emplear para captar la atención de los lectores e influir sobre ellos. Estos condicionantes actuaron sobre los estilos, propiciando en algunos casos el empleo de metáforas e imágenes y, en casi todos, obligándolos a escribir con rapidez y capacidad de síntesis y con un cierto margen para la improvisación. El ensayo literario de interpretación de las obras de otros autores, un subgénero al cual acudieron muchos de estos escritores, se convirtió asimismo en un recurso para crear una propia tradición y un lugar simbólico para quien escribía el ensayo, tal como mostraron nombres desde Unamuno, Azorín y Baroja hasta Gómez de la Serna, Ortega o Josep Pla.
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Eugenio d’Ors compartió con los intelectuales de la generación del 14 dos de sus preocupaciones centrales: el interés por Europa y su devenir cultural —“Europa es mi tierra, porque mi cielo es la Inteligencia”, escribió en 1927— y la necesidad de poner fin a la decadencia nacional desde una perspectiva catalana. Y lo hizo desde las revistas y la prensa diaria. El ensayo de D’Ors podía ser tanto de ambición académica, filosófica, política o hasta historiográfica como fronterizo con un artículo periodístico o de opinión. A menudo, todo ello podía encontrarse en una misma columna: como sucedía con otros escritores de las primeras décadas del siglo xx, se observa una separación casi imperceptible entre el ensayo y el artículo de fondo. La diversidad temática, la versatilidad de sus intereses intelectuales, resulta tan extrema que, como recordó Jordi Gracia, Joan Fuster pareció inspirarse en él para afirmar el lugar del ensayo: “Un ‘assagista’ ha d’arriscar-se a ser això, i el seu lloc en la ‘república de les lletres’ —en la societat— només es justifica per la voluntat, la vel·leitat si es vol, d’‘agitar’ idees, i ‘idees generals’. Que com més ‘generals’ seran, més vàlid serà el saldo”1. Francisco Umbral ha llegado a escribir que en España, durante el siglo xx, solo se inventaron dos géneros literarios, ambos desde la prensa: la glosa y la greguería. Esto le llevó a afirmar que prácticamente todo el periodismo literario del siglo pasado viene de Xènius2. Seguramente, la afirmación tiene algo, o bastante, de exageración. Sin embargo, no deja hacer evidente que un examen profundo del articulismo español debería poner de relieve una impronta orsiana que fue más fuerte de lo que suele pensarse. Como ha recordado Andrés Trapiello, el éxito del “Glosario” fue colosal en la sociedad catalana de su momento y son abundantes los testimonios que hablan de él como una auténtica bocanada de aire fresco en el panorama periodístico español3. Como
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Joan Fuster, Contra Unamuno y los demás, Barcelona, Península, 1975, p. 8; citado en Jordi Gracia (ed.), El ensayo español. 5. Los contemporáneos, Barcelona, Crítica, 1996, p. 64. Francisco Umbral, Los Alucinados. Personajes, escritores, monstruos. Una historia diferente de la literatura, Madrid, La Esfera de los Libros, 2001, pp. 57-59. Andrés Trapiello, Los nietos del Cid. La nueva Edad de Oro de la literatura española, Barcelona, Planeta, 1997, pp. 308-9.
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escribió el propio Josep Pla, “Xènius desenrotllà una activitat de predicador i de valorador del que anava apareixent en la seva àrea visual —vida, literatura, art, filosofia—. Aquesta valoració fou feta a base d’una pedra de toc sense falla: l’europeisme sistemàtic”4. No casualmente, Ortega y Gasset calificó en 1924 sus glosas como “uno de los hechos más importantes de las letras españolas contemporáneas”, para añadir a renglón seguido: “Se desliza el ‘Glosario’ sin prisa y sin pausa, según Goethe quería, aceptando a bordo todas las dimensiones de la vida, el suceso trivial o la alta idea”5.
Un intelectual moderno Eugenio d’Ors (1881-1954) se inició como intelectual durante los años del nacimiento del catalanismo político en medio de la crisis del 98, que acabó abriendo la puerta al proceso que puso en jaque el sistema de partidos dominante en la España de la Restauración. Apareció como un joven inicialmente vinculado al modernismo estético y al republicanismo que estaba cobrando fuerza en oposición a la alternancia partidaria entre conservadores y liberales. No obstante, el año 1906 se convirtió en un punto de inflexión a nivel personal y del desarrollo de la cultura y el nacionalismo catalanes, porque en pocos meses convergieron dos procesos: la constitución de Solidaritat Catalana y el inicio del “Glosari” en La Veu de Catalunya, momento considerado por los especialistas como el punto de partida del Noucentisme. La Lliga Regionalista fue central en el desarrollo de ambos procesos y D’Ors se convirtió en el columnista estrella del diario oficial del partido con un breve texto diario en forma de glosa que se publicó con algunas breves interrupciones hasta 1920.
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Josep Pla, “Eugeni d’Ors (1882-1954)”, en Obra completa. Volum XI. Homenots. Primera sèrie, Barcelona, Destino, 1980, p. 285. Antonio Lago Carballo, Eugenio d’Ors. Anécdota y categoría, Madrid, Marcial Pons, 2004, p. 19.
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Desde esta plataforma, y en consonancia con el ambiente intelectual del fin de siglo, intentó proyectar un cambio en los valores que imperaban en Cataluña y España y encontró en los espacios institucionales que la Lliga Regionalista fue alcanzando durante las primeras décadas del siglo —desde la Diputación de Barcelona hasta la Mancomunitat de Cataluña en 1914— el lugar desde el cual desarrolló sus ideas. Durante este período se produjo el despegue y la consolidación del proyecto de nacionalismo catalán encabezado por Enric Prat de la Riba. En este escenario, Xènius —así firmaba sus glosas— se convirtió en el intelectual y en el organizador cultural más importante del noucentisme y del partido. Con el final de la Primera Guerra Mundial tanto este proyecto colectivo nacionalizador como la propia figura de Xènius en él resultaron erosionados. El final de la Gran Guerra abrió una nueva etapa —que Enric Jardí caracterizó como la del “tercer Xènius”— en la biografía y en el desarrollo de las ideas que expuso tanto desde el “Glosari” como desde las diferentes tribunas públicas en las que participó. Las tensiones con Josep Puig i Cadafalch y el recelo de una parte de la intelectualidad catalana contribuyeron decisivamente para que en enero de 1920, con el argumento de una supuesta irregularidad administrativa en la gestión de las bibliotecas populares, se iniciara un proceso que tuvo como resultado, primero, la pérdida de todos los cargos que ostentaba y, luego, su alejamiento definitivo del catalanismo. A partir de entonces, después de un viaje a Argentina durante la segunda mitad de 1921, Eugenio d’Ors comenzó a manifestar un cierto interés por la experiencia fascista en Italia y se acabó convirtiendo en uno de los pocos intelectuales que apoyaron la dictadura de Primo de Rivera. El golpe de Estado le encontró recién establecido en Madrid, pocos meses después de haber iniciado su “Glosario” —el nombre de su columna diaria había adoptado entonces la palabra castellana en detrimento de la antigua denominación catalana— en el monárquico ABC. Pocos años más tarde, en 1927, fue elegido miembro de la Real Academia Española —aunque no leería su discurso de ingreso hasta 1938— y regresó temporalmente a París como representante de España en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual. Durante estos años de residencia parisina publicaría unos títulos —Paul Cézanne (1930), Pablo Picasso
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(1930), Du Baroque (1935)— que, sumados al famoso Tres horas en el Museo del Prado (1923), le acabarían convirtiendo en un destacado crítico de arte europeo. El advenimiento de la Segunda República española en 1931 fue, para él, el regreso de una vieja pesadilla que le llevó a afirmar que la solución no podía venir de un régimen dominado por las masas y el “mezquino molde constitucional nacionalista”, sino por la “concepción imperial” y de una “política de misión” que pusiera España dentro de “los intereses de los otros pueblos de la comunidad continental” con centro en Roma6. Con el inicio del “Glosario” en el periódico católico El Debate en 1932, el peso de la religión creció, aunque lo hizo, como siempre, desde un punto de vista “utilitario”, maurrasiano, que destacaba la organización jerárquica de la Iglesia y su importancia en la “continuidad nacional” por encima de los aspectos meramente religiosos. En París le sorprendió la guerra civil española. Allí permaneció — sus tres hijos empuñaron las armas en el ejército de Franco— hasta que a mediados de 1937 se trasladó a Pamplona, desde donde reanudó su “Glosario” en el falangista Arriba España —dirigido por el orsiano Fermín Izurdiaga—, y comenzó a colaborar en la reorganización de las instituciones culturales del bando nacional. A nivel institucional, en 1938 participó en la creación del Instituto de España, del que fue “secretario perpetuo”, y fue nombrado jefe nacional de Bellas Artes, cargo desde el cual llevó a España los tesoros del Museo del Prado que el gobierno republicano había trasladado a Ginebra durante la guerra civil. Sin embargo, como había pasado en Cataluña, sus siempre difíciles relaciones personales con las instituciones provocaron que el 25 de agosto del año siguiente fuese cesado de este último cargo. Con el triunfo franquista en la guerra civil regresó a Madrid y en los últimos años de su vida se dedicó al estudio y la producción filosófica —El secreto de la filosofía, su obra más destacada en este sentido, es de 1947— y a la crítica de arte.
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“Nueve en nueve”, “Política y misión” y “Espíritu de Ginebra y espíritu de Roma”, en Eugenio d’Ors, Nuevo Glosario. Volumen II, Madrid, Aguilar, 1947, pp. 695-697, 707-710 y 711-712.
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A pesar del complejo período que atravesó la historia del “Glosario” y la propia biografía del glosador, algunas características generales se mantuvieron presentes durante sus casi cinco décadas de existencia. En un artículo publicado póstumamente, pero escrito en 1927, Eugenio d’Ors recordaba que, en su juventud, había encontrado en el Dictionnaire philosophique portatif, de Voltaire, la inspiración original para su “Glosario”, su “filosofía militante” sin llegar a la “conversación embalsamada”, su diálogo: “La invención de la Glosa consiste en aplicar este tipo, no a la comunicación oral, como en tiempo de Sócrates, ni a la correspondencia y comunicación de ‘pequeños papeles’, como en tiempo de Voltaire, sino al periódico diario...”. La conclusión de este importante texto era clara: “El Glosario, corto y puesto en la primera página del diario, servía y tiene que servir para que el lector vulgar, que no lee libros ni se detiene en revistas, dirigiese cotidianamente una mirada siquiera al mundo del Espíritu y se salvase así de hundirse en la mineralización de la existencia”7. Eugenio d’Ors siempre había sido consciente de las dificultades impuestas por el formato de la glosa y de la necesidad constante de atraer la atención de un pública no necesariamente preocupado por el mundo espiritual. Lo había planteado en 1921: “Els desenrotllaments, les amples demostracions, la pensada col·locació dels problemes no caben en els meus pocs quotidians centímetres de prosa”. Por ello, también tenía como preocupación central establecer un diálogo con su lector: “Només puc fer cabre en cada un dels meus petits sectors uns quants útils indispensables. L’àmbit per fruir-los —l’espai destinat a la circulació—, cada lector ho aporta i successivament a cada particular sector s’aplica”8. Xènius pareció comprender la importancia del vínculo con el lector. No casualmente, Ramón Gómez de la Serna relacionó estrechamente la glosa con la conversación: “El espíritu de la glosa es conversación, amable conversación, ingeniosa conversación,
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“Confesión a Valéry Larbaud”, Revista de Occidente, 128, 1973, pp. 145-150, en Eugenio d’Ors, Confesiones y recuerdos, ed. Alicia García-Navarro, Valencia, PreTextos, 2000, pp. 58-59. Eugenio d’Ors, “U-Turn-It”, El día gráfico, 14 de enero de 1921, p. 1.
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de esa conversación que se sazona tomando una revista de la mesa y leyendo algo o yendo a la librería y sacando del pestorejo un libro que trae la cita que conviene al momento”9. Efectivamente, la idea de la conversación fue una constante en toda la producción orsiana, tal como se encargó de recoger en un pequeño volumen titulado Diálogos, de Carlos d’Ors, en 1981. En su voluntad de establecer un puente entre sus ideas y el lector D’Ors fue capaz de servirse tanto de la erudición más recóndita como de la expresión más desgarrada y popular. A pesar de que, como escribió Josep Pla y recordó Jordi Amat, tuviera una cierta afición a “subrayarse” y a escribir en “letra cursiva”, no deja de ser sorprendente que persista una imagen de él como un escritor elitista y difícil de leer cuando la gran mayoría de su obra vio la luz en periódicos10. Xènius no concebía el “Glosario” como un servicio intelectual para el lector minoritario y extremadamente culto; por el contrario, lo concebía, como escribió en el artículo de Revista de Occidente citado antes, para un lector no demasiado avezado, pero sí permanente y habituado a sus constantes invenciones de palabras, su lenguaje afrancesado y sus referencias que podían ir desde los más variados pensadores, artistas y hombres de cultura hasta el fútbol o el cine que comenzaba a hacerse popular en los años treinta. Ahora bien, ¿cuáles eran las características básicas de sus glosas? En resumen, podríamos decir que tenía como voluntad permanente el repetido y citado con el propósito de convertir la “anécdota” en “categoría”, es decir, elevar al nivel de lo espiritual y universal aquello que podía resultar relativamente próximo al lector del periódico. Justamente por ello, su estilo combinaba —se veía obligado a hacerlo— la armonía, la brevedad, la precisión, la improvisación y el entretenimiento. Todo ello se articulaba, a su vez, con una obra vasta, de tipo
Recogido en Antonio Lago Carballo, Eugenio d’Ors. Anécdota y categoría, op. cit., p. 22. 10 La referencia la he encontrado en Jordi Amat, “El Evangelio de Paul Cézzanne según Eugenio d’Ors”, en Oceanografía de Xènius. Estudios críticos en torno a Eugenio d’Ors, (eds.) Carlos Ardavín, Eloy Merino y Xavier Pla, Kassel, Edition Reichenberger, 2005, p. 169.
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enciclopédica —el breve ejercicio de revisar los índices onomásticos de las ediciones de Xavier Pla, Josep Murgades y Jordi Castellanos de sus glosarios en catalán o las ediciones en castellano de su nieto Ángel d’Ors y Alicia García-Navarro así lo demuestran—, y con una diversidad y una dispersión temática que se encontraba al alcance de pocos intelectuales de su época. Por todo ello, el “Glosario” es fundamentalmente una obra de pensamiento dialógica y con pretensiones siempre pedagógicas que según el propio autor de La Ben Plantada había estado dividido en tres grandes módulos —o tres “libros”, como escribió en su “Confesión de un hijo del otro siglo. Memorias de Eugenio d’Ors” publicada en Correo Literario en agosto de 1950—: el teóricofilosófico (ejemplificado en La Filosofía del hombre que trabaja y juega o El secreto de la Filosofía), el literario (La Ben Plantada, Oceanografia del tedi) y el pragmático o propagandístico (el “Glosario”, sus textos en revistas como Quaderns d’Estudi, Els Amics d’Europa, Arriba, Destino), que eran, al mismo tiempo, absolutamente inseparables. D’Ors proporcionó, fundamentalmente, un formato ensayístico, una perspectiva de examen intelectual y un estilo. El modelo de ensayo breve, de alto vuelo reflexivo y extremadamente receptivo a los contextos catalán, español, europeo y americano, la movilidad intelectual que comportaba y el sujeto de enunciación irónico, con la sentencia sobre casi cualquier tema siempre a punto para ser pronunciada, clasicista, pero altamente innovador léxicamente, fue novedoso y seductor para sus contemporáneos. El propio glosador explicaba su estilo como “una especie de lenguaje intermedio entre prosa y verso. Un lenguaje que, siendo prosa siempre y no queriendo dejar de serlo, no huye, antes al contrario, las busca, de repeticiones, paralelismos, simetrías, ritmos alternados, de cuanto sirve a la ley nativa del verso”11. No casualmente, el propio Xènius, cerca del final de sus días, escribió: “Al recapitular mi destino he llegado, poco ha, a persuadirme de que, a despecho de una apariencia de poligrafía casi escandalosa, yo nunca he compuesto más que tres libros. En uno, el pensamiento se encara
11 “Confesión a Valéry Larbaud”, Revista de Occidente, 128 (1973), pp. 145-150; en Eugenio d’Ors, Confesiones y recuerdos..., pp. 61-62.
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con la variedad del mundo, de la Historia y de las ideas: a tal designio sirve el ‘Glosario’. Otro libro, una ‘Filosofía’, en que el pensamiento se encara consigo mismo y organiza su propio sistema. Un tercer libro, en fin, una ‘Heliomaquia’ o lucha por la luz, en que el pensamiento se vuelve acción”12. Estas repeticiones tenían también como elemento complementario la discontinuidad, una “ley de un estilo neointelectualista” según sus propias palabras, que Joan Ramon Resina ha destacado a propósito de La Ben Plantada. Bajo diferentes aspectos y con distinto vocabulario, D’Ors dijo aproximadamente las mismas cosas a lo largo de toda su obra. La persistencia de unas ideas matrices aportó una cierta consistencia a una escritura desperdigada, atomizada, que se resistía con ahínco a la unidad. Así, como sostiene Resina, el “Glosario” debe su coherencia no tanto a una ilación como a la reiteración de conceptos alojados en ejemplos y figuras ocasionales que aparecen con sus primeras elaboraciones y se mantienen hasta sus últimos textos13. De hecho, en un texto de octubre de 1923, el propio Eugenio d’Ors se refirió a su estilo como una mezcla entre una pretensión de continuidad casi científica, natural, y una discontinuidad que abría espacio para “la racionalidad y la lucidez”14.
El Glosario como ordenador y creador de mitos Como ha escrito Xavier Pla, la cita diaria con el “Glosario” convirtió a Eugenio d’Ors en un periodista de ideas, condición que aceptó después de resignarse a ejercer su liderazgo intelectual fuera de la universidad tras ser derrotado en unas oposiciones en 1914 que, de una u otra manera, aparecieron siempre en el trasfondo de sus reflexiones. En 1953,
12 “Confesiones de un hijo del otro siglo. Memorias de Eugenio d’Ors”, Correo Literario, 1 y 15 de julio, 1 y 15 de agosto de 1950, p. 5; en Eugenio d’Ors, Confesiones y recuerdos..., p. 15. 13 Joan Ramon Resina, “Las glosas de La Bien Plantada”, en Carlos Ardavín, Eloy Merino y Xavier Pla (eds.), Oceanografía de Xènius..., p. 160. 14 “El nuevo discurso sobre el estilo”, en Eugenio d’Ors, Nuevo Glosario. Volumen I, Madrid, Aguilar, 1947, pp. 741-744.
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en la revista Clavileño, acuñó la afortunada expresión “pensar por ensayos” para referirse a su actividad periodística. Xènius creía en un género literario que le permitía formular conceptos que se concretaban en palabras clave que se extendieron con mayor o menor fortuna en la vida social, cultural y política de la Cataluña de su época. Pretendía “acuñar conceptos como quien acuña moneda”, era un “gacetillero de eternidades”, como le gustaba llamarse. Entre estos conceptos, el de Noucentisme o el de Imperio. D’Ors no concebía la literatura como un fin en sí mismo. Para él, escribir quería decir adoctrinar. Sus glosas tenían como finalidad acabar con el desorden, las ambigüedades del mundo en que vivía. Su discurso pretendía erigirse en una explicación de la realidad, pero lo hacía de una manera ciertamente atípica, a menudo a través de la ficción o de la figuración poética. Su opinión se sustentaba solo por su autoridad, no necesariamente por su saber académico. Su obsesión por el control, la organización, el orden tanto en la escritura como en la vida fue evidente. La vida y la escritura eran lo mismo, no podían separarse. Lo demostró en Cataluña durante su etapa al frente de las distintas instituciones de la Mancomunitat —la Escuela de Bibliotecarias, por ejemplo—, pero también desde las glosas de La Ben Plantada, por ejemplo. Lo propio hizo en su acercamiento al franquismo cuando desde su cargo de Secretario Perpetuo del Instituto de España intervino en la redacción tanto del decreto fundacional como del juramento que debían hacer los nuevos académicos. Su preocupación por la organización y el poder de los símbolos también inspiró una orden del 18 de febrero de 1938 por la que se creó una “Comisión de Estilo de las Conmemoraciones de la Patria”, con el objetivo de asesorar para “no dejar abandonado a la iniciativa popular o a la espontánea y frecuentemente poco avisada de las Corporaciones locales cuanto se refiere al estilo y realización de monumentos patrióticos, memoriales a los caídos, inscripciones lapidarias y otras formas materiales de homenaje destinadas a multiplicarse, sin duda, a través de las cuales aparece retrospectivamente trocada la epopeya en caricatura”15.
15 Antonio Lago Carballo, Eugenio d’Ors. Anécdota y categoría, op. cit., p. 55.
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Su lucha contra el provincianismo, la estrechez de miras, la falta de referencias europeas fue una constante. Y en este proceso, que concebía como una lucha civilizatoria, la construcción de un poder simbólico a través de la prensa resultó fundamental. No por azar, la mayor parte del tiempo sus glosas se publicaron en periódicos de gran tirada. La escritura, la política y la vida eran parte de un todo indivisible: “Sé desde entonces lo que ha venido, llegado del tiempo, a constituir uno de los lemas de mi vida. Que hay que civilizar a aquellos hombres y a aquellos pueblos que a la civilización resisten. Que la lucha por la cultura es una lucha de imposición”16. En este sentido, Eugenio d’Ors mostraba una sintonía total con la idea del papel del intelectual de Ortega y Gasset: “Quien quiera crear algo —y toda creación es aristocracia— tiene que ser aristócrata en la plazuela. He aquí por qué, dócil a la circunstancia, he hecho que mi obra brote en la plazuela intelectual que es el periódico”17. Esta “lucha de imposición” tuvo en la construcción de algunas palabras-clave, algunas imágenes con pretensión de convertirse en mitos, uno de sus elementos centrales. Durante su etapa catalana, conceptos como arbitrarismo, civilismo, socialismo, intervención se hicieron habituales para los lectores del “Glosario”. Como marco general para dotarlos de sentido, D’Ors se encargó de construir el mito del Imperio desde sus primeros textos, incluso antes de comenzar sus aportaciones diarias en La Veu de Catalunya, tal como demuestra la conocida glosa “Noruega imperialista”, publicada en junio de 1905 en El Poble Català. Como ha mostrado Enric Ucelay Da-Cal en su El imperialismo catalán, así como Georges Sorel había creado una mitología para el sindicalismo revolucionario basada en la huelga general, D’Ors inventó un repertorio mítico para el catalanismo procedente de la antigüedad clásica grecorromana. En este proceso de construcción, sus glosas fueron una pieza absolutamente central. A pesar de que con el paso de las
16 “Confesiones de un hijo del otro siglo...”; en Eugenio d’Ors, Confesiones y recuerdos..., p. 44. 17 Citado en Antonio Lago Carballo, Eugenio d’Ors. Anécdota y categoría, op. cit., p. 21.
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décadas y con su distanciamiento de Barcelona, el contenido de estos conceptos fue variando, su fundamento último no lo hizo tanto. En líneas generales, su pensamiento imperialista solo sufrió un ejercicio de reescritura a partir de 1923 y, a pesar de que la potencialidad imperialista de la Cataluña mediterránea desapareció, su legado clásico e imperial fue resignificado para (re)construir la grandeza imperial española desde su “eterna” pretensión de unidad ejemplificada en los Reyes Católicos, tal como mostró en La vida de Fernando e Isabel. Desde los años treinta, la Cataluña nacionalista había quedado del lado de lo irregular y España, mirando al fascismo italiano, se había incorporado a la corriente de lo eterno-europeo y muchas de sus características se habían convertido en universales18. Pero la idea del Imperio seguía siendo la misma: “Imperio es el nombre de una creación esencial de Cultura y, por consiguiente, de redención, en exorcismo contra un producto de Natura, de pecado, por ende, es decir, la Nación”19. Es decir, también en este proceso de construcción mítica, continuidad y discontinuidad se mezclaban. La articulación de las ideas fundamentales del Noucentisme también pasaron por un proceso similar de continuidad y discontinuidad que se hizo evidente en las glosas. A pesar de que durante sus primeros años en Cataluña —1906 es el momento de nacimiento de este movimiento, según los especialistas— el énfasis fue puesto en la ruptura con los antecesores, los modernistas, con el objetivo de crear una tradición “propia”; con el desarrollo se fue produciendo una cierta incorporación heterodoxa de algunos elementos previos. Pero más allá de esto, la idea central sobre la que se asentaban las propuestas orsianas, una referencia al período clásico, fue reapareciendo de manera constante a lo largo de toda ella el “Glosario” orsiano en castellano, tanto en ABC, El Debate o Arriba. Pero esta referencia a Grecia y Roma estuvo en cada caso convenientemente adaptada tanto al contexto político y cultural del momento como
18 “Facies del Fascio”, en Eugenio d’Ors, Nuevo Glosario. Volumen II, op. cit., pp. 976-978. 19 “Comercio epistolar”, en Eugenio d’Ors, Nuevo Glosario. Volumen III, Madrid, Aguilar, 1949, p. 625.
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al periódico en el cual aparecía su texto. Naturalmente, a pesar de que la continuidad en las ideas fuese una constante en su obra, no era lo mismo que estas se publicasen en La Veu de Catalunya de 1906, en las clandestinas Gloses de la vaga de 1919, en el ABC de 1925 o en el Arriba de 1944. Esta característica del estilo de la glosa como microensayo también se hizo evidente en una de sus construcciones más trabajadas a lo largo de toda su vida: su biografía. Tal como analizó Ada Suárez, Eugenio d’Ors fue un autor especialmente interesado por el género biográfico20. Así lo demuestran sus textos reunidos en obras como La Vall de Josafat, Flos Sophorum o Epos de los destinos, por citar algunas de las más relevantes en este sentido. Pero también fue un autor especialmente interesado en construir a través de las glosas su propia biografía. No casualmente, afirmó que sus “Memorias” estaban contenidas en el “Glosario”, al que caracterizó “archivo semisecular de mis experiencias intelectuales”21. La glosa es a menudo también autobiografía y la ficción se convierte no pocas veces en autobiografía. Así sucede en las Lletres a Tina —un relato articulado en base a un intercambio epistolar con una niña—, en Oceanografia del tedi o en Los diálogos de la pasión meditabunda. Otras veces, en cambio, la construcción autobiográfica es mucho más evidente y, de la misma forma en que hemos visto antes, está relacionada con los diferentes contextos de producción y recepción de su obra. Veamos algunos ejemplos: En relación con sus vinculaciones políticas, el período que va desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial hasta el golpe de Estado de Primo de Rivera es uno de los más convulsos y, al mismo tiempo, uno de los menos conocidos. Durante estos años sus relaciones con intelectuales y grupos pacifistas europeos, así como sus contactos con grupos republicanos y sindicalistas y sus simpatías por un cambio social y político radical, que fueron desde el comunismo al fascismo aunque
20 Ada Suárez, El género biográfico en la obra de Eugenio d’Ors, Barcelona, Anthropos, 1988. 21 “Confesiones de un hijo del otro siglo...”; en Eugenio d’Ors, Confesiones y recuerdos..., p. 15.
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siempre con una cierta distancia respecto a una adscripción total a alguno de estos modelos, parecen haber estado condenadas al olvido. Las razones de que sucediera son varias y complejas, pero sin duda una de ellas proviene del propio glosador, especialmente interesado en reconstruir su biografía y sus contactos en las décadas posteriores. No casualmente, Eugenio d’Ors quiso estigmatizar el año 1923 como el fin de una etapa que denominó “trasguerra” e identificó como una reedición de la crisis del fin de siglo. Se había de cerrar una etapa, un “intermedio” tan “divertido como infecundo”. Se había de volver a la obra del novecientos22. Naturalmente, esto incluía una reescritura de su propia biografía que acometió desde el “Glosario”. Una vez más, la vida y la escritura iban juntas. En este sentido, en 1944, se preocupó por dejar bien claro sus distancias con Romain Rolland y L’Humanité, que habían reproducido algunas de sus glosas y le habían provisto de una red internacional de contactos europeos treinta años antes. Naturalmente, en tiempos de dictadura franquista, lo conveniente era borrar estos vestigios y señalar al intelectual francés, que se había hecho “bolchevique”23. Esta (re)construcción de su trayectoria intelectual no estuvo relacionada solamente con los años de la Gran Guerra, sus relaciones con el pacifismo y sus percepciones sobre la revolución rusa. También aconteció en relación con sus lecturas sobre personalidades tan influyentes como Maurras, Sorel y Mussolini, tal como mostró en un prólogo para una compilación de textos del Duce publicada en 1938 en el cual eliminó cualquier referencia a los años transcurridos entre 1914 y 192324. Después del final de la guerra civil, la (re)construcción de su biografía era completa. Eugenio d’Ors, expresamente, había dejado de lado un período que, desde su perspectiva, no había sido más que un paréntesis. Por su condición de intelectual ajeno a
22 “El ‘intermedio’”, en Eugenio d’Ors, Nuevo Glosario. Volumen I, op. cit., pp. 693694. 23 Eugenio d’Ors, “Conversaciones con Octavio de Romeu”, Informaciones, 18 y 25 de agosto de 1944, p. 3. 24 Eugenio d’Ors, “Prólogo”, en Benito Mussolini, El espíritu de la revolución fascista, Buenos Aires, Editorial Temas Contemporáneos, 1984 (véase especialmente pp. 7-8).
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las “militancias” partidarias, sus propuestas y sus glosas estuvieron siempre vinculados a los contextos en los cuales desarrolló su trabajo. Y esto no solamente condicionó su propia vida y su estilo, sino también la manera en que estos han sido analizados.
Ideas finales Eugenio d’Ors es una de las figuras más controversiales del siglo xx español. Una figura, además, en la cual su producción literaria no puede separarse nunca de su vida individual y pública. Y en este sentido, su posicionamiento político durante la guerra civil y su participación en los inicios del régimen franquista han ensombrecido su obra. En Cataluña, después de su defenestración en 1920, fue señalado como un traidor a la cultura que le había permitido proyectarse como intelectual y sus propios textos contribuyeron a consolidar esta percepción, fuertemente extendida en Cataluña, que no ha hecho más que crecer hasta hoy a pesar de los debates sostenidos en el exilio entre aquellos que le denostaban, como Joan Sales, y aquellos que pretendían tener en cuenta su legado, como Josep Ferrater Mora. Las radicales afirmaciones de D’Ors sobre el carácter “provinciano” de la cultura catalana frente al “universalismo” del Imperio español estuvieron estrechamente vinculadas a los contextos de su expulsión de las instituciones mancomunales, primero, y su acercamiento a la dictadura de Primo de Rivera y al franquismo —dos experiencias dictatoriales profundamente represivas contra todo lo que pudiera representar una alternativa al centralismo político y cultural español-castellano—, después. A nivel del conjunto de España, a pesar de su relevancia internacional durante la primera mitad del siglo pasado y de su enorme producción escrita, Eugenio d’Ors se ha convertido en un personaje olvidado, sin una “escuela” intelectual propia ni seguidores claros o admiradores confesos a comienzos del siglo xxi. Esto, en buena medida, se explica porque sus últimos discípulos —José Luis Aranguren, Guillermo Díaz-Plaja, por nombrar algunos de los más directos—, aquellos que reivindicaron su figura y su pensamiento hasta los años ochenta, ya no gozan ni del prestigio ni de la relevancia de entonces. En las últimas décadas, su figura ha sido analizada como
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uno de los primeros intelectuales protofascistas en España. En todos estos casos, la construcción (auto)biográfica realizada por Eugenio d’Ors desde el “Glosario” ha sido aceptada casi siempre de manera acrítica, sin poner en cuestión los variables juegos de “afinidades electivas” establecidos en sus textos diarios. Haciendo esto parece haberse perdido la posibilidad de permitir que el estudio de los microensayos orsianos pueda abrirnos la puerta a llevar adelante un ejercicio que revele simultáneamente toda la complejidad de su época, su labor como intelectual y su contribución estilística. En suma, como planteó François Dosse siguiendo a Walter Benjamin, acometer “una deconstrucción de la continuidad de una época para distinguir en ella una vida individual con el propósito de ‘hacer ver que la vida de un individuo está contenida en una de sus obras, en uno de sus hechos y que en esa vida cabe una época entera’”25. “Me interesa decir, especialmente a los jóvenes, a los de esta época, que en la persona de Eugenio d’Ors vivió, en la más amena y en la más profunda complejidad, el alma del primer intelectual que Cataluña ofreció a una época que, por ser la de mis más vivos sueños, es para mí entrañable. Yo no sé, pero creo que, en otros tiempos, cuando desaparecía alguien de la categoría de Eugenio d’Ors, quedaba un temblor en el aire que todos lo percibíamos y todos lo respirábamos”26. Estas líneas escritas por Josep Maria de Sagarra, publicadas en Destino en octubre de 1954, lamentaban una situación que no ha hecho más que profundizarse con el paso de las décadas tal como se constata al ver la dispersión editorial de los textos orsianos. De alguna manera, como ha escrito varias veces Xavier Pla, D’Ors permanece en una especie de purgatorio. Parece claro que la falta de relevancia concedida actualmente a sus glosas como género y a todo su enorme potencial está directamente relacionada con el carácter controversial de su figura. Tal como Eugenio d’Ors afirmó tantas veces, su obra, finalmente, tampoco parece poder separarse de su vida.
25 François Dosse, La apuesta biográfica. Escribir una vida, Valencia, PUV, 2007, p. 11. 26 Citado en Xavier Pla, “El destiempo de Eugenio d’Ors”, en Carlos Ardavín, Eloy Merino y Xavier Pla (eds.), Oceanografía de Xènius..., p. 36.
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El Arte Nuevo en la encrucijada: Fernando Vela ante las vanguardias
Eduardo Creus (Università degli Studi di Torino)
Il est vrai que la grande tradition s’est perdue, et que la nouvelle n’est pas faite. Baudelaire
La emancipación que hubiera podido esperarse del arte tras la pérdida de su función religiosa y el posterior abandono del ideal clásico de belleza no ha llegado a producirse. La modernidad lo constata en la impregnación ideológica de las vanguardias históricas y en la persistencia, en su lenguaje, de conceptos arcaicos tales como el de “religión” o “sacralidad” del arte. Igual que el hombre, dice Hermann Bahr en 1916, también el arte grita entre tinieblas e invoca el espíritu: esa invocación y ese grito
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son el expresionismo1. Cuatro años antes pinta en prisión Egon Schiele los míseros objetos de su celda como si no soportase que carecieran de sentido2; el arte, anota a un lado de la pintura, vuelve al origen, no puede ser moderno. Por esas mismas fechas redacta Kafka algunos de sus más deslumbrantes relatos en la convicción, dramática para su destino de escritor, de que tal belleza y perfección se agotan, dice Giuliano Baioni, en “l’abominevole rito di una esecuzione solitaria” y en la impotencia de no haber logrado comunicar la verdad3. La irrupción de lo esotérico y lo oculto en el arte abstracto busca tal vez colmar una carencia, y la atracción por el arte primitivo no es del todo ajena al aura de religiosidad que emana de esas manifestaciones intensamente expresivas. Consciente de que el arte ha perdido el lugar preeminente que ocupaba en el pasado, el surrealismo se obstinará en imponerle una centralidad ilusoria: en el ámbito de la contienda ideológica se debate vanamente por ejercer su influencia en los procesos revolucionarios; en el del pensamiento, atenta contra el positivismo en nombre de una fe en el progreso no menos restrictiva; ataca a la religión dominante con violencia inaudita mientras impone una concepción mesiánica del arte, y su parodia de la simbología sacra no le impide adoptar como propias cierta ritualidad y cierta jerga mística. La fuga hacia la ironía, el abandono a la gratuidad, el desahogo en la violencia certifican su fracaso. Sin redención en un ideal de belleza clásica ni posible redención social o religiosa, las vanguardias históricas son presagio angustiado de una esterilidad venidera y son, sobre todo, constatación del propio extravío, de aquel punto muerto a que Thomas Mann veía condenado el arte moderno. Ortega diagnostica en La deshumanización del arte esta ausencia de trascendencia del arte nuevo. La tesis, harto conocida, sostiene que “el hombre de la generación novísima” no ve en el arte el sentido que las generaciones precedentes le han atribuido, porque, a diferencia de estas,
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Cit. en Mario de Micheli, Le avanguardie artistiche del Novecento, Milán, Feltrinelli, 2002, p. 72. Lo recuerda Jean Clair en la conclusión de sus lúcidas Considérations sur l’état des beaux-arts. Critique de la modernité, Paris, Gallimard, 1983, p. 193. Giuliano Baioni, Kafka. Letteratura ed ebraismo, Roma, Edizioni di Storia e Letteratura, 2008, p 105.
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no espera ya del arte “la salvación de la especie humana sobre la ruina de las religiones y el relativismo inevitable de la ciencia”4. Ortega no parece atribuir a este fenómeno la antigüedad que hubiera podido reconocerle y considera reciente la degradación del arte a una función de apariencia menos sustancial que decorativa. Tal vez porque postulando su novedad hace más verosímil el argumento de la inmadurez del arte nuevo y el de la insuficiencia de sus producciones, no se entretiene en considerar que hacia 1924 las vanguardias europeas llevan ya unos veinte años de existencia y han ofrecido espléndidos frutos. Sus alusiones al expresionismo, el cubismo o “la broma dadaísta” son escasas y dan lugar a generalizaciones aventuradas, si bien es cierto que al hablar de puerilidad, pensando acaso más en los jóvenes ultraístas que en otra cosa, no escapa a su fina percepción la importancia de semejante aspecto en la renovación del arte. Juzga Ortega que el rechazo de la tradición vigente en el pasado inmediato, tan peculiar del arte nuevo como lo es su fascinación por formas artísticas arcaicas o exóticas menos opresivas, se justifica en esa misma urgencia por hallar nuevos contenidos y puede explicar la engañosa apariencia antiartística de las producciones recientes. Al artista nuevo, sospecha, ha de incomodarlo un arte grávido de misiones que siente ajenas, de modo que procede a la mejor delimitación de sus competencias aceptando lo liviano e informal de una actividad subalterna que “le salva de la seriedad de la vida”. Irrelevante y vacío de patetismo, el arte moderno —alarde estético, juego intelectual, pura forma, ironía— se desplaza con humildad a la periferia de los intereses humanos, y es ese desplazamiento su rasgo definitorio. Interesan menos a Ortega los que juzga deficientes resultados de los jóvenes artistas que el esfuerzo cumplido por garantizar la subsistencia del arte rescatándolo de un fatal anquilosamiento; la “imposibilidad de volver hacia atrás” a que alude en la conclusión del ensayo corro-
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José Ortega y Gasset, Obras completas, III, Madrid, Taurus / Fundación José Ortega y Gasset, 2006, p. 874. El síntoma general del arte nuevo, había dicho Ortega en El tema de nuestro tiempo, “consiste en que el arte ha sido desalojado de la zona ‘seria’ de la vida, ha dejado de ser un centro de gravitación vital. El carácter semirreligioso, de elevado patetismo, que desde hace dos siglos había adquirido el goce estético, ha sido extirpado íntegramente” (ibidem, p. 608).
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bora la necesidad de una defensa de la voluntad inaugural del arte nuevo y alienta la esperanza de mayor acierto futuro. No es preciso recordar aquí las protestas que suscitó en España el término “deshumanización”, que acogía de modo impreciso conceptos afines tales como el de desrealización, el de estilización o el de extrañamiento. Suele esa quejumbre ser buen síntoma y no es dudoso que, en algunos aspectos esenciales, Ortega había acertado en su diagnosis. Más discutible resulta, en cambio, que los jóvenes artistas de la Europa de los años veinte estuvieran procediendo a la renovación del arte en medio de aquella especie de lúdica indolencia a que se refería Ortega en las páginas de su brillante ensayo con un puntillo de suficiencia y precauciones más bien retóricas. En cualquier caso, su percepción del arte nuevo influyó poderosamente en la crítica española de la época, y no es difícil dar con reelaboraciones de los conceptos orteguianos en los más diversos ensayos y artículos sobre arte escritos en el decenio sucesivo a la publicación de La deshumanización del arte. Guillermo de Torre se valdría de ellos en su Literaturas europeas de vanguardia, el más circunstanciado examen del fenómeno aparecido hasta entonces. Los presupuestos del libro son puramente orteguianos: voluntad exegética, crítica potenciadora y creativa, capaz de justificar el vehemente entusiasmo del joven autor por un arte coetáneo, pero también de proponerse la ardua tarea de enjuiciar y definir la propia época en nombre de un “deber de fidelidad”5 al presente que exige del crítico la misma labor de evaluación que Baudelaire asignara al artista. Torre vindica el valor del arte nuevo contra el extendido error de creer solo digno de fervor el clásico y denuncia el hábito de reputar eterno lo meramente envejecido. Crítico atento a toda visión reductiva del problema artístico, rechaza la dicotomía clasicismo-Romanticismo en su aplicación a la modernidad, así como la forzatura dorsiana que ve en las vanguardias una recaída en el decadentismo finisecular y hasta el mismo empleo del concepto deshumanización, certero en sí, pero vuelto en “sistematización de una fórmula simplicista” en el discurso orteguiano. Torre constata que el arte
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Guillermo de Torre, Literaturas europeas de vanguardia, José María Barrera López (ed.), Sevilla, Renacimiento, 2001, p. 41.
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moderno se ha propuesto suprimir, por inestéticos, los elementos de la realidad natural y humana, y plantea en este punto una objeción que habrá de repetirse desde entonces: “Ha de reconocerse acto seguido que este propósito es demasiado ambicioso, imposible, casi quimérico en su segundo postulado —deshumanización—, desde el momento en que aún no ha sido lograda la incubación de una obra radicalmente desposeída de sus cualidades humanas generadoras”6. Del pasado artístico, afirma, importa no su “fría reducción museal”, sino su vigencia, su proyección en el presente. En la mirada abierta y desprejuiciada de Torre a las producciones de ese presente no ha calado aún la severidad con que valora el maestro los resultados estéticos del arte nuevo: no habrá de pasar mucho tiempo sin que sus entusiasmos se enfríen7. De 1926 es el ensayo “Girola (Divagaciones en torno al misterio de la estética actual)”, de Antonio Marichalar. La proximidad temporal e ideológica a La deshumanización es bien perceptible en ese algo alambicado análisis de un arte que no se entrega al público sin exigirle inéditos esfuerzos de comprensión y que apunta a fines exclusivamente estéticos. Resuena a cada paso en estas páginas el eco de la argumentación orteguiana, objeto de puntualizaciones ingeniosas, y del conjunto se desprende una estima selectiva de los fenómenos de vanguardia, que incluye la aprobación del cubismo y el repudio sin miramientos de la estética surrealista. Poco orteguiano en la intuición última, sospecha Marichalar la esencia misteriosa del arte nuevo, y de
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Ibidem, p. 310. En el prólogo a la refundición de Literaturas europeas de vanguardia redactado en 1953, Torre reproduce una objeción hecha ya en 1930: “Los credos de la vanguardia son sus obras teóricas. Quiero decir que lo más representativo de ella está en sus manifiestos, en sus efusiones yoístas. De ahí que la obra de toda vanguardia, en su momento más típico, haya sido esencialmente lírica y teórica. [...] En cuanto sus componentes abordaron otros géneros, o, aun dentro de ellos, se propusieron metas menos radicales, más constructivas, dejaron caer automáticamente la etiqueta vanguardista” (cf. “¿Qué es la vanguardia?”, La Gaceta Literaria, 94, 15 de noviembre de 1930, p. 3). Torre explica ahora sus énfasis precedentes definiendo manifiesto las páginas liminares de 1924, lo cual acaso sea, más que justificación, encarecimiento de un mero prólogo.
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toda creación verdadera, en “un oculto apetito de lo divino”8 o suerte de fervor místico no requerido de ulteriores precisiones. En cualquier caso, esa vislumbre de trascendencia no basta para devolverle centralidad a un arte abismado en la desazón del presente, como se pondrá de manifiesto en otro importante ensayo, “Poesía eres tú”, de 1932, en que Marichalar sostiene: “Hoy el arte, aun el más estridente, necesita elevar mucho la voz en los momentos críticos en que clama la vida y se juega la más humana intriga. Hoy que el hombre se lanza detrás de inciertas realidades más directas, más hondas, más arbitrariamente decisivas, no puede reclamar en primer plano la ficción lírica”. Y agrega: “Interviene otra vez el sentimiento, la pasión turbia, insuficientemente despojada cuando se apresura a formar en las líneas de la poesía”9. Bien que desplazadas al discreto espacio de la nota marginal, ambas observaciones importan la percepción de un proceso rehumanizador de signo opuesto al del experimento vanguardista, cuya pujanza Marichalar advierte en el mismo núcleo del arte nuevo, en las “estridencias” de la que define “estética de sanatorio” surrealista. Benjamín Jarnés lo había anunciado un par de años antes en el prólogo a su Teoría del zumbel, en términos de una “próxima y espléndida reacción” que habría de rescatar al arte del desequilibrio provocado por la radicalidad vanguardista10. Los ismos, y en modo particular el surrealismo, se veían así incriminados por una pérdida o empobrecimiento consistente en haber arrojado el arte a las simas de la irracionalidad, desatendiendo toda otra posible forma de exploración de lo humano. Bajo el signo de esa regresión y en su desenfrenado afán de verdad, las vanguardias habían concentrado sus esfuerzos en una exploración de lo inconsciente y lo onírico que comportaba abdicación de la individualidad y consecuente renuncia al que era en fin de cuentas el objeto último del arte: el conocimiento integral del hombre. Si “vigilia y
Antonio Marichalar, Ensayos literarios, Domingo Ródenas de Moya (ed.), Madrid, Fundación Santander Central Hispano, 2002. p. 31. 9 Ibidem, p. 50. 10 “Bajo el signo de cáncer” se cita aquí por la edición de Armando Pego Puigbó (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2000, pp. 61-78). 8
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ensueño, razón y pasión, serenidad e inquietud” conformaban por igual lo humano, ¿no era preferible resignarse a esa complejidad y rescatar el arte del “callejón sin salida” a que los ismos lo habían llevado? Jarnés aboga por una restauración que exige en primer término corregir la inclinación de la balanza, vencida aún del lado de “los exploradores del sótano”, devolviendo al arte las fértiles conquistas de románticos y realistas, pero sin renuncia a las de los “freudianos”, según el equilibrado paradigma que la obra de Proust ofrece. Rehumanización del arte, pues, bajo el imperio de sus tres órdenes —sueño, ensueño y vigilia— en síntesis capaz de asumir, junto con “los turbios caudales del sueño” y sus “corrientes subterráneas de dudosa y a veces maloliente procedencia”, lo ideal romántico y esa clara región que Jarnés siente más vulnerable, “temerosa de perder su equilibrio o de congelarse en él”, e identifica con la inteligencia. De un pseudoorteguianismo entre agreste y visionario es la distinta interpretación, o intuición, del arte nuevo que Ernesto Giménez Caballero ofrece en su ensayo “Eoántropo” de 192811. Concuerda Giménez con Marichalar en percibir un giro en el arte nuevo, pero no en la dirección sugerida por este, sino en la de una “vuelta a lo racional” y se anticipa a Jarnés en su apreciación de la vanguardia como experiencia estética instintiva que ha hecho posible, como contrapunto de esa racionalidad, una síntesis superadora de las formas artísticas precedentes. Porque el mismo “aplomo frío y dominador” que ha invadido los ámbitos de la política y la moral irrumpe en el del arte contemporáneo: su huella puede seguirse en la pintura con la objetivización de los estilos de Georg Schrimpf o Carlo Mense, pero también de Picasso y De Chirico; en literatura, con el renacido interés por los clásicos; en música, con el retorno a Mozart, a Scarlatti, al límpido gusto dieciochesco “sin síncopas y sin negroidismos”; en arquitectura, con el triunfo del rigor y el pragmatismo... Reinserción del arte nuevo en la
11 “Eoántropo. El hombre auroral del arte nuevo”, Revista de Occidente, 57, marzo (1928). Se cita aquí a Giménez Caballero por la edición de José-Carlos Mainer, Casticismo, nacionalismo y vanguardia, Madrid, Fundación Santander Central Hispano, 2005.
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razón, ya vigorizado tras su “chapuzón en lo elemental y primitivo”, que representa para Giménez un avance en la “espiral eterna del progreso” y hace posible esa síntesis inexorable de tradición y modernidad, de racionalidad e instinto, con que el arte contemporáneo se encamina, contra la opinión de más de un atolondrado liberal, hacia “una soberbia armonía de potencias y posibilidades”12. Al margen de su estudiada extravagancia, el ensayo constituye la muy válida radiografía de una vanguardia que en el terreno de las artes plásticas ha llevado a su radicalización la tendencia a eliminar el objeto en busca de una armonía pura de sus elementos constitutivos; ha ejercido un primitivismo expresivo que autoriza los más audaces parangones con las formas arcaicas del arte; ha abolido el retrato —por razones que Giménez afirma no indagar y no pone en relación, como lo hará más tarde, con la irrupción de la técnica fotográfica13, pero sí sugiere con
12 La mirada parece puesta, sobre todo, en el giro racionalista de la Alemania de la Bauhaus y la Neue Sachlichkeit, fenómeno acogido por Giménez Caballero con un entusiasmo que difícilmente hubieran podido compartir los mismos artistas responsables de aquel rechazo al pathos expresionista, sucesivo a la constatación de una derrota histórica. Es significativo el contraste con la visión que Giménez ofrece del arte nuevo en su Arte y Estado de 1935, donde la crisis de la pintura y la arquitectura se explicará por su excesivo rigor intelectual, que las ha vuelto inasequibles a las masas. La nueva arquitectura se nos revela ahora como “revolución fracasada” y Le Corbusier queda elevado al rango de “rehumanizador” y buscador de inéditos equilibrios entre lo colectivo y lo personal, entre el individuo y la masa, lo que en la jerga del escritor equivale a una identificación con “la fórmula fascista para lo social y lo político”. Bien claro estaba ya por esas fechas para Giménez que si la hora de un Estado nuevo, “jerárquico, ordenador” había llegado, a la arquitectura correspondía el puesto de mando entre las «funcionales falanges» artísticas que habrían de ir disponiéndose al combate. Y no está de más recordar que desde 1930 (cf. “¿Qué es la vanguardia?”, La Gaceta Literaria, 83, 1 de junio, p. 1) Giménez había establecido la necesaria distinción entre una vanguardia irracional y libertaria (futurismo, cubismo, dadaísmo...) y el “grupo disciplinador”, que contaba entre sus ismos el tomismo, el clasicismo, el gongorismo y, por supuesto, el bolchevismo y el fascismo. 13 En Arte y Estado, aparecido un año antes del célebre ensayo de Walter Benjamin sobre el arte en la época de su reproducción técnica, hallamos desarrollado ese mismo argumento, a decir verdad, poco novedoso, pues ya desde mediados del siglo xix se venía advirtiendo del riesgo de que la fotografía pudiera desbancar
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singularísima argumentación de orden psicológico—, y ha acogido lo onírico y lo libidinal con afán que delata su abismarse en formas regresivas de la irracionalidad, del pensamiento mágico, en síntesis vertiginosa con el culturalismo agazapado tras la subversión artística contemporánea. Por si ello fuera poco, “Eoántropo”, pensado y escrito para Revista de Occidente, suscribe una politización militante de la vanguardia que da contundente respuesta —como desde otro frente lo hará también José Díaz Fernández en El nuevo romanticismo— a las tibias expectativas orteguianas sobre la evolución del arte nuevo14.
especialidades pictóricas como el retrato o la litografía y hasta provocar la crisis irreversible de la pintura (cf. Denys Riout, Qu’est-ce que l’art modern?, Paris, Gallimard, 2000, pp. 406-410). En el mismo año en que “Eoántropo” aparece, habla Josep Pijoan del retrato pictórico y la fotografía en “L’obra nova. Parlament davant uns quants amics en la casa del Sr. Plandiura, de Barcelona, la nit del 15 de noviembre de 1928” (Política i cultura, a cura de Jordi Castellanos, Barcelona, Edicions de la Magrana, 1990, pp.178-194). Tal vez no sea inoportuno añadir aquí que el texto de Pijoan aporta a la discusión sobre el arte nuevo conceptos tan interesantes como el de la independencia entre el fenómeno estético y el místico, o el de la analogía profunda entre la compleja visión del mundo que proviene de los avances de la ciencia y la de un arte nuevo —el único posible en el presente— que, al lanzar su mirada a la inmensa realidad exterior y al vértigo de la del hombre, renuncia a toda tentativa de mímesis en busca de una visión propiciadora de la experiencia estética; de una divergencia que, dice impecablemente Pijoan, “obliga a revisar tot l’univers”. Se aplica así a la modernidad un concepto presente en la crítica del arte desde Antoine Quatremère de Quincy: “C’est précisément ce qu’ìl y a de fictif et d’incomplet dans chaque art, qui le constitue art. C’est de là qu’il tire sa principale vertu et l’effet de son action. C’est de là que vient le pouvoir qu’il a de nous plaire” (Essai sur la nature, le but et les moyens de l’imitation dans les beaux-arts, Paris, Treuttel et Würtz, 1823, pp. 103-104). 14 La combativa exaltación de Giménez Caballero apuntaba a desvanecer cautelas de orteguianos como Antonio Espina, quien por las mismas fechas en que Ortega había empezado a publicar su ensayo sobre el arte nuevo en las páginas de El Sol se preguntaba desde las de Revista de Occidente si era preciso interpretar “la deshumanización y crisis del arte” como evolución o como término (“El cohete y la estrella. José Bergamín”, Revista de Occidente, III, 7 de enero de 1924). Es verdad que una respuesta a semejante cuestión podía parecer aventurada en 1924 y que diez años más tarde, en su breve ensayo sobre “Los ismos en poesía”, recogido en El nuevo diantre, Espina defiende con decisión el progreso del arte
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En el contexto de estas orteguianas discusiones sobre un “arte deshumanizado” se inserta la reflexión crítica de Fernando Vela. En Revista de Occidente, a la que su secretario de redacción acostumbra destinar lo mejor de su obra escrita, aparecen publicados ensayos tan relevantes como “El suprarrealismo” (1924) —primer escrito español sobre el movimiento francés—, “Pirandello” (1924) —reproducido, el mismo año de su publicación, en la antología sobre La joven literatura española, de Valery Larbaud, para Intentions—, “La poesía pura (Información de un debate literario)” (1926) —que bajo la discreta apariencia del reportaje constituye una eficaz incitación a prolongar en España el célebre debate francés— o sus dos más notables ensayos de estética: “Desde la ribera oscura (Sobre una estética del cine)” (1925) y “El arte al cubo” (1927). Escritos todos en un estilo pulcro, elegante, felizmente alejado del dialecto poético de su época, aportan a la discusión sobre la vanguardia los argumentos de una documentada reflexión crítica. En “El arte al cubo”, inspirado en el aplaudido estreno de la Sinfonietta, de Ernesto Halffter, el 5 de abril de 1927, expone Vela los presupuestos de su muy orteguiana interpretación del arte nuevo. Arte poco asequible y por lo común malinterpretado, pues no se entrega a la fruición del público sin exigirle un doble esfuerzo de distanciamiento que obliga a verlo a través de la imagen secundaria del tiempo pretérito que evoca y a apercibirse de su esencial ironía. La dificultad del arte moderno radica en su carácter experimental, en su repudio de toda sensiblería romántica, en una propensión a la broma y la burla que revela su naturaleza fundamentalmente lúdica, en su nula pretensión de trascendencia. Y sobre todo en su empeño en presentarse inconcluso, dispersos sus elementos constitutivos como los de un mecanismo por armar: “En toda obra última se descubre a primera vista la obra y el problema sin recubrir, casi numérico. Como el andamiaje muestra que el edificio está en construcción, así el cuadro cubista deja ver el andamiaje puesto para obtener el volumen.
nuevo en literatura, pintura, arquitectura, escultura, música y cine, dando por bien empleados “los esfuerzos de comprensión y de sensibilidad” exigidos por unas formas artísticas que habían sabido manifestarse, pese a sus altibajos, en toda su pujanza innovadora.
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Y en realidad más que el volumen verdadero del objeto están dados los elementos para construirlo. Lo que desde luego no encontramos es la solución”15. La obra, ofrecida al público en estado provisorio, no solo exige de este esfuerzos de participación extraordinarios que el arte antecedente no demandaba, sino que pone en evidencia la impostura de unas formas tradicionales donde se habían dado por resueltos problemas artísticos que la modernidad descubre efectivos y acuciantes. Esa insolvencia de la tradición, esa imposibilidad de dar respuestas a la modernidad, lleva al arte nuevo a romper con las formas anteriores; proceder que lo acredita y afirma, pero que delata también, por singular paradoja, su imposibilidad de emancipación completa: “El arte actual, sin duda, posee un valor sustantivo, pero en buena parte existe como contragolpe de su antecesor, del que necesita como la pelota de la pared. Sin el impresionismo, el cubismo no bota”. Lo cual equivale a decir que le sucede al arte nuevo lo que al de cualquier otro tiempo: no subsiste sino en el vínculo con la propia tradición; salvo que esa dependencia comportará para el arte moderno un grave menoscabo. En lo concerniente a la Sinfonietta, advierte Vela que “hay en ella ritmo, forma cabal, melodía concreta. Pero no deja de ser menos cierto que ha habido que pedírselo todo a un siglo pasado. Simplemente con esto se declara el callejón sin salida a que ha llegado la música”. En una obra como la de Halffter, sostenida enteramente en su trabazón con las formas musicales pretéritas, nada genuino parece poseer valor suficiente: “Existen —es cierto— ritmos, formas y melodías de hoy; pero también esta obra parece indicarnos que por sí mismos no subsistirían, que tal vez sirven únicamente para hacer la ironía, para producir la disonancia y la deformación y trazar sobre la curva elegante de las cadencias una quebrada accidentadísima que la secciona”. Al margen de que la voluntad de “adhesión sustancial a toda la gran música del pasado”, por decirlo con las autorizadas palabras del
15 “El arte al cubo”, en Fernando Vela, Ensayos, Eduardo Creus Visiers (ed.), Madrid, Fundación Banco Santander, 2010, p. 98. Las siguientes citas a este ensayo remiten a esta edición.
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mucho más admirativo Adolfo Salazar16, propiciara la injusticia de considerar la sinfonía de Halffter —rara avis en el panorama musical europeo del momento— una pieza exenta de otros valores que los dados por sus resonancias clasicistas, el dictamen de Vela sobre la crisis del arte nuevo no carecía en absoluto de fundamento. En textos posteriores volvería con frecuencia sobre esa percepción y no hay arbitrariedad en afirmar que su entera indagación estética busca elucidar las razones por las que la modernidad artística había llegado a encontrarse ante lo que en “El arte al cubo” quedaba melancólicamente definido como “callejón sin salida” del arte contemporáneo. El examen que hace Vela de las vanguardias se inspira con preferencia en el enjuiciamieno de las declaraciones programáticas de las nuevas corrientes, cuya proliferación desde los primeros decenios del siglo brinda a su vocación intelectualista y racionalista abundante material. Proselitismo, militancia y, sobre todo, el deseo de acompañar cualquier innovación artística de su justificación y su exégesis son las causas de esa abrumadora producción discursiva que delata acaso la dificultad del arte moderno para revelar su sentido valiéndose de medios más legítimos, pero que ofrece amplio espacio al análisis crítico y a la elucubración filosófica, esto es, el ámbito en que el ensayo de Vela se mueve con mayor soltura. Vela tiende a poner en tela de juicio la validez de los principios estéticos que han llevado a la creación de unas obras poseedoras, en su opinión, de calidad discutible y capaces de suscitar muy mediocre interés: “Yo me declaro —escribirá en 1948— coleccionador y lector de los programas estéticos de las modernas escuelas, capillas y capillitas literarias. Son la única buena literatura de nuestros días, la única buena poesía: apenas hay otra. Si en un incendio general se salvasen únicamente
16 “La Sinfonietta de Ernesto Halffter”, El Sol, Madrid, 6 de abril de 1927, p. 4. Escribe Salazar: “Es menester insistir en esto: se trata, en efecto, de una ‘incorporación’ a todo lo que es calificadamente moderno de algo que fue patrimonio de otra época y modo de traducción de otras ideas y otras sensibilidades. [...] El fondo, la forma, el tratamiento específico, la sensibilidad ‘modernos’, son la expresión más pura de la ‘modernidad’ en un arte que, para serlo, no olvida cuantas esencias impregnan, a través del tiempo, ese viento que pasa después de recorrer los prados más ricamente floridos de todos los climas”.
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esos programas, la historia literaria no habría perdido nada, y sus autores ganarían una fama que sus obras no podrían desmentir con su deleznable realidad”17. Pero lo cierto es que cuando resuelve examinar los pormenores de esa “única buena literatura”, su análisis es más que otra cosa una sistemática denuncia de los errores programáticos vanguardistas. Un movimiento menor, como el letrismo, que al margen de su originalidad escasa hubiera podido prestarse a alguna reflexión sobre las tentativas de llevar las conquistas del abstraccionismo al ámbito literario, merece poco más que el sarcasmo de Vela. Su desmantelamiento le ofrece, sin embargo, ocasión de afrontar el problema de la poesía contemporánea, extraviada, dice Vela, en la proliferación caótica de escuelas obstinadas en distinguirse unas de otras procediendo a una mecánica descomposición de los elementos poéticos para apropiarse de uno solo: “Cada escuela es un monocultivo; no produce más que una especie poética [...]. Quien quisiera recomponer la poesía integral tendría que ir por un poco de ritmo a una escuela poética, por dos o tres metáforas a otra, por unos gramos de sal popular a una tercera, etc., etc., como el ama de casa anda de puesto en puesto del mercado a la compra de los múltiples ingredientes de la menestra”18. Las sucesivas destilaciones realizadas con objeto de obtener una “poesía químicamente pura” —eliminación de todo elemento racional, de todo sentimiento humano— no han tenido otra consecuencia que la depauperación a que se ve reducida la poesía nueva. Un empobrecimiento que, como se verá enseguida, Vela hace extensivo a toda manifestación del arte de vanguardia. En su examen del primer manifiesto de Breton, había censurado Vela la iniciativa de adjudicar a instrumentos tan insólitos como el sueño y lo inconsciente el lugar que en el arte ha correspondido siempre a la imaginación: “Como el laboratorio de química que solo trabaja en carburantes, el suprarrealismo se ha acotado una zona exclusiva para sus investigaciones. [...] Ciertas bellezas literarias, ciertas imágenes, ciertas características de estilo son obra del inconsciente. Por tanto... (obsérvese el rigor lógico de la conclusión), si dejamos que el inconsciente actúe de
17 “La nueva poesía francesa: el letrismo”, en Ensayos, op. cit., p. 203. 18 Ibidem.
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continuo, no solo en determinados instantes, y transcribimos sin desfiguración sus inspiraciones, recogeremos una magnífica cosecha de imágenes insólitas y maravillas extraordinarias; la excepción se hará regla”19. Convencido de haber hallado una fuente inagotable de inspiración, el surrealista escudriña lo profundo del alma, su naturaleza primordial: el mismo filón que el Romanticismo explotara hasta dejarlo exhausto y que, redescubierto ahora en sus niveles más profundos, parece haber vuelto a revelarse fecundo. Inspirado en una singular apropiación de los hallazgos freudianos, atisba la “corriente abisal, informe” de lo inconsciente, es decir, los procesos psíquicos más primarios, no organizados por un desarrollo lógico y racional, por una voluntad que les dé finalidad o por una conciencia moral. “Lo curioso”, agrega Vela, “es que se quiere llegar al alma en su estado originario y solo se consigue presentarla en un estado de desintegración final. Todos estos productos sacados de los escondrijos del alma revisten ese mismo aspecto de trozo amorfo, mucilaginoso, fermentado de la carne en putrefacción que produce la náusea del asco”20. Vela no oculta una repugnancia y hasta un escándalo que acaban por sobreponerse a su buen juicio crítico y es ese prejuicio de orden ético el que le mueve a negar a las producciones surrealistas todo posible valor estético. Su visceral antipatía hacia la misma fuente que las inspira —aquellos hallazgos del psicoanálisis que han revelado el escaso poder de la razón frente a las fuerzas irracionales que ejercen su incontrolado dominio en la vida psíquica del hombre— explica el repudio de una tendencia artística que, en su “sublime, trágica evasión hacia el vacío”, no solo se obstina en eludir la realidad y la lógica, sino que encarna con particular virulencia una perversa fascinación narcisista por el mundo tenebroso de lo inconsciente. Pero sucede, además, que los resultados de la práctica surrealista contradicen la teoría. Vela observa que no es posible someter el inconsciente a una sistemática actividad finalizada al hallazgo estético: “El inconsciente trabaja en sus profundidades por lentas decantaciones y cristalizaciones”, “en cuanto se le fuerza a hablar como una cotorra no dice nada de
19 “El suprarrealismo”, en Ensayos, op. cit., p. 40. 20 “El alma, esa porquería”, en Ensayos, op. cit., pp. 200-201.
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particular”21. Al elevar el discutible procedimiento a principio teórico, los surrealistas han puesto en evidencia un vicio compartido por todas las corrientes de vanguardia, consistente en pretender la reducción de los elementos constitutivos de la obra artística a uno solo —la forma lineal, el volumen o el color en pintura; la metáfora en poesía; el ritmo, la tonalidad, la armonía en música— al cual otorgan rango de exclusivo22. En literatura y en arte, sostiene Vela, la elaboración consciente y la inconsciente intervienen por igual en los procesos creativos, con resultados que son producto de esa interacción necesaria, de manera que la renuncia a cualquiera de las fuerzas que el artista debe poner en juego para alcanzar su objetivo no puede sino comprometer o malograr la obra. De ahí que los frutos del arte nuevo hayan sido tan a menudo insatisfactorios y su
21 Ibidem, p. 199. En “Freud y los suprarrealistas”, publicado como folletón de El Sol (21 de junio de 1936, p. 2) había señalado Vela ese mismo error de la teoría surrealista: “Los resultados, sin embargo, no responden en la práctica al razonamiento teórico: la cosecha no es mayor, sino mucho menor; tal vez porque la condición precisa para que el inconsciente alumbre la metáfora rara y exacta sea que esta cristalice y se críe como el niño en la matriz, con jugos lentamente ahorrados. No puede ser igual, al efecto del rendimiento poético, tener represo al inconsciente en hondos remansos, propicios a las decantaciones, que obligado por la fuerza a un flujo desatado, puesto que entonces deja de ser inconsciente y el capital psíquico se dilapida al mismo tiempo que se forma. El inconsciente tiene que actuar también inconsciente e involuntariamente: en cuanto se le pone a hablar como una cotorra, no dice nada de particular”. 22 “Las diversas escuelas —escribe Vela en “La poesía pura (Información de un debate literario)”— son laboratorios que practican, simultánea o sucesivamente, la destilación fraccionada de aquel producto bruto que antes se llamaba poesía. Ciertas escuelas suprimen en el verso toda secuencia discursiva o lección moral. Otros, desdeñando la armonía y el compás demasiado evidentes de la rima y el metro, pretenden para todo el poema las sordas resonancias y el ritmo tácito que, a veces, se conseguían únicamente en el interior de algún verso. O bien sustraen a la poesía todo objeto real, concreto, para no dejar sino su hueco y su alusión. Otras escuelas, tras eliminar de la poesía todo elemento intelectual, prosiguen la refinación para expurgar también todo sentimiento humano que pudiera impregnarla. [...] Las maravillas de todo género que antes la poesía lograba juntar por una producción extensiva son buscadas ahora por separado, deliberadamente, forzando la máquina en un solo sentido con la esperanza de que la excepción se haga regla” (Ensayos, op. cit., p. 68-69).
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impopularidad pueda achacarse tanto a la incapacidad receptiva del público —conforme a la tesis orteguiana— cuanto a la aplicación de erróneos principios estéticos que condenan a la insuficiencia artística. Vela alude a la incompetencia del arte nuevo para estar a la altura de sus propias pretensiones: manifiestos, declaraciones y proclamas han fatigado la atención del público anunciando deslumbrantes objetivos que no se han cumplido y los resultados han sido, por lo común, decepcionantes. No hubiera podido ser de otro modo: las vanguardias han circunscrito la propia acción al cumplimiento de sus específicos presupuestos teóricos, pero “los programas de arte, los conceptos estéticos son como un baúl que nunca se acaba de hacer porque siempre se deja algo fuera. Y eso que se deja fuera es siempre lo más importante”23. O, dicho de otro modo, en materia de arte toda imposición teórica comporta siempre pérdida de lo esencial y compromete la eficacia creativa. Por ello es comprensible, aunque no deje de ser irónico, que a menudo se hayan apreciado las producciones vanguardistas no por su observancia de los principios teóricos que las inspiraban, sino precisamente por lo contrario: “Es frecuente que se alaben las obras cubistas por ciertas armonías de color, una pintura impresionista por algún acierto de expresión voluminosa y aun en lo que es mera extensión, un cuadro enorme por un milímetro cuadrado pintado con el detallismo de los primitivos”24. También esa involuntaria persistencia de los valores tradicionales en el arte nuevo pone en evidencia que los programas de las corrientes de vanguardia constituyen esenciales errores estéticos, síntomas del extravío del artista moderno, tan voluntarioso en su empeño innovador como incapaz de ofrecer alternativas a la crisis de unos modelos fuertes vueltos obsoletos con el nuevo siglo. Ello no significa que haya en Vela añoranza de las certidumbres estéticas precedentes o deseo de retorno a las formas clásicas: su reflexión estética no reserva ni excesiva atención ni elogio alguno al inmediato pasado artísti-
23 “El superrealismo”, en Ensayos, op. cit., p. 41. 24 Ibidem en “El arte al cubo” observará a propósito de la ejecución de la Sinfonietta, de Halffter: “Más bien tiendo a pensar que esta música nueva fue aplaudida precisamente porque no fue entendida. Hasta tal punto es fuerte nuestro pesimismo que, en casos semejantes, siempre atribuimos el aparente acierto a un error fundamental” (Ensayos, op. cit., p. 95).
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co, y gira en torno a las manifestaciones del arte contemporáneo más capaces de explorar nuevos rumbos, trátese de la poesía de Mallarmé o Valéry, del teatro pirandelliano, del novísimo arte cinematográfico o de las ambiciones programáticas vanguardistas25. Sumido en la misma incertidumbre que atenaza al hombre contemporáneo, el arte ha dejado de ofrecer soluciones a otros problemas para interrogarse sobre su esencia y razón de ser, pero a diferencia de la filosofía, que afronta muy similar conflicto, lo ha hecho insuficientemente pertrechado para asumir semejante reto. “En la música actual —observará Vela en su Mozart— se han ido disociando sus componentes —ritmo, armonía, melodía, tonalidad, timbre, como en la reciente pintura, volumen, color, línea— y cada uno de estos simples y aún mucho más su reintegración en un nuevo compuesto natural, han terminado por convertirse en un problema”26. Al interrogarse sobre su propia naturaleza, esto es, sobre la de los elementos que la constituyen, la música moderna se encuentra en la precaria condición de haber planteado un problema que no es capaz de resolver: “El compositor presenta todos los datos para la respuesta, aporta todos los elementos para la solución, pero no esta”27. Semejante estado de desorientación explica que los denodados esfuerzos teorizadores de la modernidad se hayan revelado ineficaces para precisar aquel abstracto
25 La actitud de Vela frente al “apóstata” De Chirico ilustra inmejorablemente su actitud ante el arte nuevo: “Chirico ha acompañado la muda apostasía de sus cuadros con una violenta diatriba oral contra el arte moderno. [...] Podría objetarse a Chirico que si él pudo abandonar el arte en que fue primera figura es que no es un arte ‘patológico’, determinado forzosamente por una anomalía psíquica de los individuos o de toda una época, sino tendencias artísticas que exploran deliberadamente nuevas direcciones. Pero también habrá que concederle que persistir en ellas es ir quedándose anticuado, porque pertenecen, en su esencia, al revolucionarismo artístico a ultranza de principios de siglo, que ya es cosa pasada, y es preciso tomar ya otros caminos. La cuestión es ser —como de nuevo Chirico ha dicho al presidente de la Royal Society— ‘un moderno que tiene el valor de abandonar el modernismo de ayer por el modernismo de hoy’” (“Una apostasía artística”, España, Tánger, 14 de mayo de 1949, p. 3). 26 Fernando Vela, Mozart, Madrid, Alianza Editorial, 1966, p. 158. 27 Ibidem, p. 159.
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ideal de “música pura” que llega casi a intuirse en la prodigiosa unidad de ciertas composiciones mozartianas y que constituye para Vela el límite extremo de una indagación vertiginosa: “Más allá ni siquiera puede haber música, porque llega a las últimas posibilidades de este arte, lo que equivale a decir que roza sus imposibilidades ya en las fronteras del silencio”28. Pero hasta las tentativas de enfoque más certero, como el teatro pirandelliano, capaces de explorar los límites del propio arte, han tropezado con dificultades irresolubles. En Seis personajes en busca de autor la experimentación con unos personajes forzados a vivir fuera de su natural marco ficticio, al margen de la trama que los justifica, ha dado como resultado “un modo nuevo de teatro y a la vez de espectador, crítico y estético”29. Al registrar esos valores de una innovación dramatúrgica originalísima, constata Vela que la toma de conciencia del “problema del arte” se ha producido en el mismo seno del arte, con consecuencias que afectan en primer lugar a la indistinción entre el mundo de la realidad y el de la ficción: “La sala —escribe al respecto— continúa en el escenario. No son dos mundos separados; por el contrario, se comunican y prolongan mutuamente, forman un pasillo por donde circula el mismo aire”30. ¿Pero es de veras el mismo aire?, cabe preguntarse llegados a este punto. Porque la identificación del mundo real y el ficticio es, en fin de cuentas, producto del artificio, de una operación estética cuyas reglas no podrían eludirse sin repercusiones funestas para la propia obra artística. La tentativa pirandelliana, por cuanto radical en su planteamiento, no logra sustraerse a los límites impuestos por el arte o burlar sus convenciones y de ese modo la indistinción entre los planos real y ficticio acaba por revelarse fraudulenta o fallida: “Hemos sacado el teatro a la naturaleza; pero la mudanza fracasa paradójicamente por motivo contrario: porque el bosque no es un artificio. Al fin reconocemos que es esencial al teatro el lienzo, la tela pintada, la luz artificial, la arbitrariedad de las escenas,
28 Ibidem, p. 230. 29 “Pirandello”, Ensayos, op. cit., p. 32. 30 Ibidem, p. 33.
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etc., etc. Entonces, desde el decorado a los personajes, todo ha vivido fantasmagóricamente”31. De modo que el teatro pirandelliano es, al margen de sus cualidades estéticas y su novedad extraordinaria, paradigma del fracaso del arte moderno en sus pretensiones de trascendencia. Ortega, admirador del dramaturgo italiano, había hablado de la ironía del arte; entre burlas y veras, brinda Vela al problema suscitado y no resuelto por Seis personajes... una solución no poco irónica: “Presentar las convenciones y postizos teatrales sin disimulo, como tales artificios. Dándolos por falsos, la falsedad desaparece”. Vela omite añadir que ese proceder es, por las razones que ha expuesto, del todo irrealizable. “Il est vrai que la grande tradition s’est perdue, et que la nouvelle n’est pas faite”, había escrito Baudelaire en 184632; se diría que para Vela la crisis del arte moderno ha consistido en la imposibilidad de salir de ese impasse. En el vano esfuerzo de la modernidad por definir una pretendida “pureza” poética y artística, en los afanes de la música, la literatura o el teatro por liberarse de una tradición opresiva y trasponer los propios límites, en el fallido empeño insurreccional de las vanguardias se cifraba para Vela el fracaso del arte moderno, incapaz de hallar a la acuciante interrogación sobre su sentido y esencia la respuesta que le permitiese salir de su encrucijada. Ello no excluía que una tal dispersión artística pudiera resolverse en futura confluencia: “Aún parece muy lejana —dejó anotado en “La poesía pura”— la probable época de síntesis que con tantos simples vuelva a formar un compuesto. Desde luego, ninguna de las escuelas es consciente de la labor tal vez preparatoria impuesta por un destino más alto que cualquier programa”33. Ni aquella vislumbrada lejanía ni el extravío que advertía en las nuevas corrientes bastaron para menguar su confianza en la instauración de un tiempo nuevo para el arte. ¿Qué conclusión puede sacarse de la reflexión de Fernando Vela en torno a las vanguardias artísticas? En un mundo como
31 Ibidem, p. 34. 32 Charles Baudelaire, Écrits sur l’art, Paris, Librairie Générale Française, 2010, p. 237. 33 Ensayos, op. cit., p. 69.
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el nuestro, en que lo efímero o lo evanescente predominan en medio del más formidable eclipse del gusto y bajo el imperio de fulminantes cambios del mercado, en un mundo tan aturdido en la insensata repetición de todas las formas de su cultura como incapaz de retener la más primaria imagen de sí, el arte contemporáneo parece haberse reducido a una especie de fosilizada negación del arte, a la parodia de una parodia, a un vaniloquio impúdico y violento que encuentra su mejor abono en la indiferencia y la ignorancia crecientes. La posteridad no ha dado la razón a Vela, pero tal vez no es cosa que pueda demandársele aún a su severa, rigurosa, esperanzada reflexión sobre el porvenir del arte.
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Nada tiene de extraño que la figura de Ángel Sánchez Rivero pasara desapercibida, fuera de su círculo más próximo, en una sociedad cultural propensa a dejarse fascinar por intelectuales exhibicionistas. Al lado de la espectacularidad sostenida de Unamuno, del gesto seductor —e imperativo— de Ortega, del dandismo intemperante de Maeztu, del histrionismo de Ramón Gómez de la Serna o, en otro sentido, del propio Eugenio d’Ors, la tímida introversión de Sánchez Rivero hacía difícil que su vida recogida de estudioso en la penumbra del archivo pudiese trascender al público culto con ese sello inconfundible y rotundo que viste e identifica al intelectual de la época. En opinión de Benjamín Jarnés —amigo muy cercano y albacea de sus escritos inéditos—, Sánchez Rivero “era, por excelencia, un antipersonaje, todo lo contrario de un hombre de representación”1, “un hombre —añadiría Jarnés en otra ocasión— para quien el prójimo no existe como caja de
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Benjamín Jarnés, “Ángel Sánchez Rivero”, Revista de Occidente, LXXXVII, septiembre (1930), p. 383.
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resonancia, sino como tema de conocimiento”2. Podría decirse que la brevedad de su existencia hizo el resto. Porque la cosecha estaba ya lista para dar los mejores frutos cuando su muerte repentina en 1930 —con poco más de cuarenta años— interrumpió una obra llamada, acaso, a dejar impronta nada desdeñable en nuestra cultura. Ya en las apresuradas notas necrológicas apareció el adjetivo fatal: Sánchez Rivero fue un malogrado. Y unido a esa condición, un escritor casi inédito. Las dos caracterizaciones son indudables, pero la tarea del historiador no puede limitarse a dejar constancia del hecho, sino a dar cuenta de su alcance. Ciertamente, su obra (descontados sus trabajos de índole erudita y sus traducciones) apenas excede de una breve monografía divulgativa sobre Los grabados de Goya y una treintena de ensayos y artículos de crítica artística y cultural, aparecidos en el semanario España, en el Bulletin of Spanish Studies, en Arte Español y, sobre todo, en Revista de Occidente, la publicación más prestigiosa de su tiempo. Todos se concentran en una década: la que transcurre desde su irrupción polémica en octubre de 1919 con motivo de una suscripción nacional para el Museo del Prado hasta “Correo de Venecia”, publicado en septiembre de 1929. Si lo comparamos con la mayoría de sus coetáneos, Rivero fue tardío en su revelación pública. Una conciencia autocrítica en exceso severa le llevó a dotarse previamente de unos fundamentos culturales muy sólidos y a ese exigente prurito formativo, que es como el reverso de su timidez, cabe achacar en buena medida la parquedad de su obra. Por añadidura, sus textos marcan un crescendo desde las primeras publicaciones —siempre notables— hasta ensayos tan logrados como “Las ventas del Quijote”, “Vida de Disraeli” y el ya citado “Correo de Venecia”, “uno de los más bellos ensayos de una época que fue pródiga en joyas del género”, en opinión de Mainer3. Ahí radica su auténtica condición de malogrado: porque la consumada perfección
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Benjamín Jarnés, “Homenaje a Sánchez Rivero”, Crisol, 17 de septiembre (1931). José-Carlos Mainer, “Un escritor olvidado: Ángel Sánchez Rivero”, en Literatura y pequeña burguesía en España (Notas, 1890-1950), Madrid, Edicusa, 1972, p. 183.
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alcanzada en estos últimos ensayos nos da la medida de lo que podrían haber sido los muchos que dejó en el telar, sin desbordar la naturaleza de esbozos4.
*** Había nacido en Madrid el 10 de diciembre de 1888. El mero dato cronológico —que comparte estrictamente con Gómez de la Serna, Jarnés, Basterra y Fernando Vela— ya lo sitúa en un terreno fronterizo: entre la generación novecentista (la de Ortega, Azaña, D’Ors y Juan Ramón Jiménez), a la que pertenece como uno de los integrantes más jóvenes; y la de quienes —nacidos pocos años después— van a hacer su eclosión al despuntar la década de los veinte. Hijo de un militar destinado en Cuba, parte de su infancia transcurrió en la isla del Caribe coincidiendo con los últimos años del dominio español. La derrota del 98 le obligó a repatriarse con su familia. Y fue precisamente esa experiencia transatlántica de retorno al país la que inspiró en su mente infantil una narración titulada “Relato de un viaje”, cuyo mérito —apenas tenía diez años— llamó la atención hasta el punto de ser publicado en El Cosmopolita, periódico redactado por un grupo de jóvenes, con quienes desde entonces colaboró5. Tan temprana vocación por las letras resulta en verdad sorprendente si consideramos que su dedicación ensayística —dejando al margen
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Jarnés (“Ángel Sánchez Rivero”, op.cit., p. 388) proporcionó una larga lista de ensayos proyectados, algunos de título tan sugerente como Goya y Nietzsche, El error de los pacifistas, Cultura clásica y cultura moderna, Clasicismo y barroquismo, Realismo e idealismo en arte, El mito del progreso, Consideraciones sobre la religión, etc. De todos ellos solo habrían quedado fragmentos, más o menos extensos, que serían parcialmente seleccionados y recogidos por el propio Jarnés en la serie de “Papeles póstumos” que publicó Revista de Occidente a partir de octubre de 1930. B. Sánchez Alonso, “Necrología”, Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo de Madrid, 28, octubre (1930), pp. 440-443. Se trata de la fuente biográfica más informada sobre el autor, redactada por este destacado compañero del Cuerpo de Archiveros.
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los inevitables escarceos de toda vocación incipiente— no tomará forma madura y regular hasta bien cumplida la treintena. De vuelta a Madrid, cursó la segunda enseñanza en el Instituto Cardenal Cisneros y se licenció en Historia por la Universidad Central, con notable aprovechamiento académico y en un tiempo muy breve; aún no había cumplido los veinte años cuando, en 1908, ingresaba por oposición en el Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. Su primer destino fue el Archivo Provincial de Hacienda de Bilbao, donde pasó tres años. El tedio de su labor profesional trató de compensarlo frecuentando la vida cultural bilbaína, agrupada bajo la sombra tutelar y lejana de Unamuno, que recalaba en su ciudad natal siempre que se lo permitían sus tareas en la Universidad de Salamanca y sus frecuentes intervenciones públicas por toda la geografía española. En la capital vizcaína el joven Rivero se relacionó con escritores de su mismo entorno de edad, como Pedro Mourlane Michelena, Ramón de Basterra y, sobre todo, con Ricardo Gutiérrez Abascal, crítico de arte en ciernes que no tardará en ser conocido por el seudónimo de Juan de la Encina y por el que siempre profesará una amistad doblada de admiración. Por entonces, Gutiérrez Abascal publicaba su primer libro en homenaje al malogrado Nemesio Mogrobejo, escultor de vida trágica, con motivo de la exposición póstuma de su obra en Bilbao en septiembre de 1910 —a la que imaginamos la asistencia de Rivero—, inaugurada con un discurso de Unamuno. De estos núcleos intelectuales en formación saldrían, años después, experiencias tan significadas como la revista Hermes (lanzada en 1917) o la siempre enigmática Escuela Romana del Pirineo. En Bilbao conocería también a un nutrido grupo de artistas —pintores en su mayoría— que en 1911 fundarán la Asociación de Artistas Vascos, como los hermanos Valentín y Ramón Zubiaurre, Aurelio Arteta, Gustavo de Maeztu, Alberto Arrúe, Juan de Echevarría, Antonio Guezala o Quintín de Torre. Por la correspondencia que se ha conservado de Sánchez Rivero con Gutiérrez Abascal, sabemos de sus impresiones poco gratas de la “ahogada vida de Bilbao”; una ciudad conveniente para “templar el carácter”,
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pero de la que es preciso fugarse cuando se aspira a realizar una labor intelectual6. El panorama cambió radicalmente en 1911 cuando obtuvo el traslado a la Biblioteca Nacional madrileña, en cuya sección de Bellas Artes encontraría el puesto donde desenvolver su vocación por el estudio del arte. Sería su destino definitivo: llegó a dirigir la sección en los últimos meses de su vida; a él se debió el descubrimiento del robo de grabados de Rembrandt y su nombre sonó para sustituir como director a Rodríguez Marín. Con el tiempo, sería también conservador de la colección de estampas del duque de Alba en el palacio de Liria, un personaje al que involucró como mecenas en algunos de sus empeños culturales. Al campo de estudio que le abría su puesto en la Biblioteca Nacional y a la frecuentación del Ateneo madrileño, donde fue un socio muy activo, vino a sumarse otro acontecimiento de primer orden. Pronto cayó en las redes de José Ortega y Gasset, un joven catedrático de Filosofía que ejercía ya un poder irresistible en los medios intelectuales, habiendo medido sus fuerzas en resonantes polémicas con sus primeras figuras y que, por añadidura, se mostraba muy interesado en cuestiones estéticas. El influjo de Ortega será determinante en su formación: “Yo le debo —escribirá en 1913 al “querido Gutiérrez”, como invariablemente encabeza sus cartas— lo más que puede desearse en la vida: la visión clara, firme de la dignidad de nuestra vida considerada como un proceso de liberación por la cultura”. Rivero asistirá a los cursos del reciente catedrático de Metafísica, donde el joven maestro le introduce en las complejidades del idealismo kantiano. En el idealismo, asumido con fervor de catecúmeno, no verá solo las condiciones de la posibilidad del conocimiento científico, sino una exigencia ética, personal, pero con indudable proyección colectiva. Envuelto en
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Carta de Ángel Sánchez Rivero a Ricardo Gutiérrez Abascal, Madrid, 21 de noviembre de 1911. Es la primera de las doce que se han conservado, casi todas sin fechar (solo otra lleva fecha de 12 junio de 1913), pero atribuibles todas ellas al período 1911-1913. La correspondencia está depositada en la Biblioteca Nacional de Madrid.
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ese clima, se contará entre quienes se lancen al dificultoso aprendizaje del alemán, por su solo esfuerzo, sin salir de Madrid y poniendo a prueba su “desdichado estado de salud”. “Por aquí todo el mundo está aprendiendo alemán”, escribe en carta de 1912, cuando el amigo vasco se dispone a establecerse en Alemania para atender los negocios familiares; lejos de un “lujo de alta cultura” es una necesidad para quien trate de no quedar rezagado. El epistolario de Sánchez Rivero a Gutiérrez Abascal es un epítome del estado de ánimo de un grupo de jóvenes que pusieron todas sus esperanzas de salvación personal y colectiva en una esforzada conquista de la ciencia. Decir ciencia en la España de hace cien años era tanto como decir Europa. Razones de espacio me obligan a prescindir de un rico muestrario de inquietudes, confidencias íntimas y pensamientos en germen que irán conformando la personalidad del futuro ensayista. Son también estas cartas un medio para dar cuenta al amigo ausente de las novedades literarias españolas; y así, en la primavera de 1913, le comenta que Ortega ha iniciado en El Imparcial su serie sobre Azorín, a propósito de la publicación de Castilla (“lo más profundo y bellamente escrito que ha salido de su pluma”); la aparición de Campos de Castilla, “libro hermosísimo”, de Antonio Machado, y de Troteras y danzaderas, de Pérez de Ayala, novela en clave, desigual como creación literaria, y donde Ortega aparece “bajo luz no muy favorable”. Pronto surge la inevitable confrontación con Unamuno: “¡Qué hermosa —exclama— la poesía última de Unamuno, y qué triste: el crepúsculo de un dios!”. Mientras Ortega ofrece a quien decida seguirle la oportunidad de formarse una cultura disciplinada, sistemática y coherente, fuera de la cual no hay más que “confusión, charlatanería, nada” —“Verdad equivale a congruencia y congruencia a sistema”, sentencia—, don Miguel “sigue al azar las palpitaciones inseguras e inquietas de su sensibilidad cuotidiana”. Con ser interesante, la labor de Unamuno es “totalmente infecunda” y el imperativo del pensamiento riguroso obligará a los jóvenes, por doloroso que resulte, a alejarse de él. Y especialmente al amigo Gutiérrez, en quien ve posible que le salte su “viejo y celtibérico unamunismo” recordándole si no es más grande Santa Teresa que Kant... Pero no, cuando se sumerja en la Crítica de la razón pura —como él está haciendo con tremendo
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esfuerzo— verá que “Manolo Kant el de Königsberg cumplió severamente con su más alto deber de hombre y Teresa de Cepeda fue una equivocada cuando no un caso clínico”. Hay un momento, sin embargo, en que, relativizado el deslumbramiento de Ortega y atenuado el impacto del idealismo kantiano, confiesa el resurgir en su conciencia de inquietudes imposibles de satisfacer con la “arquitectura de los conceptos” o con el célebre imperativo categórico, porque dejan en sus afueras “posibilidades espléndidas” solo por otros medios alcanzables. “Me siento lleno de presentimientos de cosas”, le dice; y no parece una confesión baladí a tenor del rumbo posterior de sus ideas. Era inevitable que Rivero sintiese como propia la tarea generacional que estaba diseñando Ortega, asentando sus esperanzas del porvenir en una acerba crítica del pasado y adjudicando tal misión a minorías selectas formadas en la ciencia europea. A tono con el designio orteguiano, Sánchez Rivero hablará de cómo la necesidad de “desgarrar la entraña nacional y arrancarnos dolorosamente algo que corrompe nuestro organismo” obliga a “buscar las creaciones fuertes de los pueblos extraños”. “De España en realidad no se acuerda uno más que como un obstáculo”, concluye en un acceso de marcado pesimismo. Pero precisamente porque la situación obedece a causas históricas, y no a presuntas y misteriosas malformaciones genéticas, “España es hoy campo abonado para intentarlo todo” y cabe poner la esperanza en el “impulso vigoroso de un puñado de gente moza” que eche por tierra todo el tinglado. Sánchez Rivero colaboró en el seminario de filosofía que dirigió Ortega y Gasset en el Centro de Estudios Históricos y que, a diferencia de su sección histórico-filológica, no llegó a cuajar. Siempre desde un discreto segundo plano, su principal contribución a la empresa reformista de la Liga de Educación Política fue la traducción del alemán de la Pedagogía social, de Paul Natorp, uno de los más destacados representantes de la escuela neokantiana de Marburgo. La introducción de García Morente, que había recibido sus lecciones en Alemania, tiene también un inequívoco sello generacional7.
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Pablo Natorp, Pedagogía social. Teoría de la educación de la voluntad sobre la base de la comunidad, Madrid, La Lectura, s. d. Aunque el prólogo del autor a
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El conocimiento de las lenguas clásicas y las principales lenguas europeas modernas fue una constante de su aprendizaje intelectual, y la práctica de la traducción le acompañó de por vida. Siempre para la Colección Universal de Calpe, traduciría del alemán Lo bello y lo sublime, de Kant; Doble error, de Merimée; El rey de las montañas, de Edmond About, y El Renacimiento, de Gobineau, del francés; y La expedición de los diez mil (Anábasis), de Jenofonte, del griego.
*** La crítica de arte fue la primera dedicación intelectual de Sánchez Rivero. Y si prescindimos de un estudio primerizo sobre el grabador francés Callot, publicado en la revista La Estampa en 1913, hubo de esperar a 1919 para saltar al ruedo con ánimo polémico. La alternativa se la dio su amigo Juan de la Encina, crítico titular, por así decirlo, de la revista España, que a la sazón cubría en París la información artística del Salón de Otoño. El motivo se lo brindó la tabla de un primitivo adquirida a un particular por el controvertido financiero vizcaíno Horacio Echevarrieta y ofrecida para engrosar los fondos del Museo del Prado mediante una suscripción pública. En un primer artículo, Rivero señaló contradicciones en la tabla que la hacían altamente problemática. Reminiscencias sabiamente dosificadas y torpezas de ejecución junto a sorprendentes excelencias (en el colorido o en el tratamiento de los pliegues) sugerían, en su opinión, la presencia de una pintura que había dejado muy atrás el primitivismo y le llevaban a sospechar incluso de su autenticidad8. El asunto se complicó cuando Elías Tormo, que a su condición de catedrático de Historia del Arte unía la de conspicuo militante del partido conservador, terció con una conferencia donde defendió la autoría del pintor
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la edición española está fechado en Marburgo en marzo de 1913, el libro no debió de salir antes de 1915. Ángel Sánchez Rivero [en adelante, ASR], “Divagaciones frente a un primitivo”, España, 237, 23 de octubre (1919), pp. 8-10.
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valenciano del siglo xv Rodrigo de Osona, o cuanto menos de su escuela. Como de Rodrigo de Osona solo se conservaba con su firma una Crucifixión en la iglesia de San Nicolás, de Valencia, allí se desplazó nuestro autor para comprobar in situ los detalles de la obra y valorar las posibles concomitancias. Los cuatro artículos que siguieron constituyen casi una peritación hecha desde un conocimiento muy cernido del arte protorrenacentista, donde precisiones estéticas, estilos e influencias se combinan con maestría y un tono polémico que no rehúye en ocasiones el sarcasmo. Rivero modificó su posición inicial. La tabla era auténtica, concedía, pero en ningún caso de Rodrigo de Osona. Hay en este una “tendencia predominante a lo dramático, a lo violento” y afirmar que un artista de su contextura “lanza al mundo treinta años después esta mermelada italiano-flamenca nos parece un poco aventurado. Todas las personalidades muestran su evolución en el sentido de una intensidad creciente en las cualidades más enérgicas. Recuérdese a Miguel Ángel, al Greco, a Rembrandt”9. Su colorido, lo más sobresaliente del cuadro, cabría atribuirlo a los efectos de una restauración o limpieza. En todo caso, por su rango, la “maravilla que iba a hacer época” quedaría reducida a una obra de tercer orden. Solo dejaba a salvo de tan enojoso asunto, a la postre, “la generosidad y el patriotismo” del magnate bilbaíno10. La tabla acabaría por adquirirla el patronato del Museo del Prado en junio de 1920, añadiendo la cantidad que no habían cubierto las aportaciones particulares. Actualmente, figura con la denominación de La Virgen del caballero de Montesa y la autoría se atribuye al pintor italiano activo en la Valencia de la segunda mitad del siglo xv Paolo de san Leocadio. A lo largo de todo el año 1920 siguió publicando en la revista España artículos sobre el Museo de Arte Moderno (Alenza, Goya y Rosales), las reformas en el Museo del Prado, el Greco y Solana. Más entidad tiene su
ASR, “En torno al primitivo. Rodrigo de Osona, en San Nicolás”, España, 242, 27 de noviembre (1919), pp. 9-10. 10 ASR, “En torno al primitivo. Consideraciones finales”, España, 244, 1 de enero (1920), pp. 9-10. 9
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opúsculo Los grabados de Goya (1920) a pesar de aparecer en una colección de divulgación artística de la editorial Calleja. El pintor aragonés será un tema recurrente. De 1922 es su conferencia sobre la originalidad de los Caprichos goyescos, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, una de las pocas que pronunció, pues le cohibía hasta leer un texto ante públicos reducidos11; la publicó la revista Cosmópolis y en ella se permite perspectivas más atrevidas. La atención a Goya culminará con la edición de un catálogo-guía de su obra grabada para el centenario de 1928 y un artículo, de calidad excepcional, “Confidencias estéticas de Goya”, aparecido en Arte Español. Siempre pretendió insertar su labor crítica en el punto de encuentro entre dos formas de entenderla, la crítica impresionista y la crítica científica, distinción falaz en última instancia si se tomaban como excluyentes: “Sin sensibilidad no hay crítica: se cae en el concepto carente de repercusión sensitiva. Pero sin conceptos, pero lo menos en un grado mínimo, tampoco hay crítica; se cae en la exclamación incoherente”12. Y para dotar su tarea de un armazón teórico se decantó con preferencia por la obra de Heinrich Wölfflin como la más fecunda de cuantas le ofrecía el momento. En Revista de Occidente le dedicó un concienzudo estudio coincidiendo con la publicación en la “Biblioteca de ideas del siglo xx” de Conceptos fundamentales de la historia del arte. La obra de Wölfflin se inscribía en el clima surgido como reacción frente a los planteamientos deterministas de Taine y se centraba en el concepto de estilo, resuelto en una serie de conceptos fundamentales, extraídos de la historia y ascendidos al plano de la estética. La obra de arte se concibe como la “concreción de un estilo”, es decir, una intención estética traducida en un sistema de formas. Desde esa perspectiva la variabilidad ofrecida por la historia del arte viene a reducirse al “juego complementario de dos fuerzas estéticas invariables y por lo tanto metahistóricas”: lo clásico y lo barroco13.
11 Sánchez Alonso, “Necrología”, op. cit., p. 440. 12 ASR, “Juan de la Encina: Crítica al margen”, Revista de Occidente, XV, septiembre (1924), p. 398. 13 ASR, “Una manera de considerar la historia del Arte. Enrique Wölfflin”, Revista de Occidente, XVII, noviembre (1924), pp. 256-273.
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Ahora bien, pese a la habitual falta de rigor de la crítica de inspiración taineana basada en las determinaciones del medio, esta había puesto de relieve un hecho incontrovertible: la solidaridad existente entre el arte y las demás manifestaciones humanas de una época. En ese sentido, la inclinación de Rivero por Wölfflin no se tradujo en un seguimiento sin reservas. Al afrontar la construcción de la estética de Goya, señaló la necesidad de trascender el terreno puramente estético y atender a las fuerzas espirituales que hacen explosión en el mundo imaginativo creado por el artista. “Los valores formales —nos dice— son expresión de estados espirituales personalísimos que trascienden la mera intención estética”. El ejemplo de Goya ilustra con claridad cómo los conceptos wölfflinianos se revelan insuficientes para comprender sus creaciones artísticas y, por extensión, la pintura europea. La interpretación francesa que hace aparecer a Goya como un antecesor de los impresionistas adolece de demasiada ligereza; de la misma forma que Goya coincide en algunos aspectos con sus antecesores, pero “no los continúa”, las semejanzas de sus sucesores con él no significa que prolonguen su esfuerzo, “que en rigor es intrasmisible”. Si el impresionismo francés es un “método de la superficialidad ingrávida”, en Goya se nos aparece como “un relámpago que descubre súbitamente el secreto de lo humano”14. Goya inaugura el concepto personalista del arte y en las primeras décadas del siglo xx asistimos a sus consecuencias más extremadas. Los Caprichos constituyen “el caso más desconcertante de originalidad en la historia del arte”. Frente a la mundanidad del siglo xviii y a la norma clásica del xvi, se impone la personalidad. Hasta entonces, los grandes estilos habían estado al servicio de poderes colectivos, llámense Iglesia, aristocracia o rey. “Pero estos poderes ya no existen. El único poder es el hombre aislado. Y el arte se hace también personalista. Su tarea no es expresar los ensueños religiosos a una muchedumbre o realzar los privilegios de una clase: su tarea es expresar una personalidad”15. El tema de la
14 ASR, “Confidencias estéticas de Goya”, Arte Español, IX/1 (1928), pp. 315-319. 15 ASR, “La estampa antes de Goya y el concepto de la estampa en Goya”, Cosmópolis, 39, marzo (1922), pp. 26-32; y 40, abril (1922), pp. 52-57; las citas en pp. 28 y 52.
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personalidad será un verdadero leitmotiv de sus meditaciones y no se limitará a la esfera del arte16. En sus Papeles póstumos se referirá a la personalidad como una “virtud indefinible” mediante la cual el artista comunica con eficacia “esencias espirituales misteriosas”. De la personalidad brota el criterio extraartístico de la preferencia, que en última instancia es religioso, porque se basa en la esperanza. A través de la preferencia, cada época, civilización o individuo selecciona los dos elementos propiamente artísticos: el placer de la representación y el ritmo17. La personalidad artística se ha dado en todo tiempo, pero adquiere un valor hipertrofiado cuando la disciplina básica del clasicismo se afloja: “Al imperativo de las cosas se sustituye el imperativo de la personalidad”. Bien en su manifestación barroca, bien en la romántica, el anticlasicismo se caracteriza por un “impulso agresivo contra las cosas” y, en su voluntad de someterlas a nuestro dominio, por una arbitrariedad caprichosa. Para Rivero lo clásico y lo barroco son el producto de una misma actividad ejercida en direcciones inversas, dos fuerzas trabadas en una relación dialéctica continua: “Todo clasicismo incuba un barroquismo inevitable: todo clasicismo es barroquismo incipiente”. Lo barroco pone a prueba la cohesión de lo clásico al desarticular su unidad constructiva, pero cuando el límite peligra, surge lo clásico para “condensar lo disperso y reconstruir el bloque que el nuevo barroquismo someterá a sus experimentos disociativos”. Ahora bien, lo barroco no tiene existencia sustantiva; lo clásico es un a priori de lo barroco, su supuesto. Sin la severidad y la disciplina de lo clásico “carece de sentido y de gracia la travesura barroca”. “Frente a la pluralidad incoherente del primitivismo, lo clásico afirma el imperio del orden, de la unidad rigurosa y sin distracciones. Pero frente a la rigidez hierática, lo clásico afirma la unidad libre y movida. Lo clásico es también una liberación, la liberación decisiva. Soltad un poco las riendas
16 Lo señaló José Antonio Maravall en “Sobre el tema de la personalidad”, Revista de Occidente, CXXXIV, agosto (1934), pp. 212-218. 17 ASR, Papeles póstumos. Fragmentos de un diario disperso (1925-1930), edición de Manuel Neila, Gijón, Llibros del Pexe, 1997, pp. 35, 76-78.
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y tendréis el aceleramiento barroco”18. Como resulta evidente, tras este juego de categorías estéticas amaga un ideal clasicista que va más allá del terreno del arte y guarda no pocas semejanzas con el proyecto de Eugenio d’Ors. También hay coincidencias con D’Ors en su valoración positiva del nuevo movimiento hacia la objetividad, de retorno al orden que vive el arte europeo tras la “gran hecatombe” estética de las últimas décadas. Desconectado de su irremediable función representativa, el arte occidental pasó en los años finales del siglo xix y primeros del xx por “una etapa de rutilante personalismo”19, donde “más que representar algo ha querido representar los actos de la representación misma. El impresionismo la sensación, el cubismo el proceso de la forma, y el expresionismo las emociones dominantes”20. No debe inferirse de lo anterior una posición contraria ante la renovación del arte; Rivero la reclamó en sus críticas del arte contemporáneo en Revista de Occidente frente al academicismo acartonado y fue uno de los firmantes del manifiesto de la Sociedad de Artistas Ibéricos en 1925. Pintores como Cristóbal Ruiz, Vázquez Díaz, Solana, Gustavo de Maeztu o Joaquín Suyner, que encarnaron esa renovación sin dejarse arrastrar por el desbocamiento de las vanguardias, merecieron su juicio matizadamente favorable, mientras no disimulaba el disgusto ante la obra expresionista del alemán Willi Geiger21.
*** La polémica del primitivo hizo ver a Sánchez Rivero la imposibilidad de fundamentar sus juicios artísticos sin conocer in situ el acervo pictórico europeo. Para remediar esa carencia, en marzo de 1922 pidió
18 ASR, “Dos bibliotecas de autores clásicos”, Revista de Occidente, XVIII, diciembre (1924), pp. 419-420. 19 Ibidem, p. 418. 20 ASR, “Exposiciones”, Revista de Occidente, XIX, enero (1925), p. 113. 21 ASR, “Exposiciones”, Revista de Occidente, IX, marzo (1924), pp. 394-400.
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una beca a la Junta para Ampliación de Estudios al objeto de estudiar el arte renacentista en el país donde había tenido su origen. Pero su solicitud tardaría tres años en hacerse efectiva y en ese lapso de tiempo se fue produciendo un cambio gradual en sus intereses y perspectivas que la estancia en Italia, como veremos, no hizo sino acentuar. En 1923 Ortega fundaba la Revista de Occidente y Sánchez Rivero se integra como uno de sus colaboradores más asiduos. Para entonces está ya en posesión de una concepción del mundo de notable coherencia que le permite ordenar las múltiples incitaciones de la realidad. Aunque es difícil adscribirla a alguna escuela filosófica concreta, participa del clima intelectual instalado con la crisis del racionalismo abstracto y el positivismo, la constitución de las “ciencias de la cultura” y el auge de las corrientes vitalistas. De hecho, supone una renuncia, por insatisfactorias, a las bases filosóficas que se proporcionó en su juventud. De su incursión por la filosofía kantiana y el idealismo no parece que asimilara tanto un conjunto de saberes específicos con que resolver sus inquietudes más acuciantes como la invitación a la dificultad de la filosofía, al rigor del pensamiento metódico. Su pensamiento sigue, en parte, un curso paralelo al de Ortega, a quien nuca dejó de acatar como maestro. Debe recordarse que Ortega —como ha señalado Elorza—, tras la Gran Guerra y la crisis final del sistema restauracionista, reorientó su pensamiento en sentido defensivo. Atrás dejaba las expectativas en un cambio radical del país a través del empuje de su generación y sentenciaba el problema nacional en España invertebrada; con el giro raciovitalista en El tema de nuestro tiempo rompía amarras definitivamente con el neokantismo y sentaba las bases filosóficas de su involución conservadora22. De Ortega asimila Sánchez Rivero la perspectiva historicista, la consideración de la estética como espejo privilegiado del espíritu del tiempo, el antirromanticismo, un elitismo no menos radical e, incluso, al decir de Maravall, un “vislumbre de la ética de la autenticidad, de la moral de la incitación al
22 Antonio Elorza, La razón y la sombra. Una lectura política de Ortega y Gasset, Barcelona, Anagrama, 1984, pp. 115 y 137-163.
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destino”23, que el filósofo solo desarrollaría plenamente con posterioridad. Coincide también con él en la claridad y la precisión como normas expresivas. Su prosa, sin embargo, está lejos de la suntuosidad orteguiana. Raramente divaga, nunca se permite la digresión, apenas recurre a la metáfora. La consistencia que transmiten sus ensayos deriva de la tensión discursiva, la densidad de ideas y la precisión con que encierra en proposiciones de una sentenciosidad a veces apodíctica la realidad sometida a su consideración. La influencia de los clásicos es muy patente y no solo en las ideas, sino en la forma expresiva. A esa sobriedad a veces tajante, aristada, debe su escritura una elegancia que la hace inmune a toda afectación. Consideración aparte merecen sus Papeles póstumos, donde se percibe con más fuerza “la huella de una intimidad que se enjuicia a sí misma”24 y cuyo parecido en “temple, forma e intención” con los aforismos y fragmentos de Nietzsche ha sido resaltado por Sobejano25. Pero si en algo se distanció de Ortega fue en la dimensión de trascendencia que reclama su pensamiento, en un plano incluso religioso26. El contraste entre la arrogante celebración de la modernidad del Ortega de los años veinte y el sentimiento de zozobra de Rivero ante la
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Maravall, “Sobre el tema...”, op. cit., p. 214. Jarnés, “Ángel Sánchez Rivero”, op. cit., p. 388. Gonzalo Sobejano, Nietzsche en España, Madrid, Gredos, 1967, p. 576. A tenor de sus anotaciones íntimas parece indudable su conversión religiosa después de una larga búsqueda, que siempre resultaba infructuosa. Su error consistía en pretender alcanzarla saliendo de sí mismo y a través de un “esfuerzo artificioso y demasiado reflexivo”, cuando la conversión no es sumisión a una supuesta realidad exterior, sino la “entrada del alma en la vida religiosa” y esta solo llega súbitamente y de una sola vez por la “gracia en el sentido cristiano”. El estado de “paz interior” que proporciona lo describió así: “Soledad alegre del alma en la compañía de sí misma, sin desolación leopardiana, sin mal du siècle, sin tristeza de privación, de limitación ninguna; soledad en la plenitud y, al mismo tiempo, soledad fuera de la férula del imperativo categórico, esta cejijunta institutriz de Königsberg” (ASR, Papeles póstumos, cit., pp. 30-31). La efectividad de su reingreso en el catolicismo la confirmaría el testimonio de su viuda, Angela Mariutti, en “Il saggista del novecento. Ángel Sánchez Rivero”, en Quattro spagnoli in Venezia, Ferdinando Ongania (ed.), Venezia, 1957, p. 94.
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fractura entre el desarrollo de la civilización científico-técnica y el declive de la cultura clásica, no puede ser más patente. Como ha escrito Mainer, en sus ensayos —y más aún en sus Papeles póstumos— subyace “la conciencia de que algo minaba el alegre sobrevivir de la época de entreguerras”27. Y Herrero, en un estudio muy bien fundamentado al que es necesario remitir, ha podido cifrar certeramente el designio de Sánchez Rivero en “la preservación de la trascendencia en la edad de las vanguardias”28. El clasicismo no es solo para Sánchez Rivero una categoría estética; es también la “condición indispensable para ver claro en nuestra cultura”29. La necesidad de afirmar de nuevo la tradición clásica —no como una superstición, sino como el método más apropiado “para producir un tipo de hombre vitalmente superior”— es, además, solidaria con la “máxima estructura vital que representa el espíritu religioso”. Desde esa óptica, pudo atribuir a la conciencia contemporánea “una cierta sensibilidad para lo precario, sintiéndolo como tal, sin aspiración a la persistencia” y caracterizó su estilo inconfundible como un “romanticismo sin llama, un rescoldo que brilla entre las cenizas y se consume sin dar pábulo al aire”30. La confluencia de clasicismo y religiosidad al servicio de una vitalidad más elevada, que es el fundamento de su crítica de la modernidad, invierte radicalmente el pensamiento nietzscheano. Nietzsche le influyó poderosamente, pero no tanto para seguirlo en sus afirmaciones como para reaccionar a partir de ellas. La penetrante intuición de Nietzsche fue incapaz de sospechar que “una moral antivital podía dar como consecuencia una explosión vital”. A despecho de su interpretación de la moral cristiana como moral del resentimiento, los pueblos cristianos crearon una moral doble, “una moral social de principios vitalistas y una moral religiosa de principios antivitales” que los dotó de
27 Mainer, “Un escritor...”, op. cit., p. 174. 28 Juan Herrero Senés, “La preservación de la trascendencia en la edad de las vanguardias: Ángel Sánchez Rivero”, Anales de Literatura Española Contemporánea, 29/1 (2004), pp. 107-133. 29 ASR, “Dos bibliotecas...”, op cit., p. 422. 30 ASR, Papeles póstumos, op cit., pp. 130 y 42.
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una extraordinaria fuerza y flexibilidad. El error del planteamiento moral nietzscheano consistió en dejar la voz del instinto “en toda su brutalidad espontánea”. Pero la voluntad triunfante que postula Nietzsche no existe; es un mito creado por el instinto. La vida, por el contrario, “es siempre una limitación, una derrota” y sin una moral religiosa que sostenga la energía cuando el derrumbamiento o el desengaño sobrevienen, sin esa “labor de edificación” que realiza el cristianismo, el aniquilamiento sería absoluto31. La superioridad moral del cristianismo se ha demostrado además por el asombroso éxito en la historia de las civilizaciones de origen protestante. No sabemos si Rivero leyó La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber, pero hay notables coincidencias con el análisis del sociólogo alemán. La doctrina de la salvación por la fe, base de la moral protestante, lleva ya implícita la fe en la eficacia, en el éxito. En el siglo xix las naciones de base protestante imponen su concepto de la vida al mundo. Su consecuencia será el industrialismo, la técnica, el mecanicismo que impregnan la civilización moderna. La moral del éxito nos retrotrae a una moral pagana; pero se trata de una moral que, a diferencia de la clásica, desciende a niveles de barbarie al ignorar, con “ligereza incomprensible”, el hecho del destino humano32. En un comentario al escritor estadounidense Waldo Frank, Rivero desentrañó las claves de esa nueva “religión colectiva” de la cual se nutren las multitudes de los países de Occidente: el mito del progreso. Toda religión ha pretendido “establecer una ecuación entre estos dos términos de discrepancia infinita: esperanza ilimitada y limitación real”. El cristianismo hizo posible esa conciliación postulando la fe en una vida eterna trascendente. El mundo clásico, por su parte, ofreció una solución consistente en aceptar heroicamente el límite y lograr la perfección en esta vida mediante la disciplina de la ascesis. Entre ambas soluciones —trascendente e inmanente— se ha movido nuestra tradición hasta el siglo xix. Desde entonces, la humanidad occidental
31 Ibidem, pp. 52-53. 32 Ibidem, pp. 41 y 55.
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construye un nuevo ideal reuniendo términos antes considerados incompatibles y soslayando mediante un subterfugio la exigencia de realización plena que planteaba la disyuntiva anterior. “La infinitud de bienes puede ser realizada en esta vida. Pero no de golpe, no por este o el otro individuo determinado, sino en el progreso indefinido del esfuerzo de la especie. Lo ilimitado puede ser inmanente proyectándolo en el proceso acumulativo de las adquisiciones”. El progreso no consiste en otra cosa. Ahora bien, en este punto entra en conflicto lo que basta a la especie (la civilización) y lo que resulta imprescindible al individuo (la cultura). El éxito de la civilización asegura la supervivencia de los grupos humanos, pero no resuelve “el problema trágico del individuo”. La cuestión de los fines —esencial en las preocupaciones antiguas— retrocede ante la fe en los medios que conducen al progreso y por ese atajo la vida moderna se organiza sobre “el impulso al record”, sobre el puro esfuerzo deportivo. Si comparamos nuestra época con las anteriores, sorprende por “su abundancia en recursos materiales y por la superficialidad de su vida interior”. “Civilización en auge; cultura en crisis”, concluye lapidariamente. “La civilización no ha creado sus dioses, y la cultura ha roto los suyos”33. Bastaba dirigir la mirada al mundo clásico para constatar hasta qué punto logró una forma de personalidad muy superior a la moderna. El romano del siglo I a. C. representa “la máxima conciencia vital accesible a nuestra especie”. La retórica clásica es “el instrumento psicológico más formidable que el hombre haya construido”: el arte de la “eficacia vital”. Y al lado de Julio César —objeto de la admiración sin límites de Rivero— cualquier otro hombre resulta mezquino34. El mundo moderno, con todo, estaba experimentando cambios de hondo calado que impedían a Sánchez Rivero caer en un pesimismo absoluto. No era el menor una sensibilidad más aguda para la vida religiosa, como declaró en una entrevista en La Gaceta Literaria. En su opinión, el tono de la cultura contemporánea era acorde
33 ASR, “Waldo Frank: Salvos”, Revista de Occidente, XI, mayo (1924), pp. 248-255. 34 ASR, “Sobre Julio César”, en Meditaciones políticas, Madrid, Ediciones Literatura, 1934, pp. 121-132.
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con un “renacimiento de la conciencia religiosa”: su formalismo allanaba posibles incompatibilidades de contenido; el pragmatismo hacía sensible a las eficacias del rito y la ascesis; y la crisis de convicciones (y de las ilusiones racionalistas) llevaba a una búsqueda de seguridades. Esa supuesta disposición del alma contemporánea hacia la religiosidad (en su sentido más amplio) le llevaba a imaginar “una nueva gran síntesis católica, en que lo tradicional y lo nuevo, lo latino y lo germano, se fundan por la vivacidad de un fresco ímpetu religioso. Y advierta que digo nueva síntesis, y no restauración meramente”. Las fuerzas de tal renovación católica debían surgir de la “crisis íntima del protestantismo”, porque solo los protestantes conocen “los riesgos de la aventura”. La nueva síntesis traerá una edad “ecuménica”, donde resulten compatibles vida espiritual y disciplina científica, fe y precisión del intelecto, democracia y autoridad, autonomía y articulación de naciones35.
*** No podemos pasar por alto el impacto —la conmoción, diríamos— que su estancia en Italia como pensionado de la Junta para Ampliación de Estudios debió de tener en persona tan acostumbrada a la vida recogida. Prevista inicialmente para un semestre (que complementaría con otro en Alemania para profundizar en el análisis de los conceptos estéticos y la historiografía del arte, y al que acabó por renunciar), la estancia en Italia se inició, tras no pocas vicisitudes, en febrero de 1925 y se prorrogó hasta completar dos años. Antes, en el verano de 1922, pudo disfrutar de un permiso, también con la consideración de pensionado de la Junta, al objeto de estudiar la organización y los fondos de los gabinetes de estampas de Francia, Inglaterra, Bélgica y Holanda. Fruto de ese viaje fue su colaboración en los primeros números del Bulletin of Spanish Studies.
35 “Coloquios espirituales. Con Sánchez Rivero, joven contemplativo”, La Gaceta Literaria, 31, 1 de abril (1928), p. 7.
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Conocemos con algún detalle sus andanzas por toda Italia a través de las cartas a la Junta en que periódicamente daba cuenta de los progresos de su estudio del arte renacentista. Disponemos además del testimonio —anecdótico a veces y no siempre fiable— del pintor Luis Quintanilla, amigo que lo acompañó en los primeros meses (en Italia coincidiría también con el escultor Emiliano Barral, su amigo más entrañable). Pero a medida que transcurren los meses, las cartas de Rivero apenas pueden disimular el formulismo de quien cumple una obligación cuando el centro de sus intereses se está desplazando en otras direcciones. “No se ha limitado este estudio —escribía a la Junta al solicitar la prórroga— a las creaciones pasadas de la cultura itálica. En todo momento ha cuidado de considerar con interés la realidad presente [...] sin olvidar los problemas políticos y sociales que dan el cañamazo para construir la vida intelectual de un pueblo”36. En ese contexto debe situarse la indudable atracción que el fascismo le produjo. El fascismo ofrecía un “interés subyugante” como signo de la crisis europea; con el comunismo soviético, era una de las dos modalidades políticas surgidas tras la Gran Guerra con quienes debía ponerse a prueba el agotamiento de la fórmula liberal del siglo xix. De dar credibilidad al testimonio de Quintanilla, ambos fueron recibidos en audiencia por Mussolini, valiéndose de las gestiones del embajador de España en el Quirinal37. Vuelto ya a España, su visión sobre el fenómeno fascista cristalizará en un agudo comentario a Curzio Malaparte, donde la aparente neutralidad valorativa apenas oculta su punto de fascinación: “Mi manera de pensar el fascismo difiere mucho, en los detalles, de la expuesta por Malaparte, en cambio la palpitación emocional de L’Italie contre l’Europe confirma mi manera de sentirlo”; porque, por encima de una modalidad política acabada y coherente, el fascismo es ante todo un estado de ánimo38.
36 Solicitud de ASR al presidente de la Junta para Ampliación de Estudios, Florencia, 25 de diciembre de 1925. Archivo de la JAE, Residencia de Estudiantes, Madrid. 37 Luis Quintanilla, “Pasatiempo”. La vida de un pintor (Memorias), Esther López Sobrado (ed.), A Coruña, Ediciós do Castro, 2004, pp. 250-252. 38 ASR, “Curzio Malaparte: L’Italie contre l’Europe”, Revista de Occidente, LVIII, abril (1928), pp. 129-135.
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Uno de los contactos más fructíferos en Italia fue el del hispanista Ezio Levi, a quien conoció en Palermo. Como recordó en sus anotaciones personales, “en el mismo plano de los tesoros de sensaciones italianas debo incluir esta inolvidable experiencia moral: la persona de Ezio Levi”39. Catedrático de Filología en Nápoles, Levi involucró a Rivero en la constitución de un Instituto español en Florencia y pidió su colaboración para el proyecto de la Enciclopedia italiana, en cuyos primeros volúmenes encontraremos su firma. El empeño más absorbente, no obstante, fue la preparación de una cuidada edición del Viaje de Cosme de Médicis por España y Portugal (1668-1669), obra del cronista Magalotti, ilustrada con acuarelas de Baldi. Rivero propuso su publicación a la Junta, contando con el apoyo económico del duque de Alba para la reproducción de las ilustraciones. En el plano personal, lo más relevante fue su conocimiento en Venecia de la joven historiadora Angela Mariutti, con quien contraería matrimonio meses antes de su fallecimiento; ya viuda, se haría cargo de culminar la edición del Viaje en 1933. Cada vez más alejado de la crítica de arte, a su regreso a España escribe y publica sus mejores ensayos. En “Las ventas del Quijote” defendió la tesis según la cual Cervantes, al empezar a escribir su libro, no solo desconocía las peripecias concretas de su héroe, sino que ni siquiera había inventado al verdadero personaje, que no es solo Don Quijote, sino “la unidad inescindible de Don Quijote y Sancho”. Gracias a esa unidad puede Cervantes ascender de la sátira al humorismo y desarrollar en grueso volumen lo que en su arranque originario solo habría dado para otra novela corta. A resaltar su valor contribuyó la vigorosa réplica con que se defendió de una reacción algo destemplada de Américo Castro. Creyó el suspicaz filólogo que Rivero recaía en la interpretación —intolerable desde su publicación de El pensamiento de Cervantes— de un Cervantes “inconsciente”, en la línea del Cervantes reazionario del italiano Cesare de Lollis40. “Vida de Disraeli”
39 Recogido en Mariutti, “Il saggista del novecento...”, op cit., p. 101. 40 ASR, “Las ventas del Quijote”, Revista de Occidente, XLIX, julio (1927), pp. 1-22; la réplica de Américo Castro, “¿Cervantes inconsciente?” y la “Contestación” de
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contiene apreciaciones muy finas sobre la biografía y la historia, y traza la etopeya del estadista inglés de origen hebreo, creador conservadurismo moderno, “el primero en superar el mero tradicionalismo, con su conciencia histórica confusa y tímida, y al mismo tiempo terca, haciéndolo imperialismo, es decir, fuerza creadora de futuro”41. En “Las nacionalidades”, ensayo que dejó inédito, afrontó la decadencia española como una “crisis de conciencia nacional”. El afrancesamiento de la aristocracia en el siglo xviii y la reclusión del carácter en las clases populares produjeron “la ruina de toda posibilidad nacional española”. Porque una nación “puede ser interesante con clases populares llenas de carácter”, pero nunca una gran nación, “esencialmente obra de las clases superiores”42. Y “Correo de Venecia”, homenaje melancólico a la ciudad de la prometida, su ensayo más personal, de mayor tensión discursiva, donde condensa, en cifra, sus preocupaciones más hondas43. Ángel Sánchez Rivero moría en Madrid el 23 de agosto de 1930 a consecuencia de la fiebre tifoidea. El destino tantas veces invocado en sus escritos quiso que hasta su misma muerte llevase también el sello de la discreción y solo un exiguo cortejo de familiares y amigos acompañara su entierro en plena canícula madrileña. La muerte interrumpía su meditación cuando España estaba en vísperas de una de sus encrucijadas históricas. Fue un malogrado, sí; pero su obra indagó con apasionada lucidez la conciencia herida de una modernidad que sigue siendo la nuestra.
ASR, Revista de Occidente, LI, septiembre (1927), pp. 285-290 y 291-315, respectivamente. 41 ASR, “Vida de Disraeli”, Revista de Occidente, LIV, diciembre (1927), pp. 296-328. 42 ASR, “Las nacionalidades”, Revista de Occidente, CXXXIII, julio (1934), pp. 78-92. 43 ASR, “Correo de Venecia”, Revista de Occidente, LXXV, septiembre (1929), pp. 292-307.
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3. EL ENSAYO Y LAS ESQUINAS DE LA LITERATURA
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El “ensa-yo” ramoniano o los problemas del estilo (1909-1939)
Laurie-Anne Laget (Université Stendhal-Grenoble 3)
Es una invitación sugerente abordar la prosa ramoniana a través del ensayo. Como lo recuerda la editora de las Obras completas del autor, Ioana Zlotescu, “los matices de lo que se suele entender bajo el nombre de ensayo impregnan buena parte de la obra de Gómez de la Serna”1. La relativa libertad formal del ensayo permite explicar la predilección de Ramón por este género, que ciertamente congenia con su prosa: se basan ambos en la referencia a una experiencia individual, son una mezcla de observación e imaginación, son “metódicamente ametódi[cos]”2 y juegan con la forma del fragmento. El ensayo cumplió, de hecho, una
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Ioana Zlotescu, “Prólogo general”, en Ramón Gómez de la Serna, Obras Completas I, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1996, p. 21. Theodor W. Adorno, “El ensayo como forma”, en Notas sobre la literatura, Madrid, Akal, 2003, p. 23.
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función importante en la posteridad literaria de Ramón puesto que, aparte de ser el “autor de las greguerías”, Ramón es reconocido por ser el introductor de las vanguardias europeas en España gracias a la revista Prometeo y a la traducción al castellano del manifiesto futurista que publicó, en 1909, conjuntamente con su primer ensayo, “El concepto de la nueva literatura”. A pesar de esa aparente correspondencia entre el género del ensayo y la obra de Ramón, el ensayismo ramoniano plantea, al menos, dos problemas recurrentes. En primer lugar, el del corpus: fueron relativamente pocos los ensayos que se llegaron a rescatar en la recopilación de 1943, Lo cursi y otros ensayos3. El corpus ensayístico de Ramón se halla, por tanto, diseminado entre la producción periodística del autor, aún hoy en gran medida inédita en libro4. Aunque se haga a menudo difícil la distinción entre los ensayos stricto sensu y las crónicas o viñetas costumbristas, el examen de la producción periodística de Ramón resulta imprescindible para abarcar y entender el ensayismo del autor. Ello supone tomar en cuenta el medio de la prensa y sus exigencias (de contenido y forma), así como la evolución de la obra periodística de Ramón a medida que este se va profesionalizando gracias a las colaboraciones que multiplica en diarios y revistas a partir de los años veinte5. Otra pregunta legítima respecto al corpus ensayístico de Ramón consiste en saber si debemos integrar las biografías al marbete del ensayismo, como lo parecen sugerir la suma híbrida de los Ismos (1931), caso ejemplar de esa permeabilidad entre el ensayismo ramoniano y el genéro biográfico, o el
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Ramón Gómez de la Serna, Lo cursi y otros ensayos, Buenos Aires, Sudamericana, 1943. Recopila: “Ensayo sobre lo cursi” (1934); “La idea y la ciudad” (1936), “Sobre la Torre de Marfil” (1937) y parte de “Más sobre la Torre de Marfil” (1939), reunidos en un mismo texto; “Ensayo sobre las mariposas” (1932); “Las palabras y lo indecible” (1936) y “Ensayos heterogéneos” (1933). Véase la bibliografía final. En el prólogo anteriormente citado, Ioana Zlotescu matiza el concepto de Obras completas indicando que “el propósito de esta edición es dar a conocer en su totalidad las obras publicadas en vida del autor [...], quedando de momento al margen los demás escritos, como innumerables artículos de prensa”, p. 30. Esta fase de formación en tanto que escritor profesional es el objeto de mi libro La fabrique de l’écrivain, Madrid, Casa de Velázquez., 2012.
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mismo tomo dedicado al “Ensayismo” en las Obras completas, tomo mixto que recopila ensayos y biografías. A pesar de esa cercanía en el espacio editorial, distinguiré en este trabajo las biografías ramonianas de los de los escritos teóricos por cuestiones de estructura y de estilo: la escritura biográfica es (más o menos) cronológica y lineal, mientras que la escritura ensayística funciona por asociación de ideas y acumulación6, es decir, que yuxtapone en vez de coordinar, algo que sí hace la biografía. Esa distinción introduce el segundo problema central del ensayismo ramoniano: el estilo. Los críticos han subrayado unánimemente la dificultad que tiene la prosa ramoniana para llevar a cabo una argumentación lógica continua. Aparte de la yuxtaposición de ideas, Ramón procede en sus ensayos según lo que llama el “entrechoque de [las definiciones]”7 (sin necesariamente desembocar en la suya propia). Asimismo, usa y abusa del recurso ilustrativo a la greguería (el “Ensayo sobre las mariposas” y “Las palabras y lo indecible” son magníficos ejemplos de ello). De modo que parece contradictoria la estructura argumentativa propia del ensayo respecto al estilo fragmentario y el recurso constante a la analogía o la acumulación del ramonismo que, a veces, llega a obliterar el sentido mismo del texto. Para entender mejor el singular (anti)estilo del ensayismo ramoniano, existen dos textos programáticos del autor: su autorretrato como Tristán (1912)8 y un estudio de la obra ensayística de Unamuno (1951)9. Entre las claves que destaca el primer texto está la idea de que la prosa ramoniana es una yuxtaposición de ideas sueltas. Una de las reglas dicta-
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Para dar un ejemplo, “El concepto de la nueva literatura” (1909) se estructura alrededor de una serie de nociones: la vida, el estilo, la actualidad o el carácter. Cada párrafo se abre, como en una letanía, sobre la noción en cuestión: “Frente al estilo achacoso... El nuevo estilo... El estilo no es ya mera indumentaria... Así ha nacido el estilo expresivo...”, antes de pasar a otra noción. Véase Gómez de la Serna, “Gravedad e importancia del humorismo”, Revista de Occidente, 84 (1930), pp. 348-391. Gómez de la Serna, “Tristán (Propaganda al libro Tapices)”, tirada aparte de Prometeo, Madrid, 38 (1912), [s. p.]. Gómez de la Serna, “Camino de Unamuno”, Revista Nacional de Cultura, Caracas, 84, (1951), pp. 36-54.
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das por Tristán es que “hay que tener una incoherencia sutil”. El propio texto da varias muestras de esa lógica de “distan[ciarse] de [un] pensamiento [para] acoger[se] a otro completamente distinto” y reivindica “su principio desordenador”. Ramón “construye”, pues, su reflexión a lo Montaigne, “à sauts et à gambades”, yuxtaponiendo ideas algo caprichosamente, haciendo de la digresión algo fundamental en su escritura10; mucho más que una argumentación coherente y continua, Ramón pretende desarrollar una serie de variaciones alrededor de un tema. Todos los ensayos de los años diez proponen una reflexión sobre la fragmentación y experimentan alrededor de la posibilidad de “desdoblar palmariamente [una] noción”11 ante el lector. Partiendo de esa base, los textos posteriores suelen constituir un auténtico asedio retórico a un concepto. Se trata de multiplicar las imágenes y ocurrencias acerca del objeto del ensayo. Estamos entre la reflexión estética, el texto de divulgación y la greguerización digresiva (que es la inconfundible firma de Ramón), todo ello yuxtapuesto de manera discontinua. Precisamente, el estudio sobre Unamuno de 1951 se abre con un análisis de la forma del ensayo y confirma esa lectura del “desaliño” formal que se convierte también en reivindicación de la autoridad del ensayista: “El ensa-yo [...] es la Teoría del pensamiento tal como fluye del escritor con el desaliño que sea”12. Por otra parte, el texto de 1951 subraya el estrecho vínculo
10 Fernando Rodríguez Lafuente señala en su prólogo al tomo de las Obras completas dedicado al ensayo que “Ramón se desenvuelve entre la fatal nebulosa de la digresión como fundamento de la reflexión”, en Gómez de la Serna, Obras Completas XVI, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2005, p. 28. Ramón prefiere usar el concepto de divagación y afirma en sus “Ensayos heterogéneos que “el objeto para unas divagaciones es lo de menos. Lo de más son las divagaciones”, Revista de Occidente, 116 (1933), p. 191. 11 Gómez de la Serna, “Noción del verano”, La Región Extremeña, 6 de julio (1907), p. 1. 12 “Camino de Unamuno”, p. 41. Ramón suscribe las palabras de Unamuno para dar a conocer el secreto del ensayo —“Si quieres, lector, leer estas cosas coherentes y transparentes y claras y enlazadas lógicamente y que tengan principio, medio y fin y que tiren a enseñarte algo, búscalas en donde quieras, menos aquí”— antes de reformularlas a su manera: “Se verifica en [el ensayo] el asesinato de un tema por descabellado —mete y saca de la pluma en el punto neurálgico del tema— y
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que existe entre el ensayo y el medio de la prensa (“es producto de la necesidad de una época del mundo civilizado que exige cooperación intelectual en más frívolas condiciones que en el pasado”13), lo que hace de él una forma intelectualmente poco exigente: “El ensayo es un gazpacho ideal, una cantidad de sopa boba para medio letrados, [...] —un ‘tente en pie’ a la puerta de la cultura—” que, por no tener “la responsabilidad del libro”14, puede incurrir en la paradoja, la imperfección y la parcialidad. Cabe recordar que cuando Ramón escribe este texto colabora esencialmente en revistas como la argentina Saber Vivir, en la que publica textos divulgativos, formalmente muy libres y con un “temario” de lo más variopinto. Tal es, pues, el marco conceptual del ensayo para Ramón, aunque se trate de un marco parcial, que pasa por alto toda una fase del ensayo de Ramón: la de los años treinta, sin duda la más compleja y menos estudiada, netamente articulada por una serie de planteamientos políticos, para cuyo entendimiento es necesario comprender los cambios en el tiempo de los ensayos de Ramón. Se pueden distinguir tres épocas en la producción ensayística de Ramón: la primera corresponde a los años 10, en los que sus primeros pinitos ensayísticos responden a intereses político-familiares15. Esa fase inicial sirve, no obstante, para introducir los grandes ejes temáticos del individualismo, de la necesaria compenetración entre la literatura y la vida o la definición de un estilo nuevo. Los años veinte, en los que Ramón se establece como periodista y novelista16, marcan
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si pretende ser exhaustivo es peor, porque cae en precipitado derrumbe”, ibidem, pp. 37-38. Ibidem, p. 36. Ibidem, p. 39. De imprescindible consulta sobre el primer ensayismo ramoniano es el libro de Eloy Navarro Domínguez, El intelectual adolescente, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003. Desde finales de los años diez, Ramón adopta las reglas del juego periodístico y colabora a diario en la prensa española, llegando a publicar simultáneamente en trece publicaciones distintas en el año 1923 (véase La fabrique de l’écrivain, pp. 430-431). Por otra parte, entre 1921 y 1923, Ramón integra la nómina de varias colecciones de narrativa breve como La novela corta o La novela semanal y publica la serie de sus “falsas novelas” en Revista de Occidente.
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el tránsito del intelectual al escritor en curso de profesionalización que se presenta en sociedad como el heraldo de una nueva literatura. Se abre una nueva fase en su producción ensayística en los años treinta, cuando Ramón entra en el círculo de José Ortega y Gasset, a través de la editorial Calpe y sobre todo de la Revista de Occidente. Se produce entonces la fase de producción teórico-política más densa, que tendrá especial desarrollo durante los primeros años del exilio argentino del autor. Finalmente, los años cuarenta y cincuenta son una época de colaboración en revistas hispanoamericanas, en las que los ensayos son formalmente más abiertos: se siguen publicando textos teóricos de historia de la literatura o del arte, pero también se empiezan a publicar ensayos sobre, literalmente, “los panes y los peces”17. Me centraré aquí en la formación de Ramón como ensayista (1909-1939), en la que el autor reivindica la escritura ensayística como su nueva firma desde la acuñación de las greguerías.
Los primeros “ensa-yo-s”: variaciones sobre el ensayista como figura de autoridad (1909-1911) Los años diez son años de formación y de afirmación para el Ramón ensayista. Se abren con la lectura y publicación de “El concepto de la nueva literatura” (1909), neta apuesta y toma de posición por parte del autor en tanto que portador de una visión “inefablemente inédita” e iconoclasta de la literatura18. Se trata de definir una “escritura con-
17 En un manuscrito inédito titulado “Nueva explicación de las greguerías”, Ramón define su prosa como “el milagro profano de los panes y los peces”, Ramón Gómez de la Serna Collection, Special Collection Department, University of Pittsburgh Library System, caja 65H. Los ensayos más tardíos que Ramón publica, por ejemplo, en la revista argentina Saber Vivir abarcan desde textos divulgativos sobre la fotografía (76 [1948], pp. 24-27), el surrealismo (86 [1949], pp. 40-43) o el Romanticismo (88 [1949], pp. 29-32) a un “Gran ensayo sobre las escaleras de caracol” (104 [1953], pp. 16-19) o una “glosa apologética” sobre “Bancos y sillas del jardín” (113 [1955], pp. 12-14). 18 Gómez de la Serna, “El concepto de la nueva literatura”, Prometeo, 6 (1909), p. 2.
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juntiva” que “no obedece al simplismo de las preceptivas”19 y que rechaza los dogmatismos para dejarse guiar por la vida. Para exponer ese “concepto nuevo”, Ramón escoge una escritura por así decirlo mimética de su objeto, redactando su (anti)manifiesto a modo de ensayo. El término no ha entrado aún en el vocabulario ramoniano; no obstante, la definición metafórica que dará Ramón en 1934 se puede aplicar ya al texto de 1909: “En la exclamación espontánea es difícil hacer distinciones, pero para eso sirve el ensayo, con su politubería de cristal para los cultivos diferentes”20. “El concepto de la nueva literatura” pretende constituirse en “reto a una discusión congestionada” con los socios del Ateneo y, por ello, adopta una escritura del “atomismo” y de “la afirmación personal”21. El preámbulo del ensayo convierte, de hecho, la idea de “nueva literatura” en un pretexto para que Ramón se presente a sí mismo en tanto que figura singular, capaz de aprovechar su posición institucional de secretario de la sección de literatura del Ateneo de Madrid para ir más allá de la “literatura por definición”22. En Automoribundia, reconocerá explícitamente la dimensión de autopromoción (a través de la provocación) de esa lectura en el Ateneo: “El escándalo manso pero persistente me iba dando nombre, al mismo tiempo que por reacción afectiva acrecentaba mi personalidad íntima”23. Esa retórica del “ensa-yo” estructura los sucesivos textos de los años 1900-1910: “La cárcel” (1909), por ejemplo, se abre sobre un epígrafe firmado por el propio Ramón, al que sigue una declaración de intenciones en primera persona: “Mi representación de la cárcel es incongruente y conmovedora...”24. La voz ensayística ramoniana sigue su lógica de afirmación y distinción: “Hay en los hombres un aislador canalla, que son sus principios, sus cosas consabidas, de manual [...].
Ibidem, p. 3. Gómez de la Serna, “Ensayo sobre lo cursi”, Cruz y Raya, 16 (1934), pp. 18-19. “El concepto de la nueva literatura”, pp. 3 y 22. Ibidem, p. 3. Gómez de la Serna, Automoribundia, Buenos Aires, Sudamericana, 1948, pp. 192-193. 24 Gómez de la Serna, “La cárcel”, Prometeo, 9 (1909), p. 58. 19 20 21 22 23
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Pero no importa... Pensaremos por ellos”25. Ramón asume (y acuña) su “ineditismo” para presentarse como el único capaz de dar voz a lo “que a mí se me ha descubierto”26. Esa reivindicación de sí mismo se plasma finalmente en “Mis siete palabras” (1910), texto en el cual Ramón se convierte en figura crística con una doble intención: por una parte, como lo señala Eloy Navarro Domínguez, para dar un colofón a “la denuncia general de la alienación de que es víctima el sujeto por parte de las instituciones de la sociedad burguesa”27 y, por otra, para distinguirse de los escritores profesionales (entre los cuales Ramón no se posiciona todavía) y de sus limitaciones: Los horribles escribidores, los folletistas y los folicularios, no sabrán saberme ya que no saben aprehender la lucidez de las desconcertaciones ni que una tropelía léxica o metódica, perfecciona, desacostumbra, hace recién nacer, diciendo lo que bien dicho no se hubiera sobrepujado28.
Ramón se propone como una voz nueva, deliberadamente retórica en un principio, para luego elevarse contra la alarmante “imposibilidad de deshacer”29. Al contrario, Ramón reivindica un espacio más libre y abierto para pensar (la sociedad, la literatura), es decir, a fin de cuentas, un espacio fuera de los modelos dominantes en el que Ramón pueda encontrar su sitio sin tener que preguntarse: ¿Qué hacer en esta vida [...] dominada por jefes de administración, por generales y profesores? ¿Qué hacer en esta sociedad de jóvenes con sombreros de copa, de jóvenes educados en los escolapios, la universidad y la Institución libre (equivalentes en evasivas) en esta sociedad de arribistas, de chantajistas y de apostólicos romanos y de discretos?30
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Gómez de la Serna, “La cárcel”, p. 59. Ibidem, pp. 59 y 58. op. cit., p. 226. Gómez de la Serna, “Mis siete palabras”, Prometeo, 13 (1910), p. 66. Ibidem, p. 69. Ibidem, p. 76.
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La primera respuesta textual a estas preguntas aparecerá en El libro mudo (1911), cuya escritura experimental le permite a Ramón, “en lugar de acabar con el lenguaje a través de una ‘mudez’ real, [...] subvertir su función convencional (y, por tanto, de cohesión social) mediante la metafórica ‘mudez’ de su libro”31. Con “Palabras en la rueca”, del mismo año 1911, se cierra la primera serie de textos teóricos publicados por Ramón. Significativamente, este último ensayo, de sello marcadamente simbolista, deja atrás los cuestionamientos sociales de los años anteriores para centrarse exclusivamente en la palabra literaria como entidad sensible (“La palabra es lo que se huele, lo que se toca, lo que se ve, lo que se oye”) y autónoma (“Para ser viva tiene que ser reciente e inédita siempre”)32. “Palabras en la rueca” presenta la estética de la fragmentación que desarrollarán las greguerías y los microrrelatos (caprichos, disparates, etc.) a lo largo de las décadas de los años diez y veinte en las que Ramón se centra en el quehacer literario. Algo inesperadamente, aparece por primera vez en 1924 la palabra ensayista en la primera autobiografía de Ramón. Le sirve en concreto para designar al que experimenta verbalmente: “Mis plumas estilográficas están en esos tubos de ensayo que están distribuidos en un caballete con agujeros, y que tanto se ven en las mesas de los laboratorios. Para un ensayista ningún sitio mejor en que tener todas las plumas estilográficas”33. A mediados de los años veinte, la referencia al ensayo se limita a un juego de palabras y habrá que esperar a la década de los años treinta para que el ensayo ocupe una posición central en la producción ramoniana.
31 Navarro Domínguez, op. cit., p. 240. 32 Gómez de la Serna, “Palabras en la rueca”, Prometeo, 35 (1911), p. 1034. 33 Gómez de la Serna, “Ramón. Mi autobiografía”, La Sagrada Cripta de Pombo, Madrid, Imp. Hernández y Galo Sáez, 1924, p. 498.
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El ensayo como clave de identificación de la prosa ramoniana (1929-1939) Desde finales de los años veinte, Ramón asume el papel de historiador de las vanguardias publicando en prensa varios de los textos que recopilará a continuación en Ismos (1931). Se trata de textos híbridos, entre la prosa ensayística y la escritura (auto)biográfica (la historia del cubismo, por ejemplo, viene precedida de una biografía de Picasso, descrito como artista “unipersonal”, una etiqueta que en la época se asociaba a la figura de Ramón). En cambio, a partir de 1932 aparece la palabra ensayo desde el título (“Ensayo sobre las mariposas”, “Ensayos heterogéneos”, “Ensayo sobre lo cursi”) y cada vez más a menudo en el propio cuerpo de los textos. Ramón se autodescribe entonces como un ensayista. En “La diosa de muchos brazos” apunta, por ejemplo: “Una mano me da un desenlace de comedia, la otra una greguería, la otra una imagen impar, la otra un ensayo”34, situando la producción del ensayo en el mismo nivel que la prosa literaria. Para entonces Ramón ha entrado en el círculo de Ortega y en el medio generoso (para el ensayismo) de la Revista de Occidente35; ha superado sus primeros pinitos como novelista de los años 20 y se lanza con entrega a la vía del ensayo. Significativamente, en la versión ampliada de 1943 del “Ensayo sobre lo cursi”, se autorretrata en los siguientes términos:
34 “Ensayos heterogéneos”, p. 195. 35 En “Camino de Unamuno”, Ramón describe en estos términos los nuevos medios (como la Revista de Occidente) con sus exigencias/oportunidades que constituyen las revistas para el ensayismo: “Los espíritus tiraron por el camino de en medio y además aprovecharon la novedad bien formada y viable de la revista mensual. [...] Se encontraron con que el periodismo no era aún lo que habría de ser y exigía beligerancias políticas obligando a enmarcar con rapidez el tema presentable, dedicándose entonces al ensayo que era un periodismo digno de los pensadores o de los que hacen que piensan”, p. 36 (subrayado mío).
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El hombre de la Torre de Marfil es por lo menos un ensayista y al amparo de su torre ha escrito conteste con su pensar y su sentir este ensayo titulado “La Idea y la Ciudad”36.
Esa reivindicación del ensayo tiene una clara significación para Ramón: se trata de llevar a cabo una reflexión sobre su práctica creadora que pretende dar cierto estatuto —de mayor prestigio intelectual— a su producción literaria. En 1923, en la primera serie de sus artículos dedicados al tema del ensayo, Gómez de Baquero afirma en efecto que “en el actual momento de la literatura española es uno de los géneros que más califican y dan mayor categoría intelectual a sus cultivadores”37. Para corresponder a esa categoría, Ramón finge seguir una metodología científica basada en la observación e interpretación de un objeto. Juega con el campo léxico de lo científico: observar, investigar, descubrir, demostrar, experimentar y acuña “ensayar” en el sentido de redactar un ensayo sobre algo38. Al mismo tiempo, encuentra en la noción de ensayo un marbete susceptible de abarcar el conjunto de su producción en prosa. Los textos breves que Ramón publicará en los años 1940-1950 en revistas hispanoamericanas son parecidos a sus crónicas de los años veinte. Las “Variaciones” y “Cosas de...” se han convertido en “Inventario” y “Temario” y completan la enciclopedia personal del Ramón de las décadas anteriores, pero añadiéndole la denominación de ensayo. Ramón ilustra así de manera ejemplar la observación de Gómez de Baquero sobre la tenue frontera entre crónica y ensayo: “La crónica literaria [...] es un ensayo en germen. [...] Hasta los títulos se
36 Lo cursi y otros ensayos, p. 96. 37 Eduardo Gómez de Baquero, “El ensayo y los ensayistas españoles contemporáneos”, Madrid, El Sol, 2 de agosto (1923), p. 4. 38 Aunque, por supuesto, se trata de un juego retórico. Véase el principio de “La acinesia y el corazón”: “Para dar especialidad al tema de este ensayo he invocado a la acinesia, intervalo que separa en la pulsación la sístole de la diástole. [...] La mitad de lo que voy a transcribir está pensado en la tregua de la acinesia y la otra mitad en la ceguera de la sístole y la diástole, atorado de sangre, la pupila congestionada. Confieso de antemano esta labor bipartita, mitad falsa y mitad verdadera, por lo cual hay que descontar palabras —yo no sé cuáles— en esta entreverada confidencia”, p. 241.
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confunden en el uso: el de cronista resulta ya poco decorativo, y los cronistas quieren ser titulados ensayistas”39. Sin cambiar realmente sus prácticas de escritura, Ramón recupera una parte importante de su producción en prosa, de su tradición personal de escritura y de su estilo singular bajo el lema del ensayo, aprovechando el valor sociocultural que este ha ganado desde las primeras décadas del siglo. Entre los ensayos de la década de formación de los años treinta, se destacan tres tipos de textos/objetos de estudio que en gran parte irán definiendo el canon ramoniano del ensayo. Un primer grupo se podría designar bajo el lema de “Ramonismo” y abarcaría los objetos de la vida cotidiana. Existen múltiples ensayos monográficos, desde el ensayo sobre el peón, que “es el ensayo de vivir breve”, hasta un ensayo sobre las escaleras de caracol, que sintetizan “la ascensión del tiempo y de la vida”40. Como se puede observar, los ensayos de este tipo suelen presentarse como variaciones alrededor de una tesis que cabe en una greguería. Así Ramón mezcla en sus textos el tono de la divulgación con su firma literaria: la greguerización alrededor de un objeto. De manera similar a los fragmentos reunidos en Disparates (1921) o Variaciones (1922), los primeros ensayos de los años treinta siguen la lógica ramoniana del inventario, entre el “inventar” y el “inventariar”41. En conjunto, los microensayos sobre los objetos cotidianos proponen a la vez un recuento y una redefinición (greguerística) del mundo que rodea al autor. Más allá de estos ensayos “heterogéneos” sobre cosas puntuales, dos textos definen el peculiar materialismo ramoniano: “Las cosas y el
39 Eduardo Gómez de Baquero, “La prosa periodística y el ensayo”, Madrid, El Sol, 3 de agosto (1926), p. 6 (subrayado mío). 40 Gómez de la Serna, “Gran ensayo sobre las escaleras de caracol”, Buenos Aires, Saber Vivir, 104 (1953), p. 16. 41 En una nota manuscrita conservada entre sus últimos papeles, apuntaba: “inventario: no se recuerda muy bien porque [sic] equivoca con invención. Inventar es lo que hace el escritor al inventar o inventariar”, Ramón Gómez de la Serna Collection, Special Collections Department, University of Pittsburgh Library System, caja 63.
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ello” (1934) y “La Idea y la Ciudad” (1936)42. El primero parte de la premisa de que “todo el universo es una superposición de cosas” y que es imperativo prestar atención a ellas puesto que son “ostensorios de la fuerza cohesiva del mundo”43. Por tanto, Ramón se dedica a hacer un inventario: nos propone una colección verbal de cosas para demostrar que “la materia de las cosas nos vibraciona de su sentido”44. Ese sentido o esa comprensión de los objetos es lo que le interesa y en este ensayo es donde mejor se percibe que, de manera latente, toda la prosa ramoniana pretende alcanzar el conocimiento del mundo que nos rodea más allá de la superficie: “De la carambola de las cosas brota una verdad superior, esa reforma transformadora del mundo que le da mayor sentido”45. Uno de los microensayos de la colección de “Ensayos heterogéneos” explicita la intención de Ramón: se trata de “completar un ensayo sobre [el] extraño sentido [de las cosas]”46. Pero en noviembre de 1936, ya desde la Argentina, Ramón publica otro ensayo, “La Idea y la Ciudad”, que revela la concepción social, económica y política en la que se basa su teoría de las cosas.
42 La importancia de estos dos ensayos para entender la lógica política del materialismo ramoniano ya ha sido señalada por Eduardo Hernández Cano en un artículo inédito, que me ha comunicado el autor en su versión inédita, “Mercancía, memoria y nostalgia: la construcción de la posibilidad política para el regreso de Ramón Gómez de la Serna a Madrid (1948-1956)”. 43 Gómez de la Serna, “Las cosas y el ello”, Revista de Occidente, 134 (1934), pp. 197 y 193. 44 Ibidem, p. 199. 45 Ibidem, p. 196. 46 “Ensayos heterogéneos”, p. 200. En este mismo texto, Ramón describe el método que sigue para escribir sus ensayos evocando “[su] mesa de experiencias”, que le permite estar “entre las cosas que me sirven para mis ensayos” (ibidem, p. 190 y 195). La pose del científico siempre está presente en los autorretratos de los ensayos de los años treinta. No es anodino que el ensayo que abre esta etapa sea el “Ensayo sobre las mariposas”, en el que Ramón-lepidopterólogo se convierte a su manera en naturalista: “Mi naturalismo quizás sea un falso naturalismo, pero está lleno de veracidad surrealista” (ibidem, p. 153). En el último capítulo de La fabrique de l’écrivain, he estudiado la escritura de Ramón como un intento de conocimiento del mundo (más allá del humorismo y de la metáfora, procuré demostrar que la greguería se puede entender en términos de epistemología metafórica).
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El materialismo ramoniano se opone ahora al idealismo político. El discurso es explícito: “En estos días hay que andar con más cuidado que nunca con eso que se llama la Idea. La idea resulta la culpable, la que causa muertes, la que despeña”47, cuando, según Ramón, “no hay más que las cosas y la Gran Cosa que es el Dios que engloba todas las cosas. La verdadera Idea resulta por eso el respeto a las cosas y como flor de todas las cosas, como la única eficiencia de la civilización: la Ciudad”48. Lo interesante es que las cosas de la ciudad obedecen a un orden social, natural para Ramón: “Nada que pueda conturbar la ciudad fabril y febril, nada que pueda romper su hechura puede ser bueno. El propio azar de la diferencia de barrios y posiciones y puertas de la ciudad es algo admirable e intocable”49. Como en otros ensayos de los años treinta, Ramón defiende la legitimidad de la sociedad de clases50. Pero aquí, se expresa de manera especialmente explícita por el contexto del Madrid en guerra: “Lo más doloroso de lo que sucede en las luchas del presente es ver que se pierde el derecho a la ciudad, la esperanza de asomarse a sus pequeños comercios, el no ver la frigidaire que no compraremos nunca y que señalan con un puntero los pingüinos que la rodean”51. La teoría ramoniana de las cosas no solo deriva, pues, de una afición por los objetos más estrafalarios, sino que supone una lectura clasista perfectamente asumida del sistema productivo: el escritor condena la guerra por haber perturbado la jerarquía de los estamentos sociales (es decir, las relaciones de
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“La Idea y la Ciudad”, p. 57. Ibidem, p. 58. Ibidem, p. 60. En “Las palabras y lo indecible”, Ramón afirma asimismo: “Lo importante es el sentido de la vida, ese sentido logrado sobre la imposición de una clase a otra, ese sentido sin deformar las categorías intelectuales” (ibidem, p. 86). 51 “La Idea y la Ciudad”, p. 64. Esta idea ya aparece en uno de los primeros ensayos de Ramón sobre “La cárcel”, en el que, aparte de la metáfora social (la cárcel como metáfora de un orden social que priva la sociedad de libertad en general), Ramón esboza “el recuento sentimental de las cosas que llenan la vida y que en la cárcel faltan”, Prometeo, 9 (1909), p. 64.
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producción) e interrumpido la producción de mercancías que él necesitaba como fuente de inspiración52. Un segundo bloque temático es la reflexión sobre las vanguardias, en especial artísticas. Un hito fundamental es Ismos, en el que Ramón adopta una postura de crítico-historiador del arte. Tal es el sentido del prólogo del libro: “He vivido antes de que naciesen y después en estrecha confidencia con ellas, con las nuevas formas del arte y de la literatura”53. Lo interesante es que esta postura de crítico privilegiado (por ser íntimo de su objeto de estudio), le permite a Ramón volver constantemente sobre su propio ismo para encontrarle retrospectivamente un lugar dentro de la historia de las vanguardias: es significativo desde este punto de vista el caso de los ensayos sobre el surrealismo (una temática recurrente, puesto que Ramón publica no menos de diez textos sobre ella entre 1930 y 1956). En esos ensayos Ramón hace suya la interpretación crítica del surrealismo y afirma que existe una continuidad entre las greguerías y textos emblemáticos como las definiciones del Dictionnaire abrégé du surréalisme basándose en una interpretación personal de la teoría bretoniana del pensamiento analógico54. Así dota retrospectivamente al ramonismo de un programa estético, cuya posición afirma dentro del panorama de las vanguardias, aunque por formación y contexto su situación dentro de la literatura de la época sea más compleja. El último bloque temático es el de los ensayos sobre literatura, que contienen una serie de ajustes de cuentas de Ramón con sus contemporáneos. Cada uno de ellos supone un nuevo intento de tomar posición dentro del campo de la literatura española. Uno de los ensayos
52 Ramón concluye, de hecho, el ensayo reafirmando la necesaria distancia del intelectual con el escenario político, anunciando sus reflexiones sobre la “Torre de Marfil”. Imagina un diálogo en el que se niega a asistir a las reuniones de un comité, a diferencia de “los esnobs que a veces acceden a ir a [esas] reuniones y que [...] no saben el mal que hacen al asistir a [ellas]”, en “La Idea y la Ciudad”, p. 72. 53 Gómez de la Serna, Ismos, Madrid, Biblioteca Nueva, 1931, p. 7. 54 Se puede consultar al respecto mi artículo “Un prólogo inacabado de Ramón Gómez de la Serna sobre el surrealismo”, Boletín de la Fundación Federico García Lorca, Madrid, 45-46, pp. 157-199 (en prensa).
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significativos desde este punto de vista es su ensayo sobre el humor de 1930. En él trata de dar al humor un poderoso estatuto teórico —de “gravedad e importancia”, como lo afirma el título—, precisamente en una década en la que Ramón acaba de publicar tres tomos en la colección “Los humoristas” de Calpe. El ensayo es una respuesta explícita a los que se mofaban del ramonismo: “Es fácil hacer sospechoso al escritor al señalarlo como humorista [...]. Pero nosotros hablamos, o debemos hablar más allá de los medios alevosos de la oposición fácil, y en ese terreno el humorista es un propugnador de nuevas libertades, el primer heraldo de nuevas revanchas, de nuevos géneros desenlazados, en mayor libertad de acción”55. Así se tiene que entender la primera frase del ensayo, como una reivindicación de la superioridad literaria del humorismo: “Sin querérsele reconocer del todo estado, el humorismo inunda la vida contemporánea, domina casi todos los estilos y subvierte y exige posturas en la novela dramática contemporánea”56. “Las palabras y lo indecible” (1936) es otro de los ensayos más citados de la época, porque desarrolla la teoría ramoniana del “punto de vista de la esponja”, es decir, de la visión analógica, capaz de “apreciar relaciones insospechadas entre las cosas”57. Amén de esa nueva teoría de la expresión ramoniana (que ya supone una indirecta hacia los surrealistas y su “exclusiva pertenencia [de los nuevos estilos]”58), el ensayo de 1936 contiene una diatriba virulenta contra los poetas que se han afirmado en el campo distinguiéndose de la literatura, es decir, de la prosa que los escritores profesionales desarrollaban, sobre todo en la prensa (un grupo al que, como ya lo he apuntado, pertenece Ramón de manera asumida desde principios de los años veinte). Ramón dedica así las últimas páginas de su texto a un ataque en toda regla, reivindicando su
55 “Gravedad e importancia del humorismo”, p. 356. 56 Ibidem, p. 348 (subrayado mío). 57 Gómez de la Serna, “Las palabras y lo indecible”, Revista de Occidente, 151 (1936), p. 64. 58 Ibidem, p. 71. Para distinguirse del onirismo surrealista y de su práctica de la escritura automática, Ramón reivindica una estética de la vigilia (a través de los “cien ojos” abiertos de la esponja) y de la “evidencia poética” de la analogía que, en sus greguerías, por ejemplo, siempre tiene una motivación dentro del enunciado.
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lectura de la oposición entre literatos y poetas: “Los poetas mueren después de crear su poesía y son los literatos los que tiene que ser sus albaceas, los que han de hacer que el estilo nuevo domine la época [...]. El literato está pulsando la realidad y la idealidad, frente al que solo pulsa la lira los días de aniversario de su Musa”59. Ramón pretende invertir los términos en los que se presentaba la dicotomía poesía/prosa: “La línea de un verso no puede tener la complicación de cien palabras que puede tener un párrafo”60. Y esa superioridad de los literatos, la justifica en estos términos: “Lo poético se aprovecha de la fatiga del pensamiento, de una voluptuosidad de la cabeza que como tal voluptuosidad es limitada. [...] El literato necesita dar más francas y largas explicaciones y tiene un mundo ilimitado en una dimensión sin ritmo”61. En otras palabras, la prosa (la del ensayo, en especial) le da más profundidad de pensamiento al literato y se convierte en clave de lo que Ramón denomina el “estilo del porvenir”, un estilo arraigado en la vida y en la actualidad, a diferencia del poema, centrado en los sentimientos. Por último, Ramón subraya la constancia del literato: Siempre había sido para mí algo problemático por qué Platón quería echar a los poetas de la República. Ahora me lo explico. Porque igual se unen a la religión que a la demagogia, sin justificar el lujo de su decisión62.
El tono del ensayo se hace más político y, para explicitar su toma de posición, Ramón cita a André Breton, en un texto de finales de 1935 titulado Position politique du surréalisme, que traduce adaptándolo para recalcar la idea del rechazo del “arte de propaganda”: “Ir contra el arte de propaganda, puesto al servicio de cualquier idea política. El arte tiene revolucionariamente una misión que cumplir dentro de sí mismo”63. Significativamente, la cita de Breton viene inmediatamente
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Ibidem, p. 80 (subrayado mío). Ibidem, p. 82. Ibidem, p. 81. Ibidem, p. 84. Ibidem, p. 85.
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precedida por una alusión a la torre de marfil, a la que Ramón dedicará dos ensayos, en la revista argentina Sur (1937 y 1939), y en los que retomará esa misma postura en contra de la literatura comprometida: ¿Por qué ahora al hablarse de literatos parece que se habla de políticos? Mal camino [...]. ¿Que el político no debe estar en la Torre de marfil es lo que quiere decirse con ese ataque a la única habitación limpia y comentada que hay en la ciudad? ¡Quién lo ha dudado nunca! No se comprenden político de Torre de marfil y en su esencia político quiere decir lejano a las Torres de marfil64.
Este elogio radical de la torre de marfil se tiene que entender como última consecuencia de la lectura clasista ya presente en el ensayo sobre “La Idea y la Ciudad” y de la idea constante en el Ramón de los años treinta según la cual existe un orden social inalterable. En sus propias palabras: “Lo importante es el sentido de la vida, ese sentido logrado sobre la imposición de una clase a otra, ese sentido sin deformar las categorías intelectuales”65.
Prestigio y autorreflexión: importancia del ensayismo ramoniano Detenerse en los ensayos de Ramón Gómez de la Serna, y muy en particular en los de los años treinta, me parece fundamental para entender el pensamiento de Ramón e ir más allá del personaje que se ha construido y de los tópicos que circulan alrededor de él (por ejemplo, respecto a sus posiciones políticas, perfectamente explícitas en los ensayos del exilio argentino). También permite ver que el ensayismo es uno más de los avatares textuales del ramonismo. En sus ensayos Ramón se definió constantemente, situándose en el campo literario de su
64 “Sobre la Torre de Marfil, Sur, 29 (1937), pp. 77-79. 65 “Las palabras y lo indecible”, p. 86.
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época o reivindicando su estilo y su aportación a la literatura66. En gran medida, sus ensayos de posguerra resultaron más dispersos aún que los de preguerra. Y, aunque se multiplicaron en una variedad formal siguiendo los diferentes medios en los que se publicaban —desde revistas culturales de entretenimiento dirigidas a un público de masas como Saber Vivir (1940-1956)67, fundada por José Eyzaguirre, a revistas de arte como Cabalgata (1946-1948) dirigida por Joan Merli—, Ramón continuó usando sistemáticamente en ellos el sello del ensayo, lo que nos dice mucho sobre el duradero prestigio de ese “etiquetado” en la concepción literaria de Ramón Gómez de la Serna.
Ensayos de Ramón Gómez de la Serna (1909-1939) “El concepto de la nueva literatura”, Prometeo, Madrid, 6 (1909), pp. 1-32. “La cárcel (Miserere)”, Prometeo, 9 (1909), pp. 57-68. “Mis siete palabras (Pastoral)”, Prometeo, 13 (1910), pp. 65-80. [Tristán], “Palabras en la rueca”, Prometeo, 35 (1911), pp. 1033106068.
66 Para dar un último ejemplo de ello, hasta en el “Ensayo sobre las mariposas”, Ramón se autoestudia, puesto que, al hablar del mimetismo de los insectos, el autor confiesa: “Yo, por ejemplo, me disfrazo de humorista, para que no me coman los hombres serios”. 67 Véase al respecto la definición de la revista dada por Jerónimo Ledesma, “La revista perdida Saber Vivir”, en Martín Greco, La penosa manía de escribir, Buenos Aires, Fundación Espigas, 2009, p. 38. 68 Aunque no reconocidos como tales, habría que intercalar aquí varios textos publicados en el diario madrileño La Tribuna, que prolongan los “ensa-yo-s” de principios de los años 10: “El lector y la lectura” (1913), texto en el que, a raíz de una queja personal contra los lectores que no saben apreciar su obra, Ramón analiza a los lectores de su época; “El artículo en blanco” (1919), reacción airosa a la censura que sufrió un artículo suyo, que da lugar a una digresión sobre los méritos de la página en blanco; “Lo blanco y lo negro” (1920), que anticipa el ensayo sobre las “Siluetas y sombras”, publicado en Cruz y Raya en 1935.
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“La Puerta del Sol”, La Tribuna (núm. extraordinario), Madrid, 17 de abril de 1920, pp. 7-21. “Teoría del disparate”, Disparates, Madrid, Calpe, 1921. “Completa y verídica historia de Picasso y el cubismo”, Revista de Occidente, Madrid, 73 y 74 (1929), pp. 63-102 y pp. 224-250. “Gravedad e importancia del humorismo”, Revista de Occidente, 84 (1930), pp. 348-391. “Botellismo”, Revista de Occidente, 90 (1939), pp. 303-320. “Tugurio de imparidades”, Revista de Occidente, 89 (1930), pp. 251252. Ismos, Madrid, Biblioteca Nueva, 1931. “Ensayo sobre las mariposas”, Revista de Occidente, 107 (1932), pp. 153-169. “Tugurio de imparidades”, Revista de Occidente, 108 (1932), pp. 368371. “Tugurio de imparidades”, Revista de Occidente, 111 (1932), pp. 345347. “Ensayos heterogéneos”, Revista de Occidente, 116 (1933), pp. 174208. “Lucubraciones sobre la muerte”, Sur, 7 (1933), Buenos Aires, pp. 96109. “Logaritmos de imágenes”, Sur, 7 (1933), pp. 154-157. “Ensayo sobre lo cursi”, Cruz y Raya, Madrid, 16 (1934), Madrid, pp. 7-38. “Las cosas y el ello”, Revista de Occidente, 134 (1934), pp. 190-208. “Siluetas y sombras”, Cruz y Raya, 20 (1934), pp. 3-37. “La acinesia y el corazón”, Revista de Occidente, 141 (1935), pp. 241274. “Historia de medio año”, Cruz y Raya, 33 (1935), pp. 5-59. “Las palabras y lo indecible”, Revista de Occidente, 151 (1936), pp. 5685. “La Idea y la Ciudad”, Sur, 26 (1936), pp. 57-73. “Sobre la Torre de Marfil”, Sur, 29 (1937), pp. 58-79. “Más sobre la Torre de Marfil”, Sur, 52 (1939), pp. 32-58.
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Antonio Espina: la autoridad social del intelectual en su “arte de ensayo” (1919-1936)
Eduardo Hernández Cano (New York University)
Por su extensión y complejidad, la obra ensayística de Antonio Espina anterior a la guerra civil invita a realizar un doble movimiento de aproximación simultáneo: cronológico, cuyas cesuras estarían marcadas por las diversas revistas en las que colaboró Espina en esos años, y temático, para aproximarse a las constantes centrales en el ensayo de Espina, que en algunos casos son centrales también para el entendimiento de los usos sociales del ensayo en el primer tercio del siglo xx. Dos cuestiones me interesan de manera específica en este sentido. En primer lugar, el papel del ensayo en la construcción de la autoridad social del intelectual —y viceversa, cabría añadir— y, en segundo lugar, su importancia como forma privilegiada para la construcción de una epistemología de la modernidad. En ambos sentidos la obra de Antonio Espina fue ejemplar en el planteamiento de unos problemas que atravesaron toda la práctica intelectual en la Europa de entreguerras.
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Autoridad social del intelectual en Antonio Espina
Movimiento de apertura: Divagaciones. Desdén (1919) El segundo libro publicado por Espina, Divagaciones. Desdén (1919), constituye un catálogo de ensayos literarios en los que Espina probó su habilidad con diversos géneros, entre ellos el propio ensayo, particularmente en la primera sección del libro, “Horas discretas”. Más allá del valor específico de esos ensayos y las reflexiones que en ellos consignó Espina, frecuentemente lugares comunes del nihilismo intelectual finisecular, constituyen un intento de innegable trascendencia por definir una estrategia de construcción de una personalidad pública como intelectual para el propio Espina. La centralidad del yo ensayístico es evidente desde el texto que abre el libro, “Luz de la tarde”, aún más cercano a la crónica (modernista) que al ensayo (moderno), en el que Espina nos presenta en primera persona la aproximación a Madrid desde el exterior del sujeto que narra1. Esta meditación sobre la ciudad realizada desde la primera persona del inevitable flanêur constituye una relación entre una subjetividad, un espacio urbano y un tipo de escritura específica2. O, como tal vez podríamos formular en otros términos, entre un capital cultural, una localización social y la construcción de una escritura como mercancía y como autoridad sobre el mundo. Espina, sobre ese yo ensayístico traza las características fundamentales de una cierta concepción del intelectual moderno, haciendo explícitas las condiciones mismas de producción de ese sujeto social que es el intelectual. “Diván y moka”, un texto dedicado a la vida del café, al afirmar, con típico elitismo finisecular, que “esto de perder el tiempo, como todo lo selecto, es un arte difícil a que solo llegan las minorías de elegidos”3, nos remite de inmediato a la lectura que Pierre Bourdieu ha hecho de la noción de scholé como clave social
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Antonio Espina, Divagaciones. Desdén. (Prosa), Madrid, Tip.-Lit. A. de Ángel Algoy (S. en C.), 1919, p. 13. Sigo la lectura de Walter Benjamin que figura en las secciones J y M en The Arcades Project, Cambridge/Londres, The Belknap Press of Harvard University Press, 2002. Divagaciones..., p. 17.
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para la construcción del punto de vista intelectual sobre la realidad4. El café aparece en este texto como lugar para la escenificación de un tipo de posición social que hace posible tomar una posición filosófica, es decir, de pura observación y reflexión frente al mundo. La cuidadosa dedicación a constituir su yo textual según la imagen social del intelectual reaparece en un ensayo tan explícito como “Libros” —“sencillamente para muchos, las tres cuartas partes de la vida”5—, insistiendo en autodefinirse en el reconocimiento de los valores y el sentido existencial que la cultura escrita tiene para el intelectual. El elitismo que afecta a estos primeros ensayos de Espina se verá mermado en lo más explícito con los años, pero no en su estructura básica, en tanto que contribuye a través de la forma ensayística a constituir al propio sujeto que enuncia como intelectual a partir de unas marcas sociales específicas. Al mismo tiempo, como ha sugerido Carl E. Schorscke al hablar del feuilleton vienés de fin de siglo, da forma también al público que lo lee y que se identifica con sus valores, sintonizando su sensibilidad con una escritura en la que reconoce al mismo tiempo una posición social y el punto de vista sobre el mundo que esta hace posible6. Sobre esa relación de identidad social y cultural se sostendrá además la posibilidad de producir el texto como mercancía cultural. Espina, como todo ensayista, hará carrera profesional vendiendo su subjetividad, su experiencia de la cultura de su tiempo, a la prensa de la época, seguro de que existía un público capaz de compartirla. En conjunto, los textos ensayísticos recogidos en Divagaciones. Desdén constituyen un intento de construcción desde una localización sociocultural específica, la del intelectual, de una posición epistemológica por parte de Espina susceptible de convertirse en mercancía una vez elaborada como escritura. Su triunfo en constituirse frente a su público potencial como un intelectual moderno fue rotundo, en parte
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Pierre Bourdieu, Meditaciones pascalianas, Barcelona, Anagrama, 1999, p. 9. Divagaciones..., p. 29. Carl E. Schorske, Fin-De-Siècle Vienna. Politics and Culture, Nueva York, Vintage Books, 1981, pp. 9-10.
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amplificado por la publicación un año antes de su poemario Umbrales, que fue reseñado tanto por Rogelio Buendía como por Enrique Díez Canedo, más como el acontecimiento de la aparición de una paradigmática subjetividad moderna que como un libro de poemas7. Guillermo de Torre acertó a destacar, al hablar de Divagaciones. Desdén, no solo la sincronía del hombre con su tiempo, sino también la de su escritura, en una obra que “se nos presenta como una alegoría vibrátil de nuestros días burlescos, intensos y veloces...”8. Antonio Espina, al final de su campaña inicial sobre el mundo literario, había logrado ser reconocido como lo que había tratado de construir en sus textos: un intelectual capaz de escribir en sincronía absoluta con el mundo moderno.
Construcción de la autoridad a través del “arte de ensayo” (España, 1920-1922) No menos éxito obtuvo en su intento de convertir su escritura en mercancía, de encontrar un lugar en el mercado literario. Ayudado sin duda también por el valor de obra poética, el ensayista que se había definido en Divagaciones. Desdén comenzó a publicar en la revista España, sin duda el más importante medio intelectual de su tiempo, en 1920. A lo largo de ese año, Espina, mucho más en control de sus herramientas literarias, se lanzó a construir su autoridad como intelectual a través de un uso ya depurado de la forma ensayística. De nuevo, creo que en estos primeros trabajos en España es tan importante su carácter performativo como su contenido textual9. Ninguno fue tan explícito en ese sentido como el primero, “Posiciones en la
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Rogelio Buendía, “Umbrales, por Antonio Espina”, Grecia, VI, 1 de enero (1919), p. 8 y E[nrique] D[íez]-C[anedo], “La vida literaria. Un poeta nuevo”, España, 195, 2 de enero (1919), p. 12. Guillermo de Torre, “Antonio Espina García: ‘Divagaciones. Desdén’ (Prosa). —Madrid, 1919—”, Cervantes, febrero (1920), p. 122. Utilizo el término performativo en el sentido de J. L. Austin en How To Do Things With Words, Cambridge, Harvard University Press, 1975, pp. 6-7, leído a través
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lucha”, en el que Espina se construía a sí mismo ante el público como “el hombre moderno a quien todo interesa, lo mismo la importación de trigo argentino que la medida de una estrofa; el hombre de espíritu inquieto y rebelde”10. La retórica de la superioridad que había desplegado en sus primeros ensayos desaparece ahora en favor de una modestia que no es sino un modo de desestimar una autoridad para autodefinirse en relación con otra aún más esencial: “Modernidad. Esto basta”. Para Espina, ser un hombre moderno constituye un enfoque epistemológico específico que tiende a plantear todos sus problemas científicos, sociales, artísticos, en el campo intelectual. Ya sabemos que en el fondo la reacción afectiva (atracciones y repulsiones) es la base psicológica. Las ideas, los juicios, la conducta, vienen después. Pero por un esfuerzo crítico se pueden desplazar estas cuestiones al negociado intelectual. La autoridad del intelectual define para sí ahora un nuevo valor: su sincronía esencial con el presente en constante cambio de la modernidad, condición que lo legitima no solo para localizar en el mundo lo moderno, sino también para producirlo en sus textos. De este modo el valor performativo de su discurso adquiere una doble dimensión de producción de su propia legitimidad y, precisamente gracias a ella, del objeto sobre el que la ejerce frente a sus lectores. El elemento que Espina privilegiará para la observación de la cultura de la modernidad en sus primeros escritos será el objeto mismo de su práctica, el llamado “arte nuevo”, con el que se refería tanto a las artes de la escritura como a las de la imagen11. La historicidad absoluta de la condición cultural moderna es para Espina también la historicidad de la psicología e incluso de la fisiología humanas, de las formas de percepción y representación del mundo. La experiencia del mundo moderno derivada de ellas solo puede ser expresada a través de formas sometidas a la misma inestabilidad que afecta a su objeto, de tal modo que “todo el Arte moderno digno de este nombre es un arte de ensayo”. Si bien la noción de ensayo se refiere
de la crítica realizada por Pierre Bourdieu en Language & Symbolic Power, Cambridge, Polity Press, 1991, pp. 107 y ss. 10 Antonio Espina, “Posiciones en la lucha”, España, 283, 2 de octubre (1920), p. 5. 11 Antonio Espina, “Arte nuevo”, España, 285, 16 de octubre (1920), pp. 12-13.
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aquí al tanteo creativo en cualquier terreno, no deja de ser significativo que la propia reflexión y el intento de responder al problema sean dados en la forma del género ensayístico mismo, lugar privilegiado para esa paradójica reflexión historicista que trata de explorar la ontología del presente, las formas esenciales que la cultura de la modernidad toma sucesivamente. La lectura del arte moderno de Espina aparece desde un principio sometida a dos tensiones fundamentales. Por un lado, la constatación de que el desarrollo cultural del mundo moderno lleva a la destrucción de la idea misma de arte. Como señalaba en otro ensayo temprano, “Rascacielos”, “los estetas suponemos que el arte es lo más trascendental, que tiene una gran importancia. Error. El arte tiene menos importancia en la vida que la banca, la industria o la política, y muchísima menos que la ciencia”12. La elección de una imagen arquitectónica de la vida cotidiana urbana, analizada desde fuera de la estética, implica además que en realidad aquellos elementos que definen la cultura moderna, que captan la vibración psicológica de su tiempo, empiezan a encontrarse fuera de las artes tradicionales, que eran en definitiva las propias de la cultura de vanguardia que había venido pensando. Pero además, el problema central del arte nuevo era, precisamente, su carácter de ensayo, su irresolución. Pensando el problema a partir de la poesía nueva, afirmaba Espina, “lo personal se pierde precisamente por el afán de singularización y los ensayos se multiplican sin obtener resultado considerable”13. Pero poco después, en 1923, si bien Espina afirmaba aún que “el carácter peculiar de la época en que vivimos lo constituye el problema”, concluía apuntando una solución posible: condicionada así la vida moderna, incumbe a la ciencia por derecho propio organizar su complejo. Por lo pronto, se inician en la esfera antes libérrima y confiada del arte algunas disciplinas científicas. El
12 Antonio Espina, “Rascacielos”, España, 299, 22 de enero (1921), p. 9. 13 “Libros y revistas. Imagen (Poemas).—Gerardo Diego— Madrid, 1922”, España, 321, 20 de mayo (1922), p. 16. La reseña apareció sin firma, pero es indudablemente de Espina, por entonces reseñista regular de la revista.
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método, el ensayo, la técnica, el análisis y hasta el vocabulario, han irrumpido en el reino apacible de la musaraña14.
El “arte de ensayo” se comenzaba a perfilar como un modo no solo de diagnosticar, sino también de organizar la cultura moderna, buscando en el proceso una nueva legitimidad.
De policía: el intelectual como organizador de la culturas (Revista de Occidente, 1923-1927) Para entonces, la concepción del intelectual que Espina desarrollaba en la teoría y en la práctica de su ensayo era más compleja que lo que esa identificación inicial entre labor intelectual y producción de arte moderno venía sugiriendo. En un artículo de 1922 sobre el jefe de policía moderno, Espina había desarrollado toda una teoría sobre la legitimidad del intelectual para ejercer su autoridad sobre la sociedad civil15. Espina abría su reflexión localizando en “la creciente intensidad de la vida moderna” el problema del jefe de policía, ocupación para la que “es preciso ser, ante todo, hombre de ideas. Es decir, intelectual”. La labor que se espera del jefe de policía remite una vez más a las preocupaciones constantes del ensayo de Espina: Hay que comprender la ciudad moderna. Saberla sentir. Distinguir lo que puede ser objeto de inmediata extirpación y lo que hay que tolerar, corrigiéndolo poco a poco y encomendándolo a la evolución moral de las costumbres. Es necesario no caer en los dos defectos capitales de la autoridad mal entendida: el personalismo y el abuso de fuerza. Hay que tener sensibilidad política y de la otra, y educación ciudadana.
14 Antonio Espina, “Ivan Goll: Les cinq Continents. Anthologie mondiale de poésie contemporaine”, en “Notas”, Revista de Occidente, 2, agosto (1923), pp. 249 y 250. 15 Antonio Espina, “Al margen. Retrato de un buen jefe de policía”, Heraldo de Madrid, lunes, 9 de octubre (1922), p. 1.
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De nuevo, la comprensión del espacio de la modernidad legitima una forma de autoridad sobre la forma que esa modernidad debe tomar y que debe ser incorporada —“costumbres”— por el conjunto de los ciudadanos, sobre los que el jefe de policía ejerce su poder. Con notable ambivalencia política, el ensayo afirma la necesidad de dar un carácter intelectual al poder público, de tal modo que la autoridad última sobre la sociedad se encuentre en manos de los intelectuales. Podemos dar a esa ambivalencia un giro aún más perturbador si invertimos el argumento y consideramos el texto una reflexión sobre el intelectual como jefe de policía, como autoridad social cuyo análisis de la realidad moderna tiene una función cívica, lo que no sería de extrañar si pensamos en la frecuencia con que el Espina ensayista se pensó interponiendo entre él y el lector una figura capaz de representarlo. Y es que unos meses después de la aparición de este ensayo, Espina publicaba en Revista de Occidente una conocida reflexión sobre el legado de Benito Pérez Galdós en la que desarrollaba esa función policial de extirpar, ahora del horizonte intelectual, tras haber reflexionado sobre las necesidades de la vida moderna16. Espina encuentra en Galdós “la falta de ese centro de gravedad intelectual que se llama sentido crítico, o, con más exactitud, autocrítico”, lo que lo aleja de su concepción intelectual de la vida civil17. Por ello, las limitaciones de las herramientas perceptivas y expresivas de Galdós son, al mismo tiempo, un problema político potencial, ya que “el perfil fino de España no puede surgir de ningún grosero mecanismo novelar”, que debe ser corregido por un tipo de intelectual capaz de intervenir sobre la sociedad18. Pese a ser una reseña, su reflexión sobre Galdós toma la forma y, sobre todo, la función paradigmática del ensayismo maduro de Espina. Cuando concluye de forma inequívoca —“Hoy, después
16 Antonio Espina, “Libros de otro tiempo: B. Pérez Galdós, Fisonomías sociales; José Mª Matheu, Los tres dioses y otras narraciones”, en “Notas”, Revista de Occidente, 1, julio (1923), pp. 114-117. 17 Ibidem, p. 114. Espina añade significativamente que “este defecto lo alejó de los hombres del 98, que pecaron de lo contrario, y más aún de la actual generación ensayista, arbitraria pero emancipada”. 18 Ibidem, pp. 115-116.
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de la liquidación intelectual de la guerra europea, en plena actividad crítica y creciente análisis, Galdós no alza nuestro interés moderno a la altura de su nombre”19—, Espina no hace sino hacer explícito el sutil juego por el que el proceso de construcción de una opinión personal se hace uno con el momento histórico, reflejo de esa inherente percepción de la ontología del presente con la que el intelectual se autolegitima. El ensayista se convierte así en un enlace absoluto con la historia: habla con autoridad sobre el lugar en el tiempo de un objeto, convirtiéndose en intérprete privilegiado de la cultura en la historia. La apuesta del ensayo se juega entonces en dos sentidos: da una opinión, pero al mismo tiempo legitima a quien la produce, induce a creer en ella, crea una autoridad, que en parte se sostiene sobre esa idea de intérprete privilegiado de su tiempo. No otra cosa había venido realizando Espina en sus ensayos, desde Divagaciones. Desdén hasta llegar ahora a Revista de Occidente, donde se convertirá en colaborador habitual y de manera más clara cristalizará su autoridad intelectual20. Es significativo el grado de coincidencia que existe entre las características del intelectual que hemos visto en el proceso de autodefinición como ensayista de Espina y el lector ideal que Revista de Occidente diseñó en los “Propósitos” con que abría su primer número, que debía tener “la vital curiosidad que el individuo de nervios alerta siente por el vasto germinar de la vida en torno y es el deseo de vivir cara a cara con la honda realidad contemporánea”21. Frente a este lector, los colaboradores de la revista se convertían en una figura de autoridad, cuyo trabajo consistía en traer un “poco de orden y suficiente jerarquía en la información” sobre la nueva vida de Occidente22. El explícito abandono de la política con que Ortega y Gasset fundó la revista —“De espaldas a toda política, ya que la política no aspira nunca a entender las cosas”23— es deconstruido por ese intento
19 Ibidem, p. 117. 20 Véase Evelyne López Campillo, La “Revista de Occidente” y la formación de minorías (1923-1936), Madrid, Taurus, 1972, para el proyecto de la revista. 21 “Propósitos”, Revista de Occidente, 1, julio (1923), p. 1. 22 Ibidem, pp. 1-2. 23 Ibidem, p. 2.
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colectivo de construir una autoridad social para el intelectual que le permita definir de manera unívoca la modernidad para España e Hispanoamericana. Este proyecto tenía además una dimensión sociológica clara, al entender esas sociedades como estructuras orgánicas en las que diversos grupos sociales, empezando por “un número crecido de personas que se complacen en una gozosa y serena contemplación de las ideas y del arte”24, debían cumplir funciones diferentes en la realización, precisamente, de esa modernidad que se trataba de dirigir desde la revista. A los productores de conocimiento y no a los políticos correspondía la dirección de la vida social. Frente a la política, relegada a la anécdota del periódico, el conocimiento trataba de establecerse como una práctica desinteresada, al mismo tiempo que no hacía sino traducir estructuras políticas que legitimaban socialmente la construcción de ciertas representaciones de la sociedad a la estructura propia de las prácticas intelectuales autónomas, algo que ya sucedía en la cultura intelectual alemana que la revista tomaba como referente25. Espina puso en juego toda su autoridad intelectual para tratar de resolver el problema del arte contemporáneo, del arte de vanguardia, como venía haciendo desde sus ensayos en España. Si allí proponía un arte que fuese ensayo, ahora afirma la necesidad de un arte, y por extensión un ensayo, que sea orden. En su reseña del libro de Franz Roh, Realismo mágico, Espina alaba la posición media que supone el posexpresionismo, que “tiende a reproducir concretamente una realidad, una realidad apreciable por cualquier persona. [...] Ni grosera, como la imitación vulgar del natural, del antiguo arte histórico que llega hasta los impresionistas, ni tan ideal que se pierda de puro metafísica”, una posición que cabe definir como “realismo idealista”26. Roh sirvió a Espina para, a través una vez más del arte, conceptualizar la necesidad histórica de una vuelta al orden
24 Ibidem, p. 1. 25 Pierre Bourdieu, L’ontologie politique de Martin Heidegger, Paris, Les Editions de Minuit, 1988. 26 “Franz Roh: Realismo mágico”, que reseñó en Revista de Occidente, 49, julio (1927), pp. 112 y 113.
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en las prácticas intelectuales. Al mismo tiempo que diagnosticaba esa necesidad, la realizaba a través del ensayo, que continuaba organizando la vida cultural moderna para los lectores de la revista. Ese trabajo de ordenación intelectual de la cultura moderna quedó documentado de forma duradera en su libro Lo cómico contemporáneo, aparecido en 1928, en el que reúne casi exclusivamente ensayos y reseñas aparecidos en Revista de Occidente. El modo en que este libro pudo ser recibido nos permite apuntar en qué grado fueron comprendidos los problemas que he venido estudiando en esta fase de la obra ensayística de Espina. Esteban Salazar y Chapela en su reseña de Examen de conciencia, un texto de Guillermo de Torre que realizaba la misma llamada al orden que Espina, citaba Lo cómico contemporáneo como parte de esa misma vuelta a la claridad, al orden de que hablaba Torre27. Salazar y Chapela identificaba así de manera transparente el problema inscrito en la práctica del ensayismo de Espina en relación con la modernidad cultural. El “arte de ensayo” de Espina se había convertido en su proceso de ordenación de la vida cultural en el mejor ejemplo de la misma, paradigma de la vuelta al orden que ya comenzaba a apuntar una autoridad que trascendía la simple reflexión sobre el arte.
Socializar una nueva epistemología de la modernidad (“Especulares”, El Sol 1926-1928) Este cambio en el “arte de ensayo” de Espina comenzó a desarrollar una nueva dimensión con el inicio de su colaboración en 1926 en El Sol, fundamentalmente a través de una serie de columnas que llevaban el título común de “Especulares”. Estos ensayos se diferenciaban de todo su trabajo anterior, que en general había partido de la reseña o de la crónica cultural, por centrarse en la reflexión sobre problemas específicos tomados de la observación de la realidad inmediata del mundo
27 E. Salazar y Chapela, “Literatura. Torre, Guillermo de: Examen de conciencia. Problemas estéticos de la nueva generación española, Facultad de Humanidades, Buenos Aires, 1928”, El Sol, viernes, 25 de enero (1929), p. 2.
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moderno. Desde el principio, Espina daba en ellos por cerrado el problema del arte de vanguardia tal y como había sido mediado por él para los lectores de diversas revistas intelectuales minoritarias, en cuyo proceso había definido progresivamente su identidad como intelectual legitimado para hablar del mundo moderno, estableciendo un orden cognoscitivo que debía ser asumido por lectores, para pasar a centrarse en fenómenos culturales de la modernidad más extensivos. Y lo hacía precisamente en un diario como El Sol, de mucho más largo alcance en términos de público. No es casual que Espina iniciara su colaboración con un ensayo que replantea la misma relación entre epistemología y cultura moderna que ya había explorado en sus textos sobre las necesidades del “arte nuevo”, pero trasladando ahora su atención a una nueva forma cultural masiva: el cinematógrafo28. Según Espina, este nuevo medio permitía al hombre modificar la percepción de su realidad, en una verdadera reconfiguración simultánea del cuerpo y la subjetividad modernos, o, como desarrollará algo más tarde en Revista de Occidente, el cine había cambiado la psicología de tal modo que iniciaba la “historia psicológica”29. Como el arte moderno, el cine “ha exigido de pronto, para su total comprensión y goce, a individuos y públicos, un esfuerzo, una postura violenta. Primero de la atención, después de la inteligencia, y, por último, de la conciencia entera”30. O, por lo menos, había cambiado la percepción de ese sujeto-objeto social privilegiado por Espina, el intelectual. Porque, en gran medida, su preocupación por la cultura masiva de la modernidad no logra romper plenamente con esa epistemología intelectualizada para la cual “la visión nueva produce conciencia nueva. [...] Arte, ciencia, moral, presentan siluetas insospechadas, al propio tiempo que artistas, ciencistas [sic] y filósofos, ensayan modos de concepción y agilidades novicias”31.
28 Antonio Espina, “Especulares. Ojo cinematográfico”, El Sol, lunes, 5 de abril (1926), p. 1. 29 Antonio Espina, “Reflexiones sobre cinematografía”, Revista de Occidente, 43, enero (1927), p. 39. 30 Ibidem, p. 38. 31 Ibidem.
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En definitiva, Espina continuaba esa línea según la cual toda epistemología conlleva una sociología específica, que implícitamente articula diversos grupos sociales con funciones sociales diferentes, entre ellas, la de constituir la diferencia misma entre intelectuales y no intelectuales, hecha posible solamente por una labor sostenida de legitimación de la autoridad intelectual. Ante el nacimiento de los “ojos cinematográficos”, “la multitud tardará mucho tiempo en afinar su flamante sentido. Pero algunos hombres se hicieron pronto al extraño cristal”, desde Marconi, que fue capaz de ver sonidos, a Freud, que penetró en la cámara oscura del subconsciente, pero sobre todo Einstein a través de su relativismo. El doble gesto, cinematográfico en sí mismo, de acercamiento a un fenómeno concreto de la vida cotidiana de la cultura moderna y la ampliación hasta construir a partir de él una interpretación del conjunto de la cultura de la época, definiendo en el proceso una antropología de la percepción, acaba por esbozar la práctica de una filosofía de la cultura que comparte mucho con las estrategias desarrolladas a principios de siglo por Georg Simmel. El trabajo de Espina se aproxima así al que, en aquellos mismos años, realizaban algunos jóvenes ensayistas alemanes que habían reflexionado sobre el trabajo de Simmel, como Sigfried Kracauer o Walter Benjamin, y que como Espina se habían convertido en mediadores de la cultura moderna para el público masivo de la prensa diaria32. Espina construía la experiencia cinematográfica como el medio idóneo para explicar toda la realidad de la vida moderna al afirmar que era en la pantalla “donde hemos descubierto el gran sentido desfilatorio que anima la modernidad. La ‘vida visual’, antes tan quieta, ha tomado cuerpo y desfila vertiginosamente en los millares de pantallas del mundo”33. Ante esto, es inevitable pensar en otros intentos de explicación de la modernidad a través de un fenómeno cultural,
32 Véase Thomas Y. Levin, “Introduction”, en Siegfried Kracauer, The Mass Ornament. Weimar Essays, Cambridge / Londres, Harvard University Press, 1995, pp. 1-30. 33 Antonio Espina, “Cineástica. Desfile y ángulo-pinza”, El Sol, jueves, 1 de diciembre (1927), p. 12.
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como el ornamento de masas en Siegfried Kracauer, que toca desde la arquitectura a las Tiller Girls34. Como Kracauer, Espina sigue a Simmel para afirmar que un objeto en apariencia cotidiano, como por ejemplo la moda, “es algo revelador, el mejor exponente del carácter o perfil espiritual de una época”35. Este giro simmeliano en el análisis de la cultura dado en “Especulares” no solo fijaba la atención en elementos de la cultura de masas, como el cinematógrafo, sino que traía una reflexión sostenida sobre cierta experiencia de la modernidad urbana, que permitía a Espina, por ejemplo, volver sobre un tema que había tocado al principio de su carrera, el rascacielos, en los mismos términos de configuración de la subjetividad y redefinición de los principios de percepción: No cabe duda de que este nuevo edificio tiene una emoción nueva. Grande, estética, y que cerrando los ojos y discurriendo por nuestro mundo representativo, la vemos crecer progresivamente. El rascacielos no está ya solo en la calle. No podía estarlo mucho tiempo. Va estando en nuestra conciencia, en nuestra sensibilidad y pide con urgencia un puesto para desenvolver el repertorio sentimental que le corresponda. Se trata simplemente de una forma nueva que reclama un molde nuevo en nuestro espíritu36.
En estas interpretaciones de la vida moderna, el propio Espina se convierte en paradigma de la nueva sensibilidad, de la capacidad para percibir en los fenómenos la ontología del presente, mediando esa experiencia reflexiva de la modernidad para el público medio del periódico diario, sobre el que aplica ahora esa misma autoridad que le permite ordenar frente a él el sentido del mundo moderno. Un artículo de explícita construcción divulgativa como “Vísperas del año 30” muestra muy claramente cómo se cerraba el círculo de la producción y ejercicio de la
34 Kracauer, “The Mass Ornament” en The Mass Ornament, 1927, pp. 75-86. 35 Antonio Espina, “Especulares. Intríngulis de la moda, El Sol, viernes 3 de junio (1927), p. 1. 36 Antonio Espina, “Especulares. La sensibilidad millonaria y el rascacielos”, El Sol, lunes, 29 de noviembre (1926), p. 1.
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autoridad intelectual de que es vehículo el ensayo de Antonio Espina en estos años. Allí afirmaba que “el espíritu europeo está fatigado, aburrido, desorientado, con tanta maraña y cabriola. Hay que volver a la razón y restaurar el sentido común. Ordenando el caos”, insistiendo en la estratégica necesidad de orden que había definido tanto el propósito inicial de Revista de Occidente como los textos en los que basaba este ensayo. En él no solo se refería explícitamente al artículo de E. R. Curtius “Restauración de la razón”, aparecido en Revista de Occidente, sino que vinculaba su reflexión al texto de Franz Roh sobre el posexpresionismo, reseñado unos meses antes, sino que la consideración del año 30 como central en la historia europea se había desarrollado a partir de una afirmación de Benjamin Crémieux sobre la literatura francesa, en la que anunciaba la nueva vuelta al orden para el año 30, realizada en un libro reseñado por el propio Espina en la revista37. Espina sintetiza así para los lectores de cultura media de El Sol toda una lectura sobre el presente de la cultura europea mediada por la Revista de Occidente. Probablemente menos lectores en común que la revista y El Sol tuvo aquella con El Noticiero Bilbaíno, donde meses después Espina insistió en divulgar aún de manera más explícita su defensa de una vuelta al orden, cuya “fórmula podría ser de cierta conciliación con los elementos aprovechables de lo tradicional, siempre que la tendencia genérica fuese cada vez lo más universalista posible”. Y añadía: “La fórmula, yo creo que podría ensayarse en España —en Europa se emplea con éxito— sin ningún peligro”38. Este texto no dejaba ya ninguna duda de la voluntad de aplicar los principios de interpretación de la cultura moderna sobre vida social nacional. El proyecto político de construcción de una interpretación legítima, jerarquizada y ordenada de la cultura moderna llega en este momento a su destino último: la configuración de la vida social bajo esos principios intelectuales. El intelectual quedaba convertido así no solo en autoridad cultural, sino también en autoridad política o, más
37 Antonio Espina, “Pierre Varillon y Henri Rambaud: Enquête sur les maîtres de la jeune littérature”, en “Notas”, Revista de Occidente, 9, marzo (1924), pp. 387-390. 38 Antonio Espina, “De nuestros colaboradores. Una revisión. Nuestra fecha estética”, El Noticiero Bilbaíno, miércoles, 4 de abril (1928), p. 1.
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apropiadamente, civil, en virtud solo de su labor ensayística. Espina había sido muy claro sobre su intención en “Vísperas del año 30” al afirmar que “es necesario un orden. Una organización de valores muy fijos y contrastados. Hace falta que el sentir descomunal de ejecutantes y creadores se trueque en el indispensable sentido comunal y común”39. El resultado final de esa producción de autoridad a través de estrategias de autolegitimación en las revistas minoritarias se convertía ahora de manera explícita en definición de una epistemología de la modernidad que debe imponerse como sentido común, pese a reproducir lo que hasta entonces se ha presentado siempre como principios epistémicos propios del intelectual. Necesariamente esto se realizaba en un periódico de alcance mucho más extenso que las revistas intelectuales cuya autoridad había contribuido, sin embargo, a amplificar esa potestad del intelectual que ahora buscaba ejercer sobre la sociedad.
El nuevo diantre frente a la política de masas (1931-1936) La ambivalencia política inherente a ese proyecto intelectual de mediación autorizada entre el desarrollo de la cultura moderna, leída como clave histórica, y las clases medias cultas de su tiempo se resolvería, sin embargo, a principios de los años treinta de un modo relativamente muy diferente al que ese gesto performativo había tratado de realizar. Tras la salida de Espina de La Gaceta Literaria, donde había ejercido como crítico artístico, tras la abierta interpretación fascista por parte de su director, Ernesto Giménez Caballero, del intento de institucionalización de una cultura literaria nacional que la revista había encarnado, Espina apareció como fundador de Nueva España, periódico político que vivió y murió en la efervescencia que precedió a la proclamación de la Segunda República. Estos años supusieron también un significativo descenso de sus colaboraciones tanto en Revista
39 Antonio Espina, “Especulares. Vísperas del año 30”, El Sol, jueves, 10 de noviembre (1927), p. 1.
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de Occidente como en El Sol, que abandonará en 1931 para pasar primero a Crisol y luego a Luz, donde se dedicará fundamentalmente a la crítica teatral40. La mayor parte de su obra periodística de los años treinta apareció en diarios de provincias, y uso el término conscientemente, pues se trataba de diarios, fundamentalmente diarios de la izquierda republicana, que a través de la agencia de prensa de Luis de Sirval, según Domingo Dueñas, recibía textos políticos de intelectuales madrileños41. Conocemos parcialmente sus colaboraciones en El Liberal de Bilbao gracias al catálogo incompleto hecho por Gloria Rey Faraldos42, pero esas colaboraciones se extienden, en ese y otros periódicos, entre 1931 y 1936, con regularidad semanal desde marzo de 1933, fecha en que abandona la crítica teatral en Luz. Estas colaboraciones renuncian en su mayoría tanto al estilo como al objeto de toda su obra ensayística previa, para dedicarse al comentario de política internacional, como en el conocido texto de 1935 sobre Hitler, que le valió unos meses de cárcel43, o de política nacional, en una extensa serie de textos que pueden resumirse con el nombre de uno de ellos, “Defensa de la República”44. Significativamente, ninguno de estos ensayos apareció en su último libro de ensayos, El nuevo diantre, publicado en 193445. Revisar el carácter de este libro y sobre todo el modo en que fue recibido nos permite ver en qué medida la propuesta de Espina en torno al ensayo
40 Entre 1930 y 1936 Espina solo publicó 18 colaboraciones en Revista de Occidente, frente a las 44 del periodo entre 1923 y 1929. 41 Véase José Domingo Dueñas Lorente, “Periodismo republicano: hacia un nuevo humanismo”, en Ramón J. Sender, Proclamación de la sonrisa. Ensayos, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza / Instituto de Estudios Altoaragoneses, Instituto de Estudios Turolenses, Departamento de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón, 2007, pp. xl-xliv. 42 Gloria Rey Faraldos, La obra vanguardista de Antonio Espina, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2000. 43 Antonio Espina, “Internacional. El caso Hitler”, El Liberal, jueves, 11 de abril (1935), p. 1. 44 Antonio Espina, “Política. Defensa de la República”, El Liberal, domingo, 21 de febrero (1932), pp. 1-2. 45 Antonio Espina, El nuevo Diantre, Madrid, Espasa-Calpe, 1934.
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—que como hemos visto no era solo una escritura, sino también el trabajo de un sujeto social específico, el intelectual, para construir una forma de autoridad social sobre una franja sociológica específica— funcionó en los años treinta, cuando de manera inequívoca la lucha por el poder para explicar y ordenar legítimamente el mundo moderno quedaba ya en manos de la política de masas. Para Miguel Pérez Ferrero, Espina era un superviviente a las duras condiciones a las que “el actual marasmo que presentan la producción y la vida literaria en España” sometía a sus escritores46. Pérez Ferrero elaboraba su pesimista lectura desde la posición de alguien que pensaba a Espina fundamentalmente como una personalidad literaria, algo que también destacó entonces Gerardo Rivera47, un modo de escritura, representante de una autonomía del campo literario que la vida política contemporánea amenazaba. Más capacidad para entender la posición real que ocupaba Espina en la vida cultural nacional mostró el anónimo reseñista que se ocupó del libro en El Liberal, quien señalaba la potencial ampliación del público que casi una década antes había dado a Espina su entrada en El Sol: El ensayo se ha adueñado del periódico, y son varios los ensayistas ilustres que han hecho de la tribuna popular periodística un altavoz potente por donde lanzar sus ideas. He aquí el caso del notable escritor Antonio Espina. Los ensayistas utilizaban las revistas, que leían minorías selectas, para la exposición de sus teorías y comentarios, que necesitan una preparación adecuada y un lector especial. Ahora, la cultura polifacética del público necesita en la hoja diaria del comentario profundo de los hechos y de las teorías del movimiento intelectual del Mundo48.
46 Miguel Pérez Ferrero, “Actualidad literaria. El nuevo diantre”, Heraldo de Madrid, jueves, 7 de febrero (1935), p. 6. 47 Gerardo Rivera, “Literatura. El nuevo diantre”, La Voz, martes, 12 de febrero (1935), p. 1. 48 “Ensayo. El nuevo diantre, ensayos, de Antonio Espina.—Espasa-Calpe”, El Liberal, domingo, 17 de febrero (1935), p. 7.
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Mientras que algunos intelectuales se desesperaban por las dificultades inherentes a la práctica de la literatura en un momento histórico altamente politizado, otros veían aún posible el papel político que la autoridad del intelectual podía ejercer gracias al medio periodístico, mostrando una fe en el proyecto de Espina que no todos compartieron. El proyecto de autoridad social del intelectual del que Espina había formado parte estaba lejos de haber logrado convertirse en hegemónico. Desde la extrema derecha católica, un crítico como el padre Aniceto de Castro Albarrán podía reconocer sin problemas la valía del estilo de Espina, pese a su “trasnochado intelectualismo izquierdista”, pero no dudaba en afirmar, atacando el ensayo titulado “Catolicismo”, que “lo que a mí más me maravilla de estos intelectuales es la osada —casi iba a poner otro adjetivo— benditez con que hacen las más rotundas afirmaciones sin molestarse en aducir una prueba”49. Pero serían los nuevos intelectuales marxistas los que, como hizo José Ramil en su reseña de Nueva Cultura, pusieron en cuestión de manera más completa la autoridad interpretativa del proyecto intelectual elitista en el que Espina se integraba y, de paso, el valor mismo del ensayo como herramienta privilegiada para este. Ramil señaló que El nuevo diantre había sido calificado como ensayo y añadía: en verdad no otro calificativo hubiese podido usarse con mayor propiedad, porque es ante y sobre todo ensayos. Ensayo es prueba, examen, intento, pretensión, buceo, etc. Y Espina a través de su libro, no hace otra cosa: examinar unos hechos, intentar profundizar en los mismos, pretender comprenderlos, bucear en su razón de ser, probar de hallarles solución; pero sin conseguirlo, sin ir más allá de un examen, un intento, etc., sin pasar de la superficie50.
49 Aniceto de Castro Albarrán, “El nuevo diantre, por Antonio Espina. (Espasa-Calpe. Madrid, 1934. 199 páginas)”, Acción Española, 72-73, marzo (1935), pp. 610-612. 50 José Ramil, “Antonio Espina, El nuevo diantre, Espasa-Calpe. 1934. Madrid”, Nueva Cultura, 3, marzo (1935), p. 2.
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Indudablemente, Ramil apuntaba al hecho de que Espina carecía de una interpretación marxista de la realidad51. La invitación por parte de Ramil a formar parte de esa nueva cultura que daba título a la revista y que definía ese proyecto de interpretación marxista de la realidad apenas era posible, porque ese libro estaba lejos de representar el trabajo de Espina como comentarista político en los años anteriores, reafirmando por el contrario los valores intelectuales en los que había venido trabajando durante los años de su vinculación más intensa a El Sol. De la treintena de ensayos que recoge el libro, apenas una tercera parte corresponde a los años 1930-1934, mientras que al menos dieciséis ensayos habían aparecido entre 1926 y 1929, once de ellos en El Sol52. El nuevo diantre resulta ser, por tanto, un cierre tardío de ese proyecto de socialización de la interpretación intelectual de la modernidad cultural a través del ensayo que habían sido sus “Especulares”, que en la nueva situación de crisis de la autoridad intelectual de los años treinta no hacía sino mostrar el fracaso de su búsqueda de hegemonía social. Por ello, no dejaba de ser significativo que, al filo de 1936, Nueva Cultura publicase precisamente un editorial como “Carta a Antonio Espina”, en el que evaluaban el fracaso de las sucesivas generaciones intelectuales desde 1898. Y lo hacía repensando el efecto que el movimiento revolucionario de 1934 había tenido sobre ellos, jóvenes intelectuales, puesto que en ese momento “aquella masa despersonalizada se convertía súbitamente para nosotros en una conciencia colectiva de protesta, más aún en la acción liberadora de unos hombres que tienen objetivos propios que cumplir”53. La jerarquía de relaciones entre sociedad e intelectuales quedaba así invertida en ese surgimiento del movimiento obrero como intelectual colectivo, al que el intelectual profesional debía, según la redacción de Nueva Cultura, someterse. Se cerraba así simbólicamente todo
51 “Para dar una salida-solución a una serie de problemas que una situación de inseguridad plantea al intelectual, es necesario poseer una concepción del mundo y de las cosas, una noción de la dialéctica de los hechos y de la naturaleza que, a través de su última producción, Espina nos da la sensación de no poseer” (ibidem, p. 3). 52 De los treinta ensayos que componen el libro he podido identificar la procedencia hemerográfica de veintiséis. 53 “Editorial. Carta a Antonio Espina”, Nueva Cultura, 10, enero (1936), pp. 2-3.
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un proceso de configuración del ensayo como discurso performativo de la autoridad del intelectual sobre una sociedad, que, en definitiva, nunca llegó a influir más allá de los estrechos límites de esas mismas élites culturales que definieron ese proyecto y de las que el propio Antonio Espina formó parte.
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Las otras vidas de Miguel Pérez Ferrero
Juan Herrero Senés (University of Colorado-Boulder)
Miguel Pérez Ferrero (Madrid, 1905-1978) es otro de esos escritores de entreguerras que solo son mencionados cuando se amplía generosamente la nómina de protagonistas. Licenciado en Derecho, fue literato por ilusión, periodista por profesión y, en definitiva, escritor por dedicación. Biógrafo, cinéfilo y fumador empedernido, su trayectoria vital, como espero mostrar, tiene no poco de envés de la vida de los otros. En los años treinta era uno de los más destacados jóvenes críticos literarios en prensa, director de la página literaria del Heraldo de Madrid, un espíritu inquieto y agudo que actuaba de eficaz correa de transmisión de las andanzas y obras de las generaciones que convivían en esos años. En la guerra acabó uniéndose al bando nacional y el resto de su vida, como le pasara a Antonio Marichalar, Ferrero fue de algún modo una versión rebajada de sí mismo, preso de la nostalgia por una época barrida de la vida cultural española a la que volvía al compás en no pocas ocasiones de efemérides y fallecimientos de amigos y conocidos. Así, afirma ya en 1948: “Nadie será nunca capaz de saber
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la ráfaga que trae los recuerdos, tan vivos a veces, que tenemos la sensación de desdibujarnos en absoluto del presente para tomar, de nuevo, cuerpo en el pasado tal como éramos y tal como sentíamos...”1. A lo largo de más de cincuenta años de profesión emborronó cientos de páginas, pero no de creación, sino sobre los demás, y no en vano sus obras más conocidas son las informadas biografías que durante el franquismo publicó sobre los hermanos Machado, Pío Baroja y Ramón Pérez de Ayala. En lo que sigue voy sobre todo a concentrarme en la trayectoria de Ferrero hasta 1936, pues mi propósito principal es mostrar su papel significativo como “promotor de las letras” (la frase es de Díaz Plaja2) de los años de la República y aludir a algunos de sus textos más sugestivos. Él pertenece a ese grupo de escritores, como el citado Marichalar o Guillermo de Torre, que tras varias escaramuzas dejaron de lado la producción poética o ficcional para dedicarse mayoritariamente al ensayo y la crítica, y se convirtieron en observadores, árbitros y animadores de la vida literaria española. Algo que distingue a Ferrero de los arriba citados es su querencia por las “entrañas” o la “vividura” de la literatura, tanto o más que por las producciones; y esto en un doble sentido: uno, en el de indagación de las vidas de los autores y el valor de que se dota a las anécdotas; y dos, en la importancia que se le otorga al entramado de relaciones que conforma el sistema literario, donde además de los autores participan casas editoriales, publicaciones periódicas, críticos, lectores, publicistas, tertulias, grupos...: “Este mundo es complejísimo, lleno de recodos y esquinas, plagado de secretos, unas veces maravillosos y otras tristes”3. Pero, además, Ferrero cultivó un estilo de crítica peculiar, que ni aspiraba a la creatividad e intensidad espiritual de Marichalar, ni se reconocía ya en el modelo de crítica afirmativa preconizada por Ortega y que Guillermo
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Miguel Pérez Ferrero, “Roque Esteban Scarpa”, Abc, 16 de marzo (1948), p. 3. Los textos sin indicación de autor pertenecen a Miguel Pérez Ferrero. Guillermo Díaz-Plaja, “Pérez Ferrero, en sus proscenios”, La Vanguardia, 25 de abril (1972), p. 13. “La vida literaria”, Heraldo, 22 de enero (1931), p. 8.
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de Torre había identificado como característica de los nuevos aires literarios en la introducción a Literaturas europeas de vanguardia. Frente a esta, Ferrero a menudo preconizó una postura personalista, de afirmaciones directas y polémicas que no eludía ni la crítica, ni la denuncia ni la confrontación, y a veces casi la perseguía, a partir de un acercamiento “agresivo” a su objeto. Algo por otra parte más en consonancia con los aires enrarecidos de los años 30, aunque en el caso de Ferrero deba señalarse el nulo matiz político, sino circunscrito a lo literario, de sus afirmaciones más contundentes. En cualquier caso, de forma persistente y durante casi diez años Pérez Ferrero fue dejando constancia en sus reseñas y crónicas de los acontecimientos literarios más destacados, lo que incluye no únicamente la publicación de libros, sino la aparición y desaparición de revistas, las visitas y viajes de escritores, las polémicas entre ellos, los banquetes, fiestas, homenajes y conferencias, las entrevistas y reportajes sobre tendencias literarias, los tejemanejes editoriales o las glosas de autores notables. Pérez Ferrero entró a la vida literaria alrededor del año 1923 acompañado de los pintores con los que se reunía en el Café Saboya: Carlos Sáenz de Tejada, Francisco Santa Cruz y Francisco Bores, quien le retrató en 19254. Comenzó, como casi todos, siendo poeta: “Yo me había dado a fabricar unos versos ligeros que constituían poesías cortitas, las cuales estimaba libérrimas y descaradas”5. Sus composiciones aparecieron en revistas jóvenes como Alfar, Plural, Tobogán o El Estudiante, y fueron recopiladas en dos libros de escasa fortuna: el posmodernista El bufón de la reina (1923), con prólogo de José Francés, y Luces de bengala (1925), de factura más ultraísta. Al parecer, publicó un tercer libro, Poemas escondidos, del que nada más se sabe. Todavía a finales de los veinte publicó poemas y prosas líricas en Mediodía de Sevilla, en la murciana Verso y Prosa (donde ya mostró su afición por el cine, que le durará toda la vida) o en la castellana Parábola. Sin embargo, ninguno de los tres proyectos que en marzo de
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Ferrero rememora estas amistades en el capítulo “Francisco Bores” de Unos y otros (Madrid, Editora Nacional, 1947, pp. 171-175). Ibidem, p. 172.
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1928 anunciaba llegaron a concretarse: “Un libro de poemas con el título de Poemas del aire (anunciado al pie de unas anticipaciones publicadas en 1926) o de Aeros, probablemente para las ediciones ‘Parábola’. Un cuaderno de ‘Trece poemas de Humidor’ en La Gaceta Literaria. Un libro de prosa (cuentos o algo así) todavía sin título”6. En poco tiempo, Pérez Ferrero se pasó a la crítica, el ensayo y el periodismo cultural, al que desde ese momento dedicaría toda su vida. Desde sus inicios en 1927 lo encontramos entre los colaboradores habituales de La Gaceta Literaria, de cuya sección de libros llegó a ser director junto a Esteban Salazar Chapela a mediados de 1929 y donde ejerció de coordinador y animador de la famosa encuesta sobre la vanguardia en 1930. El propio Ferrero, años después, explicaba su ubicación estética: “Seguíamos las corrientes de una posguerra que no había cumplido diez años y nos adscribíamos a unas tendencias que se amalgamaban en los recipientes, lo diré así, de estas palabras: moderno —que no modernismo—, nuevo, joven, y en un vocablo que, como casi todo lo que se pone en boga fulminantemente, estaba destinado a desacreditarse muy pronto: vanguardia”7. Su firma pronto se multiplicó en las rotativas: en el periódico La Libertad, donde ejerció la crítica literaria de forma esporádica entre las columnas de la prosa maciza de Cansinos Assens y la elegancia de Juan Chabás; en el Atlántico, que dirigía su amigo Francisco Guillén Salaya (con el que en poco tiempo coincidiría en el Heraldo de Madrid); en Cosmópolis y en Revista de las Españas, donde, encargado de comentar la actualidad de las revistas durante el año 1929, compartió cartel de la sección bibliográfica con Giménez Caballero, que se ocupaba de los libros peninsulares, y Benjamín Jarnés, que hablaba de los latinoamericanos. Con toda esta actividad, Ferrero comenzó a granjearse una fama de conocedor del mundillo literario, de escrutador y vocero de la joven literatura española, y también de crítico honesto y poco dado a las concesiones.
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S. f., “¿Qué preparan nuestros escritores?”, La Gaceta Literaria, 30, marzo (1928), p. 1. Unos y otros, pp. 171-172.
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Reveladora de sus opiniones es una entrevista de mediados de 1929 y donde es interrogado por cuatro temas centrales: su opinión sobre la vanguardia, la relación entre la novela y el cine, el papel de la mujer española y los “puntos cardinales” de la literatura española actual8. A lo primero contesta que la vanguardia ya puede considerarse desaparecida, pero que ha sido muy útil como catalizadora de una nueva promoción literaria; dentro de la estridencia general, ha conseguido “lanzar y lograr que se acepten en el mercado literario unos cuantos nombres de escritores buenos, con sólida formación, con posibilidades insospechadas”. Si el intercambio bidireccional entre novela y cine había sido hasta el momento fructífero, la tendencia actual era hacia la independencia de ambas artes debido a que el cine “se va apartando de utilizar recursos literarios”. Preguntado sobre el rol de la mujer en la vida pública, Ferrero afirma que previamente ha de resolverse la cuestión de la implicación del hombre joven en ella; para él, después de un periodo de indiferencia, ha llegado la hora y el deber de intervenir activamente en los asuntos de su patria, “de actuar muy de cerca” aplicando, “si se precisan, los procedimientos violentos propios de la juventud”. Finalmente, Ferrero ofrece una nómina de la literatura española contemporánea con cuatro puntales: Ortega, Valle-Inclán, Unamuno y Juan Ramón Jiménez. Sobre los jóvenes, cree que aún es prematuro el juicio, a excepción de varios nombres: en poesía, Salinas, Alberti, Guillén y García Lorca; en prosa, únicamente uno: Benjamín Jarnés. A principios de 1930 el nombre de Ferrero aparece en la nutrida lista de firmas del efímero diario gráfico de la noche: Más. Ese mismo año empieza a colaborar en la revista La Raza y el mes de abril lee en el salón de exposiciones del Heraldo de Madrid la conferencia “El arte nuevo como agresión” (antes había dado Samuel Ros la suya, “Ortopedia y gafas negras”), que, a las alturas de fin de década, extraía algunas consecuencias de la relación establecida por Ortega entre arte
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Fidel Cabeza, “Charlas de actualidad: Miguel Pérez Ferrero”, Diario de Córdoba, 8 de agosto (1929), p. 1.
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nuevo y público mayoritario9. Es un texto parcial, entusiasmado aún con el fenómeno vanguardista y especialmente con el surrealismo, y con unos resabios elitistas que se irán disolviendo con los años. Opina Ferrero que el arte nuevo le debía precisamente a la agresividad ser tenido en cuenta como signo de los tiempos. Unida al otro factor esencial, la auténtica novedad, la agresividad no suponía afán de escándalo y sorpresa —pese a que este se produjera—, sino el hecho de que la obra nueva “no es asequible al primer esfuerzo de compresión”10 ni es fácilmente explicable. Ferrero sitúa la genealogía de esta agresividad en la figura precursora de el Greco, cuya deformación de la realidad rompe las normas establecidas, y luego en la línea subversiva que nace con los impresionistas, y en la que va detectando sucesivas revoluciones contra el gusto, las costumbres y las reglas, hasta llegar al surrealismo, donde se produce directamente “la indignación auténtica y el pasmo que empalidece los rostros”11. Más tarde habla del hermetismo de la obra nueva, asequible solo a iniciados, y cómo sirve de mecanismo de defensa del artista ante la “exterior vulgaridad”12. Pero lo que comenzó como un repliegue del artista frente al público ignorante se tornó con los surrealistas ataque, y estos ofrecen sus obras directamente como incitaciones a la subversión, con el objetivo de habituar a las gentes al nuevo ritmo vital de la época. Por eso más que una reacción artística, el surrealismo —como epítome del espíritu agresivo central de todo arte nuevo— debía considerarse un regenerador social13. La agresión constituía así, finalmente, un modo de dominar a la masa para curarla de su adocenamiento.
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La conferencia aparecería en la revista mexicana Contemporáneos (24 noviembre (1930), pp. 150-165), donde dos años antes Ferrero había publicado el fragmento de prosa narrativa “Andén”. Ibidem, p. 152. Ibidem, p. 158. Ibidem, p. 159. Véase a este respecto el artículo “Luis Buñuel, director español de cine” (Abc, 8 de mayo (1951), p. 9), donde Ferrero rememora el tumultuoso estreno de Un perro andaluz en Madrid.
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A las alturas de 1930 Pérez Ferrero no había renunciado totalmente a la escritura de ficción, pues en julio de ese año la editorial Ulises anunció entre los originales para la colección de “nuevos valores” su novela Hombre a dos filos14. Pero en agosto de ese año se produjo su incorporación a la redacción del Heraldo de Madrid, en la que irá teniendo un protagonismo cada vez mayor, y Ferrero se volcó de lleno en el periodismo y especialmente en la crítica literaria15. En poco tiempo se convirtió en el principal responsable de la página semanal de literatura del diario, tarea que llevó a cabo durante más de seis años. Vespertino de ideología liberal fundado en 1890, el Heraldo de Madrid había evolucionado hasta situarse como socialista durante la Segunda República. En esos años fue el periódico de tendencia republicana de mayor tirada en España, con más de 150 000 ejemplares diarios, y gozaba de una gran difusión, especialmente entre las clases obreras16. Manuel Fontdevila, su director desde 1927, había sabido rodearse de un grupo de buenos periodistas, empezando por el redactor jefe, Manuel Chaves Nogales, y junto a él Manuel Bueno o César González Ruano. El Heraldo publicaba semanalmente una página literaria que dirigía Rafael Marquina, pero en poco tiempo Ferrero se hizo con la dirección, una vez Ruano se fue a Informaciones. Así explica el propio Pérez Ferrero años después su idea de la sección: “El año 30, teníamos a nuestro cargo, y las dirigíamos libérrimamente, con el asenso del director del periódico, las páginas literarias del Heraldo de Madrid, y las dirigíamos solos, sin ninguna otra intervención desde esa fecha. En ellas insertábamos los
14 Sobre esta colección y su ambiciosa lista de autores puede verse Gonzalo Santonja, La república de los libros: el nuevo libro popular de la II República, Barcelona, Anthropos, 1989, pp. 121-122. 15 Ferrero hizo en el Heraldo de Madrid crónica internacional y también entrevistas. Ruano evoca en sus memorias la redacción del rotativo (Memorias: mi medio siglo se confiesa a medias, Sevilla, Renacimiento, pp. 163-166), y cuenta que Ferrero y él fueron los únicos periodistas presentes en las puertas del Ministerio de Gobernación cuando llegaron los representantes de la República tras las elecciones del 14 de abril de 1931 (ibidem, p. 248). 16 Así describe Gecé el perfil del periódico en 1931: “El módulo del Heraldo. O sea ese de la fluidez populachera, del ataque, del grito, de no tener nunca posición fija y parecer que siempre la tiene” (Heraldo, 27 de agosto, 1931, p. 10).
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originales de los escritores jóvenes y de los jóvenes poetas, y pese a los abismos que se estaban abriendo políticamente entre los españoles, y no obstante el carácter que se estaba imprimiendo al diario, nosotros los acogíamos haciendo caso omiso de lo que en política pensaran y de las actitudes, en ese sentido, que adoptaran”17. Ferrero va a quedarse con algunos de los colaboradores anteriores de la publicación, como Samuel Ros, Antonio Vidal Moya o Francisco Guillén Salaya, e incorporará nuevos columnistas, entre ellos los jóvenes José María Marañón, Eugenio Imaz, Guillermo Díaz-Plaja o Ricardo Gullón. Pedro Garfias escribió asiduamente de 1933 a 1935, entre otras cosas con un recuerdo y balance del ultraísmo, y de forma puntual lo hicieron Luis Cernuda y Agustín Espinosa. Aunque la incorporación más destacada vino por un acercamiento espontáneo. Desde sus primeras críticas, Ferrero había dejado claro que Juan Ramón Jiménez le parecía el más importante de los poetas españoles del siglo. Y un día el propio Jiménez se presentó en la redacción del Heraldo de Madrid ofreciendo gratuitamente su colaboración, ante la estupefacción del joven reportero18. Juan Ramón aportó sus poesías y prosas líricas entre noviembre de 1930 y enero de 1931, y abandonó la publicación por las continuas erratas19. Ferrero convirtió la página en algo ágil y ameno. Inauguró secciones como la de “ventana al mundo” donde se informaba telegráficamente del acontecimiento literario más destacado en varias capitales europeas. En la sección de “micrófono” se ofrecían brevísimas entrevistas que sobre todo buscan indagar por los nuevos proyectos de los escritores. A partir de octubre de 1931 apareció un dibujo del
17 Algunos españoles, pp. 131-132. 18 En una carta a Manuel Fontdevila, Juan Ramón explica su elección del Heraldo: “Pensé en su periódico porque estoy creyendo ver de algún tiempo a esta parte que no padece ese caciquismo estético, esa trata de blanco de otros periódicos y revistas españolas, que hacen imposible una colaboración independiente” (Juan Ramón Jiménez, Cartas (1898-1958), pról. de Francisco Garfias, Barcelona, Picazo, 1973, p. 104). 19 Ferrero alude al asunto en el artículo 31: “Juan Ramón Jiménez”, Heraldo, 3 de septiembre (1931), p. 10.
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caricaturista Francisco Santa Cruz, amigo de correrías desde los primeros años veinte, donde se resumían humorísticamente las noticias literarias de la semana20. En cuanto a los textos firmados por el director, vamos a encontrar varias fases: en una primera, que cubre el año 1931, Ferrero se inclina más por la reseña larga y sus textos tienen una voluntad de retrato de los autores que recuerda precisamente a las viñetas que Juan Ramón Jiménez reunió en Españoles de tres mundos y anuncia a su propia producción de posguerra. Tómese como ejemplo el artículo dedicado a César M. Arconada, “Hombre de vals y de turbina”, donde la reseña de la novela La turbina queda desplazada por la narración de las distintas fases de la amistad entre Arconada y Ferrero21, o la serie “una figura en siete días”, publicada a mediados de 1931. Poco a poco, y con la decadencia de las revistas literarias y la desorientación de El Sol, la página del Heraldo adquirió preeminencia. A la vez, Ferrero, plenamente consciente de la ideología del periódico, introdujo cambios pensando en un público mayoritario y no especialmente preocupado por asuntos literarios. Así, en 1932, las reseñas más largas de publicaciones concretas fueron sustituidas por una sección que bajo el rótulo “cosas vistas, leídas, oídas” era en realidad una mezcla de noticiero, mentidero y altavoz. Un espacio que permitía a Ferrero no ceñirse a las novedades publicadas, sino comentar, no pocas veces con ironía, proyectos, opiniones y eventos22. Asumía así el director una mezcla de roles: informador, crítico y justiciero. Cada vez más vencía el periodista al literato. El propio Ferrero lo explicaría así más tarde: “Existen, pues, dos tipos de ‘plumeadores’: los que se consagran al delicado y trascendente manejo de las
20 En la presentación de la sección (Heraldo, 15 de octubre, 1931, p. 12) el periódico reconocía su deuda con los dibujos de Carlo Rim en Les Nouvelles littéraires. Santa Cruz había expuesto en el Lyceum Club en el mes de abril de 1931 y Ferrero escribió el epílogo al catálogo de la exposición. 21 “Hombre de vals y de turbina”, Heraldo, 27 de noviembre (1930), p. 9. 22 Una sola muestra: “Calle: Fuerzas iguales y contrarias se anulan... En un andén va a ser inaugurado el Club Domingo Ortega... En el de enfrente se inauguró hace tiempo la R. De O” (Heraldo, 21 de abril de 1932, p. 9).
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ideas y aquellos, más humildes, que se conforman con transmitir el aspecto de lo que ven y perciben; un paisaje, un hecho, una cosa, un personaje...”23. Él, claro, se colocaba en la segunda categoría. Con el avance de los treinta, Pérez Ferrero fue modificando sus gustos hacia autores y modos más tradicionales y clásicos. Se había apartado, aunque no del todo, de las revistas literarias —ciertamente menores en número que en los años veinte— y concebía su tarea ante todo como una labor de información y divulgación de la actualidad literaria para el gran público. Eso le hizo irse adocenando en los gustos y preferencias, y además exhibir un estilo directo y sin concesiones24. Así, a veces sitúa como valores la amenidad cuando no directamente el éxito de ventas, implicando que el mejor escritor es el que goza de un público más amplio. Con los años, arrecian sus críticas a un arte para minorías, crece su pesimismo y alude cada vez más al amiguismo y a las capillas literarias25, por ejemplo, y a la precariedad del sistema literario. Así, respecto a la famosa colección de vidas auspiciada por Ortega critica la selección de autores y el afán de la editorial por construir en poco tiempo un amplio catálogo que aproveche el tirón de ventas de la biografía26. Otro artículo denuncia el abuso de “lo joven” como emblema y valor literario27. Ya en 1930 Ferrero se había quejado amargamente de la desaparición de las revistas literarias y lamentaba que se produjera precisamente cuando las cifras de ventas parecían mostrar una mejoría en “el nivel de la afición española por el libro”28. Cuatro años después,
23 “Baroja, reporter”, Abc, 26 de noviembre (1948), p. 1. 24 Véase como muestra el cambio en la valoración del nuevo humorismo en las reseñas dedicadas a Samuel Ros (“El ventrílocuo y la muda”, La Gaceta Literaria, 15 de agosto, 1930, p. 15) y a Julio Camba (“Un humorista: Julio Camba”, Heraldo, 16 de febrero, 1933, p. 13). 25 Véase, por ejemplo, el artículo “La ‘capilla’ intelectual”, Heraldo, 14 de julio (1932), p. 8. 26 “Biografías: una biografía”, Heraldo, 28 de septiembre (1933), p. 10. 27 “Lo joven”, Heraldo, 9 de febrero (1933), p. 13. 28 “Los periódicos literarios: su actual decadencia en España”, Heraldo, 25 de septiembre (1930), p. 9.
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en una entrevista a Rafael Vázquez Zamora, atacaba el poco apoyo de los editores, deploraba las presiones que los periodistas culturales recibían de estos y de sus propios directores, denunciaba que buena parte de la literatura actual se hacía sin contar con los lectores y criticaba la escasez de páginas culturales en la prensa diaria. Y preguntado por su modelo de periodismo cultural, defendía una mezcla equilibrada de tres elementos —crítica, información y creación— y mantenerse pegado a la actualidad29. En 1932 la labor crítica de Ferrero alcanzó cierta notoriedad pública por doble motivo. El primero es que ganó un segundo premio del concurso de artículos sobre tema bibliográfico promovido por la Cámara Oficial del Libro con motivo de la primera Feria del Libro, por su pieza “Itinerario del pliego escrito: el libro, por caminos de España”30, que es un repaso por las vicisitudes del libro en las distintas etapas de la historia nacional, con motivo de la puesta en marcha de las bibliotecas ambulantes de las misiones pedagógicas y su labor de extensión y democratización de la cultura. El segundo motivo es la polémica encendida por su reseña a la Antología poética, de Gerardo Diego. Quizá su biografía de poeta frustrado explique que Ferrero se situara en una posición fuerte en la que cedió poco espacio. La selección de 1929 de Salinas, Guillén, Alberti y Lorca como únicos valores verdaderos de la joven poesía se mantuvo incólume a lo largo de los 3031.
29 Rafael Vázquez Zamora, “Cómo son y cómo debían ser las páginas literarias de nuestros diarios”, Eco, 9, octubre (1934), s. p. 30 Publicado en Heraldo, 18 de febrero (1932), p. 12. El otro segundo premio fue para Carlos Fernández Cuenca y el primer premio recayó en Ernesto Giménez Caballero. 31 De hecho, Ferrero dedica a estos cuatro autores la mayoría de sus textos sobre poesía. Véanse, entre otros, “Un libro de García Lorca: Romancero gitano” (La Gaceta literaria, 40, 15 de agosto, 1928, p. 2); “Tres poetas de nueva poesía. Alberti, Lorca, Guillén” (Cosmópolis, año 3, 21, agosto, 1929, p. 69); “Rafael Alberti en su nueva etapa” (Heraldo, 4 de mayo, 1933, p. 13); “La voz a ti debida” (Heraldo, 18 de enero, 1934, p. 9); “Otra vez el Romancero gitano” (Heraldo, 10 de mayo, 1934, p. 9); “Poesías completas, 1924-1930, de Rafael Alberti” (Heraldo, 6 de diciembre, 1934, p. 12); “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” (Heraldo, 9 de
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La Antología poética fue enviada a principios de marzo a críticos, prensa y profesores, además de a los interesados, y a nadie dejó indiferente. La crítica del Heraldo fue de las primeras en aparecer en un medio con difusión masiva (el 10 de marzo) y en ella Ferrero arremetía contra el “sectarismo” del compilador por basar su selección en criterios de amistad, lo que le conducía además a favorecer a algunos autores que aún no habían manifestado verdadero fuste poético, y a caer en ausencias imperdonables32. Sus palabras traslucen una particular inquina hacia el antólogo33 que quizá pudiera deberse, entre otras razones, no solo a que Ferrero fuera excluido —como tantos otros— de la antología misma, sino a que considerara a Diego culpable de que los poemas que envió para el homenaje a Góngora de 1927 nunca fueran publicados34. En cualquier caso, a la reseña negativa de Ferrero vino a
mayo, 1935, p. 12); “El canto a Sánchez Mejías, de Rafael Alberti” (Heraldo, 9 de enero, 1936, p. 4); “Cántico, por Jorge Guillén” (Heraldo, 30 de enero, 1936, p. 13, y 6 de febrero, 1936, p. 12); “Dos poetas españoles en América y un americano en España” (Tierra Firme, II: 1, 1936, pp. 23-45), dedicado a Lorca, Alberti y Neruda. 32 “Gerardo y sus amigos”, Heraldo, 10 de marzo (1932), p. 12. Vicente Aleixandre es el primero en señalarle a Diego la aparición del artículo de Ferrero, en carta del 11 de marzo de 1932: “Por aquí la Antología comienza a dar guerra, a dar que hablar: magnífica señal. [...] Anoche creo que en el Heraldo (yo no lo he leído) salía otro de ese Pérez-Ferrero sobre la Antología de ‘Gerardo Diego y sus amigos’. Creo que echaba de menos a... Vicente Medina y a José María Alfaro. Delicioso, sencillamente delicioso. [...] La antología esta que es como una piedra en la charca estancada de la llamada ‘vida literaria’, donde todo es bajeza, está ya levantando ese melífico olor a agua muerta que se desprende siempre que algo heridor la revuelve un momento. Qué asco y qué lejos todo eso” (Vicente Aleixandre, Correspondencia a la generación del 27 (1928-1984), ed. de Irma Emiliozzi, Madrid, Castalia, 2001, pp. 74-75). 33 En carta a Diego del 16 de marzo de 1932, Palazón, el editor de Signo, concluye: “La crítica de PF es de una violencia extraordinaria, y más que una crítica resulta un ataque personal y enconado contra usted. Bien es verdad que sus lectores no deben pasar de dos o tres” (recogida en: Gabrielle Morelli, Historia y recepción de la Antología poética de Gerardo Diego, Valencia, Pre-textos, 1997, p. 163). 34 Quizá Ferrero no sabía que los trabajos habrían sido seleccionados —y rechazados los de Mauricio Bacarisse, José Rivas Panedas y el suyo propio— casi con seguridad no por Diego, sino por Rafael Alberti, encargado del volumen de home-
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sumarse en poco tiempo la aún más furibunda de César González Ruano en Informaciones. Diego, dolido, llegó a escribir a propuesta de los editores de Signo una respuesta a ambos críticos que nunca publicó35. Fue Pedro Salinas el que salió en defensa del amigo con una carta a Ferrero publicada en el Heraldo del 17 de marzo y donde, entre otras cosas, le recriminaba falta de simpatía ante la obra, por fijarse en las ausencias y no en la poesía que sí contenía, disculpaba la obligada omisión en toda selección y defendía a Altolaguirre36. Ferrero respondía en las mismas páginas acusando a Diego de incoherencia entre lo afirmado en el prólogo y la poesía ofrecida37. La polémica, por cierto, tendría una coda dos años después, cuando Ferrero aireó la entrevista telefónica a Juan Ramón Jiménez en que explicaba su negativa a aparecer en la segunda edición de la antología38. En varios momentos Ferrero arremetió contra la constitución de los poetas del 27 como grupo “de poder” dentro del panorama litera-
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naje de los jóvenes poetas al cordobés (véase la carta de Alberti a Diego de octubre de 1927 recogida en Gabrielle Morelli, Gerardo Diego y el III centenario de Góngora: correspondencia inédita, Valencia, Pre-textos, 2001, p. 78). Véase la carta de Gerardo Diego a Palazón del 28 de marzo de 1932 en Morelli, Historia... op. cit., p. 165. A Diego no le gustó el artículo de Salinas, como le reconoce al editor Palazón en carta del 28 de marzo de 1932: “La defensa de Salinas me pareció tan simpática como mal orientada. Habría que decir, decirles otras cosas. En fin, todo se andará” (ibidem, p. 74). En carta a Jorge Guillén del primero de mayo de 1932, Salinas explicaría sus razones de fondo para escribir el artículo: “La ofensiva contra Gerardo y su antología es un síntoma de la actitud de esos periodistillas literarios, frente que va de Montes a Ferrero, hacia nosotros. Y el único modo de contestar a eso, es existir, dar fe de vida, en grupo y reunión” (ibidem, p. 146). Parece ser que efectivamente hubo un proyecto de publicación de una contraantología, preparada por los acusadores de Diego y capitaneada por Ferrero y DíezCanedo. Así lo reconocía J. del Río Sáinz en su reseña: “Se ha acordado, en respuesta a Gerardo, hacer otra Antología en edición enteramente igual, con diecisiete nombres, que es el número de los recogidos por él” (ibidem, p. 62). La entrevista se publicó en el Heraldo del 22 de marzo de 1934. Juan Ramón puntualizó algunos aspectos de ella en una carta a Ferrero publicada una semana después: Juan Ramón Jiménez, “Poesía en soledad”, Heraldo, 29 de marzo (1934), p. 10.
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rio; es decir, por su capitalización de la renovación poética nacional y por haber dado pie a lo que Ferrero creía era una proliferación de falsos poetas e imitadores de escaso valor a los que se apadrinaba39. Otro artículo denuncia la proliferación de falsos poetas y meros imitadores al calor de la renovación poética. Así, en su artículo “¡Viva la poesía!” arremete tanto con el jurado (Diego, Alonso, M. Machado) como con los galardonados por el Premio Nacional de Poesía, que eran en las principales categorías nada menos que Vicente Aleixandre, José María Morón, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre, por considerar que su obra no estaba a la altura del premio40. En 1935 toma postura en el debate de poesía pura e impura al defender la publicación de Caballo verde para la poesía y dispara contra los jóvenes de Nueva poesía41. En estos años Ferrero estaba integrado en la segunda tertulia que se llevaba a cabo en el Café Lion y a la que se llamó “la del banco azul”, porque la República hizo subsecretarios y directores generales a muchos de sus integrantes, entre los que se encontraban José Bergamín, Melchor Fernández Almagro y José María de Cossío. En los años 30 también colaboró activamente en el medio radiofónico. Así, el 1 de abril de 1932 se radió su conferencia “La vuelta al folletín”, asunto sobre el que volvería en un ensayo publicado al año siguiente en Los cuatro vientos42. Hacía Ferrero una elegía reivindicativa del género como profundamente literario, liberal y dirigido al gran público, propio de una época de individualismo y materialismo donde primaban la acción y las pasiones, y basado en maniqueísmos morales
39 Sirvan de ejemplo, además de los señalados, “La detentación de la poesía”, Heraldo, 14 de mayo (1931), p. 8; “Los de ayer vuelven”, Heraldo, 30 de marzo (1933), p. 9. 40 “Poetas de segundo y tercer plano, discípulos de discípulos (preséntese como prueba la lectura de sus versos), sin nada hondo, peculiar ni extraordinario de sentido ni técnica en sus versos” (“¡Viva la poesía!”, Heraldo, 21 de diciembre, 1933, p. 9). 41 Véase “Aire polémico en la poesía” (Heraldo, 8 de noviembre (1935), p. 6). Los editores de Nueva poesía respondieron a Ferrero con una carta publicada en El Sol, 12 de noviembre (1935), p. 2. 42 “Vida, pasión y muerte del folletín”, Los Cuatro Vientos, 3, junio (1933), pp. 43-53.
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radicales; algo imposible hoy en día. En noviembre de 1933 escribió junto a Julio Gómez de la Serna una “farsa radiofónica” para Unión Radio titulada El tesoro imaginario, y que estaba basada en textos de Pierre MacOrlan43, y en 1936 participaría en el ciclo de conferencias de divulgación literaria de Unión Radio titulado “Los personajes célebres vistos por los escritores jóvenes”, con una intervención a propósito de Pepita Jiménez (5 de febrero). En febrero de 1934 Ferrero leyó una conferencia sobre la novela en el teatro principal de Burgos, organizada por el Ateneo Popular, y que suponemos el germen de su artículo “Derrotero de la novela” publicado en Cruz y Raya. Ahí reconocía la crisis del género, aunque descartaba su desaparición, y situaba el momento actual como de reescritura de sus posibilidades. La definía como síntesis de observación e imaginación y señalaba a Cervantes como descubridor de la novela. Luego reivindicaba el siglo xix como aquel donde finalmente la novela adquiere preponderancia como modo de estudio “de todos los espectáculos humanos”44 y ensalzaba a Galdós. Tras él se iniciaba un “derrumbamiento” del género por corrupción del estilo. Ferrero cargaba contra el 98, tachaba a los jóvenes de “atisbos de novelistas”45 y ubicaba sus esperanzas de rehabilitación en una tríada foránea: Proust, Thomas Mann y Joyce. El texto se cierra de manera algo abrupta, con cierta indefinición y con un poso de desesperanza en lo que a la producción española se refiere. 1935 puede considerarse el año de mayor fulgor de Ferrero en la escena literaria de su tiempo. Primero, porque va a ser el encargado de editar, junto a Guillermo de Torre y Esteban Salazar Chapela, el Almanaque literario 1935, considerado por muchos el último ejemplo de colaboración fecunda y amical entre los integrantes de la joven literatura, “un cabal síntoma de esa mezcla de optimismo editorial y
43 La revista Ondas informaba en diciembre de ese mismo año que se radiaría otra también escrita al alimón con el título Falacias. 44 “Derrotero de la novela”, p. 16. 45 Ibidem, p. 21.
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pesimismo histórico”46. Además, Ferrero se encargó del resumen correspondiente a la novela para 193447. Afirmaba ahí la absoluta realidad de la crisis del género, que remitía directamente a dos factores: la precaria situación económica del escritor, que le impedía vivir solamente de su pluma y por tanto dedicarse a la escritura novelesca, unida a la escasez de compradores; y la “falta de personalidad”48 entre los novelistas actuales. Eso se constataba en términos históricos en el abandono por parte de los escritores de las distintas generaciones del cultivo de la novela tras poco tiempo (Baroja era la excepción del 98 y Jarnés, de los más jóvenes). Por todo ello Ferrero describía el panorama novelesco del año recién abandonado como absolutamente “vacío de obras notables”49 y a los nombres ya señalados anadía únicamente a Ramón Ledesma Miranda50. También en 1935 aparece el primer libro de crítica de Ferrero, Vida de Ramón. Siguiendo la estela de otras semblanzas escritas en vida del biografiado —como el Unamuno, de Ruano, o el Azorín, del propio Ramón—, Ferrero se atreve con el sumo vanguardista. El libro condensa por primera vez en volumen la querencia de Ferrero por el ejercicio biográfico, cuya exitosa vuelta ya había aplaudido en 1929 por considerarla un ejemplo más del “retorno al hombre” en las letras europeas51. Además, la obrita contiene ya las bases de una manera de entender la literatura como cúmulo de entrecruzamientos,
46 José-Carlos Mainer, La corona hecha trizas, Barcelona, PPU, p. 97. 47 “El año literario y artístico en España: la novela”, Almanaque literario 1935, Madrid, Plutarco, pp. 55-61. 48 Ibidem, p. 58. 49 Ibidem, p. 59. 50 Ferrero trató el tema de la crisis de la novela en varias otras ocasiones, entre ellas: “Laberinto de la novela y monstruo de la novelería, de Bergamín” (Heraldo de Madrid, 27 de marzo, 1935, p. 3); “Los muertos... y Laura” (Heraldo de Madrid, 26 de enero, 1936, p. 9). 51 “Variaciones a la soledad, a la voz y al hombre”, Cosmópolis, noviembre de 1929, pp. 69-70. Incluye este texto una descripción del Marañón biógrafo que quizá ofrezca una clave sobre el propio Ferrero: “Buscó la vida en los hombres más vivos y pudo apreciar la intensidad de los instantes de que hablan los buenos biógrafos, de creer suyas las ajenas vicisitudes...” (ibidem, p. 70).
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expresiones e irradiaciones de personalidades que Ferrero seguirá cultivando en multitud de retratos y gruesas biografías. La vida de los autores, la anécdota aparentemente secundaria, su círculo de amistades y, de existir, el trato del biógrafo con ellos se vuelven materiales preciosos a la búsqueda de un sentido último no tanto para las obras, sino para el lugar del autor en la historia literaria. Vida de Ramón está escrita desde la admiración contenida, no tanto por Ramón en sí mismo, sino por encarnar él como nadie los valores supremos del escritor: la independencia y la voluntad insobornable de dedicación a la pluma por encima de cualquier cosa. Ferrero presenta a un Ramón marcado por tres preocupaciones: el sustento económico, la angustia de la muerte y el triunfo como escritor de mayorías, ante las cuales ha utilizado tres antídotos: la soledad, los viajes —huidas, casi siempre— y el más importante de todos: “trabajar sin desmayo”52. De ahí que el biógrafo enfatice varios aspectos: la vinculación de Ramón con el periodismo a lo largo de toda su vida, el dolor por su fracaso en el teatro y sus triunfos como conferenciante. A través de estas líneas maestras, se nos presenta un Ramón en continuo parto intelectual; poco sabemos de sus ideas, opiniones o gustos. Conocemos sus actos y, dominándolo todo, sus publicaciones53. El 21 de mayo de 1936, Ferrero participó en el banquete de homenaje a Lenormand, Malraux y Cassou, de visita por España, y que suponía una demostración de fuerza por parte de escritores vinculados al Frente Popular. Será su último acto importante antes del estallido de la guerra civil. La sublevación sorprendió a Pérez Ferrero en Madrid. El 2 de agosto firmó el Manifiesto de la Alianza de Escritores Antifascistas y poco después, como hicieran tantos otros, se ofreció al Ministerio de Estado “por si estimasen sus servicios útiles a la reorganización del Cuerpo Diplomático y Consular” (exp. 18, del 11 de septiembre de 1936).
52 Vida de Ramón, Madrid, Cruz y Raya, 1935, p. 26. 53 Cómo iluminaba este aspecto de Ramón como sumo trabajador de las letras es lo que más destacó Samuel Putnam en su reseña de la biografía en Books Abroad, 10: 3, verano (1936), p. 293.
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Entre otros méritos, Ferrero alegó su condición de redactor del Heraldo de Madrid, comentarista de política internacional y director de su página literaria54. Su demanda no recibió respuesta favorable y, en palabras de Esteban Salazar Chapela, “los moros, los italianos y los alemanes avanzaron rápidamente sobre Madrid, y a Ferrero le acometió un pánico atroz. De pronto, un día, desapareció del mapa”55. Lo que en realidad hizo fue buscar asilo diplomático en el Liceo Francés, dependiente de la embajada de Francia en Madrid56, donde estuvo escondido desde octubre de 1936 hasta mayo de 1937, cuando fue evacuado a París y, bajo la protección de Marañón, se unió a otros exiliados que ya habían mostrado públicamente su afinidad con el bando nacional. En 1938 inició su colaboración en el periódico bonaerense La Nación donde, según nuevamente Salazar Chapela en la antedicha misiva, “¡ahora aparece desdiciéndose de lo que defendió y de lo que hubo de desertar por miedo a lo que ahora defiende!”. Ferrero remacharía el cambio de bando en francés, con Drapeau de la France: la vie des réfugiés dans les légations a Madrid57. Libro-testimonio nacido del miedo, muestra efectivamente a un Pérez Ferrero en los primeros meses de la guerra civil superado por las circunstancias. Son unas páginas escritas en caliente, exculpatorias y
54 También señaló que había trabajado como jefe del gabinete de prensa en la Universidad Internacional de Verano de Santander, y que pertenecía al cuerpo de redactores del periódico Milicia popular. Órgano del Quinto Regimiento de Milicias Populares, en opinión de María Teresa León el mejor del frente madrileño, y en el que colaboraron, además de Ferrero, los escritores Eduardo Ugarte y José Herrera Petere (María Teresa León, Crónica general de la guerra civil, Sevilla, Renacimiento, 2007, p. 53). 55 Carta a Guillermo de Torre fechada en Glasgow el 13 de febrero de 1938 (ms. 22830-10 [22], Biblioteca Nacional, Madrid). 56 Sobre los apoyos que ofrecieron las legaciones extranjeras puede verse El asilo diplomático durante la Guerra civil española, número monográfico de Aportes. Revista de Historia Contemporánea, 59 (2005). 57 El libro fue publicado en París en 1938, traducido por Marie-Madeleine Piegnot, dentro de la colección “L’Amis de l’Espagne Nouvelle”. Aporta más datos sobre esta colección Josep Massot en Els intel·lectuals mallorquins davant el franquisme, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1992.
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parciales que obvian toda referencia a su vinculación con la república para concentrarse en justificar cómo un ambiente de violencia incontenida e ilegítima puso las vidas de muchos —entre ellos, la suya— en peligro y les forzó a buscar refugio en las embajadas: “ochocientas personas”, como Ferrero reitera insistentemente, en el caso de la de Francia. Dentro del característico tono maniqueo del género bélico, abundan las descripciones de los números de fuerza y los abusos por parte de las “hordas rojas” y el estilo condescendiente con los “notables” cuasi heroicos que hacen viable la vida dentro de la legación francesa. Ferrero aparta de sí todo protagonismo y consecuentemente todo heroísmo para mostrarse ante todo como una víctima, y se dedica a presentar una serie de estampas de los meses de vida en el oasis galo. Ferrero vivió en París hasta 1941, conviviendo con el nutrido grupo de exiliados (Marañón, Azorín, Baroja, Zuloaga) a los que dedicaría la mayoría de páginas de Algunos españoles. Con Pío Baroja compartió la residencia de la Ciudad Universitaria de París en el bulevar Jourdan y luego lo siguió a San Sebastián, donde aquel le dictó gran parte de El hotel del Cisne. Allí publicaría la primera edición española de su biografía del novelista, que había aparecido primeramente en Chile con un prólogo de Marañón. A partir de mediados de los cuarenta, de vuelta a Madrid, Ferrero colaboró en prácticamente todos los periódicos y revistas importantes, vinculándose muy especialmente a Abc, en cuya redacción ingresó en 1945 y donde llevó la columna “Madrid al día” con el seudónimo “Sic”. A partir de 1947, cuando recibió el premio “Luca de Tena” por su artículo “La muerte de Falla”, comenzó a encargarse de la crítica cinematográfica bajo el seudónimo de “Donald”. Entre 1963 y 1965 volvió a París, ahora como corresponsal, y a su vuelta dirigió la sección de cultura, tarea que continuó hasta sus últimos días. Durante el franquismo se produjo la inversión de su actitud, pero no su medio. Continuó escribiendo de los otros, ad hominem, pero ahora en positivo. Al pesimismo y agresividad de la etapa de preguerra dio paso la añoranza y el homenaje. Así lo atestiguan sus biografías de Baroja, Machado o Pérez de Ayala, libros como Unos y otros (1947), Algunos españoles (1972) y Tertulias y grupos literarios (1974) o sus decenas de artículos sobre personajes de entreguerras. Nacidos
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del conocimiento de primera mano, trufados de anécdotas, textos que están escritos con el cañamazo de la melancolía y no pueden evitar comunicar un sentimiento de pérdida y lejanía de un tiempo mejor: “Eran aún los años de optimismo, de esperanza y de risa. Quizá los de 1925 a 1927... No es la primera vez que he escrito sobre aquellos días. Uno tiende a retrotraerse a menudo mecido por sus recuerdos, por sus nostalgias. ‘La nostalgia —ha dicho con razón alguien— es la mejor fuente para el cronista’. Se rememora el pasado vivido, y se trata de reconstruir con fidelidad”58. En definitiva, Miguel Pérez Ferrero fue, durante toda su vida, cronista de la época de esplendor cultural anterior a la guerra civil con tres generaciones de escritores en activo. Sus artículos y semblanzas nos ayudan a reconstruir ese tiempo, y nos alertan de los canales públicos de recepción e interpretación de su producción intelectual. Y ello en dos modos: en el de la vivencia y en el del recuerdo, y siempre a través del prisma de sus protagonistas. Ferrero eligió conscientemente, como modo de mostrarse, ocultarse tras las personalidades que le rodeaban, ejercer, como apuntó Néstor Luján, “la humanísima capacidad del testigo”59. El propio Ferrero así lo había reconocido: “Las amistades y los recuerdos constituyen lo esencial, o casi lo esencial, del mundo personal, íntimo de cada uno”60.
58 “Restas dolorosas: Jardiel Poncela”, Abc, 26 de febrero (1952), p. 11. Habla explícitamente de “melancolía” Manuel Vega en su reseña de Vida de Antonio Machado y Manuel en Abc, 9 de abril (1947), p. 3. 59 Néstor Luján, “En la muerte de un escritor”, La Vanguardia, 30 de mayo (1978), p. 14. 60 Algunos españoles, p. 227.
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Bibliografía de Miguel Pérez Ferrero en volumen El bufón de la reina y otros poemas, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1923. Luces de bengala: poemas, Madrid, Marineda, 1925. Almanaque literario 1935, ed. de Guillermo de Torre, Esteban Salazar Chapela y Miguel Pérez Ferrero, Madrid, Plutarco, 1935. Vida de Ramón, Madrid, Cruz y Raya, 1935. Drapeau de France: la vie des réfugiés dans les légations à Madrid, trad. de Maris-Madeleine Peignot, París, Sorlot, 1938. Pío Baroja en su rincón: biografía, Santiago de Chile, Ercilla, 1940. 2ª ed.: San Sebastián, Editora Internacional, 1941. Vida de Antonio Machado y Manuel, Madrid, Rialp, 1947. Unos y otros, Madrid, Editora Nacional, 1947. Vida de Baroja, el hombre y el novelista, Barcelona, Destino, 1960. Algunos españoles, Madrid, Cultura hispánica, 1972. Ramón Pérez de Ayala, Madrid, Fundación Juan March, 1973. Tertulias y grupos literarios, Madrid, Cultura Hispánica, 1974. ¿Cómo era Pío Baroja?, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1977.
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Auge y crisis de un género literario: el debate teórico sobre la biografía novelada desde la esquina catalana
Jordi Amat (Escritor y filólogo)
Per a l’Agustí Pons, biògraf.
El 21 de abril de 1933 el buque Franca Fassio, procedente de Génova, atracó en el puerto de Barcelona con más de dos horas de retraso con respecto a su horario previsto. En el muelle esperaba un grupo de fotógrafos y periodistas, pendientes de un pasajero ilustre que iba a descender por la escalerilla. Sí, era Emil Ludwig. Lo reconocieron, probablemente, por la melena. Una vez en tierra apenas hizo declaraciones, se negó a conceder entrevistas y subió al coche oficial de Ventura Gassol, Conseller d’Instrucció Pública del Gobierno de la Generalitat republicana. En los primeros compases de la década de los treinta, el alemán
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Ludwig, que había cumplido los cincuenta y dos años, se había convertido en una figura mondain del star system de la cultura europea. No era el conde de Keyserling, pero sí una figura de aquel mundo de cultura trasnacional —correlato de la Sociedad de Naciones— que Stefan Zweig recreó en El mundo de ayer. La fama la había conquistado gracias a sus biografías. Las conferencias que dictaba congregaban auditorios multitudinarios y sus intervenciones en el debate político continental eran valoradas (había sido interlocutor privilegiado de Stalin y de Mussolini, y en aquel viaje por España se entrevistó con los presidentes Manuel Azaña y Francesc Macià), pero su prestigio lo debía, sobre todo, a su Goethe y a su Napoleón. Popularmente a Ludwig se le consideraba como el principal renovador del género biográfico, género tan de moda por entonces. Así lo puso por escrito en las páginas de opinión del diario La Vanguardia María Luz Morales, notable periodista, durante aquella primavera de 1933 (concretamente el día 28 de abril) en la que Ludwig hizo su gira de conferencias por España. Dicha renovación, creo, en apretadísima síntesis, había consistido en lo siguiente: la “nueva biografía”, para denominarla como hizo Virginia Woolf —su analista más perspicaz—, había supuesto el abandono del paradigma tradicional —hagiográfico y ejemplarizante— para intentar construir al sujeto biografiado como un personaje redondo, usando formas discursivas que hasta aquel momento había patrimonializado la novela (la novela anterior al modernism). El “nuevo biógrafo”, acumulando el máximo de documentación posible, intentaba trasladar al texto la complejidad del individuo, entrelazando, en un relato que siguió siendo casi siempre lineal y cronológico, escenas en las que el lector podía contemplar al protagonista en sus tres esferas de actuación: la pública, la privada y la íntima. El “nuevo biógrafo” no posibilitó tan solo que el lector contemplase al biografiado hablando y moviéndose en la plaza pública. También convertía a ese lector en voyeur, porque le invitaba a escudriñar al protagonista por el agujero de la cerradura. E incluso hacía más. Aplicando la misma sabiduría que el novelista emplea para forjar la psicología de sus personajes, el “nuevo biógrafo”, usando en ocasiones el psicoanálisis como herramienta de penetración en las fosas del carácter, se atrevía a mirar dentro del biografiado, ensayando
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una descripción dinámica de su espíritu. El desafío tuvo su concreción en dos apuestas argumentales: la construcción imaginaria de las escenas de la esfera íntima (inobservables por definición) y el establecimiento de vasos comunicantes entre las distintas esferas de actuación del sujeto, dando forma narrativa a lo que Pierre Bordieu denominó “ilusión biográfica”1. Si al lector estas innovaciones le resultaban verosímiles, es decir, convincentes en su experiencia de lectura, el marco donde la biografía se inscribía, de facto, no se circunscribía tan solo a la ciencia histórica, sino que, al mismo tiempo, iba a ser interiorizada como obra literaria en la medida en que se proponía explorar las posibilidades infinitas de lo humano. Es en virtud de esa exploración que Queen Victoria, de Lytton Strachey, Disraeli, de André Maurois, o Fouché, de Stefan Zweig, me parecen alta literatura. Sería en ese contexto, y es lógico, cuando se puso en circulación un concepto equívoco: “biografía novelada”. La etiqueta, de entrada, no conllevaba una carga peyorativa. Se empleó como estrategia encaminada a suscitar el interés por una nueva modalidad de escritura comercial. La editorial Juventud, al publicitar su traducción de El káiser Guillermo II, por ejemplo, afirmaba que “de entre mil novelas buenas no hay una que pueda competir con esta obra de Ludwig en emoción e interés dramático”. También fue un concepto usado por la crítica y, con variantes, se usó para subtitular algunas biografías escritas por entonces (El negrero. Vida novelada de Pedro Blanco Fernández de Trava, de Lino Novás Calvo, o La cuarta esposa de Fernando VII. Vida novelada, de Augusto Martínez Olmedilla). Pero a medio plazo la vulgarización de la “biografía novelada” estigmatizó la recepción del género.
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El artículo “The new biography”, publicado originariamente el 20 de octubre de 1927 en New York Herald Tribune, lo tradujo Andrés Arenas para el número 3 de Memoria. Revista de Estudios Biográficos (2007), pp. 194-198. La distinción entre lo público, lo privado y lo íntimo la tomo de Carlos Castilla del Pino (véase, por ejemplo, el artículo “Público, privado, íntimo” publicado en El País el 1 de agosto de 1988).
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Ecos periodísticos En España este debate teórico se desarrolló durante los últimos años veinte y la primera mitad de la década de los treinta. Con algo de retraso, pues, respecto a la publicación de los clásicos del período que antes mencionaba. Fue un debate vivo tanto en el sistema literario español, como se ha estudiado ya2, como en el catalán, episodio, en este caso, diría que olvidado y en el que voy a centrarme. Dicho debate tuvo su plasmación en críticas literarias y artículos de periodismo cultural, espacios de la prensa periódica donde se formularon cuestiones aún no resueltas que eran y son propias del ensayismo literario: discusiones sobre las relaciones entre historia y ficción, historia y literatura, o sobre las fronteras entre lo decible y lo incorrecto, el tabú o el pudor. En algunos casos, además, el debate se religó a lo que el crítico Ramon Esquerra formuló en Lectures europees como “consciència de la crisi”: la convicción de que una determinada manera de vivir y pensar como europeos, carbonizada durante la Primera Guerra Mundial, no se había podido recomponer. La difusión teórica de lo que suponía la “nueva biografía” arrancó con el intento de definición del cambio de paradigma. Un ejemplo. En el mes de abril de 1928 el crítico Alexandre Plana salió en defensa de Vida de Manolo contada per ell mateix3. Aquel pequeño gran libro de Josep Pla, al decir de Plana en La Nova Revista, debía ser leído más como literatura que como historia toda vez que el biógrafo, elevándose sobre el dato, había conseguido dar vida al personaje. De entre los dos tipos de poética de biografía —la crítica o la novelada—, Pla había optado por la segunda:
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Enrique Serrano Asenjo, Vidas oblicuas: aspectos teóricos de la nueva biografía en España (1928-1936), Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2002; Manuel Pulido Mendoza, Plutarco de moda. La biografía moderna en España (19001950), Mérida, Editorial Regional de Extremadura, 2009. Sobre la poética del género que Pla empleó en Vida de Manolo véase mi prólogo “Vida picaresca de Manolo Johnson contada por James Pla” a la traducción castellana que Libros del Asteroide publicó en 2008.
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La biografia crítica, per bé que es refereixi a homes vivents, fa l’efecte que treballa sobre un cadàver o amb un atlas d’anatomia. La biografia novel·lada toca sempre carn viva, per anys que faci que el biografiat se n’hagi anat d’aquest món. La biografia crítica sol pastarse només que amb veritats, o amb una matèria que l’autor té per real. L’altra mena de biografia —la d’En Pla— barreja, com volia Goethe, la veritat i la imaginació, el que ha passat i el que faria bonic que hagués passat. La gràcia d’aquestes obres s’escau en la delicadesa i en la finura amb què les dues pastes es barregen. Costa tant de destriar-les que hom ha d’acceptar-ho tot com a realitat.
Lo definitorio de la “biografía novelada” era, pues, su naturaleza híbrida: la mezcla de verdad —de factualidad— e imaginación. Lo que conseguía convertir “un cadáver” en “carn viva” era la acertada combinación de verdad e imaginación, que hacía indistinguible un elemento y otro. Pero esa operación llevaba implícito un dilema ético, porque mostrar la vida de un ser histórico podía implicar descubrir aspectos de su vida que habían quedado ocultos. Lo planteó, con sagacidad, Carles Soldevila en uno de sus “Fulls de dietari” de La Publicitat. “El tema de les biografies novel·lades o sense novel·lar té una actualitat continua”, escribía el 19 de febrero de 1929. Este elegante novelista y activo agente de la vida cultural barcelonesa fue uno de los intérpretes más perspicaces de la rápida evolución y colapso de la “nueva biografía”. En el artículo “Notes sobre la biografía” se propuso deslindar las dos posiciones enfrentadas sobre lo que debía ser la biografía, centrando su reflexión en el trasfondo moral del debate. Por una parte estaban quienes preferían la leyenda y “l’estampa popular d’optimisme i coloraina”; por otra, los defensores de la exposición de la “veritat nua i crua” de los biografiados. La biografía novelada conllevaba un inevitable “empetetiment i despoetització de les grans figures”, una cierta democratización moral. Este cambio ético, más allá de caducas y exasperantes “actituds plutarquitzants o embadalides”, era fruto del presente. “Si no en nom de la xafarderia —la invocació ens semblaria poc honorable— en nom de la ciència de l’home, en nom de la psicologia, volem que els vels caiguin i que les misèries apareguin
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al descobert”. Soldevila, que citaba el Shelley, de Maurois, apostaba por la exposición de la verdad desnuda. Un día después, el 20 de febrero, en La Vanguardia, Eduardo Gómez de Baquero, en el artículo “Biografía antigua y moderna”, cuestionaba que la biografía hubiese cambiado. Andrenio, comentando Aspects de la biographie, de André Maurois, y comparando Plutarco y Suetonio con Disraeli, no descubría diferencias significativas. “Los problemas y los caracteres de la biografía han variado poco”. Pero el problema es que la concepción del género prescrita por el veterano crítico —“la exactitud es la primera condición de la biografía, como la de cualquier género de la historia”, sentenciaba— venía siendo cuestionada por la práctica y el éxito comercial. Los límites del género, que para el crítico seguían estando bien perfilados —“fantasear sobre un personaje no es escribir su vida, es crear un ‘doble’ literario, una especie de sombra, más o menos parecida al personaje real”—, ya se habían desdibujado. El 24 de febrero, en La Veu de Catalunya, era Pla quien aludía al cambio de paradigma biográfico. Su artículo lo dedicaba a Maurois, presentado como “l’actual ídol del lector elegant de Barcelona”. El Pla polemista lo empujaba del pedestal. Cargaba contra las novelas —“no n’he poguda acabar cap”— y, además, le negaba la paternidad del cambio de paradigma biográfico. Maurois no era, como pretendían, “els grans ‘managers’ comercials de la cultura francesa”, “el creador del gènere biogràfic novel·lat que actualment està tan de moda a tot arreu”. Aprovechando para colar un elogio a uno de sus libros de cabecera —la clásica The Life of Samuel Johnson, tan presente en Vida de Manolo—, señalaba a Emil Ludwig, “el mestre universal del gènere”, como el pionero del cambio de poética. Pla demostraba tener un conocimiento notable de la obra de Ludwig y no regateaba sus elogios: “El Guillem II, el Goethe i, sobretot, el Napoleó, de Herr Ludwig, que ha deixat astorada la mateixa crítica francesa napoleonista, són obres que depassen la moda per esdevenir obres mestres”. Es significativo que fuera precisamente entonces, a principios de 1929, cuando el nombre de Ludwig compareciese en los comentarios sobre la “nueva biografía”. Hasta aquel momento la renovación del género, entre los lectores cultos catalanes, había ido asociada al fino
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psicologismo burgués de André Maurois. La ironía demoledora de Strachey era poco conocida, solo entre minorías (el círculo de Revista de Occidente, pongamos por caso). Zweig acababa de publicar el Fouché sin que apenas tuviese eco en España. En aquel momento, por el contrario, la presencia mediática de Ludwig empezaría a consolidarse. Fue a mediados del año 29 cuando se imprimió El káiser Guillermo II, la primera de sus biografías, creo, traducida al español. Su fama, además, la reforzarían sus entrevistas con Mussolini de las que la prensa daba puntual noticia. El bestsellerista Ludwig, de algún modo, gracias a las traducciones de Ricardo Baeza para Juventud, empezaría a capitalizar la moda de la “nueva biografía”. El 4 de febrero de 1931 el periodista “Augusto Assía”, corresponsal en Berlín, informaba a los lectores de La Vanguardia que se había conmemorado en Alemania el cincuenta aniversario de Ludwig, el escritor de su país que tenía un mayor eco internacional. Es un artículo interesante. Da noticia, por ejemplo, de la falta de consideración de su obra por parte de una Academia que, mediante una declaración pública, temerosa del intrusismo, había cuestionado su metodología: “Nuestra ciencia tiene que sufrir que asaltantes de cualquier clase hagan pasar sus limonadas por auténtico vino. El éxito de esta literatura es solamente posible gracias a la falta de conciencia crítica. El nivel de la cultura media ha descendido de tal modo que una mezcla pintoresca de folletinismo, tendencias políticas y cuestiones privadas, pueden aparecer como una obra histórica”. Esta suma de prejuicios atacaba la línea de flotación de la “nueva biografía”. Y la caracterizaba como un producto adulterado, ejemplo de una sociedad culturalmente empobrecida. También Assía, sin afán demonizador, describía aquel biografismo como una tendencia típica de aquel período histórico: El hombre medio, un poco perdido y desconfiado de sí mismo entre el asalto de acontecimientos que le inundan, se vuelve a los grandes hombres, como los antiguos navegantes se volvían a las estrellas, para asegurar su ruta. Los grandes hombres de ayer y los de hoy. Emil Ludwig, que sin ser un genio es un hombre que está en la cima de su época, ha captado como pocos el ambiente del mundo y escrito sobre él y para él.
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Ese talento para la captación, según Assía, era en Ludwig un rasgo racial, judío: “Esta hábil aptitud para formarse una animada imagen del mundo le viene de su raza semítica”4. La explicación, hoy, nos parece algo peregrina, pero hoy no es ayer. A finales de aquel 1931 Guillem Díaz-Plaja publicó dos interesantes artículos sobre la renovación del género biográfico en el semanario Mirador. Su reflexión, que arrancaba sintetizando el prólogo programático de Ludwig a su libro de retratos Genio y carácter, ubicaba aquel fenómeno literario dentro de una sobrecargada atmósfera intelectual constituida por elementos como la rebelión de las masas de Ortega, la dicotómica teoría del carácter de Otto Weininger —pura dinamita antisemita— o la difusión del psicoanálisis. “Podríem trovar una explicació d’aquesta persistència pel jo profund en les peculiars doctrines freudianes?”, se preguntaba el joven Díaz-Plaja.
¿Un arte degenerado? El 21 de abril de 1933, un viernes, Ludwig llegó a Barcelona procedente de Génova. Apenas hacía tres meses que Adolf Hitler había sido nombrado primer ministro alemán. Sus libros —como los de Stefan Zweig— habían sido quemados en público y él se había visto obligado a exiliarse. A finales de abril inició una gira de conferencias por España durante la cual trató a Manuel Azaña, de quien se comprometió a escribir una semblanza biográfica. Regresó a Barcelona, con el expreso
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A principios de 1932, el reconocimiento del talento para la captación del ambiente epocal lo subrayó también un crítico precoz e informadísimo —Ramon Esquerra— a propósito del Goethe, de Ludwig: “Són les reaccions de l’esperit de Goethe davant del món i dels homes del seu temps el que constitueix la veritable biografia de Ludwig, biografia psicològica, difícil d’encertar i més difícil encara de fer interessant al lector vulgar i poc intel·lectual”. Y añadía : “Ludwig aconsegueix, amb aquests elements de vida interior, fer de la vida de Goethe una obra tan interessant com pugui ésser-ho qualsevol novel·la”. Creo que la equiparación entre biografía y novela, atractiva comercialmente, fue letal para la consolidación culta del género.
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de Andalucía, el sábado, 6 de mayo. El lunes visitó al president Francesc Macià en su despacho de la Generalitat y luego dictó en el Ateneu una concurrida conferencia. Durante aquel acto se produjo un apagón. Creyó que había sido un sabotaje deliberado. No era la primera vez que le había ocurrido5. Pero la gira de conferencias, desde el punto de vista de su repercusión, fue un gran éxito. Su consideración social era enorme; su prestigio como escritor, en cambio, a rebufo de lo denunciado por los académicos de su país, claramente discutido. Hacía cuatro años que los mejores lectores y críticos habían apostado por la biografía novelada. A mediados de 1933 ya no hubieran apostado con el mismo convencimiento. Ludwig, que explotó con intensidad la fórmula, estaba minando su prestigio. Josep Pla que, como hemos visto, tanto le había elogiado —“mestre universal del gènere”—, ahora, tal vez para volver a ir contracorriente o dejando suelta su veta antisemita, lo denostaba en un artículo publicado en El Imparcial el 3 de mayo. Si hacía cuatro años Ludwig le había servido para cargar contra Maurois, ahora Strachey, fallecido hacía un año, era su arma arrojadiza para cargar contra un Ludwig presentado como un especialista sobrevalorado en refritos. Una denuncia paralela, sin tanta acritud, la formuló Just Cabot en las páginas de Mirador: “Ludwig és una mostra perfecta d’on pot arribar una ben muntada organització industrial i comercial —és a dir, productora i reclamística— sobre la capacitat d’ésser enlluernat que té el gran públic”. Y tal vez la más venenosa fue la de Manuel Brunet, publicada en La Veu de Catalunya: “Admiro els israelites —dijo—, però tanmateix, si els trets dolents de la raça es presenten massa acusats, em poso en guàrdia”. Y estos rasgos eran su codicia, pero no era solo este: Tenia antecedents exactes del Ludwig jueu. Per a conèixer l’israelita Ludwig, cal llegir la biografia de Jesús, titulada El fill de l’Home. El llibre és una veritable catàstrofe literària, i no solament perquè parteix del punt de vista jueu de negar la divinitat de Jesús,
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Lo rememoró Carles Soldevila en el magnífico prólogo que escribió para prologar el primer volumen de las obras completas de Emil Ludwig que editó Juventud.
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sinó perquè és una novel·la desgraciada en que cau en el perill que ell assenyala en el pròleg. Com ell temia i diu, el perill de la forma híbrida de la novel·la històrica, caricatura de la novel·la i de la història, com va dir Goethe, és una amenaça greu quan la documentació és rara, una forma veritablement immoral en aquest cas. I és que un jueu ben raçat, com Ludwig creu ésser, ha de tenir totes les grandeses i misèries de la raça. I en aquests casos, potser és millor afavorir-los amb la distància.
Ludwig, que había capitalizado la moda de la “nueva biografía”, acaparó también, luego, todos los prejuicios. Su obra, y diría que con ella el género, quedó pronto cuestionada. Un mes después de su gira de conferencias por España, en junio de 1933, Juan Gutiérrez Gili escribía en La Vanguardia que la “‘biografía novelada’ para unos es un acierto, para otros un género nauseabundo”. La estancia de Ludwig en Barcelona no dejó un buen sabor de boca entre la sociedad culta que lo había recibido. En aquella reacción displicente me parece intuir, más allá de la constatación de su brillantez impostada y pesetera, un signo de los tiempos alarmante: en los comentarios periodísticos, latente, estaba ya la conciencia de un mundo que se pretendía disolver con agresividad. Ludwig, represaliado por el nazismo, concentró la prefiguración de la gran crisis durante los días barceloneses. No solo él. También el género del que su obra se había convertido en paradigma. No era algo directo, sino más bien informales manifestaciones implícitas —“género nauseabundo”— que se colaban entre las líneas de un ensayismo literario divulgativo revestido en el formato del periodismo cultural. Durante aquellas jornadas su auténtico anfitrión había sido Joan Estelrich, el intelectual a quien Francesc Cambó había delegado la dirección, la chequera y ejecución de su potente política cultural. Estelrich, tal como lo retrata Josep Pla en un “homenot” duro y memorable, también era un representante modélico de aquel modelo de civilización gangrenado que tendría su mejor crónica en las memorias de Zweig. En la parrilla de salida hacia el abismo que era la Europa de la primera mitad de los treinta, imantada por la pesadilla totalitaria, gentes como Estelrich, como Paul Valery —que estuvo en Barcelona casi los mismos días que
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Ludwig— o como Zweig mismo predicaban una tercera vía transnacional, idealizadora de la capacidad transformadora de la cultura. Fue exactamente en ese espacio —un espacio colonizado en buena medida por judíos (André Maurois también lo era)— donde se inscribió el momento cumbre de la “nueva biografía”. Pero aquel momento, insisto, y aquella tercera vía, estaban a punto de precipitarse al más absoluto y trágico abismo. El verano de 1936, con la guerra civil española en su etapa de represión más salvaje, se escenificó algo parecido a un canto del cisne de aquel mundo de ayer durante dos reuniones de intelectuales que se celebraron en Buenos Aires (una reunión del PEN Club y otra del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual). Desde hace prácticamente nada contamos con una preciosa crónica de ambos encuentros: la crónica escrita por Joan Estelrich en sus dietarios. Días de “política de claqué y hedonismo a tres voces”, como los describió, con fina precisión, Andrés Trapiello6. En Buenos Aires también estaba Ludwig y allí se reencontraron con Estelrich, que en su dietario lo recordó de aquella visita a Barcelona: “No li tenia gaire simpatia”. Pero en ese pasaje escrito en octubre de 1936, más allá de las consideraciones personales, lo realmente valioso es la descripción de la poética de Ludwig. La cita es larga, pero creo que vale la pena: De vegades he explicat el procediment de Ludwig per a les seves biografies. Per exemple, la de Goethe. Es tracta de llegir les obres de Goethe, la seva correspondència, el que han escrit d’ell els contemporanis. Senyalar en aquests llibres tot lo aprofitable. Transformar cada tros aprofitable en una fitxa. Agrupar les fitxes per capítols, a l’entorn d’un fet principal o significatiu. La tasca essencial radica en cada capítol: utilitzar l’essencial. En molts casos (en Goethe, per exemple) tot el treball de Ludwig s’ha reduït a lligar les notes preses, les fitxes, i a unificar l’estil. I sobretot aplicar els procediments, o trucs, que observem en el cinema. Per exemple, el procediment (que és tot el retrat de Napoleó) de col·locar en primer pla els incidents íntims, les peripècies amoroses i, al fons, en darrer terme, la batalla, que és el fet històric
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Andrés Trapiello, “El hedonista acelerado”, El País, 4 de febrero (2013).
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important. És a dir: subratllar les febleses humanes de l’hèroe, perquè tothom hi simpatitzi, i deixar en la boirina els fets polítics transcendentals, com a teló o decoració7.
El análisis de Estelrich es muy perspicaz no solo porque sepa desvelar, aunque sea cargando las tintas, la cocina primaria del Ludwig biógrafo, sino sobre todo porque acertó al detectar el fatídico punto muerto donde estuvo casi condenada a moverse la “biografía novelada”. La novedad básica de aquella modalidad de escritura biográfica había sido su atrevido afán de relatar la intimidad del biografiado, un personaje histórico cuya vida interesaba al lector, de entrada, no por esa esfera de su comportamiento, sino por la huella que había dejado entre sus contemporáneos, es decir, por su actuación en un escenario que es, casi por definición, público. Pero el intento de unificar en un mismo relato los tres ámbitos de actuación del sujeto —íntimo, privado y público— tendía a decantarse hacia lo privado e íntimo, en la medida que aquello que en último término se pretendió a través del relato fue el descubrimiento de una personalidad y su desarrollo a lo largo de una vida. Esa operación, de naturaleza literaria —mejor, narrativa—, resultaba fácilmente impugnable desde la encorsetada deontología de la ciencia histórica. Igual que lo sería, en este ámbito pero no solo en ese, las distintas familias de la psicología —en especial el psicoanálisis— como herramientas de comprensión de aquello individual que no es observable. Fue en la prórroga de aquel elitista mundo de ayer, pues, cuando Estelrich registró el descarrilamiento al que Ludwig había llevado la “nueva biografía”. ¿Un acierto o un género nauseabundo? La dicotomía planteada por Gutiérrez Gili, a medio plazo, quedaría resuelta. “Aborrezco las biografías noveladas”, afirmaría Antonio Marichalar en 1945, prologando la tercera edición de Riesgo y ventura del Duque de Osuna. Aquellas palabras representaban un cambio rotundo respecto a su posición de hacía casi veinte años, cuando en 1927, dando noticia de la aparición de una
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Joan Estelrich, Dietaris, ed. de Manuel Jorba, Barcelona, Quaderns Crema, 2012, pp. 301-302.
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nueva modalidad de biografías, había ensalzado el Balzac de René Benjamin, cuya naturaleza novelística era más que evidente. A Carles Soldevila le sucedió algo parecido, denunciando, en la posguerra, los “abusos y frivolidades” de aquella modalidad. Y es que la etiqueta llevaría asociada las nociones de invención factual, diletantismo psicologista o frivolidad epistemológica. Como si se tratase de un arte degenerado8. En los primerísimos cuarenta, la “biografía novelada”, que aún tuvo un cierto tirón comercial, entraba en una larga etapa de deslegitimación culta. En la Vida de Sócrates, de Antonio Tovar, había bien poca novelería e infinidad de fuentes. Era un gran libro nuevo o al menos Eugenio d’Ors aseguraba en 1946 que “entre los que yo sé y puedo apreciar, no ha habido otro más importante” en los últimos tiempos. Algo parecido valdría para Antonio Pérez, de Gregorio Marañón, libro de 1947 sobre el que Américo Castro confesaba a su autor que “no se ha escrito en España ninguna biografía comparable a la suya —rica en documentos, clara en la exposición, amplia en cuanto al radio de vida histórica que abarca—”. La mejor biografía escrita en España, si atendemos a lo que subrayaba Castro, nada tenía que ver con la más prestigiosa modalidad literaria de escritura biográfica. La circunscribía, tan solo, a la ciencia histórica. Y cuando en 1949 Torrente Ballester afirmó que Riesgo y ventura del duque de Osuna “como biografía, nos parece la más perfecta de las publicadas por escritores españoles”, introducía un equívoco que perdura. Porque aquel ejercicio de estilo, más que una “nueva biografía”, era un experimento de subversión de dicha modalidad con la artillería pesada de la prosa de vanguardia. Como Flush, Orlando o En busca del barón Corvo. Y un juego de este tipo difícilmente sustenta una tradición ni puede alentarla9.
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La rectificación de Marichalar pudo leerse en su prólogo a la tercera edición de Riesgo y ventura del duque de Osuna, edición que Domingo Ródenas rescató cuando en 1998 la editorial Palabra recuperó el clásico de Marichalar. Las palabras de Soldevila vienen de su prólogo a las obras completas de Ludwig. El juicio de Américo Castro sobre el Antonio Pérez de Marañón lo extraigo de La resistencia silenciosa (Barcelona, Anagrama, 2004), de Jordi Gracia. Las de Torrente Ballester, del prólogo que Ródenas redactó para la edición del Duque de Osuna.
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Cuestiones de cultura en los artículos de Gonzalo Torrente Ballester en la prensa nacional
Inês Espada Vieira (Universidad Católica Portuguesa)
A Josefina Torrente Lugo
A finales de los años 1920, en Oviedo, la participación en la vida cultural y universitaria y los artículos en el periódico El Carbayón (19271928) hacen olvidar la plena adolescencia de Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999), y a comienzos de la década de 1930, en Madrid, el mismo ímpetu y algunas lecturas más disfrazan su juventud en las páginas de La Tierra (1930-1931), donde podemos ver una firme aproximación del futuro escritor al teatro, al cine y a la literatura1.
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Inês Espada Vieira, “Periodismo y literatura en El Carbayón y La Tierra”, en Tabla Redonda /Anuario de Estudios Torrentinos, 8 (2010), Vigo, Universidade de Vigo, 2010, pp. 121-139.
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Los años que mediaron entre esa primera aventura madrileña y el estallido de la guerra constituyen un hiato en la obra y en la vida pública de Torrente Ballester. En julio de 1936, se encuentra en París y regresa a España en barco —un viaje ya suficientemente comentado—. A comienzos del año siguiente, en 1937, está como delegado comarcal de Prensa y Propaganda de Ferrol2 en Salamanca, capital de la España sublevada, donde la mítica casualidad3 juntó a Gonzalo Torrente Ballester, Pedro Laín Entralgo y Antonio Tovar4. En verano, lo encontramos en Pamplona, colaborando con el padre Fermín Yzurdiaga en el diario Arriba España5, junto del grupo Jerarquía6. Al final de ese mismo año de 1937,
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Sergio Campos Cacho, “Gonzalo Torrente Ballester y su compromiso con la realidad”, In Orbis Tertius: revista de pensamiento y análisis de la Fundación Sek, 5, octubre (2009), p. 40. Gonzalo Torrente Ballester, “Prólogo a la obra completa”, La obra completa de Gonzalo Torrente Ballester. I. Barcelona, Destino, 1977, p. 27. Ese encuentro lo recuerda Torrente en diversas ocasiones, en un proceso de repetición que acentúa lo que de mitificación contiene el relato: un grupo de hombres de excepción, alejados físicamente de todos, en un rincón de los claustros (representando la singular condición también de alejamiento espiritual de las masas), en el mismo exacto momento, con la misma inmediata preocupación —descifrar un enigma lingüístico—. El tiempo enseñará que aquellos y otros jóvenes compartirán no solo preocupaciones intelectuales concretas como la que allí los juntara, sino también otras inquietudes más ambiciosas. Un diario “[...] mucho más ideológico, intelectual y literario que informativo: Arriba España, de Pamplona, que empezó a publicarse el 1 de agosto de 1936, en los talleres incautados de La Voz de Navarra. [...] La lista de colaboradores equivaldría casi a la de todos los que manejaban la pluma en el lado nacional”, en María Cruz Seoane, “Las revistas culturales en la Guerra Civil”, ed. de Jesús Manuel Martínez, Periodismo y periodistas en la Guerra Civil, Madrid, Fundación Banco Exterior, 1987, p. 29. Constatando la frecuente insistencia de la crítica en la vinculación de Torrente al grupo de Jerarquía y en sus consecuencias ideológicas, Pablo García Blanco escribe: “Lo sorprendente no es su vinculación a la revista, una de las más relevantes del panorama cultural nacional, sino que se suele hacer de ella el gozne sobre el que articular la actitud torrentina en estos años, aunque únicamente se publicara un artículo suyo en la breve vida de esta revista, frente [a] los más de veinte artículos publicados en otras publicaciones falangistas como El Pueblo Gallego y la zaragozana Amanecer.
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llamado a colaborar con Pedro Laín en la sección de Ediciones del Servicio Nacional de Prensa y Propaganda, se traslada a Burgos, ciudad que es, además de la capital gubernativa, una especie de sede intelectual de la campaña bélica de Franco, el lugar donde se encontrará la elite pensante del bando sublevado. En la España de la década de 1930, ser intelectual era un atributo de las izquierdas. Las declaraciones de Giménez Caballero, por ejemplo, revelan la repulsa que los intelectuales despertaban en las derechas conservadoras: Gente de opinar contrario y al revés. Enrevesados. Frente a ellos estuvimos siempre los “místicos”, los “teólogos”, los “predicadores”, los “sacerdotes” de causas divinas. Los “curas de almas”. Los que no andamos con la cabeza ni de cabeza. Aquellos que definió San Juan de la Cruz: sin otra luz ni guía / sino la que en el corazón ardía7.
En 1986, escribiendo sobre la cultura durante la Segunda República, Torrente tenía la misma percepción: “‘Nosotros y los intelectuales’ pudiera definir a las izquierdas; ‘Nosotros y el Ejército’ define a las derechas”8. Según nuestro autor, esa noción despreciativa de “intelectual”, motivadora de desconfianza y menosprecio, se mantendrá en las derechas durante y más allá de la guerra civil9.
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[...] Si se vincula exclusivamente al autor con esta revista se corre el peligro de encasillarlo en una tendencia que no es la más acertada. [...] su vinculación con el denominado grupo de Burgos, con Ridruejo, Tovar, Laín, Rosales y Vivanco, estos tres últimos provenientes también de la puritana Pamplona y de Jerarquía, marcarán, con un ideario bastante diferente al pamplonica, el devenir político e ideológico de Torrente Ballester [...]”, en Pablo García Blanco, Contra la placidez del pantano: teoría, crítica y práctica dramática de Gonzalo Torrente Ballester, Getafe, Universidad Carlos III de Madrid, 2008, documento electrónico, (consultado 3 de julio de 2013), http://e-archivo.uc3m.es:8080/handle/10016/4948. 235-236. Ernesto Giménez Caballero, Genio de España. Exaltaciones la una resurrección nacional y del mundo, Barcelona, Planeta, 1983, p. 33. Torrente Ballester, “Situación de la cultura durante la Segunda República española”, en Guillem Burrel y Floria, España. Nuestro Siglo. Tomo: Segunda República 1931-1936, Barcelona, Plaza y Janés, 1986, p. 334. Ibidem, p. 335.
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Pero Torrente Ballester, que se sentía perseguido por el adjetivo “intelectual”10 y que dirá que la peor cosa que le han llamado en la vida ha sido justamente “intelectual”11, de hecho ha ejercido ese papel de forma ejemplar, en lo que se exige de erudición, de estudio, de producción ensayística o literaria, de relaciones con sus pares, de presencia en los órganos y en los lugares del grupo. Un papel siempre politizado, puesto que la política es la forma de intervención pública por excelencia y los atribulados años de la monarquía, de la república y de la dictadura han sido escenario privilegiado de la recíproca injerencia entre los dos planos. La participación de los escritores y de los pensadores españoles en la política, tanto teórica como activamente, se observa ya desde el siglo xix. Identificando esta situación, Gonzalo Torrente Ballester señala también el curioso hecho del prestigio popular de los intelectuales durante los años veinte y treinta. Viviendo al margen del público, que no los leía ni los entendía, eran, sin embargo, verdaderamente estimados: “De ahí que si tres nombres ilustres se reúnen ‘al servicio de la República’ se conmocione la sociedad española. A favor o en contra, pero en modo alguno indiferente”12. Cuando Torrente Ballester, Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Laín Entralgo, Luis Rosales y otros se reunieron en Burgos no hubo ninguna conmoción en la sociedad española. Primero porque la verdadera conmoción era la de la guerra que asolaba el país; después, porque estos hombres no tenían todavía delante del público la especial aura que solo la edad y la obra podrían conceder, aunque no fueran políticamente desconocidos, o literariamente imberbes. Así, Gonzalo Torrente Ballester regresa a los periódicos de forma regular no como el niño prodigio interesado en teatro, cine y literatura de las experiencias de Oviedo o Madrid, sino con el estatuto formal de “colaborador nacional”, tal como aparece identificado en muchos
10 “Prólogo a la obra completa”, op. cit., p. 71. 11 Miguel Viqueira, “Entrevista a Gonzalo Torrente Ballester”, en J. L. Jornal de Letras, Artes e Ideias, 258, 15 de junio (1987). 12 “Situación de la cultura...”, op. cit., pp. 334-335.
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de los textos que firma con su nombre en los periódicos oficiales de la facción comandada por Franco en plena guerra civil13. El mayor número de estos artículos se encuentra en el periódico El Pueblo Gallego, de Vigo, siendo los más antiguos del 14 y del 26 de enero de 1937. Es de notar que estos primeros artículos son anteriores a su relación (por lo menos documentada hasta ahora) con los compañeros de Salamanca, Pamplona o Burgos. El hecho de tratarse de un periódico gallego ayuda a demostrar una participación más activa en la Falange local que la de la militancia “forzada” del camisa nueva circunstancial, tal como también lo prueba el ejercicio de los cargos de delegado comarcal de Prensa y Propaganda de la provincia de Ferrol, ya referido, y de director del semanario La Voz de la CONS14.
13 En El Carbayón, firmaba a menudo con iniciales y en La Tierra hay varios artículos firmados con seudónimos. 14 En el ya citado artículo de Campos Cacho, el autor aventura la hipótesis de que haya sido Jesús López Suevos quien ayudó a Torrente a entrar en el “entramado orgánico de la Falange” (Campos, op. cit., p. 40). El semanario La Voz de la CONS, publicado en Ferrol en 1937, será posteriormente Fuero (Ferrol, 19381939). En la página dos de su primer número, de 1 de octubre de 1938, publica una reseña laudatoria a El viaje del joven Tobías, identificando al autor como “Ex Director de nuestro semanario (antes La Voz de la C.O.N.S.)”. Hay también noticia de la intervención de Torrente Ballester como orador en mítines. Ilustrado con una foto de José Antonio Primo de Rivera —con la leyenda “este fue el nombre que estuvo en los labios de todos los oradores, y en el corazón de todos los oyentes”—, el relato publicado en el número nueve es la prueba de la participación activa de Torrente: “[...] Dio comienzo el acto, haciendo uso de la palabra el camarada Gonzalo Torrente, quien desarrolló, con la maestría que le es característica, un tema tan arduo y difícil, que solo su amenidad podría hacer, como lo hizo, brillante y comprensible para todos los públicos. El camarada Torrente, expuso con fino estilo la gran labor del obrero ferrolano en la construcción de barcos de guerra, con los cuales España hallará su pujanza y su grandeza. Al final de su disertación, fue interrumpido con una enorme ovación, prueba del agrado con que el numeroso público, escuchó a este camarada. [...]. El acto del día 6, en Jofre, fue la demonstración clara y rotunda, de que el movimiento nacional-sindicalista, prosigue inalterable la ruta que se marcó desde el principio”, La Voz de la CONS, 3, 12 de abril (1937), p. 3. En este mitin estuvieron también otros jefes regionales de la Prensa y Propaganda (A Coruña
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Contrariamente a lo que sucederá con la mayoría de los textos posteriores (a partir de agosto de ese año), publicados simultáneamente o reimpresos en otros títulos de la prensa franquista como Alerta (Santander), Amanecer (Zaragoza), Arriba España (Pamplona), Nueva España (Huesca), La Nueva España (Oviedo), La Voz de Galicia (A Coruña), los dos primeros artículos —“Prolegómenos a toda política futura. I. Propósitos” y “Prolegómenos a toda política futura. II. Servicio y misión de España”— tuvieron esta única publicación, lo que sin duda está relacionado también con el hecho de que Torrente Ballester todavía no se encontrara completamente integrado en el aparato propagandístico que trataba de “distribuir” los artículos por los periódicos del régimen, dotándolos de la doctrina exigida para cumplir lo dictado por la ley de prensa de Franco: [...] transmitir al Estado las voces de la Nación y comunicar a esta las órdenes y directrices del Estado y su Gobierno; siendo la Prensa órgano decisivo en la formación de la cultura popular y, sobre todo, en la creación de la conciencia colectiva, no podía admitirse que el periodismo continuara viviendo al margen del Estado
Los artículos firmados por Torrente Ballester en la prensa del Movimiento son de reflexión ideológica —en El Pueblo Gallego están en una sección denominada “Doctrina y orientación”, gráficamente señalada con el águila negra—, artículos de reflexión filosófica sobre asuntos contemporáneos y artículos de carácter literario o cultural. Todos los textos están profundamente politizados, imbuidos del espíritu panfletario exigido por la misión propagandística que Torrente y sus compañeros de Burgos llevaban a cabo. Los temas y el estilo no son originales: se repiten las ideas de imperio, la discusión sobre el peso relativo de lo extranjero en la especificidad del fascismo español, la entrega del hombre a un Estado fuerte y orientado que solucionará todos los problemas de España, la misión
y Pontevedra), y cerró el acto el jefe nacional de Prensa y Propaganda de la Falange, Jiménez Arnau.
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universal de la patria, protagonista futura de hazañas inspiradas en el glorioso pasado... Publicados durante la guerra civil, ese contexto concreto está prácticamente ausente de sus artículos. La guerra surge como realidad remota y necesaria, una fatalidad productiva en el descubrimiento de un nuevo camino para España, disfrazada de necesidad, de acontecimiento heroico, mesiánico y distante. Asumen protagonismo delante de la realidad bélica en los textos los hombres y las ideas valientes, encarnados en las figuras de Franco y de su antecedente simbólico José Antonio, de que es heredera la figura del soldado anónimo. El sufrimiento provocado por la guerra está olvidado o se presenta metaforizado. Ejemplo de excepción son los momentos en que se asocia la sangre a la guerra, que es, al final, una lucha por la supervivencia: “[...] lo que vivíamos como puro anhelo es trágico debatirse por surgir de la sangre y de la guerra [...]”15; “[...] mientras España se debate en sangre por su propia vida [...]”16; “[...] la historia que España se escribe con sangre estos días”17. Estas tres citas también evidencian una especie de retórica de manual, aprendida en el grupo y reproducida colectivamente. En la mayoría de estos textos, la guerra es una situación casi natural, inevitable camino para el Imperio que, al final, se configura como la inaplazable misión de España en el mundo, orientada en todo momento como un destino divino: “Estamos viviendo una guerra. Por fortuna, Dios quiso dotarla de ocasiones multiplicadas de heroicidad [...]”18.
15 Torrente Ballester, “Meditación a lo largo de Piedrafita”, El Pueblo Gallego, 08 de mayo (1938), p. 10. Reproducido en La Nueva España, 24 de mayo (1938), p. 5. 16 Torrente Ballester, “Sobre nuestra América”, El Pueblo Gallego, 02 de marzo (1938), p. 2. Reproducido en Nueva España, 04 de marzo (1938), p. 1 y en La Nueva España, 08 de marzo (1938), p. 4. 17 Torrente Ballester, “Elogio de la Orden de la Merced, servidora de Dios y del Imperio”, El Pueblo Gallego, 26 de septiembre (1937), p. 4. 18 Torrente Ballester, “Invitación al silencio”, El Pueblo Gallego, 01 de enero (1938), p.16. Reproducido en Arriba España, 02 de enero (1938), p. 3; en Nueva España, 04 de enero (1938), p. 3; en Amanecer, 05 de enero (1938), p. 8; en La Voz de Galicia, 19 de enero (1938), p. 5 y en La Nueva España, 10 de junio (1938), p. 3.
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En el texto que escribió para el libro de homenaje a Dionisio Ridruejo en 1976, “Escorial en el recuerdo”, Torrente reconoce que muchas páginas de la revista Escorial están contagiadas de “imperialitis”19 El mismo diagnóstico es aplicable a los textos que ahora leemos, conscientes de que se trata de una cuestión común a la retórica franquista. Según Gómez-Elegido, “las huellas de la guerra no se reflejan en las páginas literarias de Torrente que deja su obra creativa de ficción al margen del ejercicio ideológico político. Solo a través de su escritura periodística encontramos testimonio de su posicionamiento”20 Creo que es importante añadir, a modo de precisión, que el posicionamiento político explícito contemporáneo a la propia guerra civil solo se encuentra en los textos periodísticos. Pero eso puede deberse al hecho de que Torrente casi no haya tenido otra producción intelectual en esos años21. Además, aunque no se trate de un tema ideológico fundamental en el que sea evidente el posicionamiento político del autor, la guerra sí está presente como tema novelesco, por ejemplo, en Javier Mariño (1943), Los gozos y las sombras (1957, 1959, 1962), Filomeno, a mi pesar (1988), La boda de Chon Recalde (1997), por citar solo algunos ejemplos22 Pablo García Blanco considera incluso equivocado negar la relación directa de las ideas de Torrente presentes en sus artículos periodísticos con las de sus creaciones artísticas contemporáneas, aunque reconozca una distinción entre la retórica exaltada y abrupta de los artículos y el lenguaje poético de sus dramas23.
19 Torrente Ballester, “Escorial en el recuerdo”, en AA.VV., Dionisio Ridruejo: de la Falange a la oposición, Madrid, Taurus, 1976, p. 64. 20 Ana María Gómez-Elegido Centeno, Gonzalo Torrente Ballester y su escritura en los periódicos. De letras, de vida, de historias, Madrid, Fragua, 2009, p. 41. 21 Además de los textos posteriores de Cuadernos de orientación política, en términos literarios, el primerísimo drama, El viaje del joven Tobías: Milagro representable en siete coloquios, está fechado de 1938, siguiéndose en 1939 El casamiento engañoso: Auto sacramental. Javier Mariño, la novela inaugural, es ya de 1943. 22 Inês Espada Vieira, “Gonzalo Torrente Ballester e a guerra: memória e ficção” en J. Fazenda Lourenço e I. Espada Vieira (eds.), Guerra Civil de España: cruzando fronteiras 70 anos depois, Lisboa, Universidade Católica Editora, 2007, pp. 103-111. 23 García Blanco, op. cit., p. 229. El autor considera, sin embargo, que la mediación de la literatura no subyuga el arte, sino que, en su autonomía, esta se adapta
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Para Javier Cercas24, el compromiso ideológico de Gonzalo Torrente Ballester con los falangistas de prensa y propaganda de la España sublevada ha sido más que el “‘pecadillo de juventud’”25 como, según el autor, Torrente habrá querido siempre presentar su pasado político. Analizando algunos de los textos de esa época, Cercas concluye que “delatan la fervorosa ortodoxia falangista de nuestro autor”26. Esta posición contesta la de Alicia Giménez, citada por el investigador como contrapunto de su tesis, que describe a un joven [...] idealista y conservador, [...] necesitado de habitar en un caldo de cultivo cultural formará parte del único movimiento artístico que existe en el área nacional, se autoconvencerá de que es necesario un compromiso político, se enardecerá con las ideas de salvación de la patria, de la conservación de los valores inamovibles: religión, familia y orden social27.
Creo que las dos hipótesis pueden verse como complementarias: sin que nos olvidemos de que los artículos de los años de la guerra son “textos de ortodoxa propaganda falangista”28, es cierto que, analizando el trayecto público de Torrente, el modo casual en que se ha vinculado a los intelectuales falangistas (antes y después de Burgos), la poquísima
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a su propia naturaleza. Esto llevará a que “las obras torrentinas no se conviertan en meros púlpitos de orador, creados para la simple propagación de consignas, exabruptos dirigidos al enemigo y exaltaciones patrióticas simplistas [...]” (ibidem, p. 229). En su tesis doctoral dedicada a la relación de Torrente Ballester con el teatro —teoría, crítica y práctica—, Pablo García Blanco reflexiona también sobre algunos de los artículos publicados por Torrente en la prensa nacional (ibidem, p. 228 y ss.). Javier Cercas, “Torrente Ballester falangista: 1937-1942” en Cuadernos Interdisciplinarios de Estudios Literarios (CIEL), segunda época, vol. 5, núm. 1 (1994), pp. 161-178. Ibidem, p. 162. Ibidem, p. 168. La misma expresión para cualificar el compromiso político de Torrente Ballester en este período ya había sido utilizada por Julio Rodríguez-Puértolas (Literatura Fascista Española I. Historia, Madrid, Akal, 1986, p. 718). Alicia Giménez, Torrente Ballester, Barcelona, Barcanova, 1981, p. 20. Cercas, op. cit., p. 169.
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obra (periodística y de creación literaria) del autor anterior a esa convivencia, permite ver las razones presentadas por Alicia Giménez. El origen y la edad de Torrente Ballester son dos detalles de su biografía que deben incluirse en este análisis porque, externos a la literatura y al periodismo, condicionan la construcción de su identidad como intelectual: el joven de provincias, ávido lector y estudioso, que a los catorce años era ya “un chico que escribía”29, “idealista”, el “niño-hombre” protegido de sus compañeros de El Carbayón, participante de las tertulias madrileñas de 1930/1931, a quien había sido dado a conocer el París de 1936, aspiraba a estar en el lugar mental, cosmopolita y moderno de la vida intelectual española. La atención que recibió de los amigos del círculo de Ridruejo —atención a veces casi mendigada30— le abrió las puertas de esa elite a la que él creía pertenecer por talento y vocación, y la adhesión ideológica y política, facilitada por la concreta y anterior filiación en la Falange gallega, era un paso natural de esa pertenencia. Con estas reflexiones en mente, he elegido una aproximación en close reading, partiendo de textos ejemplares que nos enseñan a un Torrente Ballester fundamentalmente militante, marcado por una misión doctrinaria de justificación ideológica de todos los temas (y de solución falangista de todas las cuestiones). El tratamiento dado a las escasas cuestiones de cultura en los artículos en la prensa nos muestra que, en última instancia, en estos asuntos por lo menos, Torrente se ha regido siempre por sus convicciones, coincidentes o no con la ideología oficial. “Llamada de alarma”, publicado en La Nueva España en el día 25 de diciembre de 1937 (p. 6), es un texto de preocupaciones culturales, en el que Torrente vira hacia el seno de la España nacional y observa su literatura de forma profundamente crítica. Para el autor, la falta de calidad de las letras nacionales puede ser una debilidad aprovechable por los del “otro lado”. Según Torrente Ballester, las personas se acomodan a la tranquilidad y a la seguridad de la nueva España. Citando a “un” jefe político
29 “Prólogo a la obra completa”. 30 Jordi Gracia, El valor de la disidencia. Epistolario inédito de Dionisio Ridruejo. 1933-1975, Barcelona, Planeta, 2007.
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de la FE, avisa: “La gente vive tranquila porque cree haberse librado de los intelectuales”. En este artículo está bien clara la idea de que la lucha por la grandeza de España es una lucha permanente y que debe hacerse en todos los frentes. El autor presenta el ejemplo de los militares y acusa a los hombres de letras y de cultura de no hacer un esfuerzo que sea digno del heroísmo de los soldados. El declive de la vida espiritual es una señal del declive del mundo, y la salvación del espíritu, de la cultura, debe ser emprendida en paralelo con las acciones de regeneración política del país. La llamada de atención que el título anuncia, y que una brevísima referencia inicial a una nota escrita por el Sindicato Español Universitario de Vigo explicita, es una protesta contra la calidad de lo que se publica en la España nacional, que Torrente califica cruda (y orteguianamente) de chabacanería31. Va más allá: “Crecido es el número de diarios, de revistas, de libros, y, sin embargo, ¡qué poca su clase! ¡Qué distante del derroche de virtud heroica de nuestros soldados!”. Todo es visto por el autor como mediocre. Los tiempos literarios y culturales están lejos de la grandeza soñada y los pequeños poderes (concreta y metafóricamente) se han aprovechado de la oportunidad: Ha llegado la ocasión de los hombrecillos del periódico local, de la radio local, de la conferencia local. El resentimiento literario —la forma más peligrosa de resentimiento— ha perdido el freno, y la bilis muchos años contenida se vierte ahora en tinta de imprenta, “camuflada” de ardor nacional el sentimiento patriótico.
En el párrafo siguiente podemos leer el mismo espíritu que más tarde animará al grupo de Escorial32:
31 Agradezco al profesor Jordi Gracia los comentarios sobre “el componente orteguiano del pensamiento” de Torrente, también reconocible en la idea de la guerra “como oportunidad regeneradora y vital”. 32 “Manifiesto editorial”, Escorial, 1 (1940), pp. 7-12 y “Escorial en el recuerdo”, p. 61-68.
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Bulle entre nosotros un nuevo y peligroso esnobismo —snob, sine nobilitate, sin nobleza— que consiste en decir burlas y menosprecios de ciertos hombres y nombres, hoy, por su desventura alejados de nosotros. Se estima patriótica esta falta de respeto por aquellos cuya obra —no la conducta política y personal— servirá en un mañana sin pasión para honra de España. Nadie entiende que la labor de juzgarlos en definitiva corresponde a muy pocos, y escogidos en capacidad, jerarquía y rango; que este emitir opiniones (que nadie pide) en diarios, revistas y libros, es una manera más de comportamiento democrático, y muy grave, porque es pecado contra el espíritu, de los que no serán perdonados.
La distancia de algunos puede ser una distancia simbólica, pero también la distancia geográfica a que el exilio ha forzado a muchos de los hombres de letras españoles. Es bien feroz la crítica de Torrente, para quien nada hay de patriótico en la falta de respecto de que son víctimas algunos autores. Aunque sin revelar los nombres de esos hombres de espíritu, creo que se trata del artículo sin título a que Gonzalo Torrente Ballester se refiere en el prólogo a la obra completa: “[...] en uno protestaba del trato que se daba en los periódicos a personas para mí respetabilísimas: Ortega, Marañon y Pérez de Ayala [...]”33. A pesar del sentido de apertura y de respeto de estas palabras para con la producción literaria de calidad, Torrente Ballester no nos permite olvidar que en estos textos él es un heraldo de la ideología fascista defendida por FE, y una de las razones de su crítica a la proliferación de opiniones en la prensa y en los libros es que se trata de un “comportamiento democrático” que es “pecado contra el espíritu”. La calidad de lo que se escribe y publica es una absoluta exigencia. Utilizando una metáfora relacionada con la música —la buena música y aquella que más parece el graznido de los patos—, el autor reclama que se callen todos los que no pasan de aficionados. El sueño de un nuevo Siglo de Oro podrá cumplirse con la colaboración de todos, “pero muy principalmente de los mejores”. Al terminar el artículo, Torrente remite a las palabras de José Antonio Primo de Rivera donde,
33 “Prólogo a la obra completa”, p. 51.
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una vez más, se podrá encontrar la solución y la orientación para los problemas presentados. Menos enfocado hacia las preocupaciones culturales, en “Sobre nuestra América”34, Gonzalo Torrente Ballester se dedica otra vez al tema de las relaciones de España con el extranjero, en este caso con la América hispánica; una reflexión en el marco de las relaciones espirituales, buscando afinidades ideológicas e históricas. La opinión con la que abre el texto —“la presente penuria de libros”— ya se había presentado en “Llamada de alarma”. La situación actual impele al lector a dedicarse a lecturas antiguas, lo que implica, necesariamente, la revisión de ese pasado en función de los hechos del presente. “Invitación al silencio” es un lamento por la poca calidad de las voces escritas cuyo mérito no alcanza el del heroico soldado y que, en varios aspectos, también ya habíamos leído en “Llamada de alarma”. Torrente usa de nuevo la palabra chabacanería para describir la falta de nivel y de gusto de las letras del lado franquista y se refiere a la caterva de periodistas y de escribidores de libros, a los que echa la culpa por el desorden reinante en el medio cultural. Al contrario de las referencias hechas más o menos en passant sobre el conflicto militar, en este texto el autor sitúa su argumentación en el hecho concreto de que se está viviendo una guerra. No obstante, esa constatación se aprovecha como razón para vitorear a los soldados, como oportunidad para el encomio y para el aplauso; la guerra se presenta casi como una bendición divina, pues es ocasión privilegiada para asistir a grandes hazañas y gestos. Sin embargo, para el autor, que como vimos nos enseña una guerra casi mítica, bien distante del sufrimiento real que provoca, el problema reside en que no existe quien cante con mérito igual esta gesta épica: “Hay que decirlo: para héroes y heroicidades tenemos afónicos cantores —afónicos e infortunados— [...]”. Citando a Quintana sin referirlo —“‘Inglés, te aborrecí; héroe, te admiro’”—, Torrente exige a los que escriben la admiración por las
34 “Sobre nuestra América”, p. 2.
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calidades objetivas de los actos, reclama que se mire menos hacia atrás, para glorias de otros tiempos que desvían la atención y, en última instancia, perjudican a los soldados de hoy, restringiendo por comparación el alcance de sus hazañas. Al rechazar la comparación con héroes conocidos de otros tiempos, insistiendo en el anonimato del soldado de hoy (que admira al capitán de nombre también ignorado), Torrente Ballester lo transforma en una especie de “soldado desconocido”, aquel que, despojado de su historia concreta, asume y representa las glorias del combate de todo un pueblo. El silencio exigido a la “mencionada caterva del periódico y la pluma” dará espacio a la épica del soldado, “un tanto tosca y primitiva”, pero por eso mismo la única verdadera. Los textos de estos años oscuros son parte del camino personal e intelectual del escritor hacia los años maduros de la consagración (nunca totalmente exenta de polémica). Todos los hombres llevan dentro un lado de sombra y Torrente Ballester asumió las consecuencias literarias de esa inevitable convivencia en el prólogo a la obra completa, apelando a la comprensión del lector: “Me encuentro, pues, abocado a decirte, lector: si en mi obra hallas algo que te agrade, piensa que, sin lo que no te gusta, jamás lo hubiera escrito”35. Después de los años iniciales de niño-hombre en Oviedo, del afán revolucionario de Madrid en el inicio de la década del treinta, la época del combate retórico como “colaborador nacional” en los periódicos del Movimiento es la más destacada desde el punto de vista ideológico. Las amistades fraguadas en ese período le garantizarán una cierta supervivencia como intelectual, a lo largo de las primeras décadas del franquismo. Pero eso, son otras cuentas y otros cuentos... Confiamos en que la brevísima lectura que aquí presentamos pueda contribuir a reconsiderar el modo en que su identidad de intelectual es entendida actualmente cuando todavía litigan dos perspectivas radicales, casi solo emocionales: la encomiástica y la detractora. El pasado de Gonzalo Torrente Ballester no debe ser apagado u olvidado,
35 “Prólogo a la obra completa”, p. 11.
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sino entendido en el cruce de distintas circunstancias personales, españolas y europeas, en el plano de la política y de la estética. Como hemos dicho en otra ocasión, se trata de un pasado poco épico, pero seguramente auténtico36, que debe leerse en una totalidad diacrónica y no en un momento aislado, para que podamos hoy juzgar sin rencor.
Bibliografía citada 1. De Gonzalo Torrente Ballester
1.1. Artículos en la prensa nacional “Prolegómenos a toda política futura. I. Propósitos”, El Pueblo Gallego, 14 de enero (1937), p. 8. “Prolegómenos a toda política futura. II. Servicio y misión de España”, El Pueblo Gallego, 26 de enero (1937), p. 10. “Llamada de alarma”, El Pueblo Gallego, 23 de septiembre (1937), p. 10. Reproducido en La Nueva España, 25 de diciembre (1937), pp. 6 y 8. “Elogio de la Orden de la Merced, servidora de Dios y del Imperio”, El Pueblo Gallego, 26 de septiembre (1937), p. 4. “Invitación al silencio”, El Pueblo Gallego, 01 de enero (1938), p. 16. Reproducido en Arriba España, 02 de enero (1938), p. 3; en Nueva España, 04 de enero (1938), p. 3; en Amanecer, 05 de enero (1938), p. 8; en La Voz de Galicia, 19 de enero (1938), p. 5 y en La Nueva España, 10 de junio (1938), p. 3. “Sobre nuestra América”, El Pueblo Gallego, 02 de marzo (1938), p. 2. Reproducido en Nueva España, 04 de marzo (1938), p. 1 y en La Nueva España, 08 de marzo (1938), p. 4. “Meditación a lo largo de Piedrafita”, El Pueblo Gallego, 08 de mayo (1938), p. 10. Reproducido en La Nueva España, 24 de mayo (1938), p. 5.
36 “Gonzalo Torrente Ballester e a guerra...”, p. 110.
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1.2. Ensayos “Escorial en el recuerdo”, en AA.VV., Dionisio Ridruejo: de la Falange a la oposición, Madrid, Taurus, 1976, pp. 61-68. “Prólogo a la obra completa”, La obra completa de Gonzalo Torrente Ballester. I, Barcelona, Destino, 1977, pp. 9-99. “Situación de la cultura durante la Segunda República española”, en Guillem Burrel y Floria, España. Nuestro Siglo. Tomo: Segunda República 1931-1936, Barcelona, Plaza y Janés, 1986, pp. 330-345. 2. Otras fuentes citadas
Campos Cacho, Sergio, “Gonzalo Torrente Ballester y su compromiso con la realidad”, Orbis Tertius: revista de pensamiento y análisis de la Fundación Sek. N. 5, octubre (2009), pp. 34-45. Cercas, Javier, “Torrente Ballester falangista: 1937-1942”, Cuadernos Interdisciplinarios de Estudios Literarios (CIEL), segunda época, vol. 5, nº1 (1994), pp. 161-178. Cruz Seoane, María, “Las revistas culturales en la Guerra Civil”, ed. de Jesús Manuel Martínez, Periodismo y periodistas en la Guerra Civil, Madrid, Fundación Banco Exterior, 1987, pp. 23-36. García Blanco, Pablo, Contra la placidez del pantano: teoría, crítica y práctica dramática de Gonzalo Torrente Ballester, Getafe, Universidad Carlos III de Madrid, 2008; documento electrónico, consultado el 3 de julio de 2013, . García-Nieto, María Carmen y Donézar, Javier, Bases documentales de la España contemporánea, vol. 10, La guerra de España de 1936 a 1939, Madrid, Guadiana de Publicaciones, 1974. Giménez, Alicia, Torrente Ballester, Barcelona, Barcanova, 1981. Giménez Caballero, Ernesto, Genio de España. Exaltaciones a una resurrección nacional y del mundo, Barcelona, Planeta, [1932] 1983. Gómez-Elegido Centeno, Ana María, Gonzalo Torrente Ballester y su escritura en los periódicos. De letras, de vida, de historias, Madrid, Fragua, 2009.
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Gracia, Jordi, El valor de la disidencia. Epistolario inédito de Dionisio Ridruejo. 1933-1975, Barcelona, Planeta, 2007. “La Falange en marcha. El acto del día 6, en Jofre, fue la demonstración clara y rotunda, de que el movimiento nacional-sindicalista, prosigue inalterable la ruta que se marcó desde el principio”, La Voz de la CONS, 3, 12 de abril (1937). “Manifiesto editorial”, Escorial, 1 (1940), pp. 7-12. Rodríguez-Puértolas, Julio, Literatura fascista española I. Historia, Madrid, Akal, 1986. Vieira, Inês Espada, “Gonzalo Torrente Ballester e a guerra: memória e ficção”, en J. Fazenda Lourenço y I. Espada Vieira (eds.), Guerra Civil de España: cruzando fronteiras 70 anos depois, Lisboa, Universidade Católica Editora, 2007, pp. 103-111. — (2010), “Periodismo y literatura en El Carbayón y La Tierra”, Tabla Redonda /Anuario de Estudios Torrentinos, 8 (2010), Vigo, Universidade de Vigo, pp. 121-139. Viqueira, Miguel (1987), “Entrevista a Gonzalo Torrente Ballester”, J. L. Jornal de Letras, Artes e Ideias, 258, 15 de junio (1987).
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4. DESTIERROS DEL ENSAYISTA
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El Orbe conocido y otro texto inédito de Juan Larrea: entre el diario y el ensayo
Gabriele Morelli (Università degli Studi di Bergamo)
En 1930 Larrea con su mujer embarca rumbo a Perú y, ya en el Cono Sur, se instala en Juli, junto al lago Titicaca. Por aquel entonces había dejado de escribir versos para volcarse en la reflexión mística, lo que no equivalía al abandono de la poesía y a su investigación poética, sino al abordaje de otro medio más profundo, de una perspectiva más visionaria y apocalíptica para el conocimiento del mundo. Él explicó los motivos de este cambio en su “Carta a un escritor chileno (alias Pablo Neruda)”, quien le pedía razones del abandono: “Le respondí que por mi parte hacía ya varios años que había desatendido el ejercicio literario de la poesía, pero que ello en nada modificaba mi actitud poética, sino”1.
1
“Carta a un escritor chileno interesado por la ‘Oda a Juan Larrea’ de Pablo Neruda”, en Juan Larrea, Ángulos de visión, ed. de Cristóbal Serra, Barcelona, Tusquets, 1979, p. 417.
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El ORBE conocido y otro texto inédito de Juan Larrea
Mientras tanto, iba grabando en las páginas de un diario, después titulado Orbe, y que cronológicamente abarca el período entre 1926 y 1933, el conjunto de reflexiones y anotaciones personales dictadas por el magma onírico y los arquetipos proféticos. Al fin y al cabo, una mies de juicios e intuiciones conformaba todo un libro que José Bergamín deseaba publicar en 1936 en su colección de Cruz y Raya, poco antes de que estallara el golpe militar que obligó al director de la revista a abandonar España junto con el grupo de intelectuales y escritores antifranquistas. En realidad, el libro Orbe 2, hasta ahora conocido, es un diario de notas que ocupa una amplia extensión de 1521 páginas en el texto mecanografiado por César Vallejo por encargo del propio Larrea. Contiene una serie de apuntes autobiográficos, a veces de carácter familiar, (acompañados) de un despliegue de reflexiones filosóficas y artísticas, razonamientos, observaciones, intuiciones y análisis sociológicos, estéticos y religiosos. Se cruzan y yuxtaponen formando un unicum discontinuo, fragmentario y fuertemente sujeto a la conciencia aplastante de una tesis visionaria que transpone el manantial íntimo y lo interpreta como materia de la realidad presente y futura. Esta tendencia es siempre de impronta poética (Larrea al principio pensó titular el libro Universo poético), pero más discursiva y especulativa y proviene de la misma crisis espiritual que origina los poemas de Versión celeste. En este sentido, Orbe se coloca al final de esta primera fase de indagación y anticipa la escritura de los grandes ensayos. Aquí surgen ya los motivos del mesianismo y profetismo en los que triunfa el espíritu o, mejor aún, la Verdad y el Absoluto (así, en mayúscula). Se trata de una poética sugerente que alimenta el discurso crítico con un trasfondo totalmente religioso y americanista. La dificultad para el lector estriba en entrar en un texto híbrido aunque construido con audacia, donde domina lo íntimo como guía de los acontecimientos exteriores. Se ahonda en conceptos místicos y simbólicos, fundados en la enajenación y el desdoblamiento del yo. Este es el referente que Larrea busca porque lo lleva al yo universal, como revela este fragmento del libro: “Día ha de
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Juan Larrea, Orbe, ed. de Pere Gimferrer, Barcelona, Seix Barral, 1990.
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llegar en que estas ideas no se me aparezcan como fantasmas sino como evidencias, dentro de mí, Juan Larrea, o dentro de mí, yo universal. La articulación entre estos dos personajes, su identificación es la que me falta”3. Antes, en una nota titulada “Cuzco”, alude al viaje al lago Arequipa en 1930. Allí donde el espacio se confunde con el absoluto celeste, Larrea había advertido por primera vez la quiebra de su yo individual y el nacimiento, en consecuencia, de otro estado psíquico libre y universal: “En la altura he notado primeramente una descoyuntación del yo, como si estuviese compuesto de más de un elemento [...], resultó un nuevo estado psíquico en el que una especie de potencia absoluta reinaba sobre el cuadro interior de complejos”4. Para Larrea este concepto se eleva a exigencia vital, por encima de cualquier credo religioso, mientras que a Diego esta intuición no resulta tan clara, comprensible y verdadera para todo el mundo. Esta discordancia se funda en la diferente tesis acerca del destino humano y de la pervivencia en la otra vida, negada en la visión de Larrea. En particular, el amigo Gerardo, en su correspondencia inédita a Juan, censura la pretensión de aplicar el análisis psicológico a la esfera de los acontecimientos exteriores. El lenguaje, apunta en una carta, se convierte “en puro juego de imaginación divertida, en puro poema de conceptos en los que te sigue el lector artista, pero no el neófito convencido”. En efecto, escribe: [...] cuando pretendes aplicar tus construcciones psicológicas en los acontecimientos exteriores, tus argumentos son mucho menos convincentes y tu lenguaje preciso e inteligente se convierte en puro juego de imaginación divertida, en puro poema de conceptos en los que te sigue el lector artista, pero no el neófito convencido.
Al comienzo de la misma carta Diego aludía al hermetismo del manuscrito, que necesitaba tiempo y calma necesarios para su lectura y debida comprensión, que él solo durante sus vacaciones pasadas en
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Ibidem, p. 64. Ibidem, pp. 16-17.
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Santander había encontrado. Pero seguía diciendo que “siempre habrá algunas páginas sobre las que habré resbalado sin comprenderlas, porque la obra exige una concentración de atención de la que no siempre se dispone”. Entre las diversas observaciones que Diego realiza al amigo, resalta su crítica al carácter poético del texto a través del cual Larrea pretende expresar su pensamiento crítico y su visión filosófica del mundo basada únicamente en su experiencia personal. Es decir, ya in nuce, Diego, indica lo que es la mayor contradicción que caracteriza toda la obra ensayística de Larrea: confundir su biografía, en la que hay una gran influencia del sueño, de la adivinación y premonición, con la realidad ejemplar de la existencia humana y su destino. De todos modos, Diego, “a pesar de todos sus reparos y observaciones”, considera importante la obra en su idea central, destinada —escribe— “a tener una larga resonancia”. Por lo tanto, se compromete con el amigo a volver “por escrito o de palabra” sobre el libro, que considera como una “serie de observaciones, razonamientos, intuiciones, experiencias íntimas y demás arsenal admirable de datos que aduces en prueba de tus verdades, del automatismo de la vida, de los distintos yo, etc.”. El cruce de la correspondencia de este período, la aún inédita de Diego a Larrea y la conocida de este al santanderino, permite ver, más allá de sus respectivas discrepancias, cuáles son sus opiniones sobre el nuevo libro. Así en la misiva del 29 de diciembre de 1933, que responde a la crítica del amigo, Larrea reivindica el carácter poético del libro más allá de su contenido filosófico y, por lo tanto, reprocha al amigo no haber captado por completo el valor verdadero y decisivo del volumen, que es de índole poética y no filosófica. Escribe: Porque no se trata de una simple obra filosófica sino poética en la que las ideas no forman sino una parte hablando a los antiguos conceptos en su lenguaje para obligarlos a abandonar sus posiciones dentro del consciente humano. El título que pienso darle insiste sobre este aspecto: “Universo poético”5.
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Juan Larrea. Cartas a Gerardo Diego 1916-1980, ed. de Enrique Cordero de Ciria y Juan Manuel Díaz de Guereñu, San Sebastián, Mundaiz, 1986, p. 266.
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Larrea defiende así el carácter autónomo del libro que “forma un objeto en sí que se basta a sí mismo, algo que [se] sostiene por sí solo, sin vinculaciones inmediatas, como un cuerpo humano, como un planeta, en su atmósfera, que se crea y en la que se crea constantemente”6. Lo mismo sucede con el sueño, pues la razón humana puede comprender lo que oscuramente le ha dictado el inconsciente onírico. En otra parte de esta larga carta, de tipo programática e informativa, Larrea enuncia algunos de los motivos centrales de sus ensayos, como el del Apocalipsis, Jehová y el Edén paradisíaco, y discute con Diego sobre las objeciones del amigo a su Orbe, exponiendo algunos puntos nucleares de su pensamiento que alimentará su ensayo Rendición de espíritu, en buena medida, según confesión del mismo autor, una reelaboración de los materiales de aquel. En realidad, el santanderino ha recibido de Larrea solo el texto que alcanza hasta el 28 de febrero de 1933, es decir, hasta la nota sobre el incendio del Reichstag de Berlín y por eso, en la carta del 23 de enero de 1934, insiste en su objeción que acusa el libro de presentar una visión poética, fruto de imaginación. “Tú ves —escribe— en los hechos relaciones, interpretaciones extraordinarias, la vida obra frente a ti, hablándote en tu propio lenguaje, y sus deducciones, si no convencen siempre, por lo menos maravillan”. La nota de Diego, en tanto que dulcificada por el sentimiento de amistad y admiración que lo une al amigo, ve la imagen de la realidad que Larrea proporciona como transfiguración arbitraria de hechos personales y juzga su descripción como sorprendente, visionaria, y no objetiva. “Es decir —argumenta Diego— que en el reino poético no hay nada que objetar, el poema de la vida aparece en tu libro en todo su esplendor”. Solo añade: “La duda aparece cuanto tú de los casos particulares que a ti atañen quieres generalizar conclusiones objetivas sobre su mecanismo constante para todos”. Y concluye: “Tu libro, pues, me parece inatacable en lo poético, discutible en lo racional y sobrerracional”. En efecto, no es raro que Larrea, en su diario de anotaciones de Orbe, utilice como materia para sus adivinaciones e intuiciones de carácter profético sus experiencias biográficas y, en par-
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Ibidem.
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ticular, sus mismos sueños. Él mismo lo confiesa en las cuartillas de Orbe y, también, en su correspondencia a Huidobro y, sobre todo, a Diego. En la carta del 23 de febrero de1934 a Diego —al cual encarga la elección de los fragmentos de su Universo poético (como sigue denominando al texto) para su eventual publicación, que prefiere que sea en Espasa Calpe por su mayor difusión—, Larrea vuelve a defender la naturaleza poética e imaginativa del libro que poco antes, en su epístola del 29 de diciembre, había definido “fruto del automatismo absoluto dentro de nuestro automatismo”, pero no niega la acción, que la considera necesaria “como es necesario comer, aunque modificándola”. Por ejemplo, su idea sobre el comunismo es que su actual afirmación con el tiempo va a perder su base material, transformándose y anticipando el triunfo del espiritualismo. Todo esto, declara en la nueva carta, lo debe a un sueño que tuvo el mismo día en que murió la madre del amigo escultor, Jacques Lipchitz, y sin que lo supiera. En el sueño vio que la vía para conducir a la humanidad al estado espiritual pasaba por comunismo, considerado un camino técnico para llegar a la unión del mundo y, posteriormente, sobre las cenizas de su materialismo, al estado espiritual del hombre moderno. Y sigue diciendo: “La política etc. es un elemento mecánico que debe organizarse de tal modo que funcione sin producir perturbación, sin exigirnos la obsesión constante que hoy requiere”. Larrea insiste en la relación directa que hay entre su experiencia personal, incluyendo en primer plano su mundo onírico, y sus vaticinios y sus obsesiones arquetípicas que le ofrecen una particular clave de lectura, que constituye el sustrato secreto y la nervadura poética de Orbe. El poeta tiene la convicción de que su vida exterior se vierte del todo en su mundo interior, gracias al automatismo irracional del sueño, el vuelo de la imaginación, la fuerza del pensamiento, etc.; todo forma un unicum en la conciencia de nuestro autor, que le permite yuxtaponer y soldar los hechos imaginativos con los reales. En fecha de 4 de julio de 1931, Larrea titula su nota “Fin de mi poesía” y escribe: Presumo que el fin de mi concepto de poesía es llegado. Que la poesía era para mí una válvula de escape, un medio consolador, una
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sublimación de lo que no encontraba en el mundo. Hoy he llegado a la identificación de la vida con la poesía. Hoy todos los elementos constitutivos de la poesía, imaginación, sentimiento, armonía, proyectados a una irrealidad simbólica, es decir, ocultadora, tienen libre entrada a mi vida real, contrastados por el acontecimiento, por lo verdadero. Y veo cómo esta mi ciencia poética de la vida no está sino a sus comienzos, siendo sus promesas extraordinariamente fecundas. [...] La realidad exterior e interior se funden, se completan, se intercambian, forman una única existencia7.
Las páginas de Orbe alternan momentos de análisis minucioso relacionado con la experiencia onírica y anímica del autor, en general caracterizada por un estado de angustia, disidencia interior y crisis profunda —“estados agudos de hipersensibilidad dolorosa del yo”, los llama el poeta, y que a veces rozan la esfera de la relación íntimo-sexual—, cuando la lectura de los acontecimientos históricos con sus ideologías se hace prioritaria. La aguda introspección de su yo, e incluso la confesión de su controvertida experiencia sexual, denuncian un estado de neurosis psíquica, que se reverbera en las notas de Orbe con un tono maniático y neurótico —visible en el lenguaje oscuro y laberíntico del texto— sobre su biografía, que engloba presente y pasado, infancia y pubertad, y también los sueños de su mujer Guite. Cualquier hecho menor de su vida o acontecimiento mayor que afecta la sociedad es motivo para Larrea para someterlo a una indagación profunda y sutil —a veces elucubraciones— que acude al psicoanálisis, a la visión religiosa y espiritualista, al vaticinio mesiánico tan propio de la formación cultural de Larrea y que tendrá su verdadero desarrollo en la obra ensayística posterior. “Los juicios e intuiciones de Larrea —escribe Pere Gimferrer, editor de la parte de Orbe que se conoce— son a menudo extraordinariamente proféticos —no puedo olvidar, entre otros muchos, sus atisbos sobre el futuro del comunismo, que en buena parte se cumplen hoy— [...]. Los propios escritos de Larrea posteriores a Orbe contienen, por lo demás, con su antifascismo beligerante y su reflexión sobre el exilio republicano, el complemento que el curso
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Orbe, p. 29-30.
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de los hechos históricos aporta a aquellos puntos de vista en la perspectiva de Larrea”8. En particular, el poeta mueve sus críticas contra la Iglesia y la situación de Italia, país de residencia del pontífice y de sus representantes oficiales, sobre la cual escribe: Italia por otra parte se está cargando para resolver, catastróficamente o no, el problema de la Iglesia católica que ya ha cumplido su misión y empieza a ser un estorbo para el mundo. Roma como sede espiritual está llamada a desaparecer dentro de breve plazo. Seguirá haciendo cristianos, pero en el fuero interno, porque la Iglesia está ya caducando9.
Tampoco el poeta ahorra sus comentarios negativos sobre la publicación de una encíclica de Pío XI. Escribe: Acabo de leer la última encíclica de Pío XI. Curioso documento que se presenta ante mi modo de ser como un modelo de incomprensión. No ve el mundo sino su neurosis. La Iglesia ya está vieja, como el evangelista cuando repetía: Hijitos, amaos los unos a los otros. Ya está vieja, ya ha cumplido su misión, no comprende su mundo. La unidad internacional es llegada. Está viviendo sus últimos años10.
La presencia de una crisis que vive el yo alimenta las páginas del diario de Orbe, en las que el poeta quiere dar su respuesta. Se trata de una indagación interpretativa que a veces recuerda la dialéctica pirandelliana de Unamuno, aunque Larrea sigue afirmando que quien escribe es el otro yo, el yo libre de la inmanencia de la realidad y que mira a la vida espiritual: Y situándome desde el punto del yo personal, de mi noción antigua del yo, tengo que afirmar que no soy yo el autor. Más bien el libro
8 “Prólogo a Juan Larrea”, ibidem, p. 4. 9 Ibidem, p. 27. 10 Ibidem, p. 123.
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se ha escrito en mí y para mí. Ha sido un producto de la vida en cuya elaboración ha intervenido un número increíble de elementos. Así se ha ido escribiendo desde todos los caminos, de un modo espontáneo, interviniendo en él las circunstancias pasajeras del todo. El pasado, el presente, el futuro, mi vida personal, la impersonal, lo colectivo, con sus voluntades, inteligencias, razones, etc., se han puesto en él de acuerdo. A mí no me queda sino el rol material de copista.11.
El libro de Orbe —en que sigue alternándose la nota sobre su vida personal que alimenta de continuo, cual agua fresca de un manantial, su efervescente surreal fantasía— se cierra en 1933; poco antes había encargado a su amigo César Vallejo, para así ayudarlo económicamente, su copia mecanografiada. También es este el período en que Larrea termina de escribir Versión celeste y no volverá más a crear poemas. En 1930, había viajado rumbo a Perú y, posteriormente, va a vivir con la familia en Huaita, a cuatro mil metros de altura, rodeado de un paisaje extraordinario; al mismo tiempo, siguiendo su vocación americanista e impulsado por su gran interés hacia la arqueología precolombina, había iniciado una colección de arte inca, que más tarde donará al Gobierno de la República. La guerra civil española lo sorprende en París, adonde había regresado con la familia y, pronto, se adhiere a la causa republicana, poniéndose a su servicio. Los años de la contienda lo ven, siempre instalado en la capital francesa empeñado en la actividad de difusión de la cultura y en la preparación de la obra ensayística. Al final del verano de 1936, Larrea vuelve con su mujer a París y trabaja como secretario en la Junta de Relaciones Culturales, sirviendo de enlace entre el gobierno republicano y Pablo Picasso, a quien visita mientras este pinta el Guernica, mural sobre el que escribe un conocido ensayo. El 15 de abril de 1938 asiste en París a la muerte de su entrañable amigo César Vallejo, al que dedica poco después su texto “Profecía de América”. En ese año empieza una febril labor ensayística, mientras intensifica su militancia republicana y su trabajo a favor de los refugiados españoles a través del Primer Comité de Ayuda y de
11 Ibidem, p. 228.
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la Junta de Cultura Española. Es nombrado presidente de este organismo con José Bergamín y Josep Carner; su finalidad es facilitar la emigración a América de los intelectuales antifascistas. En octubre de 1939 se traslada con la familia a México, donde al siguiente año publica las revistas España Peregrina y sobre todo Cuadernos Americanos, que dirige hasta 1948. Ambas publicaciones desean abrir el diálogo entre intelectuales españoles e hispanoamericanos. En Cuadernos Americanos, Larrea publica en 1943 su ensayo fundamental titulado Rendición de espíritu, y al año siguiente, en tres números de la revista, sale su libro El surrealismo entre viejo y nuevo mundo. Hasta aquí los acontecimiento históricos, las peripecias y elecciones personales que lo alejan para siempre de España. Pero, por cuanto concierne a la obra creativa, lo que hasta ahora no se conocía era la presencia de otro diario, en parte análogo y al mismo tiempo distinto de Orbe. Es decir, lejos de España y ya instalado en tierra mexicana, vuelve a la escritura-confesión de su diario, que empieza en la primavera de 1940 y se cierra en agosto de 1947: más de 170 páginas manuscritas, en las que nuevos datos de su vida y los personales de su familia (su mujer Guite, sus hijos Luciana y Juan Jaime) son una fuente premonitoria de inspiración, que eleva una gran construcción hecha de obsesiones, reflexiones psíquicas y filosóficas, fundamento y soporte de su tesis mesiánica que apela al legado religioso de la Biblia, el Apocalipsis, los heterodoxos. Frente al libro conocido de Orbe, esta parte aparece como liberatoria, regenerativa, fruto de una síntesis ideal al fin lograda en la que Larrea funde su experiencia onírica con el anhelo espiritual, que fragua su presencia en la tierra americana y satisface su visión mesiánica. Significativa es la primera nota del nuevo Diario en que aparece la imagen de la noche, terreno ideal para el sueño revelador que alimenta el viaje iniciático y el proceso de ensimismamiento y transformación. Escribe Larrea, en la primera nota del segundo Diario, fechado el 4 de abril de 1940: Desde anoche estoy cambiado interiormente. Se diría que está comenzando a licuarse algo que hasta este momento era sólido. Guite acaba de operarse. Esta mañana le quitan los puntos. Lógico es que empiece una nueva vida para nosotros. Una vida en que la
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realidad subjetiva, completamente atrofiada estos tiempos para mí, vuelva a dar señales de vida, honda, verdadera. La tragedia española ha vencido su fase aguda. Lugar existe, pues, para que en el nuevo clima otros brotes se abran paso. Me parece que puede avecinarse para mí, para mí en cuanto sentimiento, una resurrección. Estamos en América. Me doy cuenta que el proceso personal ha conocido en mí dos fases: amar y ser amado, tesis y antítesis de un estado de síntesis verdaderamente deseable. Y esto desde muchos puntos de vista.
También la segunda anotación se centra en el ámbito de la vida familiar. En este caso el lector puede ver cómo a Larrea le basta un sencillo suceso cotidiano —la pérdida del reloj que le había regalado su madre, a quien define “elemento procreador”, ya que su muerte coincide con la llegada del escritor a América— para interpretar este hecho como signo manifiesto de un evento que indica el “momento de transformación”, la investidura del hijo, ahora residente en México, en la nueva realidad preconizada. Es decir, con la muerte de la madre, Larrea ve el nacimiento del hijo, expresión y símbolo de la cultura judeocristiana: 1 de junio de 1941 Esta tarde he perdido el reloj. Me lo había regalado mi madre hace más de 15 años cuando salí de España. Ha sucedido esto hoy que he estado escribiendo sobre la muerte de la madre o padre, es decir, del elemento procreador, y la investidura del hijo que asciende a aquel plano, por lo que se refiere a España y a América, al viejo y al nuevo mundo. Coincide con que mi madre murió en cuanto desembarqué en América. Ahora que parece llegar un momento de transformación decisiva en mi vida cuando se va a realizar de un modo más concreto y efectivo la promesa del nuevo mundo, desaparece el regalo de mi madre: el reloj. Pudiese yo decir que había llegado el fin del tiempo de mi madre. La cual en otros tiempos la identifiqué con la iglesia. Y llegado el tiempo del hijo, de mi hijo que acaba, como quien dice, de resucitar, de hacer acto de presencia con su gravísima enfermedad llena de sentido. El cual fue interpretado en un día como símbolo de la nueva síntesis judeocristiana. Quiere decirse que ha llegado, pues, la hora.
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Con su vida e integración en América latina, el escritor ha visto realizarse su tema mesiánico, tan recurrente en las páginas del nuevo texto. Naturalmente, el ditirambo dedicado al nuevo mundo es continuo y apasionado, como aparece en esta nota del año 1946: América, la esposa, el vientre de la imaginación a lo alto. La universalidad se concibe aquí, se acrisola aquí. Todo concurre, material y espiritualmente. Es decir, si el planeta es un organismo cada parte, gozando de la calidad y perfección del todo, ha de tener su función concreta. Si no, no hay organismo. Por eso la mentalidad inorgánica experimenta graves dificultades para admitir la división de funciones históricas y orgánicas. Tiene, como amorfa que es, un concepto amorfo, suponiendo que la universalidad puede hacerse realidad concreta en cualquier parte. Como si se pudiera pensar con los pies o digerir con los riñones.
Y aun: América es la psique. Lo que vive y funciona es la unidad entera del organismo, pero realiza una función a través de cada uno de los miembros. Piensa en el cerebro, digiere en el estómago, se reproduce genitalmente, anda por medio de las extremidades. Fuera un error, naturalmente, tomar esto en absoluto. Mas fuera ceguera desconocerlo por completo. América es manifestación del alma del planeta, la flor concreta de su redondez, de su preñez, la espina dorsal encargada de repartir por el organismo sus fluidos.
Larrea cree ver, en su proceso minucioso de auscultación, la confirmación de su tesis visionaria en que el yo positivo y espiritual se impone sobre el otro limitado y materialista. Así que, cuando su hijo Juan Jaime y otros miembros de la familia salen de la enfermedad, el escritor ve en eso el signo tangible de un proceso de salvación y regeneración debido a su presencia americana. En la nota, fechada el 5 de mayo de 1941, se lee: El resultado significante de todo esto es que el sentido dado a la vida del niño el año 1933, cuando nació, se encuentra confirmado. Y su inminencia, por lo que a mí se refiere, es patente.
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Mentalidad nueva. Hombre nuevo. Todo esto se hallaba un poco olvidado, habiéndome trasladado a otro plano a causa de la guerra española. Vuelve hoy a aparecer la profunda realidad. En resumen: frente a la apariencia y englobándola como elemento del todo, la vida es perfecta. Amor e inteligencia la encarnan y condicionan. La promesa en Juan y Jacob, cristianismo-judaísmo se renueva. Por estos días he comprendido también por qué este niño nació en Francia, de madre francesa, así como por qué yo escribí en francés, idioma en que la tradición más avanzada de occidente manifestó su existencia. Ello viene a América a continuar su desarrollo en castellano después de sufrir una crisis de transformación cerebral. Luego, con la tragedia española vino la muerte y rendición de espíritu de un personaje, sujeto del destino hispánico. En los últimos capítulos de mi libro y en los momentos actuales se manifiesta el ser de un logos que ha dejado de ser hispánico para ser universal, una membración del universo con su lenguaje comunicativo. Por su camino se ha venido a parar, en el reino de lo concreto, en esta realidad de América en lo que lo físico y lo psíquico se interseccionan y complementan hasta constituir el Objeto. Hoy puedo insinuar que la realidad operante es la del Nuevo Mundo, identificada por lo pronto con América y que en el concepto Amor de América, suma de un elemento abstracto y otro concreto, se dan cita todos los aspectos necesarios para comprender la existencia del objeto como una entidad histórica.
Su iniciación a la nueva vida empieza con su experiencia mística durante el retiro en la altiplanicie de la sierra peruana, como escribe en su nota de finales de 1943: Existe un pensamiento objetivo, una voluntad objetiva a la cual se encuentra mi fenómeno individual adscrito. Ambos han trabajado a través de mi subjetividad en acorde con los sucesos exteriores. Este es el orden que empezó a revelarse en la sierra peruana con motivo de las antigüedades y al que después no he dejado de actuar. A él hay que atribuir mi libro, mi enfermedad y los sucesos posteriores como es la estancia en Cuernavaca. Ahora bien, esta voluntad objetiva no puede ser sino la voluntad del Nuevo Mundo, dinámica y sobre todo optimista. Va hacia lo mejor. Es la misma voluntad positivamente universal que produjo el cristianismo y que después la produjo el cristianismo con sus promesas
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amorosas y que hoy trasciende para beneficio de todos, lo mismo individual que colectivamente. Estar diluido en ella, percibiendo siempre la realidad de su orden, es el ideal humano en cuanto facultad contemplativa. Ser velamen de su soplo es el ideal de la capacidad operante, dinámica. Esto es ver claro y redimirse en la conciencia universal del Amor.
En varias páginas del segundo Diario Larrea se detiene a explicar el núcleo teórico que nutre su obra ensayística, donde su experiencia biográfica juega un papel importante, como ilustra la página, fechada el 4 de octubre de 1943 (el mismo año de la publicación del libro Rendición de espíritu), al que alude el escritor bilbaíno, insistiendo en la dicotomía entre pensar y vivir, pero afirmando que existe un terreno común, ya que lo que es ahora tema de pensamiento antes fue “vivido”. Esta separación, o mejor, escisión que Larrea proyecta en su doble yo —el real y su espíritu anhelante hacia el infinito— es necesaria para dar entrada, como apunta, a la imaginación creadora. La escritura del Diario inédito se cierra el 4 de agosto de 1947, y no se sabe si a consecuencia del trauma provocado por el abandono de su esposa Guite, que tiene lugar en ese año. La última anotación del diario-ensayo cubre casi diez hojas y en gran parte se centra en su artículo sobre Guernica, de Picasso, en que, como siempre hace Larrea, busca relaciones y causas directas e indirectas con los acontecimientos que rodean su vida y donde cualquier hecho es para él un mensaje revelador de un mundo arcano. Como es sabido, relegada para siempre la experiencia de la poesía, Larrea se dedica al estudio del guión Ilegible, hijo de flauta (escrito en 1927 y perdido durante la guerra civil) que lee Luis Buñuel, quien, entusiasmado por el contenido poético surrealista, decide utilizarlo para una película. Pero el proyecto, en el que colaboran Buñuel y la hija del poeta, Luciana, tras varias etapas e intentos, fracasa por las distintas posiciones ideológicas de los dos autores. En 1949, una beca Guggenheim permite al poeta instalarse con sus hijos en una modesta vivienda de Nueva York y dedicarse completamente a la actividad ensayística, en la que se distingue la publicación en 1951 del texto La religión del lenguaje español. En los años siguientes Larrea estudia los
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nexos entre la epístola de Clemente a los Corintios y el Apocalipsis, de san Juan, e inicia asimismo la génesis del libro La espada de la paloma que, junto a Razón de ser, aparecerá en 1956 en la colección de Cuadernos Americanos. Es el año del traslado definitivo con su hija Luciana a Córdoba (Argentina), donde ejercerá la docencia en la universidad de la ciudad y se dedicará completamente al estudio cristológico y de los libros del Apocalipsis. El pensamiento místico del poeta transforma el fracaso de la guerra civil y sus dolorosas consecuencias en metáfora apocalíptica en la que las heridas del pueblo español se identifican con el sacrificio sufrido por el cuerpo del Crucificado. En esta concepción mítico-religiosa se había impuesto la figura del héroe y mártir indohispano César Vallejo, que también se había asomado a la tragedia española con su poemario España, aparta de mí este cáliz. Larrea dedica al autor de Los heraldos negros los tres ensayos César Vallejo o Hispanoamérica en la cruz de su razón (1958), César Vallejo y el surrealismo (1971) y César Vallejo, héroe y mártir indohispano (1973). La producción ensayística de Larrea empieza con los dos libros de Rendición de espíritu, del año 194312. Conforman una especie de prefacio que expone los mitos religiosos, laicos y los sueños colectivos, en los que centra el examen, pues llega a considerar que aquella parte oculta, cubierta por la censura de la psique colectiva, esconde una verdad trascendental. Más concretamente escribe Larrea, anticipando los temas de su ensayo programático: 1° Existe en el orden humano, espiritual y materialmente hablando, un más allá, correspondiente en su esencia a la secular aspiración de la generaciones anteriores. 2° La Historia se encuentra en las inmediaciones de la era universal a que alude más allá, en el umbral de un mundo nuevo. Por ello se nos descubren hoy ciertos aspectos esenciales del fenómeno vital cuya
12 En realidad, los tres primeros capítulos y la mitad del cuarto del primer volumen, como ilustra la nota del libro, fueron publicados en los números 1, 2, 3 y 5 de la revista España Peregrina, México, enero-mayo de 1940.
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percepción posee la virtud de transformar la conciencia que el ser humano tiene de la realidad, objetiva y subjetiva, en que vive envuelto. 3° El acento creador del mundo nuevo que se anuncia, gravita geográficamente sobre el continente americano o continente del espíritu, llamado a equilibrar a los otros dos grandes bloques continentales del Viejo Mundo: Asia-Oceanía y Europa-África. 4° Corresponde a España, al pueblo español inmolado, facilitar, rindiendo su verdad, el acceso a ese mundo de civilización verdadera, ser un precursor efectivo e indispensable13.
Las ideas de Larrea confluyen en el ensayo La espada de la paloma (1956), vinculado a la exégesis del libro de Juan, a la literatura eclesiástica de las Actas de los concilios peninsulares, a la patrología griega y latina de J. P. Migne y a otros asuntos de la heterodoxia religiosa que alimentan su tesis visionaria y panamericana. El libro aborda varios aspectos de la tradición heterodoxa y milenarista mirando hacia América, con un anhelo de ascendencia espiritual que se hace siempre más concreto. Es, según el propio autor, el resultado de una crisis como consecuencia de una distinta concepción del mundo. Como ya había constatado en Rendición de espíritu, Larrea insiste en la presencia de una realidad expresada por un pensamiento poético subjetivo, que no desdeña la objetividad y la razón colectiva. Una realidad que él no concibe como un elemento inerte, sino cual instrumento dinámico de la voluntad del hombre. Un mundo en movimiento, “cuyos frutos —escribe en Rendición de espíritu— como los del huevo que se incuba o los del gusano que oculto en su capullo, se transforman, aparecerán con el carácter de mutación repentina”14. Es interesante aquí, como a la base del pensamiento de Larrea, subrayar cómo la forma indicada de la transformación, de la metamorfosis, es consecuencia directa de un acto de voluntad, o mejor, de una tensión espiritual a la cual apela continuamente el poeta. A continuación de la cita anterior, escribe, como segundo corolario: “El
13 Juan Larrea, Rendición de espíritu (introducción a un mundo nuevo), vol. 1, México, Ediciones Cuadernos Americanos, 1943, pp. 7-8. 14 Ibidem, p. 126.
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Triunfo de la verdadera espiritualidad solo podrá lograrse mediante la previa disposición de la materialidad con arreglo a un propósito espiritual”. A lo largo de la lectura de sus diarios (el conocido y el inédito) se ha señalado que Larrea no persigue otra imagen de sí mismo, sino una parte separada (e imaginada) de su yo. Pero ¿cómo llegar a ella? La producción de los ensayos escritos durante cuarenta años de reflexión, que tiene su primera incubación en las páginas de Orbe, sigue un orden laberíntico inmerso en la corriente universal del pensamiento, semejante al de la crisálida, comenta el poeta, que puede desprenderse de su peso y librarse hacia lo alto. Para Larrea la imagen de la mariposa se parece a la de la escritura a través de la cual él trasciende su yo oculto, siguiendo la vía de una experiencia mística. Su idea de la historia también mira al mito apocalíptico y al mismo tiempo al modelo de la visión teológica en que la realidad conduce hacia el Nuevo Mundo americano, como ya indicaba el subtítulo de Rendición de espíritu. En fin, podemos considerar toda la obra de Larrea, la poesía y la prosa (que es continuación de la primera), como una larga hermenéutica introspectiva en que el poeta explora un territorio sagrado en el que se funden historia e individuo, realidad objetiva y psiquis, y donde lo irracional irrumpe como saber profético indispensable para el conocimiento de la parte espiritual y oculta de nuestro ser. Desde el comienzo, esta aspiración pasa a través de la ruptura del yo y la conquista de un territorio neutro en el que la biografía y la historia se confunden. Donde el signo de la vida personal deviene cifra premonitoria de un destino ya preconizado en el tiempo. Larrea, poeta y prosista, propugna una doble quiebra y evasión: de España y del lenguaje, mirando hacia América. Se impone su voluntad de silencio, su aislamiento y reflexión necesaria para que el gusano que aprisionaba su ser pudiera transformarse y volar como mariposa ligera hacia la alta morada del espíritu, donde habita el otro yo perseguido por el poeta.
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El ensayo según Pedro Salinas: una literatura de remoción de conciencia
Natalia Vara Ferrero (Universidad del País Vasco)
En uno de sus artículos sobre Pedro Salinas, Claudio Guillén recordaba que Ignacio Sánchez Mejías se divertía asignando cualidades propias de los toreros a los autores del 27. Preguntándose cuáles serían las adjudicadas a Salinas, Guillén aventura que el torero y escritor se hubiera visto obligado a establecer una clara diferenciación. Atendiendo a la producción poética saliniana, lo hubiera denominado “poeta corto” a causa de su fidelidad a un número limitado de formas; ahora bien, gracias a su obra en prosa, hubiera tenido que reconocer que Salinas “llegó a convertirse en uno de los escritores más largos de su tiempo”1. Claudio Guillén, un lector inusualmente agudo, comprendió perfectamente que Salinas (poeta, narrador, ensayista y crítico literario) encontró en
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Claudio Guillén, “Salinas en verso, Salinas en prosa”, Revista de Occidente, 126, noviembre (1991), p. 73.
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El ensayo según Pedro Salinas
los diversos géneros y subgéneros de la prosa vías diversas para desarrollar sus inquietudes artísticas y para desplegar una personalidad creadora múltiple. La multiplicidad que caracteriza la obra en prosa de Pedro Salinas tiene en el ensayo una de sus manifestaciones más destacadas. Un género que, lejos de situarse en un segundo plano en su obra completa, presenta una extraordinaria calidad y supone una de las aportaciones más personales que se han realizado al ensayismo español en el siglo xx. Pese a que algunos de estos textos han sido ampliamente comentados y analizados, la figura del Salinas ensayista y las obras con las que cultivó este género presentan aún ciertas incógnitas. Despejar algunas de esas cuestiones es el objetivo de este trabajo, que no aspira a ofrecer una panorámica completa del ensayo saliniano, sino a evaluar el valor de aquellos textos que mejor responden al desafío que este género planteó a un escritor tan “largo” como Pedro Salinas. En el texto que sirve de prólogo a las Poesías completas del escritor, Jorge Guillén señaló que “Salinas es Salinas a lo largo de toda su carrera, y cada libro contribuye a determinar el conjunto”2, resaltando así la relación de equilibrio que unidad y multiplicidad mantienen en su producción. La compleja personalidad del escritor se manifestó a través de los diversos géneros que cultivó, amoldándose a ellos y explorando con inteligencia las oportunidades que le ofrecían3. El ensayo, por su naturaleza maleable4, le brindó una libertad considerable para poder textualizar sus inquietudes sin someterse a reglas estrictas que pudieran coartar sus necesidades expresivas. Su incursión en este género le permitió dar rienda suelta a una voz ensayística que se mueve con comodidad entre lo testimonial, lo social, lo moral y lo erudito, creando una praxis muy característica y sin la que sería imposible comprender cabalmente el conjunto de la obra total del autor. Obvia-
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Jorge Guillén, “Prólogo”, en Pedro Salinas, Obras completas. Ensayos completos, vol. II, ed. de Enric Bou y Andrés Soria Olmedo, Madrid, Cátedra, 2007, p. 1453. Juan Marichal, Tres voces de Pedro Salinas, Madrid, Taller de Ediciones Josefina Betancor, 1976, p. 16. Juan Marichal, Teoría e historia del ensayismo hispánico, Madrid, Alianza, 1984, p. 15.
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mente, Salinas sigue siendo Salinas en sus ensayos, pero es un Salinas particular, más cercano a la realidad histórica, más atento al mundo y dispuesto a opinar y polemizar, sin renunciar por ello a la calidad literaria de la obra que tiene entre manos. Sin sus ensayos, sin El defensor, los ensayos breves y otros textos que surgen del mismo impulso de conocimiento e interpretación de su entorno, la obra de Pedro Salinas sería un gran puzle incompleto. Atendiendo en primer lugar a la evolución cronológica del cultivo del género, se hace evidente que la trayectoria ensayística saliniana consta de dos etapas5 separadas con exactitud por cambios decisivos en la vida del escritor. La primera de ellas se desarrolla entre 1922 y 1936, esto es, comienza con la publicación de unos brevísimos fragmentos de crítica literaria creativa6, y finaliza con su partida al exilio poco después del estallido de la guerra civil. Este periodo inicial supone una primera exploración de las posibilidades del género ensayístico y en él la escritura saliniana se orienta fundamentalmente en dos direcciones. Por un lado, cultiva la reseña breve centrada en la actualidad literaria, en la que desarrolla un enfoque de lectura amplio, siempre al servicio del lector, que le lleva a crear un estilo característico en el que adopta una perspectiva levemente subjetiva y que revela la variedad de intereses del joven escritor. La mayor parte de estos textos ven la luz en Índice literario, publicación del Centro de Estudios Históricos dirigida por el propio Salinas; posteriormente, algunos de ellos
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Así lo hacen Bou y Soria Olmedo (“Introducción general”, en Pedro Salinas, Obras completas. Ensayos completos, vol. II, pp. 23-51) y, añadiendo diversos matices, también Javier Díez de Revenga (“Salinas ensayista: el espíritu en su letra”, Ínsula, 540, diciembre de 1991, p. 15-16). Propongo esta fecha, y no 1924, pues otros investigadores no habían tenido en cuenta los “Dos intermedios de lectura” que se publican en 1922 en Índice. Estos dos textos breves, “Para el segundo entreacto de La vida es sueño” y “Para un descanso en La recherche du temps perdu, emprendida por M. Proust”, que se mueven entre la crítica literaria y la creación prosística de alto nivel, abren dos de las vías que se desarrollan en la obra del incipiente escritor: su interés por las obras de la tradición hispana y por la creación literaria más actual (ambos textos se recogen en el volumen: Salinas, Pedro, Víspera del gozo y otras prosas del Arte Nuevo, ed. de Natalia Vara Ferrero, Madrid, Cátedra, 2013).
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fueron reunidos en Literatura española siglo xx7. Por otro lado, elabora textos de mayor extensión y profundidad que aparecen en forma de conferencias (como las recogidas en Mundo real y mundo poético) y de prólogos de ediciones críticas (las del teatro de Feijoo y de la poesía de Meléndez Valdés, San Juan de la Cruz y Fray Luis de Granada, además de la que precede a la adaptación al lenguaje moderno del Poema del mío Cid). Por lo tanto, los primeros pasos del ensayismo saliniano discurren por una prosa de aliento corto y medio, que propone una lectura consistente y profunda de textos actuales y clásicos, la iluminación crítica y la comprensión del fenómeno literario en un contexto amplio (español y europeo, contemporáneo e histórico). Se trata, pues, de una etapa centrada en el cultivo de la crítica literaria, un preludio del ambicioso desarrollo del género ensayístico que emprenderá en el exilio. 1936 es una fecha aciaga para la historia de España y para la vida del escritor. Ese año comienza un largo y doloroso exilio y también lo hace la fecunda segunda etapa ensayística del autor. El nuevo contexto social e intelectual que ofrecen Norteamérica y sus universidades, unido al destierro de su patria y su ambiente lingüístico y cultural, propician un período de madurez intelectual que encuentra en el cultivo del ensayo una de sus vías de expresión más afortunadas. El escritor, desde la atalaya intelectual, moral y humana que supone el exilio, se adentra en el ensayo reanudando viejos caminos, pero también probando nuevas rutas. Los conocidos caminos de la crítica literaria lo conducen a la investigación de autores sobresalientes de la tradición literaria hispánica y de los valores que transmiten; las nuevas rutas responden a una concepción más amplia del ensayo y desembocan en una meditación crítica sobre destacados asuntos atemporales y de la realidad de su época. El interés por la tradición hispánica, peninsular e hispanoamericana halla su cauce preferente en obras de crítica literaria que, ajenas a la
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Excepto en el caso de los inéditos, todos los textos que conforman la obra ensayística del autor se encuentran recogidos en sus Obras completas. Ensayos completos, vol. II (ed. de Enric Bou y Andrés Soria Olmedo, op. cit.).
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aislante especialización y a la árida erudición que caracterizaban la academia estadounidense8, realizan una lectura sólida y proponen una interpretación novedosa. Tras lo que podía interpretarse como un intento de divulgación y acercamiento a la tradición hispánica, estos ensayos de crítica literaria esconden una férrea voluntad de conservar y resaltar los valores humanos que esa tradición ha preservado y transmitido. Se trata de valores que parecen condenados a la extinción por la nueva mentalidad del siglo xx, una situación ante la que el escritor proclama que no solo son pertinentes, sino también imprescindibles9. Estos ensayos aparecen como estudios sobre un aspecto determinado de un autor (Jorge Manrique o tradición y originalidad y La poesía de Rubén Darío. Ensayo sobre el tema y los temas del poeta), como colecciones de artículos que agrupan textos breves sobre diversas obras, autores y épocas (Del Cid a sor Juana y Ensayos de literatura hispánica moderna) y como artículos publicados en revistas (“Los poderes del escritor o las ilusiones perdidas”, “Deuda de un poeta” y otros). Todos comparten un mismo objetivo: hacer más comprensibles al lector contemporáneo las obras literarias que forman parte de su tradición con el fin de que pueda recibir los valores espirituales que transmiten. Bajo una apariencia de crítica académica, estos ensayos albergan una honda preocupación por el ser humano contemporáneo que hallará una formulación aún más sobresaliente en los textos ensayísticos no específicamente literarios.
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En una carta que dirige a Amado Alonso en respuesta a los comentarios de este sobre El defensor, Salinas la define así: “Lo que más me complace de lo que me dices, es que hayas encontrado un tono personal en esas páginas. Porque, sabes, desde que estoy aquí, le voy tomando inquina creciente a eso que llaman estas gentes scholarship, y que —aparte de su más grave defecto, que es el interno, claro— consiste en rehuir todo acento personal y escribir pedestremente. Yo, dentro de la modestia que mi capacidad impone a mis aspiraciones, quiero ser cada día menos propenso a la scholarship y más adicto al escribir: ser escritor, sencillamente” (Obras completas, Epistolario, vol. III, ed. de Enric Bou y Andrés Soria Olmedo, Madrid, Cátedra, 2007, p. 1226). Juan Marichal, Teoría e historia del ensayismo hispánico, p. 201.
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La etapa de madurez es el contexto en el que el autor escribe su obra ensayística más personal y ambiciosa, aquella que aborda asuntos sociales, culturales y morales contemporáneos y atemporales gracias a una prosa gozosa que aúna el juicio crítico, la sabiduría humanística y el afán de comunicación. Se trata de textos plenamente ensayísticos que comparten la voluntad de ofrecer una visión crítica y subjetiva de la realidad. Algunos de ellos fueron publicados, otros han permanecido inéditos10 o han sido difícilmente accesibles hasta hace no mucho tiempo. Unos ensayos, divergentes en cuanto al tono, al tema y a la forma, que responden a un mismo espíritu y unos mismos valores. Esta amalgama de textos constituye la expresión más lograda de la voz ensayística saliniana y da forma a su particular poética del ensayo. La trayectoria de la creación saliniana más propiamente ensayística (es decir, la que se aleja de la senda de la crítica literaria para apostar por la interpretación y el juicio sobre la realidad circundante) ha estado determinada por distintas circunstancias que han impedido su conocimiento cabal. Irónicamente, los textos más explícitamente comprometidos con la realidad del autor han sido los que menos contacto han tenido con ella. Las dificultades de circulación de algunos textos y el confinamiento en su archivo de otros tras su muerte obstaculizaron decisivamente que llegaran a sus lectores naturales. Así, a las dificultades de circulación y lectura se tuvieron que enfrentar desde muy pronto los cinco ensayos que fueron reunidos bajo el título de El defensor. Este volumen fue publicado por la Universidad Nacional de Colombia en 1948, coincidiendo con un golpe militar que dificultó enormemente que pudiera circular11. Al mismo problema se enfrentaron con otros ensayos breves publicados en revistas latinoamericanas, pues tuvieron una circulación restringida por el continente americano y aún más complicada fue su recepción en la España franquista. Por su parte, los que se sumieron en un olvido de varias décadas fueron escritos argumentativos elaborados en el exilio norteamericano,
10 Archivo de Pedro Salinas en la Houghton Library de Harvard University (bMS Span 100). 11 Enric Bou y Soria Olmedo, “Introducción general”, op. cit., p. 41.
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que responden a diversas circunstancias (congresos, encuentros, reuniones, etc.) y que tras la muerte del escritor quedaron relegados en el archivo que la familia depositó en la Houghton Library de la Universidad de Harvard. Tanto los que fueron publicados como los que han permanecido inéditos se encuentran vinculados gracias a que expresan lo que Jorge Guillén denominó como “la complejidad de tu persona viva, del hombre de carne y hueso que tú eres”12 y porque comparten un mismo espíritu de compromiso con la realidad. Todos ellos surgen de la subjetividad de un escritor que se sitúa ante su entorno rechazando la visión unívoca y reductora que este le ofrece y que apuesta por desenmascarar con su interpretación los distintos discursos que caracterizan la realidad. Lo que Pedro Salinas hace en estos ensayos es, ni más ni menos, que un ejercicio de responsabilidad propio del intelectual moderno13. Este heterogéneo conjunto escritural constituye la aportación más relevante del escritor al género ensayístico y confirma que, en manos de Pedro Salinas, este se formula como una “literatura de remoción de conciencia”14. La escritura ensayística saliniana constituye un modo artístico de implicarse moralmente en el mundo que habita15, arrinconando el tan extendido: santo temor [...] al juicio personal, el miedo a la falibilidad del individuo, de la inteligencia individual [...] como si el elegir, no fuese la más noble función de cada individuo; como si la cultura pudiera tener otro fin que capacitar a una persona para emitir acertados juicios valorativos16.
12 Jorge Guillén, en Pedro Salinas y Jorge Guillén, Correspondencia (1923-1951), ed. de Andrés Soria Olmedo, Barcelona, Tusquets, 1992, p. 497. 13 Edward W. Said, El mundo, el texto y el crítico, Barcelona, Debate, 2004, p. 28. 14 Pedro Salinas, Obras completas. Ensayos completos, vol. II, p. 987. 15 Julieta Campos, “Presentación”, en Liliana Weinberg, El ensayo, entre el paraíso y el infierno, México, UNAM, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 11. 16 Pedro Salinas, Obras completas. Ensayos completos, vol. II, p. 1356.
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Lo que otorga unidad a este conjunto es la posición de compromiso con la realidad y su prójimo que adopta el escritor, una realidad que se evalúa y juzga críticamente porque está arrinconando y destruyendo valores morales, sociales y culturales que el ensayista considera especialmente valiosos para el hombre contemporáneo. Estos textos, cada cual con mayor o menor lucidez, profundidad y acierto, combinan la capacidad del escritor para observar y descodificar su mundo con una reflexión crítica compleja que se sustenta sobre los valores de la tradición humanística occidental. Las meditaciones que se despliegan en estas páginas apuntan, de uno u otro modo, hacia casi todos los ámbitos de la existencia humana: abordan cuestiones lingüísticas, literarias y educativas, así como asuntos culturales, científicos y políticos más amplios. Cada uno de estos ensayos y conferencias supone un análisis, un razonamiento y una argumentación particular que evalúa desde los principios humanísticos los claroscuros de un contexto histórico-social en pleno tránsito hacia la posmodernidad. No obstante, resulta obvio que la calidad formal e intelectual de estos textos es variable, pues, si bien algunos fueron preparados para ser publicados, otros fueron objeto de menor atención, ya que no fueron elaborados con la intención de ser editados. El defensor es el libro que con mayor contundencia expone en el ámbito público la voz ensayística de Pedro Salinas. Este volumen reúne cinco textos que habían sido publicados con anterioridad y que se encuentran unidos, por lo que el autor denominó la “preocupación por formas tradicionales de la vida del espíritu que yo estimo sumamente valiosas”17. Se abre con uno de los ensayos salinianos más bellos, una causa perdida en nuestro mundo actual, lo que no merma el asombro del lector ante el despliegue de erudición y de riqueza lingüística e intelectual de una voz ensayística en estado puro. La “Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar” constituye un magnífico ejemplo de las posibilidades que ofrece el género ensayístico a un espíritu sensible e inquieto. La carta, y su complicada situación, es el asunto sobre el que discurre un texto que pretende
17 Ibidem, p. 847.
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desvelar el valor espiritual que el hombre recibe del arte epistolar. Utilizando como punto de partida el ataque que el telegrama perpetra contra la epístola en los EE. UU. en los años 40, el ensayista recorre distintas calas de la historia de la carta, trayendo a colación a algunos de sus más brillantes cultivadores, anécdotas deliciosas o los manuales más curiosos de este arte. Este repaso histórico y cultural desemboca en el estudio de la naturaleza de la carta como doble proceso de conocimiento y comunicación. La defensa del arte epistolar, lejos de constituir una boutade académica, supone el cuestionamiento del progreso mal entendido, un falso progreso que en su ansia por evolucionar conduce al hombre moderno a una drástica merma de sus cualidades esenciales, algunas de las cuales se asocian a la escritura y la lectura. En el caso de la epístola, el ensayista augura que su olvido supondría la pérdida de una triple dimensión enormemente beneficiosa para el hombre: ¿Será mucho decir que una carta encierra en sí una triple potencia de alcance? En su función normal y más simple llega a su destinatario, sin más acá ni más allá. Pero hay un más acá anterior a él, el propio autor, el primero que lee la carta y que puede ser alcanzado por sus efectos. Y hay, sobre todo, un más allá, el alcance máximo de la carta, que apuntada a un blanco cercano y definido —tal persona— lo sobrepasa y llega muy lejos, a todo, al gran público18.
La segunda defensa plantea un motivo recurrente en la producción literaria salinana: el convencimiento de que leer literatura es un ejercicio indispensable para aprender a leer la realidad en todas sus dimensiones. Es por eso que el ensayista argumenta que la pérdida de la práctica lectora implica necesariamente un empeoramiento de la capacidad crítica de los lectores contemporáneos. Un lector sobresaliente como Pedro Salinas comprendía perfectamente que la merma de la habilidad lectora del hombre corriente implicaría no solo un peor conocimiento del mundo, sino también una pérdida terrible de su capacidad para
18 Pedro Salinas, Obras completas. Ensayos completos, vol. II, p. 868.
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entender y juzgar la realidad. Con el fin de afianzar su denuncia, este ensayo realiza un repaso pormenorizado de la historia de la lectura, los libros y las bibliotecas, y lo hace con tal destreza que se revela como un lúcido y ameno estudio sociológico sobre la cuestión19. Por todo ello, en un mundo en el que la falta de tiempo y la obsesión por la cantidad sin criterio se dibujan como valores en alza, no parece de más recordarle al lector que: Si en leer se pone la capacidad espiritual entera del lector, usándola a toda presión, lo natural es que la lectura avance llevada a la vez por la triple fuerza de la percepción de lo estructural, de la interpretación y de la crítica, simultáneamente, como corresponde a la unidad de la vida mental20.
Los siguientes ensayos, “Defensa de la minoría literaria” y “Defensa, implícita, de los viejos analfabetos”, desarrollan en diferentes direcciones la reflexión y la defensa de aspectos aparentemente secundarios y, sin embargo, sobresalientes de la cultura occidental. Se trata de bienes culturales y espirituales (las minorías intelectuales y la cultura popular) que han sido esenciales para conformar nuestra cultura y que el ensayista evalúa con el fin de poner al descubierto los falsos argumentos que han conducido a su menosprecio. La herramienta que posibilita la relación que establece el hombre con su entorno es el objeto que centra la atención del último escrito, la “Defensa del lenguaje”. Este tema, atemporal como pocos, atrae la atención del ensayista por dos poderosas razones. En primer lugar, Salinas plantea que el lenguaje constituye el puente que posibilita la relación del individuo con su realidad. Se trata de la principal herramienta de conocimiento que se le ofrece al ser humano, “el último modo que se le da al hombre de tomar posesión de la realidad, de adueñarse del mundo”21. El lenguaje conecta al hombre con su espacio, su tiempo y la comunidad en la que vive, pero la pérdida de la conciencia y la capacidad lingüística que
19 Ibidem, p. 16. 20 Pedro Salinas, Obras completas. Ensayos completos, vol. II, p. 931. 21 Ibidem, p. 1035.
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parece ser la deriva del siglo xx no solo no beneficia en absoluto a la lengua, sino que perjudica gravemente a los hablantes, que sufren la merma de sus capacidades reflexivas, expresivas y comunicativas. Esta alerta no puede desvincularse, en segundo lugar, de un contexto histórico-político en el que la palabra se ha convertido en un arma de poder y engaño, “porque las palabras, las más grandes y significativas, encierran en sí una fuerza de expansión, una potencia irradiadora, de mayor alcance que la fuerza física inclusa en la bomba”22 y aunque el hombre moderno ha descubierto tarde su poder de vida y muerte, no debe ignorar que la “potencia vinculadora”23 que es la lengua puede ser el único modo de evitar una nueva espiral de violencia y muerte. La preocupación por la vida espiritual y cultural que caracteriza El defensor es compartida por el resto de ensayos y escritos argumentativos que salieron de la pluma del autor durante aquellos años. Estos textos suponen un recorrido completo por las inquietudes del escritor exiliado, inquietudes que apuntan en todas las direcciones que afectan a un elemento común: el hombre. La especial relevancia que adquirieron estas cuestiones en los años del exilio se refleja asimismo en el inabarcable epistolario del escritor, en el que una y otra vez se refleja su malestar íntimo por la deriva de un mundo aparentemente encaminado hacia su autodestrucción24. Estos escritos muestran su capacidad para evaluar distintos aspectos de un mismo asunto (ya sea rabiosamente actual como intemporal) abordado en la escritura de un modo valiente y con la decidida voluntad de implicar al lector en esa reflexión. Son, en definitiva, el resultado de un ejercicio intelectual y artístico exigente en el que se combinan conocimiento, juicio crítico y destreza literaria. Los núcleos temáticos de estos materiales ensayísticos menos extensos son las preocupaciones políticas, sociales y culturales. Algunos de estos escritos se ciñen exclusivamente a una de ellas; otros, en cambio, dirigen su atención hacia varias dimensiones de la realidad. Sin duda, estos últimos son los que mejor retratan la voz de
22 Ibidem, p. 1032. 23 Ibidem, p. 1067. 24 Para más información véanse las Obras completas. Epistolario, vol. III.
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un ensayista extremadamente receptivo ante un entorno en crisis y, de hecho, son los que más interés despiertan aún hoy por su capacidad para mostrar la complejidad de los dilemas que afrontaba el hombre occidental a la altura de la mitad del siglo xx. En lo referente a las cuestiones políticas, los asuntos que se abordan responden a las inquietudes de un intelectual exiliado, alguien terriblemente consciente de las consecuencias que las decisiones que se tomaran en ese momento tan crucial de la historia tendrían a corto y medio plazo. La situación en la que se encontraba España en la posguerra obsesionaba al escritor, que se sentía culpable por la confortable situación en la que vivía desde su salida del país. Esta situación, revelada en toda su crudeza por su epistolario, encuentra acomodo en estos textos y se formula bien como un intento de comprensión de las razones sociohistóricas que llevaron al país a la contienda (“Spain today”) o bien como una tragicómica denuncia acerca de la inacción de los Aliados en relación con la situación de una España sometida a la dictadura (“Elogio de la paciencia”). Este tipo de escritos tan unidos a la actualidad histórico-política y a las tensiones íntimas del exilio presenta una intensa proyección sobre sus receptores, pues en ellos deposita sus expectativas de intervenir en la realidad exterior desde su posición en el campo cultural. Apoyados en una fuerte carga testimonial, estos ensayos políticos aventuran una interpretación sobre la situación de España con el fin de apelar a la conciencia de sus interlocutores, conseguir su empatía y lograr influir en la situación de una España que parecía abandonada a su suerte ante la maraña de intereses que dominaban la política tras la II Guerra Mundial. En un punto en el que se mezclan las cuestiones políticas y las culturales, mostrando lo inseparable de ambas dimensiones, otros escritos examinan cuestiones que afectaban al campo literario hispánico. Por ejemplo, el cerril nacionalismo que aquejaba a parte del ámbito cultural y literario se convierte en objeto de interés (y de ataque) por parte del ensayista. El profundo rechazo por esa postura que evidencian los textos de El defensor se despliega contundentemente en “Las cenicientas latinas o literatura y nacionalismo” (breve ensayo publicado en El Nacional de Caracas en septiembre de 1950), un apasionado alegato en favor de la cultura como valor universal. El ensayista, tras la
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evaluación de la situación, se alinea con Goethe en la defensa de lo literario como patrimonio común de la humanidad: Esa aspiración a que el espíritu del hombre, cuando vaya en busca del mejor cebo, no repare en las banderas, ni en las fronteras de los autores que se lo pueden proporcionar, halla grave obstáculo en las rivalidades nacionales que también alzan sus cabezas de hidra en la zona de la creación literaria25.
Desde una perspectiva político-literaria distinta, el inédito “Literatura en la España franquista” ofrece un análisis panorámico sobre la situación literaria y los escritores que se encontraban en el país en los años posteriores a 1939. Utilizando como marco una ficticia pesadilla en la que el ensayista se ve obligado por una feroz musa a escribir su visión de la vida literaria española, se lleva a cabo una clasificación y definición muy personal sobre los diferentes grupos literarios españoles y sus miembros más destacados. Lo que hace tan particular a este texto no solo es el tema que trata, sino también que explora las posibilidades de hibridación de ensayo y ficción, y lo hace con una máscara satírica que le ayuda a denunciar la connivencia de ciertos intelectuales con la dictadura y cómo el franquismo determina los cauces de vida literaria en España. Mayor complejidad presenta un tercer grupo de escritos que combinan reflexiones políticas, sociales y culturales. Este conjunto es el que mejor refleja el espíritu abierto y la lucidez epistemológica de un ensayista que entreteje dimensiones diversas de un mismo objeto con el fin de ofrecer una visión que pueda captar los matices de esta cuestión. Así lo hace con “Reflexiones sobre la cultura (A propósito de la encuesta a los intelectuales)”, un artículo publicado en la Revista de las Indias en abril de 1945, que constituye un diagnóstico sobre el campo cultural posterior a la II Guerra Mundial, a la vez que formula un alegato a favor de que la cultura esté por encima de intereses nacionalistas y de mercado, pues su contribución principal debe estar
25 Pedro Salinas, Obras completas. Ensayos completos, vol. II, p. 1345.
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encaminada al progreso espiritual del hombre. El objetivo de este ensayo cultural, en realidad, es una encendida defensa de la independencia del arte y del artista y una agria condena de su mercantilización, lo que evidencia lo consciente que era el escritor de los peligros que acechaban al ámbito cultural y artístico. Resulta destacable que algunos de estos escritos busquen ofrecer una explicación del pasado desde nuevas perspectivas, dejando a un lado las opiniones mayoritariamente aceptadas, insatisfactorias e insuficientes no solo para el ensayista, sino también para el lector perspicaz que persiguen estas piezas breves. Esta búsqueda de explicación se hace plenamente visible en “La derrota de 1898 y su influencia en el pensamiento español”, una conferencia inédita que fue preparada para el History of Ideas Club de Johns Hopkins. El punto de partida es, aparentemente, una paradoja: la derrota ante los estadounidenses en 1898 y la pérdida de las últimas colonias fueron profundamente beneficiosas para España. El planteamiento saliniano implica subvertir la valoración de aquella derrota, y lo hace argumentando que gracias a ella los escritores del 98 y, especialmente, Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset comprendieron en toda su dimensión la penosa situación del país y se aplicaron a un proyecto de reconstrucción que los llevó a una búsqueda de un nuevo futuro para España. Por su parte, “La vida literaria en España”, otro texto olvidado en el archivo, centra su atención en las Misiones Pedagógicas, un proyecto cultural y educativo clave en la historia del país. Si el interés del asunto no es escaso por tratarse de una de las apuestas más recordadas de la II República, menos lo es que este texto dé voz a uno de sus máximos responsables, Pedro Salinas. El compromiso que un grupo de hombres y mujeres adquirió con el progreso de las zonas más desfavorecidas del país centra la atención de un escrito en el que la voz ensayística elogia la sabiduría y la sensibilidad de aquellos hombres y mujeres sin formación, pero alumbrados por la sabiduría popular y la sensibilidad humana, que encontraban en sus viajes las misiones. Este elogio, formulado muy explícitamente en la “Defensa, implícita, de los viejos analfabetos”, revela que la cultura, fuese cual fuese su forma, erudita o popular, es uno de los valores que con más vehemencia defendió el ensayista con su escritura.
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La formación de la juventud y el papel que en ella desempeña la institución universitaria son cuestiones que abordan dos conferencias complementarias: “Defensa del estudiante” y “Conferencia sobre la universidad”. La inquietud por la formación de los jóvenes es el hilo de unos textos que expresan la alarma de Pedro Salinas ante la deriva a la que la institución, la sociedad y los jóvenes estudiantes parecían abocados en los años 40. Pese a las circunstancias externas que parecen impulsar la escritura, estas conferencias plantean cuestiones atemporales. Concretamente, ponen el dedo en la llaga al abordar cuestiones a las que toda sociedad debe responder para configurar su proyecto de futuro, cuestiones tales como cuál es el papel de la universidad en la sociedad y cuáles son los rasgos deseables del estudiante que allí se forme. La propuesta saliniana es la de un humanista dispuesto a defender a la universidad y a los estudiantes de los intereses económicos y políticos que presionan a la institución. La universidad debe ser un espacio académico que impulse a los jóvenes hacia una formación integral de su espíritu, dotándolos de herramientas que los capaciten para su vida laboral, pero, sobre todo, que los capaciten espiritualmente para vivir plenamente la existencia. Salinas lo formula planteando que el “estudiante se hace en la Universidad para el mundo. Y debe hacerse para el beneficio de los grandes valores humanos, verdad, justicia, no para su beneficio económico personal. La Universidad no es un negocio, es una empresa de alta mira”26. La madurez intelectual y literaria de Pedro Salinas y su extensa carrera académica no son suficientes para explicar por qué el género ensayístico cobra tal relevancia en los últimos años de su existencia. Debemos asumir que al desarrollo máximo de sus cualidades intelectuales se le sumó un estado excepcional de conciencia y sensibilidad que no se puede separar de su condición de exiliado. El alejamiento de su patria, que en un principio creyó temporal y que hubo de asumir como definitivo con el paso del tiempo, aguzó su espíritu y espoleó la reflexión y el deseo de conocimiento y desvelamiento de la realidad circundante, una
26 Pedro Salinas, Defensa del estudiante y la universidad, ed. de Natalia Vara Ferrero, Sevilla, Renacimiento, 2011, pp. 52-53.
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situación que encontró en el ensayo un cauce inmejorable para su expresión. La que nos llega con la lectura de estos escritos es la expresión de una voz íntima, de sus tensiones, temores e inquietudes, una voz que traspasa los límites de lo individual para alcanzar las dimensiones social y literaria a través de la escritura. No es de extrañar, pues, que en el extenso comentario que Jorge Guillén dedica a los ensayos de su amigo, el vallisoletano observara sobre esa voz: “¡Qué pasta humana, qué corriente de energía humana, de fluidez espiritual, de gracia, de alegría, de pasión!”27. Resulta incuestionable que la imagen del ensayista que crean estos textos responde a la de un intelectual consciente de su mundo y del lugar que como escritor ocupa en él. Si en la “Advertencia” inicial de El defensor Salinas se incluye en la categoría de los oradores, lo hace para asumir por medio de la palabra que acepta su responsabilidad con la sociedad en la que vive. Ese sentimiento de compromiso con su entorno se reflejará en sus ensayos a través de una doble faz, pues defender ciertos principios e ideales implica, necesariamente, actuar como el atacante de aquellos que arremeten contra ellos28. Y para ello, asume los rasgos más destacados del ensayista: una voz personal que explicita la presencia del sujeto que escribe29, que adopta en su escritura una perspectiva subjetiva desde la que no ofrece al lector una representación del mundo que comparten, sino más bien una interpretación personal30. Con la elección del ensayo como cauce de expresión, acepta que sus argumentos no pueden ser asumidos como verdades incuestionables, sino como interpretaciones argumentadas y fiables, justificadas aunque obviamente discutibles, y decididamente
27 Pedro Salinas y Jorge Guillén, op. cit., p. 496. 28 “Me pareció justificada la colección y el título que la he puesto, con el que se denota lo común —en todos ellos— de los motivos de la zozobra, y la actitud del autor. Como cualquier título, tiene su revés, y hay a quien le gusta buscárselo, el de este sería sencillamente el atacante” (Obras completas. Ensayos completos, vol. II, p. 847). 29 Fernando Savater, “Preliminar: el ensayo como género”, El arte de ensayar. Pensadores imprescindibles del siglo XX, Barcelona, Círculo de Lectores, 2008, p. 13. 30 Liliana Weinberg, op. cit., p. 17.
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encaminadas a la persuasión31. Así, su voz de ensayista se ve impulsada por un ejercicio doble de conciencia y responsabilidad: conciencia sobre su percepción más aguda que la del hombre corriente y responsabilidad con su entorno, con el que se asume la función de crítico. En la exploración, reelaboración y ensanchamiento del género ensayístico que el escritor lleva a cabo en la última década de su vida, el rol del lector resulta especialmente relevante. Lo cierto es que no solo en estos ensayos, sino también a lo largo de su trayectoria literaria, Pedro Salinas fue un creador impulsado por el “afán de conocimiento”32, un impulso que, dada la naturaleza comunicativa de la obra literaria, no se ciñe únicamente al escritor y a su texto, sino que afecta igualmente al lector. La literatura, en manos de Salinas, se convierte en una herramienta ideada y esgrimida para propiciar un conocimiento más pleno de la realidad. Así, su obra ensayística, conectada estrechísimamente con su realidad circundante, cumple una doble función: dialogar33 con el lector para ofrecerle una interpretación del mundo y obligarlo a examinar, cuestionar y reformular su propia interpretación de ese mundo que comparten. El ensayo saliniano no ofrece dogmas incuestionables34; ofrece una comprensión de la existencia más amplia y razonada. Sea cual sea la reacción que despierte (la aceptación total de la interpretación propuesta por el ensayista, su rechazo o la modificación parcial de la opinión del lector gracias a los puntos de vista que encuentra en el texto), el haber logrado que el receptor se cuestione su interpretación del mundo es el éxito que estos ensayos persiguen.
31 María Elena Arenas Cruz, Hacia una teoría general del ensayo. Construcción del texto ensayístico, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1997, p. 31. 32 Claudio Guillén, op. cit., p. 349. 33 Según José María Pozuelo Yvancos, el “ensayo, sí, es quizá la forma que mejor ha heredado la fortuna del diálogo” (“El género literario ‘ensayo’”, El ensayo como género literario, ed. de Vicente Cervera, Belén Hernández y María Dolores Adsuar, Murcia, Universidad de Murcia, 2005, p. 190). 34 Theodor W. Adorno, “El ensayo como forma”, Notas sobre literatura. Obra completa, 11, Madrid, Akal, 2003, p. 20.
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El género ensayístico en manos de Salinas es un espacio de autonomía formal y temática que “exhorta la libertad de espíritu”35. En su praxis el ensayista no se encuentra encorsetado, al contrario, prefiere optar por el impulso antisistemático36 tan típico del ensayo. Pedro Salinas aprovecha con mano experta la ductilidad que le ofrece para dejar fluir su reflexión y moldearlo a la medida de sus necesidades. El ensayo saliniano textualiza como pocos un proceso de conocimiento y reflexión progresivo, que sigue una línea principal, pero que no duda en regodearse en alusiones o meditaciones secundarias, que nunca se alejan de lo nuclear pero que contribuyen a crear una visión plural, en un vaivén de temas, perspectivas y razonamientos. Una escritura impulsada por la atención del ensayista, incansable y exhaustiva, aunque consciente de su incapacidad para abarcarlo todo. Por eso, la forma que adopta el ensayo saliniano se podría definir casi a la perfección a través de algunos de los versos del autor que señalan: “Y todo está entendido / el sino de la vida es lo incompleto”37. Si los temas que se tratan se ven sometidos a un fluctuar continuo, también lo es el lenguaje del que se vale la voz ensayística para encauzarlos. Modelado con destreza por un escritor excepcionalmente hábil, el discurso es rico en registros, tonos y vocabulario (“El lector añade: ‘parece que estoy oyéndole hablar’. ¡Impresión ingenua! [...] tu prosa, tan cercana a las sinuosidades de la naturalidad, está escrita y muy escrita”), y en él se entrevera un caudal inabarcable de conocimiento y erudición (“Siempre cultura, siempre el dato delicioso, vivificado por la inteligencia luminosa, referido a la totalidad espiritual que es un hombre”38), que lejos de abrumar al lector lo atrae hacia un saber literario y cultural que parece ilimitado. El ensayista pleno en el que se convirtió Pedro Salinas en sus últimos años renueva el género “desde una voz innovadora, curiosa, que sabe establecer raras conexiones, que busca y encuentra perlas
35 Ibidem, p. 12. 36 Ibidem, p. 21. 37 “Lo inútil”, Todo más claro, Obras completas. Poesía. Narrativa. Ensayo, vol. I, ed. de Enric Bou (ed. de Poesías completas, de M. Escartín), Madrid, Cátedra, 2007, p. 662. 38 Jorge Guillén, en Pedro Salinas y Jorge Guillén, op. cit., p. 497.
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en fondos inesperados”39 y desde un ansia de conocimiento que le permite comprender mucho más allá de lo que las apariencias ofrecen a los ojos. Lograr una definición del ensayo según Pedro Salinas resulta una empresa harto complicada por la heterogeneidad de su producción. No obstante, lo que resulta innegable es que este género, en manos de este intelectual lúcido, se convierte en un ejercicio de conocimiento y crítica de primera magnitud. Gracias a sus ensayos (y con más razón aún cuando el conjunto pueda ser verdaderamente conocido), el escritor madrileño entra a formar parte, por pleno derecho, de la lista de los representantes más destacados del género, por su capacidad para crear un discurso artístico de compromiso con su mundo, que atrae al lector, lo instruye y lo impulsa al cuestionamiento y la crítica. ¿Qué es lo que Pedro Salinas podía haber aportado al género ensayístico si su temprana muerte no lo hubiera impedido? Es probable que ahora mismo el corpus ensayístico del escritor fuera aún más amplio y plural de lo que es. No obstante, lo que sabemos con seguridad es que su aportación a un género para el que ha logrado tantos lectores fue múltiple, como señala Díez de Revenga: La gran virtud del ensayista Salinas es su capacidad de interesar, su capacidad de comunicar con el lector e invitarlo a entrar en su riquísimo mundo literario, su amenidad para mostrárselo y, en definitiva, su maestría para enseñar, para educar en saberes literarios amplios y fundamentados en su condición de lector insaciable, de escritor preciso, de poeta excepcional y de enamorado de su idioma40.
39 Enric Bou y Andrés Soria Olmedo, “Introducción general”, op. cit., p. 27. 40 Francisco Javier Díez de Revenga, op. cit., p. 16.
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Fernando Larraz (GEXEL-CEFID / Universidad de Alcalá)
Vivir en la biografía propia el exilio implica atravesar una experiencia intelectual excepcional, a un tiempo dolorosa e iluminadora, que fija unas coordenadas casi ineludibles en el ejercicio de cualquier actividad cultural y artística. Lo sabemos porque numerosos desterrados a lo largo de la historia han explicado a través de su obra escrita las impregnaciones de esa experiencia y también porque en la obra de todo exiliado es perceptible un sedimento más o menos visible de esa vivencia de extrañamiento. El ensayismo sobre la literatura no escapa a esta fatalidad: la experiencia exílica proporciona una rara lucidez que ilumina áreas de la realidad literaria que de otra manera habrían sido abordadas de una manera más oblicua, más teórica, impersonal e indirecta. Me refiero, por ejemplo, a la realidad transatlántica de la cultura en español, la
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imbricación de los valores éticos y políticos con el ejercicio de la inteligencia, el refugio en la historia —la real, la de las víctimas y los verdugos— para redimensionar la comprensión de la realidad personal y social del sujeto exiliado, el poder de la ficción para racionalizar la derrota de la razón, el valor de la literatura como testimonio de su tiempo, el cuestionamiento de los cánones literarios como instrumento de hegemonía y violencia, etcétera. Vale como muestra de ello la afirmación que, en el prólogo a la edición de 1979 de Liberales y románticos —uno de los ensayos que aquí se comentan—, hacía su autor, Vicente Llorens: “Esta obra no fue tan solo posible por un azar, como dije, ni por la riqueza de las bibliotecas que pude utilizar, sino por mi misma condición de emigrado político de 1939 [...]. Dudo mucho que sin esta circunstancia personal mi obra, buena o mala, fuese lo que es: el testimonio de un expatriado de nuestro siglo que ve el pasado español a la luz del presente y aun del futuro”1. Durante años, y con argumentarios tan diversos como los motivos reales que encubrían, cundieron discursos que dictaban que el exilio —al menos el exilio republicano de 1939—, en una medida u otra, había malogrado inteligencias y que los frutos de esta situación salían contrahechos por motivos distintos, tales como un cierto enquistamiento debido al resentimiento del derrotado, la mutilación que conlleva no ser testigo de la realidad del propio país a causa de la extraterritorialidad ni del de acogida por la condición de extranjeros, etcétera. Fueron argumentos que utilizaron en alianza propagandistas del régimen franquista empeñados en hacer pasar a la dictadura por una floreciente república de las artes y las letras que podía prescindir de la cultura del exilio y algunos intelectuales del interior que querían contrarrestar el relativo menoscabo a su prestigio que suponía escribir bajo un régimen de vigilancia censoria y represión cultural2. En las
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Vicente Llorens, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra, Madrid, Castalia, 1979 (3ª edición), p. 8. He analizado estos discursos sobre el exilio intelectual en mi estudio El monopolio de la palabra. El exilio intelectual en la España franquista, Madrid, Biblioteca Nueva, 2009.
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páginas que siguen, intentaré dar algunas muestras, siquiera parciales, que contradicen tales condenas a la esterilidad del pensamiento en el campo del ensayo sobre literatura escrito en el exilio, demostrando la abundancia de escritores que supieron racionalizar su situación y enriquecer su obra intelectual con las prendas antes enumeradas.
La historia de la literatura como ejercicio de resistencia La perpetuación del régimen franquista —y, con ella, del exilio— provocó que algunos escritores desterrados comenzaran pronto a percibir la gravedad de su intrincada inserción en la historia literaria y, en consecuencia, a abordarla de manera problemática. Es así cómo la historia, a la manera benjaminiana, comienza a ser vista como un campo de competencia por el acceso al restringido recuento del canon, ese registro privilegiado de obras y autores que no solo comprende aquellos más valiosos por su propio valor, sino que es también preciso haber tenido una influencia en la sucesión de tendencias, movimientos y técnicas de escritura. No extraña, por tanto, que la mayor parte de ejercicios historiográficos —manuales, ensayos, artículos— producidos por autores españoles en el exilio tuviese un carácter eminentemente reivindicativo de la tradición laica y liberal que el franquismo —sea en su versión nacionalcatólica o falangista— había querido barrer por cosmopolita y disolvente de las verdaderas raíces hispanas. Tempranamente se percibe esta preocupación en un apasionado ensayo de Max Aub titulado Discurso de la novela española contemporánea. Aub no ejerce aquí como historiador académico, sino como un creador profundamente preocupado por el lugar que han de ocupar sus maestros y él mismo en la tradición literaria con la que ha dialogado y que ha dado lugar a un fecundo periodo de las letras españolas comprendido entre 1868 y 1936, del que ahora quiere desbrozar los caminos errados de los aciertos. Esto lo lleva a realizar una apasionada y profunda revisión interpretativa de la historia literaria, una especie de reflexión en el camino, una vez ya asumida su condición de refugiado, para hallar en qué ramas y recodos de la tradición literaria se ubica él mismo y cómo reanudar su obra tras el terremoto que supuso el fin
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de una época con la sobrevenida de la guerra y la dictadura. En las breves páginas de su Discurso sobre la novela española contemporánea, Aub se pregunta y responde quiénes han sido sus maestros y los de su generación, y “discurre” sobre las enseñanzas de la historia acerca de qué es ser escritor, que le sirven para decantar, sobre criterios explícitos, la literatura que coadyuvó a alcanzar cotas inéditas de modernidad y justicia mediante el conocimiento exacto de las estructuras de España y aquella cuyos autores fueron ciegos a esos rumbos o los eludieron. Para caracterizar a Aub como ensayista sobre literatura cabe utilizar el mismo marbete con el que él nombra la característica general de la novela de su tiempo: “Todo parece predecir el éxito de un realismo que un crítico mexicano adjetivó trascendente, a mi juicio con acierto”3. Su comprensión del hecho literario se vehicula en torno a la noción de “realismo trascendente”, con la cual busca identificar la característica distintiva del arte de la novela europea contemporánea. Aub buscaría como criterio principal del arte de la novela un máximo grado de realidad en la configuración de personajes y situaciones hasta el punto de que trascendieran su condición ficcional para convertirse en muestrarios de su tiempo. El Discurso de la novela española contemporánea es un ensayo de historia literaria, en el que prevalece la interpretación sobre la información propiamente dicha. En un momento dado, hablando de José María de Pereda, Aub hace una declaración de intenciones explícita: “No escribo aquí para enseñar, sino para decir lo que me parece”4. Es decir, no se trata de comunicar un aparato erudito, sino de hacer crítica valorativa diacrónica. Su verdadera intención ha sido “dar con las líneas generales y corrientes a flor de tierra (dejando las subterráneas para gentes de más seso) que llevaron a los novelistas a escribir como lo hicieron, que no en enjuiciar cada libro; entre otras cosas porque me resultó más fácil no teniendo a propia mano las obras necesarias
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Max Aub, Max (1945), Discurso de la novela española contemporánea. México D. F., El Colegio de México, 1945, p. 102. Ibidem, p. 30.
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para tal trabajo. No siendo erudito, ni profesor, ventaja o mal que apreciará el que leyere, me limité a recordar y releer lo fugado de mi triste memoria. (Curiosa selección automática: lo bueno —lo bello— ocupa lugar, lo demás se evapora)”5. No solo no era su voluntad convertirse en un recopilador de datos, sino que no podía serlo, pues carecía de fuentes. Por necesidades e imperativos biográficos, la suya no es, pues, una historia anticuaria ni monumental, sino puramente crítica que pretende atisbar “líneas generales”, carriles por los que ha transitado la literatura; hallarle un sentido, un “discurso” que le permita juzgar la novela contemporánea y, al mismo tiempo, desvelar su “decurso”. En esto último hallamos una implicación personal, en la que coincide tal vez con todos los ensayos historiográficos del exilio: la necesidad de hallar una continuidad histórica en la historia literaria. Rota la vinculación entre los frutos de los exiliados y el suelo y los marcos de producción literaria nacionales, se trata de vincularse con un pasado que dé razones a la tarea de escribir. En este sentido es muy llamativa la conciencia que Aub tiene de estar escribiendo una historia nacional de la literatura de la que él sería heredero. Se trata de singularizar la historia literaria española conectando las características sociales y políticas del país con su producción literaria. El canon de la literatura vendrá precisamente de este criterio: de cómo la sociedad española se ha hecho materia novelable y alcanza una representación en la literatura que la hace más estrechamente cognoscible. De ahí que la historia de la novela española contemporánea dé comienzo con Galdós, quien “tomó el espectáculo del pueblo —como Lope— y se lo devolvió rehecho ‘con su intuición serena, profunda y total de la realidad’, como Cervantes”6. Aub apuesta por el novelista intelectual y no intelectualista, comprometido ideológicamente con su tiempo y, en particular, con el sujeto humano. El escritor que se encierra en intemporales cotos artísticos y no devuelve al público el material que de él toma le parece a Aub que se malogra en estériles esfuerzos. Es, por ejemplo, lo que reprocha
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Ibidem, p. 8. Ibidem, p. 16.
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a los autores de la generación del 14. En ocasiones las dejaciones de su responsabilidad pública descalifican a la par al escritor y a la persona. Un segundo axioma valorativo muy recurrente en el repaso al que Aub somete a los hitos literarios contemporáneos es la vocación de universalidad. Menoscaban el talento literario las pretensiones regionalistas que percibe en determinados autores, como Pereda, Concha Espina y Blasco Ibáñez. Más aún el extremo subjetivismo de los autores de la generación del 98: “Ya no interesa describir conflictos imaginados u observados; ahora los novelistas hablan de sí mismos”7. Nuevamente, se trata de un rasgo derivado del cosmopolitismo inducido por el exilio y de su propia conciencia de pertenecer a un nutrido grupo de los escritores exiliados de todas épocas y tradiciones. Y en tercer lugar, Aub se inclina explícitamente por un lenguaje en el que predomine la claridad y se desestime la extravagancia: “La lengua de los grandes novelistas es sencilla, sin retorcimientos, ni rebuscamientos”8, expresión que contrasta con el magnífico barroquismo de las que entonces eran sus novelas más recientes, Campo cerrado y Campo de sangre, y que iría moderando paulatinamente en lo sucesivo. La sencillez expresiva deviene, a decir de Aub, de una cierta confianza en el ser humano que se materializa en el gusto por los personajes bien construidos y que es propia de los grandes novelistas. Este lenguaje es el que se corresponde con el realismo y con una estética popular, que es la que en España ha dado los mejores frutos. Cuando se pierde esta imprescindible inclinación hacia la humanidad, se aboca la novela al suicidio, representado en la novela española, por lo que Ortega llamó “arte nuevo”, que quintaesencia el fin de la misma. En el Discurso de la novela española se lleva al extremo el subgénero que podríamos llamar “historiografía ensayística” y que, en el exilio, encuentra algunos otros títulos destacados, como Literatura contemporánea española 1898-1950, de Juan Chabás. Se trata de un texto excepcionalmente militante, en el que, al igual que Aub, Chabás se propuso ofrecer una interpretación general de la historia literaria más que
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Ibidem, p. 42-43. Ibidem, p. 84.
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hacer un acopio erudito de datos e informaciones. Escrita en el exilio y publicada en Cuba, sin ninguna difusión en España hasta que hace unos pocos años fuera reeditada, Literatura española contemporánea merecería ser elevada a la categoría de hito historiográfico por no pocas razones, entre las que están su impecable escritura y su rigor no siempre comprendido. Por otra parte, la crítica ha otorgado un peso excesivo a la parcialidad de los juicios de Chabás, siendo esta una posición declarada por el autor y que en nada ensombrece el valor crítico e historiográfico de su libro. Si acaso, más que en los juicios y valoraciones, es en la selección y la diferente atención que brinda a unos y otros escritores donde el subjetivismo de Chabás se hace más palpable. Sin embargo, no sabemos cuándo las discutibles selecciones se deben a elecciones del historiador y cuándo son imputables a las dificultades para hacerse con una bibliografía suficiente. Chabás comienza por advertir al lector de su Literatura española contemporánea de que conscientemente ha optado por no distanciarse de su objeto de análisis, lo cual lo ha llevado a escribir un estudio que tenga en cuenta las estructuras sociales de España y, con ellas, la particular manera de ser españoles en el siglo que se estudia: “Si queremos de veras conocer el acento de la literatura española, hemos de auscultar en ella la vida —de tantas luchas trenzada y desvivida— del hombre, del modo español de ser hombre, y de todo el pueblo”9. De otra manera, nos dice, se estaría segando las fuentes nutricias de esa historia y se la desvitalizaría en beneficio de una inerte erudición. Chabás lleva a cabo esta propuesta con indeclinable rigor: su libro es una escritura apasionada, subjetiva, veraz, en la que el historiador pone el acento sobre las condiciones de vida y las ideologías del público español. Se percibe esto en una acumulación de adjetivos que acercan al historiador a su materia de estudio. Al mismo tiempo, este ensayo se caracteriza por su carácter autorreferencial. Chabás no elude la reflexión y la justificación de cada una de sus decisiones como historiador: desde la periodización por
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Juan Chabás, Literatura española contemporánea 1898-1950, Madrid, Verbum, 2001, p. cxiv.
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generaciones hasta el método social que adopta. Por otra parte, ha vivido muy de cerca, como protagonista, casi todas las fases históricas que describe y de ahí un tono personal, pretendidamente acientífico. Esto le hace ser un buen captador del espíritu literario de sus contemporáneos. Conoce de una manera personal a muchos de los autores que convoca en su libro, sabe los presupuestos ideológicos y estéticos que están latiendo en su escritura y esto le permite con frecuencia hacer interpretaciones novedosas y fértiles. Al tratar el exilio, las posiciones ideológicas del autor se manifiestan con sensible claridad. El título de su último capítulo, “Literatura enterrada, exiliada y peregrina”, dio razón de su percepción de la actualidad literaria española: para Chabás, el exilio era su más radical característica, lo cual no dejaba de ser “un dato por demás anómalo”. La literatura española subsistía en el absurdo de que “el mayor caudal de nuestra producción brota fuera de la tierra patria”10. Llama especialmente la atención el reconocimiento de que la situación literaria de España, dividida y extrañada en otros territorios, respondía a una anormalidad. La división causada por la emigración política tenía antecedentes en el siglo anterior, pero, como explicó el propio Chabás, resultaba ya entonces excepcional por la cantidad, la duración y la proporción de talentos: “¿Puede decirse de alguna otra literatura contemporánea que se divide entre enterrada y desterrada?”11. Literatura dividida, pero no emparentada en igualdad de legitimidad para llamarse española, ya que “la expresión nacional de la literatura española no nace hoy en suelo español, sino en tierra extranjera”12. A esta superioridad moral del exilio, poseedor de razones, aunque no de poderes, y defensor de los valores triunfantes en el mundo después de la guerra mundial le debía corresponder una superioridad literaria. Lo más excelso de la literatura española se estaba componiendo, según Chabás, en el exterior y, por tanto, era la literatura desterrada la llamada a permanecer en la historia y a perpetuarse en una red de influencias. El voluntarismo
10 Ibidem, p. 659. 11 Ibidem. 12 Ibidem, p. 660.
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que encierran estos juicios resulta especialmente patente en las manifestaciones de cohesión de la intelectualidad emigrada, que contrastaba con el reconocimiento de que “no es tarea llana reunir noticias indispensables para trazar, con información suficiente, un cuadro exacto”13 de la novela exiliada. Esto es representativo de un contrasentido determinante para la suerte de la literatura del exilio: la diáspora republicana, tan pródiga en filólogos y críticos literarios (Vicente Llorens, Joaquín Casalduero, José Montesinos, Guillermo de Torre...), fue, en cambio, incapaz de ofrecer descripciones históricas que detallasen el proceso de la literatura que el exilio mismo estaba realizando. Todo esto ponía en duda esa “cohesión del espíritu patrio” que “ha permitido que la obra de estos escritores exilados se ofrezca en conjunto como una literatura de carácter nacional”14.
Un siglo de literatura española. La construcción de un canon como dique a la rotura de la tradición El canon literario es un conjunto de obras que poseen significación para una comunidad de lectores; proporciona una idea global de su tradición literaria, ya que con esa lista de obras es posible trazar una línea diacrónica que narre coherentemente la historia de una cultura escrita nacional, o bien internacional (y así, se habla del “canon occidental”). Esto hace del canon no solo una relación de obras y de autores dignos de ser tenidos como auténticamente literarios, sino también un arquetipo de determinadas categorías literarias que imitar o, al menos, que tener en cuenta. La construcción de un canon es un acto de intervención y, con ello, de poder sobre la historia literaria. Solo quienes ostentan algún tipo de influencia en el campo literario (editores, profesores, críticos) pueden participar en la definición de un canon de autores pasados que, necesariamente, está relacionado con la contemporaneidad (gustos, mercados, público). Los cánones literarios
13 Ibidem, pp. 668-669. 14 Ibidem, p. 660.
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determinan los currículos académicos, las colecciones editoriales de autores “clásicos”, los contenidos de la “cultura general”, las adaptaciones en medios audiovisuales, el contenido de congresos y seminarios... Y, a su vez, cada una de estas instituciones refuerza el canon, ya que aporta argumentos a su favor, en no pocos casos lo esclerotiza y acentúa progresivamente su irreversibilidad. De todo ello se deduce que para que una obra sea canónica no solo debe estar investida de cierto grado de relevancia intrínseca (ser valiosa por sí misma según unos criterios consuetudinarios), sino también extrínseca (que su existencia sea ampliamente conocida y divulgada, y que, de este modo, ejerza su autoridad sobre nuevos autores). Dado que la participación institucional de las obras de la literatura del exilio era imposible a causas iguales por la censura editorial y por la lejanía física y la incomunicación con los lectores peninsulares, numerosos exiliados comenzaron a considerar tempranamente este problema. Uno de los primeros —quizá el primero en hacer pública esta preocupación— fue Francisco Ayala en un célebre artículo de 1949 titulado “¿Para qué escribimos nosotros?”, publicado primero en la revista Cuadernos Americanos y, después, integrado en su libro El escritor y la sociedad de masas. En cierta medida, este artículo fue una manera de tratar de asumir las consecuencias que para la práctica de la escritura literaria tenía su situación de exilio. Tal situación convertía a los escritores de la diáspora en “especie a extinguir, sin posible prole independiente”, en una situación que los hacía “horriblemente débiles”15 ante un potencial público presente y futuro. Si la literatura del interior, a la que denomina “literatura cautiva”, estaba sometida “a su estrechez, a su asfixia” debido a la represión, la exiliada se caracterizaba por su debilidad ante la historia. Así pues, las dos tradiciones sufrían el mismo ahogo expresivo y parecido grado de incomunicación con el público, y esto comportaba una mutua necesidad de encuentro y solidaridad mutuas. Así, para que la literatura del exilio pudiera quedar redimida de su falta de lectores —y, en consecuencia, de su intrascendencia práctica— debía alcanzar entendimientos
15 Francisco Ayala, “¿Para quién escribimos nosotros?”, Cuadernos Americanos, 43, enero-febrero (1949), p. 55.
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y complicidades con la literatura del interior, aherrojada y enmudecida en aquello que no estaba permitido decir. Para Ayala, la tarea del escritor en el exilio no consistía en hacer manifestaciones de victimismo, ni siquiera en asumir este papel ante la historia, sino en compartir esa condición con quienes sufrían el franquismo desde el interior, en particular, los miembros de la generación más joven, que poco a poco iban alcanzando una conciencia de las anomalías de su situación. Lo cierto es que esta vaga llamada a la conexión no debilitó la conciencia de los exiliados de pertenecer a una tradición arrastrada por la historia a los márgenes de la nación y, por tanto, disímil del decurso histórico de la literatura del interior. Existieron contactos y leves complicidades entre los desterrados y aquellos escritores que formaban lo que se ha venido en denominar —con poco acierto— “exilio interior”. Pero lo que predomina es una notoria necesidad de que la cultura perseguida y expulsada debía mantenerse viva en esos mismos márgenes, sin permitir que se corrompiera su singularidad. Así se explica que, estando sometido todo el poder en España a la voz única de quienes habían ganado la guerra, la cultura literaria del exilio deviniera profundamente “canonicista”, si vale el neologismo. Los intelectuales desterrados vieron peligrar en algunos casos la lectura y en otros la lectura recta de autores como Cervantes, Galdós, Unamuno, Miguel Hernández, García Lorca y Antonio Machado..., representantes todos ellos a través de su obra —y cada uno a su manera— de la libertad del individuo frente a dogmatismos, autoritarismos y quebrantamientos de la libertad. Y al mismo tiempo, se sintieron comprometidos con el mantenimiento de una tradición que era suya y que debían proteger de manipulaciones y distorsiones. Abundan, pues, los estudios de los autores mencionados; algunos de ellos aparecen unidos desde los mismos títulos de ensayos de crítica literaria: Estudios sobre Galdós, Unamuno y Machado, de Antonio Sánchez Barbudo; De Galdós a Lorca, de Salvador de Madariaga; La novela: Galdós y Unamuno, de Francisco Ayala; Estudios sobre poesía española contemporánea, de Luis Cernuda, etcétera. Hay en estos ensayos de elucidación literaria un esfuerzo colectivo por preservar las fuentes y algunos frutos de lo que después se ha etiquetado como Edad de Plata y que no es sino un proceso sin
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precedentes en varios siglos de modernización y aggiornamiento de las ideas culturales en España. Esta tendencia a la canonización de determinados autores produjo una floreciente bibliografía. Así, por ejemplo, se escribieron en el exilio algunas de las páginas imprescindibles del cervantismo, entre las que destacan las escritas por Américo Castro en Hacia Cervantes y Cervantes y los casticismos españoles, que vinieron a completar la apasionada defensa del erasmismo del autor del Quijote que Castro había hecho en su obra clásica El pensamiento de Cervantes. También son especialmente relevantes los trabajos sobre Cervantes de Joaquín Casalduero, uno de los filólogos españoles más relevantes del siglo xx, y de Francisco Ayala. Cronológicamente, el segundo gran inspirador del exilio después de Cervantes fue Benito Pérez Galdós, admirado e imitado, entre otros, por Max Aub y muy celebrado por los desterrados con motivo de su centenario en 1943. A reivindicar su obra se dedican las revistas y editoriales de los exiliados. La editorial Losada de Buenos Aires, en la que colaboran abundantes desterrados republicanos, publica la mayoría de novelas contemporáneas y episodios nacionales, mientras que otra editorial porteña también fundada y dirigida por republicanos españoles, Nova, publica una sustanciosa biografía firmada por el escritor y periodista exiliado Clemente Cimorra. En gran parte, la revalorización que experimentó la obra de Galdós después del relativo desdén con el que había sido mirado por los escritores del primer tercio de siglo tuvo lugar gracias a la difusión y defensa que de su obra hicieron españoles en América, como Francisco Ayala, Vicente Llorens, Amado Alonso... Entre todos ellos, quizá destaquen cuatro de las máximas autoridades de la crítica galdosiana: el mencionado Joaquín Casalduero, Ángel del Río, José Fernández Montesinos y Antonio Sánchez Barbudo, todos ellos miembros del exilio académico de 1939. No debe olvidarse el volumen de ensayos La España de Galdós, cuya autora, María Zambrano, fue ampliando en sucesivas ediciones sin dejar que perdiera la unidad que le otorga el estudio de la filosofía vitalista, de la que Galdós —y, en particular, Nina, la protagonista de Misericordia— es una fuente de inspiración.
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De Antonio Machado, las editoriales americanas del exilio Séneca y Losada publicaron sendas ediciones de sus Obras completas (1940) y de sus Poesías completas (1941) respectivamente, que se unían a las numerosas evocaciones, homenajes y artículos realizados por el exilio. En este caso, la reivindicación de Machado no trataba de compensar el silencio, sino más bien la apropiación que de su figura estaban practicando por entonces algunos falangistas, particularmente un exaltado Dionisio Ridruejo, obsesionado en “rescatarlo” para la España que el poeta había combatido16 y que prologa unas Poesías completas —publicadas en Madrid en el mismo año que en Buenos Aires— que no lo son porque han sido mutilados los poemas más comprometidos políticamente. Entre la abundante bibliografía machadiana del exilio, podemos entresacar tres textos particularmente recuperables hoy en día. En primer lugar, Arturo Serrano-Plaja le dedica un conjunto de meditaciones más bien asistemáticas sobre la vida, el carácter y la poesía machadiana bajo el título de Antonio Machado. Publicada en Buenos Aires en 1944, es una llamada de atención primeriza sobre la obra del poeta. Desde un punto de vista puramente filosófico, David García Bacca lleva a cabo en Invitación a filosofar según espíritu y letra de Antonio Machado un ejercicio discursivo con el que, tomando como maestros a Juan de Mairena y Abel Martín, logra un original ensayo de filosofía popular. El resultado es sumamente sugerente —además de una reivindicación del pensamiento filosófico machadiano—, pues desarrolla una metafísica al margen de jergas y métodos académicos, no siendo tampoco una mera glosa a la filosofía machadiana, pese a su pretensión de sistematicidad que abarca la antropología, la teoría del conocimiento, la estética y la teología.Y en tercer lugar, es reseñable el volumen que a Machado dedica Segundo Serrano Poncela, quien a partir de la obra machadiana hace uno de los primeros ensayos en el ámbito hispanohablante de crítica estructuralista. La poesía de Machado es de hecho analizada desde esta concepción de revelación del ser heideggeriana, un sentimiento trascendental de la instancia del “ser poético”. Según Serrano Poncela explica en la introducción, la
16 Véase Dionisio Ridruejo, “El poeta rescatado”, Escorial, 1, (1940), pp. 93-100.
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poesía es para él, en este momento, una revelación de la verdad, “un decir trascendente”17 que va más allá del mero análisis formal del poema. Serrano Poncela se centra, pues, en el hondo componente filosófico de la poesía machadiana; las fuentes poéticas que descubre en su análisis es una perspectiva finisecular particular y distante hasta cierto punto del 98, a la que se añade el pensamiento de Bergson y de Heidegger, que llevan al poeta hacia el final de su vida a una concepción de la poesía como reveladora del mundo, cercana el dasein del filósofo alemán. Esta descripción de Machado como poeta metafísico —“poeta que ancla en las aguas de la existencia, contempla su alrededor y se siente viviendo como hombre en un mundo ininteligible, precario, contingente y lleno de contradicciones, la principal de las cuales es vivir sin saber por qué”18— no encierra el estudio de la poesía y de la prosa de Machado en los estrechos límites de su intimidad, sino que lo abre al Machado más historicista, con una conciencia histórica de su posición en el mundo. Los capítulos dedicados a la poética de Machado, a la preocupación de temas protoexistencialistas, a sus relaciones con la filosofía, pero también al tema de las dos Españas o a su preocupación política son absolutamente esclarecedores y avanzan posiciones de la futura crítica machadiana. La obra y la significación intelectual de Unamuno estuvieron en el centro de numerosas polémicas en la España peninsular durante la primera posguerra. Los más reaccionarios no le perdonaban sus heterodoxias religiosas ni sus exabruptos políticos; los falangistas, en cambio, lo convirtieron en uno de sus inspiradores intelectuales predilectos. Pese a las ambigüedades políticas de Unamuno en los últimos meses de su vida y su extremo subjetivismo, la figura del rector de Salamanca fue reivindicada por numerosos intelectuales de la diáspora y, como en el caso de Cervantes y Galdós, tiene en el exilio a algunos de sus más notables intérpretes. Tales son los casos, por ejemplo, de José Ferrater Mora y Segundo Serrano Poncela —que investigaron en las
17 Segundo Serrano Poncela, Antonio Machado: su mundo y su obra, Buenos Aires, Losada, 1954, p. 8. 18 Ibidem, p. 12.
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fuentes de su pensamiento filosófico—, y de Antonio Sánchez Barbudo y Carlos Blanco Aguinaga. A estudiar la obra de Unamuno se dedicaron otros exiliados, como Carlos Esplá y Ramón J. Sender. Pero si hay un autor elevado a la categoría de símbolo republicano es Federico García Lorca. La edición de sus obras en varias editoriales del exilio (en Séneca, bajo el cuidado de José Bergamín, y en Losada, bajo el de María Zambrano) y la profusión de semblanzas, volúmenes conmemorativos y homenajes por sus amigos desterrados (Rafael Alberti, Eduardo Blanco-Amor, Francisco García Lorca, Eugenio Fernández Granell, Jorge Guillén, Juan Rejano...) son buena muestra de la relevancia que su figura tuvo en el exilio. Tal abundancia viene a compensar el denso silencio que durante lustros se vertió sobre su figura en el interior de España, incómoda más por su biografía y por su progresiva conversión en símbolo político que por las heterodoxias religiosas, morales y políticas que la mayor parte de su obra pudiera contener. Una de las obras que más contribuyó a desarrollar la leyenda de Lorca fue un difundido ensayo de Arturo Barea titulado Lorca, el poeta y su pueblo, en el que hace una encendida defensa de las raíces populares de la obra lorquiana, a las que da una intensa significación política: “Una gran parte de su trabajo es ‘popular’ en el sentido de que toca a su pueblo con toda la violencia de sus propios semi-conscientes sentimientos, intensificados y transformados a través de su arte. Las fuerzas emocionales que él liberó pasaron a formar parte aún sin forma concreta, del vago movimiento revolucionario de España, aunque esta no fuera su intención”19. Para demostrarlo, hace un recorrido sencillo y divulgativo por varios temas de la obra lírica y dramática de Lorca (el sexo, la muerte y el arte), con los que viene a demostrar la intensa imbricación entre los gustos y sentimientos del pueblo y la obra de Lorca.
19 Arturo Barea, Lorca, el poeta y su pueblo, Buenos Aires, Losada, 1956, p. 11.
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Los exiliados en la literatura española (seguido de qué es la literatura del exilio) Un personaje de un cuento de Max Aub —escritor de cierto talento, desconocido en España por su condición de exiliado— suspira por entrar en la historia literaria: —Ni Paulino [Masip] ni tú sois los primeros... —¿En ser leídos dentro de cien años? No lo creo. Falta la tierra. No es nuevo. Pasó igual con los jesuitas expulsados en el xviii, con Marchena, con Blanco [White]. Tendré que conformarme con un Llorens futuro. —No está tan mal. —No. Estoy dispuesto a firmar un contrato.
La cita, además de demostración de admiración y amistad, revela la categoría que Vicente Llorens había alcanzado ya como gran crítico de la literatura exiliada de 1823. Sobre todo gracias a un libro que se ha convertido en un hito de la crítica literaria española: Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834). Se trata de un texto que, a pesar del tiempo pasado, sigue siendo ineludible en cualquier bibliografía sobre la época. Pero más que un libro de erudición —aunque está provisto de un copioso caudal de información— es un ensayo de reconstrucción histórica de la actividad intelectual de los exiliados que vino a formalizar una posición fuerte en la comprensión histórica del Romanticismo español. El mismo título equipara los conceptos “liberal” y “romántico” y contradice así el supuesto origen conservador del Romanticismo hispánico que, remontándose a Böhl de Faber y a la controversia calderoniana, había predominado en la crítica desde Menéndez Pelayo hasta entonces. La tesis de este ensayo se complementa y hace explícita en El Romanticismo español, que se publicó póstumamente. En Liberales y románticos, Llorens renuncia en no pocas ocasiones a ocultar los paralelismos y reiteraciones históricas entre los dos exilios. Así, por ejemplo, al hablar del contexto histórico-cultural, no obvia que “la España constitucional de 1820, cuya trayectoria tiene
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no pocas semejanzas con la España republicana de 1931, inició su existencia del modo más pacífico y jubiloso para acabar en una guerra civil y ser víctima de la intervención extranjera”20 y puntualmente hace algunos cotejos como, por ejemplo, la disímil visión que de Inglaterra tienen los exiliados de 1920 y un desterrado de 1939 como Luis Cernuda21. O páginas más adelante, apunta la idea de que “el desterrado de todos los tiempos y países ha tenido que buscar en la pluma su sustento o consuelo”22, por lo que los exilios han sido fecundos en el cultivo de las letras. Pero no es necesario buscar estos fragmentos para notar que el libro persigue una voluntad inequívoca: recuperar a autores y obras publicadas a los que hay que localizar extramuros a causa de una época de sequía literaria en España debida a la tiranía política y la proscripción de toda libertad. Los paralelos que ve el personaje de Aub son palmarios. En su biografía personal, Llorens vivió algunas de las situaciones y conflictos que describe al hablar de Antonio Alcalá-Galiano, José María Blanco White y otros expatriados del siglo xix: las dificultades del regreso, el “destiempo”, la equívoca relación con España y con la sociedad de acogida... Algunas de estas condiciones de la literatura exiliada están recogidas en el capítulo final de otra de sus grandes obras, Aspectos sociales de la literatura española. Así pues, la investigación de Llorens sobre el exilio liberal y romántico de 1823 plantea problemas que afectan a la misma escritura exiliada y, de este modo, se pregunta por los denominadores comunes que comparten los exilios literarios en su conjunto. Pero no es un caso único: hemos visto cómo algunos ensayistas, de una manera más o menos consciente, están haciendo historia y crítica literaria para tratar de salvar los restos del naufragio. Pese a estos esfuerzos, persiste una serie de preguntas que pocos llegan a hacerse —y a responderse— explícitamente relativas a la cuestión de cómo cabe abordar esa realidad literaria llamada “literatura del exilio” y dónde y cómo enraizarla, una
20 Llorens, op. cit., p. 14. 21 Cfr., ibidem, p. 78. 22 Ibidem, p. 153.
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vez separadas por la fuerza las amarras con el público y los marcos de producción españoles. Todo ello tiene una serie de preguntas implicadas, como la necesidad de definir qué es la literatura del exilio —si existe tal categoría y si es admisible desde el punto de vista historiográfico y crítico— o la de si cabe una literatura sin público específico como la que se vieron obligados a practicar durante largos años muchos de estos escritores. Comentaré brevemente las reflexiones que al respecto han realizado tres autores: Francisco Ayala y dos ensayistas de la segunda generación del exilio: Claudio Guillén y Carlos Blanco Aguinaga. Ayala pasa por ser el negacionista más reconocible de existencia diferenciable de una literatura del exilio. En un artículo de 1981 titulado “La cuestionable literatura del exilio”, reproducido posteriormente en el volumen El escritor y su siglo, defiende que, para que fuera apropiado instaurar la clasificación de “novela del exilio”, se precisaría la concurrencia de razones de fondo, “que mostrasen la presencia en todos estos especímenes del género novela de determinados rasgos comunes derivados de la circunstancia ‘exilio’ que les prestarían una fisonomía particular, aislándolos del resto de la elaboración novelesca en español, y singularizándolos frente a ella —o dentro de ella, si se prefiere—”23. Según Ayala, no es posible hallar tales pruebas de analogía en el conjunto narrativo del exilio republicano. Para él, en su irreductible individualismo, el exilio es una realidad histórica y biográfica..., pero no literaria, por lo que no parece pertinente reunir al amparo de una misma categoría obras y autores que únicamente comparten esa realidad accidental. Sin embargo, dos escritores de la segunda generación del exilio, notables académicos ambos, Claudio Guillén y Carlos Blanco Aguinaga, han venido a plantear el problema desde perspectivas distintas. Guillén lo hace desde el campo de la Literatura Comparada, en el que es una autoridad indiscutible. Su breve ensayo El sol de los desterrados es una reflexión apasionante sobre las constantes que, desde Ovidio a
23 Francisco Ayala, “La cuestionable literatura del exilio”, Los Cuadernos del Norte, 8, julio-agosto (1981), pp. 62-63.
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la contemporaneidad, han caracterizado las relaciones entre literatura y exilio. En sus páginas se analizan determinadas coordenadas con las que quedan marcadas sutilmente las diferencias entre una literatura intramuros —y, por tanto, en un grado siquiera mínimo, institucionalizada— y otra extramuros, al hallar en la segunda rasgos compartidos por escritores de tradiciones y épocas dispares. Particularmente, se hallan dos tendencias divergentes que condicionan el acercamiento al ejercicio de la escritura: la apertura solidaria hacia lo otro y la constatación de la amputación de una identidad. Por su parte, Carlos Blanco Aguinaga reunió varios de sus Ensayos sobre la literatura del exilio español en un volumen publicado en 2006. La enseñanza que cabe encontrar de estos ensayos en lo que aquí nos ocupa queda resumida en esta frase: “Es en la literatura donde encontramos la huella profunda de la incurable herida que marcó aquel exilio tan largo, aquel destierro que resultó ser permanente”24. Blanco Aguinaga parece coincidir con Claudio Guillén en que esa huella que uniría a los autores del exilio está dibujada, en gran parte con la mutilación, con la falta: “La vida interior de los refugiados españoles de 1939 aparece como una carencia, como la ausencia del ser que —volviendo a las palabras de Emilio Prados— ya no estaba consigo [...] La poesía del exilio, al igual que el conocimiento de los interiores de la vida cotidiana de ese exilio, nos revela que, en el centro de tanta actividad y de tanta asimilación inevitable y positiva, siempre hubo un vacío”25. Reflexiones que lo llevan a proponer la necesidad de entablar una tarea pendiente, la de “escribir una Historia de la literatura española contemporánea con base en el método dialéctico del que he venido hablando, según el cual [...] se distinguiría (y opondría) bien, por lo menos hasta mediados de los años cincuenta y principios de los sesenta, la literatura de los vencedores de la literatura de los vencidos”26.
24 Carlos Blanco Aguinaga, Ensayos sobre la literatura del exilio español, México D. F., El Colegio de México, p. 37. 25 Ibidem, p. 42. 26 Ibidem, p. 72.
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Mercedes Gómez Blesa (IES Martínez Uribarri, Salamanca, y Centro de Estudios del Exilio, Fundación María Zambrano)
El carácter autobiográfico y confesional de la mayoría de los textos zambranianos nos lleva a clasificar su obra dentro de lo que el profesor Cerezo Galán ha denominado como “ensayo existencial”, que la situaría en clara línea de continuidad con el ensayismo de la generación del 98 (Unamuno, Ganivet, Azorín, Baroja y Machado). La nota más distintiva de este tipo de ensayo es la autoimplicación del yo en lo escrito que marca el carácter experimental del conocimiento, de modo que este no aparece desligado de la vida, sino imbricado en ella. Será la propia experiencia vital el principal motor de una reflexión encaminada hacia una autognosis. Esto determina en Zambrano un estilo llano en el uso del lenguaje, alejado de toda jerga especializada, porque, a diferencia del filósofo teórico, la ensayista busca, sobre todo, una meditación subjetiva, tendente a resolver no tanto problemas teóricos como problemas existenciales. De ahí su marcado carácter práctico, pues su principal objetivo es la orientación del propio vivir. En el ensayo existencial verdad y
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vida se envuelven e interpenetran, y esta simbiosis de pensamiento y vida se erige en una de las principales reivindicaciones de la filosofía zambraniana. Esta forma de meditación es, por tanto, asistemática y responde al “método de la sugestión” que atiende al carácter sugestivo del lenguaje y de la palabra. Se trata de un pensar imaginativo que ya Hofmannsthal acuñó bajo la fórmula de “pensar con el corazón” o el propio Unamuno, con la de “discurrir por metáforas”. De este modo, Zambrano defiende la capacidad cognoscitiva de la metáfora y el símbolo como forma originaria con la que el hombre percibe el entramado de relaciones con lo real, frente al hieratismo del concepto, contraponiendo, así, a la verdad lógica la verdad poética. Lejos de enemistar el logos y el mito, sitúa en la capacidad imaginativa, creativa o mitopoética el origen del pensamiento como primigenia interpretación de la realidad que condiciona, a través de sus imágenes simbólicas, el discurso racional. De ahí que su propuesta de una razón poética tenga como objetivo rescatar del olvido una sabiduría poética que ya estaba en los orígenes mismos de la filosofía, cuando esta todavía no se había escindido de la poesía y la metáfora actuaba de verdadero vehículo de conocimiento. Además, Zambrano interpreta este peculiar modo de conocimiento poético como el prototipo de filosofía española, como la manera de filosofar genuina de la tradición cultural hispana, reacia siempre a un excesivo abstraccionismo y con un recurrente rechazo de la forma sistemática como forma de discurso que encorseta el movimiento de la vida. Frente al logos desencarnado de la filosofía idealista europea, la filosofía patria o filosofía nacional aparece claramente como una salida de la crisis de la razón moderna, pues se trata de una filosofía cuya principal seña de identidad es un apego amoroso y poético al mundo, a lo concreto, a la materialidad de las cosas. Por ello, Zambrano interpreta su propio pensamiento como una hermenéutica de esta filosofía nacional, arraigando, de este modo, en la tradición española su modo de hacer filosofía. Esta nueva figura de razón que la pensadora nos propone, la razón poética, está prefigurada desde sus primeros ensayos. Recordemos, en este sentido, dos títulos tempranos de Zambrano como son Pensamiento y poesía en la vida española (1939) y Filosofía y Poesía (1939), en los que encontramos ya en germen este pensamiento poético rastreado en nuestra tradición literaria española, al igual que en tres obras
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posteriores que se inscribirían en esta misma línea de indagación: Hacia un saber sobre el alma (1950), La España de Galdós (1960) y España, sueño y verdad (1965). Pero el libro que realmente supone la puesta en marcha de la razón poética, al decir de la mayoría de sus estudiosos, es Claros del bosque, ensayo que apareció en 1977, en un momento especial de la trayectoria vital de Zambrano. Con la muerte de su hermana Araceli en 1972, la autora desataba el último lazo que la unía al horizonte familiar y se convertía en su última superviviente. Retirada en una pequeña ferme del Jura francés, situada en la Pièce, en este lugar de apartamiento, de soledad y de quietud, había alcanzado un estado anímico especial que ella misma calificó de “exilio logrado”, es decir, la asunción plena de la condición de exiliado que adviene después de haber atravesado varias etapas que se le ofrecen, como exigentes pruebas, a todo aquel que ha tenido que abandonar su suelo natal. Zambrano concebía el exilio en clave mística, como un rito de iniciación que ha de ser consumado atravesando varias moradas hasta alcanzar el “verdadero exilio” que proporciona un estado especial de lucidez. La penuria del exilio constituye una experiencia límite en la que el sujeto llega a un estado tal de nadificación y desasimiento de sí que le prepara para hacer de su interioridad un espacio óptimo a la recepción de la verdad. La intención que preside Claros del bosque no es otra que el intento de transmitir estas vivencias extáticas, súbitas y discontinuas, alcanzadas por Zambrano en esos instantes privilegiados en los que se produce una mostración del ser. La pensadora es consciente del carácter inefable de estas “revelaciones” o “visiones”, por ello, utiliza la metáfora y el símbolo para hablar de un modo indirecto, siempre alusivo, de esta experiencia personal de revelación de la verdad que se da en un estado especial de conciencia, cercana al delirio o al éxtasis místico, en el que se logra respirar al unísono con la totalidad. A lo largo de las páginas de Claros del bosque encontramos junto a imágenes de la tradición mitológica griega (Medusa, Apolo, Atenea, la cicuta, la luna) elementos pertenecientes a la simbología de la mística cristiana (el centro, el punto, el corazón, la llama, la noche oscura, la cruz). El uso reiterado de estas figuras retóricas dotan al discurso zambraniano de una mayor belleza literaria, pero también de un mayor hermetismo comprensivo. Lo enunciable parece estar herido por lo indecible, pues
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nos habla de una extrañeza interior difícilmente descifrable en términos lógicos, como ocurre en toda experiencia mística. Según Zambrano, la mística nos adiestra en la propia experiencia del límite, pues si la mística lucha con lo indecible, el pensamiento lucha con lo impensable. De esta lucha que ha entablado siempre la mística con lo alógico, con lo que sobrepasa al logos, entendido como razón y lenguaje, ha de aprender la filosofía, pues esta mantiene una contienda muy similar con lo irracional. Por ello, todos los últimos filósofos, según la autora, que han pretendido ampliar el espacio de la razón, se han mostrado muy receptivos a la contemplación mística. Zambrano menciona el caso de Henri Bergson1, al que nosotros añadimos, sin duda, el de Martin Heidegger. La experiencia mística, en este sentido, se revela como una experiencia que vivifica al pensamiento filosófico, indicándole la senda a seguir para habérselas con los márgenes de la razón, para saber tratar con lo otro de sí. De hecho, Zambrano se hace eco del modus loquendi de la mística, especialmente de San Juan de la Cruz y de Miguel de Molinos, haciendo uso de algunos recursos estilísticos y retóricos del discurso místico, como son el oxímoron, la paradoja y la antítesis, en los que el lenguaje se cuestiona a sí mismo a través de una técnica de manipulación lingüística que tiene por objeto transmutar las coherencias de las significaciones y retorcer las palabras para hacerlas decir aquello que no se puede decir (“un no sé qué que quedan balbuciendo”). El oxímoron viola la lógica del discurso al enlazar dos términos antagónicos pertenecientes a órdenes distintos (“música callada”, “soledad sonora”, “oscura claridad”) y a través de esta perversión del discurso crea un hueco o vacío en el lenguaje que permite mostrar lo que no dice, lo que no se deja cifrar en conceptos. El lenguaje místico utiliza vocablos conocidos, pero dispuestos de un modo inusual, que diseña un nuevo
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“De ahí, que sea entre los filósofos que afirman la autonomía de la mirada filosófica donde se encuentre un pensamiento acerca de la mística, como en Henri Bergson, aunque quizá no gozara este de entera libertad para recoger el fruto de su propia experiencia” (M. Zambrano, “Miguel de Molinos, reaparecido”, Ínsula, 338, enero de 1975, p. 3).
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espacio de mostración en el que se pone de manifiesto lo otro del lenguaje, al hacer que las palabras sugieran, sin decir, el duelo de la separación. Por ello, la mística, al mismo tiempo que muestra lo inefable, lo oculta, lo torna secreto, lo vela. De ahí la extrañeza que siembra siempre un texto de estas características, un texto que supone la opacidad del signo, en tanto quiebra la relación habitual entre el significante y el significado. Esta opacidad también la encontramos presente en el discurso de Claros del bosque justamente por esta intención de la autora de hablar de aquello de lo que no se puede hablar, solo experimentar. No creo, pues, que este pueda ser un demérito de la obra, en contra de lo que opina la estudiosa Ana Bundgaard que achaca al empleo que hace Zambrano de las imágenes simbólicas el carácter “críptico”, rayano en lo incomprensible, de esta obra: Para esquivar la razón discursiva, la autora de Claros del bosque en vez de conceptos utiliza imágenes, pero no habría que olvidar que estas imágenes resultan tan abstractas como los conceptos que Zambrano voluntariamente rehúye. De hecho, la lógica de los conceptos, imprescindibles en un discurso filosófico, es sustituida en el discurso poetizante por imágenes lexicalizadas que reduplican la penumbra que envuelve las cuestiones relacionadas con el ser y el ente sobre las que escribe la autora2.
Sí compartimos, en cambio, con Bundgaard la opinión de que el uso que hace Zambrano de dichos recursos retóricos no debe dar pie a confundir el texto poetizante y, en algunos momentos, de un marcado tono lírico, de Claros del bosque con un texto “poético” de naturaleza mística. La diferencia entre el lenguaje poetizante de Zambrano y la poesía mística estribaría en que las imágenes y símbolos que utiliza esta última son expresión de esta experiencia inefable que nos hace sentir el silencio como máxima resistencia de la palabra a nombrar lo inefable. Zambrano, en cambio, según esta estudiosa, haría un uso pedagógico y explicativo de dichas imágenes y símbolos, emparentando,
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Ana Bundgaard, Más allá de la filosofía. Sobre el pensamiento filosófico-místico de María Zambrano, Madrid, Trotta, 2000, p. 433.
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de este modo, el discurso de Claros del bosque con los comentarios en prosa de San Juan que pretenden aclarar la simbología mística de su poesía3. Bundgaard señala otra diferencia más entre el lenguaje poético y el lenguaje poetizante de Zambrano: en el poema, el poeta asiste a la revelación misma del ser en el acto de la escritura, pues la acción propia de la palabra poética no es otra que la de crear el espacio de anunciación de la verdad —como decía Heidegger en sus comentarios sobre la poesía de Hölderlin—, mientras que el discurso zambraniano nos remite a una vivencia previa de la verdad, experimentada por la autora, en la que se aúna el sentir y el conocimiento. Por otro lado, Claros del bosque puede ser considerada como una guía espiritual que, siguiendo el ejemplo de la de Maimónides o la de Miguel de Molinos —sus referentes más inmediatos—, se propone un doble cometido: por un lado, nos expone un saber de experiencia, un saber padecido que no se deja elevar al cielo de la objetividad porque es un “logos encarnado”, una razón entrañada en la que se entrelazan el pensamiento y el sentir. La autora nos comunica una serie de “visiones” o “iluminaciones”, instantes privilegiados en los que la verdad se le ha revelado de una manera gratuita, sin haber sido forzada, gracias a una previa transformación interior que ha hecho del alma o del corazón el receptáculo de dicha verdad. El lugar de la enunciación de Zambrano es la propia experiencia que determina el segundo objetivo de la obra, pues su trayectoria espiritual, marcada por el desasimiento que conlleva la experiencia del exilio, se brinda como ejemplo a emular por todos aquellos que también hayan previamente sentido la “llamada” del amor preexistente. Claros... es, de esta manera, un “tratado del método”4, en tanto que se presenta como camino que seguir por
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Ibidem, p. 428. De hecho, el título originario que había otorgado Zambrano a esta obra era Notas de un método, tal y como relata la autora en carta a Agustín Andreu, fechada el 4 de octubre de 1973: “Ahora estoy también acosada por entregar un libro, algunas de cuyas cuartillas tenía aquí sobre esta misma mesa cuando sonó el teléfono de la Clínica una hora después de haber escuchado que [Araceli] había pasado el mejor día. Va dedicado a su memoria. Se titulaba ‘Notas de un método’, y
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aquellos que ya, de entrada, se sienten conminados por esta quête espiritual. Hay un “querer” actuando como a priori del discurso que va a determinar la elección del destinatario, pues Zambrano se dirige —al igual que el místico— especialmente a aquellos que ya están comprometidos en esta búsqueda, a las personas que se encuentran ya encaminadas al principio de la senda, a los ya iniciados o a los que están a punto de serlo. La autora es consciente de que “la experiencia irrenunciable se transmite únicamente al ser revivida, no aprendida”5 y toda experiencia es un vivir en el tiempo que determina que su forma enunciativa sea fragmentaria, nunca una declaración completa6. De ahí el carácter fragmentario de Claros... que responde a este carácter discontinuo del saber de experiencia. Además, dicho saber es relativo, nunca absoluto, ni impositivo, pues se mueve en el ámbito de la razón práctica que interpreta la filosofía como una forma de vida. La elección de este método de experiencia supone una crítica a la forma sistemática de la filosofía, como un método inadecuado para las verdades de la vida, esas que no solo son percibidas con la mente, sino sentidas con el alma. “La vida tiene siempre una figura —nos dice Zambrano— que se ofrece en una visión, en una intuición, no en un sistema de razones”7. Por ello, desde una época temprana Zambrano insistía, en un conocido ensayo de 19348, en la necesidad de un saber sobre el alma, en tanto sede del sentir, como única vía para descubrir la estructura metafísica de la vida. Desentrañar las categorías vitales supone descender hacia ese mundo enigmático y oscuro del sentir, pues la
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lo he sustituido por ‘Claros del bosque’ que se aviene más a una cierta discontinuidad que quiero mantener y al carácter poético-filosófico” (Cartas de la Pièce, Valencia, Pre-textos, 2002, p. 29). La autora publicó más tarde un libro con este título con el que Claros del bosque guarda una gran proximidad. María Zambrano, “La Guía, forma del pensamiento”, en Hacia un saber sobre el alma, Madrid, Alianza, 1987, p. 71. “La experiencia es siempre fragmentaria, pues si no dejaría de ser experiencia ya” (ibidem, p. 72). Ibidem, p. 80. María Zambrano, “Hacia un saber sobre el alma”, en Hacia un saber sobre el alma, op. cit., pp. 19-30.
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psiqué es el lazo de unión entre el hombre y la realidad. Sin embargo, no siempre la tradición filosófica ha prestado la atención suficiente al rumor del alma. Es más, la mayoría de los ensayos consagrados a este tema adolecen de dos grandes fallos: por un lado, su fragmentariedad y su falta de fundamentación (a excepción de lo escrito por Aristóteles y Spinoza); y, por otro, los numerosos prejuicios éticos y religiosos que vician y enturbian toda auténtica reflexión sobre el alma. Como comenta Zambrano: “O sobra de arquitectura, de supuestos, o falta de firmeza y de última claridad en lo aprehendido. La mariposa, en unos casos se muere, en otros se escapa. Pocas veces se ha dado este milagro de agilidad de la mente, que es tratar adecuadamente al alma, fabricar una red propia para atrapar la huidiza realidad de la ‘psiqué’”9. Esta desconsideración se agrava todavía más en la época moderna con la concepción racionalista del hombre como mero ente del conocimiento que pone entre paréntesis su vida emotiva. La filosofía se centra, a partir de esa época, en las cuestiones epistemológicas y en una reflexión ética sobre el ejercicio de la libertad, quedando el alma como la asignatura pendiente10. No ha corrido mejor suerte en el siglo xx, pues se ha ocupado de su tratamiento un reciente saber, la psicología, que pretende hacer de la psiqué el objeto de una ciencia sometida a legalidad, desvirtuando, con ello, su verdadera naturaleza lábil y escurridiza. El balance que nos presenta Zambrano es tan negativo que llega incluso a preguntarse si es posible hablar del alma desde el ámbito del pensamiento: Pero ¿quedará así siempre? ¿Permanecerán sin luz estos abismos del corazón, quedará el alma con sus pasiones abandonada, al margen de los caminos de la razón? ¿No habrá sitio para ella en ese “camino de vida” que es la Filosofía?11.
9 Ibidem, pp. 25-26. 10 “En realidad, quedaba el alma como un reto. Por una parte la Razón del hombre alumbraba la naturaleza; por otra, la razón fundaba el carácter trascendente del hombre, su ser y su libertad. Pero entre la naturaleza y el yo del idealismo, quedaba ese trozo del cosmos en el hombre que se ha llamado alma” (ibidem, p. 22). 11 Ibidem, pp. 24-25.
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A lo que la autora contesta con una sentencia que recrea la ya famosa de Pascal: “Hay, sí, razones del corazón, hay un orden del corazón que la razón no conoce todavía”12. Pero, para que la filosofía se adentre en este mundo desconocido del alma se precisan dos cosas, según Zambrano: primero, una nueva antropología que contemple una imagen íntegra del hombre que no cercene ninguna dimensión humana; y, segundo, una nueva razón “íntegra” también que sea capaz de asumir la realidad humana en su totalidad, a diferencia de la vieja razón pura, de la razón teórica encaminada más hacia el dominio de la physis y hacia un formalismo abstracto en la ética que hacia una comprensión de la complejidad de la existencia. Hasta que no converjan estos dos elementos, no se va a despejar el horizonte para una adecuada reflexión sobre nuestro orden pático. De ahí, la necesidad de una reforma de la filosofía anunciada por Zambrano también en otro de sus ensayos primeros, “La reforma del entendimiento” (1937). En este breve escrito, la autora indica dos maneras posibles de hacer una reforma del entendimiento: por un lado, una reforma parcial, en la que la razón centraría su atención única y exclusivamente en sí misma para revisar su funcionamiento; por otro lado, una reforma mucho más radical, en la que se cuestionarían los límites mismos de la razón y se abordaría la delicada y escabrosa relación de esta con la realidad, esto es, con aquello que no es racional, con lo irracional, con lo otro. De estos dos modelos de reforma, el más ensayado ha sido el primero, la reforma solo del instrumento racional, aceptando, en cambio, de un modo incuestionable, la estructura racional, ya sea total o solo parcial, de lo real. Zambrano pergeña en este sentido una breve historia de las sucesivas reformas de la razón que han tenido lugar en nuestra tradición filosófica, destacando, especialmente, tres momentos: 1º) La reforma llevada a cabo por el racionalismo para combatir el antiguo realismo greco-medieval. Descartes actúa de impulsor y principal protagonista de dicha reforma, al denunciar la ingenuidad de la filosofía realista que admite una supuesta realidad extramental
12 Ibidem, p. 25.
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del sujeto. El sistema cartesiano viene a negar tal realidad, identificando únicamente el ser con la conciencia del sujeto. La realidad primera e indudable son las ideas, las intuiciones intelectuales del sujeto, mientras que la supuesta realidad del mundo sensible debe ser puesta en duda, cuestionada como poco fiable. Con ello, el ser queda circunscrito al espacio del sujeto pensante. 2º) La segunda reforma acaece en el período ilustrado, en el que numerosos filósofos sienten la necesidad de reflexionar sobre el entendimiento para hallar sus verdaderos límites, cuestionando la identidad entre ser y pensar defendida por los racionalistas. El ensayo sobre la naturaleza humana, de Locke, El ensayo sobre el entendimiento humano, de Hobbes, y, sobre todo, La crítica de la razón pura, de Kant, son hitos importantísimos de esta segunda reforma. Sin embargo, según Zambrano, esta dura crítica no logró mitigar el absolutismo metafísico del racionalismo, sino que sirvió de fundamento teórico para un racionalismo todavía mucho más exacerbado —el idealismo alemán— que radicalizó la violenta reducción de lo real a conciencia o espíritu, pero con una diferencia: Hegel tuvo en cuenta, por primera vez, el factor tiempo: el espíritu absoluto se desarrolla en la historia. 3º) El tercer momento de una reforma de la razón correspondería a la última filosofía europea surgida a finales del xix y principios del xx, principalmente el vitalismo e historicismo, que lucha denodadamente contra el movimiento idealista, destacando el carácter histórico de la razón y reivindicando una nueva atención reflexiva sobre la vida. La autora menciona especialmente la crítica de Ortega al idealismo, desarrollada por el filósofo madrileño en un breve ensayo titulado Ni vitalismo ni racionalismo (1924). Detengámonos un momento en este ensayo orteguiano porque nos va a permitir no solo ver la diferente manera que tienen estos dos pensadores de encarar la crisis de la razón sistemática, sino también sus distintas concepciones de la razón. Ni vitalismo ni racionalismo fue publicado en octubre de 1924 en la Revista de Occidente y en él Ortega, en un intento por deslindar su filosofía de las falsas adscripciones de las que había sido objeto, plantea el difícil problema de los límites de la razón, la dialéctica existente entre lo racional y lo irracional. La tesis que defiende puede resumirse en esta frase: “En la razón misma
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encontraremos, pues, un abismo de irracionalidad”13. Y el desarrollo de la misma es el siguiente: Ortega parte del análisis de la definición que en el Theeteto nos da Platón del conocimiento teórico como “dar razón” de algo, y ello supone averiguar su causa. Razonar es ir al principio de una cosa, adentrarse en su intimidad. Por eso, Platón vio en la definición el arquetipo de la ratio. Recordemos que “definir” consiste en descomponer un objeto en sus elementos últimos, con el fin de penetrar en su ser más entrañable: Cuando la mente analiza algo y llega a sus postreros ingredientes, es como si penetrara en su intimidad, como si lo viese por dentro. El entender, intus-legere, consiste ejemplarmente en esa reducción de lo complejo, y como tal, confuso a lo simple, y como tal, claro. En rigor, racionalidad significa ese movimiento de reducción y puede hacerse sinónimo de definir14.
Ahora bien, Ortega señala cómo Platón, cuando llega a este punto, se encuentra con una antinomia de la razón: “Al hallarse la mente ante los últimos elementos no puede seguir su faena resolutiva o analítica, no puede descomponer más. De donde resulta que, ante los elementos, la mente deja de ser racional”15. Esto conduce a la siguiente paradoja: o bien la mente deja de ser racional ante los últimos elementos, o bien los conoce a través de un elemento no racional como es la intuición. Si aceptamos la primera posibilidad, asumimos la condena de que conocer un objeto es descomponerlo en elementos incognoscibles. Si, en cambio, admitimos la segunda posibilidad, debemos reconocer que la racionalidad conduce a —y se fundamenta en— un elemento irracional. Esta misma antinomia de la razón la descubre Ortega también en el racionalismo de Leibniz:
13 José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, Madrid, Revista de Occidente / Alianza, p. 214. 14 Ibidem, p. 124. 15 Ibidem.
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Leibniz designa la razón con la misma fórmula que Platón. El principio de todo conocimiento es el principium reddendae rationis —el “principio de dar razón”, esto es, de la prueba—. La prueba de una proposición no consiste en otra cosa que en hallar la conexión necesaria entre el sujeto y el predicado de ella. Ahora bien, esta conexión es unas veces manifiesta, como cuando digo A es A; por tanto, en todas las proposiciones idénticas. O bien es preciso obtenerla per resolutionem terminorum, es decir, descomponiendo los conceptos del sujeto y predicado en sus ingredientes o requisita. Para Leibniz, como antes para Platón, y entremedias para Descartes, la racionalidad radica en la capacidad de reducir el compuesto a sus postreros elementos, que Leibniz y Descartes llaman simplices16.
Leibniz tiene que reconocer, finalmente, que la definición descansa en la intuición y debería aceptar que su método de “análisis de conceptos” es incapaz de llegar hasta el fondo de una cosa, hasta sus últimos elementos, pues estos solo pueden ser conocidos por sí mismos, de un modo irracional: “Esto es lo que hace inadmisible el racionalismo para todo espíritu severo y veraz. Siempre acaba por descubrirse en él su carácter utópico, irrealizable, pretencioso y simplista. El método que propone acaba por negarse a sí mismo, como todo falso personaje de tragedia incapaz de llevar su misión jusqu´au bout”17. Para Ortega, “la razón es una breve zona de claridad analítica que se abre entre dos estratos insondables de irracionalidad”18. El gran error del racionalismo radica, según el filósofo, en dos elementos: por un lado, en su gran ceguera por no querer reconocer la irracionalidad de los elementos últimos de la cosa; y, por otro, en partir del supuesto totalmente arbitrario de que las cosas se comportan como nuestras ideas, de que la estructura de lo real es racional. Sin embargo, esto no es así, no solo referido a la realidad, sino incluso referido a las matemáticas y a la física, ciencias en las que siempre acabamos topándonos con lo irracional, por lo que Ortega añade:
16 Ibidem, p. 125. 17 Ibidem, p. 216. 18 Ibidem, p. 219.
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Por todas partes tropezamos con el hecho gigante de que las cosas —números o cuerpos o almas— poseen una estructura, un orden y conexión de sus partes, distintos del orden y conexión que tienen nuestras ideas. La identificación de lo uno con lo otro, del logos con el ser, formulada en las palabras de Spinoza —ordo et connexio idearum idem est ac ordo et connexio rerum— es la transgresión, la ligereza que el racionalismo añade al recto uso ilimitado de la razón19.
Por ello, Ortega denuncia el carácter violento e impositivo del racionalismo: en lugar de contemplar y recibir el mundo, el racionalista impone sus estructuras racionales a lo real, como efectivamente vio Kant al señalar en La crítica de la razón pura que no es el entendimiento el que ha de regirse por el objeto, sino el objeto por el entendimiento. “Pensar —nos dice Ortega— no es ver, sino legislar, mandar”. Pero esta falta de coincidencia entre el pensar y el mundo, no hace a los racionalistas rectificar su actitud, sino todo lo contrario: se empeñan en que cambie el mundo y sea este el que se adapte a las estructuras racionales del sujeto. El filósofo madrileño nos trae a colación la figura de Fichte, “para quien el papel de la razón no es comprender lo real, formar en la mente copias de las cosas, sino ‘crear modelos’ según los cuales estos han de conducirse”20. La verdadera intención del racionalismo no es tanto un conocimiento teórico de la realidad, como una intervención directa en la misma para cambiarla y ajustarla a su propio ideal, al deber ser. Hay que combatir, concluye Ortega, este arcaico “misticismo de la razón”, este carácter impositivo que fundamenta a la filosofía racionalista. Esta crítica al idealismo no se traduce, en el pensamiento orteguiano, en una defensa del irracionalismo, sino más bien en lo contrario. El propio filósofo nos lo aclara en las siguientes palabras: “Mi ideología no va contra la razón, puesto que no admite otro modo de conocimiento teorético que ella: va solo contra el racionalismo”21. La filosofía orteguiana supone un serio intento de superar las contradicciones
19 Ibidem, p. 221. 20 Ibidem. 21 Ibidem, p. 213.
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inherentes tanto al idealismo como al realismo antiguo. Esta superación la lleva a cabo con su propuesta de un raciovitalismo que apuesta por la vida como realidad radical, definiéndola como la coexistencia del sujeto con el mundo: “Esta, que es la realidad, se compone de mí y de las cosas. Las cosas no son yo ni yo soy las cosas: nos somos mutuamente transcendentes, pero ambos somos inmanentes a esa coexistencia absoluta que es la vida”22. Ortega reclamaba una recuperación de lo real como “contravoluntad”, como aquello que ofrece resistencia al sujeto, como aquello que previamente hay, mucho antes de que el hombre decida apresarlo con su pensamiento: “El error más inveterado ha sido creer que la filosofía necesita descubrir una realidad nueva que solo bajo su óptica gremial aparece, cuando el carácter de la realidad frente al pensamiento consiste precisamente en estar ya ahí de antemano, en preceder al pensamiento”23. Ahora bien, esto otro que me rodea no permanece junto a mi yo de un modo yuxtapuesto, sino que hay que hablar más bien de una pura interacción de ambos: yo no soy nada sin las cosas y las cosas no son nada sin mí. A esta interacción la denomina Ortega acontecer. La vida es acontecimiento, es lo que le pasa a un yo en su mundo. Por lo tanto, el ser ha de ser concebido como acontecer y drama: “El ser es algo que pasa, es un drama”. Esta nueva ontología choca frontalmente con la concepción estática y sustancialista del ser defendida por buena parte de la tradición metafísica. Por ello, Ortega denunciará que las categorías de la razón pura han quedado obsoletas como vehículos de aprehensión de la nueva realidad vital. Se precisa una reforma de la filosofía que plantee un “nuevo decir”, una renovación de los viejos conceptos para poder desentrañar la vida: Necesitamos, pues, toda una nueva filosofía, todo un nuevo repertorio de conceptos fundamentales y aborígenes. Estamos iluminados por una novísima fulguración. Esto, claro está, no puede hacerse
22 José Ortega y Gasset, Unas lecciones de Metafísica, Madrid, Revista de Occidente / Alianza, 1981, p. 160. 23 José Ortega y Gasset, “Prólogo para alemanes”, El tema de nuestro tiempo, op. cit., p. 63.
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de golpe porque no nos entenderíamos ustedes y yo. Tenemos que ir despegando —como dicen los aviadores—, tenemos que ir despegando de la filosofía tradicional, del repertorio de los conceptos recibidos, notorios y hasta populares; usando, por lo pronto, aquellos de entre ellos que se acercan un poco más, que se aproximan al cariz de esta nueva realidad entrevista24.
Este breve excurso sobre Ortega nos permite mostrar, sin ninguna duda, que el diagnóstico zambraniano sobre la crisis de la razón discursiva es deudor de la crítica orteguiana del idealismo. Zambrano sigue hasta aquí a su maestro y, al igual que este, sostiene que el fondo último de lo real es siempre irracional, alógico, y que solo cabe un conocimiento inmediato de ello, ofrecido por la intuición. Sin embargo, la trayectoria de estos dos filósofos se bifurca, justamente, en este punto, pues Ortega, a pesar de reconocer lo necesario del conocimiento intuitivo y de un lenguaje metafórico como receptáculo de esta intuición (“la metáfora es el auténtico nombre de las cosas”, nos dice en La idea de principio en Leibniz), insistía en que el conocimiento intuitivo debía estar acompañado por un sistema conceptual y que la metáfora solo constituye un paso previo a la elaboración de nuevos conceptos capaces de apresar la vida. Ya desde sus Meditaciones del Quijote postulaba la exigencia de elevar el conocimiento intuitivo a conocimiento conceptual: “Sin el concepto, no sabríamos bien dónde empieza ni dónde acaba una cosa; es decir, las cosas como impresiones son fugaces, huideras, se nos van de entre las manos, no las poseemos. Al atar el concepto unas con otras, las fija y nos las entrega prisioneras”25. Solo a través de este entramado conceptual podremos descubrir la unidad última de lo real, el sistema de relaciones que constituyen el entramado del mundo. La apuesta de Ortega es clara: “El concepto será el verdadero instrumento u órgano de la percepción y apresamiento de las cosas” (p. 63). Como acertadamente ha
24 José Ortega y Gasset, Sobre la razón histórica, Madrid, Revista de Occidente / Alianza, 1983, pp. 72-73. 25 José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, Madrid, Revista de Occidente / Alianza, 1987, p. 63.
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señalado Francisco José Martín en La tradición velada. Ortega y el pensamiento humanista: Cuando Ortega solicita la reforma de la filosofía no se le escapa que esto mismo debe ir acompañado de una reforma del lenguaje de la filosofía. En este punto, Ortega va a reclamar la metáfora como un primer momento en la construcción del nuevo vocabulario (recuérdese el ejemplo de “serme flor la flor” que él mismo ponía), pero reserva para los conceptos un lugar principal de ese mismo vocabulario —esos conceptos que aún no existen, pero que deberán crearse a partir de esas metáforas—. Es decir, Ortega reconoce la preeminencia y la originalidad de la metáfora respecto al concepto, pero se mantiene fiel a una convicción que hace de la razón la máxima representante de la potencialidad de la filosofía, por lo que acabará reclamando para la nueva filosofía el papel fundamentalmente preeminente de los conceptos —Ortega mismo declara que en la expresión de la nueva filosofía se usarán las metáforas mientras los conceptos lleguen—. El raciovitalismo se sirve de la metáfora, pero no es nunca una filosofía metafórica26.
La reforma orteguiana de la razón estaría, por tanto, en un lugar intermedio entre los dos tipos de reforma apuntados por la autora en su ensayo: por un lado, se sitúa más allá de aquellas reformas parciales que cuestionan tan solo el funcionamiento del instrumento racional, al poner en duda el supuesto carácter racional de lo real, la infundada identidad entre el ser y el pensar, pero no llegaría a constituirse en una reforma radical de la razón por haber seguido apostando por el conocimiento conceptual y objetivo como único medio del que disponemos para penetrar en la realidad extramental. La reforma orteguiana de la filosofía no es suficiente para Zambrano. La autora exigía una salida más radical y extremada a la crisis de la razón discursiva: no se contentaba con una reforma del entendimiento, sino que había que postular un nueva forma de razón que superara las antinomias
26 Francisco José Martín, La tradición velada. Ortega y el pensamiento humanista, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999, pp. 87-88.
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del logos y fuera capaz de enfrentarse al fondo irracional de lo real, a “lo otro”, como lo denomina la autora, a esa experiencia primigenia dada en la intuición que acontece fuera del logos discursivo. En una carta dirigida al escritor gallego Rafael Dieste, fechada en La Habana el 7 de noviembre de 1944, la autora manifiesta abiertamente su discrepancia con el pensador madrileño: Hace ya años en la guerra sentí que no eran “nuevos principios ni una Reforma de la Razón”, como Ortega había postulado en sus últimos cursos, lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza, una gota de felicidad. Razón poética... es lo que vengo buscando.
Se trata de una razón poética, que descubre en la metáfora y el símbolo el verdadero sustituto del concepto a la hora de recoger esa experiencia inmediata de la realidad intuida: La metáfora es una forma de relación que va más allá y es más íntima, más sensorial también, que la establecida por los conceptos y sus respectivas relaciones. Es análoga a un juicio, sí, pero muy diferente. [...]. No se trata, pues, en la metáfora de una identificación ni de una atribución, sino de otra forma de enlace y unidad. Porque no se trata de una relación “lógica” sino de una relación más aparente y a la vez más profunda27.
Frente a la frialdad del lenguaje racional, que atiende únicamente a relaciones formales y que hace abstracción de toda experiencia inmediata y particular de las cosas, que le aleja de la vida, el lenguaje metafórico se constituye en expresión de lo originario, pues la potencia creadora y expresiva de la metáfora es capaz de traducir en imágenes lingüísticas lo visto en la intuición. Además, este lenguaje metafórico acoge el orden pático del hombre al constituirse en expresión de la experiencia inmediata de lo real y del sujeto, dada en el sentir originario.
27 María Zambrano, Notas de un método, Madrid, Mondadori, 1989, p. 120.
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Se trata, por tanto, de un lenguaje que aúna la razón con el sentimiento, en una simbiosis que acierta a decir imaginativamente aquello que clama en las entrañas. Este lenguaje metafórico constituye, para Zambrano, el lenguaje nuevo que Ortega reclamaba para la nueva filosofía y que él mismo solo entrevió y no supo, o no quiso, aprovechar. Podríamos decir que Zambrano desarrolló con su pensamiento lo que Ortega simplemente vislumbró en su filosofía. No nos extrañe, por tanto, que nuestra autora se siguiese reconociendo, incluso al final de su vida, discípula de su maestro, a pesar de que su filosofía hubiera tomado derroteros muy distintos a los del pensador madrileño. En uno de sus últimos libros, De la aurora (1986), encontramos estas reveladoras palabras sobre el “logos del Manzanares”, de Ortega: Un logos que constituye un punto de partida indeleble para mi pensamiento, pues que me ha permitido y dado aliento para pensar, ya por mí misma, mi sentir originario acerca de un logos que se hiciera cargo de las entrañas, que llegase hasta ellas y fuese cauce de sentido para ellas; que hiciera ascender hasta la razón lo que trabaja y duele sin cesar, rescatando la pasividad y el trabajo, y hasta la humillación de lo que late sin ser oído, por no tener palabra. [...]. La senda que yo he seguido, que no sin verdad puede ser llamada órfico-pitagórica, no debe ser, en modo alguno, atribuida a Ortega. Sin embargo, él, con su concepción del logos (expresa en el “logos del Manzanares”), me abrió la posibilidad de aventurarme por una tal senda en la que me encontré con la razón poética28.
Hay que ir, pues, más allá del raciovitalismo orteguiano y atreverse a adentrarse con la razón en aquellas parcelas en las que Ortega siempre rehusó entrar: en lo infraconsciente (la dimensión pática y onírica del hombre) y en lo supraconsciente (la relación con lo divino), lugares que el filósofo madrileño siempre desdeñó, desde la atalaya de la razón, como cuestiones de mistagogos, pero nunca de filósofos, y a los que, en cambio, Zambrano siempre buscó penetrar para dotarlos de
28 María Zambrano, De la Aurora, Madrid, Turner, 1986, p. 123.
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Mercedes Gómez Blesa
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una tenue claridad. Veamos, a este respecto, un párrafo de ¿Qué es Filosofía? donde irónicamente se opone a este abismarse en lo profundo que nos propone la razón poética: “El misticismo tiende a explotar la profundidad y especula con lo abismático; por lo menos, se entusiasma con las honduras, se siente atraído por ellas. Ahora bien, la tendencia de la filosofía es de dirección opuesta. No le interesa sumergirse en lo profundo, como a la mística, sino, al revés, emerger de lo profundo a la superficie”29. A tenor de estas palabras, si Ortega hubiese tenido la oportunidad de conocer la obra posterior de María Zambrano, quizás la hubiera descalificado como la obra de una mistagoga.
29 José Ortega y Gasset, ¿Qué es Filosofía?, Madrid, Revista de Occidente / Alianza, p. 91.
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5. TRES MAESTROS O LA IMPUGNACIÓN COMO ESTRATEGIA
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Juan Goytisolo, la búsqueda de la modernidad en el pasado
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José María Ridao (Ensayista)
Me gustaría hacer una referencia primero a la obra de Juan Goytisolo porque, de algún modo —y es algo que está pasando con mucha frecuencia en nuestro tiempo—, es de los últimos escritores españoles que tiene el privilegio de ser un escritor en diversos géneros, que no por cultivar diversos géneros, cuando se le presenta, se añade a su nombre “novelista”, “ensayista”, “articulista”, “comentarista no sé dónde...”; es alguien que sencillamente es un escritor. Y como tal es recibido en cada uno de los géneros en los que expresa sus ideas acerca del pasado español o del presente: las suyas son siempre opiniones de un escritor. Esto, cabe subrayar, en estos tiempos es casi un privilegio al que no acceden desde luego todos los autores y que está pervirtiendo en gran medida —y yo diría que empobreciendo— tanto la política en España como el ensayo o la novela. La política se convierte en
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El texto es transcripción de la conferencia pronunciada en la Universitat Pompeu Fabra el 3 de octubre de 2012.
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Juan Goytisolo, la modernidad en el pasado
politique politiciènne, el ensayo muchas veces se confunde —en fin, estoy exagerando— con libros de autoayuda, la novela se convierte en un patrón reiterativo con esa moralina (que Ferlosio no aceptaría nunca) de que si nosotros viviéramos lo que estos personajes viven, siempre escogeríamos el buen lado. Por ejemplo, las novelas de la guerra civil están planteadas en términos en que lo que sorprende como lectores es cómo es posible que alguien estuviera del otro lado. Son siempre casi contratos de adhesión como los de Telefónica: uno lee la novela y se adhiere inmediatamente. Lo estamos viendo porque lo que se ha perdido es lo que se ha convertido en privilegio, la percepción de un escritor como tal escritor, que puede transmitir sus ideas a través de varios vehículos o que incluso puede participar en la vida pública, en la vida política. De Goytisolo se dice que, como novelista (para remitir a su faceta ensayística hay que remitirse también, sobre todo, a su producción novelística) tiene dos etapas. Él mismo ha estimulado lo que a mi juicio es solo un equívoco, una mala comprensión del conjunto de su obra. Se dice, y dice él, que hay una obra inicial, que llega hasta Señas de identidad, y una obra posterior después de este libro, que ya es radicalmente distinta de la primera. A tal punto es así lo que se dice y su propia convicción (o lo era hasta hace no tantas fechas), que uno de los problemas que se plantea a los editores de sus Obras completas es que se niega a incluir la primera parte de su producción novelística, es decir, las novelas más del realismo social. Esta aproximación a su novela es equivocada por más que se insista en ella y es equivocada porque hay en ella la convicción de que la ficción sirve para cuestionar de algún modo el orden, el orden social vigente, el orden ideológico... Cuando empieza a escribir durante el franquismo, en los años de plomo del franquismo, es obvio que, por ejemplo, la prensa no refleja en absoluto la realidad, por tanto, la novela realista de Goytisolo o de Ferlosio, o de tantos otros, es una novela que está poniendo en cuestión el orden, que está, por decirlo de una manera muy básica, informando de aquello que no se informa: novelas sobre el “Congreso eucarístico” en Barcelona, novelas sobre niños —en Duelo en el paraíso— que reproducen los patrones de la guerra civil. Está informando, está dándole al lector aquello que debería darle una sociedad
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democrática por otros medios, de ahí la idea de la literatura como instrumento de subversión. Cuando, por fortuna, empieza a haber un cambio político sustantivo en España, la posición de Goytisolo no puede ser, si quiere mantener esta idea de la ficción, la de la novela como instrumento —uno más— de subversión, no puede quedarse en lo que hacía, tiene que ir evolucionando. Y así vemos novelas desde Señas de identidad que están todavía en el franquismo. Pero luego nos referiremos a lo que ocurre ahí, porque es el ensayo el que lo puede explicar. Goytisolo va evolucionando hacia otros tipos de novela que podemos tomar como ejemplo de ese afán de subversión, como Carajicomedia, una novela de constantes amores homosexuales en un momento en que la homosexualidad en España ya no es castigada, pero es difícilmente aceptada por la sociedad. Es decir, que hay un hilo continuo en la obra de Goytisolo, en la obra narrativa, que es un poco como si mantuviera siempre la misma distancia con el centro, un centro que es la novela como instrumento de subversión y lo que va cambiando, obviamente, es la subversión. Decía que Señas de identidad es un caso particular porque está todavía bajo el franquismo, un franquismo ya del desarrollismo, no el de los años cincuenta, pero que no se explica —o no solo— por esta concepción de la novela como equidistante de un centro, sino que hay otros estímulos. Hay un primer y doble estímulo, que es que llega a la convicción de que El Jarama cierra radicalmente el ciclo realista. Es decir, que es imposible ir más allá en el realismo y se ha llegado a un callejón sin salida, porque ir hacia una novela realista es ir hasta El Jarama y ya no puede darse un paso más. El segundo elemento es la aparición de Tiempo de silencio, que Goytisolo celebra como la salida al callejón sin salida al que había conducido la novela de Ferlosio: una novela que incorpora —es bien conocido— todas las corrientes narrativas del s. xx o gran parte de estas, una novela que rompe la estructura formal de la novela realista. Y que, además, tiene componentes ideológicos que creo que se van revelando a medida que van pasando los años: la presencia de la “polémica de la ciencia” en la novela es mucho mayor de lo que yo pensé en mis primeras lecturas. Pensé que Pedro es un personaje que quiere ser investigador, que acaba de médico de pueblo y eso es una peripecia narrativa, argumental. Pero tardé
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años, lo confieso, en darme cuenta de qué contaba Martín Santos en la novela, con sus diversas manifestaciones desde Masson de Morvilliers y las réplicas de Forner y los apologistas hasta la siguiente llamarada con Manuel de la Revilla y Menéndez Pelayo y, en fin, toda la cuestión de si España había aportado algo a la ciencia o no. Las conexiones son tan constantes en esa novela y la profundidad ideológica es tan llamativa que muchas veces da la impresión, o al menos yo la tuve, de que no era posible que Martín Santos la elaborase sobre nada, sobre el vacío. Daba la impresión de que, en el fondo, estaba dialogando en esa novela con la biografía de Ramón y Cajal. Hay escenas en las que, efectivamente, se ve a Ramón y Cajal, hay elementos y personajes que parecen extraídos directamente de él y ahí habría una conexión con toda esa polémica de la ciencia. De todo eso no sé si Goytisolo era consciente. En todo caso, él aprecia enormemente Tiempo de silencio y es de los autores que sale de inmediato a elogiarla. Pero paralelamente está ocurriendo algo en la obra de Goytisolo, que es esta vertiente ensayística más clara, y es su lectura de Américo Castro, del que extrae la convicción de que la historia de España está mal fundada, está mal contada, y eso está determinando lo que vive políticamente en aquellos momentos, pero también la producción artística y literaria, el pensamiento científico e incluso la propia prensa. Hay dos libros de ensayos en el entorno de su giro narrativo que son sustantivos para entender lo que empieza a intuir y a formular tanto en sus ensayos como en su narrativa: por un lado, Furgón de cola y, por otro, Disidencias. Furgón de cola tiene en su obra un valor que reproduce en gran medida la idea o el principio de que la ficción es un instrumento más de subversión del orden; es un ensayo preocupado por algo tan básico como mirar la realidad. No es extraño que en ese libro convivan ensayos sobre Las Casas, con un viaje por la provincia de Almería; ni que haga una reivindicación de Larra —que era uno de los grandes iconos en el antifranquismo—; ni que haga un ensayo muy airado sobre la situación de la cultura española y acabe con frases violentas contra los que hablan de España como condenada al atraso. Es un ensayo cuyo valor para ver la evolución tanto ensayística como novelística de Goytisolo está en ese deseo de mirar la realidad, de mirarla sin ficción, sea la realidad literaria del país, sea la realidad por tierras
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de Almería, que dará también otros libros, creo que muy bellos, como son Campo de Níjar o incluso La Chanca, esos libros de viajes que luego tendrán continuidad con otros viajes, a Sarajevo y otros lugares. El otro ensayo en el entorno de ese año crucial de la publicación de Señas de identidad es Disidencias. En este ya está presente la dimensión que introduce la lectura de Américo Castro, una dimensión que se concentra en dos líneas fundamentales, que son las que preocupan a Castro. Por un lado, este dice que el Siglo de Oro no es tal, sino que es una “Edad Conflictiva”, lo que establece a partir de un descubrimiento de un filólogo alemán, Aebischer, de que el término “España” y el término “español” no son coetáneos, sino que, como explicó en un ensayo posterior, median mil años entre uno y otro. A partir de ahí empieza a elaborar una revisión de la historia de España. La razón por la que la emprende es que “español” es un término curiosamente ajeno al castellano que viene de fuera, es aquel con el que se designa desde fuera a quienes viven en España, procede del provenzal y pasa, probablemente, desde Cataluña, a designar a los que viven en Hispania. Las implicaciones ideológicas de ese descubrimiento filológico son enormes, porque eso significa que “españoles” eran los judíos, los musulmanes —mientras hubo— y eran también los cristianos. Lo que descubre es que hay una asimetría fundamental en el discurso de la historia de España, que es contraponer español a judío o a morisco cuando acaban los reinos musulmanes. Hay una asimetría: mientras “español” es un gentilicio que designa una nacionalidad, “judío” y “morisco” designan otras cuestiones que están más vinculadas a elementos religiosos. Lo que sucede es que si describimos el pasado español en alguno de sus puntos más conflictivos —“los españoles expulsan a los judíos y a los moriscos”—, parece que estamos describiendo la realidad y no es así, estamos realizando una opción ideológica potentísima. La razón es lo que Rijkaard Kostelec, el historiador alemán recientemente fallecido, señala como oposiciones asimétricas. Hay una oposición asimétrica que, efectivamente, pone en colisión un término de nacionalidad con términos religiosos. Para entendernos, en el caso de los judíos y en el de moriscos, esta oposición tiene un componente histórico además de religioso, pero pertenecen a otro campo semántico que no es el de “español”. Si se hubiera relatado la historia de
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España en términos homogéneos, en una oposición simétrica, lo que habría que haber dicho es: “Los españoles cristianos expulsan a los españoles judíos y a los españoles moriscos”. Eso lleva a que lo que ocurre en los llamados Siglos de Oro, que Castro dice que son siglos conflictivos, no es un problema de etnias, de invasiones originarias, no es un problema de pueblos en colisión, sino que —y queda huella en el Quijote— es un problema de libertad de conciencia. Lo que está ocurriendo en esos años es que si describimos el pasado en términos de “los españoles expulsan a los judíos y los moriscos”, quiere decir que la condición de español es, necesariamente, la condición de un cristiano y si se es de otro credo o se tiene antepasados de otro credo, se es español sospechoso, se es mal español, se es cristiano nuevo, se es cualquier cosa, pero no se es español cien por cien. Esto que, cuando lo lee Goytisolo, parece que queda remitido a la Edad de Oro —los siglos conflictivos—, está ocurriendo en la España que vive y que desde Furgón de cola quiere mirar con las menores anteojeras posibles. Está ocurriendo porque el franquismo es, entre otras muchas cosas, eso: la convicción de que España —y la condición de ser español— pasa por ser católico. De hecho, García Morente en su conversión de edad avanzada dice algo que se repite en los textos de Américo Castro sobre esos siglos: “Quien dice ser español y no ser católico, no sabe lo que dice”. Es decir, hay una fusión, una identidad absoluta entre la condición de español y católico, en tiempos de Goytisolo, y español y cristiano en tiempos de la Reconquista. Esto le lleva a revisar la historia de España. Es constante su revisión, su toma de posición sobre asuntos de la realidad española, de su pasado, que no son concordantes con los ortodoxos. Pero Castro practica una segunda mirada que influirá en la obra ensayística de Goytisolo y que tiene que ver con los clásicos españoles. Castro, con su interpretación de la historia de España, abre la posibilidad de una lectura distinta de autores como Cervantes, Santa Teresa, San Juan o Calderón o tantos otros, porque lo que percibe y permite percibir a sus lectores —y, por tanto, a los lectores de esas obras— es el contexto en que esas obras se producen. Por poner un ejemplo muy claro: si nosotros no tomamos en consideración lo que Castro dice sobre ese contexto conflictivo en
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el que católico, cristiano y español es lo mismo, nos pueden pasar desapercibidos elementos de El Quijote como que Cervantes lo empiece explicando qué come en viernes, sábado y domingo don Quijote. Podríamos pensar que por la razón que sea Cervantes se fija en esos tres días y además lo hace con un tono que necesariamente recuerda a la ironía. Yo, en fin, sin querer parecer iconoclasta, he visto muchas veces ese tipo de humor en Gila durante el franquismo, es ese tipo de humor en el que dice lo que dice, pero sabe que el oyente conoce perfectamente el contexto. ¿Por qué digo esto respecto de El Quijote? Porque lo que come don Quijote los viernes son las lentejas, que traducido del árabe se llama “las cuentas de los rosarios”, que son normalmente 33 o múltiplos de 33, para los 99 nombres de Alá. Quien visite los países árabes habrá podido observar que es muy frecuente ver a las personas religiosas ir con ese rosario y, efectivamente, son las lentejas. Podríamos decir: bueno, es una exageración de intérprete el leer esto en la obra de Cervantes. Pero es que ocurre que los sábados lo que come don Quijote son “duelos y quebrantos”. Existe una larga polémica sobre esto, pero es una evidencia que la manera de rezar los sábados los judíos se llama “duelos y quebrantos”; ese orar se conoce con este nombre. Y el domingo ¿qué ocurre?, pues que tiene “un palomino de añadidura”. Un palomino —una paloma— es exactamente lo que designa aquello en que la religión católica se diferencia de los dos monoteísmos, que es el Espíritu Santo. Con esto no pretendo hacer una lectura esotérica del Quijote, no es eso; se trata de señalar cómo era el contexto en el que unos españoles leían esas alusiones a los tres días santos, a los tres días conflictivos y a lo que don Quijote come. Es decir, es el mismo fenómeno por el que Gila sabe perfectamente, cuando habla, que van a entenderlo. Castro lo que permite es esa interpretación, ese desbrozamiento del contexto que obliga a una lectura nueva, a una lectura distinta de los grandes clásicos españoles y, en concreto, del Quijote. Permite una lectura nueva porque la obra de Cervantes pasó por ser la gran epopeya nacional, por ser la gran metáfora de la nación. A partir básicamente del 98 se dice: “Los españoles, como don Quijote y Sancho, compaginan el idealismo y el realismo”. En fin, todas estas elucubraciones —a las que, lo confieso, tengo poca simpatía— acerca de “idealismos”, “realismos”, en el fondo, lo que están
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poniendo de manifiesto es una secuela de aquella polémica de la ciencia en la que se acusaba a España de no haber aportado nada a la ciencia y que desde España se respondió con un “Bueno, si no se llama ciencia a la teología, que es la más alta de las ciencias, puesto que trata de Dios, pues efectivamente no somos nada”. ¿Cuál es el problema del Quijote para la generación del 98? Que tiene autor. Y es un problema porque, como es una interpretación hecha desde una polémica nacionalista, tiene más valor el derecho consuetudinario o el romancero anónimo o las expresiones del pueblo que algo que tenga un autor, como es Cervantes respecto de El Quijote. Algo que le llevará a Unamuno a decir: “El peor defecto del Quijote es que tiene autor”. Al mismo tiempo se dice que Cervantes es un “espíritu lego”, un ignorante, alguien que escribe una obra mayor que su propio talento. Puede parecer sorprendente, pero esto se decía en la llamarada nacionalista de 1898, que es el espíritu español el que dicta y le lleva la mano a Cervantes para escribirlo. Como digo, Goytisolo accede también a esa visión de Américo Castro y aquí es donde se produce ese fenómeno en el que me gustaría centrarme después: la búsqueda de la modernidad en el pasado. No es una búsqueda en el futuro, en la ruptura por la ruptura, sino que es un intento de fundamentar cualquier ruptura en una modernidad que encuentra en el pasado. ¿Cómo se propone hacer esto? Pues lo intenta a través de una simbiosis del ensayo y la ficción. Es, como decía al principio, uno de los últimos escritores que tiene el privilegio de ser considerado “escritor”, se manifieste en el género o en el medio que se manifieste, y lo hace a través de relecturas contemporáneas de grandes obras clásicas. Me voy a remitir solo a tres de estas obras porque creo que son muy características de esta pretensión, de este intento de Goytisolo. La primera es Makbara, la primera novela que publica después de la trilogía (que ha recibido diversos nombres; él va dándole otros nuevos y me imagino que dentro de un siglo, si se siguen leyendo las obras de Goytisolo, que yo creo que sí, los filólogos tendrán problemas para ir datando “la trilogía del mal” y decidir si es trilogía o si no lo es). Al final de ese ciclo que va de Señas de identidad hasta Juan sin tierra, Makbara es una novela en la que intenta esa conexión, esa búsqueda de la modernidad en el pasado. Él define siempre esta novela
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como una réplica del Libro de buen amor. Para entender por qué insiste en eso, hay que tener presente que lo que él subraya en sus ensayos es que el valor literario —o uno de ellos— del Libro de buen amor es el cambio de la voz narrativa, el hecho de que no sea necesario mantener ningún tipo de coherencia en la voz que narra, no ya en los argumentos. Así, el personaje puede estar narrando algo, pero puede después ser él el protagonista de lo narrado, puede mudar, cambiar de apariencia, ser hombre, ser mujer, exactamente como va sucediendo en los diversos capítulos del Libro de buen amor, en los que hay una mutación permanente de la voz narrativa, de los personajes, quiebros argumentales. Esto, como vemos, lo utiliza no por un deseo de simple ruptura formal de la novela, sino en función de esa búsqueda de la modernidad en el pasado. ¿Y por qué encuentra modernidad en ese pasado que representa el Libro de buen amor? Por la distancia que hay desde la obra a lo que critica, por la voluntad de subversión. Y ese uso de la obra literaria como subversión es idéntica en el Libro de buen amor respecto de su época, que en Makbara respecto de la suya. Por tanto, lo que Goytisolo hace es no solo renovar la novela o intentarlo, en sus aspectos más llamativos —y muchas veces la crítica se ha centrado en esos aspectos que, francamente, son llamativos y que a menudo dificultan la lectura de sus textos narrativos—, pero pierden de vista y, por tanto, aumentan la dificultad, el contexto, el proyecto narrativo que hay detrás. Ocurre también con Carajicomedia. También ahí lo que busca son grandes centones de aventuras eróticas, recupera esa tradición de relatos eróticos, amorosos, que mantiene respecto del “centro”, del orden social que se pretende subvertir, la misma distancia que mantiene su obra respecto del presente español. Hay, finalmente, una novela (no quiero decir que esto no se produzca en las otras, como en El sitio de los sitios, donde presta más atención a la diferencia de perspectiva, tratando de recoger el juego de encaje de muñecas rusas que tiene una parte de El Quijote, de puntos de vista, de traductores de traductores; en fin, no quiero decir que en las otras novelas no exista, pero me parece que estas son ilustrativas sin ser tampoco las más importantes de la producción narrativa de Goytisolo, para aclarar esto que trataba de decir sobre la búsqueda de la modernidad en el pasado). Esta novela es Telón de boca y,
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aunque publicó después El exiliado de aquí y allá, debe considerarse su última novela en el sentido de que es la última propuesta literaria coherente a lo que él hacía con anterioridad. El exiliado de aquí y allá es más bien una reelaboración de otros libros como Paisajes después de la batalla, donde en cierto modo continúa unas estrategias narrativas aplicadas a otras realidades más contemporáneas. Telón de boca es una obra escrita a raíz de la muerte de su mujer, Monique Lange, y en ella intenta recuperar —él lo ha dicho— la tradición del monólogo con el demiurgo, el hombre que increpa a Dios. Es una novela que toma como referencia el llanto de Pleberio en La Celestina, ese llanto por la muerte de su hija, ese dirigirse a Dios y llegar a la conclusión de que La Celestina, obviamente, por razones de su época conflictiva, no puede expresar esa idea de que, al final, Dios se extingue con el hombre. La idea de que Dios es una criatura del ser humano, que en su búsqueda de sentido crea una figura que es Dios, al que le atribuye la creación, la existencia del mundo, pero se da la paradoja de que, finalmente, esa criatura creada por el propio hombre se extinguirá con él. Como señalaba, no se trata de novelas que busquen una ruptura formal. Hay una novela de Camilo José Cela, Oficio de tinieblas 5, que yo pondría en el otro extremo, el de sumarse a una corriente: puesto que se trata de hacer novelas raras, hagamos una novela rara. No se trata de eso en el caso de Goytisolo, no se trata de hacer novelas raras, sino de ir identificando permanentemente esa distancia de la subversión hacia cada orden constituido. Un orden que a lo largo de su vida ha ido cambiando. Queda, finalmente, abordar el último periodo del ensayismo de Goytisolo porque estos dos libros de ensayo, más Crónicas sarracinas, constituyen el corpus cerrado, por lo menos hasta el momento, de la obra ensayística de Goytisolo. El resto de títulos que van apareciendo —y se va viendo en sus Obras completas— son más inestables porque se trata de compilaciones de conferencias y artículos de prensa. Es decir, estas tres obras, Furgón de cola, Disidencias y Crónicas sarracinas, son las que cimentarían esa búsqueda de la modernidad en el pasado. En el caso de Crónicas sarracinas, además, se amplía esa búsqueda no solo mirando el pasado español, sino tratando de incorporar a la nueva tradición que desea lanzar a los autores de otras culturas, de otras
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lenguas, en este caso del árabe —que conoce bien, como su tradición—. Este sería el corpus que permitiría entender esa búsqueda de modernidad en el pasado. Pero quedan, como digo, los últimos años, donde su principal tarea ensayística ha consistido en escribir en los periódicos. Y aquí yo creo que deberíamos hacer una reflexión sobre el papel de los periódicos y no ya en los términos apocalípticos de que las nuevas tecnologías van a acabar con ellos, sino en cuanto a la relación de los intelectuales y la prensa. Creo que en estos últimos años, de algún modo en sus artículos periodísticos, ha sentido que estaba en la tierra prometida, la tierra que hubiera ansiado y en la que lo que hay que hacer son críticas muy específicas. Podemos encontrar artículos sobre el maltrato a los inmigrantes en El Ejido, críticas a lo que él llama “la falta de transición cultural en España”, aunque haya habido transición política. Ha habido una sensación de fondo, un contexto donde la España democrática es su España, finalmente, una España con la que está más reconciliado, pese a la dureza con la que sigue criticando alguno de sus aspectos. Vemos también la cuestión del laicismo y la manera constante en la que Goytisolo aparece en la prensa cada vez que hay una declaración resonante de un papa, un obispo o un cardenal. Es intransigente en esos aspectos, pero al mismo tiempo hay una aceptación de fondo del contexto, un contexto democrático, insisto, con todas las críticas que se le deban hacer. Lo que ocurre en ese momento es que la obra de Goytisolo tiene cierta conciencia de eso, empieza a perder la distancia para la subversión, su condición de instrumento para esta. De ahí que dé la impresión de estar produciéndose una traslación semejante a aquella que se dio de la subversión política a la del lenguaje (y que luego fue mucho más que el lenguaje) y que ahora sería hacia la interpretación literaria. Sus grandes preocupaciones en los últimos tiempos son la relectura de autores rusos, como Oblómov o Bulgákov en El maestro y Margarita, la revisión de Jean Genet... En fin, de toda una serie de obras que, para recuperar esa posición de la literatura como subversión, necesita releer, ofrecer desde una nueva perspectiva para incorporarlas a la tradición española.
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Me parece que la trayectoria de Goytisolo es una de las grandes trayectorias intelectuales, no solo literarias, de nuestro país, y es importante extraer las consecuencias de esa trayectoria, como esa necesidad —o por lo menos yo la percibo así— de tener en la literatura un instrumento de subversión. Podemos dar a la literatura esa categoría y podemos hacer interpretaciones de la literatura en ese sentido y que avancen en la liberación, que avancen en arrebatar la libertad, como decía Ferlosio. Podríamos leer Madame Bovary como la novela de una pobre burguesa de provincias o podemos leerla como una apelación de Flaubert, que, en una sociedad donde el adulterio femenino está condenado radicalmente, nos dice: “Si tiene usted valor, condene a esta adúltera, a esta en concreto”. Y nos damos cuenta de que en la novela del xix, la española desde Galdós a Clarín y otros, la portuguesa o la francesa, tenemos la posibilidad de entender esa literatura como una obra que refleja la vida del campo, de la burguesía, de las mujeres insatisfechas, pero también podemos leerla como un desafío moral de los autores que dicen: “Condene usted, en concreto, a este personaje”. En la novela del adulterio o en la del amor de clérigo, en Tormento, de Galdós, por ejemplo, podemos condenar o nos puede parecer espantoso —parecía espantoso en esa época— el pecado de los sacerdotes, pero “condenen a este en concreto”, dice Galdós. Esa sería una de las primeras lecciones de la trayectoria de Goytisolo. La segunda consecuencia es —y es muy importante en estos momentos en nuestro país— que no es que haya proyecciones freudianas del pasado en el presente, ni que haya unas continuidades deterministas de lo que pasó o no pasó en el siglo xviii o en la Edad de Oro, sino que lo que hay son patrones de razonamiento que se reproducen porque reproducen los mismos errores. A mi juicio, uno de los problemas que tenemos hoy —y no hace seis meses o dos años— consiste en introducir en el ámbito del espacio político categorías que deberían quedar fuera, categorías como “cultura”, “civilización”, “historia” y, si llegamos al extremo, la de “lengua”. La política, el espacio de la política es otra cosa, son las normas, debatimos sobre normas, no sobre normas contaminadas de categorías que solo provocan el conflicto. Podríamos contar en el futuro la historia de España, de lo que hoy nos está pasando, también en
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términos asimétricos y cometeríamos un gravísimo error e incurriríamos en los errores en los que ha incurrido normalmente la historia de España y contra los que advierte Goytisolo. La tercera consecuencia que yo extraería de su proyecto intelectual es esa necesidad de renovar, pero de renovar sin perder el pasado, esa búsqueda de la modernidad en el pasado. E insisto, yo al menos lo percibo como una necesidad no por un afán de originalidad, no se trata de que cada novela sea una originalidad por sí misma —luego vemos que la originalidad es conflictiva por muchas razones—, no se trata de eso, sino de ampliar la experiencia humana. Se trata de que cada obra que nos desafía tanto moral como estéticamente, lo que hace es ampliar nuestra experiencia como seres humanos. De ahí que cada gran obra que aparece es una obra que nos obliga a releer otras determinadas obras. Cada vez que un autor renueva y busca la modernidad en el pasado y consigue una gran obra desde esa estrategia consciente o inconsciente, a lo que nos obliga es a releer ese pasado. Hoy, gracias entre otros a Goytisolo, leemos de manera muy distinta La Celestina, El Quijote, El Lazarillo y tantas obras que hasta ahora habían sido las banderas de un nacionalismo noventayochista, de un nacionalismo castellano, de un nacionalismo que inundó el espacio público de metáforas, que esas metáforas crearon mitologías y esas mitologías llevaron a terribles conflictos. Yo creo que Juan Goytisolo con su proyecto literario es uno de los autores españoles que está contribuyendo, que ha contribuido y creo que seguirá contribuyendo a desactivar esos conflictos.
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El descarrilamiento de Carmen Martín Gaite por los cauces del ensayo: El cuento de nunca acabar
José Teruel (Universidad Autónoma de Madrid)
“Pensar es deambular de calle en calle, de calleja en callejón, hasta dar con un callejón sin salida”. Carmen Martín Gaite escribe de memoria y amolda a su propia sintaxis esta cita de la secuencia xviii de Juan de Mairena para convertirla en exergo de su segunda novela larga, Ritmo lento. Esta elección fechada en los umbrales de 1960 es toda una declaración de principios, que presidirá su actitud ante la palabra escrita y su particular singladura por el terreno del ensayo, ya que la adaptación de la sentencia de Juan de Mairena enlaza con una de las declaraciones más explícitas de nuestra autora, pronunciada veintiocho años después, con motivo del Premio Príncipe de Asturias: “Se escribe para lanzar al aire nuevas preguntas, para interrumpir los asertos ajenos, para tratar de entender mejor lo que no está tan claro como dicen.
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El descarrilamiento de Carmen Martín Gaite
Para poner en tela de juicio incluso lo que uno cree saber”1 Ritmo lento quizá sea junto a La reina de las nieves la novela con la que Martín Gaite mantuvo unas relaciones más tensas y “conflictivas”. Precisamente dos títulos en los que se traslucen, tras los ropajes de la ficción, las dos relaciones más decisivas de su biografía: las que sostuvo con Rafael Sánchez Ferlosio y con su hija, Marta Sánchez Martín. Ritmo lento fue una de sus novelas más “reflexivas” y obsesivas a la hora de exorcizar sus demonios personales. “Es como una herida rara”, le escribía nuevamente, veintitantos años después, en 1989, a la hispanista italiana, Maria Vittoria Calvi (carta inédita que aparecerá en el volumen vii de sus Obras completas). Y acabó provocándole una crisis en el cultivo de la novela como género, que terminó siendo un paréntesis de once años sin publicación. A ello se une la escasa acogida que se dispensó a Ritmo lento en la España de 1963, cuando se “iniciaba la ascendente y fulminante curva del boom hispanoamericano”2. Pero a nosotros lo que nos interesa es comenzar reconociendo cómo esta novela marcó “decididamente [su] andadura por el camino del ensayo”3, como ella misma admitiría en una conferencia de 1990, “Reflexiones sobre mi obra”. De hecho durante el periodo de redacción de Ritmo lento, Martín Gaite publicará en la tribuna literaria de Medicamenta. Suplemento Informativo del Instituto Farmacológico Latino (circunstancias editoriales de la posguerra española) una serie de artículos de opinión: “La enfermedad del orden” (1958), “Contagios de actualidad” (1959), “Recetas contra la prisa” (1960), “Quejosos y quejicosos” (1960), “Personalidad y libertad” (1961) y “Adelante, peatones” (1961). Todos menos el último formarán parte de la segunda edición de La búsqueda de interlocutor (1983). Son artículos impregnados de lecturas de Unamuno, pero que también manifiestan malestares propios y de gran significación tanto para la novela que en esos momentos estaba en su taller
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Carmen Martín Gaite, Agua pasada, Barcelona, Anagrama, 1993, p. 370. Carmen Martín Gaite, “Nota a la tercera edición [de Ritmo lento]” [1975], en Obras completas I. Novelas I (1955-1978), ed. de José Teruel, pról. de José-Carlos Mainer, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2008, p. 317. Carmen Martín Gaite, Pido la palabra, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 251.
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literario como para algunos cuentos de Las ataduras (1960). El problema de la personalidad, la puesta en cuestión de la persona social frente a su yo más auténtico, las relaciones interpersonales de dominio y dependencia, la necesidad de interlocución “se sepa o no buscar”4, el difícil equilibrio entre la inteligencia crítica y la forma de encauzar la conducta diaria, así como la correlación entre el orden y el caos, son cuestiones que preocupan especialmente a Martín Gaite en el umbral de la nueva década. La saturación de nuestra autora ante la ficción tras la redacción y publicación de Ritmo lento y su curiosidad por el pariente pobre de la historiografía oficial, el siglo xviii, la llevarán al Archivo Histórico Nacional en busca de un nuevo proyecto narrativo fuera de “los raíles consabidos” del género novela: “No tenía yo, por entonces, ningún trabajo definido entre manos y estaba un poco decepcionada de la literatura que me había dejado, no sé por qué, de interesar. Todas las historias de ficción que leía o intentaba escribir me parecían repetidas, me aburrían”, nos confiesa desde su artículo de 19715. El encuentro con El proceso de Macanaz. Historia de un empapelamiento, su primer ensayo de investigación histórica, tuvo también una primera fase de rutinaria fidelidad a su muerto —como leemos en su correspondencia con Juan Benet—, de dificultad para arrancar a escribir, hasta su definitiva epifanía o vinculación literaria con el desquiciado ministro de Felipe V en el Archivo General de Simancas, en junio de 1966, cuando se dio cuenta de que lo que estaba buscando persistentemente “aquel grafómano de pluma descuidada”6 era ni más ni menos que un interlocutor que iba a encontrar dos siglos más tarde en ella misma. Carmen Martín Gaite va a entrar en relación con Macanaz precisamente a través de todas sus peroratas sin destinatario, a través de su pertinaz tendencia a no darse a entender: “Sus relatos me recordaban esas historias inacabables contadas por viejos o borrachos que no solamente empiezan por donde quiera, sin parar mientes en la ignorancia en que está el interlocutor de
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La búsqueda de interlocutor, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 7. Ibidem, p. 50. Ibidem, p. 54.
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todo lo acaecido anteriormente, sino que además van variando según avanzan, porque al hablante se le quiebra el hilo de la memoria y va inventando cosas que borran e invalidan otras que dijo antes”7. Macanaz, como David Fuente, pertenecían a esa clase de seres inclasificables que tanto atrajeron a nuestra autora, ya tuvieran puestos los trajes de la historia, de la ficción o formaran parte de su particular convivencia. La relación de Carmen Martín Gaite con su obra es una relación biológica: nos dejó la huella de su paso sobre el proceso de Macanaz, y sobre cualquier otro asunto del que trataba. El marco de referencia de su mundo literario se ordenó a través de una categoría cognitiva y retórica llamada experiencia. Hasta en sus trabajos de investigación histórica o de crítica literaria tuvo la necesidad de detallarnos las distintas fases de su particular relación con el personaje retratado o con el libro reseñado. Martín Gaite, buscando la manera de contarse con placer y sentido las cosas a sí misma, se tropezó simultáneamente con su oyente utópico. En ella se funden interlocución y método como dos caras de una misma búsqueda. Uno de los episodios centrales de la citada correspondencia con Juan Benet son los momentos en que ella examina su ambivalente sentimiento de “recelo” y “nostalgia” ante la ficción pura. En una carta que he podido fechar el 18 de noviembre de 1965 —gracias al referente de su lectura de Luz de agosto, de William Faulkner, en la traducción francesa de Maurice Coindreau que le prestó Benet—, Martín Gaite hace balance de la diferente actitud que presidió el proceso de composición de sus dos primeras novelas. Recuerda su entusiasmo durante la última redacción de Entre visillos, en el cuarto trastero de la casa de los Carandell en Reus, durante el verano de 1957, con una niña que empezaba a andar y todas las circunstancias en su contra. Sin embargo, este fervor se trocó en obstrucción durante el periodo de elaboración de Ritmo lento, desde julio de 1959 a octubre de 1962, en el que se preguntaba “qué sentido tenía enhebrar todos aquellos artificios, en lugar de arrancar a hablar de los temas apuntados, hasta donde ellos me llevaran, sin más David ni
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Aurora ni Lucía saliendo y entrando por allí sin venir a cuento”8. En otros términos, sintió la llamada del ensayo, la tentación de divagar, porque las convenciones pactadas del género novela le impedían la libre exploración del pensamiento. Pero una vez asumido su nuevo proyecto narrativo a través de la investigación y documentación históricas con El proceso de Macanaz, el recelo convive con la nostalgia de quien ha conocido el “placer incomparable que produce inventar literatura”9. Y, en este sentido, será preciso advertir que en junio de ese mismo 1965 comenzó a tomar los primeros apuntes en su “Cuaderno dragón” para la novela del regreso, Retahílas. Pero subamos un escalón más y dejemos los primeros artículos de opinión en los que Martín Gaite fue ensayando —desde aquel juvenil “Vuestra prisa” hasta los ya citados de Medicamenta— para entrar en los albores de la Transición y detenernos en otra concepción del ensayo, más propiamente martingaitiana, como exploración y viaje, donde las fronteras entre la indagación de un tema y la narración de una anécdota desaparecen y el hecho de escribir y conversar se aproximan. Una acepción del ensayo literario que ella misma matizará, desde su particular léxico, en una reseña dedicada a La infancia recuperada, de Fernando Savater, publicada en 1977 en el diario Informaciones: A fuerza de abusar del término, nos hemos olvidado de que ensayar es esbozar tentativas, improvisar sobre el terreno, ir rectificando, conforme se hace camino, cada trazo de la invención propuesta, atreverse incluso a desafinar. Precisamente hace algún tiempo, hablando con un amigo [Gustavo Fabra] de lo poco que se arriesgan a ensayar nada los autores de este género, cuya jerga profesoral aburre a las ovejas, le dije que yo dividía los ensayos en payos y gitanos. Los primeros, aun cuando nos enseñan cosas, nos las proponen como resultados; cada enseñanza viene empaquetada con su letrero, no invitan a meter baza con su mera armazón. Los otros, en cambio, son su devenir, nos arrastran con ellos al viaje que van haciendo, nos
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Carmen Martín Gaite y Juan Benet, Correspondencia, ed. de José Teruel, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2011, pp. 102-103. Ibidem, p. 102.
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sorprenden y provocan. Pues bueno, La infancia recuperada es un excelente ejemplo de ensayo a lo gitano. Y también un libro de memorias. Y un cuento. Y un acertijo. Y un libro de viajes. Todo esto y nada de esto10.
Martín Gaite termina reconociendo en este artículo, titulado “Un ejemplo de ensayo a lo gitano”, que si La infancia recuperada le había parecido “apasionante”, se debía en gran medida a que llevaba años “empeñada en un largo discurso sobre estos mismos temas de la narración abierta”. Ese discurso será El cuento de nunca acabar. En una anotación fechada en El Boalo, el 31 de julio [de 1964], encontramos el origen del “flechazo abrasador e intempestivo” con El cuento de nunca acabar11, cuando el libro aún ni siquiera tenía nombre —y volvemos al periodo en que Martín Gaite acababa de publicar Ritmo lento—. La escena figura en el cuaderno 4 de sus Cuadernos de todo y procede a su vez de una sarta de páginas arrancadas de otra libreta que fue a parar a una carpeta azul con el sintomático rótulo de “Frustraciones e incompletos”. En este apunte se intenta esbozar, más que narrar, una experiencia subjetiva del tiempo en puro alud: el paseo con su hija, una niña de ocho años, la tarde anterior, por la carretera de la citada localidad de la sierra madrileña, cuando empezaba a anochecer y mientras ese paseo desembocaba inextricable y simultáneamente en otros veranos pretéritos de su infancia en la aldea orensana de Piñor. El resultado es una experiencia extática de simultaneidad espacial y temporal, donde lo inabarcable parece que fugazmente pudiera ser abarcado, junto a lo visible y lo invisible. La secuencia en su brevedad es una pesquisa sobre una narración tenazmente anclada en la crisis de la representación verbal, en relación con otros lenguajes artísticos y en competencia con la oralidad. Y eso en el fondo será El cuento de nunca acabar: Pero ahora no puedo reposar en nada de lo que escribo [...] Ciertamente que el mecanismo de componer una novela ha llegado a no
10 Tirando del hilo (artículos 1949-2000), ed. de José Teruel, Madrid, Siruela, 2006, p. 91. 11 El cuento..., p. 221.
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serme extraño, y una nueva novela —después de mis esfuerzos de arquitectura para articular la última— me comprometería a ponerla en pie sin mucha dificultad, casi como quien se echa a andar por unos raíles. Pero son unos raíles que me han aburrido y no me sirven. Nunca es la misma máquina la que tiene que andar por ellos, es una cabezonería empeñarse a adaptarlos a todos los viajes [....] La novela se ha vuelto una monserga, algo instituido, discreto, acorde. No. ¡No! Hace falta desafinar [...] Pero ya no sabemos. Tenemos demasiado sentido de la corrección, de lo que es justo, de lo que disuena. Nos alarma la estridencia, el mal gusto [...] Tal vez la poesía, una forma inédita de poesía sería lo único que pudiera servir ahora [...] Tampoco la poesía. Sobra lógica. Falta unción, entrega. ¿Qué haré para escribir, para estrellar todo lo que me bulle? ¿Contra qué muro? ¿Dónde dejar la marca?12.
En el verano de 1982, dieciocho años después, desde El cuento de nunca acabar, ampliará y reelaborará esta misma anotación desde otra perspectiva. La experiencia empírica recreada y su resultado narrativo seguirán siendo el mismo: el colapso de la predicación, la imposibilidad de narrar en los raíles consabidos del género novela la contemplación de una tarde con su hija, la del 31 de julio de 1964, la picadura de lo eterno junto a lo efímero; pero la diferencia estriba en que la narración de esa lejana tarde queda ahora engarzada en un conjunto, el que le posibilita el argumento del nuevo libro: la ruptura de relaciones con El cuento de nunca acabar o la dificultad de acabar con ese cuento que solo la muerte quiebra: “Cuando, nueve años más tarde, inicié mis relaciones con el cuento de nunca acabar, no sabía, como sé ahora, que aquella tarde me había mirado por primera vez. Ni que en aquella mirada [...] ya estaba agazapada la amenaza de podredumbre que se incuba, como un cáncer, debajo de todos los amores. Pero esta tarde al fin lo sé. Hay cosas que solo se entienden desde la ruptura; es cuando se atan los cabos, cuando ya todo se da por perdido”13.
12 Cuadernos de todo, ed. de Maria Vittoria Calvi, Barcelona, Random House Mondadori, 2002, pp. 142-143. 13 El cuento..., pp. 228-229.
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Podríamos preguntarnos por qué en esa lejana tarde de 1964 se prefigura El cuento de nunca acabar no solo como libro, sino también como desenlace. La respuesta es inmediata: la inquietud de perseguir y fijar un determinado pensamiento sobrepasaba cualquier tono concertado o habitual y le revelaba la insuficiencia de las formas novelísticas. Esa secuencia es toda una puesta en escena de su relación conflictiva con la narración y, particularmente, de la narración entendida como novela, como resultado insertado en cuadernos de limpio, cuando nuestras “vidas van siempre en borrador”14. Yo me atrevería incluso a afirmar que se vislumbra su relación conflictiva con la narración concebida como búsqueda de interlocutor15. Por ello es necesario emplazar El cuento de nunca acabar en un lugar axial de su trayectoria literaria. Por sus desvíos, sus pérdidas de rumbo, su carácter de proyecto inconcluso, su dificultad de abarcarla, sus ramificaciones, la narración como
14 Lo raro es vivir, en Obras completas II. Novelas II (1979-2000), ed. de José Teruel, prólogo de Elide Pittarello, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, p. 948. 15 Es preciso advertir que el ensayo más citado en la bibliografía de Martín Gaite, “La búsqueda de interlocutor” (1966), ha servido para encasillar a nuestra autora en una poética de la comunicación literaria que exige matizaciones, si no queremos repetir la misma escena de simplificación en la que los poetas cayeron en la década de 1950 con la artificial polémica comunicación versus conocimiento. Será necesario recordar que la utopía de Martín Gaite de concebir su obra como un diálogo abierto con el lector exige que primero lo sea consigo misma; por ello, la búsqueda de destinatario está íntimamente relacionada con otra búsqueda: la del punto de vista, la del placer de hallar en soledad la expresión buscada, como en el fondo se deduce desde el primer párrafo del artículo publicado en Revista de Occidente: “El originario deseo de salvar de la muerte nuestras visiones más dilectas [...], a pesar de constituir la raíz inexcusable de toda ulterior narración, comporta un primer estadio de elaboración solitaria donde la búsqueda de interlocutor no se plantea todavía como problema. Es decir, que las historias ya nacen como tales al contárselas uno a sí mismo, antes de que se presente la necesidad, que viene luego, de contárselas a otro” (ed. cit., p. 23). Y más adelante añade: “El escritor apuesta por ese encuentro sin demasiada confianza, porque de sobra conoce los entorpecimientos con que una mercancía tan frágil como la palabra va a topar hasta conseguir llegar indemne al destino ya de por sí harto incierto; así que la dosis de deseo que le impulsa al envío tendrá que compensarla indispensablemente con otra igual de olvido acerca de estos entorpecimientos” (p. 29).
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el amor son realidades autónomas y pertenecen al orbe de los fenómenos imprevisibles: “El libro, a quien unas veces pedía que fuera de una manera y otras de otra, se me ha enfrentado y ya rechaza los cauces por donde lo quiero seguir metiendo para que dure más”16. Carmen Martín Gaite consigue dar forma en este ensayo sobre la narración, el amor y la mentira a todo lo que estaba en ciernes desde El libro de la fiebre. Habitualmente en la bibliografía sobre Martín Gaite se ha utilizado El cuento de nunca acabar como trastienda de su proyecto narrativo. Ello va en detrimento de una valoración de la categoría ensayística de su autora y del libro. En el fondo, la figura de la novelista ha absorbido y desdibujado el rostro de la ensayista; sin embargo, en el total de sus Obras completas, el lector se encontrará con la sorpresa de que habrá más volúmenes dedicados al ensayo que a la novela. Lo supo ver muy bien Jordi Gracia en su artículo “Perderse sin miedo o el arte de pensar”, título que apunta con perspicacia al énfasis que en su proyecto literario adquiere la búsqueda del modo sobre la del destinatario, “el empeño mismo de la expedición”17. Martín Gaite, poniendo el acento en el modo, encontró la sintonía. Es importante atender a la articulación en sí de El cuento de nunca acabar para no convertirlo únicamente en un dispensario donde extraer recetas y principios de su taller de novelista. El libro presenta una estructura solo en apariencia descompensada, pero perfectamente trabada en su propia trama y entramado argumentativo de invitación a un viaje emprendido “a base de vela de foque”18. De hecho, estuvo a punto de titularlo La vela de foque; sin duda, un título menos acertado, pero toda una declaración de principios sobre el punto de vista, esto es, sobre su sistema de navegación y el modo de sortear obstáculos. Y como en el amor, en la mentira o en cualquier travesía, se comienza siempre por los prolegómenos para embarcar y embaucar al lector; le sigue el trayecto “A campo a través” y se detiene por una inevitable “Ruptura de relaciones”, recordándonos lo perecedero de toda relación amorosa. El apéndice final
16 El cuento..., p. 217. 17 Jordi Gracia, “Perderse sin miedo o el arte de pensar”, Turia, 83 (2007), p. 208. 18 El cuento..., p. 52.
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será el “Río revuelto” de su memoria con notas procedentes de sus cuadernos de todo: “Algo parecido a lo que hace el prestidigitador cuando enseña la trampa”19. El libro principia con siete prólogos: El cuento de nunca acabar, como todo discurso autobiográfico, es también el cuento de por dónde y cómo empezar. Carmen Martín Gaite siempre fue generosa en ofrecer al lector sus recursos literarios y en esta retórica amorosa de los prolegómenos sobresalen tres cuestiones que atañen a la búsqueda del punto de vista. Por un lado, la presencia de los cuadernos de todo como sustrato del nuevo libro. El cuento de nunca acabar es en realidad la primera edición de sus Cuadernos de todo; la segunda es la que realizó póstumamente Maria Vittoria Calvi, donde también desembocaron otros cuadernos con posterioridad al otoño de 1982. Toda la escritura de Martín Gaite fluye en esa especie de magma, desván o antetexto de los cuadernos de todo donde fue a parar “todo lo diferido, lo roto, lo provisional”20, para después reflotar en sus cuadernos de limpio. Por otro lado, también sobresalen en estos prolegómenos los derroteros narrativos que su ensayismo asume. Precisamente la bibliografía que le facilitó el autor de El discurso interrumpido, Gustavo Fabra,21 le hizo
19 Ibidem, p. 229. 20 Cuadernos..., p. 113. 21 Entre esos libros, además de El lenguaje y la vida, de Charles Bally, quisiera destacar cinco títulos editados o traducidos en torno a 1973: Morfonovelística, de Cándido Pérez Gallego; Le plaisir du texte y Système de la mode, de Roland Barthes; Morfología del cuento, de Vladimir Propp; y Novela de los orígenes y orígenes de la novela, de Marthe Robert —según se deduce de Cuadernos de todo, Martín Gaite se acercó con más entusiasmo y aquiescencia a estos dos últimos títulos—. Pero frente a la “provocativa claridad”, la rígida estructuración y la terminología rotunda e inexpugnable de estos libros, nuestra autora adoptó otra retórica: la del viaje, la del relato oral, la de la aparente invertebración y la ramificación. Igualmente, hay dos volúmenes coetáneos a estos títulos, que sin duda también pudieron ser una fuente de estímulo, pero nunca un modelo. Todo lo contrario, una referencia para autoafirmarse y distanciarse. Me refiero a la primera y la segunda de Las semanas del jardín, de Rafael Sánchez Ferlosio, publicadas en 1974 y en Nostromo, como La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas (cf. el cuaderno núm. 14 en Cuadernos..., pp. 335-338).
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saber que el libro que ella quería escribir aún no estaba escrito: “Me parecía que no habían inventado un tono adecuado a lo simultáneo de la narración con la vivencia que la promueve. ‘Son libros que te informan de muchas cosas —le dije a mi amigo—, pero que no te cuentan nada. Y yo creo que un libro sobre la narración tiene que dar ejemplo y contar cosas’”22. Y, dentro de los cauces narrativos que su ensayismo adopta, manifestó en múltiples ocasiones su aspiración al parecido con el relato oral, donde “ni se lleva un programa previo ni están prohibidos los vericuetos”, aunque Carmen Martín Gaite fue absolutamente consciente de la imposibilidad que entrañaba trasponer la lengua hablada en lengua escrita y se sirvió de todo tipo de retórica para mitificar el habla a través de la escritura; pero este deseado parecido con la falta de esquemas previos del relato oral está, sobre todo, indicando una actitud: perder el miedo al extravío, como leemos en el último de los siete prólogos y como sugiere el título del artículo citado de Jordi Gracia. Los motivos en los que se detendrá en “Campo a través”, algunos presentes ya en la primera edición de La búsqueda de interlocutor —las mujeres noveleras, la obligación frente a la devoción, el cuento como pretexto para la compañía, la narración cerrada o thanatos, el interlocutor soñado, los modelos literarios de la infancia, los amores de derribo, la credibilidad—, tendrán numerosas ramificaciones en incursiones ensayísticas posteriores, como Desde la ventana, la colección Agua pasada e incluso Esperando el porvenir (pero estos motivos son tratados en El cuento de nunca acabar desde otro punto de vista, desde la invertebración y las adherencias que le exigían la materia misma de la narración abierta, motivo central de su pesquisa, donde se mezclan el reencuentro infantil con su experiencia de la narración oral y escrita, con recuerdos de cómo ese hallazgo se produjo en su hija, con sugerencias y opiniones ajenas que se incorporan a las propias, etc.). Entre estas divagaciones, me detengo en la anécdota de los nenúfares que, en su pluma, aparece en boca de Unamuno y Amado Nervo, pero que ha tenido casi tantos protagonistas como narradores. Especialmente significativa por todo lo que revela de su relación con los varones sesudos de su generación, de
22 El cuento..., p. 51.
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los que tantos estímulos recibió, pero frente a los que también necesitó afirmar su poética, que yo me atrevería a considerar como feminista, aun sabiendo que las banderías del feminismo era otra de las bestias negras de Martín Gaite. Cuentan que cierta mañana de otoño iba don Miguel de Unamuno paseando con Amado Nervo y acertaron a pasar a orillas de un estanque. El poeta mejicano preguntó con los ojos asombrados de quien estuviera viéndolas por primera vez: “—¡Qué plantas tan bonitas, don Miguel, esas que flotan sobre el agua! ¿Cómo se llamarán? [...] —¡Nenúfares! —le contestó inmediatamente Unamuno—. Eso que saca usted siempre en sus poemas”23. Este chascarrillo le sirve para establecer una correspondencia situacional con un paseo por la Casa de Campo con su amigo, Víctor Sánchez de Zavala, cuyo nombre se omite, totalmente inmerso en la década de 1970 en los estudios de lingüística generativa y agobiado por la inabarcable bibliografía (miembro, además, de esa efímera tertulia gramatical del “Anillo lingüístico del Manzanares”, por alusión burlesca al “Círculo lingüístico de Praga”, que ha sido evocada, desde distintas perspectivas, por Sánchez Ferlosio y Martín Gaite24 —. La epifanía o la ironía se produjo cuando logró enterarse, ya cayendo la tarde, de que en el fondo ella se estaba dedicando a lo mismo que su amigo, pero sin títulos, letreros ni especializaciones: “[...] se llama generativa, por eso, porque trata de beber en las fuentes mismas donde el lenguaje se engendra, o sea, en la boca y la circunstancia vivas de cada hablante. —¡Anda, pues para ese viaje no había menester alforjas! —le dije yo—. Eso es el cuento de nunca acabar”25: La mayor parte de los intelectuales [...] plagan sus discursos de nenúfares. En nenúfares se convierten, pongo por ejemplo, la libertad, la condición de la mujer o la justicia social para quien al mismo
23 Ibidem, p. 149. 24 Rafael Sánchez Ferlosio, “La forja de un plumífero”, Archipiélago, 31 (1997), p. 75, y Carmen Martín Gaite, “Pasarela hacia lo desconocido”, en Palabras. Víctor Sánchez de Zavala in memoriam, ed. de Kepa Korta y Fernando García Murga, Bilbao, Universidad del País Vasco, p. 21. 25 El cuento...,p. 151.
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tiempo que elabora peroratas más o menos brillantes sobre dichos asuntos, no se entera de que está tiranizando a los demás o es incapaz de hacerle la vida agradable a la mujer concreta que tiene a su lado [...] Nenúfares son todas las abstracciones en letra mayúscula que tanto impresionan lanzadas desde el parlamento, la cátedra, la televisión, o la letra impresa, pero que a nadie le cuentan nada que pueda traer al recuerdo para sentirse confortado en el callejón sin salida de sus noches de insomnio, nenúfares los pretextos en nombre de los cuales se emprende una guerra [...]; nenúfares la paz, la dignidad, la comunicación y el amor; nenúfares muertos, sapos disecados sobre el manto de tan solemnes predicadores26.
El registro más portentoso de Carmen Martín Gaite como ensayista es su capacidad de hacer visible las abstracciones carentes de narración y en letra mayúscula, de convertirlas en un cuento coloreado, de transcribirlas en letra minúscula; paradójicamente estas capacidades han suscitado ciertos prejuicios y lecturas cegatas de su obra, que la han condenado al escalafón de escritora de segunda entre los grandes iconos masculinos de su generación y al género de la literatura escrita para mujeres, como muy bien supo espulgar Rafael Chirbes27. Martín Gaite necesita contarnos la novela de su ensayo: su particular relación con El cuento de nunca acabar, como nos la relató con Macanaz. Pero si en su inolvidable artículo de Revista de Occidente, “En el centenario de don Melchor de Macanaz”, rememoró el encuentro y su voto de fidelidad a su muerto, aquí, además del flechazo amoroso con el libro (esa anotación del paseo con su hija, fechada el 31 de julio de 1964, con la que empezábamos), precisará referirse a la historia que se abandona, a las infidelidades, a su ruptura de relaciones (también fechadas en El Boalo, pero dieciocho años más tarde). Es imposible seguir con el matrimonio de El cuento de nunca acabar, sería un relato interminable: “Lo dejo”28. Han sido muchas las aventuras extramatrimoniales que interrumpieron la historia amorosa de nueve
26 Ibidem, pp. 152-153. 27 “Puntos de fuga”, Ínsula, 769-770 (2011), p. 2-4. 28 El cuento..., p. 221.
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años: Fragmentos de interior, El cuarto de atrás, Los usos amorosos de la posguerra española, Pesquisa personal (o título inicial de La reina de las nieves), la traducción de Viaje hacia el amor, de William Carlos Williams, El castillo de las tres murallas, “Todo es un cuento roto en Nueva York”, el inconcluso Cuenta pendiente y el recientemente rescatado Visión de Nueva York, más sus trabajos de encargo (Martín Gaite distinguía nítidamente la raya entre la inevitable elección propia y la encomienda ajena, aunque a ambas se entregase con idéntica afición): la adaptación de Don Duardos, el guión y los diálogos de El castillo interior (título de la serie de TVE sobre la vida de Teresa de Jesús), su biografía sobre el conde de Guadalhorce y su labor semanal como crítica literaria en Diario 1629. Sabemos que el cuento no se interrumpe (Neverending es el título que el libro recibe en sus Cuadernos de todo). Lo que sí se suspende es la historia pautada de la “relación amorosa de una escritora con su juicio literario”30, simplemente porque siempre será un proyecto inconcluso, que se quebrará con su propia existencia, como demuestra Los parentescos: “No sabía que la única solución estaba precisamente en abandonarlo, no en arrastrarlo cansinamente hacia un final postizo [...] ¡Basta! Me falta muchísimo, pero basta. No es que lo acabe, es que lo dejo”31. Lo que deja es el resultado de esos nueve años recogido en sus cuadernos. De hecho, la única certeza de la autora, entre tantos interrogantes y tramos de aridez, es la relación biológica con su obra: El cuento de nunca acabar “ha vivido conmigo a lo largo de todo este tiempo”, un tiempo marcado por las fechas de inicio y cierre
29 El periodo de redacción de El cuento de nunca acabar quizá sea la fase intelectual más fructífera y decisiva de su carrera literaria, que vino acompañada de un ejercicio sistemático de lecturas, ya que, desde octubre de 1976 a mayo de 1980, Martín Gaite colaborará en Diario 16 semanalmente en la crítica de libros. Estas reseñas fueron a parar a la tercera edición de La búsqueda de interlocutor (solo dos: “Ponerse a leer” y “La semilla del diablo”), a Agua pasada y, sobre todo, a la recopilación póstuma Tirando del hilo. 30 José María Guelbenzu, “La chica junto al vaso de vino”, El cuento de nunca acabar, Madrid, Siruela, 2009, p. 14 31 El cuento..., pp. 220-221.
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—“Madrid, otoño de 1973 - Charlottesville, Virginia, otoño de 1982”—, aunque solo podemos aceptar esta datación en sentido estrecho, como el periodo de configuración, ya que su prefiguración se sitúa en aquella lejana tarde de julio del 1964, en la que se incubó simultáneamente el flechazo y la ruptura de relaciones, narradas desde la doble perspectiva que nos proporciona los Cuadernos de todo y la tercera parte de El cuento de nunca acabar. Las fechas de composición en Martín Gaite siempre bailan y juegan al despiste, recordándonos la compleja urdimbre y ordenación de nuestra existencia, si es concebida como una narración. En tal sentido, el subtítulo Apuntes sobre la narración, el amor y la mentira, que aparece en casi todas las ediciones, queda perfectamente justificado, porque los tres fenómenos se presentan figuradamente como experiencias perturbadoras y desconcertantes, como incentivo para las versiones contradictorias32; pero, sobre todo, con este subtítulo, quiere recalcar su particular concepción del ensayo como autobiografía intelectual. La obra de Martín Gaite, y en particular El cuento de nunca acabar, es una reflexión sobre la esencia fundamentalmente narrativa de nuestro proyecto existencial y su credibilidad. Todo para ella era un cuento que tenía que estar bien contado: las lecturas, la política, el amor, la vida propia y ajena, la historia. El cuento de nunca acabar nos permite acceder a lo que ella misma denominó —mientras rememoraba El libro de la fiebre a la luz del proceso compositivo de El cuarto de atrás— su estilo “excitado y pirado”33. La ruptura de Carmen Martín Gaite, desde temprana fecha, con el “realismo acomodaticio”34 la llevó no solo a desligarse de los “esquemas habituales de credibilidad y aceptación”35 a través de lo extraño,
32 Sobre la equiparación entre la narración, el amor y la mentira, léanse especialmente dos reseñas publicadas en Diario 16: “El incentivo de la mentira. El príncipe negro, de Iris Murdoch” (1977) y “La verdad y la mentira. Mary McCarthy: Memorias de una joven católica” (1978). Ambas incluidas en Tirando del hilo (154-155 y 166-167). 33 Cuadernos..., p. 339. 34 Ibidem, p. 391. 35 Agua pasada..., p. 158.
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lo maravilloso y lo fantástico (basten citar dos ejemplos de 1954: la primera parte de El balneario y uno de sus mejores cuentos, “La mujer de cera”), sino también al deseo de una escritura donde el lenguaje parezca tomar la iniciativa y sobreponerse al autor. Esta experiencia estilística ha sido poco explorada en su producción literaria, ya que ella misma se empeñó en ocultarla, tal vez debido a su respeto por el lector, por la obra pública o “por la letra escrita, que debe venir de aquella manía escolar de los cuadernos de limpio”, como leemos en “Flores malva”36, un curioso injerto de diario, cuento y ensayo que hemos rescatado en el volumen tercero de sus Obras completas. Esta veta desafinada y salvaje se vincula con dos situaciones compositivas y expresivas: los momentos en que el hablante se queda sin interlocutor y su narración no sabe contra quién apuntalarse —parece venirse abajo— o cuando el locutor intenta narrar su experiencia subjetiva del tiempo, como ocurrió con El libro de la fiebre (especialmente en “Andante”). El estilo excitado ilumina poderosamente el estadio de prefiguración de su obra y la autocrítica de su escritura. Toda la producción más pirada y salvaje de Martín Gaite no estará nunca en sus cuadernos de limpio, sino en los cuadernos en borrador, los que no quiso publicar en vida. Parece como si nuestra autora hubiera guardado a buen recaudo ese coto de su obra que formaba parte de la “cultura de la vergüenza”, según leemos en su correspondencia con Benet37. Algunas secuencias de los Cuadernos de todo, El libro de la fiebre y Visión de Nueva York son los títulos que más se aproximan a ese ideal de escritura descarrilada que ya enunciara como urgencia y necesidad —o que tan conscientemente la tentara— tras la publicación de Ritmo lento, aunque también es preciso reconocer que esa escritura desafinada se asoma (y no solo como tentación) en muchos momentos de su producción narrativa y ensayística publicada en vida. De su narrativa breve, podríamos recordar su insólito cuento de 1958, “Tendrá que
36 Obras completas III. Narrativa breve, poesía y teatro, ed. de José Teruel, prólogo de Carmen Valcárcel, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2010, p. 575. 37 Op. cit., pp. 98, 100 y 131.
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volver”, y tres de sus últimos relatos: “Variaciones sobre un tema” (1967), “Retirada” (1975) y “Flores malva” (1988). Desde luego, El cuento de nunca acabar, más allá de los desplantes a los géneros literarios de ese “cuento, ensayo o lo que vaya a ser” (1988: 19), quizá sea la obra que más se aproxima por su articulación y ramificaciones a ese ideal de estilo descarrilado, sin olvidar el reto formal de Retahílas y El cuarto de atrás de presentarnos una escritura haciéndose y aparentemente en borrador, donde la narración cuestiona con insistencia la diferencia entre lo improvisado y lo organizado, entre lo pensado y lo dicho, entre lo oral y lo escrito. Pero también se podrían mencionar los monólogos de los personajes centrales de sus últimas novelas, cuando se quedan solos con sus fantasmas. Y reparo en las últimas novelas, desde Nubosidad variable, porque normalmente nos han parecido a todos como más afinadas o concertadas. Creo que sería más exacto enfocar esta cuestión desde otra perspectiva. En el fondo, se trata de una autoafirmación más de nuestra autora, de su desafiante respuesta al desorden artificial de lo que ella denominó novelas “de papeles atados”38. Lo pirado suele aparecer a través de una situación dramática de la trama: los diálogos imaginados, los soliloquios dialogados y los desdoblamientos de sus personajes con los muertos o con su pasado, favorecidos por el insomnio, las alucinaciones del sueño (Martín Gaite no dejaba escapar sus sueños, los anotaba), la fiebre, el consumo de hachís (siempre habrá una explicación natural para lo extraño), en suma, por fenómenos causantes de un quiebro en el punto de vista y que provocarán el derribo de las tapias que separan la alucinación de la vigilia. Desde el punto de vista retórico, son frecuentes las elipsis insólitas y las superposiciones de personajes, de tiempos y voces, ya que cada acontecimiento (o su narración) es una encrucijada de posibilidades. Sirva de ejemplo el capítulo xvi de Nubosidad variable, “Petición de socorro”. Estas situaciones delirantes de la trama tienen a su vez implicaciones temáticas, de carácter psicológico y existencial, y metanarrativas. El extravío o el elogio del vértigo está íntimamente relacionado con el desarrollo de
38 El cuento..., pp. 261-262.
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un leitmotiv: la lucha entre lo poco que somos y lo mucho que quisiéramos abarcar: “El tema es casi siempre un mar que estalla y no cabe en los recintos cerrados” —leemos en su particular Persiles, La reina de las nieves39)— y se engarza con una preocupación recurrente en la labor narrativa e historiográfica de nuestra autora: cómo convertir el tiempo ido (histórico, vivido o soñado) en tiempo narrativo, cómo dejar constancia de su paso inadvertido, aun conociendo de antemano la imposibilidad narrativa de fijarlo40. A Carmen Martín Gaite le interesaba más investigar una historia que contarla y hace partícipe al lector en esta búsqueda. Un ejemplo ilustrativo al respecto sería el capítulo veinticinco de Irse de casa. La analepsis de Amparo Miranda pone de manifiesto la dificultad de hallar la sutura entre la que fue y la que es, y, sobre todo, la imposibilidad de dar consistencia narrativa a su memoria del pasado, lo que genera una tensión en su propio relato que desemboca en el descarrilamiento al descubrir intempestivamente las trampas de la memoria, sus falsos escondites y todas las mentiras inventadas para sobrevivir o para encubrir el desarraigo. En la misma línea, habría que mencionar el capítulo “Persistencia de la memoria” de Nubosidad variable, donde Sofía Montalvo se desdobla en su madre y sueña que siendo su madre resucitada habla consigo misma, con lo que se combinan los dos planos: el del sueño y el de su interpretación; o el capítulo quinto de Lo raro es vivir, donde Águeda Soler nos presenta su visión del más allá con un cancerbero al que le atribuye el rostro cinematográfico de Robert de Niro, con uñas largas, pelo engominado y vestido de luto riguroso. Lo delirante y lo irracional se mezclan con imágenes cotidianas y Carmen Martín Gaite nos confiesa por persona interpuesta su “permanente y viciosa instalación en lo irreal”41. El compendio de todo lo que estamos diciendo lo podríamos situar en La reina de las nieves, en particular, en el capítulo sexto, con el explícito título de “Salto al vacío”, y, en general, en toda la segunda parte centrada en los cuadernos de Leonardo, adonde irá a parar, con
39 Obras completas II..., p. 777. 40 Cf. Cuadernos..., pp. 339, 344, 355 y 391 y Tirando del hilo, pp. 79-80. 41 Obras completas II..., p. 973.
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urgencia incontenible, hasta el punto de no entender al día siguiente su propia letra, “todo lo mezclado, lo roto y lo incomprensible”42. Este lema se reitera con distintas variantes, a modo de leitmotiv, en diversos lugares de la obra de Martín Gaite —como además se puede comprobar en Lo raro es vivir43, en los Cuadernos de todo44 y en su correspondencia con Juan Benet45— y está en consonancia con los jeroglíficos, desvanes, laberintos, cuadernos o papeles sueltos en los que la autora y sus personajes intentan inútilmente parcelar el caos. Era su práctica de la escritura salvaje. La autora de “La búsqueda de interlocutor” echaba en falta la borrachera, ese estado de trance que empuja a escribir de un tirón, el arrebato de Kafka la noche del 22 de septiembre de 1912 cuando redactaba La condena, pensando “que era un borrador”46. La atracción y el miedo al caos fue un enfrentamiento constante en su vida u obra. El lado “payo” y disciplinado de la que fuera “señorita universitaria de provincias”47 no renunció al margen “gitano” de la existencia y de la escritura. En ambas, Carmen Martín Gaite estuvo en ocasiones al borde del precipicio, aunque nunca se atrevió a dar el salto al vacío. Pero sí estuvo tentada y se asomó: No nos aficionamos de verdad a la literatura hasta que nos atrevemos a divagar, a tejer la misma tela de araña que se cría, en torno a los pretextos. Pero nunca llegamos a atrevernos del todo, la mano tiembla insegura con miedo a salirse de los cauces, a desafinar, a irse demasiado por las ramas de la libertad pura. La sombra de aquella preceptiva literaria infantil se cierne siempre sobre el resultado del dibujo, condiciona su trazo. A mí, ahora mismo, ya me parece que estoy divagando más de la cuenta48.
42 43 44 45 46 47 48
Obras completas II..., p. 764. Ibidem, p. 955. Ed. cit., p. 113. Op. cit., p. 120. El cuento..., p. 248. Pido la palabra, p. 246. El cuento..., p. 133.
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Nuestra autora asimiló el discurso de los hombres musa de su generación (especialmente de Rafael Sánchez Ferlosio y Juan Benet), vislumbró sus carencias (que podrían sintetizarse en el cultivo del arte de la dificultad, la adoración de lo obtuso y un evidente menosprecio del lector) e intentó superarlas con un lenguaje propio, que alterna con sumo oficio la calidez coloquial con la expresión poética, el pulso de lo cotidiano con la abstracción y la soltura del diálogo con la introspección, intentando entender por qué se narra y entendiendo que la narración quizá sea la única vía de acceso al rostro del tiempo que se esfuma.
Bibliografía citada Chirbes, Rafael, “Puntos de fuga”, Ínsula: “El legado de Carmen Martín Gaite”, 769-770 (2011), pp. 2-4. Gracia, Jordi, “Perderse sin miedo o el arte de pensar”, Turia, 83 (2007), pp. 203-213. Guelbenzu, José María, “La chica junto al vaso de vino”, El cuento de nunca acabar, Madrid, Siruela, 2009, pp. 9-15. Martín Gaite, Carmen, “Nota a la tercera edición [de Ritmo lento]” (1975), en Obras completas I. Novelas I (1955-1978), ed. de José Teruel, pról. de José-Carlos Mainer, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2008, p. 317. —, El cuento de nunca acabar, Barcelona, Anagrama, 4ª ed. y definitiva, 1988. —, Agua pasada, Barcelona, Anagrama, 1993. —, La búsqueda de interlocutor, Barcelona, Anagrama, 3.ª ed. y definitiva, 2000a. —, “Pasarela hacia lo desconocido”, en Palabras. Víctor Sánchez de Zavala in memoriam, ed. de Kepa Korta y Fernando García Murga, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2000b, pp. 17-22. —, Cuadernos de todo, ed. de Maria Vittoria Calvi, Barcelona, Random House Mondadori, 2002a. —, Pido la palabra, Barcelona, Anagrama, 2002b. —, Tirando del hilo (artículos 1949-2000), ed. de José Teruel, Madrid, Siruela, 2006.
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—, Obras completas II. Novelas II (1979-2000), ed. de José Teruel, pról. de Elide Pittarello, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2009 —, Obras completas III. Narrativa breve, poesía y teatro, ed. de José Teruel, pról. de Carmen Valcárcel, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2010. — y Benet, Juan, Correspondencia, ed. de José Teruel, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2011. Sánchez Ferlosio, Rafael (1997), “La forja de un plumífero”, Archipiélago, 31 (1997), pp. 71-89.
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Ignacio Echevarría (Crítico literario y editor)
De los tres que hemos sido invitados a esta mesa soy el único que no conoció personalmente a Juan Benet. De hecho, solo lo vi en una ocasión, en Barcelona, en una conferencia que dio en el Círculo de Bellas Artes, creo recordar; una conferencia en la que, si no me equivoco, leyó o glosó su célebre prólogo sobre el Ulises, de Joyce, y en el que todo el público lo constituían unas pocas señoras, sentadas en la primera fila, y yo mismo. Recuerdo la sorpresa y la consternación que esto último me produjo. Pienso que es importante haber tratado a Juan Benet porque imagino que su estilo como ensayista tiene que ver con su estilo como conversador. Siempre que se habla de Benet sale a colación esa faceta suya de tertuliano estupendo, de magnífico conversador, algo muy común entre los miembros de su generación. De ahí que me parezca lógico pensar
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El siguiente texto es una transcripción revisada de su intervención en la mesa redonda sobre “Benet ensayista”.
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que la vitalidad y la fuerza que distinguen al ensayismo de Benet se nutrieron de la conversación como práctica habitual. Incluso me atrevo a especular que es esta una característica de muchos de los autores de su generación, en la que el ensayismo español conoció una episódica Edad de Plata, por así decirlo. Domingo Ródenas ha dicho que la faceta de Benet como ensayista es la menos popular de todas las suyas. Yo matizaría esta apreciación. Por supuesto que Benet ha pasado al canon literario español sobre todo como narrador, y que así es con toda la razón. Pero yo diría que la influencia de Benet, sobre todo entre algunos de los miembros más destacados de la generación inmediatamente posterior a la suya, se ejerció mayormente a través del ensayismo y del articulismo, y a través también de la conversación y de las entrevistas. Desde este punto de vista, diría que su influencia como pensador, como opinante, como crítico, es mucho más reconocible y determinante que su influencia como narrador. Por lo demás, en la obra de Benet se superponen y se entrelazan —aunque sin llegar nunca a confundirse— tres aspectos del escritor: el de narrador, el de ensayista y el de articulista. Benet brinda, de hecho, un campo de observación óptimo para analizar estos tres géneros y el tipo de relación que guardan entre sí. Cuando se le preguntaba sobre sus ensayos, solía decir que los escribía de la misma forma que sus novelas, que unos y otros eran facetas de una misma escritura; que no entrañaban un cambio de actitud en su forma de escribir. Sin duda ello tiene que ver con la común calidad de su estilo, como ha dicho Mauricio Jalón. Pero también aquí convine matizar que eso no significa, en modo alguno, que Benet practicara ninguna modalidad de narrativa ensayística, mucho menos que ejerciera ningún tipo de ensayismo narrativo. Nada de eso. Benet era un ensayista al estilo clásico, como era también un narrador al estilo clásico, o al menos eso es lo que pretendió. De modo que cuando dice Benet que sus ensayos y sus novelas son facetas de una misma escritura hay que interpretarlo en el sentido de que unos y otros progresan en la misma búsqueda. Lo que decanta su inclinación por el ensayo o por la narrativa depende únicamente del tipo de materia a la que el autor se enfrenta o, más bien, del tipo de luz que impregna la materia a la que se enfrenta.
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He dicho luz con toda deliberación. Y es que en el vocabulario de Benet tiene un peso muy particular la palabra penumbra. Son las zonas de penumbra las que atraen siempre el interés de Benet, las que se empeña en explorar. Dependiendo de la densidad de la penumbra a que se enfrenta, opta por la narración o por el ensayo, pero se trata siempre de eso: de adentrarse en la penumbra. En uno de sus ensayos dice Benet que el pensador es, a su manera, un épico. Me parece muy importante esta observación. Benet dice que el ensayista es un épico en la medida en que el épico se adentra en un territorio que no conoce. Como el narrador, el ensayista también se adentra en un territorio desconocido. Sostenía Benet que, en un momento dado —concretamente hacia finales del siglo xix—, buena parte de la experiencia que la literatura hace suya y convierte en su patrimonio más estricto y más propio “se desarrolla en la zona fronteriza entre las luces y las sombras”. Esa es la zona en la que el escritor se adentra con armas y bagajes, ya sea pertrechado como narrador, ya como ensayista. Las reticencias de Benet hacia la crítica literaria proceden, precisamente, de la pretensión de cientificidad que suele ostentar el crítico, de su arrogante manera de tratar la obra o la materia de las que se ocupa como si de un objeto comúnmente comprensible se tratara. Por veces que haya sido citada, conviene recordar aquí esa célebre declaración suya en la que invierte el tópico de que “el crítico es un escritor frustrado”. Lejos de eso, replica que es el escritor el que es un crítico frustrado, y que lo es en la medida en que renuncia a la comprensión plena y cabal del objeto de que se ocupa y se resigna a explorarlo por vías indirectas, más inciertas. Aquí cabe traer a colación la caracterización que hace Adorno del ensayo en su célebre texto sobre “El ensayo como forma”. Los rasgos que Adorno atribuye a este género se corresponden, punto por punto, con los de la ensayística de Benet. Dice Adorno que lo que caracteriza al ensayo es “su ausencia de método, su proceder metódicamente ametódico”, razón por la que los conceptos no constituyen dentro de él “un continuo operativo”. En el ensayo, el pensamiento no procede linealmente en un solo sentido, sino que sus diferentes movimientos “se entretejen como hilos de una tapicería”. “En vez de
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producir científicamente algo, o de crear algo artísticamente, el esfuerzo del ensayo refleja aún el ocio infantil, que se inflama sin escrúpulos con lo que ya otros han hecho”. En el ensayo, “el pensamiento alcanza su profundidad en la profundidad con la que penetra en la cosa y no en lo profundamente que la reduce a otra cosa”. De ahí que, según Adorno, el ensayo constituya “la forma crítica por excelencia”. Me acojo a esta última afirmación de Adorno para afirmar a mi vez, pese a todas las reticencias de Benet, que su forma de practicar el ensayismo constituye una altísima forma de crítica. Digo más: para mí se trata de uno de los mejores críticos con que ha contado nunca la tradición española. Pero he sugerido antes que en Benet convergen el ensayismo y la narrativa. Quiero decir ahora que la vena ensayística de Benet —su actitud crítica, en el sentido que acabamos de precisar— es completamente solidaria de su proyecto narrativo. Martínez Sarrión ha recordado La inspiración y el estilo, libro fundacional y programático. El hombre que lo escribió no contaba todavía cuarenta años y había publicado un único volumen de relatos, Nunca llegarás a nada (1961), que había pasado completamente desapercibido. Se trataba, para él como para cualquier otro escritor primerizo que ha de enfrentarse a la indiferencia del público, de una dura prueba, que Benet afrontó escribiendo Volverás a Región, cuya redacción es paralela a la de este ensayo. Importa subrayar el dato, por cuanto tiene de indicio inequívoco de que La inspiración y el estilo constituye, de hecho, una provocación en toda regla destinada a sembrar la consternación, barrer el patio y dejar bien claro cuáles eran los propósitos que guiaban a aquella novela. La tesis central del ensayo apunta a señalar como causa principal de la postración en que, a juicio de Benet, permanecía la literatura española desde hacía cerca de tres siglos, la desaparición del castellano del grand style, el estilo elevado que en otras literaturas europeas prevaleció como abono constante de su inspiración. Un diagnóstico, en definitiva, destinado a vincular todo el proyecto literario de Benet, ya por entonces en marcha, como un intento de restituir a la tradición literaria española la ambición pareja a esa gravedad y a esa dicción, a
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esa dignidad y a esa seriedad no necesariamente exenta de zumbón escepticismo, que, según Benet, desaparecieron de la prosa castellana a partir del siglo xvii. Desde este punto de vista, La inspiración y el estilo constituye todo un programa literario, una declaración de principios que, en su punto de partida, formula los presupuestos conforme a los cuales su autor se propone orientar su vocación entera de escritor. Más que eso: en este ensayo (cuyo título parafrasea otro de Baroja, La intuición y el estilo) define Benet su posición respecto a toda una tradición literaria y, con toda la arrogancia necesaria para el caso, señala la necesidad de una actitud, de una escritura como la suya propia, al tiempo que reflexiona —con sagacidad y gracia admirables— sobre la naturaleza misma del acto literario. Pero no se trata únicamente de La inspiración y el estilo. Todo el proyecto literario de Benet es íntimamente solidario de su proyecto ensayístico, porque el ensayístico desdobla el literario, y lo acompaña y lo refuerza y lo reformula. Prueba de ello es que, a partir del momento en que Benet alcanza lo que él mismo consideraba —con toda la razón— la cima de su proyecto narrativo, que fue Saúl ante Samuel, novela publicada en 1980, de algún modo se desinteresa del ensayo, género que no abandona pero que practica en adelante con mucha menos intensidad y contundencia, dedicándose más asiduamente a los artículos de prensa. Benet ya había empezado escribiendo artículos políticos y de todo tipo a finales de los sesenta, por recomendación —casi a demanda— de Dionisio Ridruejo, y los siguió escribiendo de modo ocasional en los setenta. Pero solo en los ochenta se prodigó con relativas regularidad y frecuencia como articulista. Lo hizo sobre todo en las páginas de El País, en las que su voz no tardó en hacerse muy llamativa. Benet ejerció el articulismo de prensa siempre en calidad de francotirador, pues se resistió, como Rafael Sánchez Ferlosio, a quedar sujeto a lo que este ha llamado alguna vez “las cajas vacías”, es decir, a la necesidad de rellenar regularmente un espacio predefinido, que es el que ocupan generalmente los columnistas. Benet se resistía a esto y solo publicaba un artículo o dos al mes, alguna vez tres, dependiendo de las excitaciones y de las irritaciones que le producía la actualidad.
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Tiene interés pensar en el Benet de los años ochenta y, a la luz de sus artículos, pensar en lo que llegó a ser en aquellos tiempos El País, diario al que José Luis Aranguren consideraba entonces como una especie de “intelectual colectivo”. Hoy resulta impensable el grado de libertad y de criticismo que prosperó en ese periódico durante esos años, en los que también Ferlosio se incorporó a él, publicando en sus páginas buena parte de sus grandes artículos-ensayos. Los artículos de prensa de Benet (hoy mucho menos recordados aún que sus ensayos) revelan un grado de independencia, de osadía, de incorrección política, que nos parecen hoy insólitos, lo cual dice mucho de la evolución de la prensa y la cultura españolas en las dos últimas décadas. Como articulista político, debido quizás a esa ingenuidad que Martínez Sarrión ha destacado en él, Benet se solidarizó con el proyecto progresista del gobierno socialista y, sin actuar nunca como un intelectual orgánico, se convirtió en un escritor para mí emblemático de lo ocurrido durante la Transición. En varias ocasiones he apuntado la idea de que lo propio de la transición cultural española fue la alianza de los intelectuales con el poder. En La inspiración y el estilo Benet había destacado como factor determinante de la decadencia de la literatura española, de su “bajada a la taberna”, como él decía, el hecho de que —por razones de tipo histórico— los intelectuales españoles hubieran mantenido siempre una relación tensa respecto al poder. Pues bien, Benet encarna en algún modo no la alianza con el poder —pues él nunca cortejó al poder, ni mucho menos—, pero sí su adhesión a un proyecto de Estado, a un proyecto de gobierno. Un adhesión, por otro lado —y esto es lo que la hace admirable—, problemática, adoptada con una enorme reticencia respecto a la clase política, a la que Benet fustiga continuamente ya desde los años setenta. En este contexto cobra un relieve muy particular la campaña que Benet hizo a favor del ingreso de España en la OTAN, campaña para la que llegó incluso a reclutar eventualmente a Sánchez Ferlosio. Hoy produce perplejidad pensar en Ferlosio suscribiendo un manifiesto a favor de la OTAN, pensar en Benet movilizando contactos y fuerzas para conseguir influir en la opinión pública en ese sentido. Dicho esto, vale la pena recordar cómo, con motivo de realizar una primera recopilación de sus artículos, Benet reflexionaba sobre
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las razones por las que nunca había ejercido el articulismo regularmente, a pesar de haber sido invitado muchas veces a ello. Decía en esa ocasión: “Mi natural repugnancia hacia cualquier clase de proselitismo, me ha impedido siempre poner mi pluma al servicio de mis ideales. Ahora pienso que a lo largo de mi vida he hecho más bien todo lo contrario, he puesto mis ideales al servicio de mi pluma, operación bastante explicable si se piensa que he procurado tener unos ideales que fueran compartidos por un buen número de personas, en tanto que he tratado a todo trance de adiestrar mi pluma en una manera que fuera exclusivamente mía”. Al decir que pone sus ideales al servicio de su pluma, Benet está diciendo que sus ideales están siempre sometidos a su propio carácter, a su propia idiosincrasia. En este sentido, creo que su más pronunciada característica como ensayista y como articulista es su radical individualismo, ajeno a toda convención, y que se traduce en el talante impertinente, displicente, muchas veces desdeñoso con el que se expresa. En una de las entrevistas que en su día reuniera y publicara Mauricio Jalón, declaraba Benet: “Yo creo bastante en la eficacia de la impertinencia, sobre todo en la de determinadas opiniones impertinentes. En cierto modo, esas opiniones son, por impertinentes, las más útiles, las más atractivas. Si las opiniones se matizan, entonces se vulgarizan y caen muy pronto en el lugar común. En cierto modo la opinión radical puede hacer daño, pero no deja de ser un extremo del campo de la opinión, lo linda; una opinión tajante es más atractiva que una opinión mesurada. Me gusta ir por el mundo con ideas radicales. Ya que uno no puede radicalizarse en la vida pública, sí al menos lo hace en la vida privada”. Pienso que estas palabras cifran muy bien el fundamento de esa impertinencia que tantas veces se le ha afeado a Benet. En otro lugar, de nuevo al frente de una de sus colecciones de artículos, se muestra muy explícito en relación a otra marca de su estilo como ensayista, y que constituye el reverso de esa impertinencia: la incertidumbre. Dice allí que los ensayos reunidos en La inspiración y el estilo iban a titularse originalmente Ensayos de incertidumbre, pero que hubo de cambiar ese título por recomendación de los editores, que lo juzgaron poco eficaz y llamativo. Dice que esa palabra, incertidumbre,
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En torno al ensayismo de Juan Benet
siempre le ha gustado mucho, dado que él mismo no tiene certidumbres acerca de nada. Y agrega: “Por encima de ese estado de total incertidumbre que a mí me cumple, por encima de un sistema de interpretación total del mundo que nos rodea, que yo no tengo, por encima de un aparato de convicciones firmes e incólumes, me gusta sacar la cabeza y si, media la ocurrencia, decir lo que pienso en ese momento sobre algo que esté pasando, y decirlo con absoluta certidumbre y convicción”. Esta voluntad de sobreponerse a la incertidumbre; este juego entre la autoridad, la impertinencia y la convicción, a partir de la conciencia clarísima de que no existe posibilidad de certeza; esta manera de fomentar la reflexión y el debate público, me parece el rasgo más personal de Benet y el que determinó su importante influencia en el campo de las ideas. Y es el que más echo en falta en el ensayismo y, sobre todo, del articulismo español en la actualidad.
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Mauricio Jalón (Universidad de Valladolid)
I Su primer impulso para escribir ciertos ensayos fue, al parecer, la indignación; esa indignatio que “Juvenal, en una sátira, llamó la fuente de toda creación literaria”, según recordó Benet alguna vez1. Con algún mandoble inteligente, este logró incomodar muchas veces a un buen número de personas. Pero este aspecto, que se reflejó más en cartas públicas o en intervenciones breves, lo dejaremos más bien al margen, dado que su intención general era la del disfrute, en sus relatos y también en estos escritos reflexivos o meditativos que son parte sustantiva de su obra. Proporcionar placer es la meta del ensayo, decía ya Virginia Woolf, y a ese fin debe subordinarse todo, literariamente. Su extenso y trabado La inspiración y el estilo, que se remonta a 1966, requeriría una mirada más envolventemente literaria, por ser un
1
Por ejemplo, en Juan Benet, Artículos, I, 1962-1977, Madrid, Libertarias, 1983, p. 14; e Infidelidad del regreso, Valladolid, Cuatro, 2007, p. 190.
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cuadro fundador para su obra, imponente como programa forjado en su juventud y mantenido luego. Pero en este libro, Benet habla ya de cómo crear un espacio expresivo o, en sus términos, de cómo llenar un vacío con un estilo. Pues en principio la obra literaria, según afirma y volveremos sobre ello, “no es nada; toda ella es un problema creado por una vocación cuya tarea no es otra que la invención —más que el descubrimiento— de un vacío que se pueda solucionar después, con mayor o menor fortuna, con un artificio específico”; artificio que ha de inventarse progresivamente2. Por otro lado, las recopilaciones de escritos técnicos que se reunieron póstumamente —Prosas civiles; Si yo fuera presidente. La hidráulica como solución— requieren un comentario acorde con su carácter tan singular (giran en torno a su oficio de ingeniero); son más doctos y lineales siempre, aunque contengan descripciones literarias y pasajes ensayísticos jugosos. Con todo, lo que queda por comentar es mucho, y a buena parte de ello se dirige lo que sigue. Se trata de sus ensayos de abierta creación, los volúmenes que él ordenó desordenadamente, al estilo clásico, admitiendo que podría añadirse en su caso, además, cierto desafío en tal disparidad temática: Puerta de tierra; En ciernes; El ángel del Señor abandona a Tobías; Del pozo y del Numa —estos dos, de mayor extensión, tienen una solidez especulativa o literaria muy especial—; Sobre la incertidumbre; La moviola de Eurípides; y, ya de 1990, poco antes de su muerte, La construcción de la torre de Babel3. Queda al margen su valiosísimo Otoño en Madrid hacia 1950, de valor claramente memorial: es un volumen íntimo y muy medido de 1987, más bien por ello de otra naturaleza. Pero da la mejor imagen de cómo abordaba —con un lenguaje casi transparente, en este caso, y mediante una construcción muy ordenada y cronológicamente impecable— ciertos recuerdos compartibles con
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Benet, La inspiración y el estilo, Madrid, Alfaguara, 1999, p. 38; cf. p. 222. Póstumamente se formaron cuatro volúmenes, o antológicos, J. Benet, Páginas impares (Madrid, Alfaguara, 1996) y Ensayos de incertidumbre (Barcelona, Lumen, 2011); o monográficos —su peculiar crítica literaria—, como Una biografía literaria e Infidelidad del regreso (Valladolid, Cuatro, 2007). Estos dos libros (casi inéditos editorialmente) son cruciales para entender al escritor.
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todos. Supone un modo de evocar su trayectoria, que aparecerá intercalado solo a veces en los libros más propiamente ensayadores. Los escritos enumerados son, en cambio, de una variedad extrema. Se caracterizan en su mayoría por trastocar los motivos acostumbrados (Benet logró remover, en general, muchos prejuicios literarios); y también, en un plano más raro y elevado, por el uso natural, nada oscuro, de injertos científicos —lenguaje matemático, geológico, hidráulico, de ingeniero a pie de obra— al lado de los literarios más exasperados; o también por sopesar él a veces ciertas referencias filosóficas, para reconducirlas a nuevos ámbitos prosaicos, con manifiestas curiosidad e ironía, reveladoras de lecturas y discusiones de juventud con amigos concretos o en varios cenáculos teorizadores, existenciarios, hacia la mitad del siglo xx. Desde otra perspectiva, se distinguen tales escritos benetianos por sus arranques repentinos (suponen una especie de ataque musical, que acentúa esa brusquedad inicial que es definitoria del ensayo) y experimentar a gusto, sorprender, unir lo más extraño o por incluir a veces noticias personales simple y crudamente, sin esos halos tan lúgubres y tenebrosos propios a menudo de su literatura.
II En 1970, Benet publicó la torturada novela Una meditación al tiempo que unos primeros ensayos sueltos, Puerta de tierra, en cierta medida inaugurales, pues no tenían ya un carácter programático, como su caudaloso La inspiración y el estilo. Su título apelaba a la entrada de una capital como Cádiz, pero también a la apariencia superflua y honda del ensayo, según señaló Ortega en un escrito con el mismo rótulo, al recordar ciertas conversaciones en las que “se hablaba de las cosas sin más intención que contemplarlas bajo su aspecto más verdadero; eran, como suele decirse, conversaciones de Puerta de Tierra”4.
4
José Ortega y Gasset, Obras completas, I, Madrid, Fundación Ortega y Gasset, 2004, p. 546.
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En su caso, se trata de probar un teclado especial de prosista. Y aquí se capta muy bien el pluralismo de Benet, al encontrarnos con seis conciertos ensayísticos (o seis desconciertos, si se quiere) que remiten a motivos clásicos determinantes para él y a la germinación de su mundo creativo. Nada mejor, por entrar en un terreno tan vagaroso, que acercarse un punto a estas seis variaciones pioneras, que son genuinamente literarias o morales por provocación o muy autobiográficas, y que tienen luego resonancias musicales, mítico-dramáticas (con la hija del Rey Lear, la replegada y esquiva Cordelia), o finalmente historiográficas. Todas son independientes y se entiende su sentido global en el gran arcón de su obra, que ofrece en este aspecto una rara amalgama. Algo de la varietas rerum del siglo xvi parecía atraerle si nos atenemos a ciertos gustos literarios ahí expuestos y también a sus enumeraciones de todo tipo (que a veces fueron rebajadas en las pruebas de imprenta). Acerquémonos un poco a esos ensayos tan bullentes. En la tríada de apertura, “Épica, noética, poiética”, hace hipótesis sustanciosas sobre el origen de la metáfora —poniendo en juego muchas citas— con la épica castellana tardía, especialmente, con Dante y Milton, o retomando el lenguaje figurado de Homero y de la Biblia; hasta girar en torno a lo normal y lo extraordinario en una construcción literaria y enumerar diferencias de escala o de gestos (lo “escalar” o lo “modal”, dice) para lograr recursos comparativos. Pero este terreno de analogías e inversiones le lleva a hablar de la contigüidad entre sensaciones diferentes o del contraste entre los mundos visible e invisible, siguiendo a los dos grandes filósofos griegos, para reconocer realidades e ideas solo vigentes en la estética. Este intrincado panorama contrasta con el que le sigue, una mundana “Epístola moral a Laura”, donde se dirige llanamente a una amiga en litigios de divorcio, y sugiere que podría suponer para ella fracaso y entierro, ansia inhumana de libertad metafórica, una trampa en fin. Parece un consejo de conformidad estoica, pero Benet aborda paradójicamente la fidelidad desde ángulos variables, como los trucos y asombros de la vida escolar, las crónicas obsesivas de las familias o las moralidades sospechosas de las instituciones.
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Ahora bien, este ensayo contrasta mucho, a su vez, con “Un extempore”, que está escrito en 1967, en pleno duelo tras la desaparición de su hermano y mentor, un año antes. El doliente Juan, con cuarenta años, se “yergue sobre la tumba” que ha ido a visitar, y sus lamentos resurgen al verse como un “yo prisionero y sepulto” que ve yacer delante, entre sus restos. No le basta con elevarse de lo fúnebre en unos párrafos, en donde habla de cortaduras en el continuo del tiempo, al modo matemático5, o donde argumenta que el tiempo que nos define se transforma en existencia, pues finalmente contempla cómo esta se ve devorada a su vez por la memoria no racional, que es a la fuerza incompleta y dolorosa. El tiempo, omnipresente en su obra —al que dedicará incluso el ensayo sin parangón “Clepsidra” (En ciernes)—, se le agrava con la ausencia brutal de su mentor y reconoce cómo los instantes se le hacen más pesados en esa crisis escrita. Es un mundo nostálgico e hiriente que adelantaba en su primera novela, Volverá a Región, y reforzará poderosamente en la segunda, de título meditativo y de contenido nada satisfecho6. Su mirada resulta pese a todo coherente en el conjunto heterogéneo de Puerta de tierra, dadas sus emociones ondulantes. Apela, pues, en primer lugar, a la mimesis con humor y capacidad asociativa, prolongando a su modo el estudio de la “ingenuidad épica” de la que habló Adorno. Acecha, a continuación, las grietas de una ruptura del ordo amoris. Se revuelve, en tercer lugar, contra una cercenada para siempre amistad fraterna (fue “absolutamente determinante en mi
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Benet utiliza la metáfora a menudo; así en Una meditación (Barcelona, Seix Barral, 1970, p. 206), “trata de acotar, con cortaduras racionales en el campo de lo real, el continuo consciente del hombre”, o en El ángel del Señor abandona a Tobías (Barcelona, La Gaya Ciencia, 1976, p. 178), “establecida esa cortadura en el continuo, el movimiento ya no será el mismo”. Cf. Benet, Volverás a Región, Barcelona, Destino, 1967, p. 257: “El tiempo solo asoma en la desdicha”. Asimismo, en Una meditación, pp. 74 y 81: el reloj marcaba “con su silencio el compás de espera entre vida y existencia”, “el tiempo no es más que la capacidad de desventura concentrada o dispersa que puede soportar el cuerpo”, “el tiempo era ahora más real, más absoluto..., ajeno a la capacidad métrica del reloj”.
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vida”). Luego se fija en la gravedad de un músico como Schubert que sobre todo explora al final de su vida y cuyas composiciones escucha día tras día con otros románticos alemanes en su casa. Además, Benet analiza a la desmotivada y enigmática Cordelia —dada su “cortedad de carácter”—, evocando su propia pasión por la antropología, pues le hubiese gustado ser, dijo una vez, el autor de La rama dorada. Como remate de Puerta de tierra, elige el terreno trágico de la historia, un territorio que fue visitado por él, incluso teóricamente, desde muy joven7. Desde luego, el campo histórico a menudo se le convierte en violencia, destrucción y tinieblas; pero no solo por recordar los despojos y las ruinas que describen los historiadores romanos, a quienes tanto frecuentó, sino también porque analiza la historia romántica del siglo xix, en cuya herencia historiográfica hubiese querido inscribirse. Más aún, interesado por la poliorcética, escribió tanto un “objetivo” La sombra de la guerra (su título actual, para completar su viejo ensayo sobre el perdurable 1936-1939) como la larga novela Herrumbrosas lanzas, pues en toda su vida literaria y ensayística estuvo el rumor de la guerra civil, cuyos efectos en su entorno familiar fueron la extinción violenta del padre, su cercanía materna, cotidiana y obligada, así como el exilio de su hermano (y luego su nuda muerte, en oriente). Por no hablar de los decenios de vileza moral y verbal que tuvo que soportar en medio de un país desolado por sangrías y amputaciones hasta 19768. Solo pudo ver desde 1978 cierta luz cívica normalizada, aunque no sin muchas sombras. Por entonces Benet había cumplido ya cincuenta años y no le importó desde el principio seguir los pasos vacilantes de una vida democrática. Él había probado ya, contra la dictadura, cierta intervención civil, con detenciones incluidas. Sus artículos, desde 1978, en Cuadernos para el Diálogo y sobre todo en El País, hacen de
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Ya desde “El ejemplo personal”, recogido en Una biografía literaria, un artículo de 1959 que solo cita el texto de Isaiah Berlin sobre el determinismo en la historia, hoy clásico, pero donde hila una argumentación muy benetiana. Benet, La sombra de la guerra, Madrid, Taurus, 1999, p. 26. “No tengo noticia de que en los primeros meses del conflicto se celebrara en la España rebelde acto cultural alguno”, p. 186 (texto de 1986).
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pequeño dietario entre burlesco y preocupado por la llamada Transición; su labor de comentarista político en absoluto, pues, se limitó a la última década de su vida, como alguno ha sugerido.
III Ahora bien, ¿se puede definir su ensayo, una vez admitido con Starobinski que este pertenece siempre al género más libre, que no se somete a regla alguna, que su campo de aplicación es ilimitado, que por añadidura puede ser objetivo o subjetivo? Sabemos que ensayo, además de ‘ejercicio’ o ‘tanteo’, significa tanto ‘esfuerzo exigente’ como ‘examen atento’, posiciones reflexivas muy benetianas, y también en francés ‘enjambre verbal’, lo que implica una nube de palabras, útil para aludir al Benet literato-creador en medio de su humor meditativo. El maestro Montaigne decía que él no enseñaba, sino que contaba y que contaba además cosas variadísimas: el título mismo de su obra estaba en plural, Ensayos, y en semejantes exámenes —al perderse en sus pensamientos sin afán de reflexionar con rigor formal— estaban presentes lo insubordinado, lo arriesgado, lo imprevisible, lo peligrosamente personal, aunque cada uno de los tres tomos tuviese su estructura particular. Pues bien, sin voluntad por su parte de reunirlos ni de unificarlos biográficamente, los ensayos de Benet son más indefinibles e incompletos, tienen sus huellas privativas, además de las propias de alguien del siglo xx que ha visto muchas destrucciones y ha leído muchos autorretratos, aunque no fuesen en absoluto balances confesionales o “impudorosos” como Montaigne; la marca de bordelés, “Je me laisse aller, comme je me trouve” (II, X), es solo suya. No obstante, Benet se tantea a sí mismo en diversas ocasiones, como hace todo ensayista que siga la estela de sus “rapsodias”, según decía el Maestro, sin que a ambos les importase, por cierto, las reprobaciones ajenas por hablar en completa libertad. Cuando menos, sus ensayos son díscolos, audaces y verdaderamente inopinados. Para ver nuevos motivos benetianos, revisemos otros más tardíos, que reunió para formar La moviola de Eurípides (1981). El primero compara la grabación musical con la invención del libro y defiende el disco frente al concierto porque permite una escucha solitaria
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(como prefirieron Glenn Gould o Pascal Quignard). En otro, habla de su admirado Cervantes a través de una división entre narrativa como flujo argumental y narrativa como “estampa” o cuerpo, que son divertidas y exactas variantes de la teoría ondulatorio-corpuscular de la luz aplicadas al héroe literario. Luego, glosa burlonamente el tedio juvenil que le empujó a escribir —es su lado biográfico o subjetivo, siempre más reposado—, para de pronto cambiar de registro y hacer una incursión por ciertas frases de Kant y mostrarle como un prolífico fantasioso, analizado estilísticamente. Es más: incluye un ensayo de cariz anecdótico, que se abisma en aparentes nimiedades, como sucede en los buenos ensayos. “La puerta del lavabo”, con la descripción de dos molduras diferentes —las veía a diario desde la butaca—, le da pie a un recorrido que va desde contraponer tipos de adornos hasta valorar el abuso del 1 o del 2 en la secuencia numérica, así como la naturalidad del número 3, en medio de recuerdos a ese respecto de la escuela. O que va desde referirse al insoportable monoteísmo y evocar a los presocráticos hasta expresar la sensación íntima de tener una conciencia encarcelada. Solo en estas últimas doce páginas del libro, acumula cien asociaciones: da una imagen enrarecida de su casa, recorre formas artísticas elementales, se adentra en el orden de los números, reaparece el mundo escolar (fundador de sus distancias críticas con el mundo), evoca el politeísmo y, por fin, da una pincelada existencial. Su hilo argumentativo casi es invisible, aunque revele de qué tipo es la penetración del autor por los intersticios que elige cada vez: los concretados y otros muchos. Resulta clandestinamente original y susceptible de ataques —como, de hecho, ocurrió a menudo— porque está hablando en su propio nombre y porque la consistencia de su sabiduría —su cultura era en verdad inhabitual— no se da aisladamente, sino en el conjunto de su obra, aún no bien ensamblada con el campo ensayístico. En fin, como el mismo Montaigne, fue acusado a veces de oscuro9, dada la estrechez de muchos de sus lectores y dadas sus asociaciones o elecciones nuevas.
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André Gide, “Montaigne”, en Essais critiques, París, Pléiade, 1999, pp. 670-671; y añade: “El que suprimiese todos los pasajes en que Montaigne habla de sí, haría
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IV Su varietas ensayística recurre a veces a campos inéditos (los científicos pueden evocarnos a Las tribulaciones del joven Törless, de Musil, u otras comparaciones de este). Pero, al menos, podemos vislumbrarla con cuatro planos generales, por tanto, insatisfactorios, que expresan su modo de no llegar nunca a lo último, que es propio del ensayo: el modelo moderno de este, con citas incluidas; el escepticismo que esa forma compleja presupone; el consiguiente vacío que encuentra el autor, con sus secuelas subjetivas; la digresión continua que es base de su forma abierta, de su articulación cambiante. Inicialmente, Benet podría remitirnos a los Essais, de Montaigne, como lector suyo y como adepto, además, que fue a los Ensayos, de Francis Bacon10 y de Hazlitt, herederos del creador y primer teorizador del género moderno; pero, también, en su lengua, como partidario de cierta prosa abierta del siglo xvi (entre la castellana, Díaz del Castillo, Sigüenza o el mismo Cervantes). Aquellos tres autores marcan dos siglos y medio de ensayo moderno sobre los que cabría proyectar a cierto Benet “como moralista, como ensayista”, según decía de corrido; pero nos quedamos con el gran modelo, Montaigne —un amante de las tríadas analíticas11, al igual que Benet—, lo cual supone hacer uso de cierto artificio momentáneo, algo anacrónico en ocasiones pero al menos sólido.
que disminuyese la tercera parte del volumen”, p. 689 (lo más interesante, para Gide). No sucedió así en Benet, desde la perspectiva del ensayo mismo. Cf. Friedrich, H., Montaigne, Paris, Gallimard, cap. viii sobre la forma del ensayo. 10 Benet, La construcción de la torre de Babel, Madrid, Siruela, 1990, p. 131; p. ej., elogiaba a Bacon al rechazar esas “monsergas [de Mateo Alemán] que denuncian un pensamiento rancio y una moralidad convencional —sin pizca de reelaboración—, que a duras penas se encubren con los oficios de un estilo prolijo y ocioso, que si parece rico es gracias a las numerosas aliteraciones”. 11 Jean Starobinski, Montaigne en mouvement, París, Gallimard, 1982, p. 159 y ss. Benet sigue siempre divisiones tripartitas del pensamiento o de la historia (desde Gioacchino da Fiore hasta el siglo xix). Por lo demás, lo trifásico se daba a borbotones en su escritura más faulkneriana: “Un esfuerzo callado, constante y primordial”, “callada, secreta y sojuzgada comunión”, “rápidas, eficaces y perentorias operaciones”, etc., en Una meditación..., pp. 17 y 175.
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Por lo demás, decía este que “la historia del arte literario induce a pensar que los límites que él mismo se impuso desde los primeros días, y a partir de sus monumentos, apenas se han alterado hasta nuestros días”12. Y tampoco Montaigne se ha alterado mucho pecisamente. En su Puerta de tierra hay dos escritos de ecos clásicos: “Epístola moral a Laura”, donde parece evocar como Montaigne a Séneca o a Plutarco, más bien literariamente, aunque razonando desde luego con una moral indecisa, nihilista o pragmática; y “Un extempore”, sobre la muerte accidental de su hermano mayor y confidente máximo, que nos remite de inmediato al largo lamento del maestro francés por Étienne de la Boëtie, el gran amigo y sabio asimismo desaparecido, que le arroja a la “noche oscura y aburrida” (I, XVIII). En ambos textos se nivelan las cosas exteriores y las interiores, según hacía Montaigne a menudo; por otro lado, Benet también tendrá que dejar de lado esas tinieblas inmóviles y toda autocompasión (que odiaba) para proseguir su ejemplo intelectual, tan activo; él había iniciado su marcha gracias a la dirección moral a su hermano, quien le recondujo hacia el conocimiento, dejando de lado cierta inercia juvenil suya. Por otra parte, el ensayo tiene una voracidad tal que le permite incorporar citas de continuo como se hacía en la Antigüedad o, de un modo desmesurado, Montaigne, en un raro mestizaje que es ya seña de identidad del género. Benet incrusta asimismo sus citas, las pone en movimiento muy pensadamente; no lo hace en absoluto con la profusión de este, pero sí también para estimular o lustrar su ensayismo. Añadamos que de un modo insólito —revelador de las contaminaciones en su prosa— las injertaba asimismo en sus novelas, incluyendo a veces hasta una nota a pie de página para dar la referencia que podría perderse en una lectura rápida. La estética de la mezcla que produce semejante incorporación ajena, pero de muy diverso tipo a las citas de clásicos, tiene sólidas apoyaturas modernas en Benet, si bien hoy muy a menudo se restringe en lo
12 Benet, Del pozo y del Numa, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1978, p. 16. Antes había escrito: “El progreso del arte no puede arrinconar nada de lo hecho en épocas anteriores”, Puerta de Tierra, Valladolid, Cuatro, 2003, p. 32.
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posible ese gran eclecticismo renacentista tan de la época de Montaigne. Nuestros contemporáneos, que han leído (o, mejor, podrían haber leído) las enseñanzas de las ciencias humanas, tienden a ceñirse estrechamente a una gama de referencias controladas, como son de hecho las elecciones literarias de Benet, contemporáneas y por otra parte nada vanguardistas, pero sí variadas, ceñidas a sus gustos e inquietudes. Puerta de tierra destaca por la calidad tan vistosa de sus citas. Desde sus inicios, Benet incorporó palabras de Faulkner, más o menos escondidamente. Incluso en su novela Saúl ante Samuel, revisada hasta el borde de la muerte, incluyó frases en inglés (lengua que adoptó a veces para escribir), francés o alemán, sin entrecomillarlas y sin referencia alguna, como si fuesen parte de un telar continuo, desde ese momento suyas. Las convirtió así en masa verbal propia, pero resonando en varias lenguas: sean fragmentos de Coleridge, de George Eliot, de J. Conrad, de Edith Wharton y de Malcom Lowry, por un lado, o, por otro, de autores alemanes singulares, como Georg Büchner y su Woyzeck o Hermann Broch y su La muerte de Virgilio, acogidos indirectamente13. En todo caso, la cita de determinado autor significa servirse de él para dejarlo de lado enseguida tras absorber su sustancia, y sucede tanto en el ensayo benetiano como, por ejemplo, en el de Montaigne; ambos, por cierto, pueden esparcirlas sin añadir el nombre de los autores correspondientes (como los referidos antes), acaso para mantenerse a distancia del modo académico o, mejor, para embutirlas en su texto y engullirlas14. Es otro modo más de picotear los frutos de un árbol, pero no de buscar las raíces.
13 Benet incorpora citas de Faulkner hasta, por lo menos, Un viaje de invierno (Barcelona, La Gaya Ciencia, 1971, p. 96): “No hizo referencia a las tinieblas sino a ese destello que no solo no las disipa sino que muestra su horror (Intruso en el polvo)”. Y en Saúl ante Samuel (Madrid, Alfaguara, 2004, pp. 293, 310, 315, 344-5, 373 y 383), inserta frases sin más en lengua inglesa —de Coleridge (Biografía literaria), G. Eliot (Middlemarch), J. Conrad (El corazón de las tinieblas), E. Wharton (Memorias ), M. Lowry (Bajo el Volcán)—, o francesa —traducida de H. Broch (La muerte de Virgilio)—, o alemana, con el Woyzeck de Büchner, tomado de la dramatización musical de Alban Berg (Wozzeck, II, IV): “Apoyado en la corriente del tiempo”. 14 Michel Butor, Essais sur les Essais, Paris, Gallimard, 1988, pp. 114-119.
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El resultado final está lleno de una energía no solo tomada de la cultura, sino también impulsada por mentes ingeniosas que dialogan, como seguidor que fue Benet de las contrarréplicas de Sócrates —la gran referencia—, a quien tanto aludía, por cierto, Montaigne15. Y es que Sócrates, según recordaban personas tan distintas como Lukács y Virginia Woolf, estaría en el origen mismo del género, pues cada ocasión le daba pie a cambiar de anécdota, a bajar a tierra para lanzar mejor nuevos argumentos ascendentes16. Y puede añadirse que el cosmopolitismo, propio del “gran estilo” —que asimismo comparten Benet y el Maestro —, se ve acompañado por el placer intelectual, acaso epicúreo, de prolongarse en la escritura y en la amistad.
V Un segundo plano, más conflictivo y difuso, es el del escepticismo moderno. La tradición escéptica que encabeza Montaigne —y que va a tener una fuerza decisiva, incontestable, por dos centurias— corre en paralelo al racionalismo clásico, enriqueciéndolo, aunque parezca solo una defensa continua de la volubilidad. Si el gran ensayista no conectó con las ciencias naturales de entonces fue por parecerle más bien inseguras en un momento crucial para el saber y, por ello, por su poderosa distancia crítica, se le consideró como una figura cardinal en la busca moderna de certidumbre, seguramente haciendo uso de raciocinios parciales que otros prosiguieron17.
15 En el cap. I de Puerta de Tierra, apela a Fedro, República, Crátilo, Teeteto, Sofista y Político (véase su El ángel del Señor, cap. v). En el caso de Montaigne, es proverbial su presencia. 16 György Lukács, El alma y las formas, Barcelona, Grijalbo, 1975, pp. 32-35; V. Woolf, “The Modern Essay”, The Common Reader, London, Hogarth Press, 1984, p. 211 (y su “Montaigne”, en esa misma recopilación). 17 Max Horkheimer, Historia, metafísica y escepticismo, Madrid, Alianza, 1982, pp. 156-157; y R. H. Popkins, El problema del escepticismo desde Erasmo hasta Spinoza, Méjico, Fondo de Cultura Económica, cap. III, pp. 97-99.
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Ahora bien, si el ensayo tiene desde su origen una materia evasiva —elude la totalidad, evita encadenar bien sus tramos, es asistemático, intenta sortear las tendencias dogmáticas con sus irrupciones sin ceremonia alguna y con su final imprevisto18—, en el caso de Benet hay una especial voluntad de llevar al límite esa actitud y apartarse de las certidumbres, (pues incertidumbre “no es solamente una palabra que me gusta mucho, es un estado que me cumple”19). Por supuesto que, como poco, habría que tener en cuenta a la Ilustración heredera de Montaigne, que difunde la ciencia clásica a la vez que denuncia fuertemente sus fisuras, como hizo un Diderot (lector continuo del Maestro); no en vano de joven escribió un Paseo del escéptico, antes de entrar en la gran literatura con sus ensayos y diálogos que desbordaban la realidad: son alegatos eclécticos o piezas dramatizadas, que ponen de acuerdo sus sistemas nervioso y estilístico. En todo caso, ha habido un gran salto temporal, y, según acotaba el propio Benet, el escritor del siglo xx, comparado con los que le preceden, “es un agnóstico más sutil, un hombre que conoce sus limitaciones” y que se halla en la mejor tradición posible, “la que informa la ironía y el escepticismo de Cervantes frente al rigorismo de su tiempo, la que independiza a Henry James del profesionalismo de sus contemporáneos”20. Lo señalaba explícitamente desde joven y se puede trasvasar esa gran tradición narradora al mundo específico del ensayo. Benet hizo explícito su alejamiento íntimo de la insuficiente verdad científica21, que, en cambio, conocía desde dentro, dada su profesión
18 Theodor W. Adorno, “El ensayo como forma”, Notas sobre literatura. Obras Completas 11, Madrid, Akal, 2003, p. 21. También viene al caso “Sobre la ingenuidad épica”, pp. 35-41. 19 Benet, Sobre la incertidumbre, Barcelona, Ariel, 1982, p. 8. 20 La inspiración..., p. 187. 21 “Perdí la confianza en lo científico, pronto o tarde. Si hay algo engañoso es la ciencia, que solo se sustituye a sí misma, que se muerde la cola y hace que el individuo viva en un aparente espejismo de claridad. Pues la ciencia lo único que hace es eliminar cosas, y acomodarle su hábitat para que él crea vivir en un mundo de conocimientos y de luces”, en Infidelidad del regreso, (“Escribir”, p. 193).
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técnica con obvios cimientos físico-matemáticos, ejercida placenteramente. Ese desvío personal al respecto lo hacía sin duda extensivo a ciertas apelaciones automáticas a la razón: “No puedo perder de vista que la racionalidad, como la moral cuyas bases denunciara el Nietzsche de Aurora, es poco más que lo compartido, y comienza a perder toda entidad en cuanto se le extrae de su núcleo social, esa especie de hueso elaborado para su preservación y rodeado de la carne donde la filosofía hundirá el diente para extraer su bocado eurístico”. Para Benet, lo racional le viene dado de fuera, se le impone por diversas vías; y ciertas leyes científicas se convierten en mecanismos de freno mental al solidificarse: “Cuando se habla de la ciencia como del cuerpo de doctrina más racional no tanto se establece como la interpretación de la naturaleza más exacta e incontestable cuanto aquella que apenas tiene adversarios”. Y remachaba diciendo que “si el dogma científico es incontestable no es porque la doctrina o teoría que se le pueda poner sea imposible sino porque el número de aquellos que pretendan sostenerla es ínfimo”. Ciertos consensos universales y determinados conceptos se vuelven obstáculos para crear nuevos conocimientos. Otro tanto ocurre en la moral, y también en la cultura22. Desde la lejanía ya del siglo xx, Benet participa de ese rasgo esencial del sujeto y del pensamiento modernos, aunque de un modo más destructor que un Montaigne retirado en su envolvente torre, dado su tenebrismo y su atenerse ya a una categoría solo contemporánea: la de verdad estética. Así que, encerrado en su domicilio —para él, en el domingo de la vida— Benet ejercía su otro oficio, también a fondo, y como escritor se encontraba ya en su terreno íntimo donde no tenía que legislar objetivamente ni tampoco que clasificar nada, según recalcó. Solo tenía que inventar —romper el círculo de lo inventado—, que es un poder en parte del azar, de la fortuna, pero en parte de la voluntad, como decía al inicio de Otoño en Madrid.
22 Todo en El ángel..., pp. 94-96.
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VI La ruptura de la cáscara teocrática, que era la envolvente del saber europeo antes de aparecer la nueva física, la experimentación y el nuevo examen, llevaba aparejada la consolidación de una nueva esfera objetiva, “cerrada e intransigente”, que —dijo sin rodeos Benet— va viendo a Montaigne, Novalis o Nietzsche como “malditos fácilmente desacreditables ¡por su incapacidad para crear un sistema!”23. El descreimiento, que fue avanzando con el desarrollo de la ciencia en tres siglos, determinó por antítesis la materia singular del ensayo, y más aún del ensayo contemporáneo, desde el momento en que dos lenguajes, cada vez más excluyentes ya, se ven marcados por la escisión posilustrada entre no ciencia y ciencia. Un ensayo remite a todo menos a un sistema. Y de rechazo, cuando Montaigne pone en evidencia con su escepticismo lo inmarcesible del mundo, el externo o el interno24, aparece que lo más íntimo, en realidad, resulta ser el vacío. De suerte que el hombre, así “desnudo y hueco” (II, XII), se ve con claridad en un flujo perpetuo, dentro de su gran libertad, más o menos controlable, lo que constituye una situación productora de gérmenes melancólicos. A Montaigne, ese sustrato le condujo no a una conciencia infeliz, sino a otra más bien feliz, activa y muy personal, con afirmaciones y negaciones rebajadas o moduladas a su gusto, a veces vacilantes, pero no enloquecedoras. Su mundo renacentista queda ya lejos de Benet; todo se ha complicado mucho desde 1800 y no solo por el recurrente Romanticismo (que le envuelve); tras las disoluciones sociales y culturales de 1914 y, desde luego, de 1940, la situación se ha vuelto insegura. No en vano, para Benet, un Beckett (el dramaturgo, el narrador muerto en 1989) fue una persona decisiva no por evidenciar lo “absurdo”, sino por su rigor descarnado.
23 Artículos I, p. 111 (“Esferodoxia”). 24 Véase E. Auerbach, Mimesis, México, Fondo de Cultura Económica, 1983, p. 290; Maurice Merleau-Ponty, “Lecture de Montaigne”, Signes, Paris, Gallimard, 1987, pp. 252-253; Montaigne en mouvement, pp. 102-104.
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Desde el inicio en La inspiración y el estilo, Benet vio también que escribir podría verse como la invención de un vacío y este se descubre bien en su retiro, en su trabajo de escritor: títulos evidentes de esa sensación magnética podrían ser los de sus relatos “Horas en apariencia vacías” y “Amor vacui”. Pero es que en realidad buena parte de sus relatos retoman la palabra vacío, la evocan de continuo. Por citar algún caso extremo, Un viaje de invierno —novela abstracta y esencialmente melancólica— gira en torno a existencias dudosas, a disfraces, a fantasmas, a repeticiones y elige una figura humana embutida en paja, un bausán fantasmagórico e inflado, para que aparezca de cuando en cuando, hasta el final, como la nada dotada de un contorno amenazador. Y es que Benet rellenaba el hueco de su escepticismo esencial con venturosa literatura, con afirmaciones de registros distintos (no necesariamente constantes), con frases de las que, decía, no tendría en principio que dar cuentas nadie, si bien manifestaba enseguida una conciencia algo desventurada al ahondar en la peligrosa vaciedad25. Todo se relaciona con la conciencia de nostalgia que atraviesa en realidad toda su obra y que, por ejemplo, genera en La otra casa de Mazón, un paraje crepuscular, ruinoso, malsano y espectral26, e imagina otros tantos lugares inhóspitos donde avidez y vacuidad se complementan crudamente. En general, su libertad para crear era grande, sentía por un momento esa plenitud alumbradora, pero al pensar en un revés aparecía como una situación dubitativa, en la cual la confianza de escritor parece “precaria, volátil, de vida corta y accidentada” y requiere el consenso del lector. Además, cuando una obra avistada suficientemente intenta ya
25 “El miedo a la decepción —a un abismo más hondo que un vacío conocido— es insondable” (en Saúl ante Samuel, p. 77). 26 Benet, La otra casa de Mazón, Madrid, Alfaguara, 2001, p. 175: “Los establos vacíos vertían su oquedad a través de las juntas y grietas de las tablas, y aquellas puertas y mallas cerradas..., tras fundirse con las abombadas paredes y los combados techos de un añejo desván sin límites, quedaron reducidas al continuo estertor del vacío —se diría— animado de ese poder de succión que atrae el espacio para arrastrarlo al punto donde aniquilarlo”. Sobre esa temática y sobre el disfraz que se le añade, Starobinski, L’encre de la mélancolie, Paris, Seuil, 2012, esp. pp. 379-392.
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encarrilarle y dictarle sus gestos, él, entonces, “trata de escapar del intolerable cerco inventando un nuevo refugio que le devuelva a la añorada y difícil carencia de compromisos”27. Lo cual revela su más o menos escondido afán por desdoblarse, por expresarse mediante formas cambiantes, así como su gusto teatral por el enmascaramiento, que era algo más que una anécdota personal y divertida (tantas veces contada por amigos y familiares). Benet ensayaba al finalizar la segunda de sus Trece fábulas y media, que el otro “como no está disfrazado no tiene que saber que lo estamos nosotros”, y daba aún una vuelta de tuerca escéptica al afirmar ahí que “si queremos preservar nuestros más íntimos pensamientos e intenciones, hemos de seguir disfrazados para siempre, lo cual, si cada uno ha elegido con tino su disfraz, no cambiará nada las cosas”. Pero es que además el aire dramático recorrió buena parte de su vida, desde su Teatro civil 1949-1959, de 1960, alguna vez representado por él, hasta las piezas publicadas en 1971 o ciertas formas mixtas, como La otra casa de Mazón, que son asimismo parte sustantiva de su modo de acercarse a los conflictos. El disfraz parece su sombra o tal vez un recurso juguetón ante el hastío. Sin embargo, Benet no pretenderá luego arrancarse máscaras en sus ensayos, como lo pretendió Montaigne con ese despojamiento personal que es parte de su obra maestra, sino que lo puso de manifiesto más bien al modo romántico, desdoblándose, entre tinieblas e ironías, recordando a veces las negruras de varios literatos decimonónicos, o acaso el viejo patrón existencial, Kierkegaard, cuyo importante don Juan al menos, lleno de seducciones y muecas, llegaría a seducir a Juan Benet, pues lo interpretó a menudo en su juventud y lo introdujo en su propia denominación familiar (“Don Juan”). En este punto, la independencia ensayadora parece difuminarse, pero pone más en evidencia que su ensayo desenmascara las pretensiones positivistas de todo tipo.
27 La inspiración..., pp. 38 y 185.
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VII Cambiando de ángulo ya, el uso de la digresión supone algo así como la sustancia argumentativa global en un ensayo; es un gran recurso para elaborar e ir conservando pensamientos a medida que se escribe. Las páginas ensayísticas del Maestro, lejos de seguir la línea que une rápidamente dos puntos, se inscribían “en curvas sobre curvas, enredos y bucles”, funcionan a modo de laberinto tortuoso, decía Macchia28, y por ello creaban cada vez un mundo variado. Pero Benet hace digresiones modernas, toma al vuelo lo pasajero, en sus ensayos y en su prosa creativa, tan ondulante, a menudo de herencia proustiana y faulkneriana. Ese gusto se materializa, ortográficamente, con esos guiones largos, de inciso, omnipresentes en su literatura (incluso a veces reforzados con paréntesis). Aunque no sean del todo fragmentarios, sus prosas revelarían bien esa discontinuidad de la operación de pensar de la que ha escrito Quignard. En todo caso, sus experimentos con la escritura juegan, desde luego, con una expresión abierta, esa forma que expresa el estallido múltiple de cada experiencia (como brotaba ya en Montaigne, novedosamente) y que repercutió en la forma de sus novelas primeras. Pero es que el ensayo, con su apertura esencial, permite mantener muy bien el poderío genésico de ciertos instantes reflexivos y dar cuenta de ellos sin congelarlos, como si cada hecho vivido o repensado tuviese la cualidad de ser único, de poseer una fuerza única, como sucede en la narración épica, pues, dice Benet, “el pensador es también un épico en la medida en que nadie ha visto ni oído acerca de lo que va a hablar”29. Es evidente que la articulación zigzagueante de un ensayo modifica paulatinamente las perspectivas. El juego de combinaciones que resulta al recorrerlo hace situar las cosas bajo una iluminación cambiante y además hace asomar un yo que descubre cosas, hasta el punto
28 Giovanni Macchia, “La biblioteca de Montaigne”, en Las ruinas de París, Barcelona, Versal, 1990, p.15. 29 Puerta de Tierra, p. 34, y Benet se remite ahí a Valéry, vaciador del mundo que luego lo reconstruye, como Monsieur Teste, con sus “rotaciones curiosas”.
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de que el autor logra mantener el encantamiento propio de todos los inicios, de los aprendizajes, con esa frescura digna de un hombre insubordinado, amante de la gaya ciencia. Estos tres aspectos clásicos —cambiar rápidamente los ángulos de mira, modificar el alumbrado, gozar en libertad de nuevos horizontes— son aspectos de la inventiva benetiana y, aunque sean extensivos a otros ensayistas, podrían servir para precisar cómo y con qué artificios muchos ensayos suyos resultan tan singulares. Exponer lo germinativo es característica de su ensayo. Un tejido de frases nuevas se trenza con otras frases acaso ajenas o casi extemporáneas y crea figuras o, mejor, configuraciones, redes o dibujos, como en Henry James. El conjunto que resulta —un ciempiés, un depósito de materiales extraños— no da nunca una totalidad aunque ofrece un mundo distinto en cada uno de ellos (especialmente sucede con Benet) y nos conduce paso a paso a puntos accidentales, si bien no resultan al final del recorrido excéntricos. Al ir tensando un tejido de frases, con sus bloques cambiantes, Benet generaba cada vez una cristalización o un campo de fuerzas30 irrepetible: un ensayo poderosamente creativo resulta compacto y cerrado. La hondura de su penetración es la hondura de un planteamiento escrito que no trata de reducirlo a otro lenguaje, sino de trabajar en lo posible sin conceptos, sin inferencias, sin principios claros, sin lógica discursiva aparente: a cielo abierto. En fin, es muy suyo ese dirigirse —sin ir a ciegas— al punto ciego de las cosas, sin mediaciones y vertiginosamente abismarse en él. El reconocimiento de lo inabarcable, el cambio súbito de rumbo, la sorpresa o la broma, el forcejeo evasivo con los conceptos —así como su hundimiento elevador, si cabe decirlo así— se corresponden con otra evidencia benetiana, que aplicaba por lo demás a su narración: escribir un ensayo no supone llegar a un resultado que finalmente se registra, sino saber conservar un proceso que se transcribe y se valora como tal; lo característico es el curso flexible de lo llevado a cabo.
30 Véase Adorno, op. cit., pp. 20-21, 26 (y “coordina elementos en lugar de subordinarlos”, p. 33).
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Parece como si el pensamiento, al ser escrito, llegase a expandirse o a dilatarse en una especie de flujo, espontáneo unas veces, pero controlado en su caso, para no alcanzar un final. “Nunca llegarás a nada”, pero sí a concluir cierta forma. En su estructura de tensiones, la forma se hace destino y logra así una configuración única31, que niega toda sistematicidad y trabaja enfáticamente con la fórmula expositiva, llena de contrapesos y extraños paralelismos, hasta constituir su propia, vacilante, autoridad. En el ensayo lo tangible o lo visible se reducen al mínimo, en beneficio de esas formas sinuosas y genuinamente nuevas que genera. En el teclado de Benet, percibimos esa potencia ambigua y modificadora en cada detalle elegido, un detalle que delata su pronunciamiento subjetivo, así como “la insatisfacción y la inseguridad” que son a su juicio órganos fundamentales para desplegar el pensamiento32. Es su modo de permanecer hasta el final —como él decía—, en una “nebulosa formada con partículas de fascinación, inquietud y sorpresa”33.
VIII Benet ni utilizó el ensayo narrativamente ni tomó una narración como pretexto para hacer un ensayo; ni incluso lo hizo cuando convirtió su intención de ensayar una biografía, la de Lutero, en un cuarteto de narraciones: El caballero de Sajonia. Pero una narración suya nunca queda al margen de la reflexión expresa; y simétricamente en su obra ensayística reconocemos a menudo una rara tensión literaria o un combate de contrarios de lindes poéticas. Eso sí, la confluencia parcial entre el relato y el ensayo no es inusual en un creador, y menos aún del siglo xx (aunque tampoco en su admirado Stevenson, ensayista también de gran estilo clásico). Un narrador
31 Dice Lukács (que es glosado por Adorno), El alma y las formas, Barcelona, Grijalbo, 1975, pp. 24, 27, 30 y 38. 32 Artículos I, p. 112. 33 Infidelidad del regreso, p. 29.
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de peso, el ingeniero Musil, decía que el intento ensayístico supone poner “el máximo rigor accesible en un terreno en el que no se puede trabajar con precisión”, pues así se crea un orden, se encadenan ideas, se ofrecen soluciones particulares: evocaba así un espacio literario singular, lo que no supone para él “hacer algo con descuido”34. Por otra parte, especialmente en Benet —también en Musil, aunque fuesen verdaderamente antitéticos en sus creaciones novelísticas (acaso menos en las teatrales)— podemos aislar fragmentos extensos, sin que se logre saber con certeza, luego, si es un párrafo de Una meditación o si es una porción de Puerta de tierra. A veces, de hecho, resultan intercambiables, ya que hay grandes ráfagas reflexivas en su escritura. Pero no al modo de Ferlosio, al que admiraba, pues no fuerza ni extiende tanto su originalidad argumentativa. Se movía por afinidades no necesariamente compartibles, y las afirmaba con una coherencia privativa y con una obstinación burlona. Decía Benet en 1989, con cierta coquetería: “Yo no hago esquemas previos, ni nunca tomo notas; parto de una situación que se podría llamar fisiológica, y dejo al cuerpo que reciba y genere ideas”. Pero su invención —analítica y expositiva, con pocos neologismos pero levemente arcaizante— se superpone a sus sentimientos corpóreos o fisiológicos. En fin de cuentas, se necesita un doble talento para lograr que el ensayo roce el temblor del agua a punto de hervir, ese indicador de la buena escritura, y que sea consistente pese a sus meandros y asociaciones libres. Desde luego, Benet, con su mente en ebullición, lo tenía. Las decenas de ramales del ensayo, que corresponden a otras tantas apetencias suyas, cuajan siempre en un texto inteligible, además de novedoso. Esto es lo que él finalmente querría lograr. Y la gama de sus gustos, misteriosos o no, así como la variedad de sus expediciones artísticas resulta ser más amplia de lo imaginable hasta hace poco: por ejemplo, tras el estudio de sus ensayos.
34 Robert Musil, Ensayos y conferencias, Madrid, Visor, 1992, p. 342.
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Cuando en 1965, en las maravillosas ediciones de fondo blanco y letras de portada en rojo de la Revista de Occidente, aparecieron libros de poesía inolvidables como Alianza y condena o las últimas cosas de Vicente Aleixandre, también aparece La inspiración y el estilo, obra teórica y ensayística sobre literatura, de un joven Benet alto y desgarbado. Antes de este libro, que realmente salía en una editorial de lujo y de culto, solo había publicado una pequeña obra de teatro en una revista también de culto que hacía Rodríguez Moñino —una pequeña pieza de teatro en un acto— y, a su costa, pero con sello editorial de Giner, que era un personaje absolutamente barojiano que yo llegué a conocer, también un libro de cuentos con una portada horrible. Se llamaba Nunca llegarás a nada y lo pagó de su bolsillo. Todavía tenía ejemplares en los años setenta, y me regaló uno, una rareza total y una colección de cuentos excelente. La inspiración y el estilo es, por tanto, la tercera obra de un joven absolutamente desconocido, en parte por su condición técnica de ingeniero de caminos. El libro propone no solamente una reflexión en profundidad de lo que es para él la literatura, no solamente hace una
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crítica de lo que es la literatura mundial que le interesa y la española, que en general no le interesa nada, sino que está trazada ya toda su trayectoria y toda su obra posterior, incluidos el propio desarrollo y los ejemplos que argumenta, impecables. Eso no ha ocurrido casi nunca en ese nivel de exigencia y de totalidad. Yo solamente puedo comparar en este sentido los mil veces glosados estos días, los buenos textos de Ortega, los buenos textos de María Zambrano, los de Bergamín, más modernamente para mi generación los libros ensayísticos —que son un sistema filosófico— que ha hecho el gran filósofo catalán y español Eugenio Trías, que no tienen el reconocimiento que deberían tener porque los tiempos no son nada hegelianos, ni son nada kantianos, ni siquiera heideggerianos. Pero no me quiero salir de mi tema. En ese libro, Juan establecía con toda petulancia —que era realmente algo que le caracterizaba mucho— que la literatura no tenía que depender de ningún tipo de hermenéutica o metodología científica, o no científica, freudiana, sociológica, semiótica, etc., sino que la literatura que a él le interesaba se apoyaba exclusivamente en el gusto personal. Y el gusto personal, “¿cómo se construye?”, dice inmediatamente Benet. Pues se construye con la frecuentación continua de los grandes autores literarios del pasado. Desde ahí, y despreciando todo lo demás, arrancan realmente las consideraciones provocadoras —que es una de sus marcas de fábrica— de Juan Benet. ¿Y en qué se apoya o a qué responde, retóricamente, el gusto? Juan dice: “A mí la literatura que me interesa, y naturalmente —no lo dice pero lo piensa— la que voy a hacer, se apoya en el concepto de Grand Style”, que no tiene que ver en absoluto, como se podría pensar, con la literatura principesca o protagonizada por grandes señores del dinero o de la posición. Realmente en el Grand Style Juan Benet metía a Carlyle o a Tácito, pero también metía a Céline, y si hay un literato del cual no se puede decir que pertenecía a la generación de los príncipes o de los que solamente sacaban novelas donde figuraban príncipes italianos arruinados, etc., como Henry James, era Louis-Ferdinand Céline, que hablaba desde la más oscura y hedionda periferia parisina.
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Lo que dice a continuación es que este Grand Style para él es irrenunciable y significa la gran literatura. Pero en España ocurrió algo absolutamente espantoso, y es que se apartó del Grand Style y se instaló en la embriaguez del rebajamiento y en lo que llamaba él la “bajada a la taberna”: toda la literatura española, o casi toda, había terminado en la taberna, que para él representaba lo trivial, lo costumbrista, lo caedizo, lo oportunista y lo mal trabado literariamente. Esa era la “bajada a la taberna” y la pérdida del Grand Style, mucho más importante para Benet que la pérdida de todo el imperio colonial de Cuba y de Filipinas. Esa “bajada a la taberna”, o mejor dicho, ese gusto que España abandonó por mor de la “bajada a la taberna”, sigue apuntando Benet, tenía que articularse a través de una serie de características que él aprecia y que inmediatamente se apresura a contar. Esas grandes características que tienen que conformar toda la literatura que para él merece la pena son: la incertidumbre, la memoria, la fatalidad y el temor. Evidentemente, estas categorías le dan necesariamente una coloración trágica latamente a todos los textos que Benet amaba en los autores que él leyó y que se aplicó y cumplió en su propia obra. Ahora bien, ese tono trágico no se piense como tono o concepto sombrío, porque en Benet está trufado continuamente por una especie de humor muy sutil. Curiosamente no le viene de las afinidades anglófilas —que era un gran admirador de la literatura inglesa, sobre todo del siglo xix y parte del xx—, sino de contagios de sus maestros de los años 40, pues había tenido la gran suerte de conectar con los restos que quedaban en Madrid del surrealismo español de las épocas heroicas. Fue íntimo amigo y recibió todas las confidencias de Alfonso Buñuel, que lo sabía todo de la vida y la trayectoria de su hermano Luis, el cineasta, y también, en un grado de intimidad y casi de adopción, de José Bello, el célebre Pepín Bello, de quien ya se ha llegado a contar recientemente que era la dinamo secreta de las locuras y las maravillas que hicieron, sobre todo, aquel trío de genios absolutos que eran Lorca, Buñuel y Salvador Dalí. Esos dos grandes maestros, veinte o treinta años mayores, le contaron toda la historia y toda la aventura surrealista. Y todo el humor de Benet es un humor personalmente tratado, pero que, en gran medida, viene a mi juicio más de la línea
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surrealista, no tan descarada como en Breton, Crevel o Péret, sino aminorada y afinada. Y ahí sí que podría entrar su amor por el humor inglés. Voy a hacer un resumen rapidísimo, ya más concreto, de lo que Juan prefería y no prefería. De la poesía tenía muy mal concepto, o quería que pensaran que tenía muy mal concepto. De entrada, Juan había leído muy poca poesía y, desde luego, cuando, en su época madura, se casó con una poeta o tenía entre sus amistades íntimas no solamente a mí, sino a Félix de Azúa, a Gimferrer y a otros poetas, él se vanagloriaba públicamente diciendo que la poesía no tenía musculatura y que así como para hacer una obra de teatro o una novela o un ensayo había que tener potencia intelectual, cualquier tonto podía hacer un gran poema. Y señalaba casos concretos bastante sangrantes, que no voy a contar aquí, además vivientes. Decía: “Veis, este es el mejor poeta que tenemos y es totalmente imbécil”. Le gustaba Manrique —¡cómo no le iba a gustar Manrique!— o citaba a Manrique. Curiosamente, le gustaba mucho citar y me parece que puso en frente de uno de sus trabajos ensayísticos dos versos o tres de Pessoa, pero siempre citaba los mismos. Decía: “Oh, mar salado, cuánta de tu sal / son lágrimas de Portugal”1 y esos eran los únicos versos que citaba de Fernando Pessoa y así con cualquier otro poeta universal. Yo tengo la satisfacción de que lo aficioné a Góngora, pero no al Góngora grande de los poemas herméticos del Polifemo o las Soledades, sino a la entonces fantástica edición que había hecho Biruté Ciplijauskaité de los sonetos del cordobés. Una vez yo saqué aquel volumen de Castalia en una de nuestras largas veladas biembebidas y bienfumadas, y cuando estábamos todos bien pasados decía Juan: “¡Saca a Góngora!” y entonces yo estaba obligado a coger el volumen, que tenía muy cercano, y leer cuatro o cinco de los grandes sonetos: aquel de “¿Son de Tolú o son de Puerto Rico / ilustre y hermosísima María / o son de las montañas de Bugía / la fiera mona y el disforme mico?”, en el que lo que dice Góngora es que lo mandaron a Cuenca y
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Es decir, “Ó mar salgado, quanto do teu sal / São lágrimas de Portugal!”, “Mar Portuguez”, Mensagem, 1934.
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una señora mandó recibirlo a unas criadas suyas que eran ferozmente feas: Góngora las califica como la fiera mona y el disforme mico. Esos sonetos y otros, insultantes o no, nos hacían felices y era un ritual en la casa que estuviéramos. Todos los amigos teníamos la edición de Castalia para, llegada la hora de Góngora, recitarlo. Eso en cuanto a poesía, y poco más. La prosa ya era otra cosa. La prosa extranjera, evidentemente, porque a la prosa española había que echarle de comer aparte. A Benet, lo que más le interesaba de la prosa española era la maravillosa relación de Bernal Díaz del Castillo sobre la conquista de Méjico, un libro soberano, y La fundación del Monasterio de El Escorial del Padre Sigüenza, que decía que también era una de las prosas más prodigiosas, ricas y limpias y de Grand Style, de las pocas que tenía la lengua castellana. Yo le decía: “Hombre, en los barrocos hay algunos. Fray Luis de Granada escribía muy bien o Gracián no es despreciable”. No, no, esos estaban o en la taberna o a punto de pisarla. Largaba a todos los grandes maestros del Barroco y de entre los modernos, por supuesto, ValleInclán era taberna pura, Unamuno casi, de Azorín decía que tenía realmente el punto de vista de una mosca, porque iba picando en elementos triviales en su prosa minimalista. Al único que respetaba era a don Pío Baroja, creo que por cuestiones de vecindad, porque frecuentó su tertulia allá en los años cuarenta, cuando Benet era un jovencito estudiante de caminos. Tenía admiración por el Baroja persona y por el Baroja escritor. Y tú le decías: “Hombre, también en Baroja taberna hay la suficiente”. Pero no, para él, don Pío sobresalía por su exigencia ética, por su ascetismo, porque podó la prosa aquella “maldita” de Galdós y realmente hizo funcionar la novela tan bien como funcionan las buenas novelas de Conrad, de Stevenson o las películas de Raoul Walsh. Baroja para él era intocable. Se volvía loco hablando de él y me contagió aunque yo ya estaba contagiado, y últimamente no hago más que leer a Baroja: me he lanzado con pasión en el repaso de vida y obra que ha hecho nuestro querido amigo y maestro José-Carlos Mainer. Luego, de los modernos, alguna vez le cogí diciendo: “Hay alguna cosa en La Regenta —que es la visita de algún personaje o de la propia Ana o el cura por los claustros y los rincones de la catedral de Oviedo—
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con claroscuros literarios que no están mal”. Eso es gran estilo, naturalmente. Pero no todo Clarín, desde luego: solo partes de los mundos creposcolari que puede tener La Regenta. Y ya de los modernos, Galdós ni hablarle: lo fulminó en un artículo a mi juicio radicalmente injusto. Y de los posteriores, a pesar de prologar a Ferlosio para una edición barata de Alfanhuí, era reticente con él. Y también lo fue en sus intervenciones paramemorialísticas sobre Luis Martín-Santos, que fue colega y amigo. Y ya no hablemos de otros, pero hay autores que yo aprecio mucho y que Juan despachaba o tiraba literalmente. Por ejemplo, una vez tiró por la ventanilla del auto de un amigo una novela que este leía. Voy a ir terminando, y elijo de la ensayística de Benet tres libros que me parecen fundamentales: La inspiración y el estilo, por la estrategia y la continuidad y el proyecto que entraña de todo lo que va a hacer en su larga vida literaria. Me gusta mucho El ángel del señor abandona a Tobías, un libro ensayístico riquísimo, me parece muy bien la parte de “El pozo” en Del pozo y el Numa, una obra en que había un segmento narrativo; y luego una disputa que había que atarse bien los machos con el José y sus hermanos de la gran tetralogía o pentalogía de Thomas Mann, al cual le ponía pegas. Algunos amigos le dijimos: “Lee a Onetti”, que podía ser un hombre cercano a la sensibilidad literaria de Benet, naturalmente más en la línea de Céline que de Carlyle o Tácito, un escritor que me parece descomunal. Le dijimos: “Lee los cuentos de Onetti”. Nada, imposible. Era así de arbitrario. Y entre los textos aislados, hay una especie de narración-reportaje que publicó en Cuadernos hispanoamericanos, creo, en 1964, que se llama “Toledo sitiado” y luego lo publicó en una editorial modesta a cuyo editor tenía muchísimo cariño. En este artículo cuenta una visita, con su primo Chueca Goitia, que era una eminencia en arquitectura española de todos los lugares y los tiempos, y en un viaje de los años sesenta fueron a Toledo y a la cripta de una de las viejas iglesias. En la cripta había, como suele haber, una colección de momias apoyadas en la pared y Juan, yendo por allí y por acá, se acerca a una momia y ve que la momia tiene, entre los dientes o el poco pellejo de la cara, una cosa y se acerca pensando: “Aquí algún gracioso blasfemo y poco decoroso que le ha puesto una colilla”. Fue a quitársela y se dio cuenta de
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que era la lengua del difunto. Y habría que decirle: “Juan, ¿eso es taberna o no es taberna? ¿Bajar a la momia es bajar a la taberna o no lo es?”. Posiblemente te diría que no. Yo amo mucho sus devociones y los artículos que dedicó a Conrad, el ensayo sobre El agente secreto, de Conrad, que es una inmensa novela, y prólogos a libros de Conrad que tradujo Javier Marías. Me parece muy bueno, aunque lo ataque de una manera inmisericorde, su artículo sobre El Guzmán de Alfarache, que aprovecha para, salvando al Lazarillo en última instancia, también machacar a toda la tradición de la picaresca. Y me gustan sus artículos musicales. Juan, contra el montón de grandes escritores contemporáneos —me acuerdo de Breton, pero podría citar a más— que eran totalmente sordos a la música, era de la raza de los Adorno o del propio Thomas Mann, que tenía una gran afición a la música. A mí me descubrió, por ejemplo, los valses distorsionados y la ópera en general de Richard Strauss. Recuerdo una vez, en su finca, que estuvimos toda la noche oyendo El caballero de la rosa, que es una de las óperas que más me gusta. Nos amenazaba con ponernos quince o veinte discos de la tetralogía de Wagner, es decir, de El anillo del Nibelungo: “¡U os calláis u os pongo los quince discos vinilos!”. Y para finalizar, hay artículos suyos maravillosos como “Op. posth”, sobre Schubert; hay novelas suyas construidas sobre el eje de la mitología de Frazer y de un ciclo de canciones de Schubert, que se llama Un viaje de invierno. Da nombre a la propia novela. Y para preparar este encuentro sobre mis cariños a Benet y su obra ensayística, encontré una vieja carpeta de una tarde lejana del 73 o 74 en que ya estábamos aburridos de leer a Góngora y de todo, y le dije: “Juan, aquí en estas cuartillas tú me vas a hacer tu canon musical en un momento, mientras nosotros liamos el próximo porro. Me vas a hacer tu canon de la música clásica”. Y entonces, a lápiz, a pluma o bolígrafo, me hizo su canon de la música clásica, hoy del todo inédito y que me gustaría publicar con algunos comentarios.
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Danilo Manera (Università degli Studi di Milano)
Como señala el propio Rafael Sánchez Ferlosio en La forja de un plumífero, el modelo expresivo de sus ensayos es la prosa administrativa barroca, especialmente la de Indias. La frase que le gusta es como un galeón con toda clase de aparejos y que navegue a velas desplegadas. De acuerdo con esta imagen, la oración larga sería un formidable navío pertrechado para adentrarse en la mar incógnita, “todo un complicado organismo sinérgicamente articulado”, bien distinto de las sencillas barquitas que puntean las mansas aguas mediterráneas, sin alejarse mucho de la costa, “a semejanza de las breves frasecitas paratácticas” azorinianas. “Llegó a antojárseme”, nos cuenta el autor, “que solo podía decir tal o cual cosa de modo satisfactorio, por suficientemente preciso, circunstanciado, explícito y completo, recurriendo a largas construcciones hipotácticas”. Sin embargo, “la hipotaxis tiene el peligro de que es muy viciosa, y uno a veces se empecina en ella”, generando así galeones débiles que deben remedar vergonzosamente en alta mar su propia rotura de la continuidad respiratoria e intelectiva. También explica que
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Un juego de ganzúas (deriva ferlosiana)
el rigor de pulir y acrisolar frases y palabras obedece a que todavía escribe con el anticuado deseo de tener razón y de convencer a alguien. Y la resistencia a publicar se debe tanto “a la duda de tener razón como al descorazonamiento de no lograr convencer nunca a nadie”. De allí el refrán ferlosiano: “Más vale maestrillo de menos que librillo de más”. “Lo que me gusta es tejer, no hacer jerséis”, le dice Ferlosio a Savater. Las semanas del jardín muestran ya toda la fértil disorganicidad de su razonar moroso y divagante, obstinado y minucioso, postura asumida como opción por una verdad no unívoca, sintética y totalizante. Ferlosio despliega un estilo ensayístico inconfundible, de andadura a veces forense, pero también recorrido por relámpagos de impetuosidad y centellas humorísticas, socarronas o líricas. Bien conocida es la explicación del título: un actor se olvida de la frase que tiene que decir e improvisa otra. Su colega se ve obligado igualmente a improvisar una interpolación apócrifa. Desde este instante, cada uno de los dos actores esboza en su mente una posible vía de retorno al texto original. Pero si conciben caminos distintos, se trenza un diálogo exuberante, curioso e inesperado. Gonzalo Hidalgo Bayal subraya que Ferlosio es un pensador sin ser filósofo, un “ensayista puro, no contaminado por la profesión, ajeno a toda vinculación externa, no intelectual, con el objeto”. Manuel Ángel Vázquez Medel lo define como un “narrador de ideas” que plantea preguntas con su “pensar concentrado”. Según Tomás Pollán, la “actitud cognoscitiva” ferlosiana, su “modalidad de experiencia”, se basa en el “movimiento centrífugo del conocimiento y la significación”. Ferlosio relata a su lector-compañero de viaje los avatares de sus “largas expediciones hacia las cosas” (los bienes, el acontecer), para lo cual “sirven en principio todas las vías de acceso, las más variadas perspectivas, los experimentos mejor ideados, las conjeturas más osadas y las más depuradas modalidades de escritura”. En la página ferlosiana, la argumentación acompaña al pensamiento en sus idas y venidas, en sus digresiones y rodeos al hilo de lo que va surgiendo —con el ritmo variable que impone la orografía de los andurriales por los que transita—, y hasta en la expresión de los sentimientos (indignación, sorna, cansancio, tristeza, euforia, amargura, maravilla...). En una entrevista, el autor declara: “En los ensayos me permito incluir comentarios valorativos apasionados y hasta entre signos de exclamación.
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Danilo Manera
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Eso no se puede hacer en una novela, donde, en todo caso, son los personajes los únicos que pueden expresar sus sentimientos”. Su discurso es por su propia índole errático y asistemático, conscientemente, como se deduce de dos pecios sobre el tema: (Confianza) Algunos aprecian la coherencia o congruencia como una prueba de honradez en la conducta o como una garantía de verdad en el razonamiento, pero, al cabo, tiene un punto de vanidad estética: vale poco más que la rima, pero es mucho más peligrosa1. Tener ideología es no tener ideas. Estas no son como las cerezas, sino que vienen sueltas, hasta el punto de que una misma persona puede juntar varias que se hallan en conflicto unas con otras. Las ideologías son, en cambio, como paquetes de ideas establecidos, conjuntos de tics fisionómicamente coherentes2 .
Ferlosio tiene una capacidad extraordinaria para captar en una frase hecha, en un estereotipo o en una acuñación invariable aparentemente inocuos las manifestaciones verbales del substrato ideológico más cotidiano y no por fosilizado menos vigente, para sorprender in fraganti sus insidiosas manipulaciones, y sabe transformar percepciones fortuitas en vislumbres de conocimiento categórico, combinando de forma fructífera las habilidades y las terminologías más diversas, la vivacidad de lo concreto con la transparencia de lo abstracto. La reflexión ferlosiana brota de una oposición, una insatisfacción, una molestia por lo que se dice y avanza con el anhelo de devolver a la palabra su lealtad y dignidad. Porque la palabra se vuelve falaz y engañosa si se la erige en anunciadora de la verdad y, por tanto, en instrumento de opresión, enferma de fanatismo. “Toda frase hecha, todo estereotipo verbal es siempre índice de una actitud mental inerte, o sea, ideológica”, escribe. Son estos indicios los que le hacen “levantar un par de orejas como las de una liebre”. Y a veces, al referir un tópico, subraya: “para castigo de mis pobres oídos” o,
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“Pecios. El Mal es un comodín ideológico”, El País, 22 de enero (2009). Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Barcelona, Destino, 1993, p. 100.
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al usar un detestado modismo periodístico, “perdón por esta jerga”. Análogamente, a otro nivel, justifica su práctica de valerse de autores o doctrinas mediocres “por considerar que en ellos se expresan las representaciones más comunes y vigentes de un modo mucho más diáfano y candorosamente ingenuo que en las elaboraciones de autores más astutos o avisados. No me importa lo que, en un principio, pueda haber en ello de tomarme facilidades abusivas, siempre que el tratamiento sepa tenerlo en cuenta y el resultado final esté a una altura satisfactoria”3 . En efecto, tal vez no percibiríamos con igual fuerza el alcance social de las representaciones producidas por la industria cultural si el ejemplo elegido no fuese una copla cantada por Manolo Escobar: “Toíto te lo consiento / menos fartale a mi madre, / que una madre no se encuentra / y a ti te encontré en la calle”4. Más en general, los usos lingüísticos constituyen a menudo materia prima para la reflexión, como demuestran muy bien El alma y la vergüenza —con las observaciones sobre “perder la cara” / “¿Con qué cara salgo yo a la calle?” / “no me gusta sacarle a nadie los colores” / “poner en evidencia” / “desfachatez” y “caradura”, y la etimología improbable pero fascinante de “conciliar” el sueño— o La señal de Caín, que arranca del estudio de “arrepentimiento” y “remordimiento”. Por otro lado, Ferlosio no escatima esfuerzos para aclarar y aquilatar. Véanse pasajes como: “Me disgusta tentar de esta manera la paciencia del lector, pero el deseo casi afanoso de que se me entienda me obliga a precisar más todavía qué es lo que designo como...” o “siguiéndole tenazmente los pasos —aun a riesgo de resultar pesado— a esta misma liebre...”. En cierto punto de El castellano y la Constitución, confiesa que no le importa el nombre que se use para una lengua, si el natural u otro “metido con calzador”, aunque su oído rechace que al castellano “se lo designe con esa especie de mote pueblerino de ‘español’”, pero lo que sí le importa “es que una vez puesta en querella una cuestión, [...] los argumentos que se esgriman sean pertinentes, ciertos
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“Las cajas vacías”, en El alma y la vergüenza, Barcelona, Destino, 2000, p. 61. Ibidem, p. 433, anteriormente “¿Tú de qué lado estás?”, en El País, 7 de diciembre (1996).
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y plausibles”5. Es una exigencia de acribia que Ferlosio remite humorísticamente al “más inteligente de los españoles”, autor de un Arte de tocar las castañuelas, con su sentencia: “No hace ninguna falta tocar las castañuelas, pero en caso de tocarlas, más vale tocarlas bien que tocarlas mal”6. Es plenamente comprensible que Ferlosio a veces ponga en tela de juicio sus propias hipótesis, o sus conclusiones, y que discuta consigo mismo y se autocritique, sin dejar nunca de matizar. Es algo que va más allá de su proverbial modestia. Como es sabido, se autodefine un “filósofo de campanario”, un “economista a la violeta”, un “ex-critor”, un “sermoneador”, un “worst-seller” pesado, un “mindundi” que descubre Mediterráneos, llama a sus artículos “boletines parroquiales” porque le parecen prédicas de un párroco enfurecido y pesimista, y, por añadidura, hostil a toda trascendencia o providencialismo. Niega ser un espíritu libre y autónomo, sino un mero cruce de muchas influencias. Señala el riesgo del manierismo ínsito en su estilo. No faltan momentos en que se percibe pedante, detecta en sí mismo ese “cargarse de razón” que tanto le irrita en los supuestos virtuosos. Inserta puntualizaciones como “por cuanto yo pueda saber, que siempre es poco”, títulos autoirónicos como Más ferlonomics o frases como “Metido ya en arriesgarme a tumba abierta a decir los mayores disparates y a cometer los errores más mayúsculos...”. Por ejemplo, al descubrir una coincidencia extremadamente tentadora, que el talento de alguien como Adorno aprovecharía brillantemente, afirma que “cualquier explicación que acabase esforzadamente por elucubrar” resultaría “altamente sospechosa de ocurrencia ad hoc. Así que aunque lo que menos me gusta, cualquiera que sea el asunto sacado a colación, es callarme, aquí, no sin dolor, me callaré”7. En otro lugar, después de haber ofrecido una similitud entre la economía y el sistema circulatorio de la sangre, glosa: “Sin duda esta figura, como casi todas, ha de hacer agua por alguna parte; yo ahora no sé por cuál,
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Ibidem, p. 238. Ibidem, p. 321. Non olet, Barcelona, Destino, 2003, p. 109.
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pero acéptese con las reservas oportunas o dese por no dicha”8. Y también sobre esto hay un pecio clave: ¡Ojalá el escociente sentimiento de ridículo que me produce oír el tono de petulante convicción de la voz que me resuena al repasar algún escrito mío fuese capaz de mejorar, o sea, de hacer más neutra y más impersonal, la responsabilidad de mis palabras! Pero no: quien, como yo, carece de humildad esperará siempre en vano que el sentido del ridículo pueda servir de sucedáneo de esa virtud que le falta. Le servirá, a lo sumo, de castigo una y otra vez, pero jamás de correctivo; le hará sentir hastío y hasta odio de sí mismo, pero jamás le ayudará a cambiar9.
El efecto de los ensayos ferlosianos no sería el mismo sin una considerable dosis de personalidad expresiva y recursos retóricos. La descripción de una Nancy Reagan apéndice del marido fijando devota y vomitivamente los ojos en Ronald, en su jura como presidente, no se nos clavaría tanto en la mente si faltase el símil: “Lo mismo que a una moto se le atornilla un sidecar”. La crítica a Jay Gould no sería tan incisiva si el año cero no se describiera así: “Extenso, macizo, quántico, orondo y barrigón como bien preñado de sus 365 días de duración”10 y sin el ejemplo del carnicero que le despacha al paleontólogo de Harvard un kilogramo cero de solomillo. Y hasta unos juegos de palabras dejan huella, como este muy reciente: “Lo único que habría que averiguar es hasta qué punto es cierto que los tiempos cambian o no es más cierto que los cambios tiempan”11. Bien conocidas son, asimismo, las llamaradas de sarcasmo o ironía que condimentan algunos artículos, por ejemplo: Si los notoriamente rústicos y casi iletrados alemanes padecen tanta indigencia cultural que la caritativa acción de socorrerlos con
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Ibidem, p. 16. Vendrán más años..., p. 105. “Cero en Aritmética”, El País, 1 de septiembre (1998). “Valor añadido”, El País, 27 de mayo (2012).
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poesías de García Lorca no puede demorarse ni un día más, ¿cómo van a entretenerse ahora los expertos en cominerías y refinamientos sobre la mejor o peor calidad de las versiones?; y además, ¿sabrá un burro lo que es un caramelo?12.
En este ámbito, nunca sobran las manifestaciones de cierta “italianidad”, la que se alimenta de Belli y Dante, la que maneja Bembo y Lamarmora o arremete contra Berlusconi; la que le saca jugo a términos como dopolavoro o ragioniere e invoca del Señor “toda la destreza navajera de la bullería romana y la guapparía napolitana de mi media sangre”13. Los lectores apreciamos además las anéctodas o vivencias personales que salpican los ensayos ferlosianos, como el servicio militar en Tetuán para entender las azoteas de Damasco, las ocurrencias idiomáticas de una niña o un sueño en el que el autor se ve como oficial del ejército alemán. Limitándonos, por ejemplo, a Non olet, son inolvidables los episodios de la chaqueta de punto de calle Cedaceros y del navarro guapo de la academia de dibujo, pero asombra de forma especial el prospecto del vigorizante “Liquesán”, donde se hace referencia a investigaciones en Nueva Zelanda sobre el uso del liquen amarillo por parte de los pueblos protohistóricos Camino del Mar asentados en Gromba Salamnea, remitiendo así inesperadamente al ciclo narrativo de las guerras barcialeas14. Huelga decir que la ensayística ferlosiana no sería la misma sin sus “pecios”: apostillas, intuiciones, apólogos, preocupaciones, recuerdos, poemas, exclamaciones, apuntes meditativos que a menudo aparecen dentro de escritos más extensos. Conforman un humilde breviario terrenal compuesto, es verdad, por los restos de un naufragio individual y colectivo, esquirlas de barcos que no han llegado a puerto, pero a veces alivia usarlos como asidero para salvar un poco de libre albedrío. La honestidad ferlosiana se manifiesta en un pecio autocrítico, Ojo
12 “Cultura, ¿para qué?”, El País, 25 de julio (1998), luego en El alma y la vergüenza, op. cit., p. 321. 13 Diario 16, 17 de mayo de 1980, luego en Ensayos y artículos, Barcelona, Destino, 1992, I, p. 68. 14 Véase Non olet..., op. cit., pp.: 52, 114-115 y 119-120 respectivamente.
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conmigo, donde advierte de los riesgos de explotación y fraude inherentes a tal género fragmentario y sentencioso: Lo “profundo” lo inventa la necesidad de refugiarse en algo indiscutible, y nada hay tan indiscutible como el dicho enigmático, que se autoexime de tener que dar razón de sí. [...] A la esencia de la palabra pertenece el ser profana. Es lo profano por excelencia. Por eso mismo la sacralización es el medio específico adoptado por quienes quieren [...] defenderse de ella. La palabra sagrada ya no dice, ya no habla, no es más que letra muerta, voz muda, signo inerte15 .
Y más en general renueva la advertencia de no convertir la palabra, instrumento de significación y diálogo, en credencial de sumisión, fórmula ritual indiferente al contenido, abocada no a ser entendida, sino solo a ser obedecida. Ferlosio queda siempre fautor de un pensamiento capaz de desalinear el lenguaje y mantenerlo sociable y significante. En Ferlosio el lector percibe un sentimiento indomable e indomesticado de la vida. Es una opción instintiva y de método a la vez, condensada en figuras como la del lobo, tachado sin apelación como malvado, tal vez exactamente por negarse a la cautividad y a la servidumbre, del ratón que desenvaina la espada para que le cueste cara la victoria al gato que se divierte con él, de la gitana que acude cada día a la reja de la prisión donde su amado sufre cadena perpetua, del esclavo huido, del animal doméstico que vuelve al monte para escaparse del hombre. Es una especie de “selvatiquez”, una propensión casi a ser “mostrenco”, sin casa ni amo, una cimarronería beltraneja, catoniana y confuciana que asoma con frecuencia en sus ensayos. Por ejemplo, Las semanas del jardín contienen un elogio del asno silvestre, allí donde se glosa una descarga de Yahvé contra Job en la que el todopoderoso trata de disimular “que el onagro era, en verdad —como Adán y Lucifer—, un cimarrón, un borrico insumiso y caprichoso que se le había escapado de la gran reata: el ronzal lo había serrado con sus propios dientes y las estériles estepas las había alcanzado por su propio pie, porque la libertad solo se
15 La hija de la guerra y la madre de la patria, Barcelona, Destino, 2002, p. 93.
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roba; no puede recibirse como don: libertad es la de los cimarrones, no la de los libertos”16 . ¿Proporciona Ferlosio un modelo de procedimiento ensayístico? Obviamente no. Sin embargo, nos atreveríamos a sugerir un par de pistas. En Monografías iniciáticas, proponiendo para la enseñanza de la historia un sustituto del libro de texto (con su perniciosa “visión de conjunto”), el autor considera preferible que la monografía elegida esté escrita por un ingeniero de minas, un geógrafo, un naturalista o un hidráulico, un navegante o un viajero, “ávido de cuanto pueda ser averiguado, curioso de cuanto puedan ver ojos de hombre”. Propone estudiar un caso concreto describiendo lo que pasaba más que contando lo que pasó, con el fin de trasmitir “un conocimiento empírico, accesible a los sentidos y a la imaginación, enteramente envuelto en las circunstancias contingentes de su proprio acceso y el avanzar de las averiguaciones, impregnado en la concreción de los más menudos datos de su tiempo, su espacio, sus gentes, sus lugares, y, finalmente, lo bastante alejado en el ayer para ofrecer a la intuición la perspectiva de la temporalidad”17. Una vez más, un respetuoso interés centrífugo dirigido al objeto en su irreductible alteridad, lejos de la mixtificadora adaptación y normalización centrípeta. Ya en el remoto Sobre la transposición, Ferlosio anotaba: “Cualquier constelación de conceptos realmente fecunda para el conocimiento no habrá de ser como una colección de llaves para otras tantas puertas predeterminadas, por numerosas que sean, sino como un tal vez pequeño juego de ganzúas capaz de abrir siempre nuevas e ignotas cerraduras”18.
16 Las semanas del jardín, Madrid, Alianza, 1981, p. 41. 17 La hija de la guerra..., p. 49. 18 Ensayos y artículos, II, p. 84. Anteriormente en Revista de Occidente, enero (1975).
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Bibliografía citada Hidalgo Bayal, Gonzalo, El desierto de Takla Makán, Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2007. Pollán, Tomás, “La pasión del conocimiento”, en Rafael Sánchez Ferlosio, escritor. Premio Cervantes 2004, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá, 2005, pp. 46-51. Sánchez Ferlosio, Rafael, Las semanas del jardín, Madrid, Alianza, 1981. —, Ensayos y artículos I y II, Barcelona, Destino, 1992 (el vol. II contiene: “Sobre la trasposición”, II, pp. 47-85). —, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Barcelona, Destino, 1993. —, “La forja de un plumífero”, Archipiélago, 31 (1997), pp. 71-89. —, El alma y la vergüenza, Barcelona, Destino, 2000 (contiene: “Las cajas vacías”, pp. 61-74, “La señal de Caín”, pp. 87-124 y “El castellano y la Constitución”, pp. 187-251). —, La hija de la guerra y la madre de la patria, Barcelona, Destino, 2002 (contiene: “Monografías iniciáticas”, pp. 45-59). —, Non olet, Barcelona, Destino, 2003. Vázquez Medel, Manuel Ángel, “Narración de hechos / Narración de ideas” y “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos: de lo poético y lo profético en los tiempos sombríos”, en Manuel Ángel Vázquez Medel (ed.), La obra periodística y ensayística de Rafael Sánchez Ferlosio, Sevilla, Alfar, 1999, pp. 69-87 y 173-192.
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Gonzalo Hidalgo Bayal (Escritor)
I Quienes se han acercado a los ensayos de Ferlosio han destacado siempre en su análisis tres aspectos inseparables, una suerte de trinidad textual: los derroteros del pensamiento, la agudeza de la argumentación y la maestría de la prosa. Hay un ensayo de Coetzee sobre Walter Benjamin, negativo en demasía, casi hasta la fobia personal, en el que, sin embargo, puede leerse lo que sigue: “Su método característico —acercarse a un tema no directamente sino de un modo oblicuo, avanzando paso a paso desde una recapitulación perfectamente formulada a la siguiente— es tan reconocible de inmediato como inimitable, puesto que depende de una agudeza intelectual, de unos conocimientos ligeramente pasados de moda, y de un estilo prosístico que [...] se convirtió en una maravilla de precisión y concisión”1. Cuando leí estas palabras enseguida se me representaron
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Mecanismos internos, Barcelona, Mondadori, 2009, p. 81.
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como una descripción cabal del modo de ensayar de Rafael Sánchez Ferlosio, pues, mutatis mutandis, no otro sería el procedimiento de su escritura: agudeza intelectual, conocimientos remotos, vigor de la prosa. Pero como, según creo, es a partir de la conciencia del propio autor como mejor se llega a la comprensión y descripción de los textos, no estaría de más recurrir a “La forja de un plumífero”, de 1997, y “Carácter y destino”, de 2004 (textos, por cierto, con que se abre y se cierra su último libro, Carácter y destino, Ediciones Universidad Diego Portales, 2011, una selección de ensayos prologada y anotada por Ignacio Echevarría y Carlos Feliu), para saber, hasta donde ello sea posible, cómo se ve Ferlosio a sí mismo y, en consecuencia, penetrar en la triple manifestación de sus escritos (pecios, artículos y ensayos) con alguna guía y alguna solvencia.
II Hubo un momento, al parecer, en que las inercias académicas de El Jarama le llevaron a Ferlosio no a distinguir la “prosa” (la “bella página”, Alfanhuí), el “habla” (El Jarama) y la “lengua” (“representada no tanto en la última novela”, dice, El testimonio de Yarfoz, como “particularmente en los escritos no literarios”), sino a dejar de lado toda veleidad estilística o coloquial y caer definitivamente del lado de la lengua con el propósito de ajustarse de tal modo al contenido del escrito y al objeto de estudio que dicha adecuación se convirtiera en factor fundamental de estilo. Ha sido, pues, el propio Ferlosio quien ha recurrido a la imagen del galeón para explicar las características y las complejidades de su prosa, y lo ha hecho en más de una ocasión. “Como un galeón con toda clase de aparejos y que navegue a velas desplegadas, para que así dé un contenido con todas sus circunstancias concretas”, ha escrito. O también, a propósito de la Relación diaria del viaje que se ha hecho a las costas del Estrecho de Magallanes con recelo de enemigos de Europa por don Antonio de Vea, en “La forja de un plumífero”, escribe: “El contenido naval del informe de Antonio de Vea me sugirió representarme la ‘gran prosa barroca’ como un gran galeón, con todo su aparejo múltiplemente combinable de mástiles,
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botavaras, botalones, jarcias, rizos, poleas, gavias, foques, cangrejas... todo un complicado organismo sinérgicamente articulado, tan distinto de las barquitas de una sola vela latina que puntean, por no decir pespuntean, el manso y soleado Mare Nostrum de la costa alicantina, a semejanza de las breves frasecitas paratácticas de la prosa de Azorín, mientras los galeones de la gran prosa barroca se enfrentaban con todas las galernas del Mare Tenebrosum”. Son estas afirmaciones las que, por analogía, han convertido a la palabra galeón en ingrediente descriptivo figurado de la lengua de Ferlosio, el complejo aparato de la sintaxis, la minuciosa complejidad hipotáctica de la prosa, etcétera, en concordancia, claro está, con la “gran prosa barroca” en la que Ferlosio aprecia “la escrupulosa precisión de su funcionalidad en los complejos asuntos administrativos, con sus intersecciones e interferencias simultáneas entre lo fáctico, lo técnico, lo económico, lo jurídico y lo político. Toda esa aparente gratuidad declamatoria que se le atribuye se verá justificada, en máxima medida, por la exigencia de rigor en sus necesidades funcionales”. Y tal vez don Antonio de Vea merezca el homenaje y el reconocimiento, pero no deberíamos quedarnos aquí.
III Pues no se trata solo de hipotaxis y subordinación. Frente a la expresión literaria del sentimiento y del acontecimiento, que correspondería respectivamente a la lírica y a la épica (o a la narrativa), suelo definir el ensayo como expresión literaria del pensamiento y aún no sé si, a la manera como se habla de “cine de autor”, no se debería acuñar, sin caer en redundancias, la expresión “ensayo de autor”, del que Ferlosio sería ejemplar representante, toda vez que, si, en sus indagaciones, a Ferlosio le interesa más el objeto que el sujeto, no son pocos los lectores a los que les interesa cualquier objeto siempre que el sujeto que lo trate sea Ferlosio. En cualquier caso, para que sea literaria la expresión del pensamiento tal vez no sea suficiente con la belleza intelectual (la sutileza del razonamiento, la habilidad en la argumentación, el deslumbramiento de las conexiones imprevistas, la perfección dialéctica, etcétera) ni “la exigencia de rigor en sus necesidades funcionales”, sino
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también alguna contaminación poética y narrativa. Yo hablé hace años de “razón narrativa” para referirme a la “primacía de lo narrativo en todos los textos [de Ferlosio], tanto en las ficciones declaradas [...] como en los ensayos y en los artículos, donde la peripecia del propio discurrir, la accidentada y laberíntica aventura del conocimiento, es relatada por un yo narrativo, un sujeto de la acción que razona con sutilísima habilidad, el protagonista de una ficción cognoscitiva e intelectual”, esto es, por hacer trama argumental del hilo de la argumentación. Habría que añadir que también en los ensayos de Ferlosio brilla una “razón poética” y que se manifiesta, sobre todo, en las conclusiones de párrafo y de texto, en la articulación de la prosodia y en la contundencia de los epifonemas. No se trata solo de ritmos métricos (aunque, a veces, como en “Personas y animales en una fiesta de bautizo”, muchos párrafos se podrían escandir sin violentar la retórica), sino de armonía prosódica, ni se trata de un lirismo sentimental, naturalmente, sino vigoroso, objetivo, más épico que lírico, más heroico que bucólico, desde el lejano “que el viento se vuelva a llevar todo: bailes, palabras, músicas, canciones, como se llevó el fulgor y el humo y el rugido de los cañones y los arcabuces y ha dispersado el polvo de los muertos del día de Villalar”, de 1976 (“Pregón de Villalar”), hasta “La victoria es un odre henchido a reventar; a reventar henchido de victoria sola” —son las palabras (los versos, cabría decir) que cierran “La guerra empieza en la fragua”, de 20092—, pasando por “la galerna más tenebrosa y más mortífera que jamás se haya desatado desde lo alto de los cielos para venir a azotar las riberas de este triste planeta del dolor”, de 1981 (“Eisenhower o la moral ecuménica”), o por “lo que al oscurecer se entrevé alguna vez junto a la vía, cuando lo que hay resulta ser, encendiendo una cerilla, efectivamente un perro destrozado por el tren”, de 1982 (“La conciencia débil se lava con sangre”), cierres prosódicos que, tras el rigor intelectual y a veces árido del discurso, tras la espesura hipotáctica y la tupida urdimbre teórica, alivian al lector (a este lector, al menos) y lo transportan al ámbito del deleite estético que solo proporciona lo específicamente literario.
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Carácter y destino, Santiago de Chile, Universidad Diego Portales, 2011, p. 315.
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IV Pero volvamos al galeón. No creo, sin embargo, como decía, que haya que reducir el galeón a la “gran prosa barroca” de la que procede, muy sui generis, la prosa de Ferlosio, porque sería, de hecho, una reducción o una limitación del alcance del término, sino que, atendiendo a la relación del significante con el significado, o de la forma con el contenido, habrá que extenderla al texto entero, a su génesis, su tramitación y su articulación definitiva. No estaríamos, pues, solo ante un galeón gramatical de sintaxis compleja, o de vasta hipotaxis, sino también ante un galeón discursivo (de discurso, de sucesión u organización del pensamiento). O, dicho de otro modo: si la forma ferlosiana requiere galeones es porque también hay ya galeones en el pensamiento, es porque el discurrir avanza con todo su minucioso cargamento y no precisamente a la deriva, sino por anchuroso más que tenebroso o proceloso mar. Lengua y pensamiento responden, por tanto, a un mismo procedimiento, al método de conocimiento ferlosiano. Siempre he defendido que las obras literarias de interés (e incluso las que carecen de interés) contienen las claves (si es que aún se puede hablar de claves) de su lectura, la guía que mejor conduce a su precisa comprensión, y creo también que esta aplicación no se corresponde solo con la obra singular, sino que puede extenderse a los propios escritores tanto al conjunto de su obra como a sus procedimientos de escritura. Tal vez por eso recuerdo de modo especial la conferencia que pronunció Ferlosio en un instituto de enseñanza secundaria, no sé si en 1998 o en 1999, y que publicó luego con el título de “Borriquitos con chándal” (el sintagma no es nuevo —ya en 1986 figuraba, por ejemplo, en Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado, §5— y apunta a dos cuestiones recurrentes: el aprendizaje y el deporte, el juego agónico, cabría decir) en La hija de la guerra y la madre de la patria (Destino, 2002). Ahí, en el parágrafo titulado “Los universales”, donde recurre a la hidrografía como ejemplo de propuesta didáctica (y la cuestión fluvial ha sido siempre de interés para el autor de El Jarama: recuérdese su colaboración en la Efemérides hidrológica y fervorosa de la Huerta del río Segura, de 1965, “recopilada y escrita por el Dr. Ing. Rafael
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Couchoud Sebastiá en colaboración con el Bachiller Rafael Sánchez Ferlosio”), puede leerse que, “antes que aprenderse qué ríos hay, dónde nacen y dónde desembocan o qué ciudades bañan, lo que importa es saber qué es ‘el río’ en cuanto universal, cómo funciona, cómo se va construyendo y desplegando, cuáles son las diversas configuraciones según los tipos de terreno por los que discurra, según los climas y los regímenes meteorológicos de que dependa, e incluso empezar a desplazar la idea lineal de ‘río’ hacia la concepción de ‘cuenca’. El caudal que vierte, por ejemplo, al Atlántico en Oporto o en Lisboa, forma, mirando aguas arriba [...], todo un árbol que se va subdividiendo primero en ramas grandes, luego estas, a su vez, en ramas y ramitas cada vez más chicas, hasta no ser más que una infinidad de hilillos de agua en lo más alto de las montañas hasta una cresta suprema, la ‘divisoria de aguas’, bien sea interna a una misma cuenca máxima, como la que separa, por ejemplo, las aguas del Alberche de las del Tiétar, que al fin van a verter, cada una por su junta, a las del Tajo, o bien externa, como la que divide entre sí las de los ‘ríos caudales’ que desaguan al Atlántico en Oporto y en Lisboa. Todo ello forma un organismo unitario, sujeto a múltiples condicionamientos y variables”. Pues bien, no otro es, según creo, el procedimiento de Ferlosio cuando avanza hacia la escritura de un ensayo. Y si trazáramos un recorrido desde “Personas y animales en una fiesta de bautizo”, de 1966, hasta “Guapo” y sus isótopos, de 2009, pasando por diversos ensayos extensos, bien sobre asuntos económicos, como “Non olet” o “Nigra sum, sed formosa”; sobre asuntos literarios, como “El caso Manrique”; o lingüísticos, como “Glosas castellanas”; sobre asuntos de polemología, como “Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir” (si bien los ensayos ferlosianos no son nunca estrictamente económicos, o literarios, o polemológicos), veríamos cómo en todos ellos hay “un organismo unitario, sujeto a múltiples condicionamientos y variables” o, si se prefiere, “todo un árbol que se va subdividiendo primero en ramas grandes, luego estas a su vez, en ramas y ramitas cada vez más chicas, hasta no ser más que una infinidad de hilillos de agua en lo más alto de las montañas hasta una cresta suprema”, y cómo concurren a menudo “condicionamientos” y “temporales de lluvia”, o, en fin, por volver al referente naval, un “aparejo múltiplemente combinable de mástiles, botavaras, botalones,
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jarcias”, etcétera. Ya, de hecho, en Las semanas del jardín (1974), “un Ferlosio inédito e insólito, enrocado y reconcentrado” en palabras de Jordi Gracia y Domingo Ródenas3, el mismo título conjugaba la referencia cervantina con la expresión “meterse en un jardín” para dar cuenta del procedimiento discursivo, que bien podemos llamar “ferlosiano” (que, si desconcertó en 1974 —“extraño artefacto narrativo”, decía un libro de texto de bachillerato—, hoy se nos ha vuelto indispensable) y avisaba en la contraportada sobre la “desenvoltura [con que] se trenzará al costado del texto, como un frondoso remanso marginal, un diálogo moroso, ocioso, inocuo y un tanto estupefacto, casi como entre dulces planteles de flores y delicados arriates de boj y de aligustre”. Sea, pues, el galeón a un tiempo sintaxis y método, discurso y deducción, prosa y excursión, modos del pensamiento y expresión del pensamiento.
V Esta misma anteposición de la cuenca al río ha de servir para comentar el reproche que le hace Coetzee a Benjamin sobre los “conocimientos pasados de moda”, reproche que, al fin y al cabo, también recae a menudo sobre los escritos de Ferlosio: su recurso a unos cuantos autores fijos, a unos episodios históricos, a unos textos literarios, a unos refranes, a unos estereotipos —“un merecido descanso, una sana alegría o un honesto esparcimiento”—, etcétera. “El escritor Rafael Sánchez Ferlosio es el hombre que más sabe de cosas que no interesan a nadie [...] En cualquier debate banal de sobremesa, él utiliza argumentos de Tito Livio; si se habla de política actual, Ferlosio cuenta percances parecidos que le sucedieron a un Dux de Venecia; en caso de conflicto bélico, lo solventa siguiendo la estrategia de Alcibíades”, escribió Manuel Vicent hace veinte años en una columna panegírica. No he podido dejar de recordar a este propósito unas palabras de Juan Benet, del 8 de noviembre de 1966, el mismo año, por tanto, que “Personas y
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Derrota y restitución de la modernidad, Barcelona, Crítica, 2011, p. 677.
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animales en una fiesta de bautizo” (junio de 1966). Quiere imaginar Benet un tipo de intelectual que antepusiera la cultura de la vergüenza a la cultura del certamen, “un hombre que —acerca de una rama cualquiera de la cultura— se construyera él solo, partiendo de ‘cero’, todo el saber que atesora ahora la comunidad” o “un autodidacta de la geometría [que] dedicara su vida a aprender todos los secretos de esa ciencia por sí solo: que empezara con los postulados de Euclides para terminar con la geometría flintiana o la operacional”. “No cabe pensar en un tipo de intelectual más puro”, añade, antes de decir que Ferlosio es lo más parecido a ese intelectual: “Mi admiración por él descansa en una buena medida en la envidia que me produce la fidelidad con que obedece al primer placer intelectual —el solitario y orgánico— y sabe soslayar las dádivas de los derivados”4. Sin duda la actitud de Ferlosio tiene que ver con aquellos años de “altos estudios eclesiásticos” (esto es, gramaticales) en que amasó la extensa erudición de una curiosidad apasionada e inagotable y consolidó lo que podríamos llamar la estructura profunda de sus conocimientos y su sabiduría. El mismo Ferlosio reconoce el vigor fundamental y el intenso énfasis de aquel entonces: “Nunca me lo he pasado mejor que aquellos 15 años —del 57 al 72— de gramática, casi en exclusiva, y de mayor furor grafomaníaco”, escribe. La actitud, sin embargo, también ha de guardar relación con alguna de las oposiciones binarias del propio Ferlosio, concretamente con la supremacía del genitum sobre el factum y con la felicidad del tiempo consuntivo sobre la tiranía del tiempo adquisitivo, el instalarse, en suma, en lo que Benet llama “primer placer intelectual”, que no es otro que el conocimiento, frente a “las dádivas de sus derivados”, que son espumas de la competición, verduras de las eras, rocíos de los prados. No en vano en la solapa que, en tercera persona, el propio autor escribió para sus libros de 1986 puede leerse: “No obstante, ha sido siempre demasiado perezoso para llegar a empalidecer y demacrarse en medida condigna a la de su ideal emulatorio, y su máximo título académico es el de bachiller. Habiéndolo emprendido todo por su sola
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Juan Benet y Carmen Martín Gaite, Correspondencia, ed. de José Teruel, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2011, p. 132.
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afición, libre interés o propia y espontánea curiosidad, no se tiene a sí mismo por profesional de nada”, donde más que incidir en la presunción antiacadémica cabe subrayar el puro placer consuntivo del pensamiento y su escritura.
VI Como se desprende de lo dicho hasta aquí, admiten los textos de Ferlosio una descripción externa, un acercamiento a la prosa y al discurso, un análisis de estilo y una demostración de sus métodos de argumentación, de “su razón narrativa, discursiva y argumentativa” e, incluso yendo más allá, una enumeración de las cuestiones que le interesan, pero me atrevería a decir que resulta imposible (aunque no tal vez de todo punto) una exposición interna de su contenido. En alguna ocasión, a propósito de alguno de sus libros, he dicho que “reducir estos textos a un enunciado indicativo no sirve de mucho [...], supone apenas una leve aproximación desnuda al contenido de unas páginas en las que importa de manera especial la indumentaria”. La afirmación puede extenderse a la mayoría de sus ensayos. Yo mismo, de hecho, he releído más veces algunas excursiones (o derivas) —como, por poner dos ejemplos muy lejanos entre sí en el tiempo (aunque no, sin duda, en la cuenca del pensamiento), el análisis del haikú “Al sol se están secando los kimonos: / ¡Ay, las pequeñas mangas / del niño muerto!”, de Las semanas del jardín (II, §2), o del refrán “El potro que ha de ir a la guerra ni lo come el lobo ni lo aborta la yegua”, de God & Gun (§10)— que la línea central del discurrir. Cabe, claro está, detenerse en la retórica de los procedimientos clásicos: enunciado, exposición, argumentación, ejemplificación y, cuando el camino lo requiere, derivaciones o afluencias, pero ninguno de ellos por sí mismo, aisladamente, da una idea cabal del todo, porque Ferlosio no deja nada al azar, porque el recorrido es exhaustivo, desprecia los atajos y sobrepasa, con ser tan ancho, el mero campo gramatical. “Complacerse con las bellezas y las felicidades”, dice en un artículo de cuestión lingüística, hace que se pierda el más que divertido campo de “los ‘decires’ descentrados”. Pues bien, complacerse en el resumen de los escritos
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ferlosianos es perderse la diversión, el riguroso curso de la lógica y el imprevisible discurso de su sabiduría, porque, en rigor, son escritos que (y este sería su mayor mérito literario) imponen de modo insoslayable su literalidad. Cabe hacer afirmaciones nucleares, como, por ejemplo, la “modesta hipótesis” que propone Tomás Pollán en uno de los escritos más lúcidos que sobre Ferlosio se han escrito, a saber: “Que gran parte de la obra ensayística de Sánchez Ferlosio [...] es la prolongación, desarrollo y modulación de la contraposición entre conocimiento (significación) y adaptación (asimilación) y que todos los brazos y ramificaciones de la obra ferlosiana se alimentan de las aguas que proceden de este cauce principal. Toda una serie de contraposiciones recurrentes en los escritos de Ferlosio: religión frente a historia, moral de perfección frente a moral de identidad, instrucción frente a educación, hechos frente a datos, bienes frente a valores, etc., remiten a esa contraposición anterior y más profunda”5. También yo me he entretenido en ocasiones con el recuento superficial de sus “inevitables oposiciones binarias”: infancia y adolescencia, naturaleza y cultura, objeto y sujeto, placer funcional objetivo y placer funcional subjetivo, ajo y cebolla, tiempo consuntivo y tiempo adquisitivo, bienes y valores, felicidad y satisfacción, inmanencia y trascendencia, genitum y factum, libertad y destino, instrucción y educación, hechos de la vida y datos de la historia, hijos del presente y concepción proyectiva de la historia, etcétera, y tratando de averiguar en qué medida el conflicto entre los términos o la elección del término positivo y su aplicación teórica explican el desarrollo interno de la razón y el método de Ferlosio y, más aún, el núcleo de su pensamiento.
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Tomás Pollán, “La pasión del conocimiento”, Rafael Sánchez Ferlosio, escritor, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 2005.
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VII Y, en fin, ya puestos en galeones, derivas, cuencas e hidrografías, vengamos a otro género. No sé hasta qué punto puede hablarse de naufragio o de la conciencia de naufragio por parte de Ferlosio. Lo cierto, en cualquier caso, es que ha dejado muchos textos a medio escribir, que ha avanzado ideas de ensayos y de libros, con el título incluido, que luego no ha llevado a término. Alguna vez he hecho recuento bibliográfico de tales pronósticos, o errados o abortados o archivados, y no voy a enumerarlos ahora. Además, tampoco sabría yo decidir hasta qué punto son infrecuentes los arrebatos melancólicos íntimos que afectan a la ejecución de los escritos de Ferlosio. Sí puedo decir, en cambio, que a veces da cuenta de ellos por escrito. Señalaré un par de casos, también ahora muy separados entre sí en el tiempo. El primero es una justificación de los comentarios del traductor a Los niños selváticos, destinados ya para siempre a notas marginales a un texto ajeno (por muy peculiares que sean las notas) y no a constituirse en texto autónomo y articulado: “La edad de ir yendo a menos me ha llegado mucho más pronto de lo que esperaba y la alacena en que guardo mis papeles huele ya demasiado a sepultura. Ya no vendrán los días en que de estas farragosas, obsesivas y pegajosas ideas salga una averiguación lúcida y ordenada que pueda ser expuesta por sí sola, sin ninguna subordinación parasitaria; ya no vendrá nada”. Esa “edad de ir yendo a menos” llegó en 1973. El segundo pertenece a la contracubierta de God & Gun y, escrito en 2008, remite la melancolía una década atrás: “Había empezado [estos apuntes] a principios del 98, pero la oscuridad y la tristeza me cortaron en seco sin acabar el año. Escribí otras muchas cosas, pero la incertidumbre y el escepticismo crecientes que son propios de todo envejecer no me dejaron volver a aquello hasta cumplir los ochenta años”. Quiero suponer que es a este tipo de oscuridades e incertidumbres al que se debe el surgimiento de los pecios, que, al fin y al cabo, en principio, se definen como restos del naufragio, ‘pedazo o fragmento de la nave que ha naufragado’, según el DRAE, o, también, ‘porción de lo que ella contiene’. Cabe pensar, por tanto, que, en principio, los pecios ferlosianos fueran tal vez fragmentos del galeón, notas de libreta, apuntes para
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estudios mayores finalmente desestimados, pero lo cierto es que luego han terminado convirtiéndose en un género propio, cuyas raíces, variaciones y reiteraciones pueden rastrearse en unos y otros textos. Que en un paréntesis de Las semanas del jardín (I, §30) se lea: “La palabra ‘indeterminados’ se presta aquí al equívoco; a fin de conjurarlo, haré observar que cada nuevo hilo que se le añade a una marioneta representa a la vez un grado más de determinación y un grado más de libertad” y que en la selección de pecios publicada en El País el 16 de junio de 2012 bajo el título “Pecios. ¿Pero ha habido alguna vez tiempos felices?” haya uno en concreto que dice: “(Libertad de movimientos) Suelo decir que no sé lo que es la libertad, pero como en muchas otras cosas el argumento más sólido que tengo no es más que una alegoría: la de las cuerdas de la marioneta: cuantas más, más libertad”, tal vez no solo sirva para mostrar que la conjura argumental de 1974 se ha liberado de sus tareas discursivas y se ha tornado paradoja autónoma en 2012, sino también para seguir el hilo de su génesis y de su configuración genérica. Lo mismo podría decirse de la frase descriptiva de El Jarama: “Llegando a la carretera había otras fincas cerradas sobre la misma por tapias coronadas con cristalitos de botella” con respecto al pecio de 2002 que dice: “Por el lomo de la alta pared del huerto coronada con cascotes de botella venía andando esta tarde un gatito, sin cortarse”. Quiero decir con esto que, aunque no empezaron a aparecer en diferentes colaboraciones de prensa literaria o periódica hasta los años ochenta (Poesía, Diario 16, El País) y no se recogieron en libro hasta Vendrán más años malos y nos harán más ciegos (1993), que fue cuando adquirieron categoría de género, su existencia y su formulación proviene de los años de altos estudios gramaticales. Alguna vez he dicho que los pecios son impresiones, iluminaciones, paisajes o argumentos, que guardan relación con los apuntes de Mairena o los mínima moralia de Adorno y que sintetizan el pensamiento de Ferlosio; que, desposeídos de función dialéctica, son como astillas del pensamiento; que adquieren, en el enunciado, su propia autonomía; que no son meros apuntes espontáneos, ni prontos, ni ocurrencias, ni acotaciones ocasionales, sino la elevación de una idea a su propia categoría, como un bien en sí misma; que, en fin, si en Ferlosio hubiera un sistema (y en este punto habrá que optar a un tiempo por la respuesta negativa y la opinión favorable:
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“No hay en la obra de Rafael Sánchez Ferlosio ni un sistema de pensamiento, ni una Weltanschauung ni, todavía menos, una ideología”, dice Pollán), los pecios serían su catálogo.
VIII Me atrevería a decir que es también recurrente en quienes escriben sobre Ferlosio acudir a citas de inextinguible ferlosía, como, por ejemplo, esta de “La forja de un plumífero”: “Las cuestiones por las que me intereso apenas pasarán de 6 o 7, y como, con el paso de los años y de las recurrencias, algunas acaban abriendo tuberías de comunicación, no es raro que se vayan fundiendo y reduciendo”. El mismo Ferlosio ha insistido una y otra vez en la reincidencia: “Como no hay en mis textos ningún asunto nuevo, he de reconocer que en un libro de hace treinta y cuatro años [...] hay anticipaciones de esto mismo, de las cuales recojo aquí hasta alguna palabra literal”, dice una nota a pie de página de God & Gun6; “Tanto a mi mala memoria como a la condición, no sé si innata o adquirida, de volver siempre, con obsesiva recurrencia, a los pocos parajes a los que estoy aquerenciado se debe el que haya vuelto a hacer ahora, como ex novo, aquel mismo trabajo”, dice en otro lugar7; o bien, “tengo que disculparme, finalmente, de la repetición de algunas referencias, usadas casi a modo de comodines”, según aclaración previa de Sobre la guerra (2007): “El motivo de esas repeticiones es que, con el tiempo, se han ido convirtiendo para mí en una especie de lugares comunes por su valor de paradigmas de aquello que tratan de ilustrar”8. Ya, de hecho, uno de los textos literarios más apreciados por su autor lleva el título de “El reincidente”, el conocido cuento del lobo que asciende tres veces a la cima del creador y es despedido sucesivamente por asesino, por ladrón y, finalmente, por lobo. Así las cosas, a menudo he pensado que tan pregonada reincidencia bien merecería una suerte de edición diacrónica y
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God & Gun, Barcelona, Destino, 2008, p. 43. Ibidem, p. 80. Sobre la guerra, Barcelona, Destino, 2007, p. 13.
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cruzada de la obra ensayística ferlosiana (algo equivalente a lo que él mismo ha hecho en Sobre la guerra, un amplio compendio de sus escritos polemológicos), de modo que, aun a riesgo de contexto, pudiéramos leer transversalmente la variedad de motivos históricos, lingüísticos, literarios o incluso anecdóticos (de experiencia personal, podríamos decir), que atraviesan, en horizontal o en vertical, la cada vez más abundante suma de sus escritos y tal vez así podríamos decidir también si su pensamiento carece de sistema o si, más bien, se trata de un sistema a un tiempo disperso y riguroso. Pretendía yo, sin embargo, aventurarme en conjeturas y llevar la reincidencia a otras conclusiones. Para ello habría que completar la primera cita de este parágrafo, a saber: “Entre las [cuestiones] más antiguas —dejando a un lado las abandonadas— se cuenta la que ahora se designa como ‘Carácter y destino’”. Como se sabe, “Carácter y destino” es el título del ensayo que Ferlosio leyó en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes: en él (a grandes rasgos resumo) cuenta cómo intuyó la distinción entre personajes de manifestación y personajes de experiencia y cómo estos se convirtieron en personajes de carácter y personajes de destino antes de concluir, como concluyó ya “La verdad sobre don Quijote” en Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, que “la sin par naturaleza de Don Quijote estaba en ser un personaje de carácter cuyo carácter consistía en querer ser un personaje de destino”, más aún, “un personaje de destino, cuya epopeya pudiese ser un día contada”. En el mismo ensayo recurre Ferlosio a una cita de Nietzsche: “El que tiene carácter tiene también una experiencia que siempre vuelve”, y a otra de Benjamin: “Si uno tiene carácter, su destino es esencialmente constante; lo cual, a su vez, significa [...] que no tiene destino”. Pues bien, yo creo que Ferlosio, que algo tiene de Alfanhuí y algo tiene de príncipe Nébride, es también un escritor de manifestación, un ensayista de carácter, constante y reincidente: de ahí las 6 o 7 cuestiones, de ahí los pocos parajes de querencia, de ahí que no haya ningún asunto nuevo, de ahí el tiempo consuntivo frente al adquisitivo, lo genitum frente a lo factum, la felicidad frente a la satisfacción, el objeto frente al sujeto, la instrucción frente a la educación, la vida frente a la historia, etcétera. No sé si ser, en fin, como es, escritor de carácter es también en definitiva su destino. Plasencia, septiembre de 2012.
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Fernando Savater, entre la ética y la estética
José Antonio Vila (Universitat Pompeu Fabra)
“Me interesa la ética porque hace la vida humanamente aceptable; y la estética porque la hace humanamente deseable”. (Despierta y lee, p. 349)
I. Hombre de letras: escritor y lector Es un lugar común, al escribir sobre Fernando Savater, recordar la muy citada frase con la que iniciaba el prólogo a su Apología del sofista en 1973: “Considero que la filosofía es un género literario”1. Quizá no esté de más precisar que esa afirmación, convertida en divisa, la hizo
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Fernando Savater, Apología del sofista, Madrid, Taurus, 1973, p. 9. Más adelante precisaba: “La filosofía es, ante todo, una forma de escritura. Ignorar o minimizar esta característica descalifica a cualquier pensador. Supone, pues, una toma de postura a favor de la palabra” (ibidem, p. 11). En otro lugar, ha escrito en el mismo sentido: “Respecto a la materia filosófica, digamos que en realidad no es una
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suya a partir de la definición de la filosofía como género eminentemente literario que había puesto en circulación el poeta Paul Valéry: “Género literario particular, caracterizado por ciertos temas y caracterizado por la frecuencia de ciertos términos y de ciertas formas”2. Los nombres de los poetas —sean Valéry, Borges u Octavio Paz— figuran no menos en la constelación de referencias savaterianas que los de Nietzsche, Spinoza o Schopenhauer. Como tampoco escasean entre sus astros tutelares los escritores excéntricos o aun abiertamente heterodoxos: el filósofo “ácrata” Agustín García Calvo, el pensador nihilista Emil M. Cioran o el inclasificable ensayista Rafael Sánchez Ferlosio3. Y, por supuesto, la presencia constante de los “narradores”: los contadores de historias maravillosas y exóticas que tonifican nuestras existencias con la jubilosa zozobra del riesgo, la emoción y el misterio, por decirlo en paráfrasis del título de una hermosa antología en la que Fernando Savater ha recopilado algunas de sus mejores páginas sobre sus libros y películas de aventuras favoritos, Misterio, emoción y riesgo. Sobre libros y películas de aventuras (2008). Savater ha contado muchas veces, y sobre todo lo hizo espléndidamente en su autobiografía — Mira por dónde. Autobiografía razonada (2003)—, cómo el relato de aventuras, la forma de narración más pura, ha sido la fuente primordial de la que se ha nutrido. Así, por ejemplo, ha confesado: “Toda mi primera formación había sido el cuento, el cuento oral y el cuento leído, cuento leído que era la base y la estructura, y que nunca, nunca, dejé por ninguna otra cosa”4. Nada extraño, por otra parte, en quien siempre se ha tenido por escritor, puestos a escoger entre marbetes taxonómicos:
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disciplina científica en absoluto, sino un tipo de urgencia creadora-expresiva que se disciplina muy difícilmente”, Sobre vivir, Barcelona, Ariel, 1994, p. 29. Cit. en Fernando Savater, Ensayo sobre Cioran, Madrid, Taurus, 1974, p. 20. Vid. Apología del sofista, p. 14; “Las heterodoxias”, pp. 81-83, en Fernando Savater y Luis Antonio de Villena, Heterodoxias y contracultura, Barcelona, Montesinos, 1982; Despierta y lee, Madrid, Alfaguara, 1998, pp. 116-124. Cit. en Marcos-Ricardo Barnatán, Fernando Savater contra el Todo, Madrid, Anjana Ediciones, 1984, p. 17.
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Desde siempre quise ser escritor y ahora sé con certeza que lo soy: mejor que algunos, peor que muchos, ni tan genial que la creación se me convierta en sofocante batalla con el Ángel Universal, ni tan mediocre que la escritura no me produzca legítimos placeres5
El ensayo es el género literario que más y mejor ha cultivado6, ya que ha sido en la forma ensayística donde ha podido dar cauce a su íntimo anhelo de vincular pensamiento y literatura: “el pensamiento filosófico me interesaba mucho por sus condicionamientos estéticos (...) si hubiera un tipo de ensayo totalmente carente de forma, de idea estética, me hubiera repelido”7. Una ambición en la que el joven escritor Savater tenía puestas sus miras desde el principio y que enlazaba la forma estética del estilo con el fondo del pensamiento, como había proclamado ya en Apología del sofista: “No poseo más verdad que la
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Criaturas del aire, Barcelona, Destino, 1989, p. 142. Escritor polifacético como pocos, ha practicado también el teatro, la novela, el relato corto, el monólogo. Asimismo, ha escrito libros didáctico-divulgativos —vb. su celebérrima Ética para Amador (1991)— y es uno de los más prolíficos articulistas en la prensa española desde la Transición: “Me siento a caballo entre diversos géneros, pero no un filósofo en el sentido académico del término” (El arte de vivir, Barcelona, Planeta, p. 183 vid. José-Carlos Mainer y Santos Juliá, El aprendizaje de la libertad 1973-1986. La cultura de la transición, Madrid, Alianza, 2000, p. 230). Buenas aproximaciones sintéticas a la obra y el talante intelectual de Fernando Savater las hallamos en IngerEnkvist, Pensadores españoles del siglo XX. Una introducción, Rosario, Ovejero Martín Editores, 2005, pp. 129-152; Jordi Gracia y Domingo Ródenas, El ensayo español en el siglo xx, Barcelona, Crítica, 2008, pp. 801803; Jordi Gracia, “Fernando Savater, o el juicio jubiloso”, en (En)claves de la Transición. Una visión de los Novísimos. Prosa, poesía, ensayo, eds., Enric Bou y Elide Pittarello, Madrid/Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, 2009, pp. 223-239; Juan Antonio Rivera, Menos utopía y más libertad, Barcelona, Tusquets, 2005, pp. 1629. El mismo Savater ofrecía este balance sobre sus escritos en 1996: “Predomina antes y ahora en lo que escribo el individualismo voluntarista, el descrédito de la muerte y del sacrificio, la enemistad con cualquier forma de unción eclesial, el atropellamiento jocoso de fuentes y razones, la negativa a desacreditar lo humano desde lo que no es humano, el fastidio antiautoritario, el ánimo conspiratorio que busca cómplices para luchar contra la tribu, la preferencia por el coraje y por el instante” (La voluntad disculpada, Madrid, Taurus, 1996, p. 12) Fernando Savater contra el Todo, p. 44.
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verdad de mi estilo”8. La frecuentación de los clásicos literarios antes que los filosóficos y una temprana vocación por la escritura le han llevado a admitir: “Tengo una formación profesional, filosófica, etc., muy mala por una sencilla razón: yo he sido un lector más de literatura. [...] yo hice filosofía faute de mieux como dicen los franceses. Pero me hubiera gustado hacer literatura”9. La pasión literaria de Savater es indisociable del júbilo de la lectura. En las primeras páginas de sus memorias advertía: “Puedo contar lo esencial de mi vida sin una sola referencia a las páginas que he escrito; me sería imposible, en cambio, sin hablar de las que he leído”10 En el
Apología del sofista, p. 19. En “El ensayo filosófico en España” (Escritos politeístas, Madrid, Editora Nacional, 1975, pp. 153-156), Savater ha dado —partiendo de la definición de Adorno en “El ensayo como forma” y siguiendo la ilustre estela de Montaigne— una descripción atinada de lo que para él es el ensayo, que es oportuno recordar: “El ensayo queda así caracterizado desde lo azaroso y lo lúdico; su sentido no ha de residir en el descubrimiento trascendental que inventa un nuevo aspecto de la realidad, sino en la humilde y entusiasta (o malintencionada) tarea de desanudar el tejido de alguno de esos descubrimientos y trenzar sus cabos juguetonamente de otro modo, o dejarlos definitivamente sueltos. [...] Frente a la aparente reconciliación del tratado sistemático, falsamente pacificado en la neutralidad de la ciencia positiva o la religión revelada, el ensayo conserva su marginalidad como una constatación de la infranqueable distancia que separa a la verdad de la dicha y al conocimiento de la liberación. Se trata de una tarea eminentemente escéptica: el dogmático no ensaya. Ensayar es, a fin de cuentas, dudar del papel, no sabérselo del todo, no estar seguro de los gestos que corresponden a cada frase o del tono de voz más adecuado para decirla. [...] Esa vacilación, ese desplazamiento es el estilo. Renunciar al estilo es ceder al dogma impuesto por la cosa, es negarse a ensayar” (ibidem, p. 153). La naturaleza sustancialmente escéptica (“irónica”) del estilo se contrapone al dogmatismo del credo (“la Iglesia”) (vid. “Ironía o Iglesia” (La voluntad disculpada, pp. 153-163, sobre todo pp. 153-155). Savater veía —a comienzos de los setenta— en la “castración” del estilo la razón de la falta de originalidad del pensamiento filosófico en España, del que se seguía su precario enclaustramiento en la erudición académica; la búsqueda formal del estilo es lo que permite al filósofo realizar una lectura “irónica”, es decir, crítica, de la realidad y los discursos establecidos (Apología del sofista, pp. 84 y 88). 9 Cit. en Remedios Ávila, El intelectual y su memoria. Fernando Savater, Granada, Universidad de Granada, 2006, pp. 28-29. 10 Fernando Savater, Mira por dónde. Autobiografía razonada, Madrid, Taurus, 2003, p. 21.
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mismo lugar encontramos esta divertida queja: “En mi caso, el goce esencial es leer. [...] Pero como solo por leer no pagan, me tuve que resignar a escribir: una actividad no precisamente desagradable, pero desde luego incomparable con la suprema libertad absorta de la lectura”11. La lectura, en tanto que actividad fundamentalmente lúdica, hedónica, “sin objetivo y como placer”12, es una constante en la obra de Savater. Una idea del placer indesligable del vitalismo ya que “el goce es la experiencia de la afirmación”13. Entre sus páginas más memorables han de figurar, por tanto, las dos entradas que otorga a la voz leer en su Diccionario filosófico14, así como el eufónico tomito titulado Loor al leer aparecido en la colección El Crisol (1998). En su artículo “Lo que enseñan los cuentos”15 hallamos una frase que bien puede servir para resumir la concepción de la literatura que ha argumentado y defendido Fernando Savater a lo largo de los años, empezando con el fundamental ensayo La infancia recuperada de 1976: “Algo que hace disfrutar ya está enseñando algo, y algo infinitamente difícil y precioso, lo más básico para vivir cuerdamente: está enseñando a pasarlo bien”16.
II. La aventura y la ética: el héroe como figura moral No deja de ser curioso que un filósofo que se reclama heredero de la tradición del pensamiento ilustrado17 haya escrito: “Por un lado no conozco
11 Ibidem, p. 15. 12 Vid. Fernando Savater, El placer de la lectura, Santander, Universidad de Cantabria, 1996. 13 La voluntad disculpada, p. 181. 14 Fernando Savater, Diccionario filosófico, Barcelona, Planeta, 1999, pp. 202-213. 15 Fernando Savater, Sin contemplaciones, Madrid, Ediciones Libertarias, 1993, pp. 281-285. 16 Ibidem, p. 283. 17 Ibidem, pp. 12-13. En el prólogo a Sin contemplaciones, Fernando Savater ha brindado seguramente la definición más clara de lo que él entiende por tradición ilustrada: “Tengo, pues, a la Ilustración por un movimiento cultural y político que precede al siglo xviii (Montaigne o Spinoza caben en él) y que no presenta finiquito a comienzos del xix (no excluye a Darwin, ni a Marx o Freud). Es racionalista —frente a las verda-
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otro medio de avanzar que la estricta aplicación del método racional, cuyo más completo logro es la dialéctica; por otro, recibo mis materiales del sueño y la alegoría, de la épica, de la demencia y de la nostalgia”18. Savater solventa esta aparente paradoja al mostrar la esencial conexión existente entre la narración de aventuras y el ideal ético, cuestión esta última que ha sido la principal preocupación de su reflexión filosófica. Así, una aproximación a sus trabajos sobre ética más importantes —La tarea del héroe (1981), Invitación a la ética (1982), Ética como amor propio (1988)— quedaría incompleta si no se viera acompañada de la lectura de esos otros libros en los que ha ensayado a propósito de sus pasiones literarias. A esa tendencia hacia la imaginación literaria subyace una concepción no hemipléjica de la razón, una que no coarte ninguna de sus enriquecedoras posibilidades: “Acepto plenamente que mi medio es la razón pero no admito las limitaciones utilitarias o instrumentales de esta”19. En el mismo sentido, ha situado en lo imaginario, lo fantástico, definido a la vez como irreal y como ideal, el ímpetu que alienta la vida: “Los motivos y estímulos que convertimos en fines de la vida misma pertenecen al ámbito de lo imaginario. En una palabra, para lograr vivir hay que razonar, pero para querer vivir es preciso imaginar”20. En los escritos de Savater, la ética es “una propuesta de vida de acuerdo con valores universales, interiorizada, individual, y que en su plano no
des reveladas o los dogmas tradicionales— pero no convierte ningún modelo simple de razón en nueva revelación o tradición intocable: la profundización en las urgencias irracionales que nos mueven a razonar es tarea ilustrada por excelencia, así como la permanente autorreferencia crítica” (ibidem, p. 13). Es interesante leer esta descripción a la luz del ensayo “El pesimismo ilustrado” (Ética como amor propio, Barcelona, Mondadori, 1988, pp. 192-210), programático en su defensa de conceptos en torno a los cuales ha girado su reflexión (materialismo, naturaleza humana, escepticismo, tolerancia, utilitarismo hedonista), frente a las desacreditaciones del proyecto ilustrado y las tentaciones relativistas del “pensamiento débil” (ibidem, pp. 208-209). 18 Fernando Savater, La filosofía como anhelo de la revolución y otras intervenciones. Ensayos, Madrid, Hiperión, 1975, p. 24. 19 La voluntad disculpada, p. 259. 20 Fernando Savater, Instrucciones para olvidar el “Quijote” y otros ensayos generales, Madrid, Taurus, 1985, p. 11.
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admite otro motivo ni sanción que el dictamen racional de la voluntad del sujeto”21, y que tiene su finalidad en la búsqueda de la buena vida, es decir, de la vida plenamente humana22. En el prólogo a Invitación a la ética caracterizaba los términos “ética” y “bien” de la siguiente manera: Llamo ética a la convicción revolucionaria y a la vez tradicionalmente humana de que no todo vale por igual, de que hay razones para preferir un tipo de actuación a otros, de que esas razones surgen precisamente de un núcleo no trascendente, sino inmanente al hombre y situado más allá del ámbito que la pura razón cubre; llamo bien a lo que el hombre realmente quiere, no a lo que simplemente debe o puede hacer”23
Definida así la ética como “arte de vivir”24, escribía: “Negar la posibilidad de la ética equivaldría a negarnos a nosotros mismos como sujetos
21 Fernando Savater, Misterios gozosos, Madrid, Espasa Calpe, 1995, p. 12. Vid. Diccionario filosófico, pp. 400-428; Despierta y lee, pp. 40-42; Ética de urgencia, Barcelona, Ariel, 2012, pp. 100 y 159. En este sentido, Savater había manifestado su disconformidad con que la ética fuera impartida en las escuelas como materia sustitutiva de la asignatura de Religión: “Los alumnos terminan suponiendo que la ética es una especie de higiene o gimnasia que aconseja lo que uno debe hacer con el cuerpo; pocos llegan a advertir que, en realidad, a la ética no le preocupa más que lo que uno puede hacer con su alma”, Invitación a la ética, Barcelona, Anagrama, 1982, p. 127. La misma idea iba a repetirse en “La ética va a la escuela” (Ética para Amador, Barcelona, Ariel, 2003, pp. 65-75; Las razones del antimilitarismo y otras razones, Barcelona, Anagrama, 1984, pp. 201-208; Ética de urgencia, pp. 7-8). Savater se ha ocupado por otro lado de las creencias religiosas en uno de sus mejores ensayos recientes, La vida eterna, donde ha escrito: “La moral basada en la creencia religiosa en el más allá, con sus castigos y premios, no se contenta con una vida mejor en este mundo sino que aspira a algo mejor que la vida en el otro”, La vida eterna, Barcelona, Ariel, 2007, p. 58. Para Savater, pues, la naturaleza de lo filosófico y lo religioso son de raíz netamente opuesta: “La religión promete salvar el alma y resucitar el cuerpo; en cambio la filosofía ni salva ni resucita sino que solo pretende llevar hasta donde se pueda la aventura del sentido de lo humano”, Las preguntas de la vida, Barcelona, Ariel, 1999, p. 279. 22 Ética para Amador, pp. 76-79 y Despierta y lee, pp. 30-37. 23 Invitación a la ética, p. 10. 24 Fernando Savater, El contenido de la felicidad. Un alegato reflexivo contra supersticiones y resentimientos, Madrid, El País/Aguilar, 1994, p. 73.
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no ya civiles sino civilizados”25. Ética a la par hedonista y racional: “La tarea de la ética no es fundar el deber ni proporcionar decálogos, sino ilustrar el querer”26. El “amor propio” que pasa por el egoísmo racional27 de reconocer al otro como humano y no como cosa hace que el plano de la ética sea el del “reconocimiento impersonal de lo irrepetible activo”28, el del hombre como hombre para el hombre29: “La buena vida humana es buena vida entre seres humanos o de lo contrario puede que sea vida, pero no será ni buena ni humana”30. De suerte que el individuo, en su apertura insoslayable y en su relación con los demás, ha ocupado un lugar central en el pensamiento de Savater. Por esta razón, siempre ha preferido hablar de “ideal” ético antes que hacerlo del término, más connotado políticamente, de “utopía”, a su entender revestido de siniestros ecos totalitarios y deshumanizadores31: “El ideal ético es la explicitación racional del
25 Ibidem, p. 74. 26 Sobre vivir, p. 14. 27 Vid.: El intelectual y su memoria..., p. 43; Invitación a la ética, p. 41; Schopenhauer. La abolición del egoísmo, Barcelona, Montesinos, 1986, pp. 11-16; Ética como amor propio, pp. 32, 58-71 y 298-302; Humanismo impenitente, Barcelona, Anagrama, 1990, pp. 55-56 y 155-156. 28 La voluntad disculpada, p. 329. “El reconocimiento en el otro nace de un egoísmo plenamente lúcido y consecuente. Al confirmar al otro como no-cosa, me resisto a ser identificado con una cosa, aunque sea una cosa dominante [...] Me reconozco en el otro [...] Lo que reconozco en el otro, para a mi vez ser reconocido del mismo modo, es su humanidad, o sea, lo que tiene de perpetua ofrenda a lo posible” Invitación a la ética, p. 35). Savater, glosando un artículo de Ferlosio, contraponía la agresividad impersonal de los terroristas de ETA para con sus víctimas, propia del fanatismo político, con lo específico de la perspectiva ética: tener algo impersonal a favor de alguien; “lo malo no sería que hubiese algo personal en contra del matado, lo malo es que no haya nada impersonal a su favor”. (Rafael Sánchez Ferlosio, Ensayos y artículos I, Barcelona, Destino, 1992, p. 204). Vid. Despierta y lee, p. 117 y Ensayos y artículos I, pp. 200-222. 29 “Ni lobo para el hombre ni dios para el hombre, yo os digo homo homini homo y aquí creo ver la obvia (pero casi siempre oculta) raíz de la ética” (Invitación a la ética, p. 38). 30 Ética para Amador, p. 72. 31 Vid. Invitación a la ética, p. 53; El contenido de la felicidad..., pp. 60-62; Ética como amor propio, p. 164; Ética para Amador, p. 158.
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símbolo de la totalidad abierta y autodeterminante que nuestro querer se propone llegar a ser, para huir de la identidad cosificadora”32. Para Savater es amigo de la sabiduría no quien se somete a las leyes de lo necesario, sino quien “cuenta las hazañas innovadoras de lo posible, esto es, lo que hace al sujeto verdadero sujeto”33. Porque si la “ética es una conciencia de sujeto”34, ¿quién es más sujeto que el héroe de un cuento? Savater halla en la figura del héroe en la literatura la metáfora idónea del ideal ético: la importancia iniciática de la literatura estriba en su facultad de brindarnos trayectorias heroicas: gracias a ella, nunca ha de faltarnos ese pasto de héroes del que se alimenta y regenera nuestra voluntad de valor. El modelo heroico es, a fin de cuentas, un servicio de urgencia de nuestra imaginación, destinado a alentar en nosotros el símbolo de la independencia radical, de autodeterminación plena, en el que el ideal ético consiste
El fundamento de la ética no emana de ninguna ley ni de ningún dios35, sino de la voluntad humana36, por ello esa ética está ligada a lo azaroso y merece el calificativo de “trágica”37. Sometido a lo contingente de la condición humana, el héroe será aquel capaz de “vivir con nobleza y cordura sobre el fondo fatal y azaroso sobre el que la existencia humana se recorta”38. Ese es el ejemplo que nos brindan las narraciones de aventuras, el de un sujeto moral que no ve sus potencialidades coartadas por imposiciones externas —“el héroe es ingenuo, que etimológicamente quiere decir: nacido libre”39— y que “logra ejemplificar con su acción la
32 Invitación a la ética, p. 49. 33 Misterios gozosos, p. 17. 34 Fernando Savater, Pensamientos arriesgados, Madrid, La Esfera de los Libros, 2002, p. 131. 35 Ibidem, p. 29. 36 Ibidem, pp. 23-30. 37 La voluntad disculpada, p. 327-328. 38 Ibidem, p. 371. 39 Ibidem, p. 436.
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virtud como fuerza y excelencia”40. No en vano, Savater ya había advertido que “quizá el título del primero de mis libros expresa suficientemente la polarización de mi íntimo debate: Nihilismo y acción. Lo importante en él es haber elegido la partícula ‘y’ en lugar de la disyuntiva ‘o’41”, porque “todo el alcance del nihilismo se fragua ante el problema de la acción”42.
III. Narración y novela: ética frente a estética Cuando en 1981 Fernando Savater publicaba La tarea del héroe, hacía ya cinco años que La infancia recuperada había sacudido el panorama literario43, contribuyendo de esa forma a acelerar los cambios que venían dándose en España desde principios de los setenta; por añadidura, ese libro había desculpabilizado también a una generación de escritores y lectores de sus gustos estéticos menos “confesables”44.
40 Ibidem, p. 419. Vid. “La voluntad de valor” (Invitación a la ética, pp. 53-61); “Esplendor y tarea del héroe” (La voluntad disculpada, pp. 419-444); “El héroe como proyecto moral” (El contenido de la felicidad..., pp. 99-120); “La voluntad de excelencia” (José Ángel Saiz Aranguren, en Francisco Giménez Gracia y Enrique Ujaldón, eds., Libertad de filosofar. Ética, política y educación en la obra de Fernando Savater, 2007, pp. 173-183). 41 Fernando Savater, A decir verdad, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 20. 42 La voluntad disculpada, p. 51. 43 En la presentación a la edición de 1995 Savater escribía: “A otros lectores daré aquí las gracias: a los que a lo largo de casi veinte años han insistido amable pero firmemente en recordarme que, escriba lo que escriba y cuanto escriba, para ellos seré siempre el autor de La infancia recuperada” (Fernando Savater, La infancia recuperada, Madrid, Ariel, 1995, p. 12). Una buena reseña contemporánea que subraya la singularidad del libro en el escenario cultural de la época la encontramos en “Un ejemplo de ensayo a lo gitano. La infancia recuperada, de Fernando Savater” (Carmen Martín Gaite, Tirando del hilo, Madrid, Siruela, 2006, pp. 91-92). Martín Gaite iba a publicar en 1982 El cuento de nunca acabar (apuntes sobre la narración, el amor y la mentira), un ensayo en la línea del de Savater, de indagación subjetiva en la naturaleza de la narración. 44 Juan Antonio Rivera ha narrado con humor el efecto liberador que tuvo en él la lectura de La infancia recuperada, como vacuna contra la ortodoxia estética “progre”,
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Javier Marías, que fue precursor del retorno a la narración con su relato de aventuras Los dominios del lobo (1971), reconocía en 1984 que Savater “sin decirlo, bastante ha explicado sobre esta generación en su libro La infancia recuperada”45. Coetáneo de Marías, Eduardo Mendoza, que en 1975 ganaba el Premio Nacional de la Crítica por La verdad sobre el caso Savolta, híbrido de varios géneros populares, se veía a sí mismo como un eslabón en la recuperación de la “narración pura de nuestra infancia, lo que luego Fernando Savater explicó en La infancia recuperada”46. Otros escritores de la misma generación, como el novelista Terenci Moix o los poetas “novísimos” Pere Gimferrer y Leopoldo María Panero, habían tratado ya en sus obras los mitos y fetiches literarios o cinematográficos de sus infancias, pero era en Savater en quien Juan Benet, adalid de la “literatura-antes-que-otra-cosa”47 , tenía puestas sus miras al decir, en 1981, que “un considerable sector de las letras españolas [...] ha decidido [...] volver a cantar las delicias del pan y chocolate, acaso con el firme propósito de poner en circulación esa clase de merienda cultural”48. La provocadora y explícita acusación de “infantilismo”49 que Benet lanzaba contra Savater tenía como colofón señalar la degradación a la que así se exponía el producto literario, primero, por repetir esquemas fijos ya consabidos, segundo, por atender exclusivamente a las demandas del público, de lo que se desprendía en tercer lugar la incapacidad de los escritores que optaran por la senda de la narración para “imponer nuevos gustos”50.
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limitada a la novela experimental y al cine de “arte y ensayo”. Vid. “Las consecuencias de La infancia recuperada” (Menos utopía y más libertad, pp. 20-23). Javier Marías, Literatura y fantasma (edición ampliada), Madrid, Alfaguara, 2000, pp. 58. Cit. en Llàtzer Moix, Mundo Mendoza, Barcelona, Seix Barral, 2006, p. 252. Juan Benet, La inspiración y el estilo, Madrid, Alfaguara, 1999, p. 157. Juan Benet, Sobre la incertidumbre, Barcelona, Ariel, 1982, p. 86. Ibidem. Ibidem, p. 88-90. Es curioso que dos meses antes de publicar ese artículo (“Pan y chocolate”), en febrero de 1981, Benet, que era muy apreciado por la crítica y otros escritores, pero muy poco leído por el gran público, escribiera: “Empiezo a esperar para el conjunto de mi obra el premio de cierta desconsagración, que es lo mejor a que puede aspirar un escritor: ser leído más por el público aficionado que
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Recordemos que Juan Benet se había significado, desde la aparición de su influyente ensayo La inspiración y el estilo (1965), como portavoz de una concepción de la novela que lo fiaba todo a la carta del estilo, el grand style, como medio de validación estética de la literatura, hasta el punto de tener la trama o argumento por añadido prescindible y extraliterario51. Savater iba a replicar a Benet en un artículo célebre —“Cuestión de estómagos”52— en el que comenzaba diciendo: “Siempre he creído que el buen lector [...] debe definirse como omnívoro. Un buen estómago, es decir, un estómago que todo lo digiera a favor”53. La actitud “omnívora” de Savater recuerda las palabras de Umberto Eco sobre el lector que consume por igual la poesía de Pound y novelas policiacas: “Cada uno de nosotros puede ser lo uno o lo otro en distintos momentos, en el primer caso buscando una excitación de tipo altamente especializado, en el otro una forma de distracción capaz de contener una categoría de valores”54. Y después, frente a la idea de asimilar los argumentos llenos de peripecias con el gusto infantil, Savater respondía: “¿No pudiera ser el experimentalismo lingüístico y la abstracción argumental el auténtico residuo más o menos
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por el profesional de las letras” (Benet, Cuentos completos 2, Barcelona, Debolsillo, 2010, p. 14). La inspiración y el estilo, pp. 22, 157-158, 161 y 173. Sobre vivir, pp. 93-96. Ibidem, p. 93. En la reedición de 1985 explicaba la “confusión” de que La infancia recuperada “fuese tomada casi como un manifiesto contra la novela psicológica o experimental y una excluyente reclamación de la literatura “en que pasan cosas”. [...] En nada soy menos segregacionista que en literatura: tener buen estómago siempre me ha parecido signo de mejor salud que guardar régimen, fuera este de exquisiteces raras o de condumios montaraces. [...] Es delicioso explicar el propio gusto y odioso convertirlo en dogma inquisitorial. Por mi parte, nunca he sabido privarme de nada” La infancia recuperada, p. 16). Savater ha dejado constancia en otros lugares de la desaprobación que le merecen las compartimentaciones jerárquicas y el esnobismo en general del mundo literario, que sacrifica el gusto a la corrección estética. Vid. “Lo que Salgari comparte con Shakespeare” (Instrucciones para olvidar..., p. 70-74) y Misterio, emoción y riesgo. Sobre libros y películas de aventuras, Barcelona, Ariel, 2008, p. 59. Umberto Eco, Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, Barcelona, Lumen, 1968, p. 74.
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infantiloide de un viejo sueño vanguardista del que la novela va despertando poco a poco para no perecer?”55. Northrop Frye, en su defensa de las virtudes del romance, que aquí se ha de leer como “narración” en el sentido que le otorga Savater, ya había escrito en Anatomía de la crítica: “El romance es más antiguo que la novela, hecho que ha provocado la ilusión histórica de que es algo que merece dejarse atrás, una forma juvenil y rudimentaria”56. En La infancia recuperada se había establecido una distinción entre lo que ahí era llamado “novela” (género literario que cristaliza con el auge de la burguesía en el siglo xix) y lo que se designaba como “narración”, el relato tradicional premoderno57. Como sinónimo de “narración” Savater también ha empleado la palabra “cuento” que ha caracterizado de la siguiente manera: “Cuantas formas de ficción dan prioridad a la acción sobre la pasión, a lo excepcional sobre lo cotidiano, al viaje sobre la permanencia, a lo iniciático sobre lo costumbrista, a lo ético sobre lo psicológico, a la riqueza de la invención sobre la fidelidad de la descripción”58. Savater había tomado la dicotomía del ensayo El narrador, de Walter Benjamin (en el que se apoya expresamente para el primer capítulo de La infancia recuperada), pero a esa designación subyace lo que en el mundo anglosajón se conoce como romance (narración) y novel (novela). Savater ha aceptado plenamente la asimilación de “narración” al término inglés romance, si bien es presumible que su lectura de Frye, la referencia académica que cita59, sea posterior a la escritura de La infancia recuperada y se familiarizara primero con el vocablo a través de los
55 Sobre vivir, p. 95. El eco de esa discusión está muy presente en un interesante artículo de Javier Cercas, escritor más joven que Benet y que Savater, en el que parece esbozarse un intento de síntesis y superación de las dos posturas ahí enfrentadas. Vid. “De antinovelas y novelas” (Javier Cercas, Una buena temporada, Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1998, pp. 21-29) y también “Sobre el arte de la novela (Respuesta a Félix de Azúa)” (Javier Cercas, La verdad de Agamenón, Barcelona, Tusquets, 2006, pp. 101-105). 56 Northrop Frye, Anatomía de la crítica, Caracas, Monte Ávila Editores, 1991, p. 405. 57 La infancia recuperada, pp. 29-44. 58 Sobre vivir, p. 100. 59 A decir verdad, p. 14.
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ensayos de Robert Louis Stevenson60. El cervantista Edward C. Riley define el romance como un género literario en el que prevalece el elemento imaginativo —así los libros de caballerías— en contraposición a la “moderna novela realista”61. Riley, en su estudio, concede autonomía al género y ve en las novelas de James Bond, La guerra de las galaxias o los cómics de Superman una reencarnación del viejo romance en el siglo xx62. Del romance y el novel dice: “Son dos clases diferentes pero relacionadas de la narrativa de ficción en prosa”63. También Alistair Fowler, que ha estudiado el sistema de los géneros literarios, señala que romance adquiere a partir del siglo xix una connotación antagónica a la de novel, entendiendo por esta última una narración verosímil y naturalista frente a lo imaginario del romance64 (sin dejar tampoco de señalar la filiación que a través de las sucesivas mutaciones históricas vincula a ambas formas de ficción65. De otra parte, los rasgos definitorios del romance66coinciden con la caracterización que Savater proponía para el “cuento”. Northrop Frye había situado el romance en un espacio intermedio entre la narración mítica y el moderno realismo novelesco: “El mito, pues, es un extremo del diseño literario; el naturalismo es el otro, y entre los dos se extiende el área entera del romance, usando este término para significar [...] la tendencia [...] a desplazar el mito [...] y, no obstante, en contraste con el ‘realismo’, a convencionalizar el contenido en una dirección idealizada”67. Asimismo, Frye veía en la literatura popular contemporánea “un modo del romance con una fuerte tendencia inherente hacia el mito”68. Y añadía: “El elemento
60 Vid. “La ética y el romance”, en Fernando Savater, Poe y Stevenson. Dos amores literarios, Santander, Editorial Límite, 2002, pp. 71-74. 61 Edward C. Riley, Introducción al Quijote, Barcelona, Debate, 1990, p. 20. 62 Ibidem, p. 23. 63 Ibidem, p. 24. 64 Alistair Fowler, Kinds of Literature, Cambridge, Oxford University Press, 2002, pp. 141 y 253. 65 Ibidem, p. 168. 66 Introducción al Quijote, p. 24. 67 Anatomía de la crítica, p. 182, Vid. ibidem, pp. 200-209. 68 Ibidem, p. 73.
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esencial de la trama, en el romance, es la aventura, lo cual significa que el romance es, por naturaleza, una forma de secuencia y procesión”69. Para Frye, como para Savater, la posición del lector de romances es la de identificación con las virtudes del héroe, ya que “todos los valores del lector están comprometidos con el héroe”70. De igual manera señalaba: La diferencia esencial entre la novela y el romance estriba en la concepción de la caracterización. El autor de romances no pretende crear ‘personas reales’ sino más bien estilizadas que se dilatan hasta adquirir la magnitud de arquetipos psicológicos. [...] Razón por la cual el romance irradia a menudo un resplandor de intensidad subjetiva que le falta a la novela y por la cual un indicio de alegoría ronda constantemente sus márgenes. En el romance se liberan determinados elementos del carácter que naturalmente hacen de él una forma más revolucionaria que la novela. [...] El autor de romances se ocupa de la individualidad, con personajes in vacuo, idealizados por el ensueño, y por más conservador que sea, algo nihilista e indomable tiende a irrumpir fuera de sus páginas71.
Ese algo revolucionario del que habla Frye podría consistir en lo que Savater llama “el punto de vista del héroe”, que es el que adopta el narrador de las historias de aventuras y el que adopta también el lector al leerlas: “La leyenda que incesantemente cuenta [...] está narrada desde el punto más alto, desde la cima triunfal, en la que todo adquiere enérgico sentido, incluso —principalmente— la derrota”72. Si Umberto Eco, en una línea a veces convergente pero esencialmente distinta a la que seguía Frye al hablar del protagonista del romance, define al héroe de acción —D’Artagnan en el ejemplo de Eco— como pura “categoría de la imaginación” a la que contrapone, y sitúa por debajo, del “nivel moral” que representa un personaje “novelesco” como Julien Sorel73, Savater, por el
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Ibidem, p. 246. Ibidem, p. 247. Ibidem, pp. 404-405. La infancia recuperada, p. 92. Apocalípticos e integrados..., p. 212.
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contrario, adscribe al héroe de acción al plano de lo moral y ve en él el cumplimiento del ideal ético. Uno de los capítulos más memorables de La infancia recuperada es el que dedica a Guillermo Brown. “Guillermo es la esperanza misma de que nunca nos faltará ánimo para salir del hoyo, el nombre del ímpetu que libera de lo irremediable, la voz del clarín que nos reclama para la liza y nos convoca a la victoria”74, es decir, la cristalización del ideal heroico, la realización plena del proyecto ético: En una ocasión François Mauriac, preguntado al final de su vida quién hubiera querido ser, repuso: “Moi même, mais réussi”. Guillermo era yo mismo pero completamente logrado, yo en mi mejor momento, en la plena crecida de mi vigor y de mi suerte. Si no hubiera sido así, todo se habría quedado en simple literatura. Guillermo no era un ideal más o menos inalcanzable, sino el cumplimiento gozoso de la mejor de mis posibilidades75.
Si se carece del punto de vista del héroe “solo se puede ser persona de provecho, hombre de mundo, reformador bienintencionado de la sociedad; pero con él se puede ser todo eso y cualquier otra cosa: pirata, piel roja, oso, conquistador, detective, dragón, rebelde, proscrito, incomprendido, genial, como Guillermo Brown”76. El nivel ético de la narración estriba en recordarnos que esta consiste en “tener la moral alta, mucha moral”77 y su lección es la de “la rebelión ante la necesidad ciega, ante el peso abrumador de circunstancias inhumanas que parecen no dejar lugar para lo humano, el libre coraje que [...] consigue afirmar el predominio de lo maravilloso, de lo inmortal”78. Lo que se
La infancia recuperada, p. 81. Ibidem, p. 84. Ibidem, p. 93. Ibidem, p. 21. Como ejemplo de eso, comenta la frase Yet I will try the last (“y aun así lo intentaré”) con la que el “usurpador y asesino” Macbeth se enfrenta al destino funesto que le ha sido profetizado. Del arrojo heroico del malvado Macbeth dice Savater: “Quien no tenga mucha moral, moral alta y altiva [...] ya no será digno ni del mal que haga” (Invitación a la ética, p. 47). 78 La infancia recuperada, p. 21.
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narra en la aventura es “el enfrentamiento mítico con la Muerte misma”79. Por eso Savater había escrito: “Solo es imaginable, fuera del campo de la razón hegeliana, es decir, en el del mito, una perspectiva de subversión del orden establecido: negarse a admitir la muerte como necesaria”80; ese es el punto de vista del héroe. Y, por eso, en la novela de Cervantes, don Quijote muere cuando renuncia a esa perspectiva, cuando deja de creerse un héroe81 porque “El héroe no es optimista, sino enérgico”82. En la medida en que el relato de aventuras enseña al individuo a desafiar a lo necesario, Savater puede afirmar que “toda aventura es la crónica de un desacato a lo irremediable”83. Un enfrentamiento o suspensión de la muerte que en lo fantástico, una de las vetas más profundas del romance, significa también ampliar las formas de comprensión de la realidad: “Las obras de arte que apuestan por lo fantástico desarrollan también nuestra percepción de las posibilidades de lo real y ofrecen sus alternativas ante lo vigente”84. En el mismo sentido Frye había escrito: “Tampoco, en vista de lo dicho acerca de la naturaleza revolucionaria del romance, debería considerarse su elección [la del autor de romances] de esa forma como una ‘evasión’ con respecto a su actitud social”85. La vinculación entre romance y mito que hemos venido apuntando no es ociosa; Carlos García Gual ha propuesto una definición del mito que traemos a colación: “Relato tradicional que refiere la actuación ejemplar de unos personajes extraordinarios en un tiempo prestigioso y lejano”86. Si Frye subraya que en toda literatura subyacen elementos narrativos del mito87 y que “tanto el mito como el romance pertenecen a la categoría general de la
Ibidem, p. 20. Escritos politeístas, p. 207. Vid. “Don Quijote y la muerte”, La vida eterna, pp. 253-258. La infancia recuperada, p. 49. Misterio, emoción y riesgo..., p. 9. Las preguntas de la vida, p. 233. Anatomía de la crítica, pp. 404-405. Carlos García Gual, La mitología. Interpretaciones del pensamiento mítico, Barcelona, Montesinos, 1987, p. 12. 87 Anatomía de la crítica, pp. 200-215.
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literatura mitopoética”88, Savater por su lado detecta en el mito lo palpitante del carácter ético de la narración: “La fuerza que el hombre necesita para lograr cumplir lo libre, en lugar de someterse a lo necesario. [...] Por el mito, el cazador en el bosque o el alfarero en el taller podían adoptar el punto de vista del héroe [...] que conoce la necesidad y la muerte pero sabe resguardar su mejor ánimo del contagio”89. El “lado épico de la sabiduría”, como lo llama Savater, es narrativo, y es el ámbito al que pertenecen tanto el mito y el cuento como la filosofía; una parcela del conocimiento distinta de la de los saberes científicos, que no se pueden “narrar”90. De manera análoga a como Umberto Eco ha intentado validar la ciencia ficción por la vía de la sociología, mostran-
88 Ibidem, p. 248. 89 Fernando Savater, Para la anarquía y otros enfrentamientos, Barcelona, Orbis, 1984, p.55. Vid. Para la anarquía..., pp. 55-59 y La infancia recuperada, p. 49. Sin duda, la idea de interpretar la sabiduría transmitida a través del relato como ayuda y tónico para la vida la toma en préstamo de Benjamin y así lo reconoce explícitamente Savater (La infancia recuperada, pp. 25 y ss.). Sin embargo, Benjamin emplea los términos “relato” y “fábula” en oposición a “mito”. “Mito” es para Benjamin símbolo de la fatalidad, de lo necesario, mientras que lo que enseñan las fábulas es la posibilidad justamente de hurtarse a lo irremediable (Walter Benjamin, El narrador, Santiago de Chile, Metales Pesados, p. 88; Angelus Novus, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1971, pp. 98-99 y 191). Vemos según lo dicho que Savater otorga también a “mito” el valor que Benjamin concede solo a “cuento” y “fábula” (Fernando Savater, Perdonadme, ortodoxos, Madrid, Alianza, p. 53). Una idea afín a esta es la de Mircea Eliade (en Aspectos del mito), quien postula el paradigma del mito como estímulo para la acción: “El mito garantiza al hombre que lo que él se prepara a hacer ha sido ya hecho; le ayuda a rechazar las dudas que podría concebir respecto al resultado de su empresa. [...] La existencia de un modelo ejemplar no entorpece en absoluto el impulso creador. El modelo mítico es susceptible de aplicaciones ilimitadas” (cit. en García Gual, La mitología..., p. 14. 90 La infancia recuperada, pp. 32-33 y 42; Para la anarquía..., p. 25. Para despejar sobre este punto el equívoco de una posible inclinación hacia el irracionalismo recordemos el dictamen de Hans Blumenberg en su clásico Trabajo sobre el mito —“La línea fronteriza entre el mito y el logos es imaginaria [....] El mito mismo es una muestra, de muchos quilates, del logos” (Trabajo sobre el mito, Barcelona, Paidós, 2003, pp. 19-20)— y también la idea de razón no cercenada, no limitada a lo instrumental, que Savater ha reclamado para sí y que ya hemos señalado; logos adquiere de este modo su pleno doble valor de “razón” y “palabra”.
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do cómo en esas historias lo que se representa de modo alegórico son los problemas y miedos bien reales de la sociedad contemporánea91, Savater ha hecho lo propio por la senda de los valores éticos con la narración de aventuras. Apoyándose en la clasificación aristotélica de las obras de ficción en función de los diferentes niveles de los personajes que aparecen en ellas, Northrop Frye representa el romance en primer lugar por las características de su héroe típico “cuyas acciones son maravillosas, pero él mismo se identifica como ser humano”92. Si no fuera imposible uno diría que al escribir eso Frye acababa de leer La infancia recuperada y La tarea del héroe. ¿Qué queda entonces de la “novela”? A pesar del tono algo melancólico del epílogo de La infancia recuperada, donde se lamentaba de la progresiva postergación del cuento en el siglo xx a las plumas de los escritores de segunda fila en detrimento de la novela93, que desemboca en la autofagia textualista de las “palabras, palabras, palabras”94, Savater concedía con todo que “el cuento se perpetúa en la traslúcida amalgama de la novela, que le oculta y deforma no menos que le revela”95. En efecto, según Frye, “nunca se encuentran ejemplos ‘puros’ de ninguna de estas dos formas; apenas si existe un romance moderno que no pueda considerarse como novela, y viceversa”96. Tal vez el nuevo brío que cobró la vieja idea del cuento entre los escritores españoles a raíz de La infancia recuperada como vía de renovación de una novela
91 Apocalípticos e integrados..., pp. 350-352. 92 Anatomía de la crítica, p. 54. 93 La infancia recuperada, pp. 227-228. Para comprender los presupuestos desde los que ha operado el escritor literario moderno a partir del simbolismo y pasando por las vanguardias literarias es imprescindible remitirse a “Axel y Rimbaud” (Edmund Wilson, El castillo de Axel, Madrid, Cupsa, 1969, pp. 201-230). Hermann Broch, en una línea similar a la de Benet, relega a la categoría del kitsch, el mal arte imitativo, aquel arte que solo consiste en la reiteración de esquemas ya conocidos, que pasa así del ámbito de la estética al de la mera técnica (Hermann Broch, Kitsch, vanguardia y arte por el arte, Barcelona, Tusquets, 1970, pp. 7-31). 94 Félix de Azúa, “El género neutro”, Cuadernos de La Gaya Ciencia. Arte y verdad, Barcelona, La Gaya Ciencia, pp. 42-44. 95 La infancia recuperada, p. 228. 96 Anatomía de la crítica, p. 404.
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experimental que se percibía cada vez más agotada y automatizada no fuese una regresión a lo infantil, sino, como intuía Savater, un modo en realidad de avanzar y salirse del estancamiento97. Romance y novel podrían verse así como los vértices de esa “complementariedad polémica entre ética y estética” de la que ha hablado Savater y que idealmente debería resultar en una suerte de fricción creativa y no de oposición irreconciliable, porque “la ética que nada sabe de la estética [...] tiene tan buena conciencia que pierde el espíritu” y “la estética que nunca acoge sospechas éticas es mortalmente aburrida”98.
97 Compárese la autoironía de Félix de Azúa sobre sus “novelas experimentales” (Félix de Azúa, El aprendizaje de la decepción, Barcelona, Anagrama, 1996, pp. 216-217) con el juicio convergente que el propio Savater emite sobre esas mismas primeras novelas en “Historia de un idiota contada por otro amigo suyo” (Félix de Azúa, Historia de un idiota contada por él mismo, Madrid, Espasa-Calpe, pp. 12-13). 98 Ibidem, p. 131.
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Del ensayo al sistema. El laberinto de la escritura de Eugenio Trías
Fernando Pérez-Borbujo Álvarez (Universitat Pompeu Fabra)
Eugenio Trías, recientemente fallecido, es uno de los referentes de la filosofía contemporánea en lengua castellana. Su obra, ampliamente comentada y analizada, constituye un corpus único, que recoge en sí una variedad de estilos, géneros y estrategias de escritura que configuran un verdadero laberinto, del cual solo se puede salir siguiendo el verdadero hilo de Ariadna: la filosofía del límite. Trías, a diferencia de otros filósofos que han considerado la escritura un mero vehículo de transmisión de su pensamiento, ha entendido siempre la filosofía como una cuestión de escritura. El amor por la palabra escrita ha estado constantemente en el centro de su quehacer filosófico. Ni la docencia, ni la transmisión oral (tan importantes para él); ni el poder de la imagen (la fotografía y el cine), ni el del sonido (la música) han podido jamás competir con su amor por la escritura. Si
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como algo quería ser recordado Trías es como escritor1. Aunque, en seguida, añadía como aclaración que su escritura era una escritura filosófica. Trías nunca se consideró novelista, poeta o crítico. Del mismo modo, como intentaremos mostrar a continuación, habiendo sido uno de los introductores del género “ensayo” en la producción filosófica en la década de los setenta en España, jamás se consideró un “ensayista” sin más. A diferencia de otros autores de su generación, Trías tenía claras dos cosas que marcan su escritura de un modo singular y definitivo: que la filosofía, si no es metafísica, no es filosofía2; segunda, y aún más extraña, que toda filosofía que, en algún sentido, no sea sistemática no es filosofía en modo alguno. Esta radicalidad con la que Trías, desde la década de los setenta, mantiene el carácter sistemático de la filosofía, a pesar de lo fragmentario y ensayístico de su escritura, constituye uno de los muchos enigmas que rodean la obra triasiana y nos enfrenta con ineludibles interrogantes: ¿es posible reconciliar ensayo y sistema?, ¿qué ha de entenderse, pues, por ensayo? Y aún más, ¿qué idea de sistema puede convivir con la forma ensayo?
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A toda determinación radical de las personas, a todo rasgo dominante de su personalidad, subyace siempre algún elemento autobiográfico. Trías nos habla de una timidez congénita que hizo que sus primeras intervenciones públicas, orales, fueran para él una verdadera tortura. Más allá de lo anecdótico, si bien es cierto lo de su natural tímidez, con su enorme fuerza de voluntad llegó a desarrollar una profunda actividad pública como conferenciante, maestro y docente, reconociendo todos en él las dotes de un gran comunicador. A pesar de ello, nada comparable a esa libertad, confianza y osadía que sentía en el acto de escritura y que tan bien define su personalidad (Trías, El árbol de la vida, Barcelona, Destino, 2003, pp. 92-105). A pesar del carácter rupturista, innovador y revolucionario de sus primeras obras filosóficas (La filosofía y su sombra, La dispersión, Metodología del pensamiento mágico) en las que, siguiendo las huellas de Nietzsche y Foucault, Trías incursiona en el ensayo, el pensamiento aforístico e incluso lo rapsódico, sigue manteniendo incólume, frente al neopositivismo vienés de Carnap y la filosofía analítica anglosajona, la necesidad de reabrir el pensamiento filosófico a sus fuentes metafísicas.
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I. El giro lingüístico Uno de los rasgos más sobresalientes de la obra triasiana, en el que se muestra hija de su tiempo, es su asimilación del famoso “giro lingüístico”. La filosofía del límite nace en plena época estructuralista, cuando ya ha madurado la tradición analítica del lenguaje, como se refleja en la evolución sufrida por la obra de Wittgenstein, y se produce el nacimiento de la semiótica y el renacer del lenguaje simbólico. Dicho “giro lingüístico” se manifiesta en la conciencia adquirida de que el pensar está estrechamente ligado al lenguaje, la importancia que el soporte lógico-lingüístico tiene en la formulación de ideas y conceptos, así como la imposibilidad de deslindar ambas realidades. A partir de entonces se asume la realidad bifronte de un “pensar-decir” (logos), como le gustaba denominarlo a Trías. Esa conciencia lingüística va más allá del intento heideggeriano por remitir el sentido de las palabras a sus orígenes, recuperando las cadenas de significados enterrados por la historia en el olvido, que dará origen a las estrategias posteriores de la deconstrucción, en su interés arqueológico por hallar la etimología originaria de las palabras, soterrada en el acervo cultural de un pueblo o una tradición. En coincidencia con los primeros escritos de Derrida, y su visión de la gramatología, impregnada de cierto freudismo lacaniano, Trías se ha mostrado especialmente sensible hacia la idea de que el lenguaje es escritura, “trazo”, huella némica3. La escritura como grafos, con su doble naturaleza de imagen y huella, tan cara a la semiótica, constituye uno de los pilares de la concepción triasiana de la escritura. Hay algo de definiti-
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En esta noción de la escritura como “trazo” se dan cita las reflexiones psicoanalíticas sobre el trauma en tanto que huella inconsciente, herida o incisión presentes en el organismo psíquico, con capacidad empática para activar la memoria y para favorecer la repetición. El psicoanálisis, con su concepción del lenguaje como revelador del inconsciente y su fe en el potencial sanador mediante la palabra, es uno de los pioneros del interés lingüístico por la conexión pensamiento-lenguaje, aunque en principio pudiera parecer muy alejado de la tradición analítica del lenguaje (J. Derrida, Gramatología, México, Siglo XXI, 1998, pp. 297-320; J. Derrida, Mal de archivo, Madrid, Trotta, 1997, pp. 50 y ss).
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vo, escultórico, permanente y duradero en la visión que Trías tiene de la escritura. También hay algo que tiene que ver con la incisión en el cuerpo y en el alma, con la huella en relación con la memoria, no tan solo individual, sino sobre todo colectiva. “Roturar”, “herir”, “incidir” son verbos con los que Trías asociaría la tarea de escribir. Esta concepción de la escritura tiene, sin duda, profundas raíces platónicas. Ya lo puso de manifiesto Derrida en su ensayo “La farmacia de Platón”, en el que analiza los argumentos platónicos esgrimidos en sus diálogos Lysis y Fedro para abordar la relación entre oralidad y escritura. Platón, en su exposición del tránsito de la palabra oral a la escritura —como siempre, plenamente irónica, porque los “diálogos” no son más que el lenguaje escrito imitando la palabra hablada, la oralidad, pero precisamente siendo consciente de que la escritura permanecerá y la oralidad caerá en el olvido—, concibe la escritura como superior a la oralidad, aunque en la escritura, único remedio contra el olvido, la palabra, privada de la presencia de su autor, permanece indefensa ante las malinterpretaciones e incomprensiones por parte del lector. A pesar de todo ello, Platón asume que confusión y equívoco son el precio que tiene que pagar la palabra, y su autor, por sobrevivir al olvido. En este sentido la escritura, el trazo inteligible humano, constituye la única vía escatológica en un mundo absolutamente secularizado, cerrado en su inmanencia, que permite alguna forma de trascendencia para la individualidad propia. Si la vía biológica de la descendencia y la prole —como heredad, herencia y testamento—, tan alabada por Platón en su obra El banquete, constituye una de las formas supremas de trascender la propia individualidad, la mejor forma de supervivencia es el magisterio espiritual de la oralidad, cuando el maestro escribe con el cálamo invisible de su palabra en el alma del discípulo. No obstante, ese magisterio oral, que tiene lugar mediante la enseñanza viva, se vuelve un magisterio universal, que abarca más allá de la generación presente hacia las generaciones futuras, con la escritura. La escritura se muestra por su duración superior a la palabra oral. Además, la escritura, que permanece más allá del movimiento generador que le dio vida, lo cual supone un distanciamiento y una mirada especulativa y reposada sobre el propio vivir, supone la
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expresión más perfecta del espíritu del pensador, su forma de supervivencia espiritual4. En la relación escritor-lector, verdadero diálogo entre vivos y muertos5, acontece una extraña forma de comunión redentora que puede dar sentido a la propia obra, hecha escritura. La semiótica afirma que la opera aperta se culmina en el acto de recepción, permaneciendo siempre como invitación viviente a su recreación y variación6. Por este motivo el escritor se dirige a un lector “potencial” como a su interlocutor privilegiado para que, en el acto de desvelamiento que implica la lectura entregada y paciente, pueda volver a vivir no solo en la memoria, sino “en espíritu”. Desde esta perspectiva resulta claro que la hermenéutica textual se vuelve el singular ejercicio de resucitar, aunque sea momentánea y parcialmente, a los muertos. Hans Blumenberg, en su obra Trabajo sobre el mito, ha puesto de manifiesto el papel que esta nueva versión de redención secularizada juega en las sociedades contemporáneas y cómo la lectura es el acto piadoso de salvar a los autores del olvido y de dar vida de nuevo a los muertos.
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En contra de lo que afirma la expresión habitual y coloquial según la cual la “letra mata el espíritu”, más bien habría que sostener que allí donde hay letra, hay espíritu. Trías era sumamente consciente de que todo proceso de escritura es un proceso de encarnación, un acto de donación de sí mismo, de enclavamiento y fijación, de sujeción. Es en la escritura donde la persona se vuelve sujeto (sub-jectum). Trías ha insistido constantemente, frente a la presencia obsesiva de la muerte propia de los existencialismos de comienzos del siglo xx, en la necesidad del diálogo entre vivos y muertos, como forma del cumplimiento del deber piadoso de no olvidar a los difuntos, de mantener siempre presente su memoria. Una memoria irrigada por los que ya no están presentes, los que se hundieron en el cerco hermético, el de los destinos cumplidos como lo denomina Rilke, está íntimamente presente en su concepción de la escritura y su conexión con la lectura (Trías, Lógica del límite, Barcelona, Destino, 1991, pp. 225-227). Es en esta línea de la semiótica, que concibe la obra de arte como realidad abierta que exige el principio hermenéutico de la estética de la recepción como culminación siempre en progreso, donde se forja el famoso “principio de variación” de Trías como recreación variacional.
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II. Gramatología y narratividad El giro lingüístico, en connivencia con la hermenéutica, dio lugar con el tiempo a la instauración de la narración como nuevo canon de la razón y al consiguiente intento de reducir todo tipo de filosofía a algún tipo de narratividad. Nos hallamos, sin duda, ante la emergencia de nuevas formas de pseudomitología, avaladas por la crisis de la razón, la pérdida de fuelle del positivismo y de la razón científica e instrumental, que coinciden con el auge imparable de la posmodernidad. La noción clave aquí es la de “relato”7. Esta vía que quiere diluir la razón conceptual, eidética, en pura narratividad (colofón de una herencia posromántica que se inicia con “El narrador”, de W. Benjamín, y llega hasta las reflexiones de P. Ricoeur sobre Tiempo y narración para prolongarse en la actualidad con la emergencia de la nueva retórica) encontró una amplia acogida en los años ochenta y noventa, precisamente cuando el proyecto triasiano se encontraba en plena formulación del corazón sistemático de su propuesta filosófica: la idea de límite. Esta concepción de la narración como estructura misma de la racionalidad tiene un pie en el romanticismo y otro en el aristotelismo, siempre presente en la tradición, que ya en su tiempo había ligado la idea al razonamiento, estableciendo una estrecha conexión entre pensamiento y lenguaje8. En Trías su acendrado platonismo, que sobrevivió incluso a sus pasiones nietzscheanas de juventud, le llevó siempre a mantener la factura eidética, conceptual del pensar, aunque cabe matizar que se trata de una concepción corregida que apela al carácter abierto y problemático de la idea como ya lo concibiera aquel Platón
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El término mythos, narración-relato, constituye el eje central de este renacimiento de la narratividad posmoderno que coincide plenamente con una remitologización de la narración. Sobre esta espinosa y controvertida cuestión, véanse: M. Frank, El dios venidero: lecciones de nueva mitología, Serbal, Barcelona, 1994; M. Frank, El dios en el exilio: lecciones de nueva mitología, Madrid, Akal, 2004; L. Duch, Ciencias de la religión y mito: interpretaciones del mito, Montserrat, Abadía de Montserrat, 1974. P. Aubenque, El problema del ser en Aristóteles, Madrid, Taurus, 1987, pp. 93-112.
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olvidado, esotérico, de fuerte influencia pitagórica, de los diálogos críticos y tardíos, mucho más sensible a las instancias mediadoras de eros, mnemosine y logos9. Por este motivo Trías se ha opuesto siempre, con gran fuerza y energía, a todo intento de diluir la filosofía en literatura, en pura narratividad, a la par que mantenía la necesidad de que la filosofía esté abierta a las instancias hermenéuticas del deseo, la memoria y la escritura: No haya verdadera filosofía sin estilo, escritura y tradición literaria; pero tampoco la hay sin elaborada forja conceptual. Toda filosofía auténtica posee aires de familia que son comunes con la buena poesía; pero no hay filosofía sin la gestación de tramas y urdimbres conceptuales que le permiten la trabazón de una proposición que constituye su hecho diferencial y su seña de identidad10.
Este posicionamiento contrario a cualquier forma de diluir lo conceptual en lo narrativo no supone, en modo alguno, un desprecio por la importancia de la narración y sus estructuras. Más bien, en la línea de Hegel, para quien el “concepto se narra”, se trata de encontrar esas hibridaciones y conexiones en las que la trama narrativa, textual, permite alumbrar ideas y conceptos y, más aún, aquellas en las que la idea, por su propia naturaleza, exige ser dramatizada, “desarrollada” (entwickelt) y “expuesta” (dargestellt) para ser aprehendida. De ahí su gráfica expresión de que la filosofía es “literatura de conocimiento”: La filosofía es literatura de conocimiento. Literatura en la medida en que tiene que ver con la gestación de textos y escrituras. La textura y la letra no son, en filosofía, objeto de contemplación teorética de
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En la preparación a su monumental obra sobre la música Trías revisitó Platón a partir de los abundantes descubrimientos llevados a cabo desde la década de los setenta por la Escuela de Tübingen en torno a la tradición oral de ese Platón esotérico y fuertemente influido por los pitagóricos. Este reencuentro queda plasmado en el largo ensayo final, de casi cien páginas, que acompaña como colofón a la primera de sus obras sobre música (E. Trías, El canto de las sirenas. Argumentos musicales, Barcelona, Círculo de Lectores, 2010, pp. 805-924). 10 E. Trías, El hilo de la verdad, Barcelona, Destino, 2014, pp. 40-41.
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una posible ciencia. Son algo mucho más importante y decisivo: la praxis misma de esa literalidad textual, que, en la medida en que se orienta al conocimiento, puede reconocerse en su identidad filosófica. Importa esa gramato-praxis como lo más propio y genuino de la filosofía11.
De este modo, Eugenio Trías creía estar dando curso en su propio proyecto filosófico a una doble vocación: la de escritor y la de filósofo. En sus memorias, con el título El árbol de la vida, nos relata esa primera inclinación a ser novelista (de ahí su atracción por Thomas Mann, Goethe y los grandes literatos-filósofos alemanes), que se plasmó en una novela conjunta con su hermano Carlos, cómo al instante se dio cuenta de que esta vocación solo tenía sentido en el marco de su vocación filosófica y que allí, bajo el soporte de la trama conceptual, vivió siempre su alma de narrador y novelista: Tú, Eugenio, has equivocado tu camino, debieras haber escrito narración, novela, pues en todos tus ensayos se advierte una disposición para la escritura novelada, o para la literatura. Incluso en tus ensayos hay, siempre, una trama novelística larvada. Lástima grande que no la explotes, o que no la liberes, en lugar de reprimirla mediante tu lenguaje filosófico, conceptual12.
Esta tensión, siempre presente en su obra, entre narración y conceptuación, ideación y trama, hace de su escritura un género peculiar, extraño, poco convencional y absolutamente novedoso. No se trata de la narración al uso, de los modelos de narración convencionales, sino de una escritura narrativa siempre guiada por la idea o el concepto. No de un concepto cerrado, hijo de la intuición intelectual, sino de un concepto experimentado, abierto, en continua reelaboración y variación. Tampoco se trata de una escritura que avance guiada por la dialéctica para, después, cuando se aboca a una contradicción irresoluble, dilemática, recurrir a la narración mítica como forma de un
11 Ibidem, p. 38. 12 E. Trías, El árbol de la vida, p. 397.
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simbolismo que viene a curar y cicatrizar el carácter aporético del diálogo socrático13. No, en Trías todo es chispazo, fogonazo intelectual que se va desglosando en imágenes, ejemplos, razonamientos, retazos. De ese modo la idea va ganando cuerpo, lustre, fisonomía y carácter a la par que se va problematizando, mostrando su lado conflictivo y la incapacidad para ser alumbrada totalmente. Paradójicamente, en Trías idea y escritura no se pueden escindir ni separar. No se puede entender la idea del amor-pasión en su filosofía sin recurrir a los ejemplos de Tristán e Isolda, o a las reflexiones de Lacan o a la misma experiencia autobiográfica del autor, recogida en sus memorias. De igual modo ya no se podrá prescindir de la película Vértigo, de Hichtcock, para entender la pasión del vértigo, central en la filosofía del límite, ni de los sueños repetitivos de su autor focalizados en la imagen de una caída libre por el eje de la Tierra. Tampoco será posible aprehender lo siniestro, que en la belleza se vela y revela, sin acudir al tríptico de El nacimiento de la primavera, de Botticcelli, a las reflexiones de Freud sobre lo inhóspito (das Unheimliche) o a las visiones de E. T. A. Hoffmann en su obra El hombre de arena. Estos tres ejemplos, extraídos al azar, nos muestran cómo en Trías idea-imagen-narración forman una unidad inseparable, una aleación única que ciñe la idea platónica a un nuevo cuerpo material, una encarnadura que en la escritura triasiana se patentiza y realiza. Pero si hemos visto cómo en su carácter conceptual y eidético Trías se opone a la filosofía de la narración y a la identificación entre literatura y filosofía, es en lo que tiene de constructiva y propositiva su escritura donde Trías se separa de la deconstrucción propia de la gramatología derridiana, a la que el autor atendió en sus primeros pasos por su interés por las reglas de disposición textual, razón dominante que disciplinaba el texto y que pedía ser “liberado” con nuevas estrategias de escritura. A esa primera parte de la deconstrucción textual asistió el autor solo para proceder a nueva forma de construcción, no para acabar en profundas y complejas logo-míticas arqueologías del sentido
13 Álvaro Vallejo Campos, “Mito y persuasión en Platón”, Er. Revista de Filosofía, Sevilla (1993).
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que dan lugar a reconstrucciones expresadas en una jerga ininteligible, que parece seguir la estela de esa violencia ejercida por el idealismo a la lengua alemana y que prosiguió de manera tan formidable Heidegger, iniciando así la vía seguida posteriormente por la deconstrucción. Trías, por el contrario, como queda claro en su ensayo sobre Hegel, aboga por un lenguaje asimilable e inteligible que ilumine y no oscurezca aún más la dificultad intrínseca del pensar filosófico, máxime cuando este se remonta a los orígenes, a los principios, a los fundamentos últimos, o primeros, de su propia esencia. Una escritura que huye de la jerga, de la especialización académica, del falso elitismo y se enzarza en una propuesta filosófica propia (la filosofía del límite), forjando una invitación positiva, plasmada en un mundo eidético y simbólico propio, con la acuñación de un léxico nuevo, de sentidos recreados y variados de viejos términos de la tradición. Como veremos, por su propio estilo, nada hay más alejado de la deconstrucción que la filosofía del límite.
III. Escritura, estilo y destino Una vez clarificada la relación entre escritura y pensamiento en la reflexión triasiana, se impone ahora la cuestión del estilo. Es difícil saber en qué consiste exactamente el estilo de un escritor. A pesar de ello no dudamos en afirmar que el estilo de determinado autor es inconfundible. El estilo, como rasgo singularizador de todo quehacer humano, que en la escritura parece apelar a alguna clase de “voz propia”, a un cierto “tono” del verbo escrito que sobrevuela como efecto de conjunto toda la obra de un autor, se ha vuelto el rasgo distintivo de nuestro tiempo14. El estilo, presente ya en la atmósfera contenida
14 No cabe duda de que en las artes, a partir de las segundas vanguardias, los artistas renunciaron al último elemento ideológico al querer inscribirse en movimientos, programas o proclamas (cubismo, dadaísmo, impresionismo, expresionismo) y abogaron por reivindicar una nueva forma de individualismo que, a diferencia del renacentista, y más allá de la impronta narcisista con la que ha sido caracterizada nuestra época, pretende ser adámica, en el sentido orteguiano del
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en las primeras líneas de un escrito, tiene que ver con el uso determinado que hacemos del lenguaje, la modalización individual de un lenguaje que siempre es comunitario, y colectivo. Este uso no es solo una cuestión teórica, de conocimiento y habilidad, sino también pasional y dispositiva. De ahí que se haya visto reflejado en la escritura el temple, el carácter y aun la determinación ética del autor. En cualquier caso para Trías el estilo constituye la naturaleza ética del autor reflejada en la escritura. De hecho Trías ha establecido siempre una estrecha conexión entre ética y escritura al hablar del estilo. Dicha relación tiene que ver con que la razón para el autor siempre supone una base pasional, indesligable de la escritura a la que esta da forma15. Esas pasiones del logos (admiración, amor-pasión, vértigo) permiten una reformulación de la razón que no se manifiesta en el neutro discurso racional asimilado a la lógica, ni a esa fría razón que algunos han querido ver como paradigma de la ciencia: Esta unión, que Platón formuló, de aspiración a la verdad, o mejor dicho, de formulación de la verdad y aspiración a la belleza, esta conjunción de arte y verdad es lo que acredita una filosofía. Pensar en una filosofía que es una especie de superciencia o de espacio rector de conocimientos de la humanidad es una equivocación extraordinaria. Concebir un constructo mental expresado en escritura, texto, palabra, con forma propia que despierte además de la emoción estética y que, por otro lado, al mismo tiempo, desprenda un cierto sentido, renovado y nuevo, respecto a la verdad, eso es para mí la filosofía16.
término: el reflejo de un mundo único, nuevo, diferente e intraducible, que se manifiesta en un lenguaje propio. La individualidad de los mundos propios, las mónadas, es lo que marca el estilo de nuestras producciones culturales. 15 Domingo A. de los Santos Trinidad, El sujeto pasional como punto de partida de la reflexión filosófica en la filosofía del límite de Eugenio Trías, País Vasco, Tesis doctoral, 2013, pp. 170-185. 16 Pérez-Borbujo, F. “Ensayo y sistema”, en A. Sánchez Pascual y J. A. Rodríguez Tous (eds.), Eugenio Trías: el límite, el símbolo y las sombras, Barcelona, Destino, 2003, p. 47.
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La escritura filosófica, cuando la razón no es puramente discursiva o conceptual, sino fronteriza, existencial y pasionalmente arraigada, exige un componente simbólico, religioso y artístico que venga a complementar y encajar con la idea. La “razón fronteriza” formulada por Trías nace de un fondo pasional. Ese fondo pasional define las “vísceras”17 de la persona, “su ser íntimo”, que aletea y se espejea en un discurso racional, con “antenas poéticas”, que dialoga íntimamente con las artes y su diverso simbolismo, y que es permeable a todas las formas de logos surgidas desde el origen. El estilo triasiano, influenciado por el segundo renacer de las vanguardias en la década de los años sesenta18, tiene que ver con la transgresión. En la estela abierta por Joyce, se dedica a romper todos los moldes, a producir un extraño apareamiento de todos los géneros, fluidificando los viejos departamentos estancos y produciendo toda clase de híbridos. La división en géneros literarios, tan propia de la tradición canónica, que establece una forma concreta para un contenido determinado, deja de regir. De hecho, los tradicionales géneros filosóficos (diálogo, tratado, disputa, glosa, comentario) se ven recreados y burlados por Trías. En la forma de un Dalí o de un Picasso filosóficos, Trías revienta la unidad libro, la deconstruye dando lugar a una nueva forma textual. Tanto en sus primeros libros (La filosofía y su sombra, La dispersión, Metodología del pensamiento mágico) como en los últimos (Lógica del límite, El hilo de la verdad, etc.) nos encontramos, urdidos por el hilo rojo de una idea, microtextos, miniensayos o
17 M. Zambrano ha hecho valer, frente a la imagen romántico-medieval mágica del corazón, la expresión de raigambre semítica de las “vísceras” como expresión de los “ínferos de la persona”, su núcleo esencial que permanece siempre en estado de ocultación y que no puede salir a la luz, siendo que allí se alimenta y radica todo lo que la persona va desvelando en el curso de su historia mediante la acción y el discurso (M. Zambrano, Persona y democracia: la historia sacrificial, Madrid, Siruela, 2004, pp. 145-169). 18 Trías siempre se ha declarado hijo de ese segundo revival de creatividad que supuso la generación de los años sesenta, ubicada principalmente en los Estados Unidos (pop art, expresionismo abstracto americano, minimalismo, etc.), pero que tuvo su eco en toda una generación de escritores europeos.
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microrrelatos que conviven, configurando un collage19, en el marco de la unidad material libro, cuando la unidad temática y argumentativa parece haberse desintegrado o la canónica unidad de tiempo, acción y espacio de la acción dramática haberse volatizado. De ahí que un ensayo sobre El gran vidrio, de Duchamp, venga a cerrar un estudio sobre el concepto heideggeriano de ser en su libro Los límites del mundo; o que un análisis del cuadro de La anunciación, de Giotto, conviva con un ensayo sobre la relación entre los vivos y los muertos, colofón de la exposición sistemática, en forma de tratado, del “sistema de las artes” de la filosofía del límite, en Lógica del límite. Eso por no hablar de cómo una recreación libre de la arquitectónica de la Crítica de la razón pura kantiana, en El hilo de la verdad, está encuadrada en medio de un comentario sobre el poema de Eliot, “El tercer hombre”, ilustración del principio hermenéutico de la filosofía triasiana, el principio de variación; y de un ensayo sobre el laberinto y el minotauro en la mitología griega, marco imaginativo que rige el prolegómeno sobre el problema de la verdad que enmarca todo el texto y al que la Crítica de la razón fronteriza viene a dar respuesta. Esta estrategia transgenérica, que exige el diálogo viviente de la filosofía con el “archipiélago de las artes”, como le gustaba denominarlo a Trías, forma parte consustancial del estilo triasiano, reflejo de la escritura de una razón fronteriza en la cual conviven, íntimamente entrelazadas, razón y simbolismo. Asistimos, así, a una escritura que nace de la pasión y suscita pasiones, mediante la forja de una reflexión encadenada a la idea y a la imagen, al símbolo y a su interpretación. En este sentido, Trías liga la escritura a una forma de recreación variacional donde la reflexión filosófica siempre emerge de su fondo pasional, herido por lo singular-concreto, por la obra de arte, que le invita a pensar. Pero dicho pensar no es pura actividad contemplativa,
19 Trías veía en el collage una de las grandes aportaciones de las vanguardias norteamericanas de los años 60 y 70 y, en cierta manera, se puede afirmar que lo hizo suyo a la hora de componer libros. Evidentemente no toda la producción triasiana se ajusta a esta caracterización y existen relevantes excepciones, como El lenguaje del perdón o La edad del espíritu, por nombrar tan solo dos casos.
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puro vivir en la idea, sino que, como afirmaba Platón en El banquete, el hombre busca la belleza para procrear en ella. De esta conexión entre eros y poiesis, del entrelazamiento que permite hacer emerger la reflexión conceptual, ideal y universal, de lo particular y concreto en lo que se plasma una ley escondida, no formulada, pero que da que pensar, emerge el afán porque el pensamiento beba siempre de la hermenéutica de la obra de arte, entendida como símbolo20. Así llega el autor a su famoso principio de variación: La mejor crítica de una obra de arte es, por esto, otra obra artística que guarde, con la primera, relaciones artísticas familiares, por la vía fecunda de la mimesis y la interpretación. Toda verdadera crítica es, de hecho, una creación, reviste carácter poemático, es producción en el sentido de poiesis. Toda obra artística se culmina completa en la interpretación, siendo esta el acto artístico mismo, respecto al cual la obra es todavía, antes de la ejecución, preñez próxima al alumbramiento21.
En este sentido la escritura filosófica es la plasmación poiética de una herida erótica, la extraña conexión entre eros y poiesis. Por eso la escritura no es tan solo la plasmación del pensar, sino obra creadora y recreadora de una obra de arte bella, lo cual ha permitido entender a Trías la filosofía, que siempre es escritura, como una de las bellas artes, porque ella misma es poema, obra de arte que invita a ser recreada variacionalmente.
IV. En el taller de la escritura triasiana Para acabar de definir el estilo triasiano se impone, de manera necesaria, introducirnos, aunque sea someramente, en la materialidad y carnalidad del taller del escritor. Resulta evidente que la escritura es grafos, trazo material, orfebrería. Nos encontramos aquí donde el artista
20 F. Pérez-Borbujo, La otra orilla de la belleza, Barcelona, Herder, 2005, pp. 337 y ss. 21 E. Trías, Filosofía del futuro, Barcelona, Ariel,1989, pp. 110-111.
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conceptual y el artesano se dan cita para plasmar en obra (opus) ese pensamiento-escritura que ha de sobrevivir al autor. Trías pertenece a esa generación que había abandonado a medias la caligrafía22, en la que el ritmo y la cadencia de la mano que se desliza siguiendo el ritmo corporal sobre el papel desnudo marca la pauta al pensamiento. El pensamiento aparecía aquí anudado y acordado a la parsimonia de la mano; el órgano prensil esclavizaba al pensamiento, reprimiendo su tendencia innata a “volar”. La rapidez del pensamiento, la celeridad del cerebro humano en su procesamiento de la información, debía aquí ralentizarse, someterse al dictado de la mano. Por eso, Trías, que inició su proceso de escritura en esa época en la que el texto era mecanografiado con papel de calco para obtener varias copias y donde cada error implicaba proceder al mecanografiado completo de la página, precedía siempre el mecanografiado de la “escritura a mano” de las ideas matrices, desarrolladas en libretas que le acompañaban en todo el recorrido creador. Esas piezas no eran notas de lectura, sino ideas ya redactadas embrionariamente a mano y que después constituirían la “matriz” de la cual acabaría surgiendo, con gran libertad, el redactado mecanografiado. El escrito a máquina marca el proceso creativo de estos autores. En ellos la letra, al dictado de la máquina, queda esculpida, tallada en la mente. Como en la lengua alemana en la que el autor se formó, las palabras empiezan a singularizarse y a establecer entre ellas relaciones espaciales. Los primeros libros de Trías muestran esta parsimonia, este cuidado primoroso por las palabras individuales, esta selección detenida de cada frase y de los signos de puntuación, en la que se deja sentir la parsimonia de la caligrafía y la paciencia de la mecanografía. Será a finales de los ochenta e inicio de los noventa cuando comience a escribir a ordenador, coincidiendo con la fase de madurez de su obra, con
22 Son famosas las entrevistas del Paris Reviewer sobre el proceso creativo de los grandes escritores del siglo xx (Henry Miller, García Márquez, Paul Auster), muchos de los cuales coinciden en su percepción del proceso creativo con Trías, quien ha vivido, a lo largo de su producción filosófica, las tres grandes renovaciones tecnológicas de la escritura: caligrafía, mecanografía y “ordenador-grafía”.
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sus grandes obras sobre la filosofía del límite. No obstante, siempre mantendrá la costumbre de preceder la escritura de sus libros de abundantes notas manuscritas, ampliamente redactadas, y que nos ha legado en una multitud de cuadernos. Un grupo de lectores, seguidores de la obra de Eugenio Trías desde sus comienzos, dicen haber percibido un cambio radical de estilo en su escritura, a raíz de la emergencia de su propuesta de una filosofía del límite. Dicho cambio estilístico, que tendría lugar con la aparición de Los límites del mundo y se haría presente en obras como La aventura filosófica o El hilo de la verdad, consistiría en el giro hacia una escritura más pura, más conceptual, más desnuda de artificios y apoyo de imágenes. Ese cambio estilístico tendría que ver con un cambio temático de fondo, ya que Trías se encuentra porfiando por encontrar un acceso metodológico, un camino conceptual y argumentativo, hacia su idea central, hacia su intuición filosófica, recién descubierta: la idea de límite. Aquí la escritura funciona como prueba, ensayo y tentativa en la búsqueda del camino expositivo adecuado que permita alumbrar la idea, hacerla asequible a la mente de sus lectores. De ahí que las repeticiones, la forja de expresiones preñadas de sentido que se vuelven canónicas e inamovibles (fronterizo, razón fronteriza, cerco hermético, limes, suplemento simbólico, acontecimiento simbólico, etc.), el aparente rigor y frialdad, sequedad y aspereza, la extrema dificultad de una escritura “espinosa” en un autor que se había caracterizado hasta la fecha por una prosa rica, equilibrada, hermosa, plena de imágenes, adjetivación y riqueza léxica, resultaba llamativo. Durante una fase de su producción (el de la construcción, exégesis y exposición de su filosofía del límite) parece como si la escritura hubiese sufrido el proceso gestante del filósofo y haberse hecho eco de él. No obstante, sus obras últimas, más hermenéuticas, sobre música y cine, parecen haber recobrado parte de aquella jovialidad, viveza y fuerza de sus orígenes. Dicha percepción externa de la escritura de Trías no debe ocultar, sin embargo, la verdad de que algunos de los pasajes más bellos de su escritura se encuentran diseminados entre estas obras de creación filosófica más pura y prístina.
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Otro de los rasgos más sobresalientes de la escritura triasiana tiene que ver, sin duda, con la riqueza léxica y verbal de un lector sobresaliente. Cada obra de Trías constituye el destilado personal de decenas y, en algunos casos, cientos de lecturas. No se trata, en modo alguno, de una exageración, sino de un modo de trabajo. El autor procedía a un vaciado exhaustivo de títulos, discografía, audiciones, filmografía, catálogos de arte sobre el tema a tratar. De ahí que cada libro escrito haya dado lugar a una minibiblioteca especializada sobre la cuestión a abordar. Esa erudición descomunal del autor, esa pasión lectora inusitada daban lugar a una rica adjetivación, a una profusión de imágenes, a un verbo poderoso y arrollador. Además, en cierta medida, esta profunda inmersión previa a la redacción de cada texto hace que cada libro esté constituido por una especie de microclima propio. En Trías varía enormemente, de un libro a otro, el léxico, los términos empleados, los usos y los giros, las imágenes y los ejemplos. Esta riqueza léxica de la obra triasiana tiene que ver con esta pasión lectora única en su género.
V. Poesía y filosofía Queda patente, por lo expuesto hasta ahora, que Trías no era un filósofo al uso. Se trata de un filósofo de una radical novedad y contemporaneidad. El rico y profundo diálogo que la filosofía mantiene aquí con otras disciplinas, y con las diversas artes en particular, hace de su obra la plasmación de un nuevo humanismo. En Trías se ha hecho carne el viejo ideal goethiano de esa “alma que quiso ser todas las cosas”. El apetito fáustico de una inteligencia insaciable, de una curiosidad ávida y de un enciclopedismo proverbial nos muestra una escritura humanista, interdisciplinar, capaz de dialogar con el cine, la música, la arquitectura, la escultura, las mitologías, la historia, la literatura, la política. Esta transversalidad del lenguaje triasiano nos permite asistir a fabulosos maridajes, a extraños saltos y diálogos. Pero, dentro de esa capacidad de la razón fronteriza de dialogar con el simbolismo religioso y artístico, cabe señalar un ámbito extraño y peculiar de la obra triasiana. Trías, en dos de sus últimas obras —El canto de las sirenas (2007) y La imaginación sonora (2009)—, dedicadas a una de sus dos
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grandes pasiones, junto con la filosofía y el cine (al que le dedicó su último libro), la música, habla de la necesidad de un “giro musical” de la filosofía, que venga a superar y completar aquel “giro lingüístico” que tuvo lugar en la época de sus años de formación, recordando que el lenguaje es no solo grafos, sino también phoné y, lo que aún es más importante, que existe una escritura musical (un grafos-phoné, la partitura musical), apelando con ello a la necesidad de que el pensamiento se vea guiado en su aventura filosófica por la música (musiké) y que la razón fronteriza sea completada por el simbolismo musical, ya que la razón humana responde a un dinamismo espiritual del pensamiento en el que juegan un papel fundamental la cadencia, el ritmo, las alturas, la estereografía, el volumen y las masas sonoras. La música, el simbolismo musical, muestra a la razón su verdadera orientación existencial respecto a los grandes misterios de la vida y de la muerte23. Pero este giro musical de la filosofía se vio adelantado por su diálogo intenso con los poetas. Trías fue un gran lector de poesía en su juventud24. No obstante, no le interesaba la poesía sin más. Siempre mantuvo un diálogo vivísimo con un grupo de poetas —a los que podríamos denominar tentativamente “poetas-filósofos” o “poetas metafísicos”25—, entre los que destacan de un modo preeminente nombres como Eliot, Rilke, Hölderlin, Goethe, Trakl, Maragall, Guillén o Quevedo. Siguiendo la estela del pensamiento alemán, y de
23 A. Sucasas, La música pensada. Sobre Eugenio Trías, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013, pp. 80-91. 24 No solo de la gran poesía española del Siglo de Oro, sino sobre todo de la poesía romántica (alemana e inglesa) que, pasando por el simbolismo francés (Rimbaud, Badeulaire), llega hasta el surrealismo y las vanguardias. Coincide, en gran parte, con aquella generación parisina, la de Octavio Paz, como la analiza en su ensayo Los hijos del limo (cf. O. Paz, Obras completas, vol. 1, Barcelona, Círculo de Lectores, 2003, pp. 431-447). 25 Somos conscientes de lo tentativo y problemático de una expresión como esta, pero es la única que se nos ocurre para intentar caracterizar a esos poetas con los cuales Trías mantuvo un diálogo continuo a lo largo de su vida. Sigue pendiente un estudio detenido y bien argumentado sobre las influencias de dichos poetas en la obra filosófica de Trías.
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Heidegger en particular, Trías encuentra en los poetas profundas intuiciones de su pensar filosófico26. Existe una tradición hispana que ha encumbrado la conexión entre filosofía y poesía. Esa tradición emerge a finales del siglo xix, pero recibe carta de ciudadanía con la generación del 98, donde ya Unamuno nos habla de que toda nuestra filosofía está disuelta en literatura. Esa línea, que encarna de un modo ejemplar Abel Sánchez, heterónimo de A. Machado, filósofo y poeta, nos habla de la necesidad de que la filosofía se vuelva poesía, o de una poética-filosófica, que después recogería su discípula no declarada, María Zambrano, en su proyecto de elaborar una razón poética. Trías se separa claramente de esta vía, aunque no deja de sentir cierta admiración por la secta de los vencidos (los pitagóricos), en la que se incardina Zambrano, como lo hizo con la narratividad. Trías no cree que el discurso filosófico pueda volverse razón poética. Él habla más bien de una razón con “antenas poéticas”, de un logos abierto a las profundas intuiciones, imágenes y evocaciones del lenguaje poético. Así Trías “ve” la profunda verdad encerrada en Cuatro cuartetos, de Eliot, en Tierra baldía, cuando habla de aquellos pasos por el jardín de infancia que nunca hollamos o cuando habla de los hombres huecos. Fascinación despierta en él la visión de la novena Elegía del Duino, de Rainer María Rilke, en la que aparecen los ángeles caídos. O, cuando en su viaje por Serafita, de Balzac, descubre deslumbrado la expresión de que todo hombre es “una simiente de ángel llamado a germinar”27. No obstante, sostenía que las ideas filosóficas se encarnan en el lenguaje poético, que la aridez del concepto y la fuerza del razonamiento se ven regalos con la dádiva de una imagen que ilumina y da sentido a lo pensado. El pensamiento encuentra así, en la poesía, un
26 No resulta casual que Trías prologase y fuese uno de los incentivadores de la primera edición que apareció en castellano del texto de Martin Heidegger Interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin. Este modo de acercamiento del pensador alemán al gran poeta suabo marcó una pauta respecto a la importancia que la poesía iba a tener en el marco de la reflexión filosófica contemporánea (M. Heidegger, op. cit., Barcelona, Ariel, 1983, pp. 15-34). 27 E. Trías, El canto de las sirenas. Argumentos musicales, pp. 441 y ss.
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espejo de su propio proceder, un sello enigmático que confirma su andadura, una clave o una sentencia que revalida su sentido. Está la escritura triasiana sembrada de estos momentos privilegiados, únicos, donde el diálogo con la poesía da a la filosofía cuerpo y encarnadura aún más real y vivida. Además, qué duda cabe, podemos encontrar en la prosa triasiana momentos de un elevado lirismo, pasajes de clara modulación poética. No obstante, no se ha de confundir aquí poesía con romanticismo facilón, con un falso sentimentalismo amigo de la dádiva fácil, proclive a un lirismo aparente y alicorto. En determinados pasajes de la obra triasiana podemos encontrar una poesía pura, dura e incluso áspera, inserta en medio de los pasajes más arduos de su fundamentación filosófica, en plena exposición de la naturaleza del límite como fundamento ontológico de la realidad. Tal es lo que sucede, por poner algunos ejemplos, en el corazón de la fundamentación última de Los límites del mundo, en determinados pasajes de La aventura filosófica o en ciertas reflexiones sobre el tiempo y la existencia en La razón fronteriza. Dicha coincidencia nos hace pensar que la “desnudez del verbo”, la porfía del pensamiento cuando llega a su fundamentación última, genera una forma poética extraordinaria, propia de los orígenes (no temporales, sino en sentido genésico), en el cual la filosofía destila, como en un diamante, la pureza de su idea originaria. Esta difícil poesía, esta escritura sin adornos, prístina, clara y diamantina, sumamente áspera y ardua, constituye, a mi entender, un género supremo de poesía que aún no ha sido considerado en el fructífero diálogo entre poesía y filosofía28.
28 De este modo la dimensión poética del pensar filosófico triasiano que, como hemos dicho, tiene una doble dimensión (la plasmación en imágenes poéticas de ideas filosóficas en los poetas elegidos para su diálogo y, los momentos lírico-poéticos de un pensamiento sistemático que ha llegado a los límites últimos de su fundamentación) se vuelve explícita precisamente allí donde su prosa se vuelve más dura, diamantina, rigurosa y sistemática. La tensión máxima del pensamiento en su rigor metódico por aprehender la idea en sus últimos fundamentos se vuelve una poesía pura, alejada de toda idea vaga de un sentimentalismo poético
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VI. Ensayo y sistema Este intento de esbozo de reflexión sobre la escritura triasiana no parece sino contradecirse a cada paso que da: en primer lugar, Trías porfía por una escritura profusa de imágenes, alusiones, evocaciones, sensual y sonora, pero al mismo tiempo conceptual, ardua y difícil. En segundo lugar, Trías parece transgredir todos los géneros, subvertir los espacios convencionales, pero se opone a esa anarquía que quiere “mezclarlo todo para confundirlo todo”, al totum revolutum, de ahí su esmero para no diluir la filosofía en literatura, ni la filosofía en poesía. En tercer lugar, Trías parece evocar la transversalidad y la transdisciplinariedad para luego reivindicar el suelo metafísico de todo pensar filosófico. En resumen, nos encontramos en Trías con una extraña forma de “clasicismo”: el vetusto talle clásico de formas tradicionales tamizado por formas ultravanguardistas. La escritura de Trías parece de una extraña facilidad que engloba una profunda dificultad. De ahí que sus libros resulten fáciles de leer y difíciles de entender. La radical novedad de sus ideas se reviste de formas conocidas y tradicionales; el carácter rupturista y revolucionario de su pensamiento se recubre de la forma antigua y clásica. Todas estas razones nos permiten entender que en Trías la forma de escritura por antonomasia de su producción filosófica, el ensayo, se vea teñida de una extraña ambigüedad. Trías fue uno de los introductores de la forma “ensayo”, tan profusa en el ámbito francés, en la producción filosófica en nuestro país. Como él mismo explica en una entrevista, el panorama filosófico de su entorno aparecía dominado por dos formas terribles de escolasticismo: el neotomismo y el marxismo. En dicho proceder dominaba el tratado, la exposición sistemática, el comentario y la glosa. Los nuevos filósofos buscaban romper con esas formas escolásticas y acudieron al ensayo como forma libre, tentativa y abierta de experimentar con ideas nuevas, carentes de tradición
fácil, apoyado en la rima o el ritmo, plena de imágenes, interpeladora de la imaginación y los sentidos.
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y apoyo29. No obstante, lo que nació como una rebelión acabó convirtiéndose en una tradición. Resultaría extremadamente difícil encontrar en el ámbito de la producción filosófica contemporánea algo que escapase al género “ensayo”. “Ensayo” ha venido a ser sinónimo de producción carente de las convencionalidades académicas pertinentes (aparato crítico, estado de la cuestión, bibliografía primaria y secundaria, tesis claramente establecida, hilo argumental bien trazado), dirigida al gran público, dotado de una versatilidad y ligerezas de las que carece el tratado académico, el manual o cualquier otro género científico. Pero dicha definición no casa, en modo alguno, con la producción triasiana que incluye ensayos de mil páginas, acompañados de una bibliografía extensa y muy detallada. Esta es la razón por la que en Trías el ensayo inicial ha ido dando lugar a un ensayo “sistemático” en el cual se ha forjado su filosofía del límite, entronizando un género propio en el que encuentran cabida las tareas de fundamentación, exposición y sistematización de una única idea originaria, la del límite, y todas sus expansiones, la ciudad del límite. En Trías “ensayo” y “sistema” forman una unidad intrínseca, porque ahora el sistema, con el mismo rigor metódico y de fundamentación que en el tratado clásico30, se encuentra con un proceder metódico en el que el inicio y el fin se muestran de manera problemática y tentativa. La cuestión del inicio es clave en la tarea de un pensar metódico. El ensayo-sistemático nos permite establecer rutas, “caminos del
29 Dicha generación, que incluye autores como F. Savater, X. Rubert de Ventós, entre otros, ha sido denominada la “generación de la democracia”. Para todo lo referente a sus rasgos distintivos, consúltese Alberto J. Ruiz Samaniego y Miguel Ángel Ramos, (eds.), La generación de la democracia. Nuevo pensamiento filosófico en España, Madrid, Tecnos / Alianza, 2002, pp. 19-25. 30 Cuestión esta de la máxima importancia porque, para que haya sistema, la modernidad asumió que debe haber un método. Así es la escritura triasiana a partir de Los límites del mundo y La aventura filosófica: una escritura metódica. También Zambrano, en sus Notas sobre un método, afirma que solo hay verdadera filosofía allí donde hay un proceder metódico de la reflexión, donde hay un “camino del pensar” (M. Zambrano, op. cit., pp. 19-48).
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pensar” que, partiendo de un inicio problematizado, siempre en estado de ocultación (lo matricial), nos guíen en la búsqueda continua de un fin, que en su sustraerse perpetuo apunta hacia el verdadero inicio porque, como sabía Eliot, “allí donde está mi principio, allí está mi fin” y “allí donde está mi fin, allí está mi principio”. “Ensayo” deja de ser así sinónimo de “libre, tentativo, infundamentado, arbitrario”; así como “sistema”, una equivalencia de “cerrado, acabado, fundamentado y metódico”. Ahora el ensayo adquiere peso, profundidad, densidad cuando hibrida con una forma de sistema que, aunque fundamentado y metódico, permanece abierto, siempre en variación continua, recreándose sin nunca finalizar. En términos triasianos podemos afirmar que la evolución del ensayo en Trías, a lo largo de su producción, ha sido la de la forja de una estructura abierta como entramado de un sistema filosófico, tan riguroso y metódico como el anterior, pero siempre en construcción. De este modo la escritura triasiana, tan tenazmente forjada, ha elevado el ensayo a la dignidad de sistema, alumbrando un género nuevo y propio, con los materiales desechados de la tradición: una forma de ensayo-sistemático o sistema-ensayístico, una especie nueva de tratado acorde a los tiempos modernos. En la escritura triasiana se cumple una vez más la sentencia del salmista cuando clama: “La piedra que desecharon los arquitectos se ha convertido ahora en piedra angular” (Salmo 117, 22).
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Sobre los autores
Jordi Amat (Barcelona, 1978) es escritor y filólogo. Formado en la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona, sus líneas de investigación son la escritura biográfica hispánica y la cultura española de la postguerra franquista. Ha editado textos, entre otros, de Gaziel, Pla, Ridruejo o Cela. Autor de biografías, en 2007 ganó el Premio Casa de América de Ensayo por Las voces del diálogo. Poesía y política en el medio siglo. Es colaborador regular del suplemento Cultura/S del diario La Vanguardia. Eduardo Creus Visiers, doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, enseña literatura española en la Università degli Studi di Torino. Su investigación se centra en el ensayo español del siglo xx, sobre el que ha publicado diversos trabajos dedicados a escritores como Fernando Vela, Salvador de Madariaga, Ricardo Baeza o Pedro Mourlane Michelena. Editor de Antonio de Guevara en Italia (Avviso di favoriti, Alessandria, 1999 y Arte del navigare, Alessandria, 2003), es coautor de la antología “Personajes ilustres” de La España Moderna (Turín, 2007) y responsable de la edición de los Ensayos de Fernando Vela (Madrid, 2010). Joan de Dios Monterde, licenciado en Filología Hispánica y Teoría de la Literatura. Trabaja en una tesis sobre la articulación del ensayo
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literario en España desde los años sesenta. En este ámbito ha realizado estudios sobre el ensayismo de Juan Benet (“La importación léxica en el ensayo de Juan Benet”) y de Joan Fuster (“El lugar del ensayista”). Así mismo ha estudiado la obra crítica y la traducción de Joan Ferraté en el libro La opacidad transparente (en prensa) y la crítica literaria de Gabriel Ferrater (“L’últim Ferrater o com llegir per dins la prosa”). Ha hecho crítica sobre la narrativa catalana actual en el diario El País. Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960), licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, es editor y crítico literario. Su labor en este campo ha quedado parcialmente recogida en los volúmenes Trayecto. Un recorrido crítico por la reciente narrativa española (Madrid, 2005) y Desvíos. Un recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana (Santiago de Chile, 2006). Ha estado al cuidado de la edición póstuma de algunas obras de Roberto Bolaño y ha antologado la obra ensayística de autores como Juan Benet (Ensayos de incertidumbre, Barcelona, 2011), Rafael Sánchez Ferlosio (Carácter y destino, Santiago de Chile, 2011) y Belén Gopegui (Rompiendo algo, Santiago de Chile, 2014). Inês Espada Vieira es doctora en Estudios de Cultura por la Universidad Católica Portuguesa (UCP). Es docente de la Facultad de Ciencias Humanas. Desde 2011 coordina la licenciatura en Lenguas Extranjeras Aplicadas y desde 2012 es vocal de la Dirección de la facultad. Es investigadora del Centro de Estudios de Comunicación y Cultura de la UCP, integrada en la línea Cultura y Conflicto. Ha desarrollado investigación y publicado en las áreas de los estudios de cultura, relaciones literarias y culturales Portugal/España, periodismo literario, estudios de memoria. Editó Guerra Civil de España: cruzando fronteras 70 años después (2008) e Intellectual Topographies and the Making of Citizenship (2011). Es autora de Intelectuais, modernidade e memória (2012). En 2002 fue la coordinadora ejecutiva de la presencia de Portugal como país invitado en la feria del libro LIBER, en Barcelona.
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Sobre los autores
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Maximiliano Fuentes Codera es doctor con Mención Europea y profesor de Historia Contemporánea en la Universitat de Girona. En el marco de sus estudios sobre los intelectuales españoles durante el siglos xx, ha dedicado una especial atención a la figura de Eugenio d’Ors. Entre sus últimas publicaciones destacan los libros España en la Primera Guerra Mundial. Una movilización cultural (2014), El campo de fuerzas europeo en Cataluña. Eugeni d’Ors en los primeros años de la Gran Guerra (2009) y la coordinación del número monógrafico “La Gran Guerra de los intelectuales: España en Europa”, publicado en 2013 en la revista Ayer. Mercedes Gómez Blesa (Casa-Ibáñez, Albacete, 1964) es ensayista. Doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, ha centrado sus investigaciones en el ámbito del pensamiento español contemporáneo, dedicando especial atención a la obra de las intelectuales de la II República y, muy especialmente, a la de María Zambrano, autora a la que ha consagrado dos ensayos, María Zambrano: el canto del laberinto (1992) y La razón mediadora: Filosofía y Piedad en María Zambrano (2008), y de la que ha realizado la edición crítica de los siguientes libros: Unamuno (2003), Pensamiento y poesía en la vida española (2004), Las palabras del regreso (2009), Claros del bosque (2011). Jordi Gracia (Barcelona, 1965) es catedrático de literatura española en la UB y colaborador habitual de El País. Ha escrito diversos libros sobre la historia intelectual del siglo xx en España y Cataluña, como Estado y cultura (1996 y 2006), La resistencia silenciosa, premio de Ensayo Anagrama 2004, o A la intemperie, con una visión renovadora en torno al exilio. Es también autor de La vida rescatada de Dionisio Ridruejo, 2009, de un panfleto contra el catastrofismo cultural sistemático, El intelectual melancólico, además de coautor con Domingo Ródenas del volumen de historia literaria, Derrota y restitución de la modernidad: 1939-2010. Sobre las letras catalanas ha publicado el ensayo sobre Burgesos imperfectes y su último libro es la biografía de José Ortega y Gasset, en 2014.
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Eduardo Hernández Cano está a punto de concluir una tesis doctoral en New York University centrada en la relación entre autoridad intelectual y ensayo cultural en los años veinte y treinta. Ha publicado artículos sobre distintas cuestiones de la historia intelectual y cultural de esas mismas décadas, incluyendo el campo literario y la poesía de vanguardia, la crítica literaria católica, la lectura femenina y el nacionalismo cultural en la prensa gráfica. Es además el editor de la Poesía completa y epistolario de Antonio Espina (2007) y el coeditor con LaurieAnne Laget de La isla de los Santos de Ricardo Baeza (2010). Juan Herrero Senés es profesor titular de literatura española en la Universidad de Colorado Boulder. Sus principales áreas de investigación son la literatura de vanguardia, la historia intelectual del modernismo y las relaciones entre literatura y periodismo. Es autor de los libros La inocencia del devenir. La vida como obra de arte según F. Nietzsche y O. Wilde (2002), El nihilismo. Disolución y proliferación en la tardomodernidad (2009) y Mensajeros de un tiempo nuevo. Modernidad y nihilismo en la literatura de vanguardia (1918-1936) (2014), así como de ediciones de obras de Benjamín Jarnés, Miguel de Unamuno o Lluís Montanyà. Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, Cáceres, 1950) es licenciado en filología románica y en ciencias de la imagen por la Universidad Complutense de Madrid, y ha sido profesor de lengua y literatura en Plasencia. Es autor de novelas como Paradoja del interventor, Campo de amapolas blancas, El espíritu áspero o La sed de sal, y de los ensayos literarios Camino de Jotán, Equidistancias y El desierto de Takla-Makán. Mauricio Jalón ha estudiado Ciencias y Filosofía y Letras en Valladolid, y actualmente es profesor de su Universidad. Está vinculado al Centro de Estudios Históricos (CSIC) de Madrid desde 1991, donde se había formado en historia de las ideas. Entre sus publicaciones destacan La plaza de las ciencias, 1991; El laboratorio de Foucault, 1994; y tres libros de Diálogos: Pasado y presente, 1996; Los tiempos del presente,
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Sobre los autores
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2000; y Reales e imaginarios, 2010. Ha sido corresponsable de la colección “Estudios de Historia” de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, desde 1996 hasta 2013, y dirige Cuatro Ediciones, donde ha recuperado cuatro libros de Juan Benet. Ha sido editor de Ficino, Cardano, Burton, Suárez de Figueroa, Tissot, Diderot o Condorcet. Albert Jornet Somoza es licenciado en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona), donde obtuvo, además, el D.E.A. en Estudios Comparativos de Arte, Literatura y Pensamiento (2010). Actualmente es doctorando en Filología Hispánica en la Universitat de Barcelona y centra su investigación en los aspectos ideológicos de los discursos líricos del hermetismo en la modernidad hispánica, aunque ha publicado artículos sobre distintos temas como el concepto de autor, la obra de Luis de Góngora, el poema en prosa contemporáneo o la narrativa de Dino Buzzati. Es miembro del consejo editorial de 452ºF. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y de Puentes de crítica literaria y cultural. Recientemente ha editado, en colaboración, el libro Facing Humanities: Current Prespectives from Young Researchers (Forma/UPF, 2014). Laurie-Anne Laget es profesora titular en la Universidad Stendhal. Ha publicado numerosos trabajos sobre la obra literaria de Ramón Gómez de la Serna, en particular en relación con el contexto cultural de la época, como se ve en su libro La fabrique de l’écrivain (Casa de Velázquez, 2012). Es además la editora literaria de Nuevas Greguerías (con fotografías de Chema Madoz, La Fábrica, 2009) y ha investigado también cuestiones como la transferencia cultural a través de la traducción, el fenómeno de las colecciones literarias de novelas cortas y los banquetes en la sociabilidad intelectual a principios del siglo xx. Fernando Larraz (Zaragoza, 1975) es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid. Ha trabajado en las universidades de Tübingen, Birmingham y Autónoma de Barcelona. En la actualidad es profesor de Literatura Española en la Universidad de Alcalá y miembro del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL-
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CEFID). Ha publicado artículos en revistas especializadas así como las monografías El monopolio de la palabra. El exilio intelectual en la España franquista (2009), Una historia transatlántica del libro. Relaciones editoriales entre España y América Latina (1936-1950) (2010) y Letricidio español. Censura y novela durante el franquismo (2014). Además, dirige o codirige las revistas Puentes de Crítica Literaria y Cultural, Contrapunto y Represura. José-Carlos Mainer es Catedrático Emérito de Literatura Española en la Universidad de Zaragoza. Trabaja sobre la historia literaria del xix y el xx y es autor de libros como La Edad de Plata (1902-1939), La doma de la Quimera, La corona hecha trizas (1930-1960) y La escritura desatada. El mundo de las novelas. Ha dirigido también una reciente Historia de la literatura española en 9 volúmenes, en la que es autor del sexto, Modernidad y nacionalismo (1900-1939). Danilo Manera (Alba, 1957), escritor y crítico italiano, es profesor de Literatura española en la Universidad de Milán. Traductor al italiano de varias obras de Rafael Sánchez Ferlosio, tuvo a su cargo la edición de Industrias y andanzas de Alfanhuí. Comentado por Danilo Manera (Barcelona, Destino, 1996) y Una lettura italiana di Rafael Sánchez Ferlosio, scrittore (Universidad de Alcalá, 2005). Es autor de varios ensayos y, con Gabriele Morelli, del manual Letteratura spagnola del Novecento (2007). Ha preparado ediciones italianas de numerosos autores españoles e hispanoamericanos, así como antologías de cuentos cubanos, dominicanos, canarios, vascos, gallegos, colombianos, chilenos, haitianos y guineoecuatorianos. Es director de la colección de literatura y cultura italiana “Un mar de sueños” y de la revista digital de estudios ibéricos Tintas. Antonio Martínez Sarrión (Albacete 1939) ha publicado alrededor de 40 libros, en los que se alternan géneros como: poesía, memorialismo, dietarios y diarios, ensayos, antologías y traducciones en verso y prosa.
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Sobre los autores
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Gabriele Morelli es catedrático de Lengua y Literatura Española en la Universidad de Bérgamo. Conocido hispanista, estudioso de la Generación del 27, ha dedicado a sus autores numerosos ensayos y libros, entre los cuales destacan la edición de Pasión de la Tierra de Vicente Aleixandre (Madrid, Catedra,1987) e Historia y recepción de la Antología de Gerardo Diego (Pre-Textos, Valencia,1997). Interesado por el tema de la vanguardia (Ludus, juego, deporte y cine en la vanguardia española, Pre-Textos, Valencia, 2009), ha rescatado y publicado numerosos epistolarios, entre los cuales se encuentran el de Huidobro, Diego, De Torre, Larrea. Sobre este último ha publicado la edición del guión Ilegible, hijo de flauta. Argumento cinematográfico original de Juan Larrea y Luis Buñuel (Renacimiento, Sevilla, 2007) y el libro antológico Juan Larrea. Poesía y revelación (Fundación Banco Santander, Madrid, 2009). Fernando Pérez-Borbujo Álvarez (Córdoba, 1969). Profesor titular de Filosofía en la Universidad Pompeu Fabra. Amplió estudios en las universidades de Tubinga, Munich y Berlín. Es autor de libros y numerosos artículos sobre filosofía alemana del siglo xix y española del siglo xx, así como de las relaciones entre pensamiento hispanogermano. Es uno de los mejores conocedores de la propuesta filosófica de Eugenio Trías. Entre sus libros, Ironía y Destino: la filosofía secreta de S. Kierkegaard (Herder, 2013), Tres miradas sobre el Quijote. Unamuno, Ortega y Zambrano (Herder, 2010), Veredas del espíritu. De Hume a Freud (Herder, 2007), La otra orilla de la belleza. En torno al pensamiento de Eugenio Trías (Herder, 2005). Jose Maria Pozuelo Yvancos, es desde 1983 catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Murcia, de cuya Facultad de Letras ha sido Decano. Profesor visitante en diferentes universidades europeas y americanas, ha sido Presidente de la Asociación Española de Semiótica, Vocal por España de la Directiva de la International Association for Semiotics Studies, Vocal de la Directivas de la SELGYC y de la Asociación Internacional de Hispanistas, y Presidente de la Sociedad Española de Teoría de la Literatura. Autor de diversos
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libros entre los que figuran El lenguaje poético de la lírica amorosa de Quevedo (Universidad de Murcia, 1979,) Teoría de lenguaje literario (Cátedra, 5ª edición en 2001), Del Formalismo a la Neorretórica (Taurus, 1988), Poética de la ficción (Síntesis, 1993). Ventanas de la ficción (Península, 2004), De la autobiografía. Teoría y Estilos (Critica, 2005), Desafíos de la teoría: Literatura y géneros (El otro & el mismo, 2007), Poéticas de poetas: Teoría, Critica Poesía (Biblioteca Nueva, 2009) Cien narradores españoles de hoy (Ediciones Menoscuarto, 2010), Figuraciones del yo en narrativa: Javier Marías y E. Vila-Matas (Cátedra Delibes, CUNY; Universidad de Valladolid, 2010), La Invención literaria. Garcilaso, Góngora Cervantes, Quevedo y Gracián (Universidad de Salamanca, 2014). Es coautor junto a Rosa Aradra del libro Teoría del canon y literatura española (Cátedra, 2000). Ha coordinado y es coautor de Las ideas literarias vol. 8 de la Historia de la literatura española (Crítica, 2011). Es crítico del Suplemento Cultural del Diario ABC desde 1998. José María Ridao. Escritor. Licenciado en Filología Árabe y en Derecho, en 1987 ingresó en la carrera diplomática y estuvo destinado en Angola, la antigua Unión Soviética, Guinea Ecuatorial y Francia. Es autor de las novelas Agosto en el paraíso (1998), El mundo a media voz (2001) y Mar muerto (2010). Además ha escrito varias obras de ensayo como Contra la historia (2000), La elección de la barbarie (2002), El pasajero de Montauban (2003), Radicales libres (2011) o La estrategia del malestar (2014). Enrique Selva Roca de Togores es doctor en Historia por la Universidad de Valencia (1995). Ha sido durante quince años profesor universitario de Historia Contemporánea. Investigador de la historia intelectual española del siglo xx, es autor, entre otras publicaciones, de los libros Pueblo, “intelligentsia” y conflicto social, 1898-1923 (1999), Ernesto Giménez Caballero entre la vanguardia y el fascismo (2000) y una edición crítica de Arte y Estado (2009). En la actualidad prepara una edición del ensayista Ángel Sánchez Rivero.
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Domingo Ródenas de Moya enseña literatura española e hispanoamericana en la Facultad de Humanidades de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, y ha sido profesor visitante en la Universidad de Brown. Es autor de los ensayos Los espejos del novelista (1998) y Travesías vanguardistas (2009), de las antologías de prosa vanguardista Proceder a sabiendas (1997) y Prosa del 27 (2000) y ha editado clásicos contemporáneos, desde Unamuno, Azorín y Ramón Gómez de la Serna a Carmen Laforet y Miguel Delibes. Entre sus últimos trabajos figuran Ensayo español. Siglo XX (2008) y el séptimo volumen de la Historia de la literatura española, dirigida por José-Carlos Mainer, Derrota y restitución de la modernidad, 1939-2010 (2011), ambos en coautoría con Jordi Gracia, así como la compilación de ensayos de Guillermo de Torre, De la aventura al orden (2013). Desde hace doce años ejerce la crítica literaria en El Periódico de Catalunya. José Teruel, profesor titular de Literatura española en la UAM, entre sus publicaciones destacan La joven poesía española del medio siglo (1992), Otro marco teórico para el medio siglo: la poesía de Miguel Fernández (2000), Los años norteamericanos de Luis Cernuda (2013), las ediciones de Los placeres prohibidos de Cernuda (2002), Poesía española (Antologías) de Gerardo Diego (2007), Tirando del hilo (2008) de Carmen Martín Gaite y la Correspondencia entre esta autora y Juan Benet (2011). Dirige actualmente la edición en siete volúmenes de las Obras completas de Martín Gaite. Natalia Vara Ferrero es profesora de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad del País Vasco y su trabajo se centra en diversos aspectos de la narrativa española del siglo xx. Ha sido investigadora posdoctoral en la Universidad de Chicago y profesora invitada en la Universidad de Maryland. Ha participado en diversos congresos internacionales y es autora de numerosos artículos en revistas y monografías. Entre sus publicaciones destacan las ediciones de textos ensayísticos y narrativos de Pedro Salinas (Dos prosas inéditas: entre la ironía y la sátira, 2011; Defensa del estudiante y la universidad, 2011; Víspera del gozo y otros textos del Arte Nuevo, 2013).
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José Antonio Vila Sánchez (Barcelona, 1981). Licenciado en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra. Máster en Creación Literaria en el mismo centro. Ha trabajado como profesor ayudante en la Universidad de Barcelona. Trabaja actualmente en el mundo editorial y como crítico literario en Quimera. Escribe una tesis doctoral sobra la obra narrativa de Javier Marías. Darío Villanueva, doctor por la Universidad Autónoma de Madrid, es catedrático de la Universidad de Santiago de Compostela, en la que se licenció en 1972 y de la que fue rector (1994-2002). Entre sus libros se cuentan El polen de ideas. Teoría, Crítica, Historia y Literatura comparada (1991) y Teorías del realismo literario (1992), traducido al inglés (New York, 1997). En 1994 había publicado, junto a Silvia L. López y Jenaro Taléns, Critical Practices in post-Franco Spain. En 2008 apareció Imágenes de la ciudad. Poesía y cine, de Whitman a Lorca, premio internacional de investigación humanística de la Sociedad Menéndez Pelayo. Ocupa el sillón D de la RAE, de la que es director. Su discurso de ingreso versó sobre El Quijote antes del cinema.
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