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Spanish; Castilian Pages 328 Year 2010
Rosa Chacel Memorias de Leticia Valle
LECTURAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS
VOL. 5
Lecturas Españolas Contemporáneas es una colección de textos literarios destinados a estudiantes que aspiran a hacer del español su segunda lengua. Su lectura, también, puede constituir un punto de partida para aquellos hispanohablantes que buscan una primera aproximación a la literatura actual en lengua española. Con esta finalidad, el texto, rigurosamente editado, va acompañado de una guía de lectura que sitúa al autor y la obra en su contexto y propone vías de comprensión e interpretación, a la vez que sugiere actividades para su utilización en clase.
Dirigen la colección: Javier Blasco e Isaías Lerner Comité Asesor Pilar Celma Víctor García de la Concha José Ramón González Jordi Gracia José Manuel del Pino Lia Schwartz Darío Villanueva
Rosa Chacel
Memorias de Leticia Valle Edición, introducción y guía de lectura Carmen Morán Rodríguez
Cátedra Miguel Delibes Iberoamericana Editorial Vervuert «2010
Reservados todos los derechos © Herederos de Rosa Chacel, 1945 © de esta edición: Iberoamericana Editorial Vervuert, 2010 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 | Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net y Cátedra Miguel Delibes, Valladolid www.catedramdelibes.com ISBN 978-84-8489-458-2 Depósito Legal: BI-2971-2010 Diseño de cubierta: Alexandre Lourdel Impreso en España por Grafo, S.A. The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706
ÍNDICE
PRESENTACIÓN
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1. Trayectoria vital y literaria de Rosa Chacel 2. Sus ideas
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3. Memorias de Leticia Valle
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MEMORIAS DE LETICIA VALLE
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MATERIALES PARA LA CLASE
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Glosario Propuestas de trabajo en clase Bibliografía Obras de Rosa Chacel. Cronología Bibliografía crítica (selección) Libros monográficos sobre Rosa Chacel Números monográficos de revistas dedicados a Rosa Chacel
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Entrevistas realizadas a la autora 319 Artículos, reseñas, noticias y capítulos o epígrafes de libros dedicados a la autora 321
PRESENTACIÓN
Memorias
de Leticia
Valle es, posiblemente, la novela
más conocida y leída de la vallisoletana Rosa Chacel, una de las escritoras con mayor relevancia en las letras españolas del siglo XX. Esta última afirmación —el interés e importancia de la autora que presentamos— hoy no se pone en tela de juicio; sin embargo, durante mucho tiempo Chacel fue escasamente conocida por el público y no demasiado atendida por la crítica. Entre las razones que explican esta temporal ignorancia pueden contarse su prolongado exilio, gran parte del cual transcurrió en Brasil — d o n d e las posibilidades editoriales de una escritora de lengua española eran mínimas—, además de las dificultades intrínsecas de una escritura que hace pocas concesiones a lo comercial y lo ligero. Las novelas de Rosa Chacel están muy lejos de pretender ser trepidantes: en ellas, la peripecia es un hilo m í n i m o que sirve para engarzar los estados de ánimo de los personajes, sus sensaciones y pensamientos, siempre descritos y analizados con mucha más morosidad y atención que los sucesos que los han desencadenado. Son novelas que revierten hacia el
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interior de los seres que retratan —en quienes siempre se refleja parcialmente la autora—, mucho más que hacia el exterior. Esto pone de manifiesto las conexiones de la escritura de Chacel con las Ideas sobre la novela (1925) de Ortega y Gasset, de quien la novelista fue seguidora ferviente (aunque un tanto particular, como veremos en el «Estudio preliminar»). Y revela también sus coincidencias con el nouveau román francés, si bien Chacel, que comienza a publicar en los años veinte, se adelanta varias décadas a este movimiento renovador de la narrativa, surgido en el ecuador del siglo XX: la escasa difusión que durante decenios obtuvieron las publicaciones de nuestra autora la despojaron del interés añadido de anticipar muchos de los hallazgos de la citada tendencia. Memorias de Leticia Valle es, además, la novela de Chacel que a la propia escritora más le satisfacía personalmente, a pesar de que su obra más ambiciosa fuese La sinrazón (1961) y de que la trilogía de La escuela de Platón, formada por Barrio de Maravillas (1977), Acrópolis (1984) y Ciencias Naturales (1988), fuese fruto de un proyecto alimentado durante largos años. El argumento de la novela es sencillo de resumir: Leticia Valle, una niña de doce años, cuenta cómo un año atrás conoció a doña Luisa, una pianista que le enseña nociones de música, y al esposo de esta, don Daniel, un intelectual; entre la niña y el matrimonio surgen una atracción recíproca y las lógicas tensiones. El proceso se convierte en un camino de aprendizaje para la protagonista y narradora de los hechos. Evitando distraer a los lectores con el cebo de lo escabroso,
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Chacel expone, bajo la coartada de una ficción que incluye algunos ingredientes autobiográficos, sus preocupaciones sobre las posibilidades de la mujer en la sociedad y en la cultura. Es este uno de los temas centrales de su pensamiento y su escritura, a pesar de que en repetidas ocasiones ella se declara contraria al feminismo y reivindica la cultura que históricamente ha sido construida por los varones. En realidad, la postura de Chacel es mucho menos conformista de lo que parece: niega la pertinencia del feminismo, pero porque considera que las mujeres deben ejercer todos los derechos y deberes que hasta el momento han sido propios de los varones sin detenerse en hacer reivindicaciones (ya que pedir., implícitamente, supone aceptar que los varones tienen el poder de conceder esos derechos). Y si afirma con gran rotundidad que hasta el siglo XX la cultura ha sido erigida por los varones, es para a continuación añadir que, en adelante, la mujer no solo podrá, sino que deberá participar en todos los órdenes de la historia de la Humanidad, sin detenerse en proclamas ni demandas, y tomando simplemente lo que le pertenece por derecho propio, en tanto que ser humano. Leticia Valle, la protagonista de esta novela, una niña de once años en el momento de los hechos que ella misma relata un año después, encarna esa idea de ser humano para el siglo que comienza —el siglo XX—, un ser humano que logra liberarse de las imposiciones de los roles de género, utilizarlas según su voluntad, y todo ello siendo una mujer. Estas ideas, sin embargo, no ahogan la ficción, que comprende, además, otras posibles lecturas derivadas de las
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fuentes de inspiración que la autora maneja en la construcción de una novela en apariencia sencilla pero de gran riqueza interpretativa. Así, Memorias de Leticia Valle constituye uno de los ejemplos españoles más notables del Bildungsroman femenino, a la vez que, por sus ingredientes autobiográficos, puede ponerse en relación con la literatura autodiegética tan fecunda entre las escritoras del siglo XX. En definitiva, la novela presenta una trama sugestiva —la historia de una fascinación intelectual y erótica entre una niña y un matrimonio que se ofrece para instruirla—, pero ofrece mucho más que la mera anécdota argumental, abriéndose generosamente al lector que sepa leer en profundidad.
ESTUDIO PRELIMINAR
1. TRAYECTORIA VITAL Y LITERARIA DE ROSA CHACEL
Si para cualquier escritor es cierto que conocer su vida puede ayudar a comprender mejor su obra, esto es especialmente válido para el caso de Rosa Chacel, debido a la fuerte carga autobiográfica que presentan sus novelas y que dota a todas ellas de una unidad de sentido. Como acertadamente ha señalado la estudiosa Cora Requena, Las novelas de Rosa Chacel cuentan con u n marcado carácter autobiográfico que confiere a su obra una unidad estructural y temática representada por medio de ciertos datos, acontecimientos, estructuras narrativas y, especialmente, tipos de personajes q u e aparecen u n a y otra vez en cada u n a de sus novelas y que hallan su referente explícito en los textos chacelianos autobiográficos [...] (2000: 15).
Junto con esta motivación autobiográfica, el otro pilar fundamental de la obra de Rosa Chacel es el tema de la mujer, a pesar de que ella negase repetidamente, en artículos
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y entrevistas, que esto fuese una preocupación para ella, e incluso que dicho tema de la mujer debiese existir como tal. Memorias de Leticia Valle nos dará ocasión de profundizar en este contradictorio aspecto de la escritora, pues en esta novela los dos componentes —autobiografía y discusión sobre el papel de la m u j e r — aparecen indisolublemente entrelazados y constituyen el tema principal de la obra, al servicio del cual está puesta la peripecia del relato. El 3 de junio de 1898 nace Rosa Chacel en Valladolid, donde se desarrollan sus primeros diez años de vida. La autora siempre concederá una importancia crucial a este periodo, que rememora en su autobiografía de infancia Desde el amanecer (1972), texto que presenta varios puntos en común con algunas de sus obras de ficción, en particular con Memorias de Leticia Valle y Barrio de Maravillas. La familia de la futura escritora tiene una posición económica modesta, pero un vivo interés por la vida cultural e intelectual, que transmite a la pequeña. En ese ambiente, Rosa crece y capta cuanto la rodea: olores, tonalidades de luz y palabras, sobre todo palabras. Cuando la futura escritora tiene dos años y medio, nace su hermano, que morirá seis meses después. Así pues, se cría como hija única (su hermana Blanca nace mucho después, cuando ella es ya una adolescente) y recibe todas las atenciones de sus familiares. Sin embargo, apenas tiene trato con otros niños, ya que no acude a la escuela de forma regular. Solo asiste al colegio de las carmelitas durante una breve temporada (experiencia que prestará al personaje de Leticia Valle, que también acu-
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de por poco tiempo a la escuela de Simancas). Esto se debe, por un lado, a las alteraciones nerviosas y terrores nocturnos que la futura escritora sufría, y, por otro, a que sus padres confiaban más en la formación que ellos mismos podían darle en casa. La madre, Rosa-Cruz Arimón, que había sido maestra, se ocupa de las lecciones de cultura general de la niña. Desde sus primeros años esta muestra una rara precocidad: si creemos lo que ella misma cuenta en Desde el amanecer, aprendió a hablar a los cinco meses y a los tres años ya sabía leer. Pero más importante que la veracidad de este dato es el hecho de que la propia Chacel lo haya declarado así en su autobiografía de infancia: esto significa que mediante su propia escritura ella desea presentarse con ese rasgo de precocidad ante los lectores. Tal proceder no es raro en mujeres intelectuales inmersas en sociedades donde el sexo femenino no se encuentra plenamente incorporado a la vida cultural y responde al deseo de señalarse y explicarse a sí mismo como un ser especial, excepcional. También este rasgo lo hereda Leticia Valle, quien en varios pasajes se describe a sí misma como extraordinariamente perspicaz, superior no solo a las niñas que la rodean, sino incluso a los adultos. La pequeña Rosa lee a autores como Julio Verne, Walter Scott y Alejandro Dumas, y las revistas Blanco y Negro e Ilustración Iberoamericana. También se aficiona al teatro clásico, a la ópera y la zarzuela. Estas vivencias quedarán fijadas, ancladas en su psique, y volverán a menudo en la madurez, bien reflejadas como recuerdos en sus diarios, bien bajo la
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forma de escenas e imágenes recreadas en sus novelas. Su cultura y su curiosidad se acrecientan, pero en el futuro su autodidactismo será una desventaja entre los jóvenes creadores vanguardistas, gran parte de los cuales había pasado por las aulas y gozaba del refrendo de un título académico. Como remedio a los nervios de la niña, la llevan a pasar un verano en Rodilana, un pequeño pueblo castellano que Chacel rememora en varios escritos. También las ensoñaciones que perturbaban su psique infantil son evocadas en Desde el amanecer y en algunas entrevistas (por ejemplo, Porlan 1984: 15-18), y seguramente inspiraron a la autora a la hora de describir las fantasías de Leticia Valle. Pronto, la niña Rosa muestra su inclinación y facultades para el dibujo. Su padre empieza a enseñarle, proponiéndole modelos para copiar que después corrige con mucha exigencia, pero, ante las mejoras de la niña, pronto decide enviarla a la Academia de Arte. A pesar de que por su corta edad —corría 1 9 0 6 — no podía matricularse, Rosa es admitida gracias a que su padre conocía a uno de los profesores. En marzo de 1908, poco antes de cumplir diez años, la familia se instala en Madrid, concretamente en el barrio de Maravillas —actualmente llamado Malasaña—, que en las primeras décadas del siglo XX era una zona habitada por familias de la clase trabajadora, pequeños propietarios, etc. La futura escritora y sus padres viven en casa de la abuela y las tías maternas de la niña. Con la primera, las relaciones de la niña son difíciles desde el principio. Más adelante, Rosa aprovechará estas experiencias y el Madrid conocido y
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vivido entonces para los tres libros que conforman la trilogía llamada La escuela de Platón-. Barrio de Maravillas (1977) —en el que más protagonismo tiene la ciudad de Madrid, y concretamente el barrio aludido—, Acrópolis (1984) y Ciencias Naturales (1988). Volveremos a mencionar estas obras cuya semilla se encuentra aquí, en los años pasados por una Rosa niña ya entrando en la adolescencia. Con once años, se matricula en la Escuela de Artes y Oficios de la calle de la Palma, en el mismo barrio de Maravillas, para estudiar dibujo. Más adelante se traslada con sus padres a la calle Castelló, en el barrio de Salamanca, algo que vive como una liberación de «la coacción de [su] imperiosa abuela» y como el comienzo de un conocimiento más profundo del «Madrid ansiado y al fin conseguido»; así lo afirma la autora en su «Autobiografía intelectual», recogida en el tercer volumen de su Obra completa (1993: 67). Cuando Rosa tiene dieciséis años, nace su hermana Blanca. Poco después, en septiembre de 1915, la joven ingresa en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, movida por su deseo de dedicarse a la escultura. Allí tiene como maestros a Julio Romero de Torres y a don Ramón del ValleInclán, figura poderosamente atractiva para cuantos se adentraban entonces en la aventura intelectual. En las clases de San Fernando conoce también al que será su marido, el pintor extremeño Timoteo Pérez Rubio. Durante su paso por la Academia, además, Chacel descubre la madrileña Sierra del Guadarrama, al igual que tantos otros jóvenes seguidores de los preceptos pedagógicos de
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la Institución Libre de Enseñanza, que promueve el cultivo del espíritu manteniendo el contacto con la naturaleza y practicando el excursionismo y los deportes al aire libre. A pesar de que ella no había asistido a las clases de la Institución Libre de Enseñanza y carecía de estudios reglados, Chacel participa con sus contemporáneos institucionistas del interés por las afueras madrileñas. En 1918 abandona, sin concluir sus estudios, la Academia de San Fernando, debido en parte a que su madre atribuye sus constantes catarros al ambiente húmedo de los sótanos de la escuela, pero sobre todo porque comprende que su gusto clasicista no se aviene con las corrientes vanguardistas que en ese momento imperan en las artes plásticas. Comienza entonces a frecuentar tertulias en cafés como la Granja del Henar, la Cacharrería del Ateneo y la Botillería de Pombo. Sin embargo, nunca se encontrará totalmente a gusto en estos ambientes: «Yo asistí algunas veces a esas tertulias. Muy pocas, porque iba con un sacrificio enorme. Para mí era un martirio chino» (Porlan 1984: 24). Aunque no es difícil suponer que su condición femenina dificultó su integración en estos círculos, la autora evita señalar ese hecho como causa de su incomodidad o de la de los otros tertulianos hacia ella. En ese mismo año conoce a la que será una de sus amistades más sólidas, Concha de Albornoz. El ambiente cultural donde esta joven Rosa más a gusto se encuentra es el Ateneo, que comienza a frecuentar hacia 1918 y que recordará durante toda su vida como importante estímulo de su formación. Allí pasa largas horas leyendo a
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quienes siempre consideró sus padres intelectuales: Platón, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Shakespeare, Dostoyevski, Maeterlinck, Balzac, Flaubert, Rubén Darío... Además, en el Ateneo se ejercita como polemista: tenemos noticia de una «Réplica a las alusiones de la señorita Chacel en su conferencia acerca de La mujer y sus posibilidades», con la que nuestra autora habría respondido a una Memoria titulada ¿ Que' situación e influencia tuvo la Mujer en las pasadas sociedades y cuáles tendrá en las futuras?, presentada en el Ateneo por un tal V. Lillo (Sobejano 2004: 523). Desafortunadamente, no se ha conservado este primer «ensayo» de la autora de Memorias de Leticia Valle, pero su título basta para probar que desde sus inicios en el pensamiento y la escritura elige reflexionar sobre la mujer, su esencia y sus circunstancias, tema al que volverá incesantemente en su obra, a pesar de que con igual insistencia reniegue de él. En estos años cultiva también la poesía, sin duda la faceta menos conocida de su producción literaria; pero la autora fue siempre consciente de que esta era una parcela menor dentro de su escritura. Es en la novela donde encuentra Chacel el medio idóneo para expresar mediante la ficción sus ideas sobre el mundo y, particularmente, sobre el lugar de las mujeres en el mundo, en el pasado y en la actualidad, tal y como declara en «Mis viajes», texto escrito para un programa radiofónico y recogido en el cuarto volumen de su Obra completa (1993: 591-592). Como ya hemos dicho, el predominio de las corrientes vanguardistas en la escultura hacen desistir a Rosa, clasicista
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convencida, de esta primera vocación. Sin embargo, en literatura sí será seducida por un ismo\ el ultraísmo, que reclama una escritura que no imite a la realidad, sino que constituya una realidad suficiente en sí misma. Fruto de su acercamiento a esta corriente vanguardista es una breve prosa, «Las ciudades», que aparece en 1922, en el número dos de la revista clave del movimiento, Ultra. Tanto ese texto como el titulado «El amigo de voz oportuna» (publicado en el mismo año en ha Esfera) participan de la importancia que el ultraísmo daba a la metáfora y el encadenamiento de imágenes. En abril de 1921 contrae matrimonio con Timoteo Pérez Rubio. A Timoteo —Timo, siempre, en los escritos de Chacel— le habían concedido una beca para estudiar en la Academia de España en Roma, y ambos querían que ella le acompañase. Pero irse juntos sin casarse hubiera supuesto un disgusto con sus familias y una cláusula en la beca determinaba que el beneficiario debía ser soltero. Timo y Rosa acuden a diversas autoridades para lograr un acuerdo. Finalmente, el problema se resuelve gracias a un permiso especial de Alfonso XIII para que, aun casado, el joven pintor pueda disfrutar la beca. Así pues, Timoteo Pérez Rubio y Rosa Chacel contraen matrimonio y parten a Roma en 1922. En la maleta de la escritora en ciernes, según ella misma cuenta, iban las Obras completas de Freud y la novela autobiográfica de James Joyce The Portrait of the Artist as a Young Man., como señala Rodríguez Fischer en su «Introducción» a Barrio de Maravillas (1993a: 12). La influencia
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de ambos autores será patente en Chacel, al igual que en otros jóvenes intelectuales de los años veinte y treinta. Durante su estancia, Rosa Chacel y Timoteo Pérez Rubio viven la Roma del fervor fascista: «nosotros llegamos cuando estaban en el puente todavía del Tíber las alambradas de la llegada del fascismo, de la marcha sobre Roma», recordará la escritora muchos años después, en una entrevista concedida para el programa de la Radio Televisión Española «A fondo». Durante el tiempo transcurrido en Roma, Chacel lee a Ortega y Gasset, que le cautiva primero por su prosa y luego por su pensamiento. El encuentro personal con el filósofo tendrá lugar más tarde, a finales de 1927, cuando Chacel regrese a Madrid. Pero el contacto con las ideas promovidas por Ortega y su círculo intelectual se había producido ya en esta temporada romana, dejando una profunda huella en la autora, que siempre se consideraría discípula del filósofo (aunque una discípula, como veremos, bastante rebelde). Sin embargo, no todo fueron lecturas: hubo también excursiones por Italia y otros países europeos. En «Mis viajes», Chacel menciona los siguientes destinos: Venecia, Burano, Murano, Torcello, Asís, Siena, Innsbruck, Munich, París, Normandía, Londres, Capri y Ravello (Obra completa, 4, 1993: 596-597). Perciben en estos lugares el ambiente vanguardista que impregna Europa, estableciendo un vínculo estético entre los jóvenes: «Futurismo, juventud del espíritu, gracia, novedad intensa, profunda. Extravagancia a la que se asiente plenamente. Cierta sorprendente fraternidad,
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cierta satisfacción de ver que se realiza lo que anhelábamos» (ibíd.: 597). Desde un punto de vista creativo, son también años productivos: en Roma, en el invierno de 1925 a 1926, escribe Chacel su primera novela, Estación. Ida y vuelta, plasmación literaria de las ideas filosóficas y estéticas que Ortega había expuesto en sus ensayos La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (ambos de 1925). La trama, simplificada al máximo, es intencionadamente convencional: el desarrollo de un triángulo amoroso formado por el protagonista varón y dos mujeres. Lo novedoso es que prácticamente se elimina el elemento sentimental, obligado en las muchas novelas del siglo XIX con igual o similar argumento. Se rechaza el realismo: los protagonistas ni siquiera tienen nombres, quedan reducidos a formas pronominales. El argumento (que en principio no tenía nada de original) es una mera excusa para lo que verdaderamente importa: la indagación en la conciencia del individuo, en su percepción de sí mismo y de la realidad, y la reflexión metaliteraria sobre la propia novela. U n o de los elementos más desconcertantes de la novela, externo a ella pero que condiciona su comprensión, es la declaración que la autora hace en el prólogo a la primera edición del libro: «Aunque no coincide con casi ningún hecho de mi vida, le considero autobiográfico» ( Estación. Ida y vuelta, 1996: 85). Esta afirmación de identidad con un personaje masculino la repetirá con La sinrazón. C o m o Mangini ha señalado en la «Introducción» de su edición de Estación. Ida y vuelta,
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Pareciera ser que la identificación de Chacel con sus contemporáneos masculinos fue tan intensa que encontró necesario que un hombre fuese el portavoz de sus ideas. Q u i z á el hecho de q u e ella no haya creído en la existencia de una literatura exclusivamente femenina también la impulsó a utilizar protagonistas masculinos en estas primeras novelas (1996: 50).
Las influencias literarias señaladas por la crítica en Estación. Ida y vuelta, además de la de Ortega, son Dostoyevski y Proust. En septiembre de 1927, Rosa y T i m o t e o regresan a Madrid y se instalan en un piso situado en el número cinco de la Plaza del Progreso (hoy, Plaza de Tirso de Molina). El regreso está marcado por la ilusión, aunque también por la incertidumbre. La escritora reanuda sus lazos directos con la vida intelectual española, que la estancia en R o m a no había roto, pero sí reducido. Cultiva la amistad de otros intelectuales como la filósofa María Zambrano, la pintora surrealista Maruja Mallo o el matrimonio formado por los escritores Rafael Alberti y María Teresa León (con quienes entablará una amistad más íntima en Berlín, pocos años después). Pero, como ya le había sucedido antes de partir a Roma, Chacel siente que no encaja en los ambientes sociales y culturales de la capital. Los motivos que según ella misma explican esta marginación son varios: era autodidacta en una élite de personas con formación universitaria, provinciana en la capital, no gozaba de una situación económica próspera, su carácter resultaba áspero, su presencia física no
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respondía a la moda... Por lo general, Chacel evita cuidadosamente acusar a sus compañeros de la vanguardia de haberla marginado por ser una mujer, desviando la culpa hacia otras razones, y a veces incluso asumiéndola ella misma. Así, por ejemplo, cuando asegura en una entrevista «Es que yo soy antipática, ¡en serio! Sí, sí, en serio» y que la entrevistadora, Shirley Mangini, le sugiere que otros escritores antipáticos han sido aceptados en el sistema, y que tal vez sea su sexo femenino la razón principal de su apartamiento, Chacel se resiste y elude la respuesta: «A lo mejor... yo a eso nunca presté atención. ¡El caso es que no caigo bien, no encuentro un grupo donde yo pueda caer!» (Mangini 1987: 10). Incluso cuando admite que el ser mujer ha podido influir de algún modo en que los cenáculos literarios le hayan sido hostiles, procura ligar esa razón a otras (su precaria posición económica, su origen provinciano, su aspecto físico): M i s dificultades ante el m u n d o no han sido nunca literarias. H a n sido, en realidad, dificultades sociales: la dificultad de no haber tenido nunca una peseta. Si buscamos algo que se pueda llamar culpa, tengo q u e reconocer q u e es toda mía: una especie de torpeza que puede parecer vanidad y que ¡tal vez lo sea! pero que yo viví como consustancial estética. Eso es todo; no supe desenvolverme en el mundo como mujer sin una peseta, cosa q u e tanto he visto realizar gloriosamente a mujeres llenas de espíritu, de arte y de todo lo que quieras [...]. Yo no supe hacer lo que está bien más que dentro de mi cabeza; ante el m u n d o era una paletita castellana. Para remate, a esa edad ya empecé a ser gordita —siempre fui pequeña—, nunca pude
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alcanzar la elegancia de la sencillez. Eso ha sido uno de los grandes tormentos de mi vida (ibíd.: 10-11).
Para explicar su incomodidad en la tertulia de la Revista de Occidente tampoco alude a su condición de mujer, aunque al mencionar a su aspecto físico permite adivinar que el sexo sí tuvo que ver en su exclusión: «Me siento mal entre los sabios. [...] Si a eso añades lo de siempre: mal vestida... figúrate, me sentía perfectamente desgraciada» (Porlan 1984: 21). En la misma entrevista, Chacel admite, excepcionalmente, que su sexo fue la causa directa de su marginación, pero lo hace tras asegurar que su falta de éxito social se ha debido a su aspecto físico: «[...] ahí viene lo de ser mujer. Los hombres no han sufrido eso, pero las mujeres sí. Un hombre gordo y mal vestido podría haber triunfado desde un principio. Pero una mujer, no» (ibíd.: 86). El regreso de Rosa y Timo a Madrid se había producido en 1927, año clave en la vanguardia española. Sin embargo, la escritora afirma repetidamente que su llegada tuvo lugar cuando el gran momento de eclosión ya había pasado. Tal vez esta afirmación sea una estrategia para justificar su exclusión de algunos proyectos de vanguardia, como la colección «Nova Novorum», creada por iniciativa de Ortega para publicar a los jóvenes narradores que proponían una renovación de la novela, es decir, aquello sobre lo que el propio Ortega había teorizado en Ideas sobre la novela y que Chacel había tomado como pauta para componer su Estación. Ida y vuelta. En la ya citada entrevista televisiva, la
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escritora recuerda que envió esta novela a Ortega antes de conocerle en persona, pero que esta se extravió temporalmente y que, por esa causa, él tardó en leerla, aunque después de hacerlo afirmó que le encantaba e invitó a Chacel a participar en la Revista de Occidente. Lo cierto es que el primer contacto entre la joven autora y el filósofo fue menos plácido de lo que las líneas anteriores sugieren. Ortega no incluyó el libro en «Nova novorum», como hubiese cabido esperar (y como la propia Chacel posiblemente esperaba). En lugar de eso, publicó solo el primer capítulo en la Revista de Occidente, en 1928. Además, hizo notar a la autora el parecido de la novela con las obras del francés Jean Giraudoux, lo que despertó la indignación de Chacel, que aseguró no haber leído nunca al francés. Ella misma recuerda la escena en un artículo titulado «Ortega» en el que evoca su relación con el filósofo: «Mi cólera no se apaciguó ni con los elogios que formuló sobre mi prosa, ni con su actitud encantadora; cortés, levemente galanteadora» (Obra completa, 3, 1993: 421). Estas palabras resumen el signo que marcaría el trato entre Ortega y Chacel. Ella no dudaba en considerarle maestro y en considerarse a sí misma como su seguidora más destacada y fiel, lo que resultaba evidentemente una provocación, cuando entre los discípulos de Ortega se encontraban filósofos con estudios universitarios, como María Zambrano o Julián Marías, que eran los seguidores «oficiales» del autor de La rebelión de las masas. En cuanto a Ortega, son conocidas su ideas sobre las mujeres: siempre con aquella actitud galante que repetiría fallida-
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mente ante Chacel, no le costaba reconocer la belleza o el encanto como cualidades femeninas..., reservando la creatividad, el pensamiento y las aptitudes intelectuales para los varones. La escritora representaba por sí misma una contestación a esas teorías: «Yo no era una discípula en la Facultad, yo no era una dama exquisita galanteable: yo era un alma ibérica que le encocoraba [= fastidiaba], pero que entendía y situaba en el renglón de la confianza intelectual, por constatar la rectitud de mi adhesión» (ibíd.: 432). La insistencia de Chacel en reconocer a Ortega como maestro es, pues, un certero golpe contra la actitud de este hacia las mujeres, porque, ¿cómo explicar que su discípulo más aventajado, y sobre todo el que con más insistencia y fidelidad proclamaba su magisterio, fuese... una mujer? Estas ambiguas relaciones con Ortega, cuya filosofía y estética Chacel suscribe, pero cuyas ideas sobre la mujer contradice con su mera existencia, quedarán plasmadas de manera simbólica en Memorias de Leticia Valle, como más adelante veremos. El regreso es, sobre todo, la ocasión para que todo lo asimilado en Europa cuaje, por fin, en obra escrita. Ahora la nueva escritora publica con cierta asiduidad, principalmente en La Gaceta Literaria y la Revista de Occidente, textos de naturaleza varia: ensayos (como «Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor», del que en seguida hablaremos), relatos (como «Chinina Migone», una pieza magistral), reseñas teatrales, críticas cinematográficas y poemas. La edición de Estación. Ida y vuelta completa tendrá lugar en 1930, dos años después de que el primer capítulo se
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publique en la Revista de Occidente. La novela pasó bastante desapercibida no solo para el público (lo que era de esperar, pues su estética antivanguardista resultaba antipopular por definición), sino también para los críticos afines a la nueva narrativa. Esto último, sin duda, supuso una gran decepción para su autora, que se añadía a la suscitada por los comentarios de Ortega. En 1931 sale en la Revista de Occidente su primer ensayo, «Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor». El título, intencionadamente abstracto, no permite adivinar la tesis del artículo. En él Chacel rebate las teorías de Jung y Simmel sobre la mujer. Especial contundencia aplica en su refutación de los postulados de este último: para Simmel, la cultura conocida hasta el siglo XX era de signo masculino; a partir de la Modernidad, los avances de las mujeres en todos los campos tendrían como resultado la creación de una cultura femenina, distinta de la masculina, y con características diferentes. Chacel rechaza completamente esta separación y afirma que la cultura ha sido masculina porque las mujeres, históricamente apartadas de la educación y la formación crítica, no podían incorporarse a ella, pero que en adelante podrán y deberán sumarse a esa cultura, sin buscar lo específicamente femenino (que para ella sería un gueto). Es. importante advertir que, al criticar a Simmel y Jung, Chacel estaba implícita pero claramente enfrentándose a Ortega (a quien, sin embargo, cita en dos únicas ocasiones): el filósofo español admiraba la obra de ambos pensadores y había contribuido a difundirla a través de la Revista de Occidente.
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Y es precisamente en las páginas de esta en las que Chacel decide publicar su contestación, en un claro acto de rebeldía solo parcialmente encubierta. U n a nota a pie de página al final del «Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor» deja abierta la posibilidad de ampliar el trabajo y profundizar en lo apuntado en él; años más tarde la escritora cumplirá este propósito mediante un extenso ensayo iniciado en Nueva York y titulado
Saturnal.
En 1928, Ortega alienta una colección titulada «Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo XIX», que dirigirá Melchor Fernández Almagro, con una doble intención: por una parte, paliar la falta de biografías de que adolecen las letras españolas; y, por otra, reconciliar a los jóvenes intelectuales de los años veinte con el siglo XIX, pues los frutos culturales e históricos de este periodo en España, lejos de suscitar en ellos interés, solo provocaban su rechazo. Se publicaron veintiocho títulos, entre los que destacan Avina-
reta, de Pío Baroja; Luis Candelas, de Antonio Espina; Osuna, de Antonio Marichalar; y los tres escritos por Benjamín Jarnés, Sor Patrocinio, Zumalacárreguiy Bécquer. El encargo que Ortega reservaba para Rosa era escribir la vida de Teresa Mancha, la amante de José de Espronceda, el poeta romántico autor de El estudiante de Salamanca y El diablo mundo (donde se incluye el extenso « C a n t o a Teresa», que relata la suerte corrida por esta mujer). C o n su encargo, Ortega planteaba a Chacel un difícil reto, ya que prácticamente no existía documentación acerca de Teresa Mancha y, en cualquier caso, a diferencia de lo que sucedía con el resto de los
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protagonistas de la colección —hombres ilustres o destacados por algún aspecto de su personalidad o sus actividades—, toda la celebridad de Teresa Mancha se debía exclusivamente a haber sido amante de Espronceda y al canto que este había escrito después sobre ella. Probablemente, Ortega intentaba que Chacel, al asumir esta tarea, constatase que el papel de la mujer en la historia era pasivo y secundario respecto del hombre. Además, la falta de datos sobre ese personaje histórico femenino hacía prever que la biografía resultante tendría como protagonista a Espronceda y dejaría a Teresa Mancha únicamente en segundo plano, como acompañante circunscrita a la faceta doméstica y amorosa de un hombre que había desarrollado una importante obra como poeta y como político, y que, por tanto, gozaba de una dimensión pública e histórica. Así, la tesis de Ortega sobre el papel de las mujeres en la cultura y el proceso histórico hubieran quedado probadas. Pero Chacel no hizo eso: reunió con esfuerzo toda la información que pudo, y que fue muy poca. El célebre «Canto a Teresa» no le merecía estimación a causa de su romanticismo estereotipado y tópico, y la pobreza de los testimonios de Espronceda y otros contemporáneos eran para la escritora una prueba, no de la falta de interés de Teresa como personaje, sino de la cortedad de miras de sus coetáneos varones. Chacel se dispuso a cumplir el encargo, pero se demoró en la escritura y llegó 1936. El estallido de la Guerra Civil significó el fin de la colección animada por Ortega, y poco después Chacel saldría para Francia e iniciaría —sin saberlo entonces— un largo exilio.
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De Teresa —novela ya, y no biografía en el sentido más estricto del término— apareció una primera versión en 1941, en Buenos Aires (editorial Nuevo Romance). Más tarde, la escritora, insatisfecha con el estilo de la obra, hizo importantes cambios destinados principalmente a disminuir la imitación del lenguaje romántico; pero este nuevo texto no vio la luz hasta 1963 (publicación a cargo de la madrileña editorial Aguilar). Durante los años sesenta y, sobre todo, setenta, Teresa fue quizá la novela más conocida de su autora en España; más adelante, sin embargo, algunos críticos la han considerado una obra menor dentro de la producción de Chacel, por tratarse de un trabajo de encargo. Creo que no es en absoluto así: Teresa surgió como un encargo, pero la autora la convirtió en una obra personal (prueba de ello es que no abandonase el proyecto cuando la colección para la que se lo habían encargado se esfumó, que terminase y editase el libro, y que más tarde revisase esa primera edición para publicar la novela de nuevo). Además, el hecho de que se trate de la única novela histórica de Chacel no la aparta totalmente del resto de la obra de la autora, tan unitario: como en sus otros escritos, en Teresa el tema central que subyace al argumento es la mujer y sus posibilidades de realización en un contexto histórico particular (en unas circunstancias, como hubiera dicho Ortega). Incluso puede leerse de forma complementaria con Memorias de Leticia Valle, ya que Teresa es una reflexión sobre la experiencia de ser mujer en el siglo XIX y Leticia propone un modelo de mujer para el siglo XX, como tendremos ocasión de ver.
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En 1930 nace el único hijo de Rosa Chacel, Carlos, y en ese mismo año se publica Estación. Ida y vuelta. En 1933, en medio de una crisis personal motivada por la muerte de su madre y, tal vez, por desavenencias matrimoniales, viaja sola a la capital alemana. Allí permanecerá seis meses. Lleva consigo una carta de presentación de Ortega y Gasset para el profesor Gamilscheg. En la Universidad de Berlín conoce y traba amistad con el hispanista venezolano Ángel Rosenblat, e imparte una conferencia sobre la novela española contemporánea en el Departamento de Español. También en esta ciudad coincide con Rafael Alberti y María Teresa León, con quienes estrecha los lazos de amistad ya iniciados en España. Los tres son testigos de la creciente violencia del nazismo en Alemania. Sin embargo, también hay tiempo para la creación literaria: es en este Berlín prebélico donde se gesta el libro de sonetos surrealistas^ la orilla de un pozo, que comprende, entre otros poemas, dos dedicados a Alberti y a María Teresa León. Más tarde, ya en el exilio, coincidirá con ellos de nuevo, aunque ya sin la cercanía que se había producido en aquel paradero peligroso del que, sin embargo, Chacel escribe: «guardo un recuerdo inmejorable de aquella hermosa y caleidoscópica ciudad» («1933», Obra completa, 4, 1993: 627). Rosa regresa a España y continúa su actividad literaria. En 1936 publica el libro A la orilla de un pozo en Ediciones Héroe (la editorial de Manuel Altolaguirre). Lo componen treinta sonetos: un molde clásico para una voz impregnada de surrealismo.
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En julio de ese mismo año estalla la Guerra Civil. Aunque nunca participa de forma activa en la política —como sí hacen Rafael Alberti y María Teresa León, miembros del Partido Comunista—, Rosa permanece del lado de la República: firma el «Manifiesto Fundacional de la Alianza de Intelectuales Antifascistas» y presta servicios como enfermera en un hospital. La literatura se incorpora a la lucha mediante revistas de tono beligerante, como El Mono Azul y Hora de España. Publica en ambas, aunque nunca supedita su escritura a ninguna causa, y rechaza que la literatura deba ponerse al servicio de nada que no sea ella misma, ni siquiera en nombre de la ética o la justicia. Decide abandonar Madrid para trasladarse, con su hijo, a Barcelona. Poco después pasa a Valencia, y desde allí a París, en febrero de 1937. En sus recuerdos, no dudará en llamar a este nuevo viaje «la escapada», como si acusándose ella primero quisiese conjurar cualquier acusación de deserción, de cobardía, que se le pudiese hacer. Mientras tanto, Timo había sido nombrado presidente de la Junta de Defensa del Tesoro Artístico Nacional1 y fue precisamente esto lo que les permitió a Rosa y Carlos cruzar la frontera francesa:
1 El cometido de este organismo era tratar de impedir que el patrimonio artístico español, y en particular los fondos del Museo del Prado, se viesen expuestos durante el asedio de Madrid a bombardeos, saqueos, etc. Para ello trasladaron las obras a Valencia, primero, y más tarde a Francia, desde donde se transportaron a Suiza. Cuando finalmente Franco ganó la guerra, el Tesoro Artístico Nacional salvado por defensores de la República fue entregado a la dictadura.
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La escapada... No sé si habrá habido otros que se hayan atrevido a dar este nombre al exilio: yo lo adopto porque el mío lo fue. Podría haberme quedado, claro que con gran riesgo, pero ese riesgo lo corrieron muchos: unos cayeron, otros no. Una circunstancia muy particular, aquel famoso trasiego de las obras de arte, nos facilitaba el paso de la frontera. Yo la pasé, con mi hijo: el que había tomado sobre sí la enorme carga [se refiere a Timo] iba y venía de cuando en cuando («Mis viajes», Obra completa, 4, 1993: 597). La escritora expresa su culpa sin buscar paliativos, antes bien, enfatizándola de manera provocadora. Esto se aprecia con claridad en el siguiente pasaje, donde Chacel comienza vinculando la cobardía y la pasividad a la mujer, para luego alegar que esas actitudes corresponden al rol de las mujeres en el pasado. Tal enfoque historicista es una constante en todos los escritos de Chacel sobre la mujer, y en parte se encuentra recogido en la dimensión simbólica de Memorias de Leticia Valle. Debo confesar [...] que me comporté ante los sucesos bélicos, como una mujer. Veo la cólera de mis oyentes femeninas, porque la verdad es que las mujeres de mi tiempo se comportaron como los más atrevidos guerreros; que quise decir como una mujer antigua —ya sé que las hubo bravias— yo fui como las que cerraron los ojos y se metieron en un convento que era lo que se llevaba. Bueno como lo del convento no era oportuno, me retraje en lo más posible [...]. Yo publiqué en la revista de gloriosa memoria: Hora de España y nada más («Invitación a la Escuela», Obra completa, 3, 1993: 327-328).
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Madre e hijo se instalan en el hotel Médicis de la capital francesa, donde coinciden con Luis Cernuda, por quien Chacel sentía admiración y amistad. En 1938 es invitada a pasar una temporada en Grecia por su amigo Máximo José Kahn, intelectual judío de origen alemán, entonces destinado en la embajada española en el país helénico. A pesar de que ansia visitar la cuna del clasicismo, duda: emprender un viaje de placer en una situación tan grave le parece inmoral. Kahn insiste y finalmente Rosa y su buena amiga Concha de Albornoz se reúnen allí con otros amigos comunes, como el escritor griego Nikos Kazantzakis y su esposa Eleni. Al cabo de unos meses, es necesario regresar. Pero ¿adonde? A España no es posible: las noticias confirman que la victoria del bando franquista es inminente. Hay que volver a Francia. Con sus pasaportes de la República española, Chacel y su hijo no pueden hacer escala en la Italia fascista, de manera que se ven obligados a ir a Egipto para tomar allí un barco francés, el Champollion. Corre el mes de marzo de 1939. Desembarcan en Marsella y desde allí viajan Carlos y Rosa a Suiza, donde se reúnen con Timo, que participa en la última etapa de la salvación del Tesoro Artístico Nacional, su depósito en la Sociedad de Naciones, en Ginebra. La familia pasa unos meses en Suiza, hasta que se desencadena la Segunda Guerra Mundial. Con expresión sencilla y certera, Chacel expresa todo el alcance de este nuevo horror: «¡La otra guerra!... Eran tan próximas que nos
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costaba trabajo ver que era otra» («Mis viajes», Obra com-
pleta, 4, 1993: 599). Otra guerra, pues; otra escapada, cuando aún no se había puesto fin a la primera... T i m o , Rosa y Carlos se trasladan a Francia, a un París en guerra que no puede ya darles acogida, y que solo hace las veces de inseguro refugio desde el que preparar la huida a América. Deciden pues mudarse a Burdeos, donde aguardan hasta poder partir al destino decidido: Brasil. D e esta época data el inicio de sus diarios: la primera anotación la hace el 18 de abril de 1940. Sin embargo, tras un par de entradas, abandona estos cuadernos, para retomarlos en 1952 de manera más regular. Los diarios de Chacel constituyen una interesantísima fuente de información para conocer los avatares de sus proyectos literarios y otros pormenores de su vida, a pesar de las amplias lagunas que hay en ellos (extensos periodos de tiempo en los que no escribe, o se limita a hacer anotaciones mínimas), y a pesar también de la parquedad con que trata la dimensión emocional e íntima de su vida. Se publicarán a comienzos de los años ochenta en dos volúmenes: Alcancía: Ida (que comprende hasta el año 66) y Alcancía. Vuelta (desde el 67 hasta el 81) 2 . Tras esta publicación, Chacel continuaría la escritura de sus diarios: se publicó un tercer volumen, postumo,
2 L a escritora eligió para llamar a sus diarios esta palabra castellana, alcancía-, q u e significa 'hucha', p o r q u e c o n s i d e r a b a estos c u a d e r n o s d e anotaciones c o m o el p e q u e ñ o recipiente en q u e se atesoraban las experiencias que, de otro m o d o , el tiempo borraría por completo.
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Estación Tèrmini, en el que las anotaciones se interrumpen pocos meses antes de fallecer la escritora. Los tres exiliados llegan finalmente a Río de Janeiro el 30 de mayo de 1940. A causa de la lengua3 y de algunas diferencias con intelectuales brasileños4, Chacel no logra integrarse en el ambiente cultural. En sus diarios son muchos los comentarios que traslucen las frustraciones cotidianas de su vida en Brasil, derivadas en su mayor parte de una situación económica ajustada. Como contrapartida, la escritora entabla profundas amistades: así, la del poeta Vito Pentagna. Para que Carlos no pierda la lengua española le envían a estudiar a Buenos Aires. Esto ofrece a la escritora una posibilidad para escapar temporalmente de la reclusión idiomàtica y literaria de Río de Janeiro. Durante dieciocho años, Rosa va y viene de Río a Buenos Aires, donde encuentra a viejos amigos como Juan Gil-Albert o Máximo José Kahn, y una infraestructura literaria y editorial vital para los escritores del exilio. En Argentina, Rosa publica cuentos, artículos
3 Llega a confesar, con la dureza que le es propia: «Me negaba a hablar portugués —tengo, en general, poca facilidad para adquirir lenguas», aunque acto seguido añade que adoptó expresiones de este idioma para «algunas frases cuyo sentido me era caro» ( O b r a completa, 4, 1993: 636). 4 La escritora, en «Mis viajes», recuerda uno de esos choques: le encargaron un texto para un homenaje a Rubén Darío, sin embargo, a pesar de que los organizadores le pagaron y elogiaron el contenido, el artículo no salió en el número de la revista a la que iba destinado, porque al parecer la escritora vallisoletana no había insistido en «la vertiente americanista de Rubén que era lo que pretendían demostrar» (ibíd.: 600).
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y traducciones —como gran parte de los escritores exiliados hubieron de hacer para ganarse el sustento sin renunciar a la escritura—, e incluso imparte conferencias5. La más importante de las revistas argentinas en los años cuarenta y cincuenta y en la que Chacel colaboró de manera más frecuente y continuada fue Sur. Como advierte Rodríguez Fischer, «[p]ublicar allí suponía, entre otras cosas, recuperar una senda perdida, establecer una cierta continuidad con lo que se había truncado y quedado definitivamente atrás» (1993a: 27). La razón es la hermandad existente entre Sur y la Revista de Occidente. La propia Victoria Ocampo, fundadora y directora de la publicación argentina hasta 1970, había declarado siempre que la Revista de Occidente había inspirado el espíritu de Sur, y que ella había acudido frecuentemente a Ortega y Gasset en busca de consejo durante los primeros tiempos de la publicación. Las relaciones personales entre Rosa y Victoria Ocampo no fueron las mejores: Victoria —educada en La Sorbona, dama distinguida, anfitriona siempre brillante, rica— encarnaba con demasiada exactitud lo que Rosa nunca había podido ser. Sin embargo, Sur fue el medio que más estimuló y difundió
5 «Poesía de la circunstancia», sobre la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, y «Como y por qué de la novela», sobre su propia novela Teresa. Ambos textos se recogieron en La lectura es secreto y más tarde en Obra completa, 4 (ibíd.: 11-27). También en Estados Unidos, en la Universidad de M o u n t Holyoke, lee una conferencia, «Génesis de mis novelas», en 1961 (Obra completa, J, 1993: 101-126). Ya a partir de los años setenta, en España, sus ponencias públicas se hacen más frecuentes.
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la creación de la escritora española. Allí publicó el primer capítulo de Memorias de Leticia Vallé y numerosos artículos y relatos (Rodríguez Fischer 1993a: 27). Otras publicaciones periódicas en que ven la luz diversos escritos chacelianos son Realidad. Revista de Ideas, La Nación y Los Anales
de Buenos Aires. Las publicaciones periódicas argentinas suponen, pues, una importante vía para que Chacel difunda sus textos breves, como artículos o relatos. Pero también dos de sus novelas ven la luz en importantes editoriales de la capital: Teresa aparece finalmente en 1941, en Nuevo Romance, y Memo-
rias de Leticia Valle, en 1945, en Emecé. En los años cincuenta Chacel disminuye su producción de textos de carácter ficcional, aunque sí escribe y publica artículos y reseñas; la razón es que durante este periodo está elaborando su novela La sinrazón, complejo libro cuya concepción se remonta a la década de los cuarenta y que no aparecerá hasta 1961. La novela, para la que la escritora inicialmente barajó el título de La mano armada, mantiene lazos con Estación.
Ida y vuelta, pues desarrolla temas que en
aquella primera obra habían quedado solo esbozados, como la voluntad, el suicidio, el cine, etc. (Rodríguez Fischer 1989a: 12-13). En este libro Chacel conecta con las ideas filosóficas
de Nietzsche (una de sus tempranas lecturas) y
6 Este adelanto apareció en fecha muy temprana (1939), cuando la novela no estaba concluida y la escritora no había iniciado aún su exilio americano.
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se nutre de experiencias de la
propia autora, aunque pasadas por el filtro de la creación literaria. Chacel comparte elementos de su biografía con el protagonista, Santiago Hernández — o t r o varón, como en Estación. Ida y vuelta—, pero también con el personaje de Herminia. La escritora consideró siempre esta complicada y densa novela como su obra más ambiciosa. Por recomendación de otros intelectuales españoles, Chacel solicita en 1959 una beca de la John Simón Guggenheim Foundation para realizar una estancia de un año en Estados Unidos y escribir allí un ensayo. La obtiene y a finales de ese año se instala en Nueva York, ciudad que le causa una impresión muy favorable. Aprovechando la estadía en Norteamérica, durante el verano de 1960 visita México — d o n d e vivían muchos intelectuales españoles exiliados, como sus amigos Concha de Albornoz y Luis Cernuda, y su hermana Blanca—. Cerca de cumplirse el plazo de un año por el que se le había concedido la beca, la escritora solicita una prórroga que le es concedida; de este m o d o la etapa neoyorkina se extiende hasta 1961. El proyecto para el que se le sufragó la estancia era la composición de un ensayo sobre los problemas de la humanidad y sus manifestaciones concretas en el siglo XX. El libro no vio la luz hasta 1972 y tras una considerable labor de reescritura de la que dejan constancia las anotaciones de los diarios. En los años transcurridos desde el germen del volumen hasta su publicación, fueron varios los títulos ideados por Chacel, que finalmente se decidió a llamarlo Saturnal-.
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para ella, elemento cósmico que rige el siglo XX no es, como alegremente se proclamaba en los sesenta y setenta, Acuario, sino Saturno, el planeta-dios que devora a sus hijos. Esto explica la elección del título, que resulta realmente acertado para un ensayo que plantea cómo han influido las guerras de la primera mitad de siglo en la relación del hombre con el prójimo, la ética, la cultura, etc. Naturalmente, la autora insiste en que Saturnal se centra en el ser humano, sin distinción de sexo (pues como sabemos rechazaba que la mujer debiera ser un objeto de atención especial). Ahora bien, si hay un tema que se repite de manera constante a lo largo de este libro dedicado al ser humano es el del papel de la mujer a lo largo de la Historia y en la actualidad. Rosa Chacel afirma que la mujer ha sido, en las sociedades antiguas y hasta tiempos recientes, una esclava, e insiste en que eso debía ser así porque las circunstancias lo hacían necesario. Pero esta defensa del patriarcado solo es una concesión aparente: a continuación, Chacel asegura que esos tiempos y ese orden social han terminado de manera irrevocable. De ahí que tantas veces en sus declaraciones rechace el feminismo, pues le parece que supone una afirmación tácita del sistema patriarcal: la mujer debe tomar sus derechos y ejercerlos, sin detenerse a reclamarlos ni a protestar, porque al hacerlo solo ratifica el orden contra el que arremete. En enero de 1962, la escritora viaja a España gracias al desahogo económico que había supuesto la beca Guggenheim. La decepción es inmensa. Lo plasmará en sus diarios de manera tan concisa como expresiva: «No se me ocurrió
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más que salir corriendo hacia Río» («Mis viajes», Obra completa, 4, 1993: 603). Antes de regresar a Brasil, en 1963, visita París. En 1965 se inicia la correspondencia con Ana María Moix, una joven barcelonesa que, deslumbrada por su obra, decide un buen día dirigir una carta a la escritora exiliada, sin demasiadas esperanzas de recibir respuesta. Pero Chacel responde y se entabla una relación epistolar muy intensa. Moix era por entonces escritora en ciernes y a través de ella la autora de Memorias de Leticia Valle entra en contacto con otros jóvenes escritores, como Guillermo Carnero y Pere Gimferrer. Tanto estos como Ana María Moix se convertirán, pronto, en importantes nombres de la literatura española de los setenta en adelante. Con ellos se produce una renovación estética decisiva: rechazan el realismo predominante en la literatura de posguerra, buscan nuevos modelos en las literaturas extranjeras y se interesan por autores españoles que durante las décadas anteriores habían quedado olvidados en las letras oficiales de la España de Franco. En narrativa, estos jóvenes se inclinan por una novela intelectual, que requiera el esfuerzo interpretativo del lector y no se limite a ofrecerle el simple entretenimiento de una trama sentimental. Como puede adivinarse, el entendimiento estético con Chacel es inmediato. Esta es una de las razones por las que la segunda visita de la escritora a España, en 1971, es mucho más gratificante que la primera. En esta ocasión encuentra un clima más propicio para su recepción: a pesar de la diferencia de edad,
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Chacel se siente próxima a los jóvenes autores ya citados y a otros, como Luis Antonio de Villena o Clara Janés, que leen y comprenden su obra. Animada por este panorama, repite el viaje al año siguiente, y en 1974 se instala definitivamente en España, poniendo fin a más de treinta años de exilio —si bien continúa viajando a Río, donde residen Timo y Carlos—. Materialmente, este regreso es posible gracias a una beca de creación concedida por la Fundación March en 1974 para la escritura de una nueva novela, Barrio de Maravillas., en la que llevaba trabajando desde mucho tiempo atrás. Sus viajes, primero, y su regreso definitivo del exilio, poco después, despiertan un interés notable en la prensa y el público. Se suceden las entrevistas para la prensa escrita y la televisión, las intervenciones en la radio, las sesiones de firma de libros, las reediciones de algunas de sus obras y las distinciones honoríficas. Chacel recibe estas atenciones con la ironía escéptica que la caracterizaba. Es posible que tal interés se debiera, más que a su obra, a su condición de exiliada que volvía tras más de treinta años fuera de la España de Franco, algo que necesariamente estimulaba la curiosidad y el interés de muchos españoles en los años de la transición democrática. La repentina popularidad de su figura va acompañada de una recuperación de su obra, aunque en círculos más reducidos —como los integrados por los jóvenes escritores antes citados—. Comienzan a aparecer artículos y reseñas sobre sus libros y Ana Rodríguez Fernández (más tarde firmará como Rodríguez Fischer) escribe su tesis
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sobre la narrativa de la autora (1986), abriendo brecha para otros estudios académicos que han indagado después en diferentes aspectos de la obra de Chacel. En 1970, se reedita La sinrazón (la edición anterior había aparecido en 1961 en Buenos Aires). Al año siguiente aparece el libro de cuentos Icada, Nevda, Diada —título de uno de los relatos de Chacel—, que reúne los anteriormente aparecidos en Sobre el piélago (1952) y Ofrenda a una virgen loca (1961), así como un ensayo sobre la literatura autobiográfica, titulado ha confesión., en la barcelonesa editorial Edhasa. Los editores de Seix Barral animan a Rosa a publicar su ensayo neoyorquino, que —como sabemos— aparece finalmente bajo el título de Saturnal en 1972. En 1977, año en que fallece Timoteo Pérez Rubio, se publica Barrio de Maravillas. Aunque esta novela puede ser leída de manera independiente, tiene continuidad en Acrópolis (1984) y Ciencias Naturales (1988): las tres forman una trilogía bajo el título general de La escuela de Platón. Barrio de Maravillas, al igual que Memorias de Leticia Valle, ha sido considerada un Bildungsroman, es decir, una novela de crecimiento y formación (Rodríguez Fischer 1993b: 28). Sus protagonistas son Isabel y Elena, dos adolescentes a cuyo desarrollo intelectual asiste el lector. La consideración de dos muchachas como seres cuyas preocupaciones primordiales no son amorosas, sino intelectuales (hasta el punto de que incluso las experiencias sentimentales quedan intelectualizadas) resultaba insólita todavía en esos años en la literatura hispánica. Además, el libro es una la pintura al natural
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de un barrio vivido por la narradora, pero la recreación queda lejos del costumbrismo: los espacios físicos del barrio y de la casa se constituyen en espacio simbólico, aunque sin perder por ello el sabor auténtico de las calles, de sus establecimientos y de sus vecinos y transeúntes. Se ha señalado asimismo el parentesco de Barrio de Maravillas con la novela lírica, aprendida por Chacel en su juventud, en las páginas de su admirado Proust (ibíd.: 14-15). En 1978 sale Versos prohibidos, que recoge poemas que la autora se había negado a sacar a la luz hasta ese momento con algunos otros aparecidos en revistas. En 1979 se estrenó Memorias de Leticia Valle, adaptación cinematográfica de la novela dirigida por Miguel Ángel Rivas y en la que Rosa Chacel aparece interpretando un breve papel. No obstante, el resultado no fue de su gusto y en sus diarios vierte duras críticas contra la interpretación de su novela que se ha mostrado en la pantalla. La década de los ochenta es muy fecunda, a pesar de la avanzada edad de la escritora. En 1980 se publica Novelas antes de tiempo, una recopilación de varios comienzos de novelas inconclusas, efectuada principalmente para mejorar la situación económica de la autora, lo que provocó en ella ciertos problemas de conciencia. Ese mismo año aparece la biografía de su esposo, Timoteo Pérez Rubio y sus retratos deljardín, y a lo largo de la década van apareciendo un volumen de ensayos breves llamado Los títulos (1981), las dos primeras entregas de sus diarios, Alcancía. Ida y Alcancía. Vuelta (1982), la segunda entrega de la trilogía La escuela de
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Platón, titulada Acrópolis (1984), un nuevo libro de ensayos titulado Rebañaduras (1986), y Ciencias Naturales (1988), última entrega de la trilogía. Otra recopilación de sus artículos y conferencias aparece en 1989, con el título de La lectura es secreto. Además, en 1985 Pre-Textos reedita su libro de sonetos A la orilla de un pozo. En 1987 recibe el Premio Nacional de las Letras; al año siguiente es nombrada hija predilecta de su ciudad natal; y en 1989 recibe el doctorado Honoris Causa por la Universidad de Valladolid. Ese mismo año aparece el segundo volumen de la Obra completa de la escritora, que recoge los ensayos Saturnal y La confesión junto a los poemarios A la orilla de un pozo, Versos prohibidos y Homenaje (no publicado hasta entonces). En 1990 le es concedido el Premio de Castilla y León de las Letras, y en 1992 un volumen conjunto recoge su Poesía (1931-1991) en la editorial Tusquets. El 7 de agosto de 1994, en medio de estos tardíos reconocimientos, Rosa Chacel fallece en Madrid, a la edad de 96 años.
2. SUS
IDEAS
El resumen de la trayectoria vital de Chacel permite advertir una constante: su falta de integración plena en los diversos círculos culturales a los que se mantuvo próxima —o, al menos, su impresión de no haber sido recibida en ellos como otro miembro cualquiera—. Es fácil relacionar esta sensación de exclusión con su condición de mujer en
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una cultura todavía predominantemente masculina, y con su circunstancia de exiliada. Pero la autora se esfuerza por restar importancia a ambos factores en sus entrevistas, molesta porque se lea su obra desde dos claves (condición de la mujer y exilio) que no hace falta aplicar a los escritores varones no exiliados, cuya obra se aprecia por sí misma. No obstante, y sin que esto rebaje el interés ni los méritos estrictamente literarios de la escritura de Chacel, es preciso reconocer la importancia crucial de ambos condicionantes extraliterarios —ser una mujer y pasar cerca de cuarenta años exiliada— no solo en su vida, sino en su obra. Como Manigini ha indicado, se percibe en la personalidad de Chacel y en su obra, entrevistas, etc., [...] una enajenación que parece deberse, no solo al «paletismo» que ella se adjudica, sino también, aunque inconscientemente, a su condición de mujer. Pese a que lo niegue — p o r q u e Chacel no cree haber sufrido nunca la exclusión del pandillerismo literario m a s c u l i n o — l a mujer modernista irrumpió en un m u n d o que había sido hasta entonces un ámbito exclusivamente de hombres (1996: 18-19).
Dicha irrupción, naturalmente, produjo reacciones hostiles y Rosa Chacel no habría sido una excepción a esta tácita regla. Esto, que no deja de resultar interesante para la sociología, la historia de la cultura, etc., no sería tan importante para el análisis de los textos de Chacel si no fuese porque, a pesar de que ella lo niegue, está presente en gran número de sus páginas.
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La escritora dedica seis ensayos breves a la situación de la mujer en la historia y la cultura 7 y, en su largo trabajo sobre el ser humano en el siglo XX, Saturnal, constantemente particulariza sobre las mujeres. Esto no significa que traicione su interés general, que es, en efecto, el Hombre (es decir, el ser humano, hombre y mujer). Lo que sucede es que la escritora comprende que durante demasiado tiempo Hombre se ha equiparado a hombre ('varón'): a lo largo de la Historia se ha venido entendiendo que el varón era la realización normal del ser humano, y la mujer se dejaba de lado, como una excepción de menor importancia. Al atender concretamente a la mujer en sus ensayos, Chacel recuerda a sus lectores que el Hombre puede realizarse como varón y como mujer. En sus ensayos de tema femenino, desde el ya aludido «Esquema de los problemas actuales y prácticos del amor», el enfoque historicista es una constante: Chacel no duda en conceder que las mujeres, durante siglos, han tenido como ámbito de acción el hogar y que se han mantenido apartadas de la política, el poder, la cultura, etc. Pero a estas afirmaciones, aparentemente acordes con un pensamiento
7 Recogidos en el volumen 4 de la Obra completa, bajo el epígrafe «La mujer», propuesto por la editora, Ana Rodríguez Fischer: «Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor», «La mujer en galeras», «Comentario tardía sobre Simone de Beauvoir», «Comentario a un libro histórico», «Coloquio sobre La mujer en el siglo XX de Julián Marías» y «La esclava». Se incluye también bajo el mismo epígrafe una «Respuesta a una encuesta sobre mujer y lenguaje».
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patriarcal y a menudo expresadas con una retórica agresiva, les sigue una afirmación expuesta de modo más sutil, pero contundente: en el presente esa situación está tocando a su fin y en un futuro próximo se encontrará completamente superada. Por esa razón Chacel rechaza el feminismo (con un tono abiertamente despectivo, en varias entrevistas): porque, según ella, el feminismo pide lo que simplemente hay que tomar o, mejor aún, dar por hecho. Atendiendo a este planteamiento, se comprende mejor que en más de una ocasión la autora de ha sinrazón se confiese harta de escribir sobre mujeres 8 : Chacel anhela la llegada definitiva del momento en que ya no haga falta porque, al pensar en el ser humano, no pensemos, por defecto, en un ser h u m a n o varón. Desea que la incorporación de las mujeres a todos los órdenes de la vida sea un hecho tan habitual y normalizado que no resulte necesario hablar de ello. De ahí que a veces llegue a asegurar que esto ya es así (para contribuir, con su afirmación, a que así sea, lo antes posible). Pero — y este pero es importantísimo—, a pesar de los reniegos y la displicencia con que en ocasiones se pronuncia sobre el tema de la mujer, Chacel asume la tarea que considera precisa en el tiempo en que vive y dedica sus mayores y mejores esfuerzos a dicho tema. Deseando, sí, que pronto no sea necesario
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Por ejemplo, en su diario, anota «¿Haré algo sobre Colette? No sé, no sé... Tengo ganas de hablar de las mujeres y es una buena ocasión», para a continuación, contradictoriamente, añadir: «¡Es horripilante, sigo hablando de mujeres!» (Obra completa, 9, 2004: 43-44).
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hacerlo, pero sin desentenderse de la responsabilidad que por su momento histórico le ha tocado. Su rechazo del feminismo se hace especialmente virulento cuando de lo que se trata es de su aplicación a la cultura. En una entrevista realizada por Mariano Aguirre, la escritora declara: «La literatura femenina es una estupidez» (1983: 5). Y en otra concedida a Milagros Sánchez Arnosi, donde repite el exabrupto, explica algo más sus razones: Ahora empiezan a marginarse ellas reuniéndose. ¡La literatura femenina!, pero qué idiotez, ¡Dios mío! L a literatura de los jóvenes, sean m a c h o s o hembras, tiene que estar saliendo directamente de la gran literatura, de la gran cultura, apartarse de eso es idiota, es una estupidez. N o hay razón para apartar la literatura femenina. Si realmente la apartamos, entonces es que es inferior, se separa de la gran cultura (1983:11).
Claro que lo que esto quiere decir es que las mujeres escritoras de valía deben recibir el justo reconocimiento de ser parangonadas a los varones escritores de la misma valía, y no quedar circunscritas a su consideración como mujeres. Solo de este modo se logrará, según la escritora, que la gran cultura, que hasta el presente había sido casi exclusivamente masculina, comience a ser representativa de la humanidad en sus dos modos posibles de realización, hombre y mujer. La postura de la escritora no es, pues, tan antifeminista como se desprende de su retórica deliberadamente mordiente, insultante («eso es idiota, es una estupidez»). De hecho, no
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queda demasiado lejos de algunos feminismos de la igualdad, que insisten también en la artificiosidad y convencionalismo de las diferencias hombre/mujer habitualmente aceptadas. Por otra parte, es evidente que, a la vez que sostenía estas opiniones, Chacel no albergaba la menor duda sobre que ella misma constituía un ejemplo excelente de mujer escritora que podía compararse, por calidad, al mejor de sus coetáneos varones. Por lo que respecta al exilio, la actitud de Chacel ha sido similar a la mantenida frente al tema de la mujer. En varias ocasiones se resiste manifiestamente a considerarlo una circunstancia negativa, a admitir que el exilio suponga nada de particular (pese a que la familia pasó por condiciones económicas difíciles y a que ella hubo de trasladarse a Argentina porque en Brasil sus posibilidades editoriales eran mínimas). Resultan muy elocuentes las declaraciones realizadas por la escritora en una entrevista concedida a Kathleen Glenn: «el exilio para mí no ha existido como tal exilio, es uno de los viajes que yo he hecho, lo m i s m o que había hecho antes el viaje a Roma o el viaje a París» (1990:18). Esta negación del exilio como condicionante de su vida tiene como consecuencia otra negación, la de que el destierro haya tenido alguna consecuencia sobre su obra: cuando Glenn hace notar la fuerte presencia de lo autobiográfico y la memoria en sus libros —característica típica de las escrituras del exilio—, la autora responde advirtiendo que ese rasgo existe en su obra, pero no obedece al exilio, y que ya Estación. Ida y vuelta, escrito mucho antes del exilio, era un libro autobiográfico.
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Incluso comprendiendo que es imposible negar por completo en sus páginas la huella del destierro y los nuevos países habitados, las concesiones de Chacel serán mínimas: llega a admitir que su obra no hubiese sido exactamente igual sin el exilio, pero a continuación asegura —aun rozando la paradoja— que lo esencial de su obra es inalterable y no se debe al destierro, ni hubiera sido de otro modo de no haberse producido este: «igual no es posible, aunque claro, habría sido la misma, ésa es la cosa» (ibíd.: 17). Estas declaraciones y otras similares traslucen una estrategia de defensa frente a las circunstancias evidentemente desfavorables: ante la discriminación de la mujer, ante el exilio, la orgullosa negación de Chacel, su aparente indiferencia, actúan como un conjuro destinado a neutralizar los posibles efectos de esos obstáculos.
3 . MEMORIAS DE LETICIA VALLE
En 1937, recién salida de una España en guerra y en un París todavía en paz, pero donde ya se acusa la zozobra europea que desembocará en la Segunda Guerra Mundial, Chacel comienza a escribir Memorias de Leticia Valle. Un adelanto de la novela aparecerá en el número 52 de Sur en enero de 1939 (la publicación serviría de ayuda económica a esta familia que encaraba por entonces un porvenir incierto fuera de su país). La conclusión de la novela y su publicación, ya completa, se hacen esperar algunos años: sale en 1945, en la colección Hórreo de la bonaerense editorial Emecé.
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La parte anteriormente ofrecida en Sur ha sufrido, en esta nueva edición, algunas modificaciones. La más importante es el cambio del pueblo en que transcurren los hechos (el adelanto publicado en Sur concluía antes de que Leticia se trasladase a él, pero la población a la que se disponía a ir era Sardón de Duero, que en la versión definitiva pasa a ser Simancas). Hay, además, ocasionales cambios léxicos y alteraciones de la puntuación (buena parte de los puntos y seguido pasan a ser, en la versión de Emecé, puntos y aparte). Pero, sobre todo, la novela aparecida en 1945 llega mucho más lejos, en su argumento y en sus ideas, de lo que el breve adelanto de 1939 permitía adivinar. 3.1. Argumento de la novela
El tema de Memorias de Leticia Valle es —lo veremos en seguida— ambicioso y complejo y la novela admite diferentes lecturas complementarias. Si bien esta riqueza interpretativa puede resultar sorprendente en una novela relativamente breve y aparentemente sencilla en su trama, la focalización del relato, puesto en boca de la protagonista de los hechos, su extraordinaria introspección, los posibles significados «en clave» de ciertos elementos y una escritura que reduce al mínimo algunos datos desmienten esa engañosa simpleza del argumento. Resumiremos este, antes de adentrarnos en las fuentes de la novela y en sus posibles interpretaciones. La novela consiste en el relato de Leticia Valle, que comienza con las siguientes palabras: «El día 10 de marzo cumpliré doce años». La narradora es, pues, una niña a las
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puertas de la adolescencia, y los hechos que relata y sobre los que reflexiona son los acontecidos un año atrás, cuando su padre, el coronel Valle, regresa de la Guerra de África mutilado. Desde el comienzo, se insinúa que algo ha sucedido, algo que será desvelado al final del relato y que se mantiene en secreto, a pesar de las ocasionales insinuaciones. Aduciendo las incomodidades de la ciudad para un lisiado, el padre de Leticia se traslada a una casa en Simancas. Este pueblo, próximo a Valladolid, es célebre por su Archivo, importante fondo de documentos históricos que se conservan en su castillo, construido a finales del siglo XV. El coronel Valle, su hermana Aurelia y Leticia se instalan en la casa familiar de Simancas, acompañados por el aya y las criadas. Como puede verse, la gran ausente en este retrato de familia es la madre. Leticia guarda algunos recuerdos de ella que se remontan a edad muy temprana. Aunque en la novela nunca se expone abiertamente, ciertos pasajes sugieren que la madre de Leticia fue infiel al padre y que por ese motivo el matrimonio se habría roto y el coronel habría decidido partir a la guerra. Hasta el traslado a Simancas, Leticia —lo sabemos por lo que ella misma cuenta, como todo en la novela— había sido una niña excesivamente entregada a la observación, la reflexión y el estudio, para la que los familiares e incluso el médico recomendaban más paseos y menos libros. Pero la inactividad de la niña en el pueblo hace que su tía Aurelia y su padre se planteen si no sería peligroso caer en el extremo contrario, por lo que convienen en que Leticia reciba alguna
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formación. Para ello recurren a la maestra del pueblo, que acude cada día a darle algunas clases particulares por las que la niña no siente afición ninguna. Más interés despierta en ella la habilidad de la maestra para la costura y el bordado: a fin de aprender estas labores comienza a ir a la casa de la educadora y también a la escuela, aunque sin seguir los estudios de manera regular. Un día, impresionada por las facultades de Leticia para la música y el canto, la maestra sugiere que la niña tome clases de doña Luisa, la esposa del director del Archivo de Simancas, que toca el piano y enseña solfeo y canto a otras niñas. Así se hace, y entre Leticia y doña Luisa se establece una relación cada vez más estrecha, de mutua fascinación, que rebasa el ámbito de las lecciones. Un día, se produce un encuentro casual entre doña Luisa, Leticia y la tía Aurelia. Esta última lamenta que la niña haya abandonado completamente los estudios, y a propuesta de Luisa se decide que su esposo, don Daniel, el director del Archivo, dé clases a Leticia en sus ratos libres y la prepare para un examen general en Valladolid. Cuando comienzan las lecciones, Leticia pasa del temor inicial que le produce don Daniel a una admiración que no anula la que la niña siente por Luisa, pero sí la relega a un segundo plano: las labores manuales, la cocina y la música —ocupaciones que llenaban su tiempo junto a Luisa— le parecen ahora menos estimulantes que los métodos pedagógicos de don Daniel y las ambiciones intelectuales que el nuevo maestro despierta en ella. Hasta conocerle a él, Leticia ha tenido control sobre sus emociones y sobre las de los demás (las de doña Luisa, por
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ejemplo), y ha sido perfectamente capaz de detectarlas e incluso manipularlas, adaptando su comportamiento. Don Daniel, en cambio, parece el único capaz de sumirla en el desconcierto, aunque paulatinamente la discípula aprenda a sobreponerse y responder a las ironías y sarcasmos que él les dirige a doña Luisa y a ella cada vez que siente que las dos vuelven a aproximarse. La relación se convierte en un triángulo en que don Daniel representa el trabajo intelectual, tradicionalmente considerado competencia masculina, y doña Luisa, las atribuciones tradicionalmente femeninas: cuidado de los niños, de la cocina y del hogar en general, música (por oposición a los libros de él), etc. Leticia oscila entre las dos influencias, sin identificarse por completo con el modelo que representa don Daniel, pero acercándose más a este que a Luisa, aunque no la abandone por completo. Al relatar este proceso de aprendizaje, Leticia da cuenta de las dudas y altibajos de su ánimo: el maestro a veces parece burlarse de ella, otras aparenta estar decepcionado por su bajo rendimiento, pero en todo momento demuestra estar al tanto de las aptitudes controladoras de Leticia, por lo que ella siente que él es el único que la conoce de verdad y que, en cierto modo, ha encontrado al fin a un contrincante a su altura. En efecto, entre ambos se desarrolla una especie de rivalidad enormemente sugestiva para ambos y el papel de Luisa es cada vez más secundario. Leticia disfruta al ver los celos que don Daniel siente ante las atenciones que a veces ella dispensa a Luisa. Lo mismo sucede con Adriana, prima de Leticia que llega a Simancas de visita desde Suiza,
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con su madre y su padre —hermano del coronel Valle—: don Daniel se refiere con comentarios cáusticos al entusiasmo de Leticia por Adriana, demostrando así su irritación por el temporal abandono al que Leticia le ha sometido. Un día, en la celebración de un homenaje a la maestra del pueblo, Leticia recita una composición poética: ha estado preparando su actuación durante días con Luisa —para disgusto de don Daniel— y ha elegido a conciencia el poema «La carrera», de Zorrilla, en cuyo personaje principal Leticia encuentra similitudes con don Daniel. Este asiste a la recitación en el patio de butacas. Mientras recita, la niña le observa, consciente de que es el único en comprender que con el poema Leticia se refiere a él. Se trata de un momento climático en la relación mental entre ambos. Poco después, doña Luisa sufre una caída que la obliga a guardar cama durante un tiempo. En este periodo, don Daniel y Leticia se aproximan más todavía, sin que en ningún momento la narradora explique con claridad qu^é ha sucedido. Un buen día, el padre de Leticia irrumpe en el despacho de don Daniel cuando este se encuentra con la niña. Aunque la conversación, tal y como Leticia la relata, no menciona nada explícitamente, puede dedutirse que el coronel acusa al archivero de abusar de Leticia. Este último mantiene la entereza ante las amenazas del padre de la niña y cuando al fin se queda solo en su despacho, se mata de un disparo. Leticia y su padre, ya fuera de la casa, oyen tan solo un leve ruido, como el de una pompa al romperse. El arreglo a la situación de la niña lo encuentra el tío Alberto —padre de Adriana—, que
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decide sacarla de ese ambiente y llevársela con su familia a Suiza, desde donde, un año después, Leticia relata y concluye su historia. Gracias a algunos datos podemos situar cronológicamente los sucesos: el padre de Leticia regresa a Valladolid de la Guerra de África: en la historiografía española este sintagma se ha aplicado a varios conflictos bélicos entre España y Marruecos; en la novela, sin duda, se trata de la guerra mantenida entre 1909 y 1927, llamada también comúnmente «Guerra del Riff», por la zona de Marruecos donde tuvieron lugar la mayor parte de los enfrentamientos. Cuando el padre de Leticia se enfrenta a don Daniel, le dice precisamente: «Usted no tiene el recurso de irse al Riff». Más concreta aún es la alusión a la Exposición Universal de París de 1900, de la que procede la cabeza de mono que preside la mesa del despacho de don Daniel. Este le explica a Leticia que fue un regalo que un amigo le compró en la Exposición, aclarando que «hacía ya más de diez años que se lo habían dado». Ambas referencias sitúan los hechos relatados por Leticia hacia 1910 (ella los cuenta un año después, es decir, hacia 1911). Y Leticia va a cumplir entonces doce años: su edad, por tanto, es casi la misma que la de Chacel, que había nacido en 1898 y en 1911 cumplió 13. Si algo sorprende inmediatamente al comprobar cómo se desarrolla el argumento que acabamos de resumir, es la supresión de los tópicos esperables en el relato de una seducción. La autora esquiva en todo momento convertir Memorias... en una novela erótica o sentimental. Las emociones de
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Leticia no se dibujan como es corriente en la mayor parte de las novelas de trama amorosa: Leticia tiene emociones, pero estas son mucho más complejas de lo que se esperaría en una niña, proceden de la elucubración y el fino análisis de cada detalle, y nunca se expresan de manera demasiado explícita: la admiración o el deseo por don Daniel, que son incuestionables, no se enuncian solemnemente tras un encuentro, sino que se filtran a través de las palabras con que la joven narradora describe pequeños detalles. Tampoco la narración avanza a golpe de sucesos: el lector puede llegar a tener la impresión de que en la novela no pasa nada fuera de lo cotidiano (unas clases particulares, una cena de Navidad...), por lo que el suspense no procede de la sucesión de acontecimientos inesperados, sino de la retórica anticipatoria de Leticia (que ocasionalmente, dosificando las referencias con mano maestra, sugiere que algo, al final de su narración, justifica esta y explica que se haya dispuesto a narrar esa etapa de su vida). Esta reducción de los sucesos llega hasta tal extremo que se producen en la novela, deliberadamente, importantes vacíos de información que obligan al lector a estar atento y suplir con sus deducciones aquello que la novelista escamotea en su relato. La autora era muy consciente de esta táctica narrativa y así lo demuestra en la entrevista concedida a Alberto Porlan. Este le hace notar «[cjuando el archivero se levanta la tapa de los sesos produces una elipsis tan brutal que la mayor parte de los lectores no se enteran de ello», a lo que Chacel responde: «Es verdad, je je. Es así. [...] Tengo una aversión grande al relato, al realismo» (1984: 77).
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Mediante estos recursos Chacel no solo se aparta de la novela amorosa convencional —el género considerado femenino por excelencia, tanto en el nivel de la recepción como en el de la creación—•, sino que se suma (e incluso se anticipa) a importantes corrientes narrativas del siglo XX que optan por adelgazar la peripecia en la novela, rechazar lo extraordinario como fuente de interés y dar más énfasis al análisis psicológico de los personajes y su percepción de la realidad cotidiana, así como a lo metaliterario y metalingüístico9. 3.2. Inspiración y fuentes de la novela. Niveles interpretativos de la misma Como la propia Chacel declaró repetidamente, Memorias de Leticia Valle tiene su origen en varios elementos que inspiraron el argumento, la caracterización del personaje, el ambiente, etc. Conocer estas fuentes es importante no solamente por que en ellas está el origen de la novela, sino porque son las claves de diversas lecturas —complementarias, no excluyentes— que pueden hacerse del libro. Leyendo declaraciones efectuadas por la autora en diferentes entrevistas y otros textos suyos concluimos que Memorias de Leticia Valle surge de la confluencia de una serie de componentes que, a su vez, permiten otros tantos niveles de lectura:
9 En particular, la narrativa de Chacel muestra importantes puntos en común con el nouveau román propugnado por Alain Robbe-Grillet, Michel Butor y Nathalie Sarraute.
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• autobiografísmo (de algunas experiencias, pero, sobre todo, del carácter de Leticia Valle); • sucesos reales acontecidos en la provincia de Valladolid cuando Rosa Chacel era niña; • contrafactum del relato de seducción de una jovencita por un adulto; • reescritura en clave de sus relaciones con los patriarcas de la cultura del fin de siglo y los años veinte, y especialmente con Ortega; • representación simbólica del conflicto entre los roles de género convencionales y superación de los mismos. 3.2.1. Elementos
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Respecto al autobiografísmo, es la propia escritora quien estimula esta interpretación al establecer en su novela una serie de coincidencias con datos de su propia vida que ella misma divulgaría en su autobiografía de infancia, Desde el amanecer, y en diversas entrevistas. Son evidentes rasgos comunes entre Leticia y Chacel su radicación vallisoletana, su formación autodidacta, su tendencia a las fantasías y ensoñaciones, su rechazo a las otras niñas, sus ideas...; pero lo es también, y sobre todo, la inclinación de ambas por la introspección y el análisis de las más mínimas reacciones de quienes la rodean. Es muy interesante la siguiente precisión hecha por la escritora ante M. a Asunción Mateo: «Memorias de Leticia Valle se ha supuesto que era mi autobiografía, pero ya te he dicho que es un retrato, que es distinto» (1993: 64). Es decir, la anécdota de la novela no tiene correlato en
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las vivencias de Rosa Chacel de niña y adolescente, pero el carácter del personaje sí es el suyo: Leticia sería, pues, Rosa Chacel trasplantada a unas circunstancias que no vivió. Ahora bien, en toda autobiografía que se presente como tal, la coincidencia entre lo relatado y los sucesos empíricos de una vida son un condicionante extraliterario que no puede ocultar el hecho siguiente: la autobiografía es, ante todo, narración. Eso la sitúa más cerca de la novela que de los sucesos. El relato de una vida real se parece más, por su naturaleza de relato, al relato de cualquier otra vida, incluso ficticia, que al fenómeno (no lingüístico, no retórico, no lineal) de una vida. Para que los lectores demos por bueno el parentesco realidad-relato que preside la lectura de una autobiografía es necesario desplegar una serie de datos que remitan a lo extraliterario proporcionando unas «garantías»: coincidencia del nombre del autor y el protagonista de la autobiografía, coincidencia de datos de la narración con datos verificables de la vida de ese ser real... Pero incluso dando por bueno que la coincidencia sea exacta y exhaustiva, la separación pertinente no es la que diferencia autobiografía/novela, sino la que diferencia relato/experiencia. Autobiografía y novela serían solamente dos subgrupos dentro de la categoría fundamental relato: dos subgrupos cuya distinción es endeble y depende, ante todo, de la disposición del lector a confiar en los datos y garantías ofrecidos por el autor. Si bien, como ya hemos visto, Chacel niega que Memorias de Leticia Valle sea su autobiografía, del mismo modo afirma que es su retrato. Si tomamos la célebre máxima de
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Ortega, «Yo soy yo y mis circunstancias» —que, como discípula suya, Chacel tenía muy presente—, podemos decir que Leticia y Rosa son un mismo yo desenvuelto en circunstancias diferentes. Y quizá no tan diferentes, considerando que la anécdota amorosa que sustenta la novela puede ser la escritura en clave de las relaciones intelectuales entre Chacel y sus maestros literarios y filosóficos (y particularmente Ortega). En cualquier caso, lo que sí es cierto es que, pese a insistir en que las circunstancias son diferentes, la escritora propicia en los lectores la sospecha autobiográfica al establecer las coincidencias ya analizadas entre las condiciones de su personaje y las suyas propias (siempre según ella misma expone en Desde el amanecer y en varias entrevistas). Chacel es quien, a la vez que niega el autobiografismo del libro, busca que ni el lector más inocente deje de advertir las semejanzas entre Leticia Valle y ella, y fantasee con la tentación de leer el libro en clave autobiográfica. Una tentación a la que siempre es difícil resistirse, como la escritora bien sabía (de ahí que intencionadamente incite al lector a deslizarse por ese camino interpretativo, aunque después recorte sus expectativas afirmando: «se ha supuesto que era mi autobiografía, pero ya te he dicho que es un retrato, que es distinto»), 3.2.2. Sucesos reales Según Chacel, otra fuente de inspiración fue la historia verídica de un profesor que habría mantenido una relación amorosa con una niña o una jovencita en Sardón de Duero (un pueblo de la provincia de Valladolid). De hecho, en la
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versión del comienzo de la novela que se publicó en Sur en el año 1939, la casa a la que se trasladaban el coronel Valle y su hija no se encontraba en Simancas, sino en Sardón de Duero. La razón por la que Chacel decidió más tarde cambiar la localización de los hechos obedecía al deseo de la escritora de convertir a d o n Daniel en algo más que un «maestrito de pueblo» (García Valdés 1988: 2). Situar la acción en Simancas permitía hacer de él el director de un fondo documental tan importante como el Archivo situado en el castillo de dicho pueblo. Así, convertía al personaje en alguien relevante en el m u n d o intelectual. Las siguientes palabras de la escritora acerca de esa fuente de inspiración resultan sugerentes por la rebelión implícita que contienen contra los roles tradicionalmente adscritos al sexo masculino y femenino: [...] era un tipo encantador, un hombre guapo, con barba roja, atractivo, arrollador... Bueno, al año siguiente, cuando vuelvo yo, pregunto por él y me dicen: ¡huy!, no, aquello terminó muy mal, aquel señor sedujo a una niña y terminó con un escándalo espantoso y tal... Entonces yo dije, antes de nada dije [ÍZC]: bueno, aquel señor sedujo a la niña; pero la niña se dejaría seducir en seguida, porque el señor era encantador ¿verdad? (riéndose) (García Valdés 1988: 27). En su enfoque de la cuestión, Chacel trata de rebajar la culpa del profesor, repartiéndola con la niña. Esto puede resultar escandaloso, pero al actuar de este m o d o la escritora reclama para la mujer un papel distinto del de víctima
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pasiva y arrebata al varón el «privilegio» de ser culpable. Para Chacel, en términos de poder resulta preferible ser culpable a ser víctima, porque el culpable (ente activo) tiene mayor poder que la víctima (ente pasivo). Por eso invierte los valores, haciendo que el hombre no sea solo culpable, sino también víctima, y la mujer —aunque sea una niña— no solo víctima, sino también culpable. Una vez más, Chacel mantiene una postura en apariencia antifeminista, pero su aparente aquiescencia al patriarcado es una subversión radical contra este y una afirmación de la capacidad de la mujer (en este caso, capacidad para ser culpable, pero también, por tanto, para tener el control de la situación). 3.2.3. Contrafactum del relato de seducción de una jovencita por un adulto En una entrevista concedida a Gema Vidal y Ruth Zauner, la escritora menciona el importante papel inspirador que tuvo un argumento relatado en una obra de Dostoyevski: La idea de esta novela surgió cuando Timo y yo estábamos en Roma. Timo y su amigo Joaquín Valverde [...], pues bien[...], ellos estaban leyendo las Memorias de un pecador de Dostoyevski. Yo entonces estaba escribiendo Estación. Ida y Vuelta y no quería distraerme. Pero a ellos les gustó tanto que empezaron a contarme el argumento para despertar mi curiosidad. Lo encontré maravilloso, tremendof...] Un hombre que seduce a una niña de trece años y esta se cuelga[...] Entonces yo les dije: «Bueno, bueno, yo escribiré un día una novela en que sea una niña de trece años la que seduzca a un señor y sea este quien
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se tenga que colgar. Claro, esto os lo explico así, pero es que muchos años antes me había impresionado una historia que había ocurrido en un pueblo de Valladolid, en que efectivamente fue un señor el que se tuvo que colgar. Esto unido a la formulación de Dostoyevski me inspiró la novela (Vidal/Zauner 1980: 70). La sugerencia que T i m o y Joaquín Valverde hicieron a la escritora era, como sabemos, afín a los gustos de esta, que en Desde el amanecer menciona al autor ruso entre los que su tío Paco le descubre, siendo aún una niña (Obra completa, 8, 1993: 195). Estaba, además, en consonancia con el interés de Ortega por Dostoyevski, a quien el filósofo p r o p o n e como modelo en Ideas sobre la novela. Ahora bien, no hay en la bibliografía del autor de Crimen o castigo ninguna obra titulada Memorias de un pecador. El texto al que Chacel se refiere es «Vida de un gran pecador», y no es una novela, sino el esbozo esquemático de una novela que Dostoyevski nunca llegó a escribir y que contiene diversos materiales narrativos, algunos de los cuales fueron utilizados por el escritor para su novela Los demonios. El pasaje que T i m o y Joaquín Valverde relataron a Rosa Chacel en Roma era el episodio generalmente conocido como «La confesión de Stavrogin», que Dostoyevski integró en un principio en Los demonios y finalmente eliminó 10 .
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Se publicó, con otros papeles postumos, en 1921, y en España apareció en 1923 bajo el título La confesión de Stavrogin y el plan de la vida
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Memorias de Leticia Valle invierte el argumento, replicando así no solo al novelista ruso, sino a todos los escritores que han contado este tipo de historias haciendo de la niña o jovencita una víctima pasiva, mientras que el hombre es quien detenta el poder sobre el cuerpo, las emociones e incluso la vida de esta. Cuando Chacel responde al entusiasmo de Timo y Joaquín Valverde «Bueno, bueno, yo escribiré un día una novela en que sea una niña de trece años la que seduzca a un señor y este sea el que se tenga que colgar», está manifestando el hartazgo que siente hacia un planteamiento que considera repetitivo, por haberse calcado una y otra vez en historias casi idénticas que siempre representaban de forma parecida los roles de sus protagonistas. Ella se propone alterarlo, y lo hace con Memorias de Leticia Valle. La novela puede leerse, entonces, como respuesta a los relatos de seducción vistos desde el punto de vista masculino y en los que la iniciativa y las decisiones dependían del varón, siendo la mujer mera víctima. Pero también evita otras tradiciones muy vivas en el fin de siglo: la de la femme fatale y la de la niña perversa, impúber pero sexuada y destructora de hombres (como la Salomé adolescente tan repetida en la imaginería literaria y artística de las últimas décadas
de un gran pecador, con notas explicativas, en la editorial Renacimiento. Este es, sin duda, el libro que Timo y Joaquín leían en Roma y recomendaron a Chacel.
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del siglo X I X y primeras del X X ) . Al contrario que estos estereotipos, Leticia es un ser racional más que carnal. Su sensualidad pasa, por así decirlo, por el cerebro, y la seducción de don Daniel es antes un acto intelectual que sexual. El erotismo y las emociones no estás excluidos, pero en todo momento Leticia es consciente y dueña de ellos. No es una casualidad que el momento climático entre Leticia y Daniel, que anticipa y anuncia la seducción, sea la recitación del poema que la niña lleva a cabo: un acto verbal, intelectual, de Leticia, sobre el que esta tiene control en todo momento y cuyas consecuencias mide cuidadosamente. Con esta indagación en el punto de vista de la jovencita y esa ruptura con el modelo de la niña perversa, Chacel se adelanta a otras autoras que tratarán argumentos semejantes con una actitud igualmente revisionista: son, por ejemplo, sorprendentes las similitudes de Memorias de Leticia Valle con L'Amant (1984) o L'Amant de la Chine du Nord (1991), ambas de Marguerite Duras. 1 1
3.3.3. Reescritura en clave de sus relaciones con los patriarcas de la cultura del fin de siglo y los años veinte Dos destacadas estudiosas de la obra de Chacel, la ya citada Shirley Mangini y Reyes Lázaro, han observado que Memorias de Leticia Valle puede ser leída como una especie
" Sobre ella, entre tantos otros, escribió el propio Ortega y Gasset, que dedica a la figura bíblica un breve ensayo titulado «Esquema de Salomé» (1921).
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de «venganza literaria» de la discípula Chacel contra el maestro Ortega. El sistema pedagógico de don Daniel — q u e muestra a su alumna los estímulos necesarios, dejando después que ella misma deduzca la información— es muy similar al método de pensamiento y análisis propugnado por Ortega entre sus discípulos. De la misma manera que Leticia admira a don Daniel y nunca cuestiona su inteligencia y conocimientos, Chacel siempre proclamó su admiración por Ortega y su total acuerdo con él en materia de pensamiento. Claro que al declararse ferviente partidaria de las ideas de Ortega, siendo una mujer, la escritora estaba implícitamente cuestionando algunas de ellas (las referidas al papel de la mujer en la cultura). Por lo que se refiere al trato personal entre ambos, Chacel calificó al filósofo de «encantador», aunque «difícil». Y relata así el último encuentro entre ambos, antes de salir ella para el exilio. Tiene lugar en el despacho de él, donde ella ha acudido con unos cuantos libros que deja sobre la mesa y que recoge para marcharse cuando la charla se convierte en discusión: [...] de pronto, queriendo cortar la situación, los recogí [los libros] y dije: «Es m u y tarde y usted tendrá m u c h o que hacer[...]». Ortega dijo, estentóreamente: «Yo no tengo nada que hacer y usted se está ahí quieta[...]». M e cogió por el brazo: todos los libritos cayeron al suelo y m e hizo sentar. C o m o siempre supe leer sus p e n s a m i e n t o s , vi que tenía ganas de retorcerme el pescuezo, pero se contuvo: nuestra proximidad nunca había llegado a tanto. Solo recuerdo del final del dram a que paseó de un lado a otro de la habitación, c o m o león
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enjaulado, deshaciendo todos mis argumentos. C o n su acostumbrada claridad en la refutación y con toda la largueza deseable; sin mermar explicaciones ni hacer resaltar mi atrevimiento. Respecto a mí [...] hubo alguna bonita definición de mi carácter que, en resumen, solo lo daba como lo que no tiene arreglo[...] Cuando terminó su refutación, me fui y no volví a verle[...] La salud de España y la de Ortega estaban harto amenazadas (Obra completa, 3, 1993: 432).
No puede dejar de advertirse una cierta tensión erótica en la escena tal y como la escritora la relata. Además, es llamativa la semejanza con el pasaje de Memorias... en que don Daniel, tras hablarle Leticia de su fascinación por el organillero de su barrio, la llama «traidora» y a duras penas resiste las ganas de retorcerle el cuello (la palabra utilizada, «pescuezo», es la misma en los dos textos): «me cogió la cabeza con las dos manos, hundiendo los dedos en mi pelo, después me apretó el pescuezo como si fuese a ahogarme». Pero Ortega no es el único maestro literario en quien Chacel se inspira para crear la figura de don Daniel. El ficticio archivero de Simancas contiene también algunos rasgos tomados de otro maestro literario de Chacel y los jóvenes autores de los años veinte: Juan Ramón Jiménez, a quien la escritora conoció personalmente. La propia autora reconoce las coincidencias entre el poeta y su personaje en la entrevista concedida a Olvido García Valdés: «[don Daniel] era Juan Ramón exactamente. Porque en Juan Ramón hubo una historia también, se enamoró de una chica muy joven... Esa
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historia me la contó él. N o pasó nada, no pasó absolutamente nada, pero es de esas cosas que confluyen» (García Valdés 1988: 27). Además de este enamoramiento, el poeta andaluz presta al personaje de don Daniel su aspecto físico, y especialmente su barba oscura. En la novela, la primera vez que Leticia ve al archivero, afirma: «Parece un rey moro». Precisamente, Chacel dedicó a Juan Ramón un soneto titulado «Yo conocí tu barba nazarena» donde desarrolla la comparación del poeta andaluz con la figura romántica del rey moro, y en concreto con el descrito por Zorrilla. Reproduzco los dos primeros cuartetos del soneto: Yo conocí tu barba nazarena pintada en unos versos de Zorrilla Yo — n u e v e a ñ o s — desde mi Castilla, te imaginaba rey de una Almudena de una Medina, de una C ó r d o b a llena de perlas, con aljibes a la orilla de un Genil donde el agua, en plata, brilla o, cautiva, entre mármoles resuena...
(Obra completa, 2, 1989: 552) C o m o se ve, Chacel expone abiertamente en el poema la fascinación que el rostro de Juan Ramón Jiménez suscitó en ella cuando lo contempló por primera vez, de niña —en algún libro o revista, ya que el conocimiento personal llegaría más tarde, en la juventud de la escritora—. Chacel,
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entonces, relaciona la apariencia del autor de Platero y yo con la de un personaje del poeta romántico Zorrilla: aunque en los versos de la escritora no se dice cuáles son esos «versos de Zorrilla», no es difícil deducir que se tratan precisamente de los versos de «La carrera», el poema que Leticia elige para recitar públicamente, por ser su protagonista un rey moro semejante a don Daniel. En el poema, Chacel, a sus nueve años, también imagina a Juan Ramón Jiménez «rey de una Almudena» (Almudena, palabra procedente del árabe, que significa 'la ciudadela, la fortaleza'). Los topónimos que aparecen en el segundo cuarteto —Medina, Córdoba, Genil— remiten a la Andalucía natal de Juan Ramón Jiménez y concretamente a la Andalucía musulmana: tanto Medina 12 como Genil 13 son topónimos de origen árabe y Córdoba fue la capital del califato. La simbiosis entre Juan Ramón Jiménez y el personaje de Zorrilla no deja lugar a dudas sobre el parentesco con el archivero de Memorias de Leticia Valle. 12 Medina significa ciudad'. La Medina más célebre se encuentra en la actual Arabia Saudí, pero en España existen varios lugares con el mismo nombre: dos en la provincia de Valladolid (Medina del Campo y Medina de Rioseco), Medina-Azahara (palacio construido por los árabes en el siglo X, cerca de Córdoba, del que hoy se conservan las ruinas) y Medina Sidonia, población de la provincia de Cádiz, donde se encuentra un famoso castillo (en origen, romano, aunque sobre él se levantaron primero una fortaleza árabe y más tarde una cristiana). La mención de Chacel alude, con seguridad, a Medina-Azahara, cuyas ruinas son emblema de la vida refinada del califato de Córdoba. 13
Genil es el nombre del río que pasa por la ciudad de Granada.
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Con todo, pese a estas llamativas semejanzas entre don Daniel y dos de los autores más influyentes de las vanguardias, que ejercían sobre los jóvenes creadores de la época un reconocido magisterio, la de Chacel no se limita a ser una crítica adpersonam más o menos velada por la ficción. La escritora, a través de la venganza literaria contra Ortega y Juan Ramón Jiménez, está cuestionando no a estos dos autores —a los que por otra parte admiraba sinceramente—, sino el sistema de una cultura construida por varones y refractaria a dejar a la mujer otro espacio que no fuese el de la novela sentimental convencional. Don Daniel aúna rasgos de Ortega y Juan Ramón Jiménez, pero encarna algo más amplio: la cultura oficial en conjunto, en la que, como sabemos, Chacel nunca se sintió completamente integrada. 3.3.4. Representación simbólica del conflicto entre los roles de género convencionales y superación de los mismos La novela es, además, la narración de cómo un ser humano entra en contacto con los modelos tradicionales de lo masculino y lo femenino y los supera, sin ceñirse a ninguno de ellos, sino moviéndose libremente de uno a otro. Esta superación, claro está, solo se produce tras un arduo aprendizaje. El ser que representa una nueva forma de realizarse como humano sin quedar constreñido por las imposiciones culturales asociadas a los sexos es Leticia. Esto quiere decir algo tan grave como que el nuevo ideal de Hombre puede perfectamente encarnarlo una niña: alguien de sexo femenino y que se encuentra aún en la infancia. La corta edad de
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Leticia la convierte en una proyección hacia el futuro, frente a las generaciones pasadas representadas por don Daniel, doña Luisa... y también por Ortega y los maestros intelectuales de Chacel, tan reacios a abandonar las viejas ideas sobre el hombre y la mujer. La primera maestra de Leticia, que en la novela aparece como un personaje de su pasado, es Margarita Velayos, una mujer con una buena formación intelectual, pero cuyo trabajo es uno de los típicamente aceptados por la sociedad de las primeras décadas del XX para las mujeres. Su aspecto sobrio —traje sastre, pelo recogido— también coincide con la imagen habitual de las feministas reformistas por las que Chacel sentía escasas simpatías (pues, según ella, al reclamar los derechos de la mujer estaban pidiendo lo que simplemente hay que tomar por derecho propio y, por tanto, estaban implícitamente aceptando el poder del patriarcado). Leticia Valle, en su relato, admite haber sentido por ella cierta admiración, pero esta es ya solo un recuerdo cuando la protagonista se prepara para comenzar a estudiar con don Daniel. Las ambiciones de Leticia van mucho más allá de la meta que un día pudo representar para ella Margarita Velayos. La maestra de la escuela de Simancas responde todavía más fielmente al rol tradicional de la mujer: Leticia es muy consciente de sus limitados conocimientos y lo único que admira en ella es su habilidad para la costura, una actividad tradicionalmente femenina. Chacel, por cierto, cosía bien y la costura aparece en muchas de sus páginas: en modo alguno la consideración de esta labor es negativa, pero desde luego
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ni Rosa ni su álter ego Leticia podían aceptar que su horizonte vital fuese tan solo coser y bordar. Cuando comienza a acudir a casa de doña Luisa, Leticia acompaña a esta en la cocina, la preparación de los muebles de la casa, las compras navideñas, etc., actividades del hogar a las que se entrega con gran entusiasmo. Pero cuando emprende sus estudios con don Daniel, se inicia una pugna callada entre este y Luisa, que alternan su influencia sobre la niña; en esta competencia, ambos cónyuges representan los modelos tradicionales de género: el ámbito de Luisa es el hogar, y en especial la cocina; sus actividades, el piano, la cocina, la crianza de los niños, etc. Es hermosa, elegante, sensible, delicada; su inteligencia se plasma no en una actividad creadora, sino reproductora (toca el piano, pero no compone). Los espacios a los que se vincula Daniel, en cambio, son el Archivo y, dentro de la casa, el despacho (en cuya descripción se esmera Chacel, no por casualidad); sus actividades, el conocimiento, la reflexión y la cultura. Es autoritario y mordaz, y es el maestro de quien Leticia extrae un mayor conocimiento (sin embargo, no es propiamente un creador y en ese aspecto le supera Leticia, que sí lo es, pues su relato lo escribe ella misma y es, por tanto, autora de las Memorias...). Quizá la escena en que con más claridad se advierte esta dimensión simbólica de Luisa (rol tradicionalmente femenino) y Daniel (rol tradicionalmente masculino) es la que precede a la primera clase que el archivero imparte a Leticia. Don Daniel llega a casa, interrumpe a Luisa y Leticia, que se encuentran en la cocina haciendo macarrones, y pregunta:
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—¿También te ayuda en la cocina mi discípula? Y ella [Luisa], como si la conversación estuviese empezada hacía rato, como si todo el mundo se hubiese puesto ya de acuerdo, repuso: — T o d o lo que yo le he enseñado ya lo aprendió; veremos cuándo puedes tú decir otro tanto. Hubo un silencio y yo me afirmé a mí misma que estaban hablando en broma. Sonriendo, con una sonrisa que saqué de no sé dónde, miré primero a ella y luego a él, y él, haciendo un movimiento de cabeza, me dijo: «Anda, ven que te voy a examinar». Yo me quedé paralizada; él se separó como para dejarme pasar por la puerta, y sin dudar si yo iría o no, añadió: «Vamos a ver ese talento». Yo no quise volver a mirarle; me parecía que la cólera me estaba saliendo por los ojos. C o n lo que yo pensé en el trayecto de la cocina al despacho podría llenar cientos de páginas; envejecí diez años en ese momento.
En eso consiste precisamente este nivel interpretativo, en lo que la narradora y protagonista piensa mientras realiza un trayecto de la cocina (del rol tradicionalmente femenino, representado por doña Luisa) al despacho (el rol tradicionalmente masculino, encarnado por don Daniel). Es evidente que el modelo de comportamiento masculino le parece a Leticia más digno que el femenino, pues varias veces en la novela califica como «tonterías» las cosas del «mundo de las mujeres», y la atención con que prepara su indumentaria para la primera clase de don Daniel le parece censurable, por vana. N o obstante, Leticia no se detiene en
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la emulación de su maestro: ella supera no solamente el modelo femenino de realización que, como niña, la sociedad le ofrece, sino también el modelo masculino, absorbiendo libremente uno y otro, disponiendo de ambos y moviéndose de uno a otro según su voluntad. Las tareas del hogar y el piano no son suficientes para Leticia —que, sin embargo, se entrega a ellas con verdadera fruición a temporadas—, como tampoco lo es la sabiduría tal y como la encarna Daniel. Si consideramos que la trama de la novela puede situarse en la segunda veintena de la obra (Leticia nace en 1914), el archivero y su esposa son herederos de la educación y los valores del siglo XIX, mientras que Leticia, niña todavía, personifica al ser humano del nuevo siglo —niño también—, un ser humano que se realizará con mayor libertad, optando según su voluntad entre las diversas posibilidades de comportamiento que se le ofrezcan. Y —he aquí la nota revolucionaria de Chacel— ese nuevo modelo de Hombre puede ser perfectamente, como en Memorias..., una mujer14. A este respecto, conviene recordar que en su primer ensayo, «Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor», Chacel había rebatido las teorías de Simmel sobre la existencia de dos culturas diferentes y separadas, la masculina y la femenina, defendiendo que la cultura era una sola, para
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E s t e t e m a ya lo h a b í a t r a t a d o R o s a C h a c e l en el relato t i t u l a d o
« C h i n i n a M i g o n e » , aparecido en la Revista
de Occidente ( 1 9 2 8 ) . Véase la
excelente interpretación que del cuento hace A n a Rodríguez Fischer en su introducción al v o l u m e n 7 de la Obra completa d e Chacel ( 2 0 0 4 : 7 - 1 5 ) .
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varones y hembras: esta opinión de Chacel, publicada en la Revista de Occidente^, era un ataque tácito pero inequívoco a su maestro, Ortega, entusiasta de las teorías del sociólogo alemán, que había difundido en España precisamente a través de esa misma revista (un argumento más, como puede verse, para encontrar en Leticia y don Daniel un trasunto de la escritora y el filósofo, cuya relación era a la vez de admiración y rivalidad). Otro pasaje de la novela que se presta a ser interpretado desde esta clave lectora es aquel en que Leticia se extasía ante la danza de su prima Adriana; una danza en que la niña alterna los papeles de la dama y el caballero, cambiando de uno a otro con rapidez y credibilidad que asombran a la protagonista, que es la única que parece comprender en toda su hondura el significado de ese baile en que la misma figura puede ser en un segundo mujer y al siguiente varón, con movimientos y posturas bien diferenciados, pero realizados siempre por un mismo cuerpo. 3.4. Leticia Valle, todo un personaje Hay un aspecto de Memorias... que, por evidente, corre el riesgo de ser pasado por alto. Me refiero al hecho de que sea la propia Leticia Valle quien cuenta su historia y quien hace no solo su propio retrato, sino el de don Daniel, doña Luisa y el resto de personajes de la narración. 15
El «Esquema...», publicado por primera vez en la Revista de Occidente (febrero de 1931), fue recogido en Obra completa, 4, 1993: 447-476
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Teniendo en cuenta este detalle fundamental, Leticia se presenta ante nosotros, por encima de cualquier otra cosa, como narradora. Antes de saber nada más sobre ella, sabemos que ella es quien escribe y, por tanto, quien nos suministra información, pero también nos la oculta o nos la dice a medias. Leticia es narradora antes quepersonaje y su identidad como personaje depende de su voluntad como narradora. Considerado esto, lo siguiente que llama la atención es el escaso tiempo transcurrido entre los hechos narrados y el momento de la narración: un año. La narradora que cuenta estos sucesos de su infancia no es, pues, una persona en su vejez o madurez, ni siquiera una adulta, sino una niña de doce años. Sin embargo, se muestra distanciada y consciente de suyo de once años, que es el que protagoniza el relato. Esto, que ha llevado a algunos críticos a negar la verosimilitud de la novela y, en consecuencia, a aminorar su calidad literaria, no debe ser valorado como un «fallo» de Chacel, sino como parte de su reto (proponer un nuevo modelo de Hombre que sea mujer y además una niña, y por ello depositaría del futuro). En ese sentido, la identidad entre Leticia y la propia Chacel, que esta última señala en varias declaraciones, actúa a la vez como un garante y como un reto contra quienes se muestren reacios a creerse a Leticia. El hecho de que narre su historia supone, a mi juicio, la gran victoria de la Leticia Valle. Si bien puede parecer que el final de la historia es una claudicación y un sometimiento de la protagonista, no debe perderse de vista que el verdadero
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final no es otro que el acto mismo de la narración, un acto de la voluntad de Leticia, que mediante él se convierte en la única dueña de todo lo sucedido. Grau-Llevería lo interpreta como una afirmación feminista: «Ella crea su historia. Escribe para que no la escriban los demás. Para que no la confundan con una opción femenina que ella no ha elegido» (1998: 207). Además, el relatar lo sucedido es simultáneamente un triunfo contra la mediocridad de personajes como su tía Angustias, su tío Alberto, el ama, etc., y un triunfo sobre su maestro don Daniel, al que supera definitivamente al ser plenamente dueña de la palabra para contar las cosas y convertirse, así, en creadora. En la caracterización de Leticia como narradora y como personaje, Chacel pone especial cuidado en evitar ciertos modelos y tópicos que suponían un riesgo, sobre todo considerando que la historia contiene un episodio de seducción. La literatura y las artes de las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX habían provisto a la literatura de un amplio elenco de féminas fatales, desde Salomé — l a adolescente lúbrica por la que los hombres de bien como Juan el Bautista pierden (literalmente) la cabeza— hasta Carmilla, la mujer-vampiro de inclinaciones lésbicas, pasando por una infinidad de nínfúlas, súcubos y otros seres de sexo femenino cuyos poderes de seducción conducen a los varones a la locura, la miseria y la muerte. Apartándose de estos precedentes, Chacel obvia prácticamente toda referencia a la apariencia de Leticia (nos habla apenas de sus delgados brazos, pero nunca dice si es o no hermosa) y plantea la seducción
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de don Daniel como un proceso, ante todo, intelectual. No es que Leticia ignore el deseo, sino que lo describe de una manera consciente y racional que la aleja de los modelos arriba aludidos. Así se comprueba en el pasaje en que, atendiendo a las explicaciones de su maestro, la niña observa el pecho de este a través de la fina tela de su camisa: la narradora emplea un estilo preciso y parco, que no deja duda sobre su capacidad intelectual para conceptualizar el deseo: Al p o c o tiempo empecé a observar la luz q u e atravesaba su camisa. Al inclinarse apoyándose en el brazo del sillón, la camisa se le ahuecaba un poco y dejaba ver la parte lateral de su torso, no el pecho, sino el costado, donde se le marcaban un poco las costillas, bajo una piel que parecía dorada, entre la blancura de la camisa.
Entre los tipos femeninos divulgados por la literatura y las artes decadentistas era frecuente la ambigüedad sexual: a la ya citada Carmilla podrían añadirse múltiples ejemplos tanto en las letras como en la pintura. Esa ambigüedad sexual no falta en Leticia: como narradora se extiende tanto — o más— en la descripción de la belleza de doña Luisa (y particularmente de sus pechos) como en el aspecto de don Daniel y mantiene hacia ella una actitud, a veces, galante (lo que el archivero advierte al decirle: «Me parece que si tú fueras un caballerito tendrías el arte de hacer regalos a las damas, y me parece también que a ti le gustaría mucho algunas veces ser un caballerito»). Sin embargo, también este
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aspecto es tratado con suma contención por Chacel, de manera que nunca gane terreno sobre la conciencia y la voluntad de la protagonista y narradora, que son los elementos verdaderamente centrales en esta novela. De este modo, la heroína —pues así puede ser llamada— queda liberada de los roles que hasta el siglo XX se le habían ofrecido a las mujeres (el de ángel del hogar y el de mujer fatal), pero también de convertirse en mera émula del varón —don Daniel—, así como de quedar estancada —es el punto de vista de Chacel— en la reivindicación feminista. Leticia Valle, sin hacer reivindicaciones, con su simple comportamiento y su palabra, se convierte en la promesa de futuro de una nueva humanidad en que ser mujer u hombre no suponga tener que mantenerse en los márgenes de un comportamiento intelectual o social preestablecidos.
MEMORIAS DE LETICIA VALLE
MEMORIAS DE LETICIA VALLE
El día 10 de marzo cumpliré doce años. No sé por qué, hace ya varios días que no puedo pensar en otra cosa. ¿Qué me importa cumplir doce años o cincuenta? Creo que pienso en ello porque, si no, ¿en qué voy a pensar? En todo lo de antes no pienso; lo veo dentro de mí; cada uno de mis minutos es uno de aquellos, pero pensar, cuando me pongo a pensar, solo se me ocurre: el día 10 de marzo cumpliré doce años. Y es que, pensando, me pregunto: ¿qué va a suceder? Y no va a suceder nada. Solamente que seguirán pasando los días hasta que llegue el 10 de marzo, y ese día, sí, ya sé lo que pasará. Luego volverán a pasar otros sin nada más. Cuando quiero decirme a mí misma algo de todo lo que sucedió, solo se me ocurre la frase de mi padre: «¡Es inaudito, es inaudito!». Me parece verle en su rincón, metido en su butaca, cogiéndose la frente con la mano y repitiéndola, y yo, desde el mío, diciéndole sin decirle: «Eso es lo que yo estaba queriendo decirte siempre. Yo no sabía decir que todo lo mío era inaudito, pero procuraba dártelo a entender, y tú
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de todo decías que no tenía nada de particular. Claro que si ahora lo que ha pasado te parece inaudito es porque sigues creyendo que anteriormente nada tenía nada de particular». Pero ¿a qué conduce este discutir? Estamos muy lejos, como siempre estuvimos, con la diferencia de que ahora la distancia es una ventaja para mí: me aisla, es mi propiedad y no siento aquel deseo de explicaciones. Antes, cuando hablaba de mis cosas, era como pidiendo que me defendiesen de ellas. Ahora, las peores, ya no me dan miedo: me atrevo a repetirlas aquí, las escribiré para que no se borren jamás en mi memoria. Y no por consolarme: necesito mirarme al espejo en ellas y verme rodeada de todas las cosas que he adorado, de todas las cosas de que me han separado, como si ellas me hubiesen hecho daño. Aquí ya no pueden quitármelas, ni ellas pueden irse; aquí serán como yo quiera, no pueden nada contra mí, como tampoco pueden estas otras que están de veras a mi alrededor; las veo, pero me niego a creerlas. Con todo, me pasa lo que con la rama de hiedra que llega al marco de mi ventana. Cuando la miro de refilón1 y la veo asomarse al cristal, me parece una lagartija que va a escaparse si me acerco. Sin embargo, no es lo que parece; no puede huir ni estremecerse, aunque pegue en el cristal con los nudillos, pero a pesar de eso me gusta creer que es mi compañera. Su vida es tan lenta; aún más que las manecillas
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Mirar de refilón-, mirar indirectamente o de pasada.
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del reloj que tantas veces he pasado horas queriendo ver avanzar. Aquí es ella la que va a medir mi tiempo. Cuando la miro, como cuando la olvido o cuando duermo, ella va avanzando; ahora llega aproximadamente a la altura del nudo más grande de la madera y sé que para el 10 de marzo habrá crecido un palmo o acaso más. Menos aún se notará lo que pueda crecer yo de aquí a entonces. Adriana me dice que muy pronto, pues ya estamos finalizando octubre, esas vertientes se cubrirán de nieve y esquiaremos, que de un momento a otro llegará su profesor y daremos clase de música en el gabinete de su madre, que tengo que aprender deprisa el alemán para poder seguir los estudios con ella. No aprenderé el alemán, ni esquiaré, ni estudiaré nada. No iré por ese camino que me marcan, no seguiré a ese paso; iré en otro sentido, hacia arriba o hacia abajo, me escaparé por donde pueda y no se darán cuenta. Me verán todos los días con los pies quietos en el mismo sitio, pero no estaré aquí: iré hacia atrás; es lo único que puedo hacer. Esto, ¿cómo van ellos a comprenderlo? No haré nada que sobresalga, no me verán mover ni una mano; volveré hacia dentro todas mis fuerzas, echaré a correr hacia atrás hasta quedarme sin aliento, hasta llegar al final, hasta perderme. Luego volveré hasta aquí y retrocederé otra vez. No, aquí mismo no llegaré nunca. Me parece más fácil llegar hasta allá, hasta el principio. Todo lo demás, lo que está a la derecha o a la izquierda, puedo tomarlo o dejarlo, y no tomaré más que lo que verdaderamente quiera. No lo
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que quiera por capricho; lo que quiera con mi corazón, lo que quiera con ese querer que viene desde el principio; desde Dios, debe ser, porque Dios es principio y fin de todas las cosas. Aún no sé lo suficiente para pensar esto por cuenta propia y, sin embargo, hace ya mucho tiempo, cuando no sabía absolutamente nada, ya lo pensaba. Siempre lo sentí así. Cuando rezo, sobre todo cuando rezo a oscuras, cuando me vuelvo de cara a la pared en la cama y tanteo la oscuridad con los ojos y los giro en todos sentidos y no veo nada; hasta que no estoy convencida de que no veo nada, tampoco puedo pensar en nada. A veces llego a dudar si tengo los ojos abiertos o cerrados y me toco con la punta del dedo, despacio, con mucho cuidado, como si fuese a sorprender a un ojo que no fuese mío, y cuando toco el ángulo del ojo entre las pestañas, y me convenzo de que está abierto, entonces estoy segura de que no se ve nada y paso un momento de una angustia horrible, pero al fin puedo empezar a rezar el padrenuestro. Tengo tal necesidad de pensar por cuenta propia, que cuando no puedo hacerlo, cuando tengo que conformarme con alguna opinión que no arranca de mí, la acojo con tanta indiferencia que parezco un ser sin sentimientos. Esto me atormenta más que nunca cuando quiero hacerme una idea de cómo sería mi madre. Cuando era pequeña, oía hablar de ella y me decía a mí misma: no, no era así, yo recuerdo otra cosa, pero ¿qué es lo que yo recordaba? Nada, claro, nada que se pueda decir ni siquiera oscuramente. La verdad es que nunca pude recordar cómo era mi madre, pero recuerdo
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que yo estaba con ella en la cama, debía ser en el verano, y yo me despertaba y sentía que la piel de mi cara estaba enteramente pegada a su brazo, y la palma de mi mano pegada a su pecho. Por muchos años que pasen, no se me borrará este recuerdo, y puedo hundirme en él tan intensamente, sobre todo de un modo tan idéntico a cuando era realidad, que en vez de parecerme que cada vez lo miro más desde lejos me parece que, al contrario, algún día pasaré más allá de él. Ahora lo estudio, lo repaso; antes lo miraba, me pasaba horas contemplándolo. Me parecía sentir precisamente un no sentir en algún sitio, un tener una parte mía como perdida, como ciega. Era como si estuviese pegada a algo que, aunque era igual que yo misma, era inmenso, era algo sin fin, algo tan grande, que sabía que no podría nunca recorrerlo entero, y entonces, aunque aquella sensación era deliciosa, sentía un deseo enorme de hacerla cambiar de sitio, de salir de ella, y me agarraba, tiraba de mí misma desde no sé dónde y me despegaba al fin. Recuerdo el ruido ligerísimo que hacía mi piel al despegarse de la de ella, como el rasgar de un papel de seda sumamente fino. Recuerdo cómo me quedaba un poco en el aire al incorporarme, y seguramente entonces la miraba y ella me miraría. Sí, sé que me miraría, me sonreiría, me diría algo; de esto ya no me acuerdo. Es raro: si recuerdo lo que sentía, ¿por qué no recuerdo lo que veía? Yo creo que debe ser porque después he seguido viendo y viendo cosas; en cambio, no he sentido nunca más nada semejante a aquello.
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Todo el mundo, todos más o menos, habrán sentido una cosa así, pero si la han sentido, ¿por qué no hablan de ello? Claro que yo tampoco he hablado nunca, pero cuando los otros hablan, yo busco entre sus palabras algo que deje traslucir que lo conocen, y nunca lo encuentro. Se ve que no han empezado por ahí; hablan de otras cosas. Hablan del amor de las madres, de cosas que hacen o que dejan de hacer, y yo siempre digo en mi fondo: el amor era aquello. Sí, después, otros han hecho también cosas por mí, todos me han querido, se han sacrificado, como dicen, pero aquello otro nada tiene que ver con esto. Esto, aunque debe ser claro, ni lo entiendo ni quiero entenderlo. Aquello era como un agua, o como un cielo. ¡Se estaba tan bien allí! Y se quería salir para sentir mejor que se estaba. Fuera de eso, no recuerdo nada bueno de aquellos años. Solo la angustia de tener que aprender unas cosas para comprender otras, porque la gente, por lo regular, habla de un modo que al principio no sabe uno por dónde guiarse. Tan pronto dan a las cosas más misteriosas una explicación tonta, tan pronto las envuelven, las disfrazan con un misterio odioso. Cuatro o cinco años me pasé oyendo, sin comprender, que mi padre había ido a África a hacerse matar por los moros. Yo comparaba lo grave que me resultaba aquello con la naturalidad con que lo decían, y no acertaba a casar las medidas. Entonces pensaba: o no es tan grave o es conveniente, y el no poder juzgar sobre esto no llegaba a inquietarme. Q u e mi padre quisiera morir, no me era imposible de
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comprender, pero que quisiera hacerse matar por los moros, ¿por qué? Además, ¿por qué lo decían con aquel misterio, con aquel dejo? Cuando yo preguntaba, era un alzarse de hombros, un mover de cabeza con lo que me respondían, y yo sentía vergüenza, no sé si por mi padre o si por mí, por no entender, por no dar en el quid de aquello que no querían explicarme. Llegaban los periódicos y yo miraba las caras de todos cuando leían las noticias y suspiraban con satisfacción porque no encontraban la que temíamos, pero después movían la cabeza como diciendo: nada, todavía no ha conseguido nada... Yo vivía con la desazón de no entender aquello, y muchos ratos lo olvidaba, pero de pronto me venía a la cabeza y me sentía tan cerca, me parecía tan cierto ir a verlo claro de un momento a otro, que me ponía colorada. Pero entonces no era vergüenza, era emoción, era como si me asustase no sé de qué. Mi corazón daba un golpe terrible, se me extendía un calor por la frente que me nublaba los ojos, y aunque no conseguía ninguna idea clara ni nueva, sentía que había tocado la verdad. Lo que me repugnaba era precisamente la envoltura que le daban los otros y las explicaciones, siempre las explicaciones, alrededor de mi padre y mi madre. Siempre aquellas sentencias: «cuando de veras se quiere a alguien, se hace esto y no esto; el amor no es así, sino de este otro modo». Y yo sin poder más que decir dentro de mí, con toda mi desesperación y todo mi asco: ¡imbéciles, el amor era aquello! Afortunadamente, yo pasaba la mayor parte del tiempo con mi tía Aurelia, que era la menos aficionada a hablar.
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Vivíamos puede decirse que solas, pues el ama y las criadas quedaban perdidas en la parte interior de la casa, y no venía a vernos casi nadie. Mi profesora, unas temporadas venía muy puntualmente todas las mañanas, otras se estaba varios días sin aparecer. Tanto ella como el médico decían que yo sabía demasiado y que me convenía más pasear que estudiar. Mi pobre tía me sacaba a pasear todos los días, y siempre, antes o después de nuestro paseo, nos deteníamos en casa de mi abuela. Allí era donde había grandes conversaciones alrededor de la camilla. Las tías se entretenían en hacer encaje de Irlanda, calados de Tenerife: tenían la habitación inundada de cestillos y bastidores. Yo me asfixiaba allí, y uno de los recursos que tenía para salir pronto era preguntar a mi abuela si tenía algún encargo que hacernos. Ella lo tomaba como si yo tuviese mucho empeño en complacerla y reservaba los encargos delicados para nosotras. Había que comprarle siempre cosas únicas en sitios rarísimos, o gastar varias horas en la explicación de algo que mandaba hacer a la medida. Mi tía era la que hacía el encargo, pero al tomarlo era yo la que tenía que atender, porque confiaban en mi memoria prodigiosa. Me gustaba sobre todo tener que ir a la farmacia, porque mi abuela tenía viejas recetas que acostumbraba a tomar, y con todas sus exigencias y requisitos solo querían servírselas en la farmacia militar. Allí íbamos mi tía y yo y teníamos que esperar incalculablemente hasta que se podía coger solo al boticario y explicarle que la vez anterior había estado demasiado, o demasiado poco, cargado de cualquier
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cosa. Entre tanto, yo me paseaba por el pasaje donde estaba la farmacia. Es maravilloso ese tiempo que se pasa esperando; parece que uno no está en sí mismo, que está haciendo algo para otro, y, sin embargo, se está tan libre. Aquel pasaje, a la entrada de la calle del Obispo, se torcía en el medio para salir a la de la Sierpe, y en el ángulo que formaba había una rotonda con montera de cristales, que tenía cuatro estatuas representando las estaciones, y en medio una de Mercurio. ¡Qué luz caía sobre aquella pequeña plaza encerrada! A cualquier hora, en cualquier época del año había allí una luz que le hacía a uno comprender. Yo, desde allí, comprendía, no sé por qué, la historia. La historia que no me gustaba estudiar en los libros desde allí me parecía algo divino. Dando vueltas entre aquellas estatuas, bajo aquella luz, yo pensaba según fuese el día. Cuando era verano, poco antes de las doce, el sol era terrible, era irritante, trágico. Yo pensaba entonces en los gladiadores que morían en el circo de Roma. Veía sobre todo aquellos que caían al pisar la red, veía los cuerpos arrastrados por la arena, y también algo leído no sé dónde: dos que morían a un tiempo, atravesándose mutuamente con sus espadas. Bajo aquel sol, bajo aquella luz desgarradora, veía siempre aquella escena: dos hombres desnudos que se mataban uno a otro al mismo tempo. Cuando era la hora de la siesta, pensaba en cosas de América, pensaba en colibríes, en hamacas. Veía a una mujer vestida de blanco, dormida a la sombra de un cañaveral, con una mariposa negra posada en medio del pecho. Si era por la mañana
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temprano, pensaba en Grecia, sobre todo cuando el pasaje estaba recién regado y quedaban pequeños charcos con una frescura que era como una música; entonces pensaba sobre todo en Narciso. Otras veces, cuando llovía, pensaba en el Rey de la Cerveza. No sé por qué le llamaba así, ni sé de dónde había sacado aquel personaje, pero me encantaba. Cuando la luz era gris y se oía el ruido de la lluvia en la montera de cristales, yo le veía sentado en un sillón de respaldo muy alto, con hojas de vid talladas2 en la madera. Estaba en una habitación inmensa con ventanas góticas, y en un rincón se veía un tonel precioso, con una panza tan perfecta que parecía vivo. ¡Pero él!... yo sabía cómo era en todos sus detalles. Iba vestido de terciopelo, no siempre del mismo color, pero siempre ribeteado de martas cibelinas. Sin eso no podía imaginarle. Bajaban las dos franjas de piel por sus hombros, y entre ellas se le veía el pecho maravillosamente sonrosado y anchísimo, con una camisa de encajes que le dejaba un escote cuadrado bajo la barba rubia. Entre los pelillos de su barba, su boca brillaba cuando se reía, y sobre todo cuando comía unos pescaditos fritos que cogía con las puntas de los dedos por la cabeza y la cola. En esta actitud es como más frecuentemente le imaginaba: sentado ante una gran mesa y comiendo uno de aquellos pescaditos. Los mordía en el lomo, iba quitándoles la carne con los dientes, y siempre yo veía el primer mordisco que era en el medio, como en la cintura
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Talladas-, esculpidas. Tallar, esculpir la madera.
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del pez. Mientras lo comía, miraba al espacio con sus ojos azules que casi sonreían, no sé a quién, porque le veía siempre solo en aquella gran habitación. Otras veces estaba con las rodillas separadas y los pies juntos en un cojín, sentado junto al tonel, viendo caer de la espita un chorro dorado sobre un bock, y entornaba los ojos como un gato que se adormece. No sé si a todas estas cosas que yo imaginaba en el pasaje se les puede llamar la Historia. El caso es que yo sentía que allí aprendía mucho. Porque en todas partes tenía estos ensueños, pero fuera de allí eran muy diferentes. Unos eran los que me acompañaban en las visitas, otros en la cama antes de dormirme, otros en la iglesia. Los de las visitas eran, generalmente, alrededor de unos seres pequeñitos que veía de pronto, en algún mueble, en algún rincón donde yo sorprendía a veces como un ambiente a propósito para ellos. Mi tía me llevaba con frecuencia a casa de unas amigas suyas, dos hermanas solteras ya muy mayores; la más joven tocaba el piano y todas las tardes estudiaba un par de horas. Cuando nosotras llegábamos a su casa, ella seguía estudiando, y mientras mi tía hablaba con la otra en el gabinete, yo me estaba con ella, sentada en la alfombra, en un rincón, junto a la consola. Un día le pregunté qué era lo que tocaba, y me dijo que estaba repasando las fugas. Tocaba muy bien; su música era tan ligera, tan limpia. Yo no la atendía, pensaba en otra cosa mientras tanto, pero a veces se destacaba un trozo que se llevaba mi atención, causándome una sorpresa, un deslumbramiento, como cuando se está mirando al cielo distraídamente y de pronto corre una estrella.
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Las cosas que yo pensaba en aquella sala eran todas como aquellas fugas, siempre cosas ligeras, transparentes. Por el asiento de una butaca forrada de peluche verde, veía correr un caballo blanco. Tenía la piel como de madreperla, los ojos negros, y echaba hacia atrás la melena con un movimiento de cabeza como el de una niña. Alguna vez vi que se paraba y se quitaba con la mano el mechón que le caía sobre la frente. Sí, con la mano, yo lo veía así. También veía entre las patas de la consola unas zonas brillantes en la madera negra, unos rincones oscuros, unos cambios de luz y de sombra que eran como un mundo negro iluminado por un sol negro. Por allí había siempre dos seres muy pequeños, blancos y transparentes como hadas, que se abrazaban y se querían mucho. En todo esto que veía, yo no tomaba parte, aunque sentía todo género de sentimientos y como la atmósfera donde ocurría; en cambio, en las fantasías que pensaba en la iglesia me veía siempre a mí misma, transformada, haciendo cosas imposibles, pero enteramente yo. En todas las iglesias de Valladolid tenía imágenes y rincones queridos, pero en San Esteban estaba el Cristo yacente en la urna, dormido sobre el cojín blanco bordado de oro. Nunca pude rezarle, no me gustan las oraciones; únicamente el padrenuestro y ese no es a Cristo. Yo me arrodillaba allí y hacía por acercarme a El, nada más; era un esfuerzo enorme de toda mi imaginación el que hacía. Salía de mí misma, vivía, respiraba el aire que corría entre aquellos cristales que le guardaban, veía el brillo de sus ojos entre los párpados
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medio cerrados, los extremos de su boca por donde parecía que escurría algo como un aroma. Mi sitio habitual en el altar era la mitad del escalón que quedaba a la cabecera, pero no siempre conseguía entrar verdaderamente en la urna. Siempre me lo imaginaba, siempre me concentraba en la idea de que andaba por allí dentro, de que me encogía para caber en el pequeño espacio que quedaba al lado de su cuerpo, pero algunas veces no era imaginar: enteramente, con mis cinco sentidos, entraba allí. Entonces veía aquellas sombras moradas alrededor de sus ojos, en sus mejillas, en sus sienes, como si se moviesen. Ya no eran un tinte o un tono que tenía, ya no eran que era así, sino que eran como algo que aparecía, algo que pasaba por El. Yo le sentía sufrirlo, hundía mis ojos en aquellas sombras de su agonía como en un agua oscura, profunda, que permaneciese agitada por los siglos de los siglos, y mi corazón se aceleraba pensando en aquella agitación sin fin, en aquella tortura que movía aquellas sombras como alas negras. Y entonces sentía la necesidad de descansar, de dormir viéndolas agitarse, de dejar caer mi cabeza sobre su pecho, mientras siguiesen aleteando. Esto no era pensar, pienso ahora, para ver hasta dónde llegan mis recuerdos, pero entonces era otra cosa, enteramente otra cosa. Entonces no llamaba sombras a aquello que veía, ni me proponía estar en ninguna posición especial: me sentía allí, estaba allí, me abandonaba, me olvidaba allí, hasta que pasaba dentro de mí algo solo comparable al fluir de las lágrimas. Algo lloraba dentro de mí, un hilo de
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llanto corría por un lugar que era como el escondrijo del alma, tan breve como un relámpago. Jamás hubiera confesado esto a nadie: era como un secreto terrible, aunque al mismo tiempo me enorgullecía, pero hubiera sido descubrir que yo no era una niña. Mucho antes de los siete años ya llevaba encima de mí ese secreto. A los ocho decidieron llevarme al colegio de las Carmelitas para que tuviese trato con otras niñas, y allí fue donde mi secreto me resultó abrumador. Empecé a ver lo que eran las chicas. A propósito de mí, mi familia se expresaba siempre con el mismo misterio que cuando hablaban de mi padre, como si supiesen lo que yo tenía dentro de mi cabeza y como si fuese algo tan tremendo que no se pudiese ni nombrar. Me mandaban allí como a curarme de algo: a que aprendiese a ser niña, decían. Pero cuando empecé a tratarlas me produjeron horror, horror y asco. Eran ellas las que estaban enfermas de su niñez; unas parecía que no podían nada; todo lo que intentaban les quedaba corto, como si no estuviesen enteramente despiertas; otras, al contrario, ya habían aprendido todo lo que tenían que aprender; las lecciones eran lo de menos. ¡Aquel machacar ladrillos y repartirlos en porciones! En el recreo yo las veía jugar a hacer comiditas y hubiera querido pisotearlas. Sin embargo, me portaba bien con ellas; jamás reñí con ninguna; solo las miraba hasta salírseme los ojos, pero ellas no sabían por qué. Y aunque las miré tanto las he olvidado casi enteramente. Solo se me destaca de entre ellas una que no olvidaré
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jamás. Aquella chica era la única que tenía como yo su secreto. Pero nunca hubiéramos podido unirlos. No tenían nada de común, no, Dios mío, no. ¿Cómo he podido creerlo más tarde? Esa idea no ha sido más que un deseo de castigo. Era la penitencia que me imponía a mí misma. Porque nos hayan podido juzgar iguales, porque el ama, que no es más que una vieja llena de resabios y malos sentimientos, me haya querido envolver en la misma palabra que a ella aquella monja, que era otra arpía, he podido yo creer alguna vez que había algo semejante. Pero ¿cómo puede ser? Yo les preguntaría a todos dónde está la semejanza. No lo comprenderé jamás. Y sin embargo me hiere, me enloquece recordar sus voces llenas de experiencia, diciendo aquello, escupiendo aquello. Yo a la chica la despreciaba, me parecía bizca sin serlo. Todo en ella, sus posturas, su cuerpo, sus pies bizcaban. Se sentaba sobre los ríñones, las piernas separadas, las puntas de los pies hacia adentro. En la hora de la labor se iba a un rincón y no daba una puntada: lamía la pared. Yo no sé qué maniobra hacía allí metida, pero eso lo vi claramente: lamía la pared, que estaba recubierta de tablas amarillentas barnizadas. Yo sentí tanto horror cuando vi aquello, que deseé con toda mi alma que nadie lo viese, pero sin duda las monjas se dieron cuenta y fue bien casual que tuviese yo que atravesar la galería cuando estaban echándole la reprimenda. La superiora la sacudía con sus frases como para despabilarla de su actitud entre adormilada y burlona, le dejaba caer encima todo el infierno con sus tormentos horrorosos.
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La monja de nuestra clase, que era muy dulce y muy instruida, no hacía más que lamentarse. Le pasaba la mano por la cabeza y repetía: «Yo quisiera que fueses una niña limpia y bonita». Y la otra, que seguramente era la que la había delatado, iba renqueando galería adelante, sin darse cuenta de que yo iba detrás de ella, y repetía a un lado y a otro: «¡Cuánta basura en este mundo, cuánta basura en este mundo!»... Yo no era desinteresada en el dolor que me causaba esta palabra. La rechazaba por mí, aunque creyese que era por la otra. ¡Si entonces me hubieran dicho que tiempo después, en mi propia casa, casi en mi cara iba yo a ir por el pasillo e iba a tener que oír aquello, referido a mí misma, con un acento aun más bajo, con mayor desgarro! Porque el ama decía: «¡Cuánta basura hay en el mundo!», y su retintín parecía querer decir que si la dejaran a ella lo arreglaría de un escobazo. La monja no: decía en este mundo, como si solo el otro pudiese estar limpio de ella. ¿Por qué exclamar lo mismo ante cosas tan diferentes? ¿Es que yo no entiendo lo que hago? ¿Es que podré llegar alguna vez a entender las cosas como los otros? Eso sería el mayor castigo que pudiera esperarme. Porque las gentes viven, comen, van y vienen, como si tal cosa, aunque vean el mundo con ese asco. Yo no: yo, si llego a verlo así, me moriré de él. Yo no quiero vivir ni un día más si voy hacia eso. Pero, ¿qué puedo temer si he decidido no ir a ningún sitio, volver hacia atrás y mirar todo sin que cambie nada? Al colegio no fui más que unos meses y aquellos días a veces los confundo. Solo tengo algunas señales para guiarme:
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algún traje que estrené en determinada fecha y que en otra ya no pude ponerme porque se me había quedado corto. Cuando cambió todo fue a la vuelta de mi padre. Los días en que se supo que estaba herido se animó todo el mundo en las dos casas. Las noticias llegaban a la de mi abuela; mi tía y yo íbamos allí y parecía que unos y otros teníamos ya algo que hacer: esperarle, cuidarle luego. ¡Yo esperaba tanto de su llegada! Creía que él iba a explicarme, que él iba a estar cerca de mí en todo lo que me interesaba, que con mirarle solo comprendería aquellos misterios, aquellos dramas que yo sabía que llevaba dentro. Pero no fue así, y no es que él se apartase, no; me quería mucho, quería tenerme siempre con él, pero no quería que le preguntase. Mi mirada, mi ansiedad, yo creo que le hacían daño. No tenía valor para recordar. No había conseguido que le matasen los moros, pero sí que matasen sus recuerdos. Las peripecias de la campaña, sus sufrimientos en el hospital, la amputación, las curas horribles le daban ocasión de hablar incesantemente. Yo creo que hablaba tanto para que no hablasen los otros, es decir, para que no se hablase más que de lo que él quería. Se había acostumbrado a tener a los pies a su vieja perra de caza, y quería que todos le escuchasen como ella, sin rechistar. La perra, tendida delante de él, con el hocico sobre las patas, no se movía; solo dirigía hacia él los ojos cuando la señalaba con el dedo. Porque la perra era uno de sus temas de conversación. A todo el que venía a verle le contaba la historia de su pobre perra, que al fin se había aclimatado al
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terreno seco porque era una setter muy fina y al principio creyó varias veces que se le moría en las carreteras polvorientas. Contaba cómo consiguió una vez arrastrarla hasta un charco, cómo la abandonó allí dándola por muerta y cómo ella le alcanzó al poco tiempo. Hablaba también de los chacales e imitaba su lloriqueo, que oía en el campamento por las noches. Porque los moros los cazaban con lazos y luego los agarraban por el pellejo del pescuezo y por la cola y los echaban por encima de las alambradas. Así pasó el invierno. Mientras duró su convalecencia, estuvo siempre acompañado y entretenido. Luego empezó a salir y a decir que no podía soportar la ciudad. El decía que era el clima, pero yo sé que era otra cosa. Decía que le era difícil cruzar las calles con muletas, que no sabía hacer nada sirviéndose de la mano izquierda, que necesitaba vivir en un sitio donde pudiera tener aire sin necesidad de moverse. Al fin decidió salir de Valladolid, arreglar la casa que teníamos en Simancas y encerrarse en ella para siempre. En los primeros días de abril salió para allá mi tía con la criada, y poco después mi padre, el ama y yo. Salimos por la mañana temprano y llegamos en cosa de una hora. Hacía mucho calor. Mi tía me tenía preparada una sorpresa en mi cuarto: un mirlo en una jaula de juncos. Durante todo el día no hice más que mirarle. Había unas rosas en un jarro, de esas bastas, tan olorosas, y siempre que me acuerdo de ese día me parece ver el pájaro negro, tan esbelto, sobre el rosa de aquel perfume que llenaba la casa.
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Mientras duró aquel olor duró la novedad, estuvieron presentes en el viaje y la mudanza, vivimos en ese desorden tan agradable que hace pasar deprisa el tiempo unos ratos y otros lo retarda. Después tuve que empezar a aclimatarme porque nuestra vida cambió enteramente, sin que hubiese grandes motivos para ello. Claro está que ya no podíamos hacer las mismas cosas que hacíamos en Valladolid, pero no fue solo eso lo que cambió; hubo un cambio desconcertante: yo dejé de ser el centro de la casa. Una vez en Simancas, mi padre ya no necesitó ningún cuidado especial y, sin embargo, la atención que mi tía me prestaba antes de que él viniera no volvió a recomenzar. Me di cuenta una noche al cogerme los bigudíes; empecé a sentirme cansada de tener los brazos en alto tanto tiempo y entonces caí en que antes mi tía me ayudaba todas las noches al irme a la cama. En los días que mi padre estaba grave aún empecé a hacerlo yo sola, porque mi tía no se separaba de su lado un momento, y después ni ella volvió a ayudarme ni yo fui a pedírselo. Desde ese momento empecé a encontrar el cambio en muchas cosas. No puedo decir que estuviese descuidada, pero empecé a tener una libertad que antes no había tenido. En Valladolid no había salido sola a la puerta de la calle jamás. Mi tía odiaba la vida del campo; para ella estar en Simancas mucho tiempo era un sacrificio enorme y no se avenía a dar a nuestra vida una verdadera seriedad. Estábamos como de paso, no hacíamos la vida de las tres o cuatro
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familias de señores, ni me permitía tampoco andar con las chicas del pueblo. Se hacía la desentendida como diciéndome: puedes escaparte si quieres; aquí no hay muchos peligros. Pero yo no me escapaba; buscaba de cuando en cuando un pretexto para salir: ir al estanco a comprar un lápiz, o algo así, y me detenía muy poco más de lo necesario. Estaba tan desorientada que a veces me parecía que me estaba volviendo tonta. Todas las cosas que antes me preocupaban dejaron de interesarme. No volví a acosar a mi padre con mis miradas interrogantes, no volví a coger los libros ni a entretenerme en mis fantasías de otras veces. Cuando me acordaba de ellas me parecían niñerías, y el caso es que las cosas que había entonces en mi cabeza no eran muy importantes. O ya no me acuerdo o en aquellos días no pensaba más que en comer. Me tiraba de la cama temprano y me ponía a la puerta a esperar al panadero. Mi desayuno solía durar una hora. Mi padre desayunaba en la cama y mi tía no tomaba más que un sorbo de café; yo me quedaba sola en el comedor mojando pan en la leche hasta que se me acababan las fuerzas. Después me iba a la huerta, echaba un poco de agua a los cuatro tiestos que había por allí y me ponía a mirar a los conejos. Me pasaba las horas muertas oyendo el ruidito que hacen al roer los tronchos de col; este era mi entretenimiento. Lo más que se me ocurría a veces era hacerme un columpio con una cuerda que colgaba de una viga. A eso de las diez y media volvía a pedir por la ventana de la cocina pan con chorizo, y me ponía a comerlo sentada en
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el columpio. Cuando al mediodía empezaban a cantar los gallos ya tenía yo otra vez un hambre loca. En cuanto el gallo empezaba a cantar yo me daba cuenta de que tenía eso que llaman aflicción de estómago y me parecía que era su canto el que me producía aquella sensación de vacío. Unas veces empezaban a cantar lejos, y otras era una ventana del granero que tenía las bisagras oxidadas la que chirriaba al moverla el aire de un modo tan parecido al canto de un gallo que todos empezaban a cantar. El nuestro estaba casi siempre subido en el tronco de una higuera y yo le veía allí hacer aquel ademán de ansiedad, sacudiendo la melena dorada, formándosele un hueco en el buche al estirar el cuello y aleteando como si quisiera coger algo con las alas, y me daban ganas de llorar de hambre. Mi tía se daba cuenta de que yo estaba poniéndome muy fuerte, y claro está que se alegraba, pero al mismo tiempo le indignaba tener que reconocer que aquella vida que llevábamos traía algunas ventajas. De cuando en cuando decía: «Esta niña se pasa el día sin hacer nada; antes había que quitarle los libros por la fuerza y desde que estamos aquí no ha vuelto a ocuparse de ellos: se va a embrutecer». Yo alzaba los hombros o me echaba a reír para tranquilizarla, pero por dentro pensaba seriamente: «Debo estar embruteciéndome». Solo que yo sabía que lo que me embrutecía no era la falta de libros, no era que antes estudiase y ahora no hiciese nada, sino precisamente que ahora el no hacer nada lo hacía de otro modo. Antes ponía más atención en ese no hacer
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nada que en cualquier otra cosa. Para levantarme de la cama había una lucha que duraba media mañana todos los días; para arrancarme del balcón o del patio, o del rincón donde me metía a jugar, para hacerme acostar a una hora razonable, la misma historia. Porque precisamente cuando no hacía nada me ponía furiosa que me interrumpiesen, que me hiciesen cambiar de postura inesperadamente. En cambio, desde que caí en el pueblo, todo me dio igual: me levantaba sin llamarme nadie y en cuanto oscurecía ya estaba deseando irme a la cama. Cosa extraña: mi tía, que siempre se había quejado de mi desobediencia, estaba verdaderamente irritada con mi docilidad. Cuando alguien comentaba mi buen aspecto, mi tía decía siempre: «Sí, está cambiando por momentos», y esto en ella quería decir mucho, porque su estribillo predilecto era: «Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer». No es que fuese agorera; es que estaba cansada. Si yo hubiese caído enferma hubiera resistido diez noches a la cabecera de mi cama. En cambio, verme así, rebosando salud, la fatigaba. Yo oía discutir lo que había que hacer conmigo durante la comida y la cena con completa indiferencia. ¿Sería mejor llevarme interna a las Carmelitas, sería mejor ocuparse de mi salud que de mi educación, sería mejor hacer venir a una institutriz a Simancas? Esto, aun reconociendo que era lo más conveniente, fue desechado, pues ni mi padre ni mi tía podían soportar a una persona extraña viviendo en la casa.
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Parece que al fin lo más cómodo resultó hacer que la maestra del pueblo me diese una hora de lección después de terminar sus clases de la tarde. Se arregló todo al estilo de la ciudad, se combinó 3 con la maestra para que viniese a casa de cinco a seis y se prepare una mesa en mi cuarto con los libros que habían venido en el fondo de un baúl. Con esto pareció que yo podría reanudar mi vida de Valladolid, pero fue imposible. ¡Era tan extraña para mí aquella señora! Yo no me había sentido nunca confusa delante de mi profesora cuando era pequeña; al contrario, me parecía la persona que mejor podía comprenderme, y yo la comprendía a ella a través de las murmuraciones de mi familia. He nacido destinada a eso: a oír murmurar de las personas que quiero. Decían que era de una familia noble venida a menos, que había viajado hacia los cuatro puntos cardinales y que era muy machuna. Yo estaba dispuesta a imitarla en todo, pero la olvidé. No, no la olvidé; al contrario, la recordaba continuamente comparándola con la otra; pero al fin llegué a interesarme por esta, sin que me inspirase en el fondo una verdadera simpatía. Las primeras lecciones fueron tan angustiosas para ella como para mí: preguntas y respuestas que se iban consumiendo poco a poco, y, al cerrar cada libro, un carpetazo como un suspiro de descanso. Luego media hora dedicada a
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Se combinó: se llegó a un acuerdo.
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la lucha con la caligrafía. Ella dictaba monótonamente, yo escribía veloz, terminando antes de que hubiesen dejado de sonar sus palabras, y resultaba que mi letra era ininteligible y mi ortografía absurda. Entonces la pobre señora se esforzaba en explicarme, y se daba cuenta ella misma de que sus explicaciones me parecían tontas. Desfallecía, cogía la pluma y me demostraba como había que hacer. Me decía: «Si al menos escribieses despacio. Tienes que dar forma a las letras», y de su pluma iban saliendo letras y letras, todas con las barriguitas iguales. Yo no quería descorazonarla, pero estaba dispuesta a que aquello no continuase. Intenté mil veces sacar alguna conversación que me diese una pista de sus gustos o de sus habilidades: inútil. La pobre se escondía porque sabía que su instrucción era muy escasa y no quería perder su autoridad cometiendo algún error. Un día, al fin, llegó con un gran paquete mal envuelto en periódicos que dejó sobre una butaca. Al irse a marchar yo le dije que podía darle un papel mejor y me ofrecí a ayudarla a empaquetar todo aquello: eran labores de las chicas de la escuela que ella se llevaba a su casa para preparar. En aquello se me presentó una nueva perspectiva de mi maestra y un m u n d o nuevo, toda una especie de trabajos que, aunque no eran desconocidos para mí, no había practicado nunca. Al fin pudimos entendernos ocupando cada una nuestra posición verdadera. Yo le repetía constantemente que no sabía hacer nada de aquello, y ella, sintiéndose al fin maestra en algo, me fue enseñando cada pieza, sacando
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de las entrañas de su paquete cositas absurdas: relojeras, bolsas para peines, todo hecho con sedas de colores sobre raso almohadillado. Al día siguiente la lección quedó anulada a los diez minutos de empezar: yo me puse en seguida a hablar de labores y pedí a la maestra que me hiciese una lista de todo lo que era necesario mandar a buscar a Valladolid. En esto se nos fue la tarde. Después tuve que discutir durante dos días en casa para que me dejasen ir a la escuela a hacer labor con las chicas mayores. Al tercero gané: me dijeron que hiciese lo que quisiera, por no oírme, y hasta mandaron a buscar los utensilios que necesitaba. Los libros volvieron a quedar arrinconados. Yo no era modesta ni trabajadora, ni me desvivía por aprender, y sin embargo no me encontraba a gusto con las gentes hasta que las llevaba al terreno de aquellas cosas que sabían mejor que yo; si no, no les sacaba substancia. Fuese lo que fuese, aunque yo no hubiese de hacerlo jamás: ver cepillar una tabla al carpintero, ver al carnicero separar con el cuchillo el hueso de la carne; cuando lo hacían con verdadera maestría me producía una admiración y un bienestar que yo no podía expresar más que diciendo: «Eso es hacer las cosas como Dios manda». Cuando descubrí que la maestra era capaz de hacer aquellos primores ya tuve de qué hablar con ella. Le preguntaba de todas las labores que había visto hacer a mis tías y todas las conocía. Allí, en casa de mi abuela, en aquel odioso gabinete donde se hablaba de cosas
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nunca claras y siempre mal intencionadas, los bastidores y cestillos me parecían embelecos estúpidos. Miraba a veces por encima del hombro de alguna de mis tías y aquello no tenía secreto para mí: yo era tan hábil como cualquiera de ellas, pero no me interesaba demostrarlo. En cambio a mi maestra me gustaba dejarla que me enseñara, me gustaba verla empezar y rematar las cosas, verla fundir las puntadas matizando con las sedas de colores, verla afilar los realces en el bordado en blanco. En esto sobre todo la admiraba. ¿De dónde podría sacar ella tanta finura para ajustar las cinturitas de aquellos realces que se curvaban en las iniciales de letra inglesa que ponía en los pañuelos, en las flores, con media hoja en relieve y media en sombra? Preparaba primero un relleno de puntadas suficientemente grueso y luego lo iba cubriendo de un .lado a otro con el algodón satinado. Empezaba las medias lunas engordando hacia el centro y disminuyendo al final, y luego las bruñía con el punzón de marfil. ¡Con qué cariño las atusaba! Quedaban como perlitas, como caramelos; brillaban tanto que, al sol, no se podía mirar su blancura. Yo me pasé los meses extasiada con aquello: es increíble, pero así es. Llegaron las vacaciones y solo dos chicas muy mayores y yo seguimos yendo a casa de la maestra por las tardes y bordando con ella bajo la parra de su huerta. No hablábamos apenas: las abubillas se paseaban por encima de la tapia como si no hubiese nadie. Cuando terminábamos nuestra tarea comíamos uvas y pan que la maestra nos daba
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en pago a nuestra compañía. Después bajábamos aquellas dos chicas y yo hasta las eras que estaban junto al río, y nos sentábamos en un montón de paja hasta que empezaba a oscurecer. Ellas se me ponían siempre una a cada lado y luego decían que conmigo allí no podían hablar de ciertas cosas porque yo era pequeña. Yo les decía: «No seáis idiotas y hablad de lo que os dé la gana». Siempre acababan por hablar de lo que ellas llamaban picardías, a veces me interesaba lo que decían, a veces me aburría, porque repetían las mismas cosas por centésima vez; entonces me dejaba caer hacia atrás en la paja y veía ir apareciendo las estrellas. El primero de septiembre se abrió la escuela y todo volvió a empezar con una normalidad que parecía que no tendría fin, pero a mediados del mes se alteró, simplemente por un cambio del tiempo. Se desencadenó una racha furiosa de tormentas. Por la mañana no pasaba nada extraordinario, pero después del mediodía se empezaba a ver el cielo gris sobre Valladolid y la nube iba avanzando poco a poco por el valle; después salía otra por detrás de la colina y cuando se encontraban encima de Simancas parecía que no iba a quedar una piedra en su sitio. Dentro de la clase se empezaba a sentir la tormenta en la inquietud de las chicas. La maestra daba golpes con la regla en la mesa, pegaba gritos desaforados para mandarlas callar, poniéndose ella tan excitada como la que más, hasta que sonaba el primer trueno, lejos todavía, pero lo suficientemente claro como para borrar el ambiente de discordia:
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entonces se le echaba la culpa a la tormenta, se encendía el cabo del Santísimo y se rezaba mientras iban creciendo los truenos hasta estallar sobre nuestras cabezas. Después de uno o dos de esos que suenan como a hoja de lata, los goterones de la lluvia empezaban a dar en los cristales, ladeados; a los primeros se les veía pasar como flechas y en seguida se convertían en una cortina espesa. Las chicas se agolpaban a las ventanas para ver correr los arroyos que sé formaban frente a la escuela y no había medio de calmarlas. La maestra, abrumada, con las manos a la cabeza, se volvió a mí de pronto y me dijo: «Leticia, hija, cuéntales un cuento». Y antes de que yo contestase se puso a gritar a las chicas: «¡Callad, niñas, que Leticia va a contar un cuento! ¡Callad, niñas!...». Y así por diez veces. Cuando se hizo el silencio, yo conté un cuento y después otro y después otro; así se pasó la tarde, hasta que los arroyos se fueron reduciendo a las cunetas y fue posible salir. Al día siguiente todo se repitió p u n t o por punto, y cuando la maestra grito: «Callad, niñas, que Leticia va a contar un cuento», empezó un nuevo alboroto porque unas querían que contase los mismos del día anterior y otras otros nuevos. Entonces, una de las mayores le dijo algo al oído a la maestra, y ella, sin detenerse a más, gritó pegando en la mesa con la regla: «¡Silencio, niñas, que Leticia va a cantar!» Esto las apaciguó mejor aún, y hasta primeros de octubre las tardes se desenvolvieron lo mismo: primero se reñía, luego se rezaba y luego se cantaba.
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Cuando las tormentas pasaron se volvió a hacer el trabajo de la tarde con formalidad y yo volví a ocupar mi silletín al lado de la maestra, sobre la plataforma. Un día, cuando el cuchicheo de las chicas no era demasiado fuerte, la maestra me dijo: —¿Sabes lo que estoy pensando, Leticia? Que deberías estudiar música. ¡Tienes tan buen oído! Yo exclamé: — M e gustaría mucho; pero aquí, ¿dónde voy a estudiarla? —Ya veremos; conozco a una señora que ha dado lección de música a otras niñas; es la esposa del archivero. Yo te llevaré a verla; pide permiso a tu papá. Cuando llegaba una de estas ocasiones yo me daba cuenta de que en mi casa estaba cada día la atmósfera más cargada. Cualquier proposición, cualquier innovación que yo intentase levantaba un torbellino de malestar. Había de ser una cosa tan sencilla como aquella y las miradas con que me respondían parecían decir: «Pero, ¿cómo se te ocurre? ¡También esto!...». Y no era que les pareciese mal; yo veía en mi tía sobre todo la desesperación de no encontrar razones para oponérseme. Sus miradas de angustia empezaban al empezar yo a hablar, antes de que ella supiera lo que iba a decir, y cuando terminaba me decía, enteramente abrumada: «Haz lo que quieras, haz lo que quieras». Mi padre solo decía entre dientes: «Lo que diga tu tía». Yo no comprendía lo que les pasaba. Estaba claro que, por egoísmo, no querían relacionarse con gentes que no les
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interesaban, que podrían venir de cuando en cuando con visitas inoportunas, pero además su descontento de mí era manifiesto. Continuamente tenía que oír lamentaciones por mi abandono del estudio y predicciones de que acabarían por pegárseme los modales de las palurdas con que trataba. Por debajo de todo esto había como un barrunto de desgracias que me irritaba. Yo estaba tan tranquila, tan segura de mí misma, y cuando me ponía a pensar en sus temores sentía dentro de la cabeza una especie de ausencia, como si fuese a desmayarme; al fin sacudía aquel vértigo y acababa por hacer lo que quería. Mi aprendizaje de la música quedó reducido al mínimo. El jueves por la tarde la maestra me llevó a casa de doña Luisa y allí se me ofreció todo lo que pudiera desear, pero no por el momento. Doña Luisa llevaba pegado a sus faldas un pequeño de tres o cuatro años, y otro en los brazos de pocos meses. Nos dijo que, en efecto, el año anterior había preparado a unas niñas para examinarse de solfeo en el conservatorio, pero que después del nacimiento de su hijito no podía continuar con tanto trabajo. La crianza debía durar aún algunos meses y después estaba dispuesta a volver a empezar. Me dijo también que, entretanto, como no podía pasarse el día sin abrir el piano por lo menos media hora, tenía organizado un grupo de muchachas a las que enseñaba al oscurecer coros y novenas para la iglesia, y que yo podía ir a cantar con ellas para empezar a acostumbrarme. Recordaré siempre que al despedirnos en la puerta me dijo: «Ya sabes, puedes venir desde mañana a eso
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de las seis. Bueno, tú puedes venir a cualquier hora; adiós, querida». Cuando le oí decir «adiós, querida», me di cuenta de que no era castellana. Su desenvoltura me deslumhró; no era elegante como algunas señoras de Valladolid que yo admiraba (no sé si se puede emplear aquí esta palabra), pero yo diría que era mundana. Ya sé que le doy a esto un sentido que no es el que se le da generalmente: para mí, mundana quiere decir que no tiene la manía de estarse quieta que tiene toda mi familia. Tampoco tenía el aire de viajera de mi primera profesora. Bueno, aquella era una princesa, pero tenía algo de persona emprendedora. Llevaba un vestidillo de vuela que se le desabrochaba por todas partes y tenía puestas unas chinelas de tafilete rojo que hacían que sus tobillos resultasen aún más huesudos. Esa fue mi impresión cuando la miré al marcharme, a la puerta de su casa. Había un cerco oscuro, entre azul y verde, alrededor de sus ojos grises muy grandes. Solo por tener aquellos ojos ya se podía decir que era muy guapa, y en realidad lo era. Estaba mal peinada, de un modo gracioso, y tan delgada que parecía que en vez de estar criando a un hijo estuviese criando diez a un tiempo. Entonces me pareció que nos decía adiós con una mirada tan franca, tan abierta; después, fui viendo que su cara era siempre igual; no podía cambiar de expresión sino en algunas ocasiones muy graves, en las que aquella misma franqueza se hacía ruda, y su voz, que en general era suave, se hacía chillona. Yo no vi nunca más que momentos pasajeros
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de ese aspecto suyo, pero ahora estoy segura de que se habrá quedado así para siempre. Aquella mirada de confianza no volverá a repetirla nunca. Al menos, esto sé que ha desaparecido; en cambio, la casa probablemente sigue igual. ¿Cómo puede ser? Y antes, antes de todo aquello ¿también había sido igual? Si pienso en esto acabo por perder la fe. Me vuelve loca esta soledad; que esté yo aquí con mi desesperación y otros en otro sitio con la suya, y que al mismo tiempo las cosas se queden como estaban. Porque entonces pienso: aquella luz de otras veces, aquel ambiente, no querían decir nada, no estaban hechos para mí. Yo conocía la casa aquella de pasar por la calle. Me había fijado en su fachada de piedra oscura, que no tenía más que dos ventanas con una reja a cada lado del portal, y arriba cuatro huecos unidos por un balcón corrido con bolas doradas en las esquinas de la barandilla. Junto al alero, solo un cornisón muy sencillo. Pero, el portal... Ni siquiera la costumbre que adquirí de entrar en él a diario pudo borrarme la impresión que me causaba su luz al llegar a la puerta. Aunque la entrada era un vestíbulo cuadrado, lo que atraía en él era un pasillo muy ancho con techo abovedado que partía del fondo y atravesaba la casa. Al final había una galería de cristales enteramente cubierta por una parra, y desde la calle oscura el pasillo parecía un túnel lleno de luz verde. Cuando yo pasaba por allí, antes de saber que entraría jamás en aquella casa, ya me parecía aquello la entrada al paraíso. Pasaba siempre despacio para mirarlo, para cambiar con él una mirada, porque me parecía que me miraba como un ojo.
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Al día siguiente fui antes de las seis: estaba loca de impaciencia. Doña Luisa se puso a enseñarme toda la casa antes de que yo mostrase interés por ella, pero me dijo que era para que supiese las costumbres. Me dijo: «Mira, aquí abajo, en el ala izquierda, no hay más que dos habitaciones, una que da a la calle y otra al jardín; las dos se le reservan a mi marido, porque si no los niños no le dejan leer». Entreabrió la puerta de la segunda y vi que había una mesa llena de libros y un sofá con dos butacones de cuero. Siguió enseñándome: a la derecha estaba, delante el gabinete de recibir, y detrás, el comedor y la cocina. La galería cogía toda la planta baja de un lado a otro, pero la habían dividido con un tabique para que el olor de los guisos no fuese hacia la izquierda. Doña Luisa me dijo: «Ahora vas a ver la leonera». Subimos por una escalera de piedra que quedaba como incrustada en uno de los lados del vestíbulo, y arriba, dividida la parte de detrás del mismo modo, me enseñó su cuarto con las cunitas de los niños a la derecha; y a la izquierda, una habitación donde había de todo: armarios, perchas, bañeras. El cuarto de las chicas estaba en el sobrado. Al abrir una puerta que quedaba en medio del rellano donde desembocaba la escalera, me dijo: «Este es el salón del piano». Yo paseé mi mirada por él y dije con toda mi alma: «¡Que bonito!». Aquel salón era algo que nadie hubiera podido sospechar. Era inmenso; cogía toda la fachada con sus cuatro balcones y estaba enteramente vacío, desnudo; ni una silla,
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ni una cortina, ni un clavo en una pared. Solo en el rincón de la derecha un piano de cola con su banqueta. En medio del techo, en una viga, quedaban los restos de un gancho para sostener la lámpara, pero el garfio estaba roto y el cable había sido recogido, hecho un ovillo sobre el montante de la puerta. Yo había dicho aquello y ella vio que lo decía de verdad. Además, nunca lo hubiera dudado porque a ella le parecía igual. Nos quedamos en silencio, sin saber qué más decir. Yo, cruzada de brazos y apoyada en la pared. Ella, conteniendo siempre el pataleo de sus dos chicos. Entonces yo conseguí que el pequeño pasase de los brazos de su madre a los míos, y así ella pudo estirarse un poco: se esponjó el vestido, logró libertar su falda de las manos del otro; parecía una chica pequeña. De pronto oímos pasos en el portal y doña Luisa se asomó a la escalera gritando: «¿Estáis ahí? Subid, chiquitas». Subieron dos muchachas que yo ya conocía; detrás de ellas, la niñera, con una caja de cerillas, cogió a los dos niños y se los llevó al rellano de la escalera. Doña Luisa encendió las velas del piano, puso en el atril unos papeles, se sentó y dijo: «La salve». Después de unos acordes, las chicas empezaron a cantar, pero al poco tiempo doña Luisa se interrumpió. No adaptaban bien la letra a la música; naturalmente, cantaban sin saber lo que decían. Ella, sin aclararlo, les enseñó solamente el tiempo que tenían que dar a cada sílaba. Volvieron a empezar, y cuando iban ya por la mitad yo empecé a oír
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detrás de mí pasos en puntillas que se acercaban. Doña Luisa, sin interrumpirse, dijo: «¡Qué vocación, chiquitas, qué vocación!». Las cuatro muchachas que llegaban se pusieron al lado de las otras y se echaron a cantar, entrando por donde pudieron. Mi vida se repartió entre la escuela y aquella casa; no sé qué fue de las mañanas. En cuanto cogía el bastidor y me sentaba al lado de la maestra empezaba a contarle lo que había hecho en casa de doña Luisa el día anterior. Mi llegada allí era ya habitual a las cinco y minutos, los minutos que tardaba en llegar de la escuela a todo correr; y hasta que llegaban las otras chicas yo ayudaba a doña Luisa en las mil cosas que hacía; generalmente cocinaba. Dejaba cosas preparadas para terminar después de la lección de música. Su cocinera guisaba muy mal, y ella en cambio hacía platos catalanes maravillosos. Cuando yo se los explicaba a la maestra, ella los ensayaba en su cocina y me decía al otro día el resultado para que yo consultase con doña Luisa las imperfecciones que habían tenido. Pero no solo manipulábamos en la cocina, goloseábamos continuamente. Yo en mi casa no lo había hecho jamás y ella me enseñó. Fuese lo que fuese todo lo probábamos, hasta las cosas que no se le ocurriría a uno nunca comer entre horas. Cuando hacía aquellas alubias blancas con lomo y perejil, preparaba siempre más de las que cabían en el molde y las que quedaban nos las comíamos entre las dos con dos cucharitas de postre. Ella escogía los pedacitos de lomo y me los daba todos, y cuando ponía el relleno en las empanadillas,
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al meter en cada una un piñón, una aceituna, una pasa, me iba dando a mí y a su chico, que se acercaba a la mesa y abría la boca como un gorrioncillo. Después, cuando calentaba el aceite, freía cuscurros de pan para las muchachas. La cocinera a veces la reñía, porque decía que golusmeaba tanto en la cocina que luego no comía en la mesa y que por eso estaba tan delgada. Ella la miraba con los ojos muy abiertos, sin reírse ni ponerse seria, y le decía: «Pues es verdad, tienes razón»; pero seguía haciendo lo mismo. A veces llegaban las discípulas a cantar y tenían que esperarla porque no podía dejar lo que tenía entre manos. Otras se entretenía tanto con ellas que llegaba la hora de la cena y no había preparado nada. Entonces se azoraba mucho y daba vueltas buscando con los ojos a quién echar la culpa. Uno de los días que más habíamos cantado, desde las flores de María 4 hasta los villancicos, estábamos aún en el portal hablando de lo que pensábamos cantar todas en corro alrededor de doña Luisa, cuando apareció su marido en la puerta. Le acompañaba el médico, y doña Luisa se abalanzó a saludarle buscando pretextos para disculpar el descuido en que la encontraban. Ponía las manos en los hombros del médico y le decía: «¡Ay, doctor, estas muchachas me tienen loca!». Pero miraba a su marido y yo veía que tenía ansias de preguntarle: «¿Qué hora es?».
4 Las flores de María-, conocida canción de contenido religioso dedicada a la Virgen María, cuyo estribillo dice: «Venid y vamos todos / con flores a María».
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El sonrió al oírla y miró al grupo moviendo la cabeza. De pronto alargó una mano y cogió en un puñado todos mis tirabuzones, apretándolos junto al cogote. Dijo: «Esta es la que tiene que darte más guerra; con estos pelos, buena debe ser». Las chicas se habían ido deslizando entre ellos y la puerta y habían desaparecido; doña Luisa repitió unos cuantos cumplidos al médico y se fue a la cocina, la mano que sujetaba mi pelo lo había ido soltando todo menos un tirabuzón que se quedó entre sus dedos. Yo miraba aquellos dos hombres que hablaban sin ocuparse de mí y miraba el extremo de mi bucle que seguía en aquella mano, que lo estrujaba como cuando se experimenta la calidad de una tela, sin tener en cuenta que estaba pegado a mi sien. A fuerza de tirar con disimulo conseguí que lo soltara; dije apenas buenas noches y eché a correr. Corrí como si me persiguiesen y llevaba una sensación muy extraña; no sabía si por haberme comportado yo torpemente o si por cómo se habían comportado conmigo. También estaba inquieta por doña Luisa. Miré al pasar por una tienda el reloj, y eran las nueve. Temí que pudiese tener un disgusto con su marido: me había dado la impresión de ser un hombre sumamente arbitrario y muy poco amable. No era aquella la primera vez que le veía. El mes anterior, cuando aún duraba la racha de lluvias, pasaba yo con otra chica junto al castillo y nos detuvimos sin saber por qué a ver caer los goterones de un canalón en el foso. En esto salió él, cruzó el puente y pasó a nuestro lado. Llevaba un
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impermeable pardo con capucha echada y un pañuelo de seda blanca al cuello. La chica que estaba conmigo me dijo: —Ese es el archivero. Y yo contesté: —Parece un rey moro. Cuando llegué a mi casa enteramente embebida en este recuerdo, me esperaba a mí también una tragedia por mi retraso, pero una tragedia de silencios, y precisamente en ese momento tuve un golpe de claridad y comprendí lo que pasaba en mi casa. Yo estaba más excitada que de ordinario, más sensible, y me pareció verlo todo claro; hice del silencio un puesto de observación. Cuando mi padre se fue a su cuarto pregunté de pronto a mi tía: —¿Quién vino esta tarde? Ella, maquinalmente, me contestó: —Nadie. Pero en seguida me miró y vio que en mi pregunta había una intención escondida. Se corrigió y dijo: — N o sé, yo salí un rato, no sé si habrá venido alguien. Mientras yo observaba, ella me había observado a mí: comprendí que de allí no sacaría nada y pensé buscar otra pista para mi comprobación. Me fui a la cama dispuesta a poner al otro día toda mi energía en ello, pero al día siguiente no pude conseguir la suficiente decisión. No es que lo hubiese olvidado ni que me pareciese demasiado difícil de comprobar: es que todo el calor, toda la trascendencia que tenía para mí la noche anterior habían desapa-
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recido. Por la mañana lo veía como algo probable, pero no seguro, y sobre todo, como algo que había de comprobarse por sí solo, aunque no dejaba de pensar también que yo no debía descuidarlo. Sin embargo, mis aficiones de todos los días tuvieron más fuerza y volvieron a apoderarse de mí por entero. En casa de doña Luisa no encontré la menor huella de borrasca; al contrario, ella estaba esperándome con impaciencia, sin abrir un gran paquete que acababa de traer el ordinario. Lo deshicimos entre las dos en seguida, sacando de él un verdadero ejército de tornillos, destornilladores, martillos, metros de flexible y aisladores de porcelana. Teníamos en aquellos días el proyecto de hacer un gran arreglo en la casa y nos dispusimos a empezar por la instalación de la luz; cambiamos los interruptores que estaban estropeados, pusimos enchufes para lámparas portátiles en todas las habitaciones, y en el piano velas artificiales con bombillas eléctricas. La empresa era tan grande que tuve que dejar de ir a la escuela muchos días y algunos hice escapadas también por la mañana. Se arrancó la estera que había en el gabinete para encerar el piso, porque toda aquella innovación se hacía por la llegada de los muebles que habían dejado en Sevilla al trasladarse, y que al fin habían mandado facturar y estaban ya en la estación de Valladolid. El día que llegaron, a las nueve de la mañana ya estábamos las dos esperándolos. Se abrieron las puertas de par en par y los gañanes que los traían entraron por todas partes.
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Los únicos bultos importantes eran cuatro enormes cajones de libros que se depositaron en un palomar abandonado que había en el fondo del jardín. El resto era unos cuantos muebles antiguos que los hombres se pusieron a desembalar, y cuando estaban en medio de su faena, doña Luisa llamó a la cocinera y le dijo: —Anda, tráeles a estos unos buenos vasos de vino. Puso las manos separadas un trecho una de otra, como para indicar que fuesen de los grandes, y la chica, mientras les miraba beber, le dijo: —Menos mal que no vuelven por aquí, que, si no, también a estos les hacía usted lamerones. Ella asintió con la cabeza como si fuese cosa indudable. Toda una semana estuvimos arreglando el gabinete que quedó perfecto. Pusimos un gran espejo sobre una consola y por las paredes muy pocas cosas más: dos cornucopias y unos retratitos pequeños de la familia. La sillería era de esas de respaldo ovalado. Delante del sofá un velador pequeño de laca y, el ultimo día, los visillos, que doña Luisa había hecho ella misma de vuela blanca, lisos, fruncidos arriba y sueltos hasta abajo. Cuando yo creí que ya estaba todo, la vi aparecer trayendo una enorme damajuana llena de agua y ponerla en el suelo delante del balcón. Después fue al jardín, trajo una vara de malvas reales y la metió en el cuello del botellón aquel. En ese momento volví a verla como el día que la conocí y me acordé del calificativo que yo le había dado. Volví a ver
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aquella condición suya que yo llamaba mundana y que no era más que un desparpajo acertado en todas las cosas del mundo. La obra estaba rematada y las dos nos quedamos a la puerta un rato mirando cómo la luz atravesaba los visillos, brillaba en el agua de la damajuana y se extendía por el encerado del suelo, por los respaldos de las sillas y por las cornucopias. Yo estaba extasiada, hubiera querido expresarle mi admiración, me volví a mirarla para decirle algo. Ella también me miró y también tuvo la necesidad de decir cualquier cosa; entonces me cogió por el brazo y me dijo: «Hoy, para cenar, voy a hacer un timbal». Nos fuimos de allí cerrando la puerta y encargando bien a las muchachas y al niño que no pisasen la cera del suelo. Ya en los últimos días de noviembre, algunas tardes de sol, en vez de ir a la escuela salía de paseo con doña Luisa nada más comer. Bajábamos a sentarnos en aquellos restos de construcción que se adentraban en el río a la derecha del puente y nos estábamos mucho rato calladas mirando los abedules pelados en las islas. Cuando nos íbamos de allí, nos quedaba en los oídos el ruido del agua que se arremolinaba entre las piedras. Otras veces salíamos con la niñera y los niños; entonces bajábamos por el otro lado hasta la iglesia del Arrabal, donde siempre entrábamos un rato a rezar. Y sucedió lo que tenía que suceder. Una tarde, en la puerta de la ermita, nos encontramos con mi tía Aurelia.
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Doña Luisa la saludó en seguida como si la conociese de toda la vida, y mi tía, entre el azoramiento y la contrariedad, empezó a estrujar su cerebro para buscar disculpas por no haberla visitado nunca. Le agradeció más de cien veces las atenciones que tenía conmigo y le describió con la mayor exageración los cuidados que tenía que prestar a mi padre, que eran la causa de que hiciese una vida tan retirada. Doña Luisa se sentía deprimida por aquellas disculpas quejumbrosas e intentaba atajarla y tranquilizarla con su franqueza. Le repetía: «No tengo nada que perdonarle a usted; Leticia es mi mejor amiga y yo estoy encantada de tenerla conmigo a todas horas», y ponía toda su voluntad en arrastrar a mi tía a una conversación más animada y natural. Pero a mi tía esto le era imposible. Comprendió que tenía que cambiar de tema y en seguida buscó otro; el único en que pudiese seguir poniendo su acento de lamentación: la inquietud en que mi educación la tenía. Con esto ya consiguió ser escuchada, pero no contaba con el carácter emprendedor de doña Luisa, que empezó en seguida a buscar la solución, y como por el momento no la encontraba, para que mi tía confiase en ella le contó los innumerables casos en que había ayudado a resolver situaciones parecidas. Doña Luisa hablaba de colegios, de institutos, de planes de estudio sin cuento. Mi tía hablaba de educación: yo sé bien lo que quería decir. Pero como de lo que se trataba era de lamentarse de algo, y de mi educación no podía lamentarse porque yo me comportaba de un modo irreprochable, se veía precisada a hablar también de mis libros abandona-
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dos, a encarecer lo mucho que se habían esmerado en mi instrucción y lo triste que era ver que yo lo dejaba de pronto perder todo. Era casi imposible que se trasparentase un pensamiento a través de aquellos ojos grises que yo conocía tan bien, pero al menos yo tenía ya sorprendida una parte de su mecanismo: cuando se quedaban fijos en un punto durante unos segundos, era porque algo había pasado por detrás de ellos, y ese algo salía siempre media hora después en una u otra forma. Doña Luisa propuso a mi tía subir por el atajo para aprovechar los últimos rayos de sol, arriba, en la carretera. Mientras íbamos subiendo, repitió como si siguiese el hilo de la conversación de mi tía: «Tiene usted mucha razón, es una verdadera lástima, con el talento que tiene esta niña». Nunca me había elogiado; yo no había hablado nunca con ella más que de cosas tontas. ¿Por qué sacaba de repente lo de mi talento? Me resultó extraño y al mismo tiempo me impresionó mucho. Yo no daba importancia jamás a las alabanzas y, sin embargo, aquella vez hubiera querido detener allí la conversación, hacerle explicar por qué decía aquello; pero con mi tía delante, no podía ser. Empecé a preparar en mi imaginación un plan para llevarla a una conversación semejante cuando estuviésemos solas. Yo iba embebida en esto, mirando al suelo, cuando la oí decir: «Mire usted, ahí viene mi marido con el médico; todas las tardes pasean juntos por aquí, a la salida del archivo».
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Hubo saludos, presentaciones, preguntas tontas sin sentido, cuando de pronto doña Luisa se dispuso a pegar la hebra en el tema de un rato antes: «La señorita de Valle venía diciéndome...». Yo me puse a mirar al cielo. No sé cuánto duró aquello, ni me acuerdo de lo que dijeron. Mi tía, como se encontró secundada, siguió lamentándose; doña Luisa siguió aportando soluciones y repitiendo como un estribillo: «A nosotros siempre nos gustó mucho la enseñanza». En un momento en que mi tía se dirigía al médico, yo vi que le preguntaba a su marido a media voz: «¿Tú, ahora, no tendrías tiempo?». El hizo un movimiento con la cabeza que no quería decir ni que sí ni que no. Los dos caballeros continuaron su paseo. Nosotras seguimos hacia el pueblo. N o recuerdo cómo terminó aquella tarde, pero sí que yo perdí mi tranquilidad. Pesaba sobre mí una amenaza y lo más terrible era que no acababa nunca de estallar. Todos los días, al ir a casa de doña Luisa, me proponía guardar el más completo silencio respecto a aquellas cuestiones. Me decía a mí misma que, si yo no lo recordaba, todos los planes que ella hubiera podido urdir en un momento de animación irían cayendo en el olvido; y después, cuando comprobaba que así era en realidad, sentía una inquietud y un descontento que se apoderaban de mi imaginación y no me dejaban pensar en otra cosa. Llegué a sorprenderme intentando hablar de estudios, pronunciando frases que pudiesen recordar la conversación de aquella tarde, y cuando
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yo dudaba ya de que ella tuviese la facultad de la memoria siquiera en su mínimo grado, me dijo un día de pronto: —Te advierto que lo que dice tu tía es la pura verdad; tú tienes una cabeza hecha para los libros. Esperé que continuase, pero no continuó. Creyó que mi silencio era un punto final y se puso a hablar de otra cosa. Estábamos en la cocina; empezábamos en aquel momento a cortar la pasta de macarrones que acabábamos de hacer, cuando la oí decir: —¡Ay! ¿Qué pasa para que aparezcas a estas horas? Levanté la cabeza y vi que no hablaba conmigo: el señor de la casa había entrado como una sombra y estaba apoyado en el quicio de la puerta mirándonos. Él, en vez de contestar, preguntó: —¿También te ayuda en la cocina mi discípula? Y ella, como si la conversación estuviese empezada hacía rato, como si todo el mundo se hubiese puesto ya de acuerdo, repuso: —Todo lo que yo le he enseñado ya lo aprendió; veremos cuándo puedes tú decir otro tanto. Hubo un silencio y yo me afirmé a mí misma que estaban hablando en broma. Sonriendo, con una sonrisa que saqué de no sé dónde, miré primero a ella y luego a él, y él, haciendo un movimiento de cabeza, me dijo: «Anda, ven que te voy a examinar». Yo me quedé paralizada; él se separó como para dejarme pasar por la puerta, y sin dudar si yo iría o no, añadió: «Vamos a ver ese talento».
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Yo no quise volver a mirarle; me parecía que la cólera me estaba saliendo por los ojos. Con lo que yo pensé en el trayecto de la cocina al despacho podría llenar cientos de páginas; envejecí diez años en ese momento. Me vi tan pequeña, que me dio lástima de mí misma como solo a los mayores puede darles lástima de los pequeños. No había nada que me inspirase más horror que un examen. Hasta en los momentos en que yo estaba habituada al estudio, el examen me había parecido una cosa aborrecible, porque yo sabía que del desorden de mi cabeza nunca conseguiría sacar lo necesario en el momento oportuno, y de pronto caía en aquel lazo como una liebre, cuando hacía ya casi un año que llevaba una vida enteramente idiota. Entramos por la puerta del pasillo y me hizo sentar junto a la mesa, frente a la gran puerta de cristales que daba a la galería; él se puso de espaldas a la luz y yo comprendí que acabaría atolondrada si seguía mirando, a través de las hojas de la parra, el sol que daba en el jardín. Para evitarlo, y sobre todo para que él no viera que estaban a punto de saltárseme las lagrimas, me puse a mirar como distraídamente las cosas que había sobre la mesa. El me preguntó: «¿Te gusta el mono?». Yo no me había fijado en nada, pero de pronto me saltó a la vista una cabeza de mono del tamaño de un coco, sumamente real y expresiva, con una especie de gorrito turco puesto. El la corrió sobre la mesa para acercármela, diciendo: «Parece de bronce, pero es de tierra cocida». Le levantó el gorrito, que era como una tapadera, para que viese que esta-
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ba llena de puros. Después lo volvió a su puesto, acariciándole el hocico y cambiándolo varias veces de posición hasta encontrarle el punto de vista que más le gustaba. Entonces empezó a contarme que se lo había regalado un amigo que lo compró en París en la Exposición de 1900, que hacía ya más de diez años que se lo habían dado y que no podía dejar de tenerlo sobre su mesa, en parte porque lo encontraba muy simpático, en parte porque aquella exposición señalaba una página de la historia. Me miró como para ver si yo comprendía y me dijo: —¿Sabes? Entonces el mundo era un mundo de Julio Verne. Yo pegué un salto en la silla, que disimulé cruzando una pierna sobre la otra. Toda mi angustia desapareció como por encanto y me puse a escucharle. Habló durante más de hora y media; yo no podría jamás repetir lo que él dijo; solo puedo decir que las cosas que nombraba brotaban en la habitación. Yo vi pasar por allí a Ataúlfo en su caballo, vi la escala de Jacob y la guillotina de la Revolución Francesa. Al fin me trajo a la realidad diciendo: —Parece que eres tú la que me está examinando a mí. Yo hablo, hablo, y tú callada, en vez de haberte exigido que me contases los hechos de nuestra gloriosa historia. Debí dejar traslucir en la cara el terror, porque extendió una mano como conteniéndome y dijo: —No te esfuerces, la verdad es que no creí que supieses tanto.
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Como yo no había abierto la boca, me pareció que empezaba a burlarse de mí y volví a verlo todo negro. Hice un esfuerzo inmenso para recobrar la serenidad, y al fin pude empezar a decir: — Le aseguro que he estudiado bastante hace tiempo, solo que... Me interrumpió: —Pero, tonta, ¿qué crees que he estado haciendo? ¿Contándote cuentos? Pues no: me percaté en seguida de que contigo sería inútil empezar con preguntas, y en cambio, mientras yo hablaba, me ha sido muy fácil ver en tu cara lo que comprendías y lo que no. Volví a sentirme caída en una ratonera, pero esta vez ya no me molestó y me reí casi hasta llorar. Salimos al pasillo, y acercándome a la puerta del comedor, grité: —Adiós, me voy corriendo, es tardísimo. Llegué hasta casa sin poner los pies en el suelo y vi que no era tarde. Estaban empezando los preparativos para la cena, con toda lentitud. Yo no sabía qué hacer, porque no podía estarme quieta, y determiné salirme a la puerta y decir que me llamasen cuando se pudiera cenar. Hacía frío; nuestra calle era estrecha y oscura; solo había en la esquina una bombilla con reflector blanco, que se bamboleaba sin cesar. Me apoyé en el quicio de la puerta, dándole la espalda para ver solo la parte de calle que quedaba en sombra. El frío, que detesto generalmente, me resultaba tan agradable al pasarme por la frente como cuando se echa un chorro de agua de colonia en la cabeza;
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y a fuerza de mirar la oscuridad conseguí no pensar en nada. Una hora después estaba en la cama tiritando y haciendo por ver claramente todo lo que había pasado. Al principio, mis sentimientos fueron, como siempre, una alegría loca de que hubiesen terminado tan bien los acontecimientos que habían empezado produciéndome terror, y una satisfacción, un saborear todo lo que había oído en sus más pequeños detalles. Eso era lo que yo llamaba estar en mi elemento: tener algo que admirar. Solo me había sentido en un estado semejante algunas veces al salir del teatro; tanto, que no querían llevarme nunca porque decían que me emborrachaba con lo que veía. Solamente que esto no era como el teatro: un cuadro cerrado donde no se puede entrar y que no hay medio de alargar una vez terminado. Esto, al contrario, no había hecho más que empezar y en mí estaba el saber mantenerlo. Pensé en seguida en reunir todos mis viejos libros que había quedado en llevar al día siguiente para ver si eran aprovechables, y aunque bien sabía que mi nuevo profesor no había de hacerme nunca esas preguntas bruscas que le ponen a uno en el caso de demostrar que no sabe nada ni nunca lo supo, quise someter yo misma a mi memoria a una prueba parecida. Como si me dispusiese a contar el dinero que tenía en el bolsillo, me dispuse a repasar lo que sabía. Tenía el recuerdo de haberlo hecho otras veces. En las épocas que estudiaba mucho, mi cabeza entraba en reacción
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algunos días de tal modo que no había medio de pararla: unas cuestiones me llevaban a otras y oía dar la una y las dos en el reloj del comedor sin poder dormirme. Repasaba en mi memoria todos mis libros, desde el primero que había leído en mi vida hasta el último, y recordaba las frases tal como estaban situadas en la página, con los pequeños defectos de la imprenta, con las señales de lápiz que yo había hecho. Después repasaba todos los versos que sabía de memoria: las fábulas, las canciones, y las oraciones por último. De los siete a los nueve años hacía esto con frecuencia, hasta que acababa por darme fiebre. Pues bien; aquella noche pretendí hacer lo mismo y mentalmente repasé las primeras hojas de mi Historia Universal. Muy de prisa, sin ningún detalle, sin ningún calor, pasé por los hechos de los pueblos antiguos hasta la Edad Media. Empecé a pensar en la primera Cruzada, siguiendo mi libro textualmente, y al decir: «La segunda mitad, formada de caballeros acaudillados por Godofredo de Bouillon»..., recordé que por la tarde, al pronunciar ese mismo nombre, mi profesor había cogido un lápiz que estaba sobre la carpeta. Lo hizo sin darse cuenta y se quedó con las manos sobre la mesa manejando aquel lápiz con las puntas de los dedos. Según hablaba, el lápiz aquel tomaba actitudes de lanza, de cruz, de pendón. No era delirio mío, era la realidad misma, y contemplándolo otra vez al aparecer en mi memoria olvidé el ejercicio a que me había sometido. Cuando me di cuenta lo reanudé por donde pude y volvió a borrárseme cien veces, siempre acosada por recuerdos del mismo género.
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Cada vez que recobraba la conciencia me decía a mí misma que había sido tal el embelesamiento de aquella tarde que no podría fácilmente borrar la impresión; pero yo a mí misma no me miento jamás; deseché en seguida esta idea y vi clara la verdad del caso. Lo que me pasaba era que empezaba a sufrir las consecuencias de mi embrutecimiento. La pereza había llegado a serme tan habitual que ya no podía lanzarme a aquella actividad de otro tiempo: ahora resbalaba en seguida a una especie de ensueño. Me abandonaba a pensar en aquellas cosas que me envolvían en un encanto, en un calor... Aquello era una sensación nueva para mí, pero era también, sin duda, el resultado de la vida que venía llevando. Me había zambullido de tal modo en el mundo de las mujeres, «con sus tonterías y sus pequeños vicios»; esta era la frase de mi confesor. Cuando me reñía por mis goloseos, me contaba siempre la historia de Santa Mónica y me repetía aquello de acostumbrarse a no beber agua para ser capaz más tarde de no beber vino. Yo nunca le había sacado sustancia a esta historia5, pero aquella noche creí entender que se trataba de habituarse a un esfuerzo pequeño para llegar a ser capaz de uno mayor, y en aquella flaqueza que me acometía al intentar concentrarme en el estudio encontré demostrado todo su sentido.
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Yo nunca le había sacado sustancia a esta historia: yo nunca había encontrado un significado importante en esta historia.
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Entonces sentí un asco de ser mujer que me quitó la fe hasta para llorar. Otra vez igual que en el momento en que me dispuse a dejarme examinar, me vi a mí misma con una compasión y un alejamiento indecibles. Ya me di yo cuenta de que allí empezaba una nueva fase de mi vida; adquirí en aquel momento como una nueva facultad, que empezó en seguida a desarrollarse porque ya por la noche era diferente y mucho más complicada. En realidad, tenía también lástima de mí misma, pero ¡con qué crueldad me miraba al mismo tiempo! Me encontraba tan ridicula con mis pretensiones que no se fundaban en nada. Embrutecida, eso sobre todo; enteramente embrutecida y sin gracia, sin carácter de ningún género. Bien estaba para sentarme al lado de la maestra, con mis cincuenta tirabuzones cayendo sobre el bordado y mis brazos como patas de araña estirando la hebra, pero en aquel despacho por donde jamás habría pasado nada semejante a mí... Discípulos sí, sin duda, pero chicos; bárbaros si se quiere, pero no esto, esto que era yo. ¿Dónde habían quedado aquellas ilusiones que yo me hacía cuando estudiaba con mi profesora? Cada vez que dábamos lección yo observaba su traje sastre, su sencillez, su aire varonil y pensaba: cuando yo sea como ella... y precisamente cuando me encontraba en una situación que ni soñada para ser así, resultaba que yo era una chica como las demás. Ni eso, yo no era más que una perfecta marisabidilla.
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El desvelo que no había conseguido al proponerme pensar en los libros, me lo produjeron aquellas pasiones revolviéndoseme dentro hasta dolerme la garganta como si no pudiese tragarlas. Vi la luz del alba antes de dormirme y, sin embargo, a las ocho salté de la cama; creía que no iba a tener tiempo en toda la mañana para los preparativos que pensaba hacer, que al fin y al cabo no eran más que reunir mis libros y cuadernos, afilar un lápiz y poner punto nuevo a la pluma. Una vez hecho me vestí, y no me puse sobre el vestido el delantal blanco de otros días porque decidí ir a la escuela solo para contar a la maestra mi nuevo plan de estudios y decirle adiós. Me puse un traje escocés rojo y azul, porque era el más oscuro que tenía y porque una vez había oído a mi antigua profesora elogiar las telas escocesas. Nada más comer me fui a mi cuarto para cogerlo todo y marcharme, pero de pronto me acordé de una cosa y volví al comedor. Allí estaba mi tía preparando la bandeja con el café y el coñac, para llevarle a mi padre a su cuarto. Me puse a hablar con ella afectando una calma como si estuviese por allí porque no tuviese otra cosa que hacer. En el momento que ella levantó la bandeja de sobre la mesa, yo se la quité de las manos y sin dejar de hablarle entramos juntas en el cuarto de mi padre. Puse las cosas en la mesita junto a su butaca y en seguida hablé de algo que pudiese interesarle a él. Le dije: «Todos los días me propongo pasar por el estanco, al volver, para comprarte escobillas para las pipas y siempre se me olvida; de hoy no pasa. ¿Tienes todavía alguna que tire?».
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Mi padre me enseñó la que tenía en la mano. Yo le prometí que al día siguiente se las limpiaría todas. Revisé de pasada las demás, toqué todos los objetos que había sobre la mesa y al fin di un beso a mi padre y me marché. Me latía el corazón como debe latirles a los espías. Hacía ya muchos días que proyectaba aquello y no había tenido fuerzas para hacerlo. Me dije a mí misma: En fin, ya está hecho. Fui corriendo a la escuela; aunque no, no fui corriendo, porque sin el delantal blanco no me atrevía a correr. Pero llegué en seguida. Todavía no se había sentado nadie en su sitio. Mi llegada bastó para desorganizar la tarde; porque la maestra misma dijo: —Ya sé, ya sé lo que vienes a decirme; desde ayer por la mañana sé yo que vas a dar clase con don Daniel. Yo le dije: —Entonces lo ha sabido usted antes que yo misma. Y le conté en pocas palabras cómo había sido mi primera lección. Claro que se lo conté del modo especial que yo le contaba las cosas, muy por encima y como en broma, recalcando bien el aspecto cómico que pudiera tener el susto que me había llevado. Ella estaba radiante porque, aunque sentía mi deserción de la escuela, al fin y al cabo había sido ella la que me había presentado en aquella casa. Me hizo prometer mil veces que volvería de cuando en cuando y las chicas me despidieron ruidosamente con gritos y abrazos.
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Cuando ya iba a salir, una chica poco más alta que yo vino hacia mí y yo creí que iba a volver a abrazarme, pero ella me miró de arriba abajo, me rodeó con un brazo la cintura y me hizo dar un par de vueltas de baile. Me escapé en seguida, y cuando ya iba por la calle comprendí que aquello no había sido una crítica, pero sí un comentario de mi vestido. La chica aquella no me quería mal, pero era de las que se fijan en todo y lo había hecho como diciendo: ¡Qué cinturita! En seguida empecé a imaginarme cómo estaría yo cinco minutos después delante de aquella mesa imponente con mi cabezota y mi cinturita: como un insecto, ridicula como una hormiga de esas que se meten en todas partes. Me sentí tan contrariada que me detuve para torcer por una calle e ir a casa a mudarme de ropa, pero era demasiado tarde y volví a echar a andar pensando: ¿Por qué poner tal exageración en todo? ¿Qué necesidad tenía de haber cambiado de ropa aquel día, cuando podía haber venido como de costumbre, sin traer aquella preocupación en la cabeza? Y le había dicho a la maestra que dejaba de ir a bordar con ella porque necesitaba todo el tiempo para estudiar. Esto no era cierto porque bastaba con que estudiase por las mañanas. Realmente decidí dejarlo por ir apartándome de aquellas ocupaciones de mujer, y ni siquiera en el momento en que había tenido lucidez para tomar tal decisión había sido capaz de dejar de ponerme un vestidito de circunstancias. En fin, el caso era que ya me había deshecho de la maestra. En cambio, mi relación con doña Luisa iba a ser cada
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día más estrecha y ella era mucho más absorbente que la otra. ¿Llegaría yo a poder transformarla, o ella misma comprendería? Porque, después de todo, ella había sido la que había decidido el cambio de mi vida como por real decreto. Cuando llegué a su casa me pareció encontrarla muy bien dispuesta. Nada más verme con la cartera llena de libros soltó su delantal, me hizo ponerlos en la mesa del comedor y se enfrascó en ellos. Abrió la geografía 6 , empezó a buscar algo y cuando yo, harta de esperar, iba a preguntarle qué leía, la cerró y me dijo: —Estaba viendo el lugar que ocupa el Levante de España en la producción de la seda. ¡Qué extraña curiosidad me resultó aquello! Pero no dije nada. Ella cogió unos cuantos libros en la mano, me dijo que recogiese el resto y que me instalase en el despacho; allí podría estudiar sin que nadie me molestase. Detrás de nosotras, con sus pasos insensibles, entró mi profesor. Doña Luisa le dijo: «Ya ves que no estaba perdiendo el tiempo», y se fue en seguida. El revisó mis libros en un momento y los desahució todos. Me dijo que había que pedir a Valladolid los textos del Instituto y se puso a hacer una lista. Antes de que terminase, doña Luisa apareció en la puerta. Dijo: — O s interrumpo porque sé que todavía no habéis empezado a trabajar en serio.
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Abrió la geografia: abrió el libro de geografía.
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Se quedó un rato callada, apoyada en el borde de la mesa. Sus manos largas y tan delgadas que dejaban ver el movimiento de los tendones bajo la piel, tenían pegados alrededor de las uñas residuos de masa de harina. Ella empezó a quitárselos de unas con otras, diciendo al mismo tiempo: —Mañana, cuando vengas, antes de ponerte a estudiar, tenemos que tomar las medidas para las estanterías de este despacho: los libros allá en el palomar deben estar ya alimentando a los ratones. Cuando hubo terminado la lista, aunque no había dicho nada al hablar doña Luisa de las estanterías, mi profesor dijo echando una mirada alrededor de la habitación: — Me aterra la idea de tener que ponerme un día a ordenar todos los libros. Yo sentí que aquella era la última frase de la tarde. Todo había quedado en preparativos. Dije: «¡hasta mañana!» y me marché. Al llegar ya cerca de casa, me acordé de que tenía pensado aquel día entrar por la puerta de detrás, pero todo había languidecido tanto aquella tarde, mi ánimo estaba tan apagado, que me dije a mí misma: ¿Para qué?, y seguí por el camino de siempre. Ya en el último momento, pensé: Es indigno desfallecer así. Torcí la esquina y entré por la puerta del huerto. En la cocina estaban el ama y la criada, que no se asombraron al verme; me acerqué a calentarme las manos en la lumbre y pregunté de pronto: —¿Vino hoy el médico?
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— N o , ¿por qué? —me dijo el ama con su acritud de costumbre. Yo respondí: —Por nada, me duele un poco la garganta —y añadí—: bien podría venir más frecuentemente y no dejar que mi padre se pase las tardes solo. Nadie contestó. Disponiéndome ya a marchar, dije aún: —¿No vino nadie hoy tampoco? —Nadie —dijo el ama. Fui al comedor. Mi tía no estaba allí. Abrí el aparador y comprobé la señal que yo había hecho en la etiqueta del coñac. Estaba apenas empezado cuando yo serví una copa y ahora faltaban casi dos tercios. Aquella noche, en la mesa, observando ya con toda la certeza, fui midiendo las dimensiones del mal, los estragos que había hecho y los que podría hacer. En un principio estaba tan abrumada que no me atrevía a levantar los ojos del plato, pero oía la manifestación que había dado origen a mi sospecha. En realidad, aquella era la única: mi padre, cuando hablaba, pronunciaba muy mal. Lo que decía era perfectamente sensato, pero las erres sobre todo no podía pronunciarlas. A veces repetía una palabra y no conseguía que la segunda vez le saliese mejor que la primera. Yo pensé: Probablemente no pasara de aquí, será un hábito adquirido en la campaña y tendrá la suficiente voluntad para no dejarlo crecer. Con esto me conformaba, pues no se me ocurrió ni siquiera pedir en el fondo de mi alma
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que disminuyese. Comprendí que era como una niebla artificial que formaba en torno suyo para quedar escondido, para aislarse. Vi también que mi tía estaba en el secreto y contribuía al aislamiento de la casa. Lo comprendí tan bien, que me propuse no estorbarles en su acuerdo. Cuando me metí en la cama, mi tristeza era inmensa, pero al mismo tiempo me sentía descansar en ella: era como tocar tierra firme, sufría por algo verdaderamente doloroso, no me debatía como otras veces en aquellas aventuras angustiosas de mi imaginación. Todavía era capaz de sufrir de verdad por alguien; mi alma no estaba enteramente perdida. Aquella noche dormí con un sueño maravilloso. Era inevitable dar cuenta en mi casa de las nuevas ocupaciones que me había creado. Pensé hablar solo a mi tía, pero no tenía ganas de verla poner los ojos en blanco sin dejarme llegar al fin, y con mi padre me era difícil hablar, sobre todo desde que conocía su estado, porque yo me esforzaba más de lo necesario en hacerle comprender y aquello mismo le estorbaba para entenderme más que su propio entorpecimiento. Decidí hablar cuando estuviesen los dos juntos. Así que por la mañana salí, compré las escobillas, y mientras mi padre tomaba el café me puse a limpiar las pipas. De paso, empecé a hablar de mis estudios, y empecé intencionadamente recordando cómo mi tía se había lamentado de mi abandono de los libros, que era lo que había inspirado a doña Luisa la idea de aquella decisión. Con esto no tuvo más remedio que asentir, puesto que ella había sido la
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inspiradora, pero sus lamentaciones empezaron en el acto, como si lo que yo estuviese diciendo quisiera decir: En vista de lo que tú dijiste, yo no estudiaré en la vida. Claro que la pobre no se opuso ni un momento. No hacía más que repetir: —¡A ver si quiere Dios, a ver si quiere Dios! Afortunadamente, mi padre cortó sus lamentaciones, porque se le ocurrió preguntar en que forma habría que pagar a aquellos señores el trabajo que se tomaban por mí. Yo le dije que la maestra, que les conocía bien, me había dicho que eran personas que no admitían nunca ser pagadas; ellos hacían aquello conmigo como lo habían hecho con otros chicos, por amor al estudio y nada más. Mi padre, enteramente perplejo, exclamó: —¡Eso es lo que no comprendo, que la gente trabaje por trabajar! Yo vi en seguida que aquella idea le era antipática. Mi padre tenía un concepto del trabajo muy particular. Cuando se hablaba de mi tío Alberto, que se había creado tan buena posición en Berna, él decía siempre: «¡Mi hermano es muy trabajador!», como si dijese: «¡Mi hermano está completamente loco!». En seguida intenté sugerirle alguna cosa que fuese más próxima a él y le dije: — M e extraña que tú precisamente digas eso. N o creo que todo lo que has hecho en África lo hayas hecho porque te pagaban. El exclamó en seguida:
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—¡Claro que no, claro que no! Pero es muy diferente. Yo... es mi deber; un militar, ¿qué quieres que haga? Yo a eso no le llamo trabajar. —Naturalmente -—dije yo—, ellos tampoco se lo llaman a pasarse unas horas sobre los libros. Igual que tú, completamente igual. Es por un sentimiento por lo que lo hacen, no por la ganancia. Mi padre dijo: —Bueno, bueno, allá vosotros. Dentro de unos días es Navidad y se les puede hacer un buen regalo. Yo había terminado con las pipas y me disponía a marcharme. Al despedirme de mi padre, se me quedó mirando y me dijo: —Te has hecho una bachillera que eres capaz de hacerle a uno ver lo negro blanco. C/3 Mi única reflexión fue: ¿Por qué tanta lucha, tanto manejo y tanto hacer equilibrios por cualquier cosa? Debo reconocer que, en cambio, ni a mi padre ni a mi tía les costó nunca trabajo gastar dinero en mis caprichos. Mandé a pedir los libros con el cartero. Los trajo en el acto con la cuenta, la pagaron y nadie dijo más. Las lecciones empezaron con regularidad, no con puntualidad, unos días de cinco a seis, otros de seis a siete, y se empezaron aunque estábamos ya en diciembre, pero nos pareció absurdo pensar en vacaciones cuando llevaba un año sin estudiar. Además, mi profesor dijo que precisamente en
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aquellos días que no tenía que ir al archivo podía ocuparse más de mí y luego marcharía yo sola sin sentir. ¡Sin sentir! Mi cabeza estaba como una máquina oxidada; me pasaba las mañanas estudiando y me cogía la frente con las manos como para sujetarla sobre los libros. Era imposible retener allí mi imaginación. Me hacía todo género de cargos a mí misma7, porque sabía que una vez que llegase a casa de doña Luisa, aunque me instalase en el despacho con toda formalidad, ella vendría cada cinco minutos a proponerme una cosa. Inútil, estaba encerrada en mi cuarto, pero mi pensamiento estaba en el despacho aquel; era como si la viese llegar continuamente asomando la cabeza por la puerta y recordándome las mil tonterías que no llegaban nunca a dejar de preocuparme. Continuamente me asaltaba la idea de si habría tomado mal las medidas de las estanterías, de si estaría bien encendida la estufa o si se habría apagado antes de que yo llegase. Todas estas preocupaciones me obsesionaban mientras estaba en casa. Luego, una vez allí, no pensaba en nada, pero tampoco podía estudiar. Entonces empezaba el temor de que la puerta se abriese de pronto y las preguntas inoportunas espantasen mi recogimiento, y cuando al fin aparecía doña Luisa, hablaba un poco temerosamente y desaparecía en seguida, me quedaba después la preocupación de si habría
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Me hacía todo género de cargos a mí misma: me hacía todo tipo de reproches a mí misma, me echaba todo tipo de culpas.
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estado poco amable con ella, de si le habría dejado entrever que ya no me interesaba por sus cosas. Era tan difícil saber si algo la lastimaba, la contrariaba o la alegraba, que no había medio de seguir una táctica con ella; pero en realidad estaba entristecida y como desorientada a consecuencia de los hechos que ella misma había provocado. Y lo peor era que su marido le hacía comprender su inoportunidad sin ningún miramiento. El le contestaba bruscamente cuando entraba a preguntar algo, le lanzaba una mirada furibunda cada vez que abría la puerta, y, cuando se iba, la despedía con una sonrisilla que parecía querer decir: Todo llega. No sé por qué cuando yo veía que ni una línea de sus facciones cambiaba de expresión, pensaba siempre: No tiene serenidad, lo que le falta es serenidad; tiene tenacidad solamente. Yo la veía dar vueltas por la casa como el que ha perdido algo, como el chico que ha dado su juguete y después lo siente, como el que quiere arreglar una cosa que no tiene arreglo; pero no desistía, esperaba su día, y, al fin, un día ella ganó. Cuando llegué a su casa la encontré en el vestíbulo con la cara de siempre, pero más derecha, más llena de actividad. Me dijo en seguida: —¿Sabes a cuánto estamos? — A veintidós —respondí. —Pues bien, mañana veintitrés nos lleva el médico en su tartana a Valladolid para comprar cosas. — Y añadió—: ¿Vienes?
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Esto, antes no lo hubiera preguntado. Yo, sin titubear, alcé los hombros, como diciéndole que estaba de más la pregunta. Entonces dijo: —Vamos a pensar bien lo que necesitamos. Yo dejé los libros en la mesa del despacho y me fui con ella al comedor. Cuando don Daniel llegó quiso escandalizarse de nuestro desorden, pero ella zanjó toda cuestión diciendo: — ¿ Q u é quieres? Estos dos días que vienen son sagrados. ¿Para qué recordar la discusión familiar consabida? Duró más o menos y terminó como todas. A las siete y media estaba yo al balcón arreglada, esperando ver aparecer la tartana del médico. En cuanto la vi doblar la esquina, me precipité por las escaleras, y antes de que llegase a parar abrí la portezuela y salté dentro. Pero el médico paró y bajó del pescante para darnos otra manta que iba bajo el asiento. La tartana era confortable, bien cerrada por todas partes, con magníficos almohadones en los asientos y cueros de borrego en el suelo, donde se hundían los pies. El médico nos ayudó a empaquetarnos bien en las mantas. A un lado, doña Luisa con la niñera y el chiquitín. Al otro, Luisito y yo. Le senté en mi falda para calentar sus piernas con las mías y nos dejamos envolver en la manta hasta la barbilla. El médico, antes de cerrar la puerta, le dijo a d o ñ a Luisa:
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— C u a n d o anoche su marido decía que acaso viniera con nosotros, ya sabía yo que él se quedaría bien arropado en la cama y que seríamos los demás los que nos echaríamos a pisar la escarcha de la mañanita. —Yo también lo sabía —dijo ella. La puerta se cerró y la tartana empezó a rodar. Como estábamos una en frente de otra nos miramos sin decir nada, y aunque apenas había luz para vernos, yo distinguí que ella me decía con los ojos: «¡Vamos bien!, ¿eh? Vamos bien así». Yo le sonreí, pegando mi cara a la de Luisito, que sonrió conmigo. C u a n d o empezó a clarear fui f i j á n d o m e en lo bien vestida que iba. Yo no la había visto nunca en traje de ciudad y me quedé maravillada. Llevaba un abrigo muy gordo a cuadritos, color tabaco, con grandes solapas de nutria, y un pequeño canotier del mismo color, con cinta de terciopelo. De pronto me acordé de lo que había dicho mi padre días antes. Era preciso encontrar un regalo bonito; seguramente descubriría en alguna tienda algo que mereciese la pena. Pero ¿qué género de regalo y para cuál de los dos? Una cosa para el comedor era prosaico; para el despacho era difícil; las paredes iban a quedar enteramente cubiertas por las estanterías, y sobre la mesa ni pensarlo: aquello era el reino del mono y ni el regalo de un sultán podría destronarle. De pronto tuve una idea, y debió darme tal chispazo en la cara que doña Luisa me preguntó:
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—¿Qué vas pensando? Yo dije: —Nada, un complot, estaba tramando un complot, pero no puedo contarlo hasta dentro de unos días. Creyó que era una evasiva y no me preguntó más; cogió al chiquitín, que estaba dormido todo el tiempo, enteramente oculto entre toquillones blancos, y dijo: —El caso es que tengo que darle algo antes de llegar, porque ya es su hora. Fue difícil, pero ella consiguió adaptarle no sé cómo. Estaba tan extraña con su canotier y sus solapas de cazador entreabiertas, entre las que le asomaba el pecho izquierdo con una vena transparentándose tanto, que parecía una y griega dibujada con tinta azul. Yo la miraba desde mi asiento y pensaba: Qué bien estaría si en vez de llevar esas mantas ordinarias de Palencia llevase los pies envueltos en una de esas mantas afelpadas que parecen de piel de leopardo. Tengo que encontrarla, me dije, y para que ella no me viese otra vez sonreír me volví a mirar disimuladamente por entre las cortinillas del coche. Estábamos ya en La Rubia; miré, al pasar por «El Edén», el merendero que yo adoraba en verano, cuando su arboleda estaba cuajada de mirlos y vi, entre las ramas peladas, las mesas en sus balconcillos sobre el río, todo cubierto por la pelusa de la escarcha. El sol estaba ya alto, pero no calentaba. Cuando llegamos, cerca ya de las diez, el frío era horroroso, pero las calles hervían de animación.
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El médico guardaba su tartana en casa de un boticario que tenía un corralón en la calle de Miguel íscar; nos despedimos de él, quedando en volver a encontrarnos allí. Fuimos en seguida al mercado del Val, y del Val al Campillo; de allí salimos con un chico cargado de apios, cardos, lombardas y besugos, que fue a depositarlo todo en casa del boticario. Después, en los soportales de la acera compramos embutidos en las salchicherías, y en las tiendas de ultramarinos aceitunas y barrilitos de ostras. Al fin entramos en casa de Rodríguez. La aglomeración de gente era tal, que habían tenido que quitar los veladores, pero en el fondo de un rincón había quedado uno que nadie ocupaba, porque la gente, señoras en su mayoría, se agolpaba junto al mostrador. Nosotras instalamos a la niñera con los niños en el rincón, y nos dispusimos a luchar como las demás. Doña Luisa dijo: —El caso es que son ya las doce y el niño hace más de dos horas que no toma nada; mejor será darle ahora porque ¿quién sabe cuándo saldremos de aquí? Este ejercicio lo hacía, claro está, todos los días, cada dos horas, pero en casa no tenía la menor importancia. Aquel día, en cambio, resultaba un conflicto y teníamos la sensación de que había que hacerlo cada cinco minutos. Se sentó entre el velador y el rincón, ladeando la silla un poco hacia la pared, y volvió a instalar al pequeño entre sus solapas.
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Se colocó con tanto disimulo que nadie veía lo que estaba haciendo. Apoyó el codo en el velador y volviendo hacia atrás la cabeza, me dijo: —Tú ve filtrándote por ahí, y, en cuanto llegues al mostrador, pide. Ya sabes, nada más las figuritas de mazapán, las peladillas y la pasta para la sopa de almendras. Los turrones iremos a buscarlos al puesto de los valencianos. Intenté cumplir mi empresa, pero no había ni una sola grieta en aquel apiñamiento de mujeres y yo empezaba ya a desfallecer de sofocación cuando oí un grito: un ¡ay! no muy fuerte, pero ¡tan horrible! Me volví y vi que doña Luisa se levantaba y ponía su niño en las manos de una señora que estaba junto a ella. No comprendí qué pasaba; solo vi que ella seguía gritando: «¡Ay Dios mío, ay Dios mío!», con una voz cada vez más aguda. Tenía en las manos un pañuelo; clavó en él las uñas y lo desgarró. Su cara no había contraído un solo músculo, pero en sus ojos había como una ceguedad brutal que parecía que no podía terminar más que en la locura. Alrededor de la señora que tenía el niño se había formado un corro. Yo no sé como llegué junto a ella y vi que el niño estaba amoratado, rígido y como sin respiración. No duró más que un instante; reaccionó en seguida, le salió la leche por las naricillas y empezó a llorar; se lo arrebaté y se lo llevé a su madre. Yo gritaba: «¡Ya está bien, no ha sido nada, absolutamente nada!», pero ella no me oía. Quise ponerle el niño en los brazos para que se convenciese, pero comprendí que
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no podía tenerle: estaba aún crispada, desgarrando el pañuelo, y entonces vi por primera vez formársele un pliegue recto entre las cejas. Con aquel pliegue sacudió su sufrimiento y volvió a la razón. Se dejó caer en la silla y dijo: —¡Ay, qué susto más horrible, qué susto más espantoso! Nos fuimos de allí por entre todas aquellas mujeres que hacían comentarios. Doña Luisa dijo: —Vamos a comer a cualquier sitio, es necesario tomar en seguida una sopa bien caliente. Nos metimos en el restaurante Castilla. Después de la comida todo había pasado y se reanudaron las compras. Cuando hubimos terminado con las cosas necesarias, tuvimos tiempo aún para andar por las tiendas de juguetes comprando cosas para el niño. El quería detenerse en cada uno de los puestos que había bajo los soportales, y yo tiraba de él diciéndole: —Ven, que en casa de Guillén hay cosas mejores. Su madre me decía que el niño era demasiado pequeño para apreciar la diferencia, pero yo les arrastré hasta allí, les metí dentro de la tienda, pasé de la sección de juguetes a la de artículos de viaje, y allí, en un estante bajo, a la altura de la mano, estaba la manta tal como yo la había imaginado: exacta. Yo no hice más que señalarla con los ojos y doña Luisa le pasó la mano diciendo: — ¡ Q u é suave es! Parece una fierecita echada ahí. Entonces les dejé volver a los juguetes. Ibamos ya hacia el coche cuando doña Luisa exclamó:
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—¡La fruta! Se nos ha olvidado comprar fruta fina, no tenemos más que granadas. Volvimos a remontar la calle de Santiago hasta el primer trozo. Allí entramos en aquella frutería pequeñita llena siempre de frutas de otras tierras. Parecía increíble estar respirando el hielo en la calle y entrar a oler las piñas de América y las limas colgadas en grandes guirnaldas por las paredes. En aquel momento me di cuenta de que don Daniel no había venido. Pensé: ¡Si hubiera venido él, habría dicho algo de esto! Claro que puedo contárselo, pero si se lo cuento yo no será más que una tontería. En cambio, si me lo contase él a mí... Lo estaba viendo y me parecía una cosa que él me había contado. En un rincón de la tienda había flores, unas flores miserables que quedaban ya como restos, y, sobre un banco de madera, tallos cortados y trozos de cordel, como si hubiesen estado confeccionando ramos. Entre ellos descubrí una minúscula rosa de té. Era un capullito tan pequeño, que había quedado allí oculto por unas hojas. Lo cogí, pensando pedírselo al dependiente, pero nadie me hizo caso y me decidí a llevármelo. Al salir se lo prendí a doña Luisa en la solapa y ella exclamó: —¿Dónde has encontrado este portento? Precisamente me había yo fijado en las flores sintiendo que no hubiera nada que poder comprar. Fuimos por el camino hablando de flores, proyectando poner en la primavera tulipanes y en el otoño crisantemos.
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Me fue explicando todo lo que había que hacer para cultivarlos, hasta que llegamos a casa del boticario. Allí empezó el acomodar las compras en el coche. El médico iba y venía detrás de nosotras, ayudándonos a trasladar paquetes. Yo, mientras, iba sugiriéndole a ella en voz baja la idea de que le preguntase si no le molestaría mucho parar un momento en casa de mi abuela para que yo subiese en un salto a felicitarles las Pascuas, porque no estaba bien que supiesen que había estado en Valladolid sin ir a verlas. La proposición fue aceptada y diez minutos después entraba yo como una tromba 8 en el gabinete donde mi abuela hacía su tricot y mis dos tías bordaban. Besos, exclamaciones. Decían las tres a un tiempo: «Estás desconocida, estás desconocida». Yo hablé lo más que se puede hablar en el menor espacio de tiempo. Volví a besarlas y al salir me llevé a mi tía Inés hacia el pasillo. Allí le expliqué que mi tía Aurelia me había recomendado darle bien los detalles de un encargo que pensaba hacerle. Se trataba de comprarle una cosa para un regalo. Iban a mandarle un papelito con el cartero al otro día, pero para que no hubiese confusiones yo había quedado en explicar bien de qué se trataba. Le describí la calidad, color, dimensiones y lugar donde se encontraba la manta, como para ir a buscarla con los ojos cerrados.
8 Como una tromba: de manera muy rápida y brusca (una tromba es una lluvia muy abundante y violenta que cae en muy poco tiempo. Este es un uso metafórico).
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Cuando yo volví a estar dentro de la tartana, rodamos otra vez hacia Simancas y volvimos a pasar otro largo rato en la penumbra del coche, calladas por no despertar a los niños. El día había sido feliz; solamente hubo aquel momento horroroso en la confitería, pero la calma había vuelto y yo estaba segura de que aquellos rasgos tan correctos, como solo se encuentran en las figuras que decoran las monedas o las orlas de los diplomas, seguirían envueltos en la sombra, quietos como siempre, hasta que llegásemos a casa. Desde mi sitio solo distinguía la rosa de té que me parecía que iba sentada en la solapa de nutria. e/s Sería estúpido dorarme la pildora a mí misma: en aquellos dos días siguientes me hundí con más pasión que nunca en las cosas que estaba proponiéndome evitar. Todo el arte que desplegaba a diario en mis enredos y que interiormente me dejaba muy orgullosa porque yo me decía a mí misma que tenía fines muy altos, lo desplegué aquellos días desenfrenadamente en futilezas. Yo no recuerdo cómo arrastré al médico a mi casa y menos aún cómo le obligué a decir que no era conveniente que yo me viese privada de la alegría de aquellas fiestas que mi padre se oponía rotundamente a celebrar en casa. No recuerdo cómo le sugerí que se ofreciese a ser embajador de la invitación de doña Luisa; el caso es que se puso a contar que él, como solterón sin familia, cenaría las dos noches en casa de sus amigos y que no le costaba ningún trabajo
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acompañarme a la vuelta. A fin de cuentas, de esto era de lo que se trataba. La noche de Nochebuena pasó ligera, porque doña Luisa había prometido tocar en el coro en la misa del Gallo y, para que pudiesen asistir hasta las criadas, todo se preparó deprisa y con sencillez. Las chicas que iban a cantar los villancicos vinieron a ensayar por la tarde, así que no tuvimos mucho tiempo para preparativos. Doña Luisa había dicho: «Estos dos días son sagrados», y aquella frase me pasaba con frecuencia por la cabeza como justificación de todo. Recuerdo que me vino a la memoria algunas veces al levantar la tapadera de una cacerola. Había un misterio, había una fuerza mágica en los olores de aquellos días. Cuando abríamos el horno donde el pavo se doraba en la manteca, cuando espolvoreábamos la canela en la sopa de almendras caliente, cuando cortábamos las pencas de apio sobre la ensalada de escarola y granada, los olores de aquellas cosas nos hablaban y nos mantenían en una animación que nos impedía cansarnos de aquel trajinar. Teníamos las manos húmedas y heladas y los carrillos ardiendo de inclinarnos sobre el fogón, pero estábamos alegres e incansables y cada ráfaga de vapor Oloroso que nos pasaba por la cara nos hacía cambiar una mirada. Doña Luisa, llena de confianza en su maestría, me decía: «Ya verás tú, ya verás tú». No faltó nada en la mesa. Cuando hubo puesto la guirnalda de acebo, doña Luisa dijo:
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—Esto estaría más bonito con una luz suave, pero yo voy a poner una fuerte; para las cuatro moscas que somos vale más que la luz sea alegre. —Y puso bajo la pantalla una gran lámpara. A mí precisamente aquello de ser tan pocos era lo que me encantaba, a diferencia de las Navidades de casa de mi abuela, donde siempre éramos en la mesa veintitantas personas que no tenían nada que decirse y que se agitaban estúpidamente hasta lograr un poco de barullo. La mesa bien iluminada y el brillante acebo resaltando sobre el mantel eran lo único que imponía carácter de fiesta. Por lo demás comimos casi en silencio todas aquellas cosas exquisitas y ni siquiera hubo los taponazos del champán 9 ; en las manos de don Daniel las botellas perdían sus corchos sin meter ruido, soltando solo un humillo como una gasa al inclinarse sobre las copas. Como doña Luisa no podía tomar otra cosa a causa de la crianza, fue lo único que se bebió durante la comida; después, a los postres, ella instó a todos a pasar de allí e hizo traer junto a la mesa una mesita con ruedas cargada en sus dos pisos de botellas de todas clases. Doña Luisa cogió dos y me hizo el gesto de picardía con que ella acompañaba aquellas cosas. Sirvió una copa, que dio al médico para que me la pasase a mí, y me dijo: «Esto
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Champán-, escritura hispanizada del nombre francés champagne (tipo de vino espumoso).
MEMORIAS
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con los turrones: Cariñena, y después esto con el café», y me alargó también una copita de Marie Brizard. Don Daniel arrastró hacia sí la mesita y empezó a ojear aquel batallón. Comentaba cada una de las etiquetas con letras y estilos de todos los pueblos de Europa, como si fuesen libros. Las destapaba, las olía, se las pasaba al médico: probaban de todo. En la mesita había también una caja de puros; yo vi que faltaban ceniceros y se me ocurrió ir a buscarlos al despacho. Cuando volví, el médico me había quitado mi puesto, y al verme entrar me dijo: «Tú perdiste la silla, pero el que fue a Sevilla fui yo». Todos se rieron, pero a mí aquella gracia me resultó odiosa y vulgar. Aquello ya no tenía arreglo. Los dos se habían acercado hacia el ángulo de la mesa, dejando entre ellos la mesita de las botellas. Habían encendido dos puros y hablaban ya de lo de siempre. Yo no sé de qué era aquella conversación interminable que empezaba todos los días a la puerta del castillo; tenía un carácter especial que no era secreto; siempre hablaban alto delante de todo el mundo como si a pesar de ello nadie fuese a comprender, y así era. Yo me atrevería a decir que, incluso de ellos dos, solo uno comprendía. También en los dos minutos que había durado mi ausencia había aparecido en el comedor la niñera con Luisito, que se había desvelado al notar la falta de su madre y había exigido que le llevasen con ella.
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Sin vestir, envuelto en un chai de lana, doña Luisa le acomodó en su falda y empezó a darle de todo lo que había quedado sobre la mesa: frutas escarchadas, mazapán... Yo cogí la silla que el médico había dejado y me acerqué a ella, en el ángulo opuesto de los que conversaban. La aparición del niño había acabado de aislarnos, y yo me decía con desesperación: Si no hubiera venido, acaso nos hubiésemos acercado allí también nosotras; pero no, tampoco en ese caso nos hubiésemos acercado porque doña Luisa no se sentía lejos. Esto era lo que yo no acababa de comprender. Ella sabía más que yo de todo. Era verdaderamente instruida, y, sin embargo, se mantenía sin sufrimiento a aquella distancia, porque no dejaba enteramente de prestar una cierta atención a lo que decían. Dos o tres veces intervino, yo no sé si con acierto o sin él; pero una de ellas, en un momento en que don Daniel titubeaba a propósito de un libro de que estaban hablando, ella apuntó en seguida: «Eso viene en el cajón número tres». Sin volver siquiera la cabeza, sin dejar de atender al pedazo de guirlache que sostenía con dos dedos y que Luisito roía sin rechistar. ¿Por qué, en cambio, yo, que no podía decir ni una palabra, no podía tampoco desprender de allí mis cinco sentidos? Estuve mil veces a punto de preguntarle de qué hablaban, pero temí que su respuesta, aun siendo exacta, no me diese ninguna luz. Yo pensaba que me faltaba el principio, que nunca llegaría a comprender sin haber oído lo que habían
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dicho antes, pero no momentos antes, sino días antes, siglos antes. Porque en realidad las palabras eran las que se emplean todos los días: varias veces oí la palabra amor, y sin embargo, sabía que no hablaban de amores. Al fin me pareció comprender que hablaban de alguien, pero no sabía si era de alguien que conocían o si era de un personaje legendario. Aludían a lo que hizo o a lo que dijo en tal ocasión. Don Daniel dijo, esto lo recuerdo punto por punto: «Cuando más me gusta es cuando se pone a considerar las peripecias de la vida». Dijo así exactamente, y añadió: «¡Aquello de la lagartija que atrapa la mosca!». Y se quedó callado. Yo me dije: «Si siguiera c o n t a n d o eso yo c o m p r e n dería; parece una cosa tan sencilla». Pero no siguió; todo el m u n d o debía saber aquella historia de la mosca y la lagartija. Miré a doña Luisa y sí, ella la sabía, pero si ella me la hubiera contado no me hubiese dado con ello acceso a la conversación. El médico hablaba con su voz opaca, de la que no se podía esperar que se destacase un punto luminoso. De pronto, don Daniel le interrumpió diciendo: «No, no es la santidad lo mejor de San Agustín». Me pareció sentir un golpe en la frente: ¡de esto era de lo que hablaban! Una ola de tristeza, de terror, de remordimiento me dominó como una amenaza espantosa, como si tuviese delante de mí a alguien que me estuviese mirando sin piedad.
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¿Por qué, por qué hablar de San Agustín en aquella ocasión, Dios mío, para que yo tuviese que acordarme de su terrible madre? Luchando como para salir de una pesadilla, me esforcé en abrir bien los ojos, diciéndome a mí misma que si era de aquello de lo que hablaban no había ninguna razón para que yo no comprendiese; pero paseaba la mirada del uno al otro y notaba que en ella mi entendimiento se arrastraba como una mosca con las alas mojadas. Había algo pesado, algo pegajoso que me quitaba la agilidad: aquella comida, aquellos vinos que me pesaban en los párpados como si tuviese la cara cerca de una llama. Esto estaba claro; con menos inteligencia de la que me quedaba en aquel momento hubiera podido comprenderlo; lo otro, jamás. Las palabras que llegaban hasta mí volvieron a hacerse misteriosas; volvieron las alusiones a hechos o anécdotas cuyo sentido ya no podía ni sospechar. Probablemente San Agustín estuvo tan lejos de su madre como aquel ángulo de la mesa del que yo ocupaba; del que ocupábamos nosotras, las mujeres. Desde aquí solo se comprendía, no ya la voz de Santa Mónica, que al fin y al cabo era alguien, sino la de su aya amonestando con aquellas palabras: «Cuando seas ama de casa y tengas las llaves de la despensa...». Pero ¿es que en realidad aquello rezaba con nosotras? ¿Es que aquello tenía algo que ver con doña Luisa, que estaba allí, con su frente de ángel, con su nariz en medio de la
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cara como una columnita, con su niño dormido sobre el pecho...? Esta vez fue mirándola a ella cuando sentí que se me cerraban los ojos para ocultar un enternecimiento lleno de tristeza y de confusión. Ella me dijo: «¿Tienes sueño?». Y yo asentí. Me alargó una mano, dejando el brazo extendido sobre la mesa; yo la cogí entre las mías y sentí que mi cabeza iba a caer sobre ella, pero me defendí aún un momento. La conversación ya no era más que ruido para mí. No conseguía entender distintamente ni las palabras, pero en los ademanes, en el aspecto de las dos fisonomías entendía al menos cómo lo estaban pasando. El médico tenía los carrillos arrebatados 10 , brillantes, movía la cabeza y las manos torpemente, se recostaba de cuando en cuando en el respaldo de la silla. Don Daniel estaba pálido, como siempre permanecía derecho, sin tocar la silla con el cuerpo. Cuando no hablaba, sostenía el puro con los dientes contrayendo los labios en un gesto que parecía sonrisa, pero que no lo era. Solo sus ojos brillaban más que de ordinario, pero con un brillo oscuro. Era como si tuviesen más brillo y más sombra al mismo tiempo. En sus manos la misma elegancia de siempre; la botella de kirsch seguía vaciándose en su copa, pero él parecía cada vez más ágil, más ligero.
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Arrebatados: de color muy vivo y brillante.
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Contemplándole aún, apoyé mi mejilla en la mano de doña Luisa, que aún retenía, y seguí largo rato echada sobre ella, no sé si dormida o no. Al menos, no luché más por comprender, cerré los ojos y seguí acariciando dentro de mi cabeza todas aquellas cosas queridas. Así conseguí sentirme un momento superior a mí misma. Salí de allí casi inconsciente; solo recuerdo que el frío me hizo empezar a darme cuenta de que marchaba al lado del médico hacia casa. El empedrado de las calles me parecía tan extraño y tan próximo a mi cara como si hubiese andado a gatas. Aquel señor, que acaso no marchaba más firme que yo, bastaba para conducirme, y si hubiese llegado a caerme, él me habría recogido; sin embargo, no éramos amigos, no. Ya en la puerta, le di las gracias, no menos heladas que el ambiente, y así terminaron aquellos dos días sagrados. Hubiera podido pasar también allí la noche de Año Nuevo, pero no quise contrariar más a mi familia y accedí a quedarme en casa y a meterme en la cama a las nueve. Fui solo por la tarde a casa de doña Luisa. Por la mañana le habían enviado con la criada la manta, que hasta ese día no había conseguido hacer llegar. Se la mandé llena de dudas. Estaba ya tan lejos el momento en que se me había ocurrido, que me parecía el regalo más sin sentido y menos a propósito que pudiera hacérsele; pero, en fin, una vez enviada tuve que decidirme a afrontar el efecto que hubiese hecho. Cuando llegué, la manta estaba sobre la mesa del comedor, al lado de la gran caja donde la habían llevado y todos los pa-
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peles y cintas con que venía envuelta. Doña Luisa la acariciaba lo mismo que había hecho en la tienda: estaba encantada. Cuando llegó don Daniel, le dijo: — ¿ Q u é te parece, qué te parece la ocurrencia de esta chica? Y él, en vez de contestarle a ella, se quedó mirándome, con las manos en los bolsillos, y me dijo: — M e parece que si tú fueras un caballerito tendrías el arte de hacer regalos a las damas, y me parece también que a ti le gustaría mucho algunas veces ser un caballerito. ¿Qué quiso decir con esto? No lo sé; pensé en un momento que me comprendía, que se daba cuenta de que yo estaba descontenta de ser como era, pero no, no estoy segura de que fuera eso lo que quería decir. Yo me reí, un poco azorada, y pensé que pronto llegaría a explicármelo. Ibamos a volver a estudiar largamente, a recomenzar aquellas lecciones que, empezasen como empezasen, tenían siempre algún oasis, alguna isla inesperada en la que se podía encontrar todo lo que se quisiera. El año había terminado, pero no cambió nada, no se empezó una vida nueva; al contrario, vivimos como de las sobras del año anterior; todo se fue agotando, todo se fue amorteciendo. ¡Los dos primeros meses de este año me parecen tan lejanos! ¿Qué pasó en esos sesenta días? Nada: llovió y nevó y vivimos tan empequeñecidos como los lirones. Puede que fuese yo sola la que sufrió ese apagamiento; el caso es que cuando me acuerdo de lo que hice durante esos
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dos meses, el único recurso que tengo para defenderme de la vergüenza que me da es pensar que debe haber algún misterio en ello, porque no puedo decir que me vencieran los acontecimientos. Yo tenía mis proyectos, mis deseos, mis ambiciones, y nadie se me opuso; fui yo misma la que languidecí como si me hubiese echado a dormir. ¡Es imposible! Es imposible que yo, tal como soy ahora, fuese como era hace unos meses, y me da miedo pensar que acaso toda la vida tendré esas lagunas, caeré de cuando en cuando en esos pozos. No tiene ningún sentido escribir esto, es infinitamente estúpido y bochornoso; y, sin embargo, necesito decirlo, quiero hacerle esta advertencia a mi orgullo. Yo no soy nada excepcional; consigo encaramarme algunos ratos a una altura maravillosa y después caigo a lo que soy, lo mismo que cualquiera. El caso es que durante aquellos meses, después de atravesar la nieve y el lodo para llegar a casa de doña Luisa, yo me encerraba allí, en el despacho, delante de un libro abierto, y no lo miraba; pero no porque soñase o pensase en otras cosas, no. N o pensaba en nada; reaccionaba poco a poco, después de frotarme las manos amoratadas, y la mayor parte del tiempo hacía pompas de saliva. Esta es la pura verdad. Hacía una pequeña pompa entre los labios y la cogía con el rabo del palillero que sostenía en una mano; hacía otra y la cogía con la punta del lápiz, y entonces las juntaba para que se fundiesen en una mayor. Era muy difícil; casi siempre reventaban, pero algunas veces conseguí reunir tres o cuatro.
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Parece imposible, pero de esto no hace más que unos meses.
El mes de marzo ya fue diferente. En los primeros días hacía todavía un frío horroroso, pero la luz era ya de primavera y se atrevía uno a desafiarlo. El hombre que venía a arreglarnos el jardín me había dicho que su mujer acababa de tener un niño muy hermoso, y yo había prometido ir a verle. Vivían en una huerta que cultivaban del otro lado del río, y un día, después de comer, me fui a su casa; mi tía me dio un paquete de cosillas para la mujer. En su cocina de debajo de la campana del hogar salía ese olor purísimo de la retama quemada, y el poco de humo que se escapaba por la habitación hacía denso el ambiente. Tenían las puertas y ventanas cerradas para que no se enfriase el niño. Cuando me acerqué al rincón donde estaba la cuna, un olor más penetrante sobresalió, anulando los otros. El pequeño, gordísimo, abotargado, se revolvía entre sus envolturas de lana. Parecía satisfecho y al mismo tiempo incómodo, pero no porque le molestase nada, sino porque luchaba con esa indecisión que tienen los niños recién nacidos. Y el olor aquel tan penetrante, me parecía que olía a su mal humor. Estuve allí mucho rato, me atracaron de pastas; al fin me marché y al salir me pareció que el frío me clavaba las uñas en los párpados y en la nariz.
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Iba ya pasando el puente, hacia el pueblo, cuando vi venir hacia mí a una muchacha que parecía criada de alguna casa buena. Traía un cesto al brazo y yo pensé que iría a llevar un regalo a la mujer del jardinero. Me fijé en ella desde un principio, pero no me di cuenta de que iba acortando el paso y maquinalmente lo acorté yo también. No sé por qué no sospeché ni un momento que ella fuese a pararse, pero al llegar cerca de ella me paré, me asomé a la barandilla, y ella también se asomó. Yo miraba al agua, pero de reojo vi que la muchacha metía la mano en el cesto y tiraba algo al río. Una, dos, tres, cuatro cosas pequeñitas cayeron al agua antes de que yo me diese cuenta: eran cuatro perritos. Entonces me volví y vi la cara horrible de la chica. Claro que yo sabía de toda la vida que la gente tira al río los perritos que no quiere criar, pero ¡que una muchacha joven pudiera hacerlo! Estábamos casi en un extremo del puente, donde el agua no era profunda y se detenía arremolinándose entre las piedras y raíces de la orilla. Se quedaron mucho rato en uno de aquellos remansos, luchando; parece imposible, pero nadaban, conseguían flotar, braceando con sus ademanes de recién nacidos, sin que el agua helada consiguiese apagar la fuerza de su desesperación. Al fin, la corriente fue llevándoselos. Yo tanteé desde allí las posibilidades que había de bajar a sacarlos, pero era muy difícil; cuando hubiera llegado, ya sería inútil, no habrían sobrevivido después de aquel baño. Cuando se alejaban en la corriente eran ya como viejecitos.
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Creí notar que la chica iba a hacer algún comentario y me marché corriendo por no volver a encontrar sus ojos. No sentí más el frío; mi cuerpo estaba mucho más frío que el ambiente. Me parecía imposible llegar a casa de doña Luisa. Tenía que poner toda mi atención en respirar; y cada vez que lo hacía me parecía que era la última. La impresión pasada se había borrado de mi imaginación; ya no podía pensar nada más que en que tenía que respirar, otra vez, todavía otra vez. Llegué al portal, pasé por el pasillo y no sentí haber entrado, no noté que la temperatura de la casa fuese diferente de la de fuera. Cuando entré en el comedor, me miraron consternados. No sé cómo, expliqué lo que había visto, y doña Luisa exclamó: — T e has impresionado mucho, bebe un poco de agua. Don Daniel le arrebató el vaso. —¡Qué ocurrencia —gritó—, un vaso de agua! ¿No ves que está enteramente inhibida? Echó en el vaso dos dedos de ron y me lo hizo beber de un trago. Me llevó al despacho; en el sofá había unos cuantos almohadones y la manta afelpada; parecía que él había dormido allí la siesta. Me hizo echar en el sofá, me envolvió en la manta y me dijo: —Duerme un poco. Fue hacia la puerta y al salir se volvió a mirarme, se quedó un rato mirándome, apoyado en el quicio.
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Aunque ha pasado mucho tiempo, todavía no comprendo; tienen que pasar muchos años para que yo comprenda aquella mirada, y a veces querría que mi vida fuese larga para contemplarla toda la vida; a veces creo que por más que la contemple ya es inútil comprenderla. Alrededor de aquella mirada empezó a aparecer una sonrisa o más bien algo semejante a una sonrisa, que me exigía a mí sonreír. Era como si él estuviese viendo dentro de mis ojos el horror de lo que yo había visto. Parecía que él también estaba mirando algo monstruoso, algo que le inspirase un terror fuera de lo natural y, sin embargo, sonreía. Yo sentí que el ron empezaba a envolverme en una oleada de calor; dejé de mirarle, no sé cuánto tiempo estuvo en la puerta. Me adormecí respirando profundamente: todavía pensaba en respirar. Cuando abrí los ojos, vi que daba un poco de sol en el jardín. Todo el día había estado el cielo cubierto, y al ponerse el sol asomaba por entre unas ráfagas de nubes que parecían las últimas y que fueron las últimas del invierno. Al otro día, al llegar, creí que no había nadie en la casa. Vi en el fondo del jardín a la cocinera y le grité: —¿No está doña Luisa? — S í —dijo—, está en la galería. La encontré bajo aquella luz cruda, por estar aún la parra sin hojas, con un espejo en la mano y unas pinzas; estaba rebuscando media docena de canas que le salían en las sienes. Nada más verme, me dijo:
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—Oye, no vuelvas a llamarme doña Luisa, que no soy tan vieja. —Ni tanto ni nada —le dije—; usted no tiene edad, parece que ha nacido así. No quiso recoger el halago que había en mis palabras; me dijo con su impasibilidad de siempre: — Podría muy bien ser tu madre. Y yo repuse: —Pues, a veces, me parece que por dentro podría yo ser la suya. Contestó en el mismo tono: —En ese caso voy a tener que respetarte. —¡Oh!, no diga usted esa palabra repugnante. Le aseguro que me suena como una mala palabra. No sé si porque cuando quiero a alguien no me es necesaria o si porque se la he oído solo a personas a quienes no puedo querer. Su cara siguió inalterable, pero sus manos titubearon. No fue temblor, sino desconcierto lo que las alteró; se cambiaron el espejo y las pinzas de una a otra varias veces. ¿Tenía miedo de seguir aquella conversación? ¿Le faltaban fuerzas? Maquinalmente, se miró un rato en el espejo como para reconfortarse con la serenidad de su propia imagen; después, hizo como que escuchaba algo y dijo: —¿No te parece que llora Luisito? Echó a correr escaleras arriba; yo sabía bien que el niño no lloraba.
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Y nuevamente por aquellos días yo volví a retroceder, pero no hacia el atontamiento como durante el invierno; más lejos: volví a reanudar las fantasías, los ensueños de cuando era pequeñísima. Todas aquellas invenciones absurdas con las que entretenía mi imaginación cuando aún no tenía seriedad para ocuparme de las cosas reales, volvieron a revolotearme alrededor a cada momento. Estudiaba mal, y hasta escuchaba mal a don Daniel. Hacía como si le escuchase con una atención enorme, pero en realidad no hacía más que mirarle. Me entretenía en observar cómo le nacía el pelo en las sienes, cómo se le recortaba alrededor de las orejas y cómo la barba le formaba distintas corrientes que partían de junto a la boca. No podía observarle tan minuciosamente más que en numerosos intentos. Mientras él hablaba, yo iba pensando en los detalles que me faltaban; entonces le miraba fijamente, como para comprender lo que decía, y me cercioraba bien de cómo brotaban en el borde de sus párpados las pestañas, brillantes y negras como de laca. Yo bajaba los ojos a la mesa, y cuando volvía a hablar volvía a mirarle, estudiando el dibujo de su nariz casi recta, el contorno de sus labios más bien pálidos, más bien finos, y dibujados con tanta precisión, tan rigurosamente ajustadas las curvas del uno a las del otro, que parecía que pensaba con ellos o que su boca era una boca pensada, delineada: era un modelo, lo que se dice un paradigma. Pero mis delirios no pararon en la observación. Una de las primeras tardes calurosas, cuando llegó, bajo el sol, por
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toda la carretera desde el castillo, tiró la chaqueta en una butaca y se sentó junto a la mesa. Como siempre, de espaldas a la puerta de cristales. Al poco tiempo empecé a observar la luz que atravesaba su camisa. Al inclinarse apoyándose en el brazo del sillón, la camisa se le ahuecaba un poco y dejaba ver la parte lateral de su torso, no el pecho, sino el costado, donde se le marcaban un poco las costillas, bajo una piel que parecía dorada, entre la blancura de la camisa. Igual que años atrás, completamente igual que cuando me desataba en aquellos juegos de mi imaginación que no admitían barreras, igual me lancé a fantasear, a vivir en aquel clima, entre la luz de la zona aquella que me parecía a veces una gruta, a veces una selva. Era una región transparente por donde yo marchaba: dominaba su extensión, adivinaba lo que sería en ella el amanecer y el anochecer, lo que serían las estaciones. Pocas veces he podido trasladarme tan enteramente a uno de esos lugares de mis ensueños. Tan profundamente me perdí en él, que don Daniel notó mi ausencia. Me dijo: — N o sé qué tienes hoy que no comprendes nada; a veces temo hacerte estudiar demasiado. Yo protesté y justifiqué de mil modos mi distracción. Inventé un disgusto familiar de poca importancia. Don Daniel me dijo: —En todo caso, hoy es inútil que te esfuerces. Cerró el libro que tenía en la mano y se quedó mirándome fijamente, pero no intensamente, como si supiese que
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no iba a sacar nada con mirarme; dejó caer sobre mí su mirada con desánimo. Yo veía que había en él una confusión y un malestar que no se avenía a dejar así. Sabía que no podía penetrar mis pensamientos, pero quería al menos arrancarme de ellos. Abrió un cajón de la mesa y sacó una caja de madera; la echó sobre el sofá y me dijo: —Toma, entretente en ver fotografías; mientras, yo escribiré alguna carta. Me enfrasqué en las fotografías: quería ser obediente. Eran casi todas retratos de familia y yo no quise interrumpirle preguntándole por cada personaje. Había también algunas de casas y cortijos de Sevilla y supuse que en alguno de aquellos sitios habría vivido él de niño. Las aparté para preguntarle cuando terminase de escribir. Pocos minutos después volvió la cabeza; le pregunté y me señaló, en uno de aquellos campos, dónde quedaba la finca de sus padres. Había otras de rincones pintorescos, con rejas y muchachas asomadas entre las flores y hombres abajo con la guitarra. Don Daniel me dijo que esas eran cosas hechas para los turistas, que ya no se veía nada de eso, porque a la gente joven de hoy día ya no le divierte. Yo dije: — ¡ Q u é lástima, a mí me gusta tanto! No digo como diversión, pero, en fin, es una cosa que a mí, precisamente...
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No terminé la frase; hice un movimiento con la cabeza como diciendo que no tenía importancia mi predilección personal. Don Daniel soltó la pluma, vino al sofá y se sentó con una pierna encogida, tan rápidamente y tan suavemente como solo podría hacerlo un gato. Empezó a acosarme con preguntas: quería saber por qué había yo dicho aquello con tanto acaloramiento. Había visto transparentarse en mi cara algo, un hecho, un recuerdo que me inspiraba aquel entusiasmo. No pude negárselo; aunque era una historia enteramente tonta, se la conté. Me preguntaba con una avidez, con una curiosidad tal que yo, acaso por el remordimiento de tener en mi cabeza tantas cosas que no podía contarle, me propuse contarle aquella hasta en los detalles más superfluos. Como él no había vivido nunca en Valladolid, empecé por describirle mi barrio, mi casa en la calle que antiguamente se llamaba de la Cárcava y las historias que se murmuraban por allí de todos los vecinos. Había un primer recuerdo que databa de los cinco años. Exactamente, yo estaría entre los cinco y los seis, cuando fui un día con el ama a la tienda de ultramarinos y dos cosas se me quedaron grabadas en la cabeza: unas bolas de sal que dan a lamer a las cabras, no sé con qué fin, y un muchacho que estaba allí sentado, muy elegante, sin despachar y con un sombrero puesto de alas muy grandes. Mucho tiempo después oí contar los disgustos que le daba al tendero su hijo, a causa de los estudios, y al fin un
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día se llegó a decir que le había echado de casa. Luego siguieron llegando noticias de que se había metido a organillero, de que le llamaban «el Botica» por haber dejado plantada la carrera de farmacia, y de que se daba puñetazos en el pecho hasta escupir sangre para que viesen lo valiente que era. Después llegó la noticia más grave: tenía hasta la osadía de venir a tocar a nuestro barrio. Yo no le hubiera reconocido, pero hice que la muchacha me lo enseñara: estaba cambiadísimo, sumamente delgado; llevaba una gorra de visera y un pañuelillo al cuello. Venía generalmente al mediodía y tocaba una habanera encantadora. Yo quería aprenderla y un día me decidí a salir al balcón a oírle; noté que se parecía asombrosamente al rey. Después de tocar la habanera se puso a tocar otras cosas más vulgares, y entonces yo le eché unas monedas y cuando levantó la cabeza para dar las gracias, le dije que si quería volver a tocarla. Y esto es lo que yo ya no acertaba a contar: el movimiento que hizo con los hombros y las cejas como diciéndome que no lo pusiera en duda. Me dijo: «Lo que tú quieras, salada», y tocó la habanera tres o cuatro veces. —Bueno, después de todo, esto no tiene casi nada que ver con lo de las fotografías •—dije yo, viendo que don Daniel no decía nada; y para aclararle por qué lo había contado, insistí en que había sido aquel gesto de ofrecimiento, aquel saber que tocaba para mí, que podía pedirle lo que quisiera. Al ir terminando mi historia yo había ido metiendo las fotografías en la caja. Don Daniel seguía con los ojos fijos en un rincón del despacho, pero miraba mucho más lejos de
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lo que permitía la pared: miraba como si la escena que yo acababa de describir se hubiese quedado allí en el aire por espejismo y él siguiese estudiándola. Yo no podía pensar que no me hacía caso, porque sabía que me miraba a mí, pero a mí en el balcón. Después, empezó a sonreír y me sonreía a mí en el despacho, como la otra vez sonreía solo con la boca. Me decidí a decir: —Bueno, tengo que marcharme, es casi de noche; me voy. Saltó del sofá con otro movimiento gatuno, me cogió la cabeza con las dos manos, hundiendo los dedos en mi pelo, después me apretó el pescuezo como si fuese a ahogarme; su sonrisa luchaba por ser una risa franca, pero no consiguió echarse a reír. Me llevó hasta la puerta casi en vilo y allí me empujó hacia el pasillo diciendo: —¡Vete, vete de aquí, traidora! Aunque mi historia había tenido más éxito del que yo esperaba, no pude consolarme con él del remordimiento que me había dejado la situación anterior. En la base de mi buena conducta había existido siempre el temor de ser cogida en falta. Yo lo sabía bien, y muchas veces me decía que si no mentía ni hacía otras cosas peores era porque si alguien llegase a comprobar que yo no era intachable me moriría de un ataque de soberbia. Sin embargo, esta vez me dolía indeciblemente, sin bochorno, sin el menor asomo de amor propio, con verdadero dolor de corazón, el hecho de que mis pensamientos quedasen tan amurallados, tan impunes.
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Tampoco sentía como otras veces el deseo de ser descubierta en ciertas cosas porque yo las considerase hazañas. Yo no sé por qué no había hablado nunca a don Daniel de mis antiguos desvarios. Si le hubiera contado aquellas cosas tan triviales, él sabría de lo que soy capaz y tendría una pista. También, si el reincidir en esas tonterías no me hubiera acontecido en relación con él, habría sido muy capaz de contárselo, pero el acontecimiento tuvo de por sí carácter de secreto, y el secreto era tan contra mi voluntad que me sentía como vencida por un enemigo repugnante. Eso es, exactamente, el calificativo que le di a aquella palabra «respeto». ¡Qué turbio, qué desabrido es ese ingrediente si se le mezcla a las cosas queridas! Y lo que más tiene de degradante es que le domine a uno no teniendo poder más que en lo exterior, en lo que está a la vista; por dentro, ¿dónde se queda? Cuando el secreto está en su mundo y sabe que no tiene que salir para nada de esas regiones secretas, no hay nada que le detenga. Nunca sentí escrúpulos semejantes cuando creía vivir dentro del Santo Sepulcro, y claro que aquello también era un secreto, pero solo para los que quedaban fuera. En cambio, este otro me pesaba sobre el pecho, me desvelaba, me desorientaba, me inspiraba reflexiones como esta: «es algo a lo que no tengo derecho»; y después de pensarlo, exclamaba: «¡otra palabra infame!», y así toda la noche. Las rendijas de la ventana empezaron a dibujarse, empezaron todos los ruidos del campo, bullendo ya todas las cosas que habían descansado, y yo sin ver el medio de descansar.
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Al fin, oí de lejos la campana de la ermita del Arrabal y pensé de pronto: hasta el mes que viene no tengo que confesarme. Aquella idea me hizo verlo todo de otro modo; pensé que pasaría el tiempo y que las sensaciones no serían tan febriles, podría expresarlas de un modo más razonable. Con esta certeza conseguí dormirme, y me despertó, ya pasadas las ocho, un hecho desacostumbrado: una bocina tocando insistentemente a la puerta. En Simancas nadie tenía automóvil. Unas voces desconocidas fueron avanzando por la casa, y entre ellas la de mi tía, tan alterada que no se sabía si lloraba o reía. De pronto comprendí: mi tío Alberto, su mujer y su chica se habían presentado de sorpresa. Naturalmente, en los tres días que estuvieron en casa no me ocupé más que de ellos. Mi tía Frida no estaba mal; sobre todo, iba vestida maravillosamente; pero Adriana me gustó mucho más: era la chica más bonita que yo había visto. Tenía solo unos meses más que yo y era un poco más alta y más gruesa, pero tan aniñada que daban ganas de llevarla en brazos. Pasamos la mañana en la huerta; como hablaba bien el español nos contamos muchas cosas. Luego, en la mesa, me fui enterando de los planes de su viaje. Mi tío pensaba quedarse unos meses en Valladolid; quería obtener no sé qué dinero para sus empresas de Berna y venía dispuesto a zanjar un pleito que mantenían desde hacía tiempo con otros parientes.
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Claro que a mí no me interesaba nada aquel asunto, pero si a alguien le hubiera interesado habría sido inútil, porque mi padre no dejó que hablasen de él: «No me consultes nada; haz lo que quieras, enteramente lo que quieras», y nadie le sacó de ahí. En vista de eso hablaron de los planes de mi tía. Ella no pensaba quedarse en Valladolid; ya había visto el Museo y las iglesias y tenía el proyecto de irse con su hija en el coche, recorriendo toda España hasta el mes de septiembre, en que se volvería a Berna con o sin su marido, si este no había terminado el asunto. Mi tía Frida dijo de pronto a mi padre: Déjame llevar a Leticia; lo pasará muy bien con nosotras. Mi padre contestó entre dientes: — N i hablar de eso. Adriana saltó de su silla y fue a abrazar a mi padre; empezó a besarle en los dos lados de la cara, diciendo: —Déjala, tío, déjala venir. Mi padre le devolvió los besos, pero siguió moviendo la cabeza. Yo le dije a media voz: —Espérate, ya veremos. Mi tía Aurelia estaba a punto de sentir vértigo. Mi tía Frida vio en seguida que era caso perdido y empezó a decir que ella quería ver el Archivo. Aquella palabra me llenó de angustia. La convencieron de que lo dejase para el día siguiente, y mientras duró la discusión yo me sentí como envuelta en el vaho de todas mis culpas pasadas y futuras. Porque me vino de pronto a la cabeza algo como el recuerdo
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de una cuestión inacabada, como si en el día anterior todo hubiese quedado a medias, y al mismo tiempo lo que pasaba en aquel momento en mi casa me interesaba demasiado para dejarme hundir en el recuerdo aquel; así que me daba cuenta de que iba a abandonar mi preocupación y esto me atormentaba. Solo se me ocurría decir: ¿Por qué no habrán venido en otra ocasión, en otro día en que mi relación con la otra casa hubiera sido más armoniosa? Después, me preguntaba a mí misma: Pero ¿qué ha pasado allí?, y la verdad era que no había pasado nada. Sin embargo, yo notaba que, al inclinarse de aquel lado, mis pensamientos marchaban por una cuerda desgastada. No podía precisar dónde estaba el punto débil, pero lo sentía, y mientras, escuchaba con el oído derecho las cosas extraordinarias que me contaba Adriana. ¡Su acento me hacía tanta gracia! Entre plato y plato me entretenía en deshacerle las trenzas solo por el gusto de volver a hacérselas. Cortamos pronto la sobremesa y no sé cómo; sin duda, puesto que yo además de la atención que prestaba a Adriana seguía el curso de mis preocupaciones inconfesables, dejé traslucir algo como un deber o como una costumbre de todos los días, a la que no podía faltar y de la que, más o menos, ella tenía que participar aquella tarde. El caso es que dimos unas vueltas por el pueblo, hablando siempre, y al fin nos encontramos en el comedor de doña Luisa sentadas a la mesa a la hora en que los niños tomaban la merienda.
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No puedo recordar lo que dije cuando entramos; debió ser todo muy natural, pero me queda la impresión de que por un largo rato fui sorda. Algo debí decir, pero ni mis palabras ni las de los demás llegaron a sonar en mis oídos. Solo recuerdo, como si hubiera estado viéndolo por un agujero, que doña Luisa daba la vuelta a la cafetera rusa, que quedaba en medio de la mesa la llama del infernillo aleteando y que Adriana, Luisito y yo la mirábamos en silencio. Teníamos delante de cada uno un tazón de leche caliente. Doña Luisa fue echándonos chorritos de café y terrones de azúcar; después comimos bizcochos y bollos de todas clases. Después, otro espacio. Después, sin poder recordar cómo fue su entrada, ni cuál mi explicación por la interrupción del estudio, vi a don Daniel sirviéndose una taza de café, bebiéndola de pie, de un sorbo, y saliendo por la puerta. Sin embargo, sé que habló conmigo y con Adriana porque, si no, ella no me hubiera dicho que le había parecido muy simpático; pero en mi memoria solo queda una frase que dirigió a doña Luisa en el momento que pasaba por detrás de mí al marcharse. Fue algo así como: «Ya estas viendo que este pimpollo se me ha desmandado enteramente». De la vaguedad de aquella tarde todavía puedo recordar otro conflicto que me sobrenadaba por encima de todo: aunque hacía ya varios días que me lo había dicho, yo no me había decidido todavía a llamar a doña Luisa «Luisa». Pero no quería que creyese que había olvidado que no le
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gustaba, aunque no hubiera yo aceptado el cambio desde un principio sin que ella insistiera. Sobre todo, aquel día, delante de Adriana, habría sido una ostentación. Así que todo lo que dije fue un poco forzado y como tendiendo a desaparecer deprisa. Al final, me puse a hablar de que teníamos que armar en mi cuarto una cama para Adriana, porque el cuarto de huéspedes lo ocuparían sus padres, y eso fue todo. Cuando llegamos a casa, la cama ya estaba armada. A la hora de la cena, mi tía Frida sacó de su maleta muchas cosas que había traído para mí: un chaleco con florecitas bordadas en lanas de colores, calcetines gruesísimos, delantalitos de batista estampada. Mi tía Aurelia le preguntaba a cada paso: «Y estas cosas, ¿las llevan las niñas en tu tierra?». Ella apenas contestaba porque apenas comprendía la pregunta; yo me apresuraba a decirle que todo me parecía precioso y en realidad lo era: era como un paisaje. Mientras su madre enseñaba aquellas cosas, algunas hechas por ella misma, Adriana me dio un paquetito diciendo: «Esto lo compré para ti cuando salíamos; es el emblema de la ciudad donde yo he nacido». Era un osito tallado en madera oscura, con la boca abierta, los dientecitos blancos y la lengua muy roja. No pude decir más que ¡ah!, de entusiasmo. Adriana comprendió que me gustaba. Mi tía Frida se quedó pensando: Es una buena chica; y yo las miré diciéndome: Pero, ¿cómo pueden saber tanto?
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No, decía yo, es imposible. Miraba aquellos dos pares de ojos azules y me repetía por dentro que ellas no sabían lo que traían allí. Mi tía había bordado aquellas florecillas de colores, Adriana había escogido en la estación el osito, pero ¿quién les había dado el modelo del cuadro que componía todo aquello? ¿Comprendían ellas que yo sabía toda la historia o acaso la sabía yo sola y ellas no? Ya no pensé más que en que durase poco la cena para hablar toda la noche con Adriana y preguntarle cosas de su país. Como siempre, la realidad fue diferente, pero no menos brillante. Adriana no me contó historias de osos ni de valles floridos: me contó cosas de su colegio. Me describió la fiesta de fin de curso, donde ella había tenido un primer papel porque era de las que sabían más cosas aparte de los estudios. Su madre le había puesto en casa profesores especiales para que tuviese una educación artística: sabía bailar de puntas, y, para demostrarlo, sacó una pierna por debajo de las sábanas y puso el pie derecho formando una línea recta desde la punta del dedo gordo hasta el muslo. Después me dijo que si yo supiese tararear alguna de las cosas que ella bailaba, bailaría para que yo la viese. Me preguntó: —¿No sabes nada de Mozart? — N o —dije yo. —¿Es posible que no sepas ni un solo minuettól —No lo he oído nunca. —Entonces, ¿qué sabes? —Lo que oigo por ahí.
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—Creo que yo no sabría bailar esas cosas —dijo Adriana, y se quedó pensando. Yo comprendí que como veía mi falta de conocimientos estaba buscando algo sencillo. De pronto dijo: —Te bailaré la pavana, que es lo que tuvo más éxito. Pero me falta la otra chica que hacía de marqués. Intentaré hacer yo misma los dos papeles... Se cambió el camisón por unos pantaloncillos, metió en las puntas de los calcetines dos pañuelos hechos dos bolas, se los puso, y dijo: —Ya está, vas a ver; primero sale la dama. Se escondió un poco detrás del armario y de pronto salió. Cuando salió, claro está que no tenía puesto más que lo que llevaba al esconderse, y sin embargo estaba transformada. Avanzó hasta el centro de la alcoba con unos pasitos indescriptibles. Raras veces posaba el talón en el suelo, y cuando lo hacía era solo para que resultase más admirable el juego del tobillo al levantar toda la figura y dejarla mantenida en la punta del dedo. Mientras tanto, canturreaba una melodía delicadísima, y con las manos se recogía la falda, o bien las abandonaba colgando de los brazos y dejándolos ir próximos y acordes primero a un lado, luego a otro, como si se los llevase el viento. Después, doblando una rodilla y estirando hacia atrás la otra pierna, se puso a coger flores del suelo. De pronto dio un salto y desapareció detrás del armario, diciendo:
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—Ahora el marqués. Cuando salió, era un caballerito que se apoyaba la lente en la nariz y temblaba un poco al andar. Se acercó al sitio donde estaba la dama cogiendo flores, le pidió una; ella no quiso dársela. Él la persiguió suplicándole, arrodillándose, mientras ella le pasaba por delante indiferente. Ella le pasaba por delante, porque Adriana, de pronto, hacía aquel movimiento prodigioso y quedaba sobre la punta del pie; entonces, como si fuese cargada de flores, giraba haciendo gestos desdeñosos alrededor de donde estaba arrodillado el marqués. El extendía las manos y después hacía unos ademanes como si le prometiese collares y pendientes. Ella tiraba las flores y le daba un beso. Cuando le daba el beso era enteramente una mariposa. Sobre la punta del pie derecho, la pierna izquierda extendida hacia atrás, en el aire, casi horizontal; el brazo izquierdo en la misma dirección; el cuerpo un poco curvado hacia el que estaba de rodillas y la mano derecha abierta apoyando la barbilla en la palma, como dejando escurrir el beso. Después se cogían de la mano y bailaban la pavana. La bailaban los dos porque se sustituían con tal ligereza que la imagen del uno no se borraba antes de que el otro estuviese presente. De pronto oímos unos golpes en la pared y la voz de mi tía Frida gritando: ¡Adrgiana! Nos callamos. Adriana saltó a la cama y se tapó hasta la cabeza. Yo noté por primera vez que mi tía decía: Adrgiana y le pregunté en voz baja: —Oye, ¿por qué no te han puesto un nombre de tu país?
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Adriana sacó la cabeza y puso una cara como el que va a contar una historia lejana y encantadora, que le es ya difícil recordar. Me dijo: —¿Sabes? Mis papás se conocieron en el Adriático; mamá estaba en Italia estudiando arqueología... No quise preguntarle más, incluso la detuve con el gesto como diciéndole que había comprendido. Vi además que ella tenía sueño y me dispuse a apagar la luz. Recuerdo que en el momento de hacerlo, al apretar la bolita del conmutador, me acordé de mi padre, me reproché no haber ido a su cuarto para ver como se quedaba ya acostado, para arreglarle lo que necesitase, como si lo hiciera todas las noches, cuando no lo había hecho jamás. Al otro día se intentó compaginar los caprichos de unos y los deberes de otros, resultando una amalgama de cosas absurdas tal como la casualidad quiso ensartarlas. Mi tía Frida, desde que saltó de la cama, empezó a hablar del Archivo. Yo quería a toda costa que Adriana bailase delante de doña Luisa. Mi padre no quería nada. Mi tía Aurelia decía que ella no podía evitar el hacerse presente. Mi tío Alberto quería todo lo que los demás quisieran. Adriana, lo que quisiera yo. Cada uno se apresuró a poner en práctica sus planes; yo me adelanté a preparar los míos y dije: —Antes de ir al Archivo, nosotras nos pasaremos por casa de doña Luisa para ver si tiene las piezas de música que baila Adriana y decirle que a última hora iremos a estar un rato con ella.
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Nadie se opuso. El silencio de la siesta nos permitió salir sigilosamente, como si fuese la madrugada. Una vez fuera, no quisimos correr por nuestra calle empinada; seguimos junto al muro, del lado de la sombra. No habíamos dado cincuenta pasos, cuando oímos unas pisadas enérgicas que nos ganaban terreno. Adriana se volvió en seguida: era su madre. Antes de llegar junto a nosotras empezó a decir: —Yo quiero ver el pueblo. ¿Por qué estar siempre en casa, siempre en casa? ¡Es cosa de locos! Nos sonreímos de mala gana. —¿Adonde vais? —dijo mi tía. — A aquella casa —contesté yo, señalándola. —Bueno, os dejaré en la puerta y andaré un poco por ahí hasta la hora de visitar el Archivo. Allí nos reuniremos todos —añadió—. Les he dejado para que Aurelia se arregle despacio, todo lo despacio que quiera y, además, para que pueda hablar un rato a solas con su hermano. ¿Quién sabe si quiere contarle algún secretillo? Estábamos ya a la puerta de doña Luisa, teníamos cada una en el hombro una mano de mi tía Frida que seguía haciendo frases ingeniosas sobre la familia. La puerta estaba entornada y allá por la región de la luz verde pasó una figura ligera. Yo la vi de reojo evolucionar en sus quehaceres con su actividad siempre decidida y nunca rápida. La vi, sin poder evitarlo, detenerse, mirar a lo largo del pasillo y venir hacia la puerta; me había oído hablar.
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Abrió de par en par, saludó con su imperceptible sonrisa y dijo a Adriana: —¿Es tu mamá? Mi tía se abalanzó a saludarla. —¿No quieren pasar un rato? —insinuó doña Luisa. El movimiento de su mano invitando a pasar el umbral de la puerta era ya un convite. No hubo más remedio que resignarse: me decidí a ensordecer otra vez. A mí me gustaba llevar allí a Adriana para que doña Luisa la viese, pero que mi tía Frida fuese a ver todo lo que había en aquella casa, todo lo que doña Luisa había hecho, me irritaba a pesar de saber que iba a encontrarlo muy bien y que era persona capaz de juzgarlo. Yo me repetía: Estamos perdiendo el tiempo. Mi tía Frida había venido a ver el Archivo, quería ver el pueblo, iba a ver después toda España. ¿Por qué se le antojaba también ver aquella casa?11 Se metieron en el gabinete; yo retuve a Adriana a la puerta y pedí permiso para subir al salón. Subimos corriendo, y al abrir la puerta, yo dije: —Tienen todavía la casa a medio arreglar. Adriana no me hizo caso, ni observó el salón vacío; esto me gustó mucho en ella. Fue en seguida a ver la música y
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¿Por qué se le antojaba
también
capricho de ver también aquella casa?
ver aquella
casa?-. ¿Por q u é tenía el
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separó unos cuadernos, diciendo que había encontrado sus piezas favoritas. Abrió el piano e hizo una escala, pero yo no la dejé seguir porque supuse que los niños estarían aún durmiendo la siesta. Cuando bajamos encontramos a mi tía sola en el gabinete, había convencido a doña Luisa de que viniese con nosotros al Archivo y la había hecho ir a vestirse. Volví a tirar de la mano de Adriana y la llevé al jardín, le enseñé el palomar que estaba ya desocupado, el emparrado, el pozo: aquel día había que ver cosas. Salimos al fin con las dos señoras y vimos calles en cuesta desde donde se divisaba la ribera del Pisuerga. Vimos la iglesia por los cuatro costados y algunos paredones de casas señoriales; después, fuimos a ver el Archivo. Mis dos tíos, Aurelia y Alberto, nos esperaban en la puerta, y entramos todos hasta el despacho de don Daniel, a quien ya se le había anunciado la visita. Estuvimos allí solo un momento, pero yo vi su mesa de trabajo y el ambiente que le rodeaba todos los días entre sus secretarios y ordenanzas. Toda la patulea, uno detrás de otro, fuimos visitando salas con estanterías, con vitrinas y facistoles. Yo quería que Adriana se metiese conmigo en los huecos profundísimos que formaban los muros en las ventanas y que dejáramos a los otros seguir viendo cosas, porque allí sí que había cosas que ver: desde unos se veían patios grises, profundos, desde otros la llanura. Allí estaba todo. Había, a veces, hierros rotos que sobresalían de la pared y no se podía
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saber para qué habían servido; huellas en la piedra como del roce continuado de sabe Dios qué. Yo estaba segura de que si hubiera podido concentrarme y quedarme quieta un rato en aquellos banquitos laterales que tenían las ventanas, habría llegado a comprenderlo todo, a ver todo tal cual había sido en otro tiempo, pero no nos dejaban tranquilas ni un momento. Había que seguir, había que pasar a otra y otra sala, donde estaban las cartas de santos y de reyes. Mi tía gritaba constantemente: «¡Adriana, ven aquí, fíjate en esto!». Le hacía observar una fecha o cualquier otro detalle, y para remachárselo en la cabeza le decía dos o tres palabras en suizo-alemán. Después vimos los sótanos, los fosos, las poternas. Después salimos, al fin, al aire libre; había ya estrellas. Vi que era poquísimo el tiempo que quedaba, pero cuando me preparaba a disponer de él, comprendí por la conversación que mi tía Aurelia les había invitado a venir a casa y que todos tomaban ya el camino. Cosa increíble, había llegado el momento del deber. Mi tía Aurelia tenía que cumplir con ellos; esto lo repetía varias veces por semana y había aprovechado aquella tarde en que, secundada por sus hermanos, tenía más fuerzas. Hubo dulces y copitas de Málaga. El ama trajo las bandejas y mi tía llenó las copitas cuidadosamente, como si fuesen de medicina. Yo atendía solo a lo que pasaba en un rincón de la sala. Mi padre, instalado en su butaca, había vuelto a tomar su
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actitud de convaleciente. Claro que el estar tan definitivamente impedido le daba ocasión a ello, pero los relatos de la campaña, que no se habían vuelto a oír en casa, con el pretexto de que mi tío no estaba en España a su llegada, fueron volviendo a salir, escuchados atentamente por la perra. Pero esto no duró mucho tiempo: mi tía Frida cogió una silla y fue a instalarse al lado de don Daniel, tratando de acaparar su atención con preguntas relativas a cosas que había visto en el Archivo. El no quería desatender el relato de mi padre: parecía que le impresionaba mucho; pero mi tío Alberto no comprendía que le interesase más que la charla de su mujer y redobló su atención a mi padre como disponiéndose a cargar él solo con tan penoso deber. Puesto que seguían aislados, mi tía Aurelia fue a llevarles dulces nuevamente. Yo aproveché la ocasión, tiré con una mano de doña Luisa y con la otra de Adriana y me las llevé al comedor. Cerré la puerta y empecé a suplicar a Adriana que bailase: —Sea como sea, igual que lo hiciste anoche. Fue improvisadamente y resultó maravilloso. Ella se resistía; yo no cejaba: —Baila, por favor; si tardas en decidirte vendrá alguien y no podrá ser. ¿No ves que os marcháis mañana? Si no lo haces ahora, ya no hay otra ocasión. Adriana se quitó los zapatos, se escondió detrás del aparador y dijo: «La dama». Su voz no era la del día anterior, pero empezó a bailar. Yo estaba segura de que acabaría animándose, pero no había
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dado diez pasos cuando irrumpió en el comedor el ama, pasó por delante de ella, sacó cincuenta cosas del aparador y se marchó al fin. Mis ojos iban de Adriana a la cara de doña Luisa; quería ver si producía en ella el mismo entusiasmo que en mí la noche anterior y vi que sí le gustaba, pero que repartía su atención entre el baile y el empeño que yo ponía en hacérselo admirar. Yo le apretaba el brazo y le decía: — M e he pasado el día entero pensando en que pudiera usted verlo. ¿Verdad que vale la pena? No pude oír su respuesta: mi tía apareció, queriendo arrancar a doña Luisa de la molestia a que se dejaba someter por condescendencia. Mi tía le decía: —Venga usted acá, por Dios, la tienen aquí encerrada estas chicas obligándola a ver sus pantomimas. Cuando mi tía entró, Adriana estaba haciendo de Marqués. Doña Luisa quisó protestar, pero no hubo medio; nos sacaron de allí y se acabó todo. En la sala siguieron hablando de cosas estúpidas. Al fin se levantaron para marcharse. Ya en la puerta, doña Luisa volvió a decir a Adriana que su baile le había gustado mucho; le dio dos besos y le dijo como a mí el primer día: —Adiós, querida. Después se despidió de mí y me dijo solo adiós. Me rodeó los hombros con el brazo, me apretó con fuerza y me dio un beso. Me besó en la mejilla, junto al ojo; sentí sus labios entre mis pestañas; me retuvo largo rato apretada
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contra ella. La calle estaba oscura y yo la contemplé en el abrazo que me dio, como los ciegos que leen con el tacto. Me quedó impresa en los hombros la fuerza de su brazo delgadísimo; sentí apretado contra mi mandíbula el hueso que se le dibujaba en el nacimiento del cuello, y al mismo tiempo me pareció tan frágil. No sé si fue el perfume que llevaba o si fue que al sentir el relieve de su pecho me acordé del día aquel que la vi en la tartana al amanecer, con aquella piel transparente llena de venas azules. Aquel abrazo, aquel beso más largo que lo acostumbrado, me ayudaron a conocerla, aunque su conocimiento siguiera siéndome inexpresable. Toda la noche pensé en ello y pensé que yo no merecía aquella ternura inmensa. C/3 Al día siguiente los viajeros se fueron temprano. Adriana y yo habíamos estudiado a fondo las posibilidades que había de que yo me uniese a su viaje, y habíamos llegado a la conclusión de que no existía ninguna, porque el único capaz de salir vencedor en la empresa era mi tío, y por el momento tenía que emplear toda su astucia en arrancar a mi padre algunas palabras fundamentales para su asunto. Pensamos que acaso si el pleito saliese bien, Adriana le pediría a su padre, para celebrarlo, que se metiese en aquel torneo y quién sabe si él obtendría también ese triunfo. Claro que yo también hubiera podido obtenerlo, pero como en realidad eso significaba derrotar a mi padre, no quise que me viera tomar el partido de mi tío.
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Desde que él llegó, yo había visto claro que mi padre le miraba como a un favorecido de la naturaleza. Mi tío tenía un año más y parecía hijo suyo. Llevaba con desparpajo aquellos trajes claros, extranjeros; él, que tenía un tipo más español que mi padre, y se veía que en Suiza coqueteaba de eso. El bigote rubio de mi padre estaba ya casi blanco: parecía uno de esos galos vencidos que se ven en las láminas. El caso es que se fueron y todo volvió a quedar como antes. Aunque no enteramente igual que antes: las huellas de Adriana tardaron en borrarse de Simancas. Había una cosa que me dolía y me descorazonaba: era que se creyese que mi entusiasmo por ella era una niñería. Solo doña Luisa había comprendido. ¡Qué misterio! Tengo la seguridad de que si yo hubiese explicado lo que significaba para mí Adriana, no sería ella la que mejor pudiera comprenderlo, y sin embargo le había bastado mirarme a la cara unas cuantas veces cuando yo le apretaba el brazo en el comedor. Don Daniel, en cambio, me había dicho al día siguiente: —¿Qué, ya se fue la niña de mazapán? Y había empezado a venir tarde a clase. En sus explicaciones mismas apareció de pronto una frialdad, como si estuviese arrepentido de haberme dado antes tanta importancia. ¿Qué podía yo hacer? ¿Echarle un discurso sobre lo que pensaba respecto a Adriana? De esto me consideraba enteramente incapaz. No había podido contagiarle mi emoción,
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¿cómo iba a convencerle con razonamientos que resultarían enteramente torpes? Fui retrayéndome yo también; en vez de estudiar hacía que doña Luisa se sentase al piano y tocase para mí sola las piezas que había separado Adriana. Ella no titubeó en complacerme. Hacía una temporada que no venían las chicas del coro; los niños se entretenían ya uno con otro en la galería del comedor, y nosotras nos estábamos en el salón, que se llenaba de la música como un vaso se llena de agua bajo el chorro. El salón seguía vacío, pero ya no tenía aquel aspecto de desván con cables enrollados sobre la puerta y cajas de cerillas por el suelo: ahora estaba pulcro, los cristales impecables, los postigos lavados con potasa y la tarima con arena. Doña Luisa no tenía nunca tiempo de ir a buscar los muebles antiguos que quería, por las almonedas de Valladolid. Yo escogí para oírla el hueco del balcón más distante. Me sentaba en el suelo con la espalda apoyada en el postigo y veía todas las formas que aquella música dibujaba como moldes para el baile de Adriana. Todo estaba allí marcado: sus pasitos, sus reverencias. Caía la luz y doña Luisa seguía tocando, porque tocaba de memoria. A veces, la imagen de Adriana desaparecía porque la música, aun siendo siempre semejante a aquella, tomaba un acento más dramático; yo diría heroico. El compás ya no se ceñía a los ademanes de coger flores ni saludar a una dama. Había algo allí desesperado sin dejar de ser sereno. A mí me
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parecía que aquello quería expresar el peligro, algo así como el estar al borde de la muerte. Aquellas formas ya no expresaban los movimientos del baile, sino los de la esgrima. Por la semioscuridad del salón pasaban fantasmas admirables, pero algunas veces yo no podía menos de quedarme mirando la única forma real que había allí, con sus hombros anchos y huesudos, su vestidillo de vuela y sus chinelas rojas jugando en los pedales. A pesar de aquellos hombros, yo volví a ver allí su fragilidad. Los bucles castaños, que nunca estaban sujetos en su cabeza, se despeinaban aun más agitados por la música, y yo llegaba a pensar que aquello tenía que hacerle daño. Esto ya me ha ocurrido varias veces: en momentos de gran emoción, cuando parece que mis cinco sentidos están absorbidos en algo, he visto, de pronto, así como lateralmente, alguna otra cosa ajena en todo a la que causaba mi emoción, como si mis facultades se centuplicasen y rebosaran de la zona donde parecen detenidas. Esas visiones no llegan a desviar mi atención, pero tampoco se pierden en el olvido: se quedan rondando como satélites de las emociones principales, sin desvanecerse nunca. Abajo, en el despacho, hasta había vuelto a aparecer el médico. Cuando yo bajaba del salón y oía la famosa conversación ya empezada, me sentía ahogar como un náufrago en mi propia cólera y me decía: «¿Para qué vengo? ¿Cómo he podido creer a veces que yo llegaría a significar algo aquí?». Pero entraba y abría un libro, o decía que ya había estudiado en casa.
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Don Daniel venía hacia la mesa y me hablaba con acento de condescendencia. Mientras tanto, el brazo del médico pasaba por encima de mi cabeza y sacaba un puro del mono; después se iba a un rincón del despacho, y con el puro entre los bigotes y la cabeza metida en un libro, murmuraba unas palabras. Don Daniel decía: «¿Qué? ¿Cómo?». Y como el otro no contestaba más claro, acababa por ir a ver lo que estaba diciendo. En la famosa conversación había un tema nuevo, tema que era el médico solo quien lo desarrollaba: adulaba constantemente a don Daniel. Desde que había visto instalada la biblioteca y había contado por sí mismo los miles de volúmenes que contenía, no dejaba pasar diez minutos sin hacer alusión a la cultura de don Daniel, y no se daba cuenta de que a él eso no le hacía mella. Le contestaba con evasivas, con chistes, hacía caricaturas de su sabiduría. Un día, para sacudirse aquellas alabanzas pegajosas, le dijo: — ¡ Q u é quiere usted! Se nace con una predestinación, fíjese bien en esto. Yo volví la cabeza; don Daniel señaló un rincón de la librería: —Este es el panal donde yo enterré mis catorce años. Los ojos del médico se hincharon de admiración, como dos pompas, y se quedó un gran rato repitiendo: —¡Es asombroso, es asombroso! Don Daniel había puesto la mano en una obra que quedaba en el estante del fondo a la altura de su cabeza. Me fijé bien; eran nueve tomos de color café con leche.
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Al otro día llegué temprano y dije a doña Luisa que no había podido estudiar en casa. Me abalancé al primer tomo y lo abrí. La primera página, escasamente un par de minutos de lectura, fue la verdadera sensación del fin del mundo. Me puse a considerar el libro por fuera, volví a leer el título: Historia de las ideas estéticas en España; cerré los ojos y seguí leyendo. Si fuera verosímil, creería que había leído con los ojos cerrados, tal era la convicción que tenía de la inutilidad de mi esfuerzo. No sé cuántas páginas llegué a tragar; sentí pasos y volví el libro a su sitio; la conversación venía ya por el pasillo. Poco después, se quedó estacionada detrás de mí como una gran oscuridad, como una nube de tormenta, y detrás de ella, por las paredes, los siete mil libros llenos de desprecio, llenos de maldad; cerrados, aunque se dejasen abrir. Porque se nace con una predestinación, pero ¡hay que probar tantos resortes hasta encontrarla! Cualquier reflexión que tendiese a calmar mi angustia me parecía necia; solo se me ocurría buscar una especie de tranquilidad en el recuerdo de frases ajenas que en otro tiempo había juzgado llenas de mala intención. Frases de mi abuela que disimulaban mal su deseo de crítica: «Esta niña habla como un libro». «Esta niña no es más que cabeza». Pues bien, me decía yo en aquel momento, si ese es mi destino, ¿por qué no puedo entrar en él? No sabía por qué, pero el caso es que no podía.
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Las palabras del libro que había intentado tragarme seguían delante de mí como una masa sin forma, como un fango donde iba hundiéndome; sin embargo sabía que otros habían avanzado por ellas; luego, aquella blandura, aquella viscosidad que yo notaba no estaba en el terreno que pretendía atravesar, sino en mis propios pies. Mientras pensaba esto mordía la pluma y aspiraba el olor desesperado de la tinta. La mesa, la carpeta, todo estaba lleno de manchas de tinta que soltaban aquel olor, tan acre como el que salía de la cunita del chico del jardinero, tan desapacible como si fuese causado por la indecisión y la torpeza de un bebé que acaba de nacer y parece que está agonizando. Porque la gente no se da cuenta de cómo los bebes luchan con sus dificultades y encuentra graciosos sus titubeos, ¡cuando son horribles! Querer coger lo que está a la derecha y quedarse corto, no alargar la mano lo suficiente o pasarse, abalanzarse bruscamente y derribarlo y quedarse siempre con las manos en el aire sin saber si llorar o reír. Enteramente igual era mi lucha: leer un párrafo y no comprender, volver atrás, seguir adelante y encontrar una frase que se tambalea porque más de la mitad es incomprensible, encontrar aquí y allá las palabras del uso diario y, entre unas y otras, puentes o callejones oscuros por donde no se puede pasar y, si se pasa, es como si no se hubiese pasado. ¿Por qué no le advertirán a uno algo de esto? Tienen por sistema quedarse a la orilla; así les sentía yo, parados detrás de mí, a ver si nada uno en esta agua turbia o si se va al fondo.
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Pero ni siquiera esperaron allí el resultado, pues no sabían que yo estaba empeñada en aquella lucha; se fueron, pasaron junto a mí, y cerraron la puerta. Yo fui pausadamente, como cuando quiere uno convencerse a sí mismo de que no tiene miedo, cogí el libro otra vez y lo abrí. Pausadamente, me esforzaba en ir pausadamente, y avanzaba en la sombra o en la luz cegadora, pero seguía adelante, sin aturdirme. Dos, tres, quince páginas amarillas, con señales de lápiz en los márgenes, con algunas manchas como de dulce, con insectos aplastados en las junturas de las hojas. Lo veía todo porque iba muy despacio; después empecé a leer deprisa, y ya no vi más detalles. Me pareció que se hablaba allí de un sitio conocido, no se describía ningún paisaje, y aunque se hubiera descrito, yo no podía conocerlo, puesto que todavía no había salido jamás de la provincia, pero sentía que las cosas de que se hablaba estaban por allí muy cerca. Lo que comprendí al fin enteramente fue la descripción de dos caballos que tiraban del carro del alma. Sus fisonomías se destacaban de las páginas como uno de esos cuadros que se salen del marco: uno, perfecto, de formas puras, obedeciendo a las ordenes del conductor; el otro, irritado, con los ojos colorados y las crines revueltas, tozudo. Yo no sabía dónde había visto ya todo aquello y realmente puedo asegurar que no lo había visto nunca; en primer lugar porque no estaba en ningún sitio; era como una visión celestial, pero si estaba en el cielo debía encontrarse en el distrito que correspondía exactamente a la provincia
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de Valladolid. Me parecía haberlo visto siempre pintado en nuestro cielo como en el techo de uno de esos salones imponentes donde hay jueces y magistrados. ¡De qué felicidad se sentiría uno comunicado si pudiera vivir siempre bajo un techo pintado así! Yo había visto alguno, no sé si en la Universidad o en el Ayuntamiento. Recuerdo que lo vi desde la puerta del salón que estaba vacío. Andaba por allí un bedel quitando el polvo y dos gatos por entre las patas de los sillones, y yo había pensado que así tenían que ser las salas donde se administrase la justicia. No sé por qué, desde el quicio de aquella puerta, había visto aquella palabra con un trazo noble, porque era una de las que yo abominaba de ordinario. Siempre que oía a los demás: «Esto es justo, esto no es justo», yo me decía: «Bastante me importa a mí de vuestra justicia». En cambio, bajo un techo así, la veía enteramente de otro modo. No sé si estos pensamientos me sacaron del libro o me ayudaron a entrar en él; leí muy poco más y me parecía que lo había leído todo. Desde entonces, la idea de no poder comprender algunas de las cosas que dijera ya no me resultó humillante. Era tan cierta la altura de todo aquello que no significaba derrota el que tardase mucho en llegar a ello. Cuando salí del despacho, doña Luisa estaba en el comedor; al despedirme de ella le eché el brazo por la cintura y la llevé hasta la puerta. Nos quedamos allí un rato y yo tenía ganas de hablarle de las cosas en que estaba pensando, pero,
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como siempre, no le dije nada: esperé que el contenido de mi cabeza bajase por mi brazo, penetrase en su cintura y subiese hasta la cabeza de ella. Al cabo del rato me miró muy fijamente y me dijo: —¡Qué tarde te has dado de estudiar! —¿Cómo lo sabe usted...? —Yo iba a decir «doña Luisa», pero ella me miró antes de terminar la d y dije Luisa solo. Ella dijo: — N o sé, pero lo sé. Entonces me marché y al día siguiente volví con un ánimo templado como en los mejores días. Iba ligera por la calle, sintiendo que los paredones grises de las casas tenían encima aquel cielo azul donde galopaban los dos caballos, y cuando llegué Luisa estaba cosiendo en el lado derecho de la galería, don Daniel leía en el sofá del despacho y no estaba el médico; no podía pedir más. Abrí los libros, haciendo por no hablar para no distraerle de la lectura, pero él me dirigió algunas palabras de cuando en cuando. Después se acercó a la mesa, abrió como por azar una Historia y también como impensadamente se puso a hablarme del Derecho Romano. Hasta aquello me resultó ligero, como me hubiera resultado cualquier otra cosa en ese día. Le escuché con atención; pero al mismo tiempo, con ese discurrir que funciona siempre aparte, en un rincón de mi cabeza, fui considerando lo fácilmente que se había reanudado aquella situación tan perfecta, en la que no quedaba el menor rastro de mis estúpidas ambiciones ni de mis disparates.
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¡Estábamos tan bien en ese momento! Pero yo había dejado la cartera de mis papeles en una esquina de la mesa, y empujada por uno de los libros que manejábamos se cayó al suelo. C o m o estaba abierta, los cuadernos se escaparon de ella y de uno de los cuadernos una hoja que yo había guardado, arrancándola de mi vieja Historia Sagrada cuando iba a desecharla. D o n Daniel la recogió y la puso sobre la mesa: tenía un grabado que representaba al profeta Daniel en el foso de los leones. N o podía parecer que estaba allí por casualidad, pero si hubiese podido parecerlo, yo lo habría desmentido poniéndome colorada hasta echar fuego por la piel. D o n Daniel hizo como que no lo notaba, pero cuando yo fui a guardarla me apartó la mano, la cogió él y se quedó mirándola tiempo y tiempo. M e fue difícil adivinar por su cara lo que estaba pensando: la examinaba con una atención enorme y yo no podía imaginar qué detalle estaría descubriendo. Al fin vi que la examinaba con la atención con que se confronta un dibujo con el modelo, y en seguida él me confirmó en mi idea. M e miró y me dijo: — H a y una gran diferencia. Hay una diferencia inmensa, Leticia. Hizo un silencio tan grave, que yo creí que se disponía a revelarme algo tremendo, pero solo volvió a insistir: —Yo quisiera que te dieses cuenta por ti misma de que hay una diferencia inmensa.
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Vio que estaba bastante asustada y quiso zanjar la situación con una broma; echó el grabado sobre la mesa y dijo como conclusión de lo anterior: — A mí me comerán mis leones. Aproveché la ocasión que me daba de seguir la broma y dije: — No lo creo, estoy segura de que a usted tampoco le habrían comido. Me atajó: — N o estoy hablando de si me habrían o no comido: digo que me comerán. Metió la hoja en la Historia que había quedado abierta, allí donde estaba lo del Derecho Romano, la cerró y la echó a un lado. Volvimos a estudiar, volvió a explicarme algo, no recuerdo qué, sin interés por parte de ninguno de los dos, pero con gran empeño de borrar la escena pasada y terminar la lección en el mismo tono que había empezado. De pronto oímos —acaso hacía ya tiempo que sonaba, pero los dos nos dimos cuenta en el mismo momento— una música que llegaba al despacho. Luisa estaba tocando arriba, en el salón, y no lo comentamos. Podíamos haber dicho: «qué bien toca»; o simplemente: «está tocando», porque la cosa era desacostumbrada, pero no lo comentamos y esto le dio más gravedad al hecho. Vi que don Daniel esperaba que yo quisiera irme con ella; yo no disimulé que la estaba escuchando; le dejé mucho rato esperar que le pidiese que terminásemos la lección. Yo lo
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notaba en que sacaba temas de esos que lo mismo pueden prolongarse que interrumpirse. Decía de pronto: «Bueno, de esto tendríamos que hablar más largamente», y hacía un silencio para ver si yo lo aprovechaba, pero yo dejaba que el silencio quedase vacío, es decir, lleno de la música que bajaba del salón. Hasta que la música cesó; Luisa no pudo resistir mucho tiempo aquella soledad. Oí sus chinelas por la escalera. Al poco rato don Daniel dio por terminada la lección y yo me fui como si no hubiera pasado nada. Creí que lo habría hecho solo por matar el aburrimiento un rato, pero no fue así: Luisa siguió tocando un día y otro a la hora que dábamos la lección y yo seguí sin comentarlo y sin sospechar que tocase también cuando yo no estaba allí. Una mañana salí a comprar no sé qué y al cruzar la plaza oí desde lejos su piano. Lo oía y no lo creía; me fui acercando; eran poco más o menos las doce, caía el sol de plano y ella tocaba sin parar. No tocaba las piezas de Adriana; esto era algo diferente. Yo tenía ya hecho el oído a aquella música que ordenaba las notas como en collares y me parecía conocer las guirnaldas que formaba con todas sus variantes posibles; en cambio, esta otra describía una curva muy diferente; más lánguida, aunque muy hermosa también. Yo iba pensando en esto y en que allí había un misterio; mientras tanto iba subiendo las escaleras en puntillas. Me quedé en la puerta del salón, que estaba a medio cerrar, y cuando terminó hice un poco de ruido; ella volvió la cabeza.
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— L a oí desde muy lejos —le dije. Luisa hizo un movimiento con las cejas que quería decir que había hecho bien en ir. Esperó un momento que yo le hiciese una pregunta y en seguida decidió decir algo que, siendo una explicación, no respondiese a lo que yo pensaba preguntar. Se miró las manos y dijo: — L o s dedos se oxidan enteramente si los abandona uno. —Estaba usted tocando de un modo maravilloso. —¡Oh! No, todavía no —contestó—, aunque no sé si sería más exacto decir ya no. Se agarró con las dos manos al asiento de la banqueta, y apoyando las puntas de los pies en el suelo, la hizo girar hasta sacar todo el tornillo que la elevaba; después encogió las piernas y se dejó descender, dando vueltas rápidamente. Daba vueltas para tomarse el tiempo de decidir si me contaba o no su secreto. Pero oímos los pasos de don Daniel abajo y salimos a la escalera. Cuando don Daniel nos vio juntas, creyó explicarse mi silencio de por las tardes suponiendo que venía por las mañanas a acompañar a Luisa en sus estudios; y a mí no me dijo nada, pero a ella le preguntó de pronto: — ¿ Q u é tal, va progresando eso? Y ella dijo: —Poco a poco. Entonces yo me di cuenta, no ya de cómo se hablaban, sino de que se hablaban; hacía tiempo que no les había oído cruzar una sola palabra.
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Analicé a fondo aquellas dos frases, pero no saqué nada; solo conseguí que el misterio de la música pasase a segundo término. Y en casa, durante la comida, pensé todo el tiempo que acaso había entre ellos un silencio igual al que reinaba de ordinario en nuestro comedor. Claro que allí estaban siempre los niños que gritaban y se abalanzaban a las cosas, pero ellos seguramente seguirían sin hablar. Me empeñaba en encontrar en las dos frases que había oído algo como la clave de todas las frases que pudieran cruzarse entre ellos y me parecía verlas, sin sospechar, claro está, las palabras de que estuviesen compuestas. Lo que veía era aquella brevedad seca con que don Daniel había soltado la suya, y aquella firmeza tímida con que Luisa había contestado. Algún otro diálogo así me parecía que podría estar originándose en aquel momento, rompiendo el silencio que flotase sobre los platos y las copas. Lo que más me llevaba a sentirme en su comedor y a imaginar su diálogo o su silencio, era que recordaba perfectamente el olor de la comida que tenían aquel día. El olor de su cocina, que tenía un atractivo tan irresistible, no podía compararse con el de la de mi casa: de allí siempre trascendía alguna especia exquisita o ese vaho que dejan como una estela las cosas que salen doradas del horno. Cuando yo estaba bajando la escalera tenía aún la imaginación ocupada por el secreto de Luisa; después, don Daniel soltó aquella frase, en el mismo momento en que yo iba a
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decir: «¡Qué olorcito llega hasta aquí!». Con esto habría bastado para que Luisa me hubiera hecho quedar y hubiera podido observar si hablaban, y si hablaban, cómo hablaban. En silencio, como todos los días entre nosotros, mi tía me puso en el plato un enorme pedazo de gallina cocida en el puchero; yo lo hice desaparecer en cuatro bocados y ella volvió a servirme otras muchas cosas. Como vio que yo no la contenía, exclamó: «¡Qué modo de comer, señor, no he visto cosa igual!». Ella no podía comprender que el hambre que yo tenía en aquel momento no podía saciarse con nada. Otra persona, con semejante angustia, no habría podido tragar una miga de pan. Yo estaba sintiendo una especie de impaciencia que me atragantaba, y devoraba todo lo que tenía delante como para acabar con ella. Porque de pronto me parecía que lo primero que había que hacer era acabar con algo, o hacer que algo cambiase, que ocurriese cualquier cosa. Bien que mi padre y mi tía hubieran decidido morir lentamente; nadie podía impedírselo. Luisa tenía su música, don Daniel sus libros y su conversación; yo les tenía a ellos, es verdad, pero era necesario que en Simancas un día al menos fuese diferente de los otros. Cuando dejaron de ponerme cerca cosas comestibles, seguí rebuscando migas por el mantel y pensando que aquella inquietud que me invadía era una cosa sin sentido, que no podía comunicar a nadie, y que si la comunicase nadie la comprendería ni me secundaría en combatirla. Esto lo sentía
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con una firmeza que tenía el ímpetu de una provocación. Hubiera querido gritar aquello, echárselo en cara a alguien, acaso porque sentía que podía hacer brotar algo de la sombra, que algo estaba germinando a escondidas de mí. No dije nada, se sucedieron dos o tres lecciones más sobre temas pétreos, sin que decayese un momento el rigor de la explicación ni la intensidad de la atención. Encima, los acordes, como un fenómeno natural, como el viento cuando silba en las chimeneas. Al cuarto día, llegué y encontré la casa como desierta, pero al estar todo abierto, comprendí que alguien andaría cerca. Me puse a estudiar en el despacho; al poco rato oí unos pasitos, y Luisa apareció en la puerta. Entró, y apoyó los codos en una pila de libros que había sobre la mesa, dejando colgar las dos manos delante de mí. Sus manos estaban transfiguradas. Parecía imposible que aquellas manos que yo tenía delante se hubiesen hundido jamás en las pastas harinosas, que hubiesen martillado, ajustado tuercas, desenrollado la pegajosa cinta de empalme. Sus manos, en aquel momento, eran espíritu puro. Llevaba junto a la alianza un anillo que siempre había llevado: era un arito estrecho, de turquesas; el azul cambiaba de matiz haciéndose más verdoso en algunas piedras, de esas que parecen maceradas y que la gente llama enfermas. Esto le daba un aspecto de cosa tan viva, que más que anillo parecía una vena: tenía exactamente el color de las venas que se le transparentaban en el dorso de la mano.
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Yo empecé a decir: —Me... Y en aquel mismo momento Luisa dijo: —Sabes... Nos callamos en seco, y en seguida empezó una discusión sobre cuál de las dos tenía que hablar primero. Al fin ella cedió. —Te iba a preguntar —dijo— si sabes que en el mes que viene son las bodas de plata de la maestra con su escuela. —¿Cómo es posible, si parece tan joven? —Cerca de los sesenta —dijo Luisa— hay que hacerle un gran homenaje, ¿no te parece? Se inaugurarán con él las clases el primero de septiembre, que fue el día que ella tomó posesión. En seguida empezó a contarme que había venido el alcalde a leerle una carta de las damas que formaban la sociedad benéfica que había costeado los estudios a la maestra, donde pedían a las señoras de Simancas su cooperación en el homenaje que pensaban rendirle. La maestra era la primera de las jóvenes pobres a quienes habían favorecido, y querían conmemorar aquellos veinticinco años de vida virtuosa como el mayor triunfo de su sociedad. Mientras Luisa me contaba todo esto, yo me sonreía, recordando que días antes, al llegar a casa, había visto que salía el alcalde y que se detenía largo rato platicando con mi tía en la puerta. Yo le había preguntado a mi tía: —¿Qué te decía?
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Y ella me había respondido: —-Nada, tonterías. Se lo conté a Luisa, y ella, un poco desconcertada, dijo: —Pues yo le contesté que haré todo lo que esté en mi mano. —Usted no podía contestarle otra cosa — d i j e yo—; pero ¿usted sabe qué es todo lo que está en su mano? — N o . ¿Qué es lo que está? Me reí tanto de su mirada inocente que no pude responder, y ella exclamó: —¡Ah! ¿Qué era lo que ibas a decir antes? — I b a a decir, precisamente iba a decir que me gustaría ver en su mano una espada. —-¿Una espada? — S í , he visto tantas cosas en sus manos, que de pronto pensé que me faltaba por ver eso: así, como se dice, una espada refulgente. Me gustaría ver que su mano la cogía por el puño de oro, junto a la cruz, y la levantaba en alto. Seguí diciendo no sé qué tonterías sobre el Arcángel san Miguel y vi que Luisa se retraía ante aquella idealización de sus manos, se encogía asustada, casi temblando, pero en realidad como ya otras veces la había visto, no asustada, sino desorientada, indecisa, sin saber cómo reaccionar, sin querer reaccionar. Al fin, con uno de esos suspiros que van hacia adentro absorbiendo el aire por la nariz, se sacudió la indecisión y alargando la mano, me dio una palmada en la frente, con fuerza, diciendo:
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—¡Qué cabeza a pájaros! Yo me había concentrado tanto en la contemplación de su mano, que habría necesitado besarla, pero se me escapó: don Daniel estaba en la puerta. Vino hacia la mesa, se sentó en su silla, tenía una sonrisa extraña; no puedo menos de decirlo: cruel. Empezó diciendo: — H o y tienes la vena épica, ¿no? No contesté. El siguió: — M e parece que la historia de Alejandro Magno te resultaría hoy un cuento de niños. No pude contestar. Don Daniel dijo: —Mejor una ojeada a la regla de tres, eso templa más los nervios. Contesté al fin con voz enteramente serena: — M u c h o más. Días después, al encontrarnos juntas, entregadas a la costura, don Daniel soltó otra frase sarcàstica: —Eso, más que homenaje, va a ser una fiesta galante. Luisa y yo nos callamos; ahora le tocaba a él el turno de no ser comentado. Yo dejé sobre la mesa lo que estaba cosiendo y pasé al despacho. Me había esforzado en estudiar más que nunca, a pesar de que pasaba horas enteras ayudando a las chicas en casa de una de ellas a terminar sus labores para la exposición
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Tener la cabeza a pájaros: ser fantasioso.
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que pensaban hacer, y de que luego, con Luisa, me ocupaba del vestido que iba a llevar a la fiesta y del papel que me estaba destinado, pero creía que podría abarcarlo todo y en realidad podía. Ni mi atención ni mi inteligencia quedaban mermadas13 por aquel esfuerzo; lo que pasaba era que don Daniel falseaba su técnica: antes no había hecho más que enseñarme lo que yo ya sabía, en aquel momento se me hizo evidente. Todas sus explicaciones habían tomado siempre como base puntos centrales cuyo conocimiento poseía yo profundamente y él a aquello le añadía ramas por donde corría una sustancia que nunca era extraña para mí. De pronto cambió, aunque no de un modo ostensible. No me daba lugar a preguntarle por qué las cosas eran diferentes, pues, es más, si yo hubiera intentado demostrar que percibía la diferencia, no me habría sido posible señalar en qué consistía. El caso es que cuando todo parecía marchar por sus cauces habituales, con un inciso abordaba regiones desconocidas, sin prevenirme, como dando por sentado que aquellas regiones habían sido siempre dejadas al margen por condescendencia suya o más bien por certidumbre de que mis fuerzas eran escasas para penetrar su intrincamiento. Así, al abordarlas, lo hacía siempre con una frase neta, precisa y tan compleja que en un instante proyectaba delante de mí todas las perspectivas de mi ignorancia. La frase no era nunca una expli-
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Mermadas: disminuidas.
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cación ni tampoco una pregunta brusca, pues con esto hubiera descubierto su nueva táctica: era generalmente una alusión a cosas de las que se podía decir mucho y de las que no había ni por qué preguntar. Yo tenía la fuerza de voluntad suficiente para no demostrar mi desconcierto, pero me iba a casa llevándome dentro aquellos enigmas, tan irremediablemente como el que se ha tragado un veneno y sabe que no puede deshacerse de él y que poco a poco va a ir invadiéndole. El efecto de aquellas palabras era realmente mortífero, porque todo se anulaba delante de su vacío. Estaban bien delimitadas en mi cerebro, pero como figuras recortadas en un papel; toda su área era un hueco, y el resto de mis facultades se asomaba allí fascinado, a punto de dejarse tragar. De pronto, la memoria, cuando ya no le quedaba nada que hacer en el terreno de la inteligencia, traía al primer plano un sentimiento, una especie de pasión. Y digo una especie, porque era una especie de mala pasión, mezclada también de buena: algo así como una ambición, como una venganza y como una ilusión encantadora al mismo tiempo. Entonces me abalanzaba sobre el libro, y leía un par de veces el poema que había elegido para recitar en la fiesta; después, a oscuras, lo repetía infatigablemente, aunque me lo sabía de memoria, sin fallar en una coma, pero ensayaba mentalmente las inflexiones que daría a la voz, las pausas o los bríos que tenía que poner en determinados pasajes. Nunca me atreví a recitarlo en voz alta y, sin embargo, estaba segura de que mi voz sería perfecta.
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A veces, en mi cuarto, había dicho un par de versos y me había callado en seguida, con una especie de vergüenza de estar diciendo aquello ante el espejo del armario, viendo reflejados en él la cama, la percha y el lavabo, y sobre todo viéndome yo así, en traje de casa, tan diferente de lo que tenía que ser, de lo que tenía que lograr ser el día de la fiesta. A Luisa le había recitado solo algunos trozos, ella parecía no haber leído el poema; yo no le dejé nunca el libro. Le hice una descripción aproximada y ella me dijo que le parecía espléndido antes de escucharme. Lo más difícil fue imponerles nuestro plan a los de la Comisión Organizadora. Una tarde, el alcalde los reunió a todos y fue aceptado sin oposición de nadie todo lo que propusieron para la primera mitad del día: la misa, la exposición de las labores, el banquete para la gente importante. Luego se pasó a discutir la fiesta solemne en el Ayuntamiento, que sería a media tarde. Todos convenían en que debía durar poco aquella fiesta, pero según el número de cosas que pensaban acumular en ella parecía incalculable su duración. Luisa se había empeñado en llevarme con ella a aquella reunión, pues decía que así tendría más valor para hablar. En efecto, intervino con gran aplomo. Empezó diciendo que ella, como no era de Simancas ni tampoco podía considerarse forastera, quería hacer algo particularmente y se ofrecía a tocar unos valses de Chopin para que la fiesta resultase más amena.
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El alcalde dijo en seguida: —Bien, muy bien, no puede haber una fiesta sin música y a mí me parece que tratándose de una señora la banda no esta indicada. Todos aprobaron. Luisa añadió: —Leticia, la niña del coronel Valle, está en un caso parecido; no aprendió sus primeras letras con la maestra, pero ha recibido de ella algunas enseñanzas y sobre todo le tiene mucho afecto, puede recitar en honor suyo algunas poesías. Todos dijeron ¡muy bien! también, y el médico añadió: —Sería conveniente que recitase alguna poesía alusiva. Luisa le atajó: —¿Quién iba a escribirla? —Creyendo que no tendría el valor de contestar, pero, por si lo tenía, antes de darle tiempo a tomar aliento, siguió—: Aquí no hay nadie destacado en las letras, es mejor que diga versos de algún gran poeta de la localidad; recitará un poema de Zorrilla. —¡Qué barbaridad! —exclamó el médico. Después, asustado de su exclamación, añadió—: ¡Pero, doña Luisa, Zorrilla es un poeta que ya no interesa a nadie! — N o me negará usted que es un gran poeta. — U n gran versificador, señora, un gran versificador, que no es lo mismo. La discusión duró eternidades. El alcalde no se atrevía a imponer su criterio porque no lo tenía, y miraba al espacio por encima de las cabezas de los otros. Miraba muy lejos; yo creo que se había trasladado mentalmente al paseo central de los jardines de Valladolid cuya avenida remata en un
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extremo con la estatua de Colón y en el otro con la de Zorrilla, y como él tenía una medida justa del valor del primero, pensaba que el hombre que estaba en la otra punta del paseo no podía menos de ser alguien. Al fin intervino, invocó la cortesía, la caballerosidad, y tomó el partido de Luisa. Todo quedó establecido tal como nosotras lo habíamos proyectado. co Después vino una semana de fiebre: mañana y tarde bordaba en la escuela con las chicas y luego corría a casa de Luisa. Me había llevado allí mi vestido de la primera comunión, y, entre las dos, lo transformamos un poco: largo hasta el tobillo, la banda de seda bien ajustada a la cintura, sin cuello, por supuesto, y las mangas fruncidas, sujetas en el antebrazo con una gomita. Luisa me dijo: —¿Por qué te empeñas en ponerles un elástico? Y yo le confesé: —Ya verá usted el mecanismo, mi tía no me deja nunca llevar mangas enteramente cortas. A última hora de la tarde empezaba el suplicio. La sonrisa de don Daniel se había congelado en su boca; andaba con ella por la casa sin variar, sin atenuarla ni acentuarla. Más que una sonrisa era un modo incalificable de enseñar los dientes: era la sonrisa de un lobo. Es fácil imaginar que si un lobo se sonriese se sonreiría así, pero es que si un lobo se metiese las manos en los bolsi-
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líos del pantalón también lo haría igual que él, igual que él se apoyaría en los quicios de las puertas o se marcharía por el pasillo en silencio. Lo que era mucho peor que todo lo que pudiese hacer un lobo eran las frasecitas que dejaba caer de cuando en cuando. Una tarde, al levantarme para ir al despacho, a Luisa se le ocurrió decir: —Hoy tienes una cara de cansancio atroz. Don Daniel añadió: —Mejor será que dejes los estudios hasta que terminéis de preparar entre las dos la enésima olimpíada. Entonces me marché, dije que era cierto que estaba rendida, y me fui a la calle, pero no a mi casa. Bajé por un callejoncito a la izquierda y oí la campana de la ermita del Arrabal; fui hacia allí. Entraban muchas mujeres a la novena; acorté el paso hasta que entraron todas; solo quedaba una pobre, con su perro en la puerta, y al fin acabó por entrar también. Llegué a la ermita y la rodeé hasta encontrarme detrás, enteramente junto al ábside; desde allí apenas se oía el murmullo de dentro. Había una soledad maravillosa. En toda la vertiente de la colina no se divisaba ni un alma, aunque, a pesar de estar ya puesto el sol, la luz era tan limpia que se podían contar las pajas que habían quedado de la siega. El silencio era absoluto. Tosí un poco para ver qué resonancia tenía allí la voz: no había ningún eco. Si hubiera gritado, mi voz se habría perdido en seguida en la llanura, y
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hablando a media voz podía percibir muy bien el tono justo, que sin duda no llegaría al interior de la iglesia. Recité el poema entero. Los cuatrocientos cuarenta y ocho versos se extendieron por el espacio tal como el autor los había concebido: formando un gran camino, ancho al principio, y al final como un hilo delgadísimo. El poema era La carrera, esa leyenda del rey moro cuyo caballo desbocado le lleva al paraíso, y allí, en aquella paz perfecta, me convencí de que resultaría hermosísimo. Brotaría de mis palabras la figura sublime que se escapa de la tierra, y yo, de cuando en cuando, extendería un brazo que sin señalar, con la mano abierta, indicase, entre las filas de la gente notable, una figura tan superior como la de uno de esos personajes que están señalados por un destino singular. Estaba segura de lograr el efecto deseado, porque mi voz era la única cosa que consideraba verdaderamente satisfactoria en toda mi persona, y mi dicción era tan perfecta, que hasta la gente del pueblo me la elogiaba continuamente. Dudaba más de la presentación, el traje, el modo de poner los pies: allí no me veía en ningún espejo y, sin embargo, notaba que estaba bien. De pronto, apareció el perro de la pobre y se me acercó esperando que le acariciase, pero yo no me interrumpí; seguí recitando y le miré fijamente. Se azoró y se marchó con la cabeza baja. Estuve allí mucho tiempo, hasta que se hizo de noche y empezó a darme miedo; decidí entrar, pero habían termi-
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nado los rezos y salía ya la gente. Me metí entre el grupo y nadie se dio cuenta de dónde salía yo. co Yo no creía que en la mañana del día aquel pudiese pasar nada: estaba ausente, concentrado mi pensamiento en las cinco de la tarde que habían de llegar, pero a las diez de la mañana empezaron a aparecer en la plaza los coches que llegaban de Valladolid, y en uno de ellos, el que menos curiosidad me inspiraba por estar ocupado por las damas más nobles de la sociedad benéfica, se presentó mi profesora. Cuando yo vi, entre aquel m o n t ó n de faldas negras, enormes, su figura esbelta, con un traje sastre gris muy ajustado, sentí que perdía el compás, el equilibrio, el centro de gravedad para todo el día. Habría querido esconderme, habría querido también tener cerca a Luisa para apretarle el brazo y cambiar con ella una mirada, pero estaba con mi tía, que se había creído comprometida a ir a la iglesia, y yo esperaba que se fuese a casa para unirme al grupo de los que iban hacia la escuela. La vi y no pude dar un paso. También mi tía la vio y dijo: — H a y que ir a saludarla. Yo le indiqué que era mejor esperar a que no estuviese tan rodeada de gente. Claro está que mi indicación le pareció acertada. Me quedé reflexionando. Luisa iba ya con la maestra y la vi que echaba miradas en redondo buscándome. No podía
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comprender por qué no estaba yo con ellas; pero yo quería ordenar mis ideas. Al fin, mi profesora nos vio desde lejos y le salimos a la mitad de camino. Me puso una mano en el hombro y dijo: —¡Lo que ha crecido esta chica! Me pareció muy fría su voz. Siempre me había tratado como se trata a un muchacho, pero antes, en Valladolid, eso era como un estilo, como un juego convenido más bien. En esta ocasión me pareció simplemente una muralla, una restricción, porque en el juego yo ya no podía entrar. Mi tía se puso a charlar con ella; es la única persona a quien la he visto hablar con naturalidad. Yo me escapé: no podía más. Corrí hacia la escuela, donde estaban preparando todo para la llegada de las damas de la comisión. Luisa me interrogó con los ojos, yo hice un gesto como si escapase de alguna gran tortura y dije: «¡Mi tía!...», nada más. Así Luisa podía suponer que había tenido una de esas escenas desagradables, sin importancia en el fondo... No sabía cómo contarle mi encuentro; yo le había hablado muchas veces de mi profesora con todo el entusiasmo que su recuerdo me inspiraba, y en aquel momento me resultaba infinitamente penoso que la viese tan distanciada de mí y que se diese cuenta de que aquello podía influir en mi estado de ánimo y dar ocasión a que me pusiese en ridículo por la tarde. Pero fue inevitable que nos quedásemos más o menos solas y que pudiésemos hablar lo que quisiéramos porque las dos nos pusimos a arreglar una larga mesa
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donde estaban expuestas las labores. La mesa la habían compuesto de pupitres unos junto a otros, recubiertos por sábanas blancas, y nosotras empezamos a sujetar con chinches una cinta amarilla y encarnada formando guirnaldas todo alrededor, con lazos en las esquinas. Yo me sentía morir por no poder explicarle a Luisa que aquello me resultaba horrible. Horrible no es la palabra: desastroso. Si mi profesora no hubiera aparecido allí, yo no lo habría notado, pero saber que iba a pasar sus ojos sobre todas aquellas cosas, me deprimía hasta dejarme sin fuerzas. Mi desesperación debía ser tan visible, que Luisa me dijo al fin: —Pero ¿qué te pasa? En aquel momento las damas llegaban a la puerta de la escuela, y con mi profesora, muy aparte del grupo, cogida de su brazo, y cuchicheándole al oído, mi tía. Sobre aquel hecho fabriqué una explicación absurda, tan absurda que no puedo ni recordarla: algo así como que ya no tendría libertad para nada. Luisa me suplicó que tuviese serenidad y yo le prometí tenerla. Para fingir que la tenía, me ausenté, dejé que las cosas pasasen a mi alrededor como si no las viese, y pasaron aquellos saludos, aquellas felicitaciones, aquellas alabanzas. Al fin todos se fueron al banquete y yo con mi tía a casa. La mesa estaba ya puesta. Al sentarnos, mi tía dijo de aquel modo impersonal con que se hablaba en casa, como
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dirigiéndose a alguien que no se pudiera asegurar si estaba presente, solo así, por si estuviese...: —Ahí apareció, entre las beatas de la comisión esa, Margarita Velayos. Mi padre levantó las cejas y sonrió: —¡Hombre, Margarita! Mi tía añadió: — D i j o que cuando salga del banquete pasará un momento para verte. Y después, como reflexionando ella sola: — N o sé qué habrá venido a hacer aquí, con todos estos pardillos. Nadie dijo más, pero la expresión de mi padre quedó como dulcificada mucho rato. Yo tenía ya sobre la cama preparado el vestido, el cinturón, la cinta que iba a llevar en la cabeza; pensaba haber gastado dos horas o más en arreglarme, pero aunque pasaba el tiempo no me decidía a empezar. Sabía que iba a llegar mi profesora y no quería tener que explicarle lo que me disponía a hacer. Paseé durante largo rato por mi cuarto, sin saber qué actitud tomar, sin acordarme siquiera del poema, prestando solo atención a los ruidos que se producían en la puerta de abajo. Al fin oí abrir y las voces de ella y mi tía; bajé. Cuando llegué al cuarto de mi padre, mi profesora estaba sentada en una silla baja junto a la butaca. Había un silencio como si nunca fuesen a romper a hablar. Al fin, mi tía se decidió a decir:
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—¿Qué tal el banquete? Mi profesora contestó, alzando los hombros: Lo peor fue el café. —Eso se arregla tomando uno bueno —dijo mi tía, y salió de la habitación. Ni una palabra más; los dos siguieron en un silencio apacible, sin violencia ninguna. Se veía que si no hablaban no era porque no pudiesen, sino porque no lo necesitaban, como si lo supiesen todo el uno del otro, como si fuese la visita a quien no se pudiese dar una sola noticia. Yo me había puesto de espaldas al balcón, apoyada en la falleba de hierro, y les miraba recordando aquellos relatos forzados con que mi padre acostumbraba paralizar a sus visitantes. El campamento, los chacales, la perra, y el f o n d o nocturno de un designio que no había medio de penetrar. Lo que pasaba en aquel momento no era que aquellas cosas quedasen olvidadas, sino, al contrario, que las callaban porque los dos las sabían. Margarita Velayos, allí sentada, casi tocando con su rodilla la de mi padre, era como un oficial que hubiese luchado junto a él, que hubiese explorado con él las avanzadas en la sombra, que le hubiese visto caer y que fuese el único que conociese la cara del que le había herido. Tomaron el café. Ella bebió su copa de coñac en tres sorbos: tres sorbos pequeños, pero bebidos largamente, con la copa abrigada por la mano, como los fumadores sostienen la pipa. Y al mismo tiempo que hacía aquel ademán varonil,
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su cabeza tomaba una actitud tan delicada como la de una virgen. Tenía un perfil recto, impecable, una piel morena, y el pelo liso, muy oscuro, le caía naturalmente en bandeaux junto a la cara. Lo llevaba recogido en un moñito 14 pequeño y sedoso que le colgaba en la nuca bajo el sombrero de panamá. Las contradicciones que había en ella estaban tan depuradas, tan elevadas por su nobleza, que parecían como incorruptibles en aquel clima frío que se desprendía de ella. Yo sentía mientras la contemplaba un dolor horrible en la espalda: era el pestillo del balcón que estaba clavándoseme junto a la columna vertebral, y dejaba caer sobre él todo mi peso, intentando domar por medio de aquel dolor el torbellino de impulsos discordantes que se me revolvía dentro. Al marcharse, mi padre tuvo mucho rato su mano cogida y le dijo solamente: — H e tenido una alegría muy grande. La miró con una tristeza inmensa, como si le dejase ver aquella tristeza infinita para que por ella calculase lo grande de su alegría. c/3 Yo llegué a la fiesta. Llegué vestida, peinada y dispuesta en todo exteriormente; el derrumbamiento de mi ánimo nadie lo conocía. 14 Moñito, diminutivo de moño\ recogido del cabello en la parte posterior de la cabeza.
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Fui con mi tía; yo misma la animé. Luisa y yo teníamos convenido ir juntas, pero por la mañana yo ya la había prevenido diciéndole que no podría zafarme del plan familiar y a ella no le extrañó. Con aquello yo seguía teniendo un pretexto para mostrarme desesperada y para justificar todos mis desaciertos. Pero una vez allí no pude continuar apartada; la gente se iba agrupando a su gusto. Luisa llegó con don Daniel, pero en seguida les separaron y ella vino a buscarme: creía que yo esperaba su ayuda. Nos sentamos juntas. No sé quien estaba cerca de nosotras, no sé cómo empezó aquello. Discursos, aplausos, discursos. La sala estaba llena; habían venido en ómnibus, chicos de las escuelas de Valladolid que bordoneaban como un enjambre. Era inconcebible que una voz, una sola voz, lograse imponerse a aquel murmullo, y yo no quería acordarme de que mi voz tenía que sonar poco tiempo después. Pasó dos o tres veces por mi cabeza la duda de si recordaría el poema; esbocé mentalmente el primer verso y lo rechacé en seguida con una especie de repugnancia. Lo llevaba escrito en un papel, pero sentía que no tendría lucidez ni siquiera para leerlo y concentré toda mi atención en la forma que debía dar a la larga tira en que estaba escrito, sosteniéndola con una sola mano. Había copiado el poema con letra menuda en una tira de papel apergaminado, que al sostenerla desenrollada formaría dos volutas en los extremos. Tenía perfectamente ensayada la postura de la mano izquierda con la que lo sujetaría, y había invertido horas,
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días antes, en resolver el problema geométrico que diese una voluta para un lado y otra para el otro; porque si la tira estuviese hecha un simple rollo, al soltarlo formaría como una C, y lo que yo quería era que formase como una S, para lo cual había tenido que doblar la tira en dos, y así, una vez estirada, cada mitad se desarrollaría para el lado contrario de la otra. Durante mucho tiempo esta idea fue el refugio de mi imaginación, y, mientras tanto, apretaba el rollo de papel hasta dejarlo demasiado fino. Luego temía que ya estuviese viciado y no reaccionase por sí mismo al soltarlo; lo aflojaba y después de tenerlo un rato suelto, volvía a ajustarlo. Los discursos se sucedían en la gran plataforma donde habían puesto la mesa presidencial; a la derecha el piano de Luisa y a la izquierda un pequeño hemiciclo formado por macetas de laurel donde se situarían los que iban a recitar. Subió primero un grupo de chicos a los que el maestro había enseñado un paso de comedia donde alguien moría y caía violentamente al suelo, dando con la cabeza en las tablas: ¡vergonzoso! El brazo de Luisa que había estado enlazado al mío se deslizó por debajo de él; la miré, y vi que estaba empezando a quitarse el sombrero. Comprendí que iba a actuar. Llevaba una gran pamela de paja tostada sujeta con agujones; se la puso en las rodillas y sacudió los bucles, que parecían no haber sido chafados por el menor peso. El alcalde anunció su actuación, rebuscó y amontonó frases, esforzándose en hacer que aquello pareciese razonable.
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Dijo que era un homenaje de amistad, que era el mejor ramo de flores; ponía los pelos de punta oírle. Luisa, igual que había deslizado su brazo de debajo del mío, se desprendió de la silla que ocupaba, dejó el sombrero en el asiento y fue hacia las tres gradas que había delante del piano. Entonces me fijé en que llevaba un vestido que yo no conocía y yo no había hecho el menor comentario. Era estampado en los tonos de las hojas secas, y llevaba puesto un collar largo hasta la cintura, de color amatista. Cuando subía las gradas de la plataforma, resplandecía. La música llenó la sala, como siempre. Yo olvidé todo el malestar pasado, porque de la majestad de aquella música emanaba una soledad en la que se disolvía cualquier circunstancia fea. Oyéndola, había que olvidar el resto del universo y sentirse solo con ella, como en la soledad de su salón o como cuando, yendo por la calle, llegaban desde lejos sus acordes y todo quedaba como hipnotizado, y se reducía el mundo a una esquina, a una losa de la acera. Cuando terminó hubo una salva de aplausos larga y prolongada, que decrecía y volvía a crecer numerosas veces, porque querían obligarla a repetir, y cuando unos aplausos aminoraban, arreciaban otros, en verdadera disputa, dejando a la sala a la expectativa de una cosa incierta, como cuando vuela sobre uno una bandada de palomas que se aleja y vuelve y no se sabe dónde va a posarse. Hasta allí yo me sentí en una especie de éxtasis, pero de pronto entré en una confusión como si me viese acosada
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por algo que se lanzase contra mí inevitablemente: las palabras del alcalde, donde pude entender algo así como «La composición del eximio poeta...». Me crucé con Luisa delante de la tribuna y le apreté la mano. Subí, y al pasar por delante de la mesa hice una reverencia. El alcalde señaló el hemiciclo de laureles y me dijo rápidamente en voz baja: —Ponte allí, que se te vea bien. Q u e el alcalde me encontrase digna de ser vista no quería decir nada; sin embargo, cuando llegué a los laureles —el trayecto me había parecido una legua— estaba casi serena, porque al pasar por delante de la mesa miré maquinalmente hacia arriba y vi, entre los terciopelos escarlata que formaban el dosel, el retrato de don Alfonso XIII. Yo pasaba deprisa, pero en la mirada rápida que le eché, su actitud arrogante me pareció transformarse en un mohín despreocupado. Estaba representado de pie, sosteniendo el ros con una mano y apoyando la otra en la empuñadura del sable, y me pareció que alzaba los hombros con aquel mismo gesto que había visto hacer bajo mi balcón al hijo del señor Marcos. Me pareció oír la frase inolvidable: «Lo que tú quieras, salada», y sentí que me concedía de antemano el triunfo, que todo sería lo que yo quisiera; desplegué el papel y empecé a recitar. Si es difícil en cualquier caso medir el aliento que hay que dar al primer verso, mucho más lo es en La carrera, pues el poema se desboca en las primeras palabras con el impulso de un caballo que no obedece al freno.
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En los cuatro primeros alejandrinos ya me sonó a mí misma mi voz como un galope, y en seguida me esforcé en suavizar lo que había oído al médico llamar la monotonía onomatopéyica: no me fue difícil. Después de sugerir el ímpetu del caballo, empieza la descripción de las imágenes airadas que pasan junto al rey moro: el ritmo puede hacerse menos duro entonces, se pueden realzar más las palabras, que son de por sí tan hermosas: Del álamo blanco las ramas tendidas, las copas ligeras de palmas y pinos, las varas revueltas de zarzas y espinos, las hiedras colgadas del brusco peñón. Extendí el brazo derecho con un ademán vago. Me había levantado disimuladamente las mangas hasta el hombro antes de subir a la tribuna; aunque mis brazos eran sumamente delgados, no se les marcaban los huesos en las articulaciones; por lo tanto no eran prosaicos, por lo tanto podía accionar con ellos, y entonces giré un poco sobre los talones, dirigiendo el ademán como hacia el fondo de la sala. En la primera octava, al aludir a la figura del héroe, mentando apenas al jinete real arrebatado por el ímpetu del caballo, yo miraba hacia la presidencia, sin poner en mi actitud más que la precisión pasiva de cuando se relata un hecho inactual. Después, al empezar a aludir a las imágenes y monstruos que poblaban el delirio del rey en su carrera,
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fui dirigiendo mis ademanes hacia todo el ámbito, como si empezasen a brotar allí, y en un momento dado, después de haber repetido varias veces que las imágenes pasaban en tal y tal forma, al decir nuevamente: Pasaban y Al-hamar las percibía pasar sin concebir su rapidez...
extendí el brazo hacia un determinado lugar, exactamente tal como lo había ensayado detrás de la ermita. Señalé a un sitio en la primera fila de espectadores, con la mano abierta, como si tocase algo con la punta de los dedos, como si descorriese un velo que descubriese el misterio. Y desde allí, desde la tribuna misma, sentí latir su corazón. Esto no son solo palabras: lo sentí. Por la misma razón que mis sentidos naturales estaban casi anulados; miraba y no veía. El murmullo, la inquietud del gentío, todo se había borrado, y también la distancia de cinco o seis metros que me separaba de don Daniel. Era lógicamente imposible que yo desde donde estaba oyese latir su corazón, y también era fuera de toda lógica que él se sobresaltase al oír el nombre del rey Al-hamar como si hubiese oído su propio nombre. Sin embargo, así fue: en aquel momento no había entre él y yo ni distancia ni secreto. El veía las ideas que se agolpaban en mi cabeza como yo veía que la sangre se aceleraba en sus venas, porque además
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el poema me ayudaba no sé si a descubrirlo o a provocarlo. También era aludida allí la agitación interior del que cabalgaba fuera de donde es lógico cabalgar. Recalqué, con el brazo extendido otra vez en la misma dirección: Y en sus sienes golpeando sin tiento de la sangre el latido violento sus oídos zumbaban con lento y profundo y monótono son. Pero yo no quería solo atormentarle, y, además, ¿por qué había de sentirse atormentado con aquello? No es posible explicarlo. Lo que puedo asegurar es que él sufría en aquel momento una verdadera tortura y que en mis planes había figurado desde un principio la posibilidad de lograrlo. Ya en otra ocasión he hablado a propósito de esto, de venganza; sí que la había, y la prueba de que era justa es que apareció en seguida en sus ojos aquella expresión sombría que parecía que iba a desatar de un momento a otro un acontecimiento terrible. Exactamente igual que el día que se escapó de entre mis papeles el grabado del profeta Daniel. En esta otra ocasión era yo quien le enseñaba la imagen desde la tribuna, con toda mi osadía, porque él no podía hacerme callar ni obligarme a cambiar de tema. Su palidez, las sombras que le proyectaban en las ojeras las luces de la sala, no sé si despertaban en mi fondo una marejada de ternura o de miedo; el caso es que seguí porque
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la sonoridad de aquellos versos me arrastraba y porque quería llegar al fin. Aunque no tuviese fin, es decir, finalidad ninguna. Aquello no conducía a nada, no tenía un desenlace que llegase a demostrar algo. No, era solo el vértigo de acumular, de mentar cosas, de rodear y adornar la figura elegida con todas las bellezas de la tierra y el cielo. Y el hecho de nombrarlas, realzado no ya por las palabras sino por las sílabas, por sonidos verdaderamente celestes que con la pureza de sus matices diesen la sensación de que iba dejando atrás la atmósfera de las cosas materiales. Así, cuando el rey cree ir a repetir «el místico y nocturno viaje del Profeta», hay frases que relumbran como esta: Los astros vio suspensos de auríferas cadenas y sus lumbreras llenas de espíritus de luz. Pero desgraciadamente aquí falla el consonante. No puedo comprender que un escritor tan magistral tuviese la debilidad de cometer ese provincialismo; después de unos versos como esos, seguir: Espíritus inmensos en forma de caballos, de corzos o de gallos de enorme magnitud.
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Se conoce que cuando era pequeño le dejaban en su casa decir magnituz, como dice en Valladolid la gente poco educada; a mí eso me resulta intolerable y me costó un trabajo atroz disimular la cojera de esa rima. Todo menos decir magnituz, pero si hubiera dicho magnitud dejando sonar la d, se hubiera notado demasiado la falta de concordancia, entonces opté por decir magnitú, alargando la u con cierta maña. Ese truco me salió tan espontáneo como le sale a toda la gente de la ciudad el decir Valladolt. No queremos decir Valladoliz, como la gente ordinaria, ni queremos marcar la d al final por no parecer afectados: entonces suprimimos la consonante, así, con desparpajo. No sé si fue la influencia de ese defecto, que al sonar en público me pareció que alcanzaba dimensiones enormes; el caso es que empecé a sentir una inseguridad angustiosa respecto a la belleza del poema. Seguí la descripción de las visiones y encontré que de pronto decía: Vio grutas pintorescas por sílfides moradas15. ¡Pintorescas! La verdad es que es abominable la palabra.
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aire.
Por sílfides moradas:
p o r sílfides h a b i t a d a s . Stlfide:
n i n f a del
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¿Sería esto lo que el médico quería señalar, por lo que decía que ya no podía interesar a nadie? No me atreví a mirar adonde él estaba sentado. Seguí; al final volvería la evocación del rey, ya en el trance de alcanzar la región donde solo entran los elegidos, afrontando la senda estrecha que se tiende vacilante: Tan delgada como el hilo en que se echa descolgada una oruga. Volví a sentirme segura, volví a entrar en el ambiente, en el aura del héroe y ahora ya con el aceleramiento del verso corto, que marca tanto el sentimiento del riesgo: Es el puente de la vida que la gente a luz venida ha por fuerza de pasar. Seguí largo rato sin hacer más comentarios mentalmente; me olvidé a mí misma hasta que llegué a no reconocer mi propia voz. Si el poema era onomatopéyico, mi voz se identificaba como el camaleón con sus matices. El poema borbotaba en mi voz con toda su turbulencia:
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Temeroso de mirar, espumoso, siempre hirviente, rebramando eternamente y azotando siempre el puente con horrísono bramar, bajo de él hierve el mar. Israfel allí está para ver el que va sin caer y pasar no dejar al infiel, y he aquí que por él va a pasar el corcel de Al-hamar. Había un gran silencio. Las personas mayores puede que solo por educación, pero los chicos no rebullían porque
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seguían el cuento con los cinco sentidos. Acaso para ellos era más claro que para nadie: lo veían, lo seguían con los ojos. Yo señalaba al fondo de la sala como si estuviese allá lejos: Llega, avanza, ya se lanza, ya en él entra. Ya se encuentra suspendido sobre el puente, sacudido por el piélago bullente cuyo cóncavo rugido se levanta sin cesar. Aturdido, sin mirar a la indómita corriente que le espanta. Sin osar aspirar el ambiente que le anuda
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la garganta, sin que acuda tierra o cielo en su ayuda... Y ya con más serenidad, como con la certeza del final glorioso, como si el rey empezase a pisar la tierra firme de sus propias virtudes. Y nuevamente señalando a la primera fila de butacas: Vuela y pasa, justiciero, rey prudente, juez severo, y valiente caballero el primero de la casa de Nazar. Pestañeó, como si hubiese sentido un contacto brusco en los párpados. Yo vi que con aquel sacudir las pestañas rechazaba la frase que yo había enviado con todo mi aliento: «¡el primero!». Mi voz, en aquel momento, habría sido envidiada por todos los generales que han mandado batallas. Y tuvo que callarse. No pudo decir: «Hay una gran diferencia, hay una diferencia inmensa».
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Pensé de pronto: «Y Luisa, ¿qué dirá? ¿Qué diría, si pudiera decir algo ahora?». La miré: al principio no vi más que una mancha dorada donde relucía el collar amatista; por fin, conseguí ver la claridad de su frente. No diría nada, porque no pensaba nada, pero eso no quiere decir que no sintiese nada: sentía que yo estaba bien. Haber estado bien también ella, le era indiferente: todo lo había hecho por mí. Pero si lo hubiera hecho solo por bondad, me habría impresionado menos. El fondo era mucho más complicado. Luisa deseaba casi tanto como yo misma que yo realizase mis ambiciones, necesitaba ver que yo hacía lo que quería y que lo hacía bien y poder decir ella: «Eso es». Su serenidad aumentó mi ánimo y me lancé con brío hacia el final. Sobre el puente inseguro, Perdido el sentido, demente, transido de horror, ya toca la opuesta ribera, ya poca carrera le cuesta, ¡valor!
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Muy difícil, con la respiración ya agitada , no solo por los diez minutos de discurso, sino por estar viviendo el poema, dar la precisión justa a las palabras finales, pues los versos monosilábicos se pierden si una sola vocal queda empañada: Saltó, pasó con bien y allá cayó de pie, salvo fue, ¡oh! Ya, ¿quién ve do va? Aplaudieron, no sé si mucho o poco porque al decir el último verso perdí la conciencia de todo. Pasé de unas manos a otras por toda la gente de la presidencia, las señoras me abrazaron, los hombres me dieron palmaditas en los carrillos. Yo debía tener la expresión de una loca, porque procuraba sonreír, pero sentía que odiaba a todo el mundo. 16
La respiración ya agitada: la respiración ya acelerada o entrecortada.
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Al abrazar a la maestra apoyé mi cara contra su mejilla mojada por las lágrimas. Me retuvo un rato estrujada sobre su enorme pecho, y a punto estuve de echarme a llorar yo también, pero no sucumbí. Al bajar de la tribuna seguí repartiendo sonrisas y miradas feroces, hasta que volví a encontrarme junto a Luisa. Volví a sentarme a su lado, volví a enlazar su brazo con el mío y no pensé más; creí sentirme en paz y a cien leguas de todo hasta que la fiesta terminó. Desde mi sitio observé que la silla de don Daniel estaba vacía y me pareció imposible que se hubiera ido. Cuando nos levantamos, vi que paseaba junto a la salida con el médico; procuré que no me viesen. Al ponerme el abrigo me di cuenta de que estaba temblando. Habían abierto las puertas y había entrado un frío cortante. Terminé las despedidas apresuradamente porque deseaba lanzarme hacia aquel frío. Dije adiós a Luisa y me fui con mi tía, arrancándola del grupo donde estaba Margarita Velayos, que me despidió tan glacial como me había recibido. Las señoras que estaban con ella le hablaban de mí, sin duda, porque la oí decir: —Siempre tuvo una memoria fuera de lo normal. Con mi tía hasta casa. La miré de reojo y vi que movía la cabeza imperceptiblemente, porque se había quedado confusa de todo aquello. Subí corriendo a mi cuarto; no quería que mi padre me viese vestida de aquel modo. Después bajé a decirle buenas noches y no cené: me metí en seguida en la cama. CO
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Acaso algún día, con los años, adquiera una condición que ahora me falta: el sentido de la continuidad. No logro imaginar siquiera lo que harán las personas mayores al día siguiente, cuando han hecho una gran barbaridad, cuando se han puesto en ridículo o se han entregado desenfrenadamente a una emoción, pero quiero creer que obrarán en consecuencia. Me parece lógico que, según los caracteres, unas se mantengan en su disparate y otras disimulen o se esfuercen en borrarlo. Yo no puedo hacer ninguna de esas cosas, yo no sé más que morir con el último chispazo de mi energía. Morir es una expresión tonta, puesto que jamás se me ha pasado por la cabeza la idea de morir ni mis disparates han tenido nunca bastante grandeza para ello. Lo digo así porque no encuentro otro modo de decir que algo termina, que algo se extingue en mí en momentos como esos. Mi voluntad se agota bruscamente y con ella mi memoria y mi entendimiento, como si se volcase el recipiente que los contenía y no quedase una sola gota. El hecho de reflexionar sobre esto puede que sea señal de que va pasando el tiempo, pero de todos modos temo seguir sufriendo siempre esos eclipses, no mirar nunca cara a cara las consecuencias de mis cosas hasta cien años después de realizadas, cuando ya nadie se acuerda ni tienen el menor arreglo, habiendo pasado por ellas con una estupidez que parece un egoísmo ciego. ¿Será eso lo que la gente llama inocencia? ¡Qué asco! Nunca me cansaré de decir el asco que me da esta enfermedad que es la infancia. Lucha uno por salir de ella como de
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una pesadilla y no logra más que hacer unos cuantos movimientos de sonámbulo y volver a caer en el sopor. En el día de hoy, ya distante de los hechos, puedo traer a la memoria aquellos momentos de agitación reviviendo sus más pequeños detalles, porque la que actuaba en ellos era yo misma, la que soy ahora; pero el día después, ¿quién era yo el día después? Solo puedo recordarlo como se recuerda lo ajeno, como si me hubiera visto a mí misma, desde una ventana, salir de casa con mi cartera debajo del brazo. Yo no era más que un muerto que andaba. Tengo que volver a emplear esa expresión. Aunque, más que un muerto era un autómata: algo que nunca había vivido, porque después de la muerte queda el cadáver con sus modificaciones naturales y después de un terremoto quedan las ruinas, pero después de esa muerte no queda ni la señal. El olvido sustituye a la vida, al aire que se respira, al tiempo mismo. El día de la fiesta yo tenía quince o veinte años, al día siguiente cinco o seis. Y todavía hay algo más doloroso: las personas mayores ven esas caídas con toda naturalidad, con la misma naturalidad con que ven a un chico de dos años caerse a cada rato. No le reprochan a uno nada, se ponen a tono y con eso demuestran que a lo anterior no le habían dado el menor crédito. ¿Podría alguien creer que después de lo pasado volvimos a resbalar hacia una situación idéntica en todo a la de un mes antes? Algunos comentarios entre Luisa y yo tuvieron más carácter de secreto que cuando estaba en proyecto la cosa. Y con don Daniel, un nuevo acercamiento gradual, en pro-
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porción al olvido de aquello. Porque el mío fue, desde un principio, un verdadero olvido mortal, pero el suyo, ahora lo veo claro, estuvo primero al acecho17 y no se manifestó hasta que vio claramente aquella devastación que había quedado en mí, aquel desierto inmensurable como mi pequeñez. Entonces volvió a ser cordial, volvió a prodigarme las explicaciones fáciles, aquellas que me proporcionaban el goce de comprender, de creer que ejercitaba mi inteligencia, y yo las acepté como si aún tuviese fe en mí, como si no supiese de una vez por todas que estaban expresamente confeccionadas. ¿Hasta dónde tenía que llegar mi olvido para volver a pasar las tardes mojando la pluma en el gran tintero semiesférico y contemplando la tinta violeta a través del vidrio espeso, sin más, sin ningún otro pensamiento, saboreando el silencio del despacho, que para mí era confortable, era ameno, porque estaba poblado por los objetos de encima de la mesa e incluso animado por los libros detrás de mí en las estanterías? Desde él, yo no pensaba ni siquiera en el silencio que quedaba fuera. Debía ser tan árido, y sobre todo tan invencible, tan ilimitado, que Luisa no lucharía por romperlo; estoy segura de que voluntariamente no hizo nada. Acaso su angustia conjuró a las fuerzas infernales, porque el hecho es que acudieron a su llamada. Y que eran infernales lo demuestra el que acudieron, pero como acuden los buitres al que cae en un barranco.
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Al acecho-, esperando a escondidas y con suma atención antes de cumplir un objetivo, como cazar una presa, dar un golpe, etc.
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Sucedió precisamente en aquel pasillo de la luz celestial, cuyo suelo estaba siempre brillante y rojo. Ponían cera sobre el almazarrón hasta que quedaba como un espejo; yo había pensado muchas veces que era forzoso caerse allí. Una tarde, cuando llegué, encontré a Luisa tendida en la cama y a su alrededor don Daniel, a quien habían mandado llamar, y las muchachas poniéndole paños con árnica en una rodilla. Nunca llegué a saber cómo había sucedido. Su expresión de sufrimiento era horrible. Aquella serenidad habitual en sus rasgos, que hacía a su semblante parecer al mismo tiempo firme y vago o más bien distante, pues ninguna de las contracciones que alteran de ordinario las caras de las gentes se dibujó jamás en la suya, aquella grandeza impasible, que no parecía ni mucho menos insensible ni fría, había desaparecido. No puedo decir que se había borrado, más bien se había roto en cincuenta pedazos. Ante el dolor concreto que estaba allí, en la rodilla y nada más, que tenía por causa un golpe, y el golpe un paso en falso únicamente, Luisa gritaba y se crispaba con una furia tan desmedida como si aprovechase una ocasión largo tiempo deseada. Se quejaba con la voz, con las manos, con los ojos, como diciendo: «¿Por qué no? Ahora puedo quejarme sin pudor alguno, de esto cualquiera se quejaría», y su modo de quejarse era tal que parecía que no era de aquello de lo que se quejaba. Me dio casi miedo acercarme a ella, me pareció que no iba a reconocerme, pero vencí aquel momento de horror, me acerqué y le cogí una mano, y, efectivamente, su mano
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no me reconoció, no pudo quedarse entre las mías: estaba dominada por una inquietud que la endurecía, por un empeño que parecía no tener más fin que el de demostrar lo feo y lo bochornoso que es el sufrimiento. Al fin vino el médico, le vendó la pierna y le dio un calmante; sus facciones se serenaron un poco al reposar en la almohada, pero en una mano siguió conservando el pañuelo hecho una bola, húmedo de haberlo mordido, apretándolo con fuerza. Me fui tarde a casa, aunque no se podía hacer nada por ella, y a la mañana siguiente fui en seguida a ver cómo estaba, pero se habían ido a Valladolid. Había pasado la noche con dolores fortísimos, y al ser de día habían pedido por teléfono un coche para llevarla a ver con los rayos X. Bajé maquinalmente hacia la carretera, me apoyé en el brocal del puente, mirando al camino. Era absurdo salir a esperarles tan pronto, pues no hacía ni dos horas que se habían ido, pero mientras no volviesen no podía hacer otra cosa. Di varias vueltas, estuve un rato entreteniendo a los niños que parecían consternados pero no protestaban, fui a casa a explicar lo ocurrido, y mi tía se lamentó, no ya de que hubiese sucedido tal desastre sino de que hubiese sucedido algo. Volví al puente; sobre el agua del río iban hojas recién caídas de los álamos; no sé por qué su frecuencia me impacientaba, como si en cada una de ellas esperase ver llegar algo que no llegaba. Las veía venir desde lejos, acercándose hasta desaparecer bajo mis pies, en los ojos del puente, y me
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impedían pensar, no podía dejar de atenderlas. Otra más, otra más y lejos, allá en el fondo del valle de donde venían, sabe Dios qué: la sospecha de alguna escena horrorosa, con gritos, con gestos desesperados. Tardé en decidirme a pensar en aquello; por esto, seguía con la vista a las hojas secas. Cada vez que mi imaginación me llevaba a reflexionar sobre la escena del día anterior, retrocedía y me aferraba a cualquier cosa pasajera; sin embargo, llegó un momento en que me encontré reviviendo todo lo que había visto. Del mismo modo que aquel día en que dos frases cruzadas entre ellos me hicieron suponer todos sus posibles diálogos, así, al haber visto a Luisa manifestar su dolor —más bien su cólera contra el dolor, su intolerancia— no pude menos de parangonarla con los breves gestos sombríos o melancólicos que había sorprendido a veces en don Daniel. Era difícil, muy difícil explicarse aquella especie de discordancia. Luisa, que era en todo tan armoniosa, que parecía tan firme en sus modales, en sus palabras, generalmente escasas, de pronto dejaba ver que era débil; esto ya lo había yo entrevisto en otras ocasiones, pero sobre todo dejaba ver que su belleza, o más bien, que su grandeza, no aumentaba en los momentos que podría uno llamar culminantes. Don Daniel, en cambio, era cien veces más admirable cuando uno de aquellos gestos de tristeza le pasaba por la cara. Yo no había visto nunca más que, a veces, como la sombra de un pensamiento que cambiaba su fisonomía, y siempre había lamentado que no se detuviese en él, porque me parecía que
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aquella región debía ser su verdadero reino. Sonreír o reír francamente, lo hacía como todo el mundo. Unas veces se veía en su sonrisa la burla, otras la inteligencia, otras la crueldad, otras, incluso, la alegría. Esto raras veces y nunca por sí mismo. Acaso, si intervenía en las cosas de otros o si veía algo bonito, un objeto o un animal hermoso. En cambio, cuando pasaba por su cabeza una idea dolorosa o terrible, entonces era único. La tristeza que salía de sus ojos modificaba la luz del ambiente, se extendía por él, parecía que no podía quedar nada sobre la tierra que no participase de aquella tristeza. Era como una de esas bocanadas de fuego que se escapan a veces por la portezuela de un horno y nos dejan ver un instante la violencia del elemento que se encuentra allí dentro encerrado. Desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, les esperé. Hice todo lo que es posible hacer en numerosas idas a su casa y a la mía, y a cada rato volvía al puente; allí me concentraba en estos pensamientos y así creía estar acompañándoles. El tema aquel del dolor me parecía que era lo que más me acercaba a ellos. En la incertidumbre de la espera, hora tras hora, había momentos en que me parecía que ya no volverían jamás. Al fin, apareció a lo lejos el auto. Don Daniel venía junto al chófer, y Luisa dentro, con las piernas extendidas sobre el asiento. Yo me metí y me senté en el suelo del coche; allí me fue contando hasta llegar a la casa lo que había. Estaba mucho más serena que el día anterior. Tenía una pequeña fractura en la rodilla y los médicos que la habían
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reconocido aseguraban que era cosa de poca importancia; no le dejaría la menor molestia; únicamente la esperaban cuarenta días de inmovilidad en la cama. Fue muy difícil sacarla del coche. Ella podía apoyarse sobre la pierna izquierda, pero había que impedir cualquier contacto o movimiento en la otra. Todos prestamos nuestra ayuda y al fin conseguimos sacarla de allí. Una vez fuera, don Daniel la cogió como si fuera una pluma y la subió al cuarto en un momento, pero antes de ponerla en la cama, Luisa dijo: —Espera un poco, es mejor que separen la cama del rincón para dejarme yo caer sobre el lado izquierdo y así moverme con más facilidad. El iba a discutirle que daba lo mismo, pero desistió, porque Luisa añadió: —Yo lo prefiero así. Las dos muchachas corrieron la cama dejándola como un metro separada de la pared. Don Daniel pasó con Luisa al rincón para ponerla en la cama y ella dijo aún: —Las almohadas, ponedme muchas almohadas. Yo había observado todo el tiempo que duró la maniobra, pero ¿cómo puedo decir que lo observé? Si lo hubiese observado, ¿quién podría darme crédito? ¿Es que yo voy a considerar que mi observación queda tan fuera de lo común, o que mis dotes son tan excepcionales que sobrepasan infaliblemente las de los demás seres humanos? No, yo no observé nada: yo me transporté —pues si acaso poseo algún don excepcional es ese únicamente—, me uní, me
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identifiqué con Luisa en aquel momento, recorrí su alma y sus cinco sentidos, como se recorre y se revisa una casa que nos es querida. Vi todo lo que había en su pensamiento, percibí lo que sentían sus manos, sentí el sentimiento que se imprimía en su voz. Don Daniel la sostenía sin dificultad ninguna; ella le tenía un brazo echado alrededor del cuello y con la otra mano hacía como que se agarraba un poco al hombro contrario, pero no se agarraba a ningún sitio, porque no era preciso; solamente sus manos recorrían con suavidad los hombros de él, como si estuviese insegura, como si buscase mejor apoyo, pero no buscaba, realizaba aquello que aquel día era posible, que ocasionaba aquella circunstancia tan breve —por eso procuraba prolongarla con una especie de ansiedad en los ojos y pedía que arreglasen todos los detalles— que le permitía tocar el paño del traje de él, oprimirle un poco entre el brazo y el pecho, más fuerte al sentirle inclinarse sobre la cama, y desprenderse lentamente, como si fuese muy expuesto dejar caer al fin la cabeza en las almohadas. ¿Quién podría negarme que yo sentí todo lo que pasaba dentro de Luisa, como si estuviese yo misma dentro de ella? Las mil preguntas que yo me había formulado otras veces, incluso las cosas que no podía comprender y que esperaba que cuando fuese mayor ella me contase, todo quedó aclarado de pronto. En un momento supe de ella tanto como ella misma y esta vez mi emoción quedaba libre de todo escrúpulo de egoísmo. Lo que vivía en aquel momento no era una maquinación de intereses míos más o menos provocadores.
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No, yo vivía en ella y exclusivamente por ella, su vida, sus secretos más íntimos, y puedo jurar que yo sentía con ella, desde su último fondo, aquella especie de sed con que las palmas de sus manos parecían absorber el paño del traje. Los niños quisieron subir a la cama para besar a su madre; yo no les dejé, los arranqué de allí, diciéndoles que podían hacerle mucho daño. Procuré evitarle todo contacto, alejar todo ruido de su alrededor. Procuré yo también salir de ella, olvidar los momentos anteriores, y me fui con los niños a la cocina; allí estuve un rato entreteniéndoles hasta que fue la hora de acostarles. Al día siguiente hubo mucha actividad en el cuarto de Luisa. Por la mañana vino un practicante de Valladolid para ayudar al médico a ponerle la escayola en la pierna, y por la tarde empezaron a llegar visitas. Esto duró varios días; todas las señoras de Simancas fueron cayendo por allí. Yo me pasaba el día entero con ella; naturalmente, no estudiaba. Al bajar del cuarto una tarde, vi a don Daniel en el despacho. Entré resueltamente y no conseguí en la primera mirada hacerme cargo de su disposición de ánimo 18 ; entonces, antes de que él tomase una actitud, me puse a hablarle de Luisa. Le pregunté si era cierto que los médicos no habían dado importancia al accidente y él me respondió sin escatimar
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Disposición de ánimo', estado de humor.
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detalles . Dibujó en un papel la cabeza del hueso, tal como él la había visto con los rayos, y me indicó dónde se adivinaba la fractura, que no era más que como una astilla no enteramente desprendida. Me aseguró que podía soldarse20 perfectamente y que no le quedaría molestia alguna al andar. Era la primera vez que allí, en aquella habitación, se hablaba de lo que pasaba en las otras, pero yo me había propuesto que sobre aquello no se hiciese el silencio y no se hizo. Don Daniel accedió a hablar, no por debilidad ni por deber: le gustó la decisión mía y correspondió con largueza. En toda la primera semana no pasó nada extraordinario. Al octavo día llegaron por la tarde dos señoras: una era una mujer malvada, no había más que verla; la otra era tonta, completamente boba, y en la primera parte de la conversación no hubo nada de particular; Luisa, como siempre, enteramente ajena a todo aquel barajar de asuntos domésticos y chismes del vecindario. De pronto, la señora malvada empezó a decir que Luisa debía ser muy feliz por tener aquellos dos niños tan hermosos. Luisa movió la cabeza afirmativamente, sonriendo un poco; la señora siguió diciendo que se parecían mucho al padre y que era lástima que no tuviese también una hija que se pareciese a ella. Luisa apartó su mirada de la de aquella mujer y la dejó reposar en la de la otra, que tenía unos ojos
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Sin escatimar detalles', sin ahorrar detalles, dando muchos detalles. Que podía soldarse-, que podía unirse, fundirse (la astilla al hueso). Soldar, unir dos cosas fundiéndolas en una. 20
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muy tranquilos. Influida por la confianza que se desprendía de ellos, respondió: —Sí, me gustaría mucho tener una hija que se pareciese a su padre, porque los niños se parecen demasiado a mí. La señora boba repuso: —Pero, doña Luisa, usted es casi rubia, ¿cómo puede decir que se le parecen? — M e refiero al carácter —dijo Luisa. Y la mala añadió: —Los hijos, unas veces sacan el físico del padre y el carácter de la madre; otras lo contrario. El caso es que los padres nunca están contentos. Parecía que iba a callarse, pero tomó la decisión de seguir: — L o que demuestra que es usted una esposa modelo, es que considere que lo mejor de su marido es el carácter. Luisa sonrió y se llevó una mano a la frente; no se tomó la molestia de aclarar que lo que había querido decir era enteramente otra cosa. Yo pensé: ¡un secreto más! Y entonces vi en su cara, que tenía aparentemente la serenidad habitual, ir grabándose una serie de pequeños rictus, de variaciones que iban dejando en ella los pensamientos y que antes yo no habría podido percibir. Y creí sentir algo parecido a esas veces que me había puesto a buscar entre la hierba del pinar los piñones caídos y no había podido al principio distinguir nada de la monotonía de las briznas, hasta que descubría el primero y en seguida iban apareciendo más por todas partes, porque ya conocía las características de claroscuro que los delataban.
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Temí que ella notase que mi modo de mirarla era otro; entonces, procuré dar a mi mirada una fijeza que pudiese parecer perplejidad o cansancio y que me permitiese al mismo tiempo seguir estudiando el nuevo campo abierto a mis conocimientos. Don Daniel hacía todas las tardes varias apariciones en el cuarto, siempre breves: decía unas cuantas palabras y se marchaba. En una de ellas aludió a mi abandono de los libros; fue enteramente en broma y una broma sin maldad. Dijo que era una cosa curiosa la considerable holgazanería que yo llevaba dentro, y después añadió que si le parecía curiosa era porque nadie podía sospechar que la llevase cuando se me veía ya entregada a la actividad del estudio y que, en cambio, así que aparecía en el horizonte la posibilidad de zambullirme en ella, me arrojaba con verdadera fruición. Mientras don Daniel hablaba de esto, yo estaba preparando una taza de café para Luisa, así que no le miré; me hice un poco la sorda porque en el fondo me estaba dando risa la razón que tenía, pero cuando oí que siguió como disculpándose de decir aquello, como justificándolo con toda clase de explicaciones, tales como «es un mero comentario, es una observación psicológica», comprendí que aquellas disculpas no iban conmigo y miré a Luisa. Estaba recostada en los almohadones, un poco inclinada hacia la izquierda, con la sien apoyada en la mano y el otro brazo extendido a lo largo del cuerpo. ¿Quién habría podido adivinar las pasiones que animaban su alma? Yo, solo yo. Yo vi que sus ojos, aunque medio entornados, se
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quedaban fijos en una mirada al sesgo y que las pestañas, que seguían la misma dirección de la mirada, por quedar el párpado un poco abultado en el punto que tocaba a la córnea, parecían lanzas. Su mirada era amenazadora, pero era como el que amenaza con rencor y angustia al mismo tiempo. Su mirada decía exactamente: «Quieres quitarme lo único que tengo». Para sacarla de aquel pensamiento le hice beber el café y le pregunté implacablemente si estaba fuerte o flojo, dulce o amargo, si era suficiente o si quería más. Mientras tanto, don Daniel desapareció, se borró del cuarto, sin que oyésemos siquiera sus pasos por la escalera. Mucho más tarde, cuando ya parecía imposible acordarse de la escena anterior, y, sin mentarla, sin advertir que se refería a ella, como si en realidad el discurso no se hubiese interrumpido ni por una coma, Luisa dijo: — L a verdad es que has perdido casi todo el mes de septiembre, y de aquí a junio me parece imposible que estés preparada para un examen. Yo no hice más que levantar los hombros, como diciendo, no que me fuese indiferente, sino que ya veríamos. Al día siguiente me dijo ya con toda naturalidad: —Vete a estudiar, no pierdas una tarde más. Y después de un pequeño titubeo, yo bajé, porque pensé que si lo dejaba para cuando don Daniel estuviese ya de vuelta, me costaría más trabajo. Poco después asomó por la puerta, me dijo «¡hola!», dio unos cuantos paseos por la habitación, se sentó al fin y abrió
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un libro. Ninguna alusión a mi pereza, ninguna ironía y el estudio más serio y más intenso que nunca, pero no con un rigor forzado como la otra vez, sino con una eficacia, con una claridad que hacía avanzar las cosas como sobre ruedas. Luisa llegó a lo increíble: llegó a superar su serenidad, que yo creía insuperable. ¿Sentiría que yo la asaltaba, que yo le había encontrado la brecha? No sé, el caso es que por las mañanas, cuando yo llegaba, ya estaba a su alrededor todo en orden; estaba peinada, acicalada, recostada la espalda en los almohadones y como entregada desde allí a actividades triviales. Un día, entrada ya en la segunda semana, la encontré con la cama llena de cosas: cajas de collares que estaba poniendo en orden y varios libros. Tenía junto a ella una novela inglesa y un diccionario; entre las páginas de este asomaba el borde de un pequeño folleto azul. Luisa cogió el diccionario y dijo: —Anoche me puse a leer ese libro y me encontré aquí dentro una cosa. ¿A que no sabes lo que es? Señaló el bordecito azul que sobresalía. Como yo hice un movimiento negativo, siguió: —Es una cosa que metí en este diccionario el primer día que tú viniste a esta casa, para dártela, y después la olvidé. Lo sacó al fin y dijo: —-¿Ves? Es la teoría del primer año de solfeo. ¿Recuerdas que viniste a eso? Yo me sentí transportada a aquel día con no sé qué añoranza, dominada por la evocación.
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Luisa siguió: —Claro, que el año pasado yo no estaba para meterme en una empresa así; que a ti te convenían mucho más los libros, que ya eres demasiado grande para empezar el solfeo con intenciones de tocar seriamente y que además no tienes carácter para pasarte varias horas al día sentada al piano; sin embargo es una lástima. —Sí, es una lástima. El folleto estaba ya en mis manos; yo lo hojeaba y Luisa seguía: — L o que habría que hacer, dentro de un cierto tiempo, es impostarte la voz, porque, eso sí, cantar, puedes llegar a cantar muy bien. Yo dije: — N o sé, no tengo notas altas; en cuanto intento subir, la voz me falla. —Porque tu voz es de contralto y no tomas nunca el tono debido: eso es cuestión de educártela. Como no debes esforzarte demasiado pronto, sería mejor que hubieses dominado el solfeo para cuando tuvieses hecha la voz. Aquella tarde yo tuve un cuidado extremo de que no se cayese al suelo la cartera de mis libros, porque entre ellos estaba el cuadernito azul. Y a la mañana siguiente, sentada sobre la cama de Luisa, me aventuré en aquella nueva disciplina, en forma muy diferente de lo que habían sido los canturreos de los coros, tiempo atrás. Aprendí en seguida a leer la música, me familiaricé en la primera lección con todos los signos: me fue fácil, muy fácil.
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Alrededor de la lección hablábamos de lo que podría llegar a cantar. Luisa me enumeraba todas las óperas en las que la parte de contralto era importante, me contaba los argumentos y me cantaba a media voz algunos trozos que ella sabía en italiano, en francés y hasta en alemán. Sabía romanzas en número incalculable, melodías de todos los pueblos; tenía en la cabeza una verdadera geografía musical, pero no cantaba nunca porque tenía muy poca voz y porque además el cantar no era para su carácter. Acaso por eso mismo deseaba tanto que yo cantase. Tenía verdadera impaciencia por levantarse para poder emprender aquello con entusiasmo. Total, quince o veinte días más y podríamos ir a Valladolid a buscar piezas que fuesen adecuadas a mi voz y, si no lo eran, ella las transportaría. Lo que me parecía más admirable era verla escribir la música. Tarareaba cosas medio olvidadas y las apuntaba con lápiz en trozos de papel pautado que había entre los métodos. Yo no había visto nunca la música escrita así. Los signos musicales, tan duros, tan estrictos en la escritura impresa, quedaban allí reducidos a unos garabatos ligeros, a unos moñitos 21 , a unos rabitos, siempre inclinados por la velocidad de la mano de Luisa, que dejaba en ellos la oblicuidad suave de la letra inglesa. Llevábamos tres o cuatro días de lección, que se limitaba a la mañana; por la tarde, todo aquello era relegado. Subía a 21
Moñito, aquí con sencido figurado: trazo que recuerda a un peinado de m o ñ o por su forma redonda (véase nota 14).
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ver a Luisa al llegar y no me quedaba con ella más que un momento; cuando cerraba la puerta del cuarto todo quedaba allí dentro y me ponía a estudiar en el despacho con verdadero empeño, con verdadero furor. Yo estaba segura de que no había ningún indicio para que don Daniel supiese que malgastaba mi tiempo. Recogía los métodos y papeles antes de que él llegase a mediodía y Luisa tenía tanto empeño como yo en no hacer ningún comentario. Sin embargo, no sé si fue de pronto, o poco a poco, no sé si conscientemente o como un mero barrunto, el caso es que don Daniel volvió a emanar desconfianza, ironía, acritud. Y ante eso se me plantea una dificultad que no sé si podré vencer. Quisiera dejar formulada aquí una incertidumbre que ya me asaltó en el momento de los hechos y que hasta ahora no he conseguido aclarar. No solo no he conseguido aclararla, sino que ni siquiera pensarla. Me ha estado rondando, me ha estado amenazando, y nunca tenía valor para afrontarla. En primer lugar, no hay ninguna razón para que no les sucedan a los demás las mismas cosas que me suceden a mí. Que yo no haya notado nunca que a otros les suceden, no quiere decir que no sea, pero sí me lleva a pensar que, puesto que yo no me entero de las cosas de los otros, tampoco los otros se enterarán de las mías. Parece una deducción justa, y no, no lo es: hay que plantearlo de otro modo. Yo creo poder a veces entrar en el alma de los otros, unirme, identificarme con ellos. Lo único que atestiguaría
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que no es pura imaginación sería que los otros lo percibiesen en alguna forma. No lo demuestran; por tanto, es lógico pensar que no lo perciben; pero también podría suceder que, cuando yo estoy creyendo ejercer mi voluntad, no esté haciendo más que obedecer a una llamada y que los otros se queden igualmente sin saber si obtuvieron respuesta, porque nadie es capaz de confesar secretos de ese género. Solo los santos, los espíritus que han consumido toda su vida en la contemplación, están seguros de ser correspondidos y acaso este no saber, esta resistencia a la confesión entre los seres humanos, indica que jugar con esas cosas es un grave pecado. Es tan grave, que ni siquiera en la confesión de la iglesia se deja desvelar. Yo he hecho mil veces el propósito de confesar largamente todas estas aventuras de mi alma, pero lo he hecho a altas horas de la noche, cuando me sentía realmente zozobrar en la angustia. Por la mañana, o no recordaba nada, o recordaba algo tan frío, tan intrascendente, que el confesor me decía: «¡Bah, bah!, no le des importancia a esas fantasías». ¿Por qué las confieso ahora? Porque es más de la una, porque me levanto a veces de la mesa, me acerco a la ventana y miro a través del doble vidrio la noche que parece helada, hojeo lo que llevo escrito y veo que es una cosa insípida y monótona; busco, rebusco en el fondo de la angustia que me va invadiendo y encuentro esto y lo escribo, porque lo que me pasa es que tengo miedo de seguir adelante. Aún
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puedo decir algo más de aquellos acontecimientos secretos y dudosos, aún puedo recordar infinitos detalles, antes de pasar a otra cosa. Ya he dicho que no había indicios que delatasen mis entretenimientos. No los había materiales, pero de un modo automático e irremediable se repetía el fenómeno de siempre. Yo estudiaba, centuplicaba mi esfuerzo y con buen resultado; pues bien, en vez de permanecer concentrada o absorbida por el estudio, mi habitual multitud de ideas laterales me zumbaba alrededor, y entre ellas, preponderantes, las que parecían de las experiencias recién adquiridas, las que se habían concretado, iluminadas por las emociones que aún quedaban próximas. ¿Hasta dónde alcanzaba el poder envolvente de esas ideas? ¿Llegaban a transmitirse produciendo repercusiones de su misma índole, o es que por azar coincidían con otras que, sin ser iguales, concordaban con ellas? Solo pude notar que en los ratos que estábamos sentados junto a la mesa, don Daniel hablando y yo escuchando, de pronto su mirada se apartaba bruscamente de mí. No como cuando alguien aparta los ojos de otro, intimidado. No, en él eso no podía suceder: cambiaba súbitamente la dirección de su mirada, como si de pronto le asaltase una idea que necesitase esclarecer con atención intensa, y miraba a un rincón oscuro, donde debían estar brotando para él fantasmas horrorosos. Y, ¿cómo decirlo?, lo que se reflejaba en su cara en esos momentos —tan pasajeramente como cuando el temblor
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de una vela hace oscilar las sombras, como si las visiones del rincón proyectasen sobre él el ondear lúgubre de un velo negro— era exactamente lo que yo había estado queriendo provocar con mi pensamiento. El tema desarrollado en la página del libro abierto, podía ser cualquiera, de geografía o de gramática; entre párrafo y párrafo, entre pregunta y respuesta, a veces simultáneamente a un período largo, mi pensamiento se afincaba en la obsesión del dolor. ¿Dolor concreto, de algo o por algo, ideas razonablemente tristes? Nada de eso: yo no hacía más que invocar al dolor, como esos personajes de los cuentos del Norte que llaman al miedo en medio del bosque. Si yo fuese perversa y además tan necia que no tuviese luces ni para comprender que lo era, todo esto resultaría degradante para mí, pero sinceramente creo que no es eso lo que me pasa: creo que es otra cosa. En primer lugar, hoy día veo que no es el dolor lo que yo invocaba, sino más bien el horror; algo fuera de lo cotidiano, uno de esos sentimientos o situaciones que llaman de prueba. ¿Como iba yo a querer atraer el dolor hacia un ser que adoraba y admiraba sobre todas las cosas? Lo que pasaba era que la parte de su personalidad que entraba en juego en el trato diario conmigo era tan limitada y yo entreveía en él tal grandeza, que me era difícil resignarme a no participar más que de aquello. Luego, el accidente de Luisa, las reflexiones de aquel día en que la larga espera en el puente me había llenado la cabeza
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de pensamientos y reflexiones penosas, es lo que me había llevado a darle esa especie de fórmula. Fuese como fuese, lo único comprobado es que yo pensaba, al mismo tiempo que aparentaba atender, en aquello que yo llamaba las ideas dolorosas u horribles; que anhelaba con todas mis fuerzas contemplar uno de aquellos gestos, sorprender una de aquellas miradas borrascosas y que la intensidad de mi empeño lograba que los gestos y las miradas llegasen a aparecer. De ellos provenía toda la irritación y la acritud de don Daniel. Una tarde cortó la lección bruscamente, diciendo que tenía que ir a no sé qué sitio. Al día siguiente, antes de empezar la lección, sus preguntas fueron ya ponzoñosas: —¿Has estudiado todo? —Todo. —¿Y lo sabes? —Naturalmente. — « ¡ Q u é talento, qué talento! Prosigamos». Me soltó esa frasecilla de una zarzuela antigua, que va acompañada de un cierto soniquete. Ya me lo había dicho otras veces y en tales ocasiones, que, repetirla ahora, era dar por declarada la guerra. Yo sabía que detrás de ella venían las explicaciones enigmáticas, las preguntas insospechables. Vio que la amenaza me había puesto tan en guardia, que, acaso por defraudarme, no pasó de una discreta crueldad. No sé si a la mañana siguiente yo llegué al cuarto de Luisa enteramente descorazonada o si acabé de ponerme al verla a ella en el mismo estado.
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Luisa venía llevando su enfermedad con una paciencia heroica. Desde el día de la caída no había vuelto a quejarse, como si hubiese ya rebajado el sufrimiento a la categoría de costumbre, pero aquella mañana, apenas repasamos una lección, dijo que no se sentía bien porque había pasado muy mala noche. La pierna escayolada se le había quedado como entumecida, y además había venido el médico temprano y le había dicho que no podría levantarse a los cuarenta días, sino que probablemente necesitaría un par de semanas más. Las dos pasamos la mañana como abrumadas, como sintiendo que era inútil hacernos ilusiones o proyectos, que todas las cosas que deseábamos podrían retardarse o interrumpirse o deshacerse. Nos quedamos como esperando que alguna solución llegase de pronto, pero lo único que llegó fue el mediodía y, como era lógico, don Daniel volviendo del archivo. En cuanto entró en el portal oí sus pasos, pero no fui capaz de recoger los métodos. Los días anteriores lo había hecho con naturalidad, como dando por terminada la tarea; hacerlo en aquel momento habría sido demostrar a Luisa que lo ocultaba —cosa que ella sabía perfectamente—, y no lo hice. La vi quedarse a la expectativa un rato, y luego afrontamos las dos juntas la mirada inquisitorial que se percató de todo en un momento y se mantuvo completamente inalterable, como si no hubiese visto nada. Volví a primera hora de la tarde, me encerré abajo y abrí los libros. Pasó tiempo, un tiempo como una mole, y creí que
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don Daniel no vendría, pero oí un reloj que daba las cinco y a poco apareció como de costumbre. Después del ¡hola! habitual se fue hacia la estantería; le oí revolver libros, andar de un lado para otro; tuve el valor de no volver la cabeza. De pronto dijo: — P o r fin apareció la historia que buscábamos el otro día. Puedes llevártela a casa y leerla, si es que te quedan fuerzas después de tus múltiples actividades. Yo me dije: Ya empezó el fuego. No contestar es contestar, es demostrar que ha dado en el blanco y que estoy dispuesta a seguir recibiendo el tiroteo. ¿Por qué no cambiar de actitud, por qué no contestar con una sinceración que haga imposible todo ese juego de indirectas? Me volví un poco y le miré. Empecé diciendo: — N o crea usted que me he puesto a estudiar la música seriamente; solo estoy preparándome un poco porque por ahora —iba a decir «dice Luisa», pero me lo callé—, todavía es pronto para impostarme la voz. Luego, cuando tenga edad, ya me gustaría cantar bien. Logré desarmarle, pero menos de un minuto. Cuando empecé a hablar, él notó mi acento inocente y franco y, casi sin querer, se puso a escucharme en una actitud semejante, pero después que se percató del sentido de mis palabras, levantó las cejas con un asombro afectado, soltó un ¡ah!, que se prolongó sin fin, mientras acumulaba ironía, y dijo: —¿Conque vas a dedicarte al bel canto? Yo no me di por vencida. Contesté en el tono de antes:
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—Como profesión ni pensarlo, pero, en fin, me gustaría cantar con algo de escuela. —¡Perfecto, perfecto! —exclamó, y dio con la palma de la mano en el lomo del libro que tenía—. No puede habérsete ocurrido nada más perfecto ni más adecuado. ¿Cómo no me habré yo dado cuenta antes de que eras una artista? Vino hacia la mesa, soltó el libro y me miró como... no sabría decir cómo. Siguió: —Eso es lo que tú eres, exactamente, de pies a cabeza: una artista, una verdadera artista. Te creo capaz de incendiar Roma. No dijo más; hubo un silencio corto y pavoroso, y bruscamente se fue. Pero al marcharse, yo pude oír aún algo que no sé si fue un rechinar de dientes o una pequeña risa o una ligera tos. En su garganta o en su boca se produjo un sonido chirriante, tan inhumano como el crujido de un armario. Uno de esos ruidos que causan terror, precisamente porque no sabemos si es o no es un alma quien los produce. Cuando nos describen el infierno siempre imaginamos un antro, un agujero profundo en las entrañas de la tierra, negras e infranqueables; en cambio, el cielo se concibe más bien como una inmensidad vaga e ilimitada. Pues bien, en ese momento, yo me hundí en una inmensidad de miseria, oscura como el infierno e ilimitada como el cielo. Pero es inútil querer decir cómo fue, más bien diría que sentí de pronto que todo iba a dejar de ser.
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Me dejé caer en el sofá, de bruces, y escondí la cara entre los almohadones. Quería impedir que se oyesen desde fuera mis sollozos y me enloquecía su estruendo. No sé cuanto tiempo pasé así, ni sé por qué de pronto levanté la cabeza. Don Daniel estaba apoyado en el quicio de la puerta: mi llanto se cortó en seco. De su semblante habían desaparecido por completo la crueldad, la inhumanidad y la ironía; solo estaba presente lo otro, lo horrible, lo indefinible. Entró y cerró la puerta detrás de sí; parecía que no podría hablar, porque tenía los labios entreabiertos, pero los dientes apretados unos contra otros; sin embargo, dijo: —¡Te voy a matar, te voy a matar! c/3 Ahora es muy otra cosa lo que me queda por decir. Si pudiese seguir llenando páginas con los detalles olvidados de imágenes o de pensamientos, eso significaría que la vida continuaba; pero no, no continúa. Contar esto otro, temo que sea superior a mis fuerzas, temo que sea demasiado difícil para mí, que no consiga demostrar de un modo enteramente claro cómo son las cosas imposibles, cómo se puede vivir dentro de su atmósfera, sabiendo que de un momento a otro van a explotar y todo va a hacerse añicos. No, no; tengo que cambiar de método. Es estúpido querer describir una fiebre alta; basta con decir los grados que llegó a alcanzar. Basta con contar las cosas que
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sucedieron, una tras otra, pasando deprisa por ellas, hasta el fin, y se acabó. Al día siguiente no sucedió nada; de mí no hay por qué hablar. N o fui a ver a Luisa por la mañana, no fui y nada más: sin más explicación. Por la tarde fui, pero no subí, del mismo modo. Sin embargo, al otro día —pues llegó el otro día— tampoco fui a ver a Luisa, pero ya pensé que no había ido y que el ir, si es que llegaba a ir al día siguiente, era algo solo comparable a lo que sería ir caminando a la orilla del río, y, en vez de seguir a lo largo, torcer de lado y descender hasta el fondo. Eso es prácticamente posible, pero ¿quién podría hacerlo? Al día siguiente, tampoco fui a ver a Luisa. No fui por la mañana ni subí por la tarde, pero, claro está, la obsesión de verla y el convencimiento de la imposibilidad de verla abarcaban el día entero, el día y la noche, y lo destruían todo. Destruían hasta la facultad de comprender las cosas más sencillas. Yo había tenido siempre, desde muy pequeña, por naturaleza, la condición de poder descubrir por una palabra cazada al vuelo cualquier trama o maquinación complicada de las gentes. Pues bien, al cuarto día oí por el pasillo de mi casa aquellas inmundas reflexiones que el ama iba haciéndose y no comprendí. ¿Qué hubiera hecho si hubiera comprendido? ¿ Q u é hubiera podido poner en salvo? Nada, ya no era tiempo. Y de pronto, recuerdo algo que me parece trivial comentar, interrumpiendo el relato de los hechos escuetos que me
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proponía. Sin embargo, aunque parece una fantasía, un entretenimiento como los anteriores, demuestra que yo comprendía ya en aquel momento la inutilidad de comprender. Todo aquel cuarto día me acompañó una idea fija. De pronto, me pregunté: ¿Por qué será que no ve uno nunca por el campo pájaros muertos, conejos muertos, ratones u otros bichos pequeños? Y en seguida encontré la respuesta: porque esos bichos no viven más que mientras tienen fuerzas para huir de sus enemigos; en cuanto pasa un cierto tiempo caen, sucumben, porque están rodeados de peligros por todas partes. Pensaba en los pájaros y en los conejos. Me parecía que me refugiaba en esta idea para no pensar en otra cosa, para quitarme las otras ideas de la cabeza. Pero no: pensaba en esto para comprender que en un cierto momento ya no es tiempo de huir. El quinto día no fui a ver a Luisa por la mañana, no subí por la tarde y la puerta del despacho volvió a cerrarse. Inesperadamente, el pestillo se levantó con violencia y toda la puerta fue zarandeada un momento. Yo estaba sentada delante de la mesa. Don Daniel abrió: era mi padre. O í que don Daniel pronunciaba una palabra que no comprendí; solo sentí que su acento era cortés y sereno. Mi padre entró sin decir nada, cerró la puerta y apoyó en ella la espalda. Entonces dijo: —Ante todo, no levante la voz. Don Daniel contestó: — N o tengo por qué.
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Quisiera transcribir aquí letra por letra todas las palabras que sonaron allí dentro, pero, ¿como podría transcribir los silencios? N o era posible saber cuál de los dos era dueño de la situación. Mi padre estaba allí, quieto, lleno de una decisión que nadie ni nada podría torcer. Don Daniel, firme en una serenidad que parecía poder soportarlo todo. Y de pronto, una pequeña desviación de su mirada, un movimiento ligero, me hizo temer que le faltasen fuerzas; pensó que yo estaba allí; quiso indicar a mi padre que me hiciese salir, pero vio que mi padre no iba a escucharle y no dijo nada; recobró la serenidad. Mi padre empezó a decir cosas tan extrañas. Me pareció en el primer momento que no estaba en el uso de sus facultades, pero sí lo estaba; solo que empezó hablando como si siguiese un discurso interrumpido. Dijo: —Cuando uno ha hecho ya una cosa una vez en la vida no la repite. No, no hay cuidado de que la repita. Don Daniel le escuchaba callado; mi padre siguió: —Yo podría perfectamente hacer lo que usted está pensando, pero no voy a hacerlo. Ya sé lo que es eso: lo hice hace diez años y me quedé aquí solo —daba con la muleta en el suelo—, aquí solo, de pie. ¿Cree usted que voy a repetir la suerte? Don Daniel no contestó. —Esta vez le toca a usted. Me voy a permitir esa satisfacción. Es muy fácil; desde mi casa, sin moverme, le voy a ver a usted salir de aquí con todo el cortejo: con el deshonor,
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con el escándalo, con un golpe bien asestado, de esos que le parten a uno por el eje para todo el resto de su vida. Es muy fácil, no tengo más que pedir su destitución por... Creo que mi padre pronunció una palabra más, pero no pude oírla, porque la voz de don Daniel, guardando un tono comedido, le atajó tan cortante que borró lo que mi padre estaba diciendo. Exclamó: —¡Haga usted salir de aquí a Leticia! Mi padre no se movió, no volvió siquiera la cabeza hacia mí; dijo solamente: — N o me interrumpa. Pero le había interrumpido; quiso recomenzar y siguió implacable, pero no tan arrollador como antes: —Tengo hasta la satisfacción de que va usted bien acompañado. Usted no tiene el recurso de irse al Riff, usted lleva arrastrando a otros tres, que lo van a pasar tan mal como usted mismo. Aquello, que era tan horroroso como uno de esos suplicios que acaban por provocar los gritos o las convulsiones de la víctima, pareció extender sobre la frente de don Daniel una gran paz. Fue tan visible el movimiento de sus cejas indicando la inutilidad de todo ataque, que la violencia de mi padre descendió aún otro grado. Siguió hablando; creo no haber perdido nada, o más bien, creo haber podido reconstruirlo todo, porque en aquel momento yo no era más que como un residuo, como una de esas plantas que se arrancan de la tierra en invierno y se tiran a la cuneta y se quedan allí muertas y heladas.
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Mi padre dijo: —Supongo que no lo pondrá usted en duda. El tono era como interrogante, y se calló un rato, dejando un margen a la respuesta. Don Daniel se hizo esperar y no respondió acorde; empezó a decir él, como por su cuenta: —Yo no sé cómo procedió aquella vez, pero me imagino que le dejaría usted al otro tener un arma en la mano. —Por supuesto, tenía un arma —dijo mi padre. —Entonces, deme usted derecho a emplear unas cuantas palabras. Mi padre alzó los hombros, concediendo con indiferencia. Don Daniel meditó todavía un poco y al fin dijo: —Es comprensible su actitud; me explico que ese plan que usted ha trazado sea lo único que pueda satisfacerle. Lo que le voy a decir no es una advertencia ni un consejo, de ningún modo; es eso, en fin, en dos palabras: lo que usted se propone no puede ser. Mi padre quiso indignarse, casi gritó: —¡No he visto un cinismo mayor! Don Daniel repuso: —Usted sabe perfectamente que lo que está viendo no es cinismo —y siguió, porque mi padre no pudo contestar con rapidez—. Si usted, cuando salga de aquí, reflexiona siquiera media hora, verá que todo lo que acaba de exponer no es factible. Está todo planeado con refinamiento, no ha escatimado usted nada para darle caracteres horrorosos pero no ha pensado en que puede haber algo que lo haga imposible.
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CHACEL
Mi padre estaba desconcertado por dentro, pero no lo demostraba, y como no encontraba respuesta ni daba con el enigma que se le proponía, optó por callar, haciendo como que esperaba el final. Don Daniel dijo: —Cuando salga usted por esa puerta, un poco de tiempo después lo comprenderá. Al decir esto señaló a la puerta, y mi padre, como obedeciendo sin querer a la indicación, se despegó de ella. Inició un movimiento lento y trabajoso intentando equilibrarse en las muletas, como para ponerse en marcha, pero entonces don Daniel le detuvo con el gesto. —Quería decirle todavía —empezó—. Bueno, es innecesario, porque también esto el tiempo lo va a demostrar, solo que yo quiero decir que tengo la seguridad de ello antes de que sea demostrado por nada. Me refiero a la importancia en el porvenir... Hay una palabra que no quiero ni pronunciar; pero en fin, si digo el porvenir moral, quiero decir el futuro desenvolvimiento... Sobre ese punto yo sé muy bien que no hay nada que temer. Entonces fue cuando mi padre exclamó: —¡Es inaudito, los días que me queden de vida no me van a bastar para repetirlo! ¡Es inaudito, es inaudito! Don Daniel siguió: —Reflexione sobre lo que le he dicho. El hecho es tan desmesurado que no cabe en sus planes, por perfectos que sean. Tiene que resolverse por sí mismo. Reflexione en esto, coronel, piénselo siquiera media hora.
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Mi padre repetía la misma palabra en voz baja, y ya separado de la puerta, dio unos cuantos pasos indecisos, como queriendo justificar con la torpeza de sus pies la desorientación de su cabeza. Don Daniel, en cuanto vio libre un pequeño espacio, con un movimiento de rapidez indescriptible me cogió por el brazo casi junto al hombro —creí que el brazo iba a desprendérseme del cuerpo—, abrió la puerta como medio metro y me lanzó fuera. El impulso de su mano fue como si me hubiese llevado en vilo hasta casa: no sentí el suelo bajo los pies. Entré por la puerta del huerto, pero no pasé por la cocina; subí por una escalenta que daba al mirador y este comunicaba con el pasillo de arriba. Me metí en mi cuarto y cerré por dentro con llave. Escuché un rato; la criada me había visto desde el fondo de la cocina, pero nadie subió detrás de mí. Había un silencio como si la casa estuviese sola. Miré por detrás de los cristales del balcón; aún no habían empezado a encenderse las luces, pero a pesar de la oscuridad, distinguí a mi padre que doblaba la esquina. En cada paso que daba procuraba abarcar un gran espacio, pero luego titubeaba antes de dar otro y así venía avanzando trabajosamente. Yo le miraba con fijeza, haciendo por adivinar en sus movimientos el estado de su ánimo. La acera por donde él venía quedaba muy en sombra, y por encima de las casas se veía un cielo transparente que me obligó a detener en él la mirada. Y me pareció que en medio de su quietud estallaba algo como una pompa.
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Fue un pequeño estampido, lejano y tan breve, que se preguntaba uno si podía tener realidad una cosa tan sin tiempo. Paseé en un momento los ojos por todo el espacio que podía abarcar, buscando una huella, una comprobación: todo seguía en la misma quietud; solo abajo mi padre en la acera titubeaba aún más. Se volvió y desanduvo unos cuantos pasos; se paró a escuchar, dio de nuevo un paso hacia casa y volvió a detenerse. De pronto echó a andar desatalentadamente, como pasando por encima de todas sus molestias, como atrepellándose a sí mismo y entró en el portal; la casa entera retumbó del portazo cuando se metió en su cuarto. Se volvió a hacer el silencio, y fuera siempre una quietud completa; de pronto pasó un hombre corriendo hacia la derecha, y a poco otro detrás de él; cuando ya iban lejos se alcanzaron, se dieron palmadas en la espalda: eran mozos que iban jugando. Todas las luces se encendieron y entonces me fue más difícil ver en el primer momento. La calle parecía mucho más oscura, con un punto brillante en cada esquina. Pasó un coche que parecía venir de fuera y que se paró al doblar la calle de al lado, junto a la tapia nuestra, pero no oí más. Seguí mirando por el cristal, estudiando las figuras de mujeres apresuradas que pasaban bajo las luces, sin darme tiempo a sorprender en sus actitudes si iban a algo, si sabían algo. Empecé a oír voces en el portal, varias voces, todas cuchicheando y confundidas unas con otras. Solo pude distinguir que entre todas aquellas gentes mi tía Aurelia lloraba, pero no lloriqueaba como otras veces: lloraba ahogadamen-
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te, profundamente. Ya no necesité saber más, pero no pude llorar; esperé aún el milagro. La puerta del cuarto de mi padre volvió a sonar con fuerza y volvió a hacerse el silencio en el portal; me senté en el borde de la cama. ¿Me callé por cobardía, por indiferencia? No, solo porque sabía que lo que hubiera querido hacer no era posible. No habría conseguido llegar a ningún sitio; si hubiera salido a la puerta, cualquiera, una de mis criadas, un hombre de la calle habría podido pisarme como a un ratón. Permanecí en silencio en el cuarto semioscuro. Volvió a sonar la puerta del cuarto de mi padre y esta vez suavemente. Unos pasos cruzaron el portal y empezaron a subir la escalera; unos pasos de hombre que subía deprisa, con agilidad. Pensé y viví en aquel momento una alucinación tan poderosa como debe ser el espejismo en el desierto: era la esperanza, que se agolpaba en mi corazón a medida que los pasos se acercaban a la puerta. Al fin, un par de golpes con los nudillos y una voz llamándome por mi nombre. Reconocí en seguida la voz: era mi tío Alberto. Insistió: —Abre en seguida, abre en el acto. Abrí. Entró y empezó a mirar por todas partes. Me dijo nada más: —Vamos, date prisa; te vienes conmigo. Se abalanzó a un cesto de costura que había en un rincón y lo volcó sobre la cama; después abrió un cajón, y echó en el cesto un puñado de cosas, siempre diciendo: —Vamos, no pierdas tiempo, ponte un abrigo.
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Cogió del armario unos cuantos vestidos y se los echó al brazo. Me sacudió un poco porque yo no reaccionaba; casi me arrastró hasta la puerta; allí me dijo con un gesto cariñoso: —Ahora, silencio: ya hablaremos tú y yo. Bajamos por la escalerilla del mirador, porque mi tío había dejado el coche junto a la puerta de detrás. No encontramos a nadie a nuestro paso; nos metimos en el coche y echamos a andar hacia Valladolid. Podría dar por terminado el relato. Estamos ya en el mes de marzo. Han pasado cinco meses y mi vida en este tiempo me es tan ajena como la de cualquier vecino de la ciudad, cuyo idioma casi desconozco. Recuerdo que, al empezar este cuaderno, hice ciertos planes de conducta en oposición con el ambiente: he faltado a todos. He estudiado con Adriana y me he dejado deslizar por la nieve como los demás. Mi tía Frida sigue creyendo que soy una buena chica; tanto ella como su marido se han impuesto como misión el convencerme de ello. Ya en Valladolid, la noche que pasé en el hotel, en el cuarto de al lado de mi tío, donde me tuvo escondida hasta la hora de tomar el tren para que la cosa no trascendiese hasta casa de mi abuela, estuvo haciendo por animarme con una persuasión que iba en ese sentido. Me repetía continuamente: «Tú no tienes la culpa de lo que ha pasado: eso tenía que pasar, si no hubiera sido por esto, habría sido por otra cosa. En fin de cuentas, el único responsable es tu padre por
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no haberte puesto desde hace tiempo en un ambiente adecuado», etcétera. Yo le miraba en silencio y me preguntaba por dentro: ¿Qué pasaría si yo le dijese ahora que me da asco oírle? ¿Qué pasaría si le diese una patada? Que me volvería a llevar a Simancas, y no, no tengo fuerzas para descender lentamente hasta el fondo del río. Al mismo tiempo, veía que su intención era buenísima, que había hecho y seguiría haciendo todo lo que se podía hacer por salvarme, pero es que me parecía degradante dejarme salvar, sabiendo que no merecía ser salvada. Sin embargo, me dejé. El creyó que me había reconfortado y me aconsejó que durmiese para no emprender el viaje tan cansada. Al marcharse a su cuarto, me enseñó su billete, que ya tenía sacado desde el día antes. Me dijo: —Venía de sacarlo en el momento en que Aurelia me telefoneó pidiendo socorro. Y añadió, con esa vanidad de las gentes que están seguras de saber arreglar los asuntos: —Anda, que si no llego a estar yo aquí, te habías caído, pichona.
Es maravilloso llorar en un cuarto donde entra la luz del pasillo por el montante de la puerta y se puede estar viendo una de esas perchas de Vitoria de ganchos retorcidos, o también en las literas del tren, junto al techo, cerca de la
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lucecita azul, oliendo el humo que entra al pasar los túneles y sintiendo la trepidación que le mece a uno como si el tren fuese un ser muy poderoso que corriese llevándole a uno en brazos. Todo esto es maravilloso, pero es repugnante que todo esto se le ofrezca incluso a la criatura más vil. Aunque no sé si encontrarlo repugnante es no querer comprender la misericordia de Dios. ¿Será que no la comprendo? No sé; creo que si alguna gratitud existe en mí, existe solo en forma de fuerza bruta. Es algo irracional, algo así como la salud. Cuando siento el frío en los carrillos, cuando corro con Adriana por la nieve o por entre los árboles oscuros que cubren estas laderas, me invade una especie de bondad que casi me hace sonreír extasiada ante las cosas hermosas. De pronto me acuerdo... No, eso no lo escribiré. Describí todos mis sentimientos sublimes hasta que desembocaron en aquello, porque para eso lo hice: para que se viese dónde fueron a parar. De lo de ahora no quiero decir nada, no quiero que resulte conmovedor mi sufrimiento; al contrario, si sigo escribiendo es solo porque no quiero pasar por alto esta red de detalles grotescos que se teje alrededor mío, para mi bien. A mi tía, con sus estudios arqueológicos por el Mediterráneo, le gusta mucho enseñarme a sus amigas. Vienen generalmente unas cuantas a tomar el té con ella, junto a la chimenea, y luego hacen tricot y charlan todas a un tiempo. Cuando llegamos Adriana y yo de la calle, al quitarme la
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caperuza, todas elogian mis bucles, que ellas llaman negros. Hay una que me llama siempre «Mignon», y un día me dijo que tenía que enseñarme unos versos que empiezan: «¿Conoces el país donde florece el naranjo?». Mi tía, con esto, encontró ocasión para explicarles las diferencias que hay entre Italia y España, y les dijo también que yo no soy ni mucho menos un tipo del sur, que en la región donde yo he nacido no hay naranjos, pero que hay un castillo maravilloso lleno de documentos. Entonces yo me marché de la habitación, después de decir a la señora que tengo muy mala memoria para aprender versos, y Adriana vino detrás de mí, encantada de celebrar que fuese capaz de decir una mentira semejante. Cuando todas se marcharon, fui a sentarme junto al fuego en el poyo de la chimenea. Adriana preparaba sus lecciones y yo me estuve allí largo rato, comiéndome las rebanadas de pan que habían quedado del té. Mi tío llegó y le dijo algo a su mujer que en seguida me hizo prestar atención. No podían verme, porque me ocultaba una enorme butaca que había delante de mí. Hablaban de una carta de España y se acercaron a una lámpara para leerla. No sé de quién era la carta, probablemente de una de mis tías. Mi tío dijo: «Han hecho bien, la pobre Aurelia no podía más». En lo que habían hecho bien era en quitar la casa de Simancas. Entonces empezó a explicarle a mi tía que ya la otra vez también se había ido mi padre a la finca de Margarita Velayos; había estado allí unos meses hasta que se había ido a
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ROSA
CHACEL
África, y ahora, sabe Dios hasta cuándo. Y volvieron a comentar que lo único acertado había sido deshacer la casa. Esto era lo que más les tranquilizaba. Ahora, ya cada uno de nosotros tres por separado, éramos menos peligrosos; de lo demás, ni hablar. Ni un comentario, ni una alusión al drama que había determinado todo aquello. Pero yo sabía muy bien lo que pensaban: pensaban que si no hubiera sido por aquella causa habría sido por otra. Mi tía, además, dejaba bien sentado que, en parte, ella lo había previsto todo. Repetía: «Ya te lo dije yo desde un principio; aquello no podía ser, aquello era cosa de locos. Aquello no podía ser, no podía ser». Y no se daban cuenta de que lo que no podía ser estaba detrás de la butaca. No sé si era la cólera o la amargura lo que me llenaba los ojos de lágrimas. Me parecía que ya, en los días de mi vida, no volvería a sentir nada a lo que se le pudiese llamar en una u otra forma amor. Después, pensé que acaso aquello que yo llamaba la fuerza bruta fuese lo único seguro que me quedaba. Entonces empecé a bostezar y a sentir unas ganas locas de dormir profundamente. No había dejado de comer rebanadas de pan negro a pesar del llanto. Salí tranquilamente del rincón, y, aunque se asombraron, creyeron que lo mejor era no darle importancia, que lo mejor era suponer que yo no había oído nada. Dije que estaba cansada y que quería irme a la cama; nadie se opuso.
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Al entrar en mi cuarto me acordé de que al día siguiente era el 10 de marzo. Miré la rama de hiedra que subía por el marco de la ventana y había crecido lo que yo tenía calculado.
MATERIALES PARA LA CLASE
GLOSARIO
ABALANZARSE. Lanzarse hacia algo o alguien. ABARCAR. Contener, rodear. ABEDUL. Árbol de unos diez metros de
ACEBO. Árbol de hojas de color verde oscuro, con bordes espinosos y un fruto rojizo, que se emplea como decoración navideña.
altura, de corteza lisa y grisácea, y
ACERA. Orilla de la calle, por donde ca-
con hojas pequeñas y dentadas. Es
minan los peatones, generalmente
muy común en Europa.
más elevada que la calzada o parte
ABORRECIBLE. Odioso. ABOTARGADO. Hinchado. ABOVEDADO. Techo curvo o arqueado. ABRUMADO. Angustiado por una responsabilidad o actividad que se considera excesiva, o en general por una circunstancia difícil de afrontar. ABRUMADOR. Agobiante, aplastante. ÁBSIDE. Parte del plano de una iglesia donde se encuentra el altar. ABUBILLA. Pájaro de unos 30 centímetros de largo. Su cuerpo es de color pardo rojizo, y sus alas y cola negras
por donde pasan los vehículos. ACICALADO. Arreglado, con un aspecto cuidado en el vestido, peinado, etc. ACLIMATARSE. Acostumbrarse, adaptarse a un clima o un ambiente. ACOGER. Recibir, aceptar. ACORDE. En consonancia, bien combinado, de acuerdo. ACRE. Áspero o picante al gusto o al olfato. ACRITUD. Aspereza o brusquedad de carácter.
con rayas blancas; además, tiene en
ACTO (en el). Inmediatamente.
la cabeza un penacho de plumas.
ACUMULAR. Juntar, agrupar una can-
ACAUDILLADO. Dirigido, conducido
tidad grande o creciente de algo.
(especialmente, un ejército por un
ADEMÁN. Gesto.
jefe militar).
ADQUIRIR. Conseguir, obtener.
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MATERIALES PARA LA CLASE
AFECTADO. Excesivamente p u l i d o en
ALCALDE.
Persona q u e preside el
el habla o los gestos, q u e pierde la
Ayuntamiento de un pueblo o ciu-
naturalidad por tratar de aparentar
d a d y, por tanto, m á x i m a auto-
elegancia y distinción.
ridad en las competencias locales.
AFERRAR. Agarrar fuertemente.
ALCOBA. Habitación para dormir.
AFINCARSE. Establecerse de forma per-
ALEJANDRINO. Verso con catorce sí-
manente. AFLICCIÓN. Sufrimiento. AGITACIÓN. Movimiento violento. Angustia, preocupación. AGITAR. M o v e r violenta y repetidamente. Preocupar, poner nervioso. AGLOMERACIÓN. Reunión desordenada de gran cantidad de gente. AGORERO. Q u e pronostica desgracias, pesimista. AGUJÓN. Aguja grande, generalmente con algún a d o r n o , para sujetar el pelo recogido. AISLADOR. Pieza de material aislante, c o m o plástico o porcelana, q u e se utiliza c o m o soporte d e un conducto eléctrico. AISLAR. D e j a r algo o a alguien solo y separado del resto. ALAMBRADA. Valla hecha de un tejido de metal. E n el vocabulario militar, red d e alambre de espino con la q u e se trata d e impedir el avance del enemigo. ALAMO. Árbol alto y con m u c h a s ramas q u e crece en los climas templados. Su madera es blanca y m u y resistente al agua. ALBOROTO. Estrépito causado por varias personas gritando a la vez, tumulto, desorden.
labas. ALERO. Parte inferior del tejado q u e sobresale de la pared. ALETEAR. Mover las alas repetidamente, sin echar a volar. H a c e r algún movimiento que recuerda a este de los pájaros. ALIENTO. Aire expulsado al respirar. ALMAZARRÓN. Ó x i d o rojo d e hierro que se emplea c o m o pintura. ALMOHADA. Pieza generalmente rectangular, de tela rellena con lana, a l g o d ó n u otro material blando, q u e sirve para apoyar la cabeza en él al dormir. ALMOHADILLADO. Relleno de una materia blanda c o m o lana o espuma. ALMONEDA. T i e n d a d e muebles antiguos. ALUDIR. Mencionar, nombrar. ALZARSE DE HOMBROS. Levantar los h o m b r o s en señal de ignorancia o indiferencia. AMALGAMA. Mezcla de cosas distintas. ÁMBITO. E s p a c i o c o m p r e n d i d o dentro de unos límites. AMINORAR. Disminuir, reducir la intensidad o la velocidad. AMOR PROPIO. C o n s i d e r a c i ó n
que
u n o tiene d e sí m i s m o . Orgullo.
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GLOSARIO AMORTECER. A m o r t i g u a r , d i s m i n u i r
ARREMOLINARSE. F o r m a r remolinos,
la intensidad de un sentimiento o
es decir, m o v i m i e n t o s circulares y
una emoción. AMPUTACIÓN. Separación, por un ac-
rápidos. Se dice del agua, el viento, el polvo, etc.
cidente o una operación quirúrgi-
ARRODILLARSE. Ponerse de rodillas.
ca, d e un m i e m b r o del cuerpo.
ASESTAR. Dar. Se utiliza solo para ac-
ANHELAR. Desear. ANTRO. Cueva, gruta, caverna. AÑORANZA. Nostalgia, tristeza causad a por el recuerdo de algo pasado o ausente. APACIGUAR. Poner paz, calmar, aplacar. APARADOR. Mueble en el q u e se guardan platos, vasos y otros o b j e t o s necesarios para preparar la m e s a para u n a comida. APIO. Planta cuyos tallos y raíces son comestibles. L o s tallos son d e color verde claro, gruesos y consistentes, y tienen surcos. ARBITRARIO. Injusto y caprichoso en
tos violentos: asestar un golpe, asestar una puñalada. ASTILLA. Fragmento irregular y de pequeño tamaño de madera o hueso. ATAJAR. Ir por un atajo o un c a m i n o más corto que el principal. Salir al encuentro de alguien por un atajo. Interrumpir a alguien para responderle. ATESTIGUAR. D a r testimonio de algo, probar. ATOLONDRADO. Q u e actúa sin reflexión. ATRACAR. H a c e r c o m e r a alguien en exceso. ATUSAR. C o l o c a r
cuidadosamente,
sus actitudes o sus estados de
igualándolo, el cabello o algún
ánimo.
material similar ( c o m o los hilos de
ARCHIVERO. Persona encargada de un archivo. ARCHIVO. D e p ó s i t o d o n d e se conservan documentos. ÁRIDO. Estéril, sin fruto, desértico.
un bordado). AURÍFERO. Q u e contiene oro. AUTÓMATA. Robot. AVANZADA. G r u p o de soldados que se aparta del resto para adelantar te-
ARNICA. Planta de flores amarillas. D e
rreno y observar al enemigo.
ella se extrae un aceite con propie-
AVENIRSE. Ceder, conformarse.
dades antiinflamatorias y analgési-
AVIDEZ. A n s i a m u y intensa por con-
cas (es decir, que combate el dolor). ARREBATAR. Q u i t a r o llevarse p o r la fuerza, con violencia. ARRECIAR. Hacerse más fuerte.
seguir algo. AYO. Persona encargada del cuidado y vigilancia de u n o o varios niños. AZAR. Casualidad, coincidencia.
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MATERIALES PARA LA CLASE
AZORAMIENTO. Sobresalto, inquietud.
BAÚL. Mueble de madera, como una
AZORARSE. Inquietarse.
caja, con la tapa frecuentemente
BACHILLER. Persona que cursa o ha
convexa, que se utiliza para guar-
cursado estudios de enseñanza secundaria. Persona que, por creerse muy sabia, habla mucho y de forma impertinente.
dar ropa y otros objetos. BEATO. Persona muy entregada a la religión y que va mucho a la iglesia. BEDEL. Persona encargada de mante-
BALCÓN. Hueco en la fachada de una
ner el orden en los pasillos de un
habitación, cuyo suelo se prolonga
colegio, universidad u otra institu-
sobre la calle y que se protege con
ción pública, y de otras tareas como
una barandilla. BAMBOLEARSE. Moverse de un lado a otro acompasadamente, sin perder el sitio en el que se está. BANDADA. Conjunto de aves que vuelan juntas. BANQUETA. Asiento pequeño y sin respaldo. BANQUETE. Comida a la que asisten muchas personas para celebrar algo o en honor a alguien. BARAJAR. Mezclar los naipes o cartas entre sí antes de comenzar un juego. Mezclar y revolver cosas.
reponer los materiales, dar información a los recién llegados, etc. BESUGO. Pez con ojos de gran tamaño, muy apreciado por su carne blanca y sabrosa. Se come especialmente en Navidad. BIGUDÍ. Pinza o pequeña lámina en la que se enrosca un mechón de cabello para que, al retirarla al cabo de un tiempo, quede rizado. BISAGRA. Conjunto de dos piezas metálicas que permiten que una puerta se abra y se cierre. BIZCAR. Bizquear, padecer una des-
BARANDILLA. Borde horizontal supe-
viación en uno de los dos ojos. En
rior de la reja de un balcón. Tam-
el texto se aplica a los pies de una
bién se llama así la barra para apo-
persona, queriendo decir que tenía
yar las manos a un lado o ambos de una escalera. BARRUNTO. Presentimiento. BARULLO. Desorden, agitación ruidosa.
las puntas desviadas hacia dentro. B i z c o . Persona cuyos dos ojos no miran en la misma dirección. BIZCOCHO. Dulce hecho de una masa de harina, huevos y azúcar cocida
BASTIDOR. Soporte de madera o me-
en el horno. Se le pueden añadir
tal para mantener fija y tensa la
otros ingredientes, como frutas,
tela mientras se borda
trozos de chocolate, licor, etc. El ta-
BATISTA. Tela fina de algodón o hilo.
maño puede variar, de manera que
GLOSARIO
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hay bizcochos pequeños, como ga-
BRAMAR. Gritar con mucha violencia.
lletas, generalmente para tomar
Producir algo un ruido muy fuer-
con el café o con leche.
te (se dice especialmente del mar o
BOCK. Jarra de cerveza de un cuarto de litro de capacidad. BOCANADA. Cantidad de un líquido o de aire que se toma o expulsa por la
el viento). BRIZNA. Fibra o pequeña porción de materia vegetal. BRECHA. Rotura, abertura irregular
boca de una vez. Metafóricamente,
(especialmente en una muralla).
golpe de viento, de humo, o llama-
Metafóricamente, punto débil.
rada que se separa de pronto del
BROTAR. Salir, nacer. Se dice sobre
luego principal y se apaga pronto. BOCHORNO. Vergüenza. BOCINA. Instrumento sonoro que llevan los carros y automóviles incor-
todo de las plantas, el agua, las flores, etc. BRÍO. Animo, energía, valor, resolución.
porado para avisar de algo. Anti-
BROCAL. M u r o de piedra o ladrillo,
guamente consistía en una trompa
generalmente circular, que rodea
de metal unida a una bolsa de goma
un pozo para evitar que alguien
que sonaba al apretarla; en la actualidad es un dispositivo eléctrico. BORDONEAR. Zumbar, producir un ruido sordo y constante, como el
pueda caer dentro. BRUCES (de). D e frente, boca abajo. BRUÑIR. Sacar brillo a una cosa. BUCHE. Bolsa membranosa del cuer-
de los moscardones o las abejas.
po de las aves, situada en la zona
BORRASCA. Tempestad. Metafórica-
del cuello, donde acumulan los ali-
mente, discusión o mal humor.
mentos para digerirlos lentamente.
BORREGO. Cordero de uno o dos años.
BUCLE. Mechón de cabello rizado.
BOSTEZAR. Abrir la boca involunta-
BUITRE. Ave carroñera (es decir, que
riamente a causa del sueño o del
se alimenta de animales ya muer-
aburrimiento.
tos y en descomposición). Con las
BOTICA. Palabra antigua para llamar a la farmacia. BOTICARIO. Palabra antigua para refe-
alas extendidas, mide unos dos metros, y tiene el cuello pelado, sin plumas.
rirse al farmacéutico que prepara
BULLIR. Hervir, agitarse.
las medicinas (antes muchas medi-
BUTACA. Silla con brazos con el res-
cinas las preparaba el farmacéutico,
paldo reclinado. Cada uno de los
no se vendían ya preparadas por
asientos de un salón de actos o una
grandes laboratorios).
sala de cine.
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MATERIALES PARA LA CLASE
BUTACÓN. Asiento con brazos y respaldo inclinado, más bajo y ancho que la butaca. CABECERA. Zona preferente o principal de un sitio. CABO. Trozo que queda de una vela; «el cabo del Santísimo [...]»: la vela consagrada a Dios. CAER EN ALGO. D a r s e c u e n t a d e algo.
CALADO. Trabajo que se hace con una tela a la que se le entresacan algunos hilos, dejando agujeros que forman un dibujo. CALIGRAFÍA. Arte de escribir con letra regular y bella. CAMALEÓN. Reptil que puede cambiar de color para adaptarse al medio que le rodea. Sus ojos tienen movimiento independiente y con su larga lengua atrapa los insectos de los que se alimenta. CAMILLA. Mesa redonda, generalmente cubierta por una tela hasta el suelo. CAMISÓN. Prenda con forma de vestido, largo o corto, que se usa para dormir. CAMPAÑA. Expedición militar. CANA. Cabello que se ha vuelto blanco. CANELA. Corteza del árbol llamado canelo, muy perfumada y de sabor agradable. Se utiliza, frecuentemente molida, como condimento, sobre todo para los postres. CANALÓN. Conducto que recibe el agua del tejado y que baja por la pared del edificio hasta el suelo.
CANOTIER. Palabra francesa: sombrero de paja de alas rectas sujeto por una cinta. CANTURREO. Canto emitido en voz baja o media. CAÑAVERAL. Terreno poblado de cañas. CAPERUZA. Gorro terminado en una punta inclinada hacia atrás. CARDO. Planta de hojas grandes y con espinas. Los tallos se comen, especialmente en época navideña. CARIÑENA. Localidad de la provincia de Zaragoza, famosa por sus vinos. Se llama «Cariñena» al vino de esta región. CARPETAZO. Fin, terminación brusca (es metáfora del golpe de la carpeta sobre la mesa al dar por concluida una tarea). CARRILLO. Parte carnosa de los lados de la cara, que va desde el pómulo hasta la mandíbula. CASAR. Hacer que dos o más objetos, datos, etc., correspondan. CAUCE. Lecho del río, es decir, cavidad que recorre el agua de un río. Procedimiento. CELESTE. D e l cielo.
CEJAR. Ceder, abandonar un propósito. CENTUPLICAR. Multiplicar por cien. CERCIORARSE. Asegurarse de la verdad de una cosa. CERILLA. Palito de madera, cartón o cera, con fósforo en un extremo,
GLOSARIO
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q u e al frotarlo con u n a superficie
CÓLERA. E n f a d o m u y fuerte.
áspera p r o d u c e fuego.
COLIBRÍ. Pájaro m u y p e q u e ñ o q u e
CHAFADO. Aplastado.
habita en América y se alimenta de
CHARCO. H o y o en la tierra d o n d e
p e q u e ñ o s insectos y del néctar d e
q u e d a recogida u n a c a n t i d a d d e agua. CHILLÓN. A g u d o y desagradable. CHINCHE. C h i n c h e t a , es decir, clavo
las flores. COLLAR. A d o r n o de longitud variable q u e se p o n e alrededor del cuello y puede caer hasta el pecho.
p e q u e ñ o con la cabeza plana y
COLUMNA VERTEBRAL. Eje del esque-
grande y la punta corta, que se uti-
leto, s i t u a d o en la e s p a l d a y for-
liza para clavar un papel en un cor-
m a d o p o r una serie d e p e q u e ñ o s
cho, una pared, etc.
huesos — l l a m a d o s vértebras—,
CHINELA. Zapatilla sin talón. CHIRRIANTE. Q u e hace un ruido agudo y estridente. CHIRRIAR. Emitir un s o n i d o a g u d o y estridente.
d i s p u e s t o s en fila y u n i d o s entre sí. COMPÁS. R i t m o . COMPLOT. C o n s p i r a c i ó n , p l a n secreto.
CHISME. Noticia verdadera o falsa que
CÓNCAVO. Línea o superficie curva en
se cuenta para dañar la reputación
la q u e la parte más h u n d i d a res-
d e alguien o causar enemistades.
pecto de quien la m i r a está en el
CHISPAZO. Chispa, partícula encendid a q u e salta del f u e g o o d e la corriente eléctrica. CHORRO. A g u a q u e sale con más o m e n o s presión por un t u b o o un agujero. CLAROSCURO. Efecto d e contraste entre las sombras y las luces en un es-
centro. CONDESCENDENCIA. A d a p t a c i ó n al deseo o a los gustos de alguien por b o n d a d o afecto pero sin verdadero interés en lo q u e se hace. CONFITERÍA. T i e n d a d o n d e se venden pasteles, caramelos, b o m b o n e s y otros dulces.
pacio, u n a superficie, un c u a d r o ,
CONSOLA. Mesita pegada a la pared.
una fotografía, etc.
CONSTERNADO. P r o f u n d a m e n t e des-
CINISMO. Desvergüenza, descaro al mentir o al actuar de manera censurable. COL. Hortaliza de forma redondeada, con hojas m u y anchas y d e color entre verde y blanco.
a n i m a d o , m u y apenado. CONTAGIAR. Transmitir una enfermed a d o un sentimiento a alguien. CONTENER. Reprimir, detener. CONTRALTO. Voz m e d i a entre la más aguda y la de tenor.
292
MATERIALES PARA LA CLASE
CONTRARIADO. Disgustada. CONTRARIEDAD. Molestia, disgusto de poca importancia. CONVALECENCIA. Periodo de tiempo durante el que uno se recupera de una enfermedad. CONVITE. Invitación. CORCEL. Caballo (es palabra poética). CORDEL. Cuerda delgada. CÓRNEA. Membrana dura y transparente que recubre el ojo.
COSTADO. Cada una de las partes laterales. Se dice especialmente del cuerpo humano, pero también de otras cosas, como, por ejemplo, de un edificio. CRIN. Pelos que tienen los caballos en la cabeza y la parte superior del cuello, hasta el lomo. CRISANTEMO. Planta perenne procedente de Oriente, con hojas pequeñas y blanquecinas y flores que
CORNISÓN. Esquina formada por dos
pueden ser amarillas, rosadas, o
paredes de una casa en la calle; re-
más frecuentemente blancas o mo-
mate de esta esquina en la parte superior, junto al tejado.
radas. CRISPADO. Con los músculos contraí-
CORNUCOPIA. Vaso con forma de cuer-
dos repentinamente y de forma pa-
no lleno de flores y frutas, que re-
sajera. Muy irritado, enfadado de
presentaba la abundancia en la Antigüedad clásica. CORRALÓN. Patio de una o varias casas de pisos. CORTEJO. Conjunto de personas que forman el acompañamiento en una ceremonia.
manera violenta. CUCHICHEAR. Hablar en voz baja y al oído para que los demás no se enteren. CUNETA. Zanja a cada lado de un camino para recoger el agua de lluvia. CURIOSIDAD. Cosa rara e interesante.
CORTIJO. Terreno extenso con edifi-
CUSCURRO. Parte más tostada de la
caciones para vivienda y para las
corteza del pan, especialmente la de
labores del campo, típico de Andalucía y Extremadura. CORTINILLA. Cortina pequeña utiliza-
los picos. DAMAJUANA. Vasija grande de vidrio o barro, con la abertura estrecha pero
da en las ventanas de los carruajes,
cavidad ancha y habitualmente re-
coches, etc.
vestida por una malla.
CORZO. Mamífero similar al ciervo,
DEGRADANTE. Humillante.
aunque de menor tamaño y con la
DELANTAL. Tela que se sujeta a la cin-
cornamenta también más peque-
tura, y a veces también al cuello,
ña. Habita en los bosques de Euro-
por medio de unas cintas y que
pa y Asia.
cubre la parte delantera del cuer-
GLOSARIO po, para evitar mancharse la ropa mientras se cocina. DELINEADO. Trazado con líneas. DEMENTE. LOCO.
293
DESGARRADOR. Q u e desgarra. En sentido figurado, muy intenso, insoportable. DESLIZAR. Pasar suavemente un cuer-
DERRUMBAMIENTO. Caída (de un edi-
po por debajo o por detrás de otro.
ficio, de una estatua, etc., o, meta-
DESMANDARSE. Apartarse del orden y
fóricamente, del espíritu). DESABRIDO. Áspero, desagradable al trato. DESACIERTO. Error, equivocación. DESAFORADO. Excesivo. DESAHUCIAR. Echar el dueño de una casa a los inquilinos. Metafóricamente, echar o rechazar. DESANIMO. Falta de ánimo o ilusión. DESAPACIBLE. Desagradable. DESATALENTADAMENTE. Sin acierto, sin tino.
la disciplina. DESMESURADO. Desproporcionado, excesivo. DESPABILAR. Avivar el entendimiento o la atención de alguien. DESPARPAJO. Facilidad para actuar y hablar sin vergüenza ni dudas. DESPENSA. Habitación o armario grande donde se guardan las cosas comestibles. DESTORNILLADOR. Herramienta consistente en una varilla metálica con
DESAZÓN. Inquietud.
un mango y que sirve para atorni-
DESBOCADO. Dicho de un caballo,
llar y desatornillar. Para ello, se
que corre sin control y sin obede-
encaja el borde de la varilla en la
cer al freno. DESCORAZONAR. Desanimar. DESCONCERTANTE. Q u e causa sorpresa y desorientación. DESDEÑOSO: Q u e manifiesta desdén, desinterés o desprecio. DESECHAR. Rechazar. DESEMBALAR. Sacar alguna mercancía de sus envolturas. DESENFRENADAMENTE. D e manera desenfrenada, es decir, sin freno, sin moderación. DESENVOLVIMIENTO. Desarrollo. DESERCIÓN. Abandono. DESFALLECER. Perder las fuerzas.
muesca de la cabeza del tornillo y se da vueltas en un sentido u otro. DESVARÍO. Idea incoherente, disparatada, loca. DESVELAR. Mostrar algo que estaba oculto. DORAR LA PÍLDORA. Expresar algo negativo de manera suavizada o disimulada para que resulte menos doloroso o molesto. DICCIÓN. Pronunciación y entonación que se da a las frases al hablar, leer o recitar. DISCORDANCIA. Falta de acuerdo o de armonía.
294
MATERIALES PARA LA CLASE
DISCORDANTE. Sin consonancia, que está en desacuerdo.
están sujetas por un soporte de ma-
DISPARATE. Cosa, idea o acto absurdo; tontería, locura.
dera y forman así una especie de techo en un patio o jardín.
DISPONERSE. Estar a punto de hacer algo.
EMPEDRADO. Suelo formado artificialmente de piedras.
DOCILIDAD. Obediente, fácil de dirigirDOSEL. Telas que cuelgan del techo o de un soporte para cubrir o adornar el espacio encima de algunos muebles, como un trono,
EMPARRADO. Conjunto de parras que
una
cama, una mesa, etc., dándoles solemnidad. ECLIPSE. Fenómeno que sucede cuando un astro oculta a otro, total o parcialmente, por un tiempo. Desaparición temporal de una persona o cosa. Incapacidad o bloqueo mental pasajero. EJE. Elemento que es el centro y fundamento de algo, en lo que se sostiene todo lo demás. ELOGIAR. Alabar, decir las cualidades y méritos de una cosa. EMANAR. Emitir, transmitir.
EMPRENDEDOR. Q u e comienza con decisión, ánimo y sin dudas acciones dificultosas. ENCAJE. Tejido hecho de hilos muy finos entretejidos formando algún tipo de dibujo. Aunque en la actualidad puede hacer a máquina, la manera tradicional de hacerlo es a mano, con agujas u otros instrumentos. ENCARAMARSE. Subirse a un lugar difícil de alcanzar. ENCERADO. Abrillantado con cera. ENCHUFE. Dispositivo de dos piezas que encajan una en la otra para establecer una conexión eléctrica. ENÉSIMO. Número muy elevado, pero impreciso, de veces que se repite o se ha repetido algo.
EMBEBIDO (estar embebido en algo).
ENFRASCARSE. Entregarse a una acti-
Entregarse por completo a una ac-
vidad poniendo en ella toda la
tividad.
atención.
EMBELECO. Cosa molesta.
ENJAMBRE. Conjunto de abejas.
EMBELESAMIENTO. Éxtasis, fascinación
ENSARTAR. Pasar bolas u otras piezas
que capta totalmente la atención de
parecidas por un hilo, uniéndolas
quien la experimenta. EMBLEMA. Símbolo. EMBRUTECER. Volver torpe. EMPAÑADO. Cubierto de vapor. Oscurecido, manchado, estropeado.
(por ejemplo, para formar un collar). ENTRAÑAS. Interior, parte más íntima de algo. ENTREVER. Adivinar, sospechar.
GLOSARIO
295
ENTUMECIDO. Se dice de un miem-
ESCUELA (con algo de). Siguiendo la
bro del cuerpo cuando se encuen-
doctrina o el método que enseña a
tra rígido o torpe de movimientos
realizar una técnica con corrección.
(por ejemplo: Tenía la pierna entu-
ESMERARSE. Esforzarse y poner sumo
mecida). ERMITA. Capilla o iglesia muy pequeña que se encuentra en un lugar despoblado. ESBELTO. Alto, delgado y bien proporcionado. ESCALERILLA. Escalera corta. ESCARCHA. Rocío de la noche que se queda congelado. ESCAROLA. Hortaliza de color amari-
cuidado en que algo resulte excelente. ESPINO. Árbol con ramas espinosas, madera dura y flores blancas. Cualquier árbol o arbusto con espinas. ESPANTAR. Causar terror, asustar. ESPEJISMO. Ilusión óptica, visión engañosa producida por la imaginación. ESPITA. Grifo, o tubo con una llave, por donde sale el líquido de un tonel.
llo verdoso y hojas muy rizadas y
ESPONJAR. Ahuecar.
de sabor amargo que se comen en
ESPUMOSO. Cubierto de espuma, es
ensalada. ESCAYOLA. Vendaje recubierto de yeso
decir, del conjunto de burbujas que se forman a veces en la superficie de
mezclado con agua, que al secarse
los líquidos, especialmente cuando
se queda duro y rígido. Se utiliza
se agitan (por ejemplo, en el agua
para inmovilizar temporalmente un miembro y reparar así la rotura de un hueso. ESCLARECER. Aclarar. ESCOBAZO. Golpe de escoba. Barrido rápido. ESCOBILLA. Cepillo pequeño (por
de mar). ESTAMPIDO. Ruido fuerte y seco, como el producido por un disparo. ESTANTERÍA. Mueble formado por tablones de madera colocados horizontalmente para poner encima objetos como libros, etc.
ejemplo, el que se usa para limpiar
ESTORBAR. Impedir, molestar.
la pipa de fumar).
ESTRAGO. Daño grave, ruina, des-
ESCONDRIJO. Rincón apropiado para esconderse o esconder algo en él.
trucción. ESTREMECERSE. Temblar, sobresaltarse.
ESCOTE. Abertura en la parte superior
ESTRIBILLO. Parte de una canción que
de una prenda de vestir, por la que
se repite a lo largo de esta. Frase he-
asoman el cuello y parte del pecho o la espalda.
cha que se repite con frecuencia. ESTRUENDO. Ruido muy fuerte.
296
M A T E R I A L E S PARA LA C L A S E
ESTRUJAR. Apretar algo muy fuertemente, especialmente si se pretende extraer alguna sustancia con ello (por ejemplo, se estruja un limón para que dé zumo). ESTUFA. Aparato para calentar espacios cerrados mediante la combustión de madera o gas, o la electricidad. ESTERA. Tejido grueso de esparto o juncos entrelazados que sirve para cubrir una parte del suelo. EVASIVA. Respuesta con la que se evita dar información importante. EXIMIO. Excelente, muy ilustre. FACHADA. Pared exterior de un edificio, sobre todo la de la entrada principal. FACISTOL. Atril o soporte que hay en las iglesias para los libros de gran tamaño. FACTIBLE. Que se puede hacer. FACULTADES (en el uso de sus facultades). Con conciencia, con la capacidad mental sana. FALLEBA. Varilla de hierro sujeta en dos o más anillos y que puede girar, con la que se cierran ventanas y puertas de dos hojas, manteniéndolas unidas entre sí o al marco. FANGO. Barro, mezcla de tierra y agua. FlERECITA. Diminutivo de fiera-, animal salvaje. FIGURAR. Formar parte de algo, estar dentro de un conjunto o lista. FINCA. Propiedad, especialmente en el campo. FINO. De buena calidad y delicado.
FINURA. Destreza, especialmente para realizar una tarea delicada. FISONOMIA. Conjunto de rasgos del rostro de una persona, a los que debe su expresión personal y particular. FOGÓN. Parte de las cocinas antiguas, que funcionaban con carbón, donde se hacía fuego para guisar. FOLLETO. Obra impresa de pocas páginas. FORASTERO. Que es de otra ciudad u otro país. FOSO. Excavación profunda que rodea un castillo o una fortaleza. FRANJA. Lista, tira, zona o materia alargada. FRUICIÓN. Placer, satisfacción intensa. FRUTA ESCARCHADA. Fruta cubierta de azúcar cristalizado, se come especialmente en Navidad. FUERZA BRUTA. Fuerza no guiada por la razón y la lógica. FUGA. Composición musical basada en la repetición de un tema y su contrapunto en diferentes tonos. FURIBUNDO. Furioso, lleno de enfado. FUTILEZA. Cosa inútil, de poca importancia. GABINETE. Sala pequeña para estudiar o recibir gente. GALO. Habitante de la Galia o las Galias, país de la Antigüedad que incluía Francia, Bélgica y zonas de Suiza, Holanda y Alemania. Julio César conquistó las Galias en el siglo I a. de C.
GLOSARIO GALERIA. Pasillo abierto al exterior o con ventanas. GAÑÁN. Muchacho basto, sin mucha educación ni cultura. GARABATO. Escritura o dibujo mal trazado y esquemático. GARFIO. Gancho, instrumento de metal curvo que sirve para colgar objetos. GENTÍO. Gran cantidad de gente. GLACIAL. Helado. GOLUSMEAR. Probar o comer de lo que se está guisando.
297
HALAGO. Alabanza, manifestación de admiración que puede tener fines interesados. HAMACA. Red o tela resistente que se ata por los extremos a dos soportes y sirve para dormir. HARINOSA. Q u e contiene mucha harina. HAZAÑA. Acción importante y difícil de realizar, acto heroico. HEMICICLO. Semicírculo, especialmente el que forman los asientos en una sala pública o de reuniones.
GORRIONCILLO. Diminutivo de go-
HIEDRA. Planta siempre verde, trepa-
rrión:: pájaro pequeño de color par-
dora, que puede cubrir en ocasio-
do, muy común en España.
nes muros enteros con sus ramas y
GOTERÓN. Gota muy grande. GRANADA. Fruto del granado. D e ta-
hojas. HIGUERA. Arbol de media altura y ho-
maño parecido al de una naranja
jas grandes. Su fruto es el higo.
grande, es también redondeada,
HOCICO. Parte de la cabeza del ani-
aunque con una protuberancia ás-
mal donde están la nariz y la boca.
pera que sobresale. Su corteza es
HOJA DE LATA. Hojalata, lámina de
rojiza amarillenta y en el interior
acero o hierro bañada con estaño.
tiene numerosos granos rojizos, ju-
HOJEAR. Pasar las hojas de un libro le-
gosos, de sabor dulce. En España se
yendo deprisa algunas frases o pa-
da sobre todo durante el otoño y el invierno. GRUTA. Caverna, cueva. GUIRLACHE. Pasta hecha de almendras tostadas y caramelo. Es un dulce típicamente navideño. GUIRNALDA. Tira de adorno tejida con flores y ramas.
sajes. HOLGAZANERÍA. Pereza, falta de ganas de trabajar. HORRÍSONO. Aquello que produce un sonido horrible. HUERTA. Porción de terreno donde se cultivan vegetales comestibles. IMPERMEABLE. Prenda de vestir para cu-
HACER LABOR. Coser, bordar o tejer.
brirse de la lluvia, hecha de un teji-
HACER MELLA. Afectar, impresionar.
do que no permite el paso del agua.
298
MATERIALES PARA LA CLASE
ÍMPETU. M o v i m i e n t o acelerado y violento, fuerza, energía. IMPOSTAR. Educar la voz para que esta suene sin vacilaciones ni temblores. INALTERABLE. Q u e no se altera, q u e no cambia. INAUDITO. N u n c a oído. Fuera de lo normal, monstruoso. INCORPORARSE. Pasar de la posición de t u m b a d o o recostado a la de sentado. INDESCRIPTIBLE. Q u e no p u e d e describirse. ÍNDOLE. Naturaleza, conjunto de características, clase de una cosa. INDÓMITO. Q u e n o p u e d e d o m a r s e , q u e es m u y difícil o imposible de someter. INFALIBLEMENTE. D e m a n e r a infalible, es decir, sin ningún fallo. INFIERNILLO. Aparato eléctrico pequeño para calentar o mantener calientes alimentos. INHIBIDO. C o n las facultades reprimidas y en suspenso. ININTELIGIBLE. Q u e no se p u e d e entender. INMENSURABLE. Q u e no p u e d e medirse, enorme. INMUNDO. M u y sucio, repugnante.
INTACHABLE. Q u e no tiene tacha o falta, perfecto. INTERNO. A l u m n o que reside en el colegio en el que estudia. INTERRUPTOR. Llave q u e permite pasar o detener la corriente eléctrica para encender o apagar los aparatos. INTRINCAMIENTO.
Complicación,
complejidad. JUNCO. Planta de tallos largos, cilindricos y flexibles, que crece en zonas h ú m e d a s , c o m o las orillas de los ríos. Tallo de esa planta. LACA. Barniz duro y brillante hecho a partir d e u n a sustancia q u e brota de algunos árboles orientales. LAGARTIJA. Pequeño lagarto de color c a m b i a n t e entre el verde y el pard o , m u y c o m ú n en España. LAMERÓN. G o l o s o . A f i c i o n a d o a comer por capricho. LÁNGUIDO. Débil y sin energía. LARGUEZA. Generosidad. LÁSTIMA. Pena. LAUREL. Árbol siempre verde, cuyas hojas son m u y apreciadas por sus propiedades aromáticas y medicinales. LEGUA. M e d i d a de longitud antigua.
INQUISITORIAL. Q u e pregunta de ma-
Equivale a 5 5 7 2 , 7 metros, pero ge-
nera exigente y autoritaria, de mane-
neralmente se usa de m a n e r a im-
ra parecida a c o m o lo hacía la anti-
precisa, para significar u n a gran
gua Inquisición.
distancia.
INSTITUTRIZ. Mujer que se encarga de
LETRA INGLESA. Letra m u y inclinada
la educación d e un niño en el do-
y en q u e los trazos de la pluma son
micilio de este.
de diversos grosores.
GLOSARIO
LIRÓN. Mamífero roedor parecido al ratón, que vive en el monte y pasa todo el invierno oculto y adormecido. LOMBARDA. Variedad de col de color morado. LOMO. Carne de cerdo tomada de la parte superior del mismo, desde el cuello hasta el comienzo de las patas traseras. LOSA. Piedra lisa, poco gruesa y de forma generalmente rectangular o cuadrada. LÚGUBRE. Sombrío, muy triste, fúnebre. LUMBRERA. Cuerpo que emite luz. LLORIQUEAR. Llorar sin fuerzas y sin un motivo grave. LLORIQUEO. Llanto débil. MACARRONES. Pasta alimenticia hecha de harina, con forma de canuto de unos cuatro centímetros de largo. MACETA. Recipiente de barro u otro material donde se cultiva una planta. MADREPERLA. Molusco bivalvo que se cría en el fondo del mar. Es muy apreciado por la perla que contiene en su interior. MACHUNA. Mujer que parece un hombre o se comporta como un hombre. MAGNITUD. T a m a ñ o .
MÁLAGA. Provincia y ciudad de Andalucía, a orillas del Mediterráneo, en la que se produce una variedad especial de vinos. Vino de esta región.
299
MALVADA. M u y m a l a .
MANEJO. Intriga, maquinación. MANIOBRA. Intriga, plan que se lleva a cabo para conseguir algo. MAQUINACIÓN. Plan preparado para conseguir algo, sobre todo si es con medios poco honestos. MAREJADA. Movimiento fuerte de las olas. Metafóricamente, excitación intensa de los sentimientos o de las opiniones. MARIE BRIZARD. M a r c a c o m e r c i a l d e
licores de origen francés. El más común, que suele llamarse directamente «Marie Brizard», es un licor de anís, muy dulce y perfumado. MARISABIDILLA. Mujer que presume de saber mucho. MARTA CIBELINA. M a m í f e r o d e c u a -
renta a cincuenta centímetros de largo contando la cola. Es de tamaño algo menor que la llamada marta común y muy apreciada por su piel, marrón o negra. MATIZ. Cada uno de los grados de un color. Cada uno de los detalles que hace distinto y especial algo. MAZAPÁN (figuritas de). Pasta hecha de almendras molidas y azúcar, que se modela en forma de pequeñas figuras (generalmente de animales) y se come como postre los días navideños. MENTAR. Nombrar, mencionar. MERIENDA. Comida ligera que se toma por la tarde.
300
MATERIALES PARA LA CLASE
MERO. Simple.
NARANJO. Árbol perenne, de entre
MÉTODO. Modo de hacer algo. Libro
cuatro y seis metros de altura y
en que se enseñan los elementos
copa redondeada, cuyo fruto es la
fundamentales de una ciencia o arte. MIRADOR. Galería o balcón cerrado con cristales desde donde se contempla el exterior. MIRLO. Pájaro de unos veinticinco
naranja. NECIO. Tonto. NIÑERÍA. Actitud infantil, tontería. NOVENA. Ciclo de oraciones que dura nueve días. NUDILLO. Articulación que une cada
centímetros de alto. El macho es
uno de los dedos a la mano y que
de color negro con el pico amarillo
sobresale en el dorso de esta.
y la hembra de color pardo.
NUTRIA. Mamífero que vive en las
MÍSTICO. Relacionado con la mística,
orillas de los ríos y se alimenta de
es decir, con la experiencia sobre-
peces. Su cuerpo tiene unos sesen-
natural de lo divino. MOHÍN. Mueca, gesto.
ta centímetros de largo y su cola puede alcanzar cuarenta centíme-
MOLE. Cosa muy grande y pesada.
tros. Es muy apreciada su piel.
MONOSILÁBICO. D e una sola sílaba.
OBLICUIDAD. Inclinación, desviación
MONÓTONAMENTE. Sin variaciones. MONTANTE. Ventana sobre la puerta de una habitación. MONTERA. Techo acristalado sobre un patio o una galería. MOZO. Joven. MUDANZA. Traslado de una casa a
de la postura recta, posición entre lo vertical y lo horizontal. OBRAR. Actuar. OCURRENCIA. Idea original e inesperada. OFICIAL. Militar de categoría intermedia.
otra de personas, muebles y demás
ÓMNIBUS. Autobús.
objetos.
ONOMATOPÉYICO. Término que imi-
MULETA. Especie de bastón con un soporte en el extremo superior, para apoyar en él el brazo o la axila. MUNDANO. Acostumbrado a la buena sociedad y sus placeres y lujos; cosmopolita.
ta el sonido de la cosa o la acción a la que nombra. ORDENANZA. Persona que realiza tareas a las órdenes de alguien en una oficina. ORDINARIO. Vulgar, sin elegancia ni
MURMULLO. Ruido hecho hablando,
educación. Un «gran paquete que
continuo, no muy intenso y sin
acababa de traer el ordinario»: el
que se entiendan las palabras.
correo ordinario, terrestre, no cer-
301
GLOSARIO
tificado. «De ordinario»: de costumbre, habitualmente. ORGANILLERO. Persona que toca el or-
PALILLERO. Mango de la pluma de escribir antigua, al que se unía un plumín, o pequeña lámina de me-
ganillo, un instrumento musical
tal que se mojaba en la tinta para
portátil, de forma similar al piano,
escribir.
con la melodía grabada en un cilin-
PALMA. Palmera, árbol de tronco an-
dro que se hace girar con una ma-
cho y cilindrico del que parten di-
nivela.
rectamente, sin ramas, las hojas.
ORILLA. Límite entre un río o el mar y la tierra; terreno de ese límite.
Crece principalmente en los climas tropicales.
ORTOGRAFÍA. Forma de escribir res-
PALMADA. Golpe dado con la palma
petando las reglas que regulan la
de la mano (es decir, con la parte
escritura de una lengua. ORUGA. Larva de ciertos insectos, con
interior de la mano). PALOMAR. Construcción destinada a
forma de gusano y a veces con pe-
criar palomas. Es muy frecuente
los que causan irritación si se to-
en el campo castellano.
can. En las plantas, puede ser una plaga.
PAMELA. Sombrero de mujer con el ala muy ancha.
OSCILAR. Moverse de un lado a otro
PANAL. Conjunto de cavidades hexa-
volviendo después a la posición
gonales donde las abejas almace-
original, como un péndulo.
nan la miel.
OSTRA. Molusco con dos conchas ás-
PANTOMIMA. Género teatral sin pala-
peras y pardas o grisáceas por fue-
bras, basado solo en gestos y movi-
ra. Su interior, comestible, es muy
mientos. Payasada, acción ridicu-
apreciado y caro.
la. Farsa,
OVILLO. Bola o lío que se forma al recoger sobre sí un hilo, un cable, etc.
fingimiento.
PAÑO. Tela fuerte de lana. PAPEL PAUTADO. El que tiene impresa
OXIDADO. Cubierto de óxido, es de-
una cuadrícula para aprender a es-
cir, de una capa rojiza que recubre
cribir o un pentagrama musical
los metales expuestos al aire y a la humedad. PADRENUESTRO. Oración cristiana así llamada por comenzar con las palabras «Padre Nuestro». PALURDO. Persona de pueblo y de modales toscos, sin refinamiento.
para escribir las notas musicales. PARADIGMA. Ejemplo, modelo de carácter ejemplar. PARDILLO. Persona de pueblo o aldea, sin cultura ni refinamiento. PAREDÓN. Pared que queda en pie de un edificio en ruinas.
302
MATERIALES PARA LA CLASE
PARRA. Vid, y especialmente aquella
garfio, en una barra, en el interior
cuyas ramas se elevan mediante al-
de un armario, etc. Percha de Vito-
guna clase de soporte. PATALEO. Movimiento agitado de las piernas, para mostrar enfado o protesta ante algo. PATULEA. Conjunto de gente que pro-
ria: percha fabricada en la ciudad española de Vitoria. PEREJIL. Planta de color verde oscuro que se emplea, por sus propiedades aromáticas, como condimento en
duce desorden y contusión, grupo
muchos platos, tanto fresco como
de chiquillos.
seco.
PAVANA. Danza antigua caracterizada por sus movimientos lentos y su seriedad. PAVOROSO. Que provoca pavor (es decir, miedo muy intenso). PELADILLA. Almendra bañada en azúcar. Su aspecto es el de una piedrecilla blanca. Se come especialmente en Navidad. PELUSA. Vello, pelo suave (por ejem-
PERIPECIAS. Aventuras, sucesos imprevistos. PERPLEJO. Sorprendido y confuso. PESCUEZO. Cuello de los animales. PESTAÑEAR. Mover los párpados y pestañas, es decir, abrir y cerrar los ojos muy rápidamente. PESTILLO. Pieza que sirve para mantener cerrada una puerta. PICARDÍA. Travesura. Comentario ma-
plo, el que recubre los melocoto-
licioso de intención vagamente
nes). Materia similar a esto.
sexual.
PELLEJO. Piel de los animales.
PICHÓN. Pollo de la paloma. Se pue-
PENCA. Tallo de algunas hortalizas.
de usar para llamar cariñosamente
PENDÓN. Bandera militar que se usa-
a un niño o niña (en femenino, pi-
ba en la guerra para distinguir a cada batallón. PENITENCIA. Castigo que se cumple para expiar una culpa o un pecado. PEÑÓN. Monte donde hay muchas peñas, es decir, rocas de gran tamaño. PERCATARSE. Darse cuenta. PERCHA. Pieza de madera o metal con un gancho en la parte superior;
chona). PIÉLAGO. Océano (es palabra poética). PIMPOLLO. Rama nueva, brote de una flor. Metafóricamente, niño o joven de especial hermosura. PINAR. Bosque de pinos. PINO. Árbol siempre verde, de tronco alto y recto, y hojas muy estrechas y punzantes.
sirve para colocar en ella abrigos,
PINTORESCO. Escena, paisaje o tipo
camisas y otras prendas de vestir,
que resulta muy característica y tí-
y después colgar la percha, por el
pica de un lugar.
GLOSARIO
PIÑÓN. Fruto del pino, similar a una
303
PRACTICANTE. Persona que cumple
almendra, pero más pequeño y de
tareas sanitarias como poner inyec-
color casi blanco.
ciones, limpiar y curar heridas y ci-
PIPA. Utensilio para fumar consistente en un tubo y un recipiente hueco donde se echa y se quema el tabaco. PLATAFORMA. Superficie más elevada que el resto, tablero elevado sobre el suelo. PLEITO. Disputa o lucha judicial entre dos partes. POMPA. Burbuja de líquido con aire dentro. PONZOÑOSO. Venenoso. PORCELANA. Barro fino cocido, de superficie perfectamente lisa, y muy claro y brillante. PORTAZO. Golpe fuerte que da una puerta al cerrarse. PORTENTO. Suceso o cosa admirable y extraña. PORTEZUELA. Puerta pequeña. PORVENIR. Futuro. POSTIGO. Cada una de las dos puertas que cubren una ventana, por dentro o por fuera del cristal. POTERNA. Puerta pequeña de una for-
catrices, etc. PREDILECCIÓN. Preferencia, estimación especial por algo o alguien. PREPONDERANTE. Que destaca y se impone sobre el resto. PROCEDER. Comenzar a realizar una acción; actuar. PRIMOR. Cosa primorosa, es decir, realizada con sumo esmero y muy bella. PUNTADA. Cada segmento de hilo comprendido entre los dos agujeros creados por la aguja en una tela. PUNTILLAS (andar en o de). Andar sobre la punta de los pies, sin pisar con los talones. QUEJARSE. Expresar lamentos o protestas por un sufrimiento, un dolor, una injusticia, etc. QUEJUMBROSA. Que se queja por costumbre o con poco motivo. QUICIO. Marco de la puerta; abertura en la pared, donde se fija, por un lado, la parte móvil de la puerta.
taleza, que da al foso o a una rampa.
RACHA. Temporada de buena o mala
POTASA. Sustancia química consisten-
suerte. Periodo breve durante el
te en hidróxido de potasio; se utili-
cual una cosa, buena o mala, se
za para tareas de limpieza profunda en suelos, cañerías, etc. POYO. Banco pegado a la pared. Poyo
produce con frecuencia. RÁFAGA. Viento repentino, fuerte y de poca duración.
de la chimenea: reborde inferior de
RATONERA. Trampa para ratones.
la chimenea que sobresale, como
REALCE. Adorno que sobresale de la
un banco.
superficie de una cosa.
304
MATERIALES PARA LA CLASE
REANUDAR. Continuar una actividad interrumpida. REBANADA. Rodaja de pan. REBOSAR. Dicho de un líquido, salirse por los límites del recipiente que lo contiene. Metafóricamente, tener gran cantidad de algo. REBRAMAR. Bramar una y otra vez. REBULLIR. Moverse, sobre todo si es de manera inquieta y causando ruido. RECHINAR. Hacer un ruido estridente dos cosas al rozarse entre sí. RECHISTAR (sin). Responder para protestar. Se utiliza sobre todo en la expresión sin rechistar, sin replicar, sin interrumpir a alguien mientras ha-
REPRIMENDA. Reprensión, corrección o advertencia expresada en un tono fuerte y severo. REPUGNANTE. Q u e produce asco. REQUISITO. Condición necesaria para algo. RESABIO. Mala costumbre, vicio que se ha adquirido. RESIDUO. Material inútil que queda después de realizar un trabajo. RESORTE. Pieza que después de moverse vuelve sola a su posición original. Medio del que alguien se vale para conseguir un fin. RESPALDO. Parte del asiento en que se apoya la espalda.
bla o, sencillamente, sin decir nada.
RETAMA. Arbusto de entre dos y cuatro
REFERIDO (a algo o alguien). Dicho
metros de altura, con muchas ra-
de ese algo o ese alguien. REFINAMIENTO. Extremo cuidado.
mas largas y flexibles, pocas hojas y flores de color amarillo. Es muy co-
REFLECTOR. Aparato consistente en
mún en España y su madera se
una superficie lisa y brillante que
solía utilizar como leña para el fue-
lanza la luz en una determinada dirección. REFULGENTE. Muy brillante, resplandeciente. REJA. Conjunto de barrotes metálicos que se pone en las ventanas y los balcones para la seguridad. RELEGAR. Apartar, dejar para después, abandonar. RENDIDO. Muy cansado, agotado. RENDIJA. Hendidura, abertura estrecha
go de las cocinas. RETARDAR. Retrasar, hacer que algo dure más. RETENER. Impedir que algo se mueva, mantener en un lugar. RETINTÍN. Tono empleado al hablar que denota ironía o burla. RETRAERSE. NO exteriorizar o expresar los sentimientos. RETUMBAR. Resonar, producir resonancia.
en una cosa sólida o entre dos cosas.
REZO. Oración, ruego o alabanza
RENQUEAR. Cojear, caminar con difi-
que se dirige a Dios, la Virgen o
cultad y con paso desigual.
los santos.
GLOSARIO RIBETEADO. Se dice de un tejido o una
305
SIEN. Cada una de las dos partes late-
prenda de vestir cuando tiene los
rales de la cabeza, entre la frente, la
bordes adornados con cintas, hilos
oreja y la mejilla.
o bordados.
SIERPE. Palabra antigua y de uso poé-
RICTUS. Gesto de la cara que mani-
tico: sinónimo de serpiente.
fiesta un sentimiento de dolor o
SILLETÍN. Asiento bajo y sin respaldo.
amargura.
SLNCERACIÓN. Acción de sincerarse
RIGOR. Dureza, severidad.
diciendo toda la verdad acerca de
RIBERA. Orilla o margen de un río o del mar. ROER. Morder poco a poco y de manera superficial los alimentos. ROMANZA. Composición
algo. SOBRADO. Desván, último piso cu-
musical
sencilla y de contenido amoroso o tierno. Ros. Gorro militar con visera, más alto por delante que por detrás.
bierto de una casa. SOBRAS. Restos que quedan de una cosa anterior gastada ya en su mayor parte. SOBRESALIR. Destacar, distinguirse del resto. SOCIEDAD BENÉFICA. Sociedad o gru-
ROTONDA. Plaza circular.
po de personas que se dedican a ha-
ROTUNDAMENTE. De manera clara y
cer buenas obras sin recibir dinero
precisa, que no admite réplicas. SABLE. Especie de espada algo curva y con un solo filo. SACUDIR. Mover algo o a alguien violentamente de un lado a otro. SALADO. Gracioso, que tiene encanto.
a cambio. SOLFEO. Estudios para leer correctamente las partituras musicales. SOLLOZO. Respiración entrecortada a causa del llanto. SOMBRÍO. Melancólico, grave, muy triste.
SALVA. Saludo, bienvenida. Serie de
SONIQUETE. Tono especial en las
disparos hechos en señal de saludo
palabras o la risa que demuestra
o bienvenida. SARCÁSTICO. Que utiliza la burla o la ironía de una manera cruel. SATINADO. Liso y brillante. SEMIESFÉRICO. Que tiene forma de media esfera. SESGO. Torcimiento, oblicuidad. Al sesgo: torcido, oblicuo.
burla. SOPORTAL. Acera cubierta por parte de los edificios, que descansan sobre columnas. Es muy común en plazas y calles españolas. SORBO. Trago muy pequeño o cantidad muy pequeña de un líquido. SUCEDER. Pasar, ocurrir.
306
MATERIALES PARA LA CLASE
SUCUMBIR. C e d e r , s o m e t e r s e , rendirse. SULTÁN. Soberano de un país islámico. SUMAMENTE. Muy, extremadamente. SUPERPLUO. Innecesario, sobrante. SUPERIORA. M u j e r q u e dirige una com u n i d a d de monjas. SUPLICAR. Pedir algo con h u m i l d a d y sumisión. SUPLICIO. Tortura, castigo m u y doloroso. TABIQUE. Pared delgada para separar las habitaciones d e una casa. TÁCTICA. Sistema seguido para lograr algo. TAFILETE. C u e r o m u y fino y brillante.
TIRAR. Funcionar; «alguna [escobilla] q u e tire»: alguna escobilla q u e sirva o q u e funcione. TIRITAR. Temblar, sobre todo a causa del frío o la fiebre. TITUBEAR. Detenerse a causa de las dudas al actuar o hablar. TOQUILLÓN. Toquilla abultada; es decir, pañuelo de p u n t o para envolver a los niños, de gran t a m a ñ o o grosor. TORBELLINO. R e m o l i n o d e viento. A b u n d a n c i a d e cosas q u e suceden al m i s m o tiempo. TORNEO. Competición. Originalmente, la palabra se refería a la lucha de-
TAMBALEARSE. Moverse algo o alguien
portiva a caballo de época medieval.
de un lado a otro por falta de equi-
TOZUDO. Obstinado, que no cambia de
librio. TAPIA. Pared q u e sirve d e límite d e una propiedad. TARAREAR. C a n t a r u n a canción sin pronunciar las palabras. TARIMA. S u e l o d e tablones d e m a d e -
opinión o de actitud con facilidad. TRAJE SASTRE. C o n j u n t o d e vestir femenino, consistente en chaqueta y falda o chaqueta y pantalón, similar a un traje masculino. TRAJINAR. Andar de un lado para otro
ra. Parte del suelo más elevada q u e
realizando alguna tarea o varias a la
el resto.
vez.
TARTANA. Carruaje de dos ruedas tira-
TRAMA. Intriga, plan conspiratorio.
d o p o r un caballo, con cubierta y
TRANSIDO. M u y a n g u s t i a d o o extre-
asientos. Se p u e d e aplicar también
m a d a m e n t e afectado por un sufri-
a un coche m u y viejo. TEMPLAR. Suavizar. TIMBAL. Plato consistente en una ma-
miento. TRASLUCIR. Entrever, adivinar a través algún signo.
sa de harina y manteca rellena d e
TRECHO. Distancia.
carne u otros alimentos.
TRENZA. Peinado q u e se hace entre-
TIRABUZÓN. M e c h ó n de cabello rizado en espiral.
cruzando tres mechones o g r u p o s de cabello.
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GLOSARIO
TREPIDACIÓN. Temblor muy fuerte. TRIBUNA. Plataforma elevada desde donde alguien habla. TRICOT. Punto, labor que se hace te-
URNA. Caja de cristal que guarda y permite ver un objeto valioso. UTENSILIO. Instrumento, herramienta.
jiendo una hebra de lana o algodón
VAGO. Impreciso, indefinido.
con ayuda de dos agujas de unos
VAHO. Vapor.
treinta centímetros de largo y de
VARA. Tallo o rama con flores. Rama
grosor variable, que se manejan con ambas manos. TRONCHO. Tallo de las hortalizas. TUERCA. Pieza en forma de anillo más o menos grueso, con el interior
delgada, lisa y sin hojas. VARONIL. Viril, propio de los varones o semejante a ellos. VELADOR. Mesita redonda, pequeña y con un solo pie.
hueco y labrado en espiral, de ma-
VERSIFICADOR. Aquel capaz de com-
nera que se pueda encajar en ella
poner versos, pero sin el auténtico
perfectamente un tornillo. TULIPÁN. Planta con raíz bulbosa, un
genio del poeta. VÉRTIGO. Sensación de mareo.
tallo liso y una sola flor grande de
VICIADO. Que ha cogido un vicio. Di-
color vivo que puede ser rojo, ama-
cho de un material, que ha cogido
rillo, anaranjado, etc., con seis pé-
una forma y ya no puede adoptar
talos cerrados en forma de vaso.
otra.
TURBIO. Oscuro, dudoso, poco claro.
VIDRIO. Materia transparente o semi-
TURBULENCIA. Confusión, alboroto,
transparente, dura y frágil, que se
agitación. TURRÓN. Típico postre navideño en forma de tableta. Las variedades tra-
obtiene de la fusión de arena y otros elementos a altas temperaturas. Cristal.
dicionales están hechas a base de fru-
VlL. Despreciable, bajo, miserable.
tos secos como almendras, avellanas,
VILO (en). En suspenso, en el aire, sin
piñones o nueces, mezclados con miel y azúcar; sin embargo, actualmente hay variedades de distintos sabores como chocolate, café, etc. ULTRAMARINOS (tienda de). Tienda de
apoyo. VILLANCICO. Canción
popular de
tema navideño. VISILLO. Cortina de tejido fino y casi transparente.
comestibles. Se solían llamar así
VOLUTA. Adorno en forma de espiral.
estos comercios por tener produc-
VUELA. Tipo de tela muy fina y ligera.
tos venidos por vía marítima de
YACENTE. Tumbado, especialmente
otros países.
por causa de una enfermedad o de
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M A T E R I A L E S PARA LA CLASE
la muerte. Se aplica principalmen-
ZARZA. Arbusto con ramas dotadas de
te a las representaciones de Jesu-
espinas, flores blancas o rosadas y
cristo en esa posición. ZAFARSE. Liberarse, soltarse.
fruto dulce. ZOZOBRAR. Dicho de un barco, estar
ZAMBULLIRSE. Meterse en el agua de
a punto de volcarse a causa del
golpe. En sentido figurado, entre-
viento y las olas. Metafóricamente,
garse de golpe y por completo a
dicho de una persona, sufrir una
una actividad. ZANJAR. Resolver un asunto, ponerle fin definitivamente. ZARANDEAR. Mover algo o a alguien de un lado para otro con energía.
profunda inquietud y angustia. ZUMBAR. Producir un sonido continuado, como el que hacen las moscas o las abejas al volar, y que a veces se siente en el interior del oído.
PROPUESTAS DE TRABAJO EN CLASE
¿Cómo aparecen caracterizados los siguientes personajes femeninos en la narración? • • • •
Ama Tía Angustias Doña Luisa Adriana
Señala los altibajos que sufre la relación de Leticia con Luisa a lo largo de la narración (por ejemplo, el inicio de las lecciones con don Daniel supone un claro alejamiento). Indica cuáles de los siguientes adjetivos se ajustan mejor a la caracterización de Leticia en la novela y elige algún pasaje de la novela que así lo demuestre. • inmadura • reflexiva • inteligente •frivola
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M A T E R I A L E S P A R A LA C L A S E
• calculadora • ingenua • inconsciente 4. Localiza alguno de los flash-backs del relato de Leticia y analiza su contenido. 5. Clasifica los siguientes espacios de la novela, según pertenezcan a la ciudad de Valladolid o al pueblo de Simancas: • • • • • • • • • •
Archivo Casa de doña Luisa y don Daniel Ermita del Arrabal Pasaje situado entre la calle del Obispo y la calle de la Sierpe (pasaje de Gutiérrez) Iglesia de San Esteban Casa de la maestra Casa de la abuela de Leticia Comercio «Casa de Rodríguez» Mercado del Val Merendero «El Edén», en la zona de La Rubia
6. Analiza el significado simbólico que puede tener el hambre voraz que Leticia manifiesta en varios momentos de la narración. 7. Busca en la novela las referencias que existen a la indumentaria de los personajes y reflexiona sobre su posible significado.
PROPUESTAS DE TRABAJO EN CLASE
311
8. ¿Qué actividades son aquellas que Leticia, en su relato, considera «femeninas» y cómo las caracteriza? 9. ¿Aparecen otras niñas en la novela? ¿Qué opinión tiene la narradora de ellas? 10. ¿Conoces alguna otra obra en que la trama gire en torno a la relación entre un hombre adulto y una niña? Compara la caracterización de los personajes con la de Leticia y don Daniel. 11. La obra de Sigmund Freud tuvo una influencia considerable en la creación artística y literaria de muchos autores formados hacia los años veinte e interesados por el funcionamiento de la psique humana, los procesos del inconsciente, los estados de ensoñación, etc. Sabemos que Rosa Chacel llevó, en el equipaje de su viaje a Italia, en 1922, uno de los tomos de la obra de Freud traducida al español. ¿Crees que es posible encontrar huella de esa lectura en algún pasaje de Memorias de Leticia Vallét 12. ¿De qué guerra regresa el coronel Valle? Busca información sobre este conflicto bélico. 13. Los hechos relatados por Leticia tienen lugar en la población vallisoletana de Simancas. Busca información sobre esta localidad en Internet y exponía en clase.
312
M A T E R I A L E S PARA LA CLASE
14. ¿Cuál es la posición económica y social de la familia de Leticia Valle? Argumenta tu respuesta con aquellos pasajes del libro que te permitan deducirla. 15. ¿Cuáles crees que son los motivos del coronel Valle para desear ausentarse de la ciudad de Valladolid, primero yéndose a la guerra y después trasladándose a vivir a un pueblo? 16. En la novela no son muy frecuentes las descripciones del físico de los personajes. Localízalas y explica si hay una correspondencia entre la apariencia que se atribuye a cada uno de ellos y su carácter. 17. ¿Qué piensan de Leticia las amigas de su tía Frida? ¿Qué otros tópicos conoces sobre los españoles? ¿Aparecen reflejados en el libro? 18. Analiza los recursos mediante los cuales Rosa Chacel logra crear una sensación de suspense en los lectores. 19. ¿Por qué Leticia encuentra similitudes entre don Daniel y el protagonista de «La carrera»? ¿Hay algún otro pasaje en el libro que refuerce esa semejanza? 20. ¿Cómo aparece caracterizado el médico de Simancas?
BIBLIOGRAFÍA
OBRAS DE ROSA CHACEL. CRONOLOGÍA1 1927: «Estación. Ida y vuelta. (Comienzo de una novela)». En: Revista de Occidente (1. a época) 16.48 (junio), 257-273. [Edición parcial, adelanto de la novela.]
1 Se citan las primeras ediciones de libros y los volúmenes de la Obra completa. No se han incluido en esta bibliografía de la autora las ediciones en prensa de sus numerosos ensayos breves, artículos, conferencias y poemas, ni de sus prefacios o textos recogidos en catálogos de otros autores, pues es preferible citar los libros de artículos y ensayos en que se recogieron tales textos, más asequibles. La excepción a este proceder es «Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor», cuya primera edición, aparecida en la Revista de Occidente, sí citamos, por la especial significación que tienen tanto la fecha como el medio en que apareció el trabajo, inaugural y central en el pensamiento de la autora. En el caso de los relatos, dado que su número, aunque notable, lo permitía, sí hemos consignado la primera edición de los mismos, en diferentes medios de la prensa periódica. También hemos incluido sendos «adelantos» que la autora publicó en prensa de sus novelas Teresa y Memorias de Leticia Valle. Quedan fuera de la relación que ofrecemos las traducciones elaboradas por Chacel, individualmente o en colaboración, en sus años de exilio, así como las traducciones de sus propias obras.
314
M A T E R I A L E S PARA LA C L A S E
1928: «Chinina Migone». En: Revista de Occidente (I a época) 19.55 (enero), 79-89. 1929: «Juego de las dos esquinas». En: Revista de Occidente (1. a época) 23.68 (febrero), 210-234. — « Teresa (novela de amor)». En: Revista de Occidente (1. a época) 26.77 (noviembre), 223-243. [Edición parcial, adelanto de la novela.] 1930: Estación. Ida y vuelta. Madrid: Ulises. 1939: «Memorias de Leticia Valle». En: Sur 52 (enero), 14-27. [Edición parcial, adelanto de la novela.] 1940: «Lazo indisoluble». En: Sur 66 (marzo), 44-50. 1941: Teresa. Buenos Aires: Nuevo Romance. 1943: «Buzo vagabundo». En: Insula (Buenos Aires) 3 (primavera), 175-183. [Es la primera versión de «La gerencia».] 1945: Memorias de Leticia Valle. Buenos Aires: Emecé. — «Fueron testigos». En: Sur 128 (junio), 62-75. — «La cámara de los cinco ojos». En: Sur 134 (diciembre), 19-29. 1946: «Los dominios del sabio rey». En: Sur 146 (diciembre), 47-57. 1947: «Icada, Nevda, Diada». En: Los Anales de Buenos Aires 14 (abril), 10-18. — «Relación de un arquitecto». En: Los Anales de Buenos Aires 23 (octubre), 41-49. 1952: Sobre el piélago. Buenos Aires: Imán. 1956: «(Suma) El que tiene la llave». En: La Nación (19 de febrero), 3-16. 1958: Poesía de la circunstancia. Cómo y por qué de la novela. Bahía Blanca: Universidad Nacional del Sur. 1960: «Balaam». En: Sur 264 (mayo-junio), 25-39.
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Barcelona: Seix Barral.
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Barcelona: Seix Barral.
1980: «Margarita (Zurcidora)». En: Nueva Estafeta 2 1 - 2 (agostoseptiembre): 22-41.
—
Timoteo Pérez Rubio y sus retratos del jardín. Madrid: Cátedra.
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— Alcancía. Vuelta. Barcelona: Seix Barral. 1984: Acrópolis. Barcelona: Seix Barral. 1986: Rebañaduras.
Valladolid: Junta de Castilla y León, Conse-
jería de Educación y Cultura. 1988: Ciencias Naturales. 1989: Balaamy
Barcelona: Seix Barral.
otros cuentos. Madrid: Mondadori/Montena.
— La lectura es secreto. Madrid: Júcar. —
Obra completa,
1. La sinrazón.
E s t u d i o preliminar de A n a
Rodríguez Fischer. Valladolid: Editora Provincial/Centro de Creación y Estudios Jorge Guillén/Excma. Diputación Provincial de Valladolid.
316
M A T E R I A L E S PARA LA CLASE
— Obra completa, 2. Ensayo y poesía. Estudio preliminar de Félix Pardo. Valladolid: Editora Provincial/Centro de Creación y Estudios Jorge Guillén/Excma. Diputación Provincial de Valladolid. [Contiene: Saturnal, La Confesión, A la orilla de un pozo, Versos Prohibidos, Homenajes.] 1993: Obra completa, 3. Artículos I. Edición, prólogo y notas de Ana Rodríguez Fischer. Valladolid: Excma. Diputación Provincial de Valladolid/Centro de Estudios Literarios/Fundación Jorge Guillén. [Contiene: artículos publicados e inéditos, ordenados según la siguiente clasificación temática: I «Obra», II «Mi tiempo», III «Maestros», IV «Amigos».] — Obra completa, 4. Artículos II. Valladolid: Excma. Diputación Provincial de Valladolid/Centro de Estudios Literarios/Fundación Jorge Guillén. [Contiene: artículos publicados e inéditos, ordenados según la siguiente clasificación temática: I «Lecturas y críticas», II «Arte y artistas», III «Artículos», IV «La mujer», V «Viajes».] 1998: Alcancía. Estación termini. Edición de Carlos Pérez Chacel y Antonio Piedra. Salamanca: Junta de Castilla y León, Consejería de Educación y Cultura. [Publicado postumamente.] — De mar a mar. Epistolario Rosa Chacel-Ana María Moix. Prólogo, edición y notas de Ana Rodríguez Fischer. Barcelona: Península. 2000: Obra completa, 5. Novelas II. Edición de Carlos Pérez Chacel y Antonio Piedra. Prólogo de Ana Rodríguez Fischer. Valladolid: Fundación Jorge Guillén/Junta de Castilla y León/ Ayuntamiento de Valladolid/Universidad de Valladolid. [Contiene: Estación. Ida y vuelta, Teresa, Memorias de Leticia Valle.] — Obra completa, 6. Novelas III. Edición de Carlos Pérez Chacel y Antonio Piedra. Prólogo de Ana Rodríguez Fischer. Valladolid:
BIBLIOGRAFÍA
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Fundación Jorge Guillén/Junta de Castilla y León/Ayuntamiento de Valladolid/Universidad de Valladolid. [Contiene: Barrio de Maravillas, Acrópolis, Ciencias Naturales.] 2004: Obra completa, 7. Narrativa breve. Edición de Carlos Pérez Chacel y Antonio Piedra. Prólogo de Ana Rodríguez Fischer. Valladolid: Fundación Jorge Guillén/Junta de Castilla y León/Ayuntamiento de Valladolid/Universidad de Valladolid. [Contiene sus relatos y novelas inacabadas, agrupados en: Desde el piélago-, Icada, Nevda, Diada-, Novelas antes de tiempo.] — Obra completa, 8. Autobiografías. Edición de Carlos Pérez Chacel y Antonio Piedra. Prólogo de Ana Rodríguez Fischer. Valladolid: Fundación Jorge Guillén/Junta de Castilla y León/ Ayuntamiento de Valladolid/Universidad de Valladolid. [Contiene: Desde el amanecer, Timoteo Pérez Rubio y sus retratos del jardín.] — Obra completa, 9. Diarios. Edición de Carlos Pérez Chacel y Antonio Piedra. Prólogo de Ana Rodríguez Fischer. Valladolid: Fundación Jorge Guillén/Junta de Castilla y León/Ayuntamiento de Valladolid/Universidad de Valladolid. [Contiene: Alcancía. Ida, Alcancía. Vuelta, Alcancía. Estación Termini.]
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2
Lógicamente, hemos dado preferencia a aquellos trabajos que tra-
tan principalmente Memorias
de Leticia
interés para el estudio de esta obra.
Valle o pueden tener especial
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M A T E R I A L E S PARA LA CLASE
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ZAMBRANO,