Modernidad indiana : nueve ensayos sobre nación y mediación en México
 9789684068230, 9684068239

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Claudio Lomnitz

Modernidad indiana Nueve ensayos sobre nación y mediación en México

PLANETA

Diseño de portada: Carlos Gayou Foto de autor: Elena Climent ® 1998, Claudio Walter Lomnitz-Adler Derechos Reservados ® 1999, Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V. Avenida Insurgentes Sur núm. 1162 Colonia del Valle, 03100 México, D.F. Primera edición: febrero de 1999 ISBN: 968-406-823-9

Impreso en los talleres de Avelar Editores e Impresores, S.A. de C.V. Bismark núm. 18, colonia Moderna, México, D.F. Impreso y hecho en México - Pñnted and made in México

I ndice ✓

Introducción ............................................................................... 7 P rim era parte : Transformaciones del nacionalismo mexicano 19 I. Fisuras en el nacionalismo m exicano.............................. II. Ideologías comunitarias en el nacionalismo................... III. Decadencia en tiempos de globalización ........................

21 35 65

Espejos y espejismos ......................................

77

S egunda

parte :

IV. Descubrimiento y desilusión en la antropología mexicana 79 V. El censo y la transformación de la esfera pública ......... 99 VI. Dos propuestas para los museos del futuro...................... 111 T ercera

parte :

Sociología de lo público y geografía del silencio

119

VII. Intelectuales de provincia y la sociología del llamado “México profundo”............................................................... 121 VIII. El centro, la periferia y la dialéctica de las distinciones sociales en una provincia m exicana........... 151 IX. Ritual, rumor y corrupción en la conformación de los “sentimientos de la nación” ............................................. 187

Epílogo......................................................................................... 221 Bibliografía ................................................................................. 225

Hay libros que, como Atenea, nacen enteros de las mentes de su autor. Otros nacen con una imagen persistente y esquiva que el creador trata de asir con sus palabras hasta que el libro queda escrito: Darwin perse­ guía la imagen de un árbol en las labores que condujeron a El origen de las especies. También hay libros como éste, que se le revelan a su autor cuando ya están terminados, sorprendiéndolo desprevenido. Este libro nació en la estela de otro anterior, Las salidas del labe­ rinto, como una serie de ideas aparentemente discretas acerca de la dimensión espacial de la esfera pública y de las implicaciones de la llamada globalización para el nacionalismo mexicano y la cultura nacional. Consta de nueve capítulos que escribí entre 1993 y 1996 y que fui publicando en avenidas tan diversas que sólo un detective acucioso podría reunidos, pues unos aparecieron en México, otros en Estados Unidos y en Europa y hay dos capítulos inéditos. Para compli­ car las cosas más, mis labores en estos pasados tres años fueron un vaivén constante entre el ensayo crítico y el artículo de investigación profunda, por lo cual algunos escritos aparecieron en periódicos en tan­ to que otros, incluyendo un artículo en alemán que ni yo puedo leer, aparecieron en los más enrarecidos foros de la academia. Esta forma de difundir —o difuminar— los trabajos reflejó el modo en que los escribí: cada uno tuvo su pretexto. Sin embargo, de pronto esta serie de escritos se me reveló como un caso de Nueve capítulos en busca de un libro; todos forman parte de un proyecto: demostrar que es necesario reformular la cuestión nacional en México a partir de una comprensión cabal del vínculo entre nación y modernidad en nuestra historia. En los primeros ensayos de este libro pondero la necesidad y la dificultad de reconstruir el nacionalismo en México. La necesidad se impone por la ausencia de un verdadero proyecto de unión norteameri­ cana, y la dificultad estriba en que ninguno de los dos modelos princi­

pales para la nación mexicana, el nacionalismo revolucionario y el li­ beralismo clásico, se adecúa a la situación actual del país en la econo­ mía mundial. Así, dedico algunos esfuerzos a demostrar que la fórmula nacional en México está en una crisis severa y critico algunas de las soluciones más socorridas a esta crisis, como es la idea esencialista del “México profundo”. Critico también la solución —tan atractiva como fácil— que imagina la historia del país como una trayectoria que va inexorablemente hacia la democracia y que representa al régimen posrevolucionario como un mero paréntesis autoritario en la teleología de la democracia. En vez de estas posturas, los ensayos de investigación incluidos en este libro construyen periodos y ofrecen precisiones sociológicas e históricas a una serie de puntos: la sociedad civil no nació ayer, tiene una existencia larga y compleja que puede apreciarse investigando la historia de lo público y de las esferas públicas. Por otra parte, siguiendo el tipo de análisis que desarrollé en Las salidas del laberinto, dediqué esfuerzos para desarrollar elementos específicos de una geografía histó­ rica de la modernidad. Uno de los problemas principales de las utopías modernas en este país —incluyendo aquellas que actualmente animan el discurso político del poder— es que parten del discurso universalista y uniformador que es premisa de todo liberalismo. Sin embargo, nunca ha habido uniformidad en la aplicación de la ley ni en la extensión de las instituciones estatales, y esto no por una serie de excepciones par­ ticulares, sino debido a las irregularidades sistémicas que han persisti­ do en el espacio político y social desde siempre. Por ejemplo, en el siglo pasado la categoría de lo “indio” adquirió /la connotación de aquello o aquellos que están apartados de las institu­ ciones del gobierno y de la vida civil. Asimismo, en este siglo catego­ rías como las de “marginalidad social” o “sector informal” denotan amplios espacios de reproducción social que están al margen de la rela­ ción entre lo público y lo privado, la cual rige al estado liberal. Así como los indios tenían y tienen tierras comunales y una economía que se escapaba de la contabilidad oficial, tenemos hoy “paracaidistas” cuya producción económica y reproducción social se da al margen del orden legal y requiere permanentemente de “coyotes”, “caciques”, “conec­ tes”, “palancas”, “padrinos”, “madrinas”, “chayotes”, “embutes”, “con­ fianzas”, etcétera. Por ello, las grandes ideas que pretenden caracterizar lo público en toda una época, como la idea de hacer más sobre la esfera pública burguesa, o las ideas Foucault acerca del poder y del conocimiento modernos, se presentan de manera sistemáticamente irregular en el es­ pacio nacional. Esta irregularidad no es una simple “imperfección” que

se resuelva diciendo “México es un país autoritario, no tiene ni tuvo nunca una esfera pública burguesa” ni “México se modernizó de mane­ ra tan imperfecta que aquí el panóptico del poder moderno nunca se desarrolló plenamente: por eso no hay una cultura cívica liberal”. No se resuelve porque, aunque ambas afirmaciones son verdaderas a un nivel de abstracción muy alto, esconden tanto como lo que revelan. En México ha habido esferas públicas burguesas, campesinas y proletarias, ha habido formas de publicidad monárquicas y republica­ nas, liberales y autoritarias. Ha habido también mucha modernidad, modernidad como proyecto utópico, como práctica institucional y como método para construir sujetos sociales. El problema no es la existencia o inexistencia de la esfera pública o de instituciones disciplinarias mo­ dernas (como la escuela o la cárcel), sino comprender los modos en que las prácticas e instituciones de la esfera pública y de la modernidad cultural se articulan con otra serie de prácticas e instituciones dentro de un espacio nacional que ha estado siempre fragmentado, tanto desde un punto de vista económico como cultural. Por eso, este libro trata sobre las mediaciones culturales de la modernidad.

1. Modernidad y modernización ¿A qué nos referimos cuando hablamos de modernidad? En este libro estaré hablando de varios fenómenos. Primero, está lo que llamaremos “modernidad cultural” y que, siguiendo a Max Weber y a Jürgen Habermas, entenderemos como un régimen social en que la ciencia y el arte no están subsumidos a una moralidad políticamente reinante, es decir, a un régimen en el que existe cierta libertad y autonomía tanto para el desarrollo del pensamiento como para su expresión pública. Es obvio que la tal modernidad cultural tiene una historia compleja en México: no la tuvimos durante Ja época colonial, ya que la ciencia y el arte de esa época estaban sometidas a la vigilancia de la iglesia; des­ pués de la independencia, el rezago científico y la dependencia cultural de nuestras élites hicieron que el desarrollo de las ciencias y de las artes dependiera en alto grado de la acción positiva del estado, lo que tam­ bién le dio formas particulares a las instituciones culturales del país. El segundo sentido de modernidad cultural que me importa desta­ car es el de un régimen en que existe una división clara entre lo público y lo privado y en el que idealmente se da una esfera pública que se concibe como un espacio de discusión y crítica al estado desde una serie de derechos y espacios individuales en los que éste no debe tener

injerencia. Este ideal, que Habermas llama la “esfera pública burgue­ sa”, supone una oposición entre estado y sociedad civil en que la socie­ dad civil tiene un espacio de autonomía frente al estado y cuenta con mecanismos para supervisar y modificar sus acciones. Evidentemente, este tipo de organización cultural está muy acotada históricamente, aun en Europa y Estados Unidos, donde un aspecto clave de la llamada “posmodemidad” corresponde al hecho de que la invención de nuevos medios de publicidad (en el sentido de “hacer público”), especialmente la televisión, ha transformado el tipo de comunicación característica de la esfera pública burguesa, llevando, para unos, a una sociedad de masas que ha perdido aspectos claves de la promesa liberadora de la moderni­ dad y, para otros, a una sociedad mediatizada en que la crítica se da en otros planos y dimensiones. Un tercer aspecto clave de la modernidad que no tiene que ver con la organización social del régimen es la modernización. Este aspecto, que tiene más resonancia con el uso coloquial de la palabra “moderno”, se refiere al proceso continuo de generar y asimilar formas de produc­ ción y de consumo que están a la vanguardia de la tecnología y del gusto, tal y como estos se construyen en el sistema mundial. Es importante recalcar que, tanto a nivel de los actores individua­ les como a nivel de regímenes enteros, la modernización puede conseguirse sin modernidad cultural. Por ejemplo, un sirviente que no tiene una esfera de vida privada propia —puesto que forma parte de una casa donde su patrón puede mandar las 24 horas y donde su trabajo no tiene una descripción formal— puede, sin embargo, comprarse unos zapatos tenis último modelo y cortar el césped con una podadora Black and Decker. Este sujeto no forma parte de una modernidad cultural, pero sí participa de la modernización. Por otra parte, sabemos que exis­ ten regímenes enteros que han conseguido industrializar e introducir formas de consumo modernas sin que exista una esfera pública burgue­ sa. Así, por ejemplo, una española franquista alguna vez dijo: “Antes de Franco, no teníamos frigoríficos.” En Rusia y en China la industria­ lización la hicieron los comunistas y, en Chile, el “neoliberalismo” eco­ nómico fue impulsado por un régimen militar que simpatizaba bien poco con la modernidad cultural. Es también indispensable reconocer que la modernización no es tan sólo un fenómeno económico. A diferencia de lo que creyeron mu­ chos liberales latinoamericanos desde el siglo pasado, la moderniza­ ción trae siempre consecuencias culturales. Esta dimensión cultural de la modernización tiene dos aspectos principales, uno ligado a la pro­ ducción y el otro al consumo. Los cambios tecnológicos requieren y generan transformaciones culturales. Un ejemplo muy socorrido de esto

lo ofrece Charles Chaplin en su película Tiempos modernos, donde muestra cómo la producción en masa y la propiedad privada de los medios de produción convierten al reloj (un elemento de la moderniza­ ción) en el peor capataz, el cual reduce al individuo a ser parte de una ma­ sa uniforme regida por una máquina. La película comienza con una gigantesca toma de un reloj con su segundero corriendo en tiempo real, y luego sigue con un rebaño de ovejas al que se superpone la imagen de los obreros entrando a la fábrica. También la computadora, el teléfono y, en realidad, todo gran cambio tecnológico modemizador genera cam­ bios culturales importantes, incluso a nivel de la conformación cultural de la persona. Un segundo aspecto cultural de la modernización se relaciona con el consumo. Consumir un artefacto moderno es un acto que se inserta en un sistema de distinciones culturales complejo y cambiante, ya que no todos tienen los recursos para adquirir los productos más avanzados o que están de moda. Por ello, consumir una hamburguesa en McDo­ nald’s no significa lo mismo en Chicago que en México o la Plaza Roja de Moscú. No se puede pretender que la modernización deje cultural­ mente intacta a una sociedad, así como tampoco puede suponerse una homogeneización simple del mundo a través de la diseminación de ar­ tefactos muertos. Resumiendo, hay tres aspectos principales que nos conciernen en el análisis cultural de la modernidad. Los primeros dos tienen que ver con la arquitectura de los regímenes nacionales y son, a saber, la rela­ ción que guarda el régimen político con la producción científica, tecno­ lógica y artística y la forma en que se construye lo público y su relación con la esfera privada. El tercer aspecto es la cultura de la moderni­ zación, cultura cuyos ritmos de innovación son intrínsecamente transnacionales y cuya forma se relaciona, por un lado, con el impacto cultural que tienen los cambios en las técnicas y relaciones sociales de producción y, por el otro, con la relación que guarda la modernización con la creación de distinciones sociales a través del consumo.

2. La mediación cultural de la modernidad Entendida de esta forma tan compleja, es evidente que “la moderni­ dad” no es simplemente algo que se alcanza o no se alcanza. Hay as­ pectos del concepto que se relacionan con un régimen cultural muy específico y otros aspectos que so.'' parte intrínseca del dinamismo innovador del capitalismo en el mundo. En este sentido, la modernidad puede ser simultáneamente una meta que está siempre a nuestro alcance

y un pasado que simplemente no fue el nuestro. No obstante, la com­ plejidad de los fenómenos en cuestión no termina ahí de modo alguno, pues está en la naturaleza de la modernidad el hecho que, desde los inicios de la era moderna en el mundo, durante el siglo xvi, México haya tenido aspectos, momentos y situaciones modernas mezclados con otros que no lo eran. Por ejemplo, la cerrazón política e ideológica de la contrarreforma española no impedía que el estado español intentara mantener la tecno­ logía de navegación, de impresión o de fabricación de textiles a la par con las que se usaban en Inglaterra, Flandes o Francia. Por lo contrario, cada uno de los principales regímenes ideológicos que se han implanta­ do en la historia de México, desde el de los Austrias y el de los Borbones hasta los de conservadores y liberales en el siglo pasado, desde el régi­ men porfiriano al de los sonorenses y al del Partido revolucionario institucional ( p r i ), todos han buscado modernizar selectivamente, pro­ curando modernidad en unos ramos y no en otros, transformando algu­ nas instituciones públicas y no otras. Estas actitudes selectivas hacia la modernidad responden no sólo a los intereses de los grupos dominantes en cada uno de estos regíme­ nes, sino también a las diversas limitaciones económicas que tuvieron para implementar la modernidad en el espacio político que pretendían controlar, limitaciones que frecuentemente se traducían en estrategias modemizadoras diferenciadas por regiones. Así, por ejemplo, Yucatán, que fue una periferia económica durante el periodo colonial, mantuvo el sistema de encomiendas (que es un sistema de producción feudal) hasta fines del siglo xvm, en tanto que en el Bajío se dio una agricultura capitalista basada en una clase de peones asalariados desde el siglo x v i i . Otro ejemplo: la educación pública rural durante el porfiriato ten­ dió a ser controlada por élites locales, por lo cual las escuelas —que eran concebidas como agentes clave para modernizar a los sujetos so­ ciales— se establecieron predominantemente en las cabeceras munici­ pales, por lo cual los niños de ranchos y rancherías quedaban sistemá­ ticamente fuera de aquel proyecto modernizador. Considerando todo esto, ¿a qué rango de fenómenos nos referi­ mos al hablar de mediaciones de la modernidad? En términos genera­ les, cualquier apropiación de la ideología de la modernidad por un régimen o por actores sociales específicos que piensan aplicarla selec­ tiva y parcialmente se considerará una mediación de la modernidad, ya que el actor social en cuestión utiliza la utopía abstracta de la mo­ dernidad para implementar políticas híbridas que modernizan y desmodernizan a la vez. En lo que sigue detallaré algunas de las formas principales de mediación que se tratan en este libro.

3. El nacionalismo como instrumento de mediación En los últimos quince años ha habido, en las ciencias sociales, un resur­ gimiento del tema del nacionalismo. Como siempre, resulta difícil des­ enmarañar las causas de este resurgimiento, pues en el mundo se han dado casi simultáneamente una revitalización de los nacionalismos y una serie de innovaciones en las teorías, métodos y conocimientos empí­ ricos de las ciencias sociales. Sin embargo, independientemente de si la causa del interés viene por la creciente importancia del “etnicismo” como ideología política o si viene por los frutos que para la compren­ sión del nacionalismo han prometido los análisis de los mitos, del ri­ tual, de la narrativa, de la economía política y de la geografía, lo cierto es que la temática del nacionalismo se ha desarrollado con velocidad y diversidad asombrosas en los últimos años. Para efectos de este libro, quiero señalar sólo algunos aspectos de este desarrollo. Primero, en el plano de la economía política, Wallerstein argumentó convincentemente que el dinamismo inicial del capitalismo en Europa dependió de manera crucial de la competencia entre estados, los cuales fueron desarrollando ideologías nacionales poco a poco. Es decir, parece que la existencia de varios estados en competencia fue una condición para el desarrollo del capitalismo desde el siglo xvi y, sin duda, lo sigue siendo hasta la fecha. La tesis es que el dinamismo del capitalismo depende de que los factores de la economía no sean controla­ dos por ninguna comunidad política. Es la competencia entre estados la que obliga a los gobiernos a otorgar movilidad a los capitales. En este sentido, los intereses colectivos en tomo a un estado, que son un aspec­ to fundamental del nacionalismo, son también parte esencial del capitalismo como sistema (aun cuando reconozcamos que el capitalismo no es el único sistema capaz de generar nacionalismos). Segundo, desde que Benedict Anderson escribió su ya clásico li­ bro Imagined Communities, se acepta el hecho de que el nacionalismo es una ideología comunitaria que funciona dentro de un imaginario en que el mundo es visto como un conjunto de naciones que funciona den­ tro de un mismo marco histórico y que a su manera cada nación busca lo mismo, a saber, “el progreso”, entendido éste, según la tradición utilitaria de Bentham, como la maximización progresiva del bienestar del individuo promedio. Es por ello que diversos autores han insistido en que existe un tipo de historia que caracteriza al nacionalismo mo­ derno: una historia que traza los orígenes míticos de una nación y apun­ ta siempre a la coincidencia entre soberanía y progreso, es decir, a una armonía teórica entre nacionalidad y modernidad.1 1 Ver, por ejemplo, Duara (1995).

En tercer lugar, tenemos a los críticos literarios que, como Homi Bhabha, se han abocado a investigar las formas en que se narra la idea de lo nacional en diferentes contextos. Este aspecto del problema es im­ portante pues, al reconocer que la nacionalidad implica la construcción social de una comunidad en busca del progreso, la cuestión de cómo se cuenta esa comunidad, de cómo es figurada en el lenguaje, de cómo se utiliza retóricamente, adquiere suma importancia. En Las salidas del laberinto pretendí abrir una cuarta línea de investigación en tomo a lo nacional, dedicada a explorar la relación que guarda el nacionalismo con la producción cultural en el espacio nacional. Esta veta de investigación se ha volcado hacia el estudio de la geografía cultural de lo nacional, y busca describir cómo la heteroge­ neidad cultural que es característica de todo país se articula con los discursos nacionalistas. La geografía cultural de lo nacional que inicié en Las salidas del laberinto, la cual prosigo en la tercera parte de este libro, propone una forma de aproximarse a los modos en que la repro­ ducción social en el espacio nacional se relaciona con el nacionalismo. Esta aproximación busca mostrar la “polifonía” del nacionalismo como ideología, es decir, busca descifrar sus múltiples sentidos y “sinsentidos” en un espacio culturalmente diverso. De estas cuatro líneas de investigación sobre el nacionalismo y lo nacional se desprenden claramente tres hechos: primero, que, desde el punto de vista del sistema mundial, existe una relación de interdepen­ dencia entre la modernización y un mundo dividido en estados nacio­ nales; segundo, que los estados nacionales han inventado historias en las que existe una relación de identidad perfecta entre la soberanía na­ cional y la procuración del progreso colectivo; tercero, que estas narra­ tivas nacionales se utilizan de maneras sistemáticamente distintas den­ tro del espacio nacional, ya que este espacio es social y culturalmente heterogéneo y mantiene relaciones diferenciales con “el progreso”. Dada esta interdependencia conflictiva entre modernización y estado nacional, no debe sorprender el relieve en que pongo a la nacio­ nalidad en este libro. La nación es un filtro ideológico que sirve princi­ palmente para mediar la modernidad, para aplicarla selectivamente o para defenderse selectivamente de ella. La supuesta identidad perfecta entre soberanía y progreso colectivo no ha sido nunca más que un ideal: los diversos proyectos nacionales siempre abogan por modernidades selectivas, escondiendo sus preferencias particulares tras las faldas de aquel universalismo utilitario llamado “el bien público”. Este libro reúne varios ensayos dedicados a las formas en que diversos nacionalismos han buscado mediar a la modernidad en Méxi­ co. De estos ensayos se desprenden elementos empíricos y teóricos para

el estudio del nacionalismo como forma de mediación, pero también espero que dejen en claro una posición política, a saber, que la valora­ ción que se le da al nacionalismo no debe concebirse en abstracto (“el nacionalismo es bueno o es malo”): el reto político estriba en realizar valoraciones de nacionalismos que correspondan a las posibilidades reales que tienen colectividades específicas en momentos históricos concretos.

4. Mediación, institución y conocimiento El primer lugar en que buscaremos mediaciones selectivas y mañosas de la modernidad será, entonces, en el nacionalismo mismo. Sin em­ bargo, esta tarea es mucho más compleja de lo que parece, ya que el imaginario nacional no se encuentra tan sólo en enunciados explícitos o en manifiestos ideológicos, sino que se desarrolla también de manera implícita pero importantísima en las disciplinas que buscan ampliar o modificar la estructura institucional del estado. Estas disciplinas, llámen­ se historia, antropología, estadística social, sicología social, economía, ingeniería o geografía, son interesantes no sólo desde el punto de vista cultural, sino también porque iluminan la evolución de las técnicas mismas del poder del estado y de las instituciones modernas. La segunda parte de esta Modernidad indiana explora parcial­ mente algunos de estos puntos a través de juicios muy parciales a la historia de los censos, la historia de la antropología y la de los museos. Ninguno de los tres ensayos que forman esta sección pretende ser una verdadera historia, sino que cada una trata de presentar una óptica novedosa para desarrollar esas historias. Cada uno de estos tres ensa­ yos se aboca a un aspecto distinto del problema de la modernidad mexi­ cana, pero los tres comparten una mirada de larga duración, la cual parte del periodo colonial. El ensayo sobre los censos muestra qué hay de estado en la histo­ ria de la estadística social e introduce uno de los temas centrales de este libro, la evolución de lo público, ya que en México las estadísticas fue­ ron secretos de estado, base crítica para imaginar a la nación, carta de presentación ante aquellos a quienes Juan Álvarez llamó los “pueblos civilizados del mundo”, e instrumento de instituciones no gubernamen­ tales para controlar a los gobiernos. A través de una breve inspección de esta historia de la estadística social, el ensayo presenta algunos de los aspectos centrales de la evolución de la modernidad en nuestro país: la construcción de un imaginario nacional, la transformación de la idea de lo público y de su relación con el estado, la construcción de un poder

central efectivo, y algunos de los cambios que se han efectuado en las técnicas para representar la opinión pública. El ensayo sobre antropología es un intento de mostrar cómo la propia disciplina en que yo fui formado ha tenido un lugar interesante en las formas en que se media y mediatiza la modernidad. La vieja idea de que la América es un mundo maravilloso que, para ser comprendido, demanda la suspensión de todo juicio racional y de todo prejuicio ad­ quirido encontró en la antropología, con su método de observación par­ ticipante, una ciencia humana que la representara. Por ello se pueden examinar algunos aspectos de la trayectoria de esa disciplina mirando la forma en que antropólogos hemos mediado entre un mundo experi­ mentado y otro de ideas recibidas. De paso, este ejercicio sugiere algu­ nos cambios en la relaciones entre los intelectuales y lo público a lo largo de nuestra historia. Por último, el brevísimo ensayo sobre los museos del futuro pro­ pone una salida práctica a uno de los conflictos básicos de la actividad científica, que es cómo presentar las visiones de la realidad que tienen mayor crédito sin hacerlas aparecer como verdades trascendentes e in­ dependientes de los intereses históricos que conforman la curiosidad científica. La solución que propongo es que el museo —o el conjunto de museos de una ciudad— busque convertirse en un artefacto parecido a la llamada “máquina brechtiana”, es decir, que presente a las verdades científicas con sus remiendos visibles. Así evitaríamos tanto la banalización como la deificación del conocimiento científico, y lograríamos tal vez generar una conciencia de las formas en que el conocimiento ha sido en sí mismo una forma de mediar nuestra modernidad.

5. Geografía histórica de lo público La tercera y última parte de este libro está compuesta por tres capítulos largos de investigación que buscan aumentar nuestra comprensión de la mecánica de la mediación cultural en el espacio nacional. Los tres artículos versan sobre temas tratados en los ensayos anteriores, pero presentan datos históricos y sociológicos detallados y proponen enfo­ ques concretos para tratar estas problemáticas. Son, en términos gene­ rales, trabajos que buscan cimentar propuestas conceptuales en terre­ nos explorados con todo el instrumental académico. Tal vez deba aclarar en este punto que no comparto la hostilidad que muchos intelectuales de hoy tienen hacia el trabajo académico acucioso, así como evidentemente tampoco comulgo con quienes me­ nosprecian al ensayo. Lo malo es cuando no se hace una cosa ni la otra.

Cuando se tiene una propuesta interpretativa seria, no queda más que ponerla a prueba haciendo intentos francos por investigar en detalle los asuntos, aclarando siempre las fuentes y limitaciones del estudio. El primer ensayo de esta tercera parte presenta elementos para una geografía histórica de los intelectuales a través de un estudio deta­ llado de intelectuales en un municipio. Este estudio propone elementos para realizar una geografía del silencio en México. Pienso que una geo­ grafía de esta clase sustituye la idea esencialista del “México profun­ do”, que tanta resonancia ha tenido en fechas recientes. Una geografía de los intelectuales es una tarea importante para comprender la socio­ logía y la historia de la opinión pública pues, como queda demostrado en la segunda parte de este libro, ésta siempre ha estado mediada por portavoces, sean estos intelectuales o sean intermediarios políticos. En ese capítulo traté de especificar las bases cambiantes del poder de re­ presentación de diversas clases de intelectuales de provincia y muestro que no siempre ni en todas partes ha habido individuos que puedan clasificarse socialmente como intelectuales, lo cual nos permite fundar una geografía histórica del silencio. El segundo capítulo está dedicado a los modos en que las relacio­ nes centro/periferia se construyen, cambian y se utilizan para crear dis­ tinciones en sociedades locales. El pueblo de Tepoztlán ofrece un cam­ po ideal para explorar esta temática porque ha sido estudiado en detalle a lo largo de este siglo. Existe además un archivo bastante rico que se extiende desde el siglo xvi hasta el presente. En su conjunto, estos da­ tos arrojan luz no sólo sobre la historia de la distinción social al interior del pueblo, sino que también aclaran la relación recíproca que guardan la antropología, los aparatos estatales de producción de conocimiento y las formas en que se construyen identidades en la sociedad local. Más aún, el capítulo es útil para nuestro estudio de las mediaciones de la modernidad porque los discursos que organizan al mundo con metáfo­ ras de centro y periferia, de modernidad y atraso, no son simplemente imposiciones desde “el centro” sino que tienen un alto grado de utili­ dad en las sociedades locales, de manera que nociones tan grandilo­ cuentes como “modernidad”, “tradición” o “atraso” se adhieren a sig­ nos de uso cotidiano para construir mundos sociales que tienen cierta vida propia. El último capítulo del libro propone una teoría acerca de la rela­ ción que guardan el ritual político y los espacios de discusión pública, y desarrolla elementos para una geografía de las esferas públicas y del ritual político en México. Este trabajo avanza sobre las ideas propues­ tas en el capítulo que propone una geografía del silencio, mostrando concretamente las maneras en que se articula culturalmente la opinión

pública nacional a través de rumores, rituales y discusiones abiertas en espacios discretos. Al igual que los otros dos artículos de esta tercera parte, este trabajo sigue desarrollando el tipo de geografía cultural que propuse en Las salidas del laberinto, y muestra que la modernidad cul­ tural no sólo es un sistema polifónico y heterogéneo, sino que su falta de uniformidad ha sido resuelta a nivel sistémico mezclando formas de representación de lo público propios de la modernidad burguesa con otras que pertenecen a una tradición vital y cambiante cuyas raíces se remontan al barroco colonial.

Transformaciones del nacionalismo mexicano

Tupí or not Tupí, tliat is the question... Manifiesto antropofágico

I. F isuras en e l n a c io n a lism o m e x ic a n o 1

Desde la independencia, los mexicanos nos hemos atormentado con fantasías y aspiraciones de modernidad y modernización. Han ocurrido episodios especialmente agudos de estos tormentos cada vez que en­ frentamos algún proceso de cambio social profundo, por lo cual no sorprende que hoy haya un debate fértil e imaginativo en tomo a nues­ tra modernidad. Los primeros síntomas de un verdadero cambio de época a nivel de nuestra realidad social y cultural salieron a la luz pública hace unos diez años. En ese tiempo, muchos doctores pensaron que tal vez había­ mos contraído la “posmodemidad” y que nuestra torcida trayectoria nos había llevado finalmente a esa vanguardia que terminaría con todas las vanguardias (aunque generalmente se reconociera que se tratara de una vanguardia anti-utópica). Sin embargo, esta idea fue oportunamen­ te corregida por Roger Bartra, quien, habiendo analizado cuidadosa­ mente los síntomas de México y habiéndolos comparado con los que caracterizan al posmodernismo, llegó a la conclusión un tanto más so­ bria de que, aunque en verdad se está desarrollando una transformación social y cultural profunda en México, la situación puede describirse más claramente como una especie de “dismothernism”, o sea, la mez­ cla de un desmadre y una prolongada aspiración a una modernidad que no acaba de lograrse. La insatisfacción colectiva con esta situación llevó a que nuestra modernidad rápidamente se convirtiera en un tema central tanto de la prensa como de los partidos políticos. En el campo de la política, la democracia comenzó a recibir una atención obsesiva en el discurso de los partidos, incluso entre actores sociales que tradicionalmente han sido tan poco democráticos como son el pr i y la antigua izquierda mexi­ 1La versión inglesa apareció publicada originalmente en Public Culture, octubre de 1996.

cana. En la esfera de la producción científica y académica, el gobierno ha puesto en marcha un proyecto draconiano de modernización que promueve requisitos de producción y de productividad que idealmente pondrían a la ciencia mexicana a la par con el “estándar internacional”. Finalmente, en el campo económico, la meta de competir en mercados globales ha logrado una autoridad sorprendente, que ha servido para justificar la transformación de lo que hasta hace poco fueron empresas paraestatales, que se legitimaban porque supuestamente eran “de inte­ rés nacional” y contribuían a “la justicia social”, en empresas privadas, supuestamente competitivas y, desde luego, “modernas”. La confluencia de estos temas de discusión pública se debe, sin duda, al hecho de que México entró a una nueva fase de desmodernidad en las últimas dos décadas. La crisis de 1982 le dio un golpe terrible a toda la estrategia de desarrollo promovida por el estado revolucionario, lo que ha provocado una lucha intensa por la supremacía entre varias fórmulas modemizadoras. En esta lucha, se apela constantemente a varios públicos nacionales imaginarios, pero dichos públicos también se han transformado. En este capítulo pienso explorar un aspecto de esta transformación, la relación que guardan la cultura nacional y la modernidad. Concretamente, discutiré los modos en que la identidad nacional ha pasado, de ser una herramienta al servicio de la moderni­ dad, a una marca de desmodemidad. Un resultado de esta transforma­ ción es que los contenidos y las implicaciones del nacionalismo mexi­ cano han cambiado profundamente.

1. El naco como indicador Siempre resulta difícil ponerle una fecha exacta a los procesos de trans­ formación cultural, pero aproximadamente desde principios de los años setenta se transformó el sentido del término “naco”. Anteriormente, el término se usaba principalmente en contra de lo “indio”, o sea, en con­ tra de lo campesino y de cualquier persona o actitud asociada con el “atraso” que tanto avergonzaba a “México”. El naco de aquella época era el indio inculto y patán que sólo podría ser redimido con una cultura moderna e internacional. Sin embargo, hace unos veinte años, las connotaciones de lo naco rompieron ese molde rústico a tal grado que el naquismo en los setenta y a principios de los ochenta se reconformó y se consideró una estética típicamente urbana. Procesos similares han ocurrido también en otras zonas de América Latina, con categorías culturales como lo “cholo” en Perú y Bolivia, y lo “mono” en el Ecuador. Resonante con la imaginería

de las castas coloniales, la estética de lo naco denota impureza, hibridez y bricolaje pero, ante todo, el uso más contemporáneo de lo naco desig­ na un tipo muy particular de kitsch. El kitsch de lo naco es considerado vulgar porque incorpora aspi­ raciones al progreso y a la cultura material de lo moderno de manera imperfecta y parcial. Reconocemos una forma de kitsch en todo esto porque se supone que el naco está profundamente conmovido con su propia imagen de moderno. Así, por ejemplo, la naca se conmueve con la imagen de modernidad generada por los sofás de su sala nueva, y por ello busca preservar el impacto moderno forrándolos de plástico. El plástico aquí es el signo de lo naco, pues delata al “nouveau moderne”. Por otra parte, vale la pena hacer notar que, al definir a lo naco de esta nueva manera, la categoría cultural de lo naco ya no cabe ni se reduce a una clase o sector social como lo había sido antes: el kitsch de la modernización afecta a nuestras clases altas de manera notable —y me refiero no sólo a ejemplos sobresalientes de “naquez” monumental como puede ser el Partenón de Durazo—, pero el kitsch moderno de grandes sectores de nuestra burguesía está a la vista en la arquitectura doméstica de cualquier colonia residencial construida después de 1960. La categoría de lo naco como nuestro kitsch moderno es, de he­ cho, parte de un sistema de distinción que ya no tiene su punto más bajo en el mundo campesino: ahora nuestro sistema de distinción discrimina a todo aquél a quien se le llenen los ojos de lágrimas cada vez que se ve en el reflejo de su propia imagen modernizada. Y es precisamente este grado de autoconciencia, esta falta de naturalidad en lo moderno (esta “inautenticidad”, dirían los “antinacos”), lo que explica la persistencia del signo de lo indio en esta forma de distinción pues, al igual que los indios de la época colonial, los nacos de hoy no alcanzan a asimilar su redención. Se puede confiar poco en su verdadera modernidad, del mis­ mo modo en que se podía confiar poco en la cristiandad de los indios, y así todo el país se ha teñido de indio. Además de todo esto, el término “naco” también denota cierta falta de discriminación o, cuando menos, cierta falta de jerarquización, entre la alta cultura y sus imitaciones populares. Específicamente, la categoría “naco” puede usarse para designar una sobreasimilación al mundo de la televisión y de lo comercial. El problema para el antinaco estriba en que el naco se asimila a la imitación (comercializada) sin miramiento alguno con el original. Así, por ejemplo, nombres extranje­ ros tales como Velvet, Christianson y Yuri han proliferado en las últi­ mas décadas. Un ejemplo extremo pero indicativo de este fenómeno proviene, nada casualmente, de Panamá, donde existe más de una seño­ rita que se llama Madeinusa, nombre que proviene de Made in USA.

Por lo general estos nuevos nombres provienen de los comic, las revis­ tas y las telenovelas, y son rechazados por sectores antinacos que tien­ den a usar nombres de la literatura del siglo de oro (Rodrigo, María Fernanda), o bien del panteón azteca o maya (Cuauhtémoc, Itzamnah, Xicoténcatl, etcétera). Así pues podemos diferenciar entre dos clases de naco, reconoci­ das jocosamente por algunos con una distinción sutil entre el “artnciqueciu”, que es un naco con pretensiones más elitistas y europeizante, y el “nac-art”, que se inspira en la cultura comercial estadunidense. Este tipo de distinción es significativa porque marca un proceso de “elitización” de la historia: el naco popular rompe con el peso de la tra­ dición (la madre se llama Petra, la hija se llama Velvet), mientras que los tradicionalistas intentan apropiarse de la Historia, con sus Rodrigos y sus Cuauhtémoc. Así podemos distinguir entre quienes intentan afi­ liarse a lo moderno a través de las grandes narrativas nacionales o de occidente, y quienes se afilian a lo moderno borrando su propia histo­ ria, regocijándose en una inmersión total en lo moderno. Los primeros ven a los segundos como nacos, pero también podríamos argumentar que la distinción principal es la que divide a los nacos encubiertos (modemizadores que, sin embargo, no quieren que desaparezcan las diferencias históricas entre lo culto y lo inculto, entre lo extranjero y lo nacional), y los nacos asumidos o populares, a quienes les importan poco estas distinciones. La tendencia del naco popular hacia la fantasía histórica, su tenden­ cia a disminuir el peso de la narrativa histórica nacional y mundial pre­ senta algunos problemas a aquellos nacos encubiertos o no nacos que dependen en algún grado de esas historias. Así, por ejemplo, ciertos nue­ vos estilos de política populista amenazan seriamente a los políticos tra­ dicionales de América Latina. En La Paz, Bolivia, que es una ciudad en extremo “cholificada” hay un tal Compadre Mendoza y una Cholita Re­ medios que comenzaron sus carreras como locutores de radio y que han alcanzado muy importantes puestos políticos. En el Ecuador, Abdala Bucaram, hoy ex presidente de ese país, se identifica simultáneamente con Batman, Jesús y Hitler, mientras que en Brasilia, México, Buenos Aires y Lima, presidentes y ministros han protagonizado intensos melo­ dramas —enfrentamientos entre esposos, rivalidades entre hermanos, amoríos entre ministros— y generan simpatías y antipatías que amena­ zan con opacar la popularidad de las grandes narrativas del poder nacio­ nal. Así, la nueva vulgaridad amenaza a las formas políticas de nuestra desmodernidad anterior, del mismo modo que amenaza los mecanismos tradicionales de distinción de clase, reduciendo a la vieja élite a círculos cada vez más estrechos y culturalmente obsoletos de “oligarcas”.

En este contexto, está emergiendo un nuevo horror a las masas y un resurgimiento de terminologías coloniales en las ciudades. Los cien­ tíficos políticos se escandalizan con una nueva “lumpenpolítica”, los anti-nacos se escandalizan con los nacos asumidos, y el fantasma de lo indio vuelve a recorrer América, no como indio redimido, sino como indio irremediable. El surgimiento de las nuevas formas de distinción que se hacen evidentes en la transformación de la categoría de lo naco, en su paso desde un término de discriminación contra el mundo campesino hasta una forma de discriminación contra una estética de lo moderno que se podría aplicar a la gran mayoría de nuestra población urbana, es sínto­ ma de un cambio cultural muy profundo en la relación que guarda la nación con lo moderno. Hasta hace poco, la nacionalidad era en sí mis­ ma un mecanismo de modernización. Así, el uso tradicional de la cate­ goría “naco” identificaba toda práctica tradicional y no moderna como “india”, es decir, identificaba lo indio con lo tradicional y lo nacional con lo moderno. En cambio, el uso más contemporáneo de la categoría “naco” marca a los mexicanos urbanos (y, por consiguiente, a los mexi­ canos en general) como seres que no están a sus anchas en la moderni­ dad. La nacionalidad y la cultura nacional ya no son un vehículo que lleva a lo moderno, son una marca imborrable de desmodernidad.

2. Modernidad y ciudadanía durante la era de sustitución de importaciones y en la época neoliberal La crisis actual del nacionalismo mexicano tiene que ser comprendida en relación con el régimen modernizador que se fincó en la sustitución de importaciones y el estado como inversionista directo. Dicho régi­ men duró más de 40 años (hasta 1982) y se desarrolló junto con un partido de estado que se legitimaba con el llamado nacionalismo revo­ lucionario. Durante casi toda esa época, la opinión pública se centraba en gran medida en el Distrito Federal, donde el estado contribuyó a crear espacios institucionales para que los intelectuales interpretára­ mos los “sentimientos de la nación” con base en manifestaciones pú­ blicas altamente “ritualizadas” en que los grupos participantes tenían poco acceso directo a los medios públicos de expresión y debate. Este sistema de movilizaciones ritualizadas, de segmentación de esferas de discusión política y de intelectuales con acceso privilegiado a los medios era complementada con el poder de arbitrio y de interven­ ción suprema del presidente de la república, quien llegó a ser una figu­ ra con una enorme aura, dador del maná y fuente de santidad.

En este aspecto, el régimen de partido de estado, que llegó a su poder máximo en la era de sustitución de importaciones, puede ser vis­ to como una transformación estructural del sistema colonial de repre­ sentación política, pues en este sistema el rey y el virrey eran los árbi­ tros máximos y la expresión política se canalizaba hacia la vida ritual de las corporaciones. Sin embargo, una de las diferencias importantes entre los dos sistemas de representación política era que no existía una esfera pública burguesa en la época colonial, pues la prensa estaba es­ trictamente controlada y vacía de todo comentario político, la universi­ dad no tenía autonomía, no había un congreso o parlamento nacional y la Santa inquisición era un símbolo de la vigilancia del estado sobre la expresión de cualquier creencia personal. Por otra parte, tampoco se puede decir que la sociedad nacional de los gobiernos posrevolucionarios haya sido claramente moderna pues, aunque existía una esfera pública, los foros de discusión y los ciudada­ nos que participaban en ellos no eran más que una proporción restringi­ da de la población. Además, aunque México había conseguido una se­ paración efectiva entre estado e iglesia, no logró una separación entre el estado y las ciencias y las artes. En vez, tanto el arte como la ciencia se desarrollaron bajo el ala patriarcal del estado protector y también fueron constreñidas por él. A nivel regional, la cultura mexicana se producía en una dialéc­ tica entre la capital, que era tanto centro del poder nacional como el centro paradigmático de nuestra modernidad, y diversas clases de pro­ vincias. La incorporación a la modernidad significaba la incorpora­ ción a instituciones estatales, especialmente a la escuela, y la cultura y la ciencia tenían su ápice en el Distrito Federal. Esta dialéctica llevó a la construcción de una imagen simplificada y degradada de las pro­ vincias, que llegaron a ser representadas como un bastión de tradi­ ción y de atraso, resumida en el adagio que dice: “Fuera de México, todo es Cuautitlán.” Sin embargo, en la realidad las regiones mexicanas estaban frag­ mentadas en sistemas complejos de localidades y de clases con dialec­ tos ricos en distinciones entre ellas. Las culturas regionales se consti­ tuían en las interacciones que se daban entre clases agrarias e industria­ les. Las clases agrarias incluían a campesinos, jornaleros, vaqueros y rancheros, cada uno de los cuales tenía sus peculiaridades regionales. Por otra parte, el periodo de sustitución de importaciones fue también de inmenso crecimiento urbano y de migración de zonas agrícolas a las ciudades. Estos inmigrantes le dieron un fuerte sabor campesino a las ciudades, al tiempo que muchos de ellos volvían por temporadas a sus pueblos de origen, transformando así su vida social.

El ingreso aúna nueva fase en la historia cultural y social de México se relaciona con varios factores, incluyendo (1) la urbanización y el desarrollo de nuevos polos de desarrollo industrial fuera del Distrito Federal; (2) la consolidación de la televisión y del teléfono en el espa­ cio nacional (que ocurre alrededor de 1970); y (3) la crisis financiera de 1982 y el fin del régimen de sustitución de importaciones. Estos cam­ bios alteraron radicalmente la organización regional de la producción (incluyendo la organización regional de la producción cultural) y tam­ bién alteraron profundamente el papel del gobierno en el proyecto de modernidad. La reducción del papel del estado en la economía llevó a que el gobierno intentara reducir drásticamente su papel en la ciencia, en la educación y en el arte durante los ochenta: las universidades públicas fueron fuertemente atacadas; Televisa comenzó a jugar un papel visible en La Cultura (con mayúsculas) e intentó llenar parte del hueco que el gobierno dejaba construyendo un importante museo de arte moderno, un canal cultural y forjando lazos con importantes intelectuales del país. Por otra parte, como el gobierno quería mantener la hegemonía de partido y el poder presidencial más o menos intactos, y como pronto descubrieron que la iniciativa privada no tenía la voluntad de tener un papel protagonista en la educación y la cultura, se vio que simplemente no se podía cortar a toda la intelectualidad del erario público, por lo cual desarrollaron nuevas formas de patronazgo que se pretendían modernizadoras y el estado mantuvo un papel importante en materia de educación. El resultado de los recortes gubernamentales en estas áreas dejó a los intelectuales o bien a merced de grandes inversionistas privados o bien en un sistema algo exclusivo de becas gubernamenta­ les. Como resultado de esa situación se buscaron fuentes alternas de financiamiento y se consiguió cierta descentralización y algunos triun­ fos en la autonomía de la esfera cultural, pero también hubo un empo­ brecimiento neto de la intelectualidad y una reducción en el tamaño relativo de la comunidad de productores culturales. A nivel de las culturas regionales, las comunidades rurales vie­ ron disminuidas sus ligas económicas y culturales con sus regiones históricas. La dependencia creciente de la población rural hacia el mercado de mercancías industriales y su uso intensivo del teléfono y de la televisión han simplificado substancialmente las que hasta aho­ ra habían sido jerarquías intrincadas de localidades que dependían unas de otras en la esfera productiva y comercial. Por otra parte, la televisión y la amplia experiencia urbana de muchos campesinos ha servido para instaurar un sistema de distinciones culturales mucho más estandarizado.

En resumen, durante la época de sustitución de importaciones, México estaba compuesto por una compleja y diferenciada serie de regiones culturales. El estado tenía un papel central en el proyecto industrializador y en la creación de un marco institucional para la for­ mación de ciudadanos, y estos dos papeles estaban íntimamente liga­ dos entre sí. El estado como educador, como patrón, como proveedor de seguro social, de crédito agrícola o de viviendas era el principal agente modernizador. El proceso mediante el cual un individuo se con­ vertía en un ciudadano cabal, libre de lealtades con comunidades nati­ vas, era entonces un signo de modernidad. Sin embargo, en las últimas décadas, los medios masivos de co­ municación han creado formas de comunicación transregionales que no pasan por los canales e instituciones del estado y que trascienden su poder unificador. Así, por ejemplo, durante la campaña de Carlos Sali­ nas el p r i llevaba estrellas de Televisa para atraer a las masas a sus actos públicos. Por otra parte, la reducción drástica del papel del estado como patrón y el constreñimiento de su apoyo a intelectuales, artistas y pe­ riodistas ha contribuido a tensar la relación que había entre modernidad y ciudadanía nacional. Hoy día ya no hay una identificación inmediata entre la nacionalidad y la modernidad.

3. Consumo, reciclaje y la persistencia de la identidad nacional Dado este contexto general, las formas de consumo se han convertido en signos importantes de lo moderno, y los ciclos de distribución y de reciclaje de las mercancías son en sí todo un lenguaje de la distinción. Para entender mejor esta cuestión vale la pena distinguir entre las estra­ tegias de distribución de mercancías, que están diseñadas para subrayar grados de separación del non plus ultra de la moda o del estándar inter­ nacional, y formas de reciclaje, que le dan nuevos usos a un objeto estandarizado (y que podríamos llamar apropiación, resistencia o afir­ mación de diferencias con el patrón dominante de consumo). En la primera categoría tenemos como ejemplo la distribución de películas, que se organiza espacialmente de modo que las cintas de más alta categoría se pasen primero en Estados Unidos o Europa, luego en los cines caros del Distrito Federal y de algunas capitales de la provin­ cia, y finalmente en los cines populares o de pueblo. Este fenómeno es también visible en las diversas imitaciones de las grandes marcas que se venden a precios más reducidos, o en el uso de programas de cómpu­ to donde prevalece la piratería, pocas personas son dueñas de los ma­

nuales de sus programas y pueden tener versiones anticuadas o infecta­ das de los mismos. Por lo general, la distribución internacional de mer­ cancías de marca coloca a los mexicanos en una situación de un ligero rezago que marca un diferencial de categoría con respecto a los centros metropolitanos y permite, a su vez, el desarrollo de un sistema interno de distinciones sociales. Por otra parte, en contraste con estas estrategias de distribución que reafirman los intereses y valores dominantes, el reciclaje implica un grado importante de improvisación: se usan refacciones de uso ge­ neral para reparar productos que debieran arreglarse con marcas muy específicas o, de manera más drástica, se usan productos para fines muy distintos a los que tenía pensado su diseñador: bolsas de plástico como macetas, refrigeradores descompuestos como closets, etcétera. El predominio de estas dos formas —distribución retardada de produc­ tos de alta categoría y reciclaje— invade a todo el país con la sensación de ser de segunda. Este sentimiento es especialmente amenazador para las élites políticas, los aspirantes al poder de la oposición inclusive, y contribuye a desarrollar formas de distinción que, en vez de la “ame­ ricanización”, se vuelven hacia Europa o hacia la propia historia mexi­ cana en busca de alternativas (se vuelven hacia el hacendado, hacia el notable, hacia el tlatoani). De este modo, algunas de nuestras élites se rebelan contra el destino de la cultura: convertirse en una periferia “clasemediera” de Houston. En esta situación se aplica muy bien el dicho de que más vale cabeza de ratón que cola de león. La gente que se interesa por afirmar liderazgos a niveles comunitarios frecuentemente busca presentarse como parte de una bestia diferente, no quiere estar sentada simplemen­ te en un escaño intermedio de un sistema de distinción que tiene su capital en los headquarters de alguna multinacional en Atlanta, pues toda comunidad es una pequeña totalidad. Esta situación refuerza la legitimidad de los monopolios protegidos por el estado así como la de las prerrogativas políticas que siempre ha padecido el país. De este modo, también en las élites existe cierta fricción entre el nacionalismo y la modernización globalizante. Este mismo problema puede verse desde otro ángulo. Una carac­ terística de nuestra desmodernidad era la persistente reproducción de vastos segmentos sociales que no estaban plenamente incorporados a formas modernas de trabajo: la persistencia del campesinado, la pre­ sencia ubicua de sirvientes entre las clases medias y altas y la enorme clase urbana de gente semiempleada. El control político de estos secto­ res, cuya dependencia directa de capitalistas específicos era frecuente­ mente inestable, se completaba mediante prácticas corruptas.

La corrupción ayudaba al control social de dos maneras impor­ tantes: primero, diversas partes de las instituciones gubernamentales eran propiedad de individuos que, a su vez, dispensaban recursos, controlaban acceso al empleo y reprimían opositores entre los semiempleados y, segundo, esos mediadores políticos legitimaban sus po­ siciones con respecto a superiores y subordinados a través de rituales políticos que implicaban algún grado de redistribución de recursos. Así, el México revolucionario prolongaba la tradición barroca al te­ ner un sistema de representación popular basado en un sistema espacialmente intrincado de fiestas, mítines, comidas, etcétera. Este sistema se encuentra bastante desvencijado en la actualidad. La retracción del gobierno de la economía ha comenzado a resquebra­ jar la unidad comunitaria que se sostenía en aquel sistema de rituales. Por ejemplo, anteriormente las facciones políticas de los pueblos se enfrentaban entre sí para ganar la nominación del pr i a sus presidencias municipales. El hecho de que esas luchas ocurrieran en el interior de un mismo partido significaba que las facciones locales aceptaban que sus pueblos formaban parte del dominio propio del gobernador del estado o del presidente de la república, ambos miembros del mismo partido. Este reconocimiento tácito de que formaban parte de un dominio jerár­ quico ayudó también a consolidar ideologías de unidad pueblerina que se expresaban en las fiestas locales, que debían incluir a todos. La contracción del gobierno nacional ha significado ceder parte del control partidario sobre esta jerarquía y, sin duda, significará ce­ derla casi toda en el futuro cercano. Las facciones locales de hoy se canalizan hacia las luchas partidarias, hecho que podría transformar las ideologías comunitarias y el sistema ritual en el espacio nacional. Por ejemplo, cuando Fidel Velázquez anunció que por primera vez en su historia la c t m no marcharía al Zócalo el Io de mayo, varios sindi­ catos y grupos de oposición participaron en un ritual político que ya no estaba albergado por el abrazo patriarcal del estado, y la manifes­ tación que hubo en ese día fue interpretada en varios sectores como una muestra más de una separación entre estado y nación. Así, la reducción de la capacidad del estado para canalizar el empleo y las dificultades consiguientes para asegurar los espacios ri­ tuales claves para la representación política tradicional, sumados a la severidad de la crisis económica actual, generan una imagen de un es­ tado que está controlado por una pequeña e impopular élite americani­ zante, que se impone a una nación popular y mexicana, que la usa para su beneficio. Esta imagen tiene precedentes en nuestra historia pero, sin duda, marca un nuevo momento en la historia posrevolucionaria. Esto se refleja en que la corrupción hoy parece percibirse como un

fenómeno más egoísta y socialmente más nocivo que antes: en vez de ser vista como parte de un sistema que tenía al presidente en el ápice y que irrigaba a toda la sociedad desde allí, hoy los altos funcionarios son vistos como bandidos que no comparten el botín con sus numerosos seguidores. La conexión entre la corrupción y el ritual corporativo ya no es tan automática como lo era en el periodo de sustitución de impor­ taciones, hecho que sienta las bases para la imagen de un cisma entre el pueblo y el Estado. En tanto que la imagen de la pirámide fue la metá­ fora central de la sociedad mexicana en la era del nacionalismo revolu­ cionario, hoy la élite se ve retratada con frecuencia como una capa tecnocrática que carece de nexos comunicativos con la sociedad. En resumen, las dos lógicas de distribución que hemos discutido —la distribución escalonada y el reciclaje— tienden a reafirmar la in­ corporación de México a un sistema de distinción que tiene su capital en Estados Unidos. Sin embargo, este mismo hecho genera dos formas de nacionalismo que le hacen contrapeso, una viene de los reclicladores y la otra de toda clase de aspirantes a la política. Los recicladores afir­ man su separación del estándar internacional simplemente por existir. Los políticos (y muchos intelectuales) buscan afirmar diferencias na­ cionales para colocarse en la punta de los diversos niveles de una ima­ ginada comunidad nacional. Por otra parte, la capacidad que tienen los políticos de represen­ tarse a sí mismos como “cabeza de ratón” (versus “cola de león”) se ha corroído bastante debido tanto a la transformación del sistema econó­ mico, cuya contracción ha llevado a una cierta democratización y a una reducción del control estatal de las manifestaciones y rituales públicos que permite entrever el poder de financieros internacionales de un modo más claro que antes. Como resultado, la imagen piramidal característi­ ca del régimen revolucionario ha sido reemplazada por diversas imáge­ nes de la élite política como una capa o bien de técnicos o bien de depredadores que ha sido desconectada de su pueblo. Esto dificulta que se le identifique con la nación.

4. Nacionalismo y estándar internacional Hasta ahora he descrito una situación en que las demandas para exten­ der los beneficios de la modernización y de la modernidad se han es­ parcido a todos los niveles del país, al tiempo que han surgido contra­ dicciones entre dichos deseos (cuya vitalidad es evidente en la estridente estética del naco) y la muy limitada respuesta que les da el estado en un momento de intensa contracción. En este contexto, existe mucha

ambivalencia en la sociedad frente al llamado “estándar internacional”. El libre comercio implica una producción que se orienta a mercados internacionales y, por ende, a la competencia internacional, de modo que cualquier mercancía mexicana, cualquier deportista, artista o cien­ tífico que pueda competir intemacionalmente corre el riesgo de con­ vertirse en un signo metonímico del lugar idealizado que México de­ biera de ocupar en el mundo. Así, el llamado “estándar internacional” alcanza una posición parecida al que tiene la verdad en la ciencia: la competencia exitosa en los foros internacionales es la máxima legi­ timación. Por otra parte, gran parte de la población del país, que creció y se desarrolló dentro de la lógica sistémica de la sustitución de importacio­ nes, no alcanza fácilmente este estándar, y esa población busca la pro­ tección del estado contra el mercado global, al tiempo que afirma el valor de formas culturales, tradiciones y productos locales. Existe por tanto una dialéctica en nuestra cultura entre la aceptación de la globalización y su rechazo, que es evidente en la valoración ambivalente del naquismo: entusiasmo por la modernidad y afirmación (a veces involuntaria) de un cierto grado de distancia con respecto a dicha meta. Desde una perspectiva espacial, esta dialéctica implica un cambio profundo en los usos del nacionalismo en nuestra sociedad. Mientras el nacionalismo de antes era el idioma hegemónico del estado, un idioma al que se apelaba en la negociación de demandas políticas locales pero que no era tan importante en el día a día de la producción y del consu­ mo, el nacionalismo es hoy una cuestión cotidiana que tiene implica­ ciones para la producción y el consumo. Mientras que durante el periodo de nacionalismo revolucionario había una sola forma predominante de nacionalismo, que tenía al estado nacional con todas sus paraestatales y al presidente de la república como su materialización máxima, hoy hay dos formas de nacionalismo, una que considera que lograr por fin la modernidad y equipararse con los estándares internaciones es el máxi­ mo acto de patriotismo, y otra que insiste en la superioridad intrínseca de los productos y de las tradiciones locales y que ve al estado neoliberal como un actor que cambió su herencia patriótica por un plato de lente­ jas made in USA. La primera forma de nacionalismo requiere necesariamente de perspectivas de ingresar con éxito en el orden económico norteameri­ cano. Sin estas perspectivas, el modelo cae. Hoy día las perspectivas de una incorporación exitosa al mercado norteamericano se ven inseguras debido tanto a las dificultades internas de México como a la reacción nacionalista contra el t l c que parece estarse gestando en Estados Uni­ dos. Por otra parte, el segundo tipo de nacionalismo aún no arriba a una

fórmula política que pueda trabajar bien en un campo democrático y que, al mismo tiempo, proporcione el tipo de protección que antes brin­ daba el estado revolucionario.

5. Conclusiones La transformación global que ha habido en la lógica de la acumulación de capital y en el papel del estado en la economía ha tenido su contra­ punto a nivel de la producción cultural en el espacio nacional. Los cam­ bios a este nivel incluyen: (1) una reducción de la autonomía cultural de las clases altas del Distrito Federal y de las provincias y una estan­ darización de los idiomas de distinción a través del consumo masivo, (2) una contracción del apoyo gubernamental a la ciencia y al arte y un aumento (no proporcional) del control sobre esos sectores por un par de grupos industriales, (3) la decadencia relativa del Distrito Federal como centro indiscutible de la modernidad mexicana, (4) una nueva querella sobre el contenido y la naturaleza del nacionalismo mexicano que se manifiesta en parte mediante juicios valorativos sobre las nue­ vas formas de consumo y de producción de mercancías, (5) un desplo­ me parcial pero notorio de las cadenas regionales de corrupción y de ritual político que habían sido controladas desde la presidencia, situa­ ción que, a su vez, pone en crisis la imagen piramidal del gobierno y hace surgir en su lugar varias imágenes del gobierno como parásito, (6) una división social entre aquellos que reciclan mercancías para ajustar­ las a sus necesidades personales y a sus posibilidades económicas y aquellos que buscan a toda costa estar en los primeros círculos de con­ sumo para ser identificados con un sistema de valores plenamente globalizado. El conjunto de estos cambios señala el advenimiento de una crisis seria del nacionalismo mexicano. Durante la era del estado proteccio­ nista, nacionalismo y modernidad iban de la mano. Hoy el nacionalis­ mo puede servir como una ideología que se opone a la globalización, pero los anhelos de poder usar al estado como una ruta alterna a la modernidad aún no se han renovado con ideas que resuelvan los pro­ blemas que en México ya tuvo el estado proteccionista ni los de los intentos fallidos de implementar el socialismo en sociedades “desmodemas”. Por otra parte, los políticos neoliberales no han logrado for­ mular su versión del nacionalismo mexicano de manera que preserve la imagen de la nación como una comunidad que sostiene un sistema de valores propio. Como resultado de esto último, han emergido con fuer­ za imágenes que oponen el estado y la nación, un México supuesta­

mente “profundo” y una élite intemacionalista y superficialmente modernizadora. Políticamente, esta dialéctica entre el nacionalismo y la cultura nacional no augura nada positivo. El México actual está condenado a seguir siendo un estado nacional por un tiempo, posiblemente por un tiempo largo, dada la decisión cada vez más enfática que parece haber en Estados Unidos de patrullar sus fronteras y controlar la inmigración. Mientras las actuales aspiraciones a la modernidad sigan sin ser cues­ tionadas y analizadas, y mientras no se invente una nueva fórmula de intervención estatal en un proyecto modernizador, el futuro se ve ame­ nazador, plagado de divisiones políticas sin solución. Pienso que el aná­ lisis espacial de la dialéctica entre estado y producción cultural es un paso necesario para imaginar alternativas y que podría ser especial­ mente útil en dos niveles: primero, en la elaboración de posibles narra­ ciones alternativas para la nación, narraciones que estén más de acuer­ do con sus posibilidades reales; y segundo, en la comprensión de las implicaciones culturales de la geografía de la modernidad, ejercicio que a su vez podría ayudarnos a especificar el tipo de demandas socia­ les y políticas que son verdaderamente relevantes para la reformulación de programas políticos. No hay duda de que tendrá que haber una tal reformulación en el futuro cercano, y el pensamiento social debe jugar un papel en la búsqueda de una salida a la bancarrota ideológica que ha traído consigo la modernidad tardía.

I I . I d e o l o g ía s

c o m u n it a r ia s y n a c io n a l is m o 1

La meta de este capítulo es explorar las ideologías comunitarias que han tenido papeles importantes en la formación y transformación de la ideología nacional en México. La descripción se centrará en dos aspec­ tos: las diversas visiones del todo comunal o nacional, y las formas en que se materializan esas ideas en los bienes y derechos comunales que se consideran inalienables. He optado por hacer una revisión muy am­ plia de la ideología comunitaria en México. Empiezo con los aztecas y, en seguida, discuto ideologías comunitarias en la época colonial, la independiente, la reforma, la revolución, la actual revuelta “neoliberal” y, al final, algunas posibilidades para el futuro cercano. Justifico esa amplitud con la siguiente razón: el enfoque que desarrollo para estudiar estas ideologías es novedoso (aunque sencillo), por lo cual vale la pena explorar la visión de conjunto que nos ofrece, aún cuando ello nos im­ pida desarrollar los detalles. El territorio hoy conocido como “México” ha estado ocupado por diversos grupos humanos, que hablan lenguas diferentes y que tienen entre ellos importantes variaciones en creencias y en costumbres. En este sentido la nacionalidad mexicana no es una entidad homogénea y trascendente. Todo lo contrario, la nacionalidad mexicana es un pro­ ducto de la historia de los pueblos que han habitado en estas tierras y, aunque es verdad que la diversidad cultural mexicana no impidió que surgiera un país llamado México, ni impidió que se fueran desarrollan­ do ideas y sentimientos nacionales, sí resulta indispensable recordar que “México”, “lo mexicano” y “los mexicanos” son ideas e identida­ des cambiantes, que no siempre han existido y que no siempre se han compartido. Están cambiando en el presente y seguirán transformándo­ se en el futuro. 1 Publicado originalmente en la Revista mexicana de sociología, 1993.

Desde que Benedict Anderson escribió su notable tratado sobre el nacionalismo (1983), se ha vuelto un lugar común afirmar que el nacio­ nalismo es producto de ficciones comunitarias —aún cuando la natura­ leza de estas “ficciones” sigue debatiéndose— . Sin embargo, las for­ mas de llegar a identificar las ideologías comunitarias relevantes para el estudio de la nacionalidad, y de ver los modos en que estas ideolo­ gías se relacionan con las prácticas estatales y ciudadanas, es un asunto en el que aún queda mucho por hacer. Max Weber definió a la “comunidad” como un tipo de relación social donde la acción está inspirada en un sentimiento compartido de pertenecer a un todo social. Los sentimientos comunitarios están ci­ mentados, entonces, en visiones totalizadoras de lo social, es decir, en lo que los antropólogos han llamado las “cosmovisiones”, las cuales per­ miten que haya comunicación y acciones concertadas entre individuos. En este ensayo analizo ideologías comunitarias buscando siem­ pre definir cuáles son los bienes de la comunidad que se califican como inalienables. Esta estrategia parte de la disquisición antropológica de Weiner (1992): las teorías clásicas de intercambio social (de Mauss y de Lévi-Strauss) recalcan que el intercambio recíproco de bienes cons­ truye relaciones de solidaridad. Weiner, en cambio, opta por fijarse en los bienes que las gentes deciden que no pueden intercambiar, es decir, en los bienes inalienables. Al realizar esta operación, descubre que tam­ bién los intercambios recíprocos están afirmando sistemáticamente mecanismos de diferenciación social (y no sólo de solidaridad), pues lo que sí se intercambia sirve también para reafirmar lo que no se puede dar, es decir, sirve para construir sistemas de diferenciación social. Pienso que esta idea es útil para describir las formas en que se construyen las ideologías comunitarias, incluyendo al nacionalismo. Las visiones totalizadoras que son el trasfondo de lo comunitario par­ ten siempre de definiciones de bienes o derechos comunes e inalienables de todos los miembros. Las relaciones de diferenciación que luego se construyen al interior de las comunidades ideológicas, y entre una co­ munidad y otras, se definen siempre con referencia a la serie de bienes comunes inalienables. En nuestro caso, el examen de los bienes inalienables de la nación esclarece el modo en que se ha ido formando la mexicanidad, pues los sentimientos nacionales siempre se presentan como “lealtades primor­ diales”, es decir, como lealtades que se heredan: se nace y se muere con ellas y los hijos también las heredan. Esta característica de la naciona­ lidad, su ideología de trascendencia, se puede captar a través del estu­ dio de los bienes y derechos comunitarios que son considerados inalienables, ya que en ellos se materializa esta trascendencia: el miem­

bro de una comunidad hereda, cuida y lega los derechos que fueron conquistados por los héroes fundadores, también hereda, cuida, y lega los bienes (signos materiales) de la comunidad. Esta estrategia descrip­ tiva aún no ha sido aplicada de manera sistemática al desarrollo de la nacionalidad. Por otra parte, es necesario aclarar que el desarrollo que realizo en este artículo forma parte de un proyecto mayor sobre la antropología de la nacionalidad, que incluye el desarrollo no sólo de nuestro enten­ dimiento de las ideologías comunitarias, sino también de la relación entre esas ideologías y la producción cultural en el espacio nacional,2 así como la relación entre estas ideologías y las formas en que se han codificado en el aparato estatal. La idea de “nación” tiene normalmente dos tipos de componentes. Uno, ideológico, se refiere al sentimiento de pertenencia a una comuni­ dad, y otro, relativo a la organización, frecuentemente hace referencia bien a un territorio compartido o a una historia, una lengua, una religión o una raza en común, y tiende a llevar a la construcción de instituciones po­ líticas. Frecuentemente se considera que la ideología grupal de las nacio­ nes hace que las naciones tiendan a formar gobiernos soberanos, es decir, se considera que las naciones tienden a formar estados nacionales.3 Sin embargo, pese a lo que parece una tendencia inherente de las naciones a formar estados, es sabido que el estado-nación es una crea­ ción de la ilustración y que no tomó forma sino hasta la revolución francesa (1789). Antes de la revolución francesa, y durante mucho tiempo después en otras regiones, los países de Europa eran goberna­ dos por dinastías que no se identificaban étnicamente con los diversos pueblos que gobernaban. Lo mismo sucedió con los estados e imperios de la antigüedad: los límites políticos de Roma, de China, del imperio incaico y del imperio mexica no estaban definidos por el territorio ocu­ pado por un grupo nacional. El concepto de nacionalidad que mana de la revolución francesa se funda principalmente en la idea de que “el pueblo” es partícipe de un “pacto social” mediante el cual ejerce la “soberanía” sobre su propio devenir dentro de un territorio (esto se llama republicanismo). Ese ejer­ cicio de soberanía se realiza a través de la participación electoral de 2 Un primer paso en esta dirección está en Lomnitz (1992). 3 Así, en el siglo pasado John Stuart Mili definió a la nacionalidad de la siguiente forma: “[P]uede decirse que una parte de la humanidad constituye una nacionalidad si sus miembros están unidos entre sí por simpatías comunes, que no existen entre ellos y los demás, lo que los lleva a cooperar entre sí de mejor manera que con cualquier otro pueblo, a desear estar bajo el mismo gobierno y a desear que haya un gobierno integrado exclusivamente por ellos o una parte de ellos.”

todo aquél que es considerado “ciudadano” (esto se llama democracia). En este marco general, la pertenencia al pueblo francés era determina­ da por el nacimiento y la residencia en un territorio, “Francia”, y por la pertenencia a una “cultura francesa” común. Esta cultura francesa común se medía por factores tales como el manejo del francés, pero hay que subrayar que se dedicaron enormes esfuerzos para crear esa cultura compartida. Así, por ejemplo, en los festivales y ritos políticos de la revolución francesa se programaba la realización simultánea de las mismas danzas (que eran populares e inclusivas) a lo largo de todo el territorio de la república. Esta simulta­ neidad servía para imaginar lo que era el pueblo francés: un conjunto de personas que participaban de una serie de experiencias comunes. Esta misma forma de concebir la pertenencia a la comunidad nacional se repitió en el enorme empeño que hubo en torno a la educación públi­ ca: en el esquema francés la educación pública es un instrumento de la nacionalidad no sólo porque en ella se imparten una serie de conoci­ mientos sobre la patria sino —de manera más sutil y también más im­ portante— porque representa una experiencia común para todos los franceses. Es también por esto que buena parte de los organismos cul­ turales y burocráticos franceses funcionan de manera centralizada y perfectamente racionalizada (es decir, estandarizada), a través de siste­ mas de exámenes y de acreditaciones: pertenecer a la cultura francesa significa tener acceso a los mismos mecanismos de evaluación que to­ dos los demás franceses. Tomando esto en cuenta, una discusión de la nacionalidad mexi­ cana bien podría partir de la influencia de la ilustración en la formación del estado-nación que hoy día es México. Sin embargo, esta opción sería empobrecedora pues, para comprender cabalmente el desarrollo de las ideas y de los sentimientos nacionales mexicanos, es indispensa­ ble comenzar con una revisión de ideas de nacionalidad que no corres­ ponden plenamente al “estado-nación” y que tuvieron un papel impor­ tante en el desarrollo de la mexicanidad aún durante y después de !a independencia, cuando oficialmente ya se había optado por una ideolo­ gía de nacionalidad que correspondía, en sus trazas generales, al republicanismo francés y estadunidense. Me refiero, sobre todo, a la importancia de comprender la natura­ leza de las ideas sobre “nacionalidad” (o sus equivalentes) tanto en la era prehispánica como en la época colonial. La revisión de las ideas españolas es crucial porque la nacionalidad mexicana se funda sobre la base institucional del estado español. Sin embargo, también es impor­ tante reseñar ciertos aspectos de la relación entre gobierno y pertenen­ cia a, por lo menos, un grupo cultural en la era prehispánica, pues algu­

nos ideólogos de la nacionalidad han pretendido retomar aspectos de esta historia truncada y aplicarlos en la era moderna. Además, las reaccio­ nes del mundo indígena hacia el estado colonial español y, posteriormen­ te, el estado nacional mexicano fueron y siguen siendo importantes en el desarrollo institucional, ideológico y sentimental de la nacionalidad. Atendiendo a estas consideraciones, resulta indispensable describir no sólo la formación de la nacionalidad mexicana propiamente dicha (cosa que implica comenzar con la ideología de la independencia), sino tam­ bién, de manera más general, los diversos tipos de ideologías comuni­ tarias que sirvieron o que obstaculizaron a la formación del sentimien­ to de nacionalidad mexicana.

1. Los mexicas Empecemos por los mexicas pero no sin antes reiterar que éste no es el punto de partida obligado de análisis, y que quizá sería mejor empezar con los olmecas o con los mayas, o con la invasión española. Comenza­ ré con los mexicas por cuatro razones: primero, porque el conocer las formas en que se daba (o no se daba) la “nacionalidad” en esa época nos ayuda a concebir la diversidad de formas posibles de nacionalidad aún en la historia relativamente reciente de México (los últimos 500 años); segundo, porque algunos aspectos de estas ideologías comunita­ rias han persistido, aunque sea de manera muy transformada; tercero, porque muchos movimientos nacionalistas mexicanos han pretendido retomar las formas políticas del México antiguo; y, cuarto, porque las nociones de los antiguos nahuas corresponden en muchos puntos con las de otros grupos mesoamericanos. Al hablar de nociones de nacionalidad y de comunidad entre los mexicas es importante fijarse en los siguientes rubros: el parentesco, el territorio, las formas culturales en que se planteaba la subordinación y la dominación, la relación entre parentesco y territorio y las ideas sobre civilización y barbarie. Lo primero que hay que tomar en cuenta es que en la época mexica los dominios de los estados indígenas no correspondían con los límites de una sola comunidad lingüística ni territorial. Las grandes ciudades, como Tenochtitlan, Texcoco o Azcapotzalco albergaban emigrantes de muchas zonas, incluyendo a hablantes de varias lenguas diferentes, es decir, eran ciudades cosmopolitas. El gran tlatoani de Tenochtitlan era señor no sólo de los nahuatlatos de su ciudad, sino también de los otomíes, mazahuas, etcétera, aparte de los esclavos que vivían en la ciudad sin ser originarios de ella.

Así, los estados en la era precolombina no estaban atados de mane­ ra estricta a una comunidad cultural. Sin embargo, sí existían importan­ tísimas nociones de comunidad. Estas nociones se desarrollaban en tomo a un discurso de parentesco (es decir, de alianza y descendencia) tanto entre personas vivas y muertas, como entre personas y tierras, entre pa­ rentelas y dioses y entre dioses y tierras. La noción de comunidad se desarrolló en torno a la institución del calpulli: el calpulli era en realidad la piedra angular del sentimiento de comunidad en la era mexica. La ideología comunitaria del calpulli se materializaba en la siguiente serie de bienes y derechos inalienables: (1) la tierra del calpulli pertenecía a un linaje, no a un individuo, así que, aunque los individuos podían incluso venderse a sí mismos como esclavos, no podían disponer libremente de las tierras del calpulli; (2) el linaje y la tierra estaban patrocinados por una deidad (Calpultéotl), y el lazo con esa deidad tampoco podía ser quebrantado por voluntad in­ dividual; (3) los lazos del calpulli con otros calpultin se materializa­ ban y se simbolizaban en lazos de parentesco entre los jefes del calpulli y entre los dioses en tumo dentro del ciclo de los soles.4 Esta serie de relaciones de parentesco también determinaba la filiación con la línea tolteca, es decir, con la línea primordial de civilización y de nobleza que también era vista como un legado no alienable. En este sentido, la cuestión “nacional” en la era precolombina no dependía de lo “étnico” tal y como nosotros lo entendemos (es decir, no dependía estrictamente de la membresía a un mismo grupo lingüís­ tico, racial o cultural). Lo que importaba era la pertenencia a un con­ junto de comunidades que ocupaban lugares tanto en la tierra como en las esferas divinas. La pertenencia a estas comunidades se determinaba mediante la relación con una serie de bienes inalienables, resumidos en las diversas vertientes del calpulli: la tierra, el parentesco común inter­ no al calpulli, la relación de filiación con un calpultéotl y las relaciones de alianza entre calpultin (expresadas en forma genealógica tanto entre familias de jefes como entre dioses tutelares). Estas relaciones se expresan con gran fuerza en las palabras que (según Sahagún) los sacerdotes mexicas dirigieron a los franciscanos que fueron a convertirlos: Ellos [nuestros progenitores] nos enseñaron, todas sus formas de culto, sus modos de reverenciar [a los dioses]. 4 López Austin (1982) explora algunas de las tensiones que se daban entre la ideología comunitaria del calpulli y la ideología imperial de los aztecas.

Así, ante ellos acercamos tierra a la boca [hacemos juramento], así nos sangramos, pagamos nuestras deudas, quemamos copal, ofrecemos sacrificios. Decían [nuestros progenitores]: que ellos, los dioses, son por quien se vive, que ellos nos merecieron ¿Cómo, dónde? Cuando aún era de noche. Y decían [nuestros ancestros]: que ellos nos dan nuestro sustento, nuestro alimento, todo cuanto se bebe, se come, lo que es nuestra carne, el maíz, el frijol, los bledos, la chía. Ellos son a quienes pedimos el agua, la lluvia, por las que se producen las cosas de la tierra.5 Esta visión de la comunidad también nos ayuda a comprender ciertos aspectos del sentido de la vida humana característico de los mexicas, que quedan claramente expresados en las particularidades de la ideología del sacrificio y la esclavitud. Cuando un individuo era cap­ turado en la guerra, era tomado por los cabellos de la coronilla. Este acto representaba la apropiación del tonalli del individuo, es decir, de su fuerza vital, y la separación de esa fuerza vital de la comunidad original del cautivo.6 Así, el sacrificio o la esclavitud eran formas de utilizar la energía y vitalidad humana que ya había sido separada de una comunidad por al­ gún miembro de otra comunidad. El sacrificio de un cautivo era una for­ ma de fortalecer la alianza entre una nación y los diversos dioses que componían su campo político a través de la liberación (por vía del sacri­ ficio) de energía humana que le fue robada de otra nación o comunidad. El sacrificio y la esclavitud eran entonces formas de afirmar la cosmovisión o cosmología mayor —la época o sol en la que estaban viviendo— a través de la expansión de unas comunidades a expensas de otras. En este sentido, aunque el calpulli era la unidad comunitaria pri­ mordial, existía también un nivel de identificación social que se rela­ cionaba con la estructura política propiamente imperial de los mexicas. 5 Sahagún (1991): 151. 6 Ver López Austin (1982).

Los sentimientos de pertenencia a esta unidad política mayor se cons­ truían de manera compleja. Por una parte, ya mencionamos la impor­ tancia del sistema de alianzas a través del parentesco entre nobles. El matrimonio entre nobles era tan importante en la construcción ideoló­ gica del imperio que es casi imposible imaginar este sistema sin la po­ ligamia, pues gracias a ese régimen un gran señor mexica podía cimen­ tar alianzas con pueblos subordinados, aceptando en matrimonio a sus mujeres nobles.7 Por otra parte, estas redes de parentesco entre comu­ nidades subordinadas (aliadas) y los centros imperiales tenían también una contrapartida ideológica en la religión, donde el dios tutelar de los mexicas, Huitzilopochtli, era quien regía la época como un todo (era el dios que regía el “quinto sol”). Así, los cultos comunitarios de los calpultin podían encontrar un lugar subordinado en una cosmología religiosa que incluía y favorecía al imperio. Por último, la sociedad imperial también tenía mecanismos para atraer individuos que no vi­ nieran como esclavos ni víctimas. La expansión de los mexicas depen­ día del dominio militar y comercial de las ciudades de la Triple Alian­ za, este dominio requería de ejércitos potentes y los mexicas permitían que individuos que no fuesen mexicas combatieran en sus ejércitos y que lograran ascender por méritos en el combate. De este modo, el imperio mexica desarrolló también algunos mecanismos para absorber y asimilar individuos aunque no pertenecieran a la comunidad primor­ dial de origen.8 En conclusión, se puede decir que en la sociedad prehispánica ha­ bía una visión del individuo humano como una energía que era un valor en sí misma. Esta energía (cifrada en el tonalli) debía de estar ligada a una serie de posesiones inalienables que todo individuo digno heredaba: debía de estar ligada a una parentela, a una tierra, a unos dioses, y al estado político de unas alianzas. Las políticas imperiales de los mexicas se orientaban en alguna medida a canalizar estas lealtades comunales hacia ellos, a través de un sistema complejo de alianzas y de amenazas. También tenían la capacidad de absorber algunos individuos a su grupo 7 En este sentido es interesante notar que el ahínco con que los misioneros combatie­ ron la poligamia en México tuvo también un efecto político: sin la poligamia quedaba mermada la posibilidad de construir alianzas supracomunitarias en el mundo indíge­ na. Tal vez no sea casual, entonces, que la primera obra de teatro que se presentó en el nuevo mundo, que trataba sobre el juicio final, tuviera como ejemplo del pecador a un polígamo. 8 En este aspecto el imperio mexica contrasta tanto con los reinos mayas del periodo clásico, donde la guerra era un quehacer exclusivo de la aristocracia, como con el modelo teotihuacano, donde casi todo el sistema parece haber sido meritocrático. Para un tratado exhaustivo de la guerra en la era precolombina, ver Hassig (1992).

por méritos en la guerra. Sin embargo, en lo fundamental se puede decir que en la era mexica la “nacionalidad” era la única forma verdaderamen­ te armónica y honrosa de vivir y, al ser separado de ese estado de comu­ nidad, el nahua antiguo estaba destinado a morir o a servir.

2. La colonia Las nociones de nacionalidad en la época colonial también pueden ser explorados a través de un análisis de los bienes inalienables de las di­ versas comunidades que componían a esa sociedad.9Aquí el campo es más complejo que en la era precolombina, pues se trata de una sociedad de castas que reconocía la existencia de diversos tipos de comunidades que mantenían relaciones jerárquicas entre sí. Revisemos primero lo que pasó con la idea comunitaria entre los indígenas. La comunidad indígena pudo mantener (parcialmente) varios de los atributos comunales del calpulli: por una parte, la comunidad queda­ ba enraizada legal y oficialmente a través de los llamados “títulos pri­ mordiales”. Estos documentos eran mercedes de alguno de los monarcas españoles en los que se dotaba a un pueblo de una serie de tierras y de bienes, a veces en reconocimiento de tributos pagados, o en confirma­ ción de tierras que habían pertenecido a esos pueblos en la antigüedad. Así, queda claro que uno de los bienes inalienables de la comuni­ dad indígena colonial era la tierra, pero es importante notar que este bien, aunque inalienable, sí podía ser rentado por periodos largos (o incluso “vendido” en los llamados “censos enfitéuticos” a cambio de una renta anual fija por un plazo predeterminado de años). Aun así, los títulos primordiales se convirtieron en documentos casi sagrados, cus­ todiados por los ancianos más venerables. Eran una posesión inalienable y el conocimiento del contenido de esos títulos era (y, en algunos casos, sigue siendo) un tema central de las tradiciones orales de esos pueblos. Esta relación colectiva con la tierra podía, como en tiempos pre­ colombinos, reflejarse a nivel ritual, religioso y político. Así, las comu­ nidades indígenas tenían sus propias autoridades —alcaldes, jueces y gobernadores, mandones y alguaciles—, escogidos de preferencia en­ tre “los principales” del pueblo, es decir, entre los descendientes de la antigua nobleza indígena. Esta organización política de la comunidad indígena tenía el doble propósito de cuidar los intereses del pueblo, sobre 9 Para tratados que discuten el problema de la “nacionalidad” y de las ideologías co­ munitarias dominantes en la colonia siguen siendo útiles los trabajos de Lafaye (1977), Brading (1972), Liss (1975), y Machlachlan y Rodríguez (1980).

todo la justicia, y de responder a las demandas de los españoles sobre la comunidad, como eran el tributo, la organización de cuadrillas de tra­ bajadores y la vigilancia del culto cristiano. Buena parte de la organización territorial, política y religiosa de las comunidades indígenas tendía a coincidir también, al modo del calpulli, con unidades de parentesco; sin embargo, en general los ba­ rrios y comunidades indígenas de la colonia no eran continuación di­ recta de los calpultin. En las primeras décadas posteriores a la conquis­ ta, muchos de los barrios indígenas que se organizaron eran de hecho calpultin, pero esta coincidencia entre el barrio indígena y el calpulli se fue quebrantando con la enorme mortandad que hubo entre los indíge­ nas a lo largo del siglo xvi y con los movimientos de población que respondieron a las nuevas demandas económicas de los españoles. Ade­ más, para resolver las dificultades que resultaban de controlar a los poblaciones indígenas dispersas, los españoles las “concentraban” en poblados más grandes (sobre todo a fines del siglo xvi y principios del xvn). Sin embargo, aunque en general la continuidad física entre barrio indígena y calpulli es imperfecta, sí se reprodujo la tendencia a organi­ zar relaciones de parentesco a nivel del barrio y de la comunidad, y los barrios indígenas de la colonia estaban compuestos, a menudo, por dos o tres grandes linajes por línea paterna. En el plano ritual, cada pueblo adoptó uno o varios santos, y la tradición cristiana de la revelación se conjuntó con el chamanismo de los pueblos precolombinos, permitiendo relaciones en extremo perso­ nalizadas entre santos e individuos (y, por asociación, entre los santos y los grupos a los que pertenecían los individuos). Así, el espíritu comu­ nitario indígena mantuvo, aunque de manera transformada, vínculos inalienables con tierra, familia y dioses. Además de todo esto, se puede decir que las comunidades indíge­ nas coloniales eran naciones por un concepto racial, lo cual diferencia radicalmente a la nacionalidad indígena colonial de las de la era preco­ lombina. Aunque cada comunidad reconocía su unidad comunitaria a par­ tir de la relación con una serie de objetos inalienables parecida a la del calpulli — relación con la tierra, con una tradición oral en tomo a esta tierra, con una serie de lazos políticos al interior de las comunidades y con una serie de nexos entre las comunidades y las deidades—, también era cierto que en la época colonial esta forma de constituirse en comuni­ dad era exclusiva de los indios, y que la categoría “indio” era ante todo una categoría racial que, a su vez, también tenía implicaciones naciona­ les; los indios (definidos por su “sangre”) eran aquellos que podían aspi­ rar a pertenecer a estas comunidades, e indios eran aquellos que tenían la obligación de rendir tributo, trabajo y obediencia a los españoles.

Así, aunque el mundo interno de la comunidad indígena colonial tiene algunas semejanzas y continuidades con los criterios y caracterís­ ticas del calpulli, también tiene amplias divergencias con los criterios de nacionalidad de aquella época, debido a que, en vez de pertenecer a un mundo compuesto de pueblos dominantes, aliados y dominados, todas las comunidades indígenas estaban subordinadas a una nacionalidad con la que no podían fácilmente fundirse, es decir, sus comunidades cuasinacionales formaban, como conjunto, una casta, una nacionalidad subordinada, en una jerarquía social que pretendía mantener distincio­ nes estables entre nacionalidades. Por otra parte, la relación entre el individuo indígena y su comu­ nidad también cambió. La idea cristiana de lo humano significaba que ahora los indios eran sujetos con libre albedrío y, por lo tanto, sujetos que vivían para optar por diversas alternativas morales. Debi­ do en parte a esto, el individuo indígena que se separaba de su comu­ nidad ya no era simplemente una masa de energía apropiable por otro grupo sea a través del sacrificio, sea en la servidumbre. Al contrario, el indígena separado de sus títulos primordiales, de sus caciques y del santo patrón de su pueblo podía seguir teniendo una relación individualizada con los santos y perseguir una existencia en el inci­ piente mundo de las clases sociales. En ese mundo, la energía del individuo se liberaba en busca del salario, de la formación de una familia propia, y en busca de los ocios, vicios, gozos y ceremonias de los grupos sociales que no tenían ningún bien inalienable aparte de sus almas y del color de su piel. En estos conjuntos de indígenas dislocados los únicos factores de nacionalidad vigentes eran aquellos creados por la organización racial (o racista) del régimen, y aquellos conformados por la experiencia de vida común en un barrio urbano, en un pueblo minero, en el caserío de una hacienda o cerca de un obraje o de un puerto. Por otra parte, el don del alma y del libre albedrío, permitía que, sin una estricta determinación racial, todos estos individuos recibieran los sacramentos de la iglesia y que escogieran a sus cónyuges. La libre decisión matrimonial fue espe­ cialmente respetada por el clero en la primera mitad de la era colonial (ver Seed 1988) pero, aún a finales de la colonia, el único obstáculo serio al matrimonio interracial era la oposición de los padres, por lo cual se dieron frecuentemente los matrimonios entre miembros de una clase (aunque no fueran del mismo linaje o color) o bien entre prietos prósperos y güeros empobrecidos.10 10 Ver, por ejemplo, los datos de Love (1971) sobre matrimonios entre negros y otras castas en la ciudad de México.

Entre estos grupos de mestizos comenzaron a pesar dos factores nuevos en el proceso de identificación social: el dinero y la aculturación hacia lo hispano. Estos dos factores están interrelacionados en lo que se refiere a su papel en la construcción de ideas de comunidad y, por ello, los trataré como conjunto: Los españoles de la época colonial tenían un concepto genealógico de nación. Los miembros de una nación descendían de una misma san­ gre. El papel ideológico de la “sangre” en España es sutil y, a la vez, crucial para comprender el proceso mediante el cual se conformó la nacionalidad mexicana. La importancia de la “sangre” en el régimen español data de la reconquista, el periodo inmediatamente anterior al descubrimiento de América. En esa época hubo movimientos para separar y distinguir a los “cristianos viejos” de los judíos y los moros conversos. Este movimiento es parte de una tendencia más amplia que se registró en España, naciona­ lizar a la iglesia católica y hacer de las élites de los reinos de Castilla y Aragón caballeros defensores de la fe (y beneficiarios principales de su expansión). Así, en la España medieval se comenzaron a expedir certifi­ cados de limpieza de sangre, sin los cuales un individuo no podía ingre­ sar al clero, recibir un título nobiliario ni pertenecer a ciertos gremios. Estos certificados de limpieza de sangre tenían el propósito de mostrar que un individuo descendía de numerosas generaciones de cristianos. El concepto tiene especial interés antropológico porque liga dos aspectos importantes del “honor”, por una parte la confiabilidad del individuo (sobre todo confiabilidad ante la fe, pero esta lealtad supuestamente se extendía a otras esferas: lealtad al amigo, valentía en la defensa del gru­ po, de la familia y del propio honor), y, por otra parte, la castidad de las mujeres del grupo. Como la honra se medía a través de la sangre, impor­ taban mucho en esta ideología la paternidad y la maternidad biológicas, reforzando así los lazos entre el honor y el control sobre la virginidad y, después del matrimonio, sobre la fidelidad sexual de las mujeres. Todo esto es importante porque la noción española de “sangre”, algo que predice y que refleja el honor y la confiabilidad del individuo, se convierte en la base de la idea española de “nación”, que se entendía como un grupo que mana de la misma sangre. Así, los españoles reco­ nocían la existencia de tres naciones en el nuevo mundo, la nación es­ pañola de cristianos viejos, la india y la africana. Sin embargo, el concepto de nación no era el único que operaba en la organización cul­ tural del mundo de los españoles en América. También importaban otras dos nociones: una es la “patria” y la otra es la aculturación. La idea de “patria” reconocía la importancia del lugar donde uno nació y donde se crió. Esto se refleja en el sentido original de la palabra

“criollo”. Cuando un esclavo negro había nacido en Veracruz se decía que era “criollo de Veracruz”. Por eso la gente de la nación española que nacía en México era conocida como “criolla” (de México). La importancia que se le daba a la tierra es interesante porque com­ plica el esquema de sangre puro. El nacer y crecer en cierta localidad influía en el desarrollo del individuo. Así, por ejemplo, había españoles que comentaban los procesos de “degeneración” de la herencia que se daban en tierra americana: un pimentón después de dos generaciones se convertía en chile, y un español trabajador tenía hijos criollos que se convertían en holgazanes.11 Esta influencia de la tierra no siempre se concebía en términos de aculturación (es decir, asimilación a través del aprendizaje), se pensaba sobre todo en términos de las influencias físicas de las características climáticas y químicas de los diversos luga­ res: la humedad, el calor, el frío, la calidad del agua y del aire, todo in­ fluía en el desarrollo de las cualidades humanas de una manera tan cierta y verdadera como que la herencia de uno influía en quién uno llegaría a ser:4 “hijo de tigre, pintito”, pero también “árbol que crece torcido, jamás su rama endereza”. Por otra parte, lo que sí variaba eran las apreciaciones sobre la naturaleza o los efectos de tal o cual tierra en particular: uno de los puntos importantes en la contienda entre criollos y peninsulares era sobre la nobleza o infamia relativa de las tierras americanas e ibéricas. En resumen, para la ideología española la tierra y la sangre eran compo­ nentes centrales de la persona y, por extensión, de la nación. Estas ideas siguieron rigiendo la estética española aún siglos después. El tercer factor importante en la concepción del grupo social era la aculturación a través del aprendizaje. Aquí la palabra “ladino” es clave. Esta palabra se usaba para hacer notar que una persona de una nacionalidad era diestra en los asuntos de otra. Así, por ejemplo, se decía que tal o cual indio era “ladino” cuando tenía buen manejo del español. El mismo uso se daba respecto a los esclavos: los africanos recién llegados eran “bozales” y los que ya hablaban español y cono­ cían los usos locales eran “ladinos” (ver Aguirre Beltrán 1972). El va­ lor monetario de un esclavo ladino era superior al de un bozal, y se consideraba que un indio ladino era más apto para asumir puestos pú­ blicos en la república de indios que uno no aculturado. Por otra parte, es indispensable notar la ambivalencia que se sen­ tía hacia la aculturación, hacia la “ladinización”. Así, por ejemplo, los judíos y los musulmanes eran considerados miembros de naciones es­ 11 Para ejemplos de esto último, ver Brading (1971), donde los mercaderes españoles legaban sus negocios a los esposos peninsulares de sus hijas criollas y los hijos crio­ llos aparecían como una aristocracia indolente.

pecialmente peligrosas porque eran ladinos, es decir, porque podían mimetizarse con los españoles y subvertir el orden desde adentro. Esta fue la razón por la cual se prohibió la entrada de moros y de judíos —aunque fuesen conversos— al nuevo mundo. La acepción de “ladi­ no” como una persona hábil pero truculenta, como una persona “de dos caras” ha sobrevivido hasta nuestros días y es hoy el sentido principal que tiene esta palabra que, en su época, tuvo un campo semántico mu­ cho más complejo. Armados de estos datos, podemos volver al caso del indígena que se separó de su comunidad y cuyos únicos bienes inalienables eran su alma y su color. Habíamos dicho que estos individuos podían aspirar a un lugar dentro de una comunidad a través del dinero y de la aculturación. Vistos los conceptos de libre albedrío, de sangre, de patria y de ladinización se entienden mejor las estrategias y alternativas de esa gente. En primer lugar, aunque estos indígenas no tuvieran ya ligas inalienables con la tierra a través de títulos primordiales, tradiciones orales, etcétera, sí tenían lazos con la tierra (con su “patria”) por naci­ miento y por crianza: eran indios de la Nueva España. En segundo lu­ gar, a través de su participación en la economía de mercado, estos indi­ viduos se podían ladinizar más fácilmente que un macehual cualquiera y, así, tener ciertas ventajas frente al indio monolingüe de la comuni­ dad (aunque aquí es crucial recordar la ambivalencia que había hacia la ladinización: estos indios eran a la vez superiores y más peligrosos que los que estaban ligados a sus pueblos). En tercer lugar, si un individuo lograba hacer un poco de dinero podía comenzar a escalar por la senda transgeneracional del honor, casándose, por ejemplo, con una mestiza o con un criollo, “mejorando la raza” y haciéndose de una serie de posesiones a partir de las cuales podría obtener un cierto honor. El in­ dio que se separó de su comunidad podía ir asimilándose a una patria más grande que la comunidad local, en la que algunos podían aspirar a ganar una pequeña medida de honor y de progreso. Los problemas de nacionalidad del criollo son en cierta forma más sencillos. Este grupo se distinguía de los peninsulares no por su “nacionalidad” sino por las influencias de su “patria”, que servían para discriminarlos en los terrenos del comercio, la religión, el ejército y la burocracia. Debido a esto no se puede hablar de un nacionalismo crio­ llo (frente a los españoles), sino de un patriotismo criollo, es decir, de una ideología que ensalzaba a México y a su influencia benigna sobre todo aquél que fuese criollo de estas tierras.12 Por otra parte, es eviden­ 12 Brading (1972) estableció esta distinción con gran claridad.

te que ese patriotismo criollo podía también encontrar apoyo fuera de la nación europea nacida en México, entre todos aquellos individuos mestizos que no pertenecían ya a una comunidad indígena y para quie­ nes la pertenencia a una patria bien valorada podía ser importante. Por último, es interesante notar la posición de los esclavos africa­ nos frente a estas cuestiones de patria, nacionalidad y comunidad. A diferencia de los indios, los esclavos no tenían ningún bien inalienable, todos sus bienes fueron enajenados. Además, la legitimación misma de la esclavitud era deshacer los pueblos que se resistían a la evangelización: en principio, los esclavos eran cautivos de “guerras justas”, es decir, de guerras contra infieles que se negaban siquiera a oír a los evangelizadores. En este contexto, era legítimo tomar esclavos y obligarlos a reci­ bir una instrucción cristiana con la esperanza de que, después de pasar todas las penas de una vida dedicada al servicio incondicional, pasaran a mejor vida. Es decir que, a diferencia de los indios, los esclavos no eran redimibles como nación, sino únicamente como individuos, y eso sólo después de la amargura de la esclavitud. Debido a esto, siempre se intentó evitar la construcción de comunidades negras: se prohibió la asociación de más de dos negros y se prohibieron todas las corporacio­ nes, con excepción de las cofradías religiosas, y aun éstas tuvieron épo­ cas de ilegalidad por su potencial subversivo (Palmer 1976). Sin embargo, existía una importante contradicción respecto a la naturaleza colectiva de los esclavos, resultado de que, a pesar de todos los esfuerzos contra la formación de una sociedad esclava paralela a la sociedad indígena, se traían esclavos de África (y no de otra parte), precisamente porque no se confundían ni con los europeos ni con los indios. Sin duda es esta conjunción de factores la que nos ayuda a com­ prender el miedo que inspiraba en los españoles la idea de que se for­ maran pequeñas monarquías africanas en el nuevo mundo, pero la ten­ dencia a formar colectividades afromexicanas se limitó a los grupos de cimarrones que lograron establecerse en zonas costeras, pues la mayor parte de los esclavos se fueron casando con mujeres libres y contribu­ yeron a la formación de esa plebe que en la época colonial conformaba las clases populares en ciudades, minas y puertos. Estas consideraciones sobre nacionalidad y patriotismo indígena, criollo y negro son fundamentales para comprender el desarrollo de la nacionalidad mexicana propiamente dicha pero, antes de pasar a ese tema, es importante mencionar un efecto político no intencionado del régimen colonial. Está claro en todo lo expuesto que el sistema ideoló­ gico, legal y económico que imperó en la colonia contribuyó a forjar una sociedad multinacional en la que diversos grupos “nacionales” po­ dían o no compartir intereses patrios. A esto hay que agregar que el

sistema político colonial en sí mismo ayudó a imaginar al estado-nación que se quiso construir con la independencia: en la época colonial México era la sede de un virreinato, presidido por un virrey y que in­ cluía una corte compuesta por los nobles, por el alto clero, por sabios, mercaderes y mineros. El virrey era el responsable último de todas las ramas de gobierno, incluyendo no sólo las administrativas, sino tam­ bién la eclesiástica y la militar. La existencia de esta cúpula de poder estatal en la Nueva España sin duda ayudó a los criollos y a sus diver­ sos aliados a imaginar un nuevo estado, con sede en México, regido por patriotas mexicanos y no por peninsulares.

3. La nacionalidad en la época independiente Uno de los problemas ideológicos centrales de la independencia fue cómo transformar al patriotismo criollo en un nuevo nacionalismo, en el que pudieran ser incluidos otros grupos sociales nacidos en México pero que, en los términos hispanos del siglo xvm, no pertenecían a la “nación” europea. Este problema se presentó, antes que como un problema teórico, como una cuestión práctica. ¿Cómo hacer que la cuestión de la “patria” inspirara y movilizara a sujetos que no pertenecían a la nación privile­ giada de los criollos? ¿Cómo darle el relieve necesario para que la pre­ ocupación patriótica opacara la cuestión de las clases y de las castas? Está claro que, a nivel de lógica pura, hay sólo dos soluciones a este problema: la primera es redefinir la idea de nación y de nacionalidad de tal forma que la pertenencia a una patria común determinara y definiera la pertenencia a una nación. La segunda es mantener el sistema multi­ nacional con una élite europea pero en un contexto en el que todos se beneficiaran de que estos europeos amaran a la misma patria que los indios, los negros, etcétera. A nivel práctico, desde luego que existen diversas formas de mezclar estas dos opciones y, de hecho, ambas se combinaron de manera en extremo complejas y que necesitan ser expli­ cadas. Antes de considerar cómo se combinaron estas opciones, hay que señalar un corolario importante de toda esta cuestión: independien­ temente de cuál opción se tomara, cualquier ideología independentista tendría un fondo patriota común. Es decir, era mucho más sencillo com­ partir un amor por la patria que ponerse de acuerdo respecto de cuáles eran las características de la nación. Debido a esto, las primeras formulaciones de los bienes sagrados e inalienables de México se ligaron de manera muy directa con los símbolos de la tierra (de la patria): “el suelo sagrado” de la patria, el

águila azteca, los volcanes, la plata que se extraía de “la barriga” de la patria, el cielo del altiplano, y también las pirámides y las grandezas de la cultura indígena prehispánica, cuyos restos materiales formaban ya parte de la tierra y cuyos restos simbólicos dotaban al paisaje de un nombre propio: México y no Nueva España. Este conjunto de símbolos que propiamente se pueden llamar pa­ trios (y no nacionales) se habían ido desarrollando desde los inicios del patriotismo criollo, a fines del siglo xvi, y para la época de la indepen­ dencia ya se habían constituido en un repertorio bien conocido: las obras artísticas que ensalzaban los productos y paisajes del nuevo mundo, la presentación de las civilizaciones precolombinas como paralelas a las de la antigüedad clásica de Grecia y Roma, y la afirmación de la legitimidad y autonomía del cristianismo mexicano a través del culto a la virgen de Guadalupe y de la búsqueda de un cristianismo prehispánico en figuras tales como Quetzalcóatl, la cruz de Palenque, etcétera.13 La novedad del patriotismo independiente frente a esta tradición criolla fue que, dado un estado mexicano, se pudo proceder a darles una categoría oficial a estos símbolos. Así, Hidalgo enarboló el estan­ darte de la virgen de Guadalupe; José María Morelos usaba una bande­ ra con el águila en el nopal y la inscripción “VVM” (“¡Viva la Virgen María!”); Iturbide también adoptó el águila azteca (aunque coronada) y en 1821 formó la Orden de Guadalupe para soldados, insurgentes, pro­ fesores y eclesiásticos destacados. Se troquelaron las primeras mone­ das con la figura del águila azteca. Desde 1821 a 1853 se compusieron varios himnos nacionales, hasta que se adoptó la canción patriótica de González Bocanegra (no se puede decir que sea nacionalista, pues trata casi exclusivamente de la importancia del sacrificio por la patria, y su estrofa más representativa es: “Ya no más de tus hijos la sangre/ se derrame en contienda de hermanos/ sólo encuentre el acero en tus ma­ nos/ quien tu nombre sagrado insultó”). Sin embargo, la rapidez con que se dio la formulación de signos y objetos sacros de la patria (el nombre de guerra del primer presidente, Guadalupe Victoria, quien fuera bautizado como Manuel Félix Fernán­ dez, es ejemplo de la vitalidad de ese patriotismo) no tuvo una contrapar­ tida tan simple cuando se definió la nación y, en verdad, se puede decir que la cuestión propiamente nacional ha sido polémica desde entonces. Las formas en que se identificó la patria con la nación fueron evolucionando de manera interesante. En los primeros años de la vida independiente, uno de los legados que se le atribuyó uniformemente a la nación fue la religión católica. Esta nacionalización de la iglesia puede 13 El trabajo de Lafaye (1977) es el más completo en la descripción de este rubro.

ser entendida en parte como una contrapartida de la apropiación de la fe que fue el cimiento ideológico del imperialismo español. La iglesia se considera un legado fundamental e inalienable de la nación mexica­ na en todos los principales actos y documentos de la era independiente temprana, empezando por la apropiación de la virgen de Guadalupe por el cura Hidalgo y pasando por los planes políticos de Morelos, de Iturbide y la Constitución de 1824. En las Siete leyes (1835) se estipulaba que los mexicanos tenían la obligación de profesar la religión católica, y ni siquiera las leyes anticlericales promovidas por José María Luis Mora en 1833 minaron el carácter oficial del catolicismo. El lazo esencial de la nación con la religión no se rompe sino hasta la Constitución de 1857, y el proceso de desnacionalizar a la religión (que nunca se logró en su totalidad) y sustituir esa fe por la democracia liberal y universalista es una parte central de la historia de la nacionalidad mexicana. Por otra parte, independientemente del apoyo que la nacionalidad pudo encontrar en la religión, la dificultad que se tenía en definir a la nación se refleja en los vaivenes que sufrieron los modos y maneras de sentir que ésta se manifestaba y los modos en que se representaban estos sentimientos. Por un lado, hubo un movimiento más o menos uni­ forme para hacer de la patria el criterio definitivo de la nación (todo aquél nacido en México era considerado mexicano) pero, por otro lado, los mecanismos de representación popular en verdad restringían la de­ finición de cuáles individuos eran propiamente ciudadanos, y estas res­ tricciones ocurrían no sólo por la alienación de grandes sectores rurales de la política nacional, sino a veces también por diseño expreso. Así, por ejemplo, en la Constitución de Cádiz (1812) —y estas medidas fueron válidas desde 1835 hasta las leyes de la reforma— sólo los hom­ bres mayores de edad que tuvieran una renta anual determinada podían votar. (En México el derecho de votar de las mujeres no se instauró sino hasta 1953.) En 1846 se agregó a este requisito el de saber leer y escribir. Para ser diputado se necesitaba una renta anual mínima de $1,500 pesos, para ser senador, $2,000, y para presidente, $4,000 pesos. De esta forma se puede decir que la ideología nacionalista conser­ vadora de la primera mitad del siglo xix permitía la manutención de facto de las jerarquías sociales de la colonia, pues la distinción a través del dinero podía servir para fortalecer los sistemas de discriminación por “raza”, dado que la mayoría de los indios y la gente morena en general eran pobres. Sin embargo, existen también grandes diferencias entre un sistema que favorecía al rico, como el que se estableció en ciertos momentos del siglo xix, y un sistema explícito de castas, como el que hubo durante la época colonial.

Una de las diferencias centrales es que la supuesta pertenencia a una nación común (definida a través de la patria común) hacía posible que los pueblos campesinos y otros contingentes pobres hicieran sus reclamos políticos en términos de derechos ciudadanos, y no en térmi­ nos de complementariedad subordinada de casta. Sin embargo, esta transformación también podía significar la pérdida de ciertas preben­ das para grupos subalternos, sobre todo para los indios. Desde los pri­ meros años de la independencia comenzó el asalto ideológico y real a las tierras comunales de los pueblos y a otras instituciones de la comu­ nidad indígena tales como los hospitales, los puestos públicos, las es­ cuelas y las cajas comunales. Este asalto tenía como contrapartida los movimientos indigenistas, que buscaban identificar a la nación con la raza indígena. Estos indigenistas tempranos se expresaron en las esfe­ ras políticas nacionales a través de figuras como el diputado Rodríguez Puebla, quien luchó en los primeros congresos por mantener intactas las instituciones de la comunidad indígena (menos el tributo). Sin embargo, esta posición política iba en contra del precepto cen­ tral del liberalismo, que se fue constituyendo en la ideología dominante del movimiento independiente, según el cual una república está com­ puesta por una patria aunada a una nación soberana. El indigenismo que, intentaba mantener y fortalecer a las comunidades indígenas den­ tro de un orden nacional plurirracial, amenazaba con consolidar un país multinacional, cosa que para los liberales era una aberración. Así, don José María Luis Mora resume la postura liberal ante este indigenismo: El verdadero motivo de esta oposición consistía en el nuevo arreglo de la instrucción pública que estaba en conflicto abierto con los de­ seos, fines y objetivos del señor Rodríguez Puebla en orden a la suer­ te futura de los restos de la raza azteca que aún existen en México; este señor, que pretende pertenecer a dicha raza, es una de las notabi­ lidades del país por sus buenas cualidades morales y políticas; su partido, en teoría, es el de progreso y en el personal el yorkino', pero a diferencia de los hombres que obran en esto de concierto, el señor Rodríguez no limita sus miras a conseguir la libertad, sino que las extiende a la exaltación de la raza azteca y de consiguiente su primer objeto es mantenerla en la sociedad con una existencia propia. Al efecto ha sostenido y sostiene los antiguos privilegios civiles y reli­ giosos de los Indios, el statu quo de los bienes que poseían en comu­ nidad, las casas de beneficencia destinadas a socorrerlos y el Colegio en que recibían exclusivamente su educación; en una palabra, sin una confesión explícita, sus principios, fines y objetos tienden visible­ mente a establecer un sistema puramente indio. La administración de Farías, de acuerdo con todas las que la precedieron, pensaba de distinto modo; persuadida de que la existen­

cia de diferentes razas en una misma sociedad era y debía ser un prin­ cipio eterno de discordia, no sólo desconoció estas distinciones pros­ critas de años atrás en la ley constitucional, sino que aplicó todos sus esfuerzos a apresurar la fusión de la raza azteca en la masa general; así es que no reconoció en los actos del Gobierno la distinción de indios y no indios, sino que la substituyó por la de pobres y ricos, extendiendo a todos los beneficios de la sociedad. [1963: 152-153]

Por otra parte, el conflicto sobre la posición de las comunidades indígenas en la nueva sociedad nacional no terminó con estas rencillas entre las altas esferas políticas del país. También, se tradujo, sobre todo, en conflictos regionales en los que grupos indígenas buscaban cons­ truir sus propias autonomías nacionales. Estos movimientos fueron lla­ mados “guerras de castas” por la “mayoría nacional”, pero también deben ser entendidos como movimientos nacionales, pues buscaban una coincidencia entre naciones indígenas (definidas, en general, mediante la “sangre”), manejo de territorio y apropiación de la religión. La nostalgia de muchos indígenas por tener sus estados propios, por tener una tierra con una sola sangre al mando de sus propios sabios y bajo el manto de un cristianismo indígena se tradujo en movimientos sociales en varios momentos del siglo pasado y aún en este siglo. Por ejemplo, durante la famosa “guerra de castas” de Yucatán los indios tenían su capital en Chan-Santa Cruz y construyeron su liderazgo en tomo una cruz que le hablaba directamente a los sacerdotes que diri­ gían el movimiento de los indios alzados. Otros movimientos con cier­ to parecido estructural a este también se dieron en los Altos de Chiapas (1868), entre los yaquis (1885-1909), en la Huasteca potosina (1888) y en la Mixteca de la costa (1911), entre otros, y ha habido un buen nú­ mero de movimientos no violentos asociados a este tipo de nacionalis­ mo local en cantidad de poblados de México, algunos de ellos promo­ vidos por clases ya propiamente urbanas. En la capital misma del país hay actualmente grupos nahuatlistas de orígenes sociales mixtos que buscan la devolución del penacho de Moctezuma y la instauración de un nuevo imperio indígena. Por otra parte, pese a la cantidad de movimientos autonomistas de los indios, el nacionalismo que predominó hasta las leyes de Juárez permitió que siguieran combinándose factores de clase con factores de raza o casta en el juego por la distinción social. Dado el hecho de que el liberalismo decimonónico estaba en contra de unir factores raciales a la definición de la nación, se pudo continuar con las ideas racistas que existían desde la era española y que irían agravándose con la importa­ ción de las ideas racistas del darwinismo social en las últimas décadas del siglo pasado.

El ideólogo que más influenció el pensamiento racista ilustrado en México fue Herbert Spencer, quien creía en la importancia funda­ mental de la selección del más apto para la evolución social. Para Spencer el estado no debía intervenir en favor de los pobres, pues esto multipli­ caría el número de individuos inferiores. Además, Spencer creía en la herencia de características adquiridas. La combinación de estas doctri­ nas aplicadas a México llevó a la conclusión de que los indios habían sido subsidiados por el estado colonial durante siglos, y que las ca­ racterísticas negativas que había ido adquiriendo seguirían plagando la evolución nacional si no se elevaba el número de individuos aptos (eu­ ropeos).14 Por otra parte, vale la pena mencionar aquí que las ideas racistas españolas fueron finalmente las que dominaron el pensamiento racista en México aún después de la importación de las ideas del norte de Eu­ ropa. Hay que recordar que, según las ideologías dominantes en la épo­ ca colonial, la raza indígena era inferior a la española, pero era también una raza redimible, no sólo a través de la fe cristiana, sino también a través de la procreación con la raza española: existía una fórmula bien conocida según la cual el hijo de español y de india daba un mestizo; hijo de mestizo y española, daba castizo; e hijo de castiza y español, español. Es decir, los orígenes indígenas de un individuo podían ser “borrados” tras un par de generaciones que tuvieran hijos con euro­ peos. Es por esto que en la época colonial se manipulaba la identidad racial: se compraban actas de nacimiento para que los hijos fuesen cla­ sificados como criollos y no como miembros de alguna casta inferior, documentos de “gracias al sacar” que transformaban al plebeyo en no­ ble, o los mestizos compraban el acceso a comunidades indígenas o se le concedían derechos a ciertos indígenas de vestirse como españoles, de montar a caballo o de portar armas. Con la independencia se aban­ donaron las definiciones y resguardos legales de las castas: se liberaron los esclavos y se prohibió el tributo indígena, así como las clasificacio­ nes raciales en actas bautismales. Sin embargo, la manipulación de la identidad racial continuó, más que nada en la lucha por la posición social. Sólo así podemos entender por qué Porfirio Díaz se polveaba la cara de blanco, y la exagerada preferencia del rico y del político more­ no por la esposa blanca. Por otra parte, desde la independencia se comenzó a idear la posi­ bilidad de dotar al mestizo de una cierta dignidad racial y de hacer de la “raza mestiza” una raza nacional. En sus inicios, esta tendencia se limi­ 14 Para una discusión de esto, ver Knight (1990).

tó simplemente al reconocimiento de la grandeza tanto de las fuentes indígenas como españolas de la nacionalidad. Sin embargo, esta ten­ dencia a reconocer la importancia central del mestizaje para la nacio­ nalidad mexicana no se pudo traducir fácilmente en una ideología en la que se equiparara al mestizo con el mexicano por dos razones: la pri­ mera era la idea liberal que buscaba evitar que la nación se definiera mediante lazos con cualquier raza, y la segunda fue la influencia cada vez mayor del pensamiento racista seudocientífico. Estas dos tenden­ cias se contradicen entre sí, pero se desarrollaron paralelamente. Así, el indigenismo de Juárez y de su generación —en la que hubo grandes figuras políticas e intelectuales de origen indígena— era ente­ ramente distinto al indigenismo de un Rodríguez Puebla. Mientras que éste buscaba mantener los espacios de comunidad indígena dentro de un marco nacional pluralista, Juárez demostró que los indígenas eran perfectamente capaces de “ascender” al nivel cultural de los europeos si se les daba la oportunidad y los recursos. Así, el liberalismo de Juárez buscaba redimir al indio a través de darle acceso a los bienes de la ciudadanía: educación, derechos universales, igualdad. Por eso, la vi­ sión nacional de Juárez fue la primera, y tal vez la única, que mana verdaderamente de los ideales nacionales, democráticos y universalistas de la revolución francesa. Juárez busca formar una nacionalidad compuesta por una ciuda­ danía (definida a través del nacimiento común en una patria) que tenía una verdadera igualdad de acceso a la protección y a la representación en el estado. Se puede decir que en la constitución de 1857 los legados inalienables de la nación eran tres: el territorio nacional, la soberanía del estado y los derechos del hombre. Es por esto, también, que Juárez rompe el lazo privilegiado que había mantenido hasta entonces la igle­ sia con la nacionalidad mexicana: Juárez ya no necesita una iglesia nacional para legitimar al país, le basta la libertad e igualdad de los mexicanos bajo el manto de la ley y el marco de la patria. Por otra parte, la figura misma de Juárez, y de muchos de los hombres de su generación, era una prueba viviente de que estos ideales eran alcanzables. Sin embargo, fue más fácil desnacionalizar a la iglesia que cons­ truir una ciudadanía nacional. Las leyes promovidas por Juárez contri­ buyeron a erosionar a las comunidades indígenas que habían manteni­ do la herencia comunitaria (transformada) del calpulli, pero las nuevas y viejas masas proletarias seguían siendo principalmente morenas y seguían estando bajo la férula económica de extranjeros. Más aún, esta tendencia aumentó fuertemente en los años posteriores a Juárez debido al desarrollo capitalista que se dio con la introducción del ferrocarril y con la paz y el orden de don Porfirio.

La mayoría de los pobres de México seguía excluida de los bienes de la nacionalidad (igualdad ciudadana, educación pública, derecho de representación en el estado) pues los recursos de la burocracia nacional eran magros y, peor todavía, esos recursos se utilizaban primordial­ mente para beneficio de los poderosos de la época. Es por esto que en el siglo xix el término “indio” cobró una nueva acepción, al fusionar fac­ tores de raza con factores de clase: todo campesino pobre se convirtió en un “indio” para las clases medias y altas de las ciudades. Es decir, la palabra “indio” se volvió una forma de mencionar a aquellos que no eran ciudadanos cabales. Esta situación explica también por qué el pensamiento racista de Spencer cobró cierta influencia en los círculos oficiales. Esa ideología permitía que ciertos grupos oficiales culparan a las víctimas de los resul­ tados negativos del desarrollo social que se dio a partir de la indepen­ dencia: México no había conseguido el nivel social de Estados Unidos por la influencia negativa de los indios. El único modo de conseguir una evolución política era a través de la importación de europeos y la dominación de lo indio, sea a través de la educación o sea (en casos de indios reacios) a través de las formas disciplinarias más crueles. Fue en esta época cuando revivió la esclavitud indígena y cuando se perpetra­ ron masacres de indios en Sonora y Yucatán. La lucha por el poder y la lucha de clases en este periodo se convirtió también, en algunos sectores, en una lucha nacional, pues el progreso logrado por don Porfirio se fundó en buena medida en con­ cesiones a capitales extranjeros, y los sectores sociales que quedaban afectados negativamente por ellos se aliaron con los grupos políticos excluidos del monopolio que el grupo de don Porfirio ejercía sobre el aparato burocrático. Estas alianzas dieron inicio a la revolución.

4. La redefinición de la nacionalidad a partir de la revolución Desde el punto de vista de la nacionalidad, la revolución mexicana marca un “parteaguas” tan importante como la reforma. Aquí voy a centrarme en dos aspectos, la revaloración del mestizo y lo mestizo como la quintaescencia de lo nacional, y la redefinición de los bienes inalienables de la nación. La colocación del mestizo como personaje central tiene, como hemos mencionado ya, una historia que comienza con la independen­ cia, pero con la revolución se rompen lazos con las dos doctrinas que inhibían la adopción del mestizo como raza nacional. Por un lado, se abandona el liberalismo universalista de Juárez a favor de un régimen

de estado proteccionista, que sí estaba dispuesto a tomar medidas y disposiciones especiales para grupos nacionales específicos (como los indígenas, los campesinos, los obreros, etc.); por otra parte, a partir de la obra antropológica de Franz Boas fueron destronadas las ideas racis­ tas del darwinismo social. Estas dos rupturas se complementan y van de la mano. La figura más importante en el combate contra el racismo seudocientífico fue Manuel Gamio, quien, gracias a su importante actuación en la cons­ trucción del nacionalismo revolucionario, es frecuentemente conside­ rado “el padre de la antropología mexicana”. Gamio se apoyó en su maestro, el antropólogo Franz Boas, para afirmar dos cosas: primero, la igualdad entre las razas y, segundo, la validez de todas las culturas. Basado en esto, Gamio desarrolló un indigenismo que tuvo como uno de sus resultados principales la dignificación de los rasgos y de la san­ gre india de los mexicanos, permitiendo así que surgiera “el mestizo” como verdadero protagonista de la historia nacional y que la cultura nacional quedara definida como una cultura mestiza. Es importante detenemos un momento en la concepción de “el mestizo” que manejaban los nuevos ideólogos del nacionalismo mexi­ cano (principalmente Luis Cabrera, Andrés Molina Enríquez y Manuel Gamio). El mestizo era imaginado como el producto de un padre espa­ ñol y una madre indígena. Es importante subrayar que esta fórmula sublima la relación entre raza y género, pues ya para el siglo xx no todos los mestizos eran hijos de padre español y de madre indígena. La importancia de esta fórmula muy particular es doble: por una parte, coloca a la conquista española como el punto de origen de la raza y de la cultura nacional, y permite así que se desarrolle o se fortalezca toda una mitología nacional a partir de este hecho. (De esta mitología salen algunas de las obras nacionalistas mas importantes de este siglo, como los murales de Diego Rivera o las interpretaciones del carácter y la cultura nacional de Samuel Ramos y de Octavio Paz.) Por otra parte, y esto es quizá aún más importante que lo anterior, la identificación de lo europeo con lo macho y la feminización de lo indígena permitió la formulación de un nacionalismo que fue a la vez modernizante y pro­ teccionista. Para entender esta relación más claramente, analicemos las pala­ bras de Andrés Molina Enríquez: “a la larga, el yunque de la sangre indígena siempre prevalecerá sobre el martillo de la sangre española”. Aquí “el mestizo” (léase “el mexicano”) queda retratado como alguien que hereda la hombría (representada por “el martillo”) de su padre es­ pañol y que, al mismo tiempo, siente una lealtad primordial hacia su lado materno (representado por “el yunque”), es decir, hacia lo indíge­

na, categoría que incluye a la tierra.15Esta formulación de la naturaleza del mestizo, y la identificación de lo mestizo con lo nacional, apoyó implícitamente la creación de un nacionalismo proteccionista y modernizante. Era modernizante porque el mestizo, al igual que su pa­ dre europeo, era propenso a la acción, hacia lo épico, hacia la historia. Era proteccionista porque el mestizo buscaba proteger su herencia ma­ terna de la explotación de los europeos, quienes no sentían lealtad algu­ na hacia la tierra ni hacia lo indígena. De este modo, el nacionalismo mestizo resolvió los problemas de identificación con “el pueblo” que tenían los criollos del siglo anterior. La nacionalización del mestizo representa también un rompimiento con algunos aspectos del laissez-faire liberal e introduce una nueva versión de lo que es el patrimonio nacional: dejó de pensarse que el progreso y la modernidad manaban de las libres fuerzas del mercado y del respeto a los derechos del hombre. En vez, surge la idea de que el progreso sano sólo puede darse bajo “la rectoría” de un estado naciona­ lista que vela por “el interés público”. Así, la Constitución de 1917 ya no limita la definición de bienes inalienables a los derechos del hombre y a la construcción democrática del estado en el marco de la soberanía nacional. En esa constitución se incluyen entre los bienes inalienables, además de los derechos ciudada­ nos y de la santidad de las instituciones democráticas, la discreción del estado para permitir o prohibir la libre acción de extranjeros en el país, la vigilancia del estado por el interés público, el cual incluye a la edu­ cación pública, la protección del trabajador y de las condiciones de trabajo, el dominio sobre todos los recursos naturales subterráneos y subacuáticos, el derecho del estado de expropiar cualquier terreno para fines de utilidad pública, la regulación de la inversión extranjera, la regulación de las extensiones de tierra que se pueden poseer legalmen­ te, la preferencia a la contratación de mexicanos por encima de extran­ jeros, etcétera. En la Constitución de 1917 se dice explícitamente que 15 En este sentido la expresión “madre patria” es interesante, pues sintetiza las vetas paternas (europeas) y maternas (indígenas) en un solo término. La expresión en sí misma es digna de un análisis pues representa una contradicción de términos. Sin embargo, esa aparente contradicción resulta del hecho de que la concepción original latina de patria estaba ligada a los bienes inalienables que se recibía por la línea pater­ na, es decir, al patrimonio. Sin embargo, en un buen número de sociedades, la tierra es asociada con el poder reproductor de las madres, la madre tierra. Esta identificación materna de la tierra es aún más importante en México, no sólo porque existían diosas de la tierra en la era precolombina sino porque la tierra era aquello que había que defender contra de la explotación del europeo. Es por esto que en México la expresión “madre patria”, con todo su dualismo, es tan importante.

toda la tierra de México es un bien inalienable de la nación, la tierra puede ser vendida y comprada, pero siempre puede volver al uso públi­ co en cuanto se requiera. Es a partir de los cimientos de este nacionalismo que se van creando los nuevos símbolos de nacionalidad del siglo xx: la adopción de Zapa­ ta y de su lema “tierra y libertad” como icono fundamental de la revo­ lución; la satanización de Iturbide, de Santa Anna y de Porfirio Díaz; la expropiación petrolera y la formación de una serie de grandes indus­ trias nacionalizadas como p e m e x , Comisión federal de electricidad, Telmex, Ferrocarriles nacionales de México, Cananea, que fueron sím­ bolos del nuevo nacionalismo; la fundación de grandes establecimien­ tos educativos nacionales, tales como el sistema de educación primaria y secundaria de la Secretaría de educación pública, la Universidad nacional autónoma de México, las universidades autónomas de ios es­ tados, etcétera. Estos establecimientos nacionales formaron organiza­ ciones internas que se integraban de maneras importantes al sistema político nacional: los sindicatos de maestros, de petroleros, de telefo­ nistas. Todos formaron parte de la estructura formal del partido de la revolución, de modo que estos símbolos de nacionalidad eran a la vez apoyos muy reales del estado que abanderaba ese nacionalismo.16 Por otra parte, la “rectoría” del estado sobre el interés público tam­ bién le dio a los gobiernos revolucionarios un papel activo en el patroci­ nio de las artes y de las ciencias, y buena parte de la creación intelectual de México hasta fines de la década de los ochenta, y aún hasta el día de hoy, ha sido patrocinada parcial o totalmente por ese estado y, por lo tanto, ha dialogado con la fórmula nacionalista dominante. Bajo el régimen de este nacionalismo mestizo y revolucionario, México creció enormemente, tal vez demasiado. El país pasó de ser predominantemente rural y agrícola a ser en su mayoría urbano, y la población creció de alrededor de 20 millones en 1950 a alrededor de 80 millones en 1990. Esta urbanización y, en general, la creciente comple­ jidad de la sociedad nacional comenzó a dificultar el manejo de la re­ presentación estatal por la vía de los “sectores” del partido dominante y de la política del estado unipartidista. Por otra parte, los mecanismos de administración burocrática del estado no pudieron evitar la bancarrota del país en 1982, cosa que permitió que las exigencias económicas del extranjero tuvieran que ser atendidas. Fue así que, a partir del régimen de Miguel de la Madrid, comen­ zó una serie de reformas económicas muy profundas, que han tendido a 16 Para una descripción etnográfica de estos procesos, ver Lomnitz, Lomnitz, Adler, y Adler (1990).

revivir algunos aspectos del modelo liberal del siglo pasado, incluyen­ do la redefinición de lo que sí y lo que no constituye un bien inalienable de la nación. Es por ello que la venta de compañías paraestatales y la privatización del ejido ha sido comparada por los nacionalistas de la vieja escuela con la venta de las alhajas de la familia: los cambios legales y económicos realizados bajo Carlos Salinas representan una transformación profunda en la definición misma de lo que es la nación y de las cosas y relaciones que le pertenecen de manera inalienable, son una vuelta a los planteamientos liberales. Por otra parte, las transformaciones sociales de la década de los ochenta y la de los noventa también comparten con muchos de los regí­ menes del siglo pasado la falta de claridad en la definición del naciona­ lismo, y el discurso nacionalista actual parece estar revirtiendo al dis­ curso patriota del siglo xix: abunda en halagos para la patria y a las glorias pasadas de nuestra “cultura milenaria”, pero se queda muy cor­ to en la definición de lo que es actualmente la nación y de cuál es su legado. Esta cuestión puede pensarse de la siguiente forma: sólo ha habido dos momentos históricos en los que se ha definido de forma congruente y explícita la relación entre patria y nación. El primero fue el del liberalismo universalista promovido por Benito Juárez, cuando se separó a la nación de las amarras con la iglesia y con la raza. Esta opción influyó tremendamente en la historia nacional, aunque nunca se logró como proyecto práctico. La segunda opción fue la del naciona­ lismo revolucionario, que es internamente más contradictoria que la fórmula de Juárez, pues adopta algunos elementos del liberalismo de­ mocrático al tiempo que construye un estado corporativista y protec­ cionista. En este modelo se ligó la nacionalidad con una raza y una cultura, la cultura “mestiza”, y se adoptó un régimen modernizador, proteccionista, corporativista y unipartidista. El régimen actual ha ido abandonando los preceptos, ya bastante oxidados y anquilosados, del nacionalismo revolucionario, pero no ha podido abrazar plenamente el liberalismo universalista de Juárez, pues la transformación actual requiere de un estado fuerte y autoritario, al estilo de aquellos que manaron de la revolución. Por otra parte, el libe­ ralismo univeraiista era una ideología más potente en manos de Juárez, quien finalmente estaba demostrando en carne propia que los indios podían acceder a los bienes de Occidente, que en manos de una élite económica que no necesariamente se identifica con el grueso de la pobla­ ción. Por todo esto, se puede decir que el régimen actual requiere del nacionalismo revolucionario para destruir al régimen que lo creó, de lo cual resulta que la definición de “lo nacional” y de “la nacionalidad” está pasando por un punto oscuro, indefinido y fértil.

En las artes y en los gustos actuales se refleja claramente el can­ sancio que provoca las visiones épicas del nacionalismo revoluciona­ rio: hoy interesa mucho más el mundo íntimo de Frida Kahlo que la grandilocuencia épica de Diego Rivera, y se consumen con más interés las narrativas íntimas —aun cuando destilan nacionalismo, como es el caso de las crónicas de Poniatowska o de Monsiváis— que las grandes épicas totalizadoras de Carlos Fuentes. Esta situación es sintomática de la crisis del antiguo nacionalismo: sigue el anhelo de comunidad y el anhelo de tener una herencia, pero las definiciones estatistas de esas comunidades están casi tan débiles como lo estuvieron el siglo pasado.

Conclusión En este ensayo hemos revisado las formas en que se han desarrollado las ideologías comunitarias que han servido de base para la construc­ ción de la nacionalidad mexicana. Hemos mostrado que la nacionali­ dad mexicana se ha ido transformando a través de la historia, al tiempo que ha utilizado elementos ideológicos que a veces tienen gran profun­ didad y arraigo sentimental en la población. La antropología mexicana de principios y mediados de este siglo fue crucial en la conformación de una de las formas principales del nacionalismo mexicano: el nacionalismo revolucionario. Esta ideolo­ gía se basó en la doctrina de la igualdad entre las razas y en la idea de que el mexicano es un descendiente por partes iguales de lo español y lo indígena. Cuando postuló al mestizo como protagonista de la nacio­ nalidad, la antropología contribuyó a su modo la conformación de un nacionalismo que era a la vez modernizador y proteccionista, popular y autoritario. Una buena parte de la antropología mexicana de este siglo se desarrolló dentro de los preceptos de ese nacionalismo. Sin embar­ go, hoy día esa fórmula nacionalista se está derrumbando. Toca a la antropología volver a hacer un recuento histórico amplio y detallado de las ideologías comunitarias que se han esgrimido en la contienda por lo nacional, para ver si de entre los escombros podemos ayudar — como decía Manuel Gamio— a “forjar patria”, pero esta vez en un mundo que está mucho más intensamente intercomunicado, en una po­ blación que es a la vez profundamente tradicionalista y desarraigada, y que tiene muchos reclamos sociales y políticos. Emprender esta nueva tarea significa, también, echar mano a otros métodos y a otras teorías. La antropología de México ya no es un sinó­ nimo de indigenismo ni de un nacional-marxismo: nuestra tarea es es­ tudiar la cultura y la ideología en el mundo en que vivimos, y en ese

sentido no podemos limitarnos a lo que ilusoriamente parece “nues­ tro”. “Lo nuestro” no es sólo nuestro y “lo extranjero” a veces también es de nosotros. Por ello requerimos de un diálogo más intenso con todo el pensamiento que se ha desarrollado en la antropología y la sociolo­ gía. Los contornos de México están definidos también por el mundo que lo rodea y lo permea. El desarrollo de las ideologías comunitarias que he rastreado en este ensayo nos permite sistematizar ciertas consideraciones en tomo al futuro y, como estamos escribiendo en un momento de cambios pro­ fundos en la cuestión nacional, me parece pertinente concluir con algu­ nas ideas al respecto, aun cuando éstas no sean necesariamente novedosas. Espero al menos que la discusión anterior permita entender las opciones conocidas con mayor relieve y claridad. Actualmente se ven cuando menos tres alternativas lógicas para la ideología nacional tal y como ésta se manifiesta en la definición de bienes inalienables: 1. La primera es consolidar la democracia al estilo deseado por Juárez, basándola en el anhelo de la modernidad y de incorporación al “primer mundo”. Esta opción significaría darle preponderancia a los bienes inalienables defendidos por Juárez, incluyendo los de­ rechos humanos y la representación democrática. La dificultad principal de esta opción es que, aunque se trate de una fórmula perfectamente congruente con la política económica del gobierno actual, es complicado realizarla desde el pr i por la relación privi­ legiada que este partido ha tenido con el poder del estado. Otros partidos y grupos sociales claman por esta opción, y el p r i ha rea­ lizado intentos importantes —pese a todas las dificultades— por acercarse a esta fórmula en algunos terrenos. 2. La segunda opción es reanimar el nacionalismo revolucionario. Esta opción significaría mantener la “rectoría del estado” sobre algunos bienes que se consideren centrales para el interés público y la nacionalidad, como pueden ser la tierra, la explotación del subsuelo, las industrias de la comunicación y los servicios e in­ dustrias de la educación y la cultura. Esta opción podría mantener al nacionalismo mestizo incólume, pero tiene en contra que la opo­ sición la usa de bandera y, para poder ganar, esa oposición necesi­ ta también sostener el valor de la democracia “al estilo de Juárez”, por lo cual tendría que diseñar una forma de estado que no caiga en los mismos vicios contra la democracia en los que cayó el na­ cionalismo revolucionario cuando estaba en el poder. La forma

concreta en que se mezcla el nacionalismo revolucionario con los ideales liberales ha sido siempre un problema central para este nacionalismo, y si esta ideología vuelve al poder, tendrá que vol­ ver a enfrentarse a estos problemas. 3. La tercera opción está menos dibujada con claridad, pero sería un intento de construir una socialdemocracia a partir de una nueva codificación de los derechos humanos. Esta fórmula se diferen­ ciaría de la segunda porque no dependería de una metáfora racial (“el mestizo”) para la definición de la nacionalidad, sino que cen­ traría sus esfuerzos en la definición de los derechos de las perso­ nas: no pondría a “la nación” por encima de los derechos de las personas y, por lo tanto, se alejaría de las fórmulas populistas y autoritarias que han predominado en México. Por otra parte, esta opción se separa del liberalismo y del “neoliberalismo” porque busca ampliar la definición del derecho humano para defender ciertos intereses sociales generales amenazados por las tendencias “naturales” del mercado (por ejemplo, defender la alimentación de los niños o el derecho a habitar espacios no contaminados). Esta dirección significa también una recodificación de la socie­ dad civil: deshacerse de la organización sectorial que se desarro­ lló bajo el estatismo revolucionario y crear nuevas formas de pro­ tección estatal para los nuevos derechos humanos. El principal adversario ideológico de esta opción es la mitología nacionalista tal y como existe actualmente, con todo y la tendencia a orga­ nizar un estado que tiene rectoría sobre aquello que se considera el interés nacional, además de los argumentos anteriores para la definición de comunidades nacionales (tales como la deificación de la nacionalidad en términos raciales) y —tras de esta movi­ da— la propuesta de que el papel central del estado es dirigir el proceso “modernizador”. Habrá que ponerle límites al reinado de la ideología modemizadora, pues no se trata de modernizarse a toda costa. Evidentemente, me parece que el único camino realmente desea­ ble y —a largo plazo— viable, es el tercero, pero para avanzar sobre ese terreno hay que estar dispuestos a cuestionar tanto el nacionalismo revolucionario como el neoliberalismo, y crear imágenes de nacionali­ dad y de modernidad que se separen tanto de la teleología de los mura­ listas como de los “padres de la patria”.

Mi preocupación en este capítulo es aclarar tres asuntos. Primero, que desgraciadamente no estamos aún en una época posnacional. Segundo, que las implicaciones culturales de la globalización —la llamada “multiculturalidad”— son más diversas para países pobres que para países ricos. Tercero, que el análisis de la dinámica entre la multi­ culturalidad del primer mundo y la del tercer mundo (uso estas catego­ rías provisionalmente por falta de otras mejores) nos permite concen­ tramos en un fenómeno que nos debería preocupar sobremanera: me refiero a la ideología decadente que predomina en nuestro país. Antes de comenzar con esta argumentación, que por su compleji­ dad desarrollaré en tres partes, quiero aclarar lo que entiendo por “de­ cadencia”. Una ideología, una práctica o una persona decadente es aque­ lla que promueve el debilitamiento personal o de la comunidad, nor­ malmente en aras de una pretensión falsa. Por ejemplo, Nietzche habló mucho de la decadencia en la tradición judeocristiana, que subvierte la procuración de nuestros deseos con culpas y promesas de una vida mejor después de la muerte. Yo encuentro decadente toda la mentalidad del colonizado: aceptar las condiciones que vienen de fuera a cambio de una idea falsa, a saber, que ellos se encargarán de nosotros.

1. Acerca de por qué no estamos aún en un momento posnacional Sé que no dibujo un cuadro verosímil del nacionalismo mexicano. Des­ pués de todo, no nací en México y siempre he odiado los nacionalismos totalizadores y discriminadores. Sin embargo, me parece una irrespon­ sabilidad declarar la muerte de los nacionalismos en México. Por ahora 1 Publicado originalmente en La Jornada Semanal, 23 de mayo de 1993.

estamos condenados a ser un país, estamos condenados (por lo tanto) a tener también alguna forma de nacionalismo. Esta no es, desde luego, una cuestión moral ni ideológica. Es, simplemente, la realidad. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte ( t l c ) no significa una incorporación política de México a Estados Unidos. Estados Unidos y Canadá no están dispuestos a darnos a todos el mismo pasaporte y los mismos derechos, y nosotros no estamos en condiciones de exigirlo. Posiblemente en los próximos años México se nivele económicamente con Estados Unidos y la interdependencia en­ tre nuestros países llegue a ser suficiente como para imaginar una co­ munidad análoga a la Comunidad europea. Sin embargo, esta posibili­ dad está muy lejos de ser una certeza. Por ahora, no nos podemos dar el lujo de imaginar que estamos en una situación posnacional: si nuestra sociedad, si nuestras culturas, si nuestras economías se hundieran, lo más que podríamos esperar de la “globalización” es que dejen caer en paracaídas unos paquetitos de granos marcados “us a i d ” . Esto me lleva a un punto fundamental —de hecho, obvio— que no hay que olvidar. El término “globalización” es engañoso, pues se refiere, ante todo, a una interconexión en el plano de la economía y de las comunicaciones, mas no conlleva necesariamente un sentido de comu­ nidad. Hoy resulta tentador declarar: “El nacionalismo ha muerto, viva la globalización.” Sin embargo, aunque resulte lamentable, los térmi­ nos “nacionalismo” y “globalización” todavía se refieren a dos órdenes diferentes de cosas. El nacionalismo busca una coincidencia entre lo social, lo económico y lo político: una sociedad nacional tiene “inte­ reses nacionales” e instrumentos para defender esos intereses. Estas relaciones se han ido resquebrajando, es cierto. Sin embargo, la globalización aún no nos presenta una institucionalización alternati­ va de la comunidad. Max Weber definió a la “comunidad” como un tipo de relación social donde la acción está inspirada en un sentimiento compartido de pertenecer a un todo social. Las acciones que hoy día se inspiran en un sentimiento compartido de pertenecer al mismo mundo (lo global) son aún relativamente pocas, y las bases institucionales para fomentar rela­ ciones comunitarias basadas en una ideología global son precarias. To­ davía peor, por más que México pregone por el mundo que “El respeto al derecho ajeno es la paz”, su capacidad para construir con sus doctri­ nas de política exterior una comunidad política global está en propor­ ción directa con su fuerza económica y su solvencia intelectual. La política internacional de México es admirable en muchos aspectos, pero tiene también una premisa decadente: que los débiles son los justos, y que es más noble trabajar desde la debilidad que desde la fuerza.

2. Acerca de por qué la multiculturalidad en los países ricos no nos acerca tanto a ellos como creemos La multiculturalidad es un fenómeno tan antiguo como la humanidad misma. Basta pensar en la variedad de dialectos que surgieron en torno al ruso, el mandarín, el náhuatl o el inglés, o en la multitud de personas que han sido multilingües en los cinco continentes, o en la importancia de los enclaves étnicos durante toda la historia del comercio de larga distancia, o en la multiculturalidad que caracteriza a todas las socieda­ des cuyas economías sufren procesos acelerados de crecimiento. La novedad histórica que enfrentamos no es la multiculturalidad en sí, sino el hecho de que la multiculturalidad de hoy emerge en el marco del estado-nación, que es una forma política que ha luchado desde sus ini­ cios por homogeneizar las diferencias culturales. Así, los dilemas que hoy día han surgido en tomo a la multicultu­ ralidad están ligados a la transformación de las economías de los esta­ dos nacionales, a la revolución en las tecnologías de información y comunicación, y a la capacidad de las formas políticas que surgieron de las diversas revoluciones nacionales de responder a las nuevas condi­ ciones. Por ello, no es sorprendente que los dilemas que surgen con el pluralismo cultural varíen de manera importante entre países. Estas variaciones están ligadas tanto a factores de “desarrollo” y “subdesarrollo” como a las fórmulas específicas que cada estado ha utilizado para ir construyendo y consolidando una ideología nacional. Así, aun­ que todos los países de la actualidad han sentido tensiones en sus viejos modelos del vínculo entre el estado y la nación, la naturaleza de esas tensiones es distinta incluso entre países cuyo nivel económico es se­ mejante: la cuestión de la multiculturalidad tiene implicaciones dife­ rentes en Francia que en Alemania, en México que en Brasil, en Yugos­ lavia que en Polonia. Por otra parte, el hecho de que existen denominadores comunes en todas estas experiencias —por ejemplo, la reproducción efectiva de la diversidad cultural combinada con una intensificación en las comu­ nicaciones interculturales— ha llevado a algunos autores a concentrar­ se en la manera en que las formas dominantes de organizar las relacio­ nes sociales en el espacio han sido rotas, borradas o cuestionadas, mien­ tras el pasado histórico emerge como mito para la construcción de un presente que es enteramente diverso. Esta situación se da en los nuevos “fundamentalismos” islámicos, en la reanimación de los viejos nacio­ nalismos europeos, en los simulacros de “guerras de casta” en el Perú, en la revitalización del “sueño americano” en Estados Unidos, y en el neocardenismo y el neoporfirismo en México. Este juego entre mito

histórico y nuevas realidades socioculturales también ocupa un lugar de honor en la proliferación comercializada de “estilos de vida” y en los simulacros histórico-culturales que se utilizan a manos llenas en la industria turística y de esparcimiento. Hasta ahora, la sociología y la antropología han estudiado con especial cuidado la ruptura de las formas dominantes de organizar y pensar el espacio social, y cómo los modelos políticos tradicionales se desenvuelven actualmente como farsas. Sin embargo, no debemos con­ tentamos tan sólo con notar las ironías de la situación actual: Marx dijo que la historia se desenvolvía la primera vez como tragedia y la segunda como farsa. Pareciera que hoy todo el mundo se instala en la segun­ da fase, independientemente de lo novedosos que sean los procesos actuales. No obstante, dada nuestra capacidad tan asombrosa para con­ sumir tragicomedias, debemos cuidamos mucho de no quedarnos fas­ cinados por nuestras grandes mentiras. Con la globalización, los antropólogos ya no podemos amparar­ nos en las técnicas de distanciamiento entre estudioso y estudiado que fueron utilizadas en las etnografías tradicionales. Usemos una metáfo­ ra ya un poco trillada, la antropología ha tenido que pasar de la atrac­ ción exótica de coleccionar mariposas a la inspección —más depri­ mente quizá, pero también más útil— de órganos internos. Ya no pode­ mos recaer en la metáfora que iguala la distancia en el espacio con la distancia en el tiempo. Así, el explorar las diversas dimensiones espaciales de la interac­ ción social, y las formas en que estas dimensiones se traslapan e interactúan entre sí, es una tarea teórica de importancia fundamental no sólo porque este análisis es crucial para comprender la naturaleza e implicaciones de la diversidad cultural, sino también porque los modos en que los significados culturales se han separado de sus anclas econó­ micas y políticas tradicionales sugieren alternativas políticas que po­ drían ser utilizadas en la construcción (¡tan urgente!) de nuevos ideales y alternativas políticas. Las formas de resistencia cultural —por ejemplo, nuestras nocio­ nes de “relajo” o “desmadre”— se pueden convertir en valores y metas en sí mismos cuando se confrontan con el énfasis implacable en la pro­ ductividad que predomina en Estados Unidos. Estrategias de supervi­ vencia que involucran negociaciones personales que dependen de la “confianza” (que, así como el relajo, es una categoría cultural) también generan valores y añoranzas que trascienden las situaciones sociales que las originaron. Lo mismo puede decirse de nociones como “el pue­ blo” e incluso “la comunidad”, pues todas ellas son políticamente férti­ les en estos momentos.

Tenemos entonces que, en teoría, el reto es construir nuevas for­ mas de analizar el espacio social que sean sensibles al hecho de que la relación entre la organización espacial de la producción, la comunica­ ción y la política —y la posición de los grupos culturales en estos espa­ cios— se está transformando de forma drástica. Es más, al analizar estas interrelaciones emerge una riqueza de alternativas a las formas y fórmulas políticas que están dominando, y nosotros como científicos sociales debiéramos estar explorándolas y desarrollándolas. La multiculturalidad en el primer mundo tiene implicaciones con­ tradictorias. En la esfera económica, esos países pueden obtener mano de obra barata y relativamente dócil. Sin embargo, los “costos de tran­ sacción” (es decir, los costos indirectos de mantener un sistema de mercado operante en cada país) aumentan: costos en educación y en servicios bilingües, costos en controles fronterizos, en legislaciones laborales, costos en policía, en enseñar, convencer o forzar a indivi­ duos de otras culturas a seguir un nuevo conjunto de reglas... En la esfera social, la multiculturalidad también presenta nuevas posibilidades y nuevas dificultades, que se reflejan en una serie de nue­ vas demandas al sistema político. Un área importante para los países del primer mundo ha sido la educación, donde ha emergido una tensión entre la meta de producir una ciudadanía homogénea y la de incorporar una variedad de formas culturales. Otras áreas problemáticas incluyen políticas de empleo, de control y acceso a los medios de comunicación, la organización de canales formales de representación política, etcétera. Finalmente, la multiculturalidad tiene un efecto importantísimo en los patrones de consumo. Estados Unidos, Japón y Europa consu­ men una proporción enorme de los recursos del mundo. Hoy sabemos de sobra que muchos asuntos clave sociales y políticos se desenvuel­ ven en el campo de batalla simbólico del consumo de mercancías. En Estados Unidos, por ejemplo, la limpieza y la pureza del cuerpo y del espíritu es construida y afirmada a través de opciones de consumo: un estadunidense que consume cerveza Coors y come filetes T-bone con papas fritas suele identificarse con ideales sociales y políticos distintos al estadunidense vegetariano que sólo come helados de la marca Ben & Jerry. El uno seguramente será macho y nacionalista, el otro pacifista y ecologista. (El mismo tipo de proceso se da en México, aunque de for­ ma menos extrema: no es lo mismo, por ejemplo, fumar Delicados que fumar Raleigh o Benson and Hedges.) El surgimiento de la multicul­ turalidad ha aumentado las opciones de consumo. Por ello, la multi­ culturalidad es ahora fundamental en el desarrollo de los estilos y de la diferenciación social en Estados Unidos. Al mismo tiempo, esta utili­ zación de la diversidad cultural en la frontera creativa del estilo tam­

bién ha significado una nueva expansión de la cultura estadunidense, japonesa y europea en el tercer mundo. Mientras existía la Unión Soviética, los gobiernos de América La­ tina podían utilizar los problemas internos de sus naciones para nego­ ciar con capitalistas extranjeros y con el gobierno de Estados Unidos. Estas negociaciones permitieron que nuestros estados desempeña-ran papeles importantes en el desarrollo económico y social. Aunque el pa­ pel de esos estados era, sin duda, ayudar a modernizar las economías —y así, acercar nuestros países a los modelos dominantes en el primer mundo— las estrategias políticas para lograr el “desarrollo” eran premodemas en muchos aspectos: programas de reforma agraria inspira­ dos en las comunidades campesinas de los indígenas, racionalidades burocráticas que se subordinaban a sistemas de prebendas que habían sido heredadas de una ideología de castas, y estados autoritarios cuyos discursos resonaban con temas religiosos y familiares premodemos, así como con símbolos telúricos de la nacionalidad (imágenes como las del gaucho y del jíbaro, las del inca y del tlatoani.) Los regímenes autoritarios dieron paso a modelos de moderniza­ ción ad hoc, poco sistemáticos, en los que ciertas instituciones (sobre todo las empresas estatales) podían ser manejadas desde la lógica redistributiva del “patrimonio nacional”, en tanto que otras se dejaban al “libre juego” de las fuerzas del mercado. Este modelo económico tuvo como ventaja principal una cierta fortaleza política que manó de los nacionalismos que mediatizaban el poder irrestricto de los empresa­ rios. Su desventaja principal era que estas sociedades desarrollaron al­ tísimos costos de transacción, pues la operación efectiva de cualquier empresa involucraba no sólo negociaciones directas con las institucio­ nes del estado, sino también un sinfín de negociaciones indirectas para obtener servicios tales como luz eléctrica, teléfonos, caminos, acuer­ dos con sindicatos controlados por el gobierno, etcétera. La caída de la Unión Soviética y las revoluciones tecnológicas de la actualidad han golpeado duramente a estas fórmulas políticas, pues han llevado a políticas de apertura económica y al debilitamiento del papel económico de los gobiernos del tercer mundo. Nuestros países están llenos de productos importados, y la competencia en el mercado internacional se ha convertido en la máxima prueba de calidad y efi­ ciencia. Por otra parte, con el surgimiento de la multiculturalidad en Esta­ dos Unidos —es decir, con la consolidación de las situaciones cultura­ les y políticas que permiten la reproducción legítima de las diferencias culturales— ha habido un auge en el consumo estadunidense de pro­ ductos culturales extranjeros: un auge en el consumo de arte, de litera­

tura, de cine, de música, de comida y de bebidas del tercer y cuarto mundos. Y la inmensa capacidad de consumo que se concentra en el primer mundo permite que muchos de nuestros mejores productos se consuman allá. La combinación de estos dos factores —la apertura del tercer mundo a las importaciones y el crecimiento del consumo de nuestros artefactos culturales en los países ricos— ha llevado al desarrollo de la noción de un “estándar internacional”. Este llamado “estándar interna­ cional” está construido principalmente sobre los gustos que predomi­ nan en Estados Unidos, en Japón y en países de Europa, pues su riqueza los transforma en las fronteras del estilo y la moda. Así, la multicultu­ ralidad de los países ricos puede exacerbar la situación clásica: en la medida que los llamados “estándares internacionales” van adquiriendo una aureola de objetividad, estos países se van erigiendo en los jueces últimos y los legitimadores principales de las culturas locales. Ejemplo de ello es el prestigio y poder interno que han adquirido todos los que representan a México en la esfera internacional, desde Octavio Paz hasta Hugo Sánchez. Este efecto es aún mayor cuando consideramos que la globalización ha significado un aumento en la proporción de mercancías que se ela­ boran bajo relaciones de producción capitalistas. Así, la mayor parte de las “culturas” que sobreviven a la globalización están separadas de los contextos productivos en que fueron creadas. Los viejos signos han tenido que adaptarse y transmutarse ante las condiciones de produc­ ción actuales. Todo ello significa que lo que en el primer mundo apare­ ce como una fiesta de diversidad cultural es, desde una perspectiva global, la integración de culturas premodemas y modernas a un sistema de mercado globalizado donde los patrones dominantes del gusto y del estilo están crecientemente concentrados en un manojo de países. Está disminuyendo mucho la diversidad cultural y son las diferencias cultu­ rales las que aumentan mientras se van creando nuevas dinámicas de diferenciación cultural. Estas dinámicas mantienen la distancia que nos ha separado siempre de los países ricos.

3. Hacia una sociología de nuestra decadencia En esta última sección me interesa esbozar algunas ideas en tomo a la decadencia en nuestras cúpulas intelectuales y políticas. Pienso que este ejercicio es importante por varias razones. Primero, porque hemos vis­ to que es necesario volver a construir un nacionalismo que haga frente a la nueva situación de un modo que evite un “fundamentalismo”

mexicanista. Se trata de fortalecer al país y, en el proceso, de contribuir a formar la comunidad política global que actualmente está faltando. Segundo, porque este ejercicio nos atañe directamente a los universita­ rios e intelectuales (en particular a los antropólogos, que hemos tenido una larga y no siempre feliz relación con la construcción del naciona­ lismo mexicano). Y tercero, porque, dada la situación internacional, el comportamiento de nuestras élites será crucial: hace añosAndré Gunder Frank utilizó de manera certera la expresión “lumpenburguesía” para caracterizar a nuestras élites. Si ellas se empeñan en ese camino, corre­ mos el riesgo de terminar como un lumpenpaís. Sin embargo, no quiero esperanzar demasiado a mis lectores. Lo que sigue es tan sólo una pri­ mera aproximación a esta problemática. Para entender la decadencia en México es preciso fijarse en la im­ portancia y los distintos usos de las apariencias en este país. El tema es, desde luego, muy conocido e importante en la historia de las ideas y del arte mexicano: el personaje más famoso de Juan Ruiz de Alarcón es un mentiroso; la queja más sonada de Juana Inés de la Cruz en contra de los hombres es que ellos generan las actitudes de rechazo que luego pade­ cen, es decir, que los “hombres necios” demandan una imagen de mujer que implica desventajas reales para ambas partes. La comedia de enredo ha sido el género favorito en el teatro y en el cine, y la gran distancia que hay entre lo que se ha dado llamar “el país legal” y “el país real” ha fascinado a escritores, periodistas, antropólogos y curiosos. Sin embargo, el amor por las apariencias es un sentimiento que no es unívocamente negativo. En las clases populares, esta inclinación siem­ pre tiene algo de conmovedor. La forma en que los pobres tratan de construir orden con sus pocos recursos es un tema importante en el arte contemporáneo de este país. Estos esfuerzos por lograr aunque sea una imagen de orden se ven donde quiera: en las fotos de familia, en los altares de las casas, en la forma de poner la mesa y hasta en el maquilla­ je de los muertos. La temática de la creación de imágenes ordenadas en personas cuyas posibilidades reales de construir órdenes son limitadas fue capta­ da con humor en una canción conocida de Chava Flores. Se trata de los mil malabarismos que hace un fotógrafo para hacer un retrato en que Manuela, una muchacha feísima, quede guapa. Cuando finalmente sale la foto, Manuela se la manda a su novio con la siguiente dedicatoria: “El retrato es pa’ tus ojos y el original pa’ ti.” Esta tensión entre la imagen de orden y las dificultades reales (a veces enormes) para realizarla ha provocado tropezones entre los que buscan representar la pobreza en México: el antropólogo Robert Redfield veía tan sólo la imagen del orden, Oscar Lewis únicamente registró la

imposibilidad de llevarlo a cabo; Nosotros los pobres es una imagen del orden, Los olvidados es una representación de su imposibilidad. No obstante, en el fondo tanto los románticos como los naturalistas mexi­ canos han representado dos lados de una misma moneda: la pobreza y las ilusiones de los pobres, la pobreza y la lucha por la vida. ¿Es decadente este amor por la imagen? En los pobres se podría afirmar que no siempre lo es: el gusto por las imágenes de orden es signo y resultado de la lucha por la vida, es la afirmación del mundo que podría y debería ser. Es la creación a ratos y en pequeños espacios de ese mundo. Se trata, en cierto sentido, de lo contrario de la pobreza abyecta y desesperanzada que se encuentra frecuentemente en Estados Unidos, donde tantos pobres se sienten, ante todo, fracasados. Sin embargo, este amor por las apariencias es también un fuerte espaldarazo al status quo. Si comparamos, como un contraste extremo, esta orientación estética popular en México con movimientos tales como el punk en Inglaterra, que buscó romper con todos los iconos de la vida pequeño-burguesa, podemos comprender lo que digo. Los estudiosos de la dinámica del “estilo” en Inglaterra y Estados Unidos (por ejemplo, Dick Hebdige o Stuart Hall) han descrito una dinámica cultural que es característica en esos países, que con tanta frecuencia van a la vanguardia en el estilo mundial. La dinámica que describen es la siguiente: grupos sociales marginales o incomprendidos rompen o transmutan signos claves del status quo —las mujeres que­ man sus sostenes y se ponen pantalones, los estudiantes se visten de vaqueros, los negros realzan (en vez de aplacar) su pelo chino, las mu­ chachas tiñen sus cabelleras de verde fosforescente. Esos movimientos iconoclastas expresan los sentimientos de una generación que se opone al “establishment” (que es, a su vez, un término culturalmente intere­ sante). Luego, con el tiempo, ciertos sectores industriales empiezan a comerciar con los nuevos signos: Gloria Vanderbilt diseña mezclillas para señoras ricas, salen corbatas con el colorido punk, etcétera. Hasta que llega un día en que se oye una melodía de los Rolling Stones o de los Sex Pistols tocada por los Violines de Villafontana en los altavoces de algún supermercado. Así, en esos países se da una dinámica cons­ tante entre ruptura, comercialización de la ruptura (moda) y transfor­ mación de la imagen del establishment: hoy Estados Unidos tiene ge­ nerales del ejército que son negros y comerciales plenos de minorías con sonrisas Colgate. Sin embargo, en México el anhelo popular por el orden (que se refleja en los nuevos movimientos sociales, la mayor parte de los cua­ les son más reconstituyentes que iconoclastas) y que mana al menos en parte de una modernidad que no ha acabado de llegar, contribuye a la

masificación de un status quo conservador. Por eso el México urbano no ha sido nunca cuna de la moda. En este sentido, el análisis que hizo Octavio Paz de la iconografía del pachuco en Los Angeles está equivo­ cado: el pachuco de los años cuarenta no era un “extremo mexicano”, era un mexicano vuelto iconoclasta por la dinámica cultural de Estados Unidos —hoy día ya tenemos a ese iconoclasta vuelto moda, y hasta vuelto establishment. Por otra parte, la aceptación generalizada de la inferioridad de México en materia de innovaciones (nuestro fuerte siempre ha sido la tradición), hace que los medios introduzcan, ya como modas, versiones ultradomesticadas, disminuidas y, a veces, verdaderamente grotescas de la moda extranjera: Verónica Castro cantando rap, por ejemplo. De modo que la afirmación vital de los pobres ayuda a explicar la pobreza de nuestra cultura de masas e incluso algunos aspectos de nuestra cultura de élite. La cosa no puede terminar aquí, porque hay que introducir las implicaciones del amor por las apariencias en otras clases, sobre todo en las cúpulas económicas e intelectuales. Estas dos cúpulas de México comparten algunos elementos. Concretamente (1) la voluntad de cons­ tituirse en élite dominante de México (de representar a México, tanto al interior como al exterior), y (2) una actitud de gran expectación hacia lo que viene de afuera. Estos dos elementos interactúan de una forma profundamente corrupta: se utiliza el contacto con las ideas extranjeras en beneficio del engrandecimiento propio, en contra tanto del sentido original de la idea (o del producto) como de sus posibilidades de fondo en la construcción de un orden fuerte y bueno para México. Permítanme algunos ejemplos: la nacionalización del marxismo, el liberalismo de oligarquía, el positivismo sin ciencia, la ciencia sin tecno­ logía ni industria, el surrealismo sin crítica social, el expresionismo blan­ dengue y mentiroso y, en general, la sobreactuación y la exageración de emociones que en realidad no están allí: nihilistas vestidos de negro sa­ cando licenciaturas en la Universidad iberoamericana, caciques intelec­ tuales abanderando el liberalismo o el comunismo, etcétera. En otras palabras: buena parte de nuestras élites ha aceptado una condición de inferioridad y se ha aprovechado de los anhelos de orden del pueblo para crear una cultura pobre y, sobre todo, decadente: es una cultura que obedece sólo a la reproducción del poder dentro de un mar­ co de inferioridad. En México esta decadencia coexiste con la cultura popular y se alimenta de su riqueza, pero es precisamente la lucha por la vida desde la desventaja (y, obviamente, desde el catolicismo), es esa cultura de la pobreza la que se ha aprovechado para crear la actual pobreza de la cultura.

Hoy día necesitamos volver a acudir al llamado de Manuel Gamio para forjar patria, pero ya no por un sentimiento nacionalista exacerba­ do, sino porque tenemos ante nosotros un país que carece de una fór­ mula política viable y que, sin embargo, seguirá siendo país por algún tiempo. No debemos entrar a la fase actual de globalización con la falsa impresión de que ella nos va a arreglar nuestros problemas. La multi­ culturalidad actual reproduce las distancias entre países ricos y pobres, aun cuando trae también nuevas posibilidades de transformación social y de intercomunicación. La tarea política a mediano plazo es, en mi opinión, la creación de una comunidad global efectiva. Sin embargo, difícilmente la podremos lograr desde una posición débil. Estamos, entonces, en una encrucija­ da: no podemos ser tradicionales por la globalización actual, pero la historia de la globalización (que empezó en el siglo xvi) ha contribuido a crear una intelectualidad y una burguesía decadentes, que se siguen beneficiando de la ideología del colonizado. Por eso es crucial hacer la crítica de nuestra decadencia.

S egunda

parte

Espejos y espejismos

IV. D e s c u b r i m i e n t o

y d e s il u s ió n e n l a

A N TR O PO L O G ÍA M E X IC A N A 1

La antropología en México tiene una larga historia: comienza con las encrucijadas en que se encontraron los españoles al momento de iniciar la colonización de nuestro continente y se extiende hasta el presente. Toda lectura nacionalista de esta historia recalca la profundidad de una “tradición” —buscando incluso “raíces” de nuestra antropología en la era precolombina de un modo paralelo a lo hecho por Miguel León-Portilla cuando describió la “filosofía” náhuatl. Este ejercicio solemniza nuestro presente, alegando por implicación que somos augustos descen­ dientes intelectuales del padre Sahagún o de Manuel Gamio. La narrativa nacionalista organiza la historia de nuestra antropología de una forma semejante a un árbol genealógico, en que la herencia pasa de padres a hijos en línea directa, para alegar, finalmente, que somos los herederos legítimos de una tradición propia, como si con ese pedigrí —cuya docu­ mentación en mucho se asemeja a la certificación de limpieza de sangre con la cual un castellano del siglo xv demostraba ser un cristiano viejo— pudiéramos justificar nuestra existencia y entender nuestra misión. Es cierto que esta narrativa nos enorgullece, al recordamos las proe­ zas de nuestros antepasados (que, como en tiempos homéricos, son siem­ pre retratados como infinitamente superiores a las generaciones pre­ sentes), pero la realidad de nuestra historia es muy otra: en vez de ima­ ginarla como un árbol genealógico organizado bajo un principio de mayorazgo, habría que pensar que la “herencia intelectual” desciende por canales diversos en un “sistema de parentesco” donde priva la poli­ gamia y la poliandria, y en el cual muchos “padres” y muchas “madres” están en el extranjero. Jamás lograremos reinventamos a partir de invocaciones a nues­ tros antepasados de las diversas “edades de oro” por las que pudo haber 1 Publicado originalmente en Fracial, septiembre de 1996.

pasado nuestra antropología. Dichos momentos de grandeza —y los ha habido— nos muestran soluciones a problemas específicos que pueden o no ser los propios en el presente. La historia de la antropología en México no puede incorporarse a una narrativa simple del progreso, a una representación lineal del desarrollo, ya que las posiciones a partir de las cuales se ha hecho antropología han variado sustancialmente. Es decir que, aunque la historia de la antropología en México es larga, no fue generada por una sola “comunidad científica” sino que, por el con­ trario, los problemas antropológicos han sido enfrentados desde distin­ tas bases institucionales y con diferentes propósitos cognoscitivos. En este ensayo busco explorar algunas claves para comprender los ciclos maníaco-depresivos de descubrimiento y desilusión que han caracterizado a nuestra disciplina a lo largo de la historia. No pretendo agotar el tema. Más bien deseo ayudar a ubicamos en el presente a través de una lectura muy parcial de nuestro pasado.

1. El problema de la corrupción en los inicios de nuestra antropología Los curas que llegaron a Nueva España a evangelizar indios se encon­ traron en la situación paradógica de quererlos conocer y de quererlos ignorar, de quererse comunicar, pero también de querer conservar se­ cretos. Estos dilemas de la llamada “conquista espiritual” de México se reflejan incluso en las actitudes hacia la traducción: si se traducía la Biblia a las lenguas indígenas con un espíritu purista, algunos concep­ tos centrales del cristianismo serían pervertidos por el campo semántico de las palabras supuestamente equivalentes en lengua indígena. Por otra parte, si decidían retener palabras claves —tales como “dios”, “ángel”, “diablo”, “Espíritu Santo” o “Santísima Trinidad”— en español o en latín, entonces corrían el riesgo de simplemente no ser entendidos. Los curas se abocaron al aprendizaje de las lenguas y costumbres indígenas para facilitar la conversión —al menos ésta era la legitimación formal de su impulso por conocerlas. Sin embargo, si lograban alcanzar este conocimiento, y si lograban traducir y llevar el cristianismo a los in­ dios, la misma fe se transformaba en el proceso. La profundidad de este dilema no minó la confianza de los mi­ sioneros en un principio, pues la aparente facilidad de las conversiones en masa los llenaba de gran optimismo. Sin embargo, unas tres décadas después de la conquista los misioneros comenzaron a notar la tenaci­ dad de la “idolatría” y se preocuparon por la forma en que sus enseñan­ zas estaban siendo pervertidas por las antiguas creencias de los indios.

El tema de la corrupción o de la “burla” a la que los indios some­ tían al cristianismo sobresale incluso en las primeras crónicas del con­ tacto entre españoles e indígenas. Como muchos españoles creían que los indios habían sido apartados de dios por el diablo, interpretaban algunas de las prácticas indígenas como perversiones del cristianismo y no como creaciones religiosas independientes: el sacrificio humano era una perversión de la comunión cristiana, y el politeísmo una burla de la devoción al único y verdadero dios. En este contexto, la traduc­ ción intercultural era siempre peligrosa, pues por un lado parecía ser un instrumento indispensable para la conversión, mientras que, por otro lado, la traducción siempre podía ser el primer paso hacia la reafirmación de la cultura nativa y la perversión del cristianismo. Existía una se­ paración muy fina entre el aprendizaje necesario para la conversión y sujeción de los indios y el aprendizaje como una forma de simpatía y de conservación y propagación (a través de la escritura) de las creencias y costumbres de los indios: el proceso de aprendizaje implica, necesaria­ mente, someterse a una lógica ajena aunque sea de manera provisional; los curas podían terminar tomando el partido de los indios y acabar por convertirse a su fe. La política oficial hacia el lenguaje reconoció estas dificultades (si bien nunca logró resolverlas) y, por ello, vaciló cons­ tantemente entre un afán castellanizados un reconocimiento de len­ guas autóctonas y la promoción del náhuatl como lingua franca. Tenemos entonces dos sentidos principales de los verbos “perver­ tir” y “corromper” tal y como se presentaron en estos contextos: el de la corrupción de los signos, y el de la corrupción de la moral y de las motivaciones de los actores sociales. Estas formas de corrupción tie­ nen un común denominador: ambas resultan de la asimilación de un sujeto por los objetos de sus acciones. En el caso de la corrupción de los significados, la inmersión de un signo en un nuevo contexto dota al signo de nuevas connotaciones: el nuevo contexto en el que se aplica una palabra puede corromper la intención y sentido originales del tér­ mino. En el segundo caso, es decir, el de la corrupción moral, las lealta­ des y la orientación moral de un individuo se transforman con las nue­ vas relaciones sociales que éste adquiere. Estas distorsiones de signifi­ cados, de orientación moral y de identidad siempre han sido una fuente de inspiración creativa para la antropología. La corrupción —en cual­ quiera de sus sentidos— produce indagaciones racionales tanto como genera horror y negación. En cierto modo, la corrupción de palabras y lealtades puede ser vista como un primer paso hacia la comprensión de una perspectiva alternativa. Es sólo a partir de un reconocimiento de esta mezcla de horror y atracción que podemos comprender la obra de un Diego de Landa, quien

por una parte dedicó su mejor esfuerzo a documentar la cultura maya, mientras que personalmente dirigió la quema de los escritos mayas y de los propios mayas que “regresaron” a la “idolatría”. Estas dos accio­ nes —la laboriosa documentación del paganismo maya y la destruc­ ción de la cultura maya viva— nos parecen totalmente contradictorias. Sin embargo, en realidad son una perfecta alegoría del dilema de los frailes que descubrieron el nuevo mundo. Hay una forma sencilla de comprender la paradoja que se da entre la voluntad de ignorar y la voluntad de conocer: el camino al conoci­ miento puede llevar al aprendiz tan adentro de la cultura del otro que ésta puede tragárselo del todo, el placer de la experiencia del descubrimiento y la simpatía por el “objeto” que es necesaria para comprenderlo pueden borrar la distancia entre sujeto y objeto de conocimiento. El observador es seducido por la experiencia, y la experiencia subvierte a la situación del observador, condición que fue planteada con toda claridad en la épo­ ca en un famoso poema del Romancero español que versa así: ¡Quién hubiera tal ventura sobre las aguas del mar como hubo el infante Amaldos la mañana de San Juan! Andando a buscar la caza para su falcón cebar vio venir una galera que a tierra quiere llegar. Las velas trae de sedas la jarcia de oro dorsal ánforas tiene de plata tablas de fino coral. Marinero que la guía diciendo viene un cantar que la mar ponía en calma los vientos hacía amainar. Los peces que vienen a lo hondo arriba los hace andar las aves que van volando al mástil vienen a posar.

Ahí habló el infante Arnaldos Bien oiréis lo que dirá: “¡Por tu vida el marinero dígasme ahora tu cantar!” Respondióle el marinero tal respuesta le fue a dar: “Yo no digo mi canción sino al que conmigo va ” El conocimiento se logra lanzándose a la experiencia como un acto de fe ciega, abandonando al mundo de uno por otro mundo desconocido. Este sometimiento absoluto a la experiencia ha sido estudiado, bajo el rubro del “discurso de lo maravilloso”, por Stephen Greenblatt y por Guillermo Giucci,2 quienes muestran cómo la idea propiamente ameri­ cana de lo maravilloso, de un mundo maravilloso que —a diferencia de aquel que había retratado Marco Polo o John de Mandeville— podía ser poseído, fue una ideología central en todo el proceso de conquista. Podríamos agregar que esta tensión entre el mundo de lo conoci­ do y la seducción de experiencias exóticas que no pueden ser narradas es el contexto originario de nuestra antropología, cuyos momentos de mayor sensación de descubrimiento están ligados a la entrega del suje­ to a la experiencia a través de un trabajo de campo enteramente impres­ cindible para el propio sujeto. La historia de la antropología en Améri­ ca está repleta de historias de europeos que han sido “tragados” por los nativos (de ahí, tal vez, la fascinación y el horror por el canibalismo como elemento literario). Conquistadores como Alvar Núñez de Cabe­ za de Vaca, frailes como Bemardino de Sahagún o como los jesuitas de las misiones del Paraguay o Bartolomé de las Casas, son todos ejemplo de vidas que fueron absorbidas por América. Los peligros políticos que entrañaba conocer al nativo coexistían con la necesidad de conocerlos: conocerlos para poderse comunicar, aunque fuera mínimamente; cono­ cerlos para poderlos dominar; conocerlos para defenderlos de los peo­ res abusos del colonialismo; conocerlos para comprender cabalmente la posición de los europeos en el mundo; conocerlos por la seducción de la “canción del marinero”. Ignorarlos para controlarlos; ignorarlos para no ser absorbidos por ellos; ignorarlos para mantener “puro” el cristianismo... 2 S.Greenblatt, Marvellous Possessions. University of Chicago Press, Chicago, 1992. G.Giucci, A conquista do maravilhoso, Companhia das Letras, Río de Janeiro, 1994.

Dado todo esto, no debe sorprendemos que muchos de los mejo­ res etnógrafos del periodo hayan sido o bien gente que renunció al mundo o bien extraños: renunciantes como Las Casas, quien ingresó a la orden dominica por el asco que le inspiró su papel de encomendero; o perso­ nas cuya lealtad podía ser puesta en entredicho (como Sahagún, de quien se piensa que era “cristiano nuevo”), o como Alvar Núñez de Cabeza de Vaca, que perdió la perspectiva española en sus naufragios y dejó que los indígenas lo condujeran por el mundo como el viento que le­ vanta una hoja seca. Esta es, sin duda, una de las claves para comprender la historia de nuestra antropología: el llamado de la experiencia se impone al mundo heredado de las categorías científicas y conduce a un viaje en que los secretos revelados sólo se comparten entre aquellos que se han iniciado —en cuerpo y alma— en la aventura. “Yo no digo mi canción/ sino a quien conmigo va.” Sin embargo a medida que las estructuras civiliza­ doras del estado y de la iglesia se estabilizan, el mundo de lo maravi­ lloso retrocede, el “llamado del marinero” del romance se hace más lejano, la antropología regresa al gabinete empolvado y el antropólogo se convierte en anticuario y en guardián de su propia tradición. He aquí un ciclo entero de descubrimiento y desilusión, el primero de los cuales se cierra a fines del siglo xvi, para volver a abrirse y cerrarse en movi­ mientos cortos y abruptos desde la ilustración borbona hasta el positi­ vismo porfiriano, y que tiene una nueva floración especialmente fron­ dosa en las décadas posteriores a la revolución mexicana.

2. Descubrimiento, desilusión y la metamorfosis del papel de mediación desempeñado por el antropólogo Hasta ahora he descrito un proceso cognoscitivo que se funda en la enorme seducción y ambivalencia que provocan quienes son ajenos a un orden normativo en aquellos que forman parte de dicho orden. Esta ambivalencia queda en evidencia en el propio concepto de la “posesión maravillosa”, que es internamente contradictorio: cuando lo maravillo­ so se posee e ingresa a la rutina de la reproducción social, pasa a ser plenamente conocido. La antropología se funda en la ambivalencia de esta situación, documentando la otredad en términos que son inteligibles desde la normatividad, glorificándola y destruyéndola simultáneamen­ te. Sin embargo, esta descripción es tan sólo uno de los principios de lectura de la historia de nuestra disciplina, una clave que tiene que ar­ monizar con otras que son igualmente importantes y que ahora explo­ raremos.

La sensación de distancia entre el protoantropólogo y sus sujetos es una dramatización de la distancia que existe entre un orden normati­ vo y una realidad que no le ajusta. El trabajo de campo antropológico se presenta como un dejarse seducir por dicha realidad, para al final emerger con un recuento de su naturaleza —recuento que bien puede ser crítico del orden normativo. En este sentido, los ciclos de descubri­ miento y desilusión tienen que ser comprendidos en relación con la emergencia de ciertos tipos de retos a la normatividad, y ahí es donde se encuentra la segunda clave de lectura que propongo para nuestra historia. Si la antropología puede ser vista como un ‘p erformance’ de los límites de la normatividad dominante, entonces es necesario histo­ riar los tipos de mediación que han caracterizado a la historia de la antropología mexicana. Así, por ejemplo, es claro que la tensión entre teoría y experiencia que sufre el Infante Arnaldos de nuestro romance no es otra cosa que la distancia abismal que existía entre la paz de la vida pueblerina de Castilla o Aragón, una vida bien patrullada por la iglesia y gobierno, y el vasto mundo natural y social que se extendía más allá de sus confines. En ese contexto, la mediación que se generaba con la entrega vital a la expe­ riencia de lo ajeno (con el “trabajo de campo”) produce un conoci­ miento que colinda por un lado con la herejía y, por el otro, con la traición. Es decir, que la mediación que se da entre la normatividad de la vida urbana castellana y el mundo sobre el cual se expandían sus habitantes se vive en parte como la mediación entre un orden legal definido por clero y rey y la vasta realidad que se buscaba integrar a ese orden. El ciclo principal de descubrimiento y desilusión que marca este momento dura aproximadamente desde los viajes de Cristóbal Colón hasta más o menos 1570. Después de ese momento, disminuye la curio­ sidad por el otro, la seducción del otro, y pasa una primera “edad de oro” de la antropología,3una era de la antropología que bien podríamos tildar de “premodema” en cuanto que el orden normativo de la religión era el referente principal en la definición de la otredad y en tanto que el elemento central de lo maravilloso americano, el oro, representaba un ideal de riqueza premodemo. La segunda serie de ciclos, la serie de la modernidad, se caracteri­ za por una tensión en que la religión ya no ocupa un lugar central en la mediación antropológica. En vez, el punto de referencia normativo es 3 Se puede hablar de algunos ciclos menores durante la época colonial “madura” (c. 1570-1750), generados principalmente en torno al redescubrimiento de la idolatría y de las ruinas del pasado precolombino.

el del ciudadano ideal y el del orden legal republicano. La marginalización de los habitantes de México con respecto a este ideal de ciudadano y a la posibilidad de reconformar al ciudadano ideal, y al sistema social nacional, son motores intelectuales importantes en esta segunda serie de ciclos que culminan, sin duda, con el florecimiento de la antropolo­ gía moderna en la era posrevolucionaria. En estos contextos, el papel de mediación del antropólogo es principalmente entre el estado y “el pueblo”, es decir, el antropólogo media entre el estado y la nación, explorando las distancias entre el orden legal del estado y las realida­ des de “el pueblo”, que se supone es la fuente de la soberanía. Existe, por último, una tercera categoría de mediación en la cual ha naufragado la antropología, sobre todo en años recientes. Me refiero a la mediación entre la cultura de consumo promovida por el mercado y el desarrollo social y político de los mexicanos como nación. Esta ter­ cera clase de mediación, que se basa en un reconocimiento de los lími­ tes del mercado como mecanismo para la expresión cultural y política en México, ha ganado importancia en las últimas décadas y puede ser entendida sea en términos de una posmodemidad (en cuanto a que el mundo público ya no está idealmente habitado por un ciudadano políti­ co sino por un ciudadano consumidor), sea en términos de una dismi­ nución del papel del estado en la conformación de los sujetos sociales (es decir, como una forma más avanzada de capitalismo). En ambos casos, el papel de mediación del antropólogo se puede ubicar en el prolongamiento del deseo de construir una ciudadanía con demandas colectivas pese a los procesos de individuación, e incluso de fragmen-. tación individual, que se dan en el capitalismo avanzado. En resumen, los procesos de mediación entre órdenes normativos y realidades sociales “maravillosas” (es decir, que escapan la racionali­ dad dominante del sistema normativo) pueden ser englobados en tres grandes clases: la primera es la mediación entre el orden religioso-po­ lítico y el mundo pagano; la segunda es la mediación entre los idea­ les políticos de la modernidad y los sujetos políticos reales que habitan la sociedad nacional; la tercera es la mediación entre la forma altamen­ te plástica en que se construyen sujetos sociales a través del consumo y las demandas colectivas de grupos sociales que pierden representación política y cultural. Estos tres tipos de mediación, que podrían ser resu­ midos como mediación religiosa, mediación estatal y mediación eco­ nómica, también tienen implicaciones directas para los contextos des­ de los cuales se escribe antropología: Sahagún escribió en un convento, los antropólogos de la era indigenista eran investigadores de institucio­ nes públicas y sus libros eran publicados en el Fondo de Cultura Eco­ nómica, la u n a m o la s e p , y en la actualidad hay una inserción del mer­

cado en los contextos de producción a nivel de editoriales, universida­ des y en las fórmulas para conseguir financiamiento. En lo que queda de este ensayo voy a explorar algunas de las ironías que manaron de las dos formas recientes de mediación, la mo­ derna (mediación entre estado y nación) y la posmoderna (mediación entre mercado y la reconstrucción de lo público). Dicha exploración se centra en un par de anécdotas que forman parte del rico folclor de nues­ tra disciplina, un folclor que bien merece sus cronistas. Se trata, sin embargo, de anécdotas que relatan eventos que están al márgen del quehacer cotidiano del estudiante o del investigador aunque, por lo mismo, concentran y condensan significados que son más difíciles de percibir en el día a día del trabajo académico.

3. Acerca de cómo la “edad de oro” de la antropología revolucionaria se agotó por banal Se sabe que en el siglo pasado había una tendencia a explorar las glo­ rias del pasado indígena y a ver lo indígena en el mundo contemporá­ neo como una condición tal vez redimible, pero esencialmente negati­ va. Estas dos tendencias —glorificar lo precolombino y tener una posi­ ción crítica pero redentora hacia la sociedad indígena contemporánea— crecieron con la revolución mexicana y se expresaron con gran vitali­ dad en la antropología, en el cine, en la arquitectura y en la pintura de la posrevolución. Se puede decir que la antropología de toda esa época fue “indigenista”, pero en un sentido distinto al que usualmente se emplea dicho término: la antropología revolucionaria y modernizante fue indigenista en tanto que su marco de referencia normativo era el ciudada­ no mexicano ideal. Desde ese punto de referencia, el “otro maravilloso” se definió como “indio” puesto que la antropología mexicana no se abo­ có a descubrir otros fuera del territorio nacional.4Por ello, la categoría de “indio” representó aquello que no formaba aún parte del orden n vo nacional moderno, pero que estaba destinado a formar parte d orden ya que estaba en la raíz misma de dicha nacionalidad. Puede decirse que el indio en México era el “otro” del ciudadano normativo, de manera comparable al modo en que el negro, el indio o el mexicano fueron los “otros” del ciudadano normativo, en Estados Uni­ 4 El “indigenismo” mexicano puede ser contrastado con el “orientalismo” de la antro­ pología de las grandes potencias imperiales, orientalismo que mana de un contexto extranacional para buscar la otredad y definir la esencia nacional.

dos de principios y mediados de siglo, o a la forma en que “las mino­ rías” y los “grupos tribales” ocupan un lugar semejante en China y en la India. Sin embargo, gracias a la revolución mexicana, existe una im­ portante diferencia entre el papel del indio en el imaginario político mexicano y, digamos, el papel del negro en Estados Unidos durante la misma época. Esta diferencia puede resumirse de la siguiente manera: aunque tanto “el negro americano” como “el indio mexicano” fueron el otro de la normatividad ciudadana de sus respectivos países, el indio en México fue ubicado como el sujeto mismo de la nacionalidad, sujeto que sería transformado por la educación y por la mezcla racial. Así, la antropología mexicana fue “indigenista” en tanto que fue una antropo­ logía modernizadora que funcionó dentro de una fórmula nacionalista particular. Esta particularidad de la antropología mexicana moderna queda en evidencia cuando analizamos el caso de Manuel Gamio (figura totémicd del ciclo moderno, como Sahagún lo fue del ciclo premodemo) y lo comparamos con su maestro (también ancestro totémico, pero de la antropología estadunidense) Franz Boas. La relación de Gamio con Boas resulta iluminadora porque el asalto culturalista que Boas dirigió contra el racismo en Estados Unidos fue utilizado por Gamio para co­ ronar al mestizo como protagonista de la nacionalidad mexicana. A pesar de que muchos pensadores mexicanos del siglo anterior habían fincado sus esperanzas nacionalistas en la figura del mestizo, sus ideas no gozaban de apoyo entre el establishment científico de la época, que insistía en la inferioridad racial o adquirida del indio (y, por ende, del mestizo). Por otra parte, es necesario notar que los usos que le dio Gamio a la crítica antirracista de Boas fueron bien distintos de los que ésta recibió en Estados Unidos: allí se utilizó la doctrina relativista y antirracista para argumentar a favor del pluralismo racial y del buen trato a los migrantes; aquí se usó principalmente para legitimar una nueva definición racial de la nacionalidad.5 Redimido ya en cuanto a raza y en cuanto al valor abstracto o potencial de su cultura, el indio quedó ubicado en la raíz misma de la idad y se transformó en la materia prima de la ciudadanía mo>por ello que Gamio, tras haber promovido esta visión, se decer estudios de antropología aplicada, a la transformación del 5Sin embargo, vale la pena notar que en Estados Unidos la categoría de “blanco”, con su asociación al ciudadano-normativo, fue creada en esta misma época a partir de la fusión-modernización de diversas “razas” que antes se valoraban de manera bien dis­ tinta (por ejemplo, la anglosajona, la alemana, la italiana, la polaca, etc.).

indio en mexicano. Esta estrategia fue la que inauguró el romance entre la antropología y el estado revolucionario: la supuesta “edad de oro” de nuestra antropología. La antropología indigenista tendió hacia los estudios de comuni­ dad y subrayó la separación entre las comunidades indígenas y el pro­ yecto nacional imperante. A veces, esta separación podía utilizarse como una fuente de inspiración para los proyectos nacionales (es el caso, por ejemplo, de gran parte de la investigación que se llevó a cabo respecto de formas de gobierno indígena), en otras ocasiones, la etnografía se utilizaba para señalar la forma en que las comunidades indígenas ha­ bían sido marginadas del “progreso”. Sin embargo, en ambos casos la antropología indigenista no lograba convertirse en una antropología de la sociedad nacional, y es por ello que posteriormente sería acusada de servir políticamente al estado. En este contexto, la cuestión de la corrupción, que ya repasamos en páginas anteriores, resurgió, ahora para argumentar que los antropólogos oficiales no estaban dejándose seducir por las clases po­ pulares, que su alineación con el estado y con los métodos formales de la antropología impedían el cuestionamiento de la relación entre la an­ tropología, las comunidades indígenas y el propio estado. Así, el ocaso del indigenismo de la edad de oro fue provocado por un examen de los aspectos políticos del viejo dilema de los frailes en el nuevo mundo: al igual que Diego de Landa, los indigenistas estaban preserv cultura indígena en sus textos y museos para luego acabar c la sociedad. Por otra parte, tampoco puede afirmarse que la crítica que la ge­ neración de 1968 ejerció contra el indigenismo se haya fundado en una auténtica antropología de la sociedad nacional. Más bien se planteó el problema como una cuestión de lealtades: o estabas con “el pueblo” y te dedicabas a cultivarlo, o estabas con el “estado burgués” y lo servías. Es decir, la crítica no fue mucho más que una reafirmación del dilema del misionero, cuando debió ser un llamado a realizar una antropología del contexto social desde donde hacemos antropología. Es por ello que la crítica del indigenismo que se hizo en ese año frecuentemente dio frutos intelectualmente banales, en un tiempo político y social que pue­ de ser tildado de cualquier cosa menos de trivial. Quisiera ilustrar esta paradoja con una anécdota que ocurrió a principios de los años setenta, más o menos cuando yo comenzaba mis estudios de licenciatura, al calor de uno de los momentos más exaltados de la antropología mexi­ cana: el descubrimiento de la sociedad campesina. A pesar de que en México los antropólogos siempre habían estu­ diado a los campesinos (la mayoría de los indígenas del país han sido

siempre campesinos), el “descubrimiento” de los campesinos en la dé­ cada de los setenta fue el resultado de un movimiento para “desexotizar” a los indígenas y tratarlos como una clase, y no ya en términos estricta­ mente culturales (es decir, como nativos premodernos). El descubri­ miento al que me estoy refiriendo está ligado, entonces, a la formación de una antropología de las clases sociales en México, un acontecimien­ to sumamente importante. La característica que distinguía a la antropología de las demás ciencias sociales de esa época —la característica que la hacía más atrac­ tiva que todas las demás— era, desde luego, el trabajo de campo. Es muy fácil comprender el porqué de esto: el trabajo de campo es una práctica que construye un puente entre la experiencia y la teoría y la crisis del modelo económico-político que se hizo sentir en 1968 se con­ virtió rápidamente en un llamado a revisar la normatividad desde la experiencia. Así, en los años setenta, el liderazgo principal en la antropología mexicana provino de Ángel Palerm, cuya doctrina antropológica incluía una mística del trabajo de campo. Sin embargo, en México el trabajo de campo era un ritual de iniciación que contrastaba de manera importante con su funcionamiento en la antropología de Estados Unidos, Francia o Inglaterra, donde históricamente el trabajo de campo ha sido una inicia­ ción solitaria en que los estudiantes de posgrado, pese a que trabajan arduamente durante años con sus profesores, reciben muy poca informa­ ción sobre lo que les sucedió a estos en “el campo”. Frecuentemente, el estudiante no recibe más que algunas pistas generales —aunque posible­ mente útiles— como “lleve un diario de campo” o “platique con los pe­ luqueros, que siempre son muy chismosos”. En México, en cambio, el trabajo de campo fue incorporado como parte formal de los programas de entrenamiento —incluso a nivel de licenciatura— de modo que el estudiante salía al campo supervisado por un maestro y junto con toda su clase. Las “niñas bien” de la Universidad iberoamericana se veían obli­ gadas a deshacerse de sus tacones altos y de sus medias, y muchachos que habían gozado de la seguridad y autocomplacencia de la clase media se encontraban a merced de los campesinos... Para utilizar comparaciones que provienen del arsenal clásico de la antropología, podríamos afirmar que la iniciación al trabajo de campo en Estados Unidos se parece a rituales de iniciación como el “visión quest” de los indios de ese país (en tanto que es individual y acontece entera­ mente fuera de la estructura social del iniciado), mientras que la inicia­ ción del trabajo de campo en México es más afín a las iniciaciones prac­ ticadas por los Ndembu en África: son conducidas por especialistas e involucran a toda una camada, o generación, de iniciados.

Para realizar trabajo de campo en México habría que abrirse a nuevas formas de experimentar al país, y las tribulaciones físicas —como, por ejemplo, largas caminatas, compartir una cama con una familia de campesinos, o ayudar en el quehacer de casas ajenas— se convirtieron en parte fundamental de la mística del trabajo de campo, tanto así que se dice que Palerm afirmaba que la antropología se hace con los pies, caminando. El regreso a la experiencia se produjo, en esencia, por un llamado político a un cambio de orientación: ya no “mexicanizar al indio” sino criticar al México oficial a partir de la comunión con el pueblo. Sin embargo, este viraje exageró el papel de la experiencia colectiva y se quedó corto como pensamiento crítico. Como ilustración anecdótica de la dinámica que acabó por cerrar el ciclo de descubrimiento iniciado en el movimiento del ‘68 (posible­ mente el último de los ciclos modernos) ofrezco un recuento novelado de una historia que en verdad sucedió, pero que no me tocó la suerte de presenciar. La noche anterior se habían quedado despiertos hasta bien tarde, es­ cribiendo diarios, arreglando materiales, discutiendo los eventos del día. Dalia, que había tenido broncas con su novio desde que comenzó sus estudios en antropología, se había decidido a cortarlo. Se quedó hasta altas horas platicando con Nando, con quien (todos lo notaron) iba de la mano esta mañana al salir al recorrido del día. Luis (el maestro) permitió que los estudiantes más exaltados dirigieran la caminata. Sólo los hacía detenerse de vez en cuando para que se fijaran en ciertos rasgos del paisaje: los contornos de unas chinampas abandonadas; el uso que los campesinos le daban a los solares de sus casas, etcétera. El día era caluroso, y caminaron duran­ te horas. Finalmente llegaron a Tepetlaoxtoc y los estudiantes se dis­ persaron en grupos de dos y de tres y comenzaron a realizar breves entrevistas con los habitantes. Notaron y anotaron las características materiales del pueblo: tenía un mercado los días miércoles, dos far­ macias y un abarrote grande; agua entubada en el centro, pero nada de agua ni de luz en las orillas... El pueblo presumía de una historia que se remontaba a los tiempos prehispánicos, según el boticario, el rey T ízoc venía a Tepetlaoxtoc a tomar sus baños... Uno de los grupos de alumnos entrevistó a un viejito que Ies contó de una vieja riña que había entre dos barrios del pueblo: dos familias acabaron matándose entre sí. Otro grupo entrevistó al cura y descubrió que el santo patrono del pueblo era San José, y que su fiesta era organizada por un mayordomo (nada querido por el cura, por cierto), que vivía en San Bartolo. Luis, con su reconocido buen ojo para la cocina y la bebida local, descubrió un lugar en que vendía aguardiente curado con nanche y compró dos botellas para lo que quedaba del camino. Después de la

comida, procedieron a subirse a la cima de un cerro que estaba justo afuera del pueblo. Alucinados por los descubrimientos del día, y por la combinación de agotamiento físico y aguardiente, Luis y sus estu­ diantes treparon. Nando y Dalia otra vez estaban de la manita mien­ tras subían: ella se veía radiante ahora que su decisión de tronar con el viejo novio estaba tan firme como clara estaba su decisión de abo­ carse a la antropología. Llegaron a la cima del cerro y voltearon: de ahí podían apreciar todo el largo trayecto que habían hecho desde la mañana. ¡Suerte que había camión para el regreso! Vieron distintos campos con variedad de sembradíos; vieron Tepetlaoxtoc con sus barrios; y estaban en eso cuando, de pronto Julia— que estaba en la otra punta de la cima— dio de voces: “¡Vengan, miren lo que se ve de aquí!” Muy pronto se había formado una bola donde estaba Julia, y todos llamaron a Luis: habían descubierto un enorme centro ceremonial del otro lado del cerro. Sentados en la cima, admiraron sus bellos edificios, pirámides y calzadas. Varios se pusieron a dibujar croquis, mientras todos especu­ laban sobre quién lo habría construido. No podía ser mexica, ¿sería tal vez un centro ceremonial otomí? Después de terminar los croquis, Luis y los estudiantes corrieron cerro abajo a explorar el sitio. Dalia y Nando corrían hasta adelante cuando, de pronto, Dalia paró en seco. Le había dado un ataque de risa incontrolable. Nando se detuvo y regresó con ella: — ¿Qué onda? ¿Qué te pasa? — Mira el letrero, güey, parece que acabamos de descubrir Teotihuacán.

Me hubiera encantado estar presente en este redescubrimiento de Teotihuacán, pero confieso —sin arrepentimiento alguno— que yo tam­ bién descubrí el agua que moja más de una vez en las prácticas de cam­ po que realicé en esta época. No hay arrepentimiento porque, desde el punto de vista del estudiante, el “descubrimiento de Teotihuacán” esta­ ba pleno de excitación antropológica, pues fue un descubrimiento per­ sonal. Fue, también, un descubrimiento compartido por un grupo, un grupo que estaba configurando su posición frente a la sociedad mexica­ na. La desilusión sólo llegó cuando comprendieron que, desde el punto de vista de la sociedad, su descubrimiento era banal. No obstante es precisamente la importancia que se dio a la transformación de genera­ ciones de estudiantes a través del trabajo de campo la que fue responsa­ ble de la tendencia un tanto antiintelectual de la antropología de la época. Algunos comentaristas notaron este fenómeno: la antropología mexicana era una de las más grandes y animadas del mundo, pero la razón de trabajo de campo a publicación de libros interesantes era rela­ tivamente baja. La antropología del ‘68 generó esta situación porque fusionaba los aspectos teóricos, políticos y experimentales de la antro­ pología en un solo gestalt: el trabajo de campo.

Y no es que las enseñanzas prácticas del trabajo de campo care­ cieran de sentido o importancia. El problema estaba en que nunca re­ flexionaron por qué se produce la sensación de descubrimiento tan fuerte en el trabajo de campo. Si este tipo de meditación hubiese sido una parte integral del gestalt, y hubiésemos reconocido incluso nuestra propia ingenuidad en vez de ocultarla, estaríamos mucho más adelantados en nuestra antropología de la nacionalidad, y aun los descubrimientos apa­ rentemente más triviales del trabajo de campo podrían llegar a ser socialmente útiles. En vez de esto, la antropología revolucionaria fue transformada en un viaje personal que acabó convirtiéndose en conoci­ miento práctico que sirvió en muchos casos precisamente para mediar entre “el pueblo” y “el estado”. Lo que comenzó como antropología aplicada terminó como antropología aplicada.6

5. De la mediación entre estado y pueblo a la mediación entre mercado y ciudadano Los numerosos descubrimientos de Teotihuacán que aconiec1 los años setenta y comienzos de los ochenta comenzaron a rest a nuestra antropología. Se había cerrado el ciclo moderno de ucscubnmiento y desilusión, el cual comenzó con Manuel Gamio y terminó con el ingreso de Arturo Warman a la dirección del Instituto nacional indigenista; el que se abrió con el indigenismo y se cerró con el descu­ brimiento etnográfico de las clases sociales; el que basó su existencia en la reforma del ciudadano a través del estado y del estado a través de la “conciencia de clase”. 6 El sentimiento de que los verdaderos descubrimientos manan únicamente de la expe­ riencia es también un tema importante en los intelectuales pueblerinos con los que yo trabajé en mi estudio de culturas regionales en México (Las salidas del laberinto: Cultura e ideología en el espacio nacional mexicano, Joaquín Mortiz, México, 1995). Todos ellos ven el conocimiento y el descubrimiento como procesos infinitos y abier­ tos que involucran un compromiso de por vida: hay que ubicarse del lado de la reali­ dad social y no en el de las restricciones y disciplinas de la academia. Sin embargo, las personas que están en el eterno descubrimiento de la realidad social sólo se pueden ubicar en esta situación gracias a que esa realidad los sorprende, es decir, gracias al hecho de que son el tipo de gente para quienes existe una tensión entre el “país legal” y el “país real”. Por otra parte, es esta misma tensión la que impide que estos intelec­ tuales en verdad se “conviertan en nativos”, al tiempo que los llena de un sentimiento casi místico frente a las inagotables complejidades de la realidad en la que se han sumergido. El resultado es que estos intelectuales fácilmente se convierten en inter­ mediarios entre grupos locales y burocracias estatales y ésta es, también, la raíz de la burocratización de la antropología mexicana en la era posrevolucionaria.

La última anécdota que quiero ofrecer trata del desamparo en que se encuentra la antropología mexicana ante la situación económica y política reciente. Me parece que el ejemplo sugiere la posibilidad de que por fin estemos cerca de vernos obligados a hallarle una salida al dilema del misionero. A mediados de la década de los ochenta, los que trabajábamos en las universidades mexicanas estábamos sufriendo un acelerado proce­ so de proletarización. Nuestros salarios se hacían polvo, las universida­ des tenían cada día menos recursos y buena parte del glamour que al­ guna vez tuvo la antropología se había esfumado. Muchos antropólogos buscaban alternativas personales e intelectuales: desde la astrología al redescubrimiento del estructuralismo francés, desde el sicoanálisis a la inversión en un puesto de tortas. En esa época fui invitado a la boda de uno de mis colegas. La novia era también una antropóloga, de modo que un gran número de invitados eran colegas. Ahora bien, aunque yo era tan sólo un humilde profesor asociado de la Universidad autónoma metropolitana, era dueño de un traje. Era el traje que mi madre había comprado para mi boda, y después de ca­ sarme sólo lo usaba para pedir trabajo. El día de la boda busqué mi traje y me percaté de que se lo había prestado a mi tío (que estaba buscando trabajo), así que me subí al coche y fui a su casa a recogerlo. En el camino me iba preguntando por qué estaba yo tomándome tantas mo­ lestias con lo del traje, si nunca me ha preocupado tanto aquello. Sin embargo, cuando llegué a la boda me di cuenta de que no fui el único que sintió un impulso irresistible de dandismo. En esa boda de antropólogos no hubo huípiles ni huaraches, ni morrales ni mezcales, ni pulques ni ponches. Sólo trajes y rosbifes y mascadas y corbatas y jaiboles. En 1976, la mayor parte de los presentes eran mucho más prósperos que en 1986. Sin embargo, la fiesta hubiera sido mucho me­ nos formal. La verdad es que (en lo que a mí se refiere, al menos) algunos de los presentes estábamos preocupados por demostrar que aún éramos del tipo de gente que podía ser propietaria de un traje, que podíamos vestimos formalmente si así lo deseábamos. Justo en el momento en que muchos de nosotros estábamos enfrentados con una verdadera e involuntaria inmersión en las clases populares de México, justo en ese momento nos resistimos con nuestras mejores armas (y tal vez fuimos, por ello, mucho más proletarios). Esta transformación del contexto de producción de la academia, que ocurrió paralelamente a la reducción del papel del estado en la economía y al final del modelo de desarrollo autosostenible, se combi­

nó con el resquebrajamiento de un marxismo doctrinario y dogmático. La antropología que había emergido de la crítica del indigenismo fue, en buena medida, una combinación simple entre la “mística” del traba­ jo de campo y una gran teoría rígida que pretendía tener respuestas para todo. La crisis que sufrió la antropología mexicana en los años ochenta, de la cual aún no se acaba de reponer, no fue resultado de la seducción del “otro” ni de la voluntad de identificarse con “el pueblo”. Se vivió, en cambio, como una mirada reflexiva muy severa, incluso autodestructiva. Visto en esta luz, el giro de algunos antropólogos hacia la astrología y el esoterismo en general resulta interesante pues, al igual que el marxismo que predominó en México, la astrología es un sistema cerra­ do e internamente consistente. La astrología tiene una explicación para todo. No obstante, a diferencia del marxismo, la astrología usualmente se asume como una búsqueda estrictamente personal y, en cierta medi­ da, idiosincrásica. En este nivel el interés en las artes ocultas tiene la­ zos explicables mediante el resurgimiento del interés de los antropólogos por la sicología y, especialmente, por el sicoanálisis. El sicoanálisis explora las motivaciones de las personas. La astrología y otras formas de conocimiento esotérico reconocen que los antropólogos también te­ nemos motivaciones estrictamente personales. No somos ya los concientizadores del pueblo ni los forjadores de la patria. Por otra parte, el giro que muchos compañeros y estudiantes hi­ cieron hacia los negocios o bien hacia escuelas ya viejas de pensamien­ to antropológico que fueron pasadas por alto en la época del marxismo (como el estructural-funcionalismo o el estructuralismo) reflejan un aspecto más deprimente de nuestra historia. El giro hacia los negocios resulta de una falta de interés por parte del gobierno en el diálogo con el conocimiento antropológico (y, pienso, con la intelectualidad en ge­ neral, pues nuestra intelectualidad ha perdido en verdad mucho terre­ no). Por otro lado, la reanudación del interés en teorías que están prác­ ticamente difuntas en los lugares donde fueron creadas no es más que un reconocimiento tácito de qué tan poco intelectual fue nuestra antro­ pología: había desechado importantísimas escuelas de pensamiento antropológico sin haberlas digerido. Así, la crisis que yo sentí en la boda de mi amigo era en parte el resultado de la falta de meditación en torno a nuestro papel como intelectuales y como antropólogos en Méxi­ co: pasamos del huipil populista al reclamo de nuestro derecho a la diferencia con una gran dificultad para concebir claramente nuestro papel como pensadores y como escritores. Sin embargo, no se puede decir que el resultado de esta crisis haya sido tan sólo el harakiri de la antropología. Por el contrario, co­

mienza a surgir una antropología orientada hacia algunas de las temáti­ cas de siempre pero con nuevos aires teóricos y nuevas miras etnográ­ ficas. Pienso que hay señales del comienzo de un nuevo ciclo de descu­ brimiento en una serie de trabajos fuertemente marcados por tonos iró­ nicos, que suelen evitar el lenguaje mesiánico de los antropólogos de antaño: parten de un reconocimiento de la profunda transformación cultural en la que está inmerso el país, una transformación impulsada por un cambio radical en la relación entre mercado, sistema político y movimientos sociales, y parten también de la necesidad de comprender la relación entre esta situación y los viejos parámetros de la política y de la cultura. Un bonito reconocimiento simbólico de esta transformación en el seno mismo de la antropología se realizó en 1992, cuando, por iniciati­ va conjunta, estudiantes y maestros de la Escuela nacional de antropo­ logía invitaron a un brujo a hacerle una muy necesaria y bien merecida “limpia” a la escuela. El curandero inspeccionó el predio que, es sabido, está junto a la pirámide de Cuicuilco y frente al enorme centro comercial Perisur, y concluyó que la escuela (institución oficial y pública) se había cons­ truido al costado de la pirámide que proyecta “malas vibras”, mientras que toda la energía positiva de Cuicuilco se iba a Perisur: la savia vital de nuestros ancestros abandonó a la institución de conocimiento públi­ co a favor del mercado de productos importados. En presencia de un gran número de estudiantes, el chamán realizó su limpia con fórmulas en náhuatl que, significativamente, entonó al son de una melodía de Juan Gabriel intitulada “Mi peor noche de Acapulco” y después se fue a su casa. El diagnóstico no podía ser mas claro: el estado no ocupa ya el papel fundamental en la formación cultural del ciudadano, ese papel lo ha usurpado el mercado, que ha sabido cómo construirse al abrigo de nuestra nacionalidad. Sin embargo, el mercado no resuelve nuestros problemas colectivos, porque es la antítesis del principio mismo de la decisión colectiva, por lo cual hay que reconstruir un conocimiento público aun reconociendo, con un dejo de vergüenza, que la primera melodía que nos viene a la cabeza a estas alturas no fue compuesta por Nezahualcóyotl ni por Silvestre Revueltas, sino por Juan Gabriel.

Comentarios finales En los últimos años se han escrito algunas historias valiosas de la an­ tropología mexicana, entre ellas, un buen artículo de Pepe Lameiras,

un libro de Cynthia Hewitt de Alcántara sobre la antropología rural, y una útil —aunque característicamente faraónica —colección de mu­ chos volúmenes publicada por el Instituto nacional de antropología e historia. Además de esto hay, desde luego, docenas de artículos y volú­ menes que debaten aspectos especializados del campo, como por ejem­ plo el indigenismo, el llamado “campesinismo” y el marxismo. La mayor parte de estas obras han adoptado la noción de “paradigma” de Thomas Kuhn para construir y facilitar esta historia. Dicho ejercicio lleva fre­ cuentemente a la representación del campo como un “progreso” entre paradigmas bastante nítido. En este ensayo intenté mostrar' que la antropología mexicana tam­ bién puede ser analizada en términos de una relación muy particular (aunque de ninguna manera única) que se da entre los antropólogos, sus sujetos de estudio y su punto de referencia normativo. Estas rela­ ciones tienen como contexto común el hecho de que las tres partes de la relación existen dentro del mismo sistema político: en México, el des­ cubrimiento antropológico ha estado siempre a la mano de todos. El problema central de la antropología mexicana ha sido cómo mantener una claridad crítica frente a las cuestiones de “corrupción” que quedaron apuntadas desde las prácticas etnográficas de los misio­ neros del siglo xvi: cómo mantener una mirada fresca frente a la forma en que las doctrinas (científicas, políticas y religiosas) se traducen en las realidades locales, cómo comprender la orientación moral de los científicos que están ligados al estado. En otras palabras, cómo nutrir una tradición crítica dentro de las tensiones productivas que se dan en­ tre la ciencia, el estado y la gente. El momento de la normatividad po­ lítico-religiosa de la época colonial ya pasó, el momento de la normatividad del ciudadano ideal formado por el estado redentor se agotó, y estamos en el inicio de una antropología que se inserta en la relación que actualmente guarda la política con el consumo masivo. Esperemos que éste sea también un momento de osadía intelectual.

Los padrones y los censos son una pieza clave en la producción cultural del estado. Con ellos se construyen las categorías culturales necesarias para definir la nacionalidad y para imaginar el quehacer de gobierno: la imagen de una “población”, de sus divisiones internas, de su riqueza y de sus carencias. Además, a través del estudio de los censos como arte­ factos culturales se logra vislumbrar la relación imaginaria entre el es­ tado y la población, y esto no sólo por las categorías que se usan en los padrones, sino también por la forma en que se elaboran y circulan. Este capítulo es una breve invitación a la historia de los censos en México. Si bien es probable que en México se hayan venido realizando re­ cuentos de población desde que surgieron los primeros estados mesoamericanos, el único censo precolombino del cual se conservan cla­ ros registros e interpretación se encuentra en la Matrícula de tributos, el Códice mendocino y la Información sobre los tributos que los indios pa­ gaban a Moctezuma. Los especialistas en el tema opinan que estos tres documentos, elaborados poco tiempo después de la conquista, se derivan de un prototipo perdido, posiblemente de origen prehispánico. Dichos documentos dan relación del tributo que debía entregar a la Triple alian­ za cada una de las jurisdicciones (altépetl) sojuzgadas por ésta. El monto del tributo asignado a cada jurisdicción se determinaba con base en el número de habitantes en los asentamientos. Es gracias a estos documen­ tos, en parte, que los investigadores han podido estimar el tamaño de la población de México en los albores de la conquista. Después de la invasión española, la determinación del monto que cada individuo debía pagar en tributo, las formas de pago tributario (incluyendo una nueva tendencia a hacer pagos en dinero y al uso gene­ ralizado de trabajo forzado) y las modificaciones en límites y área de los asentamientos se llevaron a cabo sin transformar mayormente el sistema de contar a las personas. Es más, durante las primeras décadas de la época colonial, los españoles basaron sus cálculos en las cantida­ des tradicionales que cada altépetl había pagado a los mexicas. Esta

situación contribuyó a la enorme mortalidad que siguió a la conquista, ya que la disminución de la población fue un factor que no se logró integrar de manera exitosa a los requerimientos tributarios tradiciona­ les, provocando así hambrunas recurrentes en pueblos que quedaban desprovistos de mano de obra suficiente para cubrir sus propios reque­ rimientos. Una combinación de factores tales como la preocupación por la pérdida de población, una creciente escasez de mano de obra indígena (con la consiguiente competencia entre los españoles por obtener dicha mano de obra) y el deseo de la Corona por conocer y administrar los nuevos territorios, llevaron a la creación de nuevos mecanismos para ubicar y contar a la gente. Así, se levantaron varios padrones y matrícu­ las de tributantes durante las décadas que siguieron a la conquista, in­ cluyendo copias del sistema tributario de los aztecas, así como listas de tributantes y del tributo que debían entregar los pueblos y regiones es­ pecíficos. Estas listas, en algunos casos, fueron generadas para resolver litigios entre encomenderos o entre encomenderos y pueblos indíge­ nas. El número de tributantes que supuestamente tenía cada pueblo fre­ cuentemente quedaba en disputa durante aquellas primeras décadas después de la conquista, pues los indios encomendados cambiaban de mano periódicamente, las órdenes religiosas requerían gran cantidad de trabajadores para la construcción de iglesias, conventos y plantacio­ nes, y las prerrogativas laborales concedidas a la nobleza indígena aún estaban pendientes. Sin embargo, estos diversos listados de habitantes, tanto de los pueblos indígenas como de las ciudades españolas, no se llevaban a cabo de manera sistemática, sino que se levantaban padrones y listas ad hoc. Esta situación cambió con la ordenanza real del 24 de septiembre de 1571, en la que Felipe II creó el puesto de cronista y cosmógrafo real. El trabajo del cosmógrafo real era sistematizar y sintetizar los datos compilados en los reinos del emperador. El primer censo siste­ mático de todo el reino de la Nueva España fue la famosa relación geográfica, levantada alrededor de 1580. Dicha relación incluye infor­ mación acerca de cultivos, ubicación de poblados, población, recursos naturales, idiomas hablados, jurisdicción política y religiosa, transpor­ te y otras características importantes. Fue comisionada por el rey y la llevaron a cabo por las autoridades regionales españolas (corregidores y alcaldes mayores), las cuales, a su vez, se apoyaron fuertemente en los gobernadores indígenas y, especialmente, en los párrocos para ob­ tener la información relevante de cada localidad. Las relaciones geo­ gráficas de 1580 conformaron, para uso de la corona, un cabal diccio­ nario de personas y lugares del virreinato de la Nueva España. Se trata

del más sistemático censo de población, recursos y geografía de la Nueva España que se haya llevado a cabo bajo los Habsburgo. Resulta intere­ sante, además, que el cuestionario que se desarrolló para aquel cen­ so de las Indias fuera, al poco tiempo, aplicado en España misma: el deseo de recopilar información sistemática en los reinos de ultramar afectó la producción de conocimiento de estado la península ibérica. Bajo los Habsburgo, se hicieron otros tres esfuerzos significati­ vos para generar información estadística sistemática a lo largo del rei­ no: las relaciones geográficas de 1608-1612, las de 1648 y el censo de 1679-83. Estos esfuerzos produjeron datos incompletos, que carecen, por lo general, del detalle y la riqueza de aquellos que se produjeron durante las décadas de 1570 y 1580. Se podría argumentar que la acti­ tud laxa hacia la producción sistemática de información de censos du­ rante el siglo x v ii es en sí un indicador de la decadencia del imperio de los Habsburgo. La corona no fue la única generadora de información estadística, ya que, además de las muchas visitas que se llevaron a cabo por órde­ nes de la burocracia real (que a veces tenían por objeto la recolección de material para el censo), las diferentes provincias religiosas también realizaban sus propias visitas —para imponer el sacramento de la con­ firmación, por ejemplo— en las que obispos o arzobispos obtenían in­ formación acerca del número de habitantes de los distintos pueblos que conformaban su provincia. De hecho, en el caso del censo de 16791683, fueron los obispos y no las autoridades civiles los encargados de compilar toda la información. El papel de la iglesia en la producción de conocimiento acerca de la población fue crítico debido a que los archivos parroquiales consti­ tuían el único registro obligatorio de nacimientos, muertes y matrimo­ nios. La existencia de otras formas de recuento, incluyendo datos de producción económica, dependían fuertemente, a su vez, de la existen­ cia de monopolios reales. Por ejemplo: el volumen de la producción de plata en la Nueva España se podía medir de manera precisa gracias al monopolio que la corona ejercía sobre la producción de mercurio (azo­ gue), producto indispensable para la extracción de la plata; el número de españoles que se encontraban en el territorio se controlaba por me­ dio del monopolio real sobre las embarcaciones trasatlánticas; el co­ mercio de esclavos también dependía, en teoría, de franquicias reales que controlaban el número de africanos traídos al nuevo mundo; la po­ blación indígena se calculaba gracias al monopolio real sobre la distri­ bución del tributo y del trabajo forzado; y el monto de la producción agrícola no indígena era calculable a partir del diezmo que, por ley, recibía la iglesia. Por último, el hecho de que el comercio se organizara

con una estructura monopolística (la cual tenía como ápice al consula­ do mercantil de la Casa de contratación de Sevilla y como base a los corregidores de las provincias indígenas) significaba que también se podían llevar cuentas del comercio global dentro del estado. Tres aspectos del sistema colonial de levantamiento de censos y producción de registros resultan significativos. El primero, que los monopolios reales sobre el comercio de azogue, tabaco, etcétera pro­ ducían información muy útil pero, a la vez, por fuerza, incompleta. Por ejemplo: si bien la corona sabía cuanta plata se producía en México, carecía de información confiable acerca de la producción de oro, debido a que las técnicas de extracción del oro no se prestaban a un control fácil por parte del estado. Por otra parte, en las colonias, el contrabando constituía un problema perenne, lo cual resultaba en una subestimación sistemática en los registros, no sólo del comercio, sino también del número de europeos y esclavos que se encontraban en México. La segunda característica del sistema colonial de levantamiento de censos se refiere a la estrecha interdependencia que existía entre los oficiales de la iglesia y los de la corona. El hecho de que la iglesia asumiera la responsabilidad moral sobre el ciclo de vida de los indivi­ duos (nacimiento, matrimonio, muerte), así como la presencia de sa­ cerdotes en las parroquias indígenas, hizo que los clérigos se convirtie­ ran en expertos en asuntos locales y en su recuento. El tercer aspecto fundamental se refiere a que los censos y las estadísticas coloniales se recopilaban por órdenes de oficiales específi­ cos y no constituían un material público. El levantamiento de censos reflejaba directamente las relaciones de gobemabilidad del estado ha­ cia asentamientos concretos (pueblos, ciudades, haciendas o minas). Las estadísticas acerca de la población, productividad o recursos del reino eran información exclusiva de la corona, un secreto de estado que celosamente se guardaba fuera de la vista de competidores europeos. Por ejemplo, en sus instrucciones para la compilación de las relaciones geográficas, Felipe II advirtió que la información generada por dichos ejercicios podría serle útil a los enemigos de España y, por lo tanto, debía guardarse bajo llave. El cronista y cosmógrafo real era, pues, un consejero del rey y no un intelectual público en el sentido moderno. Así, la información geográfica y censal de la corona era un material confidencial y los mapas y censos de México que se publicaron en esta época fueron impresos por enemigos de España: ingleses, holandeses, franceses y alemanes. Los dos últimos aspectos mencionados (la iglesia como estadista principal, y el carácter ad hoc y secreto de las estadísticas) comenzaron a borrarse durante el siglo xvm, bajo los Borbones. La necesidad de

renovar el sistema de rentas públicas y la creciente autoridad de las teorías fisiocráticas (que proponían a la riqueza como producto del tra­ bajo humano en la agricultura así como un creciente respeto a la cien­ cia como un arte práctico cuya utilidad se redundaba en el bienestar común) fueron factores que contribuyeron a cambiar de manera impor­ tante los mecanismos de producción de estadísticas sociales. De hecho, las reformas borbónicas pueden ser vistas no sólo como una reforma administrativa, sino como síntoma de un proceso de profundo cambio social en el que la ciencia comenzaba a considerarse como una tarea cuya finalidad se proyectaba hacia la utilidad pública. Los cambios recién mencionados tuvieron dos aspectos particu­ larmente relevantes para nuestro tema: en primer lugar, la producción de una gran cantidad de información era necesaria para poder llevar a cabo la variedad de reformas administrativas y urbanas. Para maximizar las rentas del estado, así como racionalizar la producción y la vida ur­ bana, se requerían sólidas fuentes de información como base. En se­ gundo lugar, durante el siglo xvm emerge un concepto del bien público según el cual los censos y las estadísticas tienden a considerarse como asuntos públicos de cierta importancia y, por lo tanto, como parte del arsenal ideológico del floreciente sentimiento nacionalista de la época. No es coincidencia, quizás, que dos de las figuras científicas más so­ bresalientes de la Nueva España durante la segunda mitad del siglo xvm, el padre Alzate y Francisco Javier Clavijero, fueron nacionalistas apasionados que consideraban su contribución científica como parte de un servicio público. Esta conexión entre ciencia, bien común y nacio­ nalismo perdura hasta nuestros días. Un ejemplo de la relación entre la administración pública y la producción de censos durante el reinado de los Borbones es el censo de 1753 de la ciudad de México. Se trata de una encuesta meticulosa y detallada acerca de la población, infraestructura y riqueza de la ciudad, la cual se llevó a cabo, en parte, como respuesta al problema de la inseguridad urbana. Se pensaba en la ciudad como un albergue de va­ gabundos y chusma que había que localizar, contar y, posteriormente, tratar como problema público. Idealmente, el censo debía servir, entre otros propósitos, para garantizar que los indios continuaran viviendo dentro de sus comunidades segregadas y no en la ciudad. La conexión que en el siglo de las luces se trazó entre los concep­ tos de ilustración y de utilidad pública produjo nuevas actitudes respec­ to de la publicidad que merecían los censos y las estadísticas. Dicho proceso tuvo su culminación en la aprobación real otorgada a la expe­ dición científica del barón von Humboldt en 1799: se trata del primer permiso de su tipo otorgado por la corona española a un extranjero. La

publicación de las estadísticas de Humboldt acerca de la población y riqueza de México fue un logro muy significativo, ya que todavía en el año de 1791 la inquisición había persistido en prohibirle al virrey Juan Vicente Gómez la publicación de los resultados de un censo de la ciu­ dad de México que éste había ordenado. Si bien Humboldt no hizo más que juntar y publicar datos censales que le fueron proporcionados por administradores locales, se trataba de material de censo que anterior­ mente había formado parte del arsenal de información secreta del esta­ do. Por ello, cuando Bolívar declaró que los libros de Humboldt habían hecho más a favor de la independencia de las américas que ningún otro escrito, lo hizo pensando en que el alemán hizo públicos materiales que habían sido confidenciales y en que el nivel de agregación los datos (organizados por reinos y no por poblados, siguiendo el modelo de los cameralistas alemanes), ya representaban a la América española como un agregado de comunidades políticas. Las publicaciones de Humboldt inauguraron una nueva era en la política de los censos, una era que tuvo su primera manifestación en la organización de ios diputados provinciales de las cortes de Cádiz en 1812. Los lazos entre población y representación política se convir­ tieron en un tema debatido en la formulación de la Constitución de 1824, así como en todas las siguientes reformas constitucionales, incluyendo aquellas que se han llevado a cabo en años recientes en torno al tamaño y la forma de los distritos electorales. En 1822 se ordenó a los diputa­ dos provinciales que levantaran censos de sus respectivas provincias; el censo de Michoacán fue el único que llegó a publicarse. La Constitu­ ción de 1824 declaró obligatorio el censo como mecanismo necesario para la determinación del número de diputados que cada estado puede mandar al Congreso. La idea de que el estado podía administrar la utilidad pública por medio de ’ia ciencia se convirtió en un dogma central de los nacionalis­ tas del siglo xix, como se puede apreciar en la siguiente cita de 1849, tomada de un reporte oficial del gobierno del Estado de México: La sociedad, así como los hombres, tiene derechos que cumplir, y si un padre merecería el desprecio y el odio público, y además la co­ rrección del magistrado, si abandonase a sus hijos de esta suerte, y mirándolos crecer en ese fango de inmoralidad y de infortunio, no pusiese remedio, no procurase dirigir sus acciones, formar bien su corazón, inspirarles odio a los vicios, amor al trabajo y a la decencia, respeto a la autoridad y a los superiores, y veneración a la ley, de la misma manera la sociedad merece el desprecio del hombre ilustrado, de todos los pueblos que la observan, cuando ve impasible esa vida infortunada de desgraciados huérfanos, cuando presencia la escala

gradual de desventura y corrupción que forma el carácter de esos in­ felices desde la infancia hasta la edad provecta, y cuando ni una vez ha pensado en remediar la situación, ni ha dictado una sola providen­ cia que evite las creces de aquel mal, y convierta en hábitos de tem­ planza y virtud, los que sólo por su abandono son del crimen y de prostitución. [M emoria... citada en Mayer 1995: 65.]

La independencia agregó nuevas dimensiones a las estadísticas de población tanto porque ellas servían para crear imágenes de la na­ ción, como porque se convirtieron en herramientas en la lucha de poder entre las distintas regiones. De hecho, los nuevos usos que cobraron las estadísticas durante el periodo nacional lograron alterar los tres aspec­ tos que habían caracterizado a los censos desde la época colonial: ya no dependieron tanto de la iglesia (hasta llegar a independizarse de ella por completo), tendieron a ser del dominio público y, por lo general, resultaron menos confiables que los de la época colonial, ya que no contaron con el respaldo de monopolios comerciales del estado y, en cambio, tuvieron que lidiar con la politización de la burocracia que siguió a la independencia. Por otra parte, hubo una gran profusión de estadísticas y mucha preocupación pública en tomo a las realidades que éstas debían reflejar, y por las imágenes que por medio de ellas se podían conjurar. En 1833 se fundó el Instituto nacional de geografía y estadística; su boletín apareció por vez primera en 1839 y ha seguido publicándose de manera más o menos continua desde entonces. La generación de mapas y recuentos de la población y los recursos de la nación fue decla­ rada asunto de interés nacional, pero la decadencia del aparato burocrá­ tico central que siguió a la independencia tuvo como consecuencia que solamente el ejército y los gobernadores estatales contaran con los re­ cursos necesarios para llevar a cabo recuentos sistemáticos. No es co­ incidencia que en el México naciente, las tres figuras sobresalientes en el campo de las estadísticas sociales (J.J. Gómez de la Cortina, J.N. Almonte y J. Vásquez de León) fueran militares. Las estadísticas que se generaron durante las décadas que siguie­ ron a la independencia fueron concebidas como contribuciones a un mapa de los recursos y características humanas de la nación. De mane­ ra más sutil, sin embargo, dichas estadísticas, que por lo general prove­ nían de las regiones por separado y no de un esfuerzo conjunto a nivel nacional, promovían las ambiciones políticas de los gobernadores y regionalistas que las habían generado. El proyecto de crear una base de información confiable y útil para gobernar, tal como lo imaginaron los científicos del siglo x v i ii —por ejemplo, Alzate—, no se pudo llevar a cabo después de la independencia debido, por una parte, al cabildeo y

la competencia que surgió entre los estados —situación que se vio agra­ vada por el declive de la burocracia centralizada— y, por otra parte, a la guerra con Estados Unidos. Las estadísticas sociales de los años posteriores a la independencia presentaron una novedad, a saber, los estudios acerca de desviaciones de la norma: la razón de prostitutas, criminales, analfabetas o indivi­ duos contrahechos en relación con la población total (Mayer 1995). Estos estudios, que frecuentemente se basaban en estadísticas obteni­ das en la ciudad de México —lugar que pronto se transformó en la capital de la opinión pública mexicana—, se sacaban a relucir para demostrar que el pueblo mexicano tenía buena materia prima para crear una nación. Las desviaciones de la norma se presentaban junto con las estadísticas equivalentes de París para demostrar la superioridad de los mexicanos. Vale la pena notar que, en ese tiempo, eran Francia e Ingla­ terra, y no tanto España o Estados Unidos, el punto de comparación típico para estas estadísticas. Si bien con frecuencia los estadísticos del periodo posterior a la independencia eran militares, los datos de población aún dependían en buena medida de los registros parroquiales, mientras que la informa­ ción acerca de la producción agrícola y similares era capturada por los presidentes municipales, jefes políticos o comandantes de las zonas militares, y seguía dependiendo de la iglesia mientras hubo diezmo. Con las guerras de reforma y la Constitución de 1857, los liberales dieron fin al monopolio de la iglesia católica sobre la reproducción social: se promovió una educación laica junto con la libertad de culto. Como resultado de ello, ya no fue necesario registrar los nacimientos, muertes y matrimonios ante la iglesia, pues se creó un registro civil en el que todo ciudadano tiene la obligación legal de registrar a sus recién nacidos, sus matrimonios y sus muertos. Así, si bien las condiciones que existían para generar censos eran pobres en el periodo entre 1850 y 1870, los mecanismos para la generación de tales estadísticas fueron puestas de lleno en manos del estado. Después de la guerra con Estados Unidos, los estadísticos mexi­ canos se vieron obligados a reconocer que el conocimiento que habían producido acerca de la república no era suficiente, ni era lo suficiente­ mente preciso. El gran empeño que se puso durante las décadas de 1830 y 1840 para demostrar que el pueblo mexicano era tan bueno como el francés quizás resultó útil para consolidar un nacionalismo utópico que ha mostrado una gran vitalidad a lo largo de los siglos xix y xx, pero no resultaba útil para enfrentar la situación real del estado mexicano en ese momento. Después de la guerra con Estados Unidos, conforme el estado fue consolidando su control sobre el territorio nacional, los esta­

dísticos se ocuparon con mejores resultados del problema de obtener información confiable y de manera continua. Así, en 1853 se formó el Ministerio de fomento, cuya tarea consistía en compilar las estadísti­ cas, y en 1867 se creó una sección especial de la Secretaría de hacienda con la tarea de crear las estadísticas necesarias para estabilizar los im­ puestos. El régimen de Porfirio Díaz pretendió fincarse en los principios de la utilidad pública guiada por una ciencia positiva, lo cual acabó por reforzar la producción de estadísticas. Esto fue materialmente posible gracias a la consolidación política de un estado centralizado, así como a la creación de una economía nacional articulada por medio del ferro­ carril. Díaz creó la Dirección general de estadística en 1882. Esta insti­ tución y las que la sucedieron se han encargado de realizar censos de manera regular, y el Boletín anual de estadística (luego llamado e\ Anua­ rio estadístico de la república mexicana) se comenzó a publicar a partir de 1893. El primer censo a nivel nacional se llevó a cabo, a manera de prueba, en 1895; se repitió en 1900, y desde entonces se ha continuado aplicando de manera regular cada diez años. La creación de la Dirección general de estadística fue reflejo, por una parte, de una transformación significativa en los métodos de vigilan­ cia por parte del estado y, por otra, de la convergencia que se dio entre un sistema internacional para medir y monitorear el “progreso” y la forma­ ción de imágenes alternativas de la nación. En el primer Congreso inter­ nacional de estadísticas, llevado a cabo en 1853 en Bruselas, se hizo un llamado a las naciones para implementar un sistema estándar en el levan­ tamiento de censos nacionales. El mismo llamado se sigue repitiendo en el siglo xx, en foros tales como las Naciones unidas y la Organización de estados americanos. Durante el régimen de Díaz, la producción periódi­ ca de estadísticas de tipo estándar ayudó a consolidar la posición de México como una nueva nación independiente. La creación de un hogar institucional para los estadísticos tam­ bién dio nueva forma a las técnicas de vigilancia del estado. Por ejem­ plo, Salvador Echegaray, en su discurso inaugural como académico de la Sociedad mexicana de geografía y estadística, explicó: Causa de la alteración de los datos recogidos, es el interés personal de quienes los proporcionan: alteraciones en la edad, en el estado civil, son relativamente secundarias; pero cuando se trata de datos sobre la producción agrícola o minera dados por los productores mis­ mos, las cifras tienen tendencia invariable a ser reducidas por temor a servir de base para impuestos.1 1 Salvador Echegaray (1913): 71

Por consiguiente, Echegaray insistió en la necesidad de desarrollar métodos de control y vigilancia (“[e]l conocimiento de los intereses, de las costumbres, de las preocupaciones, en una palabra, de la sicología del grupo sobre el cual ha de operarse, es indispensable al director de una investigación estadística”)2y propuso usar la consistencia e inconsistencia interna entre las distintas estadísticas para ejercer presión sobre las per­ sonas encargadas de obtener los datos. De esta manera, la experiencia de los primeros censos fue parte de un proceso en el que las estadísticas dejaron de ser manipuladas principalmente por los gobernadores de los estados y pasaron a ser un instrumento del gobierno nacional, cuyos agen­ tes intentaban utilizar la regularidad o irregularidad dentro de las estadís­ ticas como un arma secreta para inducir a quienes recolectaban los datos a averiguar la verdad acerca de las personas. En este sentido, se puede argumentar que las técnicas de poder estatal inspiradas en el panóptico pueden llegar a asociarse con el censo en México únicamente a partir de 1900. Cito nuevamente a Echegaray: Es evidente que al sentir una vigilancia continua y metódica, los agen­ tes colectores no darán sus informes ligeramente y cuidarán de asen­ tar la verdad para evitarse la pena de que la Dirección general de estadística, por conducto del gobernador del estado, les demuestre su falta de atención.3

Sin embargo, sería un error pensar que dicho momento selló el destino del control estatal centralizado sobre las estadísticas sociales y de población. La revolución mexicana vino a interrumpir la labor de los estadísticos de dos maneras por lo menos: en primer lugar, al levan­ tarse el censo de 1921 el país no era un lugar seguro, y el censo resultó afectado; en segundo lugar, las leyes de la reforma agraria determina­ ron que la dotación de tierras dependiera de la población, lo cual requería muy frecuentes recuentos de población en el campo, sobre todo durante el periodo de Cárdenas. Sin embargo, como la descentralización del poder estatal que produjo la revolución no duró mucho tiempo, la co­ nexión entre el poder central y las estadísticas se reanudó y se ha veni­ do fortaleciendo de manera progresiva desde 1930. En 1939 se levantó el primer censo industrial, comercial y de valor catastral; en 1940, el primer censo de producción agrícola y ejidal; los censos económicos se han llevado a cabo de manera regular, cada cinco años, desde 1931. Los factores revisados en el presente ensayo, incluyendo la existencia del registro civil y la consolidación de una burocracia nacional, han permi­ tido, cada vez más, una producción de estadísticas refinada y regular. 2 Ibid.: 74 'Ibid.: 69.

A partir de 1970, la producción de estadísticas ha sufrido un últi­ mo cambio importante, en parte como resultado de dos factores: uno, el desarrollo de la mercadotecnia; otro, el uso de las encuestas como un mecanismo de defensa en contra de los métodos tradicionales de mani­ pulación electoral ejercidos por el partido gobernante. Aún no se ha escrito la historia de la mercadotecnia en México, pero la historia de las encuestas de opinión es más reciente y conocida y, por lo tanto, su sín­ tesis resulta más fácil. En México, las elecciones presidenciales de 1988 fueron las pri­ meras en ser disputadas seriamente desde la década de los cincuenta. Además, los medios de comunicación y la organización del estado se habían transformado profundamente, lo cual dio pie a que varios perió­ dicos, así como organizaciones no gubernamentales, llevaran a cabo encuestas antes, durante y después de las elecciones, como un mecanis­ mo de control. Este experimento —que consistió en hacerse una idea, libre del control directo del gobierno, acerca de la naturaleza de la opi­ nión pública— no fue un acto aislado. En años anteriores, algunas fun­ daciones privadas (la Fundación Bancomer, p. ej.) habían financiado encuestas con el propósito de elaborar perfiles actualizados de las opi­ niones, la cultura y los hábitos de los mexicanos. Estas encuestas se han utilizado para fabricar una representación de la opinión pública que pretende ser científica y tiende a sustituir los métodos anteriores para demostrar la opinión pública, tales como mítines políticos o inter­ pretaciones periodísticas del sentir popular. Desde finales de la década de los ochenta, las encuestas han sido usadas por varios grupos políticos, oficinas de gobierno, organizacio­ nes no gubernamentales, partidos y agencias noticiosas, entre otros, como base para representar el sentir del pueblo. Estas distintas represen­ taciones, basadas todas en la investigación estadística, pretenden acabar con el monopolio gubernamental sobre la representación de la opinión pública mexicana. Tal vez de manera más sutil, dichos métodos tam­ bién tienden a centralizar los medios para representar la opinión públi­ ca, pues se alejan de anteriores formas de construcción de la opinión, tales como manifestaciones masivas y periodismo, y adoptan, para la recolección de opiniones, mecanismos controlados exclusivamente por aquellas corporaciones que cuentan con el financiamiento necesario. El censo no sólo ha transformado los mecanismos de planifica­ ción y vigilancia de parte del estado, sino que también ha sido utilizado para formar representaciones del país y de la nación, transformando así el significado de opinión pública: lo que antes era un fenómeno que se forjaba de manera pública (por medio de la prensa, marchas y mítines, etcétera), ahora es un aglomerado de opiniones expresadas de manera

aislada desde el propio hogar. Así, la etapa más reciente en la historia de los censos es testigo de una competencia entre las agencias privadas y el estado por la representación del pueblo mexicano. A la vez, las viejas formas populares de autorrepresentación, que requieren de la ac­ ción pública, están siendo sustituidas por una suma de opiniones priva­ das cuya veracidad es analizada por métodos cada vez más refinados para la detección de inconsistencias estadísticas.

En años recientes se ha dado una rica discusión acerca de la remodelación de algunos de nuestros museos, en especial, la del Museo nacional de antropología. La discusión busca, por un lado, enriquecer nuestros ex­ traordinarios museos con las nuevas tecnologías interactivas que brin­ da la computación y, por el otro, también procura poner las exhibicio­ nes al día con el estado actual de nuestros conocimientos. Agradezco la oportunidad de compartir mis opiniones sobre el futuro de los museos, pese a que nunca he trabajado en ellos. Sólo me atrevo a acercarme a esta temática porque hay un aspecto de los museos que me interesa: la relación que en ellos se construye entre objetos únicos y comunidades o grupos sociales. En este ensayo voy a centrarme en el significado del “objeto único” para la construcción de ideas de comunidad y me pro­ pongo describir el museo del futuro en términos de esta cuestión. 1. Para entender cabalmente la relación entre los museos y las comunida­ des es útil pensar en lo que los museos le hacen a los objetos. Cuando un objeto va a dar a un museo, ese objeto —por lo menos en teoría— deja de circular, de manera que se convierte en un bien inalienable de la comunidad. Transformar a un objeto en un bien inalienable significa dotar a ese objeto de un lugar en la mitología comunitaria pues, al ser inalienable, el objeto le da continuidad a la comunidad y se convierte en una encamación de su historia. Ésta es, desde luego, una propiedad general de los bienes llama­ dos “inalienables”. Este tipo de bienes son aquellos que no deben de ser regalados o intercambiados, son el patrimonio de una familia o de una 1Este texto se leyó en un simposio intitulado El museo del futuro que tuvo lugar en el Museo nacional de antropología en abril de 1994. El ensayo se publicó en La Jornada Semanal, 26 de junio de 1994.

comunidad, y están investidos con la autoridad de los ancestros. Es por ello que la Biblia ve tan mal a quien cambió su herencia, su patrimonio, por un plato de lentejas. Los bienes inalienables no deben ser canjeados ni cedidos porque transfieren el poder del pasado al presente. En este contexto, los museos de historia y de arte son instituciones que concentran bienes inalienables de una comunidad (frecuentemente de una nación o de una ciudad) y los ordenan de tal modo que constituyen una visión del presente de esa comunidad a partir de su pasado, en con­ traste con el pasado y el presente de otros. Por ello, bien se puede decir que los museos combinan la historia con el mito: por un lado, dan testi­ monio —a través de una colección de objetos— de una serie de historias, por el otro, intentan imprimir un orden en esa serie de historias, y ese orden parte del presente del museógrafo y no del presente del creador de los objetos que se van a exhibir. Por ello siempre hay una tensión entre los objetos “inalienables” que se concentran en los museos y los procesos de interpretación a que son sometidos a través de la historia.

2.

El museo como presentación mítica de la historia refleja no sólo la historia misma, sino la perspectiva y la mitología de los que hacen los museos. Para entender mejor este punto, basta comparar la perspectiva museográfica que se vislumbra al comparar diversos museos: entrar, por ejemplo, al museo Victoria and Albert en Londres es como entrar a los recovecos mentales de un Victoriano. Ahí, el colonialismo inglés en su esplendor, con todo su fervor coleccionista, se despliega en un sinfín de salas dispuestas de manera pragmática pero, al parecer, sin ton ni son. El museo etnográfico Pitt-Rivers de Oxford fue organizado por un difusionista2 y nos remonta a una mentalidad que ya no existe entre los organizadores de los museos de hoy. En él encontramos filas y filas de artefactos —canoas, por ejemplo, o hachas— que provienen de todas partes del mundo. El museo tiene más interés por descubrir las conexio­ nes históricas entre las diversas partes del mundo que por comprender a cada sociedad como un todo único y orgánico. Esta visión contrasta con la de otro viejo museo, el de Historia natural de Nueva York, donde se respiran los aires del relativismo cultural (cada “cultura” tiene su propia sala) y donde, al mismo tiempo, se propone una continuidad entre el interés del explorador (representado por Teddy Roosevelt) y el del etnógrafo (representado por Franz Boas): en el museo se combinan animales, fósiles y minerales con una cobertura de la etnografía de las sociedades premodemas de Norte y Sudamérica, Oceanía, África y Asia. 2El difusionismo es una escuela alemana de antropología.

A mí me encantan estos viejos museos porque resaltan cómo van cambiando la verdad científica y la verdad oficial y, en principio, me parece muy importante que los museos del futuro no entierren por com­ pleto a los museos del pasado. Eso le daría demasiada autoridad a los museos. Cada museo presenta su visión de la historia como si fuera una ventana transparente al pasado y a la verdad, pero es importante poder relativizar esta ilusión. Conocer la historia de los que hacen los museos es una pieza indispensable para este fin. Por ejemplo, aquí en México y en este Museo nacional de antro­ pología, que ha sido una pieza tan importante en la configuración de una conciencia nacional, no deja de ser interesante saber que, a princi­ pios del siglo pasado, la Coatlicue fue desenterrada para enseñársela al barón von Humboldt y que, después de que la vio, la volvieron a ente­ rrar. ¿Qué visión del pasado precolombino predominaba en México hace tan sólo 190 años? Resulta igualmente interesante recordar que, a prin­ cipios de siglo, el Museo nacional tenía una sala de piezas precolombi­ nas que eran consideradas impropias para el público general. Sólo los caballeros podían apreciar estas piezas eróticas, y eso mediante un pago adicional. Finalmente, la mayor importancia que el Museo nacional de an­ tropología le concede a los aztecas ya ha sido muy comentada y segura­ mente disminuirá en la próxima encamación del museo, pero poca gen­ te ha comentado la curiosa relación que existe en este museo entre las salas etnográficas y las de arqueología. La forma en que se separan y se combinan estos dos tiempos es en extremo problemática y refleja tam­ bién una ortodoxia de época, una ortodoxia que considera que, aunque las culturas indígenas son herederas de las precolombinas, su herencia les llegó ya muy devaluada. Por ello no hay un solo intento serio de combinar el presente con el pasado en una sala, ni de poner el presente etnográfico en un lugar más central que el pasado arqueológico. En resumen, los museos van creando y concentrando una serie de objetos que se consideran patrimonio de la comunidad. La forma de rela­ cionar un objeto con otro en el contexto arquitectónico de un museo es una manera de ver el pasado que necesariamente está reflejando, de maneras muy diversas, los mitos del presente. Esto no es intrínseca­ mente malo, pero sí puede ser importante que el público tenga algunos elementos para relativizar los mitos del presente. Es por eso que imagino mi museo del futuro con una sala dedica­ da a la arqueología del propio museo. Así, cuando el museo del presen­ te se convierta en el museo del pasado, su diseño, sus intenciones, las preocupaciones y los prejuicios de sus creadores se incorporarán más explícitamente al museo del futuro. En un mundo ideal, podrían ir que­

dando los museos viejos y agregándose los nuevos para que una visita al museo siempre puediera ser una visita doble: al tiempo de los arte­ factos que están en él y al tiempo de los que reunieron esos artefactos y los reclamaron como materialización del espíritu de la comunidad. Obviamente este deseo es irrealizable en la mayor parte de los casos, pues siempre habrá objetos inalienables que se consideren cen­ trales a través de las diversas épocas museográficas: por ejemplo, por más que decidan transformar al Museo nacional de antropología, estoy seguro de que el calendario azteca o la Coatlicue seguirán siendo altísimamente valoradas. Es por ello que me parece más realista aspirar a mantener siempre en los museos una sala dedicada al pasado del mis­ mo museo. 3. El problema de proporcionar una visión de la historia a través de obje­ tos únicos estriba en lo poco cuestionado que puede quedar el arbitraje, las decisiones sobre cuáles son los objetos únicos, cuáles son sus signi­ ficados y cuál es el lugar de cada objeto entre los otros objetos que hacen vivir las manos y los espíritus que los crearon. Un pequeño antí­ doto contra a este problema podría ser, como ya propuse, la sala de arqueología del propio museo, pero otra salida importante estaría en prestarle cierto espacio y apoyo a los museítos modestos que están desperdigados en todo el país. Para entender mejor la relación entre estas dos clases de museos voy a relatarles una experiencia que tuve mientras hacía investigación de campo en Ciudad Valles, San Luis Potosí. Llegué a Valles por primera vez en 1984 y buscaba casa para aco­ modarme allí con mi señora y mi hijo por un periodo de seis meses. Cuando dije por primera vez que era antropólogo, me recomendaron que tuviera siempre mucho cuidado de presentarme ante las autorida­ des municipales antes de ponerme a trabajar, no me fuera a suceder lo que le sucedió a “aquel otro antropólogo”, y me contaron la siguiente historia: En tiempos del cacique Gonzalo N. Santos llegó ahí un arqueólogo. En ese entonces estaba de comandante de la policía del municipio de Tamuín el Mano Negra un famoso guardaespaldas de Santos y uno de sus policías fue a darle el parte de la existencia del arqueólogo: Policía: Con la novedad mi capitán de que hay un arqueólogo ras­ cando ahí en La Concepción.

Mano Negra: ¿Un qué? Policía: Un arqueólogo, mi capitán. Mano Negra: Mátalo y tráemelo. (Entra el policía con el cadáver de un arqueólogo.) Mano Negra: ¡Ah, chingaos! ¡Qué es esto! Policía: El arqueólogo, mi capitán. Mano Negra: ¡Ah jijos! Yo creí que era un animal de uña que andaba rascando por ahí.

Como comprenderán, la región no había recibido demasiada aten­ ción por parte de antropólogos e historiadores en esa época. Por eso me dio mucha curiosidad cuando me recomendaron repetidamente que fuera a visitar el museo arqueológico de Valles y que conociera sin falta a su fundadora, la maestra Oralia Gutiérrez. La curiosidad y el ocio me llevaron muy pronto a conocer el mu­ seo y tuve la suerte de ir en un día lluvioso, cuando no había nadie más que la propia maestra Oralia, quien me brindó una visita guiada. Oralia Gutiérrez es una maestra de Valles, que nació y se crió en la región y que se ha preocupado por rescatar y mantener las tradiciones y la histo­ ria del lugar. Como la Huasteca tiene una arqueología muy rica y muy poco explorada, ha logrado reunir una colección de piezas precolombi­ nas nada despreciable y muy hermosa. Por otra parte, la falta de apoyo que en ese tiempo recibía la maestra Gutiérrez significaba que ella te­ nía que abrir y cerrar personalmente el museo todos los días. Esa mis­ ma falta de atención oficial también le permitió organizar el museo a su gusto. Empezó la visita llevándome a una vitrina que había atiborrado de pequeños animalitos de barro. Eran muchísimos, y Oralia los iba identificando: “Fíjate, ahí está un camello bien bonito.” Luego decía: “Mira, una jirafa.” Así sucesivamente. Después de mostrarme la vitrina llena de animales que incluían especies que nosotros no reconocemos como propias del nuevo mundo, me llevó a otro escaparate donde había cabecitas todas encontradas en la región, desde luego, y me comentó: “Mira, ahí hay una cabeza etrusca.” Señaló otra y dijo: “Esta es etíope.” Me mostró una más: “Fíjate qué bella es esta figurina de la India.” En este momento, Oralia comenzó a explicarme su visión de la historia antigua de la Huasteca. Según ella, la Huasteca era la Atlántida y en ella habían coexistido todas las culturas y todos los animales del mun­ do. La Huasteca era el lugar de origen de todas las culturas pero, en

especial, era el punto de origen de la cultura mexicana. La Huasteca era Tamoanchan, de donde vino Quetzalcóatl, lugar desde el cual se fundó toda la alta cultura mesoamericana. Ella me mostró su pieza favorita de toda la colección (que a mis ojos parecía una mujer con un tocado extraño), la cual, a su parecer era “la creación del tercer hombre a partir del maíz”. Evidentemente, la maestra Oralia también consideraba que el Popol Vuh había tenido su origen entre los mayas de la Huasteca. Toda esta visión alternativa de Oralia sobre la historia nacional y mundial y del papel de la Huasteca en esa historia tenía como lema: “Todo lo que [los arqueólogos] dicen que es verdad es mentira y mucho de lo que dicen que es mentira es verdad.” Simpatizo con el trabajo de Oralia Gutiérrez. Ella ha habitado toda su vida en una región que no ha encontrado un lugar satisfactorio para sus habitantes en la historia oficial de México, ni se ha reconocido cabal­ mente la naturaleza y la importancia de la historia local. El museo de Oralia es un intento por ubicar a la Huasteca en la historia mundial y en la nacional, de las cuales ha sido marginada. A través de él ha logrado rescatar una serie de objetos que se han convertido en bienes inalienables de una comunidad, y ha organizado esos objetos con el fin de inculcar un interés por la región y una revaloración de la historia y la cultura locales. En este sentido, museos como el de Oralia, con toda su modestia, tienen la capacidad de fomentar un cuestionamiento de las visiones dominantes y oficiales y pueden contribuir también a la ampliación de la lista de ancestros y de objetos patrimoniales con los que podemos dialogar e identificarnos. En este sentido, yo propondría un segundo elemento para el museo del futuro. Así como la sala de arqueología del “gran museo” contribuiría a crear una conciencia de la evolución de la mitología comunitaria que ha ido sacando objetos de la circulación y convirtiéndolos en inalienables, la proliferación de estos museos loca­ les podría participar en un proceso de cuestionamiento de los límites actuales de esa mitología. Mi segunda propuesta sería, entonces, que se diera una relación entre los grandes museos y los museítos de pueblo que fuera análoga a la relación que existe hoy entre las carreteras de cuota y las carreteras libres. Hoy en día, por ley, un cierto porcentaje de los ingresos de las carreteras de cuota sirve para mantener las carreteras libres. Podría pen­ sarse en un sistema análogo para los museos: que alguna fracción del dinero que se recaba para los grandes museos sirviera para que las co­ munidades que quieren construir su genealogía y su historia a través de este tipo de proceso pudieran mantener o formar colecciones de objetos más modestas.

Conclusiones En este ensayo he hecho lo siguiente: Primero aclaré la importancia de entender al museo como una colección de objetos inalienables de una comunidad. Al ver las piezas del museo de esta forma, se aclara la rela­ ción entre la dimensión histórica y la dimensión mitológica del museo. Esta relación se debe a que, cuando un objeto deja de circular y se declara como patrimonio de un grupo, el objeto comienza a materiali­ zar una serie de relaciones sociales que van desde los que lo crearon hasta el presente. El objeto inalienable es parte del linaje de la comuni­ dad en el presente, y el lugar que ocupa en el presente (junto con otros objetos sagrados) indica la visión desde el presente del pasado y de la naturaleza de la colectividad. A partir de este raciocinio, llegué a la conclusión de que, aunque este tipo de actividad es indispensable e importantísima para todas las colectividades, conlleva una serie de peligros. El peligro más impor­ tante es, desde luego, la creación de mitos oficiales sobre el pasado que simplemente se lo apropian para legitimar algún régimen o ideología. Atendiendo a este peligro, describí la importancia de tener una especie de estratigrafía de museos, pues la comparación entre un museo y otro permite entrever no sólo a las sociedades que están en el aparador, sino también a las que hicieron los aparadores. Tomando en cuenta todo ello, propuse dos elementos para el mu­ seo del futuro: el primero es una sala de arqueología del propio museo, en que se muestien las diversas actitudes que se han tenido hacia los objetos que forman parte de sus colecciones. La segunda propuesta es que se establezca una relación orgánica entre los grandes museos que surgen con ei apoyo de grandes capitales, gobiernos e intelectuales y los pequeños museos que responden a procesos de comunidades menos pudientes. No creo que sea posible —y tal vez ni siquiera sea deseable— eliminar la relación que producen los museos entre los objetos expues­ tos y la sociedad que los expone. Sin embargo, sí pienso que hay que prevenirse contra la ingenuidad del público. La vacuna principal contra el poder mitológico del museo está en el diálogo entre museos. Cada museo tiene su tiempo, y el museo del futuro debe preocuparse por no borrar los museos del pasado y los de otros presentes.

Sociología de lo público y geografía del silencio

VIL I n t e l e c t u a l e s

d e p ro v in c ia y l a s o c io lo g ía DEL LLAMADO “ MÉXICO PROFUNDO” 1

Buena parte de mi labor antropológica ha sido dedicada al estudio de la mediación política y cultural en México a partir del estudio histórico y etnográfico del espacio social y de los sistemas regionales. Mi meta ha sido detallar la naturaleza y el contenido de las diversas formas de me­ diación que existen entre actores sociales específicos. En lugar de in­ vocar la imagen de una cultura nacional mexicana que gira en tomo a una simple oposición entre, por una parte, el estado y el capital y, por otra, el pueblo, he optado por describir la manera en que la sociedad y cultura mexicanas llegan a configurarse por medio de una compleja serie de mediaciones que no se pueden especificar sin tomar en cuenta la organización espacial de la economía política. En este capítulo, bus­ co la solución a un caso particular. Mi objetivo es reformular la visión que da Guillermo Bonfil acerca de la existencia de un México “profun­ do” versus uno “imaginario”. En un texto elocuente, que pronto se convirtió en el estudio antropológico de mayor venta, Bonfil (1987) describió la realidad mexi­ cana en términos de un conflicto entre dos civilizaciones opuestas: la primera, una civilización subordinada, derivada de una milenaria cul­ tura agraria mesoamericana, la cual se expresa en muy diversos sitios y permutaciones dentro de la sociedad mexicana actual; la segunda, una civilización occidental y capitalista. Bonfil detalló las características de la tradición mesoamericana en el panorama contemporáneo, redefiniendo la naturaleza de categorías tales como “indio” y “mestizo”, para ' La versión original de este capítulo apareció en alemán en el libro Integration und Transformation: Ethniches Gemeinschaften, Staat, undWeltwirtschaft in Lateinamerika seit ca. 1850, compilado por Stefan Karlen y Andreas Wimmer, AkademischerVerlag, Stuttgart, 1996.

después demostrar la manera en que dicha tradición ha sido excluida o marginada del esquema de civilización que domina en México. Su li­ bro es un llamado a revalorizar la tradición mexicana en el momento contemporáneo y, por lo tanto, su análisis encaja directamente en los debates políticos actuales. Por esto último, mi crítica al libro de Bonfil no es meramente aca­ démica. La imagen de un México profundo versus uno inventado es un discurso clave dentro de cierto lenguaje nacionalista que surge de una reacción —plenamente justificada— en contra del impacto social y cul­ tural que el capital multinacional ha tenido sobre nuestra sociedad. Sin embargo, a pesar de que existen amplias justificaciones para adoptar una reacción nacionalista ante ciertas tendencias que existen en México, la imagen de lo “profundo” versus lo “imaginario” se sostiene sobre bases sociológicas muy endebles y, por lo tanto, resulta una alternativa política poco contundente, pese a su claro atractivo ideológico. En cierto sentido, el enfoque de Bonfil, basado en el enfrentamiento de civilizaciones, no es más que una inversión velada del discurso mo­ dernista de tradición versus modernidad, y comparte premisas con fór­ mulas como “el camino chino hacia el socialismo” o “la ruta japonesa hacia el progreso”. Se puede interpretar como un llamado a una solu­ ción pragmática entre las formas locales de organización social y las grandes estrategias para el progreso y la industrialización pero, simul­ táneamente, sostiene la preeminencia moral de la tradición local por encima de las grandes narrativas del capitalismo y el socialismo. Desde una perspectiva analítica, sin embargo, Bonfil no ofrece un plantea­ miento detallado acerca de la dialéctica que ha existido entre la supues­ ta tradición y la modernidad desde que surgió la mentalidad moderna hacia finales del siglo xvm, o desde que surgió el capitalismo, en el siglo xvi. Como consecuencia de esto, la aplicación política de la imagen de lo “profundo” versus lo “imaginario” depende, en última instancia, del refinamiento de ciertos sujetos privilegiados —por lo regular, inte­ lectuales o políticos reconocidos a nivel nacional— investidos con la autoridad para interpretar el verdadero “sentir nacional”. Debido a que la imagen del “México profundo” no logra sustraer a México del siste­ ma capitalista mundial, dicha imagen tiende a recrear o revivir el tipo de nacionalismo autoritario que caracterizó el periodo de crecimiento que se dio bajo el régimen de sustitución de importaciones, nacionalis­ mo que tuvo muchos aspectos positivos, sin duda, pero que no resulta viable como formula política en la actualidad. Aún así, la misma facilidad con que he formulado esta crítica puede ocultar la atracción intuitiva que la imagen de un México profundo

versus uno inventado guarda para muchos antropólogos e historiado­ res, atractivo que, sin duda, surge del hecho comprobable de que siem­ pre se le ha negado acceso a la esfera pública a grandes sectores de la población. Es decir, la imagen de un México profundo es atractiva por­ que grandes sectores de la población han sido “silenciados” y, por lo mismo, se encuentran ausentes de los foros de discusión política domi­ nantes, así como del debate público. Estos mecanismos de exclusión han sido denunciados como una forma sutil de racismo y como un co­ lonialismo interno. En suma, “profundo” y “artificial” son imágenes que reproducen una forma de nacionalismo obsoleta y poco prometedora, a la vez que logran, con cierto éxito, señalar y denunciar fracturas profundas de la sociedad mexicana. La pregunta sería: ¿Cómo desarrollar una sociolo­ gía, construida sobre bases sólidas, que estudie los procesos de exclu­ sión de la política y las comunicaciones antes mencionados? En lo con­ ceptual, para vencer este reto se necesita comprender las maneras en que se articula el espacio nacional, tanto a nivel político como cultural: las diversas formas de discusión y representación política que existen en los distintos lugares, así como las principales transformaciones que ha sufrido el sistema regional y nacional. En el presente capítulo, pretendo enfrentar este reto enfocán­ dome en la geografía de dos categorías sociales: intelectuales y es­ fera pública. Concretamente, deseo mostrar cómo un análisis deta­ llado de la dinámica de distinción cultural en una microrregión nos puede ayudar a entender la forma en que los públicos locales se llegan a articular con un público nacional. Los intelectuales y las formas de discusión pública reflejan y dependen de una geografía de la distinción cultural y, por medio del estudio de su naturaleza y sus contextos, podemos llegar a comprender por qué ciertos grupos sociales carecen de voz en la opinión pública. Es sólo por medio del estudio de estos mecanismos que podremos llegar a criticar el ac­ tual sistema político y social y, al mismo tiempo, evitar un naciona­ lismo fundamentalista que promete poca eficacia y carga con mu­ chos riesgos políticos. Me dedicaré a analizar la historia de la distinción y la representa­ ción comunitaria en distintas localidades del municipio de Tepoztlán, Morelos. Debido a sus diferentes tamaños, situaciones, economías y posiciones dentro de la jerarquía administrativa del estado, estas locali­ dades representan distintos nichos de la economía política de Morelos. Al analizar el desarrollo histórico de los mecanismos internos de representación dentro de estas comunidades, espero poder desarrollar una rudimentaria geografía de los intelectuales dentro del espacio na­

cional mexicano.2 He escogido una zona rural en las afueras de la ciu­ dad para dar inicio a dicha geografía, debido a que, en este tipo de regiones, se pueden distinguir los contextos en que aparecen las perso­ nas que pueden articular el sentimiento local con el discurso del estado. Por otra parte, también resulta más fácil, por tratarse de pueblos peque­ ños, detallar algunas de las dificultades a las que se enfrentan aquellas personas que aspiran a ocupar el papel de intelectual.

1. Definiciones Antes de introducir nuestro material de discusión, quisiera aclarar bre­ vemente el uso que le daré a los términos “esfera pública” e “intelec­ tuales”. En cuanto al primer término, cito un artículo reciente de Geoff Eley, quien, siguiendo a Habermas, dice: Al hablar de la “esfera pública” nos referimos, ante todo, a un espacio de nuestra vida social en el que se puede llegar a formar algo pareci­ do a una opinión pública. El acceso a la esfera pública queda garanti­ zado a todo ciudadano. Una parte de la esfera pública nace en cada conversación en la que individuos privados se reúnen para formar una entidad pública. Su comportamiento, en tal situación, no es el que adoptan los profesionales u hombres de negocios cuando llevan a cabo transacciones privadas, ni tampoco es el de los miembros de un orden constitucional sujeto a las restricciones de una burocracia esta­ tal. Los ciudadanos se comportan como una entidad pública cuando debaten sin restricciones — en otras palabras, con la garantía de gozar de libertad de asociación y de libertad para expresar y publicar sus opiniones— acerca de asuntos de interés general. En una entidad pú­ blica grande, este tipo de comunicación requiere de medios específi­ cos para transmitir la información e influenciar a aquellos que la reci­ ben. Hoy en día, los periódicos y las revistas, la radio y la televisión, son los medios de la esfera pública. [1992: 289.]

En cuanto al segundo término, he encontrado que una de las defi­ niciones de “intelectual” que ofreció Max Weber es la que más sirve a mi propósito actual. En una ocasión, Weber definió a los intelectuales como “un grupo de hombres quienes, a raíz de sus propias singularida­ des, gozan de acceso a ciertos logros considerados “valores cultura­ les”, y que a partir de ellos usurpan el liderazgo de la “comunidad cul­ tural” (1977: 176). Esta definición señala especialmente dos dimensio­ 2 En este sentido, el presente artículo es una continuación del trabajo que inicié en ’ Lomnitz (1992): 221-241.

nes: una, la representación de comunidades culturales; otra, valores culturales que sean lo suficientemente importantes y difíciles de adqui­ rir como para autorizar la representación generada por un individuo y desautorizar aquella generada por otro.3 Dado que los intelectuales, según los hemos definido aquí, están involucrados en la representación de comunidades por su capacidad de manipular ciertos valores culturales específicos, el estudio de los inte­ lectuales a nivel local pasa necesariamente por un análisis de los siste­ mas locales de distinción cultural. Mi discusión se centrará, a grandes rasgos, en dos tipos de localidades de la región de Morelos: por una parte, el pueblo de Tepoztlán, que hasta hace poco tiempo fue un pue­ blo agrícola y que es cabecera municipal; por otra. jas. aldeas (las ; ayudantías5’) de Santo Domingo, Amatían y San Andrés de la Cal (to­ das ellas pertenecientes al municipio de Tepoztlán), que son pequeñas aldeas situadas alrededor de la cabecera municipal, las cuales, hasta hace poco, eran habitadas casi exclusivamente por campesinos y labra­ dores. Comenzaré por discutir la situación de las aldeas para luego ha­ blar de la cabecera municipal.

2. Los intelectuales y la representación de la comunidad en las aldeas A lo largo de casi toda su historia colonial y moderna, los habitantes de las aldeas del municipio de Tepoztlán han pertenecido a una sola clase social y han producido una cultura propia. Durante todo el periodo co­ lonial no existieron élites económicas en estos pueblitos.4 Todos los 3 Hoy día, la definición de los intelectuales que da Gramsci (1971 ):5 es usada de manera más habitual por los antropólogos estadunidenses. Se trata de una definición útil por muchas razones, sobre todo porque obliga al analista a buscar las conexiones entre los procesos de formación de clases sociales y el discurso político. En mi anterior trabajo acerca de los intelectuales de provincia (1992): capítulos 7, 8, 11 y 12; me basé en la definición que da Gramsci. Sin embargo, esta famosa definición no dice mucho acerca de la naturaleza de la labor del intelectual y, probablemente como resultado de ello, sus seguidores fácilmente pueden catalogar como “intelectual” a cualquier perso­ na que exprese algo que fomente la conciencia de clases, lo cual le resta utilidad a la categoría. Para un ejemplo reciente de esto, véase Feierman (1990). Aquí yo uso a Gramsci de manera implícita, a manera de un útil complemento de Weber. 4 Esta descripción se basa en un estudio de la documentación acerca de Tepoztlán que s e encuentra en el Archivo general de la nación ( a g n ) , ramos de Tributos, Tierras, General de Parte. Hospital de Jesús, Indios y Criminal, así como en registros parroquiales locales, y en la investigación etnográfica que llevé a cabo, con otros, entre 1977-78 y 1992-93. Crespo y Vega (1982) publicaron el Registro de la Propie­ dad Pública de 1909 para todo Morelos. Basándonos en este censo, podemos determi-

habitantes eran campesinos o se dedicaban a la crianza de animales, al pequeño comercio (no profesional), así como a la venta de madera a los ranchos y haciendas cercanos. Rendían tributo al marquesado del Va­ lle, y durante algunos años también enviaron trabajadores a las minas de Taxco y Cuautla, según el sistema colonial de repartimientos. Las tierras pertenecientes a la comunidad eran escasas, y los aldeanos se veían forzados a alquilar tierras de los hacendados o rancheros españo­ les. No he encontrado el registro de un solo español, ni de persona alguna que usara el título don o doña, en los registros de nacimientos, muertes y matrimonios que se encuentran en la parroquia local (los cuales comienzan desde principios del siglo x v ii y continúan, con algu­ nas interrupciones, hasta mediados del siglo xix). Todos los habitantes fueron registrados como indios. En estas comunidades, existía cierta posibilidad de amasar mayor fortuna por medio de la política. El puesto de alcalde traía consigo la exención del pago tributario, y existen algunos documentos que sugie­ ren que estos alcaldes ocasionalmente se metían dinero a la bolsa al mediar entre su pueblito y la cabecera municipal y, sobre todo, al orga­ nizar los esfuerzos cooperativos a favor de la iglesia de la cabecera y sus festividades. Por ejemplo, algunos alcaldes pagaban menos a los aldeanos de lo que después cobraban por cargo de cera y velas entrega­ das a la iglesia.5Aun así, en la historia colonial de Tepoztlán parece que los casos más sustanciales de corrupción se dieron en la cabecera. En las aldeas, los dirigentes políticos lograban sus posiciones gra­ cias a que ocupaban un sitio central en una red de parentesco: eran elegidos de entre los mayores del lugar por los mismos “ancianos”.6 Tenían, por lo tanto, una ubicación socialmente céntrica en sus pueblos y se identificaban profundamente con la sociedad local; las divisiones internas existentes probablemente no reflejaban más que rencillas en­ tre familias que aspiraban a ocupar dichas posiciones centrales, tal como ocurre hoy en día. Con la independencia, esta situación cambió tan sólo en algunos aspectos. Los habitantes del lugar ya no eran clasificados como “indios”. nar que en la aldea de Santo Domingo, de la cual trataremos mucho aquí, el terrate­ niente más grande no poseía más de ocho hectáreas, mientras que, en todo el pueblo, el 93% de los terrenos agrícolas privados que se registraron medían menos de una hectárea. El terreno comunal de mayor tamaño medía 5.9 hectáreas. No hay razón alguna para suponer que la situación de la tenencia de la tierra fuera distinta en Santo Domingo durante la época colonial. 5 a g n , Criminal, vol.302, exp.4, f. 206v-208. 6 En 1775, el alcalde de San Andrés de la Cal fue escogido por 21 electores, que eran los principales de la aldea. Véase a g n , Hospital de Jesús, vol.9, fs.27-28.

Además, a partir de 1856, con el impulso que se dio la titulación de tie­ rras, los tepoztecos adoptaron en masa apellidos españoles, y los terrenos privados fueron registrados públicamente por primera vez en 1857 y, nuevamente, en 1909.7 Por otra parte, el equivalente político de los anti­ guos alcaldes indios era nombrado por el presidente municipal, con el título de ayudante municipal, y no recibía remuneración. A pesar de que, desde que se puso en duda el punto de vista de John Womack en este rubro, es poco lo que sabemos acerca de la ex­ pansión de las haciendas en Morelos a principios del siglo xix, en el caso de Tepoztlán existe evidencia de que las haciendas comenzaron a invadir el municipio poco tiempo después de la independencia.8 De hecho, la tierra ejidal que fue devuelta a Tepoztlán después de la revo­ lución, en 1927, fue en restitución por la pérdida sufrida en tiempos de la independencia. Es posible que los hacendados de la época quisieran forzar a que un mayor número de jornaleros trabajara a paga, o bien, sencillamente, que sintieran que el caos político a nivel nacional y re­ gional les permitía invadir comunidades indígenas sin sufrir mayores consecuencias. Así, los habitantes de aquellos pueblos que colindaban 7 La gran mayoría de las tierras del municipio permanecieron comunales aún hasta el final del porfiriato. En esa época, las tierras comunales se clasificaban en tres tipos: bosques, texcal (campos de piedra volcánica) y agostadero (pastizal). Toda la tierra arable se encontraba registrada como propiedad privada. Las tierras de texcal eran cultivadas con técnicas agrícolas de tumba, quema y roza, las cuales han sido descritas en detalle por Lewis (1951): 148-154. Crespo y Vega (1982) v. 2: 212, reproducen el registro legal de dichas tierras de 1909. La retención de tierras comunales hace de Tepoztlán un pueblo excepcional dentro de la región de Morelos. 8 Womack (1969) sostiene que la mayor parte de las apropiaciones de tierras del pue­ blo por parte de las haciendas ocurrió después de 1857, sobre todo durante los prime­ ros años del auge azucarero, en la década de 1880. Esta posición fue refutada por primera vez por Crespo y Frey (1982), quienes argumentan que, en Morelos, las ha­ ciendas ya habían ocupado su máxima extensión desde el siglo xvn. Crespo y Vega (1982), vols. 2 y 3, reproducen los datos, provenientes del registro de la propiedad de 1909, que permiten llegar a dicha conclusión. Desgraciadamente, el 1er volumen de esta obra, en el que se debía incluir una interpretación completa de esta historia, aún no ha salido a la luz. Mallon (1994): 137-141; demuestra que los títulos primordia­ les de varias comunidades en Morelos — incluyendo las de Tepoztlán y Anenecuilco— fueron robados durante o inmediatamente después de las guerras de independencia, y que las haciendas, aprovechándose de ello, invadieron las tierras de los pueblos du­ rante toda la primera mitad del siglo xix. Aún queda por escribirse una síntesis com­ pleta de la importancia relativa de estas tres olas de apropiación de tierras. Además, aún nos falta averiguar más acerca de la historia de los cambios que ocurrieron en otras formas de acceso a la tierra, tales como la renta y la mediería. En este sentido, continúa siendo útil la tesis que presenta Womack en cuanto al papel pernicioso que jugó la intensificación capitalista de la producción azucarera en los acuerdos de arren­ damiento tradicionales.

con tierras de las haciendas probablemente se encontraban más necesi­ tados de tierras en el siglo xix de lo que habían estado antes. Por otra parte, la diferenciación al interior de la comunidad pare­ ce no haber aumentado durante este periodo. Los registros de tierras y de apellidos que ocurrieron en esta época podrían haber dado pie al debilitamiento de los lazos comunitarios, ya que hubieran podido permtir la formación de la “esfera privada” junto con su habitante, el “ciudada­ no”. Sin duda, éste era el objetivo de los liberales de la época, pero es difícil evaluar si dichos cambios tuvieron un impacto significativo a nivel comunitario o de la sociedad local durante el siglo xix, ya que estos pueblos eran, en general, endogámicos,9 y aparentemente existía una política comunal en el sentido de no vender tierras a extraños. Ade­ más, el registro de las tierras arables como propiedad privada simple­ mente vino a formalizar el acuerdo que, de hecho, existía desde el pe­ riodo colonial, mientras que las tierras que no eran arables mantuvie­ ron su calidad comunal. Después de 1927, con la reforma agraria, estas políticas fueron reforzadas, ya que la mayor parte del municipio fue declarado comu­ nal. La parte de tierras que fue restituida al municipio, en cambio, entró bajo el régimen ejidal. Estos dos regímenes tienen sendos líderes (el representante de bienes comunales y el presidente del comisariado ejidal) y, aunque bajo ciertas circunstancias la propiedad comunal puede ser vendida, se ha mantenido cierto espíritu de resistencia en contra de ven­ der grandes extensiones de tierra privada a forasteros, tal como han podido atestiguar, en más de una ocasión, algunos promotores de frac­ cionamientos.10En conclusión, las aldeas se conservaron, en buena me­ 9Algunos ejemplos provenientes de los registros parroquiales resultan ilustrativos. De los 133 matrimonios que se celebraron en la iglesia de Tepoztlán entre 1684 y 1686, tan sólo uno de ellos se dio entre un tepozteco y una persona extraña al municipio. Entre 1792 y 1807 se contrajeron 694 matrimonios en la parroquia. De estos, tan sólo el 3.5% se dieron entre un tepozteco y un extraño, generalmente una persona prove­ niente de alguna hacienda o pueblo vecinos. El índice de endogamia en la cabecera y las aldeas también era elevado, aunque los habitantes de las aldeas tendían a casarse con personas de otras aldeas dentro del municipio. Oscar Lewis llevó a cabo un censo en 1943 en el cual se confirma la permanencia de estas tendencias, y Sara Verazaluce, una tepozteca que está escribiendo una tesis de antropología física sobre este mismo tema, ha confirmado (por comunicación oral, marzo de 1993) que aún continúa dán­ dose un alto nivel de endogamia a nivel municipal y del pueblo. 10 En 1992 una compañía de bienes raíces de Cuernavaca quiso comprar una cantidad considerable de tierras a los campesinos de San Andrés y Santa Catarina. Esto se llevó a cabo de manera sigilosa, contratando a personas de las mismas comunidades para que compraran tierras por separado a campesinos conocidos por ellos. Las mismas tácticas habían sido utilizadas por la compañía de desarrollo del Montecastillo Golf Club, Lomnitz (1982), capítulo 3. Cuando los tepoztecos se percataron de dichas tácti­

dida, socialmente homogéneas desde el siglo x v i i hasta mediados del siglo xx. En las décadas posteriores a la introducción de las primeras in­ dustrias en la región, a partir de mediados de la década de 1950, surgie­ ron dos nuevos grupos económicos en las aldeas: emigrantes que man­ tienen lazos locales (regresando ya sea los fines de semana, si viven en México o Cuemavaca, o bien por temporadas, si trabajan en Estados Unidos o Canadá) y mediadores políticos que han llegado a adquirir nueva importancia debido al proceso de integración de los pueblos a la vida moderna (la construcción de la carretera, de escuelas, la introduc­ ción de electricidad, etcétera). Durante la mayor parte de este siglo, las grandes divisiones políti­ cas —que en estas aldeas siempre han correspondido a competencias entre familias importantes— enfrentan a grupos “conservadores”, que buscan mantener intactos los recursos comunales de tierras, bosques y agua, y grupos “progresistas”, que justifican la pérdida parcial o total de dichos recursos a cambio de los beneficios y lujos de la modernización. Estas dos facciones han existido tanto en la cabecera municipal de Tepoztlán como en las aldeas, pero la relación entre las facciones conservadora y progresista, por una parte, y la historia de la distinción cultural, por otra, se dio de manera un tanto diferente en las aldeas. Este hecho se vio reflejado en el surgimiento de intelectuales y en las for­ mas de representación intelectual de las comunidades. No se conocen intelectuales locales de las aldeas durante el perio­ do preindustrial. Los maestros de primaria que a veces enseñaban en estos lugares eran contratados de manera irregular y permanecían con aún más irregularidad. Esto cambia a partir de los años cincuenta, cuando estos pueblos comenzaron a producir algunos maestros de escuela pro­ pios, aunque la política de ubicación de maestros que opera en la Secre­ taría de educación pública no favorece la contratación de maestros na­ tivos para las escuelas locales, o por lo menos no en las primeras etapas de la carrera profesional del maestro. Por otra parte, ninguna de las aldeas tenía un sacerdote residente, y los puestos de ayudante y —des­ pués de 1927— representante de bienes comunales no estaban particu­ larmente asociados a las luces del candidato ni a su liderazgo intelec­ tual (si bien la capacidad de lectura siempre resultaba provechosa), sino más bien a su condición socialmente céntrica o a una buena relación con el presidente municipal de Tepoztlán. cas, se rebelaron y detuvieron la obra. En 1995, intentos por resucitar el proyecto del club de golf han llevado a enfrentamientos intensos, así como a contiendas entre fac­ ciones dentro del mismo pueblo y aun a asesinatos.

Gracias a información etnográfica recientemente generada, pode­ mos entender mejor los espacios sociales disponibles para personas con pretensiones intelectuales. A principios de la década de los ochenta, Santo Domingo se encontraba dividido en dos facciones: una que apo­ yaba al presidente de bienes comunales —un “progresista” que había abierto los bosques comunales a la explotación comercial para así fi­ nanciar la carretera que permitiría, por primera vez, la entrada de vehícu­ los motorizados y de electricidad al pueblo— y la facción que se opo­ nía a él.11 Resulta interesante que cada una de las facciones se ubicaba, espacialmente, en un extremo del pueblo, y se identificaba por un nom­ bre de animal: los tecolotes, del lado oriental, y los xintetes (lagartijas), del lado occidental. La razón por la cual esta división entre progresistas y conservadores pudiera coincidir con una división espacial del pueblo mismo debe entenderse como resultado de las relaciones clientelares y de parentesco con el líder político, cuya base de apoyo se encontraba, principalmente, cerca de su propia casa. Hasta ese momento, la categoría de “intelectual” difícilmente po­ día corresponder a sujeto alguno en Santo Domingo, ya que los valores culturales locales no se prestaban a ser controlados o monopolizados. Las personas que contaban con el respeto de la comunidad entera lo habían logrado por medio del consenso; no podían utilizar su conoci­ miento para hablar por la comunidad unilateralmente sin perder la ca­ pacidad de representarla. Es decir, las personas con mayor autoridad y más respetadas no podían “usurpar la representación de la comunidad”. Aclaremos un poco este mecanismo: Durante las entrevistas que realicé a finales de los setenta y a prin­ cipios de los noventa, me percaté de que existe un discurso caracterís­ tico con relación al tema del respeto. Esto se debe a que el hecho mis­ mo de ser entrevistado es un reconocimiento implícito de la autoridad del sujeto. Muchas personas que buscan asentar su derecho a represen­ tar a la comunidad ante un extraño, especialmente ante un extraño edu­ cado, comienzan o acaban su conversación diciendo, por ejemplo: “En este pueblo todos me respetan. Eso es porque yo respeto a todos.” O bien: “Todos me conocen y me saludan y yo saludo a todos. No hay nadie que no me respete.” No obstante, a veces sucede que una segunda persona, al enterarse de que uno ha estado hablando con la primera, comienza a desacreditarla y a advertirle a uno que no la tome en serio. En realidad no es sorprendente que los informantes de Oscar Lewis le dijeran que el informante principal de Redfield tenía la cabeza hueca. A 11 La información etnográfica relativa a Santo Domingo se deriva, en buena medida, de Velázquez (1986).

mí, en cambio, me dijeron que los informantes de Lewis le estaban tomando el pelo, y sé que se ha comentado que yo hablé demasiado con un hombre que ni siquiera es un “verdadero tepozteco”. La autoridad basada en el respeto depende del consenso; si un intelectual basa su autoridad exclusivamente en el respeto, sólo rara vez logrará una capa­ cidad estable de representar su comunidad. En las aldeas, las posiciones de liderazgo y de acceso al conoci­ miento se limitaban a un cierto círculo conformado, por lo regular, por hombres casados con muchos hermanos o hijos adultos. Sin embargo, aun dentro de ese círculo, los únicos papeles que involucraban el con­ trol de valores culturales, que no resultaban de fácil acceso para todo el grupo, eran los de curandero y de brujo. Desde la década de los cin­ cuenta, la escolaridad se ha convertido en otro camino para adquirir valores culturales, pero la educación escolar tiende a alejar a las perso­ nas de la comunidad para insertarlas en burocracias que poseen pocos espacios institucionales a nivel local. Tradicionalmente, se considera que las personas pueden llegar a tener poderes —buenos o malos— sobre la salud y el cuerpo por uno de dos caminos: o se nace con ellos (en Santo Domingo se dice que un bebé que nace con un morral bajo el brazo y los hermanos gemelos poseerán sabiduría) o se adquieren por medio de una revelación, al ser poseído por “los aires”, tocar un rayo o hacer ingestión de sustancias sicotrópicas cerca de una cueva —lugar donde habitan los aires— y allí descubrir los poderes curativos. En otras palabras, no existe una ruta estándar que lleve a una persona a ocupar esta posición de conoci­ miento. Además, el contacto entre el conocimiento de los curanderos y el poder político puede llegar a ser problemático, y los curanderos frecuen­ temente se esfuerzan por desentenderse de los conflictos internos loca­ les, por miedo a ser calificados de brujos. Por eso es tan común, en el campo mexicano, que las personas afirmen que hay un curandero en su pueblo pero que los brujos se encuentran casi exclusivamente en los pue­ blos de al lado. Por otra parte, en algunos pueblos divididos en facciones, como lo fue Santo Domingo durante los setenta y principios de los ochenta, los curanderos terminaron por identificarse de manera estrecha con sus facciones respectivas y abundaron las acusaciones de brujería entre los dos bandos. En otras palabras, el curandero puede asociar su poder directa­ mente al poder político y servirlo como instrumento, o bien procurar desligarse de identificación política alguna y ejercer su conocimiento para beneficio de quien lo solicite. Si el curandero utiliza su arte para obtener poder terrenal, será señalado como brujo por sus enemigos po­

líticos y, de esta manera, su autoridad para representar a toda la comu­ nidad quedará sujeta al poder de un grupo político. Únicamente aquel curandero que renuncie a la búsqueda activa del poder político puede llegar a convertirse en un verdadero intelectual local. Por otra parte, debido a que el arte del curandero se considera un don mágicamente revelado, la organización misma del curanderismo es simple a nivel espacial y no se presta a convertirse en una jerarquía burocrática o cuasiburocrática: cada localidad cuenta con uno o más curanderos, cuyo poder y eficacia, tanto para ejercer el bien como el mal, se evalúan en comparación con los de los curanderos de otros pue­ blos vecinos. Todos los curanderos son miembros de la comunidad cam­ pesina y, por lo general, no se dedican exclusivamente a curar: la remu­ neración en efectivo o en especie que reciben a cambio de curar es un complemento a lo que ganan como campesinos, asalariados o peque­ ños comerciantes. Existe un segundo nivel de curanderos que han adquirido una re­ putación a nivel regional o, en algunos casos, inclusive a nivel nacional e internacional. Por lo regular, estos curanderos viven en pueblos de mayor tamaño y llegan a cobrar sumas considerables. Un curandero de este tipo, que operaba en Yautepec en los años ochenta y que era muy solicitado por los tepoztecos, ganaba en un día el equivalente aproxi­ mado de tres meses de salario mínimo. (Velázquez 1986: 209.). Estos curanderos o brujos profesionales tienen como clientes tan­ to a personas de las aldeas (gente a quien no pudo curar el curandero local o que desconfía de él debido a sus conexiones con posibles ene­ migos) como a otros curanderos, además de personas provenientes de sus propias ciudades y de otras. El mayor grado de comercialización de sus consultas tiende a alejarlos, también, de la política local: cuen­ tan con una clientela a la que atienden a cambio de dinero y cualquier contacto fijo que mantengan con las facciones comunitarias locales es, por lo regular, muy débil. En conclusión, tradicionalmente (es decir, antes de 1950) los pe­ queños pueblitos campesinos de Morelos contaban con tan sólo dos pa­ peles sociales que pudieran llegar a manejar un acervo de conocimiento que no fuera del dominio público. Uno era el político local, cuya posi­ ción de mediador dentro de las redes del poder le permitía tener acceso a cierta información y noticias que quizás no cualquiera pudiera conocer. El ucro papel era el de curandero o brujo, el cual debía enfrentarse a una difícil encrucijada: supeditar sus poderes a alguna facción o división po­ lítica interna o alejarse lo más posible de la política. En estos pueblitos, por lo tanto, generalmente se ha extendido una convivencia democrática, que se expresa en forma de asambleas de

pueblo y discusiones (lo cual crea, una base firme para la representa­ ción de la colectividad), junto con un mínimo de oportunidades para la formación de intelectuales profesionales. Además, el tipo de valores que una persona debe cultivar para ganarse el respeto de la comunidad requiere de una cierta humildad que limita la capacidad para desempe­ ñar una función articulatoria durante un prolongado periodo de tiempo. Cualquier intento personal por monopolizar una representación de este tipo siempre será recibido con burlas y el ridículo. La solemnidad y el respeto a nivel comunitario sólo se pueden lograr si se representa el sentir del grupo de un modo discreto y sin prepotencia, ya que el respe­ to ganado puede ser retirado a voluntad. En otras palabras, la homogeneidad cultural de las aldeas produjo en ellas una especie de efecto paradójico: por una parte, poseían un foro de debate y discusión local bastante abierto —el cual ha sido reco­ nocido por otros etnógrafos que han investigado este tipo de lugares— 12 y, por otra parte, no existe un sustento local para dar pie a una represen­ tación intelectual privilegiada de la comunidad. Lo que resulta más grave de esto es que los valores culturales que han resultado accesibles para los habitantes del pueblo no son aquellos valores que permiten tener acceso a la esfera pública nacional y sus medios. Por esta razón, las aldeas siempre fueron vulnerables a ser repre­ sentadas por individuos cuyos objetivos no eran resultado de una dis­ cusión pública local. Este hecho —que se adivina al mencionar que las aldeas no contaban con intelectuales locales que pudieran mediar de manera efectiva entre la comunidad local y las instituciones estatales o privadas— producía dos tipos de efectos: en primer lugar, convertían a los habitantes de las aldeas, según el punto de vista de los extraños, en meros estereotipos. En segundo lugar, en tiempos más recientes —a partir de la industrialización y urbanización de una buena parte de Morelos— significó que también los residentes locales que se hacían de una educación podían incurrir en este tipo de apropiación. Por ejemplo, el pueblito de Amatlán cuenta con un intelectual, un maestro de escuela que llegó al pueblo debido a su matrimonio, quien, más que cualquier otra persona, se ha dedicado a revivir la tradición náhuatl del pueblo. Don Felipe ha promovido la idea de que Quetzalcóatl nació en Amatlán y, como existe una coincidencia afortunada entre el nativismo de don Felipe, la promoción regional turística y un renaci­ miento étnico local (que ha surgido como producto de una mucho ma­ 12 Véase Varela (1984): 111-154. Los debates acerca de la democracia en México ha­ rían bien en tomar en cuenta ejemplos de democracia local como éste. El autoritarismo debe entenderse como un sistema regional y no simplemente como una mentalidad.

yor dependencia económica en las ciudades), el proyecto de don Felipe ha gozado de un éxito considerable: hace poco, el estado de Morelos declaró oficialmente que Amatlán es el lugar de nacimiento de Quetzalcóatl, su nombre cambió a Amatlán de Quetzalcóatl y ahora cuenta con una estatua del dios, en cemento color verde, junto a la cancha de basquetbol del pueblo. Don Felipe también vendió un terre­ no a un inversionista que construyó el primer hotel y restaurante del pueblo, La posada de Quetzalcóatl, donde se ofrecen visitas a una fa­ mosa curandera local, tradicionales baños de temaxcal y una dieta naturista. No bastándole estos logros, don Felipe enseña a los niños de su escuela a cantar el himno nacional en náhuatl e inventó una “Fiesta de Quetzalcóatl”, que se celebra el último domingo de mayo para conme­ morar su natalicio. Cuando un amigo mío preguntó a un joven acerca de su participación en la fiesta de Quetzalcóatl, su respuesta, típica, fue restarle a don Felipe legitimidad como intelectual: “Ah, ésa es la fiesta de don Felipe.” De esta manera, estamos presenciando los primeros intentos por generar una diferenciación cultural interna dentro de Amatlán: por una parte, aquellas personas que se relacionan con la historia del lugar con el propósito de alterar la relación entre la localidad y el estado nacional (en algunos casos con el turismo y otras formas de inversión) y, por otra parte, aquellas personas que no. Sin embargo, aún es cierto que la asamblea y la esfera pública local encuentran su conexión política con el exterior por medio del ayudante, los maestros de escuela y el repre­ sentante de bienes comunales, y que siguen careciendo de un mecanis­ mo confiable para que sus voces sean escuchadas mas allá.

3. Los intelectuales y la representación comunitaria en la cabecera municipal La situación siempre fue otra en las cabeceras municipales y centros de mercado del mundo rural, tales como Tepoztlán. En éstas siempre han existido mayores diferencias culturales internas que en las aldeas cir­ cundantes y, por consiguiente, una mayor base social para generar inte­ lectuales locales. Debido a que Tepoztlán fue un centro político prehispánico, pasó a ser un centro administrativo durante la época colonial, con sus oficiales de república, su parroquia y su convento, donde vivía por lo menos un monje y, antes de la secularización de 1749, varios frailes dominicos. Además, la mayor densidad de pobla­ ción de la cabecera atrajo a algunos colonizadores españoles (al pare­

cer, hubo ahí dos o cuatro familias españolas residiendo en todo mo­ mento).13 Esta serie de factores permitió que se organizara un sistema de distinción cultural que reposaba sobre dos ejes: un eje étnico (que prin­ cipalmente contraponía a españoles e indios)14 y un eje de riqueza y poder.15 Los gobernadores indígenas de Tepoztlán, al igual que los de otras zonas del centro de México, eran frecuentemente miembros de una misma familia (en este caso la familia Rojas, que llegó a concen­ trar una cantidad importante de riqueza en forma de tierras, ganado, arados, caballos y casas). Esta familia y por lo menos otra más (los Eslava) asumió varios distintivos españoles: los miembros más ricos de la familia Rojas hablaban y escribían el español tan bien como el náhuatl, montaban caballos, vivían en el centro del pueblo, se casaban con españoles, y adoptaron un apellido español, además de los títulos de “don” y “doña”. El asunto del apellido es significativo, ya que el concepto de lina­ je era crucial dentro de la idea que tenían los españoles acerca de la nobleza y el honor. Poder trazar descendencia de algún caballero que batalló contra los moros o que en alguna ocasión hubiera servido al cristianismo era, a menudo, un requisito crítico para poder reclamar un título de nobleza. A diferencia de esto, los indios de Tepoztlán no con­ taban con apellidos, sino que eran bautizados con nombres compues­ tos, tales como José Diego o María Gertrudis. Así, cuando un levantador de censos o un habitante local quería especificar a un cierto José Diego en particular, agregaba al nombre el del sitio donde se hallaba su casa: José Diego Limontitla, por ejemplo, o José Diego Tlanepantla. Sin em­ bargo, los nombres de los sitios no podían servir estrictamente como un apellido paterno para propósitos de honor y linaje debido a que, aun cuando, de preferencia, después del matrimonio, la pareja se quedaba a vivir en casa del padre del novio, siempre existió un cierto número de personas que optaba por irse a la casa de la novia o a una nueva. En 13 Existen iegistros acerca de la presencia de españoles en el pueblo desde mediados del siglo xvi. Martín Cortés se construyó una casa allí, Zavala (1985) v. 2: 377-78. y existen otros casos documentados de españoles en el pueblo en este periodo temprano. 14 Existieron periodos en los cuales hubo mulatos en Tepoztlán. Aun así, los registros parroquiales dividen a la población, prácticamente sin excepción alguna, entre indios y españoles, con muy pocos mestizos y castas. 15 El registro de la propiedad de 1909 muestra que el 93% de las propiedades de tierra en Santo Domingo eran terrenos menores a una hectárea de superficie (y el 78% eran terrenos menores a media hectárea), mientras que las cifras correspondientes a la ca­ becera municipal son del 62% y 47% respectivamente. Los tres terratenientes mayores de Santo Domingo poseían entre 6 y 8 hectáreas cada uno, en tanto que Tepoztlán contaba con varios propietarios de terrenos de entre 20 y 40 hectáreas.

otras palabras, los nombres de residencia no funcionaban como un indicador confiable del linaje; por ello, para muchos indios resultaba difícil sostener que pertenecían a un linaje. En lugar de ello, existían grandes familias ligadas a barrios espe­ cíficos, relacionadas principal, aunque no exclusivamente, por línea paterna. De esta manera se reforzaba la identidad comunal —cuasifamiliar— a nivel de barrio o pueblo. En otras palabras, si un indio plebe­ yo abandonaba su pueblo, no le quedaba otro nombre más que el de pila. Se puede decir que, en este sentido, el indio no contaba con una historia familiar sino únicamente con una historia comunitaria. Así, la ausencia de honor familiar le restaba autoridad al discurso de la perso­ na, quien acababa por confundirse dentro de una masa urbana. Si uno era “nadie”, ¿cómo podía hablar en público? Así, la voz de estos aldea­ nos estaba firmemente anclada a su posición dentro de la comunidad: afuera del pueblo no eran más que “indios”.16 En verdad, este hecho ha perdurado hasta la época moderna, pues cuando una persona de mayor jerarquía le pide a un campesino una opinión autorizada, la respuesta de este último muchas veces ha sido algo así como “yo no sé”, “no tengo educación”, o incluso “yo soy tonto”. Desde este punto de vista, la división de los tepoztecos en “ton­ tos” y “correctos”, según la clasificación idiosincrásica que propuso Robert Redfield en 1930, resulta más informativa de lo que Oscar Lewis pensó, ya que, en este contexto, “tonto” se refiere a alguien que no está autorizado a hablar en público —alguien incapaz de mantener una con­ versación culta con un extraño— , mientras que lo “correcto” se refiere a la persona que cuenta con la autoridad necesaria para poder conversar con representantes del estado, forasteros, etcétera.17 Durante la época colonial, contar con un apellido frecuentemente era indicio de esta dis­ tinción.18 A diferencia de la masa anónima del pueblo, que no gozaba de posición alguna fuera de su comunidad local, algunos gobernadores indios buscaron establecer su propio linaje: el mecanismo de distinción que les permitiera transmitir sus privilegios a otras generaciones. Por 16 Tal era el caso aún durante el porfiriato. Una persona que conocí durante mi inves­ tigación etnográfica había laborado en una hacienda antes de la revolución y culminó su descripción acerca de las malas condiciones laborales diciendo: “¡Y nos llamaban indios tepoztecos!” 17 Lewis tuvo razón en criticar la reinstalación de esta distinción por parte de Redfield, así como la equivalencia que este último marcó entre estas categorías y las clases sociales; sin embargo, hizo mal en descartar la observación de Redfield por completo. 18 Los intérpretes para los oficiales españoles durante el periodo colonial también pro­ venían, por lo general, de entre estos principales.

lo tanto, adoptaron un apellido y se volvieron “ladinos”; en otras pala­ bras, se adaptaron a las costumbres de los españoles. De esta manera, al interior de la esfera indígena también se generó un lenguaje de distin­ ción con base en la sangre, el honor y la civilización, el cual fue adop­ tado por indios principales cuya representación de la comunidad indí­ gena estaba fundada, irónicamente, en el concepto español del linaje (eran gobernadores porque supuestamente pertenecían a un linaje prin­ cipal). Tenemos entonces los valores culturales que cultivaban los indios principales y que utilizaban para representar a la comunidad se basaban en sus aptitudes biculturales: por una parte, un elaborado hispanismo frente al común del pueblo y, por la otra, su arraigo en la comunidad indígena, legitimado mediante los conceptos españoles de linaje y no­ bleza. En su investigación acerca de los gobernadores indios del valle de México, Ouweneel ha descubierto documentos que dan fe del linaje y los árboles genealógicos de dichos gobernadores. Por otra parte, aunque falta información sobre la representación intelectual durante el siglo xvm, parece probable que no hayan existido canales que permitieran la producción de intelectuales locales capaces de representar a la comunidad gracias a sus valores culturales. Toda mediación se hallaba en manos de los oficiales de la república. Los únicos intelectuales locales que pudieron haber contado con acceso a valores culturales privilegiados fueron aquellos que ya describí con re­ lación a las aldeas (o sea, el hombre “respetado” y el curandero, con todas sus limitaciones intrínsecas) o bien el sacerdote y el maestro, pero el acceso a estas dos últimas ocupaciones estaba vedado a los in­ dios. Por lo tanto, la representación intelectual de la comunidad hacia el exterior estaba monopolizada por los criollos y españoles. Los de­ más, en resumidas cuentas, eran “tontos”. Con todo esto, resulta fácil comprender cómo y por qué un recha­ zo abierto al cura de la comunidad pudo fácilmente desembocar en vio­ lencia. En 1777, el cura residente de Tepoztlán, Manuel Gamboa, deci­ dió entregar cierta cantidad de cal, la cual había sido recolectada por el pueblo en sus faenas comunales, al cura del cercano pueblo de Tlayacapan. Las mujeres del pueblo, que ya albergaban gran resenti­ miento hacia el abusivo cura, rechazaron su decisión y volcaron la ca­ rreta que contenía la cal. Esta acción provocó tal ira en el cura que lo llevó a golpear a una de las mujeres repetidamente con su bastón lo que, a su vez, provocó que los hombres tepoztecos salieran a defenderla: fue la chispa que encendió una rebelión que acabó en el asesinato de varios españoles y en la destrucción de muchas propiedades. La ausencia de una voz comunal que pudiera contrarrestar la del sacerdote dio pie a

una confrontación violenta. Por otra parte, la presencia de un sacerdote (o de un maestro de escuela, en ciertas épocas) garantizaba la posibili­ dad de una representación que no dependiera de la evaluación de los go­ bernadores indios u otros oficiales. Este hecho resulta patente en los juicios que siguieron a la rebelión. Así, el padre Gamboa utilizó su autoridad para acusar a ios tepoztecos: los indios eran vagos y borra­ chos, las parejas vivían en pecado por años antes de casarse, vendían a sus propios hijos para pagar sus deudas, etcétera. Mientras tanto, a los pobladores no se les autorizó para que produjeran una descripción de sí mismos y, por lo tanto, su defensa se limitó a una serie de acusaciones contra las faltas del sacerdote.19 En conclusión, Tepoztlán, a diferencia de las aldeas, contaba con un sólido sistema de distinción interna a nivel cultural y de clase. Tepoztlán también contó con intelectuales, principalmente sacerdotes, desde épocas muy remotas. En la época colonial, sin embargo, dichos intelectuales provenían de otros lugares y, por ende, encontramos el mismo tipo de discordia que había en las aldeas entre la autoridad de la opinión pública del pueblo y la autoridad de intelectuales externos que representaban al pueblo hacia afuera. La independencia produjo algunos cambios en esta situación. Lo primero, y más importante, fue que la fusión que ya se venía forjando entre lo miembros ricos de la nobleza india y los españoles locales pa­ rece haberse consumado rápidamente. Tepoztlán quedó dividido, en lo social y en lo cultural, en dos grupos: el pueblo (o “la clase vulgar”) y los notables. El término de “notables” es interesante no sólo por tratar­ se del término asignado a nivel nacional a los ciudadanos sobresalien­ tes, sino también debido a que fusionó efectivamente a la preeminencia política de las viejas élites políticas indígenas (cuyos miembros eran anteriormente conocidos por el título de “principales”) con las preten­ siones raciales y culturales de la élite étnica española (que acostumbra­ ba designarse a sí misma como “gente de razón”). El término “notable” implica tanto la preeminencia política del “principal” como la distin­ ción cultural del “de razón”. En los años de 1860, los notables de Tepoztlán eran un grupo de aproximadamente 30 hombres más sus fa­ miliares inmediatos, todos pertenecientes a unas seis o siete familias descendientes de las viejas élites, tanto la española como la india. Los notables monopolizaron las funciones de representación po­ lítica (oficiales de cabildo y miembros directivos de la milicia local) así como algunas de las funciones intelectuales: provenían de dicho grupo los maestros de escuela locales, así como unos cuantos profesio­ 19 a g n ,

Criminal, vol. 203, exp.4, f. 159-166.

nales tepoztecos que recibieron educación superior durante el porfiriato. Además, si bien los sacerdotes seguían siendo originarios de afuera de la comunidad —según la política regular de la iglesia—, sus funciones políticas y de representación disminuyeron de manera importante du­ rante la segunda mitad del siglo, y descubrimos a los sacerdotes ac­ tuando bajo acuerdo con los notables: se integran a ellos. En otras palabras, durante el siglo xix surge en Tepoztlán, por pri­ mera vez, un espacio para aquellos que podríamos denominar pro­ piamente intelectuales del pueblo: las dinámicas internas de distinción produjeron valores culturales que podían ser controlados y utilizados para “usurpar la representación de la comunidad”, como diría Max Weber. Dichos valores eran, en su mayor parte, iconos de civilización heredados de la época colonial (instrucción, urbanidad), pero ahora se encontraban incluidos en una ideología de progreso, la cual abría posi­ bilidades a una dialéctica entre el desarrollo comunitario y la construc­ ción de la nación. Los principales intelectuales tepoztecos del siglo pasado pertene­ cieron a la familia Rojas, la cual había procreado gobernadores indíge­ nas desde el siglo xvn. Poco después de la independencia, un Rojas ayudó al pueblo a litigar en contra de haciendas vecinas que habían usurpado tierras del pueblo. El saber leer, hablar español y ser miembro de la clase política local le permitieron representar al pueblo hacia el exterior, en un esfuerzo por proteger sus tierras comunales. El segundo intelectual de la familia, el más conocido, fue José Guadalupe Rojas, quien fue el principal maestro de escuela del pueblo durante unos 40 años y ocupó un papel central en el proceso de dar forma a todos los eventos sociales y las organizaciones “progresistas” de la nueva era positivista, incluyendo las misiones educativas de la iglesia, las sociedades culturales (que generalmente llevaban el nom­ bre de alguna de las figuras políticas nacionales o estatales de la época) y la publicación de varios periódicos de aparición esporádica. Vicente Rojas, hermano de José Guadalupe, fue maestro de la se­ gunda escuela del pueblo. Su sobrino, Mariano, se convirtió en maestro de náhuatl del Museo nacional de la ciudad de México en los años veinte, y fue autor de un breve vocabulario náhuatl que aún hoy permanece en circulación. Pedro Rojas fue párroco del pueblo, y se dice que Simón Rojas estuvo presente con Zapata en la firma del Plan de Ayala. Es importante notar que el papel de muchos de estos intelectua­ les, a diferencia de lo que ocurría con los intelectuales coloniales, se centraba en la defensa de la comunidad contra la invasión de tierras por parte de las haciendas, así como en la defensa del voto y la voluntad política de la comunidad a nivel estatal. En este sentido, existe una

fusión de intereses entre los intelectuales y los políticos a nivel local, la cual surge a partir de la independencia. Esto se debe a que los notables tepoztecos no eran ricos a nivel regional y, por tanto, no compartían necesariamente intereses con la clase hacendaria y comercial que regía a nivel estatal. Además, resulta­ ba crucial para la élite del lugar mantener el control del aparato político local, ya que, al igual que los gobernadores indígenas de antaño, los beneficios que resultaban del control administrativo del municipio — los cuales incluían la posibilidad de apropiarse de recursos comuna­ les— eran una importante fuente de recursos, tal como, de hecho, sigue siendo hasta hoy. El caso del profesor José Guadalupe Rojas contribuye al entendi­ miento de la representación intelectual en esta época, ya que sus diarios, que cubren un periodo corto (1865-1872), muestran una importante trans­ formación en el papel del intelectual provinciano. En sus primeros dia­ rios, Rojas se dedica continuamente a redimir al pueblo. Considera que “la clase vulgar” está compuesta básicamente de gente pacífica que de­ sea trabajar en paz, y cuyas limitaciones (lo que hoy en día llamaríamos su “cultura”) podían vencerse por medio de titánicos esfuerzos educati­ vos. La educación debía arrancar a las clases bajas del letargo de su igno­ rancia: las costumbres de la clase vulgar (incluyendo su lenguaje, que en esa época seguía siendo el náhuatl) eran muestra de ignorancia. En 1869, un sacerdote que se encontraba de visita en una misión cultural pidió a Rojas que le sirviera de traductor simultáneo al náhuatl. Rojas dice que se sintió avergonzado de estar en semejante posición. Tan sólo un año después, sin embargo, Rojas decide enseñar a leer y escribir el náhuatl en su escuela y, en general, comienza a ensalzar la grandeza de la cultura nativa y su lugar en las raíces de la nacionalidad mexicana. Rojas —al igual que casi todos los intelectuales locales que le han segui­ do— comenzó a elaborar una dialéctica que arraigaba a la comunidad en una mitología nacionalista, a la vez que invocaba valores urbanos (com­ partidos con la opinión pública nacional) tales como la instrucción y la urbanidad, con el propósito tanto de redimir a la comunidad de su igno­ rancia como de aumentar la importancia social del intelectual mismo. Un buen ejemplo de esta estrategia es un modestísimo evento que Rojas registró el 29 de enero de 1865. El patronato de la escuela que Rojas dirigía había logrado recolectar un dinero para comprar los premios que se debían distribuir a alumnos y maestro en las celebraciones de fin de año. Esta colecta representaba un sacrificio por parte de los miembros del patronato, muchos de los cuales eran pobres (a pesar de ser notables): el maestro de escuela había pasado varios meses sin cobrar su sueldo. El patronato se reunió a discutir qué premios comprar y, después de mucho

deliberar y discutir (ya que tales deliberaciones eran, en sí mismas, una forma ritualizada de dramatizar la instrucción, la moralidad y la virtud), enviaron a Juan José Gómez a la ciudad de México —un viaje que demo­ raba 16 horas— a comprar 29 ramos de flores artificiales. Este evento es el epítome de la relación cultural entre el campo y la ciudad, por lo menos desde el punto de vista del intelectual. El pre­ mio consistiría en flores (que abundan en Tepoztlán durante todo el año), pero de flores hechas permanentes por medio de un trabajo espe­ cializado. En este contexto, las flores artificiales son transformadas en un comentario urbano acerca de las flores (y, por metonimia, acerca de Tepoztlán): son dignas de ser recreadas, dignas de consagración, dig­ nas de ser cultivadas y tienen un gran valor. Y esto, en términos más generales, es lo que los intelectuales locales se proponían hacer con la cultura y las tradiciones locales. Al tomar un producto o valor local y hacer que fuera elaborado en la ciudad, o bien al escoger un producto local tan valorado en la ciudad que en ese lugar lo elaboraban, Rojas estaba construyendo un vínculo entre la cultura local y la cultura nacio­ nal y, al mismo tiempo, confeccionando su propio papel de represen­ tante y mediador. Por otra parte, al igual que los aldeanos que dan autoridad a su discurso insistiendo en el gran respeto del que gozan, Rojas también se preocupaba por ser tomado en serio. Decir que un evento había sido “solemne” era, para Rojas, el máximo elogio, pero el hecho mismo de que remarcara cada vez que se lograba alcanzar dicha solemnidad su­ giere que su capacidad de representación era frágil y que la risa podría derribar todos sus esfuerzos y someterlo al ridículo. Este hecho, que no podré explorar enteramente aquí, da una idea de las limitaciones que tenía la autoridad de los intelectuales locales de esta época. En cierta medida, la revolución de 1910 produjo en el estado de Morelos una disolución temporal de las comunidades locales pero, al mismo tiempo, intensificó la intercomunicación regional entre lo que podríamos llamar las esferas públicas populares. Esto se logró gracias a la existencia de medios como los corridos, que circulaban por la re­ gión, o los panfletos, cuyo contenido era diseminado en reuniones in­ formales, y gracias a la práctica, en los campamentos y cuarteles gene­ rales zapatistas, de una especie de derecho consuetudinario que poste­ riormente se transmitió a los pueblos.20 20 Acerca del uso del corrido en la comunicación regional, véanse Redñeld (1930): 180-193 y Heau (1984). Acerca del derecho consuetudinario campesino dentro de los campamentos zapatistas, véase Rueda (1984).

En el caso de Tepoztlán, la participación en esta esfera pública regional campesina se consolidó recién consumada la revolución. Las leyes de la reforma agraria consagraron la tenencia comunal de la tierra y condujeron a la formación de confederaciones regionales de campe­ sinos. Además, la legitimación política que obtuvo el zapatismo en los años veinte, así como la huida de una parte importante de los notables al Distrito Federal, ayudaron a fortalecer la participación campesina en la representación de sus propias comunidades. Aún así, las tensiones más importantes con relación a la represen­ tación intelectual de la comunidad seguían dándose principalmente entre una facción de “progresistas” y una, más humilde, de “conservadores”, que querían mantener a la comunidad independiente de la política y del mundo exterior. Las novedades más sobresalientes del periodo fueron las siguientes: (1) los progresistas posrevolucionarios estaban ahora mucho más convencidos que antes del nativismo de Rojas, ya que des­ pués de la revolución la idea de ignorar y despreciar la cultura local conllevaba mayores riesgos políticos, y (2) las asambleas campesinas locales contaban con más poder de lo que jamás habían tenido. Yo tuve mi primer encuentro con la perspectiva conservadora lo­ cal en 1977, mientras realizaba trabajo de campo. En esa época, la vi­ sión que dominaba entre los campesinos tepoztecos acerca de la políti­ ca era que existían tres tipos de actores políticos: los políticos, quienes se dedicaban a la explotación del trabajo ajeno y no pertenecían entera­ mente a la comunidad; los campesinos, quienes vivían en unidades do­ mésticas, pertenecían a barrios y pueblos y se respetaban mutuamente; y los pendejos, que se creían todo lo que los políticos decían, y por lo tanto se prestaban a sus abusos (ver Lomnitz 1982: capítulo 5). Según esta visión, el ser campesino era la única identidad social “limpia” que podía adoptar un tepozteco: el campesino se alimenta de lo que produce, se dedica a lo suyo y defiende sus derechos comunales. Por otra parte, los políticos honestos son sólo aquellos que arriesgan su vida: en la política, la única prueba concluyente de rectitud es el marti­ rio. Debido a ello, hasta que no volvieran a aparecer mártires como Zapata, se consideraba que la mejor forma de participación política consistía en la revuelta y la resistencia colectivas en torno a la defensa de derechos específicos.21 De hecho, los tepoztecos se han sublevado 21 Véase Lomnitz (1982), capítulo 5. Greenberg (1995) presenta una interesante discu­ sión acerca de como los mixes contemporáneos han desarrollado mecanismos para distinguir entre comerciantes “buenos” y “malos” según la naturaleza de su relación con las redes comunitarias locales; este caso es comparable al de los políticos buenos y malos en Tepoztlán.

en varias ocasiones en el presente siglo: contra la invasión de tierras comunales, contra la administración estatal de las aguas comunales y en contra de varios proyectos de fraccionamientos urbanos.22 Por otra parte, a diferencia de lo que ocurrió en la mayoría de las aldeas, las bases institucionales para el desarrollo de intelectuales tepoztecos han aumentado de manera significativa desde los años cua­ renta. Muchos campesinos pudieron educar a sus hijos y un buen nú­ mero de maestros de escuela y —a partir de los sesenta— profesionales tepoztecos retornaron al pueblo y pudieron establecer lazos de comuni­ cación con el campesinado, tanto por sus lazos familiares, como por­ que usaban la técnica de las “flores artificiales”. Además, durante la década de los treinta, los campesinos revolucionarios comenzaron a perder la influencia que habían ejercido sobre el gobierno estatal de Morelos para dar paso a una creciente burocratización y profesionalización del gobierno local. En este contexto, los intelectuales locales jugaron un papel importante en la comunicación entre las dependen­ cias burocráticas estatales y los grupos políticos locales. A partir de los años cincuenta, los individuos letrados pasaron a ser aspirantes al poder municipal y comenzaron a desplazar a los cam­ pesinos de los principales puestos. Sin duda, este proceso tuvo lugar debido a que los tepoztecos con preparación técnica tenían una proba­ bilidad mucho mayor que los campesinos de contar con conocidos en­ tre los colaboradores cercanos al gobernador, pero el cambio también fue resultado de cierta presión ejercida por miembros del gobierno, en el sentido de nombrar exclusivamente a oficiales que fueran profesio­ nales o “preparados”. A los campesinos se les consideraba incapaces para manejar el papeleo y la legalidad de la administración pública. Mientras la posición de los tepoztecos educados prosperaba, si­ tuación que continuó hasta aproximadamente 1980, se mantuvo cierta división entre los intelectuales locales “correctos” y la esfera pública campesina, si bien la coexistencia entre estos generalmente resultaba pacífica y se llegaron a forjar muchas alianzas para defender intereses compartidos. Esto fue posible, en gran parte, gracias a que la base de poder del campesinado local —el control sobre las tierras comunales, el acceso a trabajos industriales en Cuernavaca o en el sector local de servicios— se mantuvo en buena medida. A partir de 1980, la situación de la intelectualidad local ha cam­ biado. Por una parte, el campesinado ha soportado un verdadero estado de sitio: la siembra se ha vuelto demasiado costosa como para resultar económicamente factible; las opciones laborales como asalariados en 22 Véase Lomnitz (1982), capítulo 3, para una relación de estos enfrentamientos.

Tepoztlán (en la industria de la construcción, jardinería o servicio do­ méstico), así como en Cuemavaca, el Distrito Federal, Estados Unidos o Canadá, han cobrado una importancia cada vez mayor, aun para los tepoztecos educados; el costo de la propiedad se ha disparado, gracias al turismo y la suburbanización de Tepoztlán, con lo cual vender terre­ nos se ha convertido en una opción muy atractiva pero volverlos a com­ prar se ha vuelto casi imposible; además, el marco jurídico para la te­ nencia comunal de las tierras se encuentra legalmente amenazado. Por otra parte, los salarios de los maestros de escuela se han veni­ do abajo y la competencia entre los profesionales locales ha aumenta­ do, de tal forma que la presión que dichos sectores ejercen sobre el gobierno local y estatal recibe una respuesta cada vez menor. Como resultado de ello, aparece el primer reportero profesional de Tepoztlán, quien comienza a publicar una columna dos veces por semana en un periódico de Cuemavaca y luego publica un semanario local con el nombre significativo de El Reto del Tepozteco. El nombre de este se­ manario contrasta con los periódicos anteriores que no prosperaron, tales como El Grano de Arena o El Tepozteco, debido a que las publica­ ciones anteriores meramente reproducían la identidad de Tepoztlán como un microcosmos de la nación (de ahí lo del grano de arena) y celebra­ ban el hecho de que ahí se representan las raíces nativas de la nación, mientras que El Reto del Tepozteco transforma dichas raíces nativas (simbólicamente representadas, nuevamente, por El Tepoztécatl) en un reto político.

Análisis Por medio de la comparación de dos tipos distintos de asentamientos en el municipio de Tepoztlán, he argumentado que podemos compren­ der el papel social de los intelectuales de pueblo —su existencia, su naturaleza y sus conexiones tanto con la política local como con la esfera pública nacional— sólo si investigamos la historia de la distin­ ción al interior de cada localidad y luego relacionamos los mecanismos de distinción cultural con las políticas del estado. El contraste entre la cabecera municipal de Tepoztlán y las aldeas circundantes del munici­ pio abre el siguiente panorama: en la época colonial, debido a su posi­ ción como centro administrativo de una jurisdicción indígena, Tepoztlán contaba con una ciase política indígena que había logrado cierta pros­ peridad material, la cual no existía en las aldeas. Tepoztlán también contaba con un sacerdote, varias familias españolas y maestros de es­ cuela eventuales, con lo cual se promovía un complejo sistema interno de

diferenciación cultural que, sin embargo, no fomentaba el surgimiento de intelectuales locales. Esto se debía a que: (1) los valores culturales de la comunidad resultaban de fácil acceso para todos los hombres adul­ tos; (2) algunos de estos valores no podían servir de base para una re­ presentación de la comunidad debido a que estaban prohibidos por la iglesia; y (3) no se permitía a los indios el acceso a aquellos nichos que sí podían ser ocupados por intelectuales, tales como el de sacerdote o maestro. Las aldeas no contaban con tal sistema interno de diferenciación cultural y de clases y, por lo mismo, no podían generar intelectuales que pudieran articular la opinión pública de manera efectiva. En ambas localidades, por lo tanto, la mediación política, que dependía del poder estatal, funcionaba a su vez como la forma principal de mediación cul­ tural. Esta situación cambió, en ciertos aspectos, a raíz de la indepen­ dencia. Las élites culturales, políticas y económicas de Tepoztlán se unieron, lo cual dio pie al surgimiento de los primeros auténticos in: telectuales de pueblo. En las aldeas, la ausencia de una élite económica o cultural interna, así como de sacerdotes y maestros de escuela loca­ les, dio pie a que se mantuviera un abismo entre la opinión pública local —que en muchos sentidos se formaba democráticamente— y los foros extralocales de discusión, deliberación y decisión política. Las políticas liberales buscaron la manera de combatir esta situación por medio de la abolición de las tierras comunales, y el hecho de que se instituyera el uso de apellidos, así como el registro de la propiedad privada, sugiere que dichas políticas alcanzaron un cierto grado de éxi­ to. Sin embargo, las comunidades del municipio de Tepoztlán no se desgastaron completamente sino antes del fin del porfiriato, y el cisma entre la opinión local y la política urbana resurgió con la revolución zapatista y el populismo subsiguiente. En la cabecera de Tepoztlán, a diferencia de lo anteriormente des­ crito, el siglo xix marcó el desarrollo de nuevas formas de mediación cultural. Donde, en el periodo colonial, el sacerdote ocupaba el puesto de máxima autoridad intelectual y el ritual religioso colectivo era el más importante de los foros de mediación, en el siglo xix los maestros de escuela convirtieron al nacionalismo y al progreso en herramientas para forjar lazos entre la localidad y las instituciones estatales y priva­ das. Esta es la razón por la que José Guadalupe Rojas, cuyo comporta­ miento inicial era equiparable al de cualquier maestro o sacerdote es­ pañol, decidió dar un giro nativo e identificar a la cultura popular local con las raíces históricas de la nación. Su visión guarda cierto parecido con aquella que insiste en considerar a México como un país dividido entre lo “profundo” y lo “moderno”: en ambos casos se equipara la

marginalidad política y cultural con la precedencia histórica. Rojas, sin embargo, utilizó este giro como un mecanismo modemizador: lograr una posición dentro de la nación debía fortalecer la vida social de Tepoztlán, y Tepoztlán tenía derecho a reclamar tal posición debido a sus raíces prehispánicas. No obstante su finalidad última era la moder­ nidad y, desde luego, la consolidación de la clase política local. Esta dialéctica aseguró una posición importante para los intelectuales loca­ les, ya que estos podían mediar entre la opinión nacional y la comuni­ dad local, cosa que siguen haciendo hasta hoy. En la última década y media, sin embargo, se ha dado un cambio importante. Una abundancia, tal vez hasta un exceso, de tepoztecos profesionales, a la par de una disminución en los recursos estatales y transformaciones muy importantes en la composición global de clases dentro de la localidad, hicieron que la clase profesional se fraccionara en distintos partidos, por lo cual el acceso a los medios de comunica­ ción adquiere un papel importante, lo que explica la nueva vida que ha cobrado la prensa local.

Conclusión: los intelectuales y la mediación política en el espacio nacional El análisis histórico de la segmentación de la esfera pública mexicana puede lograrse estudiando cómo las comunidades culturales han logra­ do, o no, crear espacios para intelectuales locales que puedan utilizar la esfera pública nacional sin ser simplemente mediadores de poder. Sin duda, se trata de una historia compleja, pero me parece que sugiere un perfil, el cual puede discernirse si analizamos cuidadosamente el proceso de formación de las culturas regionales y rechazamos la imagen homogeneizadora de una sola civilización mexicana profunda. El proyecto que surgió después de la independencia, crear una esfe­ ra pública nacional —en otras palabras, una arena para la expresión de la opinión pública— , generó una comunidad cultural unificada donde an­ tes no existía tal. Es por esto que Iturbide, el primer soberano de México, se quejaba de la ausencia de una opinión pública mexicana y aseguraba que en su lugar no había más que un puñado de opiniones privadas que pretendían ser opiniones nacionales. También es la razón por la que el mismo Iturbide pensaba que los sentimientos nacionales mexicanos úni­ camente se expresaban verdaderamente en el levantamiento popular. En otras palabras, los canales de comunicación entre las distintas comunida­ des locales eran extremadamente limitados y muy pocas personas tenían acceso a ellos; el pueblo únicamente podía expresar su opinión de mane­

ra efectiva por medio de la fuerza. Por lo tanto, el origen primitivo de la imagen de un México “profundo” —un México que no tiene voz en los foros políticos nacionales ni en los medios de comunicación masiva— puede rastrearse hasta la independencia. En el presente capítulo, he desarrollado los rudimentos de una sociología histórica del silencio que ha caracterizado a la relación entre ciertos sectores de la población mexicana y la así llamada “opinión pública”. Las premisas metodológicas de mi análisis pueden resumirse en tres puntos: 1. Existe una geografía de la ausencia de voz, la cual debe ser desarro­ llada a fondo si se quiere dar un contenido real a la imagen de lo “pro­ fundo” versus “oficial”. Si esta geografía no se desarrolla, la imagen por fuerza degenera en un miasma nacionalista: aquella en la que se han visto inmersos tanto Iturbide como todos sus sucesores. 2. Una geografía de este tipo se puede desarrollar analizando el surgi­ miento de intelectuales en varios tipos de comunidades o localidades. Esto implica especificar los sistemas de distinción cultural interna que existen en cada comunidad, para luego identificar aquellos valores culturales que puedan servir de base para la formación de una intelectualidad que pueda aspirar a representarlas. 3. Para este análisis también se debe evaluar si los valores culturales en cuestión son compatibles con los que prevalecen entre los intelectuales de los centros del poder nacional, así como con las formas culturales de representación estatal. Estas premisas, al ser aplicadas al caso de la cabecera municipal de Tepoztlán y las aldeas del mismo municipio, produjeron numerosos resultados. Quisiera, a manera de conclusión, reformular algunos de ellos: 1. Durante mucho tiempo, las aldeas únicamente podían producir inte­ lectuales por medio de una especie de consenso interno formulado alre­ dedor de un “lenguaje del respeto”. La cabecera municipal, en cambio, cuenta con mecanismos más refinados de diferenciación interna, lo cual generó una intelectualidad que ha permanecido desde los comienzos de la época colonial. 2. Durante la época colonial, las posiciones institucionales disponibles para los intelectuales del pueblo de Tepoztlán se hallaban todas en ma­ nos de españoles y resultaban inaccesibles para la población local. Por ello se puede decir que una auténtica intelectualidad local dotada de una base institucional no apareció sino hasta la época nacional.

3. La capacidad de identificar a la cultura local con la cultura nacional se volvió un asunto fundamental para los intelectuales durante el siglo pasado y sigue siendo un punto crítico hasta el día de hoy. La fórmula a la que llegaron los maestros de escuela tepoztecos fue sencilla: las tra­ diciones locales son las raíces mismas de la nacionalidad mexicana, pero únicamente las ramas desarrolladas podrán extraer a la tosca y letárgica provincia de su retraso. El intelectual local es necesario como mediador en esta relación: él se preocupa de presentar el “México pro­ fundo” que los habitantes de las urbes y los oficiales del estado esperan ver y, a cambio, se convierte en un intermediario efectivo. La imagen de lo “profundo” versus lo “artificial” es, por lo tanto, un modismo favorito entre los intelectuales provincianos, y es una herramienta que se ha utilizado tanto para defender a la cultura local como para instigar al pueblo hacia el “progreso” y la modernización. 4. A pesar de la persistencia que ha tenido esta fórmula de mediación, su atractivo local siempre ha sido limitado. Los tepoztecos han dejado de identificarse, unas veces, con los impulsos modemizadores de algunos intelectuales, otras, con su insistente nativismo nacionalista y, otras más, con ambas cosas. Don Ángel Zúñiga, un intelectual local que actualmen­ te dedica cierto esfuerzo a la enseñanza del náhuatl, ha encontrado mayor respuesta entre las personas que han inmigrado de México a Tepoztlán que entre los tepoztecos nativos. Asimismo, la celebración que organiza don Felipe para Quetzalcóatl ha recibido una variedad de respuestas, in­ cluyendo una buena dosis de apatía de parte de muchos. Las fluctuacio­ nes en el grado de aceptación y entusiasmo con que son recibidos los proyectos de estos intelectuales requieren de un futuro estudio. 5. La fórmula que define al intelectual como un hombre respetado es, sin duda, la que mayor aceptación tiene al interior de las comunidades campesinas. Sin embargo, esta misma tendencia democrática, sumada al abismo cultural y de clase que divide a las comunidades campesinas de los centros urbanos, tiene el efecto de asegurar que el liderazgo inte­ lectual permanezca inestable, disputado e inconstante. Es por esta razón que un porcentaje significativo de la población, tanto de Tepoztlán como de las aldeas vecinas, aún no tiene voz ciuda­ dana, sino que es representada por mediadores políticos e intelectuales cuyas negociaciones con el gobierno se dan en un lenguaje que no es compartido: no se debe creer en lo que dicen los políticos, afirman los campesinos conservadores. En lugar de conversar con ellos, los grupos políticos locales casi no tienen otra opción más que acceder a ciertas transacciones, calculadas y pragmáticas, en las que reciben ciertos re­ cursos o concesiones a cambio de su voz.

Quisiera concluir sugiriendo el término del México “inaudible” o “silencioso” por ser más idóneo que el de un México “profundo”. El México silencioso no es la raiz histórica de la esfera pública; tampoco se trata de una de las raíces de la nacionalidad: simplemente abarca las distintas poblaciones que viven más allá de la fractura que limita a la esfera pública, es decir, más allá del ideal liberal de la ciudadanía. Esto no significa que sean poblaciones marginadas de toda participación en las instituciones del estado: simplemente no tienen voz pública. El Méxi­ co silencioso está organizado con base en ciertos principios sistemáti­ cos, los cuales pueden llegar a apreciarse a través de los valores que cultivan los intelectuales ligados a los grupos que tienen que represen­ tar en el espacio nacional.

VIII. E l c e n t r o , l a

p e r ife r ia y l a d ia lé c t ic a d e la s DISTIN CIO NES SO C IA LES EN UN A PR O V IN C IA M EX IC A N A

Actualmente, la idea de que los centros y las periferias se constituyen mutuamente es aceptada ampliamente: si bien “el Oriente” fue un factor crítico en la formación de una narrativa en relación a “el Occidente”, el colonialismo europeo fue igualmente crítico en la formación de los na­ cionalismos asiáticos; las Américas y España se constituyeron la una a la otra; de manera más general, la idea de la modernidad y la moderniza­ ción, tanto cultural como económica, construye siempre a la “tradición” como su alter ego y, por lo tanto, se ocupa constantemente de fabricar periferias. Un aspecto menos comprendido de las relaciones centro/periferia es la manera en que la centralización y la marginalización son prácticas que nos pueden ayudar a entender cómo se generan las formas de dis­ tinción cultural y los lenguajes políticos locales. Este punto es frecuen­ temente ignorado debido a que resulta muy tentador representar a los centros y a las periferias como objetos estables y homogéneos, para luego convertir a dichas categorías en grandes abstracciones: “el Occi­ dente” es céntrico, “lo demás” es periférico; “el primer mundo” es cén­ trico, “el tercer mundo” es periférico. Si se piden mayores detalles, el expositor podría aclarar que en el tercer mundo las grandes ciudades son céntricas mientras que las zonas rurales son periféricas, o bien que los sectores formales son céntricos mientras que los informales son periféricos. Intentos de este tipo por clasificar a los lugares en términos de si son céntricos o periféricos tienden a ignorar el hecho de que cen­ tro y periferia son elementos que siempre coexisten dentro del manejo del poder y en las formas de distinción de un sistema social, pues los lenguajes de centro/periferia son jerárquicos en el sentido que define Louis Dumont: en otras palabras, implican una relación de complementariedad e inclusión (1986: 279). Así pues, si bien podemos estar de acuerdo en que, a finales del siglo xix, la Gran Bretaña podía califi­ carse como un centro del sistema mundial, mientras que la India podía

ser considerada como una periferia, también debemos reconocer que el papel que jugaron los discursos de centro/periferia fueron igualmente importantes en ambos lugares. Ahora exploraré la transformación histórica de las relaciones de centro/periferia como un sistema de organización del espacio social en el pueblo de Tepoztlán, Morelos.1 Mi objetivo es señalar los cambios históricos que se han dado en la manera de construir “el centro” a nivel local, así como mostrar algunas de las estrategias de centralización y marginalización que han competido dentro de Tepoztlán y el papel que estas estrategias han jugado en las políticas locales de distinción, o en la expresión de demandas locales ante dependencias estatales y ante la opinión pública nacional. Al abordar el tema de centro/periferia como metáfora clave en la dialéctica de la distinción en Tepoztlán, deseo sacar a relucir una extra­ ña paradoja. Aquellos analistas que se basan sobre todo en metáforas de tipo centro/periferia para entender lo que Redfield llamó “parí societies” (sociedades campesinas: agrupamientos sociales que se iden­ tifican como tal y que mantienen una producción cultural propia, a pe­ sar de que ocupan una posición periférica dentro del sistema político y económico que los incluye) tienden a uno de dos extremos: o bien “exotizan” a la sociedad marginal, analizándola como si fuera cultural­ mente coherente y radicalmente distinta, o niegan la existencia de una “cultura” generada de manera colectiva y sustituyen dicho concepto por el de adaptaciones individuales múltiples. En otras palabras, tien­ den ya sea a “orientalizar” a la supuesta cultura local, o bien a descartar el concepto de una cultura colectiva, sustituyéndolo con el de “adapta­ ción” o incluso el de “elección racional”. En el caso de Tepoztlán, Redfield cayó en la trampa de la “exotización” al sobrestimar la divi­ sión entre la sociedad “nativa” y la “urbana”, mientras que Oscar Lewis disolvió a la “cultura” tepozteca en una serie de adaptaciones pragmá­ ticas a un medio ambiente moldeado por los políticos y las clases domi­ nantes a nivel nacional. Esta paradoja aparece de numerosas formas en la literatura antropológica e histórica. Muchas veces las alternativas parecen co­ rresponder a la oposición que Marshall Sahlins llamó “cultura versus razón práctica”, donde el culturalista enfatiza la coherencia interna de la cultura local (y, por consiguiente, construye una división marcada entre la cultura de las periferias y la de los centros), mientras que el 1 Los principales estudios antropológicos sobre Tepoztlán son Redfield (1930), Lewis (1951, 1964) y Lomnitz (1982), pero existen varios otros, más cortos, incluyendo Carrasco (1964) y Bock (1980).

reduccionista económico enfatiza las adaptaciones racionales que ge­ neran diferencias estadísticamente comprobables, pero que no confor­ man una cultura local compartida ni coherente. Sin embargo, los orígenes de este embrollo conceptual no se limi­ tan a la oposición —que ya ha sido en buena medida superada— entre la razón práctica y el concepto de “cultura” que propone Saussure. Una parte de la dificultad conceptual surge también de la falta de atención brindada al análisis de los sistemas espaciales, especialmente, de la distinción entre los varios usos que se da al sistema centro/periferia como esquema organizativo. Frecuentemente encontramos que un es­ quema de centro/periferia de organización productiva se colapsa o re­ duce a un esquema de centro/periferia referido a la dominación políti­ ca, o a una lógica de centro/periferia de distinción cultural. Esta falta de especificidad en el uso de la metáfora centro/periferia conduce inevita­ blemente al tipo de abstracciones que queremos evitar: “el norte” con­ tra “el sur”, “lo urbano” contra “lo rural”, etc. Esta geografía idealizada tiende a describir a las periferias económicas ya sea como culturalmente “puras”, o bien como enteramente dependientes. La confusión que existe en el modelo espacial, confusión que pueden compartir “culturalistas” y pragmatistas, da pie a esta paradoja etnográfica.

1. La conciencia periférica Tepoztlán se encuentra a unos 70 kilómetros al sur del Distrito Federal, en lo que hasta hace poco era la periferia agrícola del estado de Morelos, cuya capital se encuentra en Cuernavaca. Hasta principios de los sesen­ ta, esto significaba que los pobladores eran principalmente campesi­ nos, muchos de los cuales eran llamados “indios” por los habitantes de las ciudades. El pueblo tal como lo conocemos fue creado entre 1550 y 1605 por orden de las autoridades españolas, que deseaban concentrar a los habitantes indígenas, antes dispersos a lo largo del valle de Atongo. De hecho, el establecimiento mismo de una periferia agrícola en los Altos de Morelos fue maquinada políticam ente desde afuera. Inversionistas y guardianes del poder organizaron a la región de tal manera que los campos de irrigación, ubicados en los valles y dedica­ dos al cultivo de la caña de azúcar, pudieran sacar provecho de la mano de obra temporal, la madera y los pastizales que les eran proporciona­ dos por un campesinado empobrecido que se concentró en pueblos como Tepoztlán. Esta decisión se mantuvo vigente desde la formación de las haciendas, hacia finales del siglo xvi, hasta la llegada de la industriali­ zación en los cincuenta, De la Peña (1980); Warman (1976).

En pocas palabras, el pueblo de Tepoztlán fue diseñado para ocu­ par una posición periférica desde el momento de su reconstrucción co­ lonial. Económicamente servía de fuente de tributos y de ingresos pro­ venientes de la explotación comercial, y también como fuente de mano de obra temporal y barata para las plantaciones de los valles. Política­ mente, quedó definida como una jurisdicción indígena, controlada a distancia por el alcalde mayor de Cuemavaca, quien a su vez era nom­ brado por los herederos de Hernán Cortés, marqués del Valle. Tepoztlán ha permanecido económica y políticamente periférico desde entonces, aunque han ocurrido cambios en las formas de organización de los es­ pacios económicos y políticos. Por otra parte, “el centro” se ha mani­ festado “en la periferia” durante la mayor parte de la historia de Tepoztlán, no sólo en el sentido de haber jugado un papel crucial en su confección misma, sino también directamente, por medio de institucio­ nes e individuos encargados de administrar este poblado periférico, in­ cluyendo (en diferentes momentos) sacerdotes, gobernantes indígenas, recolectores de tributos indígenas, comerciantes, maestros de escuela, policías y funcionarios municipales. Quizás no resulte sorprendente, por lo tanto, que la “centralidad” y la “marginalidad” del lugar hayan sido elaboradas en la mitología tepozteca. Una serie de cuentos que tratan de ambos aspectos al mismo tiempo, que resultan muy reveladores, tratan acerca de Tepoztécatl, el mítico “hombre dios” de Tepoztlán, quien se supone fue tlatoani en el periodo anterior a la conquista y, además, el primer indio de la región en ser evangelizado (el 8 de septiembre, día de la Virgen de la Nativi­ dad, que dicen fue madre del Tepoztécatl y es también la patrona de Tepoztlán).2 2 Es difícil discernir las bases históricas del mito de Tepoztécatl. Intelectuales locales y regionales tales como Pedro Rojas (1968), Juan Dubernard (1983) y otros identifi­ can a Tepoztécatl como el tlatoani que reinaba en el tiempo de la conquista y el primer tepozteco en recibir el bautismo. Otros, incluyendo a Redfield y a Lewis, han supues­ to que se trata de una figura mitológica y no histórica. Varias fuentes del siglo xvi se refieren a Tepuztécatl. Torquemada lo lista como uno de los señores que Moctezuma despachó a la costa del golfo con regalos para Cortés (1975), vol.2: 59. Durán (1967), vol.2: 292 menciona a Tepuztécatl como uno de los dioses que eran personificados por los sacerdotes, junto con Quetzalcóatl, Huitzilopochtli, Tláloc y otros. Estos diosessacerdotes eran responsables de sacrificar un gran número de víctimas. En el incidente descrito por Durán, los sacrificios fueron iniciados por el rey Axayácatl (reinó en 1468-1481) quien, después de haber sacrificado a suficientes personas, pasó el cuchillo al general Tlacaélel, que a su vez fue sucedido en este honor por los varios diosessacerdotes. Sahagún, por su parte, menciona a Tepuztécatl como uno de los hombres que participaron en el descubrimiento del pulque, después de que los mexicas partieron deTemoanchán en su peregrinación hacia México-Tenochtitlán (1961), libro 10: 193.

La historia del Tepoztécatl se divide básicamente en dos partes. Una ocurre antes y durante la conquista, y habla de cómo el Tepoztécatl derrotó a los señores de los principales pueblos circundantes, conquis­ tando así una posición central para Tepoztlán. La segunda se refiere al periodo justo después de la conquista, y va más o menos así: La vida de Tepoztécatl fue muy edificante. A todos sus súbditos los ayudaba y protegía y Tepoztlán gozó en su reinado como nunca. Un día se fue a pasear a la ciudad de M éxico y se encontró con que esta­ ban pasando muchos trabajos para subir a la torre de la catedral vieja la campana mayor. Pero como era amigo del dios del viento (Ehécatl) le pidió le ayudara y empezó a soplar un fuerte remolino que cegó a todos y que elevó por el aire a Tepoztécatl con todo y campana; cuan­ do se dieron cuenta, él ya estaba arriba repicando, con lo que todos se quedaron admirados. Para agradecerle su ayuda le dieron una caja y le dijeron que la enterrara en la plaza mayor de su pueblo. Gozoso partió con la caja y cuando llegó a Tepoztlán le preguntaron qué traía; contestó que le habían regalado la caja pero no podría abrirla y tenía que enterrarla. Así lo hizo, pero la curiosidad era muy grande y por la noche la desenterraron y al día siguiente abrieron la misteriosa caja. Nadie supo en realidad qué contenía pues al abrirla salieron cuatro palomas blancas y volaron para distintas direcciones; una se posó en la torre de la iglesia, otra en la torre de la catedral de M éxico, otra, en fin, en el cerro donde vive Tepoztécatl y otra voló hasta Tlayacapan. Por eso no se supo lo que le regalaron dentro de la caja, pero se supo­ ne que era un gran tesoro; sólo quedaron cuatro navajas de pedernal. Al tener noticia Tepoztécatl de lo que había hecho la curiosidad de los guardianes del tesoro que contenía la caja que le obsequiaron en M éxico, dijo: “Las palomas que volaron fuera del pueblo eran la for­ tuna, pero fueron a enriquecer a otros pueblos y nuestro pueblo vivirá siempre pobre; habrá hombres inteligentes, pero se alejarán del lugar como se alejaron las palomas que ustedes dejaron volar a otras regio­ nes.” [Registrado por Gallo 1991:15.]

Es posible, por lo tanto, que Tepuztécatl fuera a la vez el nombre de un dios y el título adoptado por el tlatoani-sacerdote de Tepoztlán, encargado de cuidar el templo de Orne Tochtli, dios del pulque. También es posible que un solo tlatoani se haya apropiado de este nombre, siguiendo el modelo del gran sacerdote Ce Ácatl Quetzalcóatl. Por último, el título de tepuztécatl puede haberse referido simplemente a cualquier noble de Tepoztlán. En todo caso, Tepuztécatl aparece en varios periodos histórico-mitológicos: en la emigración de Aztlán; en un ritual conducido por el rey Axayácatl; como un señor que fue a recibir a Cortés; y, en nuestros días, en forma de un viejo campesino cargado de leña, que se aparece en las montañas arengando a sus paisanos en contra de una carretera, de un tren ligero, de un teleférico y de un campo de golf.

Esta historia ofrece algunas pistas sobre la manera en que los tepoztecos han representado su condición periférica. En términos ge­ nerales, la historia es una genealogía de la pobreza de Tepoztlán, así como de su destino de: perder siempre sus más brillantes personalida­ des, que siempre se van a otros pueblos. De manera más sutil, sin em­ bargo, también muestra el papel que jugaron los tepoztecos en la cons­ trucción del “centro”. De hecho, un cierto número de tepoztecos sí tra­ bajaron en la construcción de la catedral de México como indios de repartimiento (Zavala 1987: 294-297), pero el papel que el Tepoztécatl supuestamente jugó en la edificación de la campana de la catedral es, ante todo, un potente símbolo debido a que, en esa época, la campana era el principal indicador del tiempo y, en última instancia, del dominio de la fe española. Por último, estas historias son interesantes porque muestran al Tepoztécatl como un firme aliado de la iglesia (Tepoztécatl el primer converso, Tepoztécatl destructor de ídolos, Tepoztécatl hijo de la Virgen de la Natividad) y, por lo tanto, representan a Tepoztlán como un subordinado voluntario del régimen colonial, a pesar de que el pueblo fue destruido completamente por Cortés durante su campaña contra los aztecas en 1521, porque el señor de Tepoztlán se rehusó a convertirse en su aliado (Hassig 1988:249). En resumidas cuentas, la leyenda del Tepoztécatl es una historia acerca de los términos de la sumisión de Tepoztlán. Dichos términos, que son representados públicamente cada año en el día de la Virgen de la Natividad, incluyen, en primer lugar, reconocer de manera pública que el pueblo ha sido incorporado a una sociedad política mayor, cuyo centro se halla en la ciudad de México y se identifica con la iglesia; en segundo lugar, hacer notar cuánto ha aportado Tepoztlán al centro; en tercer lugar, recordar la calidad voluntaria de la subordinación/adop­ ción a este orden; en cuarto lugar, afirmar que la tradición local conti­ núa y que dicha continuidad se enuncia en el acto mismo de recordar a Tepoztécatl como hombre dios, aliado del dios del viento, señor de la montaña y guardián del pueblo. En este sentido, la historia del Tepoztécatl refleja la vitalidad que sigue manteniendo un discurso co­ lonial de jerarquía y marginalidad. Sería un error, sin embargo, pensar que este discurso colonial de inclusión es la única manera en que las relaciones de centro/periferia han sido construidas por los ideólogos tepoztecos. En Tepoztlán, el discurso en relación a lo central y lo marginal es crucial, tanto dentro de la política como para la producción de distinciones sociales a nivel local. Por lo tanto, varios discursos relativos al tema de centro/periferia operan simultáneamente, y sus signos y artefactos son manipulados de manera constante en las pugnas locales por posición, riqueza y poder.

Para ilustrar este punto, veamos un ejemplo de una formulación más moderna de la situación periférica de Tepoztlán, que está en un cuento de Joaquín Gallo titulado “El intruso”.3 “El intruso” es una alegoría. Un grupo de extranjeros rubios, cuyas características sugieren una amal­ gama entre espías comunistas, evangelistas y antropólogos, han venido a México con el propósito de: Estudiar las costumbres, la sicología de la gente de los pueblos, sus formas de vida, su pensamiento, su grado de cultura y sobre todo, su religiosidad. Observaban la posibilidad de influir en el pueblo, en la forma en que podrían modificar las costumbres y, sobre todo, en el pensamiento de las gentes. Pensaban que era más fácil convencer a la gente sencilla y pobre de los pueblos y atraerla hacia sus puntos de vista... [Gallo 1991: 163.]

El líder del grupo (llamado, significativamente, Iván) llega a Tepoztlán y se dedica a hacer a los habitantes toda clase de preguntas e insinuaciones con el doble propósito de obtener información y subver­ tir el orden dominante, sugiriéndole a los tepoztecos que están siendo explotados por los capitalistas, por el gobierno y por los curas. Al cabo de sus primeras indagaciones, Iván viaja a Cuemavaca para enviar un telegrama (en clave, desde luego) que dice: “Éxito ro­ tundo; es fácil atraer a nuestro partido a huarachudos; no saben leer; sólo comen tortillas, frijoles y mole explosivo. Seguiré informando.” Sin embargo, esta primera impresión acerca de los tepoztecos como ignorantes y maleables resulta falsa, ya que gracias a su bondad, la pureza de su fe, la belleza de sus costumbres —y, desde luego, la de sus mujeres— los tepoztecos logran convertir a Iván a sus creencias: Se convenció de que la gente vive más feliz en libertad, en tranquili­ dad, en paz; constató que, si hay pobreza, no hay miseria y que las convicciones de la gente valen más, mucho más, que las promesas de igualdad, que nunca se cumplen, pues quienes manejan el partido son los que mandan sobre las vidas y bienes de los demás.

Iván consigue un trabajo en una hacienda cercana y comienza a hacerle la corte a Catalina, “linda morena de ojos grandes”. Al final, es asesinado por miembros de su propio partido. ?Gallo es un visitante frecuente y un apasionado de las tradiciones folclóricas y anti­ güedades de Tepoztlán. Lo incluyo aquí debido a que su discurso en relación al pueblo es similar al de muchos viajeros e intelectuales locales. Ejemplos de escritos de inte­ lectuales locales cuyo discurso se asemeja al de Gallo incluyen los diarios de la década de 1870 de José Guadalupe Rojas (véase supra, tercera parte, capítulo 1) y artículos que han aparecieron en los periódicos locales, desde El Tepozteco a principios de los años 20 hasta el actual El reto de! Tepozteco. Otro ejemplo del discurso de un viajero puede encontrarse en F. Arenas (1968).

A diferencia de la historia del Tepoztécatl, este cuento no es espe­ cialmente popular ni conocido en Tepoztlán, pero sí es sintomático de un cierto tipo de discurso que encontramos frecuentemente entre los románticos entusiastas del lugar, el cual acentúa a la vez la ignorancia y humildad de los tepoztecos y su mayor pureza y sencillez. El cuento también resume un discurso que ha sido utilizado por los mismos tepoztecos en sus tratos políticos con el exterior: una estrategia que requiere de una cierta mimesis con la imagen idealizada del “indio” propia del discurso nacionalista mexicano. Un ejemplo temprano de estas manipulaciones miméticas se dio en 1864, cuando unos “indios tepoztecos” acudieron ante Maximiliano de Habsburgo para rendirle pleitesía y pedirle que resolviera una disputa por tierras con algunas haciendas vecinas. Este grupo de “indios tepoztecos” estaba encabezado por miembros de la élite local.4 Existen otros casos documentados, provenientes del periodo colonial, equivalen­ tes al anterior: los gobernadores locales debían, por ley, ser “indios”, pero estos indios eran, por lo general, miembros de una familia dominan­ te, muchos de los cuales hablaban el castellano tan bien como el náhuatl, se casaban con españoles, usaban los títulos de “don” y “doña” y eran considerablemente más ricos que el común de los pobladores.5 Por otra parte, la manipulación de la identidad indígena moderna —cuya estrate­ gia fundamental data, sospecho, de la intervención francesa— tiene la particularidad de identificar al pueblo mismo con las raíces de la nacio­ nalidad. La identidad de Tepoztlán como un pueblo “indio” ocupa un pa­ pel central en la identidad de la clase notable durante el porfiriato, cu­ yos miembros huyeron al Distrito Federal durante la revolución y fun­ daron una colonia tepozteca que fue muy activa dentro de la política y los asuntos culturales de Tepoztlán durante los años veinte y treinta, cuando quisieron revivir el indigenismo local. Una identidad india idea­ lizada se utilizó nuevamente cuando comenzaron a llegar los turistas a Tepoztlán, a partir de los años cuarenta: destacados artistas e intelec­ 4 “Los indígenas de Tepoztlán se presentan ante Maximiliano y Carlota para ofrecer en persona su apoyo completo, y a la vez agradacerles por permitir a unos pobres indíge­ nas sean considerados dignos de ver sus caras.” En el Periódico oficial del imperio mexicano, 28 de junio de 1864. Citado en Rojas (1992), vol. 1: p. 22. 5 a g n Hospital de Jesús, vol. 309, exp. 5, f. 67v es un documento en el que se excluye a Antonio y José Eslava de poder ser electos a un puesto público en 1787 “debido a que se les considera españoles, o por lo menos no son indios”. Estos mismos herma­ nos Eslava ya habían sido gobernadores indios anteriormente, y en esta ocasión fue­ ron excluidos debido a protestas, a nivel local, que utilizaron la dudosa calidad étnica de los Eslava como instrumento para deshacerse de ellos. Otros gobernadores indios de la época fueron igualmente hispanizados.

tuales, mexicanos y extranjeros, se establecieron en Tepoztlán y descu­ brieron en él una especie de prototipo del México auténtico. Más re­ cientemente, en los sesenta, movimientos locales en contra de los hippis utilizaron un discurso similar, invocando a la pureza rústica y el tradicionalismo. Esta misma pureza ha sido puesta en acción, en distin­ tas ocasiones, en contra de misioneros protestantes, en discursos que elevan el valor de la vida en Tepoztlán sobre las experiencias migratorias en Estados Unidos y, en los noventa, para movilizar aliados, tanto loca­ les como externos, en contra de dos proyectos que pretendían moderni­ zar al pueblo: un tren suburbano que correría de la ciudad de México a Tepoztlán y un proyecto de desarrollo que pretendía construir un campo de golf y un fraccionamiento urbano sobre tierras comunales. El último movimiento social fue tan importante que llevó, entre otras muchas cosas, a la destitución del cabildo municipal y la instala­ ción de un “consejo popular” en su lugar. Los mecanismos ideológicos aquí descritos fueron utilizados de manera muy efectiva durante la ce­ remonia en que se instituyó el nuevo consejo: Ante unas 3 mil personas reunidas en asamblea popular, Lázaro Rodríguez Castañeda rindió protesta como primer alcalde del “muni­ cipio libre, constitucional y popular de Tepoztlán”. En el acto simbó­ lico “El Señor de los Vientos”, El Tepozteco, le entregó el bastón de mando [artefacto cuyo uso como símbolo de poder probablemente se descontinuó antes del porfiriato y que hoy distingue a comunidades indígenas en otras regiones] como el nuevo tlatoani de esta comuni­ dad. El nuevo presidente municipal popular, que dirigirá los destinos de Tepoztlán, se comprometió a que por ningún motivo permitirá que se construya el club de golf El Tepozteco y que no dejará que el mu­ nicipio sea “patrimonio de ninguna oligarquía”. [La Jornada, Io de octubre de 1995.]

Si bien el “intruso” del cuento de Joaquín Gallo es retratado am­ biguamente como una especie de agente comunista, evangelista esta­ dunidense y antropólogo/sicólogo extranjero —y es, en efecto, fiel al uso político que en ocasiones se le ha dado al discurso sobre “la senci­ llez” de Tepoztlán— debemos agregar que también es el blanco del ataque popular contra ciertas dependencias de gobierno y grandes inversionistas. Esta estrategia coloca a Tepoztlán en la periferia por medio de una doble jugada: define a los tepoztecos como indios y tam­ bién como representantes auténticos del espíritu nacional (“popular”), con lo cual se legitiman movilizaciones políticas para negociar los tér­ minos de la ley y de la política estatal. El mismo discurso sirve también como una plataforma para quienes aspiran a puestos políticos locales, debido a que no niega la ignorancia del pueblo y, por lo tanto, otorga a

los dirigentes políticos mucho espacio para la negociación y la manipu­ lación. Es una ideología que puede ser utilizada tanto para defender al pueblo en contra de las acciones de un “agente externo” como para hacer un llamado a la necesidad de progreso. En suma, la posición objetiva que guarda Tepoztlán dentro de la economía política regional —su posición como periferia agrícola, como fuente de trabajadores emigrantes para Estados Unidos, el Distrito Fe­ deral y Cuemavaca, como municipio pobre dentro del sistema estatal y como sitio turístico— se reconoce culturalmente por medio de comple­ jos discursos de marginalidad. Sería un error, sin embargo, tomar lo anterior como una justificación para etiquetar a Tepoztlán simplemente como “una periferia”: ésta es una simplificación que confunde más de lo que aclara. Más bien, como lo indica la complejidad de tan sólo dos discursos marginantes que hasta ahora hemos examinado, podemos decir que Tepoztlán ha ocupado varias situaciones periféricas, muchas veces simultáneamente, según las distintas maneras en que se ha organizado el espacio político y económico. Como resultado de ello, un síntoma de marginación económica (por ejemplo, la actividad campesina) puede ser utilizada para reclamar un papel central en el discurso político, en este caso porque se es “indio”. La relación que guardan las ideologías de centro/periferia con las dinámicas de distinción en Tepoztlán será el tema de las siguientes secciones.

2. Indio de razón y notable en la organización del espacio urbano Un elemento clave de la ideología imperial española fue equiparar a la urbanidad con la civilización. El extremo opuesto del hombre urbano y civilizado era, desde luego, el bárbaro. A éste se le consideraba, si­ guiendo la doctrina de Aristóteles, un “esclavo natural”, en otras pala­ bras, una criatura carente de razón, cuya máxima esperanza era llegar a ser gobernada por una persona racional y, de esta manera, integrarse a la sociedad civil (véase Pagden 1982). El bárbaro era un ser enteramen­ te físico, de una fuerza bruta, entregado a sus emociones, un hombre salvaje, solitario por naturaleza. Desde luego que entre el hombre sal­ vaje y el aristócrata cultivado existían grados de civilidad o rudeza. Una consecuencia natural de este pensamiento fue que las señales de urbanidad se convirtieron en un factor importante dentro de las políti­ cas de distinción locales y regionales: la construcción de iglesias, pla­ zas y oficinas públicas es un claro ejemplo, pero existen otros, como la clasificación oficial otorgada a un asentamiento (ciudad, villa, pueblo,

rancho, cabecera, sujeto, etcétera), la distancia entre una casa y la plaza central o iglesia, la durabilidad de los materiales de construcción de la vivienda (parte del respeto que le merecieron los aztecas y los incas a los soldados españoles manaba del hecho de que construían edificios de piedra), el trazo de las calles (a partir del siglo xvm), la existencia y el trazo de los cementerios y, por último, las maneras y el porte general de los habitantes. En Tepoztlán, estos y otros elementos se han emplea­ do de diversas maneras y para distintos propósitos, y si bien aún no contamos con toda la evidencia que necesitaríamos para elaborar una historia de sus usos, sí existe documentación suficiente como para ofre­ cer un esbozo general del papel que ha jugado la urbanidad (y, por lo tanto, la “centralidad”) en las políticas de distinción a nivel local. En Tepoztlán, el primer censo importante posterior a la conquista fue llevado a cabo alrededor de 1540. Ha sido traducido del náhuatl al español por Ismael Díaz Cadena (1978) y analizado por Carrasco (1964). A pesar de que la interpretación de este documento es compleja, algu­ nos elementos interesantes se distinguen claramente. En primer lugar, “Tepoztlán” era, en aquella época, el nombre que se le daba a una juris­ dicción aproximadamente igual a lo que hoy es el municipio de Tepoztlán, pero que probablemente no era un pueblo nucleado.6 Esta jurisdicción, o altépetl, estaba conformada por nueve calpulli. En otras palabras, los tepoztecos de aquella época no llamaban a sus unidades primarias de vecindad con el nombre de “barrios” (término que ya apa­ rece en la Relación de Tepoztlán de 1580), sino que continuaban usan­ do el término náhuatl, el cual designaba a una unidad de organización social concebida como un patrilinaje con un territorio adjunto. De los nueve calpulli, Ateneo era el del tlatoani y, por lo tanto, era considerado el calpulli de mayor rango. Para el año en que se llevó a cabo este primer censo, un buen número de tepoztecos ya había sido bautizado, supuestamente por el dominico fray Domingo de la Asunción, de quien se dice que bautizó al antes mencionado Tepoztécatl y que derribó el ídolo principal dedicado al dios tutelar Orne Tochtli, para luego cons­ truir una iglesia provisional al pie de las escaleras que conducían al templo de Orne Tochtli, en la cima del cerro.7 6 Gerhard (1970) presenta una discusión acerca de la forma de los reinos precolombi­ nos en lo que hoy es el estado de Morelos. Lewis (1951): 21, muestra los sitios de ha­ bitación precolombina en relación a los patrones de asentamiento actuales. Antes de la conquista, probablemente en la época en que se levantó este censo, los tepoztecos habitaban una serie de asentamientos dispersos junto a las faldas de la sierra de Tepoztlán, y no estaban concentrados en un pueblo. Esto concuerda con la discusión que presenta Lockhart (1992): 15-20, acerca del altépetl. 7 Dávila Padilla (1955).

El censo muestra, además, que las unidades domésticas de los nobles incluían esclavos o siervos (mayeques) y que no toda la pobla­ ción local pertenecía a la etnia nahua tlahuica (Carrasco 1964 y 1976). Así, el censo indica la existencia de una estructura de clases cuyas prin­ cipales divisiones eran entre nobles, macehuales (plebeyos) y siervos o esclavos. Aparte de esto, el pueblo se dividía entre cristianos y paga­ nos, un hecho que se reflejaba en los nombres de las personas, cristia­ nos o indígenas. Por otra parte, el lugar de culto más importante del pueblo se encontraba en la montaña, lejos de los lugares de vivienda. Aproximadamente en 1550, los dominicos regresaron a Tepoztlán y comenzaron la construcción de un convento y una iglesia, con amplia capilla abierta y atrio. A pesar de que sabemos poco acerca del sitio específico donde se encontraban cada uno de los nueve calpul 1i antes de aquella época, es claro que estas unidades comenzaron entonces a ser identificadas como barrios, conservando el nombre original del calpulli y adoptando además un santo patrono. El calpulli noble de Ateneo se convirtió en el barrio de Santo Domingo Ateneo, adoptando el nombre de la orden mendicante que dominó al pueblo hasta su secularización a mediados del siglo xvm.8 Otros tres calpulli se convirtieron en los ba­ rrios de San Miguel, la Santísima Trinidad (calpulli Tlalnepantla) y la Santa Cruz (calpulli Teycapa). Los otros cinco calpulli se convirtieron en las aldeas circundantes de Santa Catalina, Santa María, Santo Domin­ go, San Juanico y San Andrés. De esta manera, cuatro de los calpulli fueron agrupados como barrios de la villa nucleada de Tepoztlán, mien­ tras que los otros cinco se convirtieron en sujetos de dicha villa. La dife­ rencia entre la villa y sus sujetos se acentuó, posteriormente, en términos de su urbanidad: la villa (a la que me referiré simplemente como Tepoztlán) contaba con la iglesia y el monasterio y —muy posterior­ mente— con el único cementerio dentro de la jurisdicción. Era, así mismo, la sede de gobierno de la “república”, establecida según las Leyes de Indias. Por otra parte, es probable que la identidad de Santo Domingo como barrio de nobles fuera suprimida poco a poco. Esto lo indica el hecho de que, al poco tiempo, los españoles prohibieron que los indios nobles tuvieran esclavos. En general, la estructura interna de cada ba­ rrio tendía a ser equivalente: cada barrio contaba con sus principales nobles y sus macehuales plebeyos, mientras que la jurisdicción entera cayó bajo el dominio de una o dos familias nobles que adoptaron ape­ 8 Gruzinski (1989): 105-172, presenta un recuento fascinante acerca de algunas de las maneras en que dicha secularización fue entendida y resistida en los Altos de Morelos, incluyendo la región de Tepoztlán.

llidos españoles. La más famosa y continuamente importante de estas familias fue la familia Rojas, cuyos miembros frecuentemente ocupa­ ron los principales puestos políticos desde el siglo xvn hasta principios del xx.9 De esta manera, centralidad y marginalidad fueron redefinidas paulatinamente durante el siglo xvi. Se estableció un centro del pueblo, con iglesia, plaza y edificios de gobierno, y cerca de él se fueron a vivir las personas más importantes. Por otra parte, la jerarquía entre los ba­ rrios se fue disolviendo, y la sustituyó una relación de igualdad es­ tructural y competencia. Esta relación de competencia se expresa por medio del esfuerzo que empeñó cada barrio en construir sus propios símbolos de urbanidad —sobre todo capillas— y también en el intento de algunos pueblitos circundantes por reducir su tributo a las autorida­ des indígenas de la villa.10 Así, en la jurisdicción colonial de Tepoztlán la centralidad se se­ ñalaba por medio de la urbanidad y la distinción cultural interna se disponía en consonancia general con esto. Por consiguiente, las élites tepoztecas (incluyendo algunos españoles) tendían a ocupar el centro del pueblo. Eran, asimismo, bilingües en español y náhuatl, vestían a la usanza española, montaban a caballo, etcétera, y de ésta manera ocupa­ ban una posición central en una organización espacial según la cual los pueblos españoles ocupaban el centro y las jurisdicciones indígenas la periferia. Además, la categoría de las aldeas circundantes —la cual por varios siglos se mantuvo casi enteramente análoga a la de los barrios de la villa— comenzó a cambiar lentamente conforme algunos de los ha­ bitantes de los barrios centrales se fueron hispanizando e identificando más cercanamente con las instituciones urbanas de Tepoztlán. El pro­ ceso entero puede visualizarse como un desplazamiento gradual: pri­ mero, de una inicial relación jerárquica entre calpulli a una tendencia hacia la igualdad estructural entre barrios (con una relación jerárquica entre el centro hispanizado y los barrios); después, de esta igualdad hacia una tendencia de ciertos habitantes de los barrios centrales de Tepoztlán a considerarse a sí mismos como más urbanos y menos “in­ dios” que los habitantes de los pueblitos y barrios más remotos. Esta fase se aceleró después de la independencia, gracias a la in­ troducción de un ideal de democracia política. Anteriormente, los go9 Véase Haskett (1991): 153-160 para la historia colonial de esta familia. Para infor­ mación acerca de la familia Rojas en los siglos xix y xx, véanse Lewis (1951) y Lomnitz (en prensa). 10 a g n , Criminal, vol.302, exp.4, F.206v-208 es un reclamo de parte del pueblo de San Andrés en contra de las prácticas de recaudación tributaria por parte de las autoridades de Tepoztlán.

bemadores indios habían sido elegidos por un consejo de principales (con representantes de cada barrio), controlado a su vez por el alcalde mayor español, o alguno de sus tenientes, en Cuernavaca. Así, la inclu­ sión política de la jurisdicción colonial era explícita en la selección misma de sus líderes, y el alcalde mayor contaba con poder suficiente para intervenir en contra de cualquier candidato que se postulara. Después de la independencia, la selección de autoridades locales se abrió a una mayor diversidad tanto de candidatos potenciales (ya no se requería provenir de una clase de indios principales) como de votantes (hasta llegar a incluir a todos los hombres adultos). Como resultado de ello, surgió un nuevo potencial de competencia entre los miembros de la élite local. Esta competencia acabó por consolidar un discurso que diferenciaba los ciudadanos progresistas, los revoltosos y los po­ bladores honestos pero incultos. Curiosamente, este mismo discurso fue convertido por el antropólogo Robert Redfield en una tipología que dividiría a los tepoztecos en “tontos” y “correctos” (1930: 205).

3.Dos estrategias para reelaborar la “centralidad” Por lo general, la dialéctica centro/periferia se ha dado en Tepoztlán como un producto local y no como una mera réplica de un sistema de distinción centrado en Cuernavaca o el Distrito Federal. Una de las convicciones más firmes que tuvo Redfield con base en sus observa­ ciones de 1926 fue que se trataba de una sociedad folk, es decir, un lugar que contenía su propio centro cultural, en el que la información y los artefactos culturales provenientes del exterior se procesaban y se asimilaban de manera muy selectiva. Aunque el interés de Oscar Lewis se centró más en entender cómo las condiciones y eventos nacionales afectaban a la sociedad local, no cuestionó el hecho de que dichas con­ diciones se reelaboraban a nivel local.11Ambos autores percibieron que las conexiones entre los intereses de las clases dominantes a nivel re­ gional y las dinámicas de distinción a nivel local eran mediadas de manera activa por los tepoztecos. En este sentido, el uso indistinto del término “subalterno” en relación a los tepoztecos y la cultura tepozteca presenta ciertas dificultades, ya que los tepoztecos frecuentemente han 11 De hecho, en Cinco Familias, Lewis (1959) contrasta la vida familiar tepozteca con los efectos del capitalismo sobre los pobres de la ciudad de México. Lewis pensaba que la razón por la cual “la cultura de la pobreza” era un fenómeno urbano no radicaba en que las condiciones materiales de la ciudad fueran peores que las de Tepoztlán — no lo eran— sino más bien en que la experiencia de la pobreza urbana no se encontraba mediada por una colectividad tradicional.

combinado el trabajo asalariado con formas de trabajo más indepen­ dientes, tales como la agricultura de subsistencia, la producción artesanal y el pequeño comercio. Por ello han preservado espacios políticos y culturales que se han visto limitados —pero no necesariamente ocupa­ dos— por las clases dominantes a nivel regional. Por consiguiente, ha habido resistencia contra las ideologías de centralidad que ya hemos revisado, desde su introducción a principios del periodo colonial hasta ya avanzada la segunda mitad del presente siglo, cuando la definición misma de centralidad comenzó a cambiar de manera significativa. En esta sección, deseo identificar dos estrate­ gias locales de manipulación de la centralidad: la primera es una forma de afirmar la disyunción entre la centralidad política y la centralidad moral; la segunda es una manera de apropiarse del centro según con­ venga. Estas dos estrategias ilustran los mecanismos ideológicos de resistencia/inclusión que están bien establecidos. En secciones poste­ riores revisaré la transformación de la dialéctica de centro/periferia en la historia contemporánea de Tepoztlán. La primera estrategia consiste en elaborar una orientación en la que se rechaza por completo la política profesional y todo discurso po­ lítico.12 Basada en ideas tradicionales acerca de la naturaleza de la sa­ lud y la enfermedad, así como en la complementariedad necesaria al interior de la familia campesina y en la importancia fundamental de la reciprocidad para asegurar la reproducción social y cultural, esta estra­ tegia logra presentar la agricultura como una actividad inherentemente “limpia” y a la política como “sucia”. La producción campesina es “lim­ pia” en teoría porque el campesino consume lo que produce: vive del sudor de su frente. En ella no se explota a persona alguna, pues se basa en una complementariedad “natural” entre los sexos —y entre jóvenes y viejos— dentro de la familia, así como en la reciprocidad entre fami­ lias.13 Estas relaciones de complementariedad e igualdad están en ar­ 12 Para una discusión más detallada acerca de esta estrategia y su utilización en la historia moderna de Tepoztlán, véase Lomnitz (1982): 292-307. 13 A pesar de que no he tenido la oportunidad de verificarlo, pienso que estas ideas en cuanto a la producción campesina pueden ser transferidas fácilmente a otras activida­ des en que ahora participan los tepoztecos, sobre todo al trabajo artesanal (albañiles, mecánicos autoempleados, panaderos, etc.) y al pequeño comercio. Greenberg (1994) presenta un ejemplo de este tipo de transferencias en su discusión acerca de la distin­ ción entre dinero “limpio” y dinero “sucio” que hacen los comerciantes mixes de Oaxaca. Su material sugiere que la ideología campesina guarda la capacidad de exten­ derse más allá de la agricultura, a otros tipos de trabajos. En esencia, el dinero de un comerciante es “limpio” si él o ella redistribuye las ganancias hacia la comunidad local y si los precios y préstamos a los miembros de la comunidad son baratos.

monía con las ideas tradicionales acerca de la salud, la nutrición y el cuerpo.14 La política, por otra parte, es inherentemente “sucia” debido a que el político se gana la vida produciendo conflictos que luego resuel­ ve. Por consiguiente, se debe desconfiar sistemáticamente del discurso político, ya que siempre oculta en sí un interés personal del político. El refrán popular que dice “a río revuelto, ganancia de pescadores” se utiliza frecuentemente para describir el modus operandi del político: su trabajo consiste en generar confusión para después aprovecharse del conflicto y obrar en beneficio propio. Por lo general, estas ideas pueden entenderse como una manera de reafirmar un modo de vida cuyo verdadero centro se haya en la sociedad local, ya que ellas conducen a reforzar las relaciones de complementariedad y reciprocidad al interior de las familias y entre ellas, y de paso propor­ cionan un punto de vista propio acerca de las metas y el sentido de la vida. De hecho, el estado, sus representantes y su actividad (los “políticos” y la “política”), así como los comerciantes y productores capitalistas, son percibidos como seres que viven de las contradicciones de la gente limpia; contradicciones que existen como resultado de “la necesidad” (como en el desafortunado caso de un individuo sin tierras), o bien por la necedad que lleva a algunos a pasar por alto los preceptos de la sabiduría local. Esta ideología no niega el poder del estado y el mercado; más bien considera al poder como un mal que en unas ocasiones hay que soportar y en otras combatir, pero jamás emular. La relación de la sociedad local con las de­ pendencias del estado se presenta, por lo tanto, no como una relación de inclusión complementaria, sino como una relación de explotación parasi­ taria. De esta manera, los focos regionales de poder son vistos no como centro de la sociedad local, sino como externos a ella. Existe una segunda estrategia —que contrasta con la anterior sin ser necesariamente incompatible con ella— para reelaborar la relación entre Tepoztlán y los centros de poder que lo incluyen: la he nombrado “la estrategia de las flores artificiales” en honor al episodio ya referido que se dio en la escuela local durante la década de 1860, en el cual un miembro de la comunidad fue enviado hasta el Distrito Federal, a pie, a comprar flores artificiales para ser entregadas como premio a los estu­ diantes.15 Esta estrategia consiste en exaltar objetos urbanizados o 14 Para una explicación acerca de las ideas tradicionales de la región en cuanto a la salud, véase Ingham (1970). El conocido estudio de Taussig (1980) acerca del capitalismo en Colombia desarrolla un análisis que contiene muchos paralelos con esta ideología tepozteca. 15 Para una discusión completa acerca de este evento y la importancia de esta estrate­ gia en la historia de la intelectualidad local, véase supra, tercera parte, capítulo 1.

industrializados, que a su vez representan artículos que, en su estado na­ tural, se encuentran abundantemente en el entorno local (por ejemplo, flores), lo cual sirve entonces de punto de acceso para vincular de manera selectiva a la sociedad local con la comunidad nacional o la élite cultural. El hecho de que los mismos tepoztecos se identificaran como “in­ dios” ante el emperador Maximiliano de Habsburgo, por ejemplo, fue una manera de exaltar una categoría urbana (el “indio”) que logra reelaborar elementos propios del entorno local. Al identificarse con el indio romántico de la mitología nacional, los tepoztecos pretendían conseguir un trato preferente dentro del estado nacional. Sin embargo, para poder utilizar esta estrategia también resultaba necesario aprender a manejar el discurso nacionalista y exhibir dicho aprendizaje en público. No es coincidencia, por lo tanto, que a partir de los años 1860 aquellos tepoztecos que optaron por utilizar esta estrategia hayan sido promoto­ res activos de la escolaridad, a la vez que insistieron en actividades tales como aprender el himno nacional en náhuatl o participar en exhi­ biciones del folclore local en escuelas o manifestaciones políticas. Además de servir como instrumento para plantear reclamos polí­ ticos ante el estado nacional, y para promover instituciones estatales e ideales de urbanidad a nivel local, esta estrategia ha sido utilizada, se­ gún convenga, para comercializar a la cultura local o bien para proteger a ciertos recursos de las indómitas fuerzas del mercado. La adopción de discursos urbanos acerca del valor del aire puro, la belleza pintoresca del pueblo, y aun de la “vibra” de la montaña y la pirámide, ha servido para defender a los recursos locales contra la invasión de inversionistas corporativos no deseados, pero también para comercializar la belleza local, bienes raíces, etcétera. Así, la acción de equiparar recursos loca­ les con valores urbanos ha servido para una variedad de fines: como prueba del potencial de progreso local (y así movilizar a la gente); como una manera de reclamar un papel en las narrativas nacionales acerca de la historia y el progreso (y así conseguir protección estatal e inversionistas); como una manera de crear un mercado para ciertos re­ cursos locales; y como una razón para detener ciertos proyectos no de­ seados, de origen capitalista o estatal. El mismo discurso que se utiliza para vender a precio altísimo un terreno sin valor agrícola, pero con buena vista a la montaña, se usa para detener la construcción de un edificio que va a estorbar dicha vista. El mismo discurso que se utiliza para convencer a otros tepoztecos de “trabajar por el progreso” se usa también para impedir la entrada de ciertas formas de inversión o de intervenciones estatales no deseadas. Por lo tanto, si bien es cierto que una dialéctica de centro/periferia ha jugado un papel fundamental en la historia de la cultura local desde

principios de la época colonial (por lo menos), y a pesar de que Tepoztlán puede describirse aceptablemente, en términos generales, como una “periferia” (debido a que sus centros son extensiones de otros centros más significativos y a que las condiciones locales de produc­ ción han sido dictadas por grupos dominantes que han favorecido otros espacios), debemos reconocer también la existencia de ideologías y prácticas locales que manipulan los conceptos dominantes de centro/ periferia de distintas maneras: desde rechazar la legitimidad de los centros de poder como auténticos centros de valor, hasta una reelabo­ ración selectiva de las relaciones de centro/periferia, con el fin de transformar y reubicar a la sociedad local con relación al estado y el mercado.

4. La lucha de clases y las redefiniciones de centralidad He argumentado que, si bien resulta legítimo clasificar aTepoztlán como una periferia económica y política, a su vez el pueblo ha sido también un centro de poder en todo momento, tanto de manera indirecta (Tepoztlán como espacio productivo) como directamente, en forma de agentes y agencias y en la ideología y producción cultural local. He descrito, asimismo, dos estrategias distintas que se utilizan para replantear o ma­ nipular las relaciones de centro/periferia a nivel local. En la presente sección, busco aclarar la importancia social de estas estrategias, ins­ peccionando la manera en que se disputó la centralidad en un momento especialmente conflictivo, al terminar la revolución mexicana. El conflicto entre clases es, a menudo, un tema latente en la histo­ ria política de Tepoztlán. Suele manifestarse en batallas políticas que rebasan las clases. No obstante, el lenguaje de la lucha de clases forma un tipo de discurso que James Scott ha llamado un “texto encubierto”, lo cual se refiere al hecho de que la mayoría de las formas de lucha de clases en que participan los campesinos no se expresan de manera abier­ ta, pues estos optan generalmente por formas de expresión más obli­ cuas. Aun así, una excepción histórica a esta regla se dio en los años inmediatamente posteriores a la revuelta zapatista de 1910-1919. Los tepoztecos sufrieron enormemente durante la revolución. El pueblo fue incendiado en varias ocasiones y el ejército federal se llevó a un gran número de hombres y mujeres, mientras que otros se unieron a los zapatistas. Los tepoztecos pacíficos se vieron obligados a huir a las montañas durante meses enteros, padeciendo del hambre y enferme­ dad, mientras que otros huyeron al Distrito Federal, Cuernavaca o Yautepec, Lewis (1951):231-235.

En muchos sentidos, el proceso revolucionario destruyó las institu­ ciones principales del porfiriato. En 1911, los comandantes zapatistas quemaron los archivos municipales en que se guardaban los registros de la propiedad. Las casas de los caciques locales y los curas de la iglesia, y aun la iglesia misma, periódicamente se convertían en cuarteles, mien­ tras que las principales haciendas de la región quedaron hechas cenizas. Aún así, la destrucción de la región no condujo a una unidad popular: los zapatistas se encontraban divididos entre sí y una buena parte de los líde­ res locales murieron en pugnas internas. Además, resultaba imposible adivinar cuál de los dos bandos —zapatistas o federales— acabaría vic­ torioso, de modo que los pobladores se veían obligados a aprender a con­ vivir con ambas facciones. Si bien la mayoría de la gente pacífica del pueblo simpatizaba con los zapatistas, solía considerar que ambos ban­ dos eran indudables amenazas (aunque en distintos grados). Cuando por fin llegó la paz al pueblo, en 1918, no fueron los zapatistas los que se opusieron al mando de un oficial federal relativa­ mente benigno: la oposición principal provino de las élites, que preten­ dían recuperar el control del gobierno local, en vista de que la derrota de Zapata era ya prácticamente un hecho. Además, la mayor parte de los tepoztecos que lucharon con Zapata regresaron a Tepoztlán convertidos casi en extraños —como le sucedió al protagonista de la extraordinaria biografía Pedro Martínez (Lewis 1964: 119-120)—, para descubrir que muchas de sus pertenencias habían sido tomadas y vivir con el temor de ser identificados políticamente como rebeldes. Estos temores surgían no sólo por la derrota militar del zapatismo, sino porque la mayor parte de los zapatistas de Tepoztlán se habían dispersado en distintos grupos ar­ mados y retomaron al pueblo sin formar una unidad organizada. Si bien en 1919 la derrota del zapatismo era ya un hecho definiti­ vo, esto no llevó a la reconstrucción del sistema porfiriano. La ocupa­ ción de la presidencia por el general Alvaro Obregón en 1920 llevó a los zapatistas al gobierno del estado de Morelos. El general Genovevo de la O fue nombrado comandante militar de la región y los zapatistas de Tepoztlán pudieron expresar abiertamente sus convicciones y sus esperanzas de una reforma agraria. Las familias notables del pueblo habían emigrado a la ciudad de México desde comienzos de la revolución y establecieron una colonia de exiliados en Tacubaya. Este grupo de exiliados —que incluía no sólo a los caciques principales del pueblo, sino también a los intelec­ tuales más importantes y a otras muchas personas de origen más humil­ de—, al ver que no existían condiciones favorables para su retomo al pueblo, formaron una asociación civil, la Colonia Tepozteca, que fun­ cionaba simultáneamente como sociedad histórica, grupo de acción

social y grupo político. La colonia tomó un papel activo un la reactiva­ ción de la educación tepozteca y comenzó a publicar un periódico en Tepoztlán, usando fórmulas retóricas que recuerdan al indigenismo de la intelectualidad prerrevolucionaria. Aun así, no todos los miembros de la colonia tepozteca buscaban restaurar el cacicazgo a la antigua. Al contrario, varias figuras promi­ nentes de la colonia se habían afiliado a la Confederación regional obrera mexicana ( c r o m ) , organización socialista que dominaba la política del Distrito Federal a principios de los veinte.16 Esta transformación de la clase letrada permitió la conformación de una política local zapatista que no había surgido durante los confusos años de la insurrección ar­ mada. Los zapatistas tepoztecos se aliaron a la directiva de la c r o m en la ciudad de México, izaron la bandera roja y negra del anarcosindicalismo y crearon la Unión de campesinos tepoztecos, afiliada a la c r o m , con el apoyo del gobernador del estado, así como del mismo presidente Obregón. Además, existía una familia de campesinos tepoztecos, los hermanos Hernández, que habían sido oficiales de Genovevo de la O y que pronto se convirtieron en el brazo armado del movimiento. No ten­ go espacio para detallar aquí la manera en que se desenvolvió la turbu­ lenta política de los años veinte, por lo que me ocuparé únicamente de detallar la manera en que el espacio social y la centralidad fueron reconfigurados durante dicha década.17 (Como vimos anteriormente, la idea misma de civilización depen­ día de símbolos de urbanidad, los cuales se hallaban en el centro del pueblo, que incluía la iglesia, el mercado, la sede de gobierno y las casas de los ciudadanos más poderosos. Este concepto de civilización podía, en ciertas condiciones, expandirse del centro hacia afuera, una tendencia que se manifestó en la urbanización de los barrios y la reno­ vación de sus capillas, así como en la expansión de la educación, la adopción de modales urbanos —incluyendo vestimenta y calzado— y la adopción de ciertos muebles (principalmente camas, a principios del siglo xx, pero también sillas y mesas y, posteriormente, estufas, sofás, radios, televisores, etcétera). La modernización se dio principalmente a nivel individual, por medio de educación, usos del lenguaje y formas de consumo que distin­ guían a los “indios” de la “gente decente”, a los “huarachudos” de los “catrines”, a los que usan el tenedor, la cama y la mesa, de los que comen 16 Para una discusión acerca del papel crítico que jugó la c r o m en la base de poder de Obregón, véase Meyer (1971). 17Para más información acerca de este proceso, véanse Lomnitz (1982): 157-74; Lewis (1951): 235-240.

con tortilla, duermen en petate y se sientan en banquitos para comer alre­ dedor del tlacuil. Aun así, el “progreso” también era visualizado de ma­ nera colectiva cuando se otorgaban a ciertos lugares unos atributos más civilizados y modernos, dependiendo de si contaban con carreteras, elec­ tricidad, iglesias, casas construidas con materiales duraderos, etcétera. Durante el porfiriato y los años veinte y treinta, el progreso en Tepoztlán se expresó también como competencia entre los barrios.18 El hecho de que las élites locales vivieran en los tres barrios “de abajo”, junto a la plaza, permitió que dichos barrios fueran identificados como los más fuertes, ricos y civilizados, a pesar del hecho —demostrado por Lewis (1951: 26; 119-123)— deque también muchos “huarachudos” vivían en ellos. No sorprende, pues, que los conflictos posrevoluciona­ rios en tomo a la definición de la centralidad se manifestaran en la con­ cepción misma del espacio urbano. La situación política de los veinte produjo intensos conflictos en­ tre la vieja élite porfiriana y los miembros de la nueva Unión de campesi­ nos tepoztecos (ucr) en tomo al control de la presidencia municipal, el control de la milicia y la explotación de los bosques comunales. Estos conflictos llevaron a una reconfiguración del espacio social, incluyen­ do la definición misma de “el centro”. Los miembros de la u c t pensaban que las demandas campesinas po­ dían enlazarse con un movimiento nacional y uno regional, representados por la c r o m y el zapatismo respectivamente. Los campesinos tepoztecos radicalizados se imaginaban una comunidad libre de una élite terrateniente local, pero que aún así podía tomar parte en la política nacional. Por esta razón intentaron marginar a la vieja clase de caciques que tradicionalmente había representado al centro nacional dentro del pueblo. En grandes mani­ festaciones públicas realizadas bajo la bandera roja y negra, los activistas clamaban por la muerte o la expulsión de los caciques locales. Resulta significativo el hecho de que en esa época los caciques eran conocidos como “los centrales”, es decir, los del centro del pueblo. Por su parte, “los centrales” definían a los miembros de la u c t como “bolcheviques” y, en una jugada estratégica audaz, como “los de arriba”, es decir, habitantes de los cuatro barrios distantes de la plaza, cuyos habitantes no podían competir en expresiones rituales de urbani­ dad tales como las costosas celebraciones del carnaval. Por medio de esta estrategia, los centrales buscaban mantener la vieja ideología de 18 Vaughn (1994) argumentó que la competencia entre pueblos rurales del estado de Puebla durante los años veinte y treinta — expresada por medio de su participación en ligas de fútbol— fue crucial para la expansión de la escolaridad a nivel local. Yo he presentado un argumento general en relación a la conexión de estos procesos con la historia de las esferas públicas mexicanas, en Lomnitz (1995).

centro/periferia que concebía al “partido del progreso” como un movi­ miento que se expandía del centro hacia afuera, el cual lograba incluir a una parte de los pobres —por lo menos aquellos que habitaban los mismos barrios que los ricos. En otras palabras, los centrales se resistían fuertemente a ser iden­ tificados como ricos o como viejos caciques. Querían ser vistos como progresistas cuyo interés consistía en mejorar la educación y las condi­ ciones materiales del pueblo. Se esforzaban por no parecer hostiles ha­ cia la gente pobre del lugar. Así, en un ejemplo típico de lo que antes llamé “la estrategia de las flores artificiales”, un escritor que firmaba con el seudónimo de el Tepoztécatl se dirigía regularmente a los tepoz­ tecos desde las páginas de El Tepozteco —periódico producido por la Colonia tepozteca— escribió: Nuestros más humildes vecinos, una vez investidos con la represen­ tación de funcionarios públicos, son merecedores de toda incondicio­ nal obediencia, no sólo por la representación de la autoridad que po­ seen, sino porque se la atraen tanto por su moralidad en su actuación pública, como por sus buenas costumbres personales. [Io de diciem­ bre de 1921, p.3.]

Al adjudicarse la voz de Tepoztécatl para dirigirse a sus compa­ triotas, parece que este columnista clamaba por el poder político del campesinado. En realidad, estaba recalcando la importancia fundamental de mantener un comportamiento “progresista” en los puestos políticos: ¿Qué se espera de un pueblo que se halle regido por autoridades vicio­ sas, que, olvidando la representación de que inmerecidamente están investidas, perdida toda dignidad y en consorcio vil con sus emplea­ dos (indignos también), en vez de patentizar su moralidad y buena conducta, escandalizan públicamente en estado de ebriedad tal, que por sus actos indecentes no merecen más que su destitución inmedia­ ta y un castigo ejemplar? [Ibid. p.3.]

Aun este llamado aparentemente neutro a favor de un comporta­ miento civilizado insiste sutilmente en las políticas prerrevolucionarias de distinción, al hacer un llamado a la religiosidad,19 la moral pública y la valoración de la educación.20 19 Véanse, por ejemplo, todos los artículos firmados por “Alexis” en El Tepozteco durante los 20, en a h t . Alexis fue el seudónimo del padre Pedro Rojas, un nativo de Tepoztlán y miembro de la ilustre familia del mismo apellido. 20 En una reveladora admonición, el mismo escritor pide a las autoridades municipa­ les: “Si nuestra ignorancia obstaculiza los buenos deseos que nos animan, si el desco­ nocimiento de reglamentos y demás se interpone a nuestros propósitos, lleguemos prestos a nuestra ilustrada Secretaría municipal que, bondadosa, descorrerá el velo de la ignorancia que nos abruma...” (El Tepozteco, Io de febrero de 1921, p.3).

Por otra parte, el enorme cuidado que la vieja élite empeñó en este asunto —procurando no descalificar al liderazgo local meramente por sus orígenes de clase, sino juzgarlo con base en su distinción— refleja el poder que había cobrado el movimiento enemigo. No es coin­ cidencia el hecho de que casi todos los artículos políticos publicados en El Tepozteco aparecieran bajo seudónimos (principalmente El Tepoztécatl y Alexis, lo azteca y lo helénico) y que adoptaran un tono impersonal y supuestamente imparcial. Al presentar a su facción como el partido de la educación, los centrales buscaban equiparar las divisio­ nes políticas de la época con una distinción entre gente digna y recta y gente inmoral, y rechazar aquella visión que ponía a los campesinos de todos los barrios en contraposición con los habitantes del centro. Este episodio ilustra cuán vulnerable era el centro en la periferia, así como la existencia de criterios alternativos para marginarse o in­ cluirse en un sistema de distinción, ya que mientras los simpatizantes de la Unión de campesinos tepoztecos usaban la clase social como cri­ terio exclusivo de inclusión/exclusión (“el pueblo” versus “los caciques”, “el pueblo” versus “los centrales”), sus contrarios invocaban una distin­ ción basada en la urbanidad, la cual puede interpretarse como una división entre los barrios de abajo y los de arriba, en la que los habitan­ tes de los barrios altos eran calificados de “indios” pobres e ignorantes (c/. Redfield 1930: 220; Lewis 1951:26). Así, un llamado al progreso, aparentemente inocuo, servía, de hecho, para reconfigurar el espacio urbano en reacción a un modelo campesino de centro/periferia basado en las clases sociales. Una importante innovación dentro de la política de los años veinte fue la existencia de un intento ideado por algunos campesinos pobres para controlar el gobierno local y, así, romper el vínculo entre el poder del estado y el poder del dinero. Sin percatarse de ello, fue este fenómeno novedoso el que Redfield (1930: 68) reflejó cuando, con ingenuidad, cla­ sificó a la política como una ocupación “tonta” (o sea, inculta o india). Si bien es posible que esto haya sido cierto en 1926, resultaba enteramente falso en la época anterior a la revolución. De hecho, la idea de hacer del pueblo entero el baluarte campesino de una unión popular de trabajado­ res cuya fuente principal de apoyo gubernamental provenía de la presi­ dencia nacional se alejó de manera profunda del modelo espacial prerrevolucionario, en que el gobernador del estado, uno de los hacendados de la región, nombraba al jefe político subregional y dominaba la presi­ dencia municipal en alianza con las élites económicas locales. De esta manera, los términos y la naturaleza misma de la presencia del poder estatal y de mercado eran objeto de una política local que se manifestaba en la pugna por las categorías locales de centralidad y marginalidad.

5. Reconfiguraciones recientes de centralidad y marginalidad He sugerido en un trabajo anterior (1992: 130-132) que el análisis de la cultura regional puede efectuarse tomando en cuenta la manera en que se interrelacionan, en un lugar específico, las formas —residuales, do­ minantes y emergentes— de organización del espacio administrativo y económico. En el caso de Morelos, claramente existió una organiza­ ción muy duradera del espacio económico, basada en la interdependencia entre las plantaciones de arroz y azúcar de los valles y los pueblos de los altos, los cuales padecían escasez de tierras y de agua. Esta organi­ zación entró en una etapa crítica durante las últimas décadas del siglo xix debido a una serie de factores —incluyendo un aumento en la pro­ ducción de las haciendas azucareras, una mayor demanda de tierras debido al crecimiento de la población y el ascenso de una burguesía agraria en los pueblos— que provocaron un aumento progresivo de las tensiones entre los pueblos y las haciendas. Fue en esta coyuntura que estalló la revolución, destruyendo las haciendas de la región e inician­ do una nueva etapa de organización del espacio económico. A pesar de que algunos aspectos del antiguo sistema económico cobraron nueva vida después de la revolución (cf Warman 1976), la organización económica de Morelos jamás recuperó los rasgos nítidos de las épocas anteriores. La industrialización de ciertas zonas comenzó en los años cincuenta. La importancia del turismo, los bienes raíces y la construcción se ha incrementado de manera continua, sobre todo a par­ tir de los sesenta. Se han cambiado los cultivos y la migración estacional a Estados Unidos va y viene. Estos y otros factores han contribuido a formar una serie de relaciones económicas de mucha mayor diversi­ dad, las cuales a su vez se traducen en una multiplicación de los “cen­ tros” económicos que tienen injerencia en pueblos como Tepoztlán. En general, estas transformaciones han alterado el orden jerárqui­ co que alguna vez existió entre las localidades, alejándolas cada vez más de un sistema que se caracterizaba por una relación directa entre los espacios económico y político, llevándolas a un sistema que contie­ ne importantes disyunciones entre la administración política y la cre­ ciente variedad de intereses económicos. En algunos casos, los cam­ bios en la organización espacial de la economía han reforzado la vieja distribución centro/periferia de los campos agrícolas de la región. Tal fue el caso, por ejemplo, de la industrialización, que se llevó a cabo aprovechando no sólo la infraestructura preexistente de las principales ciudades de la región, sino también la mano de obra barata que se podía obtener de las periferias campesinas. Sin embargo, otras actividades, como el turismo y la construcción de casas de fin de semana, operan

con base en una lógica independiente de los principios de organización espacial que operaban en la época agraria. En esta última parte, revisaré algunos aspectos de la reconfigura­ ción de la dialéctica centro/periferia en Tepoztlán desde los años cincuen­ ta. Argumentaré que, a pesar de que la vieja dialéctica de distinción logró transmitir los ideales del progreso a todo el pueblo —trascen­ diendo las antiguas divisiones entre el centro y los barrios, y aun aque­ llas entre “los de arriba” y “los de abajo”— , el resultado no ha sido una simple incorporación de Tepoztlán y de los tepoztecos a una moderni­ dad cultural estandarizada (en caso de que exista tal estándar). En vez de ello, el espacio que se formó históricamente gracias a la lucha por el poder y la distinción social local ha dejado lugares abiertos a formas de subjetividad que no son definidas sencillamente por los discursos e ins­ tituciones estatales.21 Este espacio puede ser identificado si prosegui­ mos hasta el presente nuestro análisis de la dialéctica centro/periferia. Hemos visto que, a partir de la independencia, ha existido en Tepoztlán un movimiento de civilización y progreso. Dicho movimien­ to fue impulsado por una competencia entre individuos, así como entre pueblos y barrios. El “progreso” también requirió que la cultura e his­ toria local se identificaran con elementos de la mitología nacional, lo cual sirvió para muchos propósitos, no siempre conmensurables, entre los cuales están: elevar la posición de la intelectualidad local y de la élite política, hallar un mercado externo para ciertos recursos locales y defender a Tepoztlán de algunos proyectos de desarrollo impulsados por el estado o por la iniciativa privada.22 Por otra parte, también he señalado la existencia de un discurso anti-político y, hasta cierto grado, anti-progresista, el cual dice que, idealmente, la comunidad es autárquica 21 En este aspecto, la geografía cultural por la cual he estado abogando aquí puede servir como una manera de corregir el análisis de Michel Foucault sobre la omnipresencia del poder en la era moderna. Pues si bien instituciones tales como escuelas, prisiones y hospitales en efecto se encuentran esparcidas por la región (aun­ que sea de manera irregular), y a pesar de que sí se basan en el panóptico como una técnica para incorporar las relaciones de poder a las subjetividades de la población, lo cierto es que lugares tales como Tepoztlán han batallado con algún éxito para mante­ ner un cierto grado de autonomía de las instituciones estatales y que en la época mo­ derna Tepoztlán depende de múltiples centros económicos, ninguno de los cuales pue­ de hacerse cargo enteramente de las necesidades del pueblo. Esto significa que la reproducción de una sociedad local en la que las relaciones con las instituciones esta­ tales se distinguen todavía por el uso de lo que Foucault llamó “fuerza” (es decir, presiones económicas y coercitivas directas) sin que el “poder” se haya subjetivado enteramente. 22 Para una discusión acerca de estos movimientos hasta 1980, véase Lomnitz (1982), capítulo 3.

y está compuesta de unidades habitacionales independientes. Este dis­ curso puede aliarse al de los nacionalistas progresistas, ya que la exis­ tencia misma de una cultura tradicional es un importante instrumento para reclamar posiciones ante el estado, pero también puede servir —y ha servido— en contra del “progreso”, al ser utilizado para oponerse a numerosos planes estatales y privados. (El último ejemplo de este uso: las manifestaciones masivas recientes en contra de la construcción de un club de golf.) La adopción de instituciones modernas en Tepoztlán está media­ da por esta compleja red de relaciones y discursos. Ahora pasaré a ex­ plorar algunos de los trazos de esta red, discutiendo la manera en que el turismo, el surgimiento de empleos profesionales y asalariados y el in­ cremento de la migración transnacional han afectado a la dialéctica centro/periferia a nivel local. Mi meta es mostrar que la reconfiguración contemporánea de las relaciones centro/periferia aún deja un espacio significativo para una sociedad local. También quisiera sugerir que la modernidad cultural tiene implicaciones particulares para la formación de sujetos sociales en esta periferia. Cuando comenzaron a circular rumores acerca de los planes para la construcción de la primera carretera entre Tepoztlán y Cuernavaca, la idea fue recibida con entusiasmo: “Si esto se llega a realizar será una mejora de grande importancia, pues ya será visitado con frecuencia por excursionistas extranjeros y del país.” (El Tepozteco, Io de abril de 1922:4). La imagen que los tepoztecos se formaron entonces fue de turistas que vendrían por el día (“excursionistas”), visitarían la pirámide y gastarían unos cuantos pesos en puestos de comida o quizás en alguna posada. Las cosas, sin embargo, se dieron de manera muy distinta. La carretera que corre de Tepoztlán a Cuernavaca fue terminada en 1936, y Tepoztlán efectivamente recibió algunos excursionistas du­ rante los años cuarenta y cincuenta, además de unos cuantos artistas e intelectuales prominentes, algunos de los cuales ayudaron a conseguir recursos estatales para el pueblo.23A partir de los sesenta, sin embargo, la naturaleza y la escala del turismo y la colonización comenzaron a cambiar de manera dramática. En 1965 se construyó una autopista directa al Distrito Federal, con la cual se hace menos de una hora de camino de México a Tepoztlán. Como resultado, comenzaron a proliferar las casas de fin de semana y 23 El poeta Carlos Pellicer donó su colección privada de artefactos precolombinos al nuevo museo arqueológico de Tepoztlán (la anterior colección del pueblo quedó des­ truida durante la revolución). El proyecto de investigación de Oscar Lewis trajo asis­ tencia médica al pueblo en los cuarenta, y se buscó la ayuda de otras visitas prominen­ tes para obtener electricidad y una escuela secundaria, Lomnitz (1982): capítulo 2.

el precio de los bienes raíces comenzó a aumentar. Una buena parte del valle de Atongo, al este del pueblo, había sido comprada en los cuaren­ ta por tres inversionistas, quienes, a su vez, lentamente fueron vendien­ do terrenos, principalmente a familias que mantienen un cierto estilo de vida rústico, pero que son ricas según los estándares del pueblo. A partir de los ochenta, especialmente después de la catástrofe del terremo­ to de 1985 en el Distrito Federal, un gran número de familias de clase media y clase alta se mudaron aTepoztlán de manera permanente, estable­ ciendo escuelas para sus hijos y comprometiéndose en grados variables con la sociedad local. Para comienzos de los noventa, el precio de la tierra en Tepoztlán se hallaba entre los más altos del país y el pueblo contaba con la presencia de famosas personalidades, incluyendo intelec­ tuales, artistas, financieros y políticos. Por otra parte, el gran número de visitantes que diariamente acude a visitar la pirámide y el mercado ha provocado un gran auge del comercio local —sobre todo en el merca­ do y los alrededores de la plaza—, y el pueblo ahora cuenta con varios hoteles, restaurantes, una discoteca, tiendas de videos, etcétera. Gracias al turismo y a la colonización se han dado complejos pro­ cesos de mercantilización, los cuales han transformado la dialéctica de centro/periferia. En primer lugar, los colonizadores y habitantes del valle de Atongo han adquirido una especie de identidad colectiva que los distingue del pueblo. A pesar de que muchos de ellos guardan buenas relaciones con el pueblo, cuando llegan a surgir tensiones son califica­ dos de “fuereños” o “tepoztizos”. Por otra parte, la diferenciación so­ cial y cultural que se basaba en los ocho barrios tradicionales ha sido borrada, ya que todos los barrios se han visto igualmente urbanizados y el costo del terreno es el mismo en todo el pueblo. El gran valor que ha adquirido la vista del paisaje hace que ya no sea particularmente desea­ ble vivir cerca de la plaza, y la élite local se ha visto sobrepasada enor­ memente en riqueza por algunos de los nuevos habitantes. Así, en las últimas cuatro décadas se ha eliminado la división tradicional que exis­ tía entre el centro del pueblo y los barrios, y ha surgido una división entre el pueblo y el valle, así como divisiones entre los viejos barrios tradicionales y algunos asentamientos nuevos en las afueras del pue­ blo, los cuales son más pobres, cuentan con menos servicios urbanos e incluyen un número significativo de inmigrantes de Guerrero y Oaxaca. En segundo lugar, el auge del mercado de bienes raíces ha hecho que el valor agrícola ocupe un lugar secundario en la organización del espacio. Este factor se ha combinado con cambios a largo plazo en la economía familiar, hasta borrar casi por completo la antigua identidad de Tepoztlán, una periferia vinculada a un centro agrícola ubicado en los valles. El crecimiento de la industria de la construcción local, del

pequeño comercio orientado al turismo y del servicio para las casas de fin de semana ha convertido a Tepoztlán en un receptor de trabajadores inmigrantes, y el trabajo agrícola asalariado en las plantaciones de los valles ha desaparecido casi completamente. Este proceso no se dio sin sus conflictos y resentimientos —en relación, por ejemplo, al consumo de agua que implica regar los jardines y llenar las albercas de los visi­ tantes de fin de semana, mientras que la agricultura local carece de irrigación— pero ha avanzado de manera inexorable, convirtiendo a la agricultura en una actividad económica complementaria. En tercer lugar, el turismo y la colonización han acarreado la adop­ ción de una serie de valores ligados al consumismo: la presentación de Tepoztlán como un sitio “natural”, “tradicional” y “pintoresco” ha teni­ do un enorme éxito de mercado. Lo mismo ha sucedido con la concep­ ción del lugar como sede de un estilo de vida alternativo al de la ciudad, un proceso que abrió el pueblo aun mercado de aretes, incienso, crista­ les, lecturas del tarot y clases de Tai-Chi, así como artesanías produci­ das en otros lugares pero vendidas localmente a los turistas. Desde el punto de vista de las relaciones centro/periferia, este pro­ ceso ha dado un nuevo giro al “nativismo” tepozteco, que antaño había servido principalmente para ligar al pueblo con una mitología nacional y para presentar peticiones ante el estado. La oferta de Tepoztlán como escenario de una gran belleza natural y una tradición cultural alternati­ va ha traído al pueblo una especie de multiculturalismo que incluye chalecos de Guatemala, incienso, máscaras de Guerrero, herbolaria tra­ dicional, Kung-Fu, Guru Mai, etcétera. La construcción del lugar ahora combina la identificación “nativista” de Tepoztlán como centro de lo mexicano con construcciones provenientes del movimiento hippi y, sobre todo, de aquella interesante mezcla de tradiciones espirituales conoci­ da como new age. En conclusión, el turismo y la colonización han alterado dramática­ mente las dinámicas de distinción en Tepoztlán. A pesar de que el tu­ rismo no da empleo a todo el pueblo, ha afectado el precio de la tierra, los patrones de urbanización y la definición de lo que constituye un recurso natural. Desde la perspectiva de los centros económicos, el pueblo ha pasado, de un lugar en que se producía mano de obra agrícola barata, a ser un lugar en el que las personas de la ciudad pueden encontrar un descanso y una forma de vida alternativa. Así, Tepoztlán ha dejado de ser una periferia de los valles de Morelos para convertirse en periferia del Distrito Federal (y aun de otras ciudades); también ha dejado de ser un proveedor de mano de obra, pastizales y madera para las haciendas cercanas y se ha convertido en un proveedor de belleza escénica y otros bienes y servicios para los turistas y colonizadores. Estos procesos han

ayudado a una muy rápida expansión de los servicios urbanos en Te­ poztlán y, por lo tanto, a una casi total desaparición de las diferencias económicas entre el centro del pueblo y los barrios o entre los barrios de abajo y los de arriba. Nuevas divisiones han surgido, sin embargo, entre los colonizadores del valle —que en ocasiones son descritos como “extranjeros”, acaudalados, excéntricos o sexualmente promiscuos— y los “verdaderos” tepoztecos. Estas divisiones entre verdaderos tepoz­ tecos y recién llegados han alcanzado ocasionalmente hasta un antago­ nismo hacia los trabajadores inmigrantes, que son principalmente de Guerrero, pero pueden venir de tan lejos como Oaxaca e incluso Guate­ mala. Por último, la agricultura campesina ha disminuido en importan­ cia (y no sólo debido al turismo), pero subsiste como una actividad complementaria para las familias. Un segundo y simultáneo cambio que ha afectado la dialéctica centro/periferia a nivel local ha sido el aumento del profesionalismo y el trabajo asalariado. A partir de los años treinta, los tepoztecos comenza­ ron a invertir en la educación de sus hijos. Este proceso, que recibió apoyo por parte de visitantes con influencias políticas, dio a Tepoztlán una ventaja educativa sobre la gran mayoría del estado de Morelos. Para los años setenta ya existía un buen número de maestros de escuela tepoztecos, y hoy en día existen profesionales tepoztecos en una gran variedad de campos. El desarrollo de la educación local fue financiado, en un principio, mediante la venta de madera y carbón provenientes de los bosques comunales pero, a partir de los cincuenta, recibió financiamiento proveniente de la industria local de la construcción y del trabajo en las nuevas industrias en Cuernavaca. Este proceso, sin embargo, no llevó a una asimilación completa de los tepoztecos al trabajo de oficina o como técnicos u obreros, debi­ do a que el momento de mayor producción de graduados de preparato­ ria y universidad —que comenzó a finales de los setenta— coincidió con una baja repentina del empleo en estos sectores. Como resultado de esto, los tepoztecos educados se vieron obligados a esforzarse por ge­ nerar sus propias fuentes de empleo y/o por controlar las fuentes loca­ les de empleo, con lo cual estos sectores educados se han orientado de manera importante hacia la vida comunitaria y a considerar a Tepoztlán como un lugar crucial para su reproducción. Este giro se refleja en que, en años recientes, una parte del liderazgo y la militancia en contra de proyectos tales como el campo de golf y el tren ligero provienen de este sector de tepoztecos educados. Esto que parece paradoja puede entenderse mejor si reconocemos que la profesionalización y la mano de obra especializada para la in­ dustria presentan a Tepoztlán otra nueva estructura de centro/periferia,

en la cual las fuentes de trabajo del así llamado sector formal, bajo el control del estado y la industria, funcionan como el centro para una peri­ feria de trabajadores “desempleados”, “subempleados”, “autoempleados” o “informalmente empleados”. En este contexto, Tepoztlán representa un hogar en un centro culturalmente alternativo y, como tal, merece que se le defienda contra los intrusos que no sólo cambiarán la faz de Tepoztlán, sino que además no contratarán a los tepoztecos educados y, en cambio echarán a perder una preciada comunidad y estilo de vida al inundar al pueblo de colonizadores educados y de alto ingreso, los cuales se apro­ piarán de una parte cada vez mayor de los escasos recursos locales — incluyendo las tierras y el agua— hasta desplazar completamente a los tepoztecos de sus hogares. La expansión de la educación, en un periodo de incertidumbre económica, ha fortalecido la resolución de muchos tepoztecos educados por recrear una tradición local. Por último, el impacto de nuevas inversiones en la localidad se ha fortalecido por los trabajadores migratorios que pasan meses trabajan­ do en Estados Unidos o Canadá. La migración temporal hacia Estados Unidos comenzó a darse en Tepoztlán en los años cincuenta, con el Programa bracero, que produjo efectos políticos ocasionalmente visi­ bles a nivel local. Uno de los antiguos braceros se convirtió en un tenaz defensor de las tierras comunales, cuando ocupó el cargo de presidente municipal a principios de los sesenta. Según su testimonio, las humilla­ ciones que experimentó en Estados Unidos como trabajador migratorio lo llevaron a tomar conciencia de la situación de su pueblo.24 En épocas recientes la agricultura local ha dejado de ser una acti­ vidad autosustentable: en algunos casos ha sido abandonada del todo —para vender las tierras para la construcción de casas— y en otros la han complementado con los recursos provenientes del trabajo asalaria­ do, migratorio o de otro tipo. Una parte importante de los dólares que traen los emigrantes se invierten en mejorar las viviendas y comprar muebles, así como en mejorar la infraestructura doméstica del pueblo, con lo cual se afirma nuevamente el valor de Tepoztlán como un punto de reproducción cultural y social. Una vez más, Tepoztlán representa una periferia de nuevos centros —esta vez Estados Unidos y Canadá—, pero conserva un alto valor para su gente como sitio de reproducción y como destino final de sus inversiones. En conclusión, estos tres elementos —el turismo, el surgimiento de una clase educada y subempleada, y la mano de obra migratoria a Estados Unidos— han transformado la lógica centro/periferia de ma­ nera significativa. Internamente, la disposición espacial del pueblo ya 24 Véase Lomnitz (1982): 194-200, para una descripción de estos eventos.

no forma parte de un discurso de centralidad, con excepción de la dis­ tinción entre el valle y el centro y, de manera más sutil, entre las colo­ nias de inmigrantes pobres de Guerrero y los demás barrios. En cam­ bio, la centralidad se afirma cuando se representa la “pureza” de Tepoztlán, y en ello confluyen tanto los símbolos que atraen a los turis­ tas a Tepoztlán como la forma en que los profesionales y emigrantes se identifican con el lugar. Para terminar, ilustraré la naturaleza de esta confluencia, señalando algunos cambios que se han dado en la manera en que el pueblo celebra el carnaval.

6. Carnaval En las secciones anteriores hemos mostrado cómo el barrio y el pueblo han sido unidades de organización social que han dado cuerpo a distin­ ciones que separan lo indio de lo urbano, la riqueza de la pobreza, etcéte­ ra. Estas dinámicas generaron una competencia entre barrios gracias a la cual estos tendían a parecerse entre sí: cada barrio contaba (y aún cuenta) con su capilla y su santo patrón; cada barrio contaba supuestamente con un carácter propio, el cual se reflejaba en un apodo de animal (ranas, lagartijas, hormigas, cacomixtles, tlacuaches, gusanos de maguey); cada barrio organizaba su propia fiesta, así como partidas de trabajo colectivo (cuatéquitl) para una variedad de propósitos. También hemos señalado que, además de esta tendencia a una igualdad entre los barrios, la dialéctica centro/periferia se expresó, en su momento, en una oposición entre los barrios de abajo, cercanos a la plaza, y los empobrecidos barrios de arri­ ba. Esta oposición encontró una expresión ritual en el carnaval, debido a que los mayores gastos de la fiesta —la fabricación de los trajes de chinelos y la contratación de bandas musicales prestigiosas— eran cubiertos por mayordomos de los barrios y no por el pueblo como tal. Únicamente los barrios de abajo contaban con los recursos suficientes como para organi­ zar exitosamente las compañías de baile. El antropólogo Philip Bock (1980) realizó un análisis simbólico (usando el método de Lévi-Strauss) de los barrios de Tepoztlán, en el cual argumenta que los signos de identidad de los distintos barrios —in­ cluyendo apodos de animales, nombres de los santos patronos, fiestas y comparsas de carnaval— formaban parte de una “cosmovisión tradicio­ nal tepozteca”, la cual se conservaba fuerte y vigorosa cuando él la estu­ dió, a fines de los años sesenta. Según Bock, las distinciones entre los animales que identifican a cada barrio, y la separación del pueblo entre los barrios de arriba y los de abajo, forman parte de un elaborado código simbólico que representa la organización de Tepoztlán como un pueblo

indígena y agrario. Si prestamos atención a las fechas de las fiestas y organizamos los símbolos de los barrios con base en un eje de simetría que corresponde a la división entre arriba y abajo, los símbolos sugieren distinciones entre la noche y el día, entre la temporada de lluvias y la se­ quía, entre ricos y pobres, indios y mestizos. Sin embargo, la simetría, que postulan los análisis estructurales como el de Bock, y que es crucial para obtener una visión coherente del mundo, resulta históricamente in­ constante. En lugar de buscar una simetría trascendental, podemos enten­ der al carnaval, así como la fiesta del barrio y el simbolismo asociado al espacio de Tepoztlán, como una arena cultural en el que se enfrentan las relaciones, siempre cambiantes, entre los distintos espacios. En años recientes, por ejemplo, el barrio de Los Reyes ha cambiado el símbolo de su carnaval de un tlacuache (animal nocturno asociado a las montañas y a la época de sequía) a un pequeño rey (que representa a los tres Reyes Magos, que dan su nombre al barrio). San Sebastián, que antes compartía el cacomixtle con el barrio de Santa Cruz, ha optado ahora por usar un alacrán, y San José ha adoptado una hoja de árbol en lugar de compartir la rana con Santo Domingo. A pesar de que estos cambios alteran la aparente simetría y el fino tejido del arreglo analizado por Bock, no reflejan una decadencia del carnaval o de las fiestas de los barrios; al contrario: estas celebraciones probablemente reciban más aten­ ción hoy en día de la que recibían hace dos décadas. Si inspeccionamos cuidadosamente los cambios recientes en el carnaval podremos observar tres hechos significativos: en primer lu­ gar, los ocho barrios del pueblo se han incorporado a las festividades del carnaval, sin excluir ya a los barrios de arriba, como antes sucedía; en segundo lugar, ya no hay barrios que compartan sus apodos (San José y Santo Domingo compartían la rana; Santa Cruz y San Sebastián compartían el cacomixtle); en tercer lugar, algunos barrios han tomado apodos que son meros índices del nombre del barrio, abandonando así el oscuro simbolismo de los animales: el barrio de San José, que siem­ pre ha sido conocido como “la hoja”, adoptó como símbolo una hoja, en lugar de la rana; el barrio de Los Reyes ya no usa el tlacuache, sino un rey; San Pedro ha abandonado los gusanos de maguey para adoptar una imagen que representa a su capilla. Estos cambios son significativos para nuestra discusión de los centros y las periferias. Los barrios ya no son índice de un diferencial de urbanidad. Ya no existe una oposición entre los barrios de abajo y los de arriba, lo cual se ve reflejado no sólo por el hecho de que las fes­ tividades ya incluyen a todos los barrios, sino también por el hecho de que el simbolismo de barrio se utiliza estrictamente para expresar el carácter individual de cada barrio y no como una manera de expresar

alianzas, como sucedía cuando San José y Santo Domingo —dos ba­ rrios de abajo— compartían la rana, o cuando Santa Cruz y San Sebastián —dos barrios de arriba— compartían el tlacuache. Por último, la nueva versión del carnaval refleja un debilitamiento de los lazos de unión entre el ciclo ritual y el ciclo agrícola. Este hecho queda de manifiesto en el desconcierto que ahora existe en cuanto al sentido y el manejo de los tradicionales apodos de animales. El significado —y aun la escala de asociaciones— de algunos de estos animales ya rebasa la compren­ sión de la mayoría de los tepoztecos, quienes por lo tanto tienden a deshacerse de símbolos difíciles o desagradables, como los gusanos de San Pedro, los cuales pueden hacerlos parecer ridículos. En lugar de ser controlado por los ancianos del barrio, una buena parte del simbolismo oficial de los barrios ha caído en manos de los maestros de escuela, quienes ven al simbolismo del carnaval no como reflejo de las tradicio­ nales técnicas de producción y organización social, sino como parte de una “tradición local milenaria” que celebra al pueblo mismo. En resumen: el simbolismo de los barrios en el carnaval ilustra varios de los cambios que venimos discutiendo. La urbanidad ya no es la principal marca de centralidad dentro de la conformación de la distinción a nivel local. Tampoco existe un claro deslinde a nivel es­ pacial entre el partido del progreso y el partido de la tradición. Por otra parte, la gran vitalidad de la “tradición” oculta el hecho de que la agricultura ha ido perdiendo cada vez más su lugar como actividad principal de los tepoztecos. La importancia que han cobrado los tepoz­ tecos educados en la reformulación del simbolismo de los barrios ha hecho de la fiesta una celebración de una tradición idealizada, cuya relación con las antiguas formas de producción y organización social es cada vez más tenue. Sin embargo, parece que la descripción anterior, no refleja la vita­ lidad que ha cobrado la sociedad local, la cual se puede percibir preci­ samente en fiestas como el carnaval, pues ahora, junto con el declive de una dialéctica centro/periferia basada en una economía política agraria, han surgido nuevos intereses personales en el pueblo y una nueva valo­ ración de su significado en relación al “mundo exterior”. Estas pulsa­ ciones son aparentes no sólo en las multitudes de turistas y personas locales que acuden, bailan, beben y comen, sino también en algunos de los simbolismos del mismo carnaval, particularmente en los disfraces. Es común que los tepoztecos que trabajan como inmigrantes en Estados Unidos y Canadá gasten grandes sumas en la confección de elaborados trajes de chínelo para el carnaval. Sus ahorros les permiten no sólo mejorar sus viviendas y comprar artículos de consumo, sino también participar de manera pródiga en esta costosa fiesta. Muchos

otros tepoztecos, educados y no educados, asalariados y pequeños co­ merciantes, también invierten en estos caros disfraces. En 1993, los motivos con que se bordaban los trajes de chínelo para el carnaval se dividían principalmente en cuatro tipos: 1) imáge­ nes estereotípicas (tipo calendario) de príncipes, princesas y pirámides aztecas, las cuales reafirman el linaje del pueblo ante el discurso nacio­ nalista dominante; 2) figuras de caricaturas tales como el pato Donald, el canario Piolín, etcétera.; 3) mujeres voluptuosas —ya sean tipo Barbie o india morenaza; y 4) latas de cerveza, botellas de tequila o CocaCola. Estas imágenes se relacionan con la diversidad de centros econó­ micos a los que se enfrenta Tepoztlán: reafirman una imagen idealizada del indio, se apropian de imágenes que circulan tan ampliamente como pueden circular los propios tepoztecos, celebran el consumo, propagan fantasías de aventuras sexuales exóticas. Estos son los sueños com­ partidos al ritmo de la danza en el carnaval de Tepoztlán.

Conclusión Centro y periferia son términos mutuamente dependientes y, lo que es aún más importante, se refieren a una relación que se encuentra en cons­ tante negociación. Este es un hecho que en ocasiones se olvida, debido a las ventajas políticas que se obtienen al formalizar a los centros y sus periferias. En los años sesenta resultaba conveniente definir a toda Amé­ rica Latina como una periferia de Europa del norte y de Norteamérica. Ahora también resulta conveniente definir a Tepoztlán como una perife­ ria de Morelos, del Distrito Federal o de Estados Unidos. Es importante reconocer, sin embargo, que la misma facilidad con que cristalizamos la relación centro/periferia nos indica las dificultades conceptuales que exis­ ten para explicar cómo se entrelazan las distintas relaciones centro/peri­ feria dentro de cada localidad. Esta dificultad surge, en parte, de una tendencia a colapsar las estructuras económicas, políticas y culturales como si todas estas relaciones se pudieran sobreponer de tal forma que coincidieran perfectamente, lo cual frecuentemente, no es el caso. En el caso de México, por ejemplo, el nacionalismo se construyó no sobre una cultura de la burguesía o del proletariado, sino en tomo a la figura romántica del indio/campesino (véase Bartra 1987). Este hecho afecta la organización espacial de la cultura regional, prestándole cierto protagonismo ideológico a zonas económicamente marginales. Así, por ejemplo, los tepoztecos han reclamado, a veces de manera efectiva, un vínculo especial con “lo popular” para así negociar ciertas condiciones ante el estado. La marginación económica puede colocar a un grupo par­

ticular en una posición de cierta ventaja política gracias a la posibilidad que tiene de convertirse en representante de la “cultura nacional”. Aquellas posiciones teóricas que toman a los factores económi­ cos como el único criterio para organizar sus modelos de centro/perife­ ria tienden a producir resultados que se ciegan ante la complejidad de la pugna política en tomo a lo central. En lugar de visualizar una polí­ tica de la distinción que permea la mayor parte del sistema mundial a todo nivel esta estrategia tiende a ubicar bloques regionales que compi­ ten entre sí. Wallerstein, por ejemplo, tomó a los países como las unida­ des de su clasificación de la estructura de centro/periferia del sistema mundial capitalista. Esto tiene sentido en el grado en que, como argu­ menta Wallerstein, la transferencia de capital entre los estados naciona­ les ha constituido un mecanismo crucial para la expansión capitalista. Los analistas que querían ir más allá de una estructura internacional de centro/periferia y explorar la marginalización al interior de un cierto país, siguiendo la misma lógica, crearon conceptos como el “colonia­ lismo interno”, que les permitía seguir manteniendo una división rela­ tivamente clara entre los centros y las periferias. Desafortunadamente, estos puntos de vista tienden a imaginar nítidamente que cada lugar es “central” o “periférico”, en lugar de ser un sitio en que operan distintos tipos de dialécticas centro/periferia. Espero haber mostrado aquí que “el centro” siempre ha estado presente en Tepoztlán, pero que los procesos de marginalización y de afirmación de la centralidad han cambiado históricamente. De hecho, en por lo menos un momento clave durante los años veinte, fue seria­ mente cuestionada la capacidad de los antiguos “centrales” para abar­ car su pretendida periferia. Esto sucedió a pesar de que, desde un punto de vista macroeconómico, México (y Tepoztlán) permanecía tan “peri­ férico” como siempre. También he mostrado cómo la marginalización durante el periodo posterior a la industrialización, especialmente a partir de los sesenta, se ha convertido en un proceso cada vez más complejo debido a la exis­ tencia simultánea de lógicas y puntos de “centralidad” que compiten entre sí: la relación con el estado nacional se ha visto fuertemente afectada por las corrientes transnacionales de trabajadores migratorios tepoztecos, los colonizadores urbanos de clase media y alta, los tepoztecos educa­ dos y asalariados y el proceso mismo de comercialización de la cultura y los recursos locales. Esta diversificación de los centros económicos, junto con la decadencia definitiva de la vieja estructura agraria de la re­ gión, ha producido alteraciones ideológicas significativas, aun cuando algunas de éstas se esconden tras una aparente continuidad de tradicio­ nes, como el carnaval.

Hace no mucho tiempo que la política local de distinción diferen­ ciaba al indio campesino y vulgar del ciudadano urbanizado y educado. Al mismo tiempo, algunos intelectuales tepoztecos buscaban infundir dignidad a la identidad indígena utilizando la “estrategia de las flores artificiales”, es decir, enseñando a leer y escribir en náhuatl, a cantar el himno nacional en náhuatl, etcétera. Esta estrategia permitió a dichos intelectuales, por una parte, a reforzar su posición “correcta”, como Redfield la llamó y, por otra, a reclamar una posición política para el pueblo en relación al estado. Desde el punto de vista del campesino, sin embargo, resultaba preferible mantener a todas estas políticas tan ale­ jadas como fuera posible, apartarlas de la moral de reciprocidad y pro­ ducción familiar que ocupaba un lugar central en sus vidas. En verdad, el término “indio” era, durante este periodo, lo que Judith Friedlander ha llamado una “identidad forzada”, en otras palabras, un término discriminatorio utilizado para desacreditar la autoridad del campesino como orador público o ciudadano progresista. Hoy en día resulta cada vez más difícil catalogar a los tepoztecos como indios, campesinos o sujetos necesitados de mayor civilización. No existe una élite local unificada. No hay un centro económico único que abarque a todo el pueblo. Por otra parte, la importancia de Tepoztlán como sitio de reproducción social se encuentra más viva que nunca. Los trabajadores migratorios quieren regresar a sus casas moderniza­ das. Familias que incluyen a miembros que trabajan de albañiles, pe­ queños comerciantes o trabajadores especializados aún gustan de culti­ var un poco de maíz para su consumo propio y todos se preocupan de que no falte el agua, o de buscar la manera de guardar o adquirir un pequeño terreno para sus hijos. En este contexto, adoptar una posición periférica desde cierto án­ gulo puede servir para combatir otra forma distinta, e indeseada, de marginalización. El nativismo se utiliza para combatir a las grandes corporaciones y proyectos de desarrollo a gran escala que ponen en peligro la existencia de Tepoztlán como sitio de reproducción social, mientras que la necesidad económica se utiliza para legitimar la comercialización de la cultura y los recursos locales. La idea del pro­ greso personal ayuda a impulsar a los emigrantes a emprender la difícil travesía hacia el norte; el ideal de regresar para celebrar las fiestas les da fuerza para seguir adelante. Por ello, no debe sorprendernos que un número tan importante de tepoztecos —campesinos o asalariados, edu­ cados o no— estén dispuestos a adoptar públicamente una identidad india que hace apenas 20 años rechazaban: esto es parte de lo que im­ plica la reproducción en la periferia.

IX . R itual , rumor y corrupción en la CONFORMACIÓN DE LOS “SENTIMIENTOS DE LA NACIÓN” 1

Este ensayo pretende ofrecer una perspectiva de análisis para compren­ der la relación entre el ritual y la construcción de comunidades políticas en México. Resulta evidente que incluso una presentación esquemática de esta relación es tarea difícil, tanto desde un punto de vista empírico como desde el ángulo teórico. Sin embargo, el aumento notable de es­ tudios históricos y antropológicos de la relación entre ritual y política justifica la necesidad de construir puntos de vista generales ante esta temática.2 En este ensayo desarrollaré ese punto de vista general a par­ tir de una exploración de la relación que guardan varias clases de ritua­ les con el desarrollo de la esfera pública nacional y de otras esferas

1 Publicado originalmente en el Journal ofLatin American Anthropology, 1995. 2 El papel de los rituales en la construcción de la identidad nacional es una temática que tiene una larga tradición de estudio en las ciencias sociales, y que tiene entre sus clásicos trabajos tan connotados como los de Eric Wolf (1958) y VictorTurner (1974). El papel del ritual en la consolidación de las comunidades locales ha recibido mucha más atención todavía, tanto a través del debate en torno a la tipología de comunidades campesinas de Wolf, así como en discusiones en torno al llamado “sistema de cargos” mesoamericano, cf. Cancian (1970, 1992); Smith (1977) y en los estudios acerca de los lazos entre rituales y política local, cf. De la Peña (1980), C.Lomnitz (1982). El interés por el ritual político también ha surgido en etnografías que versan sobre diver­ sos aspectos de la vida urbana en México, cf. Vélez Ibá-z (1983); L. Lomnitz (1987) así, como en la antropología de los movimientos sociales, cf. J.Alonso (1986); Monsiváis (1987). Por último, hay también trabajos sobre la política como teatralización y sobre el papel del mito y el rito en la burocracia, cf. Ruy Sánchez (1981); Lomnitz, Lomnitz y Adler (1992). En la última década, también ha aumentado el interés por estos campos entre los historiadores, que han atendido temas similares para diversas épocas y regions, cf. Viqueira (1987); Beezley et.al. (1994); Gruzinski (1990); Joseph y Nugent (1994). Esta reseña bibliográfica es tan sólo representativa y no pretende ser exhaustiva.

públicas alternativas.3 Mi meta final es aclarar la conexión que existe entre el ritual político y los procesos de conformación de comunidades políticas en el espacio nacional. Para llevar a buen cabo este fin, propongo una línea de interroga­ ción tanto histórica como espacial que está animada por una serie de innovaciones teóricas y metodológicas que se pueden resumir de la si­ guiente forma: primero, propongo como hipótesis una relación com­ pleja entre la existencia de espacios libres de discusión política (“esfe­ ras públicas”) y la centralidad de los rituales políticos como arenas en las que se negocian e incorporan las decisiones políticas. En cualquier nivel local dado, la relación entre ritual político y discusión pública será negativa: el ritual sustituye la discusión y viceversa. Sin embargo, cuando se observa la relación entre ritual y esferas públicas en un espa­ cio nacional integrado, la relación puede ser complementaria: rituales políticos locales pueden convertirse en la materia prima a partir de la cual una esfera pública nacional (que no abarca a todos los ciudadanos del país) deriva su legitimidad.4 Segundo, propongo algunas características de la geografía de las esferas públicas (nótese el uso plural de este término), destacando que la discusión cívica en México siempre ha estado segmentada por divisiones de clase y regionales, y que la consolidación de una opi­ 3 Defino “esfera pública” como “un dominio de la vida pública en el que algo que se aproxima a una opinión pública se puede formular. El acceso a dicho dominio está garantizado para todo ciudadano. Una porción de la esfera pública se crea en cada conversación en la cual individuos particulares se juntan para formar un cuerpo públi­ co. Ahí no se comportan ni como empresarios o profesionales realizando transaccio­ nes privadas, ni como miembros de un orden constitucional que están sujetos a las restricciones legales de una burocracia estatal. Los ciudadanos se comportan como un cuerpo público cuando confieren de una manera irrestricta, es decir, con la garantía de libertad de asociación y asamblea y con la libertad de expresar y publicar sus opinio­ nes acerca de cualquier tema de interés general. En un gran cuerpo público de esta clase, la comunicación requiere de ciertos medios para transmitir información y para influenciar a quienes la reciben. Hoy día los periódicos y las revistas, el radio y la televisión son los medios de la esfera pública.” Elley (1992): 289. Esta definición habermasiana es útil sobre todo porque presenta un tipo ideal de comunicación contra la cual se pueden comparar formas alternativas de comunicación tales como los ritua­ les y los rumores que discutiré en este ensayo. Para una especificación respecto a la idea de una esfera pública “nacional”, ver infra, nota 20. 4 En este trabajo quisiera tan sólo resaltar la utilidad metodológica de esta premisa, ya que nos ofrece pistas para comprender la lógica espacial de los rituales cívicos. Sin embargo, la hipótesis tiene también una relevancia teórica, ya que la mayor parte del trabajo antropológico sobre el ritual político no aborda el problema de la integración espacial de los sistemas políticos, de modo que los análisis del ritual político tienden a ser poco claros respecto de la relación precisa que guardan dichos rituales con la producción de la hegemonía.

nión pública nacional siempre ha sido un asunto en extremo proble­ mático. Tercero, parto de que la creación de una esfera pública nacional en este campo de discusión segmentado requiere de la conformación de mecanismos para generar interpretaciones privilegiadas de una “volun­ tad popular” que no puede expresarse por sí sola. Exploraré, por tanto, la relación entre el ritual político, el rumor y la dramatización de los intereses políticos. Por último, pienso que existe una relación general entre el ritual político y las apropiaciones locales de instituciones estatales, es de­ cir, que existe una relación entre el ritual político y la corrupción. La expansión de las instituciones estatales está históricamente ligada a las demandas antagónicas de diversos grupos locales, factor que for­ talece la importancia de los rituales, de las festividades y de las accio­ nes redistributivas que están asociadas con ellos. Por ende, existe una relación estrecha entre el financiamiento de estos rituales y el modo en que individuos y grupos se apropian de las instituciones estatales. La introducción y el fortalecimiento de las instituciones estatales re­ quiere de la producción de rituales, y quienes financian estos rituales logran un grado de control sobre las ramas locales de dichas institu­ ciones. Este trabajo se divide en tres partes. Primero, ofrezco considera­ ciones generales relativas al desarrollo histórico de las regiones políti­ cas en México. Este ejercicio es simplemente un requisito preliminar para poder comprender la geografía de las esferas públicas en México. Recomiendo que los lectores que se sientan familiarizados con la histo­ ria de nuestra geografía política se salten esta sección. Segundo, pre­ sento un esbozo del desarrollo de esferas públicas locales y de la esfera pública nacional. Por último, discuto la relación que guardan el ritual, el rumor y la corrupción entre sí, y el papel que tienen en la producción de la representación política y en la delimitación de identidades políti­ cas grupales dentro del espacio nacional.

1. Las regiones políticas desde una perspectiva histórica Desarrollar una perspectiva espacial de la esfera pública en México requiere de una comprensión general del desarrollo de las regiones po­ líticas y culturales de nuestro país: necesitamos comprender la historia de las regiones políticas porque ellas son las comunidades que las esfe­ ras públicas buscan crear, cambiar o destruir; nos referimos a regiones culturales porque ellas reflejan la existencia de discusión, de dramati-

zación cultural, de consensos y desacuerdos. Por razones de brevedad, aquí me abocaré tan sólo a las regiones políticas y haré referencia a las regiones culturales únicamente cuando ello resulte indispensable.5 En lo que sigue desarrollaré un breve esbozo de la evolución de la geografía política de México resumiendo la interrelación que guar­ dan cuatro dimensiones: 1) los cambios en las unidades político-ad­ ministrativas; 2) las transformaciones de las bases de poder que se concentraban en ellas; 3) las clases de organizaciones burocráticas con las que se manejaban las unidades político-administrativas; y 4) las formas de representar al pueblo o a la ciudadanía en dichas unida­ des. Pienso enfatizar muy especialmente las formas en que varía el modo de relacionar a “el pueblo” con “el estado” en las diversas regio­ nes políticas. Organizaciones coloniales Una comprensión cabal de la organización territorial de la política en México tiene forzosamente que comenzar en el periodo colonial,6 específicamente en los años 1530, cuando la corona comenzó a arran­ carle a los encomenderos la jurisdicción que tenían sobre los indios y a ubicarla en manos de funcionarios (corregidores). Durante esa época temprana, la corona estableció un sistema administrativo de tres niveles: el virrey estaba en la cumbre del sistema novohispano y concentraba todas las ramas civiles del gobierno, mientras que mantenía un impor­ tante papel en la rama eclesiástica y dirigía la rama militar. El segundo nivel era el del corregimiento y de la alcaldía mayor,7que eran las prin­ cipales unidades provinciales durante toda la época colonial. Estas uni­ dades tenían en su ápice a un corregidor o a un alcalde mayor (y, como estos títulos se hicieron intercambiables en muchas instancias, utilizaré aquí el término de “alcalde mayor” para referirme a ambos), quienes concentraban las cuatro ramas del gobierno civil y podían ejercer sus 5 He desarrollado un análisis de las regiones culturales mexicanas en Lomnitz (1992). 6 Sin embargo, Gerhard (1993) ha demostrado que hubo un alto grado de traslape entre la organización político-territorial colonial y la organización precolombina. Véase tam­ bién a Carrasco (1967):4, quien refuerza esta misma tesis y a Lockhart (1992) para una demostración de cómo se prolongaron formas políticas prehispánicas a niveles locales durante el perido colonial. 7 Gerhard (1993): 14 explica la evolución de estos dos términos. Inicialmente los co­ rregidores tenían jurisdicción exclusivamente en pueblos indios, en tanto que las al­ caldías mayores se centraban siempre en villa de españoles. Poco a poco estas dos funciones fueron mezclándose y los dos títulos se hicieron intercambiables.

poderes sobre todas las razas y castas. El tercer nivel era el de los cabil­ dos, que tenían composiciones distintas dependiendo de la importancia del pueblo o la ciudad y de si la localidad en cuestión era una villa española o un pueblo indio. Los pueblos y ciudades españolas tenían cabildos que eran encabezados por un alcalde mayor. Las jurisdiccio­ nes indígenas tenían un gobernador indio así como consejos compues­ tos por indios principales que tenían cargos menores.8 Las ciudades españolas que contaban con barrios indígenas frecuentemente tenían ambas formas de gobierno funcionando simultáneamente, con el go­ bierno indígena subordinado al cabildo español.9 Resumiendo, existían tres niveles de organización territorial, pero el poder realmente fuerte se concentraba en los dos niveles superiores (es decir, en las ciudades españolas —con su alcalde mayor— y en manos del virrey), de los cuales ambos estaban en manos de funciona­ rios nombrados por la corona, en tanto que la representación popular estaba restringida a los gobiernos locales, especialmente después de que se logró la “concentración” de los indios en pueblos nucleares (lo cual terminó aproximadamente en 1605).10 En este sistema, se esperaba que los funcionarios públicos gana­ ran dinero en sus cargos, que eran o bien premios dados a cambio de servicios rendidos a la corona o bien se compraban directamente.11 (Los monopolios sobre el comercio eran frecuentemente utilizados por los alcaldes mayores para incrementar sus ganancias.)12En este siste­ ma burocrático estaba implícita una cierta descentralización de las fun­ ciones estatales y una generalización de la corrupción: como los alcaldes mayores controlaban las ramas del gobierno civil, como también te­ nían un grado considerable de control sobre ciertos aspectos del comer­ cio, y como sus investiduras usualmente duraban tan sólo entre uno y cinco años, se esperaba que mantuvieran las estructuras de poder locales e intentaran exprimir a los actores sociales mas débiles de sus regiones. En este contexto, el papel de la iglesia como mediadora era importan­ 8 Véase Carrasco (1967): 10-17 para una descripción de estos cargos. 9 Véase, por ejemplo, el trabajo de Lira sobre los barrios indígenas en la ciudad de México y el trabajo de Haskett sobre Cuernavaca. 10 Gerhard (1993):27, nos explica: “[E]n la primera mitad del siglo xvm la Nueva España fue urbanizada, y se creo un paisaje en el cual había villas y ciudades españo­ las compactas y pueblos indios hispanizados separados por vastas extensiones de tie­ rras inhabitadas, un patrón que es visible aún hoy.” Chevalier (1970) mostró la forma en que dichas concentraciones urbanas afectaron la consolidación de grandes domi­ nios agrarios. 11 Ver Elliott (1984): 295 y 299. 12 Dichos monopolios fueron formalmente reconocidos a mediados del siglo xvm con la institución del “repartimiento de mercancías” o “repartimiento de comercio”.

te, hecho que otorgaba un importante papel político al ritual religioso local.13 Algunos cambios tempranos Esta organización sufrió dos importantes transformaciones. La prime­ ra, puesta en marcha en 1786, fue la inclusión de las alcaldías mayores y corregimientos en unidades administrativas mayores llamadas inten­ dencias. Las intendencias eran capitaneadas por un intendente, que era en todos aspectos parecido en sus funciones a los antiguos alcaldes mayores (que ahora se llamaban “subdelegados”) excepto que 1) eran muchos menos, 2) eran profesionales asalariados, usualmente peninsu­ lares, que tenían que rendirle cuentas a la corona, 3) no ejercían ni per­ mitían los monopolios sobre el comercio local en beneficio de ningún oficial y 4) tenían una mayor fuerza militar a su disposición. El sistema de intendencias buscaba fortalecer el control directo de la corona sobre las regiones para así posibilitar una reforma total de todo el sistema fiscal y comercial del imperio.14 Vale la pena hacer notar que, en tanto que las alcaldías mayores eran mucho más grandes que los municipios modernos (había 116 alcal­ días mayores en toda la Nueva España, una cantidad menor al número de municipios que existe hoy en el estado de Oaxaca), las intendencias fueron, en muchos sentidos, las semillas a partir de las cuales se diseña­ ron los estados después de la independencia. Así, las alcaldías mayores de la Nueva España fueron incorporadas a nueve intendencias: Anteque­ ra, Guanajuato, México, Puebla, San Luis Potosí, Valladolid, Guadalajara y Durango (Gerhard 1993:17). La intendencia era un sistema que aumentó efectivamente el control central desde que se introdujo hasta la inde­ pendencia, ya que colocó a los alcaldes mayores (ahora llamados subde­ legados, que corresponden, grosso modo, a lo que posteriormente se llamó jefes políticos) bajo la supervisión de una autoridad superior que 13 Brading resume la situación del siguiente modo: “[E]n cada provincia del imperio el gobierno llegó a ser dominado por un pequeño establishment colonial, compuesto por la élite criolla— abogados, grandes terratenientes y hombres del clero— algunos muy experimentados oficiales de la península y los grandes mercaderes importadores. Pre­ valecía la venta de cargos en todos los niveles administrativos. (...) [L]os mercaderes de la capital del virreinato y de las capitales de provincia... controlaban el comercio de todas las importaciones y eran la fuente principal de créditos. Era el clero, tanto seglar como regular, quien ejercía verdadera autoridad dentro de la sociedad. ” (1984):399, el subrayado es mío. De la Peña (1980) ha demostrado el modo en que las fiestas locales eran utilizadas para sellar alianzas entre los pueblos indios y los curas. 14 Para una síntesis de dichas reformas, ver Brading (1984): 400-409.

podía limitar sus poderes y consolidar los ingresos de las autoridades centrales. En otras palabras, las reformas borbónicas permitieron el fortalecimiento del estado central, aunque su éxito fue interrumpido por la independencia, que conllevó nuevos problemas para los gobier­ nos centrales. La meta central de las reformas borbonas era arrancar el control de la base fiscal a las élites locales. Esta meta se realizaría a través de una profesionalización de la burocracia, la cual dependió en gran medi­ da de la reafirmación de diferencias entre peninsulares y criollos. Los borbones privilegiaron a los peninsulares en la nueva burocracia por­ que, siendo extranjeros en la Nueva España, ellos tendrían en la corona a su aliado más fuerte. Evidentemente, los gobiernos mexicanos posterio­ res a la independencia no pudieron echar mano a este recurso (es decir, a la división étnica al interior de la élite), por lo cual la eficiencia fiscal del periodo borbón no se pudo reproducir ni bajo liberales ni bajo con­ servadores, y los gobiernos locales revirtieron a la situación que Elliott (1984:299) resume para el periodo de los Austria (“oligarquías autoperpetuantes de los ciudadanos más pudientes”). Así, el estado independiente tuvo dificultades enormes para cons­ truir una burocracia profesional, dificultades que redundaron en la corrosión de la base fiscal de los gobiernos centrales y en el aumento del poder de caudillos regionales que lograron imponer sus demandas y su poder al grado que llegaron a controlar todos los escaños interme­ dios de gobierno, incluyendo el gobierno estatal.15 Por otra parte, también debe notarse que muchos estados se forma­ ron a partir de regiones histórico-culturales que ya habían sido recono­ cidas anteriormente en la organización territorial de la iglesia: Oaxaca, Chiapas, Yucatán, Veracruz, Puebla, Tlaxcala, Michoacán y Jalisco. Al­ gunos estados, como el Estado de México, comprendían varias regiones históricas, algunas de las cuales acabaron por separarse y convertirse en estados independientes (Guerrero, Hidalgo, Morelos).16 En otros casos, regiones históricas fueron divididas y hubo oposición desde el centro a la formación de estados (es el caso del fracasado “estado de Iturbide” en la Huasteca), o bien conflictos políticos internos dividieron una región histórica (el caso de Campeche y Yucatán). 15 F. X. Guerra (1988) sostiene que el “federalismo” de los liberales no era más que un reconocimiento de facto de las relaciones de poder realmente existentes en la geogra­ fía nacional. Los conservadores intentaron recrear el control central que había tenido anteriormente el virrey, quien, sin embargo, tampoco pudo contener el poder de los caciques. 16 Para una historia de la fase temprana del estado de México y de la separación de la capital nacional, véase Macune (1978).

Los gobernadores se convirtieron en jefes máximos de esos esta­ dos, y bajo ellos se mantuvieron dos niveles de poder, el de los jefes políticos —que, como ya dije eran, grosso modo, equivalentes a los alcaldes mayores de la época colonial— y el de los presidentes munici­ pales (equivalentes aproximados a los antiguos gobernadores indíge­ nas o a los cabildos locales).17 La era moderna Esta geografía del poder se fue transformando durante la presidencia de Porfirio Díaz, quien logró finalmente consolidar un régimen centra­ lizado, en gran medida gracias al ferrocarril. Díaz logró someter a los gobernadores al poder presidencial aunque esto no se logró tanto a tra­ vés de una profesionalización de la burocracia (a la Carlos III) sino mediante la creación de un sistema complejo de contrapesos políticos en que se reconocían los privilegios de las principales familias regiona­ les a la vez que el presidente de la república mantenía una situación hegemónica que le permitía intervenir en las regiones si ello resultaba necesario.18 Pese al éxito que obtuvo Porfirio Díaz en la creación de un go­ bierno central fuerte, su coalición reinante se dividió durante la revolu­ ción y el poder central tuvo que ser recreado con muchos trabajos en los años veinte y treinta de este siglo. Por otra parte, el poder central posrevolucionario creó un instrumento político mucho más eficaz que los que desarrolló Díaz: el partido revolucionario. Desde un punto de vista territorial, la constitución de 1917 eli­ minó una figura histórica de mucho relieve, el jefe político, que había llegado a ser el representante más odiado del gobierno porfiriano. Ahora no habría ya ningún poder ejecutivo entre los gobiernos muni­ cipales y los gobiernos estatales. Esta medida fue complementada durante la presidencia de Cárdenas con una reforma agraria extensi­ va, que reforzó la tendencia a concentrar élites en las ciudades y a reorientar su actividad económica hacia la industria y el comercio, redundando en una mayor autonomía (y una mayor pobreza) de pue­ blos y municipios. 17 Mallon (1995): 137-175 describe las tensiones entre federalistas y centralistas ante la definición política de los muncipios. Los federalistas apoyaban la formación de municipios relativamente pequeños que se acercaban mucho a lo que habían sido los viejos gobiernos locales, en tanto que los centralistas buscaban reducir la autonomía de los pueblos y maximizar el poder de las élites regionales. 18 Guerra (op.cit., v.l, capítulo 2) ofrece una descripción detallada de este sistema.

Evidentemente, este proceso se desarrolló exitosamente sólo gracias a que ocurrió en circunstancias que favorecían la industria­ lización y, como resultado, el poder se centralizó en la presidencia de la república y en el gobierno federal de manera mucho más efec­ tiva que bajo Díaz, mientras que los gobiernos estatales quedaron debilitados al grado que ya no competían con el poder presidencial. Más aún, la industrialización bajo la protección fiscal del estado llevó tanto a la formación de enclaves económicos creados por una planificación central como a la creación de organizaciones económi­ cas a nivel nacional con sedes locales (por ejemplo, el sindicato petrolero o la Confederación de cámaras de la industria de la transformación). Ambos procesos fortalecieron la identidad nacional a costa de la iden­ tidad regional, y al poder nacional a las costillas del poder local. Por otra parte, la administración pública de la era posrevolucionaria no siguió un proceso simple de profesionalización. En vez, el sistema se ha caracterizado por mezclar una organización burocrática clásica con sistemas de control caciquiles. La forma en que se articula la buro­ cracia civil con estos caciques refleja la geografía del poder en el esta­ do nacional. En resumen, la geografía política de México reconoce tres o cua­ tro niveles principales de comunidad política. De ellos, la ciudad o pueblo es la única unidad que tiene una historia continua de represen­ tación política. En este sentido el uso de la palabra “pueblo” para referirse a la nación en general tiene cierto significado: en todo el mundo hispano los pueblos son los lugares que tienen la tradición más profunda de democracia y unidad. Los niveles superiores de go­ bierno (alcaldías mayores, intendencias, provincias o estados) han tenido tradiciones menos arraigadas de representación política, pues estas unidades políticas intermedias fueron diseñadas para ayudar a los jefes del poder ejecutivo nacional y a las élites regionales a apro­ piarse de recursos y de poder locales. Como resultado, las representa­ ciones de “el pueblo” han tendido a ser más claras y más poderosas al nivel local y al nivel nacional, y más débiles en los niveles interme­ dios de comunidad política.19 Como resultado podemos esperar que tanto el ritual político como las esferas públicas operen en formas distintivas en estos diferentes niveles de la organización política de México. 19 La excepción a esta regla ocurre en instancias en que élites regionales se apropian del poder central e intentan movilizar apoyo regional en contra del estado central. Esto ha ocurrido en diversas ocasiones y contextos.

2. Acerca de la ubicación de esferas públicas Fran?ois Xavier Guerra ha pintado un retrato de México en el siglo xix donde la organización política y social se fue desarrollando con bastante independencia con respecto a los programas ideológicos. Desprovistos de la monarquía, las regiones del país —con sus familias principales, sus comunidades indígenas, sus hacendados y administradores— tuvieron que crear y acomodarse a un sistema de representación política que tenía como base teórica los derechos individuales del ciudadano. Esta situación llevó a la creación de una comunidad nacional idea­ lizada que en verdad estaba compuesta por una élite de jefes militares, hacendados, mineros, comerciantes e intelectuales, cuyas discusiones ocurrían en foros tales como las logias masónicas, los (numerosos) pe­ riódicos de opinión de la época, en tertulias informales y en los institutos científico-literarios de las principales capitales. Dicha élite conformaba la opinión política que en verdad pesaba, y sus ideas e ideales fueron “nacionalizadas” formalmente en instituciones tales como el Congreso de la unión, la Suprema corte y la Presidencia de la república. Como resultado de todo esto, existía una distancia considerable entre lo que ocurría en lo que denominaré la “esfera pública nacional”20 y la forma en que el país era gobernado en realidad, pues el gobierno se apoyaba para esto último casi exclusivamente en negociaciones priva­ das entre políticos. Así, por ejemplo, Porfirio Díaz sostuvo una notable correspondencia con sus gobernadores y con algunos jefes políticos y notables. En dicha correspondencia se discutían asuntos de cada re­ gión, se daban y recibían instrucciones y sugerencias. Los gobernado­ res, por su parte, se reunían con representantes de lo que Guerra llama los principales “actores colectivos” de las regiones, representantes de 20 Me parece indispensable hablar de diversas esferas públicas que se refieren a diver­ sas comunidades, con diversas reglas de “ciudadanía”, diversas ideologías de inclu­ sión, etc. Al hablar de a una “esfera pública nacional” me refiero a una comunidad de ciudadanos que discuten asuntos nacionales libremente como ciudadanos particulares y que sienten que sus discusiones pueden ser difundidas a los medios de la esfera pública nacional y que de ahí pueden llegar a alterar las políticas del estado nacional. De este modo, existen numerosas discusiones entre individuos privados que no perte­ necen a la esfera pública nacional porque dichos individuos no cuentan con mecanis­ mos para que sus opiniones se filtren a los periódicos ni a los foros de representación política del estado nacional. En este sentido, la definición de esfera pública requiere cierta modificación, ya que la cuestión no depende únicamente de la solidez de una esfera privada, sino también de la movilidad de los ciudadanos y de sus opiniones en el espacio nacional. La esfera pública burguesa supone cierta universalidad de reglas, derechos y mecanismos de acceso a la esfera pública, dicha universalidad requiere de un estado fuerte, mismo que nunca ha existido en países como México.

pueblos, jefes políticos, jefes de familias de hacendados, comerciantes y mineros, y desarrollaban con ellos discusiones a puerta cerrada para­ lelas a las que el propio gobernador había tenido con Díaz. Después de estas discusiones discretas, los diversos líderes locales decidían las políticas que seguirían. Todo esto señala que la esfera pública nacional estaba constituida casi exclusivamente por la clase política (tanto nacionales como regio­ nales y locales) y que no había verdaderos foros nacionales o regiona­ les abiertos a la discusión cívica durante el porfiriato ni, afortiori, en ninguno de los regímenes previos. Por otra parte, los actores colectivos que tenían líderes que formaban parte de las discusiones a puerta cerra­ da también tenían mecanismos y foros de discusión internos, algunos de los cuales se caracterizaban por discusiones libres en tanto que otros no las tenían. Es por ello que resulta indispensable hablar de esferas públicas en plural. Panorama general de las esferas públicas en México Las ciudades mexicanas de la era preindustrial tenían como principales actores colectivos a las élites urbanas (comerciantes, mineros, hacenda­ dos, el alto clero y las principales autoridades civiles y militares), a los gremios, a los comerciantes menores, a las comunidades indígenas que formaban parte de las ciudades, y a una numerosa clase plebeya que en ocasiones actuaba colectivamente pero cuya naturaleza corporativa no recibía reconocimiento oficial. En las áreas rurales algunos de los actores colectivos principales de estos periodos incluían a trabajadores de obrajes y minas, habitantes de haciendas y ranchos, y a los pobladores de pue­ blos campesinos. La mayor parte de estas colectividades se organizaban, en el plano religioso, en cofradías, y también ocupaban lugares predeter­ minados y discretos en los rituales más inclusivos de la época como, por ejemplo, las corridas de toros, la entrada de un virrey, arzobispo, alcalde mayor o cura, en un auto de fe o en las principales fiestas religiosas, Corpus Christi y la Semana Santa.21 La participación en estas cofradías era también un contexto en que se podían discutir los asuntos de las colectividades que representa­ ban. Ésta es probablemente la razón que explica por qué hubo prohibi­ ciones contra la organización de cofradías de esclavos y negros (ver Palmer 1976). La organización en torno al culto del santo patrono de 21 Véase Viqueira (1987) para una discusión de algunos de los cambios en la participa­ ción colectiva en el ritual público durante el siglo xvm.

cada colectividad también permitía discutir y expresar los intereses de dichas colectividades al interior de cada grupo. Por otra parte, como la sociedad colonial no ofrecía una arena política en la que se pudieran publicar y ampliar dichas discusiones, cada grupo corporativo dependía de la justicia real, por lo cual el arbitrio directo y las investigaciones judiciales tuvieron una importancia singu­ lar en ese tiempo (importancia que se refleja en el poder de las audien­ cias y en la importancia de las “visitas”). Los periódicos, que, a partir de la década de 1720, fueron publicados mensualmente durante casi todo el siglo xvm, no eran un foro de discusión pública. Las gacetas de la época no tenían editoriales, artículos de opinión, ni cartas al editor. En vez, las gacetas estaban compuestas por pequeñas entradas infor­ mativas que anunciaban la vida ritual de la ciudad, otras glorificaban la vida política de la colonia anotando datos biográficos de virreyes y arzobispos de antaño, y otras notas anunciaban eventos políticos de ultramar (con bastante censura, desde luego): barcos que iban o llega­ ban a Veracruz y Acapulco, batallas ganadas en Europa, el estado de salud de la familia real, etcétera. De esta manera, podemos concluir que los actores colectivos que­ daban representados en la vida ritual del reino, pero sus asuntos no eran discutidos y examinados en un foro nacional de opinión pública. En vez, dichas colectividades dependían de la justicia del rey y del respeto de los derechos y prerrogativas adquiridos (usos y costumbres). En el mejor de los casos las colectividades lograban generar discusiones so­ bre dichos derechos en los cabildos. Por otro lado, todas las colectividades se componían de otras for­ mas organizacionales de escala menor: redes de parientes, amigos, ve­ cinos, patrones, clientes y aliados, muchos de los cuales no se caracte­ rizaban ni se caracterizan por ser organizaciones con foros de diálogo abiertos y libres. Así, por ejemplo, las familias de las élites a veces juntan cientos de sus miembros en rituales familiares y construyen complejas redes de comunicación. Sin embargo, no se puede decir que la mayor parte de las decisiones y de los debates familiares ocurran dentro de pequeñí­ simas esferas públicas porque los miembros de dichas familias no pue­ den discutir de manera igualitaria y libre, como si fueran ciudadanos, sino que, por el contrario, la discusión ocurre en contextos jerarquizados en los que las mujeres y los hombres hablan de manera distinta y en lugares diferentes, y las reglas de mayoría de edad se juntan con otras consideraciones que reconocen diferencias importantes entre la categoría de los miembros más poderosos y sus clientes, quienes sistemáticamente quedan fuera en las discusiones. Así, observamos una rica vida ritual en

las familias de la élite, en la cual se dan negociaciones complejas, se tejen alianzas diversas y se exhiben las decisiones, pero no se puede hablar de que opere una esfera pública que comprenda esta forma organizacional.22 La misma clase de lógica se aplica a las parentelas (típicamente más pequeñas) de campesinos, obreros, artesanos y comerciantes. En todos estos casos tenemos una rica vida ritual, importantes canales de comunicación y de formación de opiniones, que se nutren de la mayor parte de los miembros de las familias, pero sólo una cantidad muy limi­ tada de discusión intrafamiliar se da entre miembros que se dirigen unos a otros como a iguales. En vez, la información y las opiniones son sopesadas por los miembros más poderosos de las familias, quienes toman las decisiones finales y las imponen.23 De los principales actores colectivos de las clases agrarias (habitan­ tes de haciendas y ranchos, trabajadores de obrajes y minas, habitantes de pueblos campesinos), únicamente los miembros de comunidades cam­ pesinas lograron establecer una tradición sólida de esferas públicas in­ ternas. Los sindicatos estaban prohibidos en las haciendas, minas y obrajes, y el hecho de que sus trabajadores vivieran en terrenos de los dueños y que, en muchos casos, fueran esclavos o cuasiesclavos limita­ ba las posibilidades de desarrollar discusiones libres y abiertas. En vez, las discusiones eran informales y, frecuentemente, clandestinas. La dis­ cusión entre iguales dentro de estos grupos subalternos se daba en for­ ma de “rumor”, mientras que la vida pública estaba dominada por el ritual y por otras formas de publicidad de las que los grupos dominan­ tes mantenían el control. En la mayor parte de los pueblos campesinos, en cambio, se desa­ rrollaron tanto formas rituales de dramatizar a la comunidad dentro de una narrativa histórica como de discusión, las cuales pueden ser consi­ deradas como esferas públicas locales. Dichas esferas públicas han te­ nido variaciones en su composición y en sus contextos institucionales, que incluyen, por ejemplo, las juntas de pueblo o de barrio, reuniones de la “junta de mejoras”, del Club de Leones o de las asociaciones de padres de familia, cada una de las cuales ha servido como foro de dis­ cusión libre. La discriminación sexual al interior de estos diversos fo­ ros varía y aún no ha recibido suficiente atención por parte de los 22 Véase L. Lomnitz y Marisol Pérez Lisaur (1987) para una discusión de los rituales familiares y sus nexos con formas de comunicación y de toma de decisiones al interior de una familia de la burguesía mexicana del siglo xx. 23Es por esto que L. Lomnitz (1987b), quien ha estudiado a familias mexicanas de varias clases sociales, insiste en la importancia de los lazos “verticales” en este tipo de organi­ zación social.

antropólogos e historiadores. Tengo la impresión de que estos foros generalmente son dominados por hombres. Sin embargo, hay bastante participación femenina y varias instancias claves en que las mujeres han sido los actores principales.24 Por otra parte, resulta indispensable reconocer que, además de estos foros comunitarios inclusivos, siempre ha habido foros de discusión segregados por sexo, incluyendo espacios clásicos de discusión popular tales como la cantina, para los hombres, y el lavadero, para las mujeres, y estos espacios recalcan la necesidad de describir la forma en que los espacios de discusión se asocian con el género y el modo en que dichos espacios sexualmente segregados están conectados entre sí. En resumen, los espacios institucionales que resaltan por haberse convertido en foros de discusión entre iguales están ligados a la vida de los pueblos y de las ciudades. La cantina, el pozo, la asociación escolar, la junta de barrio, la cofradía o el club rotario son espacios que permi­ ten discusiones públicas de manera un poco menos restringida por la autoridad familiar o el estado. Por otra parte, los lazos que existen entre las diversas esferas pú­ blicas locales y la esfera pública nacional han sufrido cambios de gran importancia a lo largo de nuestra historia. Me limitaré a enumerar mo­ mentos y transformaciones muy someramente: 1) después de la indepen­ dencia, la creación de la primera esfera pública propiamente burguesa y nacional, 2) con la formación de una base industrial moderna durante el porfiriato, 3) con la incorporación de un sector obrero al partido ofi­ cial después de la revolución, 4) con el surgimiento de grupos profesio­ nales de clase media, cuyas primeras manifestaciones políticas fueron las huelgas de médicos de los años sesenta, 5) con el surgimiento de sindicatos independientes en los años setenta, 6) con el aumento en los movimientos sociales en tomo a problemas tales como vivienda, dere­ chos de la mujer, defensa de la ecología, etcétera. Con la independencia surgió por primera vez una esfera pública propiamente nacional, con una prensa comercial relativamente libre de controles centrales y el Congreso de la unión como sus dos foros prin­ cipales. Sin embargo, pese al intento de definir derechos ciudadanos 24 Por ejemplo, las mujeres han participado muy activamente en los diversos foros políticos en Tepoztlán. Tanto así que el incluyó a una organización femenina que se convirtió en su brazo más activo por muchos años. Friedrich (1986) señaló en su estudio de la política local en Michoacán que las mujeres podían frecuentemente articu­ lar públicamente opiniones que los hombres temían pronunciar porque corrían menor riesgo de ser asesinadas o golpeadas. Este argumento es coherente con los trabajos históricos sobre rebeliones en México, cfr. Taylor (1979), donde se ve el importante papel de las mujeres en los inicios de las rebeliones. pr i

individuales, la importancia política de los actores colectivos se mantu­ vo. Así, esta transición significó que apelar al arbitrio del centro político ya no era la única forma de abogar por los derechos de algún actor colectivo. En vez de legitimar los principales usos y costumbres de las colectividades a través de la participación colectiva en un sistema de fiestas, es decir, en vez de depender del arbitrio de la iglesia y del virrey, la independencia resultó en que algunos actores colectivos vieran cómo sus derechos tradicionales eran discutidos y modificados desde una nueva esfera pública nacional a la cual tenían poco acceso. Éste fue notablemente el caso de los pueblos indios, cuyas instituciones tradicio­ nales fueron atacadas casi inmediatamente después de la independencia. Además, la mayor parte de los actores colectivos de la época te­ nían como miembros a personas analfabetas, que carecían de propie­ dad privada y de otras características que eran claves para ingresar a la esfera pública nacional. Debido a esto, la representación ritualizada del orden nacional siguió siendo de extrema importancia, a pesar de que los gobiernos liberales lucharon duramente para arrancar este sistema de representación de manos de la iglesia y pasarlo a manos de las auto­ ridades civiles. Este proceso fue políticamente doloroso y nunca se lo­ gró terminar cabalmente. La dificultad surgió, en parte, del marco cívi­ co creado por los liberales, que no tenía espacio para el reconocimiento formal de varios de los actores colectivos que había en el espacio na­ cional, mientras que estos actores habían sido reconocidos previamen­ te en la organización de cofradías, en la conmemoración de fiestas lo­ cales, etcétera. En otras palabras, la creación de una esfera pública nacional, aun­ que “ficticia” y altamente imperfecta, sí fue una amenaza real para la reproducción de muchas colectividades, ya que creó un foro de discu­ sión a partir del cual se podían crear nuevas reglas políticas que afecta­ ban incluso el reconocimiento básico de la existencia de dichas colecti­ vidades. Después de todo, el esquema liberal en principio no reconocía a ningún “actor colectivo” más que a “la nación mexicana”. En este sentido, cobra especial significado la lucha de los liberales contra el clero en los siglos xix y xx, pues dicha lucha se relacionaba no sólo con el poder de la iglesia en el sentido tradicional (su riqueza, sus tierras, su influencia a través de un monopolio educativo) sino también, de mane­ ra más sutil, porque la iglesia había otorgado espacios políticos para un gran número de colectividades específicas. Este hecho amenazaba el proyecto liberal de creación de una ciudadanía propiamente nacional que se articulara de manera individual a una esfera pública burguesa. Los resultados finales de este conflicto durante el siglo pasado son bien conocidos: una separación de jure entre estado e iglesia (con una serie

de acomodos prácticos entre ellos) y una historia convulsionada de lu­ chas en tomo a los derechos colectivos de un gran número de colectivi­ dades y clases. El segundo punto importante para esta discusión está en la forma­ ción de un proletariado moderno y sus nexos con la esfera pública nacio­ nal. En las primeras fases de modernización, el proletariado mexicano tuvo poco espacio para expresar sus demandas y carecía de formas colec­ tivas de representación en el gobierno. Sin embargo, sí fueron emergiendo esferas públicas proletarias en tomo a sindicatos y a la prensa obrera. Esta esfera pública tuvo en su seno a dos de los intelectuales mexicanos más notables del último siglo: Ricardo Flores Magón y José Guadalupe Posada. Las primeras etapas de modernización industrial vieron la cons­ trucción de actores colectivos proletarios y la articulación del proleta­ riado a la esfera pública nacional, pero ambos procesos fueron inhibidos por la represión estatal así como por el bajo nivel de alfabetismo obrero y por los muchos lazos sociales que los obreros mexicanos tenían con parientes y amigos de otras clases populares. Después de la revolución de 1910, dichas organizaciones y voces proletarias encontraron apoyo en el gobierno, el cual atrajo gran parte del liderazgo del movimiento obrero, apoyando la creación de una con­ federación obrera que fue incorporada al partido gobernante. Este pro­ ceso vinculó el liderazgo obrero oficial a la esfera pública nacional, pero debilitó las esferas públicas internas de la clase obrera. Un proceso parecido ocurrió con los campesinos quienes, gracias al control políti­ co que conllevó la reforma agraria, fueron efectivamente incorporados a “las masas” del estado. Así ambas clases ingresan a la esfera pública nacional, pero de manera muy mediada, y sus propias esferas públi­ cas locales quedan también intervenidas y limitadas por dicha articula­ ción. Esto significó que estas colectividades mantuvieron relaciones arbitradas y ritualizadas con el estado, relaciones que en ciertos aspec­ tos son comparables con las que se dieron en la época colonial, excepto por el hecho de que ese estado fue capaz (gracias a una mitología nacio­ nalista especialmente rica) de arrancar la mayor paite de estas funciones rituales a la iglesia. Los primeros actores colectivos que se enfrentaron a este sistema “neobarroco” de representación política fueron las nuevas clases me­ dias. Ricardo Pozas H. (1993) ha descrito este proceso en su estudio del movimiento de los médicos en 1964-5. A los doctores les tenía sin cui­ dado la retórica revolucionaria. Habían sido entrenados en una era ple­ namente moderna y esperaban los beneficios de dicha modernidad sin el tutelaje estatal que había sido impuesto a los campesinos y obreros.

Asimismo, también tenían la expectativa de controlar sus discusiones internas y de tener acceso directo a los medios de la esfera pública nacional: los periódicos y los foros de discusión política.25 El gobierno se mostró adverso a darle espacios de autonomía a estos nuevos actores políticos y tampoco quiso concederles acceso di­ recto a los medios, situación que llevó a una serie de actos represivos contra las emergentes clases medias, la cual culminó en las masacres estudiantiles de 1968 y 1971. Después de este año, el gobierno comen­ zó una serie de negociaciones con estos nuevos actores así como una serie de reformas al sistema político. Las presiones de las clases medias —movimientos de médicos, de maestros, de estudiantes, de asociaciones de padres de familia,— cre­ cieron a la par con los llamados “nuevos movimientos sociales”, que ya no se basaban estrictamente en la pertenencia a una clase social y que no se dirigían, por lo general, directamente al control o a la redistribución de los beneficios de la producción, sino que se centraban en las condicio­ nes de la reproducción social: en la vivienda, en los servicios urbanos, en la contaminación ambiental, la educación, derechos de la mujer, et­ cétera. Vale la pena recordar que este tipo de movimiento no es realmen­ te tan nuevo. Castells (1983) ha descrito el movimiento de inquilinos en Veracruz (1915), por ejemplo, y los tumultos urbanos de la época colonial y del siglo pasado generalmente se dirigían a asuntos tales como el precio del maíz, los abusos de algún cura, o como resultado de conflictos entre los representantes de la iglesia y los del estado. Lo que tienen de novedoso los movimientos sociales que surgieron aproxima­ damente en la década de los sesenta es 1) su escala, que refleja el creci­ miento vertiginoso de las ciudades, del Distrito Federal en particular, (2) la diversificación de las demandas al estado, que se convierte en un espacio institucional que tiene que responder a demandas cada vez más variadas de servicios y de protección social, 3) que estos movimientos sociales son más difíciles de controlar que el movimiento obrero o cam­ pesino, 4) que, dado el hecho de que se orientan a metas específicas, los nuevos movimientos sociales frecuentemente carecen de mecanismos para definir un grupo estable de miembros. Este último punto significa que los movimientos sociales generalmente se conformaron en tomo a líderes y problemáticas específicas, por lo cual la participación en un 25 Sin embargo, nótese que estos foros de discusión política no eran el Congreso de la unión, institución que estaba tan subyugada políticamente que no era un foro real. Esta situación es paralela al papel del Congreso durante el porfiriato: la institución servía como trampolín político para unos y como cementerio político para otros.

movimiento generalmente definía a una generación más que a alguna colectividad que se reproduce a lo largo de muchos años. Todas estas condiciones juntas significaron que los “nuevos” movimientos sociales tuvieron un gran potencial para abrir la esfera pública nacional, ya que no eran fácilmente incorporables a la lógica sectorial del estado y del partido oficial. La combinación de estas pre­ siones, incluyendo aquellas que provinieron de las clases medias profe­ sionales, de los sindicatos independientes y de comunidades campesi­ nas, forzó al estado a adoptar nuevas estrategias para abarcar e incluir a dichas poblaciones a su marco institucional, las cuales formaron parte del proceso de expansión del acceso a la esfera pública nacional. En resumen, he trazado en líneas muy gruesas la relación que han guardado históricamente los diversos “actores colectivos” de México, apuntando siempre su relación con foros internos de discusión así como sus nexos con el Estado a través de rituales, de discusiones y toma de decisiones a puerta cerrada. Además, he desarrollado algunos parámetros que sirven para imaginar a las diversas colectividades en sus ubicacio­ nes regionales. Toda esta discusión nos permite pasar a un análisis del lugar y del papel de los rituales políticos en la conformación de nues­ tras comunidades políticas incluyendo, principalmente, la conforma­ ción de una comunidad nacional.

3. El ritual político en el espacio nacional y regional El periodo inmediatamente posterior a la conquista española nos ofrece una buena introducción al papel del ritual en la consolidación de las comunidades políticas en México, ya que se trata de una época en la cual el diálogo entre españoles e indígenas era mínimo y había podero­ sos intereses vertidos en mantener cierta falta sistemática de comunica­ ción y de entendimiento.26 En aquellos tiempos, un franciscano, fray Jacobo de Testera, qui­ so crear una atmósfera que fuera propicia para la conversión expedita de los indios, una atmósfera que no requiriese de una educación exten­ sa de los indígenas ni de una enseñanza del latín (la cual creaba conflic­ tos de opinión entre los españoles). Para este propósito, Testera creó 26 En su excelente libro, Greenblatt sostiene que el discurso de lo maravilloso fue utilizado durante las invasiones europeas para evitar la comunicación transcultural (1992): 135-6. Gruzinski (1990) afirma que los intentos de construir un verdadero diálogo entre frailes e indígenas fueron más o menos abandonados en México alrede­ dor de 1570. Ver también Supra, capítulo 4.

una forma de escritura pictográfica en la cual los iconos se pronunciaban en lengua indígena, en tanto que los sonidos emitidos se aproximaban a los de las oraciones latinas de la misa. A través de esta forma de “lectu­ ra” (que, dicho sea de paso, tampoco era propiamente una lectura desde el punto de vista de la “escritura” indígenas), Testera lograba poner oraciones cristianas en bocas indias: ellos leían “bandera” y “tuna” (pantli, noxtli), él oía algo que se aproximaba a “pater noster”,27 y este “malentendido” permitía que ambas partes participaran en un ritual de comunión que era políticamente crucial. Así, antes de la existencia de una lengua unificadora, los rituales fueron la arena fundamental en la construcción de fronteras políticas y para la creación de un lenguaje de dominación y de subordinación al interior del país.28 Gruzinski ha escrito extensamente sobre el significado de formas no discursivas de comunicación en la conquista y en la colonización de la sociedad indígena, mostrando la centralidad de los iconos en este proceso de comunicación. Dicho autor ha hablado incluso de una “gue­ rra de imágenes”. A nivel de las imágenes, especialmente en los ritua­ les, se dan acomodos y arreglos pragmáticos entre participantes sin necesidad de arreglos formales a nivel de pronunciamientos políticos ni de normas jurídicas. Esta clase de política —acomodos pragmáticos combinados con una adhesión formal a una ortodoxia discursiva— ha sido muy comentada por observadores de México, algunos de los cua­ les trazan sus orígenes al propio Hernán Cortés, cuyo dictum “Obedez­ co pero no cumplo” es ya famoso.29 Así, el historiador Irving Leonard pensaba que ésta era una ca­ racterística distintiva de la estética reinante en la llamada “época barro­ ca”, cuya sensibilidad se basaba en la adhesión rígida a algunos princi­ pios del dogma católico y de las costumbres de la época, mientras que 27 Véase Julie Greer Johnson (1987): 15. 28 Tanto así que todos los rituales y espectáculos de esta era temprana tienen que ser comprendidos políticamente, incluyendo aquí al uso del teatro, que se orientaba hacia la evangelización y a la reformulación de las relaciones políticas. Por ejemplo, algu­ nas de las primeras obras exhibidas en la Nueva España servían para enseñar sobre el sacramento del matrimonio y para anatemizar la poligamia, práctica que era central en la organización política de los aztecas, quienes expresaban las alianzas políticas en tér­ minos de alianzas matrimoniales. 29 Véase, por ejemplo, Elliott (1984):303. La tradición de arreglos pragmáticos que coexisten con una ortodoxia discursiva inmaculada fue creada desde la conquista y dejó su trazo en la censura de la cual fue objeto Sahagún cuando lo acusaron de estar preservando las creencias nahuas al describirlas. Así, en vez de favorecer el diálogo, la comprensión y la conversión a través de la convicción, se favorecieron más bien acti­ tudes como la de los libros de Testera, que enfatizaban el cumplimiento en los actos rituales por encima de la convicción a nivel del pensamiento.

la invención y la inteligencia se aplicaban a bordar en tomo a dichos dogmas.30 Asimismo, Gruzinski (1990: 169-71) afirma que la transi­ ción a la época barroca fue acompañada por ataques a la educación indígena, por la decadencia del uso del libro en las clases populares y su sustitución por imágenes convencionales. Esta tendencia profundamente antagónica a la discusión y al diá­ logo no murió con la contrarreforma. Por lo contrario, en México la ilustración y el positivismo también se caracterizaron por su uso de la mo­ dernidad como un discurso formal antes que como una serie de prácti­ cas reales.31 En términos generales, historiadores y antropólogos han reconocido que en México existe una tradición de fórmulas legalistas que se combina con un pragmatismo político notable, el cual se ha com­ parado frecuentemente a las ideas de Maquiavelo.32 La flexibilidad de la que carecemos a nivel del discurso político formal y en la discusión política, la tenemos en la praxis política, cuyas negociaciones quedan dramatizadas y representadas en el ritual. Es por ello que el estudio del ritual político nos permite entrever la articulación ideológica de una sociedad que siempre ha estado segmentada en su interior y que ha sido representada falsamente en el discurso político formal. Resumiendo, el ritual es un foro crítico para la construcción de arreglos pragmáticos donde no existen formas abiertas de comunica­ ción y toma de decisiones. En otras palabras, existe una correlación inversa entre la importancia política del ritual y la importancia de la esfera pública. Más aún, podríamos agregar un argumento culturalista a este argumento sociológico: una vez qué los españoles abandonaron todo intento serio de convencer y asimilar a los indios, ciertas formas estéticas se desarrollaron (la llamada “sensibilidad barroca”) y éstas se fueron convirtiendo en valores que permearon a la sociedad profunda­ mente, afectando a las relaciones familiares, a los modos y modales y 30 De esta manera, al describir el contenido de un concurso de poesía y oratoria en el siglo que ha sido caracterizado como “una larga siesta” (el x v ii ), Leonard nos cuenta que “el fin [de los concursos] era la adulación y la glorificación de la materia [que había sido predefinida] y esto se lograba a través del ingenio, haciendo malabarismos atrevidos con las frases y utilizando artificios excesivos junto con exhibiciones pe­ dantes de saberes clásicos y escolásticos. La opacidad era una virtud y la emisión vacua de alusiones un mérito. Como el tema no estaba bajo ninguna disputa, los pane­ gíricos exagerados era la marca de la excelencia estética.” (1959): 137, traducción mía 31 Véase Guerra (1988), v.l: 182-201 para el porfiriato. Véase también la relación entre adhesión manifiesta a formas democráticas y prácticas rituales contrastantes durante la campaña presidencial de Salinas en 1988 en Lomnitz, Lomnitz y Adler (1990). Escalante (1992) trata esta cuestión de manera frontal. 32 Notablemente en Friedrich (1986).

otras formas sociales en todos los estratos. Así, el ritual y el ritualismo tendrían hondas raíces sociológicas y culturales. Sin embargo, ésta es tan sólo una apreciación general: un punto de partida. Para organizar la amplia y variada literatura sobre ritual político y, para proponer una línea a futuras investigaciones en esta te­ mática, es preciso arribar a una formulación más exacta del tipo de trabajo político que se realiza con los rituales en sus diversos contextos regionales e históricos. Me centraré en tres aspectos principales en lo que queda de este trabajo. Primero, propongo que el ritual político refleja la dialéctica opo­ sición/apropiación entre instituciones estatales y diversos grupos so­ ciales. Este punto nos aleja de aquella perspectiva en que se propone una oposición simple entre rituales populares y rituales estatales. Se­ gundo, presentaré una serie de ideas en torno a la relación entre ritual y rumor. Concretamente, propongo que tanto el ritual como el rumor permiten que se expresen gentes e ideas que no logran ingresar a la esfera pública. El ritual puede servir como una manera de crear una integración política regional cuando existe un sustrato mínimo de cultura compartida y, sobre todo, cuando no existen espacios institucionales para una integración a través de la discusión. Este punto de vista cuestiona aquél que ve a la historia de México como un simple proceso secular que se dirige inexorablemente hacia la democracia y la modernidad. Por último, discuto la relación que guarda el ritual político con la corrupción. Este punto nos ayuda a comprender la forma en que las instituciones estatales son apropiadas localmente y nos acerca así a una discusión más precisa de la manera como se crea un orden hegemónico. El ritual y la expansión de las instituciones estatales Un buen punto de partida para esta discusión es la relación que guar­ dan las instituciones según las define Foucault (con sus tecnologías de disciplina corpórea y su método para crear sujetos sociales) con los rituales que buscan construir una imagen de consenso en torno a una noción de “pueblo”. En un interesante estudio de la historia de las fiestas patrias en el estado de Puebla entre 1900 y 1940, Vaughn (1994) muestra que la relación entre las escuelas y las festividades pasó por dos momentos distintos. Durante el porfiriato, las festividades cívi­ cas eran organizadas por el jefe político local, con la ayuda de la élite local de hacendados, rancheros y notables. En las fiestas cívicas par­ ticipaban especialmente los poblanos, de modo que el 5 de mayo era

la fiesta más importante. Por otra parte, el sistema escolar se dirigía principalmente a las familias notables y, en menor grado, a los demás habitantes de las principales cabeceras, pero excluía decididamente a la mayoría rural. Después de la revolución, las escuelas se debilitaron a la par que aumentó la fuerza de las comunidades agrarias y se mermaron las élites regionales. Los maestros ya no tenían a su disposición la fuerza coerci­ tiva de los jefes políticos, de modo que ya no podían organizar cuadri­ llas de trabajo para apoyar a las escuelas, y los fondos federales eran insuficientes. Esta situación comenzó a cambiar durante los años trein­ ta, cuando los maestros revivieron las fiestas cívicas utilizando al fútbol como su principal atractivo. La introducción del fútbol y la formación de clubes y equipos se convirtió en un canal importante para la vida social de los pueblos así como en una avenida en la que se podían desa­ rrollar las relaciones de competencia tradicionales entre barrios y pue­ blos. Como resultado, los pueblos agrarios comenzaron a competir por construir escuelas y ellos mismos proporcionaron el trabajo y muchos de los recursos necesarios para sostenerlos. Este ejemplo muestra cómo la institución moderna más funda­ mental para la creación de sujetos disciplinados y uniformes (la escue­ la) proliferó no tanto como resultado de una imposición estatal como gracias a su capacidad para articular los planes y deseos del gobierno a varias formas de política local. La escuela se convirtió, de hecho, en un foro alternativo que le daba materialidad y visibilidad a las comunida­ des locales y, en este sentido, jugó un papel análogo al que jugaron las cofradías y las fiestas religiosas en la época colonial. Más aún, el ritual (en este caso, las festividades cívicas y la atracción de los deportes) jugó un papel central en la expansión de las escuelas de un modo pare­ cido a la forma en que la fiesta religiosa, con sus atractivos seculares, tuvo una importancia central en la propagación de la fe. De esta manera, el caso de Puebla nos ofrece una pista para com­ prender el modo en que el estado revolucionario logró apropiarse de las formas de representación política que habían estado en manos de la iglesia en épocas anteriores. En el arreglo porfiriano, las escuelas y las fiestas cívicas eran organizadas principalmente por y para las élites regionales, mientras que la iglesia seguía ofreciendo el espacio princi­ pal para la afirmación de la fuerza de los pueblos como colectividades. Es tan sólo después de la revolución, con la decadencia del poder coer­ citivo y económico de las élites regionales, y con la introducción de deportes que eran accesibles para todos, que la fiesta cívica se volvió un foro comparable a la fiesta religiosa. Es interesante, que, a partir de este momento, los maestros rurales lograron apoyos locales importan­

tes, los cuales les permitieron expandir el sistema escolar pese a las serias restricciones en los presupuestos de la época.33 En otras palabras, las instituciones estatales se expanden de ma­ nera que dependen de la política cultural local, regional y nacional: las instituciones que contribuyen a cimentar la idea de un desarrollo nacio­ nal colectivo están también constreñidas por varias fuerzas culturales y políticas locales.34 Los resultados de esta situación han variado junto con el aumento paulatino en la fuerza de las instituciones modernas. Sin embargo, pue­ den sintetizarse de manera general: la realidad nacional en México, la opinión pública y los “sentimientos de la nación” se acrisolan en el ritual popular, mientras que los medios clásicos de la esfera pública burguesa (la escuela pública que produce ciudadanos, los medios masivos de comunicación, las elecciones, el Congreso de la unión) generalmen­ te se han utilizado como instrumentos para darle una interpretación discursiva y una serie de soluciones ideológicas a las manifestaciones ritualizadas de “la voluntad popular”. Evidentemente, esta situación estaba entre mezclada con la falta de democracia formal en México. Sin embargo, sería un error atribuir dicha falta de democracia exclusivamente a las imposiciones dictato­ riales del ejecutivo federal, pues el autoritarismo es un producto del complejo de interrelaciones entre diversas fuerzas locales, nacionales e internacionales. Además, el hecho de que haya habido un largo proceso histórico de acomodo a estas circunstancias ha permitido que se desa­ rrollen formas para expresar, para interpretar y para resolver demandas políticas fuera del marco democrático. 33 Vaughn menciona que estos procesos de negociación entre maestros y comunidades locales también llevaron a que los maestros ya no quisieran impartir las lecciones educativas más anticlericales de la “educación socialista”. En otras palabras, a nivel nacional la “educación socialista” era en buena medida parte de una cruzada para terminar con el papel central de la iglesia como la institución integradora de la nación. Algunos aspectos de esta iniciativa encontraron apoyos locales, ya que esta política ayudaba a sectores campesinos y obreros, y así los festivales cívicos florecieron junto con una transformación en la cultura popular (la introducción del deporte). Sin embar­ go, este mismo éxito también le dio a las comunidades locales la fuerza política nece­ saria para evitar las medidas anticlericales más drásticas del gobierno. 34 Esto se refleja en el hecho de que en la mayoría de las regiones del país no se observa un sisma entre una juventud orientada hacia la cultura estatista y una genera­ ción mayor más tradicionalista (cosa que sí ha sucedido en otros contextos como, por ejemplo, en la Italia de Mussolini o entre familias que emigraron a Estados Unidos a principios de siglo). La continuidad relativa entre la organización colectiva en tomo a la iglesia y la organización del estado es en parte responsable por esta relativa armonía intergeneracional.

Dichas formas de expresión política son múltiples, pues respon­ den a necesidades que se plantean en diferentes puntos del espacio na­ cional y porque, debido justamente a esta variedad, dichas necesidades no se prestan para expresarse en un solo orden constitucional. Por el contrario, el sistema de mediación y de representación que manó del periodo colonial ofrece un mejor modelo de esta situación, pues permi­ te una mayor flexibilidad para considerar las necesidades específicas de diversos individuos y colectividades (es decir, institucionaliza un régimen casuístico) al tiempo que mantiene espacios para la represen­ tación política de las colectividades. Esto no significa, sin embargo, que el papel del ritual político haya sido una constante en la historia de México desde la época barro­ ca. Ni siquiera significa exactamente que el orden posrevolucionario haya permitido un regreso a la matriz barroca (como sostuvo hace tiempo Octavio Paz), pues mi argumento no implica que se haya dado una sustitución simple del ritual religioso por parte del ritual estatal. Pien­ so, por el contrario, que el culto religioso sigue manteniendo un estándar de comunitarismo distinto y que representa una relativa pureza de mo­ tivos respecto a los rituales estatales y que, por lo tanto, tiene que ser tomado en cuenta en el análisis político. El punto de vista que he desa­ rrollado implica simplemente que el sistema político y cultural de re­ presentación asociado con la época barroca tiene que ser tomado seria­ mente en consideración para comprender el papel del ritual político hasta el día de hoy, y esto se debe a que la relación entre ritual religioso y rituales cívicos es fundamental para comprender la expansión de las instituciones estatales modernas en México. Ahora quisiera considerar la importancia que cobra el ritual en la articulación de diversas colectividades al orden hegemónico nacional. Desarrollaré mi argumento en dos etapas. Primero, discuto los nexos entre el ritual, el rumor y la esfera pública nacional. En dicha sección sostendré que la importancia del rumor como forma de comunicación so­ cial en México está íntimamente ligada a la ritualización de las mani­ festaciones públicas y a la transformación de éstas en signos primarios para la esfera pública. Por último, concluiré con una discusión acerca de la relación entre el ritual y las diversas formas de apropiación local de las instituciones estatales.

4. El rumor, los rituales, y la esfera pública En páginas anteriores sostuve como tesis que existe una serie de acto­ res colectivos que no han tenido acceso a ninguna esfera pública, hecho

que significa simplemente que no tienen foros abiertos para la discu­ sión y evaluación de los procesos de toma de decisiones. Esto no quiere decir, sin embargo, que no haya comunicación dentro de dichos grupos, ni tampoco que sean incapaces de tener o manifestar un sentimiento general en público. Simplemente significa que la opinión colectiva se forma en contextos comunicativos distintos al de una esfera pública abierta a la discusión libre entre todos los miembros del grupo. Hay organizaciones jerárquicas como la familia campesina, la hacienda o la fábrica que no han tenido esferas públicas internas, cuyos miembros tampoco han podido participar libremente en la esfera públi­ ca nacional ya que carecían de propiedad, tenían acceso muy restringi­ do a la prensa y no contaban con voz ni voto en asuntos ciudadanos. En esas organizaciones, la opinión colectiva se forma en la clase de con­ texto que Erving Goffman llama “back-stage”: en la cocina, en el lava­ dero, al agacharse para sembrar o cortar cultivos, en el mercado o entre dientes en la anonimato de la masa. Estos eran los espacios en que fluía la información. Como se trata de espacios ocultos a la vigilancia, los discursos que se generan en ellos típicamente son considerados como subversivos frente a las ver­ dades oficiales que se generan en la esfera pública, por lo cual frecuen­ temente son feminizados. Así, en México el discurso “franco” y “abier­ to” del mitin público se contrasta frecuentemente con los “chismes de lavadero”, “de azotea” o, simplemente, “de viejas” y el diálogo político “abierto” es visto como “de hombres” (directo, racional) frente a la “cobardía” del rumor. Evidentemente, este modo de ponerle género a la relación entre la esfera pública y el rumor debe ser comprendida, ante todo, como una estrategia para minar la validez del rumor y no como una correspon­ dencia de facto entre las esferas de acción masculinas y femeninas por un lado y la dicotomía entre esfera pública y rumor por el otro. Así, los mismos rumores que son feminizados y caracterizados como “chismes de lavadero” por unos pueden ser elevados a egregios “sentimientos de la nación” por otros. Más aún, la comunicación en el back-stage no es una prerrogativa de las mujeres, y tampoco es siempre el caso que la esfera pública nacional sea siempre terreno de hombres (aunque por largos años sí lo fue). Resulta útil concebir a las vías comunicativas del rumor como un molde en negativo de las diversas esferas públicas que hemos discutido en secciones anteriores. Donde sea que las relaciones de poder impidan la discusión abierta, allí emergen formas de comunicación alternativas y predomina el rumor. En México, la esfera pública nacional no ha logrado una base amplia de respeto y credibilidad porque demasiadas

voces quedan excluidas de ella. Debido a esto, la gran mayoría prefiere siempre una fuente de información personal (chismes) a una fuente de información oficial.35 Esta situación lleva a la clásica crisis de legitimidad mexicana, la cual surge de cómo han de interpretarse los famosos “sentimientos de la nación”. Los intelectuales han tenido un papel estelar en llenar este vacío comunicativo, del mismo modo en que los periódicos se convir­ tieron en los medios privilegiados para la interpretación de dichos sen­ timientos. Por otra parte, los intelectuales —al igual que los oráculos de la antigüedad— necesitamos “señas” para tejer interpretaciones. Salir y preguntarle a los ciudadanos su opinión de manera sistemática siempre fue problemático, y sólo ha comenzado a ganar terreno en años recien­ tes.36 Esto se debe a que la encuesta significa convertir lo oculto en abierto, en otras palabras, la encuesta implica la construcción de una relación confesional entre ciudadanos y estado, y una relación de esta clase requiere en reciprocidad que el gobierno rinda cuentas a la ciudadanía. Como el gobierno no necesita rendir cuentas a nadie, la relación confesional tampoco se da y lo¿ “ciudadanos” sólo hablan abiertamen­ te cuando sienten que no tienen nada que perder o bien cuando sienten que tienen algo que ganar. Las señas que los intelectuales y los políticos “leen” son, por tan­ to, complejas, ya que toda manifestación pública es interpretada en sus dimensiones expresivas y “sintomáticas”. Por lo tanto, el trabajo de interpretar los sentimientos nacionales no termina con el conocimiento de opiniones, pues las opiniones que no se reflejan en actos, las opinio­ nes que no tienen consecuencias prácticas, son fácilmente desechadas como “chismes de viejas” o “habladurías”. Los verdaderos sentimien­ tos de la nación sólo se entreven en la acción pública o, más precisa­ mente, en la forma en que la acción pública se dramatiza, en los rituales políticos (así, por ejemplo, Iturbide sostenía que la opinión pública na­ cional se manifestó en las guerras de independencia, pero que no se manifestaba en el Congreso de la unión). Hablo de “rituales” en este 35 El estudio de Ilya Adler (1986) acerca de los usos de la prensa en la burocracia mexicana es significativo en este contexto. Adler describe cómo los burócratas cons­ tantemente presentan informaciones que han leído en los periódicos sea como inter­ pretaciones personales generadas por ellos mismos o como información privilegiada que viene de una relación personal. La información que fluye tras bambalinas tiene mayor credibilidad en México que la información pública. 36 Nuestro País es la primera revista dedicada a la opinión pública en México, la en­ cuesta electoral sólo comenzó a ser utilizada sistemáticamente por los periódicos a partir de las elecciones presidenciales en 1988.

contexto porque la debilidad de la esfera pública nacional en México ha garantizado que los eventos políticos sean interpretados simbólica­ mente: sus dimensiones expresivas cuentan tanto o más que sus dimen­ siones instrumentales.37 La sutileza de este fenómeno se observa con mayor claridad cuando se comparan las manifestaciones políticas que se dirigen a los medios mediante la acción directa en colectividades pequeñas. Resulta intere­ sante, en este contexto, pensar en el uso de la máscara en dos casos recientes, el de Superbarrio en el Distrito Federal y el de los zapatistas en Chiapas. El uso de la máscara permite una identificación más abs­ tracta del movimiento con el pueblo, y esta relación abstracta (no personalizada) permite una presentación pública más clara en tanto que el espectro de la cooptación de un líder específico disminuye. Así, la máscara es una movida brechtiana que sirve para disminuir la impor­ tancia del individuo y para marcar la persona social a través de imáge­ nes derivadas de los medios masivos de comunicación. La situación es enteramente otra en la dramatización de movi­ mientos sociales que no se dirigen a los medios de la esfera pública nacional, por ejemplo, en cualquier pueblo campesino. En esos casos, “el pueblo” es representado por individuos cuya identidad es amplia­ mente conocida, y es precisamente la presencia de personas conocidas la que convence a otros de ingresar al movimiento. Lógicamente, estos movimientos no están siendo mediatizados por la esfera pública nacio­ nal, sino que son expresiones directas de esferas públicas locales. También resulta interesante el uso de inversiones simbólicas en­ tre lo público y lo doméstico en movimientos mediados versus movi­ mientos directos (cara a cara).38 En los movimientos sociales locales, 37 Un estudio sistemático de este fenómeno tendría que enfocarse en la manera en que la prensa alegoriza las manifestaciones públicas. Este estudio aún no se ha realizado, aun­ que cualquier lector de la prensa mexicana tiene a la mano un sinúmero de ejemplos e ilustraciones: en los últimos tiempos instancias notables de este fenómeno ocurrieron en tomo al terremoto de 1985 (concretamente, en tomo a cual fue “el significado” — nóte­ se el singular— de las reacciones populares y gubernamentales al desastre), durante el movimiento estudiantil del , después de la elección de 1988, después de los asesina­ tos del cardenal Posada, de Luis Donaldo Colosio y de José Francisco Ruiz Massieu, tras el levantamiento zapatista en Chiapas y después de la devaluación de 1995. Todos estos eventos (y una infinidad de eventos de menor importancia) son focos de conflicto político, mismo que se manifiesta en la interpretación de su “verdadero” significado. Una descripción sociológica de la exégesis política en las campañas del puede verse en Lomnitz, Lomnitz y Adler (1992) y en Lomnitz (1992b). 38Los zapatistas en Chiapas nos presentan con un ejemplo claro de la distinción entre acciones que se dirigen a la opinión pública versus acciones políticas sin mediación, pues ellos han peleado una guerra a través de los medios, logrando triunfos importan­ tes a través de una serie de gestos de rebelión más que a través de la victoria militar. ceu

pri

la inversión entre lo público y lo doméstico generalmente es un lla­ mado directo a la rebelión; en los movimientos mediados por la esfe­ ra pública nacional, dichas inversiones sirven para interpelar a dicho público, por lo cual se vuelven gestos de rebelión. Por ejemplo, las mujeres de clase media o alta salen a las calles del Distrito Federal a protestar por la construcción de un nuevo periférico o a protestar por los efectos de la devaluación; los rancheros de Jalisco toman la plaza de Guadalajara con sus tractores. En ambos casos, la invasión de es­ pacios públicos (mujeres en las calles, tractores en las plazas) son formas de captar la atención de los medios y de poner en la mesa de negociación las exigencias de colectividades ante el estado nacional. Sin embargo, esta clase de inversiones simbólicas es marcadamente subversiva en comunidades más pequeñas, donde la opinión local se polariza y reacciona inmediatamente. Así, por ejemplo, cuando las mujeres salieron a la calle en Tepoztlán en 1978, los hombres se vie­ ron obligados a actuar y tomaron la presidencia municipal inmediata­ mente. Cuando los chamulas, en el siglo pasado, se apropiaron de la figura de Cristo sacándola de manos de la iglesia, se rebelaron y sitia­ ron Ciudad Real. En los contextos mediados por la esfera pública nacional (que son, dicho sea de paso, proporcionalmente mayores en la medida que los medios de la esfera pública llegan cada vez a nive­ les más profundos del sistema regional), las inversiones simbólicas son formas de apelar a la opinión pública afuera de la comunidad local. En resumen, mientras que muchos grupos sociales son reconoci­ dos y (re)creados en rituales que sustituyen una esfera pública interna, existen también manifestaciones políticas de opiniones públicas que se forman tras bambalinas, que se comunican a través del rumor y se transforman en movimientos políticos que pueden ser analizados como si fuesen rituales porque su significado es sistemáticamente interpreta­ do por otro público, el cual le da cierto lugar y sentido dentro de la esfera pública nacional. El lugar central que ocupa el ritual en la construcción de la comu­ nidad política en México puede entenderse en dos dimensiones: por una parte, los rituales pueden ser expresiones de la vitalidad y de los intereses colectivos dentro de un orden político que ha sido oficialmen­ te sancionado; por la otra, las manifestaciones políticas pueden ser vis­ tas como expresiones de un sentimiento público construido en canales ocultos (back-stage) y que no ha sido (aún) controlado por el estado. Esta segunda dimensión significa que los movimientos políticos están recargados de significados “ocultos” y son, por tanto, las señas que “leen” los intérpretes de la política.

Los rituales y la corrupción Hasta ahora he sugerido tres funciones importantes que cumple el ri­ tual en la constitución de comunidades políticas en México. En el nivel más general, el ritual es importante porque la segmentación social y las relaciones de poder minan y limitan los mecanismos de negociación y diálogo entre miembros de una misma comunidad nacional. En segun­ do lugar, el ritual ha sido utilizado estratégicamente para crear alianzas entre diversas colectividades, el estado y la iglesia. La dialéctica de estos procesos involucra intensas luchas entre grupos o clases, y las alianzas con el estado o la iglesia son utilizadas para fortalecer intere­ ses locales en dichas luchas. Por último, he sugerido que el ritual es crucial para la formación de una esfera pública nacional dentro de un estado autoritario porque es el signo principal que leen los intérpretes que ordenan dicha esfera pública. De este modo, los rituales políticos ocupan en nuestra sociedad un papel análogo al de las encuestas en otras sociedades. En esta última sección desarrollaré algunas conside­ raciones en tomo a la relación que guardan los rituales con la corrup­ ción en el sistema político mexicano. La cuestión de la corrupción tiene que ser comprendida en tres niveles: primero las prácticas corruptas pueden analizarse en un nivel funcional (qué papel cumplen los actos corruptos para diversas institu­ ciones gubernamentales, para los individuos que la perpetúan y para sus víctimas); segundo, las acusaciones de corrupción pueden ser ana­ lizadas para comprender la importancia que tienen los discursos sobre la corrupción en la política; tercero, se pueden analizar las formas en que los discursos y las prácticas de la corrupción se relacionan con los modos en que se construye socialmente la persona, cómo dichas prácti­ cas afectan la sensibilidad moral de un pueblo, etcétera. A través de la historia de México la corrupción se relaciona con la forma en que algunas personas se apropian de porciones de los aparatos del estado para su beneficio personal y (discutiblemente) en detrimento de los intereses generales del estado así como de los ciudadanos. Sin embargo, estas apropiaciones cumplen varias funciones y tienen implicaciones diversas en diferentes épocas. Por ejemplo, durante la mayor parte del periodo colonial los puestos gubernamentales eran vis­ tos como premios otorgados en reconocimiento de favores hechos a la Corona, o bien eran vendidos al mejor postor. No sorprende por tanto, que se esperara que los oficiales extrajeran ganancias de sus puestos pues ellos no eran en un sentido estricto “servidores públicos”. Una situación comparable se ha extendido en ciertos sectores de la burocra­ cia hasta la época actual.

Por otra parte, debido a que la iglesia era la arena fundamental para la expresión colectiva, y debido a que tenía sus propias fuentes fiscales, la corrupción del clero también era importante. Diversos grupos sociales podían a veces enfrentar las ambiciones de los curas con las de los buró­ cratas estatales. Así, por ejemplo, los habitantes de pueblos indios parti­ cipaban fervientemente en sus fiestas en parte para demostrar una alian­ za con la iglesia, la cual podía interceder a su favor en caso de abusos por parte de hacendados y oficiales. Ello no impedía que las mismas comuni­ dades llevaran a las autoridades civiles demandas legales contra abusos de los curas. Por último, el ritual local podía ser utilizado como un em­ blema de los derechos propios tanto contra la iglesia como contra el esta­ do. Así, el ritual tenía un papel fundamental en la mediación entre los diversos actores sociales durante la época colonial, pues expresaba las fronteras, la fuerza y los derechos de una colectividad al tiempo que ser­ vía para forjar alianzas con la iglesia y el estado. En este contexto de negociación la corrupción se reflejaba en lo que podríamos denominar un “sistema de cargos extendido”. Los antropólogos han tendido a ofrecer una visión un tanto estrecha de la naturaleza de los cargos religiosos en la cultura popular, llamando la atención tan sólo sobre su importancia dentro de las comunidades indígenas y mostrando los lazos que se estrechan entre el financiamiento de las fiestas y el pres­ tigio y el poder al interior de las comunidades tradicionales. De hecho, pese a esta visión un tanto provinciana, existen variaciones del llamado “sistema de cargos” a todo lo ancho del espacio nacional: cargar con la cuenta de diversas celebraciones frecuentemente refleja la forma en que se espera que se distribuyan los beneficios del poder. Así, por ejemplo, durante la colonia los principales comerciantes y notables de la ciudad tenían que poner de sus bolsas altas sumas de dinero para la conmemora­ ción de fiestas relacionadas con hechos de la familia real o del virrey.39 Por otra parte, los pueblos y villas más pequeños tenían que incurrir en gastos similares para conmemorar a sus santos patronos, etcétera. Sin em­ bargo, son precisamente estas formas del festival popular las que también le dan reconocimiento político a dichas villas y pueblos y las que ayudaban a organizar el flujo de recursos hacia los líderes de las comunidades. Esta misma lógica sobrevivió en la época independiente. En Tepoztlán, por ejemplo, el carnaval se convirtió en la fiesta más cara y más elaborada del pueblo, y su presupuesto salía principalmente de la bolsa de los notables locales. Esta práctica contrastaba con la de las’ 39 El nacimiento de algún nuevo miembro de la familia real, el matrimonio de algún príncipe, la entrada de un nuevo virrey o arzobispo eran motivo de este tipo de cele­ bración, muchas de las cuales han quedado registradas en La Gaceta de México.

fiestas del barrio, que siempre fueron más humildes y que se financiaban con contribuciones colectivas de todos los habitantes. Los notables loca­ les le metían dinero a las bandas que representaban a sus barrios de ori­ gen (que eran sólo tres de los siete u ocho barrios de la época). De esta manera, creaban lazos de solidaridad con los habitantes pobres de sus barrios y, subsecuentemente, dependían de esta base de apoyo local para controlar los puestos municipales, sistema que operó con éxito durante buena parte de los siglos xix y xx (Lomnitz 1982, capítulo 4). En los Altos de Morelos, De la Peña (1980) describió cómo los dueños de hacienda acrecentaban su popularidad y la de los notables municipales contribuyendo con recursos a las fiestas locales. Por últi­ mo, en Zinacantán, Chiapas, el locus clásico del muy discutido “siste­ ma tradicional de cargos”, Cancian (1992) ha mostrado que el financiamiento de las fiestas locales era un aspecto crucial para el prestigio y el poder local pero que el sistema entró en crisis cuando la economía local se diversificó, la población aumentó y se creó una división entre los viejos campesinos principales y jóvenes empresarios transportistas. Los viejos le han cerrado el paso a los jóvenes en el financiamiento de las fiestas, y el sistema de cargos ha comenzado a decaer como punto cen­ tral de la expresión política local. Esta correlación entre el financiamiento de festividades y la apro­ piación local de diversos beneficios o ramas del estado tiene paralelos muy marcados con la manera en que tradicionalmente se han financiado las campañas políticas del pri. A sí, hasta las reformas actuales, calcular los costos reales de una campaña del partido oficial sólo era posible de manera indirecta. Esto se debía a que, en vez de funcionar con un presu­ puesto central, los costos de campaña se difundían entre diversos organis­ mos del gobierno, que a su vez esperaban beneficiarse del estado. Así, los diversos líderes locales y estatales movilizaban “sus” recursos estatales (los que ellos controlaban) para apoyar la campaña: gobernadores y pre­ sidentes municipales utilizaban sus presupuestos para mostrar su apoyo personal a un candidato presidencial y, a través de ese apoyo, mostrar también la lealtad de las colectividades que supuestamente representa­ ban. El liderazgo sindical que tenía apoyo especial del gobierno utilizaba fondos y horas de trabajo de sus trabajadores para apoyar al candidato, por ejemplo.40Por otra parte, al igual que en el caso de las fiestas, los que participan en los actos públicos de una campaña también buscan ganar cosas inmediatas: un día sin trabajo, comida gratuita, una fiesta o al me­ nos una relación renovada con su patrón inmediato. 40 Para una descripción general de la organización de los rituales de campaña del véase Lomnitz, Lomnitz y Adler (1992).

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Así, el ritual político está íntimamente ligado a la corrupción por­ que buena parte del financiamiento de los rituales refleja de hecho (o al menos idealmente) la manera en que líderes y comunidades locales se apropian de partes del aparato estatal. Así, los rituales son a la vez dramatizaciones del poder de una colectividad en relación al estado nacio­ nal e instancias concretas de la manera en que se distribuyen localmen­ te el poder y los beneficios del estado. Los nexos entre la fiesta y la corrupción tampoco terminan en este punto, pues la mayor parte de las fiestas combinan un aspecto con­ trolado con un aspecto de gran libertad: las “máscaras a lo serio” y “a lo faceto” son ejemplos de estas dos caras de la fiesta en las procesiones de la época colonial, pero esta situación es generalizable: a la misa solemne le sigue el mole, la bebida y el baile; el carnaval termina en la misa del miércoles de ceniza; después de los mítines políticos conviene la ingestión de bastante alcohol. Hasta los rituales más apolíneos, tales como los concursos de oratoria de antaño, tienen sus intersticios de diversión y “relajo”, mientras que festividades seculares tales como la corrida de toros o la pelea de gallos frecuentemente recibían cierta su­ pervisión gubernamental, la cual se hacía sentir en breves momentos de formalidad. Esta combinación de control político con expresión popular libre hizo de las fiestas lugares en que se forjaba una cierta hegemonía com­ pleja, pues las expresiones populares eran libres y a la vez quedaban englobadas por las autoridades. Éste es el sentido más sutil en el que el ritual político puede ser ligado a la historia de la corrupción: las fiestas afirman la relevancia de una colectividad frente al estado y, por lo tanto, pueden ser utilizadas en la lucha por posiciones dentro del mapa político. Por otra parte, una vez que una colectividad comienza a recibir benefi­ cios del estado, una vez que tiene un líder o una clase política que se apropia del estado y lo representa localmente, se espera que estos líderes financien buena parte del ritual político porque éste será una manifesta­ ción de la vitalidad de la comunidad ante oficiales superiores y porque la fiesta misma es una redistribución de los privilegios recibidos por la élite local, la cual es piedra angular en la fórmula hegemónica local. Así, las fiestas son usualmente interpretadas como signos de la vitalidad tanto de “el pueblo” como de “el estado”. La corrupción está implícita en toda esta relación porque el estado sólo se extiende a estas colectividades a condición de que grupos locales (normalmente las élites) se apropien de aspectos de sus instituciones y algunos de los beneficios de esta apropia­ ción deben desbordarse al resto de la población. Por último, los rituales presentan una serie de estándares morales frente a la corrupción. Los líderes carentes de generosidad son mal vis­

tos, aquellos que no financian fiestas populares o que no reconocen a su propia gente también son criticados.41 En general, se busca promover una ética de respeto, generosidad y comunión, y estos valores ofrecen los rudimentos de una tecnología política que se utiliza para articular diver­ sos grupos al estado nacional. En este aspecto los rituales y fiestas cató­ licas siguen siendo un punto de referencia obligado para todo político. La prominencia de los lazos entre ritual y corrupción —tanto en relación con la apropiación local de la maquinaria del estado como res­ pecto a la construcción de una ética de dichas apropiaciones— demuestra la importancia crítica que tiene el estudio de los rituales para compren­ der la formación y la disolución de la hegemonía en el espacio nacio­ nal.

Conclusión En este trabajo exploré la relación entre el ritual y la formación de comu­ nidades políticas a través de un análisis de la geografía e historia de las esferas públicas. De paso he propuesto una serie de relaciones entre ri­ tuales, rumores y corrupción. Este análisis nos aparta de tres tendencias recientes en el estudio del ritual político: la primera divide a los rituales de manera simple entre rituales estatales y rituales populares; la segunda presenta un panorama en que se da un proceso secular que va del ri­ tual premodemo a la democracia moderna. Contra la primera posición, la perspectiva que desarrollé aquí enfatiza la dialéctica entre oposición al estado y la apropiación de sus agencias por élites y colectividades loca­ les. Dicha dialéctica afecta tanto la construcción de subjetividades desde el estado (a través de instituciones como la escuela) como la forma en que las instituciones estatales son recibidas y apropiadas. Contra el se­ gundo punto de vista, nuestra perspectiva llama la atención sobre la per­ sistencia de obstáculos para la creación de una esfera pública burguesa en México. Nuestra modernidad sigue excluyendo a un gran número de personas de la tierra prometida de la ciudadanía y la modernidad, y ello ha permitido una larga historia de reconstrucción de una vida ritual que tiene sus orígenes remotos en el barroco colonial.42 41 Greenberg (1995) nos ofrece informaciones interesantes que provienen de los mixes en Oaxaca. Los mixes discriminan entre mercaderes “buenos” y “malos”, cuyos dine­ ros son a su vez clasificados como “buenos” y “malos” según si organizan o no una serie de rituales especiales que se le prescriben a los comerciantes y según si son o no sensibles a las necesidades de sus paisanos. 42 Concuerdo con la posición desarrollada por Gruzinski respecto a que la imagen barroca es un antecedente importante del uso político del ritual y de la comunicación en la época actual.

Por estos motivos, el espectro de un “antiguo régimen” nunca parece morir en México: sobrevivió a la Constitución del 57, sobrevi­ vió la revolución y posiblemente sobreviva también al periodo neoliberal. El estudio regional del ritual ofrece una manera de especifi­ car esta relación, una forma de comprender su evolución histórica y de aclarar la naturaleza del cambio social en el país. Por último, el análisis que desarrollamos aquí también presenta una crítica implícita a quienes buscan sintetizar la cultura nacional por medio de los rituales nacionales. En vez de eso, hemos mostrado la importancia que tiene desarrollar una geografía del ritual y de las esfe­ ras públicas como un paso anterior indispensable. Una vez hecho esto (y, evidentemente, este ensayo es tan sólo el comienzo de dicha tarea), los referentes sociales y políticos de los rituales pueden ser aclarados y ubicados en su contexto real. Como nuestra tesis fundamental es que el ritual político sirve para sustituir la discusión pública, creando formas hegemónicas entre varios y diversos puntos culturales y políticos, el estudio de estos rituales puede servir para estudiar la hegemonía desde un punto de vista geográfico, pero no se puede utilizar para homogeneizar la cultura de los actores sociales de alguna manera sencilla.

E pílogo

No quiero terminar este libro con un resumen de sus diversas propues­ tas. La introducción resume ya su arquitectura y expone el ánimo con que lo ofrezco al público. Al terminar un libro siempre se mezclan la satisfacción con la melancolía: prefiero no alimentar esta ambivalencia con otro paseo por sus linderos. En vez de eso, quisiera compartir una inquietud que me queda después de tanto bordar en tomo a la modernidad, una ambivalencia hacia el proyecto mismo en la actualidad. El panorama que he retratado parece pedir una serie de adaptaciones estratégicas a un contexto mun­ dial que está fuera del control de los mexicanos. Los análisis que he presentado piden soluciones que rechacen tanto la aceptación incondicio­ nal de una globalización brutal guiada por economistas como las reaccio­ nes fundamentalistas a la globalización, que no me parecen esperanzadoras ni viables. Sin embargo, esta postura pragmática deja abierta la cuestión: ¿debemos abocamos sin ambages a la realización plena del proyecto moderno o acercamos a este proyecto tan sólo como una medida tácti­ ca y parcial? Éste ha sido, como bien lo notó Edmundo O 'Gorman hace ya casi veinte años, un problema eterno de la ideología en México, pero no es tan sólo un problema mexicano. Cuando viví en Nueva York tuve el privilegio de acercarme a una pareja de filósofos extraordinarios. Alguna vez, en su casa, hablábamos del modo de la compulsión que mueve a los estadunidenses a entregar sus vidas a las instituciones, haciendo de su mundo personal un páramo desolado, y uno de ellos comentó que habría que hacer un movimiento parecido al de los ecologistas que buscan salvar los bosques tropicales, pero para proteger los trópicos personales: “Aquí en Estados Unidos hay cada vez menos tolerancia para la diversidad interna en cada perso­ na y no se permite que florezcan ni que sobrevivan la variedad de emo­ ciones, intereses y facetas de cada quién. En América Latina existen todavía esos espacios: hay que protegerlos.”

Me parece que este planteamiento es correcto en lo fundamental. ¿A qué se debe? ¿Por qué parece que Estados Unidos ofrece un panora­ ma más desolado que América Latina desde el ángulo de la construc­ ción social de la persona? ¿Cómo se relaciona esto con el tema de las modernidades? La segunda generación de liberales latinoamericanos, a la vuelta del siglo pasado y a principios del presente, tuvo una solución a esta pregunta. Para Martí, para Rodó o para Vasconcelos la respuesta era simple: nosotros éramos más espirituales que ellos porque no estába­ mos gobernados por el utilitarismo. Los arielistas sentían que nuestro nacionalismo debía exaltar nuestra espiritualidad en contra del mate­ rialismo craso de Calibán (Estados Unidos), al tiempo que podíamos adaptar los avances técnicos que éste había desarrollado para que nues­ tra espiritualidad estuviera a la par con nuestro poder. No tengo espacio aquí para desmenuzar esta solución ideológica que, en mi opinión, es manifestación de un nacionalismo naciente en repúblicas que, después de un turbulento siglo xix, finalmente comen­ zaban a consolidarse. El arielismo fue producto de élites cosmopolitas que tenían acceso a las sofisticaciones de Europa y Estados Unidos mientras que sus economías se basaban aún en relaciones de produc­ ción y lazos de sociabilidad que no se regían por la competencia del mercado. La actitud simplista de los arielistas hacia la tecnología estadunidense (que era cuestión de adoptarla sin cambiar la sociedad) refleja, además, el papel de consumidores de progreso que habían adoptado ya firmemente las repúblicas latinoamericanas para princi­ pios de este siglo. Otra respuesta un tanto más sociológica que la de Rodó acerca de la relación entre la valoración positiva de la sociabilidad latinoameri­ cana y los efectos culturales de la modernización la han ofrecido una serie de pensadores como Richard Morse, Leopoldo Zea, Roberto DaMatta y Octavio Paz. Para Morse, por ejemplo, la cultura iberoame­ ricana presenta ventajas frente a la angloamericana porque es lo que DaMatta llamó una cultura “relacionar, es decir, una cultura que flore­ ce en sociedades en las que el individualismo y el utilitarismo nunca se arraigaron del todo y en que la reproducción social depende en alto grado de la manutención de redes de relaciones muy heterogéneas. Se podría decir, en este sentido, que Iberoamérica sigue siendo un mundo más personalizado, justamente por la extensión irregular de las institu­ ciones, la cual he descrito en este libro. Esta condición cultural y mate­ rial combina bien con una serie de valores respecto de las relaciones personales que son, a su vez, las que permiten la existencia de lo que aquella filósofa llamó la floresta tropical del espíritu.

Buscar una extensión uniforme de la producción capitalista y de la división entre lo privado y lo público no promete, en estos momen­ tos, ni siquiera que la población mexicana se incorpore a los beneficios benthamistas de maximización del promedio de las utilidades indivi­ duales. La transformación tecnológica actual requiere de menos mano de obra que antes. Por ello, el proyecto moderno hoy no promete ni siquiera una extensión mínima de beneficios económicos y culturales a la población, a diferencia de lo que se podía pretender bajo el modelo económico de sustitución de importaciones. En este sentido, las diversas formas de organización colectiva —que incluye a la organización del estado— tienen nuevos retos que nada tienen que ver con la privatización, que en sí sólo lleva a agudizar la nueva geografía de exclusión que está organizando al mundo actual­ mente. Las premisas centrales de la utopía moderna son que la autono­ mía de la ciencia y del arte, y la independencia del ciudadano frente al estado, crearán un mundo de riqueza material y espiritual para todos. Esta premisa se complica ante un estado maniatado en el campo econó­ mico y ante una sociedad civil débil. Tenemos ambas situaciones en México. Si aceptamos que México debe procurar la modernidad como tác­ tica provisional, la pregunta de cuáles son las metas de largo plazo que­ da totalmente abierta. Esto es un problema porque tener una visión de largo plazo es indispensable para movilizar ideológicamente a la gente, y posiblemente la sociedad en que vivimos actualmente requiera de estas movilizaciones para adecuarse a su nueva situación. La visión simplista de que, al abrirse a la globalización y al encoger el poder del estado, la utopía moderna llegará sola es un caso más de una mediación mañosa de la modernidad. Se requiere, en vez de eso, atención a la situación básica de la po­ blación —a su educación y a su salud— y buscar mecanismos para garantizar estándares buenos en estos aspectos sin encerrarse en una fórmula de aislamiento nacional. La mediación dominante de la moder­ nidad en la actualidad impone una política del miedo: modernizarse o quedar excluido, entregarse en cuerpo y alma a las instituciones labora­ les o quedar excluido. En México no podemos aceptar esta ideología porque los excluidos son demasiados. Tenemos, tal vez, que cultivar nuestra floresta de relaciones sociales para crear un hábitat que sosten­ ga y mejore las vidas de todos los pobladores.

Abreviaturas aht agn apt

(Archivo histórico de Tepoztlán) (Archivo general de la nación) (Archivo parroquial de Tepoztlán)

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