Naturaleza Y Sociedad Perspectivas Antropologicas

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NATURALEZA Y SOCIEDAD Perspectivas antropológicas por TIM INGOLD * ALF HORNBORG * GÍSLI PÁLSSON PHILIPPE DESCOLA * ROY F. ELLEN SIGNE HOWELL * LAURA RIVAL * EDVARD HVIDING KAJ ÁRHEM * BERTRAND HELL * JO H N KNIGHT ELENI PAPAGAROUFALI * DETLEV NOTHNAGEL PAUL RICHARDS * GUIDO RUIVENKAMP

coordinado por P H IL IP P E D E S C O L A G ÍS L I P Á L S S O N

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siglo veintiuno editores, s.a. de c.v. CERRO DE.LAGUA248- DELEGACIÓN COYOACÁN. 04310. MÉXICO, D.F.

p o rta d a d e p atricia reyes baca prim era ed ició n en esp añ ol, 2001 © sig lo x x i ed itores, s.a. d e c.v. isb n 9 6 8 -2 3 -2 2 9 8 -7 p rim era e d ic ió n en in g lés, 19 9 6 © p h ilip p e d esc o la y g ísli p á lsso n p u b lic a d o p o r r o u tle d g e , lo n d r e s títu lo origin al: nature and society. aníhropological perspedives d e r e c h o s reserv a d o s co n fo r m e a la leyim p r e so y h e c h o en m é x ic o / p r in te d a n d m a d e in m e x ic o

PREFACIO DE LOS COORDINADORES 1. INTRODUCCIÓN, por PHILIPPE DESCOLAR GÍSLI PÁLSSON

PRIMERA PARTE

DOMINIOS Y FRONTERAS CUESTIONADOS

2 . EL FORRAJERO ÓPTIMO Y EL HOMBRE ECONÓMICO, por TIM INGOLD 3 . LA ECOLOGÍA COMO SEMIÓTICA. ESBOZO DE UN PARADIGMA CONTEXTUALISTA PARA LA ECOLOGIA HUMANA, por ALF HORNBORG 4 . RELACIONES HUMANO-AMBIENTALES. ORIENTALISMO, PATERNALISMO Y COMUNALISMO, por GÍSLI PÁLSSON 5 . CONSTRUYENDO NATURALEZAS. ECOLOGÍA SIMBÓLICA Y PRÁCTICA SOCIAL, por PHILIPPE DESCOLA 6 . IA GEOMETRÍA COGNITIVA DE LA NATURALEZA. UN ENFOQUE CONTEXTUAL, por ROY F. ELLEN

SEGUNDA PARTE

SOCIOLOGÍAS DE LA NATURALEZA

7 . ¿NATURALEZA EN LA CULTURA O CULTURA EN LA NATURALEZA? LAS IDEAS CHEWONG SOBRE LOS “HUMANOS” Y OTRAS ESPECIES,

por SIGNE HOWELL. 8 . CERBATANAS Y LANZAS. LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LAS ELECCIONES TECNOLÓGICAS DE LOS HUAORANI, p or LAURA RIVAL

9. NATURALEZA, CULTURA, MAGIA, CIENCIA. SOBRE LOS METALENGUAJES DE COMPARACIÓN EN LA ECOLOGÍA CULTURAL, por EDVARD HVIDING

192

1 0 . LA RED CÓSMICA DE LA ALIMENTACIÓN. LA INTERCONEXIÓN DE HUMANOS Y NATURALEZA EN EL NOROESTE DE LA AMAZONIA, por KAJ ÁRHEM

214

1 1 . CAZADORES RABIOSOS. EL DOMINIO DEL SALVAJISMO EN EL NOROESTE DE EUROPA, por BERTRAND HELL

237

TERCERA PARTE

NATURALEZA, SOCIEDAD Y OBJETO

1 2 . CUANDO LOS ÁRBOLES SE VUELVEN SALVAJES. LA DESOCIALIZACIÓN DE LOS BOSQUES DE LAS MONTAÑAS JAPONESAS, por JOHN KNIGHT

255

1 3 . X EN OTRAS PLANTES Y TRANSGÉNESIS. HISTORIAS IN-MORALES SOBRE RELACIONES ENTRE HUMANOS Y ANIMALES EN OCCIDENTE,

por ELENI PAPAGAROUFALI

277

1 4 . LA REPRODUCCIÓN DE LA NATURALEZA EN LA FÍSICA ACTUAL DF, ALTA ENERGÍA, por DETLEY NOTHNAGEL

295

1 5 . NUEVAS HERRAMIENTAS PARA LA CONVIVIALIDAD. SOCIEDAD Y BIOTECNOLOGÍA, por PAUL RICHARDS)' GUIDO RUIVENKAMP

316

ÍNDICE ONOMÁSTICO

341

ÍNDICE TEMÁTICO

347

COIABORADORES

Este libro está centrado en los aspectos que relacionan la naturaleza con la sociedad en antropología y en diversos contextos etnográficos. Los trabajos que lo com ponen fueron presentados a la Tercera C on­ ferencia de la Asociación Europea de A ntropólogos Sociales, celebra­ da en Oslo en ju n io de 1994. En esa ocasión, Signe Howell observó, en su discurso inaugural, que los organizadores habían tenido una gran sorpresa y que los resúm enes presentados, al igual que los temas propuestos p ara las discusiones en talleres, indicaban procesos bas­ tante inesperados; p o r un lado, algunos de los tem as “tradicionales” propuestos p o r los organizadores habían recibido escasa o ninguna respuesta de los posibles participantes, y, en cambio, algunos tem as que en los últim os años h an sido generalm ente considerados com o anticuados o agotados —incluyendo la ecología y el parentesco— des­ p ertab an un entusiasm o renovado. Así, no m enos de tres sesiones de dedicaron a la naturaleza y el m edio am biente. Este libro reúne una selección de los trabajos presentados en esas sesiones. El renovado interés p o r tem as ecológicos que se reflejó en la conferencia de Oslo y tam bién en este volum en es en cierto m odo inesperado, en vista de la heg em o n ía de la teorización textualista en los últim os años. Sin em bargo, aparentem ente la naturaleza y el m edio am biente se niegan a desaparecer p ara siem pre del orden del día, y esta vez resurgen con más vigor que antes. Esto hace p en sar que ha llegado el m om ento de revisitar la antropología ecológica en térm inos teóricos nuevos. Des­ pués de todo, ya tenem os aquí un nuevo m ilenio, que sin d u d a p la n ­ teará a los hum anos problem as ecológicos enorm es. Q uerem os agradecer a los participantes en las sesiones que orga­ nizam os en la conferencia de Oslo p o r su contribución a las anim a­ das discusiones que allí se desarrollaron, y en particular a los autores de los trabajos presentados. Debem os agradecer tam bién a Stephen G udem an, quien tuvo u n a participación im portante en u n a de esas sesiones, y a A gnar Helgason, quien ayudó a p re p a ra r el m anuscrito final. Por últim o, nuestro reconocim iento a R obert G oodm an por su invaluable consejo editorial.

PHILIPPE DESCOLA GÍSLI PÁLSSON

El tem a general de este libro -e l lugar que ocupan la naturaleza y el m edio am biente en la teoría antropológica y el discurso social- no es nuevo. Desde tem prano la naturaleza fue una de las preocupaciones centrales de la antropología, ya sea en el cam po de las ciencias folk y la ecología cultural o en el estudio de los mitos y rituales vinculados con el m edio am biente y las técnicas de subsistencia. Sin em bargo, en los últim os años, el tem a de la ecología, en el sentido más am plio del térm ino, ha tendido a verse relegado a los m árgenes de las discusio­ nes antropológicas m ientras que el posm odernism o y las perspecti­ vas culturalistas dom inaban el escenario del desarrollo teórico de las ciencias sociales en general. Esto se refleja en la oferta cada vez m e­ n o r (que presum iblem ente corresponde a la reducción de la d em an ­ da) de cursos de ecología en los planes de estudio de m uchos d e p a r­ tam entos de antropología. Sin em bargo la situación está cam biando de nuevo, a m edida que cada vez más antropólogos regresan al estu­ dio de tem as am bientales (véanse, p o r ejem plo, McCay y Acheson, 1987; Croll y Parkin, 1992). Algo sim ilar parece estar ocurriendo en otras disciplinas, incluyendo la filosofía, la historia y la sociología (véanse, p o r ejem plo, Dickens, 1992; Sim m ons, 1993; A ttfield y Belsey, 1994). Los autores incluidos en este volum en enfocan la conexión entre naturaleza y sociedad desde una variedad de perspectivas teóricas y etnográficas, apoyándose en las últim as novedades de la teoría social, la biología, la etnobiología, la epistem ología y la sociología de la cien­ cia, y u n a g ran v aried ad de estudios de caso etnográficos desde la Am azonia, las Islas Salom ón, Malasia, las Islas Molucas, com unida­ des rurales japonesas y del noroeste de Europa, hasta grupos urbanos de Grecia y laboratorios de biología m olecular y física de alta energía. E ntre las p reguntas planteadas p o r los autores se en cu en tran las si­ guientes: ¿Los diferentes m odelos culturales de la naturaleza están condicionados p o r el mismo conjunto de dispositivos cognitivos? ¿De­ bem os rem plazar la categoría dualista naturaleza-cultura histórica­

m ente relativa, p o r la distinción más general entre lo salvaje y lo so­ cializado? ¿Las culturas no occidentales ofrecen m odelos alternativos para re p la n tear la universalidad y el tem a de las actitudes m orales hacia los no hum anos? ¿La difununación de la oposición naturalezacultura en algunos sectores de la ciencia co n tem p o rán ea im plicará una redefinición de las categorías cosmológicas y ontológicas occiden­ tales tradicionales? Y p o r últim o: ¿el rechazo teórico del dualism o naturaleza-cultura significaría m eram ente u n regreso a los conceptos “ecológicos” de la E uropa medieval, o quizá p rep araría el escenario para un nuevo tipo de antropología ecológica? Esta introducción es­ boza brevem ente los tem as del libro, pasa revista a los marcos teóri­ cos y argum entos de los autores y define cam pos de consenso y áreas de desacuerdo. La discusión está dividida en tres partes, destacando los problem as que p lan tea el dualism o naturaleza-cultura, algunos intentos erróneos de resp o n d er a esos problem as, y las vías potencia­ les para salir de los actuales problem as del discurso ecológico.

EL DUALISMO NATURALEZA-CULTURA

D urante más de cuarenta años la dicotom ía naturaleza-cultura h a sido un dogm a central de la antropología, proporcionando una serie de instrum entos analíticos para program as de investigación aparentem en­ te antitéticos y tam bién un m arcador de identidad para la disciplina en su conjunto. Para los materialistas, la naturaleza era un determ inante básico de la acción social, e im portaban m odelos de explicación causal de las ciencias naturales con la esperanza de d a r fundam entos más sólidos y alcances más amplios a las ciencias sociales. La ecología cul­ tural, la sociobiología y algunas corrientes de la antropología marxista veían el com portam iento humano, las instituciones sociales y muchos rasgos culturales específicos como respuestas adaptadas a las limitacio­ nes básicas de tipo am biental o genético, o sim plem ente expresiones de las mismas. La naturaleza interna o externa -definida en los térm i­ nos etnocéntricos del lenguaje científico m o d ern o - era la gran fuerza m otriz detrás de la vida social. En consecuencia se prestaba poca aten­ ción a la m anera en que las culturas no occidentales conceptualizaban su m edio am biente y su relación con él, salvo p ara evaluar posibles convergencias y discrepancias entre extrañas ideas émicas y la ortodo­ xia ética encarnada en las leyes de la naturaleza.

La an tro p o lo g ía estructuralista o sim bólica, p o r o tra p arte , ha utilizado la oposición naturaleza-cultura com o dispositivo analítico con el objeto de dar sentido a mitos, rituales, sistemas de clasificación, simbolismos del cuerpo y de la com ida y m uchos otros aspectos de la vida social que im plican una discrim inación conceptual en tre cuali­ dades sensibles, propiedades tangibles y atributos definitorios. Si bien las configuraciones culturales som etidas a este tipo de análisis dife­ rían am pliam ente entre sí, el contenido concreto de los conceptos de naturaleza y cultura utilizados como indicadores clasificatorios siem ­ p re se referían im plícitam ente a los dom inios ontológicos cubiertos p o r esos conceptos en la cultura occidental. En otras palabras, si bien cada u n o de los dos enfoques destacaba u n aspecto particular de la p o larid ad -la naturaleza conform a la cultura, la cultura im pone sig­ nificado a la n atu raleza-, am bos daban p o r sentada la dicotom ía y co m partían la m ism a concepción universalista de la naturaleza. Las im plicaciones epistem ológicas del p arad ig m a dualista son abordadas p o r varios de los trabajos incluidos en este libro. U na crí­ tica recu rren te es que la dicotom ía naturaleza-cultura dificulta una co m p ren sió n v erd ad eram en te ecológica. A nalizando la figura del “forrajero ó ptim o” en la ecología hum ana y su relación con el “h om ­ bre económ ico”, Ingold (capítulo 2) m uestra que al hom bre económ i­ co se le atribuye el diseño de sus propias estrategias de maximización, m ientras que los forrajeros son vistos com o m eros ejecutantes de es­ trategias que les h an sido asignadas por la selección natural. El d o ­ m inio n atu ral se caracteriza p o r la elección racional, al m ism o tiem ­ p o que la sociedad se reduce a una estructura norm ativa externa que hace que el co m p o rtam ien to se desvíe del óptim o. Así, la ecología evolucionista h a creado la ficción antiecológica de u n ser n atu ra l d o tad o de u n conjunto de capacidades y disposiciones antes de su relación con el m edio am biente. Siguiendo u n a línea similar, H ornborg (cap. 3) m uestra que la actual oposición entre enfoques “dualis­ tas” y “m onistas” en ecología h u m ana hace eco a la anterior polari­ d ad en tre form alistas y sustantivistas en an tro p o lo g ía económ ica. M ientras los defensores del dualism o insisten en la objetificación, la elección consciente y la descontextualización, u n a epistem ología m onista destacaría el arraigo, la autorregulación y la autonom ía lo­ cal. B asándose en el trabajo pionero de Roy R appaport, H ornborg argum enta que el enfoque m onista es tam bién la única prem isa sóli­ da p ara u n a postura “contextualista”; es decir, u n a postura que con­ sidera que las sociedades tradicionales preindustriales tienen algo que

decirnos acerca de cóm o vivir en form a sostenible. Así, el paradigm a dualista im pide un acercam iento realm ente ecológico a la relación que existe e n tre los h u m an o s y el m ed io am b ien te. En el cap ítu lo 4, Pálsson sugiere que una vez planteada la separación ontológica e n ­ tre n atu raleza y sociedad, no hay salida, no hay cóm o escapar a las “cárceles” duales del lenguaje y el naturalism o, p o r m ás dialéctica y lenguaje interactivo que se inyecte al discurso teórico. Com o señala Descola en el capítulo 5, esa disyunción ontológica ta m b ié n p ro v o ca u n a e x tra ñ a c o n fu sió n e p iste m o ló g ic a en las prem isas teóricas tan to de la visión m aterialista com o de la culturalista. D ejando de lad o las am biciones com parativas iniciales de Ju lián Steward, la ecología cultural tiende a ver cada sociedad como un dispositivo hom eostático específico estrecham ente adaptado a un m edio am biente específico. Por otra parte, las perspectivas culturalistas consideran a cada sociedad como un sistema original e incon­ m ensurable de im posición de significados a u n ord en natu ral cuya definición y límites, sin em bargo, derivan de las concepciones occi­ dentales de la naturaleza. Paradójicam ente, la proclam ada universa­ lidad del determ inism o geográfico conduce así a u n a form a extrem a de relativismo ecológico, m ientras que el autodenom inado relativismo cultural n u nca cuestiona su aceptación de una concepción u n iv er­ salista de la naturaleza. A dem ás, el p arad ig m a dualista im p id e co m p re n d er ad e cu ad a­ m ente las form as locales del saber ecológico y el know-how técnico, en cuanto tien den a ser objetificadas de acuerdo con pautas occidenta­ les. D esarrollando este punto, H viding (cap. 9) critica la etnoecología convencional p o r su incapacidad de incorporar “etnoepistem ologías” alternativas y su correlativa tendencia a reificar ciertos dom inios de conocim iento indígena para hacerlos com patibles con la ciencia oc­ cidental. Esas tendencias, señala, im p id e n cualquier com prensión seria del papel que desem peñan ciertas creencias y prácticas -com o la “m ag ia” o el ritu a l- en la relación diaria de las personas con su am biente. En vena similar, Ellen (cap. 6) cuestiona la estrecha corres­ pondencia que la corriente principal de la etnobiología contem porá­ nea da p o r sentada entre el esquem a taxonóm ico de Linneo y la es­ tru c tu ra de clasificaciones folk de p lan tas y anim ales, observando que la concepción jerá rq u ica de la naturaleza, ejem plificada p o r la taxonom ía científica, no es algo que se desprenda con facilidad de sus propios datos etnográficos. La naturaleza como u n inventario abstrac­ to de cosas distinguidas p o r un pequeño núm ero de características,

observa Ellen, es más evidente en los m useos de historia natural que en la cultura viviente de los pueblos indígenas. Y, com o señalan tam ­ bién H viding y Descola, la búsqueda de universales específicos de dom inio en el reconocim iento del “plan básico de la naturaleza” (Ber­ lín, 1992:8) dificulta la consideración seria de todas las entidades y los fenóm enos que no caen dentro de la esfera de la concepción oc­ cidental de la naturaleza, p o r im portantes que pu ed an ser en concep­ ciones locales del m edio am biente. La persistencia de la distinción en tre n atu raleza y cultura en el discurso antropológico es todavía más sorprendente, porque esa dico­ tom ía n uclear aparece en m uchos sentidos com o la piedra de toque filosófica de toda u n a serie de oposiciones binarias típicam ente occi­ dentales que p o r lo dem ás los antropólogos h an criticado con éxito: m ente-cuerpo, sujeto-objeto, individuo-sociedad, etc. Además, la dis­ tinción entre naturaleza y cultura está siendo desafiada p o r u n corpus creciente de datos que proceden de diferentes fuentes. Un tipo de dato está relacionado con los estudios sobre la evolución biológica, las com ­ paraciones entre com portam ientos hum anos y no hum anos, y la inves­ tigación sobre el proceso de hom inización. En las teorías de M endel y Darwin, los organism os aparecen com o pasivos y, a la vez, enajena­ dos de los am bientes en que viven, com o objetos gobernados p o r un lado p o r los genes y p o r el otro por las presiones selectivas a través de un proceso m ecánico de adaptación. Esos m odelos, antepasados teó­ ricos de u n a serie de paradigm as neodarw inianos, con inclusión de la teoría del forrajeo óptimo, parecen presentar dificultades teóricas sus­ tanciales. Por ejem plo, la concepción m ecánica de la adaptación fue necesaria, tal vez, p ara establecer la m odern a ciencia de la biología, pero tam bién cerró otros caminos y así im pidió desarrollos ulteriores. En realidad, los m odelos evolutivos dom inantes derivados de la llam a­ da “nueva síntesis” de las teorías de M endel y Darwin contradicen cada vez más los hechos de la biología; no “resisten ni el exam en más super­ ficial de n uestro conocim iento del desarrollo y la historia n a tu ra l” (Lewontin, 1983:284). O tro m odelo destaca que el organism o tiene el p o d er de conform ar su propio desarrollóles sujeto de las fuerzas evo­ lutivas (véase H o y Fox, 1988). P artiendo de esa perspectiva, algunos estudiosos han afirm ado que las relaciones en tre los organism os y sus am bientes son recíprocas y no de sentido único. En el proceso de re­ lacionarse con el m edio am biente, los organism os construyen sus pro­ pios nichos. En otras palabras, el organism o en evolución es una de las presiones selectivas que operan sobre él mismo; cada ser viviente p arti­

cipa en su propia construcción, tom ando p arte en alteraciones cultu­ rales o “protoculturales” de presiones selectivas (Odling-Sm ee, 1994: 168). Significativam ente, el vocabulario interactivo de la “coevolu­ ción” y la “construcción de nichos” está em pezando a suplantar a las concepciones de m ecánica new toniana de las respuestas autom áticas a las “fuerzas” de u n m edio am biente enajenado. Además, tanto las investigaciones recientes dentro de la etología de los prim ates com o las crecientes evidencias de datos sobre la des­ com unal escala tem poral que im plicaría el proceso de hom inización tien d en a invalidar ideas como la de u n a frontera filogenética clara entre la naturaleza y la cultura. Los estudios sobre chim pancés salvajes m u estran no sólo que los p rim ates usan y fabrican algunas de las h erram ientas de piedra, generalm ente consideradas com o u n rasgo distintivo del Homo faber, sino tam bién que algunas bandas vecinas de chim pancés elaboran y h ered an h erram ien tas de estilos m arcad a­ m en te d iferentes. En la term inología de los p re h isto ria d o res, eso significaría que los chim pancés tienen diferentes “tradiciones” en tér­ m inos de cultura m aterial (Joulian, 1994). La com plejidad del com ­ portam iento social entre los babuinos tam bién está bien docum entada (Strum, 1987). El hecho de que un individuo p u ed a provocar d e te r­ m inado tipo de respuesta de otro, con el objeto de influir en el com ­ p o rtam iento de un tercero parece indicar que los babuinos son capa­ ces de entender y categorizar com portam ientos en térm inos de estados subyacentes y no como meros movimientos del cuerpo. Esa realización sugiere fuertem ente que poseen la capacidad de form ar m etarrepresentaciones, es decir, representaciones de representaciones, sin ayuda del lenguaje. El desarrollo del lenguaje probablem ente no es más que una en tre m uchas etapas del proceso de hom inización, y desde u n a pers­ pectiva evolucionista puede ser vista como una consecuencia, antes que u na causa, del desarrollo de la com unicación posibilitado p o r la capa­ cidad de form ar m etarrepresentaciones (Sperber, 1994:61). Está claro que la cultura se tardó m ucho tiem po en evolucionar. ¿Surgió con los prim eros hom ínidos, hace alrededor de tres m illones de años, o con las prim eras herram ientas registradas, u n m illón de años m ás tarde? Aun cuando los prim eros seres hum anos, Homo sapiens, probablem en­ te no tienen más de 100 000 años, hay algunas formas de enterram iento de 150 000 años de antigüedad, y el p rim er fogón h a sido fechado en 450 000 años a.C. Esto hace que la idea misma de fechar el origen de la cu ltu ra , o a sig n a rlo a u n a e ta p a d e te rm in a d a del p ro c eso de hom inización, parezca totalm ente irreal.

En los estudios etnográficos acerca del adiestram iento y la pericia, m ientras tanto, ha venido produciéndose u n viraje sim ilar del p u n ­ to de vista sobre el dualism o naturaleza-cultura. De acuerdo con las teorías tradicionales del aprendizaje, el novicio se convierte gradual­ m ente en persona com petente p o r m edio de la internalización de un código cultural o de u n libreto supraorgánico (Pálsson, 1994). En otras palabras, la persona es vista como un recipiente enajenado que progresivam ente absorbe del m edio am biente social cantidades cada vez mayores de inform ación. Sin em bargo, los estudios recientes in­ dican que la oposición radical entre la persona y el m edio am biente y en tre el individuo y la sociedad im pide u n a com prensión adecua­ da del proceso de aprendizaje. Suponiendo un m odelo constitutivo del individuo, con la introducción de la agencia y el diálogo en el p ro ­ ceso de aprendizaje, Lave (1993) y otros han m ostrado que el ap ren ­ dizaje está situado en com unidades de práctica. U na perspectiva de ese tipo supone u n a ru p tu ra radical con la tradición cartesiana. El foco de la investigación ya no debe ser el individuo autónom o pasi­ vo, sino la persona com pleta actuando dentro de un contexto p a rti­ cu lar (In g o ld y Rival, am bos en este libro). El trab ajo d e cam po antropológico es u n a ram a del aprendizaje que actualm ente se está reorganizando sobre esos lincam ientos. La experiencia de trabajo de cam po im plica m om entos sum am ente “personales”, pero no es sim­ plem ente un a em presa solitaria, la reflexión m onológica de u n obser­ v ad o r in d ep en d ie n te . La etnografía es un p ro d u cto dialógico que incluye a colegas, cónyuges, amigos y vecinos, el resultado colectivo de un a “larga conversación” (G udem an y Rivera, 1995). Los críticos m odernistas podrían argum entar que la actual insatis­ facción con el p arad ig m a dualista del pasado no es sino o tra m oda posm odem ista, y que la desconstrucción de la dicotom ía naturalezasociedad tiene que ver más con la com petencia en el m ercado de tra­ bajo académ ico y con retóricas a la m oda que con datos sólidos y ob­ servaciones dignas de confianza del m undo real. Este tipo de crítica está im plícito en la observación de W orster (1990:18) sobre la actual po p u larid ad de la teoría del caos; hay “notables paralelos”, alega este autor, entre la teoría del caos en la ciencia y el pensam iento posm o­ derno. Sin em bargo, el discurso etnográfico invita a u n a argum enta­ ción algo diferente. Para m uchos antropólogos -incluyendo varios de los autores de este lib ro - el viraje desde u n a perspectiva dualista h a­ cia u n a m onista parece h aber sido desencadenado p o r el trabajo de cam po entre pueblos p ara los cuales la dicotom ía naturaleza-sociedad

no tenía nin g ú n sentido. Tal es, p o r ejem plo, el caso de los jíbaros ashuar del alto Amazonas, quienes, según Descola, consideran a la m ayoría de las plantas y los anim ales com o personas que viven en sus propias sociedades y se relacionan con los hum anos de acuerdo con estrictas reglas de com portam iento social: los anim ales de cacería son tratados como afines a los hom bres, m ientras que las plantas cultiva­ das son tratadas com o parientes p o r las m ujeres. Entre los makuna, otro p ueblo del alto Am azonas, im p era u n a situación sim ilar; para ellos, la h u m a n id a d re p resen ta u n a fo rm a p artic u la r de vida, que participa en una com unidad mayor de seres vivientes regulada p o r un conjunto único y totalizante de reglas de conducta (Arhem, en este libro; véase, tam bién aquí, Rival). Las cosmologías como éstas no están lim itadas a los pueblos nati­ vos de la Amazonia, ya que otras contribuciones a este libro presen­ ta n cuadros no tab lem en te sim ilares. Howell, p o r ejem plo (cap. 7), afirm a que los chewongs, de la selva h ú m eda de Malasia, no separan a los hum anos de los otros anim ales; p ara ellos, las plantas, los ani­ males y los espíritus están dotados de conciencia, es decir de lenguaje, razón, intelecto y código m oral. Establecer distinciones ontológicas e n tre d ife re n te s clases d e seres re su lta a ú n m ás difícil e n tre los chewongs, porque ellos creen que tanto los hum anos com o m uchos no hum anos son capaces de cambiar de aspecto a voluntad, de m anera que a p rim era vista es casi im posible determ inar su identidad real. En form a similar, H viding sostiene que los habitantes nativos de la laguna Marovo en las Islas Salom ón no ven a los organism os y a los elem en­ tos inanim ados de su m edio am biente como partes de u n reino de la naturaleza distinto y separado de la sociedad hum ana, y m uestra que las categorías que utilizan p a ra d escrib ir ese am b ien te funcionan com o códigos analógicos antes que com o oposiciones binarias, y que esas categorías son fuertem ente dependientes de los m odos en que las personas se ven a sí mismas en relación con otros com ponentes de su ecosistema. Con base en su m aterial sobre los nuaulu de Seram, Ellen se cuida de no desconstruir p o r com pleto el concepto de naturaleza, afirm ando que en tre ese pueblo del oriente de Indonesia es posible co n stru ir u n espacio conceptual qu e p re se n ta varias dim ensiones conm ensurables con lo que nosotros, en Occidente, entendem os p o r naturaleza. Sin em bargo, insiste enérgicam ente en que esas dim en­ siones son sum am ente contextúales, variables y contingentes, y que en m uchos otros casos los datos etnográficos se resisten a la im posi­ ción de nuestro propio dualism o naturaleza-cultura.

Pero la dicotom ía naturaleza-cultura no sólo resulta inadecuada cuando tratam os de en ten d er las realidades no occidentales, sino que adem ás hay u n a creciente conciencia de que este tipo de dualism o no da cuenta acabadam ente de la práctica efectiva de la ciencia m o d er­ na. Com o afirm a L atour (1994), la reificación de la naturaleza y la sociedad com o dom inios ontológicos antitéticos es resultado de u n proceso de purificación epistem ológica que disfraza el hecho de que en la práctica la ciencia m o d ern a nunca ha podido cum plir con las norm as del p aradigm a dualista. Por lo m enos desde el com ienzo de la física m o derna, la ciencia produce constantem ente fenóm enos y artefactos híbridos en los cuales los efectos m ateriales y las conven­ ciones sociales se m ezclan en form a inextricable. Por supuesto, la conciencia de la artificialidad del paradigm a dualista ha sido estim u­ lada p o r la atención prestada a la creciente artificialidad del propio proceso científico. N othnagel (utilizando datos obtenidos du ran te un trabajo de cam po etnográfico en el conglom erado de laboratorios c e r n en Ginebra), abogando por u n a “antropología sim étrica”, afir­ m a (cap. 14) que la ciencia de alta tecnología reproduce la naturale­ za; la ciencia no se ocupa de fenóm enos que “ocurren naturalm ente”, sino que produce sus propios hechos y datos a través de la m ediación de m odelos m atem áticos y aparatos técnicos sum am ente com plejos. Este punto, que ya estaba claro en la física de partículas elem en­ tales (véase Bachelard, 1965), ahora h a llegado a un público m ayor en la m edida en que el desarrollo de biotecnologías ha desencadena­ do una preocupación cada vez mayor sobre las consecuencias am bien­ tales, filosóficas y éticas de form as de vida producidas en m asa p o r m étodos “no naturales”. Richards y Ruivenkam p (cap. 15) sostienen que si bien la tecnología y la ciencia social suelen presentarse en una relación de oposición, es difícil m an ten er esa polarización conceptual si se presta atención a la generación de la tecnología com o proceso social. Además, las nuevas técnicas de reproducción hum ana (Strat­ hern, 1992), las m anipulaciones transgénicas en anim ales y la inves­ tigación en xenotrasplantes (Papagaroufali, cap. 13) tienden a difum inar las fronteras entre los hum anos y no hum anos establecidas hace m ucho tiem po y a alterar las representaciones sociales de los lazos de parentesco y de la construcción y desconstrucción de la persona. Ta­ les técnicas asimismo tienden a disipar aún más el prejuicio antropocéntrico, puesto que las unidades de referencia ya no son individuos enteros, sino códigos genéticos y partes del cuerpo. Del m ismo m odo, la investigación en tipos de cultivos transgénicos y m oléculas orgáni­

cas m odificadas ha provocado el tem or de que la liberación de orga­ nism os g en éticam en te tran sfo rm ad o s en el m edio am b ien te haga a u m en ta r m ucho los riesgos de bioaccidentes (R ichards y R uiven­ kam p, en este libro). En sus form as más sim ples, las biotecnologías son anteriores a la dom esticación de plantas y anim ales, pero las p o ­ sibilidades abiertas p o r las nuevas técnicas de in g en iería genética subrayan el hecho de que la naturaleza va convirtiéndose cada vez más n o sólo en u n artefacto producido p o r la sociedad (Rabinow, 1992; Descola, cap. 5 de este libro), sino en u n artefacto som etido a las le­ yes del m ercado. A hora los científicos sociales están ex p lo ran d o el “incóm odo caso” (Munzer, 1994) contra el reconocim iento de dere­ chos de pro p ied ad sobre órganos hum anos, tejidos, fluidos, células y m aterial genético. Para algunos, esa m ercantilización es inhum ana y deg rad ante, u n crim en contra la persona y la dignidad, m ientras que p ara otros representa un esfuerzo hum anitario para aum entar la exis­ tencia de partes del cuerpo disponibles (Zelizer, 1992). Los posm odernistas radicales probablem ente objetarán algunos de los argum entos presentados más arrib a sobre la base de que los con­ ceptos de “hechos”, “evidencia” y “verificación em pírica” son cons­ trucciones m odernistas, reliquias de la historia de E uropa y de la Ilus­ tración. Sin duda, no existe una verdad definitiva: los paradigm as y las epistemés son inevitablem ente construcciones sociales, productos de u n tiem po y espacio particulares. Sin em bargo, algunas construccio­ nes son m enos adecuadas que otras p ara en tender el m undo, y cuando no esclarecen nada y se dem uestra que son contrarias a la experien­ cia es preciso revisarlas o abandonarlas.

INTENTOS EQUIVOCADOS

Algunos p o d ría n arg u m e n tar que sostener la ausencia, en m uchas sociedades, de cualquier concepto que corresponda a la idea occiden­ tal de la naturaleza es sim plem ente una cuestión de sem ántica, y que otros conceptos, com o el de “salvajism o”, serían m ás universales y m enos etnocéntricos. Es cierto que m uchas culturas, explícita o im ­ plícitam ente, atribuyen la calidad de salvaje a ciertas porciones dé su m edio am biente, identificando así u n espacio particular más allá del control directo de los hum anos (Oelschlaeger, 1991). Ellen sugiere que u n a dim ensión cognitiva de todos los m odelos émicos de la n a ­

turaleza p o d ría ser la definición espacial del reino situado fuera del área inm ediata de residencia de los hum anos. Sin em bargo, tam bién señala que p ara los nuaulu la distinción entre salvaje y socializado es sum am ente d ep endiente del contexto: wesie (la selva prim aria n u n ­ ca cortada) es a veces no hum ana y a veces la gente; a veces es m as­ culina, otras fem enina; a veces aparece com o antagónica y otras com o d ad o ra de vida. H viding dice algo sim ilar cuando sostiene que aun cuando en Marovo hay algunos conceptos que p o d rían conform arse a u n a d im en sió n “salvaje-dom esticado”, no o p e ra n d e n tro de un m arco binario. Incluso en culturas que tienen u n concepto explícito de lo salva­ je, la distinción entre lo que es salvaje y lo que no lo es, no es necesa­ riam en te nítida. A nalizando los efectos de la transform ación de los bosques de las m ontañas de Jap ó n , después de la guerra, en explo­ taciones forestales, K night dem uestra que com plicó una separación ya am bigua entre “salvaje” y “dom esticado”. Para los aldeanos m o n ­ tañeses el viejo bosque era u n a encarnación del orden natural, bello y sagrado p o r su propio salvajismo, m ientras que el nuevo bosque se ha convertido en un espacio de desorden radical. A pesar de que téc­ nicam ente es un espacio de dom esticación, esa olvidada selva indus­ trial conserva los atrib u to s salvajes del bosque n atu ra l que vino a rem plazar, sólo que ah o ra esos atributos se h a n vuelto to talm en te negativos, porque el bosque ha sido desocializado y despojado de sus valores m orales. Ese viraje, afirm a Knigt (cap. 12), es u n reflejo del hecho de que en algunos casos un m edio am biente “salvaje” puede ser m ás satisfactoriam ente controlado social, tecnológica e ideológica­ m ente, que un o dom esticado. En vena similar, H ell (cap. 11) destaca la fundam ental am bivalencia de la categoría de lo salvaje tal com o se expresa en los valores asignados a la caza en los bosques en el noroeste de Europa en la actualidad. En esa región, la oposición entre n atu ra­ leza y cultura está m ediada p o r u n a actitud am bivalente que, p o r un lado, oscila entre una com pulsión de cazar, inicialm ente positiva, que define el estatus de género y la jera rq u ía m asculina, y, p o r el otro el peligro siem pre presente de que el cazador se vuelva salvaje, sobre todo a través de u n excesivo contacto con la “sangre n e g ra ” de sus presas. Com o lo salvaje está tanto en el bosque como dentro de uno mismo, la caza positivam ente valorada incluye la capacidad de con­ trolar esa am bigua coexistencia de naturaleza y cultura. En todos es­ tos casos, entonces, parecería que el concepto de salvaje fluctúa según el contexto; difícilm ente podría calificar com o sustituto para el con­

cepto ontológico de la n aturaleza tal com o se usa en el p arad ig m a dualista. U na respuesta a la crítica del proyecto m odernista y la actual d i­ visión del trabajo entre las ciencias naturales y las sociales es intercam ­ b iar conceptos y perspectivas de am bos lados de la división en tre naturaleza y sociedad, destacando las sim ilitudes fundam entales de los dom inios natural y social. Así, algunas de las ciencias naturales han tom ado de los científicos sociales los conceptos de com unidad y so­ ciedad. Del mismo m odo, algunas ram as de la antropología han ad o p ­ tado los conceptos biológicos de selección natural y ap titu d genética. R icherson, p o r ejem plo, ha sugerido que “sería fácil desarrollar una teoría de la ecología hum ana partien d o de las semejanzas existentes entre las construcciones teóricas de las ciencias sociales y biológicas, y ese enfoque es muy pro m eted o r” (1977:2). Sin em bargo, gran p a r­ te de ese intercam bio conceptual no hace sino subrayar las tram pas del proyecto dualista. C ada una de las partes continúa practicando su propia form a de reduccionism o, con u n a sección del p a r naturalezacultura colonizando a la otra. Así, la sociobiología insiste en subsum ir la cultura bajo las “leyes naturales” de la selección darwiniana. En la perspectiva constructivista extrem a, que subsum e el m edio am biente bajo el simbolismo de la tradición y la cultura, el m edio am ­ b iente no tienen ningún papel activo. En antropología, la frecuente referencia a la cultura -la capacidad, que se supone exclusivam ente hum ana, de alm acenar recuerdos, de ap ren d er y de com unicar- p a ­ rece no hacer más que reforzar las estructuras dualistas que se in ten ­ taba trascender. En cierta m edida, la posición constructivista hace eco de la de los estudiosos europeos m edievales para los cuales su propia tarea consistía principalm ente en leer el “libro” de la naturaleza. Sin em bargo, para los textualistas m odernos, el m edio am biente es escri­ tura no sólo en sentido metafórico: más allá de la interpretación cultu­ ra l no hay m ás que triv ialid ad , si es que no espacio vacío (véase Pálsson, 1995). Algunos de los principales arquitectos de la escuela tex tu alista son conversos b a sta n te re p e n tin o s, p ro v e n ie n te s d el d eterm inism o am biental y de la ecología cultural, que pasaron de u n extrem o al otro. Así, un año antes de publicar su im portante tratado textualista La interpretación de las culturas, G eertz (1973) escribió u n artículo sobre sistemas de irrigación que indica u n a visión d eterm i­ nista am biental. C om parando Bali y M arruecos, afirm a que las “for­ mas rad icalm ente diferentes en que se m aneja el agua en esos dos lugares conduce a algunas com prensiones generales de las culturas de

uuevo radicalm ente diferentes situadas en ellos” (Geertz, 1972:74). A decir verdad, Geertz, tanto allí como en trabajos posteriores, criti­ ca las form as simples de determ inism o geográfico, sosteniendo que “la habitual división entre naturaleza y cultura que hace de la p rim e­ ra u n escenario sobre el cual actúa la segunda” no es sino “un a ilu­ sión”. Sin em bargo, afirm a que el m edio am biente es u n factor acti­ vo y central en la conform ación de la vida social y que “una sociedad establecida es el pu n to final de una historia tan larga de adaptación a su m edio am biente que podría decirse que ha hecho de ese m edio am biente u na extensión de sí m ism a” (Geertz, 1972:87-88). Tanto el textualism o como la sociobiología sienten la creciente desilusión con el dualism o teórico de naturaleza y sociedad, pero ninguno de los dos ofrece u n a alternativa teórica viable al proyecto m odernista. D esconstruir el paradigm a dualista puede aparecer com o sim ple­ m ente un ejem plo más de la saludable autocrítica que hoy perm ea la teoría antropológica. Después de todo, la quem a de fetiches concep­ tuales es desde hace m ucho u n pasatiem po favorito de los an tro p ó ­ logos, y son muy pocos los cam pos que h an escapado a esa te n d e n ­ cia iconoclasta. Si categorías analíticas, tales com o la econom ía, el totem ism o, el parentesco, la política, el individualism o e incluso la sociedad h an sido caracterizadas com o construcciones etnocéntricas, ¿por qué no iba a pasar lo mismo con la disyunción entre naturaleza y sociedad? La respuesta es que esa dicotom ía no es sim plem ente una categoría analítica más en la caja de h erram ientas intelectuales de las ciencias sociales: es el fu n d am en to clave de la epistem ología m o­ dernista. Ir más allá del dualism o abre u n paisaje intelectual com ple­ tam ente diferente, un paisaje en el que los estados y las sustancias son sustituidos p o r procesos y relaciones; la cuestión más im portante ya no es cóm o objetificar sistemas cerrados, sino cómo explicar la p ro ­ pia diversidad de los procesos de objetificación. E ntonces, podem os preg u n tarn o s p o r qué todavía hay an tro p ó ­ logos que se m olestan en realizar estudios de las relaciones hum anoam bientales si hay tanto descontento con la antropología ecológica convencional. Si la naturaleza se ha vuelto u n a categoría sin sentido y el determ inism o am biental es cosa del pasado, ¿cómo puede toda­ vía valer la pen a trata r de en ten d er las interacciones entre los hum a­ nos y otros com ponentes vivos y no vivos del espacio que los circun­ da? U na prim era respuesta es que hoy ese tem a está en p rim er lugar en la ag en d a pública, ahora que el m edio am biente ha llegado a ser u na de las principales preocupaciones políticas y éticas de pueblos y

gobiernos en la m ayor p arte del m u n d o industrializado. Los an tro ­ pólogos pueden desem peñar su papel de ciudadanos y de estudiosos utilizando su com petencia para tratar una serie de problem as am bien­ tales en discusión: los m ecanismos de un m odo de subsistencia sus­ tentable en sociedades no industriales; el alcance y el estatus del co­ n o cim ien to tra d ic io n a l y las técnicas de m an ejo d e recursos; las fluctuantes fronteras taxonóm icas que traen consigo las nuevas tec­ nologías reproductivas; los fu n d am en to s ideológicos de los m ovi­ m ientos conservacionistas, y la m ercancificación de m uchos com po­ n entes de la biosfera. De hecho, algunas de las razones que llevan a los antropólogos a revisitar tem as am bientales tienen que ver con los cam bios que están produciéndose en la relación en tre naturaleza y sociedad. No sólo la biotecnología m o d ern a presenta a los hum anos u n a “n aturaleza” muy diferente de la experim entada p o r generacio­ nes an terio res (Richards y R uivenkam p, en este libro), sino que el proceso de globalización en m archa, la intensificación exponencial de relaciones sociales m undiales, tam bién tiene efectos muy profundos (Lash y Urry, 1994:294). A m ed id a que la d eg rad ació n del m edio am biente aum entaba con los avances tecnológicos y la expansión de la producción económ ica, la preocupación p o r el m edio am biente natural desbordó el alcance del estado nacional. El tem a de la respon­ sabilidad am biental, la ética y la política de la naturaleza, se niega a resp etar cualquier frontera cultural: basta ver el crecim iento de los m ovim ientos am bientalistas en el escenario internacional en los ú l­ timos años, y las tensiones recurrentes entre la ciencia occidental y las epistem ologías locales. La naturaleza ya no es un asunto local, el p ra ­ do de la aldea es ahora el planeta entero. A p esa r de (o quizá debido a) la globalización, la privatización y m ercancificación d e “b ien es” am bientales se h a acelerado; con la expansión de la retórica del consum ism o, la naturaleza se convierte en u n m ercado. Com o resultado de la ráp id a extensión de los enfo­ ques de m ercado a recursos naturales (stocks pesqueros, bosques, etc.) y a productos orgánicos (incluyendo m aterial genético y partes del cuerpo), en m uchas sociedades h a venido produciéndose una tran s­ form ación fundam ental en respuesta a com prom isos ideológicos, a desarrollos tecnológicos y tam bién a problem as económicos y ecoló­ gicos. D ada la significación del m ercado y la fascinación p o r la eco­ nom ía política y el discurso ecológico occidentales del hom bre eco­ nóm ico (Kopytoff, 1986; F riedlandy Robertson, 1990; Dilley, 1992), los estudios antropológicos de los conceptos y las prácticas de econo­

m ía am biental y la m ercancificación del m edio am biente natural re­ presentan u n cam po de investigación im portante. El saber y la p eri­ cia antropológicos son esenciales p a ra d ese n trañ ar la m etafísica, el etn o cen trism o y las desventajas de algunos de los conceptos clave aplicados frecuentem ente a la “econom ía”, incluyendo los de “m er­ cado”, “eficiencia” y “producción”. Además, las semejanzas y diferen­ cias en la evaluación m oral de la m ercancificación plantean un p ro ­ blem a teórico y com parativo muy interesante. O tra razón de ese continuado interés en tem as ecológicos tiene que ver con la epistem ología. E xplorar nuevos caminos no significa olvidar las realizaciones pasadas. La atención dedicada a la relación entre los hum anos y su m edio am biente p o r corrientes de teoría so­ cial tan diferentes, com o el m arxism o, el estructuralism o, la fenom e­ nología, la ecología cultural y la antropología cognitiva, ap u n tan a u n a p rem isa básica: la historia h um ana es el producto continuo de diversos m odos de relaciones hum ano-am bientales. A dm itir esa p re­ misa no significa regresar a las tram pas del dualism o y del determ inism o geográfico o técnico. Por el contrario, im plica tom ar en serio la evidencia que ofrecen m uchas sociedades d o n d e el rein o d e las relaciones hum anas abarca un dom inio más am plio que la m era so­ ciedad de los hum anos. Los cazadores huaorani saben que los anim a­ les que ellos cazan se com unican, ap ren d en y m odifican sus m odos de vida en respuesta a los hum anos; hum anos y anim ales son seres so­ ciales que se relacionan m utuam ente en los m undos de ambos, y Ri­ val sugiere en este libro (cap. 8) que eso explica la correspondencia entre las form as en que las personas se tratan entre ellas y la form a en q ue tra ta n a los anim ales. En esas “sociedades de n a tu ra le z a ” (Descola, 1992), las plantas, los anim ales y otras entidades p e rte n e ­ cen a u n a com unidad sociocósmica, sujeta a las mismas reglas que los hum anos; cualquier descripción de su vida social debe, p o r fuerza, inclu ir los co m p o n en tes del m edio am b ien te que son vistos com o p a rte del dom inio social. La antropología ya no puede lim itarse al análisis social convencional de sus com ienzos: debe re p la n te a r sus d o m in io s y sus h e rra m ie n ta s p a ra a b a rca r no sólo el m u n d o d e anthropos, sino tam bién la p arte del m undo con la que los hum anos interactúan.

Es realista suponer que el m edio am biente es im portante y que para co m p render tanto a la hum anidad com o al resto del m undo natural la antropología, la ecología y la biología necesitan nuevos tipos de m odelos, perspectivas y m etáforas. Eso podría requerir u n a revisión fundam ental de la división académ ica del trabajo, y, en particular, la elim inación de las fronteras disciplinarias en tre las ciencias n a tu ra ­ les y las sociales. Es muy posible que tengam os que aban d o n ar la ac­ tual separación entre la antropología física y la biológica, p o r un lado, y, p o r otro, entre la antropología cultural y la social, dando nueva vida al viejo proyecto antropológico filosófico que se concentraba en la un id ad del ser hum ano (Ingold, 1990, y en este libro). Al parecer, los diferentes campos de la erudición académ ica tienen en com ún más de lo que los sectarios disciplinarios n o rm alm en te gustan de adm itir. Significativam ente, m oralidades y m etáforas sim ilares se aplican a contextos teóricos bastante diferentes (N othnagel y Pálsson, am bos en este libro); los discursos sobre la naturaleza, la etnografía y la traduc­ ción cultural, p o r ejem plo, em plean tipos de im aginerías similares, no to riam ente las m etáforas de la caza y la relación personal, el len ­ guaje teatral de la ironía, la tragedia, la com edia y el rom ance. Parecería que el m azo académ ico ya se ha em pezado a barajar de nuevo. U no de los signos relevantes es el rep resen tad o p o r el gran interés actual p o r el cuerpo hum ano, más allá de los estrechos confi­ nes de la antropología física. A pesar de su supresión en el discurso científico social m odernista, el cuerpo ha surgido como un tem a teó­ rico de la m ayor im portancia en la antropología social. Esto no debe s o rp re n d e r a n ad ie, p u esto que el cu e rp o es u n tem a p o p u la r en m uchos contextos etnográficos (Lock, 1993). Es claro que el cuerpo no p erm ite fácilm ente u n a división fija del trabajo académ ico, com o tam poco adm ite u n a frontera firm e en tre naturaleza y cultura. Rival (en este volum en) m uestra cómo, en el proceso de caza y recolección, los h u ao ran i dejan de ser cuerpos extraños, ajenos al m undo de la selva; ap ren d en a percibir el m edio am biente com o lo hacen otros anim ales, convirtiéndose en “residentes” profundam ente involucra­ dos en u n a co nversación con p la n ta s y an im ales (véase tam b ién Howell, en este libro). O tro indicio de la fragilidad de la frontera entre las ciencias naturales y las sociales es el creciente interés p o r el p ai­ saje en u n a variedad de estudios, incluyendo la antropología. A nte­ riorm ente, el tiem po y el espacio (preocupaciones clásicas de la geo­

grafía y las ciencias naturales) estaban relegados a una “caja n eg ra” en las ciencias sociales (véase Hirsch, 1995:1), p ero ahora son el foco de u n a extensa investigación com parativa. De nuevo, los avances teó­ ricos resu en an con m ucho de la producción etnográfica. U n fuerte apego al lugar, o “topofilia” (véase Thom pson, 1990:113), parecer ser u n a característica bastante com ún de las sociedades hum anas, con frecuencia coloreada, en las sociedades estatales, por la etnicidad, el nacionalism o y otras sensibilidades afines. La globalización no elim i­ na esas preocupaciones “locales”, sólo las redefine. El reconocim iento de que la naturaleza es u n a construcción social y de que las conceptualizaciones del m edio am biente son productos de contextos históricos y especificidades culturales en perpetuo cam ­ bio presen ta un desafío difícil a la indagación antropológica. ¿Debe­ mos lim itarnos a interm inables descripciones etnográficas de “cosmo­ logías” locales, o más bien buscar tendencias o patrones generales que nos p erm itan sustituir diferentes concepciones émicas de la n atu ra­ leza p o r un m arco analítico unificado? Y en este últim o caso: ¿sobre qué bases teóricas se apoyaría un m arco analítico unificado? Los au ­ tores de este libro ofrecen respuestas contradictorias a estas preg u n ­ tas esenciales. Algunos ad optan una posición decididam ente relati­ vista, destacando el carácter localizado del conocim iento y poniendo en d u d a que los sistemas de significados locales implícitos e inextri­ cables p u ed an expresarse adecuadam ente alguna vez en un m etadiscurso. Así, p ara H ornborg, la tarea de la antropología ecológica con­ siste en e n te n d e r los contextos socioculturales que p erm ite n que sistemas de conocim iento ecológicam ente sensibles persistan y evo­ lucionen. Según este autor, tales calibraciones locales alcanzan su m áxim a eficiencia cuando no están sujetas a intentos de abarcarlas en m arcos totalizantes. Tam bién se observa u n a p o stu ra relativista en varios trabajos con influencia de enfoques textualistas. Hell, por ejem ­ plo, se apoya en la obra de Geertz p ara definir la cultura de la caza en E uropa como u n “texto”, m ientras que Papagaroufali caracteriza com o “cu en to s” las representaciones de la realidad producidas en O ccidente, tan to p o r legos com o p o r científicos, d estacan d o con eso la naturaleza narrativa y de base m oral de esas pretensiones de verdad. Algunos de nuestros autores abogan p o ru ñ a posición interm edia: cuestionan los m odelos universalistas, pero, al m ism o tiem po, cuidan de no cerrar la p u e rta a la posibilidad de com paraciones significati­ vas. Así, Howell sostiene que su posición no es una versión extrem a del

relativismo cultural en cuanto acepta que la sociabilidad y la intersubjetiv id ad son predisposiciones innatas de la hum anidad. La tarea de los antropólogos, afirm a esta autora, es in terp retar prim ero sistemas culturales locales y después exam inar las bases p ara la diferenciación de los m odos de sociabilidad. En línea similar, H viding critica la p o ­ sición de privilegio concedida a las presuposiciones racionalistas occidentales en el proceso de traducción de culturas, ab ogando en cambio p o r u n m etalenguaje que se basaría en la com paración de di­ ferentes “etnoepistem ologías”, incluyendo la nuestra. El últim o paso es el que dan algunos autores que, sintiéndose incóm odos con la frag­ m entación conceptual inducida p o r las perspectivas relativistas, se aventuran a form ular m odelos analíticos alternativos com o sustitutos para el actual paradigm a dualista. U tilizando las oposiciones de con­ tinuidad y discontinuidad, p o r un lado, y p o r el otro de dom inación y protección, Pálsson distingue tres tipos de relaciones entre los hum a­ nos y el m edio am biente -q u e denom ina orientalism o, paternalism o y co m unalism o-, cada u n o de los cuales re p resen ta ría u n a p o stu ra particular con respecto a los temas “am bientales”. Tanto para el orien­ talismo como para el paternalism o am bientales los hum anos son los am os de la naturaleza, sostiene Pálsson, con la diferencia de que el p rim ero “explota” y el segundo “p ro teg e”. El com unalism o difiere de am bos en que im plica el rechazo de to d a distinción radical en tre la naturaleza y la sociedad y entre la ciencia y el saber práctico. Recha­ zar la idea de dom inio y dejar m argen al caos y a la contingencia en las relaciones hum ano-am bientales no significa que los esfuerzos de los hum anos p o r “m anejar” sus propias vidas no tengan sentido o sean inútiles: m ás bien sugiere políticas m enos arrogantes y m ás sensibili­ dad al saber práctico y a la etnografía, fluir con la corriente en lugar de trata r de controlarlo todo. Ellen propone, además, la hipótesis de que el problem a del estatus de la naturaleza se puede abordar identificando un núm ero m ínim o de los supuestos subyacentes sobre los cuales se construyen los esque­ mas pragm áticos y las representaciones simbólicas. D etrás de todos los m odelos culturales de la naturaleza, afirm a Ellen, hay u n a com ­ binación de tres im perativos cognitivos: la construcción inductiva de la naturaleza, en térm inos de las “cosas” que la gente incluye en ella y de las características que atribuye a esas “cosas”; el reconocim iento espacial de un re in o fuera del dom inio hu m an o , y la com pulsión m etafórica a en tender los fenóm enos p o r su esencia. D ependiendo de los fenóm enos de “prehensión” que d an origen a clasificaciones, de-

sígnaciones y representaciones particulares, el peso relativo de cada uno de esos ejes y sus asim etrías internas varía e n cada conceptualización de la naturaleza y explica sus características específicas. Tam ­ bién Descola aboga p o r u n m odelo transform acional para d a r cuen­ ta de los esquem as de praxis, en gran p arte implícitos, a través de los cuales cada sociedad objetifica tipos específicos de relaciones con su m edio am biente. Sostiene que cada variación local es resultado de una com binación particular de tres dim ensiones básicas de la vida social: m o d o s de id e n tific a c ió n , o el p ro c e so p o r el cual las fro n te ra s ontológicas se crean y se objetifican en sistemas cosmológicos com o el anim ismo, el totem ism o o el naturalism o; m odos de interacción que organizan las relaciones entre las esferas de hum anos y no hum anos, así como dentro de cada una de ellas, de acuerdo con principios como los de reciprocidad, rapacidad o protección, y m odos de clasificación (básicam ente el esquem a m etafórico y el esquem a m etoním ico), p o r m edio del cual los com ponentes elem entales del m undo son represen­ tados com o categorías socialm ente reconocidas. A pesar de adm itir la dificultad de traducir a proposiciones gene­ rales la com plejidad y lo intrincado d e su propia experiencia de una sociedad particular, la m ayoría de los autores incluidos en este libro m uestra, sin em bargo, cierta disposición a ir más allá de la m era des­ cripción de sistemas locales de relaciones hum ano-am bientales. Pa­ radójicam ente, es posible que de la riqueza m ism a de la propia expe­ rien c ia etn o g rá fica haya surgido u n a re n o v ad a fe en el proyecto com parativo; es decir, del reconocim iento com partido de que ciertos patrones, estilos de práctica y conjuntos de valores descritos p o r co­ legas antropólogos en diferentes partes del m u n d o son com patibles con el propio conocim iento etnográfico de determ inada sociedad. Ese reconocim iento probablem ente fue alim entado p o r cambios de vas­ tos alcances en el estilo de la narrativa etnográfica. A bandonando las categorías universalistas que estructuraban m onografías anteriores, ah o ra los antropólogos tien d en a ser a la vez más personales y más im aginativos en la elección de los dispositivos que em p lea n p a ra transm itir su interpretación de u n a sociedad. De ese m odo, surgen convergencias y afinidades antes insospechadas de lo que a prim era vista podría haber parecido un caos de descripciones etnográficas. En otras palabras, la etnografía nos hace enfocar lo particular, a la vez que m uchos particulares etnográficos estim ulan de nuevo el interés p o r la com paración. Los autores de este libro adoptan perspectivas, enfoques y posicio­

nes teóricas de lo más variadas, pero hay un incipiente consenso ge­ n eral sobre m uchos temas im portantes. Y, lo más im portante, todos los autores com parten el interés p o r la interconexión entre naturaleza y sociedad y los problem as teóricos que necesariam ente suscita. La antropología es de espectro muy am plio, tom a de las ciencias tanto naturales como sociales, pero, como hem os visto, está constantem ente agitada p o r una contradicción fundam ental: “la p rim era p arte de la h istoria de la especie h u m an a se expresa en térm inos evolutivos y am bientales, la segunda niega al m edio am b ien te cualquier p apel significativo en la historia hu m an a” (Crumley, 1994:2). R ep lan tearla conexión n aturaleza-sociedad significa re p la n te a r la an tro p o lo g ía ecológica, en particular su concepto de la relación entre la persona y el m edio am biente. Las tradiciones biológicas y antropológicas p ro ­ fundam ente arraigadas, que insisten en separar ambas cosas, son ata­ cadas cada vez más con argum entos tanto teóricos como em píricos. Bateson identificó algunos de los problem as utilizando el ejem plo de un ciego con un bastón: “¿Dónde empiezoyo? ¿Mi sistema m ental está unido al extrem o del bastón? ¿Está lim itado p o r mi piel? ¿Empieza a la m itad del largo del bastón? Pero éstas son preguntas sin sentido” (Bateson, 1972:459). Indudablem ente, lo son. La cuestión no es sim­ p lem ente determ inar el sitio exacto de las fronteras de la persona, la tecnología y el m edio am biente, sino m ás b ien llam ar la atención sobre cam pos de significación, “sistemas m entales” en la term inolo­ gía de Bateson. Etim ológicam ente, el concepto de “m edio am biente” se refiere a lo que nos rodea, y, p o r lo tanto, hablando estrictam ente, un m edio am biente incluye prácticam ente cualquier cosa, con excep­ ción de lo que es rodeado (Cooper, 1992). Sin em bargo, en vista de la perspectiva ecológica desarrollada p o r Jam es Gibson, es im portante aceptar algún concepto fenom enológico de m edio am biente intencio­ nal: las “concesiones” [affordances] del am biente varían para cada caso, pero d ep endiendo de su “significado” o del m odo en que es percibi­ do (véanse Ingold, 1992; Carello, 1993). Esto no intenta sugerir múl­ tiples am bientes en el sentido interpretativista; la naturaleza no es una serie de “libros”, y su percepción (o “lectura”) no está necesariam en­ te inform ada p o r “textos” culturales interm edios. Más bien, persona y m edio am biente form an un sistema irreductible; la persona es parte del m edio am biente y, viceversa, el m edio am biente es p a rte de la persona. Muchos de los autores incluidos en este libro abogan p o r una an ­ tropología cultural siguiendo esos lincam ientos. B akhtin desarrolló

un a perspectiva sim ilar con referencia al lenguaje. Según este últim o, era im portante ir más allá de las ideas positivistas de la lingüística, que presentaban al h ablante como un participante pasivo en la com uni­ cación p o r m edio del lenguaje. B akhtin proponía el enfoque “translingüístico”, que no sólo ofrecía una vigorosa crítica del objetivismo abstracto de la lingüística autónom a, sino que, adem ás, in ten tab a restaurar la naturaleza arraigada del lenguaje. Para él, el lenguaje es “social en toda su am plia gam a y en todos y cada uno de sus factores, de la im agen m aterial a los más rem otos vuelos del pensam iento abs­ tracto” (Bakhtin, 1981:259). Rechazando la separación radical entre lo individual y lo social, B akhtin afirm aba que cada palabra del len­ guaje es el resultado acumulativo de las experiencias anteriores de los hablantes y sus interacciones dentro del lenguaje de la com unidad. Tal vez d eb eríam o s ap ro v ech ar la perspectiva de B akhtin y h ab lar de “transecología” p a ra destacar las ideas de residencia y arraig o con respecto al hogar hum ano, la naturaleza social del oikos hum ano.

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TRIMERA PARTE

DOM INIOS Y FRONTERAS CUESTIONADOS

2. EL FORRAJERO Ó PTIM O Y EL HOM BRE ECONÓM ICO TIM INGOLD

INTRODUCCIÓN

El pensam iento de la Ilustración proclam ó el triunfo de la razón h u ­ m ana sobre una naturaleza recalcitrante. Como hija de la Ilustración, la econom ía neoclásica se desarrolló com o una ciencia de la tom a de decisiones h um ana y todas sus consecuencias, con base en la p rem i­ sa de que cada individuo actúa en persecución de su propio interés racional. M ucho se ha discutido si los postulados de la teoría microeconóm ica son aplicables a la hum anidad en general o sólo a las so­ ciedades caracterizadas como “occidentales”: entre las afirm aciones antropológicas clásicas se cuenta la de Malinowski, que descartó como “absurda” la suposición de que “el hom bre, y especialm ente el hom ­ bre de bajo nivel cultural, sea movido únicam ente por motivos p u ra ­ m e n te eco n ó m icos d e in te ré s p ro p io e sc la re c id o ” (M alinow ski, 1922:60), y la de Firth, quien, p o r el contrario, sostuvo que “en algu­ nas de las sociedades más prim itivas que conocem os [...] se dan las más agudas discusiones sobre alternativas en torno a cualquier p ro ­ puesta de uso de recursos, sobre las ventajas económicas relativas del intercam bio con tal persona o tal otra, y el más cuidadoso escrutinio de la calidad de los bienes que cam bian de m anos [...] y o b tien en beneficios p o r ello” (Firth, 1964:22; véase Schneider, 1974:11-12). No es m i propósito aquí revisitar esa vieja discusión. En cambio, quiero ocuparm e de la p aradoja que p resen ta el surgim iento en la antropología contem poránea de un enfoque que intenta com prender el com portam iento de pueblos considerados primitivos -m ás especí­ ficam ente, cazadores y recolectores- no a través de u n a extensión directa de los principios de la econom ía form al, sino siguiendo un cam ino bastante más indirecto. Esto significa extender a seres hum a­ nos principios que ya se utilizan en el análisis del com portam iento de anim ales no hum anos, y que, sin em bargo, están estrecham ente m o­ delados -a l punto de identificarse con ellos- sobre los principios de la ciencia económ ica. El enfoque en cuestión es conocido p o r sus practicantes como “ecología hum ana evolucionista”, y es actualm en­

te u n a de las áreas de investigación más vigorosas en antropología ecológica. Mi objetivo es dem ostrar que la antropología evolucionista es el revés exacto de la m icroeconom ía, igual que la selección natural es la im agen especular de la elección racional. C om o tal, reproduce en fo rm a in v ertid a la dicotom ía en tre razón y n aturaleza, que se e n ­ cuentra en el corazón de la ciencia posterior a la Ilustración. Pero al trata r de d ar cuenta de la conducta en térm inos de propiedades p re ­ determ inadas y heredables de individuos aislados, la ecología evolu­ cionista no logra - a pesar de sus afirm aciones en c o n tra rio - desarro­ llar u n a perspectiva realm ente ecológica. C on esto, no quiero decir sim plem ente u n a perspectiva que incorpore variables am bientales externas como p arte de la explicación del com portam iento. U n e n ­ foque genuinam ente ecológico, en mi opinión, tendría que estable­ cer la intención y la acción hum anas en el contexto de una relación p e rm a n e n te y m u tu am en te constitutiva en tre la gente y su m edio am biente. Sin em bargo, sostengo que u n enfoque de ese tipo cuestio­ n a los fu n d a m e n to s m ism os del p a ra d ig m a ex p licato rio n eo d a rwiniano. Supongam os que tú eres un partidario del form alism o económ i­ co en an tropología, y que estás interesado en explicar p o r qué u n g ru p o particu lar de cazadores y recolectores escoge concentrar sus esfuerzos en la obtención de una com binación determ inada de plantas y anim ales. A signando un valor de utilidad a cada u n idad de recur­ sos, m edida en térm inos de la satisfacción que proporciona, calcula­ rías una estrategia óptim a de procuración de recursos, que sería la que da la m áxim a u tilid ad total en relación con el tiem po y la energía invertidos. A continuación com pararías esa estrategia con lo que la gente realm ente hace y, si resulta que se ajustan bien, declararías que tu m odelo ha pasado la prueba de la confirm ación em pírica. Antici­ p an d o el desafío del escéptico - “¿y qué con eso?”- , concluirías que lo que eso p rueba es que los cazadores y recolectores son tan capaces como cualquier otro grupo hum ano de tom ar decisiones inform adas en su propio interés. Señalarías que la razón es una facultad com ún a todos los seres hum anos, no sólo de los “occidentales m odernos” o “civilizados”, y que es etnocentrism o im aginar que nosotros decidim os qué hacer, en cualquier situación dada, m ediante la deliberación ra ­ cional, pero ellos están lim itados en sus acciones p o r una ciega con­ form idad al saber recibido de las convenciones culturales. ¿Y qué pasa entonces con los anim ales no hum anos? Tam bién ellos

parecen aplicar estrategias de procuración de recursos que parecerían em in en tem ente racionales si las hubiesen elaborado p o r sí mismos. Pero, p o r supuesto, tú dices que no lo han hecho. Las estrategias de los anim ales han sido elaboradas de antem ano p ara ellos, p o r la fuer­ za evolutiva de la selección natural. La lógica de la selección natural es sim plem ente com o sigue: los individuos con estrategias m ás efi­ cientes de procuración de recursos ten d rá n u n a ventaja reproductiva sobre los individuos con estrategias m enos eficientes, y com o esas estrateg ias -o , m ás p recisam ente, las reglas o los p rogram as p ara g e n e ra rla s- están codificadas en los m ateriales de la h erencia, las estrategias más eficientes autom áticam ente ten d erán a q u edar más firm em ente establecidas en cada generación a m edida que sus p o r­ tadores ten g an relativam ente más descendientes. Pero el p u n to de p artida de la ecología evolucionista hum ana es que el com portam ien­ to forrajero de los cazadores y recolectores hum anos, igual que el de sus equivalentes no hum anos, p u ed e ser en ten d id o com o la aplica­ ción, en co n tex to s am b ien tales específicos, de reglas d ec isió n o “algoritm os cognitivos” que h an sido conform ados a través de un proceso darw iniano de variación bajo la selección n atu ra l. De esa prem isa se ha derivado un corpus de teoría, conocido en el oficio como la “teoría del forrajeo óptim o”, consistente en m odelos form ales que predicen cóm o d ebería com portarse un forrajero en determ inadas c o n d ic io n e s e x te rn a s, s u p o n ie n d o que su ob jetiv o su p re m o es m axim izar la proporción entre el insum o de energía derivable de los recursos obtenidos y los costos en energía de la adquisición. ¿Esto significa que el cazador y recolector hum ano es una versión del hom bre económico, o una especie de forrajero óptimo? A prim era vista, esas dos figuras -am bas, p o r supuesto, construcciones ideales de la im aginación analítica- parecen diam etralm ente opuestas, y su fusión en la figura arquetípica del cazador y recolector “prim itivo” parece reflejar la posición am bivalente de esa figura en el discurso de la ciencia occidental, com o en transición en tre las situaciones de n a ­ turaleza y de hu m anidad (véase la fig. 2.1). S eguram ente el hom bre económ ico ejerce su razón en la esfera de la interacción social, y al hacerlo avanza en cultura o civilización, contra el fondo de una n a­ turaleza intrínsecam ente resistente. En cam bio, la racionalidad del forrajero óptim o es ubicada en el corazón m ism o de la naturaleza, m ientras que el dom inio específicam ente hum ano de la sociedad y la cultura es visto como fuente de un sesgo norm ativo externo que puede ser causa de que el com portam iento se desvíe del óptim o. Aquí está,

entonces, la paradoja a la que hice referencia al principio, de un en ­ foque que explícitam ente tom a como m odelo la m icroeconom ía clá­ sica y sin em bargo se considera aplicable a los seres hum anos sólo en la m edida en que su com portam iento es en algún sentido com para­ ble con el de anim ales no hum anos. ¿Cóm o se p u ed e sostener, al m ismo tiem po, que la facultad de la razón es la m arca distintiva de la hu m an idad y que la racionalidad de los cazadores y recolectores, en com paración con la de sus equivalentes no hum anos, se ve dificulta­ da p o r lim itaciones sociales y culturales? Tom aré esta pregunta como p u n to de partida.

FIGURA 2 . 1. El cazador-recolector “prim itivo” con sid erad o com o una versión d el h o m ­ bre eco n ó m ico y com o una esp ecie d e forrajero óp tim o.

CULTURA Y ELECCIÓN

Los cazadores y recolectores, o forrajeros, viven en ambientes caracterizados por recursos diversos, distribuidos en forma heterogénea. Del abanico de especies potencialm ente com estibles, lugares y senderos de forrajeo, el forrajero puede escoger combinaciones que procuran subsistencia en forma más o menos eficaz y efectiva. Las elecciones del forrajero forman una estra­ tegia de ajuste a las condiciones ecológicas, un patrón adaptivo que es re­ sultado de procesos evolutivos y de las limitaciones impuestas por la situa­ ción, el m om ento y la suerte (Winterhalder, 1981a:66).

Esta lúcida afirm ación de uno de los m áxim os exponentes de la teoría del forrajero óptim o nos lleva directam ente al núcleo del p ro ­ blem a. Se en cuentra en la contradicción entre las ideas, p o r u n lado, de que la “estrategia de ajuste” del forrajero es resultado de una se­ rie de elecciones sobre adonde ir y qué procurar, y por el otro lado, de que com o “p atró n adaptivo” es producto de u n proceso evolutivo. Para ex plicar esa contradicción es útil te n e r p resen te u n ejem plo em p írico , y con ese ob jeto m e o c u p a ré b re v em en te del m ateria l etnográfico presentado p o r el propio W interhalder, quien lo recogió en su trabajo de cam po entre los crees de M uskrat Dam Lake en el norte de O ntario. Los crees basan su subsistencia en u n a v aried ad de m am íferos peq u eñ o s y grandes, aves acuáticas y peces, distribuidos en form a dispersa y discontinua en un m edio am biente que es un mosaico fino de distintos tipos de vegetación dom inante. No sólo la abundancia de especies aprovechables fluctúa m arcada e irregularm ente de u n año a otro, sino que adem ás el mosaico vegetal cam bia en respuesta a las variaciones clim áticas, con el resu ltad o de que los cazadores crees difícilm ente vuelven a encontrar las mismas condiciones de u n año a otro (W interhalder, 1981a:80-81). Por lo tanto, tienen que elaborar su táctica sobre la m archa. U na excursión de caza descrita p o r W inter­ halder ejemplifica este punto muy bien. En esa excursión, cuyo objeto ostensible era colocar tram pas p a ra castores, el an tro p ó lo g o y su a c o m p a ñ an te cree vieron señales de perdices, alces, lobos, liebres, castores, visones, nutrias y ratas almizcleras. Ante cada señal, su com ­ pañero tenía que decidir si perseguir o no al anim al en cuestión. En esa ocasión d isp aró co n tra las perdices, ignoró al alce y los lobos, colocó lazos p a ra liebres y castores y arm ó tram p as p a ra las ratas almizcleras y las nutrias. Pero W interhalder nos dice que esa cacería fue u n ejem plo de u n estilo más antiguo de hacer las cosas: el trayec­

to d esde la aldea hasta el com ienzo del sendero lo hicieron en u n vehículo especial p ara la nieve, pero durante la cacería propiam ente dicha am bos avanzaron a pie. Los cazadores de la jo v en generación hacen cada vez m ás uso de los vehículos p a ra la nieve, no sólo p ara llegar hasta el sendero, sino para buscar a los animales. La consiguien­ te reducción del tiem po de búsqueda les perm ite ser m ucho más se­ lectivos y concentrarse en las especies de alta prioridad. En el p asa­ do, la m arca de u n buen cazador era supuestam ente su capacidad de habérselas con cualquier tipo de anim al; en cambio, hoy se dice que los cazadores m ás jóvenes se especializan en cazar sólo u n a o dos es­ pecies, y no son com petentes para lidiar con las otras (W interhalder, 1981a:86-89). De esta descripción surge claram ente que los cazadores enfrentan, elecciones, que las elecciones que hacen en conjunto form an u n p a ­ tró n , y que ese p a tró n cam bia en resp u esta a alteracio n es en los parám etros de caza, provocadas, p o r ejem plo, p o r la introducción de nuevas tecnologías. Sin em bargo, no está tan claro que ese p atró n haya “evolucionado” en sentido darw iniano, ni que su surgim iento tenga algo que ver con el proceso de selección natural. Supongam os p o r u n m om ento que en la cacería descrita más arriba, tom ando en cu en ta el re n d im ien to en calorías esp erad o de d iferentes especies com estibles y los costos en energía de la búsqueda y la persecución (o de colocar tram pas y visitarlas), las decisiones del cazador siguieron de cerca lo que p o d ría tom arse com o m odelo de estrategia óptim a p ara u n forrajero que intenta m axim izar la tasa n eta de ganancia de energía. Y supongam os asimismo -a u n q u e es algo más problem áti­ co - que los hogares de los cazadores tácticam ente hábiles, que tienen su aprovisionam iento relativamente seguro, son tam bién prósperos en térm inos de la producción de hijos sanos: en otras palabras, que el éxito del cazador en los bosques es acom pañado p o r el éxito repro­ ductivo en su casa. Todavía no habría ninguna razón para creer que la estrategia cinegética exitosa es resultado de u n proceso evolutivo. C om únm ente se oye afirmar, incluso a biólogos que deberían sa­ b er más (por ejem plo, Dunbar, 1987), que p ara dem ostrar que d e te r­ m in ad o tipo de com p o rtam ien to se h a d esarro llad o p o r selección n atural basta con dem ostrar que contribuye positivam ente a la ap ti­ tud reproductiva de los individuos que lo ejecutan. Esa argum entación tien e u n a deficiencia crítica, po rq u e no tom a en cuenta el eslabón esencial que cierra el círculo d é la explicación darwiniana. El com por­ tam iento sólo evoluciona p o r selección natural si a través de sus efec­

tos sobre la reproducción contribuye a la representación en sucesivas generaciones de u n conjunto de instrucciones o “p ro g ram a” p ara generarlo. En otras palabras, el com portam iento no sólo debe tener consecuencias para la reproducción, sino que adem ás debe ser u n a consecuencia de los elem entos que se reproducen (Ingold, 1990:226, n9). En cuanto a los anim ales no hum anos, en general se acepta que los elem entos del program a replicados son genes. Pero cualesquiera que sean los m éritos de esa suposición, una vez que volvemos nues­ tra atención a los seres hum anos se vuelve decididam ente irreal. No conozco nin g ún autor reciente que haya sugerido que la variabilidad co n d u c tu a l ev id en te en los estudios etn o g ráfico s de cazadores y recolectores hum anos pueda atribuirse a diferencias genéticas entre las poblaciones. En cam bio, se p ro p o n e que las instrucciones que suscriben el com portam iento forrajero hum ano son culturales, en vez de genéticas, codificadas en palabras u otros m edios simbólicos an ­ tes q u e en el “le n g u a je ” del ADN. C om o h a o b serv ad o el p ro p io W in terh ald er (1981b: 17), en el caso de los forrajeros hum anos “la inform ación pasada de generación en generación p o r la cultura p ro ­ porciona gran p arte del marco estratégico dentro del cual individuos y grupos ejercen opciones y elecciones”. ¿Acaso este m o d elo de e n c u ltu ra c ió n nos lleva m ás cerca d e com prender el com portam iento del cazador cree en el ejem plo descri­ to antes? En ese relato, el cazador aparece tom ando una serie de d e­ cisiones -d is p a ra r contra tal anim al, d ejar pasar a otro, arm ar una tram p a para un tercero, etc.-, pero ese m odelo im plicaría que en rea­ lidad su autonom ía en la tom a decisiones es sum am ente restringida. Después de todo, no está haciendo o tra cosa que aplicar u n conjun­ to de reglas de decisión adquiridas en form a más o menos inconscien­ te de sus mayores, y cuya prevalencia en la sociedad se debe no a su com probada eficacia, sino al hecho de que sirvieron bien a sus p re d e­ cesores, perm itiéndoles traer a casa la com ida suficiente p ara m ante­ n e r a num erosos descendientes que -siguiendo las huellas de su p a­ d r e - re p ro d u je ro n los m ism os pasos estratég ico s en sus p ro p ias cacerías. Para expresarlo en térm inos m ás generales: si u n a estrate­ gia de caza particular está inscrita en una tradición cultural, y si esa tradición ha evolucionado a través de un proceso de selección n atu ­ ral, entonces lo único que el cazador p u ed e hacer es seguir actuando de la m isma m anera, aun cuando los cambios en el m edio am biente o en la tecnología hayan an ulado sus ventajas anteriores. Esto no quiere decir que su com portam iento esté enteram ente prescrito: toda­

vía ten d rá auténticas elecciones que hacer: pero las hará dentro de un m arco ecológico recibido, no serán sobre cuál m arco adoptar.

LA BIOLOGÍA NEODARWINIANA Y LA ECONOMÍA NEOCLÁSICA

Sin em bargo, extrañam ente, esa visión del forrajero hum ano com o p o rtado r de propensiones culturales desarrolladas p o r evolución, que hacen que el com portam iento tienda hacia lo óptim o existe, en los escritos de los ecologistas evolucionistas, sim ultáneam ente con u n cuadro bastante diferente. O bservando que el com portam iento h u ­ m ano con frecuencia parece estar muy lejos del óptim o, la culpa de la d iscrep an cia se atribuye d irec tam en te a la cu ltu ra m ism a. Así, W interhalder explícitam ente señala los “objetivos culturales”, situa­ dos dentro de sistemas de creencias y de significado, com o una de las posibles razones de la disyunción, en el caso hum ano, “entre los ó p ­ tim os del m odelo y los com portam ientos observados” (198 Ib: 16). Del m ism o m odo, Foley (1985:237) enum era, entre las consecuencias de la capacidad hum ana de cultura, u n a serie de características que “p u ed e n in h ib ir el logro de lo ó p tim o ”. Sin em bargo, en n in g u n a p arte la contradicción es tan evidente como en la reciente reseña de R obert L. B ettin g er (1991) de la teo ría del forrajeo ó p tim o en su aplicación arqueológica y antropológica a los cazadores y recolectores h u m an o s.1 H aciendo referencia al debate clásico en la antropología económ i­ ca entre los defensores de las corrientes denom inadas “form alism o” y “sustantivismo”, B ettinger nos recuerda que los térm inos del debate tienen su origen en la distinción de Max Weber (1947:184-185) en ­ tre los aspectos form al y sustantivo de la racionalidad hum ana, sien­ do el p rim ero el elem ento de cálculo cuantitativo, o contabilidad, im plicado en la tom a decisiones económicas, y, el segundo, la subor­ dinación de la actividad económ ica a fines últim os o norm as de va­ lor de naturaleza cualitativa. Sin n egar el relieve del segundo en los asuntos hum anos, B ettinger sostiene que los m odelos formales tienen la gran ventaja de proporcionar “u na m edida de la racionalidad eco­ 1 Lo q u e sigu e se b asa su sta n cia lm en te en u n a se cció n d e u n a reseñ a (In g o ld , 1992) d el libro de B ettin ger y una selección de otros estu d ios recien tes sobre cazadores-recolectores en arq u eología y an trop ología.

n óm ica objetiva” co n tra la cual es posible calcular hasta d ó n d e el com portam iento efectivo es gobernado p o r “incentivos racionales de in teré s p ro p io ” y no p o r “n o rm as e ideas c u ltu ra le s” (B ettinger, 1991:106). Y eso, afirma, es precisam ente lo que los m odelos de los teóricos del forrajeo óptim o nos perm iten alcanzar. El forrajero ideal típico de esos m odelos es u n ser en teram en te libre de lim itaciones culturales, que actúa exclusivamente en su propio y calculado interés; en la m edida en que los seres hum anos reales son desviados p o r su com prom iso con “norm as culturales”, es de esperar que su com por­ tam iento difiera del óptim o. Esto nos hace ver al cazador cree bajo u n a luz enteratnente diferen­ te. La sabiduría recibida de su herencia cultural, lejos de suscribir su capacidad de crear u n a estrategia efectiva, de hecho es capaz de im­ pedirle reconocer el m ejor curso de acción, juzgado en térm inos de un cálculo objetivo de costos y beneficios. Por ejem plo, los cazadores más viejos, fuertem ente com prom etidos con la idea tradicional de distri­ buir sus esfuerzos sobre una gran variedad de especies, siguen prac­ ticando u n estilo de caza de am plio espectro, aun cuando la disposi­ ción de vehículos p ara la nieve hace más ventajoso concentrarse en un o s pocos tipos de anim ales preferidos, de alto re n d im ien to . En cambio, los hom bres de la generación más joven, cuyo com prom iso con los valores culturales tradicionales (por lo m enos a los ojos de sus mayores) es débil, fácilm ente optan p o r una estrategia más especia­ lizada. Parece perfectam ente razonable suponer que esa estrategia es resultado de un a decisión bien consciente y deliberada, p o r p arte de esos hom bres más jóvenes, de no im itar el estilo de sus antepasados. Pero p o r lo mismo no tiene ningún sentido considerarla como resul­ tado de u n proceso de variación bajo la selección natural. Es im posible evitar la im presión de que los teóricos del forrajeo óptim o están tratan d o de repicar y an d a r en la procesión, basándose a veces en la b io lo g ía evolucionista n e o d a rw in ia n a y o tra s en la m icroeconom ía neoclásica, según su conveniencia. En realidad, en op in ió n de Bettinger, el hecho de que la teoría del forrajeo óptim o haya llegado a la antropología a través de la biología es más o m enos casual: “con la m ism a facilidad podría haberse derivado de la econo­ m ía” (1991:83). Si realm ente fuera así, los teorem as de la econom ía serían aplicables al com portam iento no hum ano tanto como al hum a­ no, y el hom bre económ ico tendría su equivalente entre los animales. La “ra ta alm izclera económ ica”, p o r ejem plo, colocaría su p ro p ia autopreservación p o r encim a de los im pulsos de sus genes y decidi­

ría no visitar las tram pas arm adas p o r el cazador cree. Sin em bargo el pasaje siguiente descubre el juego: En las teorías darwinianas [...] los individuos son esenciales para la explica­ ción: sus intereses no pueden ser ignorados. Es el individuo con su interés personal el que tiene que hacer elecciones reales y metafóricas acerca de la re­ producción y los riesgos selectivos asociados con diferentes cursos de acción (Bettinger, 1991:152, cursivas mías).

Esencialmente, B ettinger no explica qué quiere decir con “eleccio­ nes m etafóricas”. Sólo podem os suponer que lo que tiene en m ente es el hábito com ún que tienen los biólogos neodarw inianos de hablar como si el individuo hubiera seleccionado lo que en realidad está in ­ corporado a su modus operandi po r incontables generaciones de selec­ ción n atu ral, de las que su p ro p ia constitución es el p ro d u cto m ás reciente. La m etáfora puede ten er su utilidad en cuanto ofrece una especie de abreviatura, pero cuando la realidad y la m etáfora se con­ funden, com o aquí, las consecuencias son desastrosas. ¿Las elecciones del cazador cree son reales o m etafóricas? Si son reales, entonces no h an sido “tran sm itid as” com o p arte de n in g ú n esquem a heredado, sea genético o cultural, y no tiene sentido hablar de la selección natural. Por otra parte, si el com portam iento del ca­ zador sigue una estrategia que se desarrolló p o r evolución a través de un proceso de selección natural, aunque trabajando sobre caracterís­ ticas transm itidas en form a cultural y no genética, entonces, hablan­ do con propiedad, no ejerce más elección en la m ateria de adonde ir o qué especies perseguir que los seres no hum anos cuyo co m porta­ m ie n to su p u e sta m e n te está bajo co n tro l g en ético . “¿Por qué las currucas de mi lugar de veraneo en New H am pshire em prendieron su m igración hacia el sur en la noche del 25 de agosto?”, se p reg u n ­ ta E rnst M ayr (1976:362). Su resp u esta es que las aves tien en u n a constitución genéticam ente evolucionada, conform ada “a través de m uchos miles de generaciones de selección n atu ral”, que las induce a resp o n d er en esa form a particular a u n a conjunción específica de condiciones am bientales (reducción de las horas de luz d iu rn a unida a u n brusco descenso de la tem peratura). Del m ism o m odo, la rata alm izclera es com pulsivam ente em pujada hacia la tram p a del caza­ dor. Y tam bién del mismo m odo, de acuerdo con esta versión seleccionista, el cazador está predispuesto a resp o n d er adecuadam ente a los signos de la presencia de anim ales, revelada p o r sus huellas, p ersi­ guiendo a algunos, arm ando tram pas p ara otros y dejando de lado a

otros. No p o d ría h aber escogido hacer otra cosa que lo que efectiva­ m ente hace, igual que la rata almizclera no p o d ría h aber escogido no m eterse en la tram pa, o la curruca no em igrar. Com o producto de la “en c u ltu ració n ”, el cazador está tan d eterm in a d o p o r su heren cia com o la ra ta alm izclera y las aves con sus respectivos conjuntos de genes. En resu m en , re c u rrir a la teo ría n eo d arw in ian a no es m o strar cómo los individuos diseñan estrategias, sino cóm o la selección n atu ­ ral diseña estrategias p ara que los individuos las sigan. Equipado, en virtud de su pasado evolutivo, con u n program a para generar u n com ­ portam iento más o m enos óptim o, dentro de u n contexto am biental apropiado, el individuo está predestinado a ejecutar ese co m porta­ m iento; así toda su vida, juzgada p o r su resultado reproductivo, pasa a ser sim plem ente u n a p ru e b a m ás en ese p rolongado y constante proceso que es la p ro p ia selección natural. Toulm in (1981) hace re ­ ferencia a esto como un proceso de adaptación poblacional, en contras­ te con la adaptación calculadora, que es resultado de la tom a de deci­ siones racionales. Pero, como señala el mismo autor, las explicaciones del com portam iento adaptivo basadas en la elección racional y en la selección natural no son incompatibles. De hecho, se podría argum en­ tar que en realidad la prim era depende de la segunda, o, dicho de otro modo, que un requisito previo para cualquier teoría del cálculo ad a p ­ tivo es u n a explicación de la naturaleza hum ana que necesariam ente debe expresarse en térm inos poblacionales. A continuación presen­ to esa argum entación.

LA RAZÓN Y LA NATURALEZA COMO AGENTES DE SELECCIÓN

Una teo ría form al de la elección racional, com o la elaborada e n la inicroeconom ía clásica, predice lo que las personas harán suponien­ do que su objetivo deliberado es obtener el m ayor beneficio posible de sus acciones. Sin em bargo, sólo es posible estim ar los relativos beneficios obtenibles de los diferentes cursos de acción en térm inos de las creencias y preferencias subjetivas de las propias personas. 1)esde luego, pu ed e ser posible derivar algunas creencias y preferen­ cias “de ord en inferior” de otras “de orden superior”, p ero ese p ro ­ ceso de derivación no puede extenderse indefinidam ente. Por último, si querem os explicar de dónde vinieron esas creencias y preferencias

en p rim er lugar -es decir, si buscamos el origen de las intenciones hu ­ m an as-, tenem os que d em o strar cóm o p u e d e n h ab e r surgido a lo largo de u n a historia de selección natural. Se sostiene que el recurso a la elección racional y la intencionalidad h u m ana revelan solam en­ te las causas próximas del com portam iento, m ientras que la causa úl­ tima está en esas fuerzas selectivas que h an dado a los individuos tanto las motivaciones fundam entales que suscriben sus elecciones como los m ecanism os cognitivos que les p erm iten hacerlas (Smith y W interhalder, 1992:41-50). Así, aun si se considera que las estrategias son producto del razonam iento hum ano, todavía tenem os que recu rrir a la selección natural para explicar la racionalidad de los estrategas. ¿Ofrece la ecología evolucionista hum ana esa explicación? No lo hace, en realidad, no puede hacerlo, m ientras siga com prom etida con su táctica principal de analizar el com portam iento en térm inos de sus posibles consecuencias reproductivas en lugar de concentrarse en los efectos de resultados reproductivos diferentes en el establecim iento de los m ecanism os psicológicos que les dieron origen. Com o lo ha expresado Symons (1992:148), la ecología evolucionista está intere­ sada en la adaptividad del com portam iento, m ientras que una expli­ cación realm ente darw iniana debería interesarse p o r la adaptación. Es decir, debería tratar de m ostrar cómo los objetivos más básicos que los seres hum anos buscan lograr, y que m otivan su conducta, han sido diseñados p o r la selección natural en los tipos de condiciones am bien­ tales ex p erim entadas p o r poblaciones ancestrales en el curso de la evolución de nuestra especie. Tales objetivos, dice Symons, son a la vez específicos de la especie e inflexibles, de m anera que su persecu­ ción contem poránea, en am bientes muy diferentes de los del “m edio am biente de la adaptividad evolutiva”, puede llevar a com portam ien­ tos cuyas consecuencias estarán p ro fu n d am en te m al adaptadas. El gusto p o r lo dulce, p o r ejem plo, p u ed e h aber sido útil p ara nuestros antepasados cazadores y recolectores, al establecer u n a preferencia p o r la fruta en su pun to más nutritivo, pero p ara los habitantes más ricos de una sociedad industrial m o d ern a puede ten er consecuencias m enos benignas, com o caries y obesidad (Symons, 1992:139). En años recientes, u n cam po de estudio com pletam ente nuevo, conocido com o “psicología evolucionista”, ha surgido alrededor del in tento de identificar las capacidades y disposiciones convencional­ m ente agrupadas bajo el título de “naturaleza hu m an a”, y de expli­ car cómo y p o r qué evolucionaron (Barkow, Cosmides y Tooby, 1992). No es éste el lugar p ara hacer u n a crítica de la psicología evolucio­

nista, pero vale la p en a señalar que sus protagonistas se encuentran enfrentados a los defensores de la ecología evolucionista, a pesar de que unos y otros ad h ieren al p arad ig m a darw iniano. La diferencia entre ellos es ésta: la ecología evolucionista intenta m ostrar cóm o el co m p o rta m ien to re sp o n d e sensitivam ente a cam bios en el m edio am biente, pero carece de una explicación coherente de la naturaleza hum ana; la psicología evolucionista intenta construir precisam ente esa explicación, pero al hacerlo es insensible a la delicada sintonía del com portam iento hum ano con las condiciones am bientales. No se tra­ ta sim plem ente de u n a diferencia de énfasis, puesto en las diferencias de com portam iento p o r unos y en los universales cognitivos p o r los otros. El problem a es más profundo, porque el com portam iento que la psicología evolucionista interpreta com o producto de m ecanismos p ara la resolución de problem as desarrollados p o r evolución en la m ente-cerebro hum ana, es interpretado por la ecología evolucionista com o la expresión de soluciones ya alcanzadas a través del m ecanis­ mo de la selección natural, im preso en la m ente a través de u n p ro ­ ceso de enculturación. Yo m e propongo afirm ar que ninguna de esas alternativas ofrece u n a explicación adecuada y ecológicam ente fun­ d am en tad a de cóm o se adquieren y se despliegan las habilidades de subsistencia de los cazadores y recolectores. El problem a está en el corazón del propio paradigm a darwiniano.

ALGORITMOS COGNITIVOS Y REGLAS PRACTICAS

Perm ítasem e re to rn a r p o r u n m om ento a la etnografía de W inter­ h ald er sobre los crees de M uskrat Dam Lake. Se recordará que su m edio am biente presenta un mosaico heterogéneo de diferentes tipos de hábitat, que difieren en térm inos de los tipos y la abundancia re­ lativa de las especies de presas que contienen. La teoría del forrajeo óptim o predice que en tales circunstancias los forrajeros irán de área en área, exam inando lo que cada una tiene p ara ofrecer, pero elim i­ n arán de su itin erario las zonas de baja calidad u n a vez que quede claro que pu ed en ganar más concentrando sus esfuerzos en las de alta calidad, a p esar de los costos adicionales de los desplazam ientos e n ­ tre ellas (M acArthur y Pianka, 1966). D onde los costos de desplaza­ m iento son elevados, los forrajeros te n d e rá n a ser generalistas con respecto a las zonas, m ientras que d onde son bajos ten d erán a ser es­

pecialistas. W interhalder encontró que la adopción p o r los crees de ve­ hículos p ara la nieve y m otores fuera de borda, que redujeron mucho el tiem po dedicado a los viajes, efectivam ente favoreció la especialización. Sin em bargo, aun en los días en que todos se desplazaban a pie, ap arentem ente sus itinerarios sólo incluían pocos tipos de zonas diferentes. Para explicar esa discrepancia, W interhalder (1981a:90) propone que los crees em plean un estrategia de forrajeo “intersticial” en lugar de u n a “área p o r área” (véase la ñg. 2.2). Ésta es u n a estrategia que tiene m ucho sentido cuando se cazan anim ales com o el alce y el reno, que tam bién se desplazan con frecuencia de un lugar a otro, que no son p articularm ente abundantes en relación con el núm ero de luga­ res con los que se asocian y que dejan huellas o senderos que pueden ser utilizados p o r los cazadores como indicio de sus m ovim ientos re­ cientes y su ubicación presente. M oviéndose en los intersticios entre las parcelas -es decir, principalm ente en la nieve endurecida de los

B

A Recorrido del forrajero Recorrido de la presa móvil

FIGURA 2.2. D iferen tes estrategias d e forrajeo en u n m ed io am b ien te fragm entario. A = forrajeo zon a p o r zona. B = forrajeo in tersticial. f u e n t e : W interhalder, 1981a, p. 91.

lagos y arroyos congelados que en todo caso facilita el desplazam ien­ to - el cazador p u ed e esp erar en c o n trar las huellas dejadas p o r los animales cuando van de un lugar a otro, y sólo penetrará en uno cuan­ do las huellas in d ican que la p resa se e n c u e n tra allí ah o ra. “Los forrajeros crees”, observa Winterhalder, “han desarrollado esta técnica hasta llegar a un alto grado de habilidad” (1981a:91). No hay razón p ara d u d ar de la veracidad de esta afirm ación. Lo que m e interesa es más bien la significación que debem os atribuir al concepto de habilidad en este contexto. Para W interhalder, evidente­ m ente h abilidad significa la capacidad de pro ducir soluciones rá p i­ das a los problem as ostensiblem ente com plejos que plantean conjun­ ciones específicas de circunstancias am bientales. En otra parte, Smith y W interhalder (1992:57) sugieren que lo hacen p o r m edio de “reglas prácticas”. Está claro, como señalan los autores m encionados, que las técnicas m atem áticas form ales (incluyendo tangentes geom étricas, derivadas parciales, desigualdades algebraicas y otras p o r el estilo) utilizadas en la construcción de m odelos de forrajeo óptim o no tie­ nen u n a réplica en “los procesos cotidianos de tom a decisiones p o r los a c to re s ” . Sin em b arg o “sim ples reglas p rácticas o algoritmos cognitivos proporcionados p o r la selección natural o cultural podrían perm itirles llegar muy cerca de la solución [a u n determ inado proble­ ma de forrajeo] en condiciones aproxim adas a las de los am bientes donde se desarrollaron esos ‘atajos’” (1992:58, cursiva mías). U na de esas reglas, p ara el cazador cree, podría expresarse así: “Avanza p o r el lecho del arroyo hasta que encuentres u n a huella; después, si la h u e­ lla es fresca, busca hacia arriba la parcela a la que conduce.” Para lle­ gar a ser hábil, entonces, el cazador debe proveerse de esas reglas a través de u n proceso de enculturación. A hora, yo no p re te n d o negar que los cazadores crees recu rran a reglas prácticas. Sin em bargo, creo que describir esas reglas com o “algoritm os cognitivos”, fundam entalm ente es distorsionar su n atu ­ raleza. El concepto de algoritm o cognitivo proviene de la teoría de la planeación y postula u n a serie de reglas de decisión encadenadas, in­ ternas al actor, que o peran con base en la inform ación recibida para gen erar planes p ara la acción subsiguiente. Com o “solución” a algo que se percibe como u n “problem a”, se supone que el plan debe con­ tener especificaciones precisas y com pletas de la acción que se predica sobre él, de m an era que la segunda esté totalm ente aclarada p o r el prim ero: p ara explicar lo que hacen los forrajeros basta con h ab er explicado cómo deciden qué hacer. La fuerza y la utilidad de las re­

glas prácticas, en cam bio, reside en el hecho de que son intrínseca­ m ente vagas, especificando poco o n ad a de los detalles concretos de la acción. Evocadas contra el fondo de la participación en u n m undo real de personas, objetos y relaciones, las reglas prácticas p u ed en dar a las personas u n m odo de hablar acerca de lo que h an hecho, o de lo que se p ro p o n e n hacer a continuación, pero, u n a vez lanzados a la acción misma, necesariam ente tienen que valerse de capacidades de tipo muy diferente, es decir en capacidades de m ovim iento y p ercep­ ción desarrolladas globalm ente y sintonizadas con el m edio am biente. Las reglas prácticas, com o dice S uchm an (1987:52), sirven “p a ra orien tarte de m anera que puedas ob ten er la m ejor posición posible para, desde ella, utilizar esas habilidades incorporadas de las cuales, en un ú ltim o análisis, d e p e n d e tu éx ito ”. Sin em bargo, en n in g ú n sen tid o sustituyen esas capacidades. Y tam poco es posible, com o m ostraré a continuación, en ten d er la adquisición de habilidades téc­ nicas, en generaciones sucesivas, com o u n proceso de enculturación.

ENCULTURACIÓN Y ENHABIUTACIÓN

Si, com o afirm a la ecología evolucionista, el p a tró n d e fo rra je o intersticial ha evolucionado p o r selección n atu ra l com o estrategia ó ptim a de procuración de recursos p ara cazadores y tram peros en el m edio am biente de la selva boreal, entonces debe ser expresable en form a de reglas y representaciones que p u ed en transm itirse a través d e las generaciones. Permítaseme destacar una vez más que no se trata de que tales reglas y representaciones estén g enéticam ente codifi­ cadas. Más bien lo que sugiero es que la “fórm ula” del forrajeo inters­ ticial está c o n te n id a en u n corpus d e in fo rm ació n cu ltu ra l que se tran sm ite de generación en generación en u n a form a análoga a la transm isión genética. De acuerdo con esa analogía, la transm isión de inform ación cultural debe distnguirse de la experiencia de su aplica­ ción en am bientes de uso particulares, exactam ente como la transm i­ sión de los elem entos constitutivos del genotipo deben distinguirse de la realización de éste en u n m edio am biente particular, en la fo r­ m a m anifiesta del fenotipo. N o rm alm en te, esa distinción se hace m ed iante el contraste entre dos form as de aprendizaje: social e indi­ vidual (por ejem plo, Richerson y Boyd, 1992:64). Así, en el ap ren d i­ zaje social, el novicio absorbe las reglas y los principios subyacentes

de la caza de los m iem bros de la com unidad que ya los dom inan; en el aprendizaje individual los utiliza en el curso de sus actividades en el m edio am biente. Puesto que el aprendizaje social ocupa un lugar tan central en su teoría -ta n central, en realidad, como la replicación g en ética- es bas­ tante so rp ren d en te que los ecologistas evolucionistas no hayan pres­ tado casi atención a cóm o ocurre. En consecuencia, com o K aplan y Hi-11 tienen la honestidad de admitir, “no sabemos prácticam ente nada sobre [...] los procesos de desarrollo p o r los cuales los niños de con­ vierten en adultos forrajeros” (1992:197). En la m ayoría de los casos, la transm isión cultural es vista como u n sim ple proceso de copia, en el que todo u n inventario de reglas y representaciones es m ilagrosa­ m en te descargado en la m ente pasivam ente receptiva del novicio. Pero ese concepto de enculturación es ju stam en te lo que los psicólo­ gos evolucionistas objetan, afirm ando que no es posible adquirir nada a m enos que ya haya instalados m ecanism os innatos que sirven para “descodificar” las señales recibidas del m edio am biente social, y para ex traer la inform ación contenida en ellas. Por lo tanto, sostienen que el m o d elo trad ic io n a l de en c u ltu ració n se basa en u n a psicología imposible. Los mecanismos innatos de procesam iento de inform ación no sólo posibilitan la transm isión de formas culturales variables: tam ­ b ién im p o n en su p ro p ia estructura sobre qué se p u ed e a p re n d e r y cómo. Y la evolución de esos m ecanism os bajo la selección natural, según los psicólogos evolucionistas, es precisam ente lo que falta ex­ plicar (Tooby y Cosmides, 1992:91-92). ¿Acaso esta versión resulta más convincente? Yo creo que no, p o r un a razón muy simple. Los seres hum anos no nacen con u n a arqui­ tectura ya p re p ara d a de m ecanism os especializados de adquisición; en la m ed id a en que tales m ecanismos efectivamente existen, sólo p o ­ d rían surgir en u n proceso de desarrollo ontogénico. Por consiguien­ te, aun si existiera algo así como un “dispositivo de adquisición de tec­ n o lo g ía ” (an álo g o al “d ispositivo de ad q u isició n del le n g u a je ”, postulado po r m uchos psicolingüistas), todavía tendría que pasar p o r un proceso de form ación dentro del mismo contexto de desarrollo en que el niño ap ren de las habilidades particulares de su com unidad. Y si am bas cosas son aspectos del m ism o proceso de desarrollo, es difí­ cil ver cóm o es posible distinguir el aprendizaje de las habilidades “a d q u irid a s ” de la fo rm a c ió n d el d isp o sitiv o “in n a to ” (In g o ld , 1994:195). Sin em bargo, no hay ninguna razón para suponer que algo como un “dispositivo de adquisición de tecnología” exista en absoluto.

Más bien el aprendizaje de habilidades técnicas parece d ep e n d er de lo que podríam os llam ar “sistemas de soporte de la adquisición de tec­ nología” (Wynn, 1994:153). Esos sistemas, como argum enta Wynn, no son ni siquiera parcialm ente innatos. Más bien son sistemas de apren­ dizaje, constituidos p o r las relaciones entre practicantes más y m enos experim entados en contextos de actividad “m anual”. Y es de la repro­ ducción de esas relaciones, y no d e la transm isión genética - o de la transm isión de algún código análogo de instrucciones culturales- que d ep en d e la continuidad de u n a tradición técnica. C onsiderando cóm o ap renden efectivam ente su oficio los cazado­ res novicios, hay dos cosas que es preciso decir de inm ediato. Prim e­ ro, no hay ningún código de procedim ientos explícito, que especifi­ que los m ovim ientos exactos que d e b e n ejec u tarse en cu a lq u ie r circunstancia determ inada: de hecho, las habilidades prácticas de este tipo parecen ser fundam entalm ente resistentes a la codificación en térm inos de cualquier sistem a form al de reglas y representaciones (Ingold, 1995:206). Segundo, no es posible, en la práctica, separar la esfera de la relación del novicio con otras personas de la de su rela­ ción con el m edio am biente no hum ano. El cazador novicio aprende acom pañando en los bosques a los cazadores más experim entados. M ientras se desplaza, es instruido sobre lo que debe buscar y se le lla­ ma la atención sobre pistas sutiles que de otro m odo posiblem ente no notaría: en otras palabras, es guiado en el desarrollo de una concien­ cia perceptiva sofisticada de las propiedades del am biente que lo cir­ cu n d a y de las posibilidades de acción que ofrecen. Por ejem plo, ap ren de a registrar las cualidades de la textura de u n a superficie que le perm itirán decir, con sólo tocar la huella de u n anim al en la nieve, cuánto tiem po hace que la dejó y a qué velocidad se desplazaba. Podríam os d ecir que adquiere ese know-how p o r observación e im itación, pero no en el sentido en que utilizan habitualm ente esos térm inos los teóricos de la enculturación. La observación no consis­ te en introducir en la cabeza una copia de determ inada inform ación, del mismo m odo que la im itación no consiste en ejecutar m ecánica­ m ente instrucciones recibidas. Más bien, observar es aten d e r activa­ m ente las acciones de otros; im itar es alinear esa atención con el m o­ vim iento de la propia orientación práctica hacia el m edio am biente. En conjunto, conducen a ese tipo de resonancia o ajuste rítm ico en la relación entre el cazador y su en to rn o que es la m arca de la práctica hábil. Com o he sostenido en otra p arte (Ingold, 1991:371; 1993:463) la

fina coordinación de percepción y acción que se da aquí se entiende m ejor com o un proceso de enhabilitación que com o uno de enculturació n (véase tam b ién Pálsson, 1994). P orque no se tra ta d e u n a transm isión de representaciones, com o im plica el m odelo de enculturación, sino de u n a educación de la atención. En realidad, las instruc­ ciones que el novicio recibe -te n e r cuidado con tal cosa, prestar a ten ­ ción a tal otra, e tc .- sólo adquieren significado en el contexto de su com prom iso con el m edio am biente. Por lo tanto, no tiene sentido hablar de la “cultura” como un corpus in d ep en d ien te de saber sin re­ lación con el m edio am biente, que estaría disponible para su trans­ m isión antes de las situaciones en que es aplicado (Lave, 1990:310). Y si la cultura, en esa form a, existe en algún lugar, salvo en la cabeza de los teóricos de la antropología, entonces la idea m ism a de que evolucione es una quim era.

CONCLUSIÓN

En resum en, u na técnica como el forrajeo intersticial no se transm i­ te com o p arte de nin g ú n corpus sistem ático de representaciones cul­ turales, sino que más bien es inculcada a cada generación sucesiva a través de un proceso de desarrollo, en el curso del relacionam iento práctico de los novicios con los elem entos que constituyen el m edio am biente que los rodea -b ajo la guía de m entores más ex perim enta­ d o s- en la conducción de sus tareas cotidianas. El cazador avezado consulta el m undo, no las representaciones que tiene en su cabeza. Sería im posible exagerar las im plicaciones de esta conclusión, porque atacan el núcleo m ism o de la propia teoría darw iniana. U na prem isa fundam ental de esta teoría es que los atributos morfológicos y las p ro ­ p en sio n es conductuales de los organism os individuales d eb e n ser especificables, en algún sentido, ind ep en d ien tem en te y con an terio ­ rid ad a su e n tra d a en relaciones con su m edio am biente, y que los com ponentes de esas especificaciones -y a sean genes o (en los h u m a­ nos) sus equivalentes culturales- deben ser transm isibles a través de las generaciones. Yo digo, p o r el contrario, que tales especificaciones independientes del contexto son, en el m ejor de los casos, abstraccio­ nes analíticas, y que en realidad las form as y las capacidades de los organism os son las propiedades em ergentes de sistemas de d esarro­ llo (Oyama, 1985:22-23).

A hora podem os ver p o r qué el in ten to de p roducir u n a ecología evolucionista neodarw iniana inevitablem ente tropieza con dificulta­ des. Porque si la m orfología y el com portam iento realm ente surgen a través de u n a historia de relaciones en tre el organism o y el m edio am b ien te, com o lo requiere una perspectiva re alm en te ecológica, entonces es im posible atribuirlos a u n a especificación de diseño an ­ terior que se im porta al contexto am biental de desarrollo. Pero la teo­ ría de la adaptación bajo la selección natural implica precisam ente esa atribución. Como hem os visto, los ecólogos evolucionistas h an ten d i­ do a evitar el problem a concentrándose en las consecuencias repro­ ductivas del com portam iento y m anteniéndose al m ism o tiem po ag ­ nósticos acerca de sus causas de desarrollo, sustituyendo así el estudio de la ad aptación p o r el de la adaptividad. Los psicólogos evolucio­ n istas, p o r su p a rte , a d h irie n d o m ás e s tre c h a m e n te a la lógica neodarw iniana de la adaptación, h an producido u n a descripción de la naturaleza hum ana que es fundam entalm ente ¿¿^ecológica en su recurso a una “arquitectura desarrollada p o r evolución”, fija y univer­ sal p a ra la especie, cualesquiera que sean las circunstancias am bien­ tales en que a las personas les toque crecer. Para concluir, p erm ítase m e re g re sa r a la oposición con la que em pecé, entre el forrajero óptim o y el hom bre económico. A este ú l­ tim o se le atribuye la capacidad de elaborar p o r sí m ism o sus estra­ tegias, m ientras que el prim ero necesita que la selección natural las elabore p a ra él. En consecuencia, parecen encontrarse en los lados opuestos de una división principal entre razón y naturaleza, libertad y necesidad, subjetividad y objetividad. Pero de esa dicotom ía d ep e n ­ de tam bién el proyecto de la ciencia natural m oderna, y es la que fun­ d am en ta la distinción, tal com o ha aparecido en la lite ratu ra de la antropología occidental, entre el científico, cuya hum an id ad no está en d u d a, y el cazad o r y recolector, que al p a re c e r es sólo c o n tin ­ gentem ente hum ano. El científico - e n este caso el ecólogo evolucio­ n ista- construye un m odelo abstracto con base en el cual puede cal­ c u la r qué es lo m e jo r que p o d ría h a c e r el ca zad o r y reco lecto r; después, esa predicción se “pru e b a” com parándola con lo que efec­ tiv am ente el cazador-recolector hace. Si la práctica observada co ­ rresp o n d e a la predicción, se dice que el m odelo ofrece u n a explica­ ción definitiva del com portam iento del cazador-recolector. En esta descripción, la selección n atu ra l aparece no com o u n proceso del m undo real, sino com o u n a reflexión de la razón científica en el es­ pejo de la naturaleza, que da al científico la excusa para exhibir mo-

délos de com portam iento como si fueran explicaciones del co m porta­ m iento. Sin em bargo, n in g ú n recurso al “individualism o m etodológico”, al “m étodo hipotético-deductivo” o a otras invenciones similares del re p e rto rio de tru c o s d el a n a lista (S m ith y W in te rh a ld e r, 1992; W interhalder y Smith, 1992) po d rá evadir el hecho de que los indi­ viduos cuyo com portam iento dicen explicar los ecólogos evolucio­ nistas son criaturas de su propia im aginación. La im agen científica de la caza y la recolección com o u n curso n a tu ra lm e n te p re scrito d e m aximización de aptitudes es tan ilusoria como la im agen que la cien­ cia tiene de su propia em presa, como u n m onum ento a la libertad y la suprem acía de la razón hum ana. Lejos de enfrentarse desde los dos lados de la fro n te ra de la n a tu ra le z a , ta n to las p e rso n a s q u e se auto deno m inan científicos como las personas que los científicos d e­ n o m in an cazadores-recolectores son igualm ente pasajeros en este m undo nuestro, que se ocupan del oficio de vivir y, al hacerlo, d esa­ rrollan sus capacidades y sus aspiraciones, dentro de una historia aún en m archa de relacionam iento con los com ponentes hum anos y no hum anos de nuestro m edio am biente. Si hem os de desarrollar una com prensión ecológico exhaustiva de cóm o se relacionan las perso­ nas reales con esos am bientes, y de la sensibilidad y habilidad con que lo hacen, es im perativo tom ar esa condición de relacionam iento como p u n to de p artid a . Y, sin em bargo, p a ra eso, com o ya he m ostrado, hace falta n ad a m enos que u n a revisión fu n d am en tal de la p ro p ia teoría evolucionista.

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3. LA ECOLOGÍA COM O SEM IÓTICA Esbozo de un paradigm a con textualista p ara la ecología hum ana ALF ITORNBORG

En este capítulo quisiera conectar dos tem as recurrentes en la antro­ pología ecológica.1 U no es la polarización epistem ológica entre los enfoques “d u alista” y “m o n ista” en ecología hum ana. El otro es el problem a de si las sociedades tradicionales y preindustriales tienen o no algo que decirnos sobre cómo vivir en form a sustentable. Com o abreviatura para referirm e a esta últim a polaridad em plearé las ca­ tegorías “contextualista” (para la posición que p iensa que sí tienen algo que decirnos) y “m odernista” (para la que piensa que no). Creo que la interconexión de esas dos polaridades m erece u n a aclaración. M ientras las limitaciones de las perspectivas con textualista y m o d er­ nista se van revelando inexorablem ente en todo el m undo, trataré de inventariar algunos de los fundam entos teóricos sobre los cuales p o ­ dría articularse una postura norm ativa, m onista y contex tu alista. Prefiero hablar de “contextualism o” (y no, p o r ejem plo, de “tra­ dicionalism o”) porque sugiere, en térm inos positivos, la antítesis ló­ gica a la modernidad tal com o la define, p o r ejem plo, G iddens. Las observaciones de G iddens sobre las tendencias “d esarraigadoras” (es decir, descontextualizantes) de la m o d ern id a d subsum en u n a larga línea de conceptos p ro p u esto s p o r filósofos sociales com o Weber, Marx, Tonni.es y Siinmel. Los procesos descontextualización invaden todos los aspectos de la sociedad contem poránea. Son tan represen­ tativos para la construcción del saber científico com o p ara la organi­ zación de la vida económ ica. En co n traste con esto, u n a posición “contextualista” es una que niega la capacidad de sistemas abstrac­ tos y totalizantes com o la ciencia y el m ercado p ara resolver los p ro ­ blemas básicos de la supervivencia hum ana, reconociendo los signi­ ficados locales e im plícitos com o co m p o n en tes esenciales de u n a subsistencia sostenible. Todo esto tiene una significación que va m u­ cho más allá del m undo académ ico, considerando sus im plicaciones 1 R ccon o7.co c o n a g r a d e c im ie n to e l fin a n c ia m ie m o d e l C o n s e jo S u e c o d e P la n ta ció n y C oord in ación ( kkn) para el trabajo en qu e se basa este capítulo.

¡ m i a el p a p e l d e lo q u e su ele llam arse “saber e c o ló g ic o tra d icio n a l” ‘m anejo trad icion al d e recu rsos” en el d eb ate p ú b lico sobre el “d e ­ sarrollo su ste n ta b le”.

MATERIALISMO VULGAR O ECOLOGÍA HEGELIANA?

Mi p u n to d e p artida e n este artículo es la p o sició n co n tex tu a lista d el libro d e R oy R app aport, Pigs for the Anc.estors (1 9 6 4 ), p ero n o es tanto para d e fe n d e r sus tem p ran as form u la cio n es cib ern éticas c o m o para seguir b rev em en te la carrera d e un m en saje con tex tu a lista p io n e ro a través d e tres d e c e n io s d e p ara d ig m a s a n tr o p o ló g ic o s ca m b ia n tes. M oran (1 9 9 0 :1 5 ) d ice q u e “n in g u n a ob ra ha te n id o m ayor in c id e n ­ cia e n el d esa rro llo d e u n e n fo q u e d e ec o siste m a s en a n tr o p o lo g ía ” que el estu d io de R ap p ap ort, y “n in g ú n otro estu d io ha atraíd o ta n ­ tas criticas d el en fo q u e e c o ló g ic o ”. E xam in aré u n o so lo d e sus críti­ cos (F riedm an, 1974; 1979) y m e co n cen tra ré en cam b io en las c o n ­ v ergen cias en tre las a p o rta cio n es d e R ap p ap ort y los c o m p o n e n te s m ás r e cien te s d e lo q u e p o d r ía articu larse c o m o un m arco c o n te x ­ tualista cad a vez m ás elab orad o. En la a n tr o p o lo g ía eco n ó m ica , gran parte d e la p o la rid a d m o d ern ista -con textu alista se m an ifestó en la con troversia en tre los fo rm a ­ listas y su stan tivistas d e lo s d e c e n io s d e 195 0 y 1 9 6 0 , y m u ch o s d e n osotros asociam os el c o n c e p to d e “ar ra ig o ” [embeddedness] co n Karl Polanyi. Yo diría q ue e n los añ o s seten ta la m ism a p o la rid a d subya­ cen te q ue había o rgan izad o el discurso a n tro p o ló g ico sobre ec o n o m ía se p ro y ectó en su d iscu rso sobre ec o lo g ía . R a p p ap o rt (1 9 6 8 ; 1979), rep resen ta n d o al p o lo con textu alista, p ro p u so q u e los sistem as trad i­ cio n a le s y d escen tra liza d o s ten d ían a desarrollar m ed io s para reg u ­ lar los eco sistem a s locales m ás a d ap tad os a la su sten ta b ilid a d que las e c o n o m ía s m od ern as. La asp iración d e R ap p ap ort d e co lo ca r a la naturaleza y la so c ie ­ d ad en un m arco co m ú n d eb e ser en te n d id a contra el fo n d o d e dos e n fo q u e s d ia m e tr a lm en te o p u e sto s d e la a n tr o p o lo g ía eco ló g ica : la “e co lo g ía cultural”, m aterialista, cuyos p io n ero s íü ero n Ju lián Steward y L eslie W h ite, y la “e c o lo g ía d e la m e n te ”, m en ta lista , d e G regory B a teso n (1 9 7 2 ). Su a rgu m en tación p u e d e ser vista co m o un in te n to de recon ciliación, p ero ha sid o criticada e n el m ism o lengu aje dualista que in tentab a trascender. J on ath an Friedm an, p or ejem p lo, afirm ó en

1974 que la obra de R appaport pertenecía a “u n a ecología funcional [...] ata sc a d a en la m a triz id e o ló g ic a d el m a te ria lism o v u lg a r” (Friedm an, 1974:445). Cinco años m ás tarde, Friedm an (1979) des­ cribió la m ism a obra com o “ecología heg elian a” suspendida “entre Rousseau y el Espíritu del M undo”. El hecho de h aber sido acusado, p o r la m ism a obra y p o r el mismo crítico, de “m aterialism o vulgar” y de hegelianism o, parece in d icar q ue el in te n to de m onism o de R ap paport quizá no haya fracasado p o r com pleto, y que las dos crí­ ticas de F riedm an, aunque contradictorias, siguen atascadas en la m atriz del dualism o. Es seguro que en la antropología ecológica hay una serie de form u­ laciones que m erecen ser criticadas p o r su sesgo m aterialista o funcionalista, incluidas las del p ro p io R ap p ap o rt (1968), com o él m ism o adm ite sin dificultad (R appaport, 1979, 1990). Sin em bargo, retros­ p ectivam ente, podem os ver que esas deficiencias derivan en g ran p arte del hecho de no h aber separado más decididam ente la argu­ m entación contextualista de u n vocabulario dualista, tarea que posi­ blem ente habría sido más difícil en los años sesenta que en los noven­ ta. Espero m ostrar que la intuición subyacente que en aquella época se expresó en los térm inos funcionalistas de la cibernética hoy p u e ­ de ser elaborada a la luz de paradigm as m ás recientes, com o el postestructuralismo y la teoría de la práctica, y de avances teóricos en áreas com o la ciencia cognitiva, la teoría de la m etáfora y la semiótica.

HOMEOSTASIS Y PROPÓSITO CONSCIENTE

Las posiciones de R appaport y Friedm an son diam etralm ente opues­ tas con respecto al papel del propósito consciente en cuanto a m an­ ten er sistemas sociales y ecológicos dentro de la “gam a de m etas” que d efin en su viabilidad. R ap p ap o rt (1979:169-170) sigue a B ateson (1972:402-422) al sugerir que la estru ctu ra lineal de la conciencia p re p o sitiv a y re so lv e d o ra de p ro b le m a s es in cap a z d e c a p ta r la conectividad circular de los sistemas vivientes, y que la racionalidad y el conocim iento explícito son h erram ien tas insuficientes p ara el m anejo sostenible de relaciones ecológicas. Ambos abogan p o r u n a participación h u m ana más holística en el m edio am biente natural, incluyendo la participación de aspectos inconscientes de la m ente hum ana, como ocurre en la religión, el ritual y la estética. Friedm an

( 1979), p o r su parte, parece desconfiar de la significación regulatoria de cualquier institución cultural que no esté organizada por la in ten ­ ción consciente. Bateson y R ap paport están explícitam ente interesados en descu­ brir principios p ara dar a las sociedades hum anas mayores habilida­ des p ara autorregularse y p ara evitar catástrofes, pero Friedm an no parece co m p artir esas esperanzas. En su opinió n, que se p resen ta contra el fondo de la term odinám ica lejos-del-equilibrio de I. Prigogine y de la “teoría de la catástrofe” de R. T hom , los sistemas socia­ les son in trín se c a m e n te y de u n a vez p a ra siem p re incapaces de autorregularse. Es difícil conciliar esa visión fatalista con sus adver­ tencias de que la “solución religiosa” de Bateson y R appaport es “p e ­ ligrosa, p o r decir lo m enos” (Friedm an, 1979:266). Uno se pregunta en qué sentido algo puede ser más “peligroso” que considerar que la catástrofe es inevitable. La paradoja aquí es que al abogar p o r políti­ cas sociales ten d ie n te s a revitalizar la au to n o m ía local y cultural, Bateson (1972) y R ap p ap o rt (1979) aparecen com o defensores del propósito consciente (aunque a otro nivel), m ientras que se p o d ría afirm ar que el fatalism o de Friedm an en ocasiones alcanza u n a d i­ m ensión religiosa. De nuevo, el problem a parece ser el dualism o car­ tesiano. Bateson y R appaport consistentem ente hablan de la cogni­ ción h u m a n a y el p ro c esam ien to de in fo rm ac ió n com o aspectos activos de procesos evolutivos (lo que con cu erd a muy bien con la posición fu n d am entalm ente optim ista de Prigogine: cf. Prigogine y Stengers, 1984), m ien tras que en cam bio el enfoque objetivista de Friedm an hacia los ciclos de transform aciones sociales parece indicar que la acción h um ana tiene un alcance muy limitado. O tro aspecto de la argum entación de Friedm an que m erece escru­ tinio es su visión de la homeostasis. Según él, el ciclo ritual de m atanza d e p u erco s e n tre los m a rin g de T sem b ag a n o califica com o u n hom eostático porque los valores de referencia que desencadenan la m atanza (las quejas de las mujeres) no coinciden con la gam a de metas d eterm in ad a p o r la capacidad de soporte del ecosistem a local. Por lo tanto, “no hay regulación hom eostática del m edio am biente sino más bien m antenim iento de ciertas variables am bientales como u n resul­ tad o no intencional [...] del ciclo ritu a l” (1979:256, cursivas mías). C om o ejem plo de u n v erd ad ero hom eostático, en que la gam a de m etas y los valores de referencia sí coinciden, Friedm an p ropone el term ostato mecánico. Al parecer, el term ostato califica como hom eos­ tático p o rq u e es “u n m ecanism o que debe ser determ in ad o p o r un

regulador h u m an o ” en form a propositiva o teleológica (ibid.:256), y propósito o teleología significa que “en el program a existe una frase que especifica la m eta a alcanzar” (ibid.:267). Si hem os d efin ir los procesos hom eostáticos en térm in o s de la intención consciente, como sugiere Friedm an, surgen p o r lo m enos dos g ra n d e s p ro b lem as. El p rim e ro es si la m iría d a d e procesos hom eostáticos que ocurren dentro de los organism os vivientes, de las am ebas a los mam íferos (incluyendo sus term ostatos coporales), ya no d eb en ser considerados hom eostáticos, y en ad elan te ese concepto debe q u edar lim itado a m áquinas de fabricación hum ana. Segundo, definir los conceptos de intencionalidad y propósito com o la existen­ cia en el p ro g ram a de “u na frase que especifica la m eta a alcanzar” recuerda una epistem ología cada vez más superada, según la cual sería posible p ara nosotros ju zg ar si la “frase” está o no en alguna relación exacta con la “m eta”. El propósito consciente tendría que estar respal­ d ado p o r u n a epistem ología objetivista p ara justificar una distinción tan nítida entre teleología y teleonom ía. La intencionalidad no im pli­ ca tra n sp a re n c ia . Si la m eta es tan c o m p leja com o la v iab ilid a d ecológica, podem os im aginar un vasto núm ero de frases diferentes que p o d rían trabajar para el m ism o fin. Las cosmologías tradiciona­ les p u e d e n co d ificar o b serv acio n es m uy re le v an tes de procesos ecológicos (y de participación en ellos) sin nada que corresponda al vocabulario o incluso a la lógica de la ciencia m oderna. Si no fuese así, la colonización hum ana p rem o d ern a de todos los biom as del plan e­ ta h ab ría sido inconcebible. Al concentrarse en la adecuación de los m odelos culturales antes que en su “verdad” literal de acuerdo con las definiciones de la ciencia m oderna, la obra de R appaport en 1968 en cierto sentido presagiaba el destronam iento posm oderno de la n a rra ­ tiva m aestra. Estudios recientes en ciencia cognitiva (M aturana y Varela, 1987) sirven p a ra aten u a r la distinción en tre la intención h u m ana y otras form as de direccionalidad sistémica en sistemas vivientes. Reconocer la continuidad significa no sólo reconocer la com plejidad de la orien­ tación hacia metas en los sistemas vivientes en general, sino descons­ tru ir la ilusión de transparencia proyectada p o r el concepto de “p ro ­ pósito consciente”. Si el pun to esencial en la definición de un hom eostático es si existe en el program a u n a frase que especifique la m eta a alcanzar, debem os p reg untarnos en qué criterios -a p a rte de la supervivencia- sería p o ­ sible fu n d ar una evaluación del grado de exactitud con que la “frase”

especifica la “m eta”. Si seguimos la m etaperspectiva sobre la cogni­ ción que ofrecen M aturana y Varela (1987:136-137), el único m odo ientc p u e d e n ser in sep arab les, eso n o se refleja e n los d esc u b rid o ­ res, es d ecir en por q ué eso d eb ería resultar n o v ed o so para nosotros, li >s "‘o cc id en ta les”. En n in gu n a íorm a con ecta sus p reo cu p a cio n es con los c o n ce p to s so c io ló g ic o s d e m o d e rn id a d y “d esa r ra ig o ”, ni siq u ie­ ra con las ob servacion es tem pranas d e Polanyi sobre q ue la ec o n o m ía m oderna está m en os “arraigada” que los m o d o s p rem o d ern o s d e subMsiencia. Es un sig n o d e los tiem p o s q u e la an tro p o lo g ía eco ló g ica en 8). Para Mauss. el ritmo de la congregación y dispersión del ganado, en el invierno v el verano respectivamente, determinaba la importancia relativa del ser natural y el ser social en la vida de los imiits.

K! o rd en social era el cam p o d e los a n tr o p ó lo g o s y so c ió lo g o s, m ie n ­ tras q ue el o rd en e c o ló g ic o p erten ecía a los ec ó lo g o s p ro fesio n a les. U na v e / estab lecid a esa d ico to m ía fu n d a m en ta l, lío llin g s h e a d , y m uchos d e sus se g u id o res, g e n e r a lm e n te m atizab a la tesis d ualista, d esta ca n d o q ue la n atu raleza y la so c ied a d n o d eb ían ser vistas co m o esfera s totalm ente sep arad as, sin o d ia lé c tic a m e n te in te rco n ecta d a s; rada u n o d e los ó rd en es “c o m p lem en ta y su p lc m en ta al otro en m u ­ chas fo rm a s’' (H o llin g sh ea d , 1 9 4 0 :3 5 9 ). I.os e c ó lo g o s d e hoy c o n ti­ núan “c o m p a r a n d o ” los ó r d e n e s d e n a tu ra leza y so c ie d a d c o m o si fueran sistem as sep arad os y au tó n o m o s, y ex p lo r a n d o los n ex o s en u e e llo s ( H o llin g el a l., 1 9 9 4 ). A p e sa r d el le n g u a je d ia lé c t ic o e interactivo, d e ese m o m e n to , la frontera en tre so cied a d y naturaleza sig u e sie n d o un p u n to m uy co n tro v e rtid o . D u ran te gran p arte d e l siglo x x los teóricos sociales han d eb a tid o in te n sa m e n te los m éritos d e d o s tip o s d e d eterm .in ism .o s, las “c á r c e le s ” d e l le n g u a je y el natu ralism o. En el d e c e n io d e 1970, S ah lin s d escrib ió m uy a p ro p ia ­ d a m e n te la an tro p o lo g ía , d iscip lin a co n tin u a m en te atrapada en tre el id ea lism o y el m a teria lism o , c o m o “el p reso q ue se p asea en tre los m uros m ás alejad os d e su c e ld a ” (1 9 7 0 :5 5 ), rcin v en ta n d o la aleg o ría ¡le la cavern a d e la República d e P latón. Sin em b a rg o en los ú ltim o s años el viejo d eb ate en tre las razones m aterialista y cultural ha sid o rem plazado, en for m a bastan te in esp erad a, p or otro m ás fu n d a m e n ­ tal: la d istin ció n en tre n atu raleza y socied ad , una d e las co n stru ccio ­ nes clave d el discurso m od ern ista, ha esta d o so m etid a a un ex a m en cada vez m ás crítico en varios cam p os, in clu yen d o la a n tr o p o lo g ía y la historia am biental. Este p roceso, que en p a ite resp on d e a la te n d e n ­ cia lin gü ística p o sm o d er n a , los p ro b lem a s a m b ie n ta le s g lo b a les, la m od ern a tecn olo gía d e la in form ación , el reverd ecim ien to del d iscu r­ so p ú b lico y la r e d e fin ic ió n d e las fron teras d iscip lin a ria s, p la n tea n uevos d esafíos a la teoría social y la práctica etn o g rá fica , p rep a ra n ­ d o la escen a para un n u e v o tipo d e an tro p o lo g ía eco ló g ica . I na vía p osib le en esa d irección es ex te n d er el en fo q u e m arxian o, que g e n e r a lm e n te se lim ita a las relacion es hum anas, al análisis d e las relaciones en tre los h u m an os y el m e d io am b ien te, ’la p p e r (1 9 8 8 ) ha so sten id o q u e en las so c ied a d e s de cazad ores y recolectores los seres h u m an os y los an im ales p articipan e n la “p rod u cció n recíproca d e la ex iste n c ia d e cad a u n o ” (1 9 8 8 :5 2 ), y, en ven a sim ilar, B r ig h tm a n , (1 9 9 3 ) alu d e a u n “p roceso d e trabajo a lg o n q u in o ” en el caso d e los crees d e C anad á, p ro ce so “en el que h u m an os v an im a les p articipan su cesivam en te co m o p rod uctores unos d e otros, ya q ue los a n im a les

ap o rtan de buen grado el ‘producto’ de sus propios cuerpos y los ca­ zadores se lo devuelven en form a de com ida cocida, todo figurado en el idiom a del ‘am o r’” (1993:188). Con base en esas perspectivas, mi propósito es, en parte, m ostrar que se aplican discursos similares a contextos teóricos bastante distin­ tos. Prolongando argum entaciones propuestas p o r D onham (1990), Bird-David (1993) y otros, sugiero que, a m enudo, los discursos sobre la naturaleza, la etnografía y la traducción tienen m ucho en com ún, principalm ente las m etáforas de la relación personal y la retórica clá­ sica. Más en g e n e ra l, este artíc u lo p ro p o n e la in te g ra c ió n de la ecología hum ana y la teoría social, basándose en perspectivas frecuen­ tem ente asociadas con M arx y Dewey, viendo a los seres hum anos en la naturaleza, dedicados a actos prácticos y localizados. Distingo en ­ tre tres tipos de paradigm as: orientalism o, paternalism o y com unalismo, cada uno de los cuales representa una posición particular con resp ecto a las relaciones h u m an o -am b ien tales. El p a ra d ig m a del com unalism o difiere de los otros dos en que rechaza la separación radical en tre naturaleza y sociedad, objeto y sujeto, haciendo hinca­ pié en la idea de diálogo. Si bien los enfoques éticos del m edio am ­ bien te y las relaciones hum ano-am bientales están muy interconectados, el prim ero me interesa menos que el segundo. M erchant (1990) aplicó u n a taxonom ía sim ilar a la que p ro p o n g o p ara las relaciones hum ano-am bientales a la ética am biental, distinguiendo entre los en ­ foques egocéntrico, hom océntrico y ecocéntrico.2

LA ECONOMÍA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

La m o d erna dicotom ía naturaleza-sociedad se suele d ar p o r sentada, y, p o r lo tanto, es necesario ubicarla en u n a perspectiva histórica y etnográfica más am plia. En la E uropa m edieval no había separación radical en tre naturaleza y sociedad; si la dicotom ía existía, debe de haber sido muy diferente de la que caracteriza al proyecto m odernista. Com o afirm a Gurevich (1992:297), en la época m edieval “el hom bre

2 Merchant propone que el enfoque egocéntrico se basa en el yo y en el capitalis­ mo del laissezfaire, el homocéntrico se basa en la sociedad y en el concepto de mayordomía, y, finalm ente, el enfoque ecocéntrico se dirige al cosm os entero, asignando valor intrínseco a la naturaleza no humana.

se consideraba a sí m ism o como p arte integrante del cosmos [...] Su relación con la naturaleza era tan intensa y com pleta que no podía m irarla desde afuera; estaba dentro de ella.” Es significativo que el térm ino m edieval “individuo” significaba, originalm ente, “indivisi­ ble”: algo que no se p u ed e dividir, como la un id ad de la Trinidad. El cambio en el significado del concepto, la adopción de la connotación m oderna que subraya las distinciones y discontinuidades, “es un re­ gistro en el lenguaje de una historia política y social extraordinaria” (Williams, 1976:133). La sistemática fragm entación del m undo m e­ dieval y la “otrización” de la naturaleza que trajo consigo se origina­ ron d u ra n te el R enacim iento, cuando se transform ó toda la actitud occidental hacia el m edio am biente, el conocim iento y el aprendizaje. U no de los elem entos clave de la revolución epistem ológica del Renacimiento es el espacio tridim ensional establecido p o r los p intó­ les italianos d u ran te los siglos XIV y XV.3 Para los pintores del R ena­ cim iento tem prano, educados en el m undo estático y holístico de la filosofía aristotélica y la iglesia medieval, la tela era ante todo un es­ pacio decorativo p a ra la glorificación de los designios divinos. En contraste con esto, a fines del Renacim iento, el arte pictórico se con­ centraba en form a consistente en la investigación cognitiva y espacial, la representación de actividades hum anas y su lugar en la naturaleza y en la historia. Esos esfuerzos de los pintores renacentistas alcanza­ ron u n triunfo artístico espectacular en las leyes de la perspectiva (la palabra latina perspectiva significa “ver a través”). E n muy poco tiem ­ po, la n a tu ra leza se convirtió en u n universo cuantificable, trid i­ m ensional y apropiado p o r los hum anos. Esa “antropocracia”, para em plear el térm in o de Panofsky (1991), representó u n a desviación radical del universo ce rra d o de los aristotélicos, constituido p o r la fie rra y las siete esferas que la ro d e an . Sin em b arg o la an sied a d (artesiana de extrañam iento e incertidum bre provocada p o r la sepa­ ración del m undo m aterno de la Edad M edia y la tierra nutricia fue com pensada p o r el yo racional, la obsesión p o r la objetividad y una leoría “m asculina” del conocim iento natural: “‘Ella’ [la naturaleza] se vuelve ‘ello’, y ‘ello’ p u ed e ser entendido y controlado. No a través de la ‘sim patía’ [...] sino en virtud de la propia objetividad del ‘ello’ ... La ‘otredad ’ de la naturaleza es ahora lo que perm ite que sea conocida” (Bordo, 1987:108). 3 En otra parte he examinado con más detalle la naturaleza de esa revolución y sus implicaciones para la antropología (véase Pálsson, 1995, esp. el cap. 1).

Si la naturaleza es un “O tro ”, es necesario “traducirla”: igual que el ru ido en las ruinas de la Torre de Babel, exige atención cuidadosa y esfuerzo p o r com prender. Sin em bargo, esos esfuerzos pueden adopta r form as diferentes. Los estudiosos de la traducción literaria subra­ yan que si bien la traducción p u ed e ser vista com o u n m atrim onio perfecto entre dos contextos diferentes, u n elem ento im portante en la trad ucción es el que se refiere a las relaciones de p o d e r en tre la “fu en te” y el “recep to r” (Lefevere y Bassnett, 1990). U na traducción indica la relativa sumisión o superioridad del traductor y la autoridad* vi-á-vis, del receptor con respecto a la fuente. La m isma perspectiva se p u ed e aplicar a la em presa etnográfica. En qué form a los e tn ó ­ grafos -co m o visitantes o h u ésp e d es- ven a sus anfitriones (y cóm o son vistos p o r ellos), cómo m anejan sus vidas en tre ellos y cóm o re­ gistran lo que experim entaron, varía p a ra cada caso (Pálsson, 1993; 1995). Por consiguiente, podem os hablar de diferentes relaciones de producción etnográfica. Del m ism o m odo, poniendo el acento en el contraste en tre dom if nación y protección con respecto al m edio am biente, podem os distin­ guir entre dos tipos radicalm ente diferentes de relaciones hum anoa m b ie n ta le s: el o rie n ta lism o y el p a te rn a lis m o a m b ie n ta le s. La diferencia clave en tre am bos es que el p rim ero “explota”, m ientras que el segundo “p ro teg e”. El orientalism o am biental sugiere recipro­ cidad negativa en las relaciones hum ano-am bientales, m ientras que el paternalism o implica una reciprocidad equilibrada, presu p o n ien ­ do la responsabilidad hum ana. Tanto en el orientalism o com o en el patern alism o am bientales, los hom bres son am os de la naturaleza. R echazando la separación radical en tre naturaleza y sociedad, el ob­ je to y el sujeto, así com o las presunciones m odernistas de otredad* certeza y m onólogo, y agregando la dim ensión de continuidad y dis­ continuidad, obtenem os u n tercer paradigm a que podríam os llam ar com unalism o (véase la fig. 4.1). Este p arad ig m a sugiere u n a recipro­ cidad generalizada en las relaciones hum ano-am bientales, invocan­ do los conceptos d e contingencia, participación y diálogo. No hay p o r qué sorprenderse ante las analogías del m undo hum a­ no y el am biente natural. Los hum anos con frecuencia trata n a otros seres hum anos y al m edio am biente en formas similares. En realidad, los discursos sobre la naturaleza, la etnografía y la traducción de textos tien en m ucho en com ún. Así, el lenguaje m etafórico de la retórica clásica - d e ironía, tragedia, com edia y ro m an ce- ha aparecido en u n a am plia gam a de campos y contextos en diferentes m om entos. D onham

Continuidad

COMUN ALISMO

A

Reciprocidad generalizada

Discontinuidad

ORIENTALISMO

PATERNALISMO

Reciprocidad negativa

Reciprocidad equilibrada

DominaciónProtección

KiGURA 4.1. Tipos de relaciones humano-ambientales.

sostiene que aun cuando el intento de construir tipologías con las m e­ táforas “dram áticas” de la retórica “inevitablem ente produce resulta­ dos algo toscos, sin em bargo las cuestiones de retórica parecen deli­ near [...] la m anera en que todas las teorías sociales parten de premisas m orales particulares” (Donham , 1990:192). O tra asociación m etafó­ rica se apoya en el lenguaje del relacionam iento personal, de las rela­ ciones sexuales y de parentesco; como veremos, esas m etáforas se han utilizado con frecuencia para representar tanto la traducción de textos como la superficie de contacto entre naturaleza y sociedad.

LA EXPLOTACIÓN ORIENTALISTA

El p arad ig m a del orientalism o am biental no sólo establece u n a frac­ tura fundam ental entre naturaleza y sociedad, sino que adem ás sugie­ re que los seres hum anos son los amos de la naturaleza, los encarga­ dos del m undo. En ese régim en “colonial”, el m u n d o se convierte en “un a tabula rasa p ara la inscripción de la historia h u m an a” (Ingold, 1993:37). Si los seres hum anos no son del todo divinos, por lo m enos com piten con Dios; como reza la arrogante afirm ación sobre Cari von Linné, el archiclasificador de especies naturales: “Si bien Dios creó la

naturaleza, fue él quien la puso en o rd en .” El vocabulario del orienta­ lism o es típ icam en te de dom esticación, fronteras y ex p an sió n -la exploración, conquista y explotación del m edio a m b ien te- p ara los diversos fines de producción, consum o, dep o rte y exhibición. En la m edida en que se puede hablar de “adm inistración” o “m anejo” del m edio am biente, en este contexto se trata sim plem ente de una em ­ presa técnica, de la aplicación racional de la ciencia b ac o n ia n a y ecuaciones m atem áticas al m undo natural. Típicam ente, esto sugie­ re u n a p ostura altanera con respecto al “o bjeto” en cuestión. En el contexto orientalista, los científicos se presentan como analistas del m undo material, no afectados p o r consideraciones éticas. Esto implica una distinción radical entre legos y expertos, que es otra construcción racional basada en las innovaciones del Renacim iento. En vista de la persistente otrización del objeto de los estudios aca­ dém icos m odernistas, la im aginería baconiana del ataque sexual, de “e n tra r y p e n e tra r en [...] hoyos y rincones” (Francis Bacon, cit. en Bordo, 1987:108) es recurrente. Com o h an m ostrado, en tre otros, Bordo (1987:171) y Nelson (1992:108; 1993:27), la literatura sobre la ciencia m oderna está repleta de pasajes que describen interacciones hum ano-am bientales p o r m edio de un lenguaje agresivo y sexual; la naturaleza aparece como una hem bra seductora pero problem ática. La antropología no está libre de las m etáforas de dep red ad o r y p re ­ sa ni de la jerg a sexual m odernista. Malinowski (1972), p o r ejem plo, afirm aba que el etnógrafo no sólo debe tender sus redes en el lugar adecuado y esperar a ver qué cae en ellas. Debe ser un cazador activo, llevar a su presa hacia esas redes y seguirla hasta sus guaridas más inaccesibles (Malinowski, 1972:8).

Esta es la retórica de la etnografía clásica, producida d u ra n te el apogeo del colonialism o occidental. Los etnógrafos orientalistas co­ lonizan la realidad que están estudiando en térm inos de un discurso universalista, afirm ando la su perioridad de su p ro p ia sociedad con respecto a la de los nativos. Puesto que la an tro p o lo g ía es hija del colonialismo, el predom inio del objetivismo y el orientalism o se ex­ tiende p o r u n p erio d o muy largo en la historia de la disciplina. La traducción de textos se ha descrito con frecuencia en térm inos simi­ lares. Algunos de los principales estudiosos de la traducción no sólo hablan de la relación entre el traducto r y el autor en térm inos de u n a relación en tre el d e p red ad o r y la presa, sino que adem ás tien d en a

utilizar u n lenguaje sexual violento. El contenido del texto-fuente es representado com o u n a presa fem enina y pasiva de la que el trad u c­ tor m asculino se apropia. M uchos ejem plos de la explotación industrial de especies “salva­ jes” no dom esticadas ilustran las características del orientalism o am ­ biental. La literatura sobre las economías pesqueras, p o r ejem plo, con frecuencia m u estra u n a p o stu ra agresiva; u n caso claro es el de la expansiva econom ía pesquera de Islandia. En la pesca com petitiva de la m ayor p arte de este siglo, el principal criterio em pleado para eva­ luar el h o n o r social de u n capitán de barco era el tam año relativo o el volum en de lo pescado, no el valor relativo de lo que se atrapaba. El héroe pesquero era el valiente capitán que llegaba a p o n er en p e ­ ligro a su tripulación p o r unas toneladas más, pescando no tanto “por diligencia1’ (aflagni) como “p o r la fuerza” (afkrafti). D urante ese p e ­ riodo, el m ar representaba una masa de energía continua y gigantesca sobre la cual los hum anos debían trabajar en form a activa y ofensiva, “p o r la fuerza”, o más específicam ente, p o r obra de m achos osados casi en g u erra con el ecosistem a (véase Pálsson, 1991).4 La m etáfo ra re tó ric a de la ironía p u e d e ser ú til p a ra ca p ta r la m oralidad del orientalism o am biental y de sus funestas consecuencias. Los productores in genuam ente esperan ten er el control total, y, sin em bargo, con sus propias prácticas m inan seriam ente su dom inio, ya que en ocasiones llegan a la casi desaparición de las especies que ex­ plotan. Actuar en térm inos de conceptos que tienen consecuencias tan distintas de las esperadas es, sin duda, más bien irónico. Y lo que es aún más irónico es que al enfrentarse a las realidades del agotam iento de los recursos, a veces las personas ad o p tan la actitud fatalista de pen sar que ese agotam iento no es sino un ingrediente inevitable del progreso económico. Sin em bargo, la m etáfora de la ironía h a alcan­ zado m ucho menos popularidad, en los m edios académicos, que la de la tragedia: basta ver el crecim iento exponencial de la literatura so­ bre la teoría “trágica” de los territorios com unes. C on frecuencia se supone que la auto nom ía gub ern am en tal y la privatización son las únicas altern ativ as fren te a la codicia individual y el m altrato del m edio am biente. Sin em bargo, en cierto sentido, el régim en orien ta­ lista no tiene ningún dram a: no hay problem a am biental que solucio­ i Probablemente también podrían encontrarse ejemplos de! discurso que yo aso­ cio con el orientalism o ambiental en la literatura sobre el uso hum ano de animales dom esticados (Tapper, 1988).

n a r ni n ec esid ad de m ed id as correctivas ni de p e ric ia científica, ecológica o social.

LA PROTECCIÓN PATERNALISTA

El parad igm a paternalista com parte algunas de las prem isas m o d er­ nistas del orientalism o (tam bién im plica dom inio hum ano y distin­ ción en tre legos y expertos), p ero se caracteriza p o r relaciones de protección y no de explotación. Esto incluye privilegiar la pericia cien­ tífica, u na inversión del po d er relativo de expertos y legos. En la vi­ sión am biental m o d ern a, los hum anos tien en u n a responsabilidad p articu lar no sólo hacia los otros hum anos, sino tam bién hacia los miem bros de otras especies, nuestros cohabitantes del m undo anim al, y el ecosistem a global. Sin em bargo, debido precisam ente a esa pos­ tu ra radical con respecto a las relaciones hum ano-am bientales, el m ovim iento am bientalista tiende a convertir a la n aturaleza en un fetiche, separándola así del m undo de los hum anos. Se afirm a que los h u m a n o s están a c tu a n d o en n o m b re d e la n a tu ra le z a . P ara los ecologistas radicales, el tem a de los derechos de los anim ales “pasa a ser algo sem ejante a las actividades de los revolucionarios de izquier­ da en el siglo XIX, sólo que ahora el beneficiario no es el proletaria­ do oprim ido sino la N aturaleza” (Bennett, 1993:343). Además, los ac­ tivistas de los derechos de los anim ales, atra p ad o s en el discurso objetivista occidental sobre la ciencia y el O tro (los am bientalistas orientalistas, si se quiere), con frecuencia establecen u n a distinción fundam ental entre “ellos” (los productores indígenas) y “nosotros” (los euro-norteam ericanos). En otras palabras, sólo algunos segm entos de la hum anidad pertenecen propiam ente a la naturaleza, los que, según se dice, am an a los animales y cuidan su m edio ambiente, variadam ente llam ados “prim itivos”, los “hijos de la naturaleza” o Naiurwolker. Se supone que “nosotros” dejam os atrás el “estado de naturaleza” hace m ucho tiem po. Conceptos similares, dicho sea de paso, han aparecido con frecuencia en la antropología; así, a veces se piensa que los m ode­ los ecológicos determ inistas son aplicables sólo a algunas sociedades, en particular las sociedades de cazadores y recolectores. O tra vez, una m oralidad equivalente puede revelarse en la prác­ tica etnográfica. En algunos casos, los etnógrafos idealizan y re la tivizan el m undo de sus anfitriones, representando sus relaciones en tér­

minos de un contacto protector. A pesar del argum ento de protección, esa posición no hace otra cosa que m an ten er la distinción orientalista entre el observador y el nativo. Rosaldo p ro p o n e que la invocación proteccionista de “mi pueblo” en m uchos trabajos etnográficos repre­ senta sim plem ente una negación ideológica de relaciones verdadera­ m ente jerárquicas: “Parece apropiado”, afirma, refiriéndose al trabajo de Evans-Pritchard sobre los nuer, “que u n discurso que niega la d o ­ m inación que hace posible su conocim iento idealice, com o alter egos, a pastores antes que a agricultores. Los pastores, com o los turistas individuales [...] están m enos dispuestos a ejercer la dom inación que los agricultores, los m isioneros o los funcionarios coloniales” (Rosaldo, 1986:96). Tem as sim ilares ap arecen en el discurso académ ico sobre la traducción de textos. La idea del contrato m atrim onial, como ya se ha indicado, es un tem a persistente en los trabajos de m uchos estudiosos de la literatura: p o r ejem plo, con frecuencia se habla de la “fid elid ad ” de la traducción; esas construcciones logran sobrevivir hasta a los ataques más descontructivos. D errida habla del “contrato de traducción”, definido como un “him en o contrato m atrim onial con la prom esa de producir un hijo cuya sim iente dará origen a la histo­ ria y el crecim iento” (1985:191). Jo h n so n (1985:143) lleva la analo­ gía en tre la traducción y el m atrim onio a un territo rio similar, afir­ m ando que el traductor puede ser considerado “no como un cónyuge dudoso sino como un bigam o fiel, con su lealtad dividida entre una lengua m a te rn a y u n a lengua ex tra n je ra ”, ag reg an d o que quizá la m ejor descripción del proyecto de traducción sería un incesto. Los agricultores con frecuencia parecen p ensar en las relaciones h u m a n o -a m b ie n ta le s en térm in o s d e p ro tec ció n y re cip ro cid ad . B ourdieu da la im presión de u n a extensión m etafórica del dom inio del parentesco a la esfera de las relaciones hum ano-am bientales e n ­ tre los agricultores kabilas de Argelia. Los kabilas dicen que la tierra “ajusta las cuentas” y se venga de los m alos tratos, y, por extensión, el “buen agricultor “se presenta” a la tierra con la actitud apropiada p ara u n hom bre que saluda a otro, cara a cara, con la actitud de fa­ m ilia rid a d c o n fia d a que m o s tra ría con u n p a r ie n te r e s p e ta d o ” (Bourdieu, 1990:116). Significativamente, las relaciones entre h um a­ nos y su tierra se m odelan sobre los vínculos entre parientes distantes, caracterizad as p o r el respeto y la form alidad, p o r la reciprocidad equilibrada y no generalizada. En el caso de los pescadores de Islandia, el paradigm a del paternalismo está rep resen tado p o r la actual aplicación de la racionalidad

< iciii iIk a al m anejo d e Jas p esq uerías. Esa racionalidad, en gran parte p rod ucto d e las guerras d el b acalao con Gran B retaña y la RFA en el d e c e n io d e 1970 y la am en aza d e p esca excesiva en los ú ltim o s años, op era con la orientación recolectora d e pesquerías hom eostáticas. Las prim eras lim ita cio n es serias al eslu erzo pesquero d e las em b arcacio­ n es islan d esas fueron vedas transitorias contra la p esca e n sitios p ar­ ticu lares, p ero d e sp u é s, h a cia 1 9 8 2 , se in tro d u jero n m e d id a s m ás en érgicas para im p ed ir el in m in e n te d esp lo m e d e las ex isten cia s d e b acalao - e l m ás im p o rta n te recu rso n a cio n a l- y h a cer la pesca m ás e c o n ó m ic a . En 1983 se in tro d u jo un sistem a d e cu o ta s p a ra h a cer frente al problem a. Si b ien los p escadores continúan a p ro p iá n d o se de su presa, en el sen tid o d e sacarla d el d o m in io natural, u n m u n d o se­ p arad o d el d e los h u m an os, co n el m anejo cien tífico la extracción ha q u e d a d o sujeta a m ed id a s d e p ro tecció n ifiskvernd) y a reg la m en to s m uy estrictos. En con secu en cia , los p escadores son d o m in a d o s cada v ez m ás p o r el c o n o c im ie n to te c n o -c ie n tífic o y los o r g a n ism o s d el e sta d o . Los p rin cip a le s arq u itecto s d el r é g im en p a te r n a lista d e la p esca p rotegid a y del actual sistem a d e cuotas p erson ales transferibles (econ om istas, b ió lo g o s v otros h a ced o res d e p olítica) con frecu en cia p e r m a n e c e n firm em en te in sta la d o s en una p o sic ió n m o d e rn ista y o b je tiv ista .5 U n eje m p lo es la su p r esió n d el tem a d e d e sig u a ld a d y d istrib u ción social, una d istracción , un tem a ético, u n a ex tern a lid a d irrelevan te en el estu d io y m a n e jo d el “h om b re e c o n ó m ic o ”, quizás com p arab le a la categoría d e “s o c ie d a d ” en la lin g ü ística estructural. C o m o en el m arco m oral d el p atern a lism o , las p erso n a s tien en co n cien cia d e las co n secu en cias eco ló g ica s d e sus a ccio n es e in ten tan o rga n iza rse para restaurar e l “e q u ilib r io ”, la m etá fo r a d e la tram a cóm ica p u e d e parecer aprop iada. D e h ech o la m etá fo ra d e la c o m e ­ d ia ha sid o u tilizad a p o r varios e stu d io so s para lla m a r la a ten ció n so b re la p o s ib ilid a d d e a c c ió n c o le c tiv a para fin e s d e c o r r e c c ió n ecológica. McCay (1995), p or ejem p lo , sugiere que esa m etáfora capta el estilo narrativo d e los en foq u es eco n o m icista s d e la cu estió n d e los territorios co m u n es in form ad os p o r la teoría d e los ju eg o s. Sin e m ­ bargo, esta autora destaca q ue si b ien esos en fo q u es rep resen ta n un * Los argum entos en favor del sistema de cuotas, inform ados por la econom ía neoclásica, son .seductores y poderosos en el m undo m oderno. Primero, las autorida­ des nacionales o regionales se apropian del recurso, y después el total de pesca per­ misible pata una temporada es dividido em re Jos productores, con frecuencia los pro­ pietarios de embarcaciones. En otra etapa posterior, esos privilegios transitorios se convierten en una mercancía comercializable.

K 1.1 . A C I O N E S H l l M A N O - A M K 1 E \ IA1 I S

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v¡t aje im p o r ta n te en las prem isas e c o n o in ic ista s sobre la n atu raleza h u m a n a , la tram a c ó m ic a sig u e s ie n d o “c r a sa m e n te m o d e r n is ta ” (McCay, 1995:109) en el sentid o d e q ue n o tom a en cuenta seriam en te los c o n te x to s m a y o res d e la h isto r ia , el p o d e r y la cu ltu ra . V arios a n t r o p ó lo g o s y e c o n o m is t a s h a n p la n t e a d o d u d a s a ce rc a d e las p rem isas n eo clá sic a s y a n d ro cén lrica s d e la teo r ía e c o n ó m ic a y del in te n to g e n e r a l d e sep arar la e c o n o m ía d e la p o lítica , la étic a y la cultura (C u d em a n , 1992; E n glan d, 1993).

I I COMUNALISM O

El p a ra d ig m a d e l co m u n a lism o d ifiere d e los d e l o r ie n ta lism o y el p a tern a lism o e n q u e rechaza la sep aración d e n atu raleza y so cied a d y los c o n c e p to s d e certeza y m o n ó lo g o , d esta ca n d o en ca m b io la c o n ­ tin g en cia y el d iá lo g o . A d iferencia d el p atern alism o , el co m u n a lism o in d ica recip rocid ad gen era liza d a , u n in terca m b io q u e a m e n u d o se re p r esen ta m eta fó r ica m en te e n té r m in o s d e r e la c io n e s p erso n a le s íntim as. La n ecesid a d d e d esarrollar u na teoría “e c o ló g ic a ” d en tro d e e s o s lin e a m ie n to s, u na teo ría q u e in te g r e p le n a m e n te la e c o lo g ía h u m an a y la teoría social, a b a n d o n a n d o cu a lq u ier d istin ció n radical enLre n atu raleza y socied ad , es reco n o cid a con frecu en cia en la actu a­ lid ad . Sin em b argo, el esb ozo d e esa teoría fue p ro p u esto e n los p ri­ m eros escritos d el joven Marx, q u ien insistía e n q u e los h u m a n o s no p u e d e n separarse d e la naturaleza, e in versam en te, la naturaleza n o se p u e d e separar d e los h u m an os. La n atu raleza, afirm ó, “tom ad a en form a abstracta, p or sí m is m a -la n atu raleza fijada en a isla m ien to del h o m b r e - n o es nada para el h o m b re” (1 9 6 1 :1 6 9 ). El recien te d esarrollo d e una teoría d e la práctica, in spirad a tan ­ to en los escritos d e M arx co m o en las p ersp ectiva s d el p ragm atism o, in clu yen d o el de Dewey, se basa en esa visión. Esa teoría no só lo ofrece una p ersp ectiva q u e resu en a con el p arad igm a d e l co m u n a lism o , ig ­ n o ran d o el d u alism o d e exp ertos y le g o s, sin o q ue a d em á s ofrece una p o d ero sa visión d e có m o ad q u ieren las p erson a s las h a b ilid a d es n e ­ cesarias para m anejar sus vidas, e m p ez a n d o , c o m o lo ex p re só D ew ey (1 9 5 8 :2 3 ), “p or el con ocer, co m o factor en el h a cer y el p a d e c e r ”. L a [) La posición de Dewey con respecto a temas ambientales es actualmente mate­ ria de controversia (véase Pepperman ’lavlor, 1990).

Ií ' im Iíi ticos co n d em a sia d a s in certid u m b res para cu alq uier clase de control a largo p lazo (es in teresa n te señalar que, en un com en tario crítico sobre la id ea d e “su sten tab ilid ad ” q ue se co n ce n ­ tra en la historia d e la ad m in istración d e p esq u erías, Ludwig, H ilborn y Walters [1933:1.7J observan que p od ría ser “m ás a p ro p ia d o p en sar que los recursos m anejan a los h u m a n o s q ue lo co n tra r io ”). Pero si los eco sistem a s m arin os son re g ím en es d eterm in ista s 3; ca ó tico s, es p ro ­ bable que los q u e se ocu p an d irectam en te d el u so d e recursos en for­ m a cotid ia n a ten gan la in form ación m ás d ig n a d e co n fia n za sobre lo q ue está o cu rrien d o en el sistem a en cu alq u ier m o m e n to en p a rticu ­ lar. En el r é g im en d e m an ejo islan d és, son p o co s lo s in te n to s d e u ti­ lizar el saber q ue Jos ca p ita n es h a n a lc a n z a d o a lo largo d e a n o s d e p articip ación práctica. Sin em b argo, hay a lg u n o s sig n o s in teresan tes d e cam b io en ese sen tid o , u n o d e los cu ales es el lla m a d o traw ling ra­ lly, p o r el cual un g m p o d e cap itan es p escan re g u la rm en te sig u ie n d o los m ism os sen d eros p red eterm in a d o s (id en tifica d o s p o r ca p ita n es y b ió lo g o s), a lin d e aportar in form ación ec o ló g ic a d etallad a. Por otra p arte, n o está claro q ué es lo q ue im p lica dar p o d e r al c o n o c im ie n to de los prácticos. Si b ien es cierto que e n el curso d e la ex p a n sió n y d om in ación d e O ccid en te se h a h ech o a un lad o - c u a n ­ d o 110 e lim in a d o - u n g ra n corpus d e sab er local, y q u e hay b u en a s razo n es para tratar d e recu perar y preservar lo q ue q u ed a d e e s e sa­ ber, la referencia a lo “in d íg e n a ” y lo “tra d icio n a l” e n esos co n tex to s tie n d e a r e p r o d u c ir y reforzar las fr o n te r a s d e l m u n d o c o lo n ia l, a p ro x im a d a m en te c o m o an tes los c o n ce p to s d e “p rim itiv o ” y “n a ti­ v o ”; los “n ativos” y los “p rim itivos” tien en ten d e n c ia a co n g reg a rse en tiem p o s y lugares d eterm in a d o s. ¿D ón d e es n ece sa r io ubicar d e te r ­ m in ad a h abilidad o d eter m in a d o saber para clasificarlo c o m o “in di-

g e n a ”? ¿Q ué an tig ü ed a d tien e q ue ten er para calificar co m o '‘trad i­ c io n a l”? O tro p rob lem a con tro v ertid o se re la c io n a con el c o n c e p to m ism o d e saber. El co n o cim ien to p ráctico es p resen ta d o a veces com o una m ercancía com ercializab le, u n “cap ital cu ltu ral” que casi parece una cosa, por ejem p lo , cu a n d o se co d ifica el saber in d íg en a para la p ro tección d e los d erech os d e p ro p ied a d in telectu a l y la d efen sa le ­ gal d e p a te n tes y regalías. Pero b u en a p arte d el saber de los prácticos es tácito, so n d isp o s ic io n e s a d q u irid a s e n e l p r o c e so d e p a rticip a r d irectam en te en tareas cotidianas. Al reificar el co n o cim ien to práctico ca e m o s en la tram pa d el d u a lism o cartesian o, q ue quizá está b a m o s tratand o d e evitar, sep aran d o la m en te y el cuer p o. T e n ie n d o en cu en ta el p arad igm a d el com u n alism o , y la n a tu ra le­ za c o n tin g e n te de la vid a h um ana, el libreto excesiv a m en te p esim ista de la tragedia d ifícilm en te sería la m etáfora leatral apropiada para e x ­ presar las relacion es h u m an o-am b ien tales. T am p oco el libreto d em a ­ siado o p tim ista d e la co m e d ia resulta con v in cen te. Los m iem b ros d el h oga r h u m an o n o son sim p lem en te R ob in son es co d icio so s (para to ­ m ar p restada una etiq u eta m arxiana) q ue in evita b lem en te d estru yen los eco siste m a s d e los q ue form an p arte, ni ta m p o co son n ece sa r ia ­ m en te cap aces d e trabajar en arm onía p o r un b ien co m ú n claram en te d efin id o. Tal vez la m etáfora d el rom ance sea la m ás realista, e n cuanto deja alg u n a m e d id a d e esp e ra n za para el futuro, en un m u n d o con p erspectivas en con trad as, in tereses en con dicto y virajes in esp era d o s. En el rom an ce, co m o su giere McCay (sig u ien d o a D o n h a m , 1990): el conflicto im pulsa la narrativa y no se resuelve al m odo de los análisis neoclásicos [...] El romance implica 1...] un desarrollo complejo de caracte­ res, situaciones y trama, y su eje es la tensión de tío saber cuál será el d es­ enlace, pero esperar lo mejor (McCay, 1995:1 10). “C om o m etáfora literaria”, con clu ye la autora, “el rom an ce es el q ue m ás se acerca a la em p resa a n tr o p o ló g ica ”.

CONCLUSIÓN

H e d istin g u id o tres tip os d e p arad igm as con resp ecto a las relacion es h u m a n o -a m b ie n ta le s: o r ie n ta lism o , p a te r n a lism o y c o m u n a lism o . A lgu nas d e las prem isas m od ern istas d el o rien talism o (p rin cip a lm en ­

te la conjetura del dom inio hum ano, la superficie de contacto entre naturaleza y sociedad y la distinción entre legos y expertos) son com ­ partidas p o r el paradigm a paternalista: de hecho, am bos paradigm as son herederos intelectuales del Renacim iento, la Ilustración y la tem ­ prana ciencia positivista (desarrollada, en tre otros, p o r Descartes y Brands Bacon), todos los cuales instituyeron una serie de dualism os decisivos. La diferencia es que el prim ero se caracteriza p o r relaciones de dominación, m ientras que el segundo se distingue p o r las relacio­ nes de protección. Además, el orientalismo sugiere ausencia de recipro­ cidad en las relaciones hum ano-am bientales, m ientras que el segun­ do típicam ente p resupone responsabilidad h u m an a y reciprocidad balanceada. Por últim o, el paradigm a del com unalism o difiere tanto del orientalismo com o del paternalism o en que rechaza los conceptos de certeza y m onólogo y la separación radical de naturaleza y socie­ dad, A diferencia del paternalism o, pone el acento en la reciprocidad generalizada de las relaciones hum ano-am bientales, u n intercam bio que frecuentem ente tiene como m odelo las relaciones personales es­ trechas. Como hem os visto, tanto en la práctica etnográfica com o en ^aducción de textos aparecen relaciones similares. Así, los discur­ sos sobre el m anejo del m edio am biente, la etnografía y la traducción de textos tienen m ucho en com ún, incluyendo las m etáforas de rela­ ción personal y relaciones sexuales y el lenguaje del teatro, con las m etáforas de la ironía, la tragedia, la com edia y el rom ance. El discurso social es m uchas veces, si no es que siem pre, polifóni­ co- En la m oderna Islandia, p o r ejem plo, fácilm ente podem os descu­ b rir indicios de la presencia de todos los p arad ig m as de que se ha hablado (Pálsson, 1995). Para tom ar otro ejem plo, hab lan d o de las representaciones de las relaciones en tre hum anos y anim ales de los crees, B rightm an (1993:194) señala que algunos relatos indígenas, incluyendo los de seducción, dan fe de la existencia de m utualism o y com unión en las relaciones de hum anos y anim ales, m ientras que otros hablan de jera rq u ía y dom inación; según este autor, esos rela­ tos p odrían o rd en arse en u n “continuum en tre la reciprocidad y la explotación”. Esto hace pensar que no deberíam os ver los paradigm as de manejo como regím enes limitados o islas discursivas, ni en el tiem ­ po ni en el espacio. “H ablando en térm inos operativos”, como obser­ vó Dewey, haciendo eco a la idea de Malinowski sobre la “larga con­ versación”, “lo rem o to y lo pasado están ‘e n ’ el co m p o rtam ien to , haciéndolo lo que es” (1958:279). Pero si los propios islandeses, o tam bién podríam os decir los crees, parecen ser incapaces de decidir­

se in d iv id u a lm e n te o de co n v e n ir co lec tiv a m e n te sobre p u n to s etnográficos básicos -y tam poco los etnógrafos que han escrito sobre ellos (el tem a de “si los crees creen que uno u otro m odelo es más vá­ lido es ex cep cio n alm en te difícil de tr a ta r ”, concluye B rig h tm an 11993:299]), ¿cómo podrían em itir un veredicto único y definitivo los que sólo disponen de etnografía de segunda m ano? A esta pregunta sólo p u ed o ofrecer una respuesta sim ple y pragm ática: si hem os de resolver el problem a de los desacuerdos etnográficos tendrem os que enfrentarlo, igual que a los problem as am bientales, m ediante alguna form a de ética com unicativa o norm a m oral que perm ita u n diálogo libre e irrestricto. En el proyecto de la m odernidad tem prana, con el descubrim iento de las leyes de la perspectiva y el triunfo del visualismo, la ciencia se convirtió en u n a bú squeda apasionada y agresiva de la verdad y el conocim iento. Más tarde, el m odernism o fue denunciado por críticos de diversas tendencias como cientificismo infantil y vulgar. El proyec­ to de la Ilu strac ió n fue p re se n ta d o com o u n a ilusión m etafísica. Panofsky, que en general destacaba los triunfos del proyecto del Rena­ cim iento y su contribución a la ciencia, parece haber anticipado algo de eso cu an d o sugirió que se p u ed e rep ro ch ar a la perspectiva, la “inatem atización” del espacio visual, el haber “evaporado el ‘verda­ dero ser1, transform ándolo en una m era m anifestación de cosas vis­ tas” (Panofsky, 1991:71). En la actualidad, los occidentales cada vez más se ven a sí m ism os com o p a rte in teg ra n te de la naturaleza, al tiem po que el discurso am biental m oderno parece caracterizarse p o r una “condición posm oderna”, un discurso que destaca, en form a muy sim ilar al pensam iento renacentista, la interrelación de naturaleza y sociedad, la índole “individual” de la vida hum ana, en el sentido ori­ ginal y unificado del térm ino. Yo sugiero que el paradigm a del com unalism o, con su énfasis en la práctica, la reciprocidad y el com prom iso, ofrece un cam ino para salir del proyecto m odernista y de los dilem as am bientales de hoy. Es verdad que los críticos del proyecto m odernista suelen deleitarse en la nostalgia y la u topía. Los conceptos de la sociedad perfecta y su antítesis, tem as frecuentes en el pensam iento occidental, han ad o p ­ tado m uchas form as, todas las cuales dan p o r sentada, como señala Berlin (1989), un a Edad de O ro en la que “los hom bres eran inocen­ tes, felices, virtuosos, pacíficos y libres, y d onde todo era arm onioso”, seguida p o r algún tipo de catástrofe, “el diluvio, la prim era desobe­ diencia del hom bre, el pecado original, el delito de Prom eteo, el des­

cubrim iento de la agricultura y la metalurgia, la acumulación prim aria y otros p o r el estilo” (Berlin, 1989:120). Pero ad o p tar la perspectiva dialógica del com unalism o no es sim plem ente re g resar al m u n d o m edieval prerrenacentista y caer en un rom anticism o ingenuo, sino más bien a d o p ta r u n a posición más realista, evitando los prejuicios etnocéntricos del proyecto m odernista. T ratar a la naturaleza, a los anim ales no h u m an o s y a “o tra s” culturas com o m eras piezas de m useo p ara consum o académ ico y teórico es a la vez poco realista e irresponsable, ten ien d o en cuenta que nuestras vidas y actividades están inevitablem ente situadas en contextos ecológicos e históricos más am plios. La antropología extravió el cam ino debido a la separa­ ción ra d ic al de la n a tu ra le z a y la sociedad, lo que H o llin g sh e a d (1940:358) describió, en térm inos altam ente m odernistas, como u n “com ienzo” teórico adecuado. En la era de la posm odernidad, la im agen de Sahlins (1976:55) a la que se hizo referencia al principio , de la an tro p o lo g ía com o u n preso que se pasea en tre los “m uros” del idealism o y el m aterialism o, parece cada vez más fuera de propósito. U na im agen más adecuada d e la antropología contem poránea sería la de u n ex preso al aire li­ bre rascándose la cabeza, liberado de la caverna de Platón, perplejo an te las ruinas de su cárcel: sus ilusiones perceptivas, sus estrictos códigos de conducta y su extraño diseño arquitectónico. En esa situa­ ción, no sólo tiene que preguntarse, kafkianam ente, p o r qué antes estuvo encerrado y cóm o eventualm ente salió, sino tam bién, y lo más im p o rta n te , cóm o p o d rá gozar de la m ejo r m an era posible de su nueva libertad, en ausencia de cualquier program a idealista y enfren­ tad o a lim itaciones m aterialistas inevitables y a u n a crisis ecológica.

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5. CONSTRUYENDO NATURALEZAS Ecología simbólica y práctica social PHILIPPE DESCOLA

En la actualidad, m uchos antropólogos e historiadores concuerdan en que las concepciones de la naturaleza son construidas socialm ente y varían de acuerdo con determ inaciones culturales e históricas, y, p o r lo tanto, n u estra p ro p ia visión dualista del universo no d eb ería ser proyectada como un paradigm a ontológico sobre las muchas culturas a las que no es aplicable. Esa revisión fue desencadenada en parte p o r u n a crítica in tern a de la metafísica y las epistem ologías occidentales (véanse, en tre otros, Rosset, 1973; H o rig an , 1988; Latour, 1994). T am b ién fue p ro d u c to de estu d io s e tn o g rá fic o s re a liz a d o s p o r antropólogos que com prendían que la dicotom ía de naturaleza y cul­ tu ra era u n a h erram ien ta inadecuada o erró n ea para d ar cuenta de los m odos en que la gente que ellos estudiaban hablaban de su m e­ dio am biente físico e interactuaban con él. C om únm ente, esa gente no sólo atribuía disposiciones y com portam ientos hum anos a plantas y anim ales -u n o de los más antiguos enigm as de la a n tro p o lo g íasino que, adem ás, a m enudo expandían el reino de lo que p ara n o ­ sotros son organism os no vivientes para incluir espíritus, m onstruos, o b jeto s, m in e ra le s o c u a lq u ie r e n tid a d d o ta d a de p ro p ie d a d e s definitorias com o u n a conciencia, u n alma, u n a capacidad de com u­ nicarse, m ortalidad, la capacidad de crecer, u n a conducta social, un código m oral, etc. En m uchas culturas en que las distinciones entre tipos de seres vivientes, objetos y quim eras parecen borrosas, y d o n ­ de los no hum anos parecen com partir m uchas características especí­ ficas de la h um anidad, los criterios com unes de hom ología m orfoló­ gica o conductual que se utilizan p a ra d ed u c ir taxonom ías nativas resultaban excesivam ente estrechos: al ignorar los criterios clasificatorios nativos, sim plem ente restringían la conceptualización de seres a las clases de objetos que esperam os encontrar en la categoría occi­ dental de naturaleza. Los resultados de ese prejuicio natu ralista h a n sido claram ente visibles en la división antropológica del trabajo: la m ayoría de los etnobiólogos todavía limita sus am biciones a estudiar las taxonom ías

y nom enclaturas folk de las especies vivientes que existen “n a tu ra l­ m en te”, m ientras que la antropología simbólica ha dedicado su a ten ­ ción a elucidar la lógica de cosm ologías nativas que no parecen cla­ sificar sus com ponentes de acuerdo con las reglas de la especificidad de dom inio. Así, las clasificaciones h an sido definidas y tratadas de diferentes m aneras, según la supuesta hom ogeneidad o heterogenei­ dad de sus contenidos, lo que es u n a anom alía extraordinaria p a ra u n a disciplina que da p o r sentada la u n id ad de la hum anidad. Ese dualism o teórico favoreció tam bién la persistencia de oposi­ ciones binarias, com o la de natural y sobrenatural, en cualquier for­ m a que le im ponga la m oda actual. C uando se supone que la n atu ra­ leza es u n dom inio de realidad transcultural y transhistórica, ningún fen ó m eno o e n tid ad de la que se p u ed a decir que se a p a rta de las posibilidades físicas ordinarias puede escapar al rótulo de sobrenatu­ ral. Sin em bargo, com o sostuvo D urkheim hace casi un siglo (1960), la idea de u n orden sobrenatural es necesariam ente derivada de la id ea de u n ord en n atu ra l de las cosas, y la p rim e ra no es sino u n a categoría residual p a ra todos los fenóm enos que parecen incom pati­ bles con el funcionam iento racional de las leyes del universo. La o p o ­ sición en tre naturaleza y sobrenaturaleza se form ó en el curso de la m atem atización del m un d o físico y si bien, p o r m ucho tiem po, de Lucrecio a Marx, ha sido el arm a principal de las filosofías m ateria­ listas contra las ilusiones de la religión, difícilm ente p o d ría calificar com o un universal antropológico.1 Los enfoques autodenom inados materialistas m odernos, como la ecología cultural y algunas corrientes de antropología m arxista, no prestaron atención a la dem ostración de D urkheim cuando intentaron reducir la construcción social de la n a ­ turaleza a un reflejo m ecánico de determ inaciones físicas y técnicas en la m ente. En esas perspectivas, las concepciones de la naturaleza

1 Decir que la oposición entre natural y sobrenatural es específica de cada cultu­ ra no excluye la hipótesis de que pueda existir un conjunto de suposiciones sobre fenómenos cotidianos compartidas por todos en cada cultura, ni tampoco la hipóte­ sis, relacionada con la anterior, de que las ideas religiosas puedan ser resultado de la violación explícita de algunas de esas intuiciones físicas, posiblemente universales (véase Boyer, 1993). Sin embargo, hay una gran diferencia entre dar por sentada la universalidad de un juego específico de dominio de herramientas mentales para la cognición de un conjunto restringido de fenómenos físicos (gravedad, tangibilidad, visibilidad, etc.) y dar por sentada la universalidad de un concepto de “naturaleza” calificada como un dominio ontológico que sería concebido en todas partes como teniendo las mismas fronteras discretas y siendo, activado por las mismas leyes.

no eran otra cosa que ideologías, es decir, representaciones distorsio­ n ad a s d e esas fuerzas m ateria le s “o b jetiv as” -y a fu e ra n factores lim itantes del ecosistem a arbitrariam ente seleccionados o m al defi­ nidos “niveles de las fuerzas productivas”- que supuestam ente con­ form aban la estructura y evolución de las sociedades (Descola, 1988). Esa fetichización de la naturaleza condujo a u n a form a extrem a de relativismo ecológico en la que cada sociedad era el producto exclu­ sivo de un a estrecha adaptación y p o r lo tanto irreductible a cualquier otra, incluidas las que parecían ten er en com ún am bientes muy simi­ lares. Sin em bargo, a veces la dicotom ía naturaleza-cultura ha resultado su m am en te fecunda, p o r ejem plo en la an tro p o lo g ía estru ctu ral, donde Lévi-Strauss la h a em pleado en una variedad de contextos. No resulta muy convincente en Las estructuras elementales del parentesco (1949), d o n d e funciona com o la prem isa hipotética en la que se a p o ­ yan la explicación del tabú del incesto com o origen y condición del intercam bio m atrim onial, y p o r consiguiente de la vida social. Esa d e ­ m ostración p relim inar no sólo puede ser separada de los principios de la teoría de las alianzas expuesta en el resto del libro -q u e en mi opinión se sostienen solos-, sino que el súbito surgim iento de la cul­ tu ra a p a rtir de un estado de naturaleza tam bién parece sum am ente im p ro b ab le a la luz de las recientes descripciones del proceso de hom inización (véanse Descola y Pálsson, en este libro). En otras obras, Lévi-Strauss h a ten d id o a a te n u a r el dualism o de la oposición de n aturaleza y cultura, en particular en “Estructuralism o y ecología” (1972), d o n d e aboga p o r una concepción notablem ente naturalista d el fu n c io n a m ie n to de la m e n te com o d isp o sitiv o F d tran te que descodifica conjuntos de contrastes presentes ya en la naturaleza. En las Mitológicas (1964, 1966,1968,1971), sin em bargo, la distinción en ­ tre naturaleza y cultura reaparece como dispositivo central p ara el o r­ d e n a m ie n to en m atrice s sem ánticas de a trib u to s y p ro p ie d a d e s contrastantes expresados en el discurso mitológico. A pesar del hecho de que las sociedades indígenas de Am érica, de d o n d e proviene la m ayor p arte del m aterial exam inado p o r Lévi-Strauss, no distinguen la n atu raleza de la cultura com o lo hacem os nosotros -si es que lo hacen de alguna m an era-, la m ayoría de las oposiciones que organi­ za en to m o a ese eje tienen sentido p ara los antropólogos conocedo­ res de la región. Además, esas oposiciones son heurísticas, en el sen­ tido de que p erm iten hacer inferencias válidas a p a rtir de m ateriales nuevos recolectados en la m isma sociedad o en otras vecinas. La cía-

ve de esa paradoja es quizás que la distinción en tre naturaleza y cul­ tura es poco más que u n a etiqueta am plia que Lévi-Strauss utilizó para organizar convenientem ente, bajo su cobertura, conjuntos de cuali­ dades sensibles que p u ed en ser etnográficam ente relevantes, a pesar de que los indoam ericanos no sienten necesidad de subsumirlas, como lo hacem os nosotros, en dos dom inios ontológicos diferentes.

MÁS ALLÁ DEL UNIVERSALISMO Y EL RELATIVISMO

Sin embargo, el hecho de que la naturaleza sea socialmente construida p lantea una cuestión im presionante: ¿debem os lim itarnos a describir lo m ejo r posible las concepciones de la n atu ra leza que diferentes culturas h an producido en diferentes m om entos, o debem os buscar principios generales de orden que nos p erm itan com parar la diver­ sidad em pírica aparentem ente infinita de los complejos de naturaleza y cultura? Yo rehúyo adoptar la posición relativista porque, entre otras razones, presupone la existencia de lo que es necesario establecer. Si se considera que cada cultura es u n sistema específico de significados que codifican arb itrariam en te un m undo natu ral no problem ático, que en todas partes posee todas las características que nuestra propia cultura les atribuye, entonces no sólo queda sin cuestionar la causa m ism a de la división entre naturaleza y culturas, sino que, a pesar de las declaraciones en contrario, no p u ed e h aber escape del privilegio epistem ológico otorgado a la cultura occidental, la única cuya defini­ ción de la naturaleza sirve como m edida p ara todas las dem ás. Suponiendo, entonces, que existen algunos patrones muy genera­ les en la form a en que las personas construyen representaciones de su m edio am biente físico y social, ¿dónde em pezam os a buscar indi­ cios de su existencia y modus operandi? Esa indagación no puede d e­ tenerse, p o r lo m enos no exclusivamente, en el estudio de las taxono­ mías etnobiológicas. A nte todo, la clasificación de plantas y anim ales es sólo un aspecto lim itado de la objetificación social de la n atu rale­ za, ese proceso p o r el cual cada cultura dota de u n relieve particular a ciertos rasgos del am b ien te que la circunda y ciertas form as d e relacionam iento práctico con él. Para en ten d er ese proceso es nece­ sario tom ar en cuenta tam bién dim ensiones como las teorías locales sobre el funcionam iento del cosmos, las sociologías y ontologías de seres no hum anos, las representaciones espaciales de dom inios socia­

les y no sociales, las prescripciones y proscripciones rituales que go­ biern an el tratam iento de diferentes categorías de seres y las relacio­ nes con ellos, etc. Además, se han p lanteado grandes dudas sobre la supuesta universalidad de las estructuras taxonómicas destacadas p o r los etnobiólogos evolucionistas: esas dudas van desde el reconoci­ m ien to de la ex trem a v aria b ilid ad de los tip os de d e te rm in a n te s sem ánticos que definen los taxa de tipo folk (Friedberg, 1986, 1990) y la artificialidad de los artefactos taxonóm icos (Ellen, 1993) hasta un desafío radical a la existencia m ism a de especies naturales (Ellen, 1979) y del ordenam iento jerárquico de las clasificaciones etnobiológicas (Howell, 1989). Finalmente, aun si aceptam os que puede haber universales sem ánticos específicos de dom inio que reflejan discon­ tin uidades perceptuales en tre tipos vivientes, subsiste la pregunta: ¿cómo contribuirá el conocim iento de esos patrones universales a una m ejor com prensión de la diversidad real de las conceptualizaciones de los no hum anos? En otras palabras, si todas las culturas clasifican plantas y anim ales según procedim ientos idénticos, pero cada una de ellas dota a las especies vivientes de atributos y valores sociales espe­ cíficos y concibe sus relaciones con ellas a su m anera, debe ser porque las taxonom ías etnobiológicas desem peñan u n papel secundario en ese proceso de diversificación. U na característica com ún de todas las conceptualizaciones de no hum anos es que siem pre se predican p o r referencia al dom inio hum a­ no. Esto conduce ya sea a m odelos sociocéntríeos, cuando las catego­ rías sociales se utilizan como una especie de diagram a m ental p ara el ordenam iento del cosmos, o a u n universo dualista, como en el caso d e las cosmologías occidentales, en las que la naturaleza es definida n eg ativ am en te com o esa p arte o rd e n a d a de la realid ad que existe in d e p en d ie n te m e n te de la acción hum ana. Por lo tanto la objetificación social de los no hum anos, ya opere p o r inclusión o p o r exclu­ sión, no se p u ed e sep arar de la objetificación de los hum anos; ambos procesos están directam ente anim ados p o r la configuración de ideas y práctica de la que cada sociedad extrae sus conceptos del propio ser y de la o tred ad (Descola, 1992:111). Ambos procesos im plican esta­ blecer fronteras, atribuir identidades y descubrir m ediaciones cultu­ rales. Esto no significa que el m edio am biente orgánico e inorgánico de los hum anos sea u n objeto simbólico que sólo existiría, a la m anera d e Berkeley, porque es percibido a través del prism a de códigos cul­ turales específicos. A tribuir a las clasificaciones sociales explícitas un peso excesivo en el ordenam iento conceptual de la naturaleza seria

tan erróneo como reducirlas a u n proceso perceptual y com putacional específico de la especie y gobernado p o r la genética. Fácilm ente p o ­ dríam os llegar a una renovación del viejo dualism o durkheim iano p o r el cual la naturaleza es un m ero análogo fantasm agórico de la socie­ dad, una proyección estática de categorías sociales explícitas, insen­ sible tanto a la influencia de la práctica com o a la incidencia de fac­ tores físicos en la form a como las personas usan y perciben su m edio am biente. Adem ás, con excepción de la tradición científica occidental, en general las representaciones de no hum anos no se basan en un corpus de ideas co h eren te y sistem ático. Se expresan contextualm ente en acciones e interacciones cotidianas, en conocim iento vivido y técni­ cas del cuerpo, en elecciones prácticas y rituales apresurados, en to­ das esas pequeñas cosas que “no hace falta decir” (Bloch, 1992). Los an tro p ó lo g o s reconstruyen esos m odelos m entales de la práctica, principalm ente no verbales, a p artir de fragm entos y retazos, de ac­ tos ap arentem ente insignificantes y afirm aciones sueltas de toda ín­ dole, que entretejen p ara producir patrones significativos (Descola, 1994a). ¿Esos p a tro n e s significativos están re p re s e n ta d o s com o lincam ientos p a ra guiar la acción en la m ente de las personas que estudiam os, o son sim plem ente planos p ara nuestras propias in te r­ pretaciones etnográficas? Mi razón p ara favorecer la p rim era opción es que, aun cuando la m ayoría de los m iem bros de cualquier com u­ n id ad d ad a sean incapaces de expresar con claridad los principios elem entales de sus propias convenciones culturales, en su práctica parecen conform arse a un conjunto básico de patrones subyacentes.2 Ahora bien: esos patrones subyacentes que parecen organizar las relaciones entre los hum anos, así com o las relaciones entre hum anos y no hum anos, no son, en mi opinión, estructuras universales de la m ente que o p eren con in d ependencia de los contextos históricos y culturales. Esos esquem as o schemata de praxis, com o prefiero llam ar­ los, son sim plem ente propiedades de objetificación de las prácticas sociales, diagram as cognitivos o representaciones interm ediarias que ayudan a subsum ir la diversidad de la vida real en un conjunto bási­ 2 Q ue esa conform idad a patrones subyacentes no se lim ita a las sociedades preletradas se puede comprobar reflexionando un poco. Por ejemplo, yo llevo algún tiempo funcionando con eficiencia en el sistema académico francés; sin embargo, tuve que esperar al Homo Académicas de Bourdieu (1992) para tener plena conciencia de algunos de los principios que determinaban mi posición y guiaban mis acciones en ese campo social y cultural específico.

co de categorías de relación. Pero com o los patrones de relación son m enos diversos que los elem entos a los que se refieren, me parece que es evidente que el núm ero de esos esquem as de praxis no puede ser infinito^ Por eso, creo que los m odelos m entales que organizan la objetivación social de no hum anos p u ed en ser tratados como un con­ junto finito de invariantes culturales, aunque definitivam ente no se p u ed en considerar com o universales cognitivos. Quizás pu ed a expli­ car m ejor mi posición m ediante la analogía d élo s sistemas de p aren ­ tesco. Esa esfera de la práctica social está estructurada por una com ­ binación de reglas de alianza m atrim onial, principios ordenadores del d om in io social p o r term inologías y m odos de co m p o rtam ien to , e ideas acerca de la com patibilidad e incom patibilidad entre sustancias corporales y entre elem entos discretos que definen la atribución y la transm isión de derechos e identidades, tanto colectivos como indivi­ duales. Así, los sistemas de parentesco organizan m odos de relación, m odos de clasificación y m odos de identificación en una variedad de com binaciones que están lejos de haber sido descritas y com prendi­ das en form a exhaustiva, pero que m uchos antropólogos están dis­ puestos a trata r com o u n grupo de transform ación finito. Me parece que la objetivación social de no hum anos es igualm ente estructurada p o r una com binación de m odos.de x elad án . m odos de clasificación y m odos de identificación, y creo aue se le podría.aplicar u n tra ta ­ m iento similar.3

ECOLOGÍA SIMBÓLICA

Modos de identificación Los m odos de identificación definen las fronteras entre el propio ser y la otredad, tal como se expresan en el tratam iento de hum anos y no hum anos, conform ando así cosm ografías y topografías sociales espe­ cíficas. En o tra p arte he sostenido que la oposición en tre “sistemas totém icos” y “sistemas anim istas” refleja dos m odos de identificación d iferen tes (Descola, 1992). t-as clasificaciones totém icas utilizan 3 Las proposiciones perfiladas en este capítulo no son sino un esbozo de los ar­ gum entos de un libro en proceso sobre la antropología comparativa de las relaciones entre humanos y no humanos.

discontinuidades em píricam ente observables entre especies n atu ra­ les p ara organizar conceptualm ente un orden segm entario que deli­ m ita unidades sociales (Lévi-Strauss, 1962), m ientras que el animismo dota a los seres naturales de disposiciones y atributos sociales, \sí, los sistemas anim istas son una inversión sim étrica de las clasificaciones totémicas: no explotan las relaciones diferenciales en tre especies n a­ turales para d ar a la sociedad un orden conceptual, sino que más bien utilizan las categorías elem entales que estructuran la vida social para o rg a n iz are n térm inos conceptuales las relaciones entre los.seres hu­ m anos y las especies naturales. En los sistemas totém icos los no h u ­ m anos son tratados como signos, m ientras que en los anim istas son vistos como térm inos de una relación. Sería conveniente destacar que esos dos modos de identificación bien pueden estar combinados en una misma sociedad (véase lo que dice Arhem sobre los makunas, en el cap. 10 de este libro). Los sistemas totémicos están vinculados a una orga­ nización segm entaria y p o r lo tanto están conspicuam ente ausentes en las sociedades que carecen de grupos de descendencia, m ientras que los sistem as anim istas tan to se e n c u en tran en sociedades con grupos familiares como en las segm entarias. Sin em bargo, en las so­ ciedades en que están presentes ambos sistemas -caso com ún entre los indígenas am ericanos- con frecuencia hay una distinción clara entre dos dom inios separados de no hum anos, uno de los cuales se objetilica a través de la clasificación to tém ica y el o tro a través de la anim ista.4 Un tercer m odo de identificación, más fam iliar p ara nosotros, es el naturalism o. El naturalism o es sim plem ente la creencia de que la naturaleza efectivam ente existe, de que ciertas cosas deben su existen cia y su desarrollo a un principio ajeno tanto a la suerte como a los efectos de la voluntad hum ana (Rosset, 1973). Típico de las cosm o­ logías occidentales desde Platón y Aristóteles, el naturalism o crea un dom inio ontológico específico, un lugar de orden y necesidad, d o n ­ de nada ocurre sin u n a razón o una causa, ya sea originada en Dios 4 Tal es el caso, por ejemplo, entre los bororo del este del Brasil, que establecen una distinción clara entre, por un lado, las especies aroe (el jaguar y la mayoría de los felinos, las araras , aves acuáticas, el águila arpía, etc.) que están asociadas con las cla­ sificaciones totémicas, el orden social y las esencias nom inales, y por ptra parte las especies bope (los buitres, los venados, el tapir, la capivara, el pécari, el bagre, etc.) que encarnan procesos vitales, tanto positivos com o negativos, y que intercambian ener­ gía vital con los hum anos en un com plejo sistema de reciprocidad (véase Crocker, 1985).

(como en el famoso “Deus sive natura” de Spinoza) o inm anente en el tejido del m undo (“las leyes de la naturaleza”). Como el naturalism o es n u estro p ro p io m odo de identificación y p erm e a tan to nuestro sentido com ún com o nuestra práctica científica, para nosotros ha lle­ gado a ser u n a presuposición “natural” que estructura nuestra epis­ temología, y en particular nuestra percepción de otros modos de iden­ tificación. En este contexto, el totem ism o y el anim ism o nos parecen representaciones interesantes desde el punto de vista intelectual, pero falsas, sólo m anipulaciones simbólicas de ese cam po de fenóm enos específico y circunscrito que nosotros llam am os naturaleza. Sin em ­ bargo, viendo el asunto desde una perspectiva desprejuiciada, la exis­ tencia m ism a de la naturaleza como dom inio autónom o está tan le­ jos de ser u n dato prim ario de la experiencia com o los anim ales que hablan o los lazos de parentesco entre hom bres y canguros. Lo m ism o ocurre con el hecho de que a p artir de Galileo la cien­ cia m o d ern a ha ido haciéndose cada vez más eficiente en la descrip­ ción y explicación del funcionam iento interno de la realidad, p ru e ­ ba de la v erd ad últim a de n uestra cosm ología dualista. [De hecho, como argum enta persuasivam ente Latour (1994), la creciente artificialización de la naturaleza que ha caracterizado las operaciones de la ciencia y la tecnología a p artir del siglo XVII sólo fue posibilitada en la práctica p o r un reforzam iento de la oposición polar entre n a tu ra ­ leza y sociedacf^Una episteme dualista que im pedía la conceptualización de h íb rid o s ontológicos de h echo favoreció su p ro liferació n fenomenológica. Las explicaciones naturalistas de instituciones socia­ les favorecidas p o r los sociobiólogos son un ejem plo contem poráneo de esa paradoja: cuando la naturaleza, en la form a de ADN, supues­ tam ente im pulsa las relaciones sociales m ediante la m axim ización de su potencial reproductivo, opera tal com o actuaría el homo economicus de Adam Sm ith y Ricardo en u n m ercado abierto de m edios lim ita­ dos y fines infinitos (Sahlins, 1976; Ingold, cap. 2 de este libro). En ese sentido, el naturalism o nunca está muy lejos del anim ismo: el p ri­ m ero p roduce constantem ente auténticos híbridos de naturaleza y cultura que no pu ede conceptualizar com o tales, m ientras que el se­ gundo conceptualiza u n a continuidad entre hum anos y no hum anos que pu ed e p roducir sólo m etafóricam ente, en las m etam orfosis sim ­ bólicas generadas p o r los rituales.

Modos de rekicimi Pero el anim ism o, el totem ism o y el natur alismo no son sino retículas topológicas abstractas que distribuyen identidades relaciónales espe­ cíficas dentro de la colectividad de hum anos y no hum anos. Esas iden­ tid ad es se vuelven diferenciadas, y en consecuencia an tro p o ló g i­ cam ente significativas, cuando son m ediadas p o r m odos de relación, o esquem as de interacción, que reflejan la variedad de estilos y de valores que se encuentra en la praxis social. Yo he definido dos de esos m odos de relación bajo las etiquetas de ra p acid ad y recip ro cid ad (Descola, 1992). Ambos fueron aislados, dentro del marco general del anim ism o, en dos culturas diferentes del alto Amazonas muy sim ila­ res en su tecnología, patrón de asentam iento y división del Lrabajo. 1al como se m anifiesta en la cosm ología de los indios tukanos del orienLe colombiano, la reciproc idad se basa en un principio de estricta equivalencia entre los hum anos y los no hum anos que com parten la biosfera, la cual es concebida como u n circuito cerrado hom eostático. C om o la cantidad de vitalidad genérica presente en el cosmos es fi­ nita, los intercam bios internos deben organizarse de m anera de d e ­ volver a los no hum anos las partículas de energía que se han desvia­ do de ellos en el proceso de procuración de alim ento, especialm ente d u ra n te la caza. La retroalim entación energética se asegura, entre otros m étodos, m ediante la retrocesión de almas anim ales al Amo de los Animales y su subsecuente transform ación en anim ales cazables. Así, hum anos y no hum anos se sustituyen m utuam enley contribuyen conjuntam ente, p o r m edio de sus intercam bios recíprocos, al equili­ b rio g en e ral del c o sm o s/L a o rg a n iz ació n social de las trib u s de tukanos se basa en un principio sim ilar de m inuciosa reciprocidad. A p esar de la diversidad lingüística, cada tribu y cada g ru p o local se concibe a sí m ism o como un elem ento integrado en un m etasistem a regional, que debe su continuidad a intercam bios regulados de m u ­ jeres, símbolos y objetos con otras partes del lodo. 1,a rapacidad, en cambio, parece ser el valor dom inante de las tri­ bus de jíb aro s del o rien te de Ecuador y Perú. Tam bién aquí los no hum anos son considerados como personas (aenls) que com parten al­ gunos de los atributos ortológicos de los hum anos, con los que están unidos por la/os de consanguineidad (para las plantas dom esticadas) o de afinidad (para los anim ales de la selva). Sin em bargo, no p a rti­ cipan en una red de intercam bio con los hum anos y no se ofrece nin­ gún equivalente por la vida que se les quita. En cambio, los no hum a­

nos tratan de vengarse, la m andioca chupando la sangre de las m u­ jeres y los niños, y los anim ales ca/ables delegando en los Amos de los Animales la tarea de castigar a los cazadores excesivos con la m orde­ d u ra de una víbora (v la ingestión canibalística, en el discurso mítico). Esa rapacidad recíproca regula tam bién las relaciones entre los hum a­ nos. La caza de cabezas entre las tribus jíbaras y las constantes peleas internas (com binadas con el secuestro de m ujeres y niños) expresan la necesidad de com pensar cada pérdida de vida con la captura de identidades reales o virtuales entre vecinos estrecham ente em p aren ­ tados. En ese caso, la venganza se espera, pero no es el objetivo. Así, la rapacidad m utua es el resultado no intencional de un rechazo ge­ neral de la reciprocidad, antes que un intercam bio deliberado de vi­ das a través de una relación belicosa. Com o m odos contrastantes de relación con hum anos y no hum anos, la reciprocidad y la rapacidad constituyen esquem as dom inantes que perm ean la ética de una cul­ tura. Sin em bargo, no excluyen la presencia de su opuesto en nichos específicos: la reciprocidad equilibrada gobierna n o rm alm en te la alianza m atrim onial entre los jíbaros, m ientras que los tucanos, que a veces se perm iten el rapto de esposas, tienen clara conciencia de su posición interm edia en una cadena cósmica de la alim entación (véa­ se Arliem, cap. 10 de este libro). En otras palabras, entre los tukanos la reciprocidad incluye rapacidad, m ientras que entre los jíbaros ocu­ rre lo contrario. U n tipo sim ilar de inclusión jerárquica se puede encontrar en un tercer m odo de relación: la protección. Este m odo predom ina cuan­ do una gran colección de no hum anos son percibidos como d e p e n ­ diendo de los hum anos para su reproducción y bienestar. Esa colec­ ción p u ed e estar form ada p o r sólo unas pocas especies de plantas y anim ales dom esticados que están tan vinculados a los hum anos, en forma colectiva o individual, que aparecen como genuinos com ponen­ tes ya sea de toda la sociedad (como p o r ejem plo el ganado para los p astores) o de u na u n id ad de parentesco más reducida (com o las mascotas familiares, los anim ales sagrados como figuras ancestrales, etc.). El vínculo de d ependencia con frecuencia es recíproco y algo utilitario, porque la protección de los no hum anos generalm ente ase­ g u ra efectos benéficos; puede garantizar una base de subsistencia, llenar una necesidad de apego emocional, proporcionar m oneda para intercam bios o ayudar a perpetua)' un vínculo con una divinidad be­ nevolente. Aun a su nivel más altruista, com o en los m ovim ientos conservacionistas co n tem p o rán eo s, la protección de no hum anos

nunca carece de alguna gratificación. Traslada el dom inio y la propie­ dad de la naturaleza propios del paradigm a cartesiano a otro plano, un p e q u e ñ o enclave d o n d e la culpa se aten ú a y la dom in ació n se transform a eufem ísticam ente en preservación paternalista y en trete­ nim iento estético. La protección no sólo es m utuam ente beneficiosa, sino que con frecuencia im plica una cadena de dependencias en cascada que vin­ culan diferentes niveles ontológicos m ediante una reduplicación de relaciones asimétricas. En algunas culturas, el patrocinio benevolen­ te concedido p o r los hum anos a plantas y anim ales tam bién define la actitud que tienen hacia los hum anos los representantes de otro gru­ po de no hum anos, a saber, las divinidades. Esas divinidades, que p u ed e n ser ellas m ismas una hipóstasis de una planta o u n anim al p a rtic u la rm e n te im p o rta n te en la econom ía local, son percibidas como ancestros fundadores y protectores de los hum anos, adem ás de ser los proveedores últim os -y a veces los progenitores directos- de los no hum anos que los hum anos usan y protegen. Así, la protección puede llegar a ser el valor general de u n sistema de relación que com ­ bina un a form a de rapacidad (al tom ar la vida de no hum anos anim a­ les o vegetales sin ofrecer equivalentes directos) y una form a de reci­ procidad (oblación a no hum anos divinos a cambio de la perpetuación de una dom inación exitosa sobre no hum anos anim ales y vegetales). Este conjunto de térm inos ahora está organizado en una jerarquía, pero la objetificación social de los no hum anos todavía está estructu­ rad a p o r una relación de analogía.

Modos de categorización C onceptualizar el m undo de hum anos y no hum anos implica tam bién distribuir sus com ponentes elem entales de m anera que p u ed an ser objetificados en categorías estables y socialm ente reconocidas. Sin em bargo, la categorización no debería ser reducida a m eras clasifica­ ciones taxonóm icas (véase Q uéré, 1995). Para Aristóteles como para la corriente principal de la etnobiología contem poránea, la clasifica­ ción de tipos n atu ra les equivale a u n a in feren cia predicativa o la subsunción de un objeto en una clase. En esa perspectiva, los artícu­ los clasificados son concebidos com o sustancias, que se distinguen unas de otras p o r rasgos contrastantes y, en general, p o r u n m arca­ d o r lingüístico específico; así, son tratados com o representaciones

m entales individuales, dotados de autonom ía relativa como resulta­ do de un relieve perceptual supuestam ente hom ogéneo. Como la cla­ sificación taxonóm ica o pera sobre contenidos que pueden estar d a ­ dos ya en la n a tu ra le z a , o p u e d e n ser re su lta d o de lim itacio n es cognitivas y perceptivas específicas, no es sorprendente que la arqui­ tectura in tern a de las taxonom ías etnobiológicas folk presente unas pocas características definitorias probablem ente universales (Atran, 1990; Berlin, 1992). Pero el proceso de categorización puede ser visto con más am pli­ tud, en la tradición del esquematism o kantiano, como el ordenam ien­ to de un espacio dinám ico m ediante una determ inación m etódica de singularidades. Desde esa perspectiva, la constitución de categorías es u na función de su posición relativa, y sus identidades relaciónales se construyen p o r procedim ientos en gran p arte implícitos. La clasi­ ficación de las enferm edades en la m edicina ayurvédica (Zim m erm an n, 1989) o la org an izació n de los atrib u to s sociales e n tre los zafimanirys de M adagascar (Bloc.h, 1992) ofrecen excelentes ejem plos antropológicos de esos principios clasificatorios. Este tipo de o rd en a­ m iento, conocido algunas veces com o paradigm ático (Petitot, 1985), se basa p o r lo tanto en una lógica de relaciones, m ientras que la cla­ sificación taxonóm ica se basa en una lógica de predicados. La distin­ ción no es nueva. K ant distinguía en tre la división escolástica, que ofrece u n a sistem atización para uso de la m em oria, y la división n a­ tural, que distribuye a los seres vivientes según leyes de com binación, en lugar de alinearlos bajo categorías establecidas (Kant, 1947). En cambio, si seguimos a Tort, no hay por qué considerar esos dos esque­ mas clasificatorios com o antitéticos; em p lea n d o el vocabulario de clasificación de los tropos creado p o r Du Marsais en el siglo XVIII, ’ló rt sostiene que el esquem a m etafórico, que clasifica p o r la sem ejanza, y el esquem a m etoním ico, que clasifica p o r atributos o propiedades, en conjunto constituyen cualquier m ecanism o clasificatorio (Tort, 1989). El predom inio de uno de esos esquemas nunca es absoluto, puesto que el ord en aparente que establece siem pre es subvertido por el inheren­ te al otro esquema. Así, con frecuencia, la s/¿ ^ -ta x o n o m ía s co rrien tes de plantas y anim ales están organizadas de acuerdo con el principio de semejanza, es decir, p o r un esquem a m etafórico. Sin em bargo, si se consideran sólo las dim ensiones sem ánticas de las nom enclaturas, a m enudo lo que gobierna la atribución de nom bres es un esquem a m etoním ico, especialm ente a nivel de los taxa subgenéricos en que hay m uchos

determ inantes especificativos referentes a las cualidades o los usos de los artículos clasificados. Las clasificaciones simbólicas o totém icas, p o r el co ntrario, se basan en un esquem a m etoním ico, puesto que correlacionan clases de hum anos y clases de no hum anos, ya sea vincu­ lándolas p o r m edio de u n a cadena de p ro p ied a d es eslabonadas o postulando que la organización del contraste establecido en uno de los dom inios es un reflejo de la organización del otro o un m odelo p ara ella (véase Durkheim, y Mauss, 1903, para la visión sociocéntrica, y Lévi-Strauss, 1962, p o r la contraria). Pero el principio de asociación activo en la clasificación simbólica puede ser él mismo, obliterado por un principio de sem ejanza, p o r ejem plo, cuando se destaca u n a simi­ litud entre las cualidades esenciales de u n a especie totém ica y las atri­ bu id as a los m iem bros de u n g ru p o de descendencia que lleva su nom bre. Incluso es posible que la falta de distinción entre los esque­ mas m etafórico y m etoním ico -q u e o peran sim ultáneam ente en m u­ chas clasificaciones simbólicas, aunque en diferentes niveles lógicos y conceptuales- sea la razón principal de la persistencia de ese feti­ che antropológico que Lévi-Strauss llam ó la ilusión totém ica (1962). C ada cultura, cada epúteme histórica, articula esos dos esquemas clasificatorios para producir com binaciones específicas, cuya n atu ra­ leza varía de acuerdo con el tipo de esquem a dom inante, con el n ú ­ m ero de niveles que ese esquem a abarca y con el tipo de m odo clasificatorio privilegiado p o r cada uno de los esquem as en cada nivel de clasificación. Esos m odos son bastante diversos: p o r ejemplo, el esque­ m a m etafórico puede clasificar por semejanza morfológica (como, por ejem plo, la corriente principa] de la botánica desde A danson), p o r analogía (de estructuras, de diseños, de facultades intelectuales o dis­ posiciones morales), o p o r una m atriz de rasgos contrastables (como en la fonología estructural, la cladística, o ciencia de las ram ificacio­ nes, o la antropología física racialista). En cuanto al esquem a m etoní­ mico, p u ede clasificar p o r propiedades o p o r usos (como p o r ejem ­ plo la botánica occidental preclásica), de acuerdo con u n a relación de c o n tig ü id a d e sp a cial (clasificación p o r h a b ita ts en tax o n o m ías etnobiológicas folk o p o r topoi en cosmologías/c/A) o bien de acuerdo con u n a relación de contigüidad tem poral (como el principio genea­ lógico que opera en la biología evolucionista o en la clasificación folk de algunos g rupos de descendencia). Yo creo -m á s bien com o u n acto de fe prospectivo- que el estudio de esas com binaciones jerá rq u i­ cas de esquem as clasificatorios y m odos de clasificación p o d ría a rro ­ ja r alguna luz sobre los diferentes tipos de categorización de h um a­

nos y no hum anos. U na em presa de ese tipo p o r lo m enos p o d ría ofrecer u n escape de las dos opciones entre las cuales la etnociencia oscila desde hace algún tiem po: la inconm ensurabilidad de las g ra­ máticas culturales o bien una universalidad artificial del ordenam ien­ to de los seres vivos obtenida m ediante la consideración exclusiva de clasificaciones taxonóm icas.

COMBINACIONES

En vista de la naturaleza hipotética de las proposiciones presentadas hasta aquí, parece ju sto ilustrar sus alcances y potenciales aplicaciones proporcionando unos pocos ejem plos etnográficos. Por falta de esp a ­ cio consideraré solam ente algunos tipos de objetivación de no h u m a­ nos resultantes de diversas combinaciones de m odos de identificación y m odos de relación, dejando de lado los m odos de clasificación.

Variaciones animistas C om o m odo de identificación, el anim ism o p uede ser especificado p o r lo m enos p o r tres tipos dom inan tes de relación: la rapacidad, la reciprocidad y la protección. Los jíbaros ya nos han aportado u n ejem ­ plo de anim ism o rapaz o predatorio, pero ese rasgo tam bién es apli­ cable a m uchas sociedades guerreras, especial en Am érica, para la cuales la captura e incorporación de personas, identidades, cuerpos y sustancias constituyen la pied ra de toque de una filosofía social ca­ níbal, como p o r ejem plo los m undurucús de Brasil (Murphy, 1958), los nivacles del G ran Chaco (Sterpin, 1993) o los chippewas sudocci­ dentales de la región de los G randes Lagos de N orteam érica (Ritzenthaler, 1978). La reciprocidad es una inversión de la rapacidad y define esos sis­ temas anim istas en los que las relaciones entre los hum anos, así com o entre hum anos y no hum anos, son alim entadas p o r u n intercam bio c o n stan te de servicios, alm as, alim entos o vitalid ad genérica. La creencia dom inante en esos sistemas es que los hum anos tienen una deuda con los no hum anos, principalm ente p o r la com ida que estos últimos les proporcionan. Los hum anos pueden tratar de esquivar sus obligaciones, pero tam bién adm iten sin dificultad que es legítimo que

los no hum anos trate n de restaurar el equilibrio de la reciprocidad cap tu ran do com ponentes de la persona hum ana, participando de su com ida o abso rb ien d o una p arte de su vitalidad. A parte de las ya m encionadas sociedades de los tukanos de la región noroccidental de la Am azonia, este tipo de concepción está bien docum entada entre pueblos de las áreas ártica y subártica de N orteam érica, com o los in u its (Blaisel, 1993), los m o n tag n ais-n a sk ap i (Speck, 1935), los ojibwa del n o rte (Hallowell, 1981) y los crees (Tanner, 1979; B right­ m an, 1993), o en tre algunos pueblos del sureste asiático, com o los chewongs (Howell, 1989, véase tam bién el cap. 7 de este libro) o los m a’betisek de Malasia (Karim, 1981). C om o m odo dom inante de relación, la protección raras veces se encuentra asociada con sistemas anim istas, puesto que éstos son más com unes en las sociedades en que la caza constituye el foco principal de la m ediación entre hum anos y no hum anos. Por otra parte, la p ro ­ tección implica un contacto directo y p erm an en te con la especie pro­ tegida y un tipo de dependencia de no hum anos que son más típicos de las interacciones con anim ales dom esticados. Sin em bargo, Hamavon describe claram ente un caso de anim ism o protector en su análi­ sis del “cham anism o p asto ril” practicado p o r los exirit-bulagat de Siberia m eridional (Ham ayon, 1990:605-704). Entre ellos, el estatus simbólico de los anim ales domésticos (ganado, caballos y ovejas) d e­ riva de la concepción com ún a todos los cazadores siberianos de que hum anos y anim ales tienen una esencia similar. Pero m ientras que las sociedades cazadoras buriats conciben su relación con los animales que cazan y el Espírilu de ios Bosques en térm inos de igualdad y alianza, los buriats pastores favorecen una relación jerárquica entre hum anos, no hum anos protegidos (el ganado) y el protector no hum ano de esas dos categorías, una figura llam ada S eñor Toro. Es con esa hipóstasis del ganado que se establece una relación de intercam bio a través del sacrificio de anim ales entendidos como equivalentes, para asegurar el dom inio continuado de los hum anos sobre los no hum anos.

Variaciones totémicas Los m odos de relación entre hum anos y no hum anos típicos de los sisLemas totémicos son necesariam ente dicotómicos. En tales sistemas, los no hum anos proporcionan un repertorio de etiquetas para la clasifica­ ción social; son los signos que una sociedad utiliza para conceptualizar

su segm entación y, en cuanto tales, no pueden constituir los térm inos de relaciones sociales con humanos. Pero como el significado y la fun­ ción de los no hum anos no se limitan a su papel en la clasificación so­ cial, es posible que en otras esferas de la vida social se destaquen otros aspectos de su potencial práctico o simbólico. Así, una relación rapaz con una especie totém ica sólo es posible si se establece una distinción clara en tre la especie com o concepto clasificatorio y los individuos miembros de esa especie. Este parece ser el caso entre los aborígenes australianos, que entienden la caza no como un intercam bio ni el pro­ ducto de una alianza entre hum anos y animales, sino como una activi­ dad totalm ente m undana de procuración de alim ento (Testart, 1987). VI revés de lo que o curre en m uchas cosm ologías am erindias y si­ berianas, en que la relación con los anim ales es presentada como de afinidad o de alianza con individuos de la m ism a posición, para los cazadores australianos la presa no es ningún allerego cuya m uerte deba ser com pensada. La relación de rapacidad parece ser literalm ente r a­ paz y 110 tiene ningún significado cosmológico definido. El tratam iento ritual de animales, fuera del terreno de la caza subraya una abstracta continuidad lineal entre la com unidad de no hum anos y la com unidad de hum anos, en u na organización ceremonial orientada hacia la cele­ bración de la solidaridad y la com plem entariedad de los diferentes segmentos que forman el todo social. D ependiendo del contexto, pues, los anim ales son buenos tanto para com er o com o alim ento para el pensamiento, pero nunca son com pañeros sociales. Una relación de reciprocidad con no hum anos totém icos es tan im posible como una de rapacidad, puesto que las especies totémicas, al ser sim ples significantes de la segm entación social, no p u ed e n en trar en una relación recíproca con los hum anos. Sin em bargo, los sistemas totémicos puros son más bien excepcionales íúera de A ustra­ lia, y con frecuencia se encuentran com binados con sistemas animistas que p erm iten la expresión de una relación de reciprocidad p o r lo menos coir u na fracción de los no hum anos. Tal es el caso entre los hororos de Brasil (véase la nota 4, p. 108). La com binación de un sistema totém ico y una relación de protec­ ción tam bién im plica una relativa dicotom ización de los m odos de interacción entre hum anos y no hum anos. Sin em bargo, esa dicotom ía es m enos m arcada que en otros m odos de relación, en la m edida en que los no hum anos protegidos, sin necesariam ente form ar parte del conjunto de especies totémicas, pueden, no obstante, estar dotados de una función totém ica, es decir, pueden ser utilizados como m arcado­

res de posición y de relaciones sociales. Un buen ejem plo de este úl­ timo caso son los nuer: además de tener un sis lema totémico tola] m en­ te ortodoxo, en el que algunos tío hum anos (m am íiéros, aves, repti­ les, árboles) sirven para conceptual izar la segm entación de los linajes, los nu er tam bién “tienden a definir todos los procesos y las relaciones sociales en térm inos de; g an a d o ” (Evans-Pritchard, 1940: 19). Este aspecto es particularm ente m arcado en la vida ritual, por ejem plo en la iniciación de ios varones, durante la cual eadajoveii tom a su “n om ­ bre de buey”, que conservará m ucho después de haber perdido la p o ­ sesión del particular buey (leí que el nom bre deriva (Evans-Pritchard, 1956:250-257). En el caso de los nuer, el ganado sirve de protección/’ sirve para pensar en él como un m arcador de identidades individua­ les y colectivas, y sirve para socializar com o un sustituto dil ecto de los hum anos en las diversas esteras de intercam bio.

Variaciones naturalistas De todos los modos de identificación, el naturalism o es obviam ente el más fam iliar para los occidentales, aun cuando algunas de sus ex­ presiones conducen a antinom ias y, p o r lo tanto, están condenadas a perm anecer en el terreno de la utopía. Ese es el caso, por ejemplo, del sueño de postular u n a relación de reciprocidad entre la hum anidad y la naturaleza, concebida como socios o entes de igual estatus, obje­ tivo im posible de alcanzar, porque en una cosmología naturalista no puede haber terreno común entre los hum anos y los no hum anos: o son percibidos como pertenecientes a com unidades inierconecLadas, v en consecuencia el naturalism o pierde su carác ter predicativo, o bien perm anecen confinados en dom inios ortológicos separados, y la dia­ léctica de la reciprocidad no es más que una m etáfora para expresar una im posible aspiración a superar el dualism o. Las expresiones de esa aspiración son com unes en el discurso filosóiicoy literario: en una form a u otra ha sido expresada por portavoces tan diferentes como Schelling (en su filosofía de la naturaleza), poetas rom ánticos com o Lam artine o G oethe, Engels (en su Dialéctica de la naturaleza.) y, más recientem ente, Michel S enes (1990). En cuanto al naturalism o rapaz o predatorio, 110 es tanto un valor ' "I .a vaca es un parásito ríe los nuer, que dedican la vida a asegurar su bieiieslar" (K\ ans-Pritchard, 1940:'56).

ro m o u n a antigua práctica europea, nacida en la Edad Media, cuando se desbrozaron para el cultivo grandes extensiones de bosques; esa práctica adquirió su legitimación con la filosofía cartesiana y su pieria expresión con la mecanización del m undo, en el sentido tanto físico como técnico de la expresión; y después esa práctica se transform ó en el destino histórico de Europa, bajo el nom bre de producción, cuando la sociedad burguesa logró concebirse a sí misma como la encarnación de un orden natural. De esc estado de cosas 110 podía dejar de surgir un deseo de proteger a la naturaleza, y adoptó la forma de una ideo­ logía que extendía a las especies salvajes y a los paisajes nat urales el tipo de sensibilidad y de com portam iento ya experim entados en la relación con algunos animales domésticos y en el desarrollo de jardines de re­ creación (Thomas, 1983). Al fetichizar la naturaleza como un objeto trascendental, cuyo control se desplazaría del capitalismo predatorio al m anejo racional de la economía m oderna, los movimientos conser­ vacionistas, lejos de cuestionar los fundam entos do la cultura occiden­ tal, más bien tienden a perpetuar el dualism o ontológico típico de la ideología m oderna. Sin embargo, es posible que el program a propuesto por los activistas am bientales conduzca, involuntariam ente, a una d i­ solución del naturalismo, puesto (¡ue la supervivencia de toda una va­ riedad de 110 humanos, hoy cada vez más protegidos de daños anthrópicos”, dentro de poco dependerá casi exclusivamente de convenciones sociales y acciones humanas. Así, las condiciones de existencia de las ballenas a/ules, la capa de ozono o la Antártida no serán más “natura­ les” de lo que lo son actualm ente para las especies salvajes en zoológi­ cos o para los genes en bancos de datos biológicos. A m edida que la deriva la aparta cada vez más de su definición histórica, la naturaleza es cada vez menos el producto de un principio autónom o de desarro­ llo; su previsible defunción en cuanto concepto probablem ente cerra­ rá un largo capitulo de nuestra propia historia.

CONCLUSIÓN

Debido a su vaguedad m isma, la idea de la naturaleza ha sido el ele­ m ento principal en una serie de dicotom ías que constituyen los blo­ ques ele construcción de la historia del pensam iento occidental: n a­ tu rale za-c u ltu ra, n a tu ra leza -h isto ria , n a tu ra le z a -m e n te , etc. Sin embargo, como señaló correctam ente H eidegger (1968), la naturaleza

ha sido m ucho más que el térm ino básico de u n a serie de conceptos antitéticos; en todas esas distinciones funciona com o u n a totalidad abarcadora que define las características mismas de cada uno de los conceptos que contrapone. Lo que se distingue de la naturaleza re­ cibe su determ inación de ella, de m anera que la m ayoría de los temas metafísicos parecen extraer su existencia del intento de trascender un concepto que en sí tiene muy poco significado. La conclusión parece inevitable: suprím ase la idea de naturaleza y todo el edificio filosófi­ co de las realizaciones occidentales se derrum bará. Pero ese cataclis­ m o intelectual no nos dejará necesariam ente enfrentados al gran vacío del Ser que H eidegger denunció incesantem ente: sólo reconform ará nuestra cosm ología haciéndola m enos exótica p ara m uchas culturas que están a un paso de abrazar los valores de lo que creen que es la m o d ern id ad . Es posible que la globalización ad q u iera entonces un significado muy diferente: no la abolición de todas las diferencias en tre “ellos” y “nosotros”, ni nuestro regreso a los principios de la teología agustiniana, sino un nuevo terreno com ún que nos llevará a “nosotros” más cerca de “ellos”, al tiem po que nos esforzamos, a nues­ tro m odo, p o r habérnoslas con un universo híbrido en el que h u m a­ nos y no hum anos ya no pueden ser m anejados cóm odam ente con dos conjuntos enteram ente diferentes de dispositivos sociales. No m e toca a m í predecir si ese reacom odo radical del mazo, a la larga, tendrá lugar o no y si producirá un m undo mejor. Sin embargo, sus consecuencias epistemológicas para la antropología son claram ente previsibles. La principal es la obsolescencia del debate entre universa­ lismo y relativism o -q u e en sí es una reliquia de la dicotom ía entre naturaleza y cu ltu ra - y del intento de traducirlo en program as an ti­ téticos. Ir más allá del universalismo y el relativismo implica dejar de tratar a la naturaleza y la sociedad, así como a las facultades hum anas y la naturaleza física, com o sustancias autónom as, abriendo de esta m anera el camino a una com prensión verdaderam ente ecológica de la constitución de entidades individuales y colectivas. Ya sean autoadscriptas o externam ente definidas, conform adas p o r hum anos o sólo percibidas por hum anos, ya sean materiales o inm ateriales, las entida­ des que form an nuestro universo sólo tienen significado e identidad a través de las relaciones que las constituyen en cuanto tales. Las relacio­ nes son anteriores a los objetos que conectan, pero ellas mismas se ac­ tualizan en el proceso p o r el cual producen sus térm inos. U na antro­ po lo g ía no dualista sería entonces u n a especie de fenom enología estructural en la que se describen y com paran sistemas locales de reía-

dones, no como redes funcionales que difieren en sus respectivas escalas y tipos de conexiones -com o en la antropología simétrica p o r la que abogan L atour (1994) y Callón (1991)- sino como variaciones dentro de u n grupo de transform aciones, es decir como u n conjunto de trans­ formaciones estructuradas p o r com patibilidades e incom patibilidades entre un núm ero finito de elementos. Entre esos elem entos figurarían relaciones de objetivación de hum anos y no hum anos (Descola, 1994b), m odos de categorización, sistemas de m ediación y tipos de “concesio­ nes” [affordances] (Gibson, 1979) relacionados con am bientes específi­ cos. Es posible que u n a vez que nos hayam os deshecho de la vieja retícula ortogonal naturaleza-cultura surja un nuevo paisaje antropo­ lógico m ultidim ensional, en el que las hachas de piedra y los quarks, las plantas cultivadas y el m apa de los genom as, los rituales de caza y la producción de petróleo puedan llegar a ser inteligibles como otras tantas variaciones dentro de u n solo conjunto de relaciones que abar­ que a hum anos y no hum anos.

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6. LA GEOMETRIA COGM TIVA DE IA NATURALEZA Un e 11 foq ti e cor i1ex tu a 1*

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Q ue las concepciones de la naturaleza varían histórica y etnográfi­ cam ente, y que p o r lo tanto, ellas mismas son intrínsecam ente cultu­ rales, es algo que hoy se aiinna tan am pliam ente que con frecuencia se supone que ha llegado a ser una verdad antropológica evidente, lál vez el m ejor ejem plo de esto en el discur so am bientalista popular, así como en cierta antropología, es la oposición que se plantea, entre: la visión sislémica y holística de las sociedades “tradicionales”, “tribales” o “arcaicas” y el dualism o de la tradición científica m oderna y judeocristiana dom inante. Q ue las concepciones de la naturaleza varían más allá de esas abstracciones está bien dem ostrado en estudios in­ dividuales, tanto históricos (p. ej., Collingwood, 1945; 1 liornas, 1985; H origan, 1988; T orrante, 1992) como etnográficos. En particular se ha prestado m ucha atención a cómo esas concepciones pueden sur­ gir de prácticas particulares de- interacción am biental (p. ej., Ingold, 1992; Bird-David, 199?)) y cómo eslas últim as a su vez pueden servir de apoyo a ideologías sociales particulares, o (p. ej., Schelold, 1988) ser sostenidas por ellas.1 (lom o lo ha expresado l’hilippe Descola: r u d a l u m i a e s p e c í f i c a d e c o n c e p t u a l i z a c i ó n c u l t u r a l i n t r o d u c e L a m b ién c o n ­ j u n t o s d e r e g l a s s o b r e el u s o y la a p r o p i a c i ó n d e la n a t u r a l e z a , e v a l u a c i o n e s

Dos versiones anteriores de este capítulo se presentaron en nn seminario en (“I Vtusémn National (TI tisloive Naturelle (je París, patrocinado conjuntamente por el (.'.Mis y til Laboi alón e dM