Misión Internacionalista: De una población chilena a la Revolución Popular Sandinista (Spanish Edition) [4 ed.] 9789563326758

Me permito rememorar ese acontecimiento histórico. Tomo como base principal mi propia experiencia y memoria, en vez de b

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Misión Internacionalista: De una población chilena a la Revolución Popular Sandinista (Spanish Edition) [4 ed.]
 9789563326758

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José Miguel Carrera Carmona

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MISIÓN INTERNACIONALISTA DE UNA POBLACIÓN CHILENA A LA REVOLUCIÓN SANDINISTA

José Miguel Carrera Carmona

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José Miguel Carrera Carmona

MISIÓN INTERNACIONALISTA DE UNA POBLACIÓN CHILENA A LA REVOLUCIÓN SANDINISTA © José Miguel Carrera Carmona Registro de Propiedad Intelectual N° 192.633 ISBN N° 978-956-332-675-8 Diseño & Diagramación: Angel Spotorno L. / www.ecoagencia.com Impresión: IGD Impresiones Gráficas Digitales Editorial Latinoamericana 2010. www.latinoamericana.cl [email protected]

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A María Alejandrina Carmona Camus, mi madre.

Para que un día sea leído por: Laura Daniela, José Miguel, Constanza Camila y Mariel Koyan.

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Agradecimientos

A Virginia Vidal, por tener la paciencia de leer reiteradamente el relato. Me entregó valiosos aportes y opiniones que enriquecieron su contenido. Y lo más importante, me dio confianza de que lo podía escribir. A mi compañera Pascale Bonnefoy, por ordenar, corregir y editar los escritos. Sin su aporte este esfuerzo no hubiera llegado a ser realidad. A Fabiola Murua y Tito Tricot por entregar sugerencias que me permitieron mejorar el relato. Y a Angel Spotorno, por aportar con su arte para hacerlo presentable.

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Índice Palabras Preliminares ........................................................................................ 6 Capítulo 1 - Tertulia Con Un Carabinero ....................................................... 10 Capítulo 2 - La Fidelidad De Mis Compañeros .............................................. 14 Capítulo 3 – Becados ....................................................................................... 17 Capítulo 4 - Estudiantes En Cuba ................................................................... 20 Capítulo 5 - La Tarea Militar .......................................................................... 24 Capítulo 6 - En Las Unidades Militares Cubanas........................................... 28 Capítulo 7 - La Misión Internacionalista......................................................... 37 Capítulo 8 - Nicaragua Y La Estrategia Del Fsln ........................................... 42 Capítulo 9 - El Viaje A Nicaragua................................................................... 49 Capítulo 10 - El Frente Sur "Benjamín Zeledón" ........................................... 54 Capítulo 11 - Mi Bautizo De Fuego ................................................................ 60 Capítulo 12 - La Escuela ................................................................................. 69 Capítulo 13 - Los Primeros Caídos ................................................................ 75 Capítulo 14 - Nuestras Médicos Internacionalistas ....................................... 82 Capítulo 15 - Los Últimos Días De La Guerra ............................................... 87 Capítulo 16 - El Triunfo Sandinista ................................................................ 92 Capítulo 17 - Rescatar A Gonzalo ................................................................ 100 Capítulo 18 - Después De La Guerra............................................................ 104 Capítulo 19 - El Retorno ...............................................................................110 Capítulo 20 – Reencuentros ...........................................................................116 Notas Finales .................................................................................................121 Fotografías .....................................................................................................127

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Palabras preliminares He tenido el privilegio de ser partícipe de una misión internacionalista en Nicaragua como miembro de un contingente de militares chilenos formados en Cuba. Ahí me transformé en un combatiente internacionalista y pude ser testigo del momento mágico del triunfo de la Revolución Popular Sandinista el 19 de julio de 1979. Ya han transcurrido más de treinta años de esa gesta heroica y quiero contribuir modestamente a la memoria histórica del pueblo chileno como una muestra de respeto y admiración a mis compañeros. Honro a los que entregaron su vida en el cumplimiento de nuestros sueños y saludo a los que siguen vivos orgullosos de su pasado. En el libro del comandante Fidel Castro, “La Paz en Colombia”, se cita la participación de oficiales chilenos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba (FAR), el año 1979 en uno de los Frentes de Guerra del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en la lucha nicaragüense: “Una brigada de apoyo fue organizada rápidamente con revolucionarios nicaragüenses, salvadoreños, hondureños, guatemaltecos y uruguayos que se entrenaban entonces en Cuba, y 51 oficiales del Partido Comunista de Chile, 20 del Partido Socialista de ese país y ocho del Partido Comunista Uruguayo, formados durante años en nuestras academias militares, que fueron integrados a esa fuerza con autorización previa de sus respectivas organizaciones políticas. Diez médicas y dos médicos chilenos, militares todos, formados igualmente en Cuba, fueron enviados al Frente Sur para atender a los heridos de guerra”. Termina diciendo: “Los comunistas chilenos, sus compañeros socialistas y los oficiales comunistas uruguayos, como oficiales de carrera, escribieron una página imborrable en la historia de América Latina, tarea que prosiguió después de la victoria, junto al esfuerzo solidario e irrestricto de nuestro país”. El triunfo de la Revolución Popular Sandinista, de la que soy uno de sus hijos, permitió a Nicaragua, sobre todo a los más humildes habitantes de mi país, acceder al poder, ser protagonistas reales de la conquista de sus propios

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derechos como seres humanos y convertirse sin lugar a dudas en una fuerza formidable. La fuerza moral de los nicaragüenses era inconmensurable, para decirlo con una palabra significativa. La solidaridad de los pueblos de todo el mundo era clara y evidente. Países como México, Panamá, Costa Rica y Venezuela de una u otra forma ayudaron a que llegara la solidaridad a la lucha de ese pueblo, tan sencillo, cariñoso y una de mis patrias más queridas. Las actividades revolucionarias y una buena dosis de suerte me permitieron conocer compañeros y compañeras de varios países. En nada se diferencian del humanismo observado en mis hermanos de lucha chilenos. Los que han inventado falsamente que el patriotismo significa diferencias entre nuestros pueblos latinoamericanos les interesa sólo mantenernos divididos para seguir dominándonos. Ese mes de julio de 1979, el pueblo nicaragüense unido y armado de una estrategia justa había derrotado a una de las dictaduras más antiguas y sanguinarias de la historia de América Latina, la del general Anastasio Somoza. Mi corazón de joven chileno se emocionaba con ese triunfo revolucionario que había tenido el privilegio de vivir directamente. Pero también me embargaba la satisfacción del deber cumplido como oficial revolucionario cubano y el haber sido un combatiente más entre mis camaradas de armas. El triunfo sandinista conmovió a los partidos de la izquierda chilena, no sólo por el significado histórico del hecho en sí, sino porque una buena cantidad de sus militantes había tenido el honor de vivir en directo ese proceso liberador. Cuando ya estaba de regreso en Chile, mis hermanos del interior me contaban que con el triunfo sandinista se sintieron un poco más libres. Mi pueblo era reprimido salvajemente por las propias Fuerzas Armadas chilenas con el apoyo criminal de los Estados Unidos. Cuando se enteraban que jóvenes chilenos igual que ellos habían participado en esa lucha de liberación, se sentían más motivados, contentos y orgullosos todavía. Nicaragua en lucha y en reconstrucción fue como una llamarada vital que encendió en pueblos y gobiernos del mundo la solidaridad militante. Jóvenes de muchos lugares de América Latina y del mundo se sumaron a esta noble causa, en muchos casos entregando sus vidas, como sucedió con varios de

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mis camaradas, y fue también estímulo para las luchas por la libertad en nuestros propios países. La revolución cubana estuvo siempre presente en el apoyo decidido a la liberación de Nicaragua y encabezaba estos esfuerzos el propio comandante Fidel Castro. Por eso me permito rememorar ese acontecimiento histórico. Tomo como base principal mi propia experiencia y memoria, en vez de buscarla solamente en los antecedentes historiográficos, con las debidas disculpas a mis demás hermanos (no consultados) por posibles errores y omisiones. Mis hermanos intemacionalistas compartieron conmigo esta batalla y las que siguieron en Chile. Han pasado ya treinta años, y la memoria con el tiempo se va debilitando. Este relato tomó carácter de urgente al participar en un homenaje a un combatiente intemacionalista del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Ángel Navarro Villar, fallecido en mayo de 2009 en Osorno. Él había participado en misiones de combate en contra de la guerrilla anti sandinista de los años ochenta en Nicaragua, formando parte de las Tropas Especiales Pablo Úbeda (TPU) del Ministerio del Interior de ese país. El 27 de junio de 1984, en un grave accidente a consecuencia de la inseguridad propia de una guerra, volcó el camión que los trasladaba de regreso de una misión en la frontera norte de Nicaragua. En ese accidente murió su joven camarada, Jorge Olivares Vega (“Emilio”, “Alexis”). Ángel, conocido como “Samuel” en el MIR, y “Patricio Soto” en Nicaragua, sufrió la amputación de su pierna. Varios más -incluyendo a un grupo de intemacionalistas argentinos- quedaron muy malheridos como consecuencia del accidente. Me sorprendió cuando en los momentos previos al acto que recordaba a “Samuel”, colocaron como música de fondo la canción que se inicia con las letras: “Ay, Nicaragua Nicaragüita, la flor más linda...”. Vi en los rostros de sus camaradas la misma emoción que nos produce a nosotros cada vez que la escuchamos recordando antiguas y hermosas experiencias. Descubrí que eran también mis hermanos, pero yo no conocía la historia que ellos habían vivido en Centroamérica. Fue doloroso ver la sala casi vacía, en una universidad donde casi todos son o dicen ser de izquierda. No se conoce en Chile la historia de los intemacionalistas.

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Algunos dirigentes de la izquierda chilena omiten el tema para ocultar que su génesis -es decir, la formación previa que permitió que estuviéramos en condiciones de combatir en Nicaragua- fue para impulsar políticas revolucionarias en nuestro país. Por otra parte, la experiencia combativa de esta generación de jóvenes en los años ochenta en guerras de verdad pone en entredicho el carácter de tabú con que los que sustentan el poder en Chile rodean a lo militar, como si esta ciencia fuera patrimonio exclusivo de los militares de las Fuerzas Armadas chilenas. Me motiva recordar las vicisitudes que compartí con un grupo de chilenos como un tributo a la juventud, motor irreemplazable de cualquier sueño de justicia social, y a la memoria ejemplar de tres héroes que encarnan para mí la mayor muestra de dignidad y valentía de nuestra época. El presidente Salvador Allende, quien en 1973 prefirió morir en La Moneda antes que rendirse a los golpistas. Decía en sus discursos que pagaría con su vida la lealtad del pueblo. Cumplió dramáticamente con su palabra. El Secretario General del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, (MIR), Miguel Enríquez, quien en los primeros momentos de la dictadura en 1973, decidió no asilarse y se abocó a la titánica tarea de organizar la resistencia junto a un grupo de militantes de su partido. Encontró la muerte en ese empeño. Raúl Pellegrin, jefe máximo del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), quien encontró la muerte como resultado de su decisión de situarse en los momentos postreros de la dictadura al frente de sus camaradas en el accionar combativo de octubre de 1988, en un intento por rechazar la espuria negociación que dejó intactos los cimientos principales de la dictadura en nuestro país hasta nuestros días. No quiero que el tiempo pase y que la muerte silencie las vivencias que compartí con mis hermanos intemacionalistas. Este es mi único propósito. José Miguel Carrera Carmona

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CAPÍTULO 1 - Tertulia con un Carabinero Había concluido el acto de homenaje en el mausoleo de los internacionalistas en el Cementerio General de Santiago de Chile, cuando sentí una mano en mi hombro. Al darme vuelta, vi a un policía que, dirigiéndose a mí, me dijo: “Señor Carrera, mi capitán le pide que me acompañe. Debo llevarlo hasta donde está él. ¿Me acompaña? Sígame, por favor.” Varios de mis acompañantes se pusieron nerviosos y obviamente también yo, así que acompañé al policía, o carabinero, como los conocemos en Chile. Caminamos unos metros o varias tumbas, -estábamos en un cementerio- y llegamos donde su capitán. Estaba acompañado por tres carabineros más. Fui rodeado por ellos. El oficial tomó la palabra. “Señor Carrera -me dijo- me impresionó su discurso. Cuéntenos más de los chilenos que combatieron en Nicaragua. Debe haber sido difícil para esos jóvenes combatir en esa jungla. Yo he leído bastante de América Central, sé que hay mucha selva, grandes aguaceros, animales salvajes y venenosos. Nosotros nunca hemos estado en una guerra”. No puedo nuevamente negar que me puse un poco nervioso por el tipo de interlocutores que tenía frente a mí, pero me animé y les conté de la lucha de los jóvenes chilenos en Centroamérica, de mis compañeros. El me interrumpía y preguntaba cosas. Le impresionaba lo de la naturaleza, y que jóvenes chilenos fueran reconocidos como valientes en esos países. Cuando terminé, el capitán mencionó que a él cuando era teniente, la Central Nacional Informaciones, CNI (el temible organismo represivo del dictador Augusto Pinochet,.. esto lo pensé yo), en una ocasión trató de perjudicarlo, pero que sus carabineros lo defendieron y la situación no pasó a mayores. Finalmente, me preguntó, en el tono tranquilo de la conversación que sosteníamos: “Señor Carrera, ¿terminó la actividad de homenaje?” “Sí,” le contesté. Entonces miró al carabinero que estaba a su lado con una radio, y ya con una voz no tan amable, le ordenó: “Llama a la base e informa que los comunistas ya se están retirando del cementerio, que no hicieron desordenes, y nos retiramos sin detenidos”.

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El policía se volvió hacia mí, me extendió su mano muy afectuosamente y me dijo: “Señor Carrera, soy el capitán Echeverría a la orden para atenderlo cuando usted lo necesite en mi comisaría” Y se retiró con su tropa de carabineros del cementerio, que incluía además de los que estaban conmigo, a policías motorizados y varios civiles. Me quedé solo en una explanada del campo santo, recuperando un poco el aliento, y volví al lugar donde había dejado a mis amigos. Quedaban sólo unos pocos compás, entre ellos Huguito, Gonzalo y el "pelao” Vargas. Este último era un amigo que siempre nos acompañaba a estos actos. El resto Se había retirado, creo que por si las moscas, para no pensar otra cosa. Para un chileno como yo, no era normal tener conversaciones de este tipo con la policía, considerando que recién había terminado la dictadura. A lo mejor, pensé, quizás lo sucedido era símbolo de nuevos tiempos. Esta conversación con el capitán de carabineros se dio a mediados de los noventa, al finalizar un homenaje a los combatientes internacionalistas chilenos caídos en 1979 en Nicaragua en una actividad organizada por sus familiares en el mausoleo que los recuerda en el Cementerio General de Santiago. Entonces hablé de los jóvenes Days Huerta y de Edgardo Javier Lagos. Dije que en Centro América consideraban a estos y a varios chilenos más como héroes, por su entrega desinteresada a la lucha de liberación de esos pueblos. Relaté delante de sus familiares y demás asistentes cómo habían sido sus comportamientos en los últimos días de sus vidas, las que tuve el honor de conocer. Lo hacía abiertamente, porque la dictadura de Pinochet había terminado y porque siempre he considerado que los que conocimos esos últimos momentos de la vida de esos héroes populares tenemos el deber de perpetuar su memoria. Dije que seguramente había dirigentes que podían hablar más y mejores cosas que yo, ya que ellos nos conocían desde jóvenes, cuando nos incorporaron a la tarea militar de la izquierda chilena, pero si no lo hacían, alguien debía hacerlo. Terminé expresando que los internacionalistas habían sorteado difíciles momentos en la guerra de liberación nicaragüense, entre otras, las características propias de su territorio, y que habían cumplido su misión. Agregué que los chilenos y chilenas se podían sentir orgullosos de estos jóvenes compatriotas. Ese era el discurso que impresionó al capitán de carabineros.

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Era bonito ver flamear en ese acto la bandera chilena y la rojo y negra en honor a mis camaradas de armas. La primera porque representaba el emblema tricolor que nuestros caídos soñaban con ver liberada en nuestro país y el segundo emblema porque eran los colores que eligió el General nicaragüense Augusto C. Sandino como símbolo de su lucha. El negro representaba la disposición a enfrentar la muerte por un ideal y el rojo la resurrección. Durante el homenaje, noté mucha presencia policial. Eso era algo habitual, y para nosotros no era un hecho extraño, ya que muchos internacionalistas ingresaron clandestinamente al país luego de terminar su misión en Centroamérica para incorporarse a la lucha anti-dictatorial, y los generales directores de Carabineros de Chile eran por derecho propio miembros de la Junta de Gobierno que encabezaba el general Pinochet. El Mausoleo de los chilenos caídos en Nicaragua y El Salvador en el cumplimiento de misiones internacionalistas, denominado “Combatientes Internacionalistas del Amor y la Esperanza”, es una bella construcción fruto del esfuerzo del Comité de Familiares de Combatientes Caídos por la Libertad de América (COFADECO). Estos familiares por su propia iniciativa se organizaron y repatriaron los restos de sus seres queridos desde Centro América. Debieron sobreponerse al dolor y juntar recursos sin esperar mucho apoyo para su cometido. Debieron bregar duramente, sobre todo en una sociedad como la nuestra donde los propios criminales golpistas y los que fueron sus adherentes más férreos, tildaban a nuestros luchadores caídos como terroristas. A pesar de que no encontraron todo el apoyo que requerían de parte de los dirigentes de la izquierda chilena, cumplieron su objetivo: trajeron los restos de sus familiares a Chile. Algunos cuerpos no han sido encontrados todavía, como el de Roberto Lira Morel, caído en El Salvador, y el de Juan Cabezas Torrealba, muerto en la lucha guerrillera de Nicaragua. La compañera Maggi Tapia es una de las principales dirigentes de COFADECO. Ella es hermana del militante comunista Volodia Alarcón Martínez, un joven de Lota que murió en una emboscada en El Salvador el 2 de junio de 1989. Cumplía su misión internacionalista en las filas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) de El Salvador.

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Los familiares que organizaron COFADECO, quizás en distintos lugares de Chile y el mundo donde se encontraban, se enteraron un día con dolor y sufrimiento -que mis letras no son capaces de describir- que un hijo, un hermano o quizás un padre había encontrado la muerte en otras tierras distintas a la chilena, en un acto de sublime entrega. Los jóvenes chilenos que se transformaron en combatientes internacionalistas siempre soñaron con luchar en Chile en contra de la dictadura pinochetista. Sólo la muerte les impidió a nuestros hermanos cumplir sus anhelos de liberación.

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CAPÍTULO 2 - La Fidelidad de mis Compañeros En la guerra de Nicaragua de 1979, Huguito, uno de los compás que no me dejó solo cuando se acercaron los carabineros en el cementerio, o “Guiguo”, como le decían las muchachas que estudiaban medicina en la Universidad de La Habana, fue un avezado explorador artillero, un oficial de carrera. Pertenecía a la batería de artillería que comandaba René Merino, otro combatiente internacionalista originario del norte chileno. Con mucha frialdad, Huguito se mantuvo valientemente observando al enemigo somocista en pleno borde delantero, midiendo los resultados del fuego artillero y en comunicación permanente con la posición de fuego de su batería. No me imagino cómo lo hacía para que el ruido del radio y él no fueran detectados en el puesto de observación adelantado que ocupó durante casi toda la guerra. Debe haber sido difícil camuflarse, ya que siempre ha sido muy alto y grandote. Hoy, Hugo es un respetable médico de un hospital público de Santiago. Bueno para los asados este doctor, cariñoso y muy solidario, sobre todo con los que fuimos sus compañeros de estudios de medicina y nunca pudimos terminar la carrera. Gonzalo, el otro amigo que fielmente me esperaba en el cementerio, al finalizar la guerra de liberación de Nicaragua se encontraba en un puesto médico en la ciudad de La Cruz, en territorio costarricense, con una peligrosa esquirla en su muslo. Había sido herido en un combate al intentar recuperar una posición perdida por nuestras fuerzas, y debió ser evacuado de la zona de guerra. No olvido la cara de dolor de Gonzalo cuando un doctor internacionalista de nacionalidad mexicana le fue sacando con una pinza alargada el pequeño trozo de metal del proyectil artillero que explotó cerca de él y que le costó la vida a otros guerrilleros. Era muy decidora su expresión facial. Finalizada la operación, el médico rellenó el orificio de la herida con tela, y nos dijo que debíamos limpiarla de adentro hacia afuera para permitir que de esa misma forma se fuera curando. No se podía cicatrizar afuera y quedar abierto adentro. En más de una oportunidad, yo mismo le curé la herida. Al parecer

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me tenía confianza este amigo, a pesar de que ninguno de los dos terminamos la carrera de medicina. Siempre recuerdo cómo nos reíamos cuando, luego de sacarle la esquirla, Gonzalo quedó medio frustrado por el pequeño tamaño del metal que se había incrustado en su pierna y prometió buscar un fierrito más grande para poder cachiporrearse delante de otros combatientes chilenos. Si la esquirla le hubiera alcanzado una parte más vulnerable de su cuerpo, a lo mejor no lo tendríamos con nosotros. Con Gonzalo habíamos pasado juntos en Chile el intento de golpe de Estado al presidente Salvador Allende el 29 de junio de 1973. Poco tiempo antes, los dos habíamos ganado una beca para estudiar medicina en Cuba. Durante la visita que hizo Fidel Castro a Chile en la época del gobierno de la Unidad Popular, el presidente cubano ofreció a nombre de su gobierno 500 becas para estudiar medicina a jóvenes de bajos ingresos económicos e hijos de trabajadores que no podían tener acceso a la universidad en Chile. Las becas eran para estudiar esa carrera en Cuba y después de graduarse, regresar a servir en el Sistema Público de Salud. Sólo alcanzaron a viajar cerca de doscientos jóvenes chilenos. El golpe de Estado de los militares y la derecha chilena en 1973 interrumpió ese propósito. El día del “tanquetazo”, como se llamó a ese primer ensayo de Golpe de Estado, nos encontrábamos concentrados en una casa cordillerana de la Junta Nacional de Auxilio Escolar y Becas en la comuna de Peñalolén, al oriente de Santiago, en espera de viajar a Cuba. Unos profesores cubanos nos daban clases para nivelar nuestros estudios, que no eran muy buenos en comparación con la educación cubana. Al enterarnos del intento subversivo de algunos militares golpistas chilenos, decidimos hacer vigilancia de día y de noche en los límites de la casa. Los muchachos becados que pertenecían al partido Movimiento de Acción Popular Unitario (MAPU) consiguieron arcos y flechas -no es broma- y un militante socialista consiguió una pistola y unas cargas explosivas para la defensa, ya que el lugar donde estábamos era vecino a otra casa de militares. Nosotros en esos tiempos éramos jóvenes comunistas, y encontrábamos medio ultra eso. No teníamos nada para defendernos. Igual, participamos en la defensa

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de la casa, pero con las manos vacías. Todos éramos muy jóvenes promediábamos los 19 años. Afortunadamente, no pasó nada y el intento de golpe fue sofocado por las fuerzas militares leales a Allende, encabezadas por el General Carlos Prats, el mismo jefe militar chileno que los golpistas mandarían a asesinar cobardemente junto a su esposa Sofía Cuthbert en Argentina un año después. Pero caímos bajo sospecha. Después del Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, se habló que en el lugar donde estábamos concentrados funcionaba una escuela de guerrilleros con instructores cubanos. Un día, los responsables de la escuela nos mandaron a comprar pan para el desayuno de todos los becados. Gonzalo -que era uno de los mayores del grupo- fue designado responsable. Salimos marchando de la casa en un paso muy marcial -quizás por eso llamamos la atención de los vecinos- y enrumbamos a una panadería cercana. Pero el mando de la columna, o sea, Gonzalo, tenía otra idea en su mente. Nos desviamos hacia el centro de Santiago, pero con el tipo de micros que había en esa época, “las liebres”, el viaje demoró mucho más de una hora. Llegamos a la panadería La Selecta y terminamos no sé porqué en un bar popular llamado La Piojera, tomando chicha con hallullas calentitas. Finalmente volvimos con el pan para el desayuno del día siguiente, y más encima medios mareados. Para qué decir la parada de carros que se llevó el “jefe Gonzalo”. Los jóvenes que nivelábamos nuestros conocimientos en esa casa el año 1973 para partir a estudiar medicina en Cuba no teníamos razón alguna para pensar que una gran parte de nosotros terminaría combatiendo en las guerrillas centroamericanas. Ni menos que dos muchachos del grupo perderían la vida en los combates por la liberación de Nicaragua y El Salvador: Days Huerta Lillo, militante comunista, caería combatiendo el 15 de julio de 1979 en las filas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), y Charlo Reyes, militante socialista, ya graduado de doctor, por orden de su partido se incorporó al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) de El Salvador, muriendo en esas tierras el 27 de enero de 1983. Y así fue.

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CAPÍTULO 3 – Becados Yo llegué a Cuba para cumplir el sueño de mi madre, María Alejandrina Carmona Camus. Ella soñaba con que yo fuera médico, pero en la familia no teníamos dinero para semejante carrera universitaria. Por su propia iniciativa, en mayo de 1973, decidió entregarme un recorte de diario de la época que informaba del ofrecimiento de becas universitarias para formarse como médico en Cuba. Recuerdo hasta el lugar donde me entregó el papelito con la noticia, cerca de nuestra casa en el paradero 18 de Santa Rosa, en la comuna de La Granja, específicamente en la esquina de Callejón Lo Ovalle y Santa Rosa. En esa misma esquina me despedí de una pololita que tenía cuando ya era un hecho que viajaba a la isla. Recuerdo que me comprometí a un montón de cosas, de esas que prometen los enamorados cuando se separan y con mayor razón si son jóvenes con mucha vida por delante, y que nunca se cumplieron. Esta muchacha se acercó mucho a mi madre después de mi viaje al Caribe. Era una joven comunista de nombre Olivia. La volví a ver cuando había terminado la dictadura. Fue un bonito reencuentro, la visité en su casa y conocí a su familia. Me acerqué a las oficinas del gobierno del presidente Salvador Allende, la "Oficina de la Juventud”, creo que así se llamaba esa dependencia, y estaban ubicadas en el edificio que los trabajadores construyeron en un tiempo récord para una conferencia internacional que se realizaría en Chile en la época en que éramos gobierno, el edificio UNCTAD, “Gabriela Mistral”. Postulé y salí seleccionado, para alegría de mi querida madre. Provengo de una familia sencilla y numerosa, de siete hermanos. Carrera y Carmona son mis apellidos, José Miguel mis nombres. Ellos reflejan mi identidad de chileno criado orgullosamente en una población del sur de Santiago de Chile. Mi nombre, similar al de un patriota de la independencia, me significó muchas tallas cada vez que se pasaba lista en la sala de clases cuando era estudiante: “¿Dónde dejaste el caballo?” me preguntaban otros estudiantes. “Te mandó saludos O’Higgins”, me decían, y otras innumerables bromas.

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Mi padre, Alejandro Carrera, era allendista hasta la médula. Recuerdo una gran discusión en mi casa para las elecciones de 1964. Los candidatos a presidente eran Eduardo Frei y Salvador Allende, y mi madre le insinuó que votaría por Frei. Quedó la escoba en el comedor donde estábamos sentados mis padres y nosotros, los siete hermanos. El candidato demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva impulsó la famosa “revolución en libertad” en Chile para contraponerla al ejemplo que la población popular chilena podía ver en la revolución cubana. Años después y por propia información del congreso norteamericano, se supo que Frei, quien salió finalmente elegido con una gran votación, había sido financiado en gran parte por Estados Unidos en esa campaña presidencial. Fue la primera vez en mi vida que escuché una discusión acerca de la lucha de clases. Tenía casi diez años. Mi padre dijo enojado: “Tenis que votar por Allende. El doctor representa a los de nuestra clase y no me vengai con que no querís discutir política porque te da jaqueca... A las viejas pitucas del barrio alto les da jaqueca. A nosotros los pobres nos da dolor de cabeza no más”. Mi madre le respondía: “Ese doctor se va a jubilar de candidato, nunca sale”. Mi padre, obrero gráfico, bromeando me decía que él era empleado y no obrero. En Chile, los patrones hacen que entre nosotros se vea esa distinción o diferencia para dividirnos. Si se le pregunta a un chileno cualquiera que, por su aspecto parece ser pobre, “¿Dónde están los pobres?” Dirá: “Nosotros no somos pobres. Hay otros más pobres, nosotros estamos bien, nosotros somos de clase media”. Mi padre me recordaba siempre la clase social a la que pertenecíamos. Después de muchos años, cuando lo volví a ver y le presenté a mis hijos, Laura Daniela, nicaragüense, y José Miguel y Constanza Camila, chilenos, mi padre me dijo: “Oiga, hijo, estos niños me tutean, no me dicen usted. Estos cabros son de otra clase social y ahora usted me lleva la contraria en todo también. Parece que se le olvidó de donde salió.” De la población Joáo Goulart de la comuna de La Granja salí hacia Cuba. Mi papá tuvo la mala ocurrencia, según él mismo me confesó una vez muy arrepentido, de arrendar un bus para pasear por la población a todos los amigos y camaradas que me fueron a despedir al aeropuerto. Después del

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Golpe de Estado, los carabineros que estaban a media cuadra de nuestra casa lo acusaron de comunista por mandar a un hijo a Cuba y más encima pasearlo en un micro por las calles con banderas cubanas antes de llevarlo al avión, como efectivamente hicimos. Mi padre me dio un permiso notarial porque todavía era menor de edad para viajar solo. Lo más gracioso fue que mi madre exigió que incluyera en mi equipaje viajero a Cuba un grueso poncho chileno. Nunca le conté que se pudrió porque no lo pude usar debido al calor caribeño. Antes del viaje, fuimos despedidos en un acto político y cultural muy emotivo en el mismo edificio donde se encontraba la oficina de la juventud del gobierno de la Unidad Popular. El cantante Víctor Jara fue el principal artista invitado y cantó varios conocidos temas, haciéndonos participar en sus canciones. Era un símbolo del proceso que vivíamos. Por eso impactó en todo el mundo la brutalidad con que los militares lo asesinaron después del golpe de Estado. Aterricé en Cuba a finales de agosto de 1973 formando parte del segundo grupo de unos 100 chilenos becados para estudiar medicina. El primer grupo de cerca de 100 becados había llegado en marzo de 1972 y algunos ya estaban comenzando el tercer año de la carrera de medicina. Era mi primer viaje en avión, y en la escala que hizo el vuelo de Cubana de Aviación en Lima, Perú, los demás becados me bajaron en andas porque le acepté a las azafatas cubanas todo lo que me ofrecieron: cigarros, tabaco, ron y comida. Vomité un buen rato en los baños del aeropuerto peruano. Si no me equivoco, era el 25 de agosto de 1973, pocos días antes del golpe de Estado en Chile. A lo mejor tuve suerte al salir del país -había sido presidente del Centro de Alumnos y militante de las Juventudes Comunistas de mi liceo. Mi madre, al decidir que fuera a estudiar a Cuba para formarme como médico, quizás no imaginaba que ya venía el golpe contra el gobierno democrático de Salvador Allende, y yo tampoco sospechaba que ese criminal hecho cambiaría todos sus sueños y mis proyectos de vida.

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CAPÍTULO 4 - Estudiantes en Cuba Con sólo 18 años llegué a Cuba y me hice un joven cubano, no porque haya firmado un papel o algún pasaporte, sino porque me formé en la Universidad de La Habana unos años y luego en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, conviviendo un poco más de diez años con ese querido pueblo. Los estudiantes de medicina en Cuba vivíamos en comunidad en grandes albergues. Compartíamos con jóvenes becados cubanos y del resto del mundo, y nos ayudábamos unos a otros. Pasamos mucho tiempo sin contactos con nuestras respectivas familias, y nos fuimos transformando nosotros mismos en una familia de muchos hermanos y hermanas. Eso se ha mantenido hasta nuestros días. No se me olvida cómo nos ayudaban los dirigentes cubanos para que estuviéramos cómodos y tranquilos. Los propios estudiantes nos llevaban a sus casas, nos presentaban a sus familias y éramos uno más en sus hogares. El pueblo cubano merece un monumento, entre otras cosas por su gran actitud solidaria con todos los chilenos. Me sorprendí el primer mes de mi estancia en Cuba como becado, cuando en mi brigada de estudiantes de medicina en las que había cubanos, guineanos, y chilenos, los responsables de la universidad nos dieron dinero, ropa, zapatos, una botellita de ron, un mazo de tabaco y dos paquetes con cajetillas de cigarrillos marca “Populares” y “Aroma”. Mientras fuimos becados, cada mes nos abastecieron gratuitamente todas nuestras necesidades, como hacen hasta hoy los hermanos cubanos con las nuevas generaciones de jóvenes chilenos actuales y de casi todos los lugares del mundo en sus escuelas de becados. Con todos esos beneficios, sólo debíamos preocuparnos de ser buenos estudiantes. Lamentablemente para mí y el grupo de becados chilenos, el golpe de Estado en Chile trastocó nuestras prioridades, y a la vez, nos unió mucho más. Llevaba recién unas dos semanas en Cuba cuando se produjo el golpe militar. Ese día, estábamos en la ciudad de Matanzas participando en una actividad de trabajos voluntarios en un centro experimental de plantación de bananos cuando comenzaron a llegar las trágicas noticias de Chile.

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Los cubanos colocaron una radio en una sala de la Universidad de La Habana para que pudiéramos saber qué sucedía en Chile. Ahí nos fuimos juntando estudiantes de los dos grupos de becados, los antiguos y nosotros. Éramos alumnos de diferentes años de la carrera, militantes comunistas, socialistas, mapucistas, radicales, miristas e independientes. El principal contenido de discusión era qué debíamos hacer ante lo sucedido. Escuchábamos una famosa radio cubana: “Radio Reloj”. Minuto a minuto se relataban los acontecimientos nefastos que acontecían. La noticia de la muerte del presidente Allende nos impactó duramente a todos. Dejar la carrera y partir a Chile a luchar era lo que pasaba por nuestras jóvenes mentes, pero decidimos seguir los estudios, por lo menos hasta 1975. Los dirigentes cubanos ponían como ejemplo a las muchachas y muchachos vietnamitas, que a pesar de la terrible agresión que sufría ese pueblo por parte del gobierno y los militares de Estados Unidos, ellos estudiaban disciplinadamente y sacaban las más altas calificaciones en las universidades cubanas donde se formaban. Las últimas palabras del presidente Allende en La Moneda, y el tono tranquilo de su voz, a pesar del ataque cobarde de que era objeto, son para mí un ejemplo de valentía y un llamado a no olvidar nunca lo que sucedió en Chile. Yo me puse a pensar qué le iba a pasar a mi hermano mayor, que era militante comunista, o qué riesgos podía correr mi madre, que era de las Juntas de Abastecimientos y Precios (JAP), organizaciones populares tan odiadas por los reaccionarios y especuladores chilenos. Pero no recuerdo que me haya puesto a pensar qué me iba a pasar a mí, o qué iba a ser de mi vida. Tampoco teníamos claro qué iba a pasar en nuestro país, pero después comenzaron a llegar las noticias de que había muertos y torturados. Y poco a poco empezaron a llegar muchos exiliados a Cuba. La familia de jóvenes que conformábamos, o el familión, como decían los cubanos, fue creciendo cada vez más. Nos unimos o se nos fueron uniendo otros chilenos, muchos de ellos venían del exilio o expulsados de las cárceles del interior de nuestro país, y fuimos transformándonos en una gran comunidad de hermanos hasta nuestros días, en la que no existían barreras políticas ni divisiones partidarias.

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A mí me iba bien en los estudios de medicina. Era un alumno de buenas calificaciones y me gustaba la idea de ser médico. Lo interesante de los estudios en Cuba es que se vinculaban al trabajo. El primer semestre me tocó trabajar en la cocina de la escuela -estudiaba por la mañana y en la tarde debía servir comida, lavar bandejas y limpiar baños. Durante el segundo semestre, trabajé en la morgue de la universidad. Tenía que mantener los cuerpos de los muertos que estaban en una gran piscina y ayudar en la preparación de cortes que permitían a los estudiantes realizar su aprendizaje. Luego, en el segundo año me tocó trabajar en un policlínico de la ciudad de La Habana vacunando a personas y hasta tuve que hacer más de un Papanicolaou. Después, fui trabajador sanitario y me desempeñaba en las calles del sector de mi Centro de Salud. Nunca se me va a olvidar cuando tenía que realizar un trabajo que se llamaba “índice de moscas”. Para saber cuántas moscas había en un lugar, debía llevar un pescado a los lugares de inspección envuelto en un papel de diario. Llegábamos a los restoranes u otros lugares donde funcionaban comedores, y colocábamos nuestro pescado encima de una mesa. Había que tener la paciencia de contar por una hora, cuántas moscas se posaban encima del pescado. Esa era la base para calcular el famoso índice de moscas. Nosotros en las Juventudes Comunistas queríamos ser médicos, pero tras el golpe, ninguno se imaginaba estudiando tranquilamente medicina. Queríamos regresar a Chile. Empezamos a pedir, a hinchar, como decimos los chilenos, de que nos dieran alguna preparación militar. Lo único que aceptaron los cubanos fue darnos una preparación sanitaria -rescate de heridos, curaciones, y cosas por el estilo. Pero nosotros queríamos más que eso. Queríamos armas y aprender a usarlas. Pero seguimos estudiando medicina hasta un día de abril de 1975, cuando el Partido nos planteó una misión que cambiaría nuestro destino: formarnos como oficiales regulares en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba. Para entonces, no se imaginaba este grupo de jóvenes chilenos los desafíos que se le vendrían encima: formación militar, vida de cuarteles, maniobras combativas, viajes con identificación de dudosa veracidad, guerrillas en Centroamérica, ingresos clandestinos a Chile, lucha urbana y rural contra la

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dictadura de Pinochet. Perdimos en ese largo camino valiosos hermanos ni las guerras de Nicaragua y El Salvador, jóvenes dignos y valientes. Varios miembros de esta comunidad de jóvenes revolucionarios fueron apresados, torturados y asesinados en Chile. Hoy, los que sobrevivimos hemos cumplido una buena cantidad de años de edad. Nuestras familias, esposas, maridos, madres, padres, hijos y hermanos, a veces no entienden y muchas veces se molestan por el grado de intromisión que tenemos en los asuntos particulares de unos y otros. Somos un grupo humano unido, orgulloso, medio sectario a veces, que reivindica permanentemente la experiencia vivida, que recuerda siempre a sus caídos, a nuestros héroes, o como dice en una de sus canciones el cubano Silvio Rodríguez, a “los muertos de nuestra felicidad”. Nunca olvidamos los ideales o sueños que nos permitieron hacer lo que hemos venido haciendo. Las victorias y los éxitos, los golpes y fracasos en esas vivencias forjaron en gran medida la unidad de nuestro colectivo y nuestro carácter.

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CAPÍTULO 5 - La Tarea Militar Quizás uno de los primeros indicios de la preocupación por la suerte de los integrantes de este grupo humano fue en abril de 1975 cuando las compañeras estudiantes de medicina en Cuba se alarmaron con nuestra desaparición de la universidad. Había comenzado para el Partido Comunista la Tarea Militar y yo participé desde su comienzo. Nuestras compañeras, que seguían en la escuela de medicina, exigieron al Partido conocer dónde estábamos, qué andábamos haciendo y luego de saberlo, reclamaron porque no habían sido consideradas para la tarea, lo que finalmente se resolvió con su incorporación a la formación militar. En la tarea militar también participaron muchachas socialistas. Ellas estudiaban especialidades militares no médicas junto a otras jóvenes comunistas en el Instituto Técnico Militar (ITM). Varias de ellas llegaron a Nicaragua después del triunfo revolucionario e hicieron un gran aporte en la formación del nuevo ejército. No sé en concreto cómo se gestó este aspecto de la política de los comunistas chilenos. Me refiero a los detalles, a los acuerdos políticos que tomó el Partido con los dirigentes cubanos. Sólo puedo decir que junto a un gran número de estudiantes becados en Cuba, fuimos convocados en nuestra calidad de militantes de las Juventudes Comunistas a una importante entrevista. En mi caso particular, el dirigente del Partido a cargo de ese acto que cambió mi vida, Rodrigo Rojas, haciendo alusión a mi nombre patriota, José Miguel Carrera, entre sonrisas me dijo que yo no tendría más remedio que aceptar la misión que me plantearía. Y así ocurrió. Como la gran mayoría de mis camaradas, acepté sin siquiera imaginar qué significaba esa decisión para mi vida futura. La disciplina militante, la mística, los crímenes de la dictadura, el estar viviendo la revolución cubana y el deseo de volver y combatir en Chile bastaban para aceptar la misión política que nos plantearon. Y por supuesto creía que los dirigentes asumirían las consecuencias de lo que nos estaban pidiendo. Los partidos de la izquierda chilena estaban muy golpeados por los efectos del golpe de Estado y ante la clara evidencia de que sus políticas fueron

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incapaces de defender al gobierno popular de Salvador Allende. Se enfrascaron en una serie de discusiones y análisis para desentrañar las causas de la derrota de la Unidad Popular. Nunca se me olvidarán las consignas que lanzaban estas organizaciones para que el pueblo las hiciera suyas en los momentos previos al golpe: “Pueblo, conciencia, fusil, MIR”, del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, “Avanzar sin transar”, del Partido Socialista y “No a la guerra civil”, del Partido Comunista. Habría que ver si las consignas reflejaban el grado de preparación que tenían esos partidos para defender al presidente Allende y su gobierno. Las conclusiones alcanzadas por la mayoría de los dirigentes de la izquierda era que existía un vacío teórico y práctico en las políticas de estos partidos y se dieron a la tarea de superar esa omisión que denominaron “vacío histórico”. La forma en que a mí me reclutaron y cómo lo hicieron con el resto de mis amigos me hace dudar ahora del grado de convencimiento que tenían estos dirigentes cuando nos plantearon incorporarnos a la carrera militar. No fue muy científica la selección de los cuadros para esta tarea. Obviamente esto no es responsabilidad de los dirigentes cubanos. En la Tarea Militar destinada a llenar el “vacío histórico” de la izquierda chilena, y en especial del Partido Comunista, muchos estudiantes de medicina aceptaron por la presión del momento. Sólo dos o tres de los convocados rechazaron la solicitud de abandonar para siempre la carrera de medicina. Fueron descalificados por nosotros. Hoy considero totalmente injusta esa actitud nuestra para con ellos, tomando en cuenta varios significativos ejemplos. El primero fue Cipriano. Rechazó incorporarse a la Tarea Militar en los primeros momentos, pero una vez graduado como médico civil, se transformó en médico militar y se incorporó a la misión en Nicaragua. Fue uno de los fundadores del Hospital Militar del Ejército de Nicaragua y posteriormente en Chile, se incorporó a la lucha en contra de la dictadura y sufrió in la prisión y la tortura. En enero de 1990, Cipriano intentó escapar de la cárcel a través de un túnel construido por un grupo de presos políticos, pero fue recapturado encontrándose ya fuera de los muros de la prisión.

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También hubo casos de estudiantes de medicina que dejaron la Tarea Militar en Cuba por diferentes motivos y que no dudaron un instante en tratar de unirse a la misión internacionalista cuando se enteraron de que los oficiales chilenos, sus hermanos, estaban combatiendo en Nicaragua. A los que se les permitió ir se alistaron para seguir nuestra suerte. Lamentablemente para ellos, los nicaragüenses alcanzaron el triunfo más rápido de lo pensado, pero se incorporaron de igual forma a la misión internacionalista poco después. Omar y Jimmy, quienes se habían formado conmigo en la especialidad de Tropas Generales, eran algunos de ellos. En los primeros meses del triunfo revolucionario, pasé a la Escuela Militar Carlos Agüero, nombre de un héroe sandinista, y me encontré con ellos. Los vi trabajando en la formación de oficiales para el nuevo ejército que se fundaba en Nicaragua. El caso de otro hermano que llamábamos “Osito” fue más doloroso para él. A pesar de que se presentó para participar en la tarea internacionalista, una “decisión partidaria” lo dejó afuera de la misión. Otro ejemplo eran los muchachos que no se interesaban con lo militar, y que años más tarde, cuando se enteraron de que varios de sus excompañeros militares o de medicina se encontraban clandestinos en el interior de Chile formando parte de la lucha contra la dictadura, ni siquiera lo pensaron y prestaron cobertura, apoyo, e incluso atención a heridos cuando así fue necesario. La salida de la sede universitaria donde estudiábamos fue preparada con mucho sigilo. No debíamos decirle a ningún estudiante, chileno o cubano, que dejaríamos la carrera de medicina. Rendimos pruebas regulares incluso el último día para no levantar sospechas de nadie. Todo estuvo bien hasta el día de la partida. Los buses militares se detuvieron a recogernos justo delante de la escuela “Victoria de Girón”. Esta era la sede donde se cursaban los primeros años de la carrera. Una gran cantidad de estudiantes nos vieron salir con nuestras maletas, dejando, por lo menos en mi caso, para siempre los estudios de medicina. Yo pensaba que los jóvenes comunistas éramos los únicos que nos formaríamos como oficiales, ya que los demás estudiantes de medicina chilenos -socialistas, radicales y mapucistas- pusieron una tremenda cara de sorpresa y asombro cuando nos vieron salir de la Universidad de La Habana.

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Más adelante, empezamos a encontrarnos en las escuelas militares con algunos socialistas que conocíamos en la escuela de medicina, que fueron llamados por su partido a la tarea militar. Tiempo después, me enteraría que los socialistas en la Tarea Militar eran decenas más. Finalmente, cerca de sesenta jóvenes militantes del Partido Comunista de Chile conformamos el primer grupo que aceptamos ser futuros oficiales. Debíamos elegir entre dos distintas especialidades militares: infantería y artillería. Yo elegí infantería, porque me dijeron los cubanos que los infantes siempre van adelante en una guerra, son los primeros en pelear. Otros eligieron artillería porque les gustaban las matemáticas. Casi treinta de nosotros ingresamos a la Escuela General Antonio Maceo, nombre de un héroe independentista cubano, en las afueras de La Habana, para formarnos como oficiales de Tropas Generales. Augusto fue nuestro Jefe de Pelotón. Los restantes se formarían como especialistas artilleros en la Escuela Militar Camilo Cienfuegos, ubicada en la misma capital cubana. Huguito fue designado jefe de ese pelotón de futuros artilleros. En las escuelas de guerra irregular, ya había militantes del MIR preparándose militarmente, y desde marzo de 1975, cerca de 20 militantes socialistas habían comenzado a formarse como oficiales en las FAR de Cuba, pero todo eso lo sabríamos tiempo después.

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CAPÍTULO 6 - En las Unidades Militares Cubanas Los buses trasladaron a los que aceptamos ser infantes a la comunidad de Bauta, en el occidente de la Ciudad de la Habana. Nos organizaron en un pelotón con tres escuadras. Fui seleccionado como segundo al mando de Augusto, el jefe de la unidad. Nos hicieron un chequeo médico de rigor, los mismos que se hacen cuando uno va a hacer el servicio militar. Luego nos entregaron uniformes y pasamos por el correspondiente corte de pelo -todos éramos melenudos en esa época. Como responsable a cargo del grupo que iba al corte de pelo, me tocó pasar primero. Justo cuando ya me habían pasado la máquina, llegó un oficial cubano diciendo a los peluqueros que a nosotros no debían pelarnos al cero, porque seríamos del curso de Superación de Oficiales. Me pidieron disculpas, pero era demasiado tarde. Ya estaba pelado al rape. Al resto les fue mejor en el corte. Por los números de gorra empezaron a aparecer los sobrenombres de “cabezones” en el grupo. Lo primero que pasamos fue un curso muy intensivo de unos tres meses de duración, aproximadamente. La intención de los instructores era transformarnos en disciplinados militares con nociones tácticas básicas para la formación que se nos venía. Empezamos a conocer temáticas nuevas para nosotros y que nos acompañarían en el futuro de nuestra carrera militar: Infantería, Táctica, Estrategia, Topografía, Transporte, Armamento, Preparación Física, y la Preparación Política que jugaba un importante papel en la formación como futuros oficiales de Tropas Generales. Conocí por primera vez el uso de los mapas, la brújula, los binoculares, la regla “táctica”. Aprendimos que el enemigo se pintaba de color azul y nosotros éramos representados con el color rojo. Me gustaba ver representadas mis fuerzas con ese color. La disciplina fue un gran problema para civiles como nosotros, universitarios más encima. La cama debía ser tendida con mucha calidad, colocando cada implemento que nos entregaron en el lugar que correspondía: las botas, los calcetines, las poleras, la máquina de afeitar, la pasta de dientes, el betún de

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zapatos. Cada artefacto tenía un lugar que no podía ser modificado, La pena por no cumplir era no salir de pase o permiso el fin de semana. Un la época de la Unidad Popular había hecho algunas guardias en el liceo y en el local de la juventud de mi comuna, pero esta guardia era distinta. En la escuela militar teníamos los instructores encima y no podíamos pestañar siquiera, pero fuimos aprendiendo. El servicio de cuartel se transformó en algo muy serio para nosotros, debido a que aprendimos a velar por el sueño de nuestros camaradas cuando descansaban y a dormir tranquilos cuando los demás hacían la guardia. Los jefes militares nos trataban como a cualquier cubano que se formaba en escuelas militares, y eso incluía que nos correspondía salir de pase o permiso los fines de semana. Como nosotros veníamos de albergues colectivos de estudiantes universitarios y no teníamos casa en Cuba, partíamos ti ver a nuestros compañeros y compañeras de medicina. También estos jóvenes cubanos cuidaban el secreto de nuestra tarea. Cuando empezó a llegar la gente exiliada a Cuba después del golpe de Estado, había muchos chilenos que trataban de aparentar ante los cubanos diciendo que habían sido dirigentes importantes en la Unidad Popular. Pensaban seguramente que así podían ganar privilegios de los dueños de casa. Estos compatriotas decían con mucha ínfula: “Llegó el dirigente fulano. Yo lo conocí cuando anduvimos con el presidente o con un ministro en tal o cual tarea”. Los quedaba mirando y me decía: Chutas que son importantes estos caballeros, y lamentaba no conocer a nadie importante que llegara exiliado a Cuba. Yo no veía de adonde pudiera salir escapando alguien de mi "pobla”. Estaba por creer que había sido uno de los primeros habitantes de mi población en tomar un avión. De igual forma, cuando ya estaba en la tarea militar, observaba que varios miembros de la tarea militar reconocían a otros que llegaban. Yo ya empezaba a encontrarme medio rasca. ¿Cómo no va haber algún compadre que yo conozca en política que llegara a Cuba? me decía yo, muy preocupado. Y no lo van a creer. Tampoco yo lo creía: al fin apareció alguien conocido, listando yo de guardia como Clase de Cuartel, cuando cursaba el primer curso que pasamos en la Escuela Militar Antonio Maceo, de repente vi avanzando en mi dirección a una persona que yo estaba acostumbrado a ver, sobre todo

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su modo de caminar. Debía conocerlo bien porque nos escondíamos de él cuando se aparecía por los pasillos de las salas de clase de mi Liceo. Jamás pensé que el que me encontraría en Cuba sería al querido Inspector del Liceo. Me enteré después que era socialista. Venía caminando en dirección a mi cuartel, vestido de militar, tranquilo como caminaba siempre por los pasillos del Liceo 22 de San Miguel, vigilando que no nos escapáramos de las clases. Me impresionó tanto verlo que inmediatamente y muy alegré partí a saludarlo. Casi se fue de espalda cuando le grité: “Inspector (con apellido y todo) ¡qué orgullo de verlo aquí en este lugar!” “¡Carrera!”, me gritó enojado. “Yo ya no me llamo como me llamaba, ni menos soy tu inspector”. Y siguió su marcha junto a otros chilenos socialistas. Pero a pesar del reto, igual me puse contento. Un rato después me buscó para abrazarme, me retó por mi falta de compartimentación y empezó a contarme novedades del liceo. También estaba feliz por el reencuentro. Tiempo después, me enteré que Joel, un oficial de mi especialidad militar, era de la misma población mía y conocía a mi hermano mayor. Tiempo después Joel se desempeñaría como asesor en una unidad militar del Ejército Popular Sandinista (EPS) en Nicaragua, en la zona del Puerto de Corinto. Otro compa, Carlos, un joven comunista que me reemplazó en la presidencia del Centro de Alumnos en el Liceo, también apareció en la Tarea Militar, procedente de Europa. A uno de los primeros hermanos exiliados que conocí fue a Juan Carlos. Llegó a Cuba con su familia. Fue enviado a militar a la base de la Jota en la que yo participaba cuando todavía estábamos en la universidad. Nosotros lo considerábamos un cabro chico bastante agrandado y muy acelerado. Nos invitó a su casa en un lugar cercano a la costa para hacer una reunión de célula. Como yo todavía era estudiante de medicina y vivía solamente en los albergues de becados, me llamaba la atención ir a una casa de chilenos. El Salado se llamaba el lugar donde vivía, si no me equivoco. Era de una familia venezolana-chilena. A Estela, su madre, la recuerdo siempre. La considero como mi segunda madre. Cundo hacíamos las interminables reuniones de jóvenes comunistas en su casa, el esposo de Estela, Mariano, venezolano, bromeaba que los chilenos o sea nosotros- lo único que sabíamos hacer era “comer y hablar puras

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babosadas”. Las reuniones nuestras, según él, eran verdaderos congresos. Fue un guerrillero que se exilió en Chile durante la Unidad Popular. Para el Golpe de Estado de 1973 fue detenido en el Estadio Chile, el mismo lugar donde los militares chilenos asesinaron cobardemente a Víctor Jara, Litré Quiroga y otros prisioneros. Cuando ya estábamos en la tarea militar, por el cariño de esta familia competíamos varios “huerfanitos”. Entre otros, Roberto Nordenflycht, “Eduardo” o “Huevo”, como le decíamos. Era un hermano excepcional. Eduardo era hijo de la profesora Eliana Farías, esposa de Volodia Teitelboim, el principal dirigente comunista chileno en esos momentos, ya que el Secretario General del PC, Luis Corvalán, se encontraba preso en Chile. Comentábamos entre nosotros, los que no éramos hijos de dirigentes del partido, que Eduardo venía destinado a ser formado como oficial político en la tarea militar. Sin embargo, él decidió formarse como oficial en la especialidad de Blindados. Siempre convivió con nosotros como uno más. Los fines de semana, cuando visitábamos la casa de Juan Carlos, organizábamos combates de boxeo con sus hermanos pequeños. Nos poníamos unas almohadas en el estómago y Eduardo ponía las reglas de la pelea... No se puede golpear fuera de la almohada, decía muy solemne. El hermano más chico era muy serio y respetaba las reglas, pero nosotros lo engañábamos pegándole en otros lados. Hace muy poco tiempo lo vi; entramos juntos a un ascensor. Mide ahora como dos metros. Me dijo sonriente sobándose las manazas que ahora tiene: “Sabís que más, deberíamos hacer de nuevo los combates en que el Huevo (Eduardo) y tú me pegaban siempre”. Lo miré para arriba y le contesté: “Mejor que no, esas eran cosas de juventud”. En la práctica, muchas familias exiliadas en Cuba con militancia en los diferentes partidos políticos adoptaron a jóvenes chilenos que estábamos primero estudiando medicina, y después en la tarea militar. Creo que fue una decisión partidaria. Estas familias exiliadas, sin tener obligación, nos abrieron sus casas tratándonos con mucho cariño, como si fuéramos sus propios hijos, y nosotros nos aprovechábamos de eso en buena onda. Arrasábamos con toda su comida cada vez que teníamos un permiso de las unidades militares. Estas mamás inventaban comidas chilenas y le

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incorporaban plátanos y otras verduras tropicales. Era raro ver un típica “cazuela” con esos agregados, plátano o yuca, pero igual nosotros comiendo esas comidas, nos acordábamos de nuestras familias de Chile. Estas madres y padres, hasta sus hijos, jugaron un gran papel en nuestra formación. Cada uno de nosotros tenía casas asignadas o que uno descubría entre las familias chilenas. Fueron muy solidarios con nosotros. Recuerdo con mucho cariño a la familia comunista de Miguel y Miriam y a los padres socialistas de Verónica, del Reparto San Agustín de La Habana, cómo nos cuidaban y querían. Eran nuestras casas preferidas, no solo por el cariño, sino también por lo que cocinaban. Nuestra formación militar era un secreto, pero a muchas voces. A la Tarea Militar llegaban jóvenes que venían expulsados de Chile por la dictadura: Nibaldo y Guillermo, entre otros. Nibaldo era dirigente sindical juvenil de las empresas del Plástico y pertenecía a la Central Única de Trabajadores (CUT) durante la Unidad Popular. Simpático y dicharachero. Posteriormente en la época de la lucha contra la dictadura trabajamos juntos. Recuerdo su estilo de trabajo colectivo. Siempre decía que había que tener olfato de clase en la lucha que estábamos dando en el interior de Chile. Cuando nos separamos del Partido en 1987, pensé que Nibaldo se quedaría con ellos. Cuando tomó la decisión, lo vi y dándome cuenta de mi error, le pregunté derechamente porqué elegía el camino más difícil, ya que él con su trayectoria podía ser un dirigente importante en el Partido Comunista. Me contestó que para él era un asunto de clase. En el futuro nos daríamos cuenta de que estábamos defendiendo lo correcto aunque no tuviéramos éxito. “Defender la independencia de la clase” siempre era una frase que usaba. Una vez terminado el curso preparatorio, fuimos distribuidos entre los pelotones de oficiales de una compañía de estudios de militares cubanos que se aprestaba a iniciar su formación en un curso llamado de “Superación de Oficiales”, que se prolongaría por un poco más de un año. Eran oficiales de Mando Táctico de tropas. La mayoría de nosotros se graduó en ese curso como oficiales. Alcanzamos el grado de Subteniente en una emotiva ceremonia realizada en julio de 1976. Rápidamente fuimos asignados como oficiales de tropas al ejército en La Habana y nos fueron distribuyendo en las unidades militares con cargo de

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jefes de pelotón, como cualquier oficial cubano. A mí me correspondió la UM2642 -nunca olvidaré ese número. Conservo el pase de partida a la unidadlo recuperé en 2004 cuando volví a Cuba. Nuestra vida alternaba entre el trabajo militar en las unidades con las reuniones partidarias, los seminarios de estudios, las fiestas y los enamoramientos que no estaban ausentes en nuestras vidas de jóvenes militares. Como oficial y responsable directo de soldados, uno debía velar y convivir mu ellos día y noche. Eran muchachos cubanos de diferentes zonas del país que cumplían el servicio militar obligatorio. Nuestra responsabilidad en el pelotón alternaba a veces con el reemplazo del jefe superior cuando éste salía de descanso. En Cuba, la disciplina en el ejército es consciente -uno debe educar, cuidar, mandar y a la vez respetar a sus subordinados. Muchas veces estos muchachos se fugaban de la unidad, y nosotros debíamos buscarlos en sus casas y traerlos de vuelta al cuartel. Más de una vez en el intento de disciplinar a mis soldados, salió el nombre Chile. Algunos soldados enojados me decían: “Oiga Oficial, ¿por qué en vez de tratar de formarnos a nosotros, no se va a formar a Pinochet a Chile?” Recuerdo con cariño a mis primeros jefes, el teniente Acosta y al mayor Pupo, jefes de compañía y batallón, respectivamente. No sé qué será de ellos ahora, pero en esa época me aconsejaban que me mantuviera en la vida militar y me corregían cuando incumplía deberes inherentes a mi cargo. A pesar de ser oficiales con todos los derechos y deberes de los cubanos, teníamos más privilegios que ellos, sobre todo porque nos daban permisos especiales cuando el partido nuestro nos citaba a alguna reunión. Los oficiales cubanos que debían reemplazarnos en nuestra ausencia en más de una ocasión se molestaban, pero los jefes superiores les hacían entender que nuestra carrera militar en el ejército cubano dependía de muchos factores que ni ellos mismos conocían. A pesar de que los dirigentes del Partido Comunista chileno nos dijeron al comienzo de la tarea militar que seríamos los generales del nuevo ejército democrático en Chile, pasaban los años, y el futuro seguía totalmente incierto. Nos preocupaba quedarnos todo el tiempo en Cuba. Queríamos una

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oportunidad para luchar en nuestro país, pero el partido aún no tenía claro qué papel podíamos jugar, porque aún no definía su política militar. Participamos en muchos ejercicios militares. La mayoría de estas maniobras duraban varias semanas. En medio de esas campañas no sabíamos nada de lo que sucedía en Chile. Cuando nos reencontrábamos con nuestros camaradas oficiales tratábamos de saber lo que pasaba en el país. Nos alegramos con el Pleno del partido del año 1977, que anunciaba como resolución elevar los niveles del enfrentamiento con la dictadura. Veíamos que nosotros, los cuadros militares, seríamos necesarios para ese nuevo nivel de lucha. En mi especialidad de Tropas Generales, los tres mejores cuadros que se desempeñaban en las unidades militares de combate eran Claudio, Evaristo y Guillermo. Los dos primeros venían de medicina y el tercero era un hermano mapuche que llegó a la tarea después de ser expulsado de Chile, desde las mismas cárceles de la dictadura pinochetista a las unidades militares cubanas. El “Indio”, como le decíamos a Guillermo, era muy serio e intransigente, destacado en los estudios y en el trabajo militar. Siempre fue de muy malas pulgas, como lo comprobé en más de una oportunidad. En la guerra de Nicaragua se desempeñó entre otras misiones como francotirador. En la lucha revolucionaria en Chile, cayó preso en dos oportunidades: Después del golpe militar a Allende y durante los ochenta en plena lucha contra la dictadura. Junto a él, varios hermanos mapuche fueron miembros de la Tarea Militar. Entre ellos no puedo dejar de mencionar a Moisés Marilao Pichun. Llegó a Cuba de la ex Unión Soviética. Estaba becado en ese país para formarse como técnico agrario y tractorista. Después de cuatro años de estudios se graduó en la Escuela Militar Antonio Maceo como oficial de la especialidad de tanques. Fue combatiente internacionalista en Nicaragua. Murió en un enfrentamiento en Chile en 1984, tratando de fugarse de una cárcel en Temuco. La elevada mística revolucionaria de los miembros de la Tarea Militar era notoria, a pesar de que varios de nuestros camaradas, muchas veces mal elegidos, se retiraban o desertaban de las escuelas y de las unidades militares.

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En las actividades partidarias comentábamos lo que acontecía en Chile permanentemente, de que seríamos ascendidos de grado, de la lucha de los patriotas contraía dictadura. Intercambiábamos experiencias del trabajo como oficiales, cuando se nos fugaban los soldados y debíamos salir a buscarlos a sus casas, etc. Pero también nos desahogábamos hablando de nuestros problemas, de que hasta cuándo estaríamos en las unidades, que estábamos chatos de hacer tanta guardia, y se hablaba de que pasaríamos nuevos cursos. En verdad, en esos momentos yo envidiaba a los militantes combatientes del MIR que estaban peleando en la resistencia en Chile, sin siquiera imaginarme lo difícil que era esa lucha. En ese lapso varios fueron dejando la vida militar y volvieron a la universidad a continuar sus estudios de medicina, lo que era preocupante para los que persistíamos en la tarea. Pero al mismo tiempo, nos alegrábamos cuando llegaban nuevos compañeros, como fue el caso de Salvador. Vi a Salvador por primera vez durante la Unidad Popular en el Pedagógico de la Universidad de Chile, la escuela formadora de profesores y uno de los lugares estudiantiles más combativos en la época de la dictadura, ubicado en avenida Grecia con Macul en Santiago. Para mí, ir a ese sector era como ir al barrio alto, y lo que más me gustaba era que en esa esquina se ponía un carro de turismo donde vendían unas grandes y ricas empanadas que disfrutábamos después de cada clase. Conocí a Salvador, nuestro futuro jefe en Nicaragua, cuando participé como alumno en los preuniversitarios del Pedagógico. Él era uno de los organizadores de esos cursos. El construyó su liderazgo entre nosotros porque no era una persona que sólo nos iba a visitar. Convivía como cualquier otro las mismas vicisitudes que pasábamos todos. Su trabajo de líder lo fue haciendo con el apoyo de Jacinto Nazal, encargado de la Tarea en Cuba. Y es en la guerra de Nicaragua donde asumió las responsabilidades que lo promueven como el jefe de los internacionalistas, primero de los comunistas, y luego de todos los chilenos, con el amplio reconocimiento de los jefes cubanos. Jacinto fue para mí el primer dirigente preocupado de la situación personal de cada uno de nosotros. A mí me tomó mucho cariño. Se preocupó de

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formarnos, obligándonos a estudiar en nuestro tiempo libre, el que nosotros preferíamos ocupar en fiestas y descansos. Como principal encargado nuestro, promovió seminarios de estudios que nos permitieron profundizar nuestros conocimientos políticos y militares. Estudiamos la geografía chilena, su historia, el Golpe de Estado, la Segunda Guerra Mundial, la experiencia combativa del pueblo cubano y vietnamita y de las diferentes luchas populares en los países del Tercer Mundo. Ahora, viéndolo desde la perspectiva del tiempo, se debe reconocer que esa disciplina por el estudio de la realidad concreta que inculcó nos ayudó a enfrentar muchas de las dificultades que pasamos en el futuro. Nos enseñó un método de trabajo, el trabajo colectivo. Serví en mi unidad militar hasta el día en que me convocaron para la misión en Nicaragua en 1979. Llevábamos más de cuatro años en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, y al grupo inicial de oficiales de infantería y artillería se habían agregado ingenieros, tanquistas, médicos y oficiales de otras especialidades. En esa época varios de nosotros habíamos sido ascendidos al grado superior, el de Teniente. Los nuevos oficiales que se graduaban pasaron a impartir formación a cadetes cubanos en las escuelas militares, y una gran contingente de chilenos continuaba su formación para convertirse en futuros oficiales. Un día, recibimos la orden de dejar nuestras unidades militares de origen y presentarnos a recibir nuevas misiones. Los convocados éramos el primer grupo de oficiales chilenos egresados de las escuelas militares que se encontraban sirviendo en las unidades de combate y los graduados que se desempeñaban en las propias escuelas donde habían sido formados. Los estudiantes militares chilenos que no habían terminado su preparación no fueron convocados.

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CAPÍTULO 7 - La Misión Internacionalista El propio jefe del Regimiento llegó hasta el lugar en que estaba mi pequeña unidad en un jeep a recogerme. Dijo que tenía órdenes superiores de llevarme inmediatamente a un lugar donde debía concentrarme y esperar nuevas órdenes. En el vehículo recuerdo que me acompañaba Ulises. Además de nosotros dos, habían cumplido servicio en mi unidad varios chilenos. Al llegar al punto de concentración, el jefe se retiró y nos quedamos en ese lugar con todas las pertenencias de campaña. Me di cuenta que ya había un numeroso grupo de chilenos. Todos los citados éramos chilenos. Me acordé inmediatamente de una entrevista que leí en un libro que homenajeaba al Comandante Ernesto Che Guevara. En él, un internacionalista cubano escribía: “cuando llegué a la concentración para cumplir nuevas misiones en los primeros años de la revolución, todos los citados éramos negros, pero de los más negros”. Luego saldrían al África acompañando al guerrillero heroico. Esta vez éramos puros chilenos, y empezaron entre nosotros las interrogantes. Hasta apuestas hubo. ¿Será para ir a Angola o a Chile? Nadie sabía, nuestros encargados militares no sabían nada, y obviamente los dirigentes civiles tampoco. Sólo quedaba esperar. Cuando al parecer ya estábamos todos los citados, nos comunicaron que recibiríamos una preparación especial y fuimos trasladados a una escuela de formación militar irregular en la misma ciudad de La Habana, conocida como Punto Cero. En la época de la dictadura en Chile, sobre todo sus primeros años, cada militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) que caía detenido era acusado de haber recibido preparación militar en esa escuela de formación guerrillera y denunciado públicamente por los diarios de la dictadura El Mercurio y La Tercera. Mirando al grupo de oficiales chilenos concentrados para esta misión, me daba cuenta de que habíamos crecido profesionalmente. Ya no éramos los chascones estudiantes de medicina, o los que llegaban con distintas pintas de casi todas partes del mundo donde había exiliados o hijos de exiliados, o del mismo Chile. El contingente tenía porte y aspecto militar, como nos decían los oficiales cubanos. Este grupo de revolucionarios que se preparaba

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militarmente, inicialmente inaugurado por nosotros los estudiantes de medicina y jóvenes exiliados en Cuba, cualitativamente estaba más maduro y preparado. Fuimos organizados en un pelotón. Claudio fue designado jefe militar del grupo. El jefe político era Salvador. Luego de la misión en Nicaragua, Claudio volvió a estudiar medicina y se graduó. Ahora vive en el sur de Chile. La orden que recibimos en la fase de preparación para la misión internacionalista en la escuela de Punto Cero, centro de estudios que pertenecía a las Tropas Especiales cubanas, era ejercitarnos fundamentalmente en el tiro de cañones sin retroceso y morteros, además de la preparación combativa individual. Los oficiales artilleros ayudaban a preparar a los que no éramos de esa especialidad, como era mi caso. Debo decir que durante toda mi permanencia en las Fuerzas Armadas cubanas, nunca había gastado tantas municiones de fusilería, artillería y morteros juntas como hicimos durante la preparación para el combate internacionalista. Cuando ejecutábamos el tiro de infantería en mi unidad militar, desempeñándome como jefe de una pequeña unidad de infantería, se cumplía toda una gama procedimientos de seguridad para medir la efectividad del tiro. El reglaje de los órganos de puntería del armamento, las posiciones de tiro, entre una serie de normas. En cambio en Punto Cero, los instructores cubanos tenían como principal objetivo que apuntáramos bien en las más variadas posiciones de tiro. Para ello contaban con un aro de metal similar al de los arados que arrastran los tractores en los campos como blanco. Este debía sonar siempre cuando disparábamos. Si no sonaba significaba que estábamos apuntando mal y los instructores nos corregían de inmediato. Nos decían en el mejor tono guaposo de los cubanos: “Chileno, si no le das al blanco de inmediato, el blanco ese te dará a ti, así que déjate de cuentos, límpiate bien los ojos y apunta correctamente, quiero oír la musiquita del blanco, ¿Oíste chileno?”. Y mirándonos a todos, nos mandaba a seguir disparando, gritándonos: “Atiendan acá, quiero escuchar una sinfonía de tiros dando en el blanquito ese...Apunten... ¡Fuego!” Continuamos con nuestra intensa preparación en Punto Cero sin saber todavía el objetivo de nuestra nueva misión. La verdad es que no nos imaginábamos

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para qué nos preparábamos, y en el oficio que teníamos, de militares revolucionarios, no se acostumbraba a preguntar. Realizábamos prácticas de tiro diurno y nocturno, tiro artillero simulando condiciones de lucha irregular, aprendimos el tiro llamado “vietnamita” -en la guerra contra los invasores yanquis los guerrilleros vietnamitas los atacaban con solo el tubo-cañón del mortero y las municiones; los órganos de dirección de tiro del mortero eran los brazos, ojos y oídos de esos heroicos combatientes. Encontrándonos en el área de ejercicios de tiro un día, fuimos llamados urgentemente al lugar de formación frente a nuestro albergue. Teníamos una visita. Era nada menos que el comandante Fidel Castro en persona y una comitiva de jefes que lo acompañaba. Claudio, como jefe de pelotón, dio el parte reglamentario. El legendario comandante nos dijo que pasáramos a una sala donde hablaría con nosotros. Al entrar a la sala, vi a un general del Ministerio del Interior cubano. Hasta ese entonces, nosotros sólo nos relacionábamos con los oficiales de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba. El alto oficial pintaba en la pizarra con tiza un plano que representaba un territorio. Fidel indicó unas correcciones y tomó la palabra diciéndonos algo así como lo siguiente: “El pueblo nicaragüense está dando una dura y sacrificada contienda en contra de la tiranía somocista, y el Frente Sandinista de Liberación Nacional está a la vanguardia de esa lucha. El triunfo popular es inminente. El FSLN tiene armamento de artillería, pero no cuenta con especialistas. Han solicitado apoyo a Cuba, y de acuerdo a nuestros principios, se la daremos”. Nos indicó que lo pintado en la pizarra era un esquema que representaba el lugar donde se desarrollaban los combates del Frente Sur “Benjamín Zeledón” con las fuerzas de la Guardia Nacional del dictador Somoza. El dibujo mostraba el borde delantero de los guerrilleros, un puente que cruzaba un río llamado Ostayo, la carretera Panamericana, la frontera con Costa Rica, el gran Lago de Nicaragua y seguramente otras cosas que no recuerdo. Para nosotros quedaba claro ahora cuál sería la misión de los oficiales chilenos: Combatir junto al pueblo de Nicaragua. Y semejante Jefe dándonos la misión. Todo un honor.

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El comandante Fidel nos dijo que sabía que nosotros estaríamos dispuestos para combatir en Nicaragua, pero faltaba la autorización del Partido Comunista chileno, en el que en ese tiempo militaba. Por lo tanto debíamos esperar. Luego se retiró con su comitiva, pero antes nos preguntó qué estábamos comiendo, si estábamos conformes, entre otras cosas. Como los dirigentes máximos del partido en ese entonces estaban en la Unión Soviética, todos nos miramos después de que se retiró el comandante y nos preguntábamos: ¿Y qué pasa si dicen que no? ¿Cuánto tiempo se demoraría la respuesta? En esa época no había fax, email ni celulares. Estaba claro para nosotros que solicitaríamos ir de igual modo, dijeran lo que dijeran. Ya teníamos la mala experiencia de la misión de apoyo a Angola: los jefes militares cubanos al poner en completa disposición combativa a las unidades designadas para esa misión, no aceptaron la participación de oficiales chilenos, y los reemplazaron por oficiales cubanos. No estaban autorizados a llevarnos en esa misión en África, o los jefes cubanos tenían otras ideas para con nosotros. Luego de la visita de Fidel, extraordinaria para todos los presentes y para qué decir para mí, se intensificó la preparación. No había tiempo que perder. Me sentía contento de estar en ese lugar y de la motivación de mis hermanos oficiales. Aquí sucede lo extraordinario para mí. Me había criado en una población de la zona sur de Santiago, en la comuna de La Granja, específicamente en la población Joáo Goulart, nombre de un presidente democrático brasileño que fue derrocado por un golpe militar. La dictadura chilena cambió su nombre por Villa Brasil para caerles en gracia a los militares golpistas brasileños. Mi población era vecina de otra muy luchadora, la Yungay, y de la no menos importante y conocida población San Gregorio en el paradero 23 de la avenida Santa Rosa. En otras palabras, yo, orgulloso hijo de pobladores, tuve el honor de ver dos veces en un mismo día al comandante Fidel Castro, porque se apareció de nuevo esa noche. Con la comitiva nuevamente frente a nosotros, volvimos a la formación para recibirlo, pero pasamos rápidamente a la sala, ya que al parecer el comandante no estaba para formalidades. Ante un grupo expectante y sin habla, planteó que la dirección de nuestro partido estaba de acuerdo, y él no

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podía esperar hasta el día siguiente para contarnos. La emoción en esa pequeña sala fue increíble, todos al unísono empezamos a cantar la Internacional, el himno de los trabajadores del mundo y se acabó la reunión. No había más que decir. Muchas historias se cuentan acerca de esos dos encuentros en que yo tuve la suerte y el honor de participar. Hubo otras visitas del jefe de la revolución cubana, según me contaron mis camaradas, pero yo ya no estaba en Punto Cero. Iba rumbo a Peñas Blancas, el puesto fronterizo entre Nicaragua y Costa Rica, siguiendo a otros hermanos que salieron primero. Lo más simpático, pienso yo, es que un oficial de sobrenombre “Chino” se quedó con el habano, el puro que había estado fumando Fidel. Durante todo el tiempo que duró su permanencia en Punto Cero, que no fue mucha, andaba por todos lados con el tabaco apagado en la boca para que no se gastara. Otros oficiales guardaron los pedazos de tiza sobrantes. He escuchado que todavía los tienen. Me emociona recordar a los militares que estaban conmigo en ese momento, sobre todo a los que hoy no están vivos y que murieron en esa misión: El Teniente de Infantería Edgardo Javier Lagos, el Teniente Artillero Days Huerta Lillo, el Teniente de Infantería Miguel Rojas. Y tantos otros hermanos que entregaron su vida en la lucha para combatir a la contra revolución en Nicaragua, junto a los guerrilleros de El Salvador y los que cayeron en nuestra patria de nacimiento, Chile, combatiendo a la dictadura.

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CAPÍTULO 8 - Nicaragua y la Estrategia del FSLN Hasta ese momento, lo único de Nicaragua que conocíamos era el territorio donde combatía el Frente Sur “Benjamín Zeledón”, pintado en la pizarra que utilizó el Comandante en Jefe Fidel Castro para plantearnos la misión internacionalista. Por lo menos en mi caso, la primera noticia concreta que escuché de los nicaragüenses, aparte de haber leído algunas cosas del General Augusto César Sandino, fue cuando estudiaba medicina en Cuba en diciembre de 1974. Me enteré por el noticiero cubano que un grupo de sandinistas había tomado una casa en el centro de Managua, la de un partidario del dictador Somoza llamado “Chema Castillo” y en forma decidida lograron el rescate de varios de sus hermanos encarcelados. Aparecían en las noticias los nombres de los combatientes del comando y que después del triunfo de la revolución nicaragüense tendríamos el honor de conocer, por lo menos a varios de ellos: Joaquín Cuadra, Javier Carrión, Omar Halleslevens, Hugo Torres, Leticia Herrera, Hilario Sánchez, Eleonora Rocha, Olga Avilés. De los que no llegaron al triunfo revolucionario, Eduardo Contreras, Félix Pedro Picado, Germán Pomares, Roger Deshón y Alberto Castillo, pudimos conocer solamente sus hazañas revolucionarias. Con la ayuda de mapas y documentos, supimos que Nicaragua era el país más extenso de América Central, y que en esa época tenía unos tres millones de habitantes. Que por el norte limitaba con Honduras y al sur con Costa Rica, y por el este con el Mar Caribe y al Oeste con el Océano Pacífico. El territorio donde las fuerzas del Frente Sur desarrollaban sus combates correspondía al Departamento de Rivas, ubicado al suroeste de Nicaragua. Este lugar corresponde a un istmo, dispuesto entre las aguas del océano Pacífico y del Lago de Nicaragua. Es como un “pasillo”, cruzado en toda su extensión por la carretera Panamericana hasta llegar al puesto aduanero de Peñas Blancas, ubicado en la frontera con Costa Rica. La lucha por la liberación de Nicaragua es sorprendente. Las generaciones de patriotas de ese país no dejaron nunca de combatir por la justicia y era Sandino su máximo exponente.

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Pero más sorprendente aún, sobre todo para un chileno como yo, es saber que Gabriela Mistral, nuestra poetisa, era muy cercana al guerrillero. Nuestra primer Premio Nobel de Literatura (1945) fue la primera persona que en sus escritos nos hizo imaginar al héroe de las montañas nicaragüenses, Augusto C. Sandino, en su lucha y el deber de los latinoamericanos de apoyarlo. En su escrito “En París, 1928” dice: El general Sandino carga en sus hombros vigorosos de hombre rústico, sobre su espalda viril de herrero o forjador, con la honra de todos nosotros. Gracias a él la derrota nicaragüense será un duelo y no una vergüenza; gracias a él, cuando la zancada de botas de siete leguas que es la norteamericana, vaya bajando hacia el Sur, los del Sur se acordarán de 'Los dos mil de Sandino', para hacer lo mismo”. Y agrega: “Los hispanistas políticos que ayudan a Nicaragua desde su escritorio o desde un club de estudiantes harían cosa más honesta yendo a ayudar al hombre heroico, héroe legítimo, como tal vez no les toque ver otro, haciéndose sus soldados rasos (al cabo tiene Nicaragua dos fronteras no demasiado pequeñas y que es posible burlar). Cuando menos, si a pesar de sus arrestos verbales, no hacer el préstamo de sí mismo, deberían ir haciendo una colecta continental para dar testimonio visible de que les impórtala suerte de este pequeño ejército loco de voluntad de sacrificio”. Continúa “La Benemérita del Ejército de Sandino”, como la nombró el propio General: “Nunca los dólares, los sucres o los bolívares sudamericanos que se gastan fluvialmente en sensualidades capitalinas estarán mejor donados. Sandino no ha visto llegar hasta hoy los mozos argentinos, chilenos, ecuatorianos, que son su misma carne y que le deben una lealtad temeraria y perfecta que sólo la juventud puede dar. ¿Dónde está la naturalísima, la lógica Legión Hispanoamericana de Nicaragua?” Gabriela da una dura batalla cuando escribe y repite reiteradamente en sus artículos de aquella época (1928 -1930) con motivo de la invasión norteamericana a Nicaragua: “Para mí Sandino es un héroe”, en contraposición a las mentiras de Herbert Hoover, presidente de los Estados Unidos, y de la prensa gringa que lo nombraba “bandido”, justificando la invasión de las hopas yanquis.

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Es sorprendente también que el Estado chileno - sobre todo el de su época no mencione esta faceta de Gabriela en las escuelas donde se nos educa desde niños. De su vasta gran obra, no puedo olvidar una de sus más hermosas poesías de denuncia a la injusticia, refiriéndose a los niños vagabundos de la calle: “Piececitos de niños azulosos de frío, como os ven y no os cubren, Dios mío”. Lo mismo sucede para los chilenos con el escritor cubano José Martí. No supimos hasta el triunfo revolucionario que él era el autor intelectual y héroe de dicha revolución, según menciona el propio Fidel en su histórica defensa “La historia me absolverá”, muriendo el poeta en los campos de batalla por la independencia cubana. Nos lo mostraban solamente como un poeta escritor de cuentos para niños. Fidel Castro, pudiéramos decirlo así, fue quien vino a ayudarnos a responder el llamado de Gabriela Mistral a los jóvenes chilenos de apoyar a la causa de Sandino en Nicaragua, aceptando el pedido de apoyo del FSLN a Cuba en los meses previos al 19 de julio de 1979. Al designarnos a nosotros, un grupo de chilenos que formábamos parte de las FAR de Cuba, para cumplir esa misión internacionalista en Nicaragua, quizás Fidel nunca imaginó que nos estaba permitiendo, como pueblo chileno, además de cumplir el pedido de Gabriela Mistral, el devolver la mano solidaria que el mundo entero extendía a Chile, impactado por el golpe militar de la derecha que derrocó al gobierno de Salvador Allende. Nicaragua era sometida a la despiadada dictadura de los Somoza. Esta dinastía nació con Anastasio Somoza García, designado por los propios norteamericanos a cargo de la Guardia Nacional. El organizó el asesinato de Sandino el 21 de febrero de 1932. El Frente Sandinista de Liberación Nacional llevaba años de lucha y tenía una estrategia política y militar bien definida. Buscaban la toma del poder a través de la destrucción de la tiranía somocista y su Guardia Nacional. Para lanzar la Ofensiva Final que terminara con el gobierno de Anastasio Somoza, los dirigentes sandinistas habían hecho una clara lectura del contexto internacional. La dictadura estaba aislada internacionalmente, el FSLN contaba con la solidaridad y apoyo de la comunidad internacional,

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destacándose el apoyo de países como Cuba, Costa Rica, Panamá, Venezuela y México, y de los movimientos revolucionarios latinoamericanos. En el plano nacional, luego de una fracasada insurrección en septiembre de 1978, el Frente Sandinista comprendió que el éxito estratégico dependía de la neutralización de la tropa élite de la Guardia Nacional. Para mayo de 1979, el aislamiento interno de la dictadura de Somoza era evidente. Sólo contaba con el apoyo de la Guardia Nacional y del Partido Liberal Nicaragüense. El resto de las fuerzas políticas - el Frente Amplio opositor, el Movimiento Pueblo Unido y otros - trabajaban coordinadamente con el FSLN, que en marzo de 1979 había alcanzado la unidad de sus tres tendencias, la Tercerista, Proletaria y Guerra Popular Prolongada, mientras se fortalecían los frentes de guerra del FSLN. Para la Ofensiva Final, la tarea estratégica era cumplir las misiones de los frentes de guerra, impulsar la huelga general y desarrollar a plenitud la insurrección general en todos los departamentos del país. Los frentes de guerra sandinistas, dislocados y en combate, eran el Frente Norte “Carlos Fonseca”, el Frente “Pablo Úbeda”, el Frente Occidental “Rigoberto López Pérez”, el Frente Central “Camilo Ortega”, y los Frentes Oriental “Ulises Tapia”, Sur Oriental “Roberto Huembes”, y el Frente Sur “Benjamín Zeledón”. En el libro “La Epopeya de la Insurrección”, escrito por uno de los principales líderes insurreccionales del sandinismo, Humberto Ortega Saavedra, refiriéndose al Plan General de la Ofensiva Final, explica que este consistía en lograr en un tiempo estimado no menor de 30 a 45 días, el asalto de todas las fuerzas sandinistas sobre la capital Managua, para obligar al enemigo a la rendición o a su derrota. Durante los meses de marzo, abril y mayo de 1979, se da inicio a la Ofensiva Final. En el Frente Norte, se produce la toma del Jícaro y Jinotega por fuerzas al mando del Comandante Germán Pomares. Se suceden ataques a guarniciones somocistas de El Sauce, Río Grande y otros pueblos. Se lleva a cabo la toma de Estelí por guerrilleros comandados por Francisco Rivera, un legendario jefe sandinista.

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En el Frente Sur -donde entraríamos en combate- una de sus columnas, la “Jacinto Hernández”, fue aniquilada totalmente en la zona de Nueva Guinea por las tropas élites de la Guardia Nacional, que concentró sus fuerzas para lograr ese objetivo. En la preparación de la insurrección final, los miembros del Estado Mayor del Frente Occidental fueron capturados y asesinados por la Guardia Nacional en la ciudad de León. El plan ofensivo del Frente Sur tenía como objetivo principal atraer y empantanar las fuerzas élites de la Guardia Nacional mediante la toma del Istmo de Rivas, contribuyendo a crear las condiciones para la insurrección en todo el país. En función de este plan, a partir del 28 de mayo de 1979, se realizaron acciones de hostigamiento en las vías de comunicación que conducían a Rivas y ataques a esa ciudad. Columnas guerrilleras combatieron con patrullas de la Guardia Nacional y llegan hasta la colina 155, donde se enfrentaron con los refuerzos que movilizaron los somocistas. Otras dos columnas atacan y toman el poblado El Naranjo y alturas aledañas. Simultáneamente, se realizan acciones entre La Virgen y Peñas Blancas y en el Río San Juan. El jefe guerrillero Carlos Duarte (“Gerónimo”) relata en sus escritos, “Síntesis de la Ofensiva Final en el Frente Sur”, que la Guardia Nacional realizó muchos intentos para recuperar El Naranjo y la colina 155, pero no lo logró hasta el 9 de junio, a pesar de fuerte resistencia. Después de 11 días de combate en la colina 155 (Miraflores) y en El Naranjo, y luego de rechazar los ataques de la infantería enemiga apoyada por artillería ligera y pesada, la aviación y la fuerza naval, las agotadas fuerzas del Frente Sur “Benjamín Zeledón” -que sólo contaban con armamento ligero de infantería y un par de morteros con poca munición- se retiraron de esas zonas. En esos momentos, como producto de esta ofensiva, los cuarteles de la Guardia de las ciudades de Managua, Masaya, Estelí, León, Matagalpa, Chinandega y otras, fueron atacados por fuerzas sandinistas. Nicaragua estaba prácticamente insurreccionada. Como consecuencia de la primera fase de la ofensiva del Frente Sur del 27 de mayo al 10 de junio de 1979 se atrajo a su zona de combate una parte

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sustancial de la tropa élite somocista lo que contribuyó al levantamiento insurreccional de las ciudades más importantes del país. En apoyo a los sandinistas, Cuba había organizado un puente aéreo con Costa Rica. Al respecto, en su libro “La Paz en Colombia”, Fidel Castro dice lo siguiente: “Carlos Andrés (Pérez) nos había solicitado hasta cohetes antiaéreos para proteger a Costa Rica de la aviación militar de Somoza. Nuestra disposición fue la de apoyar a Costa Rica con armas antiaéreas un coheteriles, de por sí complejas, y a la vez apoyar a los revolucionarios nicaragüenses. Esto último lo discutimos únicamente con las autoridades ticas (de Costa Rica) que se sentían directamente amenazadas. En un momento oportuno, por cada tonelada de armas para Costa Rica iría otra para los revolucionarios de Nicaragua”. Entre el 11 y el 14 de junio, el Frente Sur se reorganizó y recuperó fuerzas, formaron nuevas columnas y un Estado Mayor. Llegaron desde Cuba las primeras dos baterías de artillería, seis cañones de 75 mm chinos sin retroceso y seis morteros checos de 82 mm., y con ellos, los primeros cuatro oficiales chilenos, todos socialistas. El Estado Mayor guerrillero había elaborado un plan de combate para tomar Sapoa y Peñas Blancas con la participación de la artillería. Las columnas guerrilleras a cargo de Laureano, Roger, Jerónimo, Benito y Fernando eran las fuerzas principales. La columna de Laureano se emboscó en las proximidades del Río Ostayo, en la carretera que une Sapoa y la Virgen, para contener posibles refuerzos del enemigo. Roger se tomaría Sapoa. Benito y Jerónimo tenían la misión de tomarse Peñas Blancas. La columna de Fernando permanecería en la retaguardia como reserva. Siendo aproximadamente a las 05:30 a.m. empezó la ofensiva con el fuego de la artillería, morteros de 82 mm. y cañones de 75 mm. Refiriéndose a los combatientes chilenos, el comandante Javier Pichardo, en una charla en la Universidad Autónoma de Nicaragua (UNAN) en julio de 2009, a propósito de la conmemoración del 30 aniversario de la Revolución Popular Sandinista, dijo que la incorporación nuestra contribuyó a conseguir mejoras notables en el entrenamiento básico de infantería de los voluntarios nicaragüenses e internacionalistas, en el empleo de la artillería, en la organización de los puestos de mando y en la asistencia médica.

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El dictador Anastasio Somoza, en su libro “Nicaragua Traicionada”, escrito después del triunfo revolucionario, relata: “Cada una de las ciudades atacadas se encontraba bajo una presión tremenda. Sin embargo, la peor amenaza la constituía aquel ejército que había cruzado la frontera desde Costa Rica. Tuve que tomar una difícil decisión, que era retirar tropas de las varias ciudades sitiadas para llevarlas al campo de batalla del Sur [...] y a pesar de las limitaciones, movilizamos más de mil hombres hacia la frontera sur en un solo día”. La Guardia Nacional pasó a la defensa a partir del 16 de junio, conteniendo el avance de las fuerzas guerrilleras del Frente Sur en la colina 50. Esta decisiva batalla transformó el carácter de la guerra en una guerra de posiciones y se mantuvo así hasta el 19 de julio, día del triunfo. El Frente Sur se estabilizó a partir del 17 de junio. La correlación de fuerzas fue cambiando a favor de las fuerzas guerrilleras del Frente Sur, hasta llegar a tener más de dos mil combatientes, 60 piezas de artillería de C-75 y M-82 mm, tres M-120 mm, decenas de lanzacohetes y ametralladoras ligeras y pesadas, y una pieza de artillería anti-aérea de 14.5 mm. Cuando se dio inicio a la segunda fase de la ofensiva final en el Frente Sur “Benjamín Zeledón” el 15 de junio 1979, gran parte de los oficiales chilenos formados en Cuba ya habíamos ingresado a Nicaragua.

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CAPÍTULO 9 - El Viaje a Nicaragua Empezaron las discusiones entre nosotros acerca de quiénes debían partir primero a Nicaragua. En conjunto con los cubanos, nuestros responsables seleccionaron los grupos para incorporarnos al combate. Fuimos organizados para el viaje, pero no sabíamos que junto a nosotros, también viajarían combatientes socialistas chilenos y de varios países, nicaragüenses, guatemaltecos, salvadoreños y uruguayos. Eso lo descubrimos en el aeropuerto cuando abordamos el avión que nos trasladaría a Centroamérica. También irían nuestras compañeras de la tarea militar, las diez jóvenes médicos militares chilenas que fueron los únicos doctores, junto a un médico nicaragüense, los que atendían a los heridos en esas condiciones y en el lugar mismo de la guerra. Después de la guerra nos enteramos que muchos chilenos civiles, exiliados en Cuba, hombres y mujeres de diferentes partidos de la izquierda e independientes, recibieron una intensa preparación militar en Punto Cero en esa época. Estaban listos y decididos para unirse a la guerrilla sandinista. Los militantes del MIR también prepararon un grupo guerrillero para incorporarlo a esa lucha. Sin embargo, la guerra finalizó antes de que terminaran la preparación, por lo que estos combatientes fueron destinados a otras tareas de sus partidos. La partida a la misión era inminente, pero no dejábamos de prepararnos. Un día nos llaman a formar para repartirnos nombres, según se nos dijo. Formamos una fila, y tal como uno ocupó un lugar al azar en esa fila, así fue bautizado. Recibimos nombres como Benjamín, Salvador, Eduardo, Evaristo, Amado, René, Omar, Mario, Rafael, Gustavo, David, Gladio, Celsio, David, Julio, Armando, Arístides, Andrés, Germán, Augusto, Nibaldo, Cipriano, Gonzalo, Gualberto, Juan Carlos, Hugo, y Joaquín, entre tantos otros seudónimos que aparecieron por primera vez y que nos acompañarían por muchos años. Algunos no quedaron muy conformes con sus nuevos nombres, que también incluían apellidos. No eran muy bonitos, pero no nos quedaba más remedio

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que aceptar, porque a medida que a uno lo bautizaban, le sacaban una foto y le hacían el pasaporte. No recuerdo ahora de qué nacionalidad eran esos documentos. Yo quedé conforme con el nombre mío. También nos hicieron firmar una carta muy formal y solemne, que a más de uno lo hizo meditar. En ella dejábamos indicado a quién queríamos que se le comunicara nuestra muerte y le entregaran una pensión póstuma. Cuando salimos definitivamente de Cuba para incorporamos a la lucha clandestina en Chile, firmamos otra carta similar a esa, desligando de toda responsabilidad por nuestros futuros actos al gobierno cubano. Luego que salió el primer grupo, le tocó al mío. Me refiero a los oficiales comunistas de nuestro campamento, ya que después nos enteramos que cuatro oficiales artilleros socialistas ya habían viajado y participado en la toma de Peñas Blancas. Acomodamos en una pequeña maleta las pertenencias que nos asignaron para esta misión. Estas incluían dos uniformes verde olivo, binoculares, botas, una muda de ropa interior, la necesaria regla “táctica” para el trabajo con los mapas, una brújula y una muda de ropa civil. Y así, vestidos de paisanos y con el resto de las cosas en el maletín, partimos desde la escuela al aeropuerto de La Habana. De ahí emprendimos el vuelo a un lugar que nosotros desconocíamos, y que resultó ser finalmente el aeropuerto de Panamá. Todos en el grupo vestíamos de manera parecida; llevábamos un solo modelo de maletín que solo variaba en su tonalidad, cargado al azul o al rojo; parecíamos una delegación deportiva cubana. Sentíamos que llamábamos poderosamente la atención de los demás pasajeros del avión y más todavía cuando llegamos al aeropuerto de destino. Pero por la fluidez del paso por la aduana panameña nos quedó claro que el gobierno del General Omar Torrijos apoyaba la causa sandinista, sin lugar a dudas. Entregábamos el pasaporte a los funcionarios panameños de inmigración y salimos del aeropuerto a una casa de seguridad en plena Ciudad de Panamá. En los grupos posteriores, diversificaron las “pintas” de los viajeros, según nos contaron, y más encima les pusieron acompañantes (maridos o esposas postizas) para dar una señal de más normalidad y compartimentar mejor el viaje.

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La casa de seguridad sandinista tenía a otros combatientes esperando viaje. Los dueños de casa nos dieron una rica comida y un sabroso café muy negrito. La responsabilidad de esa casa estaba a cargo de un ex cura español, de apellido Sanjinés, compatriota y camarada del sacerdote Gaspar García Laviana, caído en combate en el Frente Sur en diciembre de 1978. Una canción de los hermanos Mejía Godoy que comienza con un parte de guerra del FSLN anunciando su muerte, lo recuerda muy emotivamente, como toda la obra revolucionaria de estos artistas nicaragüenses. Al poco rato se dio la alarma en la casa. El responsable nos dijo que estaba hato el avión y debíamos continuar la marcha hacia nuestro destino final. Subimos a un microbús muy caribeño, pintado en su interior de múltiples colores y con una radio a todo volumen. Viajar de esta forma colorida y musical, según me di cuenta en viajes posteriores, es muy típico en Panamá. Nos trasladamos al aeropuerto nuevamente y entramos directamente a la pista aérea. Estacionamos el bus cerca de un pequeño avión al que nos indicaron que subiéramos por la parte posterior. Éramos alrededor de 20 ó 25 más o menos, mujeres y hombres, todos jóvenes, guatemaltecos, nicaragüenses y chilenos. Luego de una espera que me pareció interminable, el avión tomó la pista y comenzó el vuelo. Era de día, recuerdo, y al lado del piloto iba un hombre armado de una pistola en su cintura. Para no caernos debíamos afirmarnos de unos cordeles y mallas colocadas en las paredes laterales del avión que utilizamos como agarraderas. No tenía asientos el avioncito. Algunos "pasajeros” se acomodaron sentados en el suelo; yo me quedé parado, no sé por qué, a lo mejor para estar más atento. Tampoco sabía cuánto duraría el vuelo. El avión era totalmente abierto. La cabina estaba unida al área de carga, o de pasajeros en este caso, y se veía el piloto. Durante el viaje empezó a llover violentamente, como llueve en Centroamérica. El agua entraba por la puerta trasera. Ninguno de nosotros hablaba, sólo nos mirábamos. El silencio absoluto permitía que sólo se escuchara el ruido del motor y de las hélices del avión. A pesar de que el movimiento del avión era para asustar a cualquiera, mi preocupación fundamental durante el viaje era que mi maletín no se me

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escapara de las manos. Era mi vínculo con Cuba, y constituían todas mis pertenencias para la guerra que se me venía encima. Así como empezó, cesó la lluvia, dando lugar al calor y la humedad. Nos percatamos que había cambiado un poco el ruido del avión. Daba la impresión de que bajábamos de altura, lo que significaba que se terminaba el viaje y estábamos llegando a nuestro destino. Seguíamos sin saber adónde. Nadie tenía idea. El piloto enfiló el avión a un campo que parecía pista, y -esto lo recuerdo muy bien- había ganado pastando en ella, vacas. El piloto echó una maldición, por lo que dijo después asumimos que era panameño. Hizo una pasada rasante para, según él, espantar a los animales, volvió a elevarse y enrumbó nuevamente hacia la probable pista de aterrizaje, la que ya estaba despejada de animales. También esta bajada y subida podía significar una señal a los que nos esperaban. Y nos aprestamos para aterrizar. Apreté puños y dientes. Una vez tocado pista tiritábamos por el movimiento del desplazamiento en el terreno y sentí un gran alivio cuando nuestro avioncito comenzó a detenerse en su rodar en el pastizal de la improvisada pista aérea. Fue un éxito el aterrizaje. Para nuestra tranquilidad y alivio, estábamos enteros, pero esto duró poco. Se abrió la gran puerta trasera del avión y su copiloto nos indicó con señas de que debíamos bajar inmediatamente. Obedecimos rápidamente sin preguntar y nos tiramos a la tierra con nuestros maletincitos. Para nuestra sorpresa y preocupación, apenas se bajó el último, cerraron la puerta y el avión emprendió nuevamente el vuelo de forma inmediata. El piloto se fue con su copiloto sin decirnos absolutamente nada. En otras palabras, nos dejaron en medio de la nada sin saber cómo contactarnos con alguien, o por lo menos siquiera saber en qué país estábamos, si en Panamá, Costa Rica o Nicaragua. En medio de todas esas dudas, alguien indicó que nos ocultáramos bajo unos árboles. Era de día, podían descubrirnos y no teníamos ningún armamento para defendernos. Tampoco sabíamos quiénes nos podrían descubrir y de quién defendernos, ni cómo identificar a los buenos y menos a los malos. Imagino cómo nos podría ver cualquiera persona ajena, un grupo de jóvenes vestidos de manera informal, citadinos, con maletines deportivos en medio de

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una selva de algún país que no conocíamos. Muy raro y sospechoso. Daba no sé qué ver los zapatos de taco alto de las compañeras cuando se les enterraban en el barro de los pastizales cada vez que ellas daban un paso. Cuando nos juntamos a recordar esos momentos nos da risa, pero después de años, no en esos momentos. Nos arrimamos bajo los árboles cerca de un camino de tierra, esperando aparecieran a recogernos. No sé cuánto tiempo transcurrió. Cundía entre nosotros una muy justificada inquietud, para decirlo elegantemente. Por fin empezamos a sentir ruidos de vehículos, y por las señales de luces que hacían asumimos que nos buscaban a nosotros. Salimos poco a poco de nuestro improvisado escondite con mucha desconfianza. Nos dieron la bienvenida y nos invitaron a subir en las cabinas de unas modernas camionetas y partimos rumbo al frente de guerra. Eso era lo que nosotros ansiábamos y esperábamos. Tomamos rumbo en dirección a la localidad de Peñas Blancas, según nos dijeron (lugar fronterizo entre Nicaragua y Costa Rica) por la carretera Panamericana. Ahí supimos que habíamos aterrizado en territorio de Costa a 20 ó 30 kilómetros del frente de guerra. Los sandinistas controlaban la aduana de los dos países y una franja de territorio nicaragüense desde la frontera hasta una línea o borde delantero más al norte limitado por un río llamado Ostayo, el mismo que había pintado el comandante Fidel en la pizarra del centro de entrenamiento de Punto Cero. A la derecha estaba el gran Lago de Nicaragua y por la izquierda, a mucha distancia, estaba el Océano Pacífico. Ya por lo menos sabíamos dónde estábamos parados. Me alegré cuando vimos al primer chileno. Era Salvador. Él había llegado antes, en el primer grupo nuestro. Nos contó que varios chilenos ya estaban incorporados a los frentes de guerra. Algunos habían sido nombrados les de baterías artilleras y se encontraban ocupando posiciones de fuego en el terreno. Vestía uniforme y fusil, y ya parecía un fogueado combatiente, a pesar de que había llegado algunos días antes. En ese momento recordé lo que dicen los libros militares: un día de guerra para un ser humano son muchos días de experiencia en comparación con el recién llegado.

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CAPÍTULO 10 - El Frente Sur "Benjamín Zeledón" Lo que me encontré al llegar a la zona de guerra en el sur de Nicaragua, en el puesto fronterizo de Peñas Blancas, fue un gran despliegue de personas en un ambiente totalmente desordenado: gente de varias edades, mayoritariamente jóvenes, que iban y venían en muchas direcciones, vestidos de todos los colores, con diferentes tipos de armamento. Se sentían ruidos de cañones y un avión enemigo del tipo Push and Pull sobrevolaba en lo alto del cielo. Me dijeron que era un avión de exploración que seleccionaba objetivos terrestres, los comunicaba a la artillería enemiga y luego atacaban. Esos aviones estaban preparados, según pude comprobar días después, para disparar en grandes ráfagas de ametralladora contra nuestras fuerzas, peinando nuestro territorio con un ruido impactante. Imaginé que eso debería ser la guerra. La guerra sólo la conocía por libros, y quería ubicarme para entender qué pasaba, conocer el teatro de operaciones, como se dice en términos militares. Quería captar para dónde estaba el enemigo y cómo era, dónde y cómo estaban desplegadas nuestras fuerzas. Con respecto a la retaguardia, ya sabía dónde estaba- de ahí veníamos nosotros. Salvador nos recomendó que rápidamente nos sacáramos la ropa civil, y que nos vistiéramos con el uniforme que traíamos en las maletas, que si las botas no nos quedaban bien, en un camión había otras para todos los gustos. Reemplacé mi maleta por una mochila en el mismo camión. Dejé tirada mi maleta con un poco de nostalgia en un lugar que para mí semejaba un verdadero cementerio de muchas maletas abandonadas. Retiramos algo de comida. Ya se acercaba la noche y debíamos recoger el armamento. Reflexioné que por ese solo hecho debíamos considerarnos privilegiados, a pesar de estar en una guerra. Estaba seguro que los primeros sandinistas debieron conseguir en combate su primer armamento, quitándoselo a la guardia y a nosotros nos estaba esperando nuestro fusil. No podíamos quejarnos de nada. Sin lugar a dudas el despliegue logístico que lograron organizar los sandinistas era gigantesco.

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Otros guerrilleros nos alertaron de que debíamos estar “pilas puestas”, debido a los ataques artilleros y de la aviación enemiga, dato no menos importante para nosotros los más novatos. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones, nos dirigimos hasta un galpón de la aduana fronteriza, una construcción medio en ruinas por los efectos de los recientes combates. Era el lugar donde estaba el armamento individual. Observé en el suelo del lugar muchas joyas, perfumes, ropas y licores de distintos tipos y calidades tirados por todos lados. En medio de la guerra esas cosas no tenían ningún valor para los guerrilleros. Hasta que recibí mi fusil belga FAL y su parque de municiones, ahora sí me creía el cuento de la guerrilla. Sólo me faltaba alguna misión. Ni siquiera Me imaginaba que ya la habían pensado cuando iba camino a esa guerra. Era mi primera noche en una guerra, sentía orgullo de estar ahí y me acosté a dormir cerca de un galpón. Varios compas me recomendaron que dejara el agradable techito de esos galpones, que ahí estaban las municiones de artillería. Indicaron que me metiera en la manigua, en el monte, que si llegaba a caer un proyectil enemigo en ese lugar volaría en pedazos. Obviamente obedecí rápidamente. Agarré mi nueva mochila, el fusil y me fui a otro sector, siempre en la zona de Peñas Blancas. Debíamos estar siempre ubicables. Opté por instalar una hamaca para dormir esa noche. Una compita nicaragüense me alertó que debía hacerle un hoyo en el medio a la hamaca, sobre todo si era de plástico, para que no se llenara de agua cuando lloviera. Podía amanecer ahogado. Comenzó a caer un gran aguacero, y para más remate me empezaron a picar los mosquitos, así que opté por dejar la cama colgante. No me sentía cómodo. Finalmente, después de muchas vueltas me acomodé con mi morralito sobre un un plástico en el suelo, y ahí dormí bien abrazado al fusil. Los guerrilleros decían que el fusil era nuestra novia y había que protegerlo muy bien. Ahora pienso que en una guerra se duerme solo para descansar, ya que uno por instinto de supervivencia siempre trata de mantenerse despierto para no ser sorprendido por el enemigo. Comprobé que en el tipo de guerra que nos encontrábamos no había mucha actividad combativa de noche. Y por esa razón, intuíamos que en medio de

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esa oscuridad era el mejor momento en que podían llevarse a cabo las infiltraciones enemigas, por lo que por ningún motivo se debía aflojar en la vigilancia nocturna. Dormíamos por turnos. La guerra era fundamentalmente intensa de día y empezaba temprano. Aparecían primero los aviones ligeros ametrallando nuestras trincheras; el ruido era ensordecedor. Luego era el turno de los helicópteros y a continuación venían los intercambios de cañonazos de la artillería, la fusilería y no paraba hasta el anochecer. La noche se aprovechaba para reabastecer las unidades. Se movían los vehículos, fundamentalmente camionetas, que se desplazaban por la carretera Panamericana cargadas de alimentos y municiones. De día eran fácil blanco de la aviación. En ocasiones estos vehículos eran atacados por francotiradores cuando cometían el error de encender las luces. Varios oficiales cumplieron esas importantes misiones de choferes nocturnos. Los internacionalistas chilenos Omar, Celsio y Cándido realizaron muchas veces esas peligrosas y arriesgadas tareas. Gracias a sus conocimientos de tornería, Cándido se transformó además en encargado de reparar todo tipo de armamento. Le pregunté a Salvador cual sería mi misión. Me explicó que debía esperar hasta que la artillería estuviera en sus posiciones. Estaba prevista una incursión guerrillera por la retaguardia del enemigo, y mi misión sería formar parte de ella, para que “con mis conocimientos y experiencia de oficial de infantería” asegurara que se cumpliera la misión. Lo escribo entre comillas porque no me esperaba ese recibimiento, ni tampoco me creía portador de esos conocimientos, y con respecto a la experiencia mucho menos, ya que como decimos los chilenos, en la guerra, “otra cosa es con guitarra”. Me dijo que algunos oficiales de infantería como yo no serían incorporados a la artillería, sino que apoyarían directamente a los jefes de columnas desplegadas en el borde delantero. Otros serían destinados al Estado Mayor del Frente. La Guardia Nacional de Somoza había desplegado tropas élites de la Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería (EEBI), armadas con artillería y morteros al mando de un hijo del dictador, “Tachito” Somoza, en contra de los guerrilleros del Frente Sur, o sea, nosotros. Eran unidades preparadas por

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asesores norteamericanos y sus oficiales eran formados en los Estados Unidos. Por ningún motivo perderíamos nuestras posiciones. Esa era la orden del comandante Fidel y de los jefes nicaragüenses. Al retener fuerzas somocistas importantes en nuestro frente, el resto de los frentes guerrilleros nicaragüenses (Norte, Occidental, Urbano, etc.) podían seguir con el Plan Estratégico del FSLN con más fuerza y menos bajas, para así derrotar lo más rápido posible a la dictadura de Somoza. Ya me sentía parte de la guerrilla de Frente Sur con toda propiedad. Al atardecer del otro día acompañé a Salvador al puesto de mando guerrillero en Peñas Blancas en el lado nicaragüense. Estaba oscuro, y unos guerrilleros muy jóvenes con cara de pocos amigos estaban a cargo de su seguridad. Nos detuvieron exigiéndonos que dijéramos la contraseña indicada. Nosotros no la conocíamos. Apelamos a todo tipo de argumentos. Nuestro aspecto físico y el tono de voz era distinto al de los combatientes nicaragüenses y eso los hacía desconfiar. Pasamos de sospechosos extranjeros a buenos camaradas, y nos dejaron pasar, pero después de un buen rato. Salvador se reía de mí. Claro que después de superado el problema. Dice que yo les decía a los sandinistas: “Tranquilo compita, tranquilo compita”. Muchas veces. El compa de seguridad que hablaba con nosotros estaba con el dedo metido en el disparador de su fusil, por eso yo le decía “tranquilo, tranquilo”. Logramos ingresar finalmente al puesto de mando y nos encontrarnos con el comandante a cargo de las operaciones guerrilleras del Frente Sur. Muchos años más tarde, quisimos reestablecer el contacto con Salvador, Sergio Apablaza, cuando fue detenido en Argentina después de haber vivido con otra identidad por muchos años. Para que estuviera seguro de que éramos nosotros, sus antiguos camaradas, los que le mandábamos nuestra solidaridad hasta la cárcel donde se encontraba, pusimos dos datos claves en el mensaje a la prisión de Buenos Aires. Llevábamos años sin verlo. Las claves para que nos identificara fueron esta anécdota de los compitas recién relatada que viví con él y la otra tenía que ver con la historia de la esquirla de la herida de Gonzalo que él quería cambiar por otra más grande después que se la sacaron de la pierna. Salvador nos contó después, cuando

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pudimos verlo personalmente, que inmediatamente se dio cuenta con alegría de quienes le estaban escribiendo. Sus hermanos de siempre. Me encontraba por primera vez en un puesto de mando guerrillero. Había leído muchos libros de la Gran Guerra Patria del pueblo soviético. El lugar donde se dirigía la guerra en el Frente Sur no se parecía mucho a lo que había leído y a los puestos de mando que conocíamos en los ejercicios militares en Cuba. Si había algo en común, era el ruido de los radios de comunicación y varios mapas en una mesa. El comandante hablaba por los aparatos de radios con otros jefes guerrilleros, que seguramente se encontraban en otros puntos del territorio liberado y que nosotros debíamos contribuir a mantener a toda costa. Era el puesto de mando, al fin y al cabo. Ahí conocí al Comandante de seudónimo Marvin, un gran jefe y valiente guerrillero. Nos tomó cariño y respeto en los años sucesivos que pasamos en ese país hermano. Por sus méritos después del triunfo fue reconocido con el grado de “Comandante Guerrillero”. Me enteré en ese lugar por el radio que Juan Carlos, mi hermano del alma, estaba explorando en el borde delantero para la preparación del ataque en que yo participaría, y pude escuchar que donde él se encontraba en esos momentos, se estaba desarrollando un combate desastroso para nuestras fuerzas. Me presentaron al comandante y le dijeron que yo acompañaría a Baltasar, un combatiente sandinista designado como jefe de la columna que incursionaría por la retaguardia enemiga. Después me di cuenta de que era una columna creada a propósito de esa misión, una unidad en que sus jefes tenían experiencia, pero no la mayoría de los combatientes, lo que redundó en el resultado final de esa acción. Cuando Salvador me presentó a los nicaragüenses y dijo: “Este compañero los acompañará a la retaguardia enemiga”, en mis adentros yo escuchaba otra cosa: “Este es el compañero que morirá en la retaguardia enemiga”. Creo que ese susto o pensamiento fatal nunca dejó de acompañarme en la guerra, ni en las experiencias que viví luego en Chile. La vacilación o el temor siempre están presentes, pero es contrapuesta al cumplimiento del deber de uno como revolucionario.

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Por suerte, en la inmensa mayoría de mis hermanos primó siempre el deber. Eso nos permite mirarnos a los ojos dignamente cada vez que nos juntamos a recordar pasajes de esa inolvidable experiencia internacionalista. Eso mismo me sucede con los combatientes que después conocí en la lucha contra la dictadura en Chile.

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CAPÍTULO 11 - Mi Bautizo de Fuego En el Estado Mayor guerrillero me ordenaron que esperara hasta que llegara Baltasar a buscarme. El cansancio me hizo dormir en unos sacos anhelando despertar al otro día donde mismo, y no como me dijeron: que al amanecer debería estar en la retaguardia del enemigo atacándolo por sorpresa. Pero no hubo caso. Estaba oscuro cuando Salvador y otros oficiales me despertaron. Recuerdo que estaban Evaristo y Augusto, quienes se despedían de mí y me miraban como diciendo: broder, ojalá vuelvas. Nos indicaron en un mapa a Baltasar y a mí la misión concreta, el borde delantero, lugar de penetración de nuestras fuerzas, el punto que debíamos atacar, el plan de comunicación, y otras importantes indicaciones. En medio de eso, miré mi uniforme comparándolo con el del jefe guerrillero de la columna. Mi vestimenta militar verde oliva era la que había traído en mi maletincito desde Cuba y estaba en perfecto orden, como nos exigía el reglamento en las unidades militares del Ejército cubano. La camisa ordenada y dentro del pantalón, las mangas estiradas, las dos botas limpias y con unos elásticos para doblar el bajo del pantalón. Otra vez el porte y aspecto militar. En cambio, la vestimenta del guerrillero era gastada, de camuflaje y de diferentes colores. Cuando me uní a la que sería mi columna, otro chileno alertándome, me dijo: “Con la pintita que tienes estás llamando la atención, ten cuidado porque te pueden identificar como asesor y te llegará un buen balazo en plena frente de los francotiradores somocistas”. Me cambié de uniforme rápidamente y partimos en formación de columna guerrillera en dirección al norte, cuando todavía era de noche. Mi desplazamiento en la columna era detrás del jefe y él la encabezaba. Me dirigía al borde delantero de una guerra por primera vez en mi vida. Iba tenso, pero muy atento. En fila india fuimos caminando por la carretera y en un determinado momento disminuimos la marcha al ver que nos acercábamos a unos vehículos militares destruidos. Habían sido emboscados días antes por los guerrilleros entre Peñas Blancas y Sapoa. En una curva de la carretera y ante la cercanía de los camiones, el jefe ordeno correr la voz de: “pilas puestas compitas”. Esto significaba estar muy atentos.

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A medida que nos aproximábamos a uno de los camiones volteados, observé una gran franja blanca y brillante que salía del vehículo blindado destruido. Era algo muy extraño. La franja se movía como ondulándose en dirección a la orilla del camino, entrando en la selva. A medida que nos acercábamos, un mal olor se iba acrecentando poco a poco. Continuamos nuestra marcha y nos vimos obligados, o no teníamos más remedio que pasar pisando la blanca franja que ondulaba. Era medio asqueroso. De repente descubrí que eran gusanos, miles de gusanos, brillantes, gordos y blanquitos que salían en grandes cantidades del camión. Aguanté la respiración por el mal olor, y me dispuse a mirar al interior del camión. Quedé impresionado. Eran dos o tres cuerpos humanos de uniforme militar en plena descomposición, hinchados a punto de reventar y de sus orificios nasales, bucales y oculares brotaban las larvas producto de la descomposición. Era la guerra, y estos eran guardias somocistas muertos. No hubo detención y seguimos en la dirección de nuestra misión. Nos comenzamos a introducir en el follaje tropical a la izquierda del camino en dirección al norte. La carretera Panamericana, los camiones y los gusanos fueron perdiéndose de nuestra vista. Me vino una imagen a la memoria en esos momentos de mi población cuando había visto perros inflados después de muertos, botados en las calles, pero nunca había visto seres humanos inflados en ese grado de descomposición. Llegamos al borde delantero de nuestras fuerzas. Todavía no aclaraba. Vimos trincheras y compás muy atentos, vigilando en dirección al enemigo. Ellos estaban advertidos de nuestra pasada. Nos miraban con unos ojos que reflejaban cariño, fuerza, pero también un poco de incertidumbre, eran solidarios con nosotros. Eran los compás del borde delantero. Tremenda fortaleza se debe tener para mantenerse frente a frente con el enemigo, por días y días y no abandonar el puesto. Combatientes sencillos y humildes eran los guerrilleros nicaragüenses. Ellos sabían porqué peleaban, y no se destacaban por los discursos, o el “chagüite” como se decía. En la guerrilla sandinista se ganaban los cargos combatiendo. La categoría de combatiente guerrillero, jefe de escuadra, jefe de columna, o responsable de un buen armamento era otorgada por la valentía que demostraban en el campo de batalla.

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Así tuve el orgullo de ir conociendo a los sandinistas y me siento honrado de ello, al igual que mis camaradas. Nos hicimos sus hermanos de sangre, como ellos nos identifican. Conquistamos ese derecho por haber participado en esa dura guerra, su guerra, nuestra guerra, gracias a la lucha que ellos estaban dando por su liberación, y esa hermandad no lo puede borrar nada ni nadie. Cruzamos la línea de trincheras sandinistas y entramos a un lomerío que sólo se podía cruzar de noche. No tenía árboles, muy despejado, solo maleza de poca altura. Era la denominada “tierra de nadie”. Así se identificaba al espacio que quedaba entre ambos bordes delanteros enemigos en los libros soviéticos que describían la Segunda Guerra Mundial, la Gran Guerra Patria para ellos. Nos acercamos lentamente a la orilla del río Ostayo. Caminábamos uno detrás del otro en columna guerrillera, pisando con mucho cuidado para no hacer ruido. Recordaba que el general Panfilov, héroe del Ejército Rojo en la defensa de Moscú, capital de la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviética (URSS), en la Segunda Guerra Mundial, decía en algunos de sus escritos que por donde pasa un hombre puede pasar una gran unidad de combate, con cientos de hombres y armas. Esa era nuestra idea de maniobra para penetrar las trincheras de los somocistas. Los guerrilleros me miraban. Pensaban en un primer momento, -según me dijeron después-, que yo era un asesor cubano, y era lógico, ¿cómo los guerrilleros nicaragüenses se imaginarían a un chileno de la población Joáo Goulart de Santiago metido entre ellos? Con muchas precauciones llegamos por fin a la orilla sur del río, (el que había pintado Fidel). Baltasar ordenó detener la columna, y lo hizo levantando la mano derecha, sin hablar. Eso significaba alto. Se dio vuelta hacia mí diciéndome en voz muy baja: “Chileno corre la voz, que venga el alemán con su equipo”. Yo me di vuelta y dije al que me seguía, lo mismo “corre la voz, que venga el alemán con su equipo”, y se fue corriendo la voz. Ya estaba empezando a aclarar cuando de repente desde la oscuridad apareció un gigantón pelirrojo altísimo, con muchos tatuajes y con muchos artefactos oleando en su cuerpo. Dos compitas lo acompañaban. En verdad, era un alemán. Un combatiente internacionalista europeo muy valiente en las filas sandinistas de nombre Fritz.

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Baltasar les dijo que limpiaran la pasada del río. Eso significaba que debían , averiguar si habría problemas en cruzar el río. Con mucho sigilo, caminando en cámara lenta, los tres guerrilleros se acercaron al agua que corría muy tranquila. Miraban de lado a lado, pisaban el agua sin siquiera meter un ruido, luego levantaban el pie y seguían su movimiento con la proteccion nuestra. Si los hubieran emboscado, poco se hubiera podido hacer por ellos, porque nosotros seguíamos en nuestra fila india. Finalmente, cruzaron a la otra orilla. Los perdimos por un rato y luego de un tiempo que encontré interminable aparecieron haciéndonos señas que indicaban que podíamos cruzar nosotros. En las lomas próximas al río estaba la guardia y no podíamos meter absolutamente ningún ruido. Así fuimos cruzando uno detrás del otro. Cuando pisé el agua, sentí un frió helado en mis pies y luego en todo mi cuerpo. Para mí no terminaba nunca el cruce del río. Muchos años después, volví a mirar ese caudal del río Ostayo y lo encontré tan corto que pensé, ¿habrá sido otro río o era el río Susto? Ya se sentían los primeros balazos del amanecer. No se combatía mucho de noche, pero por el sonido de esos balazos me di cuenta que no eran nuestros - iban para nuestros camaradas que estaban en el lado que habíamos dejado. Esto de que esos balazos no son nuestros lo aprendí escuchando a un guerrillero y también en la práctica: cuando empezaban los cañonazos, si se sentía un silbido (del proyectil) éste iba para los combatientes que estaban más atrás, pero si no se escuchaba silbido, había que protegerse rápido porque ese cañonazo seguro que venía hacia donde se encontraba uno. Empezamos a subir por una ladera de una pequeña elevación en completo silencio. Llevábamos rato bordeando las lomas que estaban del lado norte del río ocupadas por los somocistas. Considerábamos que ya habíamos pasado el borde delantero enemigo, y por lo tanto decidimos comenzar a subir para iniciar el ataque. Se acercaba la hora indicada. Para tener éxito debíamos sorprenderlos. El ataque era por sorpresa. Nuestra columna debía tener unos cuarenta o más combatientes y sabíamos que aparecer arriba de la loma significaba que comenzaba el enfrentamiento. Ya casi en la altura y con los fusiles a punto, fuimos sorprendidos. Mejor dicho, nos topamos con soldados de la guardia; sus caras reflejaban que la sorpresa era para ambos bandos, y comenzó una balacera infernal.

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Disparando de pie y arrodillados sin mucha visibilidad debido a la vegetación que, aunque baja, era de nuestra altura, avanzamos a la parte superior de la loma y nos tiramos al suelo. Los guardias retrocedieron, ocupando otra loma y comenzaron a pedir fuego artillero de apoyo. Escuchaba clarito sus voces de mando tan desesperadas como las nuestras. Decían que se toparon con los “piricuacos”, como les decía la guardia somocista a los guerrilleros sandinistas. El dictador Somoza llamaba a los guerrilleros del Frente Sur con un nombre más largo: “Sandino-Castro-Comunistas”. La balacera enemiga se detuvo. Nos alertamos. Era una clara señal para mí de que comenzaba otro tipo de fuego - el artillero o el aéreo contra nuestra posición. Empezó a caer uno que otro proyectil de cañón o mortero en nuestra loma, cada vez con mayor frecuencia e intensidad. Habíamos perdido la sorpresa y estábamos tirados en una loma mirando las trincheras somocistas. No teníamos respiro. En algún momento, recuperados de la sorpresa, siempre viene en las peores condiciones un momento de calma, y comenzamos a tratar de averiguar cuántos éramos o quedábamos. Pedimos enumerar a los combatientes en la línea que formamos, no superábamos la veintena. Descubrimos que no éramos muchos. La confusión era muy grande. No nos permitía saber si teníamos muchas bajas o sencillamente ante el encuentro sorpresivo, varios guerrilleros volvieron a la línea sur del río. Al ir en primer orden los jefes, actuamos como combatientes y no como responsables de una columna de guerrilleros. Era evidente que ya no actuamos como una unidad, ya que cada uno ocupó el sitio donde estaba cuando comenzó el combate. Lo concreto es que quedamos un grupo pequeño en la loma, con dominio militar de ella, con una buena visión de las trincheras de la guardia somocista. Discutimos con otro oficial asesor que me acompañaba. El decía que debíamos retirarnos y volver a nuestras posiciones al sur del río. Yo no compartía esa opinión -pensaba que debíamos mantenernos en la posición alcanzada, hostigar al enemigo y esperar órdenes superiores. El jefe nicaragüense estaba preocupado por el incumplimiento de la misión, y decía que era una buena posición para por lo menos joder a la guardia y que no podíamos retirarnos por nuestra cuenta porque los jefes dirían que nos acobardamos. La cobardía se consideraba una traición y los guerrilleros fusilaban en el acto a los traidores.

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Decidimos quedarnos en la posición alcanzada y la guardia somocista al descubrir nuestras intenciones, arreció sus ataques. No teníamos trincheras y cada proyectil que nos mandaban y explotaba cerca, sentía que me levantaban de la tierra. Me pegaba como lapa al suelo, me acordaba de esos moluscos marinos chilenos, tan sabrosos, las lapas. Realmente después de cada bombazo escupía pasto de tanto pegarme al terreno. Encontré la radio abandonada, seguramente dejada botada por el comunicador de la columna, y me hice cargo de las radiocomunicaciones, poniéndome en contacto con los jefes. Informamos de la situación creada y de la ubicación de las trincheras enemigas. Algún artillero o explorador chileno se contactó conmigo. Uno adivinaba enseguida en esa guerra cuando en la radio había un chileno, ya que por más en clave que hablara en algún momento saldría el conocido “hueón” en medio de la comunicación. Yo no sé si por órdenes de algún jefe superior o por su propia iniciativa, este artillero me transformó en su observador artillero avanzado, o mejor dicho, en un observador infiltrado en las filas enemigas, pero yo no conocía casi nada de dirección de fuego artillero. Comenzaron a disparar a las posiciones de la guardia con nuestra artillería de acuerdo a los datos que yo entregaba, pero el tiro que realizaban por mis indicaciones no era efectivo, quedaba largo o corto. Hasta que algún otro inteligente artillero chileno empezó a preguntarme de qué lugar estaba transmitiendo. No podía decirlo abiertamente pero en algún momento entendió mis descripciones y finalmente logró identificar mi posición. Se dio cuenta de que mis datos eran o debían ser considerados como de un observador lateral, ya que lo que para mí era tiro largo, para ellos era realmente una desviación lateral. Claro que este es un tema seguramente interesante para militares artilleros, no para la gente común y corriente como nosotros. Pero no puedo dejar de mencionar que muchos años después en Chile, mirando el mapa que Luis logró guardar como reliquia después de salir herido y casi ciego de un ataque de la guardia, me dijo muy educadamente como doctor que es, interrumpiendo abruptamente mi relato, como si hubiera hecho un gran descubrimiento: “¡Así que tú eras el huevón explorador que no cachaba donde estaba parado!” Creo que fue él el inteligente artillero que supo utilizar mi privilegiada ubicación como observador, porque después

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nuestros proyectiles empezaron a caer en las trincheras enemigas, lo que nos significó un gran respiro. En la comunicación con los jefes se ordenó mantenerme en la posición alcanzada y que por ningún motivo soltara la radio. El otro oficial decidió retirarse para informar de la situación. Me dijo que lo acompañara, que ahí no había nada que hacer, pero por esas cosas de la vida no me tenté. En la guerra nadie se manda solo; actuar solo es exponerse a la muerte o a que tus propios hermanos piensen que eres un acobardado. No sé qué le dijeron los jefes a este oficial, pero yo me quedé con Baltasar en el lugar varios días más, hasta que la situación se fue haciendo insostenible por los ataques enemigos. Recuerdo a otro internacionalista chileno, Andrés, al que le decíamos “Hermanito”. Me llamaba por radio y me decía, “Hermanito, hermanito, ¿están cayendo bien los caramelitos?”, en el mejor idioma chileno, refiriéndose a que si estaban siendo efectivos los proyectiles que tiraba nuestra artillería. Inmediatamente se escuchaban por la radio otras voces que le decían: “No hablís como chileno huevón”. Varios oficiales se comunicaban conmigo. Sabían que estaba al “otro lado”, detrás de la guardia y me trataban con cariño por el radio. Me infundían calma; parece (estoy seguro) que cuando hablaba, reflejaba mucha desesperación por la situación que estaba viviendo. Eran permanentes los intercambios de disparos de infantería. La posición servía a nuestra artillería, pero el mando decidió que volviéramos a nuestro lado. Al parecer ya no tenía mucho sentido mantener esa loma lejos de nuestro borde delantero y nos dimos a la tarea de preparar el regreso. El problema que se nos venía encima no era menor: no sólo significaba pasar la línea enemiga de nuevo en un momento en que ellos no se percataran de nuestra ausencia, sino que lo que más le preocupaba a Baltasar era cuando cruzáramos nuestro borde delantero. Es decir, por las trincheras de nuestros propios guerrilleros. El pensaba que nos confundirían con infiltrados de la guardia somocista. Su intranquilidad tenía relación específicamente con mi persona. Para él, yo no tenía aspecto de guerrillero nicaragüense. Me dijo que me camuflara muy bien, que me quería cuidar y que por nada del mundo abriera la boca, que no dijera una palabra. Por supuesto que le encontré razón, así que asumimos que las dos líneas eran de mucho peligro y cuidado.

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Antes del amanecer emprendimos la marcha de vuelta y con mucho sigilo cruzamos ambas líneas de fuego. Respiramos aliviados cuando llegamos al pueblo de Sapoa que estaba en territorio liberado por la guerrilla sandinista. Me reencontré con mis hermanos chilenos, entre ellos Eugenio, designado por un tiempo como jefe de plaza del pueblo. Y me di gran abrazo con Augusto. Con Augusto pasamos días después una experiencia buena y una mala en la guerra, al mismo tiempo. Nos mandaron a los dos a apoyar a Ulises, otro chileno internacionalista que había sido herido en la línea del frente. En esa misión quedamos atrapados en una trinchera bajo el fuego de un francotirador de la guardia. Esa era la parte mala. Mientras esperábamos que oscureciera para salir, única forma de evitar al francotirador en esa época, descubrimos una mochila abandonada. La trajinamos con mucho cuidado. Podía ser una bomba caza bobo. Finalmente la abrimos y entre otras cosas tenía una gran botella de whisky “Johnny Walker”. Fue la parte buena. Después de la guerra, le cambiamos el nombre a este compañero y lo bautizamos como “Mago” por lo bueno que era para los inventos este internacionalista chileno y oficial de Tropas Generales. Augusto me indicó que me estaban esperando en el Estado Mayor para que informara de todo lo sucedido, del fracaso de nuestra incursión, las bajas, la efectividad de nuestro fuego artillero y varias cosas más. Yo pensaba que seguramente analizarían mi actitud durante el cumplimiento de la misión. Durante la reunión se mencionó como una de las tantas causas del fracaso de la operación la falta de preparación de los combatientes, sobre todo de los más nuevos. Para mí, la experiencia de la incursión en que participé me dejó muchas enseñanzas. Me unió a mis compañeros de por vida, y aprendí a ser fiel a esa hermandad para siempre. Cada uno de los internacionalistas pasó varias experiencias en esa guerra, algunas muy traumáticas. La guerra no significa que necesariamente siempre se está combatiendo. Hay momentos duros y tiempos de calma. Es difícil salir airoso de los momentos duros, pero estábamos preparados para eso, y salimos airosos como grupo

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humano de esa misión, la que nos encomendó la Revolución Cubana y el Comandante en Jefe Fidel Castro.

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CAPÍTULO 12 - La Escuela Muchos aspirantes a guerrilleros sandinistas llegaban por la frontera de Costa Rica. La verdad es que era un mar humano, sobre todo de jóvenes de diferentes nacionalidades, en su mayoría muchachas y muchachos nicaragüenses. Tenían un denominador común: querían pelear. Por su cuenta y riesgo cruzaban la frontera y se metían directamente en las columnas guerrilleras. Cada jefe, también por su propia decisión, los incorporaba como combatientes sin medir el grado de preparación que se debía tener para el tipo de combate que enfrentaban. Sólo les importaba la voluntad de querer luchar. Según los jefes, la falta de preparación era la causa principal del fracaso de nuestra irrupción y de las numerosas bajas guerrilleras. La decisión tomada por el Estado Mayor fue que se debía crear una escuela como modo de filtro antes de pasar a los combatientes a las columnas guerrilleras, y se ordenó crear la Escuela de Combatientes de Frente Sur para que recibieran una preparación mínima en un lugar cercano al borde delantero. Los jefes preferían que si alguien desertara, que fuera de la escuela pero no de la línea de combate, porque ya la guerra en el Frente Sur se había transformado en una guerra de tipo regular, donde mantener la posición era ahora de una importancia estratégica. Una vez terminado mi informe a los jefes guerrilleros, salí con una nueva misión: la de ser jefe de esa escuela. Debía por tanto hacerme cargo de organizaría para estar en condiciones de entregar la preparación básica a los nuevos guerrilleros que se incorporarían a la guerra en una zona cercana al borde delantero. No puedo dejar de recordar algo muy gracioso que me pasó en esos momentos. Yo les había pedido a mis jefes que me dejaran ir a asearme primero antes de informar de la incursión en que había participado. Obviamente no aceptaron y más encima me pararon los carros, recordándome que estaba en una guerra y “no en la cola del pan”. No me lo permitieron; mi información era lo prioritario en ese momento. Terminado el informe, salí del Estado Mayor tranquilo. Llevaba días sin bañarme, y me fui a un riachuelo cercano a la retaguardia donde estaban las chiquillas médicas de la logística de las baterías de artillería en compañía de

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otros compás para protegemos. Comencé a desvestirme. Normalmente en esa guerra uno se bañaba con ropa para que el enemigo no lo pillara, como se dice en Chile, en pelotas. Yo quería cambiarme la ropa interior, ya que tenía una muda de reserva. Me saqué las botas, la camisa y cuando llegué a los pantalones me sucedió algo muy extraño. El calzoncillo que me puse antes de viajar de Cuba (llevaba días con el mismo) tenía una franja elástica como una faja a la que iba cosida el resto del calzoncillo. Si no me equivoco era de una marca llamada “Taca”. Para mi sorpresa, ahora solo tenía la faja elástica. Busqué en los pantalones, los calcetines, las botas, en toda mi ropa, la parte inferior del calzoncillo y nada. Me empecé a reír o mejor dicho me dio un ataque de risa porque yo tenía por costumbre antes de acomodarme el pantalón, quizás por nerviosismo, subirme primero el calzoncillo. Me lo acomodaba bien, ordenaba mi camisa y luego me acomodaba el pantalón, pero me di cuenta que llevaba días subiéndome solo el elástico y aunque no me crean, nunca encontré la parte inferior de mi eslip. Enigmas de la guerra, decían mis compañeros, poniendo cara de sabios y cagados de la risa. Salí en dirección al lugar donde me indicaron que debía organizar la escuela. Me subordinaron a un oficial chileno socialista para esta misión, Silvio. Era muy tranquilo y de buen cometido en la guerra. Me asignaron también para la nueva misión a un muchacho panameño. Lamentablemente, no recuerdo su nombre. Joven y fiel, le tomé cariño en medio de esa guerra. Me acompañó hasta el triunfo, y nunca más supe de él. Creo que se volvió a Panamá. El general Omar Torrijos, presidente de Panamá, era enemigo declarado del dictador Somoza y apoyaba decididamente la lucha de los nicaragüenses. Permitió incluso que militares de su país combatieran en el Frente Sur. No sé si este “pana”, como le decíamos, era de ese grupo. Muchos jefes y guerrilleros nicaragüenses han destacado siempre la valentía y el compromiso de aquellos heroicos combatientes panameños. Llegamos a una casa abandonada que aparecía en los mapas, entre Sapoa y Peñas Blancas, pequeñas localidades fronterizas con Costa Rica. Tomamos el lugar como referencia y después de un detallado reconocimiento, elegimos los lugares donde dislocaríamos a los combatiente que serían alumnos de la

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escuela para su formación básica; mejor dicho, para su preparación combativa elemental. El valor de la preparación combativa es muy importante, sobre todo para enfrentar momentos difíciles de la guerra. A veces uno no cree que pueden pasar accidentes, pero pasan. El ejemplo mas claro y doloroso para nosotros fue lo que le sucedió al hermano socialista David Camú, el querido "Manco”. Durante la instrucción del tiro con morteros en la Escuela de Punto Cero, los profesores siempre nos decían que el proyectil podía quedar atascado al fondo del tubo por la lluvia, el barro u otras causas. Cuando eso sucedía había que tener mucha sangre fría para sacar el proyectil desde el interior del tubo del mortero. El procedimiento indicaba que se debe dar unos golpes en la base del tubo para que saliera disparado el proyectil, y si no resultaba, el responsable de la pieza debía voltear el tubo, poner sus dos manos a la salida dejando un espacio entre las dos para que no hicieran contacto con la espoleta del mortero cuando iba avanzando en dirección a la salida del tubo; eran minutos que parecían interminables. Varios fuimos testigos de esas obstrucciones en la propia escuela de Punto Cero. En esos momentos los instructores comprobaban como era nuestra “sangre fría”. Al “Manco” le pasó el accidente en medio de la guerra, y durante el procedimiento, su mano pasó cerca de la salida del tubo del mortero y el proyectil salió en esos instantes, pasando a llevar su mano. Le quedó colgando del resto del brazo y él pidió valientemente que se la cortaran. Un compa nuestro lo hizo y David se fue caminando en dirección a la retaguardia donde estaban las compañeras médicas. Cuando confirmé que la escuela estaba en condiciones de recibir alumnos, comenzaron a enviamos a todos los voluntarios que querían combatir, los que llegaban de la frontera o los que los jefes consideraban que se debían preparar. Los alumnos eran hombres y mujeres, la mayoría jóvenes y de varias nacionalidades. Al recibirlos, inmediatamente los asignábamos a los responsables de pelotones, oficiales nuestros que también venían llegando a la guerra. Eran los jefes y al mismo tiempo educadores. Recuerdo a dos en especial en esa misión: Edgardo Javier Lagos y Gonzalo. Cada uno se hizo cargo de los principiantes que llegaban, los organizaban en

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escuadras e instruían en elementos militares básicos que la zona de guerra permitía. Esta formación incluía infantería, posiciones de tiro, arme y desarme de fusil y pistola, disciplina militar, camuflaje, exploración, construcción de pozos de tirador y trincheras, entre otras. Pero todo era básico y lo que se alcanzaba a preparar antes de que me llamaran de la jefatura pidiendo su incorporación a alguna misión de combate. Edgardo Lago (“Payo”) era oficial de Infantería y tenía conocimientos en la formación de cadetes militares. El mismo lo había sido. Sabía como preparar hombres para la guerra. En cambio, Gonzalo, había estado en un curso de preparación de oficiales de infantería en la misma escuela General Antonio Maceo conmigo, tenía la experiencia de haber trabajado tres años con soldados cubanos en las unidades de combate de la FAR. Eran dos estilos diferentes y rápidamente organizaron sus grupos de instrucción. Recibíamos a los novatos que llegaban, y a mí como jefe me correspondía darles el discurso político de bienvenida. Eramos nosotros los chilenos los jefes de la escuela. Hay que dar el “chagüite” político, me decía un jefe nica, aludiendo a la charla de motivación política necesaria para luchar con las armas en contra de una fuerza militar dictatorial tan criminal como la que teníamos al frente, y obviamente mantenerse en la lucha. Las condiciones eran difíciles. La lluvia era por momentos muy abundante como la del sur de nuestro país, pero con un intenso calor. Se dormía en un lugar seco y se podía despertar medio ahogado o tapado de agua en la trinchera. Cuando terminaba la lluvia, empezaba el calor y la humedad. La ropa mojada o transpirada hasta el cogote hacía que varios anduviéramos medios resfriados. A eso había que agregarle las picadas de mosquitos, arañas, a la que los nicas estaban acostumbrados, sobre todos los más veteranos y los que eran de origen campesino. Los más delicados, nosotros incluidos, terminábamos llenos de ronchas por todos lados, inclusive.... en aquellos lugares. En la guerra en que participábamos la relación con Chile nunca estuvo ausente. A la escuela llegaron una noche varios alumnos, y entre ellos venían dos hermanos chilenos. Eran muchachos, un hombre y una mujer. Por el acento detectamos que eran compatriotas nuestros. Los recibí igual que a todos los grupos, discurso político incluido, pero como decimos nosotros, “me

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cacharon al tiro”. Los mandamos a un pelotón. Nosotros estábamos siempre alerta a los que llegaban a la guerra. Debíamos detectar los infiltrados de la guardia somocista. Enseguida entrábamos en sospecha y tratábamos de averiguar de dónde venía cada persona sospechosa. Esperando los resultados de las consultas, observaba que cumplían las órdenes muy disciplinadamente y los rotábamos como a todos por los diferentes puntos de instrucción. Yo asumía que si habían llegado hasta este lugar debían ser revolucionarios. A todos se le llenaba una ficha de incorporación a la guerrilla. Una noche, muy tarde, me dicen que dos compañeros querían hablar conmigo. Eran los hermanos chilenos. Con mucho respeto y delicadeza me abordaron. Necesitaban hablar, pero la conversación debía ser en secreto, según me dijeron. Accedí y nunca olvido hasta estos días esa conversa. Dijeron que sabían que yo era chileno, que preguntando a los demás compás averiguaron que yo era el jefe de la escuela, que se sentían orgullosos de encontrarse con un oficial del partido en tan importante labor, y jefe más encima. Luego, derechamente me preguntaron cuándo me había mandado el partido a la guerrilla. Yo seguí la conversación para ver hasta donde llegábamos. Les dije que desde hacía poco tiempo y que me alegraba que ellos también se hubieran decidido incorporar a la lucha contra Somoza, aprovechando que no podíamos combatir en nuestro país, que nos serviría de aprendizaje para el futuro. Por lo que me decían, sobre todo como se referían al “partido”, empecé a sospechar que ellos estaban confundidos conmigo, ya que me hablaban de tareas en Costa Rica, Panamá, de la Resistencia en el interior de Chile y de su Comandante en Jefe. No era el lenguaje que usábamos los militantes comunistas por ese entonces. Y derechamente les pregunté: “Compañeros, ¿se podría saber de qué partido estamos hablando?”. Me miraron medio raro y enojados por mi onda conspirativa. Dijeron con mucha decisión los dos hermanos al mismo tiempo: “Del MIR, pues, hermano, de qué partido vamos hablar.... ¿Acaso en Chile existe otro que emplee la lucha armada?” Me dio risa, y se anduvieron enojando, la muchacha sobre todo, que era mayor. Finalmente les dije que yo era comunista, un oficial del Partido Comunista de Chile. Se quedaron serios, callados y uno de ellos exclamó:

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“Bueno, pero cuente la firme - ¿hace cuánto se salió del PC y se pasó al MIR?” Esta conversación la sosteníamos mientras escuchábamos los cañonazos y los balazos de la guerra en que estábamos metidos, protegiéndonos cuando escuchábamos que salían disparos de la artillería enemiga. Estaba claro que nadie imaginaba que comunistas chilenos estuviéramos metidos en cosas militares, menos en una lucha guerrillera centroamericana y sirviendo en las filas del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Creo que esperaban que por último fuera militante del Partido Socialista, pero nunca del Partido Comunista chileno. Retomamos la conversación los siguientes días. Les tomé mucho cariño. Se esforzaban bastante. Al parecer medio frustrados finalmente aceptaron que yo no era del MIR. Los vi varias veces después del triunfo y siempre se reían de la charla que habíamos tenido. Conocieron después a varios militares comunistas chilenos. Creo que todavía viven en Nicaragua o Costa Rica; eran muy buenos combatientes. A través de un enlace recibí la orden de que pasarían a buscar a los grupos que ya teníamos listos, pero esta vez debía incluir a sus jefes instructores. Se había producido un rompimiento en el borde delantero de nuestras fuerzas. La guardia somocista había atacado con éxito y estaba en peligro la estabilidad en ese sector. Edgardo Javier Lagos, “Payo”, y Gonzalo fueron los jefes seleccionados, recibieron el armamento y partieron con sus combatientes. Con el Payo habíamos vivido juntos en Cuba en una misma casa. Eramos tres parejas en el Reparto San Agustín de La Habana: Ulises con su chinita cubana, Payo con su flaca Elba y yo con Fresia, una compañera comunista también de la tarea. Terminamos nuestra relación durante mi misión en Nicaragua. Recuerdo todavía la tensión de ese momento. Payo, tranquilo, como era él en todos sus actos, me dijo al despedirse: Socio, cuídame la Flaca y el “Gao”, como se decía en jerga popular al hogar o casa familiar en Cuba. Yo le sonreí a Payo afirmativamente. La posibilidad de la muerte estaba siempre presente, pero uno no se la imagina para sus amigos y menos para uno mismo.

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CAPÍTULO 13 - Los Primeros Caídos El compañero Days Huerta fue el primer oficial de la tarea militar muerto en la guerra de liberación de Nicaragua. Sucedió el 15 de julio de 1979, sólo cuatro días antes del triunfo revolucionario, y fue mi primer encuentro con la muerte de un internacionalista igual que uno. Vi a otros guerrilleros muertos. Pero cuesta describirlo impresionante que es cuando se ve el cuerpo tendido sin vida de un camarada conocido, que horas antes andaba cumpliendo las tareas asignadas por la guerra como cualquiera de nosotros. Me dolió, como a todos, su caída en combate. Éramos todos jóvenes cuando iniciamos la formación combativa militar y estábamos advertidos de que la muerte acompaña la lucha cuando es de verdad. Lo habíamos leído, lo sabíamos, pero ver a un compañero metido en un cajón de mortero, rígido y sin vida es muy duro e impactante. No recuerdo en qué lugar de la guerra me encontraba en esos momentos, pero alguien lo dijo: murió un artillero, mataron a un chileno, cayó un explorador chileno. Eran varios los internacionalistas que cumplían misiones como exploradores en el Frente Sur para asegurar, entre otras cosas, el éxito del fuego artillero de nuestras tropas. Además del propio Days, estaban Huguito, Juan Carlos, Guillermo y otros oficiales. Cualquiera podría haber sido el muerto. Cumplir esas misiones era como jugar a la ruleta rusa. El enemigo sabe que ellos son los ojos de la artillería y hacían todo lo posible por silenciarlos. Usaban a sus francotiradores para eso. Nuestro camarada fue descubierto, valientemente se mantuvo en la posición y fue impactado directamente por la artillería enemiga. Combatientes nicaragüenses y chilenos lograron retirar su cuerpo y lo llevaron hacia la retaguardia donde lo recibieron nuestras muchachas médicas. No sé si fue una orden o un acuerdo entre todos los chilenos, pero al final se transformó en una promesa solemne de todos nosotros de no dejar el cuerpo de ningún chileno muerto regado por el campo de batalla. El compromiso era rescatarlo y darle sepultura provisoria. Nadie sabía cuanto duraría la guerra.

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El “Chico Days”, como lo conocíamos todos, fue compañero de estudios de la carrera de medicina de varios de nosotros. Era un muchacho tranquilo, militante disciplinado y dirigente de las Juventudes Comunistas. Recordándolo en estos momentos puedo decir que no representaba para nada lo que debería ser el prototipo de un militar de carrera. Era callado e introvertido y de una gran calidad humana. Gonzalo y Luis eran sus mejores amigos. Vivían juntos en la casa de una familia cubana que los adoptó para siempre. Varios de nosotros nos cobijamos en el cariño de esa extraordinaria familia habanera y quiso la coincidencia que también ellos dos salieran heridos en la lucha guerrillera. Sin duda sufrieron un duro golpe estos hermanos cubanos con la muerte de Days y por las heridas de los otros chilenos que habían acogido como a hijos en su casa y en sus corazones tan fraternales. Con Days habíamos compartido sueños en Santiago antes de partir con la beca de medicina a Cuba. Conversábamos de lo que haríamos cuando fuéramos doctores, y compartimos la actividad partidaria y los estudios los dos primeros años de la carrera en la universidad. Le gustaba hablar de su puerto, de Valparaíso. Llevaba más tiempo que nosotros en la Jota. Sus restos, gracias a sus familiares, viajaron años después a Valparaíso. Dejó el calor centroamericano en el camposanto de Managua donde fue trasladado algunas semanas después de terminada la guerra hasta un lugar del puerto de sus amores, donde seguramente impera la brisa marina que tanto él recordaba. Espera seguramente recibir los honores de su pueblo, los que sin lugar a dudas se merece plenamente. Fui seleccionado junto a otros oficiales para el traslado del cuerpo en la caja de morteros hasta el lugar del entierro provisorio. Cómo nos pesaba su ejemplo cuando trasladábamos el improvisado féretro en nuestros hombros. Detrás marchaban en columna los guerrilleros internacionalistas y nicaragüenses. Fue enterrado con disparos en su honor. La emoción del homenaje casi nos hacía olvidar que estábamos en plena guerra, pero varios hermanos fueron destinados a la vigilancia aérea para estar atentos si aparecía algún avión enemigo. Las compañeras Mayra y Gisela, doctoras internacionalistas, recibieron el cuerpo sin vida de Days. Lo trajeron envuelto en un saco, y debieron

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prepararlo para darle sepultura. No puedo imaginar siquiera el impacto para ellas. Hay que ser muy profesional para cumplir ese cometido tan doloroso. Dos heridas producidas por esquirlas en un costado del cuerpo le produjeron la muerte. Mayra contaba que lo limpiaron con mucho cariño y lo depositaron en un cajón de morteros. Colocaron dentro de su boca antes de cerrar el cajón una placa metálica donde estaban escritos sus datos, para poder identificarlo cuando terminara la guerra, no se sabía cuando. Todos los que pudimos participamos en los honores militares que se le rindieron al “Chico”, los que quedaron reflejados en fotos y en una filmación que aún no ha sido encontrada. Cuando llegaron noticias de que un segundo chileno había muerto después de Days Huerta a consecuencia de las heridas recibidas en el combate, se pensó inicialmente que era Luis. Él había sido evacuado muy grave hacia Costa Rica. El caso de este hermano es muy dramático. Luis fue herido de gravedad en la guerra, y se salvó gracias a que un compa nica siguió acertadamente sus instrucciones. Luis había quedado prácticamente ciego, pero orientaba al guerrillero sandinista apoyándose en los datos de una brújula e indicando la dirección donde suponía que estaban nuestras tropas. Tuvo suerte o fueron buenas sus indicaciones. Llegó hasta donde estaban nuestras fuerzas y nuestras doctoras lo evacuaron a Costa Rica. No se podía hacer nada por él en la zona de guerra. Estaba muy mal herido como para ser atendido en la zona de combate. Luis sanó de sus heridas, volvió a estudiar, y se graduó de médico. Hoy es un reconocido médico de una comuna popular de Santiago. Y no sabemos cómo, pero Luis ha guardado hasta el día de hoy todas las pertenecías que llevaba el día que lo hirieron y evacuaron, incluyendo el mapa de servicio de fuego artillero manchado con su sangre, ya reseca por los años transcurridos. No era Luis el que había caído en combate. Días después, me enteré de que había sido el Payo. El Payo había desempeñado su trabajo militar en la escuela General Antonio Maceo donde se formaban los oficiales de Tropas Generales del Ejército cubano, luego de haberse graduado en esa misma institución. Era alto y de buen porte. Payo era cariñoso con su compañera, respetuoso, muy formal y

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tenía un don de buena gente. Mi madre decía que a las personas se les nota cuando son buena gente y él era un buen tipo. Recuerdo que estábamos de pase en la escuela de Artillería de La Cabaña, cuando lo vi por primera vez, recién llegado de Rumania. Llegó a la tarea militar junto con René Merino y otros compás de ese país europeo. Cayó gravemente herido en una misión de recuperación de un territorio en el borde delantero de nuestras fuerzas, y fue evacuado con vida y consciente. Después me enteré que había sido trasladado a San José, Costa Rica a causa de la gravedad de sus heridas, donde finalmente falleció. La familia de Payo se trasladó a Cuba desde Rumania después de este duro golpe. Nunca han dejado de recordar y honrar su memoria. Seguramente y con justo derecho pensarán o se preguntarán: ¿Por qué murió ese hermano tan bueno en vez de alguno de nosotros? La unidad, sencillez y el ejemplo de esta familia siempre ha sido un aliciente para mí para perseverar en nuestros sueños. Es muy difícil, y creo imposible, superar el dolor de la pérdida de un hombre tan buena gente como éste, el hermano mayor para ellos, y el hermano de lucha para todos nosotros. Sus restos reposan en el Mausoleo de los combatientes internacionalistas en Santiago. Una de sus hermanas, Juana, muy querida también por todos nosotros, cumplió una prolongada misión internacionalista en la guerrilla de El Salvador, siguiendo seguramente el ejemplo de su hermano Payo. La compañera de Payo, Elba, médico de profesión, siempre tuvo una actitud muy digna y arrecha, como dicen los nicaragüenses. Entró años después clandestina a Chile. La encontré en una casa de la zona sur de Santiago junto a otros combatientes que llegaban del exterior para incorporarse a las tareas comunistas o rodriguistas. En esos tiempos de lucha clandestina era lo mismo. Llegué a esa casa con la tarea de contar cómo era la situación en nuestra lucha contra la dictadura, las condiciones de seguridad y otras cosas que nosotros habíamos aprendido en el tiempo que llevábamos en el “interior”. Elba fue detenida y resistió la prisión pinochetista. Salió luego en libertad, y nunca permitió que le arrebataran su entereza, valentía y la dignidad de mujer combatiente. Hoy trabaja como doctora en un consultorio popular.

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Los jefes del Frente Sur dijeron que la situación creada con la irrupción enemiga en el borde delantero, que había obligado a la rápida incorporacion en combate de Payo y Gonzalo, hacía prever que su avance pasaría por el lugar donde se encontraba la escuela. Me ordenaron evacuar a todos los compás de la escuela a la frontera con Costa Rica, poniendo fin por el momento a esta misión. No querían que estos combatientes se vieran enfrentados al enemigo sin armas ni experiencia. En la misma conversación, me dijeron que un chileno que estaba a cargo de unas elevaciones en el borde delantero estaba desaparecido. Debido a eso, algunos combatientes nicas novatos abandonaron su posición, lo que permitió a la guardia disputar esas alturas. El compañero que me hablaba al radio dijo que los guerrilleros sandinistas sospechaban que la razón de la irrupción enemiga se debía a la falta de decisión de ese internacionalista, que no resistió los ataques de la artillería y la fusilería enemiga y ordenó la retirada. O sencillamente se retiró sin autorización del mando superior. La resistencia y disciplina en el combate dependen siempre de la actitud del jefe. Si el jefe vacila, la tropa vacila, y ningún jefe puede retirar su tropa sin el conocimiento y consentimiento del jefe superior. Mientras hablaba por el radio, observo que el compañero en cuestión estaba cerca de mí, sentado, muy abatido. Me sorprendí y se lo comunique al jefe. Me ordenaron que lo sacara inmediatamente de la zona de guerra, aprovechando que evacuaría a todos los combatientes que estaban en la escuela. Su vida corría peligro y era responsabilidad mía su seguridad a partir de ese momento. Se puso al radio otro jefe superior reiterando la misión y agregando que al hermano lo estaban buscando para matarlo por incumplimiento de su deber de guerrillero. Me indicó que era mi deber protegerlo hasta que hubiera condiciones para investigar correctamente lo sucedido. Pero una vez que pasara la frontera de Nicaragua con Costa Rica, debía desarmarlo hasta que se aclarara su responsabilidad. Esto último lo encontré muy complicado. Desarmar a un combatiente en plena guerra no era cosa fácil.

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Subimos al camión que me asignaron para trasladar los alumnos de la escuela. Esperamos que oscureciera y partimos hacia el sur. Lo senté a mi lado. El hermano panameño no se despegaba de mi lado, sabía de qué se trataba el viaje. Una vez en Costa Rica informé por radio al mando que ya estaba fuera de la zona de guerra y se me repitió la orden de desarmarlo. Estaban aclarando todo con los jefes nicaragüenses, reiterándome que yo era responsable de su vida. Este compa era en esa época un poco soberbio. Llegó a la escuela militar cubana meses antes que nosotros, pero la experiencia vivida sin duda lo había cambiado bruscamente. Detuve el vehículo y le pedí bajar del camión informándole a continuación las órdenes que tenía hasta que se aclararan los hechos que lo involucraban. Fue muy respetuoso. Me entregó su fusil, ya estaba más repuesto y aceptó dignamente que su situación se debía aclarar. Fue duro lo vivido por este oficial. Nuestros jefes y nosotros mismos debíamos ser implacables con las vacilaciones en el campo de batalla. Años después, en una conversación con un jefe cubano que participó en esa guerra, me dijo que al oficial cuestionado no se le podía hacer responsable de la muerte de Payo. En la guerra que vivimos fueron hechos diferentes. Se debía analizar la situación vivida con mucha sangre fría antes de hacer juicios, sobre todo cuando se quiere relacionar hechos y culpar a alguien. Este jefe tenía como fundamento la experiencia vivida en situaciones semejantes y quizás más complejas ocurridas en la guerra de liberación de Cuba y en la misión internacionalista de Angola. El camión siguió en dirección al interior de Costa Rica y yo volví a Peñas Blancas. Creo que ahí recibí la noticia de que teníamos nuevas bajas y heridos entre nosotros. En el transcurso de la guerra nos enteramos de la presencia de más compatriotas en los combates del Frente Sur. Más de una docena de chilenos y chilenas ya había participado en combates en Nicaragua. Muchos de ellos se transformaron en internacionalistas por su propia cuenta y decisión. Pero no fue hasta treinta años después, cuando colaborábamos en la elaboración del libro de fotografías y testimonios de combatientes, “Internacionalistas: Chilenos en la Revolución Popular Sandinista”, cuando

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pudimos conocer sus rostros e historias. Los nombres o seudónimos de Bernardo, Carmen, Ferito, Emilia, Daniel, entre otros guerrilleros chilenos, se nos hicieron cariñosamente familiares. Dos jóvenes chilenos de este grupo dejaron sus vidas en esa guerra, todos muy valientes y recordados por los guerrilleros sandinistas. Uno era Juan Cabezas Torrealba, (“Hernán”), del MIR, procedente del exilio de Costa Rica. Juan murió en un combate durante la primera etapa de la Ofensiva Final en Orosí el 9 de abril de 1979. Su madre, Eliana Torrealba, fue una gran colaboradora de los guerrilleros sandinistas antes del triunfo de la revolución y luego trabajó incansablemente para la consolidación del gobierno del FSLN. Otro joven chileno, gran combatiente guerrillero, Mario Guerra (“Jorge”), que venía del exilio en Panamá, también había pertenecido al MIR y murió en La Calera el 10 de julio de 1979. Ellos, junto a otros chilenos, combatían junto al Frente Sandinista en Nicaragua desde el año 1978.

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CAPÍTULO 14 - Nuestras Médicos Internacionalistas Cuando regresé a Peñas Blancas, llegué hasta donde se encontraba Julia, la doctora chilena que era la jefa de las médicas chilenas. Debió asumir además responsabilidades en la logística de las baterías de artillería. No se imaginaría la poetisa Gabriela Mistral que su ferviente llamado de apoyo al general Sandino también sería escuchado por diez jóvenes mujeres chilenas. Los seudónimos de guerra de estas valientes internacionalistas son: Julia, Elena, Ada, Gisela, Mayra, Elda, Oisis, Betty, Doris y Aleida, y están inscritos en la historia combativa del Frente Sur “Benjamín Zeledón”. Todas estas muchachas eran especialistas en aseguramientos médicos militares. Dos de ellas, Mayra y Ada, eran madres cuando emprendieron el viaje a Nicaragua. La primera, dentista de profesión, tenía una niña de dos años y la segunda, cirujana, una hija de apenas un año. No dudaron en cumplir esa misión que les encomendaba en ese momento la revolución cubana. Varias de las otras compañeras eran casadas. Algunos de sus maridos también formaron parte de la tarea internacionalista. La llegada de ellas a la zona de guerra permitió garantizar eficientemente el aseguramiento médico del combate. Fueron distribuidas de acuerdo al plan diseñado directamente en las baterías de artillería, las columnas guerrilleras y en el puesto médico de retaguardia ubicado en Peñas Blancas, en el lado costarricense de la guardarraya fronteriza. La atención a los heridos fue estructurada por ellas de forma escalonada, desde el borde delantero hasta la retaguardia. Julia y Ada quedaron en un primer momento en la atención médica en la retaguardia y en la logística de las baterías de artillería. Julia asumió como jefa y Ada fue la doctora de la batería de artillería de reserva del mando guerrillero. Las restantes compañeras - Elena, Gisela, Mayra, Elda, Oisis, Betty, Doris y Aleida - fueron enviadas directamente al borde delantero de las tropas. Para organizar los servicios médicos, debieron realizar exploraciones y conocer las diferentes sintomatologías presentes en esta modalidad de guerra. Ellas determinaron los tipos de heridos que se podían atender en cada

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nivel y los que necesariamente se debían evacuar a Costa Rica porque requerían atención imposible de brindar en las condiciones en que se desarrollaban los combates en el Frente Sur. Estas chilenas recorrían toda la zona de la guerra, se trasladaban a buscar medicamentos desde la retaguardia al borde delantero, evacuaban los heridos y lógicamente debían ser parte de los combates que se producían. Participaban plenamente en las misiones asignadas a sus compañeros de columna o baterías de artillería. Uno las veía a pie, a caballo, o en un vehículo, desplazándose por los territorios. Siempre con su armamento y su bolsito de material médico. Según el comandante nicaragüense Javier Pichardo (“Emilio”), uno de los principales jefes guerrilleros del Frente Sur, después de la llegada de las médicas chilenas no hubo casos de muerte por falta de atención médica, como solía ocurrir anteriormente. Cerca de Sapoa encontré una vez a la doctora Aleida atendiendo a unos heridos. Cuando me vio me llamó con el tono imperativo que tiene su voz: “Oye, tú que eres oficial, -delante de todos los que estaba en el lugar-, ahí atrás hay un cohete echando humo, ¡desactívalo!” No me quedó más remedio que hacerle caso para no desairarla. Fui con mucho cuidado a ver el famoso cohete, pidiéndole que retirara a toda la gente que miraban de curiosos. Resultó ser un lanza cohete antitanque chino RPG-2, que abundaban en esa guerrilla. El proyectil estaba pegado al tubo del lanza cohete y ya había sido, al parecer, disparado. Yo conocía estos “palos chinos”, como le llamaban los guerrilleros. De a poco, con un “poquito de nervios”, saqué el proyectil. Yo pensé que Aleida me iba a felicitar por mi acción, pero nada, ni me miró. Indicó que todos volvieran a lo que estaban haciendo. “Estamos en guerra”, dijo. A las médicas les asignaron una casa para la atención médica en Peñas Blancas y para las tareas de logística de la artillería, y nada más. Cuando llegaron a la guerra, había un solo médico nicaragüense que era visto por los jefes guerrilleros como un “cura-heridos”. Lograron cambiar esa mentalidad con mucho esfuerzo y transformaron a los servicios médicos como un aseguramiento para evitar al máximo los heridos y muertos.

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De a poco se fueron consiguiendo unos mapas para anotar los datos de las unidades. Luego se hicieron de un carro de acoplado que terminó siendo un Puesto Médico que colocaron al otro lado de la carretera Panamericana donde se encontraban. Construyeron uno de los mejores refugios ingenieros con la ayuda de otros chilenos, instalaron una cocina, y se pusieron a hacer comida que complementara las raciones frías de alimentos que nos daban, o las únicas que había. En una ocasión los internacionalistas uruguayos les llevaron un costillar de vaca medio descompuesto que encontraron. Igual las doctoras lo cocinaron, alertando a los comensales que tenían pastillas para los efectos posteriores de semejante sopita, una buena diarrea. Eran muy unidas estas muchachas y hasta hoy lo son. Siempre uno podía descubrir algo de comida en su puesto de mando y refugio. Nunca nos negaban un poquito de comida extra, algo tan escaso y controlado en medio de la guerra. Que lo diga Huguito o Joaquín, nuestros compañeros más hambrientos y buenazos en hacer notar que el “rancho” estaba mal calculado y que se debía considerar la masa corporal de los combatientes a la hora de definir las raciones de comida. Daban una serie de argumentos “científicos”, y por cansancio las chiquillas los regatoneaban con raciones extras de comida. Conocida fue la historia del “vapo”, o pavo al revés. No sé cómo ellas se consiguieron un pavo en medio de la guerra. Usaron una clave para compartimentar su futura degustación. Sólo algunos privilegiados sabían que se estaba cocinando, y la palabra clave cuando estuviera listo era “vapo”. Yo sólo escuché la historia. Una vez listo el pavo, tuvieron la mala suerte de que en ese mismo momento comenzó un ataque artillero y la zona donde estaban era el lugar donde caían los proyectiles enemigos. Rápidamente se dio la orden de “a los refugios”. Cuando terminó el ataque enemigo salieron todos del refugio prestos a saborear el pavo y lamentablemente para ellos, sólo encontraron la sopita. Alguien más inteligente se aprovechó del ataque y se robó el pavito. Nunca se supo del famoso “vapo”.

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En una ocasión, estando en ese mismo puesto de retaguardia, comenzó de nuevo un intenso bombardeo artillero enemigo. Ese distante y seco ruido de la salida de los proyectiles de los cañones y morteros enemigos nos alertaba a todos, preguntándonos: “¿A quién le caerá un proyectil?”. Rápidamente nos metimos en el refugio que ellas tenían construido por los oficiales especialistas en ingeniería militar. Como siempre, nosotros tratábamos de dar el ejemplo ante los guerrilleros nicaragüenses de que era innecesario exponerse, como muestran falsamente las películas del tipo Rambo norteamericano, pensando de que uno parado al borde de las trinchera resiste y muestra más valor. Las trincheras son un recurso que se debe usar para proteger a los combatientes y nosotros hicimos un gran esfuerzo para convencer a los guerrilleros sandinistas de que las condiciones de la guerra habían cambiado. Las trincheras nos ayudaban a defender la posición alcanzada. La mantención del territorio liberado, junto con el empantanamiento de las fuerzas enemigas en el Frente Sur, eran parte del éxito estratégico de los sandinistas. En esa ocasión estaba Joaquín, convaleciente de los efectos de una bomba de quinientas libras que estalló cerca de él. Junto con él estaban Julia, Mayra y otras compañeras, y nos metimos al refugio-trinchera a una velocidad relámpago. Los efectos de las bombas eran devastadores y no había que perder tiempo. El honor, sólo el honor, me hacía esperar que entraran las compañeras primero al refugio. Los pies me temblaban por tirarme yo primero al hueco, pero había que ser caballero. Protegidos en el refugio esperamos a que terminaran de caer los bombazos. Comenzó a llover violentamente y todos apretujados en el refugio esperábamos y esperábamos que no nos cayera nada en la cabeza. Nos mirábamos, hasta que alguien dijo que contáramos historias para matar el tiempo. Mayra me quedó mirando y dijo: “Bueno broder, tú que eres medio político, aprovecha de darnos la orientación política y así no perdemos el tiempo”. No se sabía cuánto tiempo podía durar esa encerrona en el refugio. Yo estaba tiritando de frío por lo mojado que estaba a pesar de que era Centroamérica

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y no el sur de Chile. No se me ocurría qué decir. De repente miré al suelo y vi botadas unas hojas de revistas medio embarradas y les dije: “Bueno, aquí está el informe político compañeras y compañeros combatientes. Presten atención”, y empecé a leer esos papeles. Eran hojas de una revista gringa tipo Playboy, pero igual seguí leyendo la historia, que obviamente era muy subida de tono. Ellos me escuchaban atentamente en medio de los estallidos de los proyectiles y la lluvia tropical. Nadie detenía mi lectura. De repente nos empezamos a reír y a reír, y me preguntaron en qué escuela política había estudiado por la clase de formación política que les estaba entregando a los combatientes. Entre risas y risas pasó no sé cuánto tiempo, terminando todos acurrucados diciendo que había que tener cuidado con mi estilo de orientación política. Después de Nicaragua, Ada entró legalmente al país con sus dos pequeños hijos a cuestas, y no dudó en brindar aseguramiento médico a los combatientes que enfrentaban a la dictadura de Pinochet. Por esa razón debió salir nuevamente al exterior, ya que su familia y ella misma corrían peligro. Después de la lucha contra la dictadura, durante un tiempo yo no me reencontré con mis compañeros y compañeras médicas. No sabía cómo ellos se habían insertado en la sociedad chilena, pero consideré un deber hacerlo cuando me enteré de una terrible y dolorosa noticia que afectó la vida de Elena. La dolorosa muerte de su única hija. Otra compañera de este grupo de mujeres combatientes internacionalistas, Elda, cuyo verdadero nombre era Ana Flores, falleció en noviembre de 2009 en Santiago. Fue parte de ese grupo de jóvenes mujeres chilenas que por compromiso social y por humanismo estuvieron de acuerdo en asumir la vida militar para aportar al término de la dictadura pinochetista. Se transformó en guerrillera internacionalista en el Frente Sur y médico destacada en la fundación del Hospital Militar Alejandro Dávila Bolaños en Managua, Nicaragua. Estas compañeras chilenas, médicos militares, son mujeres valiosas, fraternas, sencillas y valientes. En medio de todos los avatares que vivieron, supieron, además, ser madres, hijas y excelentes compañeras. Son ejemplo para las mujeres de nuestro país. Todas ellas se desempeñan hoy en el sistema de salud chileno.

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CAPÍTULO 15 - Los Últimos Días de la Guerra Diariamente la aviación y los helicópteros somocistas seguían lanzando sus cargas explosivas e incendiarias. Uno a simple vista podía observar a los tripulantes de los helicópteros cuando se acercaban a la orilla de la puerta de la nave empujando un tanque que contenía mezcla incendiaria. Prendían la mecha y lo lanzaban contra nuestras posiciones. Se podía seguir con la vista cómo bajaba el depósito incendiario. La mecha a veces se apagaba y sólo hacía daño si le caía a alguien en la cabeza, cosa bien poco probable. Pero cuando la mecha se mantenía encendida, la explosión era impactante, quemando una buena área del lugar donde se estrellaba. Más terrible y verdaderamente impresionante eran los efectos de las bombas de quinientas libras que nos lanzaba la aviación enemiga. El ruido ensordecedor de la aproximación del proyectil lanzado por el avión hacía temblar a cualquiera. Estas bombas dejaban un orificio o cono en el terreno de más de diez metros de diámetro por dos o tres de profundidad. El tamaño del orificio que quedaba estaba en dependencia de la dureza del terreno que era ablandado por la intensa lluvia. Al Juaco, como le decíamos nosotros a Joaquín, nombre con que lo bautizaron los cubanos antes de salir de Punto Cero, una de estas bombas le explotó muy cerca, prácticamente al lado. Los terrones de tierra y piedras lo alcanzaron en la espalda y lo tumbaron violentamente en la tierra. Estuvo cerca de morir aplastado, y durante varios días quedó bastante resentido. Apenas se podía mover y caminar. No aceptó ser evacuado a Costa Rica y se quedó en la retaguardia por un tiempo. Era penoso verlo caminar, estaba como muerto en vida. Apenas lograba oír a causa del terrible ruido de la explosión de la bomba. El Juaco es una persona que considero muy sabia. Lo puedo decir por el tiempo que lo conozco, más de treinta años. La primera vez que lo vi fue cuando me aventuré por la ciudad de La Habana a pocos días de haber llegado a estudiar medicina con dos o tres becados más. Estábamos impresionados con los tremendos helados que vendían en la heladería Copelia en una plaza en pleno centro de la capital cubana. Por supuesto no teníamos dinero, “ni uno”, como decimos los chilenos, y de repente apareció él como nuestra salvación.

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Sin conocernos, y con su simpatía acostumbrada, nos dijo: “Ustedes cabros cu..., deben ser chilenos por la cara de huevones que tienen”. Lo miramos medio enojados y luego dijo: “Hagan la fila, yo los invito”. Para más remate al despedirse, después de contarnos que también estaba estudiando medicina becado como nosotros pero en otra sede para alumnos de cursos superiores, nos dio un peso cubano a cada uno. Joaquín era uno de los mejores estudiantes de medicina del primer grupo de becados, al extremo que cuando se enteraron los académicos de que iba a ser militar y no médico, se dice que solicitaron que hicieran una excepción con él y lo dejaran en la carrera de medicina. Sin embargo, siguió en la tarea militar hasta graduarse de oficial de artillería. Recibí una nueva misión en el Frente Sur, porque la escuela básica guerrillera había terminado. La guerra seguía, y a medida que aumentaban los éxitos de los sandinistas, la solidaridad con el pueblo de Nicaragua crecía. Ya no sólo llegaban combatientes en forma individual a cooperar, sino que agrupaciones muy organizadas. La primera Brigada que llegó a apoyar a los sandinistas en el Frente Sur de Nicaragua fue panameña, la “Victoriano Lorenzo”, nombre de un líder indígena de la historia de ese país. Estaba compuesta por civiles y militares. Sus hombres y mujeres tuvieron un heroico cometido en la guerra de liberación nicaragüense. Varios panameños perdieron la vida en los combates del Frente Sur. La orden que recibí era contactarme con la jefatura de la brigada “Carlos Luis Fallas”, de Costa Rica, unidad que era comandada por un hijo del secretario general del Partido Vanguardia Popular (PVP) de ese país. Partí de nuevo a territorio “tico”, llegando al lugar donde acampaba la unidad por la noche. Me recibió su comandante. Me sorprendió de buena forma la organización de la brigada costarricense. Ha pasado el tiempo, pero recuerdo que eran hombres y mujeres de origen popular. Su número era de más de cincuenta combatientes, todos armados con buena fusilería. Su jefatura contaba con especialistas en varias disciplinas militares, todos formados en la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

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La desconfianza inicial al saber que no era nicaragüense se terminó cuando les conté que yo era chileno y militante comunista. Me informaron que llevaban días esperando el enlace para incorporarse a los combates. Era interesante conversar con ellos; eran comunistas. Pienso que la decisión de enviarme a mí estaba justificada. Yo también era oficial de un partido pro soviético. Ya más en confianza con ellos, me preguntaban qué conocía de Costa Rica. Dije rápidamente a Carlos Luis Fallas. Era el autor de uno de mis libros favoritos, “Mamita Yunay”, que relata la explotación de las bananeras yanquis a los trabajadores plataneros centroamericanos. Les dije que Pablo Neruda admiraba a este escritor. El libro de Fallas fue editado en Chile por la imprenta estatal Quimantú en la época del gobierno de la Unidad Popular. Les dije además, que eran dos libros más los de mi cabecera, “Germinal”, de Émile Zola, y “La Vorágine”, de José Eustasio Rivera. Gran parte de mi formación se la debo a los libros. La brigada costarricense tenía en su estructura una sección sanitaria formada por médicos y enfermeras muy jóvenes del Partido Comunista mexicano. Estuvimos toda la noche coordinando su ingreso a Peñas Blancas. En medio de la conversación, apareció un oficial de la unidad muy nervioso, diciendo que un combatiente se había vuelto medio loco. Según el oficial, el combatiente se alteraba a cada ruido que escuchaba, ya que pensaba que era la Guardia costarricense o la Somocista que los rodeaba para capturarlos. Partí con el comandante a ver el problema. No recuerdo si ellos tenían repartidas las municiones a cada combatiente, ya que si alguien disparaba podía suceder que apareciera cualquier fuerza. La Guardia tica no era considerada enemiga por los sandinistas. Pero si a ellos, los combatientes de la brigada, los encontraba la Guardia de Costa Rica con uniformes militares y armados como fuerza de combate, les podía pasar cualquier cosa. Efectivamente, en un claro del terreno y en medio de la noche estaba el compita apuntando para todos lados. Cualquier sombra era un enemigo para él. Le dije al jefe que me dejara ayudar en la solución del problema. Ya había vivido casos de estos en las unidades militares en Cuba, gente que se hacía el loco para que los dejaran irse de la vida militar. Me acerqué y fui haciendo

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lo mismo que él combatiente alterado, hasta que estuve a su lado. Vi la cara de miedo que tenía el muchacho. Al observar que no tenía el dedo en el gatillo del fusil, le sujeté el arma. Estaba muy asustado y se relajó finalmente. Estos combatientes habían sido formados como oficiales en la ex - URSS, pero no tenían experiencia de vida militar mandando tropas. Esa era mi ventaja. Nos retiramos del campamento, y días después los vi llegar en ordenada formación a la frontera y se incorporaron a la guerra del Frente Sur. Yo había ido donde la brigada tica con otro hermano chileno, nuevamente éramos un comunista y un socialista. Este compañero tenía como seudónimo Boris. Tiempo después me enteré de que había sido miembro del dispositivo de seguridad del presidente Allende, más conocido como Grupo de Amigos Personales (GAP). Tuve el honor de conocer a esos socialistas en plena guerra de Nicaragua. Sabía de la seguridad que le habían brindado al presidente Allende. Eran un poco mayores que nosotros pero tenían más experiencia y carrete político. Uno de ellos, Miguel González, consecuente allendista, fue el primero que abordé cuando regresaba muy agitado de intentar incorporarse a una columna guerrillera entre el borde delantero de nuestras fuerzas y el pueblito de Sapoa. Había llegado demasiado tarde. Pero tuvo suerte por el atraso: el jefe que él asesoraría y varios de su columna murieron durante una ofensiva guerrillera en la zona del puente del río Ostayo, ofensiva que resultó un fracaso. Otro internacionalista socialista era el “Rucio”, quien fue uno de los primeros cuatro oficiales artilleros chilenos en llegar a la guerra y participar en la toma de Peñas Blancas. Oficial valiente, grandote de tamaño y de un vozarrón enorme. Con él venían Leonardo, Manuel y José, también socialistas. Los camaradas socialistas, en especial los del GAP, eran muy fraternos con nosotros. He aprendido en mi vida que a veces los propios dirigentes de los partidos provocan con sus discursos divisiones entre los revolucionarios. Los golpistas de Pinochet mataron y desaparecieron por igual a socialistas, comunistas y miristas. Ellos no hicieron distinción por orgánicas, sino por origen de clase. Asesinaban sobre todo a los dirigentes populares y obreros de esos partidos. No había razón para que impulsaran el sectarismo entre nosotros.

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Recuerdo con mucho cariño a dos socialistas caídos, Flavio y Rubén, cuyos verdaderos nombres eran Alberto Geraldo Bonilla y Juan Arturo Cortés Zuleta. Cayeron en una mortal emboscada de los ‘contras anti sandinistas” al descender de un helicóptero militar en la Costa Atlántica de Nicaragua en 1982. Estos compás provenían de la antigua República Democrática Alemana, y se desempeñaban como instructores de la Escuela Militar “Carlos Agüero” para la formación de oficiales sandinistas. Fueron movilizados y trasladados urgentemente a una zona de guerra. Entregaron su vida por la causa del internacionalismo después del triunfo de la revolución. Convivíamos todos juntos en un conjunto habitacional ubicado cerca del Estado Mayor General del Ejército en Managua. Fue un golpe muy doloroso para todos nosotros. Siempre me abrazo con cariño con Ernesto, otro allendista de este mismo origen político, al que le decían cariñosamente “Perro”. Fue muy profesional, callado y tranquilo durante el tiempo en que se desempeñó en la misión internacionalista en Nicaragua. Estos compañeros dieron una gran lucha en su organización política, para finalmente terminar con el Partido Socialista. Se incorporaron a la lucha anti dictatorial. Fue una bonita sorpresa para mí y un estímulo reencontrar a Ernesto en Chile impulsando la construcción de un partido socialista allendista en los años ochenta. Nos unimos nuevamente en la lucha, pero esta vez en contra la dictadura pinochetista. Aprendimos, o por lo menos yo aprendí en Nicaragua, que las balas enemigas no hacían diferencia. Mataban por igual a cualquier combatiente, independientemente del partido que fuera.

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CAPÍTULO 16 - El Triunfo Sandinista Cuando amaneció el 18 de julio de 1979 en el Frente Sur de Nicaragua, no escuché ningún ruido que no fueran los propios de la naturaleza, que en ese país centroamericano es esplendorosa. Pájaros de todos colores trinando, vegetación intensamente verde, perenne. Impresionante, sobre todo para nosotros habitantes del fin del mundo. No había ruido de guerra. Estábamos sorprendidos y muy alertas. Era un silencio extraño: la artillería y los morteros enemigos habían cesado su actividad diaria. Los aviones no nos acosaban con sus bombas y metralletas como lo hacían desde que había llegado a la zona de guerra. Los cañonazos que eran el pan de cada día, esa mañana no se sentían. No se observaba movimiento enemigo en sus trincheras y tampoco éramos blancos de los disparos de los soldados de la guardia somocista, ni de sus francotiradores. A través de un radio portátil que nos servía de escucha, nos enteramos de la huida del dictador Anastasio Somoza a Estados Unidos el día anterior. Al anunciar su renuncia, dejó a uno de los suyos como presidente del país- “el tal Urcuyo”, como le decían los propios nicaragüenses, que no alcanzó a durar un par de días en el poder. Los chilenos, en un grupo mayor a medio centenar, estábamos desplegados combativamente en diferentes puntos del territorio liberado por los sandinistas y mantenido también por nuestro esfuerzo. Intuíamos que algo pasaba ese día de julio en la guerra a la que por solidaridad combatiente estábamos de lleno involucrados. Era extraño lo que me sucedía. Echaba de menos la tensión que producía cada bombazo o la metralla potente de la aviación enemiga. Intuitivamente, persistíamos en caminar por las orillas de los caminos, protegidos por los árboles para evitar ser vistos por los aviones exploradores y los francotiradores. En esa aparente tranquilidad, era lógico colgarse el fusil FAL al hombro, pero lo seguíamos manteniendo en posición de alerta. Pero poco a poco nos empezamos a relajar.

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Los “compitas”, como se llamaban entre ellos los guerrilleros sandinistas, eran mayoritariamente muchachos y muchachas, pero aún así, eran veteranos guerrilleros que llevaban años peleando por la liberación de su pueblo. También intuían que algo pasaba. Al día siguiente, 19 de julio, los guerrilleros nicaragüenses, como despertando de un letargo, comenzaron a disparar, pero no en dirección del enemigo, sino directamente al aire. Se alzaban sobre las trincheras, en la propia carretera Panamericana, o donde sea que se encontraran. Nos abrazaban y nos abrazábamos entre todos y gritaban: “¡Le ganamos al hijo de puta, se acabó la guerra compitas, ganamos!”, “¡Viva el FSLN!”. Gritaban sus famosas consignas de combate “La marcha hacia la victoria no se detiene”, “¡Patria Libre o Morir!”, “¡Patria o Muerte Venceremos!” Y mirándonos a nosotros nos decían: “¡Chileno, ahora nos vamos para El Salvador y después con ustedes para Chile!” Era la victoria, algo que los revolucionarios y los pueblos conocen la mayoría de las veces por los libros. El triunfo, la libertad... palpaba la alegría que sólo habíamos visto en películas. Pasaban por mi mente imágenes que vi en las noticias de cuando los guerrilleros cubanos con Fidel a la cabeza de su extraordinario pueblo entraban a La Habana, o cuando el pueblo ruso expulsó a los alemanes del territorio soviético en su victoria contra el nazismo. Los compás iban de lado a lado, relatando combates, prometiendo que volverían a encontrarse luego de que ubicaran a sus seres queridos. A algunos los envolvía el dolor, lloraban al recordar a los camaradas caídos. Era la hora del recuento, de los balances, de lo que habían perdido y lo que habían ganado. El triunfo nicaragüense tuvo sin lugar a dudas un alto costo para este querido pueblo. En el Frente Sur, se comprobó que la guardia que estaba en nuestro frente había huido por la carretera a San Juan del Sur, en la costa del Pacífico. Luego se supo que en barcazas fueron trasladados hasta El Salvador. Comenzaron entonces los preparativos para cumplir la orden de la Comandancia del FSLN de partir hacia la capital, Managua. Los internacionalistas colaboraríamos en organizar las columnas de guerrilleros para la marcha. No teníamos idea cómo era la capital de Nicaragua. Habíamos peleado por la libertad de ese país sin

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conocerla. Sólo por el mapa sabíamos para dónde debíamos dirigirnos y la dirección que debíamos tomar. El norte era el camino. Veinticinco años después, con Luis, el oficial que salió herido de gravedad y casi ciego de esa guerra, formamos parte de una delegación chilena que denominamos “Orgullo del Pasado”. Participamos en los actos conmemorativos del 25 aniversario del triunfo de la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua. Al saber que Luis había sido herido en esa lucha de liberación, varios periodistas nicaragüenses le preguntaron: “¿Cómo encuentra Nicaragua después de 25 años? ¿Qué le parece la capital?” Su repuesta nos sorprendió a todos, incluido a mí: ”La verdad -dijo- no tengo la más remota idea cómo era Nicaragua. Yo entré en la guerra por la frontera con Costa Rica, me dieron una misión, partí a cumplirla, salí herido, perdí masa encefálica, salí del borde delantero gracias a un compita nicaragüense y luego me sacaron no sé cómo de la zona de guerra. Recobré el conocimiento en un hospital de San José de Costa Rica. Después, me trasladaron al Hospital Naval de Cuba, en La Habana. Alcancé a estar sólo trece días en Nicaragua y nunca más volví. Así que repito: ¡no tengo idea cómo es Nicaragua y menos Managua!” Al momento de finalizar la guerra, yo me encontraba a las órdenes del Estado Mayor Guerrillero. Me ordenaron que apoyara a Evaristo en la organización del orden de marcha de las tropas que se desplazarían a Managua. Las fuerzas del Frente Sur habían crecido en combatientes, piezas de artillería y morteros, lanzacohetes, ametralladoras ligeras y pesadas y hasta una pieza de artillería anti aérea. Había que asegurar la protección aérea y prever posibles emboscadas. No sabíamos de dónde podían venir los ataques enemigos y no teníamos la información completa de la situación de la Guardia Nacional luego de la huida de Somoza. La misión de Evaristo era bien concreta: organizar correctamente la columna para la marcha. Los guerrilleros y el armamento de infantería y artillería debían ser distribuidos en los camiones y otro tipo de vehículos con que se contaba en esos momentos. Debíamos partir como una fuerza organizada a la capital y ser capaces de responder a cualquier ataque enemigo o imprevisto

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durante el camino. Era la orden de la comandancia del FSLN: asegurar la toma de la capital, Managua. Evaristo se empecinaba en convencer a los guerrilleros de que el desplazamiento a Managua debía ser organizado. Les mostraba en un mapa el esquema de la formación, les indicaba la velocidad de marcha de los vehículos y la distancia que debía haber entre ellos. Los choferes de reemplazo también eran seleccionados. Se estableció el plan de comunicaciones durante el recorrido, la disciplina en las comunicaciones, qué hacer en cada variante que se presentara, los lugares de peligro, el despliegue posible de las fuerzas del enemigo y la respuestas nuestras en cada caso. Pero ellos no querían saber más de órdenes militares. Los guerrilleros, incluyendo algunos jefes, no estaban muy interesados en llegar en formación a Managua, ni menos meterse en la columna de marcha. Estos muchachos querían partir inmediatamente a la capital y no entendían ningún tipo de razones del oficial asesor chileno. Muchos de estos combatientes, que para siempre pasaron a ser nuestros hermanos de sangre, partieron a Managua por su propia cuenta. Querían ser los primeros en llegar a la capital. Soñaban con volver a ver a sus padres y madres, que seguramente los creían muertos y los andarían buscando desesperadamente en cada columna guerrillera que llegara a la capital. Su urgencia era abrazar a sus amigos, llorar con ellos lágrimas de victoria, hablar de los héroes caídos. Intentar recuperar el tiempo y los besos perdidos de sus novias, o disfrutar de nuevo a sus hijos. El triunfo era todo eso para los nicaragüenses. Para ellos la guerra había terminado, y ahora querían volver a vivir o empezar a vivir de nuevo. Se habían ganado ese derecho. No querían más guerra. Yo los miraba y me decía: Pensar que nosotros estamos recién empezando. Los envidiaba sanamente. Después del triunfo sandinista, Evaristo fue por un tiempo encargado del partido entre los militares que estábamos en Nicaragua, reemplazando a Salvador. Siempre lo he considerado como uno de mis mejores amigos.

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Ingresó clandestino a Chile, y fue leal compañero de Raúl Pellegrin, jefe histórico del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR). Varios años después de ese día de julio de 1979 en que trabajábamos arduamente para organizar a las columnas de guerrilleros para partir en orden de marcha a Managua, un jefe del FPMR en Chile me comunicó la dolorosa noticia de que Evaristo estaba desaparecido. No se había reportado, y sin duda estaba preso o muerto. Evaristo había caído detenido después del atentado al tirano Pinochet en 1986, resistió la tortura salvaje de la dictadura y no dijo una palabra a sus carceleros. Estuvo muchos años en prisión, hasta que durante el gobierno del presidente Patricio Aylwin logró la libertad, al igual que su valiente compañera, también presa política, a quien tuve el honor de conocer antes de caer detenida. Elegimos el lugar que me correspondería en la columna que avanzaría victoriosamente a Managua. Pero increíblemente, me perdí esa marcha gloriosa por una orden superior. Se me indicó que debía bajar del camión en que me encontraba - según yo, listo para la foto- y quedarme en la zona fronteriza. No lo podía creer. Y hasta hoy no lo creo. No pude incorporarme a la gran columna del Frente Sur. No fui testigo del hecho histórico, de cómo mis hermanos se abrieron paso por las carreteras de Nicaragua, recibiendo los cariños de ese pueblo heroico. Mi jefe, Salvador, me ordenó que después de que se fueran todos - incluido él, por supuesto- tenía como misión aventurarme por la amplitud del territorio y “cazar” varias vacas para la comida de las próximas semanas de nuestras tropas. No teníamos idea cómo sería la situación en los próximos días. Debía “recuperar” además un camión con acoplado para trasladar el ganado y que éste no podía ser menor al número de cinco animales, según indicó. Mientras mis queridos compañeros victoriosos se enfrentaban al cariño del pueblo nicaragüense camino a Managua, mi última misión en el Frente Sur fue garantizarles su futura comidita. Era comprensible el interés de comer carne. Nos había costado acostumbrarnos a la comida guerrillera, escasa en cantidad, según los comentarios generales. Debimos adaptamos a lo que hubiera. La base

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principal de la comida eran frijoles, café negro, algún queso, leche condensacla y tortillas de maíz. Nosotros comíamos las tortillas crudas, porque no sabíamos que se debían cocer. Cuando conocimos el verdadero gusto de las tortillitas, nunca dejé de comerlas junto con el bendito “gallo pinto”, la comida más típica de los nicaragüenses. Gracias a los internacionalistas uruguayos pudimos comer más de una vez unos increíbles asados de vacuno en plena guerra. Esa suerte se me presentó en una ocasión en el pueblo de Sapoa. Los compañeros (tupamaros y comunistas) eran valientes y fraternales guerrilleros. Estaban preparando un tremendo asado en un somier de una cama que pertenecía al cuartel de la Guardia en Sapoa. Les recordé que dos días antes había visto un cadáver de un somocista atado y totalmente quemado en una cama parecida, pero me aseguraron que era otra cama. El caso es que finalmente no me pude negar al ofrecimiento de un rico pedazo de carne asado al estilo oriental. Cuando se fueron todas las columnas victoriosas del Frente Sur “Benjamín Zeledón” a la capital y con todos mis compañeros incluidos, yo me quedé con Silvio. Llegado el atardecer, los compitas agruparon troncos para hacer una gran fogata. Compartimos con ellos esa noche en vigilia. Se encontraban con nosotros varios guerrilleros que fueron designados como policías fronterizos. Estábamos atentos a cualquier rebrote de los somocistas. Hermosa y linda se veía la noche con la gran llamarada de la fogata. Era una verdadera llama de la libertad. Surgió espontáneamente el canto entre nosotros, y no faltó el que pidió que cantáramos el “Venceremos” de la Unidad Popular chilena. De esa noche nunca podré olvidar la sensación que me embargaba. Entonábamos: “La tumba del guerrillero, dónde, dónde está, su madre está preguntando, algún día lo sabrá”. Se cantaron otras canciones como “Las Mujeres del Cua” y el “Cristo de Palacaguina”. Sus letras mostraban claramente la dura realidad de la lucha de los nicaragüenses. Esta revolución enseñaba al pueblo a combatir con los cantos de “Guitarra Armada”. Yo siempre me impresionaba durante mi estadía en Nicaragua cuando escuchaba el hermoso y sublime tema “Canto de Meditación”, que era parte de la misa campesina con que alaban a Dios,

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haciendo alusión al canto de los pajaritos como el gorrión, el alcaraván y el carpintero, entre otros, en el amanecer campesino nicaragüense de cada día. Llegaron a la fogata unos compitas nicaragüenses que estaban de seguridad a orillas del lago. Querían información. Estuvieron todo el tiempo en un lugar bien aislado y no sabían que estaba pasando con la guerra. “La guerra terminó, hermanos”, les decían, riéndose los compitas que celebraban la victoria. Me alejé de la fogata, caminé unos pasos y me acerqué al sitio donde estaban sepultados los cuerpos de algunos guerrilleros caídos en la guerra. Una de las tumbas tenía vainas de proyectiles de cañones a su alrededor como de adorno. Miré el letrero en forma de cruz que la encabezaba con un nombre manuscrito que me era familiar: “Gualberto”. Era el seudónimo que usaba el “Chico Days”. Me vino su imagen a la memoria. Apenas hacía unos cuatro o cinco días que lo habíamos sepultado en un cajón de morteros. Me dio mucha tristeza por él. La misma tristeza que sentimos cuando recordamos al “Flaco Lira”, o David, como era el nombre con que fue bautizado en la escuela de Punto Cero Roberto Lira Morel. Él se graduó de dentista en Cuba, y en la guerra fue el encargado de la ametralladora “Cuatro Bocas” en el Frente Sur. Después del triunfo sandinista, por convicción y por amor, partió a pelear a El Salvador, renunció al partido y formó parte de una de las organizaciones del guerrillero Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, (FMLN). Murió en una emboscada en enero de 1981. Su cuerpo nunca ha sido encontrado, a pesar de los esfuerzos de sus familiares, en especial de su hermana Vilma. Sus restos reposan en algún lugar de ese país centroamericano, en cuya guerra de liberación combatieron y dejaron su vida muchos jóvenes chilenos. Bien se merece él como un homenaje la canción de “La tumba del guerrillero, dónde, dónde está”. Finalmente, las fuerzas del Frente Sur avanzaron hacia Managua. La Guardia Nacional colapso después de la renuncia del General Anastasio Somoza. El último cañonazo de la Guardia Nacional en nuestra zona de guerra se dio como a las 5.00 hrs. de la mañana del 19 de julio. Quince minutos después, una patrulla de exploración enviada a verificar las posiciones enemigas confirmó

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su retirada hacia San Juan de Sur. Las tropas sandinistas entraron victoriosas en la capital el 20 de julio de 1979, sin mí.

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CAPÍTULO 17 - Rescatar a Gonzalo Debo reconocer que la misión de quedarme en Peñas Blancas después de terminada la guerra con el propósito de capturar vacas para la comida de mis camaradas era de carácter secundaria. Mi misión principal era una tarea más urgente y seria. Debía encontrar a como diera lugar a Gonzalo, que había sido evacuado herido al puesto médico ubicado en el poblado de La Cruz, al interior de Costa Rica. Llevarlo conmigo a Managua era mi tarea. Si su herida era más grave, lo mandarían a curarse a Cuba. El mando internacionalista no quería tener nuestra gente dispersa. No se olvidaba que días antes de terminar la guerra, habían desembarcado en Costa Rica tropas del Ejército norteamericano en una operación aerotransportada con helicópteros para cortar los abastecimientos de la guerrilla sandinista. Podían hacerlo de nuevo. Nuestra situación legal era muy precaria. No teníamos ningún papel que nos identificara. El pasaporte que inicialmente tuvimos, a pesar de que era falso, debimos entregarlo a los enlaces que nos recibieron en Panamá. Por tanto éramos revolucionarios indocumentados, por describir de alguna forma nuestra situación. Buscando entre los vehículos que estaban varados en el puesto fronterizo de Peñas Blancas a causa de la guerra, encontramos un auto casi nuevo de modelo americano, automático. Silvio sería el chofer. Yo no me atrevía a conducir. Sólo sabía manejar vehículos blindados en un polígono militar de maniobras. Y este no era el caso. En mi casa, lo más que llegamos a tener como familia fue una motoneta Lambreta que manejaba mi padre. Nos vestimos con ropa civil de buena marca que encontramos en el Duty Free fronterizo. Ocultamos nuestro armamento, fusiles y las municiones debajo de los asientos del auto. Agregamos uno para mi amigo Gonzalo y partimos al pueblito de La Cruz, pensando pasar como turistas. No recuerdo cuánto duró el viaje a La Cruz. Eran como veinte o más kilómetros de distancia. La carretera estaba despejada, tenía muchos hoyos y el tránsito todavía no se normalizaba. Los policías costarricenses nos hacían parar y cuando observaban nuestra pinta y miraban al interior del vehículo, entraban en sospecha inmediatamente y nos decían: “Adelante compitas”. Nos felicitaban por el triunfo alcanzado.

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Una vez en La Cruz, empezamos por ubicar el puesto medico, preguntando y preguntando. Nos preocupaba que los guardias ticos tomaran el control de los heridos, que hasta ese momento estaban bajo la responsabilidad de los ayudistas del FSLN. Finalmente llegamos a una casa fuera del centro de la ciudad y en ella empecé a preguntar por Gonzalo. Evitaba decir que nuestro herido era militar venido de Cuba. Lo consideraba peligroso; no sabía su situación. Una compita tica de edad que ayudaba a los sandinistas se acercó a nosotros y en tono medio conspirativo me dijo dónde estaba la persona que yo andaba buscando. “Es un chileno que habla como cubano ¿verdad?”, me preguntó. Ahí mismo nos reímos y dijimos que nuestro socio Gonzalo estaba súper compartimentado en este lugar. Finalmente lo encontramos. Estaba hablando con unas enfermeras. Apenas me vio se hizo el serio, como si hablara cosas importantes con las muchachas. Nos pegamos un tremendo abrazo. Le dije muy seriamente: “Tengo órdenes de llevarte con nosotros ahora mismo. Hablaré con el médico para sacarte de aquí”. Me contestó que no había que hablar con nadie y que inmediatamente se iba conmigo. “¿Y tu herida?” pregunté. “Todavía la tengo aquí”, dijo, en su típica forma de hablar, mostrando su pierna, y salió con nosotros. Al verlo, la señora que nos ayudó a encontrarlo nos dijo: “Sáquele con cuidado la esquirla y que viva Sandino”. Dimos unas vueltas por el pueblo antes de volver a la frontera de Peñas Blancas y mucha gente nos saludaba gritando: “¡Viva Nicaragua sin Somoza!” Y pensar que nosotros creíamos que nadie detectaría nuestra presencia. Al llegar otra vez a Peñas Blancas, no nos costó mucho conseguir un camión grande y nadie nos pidió que devolviéramos el auto. Ya era nuestro. En los primeros días de la revolución, la propiedad era un concepto muy relativo. Salimos a Sapoa. Quería pedir colaboración para “recuperar” el ganado que necesitábamos. En tiempos de paz, el sur de Nicaragua era una gran zona ganadera, y debido a la guerra, los dueños de haciendas, muchos de ellos somocistas, habían emigrado, dejando abandonadas sus casas y pertenencias, incluidos sus animales. Recuerdo que durante la guerra, un compita era el encargado de anotar los vacunos, chanchos y otros tipos de animales que los

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guerrilleros comían. Eso se hacía confiando en que para cuando se triunfara, se pagaría a los campesinos. No así a los grandes ganaderos, como sucedió en este caso. El ganado llevaba meses suelto por la zona de guerra, algunos estaban heridos y se alimentaban de la abundante vegetación que había en ese territorio. Con ayuda de unos compitas campesinos atrapamos varios vacunos y los subimos al camión. Con las vaquitas en el camión y con Gonzalo en el auto, la misión que me asignaron estaba cumplida. Así que nos dispusimos a partir a la capital. Decidimos hacerlo a la madrugada del día siguiente para mayor seguridad; no queríamos arriesgarnos a viajar de noche. Pasamos esa noche en Sapoa, la última que dormí en ese lugar. Esta vez no dormí en el suelo o en una hamaca y con un ojo cerrado y el otro abierto abrazando el fusil. Dormí a pierna suelta en los mismos vehículos en que andábamos. Partimos a Managua temprano. Yo no dejaba de pensar que cruzaría por segunda vez el río Ostayo. Ahora lo haría en un auto y directamente por el puente. Nunca se me pasó por la mente que lo cruzaría como jefe de una columna guerrillera de dos vehículos recuperados, un carro automático gringo muy moderno y un gran camión rastra con cinco vaquitas. Hubiera preferido la columna victoriosa de mis hermanos guerrilleros de hace un par de días, pero qué le iba hacer. Ordenes son órdenes. Lamentablemente, no recuerdo el día que era cuando llegamos a Managua. Me impresionó lo que observé, una ciudad muy destruida. Rápidamente me aclararon unos nicaragüenses que la mayoría de los destrozos no correspondían a los efectos de la guerra. Esta ciudad fue destruida por un terremoto muchos años antes, en 1972, y la familia de Somoza se apropió de la ayuda para su reconstrucción que le mandaba la comunidad internacional. Dimos muchas vueltas por la ciudad. Debíamos contestar cada contraseña a las señas que nos exigían responder. Las más conocidas eran: ¿Quién vive?, ¡Sandino vive! Y ¡Patria Libre!, ¡O Morir! Había una infinidad de puntos de control en la capital por parte de los milicianos que cuidaban las calles una vez terminada la guerra. Después nos enteramos por los mismos compás sandinistas que una buena cantidad de estos milicianos se habían hecho

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guerrilleros en los últimos momentos, y muchas veces no se sabía si eran sandinistas o no. Fuimos preguntando por los guerrilleros del Frente Sur. Por la artillería. Por los chilenos o los cubanos. Por los comandantes Pastora, Valdivia y Pichardo, que eran los únicos nombres de los jefes nicaragüenses que conocíamos. Los demás todos eran seudónimos. Finalmente descubrimos que nuestros hermanos estaban en el muy distinguido Country Club de Managua, un exclusivo campo de golf de la burguesía nicaragüense. Enfilamos para ese lugar. Sorteamos la vigilancia de ese campo de golf convertido en un cuartel militar sandinista. Dimos las contraseñas que nos pedían y, estacionamos los vehículos. Entregamos a los compitas de la cocina los animales que traíamos desde el sur. Me di el gusto de regalarle las llaves del camión a la guerrillera a cargo de la cocina. Ella quedó feliz por las vaquitas y su nuevo camión con acoplado. Pregunté por Salvador y por varios chilenos. Dijeron que andaban en el Bunker de Somoza. Cuando nos preparábamos para partir nuevamente en nuestro moderno automóvil, vi que se acercaba un carrito de esos que se ven en la televisión en los campos de golf trasladando a los exclusivos deportistas de hoyo en hoyo. Dos chilenos eran los que lo manejaban. Me dio mucha risa verlos en ese móvil. “No te rías hue..., no ves que somos los oficiales de guardia. Andamos controlando los servicios de vigilancia de la unidad”, me dijeron. Eran, si mal no recuerdo, el Chino Amado un destacado jefe de Batería de Artillería en la guerra y otro oficial artillero chileno. La guerra definitivamente había terminado.

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CAPÍTULO 18 - Después de la Guerra El puesto de mando de Somoza, el famoso “Bunker”, estaba ubicado en la loma de Tiscapa, donde se encontraba el Comando Central de la Guardia Nacional y uno de los principales centros de tortura de los somocistas. Estaba constituido por varias edificaciones distribuidas en la misma loma. Me presenté en una de esas casas para una entrevista con el jefe de la misión cubana, Alejandro. Nos querían conocer mejor para saber qué misiones cumpliríamos ahora que los sandinistas habían triunfado. Mi especialidad de tropas generales y seguramente otras cosas que ellos vieron significó para mí trabajar desde el primer momento en la formación del nuevo ejército que nacía, donde nosotros los chilenos jugaríamos también nuestro papel. El trabajo era de asesor del recientemente designado Jefe de Estado Mayor General, Joaquín Cuadra, junto a Miguel González. También se designó a Evaristo y Gonzalo como asesores en la Dirección de Operaciones. Augusto fue destinado a la Dirección de Preparación Combativa, Joaquín quedó en la Jefatura de Artillería, y otros compañeros fueron asignados directamente a trabajar como asesores en las Regiones Militares, como fue el caso de Benjamín, Nibaldo, Guillermo, Hugo y otros oficiales. En las mismas dependencias de la Comandancia General del Ejército, en la Loma Tiscapa, estaba el Batallón Blindado. Omar, Cándido y Adolfo fueron designados como sus asesores. Junto a ellos también estaban Roberto y Marilao, ambos caídos en la lucha contra la dictadura en Chile. La mayor cantidad de los oficiales chilenos fue destinada a la organización de la artillería en Montelimar, una exclusiva casa de descanso que tenía Somoza en la costa del Océano Pacífico. A la formación de nuevos oficiales fue destinado otro grupo de nuestros compañeros en la nueva Escuela Militar Carlos Agüero, en las antiguas instalaciones de las Tropas Especiales de la Guardia Nacional. Las compañeras médicos fueron destinadas a asesorar en la formación del Hospital Militar, en la Dirección de Logística y también en las regiones.

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Celsio, Eduardo y “el Manco”, estaban en Ingeniería Militar. El compañero socialista Víctor Minué fue asignado a Inteligencia y en la Dirección Política, Arístides. Los chilenos en el Estado Mayor General (EMG) trabajábamos en equipo y nos veíamos siempre, sobre todo Evaristo, Gonzalo, Joaquín y yo. Dormíamos en el mismo lugar de trabajo, ya que obviamente no teníamos casa ni familia en Nicaragua. Esas dependencias tenían muy buenas alfombras. Un día, llegó más temprano el Jefe de EMG y se extrañó de vernos tan temprano en el trabajo. Ahí se enteró de que no teníamos lugar donde vivir y de inmediato nos asignó una de las tantas casas que los somocistas habían dejado abandonadas. Meses después, con la llegada de oficiales superiores de las FAR con el coronel Sergio Pérez Lezcano como jefe de misión, varios chilenos fuimos ratificados en los cargos, otros reasignados y una gran parte de los internacionalistas terminaron su misión y volvieron a La Habana. Cuando terminó su misión, el compañero Pérez Lezcano fue ascendido a general. Fue un jefe exigente y fraterno. Influyó mucho en nuestra formación y en el éxito del trabajo que realizábamos como asesores militares del Ejército Popular Sandinista. En ese intenso trabajo, un poco superior a nuestros conocimientos pero suplido en parte por el estudio personal y las enseñanzas que nos daban los asesores cubanos, fueron pasando los meses. Nicaragua se iba normalizando como país. Había vuelto la paz, por lo menos por un tiempo, porque el gobierno norteamericano y los somocistas ya estaban preparando la contrarrevolución. El desempeño como asesores militares nos permitió recorrer casi toda Nicaragua. Aprendimos a conocer la idiosincrasia de su gente y a quererles, sobre todo a los nuevos compañeros de trabajo que provenían de otros frentes guerrilleros diferentes al nuestro. Recuerdo a varios oficiales sandinistas de la Dirección de Operaciones, muy jóvenes: Sergio Carione, Jorge Ramírez, Ana María Briones, Pedro Rivas, Mayorga y Federico Aguado. Años después me enteré con dolor que los compañeros Zeledón y Campos murieron en la guerra con la contrarrevolución en los años ochenta. Guardo

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mucho cariño del primer jefe de esa dirección, el comandante Oswaldo Lacayo. A través de todos ellos fuimos conociendo su historia revolucionaria, aspecto muy importante para nuestro futuro en Chile. La gran responsabilidad que teníamos nos obligaba a estar muy organizados y para ello nos ayudábamos de la organización partidaria. Nuestro primer encargado político fue Salvador. Podría destacar que una de sus cualidades en esos momentos era su capacidad de sintetizar lo que pensábamos la mayoría de los oficiales internacionalistas, y transformar esa intención en una idea a seguir. Nuestro grupo siempre fue consciente, disciplinado y muy decidido. Las ideas correctamente planteadas se transformaban fácilmente en un impulso a la acción, sobre todo en un grupo humano como el que constituíamos nosotros, en el que no estaba ausente la vehemencia de los revolucionarios. Tampoco puedo negar que en nosotros estuvo presente el dogmatismo, propio de la experiencia y formación que vivimos. Eduardo era el asesor principal en el Batallón Blindado del ejército sandinista. En la guerra, se desempeñó como jefe de batería de artillería de forma muy exitosa y eficiente, como decían los jefes guerrilleros. En Nicaragua nos hermanamos con Eduardo. Era muy unido de todo tipo de correrías con Juan Carlos. Su madre vivía exiliada en la antigua URSS y le enviaba regalos que incluían vestuario, zapatos, dulces, y hasta latas de caviar ruso. Se sentía incómodo con tantos regalos, ya que obviamente ninguno de nosotros podía recibir nada de nuestras familias. Juan Carlos le decía que no se preocupara, pero que repartiera los regalos entre sus socios. Para una de las múltiples campañas de finanzas partidarias que hacíamos, sus camaradas de célula, Gonzalo y Juan Carlos, tuvieron la ocurrencia de venderle su cama y su espejo preferido. Inventaron que Eduardo lo donaba al partido. Acusó a Gonzalo de mal hermano (dormían en la misma pieza) por entregar la llave del cuarto para sacar su cama y venderla. “Judas”, lo llamó, ante nuestras risas. Esas especies eran parte del ajuar de la hija de una de las familias más ricas de ese país, y ahí estaban cuando los nicaragüenses nos pasaron una casa para alojar. El dueño, un cubano, había huido de Cuba

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después del triunfo revolucionario en 1959 y nuevamente lo hacía de Nicaragua en 1979. Guillermo siempre cuenta que una vez Eduardo le dijo: “Mira, Indio, te voy a regalar estos pantalones nuevos que me llegaron. Muy agradecido, el “Indio”, aceptó, pero le preguntó porqué se los regalaba y no se quedaba él con el lindo “pitusa”. Muy tranquilo, el “Huevo” le contestó: “Te lo regalo a ti sólo porque a mí no me gustan, así que quédate tranquilo”. Así era el “Huevito”, como cariñosamente le decíamos. Repartía entre nosotros todas sus cosas y sobre todo sus regalos. Se burlaba de mí porque yo encontraba asqueroso el caviar ruso que le mandaban: “Esta es comida de príncipes”, nos decía. Le encantaba aparentar buen gusto delante de nosotros. Cada vez que hacíamos una pichanga para pasar el tiempo, el único puesto en que lo colocábamos era al arco. Era malazo para la pelota, pero un fanático de la preparación física. Nos decía que el fútbol era muy ordinario, porque no hacía pensar, sólo había que chutear. Un día, Eduardo nos pidió a Gonzalo y a mí que lo acompañáramos a recibir a su hermano Claudio, un científico chileno de renombre mundial que lo visitaba en Nicaragua. El compromiso con él era que cumpliríamos nuestro papel sin que se percatara su hermano de que nosotros éramos sus amigos. Debíamos aparentar que éramos sus subordinados. Gonzalo sería el jefe y chofer de la escolta, y yo, obviamente el único escolta. Como siempre, Gonzalo se aprovechaba de su cargo, dándome órdenes de que mantuviera limpio el auto. Me retaba si no le abría rápidamente las puertas del vehículo al jefe y a su visita, exigiéndome que les llevara agüita helada, y por supuesto a él también. Cuando la misión internacionalista terminaba para la primera generación de militares que habíamos participado en la guerrilla, Eduardo tuvo un destacado desempeño en un batallón de lucha irregular que combatía a 'los Contras”. Antes de ingresar clandestino a Chile, Eduardo recibió preparación especializada similar a la que recibían los combatientes vietnamitas. Daba todo por sus camaradas. Amaba a su hija. Sin duda que también adoraría a su nieto, hijo de su muñequita Gabriela, como la llamaba entre nosotros. Estoy seguro de que se vería orgullosamente retratado en su hijo Bastián. Hay unas viejas fotos donde Guillermo y yo aparecimos como santos padrinos de su matrimonio en Nicaragua.

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Eduardo, Roberto Nordenflycht, cayó en combate en Chile en un enfrentamiento en el aeródromo de Tobalaba de Santiago en agosto de 1989, hace más de 20 años. Para mí su muerte fue una gran pérdida. Días antes había conversado con él. Nuestra situación en esa época de lucha clandestina era muy dura y difícil. Nos habíamos separado del Partido Comunista. Me enteré de esa dura noticia a través de un pasquín de la dictadura chilena, el diario La Segunda. No me avergüenza contar que me encerré solo a llorar su muerte esa noche en un diván de una consulta siquiátrica que me prestaban a veces para pasar la noche. Cuando se cumplía un poco más de un año del triunfo sandinista, tuvimos la pérdida de otro valioso oficial chileno de la misión: Miguel Rojas, “Cachencho”. Era un compañero muy alegre. Llegó en el primer grupo de becados a estudiar medicina en Cuba. Era nacido y criado en Tocopilla, de familia muy humilde. Murió en un accidente automovilístico cuando se desempeñaba como asesor en la ciudad de Matagalpa, al norte de Nicaragua. Cuando Cachencho llegaba a la casa que teníamos los chilenos en la carretera vieja a León, a la salida noroccidental de Managua, llamada la “Quinta Rosana”, había que cuidarse de él, ya que no paraba de hacer bromas. Esperaba que los demás nos metiéramos al WC o la ducha para lanzarnos unos petardos nicaragüenses llamados “triqui-tracas”. Estos tenían la particularidad de estallar con un ruido parecido a las ráfagas de ametralladora, lo que obligaba a veces a los que estaban en el baño haciendo sus necesidades de distinta orden a salir rápidamente tal cual estábamos a ocupar los puestos de combate de acuerdo al Plan de Defensa, pensando que atacaban la casa. Habíamos terminado una reunión partidaria y de regreso a Matagalpa, Cachencho tuvo el desgraciado accidente que le costó la vida. Trajeron su cuerpo a la morgue de Managua. Cuando nos encontrábamos esperando que prepararan sus restos para trasladarlo a la escuela militar “Carlos Agüero”, donde se le rendirían los honores, llegó corriendo un militar sandinista de la ciudad de Matagalpa, muy alto, al que él asesoraba. Abrió el depósito donde se encontraban sus restos y ante nuestra presencia se abalanzó sobre su cadáver, lo abrazó y lo besaba gritando su dolor.

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“Mira cómo te quedaste, hermano”, le decía llorando desconsoladamente. Entre varios lo separamos del cuerpo de nuestro Cachencho e inútilmente tratamos de consolar su dolor y el nuestro. Pasamos toda la noche haciendo guardia y cuidando su cuerpo. Luego del homenaje que le rindiera el Ejército Popular Sandinista (EPS), la misión militar cubana lo trasladó a Cuba. Oficiales chilenos lo escoltaron, le rindieron honores nuevamente. Sus restos siguen depositados en el Mausoleo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba. Dejó una hija muy pequeña y una joven esposa cubana.

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CAPÍTULO 19 - El Retorno A finales de 1983, varios de mis camaradas de la guerra ya estaban clandestinos en Chile o preparándose para su incorporación al interior. Los últimos que quedábamos de ese grupo en Nicaragua entregábamos nuestras responsabilidades militares. Poco a poco iba terminando nuestra misión internacionalista. Empezábamos a ocupar la mayor parte de nuestro tiempo en actividades relacionadas con la lucha en contra de la dictadura chilena, fundamentalmente en el terreno de los aseguramientos. Nos emocionamos con el primer apagón que marcó el nacimiento del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) en diciembre de 1983. Finalmente a mí también me llegó la hora de dejar la Nicaragua sandinista. El deseo de volver a Chile a luchar contra la dictadura nos permitió llegar a esa tierra, que ha quedado marcada para siempre en nuestros corazones. Ese mismo deseo nos hizo dejar ese querido país para incorporarnos a la lucha en nuestra primera patria. Y como varios de mis compañeros, dejé con tristeza a mi primera hija Laura Daniela en el vientre de mi compañera nicaragüense de esos años, la muy digna y querida Desiree. En el tipo de vida que llevábamos, entregados el ciento por ciento a la lucha revolucionaria, quedarse a vivir en ese país y no partir a luchar en Chile era una opción inviable para nosotros. Hoy eso puede tener muchas lecturas, todas válidas y justas. Con estas decisiones perjudicamos proyectos de vida de seres muy queridos. Los que quedamos vivos debemos responder por nuestras decisiones, ya que afectamos para siempre las relaciones con nuestros hijos y compañeras, daño afectivo que en muchos casos no tendrá nunca solución. Quizás nos faltó madurez para siquiera pensar en algún momento en el futuro a largo plazo. Dábamos el todo por el todo y en eso también perdimos cosas muy valiosas y totalmente irrecuperables. Es por eso que guardo cariño y gratitud a esas jóvenes nicaragüenses, sandinistas, revolucionarias, que siempre nos apoyaron y se comprometieron con nuestra lucha. Con mucho respeto las nombro: Rosa Pasos, Aurora

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Suárez, Desiree Pallais, Laura Cordua, Marisol Serrano, Lucía Herrera, Reyna Romero, Georgia Alvarado, Consuelo Ramírez, entre otras tantas fraternas compañeras. Antes de partir, me correspondió ser testigo de la incorporación de los nuevos oficiales chilenos que se sumaban a la lucha por la defensa de la revolución sandinista en contra de las bandas de contrarrevolucionarios que comenzaban a azotar Nicaragua con el apoyo de los Estados Unidos. Ellos se incorporaron con la misma decisión con que llegamos nosotros en 1979, pero ahora contaban con el respaldo del Estado revolucionario. De regreso en Cuba en 1984, cuando me preparaba con un grupo de oficiales para ingresar a Chile, a la casa en que nos encontrábamos llegó Adolfo. Era un hermano internacionalista y nos representaba en esta nueva etapa en Cuba. Nos reunimos en uno de los dormitorios. Dijo que tenía que darnos una delicada e importante noticia. Solemnemente nos comunicó que Moisés Marilao, el tanquista mapuche, había muerto cuando intentaba escapar de una cárcel de la ciudad de Temuco en el sur de Chile. Era el primer oficial de la Tarea Militar que perdía la vida en el interior. Fue un golpe bien duro para nosotros. Sentí quizás lo mismo cuando supe que había muerto el “chico Days” en nuestra primera lucha guerrillera. La respuesta a ese golpe de los que nos encontrábamos en esa casa fue que debíamos seguir preparándonos para incorporarnos de mejor forma a Chile para seguirlas tareas del hermano caído. Marilao, el hermano mapuche, todavía no recibe el reconocimiento que se merece por su entrega sin límites a la lucha anti dictatorial. La formación que recibíamos en esa casa cubana era mi cuarta preparación para cumplir una nueva misión. Debimos acondicionarnos físicamente cuando entramos a la Tarea Militar en 1975. Luego, cuando nos sacaron de las unidades militares para partir a Nicaragua el año 1979. Nuevamente, cuando dejamos nuestras responsabilidades en la misión internacionalista en Nicaragua y nos fuimos todos los que quedábamos en esas tierras a la Escuela Militar de Apanás del Ejército Popular Sandinista en Jinotega. Esa preparación era necesaria para incorporarnos a la lucha en contra de las fuerzas que querían destruir la revolución nicaragüense. Y esta última, 1984, para

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acondicionar nuestros cuerpos y mentes para ingresar a nuestra principal misión, Chile. Nuestra primera patria. Cinco comunistas componíamos ese grupo, todos internacionalistas: Omar, Nibaldo, Isidro, Claudio y yo. Después de recibir las clases salíamos a trotar distancias interminables. Bueno, no tanta distancia, pero corríamos bastante. Isidro nos estimulaba, ya que a él le gustaba la preparación física y era bueno en ese aspecto. Después de la guerra en Nicaragua, Isidro nos contó que no vio a casi ningún chileno en los combates del Frente Sur, y que él tampoco fue casi nunca visto por nosotros. La misión que le dieron fue que con un cañón y su dotación, debía impedir nuevos ataques de la guardia desde el Lago de Nicaragua. Los somocistas, utilizando una lancha artillada, disparaban desde la costa del lago a nuestras fuerzas. Sólo vi a Isidro después de terminada la guerra. Con Isidro compartimos varias experiencias después del triunfo revolucionario y en Chile contra la dictadura pinochetista. Durante un tiempo compartimos una misma casa en el norte de Nicaragua, en Chinandega. Con nosotros también vivía David Camú, el “Manco”. Este hermano socialista fue un gran hombre. Murió a mediados de los años ochenta en un incendio en la Costa Atlántica de Nicaragua intentando salvar a una persona durante un incendio. El “Manco”, arquitecto de profesión e ingeniero militar, era muy bueno para bromear. Dormíamos en unos camarotes juntos en la misma pieza. Cuando se bañaba dejaba su prótesis en cualquier lado. Ya estábamos acostumbrados a su desorden. Un día llegué al dormitorio, y él estaba en la ducha. Me recosté en su cama y llegué a saltar cuando sentí una alarma de reloj debajo de la almohada. Moví la almohada con cuidado para ver de dónde venía ese ruido. Pasé tremendo susto cuando vi un brazo cortado con un reloj de cuarzo con la alarma activada. Cuando se lo conté se estrujaba de la risa. Durante los primeros enfrentamientos con la “contra” en Nicaragua, con Isidro habíamos logrado desplegar correctamente a las fuerzas que asesorábamos en la frontera con Honduras en respuesta de un ataque desde ese territorio.

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Los dos fuimos felicitados por ese cometido y “estimulados”, como se dice en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, por el jefe cubano de la misión militar de ese sector, el compañero Vega. Para mí, este hermano cubano fue un gran educador militar, como lo fueron todos los asesores cubanos que conocimos. Este jefe consideró que habíamos actuado valientemente y nos puso como ejemplo ante otros oficiales cubanos de mucha mayor graduación que nosotros. El estímulo que nos otorgaron consistió en poder pasar una tarde libre en Chinandega, ciudad del norte occidental de Nicaragua, en el departamento que produce el famoso ron que venden ahora masivamente en Chile, “Flor de Caña”. Ponían además, un vehículo a nuestra disposición, un poco de dinero y de regalo un par de botas militares a cada uno. Durante nuestro paseo por la ciudad, vestidos de civil obviamente, decidimos con Isidro entrar a un cine del pueblo, sin preocuparnos de cuál era la película. Sentimos muchas miradas cuando entramos y nos sentamos a ver el film. Era un estreno gringo que se llamaba “Mi primer amor”, y en inglés “My first love”. Observando los asistentes, nos dimos cuenta de que eran sólo parejas muy acarameladas, y nosotros éramos la única pareja de varones en el cine. Optamos por terminar de ver la película hasta el final y salimos rápidamente entre las miradas picaronas de varias personas del público. En nuestros posteriores encuentros, o en alguna actividad social donde se escucha la canción principal de esa película, nos morimos de la risa. Yo le digo: “¿Te acuerdas, Isidro, cuando te llevé al cine en Chinandega?” Y él me contesta: “No, compadrito, yo fui el que te llevó al cine”. Isidro no le hacía nunca el quite a los ejercicios de preparación física en la casa donde llegó el “viejo Adolfo”, pero Omar y Nibaldo, en cambio, la sufrían. Ya conocíamos las “pillerías” en la preparación física que hacía Nibaldo en el campo de entrenamiento guerrillero de Apanás, en el norte de Nicaragua. Este lugar era famoso por su polígono de adaptación física, llamado “Cosmos”. Era una montañita que había que subir y subir, sorteando todos los obstáculos que se nos presentaban y hacían interminable la subida. Perdíamos el aire en el intento. En la época que estuvimos ahí, Nibaldo y René descubrieron un atajo en el “Cosmos” que permitía evadir la subida y llegaban descansados a la meta.

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Todos nos reíamos cuando se burlaban de los que siempre hacían ostentación de ser los que tenían la mejor resistencia física, Eduardo y Evaristo. Ellos no podían entender cómo era posible que con sus “físicos”, Nibaldo y René les ganaran las competencias en las que estábamos obligados a participar. El que no alardeaba de su preparación física era José Joaquín Valenzuela Levi, el “Chele Ernesto”. Era simplemente el mejor. Era flaquito y se ganó el apodo de “Fibroso”. Lo bautizó con ese nombre un hermano de René Merino. Nadie entendía de dónde sacaba resistencia para superar todos los obstáculos y ganar todas las pruebas a que éramos sometidos. Tenía condiciones físicas excepcionales. Competía y superaba al instructor que nos acondicionaba físicamente para la guerrilla que nos aprestábamos a enfrentar. El compañero Joaquín Valenzuela fue el jefe del comando que intentó ajusticiar al tirano Pinochet en septiembre de 1986. Fue asesinado en Chile al año siguiente, en la llamada “Matanza de Corpus Cristi”, junto a otros once jóvenes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Recientemente la justicia chilena condenó a los culpables de esos asesinatos a penas mínimas de cárcel. Ernesto era una persona muy ordenada, meticulosa. Una vez lo vi caminando por una calle de la comuna de Providencia en plena dictadura. Me extrañé cuando me dijeron que me juntaría con un rodriguista conocido que vendría con una estufa en el hombro derecho como señal de normalidad. Y fue verdad. José Joaquín había comprado una estufa y para no perder tiempo, se apareció con semejante seña. Su hijo Lautaro hoy es su vivo retrato y también excelente gimnasta. Recuerdo la razón por qué lo vi. El jefe del FPMR decidió que todos los internacionalistas que estábamos en Chile nos juntáramos a intercambiar ideas, a pesar de que no teníamos vinculación alguna en lo que hacíamos. Ya existían serias diferencias políticas con los dirigentes de la dirección del Partido Comunista. Como contraparte, un connotado dirigente de la dirección del partido de esa época se dio la larga tarea de conversar con los internacionalistas en plena clandestinidad para convencernos de que nuestro papel se había terminado en Chile y que deberíamos retomar las actividades o estudios que hacíamos antes de la Tarea Militar. Lo que este dirigente nunca entendió es que nuestra

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suerte ya estaba sellada con la lucha de los combatientes del interior, fuera la que fuere. Raúl Pellegrin, nuestro jefe, tenía un estilo de mando que permitía la posibilidad de opinar sobre lo que se ordenaba hacer en el Frente, en cuyas filas muchos internacionalistas tuvimos el honor de participar. Uno actuaba conscientemente en la lucha que se daba en contra de la brutal dictadura. En Nicaragua y en el Frente Sur en particular, Raúl cumplió cabalmente su papel de combatiente guerrillero. Fue asesor de un jefe de columna guerrillera que le tomó mucho aprecio por su valentía. Su lugar de combate fue muy difícil, jugando él un papel importante en los enfrentamientos en los que le tocó participar. Los dirigentes comunistas de la Tarea, luego de conocer informes de nuestro desempeño en la guerra de parte de los jefes cubanos y nicaragüenses, lo destacaron como uno de los mejores oficiales durante la misión internacionalista que cumplimos ese año 1979. Raúl ingresó a Chile en forma clandestina y llegó a ser el jefe del FPMR. En esa condición decidió encabezar personalmente las acciones militares del 21 de octubre de 1988, que marcaban el inicio de la estrategia de Guerra Patriótica Nacional de esa organización. Ese accionar significó la toma de cuatro poblados rurales y también su muerte. Cuando se retiraba de una de esas localidades, Los Queñes, fue capturado junto a Cecilia Magni, dirigente nacional del FPMR. Ambos fueron torturados y asesinados por carabineros. Sus cuerpos aparecieron el 28 de octubre en el río Tinguiririca de la zona central de Chile.

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CAPÍTULO 20 – Reencuentros Siempre he sostenido que mis proyectos de vida son de mi exclusiva responsabilidad y en correspondencia exacta a las decisiones que fui tomando en cada momento de mi vida. No fui obligado por nadie a dejar la carrera de medicina, ni hacer lo que la lucha revolucionaria me hizo hacer. Esto lo menciono porque he escuchado opiniones de personas que alguna vez pasaron por esta tarea militar, los menos por supuesto, que se debiera demandar a los dirigentes de los partidos de izquierda - el socialista, el comunista y el MIR -por habernos sacado de nuestras carreras universitarias o de los trabajos que desempeñábamos en esa época para convertirnos en militares. Escuché incluso a alguno insinuar que nos deberían reconocer los grados militares en Chile, homologándolos con los de las Fuerzas Armadas chilenas y darnos una indemnización por los grados y años de servicio. Al respecto prefiero quedarme con una respuesta bien chilena de mi hermano Evaristo, cuando le respondió a un sargento de gendarmería al salir de una de las incomunicaciones más largas que ha tenido preso político alguno en Chile. Ante la consulta del gendarme en la cárcel sobre cómo había aguantado tanto en las torturas, le respondió: “El que monta en pingo chúcaro, que aguante si corcovea”. “Soy militante del FPMR” es lo único que consta en sus declaraciones hechas bajo tortura. Yo me metí en la lucha revolucionaria y a la tarea militar en particular por una concepción de clase, la que me enseñaba mi padre, pero sin saber mucho cómo se hace la política en Chile, ni cómo se negocian los acuerdos políticos. Después me fui dando cuenta de que muchas decisiones de lucha se subordinaban a tal o cual conversación con algún potencial partido aliado. Corriendo el riesgo de equivocarme al generalizar, creo que los dirigentes políticos de izquierda chilenos que nos metieron en la tarea militar, en un momento determinado, no supieron qué hacer con nosotros. Muchos de ellos sólo querían tener una fuerza militar para negociar salidas más o menos satisfactorias de acuerdo lo que consideraban que nos merecíamos como pueblo, pero nunca pensando en solucionar de cuajo la injusticia en Chile, tal como soñaba Salvador Allende.

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La experiencia adquirida en esta guerra por el grupo de chilenos del que yo formaba parte fue extraordinaria. Éramos un grupo de jóvenes formados militarmente, militantes opositores a la dictadura de Pinochet, oficiales de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba -una cosa inédita-, y habíamos cumplido una misión internacionalista exitosa en Nicaragua. Esto nos dotó de grandes privilegios y responsabilidades, pero es innegable que también significó un costo muy grande en nuestras vidas, sobre todo para los sueños de muchos de nuestros seres queridos. De cómo afectó a nuestras familias la decisión de salir de la beca de medicina lo comprobé dramáticamente cuando vi en los ojos de mi madre la frustración de sueños no cumplidos con respecto a mí, cuando la visité por primera vez en Argentina después de muchos años sin contacto con ella y en plena lucha clandestina. De acuerdo a las indicaciones de una hermana en Chile, llegué a una casa en Godoy Cruz, Mendoza. En la ventana que daba a la calle debía lucir el mismo letrero o una tabla que teníamos en la población donde vivíamos antes de salir a Cuba, con la palabra escrita “Modista”. Toqué la puerta y salió ella misma a atender. Me quedó mirando harto rato sin decir palabra y se puso a llorar como yo lo estoy haciendo en este momento que escribo. Habían pasado casi 15 años de la última vez que me había despedido de ella en el aeropuerto de Santiago. “¿Por qué se demoró tanto hijito?” Y me hizo pasar a su casa... “Tengo tantas cosas que contarle”, Vivía con mis dos hermanos menores. Me dijo que pasara a bañarme primero, nos tomaríamos un rico desayuno y que luego hablaríamos. Yo debía seguir mi viaje a Buenos Aires. Cuando me estaba jabonando en plena ducha entró mi madre y me preguntó angustiada: “¿Qué hace esta documentación en su bolsillo? Tiene su foto pero no es usted. Dígame hijo la verdad, ¿es médico o no? Hijito, llevamos tanto tiempo esperándolo para que venga a ayudarnos económicamente porque no nos ha ido bien como familia”. Desnudo, le confesé a mi madre que había estudiado medicina solo dos años, que había aceptado salir de la universidad, dejar la carrera médica, para formarme como militar y luchar en contra de la dictadura de Pinochet. Le expliqué que pensaba que en esos momentos no era necesario que yo

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volviera a Chile como médico, sino como un combatiente. Nunca he olvidado su mirada cuando me preguntó: “¿Y nunca pensó en nosotros? ¿Y ahora cómo se van a educar sus hermanos?” Hace poco mi hermano menor me entregó una foto, una copia de la que usé en el pasaporte con que viajé a Cuba. En el reverso, mi querida madre escribió: “Hoy viernes 24 de agosto de 1973, te fuiste a Cuba hijo mío. Partiste en Aerolíneas Cubanas de Aviación, en el vuelo 462, a las 12:25 de la noche. Fuiste hijo al encuentro con tu destino. Dios a de permitir que seas feliz allá, que se cumplan tus deseos de ser un médico, lo cual será el más grande orgullo para tu padre, hermanos y mamá. Pero a Dios le pediré cada día que nadie te cambie los sentimientos hacia tu hogar”. No se cumplieron sus sueños conmigo. Esas palabras fueron y han sido siempre un duro golpe para mí. Cuando me reencontré con mi hermano mayor Alejandro a finales de los años ochenta, me contó que mis padres, al perder el contacto conmigo después del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en Chile, decidieron pedirle a él que fuera a buscarme. De Argentina viajó a Cuba y luego a Nicaragua. Seguía mi huella fielmente, pero sólo me logró encontrar diecisiete años después de mi viaje a estudiar medicina a Cuba. Finalmente nos juntamos en un restaurante de la Plaza Italia, y pasamos toda la noche hasta el otro día conversando de nuestras peripecias y de la familia. En 1988, cuando mi carnet de identidad ya no resistía una nueva revisión oficial en Chile, porque era más falso que Judas, me vi en la obligación de salir a buscar a mi familia. Eso no sólo me sucedía a mí, sino también a varios hermanos que habíamos entrado al país clandestinamente luego de cumplida la misión en Nicaragua. Nuestros jefes pensaron y decidieron que algunos de nosotros, debido a que llevábamos mucho tiempo legalmente fuera de Chile, quizás no tendríamos problemas de seguridad. Me contacté con una de mis hermanas para pedirle ayuda, porque se me había olvidado mi número de carnet y era muy raro que un tipo de más de 30 años no supiera su número de carnet de identidad.

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Una de mis hermanas me ayudó y solucionó el problema. La vi tan segura que confié en ella. Fuimos al Registro Civil, y cuando entramos me dijo: “Quédate cerca del mesón de atención y no digas ni una palabra”. Habló con la dependiente, me miraron las dos y regresó sonriente. “Ya, listo, mañana tengo tu número para el carnet”. “¿Cómo lo hiciste tan rápido?”, le pregunté. “Facilito. Le dije a la mujer que venía contigo, que tú eras mi hermano, que siempre has sido medio huevón y no te acuerdas de tu identificación. ¿Me lo puede averiguar por favor?”. A los días ya tenía mi carnet de identificación. Esta hermana siempre aprovechaba de recomendarme que visitara a mi padre. Para entonces mis padres se habían separado. Yo no quería porque sabía en lo que andaba metido, hasta que un día se presentó la oportunidad. Mi padre vivía en la población Santa Olga, una población muy popular en la zona sur poniente de Santiago. Llegué hasta la esquina donde me indicaron que se paraba mi padre. En las poblaciones chilenas siempre tenemos una esquina preferida y hasta se puede matar por defenderla. Lo vi, lo miré harto rato, y me di cuenta que los viejos no cambian para nosotros, nosotros sí para ellos. Cuando salió caminando en dirección a su casa lo seguí. Se había tomado sus copetes mi papá. Lo abordé... “Papá, soy el Michel, José Miguel, su hijo”. Me quedó mirando medio desconfiado y extrañado. “Ese hijo se desapareció hace rato”, contestó. Le insistí y me volvió a mirar. Se le pasó de repente la borrachera y me abrazó. Me llevó a su casa y me presentó a su nueva señora que ya me conocía. Comimos y nos tomamos un buen tazón de té como se hace en Chile. Por la noche nos fuimos a dormir. A diferencia de mi madre, él no me preguntó muchas cosas. Entró a la pieza donde me acosté y lo vi revisar mi ropa. Quizás pensaba que yo estaba dormido. Luego miró la suela de mis zapatos para ver si estaban rotas seguramente, y después revisó los calcetines. Lo pienso ahora, a años de su fallecimiento y con mucha pena, sobre todo ahora que soy padre igual que él. Cómo debe doler la ausencia de un hijo por tanto tiempo, la desaparición de un hijo, de un ser querido. Por lo menos nos pudimos ver antes de su muerte.

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Me pregunto: ¿Qué había de criminal en la formación de los generales chilenos cuando decidieron desaparecer a tantos chilenos, impidiendo que sus familiares hasta nuestros días puedan conocer el paradero de sus restos? El mismo año 1979 en que se acercaba el triunfo de los nicaragüenses, en Chile el general Pinochet ordenaba a sus subordinados civiles y militares, como consta en la justicia chilena, que con el mayor sigilo removieran de sus tumbas o lugares de entierro los restos de tantas y tantos chilenos asesinados por ellos mismos en los primeros meses del Golpe de Estado, para volver a desaparecerlos, pero esta vez definitivamente, en la acción que estos desalmados tuvieron la creatividad criminal de llamar “Operación retiro de televisores”. Para los familiares de estas víctimas, su sufrimiento es comparable con el dolor de las víctimas de los nazis en la Segunda Guerra Mundial.

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NOTAS FINALES La experiencia vivida en Nicaragua y lo que significó el triunfo de la Revolución Popular Sandinista para nosotros, el grupo de jóvenes chilenos internacionalistas, explican nuestra vehemencia, fidelidad y hermandad como grupo humano y el respeto permanente a los héroes que cayeron en tierras centroamericanas. También a los que murieron en Chile, cumpliendo la promesa entregada al salir de ese país a los familiares, camaradas y a los compañeros sandinistas, de luchar hasta la muerte por conquistar la libertad de nuestro pueblo. La historia de los demás jóvenes chilenos que siguieron después de nosotros en Nicaragua y El Salvador, sin lugar a dudas deben ser experiencias muy duras y gloriosas. Son ellos los llamados a contarlas, cuando así lo consideren, para que queden plasmadas en la memoria combativa del pueblo chileno. Cumplimos la misión en Nicaragua que nos asignó la revolución cubana. Reflexioné sobre esto, al escuchar emocionado las palabras del presidente venezolano, el comandante Hugo Chávez en una de las canchas del Estadio Nacional de Chile en un acto de unidad latinoamericana. En su discurso, hablándole a los asistentes y acompañado por los presidentes de Bolivia, Evo Morales, y de Nicaragua, Daniel Ortega, dijo que el comandante Fidel le decía por teléfono que mencionara el respeto que debemos tener por los combatientes internacionalistas chilenos caídos en la guerra de liberación de Nicaragua y Centro América. Me sentí orgulloso de mis compañeros. La experiencia de vida en todos estos años, individualmente y como grupo internacionalista, nos ha permitido conocernos muy bien entre nosotros y respetarnos. Hemos tenido diferentes responsabilidades. A veces en algunas hemos sido jefes, y en otros casos nos ha tocado ser subordinados, en cometidos que hemos abordado lealmente, lo que no necesariamente significa sabiamente. Inmediatamente se me vienen a la memoria los consejos que siempre nos daba René en Nicaragua, al que cariñosamente llamamos “Gave”. En nuestro grupo, decía expresando un gesto de mucha sabiduría, medio en serio y medio en broma:

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“El mando es medio difuso, extraño, no se nos respeta la antigüedad. Un día te nombran jefe y al otro te bajan a soldado. Así que les aconsejo a los huevoncitos (en alusión por supuesto a todos sus camaradas internacionalistas) que no se pongan vacas cuando les toque mandar, porque al otro día cuando sean subordinados de nuevo, al que fregaste siendo jefe te va a devolver la mano, y se van a arrepentir de haber sido malos jefes”. Bonita enseñanza. Hay que ser siempre humilde. Rene fue un buen jefe, muy querido y recordado por los oficiales sandinistas y cubanos. A propósito de ese compromiso, recuerdo a “Ricardito”, fundador de la Tarea Militar, si se puede decir así. Se enfermó y debió renunciar a ella el mismo año 1975. Lo contactamos en Chile por el año 1986 para que nos ayudara. Nos prestaba su casa para reuniones. Él siempre me aconsejaba: “Broder, aprovecha el espacio que hay en mi casa. Empieza a juntar cositas para tu futuro. Cómprate un comedorcito, consíguete un refrigerador. Te harán falta cuando termine tu lucha”. Yo lo escuchaba y comentaba con mis compañeros: “Este gallo está fallado de la cabeza. ¿Para qué quiero esas cosas materiales? No veo el fin de la lucha. Nuestro partido, mis camaradas y yo obviamente jamás dejaríamos de luchar, hasta que seamos libres o muertos”. Imaginando de esa manera el futuro, ¿adónde metería el refrigerador y el comedor?, pensaba yo. Para el pueblo nicaragüense, el triunfo del 19 de julio significó el fin de una etapa oprobiosa y triste. La época que terminaba era la de una nación que estructuraba su control social sobre la base del dominio de una desvergonzada dictadura muy poderosa, verdadera hija putativa de cada gobierno de turno en EE.UU., que mantenía brutalmente sus privilegios por medio de la fuerza a costa de la inmensa mayoría del pueblo, sometido a la miseria y a la represión. La gran alameda que se le abría a ese pueblo era en sí liberadora, porque al terminar con la opresión, las fuerzas populares podían objetivamente desplegar la plenitud de su creatividad para vivir bien. Era además fundacional, porque estaban fundando una nueva nación. Todo comenzaba de nuevo para Nicaragua. Los humildes que apoyaron abrumadoramente a los sandinistas tendrían una cuota importante de opinión o de participación como

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actores en el nuevo Estado y gobierno que emergían en el concierto de las naciones americanas, azotadas por dictaduras militares derechistas. Pero lo que comenzaba estaba también plagado de incertidumbre. Todo el mundo que pensaba en forma progresista simpatizaba y apoyaba al naciente gobierno de Unidad Nacional, en el que el FSLN tenía la voz cantante. Pero, por su parte, el imperialismo y la reacción internacional que se vio obligada por la fuerza del pueblo unido a desligarse del dictador Somoza comenzaron a rearmar su estrategia y a utilizar sus millonarios recursos para destruir este ejemplar esfuerzo colectivo de la mayoría de esa nación centro americana. La palabra Nicaragua despertaba emociones en todo el mundo. ¿Quién no recuerda su música? Como “El Canto Épico del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN)”, o el discurso del comandante Tomás Borge transformado en canción, cuando decía que en prisión, sus propios carceleros le informaron de la muerte de su líder y él respondió: “Carlos Fonseca es de los muertos que nunca mueren”. La solidaridad era inmensa con ese pueblo. Todo eso definió nuestro espíritu de lucha. El orgullo de haber sido testigo de la valentía de los nicaragüenses, de la combatividad de los cubanos que conocimos y la de nuestros propios hermanos en los combates. Siempre pretendimos traspasar esa convicción de lucha a las tareas que posteriormente emprendimos en Chile. Y a veces, hasta nuestros propios compañeros del interior no lo entendieron de esa forma, incluyendo a varios dirigentes comunistas. De los revolucionarios nicaragüenses y cubanos que conocimos, aprendimos la importancia que tiene el ser fieles con la palabra encomendada, y que los compromisos de lucha no son parte de una táctica para maniobrar con ellos según los vaivenes de la política. Tuvimos el honor de estar presentes en un momento determinante y decisivo de su extraordinaria lucha. De los revolucionarios cubanos, nos impresionó su valentía y convicción revolucionaria de cumplir a toda costa las misiones que les asignaba la dirección de la revolución cubana en otras tierras. En una ocasión en Sapoa, en medio de un ataque aéreo enemigo con bombas de quinientas libras, un oficial cubano resultó herido. Lo primero que preguntó después del ataque fue si le había pasado algo a algún chileno. Dijo que él no

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se perdonaría nunca como revolucionario y como subordinado de Fidel que un chileno bajo su responsabilidad muriera o saliera herido. Las heridas de este camarada cubano fueron producto de que en medio del ataque aéreo empujó primero a un chileno que lo acompañaba a un refugio, no alcanzando a protegerse totalmente él. Los revolucionarios cubanos que conocimos en la lucha guerrillera y en la construcción del nuevo ejército nicaragüense nos cuidaron y prestaron siempre mucha dedicación a nuestra preparación para que así pudiéramos ayudar mejor a los oficiales sandinistas. Los internacionalistas no tuvimos éxito en nuestro sueño magno de que en Chile hubiera una forma de sociedad más humanista, más igualitaria, menos abusiva, donde el dinero no sea el que determine el valor de las personas. Sufrimos el duelo de esa derrota, pero no la vergüenza de no haber luchado. Aprendimos que esas son obras de las grandes mayorías y no de grupos, por muy valerosos que sean. En Nicaragua, los sandinistas, debido a su experiencia política, no creían para nada en los partidos comunistas, con excepción del Partido Comunista cubano. Pero a nosotros los chilenos nos fueron entendiendo y respetando porque habíamos combatido con ellos. Bromeaban con nosotros y nos decían que éramos muy cuadrados, que respetábamos mucho a los “viejos” del partido. Creo, y lo digo con respeto, que Fidel fue visionario al mandarnos a Nicaragua. La misión internacionalista tuvo trascendencia para el movimiento revolucionario chileno porque participamos en la lucha guerrillera del FSLN, aunque esto no ha sido todavía reconocido en su justo valor. Ese desempeño en la guerra de liberación abrió el camino para que los siguientes hermanos llegaran después a luchar con mucha valentía, como lo hicieron contra los contrarrevolucionarios y en la guerrilla de El Salvador. Los Estados de Cuba y Nicaragua han honraron a miembros de este grupo humano con condecoraciones al mérito, que jamás hemos pedido, por el cumplimiento exitoso de las misiones que nos fueron encomendadas. La medalla “Combatiente Internacionalista” (Primera Clase) del Consejo de Estado de la República de Cuba nos fue entregada al término de la misión

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internacionalista por haber participado en combates haciendo honor a los principios internacionalistas de la Revolución Cubana. Recientemente el Ejército de Nicaragua nos honró con la medalla “Honor al Mérito Militar Soldado de la Patria” por el aporte brindado en la fundación y formación del Ejército de Nicaragua. El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, dijo en la conmemoración del 30 aniversario de la Revolución Popular Sandinista el 19 julio de 2009, ante más de medio millar de sus seguidores en una plaza de Managua: “Nos acompaña hoy la brigada de hermanos chilenos de la tierra de Salvador Allende que participaron en esa batalla, en el Frente Sur”. Y continuó sus palabras: “Ellos, que dejaron sudor, sangre, y sembraron esperanzas aquí en Nicaragua, en esas batallas de 1979, están de nuevo aquí, 30 años después, ratificando su compromiso con la lucha del pueblo nicaragüense, con la lucha latinoamericana y caribeña.” Mi alegría por el triunfo del 19 de julio de 1979 en Nicaragua es comparable con la que tuve siendo muy joven, cuando Salvador Allende fue elegido presidente en Chile en 1970, y yo, en medio de una masa de chilenos, celebraba en la principal avenida de Santiago, la Alameda, el triunfo electoral de mi pueblo. La misma Alameda que él, en su último discurso, sueña que algún día abrirán nuevamente los trabajadores de Chile. Soy parte de ese pueblo que creyó en él, y todavía añora su dignidad y valentía, jamás reemplazada hasta hoy por dirigente político chileno alguno. Al finalizar este relato que refleja mi visión de lo que viví con mis compañeros, un gran honor para mí, me permito la siguiente reflexión: Tuve el privilegio como combatiente chileno de estar en la cresta de una ola victoriosa, de ver ese mar increíblemente combativo y generoso del pueblo nicaragüense. Mi relato constituye apenas una gota de sudor en medio de las que por muchos años miles y miles de chilenos han derramado para construir en Chile una sociedad en que todos podamos vivir bien, en equilibrio con la naturaleza, con sus habitantes y con nosotros mismos. Santiago de Chile, Junio 2010.

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Gloria eterna a los combatientes internacionalistas: Juan Cabezas Torreralba Mario Guerra Ruiz Days Huerta Lillo Edgardo Lagos Aguirre Miguel Rojas Contreras Roberto Lira Morel David Camú Juan Cortés Zuleta Alberto Geraldo Bonilla Charlo Reyes José Palavecino Jorge Olivares Vega Luis Emilio Mendoza Volodia Alarcón Antonio Ibáñez Godoy Víctor Otero Cristian Bascuñán Roberto Diez Diez Aníbal Maur Ramón Navarro Villar Víctor Romeo de la Fuente Iván Figueroa Aníbal Espinoza Pedro Hernández Jorge Casares Orlando Contreras Víctor Minué Antonio Cortés José Silva Moisés Marilao Pichun Juan Henríquez Araya Joaquín Valenzuela Levi Julián Peña Maltes Roberto Nordenflycht Raúl Pellegrin Friedman Ana Flores Hernández Antonio Madrigal Ricardo Contreras Sánchez

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FOTOGRAFÍAS

Primer grupo de jóvenes chilenos becados a Cuba frente a La Moneda, marzo 1972.

Copia de la foto del pasaporte con el que viajé a Cuba, con un escrito de mi madre.

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En Cuba, en un seminario de estudio con otros oficiales, 1977.

Credencial militar de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba.

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Junto a "Omar” (izquierda) y “Miguel” (centro) antes del triunfo en Peñas Blancas, Nicaragua.

Junto a Roberto Nordenflycht (centro) y Sergio Apablaza (derecha).

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Cargando el improvisado ataúd con los restos de Days Huerta, julio 1979.

Transportador de la Guardia Nacional destruido por el FSLN.

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A la derecha, con la célula destacada en la emulación del Partido Comunista de Chile, en Nicaragua.

A la derecha, junto a “Augusto”, “Lagarto” y “Nibaldo”.

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Visita al lugar donde funcionó la Escuela de Formación de combatientes del Frente Sur, 1979.

Acto de solidaridad con Chile en Nicaragua, septiembre 1979.

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Chilenos y nicaragüenses durante un descanso en la formación del Ejército Popular Sandinista.

Con Evaristo en una historieta cómica.

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Junto a varios oficiales chilenos en un acto recordatario del Frente Sur, 1980.

Al centro, junto a "Augusto”, el comandante Humberto Ortega, David Camú y “Juan Carlos”, en una reunión de oficiales alrededor de 1982.

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Reconocimiento del gobierno de Nicaragua a los internacionalistas chilenos caídos en Nicaragua, en el mausoleo en el Cementerio General de Santiago.

Junto a María Luisa Robleto, actual embajadora de Nicaragua en Chile, y el comandante guerrillero nicaragüense Omar Cabezas, en un homenaje a los internacionalistas chilenos caídos en Nicaragua y El Salvador, Cementerio General de Santiago, 2005.

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