Memoria de un exilio : diario de la expusión de los Jesuítas de los dominios del Rey de España (1767-1768) 8479086394, 9788479086398


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Memoria de un exilio : diario de la expusión de los Jesuítas de los dominios del Rey de España (1767-1768)
 8479086394, 9788479086398

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ra DE UN EXILIO Diario de la expulsión de los jesuítas de los dominios del Key de España (1767-1768)

anuel Luengo S.I.

INMACULADA FERNÁNDEZ ARRILLAGA (ED.)

PUBLICACIONES Universidad de Alicante

MEMORIAS DE U N EXILIO. Diario de la expulsión de los jesuítas de los dominios del Rey de España

(1767-1768).

La expulsión de los jesuitas de España por Carlos III en 1767 fue uno de los sucesos que, por inesperado, más impactó a la Europa del siglo XVIII. Con el propósito de que quedara testimonio escrito de la peripecia de la Compañía de Jesús en su hora más amarga, muchos jesuitas elaboraron diarios donde dejar constancia de su deportación hacia el exilio. De todos ellos, el más constante y minucioso en la descripción de los acontecimientos fue el P. Manuel Luengo, sacerdote del Colegio de Villagarcía, en Castilla, que redactó su diario de manera ininterrumpida entre 1767 y 1815. Las páginas que ahora se editan por vez primera recogen la narración de lo vivido entre abril de 1767 y el otoño de 1769 por hombres cultos y respetados que, en horas, pasaron a ser tratados como delincuentes, embarcados en condiciones durísimas durante meses, y que tuvieron que arrostrar grandes penalidades en la isla de Córcega, sumida en una guerra civil, hasta su traslado definitivo a Italia.

Manuel Luengo, S.I.

MEMORIA DE UN EXILIO Diario de la expulsión de los jesuitas de los dominios del rey de España (1767-1768) Estudio introductorio y notas de

Inmaculada Fernández Arrillaga

UNIVERSIDAD DE ALICANTE

A Concha, in memoriam.

«Por más que un hombre quiera ser breve en sus cosas, suelen ocurrir a ellas tales circunstancias que las prolongan y hacen que sea largo. De esta manera, sin prevenirlo, se encuentra aritmético, y sucede al modo que se multiplican los guarismos con la colocación de un cero que, por sí solo, quiere decir "nada". Los incidentes son de esta condición, y sacan la cuenta con mayor suma de la que se pensaba, lo cual yo experimento, aquel de ir conciso en la narrativa de esta historia, una y otra circunstancia me precisan a dilatarme más de lo que imaginaba.» Historia Civil, 1740, t. III, p. 322, en MARTÍN GAITE, C , El proceso de Macanaz. Historia de un empapelamiento, Ed. Anagrama, Barcelona, 1969) (BELANDO,

AGRADECIMIENTOS En la publicación de este libro han colaborado una serie de personas que, con su apoyo y estímulo, nos han facilitado enormemente la tarea investigadora. En primer lugar, resulta obligatorio destacar el continuo asesoramiento científico, la confianza y estima que siempre hemos recibido del profesor Giménez López. Él fue quien, en 1992, supo orientar nuestros pasos hacia el Archivo Histórico de Loyola, para que «descubriéramos» este Diario. Destacar también el asesoramiento bibliográfico y las acertadas revisiones de Marta Diez, fruto del compañerismo del que siempre supo hacer gala y que basa nuestra amistad. Cayetano Mas y Antonio Carrasco hicieron factible la reprografía del grueso de la obra del P. Luengo. Ma del Carmen Irles resolvió las dudas que aparecían con respecto a los cargos de la Administración, Jesús Pradells las relativas a diplomacia, Daniel Sanz y Rafael Palau las concernientes al tratamiento informático del texto. El Servicio de Préstamo Interbibliotecario de la Universidad de Alicante ha sido clave a la hora de proveernos de gran parte del material investigador que hemos necesitado, de ahí nuestro reconocimiento a Encarna Martínez, a María Valero y a Ma José Gutiérrez. La consulta y obtención de gran parte de la documentación que hemos utilizado ha sido posible gracias a las facilidades que nos han dado, entre otros, el P. José Ramón Eguillor, del Archivo Histórico de Loyola, y más recientemente Olatz Berasategui del mismo centro azpeitarra; el P. José Torres, del Archivo Histórico de la Provincia de Toledo, S.J. y Elia Gozálbez que nos trajo desde Paraguay relevantes registros; también P. Woods, encargada de la Russell Library il

ESTUDIO

INTRODUCTORIO

en el Colegio de Maynooth, de la República de Irlanda. Damos las gracias a Enrique Matarredona (Jr.) por su complicidad y cálida acogida en Bournemouth, donde se elaboró el estudio preliminar que presentamos. Y a todos los que la brevedad de esta nota nos impide nombrar pero que se saben a nuestro lado, gracias.

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ÍNDICE ESTUDIO INTRODUCTORIO

15

DIARIO DE LA EXPULSIÓN DE LOS JESUÍTAS DE LOS DOMINIOS DEL REY DE ESPAÑA Diario del año 1767 Diario del año 1768

63 81 461

BIBLIOGRAFÍA

865

ARCHIVOS Y BIBLIOTECAS CONSULTADOS . . . .

873

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ÍNDICE AUXILIAR Con el fin de facilitar la lectura de la obra, incluimos el siguiente índice auxiliar: Diario del año 1767 Embarque en El Ferrol (18 de mayo) Negativa de Clemente XIII (14 de junio) Desembarco en Calvi (19 de julio) Llegada a Ajaccio (28 de septiembre) Reincorporación de los procuradores (15 de noviembre)

81 141 174 251 378 414

Diario del año 1768 Cobro de la pensión (2 de abril) Preparativos para abandonar la isla (25 de agosto) De Córcega a Sestrí (19 de septiembre) En los Estados Pontificios (5 de noviembre)

461 494 629 678 818

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ESTUDIO INTRODUCTORIO REFERENCIAS BIOGRÁFICAS DEL R LUENGO Fuentes Con ocasión del primer centenario del restablecimiento de la Compañía de Jesús, Constancio Eguía dedicaba un artículo1 al Diario inédito del P. Manuel Luengo 2 ; en él citaba a algunos de sus biógrafos, mencionando la existencia de unas páginas «pocas aunque substanciosas» escritas sobre la biografía del P. Luengo por el P. José María Castillo (de las que nada hemos encontrado), y la recopilación de datos que, con el fin de escribir la vida de este jesuita, elaboró el P. Frías, sin que tampoco le fuera posible llevarla a cabo. Estos Apuntes para una biografía del P Luengo estaban destinados, en principio, por Lesmes Frías para encabezar la tercera parte de su Reseña his1.

EGUÍA RUÍZ, Conrado, «Andanzas de un diario inédito», en Razón y Fe, XL, Madrid, 1914, pp. 323-338.

2. Titulado Diario de la expulsion de los jesuítas de los Dominios del Key de España, al principio de sola la Provincia de Castilla la Viexa, después más en general de toda la Compañía, aunque siempre con mayor particularidad de la dicha Provincia de Castilla, (a partir de aquí Diario), cuyo original se encuentra custodiado en el Archivo Histórico de Loyola (A.H.L.), y del que parecen existir copias en el Archivo de la Provincia canónica de Aragón, en Barcelona, y en la Biblioteca dell'Instituto Storico della Compagnia di Gesù en Roma. Esta última copia aparece con el título Diario sobre el destierro y vicisitudes de la Provincia de Castilla de la Compañía de Jesús... compendiados por el mismo autor, según BELLETTINI, Pierangelo, «Tipografi romagnoli ed ex gesuiti spagnoli negli ultimi decenni del settecento», Il libro in Romagna, Florencia, 1998, p. 558 (3). 15

ESTUDIO

INTRODUCTORIO

tortea ilustrada, pero la necesidad de compendiar el volumen de la Historia de la Compañía de Jesús3 fue la causa de que estas notas quedasen incompletas e inéditas, valiéndose de ellas el P. Eguía para sus artículos4. En el Archivo Histórico de Loyola hay copia mecanografiada de los datos que aporta Luengo sobre sus propias vivencias, destinadas al mismo fin de componer una biografía del diarista; estos apuntes remiten a las páginas del Diario5. A estos intentos por elaborar una biografía del P. Luengo habría que añadir un trabajo de Conrado Pérez Picón, que se encuentra mecanografiado en el mismo Archivo de la actual Provincia de Loyola, y que también formaba parte de una «Breve reseña de la información del Archivo de Loyola»6, que estaba preparando el P. Pérez Picón. En él se sintetizaban los datos que aportaba el Diario del P. Luengo en una doble vertiente: por una parte, sobre sus vivencias personales y, por otra, sobre los avatares que sufrió el Diario. Copia de este laudatorio compendio puede consultarse en el archivo azpeitarra, ya que tampoco llegó a publicarse 7 . Pero si editar la vida de este jesuita semejaba poco menos que una misión imposible, algunos autores sí incluyeron en sus escritos datos biográficos puntuales. Así encontramos un párrafo sobre él en un artículo del P. Eguía 8 con notas sacadas de la recopilación citada del P. Frías; a su vez, Evaristo Rivera, en su reconocida obra Galicia y los JesuitasQ, cita los datos publicados por Eguía e interpone el segundo apellido de Luengo, Rodríguez, al primero, por motivos que desconocemos. Por su 3.

Lesmes, Historia ele la Compañía de Jesús en su Asistencia moderna de España, Administración de Razón y Fe, t. I, Madrid, 1923, y t. II, Madrid, 1944.

4.

EGUÍA RUIZ,

FRÍAS,

C , op. cit., (1914), p. 324 (4)

5. A.H.L., Escritos de jesuitas del s. XVIII, caja 40. 6.

FERNÁNDEZ ARRILLAGA, I., «El Archivo de Loyola en tiempos de expulsión y las aportaciones de los jesuitas llegados de Italia», en Revista de Historia Moderna, Universidad de Alicante, n° 15, 1996, pp. 137-148. 7. A.H.L., Escritos de jesuitas del s. XVIII, caja 40. 8. EGUÍA RUIZ, C , op. cit., 1914, p. 324.

9.

16

RIVERA VÁZQUEZ, Evaristo, Galicia y los jesuitas. Sus colegios y enseñanza en los siglos XVI al XVIII, Galicia Histórica, La Coruña, 1989, p. 638, n. 21.

ESTUDIO

INTRODUCTORIO

parte, Miquel Batllori incorpora al Diccionario de Historia Eclesiástica de España10 una reseña sobre Manuel Luengo. Y ei P. Portillo dedicó dos páginas a copiar, lacónicamente, lo que de su propia vida cuenta el diarista11. La singular personalidad que el P. Luengo dejó plasmada en sus escritos ha posibilitado que tenga todo tipo de críticos. Rafael Olaechea se refiere a él como «el impenitente censor, al que no se le puede tachar de estar indocumentado y para el que no había plaga, peste o derrota que no interpretara, machaconamente, como un castigo enviado por Dios a España por haber expulsado a los jesuítas»l2. Constancio Eguía presentaba a Luengo como «un sujeto muy fiel y muy cuidadoso» y no dudaba en calificarlo como «el cronista de la expulsión y extinción de la Compañía de jesús»13. Por su parte Teófanes Egido considera que Luengo «es más exacto en sus datos numéricos que en sus enjuiciamientos apasionados» u. En lo referente a su obra, ésta ha suscitado también diferentes análisis; uno de los incondicionales adeptos a la obra del P. Luengo fue, sin duda, Miguel Cascón, quien aseguraba que el Diario era un «tesoro de singular valor», y dedicó un artículo en 1949 a transcribir y comentar parte de éste )5 . Explicaba, además, los avatares que sufrió el dietario desde la muerte de su autor hasta aglutinar todos los volúmenes en el Archivo de Loyola, formando el grueso del artículo la transcripción del Prólogo que escribió Luengo para su Diario. La inclinación 10. Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. II, C.S.I.C, Madrid, 1972, p. 1.355. 11.

PORTILLO,

Enrique, «Pío VII restablece solemnemente la Compañía de Jesús», Razón ij Fe, XXXIX, Madrid, 1914, pp. 5-15, 208-219 y 417-432. 12. OLAECHEA, Rafael, «En torno al exjesuita Gregorio Iriarte, hermano del conde de Aranda», Archivum Historicum Societatis Iesu, 33, 1964, p. 203. 13.

EGUÍA RUÍZ, C , «Dispersión total de los papeles jesuíticos en España», en Hispània, XI, 1951, p. 683.

14.

EGIDO,

Teófanes, «La expulsión de los jesuítas de España», en Historia de la Iglesia en España, vol. IV, La Iglesia en la España de los siglos XVII u XVIII, B.A.C., Madrid, 1979, p. 756. 15. CASCÓN, Miguel, «Manuel Luengo 1735-1816. Su diario y prólogos inéditos fuente de información para el reinado de Carlos III», en Las Ciencias, n° 14, 1949, p. 519. 17

ESTUDIO

INTRODUCTORIO

que sentía el P. Cascón hacia la obra del diarista quedaba más que manifiesta cuando, en otro artículo, comentaba, al referirse a las anotaciones del P. Luengo, que estaban escritas «en el lenguaje sencillo e imparcial que tanto resalta en sus efemérides» 16. Más fundado parece Maeder al afirmar que los manuscritos inéditos de los expulsos constituyen un testimonio precioso e irreemplazable para conocer sus vivencias17, opinión a la que se sumaba Enrique Portillo cuando escribía: «Varios fueron los jesuítas que [...] tuvieron la feliz idea de escribir en Diarios la larga serie de sus trabajos y peregrinaciones, de sus esperanzas y triunfos, pero pocas de esas relaciones han alcanzado el mérito y la extensión del Diario del P Luengo» 1S. La pérdida, en 1939, de la obra del P. Olcina, jesuíta alicantino que escribió un largo diario, una colección de Papeles varios y otros libros, siempre relacionados con el destierro de 1767, ha hecho que muchos de los especialistas que actualmente investigan estos acontecimientos desconozcan esa rica producción; sobre ella puede consultarse la obra de Domínguez Moltó19 y los datos que ofrece el P. Nonell en su obra sobre José Pignatelli20, apoyándose, también, en muchos de los comentarios que, sobre este jesuita, escribió Luengo en su obra y reproduciendo partes del Diario. Por el contrario, entre los más críticos con el escrito del P. Luengo ocupa un destacado lugar Miquel Batllori quien, al referirse a las obras que reseñaba a lo largo de su Diario, se sorprende de los elogios que muchos historiadores le han dedicado como fuente histórica en temas literarios y afirma que Jas 16.

CASCÓN,

Miguel, «La emigración de los jesuitas españoles en el siglo XVIII y el Renacimiento de los estudios humanistas en Italia», Anuario Cultural ítalo-Español, vol. I, Valladolid, 1942, p. 53. 17. MAEDER, E., «Las fuentes de información sobre las misiones jesuíticas de Guaraníes», Teología, 24, 1987, pp. 143-163. 18. PORTILLO, Enrique, op. cit., pp. 417-432. 19. DOMÍNGUEZ MOLTÓ, Adolfo, Vicente Olcina, fabulista. Luis Olcina, misionero, Caja de Ahorros Provincial de Alicante, Alicante, 1984. 20.

NONELL, Jaime, El V. P. José Pignatelli y la Compañía de Jesús en su extinción y restablecimiento, Manresa, 1894, 2 vols.

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ESTUDIO

INTRODUCTORIO

críticas del diarista son fruto de unos «aires de suficiencia sorprenents, tan més que la insuficiència i la unilateralitat de la seva cultura són paleses»21. El P. Batllori nos pone así en guardia ante la obra que nos ocupa, de la que -aun considerándola muy importante por la enorme cantidad de información que suministra al historiador-, opina que muchos autores ia han sobrevalorado y no duda en mostrar una absoluta aversión hacia Luengo cuando se refiere a los comentarios que éste hizo sobre escritores como Esteban Arteaga22: «Luengo es uno de esos viejos cerrados y antipáticos, presa de incomprensión posclimatérica hacia todo lo de los jóvenes...»23. Hay que considerar 21.

M., EÍs Catalans en la cultura hispanoitaliana, Biblioteca d'Estudis i Investigacions, Tres i Quatre, Barcelona, 1998, p. 70. Nos gustaría prevenir que a Luengo no le llegan los originales de muchas de las obras que comenta, por lo que, en algunas ocasiones, la crítica resulta muy subjetiva, pero siempre indica si le han llegado comentarios sobre la obra en concreto de otros a través de cartas, si sólo conoce la obra por comentarios verbales de allegados o si ha hojeado o no el libro que trata; y decimos hojeado porque ciertamente eso es lo que parece que hace la mayoría de las ocasiones, dejando llevar su pluma hacia críticas poco objetivas dependiendo de ios autores de las mismas, sobre todo de si los considera amigos o no de la Compañía. 22. Esteban Arteaga, natural de Madrid, había pertenecido a la Provincia de Toledo, se secularizó después al llegar a Bolonia y durante un tiempo recibió la ayuda económica del P. Francisco Javier Idiáquez. En 1784 le fue concedido el premio de pensión doble por su escrito acerca del Dogma italiano. La primera parte de su obra sobre el Teatro Musical italiano fue publicada en Bolonia en 1783; la segunda salió en 1786 y de nuevo obtuvo aumento de pensión un año más tarde. Fue uno de los pocos expulsos que defendió las ideas renovadoras de la intelectualidad más progresista del momento en Italia. Aunque íntimo de José Nicolás de Azara, nunca dejó de mantener contacto con los expulsos, a los que en ocasiones informó de los pasos que en su contra pretendía efectuar el ministro; ese fue el caso de la carta que escribió a su amigo Antonio Palazuelos, perteneciente a la Provincia de Chile, sobre las consecuencias que podría tener la publicación de la segunda Memoria Católica. Hay copia en LUENGO, M., Colección de Papeles Varios, t. 16, p. 161. En la misma Colección de Papeles Varios se encuentra copia de Las revoluciones del theatro musico italiano. Notas a la disertación italiana de Borsa sobre el gusto presente de la literatura italiana, t. 15, pp. 249-261. BATLLORI,

23. En opinión del P. Luengo, Esteban de Arteaga no era más que uno de los secularizados a los que se les concedió el premio de pensión doble en 1784, más que por el aplauso con el que fueron recibidas sus obras, por haberlas dedicado a José Nicolás de Azara, agente de Madrid en Roma y ministro interino, en aquel momento, por la ausencia de Grimaldi. Azara intervino a favor de Arteaga en la corte madrileña y ese trato familiar con los «enemigos de la Compañía» resultaba de todo punto detestable para Luengo y para la amplia mayoría de los expulsos españoles. 19

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que Miquel Batllori pondera el aspecto literario de la obra de Arteaga, de ahí que las críticas efectuadas por Luengo hacia el que, despectivamente, denominaba el amigo de los ministros de España sea considerada por el P. Batllori como una muestra de «cerrazón para cuanto representaba nuevas formas de cultura», y apuntilla que en el P. Luengo «se ve un afán morboso de chismerías políticas y un espíritu de capillita, que llega a hacer antipático su mismo amor a la Compañía»24. Nada más alejado de la mente y la pluma del diarista, que utilizó sus «pocas letras» para dedicar su vida a una obra con la que alabar, defender y memorar los sufrimientos que en su seno soportaron los desterrados. No seremos nosotros los que discutamos al P. Batllori la calidad de las censuras literarias del P. Luengo, pero creemos que las perspectivas de ambos con respecto a Arteaga son irreconciliables porque establecen críticas fragmentadas; Batllori centrado en enaltecer la figura literaria y Luengo en desaprobar su deserción de las filas ignacianas. Nos inclinamos a pensar que la obra de Luengo es fruto del subjetivismo lógico de un expulso que no tenía ningún interés en presentar la vida de los jesuitas en el exilio dentro de una perspectiva objetiva; él era fiel a sus creencias, producto de la formación que había recibido y de una fidelidad sin fisuras a dicha educación, la misma que habían adquirido todos sus cofrades y a la que permanecieron fieles la mayoría de ellos; de ahí el interés de su figura como muestra de la mentalidad de gran parte de los expulsos. Rafael Olaechea añadiría que «fruto de esa adhesión visceral a las opiniones teológico-morales de la "escuela jesuítica", en la que había crecido como quien respira, se había convertido insensiblemente en un maniqueo vergonzante, por lo mismo que era, sin sospecharlo, un auténtico sectario» '25. Verdaderamente tenía pocos principios, aunque firmes: era incuestionablemente monárquico y absolutista, católico y 24.

M., La cultura hispano-italiana de los jesuitas expulsos (1767-1814), Ed. Gredos, Madrid, 1966, p. 75. 25. OLAECHEA, Rafael, «Napoleon visto por un jesuíta español exiliado en Italia», en Les espagnols et Napoleón, Études Hispaniques, 7, Université de Provence, 1984, p. 130. 20

BATLLORI,

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muy romano, en el sentido ultramontano, es decir acérrimo defensor de las prerrogativas pontificias. El P. Luengo, además, peca de una retórica excesiva y vacua, propia de su monótono y reiterativo estilo, pero aporta con su obra gran cantidad de datos reveladores, fidedignos, y no pocas veces inéditos, de enorme utilidad para conocer el pensamiento de aquellos regulares y su época; de hecho, todos los historiadores hasta aquí nombrados citan en sus trabajos gran cantidad de noticias provenientes de este Diario. Así pues, respetando profundamente la opinión desaprobadora que los dos jesuitas anteriormente mencionados, los padres Olaechea y Batllori, muestran hacia el escrito de su cofrade, la opinión de Giménez López y Martínez Gomis sobre esta obra nos parece más ecuánime: «tras sus apuntes iniciales, el Diario [del P. Luengo] se convirtió en una auténtica historia de la Compañía de Jesús y lógicamente, no puede desprenderse de una notable carga apologética» 26 Manuel Luengo Rodríguez Sobre sus relaciones familiares poco nos cuenta Manuel Luengo en su Diario, en primer lugar porque ese no era el objetivo de la obra, ya que no se trata de un escrito íntimo en que él escribiera sólo sus emociones o sentimientos; de hecho, cuando no es imprescindible, Luengo evita hablar de sí mismo. Esto puede observarse, sobre todo, durante los primeros años del destierro en los que las impresiones son tan fuertes y la cantidad de noticias que llegan a sus manos sobre la situación de la Compañía en Europa es tanta, que prefiere ir narrando lo que él consideraba el fin último de su escrito: compilar todo tipo de datos que probaran una auténtica conspiración de los ministros europeos contra la Compañía, personificada en sus regulares. Ahora bien, con posterioridad, el giro político que se dio en todo el continente con las guerras napoleónicas, el ais26.

Enrique y MARTÍNEZ GOMIS, Mario, «La llegada de los jesuitas expulsos a Italia según los diarios de los padres Luengo y Peramás» en Relaciones Culturales entre Italia y España, J.A. Ríos y E. Rubio (eds.), Universidad de Alicante, Alicante, 1995, pp. 63-77. GIMÉNEZ LÓPEZ,

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ESTUDIO

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lamiente que durante algunos años padeció del resto de sus hermanos, fundamentalmente mientras vivió en España, desde 1798 hasta 1801, y el posterior exilio en Roma, hace que aparezca una mayor cantidad de asuntos personales; el objetivo en este caso, como en los anteriores, era mostrar con sus padecimientos el sufrimiento de toda la Compañía encarnada en un achacoso exiliado, él mismo. Manuel Nicolás Luengo Rodríguez, hijo de Manuel Luengo Tejedor e Isabel Rodríguez Chico, nació el 7 de noviembre de 1735 en Nava del Rey, provincia de Valladolid2T. Tenía dos hermanos: Joaquín, jesuíta que ejercía como maestro de Gramática en Santander cuando le sorprendió la expulsión, y Fernando, que sería canónigo sacristán en la catedral de Teruel. El mayor, Joaquín, había nacido el 25 de agosto de 1733, siendo bautizado en Nava del Rey por su tío y padrino Francisco Rodríguez Chico28, polémico obispo de Teruel que se enfrentó a la política eclesiástica potenciada por los ministros de Carlos III. Joaquín entró en la Compañía de Jesús en junio de 1752, a los diecinueve años. Además de la docencia, el P. Joaquín -como le llamaba su hermano Manuel Luengo-, era el ministro de la casa de Santander, donde se reunieron casi 300 jesuítas para salir hacia el destierro en 1767, y siguió con esa responsabilidad cuando subieron a bordo del navio «San Genaro»29; a toda la fatiga que le supusieron esos trabajos achacaba Manuel el origen de las enfermedades de su hermano que, a partir de entonces, irían mermando su salud y que no fueron pocas: en Córcega residió un tiempo en Lumio, villa en la que Paoli, jefe de las tropas independentistas corsas, aceptó que vivieran algunos jesuítas enfermos. Con posterioridad, tuvo que encargarse Manuel Luengo de cuidarle; años después, volverían a residir juntos durante algún tiempo en la Legacía de Bolonia, donde, después de unas tercianas en 1773, le aquejó una

27. Archivo Arzobispal de Valladolid (A.A.V.), Bautismos, 1.13, f. 100 v. 28. A.A.V., Bautismos, 1.12, f. 571. 29. Sobre el viaje de Joaquín Luengo por los Estados Pontificios véase Diario t. II p. 577; y acerca de su llegada a la casa Bianchini desde Genova puede verse el mismo tomo, p. 585. 22

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cojera que ya no le abandonaría, y a la que se uniría una molesta tos crónica. Joaquín Luengo murió el 31 diciembre de 1795 y fue enterrado en la parroquia de Santa María Magdalena de Bolonia30. Por su parte, Fernando, el menor de los tres hermanos, nació el 25 de febrero de 1738 en la misma villa vallisoletana que Manuel y Joaquín. La relación que mantuvieron los hermanos la desconocemos hasta que Fernando aparece en el diario recibiendo a su hermano, Manuel, cuando éste regresó del exilio italiano en 1798, pasaron juntos algunos meses y a partir de ese año intentaron siempre mantenerse en contacto. Cuando Manuel residía ya en Roma, después del segundo destierro de 1801, tuvo las últimas noticias de Fernando: éste había enviado una carta a Manuel en la que le informaba que tuvo que salir de Teruel en 1808 y que, desde entonces, permanecía en Sarrión tratando de evitar los conflictos bélicos que afectaban a España; la carta estaba fechada en diciembre de 1811. En octubre de ese mismo año recibía Manuel otra carta de una prima suya, Lorenza Rodríguez, religiosa en el Real Convento de las Claras de Tordesillas. Una prueba más de la vinculación de la familia Luengo Rodríguez con el clero: de hecho, un tío de Manuel Luengo, llamado Francisco Luengo Tejedor, fue beneficiado de la iglesia de Nava del Rey, y un hermano del obispo de Teruel, Fernando Rodríguez Chico, era también clérigo de primera tonsura. Esa es la familia que conocemos del diarista, y para aportar otros datos personales podemos añadir que Manuel Luengo era un hombre alto con relación a la media, y con la característica delgadez que identificaba a la mayoría de los expulsos españoles en Italia31. Primeros pasos en la Compañía de Jesús Había ingresado en la Compañía de Jesús a los diecinueve años, finalizó su noviciado en Villagarcía y en Valladolid, y 30. LUENGO, M., Diario, t. XXIX, pp. 587-590. 31. En cuanto a su estatura, él mismo se describe así al explicar los problemas que tenía para adaptarse a las estrechas cámaras de los navios en los que tuvo que viajar a Córcega y desde allí a Italia. De su escasa corpulencia haría mención años más tarde, establecido ya en la legacía boloñesa. 23

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de allí pasó a Medina del Campo en abril de 1757, cursando parte de sus estudios de Filosofía. Más tarde se le destinó a Salamanca donde vivió siete años; los tres primeros realizando estudios de Teología y, a partir de 1762, ejerciendo la docencia como prefecto de las conferencias escolásticas, profesor de Lógica y de Metafísica. En 1765 volvió Luengo a Medina del Campo, ciudad en la que conoció al marqués de la Ensenada 32 y donde trabajó como maestro de segundo año de Filosofía, y pasó algunos meses en Arévalo donde, posiblemente, realizó su tercera probación y desde donde partió hacia Galicia. En marzo de 1766, mientras la corte de Madrid se estremecía por los «motines de Esquilache», el P. Luengo comenzaba a enseñar Filosofía en el colegio de Compostela. Desde allí saldría, la madrugada del 3 de abril de 1767, hacia La Coruña dando comienzo su exilio y su obra. Desde el principio del destierro, Luengo compaginó la elaboración de su diario con su labor docente. En la misma caja coruñesa, esperando su embarque, consiguió permiso del asistente para que los jóvenes pudieran llevar sus libros, y continuó las clases de Lógica con sus alumnos de Santiago, añadiendo unas lecciones de italiano para ir practicando el idioma que utilizarían en los Estados Pontificios. También en Calvi prosiguió su docencia en condiciones dificilísimas, y cuando ya residían en Bolonia, Luengo fue escogido, de entre todos los doctores y profesores de la Provincia de Castilla, junto a otros pocos, para continuar su magisterio con los escolares; de ahí pasó a la casa de los maestros y al teologado con el cargo de profesor y presidente de los casos de conciencia y argumentante en los actos literarios. La travesía hacia el exilio La orden de destierro no fue una sorpresa para los jesuítas españoles, pues era temida desde que fueron expulsados de sus respectivos países los padres portugueses y franceses. Sus 32. «el Marques de L· Ensenada me aseguro entonces [se refiere a finales de abril de 1766] que Moñino era amigo de los jesuítas», LUENGO, M., Diario, t. VI, p. 110. 24

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recelos se incrementaron a raíz de los disturbios que tuvieron lugar en Madrid un año antes y que acabaron con el cese y destierro de Esquiladle. Uno de los jesuitas que más prevenida tenía a la Compañía, sobre las posibles consecuencias de la animadversión que se agudizaba en amplios sectores dirigentes del país, fue el P. Isidro López, que en 1766 era procurador general en la corte, y que fue desterrado a Monforte en noviembre de aquel año M . Pero además, hasta la misma noche anterior a su exilio estuvieron recibiendo avisos, consejos y advertencias sobre las medidas que iba a tomar la corona contra ellos. Lo que sí resultó una conmoción fue el modo en que se produjo, su eficacia, rapidez y rigurosidad. Al P. Luengo le impactó de especial modo el secretismo con el que se desarrolló la expulsión y la competencia de todos los que se encargaron del embarque34. Es de resaltar la impresión que causó a este vallisoletano encontrarse, por primera vez en su vida, ante el mar35 cuando subió a bordo del «San Juan Nepomuceno»36, el navio 33. LUENGO, M., Diario, t. I, p. 44. Véase a este respecto EGUÍA RUIZ, C , Los Jesuítas y el motín de Esquilache, Inst. ]. Zurita, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1947, pp. 63-139, donde se ofrece detallada semblanza de este famoso jesuita. 34. Archivo del Museo Naval (A.M.N.), Fondo documental de El Ferrol, leg. 13.872: Embarques de religiosos en El Ferrol, 1767. En el Archivo-Museo don Alvaro de Bazán se conservan cinco gruesos legajos sobre cuentas de gastos ocasionados en ei transporte, así como en el Archivo General de Simancas (A.G.S.), Marina, leg. 724, y A.G.S., Secretaría de Hacienda, leg. 331. 35. «Tuvo algo de pavorosa esta entrada en La Coruña y era capaz de aterrar y llenar de espanto a cualquiera y especialmente a los que nunca habían estado en plazas de armas ni hubiesen visto el mar, como a muchos nos sucedía. Nosotros, ordenados en alguna manera y rodeados de nuestra numerosa escolta, entramos por la puerta en un profundísimo silencio. En la puerta se descubrían a beneficio de una lóbrega linternilla muchos granaderos sobre las armas y con el mismo silencio que nosotros. Nada en suma se veía sino soldados con toda la gravedad que tienen, cuando se ponen sobre las armas; y nada se oía sino algunos encuentros o tropezones de unas armas con otras y los horribles bramidos que daba el mar, que por sí solos bastan, sin concurrir con tantas circunstancias de espanto y terror, para atemorizarla primera vez.», en LUENGO, M., Diario, 1.1, pp. 30-31. 36. El navio de guerra «San Juan Nepomuceno fue construido en 1766, llevaba a bordo 74 cañones y se hundió en 1801. Véanse la polémica maqueta existente de este navio en el Museo Naval de Madrid y los comentarios que sobre él hace Benito PÉREZ GALDÓS en su obra Episodios Nacionales, primera serie: «Trafalgar», cap. VIII. 25

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de guerra que le alejaría de las costas gallegas hacia el éxodo mediterráneo, finalizando con el abandono de los jesuítas españoles en la isla de Córcega. En su Diario anotará hasta los más mínimos detalles de su situación a bordo y la travesía que, como si de un cuaderno de bitácora se tratara, está repleto de detalles del viaje37. Luengo comienza su relato indicando que, el día anterior a la intimación del decreto de expulsión, corrían en boca de toda la ciudad los urgentes movimientos de tropa, habiendo llegado a Santiago una de las compañías del Regimiento de Navarra que se hallaba en Pontevedra, y no dejaba de comentarse que aquel destacamento iba contra los jesuitas. Luengo aseguraba que hicieron poco caso de aquellos rumores, aunque insistentemente fueran distintas personas a advertirle. A la hora acostumbrada se retiraron «sin el menor cuidado por el negocio de los soldados y sin haber tomado la más mínima precaución ni en punto a libros y papeles, ni en ningún otro asunto»3S. Durante la madrugada del 3 de abril, un nutrido grupo de milicianos y la mencionada tropa acordonaron el colegio, pusieron guardias en sus entradas, sin llamar a la puerta hasta casi las cinco de la mañana, hora en la que acostumbraba a levantarse la comunidad. Hasta ese momento todo se desarrolló en silencio, contrastando con los golpes que despertaron al colegio, se abrieron las puertas y entraron el asistente Froilán Feijoo39 con algunos notarios, muchos oficiales y gran número

37. Sobre el viaje de los expulsos a Córcega véanse los artículos de GIMÉNEZ LÓPEZ, E., «El viaje a Italia de los jesuitas españoles expulsos», en Quaderni di filóloga e lingue romanze, n° 7, Macerata, 1992, pp. 41-58; y del mismo autor «El Ejército y la Marina en la expulsión de los jesuitas de España», Hispània Sacra, XLV, 92, 1993, pp. 577-630. Sobre el viaje del P. Luengo: FERNÁNDEZ ARRILLAGA, I., «El P. Luengo en la antesala del exilio: reflexiones de un jesuïta expulso», Disidencias y exilios en la España Moderna, Actas de la IV Reunión Científica de la A.E.H.M., Antonio Mestre Sanchís y Enrique Giménez López (eds.), Alicante, 1997, t. 2, pp. 639-652. 38. LUENGO, M., Diario, 1.1, p. 2. 39. «Feijoo era Abogado de la Audiencia de Galicia desde 174$ y Asistente y justicia mayor y de apelaciones de la ciudad de Santiago por nombramiento de su arzobispo», en GIMÉNEZ LÓPEZ, E., «El Ejército y la Marina en la expulsión de los jesuitas de España», Hispània Sacra, 45, 1993, p. 586. 26

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de soldados que se repartieron por todos los rincones del edificio. A los sacerdotes se les requirió en el aposento del rector, donde les fue leído el decreto de expulsión y desde allí se dirigieron al encuentro de los escolares y adjuntos que se habían reunido en la capilla. Tras esto se leyó la larga ilnstrucción que había llegado de la corte sobre el modo en que debía ejecutarse la orden real40. Se decía en ella que el asistente debía apoderarse de la procuración, archivo, sacristía, librería y otras oficinas. Le fueron, pues, entregadas las llaves de todos los recintos del colegio, pero Feijoo se las devolvió permitiéndoles que pusieran en sus baúles todo lo que libremente desearan llevar consigo. Mientras tanto, todos ios sacerdotes y coadjutores fueron firmando la aceptación del Real Decreto por orden de antigüedad. El P. Luengo, con su encomiástico afán, nos presenta a gran parte de los oficiales y del personal de la administración como gentes que, en el fondo, rechazaban la medida expulsatoria adoptada por el monarca, pero que, por lógica, no pueden desobedecerla, de ahí que los muestre siempre serviciales, brindándose a socorrer a los religiosos y hacerles más llevadero su exilio. La política que se llevó con los novicios fue completamente distinta, ya que se les separó de los padres, siguiendo las órdenes de la disposición en la que se daba opción a los novicios para que eligieran entre seguir o no a los padres camino de su destierro41. Tras leerles la mencionada notificación, la 40. Casi un mes antes de ejecutarse el extrañamiento simultáneo en todos los colegios de los jesuítas, el 5 de marzo de 1767, Campomanes convocó en junta al Consejo Extraordinario para aprobar unas ordenanzas que se incluyeron en Real Cédula de 7 de abril del mismo año, Instrucción de lo que deberán ejecutar los Comisionados para el Extrañamiento, y ocupación de bienes y haciendas de los Jesuítas en estos Reynos de España e Islas adyacentes, en conformidad de lo resuelto por S. M., A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667. 41. «En los Noviciados (ó Casas en que hubiere algún Novicio por casualidad), se han de separar inmediatamente los que no hubiesen hecho todavía sus Votos Religiosos, para que desde el instante no comuniquen con los demás, transL·dandolos á Casa particular, donde con plena libertad y conocimiento de la perpetua expatriación, que se impone a los Individuos de su Orden, puedan tomar el partido á que su inclinación indugese. A estos Novicios se les debe asistir de cuenta de la Real Hacienda mientras se resolviesen, según la explicación de cada uno, que ha de resultar por diligencia, firmada de su nombre y puño, para incorporarlo, si quiere 27

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mayoría de los novicios de los colegios castellanos, fueron alejados de la influencia de los padres para que consideraran su decisión. Tanta fue esta prevención que, en ocasiones, se impedía el contacto de los jóvenes con el resto de los religiosos. No evitaban, por contra, advertirles, pertinazmente, los peligros que corrían en caso de decidir seguir a sus tutores en el exilio, ya que se verían obligados a depender de la caridad de los expulsos para poder sustentarse o tendrían que pedir limosna, en caso de que los padres decidieran no hacerse cargo de ellos. En cambio, se les tentaba con la tranquilidad que disfrutarían, caso de quedarse en el país, pudiendo ingresar en cualquier otra orden. Al día siguiente, los regulares se reunieron por la mañana en el aposento del rector dispuestos para la partida, saliéndoles al encuentro el padre Felipe Diez, portero del colegio, que se despidió del resto afligido, porque sus condiciones físicas no le permitían acompañarles al exilio42. Bajaron después al corral donde estaban dispuestos los caballos y las muías que les transportarían; desde allí Luengo no perdió la ocasión de comentar la congoja de las Religiosas de la Enseñanza 43 quienes, desde las ventanas de las que habían retirado las celosías, se lamentaban por la marcha de los regulares. seguir 6 ponerlo a su tiempo en libertad con sus vestidos de seglar al que tome este último partido, sin permitir el Comisionado sugestiones, para que abrace el uno, ú el otro extremo, por quedar del todo al único y libre arbitrio del interesado: bien entendido que no se les asignará pension vitalicia, por hallarse en tiempo de resistirse al siglo, ó trasladarse a otro Orden Religioso, con conocimiento de quedar expatriados para siempre», en A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667, Instrucción de h que deberán executar hs Comisionados para el Estrañamiento, y ocupación de bienes, y haciendas de los Jesuítas en estos Reynos de España e Islas adyacentes, en conformidad de lo resuelto por S.M., cap. X. 42. Días más tarde, el padre Diez será trasladado a La Coruña, a pesar de su estado, uniéndose al resto de sus hermanos el día 5 de mayo, LUENGO, M.,Diario, t. I, p. 12S. Se embarcó con ellos en la Saetía «Santa María del mar» con destino a El Ferrol y, como Luengo, haría la travesía en el navio de guerra «San Juan Nepomuceno». Murió en Bolonia catorce años después de haber abandonado España, el 17 de diciembre de L781. op. cit. tomo 15, p. 696. 43. Esta orden estuvo tradicionalmente vinculada a la Compañía de Jesús como se explica en el artículo de GIMÉNEZ LÓPEZ, E.: «La devoción de la Madre Santísima de la Luz: un aspecto de la represión del jesuitismo en la España de Carlos III», Revista de Historia Moderna, n° 15, 1996, pp. 213-231. 28

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La disposición que se adoptó para el camino fue la siguiente: el capitán del Regimiento de Navarra con sus soldados al frente y separando al gentío a tambor batiente; tras ellos los padres que, rodeados por los flancos también de soldados, formaban una fila que cerraba otro grupo de tropa a las órdenes del teniente capitán. Cuando salieron de la ciudad se desmontó la parafernalia militar. En un ambiente más distendido, reitera Luengo que los oficiales se excusaron por haber utilizado aquellas maneras para sacar a los religiosos de la ciudad, afirmando que su intención era, únicamente, atemorizar a una multitud conmovida e inquieta que podía reventar en tumulto. A las once de la mañana ya habían recorrido las cuatro leguas ** que separaban Santiago de la pequeña aldea de Poulo, donde pasaron todo el día entre la parvedad de la comida y las dificultades a la hora de dormir. El cura de la aldea sólo pudo abastecerles con seis colchones para todos, y eso con la ayuda de otros tres sacerdotes de villas cercanas que fueron a visitar a los expulsos; el resto se tuvo que ir acomodando sobre mesas, arcas o en el suelo. Lorenzo Uñarte, rector del colegio de Santiago, ofició una misa a primera hora tras la cual retomaron la marcha llegando a Corral, un pueblo que distaba tres leguas de Poulo, a las nueve del día 5. La intención era comer temprano en esta villa y salir hacia La Coruña, pudiendo así llegar a esa ciudad pasada la media tarde, pero en Corral esperaba una orden del capitán general de Galicia por la que se dictaminaba que no entrasen los jesuitas en La Coruña hasta dadas las once de las noche. Aunque la medida disgustó a los padres, se consolaron por dos circunstancias: una, saber que se dirigían al colegio de La Coruña, donde permanecían arrestados sus hermanos y, la otra, el hecho de unirse a la comitiva los padres Cascajedo y Morchón, «que andaban haciendo Misión». Cerca del anochecer salieron de Corral con dirección a la capital gallega; varias veces hicieron altos en el camino para que se cumpliese la hora fijada. Próximos a la ciudad, el capitán destacó a un cabo de escuadra para que preguntase si, efectivamente,

44. Unos veintidós kilómetros. 29

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habían dado las once. Cuando éste volvió, confirmando la hora, se encaminaron hacía la villa. «Tuvo algo de pavorosa esta entrada en La Coruña y era capaz de aterrar y llenar de espanto a cualquiera y especialmente a L·s que nunca habían estado en plazas de armas ni hubiesen visto el mar, como a muchos nos sucedía. Nosotros, ordenados en alguna manera y rodeados de nuestra numerosa escolta, entramos por la puerta en un profundísimo silencio. En la puerta se descubrían a beneficio de una lóbrega lintemilla muchos granaderos sobre las armas y con el mismo silencio que nosotros. Nada en suma se veía sino soldados con toda la gravedad que tienen, cuando se ponen sobre las armas; y nada se oía sino algunos encuentros o tropezones de unas armas con otras y los horribles bramidos que daba el mar, que por sí solos bastan, sin concurrir con tantas circunstancias de espanto y terror, para atemorizar la primera vez. »45 Caminaron por dentro del arrabal huyendo de las calles más frecuentadas. A las doce menos cuarto se encontraban delante de la portería del colegio y de Gerónimo Romero 46 , alcalde del crimen de la Audiencia de Galicia, de varios notarios y un buen número de soldados. Desmontaron los jesuitas y entregaron las caballerías y todo lo que traían a la tropa, y siguieron a Romero al tránsito alto del colegio de La Coruña. La noche del 8 al 9 de abril, llegaron al Colegio de La Coruña los jesuitas de Pontevedra. El motivo del retraso estuvo en una parálisis que afectó al padre Isla47 y que, en opinión de los 45. LUENGO, M., Diario, t.1, pp. 30 y ss. 46. «Romero era natural de Navarra, y había ejercido la docencia en L· Universidad de Salamanca. Desde 1763 era Alcalde del Crimen de la Audiencia gallega». En GIMÉNEZ LÓPEZ, E., «El Ejército y la Marina en la expulsión de los jesuitas de España», Hispània Sacra, 45, 1993, p. 585. 47. Sobre José Francisco de Isla véase: OLAECHEA, R, «Perfil psicológico del escritor J. F. de Isla (1703-Ï781)», en Boletín del Centro de Estudios del Siglo XVÎ11, n° 9, Oviedo, 1981; GIMÉNEZ LÓPEZ, E. y MARTÍNEZ GOMIS, M.:«El Padre Isla en Italia», Españoles en Italia e italianos en España, IV Encuentro de investigadores de las universidades de Alicante y Macerata, V, 1995, Alicante, 1996, pp. 13-26; y GIMÉNEZ LÓPEZ, E., «La apología del jesuitismo en el exilio: el P. Isla en Italia», Disidencias y exilios en la España Moderna, Actas de la IV Reunión Científica de la Asociación Española de Historia Moderna, Alicante, 27-30 de mayo de 1996, 1997, t. 2, pp. 573-608. 30

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médicos que le atendieron, no posibilitaba su traslado; de hecho, se repitió la perlesía en Caldas y en Santiago, no pudiendo salir ya de esa última ciudad y quedándose, junto con los otros tres jesuítas, en el Monasterio de los benitos48. Los expulsos de Pontevedra llegaron a ha Coruña disgustadísimos con el Capitán General Maximiliano de la Croix49, quejándose de su rigidez, crueldad e incluso, acusándole de un comportamiento inhumano hacia ellos. Por contra, todo eran halagos para la Marquesa de Figueroa quien, además de haberles entregado buena limosna en dinero y ofrecido socorrerlos allí donde parasen, había asistido al P. Isla prestando su litera para que pudieran trasladarle con mayor comodidad.» El 10 de abril, y también de noche, llegaron siete religiosos de Orense, el resto, enfermos y/o de avanzada edad, se tuvieron que quedar en su colegio. Al día siguiente aparecieron los de Monforte y entre ellos, acabando con los temores de su posible reclusión en el castillo de San Antón, el P. Isidro López, a quien nos hemos referido con anterioridad. El día 12, por la noche, llegaron a La Coruña los del colegio de Monterrey, entrando a la misma hora y en las mismas circunstancias que lo habían hecho todos los demás. Se esperaba que llegasen allí también los jesuitas procedentes del colegio de Villafranca, pero éstos embarcarían en el puerto de Santander. Por lo tanto, se encontraban ya en La Coruña, en este día, todos los colegios de Galicia: Santiago, La Coruña, Pontevedra, Orense, Monforte y Monterrey, que agrupaban a ciento cinco religiosos, sin contar todos los que se habían ido quedando, por distintos motivos, en sus respectivas ciudades. F u e entonces, 48. Sobre esta dolencia del P. Isla véase RIVERA, E., «Pontevedra: el grave achaque del P. Isla», op. cit., 1989, pp. 634-635. 49. Maximiliano de la Croix obtuvo cargo de gobernador y comandante general de Galicia el 1 de enero de 1756, sustituyendo al conde de Ytre; diez años más tarde fue nombrado capitán general y, posteriormente, ocuparía este mismo cargo en Valencia desde 1777, Archivo Histórico Nacional (A.H.N.), Consejos, lib. 737; A.G.S., Guerra Moderna, leg. 1.974, y Gaceta de Madrid del 5 de agosto de 1777. Agradecemos estos datos a la dra. Ma del Carmen Irles Vicente. Por su parte, el P. Luengo realizó algunos comentarios sobre la elección de la Croix cuando fue elegido virrey de Méjico en el t. III de su Diario, p. 180 y ss. También sobre su regreso y arribo a la ciudad de Cádiz en el t. VI, p. 163. 31

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quince días después de haber llegado Luengo con sus hermanos desde Santiago, cuando se permitió a esta extensa comunidad de religiosos bajar a la huerta a tomar el aire; hasta entonces habían permanecido en el interior del colegio de La Coruña donde, en condiciones normales, residían trece jesuitas. El 21 de abril, después del desayuno, se reunió a todos los regulares en el tránsito alto, allí esperaron durante una hora a que llegase el alcalde Romero, porque tenía que comunicarles algunas cosas: «En este teatroridículoy en esta indecente postura, arremolinados como unos muchachos alredor de la mesa, oimos en un profundo silencio toda la Pragmática sanción, con la cual, como con una ley irrevocable, se establece el extrañamiento de la Compañía de Jesús de todos los Dominios de España, cubriéndonos al mismo tiempo muy bien de oprobio y de ignominia. Se nos hizo firmar a todos un papel, que era un Instrumento o certificación de la intimidación de esta Ley y se nos entregaron unos doce o catorce ejemplares para que en ningún tiempo podamos alegar ignorancia de lo que se nos manda en ella»50. Desde las ventanas del colegio vieron entrar y echar anclas en la bahía a una embarcación que traía a bordo jesuitas. Era el día 27 y Luengo había oído que se trataba de los hermanos del colegio de Oviedo51. Sabía también que había sido el puerto de El Ferrol el destinado para que se reuniera a toda la Provincia de Castilla. Pero desconocía la polémica que se había establecido entre el intendente de El Ferrol, Pedro Ordeñana, y el capitán general de Galicia, Maximiliano de la Croix, sobre el puerto en el que debían reunirse para embarcar los jesuitas castellanos. Mientras el primero sostenía que La Coruña era la ciudad más apropiada, por haber allí un colegio, conventos y otras facilidades, de la Croix insistía en que fueran con Ordeñana a El Ferrol, negándose a recogerlos en la localidad coruñesa. Se amparaba en la falta de órdenes que, en este sentido, 50. LUENCO, M., Diario, 1.1, p. 55. 51. Se trataba de 21 religiosos, procedentes efectivamente de Oviedo, que fueron los primeros en embarcar pocos días después en el «San Juan Nepomuceno». A.G.S., Marina, leg. 724, Pedro de Ordeñana a Julián de Arriaga, Esteiro, 6 de mayo de 1767. 32

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había recibido del conde de Aranda52 y en que la responsabilidad de dicho embarque, y previa manutención de los expulsos, debía recaer en la Secretaría de Marina53. Aunque Ordeñana insistió en su petición a Arriaga54, dadas las muchas deficiencias con las que tenía que enfrentarse en El Ferrol, al final debió hacerse cargo de tan difícil tarea y fue reuniendo a los jesuítas castellanos en esta ciudad según iban llegando de las diferentes casas, seminarios y colegios, y cuando el viento de tierra se lo permitía55. Parecida suerte corrieron los jesuítas procedentes de Asturias; éstos llegaron el día 29, pero tuvieron también que echar áncora en La Coruña tras ardua lucha contra el viento. Por cierto que, ese día, Luengo y todos los encerrados en La Coruña pasaron un buen susto. Se declaró un incendio en la cocina del colegio y el pánico se desencadenó al verse no sólo amenazados por las llamas, sino encerrados e imposibilitados para librarse de su cautiverio. A media mañana pudo ser sofocado «sin otro daño que la ruina de la cocina y las pequeñas resultas que pueda tener esto». El 1 de mayo comenzaron a llegar al colegio de La Coruña algunos jesuítas ancianos, otros enfermos y, en general -exceptuando a los procuradores-, todos aquellos religiosos que, por uno u otro motivo, se habían quedado en sus ciudades de origen y no habían acompañado a sus hermanos al exilio. La nueva orden de Aranda contradecía el espíritu y la letra de lo que indicaba la Instrucción firmada en Madrid, un mes antes, y en cuyo artículo XXIV se lee: «Puede haber viejos de edad muy crecida, o enfermos que no sea posible remover en el momento; respecto a ellos, sin admitir frau52. A principios de abril, Aranda ya había dispuesto los puertos de embarque de cada provincia según la distancia. A.G.S., Marina, leg. 724, Julián de Arriaga al conde de Vegaflorida, Madrid, 3 de abril de 1767. 53. A.G.S., Marina, leg; 724, Pedro de Ordeñana a Julián de Arriaga, Esteiro, 14 de abril de 1767. 54. A.G.S., Marina, leg. 724, Pedro de Ordeñana a Jidián de Arriaga, Esteiro, 18 de abril de 1767. 55. «Están colocados de tal manera estos dos puertos de El Ferrol y La Cortina que el viento que impide entrar a uno, lleva naturalmente al otro», LUENGO, M., Diario, t.l,p.7l. 33

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de ni colasión, se esperará hasta tiempos benignos, o a que su enfermedad se decida»36. Luengo escribe en su Diario que estaban llegando «todos los que no tengan peligro inminente de morir en el viaje». Más tarde se difundieron noticias que alarmaron a los religiosos; la primera fue la negativa papal a recibirlos en los Estados Pontificios, por lo que llegaron a creer que cesarían los preparativos para su envío a Italia57; la otra, la ejecución de un nuevo registro de sus pertenencias, ante lo cual Luengo decidió llevar sus escritos con él y de la forma más oculta posible. Pero a ninguno de los dos rumores otorgaron mucha credibilidad; dudarán de la primera al ver que continuaban, sin cambio alguno, los preparativos para el embarque; en cuanto a la segunda, nunca llegó a efectuarse el citado registro para bien del diario que tratamos. Los jesuitas recluidos en La Coruña recibieron orden formal del capitán general para que se embarcaran hacia El Ferrol, a las diez de la mañana del 17 de mayo, y debían estar todos a bordo a las nueve de la noche de ese mismo día. Comenzó así una agitada actividad. Además de preparar sus efectos personales, se procedió a la formación de un catálogo o lista en la que debían figurar todos los jesuitas; para su ejecución iban entrando, uno a uno, y por orden de antigüedad, al aposento de Romero, donde se les preguntaba su nombre, el de 56. Instrucción de lo que deberán ejecutar los Comisionados para el Extrañamiento y ocupación de bienes, y haciendas de los Jesuitas en estos Reynos de España e Islas adyacentes, en conformidad de lo resuelto por S.M., A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667. 57. El cónsul español en Bolonia, Zambeccari, escribió al marqués de Grimaldi el 2 de mayo de 1767 en estos términos: «En el asunto de los Regidores de la Compañía se ha sabido de Rama que la orden que embio el Papa a los Comandantes la Rl. Escuadra de S.M., vaya a recibirla una faluca suya, ofrezca a los Regios Comandantes la entrada en el Puerto y víveres de todas suertes, y todo lo de que necesiten, pero les suplique al mismo tiempo suspendan el desembarco de los Religiosos hasta llegar algunas respuestas de España...», A.G.S., Estado, leg. 4.732. Agradecemos estos datos al profesor Giménez López, que estudió la correspondencia oficial mantenida por este cónsul, desde Bolonia con Madrid, durante el periodo 1767-1773, facilitándonos la transcripción íntegra de estas cartas. 34

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sus padres, lugar de nacimiento, clase social a la que pertenecían antes de entrar en religión y grado dentro de la Orden 58 . Además les fue entregando medio año de la pensión que se ordenaba en la Pragmática Sanción59, es decir unos 50 pesos a cada sacerdote y 45 a los legos, pagaderos de las temporalidades, es decir, de todos los bienes que poseía la Compañía de Jesús en España e Indias y de los que fueron desposeídos. Luengo se extrañaba de que no entregasen todo el dinero al rector. Pero no se trataba de una medida casual en absoluto, ya que los oficiales entregaban el dinero de la pensión a cada uno de los regulares, y no a sus provinciales, para conceder a los religiosos una exigua, pero significativa, capacidad económica que podría favorecer a aquellos que en un futuro gustasen secularizarse. De hecho, no todas las provincias españolas ofrecieron esta pensión a su provincial, y Andalucía, por ejemplo, no lo hizo. Al llegar a la isla de Córcega, donde -como agravante- se encontraron inmersos en una cruenta guerra civil, muchos de los padres no fueron capaces de resistir la perspectiva de un largo alejamiento de su patria y optaron por abandonar la Compañía de Jesús para poder volver a España solicitando su secularización60. Además, Luengo se quejaba de que algunos coadjutores huían del trabajo, «por habérseles metido en la cabeza que en este presente estado y teniendo pensión por el rey, ya todos somos iguales, y no tienen obligación a nada»61. Después de desayunar, hacia las dos de la mañana del día 18, bajaron a la portería, se les computó de nuevo y, según se les nombraba, salían a la calle. Caminaban acompañados del alcalde del crimen, algunos escribanos y un piquete de solda58. Véase la Instrucción para el embarco de los Regulares de la Compañía en ocasión de su extrañamiento, hasta ponerlos a bordo. A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667, 3 de marzo de 1767. 59. «Lo más notable y lo que diferencia el tenor español de las resoluciones de Carlos III (...)fue la asignación que se les destinó para alimentos vitalicios: los 100 pesos anuales que recibiría cada sacerdote y los 90 para cada uno de los legos», E G I D O , T., op. cit., p. 753. 60. Véase a este respecto G I M É N E Z LÓPEZ, E. y MARTÍNEZ GOMIS, M., «La secularización de los jesuítas expulsos (1767-1773)», Hispània Sacra, n° 47, 1995, pp. 421471. 61. LUENGO, M., Diario, t. I, p. 272 35

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dos. Las gentes de la ciudad acudieron de nuevo, personas hacia las que Luengo sólo tiene palabras de agradecimiento debido a las muchas muestras de apoyo que, insiste en su escrito, les dieron en esta despedida. Atravesaron los expulsos la ciudad, salieron por una puerta poco frecuentada y «Allí nos vimos de repente con todo el mar sobre nosotros, en un arenal húmedo y lleno de agua (...) confieso ingenuamente que como no había visto el mar desde cerca hasta esta ocasión, la fuerza, ruido y rumor espantoso de las olas, (...) me turbaron de manera que, atónito y casi fuera de mí me dejé caer sobre la arena mojada; y allí, tirado por tierra y haciendo fuerza contra mil horribles imaginaciones, esperé que me llegase el turno de embarcarme» m. El embarque fue lento ya que sólo se disponía de dos botes que, como no podían acercarse a la orilla, para acceder a ellos había que subir por una rampa de madera que iba de la arena a la lancha, «por lo que a mí toca -escribía Luengo-, que no tenía la cabeza para estas tramoyas y andamios, hubiera caído en la mar sino me hubieran subido casi en brazos los marineros». Una vez a bordo de la saetía «Santa María de la Mar», el escribano pasó lista comprobando que, de los ciento nueve que habían salido del colegio, habían subido todos 63 . Con la luz del amanecer pudieron reconocer las otras dos embarcaciones que habían entrado el día anterior, ya que se encontraban tan cerca de su saetía que incluso podían hacerse entender con los que venían en cubierta; algunos pertenecían al colegio de Palència, en la otra los de Medina, con lo que se reunieron todos los estudiantes de Filosofía de la Provincia, que sólo cesaron la plática cuando se levantó el suficiente viento como para que pudiesen salir del puerto de La Coruña, llegando a El Ferrol a primeras horas de la tarde del 19 de abril. En Esteiro se reunieron con el resto de las embarcaciones que transportaban a los jesuitas castellanos y, como se encontraban

62. LUENCO, M., Diario, t. I, pp. 107-108. 63. La lista a la que se refiere Luengo se concluyó a las cuatro de la mañana del día 18 y puede verse en A.G.S., Marina, leg. 724, Fernández de León a Julián de Amaga, La Coruña, 27 de mayo de 1767. 36

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bastante arrimadas las unas a las otras, pronto el alboroto fue grande; con la alegría del encuentro surgían miles de preguntas, todos querían hablar al mismo tiempo, preguntar por un pariente, un amigo, conocer los sucesos del día, saber cómo habían pasado sus prisiones en los distintos colegios, o quiénes se habían quedado en tierra y por qué. Estos hechos carecerían de relevancia si no fuese porque Luengo se impresiona tanto con los relatos que va oyendo que, aunque confiado en que otros hermanos escribirían sus experiencias, consideró necesario, a partir de ese momento, hablar de toda la Provincia de Castilla en su diario, abandonando la idea inicial que consistía en mencionar, únicamente, lo relativo a los jesuítas del colegio compostelano* La escasez de provisiones para la cena hizo que esa misma noche subieran al navio de guerra «San Juan Nepomuceno»64. En este navio computa Luengo doscientos dos jesuítas procedentes de gran parte de la Provincia de Castilla; otros doscientos viajarían a bordo del otro navio de guerra, el «San Genaro». Para poder transportar ambos buques al mayor número de jesuítas que pudieran fue necesario reducir la tripulación a las dos terceras partes de su regular dotación65; y el día 20 comenta que son ocho las embarcaciones en las que viajarán a Italia. En efecto, éstas fueron: los dos navios de guerra mencionados que en total albergaban a cuatrocientos dos religiosos; dos fragatas, la «Pedro Orenchiolo» con setenta individuos, y «La Victoria», con treinta y uno, una urca «La Posta del Mar», con cincuenta y dos jesuítas; y tres paquebotes, el «San Miguel», el «San Joaquín» y el «San José», que entre los tres cargaban noventa y siete66. A todas ellas fue de visita el padre provincial Ignacio Ossorio, nombrando en cada embarca64. El navio «San Juan Nepomuceno», de 74 cañones y construido en 1766, sirvió en la Armada hasta el 21 de octubre de 1805, fecha en que se hundió en plena batalla de Trafalgar, cuando ya había fallecido en su castillo el brigadier que lo comandaba, Cosme Damián Churruca, arrastrando al fondo del mar a más de trescientos hombres. 65. A.G.S., Marina, leg. 724, Conde de Vegaflorida a Julián de Arriaga, El Ferrol, 15 de abril de 1767. 66. A.G.S., Marina, leg. 724, Vegaflorida a Arriaga, El Ferrol, 27 de mayo de 1767.

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ción un superior que, en el caso del «Sanjuan Nepomuceno», sería Lorenzo Uriarte, hasta entonces rector del colegio de Santiago. Ese mismo día se les permitió dar un paseo por la bahía y entrar en las otras embarcaciones de jesuítas, por lo que transcurrió haciendo o recibiendo visitas y en animada charla. A la jornada siguiente observaban desde cubierta cómo se iban embarcando las provisiones «que no pueden ser ni en más abundancia ni más escogidas»6T. Luengo estaba convencido de que el trato que recibirían durante la travesía sería excepciona pues tenían la fortuna de contar con dos prestigiosos personajes, leales a la Compañía de Jesús y de gran influjo en las disposiciones para la navegación. El primero Julián de Arriaga, secretario de Marina e Indias 68 , y el segundo, Pedro de Ordeñana, intendente del Departamento de El Ferrol y hermano del padre Miguel de Ordeñana, doctor en la Universidad de Salamanca que, como los demás religiosos, se encontraba entre los desterrados. La impresión que le causó a Luengo descubrirse a bordo de un navio, como el «Sanjuan Nepomuceno», queda claramente expresada cuando describe las reformas que debieron llevarse a cabo para adecuar un buque destinado a la guerra para el transporte de más de 200 religiosos. «En lo último, o parte posterior del navio que se llama Popa, hay tres buenas piezas o salas, una sobre otra perfectamente. La más alta de todas es la cámara del Capitán, en que vive él solo, y sirve para comer los Oficiales, porque alredor de ellos tienen sus camarotes o aposentillos; y las más profunda es la Santa Bárbara, en la que tienen las municiones de guerra, y viven algunos Artilleros, Desde estas tres salas hasta la proa del Navio hay tres como tránsitos bastante largos, el de arriba desde la cámara del Capitán al descubierto, en donde nadie vive. Los otros dos, que

67. Los comestibles para el viaje estaban fundados en jamones, fiambres, chocolate y vino. A.G.S., Marina, leg. 724, Pedro de Ordeñana a Julián de Arriaga, Esteiro, 22 de abril de 1767. 68. «Con anterioridad a la Secretaría, Arriaga había ocupado los cargos de gobernador de Venezuela entre 1749 y 1751, y los puestos de presidente de la Casa de Contratación e Intendente de Marina de Cádiz», en GIMÉNEZ LÓPEZ, E., op. cit., 1992, p. 55. 38

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corren hasta la proa del Navio desde la cámara de en medio, y la Santa Bárbara están cubiertos y en ellos estamos colocados nosotros en esta forma» ,69 Como se habrá observado, Luengo se refería insistentemente al capitán pero, por tratarse de un navio de guerra, lo idóneo hubiese sido hablar de comandante, máxima autoridad en el barco y que, efectivamente, se alojaba debajo de la cubierta toldilla. En el caso del «San Juan Nepomuceno» se trataba de José Beanes. Otra posible enmienda que habría que hacer a Luengo, dentro del párrafo precedente, sería la referente a la santabárbara o pañol donde se almacenaba la pólvora que, dado el peligro que encerraba, estaba rodeado de medidas de seguridad para poder entrar en él: desde el tipo de calzado que había que llevar para no prender chispa alguna, hasta la cuidada selección que se hacía del personal que accedía. En opinión del modelista naval, apasionado conocedor de este tipo de navios del XVIII, Miguel Godoy y Sánchez 70 , es posible que a Luengo, quien por razones obvias desconocía la terminología naval, le sorprendiera el nombre de santabárbara y lo ampliara hacia esa zona de popa pero, en el caso de ese tipo de navios, la santabárbara siempre se situaba en el sitio más recóndito y seguro, generalmente hacia el centro del buque, en la parte más profunda y cerca del palo mayor, con el fin de resguardarlo y que el enemigo no la alcanzara. Es pues bastante improbable la disposición que comenta Luengo en cuanto al pañol en el que iba la pólvora, y al que en ningún momento hubiese sido permitida la entrada de intruso alguno y donde, desde luego, no podría realizarse la maniobra al timón que refiere. Cuando Luengo detalla los colchones o camastros se refiere a los coys, es decir, trozos rectangulares de lona que, colgados de sus cuatro puntas, servían de cama a bordo y que

69. LUENGO, M., Diario, t. I, p. 134 70. Agradecemos la desinteresada ayuda que nos ofreció Miguel Godoy, del Museo Naval de Madrid, que nos ayudó a comprender la disposición en la que podían viajar los jesuitas españoles en el navio de guerra «San Juan Nepomuceno», siguiendo los poco clarificantes comentarios del P. Luengo al respecto. Recogemos estos y otros comentarios más adelante, cuando el P. Luengo describe el navio. 39

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eran, normalmente, utilizados por toda la marinería. Cuando no se usaban para descansar se colocaban en cubierta hechos unos ovillos y pegados unos a otros, a modo de apoyo para hacer fuego y para que sirvieran de parapeto. El P. Luengo, durante esta travesía, nos va describiendo las maniobras que más le llaman la atención a bordo, y se puede observar cómo su argot marinero y sus conocimientos de navegación van aumentando y adquiriendo un muy aceptable nivel para un hombre de tierra adentro que embarcaba por primera vez. La causa, además de un apasionado interés, hay que buscarla en la buena relación que estableció a bordo con alguno de los oficiales; son dignos de mención Juan Romero, teniente de navio al que consideraba hombre piadoso y que siempre les trató con cortesía, o Juan Labaña «de genio muy bondadoso, muy pacífico e incapaz de dar que sentir a ninguno». Pero al que Luengo estaba más agradecido era a Antonio Valdés71, hermano de uno de sus alumnos de Lógica, el H. José Valdés72, que también viajaba en el «Nepomuceno». Fue en el camarote de este oficial donde Luengo escribiría las notas que configurarían el diario de esos meses, y sería él quien le instruiría en los temas navales. Parece lógico que a un religioso, acostumbrado a las dimensiones sencillas, pero desahogadas, de su aposento dentro del colegio, le resultara estrecho y asfixiante el espacio que les fue concedido a bordo, y en el que pasaría dos largos meses y medio; pero no se debe olvidar que era, ni más ni menos, el 71. Antonio Valdés y Bazán era alférez de fragata cuando viajaba en el «San Juan Nepomuceno», durante el exilio de los jesuítas en Italia, el P. Luengo continuó manteniendo una buena relación con él, especialmente a raíz de ser nombrado secretario de Marina, sustituyendo a Castejón, en 1783 y cuando se encargó de los principales ramos de la Secretaría de Indias, tras la muerte de Gálvez en 1787. Se conserva correspondencia de Luengo a Valdés referente a los rumores que corrían en 1792 sobre un posible viaje de retorno a España de los expulsos, Colección de Tápeles Varios, t. 19, p. 9. 72. Cuando llegaron a los Estados Pontificios, el H. José Valdés vivió en la casa Bianchini, trasladándose a la de Panzano en 1769; ese mismo año se ordenó en Módena, pero se retiró de los estudios de Filosofía por falta de salud. Al año siguiente se secularizó en Bolonia, el 2 de abril, y en 1792 Luengo supo que había muerto años antes. 40

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espacio que disfrutaba la marinería en los mejores momentos, es decir, cuando no tenían que viajar con los setenta y cuatro cañones montados y abarrotado de pólvora para poder hacer frente al enemigo, en esas situaciones la marinería colgaba sus coys donde buenamente podía. Pero, en 1767, que es la fecha que nos ocupa, este navio de guerra sólo contaba un año, e idéntica edad tenía el «San Genaro»73, que comandaba el convoy que llevaba a los jesuitas de la Provincia de Castilla, el cual, gracias a un madrugador viento del nordeste, tiró cañonazo de leva muy temprano que ponía en movimiento todas las embarcaciones y «a las ocho en punto de la mañana de este día 24 de mayo de este año mil setecientos sesenta ij siete empezamos a caminar, saliendo finalmente de España nuestra Patria y de los dominios de Su Majestad Católica en cumplimiento del destierro, a que se nos condena sin saber cuándo se nos permitirá volver a verla, ni de nuestro destino otra cosa, que el que nos llevan a Italia».14 No fue ese el destino de los exiliados. El hecho de que los jesuitas españoles no fueran aceptados por Clemente XIII en los Estados Pontificios se ha entendido como una medida protectora del Papa hacia la Compañía, intentando presionar a Carlos III para que se retractara de la medida expulsatoria y aceptara que volvieran los jesuitas a su patria 75 . Nada más lejos de las intenciones del monarca borbón y mucho menos de las de sus ministros, que no se amedrentaron ante la negativa papal y desembarcaron a los expulsos en las conflictivas costas corsas, después de aceleradas negociaciones con Genova, que regía la isla -enfrentándose en aquellos momentos a la sublevación de los independentistas corsos-, y con Francia que prestaba ayuda armamentística a los genoveses 76 .

73. Construido, como el «San Juan Nepomuceno», se hundió en 1801.

en 1766 y también de 74 cañones,

74. LUENGO, M., Diario, t. I, p. 134. 75. MARCH, J. Ma, El restaurador de la Compañía de Jesús, beato José Pignatelli tj su tiempo, tomo I, Imprenta Revista «Ibérica», Barcelona, 1935, pp. 259-371. 76. Sobre las relaciones diplomáticas que se mantuvieron en este sentido véase: G I MÉNEZ LÓPEZ, E. y MARTÍNEZ GOMIS, M., «Un aspecto logístico de la expulsión de los jesuitas españoles: la labor de los comisarios Gerónimo y Luis Gnecco (176741

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La estancia en Córcega A finales de julio de 1767, recién llegados a Córcega, los jesuítas españoles pretendieron formar en aquella ciudad tantas casas, colegios o ranchos como tenían en España, conservando los mismos nombres y a los mismos superiores. En Calvi, donde se establecieron los jesuítas castellanos, había cuatro que resultaron singulares. En primer lugar la que llamaron de San Javier, donde fue elegido rector el P. Francisco González, que era secretario de la Provincia y donde se reunieron a los sacerdotes jóvenes que se dedicaban a las Ciencias y a las Matemáticas. La segunda fue la que recogió a los novicios y a los padres que realizaban su tercera probación, con el nombre de casa de Villagarcía en honor al seminario que la Compañía poseía en tierras vallisoletanas; en esta casa se hospedaron también los exprovinciales y otros ancianos. La tercera era la casa en la que vivían todos los escolares teólogos, que en España ocupaban los Colegios de Salamanca y de San Ambrosio en Valladolid. La cuarta agrupaba a los que estudiaban Filosofía en los colegios de Palència y de Santiago, llevaba el nombre del apóstol y en ella residían unos setenta jesuítas, entre ellos el provincial castellano y el procurador general de la Provincia. Gracias a que el P. Luengo vivía también en esta casa conocemos muchos datos que de otro modo hubieran quedado ignorados: descripción del palacete, horarios de misas y de funciones literarias, localización de las habitaciones y un largo etcétera que muestra detalladamente la forma de vida que los expulsos pretendieron llevar en el exilio7T. Tanto en Calvi como cuando llegaron a los Estados Pontificios, el objetivo que perseguían era poder reproducir el sistema de vida que habían dejado en España. Vivir en comunidad y organizar las actividades que llevaban antes del exilio fue su máxima. Los motivos eran varios: en primer lugar, suponía una garantía de continuación de la comunidad y de la actividad religiosa comunitaria que se habían propuesto salvaguardar; 1768)», en Expulsión y exilio de los jesuítas españoles, Universidad de Alicante, 1997, pp. 181-196. 77. Estas descripciones pueden leerse en LUENCO,M., Diario, t I, pp. 387-394. 42

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por otra parte, garantizaba que sus actividades docentes, piadosas y las relacionadas con sus votos tendrían una prolongación, a pesar del alejamiento de la patria, y en último lugar, pero no de menor importancia, contaba el asunto económico. Permanecer unidos suponía un ahorro considerable en los gastos de manutención, amén de alejar posibles tentaciones de fuga entre sus miembros. Durante el verano de 1767, el P. Luengo se alojó en una miserable casa en la ciudad de Calvi, que compartía con quince escolares discípulos suyos, el P. Lorenzo Uriarte, que había sido rector del colegio de Santiago, y tres coadjutores encargados de las tareas domésticas. Pero no toda la Provincia de Castilla sufría las mismas incomodidades sino peores. No hay que olvidar la situación en la que estaba la isla: una guerra civil que enfrentaba a los corsos, capitaneados por Paoli, contra las guarniciones genovesas que contaban con el soporte de los franceses y que tenían bajo su control las poblaciones litorales en las que se establecieron los expulsos; por su parte, los rebeldes de Paoli controlaban el centro montañoso de la isla7s. Así se comprende que supusiera un lujo tener un techo bajo el que cobijarse79. 78. Véase sobre el conflicto corso VENTURI, F., «La rívoluzione di Corsica», Settecento riformatore, vol. V, L'Italià del lumi (1764-1790), Giulio Einaudi editore, Torino, 1976 , pp. 3-220. 79. El ejemplo de las condiciones que padecían los padres que venían del colegio de Palència nos parece suficientemente significativo: «...dos habitaciones que nos han llenado de admiración y de horror. Una es la que ocupa el Colegio de Palència, numeroso de más de cuarenta sujetos, en el cual está el curso de los hermanos que estudian Física. Toda su habitación es una bodega o almacén a la orilla del mar, casi soterraneo, húmedo, feo, hediondo, lleno de gusanos y de otros insectos y tan bajo de bóveda que sentados en la cama casi llegan con la cabeza al techo y lo peor de todo es que repartida matemáticamente entre ellos no tocan mas que a cuatro palmos regulares de ancho y ocho de largo y en esta pieza se ha de meter todo y se han de hacer todas las cosas. Allí tener todas sus camas, su baúles y todo el equipaje de los particidares y alli mismo tienen los ajuárenlos, provisiones y cosillas de comunidad, hasta la leña y el agua. En aquella misma pieza se hace fuego, se cuece la olla, se come, se cena y después duermen en ella todos... en una sola noche que han dormido en este horrible calabozo se han llenado todos ellos en la cara, manos y todo el cuerpo de irnos granos o ronchones tan grandes como unas alubias gruesas...». Sobre el acomodo de la Provincia de Castilla en Calvi: LUENGO, M., Diario, t. I, pp. 318-327. 43

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En la casa que ocupaba Luengo comían el rector y él mismo en dos sillas viejas en torno a la única mesa que había, otros dos se sentaban en un arca y les hacían compañía, y el resto, de rodillas, sirviéndoles de mesa un banco. Las penalidades fueron aumentando según se agudizaba la crisis bélica que se desarrollaba en Calvi; a finales de julio abandonaron la plaza los franceses, dejándola en manos de los genoveses, lo que originó un endurecimiento de la ofensiva de los corsos que finalizaría con la suspensión de hostilidades el 25 de agosto y la paz a primeros de septiembre; con anterioridad, los expulsos habían padecido la consiguiente escasez de víveres, inquietudes por el fuego constante que intercambiaban ambos lados, la falta de libros con los que poder seguir los estudios, etc. No es de extrañar, pues, que creciera el número de enfermos entre los expulsos; uno de ellos, Joaquín Luengo, hermano de Manuel y del que hemos hablado anteriormente, sufrió un agravamiento de su dolencia y Manuel, en octubre de ese mismo año, fue a buscarle acomodo en una pequeña ciudad del interior de la isla, llamada Lumio, donde se reunieron algunos de los que necesitaban mayores cuidados con el permiso de Paoli, que mostró siempre un comportamiento condescendiente y protector hacia los expulsos españoles. El mismo día que dejaba la costa corsa el navio de guerra «Sanjuan Nepomuceno», el 24 de julio de 1767, se iba con él el único vínculo físico que unía a los desterrados castellanos con su pasado, quedando abandonados a merced de una guerra civil, de la que nada sabían, y encerrados en una fortaleza mal provista, cercana al puerto de Calvi y a punto de ser sitiada. Allí, sobrecogido, el P Luengo escribía: «todo inspira pavor y miedo y todo anuncia combates, sangre y mortandad»so. Fue en aquellas condiciones en las que se planteó, por primera vez, una discusión interna sobre los que pretendían abandonar la Compañía, cuestionándose los desterrados si eran o no apóstatas los hermanos que, ante aquellas duras circunstancias, optaban por apartarse de la Orden y retirarse a un lugar seguro. Se pueden observar dos opiniones enfrentadas, unos 80. 44

LUENCO,

M., Diario, t. I, p. 363.

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-minoritarios- defendían el derecho a guardar sus propias vidas, argumentando que no habían sido enviados a aquel lugar en labor misional o enviados por un superior de la Orden, sino desterrados por enemigos de la Compañía, razón por la cual no tenían ninguna obligación de obedecer y mantenerse en el peligroso lugar elegido para la deportación. Pero otros, mayoría entre los expulsos castellanos, opinaban, tomando como referente cinco jesuitas que habían huido la noche anterior, que esa actitud era indicio de apostasía. Manuel Luengo pretendía, entonces, mantener un «camino medio», es decir, no sabía qué partido tomar. No podía llamar apóstatas a sujetos que hasta pocas horas antes había considerado personas de religiosidad intachable pero, por otra parte, consideraba una desgracia para la Provincia quedarse sin estos individuos y temía que otros siguieran sus pasos, padeciendo incluso por su integridad física, pues consideraba que sufrirían más solos que unidos a sus hermanos. Tal fue, en aquel momento, su respeto hacia los fugados que, aunque no resistió la tentación de dejar puntual constancia de sus nombres en su Diario, lo hizo escribiendo exclusivamente las iniciales, ya que confiaba en que volvieran a la Provincia y temía manchar sus nombres dándolos a conocer. Todas estas consideraciones, de matiz tan humano, cambiaron con tanta rapidez como rigurosidad; la influencia de las discusiones que, sin duda, se llevaron a cabo dentro de la Provincia sobre el riesgo que corría todo el instituto con evasiones de ese tipo hicieron que el P. Luengo, en menos de un mes, diera un vuelco total a su postura. A partir del mes de agosto de 1767 los jesuitas secularizados contaron con la más absoluta incomprensión por parte del diarista y con su total rechazo; aquellos que decidieron abandonar la Compañía eran criticados por Luengo de padecer debilidad de espíritu, y de no poder encontrar en su interior la fuerza necesaria para seguir en aquel «martirio» a sus hermanos. Pero había algo peor: eran peligrosos porque rompían las filas de la Compañía y, para los expulsos, la fuerza residía en su unión; algunos, además, salían de la Orden sin permiso ni conocimiento de su provincial, por lo que también eran desobe45

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dientes, cuestión de todo punto inadmisible dentro de las filas ignacianas, y daban un ejemplo de vía alternativa que otros jesuítas podían verse tentados a seguir, cuestiones todas ellas que repugnaban a Manuel Luengo, bastión del más puro y estricto espíritu jesuítico del siglo XVIII. De hecho, a partir de agosto de 1767, escribió una pequeña biografía de todo aquel jesuita que decidía salir de la Orden, incluyendo un comentario personal en el que dejaba traslucir su rechazo a esa actitud de huida y agudizaba en sus comentarios los aspectos negativos del carácter del fugitivo; así, si el que huía era persona de demostrado juicio como en el caso de José Blanco, joven que se había señalado por «un proceder bueno y religioso todo el tiempo de sus estudios», Luengo añadía que «su ruina ha nacido de sus mismos talentos unidos a su genio pueril». A los que fueron saliendo de la Compañía desde Calvi con dimisoria del provincial se les daba lo correspondiente a su pensión y sus pertenencias; también, con secreto, se les arreglaba la ropa convirtiendo el traje de jesuita en el que regularmente vestían los seculares. La mayoría de los secularizados pretendían volver a entrar en España81 pero, en diciembre de ese mismo año, Luengo escribía que se había publicado en un bando que se prohibía la entrada de todo aquel jesuita que no tuviera licencia expresa de la corte madrileña «y se pone en él contra los transgresores no menos que pena de muerte, si fuesen coadjutores o legos y de reclusión o cárcel perpetua, si fuesen sacerdotes»*2. No dejó de escandalizar esta actitud contra los expulsos a Luengo, consciente de que, aunque solicitaran el permiso, a nadie se le concedería y se compadecía de aquellos que habían optado por dejar a la Compañía sin poder ahora volver ni a su patria ni a su Orden, temiendo, sobre todo, por los que ya se habían introducido en España sin licencia que, le constaba, no eran pocos. Una vez establecidos en Calvi, se recibió carta del P. provincial en la que se ordenaba que se entregara a todos los superiores la pensión que por la circunstancia que fuere hubiera 81. GIMÉNEZ LÓPEZ, E., op. cit.,

82. 46

LUENGO,

1995.

M., Diario, 1.1, pp. 654 y ss.

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mantenido consigo cualquiera de los expulsos, tal y como se hacía en los colegios de España. Se trataba de evitar así la fuga de algún religioso y atajar la creciente pérdida de conciencia de vinculación a la Orden con el subsiguiente voto de pobreza que algunos, poseedores de escasos ahorros, pretendían relegar en beneficio propio. Pero, sobre todo, se evidencia el mencionado reforzamiento de la disciplina y la dependencia a que hemos aludido anteriormente. En enero de 1768, Luengo tenía sus dudas sobre si recibirían en Córcega la pensión prometida seis meses después de haberla cobrado en España. Los jesuítas andaluces eran los que parecían necesitarla más; a diferencia de la provincia castellana, los superiores andaluces no habían ordenado unificar el dinero de la Provincia, de ahí que se administrara cada cual su capital, mientras que los castellanos habían hecho con ella prudentemente un fondo común de doble intencionalidad: ahorrar y evitar que el dinero en el bolsillo tentara a posibles desertores, por lo que a mediados de enero todavía tenían fondos y creían que iban a poder resistir unos cuantos días más. Puntualmente, el día 15 de enero, desembarcó en el puerto de Ajaccio Fernando Coronel, uno de los comisarios reales encargado de entregar la pensión a los jesuítas y, a través de esa transferencia, controlar a los que seguían en la Orden, tantear a los posibles secularizados y borrar a los fallecidos de la lista de expulsos que debían recibir pensión83. Los comisarios, además, tenían la función de actuar como correa de transmisión entre la corte madrileña y los jesuítas, manteniendo debidamente informada a aquélla del comportamiento, actividades e intenciones de éstos84. Mientras, Nicolás Azpuru, auditor de La Rota y embajador interino de España en Roma, encargaba al conde de Zambeccari, cónsul español en Bolonia, la responsabilidad de suministrar el socorro económico a los jesuítas 83. Para la correspondencia que se establece sobre el tema de la pensión entre la corte madrileña y los comisarios reales o los jesuítas que solicitan aumento o doble pensión, véanse los legajos 5.042, 5.046, 5.047, 5.049, 5.059, 5.064 y 5.065 del A.G.S., Sección Estado. 84. Hay información de este tipo en el A.H.N., Estado, leg. 3.518; en A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 670 y A.G.S., Estado, leg. 5.041. 47

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que estuviesen en su legacía y en las de Ferrara y Sestri -que carecían de cónsul-, sirviéndose para ello de la ayuda que él estimara oportuna, y de la elaboración de una detallada lista con los datos de los jesuítas que se hubieran instalado en la ciudad, requisito imprescindible para la entrega de la pensión85. A mediados de febrero desembarcó en Calvi «un genovès que hace de thesorero» -se refería Luengo a Migliorini, secretario de otro de los comisarios reales, Luis Gnecco 86 -, con el objetivo de distribuir entre la Provincia de Castilla 40.000 reales «entregados en tanta variedad de monedas, que parece que las hay de la mitad de los estados de Europa»ST, a razón de 60 reales por cada uno en concepto de atrasos por los 25 días que llevaban esperando que se les entregara el segundo pago de la pensión. Pero los de Castilla todavía tendrían que esperar algún tiempo más pues Migliorini les advirtió que los comisarios la Forcada y Coronel no podían entregarles aún el dinero por tener otras ocupaciones que cumplir: el primero debió pagar la pensión a los padres pertenecientes a la Provincia de Aragón, mientras que Coronel, que tenía que haberse encargado del pago a los castellanos, suspendió el viaje porque empezaron a llegar de España los jesuitas procedentes de América y tuvo que proporcionarles acomodo en la ciudad de Ajaccio88. Durante los tres primeros días de abril se repartió entre los castellanos la pensión correspondiente a los tres meses que se les debía, es decir, 18 pesos duros a cada uno. A Luengo le resultaba indignante que les pagaran de forma individual y no 85. A.G.S., Estado, leg. 5.058: Azpuru a Zambeccari, Roma, 31 de octubre de 1768. 86. Elegido comisario en Genova, le correspondió en 1771 encargarse de los jesuitas que residían en Ferrara, a los que dio siempre buen trato; en octubre de ese año comenzó a encargarse de los que vivían en Bolonia, para consuelo de estos expulsos que no soportaban al comisario español la Forcada. Sobre la labor de Gerónimo y su hijo Luis Gnecco, véase: GIMÉNEZ LÓPEZ, E. y MARTÍNEZ GOMIS, M., op. cit., 1997. 87. LUENGO, M-, Diario, t. II, p. 15. 88. Según Luengo el 24 de marzo llegaron a Ajaccio noventa y cinco jesuitas americanos, la mayoría pertenecientes a la Provincia de Méjico, unos pocos a la de Santa Fe y cinco o seis de diferentes provincias europeas que habían quedado en América enfermos. LUENGO, M., Diario, t. II, p. 36. 48

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dejó de llamar la atención ante el espectáculo que ofrecían algunos nobles de la Provincia, como el P. Idiáquez, recogiendo aquella «miseria»89. Cuando, a finales de mayo, recibieron los castellanos el tercer pago, se libraron de esa «humillación» ya que, después de firmar el recibo, le fue entregada la pensión de toda la Provincia a su procurador general. También sorprendió al diarista con respecto a los fallecidos, secularizados y desaparecidos, que se entregara sólo el dinero que les correspondía hasta el último día que pasaron en la Compañía -contaban a 4 reales por día™, sin otorgar a la comunidad ninguna ayuda para gastos de enfermedad, a excepción de algún dinero para, en el caso de los primeros, sufragar el entierro. Luengo se quejaba de que estos gastos recayeran sobre la colectividad, que se veía obligada a mantener a los pacientes y vestir a los que decidían salir al siglo. Hubo, sin embargo, una excepción: la Provincia andaluza estaba pasando tanta necesidad y tenía tan menguados sus fondos que los propios comisarios les entregaron la totalidad del dinero de la pensión, dejando aplazados para más adelante los descuentos por mortandad y otras bajas. Llegados a este punto debemos resaltar la sorpresa y la dificultad que supuso para Luengo entender el significado del cambio de monedas y sus aciagas consecuencias: «...es un embrollo muy grande en cambios y contracambios de monedas, de que nosotros entendemos poco [...] Pondré el ejemplo en un doblón de a ocho, que es como yo lo entendí mejor. Un doblón de a ocho de España vale allá 30 reales y 6 maravedís que es lo mismo que me entregan aquí, 14 pesos duros, 9 reales y una moneda que aquí llaman parpayola, que vale 2 sueldos o dos cuartos, y de hacerlo así dan esta razón: el doblón de a ocho de oro en España no vale en Genova más que 94 liras de la moneda genovesa. Estas noventa y tantas liras no valen más que 14 pesos duros y aquel pico; luego dándome éstos me dan un doblón de a ocho o 30 reales y 10 maravedís ...» 89. «... un F. Javier Idiáquez, que sería ahora si hubiera querido quedarse en el munch, duque de Granada, hijo del conde de Crajal que tiene al presente tres sobrinos grandes de España (...) llegarse a la mesa en donde estaba el secretarillo y alli, de pie, recibir de su mano aquel dinerillo ...», L U E N G O , M., Diario, t. II, p. 40. 49

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Después de todas estas cabalas, Luengo llegaba a la certera conclusión de que venían a tener una cuarta parte menos de pensión tras el canje, ya que el oro en España perdía al cambio en moneda genovesa, aunque no lo hiciera la plata. A esa pérdida había que añadir que el monto de la pensión que recibieron en España fue de 100 pesos sencillos, es decir, 15 reales de vellón y 2 maravedíes. Al realizar la segunda entrega de la pensión desaparecieron esos 2 maravedíes que acompañaban a cada peso, por lo que Luengo concluyó que alguno de los oficiales intermediarios estaba llevándose un sustancioso sobresueldo 90. La tercera entrega fue hecha en mayo de 1768 y, aunque en principio era para 3 meses, se les propuso añadir una cantidad suficiente como para que la siguiente se llevara a cabo a principios de agosto. Pero a mediados de ese mes todavía no habían cobrado los expulsos y las consecuencias se hacían notar en el abastecimiento: muchas casas no podían comprar carne en un país en plena guerra civil, con la consiguiente carestía y aumento de precio de los productos más necesarios. El viaje a los Estados Pontificios La estancia en aquella isla duró hasta la noche del 15 de septiembre de 1768, día en que los jesuítas comenzaron a subir a las naves que los franceses habían dispuesto para sacarlos de la isla y poder así disponer de alojamiento para sus tropas. El embarque fue muy accidentado por la cantidad de personas que subieron a bordo y por la falta de previsión en cuanto a espacio, enseres que se iban a transportar e, incluso, en cuanto al tipo de comida que dispondrían a bordo; sirva de ejemplo la larga descripción que hace Luengo del bochornoso espectáculo que ofrecían más de cien hombres de pie, en una estrecha estancia sin luz, intentando cobijarse de la torrencial lluvia que caía y al mismo tiempo comer, sin cubiertos, el caldoso estofa90, Cuando, años más tarde, murió Pedro de la Forcada en Madrid, ciudad a la que fue destinado en 1785 como alcalde de casa y corte, Luengo incluía una pequeña biografía en la que desarrollaba estas acusaciones. Véase LUENGO, M., Diario, t. XXI, p. 437. 50

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INTRODUCTORIO

do que les sirvieron. La razón de tales prisas y de los perjuicios causados a los expulsos durante todo su viaje hacia Italia se explica por dos circunstancias: en primer lugar, el Tratado de Compiegne, de 15 de marzo de ese mismo año91, por el que la isla dejaba de pertenecer a la república de Genova y pasaba a la soberanía francesa, que iba a enfrentarse contra Paoli y, por lo tanto, necesitaba que los jesuítas españoles abandonaran Córcega, posibilitando que se establecieran sus tropas en las casas que ellos dejaban; la segunda circunstancia era la aceptación implícita de Clemente XIII para que los jesuitas españoles entraran en los Estados Pontificios, agobiado por las presiones que recibía para que se suprimiera el instituto ignaciano. Del pormenorizado relato que sobre el viaje ofrece el P. Luengo cabe resaltar la incertidumbre inicial de los regulares, al no conocer su destino cuando embarcaron; suponían que les llevaban a Genova, pero a los dos días de haber levado anclas en Córcega, el 21 de septiembre, se vieron frente a las costas de Sestri Levante. Poco duró la incertidumbre, pues sin permitirles desembarcar se les dio orden de continuar hacia Genova, puerto al que llegarían el día siguiente y donde se reunirían con los convoyes de las Provincias de Aragón, Andalucía y todos los de Castilla que salieron juntos de Calvi, siendo los últimos en llegar los de la Provincia de Toledo92. En términos numéricos, Luengo sostenía que frente al puerto genovès, a fecha 27 de septiembre de 1768, se reunieron dos mil quinientos jesuitas españoles93. 91.

G I M É N E Z LÓPEZ, E. y MARTÍNEZ GOMIS, M., op. cit.,

1995.

92. De la Provincia de Aragon salieron quinientos cincuenta regulares en cinco embarcaciones; de la de Andalucía cuatrocientos cuarenta en tres navios, y el convoy de la Provincia de Castilla estaba compuesto por siete embarcaciones, una de ellas con los enfermos, pagada por los propios jesuitas. LUENGO, M., Diario, t. II, p. 314. 93. «Espectáculo a la verdad que no le ha visto Genova semejante desde su fundación hasta este día», sobre esta estancia frente al puerto genovès, más adelante añade: «Luego que anochece, se empieza a cantar la letanía de la Virgen en una embarcación, después se hace lo mismo en otra y algunas veces dos y tres a un tiempo y de este modo dura esta piadosa música una hora u hora y medía de noche. Y como en todas las embarcaciones se ha procurado escoger cuatro o cinco de buenas voces que llevan el coro, se oye en toda la concha y en buena parte de la ciudad, 51

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INTRODUCTORIO

Por otro lado, el 29 de agosto, con casi un mes de retraso, los padres castellanos recibieron la pensión para tres meses, es decir, hasta octubre. Pero el primer día de ese mes ya se encontraban en el puerto de Genova. Las condiciones en las que realizaron la travesía fueron infrahumanas; el propio Idiáquez fletó una embarcación para trasladar a los ciento y pico que vivían con él y así desahogar un poco los barcos en los que navegaba el resto de la Provincia. Lo mismo tuvieron que hacer los superiores castellanos para poder llevar mínimamente protegidos a los enfermos, llegando a pagar 60 reales por día. Esto, unido a los necesarios gastos que implica todo traslado, hizo que la situación económica de los regulares tomara visos más que preocupantes. Afortunadamente, la corte española no cerró los ojos ante el problema y ordenó el pago de un doblón de a ocho -quince pesos duros-, a modo de socorro extraordinario, para que pudieran realizar el viaje por los Estados Pontificios. Esta ayuda les llegó el día 17 de octubre cuando ya estaban casi todos en Genova, dispuestos para salir hacia Sestri Levante, y a la espera de las barcazas que iban llegando de Córcega con sus escasas pertenencias. Durante todo el tiempo que el P. Luengo estuvo en la bahía de Genova, junto con los otros jesuítas castellanos, las condiciones físicas que padecieron fueron durísimas, no sólo físicamente, también debieron soportar lo que para el P Luengo era peor: «las tentaciones de los enemigos de la Compañía» ya que, aprovechando precisamente estas dificultades, se ofrecía doble socorro a aquellos que quisieran secularizarse. Además, para Luengo la estancia a bordo se hizo especialmente dura al prohibir el P. Ossorio, su provincial, que abandonaran la embarcación, lo cual «a mí me es muy sensible, no tanto por la mor-

en la cual, según se nos asegura, se oye con muy particular gusto, curiosidad y edificación esta nueva música jamás oída hasta ahora en este puerto. ¡Qué muchoj, si jamás se han visto en él en tanto numero de navegantes y prisioneros de esta especie. En realidad es cosa que encanta oír resonar por tanto tiempo, y no con mala armonía las glorias y alabanzas de la Santísima Virgen en un puerto y ver empleados en este santo ejercicio con tanto gusto y alegría millares de religiosos tratados con el último desprecio, con un sumo rigor, oprimidos de miserias y trabajos y hartos de oprobios y deshonras». LUENCO, M., Diario, t II, p. 353 y 363. 52

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tificación que hay en ello, aunque no es pequeña, cuanto porque no puedo tener la comodidad de ver y averiguar cosas que notaría con gusto en este Diario y si no vinieran otros defuera, nada sabríamos de lo que pasa94. Advertimos, una vez más, cómo para Luengo se estaba convirtiendo su escrito en un objetivo prioritario y no dejaba de ser la actividad que de algún modo daba sentido a su dramática y azarosa existencia. El 21 de octubre se despertó con el barullo de la tripulación que preparaba el desembarco de los jesuitas para llevarlos al lazareto de Genova. Luengo prefirió alquilar con otros compañeros una falúa para alcanzar la playa y eludir así viajar en una gran nave en la que se apilaban las pocas pertenencias y los muchos jesuitas que estaban a bordo de los navios para ser conducidos a tierra. En el lazareto de Genova permanecieron diez días y de allí, esparcidos en pequeños grupos, los trescientos miembros de la Provincia de Castilla embarcaron hacia Sestri Levante. De esta villa Luengo nos comenta en su escrito que era un lugar pequeño, como de trescientos a cuatrocientos vecinos y bastante hermoso, y estaba convencido de que pasaría a la historiador haber sido el rincón de la tierra en el continente de Italia, por donde se vio obligada la Compañía de Jesús española a introducirse, contra su voluntad, en el estado de la Iglesia»95. A primera hora del 25 de octubre comenzó el viaje hacia su destino en los Estados Pontificios, la Legacía de Bolonia. Para ello tuvieron que recorrer a pie y sobre caballerías cerca de 200 kms., bajo unas condiciones climáticas pésimas, pues tuvieron que resistir las fuertes lluvias y el frío característico de esa época del año en los Apeninos, pagando precios excesivos por el transporte. La correspondencia diplomática asegura que llegaron con«bestidos desgarrados y rotos, pero parece que están bien proveydos de doblones de oro»96; esa debió ser la imagen que también recibieron los campesinos italianos y los arrieros que, en ocasiones, estafaron a los expul94. LUENGO, M., Diario, t. II, p. 358. 95. LUENGO, M.: Diario, t. II, p. 464. 96. A.G.S., Estado, leg. 4.733: Zambeccari a Grimaldi, Bolonia 24 de septiembre de 1768. 53

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sos cobrándoles sumas exorbitantes y, además, siendo rechazados por los jesuitas italianos que, desde el principio, dejaron muy claro a los españoles que no recibirían ningún apoyo suyo, y no siempre pudiendo hacer, durante el viaje, más de una comida al día. Atravesaron Parma, Regio, Módena y al cruzar en barcas el río Pamaro, entraron en los estados del Pontífice; era el 5 de noviembre de 176897. Este es el sucinto resumen de lo que ocurrió y escribió Luengo en los dos tomos, hasta ahora inéditos, que presentamos tras este estudio preliminar. Restan 47 años, reflejados en más de 50 volúmenes manuscritos, en los que el P. Luengo relató la larga estancia en la legacía boloñesa, el regreso a España en 1798, el posterior y segundo destierro de 1801, el restablecimiento de la Compañía en 1814 y el retorno definitivo a su patria. El día 12 de noviembre de 1816, cuando llevaba ya un año viviendo en Barcelona, moría el P. Luengo98. Cinco días antes había cumplido 81 años, dejándonos puntual testimonio de sus últimos cuarenta y ocho años en el Diario. En sus últimos apuntes agradecía a Dios que le hubiera dado «ánimo, constancia y fuerzas para escribir este larguísimo Diario», confiando en que sirviera para la formación de una historia de «suma gloria para la Compañía de jesús». El diario del R Luengo La elaboración de un diario por parte de un miembro de la Compañía de Jesús no es algo insólito, ya que constituye una fomentada costumbre de la que, en diferentes épocas, tenemos numerosos y valiosos ejemplos. Además, la valoración que, dentro del seno de la Compañía, se hace de estos diarios es de gran importancia; de hecho, casi todos los escritos aparecidos de jesuitas expulsos cuentan con una o varias copias, a veces realizadas por los propios autores y otras por mano ajena en momentos posteriores a la fecha de realización; algunas de estas copias son parciales, referidas a aspectos concretos del 97. Sobre este viaje véase también GIMÉNEZ 98. Catálogo Provincia Hisp. de 1818. 54

LÓPEZ,

E-, op. cit., 1992.

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INTRODUCTORIO

manuscrito originario, otras se trata de transcripciones completísimas y, en ocasiones, garantizan el testimonio, pues no es extraño que el original haya desaparecido. Los propios expulsos ya realizaron algunas copias de los escritos propios o de los de sus coetáneos; así, por ejemplo, el P. Luengo escribía su propio Compendio al mismo tiempo que el Diario, en el que resumía lo escrito en el segundo, y diferentes estudiosos han realizado copias ", si bien no de la totalidad de la obra que, como en el caso de Manuel Luengo resultaría una labor de muchos años, sí de aquellas partes que han considerado de puntual importancia. Dentro de esta tendencia englobaríamos las copias manuscritas y mecanografiadas que se conservan en el Archivo Histórico de la actual Provincia de Loyola sobre diferentes aspectos tratados en el Diario de Luengo (Palafox, biografías de personas ilustres, etc.). Es una tendencia lógica, dadas las persecuciones de las que ha sido objeto la Compañía a lo largo de su historia, mentalizar a sus miembros de la más que probable posibilidad de una pérdida. Ya en época contemporánea, una mirada a las fuentes manuscritas en poder del Instituto de San Ignacio, que cita el P. Lesmes Frías en su obra sobre la Historia de la Compañía de Jesús l0°, supone un extraordinario ejemplo de lo que decimos. Por otra parte, creemos que los diarios de los expulsos se escriben respondiendo a órdenes de los superiores, que encargan a los protagonistas dejar testimonio de todo lo acontecido en momentos claves; así se pidió a los novicios que describieran su viaje hacia el embarque en Santander en 1767, reseña que sirvió de base documental para la obra del P. Isla sobre la intimación del decreto de Carlos III101. Este escrito del P. Isla 99. Copia manuscrita del Compendio del P. Luengo se encuentra en la Biblioteca del Institutum Historicum S. L, de Roma. En MEDINA, Francisco de Borja: «Ocaso de una provincia de fundación ignaciana: la Provincia de Andalucía en el exilio (1767-1773)», Archivo Teológico granadino, 54, 1991, pp. 55 (n. 105). 100. FRÍAS, L.: op. cit., 1923, pp. VII-XXIV. 101. A raíz de la expulsión, el P. Isla escribiría un Memorial dirigido a Carlos III sobre el desarrollo del éxodo, según declaraciones y documentación que fueron aportando los novicios sobre sus experiencias y dificultades a la hora de unirse a 55

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tiene su repetición en Portugal, con el escrito del P Caeiro i02 Apología da Companhia de Jesús nos Reinos e Dominios de Portugal, dirigida a María I para que la soberana reinstaurara la Compañía de Jesús en el reino luso. Hay otros ejemplos anteriores y posteriores a la expulsión: sobre los primeros valga de ejemplo los diarios que los jesuitas enviados a América hacían sobre sus experiencias con los indios 103, en cuanto a los posteriores a la expulsión nos apoyaremos en la petición que realiza Lorenzo Ricci, en julio de 1773, al P Francisco Javier Idiáquez, entonces provincial de Castilla, para que se formasen relaciones históricas de lo acontecido en la Provincia desde la expulsión de España: «...de aquellos tiempos inmediatos hasta el presente y me la embiara en oportuna ocasión, y lo que después fuere ocurriendo, lo notará asimismo V.R., continuando la misma relación para remitirla también en ocasión oportuna. » 104 El hecho de que el P. Luengo insista varias veces en que nadie le había pedido la realización de su Diario, ni de su Colección de Papeles, parece corroborar esta teoría ya que, en repetidas ocasiones, hace mención a ese aspecto peculiar de su escrito, haciendo gala de su acertada iniciativa m. El Diario del P Luengo es uno de los más dilatados e interesantes escritos que se conservan sobre aquella experiencia, y hay que leerlo sin abandonar la perspectiva del subjetivismo los padres. Este Memorial nunca fue enviado al monarca pero cuenta con dos ediciones, la primera, publicada en 1882 y otra más reciente con estudio introductorio y notas a cargo de Enrique GIMÉNEZ LÓPEZ: Historia de la expulsión de los jesuitas. Memorial de las cuatro -provincias de España de la Compañía de Jesús desterradas del reino a S.M., el rey Don Carlos III, Instituto de Cultura «Juan Gil-Albert», Alicante, 1999. El P. Luengo realizó una copia de este Memorial que introdujo en el t. II de su Colección de Papeles Varios. 102. CAEIRO, José, Historia da expulsao da Companhia de Jesús da Provincia de Portugal, Ed. Verbo, Lisboa, 1991. 103. Archivo Nacional de Paraguay (A.N.), índice General, pág. 97, 1720: Escritos de dos padres jesuitas acerca de lo irreductibles que son los indios paraguayos. Agradecemos esta información a la dra. Elia Gozálbez Esteve. 104. Esta correspondencia aparece copiada por el diarista Luengo en sus Papeles Varios, t. V, p, 26. Pero, sobre este mismo tema puede verse: L U E N G O , M., Diario, t. VII, p. 310 y t. VII, vol. II, p. 290. 105. LUENGO, M., Diario, t. VII, vol. II, p. 311. 56

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lógico que contienen las opiniones de un «militante comprometido con su causa», un jesuita en este caso, para quien la Compañía es barerno para diferenciar lo positivo de lo negativo en su concepto más integral. Para él sólo tiene relevancia aquello que sirva para exaltarla y lo que no, sencillamente, la injuria. Su intención al escribirlo no será otra que elaborar un panegírico de la Compañía de Jesús durante uno de los exilios más conmovedores de nuestra historia en la época moderna.La obra de Manuel Luengo, además, es fruto de una constancia férrea y de esa conciencia testimonial a la que nos hemos referido y que, estimulada por el reto del destierro, muestran muchos de los deportados: dejar un testimonio biográfico que pueda servir de base para que otros escriban la historia de la Compañía de Jesús. Se trata de un trabajo discreto, sin pretensiones literarias y realizado en durísimas circunstancias físicas que se agravan por la necesaria clandestinidad a la que se debe el escrito. Conviene recordar las peripecias que tuvieron que pasar los expulsos para poder salvaguardarlos; a este respecto, Constancio Eguía 106 escribe: «En los catorce meses que moraron los expatriados en Córcega m, no era creíble que ningún desterrado, y menos los que posaron en Calvi, [...] hubiese podido emborronar un mísero pliego. ¡Tan prensados estaban todos entre la guerra y el hambre!. Mas cuando, al fin, estos mismos pasaron a Italia con ímprobos trabajos, y desde Sestri llegaron al campo de Bolonia, entonces se vio lo mucho que habían escrito. Porque allí supieron con inmenso dolor que sus baúles, detenidos en Regio, habían sufrido al pasar por Módena un grande y severísimo registro y el decomiso total de muchísimos papeles» m.

106.

EGUÍA RUIZ, C , op. cit.,

1951, p.

683.

107. Según carta de Aranda a Roda, parece ser del primero la idea de confinar en Córcega a los expulsos tras conocerse la decisión del Papa de no recibirlos en los Estados Pontificios. A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667, Aranda a Roda, 1 de marzo de 1767. 108. En el Archivo Secreto del Vaticano (A.S.V.) se encuentra la relación de los equipajes que transportaban los jesuítas españoles y americanos que transitaban por el Ducado de Parma, entre ellos aparece en el carro 2, conducido por Antonio Candelli, un baúl del P. Luengo: Colegio de Santiago. A.S.V,, Gesuiti, 1-2.; dato que agradecemos al profesor Giménez López. 57

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INTRODUCTORIO

Otra singularidad del diario del P. Luengo es su extensión: sesenta y dos tomos de Diario, veintiséis de la Colección de Papeles Varios y un Compendio del Diario que resume 31 años de exilio, desde 1767 hasta 1798. Además, se trata de un escrito que, continuamente, se debate entre el breviario intimista, donde muestra sin escrúpulos lo que siente, derramando sobre el papel todo aquello que le resulta indignante o laudatorio sin obviar opiniones personales y, por otra parte, la crónica, casi diaria, de los acontecimientos políticos, económicos y eclesiásticos que empujaron los forzosos pasos que tuvieron que dar durante todos esos años. El padre Luengo escribe sin tregua, sin mesura y sin pudor; escribe para dejar constancia de los sacrificios que tuvieron que pasar los expulsos y con una finalidad manifiesta: ofrecer datos que sirvan para la elaboración de una historia apologética de la Compañía de Jesús, la Orden a la que, junto a su Diario, dedicó su vida. En 1782, el P. Luengo escribió el prólogo a su Diario, en el que explica detalladamente los motivos que le impulsaron a su consecuciónlQ9, y aclara que fue en Córcega donde decidió continuar un escrito que al principio no se tomó más que como un entretenimiento. Hay que mencionar aquí que durante la estancia en aquella isla fue cuando se encargó a los novicios que relataran por escrito la forma en que les fue intimada la expulsión y sus viajes hasta unirse a los expulsos, lo que pudo motivar en el P. Luengo la toma de conciencia de la importancia que su escrito podría adquirir ya que, para entonces, se trataba de un extenso y puntual relato, escrito día a día, que ofrecía datos de singular importancia; no en vano, también entonces, el P. Luengo elaboró una copia del Memorial escrito por el P. Isla, ya mencionado, al que incorporó un prólogo con comentarios personales uo y que, recientemente, ha sido publicado con estudio preliminar del profesor Giménez López111.

109. a...su fin principal [el del Diario] es contribuir y ayudar del modo que se pueda a que se conserve sincera y pura la verdad de los sucesos de la presente persecución de la Compañía», LUENGO, M., Diario, t. I, Prólogo, p. 3. 110. L U E N G O , M., Colección de Papeles Varios, t. II. 111.

58

G I M É N E Z LÓPEZ, E., op. cit.,

1999.

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El modo de escribir de Luengo es lento, pedante, repetitivo y, en palabras de Rafael Olaechea «mortalmente plúmbeo»; probablemente, el no tener intención alguna de publicar su escrito le lleva a no pulir en lo más mínimo el estilo y en utilizar muchas más palabras de las necesarias para explicar un hecho, dilatando así su escrito y haciendo insufribles para el lector muchas de sus páginas en las que porfía con sus opiniones, sus intuiciones y su incorregible convicción de poseer la verdad absoluta, clarividencia propia de los que jamás se han permitido dudar de sus convicciones. «Sus párrafos parecen inmensas cordilleras, a cuya vista bizquean los ojos del lector»112. En cuanto al contenido, el diarista lo divide en tres aspectos: «sucesos, conjeturas y reflexiones», a lo que habría que añadir las descripciones de los lugares que visita en sus viajes o en las residencias y ciudades en las que vivió. Los sucesos que describe fueron, en ocasiones, vividos directamente por él, pero otros ni los leyó, le fueron relatados aunque, eso sí, siempre especifica de qué modo se enteró de lo que narra, reconociendo que se trata de «una diferencia importante». Las reflexiones son, quizá, lo que más espacio ocupa en el Diario, las más arduas a la hora de estudiarlo, por su descarada inclinación hacia la imparcialidad y su machacona defensa de lo que él considera el auténtico espíritu de la Compañía. Estas reflexiones sólo pueden leerse sin desfallecer o analizarse de una forma cercana al objetivismo si nos proponemos no olvidar que las escribe como desahogo, como válvula de escape de la presión y los padecimientos que está sufriendo, y de la dificultad que conlleva escribir con acierto los acontecimientos tal y como ocurren en el tiempo en que están pasando. El diarista era consciente de lo extenso y espeso que era en sus consideraciones, pero lejos del retoque esgrimía: «no nos hemos de enmendar del todo de este defecto; pues muchas cosas cuando se ven y se palpan y se está sobre ellas con todas sus circunstancias, parecen algo y que no desmerecen ser escritas pasando algún tiempo como que desaparecen y se vuelven nada». Y las conjeturas que es112.

OLAECHEA, R., op. cit., 1984, p.

129.

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cribe el P. Luengo en su Diario son, exactamente, eso, sospechas sobre actitudes que pueden tener algunos ministros hacia la Compañía, reacciones que se suponen de algunas personas con relación a hechos que podrían perjudicar o beneficiar la situación de los jesuítas, y circunstancias similares que, en lo sustancial, merecen poco aprecio desde el punto de vista documental, pero que poseen un interés primordial: conocer los temores y las astucias que movían las reacciones personales de la vida cotidiana de los expulsos. Para finalizar, y en reconocimiento a los muchos padres que de forma anónima han desarrollado la paciente labor de copiar, resumir, mecanografiar e indexar parte de esta inmensa obra de Luengo, que se conserva en el Archivo Histórico de Loyola, haremos una pequeña referencia de su contenido. Así encontramos en este archivo azpeitarra un índice alfabético sacado de las personas que aparecen en el Diario, compuesto de dos tomos manuscritos y fechados en Loyola en el año 1889. Incluyen una introducción firmada por el P. Labarta, de julio de 1871, reproducida por el P. Eguía u3, así como una serie de Biografías de padres y hermanos navarros, entre los que resalta el P. Idiáquez, con más de doscientas cuarenta páginas, entre las que pueden leerse algunas cartas escritas por el que fuera provincial de Castilla y recordatorios a su muerte, continuando con las biografías de otros jesuítas navarros, incluyendo un índice elaborado por el P Ciaurriz y una relación de los Varones insignes de la Provincia de Castilla. También aparecen cinco tomos que recopilan lo expresado por Luengo en su Diario acerca de las Noticias Literarias, el primero comprende ios años 1767 hasta 1778, el segundo desde 1779 a 1782, el siguiente desde 1783 a 1790, el cuarto de 1791 hasta 1797 y por último desde 1797 hasta 1815, incluyéndose una serie de índices correspondientes a cada tomo y otro índice, al final, que compila los anteriores y, por si esto fuera poco, estos índices son temáticos y de autores. A la colección de Noticias Literarias le acompaña otra referida a las Noticias de Roma, que 113.

60

EGUÍA RUIZ, C , op. cit.,

1914.

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dejó de hacerse al llegar al tomo XXX del Diario por razones que desconocemos. Por otra parte, se realizaron una serie de volúmenes referentes a las noticias domésticas, los dos primeros tomos incluyen desde 1767 a 1799 y de 1800 a 1814, respectivamente. Aparece también un pormenorizado índice y una relación de los jesuítas expulsos secularizados durante el destierro. Así mismo, podemos encontrar una serie de índices en los que aparecen personas no pertenecientes a la Compañía pero que, por uno u otro motivo, incluye Luengo en sus escritos. De los que pertenecían a la Compañía pueden encontrarse una serie de fichas con datos biográficos de sacerdotes y coadjutores expulsos en 1767 de diferentes provincias, no sólo de Castilla. No podía faltar una recopilación de los comentarios y documentos que sobre el obispo de Puebla, el venerable Palafox, recogió Luengo en sus escritos con una introducción y un índice al final. Se encuentra también entre esta selección documental una serie de cartas del P Juan José Carrillo, que escribió al P. Luengo a Roma mientras el primero se encontraba prisionero en Mantua por no haber jurado fidelidad a José I, y el correspondiente índice de estas misivas114. Una copia del Catálogo General de Regulares del director general de temporalidades, Juan Antonio Archimbaud y Solano115, y una serie de Datos para la biografía del R Manuel Luengo, en dos tomos. En cuanto a las modificaciones que hemos realizado al transcribir el documento han sido mínimas, reduciéndose al desarrollo de las abreviaturas, algún cambio en el uso de las mayúsculas y la ampliación de la fecha, añadiendo al día que cita el P. Luengo el mes en el que se sitúa, para mejor seguimiento del escrito. Los datos que aportamos sobre las personas que se nombran en el escrito de Luengo, si no se cita la

114.

I., «La persecución de los jesuítas que no juraron la Constitución de Bayona en la correspondencia entre los PP. Juan José Carrillo y Manuel Luengo (1808-1813)», Revista ele Historia Moderna, n° 18, Alicante, 2000, pp. 223-244. 115. Similar al que puede consultarse en la Biblioteca Nacional (B.N.), ms. 22.072. FERNÁNDEZ ARRILLAGA,

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fuente, han sido recopilados del propio Diario y de la Colección de Papeles Varios. Bournemouth-Penáguila Junio-diciembre de 2000

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DIARIO DE LA EXPULSION DE LOS JESUÍTAS DE LOS DOMINIOS DEL REY DE ESPAÑA, AL PRINCIPIO DE SOLA LA PROVINCIA DE CASTILLA LA VIEJA, DESPUÉS MÁS EN GENERAL DE TODA LA COMPAÑÍA AUNQUE SIEMPRE CON MAYOR PARTICULARIDAD DE LA DICHA PROVINCIA DE CASTILLA

PRÓLOGO

Prólogo l a los que vean este Diario Pocos días después que fui preso en el Colegio de la ciudad de Santiago de Galicia con todos ios demás jesuitas que vivían en él, y apenas llegamos todos al Colegio de La Coruña, en donde se juntaron todos los jesuitas de los colegios de aquel Reino, se me ofreció el pensamiento de ir notando las cosas que nos iban sucediendo que pareciesen dignas que se conservase su memoria para en adelante, y sin dilación alguna, empecé a ejecutarle; y como habían pasado muy pocos días desde que había empezado nuestra historia, me fue fácil, y sin peligro alguno de equivocarme, tomar el principio de este Diario desde el día dos de abril, víspera de nuestra desgracia. Cuando puse la mano a este escrito, y aun algún tiempo después, no le miraba sino como cosa de poca o ninguna importancia, poco más que una curiosidad y una pura diversión y que nunca serviría de nada, aunque no dejaba por eso de poner el cuidado conveniente en averiguar las cosas que pasaban y en notarlas con exactitud y con verdad. De este modo, fui prosiguiendo con mi Diario con fidelidad y con constancia todo el tiempo que nos detuvimos en La Coruña, en El Ferrol y en el viaje por el mar de muchas semanas. Así proseguí también en los primeros mes.e£de nuestra habitación en la ciudad de Calvi de la isla de Córcega. Y haciendo entonces reflexión, por un lado, a que ya tenía escritas muchas hojas, en las cuales había por lo menos de apreciable para los tiempos venideros la data puntual y verdadera de los sucesos que tanto se estima en una historia y, por otro, a que, según el semblante de las cortes y las cosas que se oían y veían por todas partes, era muy verosímil que durase nuestro destierro de España por tiempo considerable, empecé a mirar este trabajillo como cosa algo seria, de algún aprecio y estimación para los tiempos adelante; y aunque 1. El prólogo que aquí transcribimos es una copia manuscrita realizada por mano ajena al autor; conocemos otra copia, mecanografiada hacia 1960, en la que se comentan algunas de las deficiencias que tenía el original. Dado que las diferencias encontradas entre ambas son nimias e intranscendentes, hemos optado por transcribir ésta que es la que figura, actualmente, en el primer tomo del original del Diario. 65

D I A R I O

D E

LA

E X P U L S I Ó N

DE

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puntualmente entonces empecé a verme bastante ocupado con mi oficio, por haber empezado el estudio con tanto o mayor rigor que en nuestros colegios de España, animado con la esperanza de (que algún día podría ser de alguna utilidad este Diario, me resolví a continuar con él hasta el fin de nuestro destierro y a poner todos los medios posibles para conservarle, y he estado en esto hasta ahora tan feliz que no se me ha perdido un renglón, ni en tantos viajes atropellados por mar y por tierra, ni en el violento registro de los baúles en Parma, ni en tantos sustos, alarmas y zozobras como hemos tenido en Italia en este particular antes de la extinción de la Compañía; y además de esto, he tenido siempre proporción, tiempo y fuerzas para escribir casi día por día o, por lo menos, notar las cosas que han ido sucediendo. Así he proseguido, constante e invariablemente, por largo espacio de quince años, desde el de mil setecientos sesenta y siete, en que fuimos desterrados de España, hasta el presente de mil setecientos ochenta y dos, y del mismo modo proseguiré en adelante, hasta que a mí me falten las fuerzas o la vida, o nos veamos otra vez en nuestros colegios de España. Pero sin pasar más adelante, teniendo tanta multitud de papeles sueltos y siendo muy fácil que se pierdan o desaparezcan algunos y quede imperfecto el Diario, he resuelto, valiéndome de un amigo de confianza, hacerlos encuadernar y formar con ellos algunos tomos; y esto me obliga a escribir ahora este prólogo, en el cual, después de haber insinuado cómo se ha hecho hasta aquí, el modo con que se empezó y se ha ido continuando esta obrilla, se dirá también alguna otra cosa que pueda ser útil para hacer buen uso de este Diario y para alguna excusa razonable de los yerros y faltas, más propiamente equivocaciones y engaños, que, con el tiempo, verosímilmente se descubrirán en él. A este prólogo seguirán catorce o quince tomos de Diario que se podrán formar de los papeles que están ya escritos, pero no es fácil que podamos decir, ni aun conjeturando, cuántos vendrán a ser finalmente, porque no es posible saber ni cuánto durará nuestro destierro y opresión, ni tampoco si antes que se acabe la persecución nos faltará a nosotros la vida o, por lo menos, las fuerzas para poder continuarle. No obstante, 66

PRÓLOCO

siendo nuestro ánimo de proseguir en este Diario con el mismo método y orden que hasta aquí, la misma utilidad puede tener este prólogo para lo que se escribe en adelante que para lo que está ya escrito, pues no se trata en él de hacer examen o crítica en particular de las cosas que se dicen, lo que, en una obra tan larga, es casi imposible. En los primeros años de nuestro destierro en los puertos de España, en el mar, en la Córcega, en el viaje desde esta isla al continente de Italia y al Estado de la Iglesia, casi se ciñe nuestro Diario a nuestras cosas domésticas y la sola Provincia de Castilla. No había en aquel tiempo cartas sino muy pocas y ésas con gran misterio y cuidado se ocultaban; no había gacetas públicas ni otro modo alguno de ser informado de las cosas que pasaban, especialmente en las cortes, aun sobre nuestra misma causa, y era forzoso contentarse con los sucesos que pasaban a nuestra vista; y así, es preciso que para la historia se busquen por otras partes noticias ciertas y bien circunstanciadas de muchos sucesos de importancia de los primeros años de nuestro destierro que no hubiéramos dejado de notar en este escrito si hubiéramos podido informarnos bien de ellos. Pero, después que nos establecimos en los dominios del Papa, que se puso franca del todo la correspondencia con Roma, no tan estrechamente cerrada como en Córcega la comunicación con España y, más añadiéndose a eso una inundación de gacetas de muchas ciudades de Italia y alguna luz con el trato de la gente del país, nos hallamos en estado de distinguir mejor el carácter de las cortes, ministros y otras personas que entran en esta historia, de oír y entender muchas cosas y sucesos de que apenas hubiera llegado a la Córcega un confuso rumor y, por consiguiente, nos vimos con proporción de escribir un Diario más lleno y con mayor variedad de cosas. Pero, en esto mismo, nos acusarán por ventura algunos, por habernos extendido a cosas y sucesos que no parece que tienen relación alguna con el asunto principal de nuestro Diario. Si tratáramos en este prólogo de defendernos y justificarnos, diríamos aquí, francamente, que a un diarista viajante no hay objeto ninguno que le deba ser extraño. Pasa de un reino a otro, de una a otra provincia, de esta a aquella ciudad y por 67

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todas partes nota en su diario lo que lo parece digno de observación. Sagrado y profano, malo y bueno, propio y extraño; todo entra en sus apuntaciones, y todo puede y aun debe entrar. Pero, sin valemos de estas amplísimas facultades y verdaderamente propias de los viajantes diaristas, nos persuadimos que en este particular no se hallará mucho que reprender en nuestro Diario; porque no se encontrarán en é l muchas cosas que no tengan alguna conexión con su fin principal, que es contribuir y ayudar, del modo que pueda a que se conserve sincera y pura la verdad de los sucesos de la presente persecución de la Compañía. Para este mismo fin, más que para defendernos o disculparnos, haremos en pocas palabras una como crítica general de este mismo Diario, dando al mismo tiempo alguna luz para el buen uso de las noticias y cosas que se refieren en él. Estas se pueden reducir todas a tres clases o especies. Sucesos, conjeturas y reflexiones porque alguna otra descripción de lugar, ciudad o país, y tal cual cosa semejante ocupan poco papel y no importa mucho que se entiendan de este o del otro modo. Los hechos o los sucesos, que son la primera cosa de que vamos a tratar, son de dos clases diferentes, porque unos han pasado a nuestra presencia y delante de nuestros ojos y otros han llegado a nuestra noticia por cartas o relaciones ajenas, habiendo sucedido en lugares en que no nos hallábamos presentes. Por lo que toca a los primeros no es mucho pedir a los que lean este Diario que nos den crédito en ellos, pues podemos protestar con toda sinceridad y aseveración que hemos puesto muy particular cuidado, no sólo en ver y observar las cosas que escribimos, sino también en no desfigurar ni alterar un punto la verdad de ellas, por respeto ninguno imaginable. En cuanto a los segundos, es preciso hablar con alguna distinción y dividirlos, otra vez, en dos clases. Porque algunos de estos hechos, como es claro, son de tanta grandeza, tan visibles y palpables que, aun desde lejos, casi se ven con los ojos y se tocan con las manos; o por lo menos se saben con tanta certeza y seguridad como si se vieran y se palparan. Quién ha de ignorar, aunque no viva en Roma, la muerte de Clemente XIV y la elección de 68

PRÓLOGO

Pío VI. Y lo mismo se debe decir de la deposición de un ministro famoso, de una gran batalla, de una sangrienta derrota, de la conquista de una plaza importante y de otras cien cosas como éstas, aunque no se halle en los lugares en que sucedieron el mismo que las nota y refiere. Y en este género de sucesos no se puede tampoco negar fe a quien protesta sinceramente que ha puesto una competente diligencia en averiguarlos y exactitud y fidelidad en escribirlos. Otros muchos sucesos, por el contrario, ni son de tanta grandeza ni pueden tener por sí mismos aquella pública notoriedad que los pasados. Un destierro, una prisión secreta y misteriosa de una persona de mediana esfera; un premio, un castigo de otra persona semejante por medio de una pensión o con sustracción de ella: un papel o librito que empezó a correr y fue sofocado antes de hacerse público, y otros centenares de cosas como éstas, son sucesos que, desde lejos, no se ven, ni se palpan, y que algunas veces no se pueden averiguar del todo, por más que se hagan las más vivas diligencias. Y así, en este género de sucesos, no es imposible que nos hayamos equivocado alguna otra vez, a pesar de nuestra diligencia en averiguar bien las cosas y de nuestra cautela y miramiento en no asegurar ninguna de ellas, sino cuando a nuestro juicio está ya bien averiguada. Es cosa más difícil y más ardua de lo que parece a primera vista, escribir con tino y acierto las cosas presentes en el tiempo en que están pasando entre nubes y tempestades de relaciones diferentes de una misma cosa, de uno que la afirma de otro que lo niega, de este que la cuenta de un modo, de aquel de otro, no es necesario penetrar muchas veces para llegar al fondo de la verdad de la cosa. Cuánta detención y reserva para no creer, ligeramente, lo que se oye aun a hombres de autoridad y lo que se lee, aun en cartas dignas de crédito para no tener el disgusto y sonrojo de ver el Diario lleno de cuentos, de fábulas y de hechos que nunca existieron. Para prueba de lo que sucede todos los días en este particular, insinuaremos aquí de paso dos solos ejemplares. A fines de setenta y dos y principios del siguiente, por espacio a lo menos de seis meses, corrió tanto en este país entre todo género de gentes, jesuitas y 69

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no jesuitas, que el Rey de España había perdido la cabeza y estaba enteramente loco y que a los que mostrábamos dudas de la cosa, que no éramos muchos, nos tenían por simples y mentecatos y casi por más locos que el mismo Rey. En efecto, llegaron centenares y aun millares de cartas de Roma, de Genova, de Milán, de Turin y otras ciudades, especialmente de Italia, que daban por cierta o indubitable la cosa; y con todo, eso fue una verdadera fábula, con que hubiéramos enriquecido este Diario, si no hubiéramos usado de tanta cautela y miramiento, porque si bien es cierto, o por lo menos muy probable, que el Rey Carlos III tuvo alguna cosa de esta flaqueza con ocasión de la muerte del Infante Don Carlos, su nieto, y de Luis XV, Rey de Francia, el año de setenta y cuatro, no lo es que la padeciese el año de setenta y dos ni setenta y tres. Lo mismo sucedió con la particularísima protección de la Emperatriz María Teresa para con la Compañía de Jesús los últimos meses, antes que fuese extinguida. Había cien indicios no despreciables, otras tantas razones no malas, muchos centenares de cartas de muchas partes que inclinaban y casi obligaban a creer que la Emperatriz Reina estaba constante en estimar y proteger ia Compañía y que, por consiguiente, no había por qué temer su extinción a lo menos general. Así lo creían, generalmente todos, y así lo decían francamente, y los pocos que no acabábamos de creer esta tan poderosa protección casi éramos tenidos por hombres que vacilábamos en la vocación o que deseábamos la extinción de la Compañía y, no obstante, el hecho mismo mostró bien presto, que ya había meses y acaso años que María Teresa había abandonado la Compañía y dado su consentimiento para la extinción; y así nuestra detención y dificultad en creer semejante protección nos libró, por esta vez, de adornar con esta fabulilla nuestro Diario. De lo que acabamos de decir en estos últimos párrafos un hombre de buena crítica, que lea este nuestro escrito, debe inferir dos consecuencias que a nosotros, que no buscamos más que la verdad, nos son ciertamente agradables. La primera, que en esta segunda clase de sucesos, a pesar de toda nuestra diligencia y precaución, no tenemos derecho a ser creídos generalmente a ciegas y sin examen pues no es imposible, antes 70

PRÓLOGO

es fácil, que algunas cosas nos hayamos engañado. La segunda, que en esta misma especie de hechos no es eficaz ni tiene gran fuerza el argumento negativo que se suele usar en materia de historia, ni tomándole de este Diario contra los de otros que hayan tenido este mismo pensamiento ni de los de otros contra el nuestro ni aun de éste contra el mismo. Porque, en este género de sucesos, es muy fácil que nosotros hayamos tenido proporción y fortuna de averiguar bien este o el otro suceso particular y por eso se halle notado en este escrito y que no la hayan tenido los otros, y es igualmente fácil que en otras cosas haya sucedido lo contrario; y lo mismo se debe decir comparándonos a nosotros con nosotros mismos, pues es bien fácil de entender y aún forzoso, que así suceda, que no siempre hemos tenido igual proporción y las mismas oportunas circunstancias para averiguar las cosas que han sucedido en España, en Roma y en otras partes. Esperamos, pues, que ios que lean este nuestro escrito, con estas precauciones, dando fe a las cosas que han pasado a nuestros ojos y a las que son de mucha mole y grandeza, y no dándola sino con juicio y discernimiento a los sucesos de menor monta, a que no nos hemos hallado presentes, aunque no tengan en este, nuestro Diario, una completa historia de la presente persecución de la Compañía y se hallarán medianamente en esta materia y, por lo menos, no llegarán a creer muchas cosas que no sean verdaderas. Las conjeturas o sospechas que se hallaran en este Diario, que son la segunda cosa de que ofrecimos hablar, unas veces son acerca de algún suceso oculto que no ha salido hacia fuera ni por sí mismo ni por sus efectos; otras muchas son sobre las causas, motivos, pretextos, razones o fines de esta o aquella cosa; y algunas también sobre los autores de este o del otro suceso, o que han tenido parte en él. Todo el mundo convendrá fácilmente con nosotros en que, a quien no está dentro de los gabinetes de los príncipes, o por lo menos de los ministros, ni tiene dentro de ellos un amigo de confianza que le comunique sus arcanos y misterios, es absolutamente imposible llegar en el día a sondear y saber con certeza los medios, arbitrios, manejos, máquinas, astucias, intenciones y miras de los que tra71

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tan, manejan, concluyen y aun publican un negocio, aunque sea grande en importancia y estrepitoso. Aun escribiendo, después de mucho tiempo, cuando ya no hay reparo en franquear los archivos, suelen estar, en esta parte, las historias defectuosas, escasas, obscuras e indecisas. ¿Cómo, pues, será posible escribiendo en el año las cosas del año mismo, penetrar y llegar al fondo de las negociaciones, descubrir con seguridad las máquinas que se han manejado en ellas, sus muelles y sus ocultos y secretos movimientos? Por tanto, pueden nuestros lectores hacer, en este particular el juicio que quisieren de las conjeturas o sospechas que encuentren en este Diario. Nosotros no las hemos hecho ligeramente, sin mucha consideración, sin algunos indicios y razones congruentes; pero esto no debe impedir, a ninguno, el juzgar de ellas por sí mismo como le pareciese. Lo mismo que de las conjeturas, se debe entender de las reflexiones que son el último punto que propusimos antes; dejando enteramente al arbitrio y juicio de los que las lean el decidir si son o no justas, razonables y convenientes a las cosas o asuntos sobre que se hacen. Pero, por ventura, nos harán aquí nuestros lectores una acusación que, aunque no es muy grave, ni de mucha importancia, no la queremos disimular. Dirán acaso algunos de los que lean este Diario que hay en él mucha abundancia de reflexiones, epiphonemas, sentencias, exclamaciones y otras cosas semejantes. Y si en una historia, sea del género que fuere, ha de haber mucha parsimonia y moderación en estas gracias y adornos, cuánto más será reprensible el exceso en un simple diario o en unos comentarios históricos, que es lo más de que puede presumir este nuestro trabajillo. No tendríamos dificultad alguna, ni tampoco sonrojo, en dejar este cargo en toda su fuerza y confesar francamente que hay en este particular algún exceso en nuestro Diario. Pero se nos ofrecen dos razones para responder a esta acusación y, no pareciéndonos del todo malas y despreciables, las insinuaremos de paso. La primera es que es cosa muy diferente escribir un suceso sobre los papeles de un archivo cien años después que pasó, de escribirle cuando el suceso está presente y, de algún modo, le toca al mismo que le escribe. Es muy fácil al primero ir distribuyendo y sem72

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brando con orden, con simetría y con la moderación que quiera, sentencias, reflexiones, exclamaciones y moralidades. Pero no le es igualmente fácil al segundo que se halla en el suceso mismo y le toca de alguna manera, pues es forzoso que la presencia del suceso y la parte que tiene en él haga más impresión en su ánimo y conmueva más todas las pasiones que los fríos y muertos papeles de un archivo. La segunda es que muchas, las más, y acaso todas las reflexiones y sentencias que con ocasión de este y del otro suceso se hallan en este Diario, no tanto presentan nuestro modo de pensar y de sentir en calidad, por decirlo así, de historiador o diarista, cuanto nuestros pensamientos y afectos como de persona que entra y tiene parte en aquel suceso; y aun podemos añadir que, por lo regular, expresan también los sentimientos de todos o de la mayor parte de los que han participado de aquel hecho. Y este género de reflexiones, epiphonemas y sentencias es claro que no se deben mirar como adornos añadidos a la historia sino como la historia misma; por ellas se entiende qué es lo que pensaban y qué impresiones recibían, de aquellos hechos que se refieren, aquellos hombres que se hallaron en ellos. Y que sean tales, por lo común, nuestras reflexiones lo observarán por sí mismos los que lean este Diario y no hay necesidad de detenernos a mostrarlo aquí. No faltarán, verosímilmente, otros que nos hagan en este lugar otro cargo y acusación y nos reprenderán de haber escrito en este Diario varias cosas muy pequeñas, menudas y despreciables y, al parecer, de ninguna o poquísima importancia. No tenemos dificultad en conceder este capítulo de acusación, pues en la realidad, leídas después de algunos años, aun a nosotros nos parecen pequeñas y que se debían haber omitido varias cosas que se encuentran en nuestro Diario; aunque, es verdad que muchas circunstancias de estos pequeños sucesos, que les hacían más notables, estaban presentes cuando se escribieron y no lo están ahora en el papel, ni aun cuando las hubiéramos explicado todas, en cuanto fuera posible, nunca las comprenderían nuestros lectores. Disimúlese, pues, esta falta en nuestro Diario, pues no es fácil corregirla en lo que está ya escrito, sino en aquellos tomos 73

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de que podamos hacer traslado, y aun en los que escribamos en adelante, tememos que no nos hemos de enmendar del todo de este defecto; pues muchas cosas que cuando se ven, se palpan, y se está sobre ellas con todas sus circunstancias parecen algo y que no desmerecen ser escritas, pasado algún tiempo como que desaparecen y se vuelven nada. Esto es todo lo que tenemos que decir sobre la sustancia y como materia y cuerpo de nuestro Diario. Del estilo, que usamos en este escrito, no había necesidad de decir ni una palabra en este prólogo. En efecto, no hemos hecho estudio particular en este punto, ni debíamos en la realidad hacerle y aun podemos añadir que casi nos ha sido imposible. Este Diario sólo puede ser bueno para que algunos le lean en secreto y privadamente y para que sirva alguna cosa, al que con el tiempo emprendiese escribir la historia de la presente persecución de la Compañía de Jesús, especialmente de la Compañía española y, más en particular, de la Provincia de Castilla la Vieja. Ni se piensa en imprimirle ahora, si se debe pensar en ello en tiempo alguno, o por lo menos sin pasar cincuenta o sesenta años, y aún entonces no sin templar algunas expresiones que en un manuscrito secreto se dicen sin inconveniente particular, y en una obra pública e impresa no conviene que se digan. Pues qué necesidad hay en un escrito de esta naturaleza de hacer estudio en el aseo, hermosura y elegancia del estilo, ni cómo era posible tener tiempo para todo aunque hubiéramos tenido este empeño. No poco tiempo se gasta en diligencias para averiguar cosas, aunque de muchos años a esta parte es necesario hacerlas con disimulo por ocultar nuestro designio y en leer papeles, gacetas, folletos, y aun libros de asuntos, que pertenecen a nuestro Diario. Es necesario hacer muchas apuntaciones que, después que sirven, paran en el fuego. Nos lleva también mucho tiempo el hacer copias de papeles y documentos, que nos parecen que serán de alguna utilidad para la presente historia, y ya hemos recogido y copiado tantos que se podrán formar con ellos algunos tomos. Y después de todo esto falta el trabajo mayor, que es escribir un tomo entero de Diario. 74

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Nada de esto hemos dicho ni por ponderar nuestra fatiga, que en la realidad no ha sido pequeña, ni lo será tampoco en adelante mientras prosigamos en este empeño; ni por excusar siempre y francamente las muchas faltas que en esta parte es forzoso que se hallen en este escrito, sino precisamente porque en todo nos gusta la verdad y sinceridad y una vez que escribíamos este prólogo para dar alguna cuenta del modo que se ha tenido en escribir este Diario, era razón decir también una palabra sobre el estilo que se ha usado en él. Y, no habiendo tenido cuidado ni empeño alguno en cultivarle para hacer nuestro Diario más gustoso, porque ni nos pareció conveniente ni casi posible, era justo protestarlo francamente. Por el contrario, debemos también protestar que, así como hemos descuidado de escribir de un modo que, por el estilo y otras gracias pudiese agradar nuestro Diario a los lectores, así hemos tenido todo el empeño posible en escribir de tal manera que en los tiempos en adelante pueda ser de alguna utilidad y provecho para la Historia. Para lograr esto nos han llevado toda nuestra atención tres cosas. La primera y principal, y que es el alma y el mérito de toda historia, ha sido el no desfigurar ni alterar por respeto ninguno la verdad de los sucesos, representándole francamente y sin rodeos en su misma pureza y simplicidad, sea ventajosa o contraria, de honor o de ignominia para nosotros, y llamando siempre las cosas con sus propios nombres, traición a la traición, injusticia a la injusticia, crueldad a la crueldad y despotismo al despotismo. Pero en esto mismo de que más nos preciamos habrá muchos que nos acusen de exceso y nos reprendan por haber hablado con demasiada claridad, con mucha vehemencia y acrimonia y con poco respeto y urbanidad aun de las personas más sublimes y de primer orden como los reyes y los papas. La acusación no deja de ser grave y en materia muy delicada, y así no se puede despreciar, como las otras, sin darle una conveniente respuesta. Nosotros no escribimos este Diario para imprimirle en el día, ni aun para publicarle manuscrito y darle para que le lean a todo género de personas, sino para que, conservado en secreto, sirva de aquí a un siglo o medio, 75

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por lo menos, para formar una historia sincera de la presente persecución de la Compañía. Pues ¿qué inconveniente habrá en que después de un siglo se hable con claridad y sin lisonjas de los que al presente son reyes y papas? ¿Cómo hablan ahora las historias de los que lo fueron hará ciento o doscientos años? Todo el mundo sabe que si el historiador es bueno y exacto no disimula sus faltas y las llama con sus propios nombres, sin faltar por eso ai respeto debido a aquellos monarcas y pontífices. Pues ¿por qué no podemos hacer lo mismo nosotros con una historia que nunca ha de hablar al público, o solamente después de muchos años, llamando con sus propios nombres, con toda franqueza y sin lisonjas ni adulaciones, los hechos de los que son al presente reyes y papas? Fuera de que si nuestros lectores no leen separadamente este o el otro pasaje de nuestro Diario, sino todo él con método, orden y seguidamente, comprenderán, sin duda, que por lo que toca al Pontífice Ganganelli se le trata por varios años con toda moderación y buen término y se excusan, en cuanto se pueden, mil pasos suyos imprudentes y muy reprensibles y sólo aparece en este Diario un hombre sin probidad, sin conciencia, sin juicio y sin honor, cuando cien hechos, públicos y notorios a todo el mundo demostraban que lo era. Y así la historia de su pontificado, para ser sincera y verdadera en los primeros años de él, debe de estar más vehemente y más expresiva contra este Pontífice de lo que está por todo aquel tiempo nuestro Diario. Entenderán, asimismo, nuestros lectores, que aún ha sido mucho mayor nuestra detención y reserva en hablar del presente Pontífice Braschi. Al principio de su pontificado formamos de este Pontífice una sublime idea, y la presentamos con viveza y esplendor en nuestro Diario, y no nos arrepentimos de haberlo hecho así hasta que la evidencia misma de las cosas, que se nos metían por los ojos, nos convenció de que no era en la realidad Pío VI cual nosotros nos lo habíamos figurado, aunque con buenos fundamentos, sino un Papa flaco, condescendiente y muy amigo de su paz y de su reposo y hombre que estaba ya o engañado o atemorizado y que, por respetos humanos e intereses temporales, había cobardemente abandonado 76

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la inocencia inicuamente oprimida. Y lo mismo que de los papas se observara también de los príncipes y reyes que han entrado en la causa de la Compañía, si se lee con atención nuestra Diario. Pero no negaremos que con algunos cardenales, monseñores y con varios ministros de las cortes se lleva la mano bastante dura y sin misericordia y se les trata con aspereza y con rigor. Mas ¿por qué se les ha de tratar de otro modo a unos hombres que se han vendido a la iniquidad, que hacen públicamente profesión de impíos, de protectores de gente infame y malvada y de perseguidores famosos, insolentes y bárbaros de religiosos inocentes, piadosos y pacíficos? En este punto protestamos abiertamente que no nos acusa la conciencia y que hemos procedido con bastante atención y cuidado para no tratar a ninguno fuera de lo que merezca. La segunda cosa, a que hemos tenido atención, ha sido a que no se nos mezclen en nuestro Diario frases, expresiones, palabras, modos de hablar y el aire de explicarse propio de la lengua italiana; porque escribiendo para españoles y para España, sería cosa ridicula que dentro de veinte o treinta años se hallasen con un escrito lleno de voces y de idiotismos italianos, y sin entender acaso muchos de ellos. La cosa no es tan fácil, como parece a primera vista, viviendo en Italia, oyendo hablar italiano a todas horas y no leyendo otra cosa que libros en lengua italiana. Por esto, nos ha sido necesario poner mucha atención y cuidado en este particular y aun después de todo no estamos seguros de haberlo conseguido perfectamente. La tercera y última, que en parte viene a ser la misma que la pasada, ha sido escribir con toda claridad y perspicuidad de modo que todos entiendan lo que se dice, que es la verdadera, y aun única, elocuencia en este género de obras de tanta variedad de asuntos, y escritas siempre deprisa, sobre la marcha y a las veces sobre una rodilla. Esperamos haber logrado a lo menos esto poco, si no tenemos la desgracia de que nuestro Diario caiga en manos de algunos modernos españoles, especialmente de los que componen mercurios y gacetas que hablan un español esquizarofedesco o, por lo menos, francés, con gravísima deshonra de la nación y con gravísimo daño e injuria de su expresiva, hermo77

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sa, abundante y majestuosa lengua porque, así como no entendemos nosotros muchas de sus expresiones por no ser españolas, así tampoco entenderán ellos las nuestras por lo mismo que lo son. Aún nos falta que advertir a nuestros lectores tres cosas antes de poner fin a este prólogo. La primera, y de grandísima importancia, es que, por una necesidad inevitable en este género de escritos, algunas veces se cuenta un suceso sólo por mitad o por solos sus principios, porque en este estado se tuvo por digno de ser notado en esta obra, y el resto y su conclusión es necesario buscarlos más adelante en otro lugar y quizás en otro tomo. Otras varias se cuenta una cosa confusamente y en términos generales, por no saberse de otro modo, ni haber esperanzas de noticias más individuales sobre ella. Pero habiéndose aclarado efectivamente, se cuenta después con más distinción y claridad. Finalmente, alguna otra vez ha sucedido caer en cuenta de algún engaño o equivocación y sernos forzoso retratar algún suceso, o en todo o en parte o en alguna de sus circunstancias. Esta advertencia debe hacer detenidos y cautos a nuestros lectores para no formar un juicio precipitado de las cosas que lean, y para no persuadirse tan fácilmente que están ya al fondo de éste o del otro suceso, por lo que vean en éste o en aquel lugar del Diario. Si después de acabar el traslado de aquellos tomos que sea preciso copiar tuviésemos tiempo, en Italia o en España, para recorrer con alguna pausa y sosiego nuestro voluminoso Diario, además de corregir las mentiras que encontremos y algunas equivocaciones que no dejaremos de descubrir, de numerarle todo él, de formar un índice exacto al principio de cada tomo de las cosas más notables que se hallasen en él, haremos otras dos diligencias que pueden ser de bastante utilidad para el uso de este Diario. Una será ayudar a nuestros lectores, en este punto de que tratamos ahora, poniendo en varios lugares sus citas y reclamos, que les indiquen el tomo y página en que aquel suceso se acaba de referir o se aclara su relación que se retrata de algún modo. La otra será el facilitarlos con otros reclamos o citas el encontrar en la colección de papeles, que se piensa hacer y que se compondrá de muchos tomos, los papeles o monumentos de que 78

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se habla en el Diario. La segunda es, como ya insinuamos al principio de este prólogo y conviene que no se olvide, que, aunque nuestro Diario empieza desde el día dos de abril, nosotros efectivamente no tuvimos este pensamiento ni empezamos a ponerle en ejecución hasta el día ocho o nueve del mismo mes, cuando ya estábamos encerrados en La Coruña. Pero las cosas que habían pasado por nosotros eran tales y estaban tan frescas y tan presentes en la memoria que, sin peligro ninguno de equivocarnos de la menor circunstancia, pudimos tomar el principio de nuestro Diario por habernos parecido conveniente desde el dicho día dos de abril, víspera de nuestra desgracia. La tercera y última es que este primer tomo y algunos otros, de los que se siguen inmediatamente, según nos pareciere necesario y nos lo permitan el tiempo y nuestras fuerzas, no son los primeros originales sino traslados y copias hechas por nuestra propia mano. Pero protestamos con la mayor seriedad, que nada substancial y de alguna importancia hemos mudado en ellas, ni era posible mudar cosa alguna de monta, no pudiendo tener después de tantos años, memoria fresca y segura de las cosas que escribimos por aquel tiempo. Y así merecen sin duda alguna estas copias o traslados la misma fe y crédito que los mismos originales, que conservaríamos con gusto para demostrar esto mismo si no fuera una ridiculez embarazarnos sin alguna utilidad verdadera, con cuatro, seis u ocho tomos de más. Nada más tenemos que advertir en este prólogo y sólo nos falta, para cerrarle enteramente, el protestar con todas las veras de nuestro corazón que daremos por bien empleado y aun por recompensado abundantísimamente el trabajo que hemos tenido en escribir tantos tomos de papeles y de Diario con que estos puedan servir algún día, aunque sea poco a la historia sincera y verdadera de la presente persecución y, por consiguiente, a la exaltación y gloria de la abatida, desterrada, pisada y extinguida Compañía de Jesús, nuestra tiernísima, estimadísima e inocentísima Madre. Pero, ¿cuánto falta para que esto suceda, como esperamos con una entera seguridad? ¿Cuánto secreto, reserva y cuidado es menester para que no tenga alguna tempestad y perezca o 79

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nosotros mismos nos veamos obligados a arrojarles al mar o en el fuego para que se conviertan en cenizas? ¿Qué vigilancia y diligencia será bastante para que llegue salva, felizmente y con seguridad a nuestros colegios de España una obra tan voluminosa, que no es fácil guardarla y esconderla, como en los primeros viajes desde España y desde Córcega? ¿Quién puede saber ninguna de estas cosas en el día? Pero al fin nosotros esperamos que ha de llegar día en que lean los jesuitas en España, con alguna utilidad y, acaso también con gusto, estos nuestros borrones y en ellos las grandes cosas, los extraños avenimientos y sucesos casi increíbles, que en los años de esta persecución de la Compañía han pasado sobre los jesuitas del mundo, y más en particular sobre los de España, y desde ahora para aquel tiempo íes pedimos encarecidamente a todos, que se acuerden de nosotros en sus oraciones y sacrificios o bien estemos todavía en este mundo o hayamos ya pasado al otro de la verdad.

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Abril Día 2 de abril No se hablaba este día dos de abril, en la ciudad de Santiago de Galicia, de otra cosa que de la marcha de varias compañías del Regimiento de Navarra, que se hallaba en Pontevedra, a varias ciudades del Reino, y una de ellas había venido a la misma ciudad de Santiago. Se hablaba con mucha variedad sobre una marcha tan misteriosa, que no podía menos de dirigirse a una ejecución militar de consecuencia. Pero, generalmente, prevalecía la voz de que aquella tropa había venido contra nuestro Colegio. Y, además de la voz popular, tuvimos muchos avisitos de la misma cosa de muchas personas de distinción y autoridad 2 . Muy de mañana se le metió al P Rector en su aposento, de rebozo y muy asustada, una persona de respeto de la ciudad y le dijo con toda aseveración que la tropa, que había venido de Pontevedra, venía contra el Colegio y le suplicó, encarecidamente, y por el amor de Dios, que viese si algún sujeto de casa tenía consigo algún libro o papel que nos pudiese perjudicar, si le encontraban, haciendo registro de nuestros aposentos. Se asustó tan poco el P. Rector con este aviso que ni tomó en todo el día el pequeño desahogo de decirlo a ninguno de los de casa; y solamente por la noche, estando en quietud después de cenar, con ocasión de contar nosotros la voz que corría en la ciudad y otros varios avisos semejantes, que habían llegado al Colegio, refirió su Reverencia lo que le había sucedido por la mañana sin nombrar la persona. En efecto, en este día dos nos avisaron de dos o tres comunidades por lo menos, que la tropa, que había venido a la ciudad, no tenía otro objeto que el Colegio; que lo sabían con

2. La orden de destierro no fue una sorpresa para los jesuítas españoles, pues la temían desde que fueron expulsados de sus respectivos países los padres portugueses (1759) y franceses (1762), pero además parece evidente que, hasta la misma noche anterior a su exilio, estuvieron recibiendo avisos, consejos y advertencias sobre las medidas que iba a tomar la Corona contra ellos. 83

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toda certeza y que no dudásemos de la cosa. Otros varios sujetos de distinción, eclesiásticos y seculares, vinieron esta tarde al Colegio y tres o cuatro por lo menos hablaron conmigo, y todos nos aseguraron la misma cosa y aun algunos con juiciosas observaciones trataron de convencernos en el asunto. Pero todo fue en vano. Por más que nos aseguraban que así lo creía toda la ciudad, y especialmente las personas que podían estar mejor informadas de todo; que nos hicieron observar que desde Pontevedra había salido tropa para todos aquellos pueblos en que había jesuítas y solamente para ellos; y que los mismos que nos aseguraban la cosa estaban penetrados de pena y aflicción y aun algunos no podían contener las lágrimas; todos estos tristes anuncios no causaron en nosotros otro efecto que la risa y darnos materia y ocasión de dar zumba y vaya a los mismos que nos los daban con tan tristes y turbados semblantes, tratándolos de hombres crédulos que se turban por un rumor popular y de cobardes y afeminados que se espantan de la presencia de un puño de soldados, a los cuales no teníamos porqué temer, aun cuando viniesen contra nosotros por alguna acusación calumniosa. Así se pasó la tarde y la noche, menos las horas regulares de estudio en las cuales trabajé yo buena parte de una plática, que había de hacer dentro de pocos días, y aun la hubiera acabado si, como a eso de las siete y media, no se me hubiera metido en el aposento, llorando y asegurándome la misma cosa, un caballero de Orense llamado Niño, que vivía en nuestro mismo Colegio; y haber sido necesario suspender el estudio para consolarle y animarle. A la hora acostumbrada nos fuimos a recoger con la misma paz y sosiego que otros días, sin el menor cuidado y susto por el negocio de los soldados, y sin haber tomado la más mínima precaución, ni en punto de libros y papeles, ni en ningún otro asunto. Tan difícil es a la inocencia temer y persuadirse que, sin delito, se la quiere hacer mal y oprimir. Día 3 de abril Día famosísimo en la historia por el destierro de la Compañía de Jesús de España. Antes de amanecer este día, ha84

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biéndose unido a la tropa viva del Regimiento de Navarra un buen número de milicianos que pudieron arrebatadamente juntar, tomaron todas las avenidas o bocas de calles, que salían hacia el Colegio, le acordonaron a éste por todas partes, y pusieron buenos piquetes a todas sus puertas 3 ; pero tuvieron la atención de no meter ruido, ni llamar a la portería hasta muy cerca de las cinco de la mañana, que era la hora de levantarse la comunidad 4 . Entonces llamaron con mucha fuerza y empeño, y habiendo conocido de algún modo el hermano portero lo que podía ser, dio parte al P. Rector Lorenzo Uriarte 5 ; el cual quiso ir por sí mismo, acompañado del P. Manuel Sisniega, Ministro del Colegio, a abrir la portería y reconocer la gente que llamaba con tanta furia. Apenas de abrir la portería se metieron de tropel y como de mano armada el señor Asistente Feijó 6 con algunos notarios, muchos oficiales y grande número de soldados, a manera de hombres que temen se les vuelva a cerrar la puerta o se les dispute la entrada, o lo que yo más creo, aturdidos y turbados con la novedad y extrañeza del caso; y, en pocos minutos, se vieron todos los tránsitos llenos de soldados, habiendo dejado buen número guardando las puertas del Colegio. Desde luego, mostró el señor Asistente su buen corazón y la franqueza y honradez con que se portó en su comisión tan extraña y delicada; pues en el mismo camino, desde la portería 3. Vid. GIMÉNEZ LÓPEZ, Enrique, op. cit., 1993, pp. 577-630. 4. La circular firmada por el conde de Aranda, con las instrucciones que debían seguirse para la ejecución del Real Decreto de expulsión, especificaba que debía realizarse «ai mrutnecer del tres [de abril]», A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667. 5. El P. Lorenzo Uriarte era rector del colegio de Santiago en el momento de la expulsión; con posterioridad fue superior de los jesuítas que iban a bordo del navio «Sanjuan Nepomiiceno» y, ya en Bolonia, lo fue de la casa Bianquini. Sucedió a Ignacio Ossorio como provincial de Castilla en enero de 1770 y, tres años más tarde, ocupó ese cargo el P. Francisco Javier de Idiáquez, siendo Uriarte nombrado consultor ordinario. Era natural de Bilbao, donde nació el 22 de agosto de 1712; había enseñado Filosofía a los novicios en Palència en 1748 y fue profesor de Teología en e¡ colegio de Salamanca y en el de San Ambrosio de Valladolid, Murió el 30 de marzo de 1779 en Bolonia. 6. Se refiere a Froilán Feijoo, abogado de la Audiencia de Galicia desde 1745 y asistente y justicia mayor y de apelaciones de la ciudad de Santiago por nombramiento de su arzobispo. GIMÉNEZ LÓPEZ, E., op. cit., 1993, p. 586 (35). 85

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a su aposento, a donde se enderezaron todos, le dijo al P. Rector, sin misterio y sin rebozo, el objeto de todo aquel aparato y de su extraña visita. Se dio luz a la comunidad, como otros días, diciendo solamente los despertadores que el Colegio estaba lleno de soldados y que bajásemos al instante al aposento del P. Rector. Bien presto nos juntamos allí casi todos los sacerdotes y de mano en mano se fue comunicando en secreto la cosa y así, cuando fuimos a oír el Decreto, casi todos sabíamos ya su contenido. A los hermanos escolares y coadjutores que, atemorizados como se deja entender, pasando entre soldados y bayonetas, entraban en el aposento del P. Rector y acababan de confundirse al ver allí ministros, muchos oficiales y a los padres de casa, todos con un profundo y melancólico silencio, sin oírse más que algún otro suspiro, se les daba orden de ir a la capilla en que se tenían los ejercicios espirituales y estarse allí esperando. A ella nos enderezamos bien presto todos en compañía: Asistente, notarios, oficiales y nosotros, luego que avisaron que se habían ya vestido todos los sujetos de casa. En la capilla tomó su puesto el señor Asistente en medio de ella, teniendo allí su silla y mesa preparada y cerca de él los notarios. Nosotros nos sentamos en los bancos de una banda de la capilla y los oficiales estaban por allí repartidos sin particular orden. Dijo entonces el señor Asistente que venía a intimarnos un orden del Rey Nuestro Señor y que era razón oírle en pie, en señal de veneración y respeto. Se levantó el Asistente y todos hicimos lo mismo y, en esta postura, nos intimó el Decreto de Su Majestad Católica, que se reduce a desterrar de todos sus dominios a los padres de la Compañía de Jesús, alegando por motivos de ésta su real determinación, la tranquilidad de sus pueblos y otros que tenía reservados en su pecho7. Al oír un rayo tan terrible y espantoso nadie se descompuso; todos, jóvenes y ancianos, sacerdotes y hermanos escolares y coadjutores fueron dueños de sí, y no se oyó en toda la

7. El texto íntegro de la Pragmática Sanción de S. M., en fuerza de Ley, para el extrañamiento de estos Reinos a los Regulares de la Compañía, Ocupación de sus temporalidades y prohibición de su restablecimiento, lo transcribió el P. Luengo en este mismo escrito y puede consultarse pocas páginas más adelante. 86

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capilla una expresión, una queja, un lamento y una palabra que no fuese de sumisión, de rendimiento y de obediencia al Real Decreto. Y las primeras que se hablaron fueron para preguntar al señor Asistente si nos era permitido decir misa, como deseábamos, para pedir al señor, en aquel santo sacrificio, ánimo y esfuerzo para conformarnos con su santísima voluntad en los trabajos presentes. Con muy buen modo nos respondió el Asistente que no podía permitirnos el celebrar; y así todos juntos, como habíamos venido a la capilla, nos restituimos al aposento del P. Rector que les convidó a todos a tomar en él una jicara de chocolate. Mientras éste se disponía, sacó el señor Asistente una larga Instrucción, que se le había enviado de la Corte s , por la cual se había de gobernar en las cosas que había de ejecutar con nosotros, y como hombre que quería justificarse para con nosotros y darnos satisfacción de que no podía proceder de otro modo empezó a leerla en voz alta, públicamente. Pero, no permitiéndole las lágrimas que le caían de sus ojos y el dolor y afán de su pecho leerla con serenidad, y sin atragantarse a cada cláusula, con su licencia la tomó un padre en la mano y la leyó en alta voz. Allí se decía que se apoderase de la procuración, archivo, sacristía, librería y de otras oficinas9; y todo se hizo entregándole todas las llaves y poniendo guardia a todas las puertas, también le entregamos las llaves de nuestros aposentos; pero, contento con que se verificase la entrega, nos las restituyó al instante y las tuvimos con nosotros todo el día; y así tuvimos entera libertad y franqueza para traer con nosotros, de

8. Instrucción de lo que deberán executar los Comisionados para el Extrañamiento y ocupación de hienes y haciendas de los jesuítas en estos Retjnos de España è Islas adjacentes, en conformidad de lo resuelto por S.M. A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667. 9. El apartado VI de la Instrucción decía: «Hecha la intimación procederá sucesivamente en compañía de los Padres Superior y Procurador de la Casa a la judicial ocupación de Archivos, Papeles de toda especie, Biblioteca común, Libros y Escritos de Aposentos; distinguiendo los que pertenecen a cada jesuíta, juntándolos en uno o más lugares, y entregándose de las llaves el juez de Comisión», A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667. Instrucción de lo que deberán executar los Comisionados para el Extrañamiento y ocupación de bienes y haciendas de los jesuítas ...

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las cosas de nuestro uso, todas las que quisimos meter en nuestros baúles y de romper o quemar los papeles que no quisimos traer con nosotros, en los cuales ciertamente no había ninguno de mucha importancia y mucho menos de ofensa del Rey y de ningún otro. Uno de los primeros cuidados del señor Asistente, después de la intimación del Decreto, fue enviar un recado al Ilustrísimo señor Arzobispo don Bartolomé Rajoy y Losada10, que parece debía estar informado de todo antes de la ejecución, especialmente siendo allí señor temporal; pero el efecto mostró que la cosa le cogió de nuevo pues a la primera noticia del caso, según nos contaron muchos, le dio una especie de accidente o de congoja; y aunque no tardó en volver de su desmayo quedó todo el día tan turbado y afligido que suspendió las órdenes menores, que había de hacer aquella tarde; y, en prueba de su dolor y sentimiento, envió dos señores canónigos a visitarnos en su nombre, y a testificarnos su pena y su congoja y con los mismos nos envió una limosna de cien doblones. Otro recado envió el Asistente al Cabildo de la Catedral, diciéndole que no podía el P. Manuel Sisniega ir a predicar el sermón de que estaba encargado para este mismo día. Y entre tanto que se iban tomando todas esas providencias por el señor Asistente, extendieron los escribanos la cabeza de un papel de intimación del Decreto Real, y de aceptación de él por nosotros, el cual fuimos firmando todos por su orden de antigüedad, desde el P. Rector hasta el último de los coadjutores. En todas estas cosas no se notó, en ninguno de los del Colegio, especial turbación, inquietud o caimiento, antes gene-

10. Bartolomé Rajoy, arzobispo de Santiago en 1767, aunque hasta el momento de la expulsión se mostró muy afecto a la Compañía, y así lo declara el propio P. Luengo, cuando en 1769 Carlos III pidió informes a los obispos para solicitar la extinción de la Compañía, el de Rajoy decía que «vivía receloso del espíritu de dominación con que solían valerse [los jesuítas] con el motivo del confesonario y por eso no admitía alguno para mi confesor, recelándome que con este pretexto se metiesen a gobernar la mitra y sus principales cuidados»; y se mostró favorable a «que se disuelva enteramente la Compañía», en RIVERA VÁZQUEZ, E., op. cit., 1989, p, 649. Bartolomé Rajoy falleció en 1772, sustituyéndole como arzobispo de Santiago Francisco Alejandro Bocanegra, que había sido obispo de Guadix. 88

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raímente en todos se veía mucho ánimo y resolución, y en el que menos, resignación y conformidad. Y el maestro de los jóvenes que estudian Lógica, y es el mismo que escribe esto, habiéndolos juntado en su aposento, tuvo una muy singular complacencia en verlos a todos animosos y alegres, como si nada pasara por ellos y que de cosa ninguna mostraban sentimiento sino de no poder llevar consigo los libros de su estudio, para proseguir estudiando en cualquier parte del mundo en que fuesen a vivir; y mostraron en este particular tanto empeño que, aunque el maestro sabía muy bien que en la instrucción de la Corte se mandaba que no se nos permitiese llevar más libros que los breviarios y algún otro de devoción11, no sabiéndose entonces todavía que tendríamos tanta libertad para traer libros, se determinó a pedir esta gracia al señor Asistente. Hízolo del mejor modo que pudo, representándole por una parte cómo aquellos jovencitos que no mostraban aflicción ninguna por perder su patria, sus padres, sus amigos y todas las demás cosas, sentían mucho no poder llevar consigo sus libros. Y por otra que, no estando obligados a rezar el oficio divino, no tenían que llevar breviarios como los sacerdotes. Se enterneció con esta demanda el buen Asistente y haciéndose alguna violencia respondió con estas formales palabras: «sípadre, que lleven sus libros que esos son sus breviarios». Se alegraron mucho con esta noticia todos los jóvenes y al punto se proveyeron de un curso lato de Filosofía del P. Losadal'2 y de todo el compendio. Y estos son todos los tesoros y riquezas que llevan consigo a Italia. Los primeros a honrar con sus lágrimas nuestro destierro, después de muchos de los que asistieron a la intimación del 11. Concretamente el capítulo XV de la Instrucción ordenaba: «Se les entregará para el uso de sus personas toda su ropa y mudas usuales que acostumbran sin disminución, sus caxas, pañuelos, tabaco, chocolate y utensilios de esta naturaleza; los Breviarios Diurnos y Libros portátiles de oraciones para sus actos devotos». A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667. Instrucción de lo que deberán executar los Comisionados ... 12, Se refiere al autor del Cursus Philosophici, el teólogo jesuíta Luis de Losada, que fue profesor en Salamanca, donde murió en 1748. Sobre su obra y estudios referentes a ella véase: AGUILAR PIÑAL, F., Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, t. V (L-M), CSIC, Madrid, 1989, pp. 240-248. 89

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Decreto, fueron los inocentes niños de la escuela que, viniendo como acostumbran muy temprano a su tarea ordinaria, se hallaron con la puerta cerrada y con soldados de centinela. No tardó mucho en extenderse la cosa por la ciudad y se vio bien presto rodeado el Colegio por todas partes de un inmenso pueblo y especialmente se juntó en grandísimo número en aquellos sitios, desde donde podían vemos si nos asomábamos a las ventanas. El rumor, la inquietud, el asombro y pasmo del pueblo a vista de un espectáculo que, aun viéndole no acababa de creer, era mayor de lo que se puede explicar con palabras. Fue tan grande la turbación y desasosiego que se notaba en la gente de todas clases que, por miedo de mayores males y por darla algún desahogo, a lo que yo juzgo, permitió el Asistente, contra lo que se le mandaba expresamente en la Instrucción de la Corte, que entrasen en el Colegio a vernos y saludarnos y despedirse de nosotros muchas personas, al principio con alguna reserva y un poco más entrado el día casi con una entera franqueza para todas las gentes de alguna forma. Esto hizo este día tres muy trabajoso para todos los que estábamos arrestados y, especialmente, para aquellos que eran más conocidos y tenían mayor estimación en la ciudad; porque me atrevo a decir que no hay en Santiago tres casas, y acaso ni una, de alguna distinción, de la cual no entrase en el Colegio alguna persona de la familia o por lo menos algún orlado; y se hizo muy reparable, que no fueron las últimas en hacer esta expresión con nosotros algunas familias que, hasta este lance, pasaban por indiferentes y aun por desafectas y contrarias de los jesuítas. Y si yo quisiera referir en este lugar las cosas que vi y observé en estas visitas hechas a mí, aun por personas que casi no me conocían, y a otros sujetos de casa en mi presencia, no sería bastante un tomo entero. Basta decir, en general, que fueron mayores que toda ponderación las expresiones de afecto, de amor y de ternura, de aprecio y estimación de nuestras personas y de la Compañía de Jesús, de pena y de dolor por nuestra desgracia. Apenas vi una de tanto número de personas que no prorrumpiese en llanto, en lamentos y suspiros tristísimos y que acertase a despedirse de nosotros sin bañarnos con sus lágrimas las manos al querer por reverencia besarlas. No 90

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hay ponderación ninguna en lo que se acaba de decir, y tenemos tantos testigos de todo, cuantos eran los sujetos del Colegio y aun cuantos son los vecinos de la ilustre ciudad de Santiago, cuyas demostraciones grandes, extraordinarias y sumas de aprecio y amor en nuestro mismo abatimiento y ruina, merecen el más tierno y cordial agradecimiento, de nuestra parte y de toda la Compañía y, de cierto, no se olvidarán de nuestra memoria en tiempo alguno. En estas visitas de tanto honor por una parte para nosotros y de grandísima molestia por otra, pues además de la mucha fatiga que traen consigo tantas despedidas dolorosas, nos era forzoso reprimirnos y hacernos mucha violencia, para mostrar ánimo y esfuerzo y consolar, animar y enjugar las lágrimas de tantos como nos lloraban; y procuramos hacerlos sacando fuerzas de flaqueza; y en preparar nuestros baúles y maletas para el viaje se gastó este funesto día tres de abril. A la hora acostumbrada, como se prevenía también en la Instrucción se nos permitió el irnos a recoger y ordenándose asimismo que para dormir nos reuniésemos en algunas piezas grandes, dejó el señor Asistente, a nuestro arbitrio, que cumpliésemos este artículo de la Instrucción con la menor incomodidad que nos fuese posible y así se hizo, reuniéndonos los sacerdotes de dos en dos, o de tres en tres en algunos aposentos, y los hermanos estudiantes y coadjutores en la capilla en que se nos intimó el Decreto y en un tránsito que está delante. Día 4 de abril Las cosas que ayer pasaron por nosotros fueron tantas, tan grandes, tan nuevas y tan a propósito para turbar el sosiego de la fantasía y la paz del corazón que, aunque se descubría generalmente ánimo, esfuerzo y resolución, creo que ninguno ha dormido esta noche medio cuarto de hora; especialmente que los soldados, por más que en todo se portan con estimación, con respeto y con humanidad y compasión, habiéndose de mudar sus centinelas, en los muchos sitios en que los tenían, metían necesariamente mucho ruido. Por lo que a mí toca, más que todo lo que pasaba a mi vista, me quitó enteramente el 91

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sueño una espantosa reflexión de que no pude desprenderme. Con que lo mismo que en este Colegio de Santiago, se me representaba con mucha viveza, ha sucedido este mismo día en todos los colegios de nuestra Provincia, en todos los de las Provincias de Andalucía, de Toledo y de Aragón, y acaso también en la América y en las Filipinas, o sucederá bien presto. ¡Pobre Compañía española! ¡Pobre España y pobres y desdichadas las Indias! ¡Gran mal, escándalo gravísimo y de espantosas consecuencias! En estos amargos pensamientos, que no podía echar de mí, me anegaba y confundía, y ellos, más que todos mis trabajos personales, me oprimían el corazón, me arrancaron algunas lágrimas y desterraron el sueño de mis ojos. Apenas eran las dos de la mañana y ya se empezó a rev il ver la gente y se trató con calor de prevenir todas sus costillas para la marcha13. No se pensó ni en decir misa, pues no se nos permitía de modo alguno, ni en oírla, pues no se nos trajo de fuera un sacerdote que la dijese. A las cinco de la mañana, poco más o menos, nos juntamos todos en el aposento del P. Rector, y pronto y dispuestos para marchar, y desde allí todos juntos, y ya de viaje, fuimos a las tribunas a visitar el Santísimo Sacramento y pedir a Su Majestad su bendición, y a despedirnos de los santos que se veneran en aquellos altares. Fue esta una despedida muy tierna, en la cual acaso no hubo uno a quien, considerando que quedaba abandonado para siempre aquel templo, en que con tanto decoro se daba culto al Señor, mudo aquel sagrado pulpito, desiertos los confesionarios y todo perdido enteramente, no se le escapasen suspiros, sollozos y lágri-

13. La Instrucción ordenaba que, en el plazo de venticuatro horas después de la intimación de la Pragmática de expulsión, todos los jesuítas fueran reunidos en recintos o «cajas»; los que residían en la provincia de Galicia, como era el caso del P, Luengo, debían unirse en el colegio que tenía la Compañía en La Coruña, para desde allí embarcarse hacia el destierro. Los demás seguirían estos destinos: los jesuítas que establecidos en Mallorca se reunirían en Palma, los que vivían en Cataluña en Tarragona, los de Aragón en Teruel, los de Valencia en Segorbe, los de Navarra y Guipúzcoa en San Sebastián, los de La Rioja y Vizcaya en Bilbao, los de Castilla la vieja en Burgos, los de Asturias en Gijón, los de Extremadura en la frontera con Andalucía, los de Córdoba, Jaén y Sevilla en Jerez de la Frontera, los de Granada en Málaga, los de Castilla la Nueva en Cartagena y los de Canarias en Santa Cruz de Tenerife. A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667. 92

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mas y otra dolorosa despedida que hubo al salir de las tribunas, hizo que saltasen las lágrimas de todos o casi todos en una abundancia que en ninguno se había visto hasta entonces. Allí nos salió al encuentro el hermano Felipe Diez l4 portero que, por anciano y por estar tan maltratado que no puede andar sin bastón o muleta, se le mandó que no nos siguiese, según se prevenía también en la Instrucción de la Corte l5 . Se deshacía el buen hermano de pena y de dolor por no poder seguimos en nuestro destierro, a todos nos estrechaba, nos abrazaba con inexplicable ternura y cariño, y llorando inconsolablemente. Todos nos enternecimos y lloramos con él y no era posible otra cosa, viéndole tan afligido y tan desconsolado como si él sólo fuera el desdichado e infeliz por no poder seguirnos al lugar de nuestro destierro. Bajamos después en derechura a un corralito del Colegio, en donde hallamos ya prevenidas buenas muías o caballos para todos y, sin perder tiempo, empezamos a montar y al instante salíamos a la calle para irnos poniendo en orden. A mí me tocó esperar, después de montado, en un sitio desde donde descubría como a distancia de cien pasos algunas ventanas del convento de las religiosas de la enseñanza; y habiendo quitado de ellas las celosías que tenían siempre, estaban llenas de religiosas que, no obstante que ayer se habían despedido de nosotros ya desde otras ventanas de su convento y por medio de muchas personas que en su nombre habían venido al Colegio, se despedían de nuevo del modo que les era posible. Pero cuando empezamos a movernos fue aquel un tumulto y confusión, pues no tanto parecía que aquellas pobres señoras suspiraban o gemían y lloraban, cuanto que bramaban y se despechab an y que con sus manos despedazaban sus tocas, herían 14. Felipe Diez era portero en el colegio de Santiago; no salió con el resto de los expulsos del colegio por estar enfermo, pero en mayo se unió a ellos. Era natural de La Mota de Toro (Zamora) y falleció el 16 de diciembre de 1781 en el exilio. 15. «Previenese, por regla general, que los procuradores ancianos, enfermos [...] deberán trasladarse a los Conventos de Ordenes que no sigan la Escuela de la Compañía y sean los más cercanos; permaneciendo sin comunicación exterior y a disposición del Gobierno», A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667. Instrucción de lo que deberán executar los Comisionados ... 93

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sus rostros y se estrellaban contra las mismas rejas. No tuve corazón para ver despacio un espectáculo tan lastimoso y así, haciéndolas cortesía, volví los ojos hacia otra parte. La marcha se dispuso de esta manera. En la vanguardia, y rompiendo por la gente, venían el Capitán del Regimiento de Navarra con un buen piquete de soldados y tambor batiente. Por los dos costados nos ceñían dos filas de soldados como de veinticinco hombres y por la retaguardia nos cubría otro buen piquete mandado por el Teniente Capitán, nosotros íbamos en medio de los soldados y nosotros y éstos, oprimidos de un inmenso pueblo que ocupaba todas las calles por donde fuimos pasando y conmovido, turbado, triste y lloroso no cesaba de decir a voz en grito mil expresiones de estimación y aprecio que no sufre la modestia trasladarlas aquí, aunque muchas las conservamos en la memoria. En medio de tanto aparato militar no pocos, rompiendo las filasl6 y sin reparar en bayonetas se llegaron a nosotros para darnos el último adiós, besarnos la mano, regarla con sus lágrimas y pedirnos nuestra bendición. Lo peor de todo era que se oían también maldiciones e imprecaciones terribles contra los autores de nuestro destierro y se descubría en muchos semblantes tanta turbación y descontento que si los soldados hubieran hecho algunas descortesías o se hubieran mostrado más fieros, pudiera haber parado en algún exceso y furor. En las ventanas de las casas de distinción no se veía gente, antes todas ellas estaban cerradas, en lo cual procedieron con mucho juicio por no exponerse a decir o hacer en público alguna cosa menos conveniente a su carácter; pero aun así se oían en ellas gritos, llantos y otros violentos desahogos. Así caminamos hasta un buen cuarto de legua fuera de la ciudad, cuando ya el pueblo, parte por fatigado y parte a nuestros ruegos y persuasiones, se había retirado casi del todo. Entonces respiró la tropa que había venido con no poco cuidado y sobresalto, calló el tambor y se acabaron todas las ceremonias y aparato militar. Entonces el Capitán y oficiales se juntaron 16. Hasta aquí el texto del Diario está escrito de mano ajena; a continuación se conserva la escritura autógrafa del P. Luengo, aunque muy deteriorada. 94

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con nosotros y empezamos a caminar como compañeros que hacen un mismo viaje; nos pidieron excusa y perdón de habernos sacado de la ciudad de aquel modo, y con tambor batiente, que debe de ser circunstancia de alguna humillación, en la cual no habían tenido otro intento que el ver si con aquel aparato militar se atemorizaba el pueblo que estaba demasiado conmovido y muy propenso a inquietarse. En efecto, nos contaron los mismos oficiales que anoche hubo algún principio de tumulto, que felizmente se disipó y que esta mañana llegaron a entrar en tanto cuidado, viendo un pueblo tan grande tan conmovido y agitado que el Capitán juntó su consejito de Guerra, al cual asistieron todos los oficiales de las milicias con ellos, y en él se determinó no hacer resistencia si el pueblo llegaba a amotinarse sino dejándonos en sus manos enviar aviso al Capitán General pidiéndole más tropa y sus órdenes. Ello ha sido una particularísima providencia del cielo que, según la multitud inmensa del pueblo que se juntó especialmente esta mañana y la extraordinaria conmoción que se observaba en los semblantes de muchos, no haya llegado a reventar algún furioso tumulto, de lo que damos todos al Señor muy rendidas gracias porque para nosotros hubiera sido una cosa sensibilísima y para todos de tristes consecuencias. De nuestra parte hemos ayudado cuanto nos ha sido posible a la paz y quietud de todos, ya mostrándonos siempre no solo conformes y resignados en nuestra desgracia sino también serenos, tranquilos, contentos y alegres, lo que templaba mucho la pena y dolor de los que nos veían y como que desarmaba su cólera y enojo; y ya reprendiendo con indignación y con vehemencia a dos personas, que fuera de sí y como embriagadas con la aflicción y congoja, tuvieron la inconsideración de dejar caer en nuestra presencia algunas medias palabras de alguna osadía y atrevimiento17. De esta manera se ha logrado que nuestro destierro y partida de la ciudad de Santiago haya sido ejecutada, por una par17. Estas descripciones del P. Luengo sobre la consternación y el apoyo que recibieron del pueblo chocan con las previsiones que tenían en la corte, ya que en la hïstrucción se recalcaba que se evitara «con sumo cuidado [...] el menor insulto a los Religiosos», A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667, Instrucción..., cap. XIV. 95

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te, sin inconveniente ni desorden, y por otra, con tanto honor y gloria nuestra que nuestra salida de esta ilustre ciudad, aunque en traje de reos y como una cadena de malhechores conducidos por la tropa a una galera o presidio, haya oído un verdadero triunfo, magnífico y gloriosísimo. A la verdad si nuestro destierro no tuviera otras consecuencias que nuestros trabajos, miserias e ignominias personales, todas ellas se podían recibir con gusto, aun en el lenguaje de la ambición mundana, por haber unido la complacencia, el honor y gloria de ver interesarse y conmoverse en nuestra desgracia tantos millares de personas de todos sexos, edades y condiciones, llorarnos todos con tanta amargura, colmarnos de bendiciones, de elogios y de alabanzas como si, en perdernos a nosotros, perdieran sus padres, sus maestros, sus directores y todas sus cosas. Si en todas las demás ciudades de España se ha hecho con los jesuítas en su destierro las mismas demostraciones que han hecho con nosotros esta ilustre y numerosa ciudad de Santiago de Galicia, me atrevo a decir, sin miedo de exagerar, que jamás ha tenido la Compañía de Jesús en España día más glorioso que este día gris de abril de este presente año. El resto del viaje de este día se hizo sin más novedad, que repetirse a cada paso sobre nosotros las lágrimas y bendiciones de la ciudad por la pobre gente que vive esparcida por el campo, que exhalada venía desde sus caseríos a vernos pasar por el camino; y haber sucedido lo mismo con la debida proporción en la pequeña aldea llamada Poulo, distante de Santiago cuatro leguas, a la cual llegamos como a las once de la mañana. Aquí pasamos todo este día cuatro y, para colmo de los trabajillos de este día, todo fue malo en esta miserable aldea. Ni a nosotros se nos ofreció, ni tampoco al Asistente, el traer de Santiago algunos buenos pescados de que hay allí tanta abundancia, y así la comida fue mala y escasa. Mayores trabajos hubo para dormir, pues no hubo otras camas que las que se pudieron formar de cuatro o seis colchones que dieron el cura del lugar y otros dos o tres curas de otras aldeas vecinas, que vinieron a visitarnos, las cuales sirvieron para algunos ancianos y enfermizos; todos los demás no tuvieron otra cama que una 96

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mesa, un arca o el suelo, en donde con su propia ropa se acomodaron lo menos mal que pudieron. No teníamos en esta aldea quien nos impidiese decir misa, como deseábamos, porque el Capitán no se metía en estas cosas. Pero deseando ponernos en camino muy presto, se determinó que sólo se dijese una misa y todos la oyésemos y comulgásemos a ella. Así se hizo, diciéndonos la misa el P. Rector y comulgando todos a ella, y todo se hizo tan de mañana que, al salir del sol, ya estábamos prontos para el viaje y, efectivamente, comenzamos a caminar muy presto; y a las nueve de la mañana llegamos a otra aldea llamada Corral, distante de Poulo tres leguas y otras tres de La Coruña. Nuestro ánimo era de comer aquí temprano y partir a buena hora a La Coruña para llegar allá antes de la noche; porque nos parecía menos pesado entrar en la ciudad a media tarde, aunque fuese rodeados de tropa y con tambor batiente y pasar por esta ignominia, que llegar de noche expuestos a mucha confusión y desorden al tiempo de alojarnos y más no sabiendo a dónde habíamos de ir a parar. Todos estos nuestros pensamientos se desvanecieron con una orden del Capitán General de La Coruña intimado al Capitán, nuestro conductor, por un rector o notario que nos estaba ya aguardando en esta aldea, pues por él se mandó que no entrásemos en La Coruña hasta dadas las once de la noche, de la cual disposición no puede haber otra causa que el tener la impresión que hace en el pueblo nuestra vista en un estado tan miserable y que, al cabo, venga a romper algún tumulto popular. A nosotros nos disgusta mucho esta orden por la razón que antes insinuamos, pero era forzoso conformarnos a ella, y dos cosas de consuelo, las que tuvimos en esta aldea, nos hicieron olvidar este pequeño disgusto. La una fue el habernos asegurado el mismo Rector que los padres de La Coruña estaban arrestados en su mismo Colegio, y que allí también nos habíamos de alojar nosotros, lo que nos consoló mucho; así porque con esta noticia se disiparon muchos rumores tristes de que íbamos en derechura a los navios, y otros todavía más funestos que corrían en el país y habían llegado a nuestros oídos, como también porque la compañía y unión de tantos hermanos ha97

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rían sin duda más llevaderos y más suaves los trabajos que viniesen sobre nosotros y, a pesar de todos ellos, viviríamos con gusto y con una santa alegría. La otra fue habérsenos juntado en esta aldea los padres Teodoro Cascajedo y Francisco de Sales Morchón1S, misioneros del Señor Arzobispo, que andaban haciendo misión y la cosa ha pasado de esta manera, según cuentan ellos mismos. Luego que se nos intimó en Santiago el Decreto Real de destierr se despachó uno propio a estos padres con carta del P. Rector, ordenándoles que, en el día mismo que la recibiesen, dejándolo todo, se volviesen al Colegio y esto también se prevenía en la Instrucción de la Corte, de que antes se hizo mención 19. No les encontró el propio en el lugar a donde fue dirigido ni llegaron a recibir la carta del Rector, pero tampoco la necesitaron para hacer por ellos mismos lo que se les mandaba en ella, pues luego que estuvieron asegurados de lo que había pasado en el Colegio, y del destierro de todos los jesuítas de España, cortando la misión que estaban haciendo, se vinieron con toda diligencia a Santiago y se pusieron en manos del Señor Asistente para que les enviase donde y como gustase. Antes de su arribo a la ciudad, corrió la voz de que venían los padres misioneros y salió a recibirles fuera de ella en bastante distancia un pueblo innumerable, que en su entrada les acompañó con muchas lágrimas y con mil demostraciones de cariño y estimación y, después de haber descansado allí una noche, salieron esta mañana muy presto de Santiago y con increíble gozo suyo, por seguir la suerte de sus hermanos, y nuestro, por tener dos compañeros más en nuestros trabajos y por la santa 18. Francisco Morchón era natural de Gallegos, en el Obispado de Palència, donde nació el 28 de enero de 1721; realizó la profesión de tres votos el 15 de agosto de 1771 en Bolonia. Tenía dos hermanos en la Compañía, Manuel, perteneciente a la Provincia de Chile, y José a la de Castilla. Francisco Morchón falleció el 25 de enero de 1783, en Pisa (Toscana) donde había ido a recuperarse de una grave dolencia y a vivir con sus hermanos. 19, «Si hubiese algún jesuíta fuera del Colegio en otro pueblo o parage no distante, requerirá al Superior que lo envíe a llamar para que se restituya instantáneamente, sin otra expresión, dando la carta abierta al Executor, quien la dirigiré por persona segura, que nada revele de las diligencias, sin pérdida de tiempo». A.G.S., Gracia tj Justicia, leg. 667, Instrucción... 98

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intrepidez con que se han portado en este lance, se unieron con nosotros en esta aldea malhechores y delincuentes de una especie nueva, o vistos pocas veces en el mundo, que sin que nadie les prenda ni les hable una palabra, por sí mismos y con gran contento y alegría vienen a meterse en los grillos y en las cadenas. La comida en esta aldea fue tan mala como en la otra porque nadie tomó el cuidado de corregir el yerro de ayer. Aún nos fue más sensible que, ya que teníamos tanto tiempo para descansar después de comer pues no habíamos de partir hasta muy tarde, no hubiese comodidad para lograr un alivio tan necesario después de tres días de tantos trabajos y pesadumbres y después de dos noches en que apenas se había dormido una hora. Cerca del anochecer, salimos de Corral hacia La Coruña, que sólo dista tres leguas y como no podíamos entrar antes de las once de la noche se caminaba muy poco a poco y haciendo alto de propósito varias veces. Este modo de caminar y la oscuridad de la noche hizo muy molesto y pesado este pequeño viaje. No contento nuestro Capitán con tanta flema y pesadez en nuestro modo de caminar, cuando nos íbamos arrimando a la ciudad, destacó un cabo de escuadra que preguntase si habían dado las once y mientras volvía nos estuvimos parados. Eran efectivamente las once ya dadas cuando volvió el enviado de la ciudad y así, sin más detención, nos encaminamos a ella. Tuvo algo de pavorosa esta entrada en La Coruña y era capaz de aterrar y llenar de espanto a cualquiera y, especialmente, a los que nunca habían estado en plazas de armas ni hubiesen visto el mar, como a muchos nos sucedía. Nosotros, ordenados en alguna manera y rodeados de nuestra numerosa escolta, entramos por la puerta en un profundísimo silencio. En la puerta se descubrían a beneficio de una lóbrega linternilla muchos granaderos sobre las armas y con el mismo silencio que nosotros. Nada en suma se veía sino soldados, con toda la gravedad que tienen cuando se ponen sobre las armas y nada se oía sino algunos encuentros o tropezones de unas armas, con otras y los horribles bramidos que daba el mar, que por sí solos bastan sin concurrir con tantas circunstancias de espanto y de terror para atemorizar la primera vez. En la ciudad prosi99

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guió el mismo pavoroso silencio, sin interrumpirse sino con los llantos y suspiros de algunas pequeñas cuadrillas de gente, que aun en aquella hora nos salieron al encuentro, y de otras personas que estaban a las ventanas de sus casas. Caminamos mucho tiempo por dentro del arrabal, y así se cree que nos trajeron por algunas calles excusadas, huyendo de las más comunes y frecuentadas, si ya no fue que caminando con aquella especie de pavor y espanto poco tiempo me pareciese a mí mucho. Al mismo dar los tres cuartos para las doce de la noche nos presentamos en una plazuelita, que está delante de la puerta de la iglesia y portería del Colegio, y aquí encontramos a un señor Alcalde del Crimen, llamado Romero, con toda formalidad y vestido de toga acompañado de algunos notarios y de buen número de soldados puestos sobre las armas. Desmontamos al momento y dejando las caballerías y todas las cosas que tratamos a la aventura y en poder de soldados, siguiendo al señor Alcalde, subimos al tránsito alto del Colegio. Allí nos colocamos en orden, estando a nuestra frente el Señor Alcalde y sacando una lista y nombrándonos por nuestro nombre y apellido y casi según nuestra antigüedad, nos fue señalando habitación, seis sacerdotes en cada aposento, a todos los hermanos artistas en una pieza poco mayor que un aposento regular y otro aposentillo muy pequeño, y a los hermanos coadjutores en dos cuartos bien estrechos20. No teniendo otra cosa que mandarnos, el Señor Alcalde nos despidió y todos fuimos a reconocer nuestro alojamiento y en él encontramos una cama para cada uno, pero cama de munición y propiamente de las que están destinadas para los soldados en sus cuarteles: unas tablas por tarima o catre, un colchoncillo sobre ellas, y dos en alguna otra, y todos generalmente de una estopa gruesa y de poca lana, unas sábanas de estopa cruda y sin curar, y una manta tan ordinaria como las 20. A este respecto la Instrucción decía: «Ha de tenere particularísima atención para que, no obstante la priesa y multitud de tantas instantáneas y eficaces diligencias judiciales, no falte, en manera alguna, la más cómoda y puntual asistencia de los Religiosos, aun mayor que la ordinaria, si fuese posible, como de que se recojan a descansar a sus regulares horas, teniendo las camas en parages convenientes para que no estén muy dispersos», A.G.S., Gracia y Justicia, leg, 667. 100

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que suelen usar para cubrir las bestias. Y con ser tan mala y ordinaria la cama no quedamos del todo descontentos, por ser todo cosa nueva y que no se había usado todavía. Bien presto nos llamaron a cenar y bajamos al tránsito de abajo en donde se ha formado el refectorio; pero habiendo ya pasado las doce del domingo y empezado el lunes, que es día de ayuno, sólo cenaron algunos jóvenes, que no llegan a veintiún años; pues aunque yo y otros éramos de parecer que después de tres días de más trabajo y fatiga para nosotros que si hubiéramos estado cavando o arando, casi sin dormir ni comer en todos ellos, podíamos, y aun debíamos, tomar alguna cosa, prevaleció en el ánimo de los Superiores el modo de pensar contrario y rígido, especialmente porque no se escandalizasen los seculares que andaban por allí; y así los más, sin otra cosa que un sorbo de vino, nos fuimos a dormir en nuestras camas de cuartel. Salimos de nuestro Colegio de Santiago como antes se insinuó, cuarenta sujetos y habiéndosenos juntado otros dos en el camino, entramos cuarenta y dos en este Colegio de La Coruña, de los cuales diecisiete somos sacerdotes, quince hermanos estudiantes que están en el primer año de Filosofía, y los diez restantes son hermanos coadjutores21. Y no han quedado en Santiago sino tres que son: el P. Santiago Ayuso22, Rector del Seminario Irlandés, para dar cuentas de sus rentas y hacer 21. Los jesuítas pertenecientes a ese Colegio de Santiago, en 1767, eran: Juan Arévalo, Felipe Asensio, Tomás Asiaín, Santiago Ayuso, Mateo Javier Calderón, Joaquín Campra, Teodoro Cascagedo, Gaspar del Castillo, Agustín Cervela, Pedro Cordón, Juan José Cortázar, Felipe Diez, José Antonio Echezabal, Santiago García, Francisco Gijón, Pedro Gil de Albornoz, Diego Antonio Godoy, Francisco Gómez, Juan Manuel de Leste, José Bautista López, Manuel Luengo, Manuel Francisco Macias, Luis Martínez, José Martín, Manuel Masia, Francisco Morchón, Francisco Morgado, José Ontañón, Gaspar Ordóñez, Joaquín Palomo, Matías de la Peña, José Rodríguez, Esteban Romero, Diego Salgado, Miguel Sánchez, Cayetano Santos, Manuel Sanz Moreno, Jacinto de Silva, Bernardo Simón, Manuel Sisniega, Lorenzo Uriarte, Juan Bautista Urteaga, José Valdés, Manuel Varona, Fernando Vázquez, José Virto. Cfr. ARCHIMBAUD Y SOLANO, Juan Antonio, Catálogo Jesuítas, 1767. 22. Santiago Ayuso era rector en el Seminario de Irlandeses, y se reuniría a los regulares de Santiago en La Coruña el día 5 de mayo. Salió desterrado con Luengo en el navio «San Juan Nepomuceno» y murió en Bolonia el 16 de abril de 1790. 101

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entrega de todo; el H. Santiago García23 para dar también sus cuentas y hacer entrega de los bienes y haciendas del Colegio en el cual era Procurador, y el H. Felipe Diez, portero, como antes se dijo, por causa de sus males, y todos tres, luego que nosotros salimos de la ciudad, fueron encerrados en el famoso Monasterio de San Martín de los reverendos monjes benitos. No vimos anoche a los padres de este Colegio de La Coruña, pero bien presto esta mañana vinieron todos ellos a visitarnos y saludarnos, y nos hemos alegrado mucho de verlos tan animosos y tan alegres y ellos igualmente se han gozado de vernos a nosotros con la misma serenidad y alegría. Todos los padres de este Colegio viven en pocos aposentos del tránsito bajo, retenidos como nosotros, cuatro o cinco en cada uno de ellos24. El Sr. Alcalde Romero, que hace en todo y generalmente de nuestro superior, y se ha tomado para sí el aposento del P. Rector y a un escribano que le acompaña ha dado para habitar el aposento del procurador, y a estos dos, tránsitos, alto en que vivimos nosotros y en el que se reservan aposentos para los que vayan llegando, y bajo en que viven los padres de este Colegio, el Alcalde y escribano, y se ha formado el refectorio y algún otro aposentillo y las tribunas de la iglesia, se reduce toda la habitación que se nos ha señalado para los que somos ya en el día y para los que seremos cuando lleguen todos los de Galicia, sin poder jamás salir de los dos tránsitos. Y así no se nos permite bajar a la iglesia ni decir más que una misa, o a lo sumo dos, y solamente el día de fiesta, como sucedió ayer, que fue domingo. Tampoco podemos ir un rato a paseo o a la huerta del Colegio, lo que nos serviría mucho para la salud y para una honesta recreación. Mucho menos, como se de23. El hermano García también se reuniría con el resto de los expulsos el día 5 de mayo en La Coruña. 24. «La comunidad estaba compuesta por trece personas: cinco sacerdotes, dos escolares próximos a ordenarse, cinco hermanos coadjutores y un novicio»; en RIVERA, E., op. cit., 1989, p. 633. Los nombres de los componentes de este colegio eran: Hermenegildo Alfonso, Pedro José Feira, Manuel Granja, Juan Francisco Maquirriain, Manuel Méndez, Juan Andrés Pinedo, Salvador Pórtela, Manuel Ignacio Rodríguez, Antonio Sola, Juan José Tolra, Benito Varela, Juan Antonio Vázquez y Melchor Villelga. Cfr. ARCHIMBAUD, J. A., Catálogo, 1767. 102

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ja entender, se nos permite bajar a la portería, ver y tratar gentes de fuera ni de palabra, ni por escrito; y así estamos propiamente presos y encarcelados o, como dicen estas gentes por conservar algún respeto a nuestro estado, solamente custodiados. Para que en nada nos falte al rigor de esta prisión o custodia nos hace la centinela una entera compañía de tropa de Infantería numerosa, como de unos setenta hombres; y hoy me he divertido en ver montar la guardia a la compañía que vino de nuevo para reemplazar a la que estuvo de guardia desde ayer. Hicieron sus acostumbradas ceremonias yendo y viniendo cada una de ellas con su tambor batiente, y la que se quedó para guardarnos hoy puso su cuerpo de guardia, y lo mismo según creo se había hecho los días antecedentes, dentro de la misma iglesia, entre la primera puerta y el cancel, no obstante que se conserva en ella el Santísimo Sacramento. A todas las puertas del Colegio se pone centinela y aun a la ventana de la botica y todo alrededor se ponen soldados, en tal distancia que se alcancen a ver y pueda correr la voz, como en la muralla de la ciudad. ¿Qué temerán estos hombres que usan tan extrañas diligencias que emplean tanta tropa, y nos rodean de soldados por todas partes? Ya supongo que nada temen de los custodiados jesuítas, y que el fin de usar de tanto aparato de armas es atemorizar al pueblo para que no se inquiete y le impida el llevar adelante sus intentos. En los dos días pasados, siete y ocho, no ha sucedido cosa alguna notable ni ha habido más novedad que las que se dejan entender por si mismas en nuestro miserable estado. La incomodidad y falta de quietud viviendo tantos en un aposento es para nosotros cosa muy pesada por estar acostumbrados a vivir cada uno con sosiego y paz en su cuarto solo. Aún es de mayor mortificación no tener para desahogo entre día y para un poco de oreo y recreación más que el tránsito alto del Colegio, pues al tránsito bajo, así por estar embarazado con las mesas del refectorio, como por andar por allí muchos soldados, nadie se atreve a bajar. En este tránsito pasamos, por decirlo así, todo el día; y todas nuestras conversaciones, no sabiendo nada de lo que pasa por el mundo, se reducen a hablar de nuestras cosas, de nuestro arresto, de mil casos particulares que sucedieron, 103

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así aquí en La Coruña como en Santiago, que sería cosa larga referir en este lugar. Y no menos que lo pasado y nuestro estado presente, nos lleva nuestra atención en las conversaciones nuestra suerte futura y se habla y discurre mucho sobre nuestro establecimiento en Roma y en otras partes del Estado Pontificio, a donde nos dicen que nos han de llevar. En estas conversaciones y discursos, sin ofensa de nadie, vamos gastando el tiempo que nos sobra después de los ordinarios ejercicios espirituales, muchas visitas al Santísimo Sacramento y muchos ratos de oración en las tribunas como hacen generalmente todos con mucha edificación mía. Y no es extraño que así suceda, siendo evidente, como puedo protestar y protesto sin jactancia ni ostentación, sino con toda simplicidad y verdad por ser propio de este nuestro escrito, que los efectos que han causado generalmente en todos los trabajos presentes nuestra opresión y ruina no han sido odio, aversión o mala voluntad contra ninguna persona, y mucho menos pensamientos de venganza ni de hacer mal a ninguno, sino volverse todos más de veras al Señor, recurrir con más fervor y frecuencia a su Divina Majestad, ponerse en sus manos y pedirle instantáneamente, que o nos saque de los males presentes y nos libre de otros que nos amenazan, o nos dé ánimo, esfuerzo, constancia y alegría para llevarlos todos por su amor. Por lo que antes se dijo, se entiende bastante que el Sr. Alcalde Romero, como superior en todos los ramos en este Colegio, cuida también de todo lo necesario para nuestro mantenimiento. Para el desayuno se nos da chocolate en abundante cantidad y nosotros nos componemos a nuestro modo. Todas las demás provisiones para la comida las hace por medio de seglares y aun el cocinero es un secular. El trato en cuanto al aseo y limpieza no es bueno, lo que no es extraño, siendo ya casi setenta en un Colegio en donde eran quince o dieciséis. En cuanto a la cantidad, aún es más abundante de lo que acostumbrábamos nosotros y así en este particular de la comida va absolutamente bien y no tenemos justo motivo de queja. En otra cosa de más importancia, aunque de una manera bastante vergonzosa para nosotros, ha empezado hoy este Sr. Alcalde a hacernos una gracia, que estimamos mucho. A nues104

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tras súplicas e instancias ha permitido que digamos de aquí adelante todos los días seis u ocho misas y, de este modo, lograremos poder celebrar dos o tres veces a la semana. Bajó pues esta mañana a la sacristía un escribano o ministro con las llaves necesarias de cajones y alacenas, y se estuvo allí inmoble hasta dejarlo todo cerrado, dando a entender en su modo y vigilancia que no se fiaba de nosotros y como que temía que ocultásemos alguna patena, cáliz, u otra alhaja. Estado verdaderamente miserable, pues aun de lo que es nuestro no podemos usar sino con una dependencia y esclavitud tan vergonzosa. Esta noche pasada del ocho al nueve llegó, entre once y doce, como nosotros, el Colegio de Pontevedra. Nosotros estábamos ya recogidos a aquella hora; así porque no sabíamos que había de llegar, como porque, aunque hubiéramos querido aguardarle, no se nos hubiera permitido. Esta mañana hemos visto, visitado y abrazado, con mucho consuelo nuestro por verlos tan animosos y alegres, a todos los padres y hermanos de este Colegio25. De ellos hemos sabido que la causa de haber tardado en llegar a La Coruña algún otro día más de lo que debían ha sido precisamente, el haber dado al P José Francisco de Isla26, en el mismo Pontevedra, un accidente de perlesía, por el cual se debía de haber quedado, a juicio de los médicos, en la dicha villa. Pero, empeñándose el mismo padre en venir 25. El colegio de Pontevedra tenía una comunidad de 14 individuos: nueve sacerdotes, un padre escolar y cuatro hermanos coadjutores, en RIVERA, E., op. cit., 1989, p. 634. Sus nombres eran: Ignacio Aguirre, Juan Araujo, José del Camino, Pedro Candela, Antonio Cervela, Juan Bautista Gaztelu, Joaquín Gómez, Fernando Gutiérrez, José Francisco de Isla, Francisco Orbizu, Simón Otero, Nicolás de Puga, Juan de Soto y José Zueco. Cfr. ARCHIMBAUD, J. A., Catálogo, 1767, 26. José Francisco de Isla, escritor polémico y prolijo, ingresó en la Compañía a los dieciséis años, en el noviciado de Villagarcía de Arosa, se había apartado a esa misma ciudad en 1754, donde se entregó a la composición de su conocida novela Fray Gerundio de Campazas y allí se encontraba en el momento de ser intimada la Pragmática Sanción. A raíz de la expulsión, escribiría un Memorial dirigido a Carlos III sobre el desarrollo del éxodo, según declaraciones y documentación que fueron aportando los novicios sobre sus experiencias y dificultades a la hora de unirse a los padres. Este Memorial, de cuyo original guardaba el P. Luengo una copia en su Colección de Papeles Varios, ha sido recientemente reeditado con un estudio introductorio y notas de Enrique GIMÉNEZ LÓPEZ por el Instituto de Cultura «Juan Gil-Albert», Alicante, 1999. 105

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con todos los demás, le repitió otra vez el accidente en Caldas y fue necesario sangrarle allí y darle algún tiempo más de reposo ayudándole todos, por ser tan grande su empeño en seguirles. En Santiago le repitió el accidente con más fuerza que las otras veces y así, siéndole imposible proseguir adelante en su camino, aunque con gran repugnancia y sentimiento suyo, se ha quedado en aquella ciudad, depositado como los otros tres en el Monasterio de los benitos 27 . Y todo esto se ha hecho con las precauciones convenientes de certificaciones de los médicos y noticias y licencia de aquellos a quienes compete y aun creo que también de este Capitán General, el Excelentísimo Maximiliano de la Croix. Según hablan estos padres del modo con que les ha tratado el Comisionado o Ejecutor en aquel Colegio, comparándole con el que usó con nosotros el Sr. Asistente Feijó, no se puede menos que decir que ha sido un hombre demasiado exacto y rígido en su Comisión y aun cruel, duro e inhumano, y para tener esto por cierto basta insinuar que habiéndose juntado todos en el aposento del P. Rector, para la intimación del Decreto Real, allí les tuvo encerrados todo el tiempo, sin permitirles salir fuera a ninguno sino a una necesidad muy forzosa, y entonces con un soldado, que no le perdiese de vista. De la impresión que hizo en aquella villa su destierro, del sentimiento y pena, lágrimas y demostraciones de caridad y estimación con que ha honrado su partida, hablan con tanto encarecimiento y ponderación estos padres que casi nos hacen dudar si ha excedido en esto Pontevedra a la ciudad de Santiago. Muy en particular se muestran agradecidos a la Sra. marquesa de Figueroa, pues, no contenta con llorarles amargamente como los demás, les favoreció dando su litera para el accidentado P. Isla, enviándoles cuanta ropa blanca la vino a la mano y una buena limosna en dinero y aun les ha ofrecido socorrerlos en cualquier parte que paren.

27. Sobre esta dolencia del P, Isla véase RIVERA, E.: «Pontevedra: el grave achaque del P Isla», op. cit., 1989, p. 634-635. 106

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Día 10 de abril Esta noche que acaba de pasar, a la hora acostumbrada después de las once, llegó el Colegio de Orense; pero tan pobre de sujetos, que casi la mitad se han quedado por allá28. Solamente han venido siete, y cinco, entre los cuales uno es el P. Rector Juan Bautista Cavallero29, se han quedado en la ciudad, depositados en otras casas de Religiosos por estar enfermos o muy quebrantados o por ser muy viejos. La ejecución del arresto por parte del Comisionado, según cuentan los mismos padres, se hizo con toda atención y cortesía, con humanidad y compasión. En la misma ciudad de Orense, y en otros pueblos por donde han pasado estos siete jesuitas, ha habido, a lo que ellos ponderan, una conmoción general muy semejante a la que dijimos de Pontevedra y explicamos más en particular de Santiago. Día 11 de abril Llegó a la misma hora esta noche pasada el Colegio de Monforte30 y aquí también, como en Orense, se hizo la intimación del Decreto y se ejecutaron todas las cosas consiguientes a él con buen modo y urbanidad; y por lo que toca a la impresión que hizo en aquellas gentes el destierro de los padres, las lágrimas y bendiciones con que honraron su partida, cuentan los mismos padres tales cosas que casi nos vemos obligados a confesar que excedieron aquellas gentes a nuestra afectísima 28. Esta comunidad de Orense estaba formada por cinco sacerdotes, dos padres escolares y cinco hermanos coadjutores. En: RIVERA, E., op. cit., 1989, p. 635. Se trataba de Vicente Alconero, Felipe Barreiro, Juan Bautista Cavallero, Juan Benito Dávila, Andrés González, Juan Antonio Guerra, Toribio Lanciego, Andrés Martínez, Juan Sainz, José Torre, Francisco Vázquez y Gregorio de Vega, Cfr. A R CHIMBAUD, J. A., Catálogo, 1767. 29. Juan Bautista Caballero, Rector del colegio de Orense, había nacido en Castaño de Robledo, Sevilla, el 22 de marzo de 1718. Entró en la Compañía en 1738 y murió en Bolonia el 8 de abril de 1792. 30. Residían en el colegio de Monforte: José Añel, Diego Ignacio Henriquez, José Hernando, Isidro López, Juan Domingo Machain, Santiago Maestre, Ignacio Martín, Pedro Morillo, Juan Manuel Noriega, Jacinto Patino, Francisco Pedraza, Gregorio Pereira, Manuel Petisco, Tomás Requejo, Bernardo de la Rua, Matía de Rueda, Manuel Valgoma y Francisco Javier Velasco. Cfr. ARCHIMBAUD Y SOLANO, J. A., Catálogo, 1767. 107

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y devotísima ciudad de Santiago; y con la experiencia de cuatro distintos lugares: Santiago, Pontevedra, Orense y Monforte y otros muchos pueblos por donde han pasado especialmente los de estos dos últimos colegios, nos vamos inclinando a creer, como antes insinuamos que ese día tres de abril ha de ser el más glorioso que ha tenido la Compañía de Jesús en España, desde que se estableció en estos reinos. Estábamos todos con grandes miedos de que no siguiese la suerte común de los demás el P. Isidro López y hemos tenido un gusto y consuelo muy grande al verle con los otros de su Colegio. Estaba este P. Isidro, Procurador de nuestra Provincia, en la Corte, y este noviembre pasado fue desterrado de ella y enviado al Colegio de Monforte. El motivo de nuestros temores no era algún delito del padre o que hubiese dado algún disgusto a los ministros, sino que todo nuestro recelo se fundaba en que imitando el Ministerio de Madrid en la expulsión de los jesuítas al Ministro de Portugal D. Sebastián Carvallo31, era muy creíble que le imitase también en dejar en cárceles y castillos algún número considerable de los jesuítas españoles más famosos y más conocidos, para aparentar mejor con el pueblo ignorante que aquellos eran los principales autores de los gravísimos delitos por los cuales se desterraba de España la Compañía32. Y en tal caso, no hay la menor duda, de que este P. Isidro sería uno de los primeros que serían encerrados en una fortaleza. El mismo padre lo conocía muy bien y así se lo venía diciendo en el camino a los compañeros; y como hombre que estaba persuadido a que iba en derechura al castillo de San Antón, había hecho con toda seriedad sus encargos a uno de los padres de su Colegio y aun le había entre-

31. A lo largo de todo el escrito del P. Luengo jamás se verá que llame a Carvallo marqués de Pombal, ni a José Moñino conde de Floridablanca, título adquirido gracias a sus gestiones en Roma a favor de la extinción de la Compañía. De la misma manera el P. Luengo, tras la extinción, «degradó» a Clemente XIV y sólo se referirá a él como Ganganelli, su apellido, a modo -según parece- de pequeña y personal revancha hacia los desafectos a su orden. 32. Véase CAEIRO, J., op. cit., 1991 y MILLER, Samuel J., Portugal and Rome c. 17481830. An aspect of the Catholic Enlightenment, Pontificia Universitas Gregoriana, Roma, 1978. 108

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gado un poco de dinero que traía consigo33. Esta persuasión de este padre de venir a parar en un castillo hace más grande y más heroica su intrepidez, parecida a la de los padres misioneros de Santiago, de venirse é l mismo al Colegio, hallándose fuera el día tres de abril, cuando fue intimado el Decreto del Rey. Al verse entre nosotros ha respirado y se halla muy contento y alegre, pero ni su Reverencia ni nosotros saldremos enteramente del susto mientras no nos veamos todos fuera de España y del poder de los españoles, pues al fin pueden caer en cuenta de que, para deslumhrar mejor al pueblo, convendrá dejar en prisión a algunos a quienes atribuir el tumulto de la Corte, y todas las demás cosas que quieran34.

33. El P. Isidro López, cuando era procurador general de la Provincia de Castilla, fue desterrado de la corte tras los motines de Madrid que, en 1766, forzaron la caída de Esquilache. Fue desterrado al colegio de Monforte en noviembre de 1766, acusado por el Consejo extraordinario de 21 de septiembre de haber instigado los motines de abril; éste mismo Consejo desterraba al marqués de la Ensenada, al que unía con el R López una estrecha y conocida amistad. Puede consultarse una interesante correspondencia entre el P. López y el abate Hermoso sobre aquellos motines en la misma Colección, t. 20, p. 63. En palabras de Teófanes EdDO, «El proceso de expulsión de los jesuítas (proceso en el que no tuvieron posibilidad alguna de defensa al convertirse por el rey en causa secretísima de Estado) debe relacionarse con los motines contra Esquilache o contra quien fuera del 23 al 26 de marzo de 1766, sin que ello quiera ni insinuar su participación en ellos y mucho menos que fueran sus motores.», en «Aranda y la expulsión de los jesuitas», El conde de Aranda y su tiempo, Inst. «Fernando el Católico», Zaragoza, 2000, p. 364. También sobre este tema véase EGUÍA RUIZ, C , op. cit., 1947, pp. 63-139; C O R O NA, C , «Sobre el conde de Aranda y sobre la expulsión de los jesuitas», Homenaje al Dr. D. Juan Regid, 1975, vol. II; E G I D O , T., «Motines de España y proceso contra los jesuitas», Estudio Agustiniano, 11, 1976, pp. 219-260, y del mismo autor: «Madrid 1766: "Motines de Corte" y oposición al gobierno», Cuadernos de Investigación histórica, 3, 1979, pp. 125-153. 34. Algunos jesuitas portugueses no pudieron salir hacia los Estados Pontificios al ser apresados y encerrados en las cárceles de Lisboa. A este respecto, el P. Luengo recibió una carta, durante el tórrido verano de 1767, de otro jesuita castellano: Narciso Muñoz, compañero del P. Ossorio y, posteriormente, establecido en Genova como asistente del P. Gervasoni, en la que aseguraba que en el puerto de esa ciudad se encontraba varada una embarcación en la que viajaban treinta y dos jesuitas de los que estaban apresados en las cárceles de Lisboa y que, se suponía, que iban con rumbo a Civitavecchia para entrar en Roma. Otros muchos jesuitas portugueses, quedaron retenidos en el reino por estar sujetos a proceso y permanecieron recluidos en condiciones infrahumanas, hasta la muerte de José I de Portugal y la subsiguiente llegada al trono de su hija, María I, en 1777. 109

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Día 12 de abril Llegaron anoche, a la misma hora que todos, los del Colegio de Monterrey 35 que hablan con elogio de la humanidad del Comisionado o Ejecutor que les intimó el Decreto y entendió en todas las demás cosas36 y con no menos expresivas ponderaciones del amor, estimación, sentimiento y lágrimas de aquellas gentes en su partida, y de otras en su viaje. Vienen todos ellos pobrísimamente y aun indecentemente vestidos, y han dejado en el Colegio paño bastante para vestirse todos ellos de nuevo, como en la realidad necesitan; porque lo tenían todavía en piezas sin empezar, y se prevenía expresamente en la Instrucción de los Comisionados, que nos permitiesen llevar el paño, lienzo que estuviese en pedazos, pero no las piezas enteras. Ellos, no obstante, esperan que su Comisionado representará eficazmente a su favor y les enviará paño para vestirse. Día 20 de abril No han sucedido en estos días pasados desde el doce más que dos cosas que merezcan notarse en este Diario. La primera es haber muerto uno de estos días, repentinamente y sin que nadie le hubiese visto, el P Nicolás Puga37, sujeto del Colegio de Pontevedra. Le dio un accidente o congoja estando en las casillas o lugar común, y cuando se advirtió su falta y se for35. «En el Colegio vivían seis sacerdotes, dos escolares y cinco hermanos coadjutores», en RIVERA, E., op, cit., 1989, p. 637. Sus nombres eran: Francisco Javier Aldao, José Alonso, Manuel del Barrio, José Delgado, Agustín del Frago, Pedro de la Fuente, Felipe Gutiérrez, Miguel Merino, Roque del Río, Ramón Romero, Antonio de la Rosa, Luis Sandianez, Juan Manuel de Santa Cruz, Felipe Seco y Agustín Vázquez. Cfr. ARCHIMBAUD, J. A., Catálogo, 1767 36. «D. José García de Peñalosa, alcalde mayor y justicia ordinaria, fue el comisionado inicial. Falleció en el mes de noviembre y acabó siendo sustituido por D. Francisco Cañete y Junquito», en RIVERA, E., op. cit., p. 637. 37. A partir de aquí el P. Luengo irá anotando, puntualmente, todos los fallecimientos de los jesuítas que tenga noticia. Posteriormente especificará, al margen de su escrito y a la altura en que desarrolla la noticia del fallecimiento, el nombre del difunto. Hará lo mismo con los jesuítas que decidan dejar la orden, denotando que para él, de alguna manera, también han muerto; la única diferencia será que, junto al nombre, añade difunto o secularizado, según el caso. 110

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zó la puerta ya estaba muerto. Hablan muchos que estaba enteramente loco y sin juicio, y como si fuera hombre de razón y cuerdo y capaz de haber cometido gravísimos delitos, venía con todos los demás al destierro; lo que es buena prueba del genio y carácter de rigor y de dureza del Ejecutor o Comisionado en el Colegio de Pontevedra, especialmente siendo ya hombre bastante anciano y estando muy pesado y poco menos que impedido. Se le dio sepultura en nuestra iglesia, pero no se nos permitió hacer en su entierro otra cosa que rezar en voz baja las oraciones que se acostumbran al mismo dar tierra al difunto. La segunda es que, finalmente, nos ha permitido el Sr. Alcalde Romero que podamos bajar a la huerta a pasearnos y tomar el aire; lo que nos es de mucho provecho para la salud, de algún alivio y una honesta recreación, especialmente siendo la huerta, como es, muy hermosa, bastante capaz y estando muy bien cultivada. Pero, para que no nos escapemos por encima de la cerca, que es bien alta, como si no bastara estar por de fuera ceñida de soldados, como antes se dijo que estaba todo el Colegio, nos ha puesto dentro de la misma huerta un centinela en tal sitio que pueda ver todo lo que hacemos. No deja de ser bien sensible esta providencia pues nos quita mucha libertad para divertirnos religiosamente. Pero, aun con esta sujeción y esclavitud, es un beneficio muy grande el poder salir a la huerta, y damos por él las gracias al Sr. Romero. Estos días pasados se dudaba si vendría también a La Coruña el Colegio de Villafranca, pero ya en el día es evidente que irá a embarcarse en Santander el dicho Colegio, sin otra razón para obligar a aquellos pobres a hacer un viaje tan largo por tierra y a más larga navegación por el mar, con muchos mayores gastos, que no pertenecer Villafranca al Reino de Galicia, sino al de León, y haberse determinado que los colegios de este último Reino vayan al puerto de Santander. Están pues ya en este Colegio de La Coruña todos los colegios del Reino de Galicia38, que son seis con el de esta misma ciudad, y todos los que se 38, Que eran los de La Coruña, Pontevedra, Orense, Monforte, Monterrey y Santiago.

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han de reunir en él para embarcarse y pasar a Italia. El número de sujetos de todos seis no es más que de ciento cinco, aunque es verdad que faltan varios de los que se han quedado por allá o por razón de cuentas, o por estar enfermos o quebrantados. Todos estos ciento cinco sujetos estamos alojados en el estrecho recinto de los tránsitos alto y bajo no enteros y en algún otro rinconcillo, como antes se dijo, habiéndose añadido a esto solamente, con no poca indecencia, las tribunas que están sobre las capillas de la iglesia, en las cuales han puesto sus camas y duermen los más de los coadjutores, no obstante que se dicen todos los días algunas misas y que se conserva e l Santísimo Sacramento. Aunque por lo que queda dicho se entiende bastantemente nuestro modo de vivir en esta prisión, pondremos aquí brevemente el orden y método de ejercicios y ocupaciones de un día y por aquí se puede entender el de todos, cuando no se advierta otra cosa. La hora de levantarnos es la acostumbrada a la cual se sigue la hora de oración. Se dicen cada día, ocho o diez misas y si se puede alguna otra más, y se logra varias veces pues en este punto va teniendo un poco más de indulgencia. Para que no haya confusión en la sacristía, se nombran diariamente por turno los que deben decir misa y como somos tantos sacerdotes nos viene a tocar el decir misa cada cinco o seis días. Pero, de los sacerdotes que no tienen misa y aun de los hermanos, así escolares como coadjutores, se ve comulgar diariamente a varios, sin contar los días de comunión por la regla, en que comulgan todos. A estas devociones se añaden otras muchas de visitas frecuentes al Santísimo Sacramento, de novenas, muchos ratos de oración en las tribunas en las que ni mañana ni tarde falta gente y veo, con mucha edificación y aun confusión mía, derramar muchas lágrimas y arrojar muy ardientes suspiros al cielo porque, como antes insinué y vuelvo a repetir aquí, porque es ciertísimo e importa que se inculque, el efecto que han causado en nosotros estas desgracias no es otro en cuanto se puede ver que hacernos entrar dentro de nosotros mismos, aún a los más tibios, y clamar al cielo por la libertad de nuestros males, o por fuerzas para llevarlos como 112

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conviene y no por venganza contra los que nos persiguen y hacen mal. Después de acabar los ejercicios espirituales de la mañana, se emplea todo el tiempo que queda hasta el examen en las devociones dichas y en conversar unos con otros, y ya se deja entender, por el estado en que nos hallamos y por no saber nada de lo que pasa en el mundo, que todas nuestras conversaciones son sobre nuestras cosas presentes y sobre las que nos pueden venir en adelante. En estas conversaciones es preciso emplear mucha parte de la tarde y de la mañana, pues no es posible, sino es que sea en las tribunas, encontrar un rinconcito en donde leer alguna cosa, estando más de cien hombres metidos en un tránsito no grande. Y este es un trabajo no pequeño para muchos que, con gusto, se emplearían en leer y estudiar alguna cosa. Al mediodía vamos a comer, como antes se dijo, al tránsito bajo, teniendo que atravesar por entre soldados que hacen allí su guardia, y se conservan todo el tiempo que estamos a la mesa y aun creo que toda la tarde y noche. A la mesa se nos lee el precioso libro de los trabajos de Jesús que se entiende y gusta más ahora en tiempo de tribulación que en tiempos de prosperidad y bonanza. Los soldados están a tan poca distancia de las mesas que oyen muy bien la lectura, y con los desengaños y verdades que allí oyen y juntamente con vernos a todos nosotros a la mesa con serenidad y mesura, en silencio y con modestia, están todos ellos, aún los oficiales que se dejan ver por allí, aturdidos y confusos, devotos y compungidos, y nos tratan con un sumo respeto y veneración; cuando de comunidad bajamos a comer o después de la comida subimos al tránsito alto, y generalmente la tropa nos ha tratado a todos con atención y respeto, y puedo atestiguar con toda firmeza que no he oído hasta ahora, aunque he oído tanto en el asunto, que alguno de los soldados ni en el arresto, ni en los viajes, ni en el tiempo que hemos estado encerrados aquí se haya hecho a ninguno la menor insolencia o descortesía y pudiera contar, si quisiera, muchos servicios y muy tiernas expresiones de cariño y compasión, y no sólo de todos los señores oficiales, sino también de muchos de los soldados. Después de comer se siguen las cosas ordinarias de nuestros colegios, quie113

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tud, descansar, rezar el Rosario y el Oficio Divino y tener lección espiritual. Alguna otra hora se gasta en la huerta, y por la noche, sin novedad alguna, se hacen las mismas cosas que en los colegios. Esta es nuestra vida en este encerramiento, custodia o prisión y la misma será constantemente mientras nos conservemos aquí. Día 21 de abril Esta mañana muy temprano se nos avisó, de parte del Sr. Alcalde Romero, que a buena hora estuviésemos todos juntos en el tránsito alto, porque tenía que comunicarnos algunas cosas. Hicímoslo así todos y a la hora señalada, que era poco después del desayuno, nos juntamos todos en el dicho lugar. Tardó todavía en venir Su Señoría una buena hora, que gastamos nosotros en discurrir qué podía ser aquello, aunque algunos ya lo sabíamos casi con entera seguridad y aun teníamos ya copia de lo que pensaba intimarnos. Llegó finalmente el Sr. Alcalde, acompañado de algunos escribanos y notarios, y tomó asiento en una silla que le estaba preparada con una mesa delante. Entonces nos arrimamos todos nosotros alrededor de la mesa en pie, y confusamente, en un pelotón o remolino sin orden ni concierto alguno. Espectáculo, que no se si me excitó más la indignación o la compasión viendo a tantos hombres recomendables y dignos de respeto y veneración por sus canas, por su sabiduría, por su virtud, por sus empleos y aun por otras cualidades que se estiman en el mundo, tratados por un Alcalde del Crimen con tanta majestad y soberanía de su parte, como si fuera el mismo Rey o a lo menos un Presidente del Consejo y con tan poca atención y urbanidad como si fueran un despreciable vulgo y la más vil canalla de la plebe; y esto me indignó más cuanto era más fácil que en el tránsito que hace de refectorio o en este mismo tránsito alto, que en medio cuarto de hora se hubiera dispuesto, se pudiera haber hecho todo con orden y concierto, con decoro y con decencia. En este teatro ridículo y en esta indecente postura, arremolinados como unos muchachos alrededor de la mesa, oímos en un profundo silencio toda la Pragmática Sanción, con la 114

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cual, como con una ley irrevocable, se establece el extrañamiento de la Compañía de Jesús de todos los dominios de España, cubriéndonos al mismo tiempo muy bien de oprobio y de ignominia. Se nos hizo firmar a todos un papel, que era un instrumento o certificación de la intimación de esta Ley y se nos entregaron unos doce o catorce ejemplares para que en ningún tiempo podamos alegar ignorancia de lo que se nos manda en ella. Y con esto se dio fin a esta magnífica función y se marchó el Señor Alcalde Romero muy ufano, satisfecho y glorioso, como quien acababa de hacer una gran cosa y nosotros nos quedamos en el mismo tránsito, abatidos y confusos, procurando digerir del mejor modo que se pudo aquellos desabridísimos bocados y amarguísimas pildoras que acabábamos de tomar. Extrañé mucho ver entre los que firman esta Pragmática al Sr. D. Francisco Zepeda, Colegial Mayor del Arzobispo de Salamanca, que estima y ama de corazón la Compañía, y preguntamos en qué podía consistir esto al P Isidro López, que conoce muy bien a todos los consejeros y sabe los usos y costumbres de la Corte de Madrid, y nos respondió que aquella firma era de pura ceremonia y formalidad, por ser aquella semana de la sala de gobierno, que, por lo demás, estaba tan lejos el Señor Zepeda de haber tenido parte en nuestra desgracia que era muy creíble que la pesadumbre por ella le quitase bien presto la vida. Yo tenía ya antes de esta intimación, aunque con mucho secreto, una copia manuscrita de la Pragmática y, aunque hay bien poco peligro que se pierda su memoria, siendo tan propia de este Diario, y como el fundamento de todas las cosas que han pasado por nosotros y que pasarán en adelante, pondremos aquí su traslado y por la misma razón pusiéramos también copia del Decreto Real que se nos intimó en los Colegios, si la hubiéramos recogido a tiempo o ahora nos viniera a la mano. Dice pues así esta famosa Pragmática Sanción39:

39. Esta es la primera muestra del interés que manifiesta el P. Luengo en recopilar textos que considera de interés en la causa de jesuítas, en este caso copió el contenido del documento en el mismo Diario, más adelante se verá en la necesidad de dedicar a estos papeles un lugar separado, configurando así su Colección de Papeles Varios, cuyo primer tomo tituló Papeles Curiosos. 115

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«Pragmática Sanción de S. M., en fuerza de Ley, para el extrañamiento de estos Reinos a los Regulares de la Compañía, Ocupación de sus temporalidades y prohibición de su restablecimiento en tiempo alguno con las demás precauciones que expresa. D. Carlos por la Gracia de Dios Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, de las Isla Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y Tierra firme del mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, de Bravante y de Milán, Conde de Aspurg, de Flandes, Tirol y Barcelona, Señor de Vizcaya, y de Molina. Al Serenísimo Príncipe D. Carlos, mi muy caro y amado hijo, a los Infantes, Prelados, Duques, Marqueses, Condes, Ricos hombres, Priores de las Ordenes, Comendadores y Subcomendadores, Alcaides de los Castillos, Casas fuertes y llanas, y a los de mi Consejo, Presidentes y Oidores de las mis Audiencias, Alcaldes, Alguaciles de la mi Casa, Corte y Chancíllerias y a todos los Corregidores e Intendentes, Asistentes y Gobernadores, Alcaldes Mayores y Ordinarios y otros cualesquiera Jueces y Justicias de estos mis Reinos, asi de Realengo como de señorío, Abadengo y Ordenes de cualquier estado, condición, calidad, preeminencia que sean; asi a los que ahora son como a los que serán de aquí en adelante y a cada uno de cualquiera de vos: Sabed que, habiéndome conformado con el parecer de los de mi consejo Real en el Extraordinario, que se celebró con motivo de las resultas de las ocurrencias pasadas, en consulta de 29 de enero próximo pasado y de lo que sobre ella, conviniendo en el mismo dictamen me han expuesto personas del más elevado carácter y crédito y acreditada experiencia, estimulado de gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido, de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi Real ánimo; usando de la suprema autoridad económica, que el Todo Poderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto de mi corona, he venido en mandar extrañar de todos mis Dominios de España, Indias e Islas Filipinas y demás adyacentes, a los Religiosos de la Compañía, así sacerdotes co-

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mo coadjutores o Legos, que hayan hecho la primera profesión y a los novicios que quisieren seguirles, y que se ocupen todas las temporalidades de la Compañía en mis Dominios, y para su ejecución uniforme en todos ellos he dado plena y privativa comisión y autoridad por otro mi Real Decreto de 27 de febrero al conde de Aranda, Presidente de mi Consejo, con facultad de proceder desde luego a tomar las providencias correspondienm tes, Y he venido así mismo en mandar que el Consejo haga notoria en todos estos Reinos la citada mi Real Determinación, manifestando a las demás ordenes Religiosas la confianza y satisfacción que me merecen por su fidelidad y doctrina, observancia de vida monástica, ejemplar servicio de la Iglesia, acreditada instrucción de sus estudios y suficiente número de individuos para ayudar a los Obispos y Párrocos en el pasto espiritual de las almas y por su abstracción de negocios de gobierno, como ajenos y distantes de la vida ascética y monacal.*1 Dará a entender a los Reverendos Prelados, Diocesanos, Ayuntamientos, Cabildos, Eclesiásticos, y demás Establecimientos o cuerpos políticos del Reino, que en mi Real persona quedan reservados los justos y graves motivos que a pesar mío han obligado mi Real ánimo a esta necesaria providencia, valiéndome únicamente de la económica Potestad, sin proceder por otros medios siguiendo en ello el impulso de mi Real benignidad, como Padre y Protector de mis vasallos.42 Declaro que en la ocupación de temporalidades de la Compañía se comprehenden sus bienes y efectos, así muebles como raíces o rentas eclesiásticas, que legítimamente posean en el Reino, sin perjuicio de sus cargas, mente de sus fundadores y alimentos vitalicios de los individuos que serán de 100 pesos durante su vida a los sacerdotes y 90 a los legos, pagaderos de la masa general, que se forme de los bienes de la Compañía.45 En estos alimentos vitalicios no serán comprendidos jesuítas extranjeros que indebidamente existen en mis Dominios dentro de sus colegios o fuera de ellos o en casas particulares, vistiendo la sotana o en traje de Abades, y en cualquier destino que

40. Añadido de mano ajena y con posterioridad a la copia del documento la numeración de los epígrafes con el siguiente orden: en este punto Io. 41. 2o. 42. 3 o . 43. 4o. 117

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se hallasen empleados, debiendo de salir todos de mis Reinos sin distinción alguna.44 Tampoco serán comprendidos en los alimentos los novicios que quisieren voluntariamente seguir a los demás, por no estar aún empeñados con la profesión y hallarse en libertad de separarse.** Declaro, que si algún jesuíta saliere del Estado Eclesiástico a donde se remiten todos o diere justo motivo de resentimiento a la Corte con sus operaciones o escritos, le cesará desde luego la pensión que va asignada*6 Aunque no debo presumir que el cuerpo de la Compañía, faltando a las más estrechas y superiores obligaciones, intente o permita que alguno de sus individuos escriba contra el respeto y sumisión debida a mi resolución con título o pretexto de apologías o defensorios dirigidos a perturbar la paz de mis Reinos, o por medio de emisarios secretos conspire al mismo fin, en tal caso no esperado cesará la pensión a todos ellos. De seis en seis meses se entregará la pensión anual a los jesuítas por el Banco de Giro con intervención de mi Ministro en Roma, que tendrá particular cuidado de saber los que fallecen o decaen por su culpa de la pensión para rebatir sus importes.47 Sobre a administración y aplicación equivalentes de los bienes de la Compañía en obras pías, como es Doctrinas de Parroquias pobres, Seminarios Conciliares, casas de Misericordia y otros fines piadosos, oídos los Ordinarios eclesiásticos, en lo que sea necesario y conveniente, reservo tomar separadamente providencias, sin que nada se degrade a la verdadera piedad, ni perjudique la causa pública o derecho de Tercero.m Prohibo por ley y regla general, que jamás pueda admitirse en todos mis Reinos en particular a los individuos de la Compañía ni en cuerpo de comunidad con ningún pretexto que sea, ni sobre ello admitirá el mi Consejo ni otro tribunal alguna instancia, antes bien tomarán a prevención las justicias las más severas providencias contra los infractores, auxiliadores y cooperantes de semejante intento, castigándoles como perturbadores del sosiego público.iS Ninguno de los jesuítas actuales Profesos, aunque salga de la orden con licencia formal del Papa, y 44. 45. 46. 47. 48. 49. 118

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quede de secular o clérigo o pase a otra orden, no podrá volver a estos Reinos sin obtener especial permiso mío.50 En caso de lograrlo, que se concederá tomadas las noticias convenientes, deberá hacer juramento de fidelidad en manos del Presidente de mi Consejo, prometiendo de buena fe, que no tratará ni en público ni en secreto con los individuos de la Compañía o con su General, ni hará diligencias, pasos, ni insinuaciones directas o indirectamente a favor de la Compañía, pena de ser tratado como reo de Estado, y valdrán contra él las pruebas privilegiadas.51 Tampoco podrá enseñar, predicar, ni confesaren estos Reinos, aunque haya salido, como va dicho, de la Orden y sacudido la Obediencia del General; pero podrá gozar rentas eclesiásticas que no requieran estos cargos.™ Ningún vasallo mío, aunque sea eclesiástico, secular o regular, podrá pedir carta de Hermandad al General de la Compañía ni a otro en su nombre; pena de que se le tratará como reo de Estado y valdrán contra él igualmente las pruebas privilegiadas.5* Todos aquellos que las tuvieren al presente, deberán entregarlas al Presidente de mi Consejo ,o a los Corregidores y Justicias del Reino, para que se las remitan, archiven y no se use en adelante de ellas, sin que les sirva de óbice el haberlas tenido en lo pasad/), con tal que puntualmente cumplan con dicha entrega, y los Justicias mantendrán en reserva los nombres de las personas, que las entregaren, para que de este modo no les cause nota.54 Todo el que mantuviere correspondencia con los jesuítas, por prohibirse general y absolutamente, será castigado a proporción de su culpa.55 Prohibo expresamente, que ninguno pueda escribir, declamar o conmover con pretexto de esta providencia, ni en pro ni en contra de ella; antes impongo silencio en esta materia a todos mis vasallos y mando que a los contraventores se les castigue como reos de Lesa Magestad.56 Para apartar alteraciones o malas inteligencias entre los particidares a quienes no incumbe juzgar ni interpretar

50. 11°. 51. 12°. 52. 13°. 54. 14°. 54. 15°. 55. 16°. 56. 17°. 119

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las Ordenes del Soberano, mando expresamente que nadie escriba, imprima, ni expenda papeles u obras concernientes a la expulsión de los jesuítas de mis Dominios, no teniendo especial licencia del Gobierno; e invito al Juez de imprentas, a sus subdelegados y todas las Justicias de mis Reinos de conceder tales licencias o permisos por deber correr todo esto bajo las órdenes del Presidente y Ministros de mi Consejo con noticia de mi fiscal.*1 Encargo muy estrechamente a los Reverendos Prelados y a los Superiores de las Ordenes Regulares, no permitan que sus subditos escriban e impriman o declamen sobre este asunto; pues se les haría responsables de la no esperad-a infracción de parte de cualquiera de ellos, la que declaro comprendida en la Ley del Sr. D. Juan el primero y Real Cédula expedida circularmente por mi Consejo en 18 de septiembre del año pasado para su más puntual ejecución, o a que todos deben conspirar por lo que interesa al orden público y la reputación de los mismos individuos, para no atraerse los efectos de mi Real desagrado,5* Ordeno a mi Consejo que, con arreglo a lo que va expresado, haga expedir y publicar la Real Pragmática más estrecha y conveniente, para que llegue a noticia de todos mis vasallos y se observe inviolablemente; publiquen y ejecuten por los Justicias y tribunales las penas que van decretadas contra los que quebranten estas disposiciones para su puntual, pronto e invariable cumplimiento; y dará a este fin todas las órdenes necesarias con preferencia a otro cualquiera negocio, por lo que interesa mi Real servicio; en inteligencia de que a los Consejos de Inquisición, Indias, órdenes y Hacienda he mandado remitir copia de mi Real Decreto, para su respectiva inteligencia y cumplimiento, y para su puntual e invariable observancia en todos mis Dominios, habiéndose publicado en Consejo este día el Real Decreto de 27 de marzo, que contiene la anterior resolución, que se mandó guardar y cumplir, según y como en él se expresa, fue acordado expedir la presente en fuerza de Ley y Pragmática sanción, como si fuese hecha y promulgada en Cortes; pues quiero se esté y pase por ella sin contravenirla en manera alguna; para lo cual, siendo necesario derogo y anulo todas las cosas que sean y ser puedan contrarias a esta. Por lo cual encargo a los muy RR. Ar-

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zobispos, Obispos, Superiores de todas las Órdenes Mendicantes y Monacales, Visitadores, Provisores, Vicarios y demás Prelados y Jueces Eclesiásticos de estos Reinos, observen la expresada Ley y Pragmática como en ella se contiene sin permitir que con ningún pretexto se contravenga en manera alguna a cuanto en ella se ordena; y mando a los de mi Consejo, Presidente y Oidores, Alcaldes de casa y corte y de mis audiencias y Chancillerías, Asistentes y Gobernadores, Alcaldes Mayores, y Ordinarios y demás jueces y justicias de todos mis dominios, guarden, cumplan y ejecuten la citada Ley, y Pragmática Sanción y la hagan guardar en todo y por todo, dando para ello las providencias que se requieren, sin que sea necesaria alguna otra declaración más que ésta, que ha de tener su puntual ejecución desde el día que se publique en Madrid y en las ciudades, Villas y lugares de estos mis Reinos, en la forma acostumbrada por convenir así a mi Real servicio, tranquilidad, bien y utilidad de la causa pública de mis vasallos; que así es mi voluntad y que al traslado impreso de esta mi carta firmada de D. Ignacio Igareda mi escribano de Cámara más antiguo y del Gobierno, de mi Consejo se le de la misma fe y crédito que a su original.Dada en el Pardo a 2 de abril de 1767. Yo el Rey. Yo D. José Goyeneche Secretario la hice escribir por su mandato. El conde de Aranda;D. Francisco Zepeda;D. Jacinto de Pudo; D. Francisco de Salazar y Agüero D. José Manuel Domínguez. Registrada. D. Nicolás Verdugo. Teniente del Canciller Mayor.» Hasta aquí la Pragmática Sanción en que se confirma nuestro destierro de España y se toman mucbas providencias y determinaciones sobre el mismo asunto. Cuántas reflexiones se pudieran hacer y cuántas cosas se pudieran decir sobre su contenido, si hubiera tiempo para ello y no hubiera por otra parte mi idea en escribir en este asunto y dificultad en ocultar y conservar lo que se escribe. Bastaría insinuar una parte de las observaciones que he oído hacer a otros para que se descubriesen en esta pieza de legislación mil primores y lindezas. D í a 2 6 d e abril Va algo largo el embarcarnos para Italia ni se ven señales algunas de que esté cercana nuestra partida y este género de vida que tenemos aquí es, por necesidad, algo inquieto y bulli121

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cioso y así han determinado los Superiores, con mucho acierto, con gusto mío y de mis jóvenes discípulos, entablar algún género de estudio para que no olviden lo poco que pueden haber aprendido de Filosofía y para tenerlos divertidos y ocupados con una moderada tarea. No hay comodidad ninguna para el estudio, como se puede entender por lo que se ha dicho del modo con que estamos alojados, pero cuando se quiera una cosa con empeño se vencen muchas dificultades y embarazos. Los hermanos artistas viven todos, y algunos coadjutores con ellos, en una pieza algo capaz y en un cuartico muy pequeño, y allí cada uno sobre su cama tiene algunas notas de estudio privado, y allí mismo, estando ellos sentados sobre las camas, tengo la cátedra por la mañana y por la tarde. Y para que se lleve con más gusto esta pequeña tarea, por la mañana tratamos de la Lógica, que es la que estudiaban en Santiago, y por la tarde nos divertimos en aprender todos los elementos de la lengua italiana y en construir y traducir un poco de un librito del Taso59 que pude comprar a uno de estos soldados del Regimiento de Milán que nos hacen guardia; pues al fin, nos hemos de ver precisados a hablar esta lengua en el lugar de nuestro destierro. Y divertidos de este modo estos jóvenes se conservan sin pesadumbre alguna y con la misma alegría inocente que mostraron el primer día de nuestra desgracia. Día 27 de abril Esta tarde puntualmente se ha visto una señal bien clara de que nuestro viaje es cierto y seguro y que nuestra partida no puede estar muy distante. Desde las ventanas de este Colegio hemos visto entrar y echar áncora en esta concha una embarcación que trae a su bordo jesuítas. Y no falta quien nos asegura que son los del Colegio de Oviedo60. El puerto de El Fe-

59. Probablemente se refiere a una obra del poeta italiano Bernardo Tasso. 60. Los jesuítas que se encontraban en el colegio de Oviedo en 1767 eran: Cayetano Aguado, Manuel Aguado, Manuel Brita, Juan Isidro Brizuela, Antonio Javier Bustos, Francisco Cañas, Bernardino Carabeo, Antonio del Castillo, Joaquín Díaz, Eugenio Gallardo, Manuel García, Faustino Guerra, Francisco Jiménez, Esteban López, Juan Antonio Martínez de la Mata, Joaquín Medrano, Jerónimo Moguci122

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rrol, que está a cuatro o cinco leguas de aquí, está señalado para que en él se reúna toda nuestra Provincia de Castilla; y el no haber entrado en él esta embarcación y haber venido a este puerto ha nacido precisamente de que el viento no la permitió entrar allá y era bueno para meterse en esta concha. Y efectivamente, están colocados de tal manera estos dos puertos de El Ferrol y La Coruña que el viento que impide entrar en uno lleva naturalmente al otro. Ellos están encerrados en su embarcación y nosotros en este Colegio; y ni a uno de ellos le será permitido venir a vernos ni a uno de nosotros ir a saludarlos a su navio o darles un abrazo en nombre de todos y a llevarles algún regalillo y refresco. Suerte triste y miserable, pero efecto necesario de la situación en que nos hallamos de presos, encarcelados o custodiados por orden del Rey y como reos de Estado. Día 28 de abril Con un soplito de viento de tierra que se levantó esta mañana, salió del puerto dirigiéndose a El Ferrol la embarcación de los jesuitas de Oviedo, lo que es una prueba bien clara de que el Capitán de ella tiene órdenes muy ejecutivas de entrar en aquel puerto. Pero no pudo conseguirlo por haberse mudado el aire y volvió esta tarde a echar otra vez áncora en esta concha. Con esta ocasión se nos ha vuelto a asegurar que son sin duda alguna, los jesuitas de Oviedo; sin que hayamos podido saber otra cosa alguna de ellos, de su arresto y viajes y si vienen todos con salud. Día 29 de abril Este ha sido un día de grande afán y trabajo para nosotros y en él nos hemos visto expuestos a gravísinos males y desgracias. Aún estábamos en misa, diciéndola algunos y oyéndola los demás, cuando llegó a las tribunas y a la iglesia, noticia segura q u e se h a b í a e n c e n d i d o u n g r a n f u e g o e n la c o c i n a , q u e e s t â mes, Felipe Osses, Juan Antonio Palomares, Manuel José Rivera, Antonio Rodríguez y Juan Antonio Salgado. Cfr.

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ba casi llena de carbón, el cual, según la fuerza que iba tomando, podía fácilmente apoderarse de todo el Colegio. Se extendió al instante la voz entre todos y a esta se siguió un alboroto y confusión inexplicable, viéndonos tantos hombres, inútiles casi todos para el caso, metidos dentro de una casa no grande, expuestos a quedar abrasados en ella o por lo menos, a que se nos quemasen nuestras camas, nuestros baúles y todas nuestras cosas. Corría pues la gente de una parte a otra sin orden, sin concierto y sin saber casi lo que se hacía; y no fue poco que pudieran los Superiores restablecer de algún modo el sosiego y tranquilidad y disponer las cosas con algún concierto. Se dio pues orden de que todos los más inútiles, como varios de los escolares más niños, todos los ancianos y enfermizos, que no podían trabajar, se fuesen a la huerta sin pensar en otra cosa que en salvarse a sí mismos, y allá fue llevado también, casi en brazos, el padre Juan Bautista Caballero, Rector del Colegio de Orense, que tercianario todavía o por lo menos muy delicado, había llegado uno de estos días y guardaba aún cama. Los demás, que podíamos servir de alguna cosa, nos repartimos por el Colegio hacia aquellos sitios donde había ventanas en mejor proporción para ir echando cosas a la calle y desde luego se empezó a trabajar en ir arrimando cosas hacia las ventanas, para tenerlas más a mano si llegaba a apretar el peligro. Yo, con dos de mis discípulos de fuerzas y animosos, me puse a una ventana que está sobre un tejadillo, que cubre la ventana del despacho de la botica; en aquella pieza estaban todas las cosas de todos mis discípulos, e hice traer las mías de otros varios; y allí estábamos sin mucho miedo pues, aunque el fuego nos cortase la retirada hacia el interior del Colegio, era muy fácil después de echar todas las cosas a la calle, descolgarnos desde la ventana al tejadillo de la botica y desde éste saltar al suelo. El humo espeso que salía fuera dio aviso del incendio en que nos hallábamos y se juntó alrededor del Colegio un pueblo innumerable; pero, por haberse ido esta noche a dormir a su casa el Sr. Alcalde Romero y no dejarse ver, por más que se dio aviso de lo que pasaba con la mayor diligencia, 124

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ni enviar algún orden al Capitán que estaba de guardia, éste no se atrevía a dejar entrar a nadie, esperando siempre de momento en momento que se dejase ver el Alcalde, o que enviase orden de lo que debía ejecutar. Y temiendo por ventura que el pueblo le atropellase y quisiese entrar por fuerza en el Colegio, o que nosotros nos escapásemos, puso toda su compañía sobre las armas y con ella y más tropa que le enviaron formó alrededor del Colegio y, especialmente, hacia donde caen las puertas de la iglesia y de nuestra habitación, un cordón muy unido y cerrado y en voz alta, para que todos lo oyésemos, mandó echar dos balas en los fusiles, lo que ejecutaron al momento los soldados. Entre tanto, el fuego iba tomando más fuerza y el pueblo, a vista de este espectáculo, clamaba casi con despecho y desesperación porque no se le dejaba entrar a socorrernos. El Capitán se consumía y abrasaba viendo que, por la pesadez y flema del Alcalde Romero, recargaba sobre él en mucha parte la odiosidad de esta inhumanidad y barbarie; pero no se resolvía a nada, temiendo siempre el disgusto del Alcalde si sucedía algún desconcierto, especialmente habiendo tenido muchos encuentros los oficiales de la tropa con el Alcalde, en los cuales, regularmente, ha salido el Comisionado, porque en esta Comisión, tan importante y delicada a los ojos de los Ministros de Madrid, están revestidos de una autoridad muy grande por las órdenes de la Corte, Al cabo, fuese con licencia del Sr. Alcalde, como yo me inclino a creer, o sin ella, por haberse cansado de esperarla el Capitán, entraron en el Colegio diez o doce marineros, gente para mí nueva y nunca vista, buenos mozos, con sus bragas de verliz o de otra tela alistada desde la cintura hasta los zapatos, y con sus formidables hachas al hombro suben éstos con increíble ligereza e intrepidez sobre las paredes de la cocina, que ardía espantosamente, y a pocos golpes de hachas por las cuatro esquinas, y a un mismo tiempo, cortan las guías o vigas maestras y cae todo el techo y tejado sobre el incendio, que quedó en pocos minutos oprimido y sofocado y en un momento nos vimos enteramente libres y fuera de todo peligro. Dos cosas nos han librado en esta ocasión de muchos males y desgracias. Una ha sido el que la cocina era una obra arrimadiza y 125

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pegada a las paredes del tránsito, sin más comunicación con él que por la puerta, pues si hubiera estado metida en el cuerpo del Colegio, según el tiempo que duró el incendio y su mucha fuerza, se hubiera abrasado todo sin remedio alguno. La otra ha sido el haber entrado todavía a tiempo estos hombres y su valor y destreza; pues si hubieran tardado un cuarto de hora más en entrar, o ellos no hubieran sido tan expeditos y tan prontos, se hubiera apoderado el fuego del tránsito, habiendo ya empezado a arder por dos partes y entonces ya no hubiera habido remedio. Se acabó, en fin bien entrada la mañana este trabajo, sin otro daño que la ruina de la cocina y las pequeñas resultas que pueda tener esto en cuanto a la comida, en la que más por falta de cocina y de otras cosas necesarias que por falta de comestibles, se ha padecido siempre alguna cosa. En la turbación misma de esta mañana y cuando el fuego estaba en su mayor fuerza, vi desde mi ventana salir del puerto la embarcación en que están los jesuítas de Asturias, y no habiendo podido menos de conocer lo que pasaba en el Colegio, ya por el mucho humo que salía y ya también por el tumulto y voces del pueblo, irían los pobres con no poco cuidado y aflicción, dejándonos en un trabajo y peligro tan grande. Pero no habiendo podido entrar en El Ferrol volvieron a este puerto por la tarde y no habrá faltado, ya que no podemos hacerlo nosotros, quien les haya informado de que se acabó todo sin particular desgracia.

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Mayo Día 1 de mayo Esta noche pasada llegaron dos sujetos bastante ancianos y no poco quebrantados que se habían quedado en Orense y, según ellos aseguran, la causa de obligarlos a venir ha sido un orden cerrado del conde de Aranda, Presidente del Consejo, a este Capitán General, ordenándole que haga venir a La Coruña a todos los que no tengan peligro inminente de morir en el viaje; y según este orden, se cree que vendrán otros enfermizos y estropeados que han quedado en otras partes 61 . En su viaje encontraron estos padres al P. Manuel Laureano Rivera62, que estaba en Benavente en compañía del Ilustrísimo Sr. Obispo de Oviedo, D. Agustín González Pisador63, y sin que nadie le haya intimado decreto ninguno se ha puesto en camino y va a presentarse a El Ferrol por ser aquel el puerto en donde se ha de juntar toda la Provincia. De este P. Rivera supieron que, habiendo puesto a nuestro numeroso noviciado en libertad para que escogieran los novicios el seguir a los padres o irse a sus casas, sólo tres habían escogido esto segundo y todos los demás iban con los padres caminando hacia Santander; y todos nos hemos alegrado y consolado con esta singular firmeza y constancia de nuestros novicios64.

61. Aranda decía: «.. .pareciéndome que las causales de vejez y enfermedad habitual, no debieran ser motivo, como no lo fue en otros embarcaderos, para la detención de ningún jesuïta», en A.G.S., Marina, leg. 724, Aranda a Hordeñana, Madrid, 13 de junio de 1767, en GIMÉNEZ, E., op. cit., 1993, p. 611 (165), 62. Se trata de Manuel José Rivera, perteneciente al colegio de Oviedo. 63. González Pisador era, como el P. Luengo, natural de la villa vallisoletana de Nava del Rey y, antes de ser obispo de Oviedo, fue obispo auxiliar de Toledo. 64. El viaje y peripecias de estos novicios, desde el noviciado de Villagarcía de Campos hasta su embarco en Santander, fue recogido en un escrito que realizó Isidro Arévalo, el mayor de los novicios castellanos. Su relato serviría para la realización del mencionado Memorial del P. José Francisco Isla, 127

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Día 2 de mayo Esta tarde hemos visto entrar en este puerto dos embarcaciones, una urca65 holandesa y un paquebote 66 , en las cuales se ven muchos jesuítas y habrán venido a este puerto por la misma razón que la otra, que aún se conserva aquí, de no poder tomar el [puerto] de El Ferrol, por ser el viento contrario. Casi con entera seguridad hemos sabido, que son los de San Sebastián67 y Bilbao68, o unos y otros. Día 5 de mayo Hoy han llegado a este Colegio los cuatro que estaban detenidos en la ciudad de Santiago. Dos de ellos son el P. Santiago Ayuso, Rector del Seminario de Irlanda, y el hermano Santiago García69, Procurador del Colegio, que se habían quedado allá por razón de sus cuentas. Y aunque se les daba dos meses de término para este negocio, deseando ellos mismos desembarcarse presto para venir a juntarse con nosotros antes de nuestra partida, lo han podido conseguir. Este empeño de todos, antiguos y novicios de seguir a la Compañía en su destierro, en sí mismo loable, y sin duda glorioso para la Religión, 65. Una urca era una embarcación grande y ancha por el centro, utilizada para el transporte de mercancías. 66. Castellanización de la palabra británica «packet-boat», derivada de packet: valija de correspondencia y boat: barco. Estos «buques correo» eran ambarcaciones parecidas a los bergantines, pero de líneas menos finas. 67. Los jesuítas que residían en el colegio donostiarra eran: Ignacio Aguirre, José María Alcibar, Juan de Aldabalde, Juan de Alustiza, José de Burgaña, Manuel Cayetano Domínguez, Martín José Excurra, José Forcadi, José Gil Mum, Tomás Guridi, Joaquín Ibáñez, Domingo Patricio Meager, José Mendiola, Manuel Nieto Aperregui, Juan Miguel Ruíz, José de Torca y Pedro de Zabala. Cfr. ARCHIMBAUD, J. A-, Catálogo Jesuítas, 1767. 68. En Bilbao vivían: Francisco Arana, Juan de Aristi, Juan Manuel de Azpuru, Sebastián de Eizaga, Juan Francisco de Elorriaga, Alfonso Fuentes, Gerónimo González, los hermanos Joaquín y Martín Lariz, Martín Ostiz, Isidro Francisco Oteiza, Manuel Recacoechea, Juan Autista Rentería, Francisco Rivera, Juan Ugarte, Juan Bautista Ugartemendia, Domingo Urquina y Pedro de Zubiate. Cfr. ARCHlMBAUD, J. A., Catálogo jesuítas, 1767, 69. Santiago García se quedó en Santiago de Compostela para la entrega de los bienes de haciendas del colegio, por ser el procurador del colegio de Santiago. Murió en Bolonia el 6 de octubre de 1780. 128

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debía de haber hecho cautos a los que entienden en la ejecución de este negocio y no creen ligeramente las cosas que deben de haberles escrito, en este particular, contra el P. José Francisco de Isla, como que fingía accidentes y males o les ponderaba y exageraba, con el fin de quedarse en este país. Mentira y calumnia groserísima, pues es evidente que, si se puso en camino desde Pontevedra, si no se quedó después en Caldas, fue precisamente porque, a pesar del parecer de todos los médicos, se empeñó él mismo en seguir a los demás; y si finalmente se detuvo en Santiago fue porque, contra todo su gusto y voluntad, se le obligó a ello. Y ¿qué es necesario más que verle para tener por cierto que ha tenido un gran mal? Pues, ha llegado aquí flaco, macilento y con la lengua tan torpe y tan trabada que apenas pronuncia palabra alguna. Él está contentísimo y alegrísimo por verse entre nosotros; habrá nacido este rigor y dureza que se ha usado con é o de las calumnias que han escrito contra su persona a la Corte, o de la orden general del conde de Aranda de que vengan todos a La Coruña, si no tienen peligro cierto de muerte. Por esto sin duda se ha obligado también a venir, aunque con mucho gusto suyo, al H. Felipe Diez, portero de nuestro Colegio; y así, en la ciudad de Santiago no queda jesuita alguno. No cuentan de ella cosa alguna particular y sólo dicen, en términos generales, que el Señor Arzobispo, canónigos, caballeros y toda la demás gente se conserva en los mismos sentimientos de compasión, ternura y cariño, que mostraron el primer día de nuestro destierro; y han traído sus socorritos y limosnas para varios particulares. De sus huéspedes, los reverendos padres benitos, hablan de tal manera que parece que todo ha ido bien de parte de ellos, menos la exactitud nimia y escrupulosa en impedirles todo trato con los seculares; de suerte que tuvimos más franqueza en este particular por la condescendencia del Señor Asistente, el día de nuestro arresto, que han tenido después en el Monasterio de San Martín y estando en custodia de los padres benedictinos. Día 15 de mayo No ha habido en todos estos días cosa alguna de importancia. Uno de estos días pasados se dio el viático al P. Esteban 129

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Romero70, de nuestro Colegio de Santiago. La función se hizo, por una parte con devoción y con algún género de magnificencia, y por otra con alguna indecencia inevitable en las circunstancias. Se pudo conseguir que, de la provisión de cera que había en el Colegio, se nos diesen velas para todos; y así se formó una procesión de más de cien sujetos, todos con su vela encendida, con devoción y compostura y rezando devotamente los salmos convenientes. Esta procesión, que hubiera sido magnífica caminando por un buen tránsito y aun por las calles de la ciudad, se hizo algo ridícula e indecente por no haber más comunicación desde la iglesia al tránsito, en que nosotros vivimos, que una escalera estrechísima por la que no pueden subir dos juntos y pareados, y por ella subió toda la larga procesión; la cual, además de esto, tuvo que pasar por las tribunas de la iglesia que, como antes se dijo, están llenas de las camas, baúles y otras cosillas de los hermanos coadjutores. Ayer llegaron de Monforte el P. Velasco71, que había quedado allá por enfermo y aún en tan mal estado que sólo el orden rigurosísimo del conde de Aranda le pudiera haber obligado a ponerse en camino; y el H. Machain72, Procurador de aquel Colegio, que ha procurado despachar con sus cuentas, para poder marchar con nosotros. No he oído que cuenten alguna cosa de monta estos sujetos de Monforte. Día 16 de mayo Todos estos días ha corrido mucho entre nosotros, sin que sea fácil averiguar, quién nos trajo esta noticia, que habiendo 70. Esteban Romero residía en el Colegio de Santiago al intimarles la Pragmática pero, por su enfermedad, no se aconsejó su embarque, quedándose en el Colegio de Coruña; pero subió a bordo del «San Juan Nepomuceno» en El Ferrol; se le volvió a dar el santo viático en septiembre de 1769 y murió en noviembre, habiendo cumplido 62 años. 71. Francisco Javier Velasco no salió con los demás del Colegio de Monforte por enfermedad. Llegó a Coruña el 14 de mayo, pero no embarcaría el mismo día que sus compañeros en Coruña, lo hizo el día 23 de mayo en El Ferrol. Había sido Rector del Colegio de Monforte, donde se quedó a vivir después de renunciar al cargo, era natural de Valdeorras, obispado de Astorga, donde nació el 7 de septiembre de 1716; moriría en Bolonia el 11 de octubre de 1779. 72. Francisco Tomás Machain pasó a la Provincia Provincia del Paraguay en 1772. En el listado de Archimbaud aparece como Juan Domingo Machain. 130

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nuestra Corte avisado a la de Roma que enviaba allá a todos los jesuitas españoles, se ha negado resueltamente el Papa a recibirnos en sus Estados 73 y que, en fuerza de esta novedad, se había dejado el proyecto de hacernos pasar a Italia y se añadía alguna verosimilitud y probabilidad a esta nueva, por la tardanza de los que están reunidos en Santander, en donde está reunida la mayor parte de la Provincia74; no obstante que ha habido tiempo para que lleguen los colegios más distantes y que ha corrido estos días pasados un viento muy favorable para venir desde Santander a El Ferrol. Pero al fin todas estas ideas y discursos han ido enteramente por tierra esta tarde, ha-

73. El 31 de marzo de 1767, dos días antes de expulsar a los miembros de la Compañía, Carlos III envió desde El Pardo, una escueta misiva a Clemente XIII, apelando a su obligación de velar por la tranquilidad del Estado, comunicando al Papa que se había visto en la necesidad de expulsar urgentemente de todos sus dominios a los jesuitas que habitaban en ellos y que procedía a enviarlos al Estado Eclesiástico para que quedaran bajo la vigilancia del Santo Padre. Por su parte, Clemente XIII rubricaba, el 16 de abril, la carta con la que contestaba al rey de España. Se trata de un denso documento que refleja la conmoción que supuso para el Papa saber que salían de estos reinos los miembros de la Compañía de Jesús. En esta misiva reprobaba a Carlos III haber prestado su brazo a los enemigos de Dios, privando de socorros espirituales a las misiones y obstaculizando la instrucción de la juventud además de atentar contra el decoro de la Iglesia. Insistía en la necesidad de establecer el conocimiento legal de las causas inculpadas a los jesuitas para que pudieran defenderse de ellas y criticaba la usurpación que se había llevado a cabo de todas sus propiedades; asimismo rogaba al Monarca que revocara, o al menos suspendiera el orden expedido, para que se pudiera examinar con más calma la cuestión y buscar alguna alternativa menos tajante. Cuando se recibió en Madrid la carta del Pontífice se reunió el Consejo extraordinario con fecha 30 de abril, para contestar a Clemente XIII. Después de pormenorizadas acusaciones contra los miembros de la Compañía, se acordaba contestar al Papa en términos sucintos y sin entrar en causas particulares que irían contra la ley de silencio decretada por la Pragmática de expulsión y hacerle entender lo irrevocable de la medida expulsatoria. El P. Luengo conservó copia de algunos de estos documentos en su Colección de Papeles Vanos, 1.1. También puede consultarse la contestación de Carlos III a través del Consejo extraordinario a Clemente XIII, en los términos referidos, en A.G.S., Estado, leg. 5.044. 74. La Provincia de Castilla estaba compuesta por las casas, colegios y residencias de: Arévalo, Ávila, Azcoitia, Bilbao, Burgos, La Coruña, León, Lequeitio, Logroño, Loyola, Medina del Campo, Monforte de Lemos, Monterrey, Oñate, Orduña, Orense, Oviedo, Palència, Pamplona, Pontevedra, Salamanca, Santander, Santiago, San Sebastián, Segovia, Soria, Tudela, Valladolid, Vergara, Vitoria, Villafranca del Bierzo, Villagarcía y Zamora, 131

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biendo visto entrar en esta concha dos embarcaciones con jesuítas y habiendo averiguado presto que son los de Santander. Y así, desde aquel momento se tuvo por segurísimo nuestro embarco y por muy próxima nuestra partida. Esto mismo me ha obligado, a pesar del ningún sosiego y oportunidad para escribir y notar cosas, a apuntar antes de salir de este Colegio, del mejor modo que pueda, varias especies que, por falta de tiempo, no se han escrito antes y otras que, en cualquiera parte, vienen oportunamente. Y la primera de todas es que esta falta de quietud, de tiempo, de un lugar retirado, en que escribir sin testigos, juntamente con los temores en que hemos estado de nuevos registros, no solamente de nuestros baúles sino aun de las personas, han sido causa de que este Diario no esté mucho más abundante y de que no haya contado en él muchos casos particulares, sucedidos especialmente el día de la prisión en los colegios y en los viajes. En efecto, se ha hablado muchas veces de registro de nuestras cosas, y más de una vez nos han dado órdenes de parte de este Sr. Alcalde, que no parece podían tener otro objeto que el registro. Pero al fin, a fuerza de representaciones de que el registrar nuestras cosas que han pasado ya por los ejecutores y comisionados en los colegios sería corregir y enmendar lo que ellos han hecho y otras cosas a este modo, se cree en la hora que estamos seguros de este trabajo. En todo acontecimiento, aunque he vuelto a meter en el baúl algunos libros y papeles que había sacado de él por medio de los registros, estas apuntaciones irán en mi misma persona y lo más oculto que pueda75. 75. A partir de aquí, el hecho de llevar bien escondido su escrito se convertirá, para el P. Luengo, en una de las muchas obsesiones que le acompañarán a lo largo del exilio. Ciertamente, el R Luengo tenía la costumbre de llevar su Diario «puesto», así lo afirma en numerosas ocasiones: «estas apuntaciones van siempre en mi persona y lo más oculto que pueda», aseguraba cuando estaba en Calvi y, con posterioridad, cuando realizaban viajes, era célebre entre sus compañeros la facilidad que tenía para engordar y adelgazar dependiendo de los rumores existentes de registros. De hecho, cuando llegaron a España en 1798 escribía: «...desde el amanecer tomé conmigo en los bobos, dentro de los calzones y debajo de la chupa, por detrás y por delante, todos aquellos libros y papeles que quería no fuesen vistos tj eran tantos [...], que aparecí tan grueso cuando fui a tomar la práctica del médico-cirujano que todos se reían de mí al ver cuanto había engordado en una noche». 132

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La segunda cosa digna de notarse es una que se insinuó antes acerca de la conducta y proceder de la tropa para con nosotros. No pueden haberse portado mejor con nosotros, así todos los señores oficiales que han venido a hacernos guardia, como también generalmente todos los soldados; pues no solamente les hemos merecido compasión, urbanidad y respeto, sino que también nos han servido con mucha fineza en varias cosas inocentes y sin daño de ninguna persona, como en traer y llevar algunas cartas, algunos recados o avisos y otras diligencias. Pero, siendo tantos, no todos han tenido la cautela conveniente y llegó a entender alguna cosa el Alcalde Romero, y de aquí resultaron muchas quejas de éste al Capitán General contra los oficiales y soldados, y ha habido muchos disgustos y disensiones entre la oficialidad y el Alcalde y por los efectos se conoce que ha vencido éste, pues aunque es tanto deshonor de la tropa no hacer confianza de ella en las cosas que se le encargan y se ponen a su cuidado, se les ha prohibido a los oficiales y soldados el hablar con nosotros y ya hay algunos días que no se nos acerca ningún oficial, y por lo que toca a los soldados ha dispuesto el Sr. Alcalde que no entre ninguno de ellos, como se hacía antes, con el médico, los barberos y otros oficiales necesarios, sino que en su lugar los acompañe a todos un Ministro o Alguacil; y así se ha hecho estos últimos días y todo el tiempo, que suele ser de algunas horas, que están los barberos haciendo su oficio, está un Alguacil delante para que no hablemos con ellos, les entreguemos alguna cosa o la recibamos por su medio. La tercera es el glorioso triunfo del H. Manuel Rodríguez, coadjutor novicio, que estaba cuidando de la botica de este Colegio. Luego que se hizo la intimación del destierro a estos padres fue separado de ellos, según se mandaba en la instrucción de la Corte, este hermano novicio y llevado como en depósito vestido de jesuita a una casa honrada de la ciudad. En ella estuvo quince días y en este tiempo se le dieron todos los asaltos imaginables y por todo género de personas, y no faltaron entre éstas algunos religiosos. Fácil es imaginar las cosas que le dirían en orden a hacerle desistir de su determinación de seguir a los padres en su destierro, ponderando mucho la cir133

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cunstancia de que a él no se le daría pensión para mantenerse como a los demás, pues está así determinado en la Pragmática Sanción, y llegaron a ofrecerle que se le dejaría el cuidado y dirección de la botica del Colegio con un partido muy ventajoso para él. A pesar de tantos asaltos y tentaciones, estuvo el H. Manuel firme, constante e inmoble en su resolución de seguir a la Compañía, su madre, en su ignominioso destierro. Al fin, cansados de atacarle y viendo que todo era perder tiempo inútilmente, a vuelta de quince días que estuvo depositado en la dicha casa, fue restituido al Colegio en donde fue recibido de todos con un tierno y cariñoso abrazo, dándole mil parabienes por un triunfo y victoria tan gloriosa para él y para todos nosotros. La cuarta es un lance que hubiera sido muy pesado y de grandísimo perjuicio, si todo no hubiera ido con legalidad, así para el P. Melchor Villelga76, Rector de este Colegio de La Coruña, como para el Excelentísimo Sr. D. Pedro Ceballos, Capitán General de Buenos Aires, que está en camino, si no ha llegado ya, para España y es hombre que estima y ama con muy singular afecto a la Compañía77. No sé por qué razón ni con qué fines envió, no hace mucho tiempo, aquel Excelentísimo algunos millares de pesos dirigidos a este P. Rector, que poco antes de nuestra desgracia les había recogido y depositado en una casa de confianza. La cosa se había ejecutado sin gran misterio, y así no fue difícil que tuviesen noticia de ella y que algunos hombres mal intencionados avisasen a la Corte, pensando descubrir en este caso alguna ocasión oportuna de hacer mal a los jesuítas y al Excelentísimo Ceballos. Por orden 76. El P. Villelga también sería rector en una de las casas en las que se intalaron en Bolonia, concretamente la de Santi. Moriría en el exilio en 1788. 77, Pedro Ceballos era hombre inclinado hacia la Compañía y el P. Luengo anotó, sistemáticamente, toda información que sobre él le llegaba en el exilio. Así refiere su destierro de la corte española el 23 de enero de 1768; su llegada a Parma como comisionado de dicha corte tres años más tarde; su oposición a la suspensión de Du Tillot; su nombramiento como comandante del ejército que se dirigió a América en 1776, su participación en la conquista de Sacramento y su muerte en Córdoba en 1779. De hecho, ese mismo año, conmovido por su ausencia escribió una pequeña biografía de Ceballos que puede consultarse en el t. XIII de su Diario. 134

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que para ello vino de Madrid tomaron sobre el asunto declaración con juramento a este P. Rector, que declaró la verdad con toda lisura y franqueza. La fortuna ha sido que no ha habido en este negocio embrollo ninguno ni contrabando; pues de otra suerte, aunque éste es un pecado ordinario y común y que se comete todos los días, siendo cosa de los jesuítas y del Excelentísimo Ceballos, se hubieran hecho sobre él grandísimas ponderaciones, como si fuera un inaudito atentado y es creíble que no se hubieran contentado con darle decomiso y apoderarse de todo. La quinta es la conducta extraña de una pobre mujer y desconocida aquí de todos, según hablan estas gentes. Pocos días después de nuestro arresto se presentó esta mujer en una especie de vallado o repecho, que está enfrente de nuestra iglesia como a cien pasos de distancia, y allí se estaba muchas horas mirando fijamente y de hito en hito hacia la iglesia, conservándose siempre en un aire de grande recogimiento y modestia y casi de estática y arrebatada. Su constancia en hacer esto mismo todos los días excitó la curiosidad de muchos, que la rodeaban atónitos sin que ella, aun viéndose rodeada de tanta gente, hablase jamás una palabra ni perdiese su aire de estática mirando en derechura hacia la iglesia. No pudieron dejar de advertir los soldados esta novedad siendo ya mucho el pueblo que se juntaba alrededor de aquella mujer, y dieron parte al Sr. Romero, el cual por dos veces envió un soldado que la mandase marchar de allí. Ella obedecía prontamente y sin decir una palabra; pero volvía sin faltar el día siguiente, hasta que el Sr. Alcalde la hizo encerrar en la cárcel, en donde se halla al presente. Se ha hablado mucho y con mucha variedad de esta mujer a quien parece que nadie conoce, y de su extraña conducta, especialmente viendo que a nadie pide limosna, aunque parece ser sumamente pobre. Pero ¿quién podrá en el día decir con seguridad, si en esta cosa hay algo de Dios o es aquella mujer una simple, una ilusa o una loca? La sexta es la conducta bien extraña y algo dudosa de otra persona, de más cuenta que aquella pobre mujer. En medio de ser tan grande el rigor y severidad en que ninguna persona, ni aún los oficiales mismos y soldados que nos guardan, hable con nosotros una palabra desde el primer día hasta el presente, ha 135

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entrado con toda franqueza en el Colegio, ha hablado y tratado familiarmente con nosotros aun más que el mismo Alcalde Romero, el Sr. D. Marcos Argaiz, Fiscal en esta Audiencia, sin que nadie sepa, ni él tampoco lo diga, qué carácter o título tiene para esta singularidad que él sólo hace ni si tiene sobre nosotros algún poder y autoridad. Algunas veces ha dicho y determinado alguna cosa con bastante resolución, en aire de hombre que parece entrar también en esta Comisión y como que es asociado y compañero en ella del Sr. Alcalde Romero. Pero después de haber visto y observado con mucho cuidado y reflexión el porte y conducta de este Sr. Argaiz, hago juicio que si tiene alguna parte en esta Comisión es solamente para poder entrar y salir más francamente entre nosotros y tener oportunidad de hacer mejor el vilísimo oficio de espía. No digo esto al aire y sin gravísimos fundamentos y espero que, por lo que voy a decir al instante, se me hará la justicia de creer que mi juicio no es temerario. No falta aquí entre nosotros quien tenga muy conocido a este Sr. Argaiz y a mí mismo me ha asegurado que por su genio y carácter es muy capaz de hacer el infame oficio de espía; y que pocas insinuaciones y ofertas habrán sido necesarias para hacerle entrar en él y acaso él mismo se habrá ofrecido a hacerle, sin que nadie le haya solicitado. A la verdad, su modo de portarse con nosotros no puede haber sido más propio y característico de una espía astuta, maliciosa y solapada. Ha sabido Su Señoría adularnos y lisonjearnos muy bien para ganar mejor nuestra confianza; ha sabido sufrir y disimular muchos disgustos y desastres y no se ha descuidado en aprovecharse de algunas ocasiones y medios que le parecían oportunos para averiguar algún secreto. En prueba de lo primero pudiéramos contar muchas cosas, pero baste decir en general que a los principios especialmente nos hizo mil cariños y expresiones, se hacía lenguas de nuestra paciencia, resignación y alegría en los trabajos, nos mostraba una tiernísima compasión en ellos y se derramaba en alabanzas y elogios de la Compañía, y llegó a decir en una ocasión, estando yo presente, que nos tenía envidia de nuestra suerte y que si fuera posible tomaría en el día la ropa para participar de un destierro tan honrado y tan glorioso. Pero decir todo esto con los ojos 136

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tan enjutos y con un alma, por decirlo así, tan seca y tan dura, que yo quedé en duda de si se burlaba de nosotros o si en la realidad nos tenía alguna compasión. Pero que ésta no era ni muy grande ni muy de corazón lo mostró en algunas ocasiones en que algún otro de estos hermanos filósofos le pidió alguna cosilla para su alivio, o de otros; y sin darles lo que deseaban les dio una respuesta muy dura, cruel y sacudida. A todos pues procuraba acariciar el Sr. D. Marcos, con todos se intimaba y se familiarizaba en cuanto podía, pero especialmente tuvo este empeño de insinuarse con el P. Isidro López, con el P. Isla y otros sujetos graves, y aun a mí me alcanzó también este su empeño por tenerme por hombre de alguna suposición, viendo que el maestro de estos jóvenes escolares, y en la realidad me ha molestado varias veces buscándome sin más asunto que hablar, y por más que en varias ocasiones me he mostrado serio y esquivo, no se ha disgustado por eso ni ha dejado de molestarme. El P. Isidro, no una, sino muchas veces a mi presencia, viendo venir hacia él al Sr. Fiscal, sacaba el rosario y se ponía a rezar; y acercándose el Señor Argaiz no hacía más que saludarle brevemente, mostrarle la corona que tenía en la mano y pasar adelante. Estos desaires y esquiveces y desatenciones, tan manifiestas y tan claras, y aun estoy por decir groseras, especialmente hechas a un Señor togado por unos hombres que se hallan en tanta ignominia y abatimiento no fueron bastantes para que se disgustase con nosotros el Sr. Argaiz, y supo sufrirlas y disimularlas todas para lograr su fin de averiguar algunas cosas secretas y hacer este servicio a los ministros de Madrid. De las ocasiones y medios de que se valió para averiguar secretos solamente insinuaré dos, que casi pasaron por mi mano. La primera fue una de estas tardes pasadas, que estaba yo en cátedra con mis discípulos, en aquella pieza retirada en donde tienen sus camas. Allá nos fue a buscar el Sr. Argaiz y habiendo observado desde la puerta que yo tenía en la mano un papel, de un brinco, o por mejor decir, de un vuelo, sin darme lugar a nada, se puso sobre mí y no sosegó hasta ver con sus ojos qué venía a ser aquel escrito, y tuvo el desengaño de reconocer que era un arte o Gramática italiana, que yo estaba dictando a mis discípulos. El otro medio de que se ha valido para su in137

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tentó ha sido más indecente, más vil y al mismo tiempo más eficaz. Me han dicho algunos de estos jóvenes, mis discípulos y puntualmente los más candidos y sencillos, y más incapaces de maliciar en nada, que varias veces el Sr. Argaiz les ha hecho muchas fiestas y como que les quiere abrazar y al mismo tiempo les atienta en el pecho y en las espaldas para ver si tienen allí escondida alguna cosa. ¿Puede haber acción más indecente y más infame, y más en un hombre de su carácter y empleo, y al mismo tiempo más demostrativa de que este Sr. Fiscal D. Marcos Argaiz ha hecho con nosotros el vil oficio de espía? Ciertamente que, a pesar de su talento, su esmero y diligencia, habrá averiguado muy pocas cosas porque se le conoció muy presto, y aunque nos hubiera engañado y le hubiéramos creído un amigo leal y sincero, ¿qué pudiera haber averiguado tampoco? Por ventura en este caso hubiera oído algunos lamentos y quejas de vernos tratados de un modo tan duro, sin saber por qué sin delitos algunos que se nos hayan probado y acaso también algunas expresiones de enojo y enfado contra los que se creen autores de nuestra ruina. Grandes pecados para que un hombre de honra acuse de ellos a unos pobres oprimidos contra toda razón y justicia. En todo caso, aunque no haya hecho el Sr. Argaiz servicios muy importantes, merece un buen premio por el esmero y diligencia con que ha hecho el delicado oficio de espía. La séptima es dar a conocer de algún modo a este Sr. Alcalde del Crimen, de esta Audiencia de La Corana, D. Gerónimo Romero que, además de haber intimado a los padres de este Colegio el Decreto Real de expatriación, ha tenido después una autoridad absoluta por muchas semanas sobre todos los jesuítas del Reino de Galicia, que nos hemos reunido en este Colegio. Este Sr. Romero es navarro de nación, de familia bastante humilde, fue Abogado en Pamplona y después en la Corte, y desde aquí, ya bien grande de edad, pues no representa menos de 60 años, fue provisto de esta plaza de Alcalde del Crimen y en toda su fortuna, a lo que oigo decir ha debido mucho a la casa de nuestro P. Idiáquez78, le hacen hombre há78. Se refiere a Francisco Javier de Idiáquez, que renunció al título de duque de Granada para entrar en la Compañía de Jesús. Viajó hacia el destierro con la Pro138

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bil, instruido y buen letrado en su facultad de Leyes. Pero una comisión como la que tiene sobre él, difícil, delicada, llena de cuidados e impertinencias, más que letras y doctrina necesitaba vigor, desembarazo, afabilidad, un buen juicio y mucha cabeza; y así, por no tener estas prendas nuestro Comisionado, aunque en algunas ocasiones ha estado sereno, moderado y comedido, en otras muchas ha salido de sí, se le ha visto aturdido y atropellado, hablar y obrar de mal modo, con descortesía, con violencia, con impetuosidad y casi furor; de todo lo cual son buenas pruebas los pleitos continuos que ha tenido con los oficiales de la tropa, y pudiéramos añadir en prueba de lo mismo muchos lances particulares que han sucedido con nosotros. Todo el tiempo que hemos estado aquí se ha mantenido constantemente día y noche en el Colegio, habiéndose tomado para sí el aposento rectoral, y efectivamente todo este tiempo se puede decir que ha sido nuestro Superior, nuestro Rector y Provincial, y de él hemos dependido en todas las cosas en cuanto al comer, habitación, decir misa y así de todo lo demás. En una sola cosilla se ha visto precisado en alguna manera a depender de nosotros; se iba acercando el Jueves Santo, en que debía de comulgar con el Acuerdo, y quiso encontrar entre los jesuítas que estamos en el Colegio, me consta que se lo pidió a algunos y que todos se excusaron de confesarle, y es muy creíble que se moviesen a ello por no creer que pueda el Sr. Alcalde estar bien dispuesto para recibir la absolución, debiendo de proseguir en una Comisión tan espinosa y tan expuesta por muchas partes, y al parecer contraria a la inmunidad eclesiástica. Pero al fin se supo que el Sr. Alcalde comulgó el Jueves Santo con el Acuerdo, y no habrá faltado quien le absuelva, sin detenerse mucho en la delicadeza de su Comisión. No tuvo este empeño de confesarse el escribano que acompaña en todo al Sr. Romero; antes nos decía francamente, y a mi

vincia de Toledo por haberle sorprendido la expulsión en Madrid, destino que tenía tras finalizar su provincialato en Castilla en enero de 1767. Pueden verse varías disertaciones y manuscritos de temática muy variada del P. Idiáquez en el A.H.L., Escritos de jesuítas del s. XVlll, cajas 10 y 11. Veasé también BATLLORI, M., op. cit., 1966. 139

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parecer con juicio, no teniendo ánimo de retirarse del oficio en que se hallaba, que él no quería confesarse hasta acabar con esta maldita Comisión, y que después vería lo que era necesario para componerlo todo bien; aludiendo sin duda a que ya vería que sería necesaria alguna particular absolución de censuras. La octava y última es haberme dicho un padre que vive sobre el aposento del escribano, que allí se ha leído a presencia del Sr. Alcalde una larga Instrucción sobre nosotros, que les debe de haber venido últimamente de la Corte. Hizo sus diligencias y puso toda atención para ver si podía percibir alguna cosa. Pero de sola una expresión de alguna importancia aseguró que la entendió bien y es ésta: en punto de papeles no se desprecie ni un sobrescrito de carta. Raro empeño de los ministros de Madrid que lo mostraron muy desde el principio, pero ¿qué pensarán estos hombres encontrar en nuestros papeles, aunque nos los arrebaten todos? ¿Causas, pecados y delitos que merezcan la pena y destierro con que se nos castiga? Es un delirio pensar así, ni yo creo que los ministros de la Corte se lisonjeen de hallar en nuestros archivos y papeles semejantes cosas. Pues no siendo esto, todo lo demás es inútil, impertinente y fuera del asunto. Día 17 d e mayo Hoy, como a las diez de la mañana, se nos intimó formalmente orden del Capitán General de embarcarnos para El Ferrol, y debíamos de estar embarcados a las nueve de la noche. Extrañamos mucho que, habiendo tenido tanto miramiento y delicadeza en que ninguno entrase en la ciudad sino a la medianoche, se haya reparado ahora tan poco en que vayamos todos juntos a embarcarnos de día o al mismo anochecer; y previendo que a esta hora necesariamente sería muy grande el concurso y conmoción del pueblo, que siempre nos es de alguna molestia, y no faltando por otra parte algunas cosillas que disponer para la marcha, se hizo una humilde súplica pidiendo que se nos permitiese diferir el embarco hasta más entrada la noche, y se nos concedió sin dificultad; y después se conoció que esta dilación había sido enteramente necesaria, según las 140

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cosas que después fueron ocurriendo, pues, además de las disposiciones particulares de cada uno de preparar sus cosillas, su baúl y su cama, hubo que hacer dos diligencias comunes a todos y cada una de ellas necesitaba algunas horas. Una de ellas fue formar un catálogo o lista de filiación de todos, para lo cual íbamos entrando uno por uno en el aposento en que estaban el señor Alcalde y escribano y a todos se nos preguntaba nuestro nombre, el de nuestros padres, el lugar de nuestro nacimiento, el obispado, nuestra clase en el siglo, de noble o del estado general, y nuestro grado en la religión, de profeso o no profeso. Y esto se había de hacer por el orden de antigüedad, lo que embarazó mucho y fue causa de que se tardase muchas horas en esta diligencia. La otra fue el entregarnos la pensión para medio año, como se ordena en la Pragmática y hacernos firmar su recibo. Esto se pudiera haber ejecutado en un cuarto de hora entregando todo el dinero al P. Rector o Procurador, como nosotros deseábamos y es más conforme a la pobreza religiosa. Pero ellos deben de tener órdenes en contrario, y así nos fueron llamando a cada uno de por sí, nos contaban el dinero y firmábamos el recibo. Y así, por este empeño ridículo que sólo sirvió para que tuviéramos en nuestro poder un minuto aquel dinero, pues al salir le entregamos al Superior, se gastó mucho tiempo en esta segunda diligencia. Día 18 de mayo Noche ha sido, esta pasada, y día, este dieciocho, de mucha fatiga y trabajo, de grande inquietud y confusión y de no pequeñas novedades. Como si no fuera bastante para tenernos en movimiento y agitación el disponer nuestras cosillas para la marcha, comparecer dos veces todos ante el tribunal del Sr. Alcalde para la filiación y pensión y otras mil impertinencias que ocurrieron, ayudó a la turbación de esta noche el haber traído a sepultar al Colegio al P. Francisco Átela79, muerto en una de las embarcaciones que están detenidas en esta concha. Sé que 79. El P. Átela era natural de Munguía, Vizcaya, y había sido prefecto de estudios mayores en el colegio de Palència. 141

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hubo sus dificultades sobre la iglesia en que se le había de dar sepultura, y al cabo determinaron que se le trajese al Colegio. Ninguno de los padres, sus compañeros en la embarcación, salió de ella para venir acompañando el cadáver, le entregaron a unos marineros que, de oculto, casi del mismo modo que si fuese un perro, lo trajeron a nuestra iglesia. En su entierro no nos permitió el señor Alcalde sino que bajásemos unos diez o doce, y estos brevemente le rezaron el oficio de sepultura. Era este padre prefecto de estudios mayores en el Colegio de Palència, y en toda la ciudad era muy estimado de toda la gente más distinguida de ella, y merecía serlo por su piedad y virtud, por su celo y laboriosidad y por su singular doctrina y erudición. He aquí que ha muerto en la mar, en traje de malhechor y de reo, y que ha tenido un entierro más pobre y más humilde que el más infeliz de los que mueren en un hospital. Espantosa e increíble mudanza de nuestras cosas. Como a las once y media de la noche, creyendo que todo estaba concluido, me retiré con todos mis discípulos a la pieza apartada en que vivían, para dormir un par de horas vestido y tirado sobre los colchones ya liados para llevarlos con nosotros. Pero no tardaron en avisarles que el Sr. Alcalde les esperaba para darles su pensión y para que firmasen en el recibo. Con esto se alborotó el sueño que aún no se había cogido y se perdió aún el pensamiento de dormir, y nos levantamos todos. A las dos de la mañana ya habíamos tomado nuestro desayuno y a las tres bajamos a la portería, ya de camino con nuestros manteos80 y aún había muy pocos que no viniesen cargados con alguna alforjilla, mochila, fardo o almohada. Aquí nos paramos todos, se nos fue recontando por lista, y según se nos iba nombrando, íbamos saliendo a la calle. Empezamos a caminar acompañados del Sr. Alcalde Romero, de escribanos y ministros y de un grueso piquete de soldados, y honrados también de mucha gente de la ciudad. Y con esta ocasión quiero protestar aquí, por ser así verdad y no haberlo hecho de un modo conveniente en otra parte, que las demostraciones de ternura y compasión, estima y afecto, de do80. Capa negra y larga que vestían sobre la sotana. 142

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lor y pena, y su conmoción e inquietud por nuestra desgracia, no han sido por ventura menores en esta ciudad de La Coruña que en la de Santiago, en nuestro arresto y partida. Nunca ha faltado mucha gente en el mes y medio que hemos estado en ella en aquellos sitios desde donde podía vernos si nos asomábamos a las ventanas, y desde que empezamos a salir a la huerta siempre se veían hombres y mujeres, al parecer de alguna distinción, en algunas ventanas que la dominan, sin más objeto que vernos y llorar a nuestra vista. Y cuando se supo en la ciudad que se nos había dado el orden de embarcarnos, concurrió a las cercanías del Colegio un pueblo innumerable, que en gran multitud se conservó allí día y noche, a pesar de todas las formalidades y rigor que suele haber en estas ocasiones en las plazas de armas. Aun a una hora tan incómoda, como las tres de la mañana, encontramos en la calle un pueblo no pequeño, que sin detenerse nada ni en ministros ni en soldados se unió y mezcló con nosotros y con lágrimas y suspiros nos dio el último adiós y despedida. Y así hubiera sido muy fácil, en esta ocasión como en otras muchas, huirnos y escondernos la mitad, si hubiéramos querido, sin que nadie lo hubiera notado. Nuestro honor sólo y nuestra conciencia nos han detenido en las cadenas y prisión en que nos han puesto y no la fuerza y vigilancia de los soldados, aunque ellos hayan cumplido con su obligación y tuviesen sobre nosotros órdenes bien terribles, como se echó de ver una noche que, sin saberse cómo, se escapó por encima de una tapia o tejado un carnero, y suponiendo a lo que parece el centinela que fuese un jesuita le tiró con bala y le dejó muerto. La noche estaba bastante oscura y sólo confusamente pude observar el camino por donde nos trajeron para embarcarnos. Parecía cosa natural y fácil que, estando en el arrabal el Colegio y muy cerca del mar, nos hubiésemos embarcado en el muelle que no ha de estar lejos, pero estos señores por causas y fines que no alcanzamos, aunque verosímilmente no habrán tenido otro que huir de la concurrencia del pueblo, nos llevaron desde el Colegio a la ciudad y entramos en ella por la puerta más apartada del sitio en que nos habíamos de embarcar y un buen cuerpo de guardia que había en ella pudo conseguir 143

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que el pueblo, que nos seguía, quedase en buena parte allá fuera. Proseguimos pues caminando por la ciudad en gran silencio con nuestros conductores y salimos por una puerta que se debe de usar pocas veces y para pocas cosas. Allí nos vimos de repente con todo el mar, por decirlo así, sobre nosotros en un arenal húmedo y lleno de agua, por haber precedido la alta marea y estar entonces bajando. Confieso ingenuamente que como no había visto el mar desde cerca hasta esta ocasión, la fuerza, ruido y rumor espantoso de las olas, aunque dicen que el mar estaba sosegado, y el fétido olor del marisco, y más juntándose a los trabajillos del día y de la noche, y a la falta de sueño, me turbaron de manera que, atónito y casi fuera de mí, me dejé caer sobre la arena mojada y allí tirado por tierra y haciendo fuerza contra mil horribles imaginaciones, que se me excitaron en la fantasía, viéndome por una parte tan inmutado con sola la vista del mar y siéndome preciso por otra hacer un largo viaje sobre sus aguas, esperé que me llegase el turno para embarcarme. ¿Y cuántos que como yo no han visto el mar hasta ahora se habrán visto en esta ocasión en la misma aflicción y congoja? El embarco se ejecutaba con mucha lentitud, porque no había más que dos pequeñas barcas o lanchas, y el modo de ejecutarle, a lo menos para mí que todas estas cosas me cogen de nuevo, se hacía de un modo muy incómodo y no sin algún peligro. Las barcas no se podían arrimar enteramente a la tierra o arenal y para entrar en ellas se subía por una tabla puesta en bastante declive, con una punta en la arena y otra en la barca, y por lo que a mí toca, que no tenía la cabeza para estas tramoyas y andamios, hubiera caído en la mar si no me hubieran subido casi en brazos los marineros. Vino también a nuestra embarcación un escribano y ya pudo, con la luz del día que iba viniendo, volver otra vez a recontarnos; y no faltando ninguno de los que salimos del Colegio en número de ciento y nueve, como si fuéramos otros tantos sacos de lana o fardos de bacalao, o más propiamente como otros tantos malhechores o galeotes condenados a un presidio, nos entregó con toda formalidad y con sus ceremonias de entrega y de recibo al Patrón o Capitán de la embarcación, que es 144

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una saetía81 catalana muy buena y tan grande que no concebía yo que sobre las aguas hubiese casa tan capaz. No le quedan al Sr. Alcalde en el Colegio sino solamente tres, que no nos han podido seguir, y son el P. Esteban Romero, que aún está de algún cuidado y, según es de melancólico y pusilánime, se puede temer que muera viéndose en aquella soledad y abandono; el P. Velasco, que aún está mal convalecido, pero piensa hacer un esfuerzo y alcanzarnos en El Ferrol, y el hermano Pórtela, Procurador de este Colegio de La Coruña, que con las muchas ocupaciones suyas y del Sr. Alcalde por causa de la reunión de los otros colegios no ha podido despachar con sus cuentas particulares82. Ya era enteramente de día cuando nos dejó el escribano y pudimos reconocer fácilmente las otras dos embarcaciones que entraron el día pasado, y estaban tan cerca de nuestra saetía que podíamos hablar y hacernos entender de los que vienen en ellas. En una, además de algunos agregados de otras partes, estaba todo el Colegio de Palència83, al cual pertenecía el curso de los hermanos que están estudiando la Física, de los cuales es maestro el P. Antonio Nieto84. En la otra venía con algu81. Barco de tres palos que se empleaba para transporte. 82. Salvador Pórtela había nacido en Orense y era procurador del colegio de La Coruña; no embarcó con los demás por tener que despachar cuentas con el alcalde Romero, aunque se incorporó el día 23 de mayo de 1767 y viajó a bordo del «San Juan Nepomuceno»; sobre su muerte en marzo de 1773, a los 45 años y en la casa de San Juan de Bolonia, habla el P. Luengo en su Diario, t. VII, p. 71 y ss. 83. El colegio de Palència estaba formado por: Manuel Alaguero, Hermenegildo de Amoedo, Francisco Átela, Domingo Azua, José Bedoya, Juan Bengoechea, Jorge de Biedes, José Blanco, Martín Doñamaría, Francisco de Eguía, ¡Víanuel Egusquiaguirre, José Antonio Elizaicin, Domingo Ezpeleta, Carlos García, Juan García, Luis García, Mateo Antonio García, Gregorio Gómez, Alejandro Guerra, Antonio Guerra, Martín Izco, José Ramón Larumbe, Manuel Martín Robledo, Feliciano Martínez, Bernardo Melcón, Joaquín Montoya, Rafael Morillo, Pedro Andrés Navarrete, Antonio Nieto, Domingo Oyarzábal, Rafael de la Peña, Manuel Pereira, Miguel Pérez Conde, Miguel Pitillas, Lázaro Ramos, José Salvatierra, Antonio Simón de Gaspar, Pedro de Vega y Manuel Vigurí. Cfr. ARCHIMBAUD, J. A., Catálogo..., 1767. 84. El P. Nieto, en el momento de la expulsión, se encontraba predicando en San Sebastián, de donde logró sacar los hierros de hacer hostias; en 1769 intervino en las disputas teológicas de la casa Fontanelli de Bolonia y, dos años más tarde, entró 145

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nos sujetos, que se le habían juntado, todo el Colegio de Medina83, en donde están todos los hermanos que estudian el tercer año de Filosofía, con su maestro el P. Calvo86, y así en esta concha de La Coruña se juntaron todos los jóvenes filósofos de la Provincia. No es necesario decirlo para que se entienda que ha sido inexplicable el gusto y contento de todos, contándonos unos a otros nuestros trabajillos y aventuras y más viendo que en todas partes ha habido el mismo espíritu de resignación y conformidad a la voluntad del Señor, la misma santa alegría e inocente intrepidez. Más larga hubiera ido nuestra conversación si con un vientecillo de tierra, que se levantó al mismo salir el sol, no hubiéramos empezado a caminar. Salimos pues de este puerto de La Coruña, dejando a mano derecha el castillo de San Diego, y a la izquierda la ciudad y el famoso castillo de San Antón. Como a las nueve de la mañana nos alcanzó (y no le costaría mucho porque caminábamos muy poco) la falúa87 del Sr. Comisario León, y de ella subieron a nuestra saetía una buena y abuncomo maestro de Teología para los jóvenes de la misma casa; en 1771 vivía con Luengo en la casa boloñesa de Bianquini y desde allí, un año más tarde, acompañó a los jóvenes que se ordenaron sacerdotes en marzo de 1772. Murió en esa ciudad de Bolonia el 17 de julio de 1807. 85. El colegio de Medina lo componían: Juan Carbajo, Juan Cabrero, Tomás Anchorena, Faustino Arévalo, Juan Ignacio Argaiz, Juan Antonio Bellido, Esteban Bernardo, José de Burgos, Francisco Javier Calvo, Juan Mateo Carrera, Fernando Chico, Antonio Díaz, Fermín Doñamaría, Rafael Elordui, Agustín Escudero, Juan Ambrosio Fernandez, Juan Domingo Fernández, Pedro García, Inocencio González, Lorenzo Hernández, Manuel Herrero, Juan Clemente Huarte y Muzquiz, Vicente Iraola, Juan Antonio Jiménez, Francisco Javier Juárez, José Morchón, Antonio Ocerín, Cristóbal Orduña, Francisco Pavón, Domingo Rodal, Pedro Rodríguez, Francisco de San Juan Benito, Juan Francisco Sandoval, Francisco Tejerizo, Martín Ugarte, Diego del Val, José Valdés, Ignacio Vega y Benito Viña. Cfr. AHCHIMBAUD, J. A., Catálogo..., 1767.

86. Francisco Javier Calvo sería también maestro de Teología en la casa de Fontanel s En 1772 intentó escribir contra los que se oponían a la devoción del Sagrado Corazón pero no lo hizo por llegar de Roma una oden de Ricci, general de la Compañía, por la que se prohibía escribir sobre este tema por temor a la posible extinción de la Orden, que se consumaría un año después. En 1798 recibió licencia del arzobispo de Bolonia para que confesara en la campiña y el 13 de agosto de 1805 moría en Bolonia. 87. Embarcación pequeña destinada al uso de algunas autoridades de los puertos, conocida también como falucho. 146

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dante olla, que creímos sería un almuerzo y después conocimos que lo era todo, o por mejor decir nada; porque aunque el mar estaba sosegado y la embarcación apenas se movía, como los más nunca nos habíamos embarcado, si bien no llegamos a marearnos del todo y vomitar, teníamos las cabezas turbadas y los estómagos revueltos y casi no pudimos comer un bocado. Nos faltó enteramente el poco viento con que salimos de La Coruña y fuimos caminando a remolque alguna cosa sobre la costa que está entre La Coruña y El Ferrol, que aquí llaman la Manola. Y hallándonos en esta situación oí a algunos que parece que lo entienden, y a mí me lo persuadieron, que si se levantase un viento vivo entre oriente y mediodía no podríamos entrar en El Ferrol ni en La Coruña, y nos sacaría a alta mar expuestos a morir de hambre, no trayendo en nuestra saetía ni una libra de pan para nosotros ss . Por lo que parece que ha habido alguna temeridad y barbarie con habernos hecho salir al mar sin provisiones algunas en una embarcación sin remos, que podía ser llevada de los vientos a mar alta. Pero no quiso el Señor permitir que nos viniese este trabajo, antes nos envió, después de algunas horas de calma, un vientecito muy oportuno con el cual entraron las tres embarcaciones que venían de La Coruña, al principio de la tarde, en este gran puerto de El Ferrol. En el largo y estrecho canal, que es la entrada del puerto, nos divertimos mucho viendo tan de cerca las muchas baterías que hay en sus riberas y los dos castillos de San Felipe y La Palma, desde los cuales preguntaban las centinelas, como se acostumbra hacer siempre qué embarcación era, de dónde venía y cuál era su carga, y se les respondía por el Patrón de la saetía que venía de La Coruña y traía jesuítas.

88. Hay que subrayar este interés del P. Luengo por los asuntos de la navegación, no se olvide que era la primera vez que veía el mar y que embarcaba. Es muy de valorar cómo, ese lógico e inicial desconocimiento sobre los asuntos marinos: vientos, velamen, corrientes, maniobras, etc., irá interesando tanto al diarista vallisoletano que, después de algún tiempo, muestra auténtica soltura cuando describe situaciones difíciles a bordo y utiliza con pericia un léxico marinero hasta entonces desconocido. Esa instrucción es debida al gran interés que mostraba por todas las novedades que le rodeaban y las buenas relaciones que estableció con algunos oficiales. Pero eso lo veremos más adelante. 147

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Más golpe que todas las baterías y castillos me dio el formidable martillo cargado de cañones, que miran a la desembocadura del canal o boca interior del puerto; pues es en la realidad cosa magnífica y soberbia. No paramos con nuestra embarcación en la primera concha, que es propiamente El Ferrol o la Grana, y fuimos a echar áncora en otra más interior, llamada del Esteiro. Aquí nos juntamos en unas doce embarcaciones todos los jesuitas de la Provincia de Castilla la Vieja, menos la de Oviedo y algunos que quedan todavía en los pueblos y ciudades, y seríamos cerca de setecientos. Espectáculo verdaderamente grande, terrible y espantoso pues no lo es menos que hallarse setecientos religiosos, y mucho más de la mitad sacerdotes, como otros tantos hombres infames, para ser llevados a un ignominioso destierro. Cosa que acaso no se ha visto jamás en España, o cuando más otra vez con los religiosos franciscos89 desde que hay en ella religión. Pero a la verdad no eran estas serias reflexiones y otras muchas que se pudieran hacer las que ocuparon a todos en este primer encuentro. Estaban las embarcaciones tan arrimadas unas a otras que nos podíamos hablar y entender cómodamente. Y siendo esta la primera vez que nos vemos y hablamos, después de nuestra desgracia, y habiendo pasado tales cosas por nosotros, hubo en esta ocasión una bulla y alboroto, una confusión y algazara, sencilla, inocua, alegre y festiva, pero tan grande, inquieta y bulliciosa que no es posible, no digo explicarla con palabras de modo que se entienda, sino ni aun figurársela con la fantasía. Todos, por decirlo así, queríamos hablar a un tiempo, porque todos teníamos muchas cosas que averiguar. Quién preguntaba por su pariente, por su tío y por su hermano, quién por su conocido, amigo o paisano, éste por su maestro, aquél por sus discípulos y a este modo se hacían otras muchas preguntas personales. Y además de ellas, nos contábamos de unas embarcaciones a otras los sucesos del día famoso del arresto, los trabajos de los viajes y e l modo con que se ha89. A este respecto véase FERNÁNDEZ-GALLARDO JIMÉNEZ, Gonzalo, La supresión de los franciscanos conventuales de España, en el marco de la política religiosa de Felipe 11, Fund. Universitaria Española, Madrid, 1999. 148

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bía pasado en las prisiones en los colegios. Qué cosas no se contaron sobre estos asuntos en pocas palabras, y qué historia tan tierna no se podría formar si se pudieran escribir todas ellas. Acaso en todos los colegios habrá habido alguno que haya tenido el mismo pensamiento que yo, y con las apuntaciones de todos se podrá formar a su tiempo una historia exacta puntual y menuda del destierro y viajes de la Provincia de Castilla90. Cuatro cosas, no obstante, quiero advertir en general que me parecen ciertas, según se han explicado los padres de todos los colegios. La primera es que entre los comisionados para la intimación del destierro y sus resultas ha habido algunos que se han portado con poca cortesía y urbanidad, y aun con dureza y rigor. La segunda es que, generalmente, la tropa, oficiales y soldados han tenido para con todos mucha atención y aun respeto y les han tratado siempre con agrado, compasión, ternura y agasajo. La tercera, que ha sido común, general y universalísima en todas las ciudades y pueblos de España en donde había jesuítas, o por donde han pasado, la conmoción, sentimiento, aflicción y lágrimas que nosotros hemos experimentado en este Reino de Galicia. La cuarta y última, y más importante de todas, es que no ha habido en toda la provincia un sólo sujeto que con este lance terrible no se haya portado con la conveniente sumisión, con cristiana resignación y conformidad y, generalmente, ha habido en todas partes, en todos o en 90. Desde luego, el P. Luengo no fue el único en dejar constancia de sus experiencias en un Diario, otros muchos jesuitas, pertenecientes a todas las provincias que componían la Asistencia de España de la Compañía lo hicieron. Todos ellos centraron su interés en que sus anotaciones sirvieran para defender la causa de la Compañía, pudiendo, si se daba el caso, ser utilizados contra sus detractores. Hemos consultado más de una treintena de manuscritos de este tipo, en los que los jesuitas narran la expulsión de España y sus vivencias en el destierro; tras su estudio nos inclinamos a creer que fue el interés apologético el que movió su confección. Casi todos ellos se centran en la descripción de la intimación de la orden de destierro en sus diferentes colegios o provincias, prosiguen con el viaje hasta Córcega y las dificultades padecidas en esta isla y, en menor número, narran su establecimiento en las diferentes legacías de los Estados Pontificios en las que se instalaron. En FERNÁNDEZ DE ARRILLAGA, I., «Manuscritos sobre la expulsión y el exilio de los jesuitas (1767-1815)», Hispània Sacra, 52, 2000, pp. 211-227. 149

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los más, ánimo, resolución, firmeza, serenidad, intrepidez y alegría. Esto es lo que me ha parecido decir de lo mucho que se ha hablado del arresto, viajes y prisiones de los colegios. Pero siendo forzoso que este nuestro Diario, que empezó por sólo el Colegio de la ciudad de Santiago de Galicia, y se extendió después en La Coruña a todos los colegios de estos reinos, hable de aquí en adelante de toda la Provincia91, insinuaremos aquí brevemente algunas cosas u oídas en este puerto o sucedidas en él, que más que a éste o el otro Colegio particular pertenecen al cuerpo mismo de la Provincia. La primera es que al instante nos preguntaron, de todas las embarcaciones a los de ésta, sí venía con nosotros el P. Isidro López, y respondiéndoles que sí mostraban mucho gozo y contento. De donde se infiere que en toda la Provincia ha habido los mismos temores que tuvimos nosotros y el mismo P. Isidro, de que fuese encerrado en una fortaleza; y estos mismos temores de todos demuestran que así se hubiera hecho si los ministros de Madrid, imitando a Carvallo, hubieran resuelto dejar algunos, aunque fueran pocos, en cárceles y castillos. Yo estaba al lado del P. Isidro cuando con tanta ansia y empeño se hacían estas preguntas, y pude notar muy bien que no fue insensible, antes que se enterneció y se protestó muy agradecido a vista del cuidado tan tierno, tan cariñoso y tan solícito de toda la Provincia por la seguridad de su persona. La segunda, que además de todos o casi todos los procuradores de los colegios quedan por allá repartidos, en conventos de religiosos, como unos cuarenta a cincuenta sujetos, entre los cuales hay ciertamente algunos que no están tan mal tratados, como varios de los que vienen aquí con nosotros. De aquí se infiere que no fue a los otros colegios, o no llegó a tiempo, el orden violento y cruel del conde de Aranda, que vino a 91. Las noticias que fue recibiendo en estos encuentros, con padres de otros colegios, hicieron que Luengo determinara ampliar el fin de su Diario y describir lo que sabía de otros lugares pertenecientes a su Provincia de Castilla. Más adelante escribirá también sobre otras provincias y hasta sobre otras Asistencias de la Compañía de jesús. Este es, pues, sólo el primer paso de una pasión que irá creciendo hasta superarle. 150

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La Coruña, de que viniesen a embarcarse todos los que no tuviesen peligro inminente de morir en el camino; y que los ejecutores o comisionados se han arreglado a los dictámenes y declaraciones de los médicos. Y esta diversidad, por ventura, habrá nacido de que no fueron de otras partes a la Corte acusaciones en este punto, como parece que fueron de este Reino con ocasión del P. Isla. La tercera, que en punto de peculios, o dinero de los particulares, hemos salido mucho mejor los de Galicia que los de otras partes; pues por orden expreso de la Corte se ha dado a todos lo que era de su peculio, aunque lo tuviesen depositado en la Procuración, y los de los otros colegios, generalmente hablando, o por la mayor parte los han perdido, aun los que estaban en el depósito regular del padre Ministro92. Acaso habrá nacido esto de que a Galicia despachase este orden el conde de Aranda, y a otras partes el Fiscal Campomanes, porque no se debe extrañar que en materia de intereses tuviese más honrados pensamientos el señor Conde que el Fiscal93.

92. Hasta 1786 no se devolvieron a algunos jesuítas los vitalicios anuos, también negados al principio del exilio. Ese año, fue de grandes padecimientos económicos para los expulsos por lo que solicitaron el peculio privado que, en ocasiones, habían dejado en sus respectivos colegios. Estos pequeños caudales solía conservarlos el procurador de cada centro y se distinguían por alguna marca personal, pero, generalmente, no se conservaba ningún certificado que probase la cantidad que poseía cada individuo. Aún así, alguno que consiguió acreditarlo, recibió de Madrid una modesta aportación económica a cargo de este concepto, lo que animó a muchos a escribir memoriales para que se les pagase lo que dejaron en España. Pueden consultarse en A.G.S., Gracia y Justicia, legs. 676 y 677, Luengo hace comentarios a este respecto en su Diario, t. XX, p. 300 y ss. 93. Las órdenes iban todas despachadas, como era preceptivo, por el conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla; ahora bien, lo interesante aquí es resaltar esos «más honrados pensamientos» que intuía el P. Luengo en el conde ya que pueden dejar entender que los jesuítas supieran que el verdadero inductor de la expulsión había sido Campomanes, de hecho, cuando Luengo describe a Aranda resalta su capacidad ejecutiva a la hora de llevar a cabo las órdenes que se le encargan, siempre destaca que se trata de una persona instruida y de talante noble, aunque ensombrecido por una ambición desmedida y unas tremendas ansias de poder. Sobre el protagonismo del fiscal en la expulsión véase: RODRÍGUEZ de CAMPOMANES, P., Dictamen fiscal de expulsión de los jesuítas de España (1766-67), edición, introducción y notas de J. CEJUDO y T. EGIDO, Fund. Univ. Española, Madrid, 1977. 151

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La cuarta que, como eran en tan gran número que pasaban de trescientos en el Colegio de Santander, determinaron llevar los que caían enfermos al convento de los franciscos de la misma ciudad, y que efectivamente fueron conducidos varios, y entre ellos el P. Juan Obrien, que murió y fue enterrado en la iglesia de aquel convento. Era este padre de nación irlandés y en Salamanca le conocí Rector del Seminario de Irlandeses que hay en aquella ciudad. Siempre he oído hablar de este padre como de un hombre hábil, de buen juicio y muy instruido, y en el oficio de operario, en que estaba últimamente en el Colegio de San Ignacio de Valladolid, yo mismo fui testigo de que trabajaba con celo y aplicación. La quinta, que los que han venido de Santander, que hubieran logrado un viaje felicísimo si les hubieran hecho embarcar dos o tres días antes en que corrieron vientos muy favorables, han tenido una navegación trabajosísima, siempre con vientos contrarios; y así los que nunca se habían embarcado hasta ahora, que son los más y casi todos, han padecido muchísimo y cuentan tales miserias, que nos han movido a compasión; su embarco fue arrebatado y su partida del puerto con tal ejecución, que salieron con viento contrario, y no sin algún peligro de perecer, y todo se atribuye a un orden ejecutivo y violento, que llegó allí de la Corte 94 . La sexta, y última, es una historia tiernísima y trágica al mismo tiempo de los combates, desastres, ruinas y triunfos de nuestros novicios95. No se pueden contar las cosas que hemos

94. Sobre el embarco en Santander véase: G I M É N E Z LÓPEZ, E., op. cit., 1993, p. 610. 95. Con respecto a los novicios la Instrucción, en su artículo décimo, puntualizaba: «En los Noviciados (o Casas en que hubiere algun Novicio por casualidad) se ha de separar inmediatamente los que no hubiesen hecho todavía sus Votos Religiosos' para que desde el instante no comuniquen con los demás, trasladándolos á Casa particular, donde con plena libertad y conocimiento de la perpetua expatriación, que se impone á los Individuos de su Orden, puedan tomar el partido á que su inclinación los indugese. A estos Novicios se les debe asistir de cuenta de la Real Hacienda, mientras se resolviesen, según la explicación de cada uno, que ha de resultar por diligencia, firmada de su nombre y puño, para incorporarlo, si quiere seguir; ó ponerlo a su tiempo en libertad con sus vestidos de seglar al que tome este último partido, sin permitir el Comisionado sugestiones, para que abrace el uno, ú el otro extremo, por quedar del todo al único y libre arbitrio del interesado; 152

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oído en este asunto en pocas palabras, y así me contentaré con insinuar brevemente los pasos más principales. En Villagarcía96 se les separó a los novicios de los padres; se les examinó formalmente según se ordenaba de la Corte a los comisionados, y todos, menos tres, como antes se dijo, determinaron seguir a la Compañía en su destierro y unidos con todos los demás iban caminando hacia Santander. Por un nuevo orden de la Corte fueron separados otra vez de los padres, en Torquemada, y prosiguiendo estos su viaje, ellos se quedaron solos en aquella villa. Allí padecieron muchos insultos, vejaciones y tentaciones diabólicas de parte de alguna gente del lugar y de algunos religiosos, en orden a apartarles de sus intentos. Todos ellos fueron inútiles y para hacer con ellos otras pruebas mayores fueron conducidos a Palència. Aquí se les hizo por fuerza desnudarse la sotana de la Compañía, obligándoles si querían seguir la Compañía a hacer el viaje hasta el puerto a pie, y con sólo el vestido interior que entre nosotros es muy pobre, vastísimo y por lo regular mal ajustado. Crueldad y tiranía de parte de los ministros, que para hallarla semejante en España será necesario irla a buscar en las persecuciones de los gentiles o de los moros; e ignominia, afrenta y trabajo grandísimo para unos jóvenes de pocos años, bien nacidos y criados con honradez y decencia. Aun así emprendió el viaje hacia el puerto más de la mitad del numeroso noviciado, pero en el camino se separaron varios por haber arrebatado a algunos sus gentes, haber enfermado otros y por otras desgracias en su largo viaje desde Palència a Santander. En esta ciudad lograron finalmente, como unos veintidós o veinticuatro más animosos, reunirse otra vez a los padres, que con increíble gozo y consuelo les recibieron entre sus brazos y cubrieron con unas sotanas viejas que por allí encontraron y les traen consigo para que nos acompañen, como han deseado con tanto empeño, a nuestro destierro en bien entendido que no se les asignará pensión vitalicia, por hallarse en tiempo de restituirse al siglo, o trasladarse a otro orden Religioso, con conocimiento de quedar expatriados para siempre», A.G.S., Gracia y Justicia, leg. 667. 96. El seminario de Villagarcía de Campos era el noviciado central de la Provincia de Castilla, sobre este centro véase, PÉREZ PICÓN, C , Villagarcía de Campos. Estudio histórico-artístico, Madrid, 1982. 153

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Italia. Jóvenes todos ellos ilustres y gloriosos, y sobre todo gloriosísimos y propiamente unos héroes cristianos, estos que han logrado seguirnos haciendo, para lograrlo, mil acciones grandes, heroicas y comparables a las de los Santos mártires en las persecuciones de la Iglesia. Será mucha lástima que no se forme una relación exacta y puntualísima de todos los combates y tentaciones, de todas las acciones y pasos de estos ilustres novicios 9T; porque además de ser una cosa muy tierna sería de mucho honor para ellos mismos, para esta Provincia y aun para toda la Compañía de Jesús9S. Como en nuestra saetía catalana, no había provisiones algunas, esta misma tarde pasamos al navio de guerra, el «San Juan Nepomuceno» casi todos los que hemos venido de La Coruña y los otros pasaron a otras embarcaciones. Cual fuese mi pasmo y asombro al verme al pie de un navio de guerra se puede entender por la maravilla que me causó la saetía catalana que, respecto de un navio de guerra, es lo mismo que si se compara una choza con un gran palacio. Es verdad que todas estas mis admiraciones se deben atribuir principalmente a no haber visto jamás ninguna de estas cosas; pero también lo es que es una mole y máquina tan grande un navio de guerra, que yo no creo que ninguno forme una idea cabal de él antes de verle, por más que haya oído mil cosas y le haya visto cien veces pintado. Aquí, en el «Nepomuceno», encontramos a los padres y hermanos del Colegio de Oviedo, que ya hace días que viven en esta casa y por su dirección metimos nuestros colchones en unas como bodegas del navio y en unas sepulturas de tablas, de todo lo cual hablaremos distintamente cuando lo hayamos visto bien. Nos dio el Sr. Capitán una buena cena de la

97. Nota del autor al margen. La formó después en Calvi con mucha sencillez y candor el H. Isidro Arévalo, que era el más antiguo de todos y se halla copia de ella en la Colección de papeles vanos, t. I, p. 51. Se refiere a la relación de los viajes de los novicios desde Villagarcía hasta Santander, que utilizaría el P. Isla en su ya mencionado Memorial. 98. Sobre el viaje de los novicios hasta incorporarse a su Provincia castellana y su exilio puede consultarse, FERNÁNDEZ DE ARRILLAGA, L, «Los Novicios de la Compañía de Jesús: la disyuntiva ante el autoexilio y su estancia en Italia», Hispània Sacra, en prensa. 154

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que teníamos harta necesidad, pues los más no habíamos probado un bocado desde las dos de la mañana que tomamos en el Colegio de La Coruña una jicara de chocolate. Día 19 de mayo No se ve otra cosa en esta rada que barcas y falúas cargadas de jesuítas, que pasan de unas embarcaciones a otras o que andan transbordando, como aquí se dice, para irse acomodando en los navios que han de hacer el viaje de Italia. A este nuestro navio «Nepomuceno» han venido, además de otros varios de otros colegios, todos, o casi todos los sujetos de los colegios de Medina del Campo y de Palència, y así se hallan aquí juntos todos los escolares filósofos de la Provincia, y entre todos los que nos hallamos en este navio este día somos puntualmente doscientos dos ". Pueblo demasiado grande para una sola casa, aunque sea capaz; y así es preciso que haya mucha confusión y que la reunión de tantos haga la navegación molesta y trabajosa. Día 20 d e mayo Ocho son las embarcaciones en que hemos de ir a Italia y son las siguientes: dos navios de guerra de setenta cañones, el «San Genaro» y éste de «San Juan Nepomuceno» y en cada uno de los dos se han de acomodar con poca diferencia doscientos sujetos. La tercera es una brea holandesa bien capaz, en la que deben de ir como unos ochenta. La cuarta y quinta son dos fragatas de comercio, una sueca y la otra de Bilbao, y en la primera se embarcan como unos ochenta, y de cuarenta a cincuenta en la segunda. Las últimas tres se llaman pataches o paquebotes y son más pequeñas que las otras, y en cada uno de ellos, van como unos treinta sujetos. Estos son los navios destinados a llevarnos a Italia y esta la división con que se nos 99. El «San Juan Nepomuceno» partió finalmente con una tripulación de 249 hombres y 147 soldados, más 202 jesuítas. El «San Genaro» io hizo con 289 hombres de tripulación, 131 de guarnición y 200 padres. A.G.S., Marina, leg. 724. En GIMÉNEZ LÓPEZ, E., o-p. cit., 1993, p. 594

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ha repartido en ellos y en el día se puede decir que ya cada uno ocupa su sitio y su rincón. Este mismo día veinte ha visitado nuestro P. Provincial Ignacio Ossorio 10° todas estas embarcaciones, como si fueran otros tantos colegios y ha dado las órdenes y providencias que le han parecido convenientes para el tiempo de la navegación y, entre otras, una de ellas muy oportuna ha sido nombrar en cada una de las embarcaciones un Superior de todos los que van en ella y aquí nos ha dado por Superior al P Lorenzo Uñarte, que era Rector en el Colegio de Santiago. Nos permiten también a nosotros los señores capitanes, si hay oportunidad, el dar un paseo por la concha y entrar en las otras embarcaciones en que hay jesuitas y así se ha pasado este día con bastante gusto, haciendo y recibiendo visitas de amigos, condiscípulos y otros; y en nuestras conversaciones, como se deja entender, no se habla de otra cosa que de arrestos, viajes y mil particulares sucesos en esta y en la otra parte. Y he oído hablar tanto en estos asuntos, que casi me hallaba en estado de escribir con alguna exactitud del arresto y viajes de la mayor parte de los colegios de la Provincia, y lo dejo de hacer principalmente porque como antes insinué es muy creíble que en todos los colegios haya habido alguno que haya tenido este pensamiento y cuidado.

100. El P. Ossorio nació en Grajal, León, el 15 de julio de 1713, hijo del conde de Grajal, Grande de España, entró en la Compañía de Jesús a los 14 años; enseñó Filosofía en Medina del Campo desde 1740 hasta 1743, cuando tomó el grado de doctor en Teología por la Universidad de Salamanca, pasó al Colegio Romano a enseñar esta materia y desde Roma volvió a Salamanca en 1757, tras jubilarse de la cátedra. En Roma escribió un libro contra el cardenal de Noris titulado Philaletes. En 1758 fue nombrado rector del colegio de Salamanca hasta enero de 1767, que fue elegido provincial de Castilla. Dejó el provincialato en 1770, pasando a asumir el rectorado de la casa de Crespelano, en Bolonia, donde algunos jesuitas recibían la tercera probación. Tras la extinción se retiró a la campiña boloñesa, y allí, en 1776, se vio atacado por un golpe de perlesía de la que no se recuperaría; murió dos años más tarde, el 31 de julio. El R Luengo le dedicó una pequeña biografía tras su muerte que puede consultarse en su Diario, t. XII, pp. 318 y ss. 156

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Día 21 de mayo Se observa en los capitanes, y en otros a quienes toca, mucha actividad y empeño en meter en los navios aún las últimas provisiones que sólo se suelen hacer cuando está muy próxima la partida; y nos han hecho observar algunos, que son prácticos en estas cosas, que las provisiones, que se meten en los navios, no pueden ser ni en más abundancia ni más escogidos101. Y por lo que toca a gallinas somos todos testigos que andan con barcas llenas de ellas por nuestras embarcaciones y se toman cuantas se quieren. Las órdenes de nuestra Corte, en cuanto a nuestro trato en tierra, han sido honradas y aun generosas, y no dudo que serán semejantes para nuestra navegación. Y en este particular hay la casualidad, o fortuna, de que dos sujetos, que tienen mucha parte en las disposiciones para esta navegación, son amantísimos de la Compañía y capaces de todo por hacernos algún bien y suavizarnos nuestro penoso viaje. Uno es el Excelentísimo Sr. D. Julián de Amaga102, Secretario de Estado de la Marina, de quien dependen principalmente los navios del Rey Nos consta que Su Excelencia ha tenido empeño en que en los navios de guerra se nos diese el mismo trato y mesa que a la oficialidad, pero habiendo representado los capitanes ser esto imposible con doscientos hombres, especialmente cuando se camina, se ha convenido en que se nos dé un trato bueno y abundante, aunque sin tanta variedad de platos, como a la oficialidad. El otro es D. Pedro de Ordeñana, Intendente en este Departamento de El Ferrol, hermano del P. Miguel de Ordeñana103, 101. Sobre los alimentos que embarcaron para la travesía consúltese, A.G.S., Marina, Leg. 724: Pedro de Hordeñana a Julián de Arriaga, Esteiro, 22 de abril de 1767. 102. Julián de Arriaga era uno de los miembros más veteranos del equipo ministerial, ya que era secretario de Marina e Indias desde la remodelación que se produjo en las secretarías tras la caída del marqués de la Ensenada en 1754. Vid. Gaceta de Madrid, 23 de julio de 1754. Con anterioridad a la Secretaría, Arriaga había ocupado los cargos de gobernador de Venezuela entre 1749 y 1751, y los puestos de presidente de la Casa de Contratación e intendente de Marina de Cádiz. En G I M É N E Z LÓPEZ, E.: op. cit., 1992, pp. 41-58. Luengo escribió una biografía comentada sobre Julián de Arriaga que puede consultarse en el Diario, t. X, p. 92. 103. Miguel de Ordeñana era natural de Bilbao, donde nació el 16 de febrero de 1716. Fue maestro de Filosofía en Medina del Campo y de Teología en los colegios de San Ambrosio de Valladolid y en el de Salamanca; en 1755 recibió el gra157

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Doctor en la Universidad de Salamanca que está aquí como todos los demás, para ir a su destierro. Nos ha visitado el Sr. Intendente en todas las embarcaciones ofreciéndose a servirnos en lo que pueda, y procurando animarnos y consolarnos. Pero no puede disimular que está más penetrado de dolor que nosotros, y que necesita más que todos de consuelo. De este Sr. Ordeñana depende principalmente todo el punto de provisiones y más en particular en las embarcaciones que no son de guerra; y no hay que dudar de su cariño y afecto, que todo lo hará del mejor modo que le sea posible para nuestro alivio y regalo. No ha faltado tampoco este día la comunicación entre unos y otros de todas las embarcaciones, y aunque con algún secreto he sabido con seguridad que en este puerto se ha agregado otro novicio a los que vienen de Santander. Este es el H. José Martínez104, que es natural de este mismo puerto. Siguió este joven hacia Santander, aun después que fueron despojados en Palència de la sotana. Pero habiendo llegado a entender por el camino que toda la Provincia se había de juntar en El Ferrol, y más temiendo no encontrar ya en Santander a los padres, se desprendió de los otros novicios y se vino como pudo a su casa. Y ahora ha logrado reunirse otra vez a la Provincia, y seguirnos al destierro. Día 22 de mayo Todo, según parece, está pronto y dispuesto para salir al mar y emprender la navegación hacia Italia, como deseamos todos y no menos nosotros que los oficiales y marineros; pero falta un viento favorable, y éste no sabemos cuándo vendrá. Entre tanto, y habiendo visto y observado bien este navio, y estoy por decir estudiado hasta poder formar si fuera necesario una pintura o descripción de él no del todo despreciable, nos do de doctor en la Universidad de esta última ciudad. Falleció el 27 de enero de 17S4, en el exilio. 104. José Martínez era natural de El Ferrol, donde nació el 27 de febrero de 1748. Novicio del Colegio de Palència, fue uno de los firmantes del memorial que los novicios enviaron a España solicitando pensión tras la extinción de la Compañía en 1773. El R Luengo le dedicó una pequeña biografía tras su muerte en 1780, que puede consultarse en el Diario, t. XIV, pp. 31-38. 158

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divertiremos en explicar la manera con que nos hemos colocado para hacer esta navegación y lo haremos de tal modo que, los que han visto navios, la comprendan fácilmente y los que no los han visto nunca formen lo menos una idea de la estrechez y opresión en que estamos. En lo último, o parte del navio que se llama popa, hay tres buenas piezas o salas, una sobre otra perfectamente. La más alta de todas es la cámara del Capitán103, en que vive él solo, y sirve para comer la oficialidad, y la del medio se llama de los oficiales, porque alrededor de ellos tienen sus camarotes o aposentillos; y la más profunda es la Santa Bárbara, en la que tienen las municiones de guerra, y viven algunos artilleros. Desde estas tres salas hasta la proa del navio hay tres como tránsitos bastante largos, el de arriba desde la cámara del Capitán al descubierto en donde nadie vive. Los otros dos, que corren hasta la proa del navio, desde la cámara de en medio y la Santa Bárbara, están cubiertos y en ellos estamos colocados nosotros en esta forma. Han retirado a la bodega los cañones de uno y otro lado en el pedazo de tránsito desde la Santa Bárbara hasta el árbol mayor, y aquí han hecho una división de tablas, dejando para los marineros una gran pieza desde el palo o árbol mayor hasta la proa, y otra, como de once varas en cuadro, para nosotros, desde el palo mayor hasta la Santa Bárbara; y ésta la dividieron después en dos, y quedaron dos aposentos, de once varas de largo, y de anchos como unas cinco a seis. En cada uno de los lados o bandas han formado dos series o filas de catres o sepulturas de tablas, una encima de la otra, y con ellas han llenado de manera los dichos aposentos que no han dejado más que un senderillo estrecho, en que no caben dos a un tiempo, para entrar y salir de las sepulturas. Cada una de éstas es algo más de dos varas de larga, de ancha cinco cuartas cortas, y lo mismo o poco más de altas, contando no solamente el costado que forma la tabla sino también el aire que queda libre para cada una; y así, ni los que están en la fila u orden inferior se pueden sentar francamente sobre su cama, porque tropiezan con las tablas del orden supe105, Por tratarse de un navio de guerra, su grado era el de comandante. 159

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rior, ni los de éste, porque dan con la cabeza en el techo del navio. En un rinconcito o esconce que hay entre los dos aposentos, y como debajo de una escalera, se ha formado un oratorio en que se han dicho algunas misas. Ciento diez vamos acomodados al modo dicho en los dos aposentos que han formado desde el palo mayor hasta la Santa Bárbara. En esta pieza, que está bastante embarazada con cañones y otras cosas, van solamente unos treinta y dos y con menos estrechez que los otros. Unos veinte tienen sus camas sobre sus tarimas, o catres en el mismo piso o pavimento de la pieza, unidas y pegadas entre él de manera que sólo se ha dejado desocupado algún otro senderito para el paso y comunicación; las otras dos tienen sus colchones en el aire colgados de cordeles y no hay más de esta manera porque lo impide la caña del timón del navio que, con su movimiento de un lado a otro, cuando se va caminando, forma dentro de la misma Santa Bárbara un semicírculo muy grande. Los que restan hasta los doscientos están en parte del tránsito que corre desde la cámara del medio hasta la proa, unos en sus tarimas muy arrimadas sobre el piso y otros en colchones colgados en el aire106. Todos estamos malísimamente, en suma estrechez y opresión, como se puede entender por lo que se acaba de decir; pero peor que todos los de los dos aposentos bajos y menos mal que los otros, los que están en este tránsito alto, pues al fin tienen algo más de oreo y desahogo. Este es el modo con que vamos distribuidos y colocados en este navio de guerra de «San Juan Nepomuceno» los doscientos jesuitas que hemos entrado en él, y con poca diferencia del mismo modo van todos los demás en el otro navio de guerra y en las embarcaciones mercantiles. Situación a la verdad más miserable y más incómoda de lo que se puede figurar quien no haya entrado en navio. Pero, ¿cómo, dirán algunos de

106. Cuando el P. Luengo detalla los colchones se refiere a los coys, es decir: trozos rectangulares de lona que, colgados de sus cuatro puntas, servían de cama a bordo y que eran normalmente utilizados por toda la marinería. Cuando no se usaban para descansar, se colocaban en cubierta hechos unos ovillos y pegados unos a otros, a modo de apoyo para hacer fuego y para que sirvieran de parapeto. 160

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éstos, siendo una nave de guerra una máquina tan grande, tan espaciosa y tan capaz no se nos ha dado más sitio para nuestra habitación? ¿Y dónde se han de meter centenares de hombres entre oficiales, soldados y marineros que vienen aquí con nosotros? ¿Dónde decenas de bueyes, piaras casi de carneros, centenares y acaso millares de corrales, o pipas de treinta y cuarenta cántaros de agua y vino, y tanto género de cosas y provisiones que llenarían una gran plaza si se sacasen fuera? Acaso pudiéramos tener alguna queja de que nos hayan metido a doscientos en un navio; pero habiendo de ser en tan grande número, no es fácil que podamos estar con mayor comodidad y desahogo. Día 23 de mayo Ha ido llegando estos días algún otro de los que habían quedado en los colegios de La Coruña; han venido el P. Velasco y el H. Pórtela, y así ha quedado solamente allí el P. Esteban Romero. Ha venido también el H. Procurador de Monterrey; pero no sé que hayan llegando de Orense y Pontevedra los hermanos Procuradores Orbiso I07 y Lanciego108. Según esto, en cuanto yo he podido averiguar, sólo quedan por ver tres jesuitas, que son los dichos, de los que vivíamos en Galicia. A estos se deben añadir otros dos de los que vinieron de otras partes que se quedan en este puerto. Uno es el P. Bernardino Caraveo109, hombre ya muy anciano y con muchos ayes, que vi107. Francisco Orbiso era procurador del colegio de Orense y moriría en 1768 cerca de Bolonia. 108. Anselmo Lanciego era procurador del colegio de Pontevedra, llegó a Ajaccio el 22 de marzo de 1768. Tenía dos hermanos, Basilio y Toribio, pertenecientes también a la Provincia de Castilla y era primo de Ignacio Echauz, procurador en el colegio de Santander. Hacia 1771 vivían los cuatro en Genova y todos ellos habían dejado la Compañía. 109. Bernardino Carabeo era sacerdote en el colegio de Oviedo, había nacido el 21 de mayo de 1690 en Villafranca del Bierzo. Llegó a Córcega con los procuradores de los colegios en noviembre de 1767, en Bolonia vivió en la casa Fangarezzi. Fue profesor de Campomanes en Oviedo y cuando se pidió al fiscal permiso para que este anciano no abandonara España contestó: «\Caraveo!, el primero de todos ha de ir ese diablol», falleció en Bolonia el 31 de marzo de 1771. 161

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vía en Oviedo. El otro es el P. Pedro Peñalosa uo, que a sus muchos años e indisposiciones junta no pequeños principios de escorbuto, que es un mal contagioso y de mucho peligro en la mar. Todo, según se ve, está pronto y dispuesto para la partida y el viento, que nos faltaba, nos ha venido esta tarde, habiéndose levantado un aire muy bueno entre Oriente y Nordeste y es el más a propósito para salir de este puerto y para caminar los primeros días de nuestra navegación. Con esta novedad, toda la gente, los oficiales y nosotros nos hemos alegrado mucho, y no se habla de otra cosa que de la marcha que tocamos ya con la mano. Día 24 de mayo Día del glorioso San Juan Francisco de Regis. El viento de Nordeste, que se levantó ayer tarde, se ha conservado toda la noche, y amanecimos con él esta mañana. Y así muy temprano tiró cañonazo de leva, como dicen los marinos, el navio de guerra de «San Genaro», que es la Nave Capitana o Comandanta de toda la escuadra o convoy111. Toda la gente se puso al instante en movimiento y sólo se pensó en trabajar con diligencia en todas las embarcaciones, subiendo a ellas las barcas y falúas, preparando las velas y sacando las áncoras. Y habiendo proseguido la Nave Comandanta dando las señales acostumbradas, a las ocho en punto de la mañana de este día veinticuatro de mayo de este año mil setecientos sesenta y siete, empeza-

110. Pedro Peñalosa nació en Segovia el 11 enero de 1692. Había sido maestro de Teología, Prefecto de los estudios mayores del colegio de Segovia y traductor de obras sobre el Sagrado Corazón del francés. Llegó a Calvi con los procuradores de los colegios en noviembre de 1767, viajando desde Segovia a Santander, desde ahí por mar a El Ferrol y desde este puerto por tierra a Cartagena, desde donde embarcó con rumbo a Córcega; tradujo una obra sobre la devoción al Sagrado Corazón, la del P. Croiset. Murió el 5 de octubre de 1772 a causa de un escorbuto que ya se le había declarado en España antes del destierro. En A.G.S., Marina, leg. 724, se encuentra la certificación médica que certifica esta enfermedad del P. Peñalosa en 1767 y recomienda que no efectúe el viaje al destierro. 111. El navio «San Genaro» fue construido, como el «San Juan Nepomuceno», en 1766, y también iba armado con 74 cañones, se hundió en 1805 en la batalla de Trafalgar. 162

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mos a caminar, saliendo finalmente de España, nuestra patria, y de los dominios de Su Majestad Católica, en cumplimiento del destierro a que se nos condena, sin saber cuándo se nos permitirá volver a verla, ni de nuestro destino otra cosa que el que nos llevan a Italia. En esta sensibilísima y dolorosísima partida no hay otro consuelo que el solidísimo del testimonio de nuestra inocencia, y la segurísima confianza de que es igualmente poderoso Jesucristo en la mar que en la tierra, en Italia que en España y en todas las otras partes del mundo. El orden de salir del puerto y de caminar es del modo siguiente. Delante de todas las embarcaciones, o en la vanguardia, va el navio de guerra «San Genaro», que es la Comandanta de todas, porque su Capitán D. Diego de Argote es más antiguo que el Capitán del otro navio. En el medio o centro van las seis embarcaciones mercantiles, y en el último lugar o retaguardia va nuestro navio «San Juan Nepomuceno», mandado por el Capitán D. José Beanes112. El viento se ha mantenido todo el día del mismo lado, y es tan favorable, especialmente después que salimos fuera de las puntas de tierra o cabos, dejando a la mano izquierda la famosa Torre de Hércules, que se puede decir que es de popa, y el mismo es oportunísimo hasta doblar el cabo de San Vicente. Con un viento en popa y bastante vivo ya se deja entender que hemos caminado mucho y hubiéramos caminado mucho más, si los navios de guerra no se fueran acomodando y atemperando a las otras embarcaciones, que no pueden caminar tanto como ellos113. ¿Y cómo podré yo explicar aquí el miserabilísimo estado en que se han hallado y se hallan todavía casi todos los que vinieron de La Corana, que casi no habían entrado hasta hoy en la mar y aún muchos de los otros que vinieron de otras partes? Todos éstos se han mareado terriblemente, que casi es tanto a 112. José Díaz Veañes. En GIMÉNEZ LÓPEZ, E.: op. cit., 1993, p. 593. 113. Las embarcaciones que salieron el día 24 de mayo de El Ferrol, con un total de 652 jesuítas, fueron: dos navios de guerra, el «San Genaro» y el «San Juan Nepomuceno», una fragata sueca llamada «Pedro Orenchíold», una urca holandesa «La Posta del Mar», una fragata vasca «La Victoria» y tres paquebotes, el «San Miguel», «San Joaquín» y «San José». En GIMÉNEZ LÓPEZ, E., op. cit., 1993, p. 612 (168). 163

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primera vista, como llegar a padecer agonías mortales y casi las ansias de la muerte. ¡Qué espectáculo!, ver a tantos hombres tirados por los rincones del navio, arrojados sobre sus camas sin oírse por todas partes más que suspiros, ayes y lamentos, ansias, arcadas y golpes de vómito violentísimos con unos dolores y convulsiones tan grandes que parece se les arranca el alma. Los oficiales y marineros animan y consuelan a todos la primera vez que navegan y que en pocos días se pasan. Entre tanto se padece mucho, y la mayor parte no ha probado un bocado en todo el día. Yo no lo he pasado tan mal porque, siguiendo el consejo de algunos oficiales, me he esforzado a conservarme al aire en lo alto del navio, a dar mis paseos por él, sin acobardarme, ni desistir de mi empeño, aunque todo, cielo, tierra, aguas y navio se me andaban alrededor y se me turbaba mucho la cabeza y andaba como un borracho. Día 25 de mayo En la noche ha habido no pocos trabajos como se deja entender, habiendo tantos que no pueden reposar por el mareo y que impiden no poco el reposo de los demás. El viento se ha conservado toda ella, y hemos caminado bien y pasado el cabo de Finisterre; pero, con asombro de todos, hemos amanecido tan en alta mar que apenas, y sólo confusamente, se descubría la tierra. Nos hallamos solos con nuestro navio sin ver por lado ninguno alguna de las otras embarcaciones. Mandó el Capitán que se parase el navio atravesándole o poniéndole de costado al viento, que es una postura muy violenta y muy incómoda para los pobres que están mareados. Empezó entonces nuestro navio a disparar cañonazos y al ruido de ellos se le fueron acercando hasta poderlas hablar y dar las órdenes tres de las embarcaciones mercantiles del convoy, es a saber, la brea holandesa, la fragata turca, y uno de los paquebotes; y hecha esta diligencia, sin verse por parte ninguna, ni el «San Genaro» ni las otras embarcaciones, empezamos a caminar poniéndonos, como dicen los marinos, a camino o a rumbo hacia eso del mediodía, habiendo perdido toda la mañana. 164

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No dejamos de conocer nosotros y nos confirman en nuestro modo de pensar algunos oficiales, aunque con mucho secreto, que todo esto ha sucedido así, por proyecto formado por nuestro Capitán Beanes, de acuerdo con los Patrones de las tres embarcaciones mercantiles, antes de salir de El Ferrol; y la causa de haber tramado este enredo no puede haber sido otra que no gustar de ir sujeto y dependiente del Capitán Argote y deleitarse mucho en hacer él de Comandante; pues si no fuera proyecto formado de antemano, se hubiera sido muy fácil seguir al navio de «San Genaro», que llevaba un gran farol en la popa; y más habiendo sido el viento toda la noche seguido e igual, y aunque vivo, nada violento ni impetuoso. Y la grande solicitud que mostró nuestro Capitán con recoger las tres embarcaciones dichas, sin cuidarse nada de las otras, es prueba evidente de que estaba de acuerdo con ellas en que se separarían del «San Genaro» e irían en su compañía; y por la razón contraria supone que las otras tres van siguiendo al dicho navio. El viento se ha conservado del mismo modo toda la tarde y se ha caminado muy bien. Día 28 de mayo Estos dos días pasados veintiséis y veintisiete nos ha favorecido también el viento Nordeste, y hemos caminado tanto, aunque nuestro navio se va deteniendo por aguardar a las tres embarcaciones que lleva bajo de su escolta, que esta mañana doblamos el cabo de San Vicente a tanta altura de mar, que apenas se descubría la tierra. Y así hemos caminado en tres días y medio, como unas doscientas leguas que echan desde El Ferrol hasta doblar el dicho cabo. No hemos descubierto en todos estos días al navio «San Genaro», ni a ninguna de las otras embarcaciones, no hemos tenido noticia alguna de ellas; pues una embarcación que encontramos ayer, y es la única que hemos visto desde que salimos de El Ferrol, no quiso responder a las preguntas que se le hicieron por este navio, aunque, según dicen los marinos, la costumbre y leyes de mar piden que la embarcación menor se sujete en alguna manera a la más grande y la haga algún obse165

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quio y responda a las preguntas que se le hagan. La dicha embarcación era un paquebote mercantil de los Jorges (que así llaman nuestros oficiales a los Ingleses) y estuvo tan atrevido, que a la descortesía de no hacer obsequio ninguno al navio de guerra, ni responder a sus preguntas, añadió el insulto de pasar por delante de su proa y casi debajo de ella, que dicen, es una injuria muy grande. Por lo menos, varios de los oficiales montaron en cólera y pidieron al Capitán que se le hiciese fuego, de lo que éste se excusó, aunque estaba también muy alarmado, por no causarnos molestia a nosotros. Muchos de los que se marearon han vuelto ya sobre sí y están buenos y alegres, y solamente algún otro se halla todavía en mal estado. Día 29 de mayo Esta noche se paró el viento Nordeste, que tanto nos ha favorecido hasta ahora, y en esto hemos tenido una gran fortuna y felicidad; pues doblado el cabo de San Vicente mudamos en gran parte de rumbo y el viento, que hasta aquí ha sido oportunísimo, empezaría a ser casi contrario o por lo menos poco favorable. En efecto, desde El Ferrol hasta el cabo de San Vicente hemos llevado la proa mirando entre mediodía y poniente, a Sudoeste y ahora empezamos a llevarla entre Mediodía y Oriente, a Sudeste. Nos mantuvimos en calma hasta las cinco de la tarde, que se levantó de buen lado un vientecito fresco y con él nos pusimos a la entrada del estrecho de Gibraltar. Pero, acercándose la noche, tuvieron por conveniente dejar el paso del estrecho para mañana, y así viraron de bordo, como aquí se dice, y es hacer dar media vuelta al navio y sólo se trata de no apartarnos mucho del estrecho, pero no de ir adelante. Esta tarde misma se descubrió una nave bastante abultada, la que nos trajo por una parte alguna diversión y por otra una grandísima molestia. Sospechó el Capitán y algunos oficiales que fuese algún corsario de moros y aún me inclino a que lo creyeron; pues no pudieron disimular en el semblante que se habían inmutado o de cólera o de miedo. Sólo esto era bastante para que muchos pusilánimes entre nosotros se llena166

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sen de terror; pero esto no fue más que empezar. Mandó el Capitán que se hiciese zafarrancho, que es decir que se preparase el navio y todas las demás cosas necesarias para entrar en combate. Se señaló su sitio a todos, al oficial, al artillero, al soldado, al marinero y al grumete, y entre los muchos oficios que señalaron uno fue el de arrastra muertos y heridos; se abrió la Santa Bárbara, se sacaron cartuchos, se desembarazó todo el navio y se cargaron con bala los cañones; en fin, se hizo todo lo necesario y conveniente para entrar de un momento a otro en batalla. Estaba el navio en esta ocasión tan limpio, tan exento y tan desembarazado que, desde lo más retirado de la popa hasta la proa misma, no se descubría en una distancia tan grande otra cosa que cañones, balas, y otros pertrechos militares. Todo esto para muchos de nosotros fue una diversión gustosa, pero no se logró sin la molestia de muchos, especialmente, en la Santa Bárbara y en las baterías del medio, de ver tiradas y trastornadas sus camas, sus baúles y todas sus cosas y sin otra mayor que alcanzó también a muchos, de que sus colchas, mantas, manteos y otra ropa en montón y confusamente fueron puestas en una grande red, que rodea todo el castillo o toldilla, para que sirviesen a los soldados como de trinchera contra las balas del enemigo. La embarcación era una nave gruesa de comercio de los ingleses, como ella misma lo dijo, habiéndose acercado a nosotros. Día 30 de mayo Esta mañana amanecimos con viento contrario y bastante recio y así no se pensaba en otra cosa que en no volver atrás bordeando de un lado a otro. Pero duró poco este trabajo pues a las cuatro de la tarde se nos puso el viento de Sudoeste que, aunque no es en popa, es bastante bueno para el rumbo que llevamos. Con él antes de acabarse el día nos pusimos muy cerca del estrecho y a las diez de la noche para pasarle con más seguridad y sin riesgo, se nos puso enteramente de popa, y muy blando y suave que es lo que se podía desear. A la hora regular se fueron todos a recoger, pero otro amigo y yo nos quedamos arriba para ver cómo pasábamos el estrecho. De las diez 167

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a las doce de la noche fue el tiempo más crítico; y entonces estaba pronta toda la tripulación, cuando en otras ocasiones la mitad solamente está de guardia y la otra mitad descansando; y los oficiales, hasta el mismo Capitán, todos estaban ocupados, repartidos por los costados y proa del navio. En aquellas dos horas hubo un silencio profundísimo sin oírse siquiera escupir a un hombre y sólo se oyó alguna otra palabra en orden al gobierno y dirección del navio; pero a eso de las doce de la noche repentinamente prorrumpieron todos en alegres vivas y pálmeteos, como que entonces puntualmente acabábamos de salir del estrecho y entrábamos en el Mediterráneo. Las embarcaciones que siguen a nuestro navio pasaron el estrecho con igual felicidad que nosotros y en la misma hora. Día 31 de mayo Cuando nos levantamos esta mañana ya estábamos algunas leguas dentro del Mediterráneo, y así no hemos podido ver ni a Gibraltar ni a Ceuta y de la África solamente hemos visto a Tánger, antes de entrar en el estrecho y a Tetuán, en mucha distancia desde donde estamos ahora. Al ver que hemos pasado el estrecho de noche muchos creen que el no haberle pasado, la noche del veintinueve, no fue por miedo de algún peligro sino por temor de nuestro Capitán de que por ventura le estaría aguardando del otro lado del estrecho e] Capitán Argote, y huye en cuanto puede de encontrarse con él. Al amanecer de este día, el viento de Poniente u Oeste, que mientras pasamos el estrecho como entonces nos hacía al caso, había sido blando y suave, se arreció mucho y nos ha durado en la misma fuerza todo el día y así hemos caminado grandemente.

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Junio Día 2 de junio Todo el día de ayer se conservó con bastante fuerza el viento de poniente, que es en popa, según el rumbo que ahora llevamos y así caminamos tanto que, habiendo pasado a Málaga, Almería, doblado el cabo de Gata, nos hallábamos al anochecer casi enfrente de Cartagena. Hoy nos ha favorecido también el mismo viento y como a media mañana montamos el cabo de Palos. Desde este cabo se pueden tomar dos rumbos muy diferentes para ir al puerto de Civitavecchia, en donde debemos desembarcar. Uno es sobre las costas de España y Francia, dejando a mano derecha las islas de Menorca, Mallorca, Cerdeña y Córcega, y metiéndose después entre esta última isla y el continente de Italia arribar por aquella parte a Civitavecchia. El segundo es arrancar en derechura desde este cabo como si hubiéramos de ir a Ñapóles o Sicilia, dejando a mano derecha la África y a la izquierda todas las dichas islas y después de montar la Cerdeña, dejarnos caer en Civitavecchia. Se sacaron públicamente muchos mapas y derroteros, se vio y observó todo, se habló y disputó mucho sobre el caso diciendo también nosotros lo que se nos ofrecía, y al cabo se resolvió seguir el segundo principalmente por estas dos razones. Primera, porque si bien el primero es algo más corto está muy lleno de islas pequeñas, y no deja de haber algún peligro; o por lo menos no es tan seguro como e l otro, en el cual todo es mar ancho y abierto sin islas algunas. La segunda, porque habiendo tantas islas hay necesariamente más cabos que montar, que en el otro rumbo, en el que solamente hay que montar la Cerdeña; a lo que se añadió también que el piloto mayor de este navio no es práctico del Mediterráneo, y por tanto no entraba con gusto en caminar, entre tantas islas. Otra razón que ninguno daba es, a mi juicio, la que principalmente ha determinado a nuestro Capitán a seguir el dicho rumbo y ésta es el no encontrarse con el «San Genaro» que, todos suponen, va por el otro rumbo; porque el Sr. Argote, que mandó muchos años los 169

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jabeques114 de corso contra los moros, sí es muy práctico de estos mares y no teme caminar entre las islas. Nuestro Capitán Beanes se halla grandemente y se complace mucho mandando en jefe toda esta escuadrita o convoy. Y esta, su sensible y palpable complacencia, juntamente con los tres sucesos de haber abandonado el rumbo el primer día de navegación, de haberse detenido sin necesidad alguna en pasar el estrecho y de haber escogido ahora este rumbo, por donde no va ciertamente el Sr. Argote, demuestran que antes de salir de El Ferrol formó el proyecto de separarse en la navegación del navio de «San Genaro». Día 4 de junio Aunque se conservó ayer el viento del mismo lado, fue muy flojo y endeble, y así no se caminó gran cosa. Del mismo modo prosiguió hasta esta mañana a eso de las nueve que, repentinamente y sin haber sido observado, vino sobre nosotros un nublado o tempestad. No fue muy grande, pero como vino impensadamente y empezó a correr un viento impetuoso y a caer una lluvia copiosa, estando el navio muy cargado de velas, pudo ser de algún peligro y de cierto fue de grandísimo trabajo para los marineros y oficiales. Estos salieron todos a cielo descubierto, recibiendo sobre sí toda la lluvia, para animar con su ejemplo a los marineros que, con increíble fatiga sin reparar ni en viento ni en agua, recogieron o amainaron todas las velas, menos una pequeña que llaman velacho y está en el palo trinquete, que es el más inmediato a la proa. Con esto se salió enteramente de cuidado y siendo en popa el aire de la tempestad se caminó con él velocísimamente, y lo mejor fue que, aunque algo más templado, se mantuvo de aquella parte y nos ha durado todo el día. Día 5 de junio Duró también hoy el mismo viento que ayer, aunque no ha sido tan vivo y con tanta fuerza; y con él caminamos muy 114. Embarcaciones costaneras de tres palos, con velas latinas que, en ocasiones, podían navegar también a remo. 170

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bien toda la mañana, y lo mismo hubiera sido por la tarde si no nos la hubiera hecho perder casi toda la fragata sueca, que es una de las embarcaciones de nuestro convoy. Pero, después de medio día, se observó que se quedaba muy atrás la fragata sueca, y reparando un poco más en ello se conoció que estaba parada. Se paró entonces nuestro navio atravesándose al viento, puso varias banderas y tiró algún otro cañonazo; y todas estas cosas, según las instrucciones que tienen de antemano, eran señales con las que se la mandaba que caminase y se acercase al navio. Pero, por más que se la llamaba, ella se estaba inmoble y entonces resolvió nuestro Capitán que fuésemos a buscarla del mejor modo que se pudiese, aunque era el viento contrario. íbamos caminando hacia ella y se notó que había puesto bandera de socorro, con lo que en el navio se dobló la diligencia en caminar y todos entramos en miedo de alguna grande desgracia, o de peligro de perderse la embarcación. Ya estábamos sobre la fragata, habiendo caminado hacia atrás con viento contrario como unas tres leguas, cuando ella misma nos sacó del susto habiendo empezado a caminar hacia nosotros. Y preguntado el Patrón o Capitán en qué había consistido aquella tardanza, respondió que se le habían roto ciertas drizas de una de las gavias, que son los palos de que cuelgan las velas. Ya eran las cinco de la tarde cuando volvimos la proa hacia nuestro rumbo y, habiendo aflojado mucho el viento, apenas pudimos ganar antes de la noche lo que perdimos caminando hacia atrás. Es tanto lo que nos detienen estas embarcaciones del convoy, ya porque no son tan veleras como nuestro navio y ya por alguna cosilla, que la sucede a la una o a la otra, que si hubiera venido sólo el «Nepomuceno» estaríamos ya en Civitavecchia. Día 6 de junio No se ha caminado mucho durante la noche porque aunque el viento ha sido favorable era muy flojo. Del mismo modo ha estado esta mañana y se caminaba lo que se podía. Serían como las nueve cuando los marineros que van de guardia, en las cofas de los palos, avisaron que se veía tierra por la 171

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proa, la que a juicio de todos no puede ser otra que la isla de Cerdeña. Nos alegramos mucho con esta noticia, porque desde el día dos, en que perdimos de vista por la popa las costas de España, no habiendo descubierto ni a la derecha la costa de África, ni a la izquierda isla ninguna, no habíamos visto más que cielo y agua. Día 7 de junio Al mismo hacerse ayer de noche se puso el viento algo vivo, pero duró muy poco, y volvió otra vez a ponerse endeble como había estado todo el día. No obstante, lo que se ha caminado esta noche ha bastado para descubrir con bastante distinción la isla de Cerdeña; y según parece a la vista, y asegura un oficial que ha andado por estos mares, estamos enfrente de Cagliari, capital de la dicha isla, como a diez o doce leguas de distancia. El viento ha sido muy flojo todo el día; pero con todo esto se ha caminado alguna cosa, dirigiéndonos a tomar la altura conveniente para montar esta isla por la parte más oriental de ella. Esta tarde hemos tenido una diversión muy gustosa y tanto más que ha sido sin molestia alguna de nuestra parte, si no es que algunos demasiado pusilánimes y tímidos hayan entrado en algún miedo. Desde la mañana de este día empezaron algunos oficiales a observar con mucho cuidado una embarcación que, muy temprano, se dejó ver sobre las costas de la Cerdeña. Entre el día han ido notando, con mucha curiosidad, que ha mudado muchas veces de rumbo y de dirección sin necesidad alguna, o por mejor decir que no lleva rumbo ninguno y que está en la mar sin empeño de ir a ninguna parte. De aquí infirieron todos que, necesariamente, era algún corsario de la África. Por la tarde, como dos horas antes de anochecer, se nos puso a nuestra proa en distancia de unas tres o cuatro leguas. Enfadado entonces el Capitán de los movimientos extravagantes de esta embarcación dio orden de perseguirla y dar la caza para descubrir si era corsario de moros. Comenzaron a echar velas al navio y fueron tantas las que extendieron, de las cuales varias no se habían visto hasta ahora, que llegaron a veintinue172

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ve o a treinta. Iba con tantas velas el navio tan hermoso, tan hinchado, tan majestuoso, y así se puede decir tan ufano y tan soberbio, que era un gusto el mirarle. No había más que un soplillo muy delicado de viento, y con él a fuerza de tantas velas se caminaba, bravamente y dos horas de día más eran bastantes para alcanzar al corsario, no obstante que echó a huir con toda diligencia, luego que conoció el empeño de nuestro navio en perseguirle, con lo cual se confirmaron de nuevo, en que era embarcación de moros. Pero la noche se acercaba y había no poco peligro en conservar el navio tan cargado de velas y verosímilmente sería todo inútil, pudiendo perderla fácilmente de vista faltando la luz del día y no convenía tampoco dejar abandonadas en tanta distancia las embarcaciones del convoy. Por todas estas razones se desistió del empeño, se amainaron muchas de las velas, se detuvo el navio a esperar las otras embarcaciones y se acabó nuestra diversión y gusto. Día 8 de junio Por la noche se adelantó muy poco porque, aunque no dejó de haber algún viento, el navio más que en caminar pensó en cubrir y proteger a las otras embarcaciones, procurando tenerlas siempre muy cerca de sí por miedo de que el corsario de moros, con el beneficio de la obscuridad, se acercase y arrebatase alguna de ellas. Y en efecto, aseguran que durante la noche se dejó ver el corsario desde el navio; pero no pudo hacer ni aun intentar cosa alguna por estar las embarcaciones al otro costado del navio. Con el día se acabó del todo el viento y hemos estado en una calma perfecta, y el navio y las demás embarcaciones tan paradas e inmobles como si fueran casas fabricadas en tierra. Día 9 de junio Hasta las doce, de este día nueve, estuvimos inmobles en una calma perfecta; pero desde el mediodía empezó a correr un vientecito vivo y muy favorable, con el cual se caminó bellamente y pudimos finalmente montar el cabo más oriental de 173

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la Cerdeña que parece se llame cabo Taboiaro aunque otros le dan otro nombre115. Día 10 de junio Por la noche calmó el viento, y así nos convenía que sucediese; pues montada ya la Cerdeña, debemos mudar de rumbo y llevar la proa casi a Norte, habiéndola traído hasta ahora mirando hacia Oriente. Con el amanecer de este día nos entró un aire muy bueno y oportunísimo para el nuevo rumbo, que ahora llevamos, y así se caminó tan bien todo el día que antes de la noche habíamos perdido de vista a la Cerdeña dejándola casi a popa. Día 13 de junio La noche del diez al once cesó enteramente el viento y la mañana del dicho día once se nos levantó un aire casi de todo contrario, y se ha conservado del mismo modo hasta la tarde de este día trece en que vamos. Con todo esto bordeando de un lado a otro siempre se ha ido ganando alguna cosa. Y hoy al mediodía gritaron con mucho contento y alegría los marineros que van de centinela en las cofas de los árboles, «tierra, tierra por la proa»; la que no puede ser otra que la Italia y, por la tarde ya llegamos nosotros a descubrirla desde abajo, con lo que se ha alegrado mucho la gente viéndose tan cerca del término de su viaje. Por la tarde se dobló un poco el viento hacia poniente y llevando la proa un poco más hacia Oriente, aunque no era en popa, se ha caminado bastante bien sin necesitar de dar bordes a un lado y a otro. Día 14 de junio Domingo de la Santísima Trinidad. Como a eso de las nueve de la mañana nos entró un viento Sudeste bastante vivo y no era del todo malo por habernos inclinado ayer hacia Oriente algo más de lo que convenía para arribar a nuestro término, 115. Probablemente se reñere al cabo Carbonara, al sudeste de Cerdeña.

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obligados del viento de poniente. Se ha hecho en el navio fuerza de vela con todo el empeño posible, y así se logró a las cuatro de la tarde de este día catorce, domingo de la Santísima Trinidad echar áncora en alta mar, como a una legua de Civitavecchia, después de veintiún días y ocho horas de viaje, habiendo salido del puerto de El Ferrol el día veinticuatro del mes pasado de mayo a las ocho de la mañana. Navegación felicísima en cuanto al tiempo que se ha tardado y de la cual, según hablan estos señores marinos, habrá pocos ejemplares, especialmente viniendo en escuadra o convoy, y siendo preciso atemperarse a la más pesada de todas y que haya muchas casualidades o desgracias que hagan perder mucho tiempo. A la verdad, el viaje que hemos hecho en veintiún días desde El Ferrol hasta este puerto de Civitavecchia es no menos que de setecientas leguas y no de un mar ancho, abierto y seguido, sino doblando tantos cabos y puntas que hemos venido a formar en nuestra ruta las tres partes de un círculo y así, cada tres o cuatro días, mudábamos de rumbo y necesitábamos de nuevos aires y hemos tenido la felicidad, de lo que damos las gracias al Señor, que nos hayan venido casi tan oportunamente como si las tuviéramos en nuestra mano. Las otras embarcaciones supieron también aprovecharse del mismo viento y antes de la noche todas estaban ancoradas alrededor de nuestro navio. Luego que se aseguró el navio mandó el Capitán que se tirase un cañonazo, con el cual se pedía a la ciudad un práctico del puerto, y al mismo tiempo se pretendía tomar lengua y las noticias convenientes para nuestro desembarco. Al anochecer llegó de la ciudad, en una barca, una persona de buen porte que después supimos que es el Cónsul de España en Civitavecchia116. Sin decir cosa ninguna, ni a nosotros ni a los oficiales, se entró en la cámara del Capitán en donde estuvieron los dos a la puerta cerrada un largo rato estando, entre tanto nos-

116. Se trataba de José Pucitá que fue cónsul en Civitavecchia desde 1765 hasta 1802. Agradecemos estos datos al profesor Pradeils Nadal que nos facilitó su obra: Diplomacia y comercio. La expansión consular española en el siglo XVIII, Univ. de Alicante - Inst. «Juan Gil-Albert», Alicante, 1992. Sobre el consulado de Civitavecchia véase pp. 127-132. 175

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otros, con no poca aprehensión y sobresalto sobre el asunto de esta misteriosa comisión. Se volvió a Civitavecchia el Cónsul y entonces nos dijo el Capitán que el objeto de su venida ha sido el intimarle un orden del Señor Azpuru, Auditor de Rota, y Ministro interino de España en la Corte Romana, de que por cuanto el Papa no permite desembarcar a los jesuitas en sus Estados, vaya a un puerto cómodo y seguro de la isla de Córcega y espere en él nuevos órdenes de la Corte de Madrid117. Mucho más que si estas palabras del Capitán hubieran sido un horrible y espantoso trueno acompañado de muchos rayos y centellas, quedaron al oírlas generalmente todos confusos, atónitos y pálidos, cubiertos de luto y de tristeza y causó entre nosotros esta tristísima nueva una consternación, una congoja y desconsuelo tan grande, tan general, cual no la había visto nunca en todos los trabajos y desgracias pasadas. Después de mes y medio de continua inquietud y sobresalto y después de una navegación, aunque no larga, llena de incomodidades y miserias, como se dirá más adelante, nos mirábamos en el término de todas nuestras desdichas, estábamos en el puerto mismo, prontos a poner el pie en tierra, no deseábamos otra cosa que salir del mar y del poder de España, establecernos en Italia como pudiésemos y pasar una vida tranquila y sosegada, ai abrigo y protección de la Santa Sede, mientras el cielo no mejorase las horas. Con estos pensamientos estábamos rebosando gozo y alegría, no pensábamos en otra cosa que en prepararnos para salir a tierra y algunos tenían ya liada su cama y dispuestos sus ajuárenlos. Y en este momento y en es117. No fue ese el destino de los exiliados, el hecho de que los jesuitas españoles no fueran aceptados por Clemente XIII en los Estados Pontificios se ha entendido como una medida protectora del Papa hacia la Compañía, intentando presionar a Carlos III para que se retractara de la medida expulsatoria y aceptara que volvieran los jesuitas a su patria. Nada más lejos de las intenciones del monarca Borbón y mucho menos de las de sus ministros, que no se amedrentaron ante la negativa papal y desembarcaron a los expulsos en las conflictivas costas corsas después de aceleradas negociaciones con Genova, que regía la isla -enfrentándose en aquellos momentos a la sublevación de los independentistas corsos-, y con Francia que prestaba ayuda armamentística a los genoveses. Sobre las relaciones diplomáticas que se mantuvieron en este sentido véase, G I M É N E Z LÓPEZ, E. y MARTÍNEZ GOMIS, M., op. cit.,

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ta disposición de ánimo se nos intima resuelta y absolutamente que el Papa no nos quiere en sus Estados. No se debe extrañar mucho, a vista de esto, que a la no esperada nueva de una cosa tan extraña, tan grande y necesariamente de trabajosísimas consecuencias para nosotros, fuese tan extraordinaria y tan general la turbación y terror entre nosotros. A la cosa en sí misma terrible añadían algunos nueva odiosidad y terror con sus tristes y funestas reflexiones. Que los príncipes y cortes, decían muchos, nos persigan, nos destierren y nos cubran de oprobio se puede llevar todo en paciencia y alegría, viéndonos protegidos y amparados del Sumo Pontífice, pero que el Papa mismo, que el Vicario de Jesucristo, también muestre poco aprecio y desestima de nosotros, nos desampare y abandone, esta es una cosa terribilísima y más señalable de lo que se puede explicar con palabras. Otros ponderaban con mucha vehemencia los trabajos y miserias de esta vida de mar, que cada día serán forzosamente mayores. Algunos se confundían viendo la incertidumbre de nuestra suerte. ¿Qué vendrá a ser de nosotros?, clamaban éstos. ¿En dónde vendremos a parar y qué harán al cabo de nosotros? Y por desgracia, no dejó de haber algún otro que se explicó en tales términos como que se podía temer, que nos arrojasen una noche en una playa desierta, nos degollasen a todos o tuviésemos otro fin lamentable. En este doloroso tumulto y en medio de ser la turbación tan grande, todos, con cristiana resignación y humildad, bajaban su cabeza y sujetaban su cuello a los decretos y voluntad del Señor, veneraban profundamente sus soberanos juicios y besaban humildemente la mano que tan en lo vivo nos hiere. Y no faltaban algunos, aunque en la realidad eran pocos, que tuviesen en este terrible trance un momento de pensar sublime, generoso y aun heroico. En nuestra causa, decían estos, no menos en España que en Francia y Portugal, se ha despreciado enteramente la potestad sagrada del Papa, prendiéndonos, desterrándonos y apoderándose de todas nuestras cosas, sin que ella haya entrado para nada. Y ahora, queriendo casi por fuerza la Corte de Madrid meter en los Estados de Su Santidad tres o cuatro mil vasallos suyos, a quienes destierra por inquietos y revoltosos, se tira a ultrajar también la soberanía de 177

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los sumos pontífices, que en sus dominios son reyes tan absolutos como los de Francia y España en los suyos. ¿Se ha visto jamás que un Rey de España, Francia o Inglaterra se hayan metido unos a otros algunos millares de vasallos, de quienes quieren deshacerse por creer que son perjudiciales a sus reinos? Pues ¿qué razón puede haber justa para hacer esta violencia e insulto al Romano Pontífice? Es pues justísima la resistencia del Papa a recibirnos en sus Estados, sin que se deba ni aún presumir que esta determinación ha nacido de poco aprecio y estimación de nosotros, sino precisamente de un justo y razonable empeño en sostener los fueros incontrastables de su soberanía118. Y es también razón que nosotros nos ofrezcamos de buen ánimo a padecer los trabajos que nos pueden resultar de esta repulsa del Papa, por no ver tan abatida, tan ultrajada y pisada tan villanamente, después de su sagrada potestad, su soberanía también. Con esta reflexión tan bella, con otras de consuelo que hacían otros y, principalmente con la gracia y socorro del cielo volverá ciertamente a restablecerse presto entre nosotros aquella santa intrepidez e inocente alegría, que nos ha acompañado desde el primer momento de nuestra desgracia y ahora se ha turbado con esta no esperada novedad, y a vista de ella luego se nos ha venido a todos a la memoria lo que llegó a nuestra noticia, aún estando en la reclusión de nuestro Colegio de La Coruña, conviene a saber, que el Papa no nos quería recibir en sus Estados y que por esta causa se había desistido del empeño de nuestro embarco. Parece pues evidente que ya se sabía en la Corte de Madrid, que el Papa no nos quería recibir en sus Estados cuando se nos 118. Precisamente, esa defensa del poder pontificio, avalada con el cuarto voto que profesaban los jesuítas -de obediciencia al Papa-, fue la causa política en que alimentó el enfrentamiento de estos religiosos con los defensores de los poderes regios: los regalistas. Véase, EGIDO, T., «El regalismo y las relaciones Iglesia-Estado en el siglo XVIII» en Historia de la Iglesia en España, vol. IV, La Iglesia en la España de los siglos XVII y XVIII, B.A.C., Madrid, 1979, pp. 123-249; y «El Regalismo», Iglesia, Sociedad y Estado en España, Francia e Italia (Siglos XVIII al XX), Instituto de Cultura «Juan Gil-Albert», Alicante, 1992, pp. 193-217. MESTRE, A., «Las necesarias y cambiantes relaciones Iglesia-Estado», Iglesia, Sociedad y Estado en España, Francia e Italia, (siglos XVIII al XX), Instituto de Cultura «Juan Gil-Albert», Alicante, 1991, pp. 541-549. 178

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hizo salir de El Ferrol y acaso también de los otros puertos. ¿Puede haber mayor crueldad y barbarie que echarnos al mar sin saber qué han de hacer de nosotros, ni en qué rincón del mundo nos han de dejar? El tiempo irá descubriendo necesariamente estos tratos y negociaciones u9 . Día 15 de junio No menos anoche que esta mañana se han dejado ver alrededor de este navio, y de las otras embarcaciones del convoy, muchos barcos pequeños de Givitavecchia, que tratan muchas cosillas que vender y especialmente verdura, frutas, limones y tabaco de hoja, de lo cual compraban los marineros aunque con mucha cautela, porque aunque no sea tan bueno como el de España no les cuesta más que una peseta la libra, cuando allá vale treinta y dos reales y medio. De estas gentes que han venido en estos barcos hemos sabido tres cosas. La primera, que han estado ya aquí sucesivamente los convoyes de las tres Provincias de Aragón, Andalucía y Toledo; y que de todos ellos no desembarcó más que algún otro jesuíta que venía enfermo y se le recibió en la ciudad. La segunda, que en la plaza está toda la artillería montada y dispuesta, y que se tiene por cierto en la ciudad que se haría fuego si intentaran desembarcarnos por fuerza. Cosa terribilísima por cierto, que yo no acabo de 119. «Mientras que los cuatro convoyes navegaban por el Mediterráneo ajenos a lo que sucedía, en Roma la noticia de una posible ruptura con España, como había acontecido en 1709, se había extendido rápidamente. La negativa del Papa al desembarco fue un duro revés al prestigio de la Monarquía, a cuyos ministros les estallaba entre las manos un inesperach problema, en el que el tiempo jugaba en su contra aceleradamente. El mismo embajador Azpuru se encontraba en una posición delicada, pues se hallaba sin nuevas órdenes de Madrid. Mientras éstas llegaban, el embajador remitió una carta a Tanucci, en Ñapóles, solicitándole consejo sobre cómo actuaren esa tesitura. En su respuesta, Tanucci expresaba sus dudas sobre que, llegado el momento, se negara efectivamente el desembarco, pero ante tal eventualidad había que descartar absolutamente la posibilidad de un regreso de los jesuítas a España por el bien del "servicio y decoro del Rey", y que era preferible desembarcarlos en alguna playa de los Estados Pontificios, o bien en el Piombino, o en la isla de Elba. Buen conocedor de los intríngulis de la política, Tanucci terminaba aconsejando a Azpuru que se entrevistara con el embajador francés, una vía, la de Francia, que pronto se mostraría como una tabla de salvación», en GIMÉNEZ LÓPEZ, E., op. cit., 1992, pp. 44-45. 179

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creer que sucediese aunque intentaran desembarcarnos violentamente; pues no es lo mismo dar orden de que se haga y esparcir, que se piensa en ello, que ejecutarlo, si llegara el caso efectivamente. Pero al fin, si así llegase a suceder sería de parte de Roma una justa defensa, y de parte de los españoles un insolente atrevimiento y una tiranía. La tercera y última, que la cosecha de este año, que está para cogerse, es muy corta y que viene sobre otras dos igualmente malas y escasas; y así que hay en toda esta tierra grande carestía y se padece mucha hambre, y aun hay sus temores de alguna peste y epidemia; y que en público se dice que esta es la causa principal de no querer el Papa recibirnos en sus Estados. De la suma carestía en que se halla este país vi yo con mis ojos una prueba evidente que me llenó de asombro y aun de horror. A mi presencia vendió un soldado de este navio una porción de bizcocho o galleta bien negra, y fatal, y casi toda reducida a rebojos y mendruguillos, a uno de los que venían en los barcos de la ciudad y éste se la pagó a dieciséis cuartos la libra, que es decir, a cuarenta cuartos el cuartal, o las cuarenta onzas de Castilla; precio tan subido y exorbitante que apenas llegó a la mitad de él el pan bueno de Castilla en los miserabilísimos años de cincuenta y dos y cincuenta y tres. Quién sabe si habiendo tanta hambre en el país, y pudiendo seguirse a ella la peste, es un beneficio muy estimable del Señor el que no nos reciba en él. Pensaba nuestro Capitán detenerse delante de Civitavecchia algún otro día y esperar a que llegase el «San Genaro» con su convoy que allí no se ha dejado ver. Pero, por causa de una pequeña tempestad, que nos vino esta mañana a las ocho, habiendo algún peligro en estar parados, y más sobre una áncora sola, se levantó ésta con la diligencia posible y empezamos a caminar. Por tanto, habiendo visto solamente desde lejos a Civitavecchia no puedo decir otra cosa de esta ciudad sino que parece pequeña; que se descubre una batería buena a la entrada del puerto y un castillo cerca y que hacia el mar presenta fábricas buenas, y hace una buena vista. La tempestad vino del Sur o mediodía con alguna inclinación hacia el Este o el oriente, y así era el aire bastante bueno para caminar al rumbo 180

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que ahora llevamos, que es hacia poniente, teniendo a mano derecha y a poca distancia la costa de Italia. Aun pasada la tempestad quedó el viento del mismo lado y con bastante fuerza, y caminamos tan bellamente que a las cinco de la tarde nos hallamos a la boca del puerto de Santo Stefano, distante de Civitavecchia como unas veinte leguas. Nuestro Capitán D. José de Beanes, que tiene tanto gusto y vanidad en hacer de Jefe y Comandante, hizo poner en el palo mayor el gallardete Real, y otro menor en él como si fuera a entrar en Cádiz o en El Ferrol al frente de una escuadra de veinte navios de línea. Pero, apenas montamos la punta oriental del puerto se descubrió en él al navio «San Genaro» y nuestro Capitán tuvo el sonrojo y confusión de hacer retirar, con disimulo sus gallardetes y entró el navio con sola la bandera regular de la popa. Las embarcaciones de nuestro convoy se han quedado tan atrasadas que, no pudiendo entrar en el puerto antes de la noche, lo dejarán para mañana. Día 16 de junio El navio de «San Genaro», Comandante de todo el convoy de nuestra Provincia, que está en este puerto de Santo Stefano con las tres embarcaciones que le siguieron, al cual no habíamos visto desde el primer día que salimos de El Ferrol, ha hecho efectivamente su viaje como en nuestro navio se suponía, sobre las costas de España y Francia, y momentos después la Córcega y, arrimándose a la costa de Italia, hubiera llegado a Civitavecchia casi al mismo tiempo que nosotros, por el otro rumbo y llevando el mismo camino que hemos traído nosotros desde aquella ciudad a este puerto. Pero el haber avistado al convoy de Andalucía, que está también aquí, y haber sabido de su Comandante, que el Papa no permitía desembarcar a los jesuítas en sus Estados, determinó al Sr. Argote a entrarse en este puerto, sin llegar a Civitavecchia, y en él echó áncoras con todas las embarcaciones de su convoy, sin haber tenido desgracia ninguna en todo su viaje. Con mucho disgusto nuestro vimos esta mañana muy temprano levantar áncoras y salir del puerto al convoy de la 181

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Provincia de Andalucía, sin haber tenido tiempo para ver aquellos padres, saludarlos, e informarnos de algún modo de sus cosas. Pero bien presto tuvimos el gusto de que habiéndole faltado un poco de aire de tierra, con que salió al mar, volvió a entrar en el puerto y ancorarse. Y aunque no se puede esperar de nuestros comandantes que nos permitan salir a tierra ni a un lugarcito que tenemos delante, no han tenido dificultad en permitirnos que comuniquemos entre nosotros, aun con los padres de Andalucía, y así se ha gastado el día alegremente en hacer visitas y recibirlas, yendo muchos a las embarcaciones de los padres andaluces y viniendo muchos de ellos a las nuestras. Y en especial a este navio en que yo estoy por venir con el P. José Francisco de Isla, y tener estos padres un deseo muy grande de ver y conocer personalmente a este hombre famoso. En nuestras conversaciones con los padres andaluces ya se entiende, aunque no se diga, que el principal asunto es contarnos nuestras cosas, nuestros arrestos y viajes y cien sucesos particulares, que les han acompañado; animarnos y consolarnos mutuamente en nuestro miserable estado; y me parece que puedo asegurar, sin mucho peligro de engañarme, que el gustoso y festivo bullicio de este día, por este feliz encuentro con los padres andaluces, ha hecho desaparecer del semblante y corazón de todos aquella tristeza y pesadumbre que nos causó la infausta nueva de que el Papa no nos recibía en sus Estados. Sería cosa importantísima referir aquí en particular sucesos y casos pertenecientes a esta Provincia, aunque he oído muchos bien extraños y singulares, no pudiendo faltar en ella alguno y aun muchos que las escriban todos con exactitud y verdad120 y especialmente que sin entrar en este empeño ten-

120. Sobre los diarios que escribieron los jesuítas andaluces podemos señalar el de Alonso Pérez de Valdivia, catedrático de Teología del colegio de Jaén en el momento de la expulsión, que constató su exilio en dos obras: Comentarios para la historia del destierro, navegación y establecimiento en Italia de los jesuítas andaluces, y un compendio del anterior. Este fue uno de los escritos que un jesuíta secularizado, el P. Vargas-Machuca, solicitó refutar al conde de Aranda en abril de 1773 por considerarlo injurioso contra el rey y sus ministros. Tradujo, solamente, la primera parte del diario del P Pérez, pero Vargas afirmaba, en su in182

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go no pocas cosas que escribir. Por tanto me contento con decir en general que he tenido un consuelo y gozo muy grande reconociendo, por las muchas cosas que he oído, que en los arrestos, viajes y trabajos de esta Provincia ha reinado generalmente en todos el mismo espíritu que en la nuestra, esto es, no se ha visto otra cosa que resignación cristiana, ánimo, esfuerzo e intrepidez, viniéndose muchos, que no estaban en los colegios, por sí mismos a las cadenas y mostrando un grande empeño los novicios en seguir a los padres, aunque solamente han venido unos cuatro o cinco, y una santa, inocente y apacible alegría. Esta uniformidad de sentimientos en diversas y apartadas Provincias prueba evidentemente que en todas partes hay el testimonio fiel de la conciencia, que no nos reprende de delitos por los cuales merezca la Compañía de Jesús española ser tratada de un modo tan cruel y tan inhumano. traducción, que conocía la existencia de muchos más tomos manuscritos por este jesuíta. El P. Pérez escribió, asimismo, unas Memorias para los Comentarios del destierro que resulta un compendio de la obra anterior. Otro de los expulsos y provincial de esta provincia andaluza, Rafael de Córdoba escribió la Relación inédita del destierro de los padres jesuítas de Andalucía en 1767, que acaba el día dos de mayo en el puerto de Jerez, advirtiendo que quedaron en tierra treinta sujetos, enfermos o ancianos, y escribe: «víctimas de una horrible inquietud. Hablará por nosotros uno de ellos», tras estas letras aparece una copia del diario del P. Tienda, profesor de Filosofía del colegio de San Hermenegildo de Sevilla en 1767, titulado Diario de la navegación de los jesuítas de la Provincia de Andalucía desde el Puerto de Santa María y Málaga hasta Civitavecchia. También escribió una brevísima narración el P. Marcos Cano, sacerdote del mismo colegio sevillano el Viaje de los últimos jesuítas andaluces y descripción de Ajaccio. Señalaremos por último, relativo a la Provincia de Andalucía, dos manuscritos, uno inédito, titulado Diario breve de la navegación a Italia y otro escrito por Diego Tienda. El primero es un sintético cuaderno de bitácora, realizado durante la navegación desde el Puerto de Santa María, en mayo de 1767, hasta su desembarco en Calvi, el 14 de julio. El segundo, el Diario de la navegación de los jesuítas de la Provincia de Andalucía desde el Puerto de Santa María y Málaga hasta Civitavecchia, que escribió el P. Tienda, es un escrito que, ha sido estudiado por los profesores Enrique GIMÉNEZ y Mario MARTÍNEZ en su artículo: «Los diarios del exilio de los jesuítas de la Provincia de Andalucía», en Revista de Historia Moderna, Anales de la Universidad de Alicante, 13-14, Alicante, 1995, pp. 211254 y, posteriormente, por José A. FERRER BENIMELI, «Aproximación al viaje de los jesuítas expulsos desde España a Córcega», El mundo Hispánico en el siglo de las luces, Ed. Complutense, Madrid, 1996, pp, 605-622. Sobre la localización de estos escritos y algunos comentarios al respecto véase FERNÁNDEZ ARRILLAGA, I., op. cit., 2000. 183

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Las muchas cosas que tenemos que escribir nos las han comunicado los mismos padres andaluces que, como Roma no está lejos, desde que llegaron a este país han tenido tiempo para escribir a dicha ciudad y recibir de ella cartas. Algunas de éstas he podido leer y de las otras he oído hablar a personas que las han visto. Y así no tengo la menor duda de que las cosas que voy a decir se hallan en dichas cartas, aunque no es fácil tener la misma seguridad de que todas sean ciertas, según en ellas se refieren. En lo que no hay que dudar es que este P. Provincial de Andalucía121 ha recibido carta de nuestro R. P. General m que se reduce, a lo menos en cuanto de ella se sabe, a animarlos y consolarlos en sus trabajos y desgracias a todos los de la Provincià y a encargar apretadamente al mismo Provincial el cuidado de la educación de la juventud en el país en que nos establezcamos, y que se procure que tenga alguna comodidad para proseguir con sus estudios. Es muy creíble que la misma carta se haya escrito a los Provinciales de Toledo y Aragón, y con el tiempo al nuestro de Castilla. En cartas del P. Montes123, Asistente de España, que es andaluz de nación y en otras de otros españoles, que están en Roma, se refieren las cosas siguientes. Primera, que no hay palabras con que explicar la consternación que causó en todos los 121. El provincial de Andalucía entonces era Fernando Gamero, que residía en el colegio de San Pablo de Granada. Había nacido en Osuna el 23 de mayo de 1698. Durante el exilio estuvo viviendo en Ravena y murió en Rímini el 26 de octubre de 1775. 122. El general de la Compañía en 1767 era Lorenzo Ricci. El P. Luengo escribió una pequeña biografía sobre este sacerdote que se conserva en su Diario, t. VII, pp. 330 y ss. 123. El P. Francisco Montes pertenecía a la Provincia de Castilla, pero residía en Roma, donde era el responsable de la Asistencia de España. Sus cartas tuvieron un importantísimo ascendente en los expulsos pues, además de animarlos en todo momento y mantenerlos informados y conectados a sus máximos superiores, supo hacerles recomendaciones de considerable importancia; les advirtió, por ejemplo, que bajo ningún concepto dejasen sus pensiones bajo la custodia de los jesuítas boloñeses, de los que desconfiaba sobremanera dado el pésimo trato que habían dado a sus hermanos desterrados de Portugal años antes. El P. Montes, al poco de extinguirse la Compañía, fue detenido y confinado en el castillo de Sant Angelo. Luengo comenta estos hechos y da algunos datos sobre su carácter en el t. VII de su Diario. Dos años más tarde sería puesto en libertad, falleciendo en 1783. 184

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jesuítas de Roma, y en todos sus apasionados, y el pasmo y asombro en toda la ciudad, la noticia de nuestro arresto y destierro de España, comunicada a Su Santidad en carta del Rey Católico, la que se extendió bien presto por toda aquella Corte. Segunda que, en el día mismo que llegó esta estrepitosa nueva, se retiraron enteramente del trato con los jesuítas todos los españoles que hay en Roma, y muchos italianos que tienen particular conexión o dependencia de la Corte de Madrid o de Ñapóles; y entre estos uno ha sido el duque de Sora, de apellido Buoncompagni124, cuya familia por muchos años ha servido con coche a los Generales de la Compañía, y el presente se ha retirado de hacer este obsequio al P. General Ricci, aunque lo ha hecho de muy buen modo obligado de la necesidad por las conexiones que tiene con las cortes de Madrid y Ñapóles, y los jesuítas no se han ofendido de esta determinación del duque de Sora, especialmente habiendo tenido el gusto de que el mismo día se ofrecía a servir con coche al P. General otro caballero romano que, si no me engaña la memoria y me equivoco, ha de ser el príncipe Rospigliosi. Tercera, que el Papa encargó al Cardenal Torriggiani125, Secretario de Estado, la respuesta a la carta del Rey Católico, en que le había dado parte de su determinación de enviar a los 124. Ignacio Buoncompagni, duque de Sora, pertenecía a una familia romana que, hasta 1767, había permanecido muy cercana a la Compañía. Cuando, en 1769, Buoncompagni fue elegido vicelegado en Bolonia, mantuvo una estrecha relación con los jesuítas de procedencia noble. A Ignacio Ossorio, provincial de Castilla durante los primeros años del exilio, lo tuvo siempre informado sobre las novedades que le llegaban de Roma. En 1779 se le destinó a la legacía boloñesa y regresó a Roma cinco años más tarde. En 1785, pasó a cubrir la Secretaría de Estado, tras la muerte de Pallavicini, dejando en Bolonia a Archetti como legado. Antes de salir de Bolonia hacia Roma escribió una carta de despedida al P. Francisco Javier Idiáquez. 125. Luis María Torriggiani, secretario de Estado romano hasta 1768, era un hombre muy inclinado hacia la Compañía, como dejó claro al ayudar a los jesuítas portugueses que llegaron a los Estados Pontificios tras la expulsión de su país. Torrigiani mantenía una fiel amistad con el general Lorenzo Ricci, del que era paisano y había sido su confesor; Luengo refiere que se encontraba al lado de Ricci cuando a éste le intimaron el breve de extinción. En 1775 fue nombrado Secretario de la Inquisición y, dos años más tarde, moría a la edad de 80 años. 185

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jesuitas a Italia, y que Su Santidad templó y suavizó algunas expresiones de la respuesta del Secretario y así se despachó a la Corte de Madrid. Pero que aun temiendo Su Santidad que aquella carta podía exasperar el ánimo del Rey, envió con otra posta más diligente otra carta más moderada y más tierna, ordenando que la primera no se entregase. Cuarta, que se cree que Su Santidad ha escrito a los cardenales de España, empeñándoles y conjurándoles de todos los modos posibles para que hablen a Su Majestad Católica a favor de la Compañía, y le desengañen en los puntos en que puede haber sido sorprendido y engañado. Quinta, que el Santo Padre, como es de un corazón tierno y compasivo, y ama ciertamente la Compañía, estaba muy inclinado a recibirnos en sus Estados, como recibió siete años ha a los jesuitas portugueses, pero que halló tanta resistencia en la mayor parte de los cardenales, habiendo propuesto la cosa en un Consistorio, que tomó la determinación de no admitirnos y de ella se dio prontamente parte a la Corte de Madrid. Sexta, que los motivos de que principalmente se valieron los cardenales, y más que todos el Secretario de Estado Torriggiani, para disuadir al Papa que nos recibiese en sus dominios, son los cuatro siguientes, según se habla y se cree en Roma. Primero, el hacer presente a Su Santidad que la resolución de la Corte de España de desterrar a los jesuitas de sus dominios y enviarlos al Estado de la Iglesia, sin haber precedido ni consentimiento ni aun noticia de Su Santidad, es no solamente contra su autoridad como Sumo Pontífice, sino también contra su Soberanía como príncipe en sus Estados. Segundo, el representar al Santo Padre que, si ahora admitía a los españoles, se puede temer que mañana le quieran enviar también los jesuitas napolitanos y acaso también los franceses; y hecho este ejemplar con los jesuitas cualquier príncipe que se disguste con estos o aquellos regulares le parecerá que tiene derecho de enviárselos al Papa a sus Estados. Tercero, el hacer entrar al Sumo Pontífice en algún recelo de que la pensión que se nos ha señalado en España no sea efectiva y corriente o por lo menos de que hay gran peligro que se nos retire al primer disgusto que Su Santidad o los jesuitas españoles den a la Cor186

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te de Madrid, o ésta juzgue que se le dan, y en tal caso se verá en la dura necesidad de mantener a los jesuitas o de verlos morir a sus ojos de hambre y de miseria126. El cuarto y último, el hacerle observar al Santo Padre el estado miserabilísimo del país, y la suma carestía de granos, y que cuatro o cinco mil hombres de nuevo en el Estado en tales circunstancias pueden ser gravoso al Estado, de notable perjuicio. A la verdad, aunque no haya habido otras causas de no recibirnos en el Estado Eclesiástico que estas cuatro, que se dicen públicamente y todos pueden conocer que son ciertas, ellas son bastantes para tener por razonable y por justa la determinación de Su Santidad de no admitirnos, y no tenemos justo motivo de queja, aunque nos sea muy sensible y se nos sigan de aquí necesariamente muchas miserias, trabajos y desastres. Séptima, que en Roma se habla mucho de mostrar tesón, pecho y fortaleza apostólica en nuestra causa; y que, a juzgar por las cosas venideras, por el presente semblante, espíritu e intrepidez de aquella Corte, no se puede dudar que se llegará a los extremos que se echará la mano aun de remedios violentos, y se hará uso de las terribles armas de la Iglesia. Grandes cosas nos faltan que ver en nuestra ruinosa tragedia. Octava, que luego que llegó a Ñapóles la noticia del destierro de los jesuitas de España, suponiendo que se hará bien presto lo mismo con los napolitanos, habían acudido a nuestros colegios todos aquellos a quienes se debía alguna cosa, pidien126. La Pragmática Sanción de expulsión, como ya hemos visto, otorgaba el beneficio de una pensión vitalicia a todos los jesuitas profesos y legos; esta gracia fue otorgada por Carlos III ante el temor que tenían sus ministros de que el Papa sustentase el rechazo a recibir a los jesuitas en sus Estados por no poder mantenerlos. La pensión no fue sólo un pago trimestral, más o menos puntual, sino que esta retribución se convertiría en uno de los métodos más eficaces de control de los jesuitas en el exilio. En reiteradas ocasiones, amenazando con no cobrar la pensión, se restringió la movilidad de los expulsos, se les impuso una residencia y un tipo de vida determinada y se moldearon sus intenciones. Pero, también se utilizó la pensión como acicate, premiando a los jesuitas que Madrid consideraba que estaban realizando una buena labor en defensa de los intereses españoles; en estos casos, que ciertamente fueron pocos, se doblaba o triplicaba la cantidad de dinero que solían recibir. El tema de la pensión está perfectamente explicado en E G I D O , T., «La expulsión de los jesuitas de España», Historia de la Iglesia en España, vol. IV, Madrid, 1979, p. 753 y ss. 187

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do ejecutivamente que se les pagase y que, para satisfacer a todos prontamente, se habrán vendido algunas alhajas de las iglesias m. Nona, que se habla también en Roma de vender alguna plata de aquellas iglesias para quitar algunas deudas que se contrajeron, o censos que se tomaron, al arribo de los jesuítas portugueses a aquella ciudad m. Décima, que estos pobres jesuítas de Portugal, que serán en el día como unos ochocientos, quedan enteramente abandonados, y sin otro amparo que la Providencia del Señor, en cuyas manos se ponen con mucho fervor y espíritu; pues, por una parte, les faltan con nuestro destierro de España, las grandes limosnas que recibían de la Asistencia Española y, por otra, se han retirado de socorrerles, por motivos que no expresan, algunas provincias de Alemania y de Polonia129. Undécima, que está señalado para tener Congregación de Ritos, en la causa de beatificación del Venerable hermano Alonso Rodríguez 13°, este viernes inmediato a la octava del Corpus.

127. Sobre la situación en Ñapóles en aquel momento véase: BATLLORI, M., «LOS jesuítas en tiempos de Carlos de Borbón y de Tanucci», Archivum Historicum Societatis lesu, n° 116, Roma, diciembre 1989, pp 354-371. 128. La situación de los jesuítas lusos era especialmente difícil ya que no contaban con ninguna ayuda económica procedente de su país. Ahora bien, Luengo aseguraba que Clemente XIII, al tener que recibir a estos jesuítas tras su expulsión en 1759, comunicó al general de la Compañía que se pasaría una limosna de unos cuatro o cinco mil escudos por la Reverenda Cámara para auxilio de los jesuítas lusos. La entrega de esa limosna estuvo vigente hasta finales de 1772, momento en que Clemente XIV envió una notificación al P. Ricci informándole de que a partir de ese momento se anulaba dicha ayuda para los jesuítas de Portugal. Sobre éste tema: MILLER, S., Op. Cit, 1978. CAEIRO, J., op. cit., 1991. GIMÉNEZ LÓPEZ, E., «Portugal y España ante la extinción de los jesuítas», Coloquio Internacional «Los jesuítas españoles expulsos: su contribución al saber sobre el mundo hispánico en la Europa del siglo XVIII», Berlín, 1-10 de abril de 1999. 129. Nota al margen del P. Luengo: «Acaso por lo que se dice en la página 531 se entenderá que hubo equivocación en esta undécima noticia». 130. El P. Luengo conservó unas noticias sobre un milagro obrado en la isla de Madeira relacionado con una obra de este P. Rodríguez; se encuentran en la Colección de Papeles Varios, t 14, p. 43. 188

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Duodécima y última, que en Roma se tiene por cierto, que se trata con mucho calor de desembarcarnos en las ciudades marítimas de la isla de Córcega131, y que por lo que toca a la República de Genova, suyas son aquellas plazas, se cree que no tendrá mucha dificultad en permitirlo pero que es necesario también el consentimiento de la Francia, por haber en ellas guarnición francesa, y se espera que tampoco por esta parte haya muy grandes embarazos, que impidan este proyecto; sería cosa bella si, en lugar de Roma, y de la Italia a donde veníamos destinados, vamos a parar a la isla de Córcega132. Estas son las cosas más importantes que nos han contado los padres por las cartas que han recibido de Roma, dejando otras varias de no mucha importancia. Día 17 de junio Ayer y hoy han venido a nuestro navio y a las otras embarcaciones muchos barcos pequeños del lugar de Santo Stefano o San Esteban y traen muchas cosas de venta, como leche, huevos, frutas, limones y así de otras. Pero aprovechándose de nuestra necesidad nos lo venden todo a un precio muy subido, como por ejemplo un limón a cuatro o cinco cuartos, no pudiendo menos de haber mucha abundancia de estas cosas por ser un país muy benigno y templado. En esto pudiéramos tener mucha ventaja si fuéramos al mismo lugar a comprar todas estas cosas. Pero en este particular hay un sumo rigor, y ni aun quiere permitir el Sr. Argote, Comandante de todo el convoy, que se saque a tierra al H. CosíoJ33, que está enfermo de mucho peligro y morirá sin remedio, a lo que dice el cirujano si prosigue algún tiempo en la mar. 131. Véase la correspondencia entre Juan Cornejo y Juan Antonio Enriquez, comisario de provincia de Marina, sobre el destino y avituallamiento de los expulsos en su viaje a Córcega. Real Academia de la Historia (R.A.H.), 9/5949, ff. 179 a 187. 132. Obsérvese el tono irónico en esta frase de Luengo con la que pretende hacer notar la contradicción que supondría que los jesuitas no fueran admitidos en tierras pontificias y se les cobijase en una isla defendida por tropa francesa, es decir, de un país enemigo de la Compañía. 133. Juan Cosío era natural de Santander. Estaba realizando los estudios de tercer curso de Teología cuando salieron hacia el destierro, enfermando de gravedad en el «San Genaro». Moriría el 24 de julio de 1767. 189

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Más extraño es todavía que no se permite salir ni aun a los señores oficiales lo que ellos, como se deja entender, sienten mucho. Y no pudiendo haber otra causa de este rigor, pocas veces usado con los dichos señores, que el impedir que nos traigan o nos lleven algunas cartas u otras cosas, se desazonan y disgustan con nosotros, como si nosotros tuviéramos la culpa de esos rigores excesivos y más propiamente ridiculeces y extravagancias de los señores capitanes. De este navio, en cuanto yo he visto, no han salido a tierra más que el contador del navio a comprar algunas cosas, y un despensero que nos ha llevado a lavar una camisa por persona de lo que había harta necesidad. No hay tanto rigor en cuanto a impedir que entren en el navio gentes del país, y así hemos tenido algunas visitas de eclesiásticos y de oficiales de la guarnición de Orvitelo, que está aquí cerca, y aun de varios señores, que han mostrado gusto en ver el navio y han sido muy cortejados de los señores oficiales. Día 18 de junio Jueves de Corpus. Esta mañana (y no ha sido poco) se pudo conseguir el tener comunión general para todos y, aunque con algún trabajo y alguna confusión inevitable, se hizo la función felizmente en el alcázar del navio, casi todos a cielo descubierto y en presencia de toda la oficialidad y marinería. Cerca del mediodía se hizo en el lugar de Santo Stefano la procesión del Santísimo Sacramento, que nosotros estuvimos observando desde el navio con catalejos; y al mismo tiempo nuestros dos navios de guerra el «San Genaro» y «Nepomuceno» se pusieron de gala, o se empavesaron, como dicen los marineros y viene a ser adornarse vistosamente con tantas banderas y gallardetes de todas las naciones marítimas que traen consigo; pero no hicieron salva ninguna de artillería, ni dispararon un cañón. El navio de línea «La Princesa», que es la nave Comandanta del convoy de la Provincia de Andalucía, no tuvo que hacer esta ceremonia, pues se hizo a la vela esta mañana como a eso de las ocho con un viento bueno, pero no muy seguro, por 190

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ser de tierra que con él se suele levantar todos los días. Mas al fin él se ha conservado en la mar, y no ha vuelto a entrar en esta concha. Se compone este convoy de Andalucía de siete embarcaciones.. Una es el dicho navio de línea «La Princesa», en el que vienen pocos jesuitas, mandado por el Sr. Lombardón, Comandante de todo el convoy, de quien hablan poco bien estos padres, como que es un hombre duro, imperioso y violento. Otra es un miserable barco longo de Málaga, que parece sólo puede servir para hacer algún comercio sobre la costa, y es bien dudoso que su dueño se atreviese a enviarle a Civitavecchia, desde Málaga, cargado de bacalao, y con todo eso se ha juzgado a propósito para enviarle al mar lleno de jesuitas. Las otras cinco son buenas embarcaciones mercantiles, en las cuales viene casi toda la Provincia, y habiendo registrado con bastante atención dos de éstas, me atrevo a decir que vienen los padres andaluces aun con mayor estrechez y apretura que nosotros. Tampoco tardaremos nosotros mucho en partir de este puerto, si el tiempo lo permitiera; y así haremos aquí brevemente una descripción de él, aunque no tiene muchas cosas que le hagan recomendable. La concha o ensenada es inmensa y espaciosísima y caben en ella todas las escuadras de la Europa; y su fondo es excelente, pues aun es bastante para navios de línea bien cerca de tierra. A Oriente en parte y al Norte, hay una playa dilatadísima que se ve en grande distancia; a lo que parece, está cultivada bastante bien, y es ya de la Toscana; a mediodía está la entrada del puerto, muy ancha y mal defendida de un castillejo miserable. Al Oriente está el pueblo de Santo Stefano, pequeño, según nos dicen, aunque desde el navio no tiene mala vista y principalmente está habitado de" pescadores. Más allá de Santo Stefano, como a media legua, está la ciudad de Orbitelo, bien fortificada, con su Capitán General y numerosa guarnición, la cual, con el puerto Hercole, por donde se entra a Orbitelo desde el mar y otro puerto en la isla Elba, que está aquí vecina, pertenecen ahora al Rey de Ñapóles, por habérselas regalado su padre cuando heredó la corona de España, de quien eran y le podían servir de mucho, 191

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pudiendo por ellos entrar francamente en la Italia con ejército, cuando hubiese necesidad de ello. Día 19 de junio Antes de amanecer tiró nuestro Comandante dos o tres cañonazos de leva o de marcha, y así con el día empezó a caminar con un viento no malo, y la siguieron todas las embarcaciones del convoy. Nuestro navio «Nepomuceno» tardó más de dos horas en levantar sus áncoras porque se había puesto en un sitio de un fondo tan gredoso y pegajoso que, aún poniendo en uso todos los ingenios, tornos o cabrestantes, como aquí llaman, y trabajando con toda la gente, no podían acabar de hacer que se desprendiese una de las áncoras. Pero una vez invocaron en alta voz los marineros a San Francisco Javier, Príncipe de la mar como ellos dicen, al mismo hacer todos a un tiempo fuerza y empuje la sacaron felizmente y con esto resonaba todo el navio en vivas y aclamaciones a San Javier134. Empezamos a caminar con bastante diligencia para unirnos presto al convoy y llevarnos la proa hacia mediodía, dejando a Norte, por nuestra popa, la costa del continente de Italia. Poco tiempo después que salimos de Santo Stefano, se nos presentaron a la vista, a un lado y a otro, varias islas pequeñas. A mano izquierda y muy cerca del navio hemos dejado dos pequeñitas y desiertas, en las que suelen esconderse los corsarios de moros que llegan también aquí, según me dice un oficial que ha corrido todos estos mares en las galeras de Malta. A mano derecha, hemos descubierto cuatro islas, de las cuales tres, llamadas Monte Christi, San Crispin y La Planuria, me inclino a que también están desiertas, y a la última de ellas le conviene su nombre con propiedad pues es llana, igual y tan poco levantada sobre las aguas que parece a la vista una batería artificial, como el martillo de El Ferrol. La cuarta, es la de Elba, de que antes se habló, en la que además de puerto Langón, que 134. No es casual que el P. Luengo mencione aquí la veneración de los marineros a este santo; recuérdese que san Francisco Javier fue uno de los fundadores de la Compañía de Jesús, íntimo amigo de Iñigo de Loyola y uno de los primeros mártires jesuítas que murió fundando misiones en Oriente. 192

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pertenece a Ñapóles, hay otro llamado Ferrado, que es del Gran duque de Toscana. Como a las doce del día nos unimos a las embarcaciones de nuestro convoy y entonces empezó un género de desafío entre los dos navios de guerra, que nos ha hecho la tarde muy divertida; y éste ha nacido del empeño que tiene uno de estos oficiales llamado D. Antonio Ansoategui de observar y acreditar este navio «Nepomuceno», con cuanto fuere posible, el cual es el primero que ha fabricado un constructor francés, puesto en el Astillero de Guarnito por el Sr. Grimaldi, Secretario de Estado, que tiene mucho deseo que salgan bien los navios de su francés favorito. Desde luego, convienen todos los oficiales en que este navio del francés tiene dos faltas muy grandes. La primera, que la última batería tiene de alta sobre el mar menos de lo que debía tener, y así es fácil que en un combate con el mar algo alborotado se haga del todo inútil. La segunda que, llevando el lastre al modo regular y repartido por el navio, es muy pesado y no sabe caminar; y así, a fuerza de estudio y observación, han hallado un modo de cargarle el lastre, con el cual camina ligeramente y es cargándole todo a la proa; de donde resulta que al caminar mete demasiado la proa en el agua, levanta por consiguiente mucho la popa y hace una figura ridicula y difícilmente pudiera combatir en esta postura. Pero al fin es cosa de franceses y se ha de alabar, aunque no lo merezca y siga siendo interesado en ello el Secretario de Estado. Por eso, después de muchas disputas de palabra en el puerto entre los oficiales sobre cuál de los dos navios era más velero, y aun apuestas de muchos doblones, según dicen algunos, luego que se hallaron todos juntos, los echaron a correr, o por mejor decir a volar. En nuestro navio se tenía mucho cuidado en llevar la misma vela que en el otro y luego que se observaba en él algún nuevo movimiento o maniobra se ejecutaba prontamente la misma. En esto se ha pasado gustosamente la tarde y parece que caminaba más este nuestro «Nepomuceno» que el otro de «San Genaro», aunque es uno de los más veloces veleros de la Escuadra Española. 193

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Día 20 de junio Esta mañana hemos tenido la misma diversión que ayer por el desafío y disputa de los dos navios, que se ha hecho del mismo modo y con el mismo suceso. Esta fiesta duró hasta las dos de la tarde, cuando después de haber caminado como unas treinta y cinco leguas, aunque el viento nos faltó por algunas horas, nos presentamos delante de Bastia, capital de la isla de Córcega, o una de las principales ciudades de ella, y en distancia como de dos o tres leguas, sin echar áncoras, nos paramos, atravesando como acostumbran las embarcaciones al viento. Bien presto despachó el navio de «San Genaro» su falúa a la ciudad para tomar lengua y saber si habían llegado algunas órdenes de Madrid sobre nosotros, especialmente que ya se conocía que podía estar aquí el convoy de la Provincia de Aragón o de Toledo. Mientras se aguardaban noticias de la ciudad tuvimos a nuestra vista un espectáculo, a nuestro parecer bárbaro e inhumano y por lo menos de mucha dureza y crueldad. Vimos acercarse a nuestro convoy un pequeño barco de pescadores, que venía en nuestro seguimiento y alcance. Se llegó a nosotros y en él venía aquel Cónsul o Vicecónsul que, en Civitavecchia estuvo en nuestro navio, y traía consigo dos jesuítas de la Provincia de Toledo que, por enfermos, habían quedado en la dicha ciudad, en la que ha muerto otro tercero de la misma Provincia. Salió este Cónsul con estos padres, por orden que se le dio de Roma, en busca nuestra, y no habiéndonos hallado en Santo Stefano; ha venido a buscarnos a Córcega, caminando en estos viajes por lo menos cincuenta leguas y habiendo estado en la mar dos o tres noches. ¿Y no es una inhumanidad traer en semejante barco, en un viaje de tantas leguas, expuestos al sol del día y al sereno de la noche, no teniendo otra cosa para cubrirse, que un toldo miserable de lona, a unos pobres enfermos o por lo menos delicados y mal convalecidos? Todos creen que el orden de que se embarcasen estos padres no ha sido del Papa, ni de ninguno de sus ministros sino del Señor Azpuru, Ministro de España en Roma, y parece que no se pueden poner dudas en esto, siendo cierta, como lo es, una carta del 194

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dicho Señor Azpuru a nuestro Comandante Argote, que recibió éste en Santo Stefano, aunque yo entonces no tuve noticia de ella. En esta carta dice el Ministro al Comandante que, en la suposición de que jamás volverá a España llevando jesuítas en su navio, deja a su prudencia y celo escoger en la Córcega un puerto seguro, cómodo y en donde sea mejor el dispendio de la Hacienda Real, y que espere allí las órdenes de la Corte, pues aún no están vencidas todas las dificultades m en cuanto al desembarco de los jesuitas, que es lo mismo que intimó a nuestro Capitán el Cónsul en Civitavecchia. En esta carta le decía también que tomase a su bordo algunos jesuitas que, por enfermos, habían quedado en Civitavecchia. Y ésta sería la razón (y acaso se lo prohibiría el Ministro expresamente) de no permitir el Sr. Argote que se sacase a tierra al H. Cosío, como le rogaron con instancia nuestros superiores. Pues, por lo demás, hablan tan bien todos los padres de este Capitán y nos le pintan hombre tan bueno, tan compasivo y tan atento, que parece imposible que, dejado a sí mismo y no teniendo alguna prohibición, hubiese negado una cosa tan razonable y tan justa. No vinieron de la ciudad noticias algunas de importancia sobre nuestra suerte y paradero y quedamos en la misma indecisión que hasta aquí. Pero tuvimos un gusto y consuelo muy grande por haber venido a visitarnos a nuestras embarcaciones muchos padres de la Provincia de Aragón, que es la que está en este puerto. Están todos ellos muy animosos, alegres y sin pesadumbre alguna, como si nada pasara por ellos, de lo que nos hemos alegrado mucho; como ellos han tenido también gran consuelo en vernos a nosotros con el mismo esfuer-

135. Las negociaciones para que los jesuitas pudieran quedarse en Córcega fueron muy complejas y debieron realizarse con gran rapidez, ya que los jesuitas estaban embarcados, sin posibilidad de bajar a tierra en los Estados Pontificios y los comandantes de los navios españoles tenían órdenes expresas de que a España no podían regresar con ellos. «Es por la compleja situación en Córcega por lo que las negociaciones se efectuaron en Genova, por parte del cónsul ele España Juan Cornejo, en París por el embajador conde de Fuentes, y con Paoli, de manera reservadísima, por medio del propio cónsul Cornejo y del comisario de Marina en Genova Gerónimo Gnecco», en GIMÉNEZ LÓPEZ, E., op. cit., 1992, pp. 46 y 47. 195

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zo y alegría, y la causa es la misma en todos y en todas partes hay el mismo testimonio y experiencia de la inocencia de la Compañía, y ésta es la que principalmente causa la alegría y gozo en medio de tantas miserias, ignominias y trabajos. Y la misma gente de la ciudad, según dicen estos padres, reconoce y confiesa esto mismo diciendo que no pueden ser culpados unos hombres que en tal estado se hallan tan serenos, tan tranquilos y tan alegres. Ya se ve que ei tiempo que estuvimos juntos se gastó en contar mutuamente nuestras cosas, los arrestos, las prisiones y los viajes, y los sucesos más particulares que ha habido. Pero, dejando todas estas cosas, por la misma razón, por que no apunté las de la Provincia de Andalucía, me contentaré con insinuar que, a pesar de los terribles combates que tuvieron los novicios de esta Provincia, muy parecidos a los que tuvieron los de la nuestra, les han seguido dieciocho. Constancia verdaderamente heroica de estos jóvenes novicios que dará mucha gloria a la Compañía de Jesús en la historia de la presente persecución. En doce saetías catalanas, como a cuarenta en cada una, y en tres jabeques que traen también algunos jesuítas a su bordo y vienen de escolta de todo el convoy, salió esta Provincia bien presto de España; pues habiendo tenido bastantes calmas en su navegación, no obstante estuvo ya en Civitavecchia, y habiendo recibido allí la respuesta que se da a todos de esperar en un puerto de la Córcega nuevas órdenes de la Corte, ha ya veinte días que están aquí parados. En este puerto lo pasan estos padres grandemente en cuanto lo permite nuestro miserable estado. El Capitán Comandante de su convoy es D. Antonio Barceló136, que suele andar por estos mares en corso contra las embarcaciones de moros. Se hacen lenguas estos padres de la piedad y virtud de su Comandante Barceló, del. agrado, 136. Sobre Barceló: FERRARI BILLOCH, B., Barceló. Su lucha con los ingleses y piratas berberiscos, Barcelona, 1941; LLAURES, J., De cómo ingresó en la Real Armada el General Barceló (Episodios del corso marítimo del siglo X\;III), Palma de Mallorca, 1944, y El último mando del General Barceló (1790-92), en «Boletín de la Sociedad Arqueológica Luliana», XXXVI, 1946, pp. 48-82; M O R E N O E C H E a VARRÍA, J. M , Antonio Barceló. Un gran marino mallorquín, «Historia y Vida», n° 20, 1969, pp. 34-47. 196

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humanidad y buen modo con que les trata en todas las cosas, y procura su alivio y comodidad. Todos los días salen a decir misa a la ciudad todos los que quieren, y muchos de ellos van a la iglesia del Colegio de la Compañía que hay en esta ciudad, en donde son muy bien recibidos por los jesuitas italianos y en todas las demás cosas que se ofrecen les sirven y tratan muy bien y aun les han hecho sus regalitos y dado sus refrescos, en medio de estar muy pobres por la miserable situación en que se halla esta isla. La misma libertad tienen para salir a la ciudad y al campo a divertirse y dar un paseo, lo que sin duda es un alivio muy grande y cosa muy útil para no perder la salud. La ciudad que, desde donde nosotros la miramos, parece grande, bella y hermosa, no es más que una cosa mediana, según dicen estos padres, y no hay en ella magnificencia particular. En esta ciudad, según las voces que corren, han de entrar mil y seiscientos jesuitas, si llega a efectuarse nuestro desembarco en esta isla. ¿Y dónde se han de acomodar tantos hombres, estando tan llena de gente la ciudad que no cabe en ella la que hay? De esto es buena prueba que la tropa francesa, que está de guarnición en esta plaza, como en todas las demás de la isla, se ha tomado para cuarteles varios conventos pedazos de religiosos, y aun uno de monjas, y el intendente francés se ha apoderado de una parte de nuestro Colegio, que es muy buena fábrica y allí vive con toda su familia. La situación y estado de esta isla de Córcega, en donde tratan de arrojarnos, no puede ser más miserable, y está explicado en una palabra. La República de Genova no posee ya en esta isla sino las plazas marítimas fortificadas, y el país que está bajo su cañón. En todas estas plazas hay de guarnición tropa francesa y en esta ciudad de Bastía está el Comandante General de toda ella; y esta circunstancia es la causa porque la gente del país, que se ha rebelado contra la República de Genova y a vuelta de una guerra de muchos años posee ya todo lo interior de la isla, respetan las dichas plazas y no tratan de ponerlas sitio; temiendo justamente que en tal caso tendrían sobre sí un numeroso ejército de franceses. Por la razón contraria de no tener guarnición francesa en una isla no lejos del aquí, que se llama la Caprara, la han atacado los corsos con su bravo General Paoli a su fren197

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te, del cual hacen mil elogios estos padres13T, y se la han quitado a los genoveses. En unas plazas como estas, que es preciso se provean de todo por la mar, se trata de meternos a cuatro o cinco mil jesuitas. ¡Gran locura, inhumanidad y barbarie el pensar sólo en tal cosa! Deseaban mucho los padres aragoneses que nos quedásemos aquí con ellos y nosotros también gustábamos mucho de esta cosa, así por estar en su compañía como por ver que lo pasan tan bellamente. Nuestro Capitán Beanes no hallaba dificultad en darnos este gusto; y se solicitó la misma gracia del Sr. Argote, Comandante del convoy Pero este Capitán, por más que se le suplicó y se le prometió tener siempre pronto un práctico del puerto para todo lo que ocurriese, no quiso convenir en ello. Y no se puede menos de alabar de justa y razonable su determinación, pues en todo caso debe buscar un puerto seguro para los navios de guerra, y éste no lo es por no tener fondo bastante para ellos, sino a mucha distancia de la ciudad, y quedando descubiertos a todos los aires. Se pensó pues en ir a buscar un puerto mejor que este y a las cinco y media de la tarde comenzamos a caminar con la proa entre Norte y poniente y llevando a nuestra mano izquierda la costa de esta isla. Día 21 de junio Día del glorioso San Luis Gonzaga. Por la noche ha habido muy poco viento; y en esto hemos tenido fortuna por haberse vuelto contrario. En el día se ha mantenido el viento del mismo modo, y lo más que se ha podido hacer ha sido no volver atrás y, en efecto, esta tarde estábamos como ayer enfrente de Bastia, aunque en alguna mayor distancia. Como el viento era tan suave esta mañana pudimos conseguir, aunque no sin mucho trabajo, el comulgar todos a algunas misas que se di137. Pascual Paoli, General de los corsos, gozó siempre de la confianza y de todo tipo de elogios por parte de los jesuitas españoles; Luengo aseguraba en su escrito que favoreció a los andaluces y a los castellanos y hace una larga descripción del problema corso, cuando la isla cae en manos de los franceses en 1768, es en aquel momento cuando Paoli tuvo que abandonar Córcega y pasar al exilio en Inglaterra. LUENGO, M., Diario, t. III, p. 230. 198

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jeron. Más entrada la mañana se oyeron algunos tiros de cañón en la Córcega y al parecer no lejos de Bastia. Pero no siendo creíble que los corsos quieran atacar a los franceses, por la razón que antes se dijo, se presume que sea alguna salva de corsos que celebran la conquista que acaban de hacer sobre los genoveses. A lo último de esta tarde nos ha venido un viento impetuoso de Sudoeste, o entre mediodía y poniente que, aunque no es el más oportuno para nuestro viaje, basta para caminar a rumbo llevando el navio, como se dice aquí, a bolina, esto es inclinado hacia el lado opuesto al aire y con las velas atravesadas hacia un lado para poder coger el viento. Día 22 de junio Toda la noche se ha conservado el viento con la misma fuerza que ayer tarde, y se ha caminado con él mucho más de lo que era necesario para montar el cabo Corso, si el mismo viento no lo impidiera. Por tanto, luego que se hizo de día se viró de bordo, y hemos vuelto hacia Córcega por el mismo camino por donde anoche nos apartamos de ella, dejando a nuestra izquierda las islas Górgona y Capraya o Caprara, nuevamente conquistada por ios corsos. Por la tarde, conservándose el viento del mismo modo, se viró otra vez y caminando al revés que esta mañana, dejando a mano derecha las mencionadas islas, vamos caminando hacia el continente de Italia, como si hubiéramos de ir a Liorna. Con este caminar arriba y abajo se pretende no apartarse mucho de la Córcega y conservar la altura conveniente para montar e l cabo Corso, luego que se incline el viento a este o al otro lado. Una pequeña desgracia que sucedió hoy a un marinero ha sido causa de no pocos disgustos, y si dura mucho tiempo una determinación que se ha tomado por esta causa nos acarreará a nosotros mucha molestia. Al querer hacer no sé qué maniobra se rozó un marinero en una pierna con una de las maromas; y de esta desgracia se echó luego la culpa a unos jesuítas que estaban allí cerca, aunque todo era falso, como que ellos habían embarazado que se hiciese con libertad la maniobra. Montó en cólera nuestro Capitán con esta relación (lo que 199

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hace Su Señoría muy ligeramente y sin causa), y vomitó mil palabras y expresiones indignas de su persona y de su carácter, y mucho más de decirse contra sacerdotes y religiosos. La resulta del enojo y furias del Capitán fue intimarnos nuestro Superior un orden cerrado, de que, siempre que se vaya a hacer en el navio alguna maniobra, bajemos todos a los dormitorios. La ejecución de este orden nos ha sido ya hoy no poco molesta en medio de que, por haber estado el viento igual, constante y seguido, no ha habido necesidad de hacer maniobras muchas veces ¿y cómo puede dejar de ser molesto un orden en fuerza del cual, tres o cuatro veces por lo menos al día, estando ciento y cincuenta o doscientos en la toldilla, antecámara, alcázar y en el resto del navio hasta la proa, leyendo, parlando haciéndose la barba y en otras ocupaciones o diversiones semejantes, al oír el pito o flautilla del Contramaestre, que es la señal de que se va a hacer maniobra, se levanten todos dejándolo todo, echen a correr por el navio y se metan todos tumultuariamente por uno o dos agujeros? Figúrese uno que ve alrededor de un vivar ciento o doscientos conejos, tomando el sol, pastando o jugueteando unos con otros y que hallándose tan descuidados y divertidos, oyen un tiro de escopeta y huyendo cada uno por donde puede, sólo piensan todos ellos en encontrar una boca o agujero por donde meterse en su cueva. Pues esta es una vivísima representación de lo que nos sucede en este navio por esta nueva orden, cuando suena el pito del Contramaestre a hacer alguna maniobra. Cosa indecentísima tratar de esta manera y sin verdadera necesidad a tantos hombres respetables, sacerdotes y religiosos. Día 23 de junio Por la noche se caminó bien con la proa hacia el continente de Italia, como otras veces, y por la mañana fue necesario virar al instante de bordo para volvernos hacia Córcega. Durante la noche se esparció mucho el convoy y, habiendo observado dos embarcaciones que no andaban lejos y parecieron algo sospechosas, se ha andado con mucho cuidado y diligencia y este navio ha trabajado bien en reunir y cubrir a las em200

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barcaciones mercantiles. Por la tarde se han oído muchos cañonazos en un lugar de la Caprara, que tenemos muy cerca, y al anochecer se vieron muchas luminarias y fuegos artificiales. Este regocijo será, sin duda, para celebrar los corsos la conquista de aquella isla. En el día ha ido poco a poco templándose el importuno viento de Sudoeste, y por la tarde se paró del todo y queda más en calma, y al parecer con bastante altura para montar este cabo corso al primer viento que nos entre, que no sea del todo contrarío. Día 24 de junio Hasta esta mañana a las ocho hemos estado en calma y a esta hora nos vino un vientecillo de Norte y con él se hicieron algunos esfuerzos para montar el cabo corso y se hubiera logrado, ciertamente, si hubiéramos estado en dos leguas más de altura; pero por esta falta fue preciso por la tarde virar de bordo, y con la proa hacia la Italia trabajar por la noche en ganar la altura conveniente para montar este importunísimo cabo. Al principio de la noche nos faltó enteramente el viento y hasta las cuatro de la tarde de este día hemos estado en una perfectísima calma, y con el navio tan parado como si estuviera en tierra. A la dicha hora nos entró un vientecito de levante muy bello y muy oportuno para nuestra necesidad. Con él vamos caminando bellamente y con muchas esperanzas de montar presto este molestísimo cabo. Día 26 de junio Como a las diez de la noche nos faltó el viento de Oriente; pero nos volvió a entrar esta mañana a las seis, aunque tan endeble y tan flojo que apenas se movía el navio con él. No obstante, habiéndonos cogido la última calma sobre el mismo cabo, con el vientecillo de hoy, hemos logrado finalmente montar del todo esta punta de cabo corso, que tanto nos ha molestado estos días, haciéndonos gastar seis o siete en un viaje de pocas horas. En estos nueve días se ha hecho en este navio, por orden de nuestro Padre Superior, la novena del Sagrado Corazón de 201

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Jesús para alcanzar, por una parte, alivio o paciencia en los presentes trabajos y por el buen éxito de la Congregación de Ritos que se debe de haber tenido hoy en Roma, como antes se dijo en la causa de beatificación del H. Alonso Rodríguez. Y en este mismo se ha dado principio a los tres días de ejercicios que deben preceder a la renovación de los votos, que se acostumbra hacer el día de los Apóstoles San Pedro y San Pablo; y todos los ejercicios se reducen, no siendo posible otra cosa, a tener en los dormitorios media hora de lección espiritual y otra media de oración por la mañana y lo mismo por la tarde. Estos ejercicios espirituales, como también la novena de estos días, se tienen en los dichos dormitorios, por no haber otra pieza mejor, de un modo ridículo por una parte y que por necesidad hace reír a muchos, y por otra devoto, y que casi no se puede observar sin lágrimas en los ojos. Cada uno se mete en su cama o en su sepultura, porque no hay otro sitio desocupado y en ella ninguno se pone de rodillas, porque no puede; algún otro se puede sentar escondiendo la cabeza entre dos vigas del techo y los más es forzoso que estén medio echados o recostados. ¡Espectáculo tiernísimo y miserabilísimo al mismo tiempo! Día 27 de junio Una pequeña embarcación, que pasó esta noche cerca de este navio y preguntada respondió que era francesa, que venía de Antibo e iba a Bastia con pliegos de la Corte, nos ha hecho entrar en alguna esperanza de que traiga el orden para nuestro desembarco. Pero esto, como es evidente, es poco más que hablar al aire. El viento al amanecer era muy flojo; pero algunas horas después tomó bastante fuerza y caminamos con él bellamente, dejando ya atrás por la popa, un poco hacia la mano izquierda, el famoso cabo Corso, que tanto ha ejercitado nuestra paciencia, y llevando la proa por el golfo adentro de San Florencio. Una hora más que nos hubiera durado el mismo aire, hubiéramos echado áncora, como lo han hecho todas las embarcaciones de nuestro convoy, en un sitio proporcionado. Pero habiéndose parado el viento enteramente y no habiendo bastado todos los esfuerzos que se hicieron, queriendo 202

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llevar el navio a remolque con tres barcos pequeños que vienen dentro de él y se echaron al mar, y más temiendo que un viento contrarío, que se levantó bien presto, nos echara fuera del golfo, se echó áncora con treinta y cinco brazas de fondo para poder pasar aquí la noche. Día 28 de junio Amanecimos con el mismo viento contrario y, aunque no era fuerte, bastó para que fuesen inútiles todos los esfuerzos que se hicieron para llevar el navio a remolque. Pero al fin, a la mitad de la mañana cesó del todo el viento y pudieron llevar a remolque el navio a echar áncora cerca del navio de «San Genaro» y allí se reunieron todas las embarcaciones del convoy. En este mismo golfo de San Florencio está el convoy de la Provincia de Andalucía, que salió de Santo Stefano un día antes que el nuestro; y está también el convoy de la Provincia de Toledo, que es la única que no habíamos visto y de la cual diremos también alguna cosa después que nos hayamos informado. Día 29 de junio Día de los Apóstoles San Pedro y San Pablo. Aunque estamos en puerto y se ha tenido comunión de comunidad, no se creyó posible el poder renovar los votos un número tan grande de no profesos, como viene en este navio, y así prudentemente se ha suspendido hasta que nos hallemos en tierra. Hasta hoy no había sabido la muerte, en una de las embarcaciones mercantiles, del P. Tomas Gormand, que sucedió uno de los días que estuvimos trabajando para montar el cabo Corso. Era irlandés de nación y estaba como superior del Seminario de Irlandeses de Santander, cuando fueron arruinados y desterrados los jesuítas franceses vino a parar a nuestra Provincia de Castilla y vivió algunos años en nuestro Colegio de San Ignacio de Valladolid, en donde le conocí algún tiempo y me pareció un hombre muy piadoso y religioso, exacto y observante. En nuestro destierro ha seguido la suerte de nuestra Provincia, después de muchos trabajos y miserias, más sensibles para Su Reverencia que para otros muchos, por ser ya 203

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muy anciano y estar muy lleno de males, dos veces desterrado, siendo inocente y sin culpa ha muerto en la mar y ha sido sepultado en sus aguas138. Hallándose en este golfo de San Florencio y bastante reunidas tres Provincias enteras: la de Andalucía, Castilla y Toledo, y no faltándonos permiso ni una mediana comodidad para visitarnos mutuamente, no es necesario decirlo para que se entienda, que ha habido todo este día un bullicio y confusión muy grande pero muy inocente, alegre y festivo. La mayor parte de las visitas han sido a la Provincia de Toledo; así porque no la habíamos visto hasta ahora, como también por venir en ella nuestro estimado P. Francisco Javier Idiáquez, con su compañero el P. Juan Andrés Navarrete139, los cuales, desde el principio de enero en que el P. Idiáquez acabó su Provincialato de Castilla, pasaron a Madrid, a lo que yo juzgo por temores que había confusamente de malos sucesos en nuestras cosas, y habiéndoles cogido allí el arresto han seguido hasta ahora y seguirán toda la navegación a la Provincia de Toledo. No están los sujetos de ésta menos animosos y esforzados, contentos y alegres que los de las otras tres provincias. La causa es la misma en todas ellas, como antes dijimos, y así no es extraño que en todas partes se vean los mismos efectos, el mismo espíritu, la misma serenidad y constancia. Cada uno sabe de sí 138. Sobre la actividad de los jesuítas anglosajones en España recomendamos visitar el Colegio de Maynooth, en la República de Irlanda; en su Russell Library se custodia gran parte de la documentación relativa a colegios de nobles irlandeses, escoceses e ingleses de España. Estos fondos fueron depositados en el Colegio de Maynooth en 1950 y nos fueron amablemente brindados para su consulta por la encargada del archivo P. Woods; desde aquí nuestro agradecimiento. 139. Juan Andrés Navarrete fue maestro del seminario de Villagarcía y ayudante de novicios. Al dejar de ser provincial el P. Idiáquez le llevó consigo a Madrid, y en aquella ciudad fueron arrestados con los de la Provincia de Toledo en 1767; con ellos hicieron el viaje al destierro hasta Ajaccio, pasaron a Calvi para unirse con el resto de los de la Provincia de Castilla. En 1798 viajó a España y se retiró a vivir en Ortigosa de la Sierra de Cameros, donde había nacido el 21 de febrero de 1730 y donde falleció en abril de 1811. Escribió en lengua latina varios compendios de vidas de varones ilustres de la Provincia de Castilla: De viris iïlustrihus in Castella veten Socíetatem Jesu ingresis et in Italia extintis Libri II. Autore Joanne Andrea Navarrete, en Biblioteca Comunale DellArchiginnasio (Bolonia), Sign.: A-518-519. Véase también: BATLLORI, M., op. cit., 1966. 204

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que es inocente y con la misma seguridad sabe que es inocente la Compañía. Y animado con este dulcísimo testimonio de su conciencia, esforzado con el ejemplo de otros, y ayudado con la gracia del Señor, se pone en sus manos y procura estar sereno, tranquilo y alegre en los trabajos que Su Majestad le envía. Este es el espíritu que generalmente domina y se descubre fácilmente en todas las provincias; aunque en ninguna de ellas deje de haber algunos que se muestran abatidos, tristes y consternados. Hoy han tomado los señores comandantes de los convoyes de las tres provincias una providencia, que nos ha sido de mucho gusto y nos será también muy provechosa para la salud. En este nuestro navio se dio orden de comer algo más presto que otros días, y lo mismo se había hecho en las otras embarcaciones de nuestro convoy, y después de cenar entramos como unos setenta u ochenta en la lancha o barca del navio y nos sacaron a tierra. Y habiendo hecho lo mismo en las otras embarcaciones nuestras y en las de las otras, se cubrió la ribera de jesuítas y efectivamente nos hallaríamos en ella como unos novecientos o mil. Y esta es la primera vez que ponemos el pie en tierra desde que nos embarcamos en los puertos de España. Esperamos que continuarán nuestros comandantes en darnos este alivio tan gustoso y tan necesario para no perder la salud; y las señas son de que habrá muchos días en que puedan hacernos este favor, pues debe de ir algo a la larga nuestra detención en este puerto, de la cual es algún indicio el tratarse de lavarnos una camisa por persona, de lo que hay no poca necesidad. Día 30 de junio Se ha proseguido este día con el mismo empeño y calor que ayer en visitarnos mutuamente de unos navios a otros, y hemos tenido también el gusto de que hayan sacado a tierra después de cenar a un número grande de sujetos. Una y otra cosa nos es de mucho gusto y alivio y nos las conceden con franqueza los comandantes de nuestro convoy, con solas dos restricciones, justas y razonables: la primera es que ninguno 205

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entre en la plaza de San Florencio, que está en el fondo del golfo, a la que ha dado motivo el haber entrado ayer alguno otro, y haber dado sobre ello quejas el Comandante francés de dicha plaza. La segunda, que ninguno alquile barcos del país para ir de una embarcación a otra, sino que nos hemos de servir precisamente de las falúas o barcos de los navios, y en este nuestro, sin contar la lancha o barca grande, hay tres, un bote y dos serenís; y la causa de este orden puede ser el que no gastemos mucho dinero en estas cosas y también el que la libertad de ir de unas embarcaciones a otras no pare como se pudiera temer en desorden y confusión. Pudiera, si me empeñara en ello, escribir con bastante acierto y puntualidad de los sucesos del arresto y viajes de esta Provincia de Toledo, porque el P. Idiáquez y su compañero nos han informado menudamente de todo. Pero, suponiendo que no faltará en la Provincia quien lo haga con mayor individualidad y exactitud140, me contentaré con decir algunas cosas en general. En Madrid fueron arrestados todos los jesuitas a la mitad de la noche del día último de marzo al primero de abril, y esta providencia, en cuanto la intimación del destierro la mañana del día primero de abril, se extendió a los colegios cercanos a la Corte y en nuestra Provincia comprendió a los de Ávila y Segovia. Aún no había amanecido el día primero de abril y ya estaban fuera de la Corte todos los jesuitas, de camino para el puerto de Cartagena, todos ellos en calesas y coches, y bien guardados de tropa. No saben estos padres qué se ha hecho de sus novicios, pero suponen como cierto que, aquella misma mañana del día primero de abril, les quitarían a todos la ropa y les enviarían a sus casas. De Cartagena salieron bien presto para Italia, pues habiendo llegado a Civitavecchia, si bien con una navegación bas140. El mejor relato que nos ha llegado sobre los jesuitas de la Provincia de Toledo, se encuentra dentro del ya citado Memorial del P. Isla, del cual, además de la reciente edición del profesor Giménez López y de la copia que conserva el P. Luengo, ambas ya referidas, se encuentra la reproducción prologada por el P. Uñarte que se localiza en el Archivo Histórico de la Provincia Canónica de Toledo S. I. (A.H.P.C.T.S.I.), Sign.: C-230 (210). 206

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tante feliz, y habiendo recibido allí la orden que se daba a todos de venir a Córcega a esperar nuevas órdenes de la Corte, ya ha un mes que están parados en este golfo de San Florencio, y nada saben en el día de su destino, ni del nuestro. Vienen estos padres menos oprimidos y ahogados que nosotros. Las embarcaciones de su convoy son doce: diez mercantiles o de transporte, bastante capaces, y dos fragatas de guerra, que vienen escoltando todo el convoy, sin traer a su bordo más que diez o doce padres de los más autorizados. De una fragata es Capitán D. Francisco Sarabia, y de la otra es D. Francisco Vera, que al mismo tiempo es Comandante de todo el convoy; y lo ha hecho tan bien con aquellos padres desde el primer día, y siempre con la misma constancia, que no tienen palabras para explicar su agrado, su atención, su esmero en tratarlos bien en todas las cosas, y con regalo en cuanto lo permiten las circunstancias. Esta misma fortuna tienen los padres de la Provincia de Aragón con su Comandante, el piadoso D. Antonio Barceló, como se dijo los días pasados. De nuestro primer Comandante, D. Diego Argote, hablan bien los padres que vienen en el navio de «San Genaro» y aseguran que les tratan con atención, respeto y buen modo, y aun las faltas que ha habido en el trato las atribuyen, precisamente, o a una necesidad inevitable o a culpa o descuido de algunos subalternos. No podemos hablar nosotros de la misma manera de nuestro Capitán D. José Beanes, como se puede entender por lo que queda dicho, y se entenderá mejor por lo que diremos después, pero nos podemos tener por dichosos comparándonos con los padres andaluces que, en todo género de cosas, son tratados indignamente y casi brutalmente por su Capitán Lombardón. Estamos pues en este golfo de San Florencio como mil setecientos jesuítas de las tres provincias de Andalucía, Castilla y Toledo, en veintisiete embarcaciones, como otros tantos malhechores y reos de Estado, condenados a un presidio o destierro, y estamos aguardando que se encuentre algún rincón en el mundo, por malo que sea, en que tiramos y arrojarnos. Estado verdaderamente miserable y triste, y oprobio, ¡espectáculo jamás visto, espantoso y terrible, y que no se puede ver con un poco de reflexión sin que el corazón se oprima y las 207

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lágrimas se asomen a los ojos! Y más si se echa la vista hacia atrás, no más que cuatro meses y se considera a estos mismos derramados por casi toda España en honor, en crédito y empleados en los oficios y empleos más ilustres, más distinguidos, más importantes y mas útiles.

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Julio Día 1 de julio Por un accidente o descuido de algunos de los que ayer salieron a tierra ha habido su peligro de que no se nos concediese en adelante este alivio o recreo. Algunos, o jesuitas o marineros, debieron de encender fuego, o por diversión o porque tuviesen alguna merienda, y el fuego debió de dañar un olivo lo bastante para que no pueda dar más fruto. Lo cierto es que un corso, que se da por dueño del olivo, ha estado tan insolente, tan arrogante y tan osado, que ha jurado matar al primer español que salga a tierra, si no se le satisface el daño que se le ha hecho. El tal corso, como todos los demás que se dejan ver en esta costa, más que hombre, parece un oso o un jabalí, vestido más de pelos o cerdas que de lana, y siempre con su fusil al hombro. Se puede pues temer que este temerario, desde algún matorral o cueva, tire un fusilazo al primero que vea en la costa, y después se meta tierra adentro. Ha sido pues prudencia darle lo que ha pedido por el daño que se le ha hecho, y no se ha contentado con menos que doscientos reales. Y acomodado de esta manera este pleito se ha salido a tierra como los otros días, así como también se ha proseguido con toda libertad en las visitas de unos navios a otros. En carta de diez del mes pasado de junio del P. Francisco Cabrera141, de la Provincia de Aragón, que tiene oficio en la Asistencia de España en Roma a los hermanos Fermín Donamaría142 y Juan Ignacio Argaiz143, escolares metafísicos de esta Provincia, que yo mismo he leído, se confirman muchas de las 141. El P. Cabrera era amanuense en Roma de la Asistencia de España. Mantuvo mucha correspondencia con algunos expulsos y durante un tiempo, en 1769, se hospedó en la casa de San Luis en Bolonia. 142. Donamaría era natural de Murillete y pertenecía a la Provincia de Castilla, siendo en 1767 escolar metafísico. En 1773 administró la extremaunción y le dio la comunión al agonizante P. Calatayud. 143. Argaiz era natural de Peralta y, como el anterior, pertenecía a la Provincia de Castilla siendo escolar metafísico en 1767. Sobrino del que fuera secretario de Hacienda, Muzquiz. 209

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cosas que se notaron en este Diario cuando estábamos en Santo Stefano, como oídas a los padres andalucesl44. En el mismo puerto, a lo que yo juzgo, recibieron esta carta los dichos hermanos, o por lo menos llegó a manos de los Superiores. Yo no hago aquí mención de ella, por razón de las dichas noticias, sino por haber tenido inclusas en ella la carta de Su Majestad Católica al Santo Padre en que, con fecha de primero de abril, le comunica su resolución de desterrar de sus dominios a los jesuitas, y de enviarlos al Estado Eclesiástico, y la respuesta de Su Santidad a ésta del Rey Católico, en data del dieciséis del mismo mes de abril. La carta del Rey es brevecita, y se reduce a lo dicho de comunicar nuestro destierro y nuestro destino, asegurando que se ha visto precisado a hacerlo así por la obligación que tiene de mirar por la tranquilidad de sus vasallos. Le da también parte a Su Santidad de que ha tenido cuidado de que se nos provea de una conveniente pensión para no gravar la Cámara Apostólica, y le suplica que mire esta su determinación como una indispensable económica providencia, tomada con previo, maduro examen y muy profunda meditación. La respuesta del Papa es más larga y está muy respetuosa, muy expresiva y muy tierna. Su principal fuerza consiste, después de mil tiernas expresiones y de hacerle entrever al Monarca la cuenta que se le tomará algún día de este paso, en que no se debe confundir al inocente con el culpado y que, aunque haya habido algunos individuos particulares, que justamente hayan merecido su indignación, el cuerpo de la Compañía es inocente. Y sobre todo, insiste Su Santidad, en que se dé lugar a la justicia y se trate el negocio por los términos regulares del Derecho 14 \ Es muy creíble, y aun se debe tener por cierto, que juntamente con esta respuesta de Su Santidad iría otra Bula de su 144. Copia de esta carta puede leerse en la Colección de Papeles Varios del P. Luengo, t. 1. 145. Nota del P. Luengo al margen: «la carta del Rey al Papa, la respuesta de éste en italiano ij español y una consulta sobre esta del Fiscal de Consejo D. Pedro Rodríguez Campomanes, se hallan en el primer tomo de la Colección de Papeles -varios desde la página primera hasta la veintinueve». 210

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Secretario de Estado, en la que más abiertamente se dijese, que Su Santidad no quería recibir en sus Estados a los jesuitas españoles; y según la mucha velocidad de las postas llegaría esta noticia a nuestra Corte antes que se acabase el mes de abril, o cuando aún no había salido de España ninguna de las provincias, y por lo que toca a la nuestra no había empezado a moverse, si no es que se hubiese embarcado el Colegio de Oviedo. Luego salimos de España, y por lo menos de El Ferrol, el veinticuatro de mayo, cuando ya sabían los ministros de Madrid que el Papa no quería recibirnos en sus Estados. Es indudable y evidentísimo pues, ¿cómo nos echaron al mar, sin saber en dónde nos habían de arrojar? Es muy creíble que ocultasen al Rey esta determinación del Papa o, por lo menos, que le deslumhrasen diciéndole que no es lo mismo negar la entrada a los jesuitas en una carta, que negársela cuando les vea sobre sus costas, y en sus mismos puertos. Pero el Papa ha estado constante en su resolución y nosotros nos vemos obligados a vivir en la mar, y los ministros en el embarazo de buscar un rincón en donde arrojarnos. Día 2 de julio Ha venido hoy carta a nuestros comandantes del Gobernador francés de estas plazas de la Córcega, que reside en Bastia, y según los efectos de ella parece que en aquel correo francés, que pasó cerca de nuestro navio una de las noches pasadas, pudo venir la resolución sobre nuestro destino. Lo cierto es que el Capitán D. Diego de Argote, que es el más antiguo de todos los comandantes de los tres convoyes, de resulta de esta carta de Bastia, les ha llamado a consejo a su navio «San Genaro», y fue tan largo que nuestro Capitán no volvió a su navio hasta las diez y media de la noche, y sin saber cosa alguna de cierto nos fuimos a recogerl46. 146. La inmovilidad finalizó el 2 de julio, cuando el conde de Marbeuf, máximo responsable francés en la isla, informó que los jesuitas podían ser desembarcados en los puertos corsos, excepción de Bastía y San Florencio, radas donde se hallaban los buques de Barceló y de los restantes comandantes, en GIMÉNEZ LÓPEZ, E., op. cit., 1993, p. 622. 211

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Día 3 de julio No se explica con claridad nuestro Capitán Beanes sobre la resolución que se tomó ayer en el Consejo de los Comandantes. Pero se sabe, con bastante seguridad, que el General francés Comandante de Bastia, según las instrucciones que tiene de su Corte, conviene en que puedan desembarcarnos en las plazas de Argayola, Calvi, Ajaccio y Bonifacio; pero no en esta de San Florencio, ni en aquella suya de Bastia. Y dando por cierto este paso de la Francia, se discurre que nuestros comandantes han deliberado en su consejo si con sólo este aviso de la Corte de París pueden pasar a desembarcarnos. Pero no se sabe cuál ha sido su resolución o si ha quedado el punto indeciso. Dos cosas, que se han observado, dan a entender que se van inclinando a dejarnos cuanto antes en estas plazas. La primera es que se ven en los navios algunas disposiciones, aunque algo remotas, de viaje. La otra, que se ha enviado aviso al Sr. Barceló, que está en Bastia, de lo que han determinado en su consejo, y aun algunos creen que se le dice en qué plaza debe desembarcar la Provincia de Aragón, de que es Comandante. Día 4 de julio Toda esta noche pasada y todo este día ha corrido un viento de Sudoeste, o entre poniente y mediodía, muy fuerte y violento, y ha sido causa de que se deshagan las pocas disposiciones de viaje. Aunque el viento ha sido tan impetuoso, como acabo de decir, y nosotros por esta causa no hemos salido ni a tierra, ni a otras embarcaciones, nuestro Comandante y todos los demás han ido al «San Genaro», habiéndose visto en él la señal de consejo, que es un gallardete puesto en el tope del palo de mesana. Y ¿qué han resuelto en él sobre nosotros? No lo sabemos con certidumbre. Pero ya no se puede menos de tener por cierto de que el punto de que se trata es el que insinuamos antes. Conviene a saber. Si pueden desembarcarnos en vista de este aviso de la Corte de París, que permite el desembarco en las dichas plazas, sin aguardar orden de la Corte de España. Y se cree que no concuerdan entre sí los comandan212

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tes, queriendo algunos que se espere el orden expreso y formal de la Corte de Madrid, y otros que se pase desde luego al desembarco, y no se duda que es de éste parecer nuestro Capitán Beanes, que muestra muchas ganas de desprenderse de nosotros. Pero, por cuanto no se ve disposición alguna de viaje, si ya no es porque el viento sea la causa, se debe tener por cierto que aún no está determinado resueltamente nuestro desembarco en estas plazas. Por tanto, nos parece este tiempo oportuno para exponer aquí nuestro método de vida en el navio, como lo hicimos también en La Coruña y los trabajos y miserias de nuestra navegación, que son en la realidad tales que, expuestas sencillamente sin hipérboles ni exageraciones, podrán servir de alguna razonable excusa de la general turbación de toda la gente, cuando en Civitavecchia nos hallamos con la novedad de que el Papa no nos quería recibir en sus Estados; a la cual se seguía, necesariamente, el proseguir y por tiempo largo, viviendo en los navios con la opresión, miserias e incomodidades que hasta allí y aun acaso mayores. Una choza de pastor en tierra con un rebojo de pan hubiéramos escogido, especialmente ios de este navio «Nepomuceno», y la escogeríamos en el día como un gran regalo, antes que vivir en esta embarcación del modo con que vamos, y de la manera con que se nos trata. Yo desconfío de persuadirlo así a los que lean este Diario. Pero la cosa es ciertísima y se entenderá de algún modo, por lo que voy a decir de nuestro método de vida y de las indecencias, trabajos y miserias que la acompañan. Cuando el tiempo ha estado sereno y sin viento, impetuoso, o estamos en puerto, como ahora, se empieza muy temprano a decir misa en un oratorio bajo, que está al mismo bajar la escalera de la cámara del medio a la Santa Bárbara, en un pasadizo de un dormitorio a otro, como ya se dijo en otra parte. Es tan pequeño que no caben en él cuatro de rodillas, y está tan de cerca rodeado de camas por un lado y otro que puedo yo desde la mía, y lo mismo otros desde la suya, sin más que extender el brazo, tocar en la mesa del altar. Y como no todos se pueden levantar siempre tan de madrugada, como algunos devotos y fervorosos empiezan a decir misa, se deja entender 213

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la indecencia de estar algunos durmiendo, bostezando y roncando tan cerca del altar en que se está diciendo misa. En este oratorio, o más bien calabozo indecente, se dicen diariamente cuatro, cinco o seis misas y a ellas comulgan todos los días tal número de sujetos que todos viniésemos a comulgar un día a la semana. Y cómo se podrá explicar ni entender la confusión y trabajo en alguna otra comunión de comunidad, que se ha tenido en este oratorio, no pudiendo ponerse en la fila para comulgar más que dos, ni entrar en él o salir sino de uno en uno y estando todo el sitio alrededor embarazado con camas y siendo doscientos los que han de comulgar. De este trabajo, como de otros varios, ha sido la causa la dureza, la falta de atención y de condescendencia de nuestro Capitán Beanes que, aún sin haber inconveniente ninguno, casi nunca nos ha permitido decir misa en el alcázar. De aquí ha nacido que yo y otros muchos, y acaso la mayor parte de los sacerdotes, que por parecemos poca decencia celebrar en el oratorio de abajo, o por otras causas y respetos, no hemos celebrado en él, no hemos dicho misa ninguna desde que entramos en el navio y verosímilmente no la diremos hasta que nos veamos en tierra. Mientras se celebran las misas, que duran de dos a tres horas, se visten todos y cada uno tiene su oración sobre su cama, y en donde puede hallar alguna quietud y silencio; sigúese inmediatamente el desayuno, que es de chocolate para todos, pero hecho y servido con tanta porquería e indecencia, y tomado tan sin orden, sosiego y con tanta tropelía y bullicio que es uno de los pasos que más disgustan y dan en rostro a los hombres de juicio y de crianza. Pudiérase haber puesto al principio algún orden en esto, aunque era bien difícil habiéndose de desayunar doscientos hombres a un mismo tiempo en una pieza no grande, con malos instrumentos para todo, seis u ocho jicaras y dos o tres vasos para los doscientos y así de las demás cosas. Pero ya en el día es imposible y no hay otro remedio que cerrar los ojos a la porquería y suciedad, y hacer que no sea la grosería e indecencia de estar tantos hombres respetables de honra y de crianza amontonados de tropel y confusamente de pie casi todos y oprimidos por la multitud y en esta indecente postura tomar su desayuno. El resto de la mañana se pasa con 214

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poco gusto esparcidos por el navio o en algún escondrijo leyendo o escribiendo alguna cosa, para lo que hay bien poca comodidad y sosiego, a excepción de algún otro, como yo, que podemos retirarnos a algún aposentico o camarote de algún señor oficial. A las diez y media de la mañana empezamos a comer, por ser necesario dividirnos en cuatro mesas. De refectorio sirve la cámara del medio y en ella alrededor de tres mesas y de algunos cajones, sentados en bancos y por esta parte sin indecencia, nos acomodamos como unos cuarenta y cuatro o cuarenta y seis. Pero fuera de las mesas y bancos todo es indecente, ordinario, sucio y puerco. Los manteles y servilletas que sirven cada día ocho veces, cuatro por la mañana para comer y cuatro por la tarde para cenar, en tres o cuatro días, como es necesario, se ponen sucias y puerquísimas y más que mantelería de una mesa de gente bien nacida, y acostumbrada a comer con algún aseo parecen rodillas y estropajos asquerosos de una cocina; y así tiran sin mudarse por semanas enteras. Los cubiertos corresponden bellamente a la delicada y limpia mantelería. Algunos son de bronce, de los que usábamos nosotros en los colegios; pero rotos, desdentados y desiguales, y en suma el deshecho y desperdicio de ellos; otros son de estaño, y otros de madera. Y lo más gracioso en esto es que, aunque no se hubiera hecho provisión ninguna de estas cosas a cuenta del Rey, lo que es poco creíble, bastaban los cubiertos y mantelería que ha entrado en el navio, de la que se trajo de nuestros colegios, para que se nos tratase con aseo y con decencia, aunque hubiéramos de comer todos doscientos a una mesa. De platos no se pone más que uno por persona, y este ha de servir para todo, y si se hiciera así con los vasos, estuviéramos muy contentos; pero no se pone más que uno para cuatro o cinco; en lo cual, además de la indecencia de beber muchos por un vaso mismo, hay un trabajo muy grande por razón del bizcocho o galleta, que a todos nos haría al caso ablandarla y remojarla en un poco de agua o vino, y a algunos viejos o de mala dentadura les es absolutamente necesario. Con más porquería y suciedad que en el refectorio van fuera de él todas las cosas que pertenecen a la comida, de las 215

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cuales solamente insinuaré una que, sin pensar en ella, se me metió por los ojos. Vi una vez, mientras estaban comiendo, que habiendo echado en un baño de madera pestífero y asqueroso la carne ya cocida, desde allí la trasladaba a las fuentes para llevarla a la mesa un cocinero tan puerco y hediondo, y de una manera tan puerca, que quedé horrorizado y me guardaré si puedo de volverlo a ver, porque será después imposible poder probar un bocado. Dos oficiales, que se paseaban conmigo cuando vi aquella hediondez y que ellos también vieron, mostraron mucho disgusto y enfado, aunque inútilmente por no poder remediarlos. Y ¿qué mucho que a los señores oficiales que tienen una mesa y una comida muy limpia, muy aseada, bien compuesta y bien servida, les diese en rostro aquella porquería y suciedad, cuando me consta que más de una vez los marineros, que ven bien todas las cosas, se han explicado como hombres que comen mejor que nosotros o por lo menos mejor guisado y sazonado y con menos porquería y hediondez? No se ha dejado de representar alguna cosa sobre tanta hediondez y asquerosidad; pero todo ha sido en vano y es creíble que del mismo modo prosiga en adelante. Si en esto se nos diera gusto y hubiera en todas estas cosas la decencia y aseo conveniente para muchos, que son de un comer muy moderado, importaría bien poco la calidad y cantidad de la comida, en las cuales cosas se ha faltado mucho en este navio a las órdenes que vinieron de la Corte sobre el trato que se nos había de dar, como ya se dijo en otra parte de algún modo y ahora explicaremos aquí con mayor distinción. Los órdenes de la Corte, en cuanto a que se nos trate bien en todo, con abundancia y con regalo, no pueden haber sido más amplias, más eficaces y expresivas. Y así en las embarcaciones mercantiles, en las que según las órdenes de la Corte hizo meter el intendente de El Ferrol abundancia de gallinas, pemiles, escabeches, todo género de postres, de chocolate, limones, dulces, huevos y de otras muchas cosas, lo han pasado muy bien en esta parte; porque todo estaba a disposición de los mismos padres, sin que nadie tuviese autoridad sobre ellos. No se puede hacer la cosa del mismo modo en los navios de guerra, porque en estos todo depende de los Sres. Capitanes. A éstos 216

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mandó el Sr. Secretario de Marina que nos diesen mesa de oficiales; y representando ellos ser esto imposible, siendo en un número tan grande, paró la cosa en que se nos diese un trato bueno, dándonos una buena olla, un buen plato de pemil u otra cosa equivalente, chocolate, y aun refresco con dulce por la tarde, y como que se nos quería tratar de este modo se hicieron en los navios de guerra provisiones igualmente abundantes que en las embarcaciones mercantiles. Pero cuánto ha faltado para que se nos dé un trato semejante al que han tenido en aquellas, conforme a las intenciones de la Corte y correspondiente a los nueve reales diarios que se les abonan a los capitanes por cada uno de nosotros. En el navio de «San Genaro» han tenido, y tienen los que vienen en él, algunos trabajillos en este particular, pero no son comparables con los nuestros; y allí no han nacido de ruindad, miseria y genio interesado del Sr. Argote, sino de la desgracia de haberse maleado algunos víveres, de algún desgobierno casi inevitable en una multitud tan grande de hombres, y de algunas vilezas y ruindades de los subalternos. Aquí por el contrario, en este navio «Nepomuceno» todo ha ido muy mal, como se verá por lo que vamos a decir y de todo tiene principalmente la culpa la codicia insaciable de este nuestro Capitán D. José de Beanes. Los días que estuvimos en El Ferrol y los ocho primeros días después, que nos hicimos a la vela, se nos dio por comida una sopa, o en su lugar una menestra de fideos o de arroz, una olla de vaca fresca en el puerto y en la mar de carne salada con algunos desperdicios de vaca. Los postres al principio se ponían con alguna variedad, pero con mucha escasez; después, una cosa sola en mediana cantidad, y ahora hemos parado en una rebanada sutilísima de queso, y para que no se siga el gravísimo inconveniente de que uno tome dos, nos lo va repartiendo un muchacho poniéndole a cada uno la suya en su mano. A vista de este modo de tratarnos, no ignorándose las honradas órdenes de nuestra Corte, habrá sus hablillas entre nosotros, y con más fuerza hablaban los oficiales, lo que no pudo ocultarse al Capitán, especialmente si es cierto que uno de ellos le habló sobre el asunto con frente y entereza. 217

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A los ocho días de navegación puso en este puerto el Capitán alguna reforma y mandó que se echase en la olla gallina y pernil, o jamón. La gallina era muy poca en cantidad y duró muy pocos días. El jamón ha sido en mayor abundancia y va durando hasta ahora. Y a esto se ha reducido nuestra comida, desde que entramos en este navio; escasa y miserable ha sido siempre la cena, por lo regular se ha dado un estofado o guiso caldoso con poquísimas tajadas, pero de un color tan malo y tan asqueroso que yo no le he podido probar jamás y pocos tienen ánimo y valor para entrar con él. Algunas veces se nos ha dado por cena la mazamorra de los marineros, que se compone de lentejas o alubias y unas cortezas de tocino; y por haberla pedido nosotros como regalo, dándonos en esto gusto el Sr. Capitán, hemos tenido alguna otra vez por cena las sopas de ajo. A éstas, o a la mazamorra, o al guiso, precedía una docena de pasas, o en su lugar se seguía un postrecillo, que ahora es la rebanadilla de queso; sin que ni una ni siquiera, ni aun estando en puerto y siendo una cosa tan fácil y aun tan barata, se nos haya dado una ensalada o un poco de fruta fresca. Este es el trato que se nos ha dado en cena y comida en este navio el «Nepomuceno», y así será en adelante, si no fuere peor todavía. Y según lo que se ha dicho, es fácil entender que cuando haya un plato de sopas que se puedan comer, añadiendo a él cuatro hebritas de jamón y un poco de vaca con algún postrecillo se hace una comida, con la cual la gente delicada y de poco comer puede absolutamente pasar. Pero cuando en lugar de la sopa se da menestra de fideos, de que muchos no gustan, o de arroz, que no se puede comer por estar lleno de chinas, aun la gente más parca no hace una comida suficiente. Pues ¿qué sucederá a tantos jóvenes, como vienen en este navio, de buen estómago y apetito, y que necesitan más alimento por estar creciendo todavía? La conclusión de todo lo dicho debe de ser que tan lejos de tratarnos con delicadeza, con abundancia y con regalo, como se mandó de nuestra Corte, como podía y debía hacerlo el Capitán, dándosele por cada uno de nosotros nueve reales al día, se nos ha dado y se nos da un trato muy corto y escaso en la cantidad, malísimo en la calidad, indecente, puerco y sucio en el modo. 218

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Si a lo menos en el pan, vino y agua se nos hubiera tratado bien, se pudiera suplir de algún modo a la mala comida y peor cena. Pero en todas estas cosas ha habido y hay sus trabajos, y las explicaremos aquí. En la provisión de pan, tres cosas son reprensibles, y de todas ellas tiene principalmente la culpa el Sr. Beanes. La primera es que ofreciéndose el hornero o panadero del navio a darnos pan fresco a la mitad todos los días y demostrando que puede hacerlo, pues además de proveer a todos los oficiales y a algunos padres ancianos, a quienes se da todos los días pan fresco y nos vende a nosotros muchos panecillos que nos hace pagar muy bien, nunca ha querido el Capitán entrar en este partido. La segunda es que ni en Santo Stefano ni aquí se nos ha dado hasta ahora una libra de pan fresco, siendo muy fácil comprarlo en tierra, como hacen en las embarcaciones mercantiles. La tercera es que el bizcocho o galleta que se nos da es bastante negra, y tan antigua que aseguran algunas gentes del navio que ha hecho viaje a la América, debiendo de ser, como era razón para tales huéspedes y según las intenciones de la Corte, blanca, escogida y reciente. No puede comprender el trabajo que hay en esto el que no pase por él, viéndose unos hombres que toda su vida han comido buen pan, blanco y fresco, obligados a no comer otro que una galleta negra y tan dura como un morrillo, y que casi es necesario molerla o por lo menos remojarla para poderla comer. En el vino ha habido un trabajo muy grande más de la mitad del tiempo que hemos estado en el navio. Al principio de la navegación se nos puso un vino que llaman de Jerez, que yo no dudo que sea bueno y aun generoso pero sea por ser demasiado nuevo, por algún tufo propio o pegadizo que tiene, o por haberle usado, cuando en el mareo estaban revueltos los estómagos, todos generalmente le cobraron desde los primeros días un horror y hastío tan grande que, a excepción de seis u ocho estómagos valientes, ninguno podía arrostrarle ni para echar un sorbo siquiera, y por lo que a mí toca, ni aun podía echar cuatro gotas en la galleta para ablandarla. Y así el gasto diario de vino entre doscientos hombres no pasaba de tres o cuatro azumbres. Sabía muy bien esto el Capitán y se le hizo 219

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presente padeciendo mucho en ello muchos pobres ancianos. Y con todo eso se tiró con el vino de Jerez por muchos días. Pero al fin se nos dio un vino tinto decente y regular del que gustaron todos. Y aunque entre nosotros hay mucha moderación en este punto, siendo doscientos salía un gasto no pequeño de siete u ocho cántaros al día, y así volvió otra vez el primer vino fastidioso, de que no se consume casi nada y con él estamos ahora y estaremos todo el año, si se ha de aguardar a que se acabe, aunque no sea muy abundante la provisión. Si el haberse vuelto a dar este vino, y retirado el tinto, fuese porque éste se había acabado y no había otro, no tendríamos motivo de queja, pero viendo que en el «San Genaro», por la misma razón de no haber gustado el vino de Jerez, se les ha dado a los doscientos que vienen en él vino tinto toda la navegación y siendo las mismas las provisiones en un navio que en otro, es preciso concluir que el haberse retirado el vino tinto en éste nace de codicia del Capitán y de una dureza grande de corazón, no dando otro más de la mitad de los días que aquel de que sabe que ninguno bebe, en lo que para muchos necesitados de un poco de vino hay un trabajo muy grande. En el agua ha habido su mortificación por dos lados. El uno es inevitable y solamente el mar tiene la culpa. A pocos días de navegación, como siempre sucede, se mareó el agua que es tanto como ponerse de color de jabón o azufre, con el sabor de este último, o de pólvora y así se bebe con mucha repugnancia y disgusto; y el mayor trabajo fue que esta corrupción pasajera del agua, que después de cuatro o cinco días volvió a ponerse natural, concurrió al mismo tiempo con el fastidioso vino de Jerez y así ni con agua ni con vino se podía apagar con algún gusto la sed. El otro trabajo en este punto vino todo del Capitán por cuyo orden, algunos días antes de llegar a Civitavecchia, se empezó a escasearnos el agua. Fuera de las horas ordinarias no se nos quería dar un poco de agua en parte ninguna, y aun a los oficiales que nos daban de lo que tenían en sus camarotes se les daba también por tasa. Yo estaba acostumbrado de esta providencia del Capitán pues sabía que se habían metido en la bodega quinientas o seiscientas pipas de agua de treinta o cuarenta cántaros, que es agua bastante para 220

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cinco o seis meses y, por otra parte, no podíamos menos de llegar a este o al otro puerto y en cualquier parte se pueden llenar todas las pipas que se quiera. Y efectivamente, en «San Genaro», siempre han tenido tinajas de agua abiertas y francas para todos. En efecto, no hubo peligro ninguno de que nos faltase el agua, pero tiene su interés el Capitán en que le sobre mucha de la que sacó de El Ferrol, y todo el misterio consiste, como me dijo un señor oficial, en que este navio, después que nos deje a nosotros en alguna parte, ha de ir a Cartagena, y en este puerto se estima mucho el agua de El Ferrol y así logran con ella los capitanes hacer regalos, que se aprecian y aun venderla a un precio muy bueno, y por la misma causa, luego que entramos en Santo Stefano, la primera diligencia que se hizo fue llenar de agua las pipas vacías, para que bebiendo de ésta le sobre más de la de El Ferrol. No reprendemos esta providencia, sólo tiene su interés en hacerlo así, pero escaseamos un vaso de agua por tener cincuenta o cien cántaros más que regalar o vender es otra dureza y crueldad tan grande o mayor que la antecedente de negarnos un sorbo de vino por tantos días. Por otro lado, hubo otro trabajillo en la comida de que al cabo salimos bien. Se nos daba carne, aun en los días de viernes, lo que disgustaba a muchos y no creyendo o dudando a lo menos que las facultades concedidas a los navios del Rey, por grandes que sean, puedan servirnos a nosotros en las presentes circunstancias, y más no ignorándose que fácilmente se nos puede dar de comer de vigilia, se suplicó con empeño al Capitán que nos diese este gusto y, aunque con dificultad, condescendió finalmente con nuestros ruegos, después de haber comido carne dos o tres días de vigilia. Era muy fácil darnos de comer bien de pescado pues se hizo una grande provisión de escabeches, que apenas hemos probado, aunque se han visto obligados a echar al mar muchos barriles, pero aún así con un poco de bacalao comíamos estos días con más gusto y más regaladamente que todos los días de carne. Por lo dicho sin exageración ni ponderación alguna, es fácil entender que se ha padecido y se padece mucho en el alimento que tomamos, no habiendo cosa perteneciente a él en que no haya habido sus tra221

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bajos. Trabajos en el agua, mayores en el vino, y no inferiores y más generales en el pan, no pequeños en la cantidad y calidad de las viandas y sumos en la indecencia, suciedad y porquería de todo lo que pertenece a la cocina, a la mesa y al modo de servirnos en ella. Y con todo me atrevo a decir que, más que en la comida, se padece en el sueño y en las cosas que pertenecen al dormir, como se entenderá por lo que voy a decir al instante, si es que yo acierto a explicarlo. Después de comer nunca se puede lograr un cuarto de hora de sosiego porque, habiendo tantas mesas, siempre anda entrando y saliendo gente en los dormitorios, no siendo posible que todos concurran al mismo tiempo. Se pasa la tarde en rezar el oficio y otras devociones, en conversación y en leer alguna cosa, como por la mañana, y tomando su cena antes de anochecer, al principio de la noche, como a eso de las nueve, se retiran generalmente todos a los dormitorios, cuya pintura hicimos en otro lugar y conviene tenerla presente aquí. Los que tienen sus camas en los transitillos del piso de la cámara del medio y en la Santa Bárbara, no padecen tanto por el vaho y calor como los que las tenemos en los dormitorios que formaron en el entrepuente desde la Santa Bárbara hasta el palo mayor, pero no les faltan por otras partes otras incomodidades y trabajillos que no tenemos nosotros, que no son menos molestos y pesados. Pero me contentaré con exponer en particular lo que se padece en mi dormitorio, y aún me ceñiré a mí mismo, que no soy ciertamente el más desgraciado de todos, y por aquí se podrá conocer en alguna manera lo que se padece en este punto. Yo tengo mi cama en uno de los dos dormitorios del entrepuente, pero a la entrada, en donde no es tanto como en lo interior el calor y fuego, y no obstante tiemblo todo y me estremezco de pies a cabeza cuando se va llegando la hora de entrar en aquel infierno. Por tanto, aunque la hora de irse a acostar es a las nueve, yo me detengo en lo alto del navio hasta las diez, once o más tarde y sola la necesidad, el miedo de perder por otra parte la salud, aunque no faltan varios que duermen vestidos sobre una tabla, o cajón, en un rincón de la toldilla y a cielo descubierto, me obliga a bajar al dormitorio. Apenas 222

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pongo el pie en la escalera se siente un aire, o bao tan espeso que parece se puede cortar, tan caliente y tan pestífero, que algunas veces se me ha turbado tanto la cabeza y como cortado de tal manera la respiración, que me ha sido forzoso volverme otra vez arriba para respirar y tomar aliento y qué maravilla que estuviese tan caliente y tan llena de vaho espeso y pestífero, cuando yo bajaba a acostarme, una pieza de once bazas de larga y cinco de ancha, sin ventana ni respiración alguna, en que muchas veces por estar el mar inquieto ni aun de día entraba aire nuevo, y nunca han faltado dos, tres o más enfermos y en el principio de la navegación había docenas de hombres vomitando día y noche, y después que estaban acostados en ella dos o tres horas, cuarenta o cincuenta, y entre ellos varios viejos de malos humores. Protesto con toda aseveración que jamás he visto hospital, cárcel ni calabozo alguno que se pueda comparar con estos nuestros dormitorios, especialmente los días en que no se abrían las ventanas o portas de las troneras de los cañones en el calor y fuego y en la hediondez, pestilencia, y espesura del aire Yo mismo, le oí a un soldado, y me parece que tiene razón en ello, que con más gusto estaríamos horas en un cepo de cabeza que de centinela en estos dormitorios, aunque no llega a entrar dentro de ellos. Pero al fin, es preciso romper por aquella peste y hediondez, y entrando por un senderito estrechísimo, que hay entre las camas de un lado y otro, a pocos pasos me presento delante de la mía. Allí en pie en el mismo sendero me desnudo de todo, menos de la sotana por la decencia, y metiendo todas mis cosas, aún los zapatos, debajo del colchón, pues no hay otro sitio, sirviendo de estribo la cama del que duerme debajo de mí subo a la mía por los pies, que son la punta que sale al caminito que se ha dejado entre las dos filas, y encogiéndome y estirándome, a manera de quien nada, pues no es posible de otro modo, a vuelta de algunos esfuerzos liego finalmente a poner en la almohada la cabeza y después me falta la operación y maniobra más difícil, que es quitarme la sotana estando casi echado, no pudiendo sentarme en la cama, y no hay otro modo de hacerlo, sino volviéndome y revolviéndome con gran afán de un lado a otro y procurando guardar la modestia y de223

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cencía que se puede. Ya estoy metido en la cama y acostado, pero ¿cómo se ha de conciliar el sueño en tal cama, en tal sitio y con tantas cosas que le impiden y le traban? Uno es un calor y fuego tan grande que casi se abrasa uno y se derrite, aunque ninguno tiene sobre sí más que la sábana por la decencia, otro un sofocamiento y sudor que es cosa de ahogarse y de deshacerse. El tercero es el olor pestífero y hediondo que casi no se puede sufrir. Y ¿qué diré del ronquido de tantos, oyéndose, no solamente el de los de este dormitorio, sino también el de los del otro semejante y aun el de los marineros, de los que no nos divide sino una tabla mal ajustada? ¿Qué de la molestia de tantas bestiezuelas y animalejos, de que hablaré después de propósito? ¿Y qué de una música desapacibilísima y más sonora y estrepitosa de lo que puede concebir quien no la oiga, de tantos que dormidos y despiertos despiadadamente se rascan? Y si el mar está inquieto y levantado y el viento algo fuerte e impetuoso se estrellan con gran fuerza las olas en las mismas tablas a que van arrimadas las cabezas de muchos, crujen y rechinan terriblemente las vigas y maderas del navio, y en tales ocasiones no suele pasar un cuarto de hora sin que se ponga en movimiento la marinería para hacer alguna maniobra con un ruido, estrépito y bullicio muy grande. A estos enemigos del sueño, comunes a todos, añadiré algunos particulares míos y de otros varios, aunque no les faltarán otros diferentes a los que no les molestan éstos. Uno de los dos, que duermen a mis lados en sus colchones tan unidos al mío que se pueden coser con él, sin tener el trabajo de arrimarlos como sucede a todos los demás de estos dormitorios, tiene un dormir muy desasosegado e inquieto, sin parar en toda la noche de volverse a un lado y a otro, y en estas continuas vueltas que da ya mete su pierna en mi cama y ya me echa su brazo sobre mi cara o mi pecho, y como si esto no bastara para quitarme el sueño, está casi continuamente rascándose con ambas manos a un tiempo, sonora y desapoderadamente, y muy a menudo ruge y rechina los dientes con tanta fuerza que me hace estremecer todo, y creyendo que le da algún accident por compasión le despierto. 224

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Enfrente de mí, y a pocos pasos, hay una lámpara cuya luz me da en los ojos, y allí mismo está un soldado de centinela con su sable desenvainado, paseándose del modo que puede y respondiendo de cuarto en cuarto de hora a la voz que corre por todos los centinelas del navio, como se hace en una plaza de armas. A mi cabecera sin más división que una mala cortina que yo mismo he puesto por la decencia y en tan poca distancia, que como en otra parte dije, alcanzo con la mano al altar, se empieza a decir misa a las tres de la mañana. Y si estamos en puerto, o el viento y el mar lo permite, aunque se vaya caminando, se hace sobre mi cama, y sobre otras que tienen la misma desgracia, una maniobra muy curiosa y muy molesta. Sobre mi cama está asegurada una cuerda gruesa, o más bien maroma, como una buena muñeca que sirve para abrir y cerrar una de las ventanas o troneras de los cañones. Vienen pues al amanecer en los dichos tiempos dos artilleros, y no pudiendo de otra manera se sientan sobre mi cama y aún sobre mis piernas, si no las retiro a tiempo, y así sentados van tirando o izando, como ellos dicen, hasta que a fuerza de muchos golpes logran abrir del todo la ventana, y la maroma que van recogiendo, se va enroscando sobre mí mismo y alguna vez he despertado teniendo sobre mi pecho muchas roscas de la maroma. En esto nos hacen un beneficio muy singular, pues de este modo entra aire nuevo en la pieza y se templa el fuego y mal olor que por la noche siempre va en aumento, pero a mí me suelen quitar el sueñecito de la aurora, que es el único que suelo coger, ¿hay en tierra, ni choza o cabana de pastores, ni hospital de enfermos, ni cárceles, ni calabozos en donde haya tantos y tan terribles enemigos del sueño y del reposo? De ciertas bestiezuelas o animalejos, que pidiendo antes perdón se llaman en buen castellano piojos, prometí hablar de propósito y voy a hacerlo al instante. Apenas habíamos estado dos días en el navio cuando ya todos, mozos y viejos, estábamos por dentro y fuera cubiertos de estos asquerosos animalejos. Luego que se echó de ver esta plaga se acudió al remedio, mudándonos una tras de otra todas nuestras camisas. Pero como estas no son muchas y por otra parte se había apoderado también la peste de la ropa negra, sirvió muy poco nuestra dili225

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gencia. Y, ¿qué mucho, que nosotros no pudiésemos librarnos de ella, cuando los oficiales mismos que traen docenas de mudas de ropa blanca, y aún varios uniformes y tienen además de esto su aposento separado y su criado, que les limpie la ropa, no se ven tampoco libres? Hace esta peste e inundación espantosa e increíble a los que no han hecho viaje en navio de guerra, de la numerosa tripulación o marinería, que está regularmente llena de estos animalejos y como anda por todo el navio por razón de las maniobras y de los demás trabajos que se ofrecen, por todas partes van dejando rebaños y piaras de estas bestiezuelas. Al vernos tan miserables y piojosos, nos reíamos al principio unos de nosotros y nos llenábamos de rubor y vergüenza, y más viéndonos obligados de la necesidad a expurgarnos en público por no haber un rincón en donde hacerlo, en los puños de la camisa, en el cabezón y aún en el pecho, pero al fin, viendo que los oficiales hacían esto mismo con gran franqueza, aun delante de nosotros, todos nos hemos ido animando y perdiendo el miedo en este punto, y más de una vez he visto un espectáculo miserabilísimo por una parte, y por otra tan tierno que casi no podía contener las lágrimas y este era ver a varios pobres viejos plagados como todos los demás de animalejos, que no pudiendo valerse de sus manos estaban en las de algunos caritativos hermanos estudiantes y aún de algún otro piadoso soldado, que como si fueran sus madres les expurgaban y limpiaban. En este navio, el «Nepomuceno», que acaba ahora de fabricarse, nos hemos visto libres por esta razón de dos castas de bestiezuelas que han molestado mucho a los que vienen en el navio «San Genaro» Una es de ratones que todo lo roen y lo destruyen, y causan no poca molestia con el ruido, la otra es de chinches de que hay mucha abundancia en aquel navio, y son una casta de animalejos aún más molestos y más asquerosos que los piojos. Las pulgas han estado discretas y juiciosas, sin que se pueda saber la causa, y parece que han hecho su concierto con los otros animalejos, así para no molestarnos a un mismo tiempo, como también para no dejarnos en paz ni un día siquiera a fuerza de persecución y diligencia contra la in226

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undación de animalejos y usando de más recato y cautela en andar por el navio, y ver en dónde se sienta y acaso también por la mudanza del aire, con haber salido a tierra y haberse lavado muchos en la mar se disminuyó notablemente este trabajo, a los primeros días después de haber echado áncora en este puerto, pero puntualmente entonces por las mismas causas, o por otras que no sabemos, vino sobre nosotros, habiendo habido antes muy pocas, propiamente una tempestad o una lluvia copiosísima de pulgas, que tenemos ahora sobre nosotros. Y aunque es casta de bestezuelas más limpia y más honrada que la otra de animalejos, en cuanto a mortificarnos y molestarnos llena cumplidamente el oficio de sus puercos y viles antecesores. Y, ¿qué cosa hay en que no haya miseria, trabajo y mortificación en esta casa de madera, aunque grande, magnífica y una obra casi increíble del arte y del ingenio, especialmente viniendo en tan gran número como nosotros, amontonados, hacinados y echados unos sobre los otros? ¿Qué trabajo no hay para hacerse la barba?; muchas veces no se encuentra quien la quiere hacer, aunque viene aquí un muchacho con el oficio de nuestro barbero. Otras se pone uno en manos de un aprendiz, que es criado de un oficial, o uno de tantos pilludos, como hay en esta república o ciudad, el agua siempre fría y algunas veces se nos ha negado para hacernos la barba un pañuelo por paño, una rodilla por navajero, y una malísima navaja son todos los instrumentos y aparejos de desollarnos, más que de afeitarnos. En las más forzosas necesidades de la naturaleza no faltan tampoco trabajos y miserias. En este particular hay todos los días pasajes muy divertidos, especialmente media hora o poco más después del desayuno, cuando son en gran número los concurrentes y necesitados los que yo pintaría aquí con alguna gracia, si supiese y tuviese, por otra parte, gana, tiempo y humor de hacerlo. Para los doscientos que estamos en este navio no hay más que dos lugares comunes o asientos que en términos de marina se llaman jardines, y están en la cámara del medio, porque los jardines de la cámara del Capitán son lugares cerrados y entredichos para nosotros. Muchas veces, pues, a la hora dicha se ven diez y doce hombres en fila, a cada una de 227

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las puertas de los jardines, esperando a que le toque su vez; y en estas ocasiones se ven y se oyen cosas preciosas: de uno alega lo ejecutivo de su necesidad, de éste que se vale de sus años y canas, de aquél que se aprovecha de su autoridad y magisterio y de muchos que dicen que en este género de aprietos y necesidades no hay privilegio, autoridad ni título que deba valer, y que todos en estos debemos de ser iguales. ¡Gran miseria! Vida miserabilísima e infelicísima, sin comodidad alguna, sin orden, sin sosiego, sin reposo para nada, en la que ni se estudia ni se reza, ni se ora, ni se come, ni se duerme, ni se puede decir que se vive. ¿Qué mucho que, después de veinte días de navegación tan trabajosa y miserable, hartos de mar, de miserias y trabajos y gozosísimos por ver que todo se iba a acabar y que íbamos a saltar en tierra, se consternasen generalmente todos con la tristísima nueva de que el Papa no nos recibía en sus dominios, y por tanto que nos sería preciso proseguir con esta vida disgustosísima y desconcertada por muchos días, por semanas y acaso meses. Y después de todo lo dicho, nos falta todavía decir una palabra del trabajo mayor o por lo menos más sensible para la gente de honra, y es la desatención y mal modo con que se nos ha tratado, no sólo por criadillos de oficiales y otra canalla, que hay en este navio, sino por varios oficiales, especialmente por el Sr. Capitán. El asunto es bien delicado y odioso, y le pasaría con gusto en silencio, si ya antes no hubiese prometido hablar de él y si la exactitud de nuestro Diario no pidiera que se explique, también, la mortificación y cruz que se ha tenido por esta parte, como lo hizo el mártir san Ignacio, diciendo los trabajos que padecía de los diez soldados que le acompañaban en su viaje hacia Roma. Pero habiendo de hablar del modo con que nos tratan estos señores oficiales, es razón no confundir unos con otros, pues no son todos culpados; antes hay algunos, que en todo se portan con nosotros con cortesía y agrado y así les nombraremos aquí en muestra de nuestro reconocimiento. El Sr. Juan Romero, Teniente de navio, hombre muy piadoso y de mucha paz, siempre nos ha tratado a todos, con atención y cortesía y a estos jóvenes les ha hecho sus regalitos de frutas y de otras cosas semejantes. Muy parecido a este Sr. Ro228

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mero es otro, D. Juan Labaña de genio muy bondadoso, muy pacífico e incapaz de dar que sentir a ninguno y en todo le hemos merecido buen término y compasión y los jóvenes también sus cariños. Aun más que a estos dos oficiales debemos al Sr. D. Antonio Valdés147, hermano carnal del H. José Valdés m, que estudia Lógica y es discípulo mío y viene en este navio «Nepomuceno», pues no solamente le somos deudores de la urbanidad y buen modo con que nos trata, sino de las muchas impertinencias que nos sufre, teniendo su camarote franco y abierto para lo que se nos puede ofrecer, y gastando con gusto todo lo que tiene en esta y en la otra necesidad que ha ocurrido; no es esto todo ni aún lo principal, aunque es muy joven y no tiene más grado que de Alférez de fragata, ha hablado algunas veces con entereza al Capitán en favor nuestro y a él se debe el que aún no vayan peor las cosas y que en alguna otra se haya puesto remedio. Es joven bien nacido, de honra, de un juicio bien puesto, moderado y se conoce que tiene en Madrid poderosos amigos y protectores. Por eso el Capitán le tiene algún miedo, procura tenerle contento y ganarle con algunas comisiones de honor, que se han ofrecido, para que no cuente en España, y mucho menos al Secretario de Marina y otros superiores suyos, sus ruindades y vilezas. D. Ramón Topete, Alférez de fragata y un Echevarría, que aún es Guardia Marina, son dos jóvenes de buenos respetos y que sólo, por el mal ejemplo de los otros oficiales de que vamos a hablar, nos han dado que sentir alguna cosa. Además de los cinco oficiales de que acabamos de hablar vienen en el navio otros cuatro, que son los que tienen más autoridad en todas las cosas, y siendo muy diferentes de los otros han tenido poder y ocasiones para darnos muchos disgustos y 147. En 1783 Antonio Valdés y Bazán fue nombrado secretario de Marina, sustituyendo a Castejón; cinco años más tarde Luengo escribía orgulloso que se le habían encargado a este marino los principales ramos de la Secretaría de Indias, tras la muerte de Gálvez en 1787. 148. José Valdés se ordenó sacerdote en Módena en 1769, pero, ese mismo año, se retiró de los estudios de Filosofía por falta de salud. Un año después se secularizó en Bolonia. Había nacido en 1736 y Luengo tuvo noticia de su muerte en 1792, pero suponía que había sido uno o dos años antes. 229

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efectivamente nos los han dado. Estos son, el Capitán D. José de Beanes, el Sr. D. Pedro Pareja, Teniente de navio, que hace de segundo Capitán, o de Capitán del «detallo», como aquí dicen, y dependen de él muchas cosas. El Sr. D. Antonio Ansoategui, que aunque no es más que Teniente de fragata, por ser algo más hábil o instruido que los otros y por su genio libre y sacudido, es respetado o por lo menos temido de los demás y, finalmente, un montañés llamado Vitorica, que hace interinamente de contador del navio y tiene por consiguiente mucha mano en las provisiones y en otras cosas. Estos tres últimos, de quienes hablamos ahora, dejando al Capitán para después, regularmente se han portado con nosotros con un aire dominante, imperioso, de poco agrado y urbanidad y no pocas veces con desabrimiento y mal modo, y para que se tenga por cierto que así se han portado en cien casos particulares con éste y con el otro sujeto, como pudiéramos referir aquí, basta insinuar dos sucesos en que, de algún modo nos insultaron o nos trataron con un sumo desprecio a todos. En la cámara del medio se juntan a cena los oficiales y suelen cenar muy entrada la noche, aquí sobre cena se quejó uno de los dichos oficiales de que algunos de nosotros, poniéndose a rezar cerca de su camarote, le había interrumpido el sueño; una media palabra a los mismos sujetos o al Superior hubiese sido bastante para que se corrigiese esta falta, y esto es lo que hubiera hecho cualquier hombre de crianza y de respetos honrados, pero estos señores oficiales quisieron tomarse por sí mismos la venganza y satisfacción y esta fue el empezar a medianoche a dar con las llaves y con otras cosas sobre las mesas y hacer de este modo mucho ruido, gritando al mismo tiempo en voz alta, que no duerman ellos, que tampoco nos dejan dormir a nosotros. ¿Una acción tan vil, tan baja, tan indecente y tan propia de unos muchachos de la escuela, o de unos pillos o grumetes de navio pudiera caber en unos señores oficiales de marina de treinta, cuarenta años o más, si estos no fueran hombres sin crianza, y sin ningún respeto bueno, ni de cristiandad, ni de honor y no tuvieran de nosotros un vilísimo y bajísimo concepto? 230

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Al tiempo de cenar o sobre cena, sucedió también el otro caso y fue de esta manera: una noche, como sucedía todas ellas, se habían contado muchos cuentecillos contra nosotros, varios sucesos particulares con este o con el otro sujeto y mil especies en descrédito y deshonra nuestra, y acalorado uno de ellos dijo con tono decisivo y resolutorio que nos cansamos sobre que son unos pillos, unos frailes y no más. A todas estas conversaciones callaban regularmente y no se oponían los oficiales que nos estiman, pero al oír esta resolución tan absoluta y tan magistral respondió uno de ellos con buen modo y con mucha gracia: «eso no señor mío porque, si como traemos doscientos jesuítas trajéramos doscientos frailes franciscos se les tratara como a estos, ya hubiéramos andado a palos muchas veces unos con otros», Hombres que piensan y hablan así, ¿qué cosa habrá que les detenga para insultarnos y tratarnos con desprecio y mal modo, en cien ocasiones que se ofrecen todos los días? En el navio de «San Genaro», según hablan los padres que vienen en él, nada han tenido que sentir de parte de la oficialidad y ni aun de los marineros, y lo mismo hubiera sucedido en éste si, como en aquel, nos hubiera tratado el Sr. Capitán con el conveniente decoro y cortesía, pues en tal caso ni la gente vil del navio hubiera tenido atrevimiento para insultarnos, ni los oficiales se hubieran mostrado tan descorteses y desatentos. Por lo que la culpa de este nuestro trabajo viene a recaer principalmente en el Sr. Beanes que ha estado muy lejos de portarse con nosotros como el Sr. Argote con los padres que vienen en su navio. No es necesaria otra cosa, para que esto se crea, que hacer un breve cotejo de la conducta de estos dos capitanes, por lo que dejamos dicho consta evidentemente que los trabajillos, que no les han faltado en la comida a los padres del «San Genaro», han nacido precisamente de casualidades y desgracias o de una necesidad inevitable y de algún descuido o malignidad de los criados, pero todo ello sin culpa del Capitán. Y al contrario, en nuestro navio las miserias casi increíbles, en todo lo que toca el trato y alimento, todas han nacido de la ruindad y codicia del Sr. Beanes y él sólo o principalmente tiene la culpa de todas. 231

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Fuera de esto, ¿qué diferencia no ha habido en todas las demás cosas en aquel navio y en éste? El Sr. Argote ha hecho poner en su misma cámara todas las camas que se pudieran acomodar y todo cuanto hay en ella está franco para todos. Los jardines, la tinaja de agua, el balcón y la cámara misma para estarse allí, parlar, leer o estudiar, y es tan bueno y tan sufrido aquel Sr. Capitán que nuestro mismo Provincial ha dado alguna vez sus órdenes para que en ciertas horas, en que el Sr. Capitán reposaba, no se hiciese ruido en la cámara. Todo al contrario es nuestro navio, la cámara de nuestro Capitán es como un gabinete de un príncipe, en la que no entra jamás sino tal cual sujeto de circunstancias, todo en ella nos está cerrado y prohibido, y no se ha puesto allí sino la cama de un padre, que debía de serle muy recomendado por algunas personas de distinción, a quienes ha querido dar gusto el Sr. Beanes. En el navio de «San Genaro» publicó el Capitán un orden para que todos tratasen a los padres con todo respeto y no les molestasen, aun cuando sirviesen de algún embarazo y estorbo cuando se iba a hacer alguna maniobra. En este navio casi se puede decir que se publicó el orden contrario, o por lo menos el modo indecente de tratarnos el Capitán ha animado y autorizado a los demás a que hagan lo mismo, y por lo que toca al tiempo de algún movimiento o maniobra en este navio, ya se dijo el orden duro y ridículo que se nos dio y que se ejecutó por algunos días, y en uno de ellos, en que el viento estaba algo vario e inconstante, se nos obligó a estar encerrados toda la mañana en los dormitorios sin subir ninguno a lo alto del navio, ni siquiera a la antecámara del Capitán, que es una pieza bastante capaz y en ella no se impide a los marineros en la maniobra, por no llegar allí cuerda ninguna Por acabar cuanto antes, con este desapacible asunto, no quiero llevar más a la larga este cotejo fastidioso y me contento con decir últimamente que el Capitán del «San Genaro», D. Diego Argote, según hablan los padres que vienen en su compañía, siempre se ha mostrado con ellos atento y cortés, tierno y compasivo en sus desgracias, natural, franco y humano. Hágase, si se quiere, una perfecta antítesis o contraposición a la conducta del Sr. Argote y ella presentará el porte del Sr. BeaZoZ

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nes para con nosotros. En efecto, este señor Capitán, que es hombre nuevo, de crianza ordinaria, de modales groseros, de un juicio atropellado, nos ha ofendido muchas veces con su modo de hablar nada atento ni urbano, sin un indicio de sincera compasión en nuestras desgracias y con un modo de proceder en todas las cosas dominante, imperioso y soberano. Si quisiera, me sería muy fácil hacer aquí una lista o catálogo de expresiones suyas o más bien palabradas indignas de su carácter, y más indignas de decirse contra sacerdotes y religiosos respetables por muchos títulos, y aun por sola su sangre y nacimiento, ¿qué cosas no habrá dicho un hombre que, en una ocasión a voces que se oían en todo el navio, se atrevió a decir que haría con uno de nosotros un castigo ejemplar, y en otra que le pondría sobre un cañón, que viene a ser lo mismo o poco menos que dar en tierra doscientos azotes por las calles?. Él mismo explicó bien su carácter que hace todo esto, y mucho más creíble, estando en conversación familiar con su confidente, el contador. Suponía el Sr. Beanes que nos trataba mal, que nosotros estábamos quejosos de él, y que escribíamos contra él muchas cosas a España; pero explicó su consuelo en este caso con estas palabras, que no faltó quien las oyese. Pero a mí ¿qué se me da en ellos? ¿qué pueden ellos ya en España? Un hombre que no tiene en su conducta otro motivo de sus acciones que un vil y mundano temor, ¿qué no habrá dicho y no habrá hecho contra nosotros viéndonos en tanto abatimiento y en un estado tan miserable, que es mérito para con los poderosos en la Corte el pisarnos, abatirnos y hacernos mal? Añadiéndose a lo que hemos contado de los oficiales de este navio el proceder casi bárbaro del Comandante Lombardón para con los padres de Andalucía, tenemos el desconsuelo de no poder protestar aquí de la oficialidad de marina con tanta generalidad como lo hicimos en otra parte de la oficialidad de tierra, que a todos los señores oficiales hemos debido atención, urbanidad, respeto, agrado, empeño y esmero en favorecernos y consolarnos en nuestros trabajos y desgracias, y con esto, dejando del todo y en cuanto me sea posible para siempre este odiosísimo asunto, vuelvo a tomar el hilo del Diario, que se ha quedado atrás algunos días. 233

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Día 5 de julio El viento, que el día cuatro era violento e impetuoso, se fue templando este día cinco y con todo eso no se vio señal alguna de viaje en los navios. No se pensaba esta tarde en sacarnos a tierra, ni entre día se ha andado en visitas de unas embarcaciones a otras. No obstante, pareciéndonos a unos cuanto amigos que el viento era poco y que el mar no estaba muy alto, con la protección del Sr. D. Antonio Valdés que nos proveyó de todo, salimos esta tarde a tierra a dar un paseíllo y tener una merienda. Bien presto tuvimos motivo de arrepentirnos de nuestra empresa pues el viento era bastante fuerte y el mar estaba muy alto, tuvimos en la realidad mucho peligro de que se volcase cien veces la lancha y quedásemos todos sepultados en la mar. Los marineros iban con mucho cuidado y uno de ellos llevaba siempre en la mano la punta o escota de la vela, para aflojarla siempre que venía un golpe de aire o de mar fuerte y violento, y nosotros ayudábamos también a evitar el naufragio a lo menos estándonos quietos e inmobles, para conservar el barco en equilibro, aunque las olas nos diesen en las espaldas y montasen sobre nuestras cabezas, pero al fin, sin otra desgracia que habernos mojado muy bien, llegamos a la playa, que está al Oriente del golfo; después de haber caminado cerca de dos leguas, nos metimos un poco tierra adentro y llegamos muy cerca de un lugarcito llamado Patrimonio, del cual salió mucha gente a vernos y contemplarnos, y en ella algún niño, que estudia Gramática con un preceptor, y todos nos convidaron con mucho empeño y cariño a que entrásemos en el pueblo. Pero, no pareciéndonos conveniente nos retiramos a un sitio oportuno a tomar nuestra merienda, Y acercándose ya la noche vinimos a la playa para volver al navio, al cual llegamos dos o tres horas después de anochecer y con el disgusto de habérsenos huido el criado del Sr. Valdés, y llevándose consigo los cubiertos de plata, las servilletas y todo lo que había servido para la merienda. El mar y el viento se habían templado mucho, y así no tuvimos peligro en nuestra vuelta al navio, y aquí no encontramos cosa alguna de nuevo en orden a nuestra partida. 234

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Día 7 de julio El día seis estuvimos sin viento alguno y lo mismo ha sucedido este día siete, y como estamos en una especie de hondonada, como luego se dirá, se ha dejado caer sobre nosotros un calor terribilísimo y casi insufrible. No se vio el dicho día seis señal alguna de viaje, ni fueron llamados los capitanes a consejo de guerra al «San Genaro», pero lo fueron, y muy de mañana, este día siete; y esto nos hizo presumir que habría venido por la noche algún correo en el que hubiesen llegado despachos y órdenes sobre nuestro destino. Pero no habiéndose visto novedad ninguna en orden a viaje, ni hablando con claridad los comandantes sobre este punto, es preciso concluir que el negocio está en el mismo estado y que no convienen los comandantes sobre el punto de desembarcarnos en esta isla antes que lleguen órdenes claros y expresos de la Corte de Madrid. A nuestro Capitán Beanes, se supone, que se ha juntado el Comandante Lombardón en orden a votar por el desembarco; así como se supone de cierto, que los señores Vera y Saravia (si es que éste asiste a los consejos) se oponen a la dicha resolución, y del Sr. Argote, Presidente en el consejo se cree que está irresoluto e indeciso. Día 8 de julio Esta mañana fueron también llamados los comandantes a consejo, y habiendo vuelto de él nada se ha visto que indique viaje, y nada se ha dicho que dé a entender que se ha tomado todavía alguna resolución sobre nosotros. Pero trajo nuestro Capitán un orden de nuestro Comandante D. Diego Argote, que se nos leyó al tiempo de mesas, como se suele hacer entre nosotros con las cartas del Provincial o General, y la orden es común a todas las embarcaciones y está concebida en estos términos: «A bordo del navio "San Genaro" en San Florencio, a 7 de julio de 1767. Los capitanes y patronos de las embarcaciones de los convoyes de mi mando no permitirán que los padres jesuítas se embarquen en otras embarcaciones que las de sus respectivos bordos, y en éstas cuando estén desocupadas de las diligencias precisas y después de haber perdido el sol su fuer235

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za por la tarde, con prevención que si alguno se opusiere al cumplimiento de esta orden, será severamente amonestado por el superior a quien le compete. Es copia Argote». Ya estaba esto mandado antes, aunque no con la severidad y rigor que ahora; y se empezó a faltar al orden disimulándolo los capitanes; porque las embarcaciones pequeñas, que en los navios son cuatro con la lancha o barca grande, pocas veces se hallan desocupadas. Pero en el día había llegado ya esta franqueza de embarcarse en las chalupas del país a exceso y desorden, no reparando algunos en andar por la concha, aun en la mayor fuerza del calor. Por eso no se puede menos de confesar que el orden es justo y razonable; y aun que nos será muy provechoso, porque si bien el calor es tan grande en el navio que propiamente se derrite y deshace uno en sudor, siempre es mucho más dañoso tomar el sol ai descubierto; y no habiendo por otra parte expresión alguna que no sea respetuosa para con nosotros, no tenemos queja ninguna del Sr. Argote, y aun no tendré mucha dificultad en persuadirme, que ha dado este orden a insinuación del P. Provincial que habrá conocido muy bien, que éste es un medio eficacísino para cortar de raíz este desorden. Día 9 de julio Ayer por la tarde pidió el hermano ropero licencia al Sr. Capitán para ir hoy a lavarnos alguna ropa y se la concedió fácilmente, y queriendo el hermano hacer una lavadura general, especialmente de ropa de cama, nos ha dejado esta noche con una sábana sola recogiendo todas las demás. Pero todo ha sido en vano pues esta mañana se le ha dado contraorden y se ha atendido principalmente a llenar de agua todas las pipas, que se han ido desocupando para que se gaste menos de la estimada agua de El Ferrol. Si no se hubiera dado este contraorden al ropero, hubiéramos tenido el gusto de ver a algunos coadjutores, que repetían el buen ejemplo, que con mucha edificación nuestra nos dieron el día pasado en una lavadura general, lavando ellos por sí mismos la ropa, aunque no solían hacerlo en nuestros colegios. Cosa tanto más loable en estos humildes 236

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hermanos cuanto que no faltan algunos coadjutores que huyen enteramente del trabajo, por habérseles metido en la cabeza que en este presente estado y teniendo pensión por el Rey, ya todos somos iguales, y no tienen obligación a nada. Máxima muy necia que hará que se pierdan varios de ellos149. Todas estas novedades de esta mañana han nacido de que, en fuerza de algunas cartas que debieron de llegar en una tartana que al principio de la noche pudo echar áncora en este golfo, se piensa en viaje. En efecto, como a las cinco de la mañana, tiró nuestra capitana el «San Genaro» cañonazo de leva y alargó el velacho del palo trinquete, que viene a ser dejar colgar un poco una vela, que es señal evidente de marcha. Al momento imitaron al «San Genaro» el navio «La Princesa», que es la Comandanta del convoy de la Provincia de Andalucía, y este nuestro, en el que empezaron al instante a hacer sus maniobras, disponiendo las cosas para el viaje. Pero entre tanto que todos los navios de guerra se preparan para la partida, las dos fragatas de guerra, que escoltan el convoy de la Provincia de Toledo no han hecho movimiento alguno, ni dado el menor indicio de viaje, y hallándose en esta disposición todas las naves de guerra, se oyó otro tiro en el navio de «San Genaro», que puso al instante gallardete en el tope de mesana, llamando los comandantes a consejo. Y efectivamente acudieron todos como a eso de las diez de la mañana. No fue muy largo el consejo y de resulta de él, ni se nos ha dicho cosa alguna formalmente, ni se ha visto tampoco mucha actividad en las disposiciones para ei viaje. Es verdad que esto habrá nacido, no de que se haya abandonado la partida, pues en tal caso no conservarían los navios extendida la vela, que es señal de viaje; sino de haberse levantado un viento contrario para salir de este 149. Generalmente, era responsabilidad de los coadjutores desarrollar tareas domésticas dentro de las casas y colegios de la Compañía. Luengo reivindica aquí la teoría generalizada entre los expulsos de defensa de sus costumbres para preservar la unidad e impedir fracciones dentro de la Orden. La relajación en el cumplimiento de las tareas que cada uno tenía determinada en España, no sólo podría abrir fisuras y dar una imagen de desorganización sino que podía atentar contra temas tan inamovibles como la disciplina interna fundamentada en el voto de obediencia. 237

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golfo y seguir el rumbo que se piensa hemos de llevar desde aquí. En este estado quedan las disposiciones de nuestro viaje este día nueve pues, parece segura la partida, y que no puede tardar mucho. Ya que hemos estado tanto tiempo en este golfo, haremos aquí brevemente su pintura. Este golfo de San Florencio, por lo mismo que es propiamente un golfo, no es un puerto con su concha o ensenada defendida por todos lados de las olas del mar, como la de El Ferrol y otras semejantes. Es pues propiamente un brazo de mar que, entre dos cadenas de montañas, se va metiendo e internando dentro de la tierra. Su entrada, abierta siempre a mar alta, es casi por Norte y mira en derechura al golfo de Genova. Hacia poniente cubren al golfo unas montañas bastante altas e incultas, en las que no se descubre otra cosa que dos torrecitas o castillitos con uno o dos cañones de artillería, que pertenecen a los corsos y, efectivamente, hay en ellos unos pocos hombres de guarnición. Hacia el mediodía y en el fondo del golfo, que siempre conserva una anchura como de una legua, está San Florencio, lugar bien reducido, rodeado de una muralla bien endeble y defendido de un castillo miserable, en el cual, como también en la plaza hay de guarnición tropa francesa. Hacia Oriente hay otras montañas que empiezan desde la punta del famoso cabo corso, tan elevadas como las de poniente, pero bien cultivadas a lo que parece a la vista, pobladas de varios pequeños lugares y de muchas casas de campo. Y aun se ve en la falda de uno de estos montes un convento de religiosos, que parece son alcantaristas, o de otra reforma o de San Francisco, y a él hizo sacar el Sr. Vera dos padres que se hallaban gravemente enfermos, de los cuales uno, llamado Mayo, ha muerto ya en dicho convento. No se ha pensado con todo eso en nuestro convoy en sacar a tierra ningún enfermo aunque no faltan algunos que están bien de cuidado. Aquí, como sucedió en los otros puertos, han venido a nuestras embarcaciones muchos barquitos del país, y han traído de venta fintas, y otras varías cosas; y al principio nos las vendían a un precio muy moderado, pero después ya se han ido aprovechando bien de la ocasión y de nuestra necesidad. 238

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El vino es muy bueno y a un precio no muy alto; pero el pan está casi tan caro como en el continente de Italia; pues por las cuarenta onzas o cuarta de Castilla nos llevan tres reales y medio. Han venido también a este navio, estos días que hemos estado aquí, varios de la gente principal del país que nos han contado mil cosas de su isla y de su General Paoli, a quien hacen un hombre singular. En suma, como antes insinuamos todo lo interior de la isla es de los corsos, mandados y gobernados casi como si fuera su Rey, por el General Paoli, que es sin duda hombre de buena cabeza y de mucha política, que trata por una parte de civilizar a sus corsos y, por otra, de aguerrirlos y de conservar en ellos una grande enemiga contra los genoveses sus señores; y según hablan todos los corsos que han venido por aquí, jamás la República de Genova, que solamente conserva las plazas marítimas, llegará a ser señora de la isla sino reduciendo a esta a una soledad o desierto. Día 10 de julio En todo el día no se vio movimiento alguno en nuestros navios en orden a viaje hasta las seis y media de la tarde, en que el «San Genaro» tiró segundo cañonazo de leva, y en este navio sacaron una de las áncoras; y supongo que en el «San Genaro» y en «La Princesa» habrán hecho lo mismo. Y no obstante, las dos fragatas de guerra del convoy de la Provincia de Toledo se están inmobles sin el menor indicio de marcha. Con estas tales cuales disposiciones de viaje, y pretextando siempre que tienen muchas cosas que hacer, ni ayer ni hoy nos han sacado a tierra a dar un paseo, aunque el tiempo lo permitía, ni han dado licencia para ir a otras embarcaciones de jesuitas, y lo que es todavía más, y nunca se ha hecho hasta ahora, se ha dado orden al oficial que está de guardia de que no deje entrar en el navio a ningún jesuita de fuera. El fin de todos estos órdenes no es otro que impedir que nos informemos de lo que han tratado en sus consejosl50, especialmente de los padres to150. Nota de Luengo: «En el Memorial al Rey, escrito en Calvi por el P. José Francisco de Isla, que es el Tomo II de la Colección de Papeles Varios, se refieren estos consejos de guerra con más distinción que aquí, desde la p. 268». 239

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ledanos, con quienes hablan con más franqueza sus comandantes que con nosotros los nuestros. Pero nunca lograrán estos señores oficiales el persuadirnos, como lo intentan algunos con todo empeño, que ha venido orden claro, expreso y formal de la Corte de España para desembarcarnos en esta isla; porque si así fuera ¿qué necesidad había de tantas consultas, consejos y deliberaciones sobre el caso? Y ¿cómo era posible que el Sr. Vera dejase de conformarse con esta orden si la hubiera tenido? Es pues evidente, y se palpa con las manos, que los señores Lombardón y Beanes, e inducido por éstos el Sr. Argote, cansados ya de tenernos en sus navios y de esperar órdenes, que nunca llegan, por sólo el aviso de la Corte de Francia o a lo más en fuerza de alguna carta y no de oficio del Ministro en Roma, o en Genova, o de los de España, han determinado dejarnos presto en esta isla; en lo que no se acuerda con ellos el Comandante de la Provincia de Toledo, y por tanto no piensa en moverse. Día 11 de julio Al salir el sol esta mañana nos entró aire muy bueno y favorable para el rumbo que debemos tomar si piensan dejarnos en las plazas de esta isla y, queriendo aprovecharse de él, el Sr. Lombardón tiró cañonazo de leva para su convoy e hizo otras disposiciones muy próximas para la partida, pero habiendo calmado enteramente el viento no ha podido marchar. En nuestro navio, no obstante ser el viento tan oportuno, se vio poca actividad toda la mañana en disponer las cosas para el viaje. Pero después de comer, en medio de haber faltado el aire, se ha trabajado con mucho calor en las disposiciones para la partida. Y no menor empeño que en estas preparaciones, muestran algunos señores oficiales en persuadirnos que ha llegado efectivamente el orden de Madrid para nuestro desembarco en esta isla; y no se descuidan en decirnos, viéndonos un poco desconfiados en este punto, que estemos seguros de que nada se hará con nosotros sin mandato de la Corte. Pero este su mismo empeño en hacernos creer esta cosa es una razón eficacísima de que no ha llegado el orden conveniente del Rey, 240

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pues si les tuvieran en la mano tendrían mil modos de hacérnosle saber auténticamente. Y ¿cómo se puede pensar del Sr. Vera, que a vista de un orden legitimo de la Corte, se estuviese, como efectivamente se está, sin dar el menor indicio de marcha cuando todos los otros navios están ya prontos a partir? Día 12 de julio El H. José Martín151, coadjutor, se ha puesto muy de peligro y esta mañana se tuvo por conveniente que recibiese el santo viático. La función se hizo con mucha decencia. En un instante colgaron con banderas y gallardetes la escalera y todo alrededor de la cama del enfermo y dejaron todo el camino, por donde había de pasar el Señor, aseado, hermoso y casi magnífico; porque en este navio de guerra se halla todo y hay arte, maña, talento y expedición para todo género de cosas. Se puso sobre las armas todo el cuerpo de guardia con su oficial en grande uniforme a su frente, e hicieron sus acostumbradas evoluciones. De nuestra parte, no hicimos otra cosa que acompañar al Señor y rodear la cama del enfermo. Al principio de la mañana estuvo el viento no malo para salir de este golfo y con todo eso no nos movimos, lo que es otra prueba evidente de que no ha llegado el orden de Madrid; pues si hubiera llegado este según las ganas que tienen de desprenderse de nosotros, aun a remolque y con viento contrario nos sacarían del puerto. Como a las diez de la mañana se puso el aire entre poniente y mediodía, que es enteramente contrario para el rumbo que hemos de llevar desde aquí. Por momentos se fue el viento arreciando y en este navio sucedió un desastre de algún peligro para nosotros y de mayor para los que vienen en la fragata sueca. No estaba nuestro navio más que sobre un áncora para estar más pronto a ponerse en camino, y como el aire llegó a ponerse muy fuerte y no debía de ser de buen barro el fondo en que estaba el áncora, viniendo ésta a la rastra, sin que nadie lo advirtiese, empezó el navio a cami15.1. José Martín había sido boticario segundo en el colegio de Salamanca y de allí pasó a dirigir la botica del colegio de Santiago. 241

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nar de popa, llevándole el viento desde las montañas de poniente hacia las de levante. Iba nuestro navio a embestir en derechura sobre la dicha fragata de nuestro convoy, desde la cual daban muchos gritos y voces advirtiéndonos que nuestro navio se movía, se cayó finalmente en cuenta aunque ya tarde, para poder echar otra áncora con que detener el navio, y para poder extender alguna vela y tirarnos hacia el mar. La fragata sueca por su parte alargó cuanto pudo la maroma o cable de su áncora y aun añadió otro de nuevo, y nada fue bastante para evitar el encuentro. Tropezó pues, nuestro navio con la fragata y se recostó sobre ella, cogiéndola en alguna manera debajo. Se enredaron unos palos con otros, gabias con gabias y las cuerdas de la jarcia de una embarcación con las de la otra. Todo era confusión en este caso, todo era tumulto, voces y gritos por todas partes, alborotada la oficialidad, del mismo modo los marineros, se oían cien órdenes y contraórdenes, no estando acordes entre ellas lo que se debía hacer, debiendo de tener cuidado al mismo tiempo a no oprimir la fragata sueca y a salvar nuestro navio. Nosotros, entre tanto, como se deja entender, estábamos llenos de susto y de pavor, y con mayor motivo estaban los de la fragata sueca, en la que viene el Colegio de Villagarcía con los pobrecitos novicios que a todos nos causaban mucha lástima y compasión. Saltaron pues a la fragata algunos marineros intrépidos y valientes de este navio cortaron cuerdas, hicieron pedazos cuanto se les ponía por delante que podía impedir que se separasen las dos embarcaciones, echaron un poco de vela en la fragata y habiendo podido coger un poco de viento la sacaron por delante de la proa de nuestro navio, en el cual se había preparado al mismo tiempo una áncora gruesa, y echándola al mar se logró que se detuviese y no se arrastrase más; y así nos vimos todos fuera de peligro de perecer y, según nos han asegurado las gentes del país, a poco más que hubiera caminado nuestro navio y se hubiera hecho pedazos contra una peña, que apenas la cubre el agua. La tarde se ha gastado en recoger el áncora y cables de la fragata y en reparar en ella todos los daño que se le han hecho, que no son pocos, y todo, según se asegura, a costa de nuestro Capitán, que perderá acaso en es242

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ta desgracia lo que puede haber ahorrado escaseándonos el vino y agua. En este navio se ha trabajado en restituirle al sitio en que estaba antes de este mal caso, llevándole ella a la espía, esto es, echando un áncora en alguna distancia, y haciéndole escurrir sobre la maroma o cable hasta que llega a ponerse sobre el áncora misma, y repitiendo una o más veces lo mismo. Día 13 de julio Nuestro enfermo, el H. José va siempre perdiendo y padece el pobre mucho en esta confusión del navio. Se han hecho por tanto todos los esfuerzos posibles para poder sacarle a tierra al convento de los religiosos franciscos o a otra cualquiera parte. Pero no se ha podido doblar a nuestro Comandante para que dé su permiso; y así es forzoso decir que el Sr. Argote ha tenido en este particular órdenes más rigurosos que el Sr. Vera, Comandante de la Provincia de Toledo, o que éste ha excedido a aquel en compasión y humanidad para con nosotros. No ha estado malo el viento para salir de este golfo y caminar hacia poniente, que es a donde debemos de dirigirnos, y con todo eso todos nos hemos estado quietos, aunque siempre a pique, como dicen aquí, esto es prontos a ponerse en camino al primer orden que se dé. Día 14 de julio Ayer, luego que se hizo de noche, recibió nuestro Capitán aviso del «San Genaro» de que se pusiese en camino luego que observase un farol en la cofa del palo mayor de aquella nave. No tardó mucho en verse este señal y a las dos de la noche, habiendo sacado la última áncora, empezamos a caminar dejando este golfo de San Florencio después de haber estado detenidos en él desde el día veintiocho del mes pasado de junio. Luego que amaneció, observamos que venía también con nosotros el Sr. Lombardón con todas las embarcaciones de su convoy; y caminamos de tal manera que, a las ocho de la mañana, nos hallábamos ya sobre la punta de la cadena de montañas del golfo hacia poniente, que es necesario montar para ir a las plazas de Calvi y Argayola, a donde sabemos que nos llevan, aunque 243

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nuestros comandantes no han querido decirlo con la conveniente claridad y resolución. Así nos hallábamos cuando por la punta opuesta, que es el cabo Corso, se descubrió el convoy de los padres aragoneses, que hasta ahora se ha mantenido en Bastia. Y en este punto por la primera vez se vieron de algún modo juntos, o por lo menos se descubrieron a un mismo tiempo, los convoyes de las cuatro Provincias de España. Los dos convoyes de Castilla la Vieja y Andalucía se hallaban sobre la punta o cabo occidental del golfo de San Florencio; el de Aragón sobre la punta oriental del mismo golfo y el de Toledo quieto y parado, dentro del mismo golfo. Luego que se dejó ver el convoy de Aragón, le vino orden del navio de «San Genaro» a nuestro Capitán de salir al encuentro al Sr. Barceló y comunicar con él algunas cosas; y en cumplimiento de este orden, dejando de seguir a nuestro convoy, que caminaba bastante bien sobre el cabo, pusimos la proa hacia el Norte. Serían como las dos de la tarde cuando, hallándose cerca de nosotros el jabeque del Sr. Barceló, envió éste a nuestro navio su falúa y en ella vinieron uno, que se dice ser Comisario con algún encargo o comisión sobre nosotros, el cual ha venido de Genova132, y un oficial de marina y después de haber estado en conferencia con nuestro Capitán, marcharon otra vez a su jabeque del cual vino poco después otro oficial de marina y se ha observado también que el Sr. Barceló ha despachado otra falúa al Sr. Vera, que se está quieto con su convoy en lo interior del golfo. Estas dos circunstancias, de haber venido este Comisario y de haberse enviado aviso al Comandante de Toledo, inclinan algún tanto a creer que haya venido orden de la Corte para nuestro desembarco en esta isla. Pero el hablar misterioso, obscuro, y nada resuelto de estos oficiales que han estado en este navio es una prueba irrefutable de que, si hay algún orden, no es cual debía ser claro, perspicuo, absoluto y formal. 152. Posiblemente se tratara de Gerónimo Gnecco. Sobre la labor de éste comisario y de su hijo Luis, véase: GIMÉNEZ LÓPEZ, E. y MARTÍNEZ GÓMIS, M., op. cit., 1997, pp. 181-196. 244

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En todo caso nuestro navio Comandante, el «San Genaro», con las seis embarcaciones del convoy, a buena hora echó esta tarde áncora en el puerto de Calvi, que se supone es el destino de nuestra Provincia de Castilla. Allí mismo ha echado áncora también el navio «La Princesa» con todo su convoy; porque Argayola, para donde está destinada la Provincia de Andalucía, está muy cerca de allí y no debe de tener buena rada para navios grandes. Este nuestro navio, después de acabar con su comisión nuestro Capitán, separándose del convoy de Aragón, que tomó su rumbo para montar un cabo que está más allá de Calvi y enderezarse a Bonifacio, para donde está destinada la dicha Provincia, puso la proa en derechura hacia Calvi, y hubiéramos tomado el puerto a pesar del mucho tiempo que se había perdido en la ejecución de las órdenes del Sr. Argote si al último de la tarde no nos hubiera faltado el viento enteramente. Quedamos pues, al hacerse de noche, en calma y como a tres leguas del puerto. Día 15 de julio Casi toda la mañana estuvimos sin viento y un airecillo, que nos vino a lo último de ella, duró tan poco y se mudaba tan a menudo qu no fue posible, por más que se hicieron esfuerzos extraordinarios, entrar dentro de la concha y echar áncora. Lo peor ha sid que al mismo hacerse de noche se nos puso el viento contrario del todo y empezó a tomar mucha fuerza. Y así fue preciso, hallándonos entre cabos o puntas, virar de bordo, volver la proa hacia alta mar y la popa hacia el puerto para pasar la noche sin peligro de que se estrelle el navio en alguna peña. Esta desgracia ha disgustado mucho a todos y aun más que a nosotros a los señores oficiales que hablan fuertemente contra el Sr. Argote por la orden que dio a este Capitán de abocarse con Barceló, sin haber necesidad de tal abocamiento, y sin más asunto, dicen algunos oficiales, que hacer la competencia de los dos navios, en la cual había quedado mal el «San Genaro», y sin más causa, según otros, que mortificar a este Sr. Beanes y ejercitar su obediencia, por lo mismo que éste había siempre andado huyendo de estar bajo de su mando. Sea de 245

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esto lo que se fuere, lo cierto es que el Sr. Argote con necesidad o sin ella, con mala o buena mención, con las órdenes que dio ayer a este Capitán, nos impidió tomar el puerto como todos los demás y ahora nos vemos en la mar solos, con un viento contrario y fuerte y no sabemos el tiempo que durará y qué trabajos nos hará padecer. Día 16 de julio La noche ha sido terrible, trabajosísima, poderosa y llena de confusión. Ya el aire estaba bien fuerte y el mar bien encrespado cuando a eso de las diez de la noche, con asombro de todos, se observó entre las tinieblas y obscuridad, un pequeño barco, que trabajaba con toda fuerza por acercarse a nuestro navio. Se les socorrió del mejor modo que se pudo, y con grande dificultad pudieron hacer que se arrimase, o atracase como dicen aquí, el pequeño barco a nuestro navio y que por las cañoneras de la Santa Bárbara entrasen dentro los que venían en él. El barco que, abandonado o poco menos, se le puso a la popa del navio es la falúa de «San Genaro», despedida por el Sr. Argote con ocho marineros valientes y un práctico del puerto para darnos socorro del mejor modo que puede. Y no dejará de servirnos alguna cosa el tener un práctico del puerto y de estas costas; pero ha sido casi un milagro que, en una noche tan obscura y tenebrosa, pudiesen descubrir el navio y acercarse a él sin perderle de vista y que no pereciesen, estando ya el viento impetuoso y el mar muy alto; y lo que no tiene duda es que si tardara una hora más en encontrar el navio perecen todos ellos, porque el viento y el mar por momentos se han ido enfureciendo y alborotando toda la noche. El silbar del viento más impetuoso que todo lo que hemos visto hasta ahora, el bramar terribilísimo de las olas, dando unos golpes y empujes tan violentos y fuertes en los costados del navio que parece no podían las tablas resistir la bulla, estrépito y confusión de toda la oficialidad y toda la marinería que, sin cesar un momento, han estado trabajando y maniobrando, nos han dado, como se deja entender, una noche sin un momento de reposo, tristísima, llena de sustos y temores. 246

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Amanecido este día dieciséis, y casi se puede decir que no amanecido para nosotros, pues casi todo el día nos hemos estado encerrados en los dormitorios hediondos y obscuros, no pudiéndose abrir casi ninguna de las troneras de los cañones y no permitiéndonos subir al alcázar del navio por estar casi continuamente en maniobras y trabajos. Con la luz del día ha subido todo de punto y el viento se ha enfurecido más y se han encrespado más las olas, qué desconsuelo y aflicción no es para todos nosotros el vernos en este trabajo y miseria, pudiendo estar seguros en el puerto como los están todos los otros, y acaso también en tierra, como verosímilmente habrán empezado a salir hoy los de nuestra Provincia y de cierto han salido los padres andaluces. En efecto, este práctico del país, y los marineros que vinieron anoche en la falúa, nos cuentan que el Comandante Lombardón, haciendo entrar a todos los padres andaluces en el barco longo de Málaga que viene en su convoy y en alguna otra barca, los envió a Argayola, que está poco antes de llegar a Calvi viniendo desde San Florencio. La precipitación en echarlos a tierra, el modo y hora del desembarco y más siendo un lugar muy pequeño y muy miserable, prueban bastantemente, que no les faltarán a los pobres buenos trabajos, aunque no sean tan grandes como los nuestros en este navio, en este día y con este tiempo. A la verdad, no hemos tenido en toda la navegación de tantas semanas día ninguno que se le haya parecido a este en los trabajos y miserias. A los trabajos, que se dejan entender por sí mismos, de la fuerza extraordinaria del viento y de la hinchazón y alboroto del mar que no son menos, que una grande inquietud y zozobra, sustos y temores; a mareos de muchos, con grandes vómitos, como si fuera el primer día que entran en la mar, reclusión casi todo el día en los fétidos y tenebrosos dormitorios, y otros semejantes, tenemos que añadir dos que son casi enteramente nuevos, el uno es que se nos ha tratado hoy peor que nunca en cuanto a comida y cena, como si quisiera el Sr. Beanes ahorrar a costa nuestra lo que tuvo que gastar en San Florencio, por haberse arrastrado el navio y haber causado algunos daños a la fragata sueca. 247

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Como el viento ha estado tan fuerte, ha habido más trabajo y dificultad en disponer la comida en los fogones y, por esta causa, que por ventura se pondera más de lo justo, no nos dio de comer hasta muy tarde y entonces poco, malo, duro y mal compuesto. Lo peor de todo ha sido que esta malísima comida había de servir también de cena. En efecto, acercándose la noche se nos dijo que el Sr. Capitán ordenaba que no se nos diese cena y se alegaba que por el viento, no se podían encender los fogones. Luego que se supo esto en el navio se notó que entre todo género de gentes, oficiales, soldados y marineros se hablaba muy mal de esta determinación del Comandante; pues al fin el viento no impidió que se preparase una buena cena para los oficiales y aun toda la demás gente pudo calentar al fuego su mazamorra. Al ver una indecencia y dureza tan grande, no faltó un oficial que hablase sobre ella al Sr. Beanes y supongo que le diría lo que todos dicen y por sí mismo salta luego a los ojos. Conviene a saber que, cuando efectivamente no se pudiese preparar cena caliente, qué dificultad podía haber en darnos de cenar escabeches que no pueden faltar, aunque hayan arrojado al agua muchos barriles y por lo menos, ya que no se nos quiera dar a probar, por una vez, el dulce que a quintales se metió en el navio, ¿por qué no se nos han de dar unas aceitunas, unas pasas, un poco de queso?, de todas las cuales cosas hay todavía buena provisión, y a mal dar no puede menos de haber un poco de galleta y un sorbo de vino. El Capitán estuvo atinado en su resolución y ya entrada la noche, compadecidos de nosotros el Sr. D. Antonio Valdés, algún otro oficial, contramaestre y aun soldados y marineros, nos dieron lo que pudieron recoger para que tomásemos un bocado. El otro trabajo de este día es habérsenos muerto esta mañana el H. José Martín, a quien ciertamente le ha acelerado la muerte algunos días el trabajo en que nos ha puesto, la temporada fuerte que nos ha venido. Fue este H. Martín boticario segundo en Salamanca y de esta ciudad pasó a dirigir la botica de nuestro Colegio de Santiago y, a juicio de todos los que le han conocido, tenía un talento e inteligencia muy particular de las cosas de su oficio. En la dicha ciudad de Santiago fuimos arrestados al mismo tiempo y después hemos andado siempre 248

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juntos hasta este día de su muerte. Y en todos los trabajos y males que han venido sobre nosotros en estos tres o cuatro meses, le he visto siempre sufrido, callado, resignado y conforme con la voluntad del Señor y portarse en todas las demás cosas como bueno, exacto y observante religioso. A lo último de la tarde se hizo su entierro de una manera nunca vista por nosotros, que no dejó de causar algún género de asombro y consternación. Se trajo el cadáver a la cámara del medio y se le puso sobre una tabla puesta en una de las ventanas que miran al mar. Tenía hacia abajo los pies y a ellos atada una espuerta con piedras o cascajo, y estando en esta postura, llena la cámara de jesuítas hermanos suyos, tristes, sobrecogidos y asombrados con un espectáculo tan nuevo, le dijo brevemente el oficio de sepultura el capellán del navio con sobrepelliza y estola, y acabado éste se le dejó resbalar por la tabla y quedó sepultado en la mar. Dichoso él, pues con una muerte, aunque al parecer miserable, en la realidad feliz, preciosa y santa, librándose de las miserias de este mundo se ha ido a gozar el premio de su sufrimiento y paciencia en tantos y tan grandes trabajos. Y por lo que toca al cuerpo, lo mismo es que le coman los peces del mar que los gusanos de la tierra. Se cree que ha muerto tísico y por esta causa se ha echado también al mar su cama, y toda su ropa. Era natural de Viudas en el Obispado de Plasència y se hallaba en los cuarenta y cinco años de su edad. Día 17 de julio La noche ha sido tan molesta y tan pesada como la otra, pues se ha mantenido el viento con la misma fuerza y el mar en la misma altura y además del trabajo grandísimo que trae consigo por muchos lados un tiempo tan borrascoso, nos hemos hallado en ella en un evidente peligro de perdernos todos. No se hace otra cosa en todo este tiempo que nos persigue este aire furioso, que ir con el navio a una bolina forzadísima hacia Genova y volver hacía la Córcega, trayendo la proa regularmente a Isola Rosa, que es un puertecillo de los corsos entre Calvi y San Florencio, procurando de esta manera apartarnos poco de esta isla, para meternos en el dicho puerto de Cal249

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vi, luego que el aire se incline hacía un lado u otro. Veníamos pues esta noche caminando hacia Córcega y, cuando se pensaba que estábamos aún lejos de esta isla, se hallaron en medio de la oscuridad y tinieblas con la tierra tan cerca por la proa que casi se tocaba con las manos. El susto, el alboroto, el miedo y la consternación fue grandísima en todo el navio y por explicarlo todo en una palabra basta decir que se armaron de hachas los marineros para cortar los árboles o palos, que es ya un paso y remedio en la última desesperación. Pero quiso Dios que aún se pudiese virar y volver hacia el mar la proa y con esta diligencia se salió enteramente de peligro, el que según me ha asegurado D. Antonio Valdé fue gravísimo y el naufragio en tal sitio, en tal hora y de tal modo hubiera sido tan universal, que no se hubiera salvado un hombres de cuantos estamos en e l navio. Caminamos hacia mar alta desde que se viró por la noche, y luego que amaneció se puso la proa hacia la isla y habiéndose templado algo el viento, e inclinado un poco hacia poniente al mediodía, se entró en esperanzas de tomar esta tarde el puerto. Pero, a pesar de todos los esfuerzos extraordinarios que se han hecho, forzando el navio con el timón y las velas cuanto ha sido posible, al anochecer tuvimos el desconsuelo de volver a pasar la noche en alta mar, volviendo la popa y las espaldas al punto. Era preciso que nuestro Capitán obrase con consecuencia; y por tanto, no habiendo querido darnos ayer para cenar ni aceitunas ni pasas, ni queso, ni otra cosa semejante, hoy no se nos ha dado de postre cosa alguna ni al medio día ni a la noche, para dar a entender que se han acabado ya todos estos géneros. Pero se sabe muy bien, aún por los mismos reporteros y despenseros que cuidan de estas cosas, que de todas hay provisión abundante en el navio, y no se ignora tampoco que el Sr. Capitán tiene grandes ideas y ha echado cuentas muy galanas en orden a tener grandes ganancias con esta campaña o viaje, y por lo que antes se dijo, se puede entender, que lo logrará en mucha parte153. 153. Sobre el avituallamiento que se preparó para el viaje de los expulsos a Córcega, véase la correspondencia entre Cornejo y Enriquez en R.A.H., 9/5949, ff. 179 a 187. 250

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Día 18 de julio En la noche se trabajó muy bien y con buen suceso en ganar la altura que nos faltaba. Luego que se hizo de día, se volvió la proa hacia el puerto y se tuvo por seguro, aunque el viento era del mismo lado según la situación en que estábamos entonces, que de esta vez le tomábamos. En efecto, llevando el navio forzado en cuanto era posible con las velas atravesadas y con el timón a la una de la tarde entramos finalmente en este deseado puerto de Calvi y a la entrada misma, como hombres que casi temen que se les vuelva al mar el navio, echaron áncora al instante. No bien se había asegurado el navio y recogido las velas, abrieron todas las escotillas o trampas de las bodegas y empezaron con toda furia a sacar baúles y todas nuestras cosas, como hombres que pensaban echarnos esta tarde en tierra. Pero reflexionando mejor sobre la cosa, determinaron suspender nuestro desembarco hasta mañana, movidos especialmente de la mucha distancia que hay desde el navio hasta el muelle, a donde nos han de llevar con todas nuestras cosas, y para evitar este inconveniente se ha trabajado esta tarde en llevar el navio a la espía más dentro del puerto y cerca del «San Genaro» y de las otras embarcaciones del convoy. Nosotros también nos hemos alegrado mucho de esta determinación; pues sería una confusión muy grande entrar cerca de la noche en la ciudad y al fin siempre es mejor tener todo el día para entender en nuestro acomodo en las nuevas habitaciones. Día 19 de julio Domingo y día de las gloriosas santas Justa y Rufina. Después de dos meses cumplidos que nos embarcamos en el puerto de la Corufia y en el mismo día en El Ferrol en el navio de guerra el «San Juan Nepomuceno», hemos saltado hoy en tierra en esta ciudad de Calvi de la isla de Córcega, en cuanto se presenta a la vista, para tan grandes o mayores trabajos como los que hemos tenido en los arrestos, en las prisiones y en los navios, si es posible, que en tierra les haya comparables con estos últimos. Nos pusimos todos en pie muy temprano y se dijeron al instante dos misas en el alcázar, a las cuales asistimos 251

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todos para cumplir con el precepto y quedar desocupados para los trabajos de este día, que era fácil entender que serían muchos y grandes. Se tomó después el desayuno; pero con grandísima dificultad, embarazo y confusión, por una nueva grosería y vileza de las gentes del navio, mayor acaso que todas las pasadas, no presentando para tomar chocolate doscientos hombres más que cuatro o cinco jicaras, haciéndolo sin duda por un malicioso y temerario recelo, de que nos las trajésemos con nosotros; en lo que, aun cuando alguno otro lo hiciera, y no se les haría injuria alguna, pues en el Ferrol se hizo pagar a cada uno de los padres rectores, tantas jicaras como subditos suyos vienen en el navio. A este tumultuario desayuno se siguió inmediatamente el recoger cada uno sus cosillas, enrollar y liar su cama, en lo que tuvimos una fatiga y trabajo tan grande los que habíamos venido en las dos piezas del entrepuente, que no es posible explicarle de modo que se pueda entender. No había otro sitio en donde enrollar y liar el colchón o colchones, sino en las mismas sepulturas que estaban llenas y ocupadas por ellos. Figúrese, pues, cualquiera a su modo, cómo se haría esta maniobra, habiendo de hacerla estando sobre los mismos colchones, que se han de enrollar, y con tanta estrechura y opresión que no se podía estar allí ni en pie, ni de rodillas, ni aún sentado. Yo tuve un caritativo discípulo que me ayudase en esta faena, y con todo esto sudé tanto y quedé tan rendido, como si hubiera hecho un trabajo violento de remar o segar por algunas horas. Nuestro capitán D. José Beanes no quiso dejarse ver a nuestra despedida y se estuvo encerrado en su cámara o metido en la cama, como es más creíble, lo que no se puede excusar de una indecentísima grosería, habiendo de salir de su casa doscientos huéspedes honrados que han vivido en ella no menos que por dos meses. Es verdad, que para alguna excusa de esta descortesía y rusticidad se hizo correr por el navio; que no salía él Capitán a darnos un abrazó a la despedida, porque no tenía corazón para desprenderse de unos huéspedes tan de su estimación y de su cariño. Si es cierto que el Sr. Beanes dijo esta expresión, no puedo menos de protestar, que jamás he oído salir de los labios de hombre alguno un cumplimiento 252

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más desmentido por sus obras y más contrario a su corazón, si por aquéllas se pueden conjeturar los afectos de éste. Presidió pues a nuestro desembarco la segunda persona del navio o el segundo Capitán, D. Pedro Pareja, a quien nunca he visto de tan mal genio y humor tan imperioso y dominante como esta mañana, cuando toda buena razón, la honradez y aun su interés propio debían de haberle persuadido a que en este último momento nos tratase con todo buen término y cortesía y aún con cariño y ternura para que estas tiernas expresiones nos hiciesen olvidar las injurias y desacatos, que nos habían hecho en el tiempo del viaje. Muy lejos de portarse de este modo el Sr. D. Pedro si alguno, aunque fuese un hombre respetable, ocupado en recoger su hatillo tardaba un momento más de lo que é l mandaba, le reprendía con tanta autoridad y dureza como si fuera un marinero, un grumete o un paje de escoba y estuvo tan duro, tan cruel y tan inexorable en cuanto a meter mucha gente en la lancha que, hallándonos en ella tantos que no podíamos ya revolvernos, por más que le suplicamos que no hiciese entrar más, especialmente no estando el muelle muy cerca y ni el mar muy sosegado, no desistió de su empeño hasta que nos hizo estrechar en la barca, de manera que los más estábamos de pie pegados unos con otros. Tan poca atención hemos merecido aun en el último día a este Sr. D. Pedro Pareja, no obstante que esta mañana misma, que quiso confesarse, luego encontró un jesuita pronto a servirle. Pero según ha estado de desabrido y furioso es preciso decir que no salió muy contento de su confesión o por lo menos nada enmendado y corregido. Arrancamos finalmente del navio «Nepomuceno» y llegamos al muelle de este puerto de Calvi como a las seis de la mañana y pusimos el pie en el lugar de nuestro destierro. Y en dos solos viajes con la lancha o barca grande nos sacaron a todos a tierra, o por decirlo con más verdad, nos tiraron y arrojaron en esta playa con peor modo y más indecencia que si fuéramos unos malhechores que se arrojan en los presidios del África. Nadie nos acompañó al salir del navio, a nadie hemos sido entregados o dirigidos; nadie ha cuidado de que tengamos casas o habitaciones en que vivir y nadie ha pensado en que tenga253

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mos hoy alguna o cosa que comer. En suma, nuestro amantísimo y tiernísimo capitán D. José Beanes nos ha sacado del navio, nos ha tirado en la playa y dejándonos en ella abandonados sin un rebojo de pan para comer este día, se estará regocijando en su navio de haberse desembarazado tan felizmente de nosotros y comenzará a alegrarse de las grandes ganancias que ha tenido a costa de nuestro sufrimiento y paciencia. Quedamos pues solos y abandonados en este muelle de Calvi sin saber qué hacernos, ni tener de quién informarnos y como hombres faltos enteramente de consejo, nos tiramos en el suelo a la sombra de unas casas que allí había, esperando a que se dejasen ver algunos de los de nuestra Provincia, que habían desembarcado los días antecedentes. No tardaron en juntarse a nosotros muchos de ellos, y nos contaron que el desembarco de los de la Provincia que habían venido en el navio de «San Genaro» y en las seis embarcaciones mercantiles, se había ejecutado los días dieciséis y diecisiete. Nos dijeron también que los que habían venido en las embarcaciones de transportes, así como en el tiempo de la navegación lo habían pasado mucho mejor en cuanto al trato y comida que los de los navios de guerra, por haberse podido aprovechar de las abundantes provisiones que se hicieron en El Ferrol; así también ahora, al salir de las embarcaciones, han traído consigo chocolate, pemil y otras muchas cosas y por el contrario los que han venido en el navio del comandante Argote fueron echados a tierra sin cosa alguna y del mismo modo que nosotros. Y así el primer día el Colegio de Salamanca no tuvo para comer otra cosa que un poco de pan y queso. Después, nos añadieron que se va haciendo lo que se puede para pasarlo con alguna decencia, aunque todo está muy malo y todo es una gran miseria. Pero de las cosas de este lugar en que nos han echado hablaremos después más largamente, cuando estemos más informados154. 154. Sobre los problemas a los que se enfrentaron los expulsos en la isla véase: MARTÍNEZ GOMIS, M., «Los problemas económicos y de habitación de los jesuítas españoles exiliados en Córcega (1767-1768)», Disidencias y exilios en la España Moderna, Antonio Mestre Sanchís y Enrique Giménez López eds., Alicante, 1997, pp. 679-690. 254

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En cuanto a casa o habitación para nosotros, nos dijeron, que era preciso recurrir al Comandante francés, que vive allá arriba en la ciudad o fortaleza. Sin perder un momento partió allá nuestro P. Rector Lorenzo Uriarte y entre tanto que volvía su Reverencia, no sabiendo qué hacer nos estuvimos sentados a la sombra, a excepción de algunos que recibían en el arenal nuestras camas y demás cosas que nos iban sacando del navio. Volvió el P. Rector como a las diez de la mañana y traía su boleta del Comandante francés al modo de la que suelen dar en España los alcaldes a los soldados, y en ella nos señalaba para alojamiento de nuestro Colegio de Santiago tres casitas de campo que están fuera del arrabal. Al punto se puso en movimiento toda la gente y reconocida la casa más cercana en la que no hay en nuestra habitación más que las paredes, se trabajó con empeño en buscar las casas necesarias para tener algún género de comida, para la cual no había a las diez de la mañana nada absolutamente, sino los hombres que habían de comer y el hambre y apetito o por lo menos necesidad y flaqueza. Unos, pues, se destinaron a comprar algunos instrumentos más necesarios, como pucheros, cazuelas, platos, cucharas, vasos y así de otras. Otros a buscar qué comer y beber hasta un poco de agua, pues ni ésta había en la casa de campo; y todo esto se había de hacer en pocas y malas tiendas, sin entender la lengua de estas gentes y con un calor insufrible. Todos trabajamos bien, pero mucho más varios jóvenes filósofos y los hermanos coadjutores, que tuvieron que ir tres o cuatro veces cargados, ya con las cosas más ligeras de nuestro equipaje y ya con las que se iba comprando, a la primera de nuestras casas distante del arrabal cuatrocientos o quinientos pasos, con un sol tan vivo y picante como se deja entender fácilmente, a diecinueve de julio y al medio día. Mas al fin, a la una y media de la tarde, nos pusimos a tomar un bocado de que había harta necesidad, no habiendo tomado ni un sorbo de agua desde que tomamos una mala jicara de chocolate en el navio a las cuatro o cinco de la mañana. No hay mesa, ni asiento ninguno en nuestra habitación; y así para comer nos sentamos cada uno sobre su manteo, hatillo o mochila, alrededor de las paredes de dos cuarticos que son ca255

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si toda nuestra casa, y distribuidos en esta forma comimos unas sopitas y un torreznito en gran paz, con mucho gusto y alegría, y a todos nos supo grandemente; aunque para que el convite fuese completo, faltó un poco de vino por haberse olvidado o porque no se encontró y suplió sus veces el agua. Refrigerados un poco con este bocadillo y con haber estado un poco a la sombra, se puso otra vez toda la gente en movimiento, porque esta tarde teníamos muchas cosas que hacer. Era preciso buscar alguna cosa para la cena y todas las cosas necesarias para poner mañana olla en las tres casas, no habiendo en ninguna de ellas la más mínima cosa de las que se necesitan para hacer una comida, ni en lo que toca a la cocina, ni al refectorio. No menos era necesario acudir a la playa en donde estaban tiradas nuestras camas y todo nuestro equipaje, separar en un inmenso montón de cosas de los doscientos que hemos venido en el navio las que nos tocan a nosotros, conducirlas a las tres casas y acomodarlas en ellas, y todo se ha hecho aunque no sin mucho trabajo y fatiga y con no pequeño gasto; pues el conducir a las casas las cuarenta camas y como unos treinta baúles que no podíamos cargar sobre nuestras espaldas, abusando esta gente de nuestra necesidad, nos ha costado más de ciento y cincuenta reales, siendo así que la casa más distante de la playa estará otro tanto, que esta más cercana, que dista como cuatrocientos pasos. En esta misma casa cenamos juntos todos los del Colegio y la cena fue lo mismo que la comida, con la sola diferencia de haber tenido ya un poco de vino, y después de cenar se fueron a las otras casas los que han de vivir en ellas. Después del modo indecentísimo con que nos ha tirado en tierra el Sr. Capitán Beanes nada se debe extrañar en otros asuntos por vil y grosero que sea. En todo esto se me cubre la cara de vergüenza y de rubor al querer notar otras vilezas y ruindades que se han usado este día con nosotros. Compróse en El Ferrol, a cuenta del Rey, para nuestro servicio un gran número de vasos y de cubiertos, los que parece nos debían entregar, especialmente viéndonos en un país desprovisto de todo y en tanta necesidad, y no obstante se han quedado con todo en el navio. Pero qué mucho que no nos hayan dado estas 256

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cosas, que al fin no son nuestras, cuando han hecho lo mismo con las que se sacaron de nuestros colegios y aún con las que nos costaron nuestro dinero. Nos consta que se metieron en gran número en nuestro navio cubiertos de bronce de nuestros colegios, y con todos ellos se quedan sin enviarnos siquiera aquellos miserables que usábamos en la navegación. Con igual certeza sabemos que vino al navio de nuestros colegios mucha ropa de mesa; y no nos han dado ni una servilleta ni unos manteles; y añadieron estos últimos días la grosería y vileza casi increíble de hacernos pagar el coste de la levadura de toda la ropa de mesa. Así mismo, es cierto que se metió en el navio lo más escogido de nuestras cocinas, cinco tarteras y ollas de cobre, peroles, platos de peltre y otras muchas cosas como éstas, y de todas las cosas pertenecientes a cocina no nos han enviado más que un miserabilísimo deshecho. Más que todo es todavía el haberse quedado también en el navio con las jicaras del desayuno, que nos hicieron pagar en El Ferrol. De todas estas groserías y vilezas se ha de echar la culpa principalmente al Capitán que, o las ha mandado o debía por lo menos impedirlas no pudiendo ignorarlas; al contador y a la vil canalla de reposteros, despenseros y otros semejantes y, en ninguna manera, a la ilustre oficialidad de marina que viene en el navio, que para no cometer ni aprobar estas vilezas y groserías la basta el haber nacido con honra. No se puede menos de confesar, por lo que dejamos dicho con toda verdad y sin ponderación alguna, que el modo con que han echado en tierra a nuestra Provincia de Castilla los señores capitanes D. Diego Argote y D. José Beanes, ha sido descortés, desatento e inhumano, y no obstante, podemos estar contentísimos, vista la manera que ha tenido en desembarcar a la Provincia de Andalucía el señor Lombardón, su Comandante155. Les hizo entrar a todos, como ya dijimos, en bar155. «Durante los días 13 y 14 de julio se efectuó el desembarco de toda la Provincia de Andalucía. La primera que ponía los pies en Córcega de las expulsadas de España. De los 593 jesuítas que transportaba el convoy, 390 fueron desembarcados en Algaiola y los otros 202 en Calvi, a muy poca distancia de aquella. El 17 de julio evacuó Algaiola la pequeña guarnición francesa de 60 hombres, siendo inmediatamente ocupada por los corsos. El navio "Princesa" partió de Calvi el martes 257

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cas de remos y metiendo con ellos sus camas y todas sus cosas, y desde este puerto de Calvi les envió a Algaiola, que dista de aquí como dos leguas. Llegaron allá de noche y al momento con todo su equipaje les echaron en la playa, dejándoles allí abandonados, de noche, en un país y lugar desconocidos y, al mismo tiempo miserabilísimo como se dirá al instante. No tuvieron otro arbitrio aquellos pobres que pasar la noche en un soportalillo y otros al descubierto, sin cena y sin otro socorro humano, abandonadas, o poco menos, todas sus cosas en una playa. Brutalidad, bestialidad y barbarie de que sólo puede ser capaz un humanísimo, afabilísimo y urbanísimo francés, cual debe de ser a lo que oigo este Sr. Lombardón o porque él nació en Francia o sus padres a lo menos. Lo más gracioso es que Algaiola es un lugar tan infeliz y tan pequeño, con tan pocas casas y éstas por la mayor parte desbaratadas y ruinosas (lo que debía de saber el señor Lombardón antes de desembarcar a los padres), que ya se han venido por tierra a este puerto doscientos de los padres andaluces, y se han metido en algunos rincones de este arrabal de Calvi156. ¿Pueden imaginarse cosa más bárbara que el desembarcar a unos sacerdotes y religiosos en un pueblo tan miserable que ni aún siquiera tengan en donde meter su cama? Pues tal es Algaiola, según dicen estos padres andaluces, y es prueba bien clara de que en esto no hay ponderaciones, el haberse venido aquí, en donde no pueden tener otra cosa que un rinconcillo en que esconder su cama, no obstante que aseguran que en Algaiola hay buenos víveres y a un precio muy moderado, y que una gran novedad que ha habido en aquel pueblo más les debía mover a estarse quietos que avenirse a Calvi. Esta ha sido que, en el día en que entraron en Algaiola los padres, se retiraron del lugar y de un castillejo que la defiende los soldados franceses, que estaban de guarnición, y en el momento se apoderaron de todos los corsos que en gran número andaban en aquellas cercanías como sucede también aquí. Por tan21 de julio rumbo a Barcelona, y diez días más tarde Lombardón se encontraba ya en la capital del Principado», en GIMÉNEZ LÓPEZ, E.,