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Spanish Pages [100] Year 2011
Matrimonio ficticio El bien casado Kate Proctor
Matrimonio ficticio (1993) En Harmex: El bien casado (Colección Jazmín 1992) Título Original: Lawfully wedded stranger (1990) Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Julia 18 Género: Contemporáneo Protagonistas: Patrick Carlisle y Sophie Drysdale
Argumento: Obligada a aceptar un matrimonio que no deseaba, Sophie Drysdale se encontró arrastrada de repente a Madrid para representar el papel de devota esposa del apuesto corresponsal extranjero Patrick Carlisle. Aunque se descubrió atraída hacia él, parecía que ella nada podía hacer para lograr que Patrick sintiera lo mismo: en un momento era encantador, al siguiente la trataba con despotismo. Pero cuando Sophie lo vio tan amistosos con la hermosa Anna, se preguntó cuánto tardaría él en desaparecer de su vida para siempre…
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Capítulo 1 —Patrick… Sophie Drysdale se sobresaltó un poco cuando las palabras del sacerdote penetraron su conciencia. Otra vez estaba casi dormida de pie, realmente debía hacer más esfuerzo por concentrarse. Patrick Juan Carlos. Dio vuelta al nombre en su mente. El segundo nombre y el tercero explicaban en cierta forma, suponía, la razón por la que un irlandés, o supuesto irlandés, era en realidad español… o por lo menos viajaba con pasaporte español. Pugnando por encontrar algo menos abrumador y desconcertante en que ocupar su mente, Sophie se acomodó los anteojos oscuros más arriba en el puente de la nariz; hizo un respingo de dolor cuando su mano tocó de manera accidental los contornos hinchados de su rostro. Al menos los antibióticos curarían eso pronto, se consoló, buscando con la mirada la amistosa figura del periodista ruso que se los había proporcionado. Bajó de inmediato la mirada, pues le resultaba casi imposible distinguir cualquiera de las borrosas figuras con los anteojos oscuros. Volvió a respingar cuando el hombre alto, vigoroso que estaba a su lado le dio un brusco codazo. Era la segunda vez durante la ceremonia que el codo de Patrick Carlisle hacía vigoroso contacto con sus costillas. —Te está preguntando el sacerdote si me aceptas o no —aunque había discernible humor en el tono del hombre, era un humor salpicado de impaciencia. Después de aclararse dos veces la garganta, Sophie logró por fin recitar las respuestas memorizadas al vapor, sólo para sobresaltarse otra vez ante el sofocado aunque claramente burlón vítor que surgió de repente alrededor de ellos. La ira en la mirada de advertencia que él dirigió a sus colegas oscureció el verde de los ojos de Patrick Carlisle. —¿No se dan cuenta esos payasos de que el personal de la embajada está ya bastante suspicaz como para que todavía agreguen recelos con sus bufonadas? Más valdrá tratar de apaciguar la mente del embajador de su Majestad. Mientras la mente de Sophie pugnaba por entender por qué era tan esencial apaciguar la mente del embajador español, el brazo de Patrick Carlisle se deslizó de repente alrededor de la cintura de la joven, disgregando esos pensamientos y haciéndola otra vez consciente de la extraña realidad que estaba viviendo, que más parecía una absurda pesadilla. El brazo que la ceñía de la cintura la estrechó con firmeza, cosa que ella agradeció ya que en el instante en que unos labios decididos cubrieron los suyos, Sophie sintió que se le doblaban las rodillas.
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—¡Vamos, puedes hacerlo un poco mejor! —gruñó Patrick contra los labios femeninos. Puedes poner un poco más de entusiasmo al besar al novio. ¡El novio! Esa mañana, ella había despertado como siempre a los sonidos apacibles de la vida rural de Gamborra, en la pequeña clínica que había, sido su lugar de trabajo y hogar durante los últimos ocho meses. Ni siquiera los horrores de la conjuntivitis que había contraído casi un mes antes y que de manera tan rápida y dolorosa revirtiera su papel de enfermera a paciente, había reducido demasiado el placer de vivir en África. Pero poco después de despertar esa mañana, su mente luchando todavía contra la somnolencia provocada por los sedantes que le administrara la hermana Magda durante varios días, su apacible mundo se había desintegrado a su alrededor… Ahora recordaba las lágrimas de la hermana Beatrice cuando le habló sobre los espantosos sucesos en el país; sobre el atentado que destruyera recientemente parte de la clínica; y acerca de la decisión de las otras enfermeras de que debían salir de inmediato porque el vuelo de ese día desde la capital podría ser el último en un futuro previsible. Y era allí, en la embajada española en la capital, donde su problema había sido discutido por extraños periodistas prestigiados según le habían dicho, pues su mente se había replegado en autoprotección durante el acalorado debate respecto al hecho de que su pasaporte quedara destruido, junto con el resto de sus pertenencias, en el incendio de la clínica. Debería haber prestado más atención, pensó con nerviosidad… era a causa de la pérdida de su pasaporte que el hombre que estaba a su lado se había convertido en su consorte. ¡Acababa de casarse con un extraño, un perfecto desconocido! El hecho de que el trabajo de Patrick Carlisle como corresponsal extranjero hacía su fascinante acento híbrido y su magnífica apostura algo conocido para Sophie como era para un número incontable de teleespectadores, no cambiaba la situación. Por conocido que fuera su rostro, el hombre era un completo desconocido para ella. Pero… ¡qué diantres!, se dijo al enfocar ese rostro devastadoramente atractivo; si ese era realmente un sueño muy bien podría disfrutar la parte agradable del mismo. Fue el jadeo de sorpresa de la joven, cuando sintió los labios de su consorte tratar de abrirle los suyos, lo qué hizo innecesario cualquier esfuerzo adicional por parte de Patrick. Luego, no fue sorpresa sino más bien una titilante sensación placentera lo que ella experimentó cuando la boca masculina comenzó a explorar la de ella con íntima delectación. Sin necesidad de que él se lo indicara, los brazos de Sophie se deslizaron por el cuello del periodista y sus dedos se hundieron en la densa mata de pelo de la nuca. Era como si su mente y su cuerpo, hambrientos de consuelo y aturdidos por las ansiedades de las pasadas horas, hubieran hallado refugio y ahora se rendían felices a la inusitada reacción erótica ante la sensualidad de la caricia de esos labios firmes y calientes. Fue sólo después de la segunda tosecilla discreta del sacerdote que Patrick Carlisle se apartó de la esbelta figura de su esposa, para mirarla con un brillo de asombro y regocijo en las verdes profundidades de esos ojos enmarcados por largas pestañas oscuras.
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—¿Quién hubiera pensado que una sirena de sangre caliente se escondía tras esa apariencia desaliñada? —dijo él con una risilla divertida, soltando a su esposa cuando se aproximó a ellos el embajador español. Hubo una sonrisa constreñida en los labios del español al extender una mano hacia el todavía sonriente novio. El embajador comenzó a decir algo en español, en tono suave y reposado. A pesar de que Sophie conocía un poco de español no pudo entender una sola palabra de lo que el embajador decía, ya que su mente estaba distraída por una oleada de profunda indignación. ¡El hombre la había tildado de desaliñada! Completamente desconcertada bajó la mirada al desteñido vestido de algodón que le había prestado la hermana Beatrice apenas esa mañana. Bien, estaba vestida con la ropa usada de una monja, aceptó con ironía, y esbozó una sonrisa indiferente. Era la reacción con frecuencia demasiado entusiasta ante su apariencia lo que en ocasiones la volvía cautelosa ante los hombres, se dijo; ¿por qué entonces molestarse por el comentario de Patrick Carlisle? Mientras este pensamiento cruzaba su mente, otro le seguía de cerca. La joven se llevó una mano a la mejilla, y exploró con los dedos sus contornos sensibles, hinchados. Su cara era como un globo, los ojos unas rendijas y su pelo… Un leve jadeo de horror escapó de sus labios cuando tuvo una repentina y repugnante imagen de su apariencia. No se había acercado a un espejo por varias semanas y la última vez que la hermana Beatrice intentó lavarle el pelo para que se sintiera más cómoda, la hermana Magda fue en su ayuda con unas tijeras de cirugía. Sophie alzó una mano a sus cabellos mal cortados. Incluso había suplicado a la hermana Magda que le cortara un poco más, ¡tan grande así fue su gozo de perder esa cortina densa, color castaño, que le llegaba hasta los hombros! —Estaba diciéndole a su esposo que una de nuestras oficinas está a su disposición —las palabras del embajador interrumpieron los pensamientos de Sophie, para su alivio—. Sin duda ustedes querrán estar a solas mientras esperan que los militares los escolten al aeropuerto. —Es muy amable de su parte, pero en realidad no es… —las palabras farfulladas con torpeza por la joven fueron interrumpidas de manera abrupta cuando su recién adquirido esposo le apretó con rudeza el brazo, hundiendo los dedos en su sensible piel. —Ninguno de los dos encontramos las palabras para agradecerle — declaró Patrick, acompañando sus palabras con una formal inclinación de su cabeza, antes de conducir a Sophie rápidamente afuera del salón. —¿Adónde vamos? —preguntó ella en un jadeo, casi tropezando en su afán por marchar al paso de su esposo. —Como dice el embajador de manera tan romántica, tú y yo necesitamos estar a solas —le informó él con brusquedad, acelerando el paso—. Sin decirlo, dio a entender que fue sólo su conmiseración ante su súplica lo que le hizo acceder a que se celebrara la boda —continuó el periodista, empujándola virtualmente a través de una puerta hacia una
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oficina enorme, adornada con incongruencia—. Pero especificó que debemos hacer verosímil nuestra historia. —No entiendo —dijo Sophie, preguntándose cuándo iba a terminar todo eso, mientras se sentaba en una silla de alto respaldo situada frente al gran escritorio. —Eso, el hecho de que no entiendes, está inquietando bastante al embajador —observó Patrick con ironía, sentándose al borde del escritorio y escrutándola con sus penetrantes ojos verdes—. Escucha, la milicia o como se llame esa pandilla de rufianes, podría estar aquí en cualquier momento, de modo que no tenemos mucho tiempo. Sophie se movió con incomodidad en la silla. —Me gustaría tomar un poco de ese tiempo para agradecerte lo que… —Olvídalo; resultó que yo era el único con pasaporte español que estaba disponible —la interrumpió él, atemperando con una sonrisa la brusquedad de sus palabras. —¿Pero por qué un pasaporte español? Pensé que eras irlandés. —Lo soy… a medias. Mi madre es española y yo nací en España. De cualquier manera… ¿qué te estaba diciendo? En caso de que nos interroguen… —vaciló, frunciendo el entrecejo—. ¡Diantres, olvidé tu nombre! —Sophie… Sophie Drysdale. —Caramba, pareces tan inútil en esto como yo —dijo él con una risa ronca—. ¡Debes grabar en tu mente que te llamas Sophie Carlisle! —de repente adoptó un aire de seriedad—. En caso de que algún tipo listo decida verificar los registros de inmigración y descubra… Sophie, ¿me estás escuchando? —preguntó con aspereza, cuando ella bajó la cabeza, vencida por el agotamiento. —Lo estoy intentando —repuso ella con voz cansada, haciendo un gran esfuerzo por aclarar su adolorida cabeza—. Ojalá pudiera quitarme esta sensación de que pronto despertaré para descubrir que esto es sólo una pesadilla. Ella no lo oyó ni lo vio moverse; Patrick pareció materializarse de repente a su lado apoyándose sobre el brazo de la silla y mirándola con fijeza. —Sophie, comprendo que has estado muy enferma —dijo con tono amable—. Pero es imperativo que seas consciente de lo que está sucediendo… sabes que hubo un golpe de Estado aquí, ¿verdad? Sophie asintió. —Las monjas me lo dijeron… los rebeldes atacaron y quemaron los depósitos de la clínica… y la oficina… mi pasaporte estaba en el archivador de la oficina… toda mi ropa. —Lo sé, las monjas que te trajeron me lo explicaron todo —la interrumpió Patrick, con igual gentileza—. Sophie, es esencial que
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entiendas lo delicado de la situación en que te encuentras involucrada. Por razones políticas demasiado complicadas para explicarlas ahora, es importante que esta embajada permanezca en funciones… los rebeldes cerraron las otras embajadas la semana pasada y echaron del país a los diplomáticos. —El mundo está loco —comentó Sophie, sacudiendo la cabeza. —Así es. Pero lo que nos interesa en este momento no es filosofar sobre la situación del mundo, sino darnos cuenta de que si las cosas se ponen difíciles estaremos solos. El personal diplomático de esta embajada no puede verse involucrado en nada que… —¿Qué quieres decir con “si las cosas se ponen difíciles”? —preguntó Sophie con la voz tensa por el temor. —Quiero decir que podrían examinar con atención nuestros documentos y darse cuenta de que apenas hoy fueron agregados los datos sobre mi esposa a mi pasaporte; podrían fijarse en que el certificado de matrimonio tiene esta misma fecha, podrían revisar los registros de inmigración y descubrir que llegaste aquí soltera y con pasaporte inglés… —Creo que eso ya es bastante para preocuparse por el momento — dijo Sophie, bajando los hombros con abatimiento. —Alégrate; a juzgar por la caterva de salvajes que forman las filas rebeldes, dudaría que cualquiera de ellos sepa leer. —¿Pero quiénes son? —inquirió Sophie—. Hasta que incursionaron en la clínica, las monjas no podían creer los informes. Consideran este país como uno de los más estables de África en lo político. Patrick se alzó de hombros. —Eso es algo que está intrigando a más de una cabeza pensante. Pero no tenemos tiempo de dilucidarlo ahora. Como dio a entender el embajador, tenemos que inventar entre tú y yo una historia verosímil — sonrió con ánimo tranquilizador ala joven—. Para no contradecirnos si nos llegan a interrogar, lo haremos lo más sencillo, ¿de acuerdo? Sophie asintió, preguntándose si había algo lo suficientemente sencillo para que su aturdido cerebro lo pudiera asimilar. —Bien, ¿desde cuando eres enfermera aquí? Y, por cierto, ¿qué te hizo escoger Gamborra, en primer lugar? Aquí no hay ningún programa de ayuda internacional, que yo sepa. —Me adiestré con una chica de aquí… es un poco complicado — contestó Sophie con voz apagada. —De cualquier manera, no hace falta que des una razón —dijo Patrick —. Bien, he aquí nuestra historia y sólo con algunos aderezos adicionales a lo que ya di a entender al personal diplomático de la embajada. ¿Lista? Sophie asintió y se le ocurrió que, de sentirse un poco menos exhausta y deprimida, estaría más que un poco intrigada por este hombre; no sólo porque había resultado ser tan atractivo como en sus emisiones de televisión, sino principalmente porque debía de ser la persona más
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confiada y generosa que ella hubiera conocido. Sin saber absolutamente nada sobre ella, había escuchado su historia, contada casi en su totalidad por las monjas que la habían llevado allí, debatió el asunto un momento con sus colegas y, con un desenfado que todavía desconcertaba a Sophie, se ofreció a sí mismo como solución. —Nos conocimos hace un año, hace diez meses nos comprometimos. Sólo dos cifras por recordar; un año y diez meses —dirigió a Sophie una sonrisa que ella habría encontrado irresistible bajo cualquier otra circunstancia. Ella asintió de nuevo esta vez con una sonrisa débil temblando en sus labios. —Entonces, pensemos… ¿dónde pudimos habernos conocido? El problema es que siempre ando de viaje. —Nos conocimos en Londres en el Instituto de Estudios Orientales y Africanos —replicó Sophie, con una risilla de travieso regocijo—. Asistí a una conferencia que tú diste allí y después fui a pedirte un autógrafo. Patrick la miró con asombro; luego, una sonrisa incrédula se dibujó en su rostro. —En efecto, di una conferencia allí el pasado septiembre… ¡no me digas que fuiste una de las caza autógrafos! —No —rió Sophie—. Pero Susie, la chica con la que compartía alojamiento entonces, sí. ¡Es una de tus admiradoras más fervientes! De modo que no tendré dificultad en recordar nuestro supuesto encuentro. —Bien. Ahora agregaremos un poco de melodrama, en caso de que nos interroguen más a fondo. Mi madre se oponía a nuestro compromiso —decidió Patrick con un brillo de regocijo en los ojos. —¿Por qué? —Sophie parecía casi indignada. —Porque mi madre me consideraba lo más valioso desde la invención del pan y no considera a ninguna mujer digna de mí, ¿qué te parece? — sugirió Patrick y luego sacudió la cabeza, riendo—. No, en serio… será porque tú no eres española… a duras penas aceptaría a una irlandesa, pero… —Pero jamás con una insoportable inglesa —rió Sophie, recobrando de repente su sentido del humor. —Y para tratar de ganarte su anuencia, aceptaste que nos separáramos durante… ¿un año? ¿Qué te parece? Sophie asintió con entusiasmo. —Entonces tú viniste acá, y cuando supe del golpe, vine con mis colegas para rescatarte, montado en mi blanco corcel. —¿Por qué han pedido a todos los periodistas extranjeros que dejen el país? —quiso saber Sophie. —No lo han pedido, más bien nos han sugerido que de no hacerlo podríamos tener dificultades —mientras hablaba, Patrick se movía un poco
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y el leve movimiento de su cuerpo dejaba que esporádicos rayos de luz provenientes de la ventana dieran en el rostro de Sophie. Ella bajó pronto la cabeza mientras Patrick hablaba—. Pero sospecho que los líderes del golpe no quieren tener testigos engorrosos que den a conocer al mundo sus atrocidades. —¿Crees que es por eso que los congregaron a todos aquí en la embajada? —preguntó Sophie, pugnando por parecer alerta cuando sentía los párpados como de plomo y todo su cuerpo ansiaba reposo. —Se nos congregó aquí esta mañana para nuestra seguridad, según ellos, lo cual es una broma ya que no se puede encontrar gente más gentil y hospitalaria que el gamborrano común —se movió abruptamente de la línea de visión de la joven mientras hablaba y ella se llevó con presteza las manos al rostro para protegerse del cegador resplandor de la ventana—. Pero la verdad es que quieren mantenernos vigilados hasta que salgamos del país. ¿Te sientes bien? En su prisa por escapar de la luz, Sophie había mandado lejos sus anteojos protectores. Con una mano sobre los ojos, trataba con la otra de encontrarlos en el suelo. —Toma, aquí los tengo —indicó Patrick y Sophie escuchó el sonido de su voz muy cerca detrás de ella. —Lo siento… —se interrumpió con un jadeo de alarma cuando sintió que ella y la silla se alzaban de improviso. —No te inquietes, sólo te estoy apartando del resplandor —explicó él, sosteniéndola cuando su cuerpo perdía el equilibrio y caía contra la firme solidez del cuerpo masculino—. Caramba, realmente estás hecha una lástima —comentó Patrick con franqueza, mientras le enjugaba con dedos gentiles las lágrimas que ahora le corrían por las mejillas. —No estoy tan mal como parece —dijo ella, emitiendo una risilla abochornada mientras se volvía a colocar los anteojos. En realidad mis ojos están bien; lo que pasa es que no puedo soportar demasiada luz. Sophie volvió a jadear cuando él la tomó sin esfuerzo en sus brazos. —No te asustes, sólo voy a llevarte al sofá allá en el rincón, está oscuro y acogedor allí. —En realidad estoy casi recuperada —insistió Sophie cuando él la depositó con cuidado sobre el mullido mueble—. Estaré bien aquí sola, de veras. No hace falta que te… —¿Estás sugiriendo acaso que abandone a mi esposa a los pocos minutos de la boda? —murmuró Patrick en tono burlón. —¡Oh, caramba! —gruñó Sophie—. Lamento no haberte dado las gracias como es debido… lo que pasa es que todavía me siento atontada por los sedantes. —Nunca lo habría sospechado —comentó él con ironía—. Y ya puedes dejar de darme las gracias. A menos que el viejo orden retorne al poder
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muy pronto, nosotros dos podríamos lamentar que hayas perdido tu pasaporte por mucho más tiempo del que yo había previsto al principio. —¡No perdí mi pasaporte! —exclamó Sophie con indignación—. Se quemó en el… ¿y qué quieres decir, por cierto? —El embajador ha puesto muy en claro que no debemos publicar nuestro matrimonio cuando lleguemos a Londres. Este matrimonio debe anularse sin que se sospeche siquiera que se celebró. Tienes suerte de haberte encontrado con un hombre tan decente, porque tengo la impresión de que si nuestras poco ortodoxas nupcias se tomaran como excusa para cerrar la embajada, su carrera como diplomático terminaría de manera abrupta. —¡Es terrible… espantoso! —se asombró Sophie, sintiéndose culpable. Cuando Patrick reaccionó a sus palabras encogiéndose de hombros, ella decidió que ese periodista era el hombre más desconcertante que había conocido. Y también el más temerario e impulsivo; se había ofrecido a casarse con ella con el mismo desenfado de quien se ofrece a ayudar a cruzar la calle a una anciana. Sacudió con suavidad la cabeza, pero la atmósfera de cuento absurdo en la que parecía atrapada no se desvaneció. —Depende de nosotros que no lo sea. Ahora, ¿qué tal si repasamos otra vez nuestra historia? —Sólo si lo consideras necesario. Estoy segura de que no olvidaré una sola palabra. —Bien. Ahora podrás contarme como es que llegaste aquí. —No hay mucho que contar —respondió Sophie con voz insegura—. Hace un mes, más o menos, contraje conjuntivitis —mientras las pronunciaba, Sophie se asombró del frío carácter clínico de sus palabras. Palabras que nada decían del dolor y los momentos de auténtico terror que perturbaran la paz de su existencia. Nada podía compararse con el temor de perder órganos tan preciosos como los ojos—. La hermana Magda hizo todo lo que pudo para calmar las molestias. La clínica estaba bien abastecida hasta que los rebeldes… —¿Quieres decir que no te examinó un médico? —La hermana Magda es doctora y muy competente. También llamó a uno de los médicos del hospital general para tener una segunda opinión… —¿Un especialista de los ojos? —No —respondió Sophie con cierta aspereza, molesta por las constantes interrupciones—. Como es un país tan pequeño, Gamborra no cuenta con muchos especialistas y, de cualquier manera, el país tiene un acuerdo con el Zaire… al menos, lo tenía antes de este espantoso golpe de Estado. —En cuanto llegues a Londres debes acudir de inmediato al hospital más cercano —declaró él con firmeza—. Lamento no compartir tu optimismo respecto a tu recuperación. ¿Te has mirado en un espejo?
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—Soy enfermera profesional —declaró Sophie con irritación, comprendiendo de pronto que era su vanidad lo que causaba su reacción enfurruñada ante la segunda referencia negativa respecto a su apariencia —. Después que los rebeldes destruyeron los depósitos, las monjas quedaron con muy pocos medicamentos. La hermana Magda quería que me enviaran al hospital general… apenas esta mañana me contó sobre el hostigamiento de los golpistas contra el personal extranjero, al que expulsaron del país… —Sí, parece que ha sido una política deliberada librarse de los extranjeros —murmuró Patrick—. Todo con hipócritas excusas y alusiones a la seguridad nacional. —Los jefes de aldea estaban tan disgustados que organizaron una guardia de veinticuatro horas para proteger las instalaciones de la clínica. —Me estabas contando que la hermana quería que te llevaran al hospital —la interrumpió Patrick—. ¿Qué clase de tratamiento pudiste recibir cuando no había elementos adecuados? —Sufría muchos dolores, de modo que la hermana Magda decidió que no tenía otra opción que mantenerme a base de sedantes. Lo único que tenía para mis ojos era atropina… es un fármaco que dilata las pupilas y obliga al reposo porque los ojos no toleran en absoluto la luz. Los efectos podrían comenzar a desaparecer en unos cuantos días. —¿También provoca la hinchazón de la cara? Sophie hizo una mueca irónica; quizá más valía no haber tenido oportunidad de mirarse a un espejo, debía de estar hecha una facha. —No; se trata de una infección secundaria. Se habría curado en poco tiempo con antibióticos, si hubiéramos tenido. En realidad, tu amable colega ruso me regaló algunos y, con un poco de suerte, podré tener una apariencia más o menos normal cuando llegue a Londres. —Valery Turyanov es famoso por su hipocondría —dijo Patrick, riendo —. Sin duda podría reabastecer los depósitos de las monjas con todo el arsenal médico que carga consigo. Sophie notó otra vez la gracia y agilidad con que se movía el periodista cuando él se puso de pie y acercó una silla al sofá. —Pero sigo pensando que lo primero que debes hacer al llegar es someterte a un examen exhaustivo —declaró Patrick, sentándose a horcajadas en la silla y apoyando la barbilla en los bronceados brazos que había colocado sobre el respaldo. Observaba a la joven con el ceño levemente fruncido y ojos entrecerrados. —No te preocupes, lo haré —murmuró Sophie, sintiendo un súbito vuelco en su corazón cuando sus lánguidos pensamientos sobre la devastadora apostura de ese hombre fueron reemplazados por una ominosa imagen de su padre—. Por desgracia, sucede que mi padre es cirujano oftalmólogo —notando el azoro que sus palabras provocaban en su interlocutor, ella explicó de inmediato—: Lo que quiero decir es que… tengo la impresión de que la sola idea de la profesión de mi padre tendía a
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obsesionar a la pobre hermana Magda. Estoy segura de que eso lo influyó en su decisión de mandarme a casa, porque… —se interrumpió con sobresalto al oír que se abría la puerta. —Lamento interrumpir… ¿podría hablar contigo, Patrick? Aunque no podía verlo desde donde ella estaba, Sophie reconoció el acento del ruso que le había dado los antibióticos. —¿Cómo te has sentido? —preguntó Valery, acercándose a ella. —Mucho mejor, gracias —murmuró Sophie con agradecimiento—. Estaba diciéndole al señor Carlisle… —sus palabras fueron ahogadas por las carcajadas de los dos hombres. —Sé que la familiaridad suele alimentar el desdén —dijo Patrick poniéndose de pie—. Pero no consideraría una falta de respeto que me llames Patrick. ¿Cree que podría hacerlo, señora Carlisle? —¡Oh, cielos! Lo siento —exclamó Sophie, convencida ahora de que podría cometer en cualquier momento un error que tendría resultados catastróficos—. Creo que lo mejor será que trate de dormir un poco; quizá serviría para quitarme un poco este embotamiento. —Buena idea —asintió Patrick—. Tengo entendido que han llegado Fred y José —agregó, dirigiéndose al ruso—. Mis camarógrafos lograron escabullirse poco después de que fuimos traídos aquí… lo cual provocó no pocos sobresaltos entre los diplomáticos —dijo a Sophie, con una sonrisa de muchacho travieso—. Es una lástima que se hayan perdido el gran acontecimiento, habrían sido unas magníficas damas de honor —todavía riendo de su propio chiste, siguió al ruso a la puerta—. Dulces sueños, señora Carlisle —dijo por encima del hombro, dejando a Sophie sacudiendo la cabeza con divertido azoro mientras él cerraba la puerta. El hecho de que Patrick Carlisle hubiera resultado ser lo que ella sólo podía catalogar como un chiflado encantador era algo que debía agradecer eternamente, pensó Sophie, adormilada. Los anteojos se le deslizaron hasta la punta de la nariz cuando se recostó en el cojín que Patrick le había puesto bajo la cabeza. En sus reportajes televisados él sonreía pocas veces y reía mucho menos… aunque, a decir verdad, los asuntos sobre los que informaba rara vez tenían un cariz humorístico. Cuando el sueño bienhechor por fin llegó, ella estaba riendo con suavidad. Pobre Susie… como se había burlado de ella por su adoración al atractivo reportero. Pero supuso que debía admitir que Susie tenía razón: Patrick Carlisle era realmente un bípedo bastante apetecible…
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Capítulo 2 Sophie se movió con un murmullo de protesta cuando alguien la tocó con suavidad en el hombro, sacándola del beatífico reposo. —Debes despertar, Sophie. Los milicianos están aquí para escoltarnos al aeropuerto —la apremió Valery Turyanov, entregándole los anteojos que ella comenzó a buscar en el momento de incorporarse. —Gracias —Sophie se los puso, sorprendida por la presencia del ruso —. Estaba muerta para el mundo —se disculpó con timidez—. Pero es bueno saber que estamos en camino. —Sí… casi en camino —murmuró el ruso, ayudándola a ponerse de pie; la expresión de su rostro era un poco seria mientras observaba a la joven tratar de desarrugarse el vestido—. Las formalidades de migración se harán aquí, no en el aeropuerto. —¿Las harán los soldados y no los funcionarios del aeropuerto? — preguntó Sophie, más alerta ahora. El periodista asintió, pero no dijo nada y la instó con un movimiento de la mano a que lo siguiera. —El personal de Patrick no ha aparecido todavía. Sophie puso una mano en el brazo del ruso cuando él alargaba la mano hacia el picaporte. —No tiene objeto que yo pase por las formalidades de migración si Patrick no ha llegado —apuntó ella con voz pausada. —No hay problema —la tranquilizó el ruso—. Su único interés es asegurarse de que todos los miembros del cuerpo de corresponsales estén en ese avión. Vinieron a recoger nuestros documentos hace algunas horas; supongo que para cotejarlos con su registro de inmigración. Y aunque la tinta apenas se había secado en tu inserción en el pasaporte de Patrick, no mostraron el menor interés en el hecho de que una pareja de casados viajara con el mismo pasaporte. —Bien, pues más vale que se presente pronto; de otra manera la ceremonia de esta mañana habrá sido una pérdida de tiempo; una mujer no puede viajar sola con el pasaporte de su marido —dijo Sophie, inyectando a su tono una falsa ligereza en un intento de sacudir una persistente inquietud. —Incluso si él no aparece, no tendrás ninguna dificultad en salir, estoy seguro. —Pues pareces muy seguro de que no vendrá —observó Sophie—. Valery, ¿no crees que deberías decirme qué está sucediendo? Valery vaciló, soltando el picaporte. —El equipo de Patrick fue detenido por las autoridades militares… no sabemos por qué, pero estamos tratando de obtener información, de
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todos nuestros contactos —volvió hacia la joven, su afable rostro ensombrecido por la preocupación—. Patrick no los dejaría de ninguna manera en la estacada y él cuenta con todo el apoyo que nosotros podamos darle mientras estemos aquí. Pero eso no te afectará; Sophie. —¿Lo sabe el embajador? —preguntó Sophie, asombrada ante su propia serenidad, dadas las circunstancias siempre cambiantes. —Sabe que han desaparecido Fredy y José y no le gustó nada enterarse de ello; pero no sabe que Patrick se fue… al menos, todavía no —con una mirada un tanto contrita a Sophie, Varely Turyanov abrió la puerta. La joven se preguntó si su amable acompañante había leído alguna vez Alicia en el País de las Maravillas para adquirir su inglés fluido y lleno de expresiones idiomáticas. De ser así, tendría un indicio del estado mental en el que ella se encontraba, aunque Alicia, en su mayor desconcierto, no podía estar tan desorientada como Sophie se sentía ahora. Y no era el gato sonriente el que ella veía, sino la imagen sonriente del apuesto Patrick Carlisle que no desaparecía de su mente. Y era esa imagen la que había permanecido casi intacta en su memoria, incluso después del impacto inicial de los sucesos que siguieron y que se había convertido en una especie de estupor. Sin embargo había sido una falsa imagen, pensó Sophie, perpleja y resentida al ver ahora ese rostro en la realidad, un rostro que no era en absoluto sonriente, sino austero y contraído por la furia. Sophie sentía plena simpatía por el deseo de Patrick de ayudar a sus colegas, pero poca por su acalorada discusión con los bien armados guardias que lo habían llevado de regreso a la embajada e incluso, menos por su arrogante rudeza hacia los dos corteses oficiales encargados de los trámites migratorios. —Ya se lo dije, no saldré de este país hasta saber dónde se encuentra mi equipo de trabajo —declaró, implacable, lanzando luego una vitriólica andanada en español ante el pausado comentario del embajador español. —Temo que no tiene alternativa, señor —dijo el diplomático, con el rostro tenso de ira al optar por el inglés—. Usted y su esposa tienen autorización para irse y le Sugiero que aborden ya el coche antes que las autoridades decidan detenerlos a los dos. La mirada a la que el hombre que ahora era técnicamente su esposo la sometió fue de absoluto desdén. —Esto nada tiene que ver con ella —espetó él—. Ella puede… —El embajador tiene razón —intervino Valery en tono apacible, tomando del brazo a su colega con firmeza. —¿Nos disculpa por un momento, señor embajador? —terció otra voz, con acento norteamericano. Otro rostro conocido para los teleespectadores, pensó Sophie al ver al hombre que ahora tomaba a Patrick del otro brazo. ¿Gordon qué? se
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preguntó ella con desinterés, mientras el embajador inclinaba con frialdad la cabeza, antes de salir del salón. Esto no estaba sucediendo, trató de convencerse Sophie cuando los tres hombres comenzaron a discutir a grandes voces. En cualquier momento ella despertaría en su diminuto cuarto de la clínica, y la hermana Beatrice… —Bien, larguémonos. Arrancando con dificultad de su mente sus confortantes pensamientos, Sophie alzó la mirada hacia la alta figura que estaba ante ella, y que tomaba ahora una bolsa de viaje y se la echaba al ancho hombro. —Ya era hora —comentó ella con mordacidad. —¿Qué quieres decir con eso? ¿Se puede saber? —inquirió Patrick, la tomó del brazo con aspereza y casi la arrastró a su lado a través del salón. —Cualquier tonto se daría cuenta de que hacer una escena haría más daño que bien a tus amigos —replicó ella, molesta por el trato rudo de su esposo de ocasión—. ¿Podrías hacerme el favor de soltarme? Puedo perfectamente caminar sin ayuda. —Como este es un tema del que no sabes nada en absoluto, te sugiero que te guardes tus opiniones para ti misma —gruñó Patrick, apretándola del brazo con mayor fuerza en tanto avanzaba con ella hasta el coche que esperaba. Sosteniéndose los anteojos con una mano mientras las lágrimas de furia le corrían por las mejillas, Sophie subió al coche con cierta dificultad. No era su culpa que el equipo de Patrick se hubiera metido en dificultades por andarse escabullendo de la vigilancia de los militares, se dijo ella con enfado, en tanto se acomodaba en el asiento más cercano, y emitió un suspiro de resignación cuando Patrick se sentó a su lado. —Toma —le dijo él, ofreciéndole un pañuelo blanco inmaculado—. No eres precisamente la imagen viva de la recién casada feliz. Sophie tomó el pañuelo y se enjugó las lágrimas. —¿Te molestaría si te pregunto algo? —se volvió hacia Patrick. —Pregunta. —¿Por qué te casaste conmigo, en realidad? Patrick se volvió a mirarla, con expresión de absoluta incredulidad. —Yo estaba en un estado de aturdimiento cuando llegué a la embajada —farfulló Sophie, inquieta ante la mirada de Patrick—. Todo mundo comentaba mi falta de documentos… —lo miró con aire suplicante. —¿Quieres decir que nadie te explicó por qué era imperativo que tuvieras documentos? —preguntó él con ceño de extrañeza. —No… sí… es decir, me decían una y otra vez que no podría salir del país sin pasaporte, pero… —se interrumpió y se encogió de hombros. —Pero, ¿qué?
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—Los funcionarios del nuevo régimen que vinieron a la embajada parecían amables, aun cuando tú te mostraste tan grosero… —volvió a interrumpirse cuando su acompañante le dirigió una mirada furiosa. —¡Vaya drogas que te estaban inyectando las monjas! —exclamó él con aspereza—. Puedo asegurarte que no tengo la costumbre de casarme con cada chica desamparada y en apuros que se me cruza por el camino. El hecho es que hace un par de días tuve la desgracia de encontrarme con una mujer que se hallaba en una situación muy parecida a la tuya, pues le robaron su bolso —apartó la mirada de ella para ver por la ventana del vehículo, con un movimiento casi nervioso—. Era una doctora belga… Sólo digamos que no resultaba agradable a la vista. —¿Qué le sucedió? —preguntó indefinible en el tono de Patrick.
Sophie,
exasperada
por
algo
—Fue golpeada con ferocidad —el periodista sacudió la cabeza como tratando de apartar de su mente el sombrío recuerdo—. Claro que ella no favoreció mucho las cosas al golpear a su guardia con una silla en la cabeza y tratar de escapar… aunque sólo Dios sabe a dónde creía ella que podría —se puso de pie cuando el vehículo frenó de improviso—. Por supuesto, los canallas trataron de disfrazar los efectos de la tortura en el rostro de la doctora, pero quienes pudimos verla nunca podremos olvidar el horror que nos causó su estado… de modo que así son las cosas. Vamos —agregó, ofreciéndole una mano—. Parece que nos han dado un servicio de puerta a puerta y nada menos que a nuestro propio avión. Sophie se asió a la mano extendida mientras Patrick tomaba su bolsa de viaje y se la echaba al hombro; necesitaba algo a que aferrarse porque las piernas amenazaban con no sostenerla. —¿Por qué la golpearon? —preguntó, con la voz constreñida por el espanto. —Porque sospechaban paranoicamente de cualquier extranjero. Una vez que aparecieron los documentos de la mujer y ella pudo demostrar que era quién había dicho ser, no pudieron esperar a soltarla; no querían que el gobierno belga armara un escándalo político por la detención arbitraria de uno de sus connacionales… Patrick se interrumpió cuando entraron al avión y fueron recibidos por las sonrientes aeromozas—. ¿Dónde quieres sentarte? Parece que somos el único grupo que viaja. —Me siento muy mal —dijo Sophie, cruzándose los brazos al pecho, como para protegerse de las espantosas imágenes que acosaban su mente al pensar en su horrenda suerte de no haberse encontrado con este extraño y generoso periodista, así como del sentimiento de culpa por haberlo increpado cuando él debía de sentirse muy angustiado por la suerte de sus colegas. —¡Diantres, esto era lo que me faltaba! —gruñó él y, por segunda vez ese día, alzó en brazos a Sophie. Sosteniendo sus anteojos en su sitio con una mano mientras con la otra se aferraba al sólido hombro masculino, ella trató de no tomar en
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cuenta la andanada de improperios mascullados por Patrick en español y llegó a la conclusión de que uno de los dos no era del todo cuerdo. —Siéntate y tranquilízate —le dijo él colocándola con cuidado en uno de los asientos—. Ya podrás reclinarte cuando estemos en vuelo… —Patrick, yo… —¡Oh, por todos los diantres, deja de discutir! —espetó Patrick; luego se arrepintió de inmediato de su arranque de cólera—. Lo siento, no quise gritarte —buscó algo en uno de los cajones que estaban arriba del asiento —. Toma, con esto te sentirás más cómoda. Ella sintió que le colocaba una pequeña almohada detrás de la cabeza; luego, el peso de una manta que la envolvía. —Patrick, yo… —¿Si? ¿Cómo te sientes? —preguntó él, con tono un poco hostil. —¡Acalorada! —No te preocupes. Iré por Valery… sólo trata de tranquilizarte. ¡Regresaré tan pronto como pueda! ¿No te preocupes? ¡Este hombre estaba loco! Sophie cerró los ojos, exasperada. Oyó el monótono rumor de los motores y luego una voz tranquila y pausada a través del magnavoz. Pero nada lograba distraer a la joven de la empecinada determinación de sus propios pensamientos. Comenzó a resumir su día desde el momento en que había despertado, hasta llegar a su presente estado de perplejidad. La culpa era de ella, estaba reaccionando con demasiada lentitud; su capacidad de raciocino no funcionaba con normalidad, lo cual era muy comprensible dadas las circunstancias. Después de todo, cosas como las que estaba viviendo no sucedían todos los días… —¿Sophie? Ella abrió los ojos al preocupado rostro de Valery Turyanov. —Patrick dice que lamenta dejarte sola durante el despegue —dijo el ruso en su deficiente inglés, sentándose al lado de la muchacha—. Pero despegaron esta cosa del suelo antes de lo que esperábamos —vaciló, sus bondadosos ojos escrutando el rostro de Sophie—. ¿Duele la cabeza o son sólo náuseas? —¿Perdón? —farfulló ella, llena de alarma ahora. Primero Patrick y ahora el ruso, era evidente que algo andaba mal con ella. Se llevó las manos al rostro… quizá le había salido urticaria o algo parecido. —Patrick dice que tú enfermas mucho cuando subes a avión —declaró el ruso con inquietud. —¿¡Qué!? —Él dijo que te sientes muy mal… mucho enferma.
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Por varios segundos, Sophie miró a su acompañante con fijeza, con absoluto azoro, luego un gemido de incredulidad brotó de su garganta constreñida. —¡Oh, por todos los santos! —exclamó, apartando la manta que la ceñía—. ¡Le dije que me sentía muy mal por remordimiento, no que me sintiera mal de salud! Acababa de contarme lo de la doctora belga y entonces comprendí cómo debía de sentirse Patrick respecto a sus colegas detenidos… ¡Oh, caramba! —se volvió con asombro cuando la risa sacudió el cuerpo del ruso—. No es cómico —protestó la joven, desconcertada cuando sintió temblar sus labios con el contagio del regocijo de su acompañante. —Parece que Patrick se ha tomado muy en serio su papel de esposo preocupado —dijo Valery entre risas—. No dudo que haya hablado con capitán para decirle que meta acelerador al avión —rió con desenfado de su propio chiste. Sophie comenzó a pugnar por quitarse el cinturón de seguridad. —¡Ahora me siento peor! —exclamó—. ¿Dónde está Patrick? —En pasillo, con otros colegas —Valery puso una mano sobre el brazo de la joven—. Tú quedas aquí… yo voy por él, para que ya no sufras —se puso de pie, todavía sacudido por la risa—. Aunque quizá tú prefieras acompañarnos para tomar copa. Sophie sacudió la cabeza. —Gracias, pero recuerda que estoy tomando antibióticos —consultó su reloj y sonrió al amable periodista. Aunque te agradeceré que pidas a una aeromoza que me traiga un vaso de zumo de naranja para pasarme las próximas cápsulas. Cuando el todavía risueño ruso asintió y se fue, Sophie se apoyó contra el respaldo de su asiento; una leve sonrisa curvaba sus labios. Estaba bien, aún se sentía algo aturdida y cansada, pero este último pánico no había sido más que un malentendido, se consoló… y había estado en peligro de permitir que se saliera de toda proporción. Pronto estaría de regreso en Londres y de vuelta a la normalidad. Su sonrisa vaciló y un ceño preocupado arrugó su frente cuando apareció en su mente la imagen de su padre. Si él llegara a enterarse de los acontecimientos de ese día… la joven se estremeció ante la idea. —Aquí está el zumo que pediste. Sophie se sobresaltó un poco y abrió los ojos para ver la erguida figura de Patrick, en cuyas viriles facciones había un ceñudo malestar. Con un murmullo de agradecimiento, Sophie tomó el vaso y tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir la sonrisa espontánea al recordar el alborozo del jovial Valery. —Me alegro de que te parezca gracioso —gruñó Patrick, sentándose al lado de la joven.
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—Lo siento —murmuró ella, ocupándose en tomar su medicina—. Lo lamento de veras —se sofocó cuando la risa amenazó con desbordarse—. Pero antes quise explicarte que, a pesar de mi espantosa apariencia, no estoy al borde de un colapso físico. —No estoy seguro de que yo describiría como espantosa tu apariencia —murmuró el periodista, con las facciones suavizadas de repente por el humor—. Un poco hinchada quizá, pero —recorrió la figura de la joven con deliberada intención que desconcertó a Sophie—… tienes unas caderas que paran el tránsito. Sophie lo miró con austera recriminación. —Perdona, estaba bromeando —dijo él, arrastrando las palabras—. Vaya, me parece que te has ruborizado. En efecto, Sophie sintió en el rostro el calor del rubor. —¿Por qué este… súbito cambio de humor en ti? —quiso saber ella, procurando cambiar el tema. La respuesta de Patrick fue un acceso de risa, un suave y retumbante sonido que en nada ayudó al aplomo de la joven al despertarle el recuerdo de la morosa delectación con la que esos labios ahora risueños habían incitado los de ella pocas horas antes y de como había respondido ella al beso. —Eso es lo que me gusta en una esposa… una perfecta sintonía con los estados de ánimo de su marido —dijo Patrick, mirando a Sophie con expresión de absoluta inocencia—. La policía logró hacer llegar un mensaje de Ed Jordan, el director local de la NBC; Fred y José fueron puestos bajo su custodia. —¿Y eso son buenas noticias? —Magníficas noticias —declaró Patrick—. Luego de saber lo que esas bestias pueden hacerle a una mujer… —se interrumpió con un encogimiento de hombros y luego apoyó la cabeza contra el respaldo de su asiento. Sophie le puso una mano sobre el brazo. —Debo de haber parecida muy poco compasiva respecto a tus colegas… —No son sólo mis colegas; son dos de mis mejores amigos —declaró Patrick con absoluta seriedad. —Lo que pasa es que… hasta que me contaste sobre lo sucedido a la doctora belga, yo no tenía idea de… no había entendido, eso es todo… —No; pero hay cosas que convendría ahora que sepas —replicó el periodista, cubriendo con la suya la mano de la joven—. La policía no simpatiza en absoluto con el nuevo régimen. Su intención es dejar que Fred y José “escapen” por la frontera del Zaire en cuanto se presente la oportunidad. —¡Eso es maravilloso! —exclamó Sophie.
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—Sólo lo será si el plan se realiza y tiene éxito —repuso Patrick con cierta brusquedad, soltando la mano de la joven para desperezarse y repantigarse en el asiento—. He discutido las tácticas con los demás y hemos decidido dar al régimen una buena dosis de la publicidad que tanto teme una vez que nuestros colegas estén a salvo. Sophie sonrió. —Serviremos la cena dentro de un momento —anunció la aeromoza —. ¿Quieren cenar aquí o con los demás? —La señora comerá aquí —contestó Patrick, sin molestarse en consultar a Sophie—. Yo no tengo apetito. —Yo tampoco —dijo Sophie, sonriendo para disfrazar su irritación. —Deberías comer algo —protestó Patrick. —No tengo apetito. Pero de haberlo tenido, habría comido donde yo quisiera. —Ya deja de mostrarte tan susceptible —gruñó Patrick—. Con el problema de tus ojos, sentirías mucha molestia con la brillante luz del compartimiento donde están los demás. Esta parte fue acondicionada especialmente para ti, gracias a la gentileza del capitán. —¡No tengo ningún problema con mis ojos, por todos los santos del calendario! —exclamó la joven—. Y si te hubieras molestado en expli… —Ya deja de rezongar, Sophie, comienzas a parecer una esposa regañona —la interrumpió el periodista con exasperante desenfado. —¡Y tú un marido fastidioso! —replicó ella—. ¿Por qué no te vas con los otros y me dejas en paz? —agregó con una aspereza que la horrorizó. Nunca se había creído capaz de reaccionar de manera tan abrupta a lo que no era sino un afán inocente de bromear por parte de Patrick. Eso sólo demostraba que su estado mental y físico era deplorable. Pero no debía olvidar que tenía mucho que agradecer a este hombre—. Patrick, lo siento… me estoy portando muy mal —sintió el escozor de las lágrimas en los ojos—. En lugar de agradecerte lo que… ¡oh, diantres! —las lágrimas se desbordaron en incontenible torrente por sus mejillas—. Deben de ser esos malditos sedantes… ¡yo nunca lloro! —Pues te sale bastante bien a pesar de la falta de práctica —observó Patrick, y después se arrepintió de la broma—. Lo lamento, Sophie, nunca sé como reaccionar con mujeres llorosas. —No soy una mujer llorosa —protestó ella entre sollozos. —Bien, si ese es el caso, aquí tienes mi hombro para que llores a gusto —dijo Patrick en tono impasible. —Te lo mojaría —replicó Sophie, pugnando por sonreír. —No si usas el pañuelo que te di antes —apuntó Patrick en tono razonable, aunque la susceptibilidad casi paranoide de Sophie en su actual estado emocional la hizo vislumbrar cierto regocijo sardónico tras el tono moderado.
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Tomó el pañuelo de su bolsillo y se secó los ojos. —Si tuvieras un ápice de decencia… o siquiera de tacto… te irías y me dejarías tranquila. No me gusta tener público cuando lloro. —No tienes por qué sentirte abochornada —dijo el periodista con tono apacible, extendiendo una mano y tomándole la cabeza para que la apoyara en su hombro—. Como tú misma dijiste, te dieron sedantes para aturdirte hasta las uñas, y, además, este no ha sido precisamente un día de campo. Sophie sintió un extraño consuelo en el firme abrazo de su acompañante. —Y tampoco para ti debe de haber sido un día de fiesta —suspiró ella, dejándose llevar por la placentera sensación de calma que le proporcionaba el abrazo masculino. Y también olía bien, decidió, fresco y masculino—. Me alegro de que tus amigos estén a salvo en manos de la policía… ojalá pronto estén libres —sus palabras brotaron en un torrente casi sofocado cuando la mano de Patrick comenzó a acariciarle con suavidad la cabeza, acrecentando la sensación de paz y el placer que la embargaban hasta un grado que resultaba perturbador. —Caramba, caramba, caramba —murmuró él con una risilla y el sonido de su risa provocó en la joven una oleada de excitación. Patrick se volvió y le enmarcó el rostro con las manos. Había muchos mensajes que leer en los brillantes ojos verdes que la miraban… regocijo, asombro y un danzante resplandor de excitación. —Caramba, ¿qué? —preguntó ella con voz agarrotada por la turbación. —¿Realmente necesitas preguntarlo? —inquirió él en un murmullo aterciopelado mientras deslizaba una mano hacia la garganta de la joven —. Debes admitir que estuvimos a punto de ponernos en evidencia después de la ceremonia nupcial. Ella sólo pudo asentir con un movimiento de su cabeza, magnetizada por esos ojos, la suave cadencia de la voz masculina y el poder de las inusitadas sensaciones que la bombardeaban con clamorosas demandas. —Y temo que estamos en peligro de ponernos en evidencia en cualquier momento —continuó Patrick, con voz pastosa, mientras sus brazos ceñían a la joven y los de ella, de propio acuerdo, rodeaban el cuello del periodista. La boca que buscó y encontró la de ella lo hizo con la misma exploradora intimidad que tanto la excitara aquella primera vez. ¡Pero si eran unos perfectos extraños, por Dios!, protestó la mente de Sophie en un instante de púdico bochorno, antes que su cuerpo, traicionero, respondiera a la caricia con la misma intensidad que antes. El irrestricto sondeo de los labios masculinos, el excitante calor que emanaba del cuerpo que la estrechaba, despertaban en ella una hasta entonces latente capacidad para la pasión, vaciando sus mentes de todo
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lo que no fuera este delirio embriagador. Sintió la impaciente fuerza en los brazos que pugnaban por ceñirla más estrechamente y la creciente demanda en su propio cuerpo por ser abrazada hasta confundirse con el otro. Y cuando lo sintió tratando de apartarse de ella, con un gemido ronco de protesta apretó los brazos para impedirlo y su boca comenzó a depositar su propio mensaje de pasión en la boca masculina. —Esto no es fuerza de voluntad —gruñó él—. Creo que acabo de pulverizarme una de las costillas contra ese maldito brazo del asiento — colocó la cabeza contra el hombro de la joven. —¿Causas siempre este efecto en las mujeres? —preguntó ella con incoherencia, sacudida por una oleada de intensa sensualidad—. ¿O es que me he vuelto completamente loca? —mientras hablaba, Sophie pudo sentir esa extraña, sensual blandura en ella, una necesidad de posar la mejilla contra la espesa negrura de los cabellos del periodista, de permitir a sus dedos hundirse en su brillante oscuridad. —¡No, no causo siempre este efecto! —exclamó él con una risa sofocada, ronca—. Encuentro esto tan desconcertante como tú —alzó la cabeza, tomándola con suavidad por los hombros y mirándola a los ojos—. Podría decir que lo que acabamos de experimentar es deseo a primer contacto. —Por no mencionar el segundo —murmuró Sophie—. ¡Oh, diantres! ¿Qué estoy diciendo? —Eres sincera —replicó con suavidad Patrick—. La mayoría de las mujeres se negarían a admitir sin reticencias un saludable deseo sexual. —A juzgar por la forma en que me he comportado, no me quedaba más opción que ser honesta —declaró Sophie y su bochorno desapareció ante la deslumbradora sonrisa que se dibujó en los labios de Patrick. Era sin duda el hombre más atractivo que había conocido en su vida reflexionó Sophie, aparte de tener mucha inteligencia. —¿Quieres dejar de mirarme así, Sophie? Tenemos un problema — dijo él con voz sedosa. —¿Cuál problema? —preguntó la joven de manera mecánica, atrapada en el hechizo que ningún esfuerzo de voluntad podía romper. Patrick emitió un suspiro exagerado, ignorando las palabras de la joven; la empujó por los hombros para que volviera a reclinarse contra el respaldo de su asiento y luego él hizo lo mismo. —Dadas las circunstancias tan singulares en que nos encontramos, creo que sería lo mejor no andarme con rodeos —dijo con voz pausada—. Creo que debería empezar por decir que tengo los mismos apetitos sexuales que la mayoría de los hombres sanos, normales… —se interrumpió cuando Sophie se inclinó dé improviso hacia adelante y lo miró con fijeza a los ojos—. ¿Qué? —preguntó él con impaciencia. —Nada —murmuró ella con inocencia, volviendo a su anterior posición—. Lo que pasa es que me cuesta trabajo saber si estás
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bromeando o no. Continúa, me estabas explicando sobre tus apetitos sexuales saludables. —Sucede también que tengo una anormal tendencia a enfadarme con facilidad —gruñó él, pero había cierto humor en su tono—. Lo que estaba tratando de explicar, antes de tu jocosa interrupción, es que por lo regular no tengo dificultad para controlar tales apetitos. De hecho, más de una mujer me ha acusado de frialdad. ¡Maldición, Sophie, estoy tratando de hablar seriamente contigo! —explotó, cuando ella fue sacudida por una risilla sofocada. —Lo siento —se disculpó ella—. Pero si eso te sirve de consuelo, debo decirte que a mí me han acusado con frecuencia de lo mismo. —Sinceramente, no es ningún consuelo —espetó él—. Con la química que hay entre nosotros, dudaría mucho que… —se interrumpió con una exclamación de impaciencia—. Lo que quiero decir es, si acaso me lo permites, que yo guardo un gran respeto por la institución matrimonial. Creo en su santidad y considero que es un compromiso que dos personas hacen para el resto de sus vidas. —Pero te casaste conmigo sin pensarlo mucho —objetó Sophie, sin trazas de humor esta vez. —Para ser honesto, debo decir que lo pensé varias veces; aunque esto no contará como matrimonio, ya que, gracias a Dios, será anulado lo más pronto posible —se volvió y miró a Sophie—. ¿Quieres hacerme el favor de dejar de interrumpirme y permitir que termine de decir lo que tengo que decir? —inquirió—. Para decirlo claro, yo no preví esta complicación, pero si termináramos por hacer el amor, tengo la molesta sensación de que mi conciencia podría considerarlo como una especie de consumación del matrimonio. ¿Tiene eso sentido para ti? —preguntó con un gruñido de exasperación. —Patrick, te juro que entiendo muy bien lo que quieres decir — declaró Sophie, conmovida por la integridad moral que revelaban las palabras de su fortuito esposo—. Pero es un problema que difícilmente volverá a surgir una vez que estemos en Inglaterra y cada quien siga su propio camino. —Sólo deseo que sea así de sencillo —suspiró él y se levantó de su asiento—. Supongo que tengo que ir a ver qué han concluido los otros — había en sus ojos una indiferencia que Sophie encontró perturbadora, dados los turbulentos recuerdos que bullían en su mente—. Más vale que duermas un poco —dijo Patrick—. Hice que se transmitiera a tu padre un mensaje para que te espere en el aeropuerto, así que no conviene que parezcas… —¿Hiciste qué? —jadeó Sophie, consternada. —Mientras yo tenía aún la impresión de que estabas al borde de un colapso, hablé con el capitán… —¡Pero no estoy al borde del colapso! ¡Mi padre es la última persona que quiero ver!
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—¡No seas tonta! —replicó con frialdad el periodista—. Tienes un malestar ocular y me dijiste que él es oftalmólogo, ¿no? —Sí, pero… tienes razón —capituló por fin ella—. Dormiré —cerró los ojos, deseando poder cerrar también la mente a las imágenes que saltaban a ella ante la inminente confrontación con su padre.
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Capítulo 3 —¡Por amor de Dios, deja de comportarte como una chiquilla malcriada! —exclamó Patrick Carlisle, mirando ceñudo a Sophie cuando los dos entraron a la aduana—. ¿Cómo podía yo adivinar que había una tonta pendencia entre ustedes? ¿Quieres que me adelante y le explique las cosas? —No soy una chiquilla malcriada —replicó Sophie; su sangre estaba a punto de ebullición—. No hay ninguna tonta pendencia entre mi padre y yo y no tenemos nada que explicarle. Ya te dije que él se opuso desde el principio a que yo me fuera a Gamborra y no soportaría escucharlo decirme: “te lo dije”. —Por supuesto que no te podrá recriminar el… ¡Oh, por amor de Dios, todo esto es ridículo! —explotó Patrick—. Quédate aquí. Permíteme cinco minutos con él y después sales. —Ya te dije… —¡Y yo ya te dije! —exclamó él—. ¡Por una vez en tu vida haz lo que se te dice! Cinco minutos —reiteró, amenazante, y luego fue hacia la salida dejando a Sophie con una cierta sensación de desamparo sin su protectora presencia. Ella se sobresaltó un poco cuando se le acercó uno de los empleados de aduana. —Puede usted entrar sin trámites, señorita —le indicó. —Gracias —murmuró ella con timidez, arrastrando los pies al encaminarse con lentitud a la salida. Ahora recibiría los regaños de Patrick y su padre al mismo tiempo. Pues al diablo con los dos, se dijo ella con firmeza, mientras aceleraba el paso y alzaba la barbilla en actitud de desafío. Lo primero que vio fue la figura alta y elegante de su madre, parada junto a su padre y Patrick, enfrascados en conversación. Ella observó, perdiendo el aplomo, como su madre la veía y se aproximaba con prontitud a ella. —¡Mi amor, gracias a Dios que estás a salvo! —exclamó Elizabeth Drysdale, los ojos brillantes de lágrimas al abrazar a su hija con efusión. —Lamento que hayas tenido que venir aquí tan temprano, mami — dijo Sophie con voz sofocada por la emoción—. Fue un malentendido el que hizo a Patrick enviar ese mensaje a papá. No fue mi intención preocuparlos. —Por supuesto que estábamos preocupados, mi amor —declaró su madre y le dio otro apretón antes de apartarse para examinarla—. Caramba, se nota que no la has pasado bien —suspiró—. Pero tu padre puede hacerte un examen exhaustivo.
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—Debe de estar furioso —murmuró Sophie, desviando la mirada hacia los dos hombres. —Por supuesto que no querida. Ha estado muy preocupado desde que supimos de ese golpe de Estado —dijo Elizabeth—. Su única preocupación ahora es tu bienestar. —Hasta que sepa del matrimonio —suspiró Sophie—. Entonces se desatarán las furias… más vale que te explique. —Ya nos ha explicado el joven —repuso Elizabeth, con una sonrisa divertida—. Y tu padre, lo creas o no, lo ha tomado con mucha calma — tomó a su hija del brazo para volverse a mirar a los dos hombres—. ¿Sabes?, su cara me parece conocida… ¿lo conozco de antes? Sophie sonrió. —No… es decir, es posible que lo hayas visto en televisión, aunque me sorprende que hayas encontrado tiempo para verlo. ¿Cómo va la nueva unidad de investigación? —¿Cómo puedes preguntarme sobre el trabajo en un momento como este? —preguntó, para asombro de Sophie, Elizabeth Drysdale, especialista en enfermedades renales y quien vivía para su trabajo—. ¡Ya nos vieron! —exclamó cuando los dos hombres alzaron la mirada, y luego caminó con su hija al lado hacia ellos. —Vaya… conque la hija pródiga regresa —murmuró Charles Drysdale, con una sonrisa mezclada con exasperación al abrir los brazos hacia su hija. —Estaba segura de que te encontrarías furibundo —admitió ella el ser estrechada en paternal abrazo. —Lo estaría… de no estar tan preocupado —replicó Charles en tono gruñón, apartándola para observarla. —Estoy bien… de veras. —Ya juzgaré yo eso —dijo su padre con firmeza, quitándole los anteojos y lanzando una exclamación al ver el estado de sus ojos—. Creo que lo mejor será llevarte de inmediato a mi consultorio —declaró al volverle a poner los anteojos. Luego la rodeó con los brazos. Con la cabeza apoyada en el hombro de su padre, Sophie sintió su mente envuelta en una espesa niebla cuando la fatiga, mental y física, la venció por fin. Los sonidos de las voces de su madre y de Patrick flotaban sin sentido en sus oídos. Luego fue sólo la voz de su padre, insistente, que la interrogaba sobre el estado de sus ojos. Fue hasta que Charles y ella bajaron del taxi ante el consultorio de aquél cuando Sophie se percató de que habían viajado solos. —¿Dónde están Patrick y mamá? —preguntó, aturdida. —Tu mamá llevó a Patrick a recoger su coche ten el nuestro — respondió Charles mientras buscaba las llaves en sus bolsillos. Después condujo adentro a su hija.
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—¿Por qué no fuimos con ellos? —protestó Sophie en tono quejumbroso. Le dolía la cabeza, sentía las piernas débiles y lo único que deseaba era dormir. —Tengo que hacerte un examen minucioso. Por lo que supongo, esa estúpida monja pudo haberte dejado ciega —replicó Charles con su acostumbrada franqueza—. Además, se supone que esta tarde tu madre y yo debemos ir a Escocia con los Ferguson para pescar. Es la primera vez en meses que ella y yo tenemos dos semanas de vacaciones que coincidan. —Ya te lo dije… estoy bien —protestó con voz fatigada la joven cuando su padre la condujo a su equipado consultorio. —Eso espero… tengo muchas ganas de ir a Escocia —murmuró el oftalmólogo—. Ahora, súbete a ese taburete y coloca la barbilla en el soporte. Y haz lo que te diga. A pesar de estar a punto de un colapso de agotamiento, Sophie sintió que esas palabras tocaban una cuerda muy conocida en ella. —Tú y Patrick se llevarían muy bien —murmuró con rebeldía mientras subía al taburete—. También le gusta emitir órdenes a los demás. —Me pareció un joven muy inteligente y agradable —declaró Charles, esquivando el reto de su hija—. Ya hablaremos de él más tarde; ahora quiero que hagas precisamente lo que te pida. Durante casi una hora la joven tuvo que mirar a través de toda suerte de aparatos y fue auscultada con otros instrumentos hasta que su padre fue a lavarse las manos. Medio dormida, Sophie se sobresaltó al escuchar la voz preocupada de su madre, interrumpida por la de Charles, tajante. —Ya deja de inquietarte, Lizzie, no hay ningún daño irreparable. Pero no fueron las palabras de su padre sino la voz de Patrick Carlisle por detrás de ella lo que la hizo casi caer del taburete por el sobresalto. —Vaya un examen minucioso. ¿Cómo te sientes? —Bien —respondió Sophie de manera automática, mientras, con la cabeza dándole vueltas con una mezcla de azoro y fatiga, bajaba del taburete y miraba sin expresión primero a su madre y luego al hombre que estaba al lado de ella. —Hay bastantes excoriaciones en la córnea —anunció Charles, volviendo al lado de su hija y dándole una palmadita en la mejilla—. Especialmente en el ojo izquierdo; pero eso desaparecerá con el tiempo — le alzó la cara—. También experimentarás fotofobia por algunas semanas, debido a la maldita atropina. —La hermana Magda no tuvo otra opción que usarla —dijo Sophie, defensivamente. —Lo comprendo, mi nena —la tranquilizó su padre, abrazándola—. En realidad, la hermana Magda hizo todo lo que pudo dadas las
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circunstancias; un buen trabajo —se volvió hacia Patrick—. Bien, joven Carlisle, es toda tuya. Apenas habían tenido tiempo estas palabras de penetrar la aturdidamente de la joven y, cuando comenzaba a formar réplicas de protesta sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de su madre. —Charles, creo que deberíamos posponer el viaje… —Yo también lo creería si tuviera la menor duda sobre el estado de Sophie —la interrumpió su esposo—. Pero no la tengo y creo que Patrick es perfectamente capaz de administrarle los pocos medicamentos que le receté. Sophie se desasió del abrazo paterno y miró a Charles con rebeldía. —¿Quieres dejar de hablar de mí como si yo no estuviera aquí? — objetó—. ¡No necesito a Patrick ni a nadie más, puedo cuidar de mí sin ayuda! —¡Deduzco que no lo ha discutido con ella! —exclamó Patrick, con exasperación, mirando al padre de la muchacha. —Iba a tocar el asunto al terminar la auscultación… —¿A tocar cuál asunto? Cuando los padres de la joven comenzaron a hablar al unísono, fue el tono autoritario de Patrick el que pronto se impuso. —Decidimos que, como los miembros de mi equipo son poco conocidos, la única forma de dar a conocer su petición sería a través de mí. Nada disfrutan más los tabloides que una boda, de modo que eso es lo que les daremos. No hará falta mucha manipulación para tenerlos revolcándose en cualquier faramalla sentimental que les echemos… por ejemplo que la única nube negra sobre nuestra dicha es la situación lamentable de los amigos más cercanos del esposo. —Creí que la idea era anular este matrimonio tan pronto como fuera posible y con la mayor discreción —apuntó Sophie, mareada ya de fatiga y aturdimiento. —En efecto. Pero en este momento mi principal preocupación es por dos hombres a los que considero casi como mis hermanos y si publicando la noticia de nuestro matrimonio en cada encabezado de periódico de aquí a Timbuktú puedo ayudarlos, valdrá la pena arriesgarme a cualquier lío resultante. —Querida, se lo debes a Patrick —dijo con tono pausado la madre de la joven—. De no haber sido por su generosa acción… —Sé lo que le debo a Patrick —replicó Sophie, exhausta—. Y estoy dispuesta a hacer lo que sea para ayudar… ¡pero encontraría la vida un poco menos desconcertante si la gente se tomara la molestia de consultarme las cosas!
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Sophie despertó con un sofocado gruñido reflejo en respuesta al áspero sonido de un golpeteo en la puerta. Se incorporó, con la mente completamente en blanco. —Es hora de que despiertes; o no podrás dormir por la noche —fue la voz calmada de Patrick Carlisle, quien se aproximaba a la cama—. Además, es hora de que comiences a ponerte estas gotas —agregó, encendiendo la lámpara de cabecera. Cuando el suave resplandor llenó el cuarto, Sophie oyó el jadeo de Patrick en el mismo momento en que ella cobraba conciencia de su propia desnudez. —¿Cuáles gotas? —murmuró, cubriéndose los pechos desnudos con la colcha, agudamente consciente de los ojos del periodista sobre ella y del placer que experimentaba ante su evidente apreciación. —Estas —indicó él, mostrándole un frasco—. Tu padre dijo que debías ponerte dos gotas en cada ojo cada cuatro horas —se sentó al borde de la cama y le entregó el frasco—. También mencionó que debes seguir tomando los antibióticos que te dio Valery; mientras te pones las gotas iré a traerte un vaso con agua. —Esto es ridículo completamente ridículo!
—gruñó
Sophie—.
¡Absoluta,
definitiva
y
—No hace falta que te enfades —le informó Patrick en tono apacible —. Si no te puedes poner sola las gotas, estoy dispuesto a ayudarte. —¡No hablo de las gotas! Quise decir… ¡oh, diantres, ni siquiera sé lo que quería decir! —Tengo una leve idea de lo que era, Carlisle —Patrick suspiró—. Pero te guste o no, estamos metidos en esto… así que, ¿quieres que te ayude con las gotas, o no? —Sí. —Bien… entonces, echa atrás la cabeza y abre bien los ojos. —¿Por qué me llamas Carlisle? —preguntó ella mientras Patrick le ponía las gotas. —¿Por qué no? —inquirió él a su vez mientras tapaba el frasco. —Creo que es porque no puedes recordar mi nombre. —Claro que me acuerdo de tu nombre, Clementine, lo que pasa es que Carlisle te va mejor —replicó el periodista, colocando el frasco sobre la mesa de noche. —Y “señora” es demasiado formal —dijo Sophie con una risilla, apretando con fuerza los ojos cuando sintió ardor por las gotas. —¿Te sientes bien? ¿Se supone que eso debe suceder? —preguntó Patrick con alarma.
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—No te asustes, sólo arde un poco —explicó ella—. ¿Sabes?, temo que no sirvas para esto; se supone que los enfermeros deben permanecer siempre tranquilos y dueños de sí. —¿Cómo tú? —preguntó él con falso candor mientras se ponía de pie —. Sólo por eso, puedes levantarte e ir por tu agua. Él se encaminó a la puerta. —Hasta que arregles tus cosas, más vale que te pongas esto encima —agregó, tomando una bata de casa que estaba detrás de la puerta y lanzándosela—. Y, por el bien de mi presión arterial, más vale establecer algunas reglas de convivencia pronto. Su suave risa pareció bailar en el aire por varios segundos después que cerró la puerta al salir y mientras Sophie se levantaba de la cama y se ponía la bata. Fue consciente de la pequeña batalla que se libraba dentro de ella al intentar, sin éxito, ignorar la excitación que la cosquilleaba. Se cerró la bata. Luego se sentó al borde de la cama, con un profundo ceño de concentración arrugando su frente. Era tiempo de afrontar los hechos con realismo. Patrick Carlisle se había casado con ella con la razonable suposición de que a su regreso a Inglaterra el matrimonio se anularía de inmediato. El hecho de que las circunstancias dictaran otro curso de acción resultaba fastidioso para Patrick, era evidente; con más razón ahora que las cosas se complicaban por la fuerte atracción que brotaba entre ellos. La inquietante excitación que ella estaba experimentando en ese momento debería ser una advertencia sobre el peligro inherente si trataba de restar importancia a esa atracción o al efecto que causaba Patrick sobre ella y que sin duda tenía sus raíces en algo mucho más profundo que la belleza varonil del periodista. Se puso de pie, sumida todavía en sus reflexiones. La verdad pura y simple era que, en circunstancias normales, él probablemente ni siquiera le hubiera dirigido una segunda mirada; ciertamente no con la espantosa apariencia que ella tenía ahora. Fue la vanidad lo que la llevó a mirarse en el espejo del tocador. Al menos ahora había casi desaparecido la hinchazón, pero sus cabellos formaban una verdadera maraña, pensó con abatimiento y se pasó los dedos entre ellos. —¿Sophie? No te habrás vuelto a dormir, ¿verdad? —No… ya voy —gritó ella, dirigiendo a su reflejo una mirada de insatisfacción antes de ponerse los poco agraciadores anteojos y encaminarse al pasillo. —¿Dónde estás? —preguntó, al abrir una puerta y encontrar otra habitación, mucho más grande y con una cama ancha cubierta con la ropa que Patrick había sacado de su bolsa de viaje. —Ven, te mostraré la casa —ofreció él, detrás de ella, haciéndola sobresaltarse.
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Pero la forma de mostrarle la casa fue señalar puertas cerradas y decirle lo que había detrás, con excepción de la cocina, a la que sí la invitó a entrar. Era amplia, limpia y provista de todos los adminículos de una cocina moderna. —No tenía idea de que fueras tan doméstico —manifestó Sophie, mirando a su alrededor. —En realidad, las únicas cosas que he aprendido a usar son la lavadora automática, la secadora y el horno —le informó Patrick, sin la menor traza de engorro. —¿Para qué tienes entonces tantos artefactos si no sabes usarlos? —Venían con la casa —explicó él—. Le dije al agente de bienes raíces que quería algo funcional, es decir un lugar donde pudiera dormir y trabajar. Pero parece que consideraron que yo necesitaba una cocina de la era espacial. ¿Cocinas? —Sí —rió Sophie—. ¿Tú? Patrick se encogió de hombros. —Si es necesario; pero por lo regular como en restaurantes. Por cierto, traje algo de comida esta tarde. Sophie lo miró con azoro. —¿Qué hora es? —Las seis y media —respondió él con una amplia sonrisa. —¡No lo creo! —jadeó la joven—. ¿Por qué me dejaste dormir tanto? —Tu padre insistió en que debías descansar cuando él y tu madre pasaron para dejarte las gotas y tu ropa. —¿Puedo agarrar un vaso? Quiero tomar mi cápsula. —Puedes… están en la alacena, detrás de ti. Sophie llenó un vaso con agua y tomó su cápsula. —Bien, ¿qué piensas cocinar? —preguntó a Patrick, tratando de reprimir una risa traviesa—. Me muero de hambre. —Hay suficiente pan y queso —Patrick puso cara de resignación en tanto que la de Sophie reflejó decepción—. Oh, está bien, te haré una omelette —murmuró y tomó una sartén de la alacena—. Tú saca los platos y los cubiertos; comeremos aquí —agregó, señalando la barra en un extremo de la cocina. —¿Dónde están los cubiertos? —preguntó Sophie, observando con alarma cómo Patrick vertía en la sartén una excesiva cantidad de aceite. —Busca en la alacena, allí encontrarás todo —murmuró él en tono vago, concentrado en los botones y perillas de la ultramoderna estufa, que apretaba al azar. Cuando, todavía dando vuelta a perillas y apretando botones, Patrick comenzó a mascullar en español. Sophie comprendió de repente lo poco
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que él conocía la estufa. Cuando las murmuraciones del periodista tomaron un sesgo algo salvaje, Sophie abrió la puerta de la alacena más cercana y metió la cabeza, tratando de sofocar la risa. Cuando se sintió bastante controlada, sacó la cabeza y lo vio echar varios dientes de ajo sin pelar en el lago de aceite. —Pensé que ibas a hacer una omelette —dijo ella, sofocada por la risa. —La estoy haciendo al estilo español —declaró él con toda solemnidad. —¿Siempre usas tanto aceite? —preguntó Sophie, con el rostro tenso por el esfuerzo de mantenerse seria. —Pensaba hacer una omelette grande —murmuró el deficiente cocinero—. ¡Diantres, contaba con que tú te ofrecerías a hacerla… como se ofrecen la mayoría de las mujeres! —exclamó, con expresión de alarma cuando el aceite comenzó a echar humo ominosamente. —¡Gran Dios, eres absolutamente inútil! —rió Sophie y lo apartó de la estufa—. ¿Por qué no pudiste admitir que no sabías cocinar? —Sé cocinar… en cierta medida. Lo que pasa es que soy la única persona capaz de probar los resultados —sonrió con el desparpajo de un muchacho—. Quizá sería mejor si intercambiamos tareas. —Espero que tengas mantequilla… ¿y realmente quieres tanto ajo en la omelette? —Haz lo que quieras, Carlisle… tu maestría me abruma —murmuró Patrick, abriendo el refrigerador para buscar la mantequilla—. Quizá más tarde me podrías ayudar a descifrar los misterios de la lavadora de platos. Sophie tuvo que admitir que estaba disfrutando mucho la compañía de su fortuito esposo, su ligero humor, su encanto desparpajado y, quizá más que nada, su sorpresiva personalidad. —Ve a la sala y yo te llevaré el café —dijo él cuando terminaron de comer—. Más tarde podrás descifrar los enigmas de la lavadora de platos —agregó con una sonrisa angelical. Sophie fue a la sala sonriendo de manera soñadora. Probó varias de las lámparas hasta encontrar la que daba el resplandor más tenue. Se quitó con temor los anteojos y suspiró con alivio cuando sintió que sus ojos apenas reaccionaban. Luego fue hacia la ventana y corrió las pesadas cortinas de terciopelo. —Supongo que esta penumbra está destinada a proteger tus ojos y no forma parte de un plan para seducirme —bromeó Patrick al entrar con una bandeja con el servicio de café—. ¿Qué tal te caería con esto un licor? Molesta por el rubor que la broma de Patrick le causara, Sophie sacudió lo cabeza. —Es mejor que no beba nada de alcohol, por los antibióticos.
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—Bien, entonces deja de portarte tan doméstica y ven a sentarte. ¿Quieres café solo o con crema? —Solo, por favor. Patrick alzó la mirada cuando ella se sentó en el amplio sofá. —¿Es mi imaginación o las gotas de tu papá ya están haciendo milagros? —él abandonó el café, fue al lado de la joven y le tomó la barbilla con una mano—. ¡Caramba, Carlisle, por mi madre que, aparte de algunas leves inflamaciones, tienes los ojos azules más bellos que haya visto jamás! —Supongo que también están ayudando los antibióticos —murmuró ella, abochornada ante el súbito aceleramiento de los latidos de su corazón—. Creo que había un poco de infección secundaria en los dos ojos —farfulló—. Los antibióticos no sirven para las infecciones virales, ¿sabías? —No me digas —murmuró él con una sedosidad que distorsionaba el tono de amable burla—. Sophie, no hemos formulado esas reglas de convivencia que mencioné antes. Ella lo miró a los ojos y lo que vio allí le provocó un leve estremecimiento de aprensiva excitación, y mientras él inclinaba la cabeza hacia ella, Sophie sintió sus labios entreabrirse en trémula anticipación. Sintió el temblor que sacudió a su esposo cuando sus manos se deslizaron más allá del escote de la bata, cálidas e impacientes contra la piel femenina. Y en la exploración de la boca que ahora reclamaba la de ella estaba la misma locura intoxicante que la había embargado la primera vez y a la que comenzaba a aficionarse como a una droga. No intentó siquiera resistirse cuando él la llevó hacia el sofá, estrechándola con fuerza mientras sus labios buscaban los de ella con creciente avidez, inflamándola con su ardiente mensaje. —Sophie, no quiero detenerme —gruñó él y llevó las manos hacia las solapas de la bata como para arrancársela—. ¡Por favor… por favor, ayúdame a controlarme! La nota de alarma en esas suplicantes palabras penetró el manto de locura que bloqueaba la capacidad de raciocinio de Sophie, lo cual la hizo recobrar la cordura con un acceso de pavor que la impulsó a apartarlo con violencia. Patrick cayó al suelo con un ruido seco y un grito de azorada indignación. —¡Patrick, lo siento! No fue mi intención… ¿te lastimaste? —balbuceó Sophie, poniéndose de pie de un salto para acercarse a la figura postrada de él. —¡No te me acerques, eso es todo! —exclamó Patrick, poniéndose de pie con agilidad para irse a sentar en uno de los sillones—. ¡Esto es una locura… una pura y simple locura! —profirió, mirándola con expresión acusadora cuando ella regresó al sofá—. ¡Ya tengo bastante que soportar para enfrentarme a este desvarío!
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—¿Bastante que soportar? —inquirió Sophie en tono sofocado—. Sí… supongo que así es —suspiró, pasando de la indignación al desaliento con una celeridad que le pareció alarmante—. Pero puedo asegurarte que desvarío no es la expresión más adecuada… —Como sea; deberíamos tener muy en mente lo devastadora que puede ser la atracción sexual sin freno. —¿Es realmente necesario que yo permanezca aquí? —preguntó Sophie con tono desolado. —Una vez que se conozca la historia, la prensa estará pendiente de nosotros —Patrick cambió de posición en su asiento—. Es obvio que debes permanecer aquí. Y de nada servirá que cualquiera de nosotros dos se suma en la depresión por eso —agregó con franqueza antes de esbozar un asomo de sonrisa—. Quiero decir, no creo que tú y yo seamos unos maniáticos sexuales incapaces de control, ¿verdad? Ella alzó la mirada. —Podrás bromear al respecto, pero nada altera el resentimiento que debes tener por la forma en que he venido a perturbar tu existencia. —Para consolarme siempre puedo pensar en la publicidad que esto me puede acarrear —replicó Patrick con todo desparpajo—. Podría resultar que me estés haciendo un favor tan importante como el que te hice —le dirigió una súbita sonrisa luminosa—. Y en cuanto a bromear, debes admitir que hay algo de humor macabro en el hecho de que un hombre no pueda poner un dedo en una mujer a la que desea intensamente, por el mero hecho de que es su esposa. —Creo que eso te convierte en un caso excepcional —observó Sophie, asombrada ante la franqueza con la que él hablaba de su atracción por ella. —Bien, ahora que coincides conmigo respecto a mi singularidad; ¿qué tal si muestras un poco de sentido de comunión y sirves el café? —dijo Patrick con estudiado candor—. El noble y monumental despliegue de fuerza de voluntad me ha dejado en un estado de total agotamiento. —Veo que eres un firme creyente en conceder crédito a quien se lo merece —ironizó Sophie, poniéndose de pie para servir el café. —¿Serás siempre quien merezca el crédito? —inquirió Patrick en tono apacible. —Si yo fuera tú, no apostaría por ello —dijo la joven sin pensarlo y con presteza agregó—: ¿Cuándo es posible que se dé a conocer la noticia del matrimonio? —Bien, creo que es algo que debemos discutir ya. El matrimonio será anunciado mañana. Lo habíamos aplazado en caso de que hubiera buenas noticias de Gamborra, pero no ha habido ninguna. —¿Tu contacto es alguien de la policía?
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—Hay otros, pero el hombre en quien depositamos todas nuestras esperanzas es el primer comisario, un hombre muy decente que se llama Vicent Mbeye. —Debe de estar arriesgándose mucho al planear la fuga de dos presos. ¿Por qué lo hace? —Su razón inmediata es que Fred, mi camarógrafo, recibió una golpiza de los soldados. Eso lo supe hasta el vuelo de regreso —dijo Patrick con tono sombrío y Sophie lanzó un jadeo de horror—. Pero sus principales motivaciones son más profundas. Tienen que ver con el golpe mismo y sus causas —Vicent Mbeye es uno de los pocos que conocen toda la sucia historia; aunque, como ya sabrás, la mayoría de los gamborranos se oponen al golpe por cuestión de principios. Sophie asintió. —Mencionaste que era esencial que la embajada de España permaneciera abierta, ¿por qué? —preguntó ella. —Es el último lazo con el mundo exterior para quienes se oponen al golpe —Patrick sacudió la cabeza con aire sombrío—. Todo eso sería risible de no haber la posibilidad de que la situación empeore. —¿Qué… un contragolpe? —la sola idea del derramamiento de sangre horrorizó a la joven. —¡Ni lo permita Dios! Gamborra nunca ha tenido un ejército; la policía recibe adiestramiento militar elemental, pero de ninguna manera constituye una fuerza de batalla. El problema es contener un levantamiento espontáneo de la gente y lograrlo hasta que todo se olvide. —¿Qué quieres decir con que todo se olvide? —Es un poco complicado, pero hace algunos años un grupo de geólogos de las Naciones Unidas fueron llamados a Gamborra para investigar ciertas versiones geológicas emanadas de allí. De acuerdo con los cálculos, toda la región central prometía ser una verdadera cueva de Aladino de incalculable riqueza; piedras preciosas, minerales y metales en espera de ser extraídos. Todo resultó ser un extraño capricho geológico… algo que se ha conocido antes en similares locaciones geográficas. Por supuesto, un montón de oportunistas ambiciosos se apoderó de los informes originales… les espera un terrible despertar cuando se saquen a la luz los hechos verdaderos. —¿Y crees que harán sus maletas y se irán una vez que eso suceda? —preguntó Sophie. Patrick asintió. —¿Cuándo es posible que eso suceda? —Es difícil decirlo; podría ser cuestión de semanas. Depende de cuán pronto pongan a sus geólogos a trabajar y cuánto tarden en enfrentar los hechos que les plantearán de manera inevitable los geólogos. Cuanto más tiempo lleve, tanto más difícil será la tarea para Mbeye y los jefes de los que él y sus colegas procuran recibir apoyo.
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—Sin duda lo obvio sería decir a las cabezas del golpe la verdad — apuntó Sophie. —Hacerlo equivaldría para Mbeye y sus aliados a firmar su propia sentencia de muerte. Sería como confesar tácitamente que tenían indicios de las verdaderas razones para el golpe. —Oh lo siento; supongo que dije una estupidez —suspiró Sophie, sirviéndose más café. —Excepto que en cierto sentido tienes toda la razón —dijo Patrick, para desconcierto de la joven—. De haber habido copias de los informes que frustraban las exploraciones originales, podría haberles resultado. Por desgracia no fue posible encontrar ninguna —consultó su reloj mientras terminaba de hablar—. Tengo que ver a unas personas pronto. ¿No importa si te dejo sola? Sophie negó con la cabeza, tan ocupada en digerir lo que él le acababa de decir que su pulso ni siquiera se aceleró cuando Patrick se puso de pie y le acarició con suavidad la cabeza antes de salir del cuarto.
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Capítulo 4 —¿Quien te crees que eres? —gritó Sophie; todo rastro de su anterior bienestar, diezmado ya por el grupo de reporteros que la rodeaba como una parvada de aves de rapiña, fue anulado por completo por la vociferante furia del hombre que la confrontaba en el vestíbulo del apartamento—. ¡No soy tu prisionera! ¡Si quiero salir, saldré cuando me dé la gana! —¡Harás lo que se te ordena! —rugió Patrick después que ella se fue hecha una furia hacia su habitación—. Tienes tanta idea de la manera de manejar a la prensa como yo de cirugía del cerebro —la siguió al cuarto—. ¿Quién era ese negro con quien estabas hablando? —¿Quieres decir que me estabas espiando? —explotó Sophie—. ¿Realmente viste lo que estaba sucediendo allá afuera y no alzaste un dedo para impedirlo? —Te dije que no salieras —declaró Patrick con venenosa satisfacción —. Te advertí que te harían pedazos si yo no andaba cerca y ya tuviste una prueba de lo que son aun estando yo presente. —Sí, así es, en efecto —replicó ella con acritud—. ¡Tu libro en el que contabilizas tus conquistas debe incluir casi todos los nombres de reporteras y todas están formando fila para hundirme las uñas! —No me vengas con melodramas baratos —dijo Patrick, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón y apoyándose contra el marco de la puerta—. Te pregunté quién era el negro. —Un representante de Playboy, quien quería que posara para las páginas centrales —espetó Sophie con áspera ironía, mientras se despojaba del abrigo—. ¡Era un periodista como todos los demás, por todos los santos! Ahora, ¿te molestaría salir para que me cambie de ropa? —No era reportero —profirió Patrick. —¡Era reportero! Del Eco de Gamborra. —No existe tal periódico. ¿Qué te dijo? —Quería saber si tenemos noticias de Fred y José —replicó Sophie, consciente ahora de la tensión en el cuerpo de Patrick, a pesar de su apariencia de calma. —¿Y qué le dijiste? —No… puedo recordar… con exactitud —balbuceó ella—. Por supuesto le dije que no sabíamos nada de ellos. —Quisiera que recordaras con exactitud lo que hablaron —dijo Patrick, con ominosa calma. —¡Ya te lo dije! —exclamó la joven, furiosa consigo misma por la facilidad con la que él la había puesto a la defensiva—. Dije que no habíamos sabido nada de ellos, que difícilmente podíamos saber algo
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sobre personas bajo custodia policíaca. ¿Satisfecho? —sin embargo, ella supo que había dicho lo que no debía en el momento de pronunciar las palabras, por el áspero jadeo de su interlocutor seguido por una sarta de maldiciones en español. Lo que ella no sabía era en qué había consistido su equivocación—. ¡El que lo hagas en español no altera el hecho de que me estás insultando! —No te estoy insultando, estoy utilizando una vieja técnica para librarme de la tensión. ¡Y puedes considerarte afortunada de que no te estrangule en lugar de maldecir! Te pedí que no salieras sola porque no quería que la prensa o cualquier otra parte interesada te abordara —el rostro del periodista estaba pálido de ira—. Mi razón para pedirte tal cosa era proteger los intereses de mis colegas. Tenía la errónea idea de que eras una persona adulta. Se suponía que nosotros no deberíamos estar enterados de que Fred y José están bajo custodia policíaca. Sophie palideció, se desplomó en el taburete del tocador y sacudió con desazón la cabeza, consternada por su propia estupidez. —Oh, Dios mío, no se me ocurrió… —murmuró—. Debí haber pensado… ¡Oh, Patrick, lo siento mucho! —Hay personas en Gamborra que afrontan tremendos riesgos por ayudar a mis amigos, personas cuyas vida peligran porque alguien no se detiene a pensar —Patrick la miraba con fijeza, sus ojos fríos e implacables —. Estoy obligado con esas personas y les estaré agradecido hasta el último día de mi vida. Y haré todo lo que esté en mi poder para darles toda la protección posible cuando la puedan necesitar. —¡Ya te dije que lo siento! —exclamó Sophie—. Ya sé que esa de nada sirve y nada excusa mi torpeza, pero no habría sucedido si te hubieras tomado la molestia de sentarte a explicarme las cosas. Cuando estás aquí tomas todo lo que digo como un chiste patético o me regañas por cualquier nadería. Detesto esta situación anómala tanto como tú, pero no tienes derecho a decir que no me importa la suerte de tus amigos sólo porque no los conozco. Quiero que regresen a salvo, igual que tú. Pero no me ayudas a que te ayude… hubieran bastado algunas palabras de advertencia… —se interrumpió, pugnando por recobrar el aplomo—. Y no me pides las cosas, me las ordenas… hábito en el que mi padre es especialista y que él justifica igual que tú, diciendo que sólo hace peticiones razonables. —Es posible, pero sucede que yo no soy tu padre. Sophie se puso de pie, agotada por las oleadas de emoción. —Patrick, ¿quién era ese hombre? —No lo sé —replicó él, volviéndose—. Es probable que esté dejando correr mucho mi imaginación. Quizás en realidad sólo sea un reportero independiente en busca de un nuevo ángulo para la historia —se encogió de hombros—. Bien, cámbiate mientras preparo el café. Sophie lo siguió al corredor.
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—Pero no es lo que piensas, en realidad; crees que se trata de un agente del nuevo régimen. —Aunque lo fuera, es muy probable que no hayas causado ningún daño. —¡Por todos lo santos, Patrick! —exclamó Sophie con irritación, siguiéndolo a la cocina—. ¿Quizás encuentres esto difícil de creer, pero prefiero tus regaños a estos pesados intentos de condescendencia. ¡Por supuesto que hice daño si el hombre es agente! —¿Sabes algo, Sophie? Eres una mujer muy conflictiva —masculló Patrick con exasperación—. No tengo la menor intención de ser condescendiente. Simplemente se me ocurrió que, dado el caso de que el tipo fuera espía, es probable que no hubiera dado ninguna interpretación especial a tu comentario. Después de todo, por lo regular es la policía quien arresta a la personas. —Pero saben que estuve allí; saben que me percataría de la diferencia entre la policía y la milicia. —Ah, pero tú sólo eres una mujer —sonrió Patrick mientras llenaba la tetera con agua—. Ya sabes cual es la actitud de los gamborranos hacia las mujeres. Sin duda consideraría que una mujer es incapaz de percatarse de semejantes sutilezas técnicas. —¡Vaya, que amable eres! —exclamó la joven en tono acusador. —No es mi modo de pensar, sino el de los gamborranos —declaró él en tono impecable—. ¿Trajiste limones? Sophie le entregó dos limones, y él los partió. —Patrick, quien quiera que fuese ese hombre, aprendí una lección —y quizá Patrick también había aprendido una: que no debía mantenerla tan ignorante de las cosas. —¿Y cuál fue esa lección? —preguntó él, siguiendo su tarea—. ¿Ser una buena chica y hacer caso de lo que te dice Patrick? Sophie le lanzó una mirada de furia y se volvió para irse, pero él la tomó del brazo. —Quería preguntarte algo —dijo, mirándola detenidamente—. ¿A qué saliste? Te veo diferente, Sophie. —Compré anteojos nuevos —masculló ella, negándose a devolverle la mirada—. Los otros me estaban volviendo loca. —Sí, eso debe ser —murmuró Patrick, asintiendo con un lento movimiento de su cabeza. Sophie lo miró entonces, con los ojos muy abiertos por la indignada incredulidad. También había ido a que le cortaran el pelo, le tiñeran las pestañas y le hicieran tratamiento facial. ¡Y Patrick atribuía tranquilamente el cambio en su apariencia a unos simples anteojos! —Es sorprendente lo que pueden lograr unos anteojos —continuó él; la expresión de sus ojos hacía contraste con la ligereza de su tono de voz
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—. Ahora puedo ver el óvalo perfecto de tu rostro; lo fino y recto de tu nariz. Y en cuanto a tu boca… —Muy rara —interrumpió Sophie, tratando de ocultar con humor su bochorno y turbación. —A decir verdad, creo que los nuevos lentes no hacen nada por tu boca —musitó Patrick, trazando con el dedo índice el contorno de los labios femeninos, caricia que hizo trotar en la joven un gruñido de resignación en tanto que se desbocaba su corazón—. Todavía se levanta en las comisuras y sigue siendo el más seductor órgano de comunicación que he tenido el privilegio de probar —comenzó a inclinar la cabeza hacia ella mientras pronunciaba esas palabras en tono aterciopelado, pero de repente se detuvo cuando Sophie alzó la cabeza y entreabrió los labios en espera del beso—. Ya debe de haber hervido demasiado el té —anunció con desenfado, la soltó y se apartó de ella—. Lo serviré. Sintiéndose tal como se sentiría alguien a quien se deja oscilando al borde de un precipicio sin otra cosa para sostenerse que un hilo delgado, Sophie trató con desesperación de llevar un poco de orden al caos mental y emocional que la azotaba. No era un hombre normal, se consoló mientras observaba sus movimientos. Había una gracia felina en el cuerpo alto y vigoroso de Patrick mientras buscaba las tazas en la alacena, y una fascinante combinación de fuerza y elegancia en las manos que las tomaban… pero el hombre no era normal. Ella sabía lo que había visto en sus ojos, en su verde profundidad en ese instante antes que retrocediera de manera tan imprevista. Pero quizá la anormal era ella y sólo había imaginado ver en los ojos de su esposo accidental un reflejo de la turbulenta intensidad de sus propios sentimientos desconcertantes. —Espero que esté a tu gusto —dijo él, pasándole una taza humeante y una rebanada de limón en el plato—. Vayamos a la sala para que me cuentes que más hiciste hoy, aparte de comprar los nuevos anteojos — tomó su taza y se encaminó a la puerta—. ¿Vienes? —Sí —murmuró ella, asombrada al notar cómo le temblaba la mano al exprimir el limón en su té. Esto era ridículo, se recriminó; estaba permitiendo que esta situación anómala la afectara tanto que era incapaz de pensar con claridad. Comenzaba a obsesionarse; rara vez había un momento durante el día en el que no estuviera pensando en Patrick y la mayoría del tiempo no sabía si lo encontraba odioso o encantador. Con una exclamación de impaciencia consigo misma, tomó su taza y lo siguió a la sala. Patrick estaba sentado en uno de los sillones, los pies colocados sobre el taburete. La miró, relajado y sonriente, mientras ella colocaba taza en la mesa de centro y se sentaba en el sofá. —He estado pensando en lo poco que sé sobre ti —dijo él—. Quizá deberías hablarme de ti; al menos ese es un tema inocuo. —¿Qué quieres decir con inocuo?
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—Pues, definitivamente no fue inocuo ese abrazo que casi nos dimos en la cocina —declaró él con desenfado y tomó su taza. Sophie no dijo nada, pero no pudo controlar la sonrisa que se dibujó en sus labios, ni la cálida sensación parecida al alivio que la invadía ahora. —No creo que pudiera soportar otra vez que me mires como si te hubiera herido mortalmente, a pesar de mi sobrehumano poder de autocontrol. —No fue mi intención —farfulló la joven—. Lo que pasa es que… —no sabía que decir. —¿Qué es lo que pasa? —Pues… que yo creí que no habías sentido nada y no me gustó la idea de sentir todas esas cosas raras yo sola —explicó Sophie—. Fue bastante malo sintiéndolas tú también, pero si no… —Sophie, ¿cuántas veces debo decirte que no hay nada de raro en un poco de saludable deseo sexual? —preguntó Patrick—. No entiendo por qué tiende la gente a darle todo tipo de nombres caprichosos en lugar de aceptarlo por lo que es: un sentimiento perfectamente natural. Lo que es raro es nuestra situación, pero, a pesar de que resulten frustrantes mis constantes interrupciones, de no ser por ellas habríamos… —sonrió al interrumpirse—. Bueno, tú me entiendes. Y ahora, volviendo al tema inocuo: ¿qué edad tienes? —Tengo veintitrés años. ¿Y tú? —Treinta y uno. ¿Por qué te quitas los anteojos? —Puedo soportar la luz de este cuarto. —Tu pelo parece diferente —observó Patrick en tono casi acusador. —Fui a la peluquería a que me lo cortaran en las puntas —murmuró ella, un poco turbada. —Te queda muy bien… te encuentro muy linda y sexy. ¿Por qué no te llevas bien con tu padre? —No es que no me lleve bien con él —suspiró Sophie—. Lo que pasa es que cuando le dije que sería enfermera reaccionó como si le hubiera dicho que me dedicaría a callejear. —Pero él mismo es médico. —Sí, y es muy popular entre sus enfermeras. Fue el primero en brindarles apoyo y asesoría respecto a salarios y prestaciones… es una profesión que respeta mucho. —¿Entonces? —Sucede que papá es autocrático, para decirlo en palabras amables, y había decidido que su hija sería doctora y ya hasta me tenía lugar en la escuela de medicina… —¿Y? —la instó el periodista cuando ella guardó reflexivo silencio.
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Sophie se encogió de hombros. —Creo que crecí… de repente. Desperté una mañana; era muy temprano, casi de madrugada, y no pude volver a dormirme. Y de repente me descubrí pensando realmente, como nunca lo había hecho antes. Viejos recuerdos acudieron a mi mente, por ejemplo la forma en que mi padre me increpaba respecto a mi poco interés por la química y la biología. No puedes imaginar el sobreesfuerzo al que me sometió. Decía que esas materias eran esenciales para mi carrera de medicina. —¿Y sirvió de algo? —Sirvió —dijo Sophie, un poco molesta por los recuerdos—. De cualquier manera, conforme pensaba comencé a darme cuenta de que mi padre me había impuesto sus propios deseos al grado que llegué a aceptar que a la larga llegaría a ser doctora igual que aceptaba que me convertiría en adulta. ¿Tiene eso sentido para ti? Patrick asintió, instándola con un movimiento de la mano a continuar. —Esa mañana fue como si hubiera podido salirme de mí misma para observarme como si fuera un espectador extraño. Me fue fácil darme cuenta entonces de que no se me había concedido el derecho de tomar ninguna decisión; mi padre había decidido y yo tenía que obedecer sus designios, creyendo en cierta forma que eran los míos. —No se puede decir que llevaste tu rebelión a sus últimas consecuencias; optaste por una profesión ligada con la medicina. —No entiendes —Sophie suspiró—. No me estaba rebelando contra él. Todo lo que hice fue pensar a fondo las cosas hasta percatarme de que estaba más inclinada a ser enfermera que doctora. —¿Y cuál fue la reacción de tu madre a todo eso? —Estuvo por completo de mi parte —la joven vaciló—. Es un poco difícil de explicar… mi madre vive para sus investigaciones… pero, antes que saques conclusiones apresuradas, debo decirte que tuve una infancia muy feliz y nunca me descuidaron —agregó, en actitud defensiva—. Mi madre, como te habrás dado cuenta, es muy dulce y algo distraída en ocasiones, en tanto que papá es de carácter fuerte y, como tú, suele salirse con la suya casi siempre. Patrick le dirigió una mirada de reproche que pronto se convirtió en una amplia sonrisa. —De cualquier manera, le dije a mi padre que había decidido dedicarme a la enfermería, esperando su completo apoyo, y de repente se soltaron todas las furias. Mi madre, desconcertada también por su reacción, sugirió que no hiciera caso de la que ella consideraba una rabieta pasajera de papá y pronto se fue a una comisión científica de seis meses en Canadá. —¿Y la rabieta de tu padre?
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—Más que una rabieta fue una guerra a escala que duró varias semanas, pero para entonces yo ya me había alojado en la residencia para enfermeras y me capacitaba. —¿Y continuó la guerra? —De manera ocasional —Sophie suspiró, hostigada ante el recuerdo de la forma en que su padre se negaba a aceptar los hechos, aprovechando cualquier oportunidad para reprocharle su decisión—. Supongo que podría decirse que llevamos una especie de tregua armada cada vez que yo visitaba la casa… luego Steven se casó y todo volvió a explotar. —¿Quién es Steven? —preguntó Patrick—. Yo tenía la idea de que eras hija única. —Steven era el clásico chico de la casa de al lado. Fue mi novio desde que yo tenía diecisiete años… en cierta forma era como si estuviéramos comprometidos. —¡No me digas! Y el bribón se casó con otra dejándote en un mar de lágrimas —ironizó el periodista en tono melodramático. —¿Quieres dejar de burlarte? —Lo siento, Sophie —dijo él en tono contrito—. No quise burlarme. ¿Sufriste mucho por eso? —Más bien fue un alivio —sonrió Sophie—. Steven y yo nos habíamos enredado en una rutina ridícula. Donde vivíamos no había muchos jóvenes de nuestra edad. Creo que nunca estuve enamorada de él en realidad. Pero accedí a comprometerme con él de manera no oficial cuando comencé mi curso. ¡Lo que en realidad me enfureció cuando él decidió casarse con otra fue la cantidad de apetecibles galanes que rechacé por causa de Steven! —¿Y tu padre que tiene que ver en esto? —Mi padre es un snob. Como Steven había de heredar un cierto título nobiliario de su tío, papá estaba ansioso por aceptarlo como yerno. Y según él, Steven se había decepcionado de mí por no haber tenido las agallas de seguir mi verdadera vocación —se interrumpió cuando Patrick hizo un súbito movimiento convulsivo—. Me alegra que encuentres tan divertida mi historia. —Esto es mejor que muchas comedias que he visto —dijo él entre risas—. Continúa. —Confío en encontrar tu historia igualmente divertida cuando llegue el momento —replicó Sophie con una amplia sonrisa—. ¿Dónde me quedé? —Tu padre te acusaba de perderte al irremplazable Steven —aportó Patrick. Sophie emitió una risilla. —Tienes un extraño sentido del humor, Patrick Carlisle —lo amonestó de buen talante y luego continuó—. Mi padre volvió a apaciguarse por fin y
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luego… no estoy segura de que debiera contarte esto —dijo con falsa pudibundez—. Oh, está bien. Como ya no tenía que serle fiel a Steven, comencé a explorar las posibilidades con esos interesantes galanes de los que te hablé. Una tarea poco fácil cuando había pasado la mejor parte del año manteniéndolos a prudente distancia de manera tan virtuosa. Entonces apareció Robert… Cuando el zumbido del teléfono la hizo callar de repente, Patrick se puso de pie con una exclamación de impaciencia y fue a contestar la llamada. Y mientras hablaba al aparato, Sophie lo estudió con atención; sus ojos fascinados observaron el movimiento de los labios al formar las palabras a las que los oídos de ella se habían vuelto sordos por la intensa concentración con que lo contemplaba. Luego parpadeó al recordar la titilante anticipación con la que sus propios labios habían esperado en vano la explosiva excitación del beso. Le gustaba en verdad, se dijo con una punzada de alarma. Era fascinante, provocador, exasperante… y, sin embargo, en su compañía se sentía más viva, vibrante y estimulada que con cualquier otro hombre en su vida. —Era Ed Jordan —anunció él, colgando el auricular—. Parece que las cosas podrían avanzar —se acercó a la puerta conforme hablaba—. Es probable que pase esta noche en casa de Ed en caso de que Mbeye logre comunicarse con algunas noticias. —Mantendré los dedos cruzados —dijo Sophie, y una extraña sensación parecida a la soledad hizo presa de ella cuando oyó que se cerraba la puerta. Mantendría cruzados los dedos por un acontecimiento que pondría punto final a todo esto, se dijo con fatiga, consciente de estar reprimiendo su profunda desilusión. Luego se reclinó contra el respaldo del sofá, Con una leve sonrisa soñadora. Patrick había admitido que era la rareza de sus circunstancias lo que lo hacía controlarse. En sus palabras la joven encontraba una sutil promesa… ¿dejaría de contener sus impulsos de pasión hacia ella una vez que todo se resolviera?
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Capítulo 5 Fue poco después de la madrugada cuando Sophie oyó la llave de Patrick en la cerradura y el sonido de la puerta cerrarse un instante después. La joven saltó de la cama y se puso una bata ligera. —¿Alguna novedad? —preguntó con excitado interés. Patrick terminó de quitarse el gabán y luego se volvió; su expresión al mirarla era extrañamente impasible, casi como si por un momento se hubiera olvidado de su existencia. —Patrick, ¿qué pasó? —preguntó Sophie, con una punzada de alarma en el pecho. —Regresa a la cama —murmuró él con enorme fatiga, pasando frente a ella para dirigirse a la cocina. —No podría dormir —protestó la joven, mientras lo seguía y encendía la luz—. ¿Pasó algo malo? —Las cosas no van muy bien que digamos —murmuró él, con el rostro demacrado e inexpresivo mientras llenaba el percolador y ponía café en el filtro—. En este momento lo que necesito es descansar. ¿Te molestaría si te explico después? —Por supuesto que no —replicó Sophie de inmediato, poniéndose a su lado—. Déjame hacer eso —tomó la lata de café de la mano de su esposo. Patrick tenía un aspecto deplorable—. Tú ve a recostarte; pareces exhausto. Pensándolo bien, ¿crees que es buena idea tomar café? Te mantendrá despierto. —Necesito estar despierto —murmuró él, pasándose una mano por la cara—. Me daré un duchazo mientras está el café —agregó, pasándose ahora la mano por los cabellos—. No quise despertarte. Regresa a la cama y trata de dormir. Sophie fruncía el entrecejo al mirarlo encaminarse al cuarto de baño; casi se tambaleaba de cansancio. Luego, ella terminó de preparar el café y fue al refrigerador. No tenía idea de cuándo fue la última vez que él comió; ciertamente no antes de salir la noche anterior, se percató con una punzada de preocupación. Después lanzó un leve gruñido de incredulidad. Se estaba afligiendo por él tal como esas mujeres que ella no podía soportar. ¡Si él tenía hambre era perfectamente capaz de hacer algo al respecto por sí mismo! Estaba a punto de cerrar el refrigerador cuando vaciló. Por otra parte, él había estado despierto toda la noche, sin duda enfermo de inquietud por la suerte de sus amigos… y cualesquiera noticias que tuviera sobre ellos era obvio que no eran buenas.
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Cuando Patrick salió del cuarto de baño con el pelo húmedo, afeitado y envuelto en una toalla blanca que acentuaba el dorado mediterráneo de su piel, los sentimientos de Sophie habían formado un círculo completo. —Te dije que te fueras a la cama —murmuró Patrick en tono áspero, mirando con desdén la bandeja con los emparedados y el café que ella le había preparado. —Y yo te dije que no podría dormir —replicó la joven con enfado. ¡Al menos podría haberle dado las gracias por la molestia que se había tomado!—. El hecho de que no los conozca no significa que no me preocupe por tus amigos. Después de todo lo que has hecho por mí, me siento en cierta forma involucrada en todo esto… yo… —se interrumpió, encogiendo los hombros con turbación, sin saber a ciencia cierta qué era lo que quería decir. —Sophie, lo siento —suspiró Patrick, palmeando el sofá a su lado y ofreciéndole una sonrisa lánguida—. Ven a sentarte a comer tu desayuno y trataré de explicarte todo. Ella se sentó. —El desayuno es para ti —dijo ella y sirvió café en dos tazas—. No tengo apetito. —Anda… come aunque sea un emparedado —la instó Patrick—. No creo poderme comer los dos, aunque parecen deliciosos. Por fin ella aceptó medio emparedado, muy consciente de la tensión de su acompañante mientras comía, a pesar del aire de relajada intimidad entre ellos. —Mbeye se comunicó con nosotros hace dos horas —le dijo él—. El plan original era que la policía llevaría a Fred y José al norte, cerca de la frontera con el Zaire. Parece que las cosas iban de maravilla hasta que una unidad militar los interceptó camino al norte, aduciendo que debían volver a interrogar a los dos prisioneros. —Oh, no —gimió Sophie, desolada. —La escolta policíaca se negó a cumplir la orden de entregarlos. Exigieron una orden escrita y, mientras proseguía la discusión, los dejaron escapar. —¡Entonces están libres! —exclamó Sophie con alborozado alivio. —Están huyendo con Dios sabe cuántas tropas tras de ellos — especificó Patrick en tono sombrío—. Es muy probable que el régimen esté convencido de que ocultan algo y, lo que es peor, saben muy bien que la policía propició la escapatoria. Mbeye se estaba arriesgando incluso con hacer la llamada al extranjero. Ya sabes lo paranoicos que son los tiranos. —¿Qué posibilidades tienen Fred y José de llegar a la frontera? — quiso saber Sophie—. Estoy segura de que pueden contar con toda la ayuda de los gamborranos civiles. —Mbeye tiene la esperanza de que se dirigirán al sureste, hacia la frontera con Zambia —respondió Patrick—. Es un largo trecho, pero el
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régimen concentrará su búsqueda a lo largo de la frontera con el Zaire. Por supuesto, Mbeye tiene razón… excepto que es inevitable que José resalte como un dedo hinchado. Sophie lo miró con desconcierto. —Fred es negro —explicó Patrick—. También tiene un dominio casi absoluto de los dialectos del África oriental y central. A Fred le tomó sólo unos meses aprender muy bien el español, después de lo cual el inglés de José, de por sí deficiente, se deterioró a grandes pasos. —¿Cuánto hace que trabajan ustedes juntos? —preguntó Sophie. —Hará unos siete años. Nos conocimos en una cárcel argelina, lo creas o no —dijo el periodista con una amplia sonrisa—. Fred estaba como ingeniero de sonido para una de las grandes cadenas estadounidenses, José trabajaba para la Televisión Española, y yo realizaba una misión independiente con la BBC. —¿Cómo fueron a dar a la cárcel? —Fuimos detenidos en una manifestación que degeneró en motín; a fin de cuentas, la prisión resultó el lugar más seguro al que pudimos ir a dar en ese momento. —Ustedes los corresponsales llevan una vida emocionante —comentó la joven—. Y me parece que Fred y José estarán mejor preparados que la mayoría de la gente para escapar indemnes de Gamborra. Patrick se volvió a mirarla, con una sonrisa suavizando sus facciones. —Curiosamente, creo que necesitaba que me recordaran eso. Estoy tan involucrado en todo esto, lo veo tan de cerca, que no lo percibo con claridad, pero tienes razón: esos dos tienen habilidad para salir de cualquier trance. —Bien, ahora… ¿qué tal si duermes un poco? —sugirió Sophie, poniéndose de pie—. Debes de estar exhausto. —Ya te lo he dicho; no debo dormir —replicó él y la brusquedad de su tono de voz contrastó con la sonrisa que todavía danzaba en sus labios—. Pero si insistes en mimarme, ¿qué tal si me preparas más café? —No era mi intención mimarte —espetó Sophie, levantando la bandeja con los platos y tazas y sintiendo el color que ascendía a sus mejillas—. ¡Estuviste despierto toda la noche y te preparé unos emparedados… lo habría hecho por cualquiera! —Está bien, no te enfades —dijo Patrick alzando las cejas con irónico asombro. —Pues yo si me iré a la cama, necesito dormir. La joven depositó la bandeja en la cocina, y su irritación amainó al llegar a su habitación. ¿Por qué había explotado de ese modo? Su reacción ante la inocente broma era excesiva. Se había comportado como una boba. Nunca se había creído capaz de mostrarse tan quisquillosa y temperamental. Dividida entre la contrición y el aturdimiento, miró con
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desgano la cama. Ciertamente era impensable volverse a dormir así como regresar donde su esposo para afrontarlo con racionalidad y comprensión; algo que estaba segura de que debía hacer. Después de algunos segundos de ceñuda vacilación, decidió que primero se daría un baño, acto de dilación sin duda, pero producto más de la sensatez que de la cobardía pues ciertamente necesitaba un poco de tiempo para poner en orden sus pensamientos y emociones. Era tanto lo que tenía que agradecer a Patrick que lo menos que podía hacer era recobrar el aplomo y la serenidad para ayudarlo en lo que pudiera. Mientras terminaba de secarse y comenzaba a vestirse, reflexionó en lo irracional de su comportamiento. Si era por completo honesta consigo misma, debía admitir que su patrón de conducta, desde que Patrick irrumpiera en su vida, había sido muy fuera de su modo normal de ser, se dijo con un suspiro; después fue al espejo y se examinó con aire crítico. Gracias a Dios todavía está bronceada, pensó, con un leve ceño arrugando su frente. Estaba casi demacrada. Era el maldito peinado el que la hacía parecer demacrada, se dijo con impaciencia y se mesó los cabellos. Le daba una apariencia infantil, casi como la de un chico. Trató de visualizar su pelo como era antes, espeso, sedoso y hasta los hombros. A Robert le encantaba pasar los dedos por él, algo que ella disfrutó hasta enterarse de que él tenía una esposa en Australia. Sintió un leve estremecimiento al apartarse del espejo. Al menos el recuerdo ya no le dolía. Y al menos no había tenido tiempo de enamorarse tanto como para que el dolor fuera irreparable. Aunque Robert aduciera que tenía un “matrimonio abierto” cuando ella lo confrontó, nada podía cambiar el hecho de que él había procurado ocultarle ese matrimonio, recordaba la joven con disgusto. Y ahora, menos de un año después, apenas podía recordar con detalle las facciones de Robert. Sophie cerró los ojos, tratando de evocar ese rostro que había estado tan cerca de amar, y una risa apesarada escapó de sus labios cuando el rostro viril y seductor de Patrick fue el que apareció en su mente. Con todo y sus evidentes defectos, era innegable la honestidad básica de Patrick. Él jamás ocultaría un matrimonio, estaba segura ella. Un golpeteo a la puerta la sacó de sus reflexiones. —Pasa —indicó la joven. —¡Vaya, gracias a Dios que sigues actuando como es de esperarse! — exclamó Patrick al entrar en el cuarto. —¿Qué quieres decir? —Te dije que te acostaras, así que lo más seguro era que estuvieras levantada —explicó él sin humor—. Haz tus maletas; nos vamos a Madrid.
Sophie seguía tratando de averiguar cuál de las cosas que había descubierto era la más exasperante cuando subieron al taxi esa fresca y clara tarde madrileña.
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—¿Cuánto tiempo más piensas mantener este silencio enfurruñado, Sophie? —preguntó de repente Patrick—. Espero que te des cuenta de que, a menos que pienses tomar un curso ultra intensivo de español, yo seré posiblemente la única persona con la que te puedas comunicar. —Tu padre habla inglés, ¿no? —replicó ella con enfado. ¡Y pensar que por un momento de torpeza y estupidez pudo creer que se estaba enamorando de este… este individuo quisquilloso y dictatorial! —También mi madre, aunque con un delicioso acento irlandés. Sophie le dirigió una mirada que intentaba ser fulminante aunque a la vez comunicaba triunfo. —Quizás olvidé mencionar que mis padres salían esta noche a Irlanda —agregó Patrick con desenfado. Por una fracción de segundos Sophie consideró la posibilidad de controlar su enfado, pero decidió en el mismo instante ahorrarse el esfuerzo. —¿Este don que tienes de enmudecer a la gente de rabia y confusión es algo innato o te ha llevado tiempo perfeccionarlo? —Enmudecerte es algo que todavía me falta dominar —murmuró Patrick en tono apacible—. Aparte, por supuesto, de las pasadas horas de silencio autoimpuesto. Así que, sea lo que sea lo que hayas estado reprimiendo durante ese tiempo, podría apostar a que estás a punto de soltarlo… —se interrumpió con una amplia sonrisa que a la joven le pareció particularmente pérfida; interpretación que se justificó de inmediato cuando él le rodeó los hombros con un brazo y con la otra mano le cubrió la boca—. Deja de resistirte y escucha —ordenó en un murmullo —. Sea lo que sea lo que me tengas que decir, puedes hacerlo sin gritarme como una arpía tal como hiciste en Londres. Así que asiente con la cabeza si estás de acuerdo en no gritar. La mirada que ella le lanzó hubiera amilanado hasta a la persona apenas moderadamente sensible, de modo que la risa que él soltó demostró a la joven que este hombre carecía por completo de sensibilidad. —Está bien; estarás la próxima media hora amordazada —declaró Patrick sin inmutarse. Después de varios inútiles segundos de miradas furiosas y más que elocuentes, Sophie aceptó hablar sin exaltarse y asintió. —¿Lo prometes? Ella volvió a asentir. —Bien, suelta lo que tengas que decir —dijo Patrick, apartando la mano de su boca pero sin soltarla. Aunque temblando de furia, Sophie logró mantener sus palabras en un murmullo venenoso.
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—Eres capaz de convertir a una santa en arpía. Me dijiste que me sintiera en libertad de recordarte la publicidad que estabas recibiendo por este maldito matrimonio… ¡de modo que te lo recuerdo! ¡No había necesidad en absoluto de que me recordaras mi deuda de gratitud contigo para hacerme acceder a acompañarte aquí! —Podrías haberme engañado —replicó el periodista—. Ya estabas echando casi espuma por la boca cuando tuve que recurrir a esa táctica. —¡No tendrías que recurrir a ninguna táctica conmigo si dejaras de lanzarme órdenes a cada rato! —Tu problema es que eres demasiado susceptible… o quizá debería decir paranoide. —Si consideras paranoica a una persona porque se queja de que le ordenen hacer sus maletas para salir de repente, sin previo aviso, entonces soy definitivamente paranoica —replicó Sophie en tono glacial. —De acuerdo, lo pedí con cierta aspereza —concedió Patrick, pero sin tono de disculpa—. El hecho fue que tema otras cosas en mente en ese momento. —¡Sí! —exclamó Sophie—. ¡La reacción de tus padres al matrimonio! ¡Me indujiste a creer que era necesario apresurarnos a venir aquí para apaciguarlos… y ahora me sales con que están por salir a Irlanda! Patrick le dirigió una mirada que ella no pudo interpretar al quitarle de repente el brazo de los hombros. —No te hice creer semejante cosa —repuso él con frialdad—. Si lo recuerdas, estabas tan ocupada en vociferar que te era imposible escuchar nada de lo que yo trataba de decir. —Te sugiero que lo intentes otra vez ahora —replicó la joven. —Lo he olvidado; eso pasó hace horas —informó el periodista en tono de absoluto aburrimiento. Reprimiendo profundamente.
el
poderoso
impulso
de
gritarle,
Sophie
aspiró
—No seas absurdo. No puedes haber olvidado cuáles fueron las razones para tener que salir hacia acá de manera tan intempestiva. —Digamos sólo que yo deseaba un cambio de escenario —dijo él, arrastrando las palabras con desgano—. También será un alivio escapar a las atenciones de la prensa británica; nosotros los españoles no somos muy aficionados a tales manifestaciones. Esta vez Sophie no quiso gritarle, sino arañarlo. —Pues tú perteneces a la misma horda de entremetidos —le espetó con voz chillona. —Así es —aceptó Patrick sin inmutarse, volviéndose a ella y dedicándole una sonrisa de inocente dulzura que desconcertó a la joven más que enfurecerla—. Más vale que te calmes… hemos llegado.
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—Estoy perfectamente calmada —mintió ella, sintiéndose llena de nerviosidad y aprensión. —Me alegra saberlo —murmuró Patrick cuando el taxi cruzó una verja para entrar en un patio—. Quizá puedas darme un poco de apoyo moral; con tantas cosas que nos han sucedido, no llegué a decirles a mis padres lo del matrimonio —sonrió y puso un dedo bajo la barbilla de la joven—. Deje de enfurruñarse, señora Carlisle, eso no la favorece.
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Capítulo 6 Sophie observó cómo las figuras altas, de similar complexión, de Patrick y su padre se abrían paso entre los muebles cubiertos con una capa de polvo que dominaban la sala de techo alto, y luego desaparecían a través de una puerta doble y elevada. La joven se volvió ligeramente, con el corazón en la garganta al encontrarse con la mirada fría y verde de un par de ojos desconcertantemente familiares. María Carlisle era una de las mujeres de más exquisita belleza que Sophie hubiese conocido, pero había una evidente cautela en sus ojos al posarse en la extraña que su hijo había llevado consigo, en marcado contraste con la calidez y ternura que los iluminaba cada vez que ella miraba a Patrick o al padre de éste. —Quizá sería buena idea si le muestro la cocina —dijo la dama—. Por el momento creo que es el único cuarto habitable en el apartamento — agregó, cuando Sophie comenzó a seguir a la esbelta y elegante figura hacia el pasillo—. Aparte del de Patrick, claro. Cualquier madre hubiera quedado consternada, por lo menos, al escuchar noticias tan extrañas como las de Patrick, reflexionó Sophie cuando entraban a una cocina grande, de tipo rural. Y María Carlisle lo había tomado con notable serenidad. Aunque serenidad no sería la palabra adecuada para describir la reacción de Michael Carlisle al principio había sido de leve incredulidad, seguida por abierto regocijo. Era obvio que Patrick había heredado de su padre la desconcertante actitud humorística hacia la vida. —No hay muchos víveres, sólo los que consideré que podrían necesitar los decoradores —decía María Carlisle, mirando a Sophie con la misma frialdad más o menos cortés. —Por favor, señora, no se preocupe por esas cosas… entiendo que mi llegada debe haber causado ya de por sí bastante molestia —balbuceó Sophie, deseando que la tierra se abriera y la tragara—. La noticia del matrimonio debió ser una sorpresa muy desagradable para usted. Pero en realidad no contará como matrimonio una vez que sea anulado… y no sabe usted cuánto le agradezco a su hijo lo que hizo por mí. Fue la acción más generosa que cualquiera… —se interrumpió, consciente de su propia turbación—. Lo siento… estoy balbuceando como una tonta, yo… —Sophie, siéntese, por favor —indicó María, suavizando su expresión al acercar dos sillas, en una de las cuales se sentó—. ¿Le molesta que la llame Sophie… o prefiere señora Carlisle? —De llamarme señora Carlisle, sin duda me volvería para ver a quién se estaba dirigiendo —dijo Sophie, con un esbozo de sonrisa relajando sus tensas facciones mientras se sentaba—. Todavía me cuesta trabajo creer que todo esto ha sucedido; así que sólo Dios sabe cómo se sentirá usted. —Creo que muy parecido a como se siente usted, pero no es para tanto —murmuró la dama, mirando ahora a la joven con más calidez y dándole una palmadita tranquilizadora en el hombro—. Pero me gustaría
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que usted me contara la historia… me pareció un poco extraño que nuestro hijo haya optado por contarnos la situación en español, idioma del que supongo usted no tiene mucho conocimiento. Los ojos de Sophie se ensancharon con momentáneo azoro. Cuando Patrick, luego de hacer las presentaciones de rigor en inglés, cambió al español para relatar su aventura, Sophie se había sentido un poco ofendida y se había replegado en sí misma, decidiendo que quizás estaba reaccionado de manera excesiva, como siempre. Pero ahora la madre del periodista comentaba el hecho como algo extraño. —Estoy segura de que Patrick se lo contó todo; en realidad no hay mucho que decir —declaró la joven. Pero sí lo hubo, descubrió Sophie cuando, una y otra vez, María Carlisle se apartaba del tema central del relato para indagar con evidente interés datos más personales sobre su interlocutora. Y conforme ésta hablaba, María Carlisle adoptaba una actitud más benevolente y amistosa con ella. —¡Pobre de usted! ¿Cómo se siente ahora de sus ojos? —Sólo me molesta ya la luz muy fuerte pero eso es algo temporal — dijo Sophie. Vaciló y su sonrisa se tornó tímida—. Señora Carlisle, estoy segura de que si Patrick no hubiera tenido tantas preocupaciones, entonces se habría comunicado con ustedes para decirles lo de la boda. El desconcierto tembló por un momento en las impecables facciones de la española. —Por lo que mi hijo sabía, su padre y yo estábamos en un agujero al otro lado del mundo —y ante el asombro de Sophie, explicó—. Mi esposo es arqueólogo. —Ah, comprendo —murmuro Sophie. Pero no comprendía. Una vez más, Patrick no se había molestado en explicarle los hechos. —Por desgracia hubo una tempestad fuera de estación que inundó el área de excavación, de modo que nos vimos obligados a regresar a Europa ayer —María hizo una breve mueca—. Habíamos arreglado que el apartamento se redecorara en nuestra ausencia. Como podrá ver, los decoradores están listos para empezar; es por eso que nosotros nos iremos a Irlanda. Temo que van a vivir en medio del desorden más completo. —Estoy segura de que Patrick no querrá quedarse aquí, dadas las circunstancias —suspiró Sophie, preguntándose por qué diantres no se había tratado el tema cuando habló con sus padres por teléfono—. Supongo que les habrá explicado que la única razón por la que no quiso quedarse en Londres fue para no ser acosados por la prensa, aunque parece que sólo uno que otro empecinado persistía en fastidiarnos, como Patrick dijo que resultaría —mientras hablaba, Sophie se percató de que sus palabras tenían un efecto inusitado en su interlocutora. Era algo difícil de definir: una leve tensión, acompañada por un asomo de perplejidad. —Bien… estoy convencida de que las cosas se resolverán —murmuró María Carlisle, en tono ligero y un poco vacilante. Se sobresaltó
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ligeramente cuando un timbre sonó en la distancia—. Cielos, debe de ser nuestro taxi para el aeropuerto —se puso de pie—. Más vale que vaya a buscar a Michael —agregó en tono de disculpa, dejando a Sophie un tanto perpleja sentada todavía a la mesa de la cocina. Ese sentimiento de parentesco con Alicia que había experimentado en Gamborra volvió a ella con creces, pensó con desánimo. ¿Qué fue lo que dijo que tanto desconcertó a la madre de Patrick… o era sólo su imaginación que trabajaba horas extras? Sacudió un poco la cabeza en un vano intento de aclararla, luego se puso de pie. Algún día gracias a Dios, todo esto quedaría en el pasado. Por el momento, lo único positivo que se le podía ocurrir era ayudar a los Carlisle con sus maletas. Se encaminó al vestíbulo y se topó de improviso con el espectáculo de Patrick abrazando con entusiasmo a una mujer cuyos brazos le rodeaban el cuello y cuyas manos parecían demasiado pálidas en contraste con la oscuridad del pelo que acariciaban. Con encontrados sentimientos de perplejidad, azoro, y la turbación de quien se siente intrusa, volvió rápidamente sobre sus pasos hacia la cocina. Apoyándose en la mesa con ambas manos, trató de analizar su reacción ante lo que acababa de ver. Por supuesto que se sentía escandalizada, se dijo con indignación; Patrick tampoco se había tomado la molestia de explicarle que había una mujer en su vida. Y Sophie no podía saber si él la había puesto al tanto de su extraño e inusitado matrimonio; de no ser así, podría haber complicado bastante las cosas si se hubieran dado cuenta de su presencia. Se había comportado con enorme tacto, se dijo con beneplácito para consigo misma, ya que él no podía haber encontrado un lugar menos adecuado para un abrazo amoroso. Y no era más que la discreción lo que la mantenía allí en la cocina, se dijo, procurando mantener a raya uno que otro pensamiento perturbador. El único problema era que sería poco cortés no despedirse de los padres de su esposo de ocasión. Pero María y Michael Carlisle resolvieron para ella ese problema al aparecerse en la puerta de la cocina. —Lamento que haya sido casi un hola y adiós simultáneo —se disculpó María—. Pero estoy segura de que nos volveremos a encontrar. Hasta entonces, que tengas suerte, Sophie —agregó, usando por vez primera el tuteo. —Conociendo a mi hijo como lo conozco, te deseo lo mismo —dijo Michael con una risa divertida—. Y te recomiendo que cuides mucho tus ojos —agregó con afectuosa preocupación antes de despedirse con un movimiento de la mano.
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—¡Ah, estás aquí! —exclamó Patrick, entrando a la cocina poco después que sus padres se fueron. La expresión de Sophie fue de completa perplejidad cuando él fue hacia el refrigerador, lo abrió y hurgó adentro para revisar su contenido. Ella había esperado… ¿qué exactamente había esperado?, se preguntó… ¿un súbito y poco característico aluvión de confidencias de él? ¿Y por qué diantres tenía anudado así el estómago por la escena que había contemplado? Sin duda había muchas mujeres en la vida de su accidental esposo y, por lo que ella sabía, a todas debía de saludarlas con igual entusiasmo. Confortada de manera inexplicable por este pensamiento, borró de su mente el episodio. —Más vale que hagamos una lista de la comida que vamos a necesitar, aquí no hay casi nada —dijo Patrick. Sophie le dirigió una mirada de incredulidad. —Supongo que tu estómago podrá sostenerte hasta que lleguemos al aeropuerto, ¿no? —comentó vacilando y arqueando las cejas—. Quiero decir… vamos a regresar a Londres, ¿verdad? —¿De dónde sacaste semejante idea? —Tus padres no están aquí… —Ya te había dicho que no estarían —la interrumpió él, con exagerada paciencia. —Pero este apartamento está… está. —Está siendo decorado… ¿y eso qué? —Patrick se alzó de hombros—. No tocarán mi cuarto… y tú podrás usar la cocina. —¿Yo podré usar la cocina? —explotó Sophie. —Yo tenía la sensación de que no te impresionan mucho mis habilidades culinarias —replicó él. —Te estás mostrando deliberadamente obtuso —lo acusó Sophie—. ¿Por qué no puedes admitir que cometiste un error? —Explícame cuál fue mi error y quizá pueda admitirlo —dijo Patrick con exasperante calma, prestando toda su atención a la cafetera que estaba llenando de agua. —¡El venir aquí, por todos los santos! Es evidente que no contabas con que el lugar es prácticamente inhabitable. —Es perfectamente habitable. Ya te dije que mi cuarto está… —¡Tu cuarto! —gritó la joven, perdiendo los estribos—. ¡Sin duda no pensarás que voy a acceder a compartir el cuarto contigo! —Con tu tendencia a gritar de esa manera y a comportarte como una fiera, creo que aunque compartiera la cama contigo tu virtud estaría a salvo. Además, tus gritos me están provocando dolor de cabeza. ¿Quieres café?
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Fue la despreocupada sonrisa que acompañó a sus palabras lo que disipó la furia de la joven, dejándola extrañamente desinflada aunque al mismo tiempo exasperada. —Sí, gracias —murmuró con aire derrotado—. Patrick, tenemos que discutir esto. —Puedo dormir en mi cuarto de vestir, si eso es lo que te preocupa, hasta que otro de los cuartos esté listo —declaró Patrick—. Después de lo que he dicho sobre el tema, creo que no es necesario repetir que no tengo la menor intención de seducirte. Y antes que me comiences a gritar otra vez, si esa hubiera sido mi intención, no veo ninguna razón para que imagines que te traje hasta acá para hacerlo… cuando todo lo qué tenía que hacer era dejar que las cosas tomaran su curso natural en Londres. —¡Eres despreciable! —chilló Sophie, lanzándole lo primero que tenía a la mano; una canasta de pan vacía. —Sólo cuando me atosigan —murmuró él, atrapando con presteza la mano que había alcanzado una pequeña jarra de cerámica que iba a arrojarle después de la canasta de pan. —No estaba dando a entender que me hayas traído aquí con un motivo oculto —señaló la joven con las mejillas encendidas mientras liberaba su mano de un tirón—. Me atrevo a decir, por lo que he podido ver aquí, que te sobran candidatas y, de cualquier manera, como tan caballerosamente has apuntado, yo habría sido presa fácil en Londres — lanzó un grito de protesta cuando fue tomada por los hombros y puesta de pie con violencia. —No más presa fácil de lo que yo habría sido —declaró Patrick, en tono gentil, a pesar de la rudeza con que la tomaba de los hombros—. Sophie, lamento haberte hablado de ese modo; tienes razón, fui despreciable —la soltó—. Vamos, dime que me perdonas y serviré el café. —No es cuestión de perdonarte —murmuró ella, con desánimo, horrorizada por su brusca referencia a lo que había presenciado antes, referencia a la que él mostró clemente indiferencia—. Y no me importa lo irracional que parezca, pero me gustaría que alguien moviera una varita mágica y me volviera a mi vida normal. Lo que pasa es que todo parece más raro cada día que pasa —lo miró con aire acusador—. A pesar de tus caritativas palabras respecto a que estamos a mano, estoy en deuda contigo. Y quiero darte toda la ayuda que sea necesaria… pero pareces decidido a no permitírmelo. Entiendo que no puedo esperar que me tengas confianza después de mi tontería en Londres… ¡y vaya que fue una tontería!… pero… —de repente abrió los ojos con horror—. ¡Oh, Dios, es por eso que trataron de quitar a Fred y José la custodia policíaca! —Quizá te sentirías mejor de rodillas, o postrada, ya que insistes en flagelarte —observó Patrick en tono pausado; puso dos tazas de café sobre la mesa y se sentó en la silla que estaba junto a la de Sophie. —¿Por qué tienes siempre que ser tan sarcástico? —lo acusó ella con vehemencia—. Sólo estaba tratando de explicar que, aunque tu renuencia a decírmelo todo me exaspera, de cualquier manera puedo entenderlo —
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dio un trago de café e hizo una mueca cuando el líquido casi hirviendo le escaldó la garganta. —Bien, puedes quitarte la túnica de penitente pues estoy convencido de que tu indiscreción en Londres nada tuvo que ver con los acontecimientos de Gamborra. Perdón por lo de túnica de penitente… creo que fue sarcástico. La mirada que Sophie le dirigió fue una paradójica mezcla de resentimiento y gratitud. —Sophie, por supuesto que encuentras la situación penosa. Es de esperarse cuando nos vemos obligados a convivir sin habérnoslo propuesto. No creo ser de trato fácil en la mejor de las circunstancias y ciertamente ésta no puede llamarse la mejor de las situaciones. —Pero tú estás bajo más presión que yo —apuntó la joven—. Y parece que todo lo que yo sé hacer es explotar a cada cinco minutos. —Bien, como penitencia, puedes escribir la lista de los víveres —dijo Patrick con una amplia sonrisa—. Hay pluma y libreta junto al tostador. Decidida a hacer cualquier esfuerzo por mantener la paz, Sophie fue por la pluma y la libreta, y regresó a su asiento sólo para quedarse mirando la libreta sin expresión. —No tengo idea de lo que… necesitemos. —Comida. —¡Qué simpático! —espetó ella, pero pronto se calmó, recordando la tregua táctica entre ambos—. Lo que pasa es que no conozco bien la comida española… es más, no la conozco en absoluto. —¡Sophie, no hace falta que te conviertas en nativa! —exclamó Patrick con impaciencia y tomó la pluma y la libreta de sus manos. —¡Estás tergiversando deliberadamente lo que digo! —Leche, patatas, fruta —entonó él, sin hacer caso de la acusación de la joven, con el ceño arrugado por la concentración—. Verduras… esta noche podríamos comer chuletas o bistec con verduras —su mirada captó la de ella y sus ojos brillaron con travesura—. Estoy seguro de que puedes preparar maravillas con elementos básicos como esos… sin necesidad de ser española. —Veo que insistes en endilgarme la preparación de la comida — replicó Sophie, sonriendo al humor del periodista con una mezcla de mueca y sonrisa. —Yo haría con gusto la comida —dijo él con absoluta inocencia—. Si te atreves a comerla… —Está bien, yo cocinaré —concedió Sophie son exasperación—. Prefiero no correr riesgos. —Sabia decisión, señora Carlisle —dijo él y volvió su atención a la lista de comestibles.
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Siguió escribiendo; oscuros rizos caían sobre su frente al inclinar la cabeza. Sophie lo observó en silencio, pensando de improviso que él no podía considerarse como fotogénico. Se veía magnífico en televisión, pero en la vida real… no, las cámaras no le hacían plena justicia. Y en cuanto a lo largo y rizado de esas pestañas, ciertamente resultaban cautivadoras. —Sophie, ¿acaba de salirme un tercer ojo o has caído en trance? — inquirió él al sentirse observado. —Lo siento… estaba pensando —balbuceó ella, ruborizándose. —Bien, pues deja de pensar un poco y presta atención —dijo Patrick, con una expresión indefinible en los ojos que acentuó el rubor de la joven —. Ahora… aquí te escribo cómo se pronuncia cada palabra en español. Tú podrás leerlo y yo te corregiré el acento —sonrió con satisfacción—. La pronunciación española es muy fácil. Es completamente fonética. Sophie lo miró sin expresión. ¿Había estado tan absorta en la contemplación de sus facciones que se perdió algo vital que él dijo? —Y mientras tú estés de compras, yo podré… —¡Yo! —exclamó ella—. ¿Yo iré de compras? —Sí. Es muy sencillo, todo lo que tienes que hacer es… —¿Sin ti? —Tú sola, Sophie Carlisle. —¡Patrick, no podría! No conozco el lugar… ¡no hablo una sola palabra del idioma! —Pero ya te dije… —¿Por qué no puedes ir tú? ¿Por qué no podemos ir los dos? —Porque estoy esperando una llamada telefónica. —Podríamos ir después —dijo ella, con alivio—. Las tiendas en España permanecen abiertas hasta muy tarde, ¿no? —Sí, pero no tengo idea de a qué hora puede llegar la llamada. Ni siquiera puedo asegurar que la recibiré. Sophie abrió la boca para hacer un comentario adecuadamente sarcástico, luego la cerró, recordando su decisión de mantener la paz. —En todo caso, no hay problema —declaró Patrick, poniéndose de pie —. Puedo ordenar todo esto por teléfono; lo traerán en menos de una hora —comenzó a caminar hacia la puerta; luego se volvió—. Aunque debo decir que me asombra que una persona capaz de internarse en un rincón oscuro de África pueda acobardarse de salir en una ciudad tan civilizada como Madrid. Él ya había desaparecido a través de la puerta cuando ella tomó la pieza de cerámica para tomar puntería. Pronto la puso otra vez sobre la mesa, horrorizada por la facilidad con la que se apartaba de sus pacíficas
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intenciones. Se estaba comportando de una manera que nunca habría creído posible, se recriminó con perplejidad. Tenía que hacer un doble esfuerzo para ofrecerle apoyo moral cuando más lo necesitaba. No debía dejarse llevar tan fácilmente por la ira.
*** Pero una cosa era tomar resoluciones loables y otra ponerlas en práctica, se dijo Sophie con frustración al salir del cuarto de baño, secándose con la toalla el cuerpo reluciente de agua. Se envolvió con la toalla, entró al cuarto adjunto y de inmediato tuvo que contener un jadeo de indignación. —No entiendo por qué sales como estampida —comentó Patrick desde su posición boca abajo en la cama que había asignado a la joven. Sophie comenzó a contar mentalmente hasta diez. No sólo estaba él en el cuarto y sobre la cama, sino que era evidente que también acababa de ducharse o bañarse en tina. La cabeza apoyada en la almohada que Sophie debía usar brillaba de humedad y el azul de la bata de baño estaba oscurecido en partes por el agua. También la colcha sobre la que Patrick reposaba tan campante mostraba señales de humedad. —¿Te molestaría levantarte de la cama, porque la estás empapando? —masculló la joven—. Y, por cierto, no salí como estampida. Sólo… —Saliste como estampida —porfió Patrick, mostrando esa impasible complacencia que tanto irritaba a Sophie—. Escucha, comprendo que acampar en la cocina no constituye el colmo del lujo… —¡No estoy pidiendo lujos! —Y también comprendo lo frustrante que debe de ser para ti el no poder entender una palabra de lo que se dice en la televisión… —No me parece frustrante en absoluto —lo contradijo ella con acritud, preguntándose si en realidad él había olvidado haberle ofrecido el uso de su cuarto y de esa cama en la que estaba tan cómodamente acostado—. ¡Lo que pasa es que cuando me ofreciste lecciones de español, no pensé en que esperarías que adquiriera dominio del idioma en una sola lección! Y también resiento el hecho de que me hables en el tono condescendiente que se usa con retrasados mentales. —Quizá soy pésimo profesor —declaró él, sin la menor convicción—. Pero no puedo entender por qué el hecho de que el español tenga dos verbos para el “to be” en inglés bloquee de esa manera tu capacidad intelectual. —Sin duda es porque, como tú mismo dices, eres un pésimo profesor —replicó ella con vehemencia… ¡este hombre era imposible!—. Un niño de ocho años podría haberlo explicado mejor. —Me atrevería a decir que el intelecto de un niño de ocho años estaría más o menos a la par con el tuyo —aunque la desganada sonrisa
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hacía un poco menos insultantes las palabras, había en los ojos del periodista algo parecido a la insolencia mientras observaba la figura cubierta con la toalla, haciéndola penosamente consciente de su semidesnudez—. Tendrás que aprender a aceptar que siempre saldrás perdiendo cuando intercambies insultos conmigo. Pero no importa… Los dos quedaron como petrificados cuando el lejano timbre del teléfono interrumpió las palabras de Patrick. Luego él se puso de pie, y salió del cuarto, con el rostro tenso y pálido. Sophie se quitó la toalla y se puso una bata, para salir con presteza tras él. Sin saber en cuál de los muchos cuartos del apartamento estaba, se abrió camino entre muebles cubiertos con telas blancas, guiada tan sólo por la voz de Patrick entre áspera y suplicante al hablar por teléfono. Luego la joven escuchó el ruido seco del aparato al ser colgado, y entonces se preguntó qué la había impulsado a seguirlo. —Se cortó la comunicación —masculló Patrick con fiereza cuando ella entró a la sala—. Es imposible saber si fue o no deliberado —se sentó en el suelo apretando las rodillas contra el pecho y hundiendo la cabeza entre los brazos. Era evidente que se trataba de la llamada que él estaba esperando y que provenía de Gamborra. Sophie tuvo el inusitado impulso de acuclillarse al lado de la derrotada figura de Patrick y consolarlo con un abrazo. —Patrick, yo… Antes que el teléfono terminara de sonar por segunda vez, él lo tenía ya otra vez en la mano. —Dígame —había una explosiva aspereza en esa sola palabra. En el tenso, pesado silencio que siguió, Sophie se encontró incapaz de respirar. Luego brotaron las palabras del periodista; una andanada de furiosas expresiones en español que duraron apenas unos segundos antes que volviera a colocar el auricular en su sitio. Por varios segundos el único sonido en la semipenumbra del cuarto fue el agitado jadeo de la respiración de Patrick. Después él rompió el silencio. —Nunca creía que algo podría ponerme así —murmuró con fatiga—. Tienes razón, me estoy convirtiendo en un monstruo. Esta vez Sophie se abrazó a sí misma; tan intenso era su afán de ofrecer consuelo. —No eres ningún monstruo, a pesar de lo que haya dicho yo en uno de mis estúpidos arranques —todavía rodeándose con los brazos, ella se sentó en el brazo del enfundado sillón que estaba al lado de Patrick—. Te preocupas mucho por tus amigos y es apenas natural que de vez en cuando des rienda a la tensión.
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—Pero la amiga que me habló ahora y con quien me porté tan grosero ni siquiera sabe de mis problemas y no tiene la culpa de ellos. No tuve derecho a comportarme así. —Quizá no, pero es muy tarde; no es una hora muy adecuada para hacer llamadas sociales, ¿no crees? —lo apaciguó Sophie, pero él sacudió la cabeza. —No —suspiró Patrick—. Anna me llama con frecuencia a estas horas o más tarde, sabe la hora en que me suelo acostar. Sin duda esperaba que la llamara antes para darle mi versión de lo que mis padres debieron de contarle camino al aeropuerto. Así que se llamaba Anna, pensó Sophie, percatándose de una fastidiosa sensación de inquietud en la boca de su estómago. —Estoy segura de que ella entenderá cuando tengas tiempo de explicarle. Patrick alzó la cabeza y miró a Sophie, con una sonrisa entre irónica y gentil suavizando sus tensas facciones. —No comiences a ponerte tan comprensiva conmigo, Sophie —dijo en suave tono de burla—. Resulta que necesito tus arranques para ponerme en orden… y me he estado comportando muy mal —agregó, para satisfacción de Sophie, quien le hizo una mueca de fingido reproche—. ¡Es cierto! Ni siquiera te he explicado lo que sucede. —No necesitas hacerlo —dijo Sophie en tono apacible—. De veras. —Pero quiero hacerlo… de veras —la imitó él sin intención malévola y luego la tensión volvió a su rostro—. Cuando mi padre me llamó por teléfono a Londres, fue para decirme que José había llamado aquí. Sophie lanzó un débil jadeo de sorpresa. —Él y Fred habían intentado llamar a Londres, pero descubrieron que todas las llamadas directas estaban interceptadas. Luego marcaron este número, por si acaso, y lograron comunicarse. Por supuesto, nada garantiza que vuelvan a tener acceso a un teléfono, pero mi padre les prometió que siempre habría alguien aquí en caso de que… la verdad es que, si no me hubiera localizado, habría cancelado su viaje a Irlanda. —¿Y piensas que eran José y Fred quienes trataron de comunicarse hace un rato? Patrick se encogió de hombros. —Es sólo una corazonada, pero sí, creo que eran ellos. Sophie tenía en la punta de la lengua comentar que él no podría sentarse al lado del teléfono toda la noche, hasta que se dio cuenta de que precisamente esa era su intención. —¡Todo habría resultado mucho más fácil si mi querida madre no hubiera metido aquí a los decoradores! —exclamó Patrick con frustración. Luego se echó a reír al ver la azorada reacción de Sophie ante sus palabras—. Por lo regular hay extensiones del teléfono por todo el
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apartamento. Es obvio que mi madre decidió que estorbarían a los decoradores; aunque sólo Dios sabe dónde diantres las guardó —se puso de pie—. Más vale que comience a buscar. Y más vale que tú te vayas a dormir —la ayudó a ponerse de pie, sonriendo mientras la volvía en dirección a la puerta—. No te preocupes, seré tan silencioso como un ratón y, si logro encontrar una extensión, la colocaré en mi cuarto de vestir. —¿Estás seguro de que no quieres que te ayude a buscar? La respuesta de Patrick a esta pregunta fue dar un leve empujón a Sophie en dirección a la puerta. —¡No; a la cama! ¡Y te advierto: si resultas ser una persona de esas que roncan, lo pagarás muy caro!
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Capítulo 7 Luego de dar la vuelta a su almohada por enésima vez, Sophie apoyó en ella la cabeza. Su mente estaba alerta con un exasperante aluvión de pensamientos en un momento en el que la quería vacía y relajada para el sueño. Quizás era la comprensión subconsciente de que tarde o temprano la perturbarían lo que mantenía su mente tan activa, pensó. Patrick no era precisamente muy silencioso y tendría que cruzar el cuarto de ella para ir al suyo. E incluso si no encendía la luz, de cualquier manera la molestaría con sus ruidos al buscar la extensión telefónica. Por otra parte, era probable que no encontrara ningún teléfono y ella terminaría despierta toda la noche. Y estaba exhausta. Quizá no tanto físicamente como en lo mental y emocional. ¡Pocas cosas había más agotadoras que convivir día con día con Patrick! Sin embargo, pudo imaginar lo vacía que sería su vida sin la constante presencia del periodista. Pero estaba Anna. Y si era honesta consigo misma debería admitir que lo que había sentido al ver a esa mujer en brazos de Patrick tiñeron celos y no otra cosa. De modo que, ¿ahora qué? Como en respuesta a esa desesperanzada pregunta acudieron a su mente las palabras que se grabaran en su mente como a fuego: “Cuando se anule este malhadado matrimonio, cada quien se irá por su lado”, que más o menos literalmente le dijera Patrick en cierta ocasión. Eran las palabras de un hombre emocionalmente desapegado. Pero, quizá lo que ella había contemplado era sólo un exuberante saludo entre viejos amigos, se consoló Sophie. Confortada por sus poderes de deducción, sus pensamientos tomaron una desviación desconcertante y de repente revivió la titilante sensación de los labios de Patrick sobre los de ella y la devastadora intensidad de la pasión que se encendiera como llamarada entre ellos. Entonces Sophie volvió a golpear la almohada y darle la vuelta en un intento por escapar a la vivida persistencia de esos devastadores e incitantes pensamientos. Se había sentido tan rara, por tanto tiempo ya… quizá los sedantes de la hermana Magda eran los causantes de un hasta entonces desconocido efecto colateral… ¡era como si se hubiese convertido en una especie de ninfómana! Más bien en una lunática absoluta, se corrigió, y, si dejaba de negarse a los hechos, había mucho más que deseo físico en sus confusos sentimientos hacia Patrick. Por exasperante que él fuera, el hecho era que sentía simpatía por él. Admiraba su incuestionable lealtad hacia sus colegas, la generosidad y solidaridad humana que lo impulsara a casarse con ella. Se volvió en la cama una vez más y esta vez su cuerpo estaba pesado por la inminencia del sueño. La verdad era que amaba con desesperación
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al funesto individuo… y en eso radicaba la fuente de todas sus desazones y conflictos.
*** De no ser por sus momentáneas sensaciones de desorientación en el instante que el remoto sonido de un teléfono la volvió a la conciencia, Sophie habría jurado que lo último que hubiera sido capaz de hacer era dormir. Pero ciertamente había dormido, se percató, cuando la asaltó una súbita oleada de pánico, arrancándola de la tibia seguridad de la cama y haciéndola correr ciegamente hacia el urgente sonido de la voz de Patrick. Quizá se había cortado otra vez la comunicación, pensó, angustiada por él cuando, un instante después que ella entrara al cuarto, Patrick colgó el auricular. —Era José —declaró él en tono fatigado. —¿Hablaste con él? —inquirió Sophie en un jadeo, esquivando los cubiertos muebles para irse a sentar al lado del periodista. —Había una tormenta espantosa, la cual fue la causa de la interrupción anterior; apenas podía escucharlo —murmuró él, pasándose los dedos por los cabellos con una expresión de profundo agotamiento—. Han tenido que viajar de noche debido a las patrullas… y a causa de las lluvias no todas las noches. —Pero siguen —se entusiasmó Sophie. —Sí, están libres todavía —repitió él sin expresión—. Ahora cruzarán la selva hasta llegar a la frontera con Zambia. —¿Cuánto tiempo crees que tarden en lograrlo? Patrick se alzó de hombros. —Dos… tres días quizá… en realidad no tengo idea. No volverán a llamar sino hasta que estén a salvo al otro lado de la frontera. —Eso parece muy positivo, ellos… —¿Qué tiene de positivo? —la interrumpió él con aspereza—. Siguen huyendo… aún podrían ser atrapados antes de llegar a la frontera —alzó la cabeza y miró a su interlocutora con ojos furiosos. —Pero hay menos posibilidad de que los atrapen cuando estén en la selva —porfió Sophie en su optimismo. Patrick titubeó y sus ojos se suavizaron. —¿Qué haría sin ti, Sophie Carlisle? —suspiró con tristeza, alargando una mano para acariciar los cabellos de la joven—. Tienes la admirable capacidad de hacerme ver lo evidente en momentos en que mi mente está demasiado aturdida.
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—Puedo entender por qué tu mente está perturbada en estos momentos —dijo Sophie, demasiado consciente del tibio peso de la mano masculina que se deslizaba a su hombro—. ¿Cuánto hace que no duermes? Patrick apartó la mano abruptamente. —¡Por amor de Dios, no comiences a portarte conmigo como madre protectora! —espetó—. Porque… —Para tu información, no trataba de portarme contigo como una madre —replicó Sophie con enfado, ofendida en los más hondo por la aspereza de este hombre desconcertante—. Puedes irte a… —¡Sophie… por favor! —de repente, ella estaba en los brazos de Patrick y un instante después él la besaba en la boca, con una vehemencia parecida a la desesperación. Sophie se aferró a él, respondiendo sin restricciones a una instantánea y abrumadora necesidad que brotaba en ella cuando la comprensión y aceptación plena del amor que sentía por él la invadió. —Sophie, tengo que estarte aguijoneando… luchando contigo —dijo él, jadeante; su boca era un calor húmedo que quemaba la piel femenina al descender para depositar besos fervientes en su cuello—. Es el único recurso que tengo para luchar contra lo que haces conmigo. Pero esta noche… Sophie, ya no me queda capacidad de resistencia. Esta noche déjame tenerte aquí en mis brazos. —No quiero que te resistas —musitó Sophie, estremeciéndose con suavidad cuando las manos de su esposo fueron descendiendo con lentitud a lo largo de su cuerpo y luego hacia arriba para despojarla de la bata—. Patrick, yo… —las palabras de ella se perdieron en un gemido de deseo cuando las manos masculinas la recorrieron otra vez con una suavidad de alas de mariposa haciendo titilar cada nervio de esa piel erizada de sensualidad creciente. —Sophie, tú eres mi locura —gruñó él con desesperación—. Mi hermosa, irresistible locura. Sophie intentó hablar, pero las palabras se negaron a brotar cuando el ansia en ella se convirtió en un verdadero frenesí ante la insistente exploración adoradora de esas manos maestras que enrojecieron los rosados pezones. Un leve grito de protesta escapó de los labios de la joven cuando Patrick se apartó por un momento para despojarse con impaciencia de su propia bata. Luego la volvió a buscar, recorriéndole la espalda con las manos, hasta detenerse en los firmes y redondos montículos para atraer su cuerpo contra el de él. Entonces el deseo se convirtió en dictador dentro de ella, haciendo brotar leves jadeos y gemidos estremecidos al deleitarse en la pujante potencia de la pasión masculina que pugnaba por penetrar los umbrales ya entreabiertos del afán de la joven.
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Luego ya no hubo la exasperante, embriagante gentileza en las manos de Patrick; había certeza y pujanza en sus caricias, una fuerza dominante, una confianza que advertía del abundante poder de la magia que podían desencadenar. —Sophie, dime que no quieres que me detenga… que me deseas tanto como yo a ti —susurró él en un susurro, moviendo con sensualidad las caderas contra las de ella mientras sus manos se enseñoreaban del cuerpo de su esposa, moldeándolo contra el calor fieramente pulsante del suyo antes de ascender hasta los pechos, donde inició una inflamante exploración con los dedos—. Dímelo, Sophie —urgió, tomándole los pechos con las manos extendidas, mientras los pulgares se movían con insistencia provocando a la joven un exquisito tormento. —¡Ya debes saber cuanto te deseo! —gimió Sophie, volviendo la cabeza de un lado a otro en frenética protesta ante la locura de placer que sacudía su cuerpo, su ser entero—. Patrick, por favor… Empero, aun cuando esas manos cesaron su exquisito tormento y los brazos de él se cerraron convulsivamente alrededor de la joven, todavía estaba ese mensaje enloquecedor en el ritmo lento y sensual de las caderas masculinas contra las de ella, un mensaje de promesas todavía por cumplir. Luego, él hundió los dedos en los cabellos femeninos, echándole la cabeza atrás para besarle con besos de fuego el cuello y deslizar la boca hasta la turgencia estremecida de los pechos. El grito que explotó de ella cuando los labios masculinos se cerraron sobre las rosadas puntas palpitantes fue de un placer que alcanzaba las fronteras del dolor. En un movimiento puramente reflejo las manos de la joven comenzaron a recorrer la espalda de su esposo, deleitándose en la tensa firmeza de los músculos, y complaciéndose en el leve gemido de placer que su acción provocó. Después siguieron su exploración, deslizándose al hueco de la espalda, donde sus dedos encontraron la sedosa suavidad de un vello sutil y vacilaron sólo cuando un temblor incontrolable sacudió el cuerpo de la joven, un temblor que aumentó hasta que no hubo una parte de su cuerpo que no trepidara. —Tranquilízate —le susurró Patrick, abrazándole el atormentado cuerpo con suavidad. Ella se aferró a él y la intensidad del estremecimiento aumentó cuando su cuerpo respondió con absoluto abandono a la viril desnudez del de su esposo, acoplando sus caderas a las de él, entrelazando las piernas y regocijándose en la sensación que las velludas y firmes piernas masculinas le proporcionaban. —Sophie, relájate —le pidió Patrick con voz trémula, procurando calmar el temblor del cuerpo que se rendía con creciente abandono al suyo. —No puedo —murmuró ella con voz sofocada, rodeando con las manos el cuello de su esposo—. ¡Patrick… por favor! —Sí —prometió él con voz sedosa; un solo rayo de luna se filtraba a través de la penumbra para bañar su rostro con su espectral resplandor
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plateado, mientras su cuerpo comenzaba a guiar el de ella con suavidad—. Pon tus brazos alrededor de mi cuello —susurró. Ella obedeció, electrizada por la expectación anhelante cuando sintió la suave presión de la pierna masculina que apartaba las de ella y luego la aguda tensión del cuerpo esbelto que de repente se quedaba quieto encima de ella. Luego, el nombre de su esposo fue un grito de bienvenida cuando las manos de él la alzaron. El segundo grito arrancado de ella fue producido por la mezcla de azoro y placer cuando Sophie sintió su cuerpo invadido por la maravillosa potencia del de su compañero. Y ese instante de conmoción se perdió en la fundente calidez que explotaba de repente en una excitación extática, tumultuosa dentro de ella mientras sus manos exploraban compulsivamente el torso masculino, crispándose, arañando, y su cuerpo se abandonaba al de su esposo sin reservas. Palabras suaves, ininteligibles, salieron de los labios de Patrick cuando su cuerpo tomó control, moderando gradualmente el de la joven a un cadencioso ritmo de tortura y placer más allá de la capacidad de cualquier sueño. Sophie sintió que se iba hundiendo en un torbellino de éxtasis torrencial. Y mientras se hundía, se regocijaba en esta expresión culminante de su amor por Patrick; se sumergía y se deleitaba mientras los gritos que el gozo le arrancaba de lo más profundo de su ser incitaban una nueva urgencia, una creciente pasión en el cuerpo que envolvía el de ella en su red de encantamiento. Por fin alcanzó la cima en una explosión gloriosa, ultraterrena. Sophie se aferró a su esposo en una niebla de dicha nunca antes experimentada, aturdidamente consciente de los mismos espasmos sensuales de gozo que lo sacudían a él, hasta que los suaves gruñidos del hombre fueron desvaneciéndose a murmullos y esos murmullos se convirtieron en suspiros. Esas palabras que él musitaba en español, se decía Sophie en un exquisito y lánguido sopor, debían de ser palabras amorosas. No podían ser otra cosa cuando era amor, puro amor lo que acababan de compartir. Sophie se incorporó y pasó los dedos por la sedosa espesura negra de los cabellos de su compañero; una parte de su mente pugnaba por reintegrar sus dispersos sentidos y la otra suplicaba en silencio que él tradujera esas suaves palabras que todavía entonaban sus labios en gentil letanía. —Pareces tan frágil —murmuró él, con un leve asomo de pesar en la voz al apartarse lentamente de ella—. Tan perfecta, y sin embargo tan menuda y fina —susurró, volviéndose de espaldas y envolviéndola en un tiernísimo abrazo. Aunque trató de apaciguar la furia de decepción que la sacudía, la leve sensación abrasiva de los vellos del pecho de Patrick contra los de
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ella la hicieron consciente del suspiro estremecido que escapó de su garganta. Había estado conteniendo el aliento en expectación de las palabras amorosas de él. Pero sólo la había amado con el cuerpo… el corazón no había participado. —¿Tienes sueño? —murmuró Patrick, trazándole el contorno de la boca con la punta de un dedo. Ella asintió, sin atreverse a hablar. —Hablemos después —dijo él, y Sophie se preguntó si había imaginado un leve matiz de alivio en su voz; unos segundos después, la respiración de su compañero se fue acompasando con el ritmo del sueño profundo. Sophie cerró los ojos, embargada por una profunda tristeza que se había tendido como un manto gris sobre su anterior alborozo. No habría palabras de amor. Lo que Patrick compartiera con ella había sido tan sólo la expresión de un deseo físico, de un impulso nacido quizá como un alivio a las tensiones que había venido sufriendo.
*** Sophie despertó en su propia cama al suave resplandor del sol que se filtraba por detrás de las pesadas cortinas. Vagos, difusos recuerdos acudieron a su mente. Recordó que Patrick la había tomado en brazos para llevarla a su habitación. La joven se llevó los dedos a los labios, que sentía algo hinchados. ¿Era su imaginación o él la había besado largamente luego de cubrirla con la colcha? Pero la fuerza salvaje de los recuerdos que la sacudieron mientras se duchaba y se vestía nada tenía que ver con la imaginación, pensó ella desesperada, pugnando por calmar la excitación con la que su cuerpo respondía al bombardeo de recuerdos. Una cosa era cierta, no podía afrontarlo en ese estado, se dijo, sentándose en el borde de la cama y apretando los puños para evitar el temblor de sus manos. ¿Qué diría él? ¿Qué diría ella? ¿Cómo podía estarse sintiendo así? La noche anterior había hecho el amor con el hombre a quien ahora sabía que amaba con locura, y sin embargo él la había dejado dormir sola; y ahora el corazón de ella latía con violencia y se sentía casi enferma ante la idea de verlo. Se sobresaltó cuando unos golpes en la puerta la sacaron de sus reflexiones. —Sophie, ¿estás despierta? —Sí —el corazón de la joven se desbocó. —Han llegado los decoradores, de desayunamos afuera. ¿Estás de acuerdo?
modo que
será
mejor si
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Kate Proctor – Matrimonio ficticio (El bien casado)
—Sí. Saldré dentro de un momento. —Las manos le temblaban a Sophie de manera violenta cuando las hundió en los bolsillos del vestido de algodón color lila pálido que llevaba puesto, luego respiró a fondo y salió del cuarto antes que la abandonaran las últimas trazas de valor y aplomo. Patrick estaba en la cocina, mirando por la ventana, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. —Estoy lista —dijo ella en tono apacible, colocándose los anteojos oscuros. Un poco sobresaltado, Patrick se volvió. —Sophie, ¿estás…? —titubeó—. ¿Estás bien? —Sí, estoy bien —declaró ella—. Vámonos, me muero de hambre — ella no supo de dónde había sacado esas palabras ligeras, desenfadadas, pero gracias a ellas logró un asomo de confianza y aplomo. —Hay un restaurante no muy lejos de aquí, una hostería —casi sin detenerse a respirar, Patrick dijo algo a los trabajadores que estaban abajo en el patio. Un momento después salieron a la soleada calle madrileña. Sophie se concentró en lo que la rodeaba; en los altos y añosos árboles que bordeaban edificios de un encanto señorial. Luego lanzó un jadeo de absoluta incredulidad cuando llegaron al final de la calle lateral por donde caminaban y entraron al caos de una ciudad capital en la hora de mayor tránsito. —¡Esto es increíble! —exclamó ella—. ¡Y no tenía idea de que estuvo lloviendo! Patrick la miró con un asomo de sonrisa en los labios. —No estuvo lloviendo; riegan con manguera las calles todas las mañanas. Bienvenida a Madrid. Ese fantasma de sonrisa sólo sirvió para acentuar la tensión de las facciones del periodista, comprendió Sophie con una mezcla de resentimiento y preocupación. —Debo advertirte que los desayunos españoles son diferentes a los ingleses —informó él, tomándola del brazo para conducirla a través de una puerta abierta. Sophie sintió la aglomeración y escuchó el barullo a su alrededor, pero sus ojos no se ajustaban a la súbita semipenumbra del lugar después del resplandor de la calle. Sintió el brazo de Patrick sostenerla cuando tropezó de repente contra algo; luego, su firme conducción al llevarla entre las mesas hasta un reservado. —Sophie, ¿estás segura de que estás bien? —preguntó Patrick con inquietud cuando ella se sentó en el acojinado asiento. —Estoy bien… lo que pasa es que apenas me había acostumbrado a la luz de la calle y volvimos a la penumbra.
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Patrick se sentó frente a ella y el corazón de la joven se abatió cuando él se quitó los anteojos, dejando ver la tensión de sus facciones. La verdad del asunto era que él estaba abochornado, se dijo Sophie y darse cuenta de esto la llenó de una humillación que acicateó su rencor. ¿Cómo se atrevía él? ¿Y cómo tenía la patanería de manifestarlo? —Respecto al desayuno… —Siempre que no haya nada alcohólico, estoy segura de que podré soportarlo. —Por lo regular desayunamos café con leche y pan de dulce… o hay también chocolate con leche, aunque quizá lo encontrarás un poco pesado. —Probaré contradicción.
el
chocolate
—dijo
Sophie,
con
pueril
espíritu
de
—Churros y chocolate —pidió Patrick al camarero, quien acababa de aparecer y lo saludó sonriente por su nombre. —Pensé que tú tomarías café con leche —observó Sophie. —No, en el desayuno me gustan las cosas dulces. Sophie guardó silencio por un momento, todavía acuciada por sentimientos de rencor, tristeza e incluso agresión. ¿Cómo podía probar el desayuno cuando sentía verdaderas náuseas por la humillación y el resentimiento? —Patrick, yo… —Sophie… Sus simultáneas palabras fueron silenciadas por la llegada del camarero con la bandeja del desayuno. —Los churros se mojan en el chocolate —informó Patrick a Sophie, diciendo y haciendo. Por un momento Sophie contempló la posibilidad de lanzarle el chocolate a la cara. Optó por la prudencia. Mojó el churro en la bebida y al probarlo se sorprendió. —¡Es delicioso! —exclamó con espontaneidad. —Pero se supone que no debes chorrearte de chocolate —sonrió Patrick, tomando una servilleta para limpiarle la barbilla. Luego, como si de repente volviera a sus cabales, su mano se congeló y devolvió la servilleta a la mesa, para volver a adoptar su anterior expresión de reserva y tensión—. Sophie, comprendo que estoy enfrentando esto de manera abominable —murmuró, clavando la mirada enfurruñada en su taza de chocolate. —¿Enfrentando… qué? —Cuando pienso en la manera irresponsable en que me comporté anoche…
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—¿Tú? —barbotó Sophie, incrédula—. ¿Cómo te atreves a hablar como si yo fuera una especie de criatura descerebrada que no tiene voz ni voto en lo que sucede? —Sophie, no quise decir eso… —Pues así pareció —lo interrumpió ella, con voz tensa de furia. —Sophie, un hombre tiene ciertas responsabilidades… —¿Y una mujer no? —gritó Sophie—. ¿O lo que te está preocupando es el hecho de que estás técnicamente casado? No te angusties, no voy a considerar lo sucedido anoche como una consumación del matrimonio… —Pues fue una consumación, lo consideres o no… pero… —¡Si eso te hace sentir mejor, podrás decir que te puse una droga en la bebida y abusé de ti! —¡Sophie, deja de decir tonterías! A menos que esté yo muy equivocado, tú eras virgen hasta anoche. —¡Y por la forma en que estás tomando las cosas, cualquiera diría que el virgen eras tú! Eres patético… —¡Con un demonio, Sophie! ¿Quieres hacerme el favor de callarte un momento hasta que pueda…? —¿Por qué? Te estás portando como un… —¿Por qué? —repitió él, inclinándose sobre la mesa y tomándola de los hombros—. Porque siento una profunda vergüenza de que por primera vez en mi vida me haya dejado llevar de tal manera por mis impulsos que me olvidé de tomar precauciones anticonceptivas. —Tú… yo… —los barboteos de la joven se perdieron en el silencio cuando él la soltó de repente para volverse a desplomar en su asiento. —Sólo se me ocurrió cuando yacías en mis brazos… tan pequeña… casi como una niña —había una sombría inquietud en los ojos que se encontraron con los de ella antes que se abrieran con súbita comprensión —. Tampoco se te había ocurrido, ¿verdad, Sophie? Hasta ahora. Él tenía razón, pensó ella, casi rígida de azoro y del confuso torbellino de emociones que la asaltaba. —Patrick, yo… no… no se me había ocurrido —admitió ella con aire abatido—. Me… siento tan avergonzada como tú… la responsabilidad es tan mía como tuya… sin embargo… en ningún momento pensé en… — Patrick le tomó las manos crispadas por encima de la mesa. —No estoy de acuerdo en que la responsabilidad sea igual para los dos; no, siendo tu primera experiencia sexual —las manos de él se contrajeron—. Pero si lo que estás buscando es polémica —bromeó, suavizando el tono—, no me gusta ser calificado de patético. —Patrick, lo siento —murmuró Sophie, con las mejillas encendidas—. En realidad no lo dije en serio.
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—¿No? Pues yo me sentiría inclinado a convenir en que sólo el más patético de los plañideros habría tenido un momento de arrepentimiento por haber hecho el amor con una hermosa, encantadora, excitante… —se interrumpió cuando ella trató de desviar la mirada del franco escrutinio de él—. Sophie, simplemente no se me ocurrió que no te hubieras dado cuenta de… ¡Diantres, convertiste mi libido en añicos! ¿Cómo pudiste no darte cuenta de lo que me estabas haciendo? —¿Añicos? —murmuró ella, con perplejidad. —Basta, Sophie Carlisle —le advirtió él con voz densa, llevándose una mano de ella a los labios—. Se supone que este es un combate mortal entre nosotros por haberme llamado patético, no… —la flagrante caricia en sus ojos mientras sus palabras se desvanecían fue devastador para la joven—. Sophie, ¿puedes entender por qué estoy encontrando este matrimonio cada vez más como una carga agobiadora? Quiero que los dos estemos libres para… —esta vez sus palabras cesaron de manera abrupta y la tensión volvió a sus facciones al soltarle las manos. —Patrick, creo que ahora es el momento para dejar todo en claro — declaró Sophie con firmeza, con la mente de repente muy lúcida—. Nuestra primera prioridad, una vez que Fred y José lleguen a Zambia, es iniciar todos los procedimientos legales necesarios para anular este matrimonio, ¿de acuerdo? —Sophie, las cosas no son las de antes… —Te pregunté si estabas de acuerdo. —Sophie, ¿cómo podría estar de acuerdo? Si estás embarazada… —Creo que las posibilidades son mínimas y, de cualquier manera, eso es irrelevante. —¿Qué demonios quieres decir con irrelevante? —inquirió él, con expresión implacable y obstinada—. Es una superstición eso de que nunca te embarazas la primera vez. —¡Por todos los santos, ese no es el punto! —¿Cuál es el punto, entonces? No sabemos una cosa o la otra todavía, así que más vale ahorrarnos el aliento hasta saber algo… ¿de acuerdo? —¡No! Patrick, tú… —¡Pues tendrás que estar de acuerdo, con un cuerno, pues no tengo la intención de discutir hasta que haya algo específico que tratar! Y eso también se aplica a preocuparse por nada. ¿De acuerdo? Ella abrió la boca para disentir; luego la cerró con un gruñido de frustración. —Estás aprendiendo, Sophie Carlisle —murmuró él en tono seco—. Con lentitud, pero al fin estás aprendiendo —le ofreció entonces una inesperada sonrisa que la desarmó—. Ahora, ¿qué te parece si te tomas tu chocolate antes que se enfríe?
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Capítulo 8 Era tarde cuando regresaron al apartamento; tan tarde que Sophie se asombró al descubrir que los decoradores estaban prestos a irse. La joven se apoyó contra la pared del vestíbulo, comenzando a sufrir los efectos físicos subsecuentes a las actividades del día, mientras escuchaba charlar a Patrick con uno de los trabajadores. El español que ambos hablaban comenzaba a ser cada vez más agradable a los oídos de Sophie, a pesar de que no entendía otra cosa que una palabra aislada de vez en cuando. Mientras los dos hombres seguían hablando, ella se apoyó más cómodamente contra la pared. Con razón su agotamiento era tan agradable, pensó, recordando su azoro alborozado cuando, después de su traumático desayuno, Patrick había ofrecido con toda naturalidad mostrarle los sitios de interés de Madrid. —Sophie, ya te lo he dicho, la vida es demasiado corta para dedicarla a preocuparse por un problema que quizá no existe —había dicho él, percibiendo de inmediato su reacción. —Pero no puedo despreocuparme sólo porque lo deseo… Además, tú también estabas preocupado esta mañana, no lo niegues… —No era preocupación —apuntó él con brusquedad—. Me recriminaba por haber sido tan irresponsable como los hombres que desprecio. Pero te prometo que de surgir la necesidad me preocuparé bastante por los dos… y por quien pudiera venir. Ahora, ¿quieres o no que te muestre Madrid? Aunque la actitud despreocupada de Patrick respecto a la vida se acercaba a los bordes de la excentricidad según las normas de la inglesa, ella ciertamente tuvo que admitir que sin duda habría pocos que igualaran su encanto, ingenio y gentileza cuando hacía las veces de guía turístico. —Calidad, no cantidad —había advertido él en varias ocasiones, limitándola a cuatro salones del maravilloso esplendor del famoso Museo del Prado y apartándola de atracciones que no estaban en programa específico. —Te llevaré allí otro día —la tercera vez que él hizo ese comentario en particular, Sophie había renunciado a pedir explicaciones y se había complacido con la promesa implícita de pasar otros días en compañía de él en tan agradable actividad. —Sophie, no te atrevas a quedarte dormida —esas rientes, juguetonas palabras la volvieron de improviso al presente—. Don Miguel, aquí presente, me estaba diciendo cómo sus hombres han trabajado como demonios para tener listo un salón para que la bella señora descanse —el español al lado de Patrick sonrió e hizo una leve reverencia—. Y como le dije que la única inspección de la que soy capaz en este momento es la del techo del cuarto de baño, dentro de la tina llena de agua caliente, los dejo solos —y con una risa divertida y una reverencia se fue.
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Sophie sonrió con timidez a Don Miguel, sintiendo una sequedad que le subía de la garganta a la boca cuando el español la invitó con señas, a seguirlo y ella lo hizo con cierta renuencia. La inglesa entró al salón, sintiendo una pesadez de plomo en los pies, luego lanzó un jadeo mezcla de alivio y admiración ante lo que la esperaba. Sin las fundas que recubrían la formal elegancia del mobiliario, el salón era ahora irreconocible. Parecía más grande, ventilado y luminoso, de lo que ella habría imaginado. Toda la decoración tenía esa austera elegancia majestuosa de la España imperial. Sin haber estado muy consciente de ello, Sophie había temido regresar a ese salón y ahora se sentía casi aturdida de alivio. —Es muy hermoso —dijo al hombre que esperaba en el umbral de la puerta, y su tono y la expresión de gozo derribaron las barreras del idioma. Y en realidad era hermoso, se dijo ella, regresando al salón luego le acompañar al español afuera. Se sentó en uno de dos sofás grandes que estaban uno frente al otro, y acarició distraídamente con los dedos el suave terciopelo de la tapicería. Muy bello, pero de lo más impráctico, reflexionó, dejándose llevar por una exquisita languidez producto de la fatiga. Debieron caminar muchos kilómetros, pensó acomodando la cabeza contra el respaldo y cerrando los ojos… de muy buen grado se dormiría. Alzó la cabeza con brusquedad, abriendo los ojos con desconcierto. ¿Cómo podía pensar en dormirse? ¡Debería estar llena de inquietud! La posibilidad de estar embarazada era algo que debería estar dominando cada uno de sus pensamientos. —¡Oh, caramba! ¿Qué diablos me está sucediendo? —gruñó con suavidad, volviendo, a aflojar el cuerpo y cerrando los ojos una vez más. Quizá la actitud caballeresca de Patrick hacia la vida la estaba afectando… aunque la verdad era que él tenía razón al decir que no tenía objeto preocuparse por algo que quizá nunca pasaría. Empero, la cuestión no era que no se preocupara, sino más bien que había erigido en su mente una pared que rodeaba todo el asunto, ocultándolo. Se puso de pie de un salto en el momento en que sonó el teléfono, agradecida por tan oportuna interrupción. Pero al moverse hacia las dos ventanas altas y la pequeña mesa labrada que estaba entre ambas y sobre la cual se encontraba el teléfono, retardó lo pasos con la esperanza de que Patrick hubiera escuchado el timbre y fuera a contestar. Esperó algunos segundos y luego tomó el auricular. —¿Diga? —hizo una mueca de perplejidad cuando recibió un silencio total. No podían haber colgado tan pronto, no había tardado tanto en contestar. Estaba a punto de poner el auricular en su sitio cuando habló una voz femenina, serena y atractiva. —Quisiera hablar con Patrick, por favor.
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—Sí. ¿Quiere esperar un momento, por favor? Iré a llamarlo — respondió Sophie, sintiendo una extraña presión en el pecho. Se apresuró hacia el vestíbulo. —¡Patrick… teléfono! —llamó. —¿Quién es? —le llegó la sofocada réplica. —No sé —aunque la intuición dictaba a Sophie que se trataba de Anna, no se atrevió a asegurarlo. La joven se encaminó a la cocina para preparar té. Tomó la tetera, diciéndose que probablemente se sentiría mejor si tuviera una imagen clara de la mujer, en lugar de sólo ese nebuloso vislumbre de una figura esbelta de oscuros cabellos… abrazada a Patrick. Al darse cuenta de que se estaba derramando el agua de la tetera, sacudió la cabeza y cerró la llave del agua. ¿Por qué diantres se estaba sometiendo a este ridículo arranque de celos cuando ya había resuelto el asunto de Anna a su entera satisfacción? Enchufó la tetera y se apoyó contra la mesa, inundada por vívidos recuerdos de la absoluta falta de inhibición en las muestras de pasión de Patrick la noche anterior, como para confirmar la validez de sus reflexiones. Luego se encontró mirando con fijeza la tetera en espera de que el agua hirviera y preguntándose por qué podía sentirse calificada para descubrir cualquier cosa en los caprichos de las pasiones de un hombre… Descontando a Steven, a quien había amado más como a un hermano, sus experiencias con hombres eran poco menos que desastrosas; las únicas dos. Había terminado en Gamborra en realidad para escapar del primero: Robert, encantador médico australiano quien se cuidara con habilidad de mencionar la existencia de una esposa en Melbourne durante su ardiente cortejo. Qué bribón; pero cuán cerca estuvo ella de perder su corazón por ese bribón, pensó Sophie con disgusto. ¡Y he aquí que acababa de regresar de su refugio africano arrastrando el desastre número dos, del cual estaba ansiosa que sucediera! Y, no hacía falta decirlo, no se trataba de un hombre cualquiera de quien se había enamorado ahora de manera tan inconveniente. Oh, no, esta vez había atinado al premio gordo y caído en las garras de Patrick Carlisle, un hombre que provocaba suspiros en las mujeres cuando lo veían por televisión comentando las noticias. Desconectó la tetera, diciéndose con desaliento que todas estas reflexiones conducían a un solo lugar: las profundidades de la depresión. Pero sus pensamientos siguieron porfiadamente su curso. Este hombre, por desgracia, tenía algo más que su atractivo sexual… mucho más. Y por eso era inevitable que lo amara como ya lo amaba. Interrumpió sus sombrías reflexiones, azorada al descubrir que había hecho todas las maniobras de preparación del té sin haberse dado cuenta. Pero, ¿adónde la habían llevado sus profundas cavilaciones? No más allá de confirmar que amaba a un hombre que disfrutaba con la compañía de ella y la encontraba físicamente atractiva. Pero nada más; la noche anterior había demostrado eso.
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—Té… magnífico. Justo lo que necesitaba. Sophie se dio media vuelta y palideció al verlo sentarse a la mesa. —No… te oí entrar —barbotó ella. —Ando descalzo —sonrió él de buen talante, poniéndose de pie para ir por las tazas—. Pareces un poco cansada —comentó con leve preocupación que penetró en Sophie como una daga—. Temo que me sobrepasé llevándote por la ciudad de un lado a otro. —No —protestó ella—. En realidad lo disfruté; podría haber seguido paseando muchas horas más —le ofreció una taza de té y ocupó su sitio a la mesa. —Me alegro de que te haya gustado. Supongo que por haber nacido aquí tengo prejuicios a favor, pero esta es mi ciudad favorita. Sé que la hora pico es una pesadilla y el clima abominable… —¿El clima abominable? —repitió Sophie con incredulidad—. ¿Llamas abominable a un clima en el que en pleno noviembre brilla el sol como sólo en primavera en Londres? —Ah, pero días como el de hoy suelen ser excepciones —sonrió Patrick—. Acepta la palabra de un verdadero madrileño, esta ciudad es famosa por ser demasiado fría o demasiado calurosa. —Bien, pues yo he descubierto que me gustan los extremos del clima —declaró Sophie, sintiendo que se dispersaba su lobreguez al abordar el más inocuo de los temas: el clima—. Eso fue lo que no me gustó de Gamborra, su clima. O, más bien, su falta de clima —explicó—. Llegué casi al final de las lluvias, así que me perdí las excitantes tormentas. La única diferencia que pude detectar entre las estaciones fue que en una llovía cuarenta minutos todos los días y en la otra no. —Pero apuesto a que anhelarás un lugar de constante sol como Gamborra una vez que el invierno comience a morder —comentó Patrick, poniéndose de pie—. ¿Más té? Ella asintió. —Gracias. —Nunca me has dicho qué te llevó a Gamborra, por cierto —dijo él, sirviendo el té en las tazas. —Fui compañera de estudios de una chica de allá, Dorothy Shaba — comenzó Sophie—. Dorothy debía servir como enfermera con las monjas durante un año después de concluir su preparación. Ella deseaba quedarse en Londres, en realidad, pero no quería decepcionar a las monjas —continuó la joven—. De manera que yo fui en su lugar. —¿Así de simple? —Así de simple —sonrió Sophie. —¿Y la reacción de tu padre?
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—¡Apoplética! —de hecho, el padre de Sophie quedó mudo de estupor y consternación cuando ella le informó sobre su decisión, pero apoplética era una descripción bastante adecuada sobre su reacción al saber que su hija se había enredado con un hombre casado. Como si los hombres casados tuvieran su estado civil tatuado en la frente y sólo la más crasa estupidez impidiera a las mujeres percatarse de ello, recordó ahora Sophie, con más exasperación que amargura. —Le has dado unos malos ratos —murmuró Patrick; sus ojos brillaban con maliciosidad—. Te alejas flotando bajo una nube negra y luego regresas bajo otra mayor y más oscura. —Sin embargo, está mejor dispuesto cuando regresé que cuando me fui y eso gracias a ti. —Nada de gracias a mí; tu padre te ama —apuntó Patrick con voz gentil—. Tanto él como tu madre estaban enfermos de preocupación cuando los abordé —mientras hablaba, miraba su reloj y se ponía de pie—. Temo que debo salir esta noche —dijo, con un sesgo de disculpa en la voz —. ¿Estarás bien… aquí sola? —Es probable —murmuró ella, pugnando por mantener impasible la expresión—. Aunque, para mayor seguridad, más vale que guardes los cerillos en un lugar alto; como la mayoría de los niños, tiendo a jugar con ellos. —Muy graciosa, Sophie Carlisle —sonrió él—. Y me atrevería a decir que te las ingeniarás para encontrar un rodillo de amasar para recibirme como acostumbran las esposas, según he sabido. —No siendo una esposa, no podría saberlo —replicó Sophie y luego decidió que el comentario requería una explicación—. No una esposa normal, quiero decir —en el instante en que las palabras brotaron, la mirada que él le dirigió la turbó obligándola a distraerse recogiendo las tazas para llevarlas al vertedero. —Siendo el hombre perverso que soy, la idea de una esposa que no es “normal” me parece más apetecible. Sophie clavó la mirada en el vertedero. Algo parecido a una titilación en la nuca le advirtió de la proximidad de Patrick. Todo su cuerpo se paralizó al sentir la suave y momentánea presión de los labios de él en su cuello. —Lo cual hace más o menos imperativo que yo salga esta noche — agregó Patrick en tono inexpresivo. Con cada músculo tenso hasta lo imposible, Sophie permaneció tiesa al sentir que él se alejaba. Fue sólo el sonido de la puerta que se cerraba lo que la volvió a la vida y permitió que el aliento que estaba conteniendo escapara de sus pulmones.
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Por supuesto, él la deseaba todavía, se dijo… pero eso era todo. Y no se le podía culpar por eso, porque, a pesar de ser un hombre poderosamente sensual, también era de innegable integridad. Comenzó a lavar las tazas, con movimientos tiesos y automáticos. Quizás había esperado mucho, demasiado pronto… la desbocada espontaneidad del amor que la consumiera tan rápidamente, apenas podía describirse como normal. Quizás, una vez que desapareciera la barrera entre los dos, habría la posibilidad de que él llegara a amarla. Se quedó contemplando por la ventana el patio allá abajo. Pronto, se dijo con anhelante ansiedad, pronto José y Fred llegarían a un sitio seguro. Pronto ella descubriría que no estaba embarazada… se volvió de la ventana, apenas consciente del aluvión de lágrimas que le quemaba las mejillas. Pronto el matrimonio quedaría anulado, y entonces, quizá…
Apenas pudo dormir. Lo había escuchado regresar poco después de medianoche y luego el agudo timbre del teléfono, después el silencio. Ya tenía suficientes problemas, sé dijo mientras yacía inquieta, como para sufrir ahora de insomnio. Luego, cada nervio de su cuerpo se puso a la expectativa cuando oyó que se abría la puerta. —Sophie… ¿estás despierta? Algo en su tono la obligó a buscar la lámpara de noche. —¿Patrick? ¿Sucede algo? —preguntó, con la voz densa de temor. —No… no pasa nada —dijo él—. Sólo quería… —se interrumpió, llevándose las manos a la cabeza y pasándolas por sus cabellos en un gesto de tal incertidumbre que Sophie se puso de pie de inmediato y un instante después estuvo a su lado. —Patrick… ¿estás lastimado? —No… lo que pasa es que… acabo de recibir una llamada de Fred desde Zambia. Están en camino a Lusaka. —¡Oh, Patrick, qué susto me diste! —exclamó Sophie, dándole un apretón excitado, gozoso—. Parecías tan… no sé cómo, pero me asustaste. —No fue mi intención —se disculpó él en un suspiro, comenzando a mecerla en el abrazo—. Lo que pasa es que… ¡caramba, me está costando un gran esfuerzo no balbucear como un bebé! —gruñó, hundiendo su rostro contra la curva del hombro de la joven. —Es perfectamente comprensible —le dijo Sophie con ternura; se apartó de él con suavidad y lentitud y lo guió hacia la cama—. Es una especie de conmoción… sólo siéntate y tranquilízate.
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—¡No estoy conmocionado, diantres! —gruñó Patrick sonriendo como un tonto—. ¡Estoy feliz! —La conmoción puede ser causada lo mismo por cosas agradables que molestas —apuntó Sophie, mientras que la enfermera que había en ella salía a la superficie y palmeaba con suavidad la mano del periodista como si se tratara de un paciente al que se debía apaciguar—. Se supone que una taza de té dulce bien cargado produce milagros… —No soporto el té dulce —protestó Patrick, apartando su mano con impaciencia—. No tengo el menor deseo de té, yo… ¡oh, diantres! —su cuerpo se puso tenso de protesta cuando volvió a posar la cabeza en el hombro acogedor de la joven. —Patrick, ¿quieres dejar de portarte tan macho, por amor de Dios? — reclamó ella con suavidad—. Fred y José son tus amigos y los quieres… ¿qué hay de malo en verter algunas lagrimillas de alivio y alegría? —¡Nada… todo! Desde aquel último día en Gamborra, me he sentido como… ¡caramba, por momentos me parece que se me nubla el cerebro! … es como si… es inútil tratar de explicarlo. —No lo es —le dijo Sophie con firmeza, pasándole los dedos por los cabellos en tierna caricia—. Ese último día en Gamborra comencé a sentir cierta identificación con la pobre Alicia, la del País de las Maravillas… es una sensación que desde entonces sólo a veces me he podido sacudir. —Y yo no te habría podido ayudar más que el sombrerero loco a Alicia. —Qué tontería —sonrió Sophie con ternura—. Sólo Dios sabe lo que habría sido de mí sin tu ayuda. De repente, el rostro de Patrick se contrajo por una súbita compunción. —¡Qué desconsiderado soy, no debí haberte despertado! —No me despertaste —repuso Sophie, mientras intercambiaban mensajes mudos, evidentes, con los de él.
sus
ojos
—De acuerdo, no te desperté —murmuró Patrick; tomó los dedos de la joven de su cabeza, los entrelazó con los de él y los presionó contra su mejilla—. Pero yo no debería… —se interrumpió, apartando la mano de ella de su cara como si apenas se percatara de su acción—. Supongo que es un poco tarde para sugerir que te pongas un letrero al cuello que diga: “no tocar” —concluyó con una sonrisa de irónico pesar. —¿Crees que serviría de algo aunque los dos lleváramos uno? — respondió ella con incauta audacia y un estremecimiento exquisito sacudió todo su cuerpo cuando sus brazos, igual de incautos, rodearon el cuello masculino. —Sophie, ¿podría deducir de esto que te me estás insinuando? — preguntó él con una sonrisa gutural, suave.
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Ella se reclinó hacia atrás en el círculo de los brazos que de repente la envolvieron, una sensual suavidad en sus ojos al flotar en la explícita franqueza de los de su compañero. —Creo que… —las palabras se congelaron en los labios femeninos silenciados por una brusca toma de conciencia—. ¿Qué diantres estoy diciendo? —gruñó, apartando los brazos de él y hundiendo el rostro en las manos—. Hubo un momento esta mañana en que me pareció casi imposible aceptar la irresponsabilidad con la que me comporté… y sin embargo, ahora… por un terrible momento estaba al borde de comportarme de la misma manera. —Tú quizá… pero yo no —dijo Patrick con voz apacible y la soltó—. Mi problema de anoche no fue la falta de anticonceptivos; estaba perdiendo la cabeza al grado de ni siquiera pensar en el asunto, mucho menos tomar precauciones. Y aunque admito que estoy en constante peligro de perder la cabeza por ti, la irresponsabilidad de anoche es algo de lo que no seré culpable una segunda vez. Te lo prometo. —Oh —fue todo lo que ella pudo pronunciar, cuando comprendió en su plenitud las palabras de Patrick, antes de hacer una breve pausa para esperar el resultado de una batalla unilateral que se libraba dentro de ella. Luego se incorporó, agregando con súbita firmeza—: Y sí, te me estaba insinuando. Por un instante él le dirigió una mirada de incredulidad, después se dejó caer sobre la cama, sacudido por la risa. —¡Se supone que no debe darte risa! —protestó Sophie. —Lo sé, pero… —las palabras de Patrick degeneraron de inmediato en otro ataque de risa. Casi muda por el orgullo herido, ella lo tomó por los hombros y trató de sacudirlo. —¿Qué ha sido de ese constante peligro de perder la cabeza por mí? —preguntó furiosa, abandonando sus esfuerzos de sacudirlo y tomándolo en cambio de los cabellos. —Existe, existe —gruñó él entre risas y la rodeó con los brazos—. ¡Pero deja de tirarme del pelo! Tengo la desagradable sensación de que me harías talco si me quejara de dolor de cabeza —agregó, convulso de risa—. En especial al haberte insinuado de manera tan descarada. Patrick le atrajo la cabeza, silenciando las indignadas protestas de Sophie con los apremiantes sondeos de su boca sobre la de ella; había un temblor de impaciencia en sus manos mientras despojaban el trémulo cuerpo de la joven de su camisón. —Pensé que me había insinuado de manera muy sutil —dijo ella con un mohín pudibundo en tanto desabotonaba de manera metódica la camisa de su compañero y se la sacaba del pantalón—. No eres precisamente cooperativo —se quejó cuando él no hizo el menor intento de ayudarla a quitarle la camisa.
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—Estaba esperando a que terminaras de desabotonar los puños… ¿o te habías olvidado de ello? —murmuró él con una inocencia traicionada por el brillo de sensualidad que refulgía en sus ojos. Se despojó con impaciencia de la camisa y estrechó a Sophie en sus brazos. —Sophie, ¿por qué no lo sueltas de una vez y me dices que soy un tonto monumental? —gruñó él, buscando con boca ávida la de ella. —Eres un tonto monumental —logró susurrar ella a pesar de la apasionada invasión de la boca masculina. —Lo sé —replicó Patrick, iniciando una serie de grotescas acrobacias para despojarse del resto de la ropa, las cuales hicieron las delicias de su compañera—. Y eso es un noventa por ciento de la curación —concluyó, ciñendo al suyo el anhelante cuerpo femenino. —¿Qué lo es? —preguntó ella en un jadeo distraído, sacudida por la violencia del ansia con la que su cuerpo estaba respondiendo al mensaje del de su compañero. —Saber y admitir que soy un tonto —murmuró él con voz sedosa, mientras sus manos provocaban suaves gemidos de placer en la joven con su sensual exploración—. Admitir que tu actitud es mucho más sensata que la mía; saber que debería seguir tu ejemplo y aceptar las cosas como son… lo que siento por ti. Porque eso es lo que has hecho, ¿verdad?, mi dulce, mi hermosa y sensata Sophie? —No fui sensata; no tenía otra opción —dijo ella con voz sofocada, distraída por los mensajes cada vez más audaces que las manos masculinas emitían en su cuerpo estremecido. —Tampoco yo —gruñó él—. Hoy yo era poco más que un sonámbulo… perdido en tu magia… en abrazarte otra vez así —de pronto los labios y el cuerpo de él fueron como un fuego que la consumió, demandando y prometiendo mientras las manos de Sophie seguían el ejemplo de las de Patrick, y el nombre de éste se convirtió en un cántico de adoración en los labios femeninos. —Ámame —susurró ella, incapaz de contener las palabras mientras su cuerpo incitaba al de él con tempestuosa audacia, ofreciendo sin condiciones el placer que anhelaba del otro. Y la desbocada pasión con la que él respondió a su reclamo la llenó una vez más con ese gozo irracional que encontraba en la esperanza loca de ser realmente amada. Y cuando el cuerpo de Patrick llevó el de ella más allá de los confines de la razón, a un momento intemporal de exquisita culminación, los sollozos que la sacudían eran el producto de la misma dicha ilusoria. —Sophie… no estás llorando, ¿verdad? —preguntó él con voz incierta, abrazándola con ternura y tirando de la colcha para cubrirlos a los dos.
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—Por supuesto que no… al menos, no lo creo —concluyó ella, vacilante y hundiendo el rostro contra la tibieza acogedora del cuello de su amante cuando comenzó a oscilar esa engañosa alegría. —No me dirás que… que te arrepientes, ¿verdad? —No… ¿y tu? —En absoluto… excepto, quizá, que no enfrenté la realidad desde el principio —musitó él; la ternura de sus palabras, seductoras en su asomo de promesa, abrieron brechas en la resolución que la joven se hacía de no volver a permitir que sus propias fantasías la abrumaran de esa manera—. Sophie, no puedo cambiar mi modo de ser; sería aún más tonto de lo que soy si pretendiera cambiarlo —prosiguió él—. Parece que hemos comenzado donde algunos amantes terminan… quizás el tiempo nos dará la oportunidad de desandar el camino… de resolver las cosas entre nosotros. Confusa e incierta sobre si esas palabras ofrecían esperanza o la anulaban por completo, y con su confusión sólo compensada por la ternura del beso leve que él depositó en sus labios entreabiertos, Sophie tuvo que aceptar la única opción abierta ante ella y que era acurrucarse en los brazos de su amante por impulso inevitable y esposo por designios del azar, para hundirse en el beatífico olvido del sueño.
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Capítulo 9 —Patrick, deja de afanarte en arreglarme un pasaporte —suplicó Sophie, riendo—. Tienes cosas más importantes que hacer antes de tomar ese avión para esta noche. —No quiero que te quedes varada aquí sola —porfió él—. Uno nunca sabe, podrían pasar dos o más semanas antes que pueda regresar. Y, de cualquier manera, Rick Mason, de la Embajada Británica, ha dicho que… —Me conseguirá otro pasaporte en cuanto sea humanamente posible —concluyó Sophie con amable exasperación—. Así que deja de preocuparte. —¡Diantres, no debo olvidarme de llevarle nuestro certificado de matrimonio! —¡Patrick! —exclamó Sophie en un gemido de exasperación, abandonando el agua jabonosa con la que lavaba los trastos, para mirar con afectuosa incredulidad a su esposo hurgar con agitación entre el montón de papeles que tenía ante sí sobre la mesa de la cocina. Ella se colocó detrás de él y lo abrazó con ternura. —Suéltame, mujer —gruñó Patrick en afectuoso tono amenazador, echando atrás una mano para mesarle los cabellos—. Tienes razón en esto de que tengo muchas cosas que hacer antes de salir esta noche. Una suave sonrisa de satisfacción jugueteó en los labios de Sophie cuando él lanzó un suspiro exagerado y comenzó a tomar algunas notas en una pequeña libreta. Había sido un día tan cercano a la perfección como nunca experimentara la joven, empezando con el hecho de que Patrick le llevó el desayuno a la cama; chocolate con churros a la madrileña. Luego, todo fueron ternezas y tranquilidad, a pesar de las perturbadoras consecuencias de la llamada telefónica que llegó una hora después del despertar. —Era Valery Turyanov —le informó Patrick—. Una fuente fidedigna informó a los rusos dentro de Gamborra que la moral rebelde se está deteriorando a ritmo acelerado y que sus exploraciones están frustrando todas sus esperanzas codiciosas de ilimitadas riquezas. Sophie se mostró jubilosa. —¡Gracias a Dios! ¿Qué crees que sucederá ahora? —Con un poco de suerte, podrían escabullirse del poder tan furtivamente cómo se metieron… sería una gran satisfacción estar allí para atestiguar su éxodo —dijo el periodista, la abrazó y dio un beso gentil en los labios—. Valery te manda saludos. Después hubo una segunda llamada, ésta de Fred y José, confirmando la información de Valery haciéndose eco del entusiasmo de Patrick por estar en el lugar de los hechos cuando llegara el final.
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—Quieren que me encuentre con ellos en Zambia tan pronto como sea posible, de modo que nuestro equipo sea el que esté en el umbral cuando esas ratas comiencen a desertar —había dicho Patrick para enseguida ponerse en frenética acción. Ahora, interrumpió los pensamientos de Sophie al exclamar: —¡Necesitarás dinero! Te dejaré suficiente efectivo… y puedo firmarte algunos cheques… —¡Patrick, por favor! —protestó ella, consciente de que había cosas más urgentes que él debía atender, pero secretamente alborozada por su evidente preocupación por ella—. ¡Ve y haz todas esas cosas que tienes que hacer! Está el equipo que José necesitará, tendrás que ir a apremiarlo para que lo tengan listo antes que salga tu vuelo. Y tienes que hacer el equipaje; si yo supiera lo que necesitas y dónde está… —Estás ansiosa por verme partir —bromeó él, se puso de pie y la abrazó con fuerza. Sophie se aferró a él, comprendiendo de repente con plenitud abrumadora que pronto su amado no estaría con ella. —Patrick, te… —se tragó las palabras de amor apenas a tiempo. —Oh, Sophie —gruñó él con suavidad—. Si sólo… —sacudió la cabeza, y luego apartó a la joven con firmeza—. Por desgracia, tienes razón; estoy calculando todo con demasiada precisión —su expresión fue de irónico pesar al besarla en la punta de la nariz—. Temo que a fin de cuentas terminaré por echar algunas cosas a la maleta y meterme en un taxi, cuando acabe con todo lo que tengo que hacer. —Ojalá pudiera hacer algo más —murmuró Sophie cuando él la soltó; tomó algunos papeles de la mesa y se fue a toda prisa—. Supongo que podría hacer un poco de café para los decoradores —murmuró la joven para sí, mirando desconsolada a su alrededor al llenar la tetera y percatarse de lo insoportablemente solitario y vacío que estaría ese apartamento sin Patrick… que vacía quedaría su vida sin él. Cuando, segundos después, él asomó la cabeza por el quicio de la puerta y le lanzó un beso antes de desaparecer al acompañamiento del pesado ruido de la puerta principal al cerrarse, Sophie abandonó la tetera y se apresuró a la sala. Desdeñando la vocecilla que la acusaba de comportarse como una niña enamorada, esperó junto a una de las ventanas hasta que apareciera allá abajo en la calle la amada figura del hombre que por azares del destino había llenado su vida de dicha y significado. A pesar de la brillantez de la luz del sol, había en la calidad del resplandor una extraña frialdad, que recordó a la joven algo que leyera alguna vez sobre los pintores en relación con la luz de Madrid como algo muy singular. Casi entendió lo que querían decir esos pintores cuando una mujer joven entró en su línea de visión; su morena belleza era un cuadro magnífico, antes de entrar al edificio.
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Sophie se preguntaba, dónde se había metido Patrick, cuando él apareció. La hermosa joven morena estaba a su lado. Patrick rodeó con el brazo a su acompañante y la estrechó contra él. Sophie no vio más. Un instante después estaba dentro de la cocina, sentada a la mesa y procurando recobrar el aliento que parecía haber sido exprimido de sus pulmones por algún puño gigante. Ya había pasado por esto de una u otra manera antes, protestó una vocecilla sensata en su interior. El hecho de que la mujer fuera o no Anna nada cambiaba. Si ella, Sophie, llegara a encontrarse con Steven, ¿no se saludarían con afecto y entusiasmo? ¿Lo pensaría él dos veces antes de abrazarla al disponerse a caminar juntos? Se puso de pie, fue al cuarto de servicio a un lado de la cocina y comenzó a buscar dentro de un canasto de ropa limpia para ser planchada. Patrick le había dicho que la dejara, que el ama de llaves regresaría a atender tales tareas cuando los decoradores hubieran terminado su trabajo. Ahora Sophie se afanó en una labor que detestaba como si de ella dependiera su felicidad. Fue hasta que la tensión que la oprimía comenzó por fin a aflojar cuando ella se percató de la fuerza con que la había conmocionado el hecho. Era absurdo haber reaccionado así, se recriminó; no era su forma de ser. De ninguna manera podía considerar a Patrick como otro Robert, ni siquiera un Robert soltero. Al contrario de éste, las únicas palabras de amor que aquél pronunciara equivaldrían a un voto y una promesa, de allí su comprensible cautela. ¡Por todos los santos, había abrazado a una amiga y no hubo nada furtivo en su acción! Sophie hizo una mueca ante la pila de ropa que tenía aún por planchar… ¡se lo merecía por reaccionar de manera tan tonta! El súbito sonido del timbre de la puerta dibujó un ceño de extrañeza en su rostro; soltó la plancha y fue al vestíbulo. De cerca, la mujer parada a la puerta parecía aún más bella que desde la ventana. Quizás era un par de años mayor que Sophie; algunos centímetros más baja, aunque su cabello negro azulado, peinado en cuidadosa profusión sobre su cabeza, agregaba un poco de estatura. Los ojos de pestañas largas y rizadas que miraban con tanto aplomo los de Sophie brillaban con la rica calidez del ámbar. En conjunto, esta visión de perfección era una de las mujeres más bellas que Sophie hubiera visto nunca. La mujer ofreció una mano con desdeñosa elegancia. —Soy Anna Contesi y Carreras. —Patrick no está en casa —dijo Sophie, casi de manera automática. —Lo sé —sonrió Anna y entró al vestíbulo con felina gracia—. El pobre anda de la ceca a la Meca —se despojó con un movimiento exquisito de la elegante chaquetilla de seda, y la soltó con desenfado encima de un enorme jarrón de porcelana, antes de dirigirse, con la actitud de quien se
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siente como en su casa, hacia la cocina—. Con Patrick todo es siempre un torbellino de actividad antes de ponerse en marcha para una nueva misión periodística, pero hoy me harté y lo dejé solo. Decidí que sería mucho más tranquilo y agradable venir a tomar el café contigo en lugar de ser arrastrada por él por todas partes. Sophie estaba a punto de replicar a tan vocinglera insinuación, cuando su inesperada visitante se puso a preparar ella misma el café. —Bien, parece obvio que sabes dónde está todo —observó Sophie, con cierta acritud y luego se sentó; semillas de hostilidad tomaron firme raíz en ella cuando una risa estudiada y cantarina asaltó sus oídos. —Por supuesto que sé dónde está todo; no por nada esta es como mi segunda casa —enchufó el percolador, volviendo su atención a Sophie con una leve exclamación—. ¡Soy tan boba, a cada momento olvido que tú y Patrick son virtualmente extraños! Sin duda no sentiría ninguna necesidad de decírtelo. —Sin duda —dijo Sophie con aparente calma, pero sintiendo por dentro una sensación de amenaza. Luego hurgó en su cerebro algo que decir cuando el silencio entre ambas se tornó demasiado pesado. Empero, cuanto más se esforzaba más difícil le parecía encontrar algo pertinente que decir—. Me llamo Sophie —anunció, en su desesperación, y agregó con voz tensa—: aunque es probable que ya lo supieras. —Sí… un nombre encantador —respondió Anna sin expresión y luego se reunió con ella a la mesa. Fue el innegable temblor en la mano con que la española le entregó la taza lo que cambió por completo la atmósfera entre ambas, haciendo comprender de golpe a Sophie que Anna estaba tan tensa e inquieta como ella, a pesar de su aplomo aparente. —Hice mal en venir —barbotó Anna, y de pronto se extinguió en Sophie toda chispa de hostilidad ante la evidente vulnerabilidad de la recién llegada—. Yo estaba muy confusa y consternada hasta que Patrick me explicó lo del matrimonio… pero todavía no me puedo sacudir esos terribles sentimientos. Estoy acostumbrada a leer rumores sobre él en la prensa británica… pero eso de leer que el hombre con quien una se ha de casar se ha casado de repente con otra… —se interrumpió con un encogimiento de hombros y expresión apesarada. Sophie quedó petrificada; partes de ella, partes esenciales, cesaron de funcionar. Tomó su taza y bebió de un trago su candente contenido, agradeciendo el dolor físico como una distracción de las violentas emociones que amenazaban con sofocarla. —¡Debes de considerarme muy estúpida! —exclamó la española—. Pero yo… —No —dijo Sophie con voz ahogada, mientras pugnaba por controlar sus arremolinadas emociones—. No… por supuesto que no pienso eso — logró balbucir—. Pero sin duda comprenderás que una vez que este
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matrimonio se anule, será como si nunca se hubiera celebrado —Sophie no supo de dónde sacó la fuerza para pronunciar esas palabras. —Eso es lo que Patrick me dice —murmuró Anna, mirando a Sophie con ojos extrañamente atentos. —Sí… estoy segura de eso —susurró Sophie—. Y debes comprender que de no haber sido por la excepcional generosidad de Patrick, lo que me hubiera sucedido sería espantoso —un hecho que debía tener en cuenta a toda costa, se advirtió con desesperación al sentir que sus defensas se resquebrajaban. —Los periódicos siempre mencionaban lo bella que eres —suspiró Anna, como perdida en sus propios pensamientos—. Y lo eres… muy hermosa. —Eres muy amable —logró murmurar Sophie, mientras el infierno emocional se desataba en su interior. ¿Cómo podía haberse dejado engañar de esa manera? ¿Cómo podía Patrick haberle hecho esto? Ese día, que apenas unos momentos antes pareciera tan cercano a la perfección, se había reducido a nada más que una farsa horrenda. Con razón Patrick sólo le ofreció algunas vagas, cautelosas insinuaciones. ¡Era demasiado hipócrita para decir unas mentiras francas! ¡Cómo podía haber callado que ya tenía elegida una mujer para esposa! Se puso de pie, y se sirvió más café, luchando por controlar sus frenéticos pensamientos. Habían bastado esas pocas palabras reveladoras de la muchacha sentada a la mesa para que todo quedara espantosamente claro, pensó Sophie con amargura. Patrick amaba a Anna y algún día se casaría con ella, pero hasta que ese día llegara era evidente que tenía pocos escrúpulos en permitir que la poderosa atracción sexual que sentía hacia otra mujer tomara su curso inevitable. Quizá porque percibía la desesperada necesidad de certidumbre de ella, se había sentido obligado a pronunciar esas vagas promesas a medias, esas equívocas referencias a un futuro una vez que los dos estuvieran libres. Lo había considerado un hombre íntegro, pero parecía haberse equivocado. —Estaré fuera de la vida de ustedes dos muy pronto —declaró volviendo a la mesa—. Ahora que Fred y José están libres, no hay necesidad de seguir fingiendo. Se lo merecería el hipócrita santurrón si estaba embarazada, se dijo Sophie, más enfurecida al recordar la reacción de él ante tal posibilidad. —Saldré de España en cuanto esté listo mi pasaporte —prometió—. Y la… anulación del matrimonio sólo será una formalidad cuando se sepa la verdadera historia. Hubo un aire casi infantil en la sonrisa de Anna. —Sé que me equivoco al sentirme tan celosa, pero algunas veces es difícil amar a un hombre como Patrick. Con gran dificultad, Sophie se obligó a esbozar una sonrisa, atravesada por un relámpago de celos ante esas inocentes palabras que le
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recordaron el amor que ardía en su interior con la misma vehemencia que su odio. —Estoy segura de que… yo habría sentido… algo muy parecido… de haberme sucedido. Pero ahora que Patrick ha explicado todo, sin duda debes comprender que no tienes nada de que preocuparte. —Sí… lo sé —susurró Anna—. Y me siento culpable por haber venido… pero pensé que debía conocerte. —Entiendo —replicó Sophie con amabilidad—. Y creo que no hay necesidad de hablar a Patrick de esta visita, ¿verdad? Anna asintió; su expresión se tornó impasible al apartar la vista de la inglesa. En realidad era una mujer de belleza excepcional, pensó Sophie; la punzada de celos que sintió fue atenuada por una especie de compasión por esa joven engañada de manera tan ruin. Luego, la compasión fue disipada a su vez cuando Sophie recordó de repente todas las cualidades de Patrick, que eran muchas… Una vez que se casara con Anna, su compromiso sería total y nunca le causaría daño de manera deliberada. —Creo que… ya debo marcharme —anunció la española, poniéndose de pie. —Te acompañaré a la puerta —ofreció Sophie. —Has sido tan gentil, tan comprensiva —suspiró Anna, cuando salieron a la luz del sol. Por un instante se detuvo y aspiró como si fuera a decir algo más. Pero no dijo nada, se inclinó hacia la inglesa y depositó un beso leve en su mejilla. La gentileza y la comprensión no podían haber estado más lejos de sus sentimientos presentes, se dijo Sophie con ánimo sombrío mientras veía a Anna subir a su lujoso automóvil y emprender la marcha. Había vivido en un mundo ilusorio al imaginar tan sólo que Patrick pudiera amarla, cuando todo ese tiempo su amor, si no su fidelidad, fue para Anna. Regresó con lentitud al interior del edificio, tensa por la anticipación a los horrores de la desolación que estaba a punto de abrumarla y, no obstante, sintiendo sólo una especie de estupor gélido. Vaciló al llegar al vestíbulo del edificio, luego lo cruzó y fue hasta el patio central. Se sentó en uno de los bancos calentados por el sol, ajena a la austera serenidad del lugar mientras su mente revisaba y ordenaba cada uno de los recuerdos registrados allí. Con un despego impasible, hasta entonces ajeno a ella, examinó y volvió a examinar cada matiz de cada palabra, incluso de cada mirada, que había surgido entre ellos, hasta que por fin alzó la cara al sol poniente y cerró los ojos. Que víctima tan voluntaria fue ella y que calculador y poco escrupuloso Patrick. Y era esa falta de escrúpulos de los que hacía tanto alarde santurrón lo que tornaba más despreciable su conducta.
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Poco después oyó a los trabajadores marcharse y sintió una punzada de remordimiento… ni siquiera les sirvió su café. Le parecía que había pasado una eternidad desde que lo comenzó a preparar. Se puso de pie y con renuencia regresó al apartamento. Le echaría en cara su despreciable hipocresía, se juró ahora que la indiferencia momentánea daba lugar a una ira acicateada por un espantoso sentimiento de humillación. Pero sacudía la cabeza al entrar al cuarto de baño y comenzar a llenar de agua la tina. No… no podría echarle nada en cara. Había prometido a Anna que no mencionaría la visita… aparte de los restos de orgullo que permanecían intactos en ella. Comenzó a desnudarse con lentitud. Lo poco que le quedaba de precioso orgullo era lo único que la sostenía en ese momento, lo único a lo que se podía aferrar.
*** —¡Sophie, ya regresé! ¿Dónde estás? —Dándome un baño —respondió ella, mintiendo con facilidad mientras permanecía de pie en el cuarto de baño, bañada y vestida ya desde mucho tiempo antes. —Debo llamar a un taxi en este momento; lo he calculado con mucha precisión. Ella sabía con cuanta precisión lo calculó él, luego de consultar su reloj infinidad de veces en los pasados treinta minutos. Pero también sabía que no podía afrontarlo. Tan sólo en el sonido de su voz y la certeza de su presencia, todo su aplomo comenzaba a desmoronarse. Tomó una toalla y hundió el rostro en ella. ¿Qué haría? Toda la ira, toda la indiferencia que la habían sostenido luego de que Anna le revelara la terrible verdad, la abandonaron ahora… dejando tan sólo un dolor infinito, una glacial desolación. Hundió el rostro más profundamente en la toalla cuando lo oyó llamar con suavidad a la puerta; imploraba en silencio por la fuerza suficiente para vencer el dolor que ahora ascendía dentro de ella. —Te traje algo de dinero y te firmé algunos cheques. Rick se está encargando de tu pasaporte y te llamará dentro de unos días. Sophie, ¿por qué estás usando este cuarto de baño? Ella aspiró profundo. —Pensé que tú querrías usar el tuyo. —¿Puedo entrar? —¡No —la joven volvió a aspirar para calmarse—, saldré dentro de un momento! Mientras tú puedes arreglar tus cosas. Sophie pudo imaginar la expresión de azoro en el viril rostro antes que él volviera a hablar.
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—Sí, eso haré… el taxi estará aquí dentro de algunos minutos. Algunos minutos, repitió para sí la joven. Y ella debía sobrevivir los… una vez que pasaran estaría libre para borrarlo de su mente y de su vida para siempre. Patrick estaba en la cocina cuando ella entró y el impacto de la presencia masculina la tomó por sorpresa como un súbito y violento impacto en el estómago. Patrick la miraba desde el otro lado de la mesa, sobre la cual estaba abierta la familiar bolsa de viaje. La sonrisa un tanto displicente con que la recibió fue un adicional bombardeo sobre los sentidos de la joven. —Querida, te dije que no te ocuparas del planchado, que otra persona se encargaría —dijo Patrick, metiendo en la bolsa dos de las camisas que la joven había planchado. Fue el uso tan natural de la palabra de cariño, algo que antes habría sido un acicate para sus tontas ilusiones, lo que disipó la melancolía que había despertado en ella el encuentro con él. —No hay nada mejor para concentrar la mente que una tarea aburrida como planchar… y yo tenía mucho en que pensar —estaba segura de que nada había en su tono para alertarlo. Sin embargo, se sorprendió al notar una casi imperceptible tensión en él. —¿Y cuál fue el resultado de tan serias reflexiones? —preguntó Patrick, mirándola con ojos entrecerrados. —Sólo que logré poner una o dos cosas en su correcta perspectiva — declaró ella en tono pétreo, hundiendo nerviosamente las manos en los bolsillos de sus jeans para controlar su temblor. Había entrado a la cocina sin otro pensamiento aparte de sobrevivir los siguientes minutos… acto de pura locura, dado que se habían separado como amantes… —Sophie, es obvio que algo tienes en mente… de modo que échalo fuera; el taxi no tardará en llegar. —¡Honestidad! —la palabra explotó de ella como una imprecación y ella de inmediato procuró enmendar su áspera impetuosidad; no podía arriesgarse a confrontarlo ahora—. Lo que quise decir fue… —¿Acaso piensas que no fui suficientemente honesto contigo? Sophie, no es precisamente el momento para abordar un tema como ese. La tortuosidad de esas palabras le quitó a Sophie el aliento. ¡Había considerado a Robert lo más bajo y despreciable por sus mentiras… pero este hipócrita santurrón ni siquiera negaba haber sido deshonesto con ella! —La deshonestidad… fue mía, conmigo misma —mintió Sophie, casi con deleite—. No fui honesta respecto a las razones por las que estuve en Gamborra. Mi padre no aprobaba al hombre de quien estaba enamorada… es por eso que me fui de Inglaterra. —Historia muy semejante a la que fraguamos para los rebeldes — declaró Patrick con frialdad.
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—Sí, supongo que automáticamente sugerí una variación de la verdad —murmuró Sophie. —¿Y por qué tienes este súbito apremio por confesarme eso… precisamente en este momento? —Porque… —alzó los ojos al helado escrutinio de los de él—. Porque sigo amándolo… regresaré con él. —A ver, explícame esto más despacio —entonó Patrick con voz pausada, mirando a la joven con incredulidad glacial—. ¿Amas a un hombre y sin embargo ofreces tu virginidad a otro… alguien que es prácticamente un desconocido? No un desconocido, gimió para sí la joven, sino un verdadero extraño. —No es necesario estar enamorados para terminar en la cama — replicó ella con frialdad—. ¡Tú deberías saberlo! —Oh, sí, claro que lo sé —declaró Patrick con ponzoña—. Pero lo que no puedo entender es cómo no terminaste en la cama con el hombre que amas —el periodista no pareció oír el timbre de la puerta—. Y lo que me desconcierta aún más es tu declaración de que regresarás a él. ¿Estás segura de que querrá recibirte… ya que te revolcaste en el heno conmigo? —Realmente te gusta llamar al pan pan y al vino vino, ¿verdad? — espetó Sophie con fiereza, herida más allá de lo tolerable por el desdén que entrañaban sus palabras—. ¡A Robert no le importará… él me ama! Patrick tomó su bolsa de viaje y se la echó al hombro cuando el timbre volvió a sonar, luego caminó al lado de la joven. —Te sugiero que olvides cualquier idea que tengas de regresar con tu amiguito por el momento —la tomó con firmeza de los hombros cuando ella quiso escapar de él—. Y en cuanto a llamar al pan pan y al vino vino… creo que es el momento de ser más precisos —dijo con ominosa calma—. Ningún hombre, ni siquiera ese ferviente adorador tuyo, tendrá jamás la opción de hacerla de padre de un hijo mío. ¿Está claro? —¡Estás loco! —protestó la joven, pugnando por desasirse—. ¡Las posibilidades de que esté embarazada son escasas! —Pero existen —repuso él con frialdad y la soltó—. No estaré aquí para impedirte que hagas lo que quieras, pero el hecho es que estás casada conmigo… y no tengo intenciones de iniciar los trámites de divorcio hasta no tener una prueba médica de que no estás encinta. Se volvió y salió del cuarto. —¡Patrick! ¿Qué quieres decir con… prueba médica? —gritó ella, corriendo tras él—. No pensarás que te mentiría sobre algo así, ¿verdad? Patrick abrió la puerta principal, y se volvió, con el rostro pálido de furia. —Sophie, en este momento no confiaría en que dijeras la verdad aunque lo que te preguntara fuese la hora… ¿está claro?
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Capítulo 10 —¿Y así son las cosas? —preguntó Dorothy Saba, consternada—. ¿Conseguiste tu pasaporte, regresaste a Inglaterra y no lo viste ni supiste de él hasta la llamada telefónica de ayer? —Sí… quiero decir, no… me localizó en la casa de mis padres en Henfield —murmuró Sophie con agitación; parte de ella casi lamentaba haberse confiado a su amiga cuando el dolor de las heridas recién abiertas comenzó a aturdir su espíritu. —¿Qué? ¿Fue allá? —No, me llamó por teléfono. —¿Y? —Repetí lo que le había dicho en la nota que le dejé en Madrid… que no estaba embarazada. Y le dije que quería quedar libre de la manera más expedita que la ley permita. —¿Y cómo reaccionó él? —Me recordó que quería ver un certificado médico confirmando que no estoy embarazada, después me dijo que no podía iniciar ningún procedimiento legal porque tenía que salir a una misión en la India. —Sí… recuerdo haber visto un reportaje suyo sobre la India hace poco —dijo Dorothy, luego suspiró—. Sophie, esto es demasiado lamentable… ¿sabes? creo que debiste aclarar todo con él cuando estaban en Madrid. —Es fácil decirlo ahora —susurró Sophie, con el rostro tenso y pálido —. Pero entonces… la idea de ponerme todavía más en ridículo… —se interrumpió con un encogimiento de hombros. —Yo tengo la impresión de que él no ha parecido tener mucha prisa por cancelar el matrimonio —comentó Dorothy con voz calmada. —Ya te he explicado esta idea fija que él tiene de que yo pudiera estar embarazada y, además, apenas ha tenido tiempo —apuntó Sophie con voz fatigada—. Estuvieron en Gamborra por varias semanas; primero cubriendo el retorno del gobierno dispuesto al poder, luego preparando un documento sobre la vida en ese país a consecuencia del golpe de Estado. —Ajá… sobre la vida en Gamborra —asintió Dorothy—. Fue uno de los mejores documentales que he visto en mi vida… pero apenas hay consecuencias reales después del ridículo golpe de Estado; la gente siguió viviendo como de costumbre —hubo un asomo de exasperación en los dulces ojos de la africana al encontrarse con los de su amiga—. Sophie, querida, ¿por qué se te ocurrió enterrarte en Sussex así durante todo ese tiempo? —Ya te dije, tuve una gripe espantosa —murmuró Sophie, levemente ruborizada. Muchas veces había comenzado a marcar el número de
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Dorothy y siempre se detenía antes de terminar de marcarlo, hasta el día anterior—. Me ha llevado mucho tiempo reponerme. —Pero una gripe nunca dura tanto —declaró Dorothy con ingenua franqueza—. Sophie, lo que menos necesitabas era encerrarte con tu dolor lejos de todo mundo —suspiró—. Y sabías que lo único que tenías que hacer era una llamada y Susie o yo habríamos dejado lo que estuviéramos haciendo para ir corriendo… —se interrumpió e hizo una mueca irónica—. Pensándolo bien, quizá Susie no habría estado tan dispuesta… —¿Quieres decir por su tonto enamoramiento por Patrick? —Exacto —asintió la africana, sonriendo—. Nunca he comprendido como es posible que una chica tan inteligente pueda sentir un enamoramiento tan pueril por un absoluto desconocido… por guapo y… ¡Oh, diantres! —se interrumpió consternada—. ¡Yo y mi bocota! —Es cierto, es guapo —Sophie se alzó de hombros mientras su abochornada amiga examinaba el contenido de la tetera. —Creo que ya se acabó. ¿Preparo más? —Dorothy, no me voy a desmoronar porque hayas mencionado su nombre —protestó con suavidad Sophie—. Y para mí no prepares más té; gracias. —Sophie, ¿te molestaría si me permito ahondar en algo? —preguntó la africana. —¿Ahondar? —repitió Sophie con cautela—. Supongo que no — murmuró y luego agregó de manera más positiva—: ¿Por qué no? Tienes razón, Dorothy, ha sido una pesadilla guardarme todo esto. Sería deshonesto no admitir que me duele muchísimo hablar de ello… pero puedo sentir ya desatarse algunos de los espantosos nudos que tenía por dentro —excepto que se volverían a apretar con creces en el instante que dejara ese refugio… en el instante en que se volviera a encontrar con Patrick. —Bien… lo que pasa es que tengo la impresión de que los árboles no te han dejado ver el bosque. Por ejemplo, ni siquiera se te ha ocurrido la posibilidad de que, a pesar de la prometida, el hombre bien pudo haberse enamorado de ti. Sophie sacudió la cabeza con vehemencia. —¡Por supuesto que no! Me lo habría dicho… —¿Y cuántas veces le dijiste tú que lo amabas? —Eso no es justo —protestó Sophie—. Y estás olvidando que lo vi con ella. Un hombre que ya no ama a una mujer no se comporta con ella como él lo hizo. —Lo siento, querida —suspiró Dorothy y se puso de pie para irse a sentar en el brazo del sillón que ocupaba su amiga—. Fue sólo algo que se me ocurrió… y como, por lo que me has contado de él, no me parece tan ruin como supones… —abrazó con afecto a la inglesa—. No me gusta
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verte así. ¡Y tampoco me gusta sentirme tan incapaz de ayudarte! ¿Te serviría si te acompaño? Sophie apretó la mano de su amiga y sacudió la cabeza. —No, eres muy gentil al ofrecerlo, pero es algo que debo afrontar sola. Espero que sólo se trate de firmar algunos documentos… y todo estará terminado. —¿Qué? ¿Se encontrarán en la oficina de su abogado? —preguntó Dorothy con asombro. Sophie sacudió la cabeza, con expresión de desaliento, antes de bajar la mirada. —Dorothy, no he conseguido ese certificado médico que me pidió — murmuró. —¿Lo mencionó ayer? Sophie negó con la cabeza. —Pero eso no garantiza que no lo haga ahora —dijo en un suspiro. —¡Sólo un completo chiflado insistiría en algo así! —exclamó Dorothy —. ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? —No, estaré bien, te lo prometo. Lo único que quiero ahora es terminar este asunto de una vez por todas —su corazón comenzó un pesado y doloroso traqueteo cuando consultó su reloj—. Y ya es hora de que me ponga en camino —agregó, incorporándose. —Tranquilízate, querida, yo te llevaré en mi auto —murmuró Dorothy, sin perderse nada con sus ojos alertas, ansiosos—. Y no merece la pena que después vuelvas a irte a enterrar en Sussex… ¿estás segura de que no quieres pasar la noche aquí? Sophie vaciló, incapaz de pensar en nada que no fuera la dura prueba por la que estaba a punto de pasar. —No decidas ahora. Ya verás cómo te sientes después y me llamas por teléfono —sugirió su amiga—. Y recuerda que los verdaderos amigos se prueban en las horas de necesidad.
Y ciertamente necesitaba una amiga en ese momento, pensó Sophie, retardando sus pasos con deliberación al acercarse al apartamento de Patrick. Alguien que la ayudara a sobrellevar ese momento terrible. Su paso se hizo más lento mientras trataba de ordenar el caos interior que estaba convirtiendo su respiración en un agitado jadeo. Hacía seis semanas que no lo veía y, sin embargo, la desazón, el dolor, el aturdidor sentimiento de desolación eran tan frescos y agudos como seis semanas antes en Madrid. —¿Sophie?
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Kate Proctor – Matrimonio ficticio (El bien casado)
Ella alzó la mirada, paralizada ante el familiar sonido de esa voz cadenciosa y profunda. Necesitaba más tiempo, protestó para sí, tiempo para lograr un átomo de aplomo… tiempo para volverse y huir. Patrick se estaba poniendo un pesado suéter marino cuando ella llegó al umbral en el que él se hallaba parado. —Entra… hace frío —murmuró Patrick, apartándose de ella. —Sí —Sophie lo siguió adentro, deleitando su mirada con una insaciable avidez en su figura alta y vigorosa. Necesitaba con urgencia un corte de pelo, pensó ella, extrañada de que pensamiento tan trivial se hubiera formado en el caos de su mente. —Estoy preparando café. ¿Quieres una taza? Ella asintió. Patrick parecía cansado e inusitadamente pálido, observó la joven. Sophie lo siguió a la sala. —Dame tu abrigo —dijo él en un tono difícil de interpretar. Ella pudo percibir su calma aparente, pero no pudo descifrar lo que estaba detrás. La joven vaciló un poco antes de quitarse el abrigo y entregárselo. Esto era mucho peor que sus más crueles imaginaciones de pesadillas, pensó, sacudida por un escalofrío de aprensión al observarlo salir de la sala. Alguna vez sus cuerpos se habían enlazado en una pasión tan dulce y avasalladora a la vez que ningún sueño podría igualar… ahora ella tenía dificultad en adivinar siquiera lo que él ocultaba tras esa rígida máscara de helada cortesía. Sophie se sentó en el sofá, exasperada por el curso que tomaban sus pensamientos. —¿Ya estás completamente aliviada de tus ojos? —preguntó Patrick, quien regresó con dos tazas y entregó una a la joven. —Sí, gracias —Sophie dio un sorbo a su café, con los nervios a punto de estallar. Nunca debió quitarse el abrigo… ni aceptar el café. Si hubiera tenido un átomo de sensatez, debía haber pedido en el umbral que hablaran de lo que tenían que hablar. —¿Has vuelto a la enfermería? —No… tuve una fuerte gripe luego de llegar a Inglaterra —cuando su voz se desvaneció, Sophie sintió que algo se reventaba dentro de ella—. Patrick, los dos sabemos que no estoy aquí en visita de cortesía, de modo que dejémonos de fingimientos. —¿Quién está fingiendo? —inquirió él con extraña serenidad, acomodando su largo cuerpo en un sofá enfrente de ella y colocando una pierna sobre el brazo del mueble mientras la miraba con abierta hostilidad —. Pareces agitada… ¿estás segura de que no estás embarazada? —¡Por amor de Dios, basta de eso! —chilló ella con exasperación—. ¿Por qué tienes que insistir en ello? ¡No estoy embarazada! ¡Ya te lo dije!
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Kate Proctor – Matrimonio ficticio (El bien casado)
—Ah, sí… la nota que me dejaste en Madrid. —¡Sí! —exclamó ella con aspereza. En cualquier momento él le pediría una prueba documentada—. Te dije que tuve gripe… ¡y tú no estás tampoco en muy buena forma que digamos! —“a ver cómo tomas esa”, pensó la joven con pueril satisfacción—. Me invitaste aquí para hablar sobre el divorcio. Es obvio que nos conviene a ambos arreglarlo lo más pronto posible; de modo que, por favor, ¿podemos ir al grano? —eso estaba mejor, se felicitó, ignorando con firmeza la punzante tensión que la paralizaba. —Quizá no me hizo bien el clima de la India —dijo él en tono pausado —. Todo el tiempo que estuve allá… —¡Patrick… el divorcio! —lo interrumpió ella con aspereza—. No quiero estar aquí jugando al gato y el ratón contigo. —Quizá yo sí quiero —replicó él con escalofriante suavidad—. Pero siendo como soy de buena índole, trataré de resistir la tentación —agregó en el mismo tono gélido—. Estoy seguro de que te mueres de ansias por saber noticias de mí desde que nos vimos por última vez, a pesar de tu supuesto afán de entrar en materia. —Patrick… por favor —espetó Sophie con voz sofocada. Estaba temblando de pies a cabeza y sabía que si no se iba de allí pronto, lejos de este extraño sarcástico y frío, estaba en riesgo de estallar muy pronto. —Sin duda te complacerá saber que visité a tus monjas y les dije que estabas bien de salud. —Gracias —farfulló Sophie, desconcertada por lo inusitado de esas palabras—. Fue muy amable de tu parte. —Sí, ¿verdad? —murmuró él en tono sedoso—. Ahora, ¿qué me cuentas de ti? ¿Qué hay de… cómo se llama…? Robert… ¿verdad? —el rostro del periodista se ensombreció con súbita furia—. ¿Estuvo satisfecho de recibir las sobras de otro hombre? —explotó con ponzoñosa aspereza y Sophie se replegó de horror. —¿Quieres… hacerme el favor de darme mi abrigo? —logró balbucir con voz sofocada—. Quiero irme —¡tenía que irse! —Pero no he terminado. Todavía no te he hablado sobre mi viaje a la India —murmuró Patrick; su repentino cambio a su anterior calma aterciopelada llenó a la joven de una ominosa sensación de irrealidad—. Ni de mi regreso a Madrid… y, por supuesto, a Anna. Sophie se puso de pie, con el rostro mortalmente pálido. —Siéntate, Sophie —ordenó él con suavidad—. Caramba… te ofrezco disculpas por esa referencia a tu novio… fue abominable de mi parte; pero te sentarás y escucharás lo que tengo que decir. —Tienes razón, fuiste abominable… ¿y no crees que es un poco tarde para estarme diciendo esto ahora? Cualquier hombre con un asomo de decencia…
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Kate Proctor – Matrimonio ficticio (El bien casado)
—¡Por todos los santos! ¿Quieres sentarte y escucharme? —rugió Patrick—. ¡Entonces veremos quién de los dos debería lanzar los insultos! Sophie se sentó, en una acción casi refleja, sosteniéndose al borde del sofá como presta a emprender la huida. —Érase cierta vez… —comenzó Patrick con una mueca de amargo sarcasmo. Sophie cerró los ojos, próxima ya a las lágrimas. Estaba comenzando a entender cómo debe de sentirse un animal acorralado. —La madre de Anna y la mía han sido amigas íntimas desde la infancia —dijo Patrick, en tono desenfadado, volviendo otra vez de un extremo al otro en su actitud. Al abrir los ojos Sophie se encontró todavía siendo objeto del helado escrutinio de su interlocutor. Pero la mueca sarcástica había desaparecido y ahora su rostro era inexpresivo. —Entre bromas decidieron que Anna y yo terminaríamos por casarnos algún día. Anna y yo terminamos por seguirles el juego, pero siempre fue eso: un juego. Claro, debo decir que nuestras madres llegaron alguna vez a abrigar verdaderas esperanzas de que el juego se convirtiera en realidad, pero jamás nos presionaron al respecto —se puso de pie y comenzó a recorrer la sala de un lado a otro—. Mi madre no estaba muy contenta conmigo cuando se fue a Irlanda, por haberme olvidado de contarle a Anna sobre mi matrimonio contigo. Lo consideró una terrible falta de cortesía, ya que consideramos a Anna como parte de la familia en cierto sentido —cesó en su inquieto paseo y se plantó ante la joven—. No tengo idea de qué fue lo que la impulsó a venir a contarte toda esa absurda sarta de mentiras sobre nuestro supuesto compromiso. Oh, sí, Anna se sinceró conmigo —agregó, al ver la cara de asombro de su interlocutora—. Se puso de lo más melodramática, fuera de sí, diciéndome que había descubierto estar locamente enamorada de mí. Creo que a Anna le gusta el melodrama y los amores imposibles… es una lástima que no se haya dedicado al teatro. Quizá era el tono casi jocoso del relato lo que causaba a Sophie tal turbación. El caso era que, aunque entendía las palabras, no podía salir de un pesado aturdimiento que le impedía reaccionar. —Hasta ayer, consideraba a Anna con el exasperado afecto que se siente por una hermana medio fastidiosa. Ayer casi tuve deseos de estrangularla… hasta que decidí venir acá y estrangularte a ti. Sophie lo miró sin expresión. Quizá, de haber comprendido algo de sus últimas palabras, habría respondido… porque podía percibir ya la gradual desintegración de ese bloqueo inhibidor dentro de ella al sentirse reaccionar ante la severidad con que Patrick la miraba. —¡Gran Dios! ¿No se te ocurre nada que decir? —explotó él—. ¿O te has quedado muda de repente?
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—¿Qué esperas que diga? —preguntó la joven, poniéndose de pie casi de un salto—. ¡No entiendo lo que dices! ¡Nunca he entendido lo que dices! ¡No puedo pensar con claridad cuando estoy contigo! —La comunicación es mi negocio —rugió él con furiosa ironía, tomándola del brazo—. Miles de personas entienden lo que digo… perdería el empleo si no fuera así. ¿Por qué, entonces, debes tener tú esa dificultad? —¡Te odio! —espetó ella con pueril enfado. —¿Ah, sí? —las manos del periodista se hundieron en la carne de la joven—. Hubo alguna época en la que estuve casi convencido de que me amabas. —Eso sólo demuestra lo fácil que es confundir un capricho pasajero con el amor —rugió Sophie. —Tienes razón, porque ninguna mujer que me amara habría prestado oídos a las sandeces de Anna… y mucho menos creerlas. Nadie que me conociera aunque fuera un ápice la habría tomado en cuenta… pero tú sí, ¿verdad, Sophie? —Suéltame, por favor. No puedo pensar así. —¡Me empiezo a preguntar si eres capaz de pensar en absoluto! — exclamó él, sacudiéndola con exasperación—. ¡Explícame lo de Robert! — exigió. —¡No hay nada que explicar sobre Robert! —gimió Sophie cuando se desbordó la presa que contenía sus emociones, derramándose en un aluvión de lágrimas—. ¡Robert fue sólo un pretexto… eres tan estúpido! ¡Te odio, Patrick Carlisle, te odio! —cuando el incontrolable tumulto de sus palabras cesó, lo único que se le ocurrió fue ahorrarse la humillación de mostrarle la realidad del estado en que se encontraba. Hundió la cara en el único refugio a su alcance… el hombro de su torturador. —Y yo también te odio, Sophie Carlisle —gruñó él, abrazándola con posesiva ternura—. Tanto como le es posible a un hombre odiar a la mujer que ama tanto como yo te amo. —No entiendo por qué te horroriza tanto que le haya creído a Anna, cuando… ¿qué dijiste? —preguntó con voz sofocada, cuando se hizo consciente de lo que acababa de escuchar. —¡Gran Dios, vaya que eres de lento entendimiento, Sophie! — exclamó Patrick, estrechándola con fiera vehemencia—. Dije que te amo. Y si abres la boca para volverme a decir otra mentira, o para comenzar a lanzarme improperios, te… ¡Oh, mi Sophie, no sabes cuánto te eché de menos… cómo te he necesitado! ¡Cómo te necesito! —susurró con voz enronquecida por la pasión contra la boca de la joven—. ¡Cómo necesitaba tu presencia, el dulce fuego de tu pasión… pero en especial, cuánto necesité tu amor! ¡Necesito tu amor sobre todas las cosas! —Y lo tienes… y sabes que lo tienes —juró ella, desde una nube—. Mintiéndote fue la única manera de ocultar el amor que sentía por ti.
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—Mi intuición me decía que estabas mintiendo —susurró él con apasionada vehemencia—. Pero hasta que me enteré de las idioteces de Anna, ¿cómo podía hacer caso de mi intuición? ¡Sophie, sentí que me volvía loco aquella noche en Madrid…! volverme loco habría sido una bendición en comparación con lo que sentía —la llevó otra vez al sofá y se sentó junto a ella—. Sophie, dime que me amas —suplicó en un susurro. Sophie se volvió hacia él, rodeándole el cuello con los brazos cuando el amor comenzó a brotar de ella en dulces explosiones de gozo. —Te amo —murmuró. Patrick la estrechó con fuerza. —No hay palabras suficientes para expresar lo mucho que te amo — susurró él, contra los labios de la joven. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para liberar sus brazos, luego los alzó para enmarcar con las manos el rostro amado. Al mirar la sensual oscuridad verde de los ojos de Patrick, Sophie temblaba por el tumulto de emociones que se arremolinaban dentro de ella. —Te he amado desde hace tanto, que me parece que ha sido desde siempre —susurró con voz agarrotada por la pasión y respirando con dificultad—. ¿No podías sentir la fuerza de mi amor… sobre todo cuando hacíamos el amor? —Quizá —murmuró él—. Pero yo podría hacerte la misma pregunta… ¡Ah, mi amor, si supieras lo difícil que me fue contener esas palabras cuando hacíamos el amor! —Estás hablando con alguien con gran experiencia en similar situación —dijo Sophie con voz trémula. —Mi vida, sé que dejé que el asunto del matrimonio se saliera de toda proporción en mi mente. Pero sólo porque pensaba que complicaría todo si me enamoraba se ti… —Patrick, nada de eso importa ya. —Excepto que todavía no resolvemos lo del matrimonio… —Lo resolveremos anulándolo —afirmó ella—. No quiero que te sientas atrapado porque me amas. —¿Qué? —Patrick, mi amor, sé que muchos hombres se asustan del matrimonio, que… —Yo no soy así. —… les parece… ¿cómo dijiste? —Que no soy así —Patrick la miró con expresión enigmática. —Bien, lo que quería decir es que… pues, que el hecho que dos personas se amen, no significa necesariamente que deban casarse.
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—Supongo que lo dices por ti —murmuró Patrick—. Porque yo, en lo personal, no puedo encontrar mejor razón para casarse que el amarse… a menos, claro, que una de las partes necesite con urgencia un pasaporte. —Qué chistoso. —Sophie, ya he tratado de explicarte la seriedad con la que considero el matrimonio. He intentado explicarte por qué el nuestro me perturbaba tanto. Me hacía sentir incómodo porque lo celebramos por las razones inadecuadas, sin embargo, te amaba… no me parecía correcto, sencillamente. ¿Puedes entenderlo? Ella asintió. —Pero, pensándolo bien, hay algo de absurdo en el hecho de que un hombre quiera anular su matrimonio con la mujer que ama para poder volverse a casar con ella por las razones correctas, ¿no te parece? Sophie lo estaba mirando, pero el rostro de él se había tornado un poco borroso y ella sentía una sensación casi dolorosa en la región de los pulmones. —Yo… —la palabra brotó como un leve graznido, de modo que lo volvió a intentar. Esta vez no brotó ningún sonido. —Está bien —suspiró él—. Si la idea de casarte conmigo no te gusta, nos divorciaremos y viviremos sólo como… —¡No! —exclamó ella, restaurada su facultad de hablar como por milagro—. ¡Lo que más deseo en la vida es estar casada contigo! —Pero lo estás —dijo él riendo con suavidad. —Sí, pero siempre dijiste que querías anular el matrimonio —protestó Sophie—. Incluso cuando hablabas de resolver las cosas entre nosotros… era bajo la condición de anularlo. —Lo sé. Parece que dije muchas estupideces —murmuró Patrick, recorriendo con los labios la mejilla de la joven, húmeda de lágrimas—. ¿Quisieras cerrar la fuente de lágrimas? Estoy a punto de proponerte matrimonio. —Ignora las lágrimas, es lo que yo estoy haciendo. Son sólo el subproducto de un exceso de abrumadora felicidad —contestó ella con regocijo—. Y, de cualquier manera, ¿cómo puedes proponerme matrimonio? ¡Ya estamos casados! —Tenía pensada una forma de hacer la proposición tomando en cuenta ese obstáculo menor —dijo él con una risa gutural—. ¿No crees que debería quitarme el suéter antes que ese diluvio de felicidad me lo encoja? —Sólo después de escuchar esa bien formulada proposición. —Quizá no hay palabras adecuadas —empezó él con suavidad, echándole atrás la cabeza para mirarla con ojos pletóricos de amor—. Excepto que quiero que seas mi esposa, ahora y para siempre… pues en mi corazón no has sido nada menos desde hace mucho tiempo.
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Sophie estaba tratando de decir algo, pero lo único que brotó de su garganta fue un jadeo de ansia cuando las manos de su amado comenzaron a recorrer su cuerpo con sensualidad. —¿Sabes de algún joyero decente? —preguntó él, sin lograr dar a su voz el tono calmado que hubiera querido—. Necesitaremos un anillo o dos. —¿Un anillo o dos? —repitió ella con voz sofocada por la excitación que estaba causando Patrick con sus manos sabias y amorosas. —Ya sabes, anillos de boda y esas cosas. Dígame, señora Carlisle, ¿qué le parecería si reunimos a nuestros familiares y amigos para tener una pequeña ceremonia, una renovación de nuestros votos conyugales? — aparentemente ajeno a los esfuerzos que ella hacía para expresar en palabras la dicha que la embargaba, él continuó—: Nuestros respectivos clanes tendrían la posibilidad de conocerse. ¿Qué te parece? —¿Qué me parece? —dijo Sophie entre risas y lágrimas—. ¡Creo que… que tienes las ideas más maravillosas y románticas! —Sí, ¿verdad? —coincidió él con modestia, inclinando la cabeza hacia la de ella y mordiéndole con suavidad el lóbulo de la oreja—. ¡Oh, Sophie Carlisle!, ¿qué haces? —exclamó cuando Sophie comenzó a subirle el suéter para sacárselo por la cabeza. —Te quito el suéter para que no se te encoja —explicó ella con regocijo. —Y no me opondré si tienes en mente tomarte otras libertades — susurró él, dándole con las manos algunos indicios de las libertades a las que se refería mientras le quitaba la blusa, provocando en ella estremecidos jadeos de placer—. De hecho, estoy ansioso de todas las libertades que te quieras tomar conmigo… por el resto de nuestras vidas. —Por el resto de nuestras vidas —repitió ella con voz trémula—. Para ser un hombre que llama pan al pan y al vino vinagre, eres muy elocuente… mi querido esposo.
Fin
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