Metodología del razonamiento jurídico-práctico 9788490856796, 8490856796


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Agradecimientos
Índice
Abreviaturas utilizadas
Introducción
Primera parte. Delimitación del razonamiento jurídico-práctico
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Segunda parte. Perspectivas epistemológicas del razonamiento jurídico
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Tercera parte. Elementos del razonamiento jurídico-práctico
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Cuarto parte. La estructura discursiva del razonamiento jurídico-práctico
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Bibliografía
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Metodología del razonamiento jurídico-práctico
 9788490856796, 8490856796

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METODOLOGÍA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO Elementos para una teoría objetiva de la argumentación jurídica

ÓSCAR BUENAGA CEBALLOS

METODOLOGÍA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO Elementos para una teoría objetiva de la argumentación jurídica

978-84-9085-679-6

“Todo lo que, en definitiva, puede pensarse, puede pensarse claramente. Todo lo que puede expresarse, puede expresarse claramente”. Tractatus logico-philosophicus 4.116 L. Wittgenstein

AGRADECIMIENTOS

Quisiera agradecer al profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Cantabria D. José Ignacio Solar Cayón sus amables sugerencias y comentarios sobre el borrador inicial de este texto, que han sido de inestimable ayuda para su redacción final.

ÍNDICE

ABREVIATURAS UTILIZADAS ..................................................................................... 17 INTRODUCCIÓN ................................................................................................................ 19 1. 2.

LA TEORÍA DE LA PRÁCTICA ...................................................................... 19 ESQUEMA EXPOSITIVO Y TESIS FUNDAMENTALES SUSTENTADAS................................................................................................................. 22

PRIMERA PARTE DELIMITACIÓN DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO CAPÍTULO I. LA CIENCIA PRÁCTICA DEL DERECHO ....................................... 31 1. 2. 3. 4.

EL SENTIDO COMÚN Y LOS SABERES RACIONALES ESPECÍFICOS ...................................................................................................................... 31 EL DERECHO COMO SABER RACIONAL PRÁCTICO ............................ 33 LA CIENCIA PRÁCTICA DEL DERECHO ................................................... 35 LA METODOLOGÍA DE LA APLICACIÓN DEL DERECHO .................... 38

CAPÍTULO II. EL RAZONAMIENTO JURÍDICO ..................................................... 45 1. 2. 3. 4. 5.

LA NOCIÓN DE RAZONAMIENTO JURÍDICO .......................................... 45 RASGOS FUNDAMENTALES DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO ........ 47 RAZONAMIENTO JURÍDICO-TEÓRICO Y RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO ..................................................................................... 49 EL RAZONAMIENTO JURÍDICO EN SENTIDO SUBJETIVO ................. 52 EL RAZONAMIENTO JURÍDICO Y EL SENTIDO COMÚN ..................... 54

12

ÍNDICE

CAPÍTULO III. EL RAZONAMIENTO JURÍDICO COMO RAZONAMIENTO NORMATIVO ....................................................................................................................... 57 1. 2. 3. 4.

EL RAZONAMIENTO JURÍDICO EN SENTIDO OBJETIVO ................... 57 LA ESTRUCTURA DISCURSIVA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICOPRÁCTICO ......................................................................................................... 59 LA FUNDAMENTACIÓN CONSTITUCIONAL DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO NORMATIVO .......................................................................... 60 LAS NORMAS JURÍDICAS COMO PROPOSICIONES NORMATIVAS VERDADERAS .................................................................................................. 61

CAPÍTULO IV. EL RAZONAMIENTO JURÍDICO Y LA METODOLOGÍA DEL DERECHO ................................................................................................................... 63 1. 2. 3.

RAZONAMIENTO JURÍDICO, ARTE DEL DERECHO Y TÉCNICA JURÍDICA ........................................................................................................... 63 RAZONAMIENTO JURÍDICO Y CIENCIA DEL DERECHO..................... 64 METODOLOGÍA DEL DERECHO Y METODOLOGÍA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO ............................................................. 71

SEGUNDA PARTE PERSPECTIVAS EPISTEMOLÓGICAS DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO CAPÍTULO V. RAZONAMIENTO Y LÓGICA JURÍDICA ....................................... 79 1. 2. 3. 4.

LA APLICACIÓN DE LA LÓGICA AL RAZONAMIENTO JURÍDICO ... 79 LA LÓGICA JURÍDICA COMO LÓGICA ESPECÍFICA ............................. 81 EL SILOGISMO JURÍDICO ............................................................................. 83 LA LÓGICA JURÍDICA Y EL RAZONAMIENTO JURÍDICO NORMATIVO ..................................................................................................... 85

CAPÍTULO VI. RAZONAMIENTO Y TÓPICA JURÍDICA...................................... 89 1. 2. 3.

LA APLICACIÓN DE LA TÓPICA AL RAZONAMIENTO JURÍDICO .... 89 CUESTIONES FUNDAMENTALES DEL MÉTODO JURÍDICOTÓPICO ............................................................................................................... 92 LA TÓPICA JURÍDICA Y EL RAZONAMIENTO JURÍDICO NORMATIVO .............................................................................................................. 95

CAPÍTULO VII. RAZONAMIENTO Y ARGUMENTACIÓN JURÍDICA (1): LA RETÓRICA JURÍDICA DE PERELMAN ............................................................... 99 1.

LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA Y EL RAZONAMIENTO JURÍDICO NORMATIVO ................................................................................. 99

ÍNDICE

2. 3. 4.

13

LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA ................................ 101 LA NUEVA RETÓRICA DE PERELMAN .................................................... 102 LA RETÓRICA JURÍDICA Y EL RAZONAMIENTO NORMATIVO ...... 107

CAPÍTULO VIII. RAZONAMIENTO Y ARGUMENTACIÓN JURÍDICA (2): EL DISCURSO JURÍDICO COMO CASO ESPECIAL DEL DISCURSO PRÁCTICO GENERAL DE ALEXY ............................................................................. 109 1. 2. 3. 4. 5.

LA TEORÍA ESTÁNDAR DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA......... 109 LAS REGLAS DEL DISCURSO PRÁCTICO GENERAL.......................... 110 LOS RASGOS FUNDAMENTALES DE LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA ............................................................................... 113 LA JUSTIFICACIÓN DE LAS DECISIONES JURÍDICAS ....................... 114 LA NECESIDAD DE LA ARGUMENTACIÓN PRÁCTICA GENERAL EN EL DISCURSO JURÍDICO ...................................................................... 119

CAPÍTULO IX. RAZONAMIENTO Y PRÁCTICA FORENSE: EL ABOGADO ANTE LOS TRIBUNALES DE JUSTICIA .................................................................. 125 1. 2. 3. 4.

LA BÚSQUEDA DE LA SOLUCIÓN DEFENDIBLE ................................. 125 EL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO Y LAS ESTRATEGIAS PROCESALES GANADORAS ...................................................................... 128 DISCURSO NORMATIVO Y DISCURSO RETÓRICO DEL ABOGADO: LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA EN SENTIDO SUBJETIVO .... 130 EL CONTROL DE LAS CIRCUNSTANCIAS DEL LITIGIO .................... 132

TERCERA PARTE ELEMENTOS DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO CAPÍTULO X. EL LENGUAJE JURÍDICO ................................................................ 139 1. 2. 3.

EL LENGUAJE JURÍDICO COMO LENGUAJE TÉCNICO ..................... 139 LA DETERMINACIÓN DE LOS CONCEPTOS JURÍDICOS ................... 143 LA TENDENCIA A LA PRECISIÓN TERMINOLÓGICA ......................... 146

CAPÍTULO XI. LA DOGMÁTICA JURÍDICA .......................................................... 149 1. 2. 3. 4.

LA CIENCIA PRÁCTICA DEL DERECHO Y LA DOGMÁTICA JURÍDICA ......................................................................................................... 149 EL CONTENIDO Y LA FUNCIÓN DE LA DOGMÁTICA JURÍDICA .... 152 EL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO COMO RAZONAMIENTO DOGMÁTICO ................................................................................. 154 LA INSTITUCIÓN JURÍDICA COMO ELEMENTO CENTRAL DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO ................................................ 157

14

ÍNDICE

CAPÍTULO XII. LA INTEGRIDAD DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO (1): EL DERECHO COMO SISTEMA ................................................................................. 161 1. 2. 3.

LA PRETENSIÓN DE INTEGRIDAD DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO ......................................................................................................... 161 LA CONSTRUCCIÓN DEL SISTEMA JURÍDICO ..................................... 162 EL ORDENAMIENTO JURÍDICO COMO SISTEMA................................ 165

CAPÍTULO XIII. LA INTEGRIDAD DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO (2): UNIDAD, PLENITUD Y COHERENCIA DEL SISTEMA ........................................ 169 1. 2. 3. 4.

LA UNIDAD DEL SISTEMA ......................................................................... 169 LA PLENITUD DEL SISTEMA ..................................................................... 170 LA COHERENCIA DEL SISTEMA ............................................................... 174 EL SISTEMA JURÍDICO Y LA ELECCIÓN VALORATIVA DEL DECISOR JURÍDICO ...................................................................................... 178

CAPÍTULO XIV. LA INSTRUMENTALIDAD DE LAS NORMAS JURÍDICAS .. 181 1. 2. 3. 4. 5.

LAS NORMAS JURÍDICAS COMO CRITERIOS PARA LA RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS ................................................................................ 181 EL ELEMENTO TELEOLÓGICO DE LAS NORMAS JURÍDICAS ........ 184 EL FUNCIONAMIENTO COORDINADO DE LAS NORMAS ................ 188 LOS MECANISMOS JURÍDICOS DE SELECCIÓN DE LA NORMA A APLICAR....................................................................................................... 189 EL MÉTODO COMPARATIVO DE LA APLICACIÓN DE LAS NORMAS .......................................................................................................... 190

CUARTA PARTE LA ESTRUCTURA DISCURSIVA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICOPRÁCTICO CAPÍTULO XV. CONSIDERACIONES GENERALES ............................................ 195 1. 2. 3. 4. 5.

APLICACIÓN PACÍFICA, CONTRADICTORIA Y AUTÉNTICA ........... 195 LA SENTENCIA JUDICIAL COMO PARADIGMA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO ................................................................. 197 LA FUNDAMENTACIÓN DE LA MOTIVACIÓN DE LAS SENTENCIAS JUDICIALES.......................................................................................... 199 LOS LÍMITES DE LA MOTIVACIÓN DE LA SENTENCIA: LA RACIONALIDAD JURÍDICA ESTRICTA ................................................... 202 LA ESTRUCTURA DISCURSIVA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICOPRÁCTICO: INSTITUCIONALIZACIÓN, DETERMINACIÓN FÁCTICA, SUBSUNCIÓN NORMATIVA Y DECISIÓN ........................... 207

ÍNDICE

15

CAPÍTULO XVI. EL ACTO PREVIO DE INSTITUCIONALIZACIÓN .............. 211 1. LA PERSPECTIVA DEL JURISTA ANTE LA REALIDAD SOCIAL ....... 211 2. LA CALIFICACIÓN JURÍDICA DEL CASO: EL ACTO PREVIO DE INSTITUCIONALIZACIÓN .......................................................................... 212 3. LA CATEGORIZACIÓN DOGMÁTICA COMO DELIMITACIÓN DE LA CUESTIÓN JURÍDICA ............................................................................. 214 CAPÍTULO XVII. LA DETERMINACIÓN FÁCTICA DE LA CUESTIÓN JURÍDICA ........................................................................................................................... 215 1. 2. 3. 4.

LA CUESTIÓN FÁCTICA ES UNA CUESTIÓN JURÍDICA .................... 215 LA SELECCIÓN DE LOS HECHOS RELEVANTES DEL CASO: HECHOS RELEVANTES Y HECHOS PROBADOS ................................... 219 LA DELIMITACIÓN DE LA VERDAD PROCESAL (1): IMPERTINENCIA, INUTILIDAD E ILEGALIDAD PROBATORIA ........................ 220 LA DELIMITACIÓN DE LA VERDAD PROCESAL (2): LAS NORMAS PROCESALES GENERALES SOBRE LOS HECHOS DUDOSOS .......... 224

CAPÍTULO XVIII. LA SUBSUNCIÓN NORMATIVA DE LOS HECHOS (1): LA SELECCIÓN NORMATIVA ..................................................................................... 229 1. 2. 3. 4.

LA BÚSQUEDA DE LA NORMA APLICABLE: LA TEORÍA DE LA INMEDIATEZ NORMATIVA ......................................................................... 229 C R I T E R I O S D E S E L E C C I Ó N D E N O R M A S A P L I C A B L E S: LAGUNAS AXIOLÓGICAS, JERARQUIZACIÓN INTERNA Y SUPLETORIEDAD EXTERNA ..................................................................... 231 SELECCIÓN DE PRECEDENTES JUDICIALES ....................................... 234 LA APLICACIÓN DE PRINCIPIOS JURÍDICOS GENERALES A LA RESOLUCIÓN DEL CASO ............................................................................ 237

CAPÍTULO XIX. LA SUBSUNCIÓN NORMATIVA DE LOS HECHOS (2): LA INTERPRETACIÓN NORMATIVA........................................................................ 245 1. 2. 3. 4. 5. 6.

LA PROBLEMÁTICA DE LA INTERPRETACIÓN NORMATIVA .......... 245 LOS CÁNONES DE LA INTERPRETACIÓN DE LAS NORMAS Y SU JERARQUÍA ..................................................................................................... 247 LOS CÁNONES INTERPRETATIVOS SUBJETIVOS ............................... 251 LOS CÁNONES INTERPRETATIVOS OBJETIVOS (1): EL ARGUMENTO LITERAL ........................................................................................... 252 LOS CÁNONES INTERPRETATIVOS OBJETIVOS (2): LA VOLUNTAD DEL LEGISLADOR ............................................................................... 257 LOS CÁNONES INTERPRETATIVOS OBJETIVOS (3): EL ARGUMENTO SISTEMÁTICO ................................................................................ 259

16

ÍNDICE

CAPÍTULO XX. EL ACTO DECISIONAL .................................................................. 265 1. 2. 3. 4. 5. 6.

LA SOLUCIÓN DE LA CUESTIÓN JURÍDICA: OPINIÓN Y DECISIÓN JURÍDICA .............................................................................................. 265 EL ACTO DECISIONAL COMO ACTO NORMATIVO ............................. 268 EL CONTENIDO DEL ACTO DECISIONAL: LA EQUIDAD COMO CRITERIO DE AJUSTE DE LA RESOLUCIÓN CON EL PRINCIPIO DE JUSTICIA ................................................................................................... 270 LA PLURALIDAD DE DECISIONES JURÍDICAS JUSTAS DEL MISMO CASO .................................................................................................. 271 LA ACEPTABILIDAD SOCIAL DE LA DECISIÓN JURÍDICA............... 274 LOS EFECTOS CONSTITUTIVOS DEL ACTO DECISIONAL: LA COSA JUZGADA Y SU INTEGRACIÓN EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO ......................................................................................................... 275

BIBLIOGRAFÍA ................................................................................................................ 281

ABREVIATURAS UTILIZADAS

ET LPRL LISOS CC LEC CE LOPJ TC LOE CP LRJAP LJS LJCA LECrim CCom LM

Real Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores. Ley 31/1995, de 8 de noviembre, Prevención de Riesgos Laborales. Real Decreto Legislativo 5/2000, de 4 de agosto, que aprueba el Texto Refundido de la Ley sobre Infracciones y Sanciones en el Orden Social. Código Civil de 1889. Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil. Constitución Española de 1978. Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial. Tribunal Constitucional. Ley 38/1999, de 5 de noviembre, de Ordenación de la Edificación. Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal. Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Ley 36/2011, de 10 de octubre, reguladora de la Jurisdicción Social. Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa. Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882. Código de Comercio de 1885. Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores.

INTRODUCCIÓN

1.

LA TEORÍA DE LA PRÁCTICA

El objeto de este estudio es, como su título indica, el método del razonamiento jurídicopráctico, es decir, el método que se utiliza por los juristas para resolver los casos concretos, reales o hipotéticos, y llegar a una solución de los mismos. Más concretamente, pretendemos abordar los que consideramos rasgos fundamentales que caracterizan (o debieran caracterizar, en los términos que consideramos ideales o tendenciales) el razonamiento jurídico-práctico. No se trata, pues, de un análisis puramente descriptivo, sino más bien descriptivo-crítico, en el sentido de esclarecer el funcionamiento de dicho razonamiento estableciendo al mismo tiempo cómo debería de ser para alcanzar su pretensión esencial, que no es otra que la de solucionar las controversias de la manera más justa posible. La misma denominación utilizada implica de suyo la delimitación con el razonamiento jurídico-teórico, que, consecuentemente, no es objeto de este trabajo y que abarca aquellos razonamientos o pensamientos sobre el Derecho que no tienen como finalidad la resolución de un caso concreto. Se trata de todas aquellas actividades –tan importantes como resolver un caso– que, operando sobre las normas jurídicas, contribuyen a un mejor entendimiento y justificación del Derecho, tales como la sistematización del mismo, la formulación de principios y categorías, o en fin, la averiguación del propio ser del Derecho y su función en la realidad social. El análisis del método que utiliza el razonamiento jurídico-práctico es no sólo un tema interesante en su tratamiento por la importancia de la dimensión práctica del Derecho, sino también por la necesidad de precisión conceptual y de delimitación de dicha noción, que, pese a lo que a primera vista pudiera parecer, se encuentra notablemente difuminada. Efectivamente, grosso modo, puede decirse que el pasado siglo ha dado lugar a varias corrientes de pensamiento jurídico que, a mi juicio, han socavado de forma importante lo que constituye la esencia del razonamiento jurídico-práctico y, lo que es más relevante, su

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funcionamiento como técnica resolutiva de conflictos sociales y económicos fundamentada en criterios objetivos y previsibles, que son los que exige, al fin y al cabo, la seguridad jurídica y la propia justicia como valor superior del Ordenamiento jurídico. A nuestros efectos, podemos agrupar estas corrientes en dos: de un lado, estarían las teorías de la denominada argumentación jurídica, que con mayor o menor extensión, han introducido en el razonamiento jurídico-práctico elementos foráneos importados de la tópica (Viehweg), la retórica o la dialéctica (Perelman), y en definitiva, de la argumentación práctica en general (Alexy, MacCormick, entre otros), contribuyendo a mezclar los razonamientos normativos con otros ajenos al Derecho (tópicos, retóricos, persuasivos, sentido común, etc.); de otro, estarían aquellas corrientes llamémoslas judicialistas, que como la del realismo jurídico americano o la doctrina del Derecho libre, han querido debilitar, o directamente eliminar, la importancia del razonamiento jurídico-práctico en la resolución judicial de problemas jurídicos, convirtiéndolo en una mera técnica predictiva de lo que el juez hará, en el primer caso, o en el supuesto del movimiento del Derecho libre, llegando a sostener que el juez resuelve los litigios creando Derecho con independencia de lo que establezcan las normas aplicables, desembocando en posiciones escépticas que se acercan a una especie de concepción intuicionista o sentimental de justicia del caso concreto. En ambos casos, el resultado ha sido el mismo: la argumentación jurídica tiende a transformarse en una noción puramente subjetiva que acoge en su seno cualquier argumento susceptible de utilizarse en un debate jurídico para convencer, persuadir o influir en el órgano jurídico decisor, dando paso a que la teoría de la argumentación jurídica se convierta en una mera técnica de la argumentación, en la que los razonamientos normativos (la que denominamos en este trabajo argumentación jurídica en sentido objetivo) son un elemento más del debate junto con cualquier otro razonamiento (y más ampliamente, con cualquier estrategia emotiva o persuasiva de convicción) que pueda utilizarse convenientemente. De este modo, el siguiente paso en esta línea es equiparar el razonamiento jurídico-práctico con la técnica de la argumentación jurídica, y pensar que la aplicación del Derecho se realiza a través esta técnica, lo cual, en mi opinión, es absolutamente rechazable. Por lo pronto, las técnicas de argumentación jurídica y lo que denomino razonamiento jurídico-práctico difieren en su finalidad. Cuando aquéllas se utilizan por operadores jurídicos no decisores, persiguen la persuasión del decisor jurídico; cuando se utilizan por el órgano decisor, pretenden lograr una justificación no normativa de la decisión. En cambio, el razonamiento jurídico-práctico pretende establecer los criterios de aplicación del Derecho abstracto para la resolución justa de un caso concreto que contribuyan a una justificación normativa de la decisión. No cabe duda que la utilización de argumentos persuasivos es totalmente aceptable en la defensa de una postura jurídica, pero en modo alguno estos argumentos pueden justificar la decisión jurídica final que se adopte. Ésta ha de realizarse con razonamientos normativos, que son los únicos que debieran ser admitidos en el razonamiento jurídico-práctico. En el estadio actual de desarrollo del Derecho en la sociedad occidental no es, sencillamente, admisible la fundamentación de una decisión jurídica con base en argumentos no normativos, por muy convincentes que éstos sean, pues la quiebra del principio de seguridad jurídica resulta patente. Las decisiones justas sólo pueden justificarse con razones normativas, pues

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el Ordenamiento jurídico cuenta con todas las herramientas precisas para lograrlo. Desplazar la aplicación de una norma jurídica a un caso concreto con base en argumentos de otro tipo ajenos al Derecho (retóricos, morales, de “justicia social”, etc.) es vulnerar flagrantemente el principio de legalidad que rige e inspira nuestro sistema democrático. La obligación de motivación de la sentencias a la que se refiere nuestro texto constitucional es una motivación o justificación jurídica de la decisión, y esta justificación –como se verá– se extiende no sólo a los fundamentos jurídicos sino también a la fijación de los hechos, y, en definitiva, a toda la decisión jurídica que se adopte, en su integridad. Por otra parte, junto a la necesidad de las tareas de precisión y delimitación apuntadas, la metodología del razonamiento jurídico-práctico implica sobre todo analizar el modo de funcionamiento del mismo en su campo de juego que, obviamente, no es otro que la praxis jurídica, de la cual el ámbito judicial es el paradigma por excelencia. Además, en su aplicación en los juzgados y tribunales, el razonamiento jurídico-práctico alcanza su mayor complejidad, con lo que ésta es la sede idónea para estudiar el funcionamiento del mismo en toda su extensión y desarrollo. De este modo, el esquema conceptual y de delimitación del razonamiento que se trace en este trabajo será totalmente inútil si no se adecúa o demuestra su operatividad funcional en la práctica aplicativa real del Derecho, especialmente en el ámbito forense. En línea con lo expuesto, la sentencia judicial se erige, pues, en modelo de plasmación del razonamiento jurídico-práctico. Otros supuestos de razonamiento jurídico-práctico, como los que realizan otros operadores jurídicos (funcionarios técnicos de la Administración, registradores, notarios, abogados, árbitros, etc.) coinciden esencialmente en su contenido y desarrollo con los razonamientos de la sentencia, presentando matices que a los efectos del razonamiento jurídico-práctico no ostentan la relevancia suficiente como para ser abordados en este estudio. Además, la sentencia (también es el caso del laudo arbitral, pero en menor medida lógicamente) presenta una serie de circunstancias que contribuyen a que el razonamiento jurídico-práctico se emplee a fondo en estos casos, y me refiero a que en el ámbito judicial el razonamiento discurre a través del cauce rígido marcado por las normas procesales y en el marco de una situación de posiciones contradictorias (de razonamientos jurídicos alternativos, en definitiva). Es así que, previo a su propio raciocinio jurídico, el juez se encuentra con dos (o más) razonamientos jurídicos que le ofrecen las partes con pretensión de convertirse en decisiones jurídicas, y tal situación obliga al juez no sólo a fundamentar jurídicamente su decisión, sino también a justificar por qué rechaza o acepta las pretensiones jurídicas de las partes. Por otra parte, el estudio de la metodología del razonamiento jurídico-práctico debe atender fundamentalmente a su modo de actuación práctica, pero no debe descuidar las herramientas básicas con las que funciona: las normas jurídicas, y consecuentemente, la trascendental aportación de la Ciencia jurídica, que hace posible su labor. El práctico del Derecho que no es consciente –o, sencillamente, que no utiliza o conoce– los fundamentos teóricos y la urdimbre del Ordenamiento jurídico que aplica, es, sin duda, un mal práctico con recursos técnicos limitados. Pero, indudablemente también, un estudio sobre el razonamiento jurídico de la praxis implica en el que lo escribe haber ejercido alguna profesión jurídica práctica durante algún

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tiempo, y especialmente, ante los tribunales, por la riqueza y complejidad apuntadas que alcanza el razonamiento en los estrados. La teoría jurídica perfila y da sentido a los conocimientos prácticos, pero el día a día en los tribunales permite vislumbrar que el conjunto de circunstancias y matices que rodean a cada caso lo convierte en único; y uno no deja de asombrarse de cómo la maquinaria del Ordenamiento jurídico se pone en marcha en cada asunto y lo resuelve encontrando una solución que, poco antes, era incapaz de entreverse, cumpliendo así fielmente su verdadera función. En relación con lo dicho, este trabajo viene a constituir un intento de teoría de la práctica, de aportar clarificación al funcionamiento (a la metodología) del razonamiento jurídico en la praxis jurídica, con un enfoque general que nos permita su contemplación de conjunto, debiendo insistir en que no se trata de estudio descriptivo solamente, sino también crítico, con pretensión de aportar los que consideramos elementos fundamentales de lo que sería un razonamiento práctico ideal. En este sentido, somos conscientes de que las múltiples cuestiones que aquí se abordan han sido tratadas monográficamente de forma mucho más exhaustiva, y a las mismas nos remitimos, reseñando las consultadas en el apartado bibliográfico. 2.

ESQUEMA EXPOSITIVO Y TESIS FUNDAMENTALES SUSTENTADAS

Siguiendo como directriz el lema wittgensteiniano de cabecera de este trabajo, se pretende exponer las cuestiones que se aborden de la forma más clara que sea posible, sin referirnos a discusiones doctrinales o antecedentes históricos más allá de lo estrictamente necesario (lo cual, por otra parte, sería imposible, dada la extensión de la temática que analizamos). Como se verá, esta exposición metodológica del razonamiento jurídico-práctico conduce a efectuar un paseo transversal por varios aspectos fundamentales del Derecho, llegando incluso a abordar la propia noción de justicia. Obviamente, no podremos detenernos en profundidad en muchas cuestiones, sino tan sólo tratarlas en lo que a la fundamentación metodológica del razonamiento jurídico-práctico concierne. Precisamente, esta necesidad de abordar varios aspectos claves de la Ciencia jurídica evidencia que la aplicación del Derecho (pues en eso consiste el razonamiento jurídico-práctico) no es una parcela más del Derecho, sino su aspecto fundamental, lo que le legitima y da sentido en cualquier sociedad. Este libro se compone de cuatro grandes partes, las cuales consideramos que representan los cuatro bloques temáticos en torno a los que se concibe y asienta la metodología de razonamiento jurídico-práctico: 1.- La primera parte se dedica a establecer y definir, desde nuestra posición, el concepto de razonamiento jurídico-práctico, deslindándolo de otros razonamientos que se utilizan en el ámbito jurídico, pero que no ostentan el carácter de razonamiento jurídico-práctico, según la concepción estricta u objetiva que sostenemos de la argumentación jurídica. 2.- En la segunda parte se abordan las que consideramos principales perspectivas desde las que se ha contemplado y estudiado el razonamiento jurídico-práctico: la lógica, la tópica, la retórica, la argumentación práctica general y la práctica forense. 3.- En la tercera parte, se establecen los que entendemos como elementos esenciales del razonamiento jurídico-práctico, analizándose las cuestiones relativas al uso del lenguaje

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jurídico, de la dogmática jurídica, a la consideración del Ordenamiento jurídico como sistema (pretensión de integridad) y al carácter instrumental de las normas jurídicas, entendiendo estos cuatro aspectos como claves para la comprensión del funcionamiento del razonamiento jurídico-práctico. 4.- Finalmente, en la cuarta parte se establecerá la estructura discursiva del razonamiento jurídico-práctico, la cual se configura en torno a cuatro grandes estadios en los que se desarrolla el proceso mental del raciocinio normativo: el acto previo de institucionalización, la determinación fáctica, la subsunción normativa y el acto decisional. En cuanto a las tesis fundamentales sustentadas que se desarrollan en esos cuatro bloques temáticos y que, en nuestra opinión, caracterizan el razonamiento jurídico-práctico, pueden resumirse en las siguientes: a) Es un razonamiento de carácter normativo, es decir, que se realiza con normas jurídicas o criterios extraídos de las mismas, pero que concibe dichas normas como un elemento instrumental (flexible) de búsqueda de soluciones justas (perspectiva dinámica o instrumental del Derecho). Decimos que el razonamiento jurídico-práctico es un razonamiento normativo porque opera bien con normas jurídicas, bien con elementos extraídos o elaborados a partir de normas jurídicas, tales como los principios o las categorías dogmáticas. Ahora bien, las normas jurídicas se consideran como un elemento instrumental o funcional de búsqueda de soluciones justas del problema concreto planteado. Esto supone adoptar una perspectiva dinámica o instrumental del Derecho y entender las normas como un conjunto de reglas flexibles que deben ser tomadas no en su sentido literal sino enmarcadas dentro de instituciones jurídicas. Éstas se erigen en categoría fundamental del razonamiento jurídico-práctico, al constituir algo más que una categoría dogmático-conceptual y ser el reflejo jurídico de un conjunto de problemas típicos que acontecen en la realidad social, cuya resolución ha obligado al Derecho a dictar normas que los solucionen. Un análisis empírico-descriptivo del razonamiento que realizan los operadores jurídicos nos lleva a establecer diferencias entre el razonamiento utilizado por los abogados en sus escritos o actuaciones, los jueces en sus sentencias, los registradores en sus calificaciones, los funcionarios técnicos en sus propuestas de resolución o los escritos doctrinales. Del análisis de todos estos tipos de razonamiento jurídico se extrae que existe un común denominador en la estructura del razonamiento jurídico, y éste sería propiamente el razonamiento jurídico como tal en su esencia, el resto serían esquemas de razonamientos prestados del razonamiento general, que a pesar de usarse en el ámbito jurídico no son jurídicos, ni pueden fundamentar las decisiones que se adopten. El razonamiento jurídico estricto se basa siempre en normas jurídicas, dado que los argumentos o razones que utiliza son o bien normas jurídicas o se extraen de éstas. b) Es un razonamiento sistemático. El razonamiento jurídico-práctico concibe o contempla el Derecho como sistema, es decir, como un todo único, pleno y coherente en el cual sus elementos forman una estructura relacional entre los mismos (pretensión de integridad). El razonamiento parte y aspira a transformar el Derecho en un conjunto racional, aunque en la realidad el Derecho se presente precisamente como todo lo contrario, es decir, como una

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creación vital que ha ido creciendo lentamente a lo largo de la historia, como un producto decisional de la voluntad, más que de la razón. c) El razonamiento jurídico-práctico es esencialmente un razonamiento dogmático. El razonamiento jurídico es esencialmente un razonamiento dogmático, no es un razonamiento tópico, ni retórico ni dialéctico, ni forma parte del discurso práctico racional, como un caso especial de éste. Y es dogmático porque opera mediante categorías dogmáticas extraídas de las normas jurídicas vigentes. Se razona con conceptos e instituciones primariamente. Los operadores jurídicos razonan aplicando normas jurídicas, y la aparición de argumentos no jurídicos objetivamente es considerablemente de escasa importancia y no constituyen la ratio decidendi de la controversia. En cualquier caso, dado que el razonamiento jurídico se realiza con el lenguaje ordinario además del técnico-jurídico, es imposible que no aparezcan entremezclados razonamientos pertenecientes al ámbito general del sentido común. Sin embargo, el sentido común no decide las controversias, las resuelven las normas, y tampoco la apelación al mismo puede servir para justificar la toma de decisiones jurídicas. Por ello, el razonamiento jurídico-práctico (y el teórico, desde luego) es esencialmente dogmático, y por tanto, es importante reconocer a la dogmática su trascendental aportación al funcionamiento del razonamiento jurídico-práctico. d) El razonamiento jurídico-práctico opera, además de con normas jurídicas entendidas éstas en sentido estricto (cuando nosotros hablamos de razonamiento normativo, estamos entendiendo las normas en sentido amplio, comprensivo de cualquier criterio extraído de las mismas), con principios generales del Ordenamiento jurídico que, en muchas ocasiones, se contradicen o se limitan entre sí (en relación dialéctica). Es, por tanto, también un razonamiento principial. Los principios generales del Ordenamiento jurídico se contradicen o se limitan entre sí en muchas ocasiones, como se ha puesto reiteradamente de manifiesto desde la doctrina. Los grandes principios o valores del Ordenamiento inspiran a éste pero son entre sí contradictorios por el mero dato de que su formulación tan abierta y universal (formulación absoluta) les lleva a chocar entre sí. Tal es el caso, por citar algunos ejemplos de tensión entre grandes principios (muchos de ellos expresamente reconocidos como valores superiores y derechos fundamentales hoy en día), de la libertad y la igualdad, la justicia y la seguridad jurídica, la seguridad y la libertad, la intimidad y la libertad de expresión, el derecho de huelga y la libertad de empresa, etc. En general, todos los derechos fundamentales o constitucionales, así como los principios rectores, recogidos en una Constitución, así como otros grandes principios del Ordenamiento recogidos en otras normas relevantes en el correspondiente sector del Ordenamiento jurídico (buena fe, abuso de derecho, protección de la confianza legítima, etc.), tienen una vocación expansiva que les lleva a chocar unos contra otros. Ello demuestra que la gran estructura fundamental del Ordenamiento jurídico es dialéctica, al estar conformada por aquéllos, y que las normas jurídicas que se edifican sobre tales cimientos no son sino formulaciones de equilibrio o consenso entre los mismos; son formulaciones de equilibrio que establece el legislador democráticamente elegido en atención a los valores o sensibilidades sociales imperantes en el momento histórico. La eliminación de un principio por su contrario no suele acontecer en el Ordenamiento (inderogabilidad de los principios

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generales), existiendo la tendencia general a la conservación de ambos bajo diversas técnicas tópico-dogmáticas, tales como la aplicación del esquema “general-especial”. e) El razonamiento jurídico-práctico comienza siempre con un acto previo de institucionalización de la cuestión jurídica, y por eso puede decirse que es un razonamiento institucional. Aún cuando el razonamiento jurídico-práctico discurre no en todos los casos de una forma lineal (pues, a menudo, realiza un movimiento circular de ida y vuelta de reconsideración de las premisas, según las conclusiones que va obteniendo), comienza siempre mediante un acto o razonamiento de institucionalización, que consiste en que el operador jurídico encaja dentro de sus categorías jurídicas mentales (las instituciones jurídicas, fundamentalmente) el asunto concreto que se le plantea. Este acto puede ser considerado como una especie de intuición jurídica, una especie de actuación de indexación de carácter esencialmente dogmático-jurídico, ya que el operador jurídico opera exclusivamente con categorías jurídicas (instituciones y conceptos). Como se verá, este acto previo jurídico condiciona de un modo relevante el posterior proceso de determinación y selección fáctica (razonamiento o juicio de relevancia), y en general, el posterior desarrollo del razonamiento jurídico hasta llegar a la conclusión. f) El acto de determinación fáctica de la cuestión jurídica es también un razonamiento jurídico. Así, el razonamiento jurídico implica una juridificación fáctica. El razonamiento jurídico, tras el acto inicial de institucionalización, procede a determinar los hechos relevantes para la resolución de la cuestión jurídica (juicio o razonamiento de relevancia). El proceso mental de selección de los hechos relevantes es también un razonamiento jurídico, pues no se trata sólo de reconstruir los hechos ocurridos, sino de seleccionar los hechos relevantes para la aplicación de la consiguiente norma y este proceso selectivo opera nuevamente con categorías jurídicas. Es precisamente el acto previo de institucionalización el que conduce jurídicamente al razonamiento en su elección y elaboración de los hechos. Por otro lado, en el ámbito del proceso, la fijación de los hechos está sometida al cumplimiento de las normas procesales (especialmente las reguladoras de la prueba), resultando que la determinación de los hechos necesita también justificarse normativamente. No se trata, pues, del tradicional esquema subsuntivo con el que se suele explicar la aplicación del Derecho, en el cual la determinación fáctica es aséptica jurídicamente, sino que viene condicionada por un prejuicio jurídico-institucional y el cumplimiento de normas jurídicas procesales. g) En el acto de subsunción normativa de la cuestión jurídica, el razonamiento jurídicopráctico opera buscando la norma más inmediata o próxima (similar) aplicable al caso. Fijados los hechos, el razonamiento busca la norma aplicable para resolver la cuestión planteada, actuando bajo el principio de la inmediatez normativa, esto es, busca la norma más próxima o inmediata que haya resuelto el asunto que se le plantea, entendida la inmediatez en el sentido de más semejante. En este punto, el razonamiento jurídico opera escalonadamente, de mayor proximidad de la norma a aplicar al supuesto concreto hasta llegar a los principios generales que rigen en el Ordenamiento jurídico. La norma más inmediata es por definición una sentencia judicial, que ha podido resolver un asunto semejante, y buscará un precedente judicial del órgano judicial, a poder ser el más alto posible y, por tanto, con mayor autoridad (a veces conferida cuasi normativamente

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por el propio Ordenamiento), para ser tenido en cuenta. De este modo, el primer ámbito de actuación del razonamiento jurídico en esta fase es el de la comparación y análisis de casos análogos. De no encontrar un precedente judicial, acudirá a las normas jurídicas de aplicación al asunto y la doctrina judicial general sobre la institución en que se encaje el caso (por ejemplo, si es un contrato, realizará actos secundarios de institucionalización como determinar si es un supuesto de incumplimiento, indemnización de daños y perjuicios, etc.). Finalmente, en ausencia de las anteriores normas, el razonamiento operará con principios jurídicos, que constituyen la cláusula de cierre del Ordenamiento, dado que con su aplicación el operador jurídico siempre puede justificar jurídicamente su decisión. En este estadio del razonamiento jurídico se plantean los problemas de: 1) ausencia normativa (lagunas), 2) concurrencia normativa entre sentencias judiciales contradictorias o contradicción de normas jurídicas entre sí (o con las sentencias), y que se resolverán de acuerdo con el principio de jerarquía y competencia, fundamentalmente, y 3) problemas de interpretación de las normas debidos a la existencia de distintos criterios o cánones de interpretación, y sobre todo, al problema de la jerarquización entre estos criterios a la hora de aplicarlos. Sobre este punto, ya adelanto que, en mi opinión, es el criterio sistemático el que debe primar sobre los demás, pues la voluntad del legislador o el criterio teleológico (la finalidad de la norma) no pueden trastocar el sistema de valores y principios del Ordenamiento jurídico considerado en su conjunto en un momento histórico dado. Es más, la voluntad concreta del legislador en una norma dada (o la finalidad de esta, que coincide con la voluntad del legislador, y que suele aparecer en la Exposición de motivos) siempre debe incardinarse en los valores y principios más generales del Ordenamiento jurídico, lo que conlleva que se cumpla con el criterio sistemático. h) El razonamiento jurídico-práctico culmina en un acto decisional (decisión jurídica), siendo por ello un razonamiento esencialmente conclusivo. Este acto decisional debe reunir tres características esenciales: debe ser racionalmente adoptado, debe ser aceptable socialmente y debe ser equitativamente justo. El acto decisional de la cuestión jurídica es el paso final del razonamiento jurídico, donde el operador realiza la operación lógica (en el sentido amplio de racionalmente justificada) de aplicar la norma seleccionada a los hechos determinados y extraer del Ordenamiento jurídico la consecuencia jurídica establecida en la norma. La decisión jurídica debe ser, en primer lugar, racionalmente adoptada en el sentido de que la misma debe ser adoptada tras un proceso de razonamiento jurídico, que como tal debe efectuarse con criterios normativos que justifiquen todos los pasos que preceden a la decisión. En segundo lugar, la decisión debe ser aceptable socialmente, es decir, que la decisión no sólo debe haberse elaborado y obtenido con criterios jurídicos (una especie de aceptabilidad formal interna de conformidad con el Ordenamiento jurídico vigente), sino que además debe ser aceptable socialmente, esto es, que no debe contradecir los valores y creencias sociales de la sociedad en la que se insertará dicha decisión (justicia o justificación social de la misma). En tercer lugar, la decisión debe ser equitativamente justa, es decir, que siendo aceptable formal y socialmente, debe ser aceptable materialmente en el sentido de que la solución al caso debe superar los criterios mínimos de justicia formal que inspiran el Ordenamiento jurídico.

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En este estadio del razonamiento jurídico-práctico, la cuestión primordial es la cualidad de justa de la decisión, esto es, justificable, ya que caben en muchos casos varias soluciones justas de un mismo asunto. El problema fundamental es en este punto la aplicación de la equidad como último criterio de ajuste de la decisión normativa al principio de justicia en los casos en los que la aplicación rígida de la norma lleve a una solución injusta (justesse n’est pas justice). Asimismo, la posibilidad de varias soluciones justas a un mismo problema, permite sostener la tesis de la existencia de unos criterios mínimos de justicia que cualquier resolución debe respetar, lo que explica que el decisor pueda adoptar varias decisiones justas que respeten tales criterios. En este apartado, sostendremos también que las resoluciones judiciales decisorias (sentencias, pero también autos) son actos normativos. Son fuentes del Derecho por cuanto aún resolviendo casos concretos, tienen pretensión de universalidad, es decir, que si se presentase un caso sustancialmente igual resolverían de la misma manera. En tal sentido son normas (o al menos, cuasinormas, si se nos permite la categoría, al no provenir de órganos con potestad normativa expresamente conferida el Ordenamiento). Así, cualquier predicción o consejo que asesore un abogado a su cliente va a tener en cuenta las sentencias que se hayan dictado sobre su asunto y si los tribunales han dictado una sentencia sobre un asunto idéntico contraria a sus intereses, va a aconsejar que no entable el pleito porque existirán altas probabilidades de que no vaya a prosperar su pretensión. Esta toma en consideración de los precedentes judiciales tanto por los jueces como por los abogados (y por otros operadores jurídicos) y su importancia decisiva (a un nivel prácticamente normativo) determina que deban tratarse (y el razonamiento jurídico-práctico así opera con ellos) como auténticas fuentes del Derecho. El carácter normativo de la sentencia se encuentra fundamentalmente en la ratio decidendi del asunto, en la aplicación de las normas jurídicas correspondientes al supuesto concreto, por cuanto en aplicación del criterio implícito de justicia de la universalidad, cualquier persona extrae la consecuencia de que si se produjese un caso similar el Juez dictaría una sentencia igual. El principio de tratamiento igualitario exige que los casos similares deban ser tratados igual, y este es un principio jurídico general derivado de la propia noción formal de justicia y del principio de igualdad ante la Ley.

P DELIMITACIÓN DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO

CAPÍTULO I. LA CIENCIA PRÁCTICA DEL DERECHO

1.

EL SENTIDO COMÚN Y LOS SABERES RACIONALES ESPECÍFICOS

Toda persona, en cuanto ser racional, realiza un razonamiento evidente y directo sobre la realidad que no implica una especial reflexión sobre los objetos o la construcción de conceptos abstractos de aprehensión de la misma. Esta razón común o racionalidad general que tiene todo ser humano en relación con la realidad (conjunto de cosas u objetos del mundo) que percibe de forma inmediata y directa a través de los distintos sentidos exteriores, sin mediación de conceptos o cualquier otro acto de razonamiento previo, suele denominarse sentido común. De este modo, cuando se afirma que algo es de sentido común, es que se desprende natural o normalmente de las relaciones entre los objetos del mundo, y así lo percibe la generalidad de las personas. En cambio, cuando la razón humana general emprende una actitud reflexiva sobre la realidad y construye conceptos que le permitan una más exacta comprensión de la misma (su conocimiento, en definitiva), se entra en el ámbito de los distintos saberes racionales, que se dirigen al conocimiento de la totalidad de la realidad (filosofía) o bien a partes diferenciadas de la misma. Los saberes racionales pueden ser dirigidos a cuatro grandes finalidades: la científica, la práctica, la artística y la técnica. La científica comprende aquellos saberes que se dirigen al conocimiento de la verdad. Son las ciencias en sentido estricto. Comprende las ciencias naturales que tienen por objeto el estudio de la naturaleza en su realidad, de lo que son las cosas en su esencia y sus relaciones tal y como se manifiestan en el mundo. De ahí que, desde esta perspectiva, el saber racional científico ha de apoyarse en datos positivos susceptibles de comprobación, y en caso contrario, queda descartado como tal.

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La finalidad práctica se refiere a aquéllos saberes que pretenden el conocimiento del bien y de la conducta humana para conseguirlo. Los saberes prácticos tienen por objeto la conducta humana en cuanto tendente a la realización del bien (el deber de obrar bien) y las relaciones entre los seres humanos. La finalidad artística engloba a todos los saberes dirigidos a la realización de lo bello, a la creación artística, es decir, la Estética, como ciencia que trata de la belleza y el arte. Son los saberes relativos a la acción creativa del ser humano en cuanto actividad transformadora del mundo exterior, no en cuanto actuación o comportamiento en sí, sino como actividad de creación de objetos artísticos. La técnica engloba a todos aquellos saberes o parcelas del conocimiento dirigidas a la consecución de lo útil, de lo funcional para un objetivo determinado. Al igual que el supuesto anterior, se contempla la acción humana como creadora, pero en este caso de objetos no artísticos sino útiles o funcionales para un fin específico. Más en general, la técnica puede ser también contemplada como un conjunto de conocimientos que tiene por objeto aplicar los distintos saberes racionales para la consecución de fines determinados o particulares. Por otro lado, cabe señalar que el científico busca la obtención de conocimiento sobre la realidad no de modo inmediato, sino mediante la reflexión sobre la misma, a través de los diferentes conceptos que el entendimiento se forma respecto de los objetos y de las relaciones entre los mismos (los estados de cosas, en la terminología de Wittgenstein1). En cambio, el artista o el técnico moldean las cosas o transforman la realidad para adaptarla a sus criterios creativos o funcionales (utilidad), respectivamente. En los saberes racionales, pueden distinguirse teóricamente dos modelos de métodos de conocimiento: uno sería el intuitivo-deductivo, en el que el conocer actúa desde dentro (pensamiento) hacia fuera (realidad); y otro sería el inductivo-empírico, que actúa desde fuera hacia adentro. En el intuitivo-deductivo el conocer humano parte de unos conocimientos intuidos intelectualmente y a partir de los mismos deduce otros conocimientos posteriores. Es el modelo clásico empleado por Descartes, por lo que suele denominársele modelo cartesiano. En el inductivo-empírico el conocer humano percibe la realidad empírica (el mundo) y después la racionaliza interiormente realizando operaciones de abstracción y relación entre los objetos, es decir creando conceptos y explicaciones de relación entre los mismos. Es el modelo que siguió Bacon, y puede decirse que este empirismo deductivo es el método científico clásico. Evidentemente, el conocimiento humano es complejo y en la captación de la realidad actúan conjuntamente ambos modelos metodológicos interrelacionándose entre sí, predominando uno u otro según el tipo de saber perseguido.

WITTGENSTEIN, L., Tractatus lógico-philosophicus, trad. L. M. Valdés Villanueva, Tecnos, 4ª ed., Madrid, 2013, traza a través de una serie de proposiciones una comprensión elemental de la realidad, señalando, en lo que ahora interesa, que “el mundo es todo lo que es el caso” (1), “el mundo se divide en hechos” (1.2), “lo que es el caso, un hecho, es la existencia de estados de cosas” (2) y “un estado de cosas es una combinación de objetos (cosas)” (2.01) (págs. 107-108). 1

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2.

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EL DERECHO COMO SABER RACIONAL PRÁCTICO

Uno de esos saberes racionales es el Derecho, caracterizado por adoptar una reflexión racional en torno a la noción de justicia, sobre la cual se han construido y desarrollado históricamente distintos sistemas normativos para su consecución social, los cuales han devenido progresivamente en una mayor complejidad al tiempo que la sociedad ha ido evolucionando en la misma dirección. Existe, sin duda, un planteamiento científico del Derecho, que no es otra cosa que considerar al mismo como un conjunto normativo determinado que puede ser objeto de conocimiento, aplicando los métodos correspondientes a tal finalidad, y proceder a su racionalización. De este modo, el científico del Derecho trabaja con unos datos, las normas jurídicas, que son para él indiscutidos (en el sentido de existentes válidamente), actuando sobre los mismos con pretensiones de elaboración sistemática. La cuestión en este punto es si este planteamiento científico del Derecho puede permanecer en el plano teórico, desconectado de su aplicación práctica, cuando el Derecho (y cualquier elaboración científica del mismo) está vinculado a la vida social desde su propio nacimiento, al ser su vocación y finalidad esencial la de resolver los conflictos que surjan en el devenir de aquélla. Pero junto al planteamiento científico, existe también, en el otro extremo, un planteamiento meramente técnico o tecnológico del Derecho, en el cual se considera a éste desde un punto de vista instrumental, de utilidad o eficacia, es decir, como un instrumento de regulación de la convivencia social y de solución de los conflictos que se plantean en la sociedad, cuya aplicación requiere el dominio de una serie de procedimientos de actuación específicos. Este planteamiento técnico del Derecho es un planteamiento consecuentemente aséptico axiológicamente, que convierte al jurista en un órgano que soluciona los conflictos usando las normas jurídicas de forma mecánica, sin preocupación por la realización valorativa del Derecho, en un “técnico de la pacificación social”2. Por otra parte, y aún situándose en los extremos del saber jurídico, la conexión entre ciencia y técnica jurídica es evidente, pues, tal y como acontece en otros campos del saber, las ciencias han nacido en muchos casos de la racionalización de lo que hasta ese momento era una mero conjunto de conocimientos o destrezas técnicas. Sin embargo, cuando se afirma el carácter de saber práctico o ciencia práctica que tiene el Derecho, no puede confundirse tal aseveración con la de ser un mero saber técnico. La aplicación del Derecho para la resolución de los casos problemáticos que se planteen no es sólo una tarea mecánica o técnica guiada por criterios de pura eficacia, sino que el jurista práctico se encuentra guiado o dirigido por lograr una decisión justa, una decisión que satisfaga –como se verá– unos criterios mínimos de justicia. Y es precisamente esta directriz axiológica fundamental la que lo aleja de su planteamiento técnico. Por otro lado, el Derecho puede ser contemplado desde un plano científico teórico, pero su conocimiento desde este punto de vista sería incompleto y estaría privado de su finalidad fundamental, que es la de encontrar la solución justa de los problemas concretos que acontecen en la realidad social. El conocimiento teórico del Derecho puede tener una finalidad didáctica, pero teóricamente no puede conocerse el Derecho, porque incluso 2

OLLERO TASSARA, A., Derecho y sociedad, Editora Nacional, Madrid, 1973, pág. 55.

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cualquier construcción dogmática teórica o cualquier reflexión filosófica sobre su razón de ser o sobre su principio superior que es la justicia (entendida en su formulación abstracta) requieren una inmediata comprobación empírica de funcionamiento en la realidad social como instrumentos que permitan una resolución justa de un conflicto. Esa es precisamente la eficacia que cabe predicar respecto de las normas jurídicas, por muy válidamente que se hayan elaborado y aprobado. En tal sentido, eso es lo que se quiere decir cuando se afirma que el Derecho es una ciencia práctica: una ciencia que no puede prescindir de su praxis, de su aplicación a la realidad social, ni siquiera en sus procesos de discusión teórica o científica (dado que su conexión con la práctica determina que cualquier formulación teórico-jurídica debe tener una consecuencias prácticas positivas para justificarse como tal, debiendo ser rechazada en caso contrario), y que se distingue igualmente, en el otro extremo, de las disciplinas técnicas, por cuanto su aspiración al logro de una decisión justa le dota de una finalidad que trasciende a una aplicación meramente mecánica de las normas jurídicas como instrumentos de resolución del caso concreto para elevarse a la concreción constante del principio supremo de la justicia; en cada situación de una forma ligeramente diferente, pero siempre como criterio justificador de la solución que se adopte en cada problema jurídico. En este sentido, como afirma Ollero, “si la identificación de saber racional y conocimiento científico es cuestionable, la vinculación del derecho a la vida social, que sirve de guía a nuestra reflexiones, plantea como exigencia una articulación teórico-práctica del saber jurídico. La tensión teoría-praxis tiene una especial vigencia en el campo del derecho, que combina elementos teóricos ordenadores y datos fácticos de la praxis social. El derecho es a la vez idea y hecho, praxis teóricamente ordenada y teoría volcada a la vida”3. Este autor entiende que “la dimensión teórico-práctica del saber jurídico va a repercutir sobre su posible carácter científico, exigiendo su planteamiento como ciencia del derecho tendencialmente filosófica y constitutivamente práctica”, y que “el saber jurídico es tendencialmente filosófico, porque buscan la verdad con una radicalidad que exige ir más allá de las restricciones exigidas por la metodología científica” y es constitucionalmente práctico porque “saber y actuar jurídicos se implican mutuamente. La distinción entre teóricos y aplicadores de teorías es un falso espejismo, que conduciría a un saber del derecho sin derecho. Realizar el derecho es conocerlo. El saber jurídico es propuesta de solución de problemas sociales. Si se limita a reflexionar sobre su propia cientificidad queda reducido a propedéutica. Por el contrario, si se reduce a una dogmática jurídica que rumia su propio contenido normativo, lo priva de todo sabor si no mantiene contacto con los auténticos contenidos materiales”4. En tal sentido, como afirma Vallet de Goytisolo, “si la medicina, como arte de conservar y restablecer la salud, es el núcleo central de toda consideración médica, igual pienso que debe ser el derecho en lo jurídico. Las leyes, la ciencia y la filosofía jurídica deben concurrir a ese fin, para facilitar la realización de la justicia en cada caso concreto, del mismo modo como, en medicina, tratan de curarse los enfermos en concreto”5.

3 4 5

Ibidem, pág. 42. Ibidem, págs. 54-56. VALLET DE GOYTISOLO, J., Metodología jurídica, Civitas, Madrid, 1988, pág. 118.

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En esta línea también, decía ya Kant que “el concepto de derecho como un concepto puro está, sin embargo, enfocado hacia la praxis (a la aplicación a los casos que se presentan en la experiencia)”6, y esta puede considerarse la justificación última del Derecho, en el sentido de que las normas jurídicas nacen para ser aplicadas, para resolver las controversias que surjan entre los ciudadanos. Desde el ámbito sociológico, Carbonnier ha señalado asimismo que la ciencia jurídica “está enteramente volcada hacia la acción”7. Si una norma jurídica no se aplica, es una norma inútil, una norma que espera el digno entierro de la derogación, y no hay más que atender a cualquier sistema jurídico para encontrarse con normas inútiles que esperan hace largo tiempo su derogación (caso, por ejemplo, de la regulación en nuestro Código Civil del servicio de criados y trabajadores asalariados en sus arts. 1583-1587, cuando esta cuestión es regulada por el Derecho del trabajo hace ya bastantes años). Perelman ha incidido también en este punto, señalando que “la superioridad del pensamiento jurídico sobre el pensamiento filosófico consiste en que así como este último puede contentarse con fórmulas generales y abstractas, el derecho está obligado a contemplar la solución de las dificultades que surgen cuando se trata de aplicar las fórmulas generales a la solución de problemas concretos. (...) La búsqueda de soluciones concretas obliga con frecuencia a reinterpretar los principios, a contraponer el espíritu a la letra de la ley o lo que es lo mismo, el punto de vista práctico, esto es, el que toma en consideración las consecuencias que resultan de la aplicación de una regla, frente al punto de vista formalista, que es el de la aplicación literal del texto”8. 3.

LA CIENCIA PRÁCTICA DEL DERECHO

Como hace tiempo afirmara Duverger, “no hay duda de que las sociedades humanas no se sujetan por completo al análisis científico. Hay con toda probabilidad un misterio del hombre que no podrá jamás ser enteramente penetrado, y sobre el cual los poetas proyectan más luz que los técnicos”9, y una de esas parcelas sociales es, sin duda, el Derecho. Quizá por motivos relacionados con el prestigio intelectual de la expresión, es usual referirnos al estudio del Derecho como “Ciencia del Derecho”. Sin embargo, sólo usando el término ciencia en su acepción amplia –equivalente a conjunto de conocimientos sobre una materia–, puede aceptarse su uso en el Derecho, pues es claro que el conocimiento del Derecho, por su mismo objeto, no puede lograrse con un riguroso análisis científico del mismo. En este sentido, han quedado ya definitivamente superadas aquellas tendencias decimonónicas de acercamiento del Derecho a las ciencias naturales y a la matemática, con construcciones y derivaciones lógicas de conceptos jurídicos abstractos al margen de cualquier consideración práctica, como ocurrió con la denominada por Heck Jurisprudencia de conceptos10. KANT, I, La Metafísica de las Costumbres, trad. A. Cortina Orts y J. Conill Tecnos, Madrid, 1989, pág. 5. CARBONNIER, J., Sociología jurídica, trad. L. Díez-Picazo, Tecnos, 2ª ed., Madrid, 1982, pág. 218. 8 PERELMAN, CH., La lógica jurídica y la nueva retórica, trad. L. Díez-Picazo, Civitas, 1ª reimp, Madrid, 1988, págs. 159-160. 9 DUVERGER, M., Métodos de las ciencias sociales, trad. A. Sureda, Ariel, 4ª ed., Barcelona, 1971, pág. 14. 10 Expresión con la que Heck calificó el modo de pensar metodológico de Puchta, Ihering en sus inicios y Windscheid (LARENZ, K. Metodología de la ciencia del Derecho, trad. M. Rodríguez Molinero, Ariel, Barcelona, 1980, pág. 71). Sobre la Jurisprudencia de conceptos en detalle, puede verse esta obra, págs. 39-56. 6 7

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El Derecho ha sido considerado tradicionalmente una ciencia, y como tal, han sido los métodos de conocimiento de éstas los que se han empleado para indagar en el fenómeno de lo jurídico. Sin embargo, el Derecho no es realmente una noción abstracta o teórica con la que puedan establecerse razonamientos análogos a los de las matemáticas, sino que el Derecho nace de la realidad concreta y a ésta se destina. En este sentido, la aplicación del Derecho no es un acto secundario en la vida del mismo, es el Derecho mismo en movimiento, pues una norma dictada nace para ser aplicada y de no ser así, no justifica su existencia. La aplicación del Derecho se produce cuando el Ordenamiento Jurídico (ese conjunto interrelacionado de normas, principios y valores que constituye el Derecho en su máxima expresión) se pone en marcha para resolver un problema jurídico concreto, para encontrar la solución más justa posible. Al margen de posiciones doctrinales que adoptan perspectivas sesgadas, parece claro que el común de los expertos –e incluso de los profanos– conciben el Derecho como conjunto de normas dictadas o aceptadas por el Poder público dirigidas a regular la sociedad. Sin embargo, en esta concepción se ha incidido tradicionalmente más en el elemento normativo (conjunto de normas) que en el elemento finalístico (la regulación social), cuando, en nuestra opinión, es este segundo elemento el fundamental para la comprensión del Derecho. La sempiterna pregunta de qué es el Derecho, cuál es su idea (en la acepción hegeliana de este término, de unión del concepto y su realidad11, de lo teórico y lo práctico), sólo puede contestarse atendiendo a su finalidad, pues un Derecho inútil o disfuncional que no regula la sociedad, es decir, que no resuelve conflictos o no preserva la paz social (en definitiva, que no colma las aspiraciones de justicia en una sociedad concreta), no puede ser tenido como tal, sino como mero adorno con apariencia de Derecho. De ahí que la ciencia del Derecho sea esencialmente una ciencia de carácter práctico, porque en la misma deben ir unidos de modo inescindible la comprensión teórica del Derecho y el método técnico de actuación de éste sobre la realidad jurídica para la realización de la justicia, midiendo así su eficacia real. En tal sentido, como dijera Carnelutti, el Derecho ha de ser un Derecho vivo, un Derecho en funcionamiento12. El ingente conglomerado normativo que constituye el Ordenamiento jurídico de nuestros días, en el cual los poderes públicos con competencia normativa se han 11 HEGEL, G. W. F., trad. J. L. Vermal, Principios de la Filosofía del Derecho, Edhasa, Barcelona, 1988, pág. 55. 12 CARNELUTTI, F., Teoría General del Derecho. Metodología del Derecho, trad. C. G. Posada, Comares, Granada, 2003. El autor utilizó la expresión Derecho vivo en contraposición a la del cadáver del Derecho para explicar que los científicos del Derecho cuando estudiaban su disciplina estudiaban el Derecho a trozos, lo descomponían, y que esa descomposición es un procedimiento necesario para la ciencia jurídica. Sin embargo, esta descomposición, este estudio del cadáver del Derecho podía conducir a gravísimos errores, porque el Derecho vivo es el todo, la unidad que opera en la realidad (págs. 454-455). Carnelutti incide en esta idea de que el Derecho opera en la vida real en otros pasajes de su obra. Así, en la pág. 438 señala que “el estudioso del Derecho civil o del Derecho penal cuya experiencia está constituida solamente por el Código sin que haya visto nunca un contrato ni un delito, se parece a quien para estudiar la medicina no tenga ante sus ojos más que catálogos de farmacia o de enfermedades. Por desgracia, la historia de la ciencia del Derecho, está sembrada de esas caricaturas. Pero las reglas del Derecho no están recluidas en los códigos como en una vitrina; están operando en la vida, esto es, gobernando la vida de los hombres donde para conocerlos no basta conocer la fórmula ni aprender la historia. Hay que verlos operar, es decir, ver cómo se comportan los hombres respecto a esa regla, no sólo aquellos a quienes toca mandar sino también aquellos a quienes corresponde obedecer. Solamente así las leyes muestran no tanto su apariencia como su sustancia, es decir, su verdadero valor”.

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multiplicado exponencialmente, no debe oscurecer la finalidad última del Derecho que es la de constituir una herramienta técnica para la resolución de conflictos sociales de forma justa. Ha sido el desenvolvimiento histórico del mismo el que ha ido creando de forma aluvional, y muchas veces inconexa, un acervo normativo que facilite la búsqueda de soluciones justas a los problemas jurídicos planteados, pero un Derecho (o norma integrante del mismo) que no se aplique (es decir, que no sirva para resolver un caso) no puede ser calificado como tal. De este modo, la aplicación del Derecho, lejos de ser un capítulo más de la Ciencia del Derecho, viene a constituir su razón de ser, lo que le da vida y justificación. En esta línea, Díez-Picazo ha señalado que “el derecho no nos parece una formulación ideal, abstracta y general, que posea un valor universal, sino que está formado fundamentalmente por una serie de experiencias vividas o experiencias existenciales, que son rigurosamente hablando decisiones de casos concretos, aunque en algunos momentos puedan aparecer como generalizaciones de tales experiencias o decisiones hipotéticas”13. Precisamente esta perspectiva del Derecho como instrumento regulador de los conflictos sociales es la que ha llevado a la aparición histórica de un conjunto de tendencias situadas en las antípodas del conceptualismo jurídico. Se trata de una serie de tendencias de inspiración sociológica que han pretendido la comprensión del Derecho atendiendo al conflicto de intereses que regula (Jurisprudencia de intereses), a la sentencia judicial como actividad creadora del Derecho (Escuela del Derecho libre) o a la predecibilidad de las decisiones judiciales (realismo jurídico americano), por citar las más relevantes. Sin embargo, estas tendencias adolecen de reducir la comprensión del Derecho a lo que el Derecho es en cada momento histórico como puro fenómeno social, desvinculándolo de su fin último, la justicia. En este sentido, como ha afirmado De Castro, ninguna de ambas direcciones (que él viene a clasificar en las que siguen un método puramente conceptual y las que siguen un método sociológico de conocimiento del Derecho) “ha logrado cerrar el abismo que ofrecía la distinta naturaleza con que se manifestaban la abstracción normativa y la decisión concreta; todo lo que se ha hecho es abandonar u ocultar uno de los extremos y reducir el Derecho al otro”14. Para este autor es la justicia, entendida como realidad objetiva suprasensible y esencia inmutable y eterna, la que une ambas direcciones expuestas. Señala que “la Justicia es una esencia real, cuya característica más importante es la de llevar consigo, de modo inmanente, una tendencia inexorable a su realización. Aquí se encuentra su especial peculiaridad para el conocimiento, su carácter fundamentalmente “práctico” y la importancia que para el Derecho tiene su aplicación; aquí también está el porqué y la única posibilidad de la unidad entre el precepto y su realización, entre norma y decisión en virtud de la norma”15. De este modo, como venimos diciendo, la aplicación del Derecho constituye la propia esencia del Derecho, la conexión entre la norma abstracta y la decisión concreta del caso, la realización de la justicia. Mediante la aplicación del Derecho la norma pasa de ser una mera formulación jurídica genérica a cumplir su función reguladora de la realidad social. En el momento aplicativo del Derecho, la norma jurídica pierde su enfoque teórico

13 14 15

DIEZ-PICAZO, L., Experiencias jurídicas y teoría del derecho, Ariel, Barcelona, 1983, pág. 213. DE CASTRO, F., Derecho civil de España, Civitas, Madrid, 1984, pág. 60. Ibidem, pág. 61.

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tradicional de mandato y pasa a ser considerada como un instrumento de realización de la justicia. Desde este punto de vista del Derecho, se llega a una concepción circular del mismo, dado que el Derecho surge (lógica e históricamente) de la noción de justicia y tiene como meta, en su aplicación y desenvolvimiento en la sociedad, esa misma justicia que se realiza en cada uno de los actos concretos de su aplicación. En este sentido, De Castro ha señalado que la idea de la justicia “es el criterio organizador y decisorio en toda la realidad jurídica; incluso en el último y mínimo detalle, la idea de Justicia será la que justifique o excluya y la que dirá el porqué de la decisión”16. De lo expuesto hasta ahora, puede señalarse que el Derecho está a medio camino entre la teoría y la práctica o ciencia del caso concreto. Su origen indudable está en la resolución de casos concretos, y para ello no hay más que atender al Derecho romano. Las construcciones teóricas son siempre posteriores y surgen de la resolución de los casos con una vocación de permanencia, y pudiera decirse que el caso concreto cincela las construcciones teóricas, perfeccionándolas día a día. Aún hoy es posible detectar este fenómeno en la cotidianidad jurídica; me refiero a cómo, reiteradamente, los poderes normativos modifican o instauran nuevas normas jurídicas sobre la base de construcciones o soluciones de corte jurisprudencial. La mayor expresión del Derecho como ciencia del caso concreto se manifiesta, precisamente, en la actuación judicial. 4.

LA METODOLOGÍA DE LA APLICACIÓN DEL DERECHO

El método científico es el conjunto de procedimientos de que se sirve una ciencia para conocer su objeto y para transmitirlo a los demás (la palabra “método” se compone de las palabras griegas “meta” que significa “hacia” y “odos” que significa “camino”). El método científico, en cuanto trata de descubrir nuevas verdades, se llama método heurístico o de investigación; en cuanto trata de transmitir a los demás las verdades ya conocidas, es decir, de enseñar, se llama método didáctico. Dado que toda ciencia se diferencia de las demás por su objeto o por el punto de vista con que estudia su objeto, es lógico que cada ciencia busque los procedimientos o métodos adecuados para el mejor conocimiento de su campo científico. Hay unos métodos o procedimientos generales de todas las ciencias (definición, división y demostración), y hay otros métodos particulares para cada ciencia o grupo de ciencias (métodos de las ciencias formales como la lógica o la matemática, que es el método deductivo; método de las ciencias físicas, humanas e históricas que usan el inductivo). Cada ciencia tiene así su método; y este es el caso de la ciencia del Derecho. En este sentido, una perspectiva sencilla, pero fundamental, de contemplación científica del Derecho es aquélla que atiende a su movimiento. Desde este punto de vista, el Derecho puede contemplarse como un conjunto de normas, esto es, como el Ordenamiento jurídico vigente en un momento dado (perspectiva que denominaremos estática), o puede contemplarse como ese mismo conjunto de normas en acción, esto es, aplicándose para resolver 16

Ibidem, pág. 63.

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las distintas situaciones sociales concretas con trascendencia jurídica que se planteen (perspectiva dinámica). Como se ha dicho ya, es esta la finalidad o utilidad del Derecho, la que legitima su existencia o razón de ser, pero en lo que ahora nos interesa, estas dos perspectivas del Derecho conducen a la coexistencia de una doble metodología de conocimiento: una metodología científica tradicional que investiga el Derecho con los procedimientos generales aplicables a todas las ciencias, y una metodología específica que atiende a los rasgos peculiares del Derecho, que se manifiestan fundamentalmente en la vertiente aplicativa del mismo como mecanismo de solución de conflictos jurídicos. Este sería el campo de actuación de la metodología de la aplicación del Derecho. Cuando hablamos de la aplicación de las normas jurídicas estamos haciendo referencia a la actividad consistente en trasladar el contenido abstracto e hipotético de una norma jurídica a una situación concreta que acontece en la realidad social. Las normas jurídicas aparecen formuladas, por su propia naturaleza, con un contenido general, pero, evidentemente, tratan de resolver o aclarar una situación que se puede producir en la realidad concreta. Puede decirse que una norma jurídica inaplicable es una norma inútil, una norma muerta, con lo que parece claro que la aplicación de las normas es una actividad fundamental para afirmar el carácter “saludable” de una norma. Desde este punto de vista, lo que convierte a una norma en saludable es la cantidad de veces que se aplica a casos concretos, lo que indica que la norma en cuestión está incidiendo en un problema que se repite en la realidad. Esta situación de reiteración de la aplicación de una norma genera una repetición de sentencias que resuelven dicho problema y que, a un tiempo, van generando en su fundamentación jurídica una serie de precisiones judiciales que interpretan completando progresivamente la norma y que tienden igualmente a superar –a eliminar– la causa por la que dicho asunto se repite ante los Tribunales, y que genera la reiterada aplicación de la norma en cuestión. Este fenómeno, sin embargo, no siempre es así, dado que si la controversia es fáctica, la reiteración de asuntos análogos lo que indica es que un problema es frecuente en la realidad social, a pesar de que las normas jurídicas que lo disciplinen sean perfectamente claras y no necesitadas de interpretación añadida (como acontece, por ejemplo, en los casos del incumplimiento de contratos de ejecución de obra en el orden civil o los procedimientos por despido en la Jurisdicción social). Según lo expuesto hasta ahora, puede colegirse que la indagación sobre el funcionamiento de la aplicación del Derecho conlleva la averiguación de la propia naturaleza de éste. De ahí que una investigación como ésta sobre la actividad desplegada por el jurista cuando aplica el Derecho para resolver casos concretos (y que denominaremos razonamiento jurídico-práctico) pone siempre al descubierto la verdadera justificación legitimadora del Derecho en su conjunto. Desde este punto de vista, este trabajo constituye un intento de lo que Viehweg, en la introducción a su Tópica y jurisprudencia denominó “Teoría de la práctica”17, un estudio teórico del método que utiliza el jurista para encontrar la norma jurídica aplicable al caso concreto a resolver, una metodología de la aplicación del Derecho, en definitiva.

17

VIEHWEG, T., Tópica y jurisprudencia, trad. L. Díez-Picazo, Taurus, Madrid, 1964, pág. 25.

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Esta metodología de la aplicación del Derecho no constituye sólo el estudio de la técnica de búsqueda y selección de la norma aplicable al caso, es también, y sobre todo, determinar la utilización de esta técnica del modo que se consiga la solución más acorde a la justicia en cada caso; que se consiga la solución más justa posible o aceptable. Es decir, aplicar el Derecho teniendo en mente cuál es el fin o meta perseguida: la justicia. Como ya hemos manifestado, la aplicación del Derecho no es un aspecto o perspectiva más de su análisis. El Derecho nació de y para su aplicación a la realidad, para resolver los conflictos surgidos en la sociedad. No puede hablarse en puridad de un Derecho aplicable frente a otro que no lo sea, pues una norma jurídica inaplicable no puede justificar su existencia porque haya sido aprobada formalmente por el Poder público. Es su posibilidad de aplicación efectiva y de ser instrumento para el logro de una solución justa lo que la legitima y justifica. En caso contrario, la formulación de una norma jurídica no pasa de ser un mero ejercicio intelectual sin ninguna utilidad o efectividad social. Ha sido tradicional considerar a la aplicación del Derecho como un aspecto más del Derecho, como un proceso esencialmente deductivo en el que el juez realiza la interpretación de la regla abstracta para resolver un caso concreto. Sin embargo, la aplicación del Derecho es mucho más que esta tarea técnica, dado que la resolución de cada caso concreto conlleva un reajuste de la norma a la realidad social que pretende disciplinar y obtener una solución justa y aceptable socialmente. De este modo, el juez reelabora y perfila la norma aplicada para que ésta cumpla su función social de pacificación de la forma más acorde a la realidad del momento, y a través de esta labor judicial, la norma siempre permanece actualizada en su vigencia. Precisamente, las decisiones judiciales sobre la aplicación de una norma, cuando se reiteran, impulsan frecuentemente futuros cambios normativos y empujan al legislador a una nueva regulación. En este sentido, la aplicación del Derecho constituye un mecanismo de adaptación de la norma aplicada a la realidad social concreta del momento en que se aplica, en la cual imperan unos valores y creencias que pueden ser distintos a los contemplados en el texto de la norma, lo cual es especialmente verdad cuando la norma aplicada ostenta una vigencia prolongada en el tiempo. Desde este punto de vista, la finalidad del razonamiento jurídico-práctico es la obtención de una solución justa del problema, por lo que las nociones del Derecho y justicia aparecen imbricadas, en una relación de medio a fin. Se introducen así cuestiones valorativas, pues debe partirse de que la justicia es el fin del Derecho y éste el medio o instrumento para conseguir aquélla. Un Derecho cuya pretensión no es la de ser justo nunca puede considerarse auténtico Derecho, sino una simple apariencia de Derecho sólo sustentado por un poder político y no aceptado por la ciudadanía, a la cual se impone. Por hipótesis, pudiera pensarse que el razonamiento jurídico-práctico persigue la obtención de una solución justa, sin más aditamentos, pero eso sería decir poco más que expresar una intención general, esencial sí, pero dotada de escaso contenido. La solución justa es aquella solución que se extrae del Ordenamiento jurídico, que es el que contiene los criterios o estándares de justicia concretos de una sociedad dada en un periodo de tiempo determinado. Así, el operador jurídico, al aplicar la norma, no razonaría con sus criterios de justicia, sino con los que se extraen del Ordenamiento (así, si el Derecho laboral dice que a un trabajador despedido improcedentemente le corresponden 33 días de indemnización por año

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de servicio trabajado y no 45, es esta la solución justa que prevé el Ordenamiento, por mucho que el operador jurídico entienda que la indemnización debiera haber sido mayor o menor). De este modo, la referencia a una solución justa lo es siempre a una solución jurídicamente fundamentada en normas o principios jurídicos extraídos del Ordenamiento jurídico vigente. El devenir de la historia universal, y más concretamente, el de la historia jurídica, ha demostrado que el concepto de justicia es esencialmente formal e histórico, y desde luego, es un concepto metafísico previo al del Derecho. Es formal, porque adopta distintas materializaciones en los distintos casos que concretamente se resuelven; histórico, por cuanto varía según las distintas etapas históricas y las distintas culturas o mentalidades sociales. Ejemplos como la esclavitud, el divorcio, la pena de muerte o el aborto, explican por sí solos esta verdad tan rotunda; y es previo al del Derecho, en cuanto fundamenta a éste, promueve su creación y constituye su objetivo último. Ahora bien, la justicia inspiradora del Derecho se manifiesta e impregna a éste. Así, en cada época histórica, los valores que integran la justicia (lo que se entiende en un periodo histórico y cultural concreto por la justicia) tienden a recogerse en las distintas normas jurídicas que integran el Derecho. Cuanto más rango normativo en la escala de fuentes del Derecho tenga la norma, más valores o principios de justicia aparecerán recogidos, como acontece con las normas constitucionales actualmente. En consecuencia, la finalidad de obtener soluciones justas a los problemas jurídicos planteados (la justicia como fin último de todo acto aplicativo del Derecho), junto con la necesidad de que dicha solución justa se justifique y fundamente con razones o argumentos provenientes del Ordenamiento jurídico (esto es, dando cumplimiento, entre otros principios relevantes, al principio de legalidad y de seguridad jurídica), son los dos pilares básicos en los que se asienta la racionalidad jurídica, es decir, el modo de actuación propio y distintivo del razonamiento jurídico-práctico. De esta manera, puede afirmarse que un razonamiento o discurso jurídico es correcto (corrección jurídica) si reúne ambas características: conduce a una solución justa (puede haber varias, como sostendremos, pero en todo caso deben respetar unos criterios mínimos de justicia) y se compone de una cadena, más o menos compleja, de inferencias que acaten las normas o principios jurídicos del Ordenamiento. Obviamente, un estudio sobre la metodología del razonamiento jurídico-práctico debe tener en cuenta los datos empíricos proporcionados por la experiencia práctica de resolución de casos concretos y reales que se plantean en la vida cotidiana. Además, es conveniente atender a la resolución de casos concretos en las distintas ramas del Derecho, que presentan determinadas peculiaridades de actuación que enriquecen –complementan– la perspectiva general de lo que es el Derecho en acción. También es altamente efectivo que la resolución –o intervención en la resolución de cuestiones jurídicas– se haya realizado en un proceso judicial o, al menos contradictorio (arbitraje, mediación, conciliación), dado que en este ámbito se observan varios puntos de vista o razonamientos jurídicos diferentes para resolver un caso. Además, en este ámbito puede observarse con total claridad la utilización por los juristas de argumentos jurídicos junto con otros que pertenecen a la argumentación general (argumentos dialécticos, retóricos, de carácter persuasivo) que, en nuestra opinión –como se verá en el próximo capítulo– deben considerarse ajenos al razonamiento jurídico, entendido éste en sentido objetivo o material, esto es, fundado en normas o principios jurídicos. En

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esta línea, como hemos dicho más arriba, el razonamiento jurídico en su proceso inferencial debe utilizar o justificarse en normas o principios jurídicos extraídos del Ordenamiento si quiere ser correcto y respetar el principio de seguridad jurídica y de legalidad. Ciertamente, el razonamiento jurídico ante determinados casos puede tomar distintos caminos de resolución de los mismos, pero en todo caso debe justificar su elección con argumentos jurídicos. La seguridad jurídica o el principio de legalidad no significan que el Ordenamiento proporcione una única solución al caso, sino que la solución que se adopte se justifique normativamente. Sin embargo, la práctica jurídica no basta para el análisis de la metodología del razonamiento jurídico-práctico. El empirismo es necesario para observar las conductas o mecánicas, los métodos, que usan los distintos operadores jurídicos en los distintos ámbitos de aplicación del Derecho para así determinar estadísticamente qué técnicas se repiten más a menudo, aunque es también necesario establecer también una trabazón teórica que sistematice y explique de una forma abstracta o genérica lo que los distintos casos arrojan. Cualquier pretensión de carácter científico en este campo requiere de un esfuerzo inductivo que permita mostrar cómo actúa el razonamiento cuando utiliza normas jurídicas para resolver un caso problemático. En el lado contrario, no debemos caer en el ámbito jurídico en esa enfermedad a que son tan proclives los teóricos de las distintas ciencias; me refiero al conceptualismo. Cualquier teorización o fundamentación del razonamiento jurídico-práctico no puede establecerse desconectada de su función última, que es la de contribuir a una clarificación y mejor utilización de los recursos o herramientas que proporciona el Ordenamiento jurídico para la resolución de un caso concreto. De este modo, en nuestra opinión, y sobre todo desde el ámbito de los estudios de teoría de la argumentación jurídica, se ha incurrido en excesos desde el lado teórico y desde el lado práctico. Desde el lado teórico, se formulan teorías e hipótesis explicativas de los rasgos y funcionamiento del razonamiento jurídico que están totalmente desconectadas de la aplicación efectiva del Derecho en la realidad. Desde el lado práctico, el tecnicismo –entendido como la tendencia del pensamiento a convertir en mera técnica mecánica la práctica de una ciencia o ámbito del saber– en la aplicación del Derecho ha llevado a despojar al Derecho de su contenido inmanente, que no es otro que el ideal de justicia que se encuentra latente en cada una de las normas que integran el Ordenamiento jurídico. Así, la norma se aplica de una forma mecánica a una situación dada, sin que el operador jurídico realice ninguna conexión mental entre el contenido de la norma y su vinculación sistemática con los principios directores del Ordenamiento jurídico, que son los que reconducen el planteamiento aplicativo de una norma a los criterios de justicia que fundamentan el Derecho. El jurista práctico debe plantearse en cada aplicación del Derecho que realiza si la solución adoptada satisface unos criterios mínimos de justicia, pues, como analizaremos, cada acto aplicativo del Derecho por insignificante o nimio que parezca, siempre lleva consigo unas pretensiones de permanencia y universalidad, una normatividad intrínseca. Desde este punto de vista, si algo distingue el a veces denominado arte del Derecho de la técnica jurídica es precisamente esta perspectiva de la justicia que adopta el jurista a la hora de aplicar una norma. El Derecho vivo es, por tanto, el Derecho que se aplica y cumple con su finalidad de resolver casos concretos, pero esta resolución de los conflictos ha de realizarse de la forma más justa posible.

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En suma, pues, cuando hablamos de razonamiento jurídico-práctico estamos haciendo referencia al método o técnica que utilizan los operadores o aplicadores jurídicos para razonar o argumentar las decisiones que adoptan para la resolución de un caso concreto planteado, pero debemos realizar desde ya una importante puntualización: el razonamiento jurídico empleado es válido o correcto (en el sentido de legítimo) si la decisión adoptada del caso concreto es justa, con lo que, como se vera, la teoría del razonamiento jurídico necesita tanto de la metodología del Derecho como de la Axiología jurídica. Los criterios de justicia deben mover o guiar siempre al razonamiento jurídico, especialmente en la resolución de casos complejos. Por otra parte, es preciso clarificar también que en este trabajo a las personas que utilizan o trabajan con el Derecho las denominaremos operadores jurídicos o profesionales del Derecho. Engloban, de un lado, a todos los comúnmente denominados juristas prácticos, esto es, jueces, fiscales, abogados, procuradores, asesores, funcionarios con competencias técnicas, notarios, registradores y otras muchas profesiones que, con mayor o menor grado de especialización, deben aplicar el Derecho en su trabajo; y de otro lado, a los científicos o teóricos del Derecho, que analizan, sistematizan e interpretan el Derecho, pero que no lo aplican a casos reales y concretos, como es el caso de los profesores e investigadores universitarios; los denominaremos juristas teóricos.

CAPÍTULO II. EL RAZONAMIENTO JURÍDICO

1.

LA NOCIÓN DE RAZONAMIENTO JURÍDICO

Un uso con el mayor grado de precisión del lenguaje es siempre condicionamiento previo para cualquier análisis científico que pretenda ser riguroso. En tal sentido, como paso previo a adentrarnos en el objeto del presente trabajo, entendemos que se impone la clarificación de los conceptos empleados, lo cual debería facilitar el entendimiento de lo que se expone, a la vez que permite su distinción con el uso, más o menos extenso, que se da a alguno de los mismos por parte de otros autores. En este sentido, la primera acotación básica es, desde luego, el propio término de razonamiento o pensamiento, que hace referencia tanto a la actividad como al resultado de un proceso psíquico en los cuales el sujeto persigue el conocimiento de un objeto dado. Así, utilizamos la expresión pensamiento en un sentido estricto como equivalente a razonamiento, frente a una noción extensa que lo concibe como cualquier actividad mental, se dirija o no al conocimiento. El razonamiento tiene como meta el conocimiento y para ello, básicamente, actúa sobre un objeto determinado, formando conceptos sobre el mismo y formulando proposiciones o enunciados de relación entre los conceptos elaborados, tendiendo a construir un lenguaje específico que represente lo más adecuadamente posible dichos conceptos y proposiciones18. El objeto sobre el que actúa el razonamiento denominado jurídico es, obviamente, el Derecho, entendido éste como un conjunto de normas que rigen una sociedad dada en un momento determinado, siendo ésta la concepción del razonamiento jurídico en sentido amplio, es decir, cualquier razonamiento que se realice en relación con las normas jurídicas. Véase, en este sentido, BOCHENSKI, I. M., trad. R. Drudis Baldrich, Los métodos actuales del pensamiento, RIALP, 16ª ed., Madrid, 1988, págs. 16-21. 18

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En general, puede decirse que la mente humana conoce la realidad de dos modos básicos: de un modo intuitivo, en el cual el entendimiento capta directa e inmediatamente las cosas, sin necesidad de razonar por pasos (así es como se intuyen los primeros principios, como ocurre con el principio de identidad, es decir, que toda cosa es igual a sí misma); y de un modo discursivo, en el cual la razón humana avanza progresivamente a través de una serie de inferencias hacia la verdad, hacia una conclusión. Para conocer de un modo intuitivo, el entendimiento no necesita la lógica, ya que obtiene una verdad de forma inmediata, pero la lógica sí es necesaria para conocer de modo discursivo, porque mediante una serie de reglas, la lógica ayuda a la razón a proceder con un orden seguro hacia la consecución de la verdad o conclusión, que no es evidente por sí misma. La lógica, pues, nos da una serie de reglas para pensar correctamente, y de ahí la estrecha relación de la misma con la actividad de razonar. El razonamiento en cuanto proceso mental se caracteriza por ser un discurso racional, esto es, una actividad en la que se produce un paso de unas cosas a otras hasta llegar a una conclusión. De ahí que el proceso del razonamiento exija la formulación de dos premisas iniciales para ponerse en funcionamiento. Hay, pues, una secuencia o cadena de enunciados, que se denominan premisas (también argumentos o razones) hasta llegar a una tesis o conclusión. El paso de una premisa a otra hasta llegar a la conclusión es designado usualmente como inferencia o argumentación, que consiste básicamente en obtener una consecuencia o deducir una cosa de otra y conducir a un resultado. Este esquema del razonamiento sirve para explicar el funcionamiento esencial de la mente racional cuando actúa, pero, obviamente, el razonamiento sobre una cuestión planteada puede ser más complejo, y estar a su vez formado por cadenas de razonamientos, aunque el esquema elemental de funcionamiento es el mismo. El razonamiento complejo es un razonamiento compuesto de otras razonamientos más simples, y se caracteriza porque las premisas son a su vez conclusiones de otros razonamientos anteriores en el transcurso del proceso mental. Según los tipos de enunciados o proposiciones que componen un razonamiento, es decir, sus premisas y conclusiones, pueden distinguirse aquellos razonamientos en los que todas sus proposiciones (esto es, enunciados del discurso cognoscitivo o descriptivo) son verdaderas o falsas, y que se denominan razonamientos teóricos, de aquéllos otros razonamientos denominados prácticos o normativos, cuya conclusión es una norma, esto es, un enunciado del discurso prescriptivo o directivo, que no es ni verdadero ni falso. El razonamiento jurídico pertenece a los razonamientos prácticos o normativos, siendo su conclusión una norma que revista la especialidad de ser jurídica. Además, es característico del razonamiento jurídico el que entre sus premisas deba haber al menos otra norma jurídica. Atendiendo a la estructura lógica de los razonamientos, estos pueden ser deductivos (estructura deductiva) si la conclusión se sigue lógicamente de las premisas (está implícitamente, pues, en ellas). A estos razonamientos se les suele denominar silogismos. En el razonamiento deductivo se parte de un enunciado más general para llegar uno más particular o individual. De ahí que en el ámbito de la aplicación del Derecho, como se trata de aplicar una norma general a un caso particular, se encauce o se conciba esta operación como un razonamiento deductivo o silogismo.

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Los razonamientos también pueden ser inductivos, en los cuales la conclusión no se sigue de las premisas, puesto que en la conclusión se contiene más información de la que había en las premisas. Mediante los razonamientos inductivos se formulan tesis o conclusiones de carácter general. Se parte de datos individuales o particulares y se llega a uno más general. En el ámbito del Derecho es frecuente la aparición de razonamientos inductivos mediante las denominadas máximas de experiencia, que son enunciados que expresan los resultados que generalmente se producen en una situación determinada. Tienen pues una clara base empírica y son apreciables mediante el sentido común, teniendo una presunción de veracidad (una alta probabilidad de verdad en su afirmación). Un tercer tipo de razonamiento es el abductivo o reductivo, el cual se caracteriza por partir de una serie de datos diversos para llegar a la formulación de un enunciado concreto que resulta ser la hipótesis más verosímil de explicación de dichos datos. Podría ser considerado como una subespecie del razonamiento inductivo. El razonamiento jurídico se caracteriza por usar frecuentemente estos razonamientos, pero también podrían incluirse aquí las investigaciones policiales o la investigación histórica, o, en general, cualquier otra actividad racional de reconstrucción de unos hechos acaecidos en el pasado. Como condición necesaria de validez lógica de un razonamiento normativo está el que su conclusión sea una norma y que entre sus premisas aparezca también al menos una norma. En el caso del razonamiento jurídico se trata de una norma jurídica. De este modo, concurren en el razonamiento jurídico premisas normativas y cognoscitivas (o descriptivas), y una conclusión que es siempre normativa. En definitiva, el razonamiento jurídico consiste en la utilización racional de las normas jurídicas para obtener conclusiones fundamentadas en las mismas. A esta actividad racional con normas se le suele denominar más frecuentemente argumentación jurídica o discurso jurídico, siendo indiferente el uso de tales términos, dado que se refieren a la misma realidad. Nosotros preferimos usar la de razonamiento jurídico. 2.

RASGOS FUNDAMENTALES DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO

El elemento esencial del razonamiento jurídico es el actuar con normas jurídicas, que, al menos, deben estar presentes en una de las premisas y en la conclusión, pudiendo este esquema básico encadenarse en una serie de razonamientos más complejos. Ahora bien, cabe preguntarse si además de este dato, existen otros rasgos fundamentales que determinen una especificidad más acusada del razonamiento jurídico. En nuestra opinión, así es. El razonamiento jurídico presenta una serie de rasgos diferenciales que lo separan de cualquier otro tipo de razonamiento, configurándolo y determinando su movimiento o proceso mental. Estos rasgos fundamentales son: 1) la existencia de una metodología propia que implica un uso peculiar del lenguaje, 2) un sistematismo o pretensión de integridad que funciona con arreglo a reglas específicas, 3) un uso de categorías específicas del pensamiento como son las instituciones jurídicas, 4) una finalidad específica de lograr decisiones o conclusiones justas, y no verdaderas, demostrables o correctas necesariamente, lo que enfatiza la consideración finalística o flexible de las normas jurídicas como instrumentos resolutivos de los conflictos. Además, en el caso del razonamiento jurídico-práctico, 5) su

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estructura discursiva de funcionamiento es propia y peculiar, razonando sobre la aplicación de reglas con formulaciones abstractas a situaciones de la realidad para dotar de solución (justa) a un conflicto planteado. El primero de los rasgos citados es lo que denomino tendencia a la precisión terminológica del lenguaje jurídico: el jurista no utiliza el lenguaje que se usa para la descripción del Derecho (el lenguaje jurídico) de una forma usual, sino que tiende a precisar el mismo, incluso con términos de uso corriente pertenecientes al lenguaje ordinario. Aunque en el lenguaje jurídico conviven términos técnicos con términos del lenguaje común (y esto es inevitable, dado que el Derecho regula la realidad social y debe usar términos comunes para describirla o referirse a ella), existe una tendencia del razonamiento jurídico a la precisión terminológica de los términos empleados. De hecho, la creación de conceptos o categorías jurídicas responde a ese intento de rigor o precisión conceptual del Derecho. Sin embargo, hay que decir que este rigor se ve contradicho por dos tendencias contrarias que son una excepción a esa regla general: me refiero al mecanismo de la analogía (que proviene del mismo contenido formal de la noción de justicia que exige, entre otros aspectos, un tratamiento igualitario a situaciones semejantes), que lleva a extender la aplicación de una norma a casos no contemplados expresamente en ella y que, en muchas ocasiones, supone realizar interpretaciones flexibles (extensas o de lenguaje común) de términos con mayor precisión jurídica (o del lenguaje ordinario). Y me refiero también a la equidad (logro de una decisión justa del caso, en definitiva), que también implica en ocasiones interpretaciones flexibles de un determinado aspecto de la norma aplicada, y que se traduce técnicamente en interpretaciones amplias o flexibles del lenguaje empleado en dicha norma para evitar una resolución injusta. Junto al lenguaje jurídico, otro gran rasgo básico del razonamiento jurídico es la pretensión de integridad del Ordenamiento jurídico. Me refiero a que el razonamiento jurídico siempre concibe y utiliza las normas jurídicas a aplicar como parte integrante de un todo sistemático, lo que conlleva su contemplación del Ordenamiento jurídico como un sistema único, pleno y coherente. El razonamiento es, por ello, sistemático, aunque el Derecho, tal y como se manifiesta en la realidad, no lo sea. El razonamiento jurídico tiene la tendencia a pensar que el Ordenamiento jurídico tiene una solución para cualquier caso que se plantea, lo que implica que esta solución siempre existe y no es contradicha por ninguna otra. Esta afirmación implica que junto a las normas que resuelven casos, deben de existir otras normas que resuelvan los distintos supuestos de conflictos o ausencia de normas aplicables. Como tercer gran pilar del razonamiento jurídico se encuentra el de actuar institucionalmente, lo que significa que el razonamiento trabaja, evidentemente, con normas y principios, pero no de cualquier manera, sino estructurados y organizados en torno a una categoría jurídica básica que es la institución jurídica. A diferencia de otros conceptos jurídicos, la institución jurídica no es una creación jurídica nacida de la teoría del Derecho y no tiene ninguna explicación desde el punto de vista de la lógica deductiva, sino que tiene su origen en la propia realidad social. Cuando en una sociedad histórica determinada surge un grupo de conflictos o problemas económicos o sociales que se reitera en el tiempo (esto es, que se vuelven típicos), el Derecho actúa creando normas que los resuelvan, y creando también una denominación común para ese tipo de problemas. Esa denominación jurídica

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que emplea el Derecho, y que comienza siendo un término del lenguaje ordinario, acaba por configurarse, por obra de los juristas, en una institución jurídica. Muchos conceptos jurídicos o principios se extraen deductiva o inductivamente de las normas jurídicas, fruto del razonamiento jurídico-teórico (que actúa lógicamente en estos casos), pero la institución jurídica –aún siendo perfilada desde el ámbito teórico– tiene su anclaje en la realidad social, es un concepto jurídico con una raíz descriptiva. En este sentido, el razonamiento jurídico actúa institucionalmente en cuanto encaja siempre el problema a resolver en un grupo típico de casos y sus soluciones, los cuales presentan entre sí relaciones y principios directores comunes, y que conforman lo que denominamos una institución jurídica. El cuarto elemento que configura el razonamiento jurídico es la consideración de las normas jurídicas como instrumentos de resolución de casos. Las normas nacen para ser aplicadas y para ser funcionales y útiles para encontrar una solución. El razonamiento jurídico parte de esa consideración, que es la contraria a analizar o concebir la norma como una formulación abstracta desprovista de contenido real. De esta manera, cualquier análisis abstracto de las normas y de las relaciones entre las mismas está abocado al fracaso si prescinde de su finalidad práctica. Los análisis teóricos puros de las normas contemplan a éstas como proposiciones rígidas, y esta rigidez dificulta su aplicación práctica. El razonamiento jurídico-teórico, construyendo categorías jurídicas y extrayendo principios jurídicos, es de suma utilidad, por cuanto precisa y crea un lenguaje jurídico que contribuye a una mejor y más segura comprensión del Derecho y a su sistematicidad, pero debe vincularse siempre a la vertiente práctica, lo que conlleva que cualquier teoría jurídica tiene que tener una utilidad práctica. Las discusiones teóricas en el Derecho que no tienen relevancia práctica o la creación de conceptos jurídicos sin conexión con su aplicación, son un mero producto de literatura jurídica. El quinto rasgo fundamental hace referencia a la estructura discursiva del razonamiento jurídico-práctico. En este sentido, el razonamiento jurídico-práctico presenta los rasgos anteriores, comunes a todo razonamiento jurídico, pero además su finalidad específica de resolver los casos concretos mediante la actividad aplicativa de las normas jurídicas revela una estructura propia no presente en otros ámbitos racionales, pues presenta un conjunto de interacciones entre norma y realidad que lo distingue de otros discursos racionales, aunque, obviamente, presente algunos rasgos compartidos. 3.

RAZONAMIENTO JURÍDICO-TEÓRICO Y RAZONAMIENTO JURÍDICOPRÁCTICO

Hemos visto que el razonamiento jurídico puede concebirse de un modo general como aquel razonamiento que se realiza utilizando normas jurídicas (entendidas éstas en sentido amplio), el cual presenta una serie de rasgos distintivos, y hemos hecho mención de pasada a sus dos vertientes fundamentales, que conviene ahora precisar más detenidamente. La utilización racional de las normas jurídicas para obtener conclusiones fundamentadas en las mismas puede hacerse con una doble finalidad: la teórica y la práctica. Sobre este punto, ya hemos visto que la peculiaridad de la cientificidad del Derecho es que ni siquiera a un nivel teórico puede prescindir de su justificación práctica, pero evidentemente las normas

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jurídicas son susceptibles de ser utilizadas para la elaboración de conceptos, categorías y principios abstractos sin que el razonamiento jurídico tenga en mente la resolución de un caso concreto. En tal sentido, otra precisión conceptual que debe realizarse es la concerniente al proceso intelectual por el cual el profesional del Derecho aplica o utiliza el Ordenamiento Jurídico para sus fines específicos, sean teórico-sistemáticos o práctico-resolutivos. Así, podemos distinguir entre el razonamiento jurídico-teórico (o jurídico-científico) y el razonamiento jurídico-práctico, entendiendo por aquél todo razonamiento jurídico que no se encamina a la resolución de un caso concreto, sino a una mejor comprensión y sistematización del Ordenamiento jurídico (dentro del cual, habría que incluir la denominada técnica legislativa, o elaboración de leyes), y entendiendo por éste, al razonamiento jurídico encaminado a la resolución de un caso o cuestión concreta planteada. Mientras que el razonamiento jurídico-teórico y el jurídico práctico presentan unos rasgos fundamentales comunes que caracterizan el funcionamiento del razonamiento jurídico como actividad mental específica, difieren sin embargo en lo que concierne a la estructura discursiva de funcionamiento que presenta cada uno de los dos tipos de razonamiento jurídico, es decir, qué pasos sigue el jurista cuando razona teóricamente sobre las normas (es decir, sin contemplar la resolución de un caso concreto, real o imaginario) o bien cuando pretende la resolución de un caso concreto. Así, frente al razonamiento jurídico-teórico (caracterizado por ser una actividad mental abstracta, esencialmente de formación de conceptos y determinación de sus relaciones), en el razonamiento jurídico-práctico tiene lugar un específico iter o proceso mental, que se compone de cuatro grandes fases: el acto de institucionalización, la selección de los hechos relevantes, la selección de la norma aplicable y el acto decisional. En definitiva, que tenemos que el análisis del razonamiento jurídico-práctico se compone de dos grandes aspectos: qué reglas, directrices o principios fundamentales rigen el funcionamiento del mismo (y que hemos fijado en cuatro); y por otro lado, qué pasos sigue la mente cuando razona jurídicamente sobre una cuestión planteada (que hemos fijado en otros cuatro). Estas cuestiones serán objeto de análisis detallado en la tercera y cuarta parte de este trabajo. Por otro lado, otra premisa metodológica que vamos a seguir es analizar el razonamiento jurídico-práctico desde la perspectiva jurídico-filosófica y no desde un punto de vista filosófico puro. En general, puede decirse que el análisis del Derecho realizado por un filósofo no jurista dista mucho del análisis que realiza un filósofo del Derecho que tiene formación jurídica, y dentro de los juristas, es evidente, que el análisis del funcionamiento del razonamiento jurídico-práctico no es el mismo si se realiza por un jurista práctico que por un teórico. El jurista práctico tiene, sin duda, una perspectiva inductiva que, ante cualquier intento de teorización metodológica –como intenta ser la presente–, le lleva a contrastar permanentemente las construcciones conceptuales con la realidad diaria de la aplicación del Derecho. La aplicación del Derecho requiere de una labor intelectual y por lo tanto del uso de la razón. El objeto de este trabajo es analizar y describir cómo opera este razonamiento, que poco tiene que ver con el razonamiento matemático o lógico, y en general con el típicamente científico, que parte de premisas y llega a conclusiones verdaderas. El razonamiento jurídicopráctico debe llegar a conclusiones justas más que verdaderas, resolviendo el problema

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planteado, y para ello actúa con las premisas que el Ordenamiento le facilita para dicho propósito. Veremos que estas premisas están constituidas, evidentemente, por normas jurídicas, pero también por principios jurídicos, precedentes judiciales, y en general por conceptos jurídicos extraídos o elaborados con aquéllos, formando un cuerpo argumentativo que, a su vez, presenta una serie de reglas o normas jurídicas que rigen las relaciones dentro de dicho cuerpo argumentativo. Estas reglas de coordinación presentan gran variedad y en el caso de los principios, incluso justifican la presencia de contradicciones (que exigen formulaciones de equilibrio), y por lo tanto, puede utilizarse una u otra en función de la finalidad perseguida, que es la obtener una resolución justa del problema. Esto también explica por qué en muchos casos estas reglas de coordinación se utilizan para finalidades espúreas que pretenden no la resolución justa de un caso, sino favorecer los intereses de una persona, entidad o grupo social determinado. Desde un punto de vista hipotético y simplista, puede pensarse que la solución de un caso (y partimos de un caso típico sencillo sin complicaciones) viene por la aplicación de una norma dada, pero lo cierto es que el operador jurídico cuenta con una serie de mecanismos de elusión o mitigación de la aplicación de dicha norma, y los usará si entiende (si valora) que la aplicación estricta de la norma lleva a una solución que considera injusta. Por ello, cuando hablamos de razonamiento jurídico-práctico, estamos haciendo referencia al método o técnica que utilizan los operadores o aplicadores jurídicos para razonar o argumentar las decisiones que adoptan para la resolución de un caso concreto planteado aplicando el Ordenamiento vigente (razonamiento legal), siendo el razonamiento jurídico empleado legítimo si la decisión adoptada del caso concreto es justa. Desgranando dicha definición, diremos, en primer lugar, que el razonamiento jurídico es, ante todo, un procedimiento o técnica de resolución de unos específicos problemas o conflictos que son los conflictos jurídicos, (y se llaman jurídicos, por cuanto son conflictos que son regulados por alguna norma jurídica vigente o bien por su propia naturaleza pueden resultan afectados por alguna norma jurídica). Debe haber un incumplimiento de alguna norma jurídica, aunque sea un principio general del Derecho. No puede buscarse una solución jurídica a un problema extrajurídico, por definición. En segundo lugar, el razonamiento jurídico sólo lo utilizan, por definición, los que hemos denominado operadores jurídicos, esto es, las personas que conocen el Derecho y deben –o quieren– aplicarlo. Se trata de las personas que aplican el Derecho: jueces, fiscales, abogados, funcionarios, notarios, registradores, profesores, investigadores, etc. No cabe hablar, propiamente, de razonamiento jurídico, de alguien que no conozca el Derecho vigente. En tercer lugar, la finalidad del razonamiento jurídico es llegar u obtener una solución justa o aceptable (defendible o justificada, si se prefiere) a un problema concreto dado. Esta distinción es importante, porque, si bien, lo más normal es que el razonamiento jurídico pretenda obtener una solución lo más justa posible, también es preciso señalar que muchas veces el razonamiento jurídico lo que persigue es defender una determinada solución ajustada a la ley y que no es la más justa, sino simplemente la más conveniente o favorable a los intereses de una persona o grupo de personas. Se trata en estos casos de encontrar una solución aceptable y defendible con el Derecho vigente en la mano. A estas soluciones podemos llamarlas defendibles o interesadas. Tal es el caso de los abogados o los investigadores en

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el ámbito teórico (la doctrina científica) que pretenden con el razonamiento jurídico llegar a una conclusión que sea la más favorable a los intereses de su cliente o bien a las ideas que defienda o sostenga el investigador. No puede hablarse de una única solución justa, sino de varias posibles, por cuanto con la normativa vigente es posible llegar a distintas soluciones, y estas, como veremos, pueden ser más o menos justas, siempre que se respeten unos criterios mínimos de justicia por el aplicador del Derecho. Podría decirse que cuando el Derecho busca la concreción de la justicia a un supuesto concreto, utiliza un camino que es el razonamiento jurídico, y si éste tiene como resultado una solución injusta, el razonamiento ha de tacharse de incorrecto, por muy lógico que resulte. Por ejemplo, la posición del juez es la posición del aplicador típico que persigue la solución más justa, aunque más adelante veremos cómo el Juez no siempre busca la solución más justa solamente, sino la solución más razonablemente justa. Dicho esto, conviene apuntar que la tarea de un investigador del Derecho no busca solucionar un caso concreto la más de las veces (salvo que comente una sentencia y haga la función de juez alternativo), sino razonar sobre las normas jurídicas vigentes para elaborar su propia teoría. Sólo los funcionarios técnicos, abogados, los jueces, los notarios o los registradores son los auténticos operadores del Derecho, dado que lo aplican a supuestos concretos. En cuarto lugar, el razonamiento jurídico aplica, por definición, el Derecho vigente, y ello sin perjuicio de que acuda en apoyo de sus argumentos al Derecho derogado o histórico. Sencillamente, no pueden obtenerse conclusiones o soluciones basadas en Derecho derogado, porque precisamente los operadores jurídicos deben basar su actuación en normas vigentes. 4.

EL RAZONAMIENTO JURÍDICO EN SENTIDO SUBJETIVO

El razonamiento jurídico en sentido subjetivo hace referencia a la actividad mental del operador jurídico, del jurista. De este modo, cualquier razonamiento que efectúe un jurista a la hora de aplicar el Derecho para la resolución de un caso concreto será, por dicho motivo, un razonamiento jurídico. Ahora bien, en la práctica, los juristas utilizan, además de los razonamientos normativos, razonamientos lógicos, tópicos, de sentido común, persuasivos, retóricos o emotivos, especialmente en el ámbito forense. Todos ellos se muestran, en mayor o menor grado, interrelacionados entre sí, y resulta claro que desde la óptica del jurista todos ellos ostentan la cualidad de jurídicos. Sin embargo, en nuestra opinión, el razonamiento jurídico ha de entenderse en sentido objetivo, es decir, desde un punto de vista material o del objeto del mismo que son las normas jurídicas. De este modo, el razonamiento jurídico sólo es el razonamiento realizado con normas jurídicas, si bien, entendidas éstas en sentido amplio, es decir, incluyendo los conceptos o categorías elaborados o extraídos de las mismas, como son los principios generales del Derecho, sean sectoriales o generales. Esta afirmación no es baladí, ni es una disquisición académica, sino que, en nuestra opinión, la concepción objetiva del razonamiento jurídico (o teoría objetiva de la argumentación jurídica) se desprende de dos pilares básicos del Ordenamiento jurídico como son el principio de legalidad y el de seguridad jurídica, de los cuales se deriva la necesidad de que las decisiones jurídicas se justifiquen normativamente y sean, por tanto, producto o consecuencia de un razonamiento realizado con normas jurídicas. Analizaremos este punto más en detalle en el epígrafe siguiente.

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Kalinowski ha efectuado una clasificación de lo que él denomina especies del raciocinio jurídico que nos es útil para nuestra exposición, pues acoge todo el espectro de lo que en sentido amplio constituye lo que nosotros hemos denominado razonamiento jurídico en sentido subjetivo (frente a nuestra conceptuación objetiva). Así, Kalinowski concibe el raciocinio jurídico como “todo raciocinio exigido por la vida jurídica, es decir, todo raciocinio efectuado por aquél que, de cualquier manera que sea, ejerce un actividad jurídica (elaboración, interpretación o aplicación del derecho, así como el estudio multiforme, científico o filosófico de aquél, estudio que las tres funciones precedentes presuponen y exigen)”19. Kalinowski distingue tres grupos de raciocinios jurídicos: los raciocinios jurídicos lógicos, que son raciocinios de coacción intelectual, que pertenecen a la lógica formal; los raciocinios jurídicos retóricos, que son raciocinios de persuasión; y los raciocinios jurídicos extra-lógicos, que son raciocinios de argumentación puramente jurídica, basada sobre presunciones, prescripciones, ficciones, etc. Dentro del primer grupo (los raciocinios lógicos), distingue a su vez, entre raciocinios normativos y no-normativos, entendiendo por aquéllos los raciocinios en los que sus premisas –o alguna de ellas– y su conclusión son proposiciones normativas, y por éstos los raciocinios en los que se razona para llegar al conocimiento sobre hechos relevantes jurídicamente. Como afirma el autor, los raciocinios no-normativos son jurídicos por accidente, por cuanto son efectuados por juristas o porque intervienen en el ejercicio de una actividad jurídica20. De este modo, este autor concibe el razonamiento jurídico como un razonamiento complejo integrado por razonamiento lógicos, pero también por razonamientos retóricos y por otros que denomina puramente jurídicos. Aplicando nuestra concepción objetiva de razonamiento jurídico, nos llevaría a excluir todos aquellos razonamientos presentes en la operativa jurídica que no se efectuaran con normas o categorías jurídicas, presentándose dos grandes situaciones conflictivas: los razonamientos retóricos y los razonamientos fácticos. En nuestra opinión, los argumentos retórico-persuasivos deben ser excluidos del razonamiento jurídico, por cuanto nunca pueden fundamentar o justificar una decisión jurídica, si no se basan en una norma o principio jurídico, en cuyo caso pasarían a ser argumentos normativos. Respecto a los razonamientos fácticos, pese a lo que pudiera parecer, son, a nuestro parecer, razonamientos con un importante componente jurídico, por el evidente motivo de que el jurista nunca razona estrictamente sobre hechos sino sobre supuestos de hecho de una norma jurídica a aplicar, y de aquí que el razonamiento sobre los mismos (frente a la opinión de Kalinowski, pero también de muchos otros) es jurídico en muchos aspectos, porque selecciona y configura los hechos (y en definitiva, razona peculiarmente con esa intención) de una forma premeditada en orden a conseguir una perfecta aplicación de la consecuencia jurídica de la norma (que no se olvide, es una realidad fáctica en contenido también, configurada idealmente hasta el momento de la efectiva aplicación, convirtiéndose entonces en una nueva realidad jurídica).

19 KALINOWSKI, G., Introducción a la lógica jurídica, trad. J. A. Casaubón , Eudeba, Buenos Aires, 1973, pág. 148. 20 Ibidem, págs. 148-149.

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EL RAZONAMIENTO JURÍDICO Y EL SENTIDO COMÚN

Cuando hablamos de sentido común en relación con el razonamiento estamos haciendo referencia a la facultad de razonar que tiene la generalidad de las personas, sin que medie el conocimiento específico de ningún saber, ciencia o técnica. Así, como ya referimos en un capítulo anterior, el sentido común hace referencia al razonamiento evidente y directo que sobre la realidad (conjunto de cosas u objetos del mundo) realiza la persona como ser racional, sin implicar una especial reflexión sobre los objetos o la construcción de categorías abstractas de aprehensión de la misma. Podría decirse que el sentido común refleja la razón común, la racionalidad general que tiene todo ser humano en relación con la realidad que percibe de forma inmediata a través de los distintos sentidos exteriores, sin mediación de conceptos o cualquier otro acto de razonamiento previo. De este modo, cuando se afirma que algo es de sentido común es que se desprende naturalmente de las relaciones entre los objetos del mundo y expresa una opinión que mantienen la gran mayoría de las personas. Cuando la razón general emprende una actitud reflexiva sobre la realidad y construye conceptos que le permitan una más exacta comprensión de la misma (su conocimiento, en definitiva), se entra en el ámbito de los distintos saberes racionales, entre los cuales se halla el Derecho. Sin embargo, la especialidad que adquiere el razonamiento para abordar el conocimiento de tales disciplinas no implica que abandone sus caracteres generales, por lo que se plantea la cuestión de las relaciones entre el sentido común y el razonamiento específico de cada rama del saber. Este razonamiento general, o sentido común, tiene una serie de rasgos esenciales que lo caracterizan como tal: - Es lógico, en la acepción general del término, es decir, que partiendo de determinados datos llega a consecuencias que naturalmente se desprenden de los mismos. - Es coherente, es decir que es homogéneo y no presenta contradicciones. - Es congruente, en el sentido de que llega a deducciones o conclusiones que se derivan de los datos o premisas de las que parte. - Es convincente o plausible, en el sentido de que provoca adhesión de otras personas a sus deducciones o conclusiones, aunque no puedan ser objeto de una demostración rigurosa. Estas características las presenta cualquier tipo de razonamiento, y el hecho de que el razonamiento se especialice y opere no con datos empíricos extraídos de la realidad cotidiana, sino con datos pertenecientes al campo de los saberes científicos, prácticos, artísticos o técnicos, no supone que el razonamiento pierda esos rasgos. Son precisamente éstos los que convierten cualquier juicio, opinión, valoración, elección o cualquier otro tipo de expresión de un pensamiento en razonable, frente a un discurso tildado como irracional cuando no los cumple. Sin embargo, el razonamiento común se caracteriza por operar con datos empíricos del mundo real, no elaborados o creados reflexivamente por una ciencia, arte o técnica en particular, mientras que el razonamiento de un saber específico opera con unas categorías expresamente creadas y elaboradas por ese saber para comprender y sistematizar dicha rama del conocimiento. A partir de ese momento, las características que tiene todo razonamiento

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pasan a predicarse respecto de esas categorías específicas de la disciplina de que se trate y no sobre la realidad común, la cual puede ser tenida en cuenta en mayor o menor medida dependiendo de la rama del saber de que se trate (o en ninguna medida, como es el caso de la lógica formal y las matemáticas), pero no constituye el elemento central del conocimiento específico, que razona con categorías abstractas creadas a partir de datos inducidos de la realidad o deducidas de otras categorías previamente establecidas. Si las ciencias operasen exclusivamente con lenguaje común serían meramente descriptivas del sector de la realidad que es su objeto; por eso, todas ellas se caracterizan por el empleo de conceptos o categorías técnicas, por el uso de una terminología específica. Tal es el caso del razonamiento jurídico, cuya categoría central en torno a la que gravita es la de la norma jurídica. El razonamiento jurídico es por eso un razonamiento normativo, y la realidad social (la parte del mundo) que le interesa es la contemplada en las normas jurídicas, tanto en aquella parte que se describe el hecho o conducta que es presupuesto de aplicación de la norma (supuesto de hecho) como la nueva realidad que configura o prevé dicha norma al actualizarse el supuesto de hecho contemplado (la consecuencia jurídica). Así en el ejemplo “Si A comete un asesinato será castigado”, hay contempladas dos realidades empíricas: un asesinato, que es el presupuesto para que haya castigo, y un castigo que será la nueva realidad empírica que deberá producirse si A comete el asesinato. Sin embargo, tendemos a pensar que el razonamiento jurídico razona directamente sobre los hechos reales, cuando ello no es así, sino que los contempla como parte integrante de una norma jurídica. Por eso, los rasgos del razonamiento común que hemos visto más arriba existen en el razonamiento jurídico, pero se predican respecto de las normas jurídicas, no de la realidad. Así, la concatenación lógica no es respecto de los datos empíricos, sino de las normas jurídicas (los hechos se contemplan como parte integrante de una norma jurídica y dependen en su fijación enteramente de su ajuste a las normas). La coherencia es una coherencia entre normas (los hechos son o no coherentes en cuanto forman parte de una norma). La congruencia es una congruencia que debe darse entre las normas jurídicas en sus relaciones entre sí. Y el rasgo de la convicción o plausibilidad se refiere a la argumentación o razonamiento con normas jurídicas, ya que por muy convincente que sea el sentido común, de nada sirve si es contrario o no sigue las normas. Otra cosa es que el sentido común y lo que dispone una norma como solución de un problema coincidan. En este caso el resultado es justo pero no porque lo diga el sentido común, sino la norma. En el ámbito jurídico, Perelman ha señalado que “la idea de razón, sobre todo en sus aplicaciones prácticas, liga con lo que es razonable creer y tiene indiscutibles lazos con la idea de sentido común”21. En tal sentido, parece claro que el razonamiento jurídico tiene una evidente relación con el denominado sentido común, y efectivamente, parece también claro que cuando decimos que la máxima pretensión de una norma jurídica es la de proporcionar una solución justa, estamos afirmando algo que es de sentido común. La referencia al sentido común en cualquier discurso (sea cual fuere su objeto) hace referencia a la racionalidad común que rige el pensamiento, y en el ámbito del Derecho no es infrecuente que las propias normas jurídicas hagan referencia al mismo, como es el caso paradigmático del art. 218.2 LEC que señala que la motivación de las sentencias 21

PERELMAN, CH., La lógica jurídica y la nueva retórica, cit., pág. 155.

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debe ajustarse siempre a “las reglas de la lógica y de la razón”, en clara referencia con tales expresiones al sentido común. Sin embargo, debe precisarse la presencia y la importancia del sentido común en el razonamiento jurídico. Cuando se argumenta jurídicamente se alude con relativa frecuencia al sentido común, pero éste, en nuestro ámbito, no deja de ser un argumento retórico que refuerza razonamientos apoyados en normas jurídicas (las normas jurídicas tienen una indudable pretensión intrínseca de racionalidad, es decir, tienden a responder al sentido común). Sobre este punto, debe decirse que el operador jurídico no puede fundamentar jurídicamente sus decisiones únicamente en el sentido común en ningún supuesto, ni siquiera en la hipótesis teórica de falta de norma aplicable para resolver un caso, pues el Ordenamiento jurídico dispone siempre de una solución fundada en Derecho, acudiendo a los principios jurídicos, que permiten al juzgador elaborar razonamientos normativos a partir de aquéllos. Que el sentido común o racionalidad general de las cosas rija el razonamiento no puede legitimar que el razonamiento jurídico fundamente sus pasos hacia la decisión jurídica en argumentos que no sean normativos. El sentido común puede actuar como técnica retórica o persuasiva de apoyo en un discurso jurídico o en un litigio, pero solamente si corrobora la conclusión obtenida de una inferencia obtenida sobre la consideración de una norma o principio jurídico, no para desplazar la aplicación de una norma previsiblemente aplicable al asunto a resolver. Estos supuestos de desplazamiento normativo que realiza el operador jurídico constituyen lo que se denomina una laguna axiológica, y aquí estamos ante una valoración subjetiva del operador que considera que la solución normativa es injusta. Cuando esta valoración no se justifica o fundamenta en una norma jurídica o principio, estamos ante una comprensión prejurídica de la justicia que entra dentro de lo que elusivamente se denomina el sentido común jurídico y que conduce claramente a posiciones iusnaturalistas.

CAPÍTULO III. EL RAZONAMIENTO JURÍDICO COMO RAZONAMIENTO NORMATIVO

1.

EL RAZONAMIENTO JURÍDICO EN SENTIDO OBJETIVO

Hemos señalado que en nuestra opinión el razonamiento jurídico es un razonamiento normativo, por cuanto opera con normas, y más exactamente, con criterios normativos, con productos normativos. Este punto de vista conviene ahora ser explicado detalladamente. Cuando afirmamos que el razonamiento jurídico es un razonamiento de tipo normativo, queremos afirmar que es un razonamiento que opera con normas jurídicas y con productos o construcciones extraídos de dichas normas, es decir, los conceptos jurídicos, las instituciones y los principios jurídicos; en definitiva, el Ordenamiento jurídico. Las herramientas del razonamiento jurídico son así las normas jurídicas y las categorías construidas u obtenidas de las mismas. En segundo lugar, y derivado de lo anterior, el razonamiento jurídico opera sistemáticamente, es decir, contemplando el conjunto normativo existente (el Ordenamiento jurídico) como un sistema único, pleno y coherente. En este sentido, es como debemos entender el razonamiento jurídico, como un razonamiento que actúa dentro de un sistema formalizado. El razonamiento jurídico-práctico, en nuestra concepción, es aquél que utiliza solamente criterios jurídicos para resolver un caso. Estos son los criterios que se extraen del Ordenamiento jurídico, y pueden ser normas, pero también principios, precedentes judiciales o cualquier categoría jurídica elaborada con normas o principios, si bien todos ellos con anclaje o remisión al Ordenamiento jurídico. De este modo, la expresión “argumentación jurídica” puede llevar a la confusión de entenderse como la argumentación que se usa en el proceso o en otro ámbito jurídico, en cuyo caso cabría todo tipo de argumentación (jurídica estrictamente y no jurídica). Sin embargo, en nuestra opinión la argumentación jurídica estrictamente es una argumentación que sólo usa argumentos jurídicos, y esta es la concepción objetiva que sostenemos de la misma.

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Más allá de esta consideración, nos adentramos en el complejo mundo de los argumentos extrajurídicos (retóricos, persuasivos, de sentido común, emotivos, argumentos generales) que se utilizan por el jurista en sus razonamientos, y que tienen su máxima expresión en el proceso judicial, especialmente de la mano de las intervenciones de los abogados. En tal sentido, el hecho de que se usen por éstos en sus defensas judiciales (junto con argumentos jurídicos estrictos u objetivos) no puede llevarnos a considerarlos elementos del razonamiento jurídico-práctico, como tampoco pueden considerarse parte integrante del razonamiento jurídico los recursos de la oratoria forense, la técnica de gestos y, en general, la técnica conductual ante el juez o la capacidad de síntesis de un abogado, que son elementos indiscutibles de la técnica jurídico-forense e, incluso, que pueden ser determinantes a la hora de ganar un litigio, pero que no forman parte del razonamiento jurídico igualmente. Con mayor motivo, debemos rechazar la afirmación o creencia de que las decisiones judiciales se adoptan atendiendo a criterios extrajurídicos. La fundamentación de las mismas es siempre jurídica, aunque se diga que el juez obtenga en su fuero interno el fallo antes de efectuar el razonamiento, lo cual, como sostendremos en este trabajo, es rotundamente falso, puesto que el juez siempre realiza un razonamiento fáctico y jurídico estricto antes de llegar al fallo. En estos casos, hay asuntos considerados fáciles o que son reiteración de otros ya vistos que permiten al juez con un simple vistazo a la demanda determinar cuál va a ser su fallo. Lo que ocurre en estos casos es que se confunde el razonamiento jurídico con el escrito donde suele estar contenido. Así, el juez, en ocasiones, hace el razonamiento jurídico básico en su mente antes de plasmarlo en un escrito; y piénsese que también existen las sentencias in voce. Algunas corrientes jurídicas han querido llevar o han llevado la explicación del razonamiento jurídico-práctico en el proceso hacia factores extrajurídicos, adentrándose dentro del mundo de la psicología y de la sociología. Obviamente, cualquier actividad humana –y también la del juez cuando aplica el Derecho– es observable a través de estos puntos de vista, pero otra cosa muy distinta es llegar a afirmar que el juez cuando aplica el Derecho se basa en factores extrajurídicos. En este punto, creo que es conveniente trazar una serie de límites a lo que consideramos debe ser el estudio del razonamiento jurídico-práctico en el ámbito jurisdiccional, pues, en su doble acepción de proceso mental y de resultado de dicho proceso, debe ser estudiado desde un punto de vista aséptico ideológicamente, esto es, con independencia de los móviles concretos que tenga el sujeto que lo realiza. Resulta evidente que el operador jurídico cuando razona persigue distintas finalidades conformadas por sus valores, por su ideología, por la influencia del entorno social, cultural, político y, en definitiva, por su concepción vital, pero con independencia de estas motivaciones subjetivas, resulta evidente que desde un punto de vista objetivo es la noción de justicia, y más en concreto, el cumplimiento de unos criterios mínimos de justicia los que deben guiar su actuación razonadora. Esta noción, evidentemente, es objetiva y se plasma en las distintas normas que integran el Ordenamiento jurídico; no se trata de un mero sentimiento subjetivo de justicia, pues nos adentraríamos de nuevo en el ámbito ideológico personal del sujeto decisor. En suma, el juez siempre razona jurídicamente (tanto el aspecto fáctico como el estrictamente jurídico) todos sus asuntos, antes de decidir su fallo. El razonamiento jurídico está presente incluso en situaciones tan aparentemente “fácticas” como aquellas en las que un

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juez sabe que un testigo miente por el tiempo que tarda en contestar a las preguntas o porque se ruboriza o se pone nervioso, y luego lo desecha como prueba. El razonamiento jurídico en este caso es una actividad de valoración de la prueba, lo cual realiza con base en las normas procesales respectivas que regulan la prueba. 2.

LA ESTRUCTURA DISCURSIVA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICOPRACTICO

El análisis del razonamiento jurídico-práctico atiende a su mecánica o técnica de funcionamiento, esto es, a su proceso de elaboración. Desde este punto de vista, la primera cuestión a formularse es si precisamente puede decirse que existe una única técnica o modo de proceder del razonamiento jurídico, es decir, si todos los juristas actúan con un mismo esquema mental a la hora de razonar jurídicamente cuando abordan la resolución de un caso práctico. Un análisis de estas características conllevaría hacer un estudio empírico de carácter estadístico que no es nuestro cometido, pero puede afirmarse que la mayoría de los juristas utilizan un mismo –o muy similar– esquema mental cuando utilizan el razonamiento jurídicopráctico (el razonamiento teórico nos parece que es más libre y heterogéneo, y funciona con el método clásico de deducción-inducción, clasificaciones, similitudes-diferencias, fondoforma, estructura y relaciones entre elementos, etc.). La primera cuestión de la descripción del funcionamiento del razonamiento jurídicopráctico es la actitud del jurista ante el problema que se le plantea ¿reconstruye la realidad que se le narra antes de pensar en normas jurídicas de posible aplicación? ¿o bien ante unos hechos básicos o elementales aplica ya una calificación jurídica previa y provisional de los mismos?. Nos parece altamente probable que el proceder es más bien este segundo, y es más, consideramos que esta calificación previa va a condicionar la reconstrucción posterior de los hechos. Se produce así por parte del operador jurídico un juicio (actividad mental de tipo esencialmente distintivo) de relevancia de los hechos narrados, hasta tal punto que, en función de la concreta calificación jurídica previa que el jurista ha dado, va a mostrar interés por unos hechos u otros. De esta manera, el razonamiento jurídico es jurídico hasta cuando analiza los hechos y reconstruye la realidad del problema planteado, lo que le aleja de una actitud racional de tipo histórico. Partamos también en este análisis de que el razonamiento jurídico-práctico es el método o técnica que utiliza el pensamiento para llegar a encontrar la solución más justa de una cuestión concreta. En este sentido, y aunque tenga evidentes puntos de conexión, esta técnica es distinta del método para realizar la investigación de la ciencia jurídica (metodología de la ciencia del Derecho) o para realizar su enseñanza22. Al razonamiento jurídico-práctico no le interesa, pues, analizar la composición o estructura del Derecho en cuanto conjunto de normas considerado estáticamente, sino los mecanismos que prevé el Ordenamiento jurídico para aplicar las normas jurídicas a casos concretos y encontrar una solución justa al En este sentido, cfr. CASTAN TOBEÑAS, J, Derecho Civil español, común y foral, Tomo I, Volumen I, Reus, Madrid, 1962, pág. 397. 22

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caso concreto. Estos “mecanismos” o herramientas del razonamiento jurídico deben estar previstos en el Ordenamiento jurídico, en el sentido de que estén expresamente previstos o, al menos, que no estén prohibidos, pues no puede sostenerse, por definición, que el razonamiento jurídico emplee ninguna técnica prohibida por el Ordenamiento jurídico. Asimismo, al razonamiento jurídico le resulta de interés las aportaciones efectuadas por la Axiología jurídica, por cuanto la búsqueda de la solución justa implica de suyo que el jurista tenga en cuenta los criterios de justicia imperantes en el momento de establecer la solución concreta. Dichos criterios son una guía necesaria en su labor, pero, como se verá en la parte dedicada a la estructura del razonamiento jurídico, operan fundamentalmente en el momento final de búsqueda de la solución, ya que ésta debe ser suministrada primera y principalmente por las normas jurídicas que resulten de aplicación. Es más, adelantamos que el recurso del jurista a criterios de justicia para “valorar” la solución que ha obtenido de las normas jurídicas vigentes, debe realizarse a través de técnicas que proporciona el mismo Ordenamiento jurídico, relacionadas con la equidad, que funcionan como “criterios correctores” que perfilan la solución “bruta” que ha proporcionado el Ordenamiento. 3.

LA FUNDAMENTACIÓN CONSTITUCIONAL DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO NORMATIVO

El razonamiento jurídico por antonomasia es el jurisdiccional, que en el Derecho moderno se rige por el principio de legalidad (recogido en nuestra CE en su art. 117.1 específicamente, pero enunciado con carácter general en el art. 9.3). De este modo, la necesaria motivación de las sentencias (art. 120.3 CE), unida a dicho principio de legalidad, implica que el razonamiento jurídico ha de fundarse en razones normativas exclusivamente, con independencia de los motivos ideológicos, sentimientos, pulsiones internas, argumentos retóricos o persuasivos que muevan al juez a decantarse por una u otra solución al caso. Es precisamente esta normatividad excluyente de tales motivaciones que caracteriza al razonamiento jurídico lo que garantiza el tratamiento igualitario de situaciones semejantes (que es una manifestación inequívoca del principio superior de justicia y derivación inmediata del principio de igualdad ante la ley recogido en el art. 14 CE) con arreglo a criterios objetivos, y por tanto predecibles o previsibles por los ciudadanos, asegurándose así la certeza del Derecho o seguridad jurídica (art. 9.3 CE). Asimismo, el carácter normativo del razonamiento jurídico excluye la arbitrariedad en la toma de sus decisiones, lo cual constituye también un principio expresamente recogido en nuestra CE, en el art. 9.3, que establece “la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”. De este modo, los arts. 117.1, 120.3, 14 y 9.3 CE, conectados, fundamentan en nuestro Ordenamiento jurídico que el razonamiento jurídico jurisdiccional (y por extensión cualquier razonamiento jurídico-práctico ideal, es decir, modélico o bien realizado) sea –o deba ser– un razonamiento normativo, lo cual significa afirmar no solamente la obviedad de que un razonamiento jurídico deba ser realizado con normas, sino también, además, que siempre que opere con elementos no normativos (esto es, fácticos, descriptivos o cognoscitivos) entre sus premisas, deba justificar dichos razonamientos con normas jurídicas, principios o cualquier otro tipo de reglas que provengan del Ordenamiento jurídico, y no con argumen-

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tos extrajurídicos, tales como los persuasivos, retóricos, de sentido común, o en general, provenientes de la argumentación práctica general. Sobre este punto, puede decirse que el recurso a la equidad nunca puede ser una forma de justificar la introducción de criterios no jurídicos para llegar a una decisión jurídica en un caso concreto. Como veremos, la equidad sirve como criterio flexibilizador de una eventual aplicación rigurosa de las normas jurídicas, pero esta flexibilización ha de justificarse en su utilización acudiendo a principios jurídicos. 4.

LAS NORMAS JURÍDICAS COMO PROPOSICIONES NORMATIVAS VERDADERAS

Otra cuestión, relacionada con la anterior, es que hay que resaltar que el razonamiento jurídico opera con normas jurídicas, partiendo de éstas como algo dado (consideradas como proposiciones normativas, como enunciados dados o reales, y por tanto dotados de verdad). Las normas jurídicas en sí pertenecen al mundo del deber ser (expresan una idea de lo que valorativamente desde el punto de vista de la justicia sería deseable que ocurriese, que es lo que denominamos consecuencia jurídica), y en ese sentido no son verdaderas ni falsas, pero otra perspectiva permite contemplar las normas jurídicas como reales y existentes (válidas) en un Ordenamiento jurídico dado, y desde este punto de vista el razonamiento jurídico cuando las utiliza las usa como datos verdaderos para alcanzar sus conclusiones. En este sentido, cuando las normas jurídicas se crean por el legislador (o por la conciencia social reiterada con intencionalidad jurídica, como es el caso de la costumbre), estas normas pertenecen al mundo del deber ser, dado que expresan una realidad fáctica dada o conducta valorada como injusta (juicio valorativo) y a su lado una situación ideal imaginaria que se valora como la respuesta más justa en caso de que acontezca aquélla. Pero una vez creada la norma y aprobada, es decir, que ha seguido los trámites para ser considerada válida, pasa a formar parte del Ordenamiento jurídico. Desde este momento, la norma jurídica es verdadera, en cuanto existe en el mundo del Derecho vigente. A partir de ese momento, el razonamiento jurídico utiliza esa norma jurídica para realizar elaboraciones racionales de carácter teórico con ella, como elaborar principios, conceptos o cualquier otro tipo de categoría jurídica con fines dogmáticos, didácticos o de otro tipo. Junto a estas finalidades teóricas, el razonamiento jurídico usa la norma para resolver cuestiones prácticas, esto es, para resolver un caso planteado. En ambos supuestos, el razonamiento jurídico no realiza operaciones valorativas (aunque en el plano teórico, evidentemente, es posible) sobre dicha norma acerca de si le parece justa o injusta en el sentido de si está de acuerdo con el criterio del legislador o no (obviamente, el jurista que usa la norma tendrá su opinión valorativa acerca de si la norma le parece justa o no, pero tendrá que aplicarla porque es Derecho vigente). La resolución del caso ha de hacerse con el criterio que establece la norma, y el jurista no puede elegir arbitrariamente si aplica o no la norma. Todo lo más que podría hacer en el supuesto de que en su fuero interno la considerase injusta (lo que se denomina laguna axiológica) o no conveniente a sus pretensiones (en el caso del abogado) es intentar inaplicarla acudiendo a razonamiento normativos que justifiquen esa inaplicación, que en muchos casos será imposible de sostener si el caso es claro y no da pie a la aplicación de varias normas jurídicas distintas.

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Sobre el particular, Guastini ha afirmado que “se puede sostener que los componentes de los razonamientos llamados normativos (aparentemente normativos) son, bien visto, no ya normas, sino proposiciones incorporadas en normas: no se razona con las normas en su conjunto, si se puede decir así, sino con la parte referencial de las normas (...). Por tanto la lógica no se aplica a las normas, sino que se aplica a las proposiciones incorporadas en las normas”23.

GUASTINI, R., Interpretar y argumentar, trad. S. Álvarez Medina, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2014, pág. 246. Para este autor es importante distinguir cuidadosamente entre normas y proposiciones normativas. Según opina, “la diferencia fundamental entre normas y proposiciones normativas está en esto: las proposiciones normativas (al igual que cualquier otra proposición) pueden ser verdaderas o falsas, las normas no, las normas carecen de valor de verdad” (pág. 235). 23

CAPÍTULO IV. EL RAZONAMIENTO JURÍDICO Y LA METODOLOGÍA DEL DERECHO

1.

RAZONAMIENTO JURÍDICO, ARTE DEL DERECHO Y TÉCNICA JURÍDICA

El razonamiento jurídico también debe ponerse en conexión con el denominado arte del Derecho, cuestión diferente a la consideración del Derecho como arte, que nos aleja del ámbito científico y nos lleva hacia la contemplación del Derecho como un producto cultural, donde junto a su funcionalidad social se quiere resaltar su componente estético. Cuando se habla de “arte del Derecho” –expresión que proviene del aforismo latino ius est ars boni et aequi24–, se quiere contraponer el conocimiento científico del mismo a la técnica de su manejo para resolver casos concretos25, y en este sentido, se equipara al razonamiento jurídico-práctico en sentido amplio. El arte del Derecho se concibe como el dominio de los recursos aplicativos en su conjunto, incluyendo todo tipo de herramientas de persuasión y retóricas que, como ya se ha visto, exceden de lo que consideramos el razonamiento jurídico-práctico, el cual sólo usa herramientas jurídicas que provienen de las normas. Podría decirse que el arte del Derecho coincide con el ámbito de lo que usualmente se denomina argumentación jurídica en sentido amplio, equivalente al dominio del discurso forense (argumentación jurídica subjetiva). Respecto a la consideración del Derecho como ciencia y como arte, Vallet de Goytisolo ha señalado que las ciencias y las artes no se excluyen radicalmente del ámbito que unas y otras ocupan. Éstas el de la praxis y aquéllas el de la teoría, pudiendo contemplarse la labor jurídica como ciencia o ser vivida como arte. La contemplación del Derecho como ciencia Digesto, Libro I, Título I, Ley 1ª. En este sentido, cfr. COUTURE, E. J., El arte del Derecho y otras meditaciones, Fundación de Cultura Universitaria, Uruguay, 2004, págs. 243-277. 24 25

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hace referencia a su investigación como hecho histórico, a su conocimiento ordenado del Derecho vigente, a su consideración como deducción racional de la filosofía, la moral o de la teología, o a su examen crítico desde un punto de vista moral o ético, filosófico, sociológico o económico político. En cambio se vive como arte, cuando se ejercita, realizando la siguientes funciones: legislare (crear la norma), ministrare (haciendo cumplir la norma, misión de la Administración pública), iudicare (resolución de conflictos por el juez), postulare (misión de defensa encomendada al abogado), respondere (dictaminando y resolviendo dudas jurídicas, función del abogado y del notario) y cavere (prevención de conflictos, función de los asesores jurídicos y notarios). Asimismo, el autor citado distingue entre la técnica y el arte del Derecho, señalando que el ejercicio de las funciones jurídicas antedichas constituyen artes y no meras funciones técnicas, por cuanto “requieren sentido de lo justo, conocimiento de fines, reglas y teoría y práctica o técnica” 26. En tal sentido, Vallet de Goytisolo señala que el arte del Derecho supone considerar al Derecho como una actividad que tiene como finalidad la realización de algo justo, utilizando las normas jurídicas como reglas y realizada con sentido de la justicia (es decir, considerando la justicia como un problema que se plantea bajo términos nuevos con ocasión de cada acto humano y que debe recibir en cada caso una respuesta un poco diferente), siendo el objeto del arte jurídico, para el autor señalado, la conducta social (pero considerada en su relación con la norma jurídica). De este modo, la praxis de dicho arte consiste en “saber conjugar, con sus propias técnicas, el previo conocimiento de las normas aplicables, un aguzado sentido de lo justo y una sagaz percepción de la realidad circundante, en cualquiera de las labores asesora, conformadora, redactora, conciliadora o resolutiva”27. Cuando la aplicación del Derecho queda reducida a una actividad meramente técnica, dicha aplicación se convierte en una mera lectura literal de la norma jurídica a aplicar, desprendiendo a ésta de otras consideraciones interpretativas de la misma, como puede ser su finalidad o su integración sistemática dentro del Ordenamiento jurídico, y más aún, se convierte en una interpretación desconectada de su finalidad, que es la de ser un instrumento para encontrar una resolución justa. De ahí, que la consideración técnica de la aplicación del Derecho contribuya a convertir a éste en una mera operación mecánica, donde el razonamiento jurídico actúa de forma cuasimatemática. En este sentido, la consideración de la aplicación del Derecho como una actividad práctica (en cuanto resuelve casos concretos) y su finalidad esencial de actuar sobre la realidad social con una función primordial de pacificación justa de conflictos, no debe llevar a confundirlo con una actividad técnica mecánica desprovista de cualquier finalidad trascendente de justicia. 2.

RAZONAMIENTO JURÍDICO Y CIENCIA DEL DERECHO

El razonamiento jurídico es, en su esencia histórica más antigua y perdurable, la actividad por la cual una persona (con mayores o menores conocimientos jurídicos) toma una 26 27

VALLET DE GOYTISOLO, J., Metodología jurídica, cit., págs. 70-73. Ibidem, págs. 73-75.

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norma jurídica y la aplica para resolver un caso o problema concreto que se plantea. Y esto sigue siendo hoy, en su reducción más pura. Desde el mismo nacimiento del Derecho como institución social reguladora de los conflictos sociales, la aplicación del mismo forma parte de su núcleo esencial, por cuanto lo justifica. El posterior desarrollo histórico del Derecho y, especialmente, el intento de abordar su conocimiento con planteamientos científicos, llevó a la existencia de un razonamiento teórico sobre el mismo, con la consecuente creación de una ciencia del Derecho formada por un conjunto de categorías, conceptos y principios obtenidos inductivamente de las distintas normas jurídicas que formaban el Derecho, y que a su vez eran meras abstracciones de las soluciones de casos concretos previamente resueltos. Posteriormente, los científicos (teóricos) del Derecho no sólo elaboraron categorías, conceptos o principios sobre la base de las normas jurídicas existentes, sino que, además, razonaron teóricamente sobre estas categorías, conceptos o principios para llegar a crear otras categorías más abstractas aún hasta llegar al nivel axiomático de establecimiento de un conjunto de dogmas de la Ciencia jurídica. Es decir, que puede decirse que el Derecho en su desarrollo histórico, y fruto sin duda del avance de la propia metodología general de las ciencias, ha experimentado un progresivo proceso de continua abstracción. Paralelamente a este continuo proceso histórico de abstracción, el Derecho no puede dejar de ser lo que es en su esencia: un conjunto de normas que pretende resolver los conflictos que surgen diariamente en la vida social, sea a un nivel político o económico. Desde un conflicto constitucional de competencias hasta la reclamación judicial del impago de una factura, el Derecho se pone en marcha por igual y pretende solucionar estos problemas jurídicos. Su herramienta son, evidentemente, las normas jurídicas. De este modo, el progreso teórico y la aplicación práctica del Derecho caminan juntos desde hace tiempo, y es claro que ambos se necesitan, como es claro también que la relación entre ambos es de carácter dialéctico (en el sentido hegeliano del término), pues se encuentran asimismo en un permanente estadio de tendencia a considerarse independientes uno de la otra. La elevación teórica del conocimiento del Derecho (al estilo del cielo de los conceptos jurídicos de Ihering) tiende a alejarlo de la realidad social que disciplina, creándose un mundo teórico de conceptos abstractos y vacíos, con desconexión de los problemas jurídicos reales, que se retroalimenta permanentemente de forma endogámica. A medio camino entre la heurística y el más puro arte literario, se formulan teorías jurídicas que no conducen a esclarecer o a conocer el Derecho, sino a crear la falsa imagen de que no podemos conocer qué es el Derecho, cuando es evidente que lo conocemos, pues si no, no estaríamos hablando de él. En el terreno más elevado de la reflexión jurídica se halla evidentemente la Filosofía del Derecho, y como a toda filosofía, entendemos que a la del Derecho le son aplicables las notas esenciales de toda filosofía que Wittgenstein trazó en forma breve y aforística, pero magistralmente, en su Tractatus lógico-philosophicus hace un siglo. Así, indicó que “el objetivo de la filosofía es la clarificación lógica de los pensamientos. La filosofía no es una teoría, sino una actividad. Una obra filosófica consta esencialmente de elucidaciones. El resultado de la filosofía no son “proposiciones filosóficas” sino la clarificación de las proposiciones.

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La filosofía debe clarificar y delimitar de manera nítida los pensamientos que, de otro modo, se presentan, por así decirlo, turbios y envueltos en brumas”28. Por otro lado, desde el ámbito práctico del Derecho se tiende con frecuencia a pensar que la Filosofía del Derecho y la Ciencia jurídica se encuentran desconectadas de la aplicación práctica del Derecho, de la vida jurídica real, cuando ello no es en absoluto cierto. El jurista práctico, frecuentemente, no se da cuenta de que su técnica jurídica de resolución de casos no actúa de un modo mecánico, extrayendo normas jurídicas de los distintos textos legales. El jurista práctico razona usando un auténtico armazón jurídico lleno de conceptos jurídicos elaborados dogmáticamente por la Ciencia jurídica y la Filosofía del Derecho, y cuanto mayores son sus conocimientos teóricos sobre el Derecho, mejor será su técnica aplicativa del mismo. La utilización de las normas jurídicas siempre se hace en un marco institucional y conceptual teóricos que centran y ubican la discusión del problema jurídico, contribuyendo a aportar nuevas perspectivas de solución del mismo. En este sentido, una de las tesis fundamentales que pretendemos defender en este trabajo es precisamente que el razonamiento jurídico-práctico debe ser –como aspiración ideal– un razonamiento sistemático, lo que implica proyectar sobre el Derecho objetivo (que es complejo, fragmentado y heterogéneo) unas estructuras de pensamiento que son típicamente científicas, pero también axiológicas, contribuyendo a clarificar las relaciones internas entre las normas jurídicas y a facilitar, en definitiva, su aplicación. De este modo, creemos que esta actividad teórica de fundamentación metodológica del razonamiento jurídico-práctico constituye una actividad filosófico-jurídica en el sentido wittgensteiniano del término. Al hilo de esta composición dialéctica del Derecho en torno a sus aspectos teóricos y prácticos, es evidente que esta tensión teórico-práctica se ha planteado también en el ámbito del razonamiento jurídico-práctico. Precisamente, esta confluencia de perspectivas en el estudio del mismo ha contribuido a difuminar los límites en los que discurre el mismo. Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con el auge doctrinal del campo jurídico específico denominado argumentación jurídica, que podemos situar cronológicamente en torno a la mitad del siglo XX, el cual ha llevado, en mi opinión, a un desbordamiento de la noción del razonamiento jurídico. Así, la comunidad jurídica ha utilizado varias expresiones para referirse al razonamiento jurídico, pero sin duda, la expresión favorita en nuestro entorno europeo continental ha sido la de “argumentación jurídica”. La argumentación jurídica, como especialidad dentro del ámbito teórico del Derecho, ha experimentado un enorme éxito desde su surgimiento allá por la mitad del s. XX, de la mano de teóricos como Viehweg, Perelman, Alexy, MacCormick o Aarnio, por citar algunos de los más relevantes. La actividad argumentativa –en cualquier disciplina o discusión sobre un tema– es una actividad consustancial a la razón humana, y de ahí que argumentar es un término equivalente a razonar. De este modo, es natural que razonamiento jurídico y argumentación jurídica se tiendan a convertir en términos equivalentes. Sin embargo, en Derecho es bien sabido que el uso del lenguaje es una cuestión muy importante. La tendencia a la precisión lingüística es una característica de cualquier ciencia, y en 28

WITTGENSTEIN, L., Tractatus lógico-philosophicus, cit., par. 4.112, pág. 161.

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el Derecho esta precisión no sólo está motivada por esta pretensión científica sino también, y especialmente, porque es necesario delimitar el ámbito de aplicación de las normas jurídicas, que se formulan en términos abstractos y utilizando el lenguaje común (vago y ambiguo per se). En este sentido, nuestra preferencia por el uso de la expresión “razonamiento jurídico” no es casual, pues pretendemos denominar razonamiento jurídico sólo a una parte de lo que se denomina argumentación jurídica. Por otra parte, la expresión “razonamiento jurídico” no se usa aquí en el sentido en que es usada por la doctrina americana o anglosajona (legal reasoning), donde se prefiere su uso al de “argumentación jurídica”, equivaliendo a ésta. Como se ha visto, nosotros entendemos que el razonamiento jurídico es sólo el razonamiento jurídico en sentido objetivo, es decir, el razonamiento del jurista en cuanto opera o se justifica con normas o principios jurídicos del Ordenamiento jurídico, excluyendo cualquier otro tipo de razonamiento que no se fundamente en consideraciones o razones jurídicas. En cambio, la argumentación jurídica (o el razonamiento jurídico en sentido amplio) se refieren al razonamiento jurídico en sentido subjetivo, esto es, desde la perspectiva del jurista que aplica el Derecho, sea juez, abogado o funcionario. Desde esta perspectiva más amplia, cualquier argumento que aduzca un jurista para fundamentar su pretensión o decisión es jurídico, aunque no se ampare en normas jurídicas (argumentación jurídica subjetiva). Volviendo a la presencia de la dialéctica teoría-práctica en el ámbito de la argumentación jurídica, como decíamos, tal dialéctica se ha manifestado en este campo. Dentro de la argumentación jurídica, se han abierto dos grandes líneas que pueden describirse como las de la teoría de la argumentación jurídica y la técnica de la argumentación jurídica. Ambas han llevado, si bien por caminos distintos, a difuminar y deslegitimar lo que consideramos que debiera ser el razonamiento jurídico, porque han permitido la entrada de argumentos de persuasión, convicción o justificación que han perdido su anclaje en el Ordenamiento jurídico, y que han dado entrada a que se pueda pensar que pueden justificarse y adoptarse decisiones jurídicas (sentencias, paradigmáticamente) sin haberse seguido un razonamiento jurídico normativo en todas las fases del proceso de adopción de tal decisión. Esto es insostenible bajo nuestro punto de vista, y conduce al establecimiento de un ámbito de discrecionalidad judicial que no es defendible en un Estado de Derecho, en el que el juez actúa bajo el principio de legalidad y en el que sus decisiones deben dar el más estricto cumplimiento al principio de justicia bajo los auspicios del principio de seguridad y certeza del Derecho y de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. De este modo, debe quedar claro que no es lo mismo, en nuestra opinión, argumentar jurídicamente (noción objetiva) que referirnos a la argumentación jurídica como actividad propia del jurista (noción subjetiva). Tanto el punto de vista teórico de la argumentación jurídica (cuyo principal exponente puede considerarse Alexy), como la vertiente técnica de la argumentación jurídica enfocada especialmente al aprendizaje de los abogados y su destreza en la gestión de asuntos jurídicos, adoptan en común una perspectiva argumentativa general, donde tienen cabida cualesquiera procedimientos y reglas que tiendan a persuadir o convencer al órgano decisor (normalmente, un juez) de que emita una determinada decisión en un sentido interesado. Obviamente, entre estas reglas están las normas jurídicas, pero no sólo las normas jurídicas, sino también un conglomerado de argumentos no normativos, que pertenecen al campo de la argumentación

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general, a la retórica, a la lógica, a la persuasión, al estímulo de la emotividad, a la axiología, y al sentido común (el razonamiento común a todos los seres racionales). Es decir, prácticamente todos los recursos que los interlocutores pueden utilizar en un discurso o debate para convencer a otra persona (real o ideal) o a un público (determinado o general, es decir, la opinión pública, la sociedad). Según esta perspectiva, el jurista puede introducir en el debate forense cualquiera de las técnicas generales descritas para convencer al órgano decisor. Que desde el punto de vista del abogado esto es así en la práctica diaria, nadie lo discute. Es más, estas consideraciones no alcanzan a contemplar todavía en toda su extensión la descripción de las técnicas o estrategias forenses que se emplean por el profesional para lograr ganar un pleito. En cambio, desde el punto de vista del juez, la práctica suele indicar que esto es más infrecuente, puesto que los argumentos del juez son normativos, dadas las formalidades que rodean a ese texto formal que es la sentencia judicial, pero se estará también de acuerdo en que las técnicas descritas de persuasión o convicción no normativas influyen en mayor o menor medida en la decisión del juez, a pesar de no aparecer recogidas en la sentencia (operan en lo que la doctrina suele denominar contexto de descubrimiento). El juez es un ser humano con una ideología y unas convicciones vitales, y por lo tanto un ser influenciable por argumentos que nada tienen que ver con el mundo del Derecho, pero no puede afirmarse con carácter general que tales argumentos extrajurídicos sean capaces de dirigir su conducta de búsqueda de la necesaria justificación formal y externa que debe recoger en la sentencia como fundamentadora de su decisión. Pues bien, además de que la técnica de la argumentación ha recogido e intentado sistematizar este conglomerado de recursos persuasivos, racionales o, incluso, irracionales, la teoría de la argumentación jurídica también lo ha hecho, si bien de una forma más limitada. Concretamente, su límite lo ha marcado la razón (la razón práctica en este caso, pues estamos hablando del Derecho), y en tal sentido la argumentación jurídica se concibe como un tipo de discurso práctico racional, como un caso especial del discurso práctico racional, que es precisamente la tesis que sostienen (y sobre la que construyen su teoría) los más importantes teóricos de la argumentación jurídica, como es el caso paradigmático de Alexy. La especialidad viene dada, en síntesis, por las limitaciones derivadas de la presencia de normas jurídicas, lo que lleva a considerar la utilización de éstas como un elemento más del discurso jurídico, cuando precisamente, pensamos, es al contrario. En nuestra consideración, las normas jurídicas no son una limitación que presenta el discurso jurídico o una serie de reglas que marcan o establecen cómo debe realizarse el discurso jurídico, sino que son el instrumento fundamental con el que opera el discurso jurídico en toda su extensión. Las normas jurídicas establecen cómo debe desarrollarse el proceso del razonamiento jurídico en todos sus pasos. Desde la fijación inicial de las premisas, pasando por la propia delimitación de los hechos y la selección de las normas jurídicas a aplicar, hasta llegar a la configuración de la decisión adoptada. En todos estos pasos, las normas jurídicas (el razonamiento normativo) son las que aportan los argumentos necesarios para justificar todas las premisas, subpremisas, subconclusiones y la conclusión final del caso que se plantea. La presencia de las normas jurídicas es tan intensa en la argumentación del caso que no puede considerarse una presencia accidental que lleve a considerar el discurso jurídico o a la argumentación jurídica como una especialidad de la argumentación práctica general, sino que las normas

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dotan al razonamiento de unos principios y directrices generales de actuación, justifican todo su desarrollo y aportan todos los argumentos fundamentales para solucionar y justificar todos los problemas incidentales que vayan surgiendo hasta llegar a la conclusión del caso. El razonamiento jurídico presenta así una serie de rasgos propios que lo distinguen de cualquier otro tipo de razonamiento general, de forma suficiente para considerar el discurso jurídico como un razonamiento específico, pudiendo afirmarse la existencia de una auténtica racionalidad jurídica, derivada del uso de unas reglas especiales y únicas como son las normas jurídicas. De este modo, cuando el razonamiento general opera con normas jurídicas, el proceso intelectual que es propio de la actividad de conocimiento le lleva a la formación por vía inductiva (y posteriormente, deductivamente) de una serie de categorías y conceptos que le permitan una mejor comprensión y utilización de aquéllas, hasta llegar a la formulación de unas reglas y principios generales que expliquen el funcionamiento global de todo el Derecho, construyendo la categoría epistemológica fundamental que es la noción de Ordenamiento jurídico. El Ordenamiento jurídico es una noción ideal o tendencial del Derecho objetivo (real) que actúa sobre éste pretendiendo convertirlo en un sistema único, pleno y coherente, presidido por el principio supremo de justicia (cuya existencia es, lógica y temporalmente, anterior a la aparición de cualquier norma jurídica). El razonamiento jurídico siempre actúa sobre el Derecho objetivo, pero su esquema intelectual operativo es el que le proporciona la idea de Ordenamiento jurídico, la cual se ha ido construyendo progresivamente por la Ciencia jurídica, contribuyendo al perfeccionamiento continuo del Derecho. Es así, que cuando el razonamiento elabora una teoría explicativa de las normas jurídicas o aplica éstas para la resolución de un caso concreto, actúa de un modo racional, lo que significa en este ámbito que parte de la consideración del Derecho como si este fuera un Ordenamiento jurídico, con las características inherentes a éste. Esta es una peculiaridad propia y específica del razonamiento jurídico, y en esto consiste básicamente la racionalidad jurídica, en actuar sobre las normas de este modo. Que el razonamiento jurídico sea un razonamiento específico por actuar con unos instrumentos específicos como son las normas jurídicas, no significa, evidentemente, que en él no estén presentes elementos del razonamiento general inespecífico (lo que solemos denominar “sentido común”). Esto explica que la lógica (formal o estricta) esté presente (como en cualquier otro saber racional) en el mundo del Derecho y que muchos procesos de razonamiento jurídico sean reconducibles a esquemas lógicos. Sin embargo, la lógica no es capaz de explicar muchas deducciones jurídicas que se producen en el marco de la resolución de un caso concreto, y ello es así porque la aplicación de las normas jurídicas –consideradas como integrantes de un todo sistemático– a un caso conlleva unos procesos de pensamiento específicos que ni la lógica, ni el sentido común, pueden alcanzar a comprender. En este sentido, el razonamiento con normas es un razonamiento dotado de un enorme grado de flexibilidad en algunos supuestos pues el operador jurídico puede elegir o llegar a varias soluciones. No hay una única solución al caso, y esto contradice las reglas lógicas o del sentido común. Sin embargo, la solución que se adopte ha de ser justa, en el sentido que se respete el principio de justicia, que establece unos criterios o directrices mínimos que el órgano decisor jurídico no puede rebasar.

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Es usual incluir en la argumentación jurídica una serie de argumentos importados de la argumentación general, y evidentemente, como se ha dicho, el juego aplicativo de las normas jurídicas se puede reconducir a esquemas argumentativos generales del razonamiento general. Sin embargo, nuevamente, hemos de indicar que son las normas jurídicas en su aplicación sistemática las que determinan cual es el argumento o proceso mental a seguir para la resolución de un caso. Así, por ejemplo, cuando se habla de la utilización de los argumentos a simili, a contrario o a fortiori, se piensa que estos argumentos se pueden utilizar a conveniencia para resolver un caso concreto, cuando atendiendo al caso y aplicando las normas jurídicas de forma sistemática se puede comprobar que la interpretación normativa ha de hacerse inequívocamente (o al menos con preferencia, justificada normativamente, en los casos difíciles o dudosos) siguiendo un tipo de argumento y no otro. Y esto que decimos es extensible a cualquier esquema argumental al que se pueda reconducir un razonamiento normativo. Otra presencia de la argumentación general en el razonamiento jurídico que se ha amplificado es el denominado razonamiento fáctico. Desde este punto de vista, es fácil caer en la consideración de que en la resolución de un caso concreto el razonamiento jurídico tiene que abordar el acaecimiento de una situación real, y que como tal, hay que establecer lo que ha sucedido. Aquí entra en juego la denominada argumentación empírica. Sin embargo, en la parte fáctica del problema jurídico hay una presencia bastante más importante del razonamiento normativo de la que a primera vista pudiera pensarse. La perspectiva de que hay que resolver un caso de la realidad, tiende a confundirnos y a llevarnos a la conclusión de que hay que reconstruir lo que ha ocurrido para después aplicar la norma jurídica elegida (subsunción) y obtener la consecuencia jurídica prevista. Esto no es exactamente así. En primer lugar, el jurista que atiende a los testimonios o documentos de los que obtiene su propia versión de los hechos acontecidos no es un observador aséptico. Desde el primer momento en que su mente va recibiendo los primeros datos del problema jurídico, va encajando éste en sus categorías o conceptos jurídicos mentales, y esencialmente, en la categoría de la institución jurídica, que es, como veremos, fundamental en el razonamiento jurídico. Hay así un proceso inmediato de institucionalización, de categorización jurídica, en el que enmarca el problema desde los primeros datos (posteriormente, puede modificarlo, pero se produce desde los primeros momentos). Es una especie de intuición jurídica que tiene un efecto distorsionador sobre el problema a resolver: el jurista trae mentalmente las posibles normas a aplicar, y los supuestos de hecho de éstas le llevan a continuar el proceso de reconstrucción de los hechos de una forma sesgada y focalizada en los datos que le interesan (los relevantes) para la aplicación de las normas jurídicas previstas. De este modo, este razonamiento ya no es fáctico en puridad sino que está afectado o distorsionado por elementos normativos. Es más, este procedimiento va a continuar durante toda la reconstrucción de los hechos, de tal manera que el jurista va a recoger sólo los hechos relevantes. Por otro lado, en un proceso es el abogado el que realiza esta reconstrucción, que, de este modo, no va a ser sólo de los hechos relevantes, sino que, posteriormente, va a referir sólo los que beneficien a su cliente, y en todo caso, a reconstruir y relatar los hechos que estén en la línea de su estrategia procesal ganadora (que puede sugerirle, por ejemplo, que incluya también algunos hechos

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perjudiciales para su cliente para dar más verosimilitud a su versión). Asimismo, en esta línea, el abogado seleccionará las pruebas a presentar o a practicar en el futuro, para acreditar sólo los hechos que le interesen. Es así que el Juez va a recibir ya una versión de los hechos bastante depurada, y establecida de conformidad con la estrategia de parte y seleccionada con las directrices marcadas por los supuestos de hecho de las normas a aplicar. 3.

METODOLOGÍA DEL DERECHO Y METODOLOGÍA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO

Todas la ciencias cuentan entre su haber con una disciplina especializada que ha desarrollado una metodología de las mismas, esto es, una exposición del conjunto de procedimientos de los que se sirve para conocer la materia de conocimiento que les es propia y transmitir dicho conocimiento hallado a los demás. Como toda ciencia trata de comprender, explicar y predecir los fenómenos, el método científico persigue precisamente estos fines y encontrar la mejor y más segura forma de hallarlos, tratando de descubrir nuevas verdades, esto es, de investigar sobre el sector de realidad que constituye su ámbito (método heurístico), así como transmitiendo a los demás las verdades ya encontradas, esto es, enseñarlas o explicarlas (método didáctico). Cada disciplina cuenta con su metodología propia, la cual se elabora atendiendo a los fines u objetivos concretos de dicha disciplina y atendiendo a los sucesivos problemas que van surgiendo con la propia evolución en el tiempo de la disciplina. Ciertamente, las ciencias que son susceptibles de matematización (matemáticas, física, etc.) presentan una serie de elementos comunes que permiten realizar una generalización del proceso de su conocimiento. En cambio, en el campo de las ciencias sociales tal generalización no es posible, pues la Economía, la Sociología, el Derecho, etc., presentan muy distintos grados de aplicación de criterios estrictamente científicos para su conocimiento. Estas diferencias aplicativas se deben, seguramente, a la complejidad del fenómeno humano. El conocimiento matemático actúa sobre el razonamiento demostrativo, pero cuando se opera con conjeturas como hace el historiador, el jurista, o el economista, en definitiva, las ciencias sociales, el razonamiento pasa a ser simplemente razonable, admisible, plausible e incluso dotado de una alta probabilidad, pero no ostenta una evidencia científica. En el ámbito jurídico, el razonamiento responde a estos criterios de admisibilidad, razonabilidad o probabilidad, pero nuestra especificidad reside en otro rasgo que lo convierte en único, y es que el razonamiento jurídico se realiza con normas jurídicas, ya que en sus premisas siempre hay alguna de ellas que son estrictamente premisas normativas, pero es que, además, en las premisas empíricas con las que opera el razonamiento jurídico en ocasiones, también intervienen normas jurídicas que influyen, delimitan o guían la fijación y construcción de tales premisas fácticas. Las ciencias sociales no pueden llegar al nivel riguroso de conocimiento de una ciencia propiamente dicha, pero, en cuanto se esfuerzan por responder a criterios científicos, deben tender a una actitud teórica y sistemática respecto de su objeto de conocimiento. Deben admitir que ninguna teoría formulada será verificable en sentido científico-estricto, y que

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por mucho que se generalice, las disciplinas sociales siempre tendrán un marcado carácter casuístico (lo que es especialmente predicable del Derecho). La que hemos denominado metodología del razonamiento jurídico-práctico (y respecto de la cual, este trabajo pretende ser una especie de esbozo fundamentador) no es otra cosa que la descripción y explicación de los procesos mentales que sigue el razonamiento para aplicar el Derecho a la resolución de un caso concreto y obtener así una resolución justa del mismo. En tal sentido, forma parte del campo más extenso que conforma la Metodología del Derecho, que hace referencia al conjunto de métodos que sigue la Ciencia jurídica para obtener el conocimiento del Derecho, tanto en su vertiente aplicativa, como desde un punto de vista teórico de investigación y análisis de los conjuntos normativos que integran el Ordenamiento jurídico. Puede concebirse la Metodología jurídica como circunscrita al razonamiento jurídicoteórico del Derecho, esto es, a un análisis puramente teórico de las normas jurídicas abstractas en sus aspectos de creación y relación de las mismas, así como de la construcción de conceptos fundamentales y principios jurídicos con base en aquéllas, pero el carácter práctico de la Ciencia del Derecho es, como ya hemos dicho, no una dimensión del mismo junto a la teórica, sino un aspecto esencial que lo conecta con su finalidad esencial de pacificación social y de lograr, en definitiva, una resolución justa para cualquier conflicto que se plantee. De este modo, ningún análisis del Derecho, por teórico que resulte, puede prescindir de su vertiente práctica de obtención del ideal de la justicia. La falta de aplicación o utilidad práctica de una teoría jurídica formulada la convierte en inútil y en un puro ejercicio de invención literaria. De hecho, las grandes parcelas del razonamiento jurídico-teórico se encaminan de forma inexorable hacia su aspecto práctico, del que no pueden huir para no caer en la inutilidad de sus planteamientos y poder justificar su propia existencia. Así, la Filosofía del Derecho pretende indagar sobre la justificación de la existencia del Derecho, que no es otra que la de conseguir la realización del ideal de justicia; la Ciencia o teoría jurídica en sentido estricto pretende la construcción y aportación de conceptos jurídicos teóricos que expliquen y faciliten la comprensión del Derecho para su mejor y más exacta aplicación a la resolución de casos; la Lógica jurídica no es más que el análisis de los procesos formales o justificativos que sigue el razonamiento jurídico para aplicar las normas a supuestos prácticos, y lo mismo cabe decir de la Metodología jurídica, en la cual el estudio de los aspectos interpretativos de las normas es un aspecto fundamental; finalmente, la Sociología jurídica es, por definición, una ciencia empírica o de hechos jurídicos, que requiere igualmente el conocimiento de la aplicación del Derecho a la realidad social. En definitiva, que un razonamiento jurídico-teórico de carácter filosófico, científico, metodológico o sociológico, por muy teórico que sea, siempre tendrá que analizar las normas jurídicas en funcionamiento, es decir, siendo aplicadas para solucionar problemas concretos que se plantean en la sociedad. La formulación abstracta de las normas siempre aparece referida, por su propia construcción, a un ámbito de la realidad del que parten (supuesto de hecho) y otro ideal, perteneciente al mundo del deber-ser, que crean o construyen por entender que es el más justo (consecuencia jurídica). La metodología del razonamiento jurídico-práctico tiene, pues, como finalidad la de analizar el método o la técnica que utilizan los juristas para llegar a encontrar una solución justa

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o aceptable de un caso concreto, método distinto al utilizado para realizar la investigación de la ciencia jurídica (metodología de la ciencia del Derecho) o para realizar su enseñanza, en el cual se atiende a la composición o estructura del Derecho en cuanto conjunto de normas, no los mecanismos que se utilizan para aplicar las normas jurídicas a problemas jurídicos determinados. Por otra parte, existe una fuerte conexión entre nuestra concepción objetiva del razonamiento jurídico-práctico y la Metodología jurídica. Como señala Larenz, el término “método” hace referencia a un procedimiento ordenado de pensamiento que se lleva a cabo con ciertos pasos, y frente a otras ciencias, en el ámbito del Derecho no es preciso que exista una conexión de derivación lógicamente obligante entre dichos pasos29. Para este autor, el término “metodología”, en el ámbito jurídico, está pensado “para el procedimiento de una investigación científico-jurídica, de un dictamen o también de la fundamentación de la sentencia”, y realiza tal afirmación para distinguir la metodología jurídica de la “teoría de la argumentación”, señalando que esta expresión “suena a incompromiso, especialmente si se enlaza con la palabra clave ‘retórica’, y afecta sobre todo al procedimiento ante un tribunal”. Larenz señala también que en la metodología jurídica –frente a la argumentación jurídica– “no importan tanto los argumentos ‘más fuertes’, sino también el razonamiento ordenado, que puede garantizar que no se deje de prestar atención a puntos de vista esenciales. Pero como, en último término, son los mismos puntos de vista de que se sirven el argumentante como argumento y el que procede metódicamente como paso ineludible de pensamiento, por eso en el fondo se trata de aspectos diferentes de la misma cosa”30. De este modo, lo que nosotros entendemos por razonamiento jurídico, esto es, el razonamiento que opera con categorías normativas, excluye los razonamientos retóricos que integran la argumentación jurídica, como ya hemos afirmado. El análisis metodológico del razonamiento jurídico-práctico hace referencia a las operaciones mentales del razonamiento jurídico cuando aplica una norma jurídica a un caso concreto y cómo se expresan dichas operaciones en el discurso jurídico que conduce a la resolución, esto es, lo que constituye la fundamentación, justificación o motivación de la resolución. Desde este punto de vista, la contribución de la metodología jurídica es decisiva al respecto en el análisis de dichas operaciones o procesos mentales. Esos procesos mentales se producen siempre con categorías normativas, y los argumentos retóricos o, en general, extranormativos, aunque se utilicen en los discursos ante los tribunales, son solamente refuerzos del razonamiento normativo, siendo éste el elemento que resuelve la cuestión jurídica, y no aquéllos. En este trabajo pretendemos indagar sobre el razonamiento jurídico en sentido objetivo (y no la acepción subjetiva, que sería el análisis de todos los razonamientos que utiliza un jurista, especialmente en los tribunales, y que sería el campo de estudio de la argumentación jurídica), esto es, de qué manera y con qué criterios el razonamiento elige las normas aplicables al caso, cómo el razonamiento maneja el Ordenamiento jurídico a la hora de aplicarlo. Sobre este punto, y como tendremos ocasiones de detallar a largo de esta obra, nuestra opinión es que el proceder del jurista no es lógico en el sentido clásico o formal, sino que es un 29 30

Cfr. LARENZ, K., Metodología de la Ciencia del Derecho, cit., pág. 507. Ibidem, pág. 507.

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proceder sistemático-institucional. Tampoco es un proceder tópico, pues el jurista no busca puntos de vista para resolver el problema jurídico sin más. El proceder del jurista obedece a lo que denominamos “inmediatez” o proximidad normativa, esto es, busca en primer lugar precedentes judiciales o casos similares resueltos con anterioridad para aplicarlos al nuevo caso, pero de no encontrarlos, su razonamiento es, ante todo, sistemático-institucional: encaja sistemáticamente el caso en una institución jurídica, la cual proyecta sobre el caso toda su regulación contemplada sistemáticamente, esto es, los principios, categorías, conceptos y normas jurídicas que la integran. De este modo, el razonamiento jurídico no opera sobre el caso concreto mediante operaciones de subsunción automáticas de modo lógico, sino mediante una doble operación técnica de aproximación al caso que le indica el grupo problemático al que pertenece, esto es, la institución jurídica a la que pertenece, y la norma más inmediata o próxima que ha resuelto un caso similar (que será un precedente judicial, caso de que exista). Esta operación de institucionalización previa condiciona o dirige el razonamiento jurídico para todas las actuaciones posteriores, y en tal sentido, la determinación de los hechos no es una simple reconstrucción histórica a la que se van a aplicar posteriormente las normas, sino que el jurista práctico selecciona los hechos que resultan relevantes en relación con la institución jurídica que ha elegido previamente. Esto es, el razonamiento fáctico no es aséptico, sino que está también previamente dirigido normativamente por la propia institución jurídica. Ciertamente, el jurista ante un caso no sigue un proceder estrictamente lógico, pero tampoco goza de una elección o decisión de la norma aplicable. Es el propio Ordenamiento jurídico el que establece los cauces por los que debe discurrir el razonamiento jurídico, y como tal, es el Ordenamiento el que determina las reglas de su actuación. Así: -Estableciendo unas directivas de actuación que el razonamiento jurídico-práctico debe cumplir y que son: proceder sistemáticamente, es decir, considerar siempre el Ordenamiento como un todo interrelacionado, pleno y coherente, respetando no sólo las normas, sino también las categorías y principios que se extraen del mismo, lo que conlleva la interpretación del lenguaje jurídico y de las normas en esa línea (pensamiento sistemático-institucional). Consecuencia de esta perspectiva es la consideración de las normas (y por tanto el lenguaje jurídico en el que aparecen formuladas) como instrumentos (medios) flexibles de resolución de cuestiones jurídicas. -Estableciendo una estructura lógica de análisis o enjuiciamiento del caso a través de la distinción fundamental entre los hechos relevantes del mismo y las normas jurídicas aplicadas, y estableciendo los razonamientos que explican la conexión racional entre ambos como justificación de la decisión finalmente adoptada. El planteamiento científico del Derecho conduce, pues, –como ocurre en toda ciencia– a la elaboración de una metodología que establezca los procedimientos para el conocimiento del Derecho, esto es, cómo se construyen y definen sus conceptos, la naturaleza de las normas jurídicas que lo integran, la existencia de partes en el Derecho, la relación sistemática entre las normas, cuál es la función del Derecho, etc. En este sentido, a esta metodología se la denomina usualmente metodología jurídica o metodología de la ciencia del Derecho, y también puede denominarse metodología del razonamiento jurídico-teórico, pues como toda

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actitud científica ante un objeto de la realidad (en este caso, el Derecho), implica una reflexión categorizada y sistemática de tipo científico, esto es, un razonamiento teórico sobre el mismo. Cuando hablamos de metodología del razonamiento jurídico-práctico estamos haciendo referencia a una cuestión concreta –pero sin duda la más importante– dentro del ámbito jurídico, cual es la de la aplicación de las normas jurídicas como enunciados abstractos y generales a la solución de un caso concreto que se plantee. El paralelismo con otras ciencias puede llevar a la confusión de que la cuestión de la aplicación de las normas es una cuestión meramente técnica, es decir, que el ámbito de la metodología del razonamiento jurídicopráctico es el ámbito de la técnica o tecnología jurídica, pero nada más lejos de la realidad. Precisamente, la gran peculiaridad del razonamiento jurídico reside en que la aplicación de las normas jurídicas para resolver conflictos sociales es su justificación última a nivel teórico. Frente a otras ciencias, sean formales (Matemática, Lógica), experimentales (naturales) o incluso sociales (Economía, Sociología, Historia), el Derecho tiene su fundamentación en la solución (y por tanto en la pacificación) de conflictos sociales, siendo las normas jurídicas los instrumentos de resolución que ha creado la sociedad, directamente o a través de los poderes públicos, para solventar los mismos. Además, la solución jurídica de cualquier conflicto está guiada en su legitimación y justificación por un valor esencial –y prejurídico– del ser humano como es la justicia. La evolución histórica del Derecho, y su progresivo desarrollo y acomodación a la sociedad que regula, determina que las normas jurídicas que se han ido creando se puedan contemplar como un objeto de conocimiento científico, pero la especificidad del Derecho está en que su aspecto teórico no puede ser contemplado o desarrollado sin una vinculación a su vertiente práctica o real. En caso contrario, cualquier teoría del Derecho no pasa de ser un mero ejercicio académico o didáctico. De igual modo, el practicismo jurídico, esto es, la actitud de considerar la aplicación de las normas como una mera técnica desprovista de una reflexión categorizada y sistemática que explique la conexión de cualquier aplicación normativa con el principio superior de la justicia, está condenada también al fracaso, pues la resolución justa de cualquier caso determina que el jurista práctico debe adoptar no sólo un conocimiento del contenido de las normas que aplica, sino también de la trabazón intrínseca de las mismas y su sometimiento a una serie de principios superiores del Ordenamiento jurídico, a cuyas relaciones sólo se llega desde una reflexión sistemática que proporciona o aporta la ciencia jurídica, como ciencia teórica del Derecho. Por eso, hemos afirmado en este trabajo que el Derecho es una ciencia práctica, una ciencia volcada a la praxis, donde los aspectos teóricos y prácticos van de la mano en el tratamiento y desarrollo de cualquier categoría o aspecto jurídico, y no sucesivamente. De ahí que la metodología del razonamiento jurídico-práctico no se refiera a la técnica de aplicación del Derecho tan sólo, sino al establecimiento de una fundamentación científica de dicha aplicación, es decir, a una reflexión sobre los cimientos teóricos de dicha aplicación, y sin los cuales, carecería de justificación para encontrar la solución más justa a los problemas jurídicos. La técnica jurídica se encuentra desprovista de este sentido último de justicia que persigue cualquier aplicación de las normas del Derecho, y en cuanto tal, suele revestir la apariencia de constituir una actividad fría y mecánica.

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Por otra parte, la metodología del razonamiento jurídico-práctico, en cuanto expresión de un método científico de conocimiento del Derecho como ciencia práctica, tiene pretensiones de objetividad, y por tanto se pretende establecer en este trabajo cuáles son los fundamentos o bases teóricas de funcionamiento que debiera reunir el razonamiento jurídico cuando actúa aplicando las normas jurídicas a la resolución de un caso concreto. Sería en definitiva una teoría de lo que entendemos por razonamiento jurídico-práctico ideal, aunque justificada y amparada en el Ordenamiento jurídico existente. En este sentido, evidentemente, si acudiésemos a una descripción o a una observación de lo que sucede en la práctica real y cotidiana del Derecho, seguramente llegaríamos a la conclusión de que el razonamiento jurídico-práctico actúa en general movido por la eficacia de resolver las cuestiones de forma rápida (la acumulación endémica de asuntos judiciales es un claro ejemplo) y consecuentemente, muchas veces, sin la reflexión exigida por algunos casos. Pese a ello, el razonamiento jurídico-práctico real presenta unas características que se reiteran constantemente en la práctica, y estas características son las que sirven para construir un modelo teórico de funcionamiento del mismo, como así intentaremos.

S PERSPECTIVAS EPISTEMOLÓGICAS DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO

CAPÍTULO V. RAZONAMIENTO Y LÓGICA JURÍDICA

1.

LA APLICACIÓN DE LA LÓGICA AL RAZONAMIENTO JURÍDICO

La relación del razonamiento jurídico con la lógica formal es evidente, desde la misma consideración de partida de que la lógica es una ciencia que trata de la forma o proceso en que el razonamiento general discurre (realiza inferencias encadenando proposiciones) válidamente, determinando las reglas que debe seguir, con independencia de la materia sobre la que se aplique. En tal sentido, la lógica formal establece las reglas para que las inferencias racionales sean formalmente válidas (correctas), y no atiende a si tales inferencias sean verdaderas o falsas (esto es, si el significado que se atribuye a los símbolos lógicos es acorde a la realidad significada), sino tan sólo a que el razonamiento respete dichas reglas de la inferencia formalmente válida. De ahí, que la lógica formal en cuanto regula las reglas generales del razonamiento correcto sea susceptible de aplicarse a cualquier razonamiento específico, y entre ellos, al jurídico. En el ámbito lógico, junto a la lógica formal, es preciso referirnos a la lógica material, que atiende a las reglas del razonamiento en cuanto proceso para el logro de un conocimiento verdadero (no solamente formalmente válido). En cuanto se trata de una lógica material, sus reglas no se determinan universalmente, sino que están relacionadas y moduladas por la materia particular respecto de la que se predican. De este modo, junto a la validez formal de las inferencias racionales, importa también la verdad lógica de las mismas, es decir, que exista una correspondencia entre lo que pensamos y las cosas que forman parte de la realidad empírica. Ahora bien, conviene resaltar que en multitud de disciplinas (y el Derecho es una de ellas), con relación a la verdad (la realidad de una proposición), el pensamiento se encuentra a menudo en distintos grados de verdad respecto al objeto. Así, la ignorancia, la duda, la sospecha, la probabilidad (u opinión) y la certeza (o evidencia). En este sentido, en el ámbito jurídico, podríamos hablar en muchos casos de una seguridad razonable o probable, no de

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certezas absolutas (que también las hay), pero lo cierto es que el razonamiento jurídico se suele mover en terrenos de mayor o menor grado de incertidumbre y tener que decidir. Por ello, estas decisiones son, en muchas ocasiones, tan sólo razonablemente seguras. De este modo, la lógica entendida en sentido estricto (como ciencia, diferente de la acepción amplia de lógica entendida como “sentido común”) constituye un conjunto de reglas que debe observar el razonamiento para ser considerado válido o correcto y verdadero. La aplicación de la lógica al razonamiento jurídico conlleva, pues, analizar, si los procesos del razonamiento jurídico se atienen a las reglas de la ciencia lógica, o bien, si el razonamiento sigue unas reglas lógicas específicas en el devenir hacia la conclusión; reglas que, en este último caso, no serían las generales derivadas del sentido común, pues entonces el Derecho sería lógico de la misma manera que cualquier otro pensamiento racional, por el hecho de ser racional. A este respecto, si entendemos el Derecho como una ciencia práctica que, en cualquier consideración científico-teórica que efectúe, no puede abstraerse de la realidad social y cuya finalidad es la resolución justa de conflictos jurídicos concretos, el primer escollo con el que se encuentra cualquier intento de aplicación de la lógica al razonamiento jurídico es que éste no puede funcionar nunca con razonamientos abstractos o formales. Por su misma definición, éstos se alejan de las situaciones reales, las cuales, incluso, les incomodan por su carácter cambiante y mudable. Parece, pues, que el término lógica solamente su puede utilizar en Derecho desde un punto de vista más amplio, referido a describir cómo el razonamiento jurídico opera cuando aplica las normas jurídicas para resolver un caso concreto, o incluso, teóricamente, cuando formula una teoría concreta. Es así que la primera y más importante precisión que debe hacerse es la del propio término “lógica”, que en el ámbito del Derecho se utiliza en el sentido más amplio que cabe dar a dicho término, como expresión equivalente a la del propio acto de razonar o al sentido común. Buena muestra de ello en nuestro Ordenamiento es el art. 218.2 LEC, que establece que las sentencias han de motivarse ajustándose a las “reglas de la lógica y de la razón”. En esta tesitura, el razonamiento jurídico es siempre lógico por su misma racionalidad. A partir de esta evidencia, cuando el término “lógica” se utiliza más estrictamente, es decir, como disciplina autónoma formal que trata de los procesos del razonamiento válido y que se aplica al conocimiento de las distintas ciencias, la cuestión varía. Es en este contexto cuando los juristas utilizan el término lógica jurídica, el cual tiende a confundir la propia relación entre el Derecho y la lógica, pues cabe entender por tal, o bien la aplicación de la lógica general al ámbito jurídico, o bien la existencia de una lógica jurídica especial que no se ajusta a la general. El problema estriba en determinar si existe esa tal lógica jurídica y en qué consiste. Este sería el punto de arranque de la búsqueda de una lógica jurídica específica, la cual atendería y observaría el funcionamiento específico de las normas jurídicas cuando se utilizan por el razonamiento, sea con fines teóricos o prácticos.

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2.

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LA LÓGICA JURÍDICA COMO LÓGICA ESPECÍFICA

La denominada lógica jurídica ha llegado a convertirse en uno de los sectores de la Ciencia jurídica31, y aquí lo que nos interesa es su clarificación y diferenciación respecto del razonamiento jurídico. Acabamos de ver que la acepción amplia del término “lógica” debe descartarse puesto que nada aporta para la clarificación de lo que deba entenderse por “lógica jurídica”, pues en tal caso “lógica jurídica” equivaldría al propio actuar racional del pensamiento jurídico (que se presupone siempre), queriendo expresarse que se ha razonado correctamente sobre una cuestión dada. Por otro lado, la tesis estricta nos lleva a considerar la lógica jurídica, como la aplicación de la lógica como ciencia (formal) al ámbito del Derecho. Desde estas consideraciones, parece bastante claro que la lógica jurídica que rige el razonamiento jurídico se encuentra entre estos dos extremos. Así, si en la concepción amplia de la lógica, el razonamiento jurídico actúa lógicamente en sentido de racionalmente o con sentido común, parece evidente que la lógica jurídica se caracteriza por los requisitos que establecimos para el sentido común. Por otra parte, si la lógica jurídica es diferente de la lógica general, será preciso determinar cuáles sean estas diferencias y cuáles sean también las semejanzas o los esquemas en los que coincide con la lógica general. Sobre este punto, es innegable que una parte del razonamiento jurídico puede ser explicada y analizada con arreglo a las reglas de la lógica, pero, en general, esta disciplina resulta inadecuada para el ámbito jurídico. La lógica presenta unos márgenes demasiado rigurosos para un razonamiento como el jurídico, que opera con normas, no con enunciados verdaderos, y además, guiado no por un resultado correcto lógicamente sino justo, con lo cual el razonamiento jurídico presenta unas directrices básicas en su discurso que se apartan de los principios básicos de la lógica general (tanto la estrictamente formal, como la material). A pesar de ello, en ocasiones, la lógica jurídica ha querido entenderse como referida al estudio de las aplicaciones de la lógica general en el ámbito del Derecho. De este modo, la afirmación de una lógica jurídica específica conlleva su diferenciación respecto de la aplicación de la lógica general al Derecho. Por lo pronto, el razonamiento jurídico presenta una serie de peculiaridades que imposibilitan la aplicación de esquemas lógicos para explicar su funcionamiento. Así ocurre con el propio lenguaje empleado, el lenguaje jurídico, que se caracteriza por la utilización de conceptos del lenguaje común junto a otros técnicos con distintos grados de precisión conceptual, lo que implica continuas operaciones de interpretación a cargo del operador jurídico, interpretaciones que realiza con arreglo a diferentes criterios o reglas interpretativas (literal, contextual, histórico, teleológico, voluntad del legislador, sistemático, etc.) que puede elegir (no existe jerarquía establecida legalmente en su aplicación y Sin ánimo exhaustivo, pueden citarse las obras clásicas de KALINOWSKI, G., Introducción a la lógica jurídica, cit.; GARCIA MAYNEZ, E., Introducción a la Lógica jurídica, Fondo de Cultura Económica, México, 1951; PERELMAN, CH., La lógica jurídica y la nueva retórica, cit.; LOEVINGER, L. J., trad. J. Puig Brutau, Una introducción a lo lógica jurídica, Bosch, Barcelona, 1954; KLUG, U., Lógica jurídica, trad. D. García Bacca, Facultad de Derecho de la Universidad de Venezuela, Caracas, 1961. 31

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es discutible hasta su vinculación normativa) en atención al caso a resolver y que pueden conducir a distintas soluciones. También sucede que las premisas del razonamiento jurídico están constituidas en parte por normas jurídicas o principios que no contienen enunciados verdaderos, pero, además, pueden generarse problemas de antinomias o de lagunas normativas impensables desde un punto de vista lógico, ya que supone que el operador jurídico se encuentra con la situación de que puede aplicar varias normas contradictorias a un tiempo y debe resolver el conflicto, o bien, que carece de norma aplicable al caso y debe encontrar dicha norma acudiendo a procesos nada lógicos como son el recurso analógico o el razonamiento con principios, muchas veces contradictorios entre sí, y cuya elección o aplicación ponderada la establece con justificaciones que tienen poco de lógicas. En fin, el razonamiento jurídico se guía en su proceso por el logro de una decisión fundada en Derecho pero que contenga unos criterios mínimos de justicia, que de no lograrse supondrán que el razonamiento se ha realizado incorrectamente jurídicamente, aunque desde un punto de vista lógico fuera irreprochable. La conclusión lógica y la conclusión justa de un asunto no son siempre coincidentes. Por otro lado, vista la lógica formal y simbólica, parece difícilmente sostenible que se pueda reducir la complejidad del razonamiento jurídico a esquemas lógicos, que sólo con ejemplos teóricos y sencillos de casos pueden ser aplicados. Cuando se intenta esquematizar lógicamente un caso real –y no me refiero precisamente a un caso complejo– la lógica simbólica presenta dificultades para representar todas las variables que suceden en el campo argumentativo jurídico, y no digamos cuando el razonamiento jurídico ha alcanzado ya un estadio determinado en su iter mental llegando a una subconclusión que determina que tenga que volver atrás (porque, por ejemplo, resulta o conduce a una solución injusta del problema) y modificar alguna de las premisas previas que condujeron a dicha subconclusión. Este tipo de “reajustes” del razonamiento jurídico no tienen una explicación lógica formal, pero sí racional cuando lo que se tiene en mente es alcanzar una solución justa fundada normativamente. De este modo, se ha intentado construir, o entender, que el Derecho cuenta con una lógica específica que se llamaría jurídica, la cual toma en cuenta reglas de la lógica general, pero adaptándolas y ampliándolas a otra lógica más amplia que abarcase los aspectos del razonamiento jurídico que se escapan al ámbito de aquélla. Así, la lógica jurídica se enmarcaría dentro de la esfera de la denominada lógica deóntica por cuanto opera con normas, en este caso, normas jurídicas, pero también conviene no perder de vista que el razonamiento jurídico-práctico que venimos analizando tiene como finalidad resolver un problema de la forma más justa posible, y en tal sentido, aún partiendo de la aplicación de procesos lógicos más amplios que los lógicos generales, debe llegarse a una solución justa, pues de no ser así el razonamiento jurídico será lógico pero no justificable (correcto) en términos jurídicos. Por tanto, como puede verse, la lógica es aplicable al Derecho, pero las soluciones a las que éste llega no siempre son las más lógicas o, simplemente, no tienen una explicación lógica en el sentido al que nos referimos. En nuestra opinión, un análisis lógico formal del razonamiento jurídico puede tener cierta utilidad, pero sólo sirve para formular y explicar los procesos que se realizan para

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resolver cuestiones jurídicas sencillas. La lógica formal no alcanza a reflejar la complejidad que el razonamiento jurídico implica en la resolución de los casos difíciles, en donde tienen lugar una serie de razonamientos que no son siempre lógicos, sino que implican elección de normas o principios aplicables, criterios valorativos en definitiva, procesos que se escapan a un análisis lógico estricto. La lógica jurídica sería, desde este punto de vista, una lógica específica de carácter integrador que partiría de los postulados de la lógica general, pero que acogería también como elementos correctores de ésta los criterios suministrados por las normas jurídicas consideradas en su aspecto dinámico (el Ordenamiento jurídico), conformando así una lógica jurídica con un funcionamiento interno esencialmente dialéctico entre procesos estrictamente lógicos y argumentos jurídico-normativos, cuyo objetivo común es encontrar la solución a un problema jurídico. 3.

EL SILOGISMO JURÍDICO

La aplicación del Derecho puede siempre ser considerada y explicada lógicamente a través de un silogismo, en el que la norma es la premisa mayor y el hecho es la premisa menor, llegándose a una deducción lógica o conclusión. La concepción amplia aristotélica de silogismo permite, sin esfuerzo, acudir a dicho esquema, pues para este filósofo un silogismo es “un argumento en el cual, establecidas ciertas cosas, resulta necesariamente de ellas, por ser lo que son, otra cosa distinta de las antes establecidas”32. Ciertamente tal concepción puede englobar inferencias no sólo silogísticas, sino de otros tipos, pero la inferencia modélica es la deductiva en la que la conclusión se infiere de dos premisas previamente establecidas. Sobre la base de la clasificación aristotélica de los tipos de silogismos, se distinguen los silogismos demostrativos o apodícticos, dialécticos y sofísticos. Los silogismos demostrativos son necesarios, por cuanto la conclusión se sigue necesariamente de las premisas. Los dialécticos son probables, esto es, la conclusión tiene sólo un cierto grado de probabilidad respecto de las premisas. Y los silogismos sofísticos son falsos. El silogismo más habitual es el demostrativo (presentado a menudo como categórico). El silogismo categórico es un condicional que se compone de tres esquemas cuantificados. El antecedente del condicional se compone de dos esquemas, llamados premisas. La primera es la premisa mayor; la segunda es la premisa menor. El consecuente del condicional es otro esquema: la conclusión33. En el ámbito del Derecho, la lógica jurídica se encargaría del análisis del silogismo jurídico, esto es, el proceso lógico que sigue el razonamiento jurídico para llegar a la decisión partiendo de unas premisas presupuestas. Esto es, lo que suele denominarse justificación interna de la decisión jurídica. Con la definición general aristotélica, el silogismo jurídico deductivo funcionaría con el esquema elemental de una premisa mayor que sería la norma jurídica, una premisa menor que sería el hecho considerado y una conclusión que sería la decisión jurídica. Sin embargo, 32 Sobre la noción de silogismo en Aristóteles, véase FERRATER MORA, J. Diccionario de Filosofía de bolsillo, Tomo II, Alianza Editorial, 2ª reimp., Madrid, 1987, pág. 687, de quien tomamos la definición. 33 Cfr. ibidem, págs. 687-689.

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la noción global de silogismo del filósofo griego reviste un carácter más general que permite un mejor ajuste al ámbito jurídico, dado que junto a los silogismos demostrativos, están los dialécticos que permiten que la conclusión tenga sólo un cierto grado de probabilidad respecto de las premisas. Las premisas en Derecho están conformadas por las normas jurídicas (premisas jurídicas) y por los hechos de la realidad que se toman en cuenta (premisas fácticas o empíricas). Sobre esa situación y la relación entre ambas, se llega a una conclusión o decisión jurídica. De ahí, que el silogismo jurídico en cuanto proceso que sigue el razonamiento jurídico para llegar a la decisión presenta un esquema propio. La conformación de las premisas en el silogismo jurídico no es lineal o sucesiva, sino circular. La premisa fáctica se forma inicialmente sobre la narración de un suceso de la realidad, pero esta premisa se va construyendo sucesivamente según determinaciones jurídicas que seleccionan los hechos a considerar, los moldean para su ajuste a la norma e incluso se completan con hechos ficticios que se desprenden de normas jurídicas. Estas continuas transformaciones de los hechos vienen dadas a su vez por el proceso de determinación de las premisas normativas, de tal forma que ambas premisas se van conformando sucesivamente en una progresiva interacción entre ambas en un recorrido mentalmente circular entre ambas, y no lineal. La conformación de estas dos premisas implica a su vez un razonamiento complejo que implica la utilización de distintos mecanismos o instrumentos jurídicos que permiten al jurista en ocasiones una elección entre varios mecanismos aplicables y que implica el uso de distintos argumentos jurídicos, incluso en la fijación de los hechos. De tal modo, que las premisas fácticas y normativas fijadas son a su vez conclusiones de subpremisas fácticas y jurídicas, y por lo tanto tienen la consideración de probables, pues aunque la conclusión resulte necesariamente de las subpremisas, cabe la posibilidad de que existan varias opciones justificables argumentativamente. Es precisamente esta probabilidad la que permite “reajustes” del discurso si el razonamiento va comprobando que la conclusión a la que está llegando no resulta justa. De ahí, que la conclusión general del caso sea siempre probable, pues las premisas fáctica y jurídica ya tienen, a su vez, la consideración de subconclusiones probables. En este sentido, el silogismo jurídico, aunque pueda presentarse en algún caso como silogismo demostrativo, presenta un claro carácter de silogismo dialéctico, porque sus conclusiones tienen un cierto grado de probabilidad respecto de las premisas, que a su vez son probables. En el ámbito jurídico, la probabilidad lógica de premisas y conclusiones se transforma en la noción de justificabilidad normativa, es decir, que el proceso mental seguido por el razonamiento jurídico sea avalado por criterios jurídicos extraídos del Ordenamiento jurídico. Incluso el jurista, cuando fija los hechos de un caso, debe seguir un cauce marcado por las normas jurídicas, no puede fijar o seleccionar los hechos que le son narrados sin más. No es una actuación meramente empírica, dado que no se limita a recoger hechos de la realidad. Desde un comienzo, el jurista realiza una operación jurídica de institucionalización básica del caso (lo cual analizaremos más detalladamente más adelante), y esta institución despliega en su pensamiento un conjunto de normas, principios y precedentes aplicables que le determinan en la posterior fijación de los hechos, pues le indican cómo seleccionarlos,

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cómo fijarlos, cómo adaptarlos e incluso como completarlos para conseguir una mejor y más certera aplicación de la norma jurídica que tiene pensada desde un principio. Es más, si durante este iter mental decide cambiar la norma a aplicar por encontrar otra que más se ajuste al caso, las directrices del proceso de fijación de los hechos posiblemente cambiarán. Este es un ejemplo del “reajuste” indicado más arriba. De esta manera, el intento de encaje del razonamiento jurídico en esquemas lógicos estrictos no puede llegar a captar en ningún caso la complejidad de matices del mismo. El continuo cambio que experimentan sus premisas y subpremisas en el devenir mental de dicho razonamiento cuando se encuentra en el proceso de hallazgo de la solución de un problema jurídico, caracterizado por un continuo reajuste de premisas y subconclusiones para lograr la solución justa del caso, imposibilita la estabilidad requerida por las reglas que rigen los procesos lógicos generales. El silogismo jurídico es, por tanto, un silogismo peculiar del razonamiento jurídico, y es la más palpable evidencia de que la lógica jurídica es una lógica específica con reglas propias. 4.

LA LÓGICA JURÍDICA Y EL RAZONAMIENTO JURÍDICO NORMATIVO

Según nuestra concepción del razonamiento jurídico como el razonamiento que opera con normas y principios extraídos del Ordenamiento jurídico, la lógica jurídica debe limitarse a concretar las operaciones mentales que el razonamiento jurídico realiza para aplicar estas normas a la resolución de un caso concreto, excluyendo la utilización de argumentaciones extrajurídicas, por muy racionales que éstas sean. En este sentido, este concepto objetivo de razonamiento que sostenemos nos lleva a distinguir entre la lógica jurídica y la lógica del jurista, puesto que el uso de argumentos no jurídicos por parte del jurista no se encontraría regido por criterios normativos, sino por reglas pertenecientes al discurso general. La lógica jurídica sería, pues, una lógica normativa, una lógica extraída de la aplicación, de la puesta en movimiento, de las normas jurídicas cuando pretenden resolver un problema jurídico. Si de alguna forma hay que calificar a la lógica jurídica, es como la lógica de lo justo. Es una lógica volcada a su finalidad de encontrar una conclusión o solución justa a un problema planteado, hasta el punto de que las cadenas de razonamientos realizadas con las distintas premisas y subconclusiones (que actúan a su vez como premisas) no encuentran su justificación en haber sido enlazadas con una validez lógico formal o en llegar a una conclusión verdadera, o ni tan siquiera razonable, sino razonablemente justa y acorde al Ordenamiento jurídico. En esta dirección, el proceso lógico del razonamiento jurídico debe estar presidido por la razonabilidad de sus pasos, pero también porque dicha razonabilidad sea una razonabilidad jurídica, es decir, que dichos pasos adoptados se justifiquen y se desprendan de norma o principios jurídicos en todos los lugares de la cadena, excluyendo cualquier valoración o elección del jurista práctico que implique una decisión arbitraria no fundada en Derecho. En muchas ocasiones, el razonamiento del jurista implica en su iter discursivo realizar elecciones, pero estas elecciones han de estar justificadas normativamente. No es un proceso deductivo mecánico que sólo permite una cadena de deducciones, sino que permite varios

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caminos, pero la elección de uno u otro debe justificarse con una norma jurídica o principio que permita tomar tal camino. Ese es el motivo por el que nosotros prefiramos utilizar la expresión “razonamiento jurídico” en vez de lógica jurídica, pues la posibilidad de elegir u optar por varios caminos discursivos o alterar sobrevenidamente las premisas aceptadas lleva el término “lógica” hacia un significado muy amplio. Hemos dejado dicho que el razonamiento jurídico-práctico es esencialmente un razonamiento normativo, esto es, un razonamiento con normas jurídicas. El uso o argumentación jurídica conlleva el uso encadenado de las mismas para llegar a una conclusión, y el análisis de este uso es el cometido de la lógica jurídica, pero también las normas jurídicas pueden ser observadas desde un punto de vista lógico interno-estructural. Desde esta perspectiva, las normas presentan normalmente una forma condicional en su estructura (la forma lógica de las normas), de tal manera que suelen aparecer formuladas en el sentido de que si se da un supuesto de hecho determinado (enunciado de forma abstracta en la norma) se produce la consecuencia jurídica prevista en la norma (Si S, entonces C). Hay, pues, un antecedente u supuesto de hecho que se refiere a una serie de hechos que se producen en la realidad, y hay un consecuente que es la previsión ideal que establece la norma como consecuencia jurídica y que se actualizará (se debe actualizar) si se produce el supuesto de hecho. De este modo, las normas jurídicas –a pesar de su concreta formulación lingüística en cada caso– pueden ser casi siempre transformadas en un enunciado condicional con formato lógico según el cual si se producen determinadas circunstancias (un suceso de la vida real), se realizará la consecuencia jurídica prevista por el Ordenamiento jurídico, y que consiste en atribuir o reconocer derechos o establecer obligaciones, distribuidas entre uno o varios sujetos. En este punto, también es preciso referirnos al campo de aplicación de la norma. Esta noción se refiere a la clase de hechos comprendidos en el supuesto de hecho de la norma (cuya determinación es a veces dificultosa), y en tal sentido, conduce en muchas ocasiones a una abstracción efectuada (una categorización o conceptualización, en definitiva) sobre varios supuestos de hecho de distintas normas que presentan rasgos comunes. Así, por ejemplo, ocurre cuando nos referimos a un grupo de normas que regulan los “vicios constructivos”. Esta abstracción inductiva que se realiza tomando en consideración varios supuestos de hecho abstractos de varias normas lleva a la configuración de casos-tipo del Ordenamiento, que es el estadio intelectual previo a la creación de una institución jurídica, formada por un grupo de casos típico que gira en torno a una serie de normas que usualmente operan de forma conjunta y sistemática en la resolución de aquéllos. Respecto a la estructura lógica del razonamiento jurídico, es necesario indicar que como condición necesaria de validez lógico-jurídica de un razonamiento normativo está el que su conclusión sea una norma jurídica y que entre sus premisas aparezca también al menos una norma jurídica. De este modo, concurren en el razonamiento jurídico premisas normativas y cognoscitivas (o descriptivas), y una conclusión que es siempre normativa. De esta manera, cuando se habla de lógica jurídica en relación con el razonamiento jurídico, se quiere hacer referencia a esta peculiar lógica que se da cuando se razona en Derecho con normas; es una lógica que no funciona con proposiciones verdaderas, probables o falsas, por cuanto las normas jurídicas no ostentan tal cualidad. Sin embargo, sí debe precisarse

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que el razonamiento jurídico cuando argumenta con normas, considera a éstas como proposiciones normativas, es decir, como enunciados verdaderos en cuanto existentes (válidos). En este sentido, Kalinowski, al abordar la noción de raciocinio jurídico, al que califica como “un proceso cognoscitivo que es esencialmente un acto de la razón”, señala que al lógico lo que le interesa es el “estudio del raciocinio reducido al acto discursivo, puramente intelectual, de inferencia”. La inferencia se presenta como un “acto por el cual se considera que una proposición, con condiciones bien definidas, tiene un valor lógico determinado porque anteriormente se ha atribuido a otra proposición (o a varias otras proposiciones), de carácter igualmente estrictamente definido, también un valor lógico determinado”. El autor señala que este valor lógico se identifica en muchos casos con tesis verdaderas, probables o falsas, pero existen raciocinios con proposiciones, tanto en las premisas como en las conclusiones, que no son verdaderas, probables o falsas, que se desarrollan dentro de sistemas formalizados, y “a nadie se le ocurre poner en duda el carácter de raciocinio auténtico inherente a las operaciones discursivas formalizadas, las cuales son por el contrario consideradas por su rigor como modelos de raciocinio”.34 Este sería el caso del razonamiento jurídico. En definitiva, y pese a nuestra preferencia por el término “razonamiento jurídico”, puede hablarse de lógica jurídica en un sentido muy amplio para referirnos a todos los procesos mentales de carácter racional que sigue el razonamiento jurídico-práctico para resolver un caso. En este caso, lógica jurídica y razonamiento jurídico serían términos equivalentes.

34

KALINOWSKI, G., Introducción a la lógica jurídica, cit., pág. 146, también nota 1.

CAPÍTULO VI. RAZONAMIENTO Y TÓPICA JURÍDICA

1.

LA APLICACIÓN DE LA TÓPICA AL RAZONAMIENTO JURÍDICO

La tópica puede concebirse como un método del pensamiento, y en tal sentido, podemos hablar de la existencia de un razonamiento tópico. El razonamiento tópico es el que opera con tópicos, que no son otra cosa que opiniones probables de carácter común sobre una determinada materia, existiendo, si bien, tópicos más generales que pueden utilizarse en cualquier materia. El elemento esencial de un tópico es el de constituir una afirmación u opinión probable, cuyo solo sustento es el de ser comúnmente aceptada por un grupo de personas (que puede estar constituido desde por una persona a una sociedad o ámbito determinado). Característica fundamental del método tópico es también el uso de los denominados lugares comunes, que constituyen elementos configuradores o líneas del razonamiento, y que aportan a éste distintos puntos de vista sobre la materia razonada (por ejemplo, las dualidades género-especie, causa-efecto, etc.). La utilización de la tópica por el razonamiento hunde sus raíces en la filosofía griega de la antigüedad. Resulta clave en este sentido la figura de Aristóteles, que utilizó los tópicos y los lugares comunes tanto en la dialéctica como en la retórica. La dialéctica era concebida por el filósofo como el método de “razonar sobre todo problema que se nos proponga a partir de cosas plausibles”35, mientras que la retórica era conceptuada como “la facultad de considerar en cada caso lo que puede ser convincente”36, aunque “ambas se refieren a determinadas cuestiones cuyo conocimiento es en cierto sentido común a todos y no propio de una ciencia definida. Por tal motivo todos participan también en cierto sentido de ambas. Y es que todos en alguna medida procuran poner a prueba y sostener un aserto, así como 35 ARISTÓTELES, Tratados de Lógica (Órganon) I, trad. M. Candel Sanmartín, Gredos, Madrid, 1982, pág. 89, (Tópicos 100a). 36 ARISTÓTELES, Retórica, trad. A. Bernabé, Alianza Editorial, 2ª reimp. Madrid, 2000, pág. 52.

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defenderse y acusar”37. La tópica aristotélica fue utilizada por multitud de filósofos, destacando las figuras de Cicerón en la antigua Roma, Santo Tomás en el medievo y Vico en los siglos XVII y XVIII. En lo que respecta a su utilización en el ámbito del Derecho, Vallet de Goytisolo ha destacado que, históricamente, la tópica (salvo que entendiéramos a ésta en un sentido latísimo) no fue usada por los jurisconsultos romanos para la determinación de lo justo, sino que procuraron captarlo directamente de la realidad, ayudados por su propia experiencia y la de sus antecesores. Posteriormente, en cambio, las leyes romano-bárbaras recogieron como principios muchas reglas romanas, y los glosadores convirtieron esas reglas en máximas o brocardos, dotándolas así de carácter general y abstracto, y utilizando estas reglas como premisas del razonamiento a pesar de su carácter dudoso, acercándose así a un método tópico38. El intento moderno de aplicar el método tópico a la Ciencia del Derecho vino de la mano de Theodor Viehweg, con su obra Tópica y jurisprudencia, publicada en 1963. El autor publicó varios estudios posteriores en los que abordó nuevamente cuestiones relativas a la Tópica, y más en general, sobre el razonamiento jurídico y la argumentación39. En su obra Tópica y jurisprudencia, Viehweg, después de efectuar un recorrido histórico precisando la noción de Tópica y su utilización aplicada a la Ciencia del Derecho, sienta su teoría acerca de la misma. Quizá la idea central y más novedosa del autor es la de establecer el método tópico en contraposición a lo que él denomina el “espíritu deductivo sistemático”40, en clara alusión al método lógico-formal o axiomático. Para Viehweg la tópica se encuentra presente en el Derecho, y consiste en una “técnica del pensamiento problemático”41. De este modo, concibe la Ciencia del Derecho “como una permanente discusión de problemas y que, por lo tanto, su estructura total ha de ser determinada desde el problema, buscando puntos de vista para su solución” y así “resulta que sus conceptos y proposiciones tienen que estar ligados de modo especial con el problema”42. Por el contrario, según el autor, los intentos de sistematización deductiva de la Ciencia del Derecho pretenden la desconexión de la tópica del ámbito jurídico y se dirigen contra ella. Pretenden una cientifización de la Ciencia jurídica y “sustituir la tópica por el sistema”43. No cabe desconocer las importantes aportaciones de Viehweg a la Ciencia jurídica, y especialmente al razonamiento jurídico-práctico que es objeto de nuestro interés. Desde luego, una de ellas es la inadecuación de aplicar métodos lógico-deductivos o axiomáticos para la construcción y explicación de la Ciencia jurídica. Otra sería articular el centro de Ibidem, pág. 45. VALLET DE GOYTISOLO, J., Metodología jurídica, cit., págs. 155-157. 39 VIEHWEG, T., Tópica y Jurisprudencia, cit.,; VIEHWEG. T., Tópica y filosofía del Derecho, trad. J. M. Seña, Gedisa, Barcelona, 1991, donde se reúnen los artículos posteriores del autor sobre la materia. 40 VIEHWEG, T., Tópica y jurisprudencia, cit., pág. 24. 41 Ibidem, pág. 24. 42 Ibidem, pág. 146. En la pág. 142 establece como presupuestos esenciales de la tópica los tres siguientes: “1. La estructura total de la jurisprudencia solamente se puede determinar desde el problema. 2. Las partes integrantes de la jurisprudencia, sus conceptos y sus proposiciones, tienen que quedar ligadas de un modo específico con el problema y sólo pueden ser comprendidas desde él. 3. Los conceptos y las proposiciones de la jurisprudencia sólo pueden ser utilizados en una implicación que conserve su vinculación con el problema. Cualquiera otra es preciso evitarla”. 43 Ibidem, pág. 122. 37 38

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ésta en torno a la cuestión de la búsqueda de lo justo aquí y ahora44, esto es, la resolución del problema jurídico, categoría desde la cual debe determinarse la estructura total de la Ciencia del Derecho. También es destacable la idea de la presencia del razonamiento tópico en el Derecho, en cuanto Viehweg quiere expresar que existe una parte del razonamiento jurídico que se escapa a los patrones de la lógica deductiva. Sin embargo, no podemos compartir otras tesis del autor. Ciertamente, el razonamiento jurídico (y por extensión la Ciencia jurídica) no responde al método de la lógica formal en muchos de sus aspectos y eso le convierte en un razonamiento específico, pero Viehweg va demasiado lejos en negar el carácter sistemático del Derecho. De su obra se desprende que el autor equipara el carácter sistemático con la aplicación de esquemas lógicos al Derecho45, pero ello no es en modo alguno así. Que el Derecho no se construya deductivamente por el método axiomático es algo claro, como lo es que su misión fundamental es resolver los problemas jurídicos y que debe girar en torno a esta misión, pero el Derecho debe tener necesariamente un funcionamiento sistemático. Las partes integrantes del Derecho deben funcionar sistemáticamente conectadas entre sí y estas conexiones son establecidas por normas jurídicas que estructuran las relaciones de las demás normas. Este conjunto normativo que denominamos Ordenamiento jurídico es el que determina la solución del problema y no al revés, como sostiene Viehweg. Y esta es otra crítica fundamental que debemos efectuar a su teoría en relación con el razonamiento jurídico-práctico. Para este autor, la cuestión jurídica fundamental es la resolución del problema y en tal sentido concibe la tópica como una técnica resolutiva de dicho problema, para lo cual puede acudirse a la invención del tópico (el ars inveniendi ciceroniano) cuando la lógica falla46, concibiendo a la Ciencia del Derecho como una Ciencia “móvil”, en el sentido de que pueda adoptar distintas posiciones en su tarea de la búsqueda de lo justo, afirmando que la “primacía del problema influye sobre la técnica a adoptar”. Así –concluye Viehweg la obra que venimos comentando–, “a causa de lo inabarcable de su problemática, una jurisprudencia así concebida tiene un interés mucho mayor en una variedad asistemática de puntos de vista. No es enteramente exacto calificarlos como principios o reglas fundamentales. Se les tendría que llamar más exactamente reglas directivas o tópicos, según el criterio de nuestra investigación, puesto que no pertenecen al espíritu deductivo-sistemático, sino al tópico”47. Nuestro desacuerdo con tal afirmación es absoluto, porque de la afirmación de Viehweg se desprende que el jurista para resolver un problema jurídico determinado puede acudir a la invención de tópicos jurídicos o acudir a alguno de los existentes, cuando ello es sencillamente imposible –y ni siquiera deseable para la resolución del problema–, dado que el razonamiento jurídico resolutivo de la cuestión debe acudir inexcusablemente al Ordenamiento jurídico a buscar la norma o principio aplicable. Aún en los supuestos de casos difíciles donde se tenga que acudir a razonamientos usando principios o recursos analógicos (y nos aproximemos así al mundo tópico), el jurista no tiene la facultad de elegirlos y mucho Ibidem, págs. 135 y 141. Ibidem, págs. 124, 128, 132, 141, 156, pero también en muchos otros lugares de su obra se detecta esta insistematizabilidad del Derecho. 46 Ibidem, págs. 133, 150. 47 Ibidem, págs. 155-156. 44 45

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menos inventarlos para resolver el problema, incluso en el caso de que la solución a la que se llegue sea muy justa, valorativamente hablando. Parece, en definitiva, que Viehweg parte de la visión de un Ordenamiento jurídico arcaico o poco desarrollado, asistemático, incapaz de otorgar no sólo normas que solucionen los problemas jurídicos planteados, sino también de establecer un conjunto de normas que resuelvan cómo actuar en caso de falta de normas resolutivas directas. Ciertamente, para la resolución de un problema jurídico (y sobremanera en el ámbito forense) se aportan distintos puntos de vista y se debate sobre los mismos, pero el peso y la fundamentación de estos puntos de vista son, inequívocamente, normativos y no tópicos. Incluso la alegación de principios jurídicos requiere un anclaje definido en una norma jurídica o doctrina judicial consolidada. 2.

CUESTIONES FUNDAMENTALES DEL MÉTODO JURÍDICO-TÓPICO

No cabe duda que la pequeña obra de Viehweg abrió una enorme brecha en el campo de la metodología jurídica, pues la tópica jurídica fue abordada por multitud de autores, fundamentalmente alemanes. En este sentido, es importante destacar el profundo estudio que en nuestro país realizó García Amado sobre la materia, analizando los múltiples problemas que genera el método tópico aplicado al Derecho, tomando en cuenta no sólo las tesis de Viehweg, sino también los distintos derroteros que ha seguido posteriormente la tópica jurídica en la doctrina48. Obviamente, no podemos detenernos a realizar un examen riguroso de la tópica jurídica, pero sí a destacar los que consideramos aspectos más relevantes en relación con el objeto de nuestro trabajo. En este sentido, en nuestra opinión, la tópica jurídica plantea tres cuestiones fundamentales: la propia definición o concreción de en qué consiste el método tópico y frente a qué otra metodología jurídica se contrapone; qué son los tópicos jurídicos y si es posible su clasificación y enumeración; qué relación o qué encaje tienen los tópicos en el Ordenamiento jurídico, es decir, qué relación tienen con las normas jurídicas. La primera cuestión que plantea la tópica jurídica es la de averiguar en qué consiste exactamente, pues Viehweg no realizó una exposición lo suficientemente rigurosa y consistente del funcionamiento del método tópico, dejando señalados en distintos puntos de su obra algunos rasgos del mismo. La doctrina posterior que partió de la obra de Viehweg tampoco parece que contribuyó a perfilar la cuestión, pues, como señala García Amado en su obra, citando a un autor alemán (Lüderssen), “a pesar de la cantidad de trabajos que se le han dedicado, nadie sabe aún a ciencia cierta qué es exactamente la tópica jurídica”, recogiendo varias concepciones de la misma: “teoría de la praxis; doctrina de la argumentación, estilo argumentativo; orientación a la acción o decisión, pensamiento orientado al problema; la forma del pensamiento de la naturaleza de la cosa; manejo de opiniones frente a deducción a partir de axiomas; doctrina de los ‘lugares comunes’, es decir, experiencias y valoraciones que pretenden una amplia plausibilidad; ‘garantía de consenso’; instrumento de innovación”49. 48 49

GARCIA AMADO, J. A., Teorías de la tópica jurídica, Civitas, Madrid, 1988. Ibidem, pág. 85.

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Posiblemente, la misma concepción de la tópica aristotélica y la formulación genérica inicial de Viehweg de la tópica llevada al terreno del Derecho, unidas al desarrollo y formulación de las teorías de la argumentación jurídica como intentos de aplicación al ámbito jurídico de la teoría de la argumentación general, comenzadas por Perelman y desarrolladas posteriormente por varios autores, entre los que descuellan Alexy o MacCormick, son los elementos que explican que la tópica jurídica se haya entremezclado en sus planteamientos con los de la nueva retórica perelmaniana y los de las teorías de la argumentación jurídica, y que, consecuentemente, nadie sepa exactamente en qué consiste la tópica jurídica. También, sin duda, es ese componente misterioso –junto a su planteamiento seductor, todo hay que decirlo– el que explica la vigencia de la tópica jurídica. En mi opinión, el motivo fundamental por el que la tópica jurídica se resiste a su conceptuación-delimitación no tiene nada de misterioso. Es más bien su misma carencia de precisión en su formulación viehwegiana la que lo explica. Efectivamente, cuando Viehweg definió la tópica jurídica como la técnica del pensamiento problemático, como un procedimiento de búsqueda o invención de premisas o, en fin, de aportar puntos de vista para la solución de la aporía fundamental (la determinación de lo justo en el problema concreto), estaba trazando los rasgos de un método jurídico. Este método jurídico gira en torno a un eje fundamental que es la resolución justa de un problema jurídico concreto, lo cual no es decir mucho, y además, esa ha sido siempre la finalidad del Derecho. La perspectiva original de la tópica consiste en un planteamiento asistemático del Derecho y la relativización de éste frente al problema. Para la tópica jurídica lo importante es resolver el problema jurídico concreto y el resto del Derecho debe utilizarse cuando ayude efectivamente a dicha resolución, ocupando la Ciencia jurídica un segundo plano, pudiéndose incluso crear nuevos tópicos o argumentos siempre que contribuyan a resolver el problema jurídico. En cuanto método o técnica de razonamiento jurídico, la tópica jurídica adolece de ser manifiestamente incompleta, por cuanto no se desarrolla con el grado suficiente de concreción para configurarse como un método de aplicación del Derecho. No podemos realizar un análisis en profundidad, pero sí diremos que el principal escollo que no resuelve la tópica es que la resolución de un problema jurídico no puede implicar en ningún caso que el jurista decida si aplica o no las normas jurídicas vigentes. Estas deben aplicarse con independencia de que se considere que contribuyan o no a la resolución del problema. En segundo lugar, y relacionado con esta cuestión, está la de que cuando el jurista decisor analiza si la norma jurídica a aplicar contribuye o no a la resolución (justa) del problema está efectuando una elección valorativa que no es admisible respecto de la aplicación de las normas jurídicas (no puede dejarse en sus manos decidir si aplica una norma o no). En tercer lugar, tampoco es admisible que el jurista decisor del problema pueda acudir a una masa informe y asistemática de tópicos (que incluye normas jurídicas –como si estas fueran un tópico más–, principios jurídicos, máximas, sentido común, etc.) para elegir el que mejor le convenga al caso, y que, incluso, pueda inventar nuevos tópicos que le ayuden a resolver el problema. Lo más grave de este conjunto de tópicos no es que se considere a las normas jurídicas como tal, sino su equiparación a otros tópicos sin establecerse relación jerárquica alguna entre ellos. Esta situación genera a su vez otros problemas, como son –sin querer agotarlos– los derivados de la existencia de contradicciones entre los mismos, o el hecho de que en un proceso, cada

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parte elegirá los más convenientes a sus pretensiones, y el juez hará lo mismo (ya que los tópicos invocados por las partes no le vinculan en absoluto). Como puede verse, esta aplicación del método tópico conlleva importantes vulneraciones de los principios de legalidad y seguridad jurídica, que imposibilitan su consideración como método jurídico de aplicación del Derecho, en nuestra opinión. Su utilización se ciñe más bien al ámbito de la técnica forense de la argumentación jurídica, donde las partes del proceso pueden usar los tópicos como estrategias de convicción o persuasión, junto al razonamiento normativo, el cual también pueden apoyar, pero nunca desplazar. La segunda cuestión en relación con la tópica jurídica es que son exactamente los tópicos jurídicos y si es posible establecer una lista o catálogo de ellos. Nuevamente, Viehweg no estableció una definición clara de los mismos, y mucho menos un catálogo o relación de tópicos, limitándose a enunciar alguno de ellos a modo de ejemplo (así, el interés, protección de la confianza, etc.). Acudiendo a su obra, los tópicos jurídicos aparecen referidos en diversas ocasiones como puntos de vista (lo que también suele denominarse en tópica como lugares jurídicos), y quizá la mayor explicación sobre este punto que abordamos la aporta cuando distingue la tópica de primer grado y la de segundo grado. Así, señala que “cuando se choca, dondequiera que sea, con un problema, se puede proceder de un modo simple tomando por vía de ensayo, en arbitraria selección, una serie de puntos de vista más o menos ocasionales y buscando de este modo unas premisas que sean objetivamente adecuadas y fecundas y que nos puedan llevar a unas consecuencias que nos iluminen. La observación enseña que en la vida diaria casi siempre se procede así. En estos casos, una investigación ulterior más precisa hace que la orientación conduzca a determinados puntos de vista directivos. Sin embargo, esto no se hace de una manera explícita. A un procedimiento semejante nosotros le llamamos, resumidamente, tópica de primer grado. Su inseguridad salta a la vista y hace explicable que se trate de buscar un auxilio, que se presenta a través de sencillos repertorios de puntos de vista ya preparados de antemano. De esta manera se producen catálogos de tópicos. A un procedimiento que se sirve de estos catálogos nosotros lo llamamos tópica de segundo grado”50. De este modo, Viehweg hace referencia a la doble posibilidad de acudir a tópicos ya existentes o bien a la invención de otros nuevos que contribuyan a la resolución del problema. Estos tópicos elegidos o creados actúan a modo de premisas (la tópica para el autor es un procedimiento de búsqueda y encuentro de premisas), con las que posteriormente trabajará la lógica, siendo así la tópica una “meditación prelógica”51. En cuanto a la construcción de un catálogo de tópicos jurídicos, quizá el intento más loable fue el realizado por Struck en su obra Topische Jurisprudenz, en el cual estableció un total de sesenta y cuatro tópicos, sin pretensión de exhaustividad. Dentro de dichos tópicos se recogen multitud de aforismos clásicos expresados en latín (como, por ejemplo, Lex posterior derogat legi priori, de minimis non curat praetor, in dubio pro reo, nemo plus iuris transferre potest quam ipso haberet, venire contra factum proprium), principios del Derecho (así protección de la confianza, responsabilidad por culpa, prohibición del enriquecimiento sin causa, autonomía de la voluntad etc.), puntos de vista jurídicos a la hora de abordar una 50 51

VIEHWEG, T., Tópica y jurisprudencia, cit., págs. 57-58. Ibidem, pág. 63.

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cuestión jurídica (compensación, igualdad, interés, protección social, interés económico, seguridad jurídica, etc.), o los que Struck denomina standards (numerados como tópico 36), que se refieren a los estándares de conducta de determinados sujetos (el ordenado comerciante, el redactor responsable, el buen funcionario, etc.)52. Respecto a la tercera cuestión que planteamos, es decir, qué relación o qué encaje tienen los tópicos en el Ordenamiento jurídico nos ocupamos en el epígrafe siguiente, pues remite a la relación de la tópica jurídica con nuestra tesis del razonamiento jurídico normativo. 3.

LA TÓPICA JURÍDICA Y EL RAZONAMIENTO JURÍDICO NORMATIVO

En línea con lo expuesto, nuestra teoría sobre el razonamiento jurídico-práctico como razonamiento normativo y sistemático no puede estar más alejada del razonamiento tópico. El método tópico contribuye a convertir la discusión jurídica en un debate donde se admita la presencia de puntos de vista que no se deduzcan o se extraigan de las normas jurídicas, y en tal sentido nos parece inadmisible. Que en el Derecho se utilizan argumentos plausibles o probables, que no responden a criterios de verdad lógicamente demostrables es indiscutible, pero estos argumentos han de ser normativos. La búsqueda de lo justo aquí y ahora (la aporía fundamental, según la tópica) y la resolución del problema hacen moverse a todo el Ordenamiento jurídico para encontrar la solución, pero los mecanismos que suministra el Ordenamiento constituyen el límite para encontrar dicha solución. No existe terreno para la invención porque no es admisible para justificar la decisión normativa. En los casos en los que no exista norma directa aplicable al caso y haya que acudirse al campo de los principios jurídicos, estos no pueden ser confundidos con la noción de tópicos. Los principios jurídicos aparecen formulados frecuentemente en normas, y respecto de los no formulados, su construcción se realiza sobre la base de normas existentes y aplicando razonamientos basados en estas propias normas. Incluso la supervivencia de estos principios está ligada a que las normas que los sustentan no sean derogadas o no surjan otras normas que los contradigan. No existe aquí ningún tipo de invención retórica de reglas o principios, sino de razonamientos jurídicos fundamentados en normas jurídicas. El método tópico propugna la resolución del problema acudiendo a una serie de tópicos, bien recogidos en un repertorio o catálogo o, incluso, acudiendo a la invención de un nuevo tópico que se acomode al caso a resolver. En el catálogo de tópicos jurídicos realizado por Struck pudimos observar la inclusión en el mismo de principios generales del Derecho, adagios, máximas, reglas jurídicas generales, o lugares jurídicos (puntos de vista jurídicos). Esta heterogénea enumeración muestra claramente la vaguedad de la propia noción de tópico jurídico, pues engloba auténticas normas jurídicas generales y principios jurídicos que por su carácter normativo deben ser aplicados al caso concreto, y, por otro lado, engloba puntos de vista o reglas generales del Derecho sin un engarce o justificación normativa que impiden su aplicación efectiva para la resolución de un caso, además de que, en muchos casos, se contradicen entre sí. En cierta forma, los tópicos jurídicos son como los refranes, los hay para justificar cualquier situación o comportamiento. Se trata de reglas que se han 52

Cfr. STRUCK, G., Topische Jurisprudenz, Athenaüm Verlag, 1971, Frankfurt, págs. 20-34.

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ido acumulando históricamente y su enunciado general invita a que puedan invocarse para la resolución de un problema jurídico. Sin embargo, la solución jurídica de un problema debe hacerse desde los instrumentos que proporciona el Derecho vigente, y en tal sentido, a falta de normas jurídicas específicas, los principios generales del Derecho son los auténticos y únicos tópicos jurídicos admisibles que pueden justificar una decisión jurídica del caso. En este sentido, la resolución justa de un problema concreto, cuestión fundamental y central para la tópica, solamente puede ser efectuada con las herramientas que proporciona el Ordenamiento jurídico y no con un repertorio de tópicos, y ello es así porque el logro de la justicia pone en funcionamiento dos grandes principios del Ordenamiento como son el de legalidad y el de seguridad jurídica, que tienden a expulsar cualquier tópico del ámbito jurídico que no se apoye en una norma o principio jurídico que se derive de dicho Ordenamiento. El principio de legalidad supone que el problema concreto a resolver debe solucionarse con las normas jurídicas vigentes, o bien con los principios y directrices jurídicas que establece el Ordenamiento cuando el problema es complejo o no presenta una norma directamente aplicable. El razonamiento jurídico-práctico con principios jurídicos generales siempre encuentra una solución que puede justificarse normativamente ante cualquier situación compleja, y tales principios son los únicos puntos de vista permitidos en el establecimiento de las premisas normativas del caso. Incluso tales premisas actúan e influyen en la determinación de las premisas empíricas del caso. El uso de tópicos para establecer dichas premisas lleva a un planteamiento erróneo desde el inicio, pues lleva a una fijación inadecuada de las premisas fácticas (que carecen de norma que indique cómo ha de establecerse el supuesto de hecho), pero sobre todo, supone el desplazamiento de la norma aplicable (si el tópico supusiera la aplicación de una norma, no estaríamos hablando de un tópico) por la consideración como premisa normativa de un tópico, que formaría parte de la cadena deductiva posterior y de justificación de la decisión jurídica del problema. El método tópico se olvida de que el jurista que razona jurídicamente no puede decidir la inaplicación de la norma jurídica aplicable al caso, y si, por hipótesis, está le pareciese injusta (laguna axiológica), su inaplicación deberá justificarla acudiendo a razones igualmente normativas. Lo mismo cabe decir de los supuestos de lagunas normativas, en los que el caso debe resolverse acudiendo a los mecanismos de búsqueda normativa que proporciona el Ordenamiento jurídico (analogía legis o iuris). Los tópicos jurídicos admisibles son los derivados de los principios generales del Derecho, porque cualesquiera otros puntos de vista vulneran el principio de legalidad. El método tópico supone también una grave quiebra del principio de seguridad jurídica, pues no contribuye al logro de la previsibilidad del Derecho. En este sentido, la regla tópica de acudir a repertorios de tópicos existentes o poder inventar un tópico ante un problema jurídico concreto a resolver es, sin duda, la afirmación más contraria que puede hacerse respecto de la seguridad que pretende el Derecho, que no es otra que pretender que todas las personas puedan saber o prever en sus conductas cuál será la respuesta del Ordenamiento jurídico en su caso. Si un Ordenamiento jurídico con pretensión de sistematicidad tiene dificultades para lograrlo en muchos supuestos, la perspectiva tópica de solución a la carta de cada problema jurídico supone el arrumbamiento definitivo del principio de seguridad jurídica.

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La gran aportación del método tópico al mundo jurídico (y al razonamiento jurídicopráctico que analizamos, en particular) ha sido la de considerar el problema jurídico concreto a resolver como cuestión central de la metodología jurídica y la de establecer las insuficiencias de la lógica deductiva de carácter axiomático para solucionar las cuestiones jurídicas, pero es un método que contiene importantes carencias e indefiniciones, así como evidentes choques contra principios básicos del Derecho, como se acaba de ver. Por ello, nuestra consideración del razonamiento jurídico-práctico como razonamiento normativo supone la eliminación de cualquier género de razonamiento tópico, a no ser, claro está, que el tópico que se pretenda utilizar esté amparado o recogido en una norma jurídica.

CAPÍTULO VII. RAZONAMIENTO Y ARGUMENTACIÓN JURÍDICA (1): LA RETÓRICA JURÍDICA DE PERELMAN

1.

LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA Y EL RAZONAMIENTO JURÍDICO NORMATIVO

Una de las pretensiones básicas que perseguimos en el presente trabajo es diferenciar las nociones de razonamiento jurídico y argumentación jurídica, siempre partiendo, claro está, del concepto objetivo que mantenemos del razonamiento jurídico (razonamiento jurídico normativo). Ciertamente, puede partirse de una perspectiva subjetiva del razonamiento jurídico, entendido éste como cualquier razonamiento que efectúe un jurista para justificar una posición o decisión (especialmente en el ámbito forense),en cuyo caso la argumentación jurídica y el razonamiento jurídico serían términos equivalentes, pero aquí entendemos el razonamiento jurídico en sentido estricto u objetivo, con pretensión de configurar un concepto técnico y diferenciado, distinto de la expresión argumentación jurídica, que suele emplearse en sentido amplio o subjetivo. Se trata en definitiva de objetivar la noción de argumentación jurídica. La expresión “argumentación jurídica” es, pues, en nuestra opinión, más amplia que la de “razonamiento jurídico”, y plantea, a su vez, el problema de la delimitación con la dialéctica y la retórica cuando éstas se emplean en el discurso jurídico. La cuestión de fondo se encuentra en que el razonamiento jurídico –tal y como nosotros lo entendemos– es aquel razonamiento que solamente emplea criterios normativos de solución de conflictos (normas, principios, sentencias, conceptos, instituciones), esto es, argumentos jurídicos de carácter objetivo o material, en tanto que la argumentación jurídica comprende cualquier criterio que se utilice en el debate jurídico para persuadir o convencer, esto es, argumentos generales de la comunicación o discusión, dialécticos o retóricos. En este sentido, resulta evidente que el razonamiento jurídico estricto es más utilizado por jueces o funcionarios públicos que pretenden una aplicación imparcial del Derecho, en tanto que la argumentación jurídica es más utilizada por juristas que persiguen una solución

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interesada o defendible en la aplicación del Derecho (abogados o políticos). Por ello, el razonamiento jurídico puede entenderse en sentido subjetivo o amplio, en el sentido de incluir cualquier razonamiento que utiliza un jurista para justificar o defender una solución, o en sentido estricto u objetivo, esto es, solamente aquel razonamiento que utiliza criterios jurídicos extraídos de las normas jurídicas aplicables. Esto nos indica que el razonamiento jurídico es la actividad mental del jurista en cuanto opera con criterios, directrices o reglas jurídicas, extraídos o elaborados a partir de las normas vigentes, no cualquier actividad de un operador jurídico. En tal sentido, la noción de razonamiento jurídico es un concepto objetivo, pues se delimita por la utilización de una serie concreta de criterios jurídicos. Nuestra finalidad es precisamente indicar cuáles son estos criterios y cuál es su modo de funcionamiento operacional. Esto nos lleva a eliminar de su ámbito argumentos o criterios que pertenecen a la argumentación general, por no ser jurídicos (como el de a fortiori, ad minus ad maius, etc). Cuando el razonamiento jurídico se utiliza para encontrar una solución justa a un caso concreto, lo denominamos razonamiento jurídico-práctico. Este razonamiento tiene unas herramientas jurídicas (las normas y sus derivados dogmáticos) y tiene también un “manual de instrucciones” para utilizar dichas herramientas (los criterios o reglas de aplicación de dichas normas). En este último punto, también conviene señalar que el análisis del funcionamiento (de la metodología) del razonamiento jurídico práctico no pretende ser un tratado de la técnica de la argumentación jurídica. En nuestra opinión, la técnica de la argumentación jurídica es un concepto más amplio aún que la denominada teoría de la argumentación jurídica, y se halla más emparentado con la estrategia a la hora de defender una posición para resolver una cuestión jurídica, pudiendo incluir cualquier argumento no estrictamente jurídico, sino también retórico, dialéctico, de sentido común, o, incluso, gestual o de dicción. El razonamiento jurídico sólo opera con argumentos jurídicos objetivos (normativos), esto es, que provienen de la aplicación de normas jurídicas a los casos concretos que se plantean. En cambio, el ámbito de la técnica de la argumentación jurídica se refiere a qué argumentos se utilizan y cómo usarlos en un debate jurídico (sea este real o imaginario), y especialmente en el debate forense, con ánimo persuasivo. Aquí, estamos en el puro ámbito subjetivo de la argumentación jurídica, es decir, cualquier argumento que se utiliza en una controversia jurídica para defender una postura e influir en el órgano decisor. En estos casos, el razonamiento jurídico-práctico (la argumentación jurídica en sentido objetivo) es sólo una posibilidad más de la técnica de la argumentación jurídica, junto a cualquier otra estrategia persuasiva que se decida utilizar. Sin embargo, hemos de señalar que el uso de técnicas de la argumentación general para el tratamiento de una discusión jurídica, que pueden servir para tratar de convencer o persuadir a un decisor jurídico, en modo alguno puede justificar la decisión jurídica final que se adopte, lo cual ha de hacerse con razonamientos normativos. En el estadio actual de desarrollo del Derecho en la sociedad occidental no es, sencillamente, admisible la fundamentación de una decisión jurídica con base en argumentos no normativos, por muy convincentes que éstos sean, pues la quiebra del principio de legalidad y de seguridad jurídica resultan patentes. El Ordenamiento podrá admitir en determinados casos que las partes puedan resolver sus

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diferencias acudiendo a los denominados arbitrajes de equidad o situaciones similares de resolución extrajudicial de conflictos, pero justamente es una norma jurídica la que permite (y regula) que tales resoluciones arbitrales (laudos) se produzcan con validez y tengan fuerza ejecutiva jurídica. Las técnicas de la argumentación jurídica engloban conocimientos de oratoria, de psicología y hasta de arte dramático, y, en sentido amplio, pueden considerarse argumentos jurídicos todas aquellas actitudes que tratan de persuadir o convencer al decisor jurídico de la toma de su decisión en un sentido determinado. Sin embargo, es precisamente esta noción amplísima de la argumentación jurídica la que evidencia la necesidad de delimitar y distinguir aquella parte de la argumentación que justifica y fundamenta la decisión jurídica, de aquella otra que engloba todas aquellas actividades que pretenden persuadir al decisor jurídico para que adopte una determinada decisión, pero que nunca pueden justificar la resolución del conflicto jurídico. 2.

LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA

A pesar de que la argumentación es una actividad consustancial en cualquier aplicación del Derecho, y por tanto, ha existido siempre, la denominada teoría de la argumentación jurídica surgió a mediados del siglo XX de la mano fundamentalmente de tres autores: Viehweg53, cuya teoría tópica ya hemos analizado, Perelman54 y Recasens55, los cuales se consideran los precursores de la misma. Aún con enfoques teóricos diferentes, su pretensión común era la de superar el método lógico-deductivo tradicional de la aplicación del Derecho. De este modo, la noción de argumentación jurídica surgía con la finalidad de indicar que el razonamiento jurídico no sólo operaba con argumentos lógicos, sino que era esencialmente un razonamiento tópico-problemático (Viehweg), persuasivo-retórico (Perelman) o lógicorazonable (Recasens). El siguiente paso de la teoría argumentativa lo dieron en los años setenta fundamentalmente otros dos autores: Alexy56 y MacCormick57, conformando con sus obras la denominada “teoría estándar de la argumentación jurídica”58, y manteniendo posiciones muy similares. En nuestro país, debe destacarse a Atienza59 como el máximo exponente en materia de argumentación jurídica.

VIEHWEG expuso su teoría en la obra Tópica y jurisprudencia (1963), según ya hemos visto. PERELMAN, junto a OLBRECHTS-TYTECA, trazó su teoría argumentativa inicialmente en 1958, en su obra La nueva retórica. Tratado de la argumentación, continuándola en trabajos posteriores, destacando su obra La lógica jurídica y la nueva retórica (1976) en lo que respecta al ámbito jurídico. 55 RECASENS SICHES estableció su teoría en su obra Nueva filosofía de la interpretación del Derecho (1956), la cual fue perfilando en sus obras posteriores. 56 La obra fundamental de ALEXY es su Teoría de la argumentación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica (1978). 57 MACCORMICK expuso su teoría en su obra Razonamiento jurídico y teoría jurídica (1978). 58 Cfr. ATIENZA, M., El Derecho como argumentación, Ariel, Barcelona, 2006, pág. 15. 59 Pudiendo destacarse entre sus numerosas obras sobre la materia, Las razones del Derecho. Teorías de argumentación jurídica (1991) y El Derecho como argumentación (2006). 53 54

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Las teorías de la argumentación jurídica han realizado, en nuestra opinión, importantes aportaciones a la comprensión del Derecho, y sin duda, la más relevante ha sido la de enfatizar su naturaleza esencialmente práctica y, consecuentemente, la vinculación inescindible de su conocimiento teórico a dicha práctica, ocupando así un lugar secundario respecto de ésta. En el Derecho no cabe un punto de vista teórico y uno práctico, más allá de su utilización puramente académica. Cualquier análisis medianamente serio del fenómeno jurídico no puede prescindir de su finalidad práctica como mecanismo de resolución de conflictos jurídicos (y por tanto, también, de prevención de los futuros que se puedan producir). De este modo, las normas jurídicas no pueden analizarse y explicarse con teorías puras del Derecho que prescindan de la realidad social que pretenden disciplinar, porque se justifican precisamente por su eficacia para resolver los conflictos reales. En tal sentido, la argumentación jurídica, aún con distintas ópticas, parte siempre del análisis del Derecho real que opera en la sociedad, de un Derecho dinámico o vivo. En esa misma línea, las teorías de la argumentación jurídica han remarcado la inadecuación de la lógica general para explicar los procesos del razonamiento jurídico, y también que la finalidad de éste es, ante todo, no formularse de un modo lógico estricto, sino con una racionalidad entendida de un modo más amplio que justifique una solución, que debe ser, ante todo, justa. Es así que, también, con la argumentación jurídica la noción de justicia (el elemento axiológico del Derecho por excelencia) adquiere su más pleno sentido, puesto que toda argumentación jurídica justificativa de una decisión se legitima precisamente por encontrar una solución que reúna unos criterios mínimos que la califiquen como justa. En definitiva, puede decirse que las teorías de la argumentación jurídica vienen a representar el intento más serio desde el ámbito teórico del Derecho de integrar la aplicación de éste en un nivel conceptual y de fundamentación de su propia existencia y razón de ser. La argumentación jurídica viene a propugnar el establecimiento de una auténtica teoría de la práctica, utilizando la expresión de Viehweg60, a la que ya nos hemos referido anteriormente. Como exponentes más representativos de las teorías de la argumentación jurídica, y por razones de extensión, nos detendremos a analizar las posiciones de Perelman y de Alexy (en el próximo capítulo). 3.

LA NUEVA RETÓRICA DE PERELMAN

Sin duda, la figura de Chaïm Perelman ha sido central en la configuración y desarrollo de la teoría de la argumentación jurídica, campo al que el autor ha dedicado muchas de sus obras, destacando La nueva retórica. Tratado de la argumentación (1958) escrita en colaboración con la profesora L. Olbrechts-Tyteca y referida a la argumentación general, y La lógica jurídica y la nueva retórica (1976), enfocada al ámbito jurídico, y que recoge su postura doctrinal al respecto. Quizá convenga referir también que Perelman comenzó su andadura intelectual con estudios dedicados a la lógica (Estudio sobre Frege, 1938) y a la Utiliza la expresión en su obra Tópica y jurisprudencia, cit., págs. 25 y 135, aunque no referida, lógicamente, a las teorías de la argumentación jurídica. 60

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justicia (De la Justicia, 1945), para posteriormente centrarse en el campo de la argumentación y, en lo que ahora nos interesa, en la defensa de la aplicación de la retórica aristotélica al razonamiento jurídico. Desarrollando la concepción clásica que estableció Aristóteles, Perelman señala que la Retórica tiene por objeto “el estudio de técnicas discursivas que tratan de provocar y de acrecentar la adhesión de los espíritus a tesis que se presentan para su asentimiento”61. Frente a la lógica formal, la Retórica trata de persuadir y no de llegar a una demostración convincente que parta de premisas verdaderas e indiscutibles (“las verdades son imparciales y el hecho de que se las reconozca o no, no cambia en nada su condición”62). La Retórica engloba todas las técnicas propias del debate, incluyendo los tópicos y la dialéctica, y se sirve del lenguaje para obtener la adhesión a una tesis. Esta adhesión puede ser, según Perelman, de intensidad variable cuando el debate versa sobre valores y no sobre verdades. A diferencia de las verdades (que son siempre compatibles entre sí), los valores pueden ser incompatibles entre sí, lo que determina la elección inevitable a favor de uno de ellos. En la Retórica, es central la noción de auditorio, a donde se dirigen y presentan las tesis cuya adhesión se pretende. El auditorio es un conjunto de inteligencias a las que nos dirigimos, y que puede ser desde nosotros mismos a una o varias personas, se trate de sabios o ignorantes en una materia determinada, hasta llegar al auditorio universal, que constituye una llamada general a la razón. De este modo, “un discurso sólo es eficaz si se adapta al auditorio al que se trata de persuadir o de convencer”63. Por otra parte, “el contacto entre dos inteligencias exige un lenguaje común que pueda ser comprendido por los oyentes y que les sea familiar”64. Para lograr la persuasión de un auditorio es necesario conocerlo, en el sentido de que deben conocerse las tesis que el auditorio admite de antemano y con qué intensidad, ya que estas tesis son las constituyen el punto de partida de la argumentación que se usa en el discurso. Perelman distingue entre los discursos sobre hechos reales y los discursos sobre valores. Así, indica, “lo que se opone a lo verdadero es únicamente lo falso y lo que es verdadero para algunos debe serlo para todos. No hay por qué elegir entre lo verdadero y lo falso. Sin embargo, lo que se opone a un valor no deja de ser un valor, aunque la importancia que se le conceda o la vinculación que se le testimonie no impidan eventualmente sacrificarle para salvaguardar otro valor. Por otra parte, nada garantiza que la jerarquía de valores de uno sea reconocida por otro. Más aún, nada garantiza que la misma persona en el curso de su existencia continúe siempre fiel a los mismos valores: el papel de la educación, la formación espiritual y la posibilidad de conversión suponen precisamente que las actitudes, las tomas de posición y las jerarquías de valores no son inmutables”65. De este modo, para el autor “mientras los razonamientos demostrativos y las inferencias formales son correctos o incorrectos, los argumentos y las razones que se dan en favor o en contra de una tesis son 61 62 63 64 65

PERELMAN, CH., La lógica jurídica y la nueva retórica, cit., pág. 139. Ibidem, pág. 141. Ibidem, pág. 141. Ibidem, pág. 143. Ibidem, pág. 144.

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más o menos fuertes y hacen variar la intensidad de la adhesión del auditorio. Partiendo de lo que está admitido, todas las técnicas de argumentación tratan de reforzar o de debilitar la adhesión a otras tesis o de suscitar la adhesión a tesis nuevas, que pueden, por otra parte, resultar de la reinterpretación o adaptación de las tesis primitivas”66. Para Perelman “la argumentación no contempla exclusivamente la adhesión a una tesis porque sea verdadera. Podemos preferir una tesis a otra porque nos parezca más equitativa, más oportuna, más actual, más razonable o mejor adaptada a la situación. En algunos casos, en verdad excepcionales, se concederá preferencia a valores distintos de la verdad”67. En todo caso, señala, “toda argumentación debe partir de tesis a las que se adhieran aquellos a quienes queremos persuadir o convencer”68, y por ello, el orador debe conocer a su auditorio o, al menos, sus posiciones, opiniones o convicciones sobre el tema abordado, lo cual es más sencillo “si existe un cuerpo de conocimientos, un código, un programa político, un conjunto de hechos y de métodos, de valores y de normas, que los oyentes parecen obligados a admitir dada su especialidad, su función o su adscripción política o confesional”69. Si no existe lo que Perelman denomina cuerpo de doctrina preconstituido o cuando el orador se dirige a un público heterogéneo, aquél deberá fundarse en tesis derivadas del sentido común. En este sentido, afirma que “la idea de razón, sobre todo en sus aplicaciones prácticas, liga con lo que es razonable creer y tiene indiscutibles lazos con la idea de sentido común”70. Otra noción clave en la teoría de la argumentación perelmaniana es la de lugar común, que enlaza claramente con los planteamientos de la tópica. El lugar común es “un punto de vista, un valor que hay que tener en cuenta en toda discusión y cuya elaboración adecuada desembocará en una regla o en una máxima que el orador utilizará en su esfuerzo de persuasión. Los lugares comunes son, en relación con el pensamiento no especializado, lo que los lugares específicos son en relación con una disciplina particular” y “juegan en la argumentación un papel análogo al de los axiomas en un sistema formal”, pero difieren de éstos en que “la adhesión que se les concede no está fundada sobre su evidencia, sino, al contrario, sobre su ambigüedad y sobre la posibilidad de interpretarlos y de aplicarlos de maneras diferentes”71. Los hechos, los valores y los lugares comunes que se toman como tesis de partida por parte del orador “no constituyen nunca otra cosa que una opción efectuada en una masa de datos igualmente disponibles. Eligiendo esos hechos, valores o lugares con preferencia a otros y subrayando su importancia, merced a diversas técnicas de presentación, el orador busca otorgarles una presencia y los coloca en un primer plano de la conciencia de los oyentes”72. Para Perelman la noción de presencia es también central en la argumentación, ya que el empleo de distintas técnicas de presentación de los argumentos (a través de diversas figuras retóricas) va a suponer distintas orientaciones del pensamiento y de jerarquización de los distintos argumentos, acentuando algunos aspectos de las tesis expuestas al auditorio. 66 67 68 69 70 71 72

Ibidem, págs. 144-145. Ibidem, pág. 153. Ibidem, pág. 153. Ibidem, pág. 155. Ibidem, pág. 155. Ibidem, págs. 155-156. Ibidem, pág. 157.

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Sobre estas nociones, Perelman construye su teoría general de la argumentación, a la que denomina Nueva Retórica, la cual, “concebida en su sentido más amplio, parece el paso previo de cualquier exposición consagrada al razonamiento jurídico”73. En este punto, la cuestión planteada es la importancia o utilidad que presenta la nueva retórica como instrumento de la razón práctica en relación con dicho razonamiento (que en la terminología perelmaniana equivale a la lógica jurídica)74. Aplicando su teoría argumentativa general al Derecho, para Perelman “el razonamiento jurídico se manifiesta por antonomasia en el procedimiento judicial”75, concibiendo el razonamiento judicial como aquel que “se dirige a establecer y justificar la solución autorizada de una controversia, en la cual una serie de argumentaciones producidas en diversos sentidos y manejadas conforme a unos procedimientos impuestos, tratan de hacer valer, en situaciones variadas, un valor o un compromiso entre valores que puedan ser aceptados en un medio y en un momento dados”76. El razonamiento judicial, señala el autor, “más que cualquier otra argumentación, es lo que es específico de la lógica jurídica”77, y “puesto que todo litigio implica un desacuerdo, una controversia, el papel del juez consiste en hallar una solución que sea razonable y aceptable, es decir, ni subjetiva, ni arbitraria. El juicio, que es una decisión, y no una conclusión impersonal y necesaria hecha a partir de unas premisas indiscutidas, supone la intervención de una voluntad. ¿Cómo mostrar que ésta no ha sido arbitraria?”78. En la concepción de Perelman, “motivar es justificar la decisión tomada proporcionando una argumentación convincente e indicando lo bien fundado de las opciones que el juez efectúa. Esta justificación, específica del razonamiento judicial es lo que hay que examinar más de cerca. Al explicitar las razones del fallo, debe convencer a los litigantes de que la sentencia no es una toma de posición arbitraria”79. El autor hace referencia al proceso psicológico, que lleva al juez a tomar posición, señalando la presencia de móviles de orden social, moral y político, o incluso la simpatía por alguno de los litigantes, pero señala que la motivación de un juicio “no puede limitarse nunca a la explicitación de unos móviles, por generales que estos sean. Su papel es hacer la decisión aceptable por los juristas, y más especialmente por las instancias superiores que habrán de conocer de ella. (...) No basta que la decisión parezca equitativa, sino que es preciso además que sea conforme con el derecho en vigor y aceptable como tal por los que la examinan”80. En opinión del autor, las decisiones judiciales deben satisfacer a tres auditorios diferentes: los litigantes, los profesionales del derecho y la opinión pública, debiéndose buscar un consenso entre los mismos, lo que “da lugar a una dialéctica a la que el derecho está muy acostumbrado y que se manifiesta mediante justificaciones de todo tipo, de orden social, moral, económico, político y propiamente jurídico, que los partidarios de las tesis en debate

73 74 75 76 77 78 79 80

Ibidem, pág. 151. Cfr. ibidem, pág. 138. Ibidem, pág. 201. Ibidem, pág. 177. Ibidem, pág. 212. Ibidem, pág. 213. Ibidem, págs. 213-214. Ibidem, pág. 214.

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no dejarán de suministrar”81. La función del juez en el litigio es para Perelman una función valorativa de los argumentos esgrimidos por las partes y que llevan a soluciones contrapuestas, debiéndose alejar de posiciones puramente subjetivas “cuyo peligro se aminora mediante la instauración de la colegialidad, que sería inconcebible si la lógica jurídica fuera una lógica formal aplicada al derecho y se propusiera demostrar una conclusión a partir de premisas supuestamente verdaderas”82. A la vista de las posiciones de las partes, el juez debe adoptar la “decisión que le parezca a la vez más equitativa y más conforme con el derecho en vigor”83, por lo que para Perelman el juez ostenta un papel conciliador del Derecho con la equidad, si bien otorgará a la ley un puesto central para guiar su pensamiento, disponiendo según los casos de más o menos poder para flexibilizarla, extenderla o restringir su alcance para conciliar el respeto de los textos con la solución más equitativa o más razonable del caso concreto84. Para el autor “nada se opone a que el razonamiento judicial se presente, a fin de cuentas, bajo la forma de un silogismo, pero esta forma no garantiza en absoluto el valor de la conclusión. Si ésta es socialmente inaceptable, es que las premisas han sido aceptadas a la ligera”85. En este sentido, el autor insiste en que la lógica jurídica (y el debate judicial) se refieren a la elección de las premisas mejor motivadas y que susciten menos objeciones, contraponiendo expresamente la lógica formal con la jurídica, ya que “el papel de la lógica formal es hacer que la conclusión sea solidaria con las premisas, pero el de la lógica jurídica es mostrar la aceptabilidad de las premisas”86. En tal sentido, es destacable cómo este autor hace girar la aceptabilidad de las premisas en torno a su idoneidad para motivar la decisión del juez, dado que “cabe que la imposibilidad de motivar de manera satisfactoria la decisión que le hubiera gustado tomar en un primer momento obligue al juez a repensar los elementos del problema y a revisar el anterior juicio. La dialéctica así instaurada entre los motivos y el fallo, en la medida en que parecen difíciles de conciliar, conducirá a veces cuando los elementos sistemáticos ganan la partida, a revisar la solución primitiva para hacerla conforme con las exigencias del derecho, y otras veces, al contrario, resultará modificada la interpretación de las reglas y asistiremos a un cambio de jurisprudencia, con frecuencia anunciado por construcciones doctrinales previas. Hay casos en verdad excepcionales, en que el juez sólo puede mantener la decisión que le parece que se impone, recurriendo a una ficción en la calificación de los hechos o en la motivación del juicio”87. En conclusión, para Perelman “la lógica jurídica, especialmente la judicial, (...) se presenta, en conclusión, no como una lógica formal, sino como una argumentación, que depende de la manera en que los legisladores y los jueces conciben su misión y de la idea que se hacen del Derecho y de su funcionamiento en la sociedad”88.

81 82 83 84 85 86 87 88

Ibidem, pág. 228. Ibidem, pág. 229. Ibidem, pág. 230. Cfr. ibidem., págs. 230-231. Ibidem, pág. 232. Ibidem, pág. 232. Ibidem, pág. 232. Ibidem, pág. 233.

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4.

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LA RETÓRICA JURÍDICA Y EL RAZONAMIENTO NORMATIVO

Hasta aquí hemos tratado de resumir la teoría perelmaniana de la nueva retórica y la aplicación que de la misma realiza al razonamiento jurídico, al que el autor se refiere en la mayoría de las ocasiones como lógica jurídica, siendo términos equivalentes. Nuestra opinión respecto a su teoría ha de ser forzosamente crítica, como se adivinará, pues la aplicación de la Nueva Retórica al razonamiento jurídico nos parece insatisfactoria. Nadie duda que el esquema retórico es aplicable al debate judicial y que la oratoria forense tiene una gran importancia en la práctica del Derecho y en la búsqueda de una solución justa a los conflictos jurídicos planteados, pero los elementos persuasivos no forman parte del razonamiento jurídico. Es más, Perelman no concreta suficientemente y de forma sistemática cómo su teoría general de la argumentación se aplica al razonamiento jurídico, sino que hace continuas referencias puntuales de dicha teoría en su aplicación al debate forense, lo cual es distinto. Su teoría adolece de los mismos defectos que señalamos respecto de la tópica jurídica, y es evidente que cualquier formulación de una teoría alternativa de la aplicación del Derecho exige una exposición detallada que aborde las cuestiones esenciales de la misma, empezando por el tema crucial de cómo se articula el uso retórico de las normas jurídicas, cuya aplicación no queda, obviamente, a elección del jurista decisor en la resolución de un problema jurídico (en términos de lógica jurídica, las normas no son premisas elegibles). En el debate judicial las exposiciones de los abogados sí que puede afirmarse que se ajustan a la teoría de la Nueva Retórica perelmaniana, en cuanto utilizan no sólo razonamientos normativos (estrictamente jurídicos) sino también elementos persuasivos pertenecientes al ámbito general de la retórica, e incluso se utilizan técnicas argumentativas para exponer los razonamientos estrictamente normativos, pero no dejan de ser elementos secundarios respecto al razonamiento central de su exposición que es la aplicación del Derecho a la resolución de un caso, presentando una propuesta de resolución al juez decisor que se fundamenta en razones jurídicas, no retóricas. No se trata de elección de premisas o de elección de valores, pues generalmente en los casos concretos no existe duda de la norma que debe aplicarse; y si se produce un conflicto de normas, existe a su vez una norma que resuelve este conflicto. En todo caso, la elección de la norma aplicable tiene una justificación normativa, y no se elige por el jurista, ni arbitrariamente ni atendiendo a la adhesión persuasiva que pretenda del auditorio, en este caso, del juez que va a resolver. Respecto del juez, la cuestión es todavía más estricta. Con independencia de la persuasión o de los argumentos que de todo tipo emplee el abogado para convencerle de sus tesis, resulta evidente que aunque psicológicamente el juez se sienta movido a dictar una resolución concreta por motivos extrajurídicos (obviamente, es un ser humano, y como tal, influenciable), la decisión que adopta no es la que le parezca más equitativa o más justa sin más, sino que debe motivarla con una justificación normativa razonable y aceptable jurídicamente. Esto significa que debe utilizar argumentos jurídicos provenientes del Ordenamiento jurídico y emplearlos con racionalidad jurídica, lo que significa que debe atenerse a las reglas jurídicas que rigen la aplicación formal de las normas, y debe enlazar y concatenar lógicamente (con lógica jurídica, no con lógica estrictamente formal) dichos argumentos para llegar a una conclusión jurídica o decisión que se deduzca con arreglo a esa lógica. Evidentemente,

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la solución ha de ser justa, pero nuevamente este atributo se predicará normalmente de la mayoría de las soluciones a las que el proceso anterior da lugar. Es evidente que a muchos jueces –por razones ideológicas, morales, etc.– no les gustará la solución prevista por el Ordenamiento jurídico, y para ello disponen de mecanismos flexibilizadores que les permiten atenuar el rigor de las normas, pero tal circunstancia no les excusa de aplicar las normas jurídicas y resolver la cuestión realizando un razonamiento jurídico con las mismas. Lograr una aceptación social de la decisión es un objetivo deseable para el auditorio, pero no afecta a la validez de la decisión ni es motivo para su anulación por instancias judiciales superiores.

CAPÍTULO VIII. RAZONAMIENTO Y ARGUMENTACIÓN JURÍDICA (2): EL DISCURSO JURÍDICO COMO CASO ESPECIAL DEL DISCURSO PRÁCTICO GENERAL DE ALEXY

1.

LA TEORÍA ESTÁNDAR DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA

Sin duda, el exponente principal de la teoría estándar de la argumentación jurídica es Robert Alexy, que estableció la misma en la obra Teoría de la argumentación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica (1978), la cual ha ido perfilando en trabajos posteriores. Para Alexy la argumentación jurídica “se concibe a tal efecto como una actividad lingüística que tiene lugar en situaciones tan diferentes como, por ejemplo, el proceso y la discusión científico-jurídica. De lo que se trata en esta actividad lingüística es de la corrección de los enunciados normativos”. El autor denomina a esa actividad lingüística como “discurso”, y puesto que se trata de la corrección de enunciados normativos, la denomina “discurso práctico”. De este modo, afirma su tesis fundamental de que “el discurso jurídico es un caso especial del discurso práctico general”89. Alexy traza una teoría analítico-normativa del discurso jurídico, en el sentido de que pretende un análisis de la estructura lógica de los argumentos o fundamentaciones jurídicas, así como establecer criterios para la racionalidad del discurso jurídico. Partiendo de la tesis central de que el discurso o argumentación jurídica es un caso especial de la argumentación práctica general, Alexy señala que “lo que tienen en común los discursos jurídicos con el discurso práctico general consiste en que en ambas formas de discurso se trata de la corrección de enunciados normativos (...). En el discurso jurídico se trata de un caso especial, porque la argumentación jurídica tiene lugar bajo una serie de condiciones limitadoras. Entre éstas, se deben mencionar especialmente la sujeción a la ley, 89 ALEXY, R., Teoría de la argumentación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica, trad. M. Atienza e I. Espejo, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2ª ed., Madrid, 2008, pág. 34.

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la obligada consideración de los precedentes, su encuadre en la dogmática elaborada por la ciencia jurídica organizada institucionalmente, así como –lo que no concierne, sin embargo, al discurso científico-jurídico– las limitaciones a través de las reglas del ordenamiento procesal”90. Según Alexy, la tesis de que la argumentación jurídica es un caso especial de la argumentación práctica general puede significar tres cosas diferentes, formulando tres tesis explicativas: La primera de ellas la denomina la tesis de la secundariedad, según la cual “el proceso de fundamentación o reflexión tiene que realizarse según los criterios del discurso práctico general” y “la fundamentación jurídica sólo sirve para la legitimación secundaria del resultado obtenido de esta manera”. Así, según esta tesis “el discurso jurídico, en todos los casos en los que la solución no puede extraerse concluyentemente de la ley, no sería otra cosa que un discurso práctico general con una fachada jurídica” 91. A la segunda tesis la denomina tesis de la adición, según la cual “la argumentación jurídica llega hasta un determinado punto en el que ya no son posibles otros argumentos específicamente jurídicos” y “aquí tiene que entrar en juego la argumentación práctica general”92. La tercera tesis es la tesis de la integración, que es la que sostiene Alexy en su obra, y consiste en que “el uso de argumentos específicamente jurídicos debe unirse, en todos los niveles, con el de los argumentos prácticos generales”93. De este modo, para Alexy la argumentación jurídica utiliza en todos los niveles de fundamentación argumentos jurídicos junto con argumentos prácticos generales. De ahí que en su obra trace una teoría del discurso práctico racional general con carácter previo a su teoría de la argumentación jurídica. 2.

LAS REGLAS DEL DISCURSO PRÁCTICO GENERAL

Alexy establece una serie de reglas que rigen el discurso práctico racional y una serie de formas de argumento (si bien aclara que estas formas pueden formularse como reglas, es decir, “como reglas que exigen que en determinadas situaciones argumentativas hay que usar ciertas formas y sólo ciertas formas de argumentos”, por lo que “con frecuencia se habla únicamente de reglas”94), que conformarían un código de la razón práctica95. Estas reglas se desarrollan por Alexy en su obra y se recogen también resumidas en el Apéndice de la misma96, clasificándolas en reglas fundamentales, reglas de razón, reglas de carga de la argumentación, formas de argumentos, reglas de fundamentación y reglas de transición. Evidentemente, en un trabajo como éste no podemos detenernos en el análisis detallado de dichas reglas, las cuales el propio Alexy indica que presentan defectos en su contenido, 90 91 92 93 94 95 96

ALEXY, R., cit., págs. 35-36. Desarrolla su teoría especialmente en las págs. 205 y ss. Ibidem, págs. 38-39. Ibidem, pág. 39. Ibidem, pág. 39. Ibidem, pág. 184, nota 29. Cfr. ibidem, pág. 185. También pág. 36. Cfr. ibidem, págs. 184-201. Apéndice, págs. 283-285.

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son incompletas en su enumeración, el carácter superfluo de algunas de ellas y su insuficiente expresión formal97. Es más, señala que “el seguimiento de las reglas que se han indicado y la utilización de las formas de argumento que se han descrito aumentan ciertamente la probabilidad de lograr un acuerdo en las cuestiones prácticas, pero ni garantizan el que pueda obtenerse un acuerdo para cada cuestión, ni el que cualquier acuerdo alcanzado sea definitivo o irrevocable”98. Para el autor “los límites del discurso práctico general fundamentan la necesidad de reglas jurídicas. Con ello se produce el paso al discurso jurídico”99. Si uno atiende a dichas reglas puede extraerse que muchas de ellas tienen directa relación con las reglas lógicas generales, pero ello no es la cuestión importante. La cuestión relevante es si dichas reglas se cumplen en el razonamiento jurídico o discurso jurídico, según la terminología de Alexy. Tomemos algunos ejemplos100. La regla fundamental de que “ningún hablante puede contradecirse” no se cumple siempre en el discurso jurídico, pues en el transcurso de un debate jurídico surgen nuevos razonamientos que cambian el parecer inicial del jurista sin que pueda hablarse de contradicción. En cuanto al “todo hablante sólo puede afirmar aquello que él mismo cree” tampoco se da siempre en el discurso jurídico que parte de razonamientos con normas que no se basan en creencias subjetivas del operador jurídico. En el caso de la regla “distintos hablantes no pueden usar la misma expresión con distintos significados”, esto tampoco ocurre en el discurso jurídico pues precisamente muchos debates versan sobre el significado de un concepto o una expresión utilizada en una norma o en la descripción de los hechos relevantes del caso. En cuanto a las reglas de razón, ocurre también lo mismo en muchos supuestos. Así, “quien pueda hablar puede tomar parte en el discurso”, no se da en el debate jurídico (piénsese en el proceso, por ejemplo), donde todos los que pueden hablar no pueden tomar parte en el discurso. Tampoco es cierto lo que afirma la regla 2.2 de que todos pueden problematizar o introducir cualquier aserción en el discurso o que todos pueden expresar sus opiniones, deseos y necesidades. En este sentido, el debate jurídico se caracteriza por un progreso constante en el que se van limitando las cuestiones debatidas (eliminando problemas, pues) que no pueden ser reabiertas, y por otro lado, el debate jurídico elimina cualquier introducción de opiniones, deseos o necesidades que no se justifiquen desde un punto de vista normativo. En cuanto a las reglas de la carga de la argumentación, la regla de que “quien pretende tratar a una persona A de manera distinta que a una persona B está obligado a fundamentarlo” es una regla vacía, pues falta la referencia a que se trate de la misma conducta o situación, en cuyo caso ésta sería la regla del tratamiento igualitario que rige la propia idea de justicia. En cuanto a la regla “quien ataca una proposición o una norma que no es objeto de la discusión, debe dar una razón para ello”, ello no es posible en el debate jurídico, donde, por ejemplo, si un hecho no es controvertido no puede ser puesto en cuestión posteriormente. También la regla “quien ha aducido un argumento, sólo está obligado a dar más argumentos en caso de contraargumenCfr. ibidem, pág. 185. Ibidem, pág. 201. 99 Ibidem, pág. 202. 100 Las citas siguientes relativas a las reglas se contienen en las págs. 184-201 y en el Apéndice, págs. 283285 de la obra citada de Alexy. Optamos puntualmente por este sistema a fin de no sobrecargar en exceso el texto con continuas referencias numéricas. 97 98

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tos”, tampoco es evidente, pues aducir un argumento puede ser insuficiente para justificar una posición jurídica, debiéndose aportar otros, sin necesidad de contraargumentación. Referente a las formas de argumento del discurso práctico, señala Alexy que “quien apela a una regla en una fundamentación presupone al menos que se cumplen las condiciones de aplicación de esa regla. Estas condiciones de aplicación pueden ser las características de una persona, de una acción o de un objeto, la existencia de un determinado estado de cosas o el que suceda un determinado acontecimiento. Esto significa que quien aduce una regla como razón presupone como verdadero un enunciado (T) que describe tales características, estados de cosas o acontecimientos”. Sin embargo, el propio autor señala que si bien “la aplicación de una regla lleva en cada caso a un resultado”, “reglas distintas pueden llevar a resultados incompatibles entre sí en fundamentaciones de la misma forma o en fundamentaciones de formas diferentes. En estos casos hay que decidir qué fundamentación tiene prioridad”. Para ello se utilizan a su vez reglas de prioridad que solventen estos casos, y si hay conflictos entre reglas de prioridad hay que aplicar reglas de prioridad de segundo nivel. Respecto de las distintas formas de argumentos, Alexy concluye su análisis diciendo que dichas formas “son combinables y transitables a voluntad” y que “todas las reglas no pueden nunca ser justificadas, pues algunas deben siempre aceptadas para que sea posible la acción de justificación”. Alexy contempla también una serie de reglas de fundamentación, la mayoría de las cuales vienen a recoger un principio denominado de generalidad, y de las cuales puede destacarse la de que “quien afirma una proposición normativa que presupone una regla para la satisfacción de los intereses de otras personas, debe poder aceptar las consecuencias de dicha regla también para el caso hipotético de que él se encontrara en la situación de aquellas personas”, lo cual nuevamente es no indicar nada nuevo en el ámbito jurídico, si tenemos en cuenta el principio general de igualdad ante la ley. Finalmente, el autor establece una serie de reglas de transición, que pretenden resolver los problemas que surgen en los discursos prácticos que no pueden ser resueltos con los medios de argumentación práctica. Estos problemas pueden tratarse de cuestiones de hecho, de problemas lingüísticos o cuestiones que se refieren a la misma discusión práctica, y para su resolución Alexy establece reglas (más bien, una especie de permisos) que permiten al hablante en cualquier momento pasar a un discurso teórico-empírico, a un discurso de análisis del lenguaje o a un discurso de teoría del discurso, según el problema concreto de los expuestos que se plantee. En este sentido, el autor abre la puerta incluso a otros discursos diferentes de las reglas del discurso práctico, si éste no resuelva la cuestión, con lo que el campo de la argumentación práctica que defiende viene a ser ilimitado. Este cuadro de reglas nos parece inadecuado para el razonamiento jurídico que nosotros defendemos, el cual, en mi opinión, no es un caso especial del discurso práctico general, sino que es un razonamiento específico que tiene unas características propias y definidas que lo separan de cualquier otro tipo de razonamiento. Es evidente que, dado que el razonamiento jurídico utiliza el lenguaje ordinario (aunque parcialmente tecnificado) para expresar las normas o principios jurídicos (que revisten la forma de deber ser y contienen o expresan valores jurídicos) con los que opera, pueden surgir debates sobre cuestiones no jurídicas, pero éstas se resuelven con criterios o argumentos que sí son jurídicos, no con argumentos prácticos generales.

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3.

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LOS RASGOS FUNDAMENTALES DE LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA

En cuanto a la teoría de la argumentación jurídica de Alexy, éste, tras trazar la teoría del discurso práctico general, pasa a exponer en la tercera parte de su obra los rasgos de dicha teoría. Para el autor, en cualquier discusión jurídica, sea esta de del tipo que sea, se argumenta jurídicamente, y la primera cuestión que se plantea es “cómo se distingue la argumentación jurídica de la argumentación práctica general”, que señala como una de las cuestiones centrales del discurso general. En este sentido, señala que “la argumentación jurídica se caracteriza por la vinculatoriedad, como quiera que deba determinarse, al Derecho vigente”. Esta una de las principales diferencias entre ambos tipos de argumentación porque “en las disputas jurídicas no se someten todas las cuestiones a discusión. Dichas disputas tienen lugar bajo ciertas limitaciones”101. Estas limitaciones varían en función del tipo de discusión jurídica de que se trate (la más libre es la discusión de la ciencia jurídica; la más limitada es la discusión en un proceso judicial). Para Alexy el discurso jurídico es un caso especial del discurso práctico general por tres razones fundamentales: 1) Las discusiones jurídicas se refieren a cuestiones prácticas, es decir, a cuestiones sobre lo que hay que hacer u omitir, o sobre lo que puede ser hecho u omitido. 2) Estas cuestiones son discutidas desde el punto de vista de la pretensión de corrección. 3) Se trata de un caso especial, porque la discusión jurídica tiene lugar bajo condiciones de limitación establecidas por el Derecho vigente. Las dos primeras razones serían por las que Alexy entiende que el discurso jurídico es también un discurso práctico general, al ser compartidas por ambos, y la tercera sería la que determina su auténtico carácter especial. Sobre la primera razón, es evidente que el discurso jurídico opera con normas jurídicas (enunciados normativos) y en tal sentido siempre se puede considerar que trata con cuestiones de lo que se debe o puede hacer, pero dichos deberes o facultades se contienen en normas jurídicas (o principios jurídicos derivados de éstas), y el razonamiento (discurso) jurídico no opera mentalmente con dichas normas como si éstas fueran argumentos generales, sino que implican unas relaciones y procesos mentales específicos que no existen fuera del campo normativo. El propio Alexy se autoobjeta al señalar que muchas discusiones jurídicas versan sobre el establecimiento de hechos y no sobre enunciados normativos, pero, como se verá, en nuestra opinión, el establecimiento de los hechos en una disputa jurídica tiene mucho más de cuestión jurídica de lo que parece a primera vista. Sobre la segunda razón, Alexy señala que “la pretensión de corrección que se plantea en los discursos jurídicos se distingue claramente de la del discurso práctico general. No se pretende que el enunciado jurídico normativo afirmado, propuesto o dictado como sentencia sea sin más racional, sino sólo de que en el contexto de un Ordenamiento jurídico vigente

101

Ibidem, pág. 206.

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pueda ser racionalmente fundamentado”102, con lo que el propio autor distingue entre ambos tipos de discursos (después de señalar que ambos comparten una misma “pretensión de corrección”), pues mientras que en el discurso práctico general la pretensión de corrección (de que una afirmación es correcta o acertada) consiste en que pueda ser racionalmente fundamentada, en el discurso jurídico la pretensión de corrección es que debe fundamentarse jurídicamente con un argumento extraído del Ordenamiento jurídico. Por tanto, ciertamente ambos discursos tienen una pretensión de corrección, pero distinta, lo que separa, más bien que une, al discurso jurídico del práctico general. La tercera razón es la esencial para que Alexy considere que el discurso jurídico es un caso especial del discurso práctico general, y hace referencia a las limitaciones derivadas del Ordenamiento jurídico. En nuestra opinión, lo que el autor concibe como limitaciones nosotros lo entendemos como rasgo fundamental del discurso jurídico, pues el Ordenamiento jurídico proporciona al discurso jurídico todos los argumentos válidos para fundamentar una decisión jurídica, y no sólo eso, le proporciona también las reglas que debe seguir para utilizar esos argumentos. En suma, los rasgos que identifican al razonamiento jurídico como un razonamiento propio (no especial) y que lo apartan del razonamiento práctico general. 4.

LA JUSTIFICACIÓN DE LAS DECISIONES JURÍDICAS

Alexy mantiene que en los discursos jurídicos se trata de la justificación o fundamentación de un caso especial de proposiciones normativas, las decisiones jurídicas, distinguiendo entre la justificación interna y la justificación externa103. La justificación interna de la decisión hace referencia a si esta decisión se sigue lógicamente de las premisas que se aducen como fundamentación (lo que suele denominarse el “silogismo jurídico”), expresando Alexy varias reglas y formas de justificación interna (la estructura formal de la fundamentación jurídica104), entre las que destaca el principio de universalidad (el cual indica que sirve de base al principio de justicia formal, y que, siguiendo a Perelman, exige observar una regla que formula la obligación de tratar de la misma manera a todos los seres de una misma categoría). Alexy, como concreción del principio de universalidad, formula como reglas de la justificación interna que “para la fundamentación de una decisión jurídica debe aducirse por lo menos una norma universal” y que “la decisión jurídica debe seguirse lógicamente al menos de una norma universal, junto con otras proposiciones”105. Esta norma universal debe valer, según el autor, para fundamentar una norma del Derecho positivo, pero también para fundamentar los casos en los que no habiendo tal norma, sea preciso construirla. Sin embargo, tales reglas –como indica el propio Alexy – “no establecen cómo deba ser la norma universal y tampoco excluyen que la norma universal sea cambiada, por ejemplo, mediante la introducción de una cláusula de excepción. Sin embargo, esta cláusula de excepción tiene de nuevo que valer universalmente”106, con lo cual estamos 102 103 104 105 106

Ibidem, pág. 208. Cfr. ibidem, pág. 213. Cfr. ibidem, pág. 220. Ibidem, pág. 215. Ibidem, pág. 215.

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nuevamente ante la formulación que admite una excepción que permite dejar sin efecto la regla, por lo que no podemos entender su operatividad. Es más, Alexy señala más adelante que el punto decisivo de las reglas y formas de la estructura formal de la fundamentación jurídica (la justificación interna) es “el de la seguridad de la universabilidad”107, cuando ha quedado expuesta precisamente su inseguridad ante la posibilidad de ser cambiada por una cláusula de excepción. El propio Alexy indica que sus observaciones “pueden dar lugar a algunos malentendidos”108. Otro tanto puede decirse de las formas de justificación interna, en las cuales Alexy formula una forma simple en la que, no obstante, se admiten varios predicados “tan complejos como se quiera”, y más adelante señala que ese esquema de fundamentación es insuficiente en todos los casos complicados, citando a su vez varios grupos de estos casos (sin ánimo exhaustivo), como son los supuestos de normas que contienen diversas propiedades alternativas en el supuesto de hecho, normas cuya aplicación exige un complemento a través de normas jurídicas aclarativas, limitativas o extensivas, cuando son posibles diversas consecuencias jurídicas, o normas cuya formulación usan expresiones que admiten diversas interpretaciones109; es decir, prácticamente la mayoría de los casos que nos encontramos en la aplicación del Derecho. En definitiva, para Alexy con las reglas y formas de la justificación interna se asegura una cierta medida de racionalidad de las premisas, y el hecho de “aducir reglas universales facilita la consistencia de la decisión y contribuye, por ello, a la justicia y a la seguridad jurídica”110. La justificación externa hace referencia a la corrección de las premisas. Su objeto es “la fundamentación de las premisas usadas en la justificación interna”111. Alexy distingue tres tipos de premisas: 1) reglas de Derecho positivo, 2) enunciados empíricos, y 3) premisas que no son ni enunciados empíricos ni reglas de Derecho positivo, señalando que cada tipo de premisas tiene distintos métodos de fundamentación. Señala el autor que “la fundamentación de una regla en tanto regla de Derecho positivo consiste en mostrar su conformidad con los criterios de validez del Ordenamiento jurídico. En la fundamentación de premisas empíricas puede recurrirse a una escala completa de formas de proceder que va desde los métodos de las ciencias empíricas, pasando por las máximas de la presunción racional, hasta las reglas de la carga de la prueba en el proceso. Finalmente, para la fundamentación de las premisas que no son ni enunciados empíricos ni reglas de Derecho positivo sirve lo que puede designarse como argumentación jurídica”112. Alexy indica que existen múltiples relaciones entre estos tres procedimientos de fundamentación. El autor distingue seis grupos de reglas y formas de justificación externa de las premisas: 1) de interpretación, 2) de la argumentación dogmática, 3) del uso de precedentes, 4) de la argumentación práctica general, 5) de la argumentación empírica, y 6) formas especiales de argumentos jurídicos. 107 108 109 110 111 112

Ibidem, pág. 220. Ibidem, pág. 220. Cfr. ibidem, págs. 214-216. Ibidem, pág. 222. Ibidem, pág. 222. Ibidem, pág. 222.

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En cuanto a las reglas o cánones de interpretación, Alexy los reúne en seis grupos: la interpretación semántica, genética, histórica, comparativa, sistemática y teleológica113. En el argumento semántico se trata de la justificación, crítica o admisibilidad de una interpretación con referencia al uso del lenguaje natural o técnico, en particular el de la Jurisprudencia. El argumento genético se refiere a la voluntad del legislador y a los problemas relacionados con la determinación de esta voluntad. Alexy considera que la argumentación semántica y la genética “aparecen como casos especiales de la argumentación empírica”114. El argumento histórico hace referencia a los argumentos derivados de la historia del problema jurídico y presupone no sólo conocimiento histórico, sociológico y económico, sino que incluye también una premisa normativa, que debe fundamentarse. El argumento comparativo toma como referencia un estado de cosas que acontece en otra sociedad, e incluye no sólo numerosas premisas empíricas sino también al menos una premisa normativa. El argumento sistemático comprende, según el autor, “tanto la referencia a la situación de una norma en el texto legal, como la referencia a la relación lógica o teleológica de una norma con otras normas, fines y principios”115. El argumento teleológico presupone según Alexy un análisis detallado de los conceptos de fin y de medio, y distingue los argumentos incluidos en la argumentación genética (la voluntad del legislador, y que serían los argumentos teleológicosubjetivos), de los argumentos propiamente teleológicos que denomina, siguiendo a Larenz, teleológico-objetivos. Estos se caracterizan por ser argumentos referidos a fines racionales o prescritos objetivamente en el marco del Ordenamiento jurídico vigente, y “no son por ello fines que se determinen empíricamente, sino fines caracterizados normativamente”116. Alexy aborda varios problemas típicos que plantean a la Ciencia jurídica las reglas de interpretación expuestas, en los que no podemos detenernos ahora detalladamente por la naturaleza de este trabajo. Podemos, no obstante, resaltar dos puntos importantes en el tratamiento que efectúa de la cuestión. De un lado, los cánones de la interpretación se configuran lógicamente no como reglas sino como esquemas de argumentos, siguiendo la terminología perelmaniana, y “caracterizan a la estructura del ordenamiento jurídico”117. De otro, está la cuestión esencial de la jerarquía entre los mismos, dado que puede ocurrir que “argumentos de formas distintas puedan llevar, en el contexto de la discusión de un problema, a soluciones completamente distintas”, respecto de lo cual Alexy fija como regla de solución la de que “los argumentos que expresan una vinculación al tenor literal de la ley o a la voluntad del legislador histórico prevalecen sobre otros argumentos, a no ser que puedan aducirse motivos racionales que concedan prioridad a los otros argumentos”118. La crítica a este punto la realiza el mismo autor, que, a renglón seguido, señala que “esta regla deja abierta la cuestión de cuándo existen motivos racionales para asignar un menor peso a los argumentos que expresan una vinculación. Esto queda librado a los participantes en el discurso jurídico”, sin que ello signifique que “esta decisión sea arbitraria”119. Para solventar 113 114 115 116 117 118 119

Cfr. ibidem, págs. 226 y ss. Ibidem, pág. 230. Ibidem, pág. 231. Ibidem, pág. 232. Ibidem, pág. 235. Ibidem, pág. 239. Ibidem, pág. 239.

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esta cuestión Alexy formula una nueva regla: “la determinación del peso de argumentos de distintas formas debe tener lugar según reglas de ponderación”. Para el autor “tales reglas sólo pueden desarrollarse con referencia a determinados contextos de interpretación y determinados sectores del Derecho. Además, puesto que los contextos de interpretación y los sectores del Derecho cambian, nunca llega a tenerse una certeza definitiva”120. De este modo, puede verse que Alexy, si bien utilizando un rodeo argumental que le es característico, está admitiendo que los motivos racionales de asignación de peso a los cánones interpretativos no son simplemente racionales, sino que han de ser motivos de racionalidad jurídica, esto es, extraídos del Ordenamiento jurídico, que es el que lógicamente puede aportar una solución a la cuestión de la jerarquía de los cánones. En cuanto a la argumentación dogmática, esto es, a los argumentos que provienen de la Ciencia del Derecho elaborada por los juristas, Alexy entiende que la tarea de la dogmática jurídica es triple: análisis lógico de los conceptos jurídicos, la reconducción de este análisis a un sistema y la aplicación de los resultados del análisis en la fundamentación de las decisiones jurídicas121. En relación con la argumentación jurídica, el autor entiende que el uso de argumentos dogmáticos es necesario y racional, pero indica que “una de las tareas más importantes, pero también más difíciles, de una teoría del discurso jurídico es la de señalar tanto los límites como la legitimidad de la argumentación sistemático-conceptual”122. En nuestra opinión, una de las grandes aportaciones de Alexy a la argumentación jurídica es precisamente su teoría de la argumentación jurídica dogmática, que a nuestro parecer explica no sólo cómo emplear esos específicos argumentos, sino también lo que consideramos la esencia –y especificidad– del razonamiento jurídico, lo cual abordaremos más detalladamente en este trabajo. En relación con la argumentación dogmática, Alexy establece tres reglas fundamentales: 1) “todo enunciado dogmático, si es puesto en duda, debe ser fundamentado mediante el empleo, al menos, de un argumento práctico de tipo general”123; 2) “todo enunciado dogmático debe poder pasar una comprobación sistemática, tanto en sentido estricto como en sentido amplio”124; y 3) “si son posibles argumentos dogmáticos, deben ser usados”125. Respecto de estas reglas, resulta obvio que si la argumentación jurídica usa normas jurídicas y si las categorías dogmáticas se construyen científicamente sobre dichas normas, es forzoso concluir que cualquier enunciado dogmático debe incardinarse sistemáticamente en el Ordenamiento jurídico (la Ciencia jurídica tiene una pretensión sistemática) y que no sólo puede, sino que debe emplearse en el razonamiento jurídico, pues así lo exige la racionalidad jurídica. En cuanto a que los enunciados dogmáticos, si son puestos en duda, deben fundamentarse con un argumento práctico de carácter general, Alexy llega a esa conclusión porque los enunciados que se emplean para la refutación de enunciados dogmáticos no pueden “seguir siendo siempre enunciados dogmáticos”126. Para el autor la comprobación y fundamentación 120 121 122 123 124 125 126

Ibidem, pág. 239. Cfr. ibidem, pág. 243. Ibidem, pág. 244. Ibidem, pág. 254. Ibidem, pág. 254. Ibidem, pág. 261 Ibidem, pág. 251.

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de enunciados dogmáticos lleva a enunciados prácticos de carácter general por dicha razón, pero a continuación se refiere a que la comprobación de los enunciados dogmáticos se realiza sistemáticamente, y dicha comprobación es estrictamente jurídica en atención a las normas vigentes127. Por otro lado, hay cuestiones en las que el autor se contradice, pues entre las funciones que asigna a la dogmática (estabilización, progreso, descarga, técnica, control y heurística) se encuentra la de descarga que se refiere a la “posibilidad de poder adoptar en las fundamentaciones dogmáticas enunciados ya comprobados y aceptados al menos de manera provisional, [lo que] supone una descarga en la medida en que, sin una razón especial, no es necesaria una nueva comprobación. Se puede renunciar a discutir de nuevo en cada caso cada cuestión de valoración. Esta función de descarga no es sólo indispensable para el trabajo de los tribunales, que tiene lugar bajo la presión del tiempo; también es importante para la discusión científico-jurídica. También aquí –como en todos los lados– es imposible volver a discutirlo todo”128. Si esto es así, resultaría contradictorio afirmar que el discurso jurídico es un caso especial del discurso práctico general, pues las reglas de transición de éste nos permiten pasar en cualquier momento a un discurso teórico o a un análisis del lenguaje, lo que ocurre cuando se debate sobre categorías dogmáticas. Nuevamente, la conclusión no puede ser otra que son las normas jurídicas (la que Alexy denomina comprobación sistemática) las únicas que pueden utilizarse para justificar o contradecir un argumento dogmático empleado en la discusión. En cuanto al uso de precedentes, Alexy establece dos reglas generales para su uso argumentativo: 1) “cuando pueda citarse un precedente en favor o en contra de una decisión debe hacerse”, y 2) “quien quiera apartarse de un precedente, asume la carga de la argumentación”129. Para Alexy la argumentación jurídica a través de precedentes constituye uno de sus aspectos esenciales, y el fundamento de su uso, como bien señala, es “el principio de universabilidad, la exigencia que subyace a toda concepción de la justicia, en cuanto concepción formal, de tratar de igual manera a lo igual”130, contribuyendo también a la seguridad jurídica y a la protección de la confianza en la aplicación del Derecho131. El problema del uso del precedente es la cuestión de la igualdad o diferencia entre los dos casos, que, según el autor, se traslada a la determinación de la relevancia de las diferencias, y que Alexy resuelve con establecer la carga de la argumentación a quien quiera apartarse de un precedente aducido. En cuanto a la argumentación empírica, Alexy no la analiza en detalle, señalando que casi todas las formas de argumentación jurídica, como todas las formas de argumentación práctica general, incluyen enunciados empíricos, mencionando como tales los enunciados sobre hechos singulares, sobre acciones concretas, motivos de los actores, sucesos o estados de cosas, enunciados relativos a la ciencias naturales o sociales, pudiendo distinguirse además entre enunciados sobre acciones, sucesos o estados de cosas pasados, presentes o futuros. Se trata de la introducción del discurso empírico en el discurso jurídico, al cual, según el autor, se puede pasar en virtud de la regla de transición que estableció en el dis127 128 129 130 131

Cfr. sus razonamientos en Ibidem, págs. 251-252. Ibidem, pág. 257. Ibidem, pág. 265. Ibidem, pág. 262. Cfr. ibidem, pág. 264.

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curso práctico general (cualquier hablante puede en cualquier momento pasar a un discurso teórico-empírico), que rige en el discurso jurídico también. De esta manera, los problemas de conocimiento empírico en la argumentación jurídica sólo pueden resolverse mediante una cooperación interdisciplinar132. Bajo la argumentación empírica, se refiere Alexy a la cuestión de los hechos, configurando la argumentación sobre los mismos como una argumentación que no es propiamente jurídica sino relativa a la experiencia o al ámbito de conocimiento de las distintas ciencias. Sin embargo, en nuestra opinión, la cuestión de fijación de los hechos en el ámbito jurídico –esto es, en la aplicación de las normas– dista mucho de ser una mera discusión sobre lo ocurrido, sino que el jurista actúa sobre el ámbito fáctico de un modo específico, seleccionando los hechos relevantes al hilo de la norma jurídica que prevé aplicar, y actuando sólo sobre los hechos probados. Incluso la aplicación del Derecho prevé la actuación sobre hechos que pueden no haber acaecido (y por tanto no verdaderos), como puede ocurrir si los hechos no son controvertidos o se aplican las presunciones establecidas legalmente. En el proceso, se construye una suerte de verdad procesal que no coincide siempre con la real. En todos estos procesos argumentativos de fijación fáctica intervienen razonamientos jurídicos, no sólo empíricos, como veremos más adelante. En cuanto al uso de formas de argumentos jurídicos especiales, Alexy entiende por tales “las formas de argumentos que se usan especialmente en la metodología jurídica, como la analogía, el argumentum a contrario, el argumentum a fortiori y el argumentum ad absurdum”133. Dichas formas de argumentos “pueden expresarse como formas de inferencia lógicamente válidas”134, lo cual hace posible la comprensión de su forma lógica y aclara su contenido no lógico. La forma más discutida es la analogía, la cual se basa en el principio de universabilidad o el principio de igualdad, e implica una valoración, en cuya fundamentación son admisibles todos los argumentos posibles en el discurso jurídico135. Como último grupo hemos dejado las reglas y formas de justificación externa de las premisas provenientes de la argumentación práctica general, que analizamos en el epígrafe siguiente. 5.

LA NECESIDAD DE LA ARGUMENTACIÓN PRÁCTICA GENERAL EN EL DISCURSO JURÍDICO

En la última parte de su obra, Alexy aborda, a modo de conclusión y resumen, el núcleo de su tesis fundamental de que el discurso jurídico es un caso especial del discurso práctico general. En un apartado de su obra aborda la cuestión del papel que juegan los argumentos prácticos generales en el discurso jurídico, y sintetizando las referencias a los argumentos prácticos generales en los distintos grupos de argumentos en que clasifica las reglas de justificación externa, indica que la argumentación práctica general puede ser necesaria en cinco puntos: 1) en la fundamentación de las premisas normativas que se requieren para la saturación (es 132 133 134 135

Cfr. ibidem, pág. 224. Ibidem, pág. 266. Ibidem, pág. 267. Cfr. ibidem, pág. 269.

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decir, para completar) de las distintas formas de argumentos; 2) en la fundamentación de la elección entre distintas formas de argumentos que llevan a distintos resultados; 3) en la fundamentación y comprobación de enunciados dogmáticos; 4) en la fundamentación de los distinguishing y overruling (esto es, las técnicas de distinción o rechazo del precedente como argumento, respectivamente); y 5) directamente en la fundamentación de los enunciados a utilizar en la justificación interna. Sin embargo, a pesar de señalar que la argumentación práctica general puede ser necesaria en dichos casos, seguidamente Alexy afirma que en dichos casos “la utilización de argumentos prácticos de tipo general de ninguna manera es el único medio en estas cinco situaciones”, con lo cual parece contradecirse, pues si es así no sería, evidentemente, necesaria. Es más, indica que en lugar de argumentos prácticos de tipo general se pueden utilizar enunciados dogmáticos o enunciados de los precedentes136. Según el autor, “la posibilidad de introducir enunciados dogmáticos y de los precedentes en las cinco situaciones mencionadas puede, ciertamente, desplazar la argumentación práctica general, aunque sólo parcialmente; con frecuencia sólo de manera incompleta; y siempre de manera sólo provisional”137. Esto supone, como señala Alexy, que la argumentación práctica general sólo intervenga en último término cuando la argumentación jurídica no aporte enunciados dogmáticos o de los precedentes, o que éstos en su fundamentación última necesiten en último término argumentos prácticos de tipo general. De ahí que el autor concluya señalando que “la argumentación práctica general constituye por ello el fundamento de la argumentación jurídica”138. En nuestra opinión, Alexy está dando la vuelta al asunto, pues si algo se desprende de sus reflexiones es que los argumentos prácticos generales tienen una posición secundaria y subsidiaria respecto de los argumentos jurídicos. Desde luego, y siguiendo su exposición, la argumentación práctica general no es ni siquiera necesaria, pudiendo ser sustituida por argumentos jurídicos dogmáticos o de los precedentes. Son discutibles incluso los supuestos en los que indica que el discurso jurídico no dispone de argumentos propios y debe acudir a los de la argumentación general, pero aún admitiendo esta hipótesis, parece claro el lugar subsidiario de ésta última. Por este motivo, no podemos compartir su afirmación de que “la necesidad del discurso jurídico surge de la debilidad de las reglas y formas del discurso práctico general”139, o la de que “la argumentación jurídica sigue dependiendo normalmente de argumentos prácticos de tipo general”140,cuando nos parece que es al contrario. En defensa de su tesis central, Alexy señala que existe una “coincidencia estructural de las reglas y formas del discurso jurídico con las del discurso práctico general”141, aduciendo las siguientes razones:

136 137 138 139 140 141

Cfr. ibidem, pág. 271. Ibidem, pág. 272. Ibidem, pág. 272. Ibidem, pág. 273. Ibidem, pág. 274. Ibidem, pág. 275.

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1) El mismo principio de universabilidad constituye el fundamento tanto del discurso práctico general como del discurso jurídico (formulado en éste como principio de justicia formal de tratar igual a lo igual). 2) Tanto en el discurso práctico general como en el discurso jurídico, la argumentación empírica juega siempre un papel importante y, con frecuencia, el decisivo, ya que a menudo hay acuerdo sobre las premisas normativas, pero se discute sobre los hechos. Por ello tiene validez en ambas formas de discurso la regla argumentativa general que permite en todo momento el paso a un discurso teórico (empírico). 3) Algunos cánones de la interpretación usados en la argumentación jurídica son variantes de formas de argumentos prácticos de tipo general. 4) La ciencia jurídica dogmática puede entenderse como una institucionalización estable del discurso práctico bajo la condición de existencia de un Ordenamiento jurídico. 5) El fundamento del uso del precedente lo constituye el principio de universabilidad y de inercia (que exige que una decisión sólo puede ser cambiada si pueden aducirse razones suficientes para ello). Por ello, también los principios prácticos generales sirven como fundamento para dicho uso. 6) Las formas de argumentos jurídicos especiales en algunos casos también pueden contemplarse como supuestos de argumentos prácticos generales (el argumentum a contrario es un supuesto del general de no contradicción, la analogía lo es del principio de universalidad y el argumento ad absurdum del argumento consecuencialista). Junto a estas coincidencias, Alexy señala “la necesidad de argumentos prácticos generales en el marco del discurso jurídico”, pues “la argumentación jurídica depende normalmente de la argumentación práctica general y que, por ello, se puede hablar de que la argumentación práctica general constituye el fundamento de la argumentación jurídica”142. Curiosamente, el propio Alexy indica que dicho resultado “parece estar en contradicción con la tesis de que el discurso jurídico es necesario precisamente por las debilidades del discurso práctico general, y porque en los discursos jurídicos, especialmente en razón de su institucionalización como ciencia del derecho y de su vinculación a los precedentes, pueden lograrse resultados que no son posibles en el discurso práctico general”143. En nuestra opinión, y como ya hemos adelantado, el discurso o argumentación jurídica es un supuesto demasiado especial como para ser considerado un supuesto de la argumentación práctica general que tiene lugar bajo ciertas limitaciones (las derivadas del Ordenamiento jurídico e impuestas por las normas jurídicas). Ciertamente, el ámbito general del discurso práctico permite que se establezcan ciertas equivalencias o similitudes entre argumentos prácticos generales y argumentos jurídicos, pero el discurso jurídico presenta una configuración propia actuando en un marco formal y procedimental determinado que fijan las normas jurídicas, y con un instrumento complejo y específico que es el Ordenamiento jurídico, caracterizado 142 143

Ibidem, pág. 277. Ibidem, pág. 277.

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por una interrelación sistemática de normas jurídicas, principios y categorías dogmáticas, elaboradas y perfiladas en el tiempo (y en constante renovación) y que tienen pretensión de suministrar argumentos propios y autosuficientes para solucionar cualquier problema jurídico. Incluso, como ya hemos apuntado, el ámbito fáctico (los enunciados empíricos) tiene su propio y especial tratamiento en el ámbito de la argumentación jurídica, viéndose afectado por normas jurídicas y no sólo por consideraciones empíricas. Por otra parte, no puede olvidarse la finalidad específica de cualquier discurso jurídico, que es la de la obtención de una solución justa al problema planteado y la búsqueda de una solución justa no coincide con el principio de universabilidad del discurso práctico general. El tratamiento igualitario de situaciones semejantes es un criterio de justicia formal que forma parte del contenido del principio de justicia que preside el Ordenamiento jurídico (y que, como tal, no admite principio jurídico contradictorio, frente al resto de los principios que conforman la estructura del Ordenamiento jurídico), pero no es, ni mucho menos, el aspecto fundamental del principio de justicia, que es el de proporcionar la solución más justa a cada caso concreto que se plantee. Esta solución justa la debe obtener el jurista del Ordenamiento jurídico con los instrumentos y mecanismos jurídicos que éste le proporciona. El razonamiento jurídico, pues, obtiene sus argumentos de las normas jurídicas, incluso para determinar los hechos del caso. Es así que el principio de justicia y su obtención en cualquier actividad aplicativa o argumentativa del Derecho rige todo el despliegue de la argumentación jurídica desde el principio hasta el final, hasta el punto de que flexibiliza la aplicación rígida de las normas cuando éstas se aplican cuasiautomáticamente en los casos claros y dan lugar a resultados correctos pero injustos, y dirige el razonamiento (la obtención o elección entre argumentos jurídicos aplicables) cuando el caso a resolver es complejo y admite varias soluciones o argumentos jurídicos que aportan distintas soluciones. De este modo, nuestra posición se encuentra en antitesis de la alexyana, dado que la argumentación jurídica presenta las suficientes características especiales como para considerar que no se trata de un supuesto especial de la argumentación práctica general, sino que el discurso jurídico es un supuesto específico del razonamiento, hasta el punto de que puede hablarse de una específica racionalidad jurídica. Lo cual no es óbice para que en él aparezcan reglas lógicas o de la razón práctica. Su carácter específico le viene dado desde el propio nivel de fundamentación, que no es otro que el principio de justicia. La justicia no es sólo el principio superior de todo el Ordenamiento jurídico, sino que también es un valor que debe tener toda decisión jurídica concreta, por lo que convierte a todo el Derecho en un medio para conseguir tal fin. De este modo, en un movimiento circular, este principio justifica y legitima todo el Derecho, que cumple así eficazmente su función. En consecuencia con lo anterior, el logro de una decisión justa dirige toda la actividad del razonamiento jurídico, toda la actividad argumentativa que despliega el jurista. Por otra parte, la argumentación jurídica cuenta con unas herramientas específicas para obtener una decisión justa que son las normas jurídicas (y sus derivados dogmáticos, conceptuales o principiales). En atención al desarrollo histórico y científico del Derecho, hoy es más exacto indicar que el razonamiento jurídico no opera con normas, sino con una creación intelectual derivada de la razón humana aplicada al Derecho, que es la noción de Ordena-

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miento jurídico. El Derecho, en la realidad en que se manifiesta, no es ningún Ordenamiento sino un conjunto heterogéneo de normas que se ha ido produciendo a lo largo del tiempo. Ha sido la Ciencia jurídica la que ha ido elaborando categorías y conceptos jurídicos sentando las bases de un Derecho ideal, al que denominamos Ordenamiento jurídico, que se asienta en la pretensión sistemática del Derecho, identificando e individualizando cada sistema jurídico, eliminando sus incoherencias, estableciendo reglas para encontrar o elaborar una norma en los casos en que no se establezca una solución a un problema, creando y perfilando el lenguaje jurídico para dotarle de la mayor precisión posible y estableciendo criterios de flexibilización y de interpretación de las normas para ajustarlas de la mejor manera posible a cada caso concreto. De ahí que nuestro razonamiento jurídico actual no puede ser igual al de otros juristas del pasado, pues la estructura mental del jurista se configura con la cultura jurídica que le ha servido de aprendizaje. De este modo, la idea de Ordenamiento jurídico se construye para dotar al jurista de soluciones o de instrumentos que le permitan llegar a una nueva solución.

CAPÍTULO IX. RAZONAMIENTO Y PRÁCTICA FORENSE: EL ABOGADO ANTE LOS TRIBUNALES DE JUSTICIA

1.

LA BÚSQUEDA DE LA SOLUCIÓN DEFENDIBLE

Constituye una creencia bastante extendida que la perspectiva o finalidad del razonamiento jurídico cuando es usado por un abogado difiere de la del juez que va a resolver el caso. Efectivamente, el papel institucional de ambos es distinto y ello viene determinado por el principio fundamental de contradicción, consustancial a la naturaleza del proceso. Se trata de que el juez tenga distintos puntos de vista (contrarios) sobre el caso a resolver y que las partes en litigio le aporten el suyo particular que defienda los intereses de cada litigante. En tal sentido, son coadyuvantes de la Administración de Justicia, y ésta no puede impartirse adecuadamente sin oír a las partes. Ahora bien, la finalidad del razonamiento jurídico-practico es la misma cuando el abogado y el juez lo utilizan. Ciertamente, el abogado puede utilizar en el proceso argumentos de todo tipo y que exceden del ámbito del razonamiento jurídico-práctico, que es, según hemos visto, un razonamiento esencialmente dogmático o normativo. Sin embargo, el juez, en la motivación de su resolución, está mucho más limitado, debiendo exponer razonamientos normativos y sólo mencionar en apoyo de éstos algún razonamiento extranormativo, poniéndolo en conexión con los razonamientos normativos, que son los que, en último extremo, justifican la presencia de elementos no jurídicos en la decisión. Ello viene exigido por la propia función institucional del juez, que no defiende ningún interés particular, sino que aplica el Derecho para obtener una resolución justa. De vez en cuando puede verse en alguna sentencia este tipo de razonamientos extranormativos, los cuales, cuando carecen de relación con los argumentos normativos, deberían rechazarse de plano por constituir una extralimitación de la función de la resolución judicial y en todo caso por constituir una incorrección desde el punto de vista de la justificación normativa. Al juez, a diferencia del abogado, no le está permitido hacer literatura jurídica u otras actuaciones extra-judiciales (moralista, asesor jurídico de las partes, etc.) en sus actuaciones procesales, a pesar, como se afirma, que en la realidad diaria forense

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pueda verse de vez en cuando este tipo de actuaciones (por ejemplo, cuando el juez indica en su sentencia que el litigante tenía que haber pedido tal prueba y no lo hizo, o cuando hace referencias puramente especulativas acerca de la intención psicológica de las partes, etc.). Sin embargo, tanto el juez como el abogado, cuando usan el razonamiento jurídico en el proceso buscan una idéntica finalidad: la de encontrar una resolución justa del caso, y esto no parece entenderse a primera vista, porque rápidamente se objeta que el juez busca esa resolución justa, pero el abogado –se dice comúnmente– busca una resolución que convenga a los intereses de su cliente. Si se profundiza un poco más en la cuestión, nos podemos dar cuenta de que, de un lado, la resolución justa de un juez en un proceso va a ser siempre total o parcialmente coincidente con los intereses de alguna de las partes en litigio, con lo que la resolución del juez y la pretendida por alguno de los abogados de los litigantes van a coincidir. De otro lado, cada uno de los abogados de las partes en litigio presenta una demanda o contestación a la demanda defendiendo una pretensión justa razonada en Derecho, esto es, una especie de simulación o pretensión de sentencia (el abogado actúa como un juez alternativo, dado que el operador se pone en el lugar del juez). Presenta una solución del proceso que es defendible, pero justa. De no ser así, el juez desestimará sus pretensiones por no ser fundadas en Derecho. En este sentido, la defensa de los intereses de un cliente, si quiere ser consistente y con visos de éxito forense, debe argumentarse con razonamientos normativos. Los argumentos retóricos o de carácter práctico-general podrán reforzar los argumentos normativos, pero no pueden suplir o desplazar a éstos. Es más, la práctica procesal impone reglas prácticas específicas al razonamiento jurídico (como se verá más adelante). Me refiero a lo que denominamos en este trabajo teoría de la inmediatez normativa, que establece que la norma más inmediatamente aplicable a un caso es la que presenta mayor semejanza con el mismo, y que, evidentemente, será un precedente judicial, en el supuesto de que exista. Así, de poco servirán grandes argumentaciones jurídicas en contra cuando un caso anterior similar al caso objeto de litigio se ha resuelto anteriormente en el mismo sentido por otra sentencia o sentencias judiciales (especialmente de altas instancias judiciales). En el fondo de esta cuestión que estamos analizando, late el problema de la llamada tesis de la única resolución justa del litigio. En la resolución de un caso caben habitualmente varias resoluciones justas del mismo y la mejor prueba de ello son las distintas posiciones de las partes en el proceso. El pensamiento de la única resolución justa proviene con frecuencia de ámbitos externos al Derecho, en donde se cree que las leyes son una especie de libros que contemplan todos los problemas jurídicos y dan una solución para cada uno al estilo matemático. Incluso en el ámbito teórico del Derecho se parte –equívocamente, en mi opinión– de esta afirmación en muchas disquisiciones doctrinales. Lo cierto es que en la resolución de un caso concreto entran a jugar varios factores o cuestiones jurídicas respecto de las cuales la sentencia que se dicte constituye un equilibrio ponderado de todas ellas, en virtud del principio procesal de congruencia. En definitiva, que la solución perseguida por los abogados de las partes pretende ser una sentencia favorable a los intereses de su cliente, pero siempre se trata de una solución defendible en términos jurídicos y, por lo tanto, una de las posibles soluciones justas del caso, por muy interesada que resulte.

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La figura del abogado en relación con el razonamiento jurídico es, con frecuencia, puesta junto a los arquetipos del hombre malo de Holmes144 o del juez parcial (que no persigue el cumplimiento de la ley, sino el de hacer política o plasmar sus personales convicciones ideológicas en la sentencia). En este sentido, no cabe duda de que la obtención de un determinado resultado en un litigio es fundamental para un abogado, y ello le lleva a contemplar el razonamiento jurídico (esto es, el razonamiento con normas jurídicas) como un elemento más de los utilizables en el proceso, hasta el punto –como hemos visto– que se incluya dentro de la concepción amplia de argumentación jurídica, que engloba cualquier actividad que realice el abogado para convencer al juez en el proceso, incluyendo, en el extremo de la concepción técnica de la argumentación, hasta los gestos dramáticos o recitar unos versos de un poema (como he podido escuchar personalmente en una vista). Quizá la influencia televisiva de los procesos judiciales estadounidenses tenga algo que ver en esta concepción, pero lo cierto es que la práctica seria y rigurosa de la abogacía tiene muy poco que ver con esta situación, más cercana al mundo del espectáculo que al de la aplicación de la ley, que es, desde luego infrecuente, por fortuna, en nuestro país. La práctica cotidiana de los juzgados demuestra que los litigios son numerosos y que los señalamientos se producen habitualmente en grupos la mayoría de las ocasiones. El juez debe mostrar una gran dosis de atención y concentración ante la pluralidad de asuntos que puede escuchar en una mañana a través de un conjunto de alegaciones y pruebas, que muchas veces son complejas y contradictorias. La posición del abogado con una cierta experiencia ante esta situación es siempre la misma: brevedad y concisión. El juez en una vista busca ante todo clarificar la situación fáctica. Mientras no se aclare respecto de esta cuestión no podrá realizar adecuadamente la subsunción en la norma a aplicar. En este sentido, el lenguaje claro de las partes a la hora de fijar los hechos es determinante, y el razonamiento jurídico en estos casos cumple la tarea clave de exponer con claridad los hechos en los que fundamenta su pretensión u oposición y expresar las pruebas de las que ha deducido la acreditación de tales hechos. La subsunción normativa es, tras esto, una tarea usualmente más sencilla, pero si existe algún problema de selección normativa, también deberá argumentarse de forma rápida y directa. La acumulación de asuntos determina ineludiblemente en el juez una reacción tendente a la máxima concreción y claridad, y es esa clase de intervenciones letradas precisamente las que tienen un máximo efecto en él, incluso en aquéllos casos que, debido a las circunstancias concretas del caso, ya tenga preconcebida una solución provisional al asunto antes del inicio de la vista. De ahí que el abogado, si quiere ser eficaz en su intervención en el juicio y obtener un resultado favorable, debe regirse por la regla fundamental de facilitar en la mayor medida el trabajo del juez. Acudir a argumentos no normativos (como se defiende desde la retórica HOLMES, O. W., La senda del Derecho, trad. J. I. Solar Cayón, Marcial Pons, Madrid, 2012, pág. 58. En concreto, dice el autor: “si quieres conocer lo que es el Derecho, y nada más que el Derecho, debes mirarlo como lo haría un hombre malo, a quien sólo le importan las consecuencias materiales que tal conocimiento le permite predecir, y no como lo hace un hombre bueno, quien encuentra las razones para su conducta –se hallen o no en el Derecho– en las más vagas sanciones de su conciencia”. Sobre la figura del hombre malo holmesiano y su influencia en el realismo jurídico norteamericano, véanse las págs. 32-36 del Estudio preliminar de SOLAR CAYON, J. I., a la anterior obra citada. 144

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forense) no supone un efecto beneficioso si se tiene que convencer, como es usual, a un juez con poco tiempo y mucho trabajo. De ahí que el razonamiento forense del letrado debe asemejarse en la mayor medida posible al propio razonamiento del juez a la hora de dictar sentencia. El abogado, en definitiva, debe realizar en sus conclusiones o informes judiciales una propuesta de sentencia. Cuanto más jurídicamente razonados estén los argumentos de parte, es decir, cuanto más normativo sea el razonamiento jurídico del letrado, más posibilidades de éxito tendrá ante el juez, pues éste se guía precisamente por este tipo de razonamientos en todo caso, incluso en los supuestos en que, en su convicción interna, entendiera que la solución justa debiera ser otra, pues la fundamentación de la sentencia le exige expresar un razonamiento normativo en todo caso. 2.

EL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO Y LAS ESTRATEGIAS PROCESALES GANADORAS

Decíamos en el apartado anterior, que el abogado, a diferencia del juez, utiliza un elenco de argumentos que excede de los proporcionados por el razonamiento jurídico-práctico de carácter normativo o dogmático. Ello es así, porque el abogado no solamente presenta ante el juez una solución justa defendible en Derecho, sino que tiene que convencer o persuadir al juez de que esa es la resolución justa del caso y no otras posibles, que también pueden resultar justas. Pretende en definitiva ganar el litigio. En tal sentido, el abogado se enfrenta a un pleito con una visión amplísima del mismo (la más amplia de todos los sujetos intervinientes en el mismo), que engloba tres aspectos fundamentales: 1. El razonamiento jurídico-práctico, esto es, el uso de argumentos normativos o dogmáticos (la argumentación jurídica en sentido objetivo o estricto). 2. El uso de razonamientos retóricos, persuasivos o de convicción, de carácter general (la argumentación jurídica en sentido subjetivo o amplio). 3. El control de las circunstancias concretas que rodean al litigio, y que, condicionan el uso de la argumentación jurídica (objetiva y subjetiva). Estas circunstancias hacen referencia básicamente al conocimiento de circunstancias personales del juez, de las partes, sus abogados, peritos, testigos, etc. Estos tres aspectos del litigio son los que permiten trazar una estrategia procesal ganadora en cada proceso. La estrategia forense del abogado comienza con bastante anterioridad al comienzo del litigio, y en muchas ocasiones, las más variadas actuaciones extrajudiciales se realizan pensando o teniendo en cuenta un hipotético litigio, que finalmente puede no producirse. Lo cierto es que, con más frecuencia de lo que parece, los hechos de un litigio (el supuesto fáctico de la norma) se han construido o forzado su acaecimiento con anterioridad a la existencia de aquél, fruto del asesoramiento legal del jurista. Esta es una evidencia más de que la determinación de los hechos no es tan aséptica jurídicamente como se cree, pues son las normas jurídicas cuya futura aplicación se pretende las que dirigen la creación o diseño de la situación fáctica en cada caso. Así, por ejemplo, el envío de comunicaciones o

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requerimientos entre las partes en conflicto, o el intento de negociaciones u otras actuaciones realizadas fuera del marco judicial, persiguen en muchas ocasiones crear situaciones que van a ser determinantes en el proceso cuando se proceda a la invocación de una determinada norma en apoyo de las correspondientes pretensiones. En la planificación de la estrategia procesal ganadora, el abogado toma el razonamiento jurídico-práctico tan sólo como parte del plan. En este sentido, el razonamiento normativo del abogado se convierte en una previsión de la justificación normativa que el juez utilizará posiblemente para fundamentar su sentencia, convirtiéndose en un cálculo de posibilidades de éxito de las pretensiones de su cliente en los tribunales. A partir de esa previsión, el abogado decidirá si entabla el pleito o no, en el caso de ostentar la posición de demandante, o bien decidirá si se opone o no a las pretensiones esgrimidas de contrario, cuando ocupa la posición de demandado. Como muestra de esta perspectiva estratégica, hay que señalar que ocasionalmente el planteamiento de una demanda (aun en supuestos en los que las posibilidades de éxito sean escasas) persigue crear una situación de presión en el demandado y forzarle a llegar a un acuerdo que evite el litigio. El coste judicial de defensa de un proceso u otro tipo de costes que afectan a circunstancias como el prestigio personal o corporativo del litigante, consecuencias indirectas del litigio, etc., pueden llevar a la parte con muchas posibilidades de éxito de su pretensión a aceptar un acuerdo que evite el juicio. Pero el razonamiento normativo es sólo una parte de la estrategia. Junto al mismo, el aspecto retórico-persuasivo y el control de las circunstancias del litigio son aspectos cuya importancia está en proporcionalidad inversa con la claridad estrictamente jurídica del asunto. De este modo, cuando el caso en concreto resulta claro en su resolución por la existencia de una norma jurídica (o precedente judicial) cuya aplicación sea difícilmente discutible, el uso de argumentos retóricos o el control de las circunstancias del litigio van a servir de muy poco. En cambio, los casos dudosos abren el abanico de la puesta en escena de la argumentación general para el abogado, donde la retórica, las reglas del discurso práctico general, el sentido común, la oratoria, el dramatismo, los discursos emotivos, etc., y, en general, el uso de la técnica argumentativa extrajurídica que engloba todas estas aptitudes, pueden ser determinantes del resultado. Parece bastante plausible afirmar que el juez que puede adoptar diversos caminos de razonamiento normativo (pues en eso consiste esencialmente un caso dudoso), va a seguir el que le parezca más justo, y aquí la valoración de lo justo tiene mucho que ver con las circunstancias personales de los litigantes y de qué modo les va a afectar la aplicación de una u otra norma jurídica prevista para la resolución del caso (lo que constituye pura y específica lógica jurídica, donde las premisas se eligen para llegar a una decisión que ya se vislumbra de antemano, algo inexplicable desde la lógica formal). En este aspecto, la labor estratégica del abogado en dichos supuestos consiste en mostrar al juez con todas las armas de la argumentación retórica que la resolución justa del asunto implica elegir el camino normativo que sea más acorde con las pretensiones de su cliente. El uso de esta argumentación no normativa es también una cuestión estratégica, pues está condicionada por la figura del juez que va a resolver el asunto. En tanto que el razonamiento normativo es más objetivo, en el sentido de que resulta más técnico en su aplicación, en los casos en los que la retórica jurídica resulta más relevante en el concreto litigio a resolver,

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el conocimiento de la personalidad del juez es determinante para que el abogado adopte y diseñe estratégicamente una intervención persuasiva concreta. Y al igual que la personalidad del juez, el abogado debe controlar otras circunstancias específicas del litigio, que marcan la dirección a seguir desde el punto de vista retórico. En los siguientes epígrafes vamos a abordar estos aspectos claves de la práctica forense como son el discurso retórico y el control de las circunstancias del litigio, dado que el razonamiento normativo del abogado en nada difiere del razonamiento jurídico-práctico en general. 3.

DISCURSO NORMATIVO Y DISCURSO RETÓRICO DEL ABOGADO: LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA EN SENTIDO SUBJETIVO

La intervención del abogado en el proceso difiere esencialmente de la del juez en que aquél utiliza en su discurso forense una mezcla de discurso normativo y retórico (y utilizamos esta expresión en sentido amplio, englobando el uso de cualquier argumento no normativo), mientras que el juez motiva o justifica su decisión, y en general, fundamenta todas sus intervenciones en el proceso en normas o criterios jurídicos extraídos de las mismas. En tal sentido, la argumentación jurídica referida al abogado es la que hemos denominado argumentación subjetiva, frente a la objetiva o estrictamente normativa. Tal y como ya apuntamos en el epígrafe anterior, la relación entre el discurso normativo y el discurso retórico es inversamente proporcional: cuánta mayor claridad normativa presente el caso, menor relevancia tendrá el componente retórico de cara al convencimiento del juez (otra cuestión, no menor en el mundo de la abogacía, es el logro del convencimiento del propio cliente cuando está presente en la intervención de su abogado, donde la retórica también juega un importante papel). De hecho, el uso del discurso retórico forma parte de la estrategia procesal del abogado más perjudicado por la presumiblemente más probable aplicación de la norma en cuestión. En este punto, la argumentación retórica suele centrarse en torno a la argumentación equitativa, es decir, a intentar mostrar al juez las consecuencias injustas de la aplicación de la norma previsible al asunto en concreto. Ahora bien, estas consecuencias injustas deben ligarse de algún modo con normas o principios jurídicos, y aunque se trate de argumentos no estrictamente normativos, deben apelar a algún tipo de valor reconocido en el Ordenamiento jurídico si quieren tener algún viso de éxito en el convencimiento judicial. Referencias genéricas al principio de justicia son nefastas desde el punto de vista de estrategia procesal, pues lo que evidencian ante el juez es que el abogado que las invoca carece de recursos jurídicos para contraatacar la posición contraria, suponiendo, en definitiva, reconocer que dicha posición es sólida e inatacable normativamente. En ese momento, el juez, normalmente, acaba por tener clara la sentencia que va a dictar, si no la tenía antes. El ámbito de la argumentación retórica del abogado tiene su campo fundamental en la cualidad y conducta de las partes en el proceso, así como también, en menor medida, de cualesquiera otros intervinientes en el mismo (testigos, peritos), pero antes vamos a hacer referencia a los argumentos normativo-formales utilizados como razones obstativas del enjuiciamiento del fondo del asunto. Ante una posición procesal claramente beneficiada por razones normativas que determinan con bastantes probabilidades una resolución judicial favorable, la estrategia procesal del abo-

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gado contrario suele comenzar por contraatacar dicha posición con argumentos normativos de tipo formal, esto es, que impiden de uno u otro modo que el juez dicte sentencia sobre el fondo. Obviamente, no podemos detenernos en un análisis pormenorizado de todos estos tipos de defensas (caducidad, prescripción, cosa juzgada, litispendencia, etc.), pero sí indicar que todas ellas son de tipo formal y se derivan directamente del principio jurídico general de seguridad jurídica. Se invocan precisamente por la parte que se ve perjudicada por la resolución sobre el fondo del asunto, y aunque aparecen también en normas jurídicas sustantivas, es frecuente encontrar estos argumentos normativo-formales en las normas procesales. Piénsese por ejemplo en la clásica estrategia procesal en la que un abogado se encuentra en la posición de defender una situación indefendible en cuanto al fondo. Por ejemplo, su cliente ha causado un daño a una persona y ésta le demanda reclamando una indemnización por dichos daños. El demandante demuestra que el cliente es responsable, los daños sufridos, y que estos han sido a consecuencia de la actuación negligente del cliente demandado. Sin embargo, el demandante por descuido o por cualquier otra razón (el factor que podemos llamar de riesgo procesal, esto es, los riesgos de enfrentarse a esa especie de operación quirúrgica que es lo que viene a ser un juicio, donde se contemplan las “entrañas” de las relaciones sociales) no acredita ni aporta prueba alguna de la valoración de los daños que ha sufrido (ni siquiera las bases para su cálculo), y así lo hace constar el abogado del demandado en las conclusiones finales del juicio. En este momento, el demandante, por aplicación de las normas sobre la prueba, no puede aportar ya dicha cuantificación y su demanda debe ser forzosamente desestimada, aunque seguramente todos consideraremos que es injusta. La invocación de argumentos normativos de tipo formal como impeditivos de una resolución sobre el fondo del asunto (que sería evidentemente contraria al que invoca el contraargumento formal) supone el enfrentamiento entre la resolución justa del fondo del asunto y el principio de seguridad jurídica. A este respecto, existe un principio jurídico que nos dice que los formalismos (los que establecen las normas formales o procedimentales) no debe impedir que el problema de fondo sea resuelto de la forma más justa. Incluso este criterio tiene su expresa formulación en una norma jurídica como es el art. 11.3 LOPJ y se desprende, según tiene dicho el TC, del propio art. 24 CE. Sin embargo, la aplicación de este precepto citado hasta sus últimas consecuencias convertiría en inútiles las normas procesales u otras de tipo formal. Ciertamente, el principio antiformalista es un principio interpretativo de las normas jurídico-formales ante situaciones dudosas, pero en modo alguno implica un argumento normativo que determine la inaplicación de dichas normas formales o procesales. El ejercicio de los derechos ante los tribunales debe discurrir por el cauce formal establecido en las normas jurídicas, y no pueden considerarse injustas desde un punto de vista jurídico las decisiones judiciales que aprecien un argumento formal e impidan la resolución sobre el fondo de un asunto, por muy injustas que parezcan desde el punto de vista del sentido común, que, en este caso, no coincide con el sentido jurídico de las normas. Descartada la contraargumentación normativo-formal ante un caso claro normativamente hablando, la línea estratégica del abogado perjudicado por la norma es la puramente retórica, que hace referencia, como dijimos, a la cualidad y conducta de los intervinientes en el proceso, especialmente las partes demandante y demandada, que serán las afectadas por el contenido de la sentencia.

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En estos supuestos, el abogado perjudicado por los argumentos normativos (aunque nada le impide tampoco al abogado contrario utilizar estos argumentos retóricos para reforzar sus pretensiones normativamente ya claras), acude a valoraciones sobre la conducta y cualidad de las partes que no tienen anclaje alguno en el Ordenamiento jurídico, y donde se engloba todo tipo de reproche moral sobre su comportamiento para con el demandado o con otras personas, como ocurre, por ejemplo, cuando el demandante tiene razón en el asunto, pero el abogado contrario presenta en el juicio una sentencia donde se le condena por la comisión de un delito en otro asunto, y viniendo a alegar que no puede beneficiarse del Derecho, quien lo ha infringido (auténtico tópico jurídico que carece de sustento normativo expreso, pero que retóricamente tiene poder persuasivo). Otro tanto ocurre con las referencias a la posición económica o social de las partes, como por ejemplo la argumentación retórica dirigida a mostrar al juez la desigualdad económica que existe entre los litigantes. Así, cuando una de las partes es una compañía de seguros, una mutua patronal, una entidad financiera o una gran empresa y la otra un particular (todavía más, si es un niño, una persona mayor de edad, un minusválido, o un desempleado), es más sencillo convencer al juez para que condene a aquellos, pues el importe de la condena es, con frecuencia, económicamente insignificante para una gran entidad pero importante para un particular. Si el litigante poderoso está claramente beneficiado por la aplicación de la norma jurídica de que se trate, es evidente que el abogado del particular hará el máximo esfuerzo retórico en mostrar al juez la debilidad económica de su defendido para persuadirle en su favor. 4.

EL CONTROL DE LAS CIRCUNSTANCIAS DEL LITIGIO

Como último estadio en el diseño de una estrategia procesal ganadora está el control de las circunstancias que rodean al litigio. Estas circunstancias son muy variadas y difíciles de determinar, pero fundamentalmente hacen referencia al perfil psicológico o personal de las partes intervinientes en el litigio, empezando por el sujeto fundamental que es el juez. En la práctica forense, estas circunstancias no son secundarias del razonamiento jurídicopráctico y de los argumentos retóricos o dialécticos, sino que están por encima de éstos, en cuanto dirigen su utilización en el proceso. Cualquier abogado sabe que en atención a las circunstancias concretas de un litigio, puede convenir no hacer un determinado razonamiento jurídico o no acudir a determinados argumentos retóricos, porque perjudican el resultado del pleito a nuestro favor, de la misma forma que, en algunas ocasiones, no conviene presentar o realizar determinadas pruebas (documentos, testigos). Aun siendo variadas, vamos a referir algunas de estas circunstancias que consideramos más comunes en su acontecer en los distintos litigios, aunque su enumeración exhaustiva resultaría prácticamente imposible por su casuismo y por el dato de que en cada litigio se produce una combinación irrepetible entre las mismas. La primera de estas circunstancias es la que podríamos denominar del juez cansado. Todos los tratados de argumentación jurídica, se muevan en el ámbito de la teoría o en el ámbito técnico-práctico de la elaboración del discurso ante los tribunales, parten de la evidente consideración de que el juez es un ser racional, pero se olvidan que, también, el juez es un ser cansado.

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La acumulación de asuntos que un juez debe resolver –especialmente el juez de base, el de la instancia– implica que debe repartir su atención, capacidad y esfuerzo (su racionalidad, en definitiva) entre los distintos asuntos de su mesa. Como corresponde a la condición humana en este tipo de trabajos con alta responsabilidad, se tiende a coger una especie de “fobia” a los asuntos complicados y se tiene cuidado especial con los asuntos fáciles pero de mucho importe económico. Junto a ello, la alta litigiosidad creciente en las sociedades modernas, determinan que el juez sea un ser naturalmente cansado, y esta es la primera de las circunstancias que rodean al litigio que todo abogado que quiera ganar un litigio debe saber: la defensa de un asunto debe agotar al juez lo menos posible. Si el juez no presta la debida atención, los altos razonamientos jurídicos o las discusiones doctrinales no sirven, como tampoco sirven los discursos persuasivo-emotivos sin base jurídica. Lo que funciona en estos casos es el argumento breve y directo al núcleo del asunto. La brevedad se erige así en el camino directo a ganar el pleito, y con frecuencia los argumentos centrales en cualquier pleito se reducen a una sola cuestión fáctica y jurídica básicas. Estos argumentos centrales o concentrados evidencian la esencia del razonamiento jurídico: el razonamiento normativo o dogmático. Los hechos quedan sintetizados a los relevantes y específicamente a los contemplados en el supuesto de hecho de la norma para extraer la consecuencia jurídica interesada, y todo ello ha de emitirse con brevedad, según hemos dicho. Estos argumentos breves o concisos van a despertar el interés del juez por varias razones: 1) porque el juez tiene que quitarse el asunto de encima y decidir, y los argumentos breves y esenciales le sugieren con claridad cómo realizar la sentencia; esto es, le ahorran el trabajo de buscar claridad en las exposiciones farragosas de las partes en sus escritos de demanda o contestación (lo que es bastante frecuente en la práctica); y 2) porque los argumentos concisos tienen una apariencia de veracidad superior a los farragosos, ya que éstos últimos transmiten la sensación psicológica de que el que los expone trata de eludir la cuestión central, porque ésta le perjudica. La segunda circunstancia es la del juez inexperto. A veces ocurre que un Juez no sabe –o no capta con el grado exigido– cuál es el asunto que se somete a su consideración. Esto puede ser debido a distintas circunstancias: no se ha estudiado suficientemente el asunto (la acumulación excesiva de asuntos es un factor determinante de esta situación), o bien es un juez recién incorporado sin experiencia, o se trata de un juez sustituto que no controla este tipo de asuntos, o, en fin, es un juez recién llegado de otro Orden jurisdiccional, entre otras situaciones explicativas de su falta de conocimiento. En este aspecto, un buen abogado es también el que conoce y se percata de la ignorancia (entendida como falta de conocimiento de un asunto, pero también de la existencia de determinadas normas jurídicas “perdidas” en el Ordenamiento) del juez que tiene delante, como un buen juez detecta al instante a un abogado ignorante o inexperto en la materia que está defendiendo. En estos casos, esta circunstancia determina que el abogado cambie su estrategia procesal ganadora: desde el punto de vista del demandante, se trata en primer lugar no de defender el asunto y argumentar, sino, ante todo, de que el juez en primer lugar se entere de qué va el asunto, adoptando una actitud más explicativa que argumentativa. Mal se puede argumentar frente a un juez que no sabe cuál es el problema, y especialmente, si éste es complejo. Distinta

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es la perspectiva del abogado del demandado, el cual, ante un juez ignorante o inexperto, suele adoptar la estrategia de sembrar aún más confusión en el asunto y enredarlo para dificultar al máximo que el juez pueda obtener una comprensión clara del mismo, siempre que ello le conduzca, claro es, a la desestimación de la demanda. En estos casos, el abogado del demandante que pretenda el éxito de su demanda debe emplearse a fondo en un papel didáctico y explicar al juez el problema, antes de pasar a defender su pretensión. Ni que decir tiene que la sencillez es fundamental en estos asuntos, pero también ha de controlarse la corrección en la exposición didáctica, de modo que el juez no perciba que se le esté tachando de incompetente, lo cual podría tener efectos nefastos en la elección de las premisas que conduzcan a la decisión del asunto. Como tercera circunstancia del litigio, estaría la del juez político. Existen supuestos en los que el juez actúa movido por resortes psicológicos que no son los de aplicación aséptica o avalorativa del Derecho al caso concreto. Me refiero a aquellos casos en los que la demanda se dirige contra la Administración Pública en cualquiera de sus ámbitos de gestión (otorgamiento de prestaciones, subvenciones, indemnizaciones, etc.) solicitando su condena al pago de una cantidad de dinero o el reconocimiento de un derecho o la anulación de un acto que conlleven igualmente la contracción de obligaciones económicas con cargo al Presupuesto público. Se trata fundamentalmente de prácticamente todos los litigios seguidos ante el Orden contencioso-administrativo y los seguidos ante el Orden Social frente a las entidades administrativas integrantes de la Seguridad Social y otros Organismos públicos análogos. En estos casos, el juez no es sólo un juez y no se siente sólo como un juez, sino que, en parte, se siente como un órgano que administra y gestiona el Presupuesto público. De este modo, también, existe un móvil político evidente ya que el juez, al adoptar su decisión se siente influido por la situación concreta del momento respecto del gasto público. Por ejemplo, la situación coyuntural motivada por la crisis económica o el fuerte incremento del gasto en pensiones públicas, influirá en el juez a la hora de enjuiciar un caso concreto de demanda judicial solicitando la concesión de una pensión del Sistema de Seguridad Social. No afirmamos que sea así en todos los casos, pero es evidente que la intrínseca responsabilidad que conlleva la judicatura determina que el juez tenga en mente las consecuencias políticas (en el sentido de presupuestarias) de sus decisiones. Como cuarta circunstancia relevante a considerar en un litigio estaría la de la figura del juez social, que atiende a la capacidad económica de los litigantes, y se halla fuertemente influido por el principio de igualdad, en su acepción material (principio jurídico, por otra parte, de la máxima importancia por su directa conexión con el principio superior de justicia). En principio, la capacidad económica del litigante o su carácter de persona física o jurídica, su poder económico o actividad, etc. son circunstancias ajenas al Derecho. Con la salvedad de que la capacidad económica del litigante pueda ser tenida en cuenta en ocasiones para el acceso a la Justicia (tasas judiciales) o para la determinación de la cuantía de una multa penal, es evidente que el ejercicio de los derechos y su reconocimiento por los tribunales no se relacionan con la capacidad económica del sujeto que los impetra. Sin embargo, resulta obvio que al juez que resuelve un caso no le pasa desapercibido la capacidad económica de los litigantes (y, en general, la situación de poder de uno de litigantes frente al otro). En la mayoría de las ocasiones se acude a la Justicia ejercitando

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derechos cuya consecuencia jurídica es la condena al pago de una cantidad económica, bien sea consecuencia del ejercicio de un derecho de crédito que se deriva de un contrato o bien de un derecho a ser indemnizado por un incumplimiento contractual o derivado de la existencia de responsabilidad extracontractual, por citar los casos más usuales. En estos supuestos, el juez casi siempre realiza una valoración de la situación de equilibrio económico entre los litigantes, de tal modo que va a influir en su decisión –en mayor o menor medida– un criterio extrajurídico como es la situación económica de aquéllos. Así, si un particular demanda a un banco, compañía aseguradora, mutua patronal, gran empresa, u otro sujeto con poder económico, el juez social tenderá a realizar una interpretación de las normas a favor del particular. En estos casos, la decisión judicial aparece influida por móviles políticos o ideológicos, ya que estará presidida por el logro del principio de igualdad con un espíritu de redistribución de la renta. Además, el juez parte de que el reconocimiento del derecho del litigante particular (especialmente si es de pequeña cuantía) no va a suponer una merma importante para el litigante poderoso económicamente. En el caso de las compañías aseguradoras esto es todavía más evidente, puesto que junto a su poder económico se encuentra precisamente también el dato de que su actividad es la cubrir los siniestros que asegura y por tanto otorgar las indemnizaciones, con lo que en virtud de la matemática de los cálculos actuariales, la condena no va a suponer ningún perjuicio para dichas compañías. Junto a las circunstancias atinentes a la figura central del juez (que es, en definitiva, quién va a decidir y a quién va dirigido todo el discurso argumentativo, normativo o retórico), están también las circunstancias personales de los litigantes y de los terceros intervinientes (abogados, testigos o peritos). En estos casos, el control de las circunstancias del litigio hace referencia al conocimiento de múltiples factores influyentes desde el punto de vista psicológico en el juez y que se dirigen generalmente a la tacha moral o profesional de las partes intervinientes en el pleito cuyas intervenciones perjudican la propia posición o estrategia procesal. Así acontece cuando se pretende desacreditar la figura del abogado contrario por haber intervenido éste, por ejemplo, en la defensa de determinadas personas condenadas por delitos con un especial reproche social; o los casos en que dicho profesional actúe a lo largo del litigio acudiendo a estrategias legales que pretendan, acudiendo a la sorpresa, lograr la indefensión de la parte contraria. O también, cuando la parte contraria o un testigo esencial en el proceso que testifica a favor de ésta incurren en una mentira o responden con continuas evasivas, lo que se utilizará por el abogado contrario para intentar destruir toda su declaración, incluyendo las manifestaciones verdaderas. O cuando un perito interviniente incurre en manifiestas inexactitudes que evidencian su falta de cualificación profesional para emitir y explicar el dictamen pericial que ha realizado, lo que el abogado perjudicado utilizará para neutralizar todo el contenido del informe y que la parte contraria se quede sin el sustento de la prueba pericial. En fin, que en la práctica forense, todas estas circunstancias concretas de un litigio, lejos de ser un aspecto secundario, constituyen el elemento director para el abogado experimentado y le indican la dosificación concreta de argumentos normativos y retóricos que debe utilizar en cada caso. Así, por ejemplo, puede ocurrir que la alta complejidad normativa que existe hoy en día (y que supone una auténtica quiebra del principio iura novit curia) lleve a la situación de que se celebra y desarrolla un litigio en su totalidad sin que ninguna de las

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partes alegue la norma jurídica que le beneficie (y que quizá el abogado perjudicado por la misma sí conocía, pero ha ocultado su existencia), y el juez no lo haga tampoco, llegando a una decisión contraria a Derecho vulnerando la norma oculta.

T ELEMENTOS DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO

CAPÍTULO X. EL LENGUAJE JURÍDICO

1.

EL LENGUAJE JURÍDICO COMO LENGUAJE TÉCNICO

El primer paso en la indagación del razonamiento jurídico es el de analizar su herramienta base: el lenguaje jurídico. El lenguaje, como instrumento básico de comunicación, se puede adaptar a múltiples finalidades, y entre ellas, la científica. El caso del lenguaje jurídico es precisamente el de ser un lenguaje en el que conviven dicha aspiración científica con la general de ser vehículo de comunicación descriptivo de la realidad social. En cuanto aspira a dotarse de rigor científico, tiende a ser un lenguaje ideal unívoco, sin presencia de ambigüedades o vaguedades; en cuanto aspira a reflejar la realidad social, el lenguaje jurídico tiende a ser un lenguaje flexible, cambiante, que pueda continuamente interpretarse de modo que recoja los cambios producidos en la realidad que disciplina. Por otra parte, la pretensión de justicia (de encontrar una resolución justa) que persiguen las normas jurídicas se transmite al lenguaje en que éstas se expresan, y ello determina que éste pueda concebirse como rígido o flexible en su utilización según las circunstancias concretas del caso a resolver. Las normas jurídicas se expresan a través del lenguaje ordinario, y consecuentemente, el razonamiento jurídico se vale de las palabras de aquél para su operatividad. Sin embargo, el Derecho es un lenguaje parcialmente técnico, pues en él conviven palabras del lenguaje común (con un significado semántico del lenguaje común) y palabras del lenguaje técnico del Derecho (con una semántica más precisa) y cuya pretensión es la de acotar en mayor o menor medida la realidad (usucapión, propiedad, contrato, despido, acto administrativo, delito, etc.). Resulta, por tanto, claro que el razonamiento jurídico emplea ambas, pues incluso las definiciones de conceptos técnicos se realizan con lenguaje común. En tal sentido, el razonamiento jurídico-práctico se encuentra con la doble dificultad derivada de los problemas típicos del uso del lenguaje ordinario y con los problemas que surgen de la determinación o precisión de las nociones técnicas de la Ciencia jurídica.

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Dejando para el siguiente apartado las cuestiones relativas a la determinación de los conceptos jurídicos, es momento ahora de analizar los problemas que se producen con el uso del lenguaje ordinario en los enunciados o razonamientos jurídicos. Desde este punto de vista, el razonamiento jurídico-práctico en cuanto es un razonamiento con normas jurídicas, se encuentra con los problemas derivados del uso del lenguaje común, pero dentro de estos supuestos, junto a los problemas generados por el uso del lenguaje ordinario general, es preciso distinguir los problemas derivados del uso de conceptos o nociones técnicas procedentes de otras disciplinas distintas del Derecho. Así, es muy frecuente en la práctica forense que la discusión sobre los hechos con relevancia jurídica se produzca en torno a cuestiones técnicas pertenecientes a la medicina, a la ingeniería, arquitectura o a la economía, por citar las más comunes. Y esa es la función de las pruebas periciales en el proceso: aclarar el sentido de esas nociones técnicas foráneas en el ámbito jurídico. Piénsese en los casos de determinación de la mala praxis o negligencia profesional; o en todos los litigios en los que se producen lesiones personales donde casi siempre se emite un informe médico valorando las mismas; o en todos los pleitos sobre defectos constructivos o, en general, donde existen daños sobre bienes, en los que se emite informe de valoración y causas de dichos daños por un arquitecto o ingeniero; o en los pleitos donde se examinan los datos contables o la gestión económica de algún responsable societario, en los que se emite informe de un economista. Y esto por citar los supuestos más frecuentes. Cuando una norma jurídica utiliza un concepto técnico, sea este jurídico o perteneciente a otra rama del conocimiento, las dificultades interpretativas que presenta para su aplicación a un caso práctico son evidentemente menores. Resulta evidente que el lenguaje ordinario es un lenguaje mucho más impreciso y por tanto sujeto a mayores posibilidades interpretativas, respecto de la realidad que representa. Concretamente, el lenguaje ordinario presenta principalmente en su utilización problemas de ambigüedad y de vaguedad. La ambigüedad puede ser semántica si una palabra puede tener varios significados, o bien puede ser sintáctica si la ambigüedad viene determinada por una palabra con un claro significado semántico, pero que resulta afectado por su posición en la construcción de la frase. Por su parte, la vaguedad hace referencia a la extensión que presenta el significado de una determinada palabra o conjunto de palabras. Un término vago tiene un solo significado, pero impreciso. Un buen ejemplo que viene especialmente al caso (y que representa las dos concepciones subjetiva y objetiva) es la propia expresión “argumentación jurídica” ¿qué es un argumento jurídico? ¿cualquier argumento que se usa en el razonamiento jurídico? ¿o sólo son argumentos jurídicos los que se fundamentan en normas o conceptos jurídicos? Por otro lado, cuando una norma jurídica utiliza una palabra o expresión técnica correspondiente a alguna disciplina científica, artística o técnica distinta del Derecho, resulta evidente que puede plantearse un problema de atribución de diferentes significados, esto es, de ambigüedad. Habrá casos en que una palabra tenga un significado técnico y otro común o vulgar, y, pese a lo que inmediatamente pudiera pensarse, la interpretación del jurista no siempre debe decantarse en primer lugar por el significado técnico. Piénsese en un término muy usado en Derecho como es la palabra “documento”, y que tiene multitud de aspectos relevantes en el ámbito jurídico, como acontece con la tipificación del delito de falsedad

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documental en el ámbito penal, la regulación de las pruebas documentales en el ámbito procesal, o como parte integrante de un expediente administrativo. Aquí nos encontramos con una acepción vulgar o común de la palabra, otra acepción técnica (la definición que proporciona la Bibliotecología) y otra que se desprende del ámbito jurídico. En lo que nos concierne, cabe preguntarse cómo actúa el razonamiento jurídico-práctico en estos supuestos de ambigüedades o vaguedades de palabras o expresiones no jurídicas presentes en las normas, tanto sean términos del lenguaje ordinario o términos técnicos de otras ramas del saber. En nuestra opinión, en estos casos, el razonamiento jurídico debe partir siempre de su carácter normativo y sistemático-institucional, cuestión está que analizamos en detalle más adelante, pero que adelantamos que es el principio general interpretativo que debe regir cualquier actividad aplicativa del Derecho al caso concreto. Consecuentemente, la palabra o expresión no jurídico-técnica contenida en la norma que presente problemas de ambigüedad se interpreta acogiendo la acepción que mejor se acomode a la institución jurídica en la que se integre la norma jurídica, y por extensión, al conjunto del Ordenamiento jurídico. La institución proyecta sobre la norma sus principios directores y sus directrices básicas y moldea la norma interpretativamente. De esta manera, el operador jurídico debe decidir qué interpretación ha de seguir, pero esta interpretación no es libre, sino que lo hará (lo debería hacer) eligiendo aquélla que mejor se acomode a la institución jurídica donde se integre la norma. Si una norma jurídica utiliza la palabra “árbol”, “vehículo”, “vivienda”, “pariente”, etc., estos términos se interpretarán de forma diferente en función de la institución donde la norma jurídica se integre. La denominada derrotabilidad de las normas jurídicas es explicable precisamente por esta cuestión, ya que el uso de algunos términos del lenguaje ordinario en las normas jurídicas lleva excepciones implícitas que se derivan del Ordenamiento jurídico y que, sin embargo, no acontecen en el uso de ese término en el lenguaje ordinario. De este modo, puede verse que incluso en los supuestos de manejo de términos del lenguaje ordinario por parte del razonamiento jurídico-práctico, este razonamiento actúa normativamente con una perspectiva sistemática. Obviamente, en este punto, debe mencionarse que el jurista práctico, a la hora de interpretar los términos del lenguaje ordinario cuenta con los criterios hermenéuticos establecidos en el art. 3.1 CC, que establece que “las normas se interpretarán según el sentido propio de las palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu o finalidad de aquéllas”, pero ello no ayuda mucho, pues tales criterios son meramente ejemplificativos145, pudiéndose, en consecuencia, acudir a otros; de otra parte, es preciso señalar también que no se establece ningún orden jerárquico de prelación en su utilización por el intérprete. En nuestra opinión, la interpretación de cualquier norma jurídica, y en el caso que ahora nos ocupa, la interpretación de cualquier término del lenguaje ordinario, debe efectuarse normativamente con un punto de vista sistemático, integrando dicho término de la norma en la institución jurídica a la que ésta pertenece y en el propio conjunto del Ordenamiento jurídico. Se trata de una interpretación normativa del término en el sentido de que su signiComo explicita la Exposición de Motivos del Decreto de 31 de mayo de 1974, que introdujo dicho precepto, y que señala que “en ningún caso es recomendable una fórmula hermenéutica cerrada y rígida”. 145

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ficado queda delimitado por el resto del Ordenamiento en el que se integra. De este modo, el Ordenamiento jurídico realiza en muchas ocasiones delimitaciones jurídicas (derivadas de normas o principios jurídicos) al uso del lenguaje ordinario por el mismo, y no nos estamos refiriendo a la creación de conceptos jurídicos. Esta cuestión es especialmente problemática en relación con las palabras o expresiones que adolecen de vaguedad o imprecisión extensiva de significado. Es usual distinguir en estos términos entre un núcleo de certeza y una zona de penumbra146, lo cual sirve para delimitar los supuestos que entran inequívocamente dentro del significado que se atribuye a la palabra de aquéllos otros que son dudosos. Nuevamente aquí, parecería que la conclusión evidente es la de afirmar que si una norma jurídica utiliza un término del lenguaje ordinario y que si el caso concreto a resolver se refiere a un objeto o realidad que pertenezca al núcleo de certeza del término correspondiente, la norma se aplica sin más, pero esto no es así siempre. Los supuestos de normas derrotables demuestran que la interpretación de términos del lenguaje ordinario se efectúa en ocasiones de forma distinta por el razonamiento jurídico, ya que la aplicación sistemática de la normas en conjunto con sus principios institucionales y del Ordenamiento jurídico determina excepciones implícitas que afectan incluso al núcleo de certeza de la palabra. Como ya hemos referido, las normas jurídicas utilizan en multitud de ocasiones términos o conceptos que son préstamos de otras disciplinas y que en éstas se utilizan como lenguaje técnico especializado. La cuestión esencial en este punto es si en el Derecho deben utilizarse con ese sentido técnico, o bien, cabe su utilización con un sentido distinto. Otro problema conexo sería el de qué ocurre cuando ese término técnico se usa por distintas normas jurídicas en dos sentidos diferentes, por ejemplo, en un sentido técnico y otro sentido fijado por las normas jurídicas. Pensemos por ejemplo en los conceptos de “promotor” o “constructor” que utiliza la Ley de Ordenación de la Edificación (arts. 9 y 11) y en la utilización de esos mismos términos cuando los utiliza la legislación laboral (por ej., el ET, arts. 42-44; la LPRL, art. 24, o la LISOS, art. 2). Sobre esta cuestión, García Amado se ha referido a la existencia de una presunción de consistencia lingüística del legislador, esto es, que el legislador siempre que usa el mismo término lo hace en el mismo sentido, a no ser que concurran razones de peso para atribuir dos significados distintos al mismo término147. En este sentido, aunque la racionalidad nos lleva inmediatamente a indicar que esto es así, es lo cierto que sostener esta presunción de consistencia lingüística del legislador es bastante problemático. No se trata sólo ya de que las normas jurídicas que integran el Derecho pueden tener edades muy diferentes en lo que respecta a su incorporación y pervivencia en el Ordenamiento, sino que incluso normas jurídicas pertenecientes a un mismo período de tiempo (acotemos este periodo cómo el correspondiente a un mismo Gobierno al frente del Estado) presentan –como en el ejemplo que hemos referido más arriba– distintas acepciones.

146 Según la clásica distinción hartiana. Véase HART, H. L. A., El concepto de Derecho, trad. G. Carrió, Abeledo-Perriot, Buenos Aires, 1963, págs. 152-153. 147 GARCIA AMADO, J. A., Razonamiento jurídico y argumentación, EOLAS ediciones, León, 2013, pág. 152.

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Mientras que si hablamos de términos jurídicos puede sostenerse la consistencia del concepto empleado, no ocurre lo mismo con los términos o expresiones del lenguaje ordinario, cuyo empleo en las normas jurídicas está sujeto a una interpretación casuística cuyo sentido sólo puede determinarse desde el análisis del caso concreto. Ciertamente, el terreno puede allanarse cuando el legislador, en ocasiones, realiza definiciones de determinados términos que utiliza (el ejemplo señalado más arriba sirve, dado que la LOE define “contratista”, “promotor” y también otros agentes intervinientes en el proceso edificador), pero no es esta la realidad común. También puede acontecer que alguna sentencia pueda haber perfilado en un grado mayor de concreción una determinada expresión del lenguaje ordinario utilizada por una norma. De este modo, el alcance de un término del lenguaje común en una norma jurídica no puede establecerse de antemano sin tener delante el caso concreto que tenemos que resolver, porque la delimitación interpretativa de ese término o expresión se produce por la interacción de las normas o principios jurídicos concretos que se ponen en movimiento para encontrar la solución justa a dicho caso. La institución jurídica en que se integra el problema jurídico concreto despliega un conjunto de directrices normativas (principios, normas, construcciones dogmáticas) que atribuyen una delimitación a la palabra o expresión que puede variar de caso a caso, aunque sea ligeramente. 2.

LA DETERMINACIÓN DE LOS CONCEPTOS JURÍDICOS

Junto al lenguaje ordinario, y valiéndose de éste, el Derecho ha creado un lenguaje técnico, que ha sido construido o formulado fundamentalmente por la Ciencia jurídica de forma progresiva en el tiempo y que permanece en constante remodelación, a consecuencia de la aplicación del Derecho y de la adaptación de las normas jurídicas a la realidad social que pretenden disciplinar. En tal sentido, es destacable también la labor incesante de los tribunales, pues no hay un solo día en el cual las resoluciones judiciales no perfilen y precisen alguna norma jurídica o principio jurídico. El que el Derecho haya creado un lenguaje técnico se debe indudablemente a querer dotar de una mayor precisión a algunos conceptos o términos que originalmente procedían del lenguaje ordinario, pero cuya reiterada utilización o aparición en los conflictos jurídicos, determinó la necesidad de aclarar su significado ante su carácter típico. Expresiones tales como la de “declaración de voluntad”, “el abuso de derecho”, “mala fe”, “error contractual”, son una buena muestra de ello. Ahora bien, el que una palabra o expresión haya devenido en concepto jurídico no supone que se haya logrado su precisión absoluta –si es que esto fuera posible–, pues las palabras técnicas del Derecho siguen adoleciendo de un cierto grado de indeterminación, derivada de su propia formulación abstracta. La tecnificación jurídica de una palabra o expresión proveniente del lenguaje ordinario puede haber solucionado los problemas concernientes a la ambigüedad semántica, dotando al concepto de un significado unívoco, pero no ocurre lo mismo con la cuestión de la vaguedad, pues los conceptos jurídicos siguen presentando, en distintas medidas, este problema.

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En este sentido, los conceptos jurídicos presentan distintos grados de determinación, hasta el punto de que se distingue usualmente entre conceptos jurídicos determinados e indeterminados. A este respecto, es evidente que la propia naturaleza abstracta de los conceptos jurídicos implica que éstos estén sujetos siempre a determinación o concreción cada vez que resultan aplicados para la resolución de un supuesto concreto, pero la misma formulación abstracta del concepto jurídico presenta diferentes grados de abstracción. Así, en ocasiones la formulación se realiza con un carácter marcadamente general, lo cual supone que el operador jurídico tiene un margen muy amplio para dotarle de significación jurídica (diligencia de un buen padre de familia, diligencia de un ordenado empresario, daño grave/leve, negligencia grave/leve, abuso de derecho, buena/mala fe, etc.). Nuevamente, la presencia de esta indeterminación conceptual es inevitable en las normas, y se refiere casi siempre a expresiones para valorar la actitud o conducta de un sujeto o para describir una situación determinada. En estos casos, la formulación genérica del concepto jurídico es la que posibilita al operador jurídico obtener una mayor flexibilidad o adaptabilidad de la norma al caso concreto. Podría decirse que el alto grado de abstracción del concepto o expresión jurídica es el que permite reducir el posible riesgo de que apareciese una laguna jurídica, pues la pretensión de integridad del Derecho le conduce a un permanente intento de regular de la forma más completa posible el sector conflictivo de la realidad, como veremos más adelante. En estos supuestos de conceptos jurídicos con un alto grado de indeterminación, y pese a su mayor libertad interpretativa, el órgano decisor no puede actuar libremente, sino moviéndose dentro del ámbito del Ordenamiento jurídico y del ámbito más especifico del marco institucional. El concepto jurídico indeterminado se aplica al caso concreto, pero para su determinación específica el operador debe razonar normativamente de acuerdo con los principios directores y con el resto de las normas jurídicas que integran la institución jurídica concreta de que se trate, ascendiendo peldaños en caso de que la institución jurídica no resuelva el problema, es decir, acudiendo a los principios jurídicos del sector del Ordenamiento al que pertenezca la norma, y, en último lugar, a los principios vertebradores del Ordenamiento. En definitiva, razonando sistemático-institucionalmente dentro del Ordenamiento jurídico. Es así como los conceptos jurídicos indeterminados (también los determinados) obtienen una serie de directrices o criterios para su válida determinación ante un caso concreto, sin que puedan ser tachada dicha aplicación del Derecho de libre interpretación por parte del jurista. La utilización por parte del legislador de dichos conceptos es una encomienda al juzgador para que éste disponga de un poder de apreciación de la concurrencia en cada caso concreto de dichas circunstancias. Esta situación es la que determina que sea jurisprudencialmente cómo estos conceptos jurídicos indeterminados se vayan perfilando progresivamente, y, en definitiva, vayan determinándose, provocando, en ocasiones, un retorno hacia el ámbito del legislador y haciendo que éste, finalmente, recoja el concepto jurisprudencial y lo establezca legalmente como concepto jurídico. Dentro del elenco de los conceptos jurídicos indeterminados podemos distinguir varios grupos: de un lado estarían los principios jurídicos; por otro estarían, los estándares de conducta; y finalmente estarían los criterios de delimitación de situaciones fácticas.

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De los principios jurídicos nos ocuparemos más extensamente en un capítulo posterior. En la perspectiva que ahora nos interesa, resulta evidente que los principios jurídicos responden siempre a la noción de conceptos jurídicos indeterminados, pues la indeterminación es una característica inherente de cualquier principio jurídico (derivada de su formulación en términos normalmente absolutos). Ahora bien, interesa resaltar en este momento que los principios jurídicos, aun siendo indeterminados, juegan el trascendental papel de constituir los elementos aglutinantes del edificio jurídico, dotando al Ordenamiento jurídico de la consistencia sistemática que le es propia. En tal sentido, los principios jurídicos son las pautas o directrices que determinan el contenido del resto de los conceptos jurídicos indeterminados del sistema jurídico. Son elementos indeterminados pero, a su vez, determinadores de otros conceptos. Las constelaciones de principios jurídicos existentes en el Ordenamiento jurídico, que actúan sistemáticamente en un orden que desciende desde los principios generales comunes a todo el Ordenamiento, pasando por los principios generales de cada sector del Ordenamiento jurídico, hasta llegar a los principios directivos de cada institución jurídica, aportan continuas pautas o directrices a los conceptos jurídicos indeterminados contenidos en las normas jurídicas, haciendo que éstos varíen en función del problema jurídico que se plantee. Piénsese, por ejemplo, en un concepto jurídico indeterminado tan típico como la buena fe, el cual adopta matices diferentes en función del sector del Ordenamiento jurídico y de la institución jurídica concreta donde deba ser aplicado. Otro grupo importante de conceptos jurídicos indeterminados lo constituyen los denominados estándares de conducta como el del buen padre de familia, del buen comerciante, etc (recuérdese, según vimos, que Struck los incluía en su catálogo de tópicos jurídicos). En estos supuestos, la formulación del concepto jurídico indeterminado se debe a la imposibilidad del legislador de regular abstractamente todas las conductas concretas que pueden acontecer en la realidad práctica. La técnica normativa conduce a la creación de una serie de modelos o tipos genéricos que representen los comportamientos ejemplares o diligentes de las personas en distintas facetas de la realidad. Junto a los ejemplos mencionados, piénsese en todos los casos –muy frecuentes en la práctica forense– de enjuiciamiento de las responsabilidades profesionales, en los cuales la determinación de la diligencia o negligencia de un determinado profesional se mide atendiendo al estándar de conducta de su profesión (lex artis). Y lo mismo cabe decir respecto de la determinación de la culpa y el grado de la misma en los distintos supuestos de responsabilidad contractual o extracontractual de un sujeto. Finalmente, otro grupo de conceptos jurídicos indeterminados lo constituyen aquellos que se refieren a determinadas situaciones fácticas tomadas en cuenta por las normas, como son, por ejemplo, el caso de las buenas costumbres, el interés público, el orden público, la moral, el mercado, etc. No cabe duda que en estos casos, el legislador introduce unos conceptos jurídicos cuya indeterminación deja en manos del órgano decisor un importante componente valorativo, pues a diferencia, por ejemplo, de los estándares de conducta o los propios principios jurídicos, no existe en muchos casos ningún elemento con una mínima objetividad para afirmar la concurrencia de tales en un caso concreto a resolver (piénsese en la expresión “buenas costumbres” u otras similares). En otros, en cambio sí pueden encontrarse datos objetivos, como puede ser, por ejemplo, el establecimiento de la valoración del precio de mercado de un bien.

146 3.

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LA TENDENCIA A LA PRECISIÓN TERMINOLÓGICA

Hemos visto, pues, cómo el lenguaje jurídico, a pesar de ser parcialmente técnico, adolece de los problemas de ambigüedad y vaguedad que aquejan al lenguaje común, presentando además sus propias especialidades en relación con dichos problemas. Pero dicho esto, hay que decir que dado que el Derecho persigue entre sus finalidades esenciales (derivadas directamente del principio o ideal fundamental de la justicia) las de seguridad jurídica y certeza, el lenguaje jurídico es tendencialmente preciso. El tratamiento igualitario de las situaciones semejantes que exige el principio de justicia como parte de su contenido mínimo o esencial conlleva en este punto que la terminología jurídica tenga el mismo significado cuando se usa en una norma jurídica, ya que en caso contrario no se estaría atendiendo al principio de igualdad ante la ley que tenemos todos los ciudadanos. En este sentido, el esfuerzo de la Ciencia jurídica, y más concretamente de la dogmática jurídica, ha sido crucial a la hora de configurar los distintos conceptos jurídicos, agruparlos en torno a otras nociones más generales como son las instituciones y sistematizarlos en torno a una serie de principios que estructuran o vertebran el Ordenamiento jurídico. De este modo, el lenguaje jurídico se ha tecnificado y precisado, contribuyendo a una mejor, más cierta y segura, y por tanto más justa, aplicación del mismo para la resolución de los conflictos, y también, por supuesto, a una mayor certeza y prevención de futuros conflictos. Sin esta labor de la Ciencia jurídica –que expresa el grado de evolución y perfeccionamiento del Derecho en una sociedad avanzada–, el razonamiento jurídico-práctico estaría perdido y sin rumbo, quebrando el principio de certeza del Derecho y la seguridad jurídica, pues cada operador jurídico tendría unos márgenes interpretativos de las normas jurídicas que harían imposible predecir las resoluciones de los casos. Es más, el ingente crecimiento de los Ordenamientos jurídicos de las sociedades modernas y su progresiva complejidad (al convivir distintos Ordenamientos regidos por el principio de competencia normativa) aboga por la realización de un esfuerzo dogmático y sistematizador aún mayor, so pena de caer en casuismos sin criterios claros de resolución. La tendencia a la uniformidad y a la precisión técnica del lenguaje jurídico es un requisito imprescindible para lograr un razonamiento jurídico-práctico riguroso y predecible. La tendencia a la precisión terminológica en el Derecho se produce también como consecuencia de la actividad judicial, lo que muestra que la aplicación del Derecho juega un importante papel en la construcción teórica del Derecho, aportando a la dogmática continuas creaciones conceptuales. Estas creaciones judiciales, de carácter esencialmente inductivo, presentan la indudable ventaja de que la construcción teórica se produce sobre los cimientos de criterios prácticos de eficacia contrastada para resolver conflictos concretos, lo que asegura que el concepto teórico resultante sea funcional y útil. Con estas creaciones judiciales no me estoy refiriendo solamente a la elaboración de principios jurídicos jurisprudenciales o al perfilamiento de instituciones jurídicas, sino también a la creación de conceptos jurídicos. La creación de un concepto jurídico proviene en muchas ocasiones de la realidad fáctica de las cosas, que es, por ello, extrajurídica. En cualquier procedimiento, la determinación de los hechos del proceso es una tarea ineludible del juez y tales hechos se relatan utilizando el

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lenguaje común, a salvo de la utilización de conceptos jurídicos en esta descripción fáctica, pues pueden aparecer contemplados como hechos objetivos carentes de toda calificación o valoración jurídica. Pues bien, el relato fáctico conlleva a veces que el juez tenga que utilizar expresiones del lenguaje común que son de carácter general e indefinido, y no me refiero a los casos contemplados en las normas jurídicas, sino a otros supuestos en los el juez realiza una abstracción inductiva o calificación de un conjunto de hechos designándolos con una nueva expresión. Esta nueva expresión, si además se repite en otras resoluciones judiciales, se va perfilando, es decir, se va precisando técnicamente en sus contornos difusos derivados de su carácter general o abstracto y conduce a la creación de un concepto jurisprudencial que se incorpora por esta vía a la norma aplicada, deviniendo pues en un nuevo concepto jurídico. Muchos de los conceptos jurídicos que forman parte de normas surgieron en su día de esta forma. En este sentido, resulta evidente que en el Derecho hay una tendencia manifiesta a la precisión terminológica, y no sólo desde el ámbito de la Ciencia jurídica, sino también desde el ámbito aplicativo. Ello es así porque la precisión terminológica contribuye a dotar al Derecho de una mayor certidumbre de su contenido, lo que implica que su aplicación será más certera y segura y también más predecible por los operadores jurídicos y los destinatarios de las normas. Consecuentemente, la tendencia a la precisión terminológica que existe en el ámbito jurídico es precisamente una nueva manifestación de la profunda unión que existe entre la teoría y la práctica de nuestra disciplina. A primera vista, pudiera pensarse que la tarea de construcción de conceptos jurídicos pudiera atribuirse a la Ciencia del Derecho, pero acabamos de ver cómo la práctica aplicativa del Derecho genera también esta tendencia cuando reiteradamente aplica una norma jurídica en cuyo contenido aparece un concepto o expresión con necesidad de determinación, dado que la resolución del caso depende en mayor o menor medida de la misma. En estos casos, el juez no persigue pretensiones científicas sino determinar el significado de un concepto para resolver el problema concreto, justificando normativamente las conclusiones que le llevan a fijar el contenido de dicho concepto. La precisión jurídica del concepto se hace aquí en directa conexión con la pretensión de universabilidad que tiene toda resolución judicial, de la obtención de una resolución justa que, en lo que ahora nos concierne, implica que en cualquier nuevo futuro supuesto similar al juzgado, el contenido de ese concepto o expresión tendrá un significado análogo. Por ello, la precisión terminológica del Derecho es una manifestación del mismo principio de justicia y de seguridad jurídica, contribuyendo de forma decisiva a que el razonamiento jurídico-práctico encuentre con una mayor eficacia la solución justa a los casos planteados.

CAPÍTULO XI. LA DOGMÁTICA JURÍDICA

1.

LA CIENCIA PRÁCTICA DEL DERECHO Y LA DOGMÁTICA JURÍDICA

El Derecho como conjunto de normas puede ser considerado como un objeto susceptible de conocimiento científico, y en tal sentido, se le aplican los métodos o procedimientos científicos, estableciendo y definiendo sus conceptos, obtenidos por inducción y deducción, realizando divisiones y clasificaciones de los mismos, formulando teorías y demostraciones de las mismas, extrayendo y elaborando principios; todo ello de una forma sistemática y coherente, según exige la lógica científica. Por otra parte, el Derecho regula la realidad social, pero el objeto de conocimiento de la Ciencia del Derecho es precisamente el conjunto de normas jurídicas que lo integran y sus relaciones. Para ello, la Ciencia jurídica elabora una serie de categorías relacionadas sistemáticamente entre sí con las que operar en el conglomerado de normas jurídicas que conforma el Derecho, las cuales se han ido sucediendo en el tiempo (el Derecho presenta una naturaleza evolutiva, como la realidad social que disciplina) y careciendo de la sistematicidad que les confiere su tratamiento científico. La Ciencia jurídica aparece así como una reflexión sistemática y categorizada sobre las normas jurídicas existentes, contribuyendo dichas categorías elaboradas por la Ciencia del Derecho a un mejor conocimiento del mismo y a clarificar las relaciones existentes entre las normas jurídicas. Por su lado, la sistematización que conlleva todo conocimiento científico conduce en el ámbito jurídico a la creación intelectual de un sistema jurídico, de un Ordenamiento jurídico, que es la noción científica suprema del Derecho, y que lo concibe idealmente como un todo sistemático único, pleno y coherente, inspirado, fundamentado y dirigido por el principio superior de justicia. La Ciencia del Derecho supone, pues, una sistematización categorizada de las normas jurídicas que pretende su reconstrucción a través de una contemplación reflexiva de las mis-

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mas según una metodología determinada y ajustada a dicho objeto de conocimiento jurídico (las normas jurídicas). Ahora bien, la sistematización y categorización de las normas jurídicas no puede ser arbitraria para el científico, no se trata de elaborar construcciones estéticas, sino funcionales, en el sentido de que la creación de conceptos jurídicos (la actividad de categorización) debe contribuir a una clarificación del contenido de las normas y de las relaciones existentes entre las mismas, que contribuya a un uso más certero y eficaz de dichas normas para resolver conflictos de la forma más justa posible. En este sentido, es conveniente indicar que las normas jurídicas pueden ser objeto de conocimiento científico, pero también pueden ser consideradas como objeto de conocimiento meramente técnico. La diferencia se halla en que el conocimiento científico de las normas jurídicas conlleva una actitud reflexiva que las sistematiza, categoriza y las relaciona formulando teorías explicativas de sus relaciones y extrayendo principios generales por los que se rigen. Estas teorías científico-jurídicas contribuyen a facilitar la creación de nuevas normas jurídicas más perfectas. En cambio, como objeto de conocimiento técnico, las normas jurídicas se conciben de un modo inmediato –no reflexivo– como herramientas o instrumentos útiles para resolver los problemas jurídicos que se planteen, sin atender a la posición de la norma concreta que se necesite dentro del conjunto del Ordenamiento jurídico. Desde este punto de vista, la norma es una mera solución legal a un conflicto planteado. Precisamente, esa doble perspectiva científico-técnica constituye la esencia misma de la Ciencia jurídica, y las categorías construidas siempre deben estar elaboradas con la concepción de ciencia práctica del Derecho en mente, es decir, para ser utilizadas en su aplicación práctica o que contribuyan a una mejor aplicación práctica del Derecho. Esta operatividad de dichas categorías justifica su propia existencia, ya que en caso contrario su utilidad quedaría reducida al ámbito didáctico o académico. Partiendo de tales presupuestos de reflexión teórico-normativa con la finalidad práctica de conseguir una mejor aplicación del Derecho para el logro de soluciones justas, es como debe entenderse adecuadamente la dogmática jurídica y su función en el ámbito de la ciencia jurídica. La dogmática jurídica debe en todo caso proporcionar herramientas que faciliten la resolución justa de los problemas jurídicos que acontezcan en la realidad social. Esa es su justificación. Cuando la dogmática jurídica se predica respecto de la Ciencia del Derecho entendida como ciencia práctica, adquiere su justificación en su efectiva contribución a la resolución de problemas jurídicos. Esto determina que cualquier construcción dogmática al modo de la Jurisprudencia alemana de conceptos del siglo XIX deba ser desechada de inmediato, pues la sistematización de las normas y la creación de conceptos jurídicos no pueden permanecer en un cielo conceptual sin conexión con la realidad jurídica y la resolución de los casos concretos con arreglo a soluciones justas. La labor de la dogmática jurídica es, pues, necesaria para la ciencia jurídica, pero cualquier atisbo de dogmatismo purificador debe descartarse como método adecuado de conocimiento del Derecho. Si el dogmatismo es rechazable como actitud de conocimiento en cualquier ciencia por su carácter acrítico y fundamentalista, incluida la del Derecho, no puede afirmarse, como venimos diciendo, lo mismo respecto de la dogmática jurídica. Cierto es que el término “dogmática” viene arrastrando desde la filosofía kantiana un tinte peyorativo –que también

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existe en el ámbito jurídico–, pero en nuestra opinión la dogmática jurídica no sólo es importante o un elemento más para el análisis del razonamiento jurídico, sino que es el elemento esencial o estructural del mismo. Hattenhauer ha definido la dogmática jurídica como “el empeño racional por conducir críticamente el Derecho cotidiano, consolidar su praxis en normas, y someter éstas a un constante juicio crítico sobre su adecuación a la justicia”148. De este modo, la dogmática jurídica es una actividad científica de perfeccionamiento constante del Derecho en aras a lograr el ideal de justicia que debe perseguir todo Ordenamiento jurídico legítimo. Es la adopción de una actitud científica ante el Derecho, pero no considerando a éste como un ente inmutable –lo que es propio del dogmatismo jurídico–, sino sometido a una continua revisión crítica de sus instituciones para la consecución del ideal de justicia. La dogmática, en palabras del autor citado, se encarga de “velar por la racionalidad y la continuidad del Derecho”149, residiendo su importancia, como ha señalado E. Díaz, en “su faceta afirmativa de investigación en profundidad y de reconstrucción del sistema normativo para su correcta aplicación y realización en una sociedad”150. Esta configuración de la dogmática jurídica debe alejarla de la perspectiva puramente teórica de la misma, entendida como ciencia de la construcción del Derecho como un sistema jurídico estructurado en principios, conceptos e instituciones desconectados de la práctica jurídica y, más en general, de la aplicación del Derecho. Los principales elementos de la dogmática son las normas jurídicas, pero no se olvide que el origen de muchas normas se encuentra en la praxis reiterada y consolidada. La dogmática académica debe contribuir a mejorar y racionalizar la práctica jurídica, y en tal sentido, cualquier concepto o teoría jurídica que se construya debe tener virtualidad práctica, de tal modo que la interrelación entre la práctica y la dogmática no sólo es deseable, sino necesaria. Podríamos decir que la dogmática jurídica aporta una serie de criterios de racionalidad jurídica conformados como principios, conceptos e instituciones, los cuales, urdidos sistemáticamente, aportan claridad y precisión al lenguaje jurídico, facilitando su manejo, y contribuyendo a una mejor y más segura aplicación del Derecho a los casos concretos, especialmente en aquellos supuestos en los que las normas jurídicas no aportan criterios evidentes de aplicación y el jurista se ve abocado a valorar o elegir entre varias posibles soluciones normativas. En definitiva, la dogmática jurídica entendida como teoría de la ciencia jurídica adopta una nueva perspectiva si partimos de la consideración del Derecho como ciencia práctica. Si la conexión teoría-praxis es ineludible en el Derecho, la conexión de la dogmática jurídica con la praxis implica que las funciones de la dogmática, como son la de elaboración y determinación de conceptos jurídicos y su sistematización con base en las normas jurídicas, adquiere una nueva dimensión y finalidad: la de construir una metodología práctica del HATTENHAUER, H., Conceptos fundamentales del Derecho civil, trad. G. Hernández, Ariel, Barcelona, 1987, pág. 212. 149 Ibidem, pág. 213. 150 DIAZ, E., Sociología y Filosofía del Derecho, Taurus, 5ª reimp., Madrid, 1988, pág. 70. Señala también este autor que “lo válido del pensamiento dogmático jurídico no es la sacralización de la norma, ni su aplicación mecánica a la realidad, sino su constante reconstrucción y su efectiva realización en concretas situaciones sociales siempre cambiantes e históricamente configuradas” (pág. 73). 148

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Derecho, una metodología de la aplicación del Derecho para la resolución de los casos concretos que oriente al jurista en este sentido. 2.

EL CONTENIDO Y LA FUNCIÓN DE LA DOGMÁTICA JURÍDICA

Partiendo de la necesaria vinculación de la dogmática jurídica a la aplicación del Derecho como elemento justificador de la misma, debemos ahora hacer referencia al contenido de la dogmática jurídica, esto es, en qué consisten y qué clases de dogmas jurídicos produce la misma. Prescindiendo del debate de la mayor o menor extensión que se le quiera dar a la dogmática jurídica, parece evidente que la misma constituye el núcleo esencial de la Ciencia jurídica considerada en su sentido más estricto. En este sentido, la dogmática jurídica es, ante todo, una actividad científica frente al Derecho entendido como un conjunto de normas, fundamentalmente. En cuanto actitud científica, y como ya apuntamos, la dogmática como ciencia jurídica implica una reflexión sistemática y categorizada sobre las normas jurídicas, pero, además, esta reflexión puede partir de una doble consideración de las normas analizadas: contemplado a éstas como formulaciones teóricas, o bien, como formulaciones instrumentales cuya finalidad –directa o indirecta, atendiendo al tipo de norma– sea la de resolver de un modo justo un problema jurídico planteado. El análisis normativo conduce a la elaboración de las categorías o conceptos jurídicos, los cuales se extraen y se fundamentan en el Derecho vigente con arreglo a los procesos metodológico-científicos, bien sean generales (deducción-inducción) u otros específicos de las ciencias sociales o propios de la ciencia jurídica. Esta elaboración dogmática de los conceptos jurídicos por su mismo carácter científico implica la contemplación sistemática de las normas, es decir, que el conjunto de normas que componen el Derecho vigente se concibe como un Ordenamiento jurídico. Esta pretensión de integridad –que veremos en detalle en el capítulo siguiente– es una directriz ideal, pues el Derecho vigente real no ostenta esta cualidad, pero la dogmática jurídica encuentra en ella una de sus más firmes justificaciones. La integridad implica abordar el análisis del Derecho como un todo sistemático que aspira a su unidad, plenitud y coherencia. De ahí que la elaboración conceptual de la dogmática pretende contribuir a una aclaración del Derecho vigente y a una mejor comprensión del mismo con la creación de categorías explicativas que doten al conjunto normativo de tales características. Junto a esta importante finalidad de la dogmática jurídica, no debe olvidarse el otro objetivo que hemos resaltado en distintas ocasiones. Me refiero al de que la dogmática jurídica no debe aislarse de la vertiente aplicativa del Derecho, pues las normas jurídicas, aun siendo susceptibles de ser analizadas como formulaciones abstractas, nacen y se justifican por su contribución a la resolución justa de conflictos jurídicos. En este sentido, la dogmática jurídica tiene como misión la elaboración de conceptos jurídicos que coadyuven a esta finalidad práctica, no pudiendo soslayar que el problema jurídico concreto es una cuestión fundamental para la ciencia del Derecho que debe estar presente en cualquier reflexión teórica. Evidentemente, la dogmática jurídica en su actividad de construcción conceptual para aclarar y resolver cuestiones jurídicas se nutre no solamente de normas jurídicas (y por

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extensión, de resoluciones judiciales u otros actos aplicativos del Derecho) sino también de conocimientos pertenecientes a otras disciplinas que aborden los fenómenos jurídicos desde otra perspectiva (Filosofía, Sociología, Economía, etc.). Como principales conceptos o dogmas jurídicos elaborados por la dogmática jurídica hay que considerar tres grandes grupos: los principios jurídicos, las instituciones jurídicas y los conceptos técnico-jurídicos. Estos tres tipos de conceptos jurídicos implican tres distintos niveles de abstracción, y tienen unas características muy diferentes, lo que se comprueba especialmente en su utilización práctica. El nivel de abstracción mayor lo ostentan los principios jurídicos. Sin entrar en mayores detalles en este momento, los principios jurídicos son grandes directrices o pautas que caracterizan los fines esenciales de un Ordenamiento jurídico, constituyendo, consecuentemente, los elementos vertebradores del mismo. Los principios jurídicos pueden ser generales de todo el Ordenamiento, pertenecer a uno de los sectores del mismo y actuar por tanto sólo en alguno de estos, o pertenecer al ámbito concreto de una institución jurídica. Sin duda, la característica fundamental de los principios es su convivencia normalmente dialéctica (en sentido hegeliano) en el Ordenamiento jurídico, dado que sus formulaciones abiertas con un alto grado de abstracción les conduce a constituirse en límites unos respecto de otros. El segundo nivel lo ostentan las instituciones jurídicas. La institución jurídica es un concepto jurídico diferente a cualesquiera otros, porque aunque su elaboración es científica, su origen no es lógico-deductivo. La institución jurídica no proviene o se extrae de las normas jurídicas, sino que preexiste a éstas, ya que las normas no crean una institución jurídica, sino que se limitan a regularla; la institución es un fenómeno social que se convierte en jurídico posteriormente y no a la inversa. Una institución jurídica no es más que la denominación que se da a un grupo típico de casos o problemas que acontecen en la realidad social y que se regulan por normas jurídicas, no siendo creación de la dogmática jurídica más que dicha denominación o el perfilamiento a posteriori de la misma. El tercer nivel lo ocupan los que hemos denominados conceptos jurídico-técnicos, que son los conceptos jurídicos de elaboración dogmática (incluyendo los elaborados jurisprudencialmente) creados con el fin de contribuir a una mejor aclaración y sistematización de las normas, facilitando su aplicación para la resolución de los casos que se planteen. Los conceptos jurídicos se elaboran con el fin de dar consistencia científica a las instituciones jurídicas, de explicar las relaciones existentes entre las normas y estructurar sistemáticamente el Derecho. En cuanto a la función de la dogmática, Alexy ha distinguido hasta seis funciones diferentes de la dogmática jurídica, señalando las de estabilización, progreso, descarga, técnica, control y heurística151. La función de estabilización la cumple aportando soluciones estables en el tiempo a las mismas cuestiones jurídicas. La función de progreso se deriva del carácter científico de la dogmática jurídica, en cuanto las construcciones dogmáticas suponen un perfeccionamiento de las mismas en el tiempo. La función de descarga hace referencia a que los conceptos elaborados por la dogmática (y con un consenso científico-jurídico suficiente) son aceptados por los juristas como algo dado (dogmas) para posteriores debates jurídicos. Cfr. ALEXY, R., Teoría de la argumentación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica, cit., págs. 255-260. 151

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Por otro lado, la función técnica alude a la esencia misma de la dogmática que realiza una sistematización y aclaración del contenido de las normas jurídicas y sus relaciones, contribuyendo a un mejor conocimiento del Derecho. La función de control se refiere también a que la dogmática implica la existencia de una comprobación sistemática de existencia de compatibilidad entre los distintos conceptos jurídicos. Finalmente, la función heurística hace referencia a la aportación que efectúa la dogmática de “modelos de solución, distinciones y puntos de vista que no aparecerían si hubiera que empezar siempre de nuevo”152, con lo que Alexy la sitúa en este punto –aunque no lo diga expresamente– como un instrumento de creación de tópicos jurídicos. Estas funciones aludidas por Alexy pueden reducirse, en nuestra opinión, a una sola, que es la contribución de la dogmática jurídica a la mejor comprensión del Derecho, facilitando en consecuencia su aplicación. La creación de conceptos jurídicos (principios, instituciones y conceptos técnico-jurídicos, según nuestra distinción) y el establecimiento de relaciones entre los mismos con una concepción sistemática del Derecho (la noción de Ordenamiento jurídico) es la gran aportación de la dogmática jurídica al Derecho. El Derecho se ha convertido en ciencia precisamente debido a esta labor, que es la que, además, lo perfecciona continuamente. Es más, la creciente complejidad de las normas unida a su desmedida producción cuantitativa determinan que la función de la dogmática jurídica deba potenciarse. La clarificación del Derecho que opera la dogmática no es sólo una función didáctica, sino también una necesidad exigida para el logro efectivo de los principios de justicia y seguridad jurídica en la aplicación del Derecho. 3.

EL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRACTICO COMO RAZONAMIENTO DOGMÁTICO

De lo expuesto hasta el momento, puede deducirse fácilmente que la dogmática jurídica es fundamental para el análisis del razonamiento jurídico-práctico, y el motivo es que el razonamiento jurídico-practico es un razonamiento esencialmente dogmático. La estructura del pensamiento de un operador jurídico es dogmática en su raíz, por cuanto cuando se enfrenta a la resolución de una cuestión jurídica realiza siempre lo que denominamos un acto previo de institucionalización. Este acto consiste en que el jurista realiza una calificación jurídica general y sistemática de la realidad problemática que se somete a su consideración, encajándola en una categoría dogmática, concretamente la de una institución jurídica. Ciertamente en algunas ocasiones –los denominados casos difíciles o complejos– este acto de institucionalización puede resultar equivocado inicialmente, pero no suele ser usual dicha circunstancia. Hay también supuestos en los que caben varias institucionalizaciones alternativas perfectamente válidas, como son los típicos casos de calificar jurídicamente un supuesto de daños como responsabilidad contractual o extracontractual (como, por ejemplo, ha acontecido con los daños derivados de accidente de trabajo o los derivados de negligencias médicas).

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Ibidem, pág. 260.

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Este acto previo de institucionalización, de carácter puramente dogmático, tiene importantes consecuencias para la continuación del razonamiento jurídico-práctico, pues supone el despliegue mental en el jurista del grupo normativo regulador de la institución elegida. Este grupo normativo (el régimen jurídico de la institución) va a determinar el siguiente paso en el razonamiento, cual es el de que el operador jurídico va a saber qué hechos necesita para la aplicación de las normas correspondientes. Esto es, el acto previo de institucionalización determina los criterios para la obtención de los hechos relevantes del caso, para la reconstrucción jurídica del problema a resolver. No se trata de una reconstrucción histórica de un suceso, sino de extraer los elementos reales jurídicamente relevantes. Esta extracción también, lejos de ser objetiva, supone una reelaboración de la realidad por parte del jurista, por cuanto nuevamente, estos hechos son objeto de actos secundarios de institucionalización, es decir, el jurista, inconscientemente, realiza calificaciones jurídicas de realidades fácticas. Estas calificaciones le sugerirán a su vez otros datos fácticos, y así, fruto del razonamiento jurídico, ha construido una versión del caso ajustada a las normas que pretende aplicar. Con esta construcción falsamente (incompletamente) fáctica, la obtención de las normas aplicables resulta más sencilla desde este punto de vista (otra cosa será que se planteen también problemas de aplicación o selección de la norma a aplicar). En nuestra opinión, el razonamiento jurídico es esencialmente un razonamiento dogmático, no es un razonamiento tópico, ni retórico ni dialéctico, ni forma parte del discurso práctico racional, como ya hemos tenido ocasión de abordar. Y es dogmático porque opera mediante categorías dogmáticas extraídas de las normas jurídicas vigentes. Se razona con conceptos e instituciones primariamente, que son los elementos que estructuran y enlazan las normas. Los jueces razonan aplicando dogmáticamente normas jurídicas, siendo la aparición de argumentos no jurídicos de menor importancia (que no constituyen, por otro lado, la ratio decidendi de la controversia). También, evidentemente, como el razonamiento jurídico se realiza con el lenguaje ordinario junto al técnico-jurídico, aparecen razonamientos de sentido común, pero siempre relacionados con la aplicación de la norma concreta. Consecuentemente, el razonamiento jurídico-práctico (como lo es también el teórico) es sobre todo dogmático. De ahí que la dogmática ha sido, en nuestra opinión, el motivo esencial del desarrollo y perfección del razonamiento jurídico-práctico. En relación con lo anterior, hay que decir que un análisis empírico del razonamiento que realizan los operadores jurídicos nos lleva a establecer algunas conexiones entre el razonamiento utilizado por los abogados en sus escritos (y también en sus intervenciones orales, que son o pueden ser distintas de las escritas), los jueces en sus sentencias, los registradores en sus calificaciones, los funcionarios técnicos en sus propuestas de resolución o los escritos doctrinales. Del análisis de todos estos tipos de razonamiento jurídico se extrae que existe un común denominador en la estructura del razonamiento jurídico, y este sería propiamente el razonamiento jurídico como tal, el resto serían razonamientos prestados del razonamiento general, que a pesar de usarse en el ámbito jurídico no son jurídicos. Esta estructura del razonamiento está atravesada y configurada con elementos dogmáticos, con lo que el peso de la dogmática en cualquier argumentación jurídica es determinante. Como hemos sostenido, el razonamiento jurídico estricto se basa siempre en normas jurídicas, dado que los argumentos o razones que utiliza son o bien normas jurídicas o se

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extraen de éstas, siendo en este último punto donde la dogmática hace su expresa aparición (aunque en el manejo directo de normas también se detecta su presencia). Así, el razonamiento jurídico propiamente dicho utiliza como argumentos: 1. Las normas jurídicas, tal y como aparecen formuladas en los textos normativos. 2. Argumentos lógicamente extraídos (deducidos o inducidos) de la consideración conjunta de varias normas jurídicas, sin elaboración conceptual. 3. Argumentos dogmáticos, esto es, utilización de conceptos jurídicos, instituciones o principios de construcción doctrinal o jurisprudencial, siempre amparados, o al menos no contradichos, por las normas jurídicas vigentes. Junto a estos razonamientos jurídicos, y siempre en apoyo de éstos, aparecen otra serie de argumentos que no son jurídicos (formarían parte de la argumentación jurídica en sentido subjetivo), porque el lenguaje jurídico forma parte del lenguaje ordinario y porque la resolución de los casos concretos siempre parte de hechos de la realidad que tienen relevancia jurídica pero que no son jurídicos, por pertenecer a otras parcelas del saber (datos científicos, técnicos, etc., que constituyen normalmente el objeto de las pruebas periciales) o por pertenecer al sentido común (conocimientos generales). Además, podemos detectar un tercer grupo de argumentos, que son los argumentos retóricos o persuasivos, que no son jurídicos tampoco, sino que pretenden convencer al operador jurídico que debe adoptar la decisión (el juez normalmente, pero también puede ser una audiencia o auditorio determinado, cuando el que argumenta se dirige a un público, como es el caso de un político ante la opinión pública, o de un profesor universitario que elabora un trabajo doctrinal, cuyo público es el resto de la comunidad científica especializada). Aquí cabe cualquier argumentación (que no es jurídica en sentido objetivo), pues lo importante es el fin perseguido. Así, pueden citarse: - Intuiciones. - Apelaciones al sentido común, esto es, a criterios sociales derivados de la experiencia vital. - Uso de lenguaje sentimental o emotivo. - Juicios de valor o estimativos (cuando se dice que algo es injusto, abusivo, etc., pero no en el sentido técnico-jurídico, sino que se utiliza del mismo modo que cuando alguien lego opina sobre un tema). - Conveniencia de la decisión atendiendo a la bondad de sus consecuencias o, en sentido contrario, a las graves consecuencias que se derivarían de no adoptarse dicha decisión. En estos casos, el argumento se basa en que la decisión a adoptar va a afectar por hipótesis a otros muchos casos. (argumentos que podríamos denominar políticos, pues tratan de infundir en el órgano decisor la creencia de que es un legislador). - El escaso o gran perjuicio económico que supone la decisión (argumentos que también van en la línea anterior). - Atención a cualidades personales de las partes afectadas por la decisión, a pesar de que estas sean irrelevantes para la aplicación de la norma jurídica. Por último, hay que hacer referencia al sentido común, al cual ya nos hemos referido anteriormente. El sentido común no es sino una expresión que hace referencia a la racionalidad

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común que rige el pensamiento, cualquiera que sea su objeto concreto. A veces, cuando se argumenta jurídicamente, se alude al sentido común, pero éste en nuestro ámbito, no deja de ser un argumento retórico que refuerza razonamientos apoyados en normas jurídicas (las normas jurídicas, al fin y al cabo, tienen una pretensión intrínseca de racionalidad, es decir, responden al sentido común). El operador jurídico no puede fundamentar sus decisiones en el sentido común en ningún caso, ni siquiera en la hipótesis teórica de falta de norma aplicable para resolver un caso, pues el Ordenamiento jurídico dispone de los mecanismos necesarios para aportar, al menos, una solución fundada en Derecho, acudiendo a los principios jurídicos, que permiten al Juzgador elaborar razonamientos normativos a partir de aquéllos153. En definitiva, pues, que conviene clarificar que es en los razonamientos jurídicos donde la dogmática tiene su campo de aplicación, mientras que en el resto de los argumentos referenciados, al no ser jurídicos (objetivamente), no tiene lugar la aplicación de normas, conceptos o instituciones, pues se trata de argumentos utilizados solamente en apoyo de los razonamientos propiamente jurídicos. 4.

LA INSTITUCIÓN JURÍDICA COMO ELEMENTO CENTRAL DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO

Consecuentemente con lo expuesto hasta ahora, el razonamiento jurídico-práctico es por ello un razonamiento dogmático y, esencialmente, podría decirse que es un pensamiento institucional, por cuanto la institución jurídica es la categoría central en torno a la cual giran y se coordinan sistemáticamente un grupo de normas jurídicas que son soluciones a problemas sociales concretos, aglutinadas por una serie de conceptos jurídicos y presididas por uno o varios principios jurídicos informadores que justifican la pervivencia social y jurídica de dicha institución. Las instituciones jurídicas vertebran el uso del razonamiento jurídico-práctico, proporcionando a éste un conjunto de argumentos jurídicos coherentes para la solución del problema. La institución es una categoría que se usa asiduamente en el ámbito sociológico, y su configuración es plenamente aplicable al ámbito jurídico. Tierno Galván la ha conceptuado como la “regulación de un conflicto por un sistema de respuestas seguro y reiterable”, indicando que “la norma es una respuesta que regula o tiende a regular las homeostasis de un conflicto. Si esa regulación es sistemática, segura y reiterable, disponemos de una institución”154. La institución constituye, así, el modo más regular y más general de superar el conflicto, de tal modo que “si no hay conflictos no hay instituciones”, indicando el autor citado que “una institución que no regulase una u otra clase de conflicto sería una suma de actos gratuitos”155. Tierno Galván señala también que “sobre el concepto de institución han gravitado modernamente dos tendencias dispares. Una, de carácter jurídico, según la cual institución es 153 Cfr. en este sentido, DWORKIN, R., trad. M. Guastavino, Los derechos en serio, Ariel, Barcelona, 1984, págs. 146-208. 154 TIERNO GALVAN, E., Conocimiento y ciencias sociales, Tecnos, 1ª reimp., Madrid, 1973, pág. 63. 155 Ibidem, págs. 64-65. El autor señala también que una institución es un modelo de soluciones para resolver conflictos y que estos modelos tienen las notas de reiteración, seguridad, etc. (cfr. pág. 195), entendiendo por modelo la “concreción suficiente para una serie homogénea e indefinida de casos” (pág. 42).

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un conjunto de normas que regulan un conjunto de hechos definidos por las propias normas como jurídicos. Así, la compraventa es una institución. La otra tendencia ha tenido un carácter preferentemente antropológico, y desde este punto de vista se ha entendido por institución el conjunto coherente de usos, costumbres o prácticas que definen el comportamiento de un grupo. En este sentido, la guerra es una institución”156. Precisamente, utilizando estas categorías sociológicas, las instituciones jurídicas no son otra cosa que modelos estandarizados de conflictos jurídicos, y esa ha sido la consideración básica tomada en cuenta por la dogmática jurídica para la construcción de dicho concepto jurídico, que ha contribuido, en mi opinión, más que ninguna otra a perfeccionar el Ordenamiento jurídico, hasta el punto de que el funcionamiento elemental del razonamiento jurídico-práctico parte de ser un pensamiento institucional, como hemos señalado. Las instituciones jurídicas se erigen así en categoría fundamental del razonamiento jurídico-práctico, y ello porque constituyen algo más que una categoría dogmáticoconceptual: son el reflejo jurídico de un conjunto de problemas típicos que acontecen en la realidad social, cuya resolución ha obligado al Derecho a dictar normas que los solucionen. De este modo, la progresiva evolución en el tiempo de las instituciones jurídicas supone el perfeccionamiento de las mismas, en el sentido de que los distintos problemas y soluciones que se han dado a éstas van perfilando sus características y contornos, dando lugar incluso a la formulación por abstracción o deducción de los principios que las informan o inspiran. La prueba de que la institución jurídica no es un mero concepto teórico, sino que es un concepto cuya creación resulta obligada por una realidad social problemática que lo demanda, es que las instituciones no surgen por ninguna operación lógico-deductiva de conceptos jurídicos superiores o de otras instituciones157, sino que es la sociedad la que las crea. Posteriormente, la ciencia jurídica las perfilará y razonará con ellas, pero no realiza ningún acto creativo o fundacional de las mismas. Cuando la institución jurídica ha sido creada por casos anteriores, pasa a ocupar un lugar preeminente en el razonamiento jurídico-practico. En este sentido, no sólo es que la resolución de un caso concreto comience siempre con un acto previo de institucionalización, esto es, el encaje del supuesto concreto en una institución jurídica, sino que, además, el razonamiento utiliza la institución jurídica como elemento aglutinante de los recursos técnico-jurídicos que se van a utilizar en la resolución del caso. Es decir, la institución elegida contiene una serie de principios directores de funcionamiento de la misma y un elenco de problemas típicos y sus soluciones en los que el jurista práctico va a encajar mentalmente el caso. Si el caso es sencillo, la respuesta aparecerá inmediatamente; si no lo es, la configuración mental que tiene de la institución le aproximará al problema y le aportará unos criterios con los que encontrar la solución, que irá perfilando progresivamente, según el proceso que hemos denominado de la inmediatez normativa, de solución más cercana hasta llegar al razonamiento basado en principios generales (razonamiento principial), que le lleva a adoptar una posición cercana a la del legislador. La categoría dogmática de la institución jurídica es, por tanto, en nuestra opinión, fundamental para el razonamiento jurídico-práctico. Mientras que en la Ciencia del Derecho 156 157

Ibidem, pág. 192. En este sentido, DIEZ-PICAZO, L. Experiencias jurídicas y teoría del derecho, cit., págs. 177-178.

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teórica la denominada concepción institucional del Derecho ha aparecido formulada en contraposición, o como superación, de la concepción normativa del mismo158, y muchas veces con tintes ideológicos, en el ámbito práctico constituye un elemento fundamental, pues el razonamiento jurídico se estructura, ante todo, institucionalmente. De Castro ha definido a las instituciones jurídicas como “las formas básicas y típicas de la organización jurídica total” que han “alcanzado la firmeza de lo fundamental”159, y como tales presentan un fuerte componente político configurador del modelo de Estado. Pero aquí nos interesa atender a la categoría de institución jurídica desde un plano estrictamente dogmático y aséptico ideológicamente. En este sentido, Díez-Picazo ha señalado que “las instituciones son respuestas a grupos de problemas sociales o económicos” y que “una institución no es en rigor nada más que una serie de problemas sociales típicos –típicos por su constancia y por su repetición y típicos también por la configuración o por la conformación que adoptan– junto con una serie de soluciones que a estos problemas da en un determinado momento histórico una determinada comunidad o grupo humano”. Con las instituciones jurídicas “el Ordenamiento jurídico da respuesta a un conjunto de necesidades sociales, acogiendo determinados repertorios de comportamientos. Su sentido es así eminentemente funcional y problemático”160.También en este sentido, García de Enterría ha incidido en que las instituciones “son las verdaderas piezas maestras del funcionamiento de la vida jurídica”, configurándose en orden a “círculos problemáticos concretos”161. Desde este punto de vista, la institución jurídica es un criterio clasificatorio de agrupación de las normas jurídicas, como pueden ser la noción de relación jurídica o la de situación jurídica, pero se diferencia de éstas en revestir además un carácter de permanencia e identificación que afecta a todo el Ordenamiento jurídico y que incluso conforma la estructura básica del mismo162. Por otra parte, las normas no se agrupan sin más en torno a una institución jurídica, sino que ésta presenta unos principios o rasgos directores que impregnan y aglutinan a las normas que la integran formando un conjunto sistemático (una especie de microordenamiento jurídico). Incluso la institución jurídica tiene una importante vis atractiva respecto de las nuevas normas que se incorporan al Ordenamiento, que tienden a integrarse dentro de las instituciones jurídicas, lo que evidencia el carácter estructural que tienen las instituciones respecto del Ordenamiento jurídico, frente a las normas jurídicas, que forman parte del Ordenamiento pero no lo estructuran. El jurista práctico, a medida que su experiencia aplicativa aumenta, agrupa los casos de la misma naturaleza en torno a las instituciones jurídicas. Los problemas jurídicos se clasifican Cfr. DIAZ, E., Sociología y Filosofía del Derecho, cit., págs. 54-55. DE CASTRO, F., Derecho Civil de España, cit., págs. 562-563. En este sentido, también DIEZ-PICAZO, L. Y GULLON, A., Sistema de Derecho Civil, Volumen I, Tecnos, 11ª ed., Madrid, 2003, quienes definen la institución jurídica como “una realidad social típica regulada por normas jurídicas” (págs. 201-202). 160 DIEZ-PICAZO, L., Experiencias jurídicas y teoría del derecho, cit., 1983, pág. 178. 161 GARCIA DE ENTERRIA, E., en el Prólogo a la traducción española de VIEHWEG, T., Tópica y jurisprudencia, cit., págs. 18-19. 162 En este sentido, DE CASTRO, F., Derecho Civil de España, cit., ha señalado que “las distintas relaciones jurídicas nacen o mueren al correr de los sucesos, por voluntad de los individuos o por cambio de disposiciones reglamentarias; mientras que la inclusión o exclusión de una figura jurídica, como institucional, tienen un valor político primario, pues significa un cambio en la composición de la verdadera constitución jurídica del pueblo” (pág. 563). 158 159

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también en torno a su tipicidad, y el pensamiento institucional práctico lleva a la formulación de un concepto de institución jurídica más amplio y flexible que el teórico, pues dentro de las instituciones básicas de un sector del Ordenamiento jurídico, distingue lo que podríamos denominar subinstituciones en atención a que dentro de cada institución se agrupan a su vez normas en torno a problemas típicos. Por eso, por ejemplo, dentro de la institución del contrato existen a su vez una serie de subinstituciones menores como la del incumplimiento, la nulidad, etc; o el matrimonio, donde la subinstitución práctica más relevante es la disolución. Lo cierto es que el jurista práctico ante un caso concreto opera fundamentalmente con un razonamiento institucional, pues encaja mentalmente el problema en una institución, que para él es un grupo de normas que se rigen por unos principios directores, siendo también un grupo de casos típicos que se resuelven técnicamente de determina manera. La posición del jurista ante un caso concreto de la praxis le conduce a economizar los razonamientos teóricos y usar sólo los funcionalmente admisibles para la solución.

CAPÍTULO XII. LA INTEGRIDAD DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO (1): EL DERECHO COMO SISTEMA

1.

LA PRETENSIÓN DE INTEGRIDAD DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO

El razonamiento jurídico-práctico tiene como objetivo la búsqueda de una solución justa a un problema concreto, utilizando (aplicando) para ello los instrumentos normativos que le proporciona el Ordenamiento jurídico. De este modo, este razonamiento reviste un carácter esencialmente pragmático. En tal sentido, pudiera pensarse que este razonamiento es todo lo contrario a un razonamiento de tipo sistemático, pues la noción de sistema se vincula en muchas ocasiones a la de rigidez, y de ahí que se oponga al pragmatismo, caracterizado, entre otras cosas, por su flexibilidad. Pues bien, nada de esto ocurre en el Derecho. Ciertamente, el pensamiento tópico –según vimos– y su consideración del problema como núcleo central, partía de la asistematicidad del Derecho, pero nuestra opinión es radicalmente opuesta a tal consideración. Es más, el razonamiento jurídico-práctico, aunque su finalidad sea la de solucionar casos concretos, no puede operar con las normas jurídicas (con el Ordenamiento jurídico, en definitiva) como si de una chistera se tratase y sacar una norma jurídica que le resuelva el problema, sino que su proceder intelectual implica vislumbrar el Ordenamiento jurídico como un todo interrelacionado, donde cada aplicación de una norma o principio para la resolución de un problema tiene una resonancia en la estructura de aquél. Es así que el razonamiento jurídico-práctico concibe o contempla el Derecho como sistema, es decir, como un todo único, pleno y coherente en el cual sus elementos forman una estructura relacional entre los mismos. A esto es a lo que denominamos pretensión de integridad del Ordenamiento jurídico. El razonamiento parte y aspira a transformar el Derecho en un conjunto racional, aunque en la realidad el Derecho se presente precisamente como una creación vital que ha ido creciendo lentamente a lo largo de la historia, como un producto de la voluntad, más que de la razón. Consecuencia de ello es su naturaleza asistemática, al menos

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en parte, y por tanto, el Ordenamiento jurídico real aparece como complejo y fragmentado (frente a la unidad), incompleto (frente a la plenitud) y, en ocasiones, incoherente (pues ante un caso pueden surgir distintas soluciones). Sin embargo, el razonamiento jurídico-práctico, al operar racionalmente con el Derecho vigente en la búsqueda de una solución justa para un caso concreto, tiende a transformar a éste en un sistema presidido por los caracteres de unidad, plenitud y coherencia, resolviendo los problemas aplicativos que pudieran surgir. Esto supone que el Derecho real no ostenta estas características (aunque el razonamiento jurídico-práctico, y el teórico, sí actúa como si las tuviere, lo que evidencia su carácter dogmático). Así, cuando muchas veces caracterizamos al Derecho con ellas, estamos partiendo, sin darnos cuenta, de que éste es un Derecho ideal, un Derecho en tendencia, un Derecho progresivamente perfeccionado por el razonamiento jurídico-práctico, al ser aplicado para la resolución de problemas concretos, y por la continua labor depurativo-conceptual de la dogmática jurídica. Respecto a esta cuestión de si el Ordenamiento jurídico constituye o no un sistema, parece evidente que si el Ordenamiento jurídico se contempla desde una perspectiva estática como conjunto normativo la respuesta ha de ser evidentemente negativa, puesto que el Ordenamiento jurídico de un país o comunidad ha ido configurándose a lo largo del tiempo (y de siglos incluso respecto de algunos sectores del mismo) a base de conservar, modificar o derogar las normas que lo integran. La consecuencia es la existencia de conglomerados normativos con distintas finalidades y regulaciones parciales o incompletas por definición. Puede hablarse de parcelas con mayor sistemática que otras, pero parece claro que el Ordenamiento jurídico, como obra de lenta configuración a lo largo del tiempo, no aparece como un todo sistemático. Sin embargo, la perspectiva dinámica del Ordenamiento jurídico, esto es, la consideración de las normas que lo integran configuradas como un todo que se pone en funcionamiento para resolver los conflictos de los ciudadanos de manera justa (la aplicación del Derecho, en definitiva), nos lleva a una conclusión muy distinta: la pretensión sistemática del Ordenamiento jurídico. El Ordenamiento jurídico contiene –o aspirar a crear– mecanismos internos que le permitan funcionar como un sistema, y en definitiva a tener un funcionamiento racional cuando se pone en movimiento para resolver un caso concreto. De este modo, tenemos una evidencia de que la aplicación del Derecho no es sólo una faceta de este, sino una parte esencial que determina que el Ordenamiento jurídico aspire a su racionalidad, y por tanto a su integridad sistemática o coherencia interna. Así, las normas dispares y aluvionales que lo componen se ven obligadas a relacionarse entre sí, siendo interpretadas y pulidas de forma que funcionen coordinadamente para encontrar la solución a la cuestión jurídica que se plantee. 2.

LA CONSTRUCCIÓN DEL SISTEMA JURÍDICO

El razonamiento jurídico-práctico, por su misma configuración como pensamiento racional, reconstruye incesantemente el Ordenamiento jurídico en su aplicación y lo va

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perfilando cada vez más como auténtico sistema, eliminando las normas contradictorias, interpretando las normas de la forma que mejor encajen entre ellas y creando nuevas normas o deducciones normativas que suplan las lagunas existentes. En definitiva, que el razonamiento jurídico es el que dota de racionalidad y coherencia al Ordenamiento jurídico, a pesar de que este crezca normativamente mediante el agregado constante –y en nuestra época, a un ritmo trepidante– de nuevas normas. No cabe duda, que la presumible racionalidad del legislador debería contribuir a lograr una mayor sistematicidad del Ordenamiento jurídico, pero lo cierto es que la pluralidad de normas existente –y proveniente además de diferentes Poderes creadores de normas– determina que sea el razonamiento jurídico-práctico el que vele por la sistematicidad del Ordenamiento jurídico, junto, evidentemente, a la dogmática jurídica, que actúa en un plano predominantemente teórico. De este modo, constituye un fundamento del razonamiento jurídico-práctico, esto es, una regla de su actuar, el de encontrar una solución justa al caso planteado partiendo o realizando una consideración de las normas jurídicas aplicables dentro del Ordenamiento jurídico global, y por tanto, realizando una interpretación sistemática de las mismas dentro de éste. No es pensable, así, un razonamiento jurídico-práctico correcto según una norma o normas determinadas que contradiga lo establecido en otras de aplicación, sean del nivel normativo que sean (desde constitucionales hasta las reglamentarias). En este punto de la construcción sistemática del Ordenamiento jurídico, debe destacarse la labor realizada por el razonamiento jurídico-teórico, esto es, por la doctrina o Ciencia jurídica. La contribución del razonamiento jurídico-práctico (por su misma esencia, racional) a la construcción sistemática del Ordenamiento no debe ocultar que la sistematización del Derecho vigente es una tarea fundamentalmente teórica. En este sentido, la dogmática ha tomado las normas jurídicas que integran el Ordenamiento jurídico y, con base en las mismas, ha extraído –o construido directamente– una serie de dogmas jurídicos que constituyen los elementos que estructuran el Sistema jurídico. Estos dogmas son de distintas clases, según ya apuntamos en el anterior capítulo: 1. Estarían los principios generales vertebradores del propio Sistema, conectados entre sí, y que dotarían de sistematicidad al Ordenamiento. 2. Estarían las instituciones jurídicas, respecto de las cuales la dogmática establece su denominación específica jurídica y sus notas características, aunque, como ya hemos manifestado, conviene recordar que la institución es originariamente un fenómeno social anterior al jurídico, dado que el Derecho representa respecto de la misma una respuesta normativa reguladora del grupo de problemas sociales o económicos típicos que acoge la institución. 3. A su vez, dentro de cada institución estarían los principios generales de la misma (la función de la institución) y los conceptos jurídicos elaborados en torno a los problemas que conforman la institución. 4. Finalmente, cada concepto jurídico estaría conformado por el conjunto de normas jurídicas relativas a dicho concepto, que incluiría también las decisiones judiciales o las opiniones doctrinales vertidas sobre la operatividad práctica de normas. Con todas las tachas de dogmatismo que cabe efectuar a la corriente doctrinal que en su día se denominó Jurisprudencia de conceptos, resulta evidente que realizó esenciales

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aportaciones a la sistematización del Derecho, la cual deriva de la racionalidad que debe presidir el mismo en los Ordenamientos evolucionados. Aun negando que el Ordenamiento jurídico real constituya un sistema, parece innegable que el Ordenamiento funcione como un sistema, y en todo caso, el ideal sería que funcionase como tal. El enfoque sistemático del Derecho ayuda a comprender cómo opera realmente163. La vertebración o estructuración que conlleva todo sistema implica la existencia de un conjunto de elementos relacionados entre sí, y este es el caso de los dogmas jurídicos enunciados, pero otra cosa es afirmar que dichos dogmas se deducen lógicamente unos de otros, existiendo unos axiomas primarios de los que lógicamente surgen los demás, como afirmase la Jurisprudencia de conceptos. No hay conexiones lógicas necesarias entre los dogmas jurídicos, al menos en los más relevantes. Hemos visto que el surgimiento de las instituciones jurídicas se debe a un proceso de abstracción de la existencia de un grupo de problemas o conflictos típicos que surgen en una sociedad. Hay simplemente un surgimiento por agregación y no por derivación lógica. Otra cosa es que a posteriori la ciencia jurídica cree conexiones relacionales entre las instituciones, pero las instituciones, los principios o los conceptos jurídicos no surgen en su mayoría por derivación lógica unos de otros. Es la aparición del problema o caso concreto el origen del dogma jurídico, y el surgimiento de los problemas jurídicos en una sociedad no puede explicarse con arreglo a reglas lógicas, sino con arreglo a reglas económicas o sociales. Por ese mismo motivo, la abstracción que implica la formulación de cualquier dogma jurídico no puede hacernos olvidar su conexión con la resolución de casos concretos y su vinculación al problema. Si el dogma no es eficaz para aportar criterios de resolución del problema, pierde todo sentido, permaneciendo en el cielo conceptual. Uno de los precursores de las modernas teorías de la argumentación jurídica, Viehweg, en su obra clásica sobre la materia Tópica y jurisprudencia, ha sostenido la insistematizabilidad del Derecho. Concretamente, señala que “mientras unas disciplinas pueden encontrar unos principios objetivos seguros y efectivamente fecundos en su campo, y por eso pueden ser sistematizadas, hay otras, en cambio, que son insistematizables, porque no puede encontrarse en su campo ningún principio que sea al mismo tiempo seguro y objetivamente fecundo. Cuando este caso se presente, sólo es posible una discusión de problemas. El problema fundamental previamente dado se hace permanente, lo que en el ámbito del actuar humano no es cosa inusitada. En esta situación se encuentra, evidentemente, la jurisprudencia”164. Obviamente, según lo que hemos expuesto más arriba, no podemos estar de acuerdo con tales afirmaciones, y así lo expresamos en el capítulo relativo a la tópica jurídica. La aportación de Viehweg a la metodología del razonamiento jurídico-práctico ha sido esencial, por cuanto ha resaltado el carácter fundamentalmente problemático del pensamiento jurídico cuando se enfrenta a la resolución de un caso concreto, y ciertamente, como el autor afirma, para la Ciencia jurídica se trata simplemente de la cuestión ineludible de qué sea lo justo aquí y ahora (la aporía fundamental), y “esta cuestión irrehusable y siempre emergente es el problema fundamental de nuestra rama del saber. Como tal, domina e informa toda la disciplina”165. Pero otra cosa distinta es derivar de tal postulado la insistematizabilidad 163 164 165

Cfr. PRIETO SANCHIS, L., Apuntes de teoría del Derecho, Trotta, 6ª ed., Madrid, 2011, pág. 106. VIEHWEG, T., Tópica y jurisprudencia, cit., pág. 141. Ibidem, pág. 141.

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del Derecho por el hecho de que se enfrente constantemente a la resolución de problemas concretos. En este sentido, no podemos compartir la opinión de este autor de que la Ciencia jurídica no cuenta con principios objetivos seguros y fecundos, porque ello no es cierto. La Ciencia jurídica, operando sobre las normas, ha construido un edificio dogmático en torno a las instituciones jurídicas o conceptos fundamentales. Las normas se agrupan en torno a estas categorías informadas por una serie de principios jurídicos objetivos que son seguros, por cuanto se desprenden lógicamente de las normas jurídicas existentes, y fecundos también, por cuanto contribuyen a la resolución de cuestiones jurídicas de cierta complejidad que las normas jurídicas por sí solas no alcanzan a resolver. Frente a la opinión de Viehweg, la resolución de un problema jurídico pone en funcionamiento toda esta estructura jurídica que constituye el Ordenamiento jurídico, y cuando el razonamiento jurídico pretende encontrar la solución justa, aplica este Ordenamiento de una forma sistemática, relacionando todas las normas, categorías dogmáticas y principios aplicables de un modo sistemático. La mente jurídica es racional, y el actuar sistemático es consustancial a la racionalidad. No resuelve un problema jurídico tomando cualquier punto de vista o tópico aplicable al mismo para justificar su solución, sino que encauza el problema institucionalmente, esto es, dentro de un grupo típico de casos considerado por el Derecho, y posteriormente busca la norma jurídica o principio aplicable, anclado o extraído éste de dichas normas, para luego formular una argumentación basada en normas jurídicas que sea coherente y sin contradicciones dentro del Ordenamiento jurídico, y acorde con unos criterios mínimos de justicia. Es decir, que la solución a un problema jurídico concreto es precisamente donde el Ordenamiento jurídico muestra al máximo su carácter sistemático. Es más, si se nos apura, el carácter sistemático del Derecho es una exigencia derivada del mismo ideal de justicia. No podemos considerar el Ordenamiento jurídico como un conglomerado caótico del que extraer a nuestra conveniencia soluciones dispersas para resolver un problema dado. Este modo de proceder es quizá, en mi opinión, el aspecto más negativo que han supuesto las teorías del pensamiento tópico o de la nueva retórica en su aplicación al razonamiento jurídico. Cuando la Ciencia jurídica pretende un conocimiento sistemático del Derecho, lo que persigue es obtener una contemplación unitaria o de conjunto del mismo, sin perjuicio de clasificar en atención a varios criterios su contenido. Esta visión unitaria implica la eliminación de las contradicciones que se presenten y la eliminación también de cualquier situación de vacío normativa o laguna. Asimismo, en cuanto conjunto unitario la ciencia jurídica elabora y busca los valores y principios jurídicos que aglutinan a todas las normas jurídicas en torno a ese conjunto. Pero toda esta actividad, sin perjuicio de su función didáctica y clarificadora, debe orientarse a facilitar la técnica aplicativa del Derecho para solucionar los casos concretos que se planteen y obtener siempre una solución que sea, además, la más justa posible. No cabe duda que aclarando los conceptos jurídicos y sus relaciones sistemáticas se contribuye a una más segura y eficaz aplicación de las normas jurídicas al caso concreto. 3.

EL ORDENAMIENTO JURÍDICO COMO SISTEMA

Es habitual utilizar la expresión “Ordenamiento jurídico” como equivalente a la de “Derecho objetivo” y tal uso puede considerarse correcto, por cuanto en ambos casos queremos

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referirnos al conjunto de normas jurídicas (que, en definitiva, ordenan la sociedad) que integran el Derecho vigente de un país en un momento dado. Sin embargo, el término “Ordenamiento jurídico” va más allá que el de “Derecho objetivo”. Mientras que la perspectiva de las normas jurídicas como integrantes del Derecho objetivo es meramente descriptiva, en el sentido de enumerar y delimitar qué normas pertenecen a un Derecho concreto de un país o comunidad política, la perspectiva de las normas jurídicas como integrantes de un Ordenamiento jurídico implica una consideración sistemática de las mismas, de tal modo que hablar de Ordenamiento jurídico implica considerar al Derecho objetivo como un sistema jurídico166. La atribución de la cualidad de Sistema a un conjunto dado (en este caso, un grupo de normas jurídicas que rige en un país, esto es, el Derecho objetivo) implica considerar a este grupo normativo como integrante de un todo en el que sus partes están relacionadas entre sí de un modo necesario e interdependiente. Es decir, todo lo contrario a la consideración del Derecho objetivo, que contempla a las normas jurídicas como lo que son en realidad, un conglomerado normativo que se ha ido formado en el tiempo y compuesto de un sinfín de normas heterogéneas aprobadas con fines diversos y con lenguajes jurídicos distintos. Podría decirse que el Ordenamiento jurídico contempla un Derecho objetivo ideal, en contraposición al Derecho objetivo que realiza una visión real, meramente descriptiva del Derecho vigente. El Ordenamiento jurídico es así una noción que indica o dirige al Derecho objetivo hacia lo que debiera ser, y en cuanto tal es una categoría jurídica creada por el razonamiento jurídico para explicar y facilitar la comprensión y aplicación de las normas jurídicas. En este sentido, Guastini ha señalado que “el ordenamiento en cuanto sistema no preexiste a la interpretación y a la construcción jurídica: el “sistema” jurídico no es otra cosa que el resultado de la actividad de sistematización de los juristas: solución de antinomias lógicas y de falta de armonía axiológica, elaboración de normas implícitas, integración de lagunas”167. La cualidad de Sistema jurídico implica, pues, considerar al Derecho como un todo en el que sus partes (las normas) mantienen una relación estructural continua interdependiente, y se caracteriza fundamentalmente por ser único, pleno y coherente. Así, la relación de las normas es estructural por cuanto las mismas aparecen distribuidas y ordenadas en una serie de grupos normativos que las categorizan. La realización de esta distribución ordenada la efectúan una serie de normas específicas que indican cómo se producen el resto de las normas y qué relaciones tienen entre sí. La relación es además continua, por cuanto la idea de Sistema jurídico implica permanencia o continuidad en el tiempo, a pesar de que las normas jurídicas se vayan sustituyendo continuamente unas por otras. Finalmente, la relación entre las normas jurídicas es interdependiente, en el sentido de que existe dependencia recíproca de unas respecto de otras. Esta situación implica que cualquier cambio de una norma jurídica tiene su repercusión en todo el Sistema jurídico, de tal modo que este debe reajustarse con cada modificación normativa. Estos reajustes no son sólo explícitos (los supuestos en que una norma deroga a otra), sino frecuentemente 166 167

En este sentido, puede verse CARBONNIER, J., Sociología jurídica, cit., págs. 115-116. GUASTINI, R., Interpretar y argumentar, cit., pág. 288.

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implícitos en el sentido de que la incorporación de cada norma al Sistema jurídico obliga a una reinterpretación constante del mismo para lograr la máxima consistencia entre sus partes. Por otro lado, la pretensión científica de convertir al Derecho en un Sistema jurídico –y que éste, consecuentemente, funcione como tal– debe matizarse en el sentido de que dicha pretensión viene operando mediante la construcción de subsistemas jurídicos dentro de aquél, los cuales corresponden a los grandes sectores o ramas del Derecho. Esta situación se debe inequívocamente a que los principios jurídicos y normas generales que rigen cada sector son distintos, fomentando la creación de estructuras jurídicas sistemáticas dentro de éstos. Si bien, hay que decir que nada impide la construcción del Sistema jurídico global que contenga dichos subsistemas, pues es posible extraer una caracterización común de todo el conjunto normativo con arreglo a unos principios comunes, lo cual es deseable no sólo en el aspecto teórico, sino también en el práctico, donde la resolución de multitud de casos implica la consideración conjunta de normas jurídicas pertenecientes a distintos sectores (piénsese, por ejemplo, en los litigios civiles en materia de propiedad u otros derechos reales, en los cuales progresivamente se produce cada vez más la aplicación de normas del Derecho urbanístico, en cuanto delimitadoras del derecho de propiedad). En este sentido, el que la Ciencia jurídica viva un tiempo de progresiva especialización, motivada por la creciente complejidad (y masificación normativa sin orden ni concierto), y que conduce inevitablemente a la creación de subsistemas jurídicos cada vez más atómicos, no es óbice para la pretensión de construir un Sistema jurídico global que conecte dichos subsistemas, que por su pertenencia a un mismo Ordenamiento jurídico, deben operar coordinadamente tanto en su formulación teórica como en la resolución de un problema jurídico planteado. En este sentido, es evidente que la conformación del Sistema jurídico como tal, implica la formulación de principios que aúnen los distintos subsistemas jurídicos que lo componen (serían básicamente el subsistema jurídico penal, el civil, el mercantil, el administrativo y el social). Estos principios tendrían su formulación básica en el texto constitucional, que constituiría desde este punto de vista la norma de consistencia axiológica y vertebradora del Sistema, aglutinándose todos los principios básicos de cada subsistema jurídico en torno a una serie de principios jurídicos constitucionales comunes a todos ellos (aun contradictorios entre sí, lo que implica su aplicación o consideración ponderada), para acabar desembocando finalmente en el principio supremo de justicia (con su contenido implícito: los que denominamos criterios mínimos de justicia), principio jurídico básico que no admite contradicción alguna y que se sostiene estructuralmente sobre una dualidad de principios como son la libertad y la igualdad, que son los dos pilares estructurales básicos del Derecho y a través de los cuales éste se despliega a la hora de regular la sociedad. Cuando el razonamiento jurídico actúa (sea en este caso, teórico o práctico), resulta evidente que analiza y utiliza las normas jurídicas desde la perspectiva de considerar al Derecho como un Ordenamiento o Sistema jurídico con las características antedichas, y no como una mera recopilación de normas jurídicas. Cualquier actuación del razonamiento jurídico implica per se una contemplación racional de las normas, una perspectiva que no puede abandonar ni siquiera en su aplicación práctica para resolver un caso concreto, por nimio que éste sea. Y esta contemplación es sistemática por definición, lo que conlleva tener en cuenta todas y cada una de las características que

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vimos con anterioridad. Un abordamiento del problema desde la perspectiva de éste y de un modo asistemático, como afirmaba Viehweg en su teoría tópica del Derecho, sólo puede conducir a errores y a la búsqueda de soluciones creativas del problema sin un engarce jurídico sólido. Si el caso es sencillo, puede ser resuelto con la aplicación de una norma jurídica determinada, lo cual se puede hacer sin mayores complicaciones sistemáticas, pero si el problema a resolver reviste una cierta complejidad, la contemplación normativo-sistemática del mismo es imprescindible si se quiere llegar a una solución justa fundada en razones jurídicas.

CAPÍTULO XIII. LA INTEGRIDAD DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO (2): UNIDAD, PLENITUD Y COHERENCIA DEL SISTEMA

1.

LA UNIDAD DEL SISTEMA

Unidad significa que a pesar de que el Derecho se presente como un conglomerado complejo de normas producido por distintos Poderes políticos, el razonamiento tiende a configurarlo con su visión sistemático-racional como una unidad diferenciada que dispone de reglas de coordinación entre las diferentes normas que lo integran. El postulado de la unidad es una de la consecuencias derivadas lógicamente de la consideración del Ordenamiento como un Sistema, y es precisamente la nota característica que delimita y diferencia a un Sistema jurídico frente a otros. Desde la perspectiva que es objeto de nuestro interés, resulta evidente que el razonamiento jurídico-práctico opera sobre un Sistema jurídico diferenciado y con las normas que éste le suministra, sin embargo, esta afirmación nos lleva al problema que se plantea cuando un Ordenamiento jurídico dado acoge o permite la aplicación de normas procedentes de sistemas jurídicos diferentes, como efectivamente así hacen las normas del Derecho internacional privado. Por otra parte, también el principio de unidad del Sistema lleva a la cuestión de si las normas provenientes de distintos Poderes políticos normativos se integran en un mismo sistema único o forman varios subsistemas jurídicos conectados entre sí, lo cual se plantea en nuestro país con las normas de las Comunidades Autónomas, de las Entidades Locales o con las normas de la Unión Europea. En el caso del Derecho internacional privado parece evidente que las normas jurídicas que se aplican pertenecen inequívocamente a un Sistema jurídico extranjero que habrá de aplicarse con arreglo a sus propios principios y criterios, por lo que la unidad del Sistema jurídico no se ve afectada por tal circunstancia. En el caso de las normas autonómicas, locales o europeas, la conclusión ha de ser la contraria, pues tales normas se integran plenamente junto con la normativa estatal en un único Sistema jurídico. Tales poderes normativos emanan y se justifican por su reconocimiento en la vigente Constitución, rigiéndose básicamente por

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el principio de competencia (aunque también por el de jerarquía). Consecuencia de dicha unidad, es que su aplicación a la resolución de cuestiones jurídicas concretas debe efectuarse sistemáticamente por el razonamiento jurídico con arreglo a los mismos principios jurídicos, así como realizando las interpretaciones necesarias para lograr la máxima coherencia en dicha aplicación. Por otro lado, la consideración de unidad del Ordenamiento jurídico sirve también para establecer los límites del Ordenamiento jurídico frente a la realidad no jurídica, al mundo del no-Derecho (Carbonnier168), es decir, aquellas parcelas de la sociedad que no resultan disciplinadas por el Derecho. La delimitación entre realidad jurídica y no-jurídica es importante porque permite distinguir aquellas situaciones de vacío normativo o laguna de aquellas otras situaciones situadas fuera de los límites de la regulación jurídica, como son muchos aspectos de las relaciones sociales. En relación con estas situaciones, deben mencionarse también las situaciones de desregulación, que son aquellos aspectos de la realidad que han dejado de ser regulados por el Derecho para pasar a no tener regulación alguna, de suerte que no pueden invocarse ante los tribunales. Son los fenómenos que Carbonnier denomina de retirada del Derecho, de abandono de un terreno que ocupaba o que hubiera sido de su competencia ocupar. En este sentido, es evidente que las situaciones de vacío normativo que se produzcan dentro de la realidad jurídica, esto es, dentro del ámbito de unidad del Sistema jurídico, deben ser integradas por los mecanismos analógicos contemplados en las propias normas, en tanto que la ausencia de regulación expresa no significa que no deban regularse. Desde este punto de vista, ante un caso dudoso de este tipo (pensemos en el ámbito de las promesas y la eventual generación de obligaciones jurídicas), el razonamiento jurídico-práctico debe determinar si la falta de regulación jurídica implica la existencia de una laguna jurídica o bien se trata de un conflicto extramuros del Derecho. 2.

LA PLENITUD DEL SISTEMA

La concepción sistemática lleva también a la afirmación del postulado de que el Ordenamiento jurídico siempre tiene (al menos) una solución para cualquier cuestión jurídica que se le plantee, esto es, se rige por el principio de plenitud del Derecho. Este principio supone fundamentalmente la eliminación de las lagunas jurídicas mediante mecanismos de integración. En este sentido, cualquier Ordenamiento jurídico, por su propia configuración, presenta este fenómeno, y por perfecto que sea, siempre lo presentará. No hay que olvidar que la creación de normas jurídicas conlleva la formulación abstracta de soluciones para resolver problemas sociales típicos, y es precisamente esta abstracción la que impide prever todos los posibles conflictos jurídicos que se plantearán (y paradójicamente, es esta misma abstracción la que permite al Derecho tener operatividad práctica). De este modo, el Ordenamiento jurídico se ve abocado a establecer unas normas específicas que

Cfr. CARBONNIER, J., Derecho flexible. Para una sociología no rigurosa del Derecho, trad. L. DíezPicazo, Tecnos, Madrid, 1974, págs.33 y ss. 168

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determinen reglas concretas de actuación ante estas situaciones de vacío normativo, dado que el Derecho real no es, en absoluto, pleno. Si el Ordenamiento jurídico nace con la finalidad de dar una solución justa a cualquier controversia que se plantee, es tanto más perfecto cuanto disponga de más eficaces mecanismos configurados para encontrar dicha solución. Los Derechos arcaicos no habían ideado tales mecanismos, que se deben al desarrollo de la Ciencia del Derecho a través de la dogmática jurídica. Los mecanismos ideados por el Ordenamiento para resolver los supuestos de lagunas o vacíos normativos son dos: el recurso analógico y la creación normativa. El recurso o método analógico es un procedimiento consistente en aplicar una norma jurídica a un supuesto de hecho no contemplado en la misma, pero que guarda semejanza o parecido con el supuesto de hecho de la norma (se trata de la denominada analogia legis). En tal circunstancia, resulta claro que el operador jurídico debe efectuar una valoración comparativa entre los dos casos y establecer los motivos por los que entiende que concurre esa semejanza. En estos supuestos, es precisamente esta justificación de concurrencia de semejanza la que constituye el aspecto fundamental del razonamiento jurídico-práctico. Nuevamente, esta justificación debe ser normativa y la valoración de por qué los dos supuestos de hecho deben de tener una misma consecuencia normativa hace referencia sobre todo a la pertenencia de ambos supuestos a un mismo ámbito institucional regido por principios directores comunes, que son precisamente los que impulsan a la aplicación analógica del supuesto. El impulso implícito que conduce al razonamiento jurídico en estos casos es el principio de justicia, y más concretamente, el criterio formal de justicia del trato igualitario, que conduce racionalmente a una aplicación de la misma consecuencia jurídica a ambos casos porque el razonamiento entiende que son casos semejantes. En cuanto a nuestro Ordenamiento, el recurso analógico aparece expresamente recogido en el art. 4.1 CC, que establece que “procederá la aplicación analógica de las normas cuando éstas no contemplen un supuesto específico, pero regulen otro semejante entre los que se aprecie identidad de razón”, el cual, tomado conjuntamente con la obligación del juez de atenerse al sistema de fuentes establecido recogida en el art. 1.7 CC, lleva a la conclusión de que la libre creación del Derecho por el juez está proscrita en nuestro Sistema, no pudiendo asumir la función o posición de un legislador ante el caso. En los casos de vacío normativo, el juez debe obtener y justificar su decisión con razonamientos estrictamente normativos y la aplicación analógica de otra norma jurídica (analogia legis) o el recurso a los principios jurídicos generales (analogia iuris) debe justificarse con razones estrictamente jurídicas. En ambos casos, el razonamiento no sigue un proceso lógico, pues el decisor jurídico no puede realizar ninguna operación de deducción que le permita obtener la norma análoga aplicable al caso o la obtención del principio jurídico en el que enmarcan la decisión del caso sin norma, ya que el Ordenamiento jurídico no establece tal norma expresa. El razonamiento realiza en estos casos una elección de la norma o principio aplicable que no es explicable desde el punto de vista lógico estricto, pero sí jurídico, porque el razonamiento elige la norma efectuando una operación mental sistemático-institucional tomando el Ordenamiento jurídico como referencia, que es, como hemos repetido, la característica esencial del razonamiento jurídico.

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La comparación analógica se produce atendiendo al encaje de los dos supuestos dentro de un mismo ámbito institucional o de un principio jurídico común a ambas situaciones. Por su parte, la creación normativa permite que el operador jurídico formule una nueva norma jurídica ajustada al caso a resolver. El supuesto paradigmático por excelencia es la sentencia judicial donde, en algunas ocasiones, el Juez debe razonar jurídicamente sin la existencia de una norma jurídica de directa, o analógica, aplicación en la que apoyarse. En estos supuestos, se hace referencia a que el Juez puede decidir en conciencia o en equidad, o, directamente, que el Juez realiza una actividad creativa o innovadora del Derecho, actuando discrecionalmente en estos casos. Tales afirmaciones parecen llevar nuevamente a establecer o permitir que la decisión judicial se justifique con criterios no normativos (sentimientos, valores, intuiciones, como ha sostenido, por ejemplo, el movimiento de la Escuela del Derecho libre), lo cual entendemos que no es así, porque la inexistencia de norma aplicable no significa en modo alguno que el caso a resolver se halle totalmente carente de regulación, dado que en todo caso se enmarca dentro del ámbito de una institución jurídica que cuenta con unos principios jurídicos directores, y, por supuesto, se enmarca dentro del ámbito más general de los principios generales del sector del Ordenamiento en el que se integre el caso y los principios generales del Ordenamiento jurídico. El Juez deberá, pues, justificar su decisión acudiendo a un razonamiento normativo basado en principios jurídicos (la denominada analogia iuris). Piénsese, además, que la hipótesis de creación normativa del juez implica afirmar la posibilidad de crear normas por parte de un Poder del Estado con falta de legitimación democrática, a diferencia del legislador. El juez, en nuestra opinión, puede, según el problema jurídico que se le plantee, tener un amplio margen para resolver el mismo, pero siempre debe justificar y razonar normativamente su decisión, aun acudiendo a principios jurídicos generales. Fruto también de la plenitud del sistema es la construcción sistemática del Ordenamiento jurídico, que realiza la dogmática jurídica. Me refiero a que en muchas ocasiones, la regulación de las distintas instituciones jurídicas presenta no lagunas normativas respecto de casos concretos, sino vacíos normativos derivados de su construcción sistemática. Estos vacíos sistemáticos se completan con recursos dogmáticos como es el acudir a una regulación más general en la que se integra la institución jurídica, o acudir a regulaciones más completas de otras instituciones parecidas. La creación dogmática de la institución del negocio jurídico podría ser un claro ejemplo, y la regulación general de las obligaciones en el ámbito civil podría ser otro. Así, una estructuración de los contratos en torno a las categorías jurídicas de celebración, ejecución o extinción de los mismos, determina que tal esquema o modelo se aplique a todos los contratos. Cuando nos encontremos ante un contrato que no tiene completada tal regulación, el jurista puede acudir a completarla con la regulación de otros contratos que sí la tienen. Piénsese también en las categorías de nulidad, anulabilidad o ineficacia contractual configuradas en el ámbito civil, pero con una tendencia conceptual expansiva general en el Ordenamiento jurídico. De este modo, puede intuirse también que, en nuestro parecer, la interpretación sistemática se erige en el canon interpretativo superior, y supone que la norma jurídica se debe interpretar en primer lugar no en sí misma, sino de una forma global en relación con el resto de las normas que conforman el Ordenamiento jurídico. Sólo después de que la

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norma jurídica pase este test de interpretación lógico-sistemático y se haya acomodado al Sistema, podrá pasar a ser interpretada en sí misma considerada individualmente, es decir, atendiendo a su finalidad (voluntad del legislador), sentido literal, etc., lo cual analizaremos más detalladamente en un capítulo posterior. En relación con la plenitud del sistema, cabe plantearse también la cuestión de si en el Ordenamiento jurídico existen las denominadas normas implícitas, esto es, no expresamente formuladas, pero cuya existencia se manifiesta ante la resolución de un caso concreto. El Derecho en una contemplación real y objetiva (no científica, sino descriptiva o contemplativa) es un conjunto heterogéneo de normas (un conglomerado normativo) que se han ido sucediendo en el tiempo. Sobreviven, así, normas muy antiguas (piénsese en nuestro Código Civil, el Código de Comercio, la Ley de Enjuiciamiento Criminal, etc.), junto con normas más modernas, algunas de las cuales sólo duran meses en vigor. Además, las frecuentes derogaciones parciales (expresas o tácitas) determinan la existencia de jirones normativos en todos los ámbitos del Derecho. Junto a ello, se produce la reinterpretación general e implícita de todo el conjunto normativo existente cuando el régimen político cambia y se aprueban nuevas normas constitucionales, como ha sido nuestro caso desde 1978. Todo este panorama objetivo no refleja el cambio que experimenta dicho conglomerado normativo cuando el razonamiento jurídico actúa sobre él y construye (intenta construir, en un incesante propósito) un Sistema jurídico al que denominamos Ordenamiento jurídico. El razonamiento jurídico, sea teórico o práctico, pone en marcha las normas jurídicas en un movimiento racional al estilo hegeliano que pretende coordinarlas y considerarlas como integrantes o partes de un todo que denominamos Sistema jurídico para expresar la naturaleza de estas relaciones. Parte de esta pretensión sistemática del Ordenamiento jurídico, es, como se acaba de ver, la consideración del Ordenamiento como un sistema dotado de plenitud, lo que significa afirmar que dispone de mecanismos normativos que resuelven cualquier controversia que se plantee, por extraña que ésta sea. Como también vimos, la consideración de unidad del Ordenamiento jurídico sirve para diferenciar el Ordenamiento jurídico que rige en un país determinado frente a otros Ordenamientos jurídicos, pero también sirve para establecer los límites del Ordenamiento jurídico frente a la realidad no jurídica, al mundo del no-Derecho, es decir, aquellas parcelas de la sociedad que no resultan disciplinadas por el Derecho, y que por tanto no se verán alcanzadas por el principio de plenitud. De este modo, cualquier vacío normativo que se produzca dentro de los límites regulados por el Ordenamiento jurídico tiene prevista una respuesta jurídica implícita, de tal manera que ante una laguna el sistema suministra una serie de reglas específicas para encontrar una solución, lo que nos lleva a afirmar la existencia de normas implícitas en el Ordenamiento que cubren siempre la existencia de estos huecos normativos. Estos vacíos normativos o lagunas lo que realmente nos quieren decir es que no existe una norma jurídica inmediatamente aplicable al caso (más adelante desarrollaremos esta teoría de la inmediatez), y que debemos emprender una tarea de búsqueda de la norma más lejana. Para ello, el Ordenamiento nos suministra varios instrumentos de búsqueda como son el recurso a la analogía o el razonamiento con principios jurídicos más generales que rigen

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la institución o el sector del Ordenamiento donde se produce la laguna, o incluso principios jurídicos generales del Ordenamiento. En estos casos, observamos que el razonamiento se mueve en un ámbito donde, en cierta forma, está construyendo una norma, pero con arreglo a unos principios o directrices, y esto nos permite afirmar que el razonamiento no está propiamente realizando un trabajo de construcción normativa, sino que realiza una tarea que tiene más que ver con el descubrimiento de una norma que ya existe en el Ordenamiento, pero con una existencia implícita o latente, y que hasta el momento en que ha resultado necesaria para resolver este caso concreto, no ha necesitado revelarse. Una buena muestra que evidencia la existencia de estas normas implícitas es la denominada teoría de la derrotabilidad de las normas. Junto a las normas explícitas, el razonamiento jurídico revela una serie de matices o excepciones normativas que gravitan en torno a la norma explícita, pero que no se manifiestan más que ante la resolución de un caso concreto. Cuando aparecen y el razonamiento hace referencia a estas normas o principios implícitos, resultan evidentes desde un punto de vista racional, pero antes de producirse el caso concreto no resultaban patentes en modo alguno. 3.

LA COHERENCIA DEL SISTEMA

Derivación de la pretensión sistemática del Ordenamiento jurídico es también la coherencia normativa, que consiste en afirmar que el Derecho da una única respuesta a cualquier situación problemática que se plantee y que, por tanto, no existen contradicciones normativas (antinomias), esto es, normas que establecen soluciones contradictorias. Nuevamente, estamos ante una aspiración o ideal al que debe tender todo Ordenamiento jurídico, pero que no responde siempre a la realidad. Es más, la evolución del Derecho en las sociedades modernas (complejas de por sí) conduce inexorablemente al aumento del riesgo de antinomias. La cantidad ingente de normas jurídicas que se incorporan diariamente al Ordenamiento jurídico imposibilita un control eficaz sobre la aparición de normas contradictorias. Por otro lado, la existencia de pluralidad de centros normativos incrementa aún más si cabe este fenómeno. Y el añadido final en este punto, es la pluralidad de interpretaciones judiciales sobre la aplicación de unas mismas normas jurídicas. Con este panorama, parece difícil el logro de la coherencia del Ordenamiento jurídico, pero, nuevamente, el Derecho regula o establece una serie de procedimientos para solventar la aparición de antinomias. Por lo pronto, la propia concepción del Ordenamiento como Sistema implica de suyo realizar una interpretación coordinadora de las normas en conflicto que permita su mutuo acomodo evitando el surgimiento de la antinomia. Este criterio determina además la pervivencia de ambas normas en el Ordenamiento jurídico. Dentro de este caso, estarían todos aquellos supuestos de normas (especialmente las preconstitucionales) que han pasado un test de constitucionalidad y que han sobrevivido gracias a que han podido interpretarse respetando las normas de la Constitución. También el principio de que la ley especial deroga la general es un supuesto más bien de compatibilización normativa que de derogación como

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parece sugerir la formulación del principio, dado que ambas normas en conflicto se mantienen vigentes, interpretándose la norma especial como una excepción o regulación distinta de la general. Se trata más bien de un supuesto de aplicación preferencial de la norma específica frente a la general, que de este modo resuelve el posible conflicto normativo. En este sentido, es buen ejemplo de ello el art. 8.1 CP que establece que “el precepto especial se aplicará con preferencia al general”, aunque este principio no recibe expreso reconocimiento legal a nivel general de todo el Derecho. Pero de no ser posible este acomodo, el principio de jerarquía normativa es el clásico método de supresión de una de las normas en conflicto. Así, el art. 1.2 CC establece que “carecerán de validez las disposiciones que contradigan otras de rango superior”, lo que supone que si las normas jurídicas en conflicto son de distinto rango se elimina la de rango inferior. Si las normas en conflicto son del mismo rango, el expediente a utilizar es el de la derogación normativa. Así, el art. 2.2 CC establece que “las leyes sólo se derogan por otras posteriores. La derogación tendrá el alcance que expresamente se disponga y se extenderá siempre a todo aquello que en la ley nueva, sobre la misma materia, sea incompatible con la anterior. Por la simple derogación de una ley no recobran vigencia las que ésta hubiere derogado”. Es decir, se recoge el clásico principio de lex posterior derogat priori, de tal modo que el conflicto normativo se resuelve a favor de la norma jurídica posterior, que ha derogado tácitamente a la anterior (ya que si lo ha hecho expresamente, no se produciría el conflicto normativo). Como excepción a esta situación, el Ordenamiento laboral establece en su art. 3.3 ET que “los conflictos originados entre los preceptos de dos o más normas laborales, tanto estatales como pactadas, que deberán respetar en todo caso los mínimos de derecho necesario, se resolverán mediante la aplicación de lo más favorable para el trabajador apreciado en su conjunto, y en cómputo anual, respecto de los conceptos cuantificables”. Esta excepción es derivación inmediata del principio jurídico pro operario que inspira y dirige toda la aplicación del Derecho del Trabajo, y que se muestra en todas las instituciones laborales (este es un claro supuesto de principio jurídico sectorial del Ordenamiento jurídico, a los que nos referimos al tratar los contenidos de la dogmática jurídica). En este caso, las posibles antinomias entre dos normas laborales vigentes se resuelven no aplicando el principio de jerarquía normativa sino aplicando la norma más favorable para el trabajador. Y este ejemplo nos muestra lo que venimos afirmando: que el razonamiento jurídico es un razonamiento dogmático-institucional que se desenvuelve siempre en un marco institucional determinado y dirigido por unos principios específicos que conducen la aplicación de las normas. Dentro de los criterios de resolución de antinomias es preciso hacer referencia también al principio de competencia normativa, que junto al de jerarquía constituye el otro gran principio organizativo del sistema de fuentes del Derecho. Según el principio de competencia, el conflicto entre dos normas jurídicas supone la eliminación de aquella norma que regule una materia respecto de la cual el Ordenamiento jurídico no le atribuye la facultad de regularla. Dentro de estos casos, estarían los supuestos de conflictos entre la normativa de la Unión Europea y la nacional, los conflictos entre Ley orgánica-ordinaria, o los supuestos de conflicto competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas.

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Finalmente, y como modalidad especial del principio de competencia, debemos mencionar el principio de prevalencia de la normativa estatal frente a la de las Comunidades Autónomas, que se aplica en los supuestos de conflictos entre estas normas, cuando ambas ostentan la competencia compartida para regular una materia según la distribución que establecen los arts. 148 y 149 CE. En este sentido, el art. 149.3 CE establece que las normas del Estado “prevalecerán, en caso de conflicto, sobre las de las Comunidades Autonómicas en todo lo que no está atribuido a la exclusiva competencia de éstas”. La pretensión de coherencia del Ordenamiento jurídico adquiere otra dimensión cuando se trata de los principios generales del Derecho. Aparte de su carácter de fuente del Derecho supletoria en defecto de ley o costumbre (art. 1.4 CC), los principios jurídicos tienen una aplicación directa al ostentar un carácter director o informador del Ordenamiento jurídico (recogido también en el art. 1.4. CC). Estos principios aparecen actualmente (y progresivamente cada vez más) recogidos a menudo expresamente en normas internacionales, y especialmente en normas constitucionales y normas legales básicas reguladoras de cada sector del Ordenamiento jurídico, aunque también existe un elenco de principios que se han elaborado doctrinal o jurisprudencialmente a partir de las normas jurídicas. Si bien existe la posibilidad de producirse antinomias entre principios jurídicos, o entre un principio jurídico y una norma, no se trata del supuesto normal, porque los principios jurídicos suelen estar referidos a una preservación de valores o bienes esenciales a la persona y a la convivencia social que no admite la formulación legítima de su contrario sin incurrir en antijuridicidad. Además, la formula general abstracta que suelen revestir los principios jurídicos les otorga una fuerza expansiva directora de las normas jurídicas que les dota de una especial estabilidad en el Ordenamiento jurídico al que pertenecen. Hasta tal punto es así, que muchos principios jurídicos conforman la estructura nuclear del Ordenamiento jurídico, y muchas veces, cuando desaparecen o caen varios principios, cambia el propio modelo de Ordenamiento jurídico. Esta pervivencia y fuerza expansiva de los principios jurídicos lleva a la existencia de relaciones contradictorias entre los mismos, pero no se trata de antinomias sino de relaciones de tipo dialéctico y de tensión entre los mismos, provocando una mutua limitación entre los principios que recogen valores en conflicto. A diferencia de las antinomias, el conflicto de dos principios (normalmente, pues hay excepciones) no se resuelve con la desaparición de uno de ellos, sino con el expediente de constituir límites uno respecto del otro. Esta cuestión se complica aún más cuando se acude a principios con distinto nivel de abstracción, pues nos encontramos con principios jurídicos más generales que limitan a su vez a otros principios jurídicos más específicos, los cuales pueden estar, además, en conflicto entre sí. No podemos detenernos en este trabajo a un análisis profundo de esta interesante cuestión abordada por la doctrina (teoría de la ponderación, fórmula del peso, etc., establecidas para resolver estos conflictos entre principios jurídicos), pero en lo que concierne al análisis del razonamiento jurídico-práctico que nos ocupa, el razonamiento con principios es una muestra más de la especificidad del razonamiento jurídico, ya que en este ámbito la lógica tiene poco o nada que decir respecto a cómo razona un jurista cuando opera con la aplicación de principios jurídicos que se limitan entre sí. Las operaciones mentales por las que el decisor elige

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el principio a aplicar y justifica que otro u otros principios ocupen su posición secundaria como límites del primero, exceden de cualquier explicación lógica externa al Derecho (por ejemplo, pensemos en un conflicto entre los principios de libertad e igualdad). Pero, nuevamente, no se trata de una elección a conveniencia o intuitiva, pues el razonamiento sigue siendo normativo. Dado que las normas jurídicas no proporcionan criterios de elección o de ponderación entre varios principios jurídicos aplicables, cabe preguntarse de dónde obtiene el jurista elementos de juicio para resolver esta cuestión. En nuestra opinión, la respuesta está en la misma estructura conformada por los principios jurídicos (la estructura principial del Ordenamiento jurídico, podríamos decir) que rodea y estructura el Ordenamiento jurídico. Efectivamente, el Ordenamiento jurídico se sustenta en un único principio jurídico que no admite otro contradictorio o que lo limite. Me refiero, evidentemente, al principio de justicia que representa el valor supremo del Ordenamiento y al que se supeditan otros principios esenciales como la libertad y la igualdad (que al ser contradictorios entre sí, continuamente se autolimitan; muchas normas jurídicas pueden concebirse como fórmulas de equilibrio entre estos dos valores). De este modo, progresivamente, los principios jurídicos van descendiendo de nivel (lo que se expresa en su mayor concreción en el descenso) hasta llegar al nivel representado por las normas jurídicas (de hecho, en ocasiones es difícil distinguir cuando estamos ante una norma jurídica o ante un principio, y el mejor ejemplo es nuestra Constitución). En estos supuestos, el razonamiento jurídico resuelve un conflicto dado entre principios jurídicos ascendiendo al nivel superior, y de este modo siempre existe un principio jurídico superior que dirige la aplicación de los inferiores y sugiere fórmulas de equilibrio en su aplicación. Así, por citar el caso más abstracto, cualquier manifestación del conflicto universal entre libertad e igualdad sólo se puede resolver acudiendo al principio de justicia. Otro tanto puede decirse de la dignidad humana y la limitación normativa de la libertad humana. El clásico principio de que todo lo que no está prohibido, está permitido no es sino manifestación del principio de libertad, que, en este caso, aparece limitado por el principio de justicia. Con estos ejemplos, queremos poner de relieve como actúa el razonamiento jurídico operando con principios jurídicos y evidenciar que el razonamiento jurídico es normativo (pues actúa con principios jurídicos; aquí no se razona en conciencia, ni con sentido común, ni con una noción intuitiva de justicia, libertad, etc.). No se trata, en consecuencia, de un razonamiento lógico, ni un razonamiento que obtiene sus criterios del discurso de la argumentación general, la retórica o la tópica. Consecuencia del principio de coherencia del Ordenamiento jurídico no es sólo la eliminación de las antinomias que se produzcan entre las normas jurídicas que lo integran, sino que también alcanza a las decisiones jurídicas que se adoptan por los órganos públicos que ejercitan funciones públicas. Precisamente por ser adoptadas por órganos públicos, dichas decisiones se insertan en el Ordenamiento jurídico y en tal sentido, éste debe establecer los mecanismos que eviten en lo posible la existencia de decisiones contradictorias que choquen igualmente contra el principio de igualdad ante la ley, de seguridad jurídica y de certeza del Derecho. Asimismo, se deben establecer mecanismos de coordinación entre dichas decisiones jurídicas, a fin de acomodarlas entre sí y dotarlas del máximo de coherencia posible.

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El problema de la contradicción entre decisiones jurídicas (resoluciones judiciales, principalmente) es mucho más frecuente que las antinomias que se producen entre normas, dado que el número de órganos emisores de sentencias (o autos) es infinitamente mayor que el de órganos emisores de normas jurídicas. Para la eliminación de contradicciones entre decisiones jurídicas se acude a mecanismos de técnica jurídica diferentes de los utilizados para las antinomias. Por lo pronto, y salvo la excepción del Tribunal Constitucional (por otra parte, excluido del Poder Judicial), las decisiones judiciales no siguen estrictamente el principio de jerarquía, sino que los jueces no se encuentran vinculados jurídicamente por las resoluciones recaídas por instancias judiciales superiores (otra cuestión es que decidan seguir dichos criterios precisamente por coherencia). Son los litigantes los que en vía de recurso pueden plantear ante el tribunal superior que se revoque la sentencia que les perjudique en atención a motivos relacionados con la existencia de una doctrina judicial o jurisprudencia que les beneficie, y que ante una situación de conflicto entre decisiones judiciales contradictorias el tribunal competente dicte una sentencia en unificación de doctrina. Las contradicciones entre decisiones jurídicas también pueden evitarse estableciendo mecanismos de coordinación entre las mismas. Una forma de realizarlo sería estableciendo vinculaciones jerárquicas entre las resoluciones judiciales en atención al órgano judicial del que provengan (algo que actualmente sólo se contempla en nuestro Ordenamiento respecto de las resoluciones del Tribunal Constitucional, órgano que no es judicial). Sin embargo, hay que decir que el establecimiento legal de vinculaciones jerárquicas entre los órganos integrantes del Poder Judicial no congeniaría muy bien con el principio constitucional de independencia judicial. En nuestra opinión, el establecimiento de dichas vinculaciones jerárquicas (que a nivel de proyecto legislativo se ha intentado) vulneraría abiertamente dicho precepto. El argumento es evidente: los jueces y tribunales actúan (administran justicia) con sometimiento al imperio de la Ley, no a la interpretación de la Ley que establezcan sus órganos superiores. En todo caso, el principio de coherencia del Ordenamiento jurídico también impulsa a la eliminación de las decisiones judiciales que se contradigan entre sí, y por tanto, implica que cada vez que los jueces resuelvan un caso concreto, adopten (aunque no estén obligados a ello) una postura sistemática no sólo respecto de las normas jurídicas sino también respecto de los precedentes judiciales que hayan resuelto casos parecidos, a fin de dotar a su concreta decisión de coherencia con dichos precedentes. 4.

EL SISTEMA JURÍDICO Y LA ELECCIÓN VALORATIVA DEL DECISOR JURÍDICO

La pretensión de integridad del Ordenamiento jurídico conduce a la afirmación de que el Sistema jurídico siempre funciona, como hemos visto, como un todo único, pleno y coherente, como un engranaje que se pone en marcha cada vez que es aplicado para la resolución de un caso concreto. Según esta tesis, cabe plantearse aquellos supuestos en los que el operador jurídico al resolver un determinado caso puede encontrarse con una situación en que disponga de varias normas jurídicas aplicables o varias posibilidades interpretativas de las mismas que le lleven

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a adoptar distintas soluciones, debiendo realizar una elección entre las mismas, lo que implica la realización de una operación valorativa del razonamiento jurídico ante una situación dada. La cuestión es si el jurista decisor cuando realiza esta elección valorativa se rige por reglas normativas o no, ya que si se rige por reglas normativas extraídas del Ordenamiento jurídico, esta posibilidad no sería nada más que la afirmación del carácter instrumental y flexible de las normas para encontrar una solución justa. Incluso cabe afirmar que se puede llegar a varias soluciones justas, en cuyo caso el decisor deberá elegir la que considere más justa, pues el Ordenamiento jurídico no es un mecanismo rígido que sólo ofrezca soluciones únicas, sino varias que respeten unos criterios mínimos de justicia. Si la respuesta a la disyuntiva planteada es negativa, es decir, que el jurista tiene la posibilidad de elección entre varias normas o interpretaciones sin sujeción a ninguna regla o norma suministrada por el Ordenamiento jurídico, estaríamos admitiendo una situación de discrecionalidad del juzgador para elegir la opción que libremente prefiera, situándose al nivel del legislador169. En este sentido, Alexy ha recogido (extraídas de la doctrina) varias vías o propuestas para la objetivización de estas situaciones de valoración o elección en las que se encuentra un jurista, esto es, cuáles sean las reglas a las que debe acudir el operador jurídico en estos supuestos. Así, refiere cuatro posibilidades a las que debe sujetarse quien decide: 1) basarse en convicciones y consensos fácticamente existentes, así como en normas no jurídicas fácticamente vigentes o seguidas; 2) referirse a valoraciones que, de alguna manera, pueden ser extraídas del material jurídico existente; 3) Recurrir a principios suprapositivos; y 4) apelar a conocimientos empíricos. El autor entiende que ninguna de estas posibilidades puede resolver el problema de la fundamentación de las decisiones jurídicas170. En nuestra opinión, resulta claro que el órgano decisor ante situaciones valorativas, que en materia interpretativa son frecuentes en la aplicación del Derecho, debe encontrar criterios jurídicos extraídos del Ordenamiento jurídico para justificar sus elecciones valorativas, pues no cabe elegir una opción aplicativa sin que esté justificada o amparada en una norma jurídica. El apelar a criterios empíricos o fácticos no tiene ningún tipo de anclaje jurídico y únicamente puede conseguir una mejor aceptación social de la decisión, pero nunca fundamentarla jurídicamente. En cuanto a los principios suprapositivos, la misma razón de su no reconocimiento en normas jurídicas (ni siquiera a nivel constitucional) impide su carácter legitimador de la elección, pues introduce criterios o motivos morales del juzgador que no justifican la aplicación de una norma jurídica en un determinado sentido.

169 170

Así opina ENGISCH, K., Introducción al pensamiento jurídico, Guadarrama, Madrid, 1967, pág. 107. ALEXY, R., Teoría de la argumentación jurídica, cit., pág. 33. Cfr. págs. 27-34 sobre la cuestión.

CAPÍTULO XIV. LA INSTRUMENTALIDAD DE LAS NORMAS JURÍDICAS

1.

LAS NORMAS JURÍDICAS COMO CRITERIOS PARA LA RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS

Cuando una norma jurídica nace y se incorpora al Ordenamiento jurídico lo hace siempre con la pretensión de resolver una concreta cuestión jurídica que se ha planteado en la realidad social. Ciertamente, existen un conjunto de normas jurídicas que podemos denominar de “organización”, pero regulan aspectos secundarios que contribuyen a la creación y aplicación de las normas jurídicas por definición que son las que pretenden resolver una cuestión jurídica. De este modo, las normas jurídicas pretenden resolver una cuestión planteada, pudiendo entenderse esta resolución de dos modos distintos básicos en atención a las funciones atribuidas a las normas jurídicas: en primer lugar, la norma cumple una función preventiva, impidiendo que la cuestión surja, al conocer con antelación los futuros sujetos del conflicto la decisión prevista por el Derecho (lo cual no deja de ser una forma de solución), o bien, en segundo, una función represiva, terminando con la cuestión planteada al imponerse el criterio establecido en la norma como solución definitiva del caso. Díez-Picazo ha señalado que el Derecho no es otra cosa que un modo de resolución de conflictos de intereses, y para ello, las normas no ofrecen otra cosa que criterios, que no son nunca absolutamente rígidos, sino flexibles. Según este autor, “las normas son las pistas que deben ser seguidas para resolver los conflictos de intereses”171, “criterios de decisión de los conflictos de intereses”172, indicando que “se podría decir que las normas no son, como las ideas para una expresión idealista del mundo, algo a lo que la realidad debe ajustarse, sino simplemente instrumentos dinámicos para resolver los problemas que esa misma realidad

171 172

DIEZ-PICAZO, L., Experiencias jurídicas y teoría del derecho, cit., págs. 7-8. Ibidem, págs. 20-21.

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plantea”173. En consecuencia, desde esta perspectiva, las normas adquieren una naturaleza instrumental. Serían meros instrumentos para resolver los problemas jurídicos que se planteen y consecuentemente estarían caracterizadas por su flexibilidad o adaptabilidad a cada caso concreto para contribuir de un mejor modo a su resolución. De esta manera, la concepción instrumental de las normas jurídicas introduce el que, a nuestro juicio, sería el cuarto fundamento operativo del razonamiento jurídico-práctico y que constituye un elemento flexibilizador que le permite una mejor adaptación de la norma al caso concreto a resolver. Así, el razonamiento jurídico-práctico cuenta con elementos (el lenguaje jurídico, la dogmática jurídica o la pretensión de integridad del Ordenamiento jurídico) que tienden a dotar al razonamiento de instrumentos metodológicos que aseguran su racionalidad y su coherencia en sus planteamientos, y por tanto, de una cierta estabilidad, pero, al mismo tiempo, cuenta con instrumentos de flexibilización de las normas a aplicar para garantizar su ajuste en todo momento al caso a resolver. Las normas jurídicas entendidas como criterios de resolución de conflictos, y no como un texto de aplicación encorsetada que debe interpretarse ante todo en su sentido literal, conlleva una percepción de la norma como un criterio orientador o director para resolver nuevos conflictos que tengan similitud con el supuesto de hecho contemplado en dicha norma. De este modo, la norma se interpreta al nuevo caso buscando cómo el legislador ha resuelto los intereses o valores en conflicto en la formulación de la norma. La norma adquiere una flexibilidad necesaria para encontrar una solución justa al nuevo caso. Así, la interpretación literal de la norma jurídica debe quedar siempre sometida a la interpretación finalista de la ley, es decir, a la voluntad que movió al legislador a dictar dicha norma, pues la consideración instrumental de dicha norma impide una interpretación literal de la misma si tal interpretación contradice su finalidad. Tenemos así una primera consecuencia de la concepción instrumental de las normas jurídicas, cual es la de establecer una jerarquización de los cánones interpretativos finalísticos y el literal. Una segunda jerarquización de los cánones interpretativos se daría respecto de la interpretación sistemática de la norma. Efectivamente, cuando una norma se dicta, ésta tiene una finalidad, pero al mismo tiempo se integra en el Ordenamiento jurídico y se ve afectada por la pretensión de integridad sistemática de éste, que impide que dicha norma entre en contradicción con otras normas del Ordenamiento, lo que supone un despliegue variado de efectos: si tal norma contradice otras de rango superior, esa nueva norma deberá interpretarse de la forma que impida su derogación (principio de conservación normativa), y si no es posible, dicha norma será inválida por contradecir el principio de jerarquía normativa. Si tal norma contradice otra anterior igual o inferior en rango, supondrá la derogación de la anterior (principio de derogación), a no ser que la anterior pueda conservarse (principio de conservación normativa) en virtud del principio de competencia o del principio de ley especial deroga (habría que decir mejor “excepciona”) ley general. Si la nueva norma supera tales obstáculos y se integra en el Ordenamiento jurídico, se ve afectada por la interpretación sistemática, que significa que debe ser interpretada de conformidad con el contenido del resto de las normas que integran el régimen jurídico de la institución jurídica a la que pertenece, e interpretada en una ascensión progresiva con 173

Ibidem, págs. 8-9.

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los principios jurídicos del sector del Ordenamiento jurídico en los que se inserta dicha institución jurídica hasta llegar a los mismos principios jurídicos generales recogidos usualmente en el texto constitucional. De esta manera, la interpretación sistemática se erige en el canon interpretativo superior de las normas jurídicas cuando van a ser aplicadas, pues no cabe una interpretación y aplicación asistemática de una norma. Esta cuestión de los cánones interpretativos la veremos más detenidamente. En relación con la instrumentalidad de las normas, el supuesto de las normas supletorias o dispositivas es paradigmático. Las normas imperativas imponen a las partes en conflicto una solución del mismo prevista por el legislador, pero las normas supletorias ofrecen una solución del conflicto potestativa para las partes, que han podido acordar contractualmente otra solución diferente para componer sus intereses. En estos casos, las normas supletorias muestran claramente que en muchas ocasiones el Ordenamiento jurídico ofrece sus soluciones al conflicto como una guía dispositiva para las partes, que suple las ausencias contractuales que se pudieran pactar, pero que en todo caso muestran las líneas maestras en las que se mueve el Ordenamiento para resolver los conflictos que se planteen en torno a una institución. El carácter instrumental de las normas jurídicas es también una concepción que se adopta desde posiciones iusnaturalistas, dado que la norma jurídica también se concibe desde este punto de vista como un enunciado imperfecto, incompleto, como un fragmento de lo que se considera lo justo natural, que es inexpresable en su plenitud, y lo mismo cabe decir del realismo jurídico americano, si bien no con el matiz iusnaturalista, sino más bien en la consideración de la norma como criterio para la resolución del caso práctico. Por otro lado, hay que tener cuenta que es precisamente esta finalidad de resolución de conflictos que tienen todas las normas jurídicas, la que permite ver con claridad la naturaleza pragmática o práctica del Derecho. A tal efecto, sin duda, el criterio práctico director de cualquier aplicación de las normas jurídicas para resolver un caso concreto es que se interpreten de forma que resuelvan dicho conflicto, y no de que provoquen otros conflictos añadidos o lleven a conclusiones absurdas o carentes de sentido (y que sin duda serían calificadas de injustas). La concepción instrumental de las normas jurídicas conlleva unos efectos determinados en el ámbito interpretativo. El enfoque de la resolución del conflicto como fin de la norma supone una interpretación flexible de la misma, pero al mismo tiempo crea un problema de discrecionalidad interpretativa del juez, en el sentido de que adoptar una posición interpretativa amplia, no apegada a una interpretación literal, no puede llevarnos a sostener que el interprete elija el significado que más le interese, sino que en caso de haber varias opciones interpretativas ha de justificarlo con razones normativas. La instrumentalidad de las normas jurídicas no convierte a éstas en criterios orientativos que puedan soslayarse a conveniencia del decisor, sino que éste debe seguir dichas orientaciones a la hora de resolver el caso, y, asimismo, el margen flexible que ofrece la norma no implica que la elección interpretativa adoptada deba estar carente de justificación normativa, la cual se hará, usualmente, acudiendo a principios jurídicos de la institución, sector del Ordenamiento o principios generales en los que se encaje el caso a resolver.

184 2.

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EL ELEMENTO TELEOLÓGICO DE LAS NORMAS JURÍDICAS

En el concreto momento histórico en que se formuló una norma, pretendió dar una solución justa a una cuestión jurídica planteada. Igualmente, puede afirmarse que la norma jurídica pretende, por definición, resolver una cuestión jurídica de la forma más justa, aunque es posible pensar –y la Historia nos suministra multitud de ejemplos de ello– que la norma jurídica es, en ocasiones, un mero trasunto de los intereses del grupo político dominante que, sencillamente, busca la cobertura normativa para utilizar la coacción inherente a las normas y dotar a esos intereses particulares de un falso carácter público o común. Lo cierto es –sea cual fuere la corriente de pensamiento jurídico que se siga–, que resulta difícil negar que el Derecho tiene como fin el logro de la justicia en un momento histórico dado (la justicia, desde un punto de vista material, es un concepto histórico; y ello sin perjuicio de que pudiera hablarse de algunos contenidos universales de la noción de justicia), porque la afirmación contraria niega la esencia más íntima de la propia noción de lo jurídico, y si bien es posible pensar que determinadas normas jurídicas han sido justas en un momento histórico dado y lo han dejado de ser en otro, ello no empece en absoluto a que cuando dichas normas se dictaron, lo hicieron con la pretensión de ser justas en ese periodo histórico. Las normas jurídicas históricas formuladas que no buscaron una solución justa a una cuestión jurídica, son mero Derecho positivo con validez formal, pero carentes de aplicación más allá del régimen político que las sustentó y devienen con el tiempo en inaplicables o son derogadas, tácita o expresamente. La existencia de la norma sólo se justifica por su finalidad de aportar una solución justa a un problema y pervive en cuanto cumpla esa función. Cada vez que es preciso realizar una nueva aplicación de una norma jurídica dada a una cuestión jurídica concreta, debe realizarse una aplicación que busque de nuevo la solución que se considere más justa en el momento histórico en que se produce la aplicación. De este modo, mientras no se aplica a ninguna cuestión concreta, la norma jurídica permanece como una mera formula abstracta de justicia que permite multitud de especulaciones interpretativas. Pero desde el mismo momento en que debe ser aplicada a un caso concreto, debe ser siempre y primeramente interpretada de modo que conduzca a la solución más justa del problema planteado. Es preciso subrayar lo afirmado, porque si bien el legislador, especialmente el democráticamente elegido, a la hora de formular las normas jurídicas plasma en las mismas los criterios de justicia imperantes en la sociedad, es lo cierto que el tiempo de vigencia de una norma jurídica determina que a la hora de aplicarse haya podido transcurrir tiempo suficiente para que los criterios de justicia imperantes en la sociedad hayan cambiado. En estos supuestos, la aplicación de la norma en cuestión debe matizarse a fin de que la solución que se adopte respecto de la cuestión jurídica concreta sea la más justa en el momento histórico en que se tome. Junto a estos criterios de justicia materiales (temporales) que recogen las normas jurídicas en el marco histórico de un Ordenamiento jurídico dado, existen otros criterios de justicia que podemos llamar formales, que ostentan un carácter más imperecedero, y que, en relación con el tema que es objeto de nuestro interés, son criterios directivos de la aplicación de las normas jurídicas. El elemento teleológico de las normas jurídicas, que convierte a éstas en un instrumento para la consecución de un fin, está constituido por el principio de justicia, que opera no sólo

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en la formulación de la norma, sino también en cualquier acto aplicativo de las mismas y en el propio resultado de la aplicación, esto es, en la decisión adoptada. Si afirmásemos la existencia de un Derecho natural, este sería el ámbito de operatividad del principio de justicia, pues la justicia es, al mismo tiempo, el origen y el destino de cualquier formulación de una norma o decisión jurídica y de su adecuación a las reglas éticas. La justicia es una noción que existe en cualquier mente humana, y en tal sentido, se necesita adoptar un punto de vista de comprensión prejurídico para cualquier intento de aproximación conceptual. Su ámbito primario entra dentro de la esfera del obrar humano y de la ética, y de ahí su alto contenido emotivo. Parece claro que el pensamiento a la hora de opinar si una determinada conducta o acontecimiento son justos tiene una serie de criterios de valoración que preceden a la formulación de cualquier norma jurídica. Incluso los niños pequeños tienen desarrollado un sentimiento de justicia. Un sentimiento de que no son tratados como se merecen. Y precisamente en relación con este merecimiento es donde hunde sus raíces la noción de justicia. Una persona es tratada por otra de una manera distinta a como espera, y el análisis de los criterios que forjan ese “como espera” es lo que conduce a los criterios de justicia. El desarrollo histórico del Derecho ha ido evolucionando a lo largo de los siglos, y en este sentido la formulación de continuas normas jurídicas ha ido plasmando las distintas ideologías o comprensiones del mundo que se han tenido por las distintas civilizaciones, recogiéndose así las distintas concepciones de la justicia. En todo caso, parece claro que la justicia es una característica inherente a las normas jurídicas: las normas jurídicas en su formulación abstracta y en su aplicación a la resolución de casos concretos, deben ser justas. Al igual que el principio de verdad o verificabilidad rige en las ciencias naturales y en la formulación de teorías científicas, el principio de justicia debe regir de principio a fin en la formulación y aplicación de las normas jurídicas, y en tal sentido, es el principio director por excelencia del razonamiento jurídico-práctico. Hemos hablado de unos criterios de justicia, que son los que conforman el concepto de justicia. Estos criterios hacen referencia a una serie de pensamientos o ideas de comprensión de la realidad que tiene cualquier persona para determinar si un comportamiento o hecho son justos o injustos. El jurista tiene, evidentemente, estos criterios, pero se hallan mezclados en su mente con los conocimientos del Derecho que ha adquirido, y esta circunstancia, paradójicamente, le dificulta establecer con claridad dichos criterios. El conjunto de estos criterios conforman la noción universal de justicia que es una noción formal, en el sentido de que no se refiere a una realidad concreta del mundo en su descripción, sino al análisis de esta realidad y su comparación con arreglo a lo que el sujeto entiende que debería ser esa misma realidad idealmente considerada desde un punto de vista de los valores morales. Evidentemente, cada sujeto se representa una realidad idealmente considerada que tendrá mayores o menores matices distintos, e incluso podrá decirse que la mayoría de los sujetos se represente realidades ideales justas muy similares, pero la complejidad de la realidad en muchos casos implica de suyo que no haya dos sujetos que se imaginen o representen exactamente la misma situación justa ideal. En cambio, los criterios de justicia o esquemas del pensamiento justo sí son los mismos, por lo que la noción de justicia hace referencia a un modo del pensamiento de valorar

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determinada situación de la realidad con arreglo a una serie de criterios, que por tal motivo ostentan la cualidad de mínimos y previsiblemente universales (es decir, no culturales o históricos). En consecuencia, el razonamiento jurídico-práctico, en cuanto dirigido por el principio de justicia, utiliza siempre estos criterios o directrices en conjunción con las normas jurídicas concretas a la hora de encontrar una solución justa. Ni que decir tiene que estos criterios se recogen de un modo u otro en las normas jurídicas a través de principios o reglas generales, por lo que no cabe predicar su naturaleza extrajurídica o metajurídica. Así, cabe enunciar los siguientes: 1. Proporcionalidad: este criterio hace referencia a la comparación entre una acción y una reacción entre dos comportamientos de dos o más sujetos. Se dice que es proporcional una reacción ante una acción cuando las dos guardan una relación de equilibrio o igualdad (no es excesiva la diferencia). Sin embargo, el problema es que la medida de esta igualdad varía con las ideologías o convicciones sociales. 2. La conducta éticamente responsable del sujeto: cada persona con su comportamiento genera unos derechos que le son inherentes por su propia existencia (que podríamos llamar por ello, naturales), empezando por su propio derecho a la existencia y al respeto de sus semejantes. Sin embargo, a partir de ese momento, la conducta o comportamiento del sujeto con otros sujetos, genera reacciones de éstos. Y en estos casos, la valoración de estos comportamientos recíprocos ya se hace en términos de si son justos o injustos en el sentido de si es legítimo realizarlos o soportarlos. Se llega así a la noción de si alguien tiene derecho a hacer o soportar algo, en el sentido si es justo que lo haga o lo soporte. Por otro lado, la conducta o comportamiento del sujeto en relación con las cosas u objetos del mundo es también relevante. La creación, modificación o destrucción de cosas genera automáticamente una valoración de si es justo o no que tal circunstancia ocurra. Si es la propia naturaleza la que provoca dichas alteraciones de la realidad, no se emite una valoración de justicia o injusticia (Hegel afirmó que “la naturaleza no es libre y por lo tanto ni justa ni injusta”174). En cambio, el sujeto que altera la realidad genera automáticamente una valoración de justicia o injusticia de su comportamiento. Si, por ejemplo, alguien crea cualquier objeto que le sea de utilidad (construye su propia casa, por ejemplo), decimos que tiene derecho a ello (propiedad) y que es justo que le pertenezca, y por tanto, que es injusto que alguien le prive de ello. 3. Tratamiento igualitario. Un criterio esencial de justicia es tratar igual a los que son iguales y desigual a los que no lo son. Evidentemente, ello conlleva el problema de determinar lo que es igual y lo que no, que es una valoración de cada sujeto que analiza la cuestión; pero ello no es obstáculo para que el criterio de justicia exista. Asimismo, debe decirse que este criterio hace referencia a la aplicación de una norma o decisión a un colectivo con ciertas características que lo convierta en igual o lo identifique como perteneciente a un grupo. Este criterio no aporta elementos para valorar una conducta individualmente considerada, y por tanto, por hipótesis, cabe afirmar que una norma o decisión (con dudas acerca de su carácter justo) que se 174

HEGEL, G. W. F., Principios de la Filosofía del Derecho, cit., pág. 115.

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haya aplicado a un caso, debe aplicarse también a casos iguales, en virtud del criterio del tratamiento igualitario. Asimismo, debe indicarse que los criterios de justicia operan todos a un tiempo. Así, por ejemplo, en este caso, el tratamiento desigual de las situaciones desiguales debe realizarse en proporción a la desigualdad, con lo que se está aplicando también el principio de la proporcionalidad. El principio de igualdad ante la ley, el de recurrir a la analogía en casos iguales sustancialmente (similares) o el del respeto al precedente judicial son expresión de este criterio de justicia del tratamiento igualitario. 4. Caben varias opciones para que una acción u omisión del sujeto actuante sean calificadas como justas, pero hay un límite o frontera determinado a partir del cual se consideran injustas. La definición de ese límite es precisamente el mínimo de justicia exigible. Desde este punto de vista, cabe una gradación que va desde la formulación de una norma o decisión que sea la más justa absoluta, pasando por situaciones clasificadas como justas relativas (y por tanto mejorables) hasta llegar a un límite mínimo, donde nos encontramos con decisiones justas que respetan unos mínimos por debajo de los cuales la valoración objetiva sería la de que la norma o decisión son injustas. 5. Como criterio mínimo de justicia hay que considerar también la dignidad humana. La dignidad humana (según la concepción de dicha expresión en la sociedad moderna como cualidad inherente a todo ser humano, y no como status social de una determinada persona) no sólo constituye el fundamento de los derechos más importantes (derechos humanos) que pertenezcan o se otorguen a los ciudadanos, sino que también forma parte esencial de la noción de justicia porque no admite contradicción o limitación por ningún otro derecho o principio. Aquí no cabe la ponderación de la dignidad humana con otro derecho fundamental, porque forma parte del ser humano y del respeto a su condición como tal por el Derecho. La dignidad humana, como el mismo principio de justicia en el que se integra, son presupuestos previos que legitiman la existencia de un Derecho que reúna las condiciones mínimas para considerarse como tal, es decir, como expresión de la justicia. De este modo, los criterios de justicia vienen a ser criterios formales de valoración de una conducta o hecho, criterios que inspiran y se llevan a cabo con el Derecho, pero que trascienden al mismo y son de carácter universal y permanente históricamente, formando parte de la cultura ética de una sociedad. De ahí que la valoración de un Ordenamiento jurídico dado (el Derecho) se haga siempre conforme a estos criterios de justicia que, en definitiva, constituyen el denominado principio de justicia. Por ese motivo, inspiran e impulsan la creación y formulación de normas jurídicas en el tiempo. Al mismo tiempo, el principio de justicia dirige y conduce toda la actividad aplicativa del Derecho, todo el transcurrir del razonamiento jurídico-práctico, y lo hace de forma paralela a las tareas aplicativas de las normas en cuestión. La perspectiva instrumental de las normas jurídicas es una exigencia que se deriva precisamente de la existencia de estos criterios generales de justicia, dado que son los que dirigen la aplicación de dichas normas para la resolución de los casos concretos, pero también una vez adoptada la decisión del caso, nuevamente el principio de justicia lleva al

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operador jurídico y a las personas afectadas por dicha decisión a realizar una valoración o comprobación de que la misma es adecuada a los criterios de justicia. Es aquí, donde se manifiesta el principio de justicia a través del concepto de equidad, que no significa otra cosa que comprobar que el acto aplicativo concreto de la norma cumple con dicho principio de justicia, esto es, que se ha resuelto equitativamente. Asimismo, cuando falta una norma aplicable para resolver un caso y se debe acudir al principio de justicia directamente para resolverlo, se dice también que se resuelve en equidad o equitativamente. Se produce así una relación circular entre justicia y Derecho que tiene mucho en común con la lógica hegeliana de comprensión de la realidad, pues la justicia sería la idea considerada en sí, que se desarrolla en la realidad a través del Derecho, para volver a aparecer y manifestarse en la decisión del caso concreto, e ir, de esta manera, perfeccionándose en los distintos actos aplicativos del Derecho. 3.

EL FUNCIONAMIENTO COORDINADO DE LAS NORMAS

Con frecuencia, los juristas tendemos a considerar el Derecho como un conjunto de normas jurídicas, que merecen tal calificativo por así quererlo ese ente cuasimístico que es el legislador, y así, cada momento histórico tiene un conjunto de normas más o menos heterogéneo –pero con pretensiones de integridad– que denominamos Derecho. Sin embargo, esa perspectiva, aún siendo cierta, no es del todo exacta, ya que las normas jurídicas son como las partes que componen una máquina; todas ellas juntas constituyen la máquina, pero ésta tiene una entidad unitaria y diferente de las mismas, y, ante todo, se construye para atender una finalidad o función determinada. Eso es precisamente lo que ocurre con el Derecho, o más exactamente, según ya vimos, con el Ordenamiento jurídico, que parte de esa consideración conjunta e interrelacionada de las normas. El Derecho es, así, una máquina cuya finalidad consiste en encontrar una solución justa para los distintos conflictos que se plateen en la sociedad. Las normas siempre deben funcionar a modo de engranajes de forma que la máquina consiga su finalidad, en este caso, la de encontrar una solución justa a un problema. De no ser así, dichas normas deberían ser cambiadas de inmediato por ser piezas averiadas o inservibles. La noción de justicia, en cambio, es, con mucho, más escurridiza que la de Derecho. Al fin y al cabo, es posible, al menos teóricamente, llegar a recoger todas y cada una de las normas vigentes en un momento dado y afirmar que eso es el Derecho, pero definir qué es la justicia es, como han demostrado quienes se han acercado a estudiar dicha cuestión, una tarea bastante más ardua. Y es que, no hay que olvidar que todas las personas tienen un sentido de lo que es o no justo en un caso y en un momento dados, y ello a pesar de que no conozcan en absoluto las normas vigentes. Hay un conjunto de convicciones o creencias ético-sociales que conforman el sentimiento de justicia. Algunas de estas convicciones cambian con el tiempo, en cambio otras permanecen. En este último caso, se trata de los que anteriormente denominamos criterios formales de la noción de justicia (tratamiento igualitario, proporcionalidad de las decisiones, atención a las circunstancias concretas de cada caso, es decir, equidad, etc.). Las normas morales hacen aquí su aparición y se encargan de aportar los elementos necesarios para que realicemos un proceso mental que termina con la afirmación de que tal

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o cual situación es justa o injusta. Lo ideal sería que tanto un conocedor del Derecho como una persona lega llegasen a las mismas soluciones justas, el primero aplicando las normas vigentes y el segundo su criterio de lo justo, pero entonces las normas jurídicas deberían ser tachadas de inútiles. En este sentido, las normas jurídicas aparecen como la expresión objetiva del sentido de justicia que impera en la sociedad, y el legislador democrático no es más que el canal entre el sentido social de la justicia y las normas jurídicas, que deben plasmar éste. Cuando ello no es así, el Derecho pierde su legitimidad. Parece, pues, que el conocimiento del Derecho es necesario para llegar a las soluciones justas, y nos pone también sobre la pista de que, en muchas ocasiones, no hay una única solución justa sino varias y, desde este punto de vista, el Derecho nos aporta criterios para llegar a determinadas soluciones justas y apartarnos de otras. De este modo, el Derecho siempre tiene que ser visto como una unidad que debe tender a proporcionar soluciones justas a los conflictos que se planteen, lo que exige un funcionamiento coordinado de las normas con ese objetivo, y cualquier consideración al margen de dicha finalidad, deslegitima la existencia de cualquier norma jurídica, y dado que este trabajo versa sobre argumentación jurídica, este es un argumento bastante sostenible y difícil de refutar. 4.

LOS MECANISMOS JURÍDICOS DE SELECCIÓN DE LA NORMA A APLICAR

Como entidad unitaria que pretende suministrar soluciones justas a los casos planteados, el Derecho se nos aparece como una estructura normativa compleja, cuya complejidad no es sino el reflejo de la sociedad que pretende ordenar. En primer lugar, no todas las normas jurídicas proporcionan directamente soluciones a los problemas que se planteen, ya que existen normas con funciones diversas. Esa maquinaria compleja que es el Derecho actual requiere de normas que regulen todo el aparato organizativo o institucional, es decir, los procesos de creación y aplicación de las normas para conseguir aportar una solución a un caso concreto. Nuevamente, estas normas organizativas, aunque en apariencia estén lejos de los problemas concretos, encuentran su razón de ser en la de contribuir a la resolución justa de aquéllos. En segundo lugar, el Derecho no sólo se basa en unas normas que organizan cómo deben crearse y aplicarse las normas que indican cuál sea la solución considerada justa en un caso dado, sino que también entre este conjunto de normas jurídicas, llamémoslas materiales, pueden detectarse, desde el punto de vista que ahora nos ocupa, diferentes grupos que contemplan al caso concreto desde una posición de mayor o menor lejanía. Esta perspectiva la he llamado teoría de la inmediatez normativa, y no deja de ser una teoría formulada para intentar explicar cómo entiendo que los prácticos manejamos el Derecho para resolver los casos que se nos plantean, aún con los matices que pueden existir entre los abogados y los jueces, u otros prácticos, dado que el abogado, por definición, busca en el Derecho una solución no estrictamente justa en el sentido de objetiva, sino una solución justa de entre las posibles que sea además la más ajustada a los intereses de su cliente. Es el juez quien debe buscar una solución justa sin atender a otros intereses que los que se desprendan del propio Ordenamiento jurídico.

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La teoría de la inmediatez normativa pretende incidir en la existencia de una clasificación de las normas jurídicas en atención a la proximidad con que se acercan éstas a la resolución de problemas concretos. De este modo, existen normas que contemplan la solución de un problema concreto y establecen un criterio conciso y claro, pero existen otras normas que proporcionan criterios más generales para la solución de conflictos jurídicos, como son las normas que disciplinan una institución (matrimonio, despido, contrato, herencia, etc.) e informan cómo deben aplicarse dichas normas, o, subiendo otro peldaño, normas que regulan un sector del Derecho, como puede ser el Derecho civil, el Derecho laboral, etc. Más arriba, incluso, nos encontramos con los principios generales del Derecho y las normas constitucionales o fundamentales, que informan la aplicación del Derecho. Esto es, normas que están más lejos o más cerca del problema concreto, pero que deben ser tenidas en cuenta a la hora de resolver el problema de la forma más justa. Y es precisamente esta situación la que genera la riqueza, pero también la debilidad, de la argumentación jurídica. Existe el sentir popular de que el Derecho proporciona argumentos para defender casi cualquier postura, y esto se conoce bien en la práctica jurídica. Pero he de decir, contraargumentando lo anterior, que existe también una creencia popular contraria (tan importante como la anterior): la de que el Derecho se suele percibir extramuros como una especie de sistema matemático que proporciona soluciones únicas e incuestionables. Ello no es así, cualquiera que sea el lado extremo que se tome, pero ciertamente las cuestiones jurídicas pueden llegar a ser muy complejas, y a situaciones complejas respuestas complejas. Los argumentos que suministran las normas jurídicas son, a veces, y contra de lo que pudiera pensarse, contrarios o incompatibles, pues suministran interpretaciones diferentes del Ordenamiento. También estos casos abogan por considerar a las normas como instrumentos flexibles que permitan resolver estos conflictos internormativos, bien realizando una interpretación conjunta de las normas en conflicto para acomodarlas entre sí (la pretensión de sistematicidad), bien estableciendo un criterio de resolución o selección normativa, que permita aplicar una norma con preferencia a la otra (como la regla ley general-ley especial), e incluso eliminando una de las normas en conflicto (derogación implícita de las normas). 5.

EL MÉTODO COMPARATIVO DE LA APLICACIÓN DE LAS NORMAS

Cuando el razonamiento jurídico-práctico procede a aplicar una norma jurídica para resolver un caso concreto realiza lo que puede denominarse un acto comparativo que deriva de uno de los criterios esenciales de la noción de justicia. Me refiero al tratamiento igualitario de situaciones similares. El planteamiento de un problema concreto y su solución hace que el razonamiento jurídico busque la norma más inmediata (más exacta posible) que resuelva la cuestión, y al realizar dicha operación el razonamiento contempla la norma como un caso estándar con el que compara el caso a resolver. Existe así una comparación en la que la mente jurídica busca analogías y diferencias. El supuesto es aún más claro cuando se encuentra un precedente judicial o cuando se procede a la aplicación analógica de una norma. Detrás de esta actividad comparativa, se encuentra el criterio del tratamiento igualitario, dado que si entre el caso a resolver y el otro que se toma como referencia (bien sea la

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norma jurídica como caso estándar o bien sea el precedente judicial) existen las suficientes similitudes, la lógica jurídico-racional considera como justo que ambos casos tengan la misma solución. En este punto, la cuestión estriba en determinar cómo el razonamiento jurídico actúa para determinar la similitud o diferencia entre dos casos. ¿Es un razonamiento normativo? es decir, ¿son las normas o principios jurídicos los que le suministran los criterios de similitud o diferencia? o por el contrario ¿estamos ante una actividad en la que el operador jurídico decide libremente, valorando la situación con criterios extrajurídicos? Desde luego, la comparación entre el caso a resolver y otro contemplado en otra resolución o el caso estándar contemplado abstractamente en la norma, empuja al razonamiento jurídico a buscar las similitudes o diferencias entre las situaciones fácticas de ambos casos, pues es evidente que las normas jurídicas básicas que resuelven ambas cuestiones son las mismas. La aplicación de normas distintas elimina de plano que exista la misma ratio decidendi del caso, por lo que la cuestión es si dos situaciones fácticas merecen el mismo tratamiento jurídico. En estos supuestos, el razonamiento es un análisis puramente jurídico de los hechos, y por lo tanto, procede normativamente. Los hechos dejan de formar parte de la realidad y pasan a ser traducidos a conceptos e instituciones jurídicas, precisamente los contemplados en el caso resuelto del precedente que se utiliza como referencia o en el caso estándar de la norma. En ambos supuestos, hay un proceso de subsunción de un caso en otro que implica determinar si existen las similitudes suficientes entre los mismos como para que reciban la misma solución e implica igualmente establecer que las diferencias existentes son meramente secundarias, sin el peso suficiente como para imposibilitar la aplicación del caso o norma que se pretende. De este modo, si el operador jurídico decide que ambos casos son similares o diferentes, debe razonar normativamente en ese sentido y justificar una u otra decisión con normas o principios jurídicos. Por ejemplo, si las conductas de los intervinientes en ambos casos son constitutivas de los mismos actos jurídicos, si la relación jurídica o situación que unía a los mismos es la misma, o si corresponde a la misma o distinta institución jurídica. Es decir, razonamientos esencialmente dogmáticos con instituciones o conceptos jurídicos, que son, precisamente, los que sirven al jurista en estos casos para discernir entre los datos que son relevantes para la aplicación del caso anterior al nuevo caso (son los datos que definen y caracterizan el concepto jurídico en cuestión) y los que no son relevantes o secundarios, esto es, los que no forman parte de la definición jurídica de los conceptos jurídicos. Este razonamiento comparativo entre casos o caso-norma es hasta tal punto normativo que también el operador jurídico debe adoptar una perspectiva jurídica más general, pues debe realizar no sólo una comparación horizontal entre ambos supuestos, sino también adoptar una perspectiva vertical, valorando si esos supuestos pertenecen o no a una misma institución jurídica y si responden a unos mismos principios generales rectores de la misma. Por ejemplo, pensemos en una anulación de una declaración de voluntad por error en un contrato, en una donación o en un testamento ¿los criterios jurídicos de determinación de la excusabilidad del error deberían ser los mismos por tratarse de la misma conducta o deberían ser distintos por ser diferentes marcos institucionales?. Las dudas sobre si estamos ante un mismo caso

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se manifiestan porque, precisamente, el razonamiento jurídico está realizando un análisis del error dentro de las características y principios que rigen las distintas instituciones jurídicas presentes. En tal sentido, en estos supuestos en los que el decisor jurídico debe justificar si los casos o normas comparados son similares o diferentes a los efectos de establecer los mismos efectos jurídicos, la justificación es y debe ser normativa, no tratándose de juicios de valor puramente subjetivos o arbitrarios del decisor que a su conveniencia (aunque la conveniencia sea llegar a una solución justa del problema) toma una u otra decisión. Asimismo, por la misma razón, tampoco caben en la justificación de la opción argumentos retóricos, dialécticos o del discurso práctico general.

C LA ESTRUCTURA DISCURSIVA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO

CAPÍTULO XV. CONSIDERACIONES GENERALES

1.

APLICACIÓN PACÍFICA, CONTRADICTORIA Y AUTÉNTICA

La siguiente cuestión conceptual que debemos abordar es la atinente a la estructura discursiva del razonamiento jurídico-práctico. Tras analizar los elementos fundamentales del mismo (el lenguaje jurídico, la categorías dogmáticas, la pretensión de integridad del Ordenamiento y la consideración de las normas como reglas instrumentales de justicia), es preciso determinar cómo se utilizan los mismos por el razonamiento jurídico cuando pretende resolver o solucionar un caso concreto, es decir, cuál sea la metodología del razonamiento jurídico-práctico cuando aplica las normas jurídicas. En una primera aproximación elemental, podemos decir que la aplicación del Derecho por los operadores jurídicos para la resolución de casos concretos presenta dos modalidades básicas: una sería aquélla en la que un operador jurídico resuelve un supuesto que le es dado sin existencia de contradicción (que podemos denominar aplicación pacífica del Derecho), como puede ser la aplicación del Derecho que realiza un funcionario que dicta una resolución administrativa concediendo una subvención, un testamento que redacta un notario o el asesoramiento de un abogado a su cliente; y otra sería la aplicación contradictoria del Derecho, esto es, la aplicación a aquellas situaciones concretas en las que concurre una pluralidad de operadores jurídicos que sostienen interpretaciones y pretensiones distintas del Ordenamiento jurídico y en las que un tercer operador debe solventar la contradicción realizando la aplicación auténtica u oficial del Derecho, que son los casos de arbitraje y, sobre todo, y paradigmáticamente, los supuestos de los procesos judiciales, donde la contraposición de intereses en torno a una cuestión está institucionalizada en la figura de las partes procesales, que someten sus interpretaciones jurídicas a la resolución auténtica de la controversia por un tercer operador jurídico denominado juez. Este ámbito es el que se engloba bajo la denominación de aplicación judicial del Derecho.

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Se trate de la aplicación pacífica del Derecho o de la realizada con contradicción, el método básico de funcionamiento del razonamiento jurídico-práctico es el mismo. El jurista se encuentra siempre ante un supuesto problemático de la realidad que reviste una serie de características que determinan su cierta o aparente juridicidad (es decir, susceptibilidad de ser contemplado por las normas jurídicas; no perteneciente, pues, al ámbito del no-Derecho) y utiliza las normas jurídicas que considera aplicables para resolverlo. Sin embargo, este esquema simplista es mucho más complejo de lo que a primera vista parece. Por de pronto, suele olvidarse un dato bastante evidente, cual es la propia figura del jurista, que, por sus propias características, no puede actuar de una forma objetiva y aséptica frente al problema que se le plantea, entendida esta actuación como actitud que adoptaría alguien desconocedor del Derecho. La determinación objetiva de los hechos sufre una primera contaminación jurídica cuando el jurista la reconstruye, pues es inevitable que el jurista actúe dogmáticamente (conceptualmente) ante los hechos que se le narran. El mero dato de establecer que un conflicto determinado es jurídico ya implica una primera calificación jurídica previa del caso. A esta primera aproximación del razonamiento al caso la hemos denominado acto previo de institucionalización, el cual analizaremos en el capítulo siguiente. Por otro lado, la aplicación contradictoria del Derecho presenta una fuerte institucionalización en el sentido de estar regulado jurídicamente el proceso para la resolución del problema, es decir, que la estructura discursiva del razonamiento está sometida a un riguroso cauce normativo-formal, representado esencialmente por las normas procesales, pero también por algunas normas sustantivas. Además, la aplicación contradictoria implica la existencia concurrente de varias posiciones antagónicas sosteniendo distintas alternativas de solución jurídica al caso, debiendo el órgano decisor descartar o elegir, en todo o en parte entre ambas, justificando normativamente las razones de su elección y no sólo las de la decisión que ha adoptado, por imperativo del principio de congruencia procesal. Lo cierto es que en el ámbito judicial es donde la estructura discursiva del razonamiento jurídico-práctico adquiere su mayor complejidad, y por tanto, su mayor riqueza, constituyendo el modelo paradigmático del razonamiento jurídico-práctico, ideal para la realización de su análisis. La puesta en marcha de un proceso judicial determina el despliegue de la aplicación de la normativa reguladora de los procedimientos judiciales que constituyen el vehículo a través del cual se ejercitan y se enjuician los derechos de los ciudadanos hasta llegar a la decisión judicial. Sobre este aspecto, una de nuestras tesis es que la configuración jurídico-formal del proceso (las normas procesales), lejos de ser meramente normas procedimentales –que también, obviamente, lo son–, condiciona el contenido y el modo de funcionamiento del razonamiento jurídico-práctico de forma esencial. Aspectos tales como el tiempo en que deben efectuarse las actuaciones procesales (tema de la preclusión), la selección de los hechos a debatir (tema de los hechos controvertidos), la delimitación de las facultades probatorias (exclusión de la prueba ilegal, impertinente o inútil), las excepciones procesales (que limitan o impiden que el juez entre a razonar jurídicamente sobre el fondo del asunto, esto es, la cuestión o conflicto jurídico propiamente dichos), o en fin, otros que referiremos, condicionan el razonamiento jurídico-práctico en el proceso judicial, haciéndolo distinto del razonamiento jurídico-práctico existente fuera del proceso, aunque, como se ha dicho, la estructura básica de funcionamiento sea la misma.

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En atención a su carácter modélico y a su mayor importancia, cualitativa y cuantitativamente hablando, este capítulo y los que siguen se centrarán en la estructura del razonamiento jurídico-práctico en el ámbito judicial, cuya diferencia frente al ámbito de la aplicación pacífica reside esencialmente en el ámbito de la determinación fáctica. 2.

LA SENTENCIA JUDICIAL COMO PARADIGMA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICO-PRÁCTICO

El paradigma más completo –y complejo– de la aplicación del Derecho al caso concreto es, sin duda, la sentencia judicial. Al fin y al cabo, cualquier operador jurídico que aplica el Derecho para resolver un caso concreto está realizando una actuación similar a lo que constituye en esencia una sentencia. Así, el planteamiento de una demanda, de una contestación a la demanda, de una querella, de conclusiones en el acto de juicio, un informe jurídico o los supuestos en los que un funcionario público dicta una resolución administrativa, presentan una estructura básica muy similar al contenido de una sentencia. De este modo, el estudio de cómo se produce la aplicación del Derecho en la emisión de una sentencia constituye el análisis más completo de la aplicación de las normas jurídicas, del Derecho en movimiento, y en definitiva, del propio Derecho. Por ello, uno de los primeros datos empíricos que pueden obtenerse para el análisis de la metodología del razonamiento jurídico-práctico es observar la forma que revisten los escritos que contienen dicho razonamiento. Así, puede verse que el Ordenamiento jurídico indica que las sentencias o autos serán motivados, pero también los actos administrativos (art. 54 de la LRJAP 30/1992), y que esta motivación se estructura siempre en hechos, fundamentos de Derecho y fallo o resolución. Estos son los escritos que contienen decisiones jurídicas, pero si atendemos a las demandas, contestaciones a la demanda o querellas penales, podemos ver que esta estructura se repite: se exponen unos hechos (una versión de los mismos), es decir, se relata el caso, unos fundamentos jurídicos, y una petición o suplico de fallo o resolución favorable a los intereses que se defienden. En las denuncias no se exige esta estructura, porque las denuncias las puede hacer una persona sin conocimientos jurídicos (precisamente esta cuestión nos pondrá sobre la pista de una cuestión muy importante: la diferencia que existe entre la redacción de los hechos por un jurista y alguien que no lo es. La redacción de los hechos por un particular sin conocimientos jurídicos es pura; la del jurista aparece con frecuencia “adulterada” porque intercala los hechos con conceptos jurídicos, influyendo éstos sobre la determinación de aquéllos). La sentencia judicial es, pues, la experiencia jurídica por antonomasia, y además, como se ha apuntado, la más compleja, por cuanto concurren elementos adicionales en la aplicación del Derecho, cuales son los que se derivan de la existencia de un cauce formal solemne para realizar la aplicación, esto es, un proceso. Como ya hemos indicado, frente a lo que primeramente pudiera pensarse, las normas procesales no son sólo formas, sino que también condicionan sustancialmente la aplicación de las normas jurídicas, como se intentará demostrar más adelante. Podría decirse que nada pone más a prueba el Derecho –su legitimidad, su validez, su eficacia, su finalidad– que su aplicación en una sentencia judicial. De esta manera, el análisis de la construcción de una sentencia es el análisis del método de aplicación

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de las normas jurídicas y de ahí que este trabajo constituya un intento de construcción de una metodología del razonamiento jurídico-práctico, al menos en sus fundamentos. El art. 218.2 LEC resulta muy ilustrativo a la hora de observar cómo desde un texto legal se hace una somera referencia al modo en que deben efectuar los jueces el razonamiento jurídico al dictar sentencia. Así, dice: “Las sentencias se motivarán expresando los razonamientos fácticos y jurídicos que conducen a la apreciación y valoración de las pruebas, así como a la aplicación e interpretación del Derecho. La motivación deberá incidir en los distintos elementos fácticos y jurídicos del pleito, considerados individualmente y en conjunto, ajustándose siempre a las reglas de la lógica y de la razón”.

A la luz de este precepto puede observarse cómo el propio legislador hace referencia distinguiendo entre un razonamiento fáctico y un razonamiento jurídico sensu stricto. Del razonamiento fáctico formarían parte todos los razonamientos del juez dirigidos a concretar y precisar los hechos jurídicamente relevantes del caso y la forma cómo los ha obtenido, esto es, la valoración de las pruebas realizadas. Del razonamiento jurídico formaría parte la labor de aplicación e interpretación del Derecho. Aparte de estos dos razonamientos, que integran el razonamiento jurídico en sentido amplio, está la referencia a la lógica y a la razón, que parece aludir a la posibilidad de que el juez utilice razonamientos de sentido común. Sobre este punto, ya hemos manifestado en otra parte de este trabajo que el sentido común debe ser utilizado por el razonamiento jurídico con relación siempre a las normas, debiendo entenderse la referencia a la lógica y a la razón que efectúa el art. 218.2 LEC como una referencia a la racionalidad jurídica, más que a la racionalidad general o sentido común. La sentencia judicial constituye, pues, el paradigma más completo del razonamiento jurídico-práctico, que adquiere así un rango institucionalizado y su expresión más acabada y detallada por el cúmulo de intervenciones normativas que tienen lugar en el desarrollo del razonamiento judicial. Podemos decir que en el Derecho actual el razonamiento judicial se caracteriza fundamentalmente por estar sometido a una triple intervención normativa del Ordenamiento jurídico: 1. Se encuentra sometido a las reglas procesales, que establecen un cauce formal para el desarrollo de los distintos pasos que el juez debe dar en el enjuiciamiento del caso hasta llegar a la resolución del mismo. En suma, el juez no puede abordar un caso de una forma libre o espontánea, decidiendo cómo obtener el conocimiento de los hechos y elegir los que considere oportunos, o aplicar las normas que decida, sino que debe atenerse a unas reglas de procedimiento, que, implican, de un modo fundamental, la garantía del derecho de defensa y de disposición del proceso (aun limitado en algunos sectores, como en el proceso penal). La sentencia recoge, sucintamente, como antecedentes una relación de estos pasos procesales. 2. El juez tiene una obligación de motivación de las resoluciones que dicte, lo cual significa que debe expresar y explicar los razonamientos que ha realizado en el caso para llegar a una conclusión que se deduzca racionalmente de dichos razonamientos. Aquí adquiere una dimensión fundamental el grado explicativo del razonamiento,

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que debe ser pormenorizado y con respeto al principio básico de la congruencia (art. 218.1 LEC). Pormenorizado implica que debe ser estructurado y claro, distinguiendo la exposición hecha por las partes procesales respecto de la suya, y distinguiendo también los hechos de los fundamentos jurídicos, así como también, por último, exponiendo que su decisión ha de deducirse racionalmente de lo anterior, llegando a una decisión precisa que resuelva todos los puntos fundamentales de las pretensiones de las partes (congruencia). 3. En tercer lugar, el razonamiento del juez debe ser en todo momento normativo, en el sentido de que todo el enjuiciamiento del caso ha de realizarlo aduciendo normas y principios jurídicos, y en definitiva, utilizando todos los materiales que le proporciona el Ordenamiento jurídico, incluso en la determinación de los hechos del proceso. Sus razonamientos no pueden ser en modo alguno extrajurídicos, lo que incluye actuaciones tan variadas como es cualquier tipo de actuación arbitraria o caprichosa (esto es, sin justificación normativa), actuar siguiendo sentimientos subjetivos de justicia como si se tratara de un legislador, actuando de forma que quiera aplicar o seguir los objetivos de la política social, o actuando como un instrumento de igualdad social o de redistribución de la renta entre distintas clases económicas que intervienen en el proceso. 3.

LA FUNDAMENTACIÓN DE LA MOTIVACIÓN DE LAS SENTENCIAS JUDICIALES

La sentencia ha de motivarse no sólo para que el órgano decisor justifique por qué llega a una decisión concreta, sino también para que las partes del proceso conozcan dichos razonamientos y puedan recurrir la sentencia si entienden que los mismos no son correctos jurídicamente. Así, también, los tribunales superiores pueden revisar dichos razonamientos y su ajuste al Ordenamiento jurídico. Es preciso tener en cuenta que aunque la sentencia judicial resuelve un caso concreto, este caso se convierte en un modelo para otros casos similares que se puedan producir en el futuro, y en tal sentido se convierte en precedente que se integra en el Ordenamiento jurídico. A partir de ese momento, dicha sentencia será tenida en cuenta por otros jueces y demás operadores jurídicos para la resolución de nuevos casos, lo que es especialmente verdad respecto de los tribunales superiores (Audiencias Provinciales, Tribunales Superiores de Justicia, Audiencia Nacional, Tribunal Supremo). De esta manera, la motivación no es solamente la exteriorización del razonamiento jurídico del juez que le ha llevado a la decisión que ha adoptado, sino que también presenta indudables efectos en el Ordenamiento jurídico, ya que pasa a constituir un precedente tenido en cuenta por los juristas, y contribuye de este modo a mejorar la certidumbre del Derecho en el sentido de que será más sencillo predecir cómo resolverán en el futuro los jueces casos similares que se presenten. Además de ello, como se acaba de apuntar, la exteriorización de la motivación hace que los juristas puedan valorar jurídicamente la misma y, en caso de disconformidad con el fallo, puedan determinar si este razonamiento jurídico es incorrecto y decidir recurrir la sentencia.

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Por otra parte, la motivación cumple una función social de legitimidad, dado que la Justicia emana del pueblo y el juez explica cómo ha aplicado las leyes en un caso concreto a la sociedad (como norma general, las sentencias judiciales son públicas, art. 266.1 LOPJ y art. 212 LEC). La sociedad no evalúa desde un punto de vista técnico la sentencia, pero sí realiza una evaluación respecto de si la sentencia recoge o plasma sus valores y creencias, los cuales rigen la interpretación de las normas aplicadas que ha hecho el juez y que se contienen en la motivación. Es decir, la motivación muestra también el grado de adaptabilidad que muestran las normas jurídicas a la realidad social imperante. También tienen una notoria influencia social los supuestos de sentencias que cambian su criterio respecto de otras anteriores que resolvieron casos similares, ya que en estas situaciones la ciudadanía percibe estos cambios como si se tratase de auténticos cambios normativos y, además, porque suponen una excepción al principio (de justicia) de igualdad ante la ley, lo que exige una justificación normativa especialmente sólida y convincente. El concepto de motivación de la sentencia judicial constituye un elemento central de cualquier metodología del razonamiento jurídico-práctico, dado que representa la exposición formal y solemne de dicho razonamiento en un documento (generalmente), y es la máxima expresión de la racionalidad jurídica de las decisiones judiciales, frente a la irracionalidad característica de las mismas en las sociedades primitivas, donde se llegaba a producir una confusión entre creación y aplicación del Derecho175. Sobre esta cuestión, desde un punto de vista sociológico, Carbonnier ha distinguido tres tipos de juez presentes en las distintas sociedades que se han sucedido en el tiempo. Así, habla de la existencia en las sociedades primitivas del denominado juez mágico, brujo o sacerdote, caracterizado por su don sobrenatural de entrar en contacto con los dioses; del juez carismático, caracterizado por su sabiduría, equidad y espíritu conciliador más que por su conocimiento jurídico; y del juez lógico, que es el actual, que conoce el Derecho y actúa racionalmente al tomar sus decisiones. El autor apunta que, incluso, cabe que en el futuro hablemos del juez electrónico176. En nuestro Ordenamiento jurídico, la exigencia de motivación de las sentencias judiciales ostenta incluso rango constitucional, al establecer el art. 120.3 CE que las sentencias serán siempre motivadas, e incluso esta exigencia se extiende a nivel legal a otras resoluciones judiciales (cfr. 248 LOPJ; art. 208.2 LEC), y justamente ese es nuestro objetivo en esta parte de este trabajo: cómo se motiva una sentencia o resolución judicial o, lo que es lo mismo, cuál es la metodología del razonamiento jurídico-práctico en los procesos judiciales. El punto de arranque es –permítasenos algún sentimentalismo en un trabajo con pretensiones científicas– un hermoso precepto de nuestra vigente LEC al que ya hemos hecho referencia, el art. 218.2 LEC y cuyo contenido se ha transcrito anteriormente. Tras una lectura del mismo, el precepto reitera por dos veces algunos rasgos fundamentales de la noción de motivación, pero fija las líneas básicas de las que podemos partir en el análisis del razonamiento jurídico-práctico, junto con lo dispuesto en el art. 209 LEC, que establece la forma y contenido de las sentencias. Atendiendo a esta regulación, la motivación implica una actuación compleja del razonamiento del juez sobre tres elementos: fácticos, jurídicos y decisorios. 175 176

Cfr. WEBER, M., Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, 10ª reimp., 1993, México, pág. 508. Cfr. CARBONNIER, J., Derecho flexible. Para una sociología no rigurosa del Derecho, cit., págs. 346-347.

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El elemento fáctico viene constituido por el relato del caso o supuesto concreto que es objeto de enjuiciamiento (los antecedentes de hecho, según el art. 209.2ª LEC). En este elemento, el juez debe recoger los hechos y pretensiones de las partes, pero la actividad judicial fundamental es seleccionar los hechos relevantes jurídicamente y dentro de estos los que hayan resultado probados (lo que constituye la actividad de apreciación y valoración de las pruebas), todo ello con claridad y concisión. El elemento jurídico lo constituyen las normas jurídicas o precedentes judiciales que el juez entiende de aplicación al caso, razonando por qué entiende que dichas normas o precedentes son aplicables y aplicando efectivamente las mismas al caso (subsunción), lo que implica la consideración individual y conjunta de los elementos fácticos y jurídicos. El elemento decisorio es el fallo o decisión judicial propiamente dicha, esto es, los pronunciamientos del juez sobre las pretensiones de las partes y aquellos otros de obligado cumplimiento legal (como acontece con las costas procesales). Junto a estas actividades que hemos deducido de una consideración conjunta de los arts. 209 y 218.2 LEC, es preciso indicar que, con carácter general, el art. 218.2 LEC establece que las sentencias se motivarán “ajustándose siempre a las reglas de la lógica y de la razón”, lo que parece introducir un elemento añadido a los anteriores y que, pese a la confusa referencia a la lógica, no es otro que el del sentido común, según hemos dicho (y que en nuestra opinión debe ser entendido más estrictamente, como referencia a la racionalidad jurídica). En desarrollo del art. 120.3 CE, que establece que “las sentencias serán siempre motivadas”, la LOPJ indica en su art. 248 el grado y la forma de motivación de las resoluciones de los jueces y tribunales con carácter jurisdiccional (cfr. Art. 245.1 LOPJ). Así, respecto de las providencias se establece que “podrán ser sucintamente motivadas sin sujeción a requisito cuando se estime conveniente” (art. 248.1); de los autos que “serán siempre fundados y contendrán en párrafos separados y numerados los hechos y los razonamientos jurídicos y, por último, la parte dispositiva” (art. 248.2), a los que hay que equiparar los decretos, introducidos recientemente (cfr. art. 208.2 LEC); y de las sentencias que “se formularán expresando, tras un encabezamiento, en párrafos separados y numerados, los antecedentes de hecho, hechos probados, en su caso, los fundamentos de derechos y, por último, el fallo” (art. 248.3 LOPJ). Por su parte, la LEC (norma procedimental con aspiraciones de regulación general básica de todos los procedimientos judiciales; cfr. disp. ad. 1ª LJCA, disp. final 4ª LJS) regula también esta cuestión en sus arts. 208.1, 208.2, 209 y 218, básicamente. También, la LJS, en su art. 97.2. La LJCA no regula esta cuestión, por lo que se remite a la LEC. Por su parte, la LECrim regula la cuestión en los arts. 141 y 142, en una terminología, obviamente, más arcaica. Por otro lado, es preciso tener en cuenta que no sólo las sentencias o resoluciones judiciales deben ser motivadas. También las resoluciones administrativas deben motivarse, si bien no en todos los casos (cfr. art. 54 LRJAP). En este sentido, las decisiones jurídicas que adoptan los poderes públicos en aplicación del Derecho también engloban a las decisiones adoptadas por las Administraciones Públicas resolviendo cualquier controversia jurídica que acontezca en relación con el ejercicio de sus competencias, ejercitando potestades administrativas y, en general, cualquier tipo de intervención que afecte a los interesados.

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La Administración también actúa sometida al principio de legalidad (art. 103.1 CE) y debe motivar sus actos administrativos, estando limitada la discrecionalidad de las actuaciones administrativas a situaciones muy concretas. En este sentido, el razonamiento jurídico en el ámbito administrativo reúne plenamente las características del razonamiento judicial. Es más, los procedimientos administrativos –aún no teniendo generalmente la cualidad esencial de contradictorios como los judiciales– presentan una estructura semejante a los judiciales, de ahí que la resolución administrativa sea semejante en este aspecto a la judicial. Ello sin perjuicio de la contradicción implícita que existe en cualquier procedimiento administrativo, en el que en el trascurso de éste, la Administración Pública actúa adoptando un papel de poder público objetivo frente a los derechos de los administrados, mientras que posteriormente en el eventual recurso contencioso-administrativo que ejercite el particular ante los tribunales de justicia ostente la Administración la condición de parte contrincante. 4.

LOS LÍMITES DE LA MOTIVACIÓN DE LA SENTENCIA: LA RACIONALIDAD JURÍDICA ESTRICTA

El art. 1.7 CC establece que “los Jueces y Tribunales tienen el deber inexcusable de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecido”, y tal precepto, que recoge como obligación fundamental del Juez resolver todo asunto que se someta a su consideración (principio de la prohibición de non liquet, que en nuestro Ordenamiento se tipifica incluso como delito en el art. 448 CP, el cual establece que “el Juez o Magistrado que se negase a juzgar, sin alegar causa legal, o so pretexto de oscuridad, insuficiencia o silencio de la Ley, será castigado con la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de seis meses a cuatro años”), indica también su obligación de atenerse al sistema de fuentes establecido, esto es, de justificar o motivar su decisión con razonamientos normativos. Algo que también se desprende del propio art. 117.1 CE cuando señala el sometimiento de los jueces al “imperio de la Ley”. Esta obligación legal establecida en el art. 1.7 CC también se refería en otros cuerpos normativos como el art. 361 de la ya derogada LEC 1881 que señalaba que “los Jueces y Tribunales no podrán, bajo ningún pretexto, aplazar, dilatar ni negar la resolución de las cuestiones que hayan sido discutidas en el pleito”. En relación con el art. 1.7 CC, es preciso hacer referencia nuevamente al art. 218.2 LEC, relativo a la motivación de las sentencias y que establece cómo ha de efectuarse esta motivación, según ya hemos visto. Recordemos que dicho precepto establece que “las sentencias se motivarán expresando los razonamientos fácticos y jurídicos que conducen a la apreciación y valoración de las pruebas, así como a la aplicación e interpretación del Derecho. La motivación deberá incidir en los distintos elementos fácticos y jurídicos del pleito, considerados individualmente y en conjunto, ajustándose siempre a las reglas de la lógica y de la razón”. El carácter supletorio y común de la LEC determina que este precepto sea de aplicación a todas las sentencias dictadas en todos los Ordenes jurisdiccionales, y lleva a plantearnos qué alcance puede tener esta última frase en relación con la motivación. Obviamente, como ya hemos adelantado anteriormente, estas reglas de la lógica y de la razón hacen referencia, en nuestra opinión, no sólo al sentido común, sino a que la motivación de la sentencia presente

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una estructura racional que conecte sus premisas y conclusiones, pero también ha señalarse que esta referencia a la lógica y a la razón se hace respecto del razonamiento jurídico, es decir, que la sentencia se motive y se justifique de acuerdo con criterios de racionalidad jurídica estricta, con razonamientos normativos. Este precepto no puede ser interpretado como una puerta a que la motivación de la sentencia se base en criterios lógicos o racionales generales o provenientes del sentido común. En este sentido, la conexión entre el art. 1.7 CC y el art. 218.2 LEC lleva, en nuestra opinión, a establecer que la motivación de la sentencia tiene como límite evidente el criterio de la racionalidad jurídica estricta, es decir, utilizar tan sólo razonamientos normativos y que respondan a la lógica jurídica en su formulación y concatenación. Nuevamente, los razonamientos no normativos no pueden usarse como justificación de la decisión jurídica. Racionalidad jurídica y racionalidad común (sentido común) no siempre van de la mano cuando se trata de solucionar un caso de una forma justa. En este apartado, y por su relación con los límites de la motivación de la sentencia, es preciso abordar la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación, y determinar si esta distinción es aplicable al Derecho, porque en principio parece que el contexto de descubrimiento no es relevante para la motivación judicial. Así, en relación con la motivación de las sentencias judiciales, y más en concreto con el proceso de razonamiento que sigue el juez hasta tomar la decisión, se distingue entre dos momentos que tienen lugar en ese proceso mental: un primer momento, denominado contexto de descubrimiento o de invención, y un segundo, denominado contexto de justificación o de motivación en sentido estricto. En el ámbito del razonamiento jurídico, el contexto de descubrimiento hace referencia al proceso psicológico interno del juez que tiene que adoptar la decisión, refiriendo todos los impulsos que le conducen a tomar una decisión interna con carácter previo o paralelo a su razonamiento jurídico sobre dicha decisión. Aquí tendrían cabida todos los impulsos irracionales, como sus sentimientos, emociones, etc., pero también una serie de pensamientos racionales no jurídicos como son su ideología, sus creencias, su actitud o filosofía vital, e incluso jurídicos de carácter general (relativos a su formación jurídica general), pero no relacionados con el razonamiento jurídico concreto del asunto. Aquí hablaríamos de “motivación” pero en un sentido amplio o no jurídico, es decir, como conjunto de motivos o impulsos que llevan a un juez a adoptar una decisión jurídica como reflejo de su filosofía vital o de su actitud ante el problema jurídico planteado atendiendo a circunstancias no jurídicas concretas del caso (podrían citarse los supuestos típicos de la práctica forense como que un litigante le caiga o no bien, que le dé pena, que sea débil económicamente, etc.). Es, en resumen, la actitud psicológica del juez ante un determinado asunto, no en su consideración de profesional sino como persona común que percibe y opina ante un problema jurídico. El contexto de justificación o motivación en sentido estricto, hace referencia al concepto jurídico de motivación, como así se usa en el ámbito del razonamiento jurídico, y es el sentido en el que se utiliza en nuestro Ordenamiento jurídico (art. 120.3 CE, 218.2 LEC). La motivación de la sentencia o contexto de justificación hace referencia al razonamiento jurídico empleado por el juez para justificar la decisión que adopta, y que se recoge en el texto de la sentencia. A tal efecto, se trata de un conjunto de premisas y subconclusiones

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empíricas y normativas que, enlazadas racionalmente entre sí, conduce a una decisión concluida jurídicamente. Sobre este punto, parece evidente que un juez ante la resolución de un problema jurídico concreto no sólo es un funcionario autómata, “el instrumento que pronuncia las palabras de la ley” al que se refirió Montesquieu177, sino que es también, evidentemente, un ser humano sometido a una serie de impulsos irracionales o con una ideología, creencias y actitudes personales y sociales (morales, éticas, políticas). En este sentido, parece claro que depende de la personalidad de cada juez la influencia que tengan estas circunstancias extrajurídicas (que, por otra parte, se dan en mayor o menor medida en todos los asuntos) en la resolución del asunto, pero parece también evidente que su influencia (pese a lo que opinaban los realistas americanos) ha de considerarse, en general, menor respecto de los razonamientos jurídicos que justifican la decisión que se adopte en el procedimiento. Expresiones tales como la frialdad del juez o la ceguera de la justicia hacen referencia precisamente a que el juez debe resolver sus asuntos razonando jurídicamente, y ello sin perjuicio de que realice siempre una aplicación de las normas flexible con una pretensión de obtener justicia en su decisión, que es algo muy distinto a dejarse llevar por sus convicciones ideológicas. Es así que un juez debe operar con criterios de racionalidad estricta, siendo irrelevantes jurídicamente todos los demás motivos no jurídicos o impulsos psicológicos que puedan condicionarle, que, evidentemente, no pueden ni deben constar en la sentencia. Dicho lo anterior, la cuestión principal que se plantea en las relaciones entre el contexto de descubrimiento y el de justificación es en qué modo operan, es decir, de qué forma se influyen recíprocamente y si actúan independientemente. El que el juez no recoja en la motivación de la sentencia sus creencias internas no jurídicas no significa que éstas no actúen sobre su razonamiento jurídico. Se ha llegado a defender (especialmente, desde el realismo jurídico americano) que, incluso, el juez llega, en muchos casos, a adoptar la decisión previa (antes de cualquier razonamiento jurídico concreto) del asunto sometido a su consideración basándose en criterios no jurídicos, sean irracionales (sentimientos, preferencias o gustos) o racionales no jurídicos (sus convicciones éticas, religiosas, políticas), e incluso criterios jurídicos de orden general. Posteriormente, ya adoptada psicológicamente su decisión, es cuando el juez busca los argumentos jurídicos que justifiquen externamente su decisión. De este modo, el proceso de aplicación del Derecho, que se explica usualmente como un silogismo deductivo, ocurriría precisamente al revés. Es decir, estaríamos ante un razonamiento jurídico-práctico intuitivo, en el que el juez partiendo de un conglomerado de datos del problema jurídico concreto (datos jurídicos, empíricos, personales de las partes, poder económico de alguno de ellos, situación de desequilibrio, prestigio social de las partes, etc.), recibe una impresión psicológica global de dicho problema en su mente, que, a su vez, despliega en él una serie de reacciones irracionales así como racionales de sometimiento del problema a sus convicciones éticas, políticas, religiosas, o jurídico-generales, y en definitiva, de ideología o filosofía vital. Estas reacciones le llevan a una resolución intuitiva del problema, buscando después una argumentación jurídica concreta que extrae del Ordenamiento jurídico para justificar o motivar jurídicamente su decisión. MONTESQUIEU, C., Del espíritu de las leyes, trad. M. Blázquez y P. de Vega Tecnos, 1ª reimp., Madrid, 1987, pág. 112. 177

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Desde luego, determinar empíricamente de un modo estadístico en qué medida se produce esta última situación en la práctica supondría realizar un test psicológico a los integrantes de la judicatura, y desde luego, sería una cuestión delicada de contestar, como lo son, en general, los impulsos internos de actuación del ser humano. En todo caso, parece evidente indicar, que incluso ante esta hipótesis, muchos jueces contestarían probablemente que la influencia de las circunstancias extrajurídicas del caso que intervienen en el contexto de descubrimiento es variable en atención al supuesto concreto de que estemos hablando. En nuestra opinión, debemos señalar que desde un punto de vista ideal o tendencial es evidente que el razonamiento jurídico de un caso debe prescindir de toda esta serie de motivaciones psicológicas, debiendo el juez adoptar no una posición de frialdad ante el asunto sino una posición de racionalidad jurídica estricta. Como persona puede realizar una comprensión humana del asunto, y ello es necesario para adoptar una perspectiva de justicia ante el asunto concreto, pero sus razonamientos a la hora de determinar y valorar los hechos así como en la aplicación de las normas correspondientes deben realizarse con los criterios que le proporciona el Ordenamiento jurídico. El propio principio de justicia exige un tratamiento igualitario de todas las situaciones semejantes que se planteen y esto sólo es posible lograrlo si todos los jueces actúan con racionalidad jurídica ante cualquier asunto. La comprensión humana de un asunto permite al juez acudir a criterios flexibilizadores (la equidad, principalmente) que mitiguen el rigor de la norma en el caso concreto (que presenta siempre algunas circunstancias irrepetibles), pero la justificación de la utilización de estos criterios ha de ser igualmente jurídica, y no irracional, ética, religiosa o ideológica. Desde un punto de vista real, pensamos que en la gran mayoría de los casos, no resulta cierto que el juez actúe guiado por un proceso de intuición irracional o de racionalidad común para resolver las cuestiones jurídicas concretas sometidas a su consideración. En los usualmente calificados como casos difíciles, esta situación es difícilmente imaginable, porque el cúmulo de premisas fácticas y jurídicas con que debe operar el razonamiento jurídico del juez es de tal complejidad que impide una visión intuitiva del problema. Sólo analizando reposadamente las pruebas (y el asunto en general), puede el juez alcanzar una visión o comprensión suficiente del problema para realizar cualquier tipo de razonamiento jurídico que le conduzca a una decisión. En cuanto a los casos fáciles, podría ser más sencillo defender esta suerte de decisiones judiciales intuitivas, pero tampoco creemos que ocurra así, porque en estos casos no hay tal intuición sino un razonamiento jurídico simple y rápido, pero razonamiento jurídico al fin y al cabo. Efectivamente, un caso fácil permite a un juez realizar todos los pasos del razonamiento jurídico con rapidez, pero el asunto lo resuelve jurídicamente, y ciertamente, en estos casos el razonamiento jurídico es mental y previo a que se recoja cumplidamente en la sentencia, pero no tiene nada de intuitivo, irracional o producido por convicciones éticas o ideológicas ajenas al Derecho. Por otro lado, dentro de la motivación o justificación de la decisión, debemos hacer referencia a la distinción entre justificación interna y justificación externa. La justificación interna hace referencia a la corrección formal de las inferencias realizadas en el proceso de razonamiento jurídico hasta llegar a la decisión jurídica. La corrección formal se refiere pues al cumplimiento de las reglas de la lógica y del razonamiento general, lo que determina que el razonamiento jurídico y la decisión adoptada

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sean formalmente válidos, pues las inferencias o pasos seguidos son formalmente válidos. Hablamos de validez lógica en estos casos, y prescindimos de que dichos razonamientos se realicen sobre premisas o proposiciones verdaderas o falsas. Así, una decisión está justificada internamente si son válidos lógicamente (corrección lógica) los razonamientos o inferencias realizados que conducen a la misma. Dentro de estos razonamientos se encuentran los deductivos, los inductivos y los abductivos (también denominados reductivos). La justificación externa hace referencia no al aspecto formal, sino al material de los razonamientos, al carácter verdadero o falso de las premisas o proposiciones con las que opera el razonamiento, esto es, la concordancia o correspondencia de nuestro pensamiento o entendimiento (y del lenguaje a través del cual actúa) con las cosas u objetos existentes o reales. En este punto, cabe recordar, según vimos en el capítulo relativo a la lógica jurídica, que el pensamiento (la mente) puede encontrarse en distintos estados de seguridad con respecto a la realidad o verdad de los objetos, pudiendo estar así en situación de ignorancia (desconocimiento), de duda, de sospecha, creencia, o de certeza o evidencia (que supone la seguridad del sujeto respecto a la realidad o verdad de la cosa). En el ámbito del razonamiento jurídico las nociones de verdad y falsedad adquieren una significación especial, pues junto a las realidades empíricas o fácticas de cada caso, que como tales pueden ser verdaderas o falsas en cuanto hayan acontecido o no, nos encontramos con las normas jurídicas, con enunciados normativos que pertenecen a la esfera del deber ser, del discurso prescriptivo, y no del ser (discurso descriptivo de hechos). En este punto, evidentemente, el razonamiento jurídico actúa partiendo de considerar que las normas jurídicas son enunciados verdaderos (en el sentido de existentes y pertenecientes válidamente a un Ordenamiento jurídico dado), y por ello, las conclusiones a las que llega son verdaderas en sentido jurídico. De ahí que a esta situación o consideración de la norma jurídica como enunciado verdadero se la denomine proposición normativa178. De este modo, se puede afirmar que el razonamiento jurídico actúe con lógica normativa, esto es, realizando operaciones lógicas con normas. En consecuencia, la justificación externa de la decisión hace referencia a si las premisas con las que el razonamiento jurídico realiza sus operaciones inferenciales son verdaderas bien empíricamente en relación con los hechos (premisas fácticas o empíricas) o bien jurídicamente en el caso de las normas jurídicas (premisas normativas). En este punto, la decisión jurídica a la que se llegue será una conclusión verdadera en el sentido jurídico, esto es, lo que comúnmente denominamos admisible o razonable (para evitar utilizar la noción de verdad en el sentido científico o lógico estricto del término). Si las premisas o proposiciones empíricas y las premisas normativas (proposiciones normativas) son verdaderas (consistencia argumental), la conclusión que se derive, siempre que se sigan las reglas formales de inferencia, será necesariamente verdadera, y por tanto la decisión estará justificada externamente (validez argumental de la conclusión).

178

En ese sentido, GUASTINI, R., Interpretar y argumentar, cit., págs. 235-236.

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5.

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LA ESTRUCTURA DISCURSIVA DEL RAZONAMIENTO JURÍDICOPRÁCTICO: INSTITUCIONALIZACIÓN, DETERMINACIÓN FÁCTICA, SUBSUNCIÓN NORMATIVA Y DECISIÓN

Siendo nuestro objeto en esta parte del trabajo el análisis de la metodología o proceder del razonamiento jurídico-práctico en el ámbito jurisdiccional, conviene establecer esquemáticamente cómo vamos a desarrollar este análisis en los próximos capítulos. La actividad de aplicación del Derecho, de aplicación de la norma jurídica dada al concreto conflicto o problema a resolver es una actividad que puede descomponerse en varios pasos o fases que necesariamente se producen. Esta disección de la actividad aplicativa es obligatoria si quieren percibirse los distintos obstáculos que se plantean y que muestran la complejidad de esta actividad aplicativa. La primera de las cuestiones que acontece en torno a la existencia de fases que integran la actividad aplicativa del Derecho es la referente a si todas estas fases existen siempre en toda actividad aplicativa o si, en ocasiones, sólo se dan parte de ellas, a lo cual debemos responder afirmativamente a la primera alternativa, pues conforman una estructura necesaria desde el punto de vista del discurso jurídico. Asimismo, otra cuestión es la relativa a si estas fases llevan siempre el mismo orden cronológico, cuestión más discutible, dado que aquí nos podemos encontrar con que cada aplicador utiliza una técnica aplicativa diferente. En tal sentido, la estructura discursiva del razonamiento jurídico-práctico que vamos a exponer es una estructura no estrictamente temporal, sino lógica, dado que las fases se recorren temporalmente, pero el razonamiento jurídico-práctico realiza un continúo viaje de ida y vuelta replanteándose las premisas y subconclusiones anteriormente adoptadas (que son por ello siempre provisionales) en atención a la obtención del carácter justo de la decisión que se adopte. Por tanto, el razonamiento jurídico-práctico presenta una forma lógica del procedimiento de elaboración de la motivación. Una lógica operacional o estructura discursiva. Siempre se realiza del mismo modo, con independencia de los recursos o medios que utilice. Esta estructura discursiva se compone de cuatro pasos: 1. El acto previo de institucionalización (momento intuitivo-jurídico). 2. La determinación de los hechos relevantes para el razonamiento (paso o momento fáctico). 3. La determinación de las normas jurídicas aplicadas (paso o momento jurídico). 4. El establecimiento de la decisión adoptada (paso o momento decisional). El acto previo de institucionalización constituye el primer acto de acercamiento del jurista al caso a través de una calificación jurídica provisional del mismo. Dado que la aplicación del Derecho se produce siempre con la finalidad de resolver un caso o problema concreto, es preciso conocer este caso, y aquí, prima facie, estamos ante un mero relato de una historia, la cual es contada por el afectado o afectados, los cuales no son técnicos en Derecho y, además, realizan siempre un relato dotado de una cierta subjetividad valorativa de los hechos narrados. Esta historia es contada a un operador jurídico, esto es, a un jurista que va a tener que aplicar el Derecho, bien sea como asesor, abogado, funcionario o juez. El relato va a suponer una primera reacción del jurista en el sentido de que va a encasillar o

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“encajar” el relato dentro de una institución jurídica, pues los problemas jurídicos siempre son encasillables dentro de una institución jurídica (por ejemplo, un caso de despido, un accidente de circulación, un caso de responsabilidad extracontractual, un incumplimiento contractual, un caso de propiedad, de arrendamientos urbanos, etc.), aunque, en ocasiones, es posible que ocurra que el caso se pueda encajar en varias instituciones jurídicas (por ejemplo, si trata de un caso de responsabilidad contractual o extracontractual). El acto previo de institucionalización reviste una gran importancia por los efectos que despliega para el caso, pues cuando el afectado cuenta su caso al jurista, éste siempre realiza, al conocer la historia, una selección de los hechos con relevancia jurídica en atención a la institución jurídica previamente elegida, que no son otros que los hechos que figuran o que son tenidos en cuenta en las normas jurídicas que tendrá que aplicar. Por ello, el abogado, al conocer la historia, siempre realiza preguntas al cliente sobre datos que considera relevantes y que el cliente no le ha contado en ocasiones. En este sentido, cabe indicar que el abogado o asesor jurídico es con frecuencia el primer “traductor” y tamizador de la realidad fáctica, antes de que ésta llegue a los tribunales. En cuanto al segundo momento, la determinación fáctica implica una selección de los hechos que se consideran relevantes, pero realizada por el órgano decisor del conflicto (el juez), bien descartando los que no interesen, bien los que no hayan sido probados o acreditados. El operador jurídico debe realizar aquí un primer razonamiento que es jurídico, y no fáctico, aunque verse sobre los hechos, pues los criterios o reglas para descartar o tener por probados los hechos (en definitiva, para seleccionar los hechos) son jurídicos, pues están sometidos a las reglas procesales de la prueba. En cuanto al tercer momento, el operador debe, a la vista de los hechos determinados previamente, establecer qué normas va a aplicar, cómo va a seleccionarlas en caso de que haya varias aplicables, y cuál es la consecuencia de su aplicación. Pero aquí hay que hacer una serie de matizaciones. La primera de estas matizaciones es que, realmente, el jurista no realiza propiamente una selección de normas a aplicar, sino que una vez encajado el problema en torno a una institución concreta, no puede luego decidir que aplica unas normas sí y otras no, sino que debe aplicarlas en su conjunto. Si el caso es un incumplimiento de un contrato de obra, podrán aplicarse normas generales, pero no normas que disciplinen la compraventa, por ejemplo (salvo por vía analógica). La segunda es que el juez puede comprobar que las normas jurídicas que integran la institución jurídica principal que ha decidido aplicar no resuelven todas las circunstancias del caso planteado, y entonces debe acudir como primera medida a otras normas generales que engloban o abarcan la institución a aplicar (por ejemplo, las normas generales de obligaciones y contratos, o acudiendo a normas más genéricas, incluso, si ello es posible), pudiendo acudir también a la aplicación de principios generales del Derecho u a otros mecanismos integradores (analogía). En cuanto al cuarto momento, la decisión del caso concreto, supone la atribución o eliminación de derechos y obligaciones a las partes intervinientes en el conflicto, estableciendo así un nuevo estatuto jurídico entre las partes.

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El juez extrae las consecuencias jurídicas previstas en las normas seleccionadas y así da una solución al caso, pero es preciso matizar que en este momento el aplicador puede elegir un nuevo conjunto de normas jurídicas que suavicen las normas jurídicas previamente aplicadas, porque observa que la aplicación estricta de las normas de la institución jurídica previamente elegida le han conducido a una solución injusta o no razonable (por esto el razonamiento jurídico es tan peculiar, ya que permite volver atrás y cambiar las premisas si no conducen a una solución justa). También, el juez puede decidir optar (jurídicamente) por acudir a criterios jurídicos que permitan suavizar la primera conclusión (la equidad, por ejemplo). Asimismo, es evidente que la solución (sentencia) dada al caso debe ser, ante todo, justa, pero también razonable y aceptable en la sociedad en la que se dicta (justificable, en definitiva). Por último, en esta breve introducción a los puntos que se expondrán en los siguientes capítulos, es preciso hacer referencia a que en todas estas fases expuestas, el razonamiento jurídico-práctico opera o trabaja con una serie de criterios o reglas que son jurídicos. Estos criterios le permiten trabajar dentro de los pasos de la estructura discursiva que hemos referido anteriormente, y no se trata de los hechos concretos o las normas concretas del caso en particular. Se trata de criterios genéricos que le permiten institucionalizar el caso, seleccionar los hechos relevantes, le permiten seleccionar las normas aplicables y le permiten adoptar una decisión. En estos supuestos entrarían, básicamente: en el acto de institucionalización, la dogmática jurídica; en el paso fáctico, los mecanismos de establecimiento y valoración de la prueba; en el paso jurídico, los denominados cánones de la interpretación o los derivados de los criterios de relación entre las fuentes del Derecho; y en el paso decisional, entrarían las reglas de determinación de contenido del fallo (sentencias constitutivas, declarativas, de condena, ejecutivas, de pronunciamiento de costas, etc.), pero también la ratio decidendi de la fundamentación jurídica por su carácter igualmente decisional (a pesar de utilizarse como razonamiento jurídico).

CAPÍTULO XVI. EL ACTO PREVIO DE INSTITUCIONALIZACIÓN

1.

LA PERSPECTIVA DEL JURISTA ANTE LA REALIDAD SOCIAL

Nuestro análisis de la estructura del razonamiento jurídico-práctico debe comenzar por resaltar un dato que no por más evidente resulta menos fundamental: el hecho de que el jurista tiene una percepción distorsionada de la realidad social que le interesa o es susceptible de convertirse en realidad jurídica. Como cualquier profesional de los distintos ámbitos de las ciencias sociales, la visión de un jurista ante la realidad social objeto de su atención está condicionada por su propia estructura jurídica mental construida a base de categorías jurídicas. Una aproximación fenomenológica al Derecho es sencillamente imposible cuando es efectuada por un jurista. De este modo, paradójicamente, solamente sin un conocimiento previo del Derecho es posible una aproximación según esta metodología “puramente” objetiva captadora de su esencia. En consecuencia, la narración de un problema o caso por una persona sin conocimientos jurídicos es recibida por un jurista no de un modo neutral sino de forma juridificada, esto es, siendo transformada continuamente en distintas categorías jurídicas, que determinan una operación selectiva del jurista de los hechos que se le narran, la interrogación por otros hechos necesarios para la operatividad de la categoría jurídica básica elegida, e incluso alterando los hechos en mayor o menor medida para su ajuste a esta categoría básica o a otras que van surgiendo en el pensamiento a medida que transcurre la narración. El jurista, pues, no actúa como un historiador que reconstruye unos hechos acontecidos a base de escuchar testimonios o analizar documentos, sino que su estructura mental, desde el comienzo, opera con categorías jurídicas que dirigen la posterior reconstrucción de los hechos. De este modo, la perspectiva del jurista en la fase fáctica no es neutra desde el punto de vista jurídico, existiendo un acto mental previo totalmente jurídico que le lleva a categorizar los hechos o problema narrado dentro de un grupo típico de casos que su mente

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agrupa bajo la denominación jurídica que se da a la existencia de estos grupos de casos problemáticos y a las soluciones que el Ordenamiento prevé para dichos problemas, esto es, la noción de institución jurídica. Noción que, como ya se ha dicho, no se deriva lógicamente de ninguna norma o principio jurídico, sino que surge como reflejo del Derecho ante un sector problemático de la realidad que obliga a la intervención de las normas jurídicas para resolver dichos conflictos y prever otros futuros, y así lograr la pacificación social. A este acto jurídico mental previo del razonamiento jurídico-practico que se produce antes de la determinación fáctica del problema, lo hemos denominado acto previo de institucionalización. 2.

LA CALIFICACIÓN JURÍDICA DEL CASO: EL ACTO PREVIO DE INSTITUCIONALIZACIÓN

El razonamiento jurídico-práctico comienza siempre mediante un acto o razonamiento de institucionalización, que consiste en que el operador jurídico encaja dentro de sus categorías jurídicas mentales (las instituciones jurídicas, fundamentalmente) el asunto concreto que se le plantea. Es una especia de actuación de indexación y este acto es puramente dogmático o jurídico, ya que el operador jurídico opera exclusivamente con categorías jurídicas (instituciones y conceptos). Este acto previo de institucionalización es un acto que puede describirse como de intuición jurídica, ya que supone que el jurista, ante una exposición de un caso por un particular (examen testimonial) o el examen de una documentación que se le proporciona (examen documental) y sin un análisis exhaustivo de tales testimonios o documentos, realiza una calificación jurídica provisional del caso, clasificándolo o ubicándolo en el marco de una institución jurídica. La consecuencia inmediata de esta ubicación jurídica del caso es que se determina instantáneamente el grupo de normas jurídicas aplicables, con todo su arsenal de conceptos y principios jurídicos circundantes, así como de los precedentes judiciales existentes sobre las mismas, y todo ello entramado e interrelacionado en torno a la institución jurídica fundamental que rige el asunto concreto. Las circunstancias del caso pueden determinar la aparición de varias instituciones jurídicas, lo que conllevará la atracción de todo el grupo normativo de cada una de las mismas, así como de los principios y normas jurídicas generales comunes a dichas instituciones, que resolverán, aportando argumentos normativos, los posibles conflictos que se produzcan entre los principios o normas jurídicas de cada una de las instituciones jurídicas presentes en el caso. El primer contacto del operador jurídico con el problema que se somete a su consideración para darle una solución extraída del Ordenamiento jurídico es a través de alguna de las personas afectadas. En este sentido, los operadores jurídicos habituales que realizan esta primera toma de contacto son los abogados, notarios o funcionarios técnicos. Los jueces –salvo los casos de acceso directo de los ciudadanos a la Administración de Justicia sin intervención profesional– reciben ya una versión de los hechos narrada por un abogado, lo cual supone una doble distorsión de los mismos: la derivada de la previa categorización jurídica del abogado y la derivada de la versión interesada de este profesional en orden a ajustar el contenido de la demanda a su pretensión naturalmente interesada de parte. Ciertamente,

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el juez podrá en la fase probatoria obtener un conocimiento directo de los hechos, pero tal facultad se encuentra ya supeditada a los hechos no controvertidos por las partes, resultando fuertemente condicionado por las versiones previas que le han aportado las mismas. El acto previo de institucionalización o encaje de los hechos narrados dentro de una institución jurídica o grupo típico problemático de casos como primera actuación del razonamiento jurídico-práctico comienza operando sobre las descripción de conductas (descripciones conductuales). La resolución de un problema o caso parte siempre de la comparación entre una acción, actividad o conducta humana real y la conducta que se describe o se extrae de la norma jurídica a aplicar, que el operador jurídico ya contempla como perteneciente al grupo que conforma la institución jurídica en concreto. Es un fenómeno similar a lo que en el ámbito del Derecho penal se denomina la conducta típica, pero esto también ocurre en los demás sectores del Ordenamiento jurídico. Así en el Derecho civil se acude a términos abstractos como acreedor, deudor o tercero; propietario, arrendador, heredero, cónyuge separado, adoptante, responsable de un daño; en el Derecho administrativo, se habla del administrado, concesionario, interesado, la Administración; en el Derecho laboral, del trabajador y del empresario; en el Derecho mercantil, de socio, de consumidor, de empresa, de entidad financiera. Piénsese también en las atribuciones de personalidad que realiza el Derecho: persona física, persona jurídica, comunidad de bienes, entidades sin personalidad, etc. De este modo, la resolución de un problema jurídico comienza siempre por la descripción de la conducta de una persona o entidad que realiza un acto o comportamiento con trascendencia jurídica, esto es, regulado por el Derecho. Dentro de este comportamiento, el Derecho establece también con frecuencia criterios para establecer la intencionalidad de la conducta de los sujetos que intervienen en la descripción de la conducta (dolo, culpa, buena fe, mala fe, temeridad, abuso de derecho, fraude de ley). Todos estos criterios actúan como moduladores jurídicos en cuanto determinan una graduación en las consecuencias jurídicas, pero su actuación es posterior en el proceso del razonamiento jurídico-práctico. La categorización jurídica de las conductas de los intervinientes en el problema se produce a través del establecimiento de posiciones jurídicas de los mismos. Tal extremo conduce al jurista al establecimiento de una situación jurídica entre dichos intervinientes y a la existencia de una relación o relaciones jurídicas entre ellos, conduciendo al acto determinante de la fijación de una determinada institución jurídica, que a continuación pasará a dirigir el devenir del razonamiento jurídico-práctico en la resolución del problema. Estas conductas pueden ser de dos tipos: conductas típicas a las que el Ordenamiento jurídico atribuye una institución o concepto jurídico técnico (contrato, testamento, despido, usucapión) o bien pueden ser comportamientos de la vida ordinaria para los que el Derecho no tiene previsto concepto específico alguno. Por ejemplo, si un empresario llama a un trabajador por teléfono para preguntarle que tal está, ello no tiene trascendencia jurídica, pero si le llama para decirle que mañana no venga a trabajar es una comunicación de un despido. En este ejemplo, el trabajador narra dos circunstancias fácticas que para el jurista significan en el primer caso un hecho irrelevante (sobre la relevancia fáctica tratamos más adelante) y en el segundo un concepto jurídico básico integrante de la institución del despido (el acto de despido verbal, que determina la calificación jurídico-técnica de improcedencia del despido).

214 3.

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LA CATEGORIZACIÓN DOGMÁTICA COMO DELIMITACIÓN DE LA CUESTIÓN JURÍDICA

La institucionalización del problema jurídico supone el despliegue de la institución jurídica elegida por el operador jurídico, con todos los principios rectores que rigen la misma, las normas jurídicas e incluso precedentes judiciales aplicables a dicha institución. Todo este entramado dogmático-jurídico determina que el razonamiento delimite la cuestión jurídica que debe resolver, y le dirige igualmente sobre los hechos que debe indagar, esto es, el razonamiento opera jurídicamente sobre los hechos y establece los que resultan relevantes y los que no. De este modo, el juicio o decisión de relevancia fáctica opera antes de conocer los hechos en detalle. Al jurista no se le relatan los hechos y después elige los que considera relevantes, sino que el proceso es al revés. Por ejemplo, si el problema jurídico relatado lo institucionaliza previamente el jurista como un caso penal de apropiación indebida, resultará irrelevante que el denunciado llevase el pelo largo o corto, pero si el caso es institucionalizado como de robo, y las cámaras de videovigilancia de la vivienda donde se cometió el robo aportan unas imágenes borrosas del delincuente donde se observa claramente que llevaba pelo largo, el hecho de la longitud del pelo se convierte en relevante. Así, la perspectiva jurídica que adopta el operador jurídico como consecuencia del acto previo de institucionalización responde a categorización dogmática que delimita la cuestión jurídica antes de entrar a la fase de determinación de los hechos.

CAPÍTULO XVII. LA DETERMINACIÓN FÁCTICA DE LA CUESTIÓN JURÍDICA

1.

LA CUESTIÓN FÁCTICA ES UNA CUESTIÓN JURÍDICA

En la cuestión de la determinación fáctica del caso, esto es, la reconstrucción de los hechos acaecidos, lo primero que debe afirmarse es que el jurista adopta una posición inicial similar en parte a la del historiador. Es decir, el jurista –o el historiador– no percibe los hechos directamente, son hechos pasados, si bien esta situación presenta diversas excepciones en el ámbito jurídico, como ocurre con las grabaciones de audio o visuales, o los supuestos de la prueba de reconocimiento judicial, en los que el abogado o el juez sí observan directamente los hechos. Sin embargo, lo normal es que el juez o el abogado obtengan su versión de los hechos a través de las pruebas de los mismos, bien sean documentos o testimonios de las personas intervinientes en aquéllos. En relación con la determinación fáctica tampoco hay que olvidar que el juez no parte solamente de los datos que extraiga de los documentos o testimonios, sino que cuenta ya con al menos dos versiones previas que le facilitan las partes en los escritos de demanda y contestación (o actuaciones contradictorias similares en los procesos penales). Estas dos versiones suelen estar de acuerdo en parte de los hechos y diferir en lo restante. Además, estas versiones son ya de por sí versiones interesadas que omiten con frecuencia datos relevantes para el caso, pero cuya omisión se realiza obviamente por cuestiones de estrategia procesal y defensa. En esta línea, las pruebas que se aporten y practiquen irán encaminadas a acreditar sólo esos aspectos que interesen y no otros perjudiciales a la posición procesal. Por otra parte, la versión de las partes no sólo es incompleta, sino que aparece tergiversada, es decir, contada no de forma objetiva, sino repleta de valoraciones y conjeturas en torno a cómo ocurrieron los hechos e incluyendo opiniones subjetivas relativas a la conducta de las personas intervinientes en los mismos. Incluso se incorporan con frecuencia conceptos jurídicos o calificaciones jurídicas de los acontecimientos entremezcladas con los datos fácticos.

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De este modo, el juez ya parte de una situación fáctica bastante complicada, donde su primera labor es aclarar los hechos del asunto, despojándolos de toda subjetividad intencionada. El proceso habitual suele comenzar con la fijación de un esquema fáctico inicial que se compone de hechos no controvertidos (respecto de los cuales presume su veracidad, con carácter general, por esta ausencia de controversia) y los hechos controvertidos, esto es, hechos que se afirman por una parte y se niegan por la otra. Así, el juez tendrá ya una primera aproximación a los elementos del supuesto o supuestos de hecho de las normas jurídicas invocadas que resultan debatidos y que serán objeto de la prueba. Todas estas actuaciones judiciales son importantes si se ponen en relación con lo dispuesto en el art. 218.1 LEC, que exige al juez exhaustividad, claridad y precisión en la redacción de la sentencia. Además, el art. 218.1.II LEC establece que la vinculación del juez respecto de las pretensiones de las partes se circunscribe a la causa de pedir estrictamente, pudiendo acudir a “fundamentos de hecho o de derecho distintos de los que las partes hayan querido hacer valer” y resolviendo “conforme a las normas aplicables al caso, aunque no hayan sido acertadamente citadas o alegadas por los litigantes”. Dentro de los operadores jurídicos que intervienen en los procesos jurisdiccionales, parece bastante evidente que quién primero reconstruye el relato del caso es el abogado. Es cierto que en los supuestos de denuncias o, en general, en los procedimientos en los que el particular no está obligado a iniciar un procedimiento con la asistencia de profesionales, es el propio justiciable quién relata directamente el caso con sus palabras, pero en estos supuestos, la reconstrucción no implica ninguna actividad selectiva desde el punto de vista del Derecho, pues el particular sin conocimientos jurídicos no puede realizar un razonamiento jurídico que le permita realizar una selección de hechos jurídicamente relevantes. En todo caso, el razonamiento jurídico-práctico actúa, como hemos dicho, sobre unos hechos pasados, los cuales son relatados por el cliente a su abogado. Este realiza una primera reconstrucción jurídica de los hechos que implica no sólo establecer los jurídicamente relevantes, sino también presentar solamente en la demanda o escrito de iniciación del proceso aquellos que beneficien los intereses de su cliente. Este momento es la primera actuación del razonamiento jurídico-práctico, y frente a lo que pudiera pensarse, la actuación del jurista es, sobre todo, jurídica. La selección de los hechos jurídicamente relevantes es una operación jurídica conceptual, pues el razonamiento pone en funcionamiento una estructura mental conceptual construida sobre instituciones o categorías jurídicas del sector del Ordenamiento jurídico que va a aplicar. Esto le permite no sólo seleccionar los hechos que le resultan relevantes, sino también indagar o preguntar al cliente otros hechos o datos que éste no le ha relatado por desconocer su relevancia jurídica. Es decir, este momento se caracteriza por una primera interacción norma-hecho, dado que el jurista, ante el inicio de la narración de su cliente, encasilla en una institución jurídica el asunto y a partir de esa noción previa selecciona los hechos relevantes jurídicamente. Este razonamiento jurídico es puramente lógico-deductivo, no tiene nada de retórico o argumentativo. Es más, luego este razonamiento se plasmará en la demanda o escrito de iniciación similar. Sin embargo, nada impide al abogado preguntar al cliente por otros aspectos que no integran el supuesto de hecho de la norma que prevé aplicar, pero que puede utilizar desde

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un punto de vista argumentativo retórico en el futuro debate forense, como de hecho se efectúa en la práctica. En este primer momento del razonamiento jurídico-práctico, la actuación del abogado se caracteriza también por la trascendental cuestión de la prueba de los hechos, esto es, con qué medios de prueba va a contar para acreditar la realidad fáctica del asunto. Desde el punto de vista jurídico, se va a producir también una primera manifestación de la que hemos denominado inmediatez normativa, es decir, el abogado va a buscar la norma más inmediata al caso, que será habitualmente el precedente judicial más similar. Si no lo encuentra buscará el precedente más cercano, y de no encontrarlo, acudirá a las normas de la institución, de las más concretas a las más generales, para terminar con la aplicación de normas más generales del Derecho e incluso principios generales del Derecho, en último caso. Si un caso ya se ha resuelto con un precedente judicial idéntico o muy parecido, es extraño que se acuda a ningún razonamiento jurídico añadido, sencillamente por la razón de que no es necesario. El abogado en esta fase lo que hace en la demanda es una simulación de sentencia favorable a los intereses de su cliente. La presentación de la demanda conlleva la iniciación del proceso, y el segundo momento relevante en el razonamiento jurídico es, sin duda, la contestación a la demanda, donde, nuevamente, se produce una nueva selección de los hechos y de normas a aplicar, pero esta vez sobre la primera versión de la demanda. Comienza así la actuación del principio de contradicción, tan característico y determinante de los rasgos definitorios del razonamiento jurídico-práctico en el proceso. Otra manifestación de que la cuestión fáctica es una cuestión jurídica es la presencia de las denominadas ficciones jurídicas y presunciones, es decir, supuestos en los que el Derecho construye una realidad inexistente. Tiene por acaecidos hechos que nunca han ocurrido, pero que el Derecho parte de su realización. ¿Con qué finalidad? Pues principalmente la de otorgar seguridad a situaciones que no pueden comprobarse empíricamente o resulta muy difícil. Pensemos por ejemplo en los casos de las publicaciones de normas u otros actos jurídicos en boletines oficiales o registros oficiales como el Registro de la Propiedad o el Registro Mercantil, entendiéndose que todos los ciudadanos conocen la existencia de dichas normas o actos, cuando todos sabemos que no es cierto, ya que ni los propios juristas podemos alcanzar a conocer dicha información en toda su extensión. Es claro que en estos casos el principio de seguridad jurídica es el que determina esta ficción. Es más, en los debates forenses de muchos pleitos esta situación fáctica es determinante para la aplicación de las normas jurídicas (piénsese en los expedientes de dominio, en la noción de tercero hipotecario, etc.). Aquí el Derecho está construyendo un hecho inexistente, por lo que la cuestión fáctica es claramente jurídica. La cuestión fáctica es también una cuestión jurídica porque el jurista parte de una serie de normas jurídicas que entiende aplicables al caso en una primera aproximación (lo que hemos denominado acto de institucionalización). Estas normas que entiende aplicables contienen un supuesto de hecho típico o hecho-tipo, que no es otra cosa que una descripción de una serie de hechos y conductas abreviada y esquemática que es necesario que se produzca para que tenga lugar la consecuencia jurídica prevista en dicha norma. En este sentido, el acto de delimitación fáctica de los hechos del asunto concreto a resolver se realiza en atención

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al hecho típico de la norma, que es el que determina los hechos relevantes o importantes. Dentro de estos hechos del caso se encuentran evidentemente la referencia a una serie de conductas y situaciones de varias personas, lo que lleva no solamente a tener en cuenta una serie de sucesos objetivos reales, sino también a la consideración o valoración de las conductas en atención a una serie de conductas típicas o jurídicas categorizadas por el Derecho como principios, como son la buena fe, el dolo, la culpa, el fraude de ley, el abuso de derecho, los actos propios, el enriquecimiento injusto. La apreciación de tales conductas queda a la valoración del jurista o del juez decisor. Esta valoración se efectúa en atención a los criterios configuradores de tales principios realizados en las correspondientes normas, o bien a su configuración jurisprudencial o doctrinal, es decir, se atiende a su configuración dogmático-jurídica, y por tanto esta valoración del operador jurídico implica nuevamente un razonamiento jurídico-normativo que justifique la concurrencia o no de tales principios. En tal sentido, es bastante frecuente que en la determinación de los hechos del caso aparezca referencia a tales principios de valoración de la conducta de las personas relacionadas con los hechos, y más concretamente con los sujetos principales, esto es, los que invocan o ejercitan un derecho y los que van a resultar previsiblemente afectados u obligados por la decisión que se adopte. En este sentido, la consecuencia jurídica de la norma no es la parte de la norma que genera mayores operaciones interpretativas, sino que el grueso de la interpretación se produce cuando se intentan encajar los hechos del caso en el supuesto de hecho de la norma o hecho típico. La consecuencia jurídica no es más que un juicio de valor del legislador relacionado con la validez formal de la norma. Si esta norma se ha adoptado válidamente, la consecuencia jurídica es la solución que el órgano decisor debe aplicar inexcusablemente. Aunque el juez entienda en conciencia que esa solución es injusta, lo que hará para evitar su aplicación es, sobre todo, interpretar los hechos de la manera que mejor corresponda a su convicción, pero si determina que los hechos del caso son los hechos tipo de la norma, deberá aplicar casi automáticamente la consecuencia jurídica de la norma, le guste o no, dado que en este punto sus posibilidades interpretativas son mucho menores. Ahora bien, el supuesto de hecho de la norma o supuesto típico, aún conteniendo la descripción de unos hechos y conductas abstractos y esquemáticos, no significa que el operador jurídico deba partir en sus operaciones de determinación de los hechos del caso solamente de dicho supuesto, sino que dicho supuesto de hecho-tipo está plagado de remisiones implícitas a otras normas jurídicas (con sus correspondientes supuestos de hecho) que integran o forman parte de la institución jurídica en la que se inserta la norma a aplicar, e incluso con otras normas jurídicas de ámbito más general o principios jurídicos generales relativos a conductas de los sujetos afectados, como hemos visto más arriba. De este modo, cuando el operador jurídico se dispone a la determinación fáctica de los hechos del caso (que podemos denominar juicio de relevancia, esto es, una valoración selectiva de los hechos que necesita para la aplicación de la consecuencia jurídica de la norma), no solamente parte del supuesto tipo de la norma sino también de otra serie de nociones jurídicas implícitas relacionadas con dicho supuesto que dirigen o guían su actuación para determinar o seleccionar los hechos relevantes del caso.

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La justificación del operador jurídico de por qué elige unos u otros hechos de los acontecidos en la realidad es puramente normativa, pues es la norma jurídica que tiene en mente aplicar (la cual ha previsto aplicar en atención al acto previo de institucionalización) la que justifica los hechos que ha elegido. Por tanto, el juicio de relevancia es jurídico, pues el jurista no elige los hechos en atención a criterios o elementos extrajurídicos. No hay una actuación libre en su elección. Es más, de ser así, tales hechos serán irrelevantes para la aplicación de la consecuencia jurídica de la norma. En este sentido, cuando, por ejemplo, un abogado aduce en su demanda o contestación tales hechos, éstos serán calificados de impertinentes o inútiles, como así se califica cualquier intento de prueba sobre los mismos. Cuando el jurista comienza su proceso de determinación o fijación de los hechos del caso, ya tiene en mente los hechos típicos contemplados en el supuesto de hecho de la norma que pretende aplicar (que inicialmente considera aplicable), y a partir de ese momento comienza su juicio de relevancia para ir eligiendo los hechos y componer la realidad fáctica del caso. 2.

LA SELECCIÓN DE LOS HECHOS RELEVANTES DEL CASO: HECHOS RELEVANTES Y HECHOS PROBADOS

Es muy difícil, si no imposible, que el jurista deje de ser lo que es cuando examina los hechos del caso. Los conceptos y categorías jurídicas están asentados en su mente y cualquier análisis de la realidad le lleva inmediatamente a encasillar los datos empíricos en aquéllos. De ahí que su percepción de los hechos se encuentre distorsionada por este motivo, como hemos señalado. Las calificaciones o adjetivaciones que realiza de los hechos o de las conductas de los intervinientes son a menudos jurídicas, y por tanto ya dirigen o predisponen la versión fáctica hacia la aplicación de determinadas normas jurídicas. El juez se encuentra en la misma posición derivada, por cuanto el jurista redactor de la demanda o contestación le dirige en una determinada dirección, que puede no ser la correcta jurídicamente. De ahí que convenga que el juez realice una actividad depurativa y objetivadora de los hechos del proceso a fin de que el supuesto de hecho aparezca determinado con nitidez antes de la aplicación de la norma correspondiente. Cuando el jurista se enfrenta a la resolución de un caso concreto, el razonamiento jurídico parte siempre de un esquema mental conceptual que le lleva a contemplar un aspecto teórico y un aspecto empírico-real del mismo. El aspecto teórico viene conformado por las posibles normas jurídicas de aplicación, y en general, por los instrumentos jurídicos abstractos que le suministra el Ordenamiento jurídico para la resolución del caso. El aspecto empírico-real se refiere a los hechos del caso, a los acontecimientos ocurridos en la realidad que van a someterse a su consideración jurídica. Sin embargo, no hay que olvidar que los hechos con los que trabaja el jurista son hechos ya acaecidos, y en este sentido, su primera actuación sobre los mismos es reconstruyendo históricamente la realidad. Pero hay que decir que la reconstrucción de los hechos que realiza el jurista y que finalmente van a ser objeto de una decisión jurídica va mucho más allá, e incluso reviste unos tintes específicos que solamente se dan en el ámbito jurídico. Hasta el punto de que puede hablarse de una específica reconstrucción jurídica de los hechos.

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En el ámbito jurídico, los hechos son objeto de una progresiva reconstrucción de los mismos antes de ser sometidos a la aplicación de las normas jurídicas correspondientes y obtenerse una resolución. Esta progresiva reconstrucción comienza por lo que denominamos juicio de relevancia, que consiste en que el jurista reconstructor de la realidad jurídica selecciona los hechos que considera que va a necesitar para la aplicación de la norma jurídica. Luego es evidente que cuando realiza este juicio ya tiene en mente la previa norma que va a aplicar, esto es, ha realizado lo que nosotros hemos llamado un acto previo de institucionalización que le refleja mentalmente un esquema jurídico con un supuesto de hecho abstracto en el que encaja la realidad empírica ahora considerada, seleccionando sólo la parte de la misma que encaje en dicho esquema. En este punto, quedan fijados o delimitados los hechos relevantes del caso. Los abogados en sus demandas y contestaciones presentarán ante el juez los hechos que consideren relevantes y que se ajusten a sus pretensiones jurídicas, por lo que la realidad empírica se ofrece al juez de forma sesgada e incompleta y, lógicamente, interpretada en la forma más conveniente e interesada a sus pretensiones. El juez, por su parte, tiene la posibilidad de realizar su propia reconstrucción jurídica en el desarrollo del proceso a través de la valoración del material probatorio. El segundo paso de la reconstrucción jurídica de los hechos se produce con la valoración de las pruebas aportadas por las partes y las practicadas en el juicio celebrado. Las partes realizan su propia valoración de dichas pruebas, pero es el juez quien realiza la valoración determinante que dará lugar a que en la sentencia se recojan los hechos probados. Los hechos probados suponen una nueva reconstrucción jurídica de los hechos acaecidos, estableciéndose lo que puede denominarse la verdad procesal, ya que los hechos de la realidad no solamente quedan reducidos a los relevantes, sino que además se reducen aún más a los que resulten probados de acuerdo con las normas jurídicas que regulan el procedimiento probatorio, y además, quedan ampliados o completados con los hechos que se deriven de las presunciones o ficciones y con los hechos no controvertidos (hechos que pueden no corresponder a la realidad, pero que las partes admiten conjuntamente como acaecidos). De este modo, la reconstrucción jurídica de los hechos pasa por tres estadios diferentes: hechos acaecidos (verdaderos), hechos relevantes (seleccionados por el jurista, e incluso completados con aspectos no acaecidos) y hechos probados (procesales; constitutivos de la verdad procesal, pero con posibilidad de no haber acontecido). 3.

LA DELIMITACIÓN DE LA VERDAD PROCESAL (1): IMPERTINENCIA, INUTILIDAD E ILEGALIDAD PROBATORIA

En el proceso, el juez no sólo es el órgano decisor del mismo, sino que también es el órgano soberano para determinar los hechos sometidos a su consideración. Es, en definitiva, el órgano que delimita la que denominamos verdad procesal. La relación de los hechos que conforman la verdad procesal se denomina “hechos probados”, y constituye una parte esencial de la sentencia, dado que determina el enunciado fáctico sobre el que se producirá el razonamiento jurídico de subsunción normativa.

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La verdad procesal no siempre es coincidente con los hechos tal y como realmente acaecieron, sino que el Derecho establece una serie de presunciones que, en muchas ocasiones, completan o alteran la realidad de los hechos. Es más, la determinación de los hechos probados es una tarea que corresponde fundamentalmente al juez de la instancia (aunque es susceptible de alterarse en vía de recurso por el tribunal superior). Ante las narraciones de los hechos que le aportan las partes procesales en sus escritos de demanda y contestación a la misma, el juez tiene una primera aproximación al litigio que determina en él una primera reacción que es la derivada de los denominados hechos controvertidos y no controvertidos. En tal sentido, el art. 281.3 LEC establece que “están exentos de prueba los hechos sobre los que exista plena conformidad de las partes, salvo en los casos en que la materia objeto del proceso esté fuera del poder de disposición de los litigantes”. De este modo, y salvo estos supuestos especiales de materias indisponibles, el juez construye un primer esbozo de los hechos con los no controvertidos, a los que añadirá en caso de que concurran, “los hechos que gocen de notoriedad absoluta y general”, que no es necesario probar (art. 281.4 LEC). La noción de hecho controvertido es capital en materia de prueba, pues determina cuáles sean los hechos sobre los que debe versar la prueba. En este sentido, el art. 399.3 LEC, al aludir al contenido de la demanda, establece que “los hechos se narrarán de forma ordenada y clara con objeto de facilitar su admisión o negación por el demandado al contestar” y por su parte, el art. 405.2 LEC señala que “en la contestación a la demanda habrán de negarse o admitirse los hechos aducidos por el actor”. De esta manera, el actor desconoce qué hechos de la demanda serán o no controvertidos hasta que no conozca el contenido de la contestación a la demanda, y el momento procesal establecido para fijar los hechos controvertidos es el de la audiencia previa al juicio en el caso del juicio ordinario (art. 414.1.II in fine LEC) y el acto de la vista en los juicios verbales (art. 443.4 LEC). De ello se sigue que los hechos que necesitarán o no probarse sólo se determinarán tras la contestación a la demanda, y así, mientras que el demandado sabe al momento de contestar a la demanda qué hechos serán controvertidos o no –puesto que es facultad suya negarlos o no–, el actor solamente sabrá qué hechos tiene que probar cuando conozca la contestación a la demanda, lo cual plantea graves problemas en materia de prueba si se trata del juicio ordinario, pero aún peores si se trata del juicio verbal. Mientras en el juicio ordinario, el demandante tiene capacidad para preparar y desplegar su actividad probatoria en la audiencia previa por cuanto transcurre un plazo entre el conocimiento de la contestación a la demanda y la celebración de dicha audiencia, en el juicio verbal no existe esta capacidad de reacción pues la contestación a la demanda y la proposición de prueba se realizan en el acto de juicio (y esto también ocurre en los juicios celebrados en el Orden Social o en los procedimientos abreviados del Orden Contencioso-administrativo, por ejemplo). En estos supuestos, el demandante debe llevar sus pruebas preparadas y “predecir” qué le negará el demandado. Un auténtico juego diabólico que estratégicamente suele ser aprovechado por el demandado en la práctica. Con todo, el problema se agrava aún más si tenemos en cuenta que el demandante (y también el demandado, aunque en este caso no se plantea el problema con la misma intensidad) debe acompañar a la demanda una serie de documentos, medios, instrumentos,

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dictámenes periciales o informes de investigación (art. 265.1 LEC). Para mitigar esta carga y para resolver –sin duda–, la imposibilidad que tiene el actor de saber qué hechos le discutirá el demandado, el art. 265.3 LEC permite al actor que presente en la audiencia previa los documentos, medios, instrumentos, dictámenes e informes “cuyo interés o relevancia sólo se ponga de manifiesto a consecuencia de alegaciones efectuadas por el demandado en la contestación a la demanda”. Respecto de los juicios verbales, la LEC no indica nada, pero lógicamente, el actor cuando propone prueba, ya ha oído previamente los términos en los que el demandado ha contestado a la demanda y puede al amparo del art. 265.3 LEC –aplicado analógicamente– aportar los documentos, medios, instrumentos, dictámenes o informes. Ahora bien, la cuestión es que el actor no ha tenido tiempo de preparar u obtener dichos documentos cuando la contestación a la demanda se hace en el acto de la vista. El paso siguiente en la reconstrucción jurídica de los hechos se realiza con la actividad probatoria que despliegan usualmente las partes, aunque el juez, de oficio, también puede acordar la práctica de pruebas. La actividad probatoria es un derecho constitucional de los litigantes (art. 24.2 CE) que forma parte del contenido esencial del derecho a la tutela judicial efectiva reconocido en el art. 24.1 CE. En cuanto tal, determina inmediatamente que cualquier limitación que se establezca o acuerde a dicha actividad probatoria debe ser interpretada con carácter restrictivo. De ahí la doble consecuencia de, por un lado, que la regulación normativa procesal (o de otro tipo) de la prueba deba ser interpretada de conformidad con este principio general de la CE, y, de otro, que cualquier decisión judicial que limite el derecho a la prueba de las partes deba motivarse adecuadamente aduciendo razones normativas. La actividad probatoria está regulada por las normas procesales que corresponda aplicar al litigio de que se trate, y que son, básicamente, la norma reguladora del proceso que se trate en función de la materia (Civil, Penal, Contencioso-administrativa, Social, Menores). Sin embargo, conviene tener en cuenta que la CE y la LOPJ contienen una serie de directrices o principios generales (uno de ellos lo acabamos de enumerar) que dirigen la aplicación de las normas procesales sectoriales. Por otro lado, es preciso tener en cuenta que el régimen jurídico de la prueba que establece la LEC es una regulación general de aplicación supletoria a las regulaciones de otros sectores del Ordenamiento que son incompletas y se remiten en la mayoría de los casos a la LEC. La actividad probatoria de las partes en el proceso está sujeta, pues, a las normas procesales correspondientes que establecen una serie de reglas estrictas para su aportación, proposición y práctica de la prueba, de tal modo que su incumplimiento conlleva la preclusión del trámite, existiendo algunas de ellas, como las pruebas documentales y periciales, que, en muchos casos, deben aportarse con la demanda (lo que ocurre en los procesos civiles o contencioso-administrativos), y que sólo se van a permitir excepcionalmente presentar en un momento posterior (cfr. las normas del art. 265 LEC). Con todo, la norma general es que tras los trámites de demanda y contestación se abra la fase procesal de proposición y práctica de prueba, en la que el juez tras establecer los hechos controvertidos y no controvertidos, recibe las proposiciones de prueba que formulan las partes. Las proposiciones de prueba son las peticiones de prueba en las que las partes exponen las pruebas de las que pretenden valerse para acreditar los hechos controvertidos (esto es,

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no admitidos de contrario o incompatibles con la versión de los hechos realizada por el oponente). Sobre estas proposiciones, el juez realizará un razonamiento jurídico de admisión o inadmisión probatoria (art. 285.1 LEC) que consiste en determinar cuál es el fin perseguido con la prueba (de lo que deberán informar o aclarar las partes, si el juez no puede establecerlo por sí mismo) y en función del mismo proceder a admitir o no la prueba. Como se dijo anteriormente, la consideración del derecho a la prueba como un derecho constitucional de las partes, determina que el juez si decide inadmitir una prueba debe motivarlo cumplidamente con argumentos normativos. En este punto, la argumentación jurídica de inadmisión de prueba puede ser de tres clases: 1. Impertinencia probatoria (arts. 281.1 y 283.1 LEC), que significa que “no deberá admitirse ninguna prueba que, por no guardar relación con lo que sea objeto del proceso, haya de considerarse impertinente” (art. 281.3 LEC). La pertinencia probatoria es una regla general de la prueba a la que se refiere el art. 24.2 CE cuando habla de “medios de prueba pertinentes”, pero respecto de la que, por su propia naturaleza y finalidad, el texto constitucional no aporta ningún dato adicional que permita aclarar esta noción. Es el art. 281.1 LEC el que establece que “la prueba tendrá como objeto los hechos que guarden relación con la tutela judicial que se pretenda obtener en el proceso”. Es decir, el juicio de impertinencia consiste en que el juez atiende a los hechos que pretenden acreditarse con la prueba propuesta y decide inadmitir ésta porque tales hechos no guardan relación con los debatidos. Su razonamiento consiste en una comparación entre el hecho debatido y el hecho que se pretende probar y establecer su inconexión. Aquí aparece una relación con el juicio de relevancia, pues lo que suele acontecer en estos casos no es que un litigante proponga prueba sobre hechos con una inconexión absoluta de los debatidos (lo cual es bastante extraño que suceda), sino que aparece una relación remota, pero sobre hechos no relevantes para la solución del caso. De este modo, la prueba sobre hechos no relevantes que no conduzca a la acreditación de algún hecho relevante, ha de considerarse una prueba impertinente (cfr. el art. 299.3 LEC sobre la obtención de “certeza sobre hechos relevantes”, que es, en definitiva, la finalidad de la prueba en el proceso). 2. Inutilidad probatoria (art. 283.2 LEC) que significa que “tampoco deben admitirse, por inútiles, aquellas pruebas que, según reglas y criterios razonables y seguros, en ningún caso puedan contribuir a esclarecer los hechos controvertidos”. En este supuesto, no se trata de pruebas sobre hechos que no guardan relación con los debatidos, sino que, guardando relación con los debatidos, no son eficaces para conseguir la acreditación de los mismos. El razonamiento jurídico del juez nuevamente versa sobre una comparación de dos realidades fácticas y la inutilidad de la prueba que se solicita para el debate. Dentro de la inutilidad probatoria, hay que considerar también incluidas las pruebas que se soliciten sobre hechos no controvertidos (art. 281.3 LEC) o los hechos generales y notorios (art. 281.4 LEC). 3. Ilegalidad probatoria (art. 283.3 y 287 LEC). La ilegalidad probatoria supone que “nunca se admitirá como prueba cualquier actividad prohibida por la ley”, que recoge una norma, por otra parte evidente, cual es que no se puede infringir el Or-

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denamiento jurídico para probar un determinado hecho, como ocurre, por ejemplo, en los supuestos de pruebas obtenidas con violación de derechos fundamentales. En estos casos, el razonamiento jurídico del juez constata que la actividad probatoria realizada o que se pretende realizar vulnera una norma jurídica del Ordenamiento jurídico. En tal sentido, el art. 287.1 LEC prevé que “cuando una de las partes entendiera que en la obtención u origen de alguna prueba admitida se han vulnerado derechos fundamentales habrá de alegarlo de inmediato, con traslado, en su caso, a las demás partes”. 4.

LA DELIMITACIÓN DE LA VERDAD PROCESAL (2): LAS NORMAS PROCESALES GENERALES SOBRE LOS HECHOS DUDOSOS

La admisión de las pruebas da lugar a la práctica de las mismas, que se realiza en el acto de juicio a presencia judicial (principio de inmediación), o en determinados supuestos, del secretario judicial y de modo contradictorio (cfr. art. 289 LEC). Practicadas las pruebas, corresponde al juez la fijación de los hechos probados en atención a los hechos ya fijados sin necesidad de prueba y los hechos que considere acreditados. En esta fase crucial de la fijación judicial de los hechos probados, revisten importancia crucial las normas jurídico-procesales generales que se establecen para ayudar al juez a determinar aquellos hechos relevantes para la decisión que hayan resultado dudosos a pesar de la prueba practicada. Estas normas procesales generales son las siguientes: 1ª.- Reglas de carga de la prueba (art. 217 LEC). 2ª.- La disponibilidad y facilidad probatoria (art. 217.6 LEC). 3ª.- Las presunciones (arts. 385 y 386 LEC). En cuanto a las reglas de la carga de la prueba, estas dotan al juez de una serie de reglas jurídicas de actuación para solventar la falta de prueba sobre unos hechos relevantes, y que por tanto se consideran dudosos o inciertos. Estos hechos no figurarán entre los hechos probados y tal ausencia perjudicará a la parte procesal a la cual incumbía la carga de probar según los criterios del art. 217 LEC, dado que la no acreditación de los mismos impedirá la aplicación de la norma jurídica invocada por no concurrir el supuesto de hecho. Por tal motivo, el juez deberá justificar razonadamente con los argumentos jurídicos que le proporciona el art. 217 LEC por qué atribuye a una u otra parte la carga de la prueba de dicho hecho y por qué no lo considera probado. De una lectura conjunta de los tres primeros apartados del art. 217 LEC (con una terminología algo confusa), se extrae que la regla general de la carga de la prueba consiste en que el demandante (o demandado-reconviniente) debe probar la certeza de aquellos hechos que integran el supuesto de hecho de la norma jurídica que alega como fundamento de sus pretensiones, y que el demandado (o demandante-reconvenido) debe probar los hechos integrantes del supuesto de hecho de la norma jurídica que invoque y que impida, extinga o enerve las pretensiones del demandante o demandado-reconviniente. La excepción a esta regla general se contiene en el art. 217.5 LEC, que establece, obviamente, que la regla general será de aplicación “siempre que una disposición legal expresa no distribuya con criterios

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especiales la carga de probar los hechos relevantes”, es decir, que no se establezca una regla especial de inversión de la carga de la prueba. Por otro lado, el art. 217.6 LEC se refiere a los principios de disponibilidad y facilidad probatorias, que también constituyen reglas para solventar los supuestos en los que algún hecho relevante no haya sido probado. En estos casos, frecuentes en la práctica forense, se trata de una regla especial de la carga de la prueba, por cuanto en ocasiones una de las partes del litigio tiene mucha mayor facilidad para probar un hecho determinado, a pesar de que la carga de la prueba la tenga precisamente el otro litigante. Tales son los casos de la documentación que obra en poder de la parte (disponibilidad) que no tiene la carga de probar unos hechos que precisamente se acreditan con esos documentos. En estos casos, el juez dispone de un argumento jurídico que le permite en casos concretos, alterar el régimen normal de la carga de la prueba, por cuanto resulta evidente que sería injusto desestimar una pretensión por falta de una prueba que no ha podido realizar un litigante y que el otro litigante hubiera podido aportar por tener disponibilidad de la misma o más facilidad en conseguirla. En tercer lugar, en la construcción de los hechos probados, esto es, en la determinación de la verdad procesal, tienen singular relevancia las presunciones establecidas en los arts. 385 y 386 LEC. En este sentido, la noción de verdad procesal tiene su máxima expresión en este especial recurso del razonamiento jurídico, que determina que los hechos del proceso y los de la realidad son en ocasiones diferentes para asegurar que se produzca una resolución del conflicto, cuando los hechos relevantes no han podido fijarse de un modo suficiente para la aplicación de la norma jurídica en cuestión. La LEC distingue entre presunciones legales (art. 385 LEC) o presunciones judiciales (art. 386 LEC). Las presunciones legales pueden ser, según expresiones clásicas, iuris et de iure, que no admiten prueba en contrario, y iuris tantum, si sí la admiten. La regla general es que las presunciones legales admiten prueba en contrario, salvo que la ley expresamente lo prohíba (art. 385.3 LEC). Cuando se establece una presunción, la ley dispensa de tener que probar el hecho presunto a la parte que éste favorezca. A tal efecto, la presunción constituye una excepción a la regla general de la carga de la prueba, y sólo serán tenidas en cuenta cuando se haya probado o admitido el hecho indicio del que parte la presunción (art. 385.1 LEC). En los casos de presunciones iuris tantum, la prueba en contrario podrá dirigirse a probar la inexistencia del hecho presunto como a demostrar –cuando se produzca esta situación– que no existe el enlace que ha de haber entre el hecho que se presume y el hecho probado o admitido que fundamenta la presunción (art. 385.2 LEC). Consecuentemente, es evidente que las presunciones legales constituyen un instrumento de construcción de la verdad procesal al margen de la realidad histórica de los hechos. En estos casos, estamos ante hechos que el Derecho entiende acaecidos aunque no hayan ocurrido, como es el caso de las presunciones iuris et de iure, o bien, que presume ocurridos aunque igualmente no hayan ocurrido, como es el caso de las presunciones iuris tantum, si bien en este caso dejando en manos de la parte perjudicada contrarrestar el efecto presuntivo. En cuanto a las presunciones judiciales, también constituyen un instrumento del juez para la construcción de la verdad procesal, pudiendo llegar a conclusiones fácticas que pueden

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no ser ciertas. Así, el art. 386.1 LEC señala que “a partir de un hecho admitido o probado, el tribunal podrá presumir la certeza, a los efectos del proceso, de otro hecho, si entre el admitido o demostrado y el presunto existe un enlace preciso y directo según las reglas del criterio humano”, para a continuación indicar que “la sentencia en la que se aplique el párrafo anterior deberá incluir el razonamiento en virtud del cual el tribunal ha establecido la presunción”. De este modo, esta norma procesal permite al juez completar los hechos relevantes del proceso mediante un razonamiento lógico-deductivo clásico (lo que la norma designa como “reglas del criterio humano”). Este enlace preciso y directo es cumplida expresión del silogismo clásico, y el precepto lo que sí obliga es que la sentencia recoja este razonamiento típicamente empírico, pero que, no se olvide, se convierte en normativo porque es una norma jurídica (el art. 386.1 LEC) la que lo permite. Por otro lado, a tenor de lo dispuesto en el art. 386.2 LEC, las presunciones judiciales siempre son iuris tantum, ya que el litigante perjudicado puede practicar prueba en contrario, aunque en los casos en que este razonamiento presuntivo-judicial se contenga en la sentencia, no alcanzamos a ver el momento procesal en el que el litigante perjudicado pueda practicar la prueba, como no sea excepcionalmente en vía de recurso, lo que no siempre es admisible en todos los tipos de procesos. De este modo, estas auténticas ficciones jurídicas que son las presunciones legales y judiciales, muestran que el razonamiento fáctico es bastante más jurídico de lo que a primera vista pudiera pensarse. La construcción de la verdad procesal no resulta coincidente con la construcción de la realidad de los hechos en todos los casos. Los hechos de la realidad son progresivamente filtrados jurídicamente en distintos estadios: se seleccionan los hechos relevantes, luego éstos se seleccionan a su vez en función de que resulten o no probados, resultando desechados los que no se prueben adecuadamente, y finalmente, por si lo anterior no fuera bastante, el Ordenamiento jurídico acude al mecanismo de las presunciones para añadir unos hechos considerados relevantes, pero que, quizá, no ocurrieron nunca. Todo ello para llenar una serie de lagunas fácticas que resultan necesarias para integrar suficientemente un supuesto de hecho que permita la aplicación razonada de la norma jurídica que conduzca a la decisión. Junto a las presunciones, cabe también citar el supuesto específico contemplado en el art. 222.4 LEC, referido al efecto de cosa juzgada que tiene lo resuelto en un proceso anterior respecto de los procesos posteriores en los que aquél aparezca como antecedente lógico, y siempre respecto de los mismos litigantes (o que la cosa juzgada del litigio anterior se extienda a ellos por disposición legal). En este supuesto, los hechos probados del litigio anterior actúan a modo de presunción iuris et de iure en el litigio posterior, de tal modo que tales hechos forman parte indiscutible de los hechos probados del litigio posterior, con lo que nuevamente el establecimiento de la verdad procesal no tiene en cuenta la realidad fáctica. Un ejemplo concreto de esta disposición general lo encontramos en el art. 42.5 LISOS que establece que “la declaración de hechos probados que contenga una sentencia firme del orden jurisdiccional contencioso-administrativo, relativa a la existencia de infracción a la normativa de prevención de riesgos laborales, vinculará al orden social de la jurisdicción, en lo que se refiere al recargo, en su caso, de la prestación económica del sistema de Seguridad Social”. Norma que precisamente se dictó para evitar las frecuentes duplicidades que en esta materia se dan al enjuiciar la misma cuestión jueces del Orden Contencioso-administrativo y del

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Orden Social con motivo de pretensiones diferentes (la impugnación de la sanción administrativa y la imposición de un recargo de prestaciones de Seguridad Social, respectivamente). Este efecto de cosa juzgada fáctica viene a sentar el principio de que sobre los mismos hechos concretos el juez no puede o no debe indagar dos veces para la determinación de los mismos. La verdad procesal ha quedado fijada definitivamente para litigios posteriores con independencia de la realidad de lo acontecido. El principio de certeza jurídica se impone sobre otras consideraciones, evitando una continua reapertura del enjuiciamiento de las mismas cuestiones. Todos estos sucesivos pasos de fijación de los hechos probados requieren de constantes razonamientos jurídicos que justifiquen el proceso selectivo de aquéllos. Estos razonamientos se efectúan con las normas jurídicas procesales expuestas, que determinan el ámbito de juego del razonamiento jurídico-practico del juez, que no puede salirse del razonamiento normativo. Son, así, el límite que no puede franquear el juez a la hora de abordar la fijación de los hechos en el proceso. Cualquier otra apreciación o selección judicial carece de justificación si no se razona con las normas anteriormente expuestas (o con otras, que específicamente vengan al caso). De este modo, dentro del criterio del juzgador a la hora de admitir o valorar las pruebas practicadas no se incluyen las actitudes proposicionales del juez, es decir, su particular creencia o percepción de la verdad o falsedad de los hechos debatidos en el proceso. Obviamente, el proceso intelectivo del juez a la hora de valorar las pruebas le va a generar una imagen mental de cómo se han desarrollado los hechos, pero junto a esta imagen mental van a aparecer otras creencias no producidas por la prueba practicada en sí, sino por otros factores como son la capacidad de persuasión o convicción que tengan los abogados, partes, peritos o testigos intervinientes en el proceso, respecto de los cuales el juez debe adoptar una posición distante y siempre sometida a lo que objetiva y racionalmente se desprenda de la valoración de las pruebas. Aquí podríamos acudir a un ejemplo de estas actitudes proposicionales del juez, como es el caso de la parte o testigo que miente en una respuesta, lo cual no significa que lo haga en el resto de las respuestas. Sin embargo, una actitud proposicional nos llevaría a tender a considerar como falsas a todas las respuestas. Finalmente, es preciso indicar que en la determinación de los hechos del proceso reviste singular importancia la cuestión de la valoración de la prueba, que es una facultad exclusiva del juez, sin perjuicio de que existe en el proceso el trámite de conclusiones, en el cual las partes exponen ante el juez cuál es su valoración unilateral de la prueba practicada (así, el art. 433.2 LEC). La valoración judicial de la prueba constituye una operación mental compleja en la que el juez realiza una contemplación de conjunto del caso, y por tanto, resulta difícil aportar reglas fijas de actuación de la racionalidad jurídica, que será diferente no sólo en cada juez, sino también en cada caso. No obstante, puede decirse que, frecuentemente, hasta en los supuestos de casos difíciles donde aparecen múltiples cuestiones fácticas y jurídicas entrelazadas e interdependientes entre sí (de tal modo que el razonamiento jurídico se ve obligado a concatenar una serie de argumentos con poca solidez para llegar a una conclusión), la operación de valoración de la prueba suele llevar al razonamiento jurídico a condensarse y centrarse en una única cuestión fundamental, que viene determinada por el supuesto de

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hecho de la norma jurídica esencial del proceso, que es aquella que prevé la consecuencia jurídica impetrada en el suplico de la demanda. La valoración se concentrará usualmente en sí esta cuestión fundamental se ha probado o no, y sin duda la decisión final de apoyará en este punto. A partir de esta consideración, el juez convertirá el resto de las cuestiones fácticas y jurídicas del pleito en secundarias, operando como criterios de matización de la cuestión principal.

CAPÍTULO XVIII. LA SUBSUNCIÓN NORMATIVA DE LOS HECHOS (1): LA SELECCIÓN NORMATIVA

1.

LA BÚSQUEDA DE LA NORMA APLICABLE: LA TEORÍA DE LA INMEDIATEZ NORMATIVA

En tanto que el tratamiento teórico o científico del Derecho exige básicamente una tarea sistematizadora de las normas jurídicas vigentes, clarificando el significado de las mismas y eliminando posibles antinomias (tarea que puede denominarse endógena), la aplicación del Derecho para resolver supuestos concretos (tarea exógena) implica, en muchas ocasiones, una actividad mucho más compleja que pone en marcha distintos niveles normativos del Ordenamiento jurídico para resolver la cuestión planteada y cuya selección realiza el operador jurídico en función de su interés concreto en el asunto (que puede ser económico o ideológico). Denomino niveles normativos a los grupos de normas existentes en un Ordenamiento jurídico con distintos grados de proximidad al caso concreto que se pretende resolver (que oscilan de las normas más genéricas a las más concretas). De este modo, el operador jurídico al resolver un caso buscará la norma jurídica más próxima o inmediata al caso para llevar a cabo su resolución (teoría de la inmediatez normativa), entendiendo por inmediatez normativa a la norma que más exacta o que concretamente haya resuelto un caso similar, y que, en la mayoría de los casos, será un precedente judicial (lógicamente, usamos el término “norma jurídica” en sentido muy amplio, incluyendo a las sentencias judiciales y los principios jurídicos). Cuando el legislador formula una norma jurídica está pensando en conductas típicas de las personas, pero cuando esa norma jurídica elaborada debe de aplicarse a un caso concreto, muy raras veces la conducta del sujeto encaja exactamente en la conducta típica contemplada. Es en ese momento cuando el juez a la hora de aplicar la norma o el abogado al estudiar la viabilidad del caso realizan la tarea de encajar el problema concreto a resolver en la norma que resulte aplicable. Ello supone elegir la norma o normas que resulten aplicables, y una

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vez dado este paso, se debe encajar el problema concreto en las normas elegidas. Habrá una serie de circunstancias que rodeen a la conducta concreta y que no hayan sido contempladas por las normas a aplicar. Estas circunstancias con relevancia jurídica pueden reafirmar la solución que establece la norma jurídica, pero pueden también constituir excepciones que impidan la aplicación de la norma, so pena de llegar a una solución injusta o absurda. Por otra parte, cuando hablamos de la selección de la norma aplicable estamos partiendo de una referencia abstracta y teórica que resulta incorrecta en la práctica, pues ya sabemos que el razonamiento jurídico-práctico es un razonamiento institucional, en el sentido de que cuando el jurista recibe los primeros datos fácticos del caso, atribuye mentalmente o encaja tales datos en una institución jurídica. Y es este encaje el que proporciona un primer esquema de la normativa aplicable para la resolución del caso. De este modo, las normas aplicables no acuden a la mente del jurista en solitario, sino que lo hacen como un todo integrado en una institución jurídica y dentro de un sector del Ordenamiento jurídico, lo que supone un despliegue de los principios jurídicos generales que inspiran y caracterizan dicha institución o instituciones implicadas. De ahí que la cuestión de la subsunción normativa sea un proceso más complejo de lo que parece cuando se dibuja una aplicación mecánico-lógica del Derecho al hecho. En este sentido, ya hemos visto que el encaje del hecho del caso en el hecho-tipo de la norma implica a menudo un despliegue de valoraciones por parte del jurista que implica no sólo el tener en cuenta el hecho-tipo de la norma, sino también otras normas o principios jurídicos relacionados o conexos con dicho hecho típico, como es el caso de que en el hecho-tipo aparezcan referencias a los denominados conceptos jurídicos indeterminados (moral, buenas costumbres, orden público, tráfico jurídico, plazo prudencial, etc.), pero también en aquellos casos en que concurran criterios de conducta (dolo, buena fe, abuso de derecho, diligencia de un buen padre de familia, venir contra los actos propios, culpa o negligencia, etc.). Es más, estos criterios de conducta se encuentran implícitos en la aplicación de cualquier norma aunque no estén manifestados en el hecho-tipo, por cuanto en la resolución de cualquier caso concreto se valora siempre la conducta de los sujetos afectados, bien sea de los principales u otros secundarios que realizan una acción u omisión que afecta a la pretensión ejercitada. Es precisamente esta perspectiva aplicativa la que determina que el razonamiento jurídico siempre encuentre una norma aplicable, por cuanto si no encuentra inmediatamente una norma que resuelva el caso, la institucionalización de éste le proporciona una serie de normas generales y principios que le van a dirigir para encontrar una solución al asunto. De este modo, el caso se va a resolver siempre con razonamientos jurídicos, llegando en caso extremo hasta el mismo principio de justicia. En este sentido, se ha defendido que en último término el jurista puede acudir a la equidad para resolver un caso para el que no exista norma o principio jurídico que resulte aplicable. Sin embargo, tal planteamiento teórico nos parece imposible en la práctica habida cuenta del carácter pleno y sistemático del Ordenamiento jurídico, dado que la aplicación de los principios generales del Derecho siempre supone la existencia de unas directrices jurídicas generales que aportan al jurista elementos suficientes para resolver cualquier problema jurídico. Ciertamente, el ámbito decisor del interprete adquiere en estos casos una amplia capacidad valorativa del asunto que le permite formular la solución, pero dicha solución ha

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de justificarse normativamente con los principios aplicados sin contravenir el Ordenamiento jurídico. Es decir, que la solución que aporte se debe integrar adecuadamente en el sistema jurídico. El recurso a la equidad hace más bien referencia a una valoración que se ha de hacer en cualquier resolución de un caso –haya norma aplicable inmediatamente o no– para determinar si la solución es justa o no. Es decir, la equidad es un instrumento de flexibilización de la aplicación rígida de las normas que lleve a soluciones injustas cuando la norma o normas se aplican mecánicamente en virtud de meras técnicas aplicativas desprovistas de la consideración de la justicia como finalidad del Derecho. 2.

CRITERIOS DE SELECCIÓN DE NORMAS APLICABLES: LAGUNAS AXIOLÓGICAS, JERARQUIZACIÓN INTERNA Y SUPLETORIEDAD EXTERNA

Establecidos los hechos del caso, y comenzada la búsqueda de la norma jurídica aplicable, la situación normal es que se encuentre una norma aplicable a la cuestión, pero pueden acontecer dos situaciones excepcionales: una, que no se encuentre una norma aplicable al caso y otra, en el otro extremo, que se encuentren varias normas aplicables que se contradigan entre sí. El primer caso suele denominarse metafóricamente laguna, para expresar una situación de vacío normativo, una situación de ausencia de norma jurídica aplicable para la resolución del caso, en tanto que el segundo se denomina antinomia, y consiste en que para la resolución de un caso concreto aparecen como aplicables dos normas jurídicas que llegan a soluciones contradictorias. Desde un punto de vista lógico-formal o científico, el fenómeno de las antinomias es difícilmente explicable y es una muestra más de las peculiaridades que se presentan en el razonamiento jurídico. Tanto el fenómeno de las lagunas como de las antinomias ya los analizamos al tratar la cuestión de la integridad del Ordenamiento jurídico, por lo que nos remitimos a dicho capítulo. Partiendo de la situación de existencia de normas jurídicas aplicables para la resolución del asunto (es decir, superados lógicamente los problemas de vacíos normativos y de antinomias), toca ahora abordar tres cuestiones fundamentales que se plantean a la hora de seleccionar la norma aplicable. Nos referimos a las denominadas “lagunas” axiológicas, los problemas de jerarquización interna y los problemas de supletoriedad externa. Pese a su denominación, las lagunas axiológicas no son, en sentido propio, un problema de vacío normativo, sino consecuencia de una valoración subjetiva que realiza el operador jurídico respecto de la norma que debe aplicar al caso. Precisamente, es esta existencia de norma aplicable lo que impide que estemos en presencia de auténticas lagunas, a pesar de que se utilice dicha expresión para referirnos a este fenómeno. Existe una laguna axiológica cuando para resolver un caso sí que existe una norma aplicable al caso, pero la solución que prevé dicha norma se considera injusta por el juez. Se trata de una actitud normativa (ante una norma) del juez, una creencia subjetiva de considerar injusta una norma que no puede ampararse en ninguna otra norma o principio jurídico para afirmar tal calificación de injusta. Las cuestiones que plantean las lagunas axiológicas son fundamentalmente dos: la primera de ellas es el ámbito de objetividad de la misma, es decir, si se trata de que dicha

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norma es injusta solamente para el juez concreto que va a resolver el caso, o dicha norma es injusta objetivamente, es decir, para un conjunto bastante amplio de operadores jurídicos por tratarse de una norma que lleva a resolución que se considera injusta por referencia a un principio fundamental recogido, por ejemplo, en la Constitución (como recientemente ha ocurrido con la Ley de Tasas Judiciales y el art. 24 CE). En este caso diríamos que la norma jurídica es injusta objetivamente considerada. La segunda cuestión es: si la norma jurídica a aplicar es injusta ¿qué debe hacer el juez que tiene que aplicarla?. Si por ejemplo la norma se considera injusta porque vulnera la Constitución, nuestro Ordenamiento jurídico prevé el expediente de la cuestión de constitucionalidad respecto de las normas con rango de ley (art. 163 CE; art. 5.2 LOPJ), que puede plantear el juez ante el TC. Si se trata de normas reglamentarias contrarias a la Constitución, (o a la ley o al principio de jerarquía normativa), el art. 6 LOPJ permite a los jueces y tribunales inaplicar dichos reglamentos. Desde este punto de vista el elenco de principios, valores y derechos que recoge la CE es tan amplio que el juez podría acudir prácticamente siempre a este recurso. En otro caso, es decir, si el juez no puede plantear la cuestión de constitucionalidad, es claro que las convicciones subjetivas (por ejemplo, religiosas, ideológicas, como la cuestión del aborto; en definitiva, las objeciones de conciencia del juez) no podrían justificar que el juez dejase de aplicar la norma, sea legal o reglamentaria, so pena de incurrir en el delito de no impartir justicia del art. 448 CP o la vulneración del art. 1.7 CC. En este sentido, en el lado contrario, estaría el delito de prevaricación (art. 446 CP), pero es evidente que el tipo de este delito hace referencia a que la injusticia a sabiendas que cometería el juez hace referencia a la ilegalidad de su comportamiento, no a la injusticia, dado que cuando el art. 446 CP se refiere al juez que dicta una resolución a sabiendas injusta, lo que realmente quiere indicar es que el juez dicta una resolución que sabe que es contraria al Derecho, no a la justicia. En el caso que nos planteamos estamos hablando de posibles injusticias que se pudieran cometer en aplicación de una norma (legalmente aplicable) a un caso concreto. Por otro lado, también estaría el recurso a la equidad, pero ya sabemos que la justificación de la aplicación de la equidad debe realizarse normativamente (justificándolo con otra norma o principio jurídico). En definitiva, la conclusión no puede ser otra que la de afirmar que el juez está obligado a aplicar las normas integrantes del Ordenamiento jurídico, y su referente axiológico no puede ser otro que el establecido en las normas superiores del Ordenamiento jurídico (esto es, la Constitución, básicamente), no otros valores ideológicos o morales subjetivos no reconocidos jurídicamente. Solamente con la Constitución en la mano podrá razonar jurídicamente y decidir el planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad respecto de normas con rango de ley o inaplicar normas reglamentarias (éstas además, también con razonamientos jurídicos legales o derivados del principio de jerarquía normativa). La segunda cuestión en relación con la selección de la normas aplicable es la que hemos denominado jerarquización interna, que es un supuesto distinto del tradicional principio de jerarquía que vimos a la hora de abordar la integridad del Ordenamiento jurídico, y que determina la eliminación de la norma que contradiga dicho principio. La jerarquización interna es la que existe entre normas incluidas dentro del mismo texto legal, y no determina la eliminación de ninguna de ellas, sino que quiere expresar la importancia de unas normas sobre otras, en cuanto establecen las grandes directrices o rasgos de un sector del Ordenamiento

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o de una institución jurídica concreta. En tal sentido, se trata de una jerarquía impropia, por no significar ninguna eliminación normativa, sino tan sólo que las normas menos relevantes deben seguir a las normas principales de la institución. Díez-Picazo se ha referido a esta cuestión, señalando que aparte de la jerarquía formal existe una jerarquía interna y sustancial entre normas, jerarquía que se puede producir dentro de un mismo texto legal, y pone como ejemplo los arts. 348 y 349 CC, o el art. 1255 y 1258 CC, o el art. 1902 CC (yo pondría como ejemplo también el art. 1101 CC). Indica el autor que estos artículos no tienen el mismo valor que otros más concretos del CC y señala después que “quiere ello decir que, en la normativa de una institución, hay siempre unas normas a las que podemos llamar “básicas”, en cuanto que encuentran su raíz y además expresan o reflejan las líneas maestras y los criterios fundamentales de organización de tal institución, frente a otras que resuelven conflictos particularizados con criterios que son particulares también. Las primeras reciben su valor propio no sólo de su mayor generalidad, en orden a las hipótesis de aplicación, sino también –sobre todo– por ser el exponente de los criterios “básicos” respecto de la institución en juego. Algunas veces se las ha llamado “principios”. Y quizá esta terminología no ande desencaminada, aunque nos plantea el agudo y viejo problema de los principios generales del derecho...”179. Por último, la tercera cuestión hace referencia a la supletoriedad. La selección de normas aplicables para la resolución de un caso concreto parte, según nuestra teoría de la inmediatez, de la aplicación de la norma más próxima al caso a resolver. Esta sería una solución sencilla, pero, en ocasiones, la resolución del caso implica la búsqueda de normas más alejadas o genéricas, como ocurre en los supuestos de supletoriedad normativa, en los que una norma perteneciente a un sector del Ordenamiento jurídico indica que las normas de dicho sector son aplicables a otro sector cuando éste no regule una cuestión determinada. Estas normas que establecen el régimen de supletoriedad pueden estar establecidas en la misma norma supletoria (como ocurre con el art. 4.3 CC), o bien en la norma que efectúa la remisión a la norma supletoria (por ejemplo, el art. 50 CCom). Ciertamente, en estos supuestos de llamadas expresas a normas jurídicas alejadas del caso a resolver, la frontera más importante se encuentra en la institución en la que se enmarca el problema jurídico, seguida de la del sector del Ordenamiento jurídico de que se trate, pues implican casi siempre un cambio de principios y reglas directivas con importantes consecuencias para el razonamiento jurídico-práctico. La institucionalización del asunto, como primer acto del razonamiento jurídico-práctico, conlleva la determinación de la institución jurídica soporte y el despliegue inmediato de la constelación de principios y normas que configuran dicha institución, pero nuevamente puede ocurrir que las normas que integran dicha institución no solventen el problema, en cuyo caso la norma a aplicar debe ser externa al círculo normativo de la institución. En estos casos, el razonamiento jurídico-práctico se vuelve totalmente sistemático, pues debe justificar la aplicación de esa norma (o principio foráneo) y debe encajarlo dentro del régimen jurídico de la institución (lo que no siempre es fácil). Piénsese por ejemplo en los casos en que se procede a aplicar una norma civil (en virtud de la supletoriedad y el carácter de normativa común de este sector del Ordenamiento, establecida expresamente en el art. 4.3 CC) en el Orden laboral que se rige por principios y directrices en muchos casos opuestos al Derecho civil 179

DIEZ-PICAZO, Experiencias jurídicas y teoría del derecho, cit., págs. 200-201.

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(por ejemplo, el principio de indisponibilidad del art. 3.5 ET frente al principio de autonomía privada del art. 1255 CC). El operador jurídico debe tomar la norma civil y someterla a los principios del Orden laboral, pues la resolución del caso no puede suponer una vulneración de estos principios. La norma no se puede tomar prestada sin más, sino que se produce un inevitable engarce sistemático. En general, puede decirse que los problemas de selección de la normativa aplicable con carácter supletorio a la hora de resolver un asunto, deben solventarse atendiendo a los principios que rigen la institución en general o bien los principios directores del sector del Ordenamiento jurídico al que pertenezca el problema. En muchas ocasiones, existe un conjunto de normas-principio, que son una serie de normas que por su formulación se asemejan bastante a auténticos principios institucionales, como es el caso del art. 1902 CC, el 1101 CC, el art. 348 CC o el art. 8 ET (es decir, el fenómeno ya visto de la jerarquización interna impropia). Estas normas dirigen la aplicación de otras normas más concretas de la institución y hacen que la aplicación de éstas al caso concreto sea más clara. 3.

SELECCIÓN DE PRECEDENTES JUDICIALES

Una peculiaridad que tiene el razonamiento jurídico cuando actúa a través de precedentes judiciales es que no razona sobre normas o principios, sino que razona sobre un razonamiento jurídico previo recogido en una sentencia. De este modo, se realiza una aplicación no del Derecho directamente, sino que se está aplicando una previa aplicación del Derecho. Esta situación hace que el razonamiento jurídico tenga que efectuar un camino de ida y vuelta, ya que el operador jurídico que pretende aplicar un precedente, debe realizar operaciones de abstracción de éste y obtener la ratio decidendi del mismo, esto es, obtener la norma jurídica abstracta que se halla implícita en el mismo y que a su vez es una norma que desarrolla una previa norma aplicada del Ordenamiento que ha devenido así en más concreta. Realizada esta operación inductiva, debe volver a descender a la resolución del nuevo caso con el precedente. Junto a esta operación de ida-vuelta, previamente el razonamiento jurídico opera buscando las semejanzas y diferencias del nuevo caso con el resuelto por el precedente, para determinar si procede su aplicación al caso. En virtud de la teoría de la inmediatez normativa, resulta evidente que el camino más directo e inmediato para resolver un caso es encontrar otra sentencia o resolución que haya resuelto un caso similar. De hecho, en la práctica es lo que hacen jueces, abogados, registradores, funcionarios, etc., que, a medida que van ganando experiencia, generan una estructura mental de grupos de casos (lo que facilita la realización cada vez más inmediata y certera del acto previo de institucionalización). Pero no sólo hay razones de eficacia y comodidad en esta operativa; hay razones más profundas que tocan en la propia noción de justicia. Efectivamente, uno de los contenidos de esta noción y que se predica de cualquier decisión jurídica si quiere ser justa es tratar igualitariamente los casos sustancialmente parecidos. Esta es una comprensión prejurídica de la justicia y que entra dentro de lo que elusivamente se denomina el sentido común (la razón práctica). Obviamente, el primer problema consiste en que es el operador jurídico quien debe determinar cuando un caso a resolver es igual sustancialmente a otro resuelto, y esto puede y debe justificarse con arreglo

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a criterios jurídicos (esencialmente analizando el supuesto de hecho de las normas aplicadas en el caso resuelto). Pero una vez determinada la similitud, el precedente debe aplicarse al nuevo caso. El apartamiento del precedente por parte del juez para resolver el nuevo caso le obliga a justificar o motivar (jurídicamente) que el nuevo caso no es similar. En caso contrario, el resolver el asunto de una forma diferente implica la realización de un razonamiento jurídico acorde con el Ordenamiento, pues sólo así estaríamos ante dos decisiones jurídicas justas por estar justificadas con el Derecho vigente. A pesar de ello, tales situaciones no son deseables por vulnerar el principio de seguridad jurídica y de igualdad ante la ley, por lo que el Ordenamiento arbitra mecanismos para eliminar esta duplicidad de cara al futuro (los denominados recursos procesales de unificación de doctrina en nuestro país constituyen un claro ejemplo). Esta situación de conflicto entre precedentes judiciales no se rige por el principio de jerarquía en nuestro país, pues las sentencias dictadas por los tribunales, aun de distinto escalón, no se rigen por el acatamiento obligatorio de los tribunales inferiores respecto de la doctrina sentada por los superiores. Sin embargo, es evidente que lo habitual es que los tribunales inferiores sigan la doctrina de los superiores. En estos casos, el apartamiento del precedente de un tribunal superior requiere –en términos de justicia– un esfuerzo de justificación adicional, porque la decisión judicial discorde se aparta de un precedente que, además, generalmente, es seguido por otros tribunales o juzgados similares. Obviamente, y en línea con lo dicho, dentro de los precedentes judiciales, es preferido el precedente del órgano judicial más alto en la organización de los tribunales de justicia, que en nuestro caso es el Tribunal Supremo (con la salvedad de las sentencias del Tribunal Constitucional cuando la resolución del caso implique la aplicación de una norma o principio constitucional). El precedente judicial tiene un gran peso en la resolución práctica de los conflictos jurídicos, porque detrás de cada resolución judicial, como hemos advertido, late el mismísimo principio de justicia en una de sus manifestaciones formales más características como es la de otorgar un mismo tratamiento a casos similares. El principio de igualdad ante la ley y el de seguridad y certeza del Derecho laten en la aplicación de los precedentes judiciales a la hora de resolver un nuevo caso similar. De ahí que los problemas que se plantean en este punto sean fundamentalmente dos: uno es determinar cuando un caso es similar a otro anterior a los efectos de establecer la aplicación de los precedentes judiciales existentes; el otro es el cambio de la doctrina judicial sentada en el precedente cuando se presenta un caso similar. La primera cuestión planteada es determinar cuando un caso es similar a otro a los efectos de aplicar un precedente judicial, que enlaza con la cuestión de la aplicación analógica de las normas, pues en definitiva se trata de ese problema llevado al ámbito de las sentencias judiciales. El planteamiento correcto del problema es ¿en qué se basa o qué reglas sigue el razonamiento jurídico para establecer la similitud entre dos casos?. A este respecto, es evidente que la comparación se refiere a la realidad fáctica contemplada en la norma, pues precisamente la aplicación del precedente judicial se hace porque hay que aplicar la misma norma jurídica fundamental que resuelve el caso. Sin embargo, debemos de decir que las dos realidades fácticas que son objeto de comparación se comparan con criterios jurídicos, pues de lo que se trata en estos casos es una interpretación de los términos del lenguaje que

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utiliza la norma, y aunque se refieran a términos que no constituyan conceptos técnicos del Derecho, implica una comparación realizada a la vista de los rasgos de la institución jurídica básica a la que pertenecen los casos comparados. De hecho, los casos comparados y sujetos al precedente judicial pertenecen o se integran en una misma institución jurídica. Son precisamente los rasgos generales o principios de la institución jurídica los que conducen la comparación de las realidades fácticas de los dos casos comparados. Así, por ejemplo, el acto de la firma de un contrato de trabajo por parte de un trabajador y la firma de un contrato mercantil por parte del representante de una sociedad no son dos hechos similares (por mucho que el acto fáctico de la firma de un contrato sea el mismo) porque las normas que disciplinan las correspondientes instituciones jurídicas se amparan en principios jurídicos radicalmente diferentes que determinan que sea muy dificultosa la aplicación de un precedente judicial de uno a otro supuesto. La segunda cuestión es la que acontece cuando se produce un cambio en la doctrina del precedente judicial, esto es, se produce un caso inequívocamente similar al contemplado en el precedente, pero, sin embargo, el juez entiende que las circunstancias del caso han cambiado. En estos supuestos, la situación afecta al propio criterio formal de justicia que exige que los casos similares reciban un tratamiento igual; así lo exige el principio de igualdad ante la ley y el principio de certeza y seguridad jurídica. La pregunta consecuente es qué otro principio normativo puede exigir ese cambio de criterio, cuáles son esas circunstancias tan importantes que determinan que se abandone un criterio judicial. La respuesta no puede ser otra que el mismo principio de justicia. Como se verá, a un nivel tan general y tan importante como al que se encuentran los principios de igualdad ante la ley (que forma parte del contenido esencial del principio supremo de justicia) y de seguridad jurídica, solamente el mismo principio de justicia puede aportar motivos normativos que justifiquen el desplazamiento del principio de igualdad ante la ley y el de seguridad jurídica. En estos supuestos, resulta evidente que acontece que la aplicación del precedente judicial al nuevo caso lleva a una solución injusta del nuevo caso y ese es el motivo que hace que el juzgador no aplique el precedente. Nuevamente, en este supuesto las circunstancias del caso se refieren a la realidad fáctica contemplada en el nuevo caso que presenta con el caso anterior aspectos diferentes, aspectos que no determinan la afirmación de que los casos sean distintos. Son dos casos similares, pero el juzgador valora los hechos del nuevo caso y encuentra algún hecho considerado relevante que no aparece en el primero que determina que la aplicación de la doctrina del precedente conduce a una solución injusta, y por eso justifica normativamente por qué no lo aplica. Esa justificación es normativa porque debe ampararse en un principio jurídico o norma que justifique la inaplicación del precedente judicial. Si no existe esta justificación normativa el juez no puede decidir la inaplicación del precedente judicial con base en criterios de equidad no justificada normativamente. En relación con lo expuesto, un importante problema que plantea la selección de precedentes judiciales es determinar, y con qué criterios, si el precedente que se invoca es aplicable al caso que se pretende resolver. Es decir, si el precedente resuelve un caso análogo o diferente al caso presente. Es claro que en un proceso judicial se va a producir un debate importante sobre esta cuestión (y de hecho, en la mayoría de los procedimientos se plantea, en mayor o menor

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medida), dado que una parte va a esgrimir en su apoyo una o varias sentencias que entiende aplicables porque resuelven un caso –o un aspecto del caso– semejante al del presente, y la otra va a aportar otras sentencias contradictorias o, si no existen, va a intentar argumentar que las sentencias aportadas de contrario no resuelven un caso similar, sino que son casos distintos que determinan, en consecuencia, la inaplicabilidad de aquéllas. De este modo, el juez tendrá que razonar y argumentar si considera las sentencias aplicables o no al presente caso. Aquí no estamos ante una tarea meramente valorativa o de elección, sino de comparación de supuestos de hechos con arreglo a estrictas categorías jurídicas, es decir, con un razonamiento jurídico en toda regla, donde hallar la ratio decidendi es de menor importancia que establecer la similitud de los supuestos de hecho de ambos casos. 4.

LA APLICACIÓN DE PRINCIPIOS JURÍDICOS GENERALES A LA RESOLUCIÓN DEL CASO

En nuestro Ordenamiento jurídico, los denominados principios generales del Derecho aparecen contemplados como fuentes del Derecho (art. 1.1 CC), señalando el art.1.4 CC que “se aplicarán en defecto de ley o costumbre, sin perjuicio de su carácter informador del Ordenamiento jurídico”. De este modo, la función de estos principios es doble: 1) el razonamiento jurídico debe acudir a ellos para solventar un problema jurídico, cuando no se haya podido resolver acudiendo al resto de las normas jurídicas, bien por no disponer de norma aplicable, o bien porque han fallado los mecanismos de la analogía e integración de lagunas; funcionarían como norma o cláusula de cierre del Ordenamiento; y 2) función informadora del Ordenamiento: los principios operan directamente en cualquier aplicación de las normas. Esta función informadora del Ordenamiento es la que nos interesa especialmente, pues supone que el razonamiento jurídico-práctico debe tener en cuenta los principios generales del Ordenamiento en cualquier intento de encontrar una solución justa a un problema planteado. Este carácter informador o director de los principios generales no sólo se establece expresamente en el art. 1.4 CC, sino también en el art. 53.3 CE respecto de los principios denominados rectores en el texto constitucional (y no quiere afirmarse que la Constitución contenga sólo estos principios, ya que dicha norma contiene otros muchos con distinta significación jurídica y aplicación inmediata). Este carácter rector o informador de los principios jurídicos es la característica fundamental que determina su influencia en el proceso del razonamiento jurídico-práctico. Alexy concibe a los principios jurídicos como “mandatos de optimización”, en el sentido de que “son normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible, de acuerdo con las posibilidades fácticas y jurídicas”, y “como tales, se caracterizan porque pueden ser cumplidos en diferentes grados”180. Efectivamente, los principios deben guiar al operador jurídico en la aplicación de la norma, la cual en cada acto aplicativo debe superar un test de idoneidad o ajuste a los principios jurídicos aplicables a la institución en la que se enmarca el caso. ALEXY R., Teoría de la argumentación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica, cit., Addenda, págs. 350. 180

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Desde luego, la primera y esencial cuestión que se ha debatido tradicionalmente en la doctrina es qué y cuáles son estos principios. En nuestra opinión, y especialmente con el grado de complejidad y evolución que presenta el Derecho de nuestro días, las posiciones iusnaturalistas que han querido ver en estos principios una suerte de principios sin formalización jurídica que constituirían el contenido del Derecho natural, deben ser abandonadas. Los principios jurídicos provienen siempre del Ordenamiento jurídico vigente y evolucionan con él. Presentan una formulación abstracta, pero no inmutable, por cuanto giran y se predican siempre en relación con una institución o instituciones determinadas y se van perfilando y concretando (también modificando) según la institución afectada va evolucionando. Existen principios generales que afectan a todo el Ordenamiento (principio de seguridad jurídica, buena fe, etc.), los hay que afectan a un sector del Ordenamiento (principio pro operario, etc.), y los hay que afectan a instituciones concretas (principio de la autonomía privada en el contrato, principio de que la propiedad se presume libre de cargas, etc.). Frecuentemente, los principios se recogen expresamente en los textos normativos, pero en muchas ocasiones su formulación se realiza inductivamente analizando las distintas normas que configuran el régimen jurídico de una institución o instituciones. Se trata de lo que Perelman ha denominado inducción amplificadora, esto es, la extracción de principios jurídicos no formulados expresamente por una norma jurídica, pero presentes en abundantes casos de aplicación del Derecho positivo, y que encuentran, consiguientemente, su fundamento en la ley, proporcionando, según este autor, soluciones a casos no previstos legalmente181. En todo caso, provienen del Ordenamiento jurídico vigente en una sociedad y periodo histórico determinados. Larenz ha señalado que los principios jurídicos son los pensamientos directores de una regulación jurídica existente o posible y son la causa de justificación de dicha regulación182, noción con la que estamos de acuerdo. Ahora bien, y en este punto discrepamos de la opinión de este autor, los principios jurídicos provienen en muchas ocasiones de operaciones de abstracción realizadas sobre las normas que disciplinan una institución, pues los principios surgen lógicamente a posteriori de las normas que disciplinan el régimen básico de una institución. Ciertamente, la formulación de un principio jurídico, a su vez, puede generar ulteriores normas jurídicas, produciéndose una constante interacción principio-norma, y desde luego cada acto de aplicación para la resolución de un caso concreto de la norma respectiva pone en movimiento y hace actuar a los principios rectores de la institución en la que se encaja dicha norma, perfilándose cada vez más estos principios, al modo del denominado círculo hermenéutico referido por Larenz183.

Cfr. PERELMAN, CH., La lógica jurídica y la nueva retórica, cit., pág. 103. Cfr. LARENZ, K., Derecho justo. Fundamentos de Ética jurídica, Civitas, Madrid, 1985, págs. 32-35. Este autor se ha planteado si todos los principios de un Derecho positivo son principios de lo que él denomina “Derecho justo”, a lo cual da una respuesta negativa, pues entiende que existen unos principios denominados intercambiables o neutrales cuya elección es una cuestión de técnica jurídica u oportunidad, no siendo por tanto de principios de Derecho justo, los cuales deben ser observados necesariamente en un Derecho positivo (cfr. págs. 37-38). 183 Ibidem, pág. 37. También, y de forma extensa, por el mismo autor en su obra Metodología de la Ciencia del Derecho, cit., págs. 194 y ss. 181 182

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Los principios generales aparecen formulados en torno a distintas instituciones, y abarcan distintos grados de extensión en atención a la institución respecto de la cual se formulan, pudiendo ir desde una institución particular perteneciente a una rama del Derecho (por ejemplo, el contrato, el matrimonio, etc.) hasta afectar al propio Ordenamiento jurídico en su totalidad, como es el caso del principio de seguridad jurídica, de irretroactividad de las normas restrictivas de derechos individuales, etc. Esta progresiva generalización ascendente de los principios hasta llegar a los principios generales de un Ordenamiento jurídico (que se suelen recoger en normas de rango constitucional o paraconstitucional) genera una importante cuestión, que en una primera aproximación, cuesta asimilar. Nos referimos a la existencia de principios generales contradictorios conviviendo dentro de un mismo Derecho, lo que parece ir en contra de la lógica normativa más elemental, pero que expresa, paradójicamente, la peculiaridad del razonamiento jurídico y subraya el carácter instrumental de las normas (que incluyen, evidentemente, a los principios jurídicos) para el logro de soluciones justas. Efectivamente, los grandes valores o principios jurídicos del Ordenamiento jurídico son contradictorios entre sí, configurándose a menudo como límites mutuos unos respecto de otros. Los grandes principios o valores del Ordenamiento inspiran a éste pero se hallan en una contraposición dialéctica por el mero dato de que su formulación tan abierta y universal (formulación tendencialmente absoluta) les lleva a chocar entre sí. Tal es el caso de la libertad y la igualdad, la justicia y la seguridad jurídica, la seguridad y la libertad, la intimidad y la libertad de expresión, el derecho de huelga y la libertad de empresa, etc. En general, todos los derechos fundamentales o constitucionales, los principios rectores recogidos en una Constitución, así como otros grandes principios del Ordenamiento recogidos en otras normas (buena fe, abuso de derecho, autonomía privada, protección de la confianza legítima, etc.), tienen una vocación expansiva que les lleva a enfrentarse unos contra otros. Ello demuestra que la gran estructura del Ordenamiento jurídico está conformada por los mismos y que las normas jurídicas que se edifican sobre tales cimientos no son sino formulaciones de consenso entre los mismos. Son formulaciones de equilibrio que establece el legislador democráticamente elegido en atención a los valores o sensibilidades sociales imperantes en el momento histórico. La existencia de principios contrapuestos en el Ordenamiento jurídico es una cuestión sobre la que llamó la atención Jerome Frank cuando hablaba de principios jurídicos en tensión, situación motivada por la vaguedad y el carácter general con que aparecen formulados estos principios, lo que obliga al juez a elegir entre ellos a la hora de resolver una cuestión jurídica184. Dworkin, por su parte, se refirió a este fenómeno como interferencia entre principios, debiendo atenderse al peso o importancia de los principios en conflicto en relación al caso concreto para determinar cuál resulta aplicable185, y en este mismo sentido, también Alexy estableció su “fórmula del peso” para solventar esta cuestión de colisión entre principios, con arreglo a la “ley de la ponderación”186. 184 Sobre esta cuestión, y en general, sobre el pensamiento jurídico de FRANK, véase SOLAR CAYON, J. I., El realismo jurídico de Jerome Frank. Normas, hechos y discrecionalidad en el proceso judicial, Universidad Carlos III de Madrid-BOE, 2005, págs. 140-141. 185 Cfr. DWORKIN, R., Los derechos en serio, cit., págs. 146-208. 186 ALEXY, R., Teoría de la argumentación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica, cit., Addenda, págs. 349 y ss.

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Si la aplicación de normas en conflicto se solventa atendiendo fundamentalmente al principio de jerarquía normativa (aunque también cabe considerar los principios de lex posterior derogat priori o el de que la ley especial se aplica con preferencia a la general, y no digamos nada de los principios que regulan la aplicación de normas laborales, donde rige el principio de aplicación de la norma más favorable para el trabajador), cabe preguntarse cómo debemos resolver los supuestos de conflicto entre principios jurídicos, y si existe una suerte de jerarquía entre los mismos. La respuesta es compleja, pues las relaciones entre principios como tal no son de jerarquía, pero si estos principios aparecen recogidos en normas jurídicas, éstas sí se rigen por tal principio (sería una especie de jerarquía indirecta). Así, en nuestro Derecho, respecto de los principios recogidos en la Constitución (o que se deducen de la misma), parece lógico que deban primar sobre otros principios recogidos en normas inferiores que entren en colisión con los principios constitucionales. No se daría en estos casos, en puridad, supuestos de contradicción de principios, puesto que se solventarían con la eliminación del jerárquicamente inferior sin respaldo constitucional. Donde se produce la colisión de principios es precisamente cuando estos se recogen en un mismo texto normativo, teniendo, pues, idéntico rango normativo. Nuestra Constitución es un buen ejemplo de ello, y no cabe duda que el elenco de principios generales que se deduce de la misma abarca desde los valores superiores del Ordenamiento jurídico, pasando por los principios nominados como tales, los derechos y deberes fundamentales, los principios rectores de la política social y económica, o todos aquellos que se deducen del texto constitucional, como es el caso del modelo económico o el modelo territorial. Desde el punto de vista del razonamiento jurídico-práctico resulta evidente que el operador jurídico (el juez, señaladamente), ante una falta de normas aplicables y teniendo que acudir a la utilización de principios jurídicos, puede encontrarse ante estas situaciones, y en estos casos resulta evidente que debe decidir qué principio aplicar, o si debe aplicar una fórmula equilibrada entre varios principios. Se trataría de un ámbito bastante discrecional, pero en todo caso la discrecionalidad judicial habría de resultar justa, que en estos casos implica razonar o justificar cuáles son los motivos que le empujan a aplicar un principio y descartar otro, o bien, por qué ha preferido una aplicación equilibrada (ponderada) de varios principios. Y nuevamente, estos motivos han de ser jurídicos, no valorativos. En relación con su uso en la argumentación jurídica, la pirámide ascendente de principios jurídicos desde el terreno particular de las distintas instituciones que conforman las ramas o sectores del Derecho hasta llegar al ámbito de los valores o principios superiores del Ordenamiento jurídico permite estructurar cuatro niveles básicos de estos principios, y también establecer el principio fundamental de todo el Ordenamiento jurídico, que no es otro, obviamente, que el de la justicia. Nuestro art. 1.1 CE establece como valores superiores del Estado la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, pero la justicia es, sin duda, el valor superior del Ordenamiento jurídico, por cuanto el Ordenamiento establece multitud de regulaciones que restringen la libertad o la igualdad, y lo mismo cabe del pluralismo político, respecto del que caben múltiples regulaciones. No puede decirse lo mismo de la justicia, que es un principio que debe respetarse con carácter absoluto y respecto del que cualquier regulación que se realice, no puede tildarse de justa o injusta a medias (y lo mismo cabe predicarse con los contenidos esenciales del principio de justicia, como señaladamente

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acontece con la dignidad humana). La justicia es el principio capital o vertebrador del Derecho; es un principio prejurídico que inspira e impulsa al Derecho a su realización y a su perfeccionamiento continuo en la historia, y que no sólo está en la cúspide sino que vuelve a aparecer en el último peldaño, allí donde se dicta una decisión para resolver una cuestión jurídica, por pequeña que ésta sea. No es sólo un movimiento que pueda describirse como circular, sino que es también un principio que atraviesa e impregna todo el Ordenamiento jurídico. Según hemos señalado, los principios pueden estructurarse en cuatro grandes niveles de actuación en el Ordenamiento jurídico: 1. Nivel superior o fundamentador: el principio de justicia. 2. Nivel de todo el Ordenamiento jurídico: principios establecidos en la norma constitucional o en normas con rango o importancia paraconstitucional. 3. Nivel sectorial: principios básicos de cada una de las ramas del Ordenamiento jurídico. 4. Nivel institucional: principios de cada una de las instituciones que conforman cada parcela del Ordenamiento jurídico. Lógicamente, no podemos detenernos a un análisis exhaustivo de cada uno de estos principios, pero sí podemos realizar un ensayo de enumeración y pequeña descripción de los más importantes, a los fines que nos interesan, esto es, su modo de utilización por el razonamiento jurídico-práctico. Respecto al principio de justicia, ya abordamos su estudio en relación con el razonamiento jurídico-práctico cuando estudiamos el carácter instrumental de las normas jurídicas. No cabe duda que este principio (que, recuérdese, se despliega en una serie de criterios mínimos de justicia) ostenta la cualidad de ser fundamento y elemento metodológico primario de cualquier razonamiento jurídico y no sólo es, por tanto, un principio jurídico más. Bajo el principio de justicia se encuentran los principios generales o comunes a todo el Ordenamiento jurídico. Es importante señalar que estos principios deben ser considerados como justos en el sentido de que deben reunir los criterios mínimos de justicia exigibles, pero no existe un número limitado de estos principios, ya que con la evolución histórica de los Ordenamientos jurídicos pueden ir apareciendo y configurándose principios nuevos e ir desapareciendo otros. Con ello quiere decirse que estos principios no se deducen o desprenden necesariamente (de un modo lógico) del principio de justicia, sino que se construyen y formulan por vía inductiva en muchas ocasiones. En todo caso, sí puede decirse que algunos de ellos tienen una mayor proximidad al principio de justicia y ostentan por ello una formulación más universal (los denominados tradicionalmente principios de Derecho natural), mientras que otros están más alejados y su formulación suele operar por vía inductiva respecto del concreto Ordenamiento jurídico al que pertenecen (caso de los principios básicos de esa comunidad social), que es el que los dota de un contenido material concreto. Los principios del Ordenamiento jurídico se conforman, pues, con una mezcla de criterios formales de justicia y de grandes directrices o valores de un Ordenamiento jurídico concreto.

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Existe así una procedencia variada de estos principios, y eso conduce a su heterogeneidad, a distintos grados de generalidad en su formulación. Lo que sí tienen en común es el adecuarse a los criterios mínimos que se derivan del principio de justicia y el tener una tendencia a ser aplicados con preferencia a otros principios (fuerza expansiva o absoluta), lo que conlleva que entre ellos exista una relación dialéctica o contradictoria. Cada principio del Ordenamiento jurídico presenta una formulación abstracta que plasma una concreción de uno o varios criterios de justicia o un valor material considerado esencial en una sociedad determinada, y por tanto, es precisamente esta característica la que le dota de esa fuerza expansiva. Esto hace que los principios generales del Ordenamiento jurídico choquen entre sí e implique la existencia de fórmulas de consenso o coordinación entre los mismos. La eliminación de uno de ellos por su incompatibilidad es posible, aunque difícil, dado que al reunir estos principios directrices básicas de la sociedad, es bastante improbable que esto ocurriese, salvo en el caso hipotético de que pudiéramos determinar que existan dos principios en contraposición, y uno de ellos fuese justo relativamente y otro fuese justo absolutamente, según la gradación que ya expusimos. Por ejemplo, la contradicción entre el principio de justicia absoluto o primario y el principio de seguridad jurídica, que conlleva que el Ordenamiento puede llegar a soluciones justas relativamente para preservar el principio denominado de paz jurídica (caso de las instituciones de la prescripción o la cosa juzgada). La denominada teoría o juicio de la ponderación de Alexy se ha formulado para explicar e intentar resolver estos conflictos. Estos principios fundamentales del Ordenamiento jurídico se recogen en los textos constitucionales o paraconstitucionales. Así nuestra Constitución recoge como más importantes: el Estado social y democrático de Derecho, los valores superiores (libertad, igualdad, justicia y pluralismo político), la unidad indisoluble del Estado, los principios del art. 9.3 (seguridad jurídica, interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, etc.), los derechos fundamentales, los derechos de los ciudadanos, los principios rectores de la política social y económica, el principio de la separación de poderes (con los principios que inspiran a cada poder), los principios básicos del sistema económico o los principios de la Organización territorial del Estado. Por su parte, el Título preliminar del CC contiene los principios básicos del sistema de fuentes del Derecho. Como tercer nivel, estarían los principios de los sectores fundamentales del Ordenamiento jurídico. Del propio texto constitucional se desprenden también una serie de principios que corresponden a los grandes sectores o parcelas del Derecho, esto es, el Derecho penal, el Derecho civil y mercantil, el Derecho administrativo y el Derecho laboral. Estos principios sectoriales configuran todas las normas de estas ramas del Derecho, determinando que todas las normas que se dicten o decisiones que adopten en aplicación de las mismas respeten dichos principios constitucionales. Asimismo, también, estos principios suponen que todas las normas de ese sector del Ordenamiento anteriores a la Constitución vigente deben ser depuradas y ajustadas a aquéllos, lo que supone eliminar las incompatibles e interpretar las restantes en el sentido que imponen los nuevos principios, lo que es muestra evidente de la fuerza e inmediata aplicación de estos principios.

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Junto a las normas constitucionales, los principios básicos de los distintos sectores se contienen en una serie de normas jurídicas básicas que regulan cada sector (Código penal, civil, de comercio, la Ley de Régimen jurídico de las Administraciones Públicas y el Estatuto de los Trabajadores). Lógicamente, junto a estas normas existen otras normas básicas que completan lo que sería el estatuto jurídico básico de cada sector del Ordenamiento jurídico. La formación de los principios de cada sector del Ordenamiento jurídico no se ha efectuado solamente por su reconocimiento expreso, sino que en muchas ocasiones la jurisprudencia y la labor dogmática de la doctrina han sido determinantes en la construcción y formulación de estos principios, extraídos mediante procesos sistemático-abstractivos de las normas jurídicas que componen dichos sectores. Conviene indicar también que existen principios con la misma denominación en distintos sectores del Ordenamiento jurídico, pero que presentan una caracterización parcialmente diferente en sus notas esenciales, y ello es debido a que entran en juego con otros principios de ese sector del Ordenamiento que son distintos, y que determinan esas variaciones de cada principio. Así el principio de confianza legítima (civil, mercantil, administrativo), el de la autonomía privada (civil, mercantil, laboral), el de culpabilidad (penal, civil, laboral), etc. Ello nos lleva a establecer la conclusión de que la relación entre los principios es la de coordinación y complementación entre los mismos, en tanto no sean incompatibles en su formulación con otros. Como cuarto y último nivel están los principios de las instituciones jurídicas presentes en nuestro Ordenamiento jurídico. Dentro de cada sector del Ordenamiento jurídico, la categoría determinante y más importante ha sido la de la institución jurídica. Esta categoría, preexistente socialmente en sus rasgos básicos al Derecho, ha sido perfilada por la dogmática jurídica, y ha contribuido, en mi opinión, más que ninguna otra a perfeccionar el Ordenamiento jurídico, hasta el punto de que el funcionamiento elemental del razonamiento jurídico-práctico parte de ser un pensamiento institucional, como ya expusimos en la parte correspondiente a los elementos esenciales del razonamiento. Los principios de las instituciones jurídicas, como en otros supuestos, proceden fundamentalmente de la abstracción de las normas que integran dicha institución, pero el carácter sistemático que impregna la institución, determina que dichos principios deban acomodarse a los principios de la rama del Ordenamiento jurídico a la que pertenece la institución. Dado que ambos tipos de principios derivan normalmente de normas con idéntico rango jerárquico, la relación entre ambos implica su mutua adecuación o coordinación (criterio de la ley general-especial, por ejemplo), y en caso de imposibilidad, la derogación de alguno de ellos con arreglo al principio de lex posterior derogat priori. Por otro lado, dichos principios institucionales sí que deben acomodarse en su formulación a los principios establecidos en normas jerárquicamente superiores, como es el caso de los principios constitucionales. Sobre la intrínseca relación entre los principios generales del Derecho y las instituciones jurídicas resultan clarividentes –y expuestas con una brillantez jurídica exquisita– las ideas expresadas por García de Enterría en el prólogo a la traducción española del libro Tópica y jurisprudencia de Viehweg. Señala el autor que en el mundo del Derecho “el plano valorativo general al que suele llamarse Derecho Natural se hace presente sólo como ‘principios gene-

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rales del Derecho’, hallados, descubiertos, funcionalizados respecto a círculos problemáticos concretos. El modo como esos principios se hacen virtuales y operan es precisamente, ya lo hemos indicado de pasada, a través de las instituciones. Son éstas, como Savigny intuyó genialmente, las verdaderas unidades de la vida jurídica y toda institución se singulariza por una ‘idea institucional’ que es a la vez un precipitado del orden superior de valores, una pretensión organizativa de un ámbito social determinado y una clave del funcionamiento interno de todos los elementos que se componen para concretar la aplicación técnica de la institución. Los principios generales del Derecho no son por ello nada misterioso y elusivo, como las esencias angélicas o las abstracciones superiores, sino normalmente la propia idea central de una institución positiva desenvolviéndose en la vida de ésta y presidiendo todo su funcionamiento”187.

GARCIA DE ENTERRIA, E., en el Prólogo a la traducción española del libro Tópica y jurisprudencia, de VIEHWEG, ob.cit., págs. 18 y 19. 187

CAPÍTULO XIX. LA SUBSUNCIÓN NORMATIVA DE LOS HECHOS (2): LA INTERPRETACIÓN NORMATIVA

1.

LA PROBLEMÁTICA DE LA INTERPRETACIÓN NORMATIVA

Una vez seleccionada o determinada la norma jurídica aplicable a los hechos del caso, la siguiente tarea trascendental a la que se enfrenta el razonamiento jurídico-práctico es la de realizar la interpretación de la norma o normas elegidas. La interpretación de las normas jurídicas constituye siempre un punto crucial en cualquier investigación sobre la aplicación del Derecho, y no cabe duda que, en este sentido, es una de las operaciones básicas del razonamiento jurídico-práctico. Cuando en Derecho nos referimos a la tarea de interpretar, estamos hablando de interpretar normas jurídicas, pudiendo ser entendida la misma en dos sentidos fundamentales. Así, en primer lugar y como acepción más importante, interpretar una norma jurídica es una operación consistente en que un jurista práctico toma el contenido abstracto y general de una norma y lo utiliza para resolver el caso concreto que le ocupa. De este modo, toma los datos concretos del caso y los datos abstractos de la norma comparándolos y estableciendo si los datos reales tienen su encaje en los conceptos o expresiones generales que enumera la norma. En segundo lugar, es también una tarea interpretativa la que realiza el jurista teórico, sólo que en este caso la interpretación no toma un componente práctico (a salvo que el jurista teórico piense en un caso hipotético al realizar sus reflexiones, lo que en muchas ocasiones ayuda al proceso teórico del pensamiento jurídico). La interpretación del jurista teórico adquiere otra finalidad, que es esencialmente la de la interpretación sistemática derivada de la pretensión de integridad del Ordenamiento jurídico, que excluye cualquier contradicción interna, y que determina que las normas jurídicas deben interpretarse de forma que no se produzcan contradicciones no sólo normativas sino también de sentido y definición en los términos lingüísticos utilizados, sean del lenguaje ordinario o pertenezcan al lenguaje jurídico

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específico. La finalidad teórica de la interpretación es, por ello, eminentemente clarificadora (didáctica) y constructiva de la ciencia del Derecho, elaborando conceptos y principios que explican las relaciones existentes entre las normas jurídicas. De este modo, la correcta interpretación de un texto normativo pasa por tener en cuenta las dos perspectivas expuestas de la interpretación. Un jurista teórico tiene una mayor libertad interpretativa, pues puede justificar una interpretación determinada de una norma aduciendo argumentos sistemáticos o lógico-normativos, pero un jurista práctico debe interpretar y por lo tanto valorar si los datos concretos del caso tienen su encaje en el supuesto normativo, y por tanto elegir y decidir si es así o no lo es, debiendo en consecuencia aducir argumentos que justifiquen esa decisión. En el aspecto que nos importa, interpretar una norma es determinar si el caso concreto –o un aspecto o dato de éste– se incluye dentro de los términos abstractos contenidos en la norma. Esta operación mental del razonamiento jurídico-práctico es siempre la misma actividad de comparación universal-particular de conceptos o datos, pero presenta varias dificultades añadidas. Lo primero que es preciso establecer es que cualquier aplicación de una norma a un caso concreto es siempre y cada vez, una actividad interpretativa de la norma, por muy claros y explícitos (que no den lugar a dudas) que sean sus términos188. De ahí que la clásica máxima in claris non fit interpretatio es sencillamente contraria a los principios más esenciales del Derecho, pues cualquier aplicación de la norma a un caso concreto implica una interpretación de la norma, por muy claros que estén sus términos, y además, en ocasiones, la claridad de los términos de una norma no significa que tengan que aplicarse así, sino que puede haber otra norma superior que haya establecido otro concepto o algún matiz interpretativo distinto de ese término, o puede ocurrir también, que se trate de una norma clara pero antigua y que sus términos deban ser interpretados en otro sentido distinto del sentido que utiliza, por la evolución de la sociedad (así el término diligencia de un buen padre de familia, buenas costumbres, etc.). En definitiva, lo que hoy es un término claro mañana deja de serlo en virtud de una interpretación sistemática acorde al Ordenamiento jurídico actual. Piénsese cuántos términos claros de normas preconstitucionales han adquirido otro significado más “forzado” para acomodarlos a la Constitución, en virtud del principio de conservación normativa, pues una interpretación clara y literal hubiera supuesto declarar la norma inconstitucional. Pero, además de lo anterior, no puede olvidarse el carácter instrumental de las normas jurídicas que establecimos como referente metodológico del razonamiento jurídico-práctico, y que, en este punto, significa que la interpretación de las mismas no sólo está sujeta siempre a una interpretación sistemática, sino también a una interpretación que conduzca a una resolución justa. De esta manera, cuando el Ordenamiento jurídico admita una interpretación más amplia que el sentido literal de la norma (sin caer en interpretaciones contrarias antijurídicas) y dicha interpretación amplia conduzca a una decisión más justa del caso, deberá optarse indudablemente por ésta. 188 En este sentido, GUASTINI ha señalado que “constituye interpretación cualquier atribución de significado a un texto normativo, independientemente de las dudas y controversias. Cualquier texto normativo, en cualquier situación, necesita interpretación. O dicho de otra forma, cualquier atribución de significado a un texto normativo constituye interpretación” (GUASTINI, R., Interpretar y argumentar, cit., pág. 342).

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Otro punto que debe tenerse en cuenta es que nos encontramos también con aquellos supuestos en los que el texto de la norma no está redactado con claridad por distintas razones (sintácticas, vaguedad o ambigüedad de los términos utilizados) y que muchas veces obedecen no sólo a defectos de técnica legislativa, sino también a que la norma ha sido objeto de debates en su elaboración y ha adoptado una redacción ambigua de compromiso entre las distintas fuerzas que han intervenido en la génesis de la misma. En estos supuestos, el jurista práctico que tiene que aplicar dicha norma al caso a resolver se encuentra con la dificultad añadida a cualquier tarea interpretativa ante una norma que presenta un alto contenido de imprecisión. Ante estas situaciones, se impone una previa clarificación o interpretación de la norma en sí, antes de ser aplicada al caso concreto. Es decir, se impone un interpretación a nivel abstracto de lo que la norma quiere significar. En este sentido, resulta evidente que debe acudirse a los cánones o reglas interpretativas que establece el propio Ordenamiento jurídico para resolver esta cuestión (teleológico, sistemático, lógico, histórico, etc.) y en todo caso, la conclusión interpretativa a la que se haya llegado deberá ser justificada (argumentada) con criterios jurídicos. Después de que hayamos conseguido una máxima clarificación del enunciado abstracto de la norma, es cuando, evidentemente, podremos pasar a resolver el problema concreto. En estos casos de textos normativos oscuros o ambiguos, una vez solucionada esta ambigüedad y justificada normativamente la interpretación concluida, el paso de adecuar los datos del caso concreto al texto abstracto deberá realizarse de acuerdo con los criterios que hemos expuesto más arriba. Esta situación puede suponer que, por razones sistemáticas o de justicia, debamos reconsiderar la interpretación abstracta elegida en un primer momento y modificarla por otra interpretación acorde al Ordenamiento que nos conduzca a una resolución más justa del problema planteado. 2.

LOS CÁNONES DE LA INTERPRETACIÓN DE LAS NORMAS Y SU JERARQUÍA

Para realizar la tarea interpretativa, el jurista práctico cuenta con una serie de reglas o cánones interpretativos establecidos normalmente de manera explícita en el Ordenamiento, pero que también pueden deducirse de manera implícita, como es el caso de los derivados de los textos constitucionales, de los principios generales de un sector del Ordenamiento o de una institución jurídica, que también dirigen y guían (como los cánones interpretativos) cualquier acción interpretativa de una norma para resolver un caso concreto. La cuestión de los cánones interpretativos (también denominados criterios hermenéuticos) plantea ante todo el problema de su jerarquía, existiendo como problemas secundarios el de si estos cánones constituyen (tienen el rango de) normas jurídicas (y consecuentemente es obligatorio su seguimiento) y de si se trata de un numerus clausus en su enumeración. Comenzando por la cuestión de la jerarquía, en nuestra opinión, sí existe un rango jerárquico implícito que determina una prelación en la utilización de los cánones interpretativos. Decimos implícito porque el Código Civil no establece ninguna norma expresa que determine su uso, lo que parece abogar por la tesis de que el jurista que aplique el Derecho en cada

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caso pueda elegir uno u otro según le convenga o necesite, lo cual contradice el proceder del razonamiento jurídico que siempre debe actuar guiado y justificado por argumentos normativos que el Ordenamiento siempre suministra (explícita o implícitamente, según nuestra opinión). Existe también, como acabamos de referir, una cierta tendencia a pensar que las normas jurídicas se deben interpretar en primer lugar en su sentido literal (principio clásico in claris non fit interpretatio), atendiendo a una opinión típica de la Escuela de la exégesis de que si la norma está clara no hay nada que interpretar. En nuestra opinión, nada de eso es así, pues existe un rango jerárquico entre los cánones interpretativos. No está explicitado por nuestro Ordenamiento, pero sí es implícito y se deriva de la propia configuración del Ordenamiento jurídico y de su pretensión de integridad sistemática. Es así que su aspiración a la unidad, plenitud y coherencia es la que determina un rango jerárquico existente entre los cánones interpretativos. En primer lugar, la interpretación literal de la norma no es la primera interpretación que ha de darse a la norma, sino la última. Si partimos de que las normas jurídicas tienen un carácter instrumental, en el sentido de que son instrumentos flexibles para la determinación de la solución justa en cada caso concreto, es evidente que una interpretación literal de las mismas conlleva una rigidez interpretativa que hace difícil su acomodo a las distintas situaciones. Puede ocurrir en ocasiones que una interpretación literal resuelva un caso de la manera más justa, pero si el caso reviste alguna complejidad –y en mayor o menor medida es así en muchas ocasiones de la práctica por los detalles irrepetibles que presenta cada litigio– la interpretación literal impide la utilización de esa norma jurídica de una forma adecuada, intentando el decisor soslayar argumentativamente la aplicación de esa norma o acudir a la equidad con justificaciones que normativamente se hallan en el filo y que rozan los límites de la discrecionalidad permitida. Si partimos de que no hay dos conflictos iguales en la práctica, es evidente que las diferencias casuísticas casan inadecuadamente con la formulación abstracta de la norma, especialmente la parte del supuesto de hecho-tipo que contiene, con lo que partir de que la primera interpretación que deba hacerse es la literal parece completamente desacertado. Además, la propia referencia a los términos literales de una norma es una noción confusa porque ¿qué significa el sentido literal de una norma?. El uso del lenguaje –jurídico y ordinario– en la norma puede ser realizado en un sentido determinado al ser dictada la norma, pero dicho sentido (aunque la palabra siga siendo la misma) puede variar con las modificaciones jurídicas generales que se produzcan en el Ordenamiento jurídico (por ejemplo, la aparición de un nuevo texto constitucional) o con la evolución de la sociedad, la ciencia o la técnica, que determinan que el significado social de la palabra cambie. En segundo lugar, el primer canon interpretativo que debe utilizarse, en nuestra opinión, es el sistemático (o lógico-sistemático si se prefiere esta denominación). Este canon se halla en la cúspide jerárquica no porque el Ordenamiento jurídico contenga una norma explícita que así lo establezca –que, por otra parte, podría existir, aunque no es el caso de nuestro Derecho–, sino por razones derivadas de la configuración del Ordenamiento jurídico como sistema. Es así que una norma jurídica debe ser interpretada en primer lugar en su consideración como parte de un todo, de un conjunto que es el Ordenamiento jurídico. Si una norma no se interpreta sistemáticamente en primer lugar, se estaría realizando una interpretación

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contraria a la racionalidad jurídica que estructura el mismo funcionamiento del Ordenamiento jurídico, que no admite por su propia racionalidad contradicciones normativas, y es claro que una interpretación contraria al sistema es una interpretación que implica una contradicción con las demás normas que integran el Ordenamiento jurídico, las cuales van desde los principios generales del sistema, pasando por los principios generales del sector del Ordenamiento jurídico a donde pertenece la norma, hasta llegar a los principios y normas jurídicas de la institución donde se integra dicha norma. En este punto, piénsese en los principios generales del Ordenamiento contenidos en la Constitución o en normas generales, como ocurre con el Título preliminar del Código Civil. Su rango jerárquico y su vocación expansiva en el Ordenamiento determinan que en primer término cualquier norma jurídica sea interpretada del mejor modo que se acomode a dichos principios. Incluso a nivel general, el Ordenamiento jurídico recoge principios estrictamente interpretativos, como es el caso de la interpretación restrictiva de las normas penales, frente al resto del Ordenamiento, o el principio de interpretación favorable al trabajador en el ámbito laboral, o pro consumidor en el ámbito del Derecho mercantil. En tercer lugar, una vez que la norma jurídica ha sido interpretada sistemáticamente y ha encontrado así su acomodo en el Ordenamiento, se puede pasar a realizar una interpretación ad intra de dicha norma, es decir, una interpretación de esa norma considerada en sí misma. En este sentido, el segundo peldaño es sin duda la finalidad de dicha norma. Es evidente que una norma cuando se integra en el Ordenamiento jurídico lo hace con un propósito de resolver un conflicto o problema en un determinado sentido, es una formulación de una solución que se considera justa. Así, la denominada voluntad del legislador, del sujeto que elabora dicha norma es determinante a la hora de interpretar dicha norma. La voluntad del legislador plantea varios problemas, pero obviamente las exposiciones de motivos de las leyes son el mejor –y más seguro– modo de establecer esta voluntad. Los debates parlamentarios pueden aclarar la situación, pero otras veces pueden oscurecerla pues evidencian los continuos cambios de redacción y consensos a los que se llega hasta la redacción definitiva de los textos normativos, que recogen al final normas que provienen de diferentes ideologías o sensibilidades. En cambio, la Exposición de motivos muestra una voluntad unívoca y suficientemente segura a la hora de acudir a la finalidad que guió al legislador al dictar la norma. Evidentemente, la voluntad del legislador puede ser un problema cuando la norma en cuestión es antigua por cuanto la realidad social ha cambiado, y es un problema también cuando debido a ese transcurso del tiempo se han dictado otras normas que suponen una variación de los principios y valores que inspiran la institución jurídica en la que se integra la norma antigua (piénsese en la entrada en vigor de la Constitución de 1978 y cómo ha afectado a las normas preconstitucionales; o por poner otro ejemplo, piénsese en la regulación que realiza el Código Civil de 1889 respecto del arrendamiento de servicios de jornaleros, que hoy ha pasado a regularse por el Derecho del trabajo). En estos casos, es evidente que la interpretación sistemática también se impone a la de la finalidad de la norma, y por ello el transcurso del tiempo supone para una norma jurídica antigua que ésta se haya de acomodar continuamente a las nuevas normas del Ordenamiento jurídico. De este modo, la voluntad del legislador o la finalidad de la norma siempre pueden utilizarse cuando la norma jurídica a interpretar no tenga mucha antigüedad, porque en otro caso sería absurdo no acomodar

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dicha norma a los valores y creencias sociales del momento en que se aplican. Acudir a una interpretación histórica del sentido que tuvo una norma antigua al momento de su publicación puede resultar útil en determinados casos, pero dicha interpretación queda siempre supeditada al momento de su aplicación concreta para resolver el problema jurídico y a su acomodo al Ordenamiento jurídico actual. Tras la atención a la finalidad de la norma, es cuando la norma ha de ser interpretada en su sentido literal, lo que implica que su texto haya de ser analizado en primer término de acuerdo con el lenguaje jurídico y no en su sentido de lenguaje común o gramatical. Esto es así, porque el Derecho se expresa en el lenguaje ordinario, pero con una pretensión de precisión terminológica (otro elemento fundamental del razonamiento jurídico, según vimos), lo que hace que construya conceptos jurídicos más precisos que el lenguaje común. De este modo, cuando una norma utiliza un concepto o término que en el Derecho tenga un significado especial, esta debe ser la interpretación literal que primeramente debemos seguir. Es más, probablemente otras normas la utilicen en el mismo sentido, con lo que razones nuevamente lógico-sistemáticas se imponen. De tratarse de la interpretación de términos no jurídicos, es decir, del lenguaje ordinario, es cuando la interpretación es literal atendiendo a la interpretación usual del lenguaje, con los consecuentes problemas de vaguedad, sintácticos o gramaticales. Sin embargo, aún en este caso, debe precisarse que la interpretación del lenguaje de una norma ha de hacerse siempre sin olvidar que la norma jurídica es un instrumento para llegar a una solución justa de un problema, y por tanto, aún moviéndonos en una interpretación del lenguaje corriente ésta ha de realizarse de la forma que se consiga una resolución más justa de la cuestión jurídica. Por dicho motivo, usar el canon de la literalidad de la ley para llegar a una interpretación de la norma que contradiga otras del sistema es también absurdo y contrario al mismo principio de coherencia del Ordenamiento. El uso de los cánones de interpretación plantea otra cuestión relacionada con la jerarquía de los mismos en su utilización, que es la de la posibilidad de ser usados conjuntamente y, más aún, si deben usarse conjuntamente. De este modo, la cuestión es si los cánones o criterios interpretativos se presentan como alternativas argumentativas, esto es, si el jurista puede acudir a uno u otro según le convenga a sus intereses, o, en el caso del juez, si puede elegir una u otra interpretación de la norma con arreglo a uno de estos cánones en función de la decisión a la que tiene previsto llegar y ha intuido ya. Por otro lado, la otra posibilidad es considerar si cabe la utilización conjunta de varios cánones interpretativos y si esta posibilidad refuerza aún más la interpretación elegida. En el extremo, estaría la tercera posibilidad, que consistiría en afirmar que los cánones interpretativos no sólo pueden ser usados conjuntamente, sino que, además, deben ser usados conjuntamente, de tal modo que la aplicación de una norma a un caso concreto debe, por así decirlo, pasar un test de conformidad o adecuación a todos los cánones de interpretación, o, al menos, no oponerse a ninguno de ellos de modo manifiesto. En nuestra opinión, tales problemas quedan resueltos con las consideraciones que hemos analizado de la interpretación sistemática de la norma a aplicar, ya que los principios jurídicos de la institución jurídica, del sector del Ordenamiento al que pertenece y los propios principios generales del Ordenamiento jurídico aportan argumentos jurídicos que delimitan y justifican qué cánones interpretativos deben aplicarse y con qué extensión.

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3.

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LOS CÁNONES INTERPRETATIVOS SUBJETIVOS

Bajo nuestro punto de vista, los cánones de interpretación de las normas establecen unos auténticos lugares comunes jurídicos que están normativizados, dado que las normas jurídicas que los regulan suministran puntos de vista al práctico del Derecho para interpretar una norma dada en relación con la resolución de un caso. En el apartado anterior hemos referido que, a nuestro parecer, sí existe una jerarquía implícita entre dichos cánones, o por decirlo más exactamente: todos ellos se encuentran vinculados al principio sistemático del Ordenamiento jurídico. Es decir, la norma jurídica siempre debe ser interpretada como perteneciente a un sistema, por lo que esta pertenencia eliminará en muchos casos la aplicación de algunos de los cánones de la interpretación a favor de otros, y permitirá en muchos casos la aplicación de varios a un tiempo porque no se contradicen. En caso contrario, estaríamos defendiendo interpretaciones que llevan a la ruptura del principio del Ordenamiento jurídico como sistema, algo contrario a los planteamientos más esenciales de un Derecho moderno, predecible y que dota de soluciones justas a los conflictos planteados dentro de un sistema coherente. En relación con la interpretación de las normas, debemos hacer referencia también a la existencia en el Ordenamiento jurídico de normas o principios, explícita o implícitamente recogidos, que indican que determinadas normas deben interpretarse a favor de determinados colectivos. Sin duda, constituyen cánones interpretativos, por cuanto dirigen la interpretación normativa en un sentido protector de determinados colectivos. Tal el caso de las normas que afecten a menores, las mujeres en el ámbito profesional, la familia, los minusválidos, los consumidores o a los trabajadores, entre otros, teniendo muchas de ellas incluso rango constitucional (configurándose como principios rectores de la política social y económica). El problema que se plantea en estos casos es cómo se relacionan estos principios interpretativos llamémosles subjetivos (dado que atienden a una cualidad en los sujetos destinatarios de las normas) con los cánones interpretativos de las normas. ¿Desplazan a la interpretación sistemática, por ejemplo? ¿justifican apartamientos interpretativos de la literalidad del precepto? ¿Condicionan incluso los criterios mínimos de justicia, como el tratamiento igualitario? En este sentido, creemos conveniente situar su posición jurídicosistemática en el Ordenamiento jurídico para así determinar cuál es su operatividad en el razonamiento jurídico-práctico. En primer lugar, estos principios pueden aparecer formulados expresamente en una norma jurídica, pero también pueden haberse elaborado doctrinal o jurisprudencialmente en atención a la finalidad de un conjunto normativo específico en el Ordenamiento jurídico. En este aspecto, su plasmación normativa (por ejemplo, a nivel constitucional) puede indicar por su mismo rango jerárquico, que deban ser respetados incluso por el legislador, y no sólo por el órgano aplicador del Derecho. En segundo lugar, la formulación de tales principios indica que existe una norma o grupo normativo en el Ordenamiento jurídico con una finalidad protectora o tuitiva de un colectivo específico de sujetos con determinadas cualidades personales o profesionales (el menor, la mujer en el ámbito profesional, el consumidor, el trabajador, etc.). Esta finalidad protectora afecta al propio principio de justicia que rige y dirige el Derecho. Más en concreto, afecta a

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uno de los criterios de justicia que conforman dicho principio: el del tratamiento igualitario. Así, este criterio de justicia supone que deban tratarse (pero también regularse, en este caso que analizamos) de forma igual situaciones semejantes, por lo que las situaciones distintas pueden (deben) tratarse de forma desigual, pero precisamente para conseguir una igualdad real respecto de un colectivo de sujetos que se considera débil o inferior (por las antedichas circunstancias personales, económicas o profesionales). En este sentido, el principio de justicia actúa en busca del principio de igualdad, primando éste más que su par dialéctico que es el principio de libertad. 4.

LOS CÁNONES INTERPRETATIVOS OBJETIVOS (1): EL ARGUMENTO LITERAL

Cuando nos referimos a un argumento interpretativo, estamos haciendo referencia a la justificación de por qué se utiliza una determinada interpretación de un texto normativo y no otra, es decir, porqué elegimos un significado de una norma y no otro. Tal afirmación implica que las normas jurídicas son susceptibles de tener varios significados. La obtención de estos significados por el jurista se realiza acudiendo a los cánones interpretativos, según hemos visto. De este modo, el razonamiento jurídico opera en este punto en dos aspectos: uno, el jurista debe apoyarse en normas o principios jurídicos que justifiquen su elección de significado (su interpretación) de una norma, y además –aunque en este caso entendemos que no es imprescindible, pero sí recomendable– que la interpretación elegida corresponda a uno de los criterios o cánones interpretativos que enumera el Ordenamiento jurídico (decimos que no es imprescindible porque la lista de estos cánones no es cerrada). Aunque ya nos hemos referido en parte a los cánones interpretativos objetivos a la hora de tratar la cuestión de su jerarquía, es hora de abordarlos con mayor profundidad. En primer lugar, estaría el denominado argumento o interpretación literal, que hace referencia a un dictado del sentido común (y ya sabemos que el sentido común no es siempre el sentido jurídico de las cosas), cual es el de que cuando interpretamos un texto (sea o no jurídico) la regla general es que hay que atender al significado habitual de las palabras. Ya hemos visto que el lenguaje común presenta problemas de vaguedad y ambigüedad, y este es desde luego un problema general del lenguaje, que es, en definitiva, un instrumento de comunicación que trabaja con términos abstractos que se refieren a conjuntos de objetos o sujetos singulares, reales o imaginarios. Sencillamente, la carencia de términos abstractos haría inviable el uso del lenguaje en la sociedad. En el ámbito de una ciencia, arte o técnica, el uso del lenguaje común puede llegar a desaparecer, siendo sustituido por otro lenguaje simbólico (como ocurre con las matemáticas o la lógica, pero sólo en su uso escrito, pues en el uso oral el lenguaje simbólico se explica normalmente con lenguaje ordinario), pero lo habitual es que conviva el uso del lenguaje común junto con otros términos lingüísticos específicos de la rama concreta del saber de que se trate. Ya hemos señalado también que la creación y elaboración de términos técnicos propios (categorías, conceptos) es una tarea necesaria para el desarrollo de cualquier actividad de conocimiento científico sobre una materia.

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El Derecho obedece a este esquema trazado, ya que usa el lenguaje ordinario junto a una serie de términos técnicos para expresarse. Sin embargo, presenta una peculiaridad importante, derivada de su consideración como ciencia práctica, y es que la formulación de las normas jurídicas describe con un lenguaje abstracto, mezcla de términos comunes y técnicos (propios o importados de otras disciplinas), conductas o hechos que acontecen en la realidad, previendo para ello consecuencias jurídicas (hechos o conductas ideales que deben ocurrir si acontece la conducta o hecho descrita como hecho real de la norma). En este sentido, en cada acto de aplicación de la norma jurídica al caso concreto (subsunción) se produce siempre un acto de interpretación de lo que la norma jurídica abstracta quiere decir y de si se refiere o incluye lo sucedido en el caso real. Hay, por así decirlo, una actividad constante de reinterpretación de la norma en cada caso, y lo que es también importante resaltar, esta interpretación la realizan innumerables operadores jurídicos diferentes. De ahí, que establecer como regla de interpretación la de que deba atenderse al significado común de los términos que utiliza la norma es decir bien poco, ya que estos términos son abstractos y están sujetos a interpretación siempre. El problema se agudiza si además los términos son abstractos y ambiguos o vagos, lo cual no es nada infrecuente en el mundo jurídico. Como ya hemos dicho con anterioridad, en nuestra opinión, la cuestión de la interpretación literal de las normas jurídicas que vayan a ser utilizadas o aplicadas debe ser resuelta acudiendo a la utilización de otros criterios interpretativos y lo que es más importante, a la consideración instrumental de las normas como reglas que persiguen la solución justa de un conflicto. En muchas ocasiones, el empecinamiento en una interpretación literal de una norma lo que hace es aflorar que una o varias palabras o expresiones de la misma presentan varios significados y que hay que elegir uno de ellos, con lo que lejos de resolver el conflicto lo que se consigue es empeorar la situación; y evidentemente el Derecho no está para eso, sino para lo contrario. En cambio, la consideración instrumental de las normas jurídicas dota a éstas de flexibilidad en su interpretación literal, lo que no significa que se puedan manipular arbitrariamente por el operador jurídico. En este sentido, existen una serie de directrices superiores que dirigen la interpretación literal que se haga de cualquier norma. La primera directriz es, evidentemente, la de realizar una interpretación que conduzca a una solución justa del problema. Este es un enfoque demasiado general, pero es importante tener de forma constante en mente que dentro de las interpretaciones literales posibles, deben desecharse aquellas interpretaciones que conduzcan a soluciones absurdas (injustas per se) o que no respeten los criterios mínimos de justicia. La segunda directriz es que el planteamiento de una interpretación literal de una norma jurídica tiende al aislamiento de esa norma respecto del resto del Ordenamiento jurídico, cuando debemos advertir que cada acto aplicativo de una norma jurídica lo es de todo el Ordenamiento jurídico en su conjunto. No se trata, evidentemente, de que se aplique todo el Ordenamiento jurídico a un tiempo para resolver un caso, sino de que la resolución del caso pone en marcha todo el Sistema, el cual suministra las normas o principios jurídicos necesarios para la resolución del problema. Este planteamiento nos lleva a establecer la consideración de que cualquier interpretación literal de la norma está sujeta a una interpretación

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sistemática de la misma. Esto es, que lo que la norma quiere decir adquiere sólo significado dentro de su consideración conjunta con el resto de las normas y principios del Ordenamiento. En este sentido, la interpretación literal de una norma es siempre una interpretación incompleta, porque con independencia de los problemas que presenten los términos o expresiones que utiliza, la norma está afirmando implícitamente muchas otras cosas, sus términos están atrayendo y poniendo en consideración otras normas y principios del Ordenamiento. Cada afirmación normativa lleva ínsita otra serie de normas jurídicas y principios relacionados con la misma que no resultan visibles, pero que están ahí latentes. Este círculo normativo se deriva de la pertenencia de la norma jurídica aplicada a un Ordenamiento jurídico sistemático, en el cual no es posible interpretaciones aisladas de sus normas. Toda esta serie de normas y principios jurídicos implícitos en la norma a aplicar se manifiestan solamente cuando procedemos a aplicar esa norma al caso concreto, y además, no se manifiestan en su totalidad, sino solamente en la medida necesaria para resolver el problema. Es cada caso concreto con sus irrepetibles circunstancias el que activa la presencia de esta constelación de normas implícitas. Este fenómeno que hemos descrito tiene relación directa con la derrotabilidad de las normas jurídicas, que es una cualidad que se afirma de las normas que están sujetas a excepciones implícitas no especificadas. Estas excepciones son precisamente un claro ejemplo de lo que hemos expuesto anteriormente, es decir, son excepciones implícitas en esa norma pero explícitas en otra, en el sentido de que su consideración surge de estar contempladas explícitamente en otra norma o principio jurídico del Ordenamiento jurídico. La tesis antedicha de que la aplicación de una norma jurídica pone en marcha a todo el Ordenamiento jurídico explica perfectamente el fenómeno de la derrotabilidad normativa. Solamente cuando tenemos en mente el carácter instrumental de las normas, su tendencia a resolver justamente el caso y su pertenencia a un sistema jurídico, es cuando podemos proceder a la interpretación literal de sus términos, la cual puede permitir varias elecciones interpretativas en los casos dudosos, debiéndose en este caso acudir a otros criterios jurídicos para elegir el significado del término, como puede ser el significado que dan a ese término otras normas del Ordenamiento que lo utilicen, el sentido que le da el legislador y que se desprenda de la Exposición de motivos de la norma, y finalmente, en caso de no resolverse la duda así, es cuando deberá elegirse el significado del lenguaje ordinario que contribuya a una resolución más justa del problema, para lo cual debe atenderse a una valoración de conjunto del caso concreto. Evidentemente, cuando nos encontramos con términos técnicos (sean jurídicos o de otra disciplina), la precisión que acompaña a este tipo de terminología eliminará la mayor parte de las dudas que se planteen. El peligro de la interpretación literal de una norma sin que se entienda que ésta ha de ser enmarcada en un Ordenamiento jurídico, atravesado de punta a cabo por un conjunto de valores, principios y normas generales y orientada siempre a la finalidad de obtener una solución justa del problema, radica precisamente en una falta de dirección interpretativa. Con esta expresión queremos indicar que la utilización de dos técnicas tan usuales en la argumentación general y usadas en Derecho como son el argumento a simili y a contrario pueden llevar a resultados nefastos en la interpretación literal de una norma. Piénsese por ejemplo que cuando el art. 11.2 CE indica que “ningún español de origen podrá ser privado

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de su nacionalidad”, resulta claro que el término “español” incluye a las españolas. Un interpretación literal estricta lleva a la utilización del argumento a contrario, de tal manera que se puede argumentar que si el precepto se refiere a “ningún español” no incluye a las españolas, lo cual es absurdo. En cambio una interpretación literal extensiva (el argumento a simili) lleva a incluirlas. Por contra, si acudimos por ejemplo a interpretar que dentro del concepto de “trabajador” que utiliza el ET se incluye a cualquier persona que realice un trabajo (esto es lo que dicta el sentido común a cualquiera que no tenga conocimientos jurídicos), estaremos claramente ante una interpretación extensiva claramente incorrecta. Sin embargo, por ejemplo, cuando el art. 1347.1º CC se refiere a los bienes gananciales como los obtenidos por el trabajo de cualquiera de los cónyuges, es claro que este “trabajo” no es el mismo que el contemplado en el ET. De este modo, para interpretar un término utilizado por una norma podemos acudir tanto al argumento a simili como a contrario. Es así que si considerásemos que la argumentación jurídica es un caso especial de la argumentación general, se nos diría que el argumentador utilizará para interpretar la palabra “trabajo” el argumento a simili (si le interesa extender su concepto) o el argumento a contrario (si le conviene un concepto estricto que excluya la tesis que le perjudica), lo que es rotundamente inexacto en Derecho. En este caso, es precisamente la ubicación sistemática de la norma que contenga la expresión “trabajo” la que dicta cómo ha de interpretarse esta norma. Posteriormente, se afirmará que se ha utilizado un argumento u otro, pero desde luego el jurista no resuelve la duda interpretativa que genera el término acudiendo al argumento que decida. Es el Ordenamiento jurídico el que impone el sentido literal que debe darse al término de la norma atendiendo a su posición sistemática. El juego de la argumentación a simili y a contrario lleva a resultados absurdos jurídicamente hablando (y estamos utilizando en este momento precisamente el argumento ad absurdum). Piénsese en un clásico ejemplo que estimula el razonamiento jurídico como pocos otros. Se trata de la conocida máxima jurídica “todo lo que no está prohibido, está permitido” que desciende directamente del principio jurídico fundamental de libertad. Lo que quiere decir esta máxima está muy claro, a pesar de su elevada abstracción: toda aquella conducta o hecho que no estén expresamente prohibidos por una norma están permitidos, de tal manera que dicho comportamiento o situación serán perfectamente ajustados a Derecho y no podrán ser castigados, sancionados o limitados. En este sentido, si pensamos en la aplicación de dicha máxima en el ámbito del Derecho penal, adquiere más vigor y fuerza si cabe. La consecuencia de este planteamiento es que la interpretación de las normas con base en tal máxima es estricta y lleva a la utilización del argumento a contrario (como así rige en el Derecho penal; art. 4.1 CP), de tal modo que no cabe ampliar el radio de acción de las normas prohibitivas a otros supuestos similares recurriendo a la analogía (que es la expresión jurídica del argumento a simili). Sin embargo, esta máxima quiebra cuando se acude a otros ámbitos del Derecho distintos del Derecho penal, porque la existencia de lagunas o vacíos normativos en el Derecho no significa que tales supuestos carezcan de regulación y por lo tanto que estén permitidos (que sería una interpretación de la citada máxima, donde el término “prohibido” se cambia por “regulado”). De ser así, no cabría el recurso a la analogía para solucionar estas lagunas o la creación de una norma que regule el vacío con base en principios jurídicos generales. La

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pregunta es por qué el operador jurídico entiende que esa situación de vacío debe regularse y resolverse de una forma distinta a considerar que el legislador ha decidido no regular dicha situación. La respuesta es precisamente esa: que el legislador ha querido regular esa situación, y a esa conclusión se llega al analizar el ámbito fáctico general de las normas en las que se inserta la laguna, deduciéndose que esa situación entra dentro de ese ámbito fáctico. El recurso a la analogía o la creación de una norma jurídica nueva con base en los principios jurídicos generales de la institución jurídica en la que se inserta la laguna, evidencian la existencia de una regulación implícita del supuesto lagunoso, una intención implícita del legislador de regular esa situación. El recurso a la analogía para dotar de una regulación normativa a una laguna jurídica no solamente implica la utilización de una argumentación a simili, sino que, en algunos casos, el tipo de argumento utilizado es el a fortiori, tanto en su versión a majori ad minus como su reverso de a minori ad majus. Mientras que la analogía se basa normalmente en la existencia de identidad de razón entre dos supuestos, se recurre también a la analogía en aquellos supuestos que no sólo presentan una identidad de razón, sino incluso una razón reforzada, es decir, existe una razón aún mayor para aplicar una norma analógicamente al supuesto respecto del cual se predica la existencia de una laguna. Este es el esquema precisamente del argumento a fortiori (con más motivo o mayor razón). Su forma a majori ad minus se aplica a las normas que confieran derechos o situaciones ventajosas en general (si se permite lo más, se permite lo menos). En cambio su reverso a minori ad majus se aplica a las normas que establezcan obligaciones, prohibiciones o situaciones desventajosas (por ejemplo, si se prohíbe lesionar, se prohíbe matar). La denominada interpretación restrictiva de una norma jurídica es un fenómeno contrario a la interpretación extensiva, que lleva en su límite más lejano al recurso analógico (sea analogía legis, aplicando otra norma, o sea analogía iuris, creando una nueva norma mediante el recurso a los principios jurídicos). La interpretación restrictiva de una norma conlleva su inaplicación analógica a otros supuestos carentes de regulación, porque afirma que son sustancialmente distintos. La indeterminación del lenguaje jurídico supone que una norma jurídica al contemplar un supuesto de hecho, éste alberga en sí una serie de supuestos concretos claros, otros dudosos, y otros a los que claramente no se aplica. En este sentido, la interpretación restrictiva excluiría también a los dudosos (mientras que la extensiva los acogería). La interpretación restrictiva adquiere su máxima expresión en la construcción de excepciones implícitas en las normas jurídicas. Cuando en una norma jurídica se construye una excepción implícita, el resultado es la derrota de esa norma, se dice que la norma es derrotable. Se produce en estos casos, una situación en la que la norma jurídica tal y como aparece formulada en el texto legal es sólo una apariencia de norma, mientras que su verdadero contenido se esconde dentro y es más restrictivo (por contener excepciones) que el texto aparente. Estas excepciones implícitas implican que el legislador quiso establecer esa excepción, pero no lo hizo por no haberla considerado en ese momento. De este modo, el supuesto de hecho que expresa la norma, aún tomado en su literalidad, debe ser aún más reducido o estricto al tener en consideración esas excepciones implícitas. Como hemos dicho en otro lugar, en nuestra opinión, esas excepciones implícitas se derivan de que cada

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norma jurídica no debe ser interpretada individualmente, sino tomada en su conjunto en el Ordenamiento jurídico, de cuyos principios y normas generales provienen esas excepciones implícitas. En relación con esta cuestión de las excepciones implícitas que se hallan en algunas normas jurídicas, debemos hacer referencia a la máxima según la cual donde el legislador no distingue no debemos nosotros entrar a distinguir, que aparece como opuesta a la existencia de estas excepciones implícitas que el intérprete incluye, mientras que el legislador que ha dictado la norma no lo ha hecho, al menos expresamente. La aplicación del argumento a contrario en la interpretación de una norma implica sostener que los supuestos concretos de hecho dudosos que se planteen con relación al supuesto de hecho abstracto considerado en la norma (habría, como hemos dicho, unos supuestos concretos de hecho claros, otros dudosos y otros claramente excluidos) estarían excluidos. Se trata de una interpretación literal estricta (o no extensiva). La cuestión es qué ocurre con estos supuestos de hecho dudosos que han sido excluidos de la norma. A tal efecto, pueden adoptarse dos posturas: o bien se considera que estos supuestos excluidos carecen de regulación (se crea una laguna, es decir, estarían en una situación de vacío normativo), o bien que sí que tienen una regulación, pero implícita, y que por tanto es opuesta a lo que indica la norma respecto de los supuestos de hecho claros y sí incluidos. Piénsese por ejemplo en una norma jurídica que confiere un derecho a una determinada categoría de sujetos (los trabajadores), como es el caso del derecho de huelga reconocido en el art. 28.2 CE. Siguiendo esta interpretación literal, los funcionarios no ostentarían tal derecho constitucional, pero ello podría interpretarse en el sentido de que la CE no regula tal derecho (laguna), pudiendo una ley (orgánica, en este caso) establecer tal derecho para los funcionarios. Sin embargo, si optamos por la otra posibilidad, la omisión de la CE respecto a los funcionarios debe ser interpretada como una norma implícita que prohíbe que los funcionarios tengan el derecho a la huelga y que, por tanto, no es permitida una ley que les confiera tal derecho porque sería inconstitucional. En definitiva, según esta opción, que si la norma constitucional atribuye el derecho de huelga a los trabajadores, excluye la atribución de este derecho a cualesquiera otros colectivos, sean funcionarios o de otro tipo (autónomos dependientes, voluntariado, becarios, etc.). 5.

LOS CÁNONES INTERPRETATIVOS OBJETIVOS (2): LA VOLUNTAD DEL LEGISLADOR

Veamos ahora el canon interpretativo que apela a la denominada voluntad del legislador. Obviamente, se trata de una expresión figurada, especialmente en el Derecho moderno, donde los textos legales se elaboran por técnicos desconocidos, para luego ser perfilados por el Gobierno o el grupo político que presenta una propuesta de norma. A nivel constitucional o a nivel legal, las normas se aprueban previo debate parlamentario, y sólo cuando un Gobierno tiene la mayoría política suficiente puede decirse que una ley parte de un solo grupo ideológico. En todo caso, el legislador no es sólo una ficción sino también una figura compleja. Desde este punto de vista, la determinación de la voluntad o la intención del legislador a la hora de aprobar una norma puede detectarse fundamentalmente en la Exposición de motivos

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de la ley, y sólo de no estar expresada en dicha Exposición habría de acudirse a los trabajos preparatorios de la ley. Pero al intérprete de una norma no puede exigírsele tamaño esfuerzo, porque todo lo más que puede alegar en relación con la voluntad del legislador es lo que se señala en alguna norma general de la propia ley o en la Exposición de motivos de la ley (si es que indica algo respecto de la norma en cuestión que quiere ser interpretada; piénsese en las llamadas leyes ómnibus, cuyas Exposiciones de motivos son un conglomerado de justificaciones incompletas de los preceptos que incluyen, y sin referencia alguna a las disposiciones adicionales que incorporan, que, en ocasiones, superan en número al articulado del texto principal). Si la Exposición o la propia ley no indica nada, aquí se termina la posible utilización de este criterio interpretativo, ya que no es posible encontrar una expresión objetiva ni de la voluntad del legislador ni la de ley, que, por una elemental coherencia racional que preside el Derecho, han de ser forzosamente las mismas. En otro caso, la posible divergencia nos lleva a pensar que el legislador elaboró y aprobó (tras un proceso de debate que excluye todo error espontáneo) una ley que no quería realizar, lo cual es impensable racionalmente hablando. Por otro lado, el denominado canon interpretativo de la voluntad del legislador conlleva otros problemas. Partiendo de que el texto normativo contiene alguna norma general o una Exposición de motivos que establezca inequívocamente la voluntad o intención del legislador, cabe plantearse el problema de cómo el intérprete debe usar esta voluntad para interpretar la norma en cuestión. Piénsese, por poner un ejemplo reciente, en la última reforma laboral de calado del año 2012, o, mejor aún, en cualquier reforma laboral que se realiza y que afecta siempre, y fundamentalmente, a la ley básica que regula las relaciones laborales en nuestro país, el Estatuto de los Trabajadores. En este sentido, todo el mundo estará de acuerdo en que una de las finalidades fundamentales de toda reforma laboral es la creación de empleo. Si esto es así, ¿cómo hay que interpretar las normas que facilitan la realización de despidos? ¿acaso no contradicen estas normas la voluntad del legislador, desde este punto de vista? En este supuesto, parece que interpretar una norma laboral integrante de la institución del despido debe ser siempre hecha rigurosa y restrictivamente respecto de esta potestad disciplinaria del empleador, pues el despido de un trabajador –indiscutiblemente– no contribuye a la creación de empleo. Y nada digamos si acudiendo al canon interpretativo sistemático aplicamos el principio pro operario que rige el Ordenamiento laboral para interpretar la norma en cuestión. Otro problema que plantea la voluntad del legislador es su relación con las lagunas o vacíos normativos que presenta una ley. En este sentido, parece bastante lógico pensar que si el legislador no regula alguna situación o aspecto, el argumento interpretativo de la voluntad del legislador nos lleva a pensar que el legislador no quería regular esa situación, por lo que en aplicación de este canon interpretativo debe rechazarse cualquier solución analógica o de utilización de argumentaciones a simili, lo cual es absurdo. Por otra parte, aún estando clara cuál sea la voluntad del legislador, cabe plantearse si debe atenderse a esta interpretación cuando la ley ya es antigua y las circunstancias políticas, sociales o económicas, entre otras, han cambiado. En esta tesitura, es pensable que si el legislador de entonces contemplase su ley en las circunstancias actuales seguramente hubiera dictado otra. También, en relación con esta cuestión, está el dato de que las leyes antiguas han sido modificadas en innumerables ocasiones (expresa y tácitamente) de forma

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parcial, con lo que sería necesario realizar una especie de recomposición de la voluntad del legislador, ya que en estos casos concurren muchos legisladores diferentes. Por último, en relación con la voluntad del legislador, es preciso referirnos a la denominada interpretación auténtica de las normas, que es aquella que hace el propio legislador de las normas que dicta. No es frecuente, pero existen supuestos de normas jurídicas en las que el legislador establece una lista de definiciones de los términos que utiliza en la ley, con lo que indudablemente está realizando ya una tarea interpretativa (La Ley de Ordenación de la Edificación sería un caso; muchas normas europeas también). 6.

LOS CÁNONES INTERPRETATIVOS OBJETIVOS (3): EL ARGUMENTO SISTEMÁTICO

En cuanto al argumento o canon sistemático, este es, como ya hemos avanzado, en nuestra opinión, el criterio fundamental para interpretar y aplicar las normas jurídicas a la resolución de un caso concreto, y lo es, porque, en primer lugar, la interpretación sistemática aboga por considerar la norma jurídica a aplicar dentro de un contexto normativo, que no es otro que el propio Ordenamiento jurídico en su conjunto. Ciertamente, la contextualización de la norma jurídica a aplicar se realizará progresivamente dentro de su ámbito institucional y dentro de la rama o subsistema jurídico al que pertenezca, pero llegado el caso, la interpretación sistemática puede llevarnos a subir hasta la cúspide normativa del Ordenamiento, esto es, la Constitución. Desde ese momento, la contextualización de la norma implica el análisis sistemático de la misma, es decir, que el jurista pasa a considerar el Derecho objetivo como un sistema jurídico, con todas las consecuencias que eso lleva para el razonamiento jurídico. Esto supone, como ya vimos, entender las normas como un conjunto relacional, estable o continuo, estructurado e interdependiente que forma parte de un sistema único, pleno y coherente. Sin embargo, esta afirmación genérica de que la interpretación sistemática de una norma que se va a aplicar debe hacerse teniendo en consideración su pertenencia al Ordenamiento jurídico, requiere una serie de precisiones adicionales, referidas precisamente al ámbito contextual normativo en el que se inserta dicha norma. Partiendo del principio de la coherencia del Sistema jurídico, debe afirmarse con carácter general que cualquier norma que se dicte por el legislador debe ser coherente con el resto del Ordenamiento en el que se integra (eliminación lógica de cualquier antinomia). En caso contrario, la aparición de una norma antinómica genera un conflicto que el Ordenamiento resuelve atendiendo a las reglas de solución de las antinomias que ya analizamos (lex posterior derogat priori, lex especialis derogat generali, etc.), lo que supone la desaparición de una de las normas o la delimitación de ámbitos de aplicación no concurrentes entre las mismas, permitiendo su conservación. Otra posibilidad de superar la antinomia es realizar una interpretación normativa que conserve ambas normas, si ello fuera posible. En todo caso, debe tenerse en cuenta el principio de la conservación o supervivencia de las normas jurídicas (o lo que es lo mismo, la interpretación restrictiva de las normas derogatorias o de los efectos derogativos de las normas en general), que consiste en partir del postulado de

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que el legislador sólo pretende derogar las normas previas lo estrictamente necesario, a fin de evitar la creación de las mínimas lagunas posibles. Pero esta coherencia general debe ser correctamente entendida, pues la propia configuración del Ordenamiento jurídico determina que la coherencia de una norma jurídica ha de ser progresiva o escalonada. Dentro de la genérica abstracción de la noción de Sistema jurídico, la configuración estructural del mismo engloba varios subsistemas jurídicos, y fundamentalmente dos niveles de círculos concéntricos que son los conformados por los subsistemas jurídicos de cada una de las ramas del Derecho (civil, mercantil, penal, administrativo, social) y los círculos normativos que conforman las distintas instituciones jurídicas que integran cada una de estas ramas. El Ordenamiento jurídico tiene un esquema axiológico general y común aplicable a todas sus normas, pero dentro del mismo existen dos grandes niveles de círculos concéntricos. Como primer nivel de círculos concéntricos están los subsistemas jurídicos que coinciden con las ramas del Derecho y que deben su existencia a una serie de principios o directrices básicas que rigen su funcionamiento, los cuales recogen un determinado esquema axiológico especial que expresa una manifestación concreta del principio general de justicia y que es precisamente el que justifica la existencia de cada una de esas ramas del Derecho. Por eso es correcto hablar también de Ordenamiento penal, civil, mercantil, administrativo o laboral para referirnos a estos subsistemas jurídicos. Como segundo gran nivel de círculos están los conformados por las distintas instituciones jurídicas que integran y vertebran cada una de las ramas del Derecho. Las instituciones jurídicas también se rigen por una serie de principios y directrices que aglutinan las normas jurídicas que las integran, y constituyen, como ya vimos, el gran centro neurálgico del Derecho, pues su origen no es científico ni dogmático, aunque se hayan perfilado y desarrollado por la ciencia del Derecho. Más bien, el jurista teórico ha descubierto inductivamente las instituciones jurídicas, que ya existían en la realidad, al tratarse de grupos típicos y reiterados de conflictos sociales y las soluciones jurídicas dadas a los mismos. La norma jurídica debe ser coherente, pero esta coherencia, esta contextualización de la norma para su adecuación sistemática al Ordenamiento jurídico, debe realizarse escalonadamente en los tres grandes niveles estructurales del Ordenamiento, comenzando por el más próximo a la norma jurídica a interpretar o aplicar (lo cual tiene una evidente conexión con la teoría de la inmediatez normativa). De ahí, que la interpretación sistemática de una norma deba comenzar por su interpretación dentro de la institución jurídica en la que se integra (esta integración tiene lugar en el ámbito aplicativo mediante el acto previo de institucionalización). En este punto, la coherencia determina que el problema jurídico que pretende resolver esa norma (su supuesto de hecho) pertenece al grupo de problemas que integra esa institución y por tanto debe darse la coherencia entre todas las normas jurídicas de la institución, debiendo realizarse la interpretación de la norma que mejor se acomode al resto. Superado ese nivel de coherencia, el siguiente nivel lo determina la integración de la norma en una determinada rama del Ordenamiento jurídico. En este estadio, la norma no debe contradecir los principios y directrices que rigen este subsistema jurídico, ya que en

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caso contrario, se produciría nuevamente una incoherencia. Tales principios sugieren o proporcionan unas directrices interpretativas para la norma a aplicar en cuestión. El nivel más alto para realizar el examen de coherencia es el de los principios generales del Ordenamiento jurídico global, el cual se debe realizar tras superar los dos anteriores niveles, y de nuevo, tales principios generales establecen guías para la interpretación sistemática de la norma. Estos principios generales del Ordenamiento jurídico se contienen usualmente en los textos constitucionales, que se convierten así en las guías interpretativas del resto de las normas jurídicas, estableciéndose así la regla general de que todas las normas jurídicas deben ser interpretadas de conformidad con la Constitución vigente, lo cual afecta incluso a las normas preconstitucionales, algunas de las cuales se salvan de la tacha de inconstitucionalidad (y, por tanto, de su desaparición) mediante una interpretación que las acomode a las directrices constitucionales. Tales interpretaciones sistemáticas sucesivas permiten llegar a determinar el sentido completo de la aplicación de dicha norma a los distintos supuestos que se planteen, resolviendo todas las dificultades interpretativas que se produzcan derivadas de su enunciado literal, resolviendo si debe ser interpretada en sentido restrictivo y si puede llegarse a la formulación de normas implícitas en la misma; o si, por el contrario, debe ser interpretada en sentido extensivo, pudiendo acudirse al recurso analógico, incluyendo la construcción normativa vía principial (analogía iuris). También se resuelve cómo debe ser interpretada la voluntad del legislador o la finalidad de la norma; y, en suma, se resuelve cómo deben aplicarse el resto de los cánones interpretativos y cuáles resultan aplicables, aportando para ello genuinos razonamientos o argumentos normativos derivados del Ordenamiento jurídico, procedentes de los niveles expuestos. En relación con la interpretación sistemática y la contextualización de la norma jurídica en el Ordenamiento jurídico al que pertenece, es preciso hacer referencia a la interpretación de la norma derivada de su inclusión en un concreto texto normativo. Aquí no se trata de una argumentación sistemática en el sentido que venimos exponiendo (coherencia entre las normas jurídicas del Ordenamiento, con independencia del texto en el que se incluyan dichas normas), sino de una interpretación que, en nuestra opinión, se trata más de una variante de la interpretación literal, dado que lo que pretende esta interpretación es averiguar o aclarar los términos lingüísticos que utiliza la norma en comparación con el modo en que se usan esos términos lingüísticos en el resto del mismo texto normativo. Este tipo de interpretación se puede extender al análisis lingüístico de dichos términos no sólo en el mismo texto normativo, sino en cualquier otro texto normativo del Ordenamiento jurídico. En este sentido, nos parece una técnica interpretativa que puede tener una cierta utilidad, pero sólo usada de forma aproximativa y con cautela, pues los términos de formulación de las normas pueden ser usados –de hecho lo son en incontables ocasiones– de forma distinta en distintas normas, especialmente si estas normas pertenecen a distintas ramas del Ordenamiento jurídico. Piénsese en el término “trabajo”, que usa en sentido corriente o general en el Derecho civil, y sin embargo en sentido técnico en el Derecho laboral (trabajo por cuenta ajena); o el término “grupo de empresas”, diferente en sentido laboral o mercantil, etc. En estos supuestos de interpretación de un término en relación con su uso en otros textos normativos, sí resultan relevantes los supuestos de remisiones expresas del propio legislador,

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el cual en el mismo texto en el que figura el término puede formular una definición, o puede realizar una remisión a la definición del término que realiza en otro texto normativo, o incluso aprobar una ley interpretativa. En estos casos, que usualmente se denominan “interpretación auténtica”, es evidente la obligatoriedad del aplicador del Derecho de seguir esos significados dados por el legislador, pues una definición legal o una remisión normativa son normas jurídicas que, evidentemente, es preciso acatar en cualquier razonamiento normativo que se haga. Por otra parte, también en relación con la interpretación sistemática, es preciso hacer referencia a la incidencia del principio de jerarquía normativa. En este sentido, la interpretación sistemática de una norma determina evidentemente atender al rango jerárquico de dicha norma en el sistema de fuentes, de tal modo que, desde este punto de vista, la interpretación que se haga de dicha norma debe respetar lo dispuesto en normas de rango jerárquico superior. De esta manera, la supremacía axiológica de la Constitución que hemos visto en cuanto norma que recoge los principios generales del Ordenamiento se refuerza aún más por su supremacía jerárquica, siendo tachadas de inconstitucionales las interpretaciones sistemáticas que lleven a consideraciones contrarias a la Constitución. Pero, igualmente, la jerarquía del resto de las fuentes del Derecho (incluyendo normas de la Unión Europea, Tratados internacionales, leyes y reglamentos) determina igualmente que cualquier interpretación sistemática de una norma dada, debe acatar y ajustarse a lo que dispongan sus normas jerárquicamente superiores (piénsese en el supuesto típico del reglamento que desarrolla una ley: la interpretación de los términos que use el reglamento debe ser realizada de conformidad con el sentido que les da la ley desarrollada). Otro punto a tener en cuenta es que la interpretación sistemática se encuentra relacionada con la que podemos denominar reconstrucción normativa. Frente a una visión literalista de las normas jurídicas, que las observa como enunciados o fragmentos de texto determinados en forma de artículo en un texto normativo dado, existe otra visión de conjunto, que es la sistemática que proporciona el Ordenamiento jurídico. Esta perspectiva concibe la norma jurídica como la resultante de una reconstrucción o integración de distintos enunciados normativos o fragmentos de éstos, muchas veces dispersos en distintos lugares del Ordenamiento y en ocasiones hasta con distintos rangos jerárquicos. Esta es una muestra de que la concepción jurídica del Derecho como Ordenamiento jurídico hace que éste se active al completo ante cualquier aplicación concreta de una norma. La reconstrucción o integración de una norma jurídica es una tarea que debe realizar el razonamiento jurídico ante la resolución de un caso concreto en todos aquellos casos en que un enunciado normativo contenga una remisión, expresa o tácita, a otras normas jurídicas que establezcan o regulen algún aspecto de la norma inmediata que va a ser objeto de aplicación. Esta remisión se refiere en la mayoría de los casos a algún concepto jurídico que use la norma a aplicar y que se concrete o defina en otra norma jurídica. Otro importante –y más complejo– supuesto de reconstrucción o integración normativa es la contemplación de la norma jurídica a aplicar como una norma general, que puede estar sometida a excepciones contempladas o derivadas de la toma en consideración de otras normas jurídicas del Ordenamiento. Esta cuestión está relacionada con la ya aludida derrotabilidad de las normas, y constituye la culminación de la interpretación sistemática del Ordenamiento jurídico, dado que la norma jurídica concreta que se aplica, atrae o conlleva la

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aplicación de un cúmulo indeterminado de normas jurídicas. En este sentido, cabe preguntarse cuál es el elemento o nexo de atracción implícito que contiene una norma que determina que otra u otras normas deban ser traídas e integrarse normativamente en aquélla. En nuestra opinión, este nexo de atracción normativa lo constituye fundamentalmente la noción de institución jurídica (aunque de forma remota es el Ordenamiento jurídico el que puede resultar atraído). La norma jurídica que inmediatamente resulta aplicable se determina como tal por el jurista efectuando un razonamiento jurídico de aproximación normativa a los hechos del caso (después del acto previo de institucionalización, se produce la delimitación fáctica del asunto, para pasar después a la realización del razonamiento jurídico de aproximación normativa que estamos viendo). Pero resulta que este razonamiento jurídico de aproximación normativa a los hechos del caso (la operación de subsunción) genera o despliega una serie de aspectos nuevos que lleva al razonamiento a un nuevo estadio que podemos llamar de razonamiento analítico del problema. En este estadio, los iniciales hechos del caso pueden verse variados en el sentido de que deben ser ampliados con otros inicialmente descartados o no tenidos en cuenta y que ahora se muestran relevantes por el juego de la norma a aplicar. De otro lado, los hechos del caso pueden forzar a la norma jurídica que directamente resulta aplicable a ser contrastada con otras normas jurídicas de la institución jurídica que rige todo el caso y que se determinó en el acto previo de institucionalización. De este modo, son los hechos del caso concreto los que activan el razonamiento jurídico no sólo a la búsqueda de la norma aplicable, sino frecuentemente a la búsqueda de excepciones o matizaciones a la misma contemplados en otras normas jurídicas. Esta situación del razonamiento jurídico que se da en todo jurista práctico (incluyendo el juez) se escenifica del modo más claro en el proceso, donde los litigantes adoptan la posición contradictoria (pero complementaria) en esta cuestión antedicha, entre otras. Así, una de las partes invoca la norma o normas jurídicas que justifican o apoyan su pretensión, mientras que la otra busca la presencia de excepciones o matizaciones a dicha norma y que se encuentran generalmente entre las normas que disciplinan la institución que rige y en la que se enmarca el caso, aunque no es infrecuente acudir a estadios más alejados pertenecientes al sector del Ordenamiento en el que se integra el caso o incluso invocarse normas o principios generales del Ordenamiento (como por ejemplo la invocación de la vulneración de derechos o principios constitucionales, que se efectúa en toda clase de procedimientos ordinarios).

CAPÍTULO XX. EL ACTO DECISIONAL

1.

LA SOLUCIÓN DE LA CUESTIÓN JURÍDICA: OPINIÓN Y DECISIÓN JURÍDICA

La finalidad del razonamiento jurídico conduce a una distinción relevante derivada de la naturaleza del operador jurídico que lo emite. Así, si se trata de un teórico del Derecho o de un práctico sin capacidad decisoria, el razonamiento jurídico se contiene en lo que denominaremos una opinión jurídica (y que engloba los contenidos de las investigaciones científicas, informes jurídicos, asesoramientos e incluso los escritos o intervenciones procesales de las partes en un proceso). Si se trata de un razonamiento jurídico emitido por un operador jurídico con capacidad decisoria, lo denominaremos decisión jurídica189 o acto decisional (y aquí se incluyen las resoluciones administrativas, los laudos arbitrales y las distintas resoluciones judiciales, entre las que destacan, evidentemente, las sentencias). Las opiniones de los legos en Derecho sobre una cuestión jurídica, podrán denominarse en sentido amplio “opinión jurídica”, pero estrictamente no lo son (así, el debate común sobre si alguien tiene derecho a algo, sobre si es justo que algo sea así o no, etc.). En general, el término “decisión” hace referencia a que el órgano competente puede decidir u optar entre varias soluciones al problema que se le plantea, lo que debe precisarse en el ámbito jurídico, pues no se trata estrictamente de que el órgano decisor adopte o elija una decisión jurídica sin más, sino que la decisión jurídica constituye más exactamente una conclusión jurídica a la que se llega tras una actividad de razonamiento normativo. Es un proceso similar al de la lógica formal, sólo que en el ámbito jurídico el paso de las premisas a la conclusión a través de las inferencias se transforma en un razonamiento con normas aplicado a una realidad fáctica delimitada, razonamiento que lleva al órgano decisor a la 189

Cfr., en este sentido, PERELMAN, CH., La lógica jurídica y la nueva retórica, cit., págs. 16-17.

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adopción de una decisión. Esta decisión no es libre o valorativamente adoptada sino que debe estar justificada racionalmente por el previo razonamiento jurídico, y en tal sentido es una conclusión jurídica. De este modo, la decisión jurídica es una conclusión adoptada por un órgano jurídico racionalmente justificada con argumentos normativos. La decisión jurídica es así una conclusión jurídica, lo que la aleja de su consideración de un acto arbitrario de la voluntad del órgano decisor. Ciertamente, la conclusión jurídica consiste en que la decisión se ha adoptado siguiendo un razonamiento jurídicamente admisible, pero una característica fundamental de la conclusión jurídica frente a la conclusión lógica que se ha seguido en un proceso lógico-deductivo es que, en ocasiones, cabe encontrar varias soluciones jurídicamente correctas a un problema planteado. En estos casos, debe optarse por la solución más justa y aquí el margen de apreciación judicial alcanza al ámbito subjetivo de la personalidad del juez. Si, por hipótesis, un juez tiene ante sí la posibilidad de decidir entre dos soluciones justas a un caso ¿cuál es el criterio –y de qué tipo– que le hace decantarse por una u otra? En nuestra opinión, es la personal ideología o creencias vitales del juez las que le decantarán hacia una u otra (motivos psicológicos), pero también habrá de justificar normativamente dicha decisión, para evitar que se califique de arbitraria su voluntad de decisión en estos casos, lo que supone que la ideología personal del juez debe estar respaldada por un criterio normativo. En caso contrario, nunca podrá justificarla normativamente. Es más, la sentencia no debe recoger en modo alguno los procesos psicológicos del juez que le llevan a decidirse entre dos soluciones justas, sino que el juez habrá de justificar y apoyar jurídicamente su opción, aunque ésta se corresponda con sus convicciones internas. Por otra parte, a diferencia de la opinión jurídica, la decisión jurídica tiene unos inequívocos efectos jurídicos, dado que transforma la realidad jurídica que previamente ha sido sometida a consideración del órgano decisor. El fallo de una sentencia, el laudo de un árbitro o la resolución administrativa otorgan o deniegan derechos a los solicitantes, resolviendo un conflicto planteado y estableciendo una situación jurídica nueva previamente inexistente. En cambio, la opinión jurídica no deja de ser una propuesta de una hipotética decisión jurídica, dado que proviene de un órgano jurídico sin competencia decisoria, como ocurre con los informes jurídicos, pero también con cualquier otra tarea de asesoramiento o de predicción de la solución que podría adoptar el órgano decisor jurídico. La decisión jurídica pone fin a un conflicto concreto con trascendencia jurídica que se pretende solventar. En este punto, la terminología es variada, pues junto al término “conflicto” se usan también los términos “caso”, “supuesto” o “problema”, pero la distinción carece de relevancia, pues no parece utilizarse con un sentido preciso (ni jurídica, ni comúnmente), y es, por tanto, intercambiable en su utilización. El uso del término “conflicto” tiene claras reminiscencias sociológicas, pero describe a la perfección la noción de “problema jurídico”. Así, determinados conflictos sociales devienen en jurídicos, por cuanto el Derecho prevé algún tipo de regulación o solución para los mismos. De no ser así, el conflicto no es jurídico, y ello aunque empuje –por su importancia– a una futura regulación jurídica. Los conflictos jurídicos son, esencialmente, conflictos de intereses, según la terminología acuñada por Ihering, para los que el Ordenamiento jurídico ha previsto alguna solución. En este sentido, Carnelutti señala que existe un conflicto de inte-

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reses cuando entre dos o más personas se produce una situación de tensión o incompatibilidad en sus necesidades o aspiraciones respecto de los bienes vitales que pueden satisfacerlas190. Nosotros preferimos referirnos al conflicto, problema, caso o supuesto como cuestión jurídica, terminología más amplia y precisa que engloba a los anteriores, pues los operadores jurídico-prácticos no siempre aplican el Derecho para resolver un problema o conflicto (que denota contradicción de intereses o posiciones), sino sencillamente para determinar las consecuencias jurídicas de una determinada situación planteada. En todo caso, se trata, como se ha dicho, de términos muy similares que se usan indistintamente, dado que los autores que se han ocupado del tema prefieren uno u otro término y no suelen utilizarlo en un sentido estricto. Sobre esta cuestión terminológica, también es usual hablar de casos fáciles y difíciles en los tratados de argumentación. En nuestra opinión, preferimos hablar de casos típicos y atípicos, pero, nuevamente, el uso de una u otra terminología tampoco tiene mayor trascendencia, y hemos usado indistintamente dichos términos. Los casos típicos o fáciles son los casos más usuales y que se repiten más en la vida jurídica ordinaria, y por lo tanto la aplicación de la norma o la existencia de un cuerpo jurisprudencial consolidado permiten resolverlos sin la concurrencia de especiales dificultades aplicativas. Los casos atípicos o difíciles son, consecuentemente, los casos que presentan dificultades especiales, que pueden presentarse en cualquier fase del razonamiento jurídico, desde el acto previo de institucionalización, la determinación fáctica, hasta la selección o interpretación de las normas aplicables. Bajo nuestro punto de vista, el acto decisional o decisión jurídica debe reunir tres características esenciales: debe ser racionalmente adoptada, debe ser equitativamente justa y debe ser aceptable socialmente. Debe ser, en primer lugar, racionalmente adoptada en el sentido de que la misma debe ser adoptada tras un proceso de razonamiento jurídico, que como tal debe efectuarse con criterios normativos que justifiquen todos los pasos que preceden a la decisión. Debe existir una razonabilidad jurídica que permita enlazar dichos pasos entre sí y que permitan llegar a la decisión como una conclusión lógico-jurídica (que no lógico-formal). Esta razonabilidad debe ser expresada en el texto que contenga la decisión (la sentencia, por antonomasia). En segundo lugar, la decisión debe ser equitativamente justa, es decir, que siendo aceptable lógico-normativamente, debe ser aceptable materialmente en el sentido de que la solución al caso debe superar los criterios mínimos de justicia que inspiran el Ordenamiento jurídico, para lo cual el juez cuenta con una serie de correctores jurídicos (la equidad, los principios jurídicos que inspiran la institución o los generales del Ordenamiento jurídico) que le permitan atemperar el rigor de las normas aplicadas para obtener la solución más justa posible dentro del caso concreto. En tercer lugar, la decisión debe ser aceptable socialmente, es decir, que la decisión no sólo debe haberse elaborado y obtenido con criterios jurídicos (una especie de aceptabilidad formal interna de conformidad con el Ordenamiento jurídico vigente) y superar los criterios mínimos de justicia, sino que además debe ser aceptable socialmente, esto es, que no

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Cfr. CARNELUTTI, F., Teoría General del Derecho. Metodología del Derecho, cit., págs. 51-54.

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debe contradecir los valores y creencias sociales de la sociedad en la que se insertará dicha decisión. En tal sentido, en este capítulo vamos a abordar estas características de la decisión jurídica: la adopción racional de la misma conduce al análisis de la decisión como acto normativo; la justicia de la decisión analiza los criterios que el juez tiene en cuenta para atemperar (o endurecer) las normas aplicables a la vista de las circunstancias concretas del caso; la aceptabilidad social hace referencia al modo en que el decisor recoge los valores y creencias sociales y cómo, en definitiva, presenta la decisión desde un punto de vista cuasipolítico a la sociedad en la que se integra la resolución dictada. Finalmente, haremos también referencia a los efectos de la decisión al integrarse en el Ordenamiento jurídico, esto es, los efectos de cosa juzgada. 2.

EL ACTO DECISIONAL COMO ACTO NORMATIVO

En el capítulo correspondiente, vimos que el primer paso en la estructura discursiva del razonamiento jurídico-práctico era el que denominamos acto previo de institucionalización del Derecho. Se trata de un paso mental esencialmente no reflexivo (intuitivo) que da todo operador jurídico cuando se le presenta un problema jurídico a resolver, en el cual encaja el relato que se le cuenta dentro del sistema institucional del Derecho, por ejemplo, si se trata de un contrato, de un despido, de una separación, de una disolución de una comunidad de bienes, de un delito, de una expropiación, etc. Tras la delimitación fáctica de los hechos (segundo paso) y la subsunción normativa de los mismos (tercer paso, consistente básicamente en la selección e interpretación normativa), esto es, fijadas las premisas, el razonamiento jurídico-práctico llega a una conclusión jurídica sobre la cuestión jurídica planteada, esto es, adopta una decisión o resolución jurídica, denominada fallo en el ámbito judicial. En este paso final del razonamiento jurídico, el operador, que ha realizado la operación lógica de aplicar la norma seleccionada a los hechos determinados, extrae del Ordenamiento jurídico la consecuencia jurídica establecida en la norma. En este punto, sostenemos que las resoluciones judiciales decisorias (sentencias, pero también autos) son actos normativos, en el sentido de que constituyen auténticas fuentes del Derecho, por cuanto aún resolviendo casos concretos, tienen una pretensión de universalidad, es decir, que si se presentase en el futuro un caso sustancialmente igual resolverían de la misma manera. En tal sentido funcionan como normas jurídicas. Así, cualquier predicción o consejo que le haga el abogado o asesor a su cliente va a tener en cuenta las sentencias que se hayan dictado sobre su asunto. En la práctica, es evidente que si el Tribunal Supremo o el Tribunal Superior de Justicia del territorio han dictado una sentencia sobre un asunto anterior idéntico al que se somete a consideración del profesional, éste va a aconsejar al cliente que no entable el pleito porque no tiene visos de prosperabilidad. El carácter normativo de la decisión judicial se conecta con el principio constitucional de igualdad ante la ley, así como con el principio de seguridad jurídica y certeza del Derecho, ya que dicha decisión va a constituir un precedente para los casos posteriores similares que se produzcan. Esto supone que ante la resolución de un nuevo caso concreto, si existe el mencionado precedente, tanto la parte beneficiada por el precedente anterior, como el juez

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que va a resolver van a acudir de forma inmediata y como primera solución al caso, a dicho precedente, y ello con preferencia a cualquier norma aplicable. La teoría de la inmediatez normativa que hemos formulado para explicar esta situación evidencia que el razonamiento jurídico-práctico acude siempre a la norma más próxima al caso a resolver, y esta norma más inmediata es, evidentemente, un resolución judicial que ha resuelto un caso similar (cuando se dé, evidentemente, esta circunstancia). Así, en el proceso a resolver se producirá un debate sobre si el precedente es aplicable o no, lo que se traduce en discutir las similitudes y diferencias entre los dos casos. Por su parte, el juez decisor tendrá que justificar estas similitudes y diferencias razonando normativamente, pues la comparación es, ante todo, entre los dos supuestos de hecho contemplados, el del precedente y el del caso a resolver, y los supuestos de hecho forman parte del contenido de una norma, lo cual altera los razonamientos puramente empíricos. La decisión que adopte justificará la aplicación o el apartamiento del precedente existente. El carácter normativo de la sentencia se encuentra fundamentalmente en la ratio decidendi del asunto, pero en general se encuentra en toda la aplicación de las normas jurídicas correspondientes al supuesto concreto, por cuanto en aplicación del criterio implícito de justicia de la universalidad, cualquier persona extrae la consecuencia de que si se produjese un caso similar el juez dictaría una sentencia igual (los casos similares deben ser tratados de igual modo, y ante una situación fáctica similar los pasos de subsunción normativa y decisión jurídica deben ser idénticos). Los actos normativos son, pues, los actos de aplicación del Derecho cuando se efectúan por un órgano dotado de potestad para adoptar decisiones jurídicas de obligado cumplimiento. En estos casos, el juez actúa como colaborador del legislador, bien aplicando sin más el Derecho en los casos fáciles, bien llegando a elaborar normas en los casos difíciles o atípicos a base de principios y otras reglas de integración normativa. Si bien, hay que decir que el juez no es un legislador a la altura de éste, pues no puede contradecirlo, actúa más bien como si dictase normas de desarrollo (como los reglamentos administrativos) para suplir las lagunas legales, completando los, por así decirlo, descuidos del legislador. El juez elabora la norma para resolver el caso lagunoso (si no ha podido solventarlo vía analogía legis), pero en esta elaboración el juez realiza un acto creativo del Derecho no equiparable al legislador. El legislador actúa sometido a las normas constitucionales, pero el juez debe elaborar una norma resolutoria que acate la totalidad del Ordenamiento jurídico aplicable, en el sentido de que dicha norma debe encajarse, en primer lugar, con el resto de las normas y principios que regulan la institución jurídica en la que se enmarque el caso dificultoso, y progresivamente, en segundo término, debe encajarse con el resto de principios y normas del sector del Ordenamiento y con los del Ordenamiento jurídico global. De este modo, ante el caso atípico no regulado, el juez no elabora la norma siguiendo su sentimiento jurídico de justicia del caso o sus convicciones ideológicas personales, sino que esta elaboración debe estar plenamente justificada con argumentos jurídicos extraídos de otras normas o principios (analogía iuris). En este sentido es en el que denominamos actos normativos a las decisiones jurídicas que se adoptan por organismos públicos (o privados, a los que el Ordenamiento jurídico atribuye carácter decisorio, como los laudos arbitrales) competentes aplicando normas jurídicas para

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la resolución de casos concretos (sentencias, autos, resoluciones administrativas, laudos, etc.). 3.

EL CONTENIDO DEL ACTO DECISIONAL: LA EQUIDAD COMO CRITERIO DE AJUSTE DE LA RESOLUCIÓN CON EL PRINCIPIO DE JUSTICIA

La consecuencia jurídica prevista en toda norma jurídica consiste en atribuir o reconocer derechos o establecer obligaciones, distribuidas entre uno o varios sujetos. De este modo, el acto decisional en el razonamiento jurídico-práctico, en cuanto constituye la conclusión racional de la aplicación de una norma o normas determinadas, recoge como contenido necesario la consecuencia jurídica de dichas normas, realizando las adaptaciones necesarias al caso concreto que resuelve. El acto decisional, en consecuencia, establece una situación ventajosa para uno o varios sujetos y desventajosa para otro u otros. Aunque las decisiones jurídicas pueden contener decisiones de tipo procesal, siempre se traducen en una situación ventajosa para un litigante y desventajosa para otro (por ejemplo, una declaración de incompetencia se traduce en un alargamiento del proceso para la parte que partía de la competencia judicial al presentar su demanda en el Juzgado y tener ahora que dirigirse a otro; ello, sin contar con el incremento de las litisexpensas). Las decisiones jurídicas pueden ser clasificadas en atención a su contenido en decisiones declarativas, constitutivas y de condena, como, por otra parte, es usual en la doctrina procesalista. Las declarativas son las decisiones que constatan y dotan de certeza jurídica a situaciones previamente existentes pero discutidas. Las decisiones constitutivas crean, modifican o extinguen una situación jurídica nueva que no existía previamente. Las de condena son decisiones que establecen la obligación de un sujeto de realizar a favor de otro una prestación de dar, hacer o no hacer alguna cosa. Ejemplo de decisiones declarativas son las sentencias que declaran el derecho de propiedad de un persona sobre un bien que posee, pero que es discutido por otra; o también la sentencia que declara la existencia de una relación laboral, cuando esta es negada. Ejemplos de decisiones constitutivas son las sentencias recaídas en un proceso de divorcio, de anulación de un contrato, o de anulación de un acto administrativo. Ejemplos de decisiones de condena –las más frecuentes en la práctica judicial– son el establecimiento a cargo de un sujeto de la obligación de pagar una cantidad de dinero determinada, normalmente derivada del incumplimiento de un contrato o en concepto de indemnización por un daño o perjuicio causado. Obviamente, una decisión puede contener pronunciamientos mixtos que recogen varios tipos de las decisiones expuestas. El problema fundamental desde el punto de vista del razonamiento jurídico-práctico es en este punto la aplicación de la equidad como último criterio de ajuste de la decisión normativa al principio de justicia en los casos en los que la aplicación rígida de la norma lleve a una solución injusta. De este modo, la equidad actúa como una flexibilización ante la rigidez normativa. Evidentemente, el presupuesto aplicativo de la equidad es que el decisor estima que su decisión pudiera resultar injusta, y en cuanto tal estimación es una valoración subjetiva del juez, perteneciente a sus convicciones personales o ideológicas. Pero una vez

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que el decisor decide acudir a la equidad, el uso de ésta en su decisión debe ser justificado normativamente. La cuestión a plantear respecto a la utilización de la equidad, es si del Ordenamiento jurídico se extraen unos criterios de equidad derivados del propio juego de las normas, o bien si estos criterios se conectan con los propios criterios formales de justicia. En nuestra opinión, como decimos, la equidad debe ser empleada con justificación normativa, es decir, que el juez debe ampararse en normas o principios extraídos del Ordenamiento para proceder a su aplicación al caso, sin que proceda ninguna invocación a criterios de justicia que no se encuentren amparados normativamente. En tal sentido, la disyuntiva planteada no es tal, pues los criterios formales de justicia forman parte del contenido del principio de justicia que se encuentra recogido en las normas jurídicas, al igual que dichos criterios mínimos (que aparecen formulados, en ocasiones, como otros principios), por lo que la llamada a la equidad se produce en estos supuestos con apoyo normativo. Lo que, por el contrario, no puede realizarse es aplicar la equidad apelando a un sentimiento genérico de justicia sin justificación normativa concreta. Cuando el legislador formula una norma jurídica está pensando en conductas típicas de las personas, pero cuando esa norma jurídica elaborada debe de aplicarse a un caso concreto, muy raras veces la conducta del sujeto encaja exactamente en la conducta típica contemplada. Es en ese momento cuando el juez a la hora de aplicar la norma o el abogado al estudiar la viabilidad del caso realizan la tarea de encajar el problema concreto a resolver en la norma que resulte aplicable. Ello supone determinar la norma o normas que resulten aplicables, y una vez dado este paso, se debe encajar el problema concreto en dichas normas. Habrá una serie de circunstancias que rodeen a la conducta concreta y que no hayan sido contemplados por las normas a aplicar. Estas circunstancias con relevancia jurídica pueden reafirmar la solución que establece la norma jurídica a aplicar, pero pueden también constituir excepciones que impidan la aplicación de la norma so pena de llegar a una solución injusta o absurda. Precisamente, estas son las circunstancias que pueden ser tenidas en cuenta por el juez a la hora de adoptar la decisión jurídica del asunto y que constituyen el campo de actuación de la equidad. En este sentido, vimos en el capítulo correspondiente a la instrumentalidad de las normas jurídicas cómo éstas han de ser tomadas en sentido flexible, acomodándose en cada caso concreto a la solución que aparezca como más justa a tenor de todas las circunstancias concretas del asunto en cuestión. Este ámbito de flexibilidad que permite cada norma en el momento de su aplicación es el campo de la equidad, que no debe servir nunca para legitimar actuaciones judiciales que pretendan soslayar la aplicación de una norma en atención a convicciones o ideologías personales no amparadas por una norma o principio jurídico del Ordenamiento (las denominadas lagunas axiológicas). 4.

LA PLURALIDAD DE DECISIONES JURÍDICAS JUSTAS DEL MISMO CASO

La decisión adoptada ha de serlo en virtud de un razonamiento normativo que conduzca a dicha conclusión jurídica. Además, esta conclusión o decisión de un asunto tiene que ser

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justa en el sentido de que cumplan los criterios mínimos que integran el principio de justicia, recurriendo a la equidad si es preciso. Si es así, se puede decir que la decisión adoptada es justa y está justificada normativamente. Sin embargo, y dicho lo anterior, debe señalarse que afirmar que la solución a la que llega el razonamiento jurídico debe ser justa, aún siendo verdad, requiere de algunas matizaciones, pues es erróneo pensar –aunque, todo hay que decirlo, teóricamente resulte muy atrayente– que exista sólo una solución justa a un problema jurídico planteado. A veces es así, pero en ocasiones no lo es. Un problema puede tener varias soluciones que pueden considerarse justas. Alguien probablemente objetará que habrá unas soluciones más justas que otras y entonces la solución a aplicar será la que más justa sea, pero, más frecuentemente de lo que parece, la complejidad de algunos casos nos enseña que no puede afirmarse que la solución dada sea mejor que otras propuestas y desechadas. Sólo desde un conocimiento superficial y puramente teórico del Derecho puede sostenerse que las normas jurídicas encierren una especie de recetario en el que cada problema planteado tiene una única y clara solución. La práctica muestra lo contrario, pues en muchas ocasiones –la mayoría– y frente a lo que se cree visto desde fuera de los tribunales, no cabe sólo una única resolución justa del asunto, sino varias, y en este caso es preferible hablar de resolución justificada, pues caben otras alternativas. Por ello, me parece que es mejor precisar que las soluciones a las que debe conducir el razonamiento jurídico deben ser razonablemente justas o aceptablemente justas, que es lo que queremos decir con solución justificada. Que la solución justa adoptada sea una u otra dependerá de varios factores, entre los cuales resulta obvio que la primera solución justa que deberá adoptarse es la prevista en las normas jurídicas más inmediatamente aplicables, y en caso de no encontrarse, es cuando el razonamiento buscará otras en normas más alejadas del caso (según vimos, desde los precedentes hasta llegar a los principios jurídicos del Ordenamiento jurídico). La cuestión de la única solución o decisión justa del problema ha dado lugar a múltiples controversias doctrinales, y cabe establecer varias posibilidades teóricas: Una hipótesis sería pensar que cada caso tiene una única solución justa. Este es un planteamiento teórico acorde con el principio de justicia y el principio de certeza del Derecho. Cualquier caso que se plantee es resuelto por el aplicador del Derecho encontrando en las normas jurídicas (incluidos los principios) una única solución a su caso. Esta es, por ejemplo, la opinión de Dworkin, para el que el juez, incluso en los casos difíciles, daría con esa respuesta única, que se encuentra implícitamente en el Derecho191. El juez no actúa con valoraciones o preferencias, sino que razonando con las normas llega a esa solución, que teóricamente está en el Derecho. Otra hipótesis sería considerar que cada caso tiene varias posibles soluciones, pues la aplicación de las normas permite al operador jurídico encontrar varias soluciones jurídicas y existe un margen de elección entre las mismas para el caso. Es importante resaltar que el juez puede elegir entre varias soluciones que son jurídicamente correctas y argumentadas, no entre cualquier decisión.

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DWORKIN, R., Los derechos en serio, cit., págs. 146 y ss.

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La tercera hipótesis hace referencia a que el caso tiene varias soluciones, y el decisor jurídico elige la que le parece subjetivamente más correcta. Aquí se trata de que el juez elige para el caso una solución sin haber realizado previamente un concienzudo estudio de las normas aplicables. Entiende de una forma intuitiva cual es la solución del caso, y posteriormente buscará entre las normas jurídicas la que mejor le convenga para justificar normativamente (y de una forma elemental) la decisión adoptada. Estos tres planteamiento son teóricos, pero evidencian una cosa: son esquemas de pensamiento que existen en la mente de cualquier juez (y no de varios, sino incluso a veces de un único juez, en función del caso), y plantean el delicado problema de la relación del razonamiento jurídico-práctico, de la racionalidad jurídica, con los impulsos psicológicos del decisor. En este sentido, es claro que cualquier decisión judicial va a tener una motivación jurídica, por cuanto va a estar justificada, en mayor o menor medida (este es el problema de cuánta justificación de la sentencia se entiende como suficiente, lo cual afecta a los derechos del ciudadano de obtener una sentencia con una motivación suficiente, que le permita no sólo un adecuado conocimiento de las razones por las que se estima o desestima su pretensión, sino también de cara al principio de congruencia y a su derecho al recurso contra dicha sentencia). Pero otra cuestión es determinar cuándo (previo o no al razonamiento jurídico) y de qué modo (cuál fue el motivo no jurídico que le llevó a su decisión) el juez ha tomado su decisión en el asunto. Pudiera pensarse que esto depende de la personalidad de cada juez, pero creo que, además, no sólo depende de esto, sino que en un mismo juez sus decisiones resolutivas pueden responder a distintas técnicas, derivadas del tipo de asunto que se trate (complicado o fácil) o de las circunstancias personales de los litigantes, fundamentalmente, aunque no cabe descartar otros motivos de tipo organizativo, como la premura por descargarse asuntos de la mesa ante la sobrecarga de trabajo. En este sentido, la justicia cotidiana tiene a veces imprevisibles máximas de funcionamiento en el más puro estilo sociológico, como aquella que indica que el retraso judicial es el mejor incentivo a las conciliaciones y desistimientos, o la influencia que tiene el transcurso del tiempo entre la celebración del juicio y la emisión de la sentencia, cuya tardanza suele favorecer a la parte más perjudicada en la práctica de la prueba en el juicio, etc. En el caso que nos ocupa, el juez en el proceso no es sólo un ser que actúa con racionalidad jurídica. Es también un ser humano que actúa con racionalidad común (sentido común), que a veces no es el jurídico. En cuanto ser humano, su tendencia natural es implicarse emocional o ideológicamente en el asunto, y es su experiencia y profesionalidad la que progresivamente le permitirán juzgar limitando tales impulsos, pero, evidentemente, están siempre ahí. La propia personalidad de las partes o incluso de sus abogados generan en el juez una predisposición ante el asunto que no puede evitar. La posición económica de las partes también puede influir en el juez. Si a esto le sumamos la propia procedencia social del juez (si proviene de una familia acomodada o humilde), tendremos una auténtica mezcla impredecible de factores extrajurídicos que van a influir en su razonamiento normativo. De ahí que se puedan sostener –al estilo del más disparatado realismo jurídico americano– teorías como que la decisión judicial es un instrumento de redistribución de la renta, o que el juez adopta dos tipos ideológicos de decisión judicial: las de ideología socialista, que pretenden

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igualar los desequilibrios sociales (del tipo: el demandante tiene razón jurídicamente, pero como es una entidad financiera que pretende desahuciar a un desempleado, le doy la razón a éste último), y las de ideología liberal, que pretenden incidir en la responsabilidad individual de cada persona, con independencia de su preparación, condición social o desequilibrio de poder respecto al otro litigante, y que por tanto llevará al juez a ignorar las posiciones de equilibrio económico de las partes (litigios del tipo “usted sabe leer, firmó el documento y ha de atenerse a las consecuencias”). Con independencia de la influencia de esos factores extrajurídicos, cuya presencia es controlable, si partimos –como hemos de partir– de la figura del juez como profesional responsable que actúa guiado por criterios de racionalidad jurídica y que funda, consecuentemente, todos los pasos de su razonamiento en normas jurídicas, resulta evidente que el juez siempre adopta exteriormente una decisión única. Sin embargo, es obvio que en su proceso de razonamiento jurídico se le aparecen una pluralidad de posibilidades, y no me refiero solamente a las pretensiones de las partes. Dentro de cada pretensión hay multitud de posibilidades a la hora de adoptar una decisión del asunto. En estos supuestos, es preciso plantearse el establecimiento de criterios que jerarquicen las soluciones justas encontradas, de forma que quedase una única solución justa como la más aceptable o razonable. Esta sería la decisión ideal del asunto. A este respecto, resulta evidente que la pretensión del juez ha de ser la de encontrar la solución más justa de cada caso concreto que tiene que resolver. En este sentido, una de las peculiaridades del razonamiento jurídico frente al razonamiento científico es que en aquél no se llega a conclusiones verdaderas o necesarias, sino a conclusiones justificadas normativamente y que responden a unos criterios mínimos de justicia, requisitos éstos que pueden cumplir varias conclusiones a un tiempo. Por ello, la cuestión que plantea el razonamiento jurídico en estos casos es cómo determinar una jerarquía de soluciones justas, esto es, si hay unas resoluciones más justas que otras, en cuyo caso la opción ha de ser, evidentemente, por la resolución más justa. En nuestra opinión, en estos casos de pluralidad de resoluciones justas, pensamos que se darán inevitablemente situaciones en las que el juez se decantará por la solución que le parezca más justa a él personalmente, en atención a sus convicciones ideológicas o éticas personales, pues si dicha solución está justificada normativamente de modo suficiente y cumple con los criterios mínimos de justicia el Ordenamiento jurídico no puede exigir jurídicamente más a dicha decisión. 5.

LA ACEPTABILIDAD SOCIAL DE LA DECISIÓN JURÍDICA

Desde luego, la decisión adoptada por el juez debe cumplir los parámetros expuestos en los apartados anteriores con carácter mínimo, pero además de que la resolución adoptada por el órgano decisor ha de ser justa, tal circunstancia implica que debe producirse una aceptabilidad social de la misma, dado que dicha resolución es pública y tiene pretensión de universalidad (carácter normativo). La decisión adoptada se inserta en una sociedad concreta con unos valores sociales determinados, y en tal sentido, su carácter justo se evalúa también de conformidad con esos

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valores sociales. En este punto, es preciso delimitar con precisión el alcance de esta aceptabilidad social de la decisión, pues evidentemente no puede suponer en ningún caso que la decisión pueda dejar de estar justificada normativamente, como tampoco puede suponer que un eventual conflicto entre razonamiento normativo y valoración social impida que se produzca una decisión jurídica, que debe prevalecer en estas situaciones. Cuando el órgano decisor tiene en mente a la hora de adoptar una decisión no sólo su propia ideología o consideración personal de lo que es justo o no, sino también la posible aceptabilidad o crítica social de su futura resolución (algo que acontece intensamente cuando las partes procesales son personajes con notoriedad pública), está introduciendo en el razonamiento jurídico una serie de factores que nada tienen que ver con la lógica, obviamente, pero tampoco con la racionalidad jurídica. Se trata de elementos decisores que tienen más que ver con la oportunidad o con actitudes políticas del decisor. En sentido estricto, el decisor debería dictar su resolución sin tener en cuenta estos elementos, pero hay que decir que ellos forman parte de las convicciones psicológicas e ideológicas que tiene cualquier persona y también el órgano decisor. Desde nuestro punto de vista, sean cuales sean estas convicciones del Juzgador, lo relevante es que su decisión esté justificada normativamente presentando una aplicación racional del Derecho al caso que le ocupa, pero es preciso señalar también que la aceptabilidad social de la sentencia tiene un anclaje firme y decidido en nuestra Constitución (art. 117.1 CE), pues no cabe olvidar que la justicia emana del pueblo, y en tal sentido, el juez al impartir justicia debe tener presente en sus decisiones el sentir popular, esto es, las convicciones ideológicas de la mayoría, expresadas en sus valores fundamentales en la Constitución y expresadas también en las leyes que emanan del Parlamento democráticamente elegido. En este sentido, la aceptabilidad social de la decisión no supone desprenderse de la racionalidad jurídica siempre que no se pierda de vista que la argumentación de dicha decisión con vistas a su aceptación social debe fundarse en valores sociales que tengan su anclaje en la Constitución o en otras normas básicas del Ordenamiento (como las Declaraciones internacionales de derechos). Es por dicho motivo que la aceptabilidad social de la decisión judicial otorga a ésta la condición de legítima, además de la de la legalidad que le confiere el haber sido adoptada con justificación normativa y acorde con los criterios mínimos de justicia. 6.

LOS EFECTOS CONSTITUTIVOS DEL ACTO DECISIONAL: LA COSA JUZGADA Y SU INTEGRACIÓN EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO

Uno de los efectos típicos del acto decisional es la cosa juzgada, que supone la imposibilidad de volver a someter a la consideración judicial el mismo asunto por los mismos litigantes. El fundamento de la cosa juzgada se encuentra en el principio de seguridad jurídica y en el de pacificación jurídica que persigue todo Derecho. La decisión jurídica constituye un acto normativo respecto a otros posibles casos similares que se planteen, pero el efecto de cosa juzgada pretende fijar el contenido concreto de la sentencia como una situación jurídica nueva inamovible frente al conflicto resuelto entre los litigantes. De ahí que la cosa juzgada convierta a la decisión jurídica en una constatación fáctica inamovible y en una situación jurídica definitiva (a salvo, claro está de los supues-

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tos excepcionales del recurso de revisión contra sentencias firmes), suponiendo un efecto constitutivo sobre la realidad jurídica que ha de ser tenido como cierto indiscutiblemente para otros futuros litigios donde aparezcan las cuestiones afectadas por la cosa juzgada. La cosa juzgada es así una verdad constituida por el Derecho, con independencia de la realidad. El Derecho cumple así una finalidad eminentemente clarificadora del litigio, otorgando seguridad jurídica para el futuro. La LEC en su art. 222 establece que “la cosa juzgada de las sentencias firmes, sean estimatorias o desestimatorias, excluirá, conforme a la ley, un ulterior proceso cuyo objeto sea idéntico al del proceso en que aquélla se produjo”. La denominada fuerza de cosa juzgada es así un instrumento jurídico de pacificación social, por cuanto resuelve de un modo definitivo un conflicto existente entre las partes. Dice el art. 222.3 LEC que “la cosa juzgada afectará a las partes del proceso en que se dicte y a sus herederos y causahabientes”, sentando la regla general de que el efecto de cosa juzgada se extiende tan sólo a los litigantes o a determinadas personas relacionadas hereditariamente con aquéllos. Como excepciones (es decir, que la cosa juzgada afecte a sujetos no litigantes), el propio 222.3 LEC contempla tres: los litigios emprendidos por asociaciones de consumidores y usuarios; las sentencias sobre estado civil, matrimonio, filiación, paternidad, maternidad e incapacitación y reintegración de la capacidad, que tendrán efecto de cosa juzgada frente a todos a partir de su inscripción o anotación en el Registro Civil; y las sentencias que se dicten sobre impugnación de acuerdos societarios, que afectarán a todos los socios, aunque no hubieren litigado. Otro importante efecto de la cosa juzgada se establece en el art. 222.4 LEC cuando se señala que “lo resuelto con fuerza de cosa juzgada en la sentencia firme que haya puesto fin a un proceso vinculará al tribunal de un proceso posterior cuando en éste aparezca como antecedente lógico de lo que sea su objeto, siempre que los litigantes de ambos procesos sean los mismos o la cosa juzgada se extienda a ellos por disposición legal”. De este modo, el efecto de cosa juzgada de la sentencia no sólo cumple su función de resolución del conflicto entre las partes, logrando establecer la pacificación social (ese es el sentido de la prohibición de la reapertura de un nuevo litigio sobre la cuestión), sino que tiene un evidente efecto constitutivo y determinativo de las relaciones jurídicas entre las partes (y en algún caso, frente a terceros, como se ha visto), lo que se evidencia con la vinculación que supone dicha sentencia para los tribunales que resuelven procesos posteriores en los que lo resuelto en la sentencia anterior aparezca como antecedente lógico, siempre que se trate de idénticos litigantes, o que la cosa juzgada se extienda a ellos por disposición legal. A este respecto, conviene llamar la atención de que el art. 222.4 LEC se refiere a “lo resuelto”, con lo que, obviamente, los efectos de la cosa juzgada se extienden a los hechos probados. Un ejemplo concreto de ello es la vinculación de hechos probados que establece el art. 42.5 LISOS, para evitar que la misma cuestión se enjuicie dos veces, de modo que los hechos probados fijados por la sentencia del Orden contencioso-administrativo vincula al juez del Orden social. En relación con el efecto de cosa juzgada del art. 222 LEC, debe mencionarse la preclusión procesal de alegación de hechos y fundamentos jurídicos establecida en el art. 400 LEC, que viene a impedir la reproducción de litigios posteriores sobre el mismo objeto, de tal modo que cuando en la demanda se ejercite una o varias pretensiones que puedan fundarse

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en diferentes hechos o fundamentos de derecho, han de aducirse en aquélla todos los que resulten conocidos, sin que se admita su reserva para un proceso posterior (art. 400.1 LEC). De ahí, que a efectos de cosa juzgada (y litispendencia) los hechos y fundamentos jurídicos aducidos en un proceso posterior se considerarán los mismos que los alegados en un juicio anterior si hubieran podido alegarse en éste (art. 400.2 LEC). De esta manera, puede verse la vocación expansiva que presenta el efecto de cosa juzgada y que se evidencia a través de este mecanismo preclusivo, pues trata de reconducir a la unidad del proceso la resolución de un conflicto, sin que quepa reabrir éste a través del subterfugio de variar los hechos o aducir distintos fundamentos jurídicos para impetrar la misma pretensión ante los tribunales. Otra importante distinción que debe hacerse en este punto es la que distingue entre sentencias normativas, esto es, con eficacia erga omnes, es decir, frente a todos, y sentencias no normativas, que son la inmensa mayoría, y que sólo tienen efectos para las partes del litigio. Las sentencias normativas pueden ostentar varios grados de normatividad, pudiendo llegar en sus efectos a derogar una norma jurídica, pero también pueden tener efectos no tan drásticos como son los de resolver conflictos interpretativos o aplicativos de normas jurídicos, o, en general, tener carácter vinculante respecto de la interpretación que establezcan de las normas jurídicas aplicadas. En nuestro ordenamiento existen varios casos de sentencias normativas con efectos derogativos de normas. El caso más importante y trascendente es el de las sentencias dictadas por el Tribunal Constitucional (órgano no judicial, pero sí jurisdiccional) en los recursos de inconstitucionalidad contra leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley (art. 161.1.a) CE), que suponen la derogación de la norma declarada inconstitucional (art. 164 CE). También es el caso de las sentencias que declaren la inconstitucionalidad de las disposiciones y resoluciones de las CC.AA. (art. 161.2 CE). En el ámbito del Poder Judicial, los órganos judiciales en sus decisiones no pueden derogar una ley que consideren contraria a la Constitución, sino que deben plantear una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional (art. 163 CE). Lo que sí puede declarar una sentencia judicial es la nulidad de disposiciones reglamentarias, lo cual es competencia de los tribunales del Orden contencioso-administrativo (art.1 LJCA), teniendo, por tanto, efectos normativos. Asimismo, en general, cualquier juez o tribunal puede inaplicar los reglamentos contrarios a la Constitución, a la ley o al principio de jerarquía normativa (art. 6 LOPJ). También debe mencionarse entre los supuestos de sentencias normativas, las sentencias dictadas en el Orden Social respecto de la impugnación directa (o indirecta) de Convenios Colectivos cuando anulen todo o parte del Convenio (art. 166.2 LJS). Junto a estas sentencias normativas con efectos derogativos o de anulación de normas jurídicas, están otro conjunto de sentencias que tienen efectos generales respecto de la interpretación que establecen de las normas jurídicas. Podrían denominarse sentencias cuasinormativas, por cuanto sientan una interpretación oficial y vinculante de las normas jurídicas. Tal es el caso de las sentencias del Tribunal Constitucional que no derogan normas, sino que realizan una interpretación de preceptos constitucionales (es decir, el resto de sus resoluciones), como es el caso de las que resuelven conflictos de competencia, interpretando

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Óscar Buenaga Ceballos

los preceptos constitucionales que establecen el reparto de competencias entre el Estado y las CC.AA. (art. 161.1.c) CE), o como es el caso de las sentencias que resuelven los recursos de amparo. En estos casos, el art. 5 LOPJ dispone expresamente que la interpretación que realiza el Tribunal Constitucional respecto de la Constitución en todo tipo de procesos vincula a todos los jueces y tribunales. Otro caso de sentencias vinculantes a nivel interpretativo son las que se producen en el ámbito Social en los procesos de conflictos colectivos, cuyo objeto procesal son precisamente las controversias que versan sobre la aplicación e interpretación general (un grupo genérico de trabajadores afectados) de normas jurídicas laborales, (aunque también otras disposiciones o actos laborales), sean estatales o convenios colectivos. En estos casos, la sentencia que se dicta en la resolución del conflicto colectivo establece también una interpretación vinculante que afecta a todo tipo de procesos individuales que se planteen en relación con la norma interpretada (art. 160.5 LJS). También dentro de estas sentencias cuya decisión tiene efectos interpretativos de las normas jurídicas, es preciso hacer referencia a la jurisprudencia del Tribunal Supremo, sólo que en este caso su carácter no es vinculante para los jueces y tribunales (cfr. art 1.6 CC), con lo cual sus efectos cuasinormativos no se producen directamente. Sin embargo, una de las funciones del Tribunal Supremo es precisamente la de establecer una interpretación unitaria y unificada de las normas jurídicas, y aún no siendo vinculante de forma directa, dicha interpretación tiene efectos cuasinormativos a través de la vía del recurso de casación. Así, en vía civil, se contempla como motivo del recurso de casación el denominado interés casacional, que se produce “cuando la sentencia recurrida se oponga a doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo o resuelva puntos y cuestiones sobre los que exista jurisprudencia contradictoria de las Audiencias Provinciales o aplique normas que no lleven más de cinco años en vigor, siempre que, en este último caso, no existiese doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo relativa a normas anteriores de igual o similar contenido”, indicándose la misma situación cuando se trate de recursos de casación civil ante los Tribunales Superiores de Justicia (art. 477.3 LEC). En el ámbito Contencioso-administrativo, se prevé también a través del recurso de casación para la unificación de doctrina (art. 96 LJCA) o del recurso de casación en interés de ley (art. 100 y 101 LJCA), la resolución de controversias derivadas de la existencia de sentencias contradictorias y de discrepancias interpretativas y de aplicación de normas tanto estatales como autonómicas. Por su parte, en el ámbito Social, también se prevé la existencia del recurso de casación para la unificación de doctrina, cuyo objeto es asimismo resolver las contradicción entre sentencias dictadas en suplicación por las Salas de lo Social de los Tribunales Superiores de Justicia, o de éstas con sentencias del Tribunal Supremo, las cuales se producen por distintas interpretaciones de las normas jurídicas aplicadas. Así, la contradicción se produce cuando dos sentencias de las expresadas llegan a pronunciamientos diferentes “en mérito a hechos, fundamentos y pretensiones sustancialmente iguales” (art. 219 LJS). Por su parte, la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores también prevé la existencia de un recurso de casación para la unificación de doctrina con el objeto de unificar la doctrina de las sentencias dictadas en apelación por las Salas de Menores de los Tribunales Superiores de Justicia que fueran contradictorias entre sí con las de otra u otras Salas de Menores o con

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sentencias del Tribunal Supremo “respecto de hechos y valoraciones de las circunstancias del menor que, siendo sustancialmente iguales, hayan dado lugar, sin embargo, a pronunciamientos distintos” (art. 42.2 LM). Finalmente, el resto de las sentencias que dictan los juzgados y tribunales no tienen los efectos antedichos en el grado indicado, pero no cabe duda que la interpretación que efectúan de las normas jurídicas aplicadas tiene un valor significativo, especialmente cuando la interpretación es reiterada a nivel de sentencias de las Salas de los Tribunales Superiores de Justicia o de las Audiencias Provinciales, y especialmente, cuando su doctrina es compartida por distintos Tribunales Superiores o Audiencias Provinciales. En este sentido, la existencia de una resolución judicial sobre un asunto anterior similar al presente que se pretende resolver, crea una situación de precedente judicial, y la fuerza que ejerce dicho precedente es aún mayor si dicho precedente es reiterado y, además, proviene del mismo órgano judicial. En estos casos, a pesar de que la sentencia no tiene un carácter normativo según el Ordenamiento jurídico por sus efectos directos sobre el mismo o por establecer una interpretación vinculante en los términos que hemos visto, no cabe duda que genera una normatividad indirecta derivada de la pretensión de universalidad de toda sentencia judicial.

Santander, 23 de septiembre de 2015.

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