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Spanish; Castilian Pages 428 Year 2009
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BIBLIOTECA ÁUREA HISPÁNICA Universidad de Navarra
Editorial Iberoamericana / Vervuert
Dirección de Ignacio Arellano, con la colaboración de Christoph Strosetzki y Marc Vitse. Secretario ejecutivo: Juan Manuel Escudero.
Biblioteca Áurea Hispánica, 58
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MATERIA CRÍTICA FORMAS DE OCIO Y DE CONSUMO EN LA CULTURA ÁUREA
ENRIQUE GARCÍA SANTO-TOMÁS (ED.)
Universidad de Navarra • Iberoamericana • Vervuert • 2009
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Bibliographic information published by Die Deutsche Nationalbibliothek Die Deutsche Nationalbibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie;detailed bibliographic data are available on the Internet at http://dnb.ddb.de.
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Depósito Legal: Cubierta: Cruz Larrañeta Impreso en España por Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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ÍNDICE
I. INTRODUCCIÓN ........................................................................
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Enrique García Santo-Tomás Barroco material / material barroco...................................... 11
II.VISIONES
DEL OCIO URBANO
.................................................... 33
Pedro Ruiz Pérez Días lúdicos: juego, ocio y literatura ...................................... 35 Nieves Romero-Díaz El discurso reformista de Luisa de Padilla y María de Guevara ante las novedades y vicios de una sociedad en crisis ...................................................... 59 María del Valle Ojeda Calvo Una forma de ocio cortesana y popular en el teatro del Siglo de Oro: la corrida de toros.................. 77 Jesús Pérez-Magallón Mundos y modos: materias reales de vida cortesana en el tiempo de los novatores................................................ 103
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III. EL
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ARTE DE ACUMULAR: LIBROS, PINTURA, COLECCIONISMO
...... 125
Héctor Urzáiz Tortajada El libro áureo: un tótem cultural frente a los índices de la Inquisición ...................................... 127 Arantza Mayo Los libros religiosos como posesiones personales en el Siglo de Oro español.................................................... 149 Javier Portús Significados sociales en el bodegón barroco español.............. 169 Antonio Sánchez Jiménez Bodegones poéticos: pintura, fruta y hortalizas como bienes de consumo moral y literario en Lope de Vega y Luis de Góngora .................................... 191
IV. EL
LUJO Y LA CULTURA DE LA IMAGEN
.................................... 211
Bernardo J. García García Regalos diplomáticos y bienes suntuarios en la corte española (1580-1665) .......................................... 213 Elena del Río Parra Objetos efímeros. Apuntes sobre la percepción del valor y la cultura de la imagen en los Siglos de Oro ...... 253 Alejandro López Álvarez Los vehículos representativos en la configuración de la corte virreinal: México y Lima, 1590-1700 .................. 269
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V. EL
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APETITO DE LO PROHIBIDO
.................................................. 293
Alfredo Alvar-Ezquerra Comer y «ser» en la Corte del Rey Católico. Mecanismos de diferenciación social en el cambio de siglo .. 295 Santiago Fernández Mosquera El tabaco en el XVII: entre lo cotidiano y lo literario. La paradoja del ‘doctor tabaco’ en Quevedo y el entremés El médico del tabaco .......................................... 321
VI. TEXTOS (ENTRE)TEJIDOS ........................................................ 339 Encarnación Juárez-Almendros El consumo textil y la producción de ideologías textuales: aportaciones teóricas al estudio de las letras áureas ................................................ 341 Marcella Trambaioli La cultura material de las ciudades italianas en el teatro aurisecular: telas, cortes, armas, oro de Milán….. 355 María M. Carrión Intereses (in)vestidos. Fábrica, industria y vestuario en Don Gil de las calzas verdes................................................ 383
VII. BIBLIOGRAFÍA
SELECTA
.......................................................... 405
VIII. COLABORADORES ................................................................ 419
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Enrique García Santo-Tomás University of Michigan, Ann Arbor
1. Barroco material / Material barroco El presente volumen reúne una serie de artículos de naturaleza y temática diversa con el propósito de reflexionar sobre los modos de consumo más significativos de la España de los siglos XVI y XVII. Siguiendo un criterio de interdisciplinariedad, ofrece modelos de exploración crítica que, ya desde sus propias metodologías, eliminan las categorizaciones tradicionales que han separado tanto a disciplinas (la literatura del arte, la sociología de la antropología) como a las diferentes variantes dentro de cada una de ellas (la historia social frente a la historia cultural, la historia militar frente a la historia económica, etc.). Concibe entonces lo que podría denominarse una «cultura de consumo aurisecular» no tanto como objeto de análisis cerrado y estático, sino más bien como un proceso de continuas variaciones en el que se van sucediendo avances y retrocesos, luchas y alianzas entre el sujeto y el objeto que se anhela, que se adquiere, que se disfruta en el ámbito seglar y en el religioso. Desde la reflexión de dieciséis distinguidos especialistas, Materia crítica capta una serie de momentos que resultan paradigmáticos de lo que fue, o pudo ser, la resonancia de tal o cual elemento incorporado al mercado metropolitano, de las con-
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troversias que provocó, de su resistencia al olvido y de su gravitación a la expresión artística.Y escribo de lo que pudo ser porque, al igual que la fantasía que encierra lo íntimo y personal de todo consumo, su reconstrucción varios siglos después contiene también, en muchos casos, un margen de hipótesis e imaginación. Es éste, por consiguiente, un proyecto que se centra tanto en la aparición de modelos específicos de conducta como en su rentabilidad estética en el terreno de la literatura o el arte, por dar tan sólo dos casos que cuentan aquí con un amplio espectro de indagaciones. En última instancia, se trata de una antología de trabajos que testimonia un quehacer crítico en el cual se vuelve a una «cultura del Barroco» que, cuanto más a fondo se conoce, más caleidoscópica y menos binaria —en la tradicional y manida dicotomía poder/resistencia— resulta ser. Y nada mejor para romper este cliché que las múltiples estrategias de circulación y tácticas de disfrute que provocaron determinados bienes en el mercado áureo. Si por lo general se ha concebido este período como el triunfo del individualismo, situando al sujeto en el centro de análisis, se trata ahora de invertir los términos y preguntarse cuál ha sido el papel del objeto, qué relevancia ha tenido en la formación de esta cultura cuyo gran dinamismo y porosidad no se hubiera podido dar de otra manera. Como bien ha señalado Daniel Miller en su clásico estudio Material Culture and Mass Consumption, la evaluación y análisis de cualquier cultura debe estar siempre basado en una relación dinámica entre sujetos y objetos, y no del estudio de tal o cual cosa en particular1. Esta evaluación de lo dinámico es también el rasgo de originalidad más evidente del presente volumen, en cuanto que conduce a una suerte de desequilibrio en la relación siempre conflictiva que se establece entre el consumidor y el objeto consumido. Pero se trata de un desequilibrio fértil, positivo: frente a estudios y métodos previos, se busca ahora un avance que aporte nuevas reflexiones —que vaya proveyendo, en cierta forma, de contenidos— a esta rúbrica tan compleja como es la de «cultura material», cuya existencia en la crítica hispánica parece estar todavía en estado de mantillas. Lamentablemente no parece haber una tradición crítica, al menos en España, que haya ofrecido las bases teóricas y metodológicas de ésta que parece ser ya una
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Tesis ésta que define su clásico libro de 1987, incluido en la Bibliografía.
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disciplina más allá de nuestras fronteras, así como de sus case studies. No se dado, por ejemplo, un estudio en profundidad de lo que fueron los modos de consumo de productos como el tabaco o el chocolate en la metrópolis del siglo XVII2, así como de su reflejo en la expresión literaria o pictórica; hasta el reciente libro de Encarnación Juárez Almendros, por ejemplo, poco se había escrito sobre la importancia de tal o cual materia en la configuración del ajuar masculino y en la construcción de la identidad del urbanita barroco, pese a contar con el magnífico catálogo de tipos y prendas llevado a cabo por Carmen Bernis. No se ha llevado a cabo tampoco una reflexión a fondo sobre el efecto que pudo tener la presentación de los juegos de naipes en la percepción de lo geográfico (lo madrileño frente a lo sevillano…) o lo genérico (lo masculino frente a lo «afeminado», la casa de juego como ámbito homosexual…), a pesar de contar con los cimientos críticos ya magistralmente erigidos por Jean-Pierre Étienvre, quien no tocó los discursos de reforma de este fenómeno; y no mucho más se ha escrito sobre cómo determinados productos que permitían el funcionamiento del ente doméstico —carbón, vidrio, madera, cera— podían acabar siendo metonimias de la identidad de quien las producía o las distribuía —los famosos carboneros lopescos, por dar tan sólo un caso. De algunas de estas materias, ya sean naturales o manufacturadas, se encargan los artículos aquí reunidos, en los cuales se va más allá de la mera catalogación o clasificación para detectar los posibles funcionamientos económicos, míticos o religiosos, así como su latente simbología sexual, racial o incluso de clase. El difícil trabajo de catalogación está ya, en muchos casos, muy bien hecho; falta entonces conectar el objeto a sus emanaciones secretas. Así pues, bastante terreno hay ya cubierto que funcione como punto de partida para el crítico moderno. Las líneas de investigación en el campo de la literatura en torno a lo que podría llamarse estudios de la vida cotidiana, o los estudios de bibliografía que han dado cuenta de la historia del libro y de la imprenta en España y sus colonias, o la historia cultural centrada en nuestros Siglos de Oro como la llevada a cabo por José Antonio Maravall, o lo que ha venido a denominar-
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El libro de Norton, New World of Goods: A History of Tobacco and Chocolate in the Spanish Empire, 1492-1700, 2008, es quizá el trabajo más completo de los últimos años en este campo.
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se historia de las mentalidades, son trayectorias de largo recorrido, múltiples ramificaciones y excelentes frutos. Los utilísimos trabajos en la primera mitad del siglo XX a cargo de José Simón, de Ludwig Pfandl, de Miguel Herrero-García, de Marcelin Defourneaux o de José Deleito y Piñuela, por dar tan sólo un reducido número, sirvieron y siguen sirviendo al estudioso contemporáneo de diversas formas a la hora de entender la cultura áurea. Pero no deja de existir en muchos de ellos —y pienso por ejemplo en el Madrid de Deleito— un irrefrenable lirismo, un pintoresquismo permanente, unos juicios de valor a veces tocantes en lo sexista, un espíritu militante de cruzada de ridículos tintes maniqueos… un tratamiento del pasado, a fin de cuentas, como un lienzo remoto, extraño a veces, casi siempre curioso. Pienso entonces que resultaría mucho más sugerente el detectar patrones repetidos, en ver aquello que aparentemente puede resultar absurdo —comer barro cocido— o aberrante —calzar un zapato varias tallas más pequeño— como síntoma moderno, no tanto en el resultado en sí sino más bien en el origen del hábito y en las controversias que genera; cómo llegar al fondo de la cuestión, en otras palabras, sin abandonar esta distancia insuperada con el pasado para poder así entender el objeto de consumo como interrogación y como lo que siempre fue y será siendo: como acuciante problema. El problema —o los problemas— comienzan por la propia atribución de las categorías sujeto-objeto en el período que nos ocupa, y en especial en cómo estas categorías son puestas a prueba —desmontadas, invertidas, burladas— por la creación artística. Una verdadera indagación sobre la vida social de cada objeto puede, por consiguiente, obligarnos a repensar cuestiones tan elementales como qué es lo que entendemos por objeto y por sujeto en la cultura áurea, lo que es el acto de objetivar y lo que significa personalizar. Es decir, a través de los procesos de un mercado proto-capitalista que genera la dinámica constante de anhelar, consumir y desechar lo nuevo, qué supone redefinir los términos de esta dialéctica que, como ha recordado el propio Miller en fechas recientes, resulta tan limitada3. Es importante, como demostró hace ya va rias décadas la etnografía de Pierre Bourdieu, comprender cómo se crea la noción de un sujeto en sus objetivaciones, como «the things that people make, make people» (la
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Miller, 2005.
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frase es de Miller)4. Este es un aspecto —según subrayó en su momento el sociólogo francés— que resulta de enorme importancia para entender no sólo cómo se construye una psicología individual, sino también una conciencia de grupo. Fue de hecho Bourdieu quien, en estudios seminales publicados a fines de los años setenta, determinó el objeto como portador de un extraordinario grado de flexibilidad, ejerciendo así sutiles grados de distinción mediante sofisticados mecanismos de discriminación, e incluso generando —siguiendo su famoso concepto de habitus— procesos de reproducción social5. El ejemplo más radical de este proceso acaso radicaría en estudiar cómo se destruye muy frecuentemente esta dialéctica cuando los objetos se personifican y las personas se hacen objeto. Un ejemplo ilustraría esta dinámica: me interesa menos el explotar el efecto de sorpresa del bañista en el Manzanares que rescata Deleito en ese Madrid en el que «también se divierte el pueblo» (¿alguien lo dudó alguna vez?), y más el preguntarme la razón por la cual la poesía del momento personifica al río y «cosifica» al bañista, haciendo del consumidor el consumido; cuáles son las razones, cómo se lleva a cabo esta inversión, qué efecto tiene en el lector del momento y en nosotros mismos. De algunas de estas preguntas se ha encargado este campo tan versátil —en cuanto abarca disciplinas como la sociología, la etnografía, la antropología…— que conocemos como material culture. La crítica extranjera, como sugiero entonces, le lleva a la española unas cuantas leguas de ventaja. Una primera aproximación al período que aquí se recorre arroja un saldo tan abundante como poco conocido; piénsese, por ejemplo, en la cantidad de antologías que en los últimos años han reunido a críticos dedicados al estudio de la cultura jacobea e isabelina desde perspectivas semejantes a las que aquí se exponen. La riqueza mercantil del Renacimiento y Barroco europeo ha sido estudiada, por dar tan sólo dos ejemplos, por Simon Schama en The Embarrassment of Riches. An Interpretation of Dutch Culture in the Golden Age y por Lisa Jardine en Worldly Goods. A New History of the Renaissance. Ann Rosalind Jones y Peter Stallybrass son autores del ex-
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Miller, 2005, p. 38. La categoría social del objeto y su conexión con la noción de gusto personal es uno de los temas que articulan su clásico estudio de 1984; el «fetichismo» de la obra de arte y del coleccionista se analiza en Bourdieu, 1988. 5
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celente Renaissance Clothing and the Materials of Memory, y el mismo Stallybrass es coeditor, junto a Margreta de Grazia y Maure e n Quilligan, del libro seminal Subject and Object in Renaissance Culture. Aquel que sienta particular interés por la ciudad de Londres en esta época puede acercarse a Material London, ca. 1600, editado por Lena Cowen Orlin, o a Londinopolis. Essays in the Cultural and Social History of Early Modern London, editado por Paul Griffiths y Mark S. R. Jenner. Y quien desee alejarse de este ámbito geográfico y disciplinar para adentrarse en otros territorios puede consultar, por dar tan sólo tres casos de especialistas no anglosajones, los formidables libros de Raffaella Sarti, Vita di casa. Abitare, mangiare, vestire nell’Europa moderna, Michel Jeanneret, Des Mets et des mots. Banquets et propos de table a la Renaissance y Daniel Roche, Histoire des Choses Banales; naissance de la consommation, XVIIe-XVIIIe siècles. Este reducido catálogo no sólo ejemplifica la labor de un grupo de investigadores que han seguido ofreciendo apasionantes propuestas de análisis en libros posteriores, sino también una suerte de abandono de modelos críticos que parecían haberse agotado ya en la década de los ochenta. El escrutinio del objeto como árbitro cultural y no sólo como mero producto de consumo ha invitado a un análisis que entra en contacto con lo que, desde el ámbito de la crítica inglesa, se denominó en su momento Nuevo materialismo6. La propuesta, que suponía una evolución más que una ruptura con lo previo, inició un fértil diálogo con algunos de los presupuestos establecidos por el Nuevo Historicismo en Norteamérica, acercándose ahora al universo cultural de los Shakespeare, Spenser o Marlowe bajo nuevas premisas. La cultura material del período y sus implicaciones sociales, económicas y políticas7, que definían el denominado Materialismo cultural (para algunos tan sólo la hermanastra inglesa del ya citado Nuevo Historicismo), dio lugar a excelentes análisis interdisciplinarios sobre los sistemas de intercambio, las zonas de contacto y los nuevos mercados de esta modernidad temprana en el Occidente europeo dentro de esta atención 6
Ver, para una mayor profundización, Bruster, 2001; Gil Harris, 2000. La antología de Fumerton y Hunt puede considerarse una de las ediciones colectivas más representativas hasta el momento. 7 Los ejemplos son demasiados para una sola cita; cercano a nuestro enfoque, no obstante, es el breve apunte de Kearney, 2000, resultado de un simposio celebrado en la Universidad de Pennsylvania sobre cultura material.
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por la cultura del objeto8. Más allá de determinados frutos que han logrado una resonancia posterior más que notable —el ya citado libro de Raffaella Sarti cuenta con traducciones a varias lenguas— lo verdaderamente importante de esta aproximación al pasado trasciende toda etiqueta (Nuevo Historicismo, Materialismo Cultural, Nuevo Materialismo…), para, creo yo, extender su lente crítica a otras disciplinas como la antropología, la arqueología, la historia, la sociología o la etnografía9.Y aunque tras algunos de estos proyectos late todavía la resonancia conceptual del Marxism and Literature de Raymond Williams, la acuñación de «materialismo cultural» registra un sentido notablemente diferente del inaugurado por la antropología de Marvin Harris a fines de los sesenta, dado que, a diferencia del marxismo de Williams, su orientación es contemporánea y estudia también cómo la cultura presente utiliza el pasado desde sus palabras y objetos; o, en otras palabras, cómo la cultura material de nuestro propio pasado nos define en el presente10. Resultante de esta tendencia, la acuñación de cultura material surge así como un área de estudio no disciplinar, sin antepasados visibles, y abierta a todo tipo de enfoques más allá del meramente literario. Desde su origen ligado primordialmente a la arqueología y al estudio de objetos encontrados (de escuelas como la de Victor Buchli, por ejemplo), o desde las teorías de consumo estudiadas por Daniel Miller en los años ochenta y noventa, el término parece haberse extendido rápidamente a través de colecciones y revistas de creciente prestigio11. En los últimos años, por ejemplo, los estudios de cultura material han ido apareciendo en revistas como Journal of Material Culture, Cultural Trends, October o Representations, que han abrazado esta «no-disciplinariedad» como una de sus virtudes prácticas y ventajas conceptuales. En ellas se parte, muy esquemáticamente, del hecho de que el manejo y significado de objetos no ha dado lugar a una disciplina autóno-
8 Ver, por orden cronológico Dollimore y Sinfield, 1985; Sinfield, 1992; de Grazia, Quilligan y Stallybrass, 1995, especialmente pp. 1-13; Jardine, 1996, especialmente el sexto capítulo, «A Culture of Commodities»; Barkan, 1999; Jones y Peter Stallybrass, 2001. 9 Los mejores comentarios sobre este nuevo debate son los de Kiernan, 1996; Colebrook, 1997. 10 Me refiero a Gil Harris, 2000, y a Williams, 1977. 11 Ver Buchli, 2002; Miller, 1987.
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ma, tal y como el uso del lenguaje ha hecho con la lingüística; de la premisa de que los objetos son ya en sí significativos —más allá del significado que transmitan— permitiendo al estudioso ampliar el campo de análisis a cuestiones de identidad en la relación sujeto-objeto; y de la evidencia de que los consumidores son, en este sentido, un campo de exploración tan importante como lo pueda ser el de los productores. Frente a esta constante renovación, más sosegado parece ser el ritmo exploratorio de su vecino hispánico, que ha sabido sopesar muy bien hasta qué medida lo que funciona para la literatura isabelina puede ser o no trasladado fructíferamente a la España de los Austrias y, por tanto, el fetichismo de las etiquetas ha sido menos notable12. Aun así, no se trata tampoco de un aislamiento total: los últimos años han sido testigos de diversas propuestas —de importante calado pero escasísimas en número debido fundamentalmente a reticencias editoriales— que han buscado nuevas formas de leer a los «clásicos», defendiendo en ocasiones la imperiosa necesidad de ofrecer una visión más orgánica e integradora del fenómeno literario a través de los posibles discursos que facilitan o dificultan el producto cultural13. Partiendo de un análisis de la cultura en el que no se alce un discurso estético por encima de los demás, creo es aún difícil poder hablar de una trayectoria establecida de «estudios culturales pre-modernos» siguiendo la propuesta subyacente en otras cronologías (pienso en la España contemporánea), tanto por las dificultades conceptuales como por la falta de modelos. No existe tal trayectoria, ni se pretende inventar ningún modelo nuevo de análisis en el presente volumen. Materia crítica, no obstante, se aproxima al proceso de crecimiento de ciudades y de redes económicas de la cultura áurea en la Península y en algunas de sus colonias a través del acercamiento a objetos cotidianos que en ocasiones se convierten en auténticos «dioses del mercado». Cuando Quevedo denuncia con saña la molicie de sus contemporáneos en su famosa letrilla satírica «Poderoso caballero es don dinero», o cuando se publican los Decretos suntuarios (1619-1625) prohibiendo determinadas
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Esta circunstancia se señala con gran acierto por McKendrick, 2000. por ejemplo, Johnson, 2001, en donde lee al novelista en relación con el cambio del mundo feudal al mercado capitalista, utilizando aportes de antropólogos y sociólogos modernos. 13 Ver,
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costumbres y regulando bienes de consumo, se está avanzando ya lo que será una preocupación fundamental de determinados centros urbanos con respecto a objetos muy concretos: el velo, el guardainfante, las joyas… que junto a otros como las armas, los naipes o los devocionarios cobran protagonismo en esta antología14.
2. Formas de ocio y de consumo en la cultura áurea Son estas inquietudes, examinadas a la luz de la creación estética, las que ocupan las páginas del presente libro. El controvertido asunto del ocio y el juego cuenta en este volumen con cuatro reflexiones: en «Días lúdicos: juego, ocio y literatura», Pedro Ruiz Pérez analiza la emergencia de un nuevo espacio urbano, ya no exclusivo de caballeros y letrados, que viene marcado por ser «el de la no ocupación, el de la liberación de las servidumbres de lo cotidiano» (p. 54). Detecta también con ello la existencia de la condena moralista, que pone de manifiesto el paralelismo entre el juego y la literatura, «a partir del debate entre la utilidad y el deleite, con la reivindicación progresiva de un espacio para este último, pasando por unos argumentos de justificación, basados en la capacidad formativa y en el valor de la eutrapelia» (p. 53) y el valor del juego como elemento central tanto en los contenidos como en la transmisión de la cultura. Como contrapunto, Nieves Romero-Díaz estudia en «El discurso reformista de Luisa de Padilla y María de Guevara ante las novedades y vicios de una sociedad en crisis» la evocación por parte de estas dos mujeres escritoras de una sociedad armónica con mayor protagonismo femenino. Romero Díaz examina cómo estas dos voces construyen en sus manuales un discurso que «controla la ociosidad del Barroco y ayuda a recomponer armónicamente el cuerpo del Estado según unos modelos de actuación que responden a valores que pugnan con las novedades del momento» (p. 72). En su artículo «Una forma de ocio cortesana y popular en el teatro del Siglo de Oro: la corrida de toros», María del Valle Ojeda Calvo hace un completo repaso de la representación del fenómeno taurino en las letras áureas. Ojeda Calvo in14
Resulta inmejorable como primera consulta el conocido libro de Sempere y Guarinos, Historia del lujo y de las leyes suntuarias en España; más recientemente, Rodríguez Cacho, 1989, pp. 103-165; González Cañal, 1991; Sánchez Jiménez, 2002.
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dica que este tipo de espectáculo fue aventajada ocasión de propaganda social nobiliaria en forma de promoción personal o favor real. Por ello estos espectáculos fueron importantes en el imaginario urbano, y recogidos en libros, grabados, estampas o pinturas; el teatro, en concreto, documentó una y otra vez la fiesta taurina «no sólo para dar colorido costumbrista a la escena sino también, y sobre todo, para simbolizar la actitud del personaje ante la vida, ya que el toro mide el valor, la nobleza, la generosidad y la destreza del matador» (p. 98). Cierra este primer espacio crítico el artículo «Mundos y modos: materias reales de vida cortesana en el tiempo de los novatores», en el cual Jesús Pérez-Magallón demuestra cómo las maneras y el modo de vida que se lleva en la corte del primer Borbón acusan más continuidad que discontinuidad con las del último Austria. A través de una serie de ejemplos sobre la vida cultural del momento, su aportación evidencia una circunstancia pareja en cuanto a lo que fue la materialidad de la vida social en el intervalo histórico que va de 1675 a 1725. Cuatro artículos reflexionan sobre el fenómeno de la acumulación y el coleccionismo. Los dos primeros lo hacen en torno a la problemática del libro áureo, uno desde el punto de vista seglar, el otro desde el religioso. Héctor Urzáiz Tortajada escribe en «El libro áureo: un tótem cultural frente a los índices de la Inquisición» sobre las fuerzas represivas en el Siglo de Oro a través del uso del libro, en un momento en que se tuvo que «imponer a enemigos feroces e infatigables» (p. 128), siendo evidente que «la influencia sobre la literatura española del tribunal de la Inquisición y otros órganos políticos de censura» (p. 128) fue clave a lo largo de toda su historia, tanto bajo gobiernos católicos y absolutistas como liberales e ilustrados. A través de una serie de fascinantes ejemplos, Urzáiz sostiene que la persecución inquisitorial áurea fue, en ocasiones, acicate para la buena producción literaria tanto como para —desde la prohibición— su mismo éxito.Arantza Mayo, por su parte, adopta una perspectiva diferente, ofreciendo en «Los libros religiosos como posesiones personales en el Siglo de Oro español» una serie de consideraciones en torno a lo que hasta ahora se puede afirmar acerca de las cualidades materiales del libro áureo y su posesión en la España del Siglo de Oro, defendiendo que «la cultura espiritual unifica más que cualquier otro aspecto a los españoles del Siglo de Oro y que en estos volúmenes tan poco estudiados yacen claves fundamentales para profundizar en el conocimien-
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to de la sociedad y mentalidad de esta época» (p. 165). Dos trabajos más —uno de tipo teórico, el segundo más centrado en la expresión poética— se encargan de analizar la presencia del bodegón en esta cultura de consumo. En «Significados sociales en el bodegón barroco español», Javier Portús estudia hasta qué punto existía «tanto en pintura como en literatura una retórica de los objetos que sin duda es expresión de una realidad cotidiana, y que vinculaba a las diferentes formas y materiales un determinado valor social» (p. 171). Desde esta tesis Portús traza un fascinante recorrido de objetos y materias a través de las letras del período, desentrañando, en última instancia, la íntima relación entre estatus social y procesos representacionales en el siglo XVII. Su ensayo tiene un perfecto complemento en «Bodegones poéticos: pintura, fruta y hortalizas como bienes de consumo moral y literario en Lope de Vega y Luis de Góngora». Su autor, Antonio Sánchez Jiménez, se detiene en el simbolismo de las frutas y verduras en el conocido pasaje del Isidro (1599) en que aparece una detallada lista de alimentos rústicos, en relación con sus fuentes y en contraste con la serie que incluyó Luis de Góngora en su Fábula de Polifemo y Galatea (1613). Desde esta contraposición el autor indica cómo las listas de Lope y Góngora funcionan como bodegones literarios con el fin de atraer la atención del público urbano hacia una materia privilegiada para la reflexión moral, así como para releer a los clásicos en el contexto de las disputas literarias del momento. Los objetos de lujo, desde lo más pequeño del regalo personal hasta la grandiosidad de los coches, reciben atención crítica en tres trabajos: a través de la documentación generada por los pasaportes o licencias de paso conducida por monarcas españoles para permitir que determinados bienes suntuarios pudiesen cruzar las fronteras propias sin tener que pagar derechos aduaneros, Bernardo García García estudia en «Regalos diplomáticos y bienes suntuarios en la corte española (1580-1665)» los datos referidos a la «estancia de personajes ilustres, a los intercambios entre las casas reinantes, y a las concesiones de privilegios relacionados con la saca (salida) de bienes prohibidos o fuertemente gravados con derechos de exportación» (p. 217). Su recorrido es de gran interés para la historia del arte, la corte y la diplomacia, y en general, para la historia de la cultura material, dado que estas series documentales «proporcionan un pormenorizado registro de los bienes suntuarios que consumen y adquieren príncipes
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soberanos y sus familiares, diplomáticos, miembros de la alta nobleza y el alto clero, h o m b res de negocios y grandes financieros de la Corona, militares de alta graduación, inquisidores, visitadores, veedores, consejeros y jueces de los tribunales reales, e instituciones eclesiásticas tales como monasterios e iglesias bajo patronazgo real» (p. 217). Elena del Río Parra examina en «Objetos efímeros. Apuntes sobre la percepción del valor y la cultura de la imagen en los Siglos de Oro» lo que denomina «el nacimiento de la auténtica cultura de la imagen» (p. 257) en la cual el artículo de lujo se convierte en objeto de demanda de base, para un tipo determinado de consumidor —el llamado «tercer estado»— formado por gentilhombres hidalgos, campesinos y ganaderos algo acomodados, comerciantes, funcionarios, pecheros y censualistas. Su ensayo demuestra cómo «una sociedad altamente codificada como la áurea, que se apoya en los signos de estatus para salvaguardar las diferencias de rango, no tolera la manera en que sus símbolos se vacían de significado y se combinan por la única regla de una acumulación errática» (p. 262). Por último, Alejandro López Álvarez analiza en «Los vehículos representativos en la configuración de la corte virreinal: México y Lima, 1590-1700» la problemática suscitada por el uso de estos vehículos que tanto alteraron la imagen de la corte y el cortesano. Su trabajo se centra en cómo la asociación entre el coche y el noble se fraguó mediante licencias que fueron continuadas por una fiscalización de su uso e intentos varios de controlar quién debía tenerlo y quién no. La legislación sobre los coches en Castilla fue seguida en las cortes virreinales de Indias y, de la misma manera que sucediera en la metrópoli, la literatura generó los mismos motivos destinados a justificar su uso en ciertas capas sociales y a denigrarlo en otras. El consumo de productos que podrían denominarse cotidianos, con todo su bajage de controversias y prohibiciones, es objeto de dos ensayos. Alfredo Alvar-Ezquerra se centra en su artículo «Comer y “ser” en la Corte del Rey Católico. Mecanismos de diferenciación social en el cambio de siglo» en la fortuna social y comercial de una serie de productos de consumo como la cera, la nieve o el pan en el Madrid las últimas dos décadas del siglo XVI. Sostiene el conocido historiador que no fue sólo el consumo de estas materias el que determinó la posición social de su consumidor, sino que también fue la misma producción por parte de gremios y particulares la que ya tuvo en cuen-
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ta una clientela teórica o concreta a la que había que seducir tanto como «poner en su sitio». Santiago Fernández Mosquera recorre el uso del tabaco en su artículo «El tabaco en el XVII: entre lo cotidiano y lo literario. La paradoja del ‘doctor tabaco’ en Quevedo y el entremés El médico del tabaco». Demuestra cómo los testimonios sobre el uso del tabaco en el autor de El Buscón, por lo general relegados a un tipo de literatura burlesca y popular —«único lugar en el que se veía apropiado relatar literariamente el consumo placentero del tabaco» (p. 328)— no suponen una transformación literaria ni generan tópicos significativos en los textos en que aparecen, sino que más bien se integran, como una exempla más, en ellos. Tres trabajos se acercan al gremio de la producción textil, tan importante en esta época. En «El consumo textil y la producción de ideologías textuales: aportaciones teóricas al estudio de las letras áureas», Encarnación Juárez Almendros ofrece un completo estado de la cuestión en torno al fenómeno de la ropa como agente de formación social, en donde la moda «como moldeadora del cuerpo individual y social en conflicto de intereses caracteriza precisamente la época del renacimiento europeo» (p. 342). Todo análisis sobre el fenómeno, sostiene Juárez Almendros, «debe tener en cuenta que los códigos de la vestimenta están en continuo proceso de cambio y que el traje es un testimonio tanto del componente histórico y de las prácticas sociales, culturales y políticas como de las más íntimas emociones y actitudes de los personajes exteriorizadas en su aspecto» (p. 343). En un riquísimo recorrido por cerca de una cincuentena de textos dramáticos del teatro áureo, Marcella Trambaioli se plantea en su artículo «La cultura material de las ciudades italianas en el teatro aurisecular: telas, cortes, armas, oro de Milán…» hasta qué punto y con qué modalidades y eventuales implicaciones ideológicas el lenguaje literario de la comedia nueva acoge los artefactos y productos de las ciudades de Italia, afirmando que «las ciudades italianas quedan connotadas por los clichés más populares y universalmente reconocidos, que sólo en algunas ocasiones tocan aspectos productivos y crematísticos» (p. 359). Finalmente, María Mercedes Carrión argumenta en su artículo «Intereses (in)vestidos. Fábrica, industria y vestuario en Don Gil de las calzas verdes» que las calzas del protagonista son una indumentaria que le permite a Tirso dramatizar un conflicto entre los objetos suntuarios y cómo éstos señalan a los sujetos que los poseen. La figura del
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travestido forja «una presencia escénica que con su traje no se alineaba con ninguno de los roles sexuales estipulados en las ficciones regulatorias del momento» (p. 385). La materialidad de las calzas ilumina relaciones entre apariencia y poder, en la medida en que su materia es la base del rico traje verde que tan hábilmente señala su figura.
3. El lenguaje de las cosas Los artículos aquí reunidos, por tanto, ayudan a comprender mejor esta pequeña parcela de estudios de cultura material en la España de los siglos XVI, XVII y XVIII. Daniel Miller ha escrito que «material culture studies derive their importance from this continual simultaneity between the artifact as the form of natural materials whose nature we continually experience through practices, and also as the form through which we continually experience the very particular nature of our cultural order»15. Se establece con ello una de las premisas que alientan el substrato conceptual de este volumen, a saber, la estrecha relación entre la naturaleza del objeto (a falta de un mejor término para el preciso «artifact») y los procesos de formación identitaria que permiten su uso. Gran parte del ajuar del urbanita europeo del siglo XVII, por ejemplo, podrá ser analizado bajo esta premisa que convierte a cada elemento en un acto preformativo que hermana, de manera simultánea, la naturaleza del objeto con su capacidad de establecer o cimentar relaciones sociales; la ropa, por dar tan sólo un caso, será un componente fundamental en la articulación de relaciones personales, tanto desde su misma configuración como desde su uso16. Léase si no, por ejemplo, La Gitanilla de Cervantes bajo esta premisa, y la
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Bonnell y Hunt han escrito, por su parte, que «it is no accident that much exciting work by younger scholars now focuses on material culture, one of the arenas in which culture and social life most obviously and significantly intersect, where culture takes concrete form and those concrete forms make cultural codes more explicit.Work on furniture, guns, or clothing —to name some of the most striking recent examples— draws our attention to the material ways in which culture becomes part of everyday social experience and therefore becomes susceptible to change» (Bonnell y Hunt, 1999, p. 11). 16 Estudio clásico sobre la semiótica de la ropa en la modernidad es el de Lurie, 1981; este mismo asunto de la selección de ropa como acto preformativo y como marca de identidad se discute en Campbell, 1996.
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novela se torna en hermosa alegoría sobre las relaciones espaciales entre centro y margen, fluidez y estatismo, en donde los famosos «brincos» (esos pequeños adornos gitanos convertidos en fetiches nemotécnicos que acentúan la belleza de Preciosa) conectan a la joven protagonista con su falso pasado milenario y la empobrecedora certidumbre de su futuro. Los brincos de la gitana —como metáfora de incorporación de lo marginal a lo hegemónico dentro de los parámetros de una misma cultura— ya dan lugar a una compleja percepción por parte de la expresión estética. Y sin embargo, ¿qué ocurre cuando se trata de un objeto que ha sido desplazado de su lugar de origen y penetra en un ámbito geopolítico completamente diferente? ¿Cómo maneja la cultura local aquello que proviene de territorios ajenos? ¿Qué pasa, por ejemplo, con el producto americano, y en qué medida la forma o el tamaño de estos bienes de consumo determinan sus relaciones de uso? ¿Qué efecto tiene esto en la lengua literaria? Esta compleja negociación se experimenta muy significativamente en la España de los Austrias: la tensión de la lengua literaria por atrapar aquello que, en principio, parece inefable, resulta especialmente sintomática de una cultura que atestigua incipientes procesos de transculturación a través de viajes, mercantilismo, colonización y movimientos migratorios, dando lugar a una lengua imperial sin fronteras geográficas17. El intercambio de objetos y materias entre, por ejemplo, Sevilla y las Indias, Madrid y Francia, o Valencia e Italia hace que la literatura del período se vea inundada de nuevos objetos que influyen en la forma de comer, de beber, de vestirse o de fumar, por citar tan sólo ciertos hábitos. Resulta interesante que muchas de las mercancías que se convierten en fetiche lo hacen por su origen misterioso, sus formas y tactos desconocidos, creando un divorcio entre su manufactura y su consumo, su re-figuración en una entidad completamente distinta que porta ya un bagaje de tipo étnico, religioso y cultural que es, precisamente, su poder de mercancía intercambiable y, por tanto, su componente más atractivo. Esta metonimia —ya sea o no en forma de souvenir— generará igualmente nostalgia por un tiempo o un espacio que permanece encapsulado en el tamaño, forma, tacto, aro-
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Sobre la travesía de diferentes culturas por parte del objeto comerciado durante esta época, remito a Braudel, 1973; 1982; Curtin, 1984; Govers, 1994.
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ma o aspecto del objeto que se acoge desde el confort de lo local y lo familiar. Además, el consumo de estos productos también dará lugar a una suerte de «mimesis invertida», en la medida en que la ideología imperial que se propaga en el Nuevo Mundo a través de usos y costumbres tanto religiosas como seculares será contestada ahora desde la paradoja de su mutua porosidad: el objeto americano generará procesos imitativos por parte de la sociedad metropolitana (fumar o beber chocolate, por ejemplo), los cuales contendrán en sí un margen de diferencia que arrastrará consigo a la expresión lingüística18. El estimulante chocolate que bebía Monteczuma antes de rendirse al placer de su harén prehispánico será ahora consumido, a la española, por las cortesanas de Madrid, generando toda una literatura —con su correspondiente lengua literaria en continua tensión expresiva por captar aquello que se «escapa» en la mezcla del producto— de vigilancias y admoniciones. Desprovista aún de una acuñación precisa, esta «erótica del objeto» se encuentra ya presente en las ciudades comerciales de la España imperial. El elemento importado es dueño de una biografía singular: sustituye la experiencia del creador por la experiencia del poseedor, que lo traslada y re-semantiza en un ámbito nuevo, dando así auténtica relevancia a su antiguo ámbito al originar preguntas y generar valor. El traslado del objeto entonces no sólo es espacial, sino también temporal, en cuanto que el ámbito americano se percibe como un espacio primitivo, arcaico, y por tanto el objeto viaja hacia su propio futuro cuando se traslada a la Metrópoli. Esta sensación de ausencia y pérdida conecta con el concepto de fetiche establecido por Freud, dado que the possession of the metonymic object is a kind of dispossession in that the presence of the object all the more radically speaks to its status as a mere substitution and to its subsequent distance from the self. This dis-
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El proceso de mímesis como contestación al modelo que la impone ha sido estudiado por Fuchs: «Mimesis can operate both as a weapon of the state, encouraged and promoted in the emulation of its rivals, and as a weapon against the same state, forced by imitators to relinquish its original preeminence», y que «the most interesting mode of resistance to orthodox ideologies of exclusion may often be imitation with a difference» (Fuchs, 2001, pp. 6, 164). En este caso se trata, claro está, de una mimesis involuntaria.
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tance is not simply experienced as a loss; it is also experienced as a surplus of signification. It is experienced, as is the loss of the dual relation with the mother, as catastrophe and jouissance simultaneously19.
El fetiche ejerce entonces un poder sustitutivo, y desplaza el momento de autenticidad al erigirse él mismo como el inicio de una nueva narrativa que pertenece ya al poseedor del objeto. Es a partir de esta nueva semántica en que su forma(to) cobra relevancia: la miniatura puede ejercer como metáfora del espacio interior y el sujeto burgués, mientras que lo gigante puede aludir a la autoridad estatal, a la vida pública; la miniatura es la perruque, la respuesta subversiva, el microcosmos que encierra territorios prohibidos. El objeto como souvenir delicado y hermético, como objeto de una «infancia pura», es apartado de su condición de «naturaleza como lucha» para pasar a la intimidad de interiores, de secretos, de espacios de nostalgia y de memoria. Jean Baudrillard ha escrito que el objeto exótico y antiguo es lo que da precisamente valor al sistema moderno de objetos, y que la «anterioridad» del objeto exótico reside en su forma y en su modo de fabricación; en última instancia, se está domesticando «lo salvaje», sometiendo lo caluroso a lo frío, y por ello no resulta extraño que muchos de los tratados medicinales hablen de bienes como el chocolate o el tabaco como mezclas «calientes» que trastornan el organismo20. No obstante, perece existir una añadida dificultad para esta lengua literaria, que a veces no sigue con fidelidad la etimología de la palabra, o que busca un término nuevo para domesticar el producto foráneo según su rendimiento social («agasajo» para el chocolate, por ejemplo). Así pues, esta «fetichización» del objeto arranca del hecho de que estos productos son consumidos mediante un divorcio del medio y las personas que los produjeron, lo que se ha llamado por algunos como «consumer ignorances», y es esta misma reescritura lo que hace tan fascinante su estudio.Y no sólo es entonces lo pequeño, sino también lo raro aquello que causa tanta admiración como miedo: «wonder (escribe Peter Pels en un magistral ensayo) became a threat rather than a liberation»21. 19
Citado en Stewart, 1984; como complemento, ver Hyde, 1979. Tal es el caso, por ejemplo, de Un discurso del chocolate, del médico Santiago Valverde Turices, publicado en Sevilla en 1624. 21 Pels, 1998, pp. 92. 20
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Los ejemplos se multiplicarían, pero en cualquier caso resulta oportuno considerar que la mezcla de culturas materiales en la preparación de estos productos, tanto como los procesos de asimilación y diferenciación que los definen, ejercen un notable impacto en la propia lengua literaria: cómo el Otro, por ejemplo, se «canibaliza» y desplaza para despojarlo de todo su significado primigenio, y cómo su fijación en el vocabulario local se reviste de elementos que complican su semántica desde la mezcla de otros discursos como el religioso o el económico que dan lugar, en algunos casos, a sorprendentes neologismos22. Michael Taussig ha escrito que las identidades europeas se van construyendo a través de la misma formación de objetos experimentando «a compulsion to fuse and separate and fuse once again the maker with the making with the thing made», acaso como metáfora de la mutua circulación de materias entre ambas orillas del océano23. El fetiche, como sublimación de la dependencia que el individuo tiene del objeto, cuestiona —si no cancela totalmente— la supuesta autonomía del sujeto renacentista, abriendo ya el pasaje de lo que será la sociedad de consumo del siglo siguiente. En este caso, la formación de una idea de maleficio en cuanto al origen del producto manufacturado, su morfología misteriosa, su apelación a dioses y tabúes desconocidos o temidos, es lo que convierte al «trastillo» en un mapa de secretos, en una cartografía que rescribe intensas resonancias africanas, asiáticas o amerindias. Como resultado, el reto a la naturaleza, a lo hecho por mano divina para el hombre, y no lo hecho por el hombre para la divinidad, es precisamente este desplazamiento tan enriquecedor para esta cultura áurea tan porosa, dotada de una inagotable capacidad para la controversia y la renovación.
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Ver, a este respecto, Appadurai, 1986; Cook y Crang, 1996. Taussig, 1992, p. 118.
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Aun sin generalizar la tesis de Huizinga, 1972, cabría señalar la estrecha relación, en sentido general, de la literatura y el juego.Ynduráin, 1974, distinguió una «función lúdica», que apunta a lo que de fruitivo y gratuito hay en la práctica literaria, en su producción y en su consumo. La perspectiva, no obstante, requiere de una matización histórica, sobre todo al tratar del período en que se comienza a configurar la moderna literatura1. Ya el crítico holandés señaló cómo el vínculo primigenio entre lo cotidiano y el juego se fractura precisamente con el comienzo de la Edad Moderna, cuando actividades como el amor, la guerra o la caza diferencian sus realizaciones serias de las formas lúdicas desplegadas en salones, mesas o cotos. El período barroco, en concreto, aparece en sus líneas maestras en las antípodas de una concepción lúdica del arte, regido por los decretos de Trento, 1
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el sentido de trascendencia y el despliegue de la analogía como principio cognoscitivo2, lo que no obsta para que, sin contradicción, se manifieste también una peculiar relación del arte verbal, de la incipiente literatura, con las manifestaciones lúdicas y festivas en dos grandes vertientes: la incorporación de elementos «literarios» al ámbito de la fiesta y la constante de lo burlesco como categoría inseparable de las formas más serias. En el primer caso, se acentúa la pervivencia de juegos o representaciones parateatrales (litúrgicas, caballerescas, populares...) en las celebraciones públicas3, sumando manifestaciones tan características como las escrituras expuestas o los certámenes poéticos, en los que no falta un espacio reservado para las formas lúdicas o festivas, incluso abiertamente burlescas. En este nivel específico emerge como rasgo distintivo lo grotesco4, que en lo literario adquiere formas y actitudes cercanas a la carnavalización, como la parodia y lo jocoso o el género peculiar del entremés, que destaca este rasgo con los elementos de la titulación, sobre todo en sus recopilaciones impresas. De una a otra vertiente se extiende lo extraordinario, lo ritualizado y lo metamórfico, ofreciendo una contraimagen de lo cotidiano y vulgar. Aunque no faltan conexiones con raíces renacentistas, como las propias fiestas y el eco de la eutrapelia, en el siglo XVII la confluencia de marcas específicas en la sociedad, en su axiología y modelos de comportamientos, pero también en los soportes y modelos literarios, sostienen unas diferencias específicas, en las que se perfilan los rasgos distintivos de la celebración, el juego y la literatura, en particular en lo que se refiere a la incorporación de lo festivo (real o fingido) como marco o espacio de lo literario. En las relaciones entre los dos polos, podemos deslindar distintas categorías: las más tratadas y conocidas son las de la literatura en la fiesta y la literatura de fiestas, con abundantes estudios5; tampoco faltan los relativos a los juegos literarios (incluyendo las muestras de poéticas extravagantes, ingenio difícil, jeroglíficos y emblemas, ya inclui2
Foucault, 1968. Son trasladables los modelos analizados por Tuliani, 2003, al caso español, aunque retrasándolo en aproximadamente un siglo; para el XVII es ilustrativo el análisis de Rodríguez de la Flor, 2003, para el espacio festivo, espectacular y de representación. 4 Kayser, 1964. 5 Sirvan a título de ejemplo el panorama recogido en el volumen de López Poza y Pena Sueiro, 1999 o la selección de textos en Ferrer Valls, 1993. Sobre la fiesta en 3
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dos en el celebrado Arte poética publicado a nombre de Díaz Rengifo, 1592)6; menos tratado está lo relativo a la literatura como juego (social o individual), en el que lo literario crea su propio contexto, ficcionalizando la práctica y simulando el juego, asumiendo sus marcas. A ello dedicaré las páginas que siguen, prestando atención a la permeabilidad de las categorías de juego y literatura (sensu lato) en torno a fronteras comunes, como participantes de un universo compartido o, en otros casos, como territorios enfrentados, pero siempre colindantes. En un extremo (en el que no me detendré) se situarían los libros de suertes o los ejemplos de filosofía, cortesana o no7, presentados en forma de juego; en el otro, encontramos los tratados de escarmiento y moralidad, a veces con forma de textos costumbristas, que son los que de manera específica servirán para completar el dibujo de las relaciones entre la actividad lúdica y la literaria. *** En la transición entre dos siglos y dos modelos, Lope introduce en los Pastores de Belén (1612), con la cristianización de la bucólica, la presencia de juegos, en una panoplia que reproduce prácticas festivas y literarias y, sobre todo, las muestra estrechamente imbricadas. Entre ellas encontramos la propuesta de un enigma (con clave conceptista en el calambur casta/castaño y con coplas para entretener la espera), un juego de los locos (con sus leyes, rasgos de improvisación y la imposición de recitar un poema como prenda) o una fiesta con desafíos y premios (danza, invención, jeroglíficos y enigmas, glosa, una égloga representada, la prueba de contar una historia o juegos de saltar y cogeneral ver López Cantos, 1999 y Verdú Maciá, 2003. Para los componentes, formas y desarrollo de la fiesta en el período es útil el análisis de López Cantos, 1992. 6 Con especial atención a los aspectos visuales, se encuentra panorama, antología y estudio en Cózar, 1991 y d’Ors, 1977. 7 Del celebrado y reeditado Libro del juego de las Suertes tomaría Alonso de Barros para su Filosofía cortesana (1587) el carácter de juego efectivo. Como moralizaciones del juego figurado plantean sus obras L. Martín de Reina, Dechado de la vida humana moralmente sacado del juego del ajedrez, 1549, o Fr. Alonso Remón, Entretenimientos y juegos honestos, y recreaciones cristianas, para que en todo género de estados se recreen los sentidos, sin que se estrague el alma, 1623. Su relación con la literatura se puede situar en el uso común del soporte libro, la unión de utilidad y deleite, la estructura compositiva y el seguimiento de modelos cultos.
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rrer). En abigarrada mezcla se despliega en estas páginas toda una tipología, en paradigma graduado, pero no sólo en la forma de las prácticas, pues Lope introduce una distinción muy pertinente, cuando el narrador explicita que los pastores acudían «algunos a pretender los precios y otros sólo a ver los que por sus habilidades los meresciesen»8, una distinción que marca la diferencia esencial entre la fiesta en estado puro y la literatura, pues a la indiferenciación de la primera corresponde la separación entre creador y receptor en la segunda, siendo los juegos un espacio intermedio, oscilando entre la pura actividad lúdica y la convivencia de protagonistas y espectadores. El episodio novelesco de Lope, fiel al modelo, enmarca, connota y resalta los rasgos de estos ejercicios pastoriles al situarlos en una enramada construida (escenográficamente y en su descripción) como un espacio teatralizado, con rasgos de palestra y de escenario. En todo ello el Fénix no se aparta de la tradición del género, que incorpora este elemento en las precedentes obras canónicas, a partir del texto fundacional. La Diana enamorada (1564), en las bodas finales celebradas en el palacio de Felicia, incluye justas navales, bailes y versos, en formas lúdicas como preguntas, debates y experimentos métricos. Gálvez de Montalvo acoge en su Pastor de Fílida (1582) fiestas, juegos y competiciones (generalmente de carácter caballeresco), así como la representación de una égloga en el libro final. El motivo, antes de Lope, es repetido por Cervantes en su Galatea (1585), que en las fiestas por la boda de Daranio y Silveria (en el libro III) presenta bailes, danzas, una competición de glosas y el espectáculo de «recitar una égloga», para, ya en la parte final de la obra, incluir unos enigmas tras el «Canto de Calíope»9. Los pastores en sí mismos, como realidad literaria, se presentan como juegos de máscaras, menos en su condición de elementos de un «relato en clave», que en la más determinante condición que Cervantes revela en su episodio de la «fingida Arcadia»: la arcadia pastoril es el escenario de una representación donde los personajes se evaden de su vida cotidiana y entretienen sus ocios poniendo en pie una dramati-
8 Vega,
Pastores de Belén, p. 1409. Para el carácter de estos juegos, ver López Estrada, 1987, y Castillo Martínez, 2007. Aún en las Soledades, Luis de Góngora seguirá vinculando los juegos a las bodas pastoriles. 9
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zación de acciones y figuras perfectamente codificadas. La marca generalizada es la de la competición, tanto en lo amoroso, cuando los pastores compiten en la intensidad de su dolor y el patetismo de su queja, como en lo circunstancial, cuando los espacios temporales se llenan de juegos en sentido más estricto, en muchos casos también de carácter puramente verbal. Y es que la máscara del pastor no es sólo la del enamorado, sino también la del poeta. Así, sus llantos y cantos nos muestran el enmarque de la poesía, de la literatura en general, en el retiro ocioso, en el locus amoenus de ovejas olvidadas de pacer y de versificadores olvidados del negotium10. No es extraño, pues, que al constituirse las primeras academias, ya desde sus orígenes italianos, fuera éste el disfraz elegido por sus componentes, quienes repitieron en sus sobrenombres los de los pastores de la tradición y convirtieron sus sesiones en los salones urbanos en recreaciones del idilio de sus modelos. En el paradigma establecido como común para las competiciones físicas y los juegos verbales los rasgos pertinentes los encontramos en la presencia del canto y la poesía, en la condición del ocio y en la fiesta como culminación de unas prácticas en las que la distinción es sólo fruto de nuestra perspectiva actual. Otro rasgo característico es que en todos los casos se trata de entretenimientos compartidos (cantos alternos, competiciones, preguntas y respuestas, juegos de ingenio), como base de una sociabilidad siempre idealizada y a veces moralizada, como reflejo estilizado y alternativa evasiva a la realidad cotidiana, sobre todo conforme avanza el mundo burgués. El discurso pastoril en el XVI español se presenta como una continuación estilizada de los anteriores modelos cortesanos, a través de la incorporación de la filosofía platónica y una forma de menosprecio de corte, que no ha dado aún en gusto por la ciudad. Una muestra acabada de dichos modelos la presenta la corte de Germana de Foix en la Valencia del segundo cuarto de siglo, con su conjunción de juegos áulicos y espectáculos (para)teatrales11, pero también de manifestaciones «poéticas», como la recogida por Luis de Milán en su Libro de motes de damas y caballeros intitulado el juego de mandar (1535), en
10 La aparición del ocio y su oposición al tiempo de trabajo señala el paso al mundo moderno, con sus rasgos de cultura urbana y una economía dineraria. Ver al respecto Chartier, 2004. 11 Encuadra los textos recogidos por Ferrer Valls, 1993, el artículo de Oleza, 1986.
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cuyo título se encierra toda una poética del juego y un sentido lúdico de la poesía, así como de su lugar y función en el entorno cortesano de nuevo cuño12. Con su apelación al «mandar» se convierte en una verdadera síntesis del modelo cortés, aunque la convivencia de damas y caballeros, lejos de los escenarios bélicos, apunta a un nuevo código de relaciones, manteniéndose, eso sí, la paradoja de la aparente posición de dominio de la mujer y el triunfo final del hombre. Y es que se trata de unas relaciones desarrolladas en forma de «juego», con su elemento de competición y de enfrentamiento entre damas y galanes13, cuyas imágenes repetidas en las páginas refuerzan la impresión de tratarse de lo que hoy llamaríamos dos equipos, buscando sobrepujarse sobre la matriz de unas reglas que hacen que la lúdica pugna se desarrolle en la forma poético-jocosa del «motejar», con su esencial carácter de juego verbal, por no decir poético, reforzado por su presentación en forma de libro de versos o, por mejor decir, «libriello» de faltriquera, por tratarse de un 16.º apaisado, que acompañaría a damas y caballeros en su convivencia en los salones de la corte, tal como aconsejara Castiglione en obra traducida por los mismos años. Del tamaño de una baraja de cartas, el Libro de Milán es un elemento funcional, para leer y para jugar. Así queda establecido desde el preámbulo, que establece la «manera como se ha de jugar este juego de mandar»: Teniendo un caballero el libro entre sus manos cerrado, suplicará a la dama que le abra, y, abierto que le haya, hallarán una dama y un caballero pintados, cada uno con un mote delante sí. El de la dama será para mandar al caballero, el cual ha de ser muy obediente, pues por la obediencia que ha de tener en hacer lo que le mandara la dama tiene mote
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Battesti-Pelegrin, 1987. De juegos de hombres solos, al modo de los torneos y justas caballerescas, se pasa a juegos mixtos, como ocurre con los juegos de mesa, representados con frecuencia como partidas entre caballero y dama, con el ajedrez como ejemplo destacado. Su esquema del enfrentamiento entre dos ejércitos, a modo de espejo en que blancas y negras se reflejan y oponen con sus semejanzas y diferencias, parece reproducirse en el Libro de motes en la repetición de figuras enfrentadas en los extremos de las páginas de vuelto y recto, al abrir el librito con su peculiar formato, en un despliegue de damas y caballeros reproducidos con tacos xilográficos. En paralelo hay que constatar la progresiva incorporación de las damas a los juegos de ingenio, hasta ostentar un protagonismo que se observa en los géneros del XVII. 13
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a su propósito en el libro.Y el caballero que no será obediente sea condenado por las damas en lo que les pareciere y echado de la sala. Después otro caballero y otra dama harán lo mismo que los primeros han hecho, y todos los otros después por su orden, hasta que las damas manden cerrar el juego.
Aparecen, pues, en la página los versos y figuras teatralizadas, para que los lectores que se ven reflejados en ellos sigan las instrucciones y, entre el papel y el salón cortesano, desplieguen, en clave de galanteo, la forma mixta que tenían los torneos estrictamente caballerescos, con sus agudezas y motes y la incorporación de momos y máscaras junto a la competición de las armas, sustituidas ahora por el ingenio y las palabras rimadas14. Entre los motivos se encuentran la indicación de bailar, cantar o practicar algún juego, alusiones a lo corporal propias de una carnavalización manifiesta también en los juegos de doble sentido, de intencionalidad erótica, con la subversión de los conceptos y valores del código cortés. Los elementos propios del juego (jocosidad, normas y transgresiones, prácticas lúdicas) se desarrollan en forma de una primaria dramatización, en correspondencia con una escenografía que no se representa en el papel, sino que se presupone en el marco cortesano en que se desarrollan los juegos, estableciendo una línea de continuidad entre lo real y lo figurado o estilizado, a través de argumentos extraídos de formulaciones literarias15. Un ejemplo revela la mayoría de estos rasgos:
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Nótese el paralelo con la presencia de juegos de motes como los de Milán en libros de caballerías como el Cirongilio de Tracia de Bernardo de Vargas (1545) donde aparecen tras la fiesta a modo de justa poética, con la propuesta de un tema que funciona como envío para los caballeros, a lo que sigue la respuesta de la damas. 15 Se aprecia mucho mejor esta circunstancia en la aventura del Monte Ida que el mismo Milán introduce en El cortesano (1561), donde se propone un juego en torno al motivo clásico, con rasgos de prueba caballeresca, en este caso entre hombres, al modo justas informales, pasando del final abierto (propio de una competición real) al final establecido que corresponde a la ficción. Tras ello siguen bailes, saraos y representaciones, donde se presentan jeroglíficos, emblemas y enigmas, para adivinar (juego) y explicar (moralización).
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En la propuesta general podemos ver mucho del ambiente festivo de la corte, pero también de la condición del autor, cuya relación con el entorno aristocrático destaca su condición servil, propia del músico, versificador, mayordomo y algo bufón dedicado al entretenimiento de los nobles, en una línea a la que también se adscriben autores como Juan del Encina, Lucas Fernández, Gil Vicente o Jorge de Montemayor, entre el teatro y la formalización narrativa de corte pastoril. Como ejemplifica Milán en El cortesano, con sus enfrentamientos poéticos con Fernández de Heredia, el modelo representa no sólo el desplazamiento de las armas a las letras como marco de la pugna cortesana, sino también la competición, entre formalizada y real, de las armas de los caballeros y las letras de quienes aún se hallan a su servicio directo. El entorno valenciano será el escenario de la decantación hacia las letras en sus distintas formas y cauces, con la edición del Cancionero general y las obras de Timoneda, las estancias de Lope de Rueda (1559-1569) y Lope de Vega, el trabajo de Alonso de Vega, la Academia de los Nocturnos, o las publicaciones de textos pastoriles hasta El prado de Valencia de Gaspar Mercader (1600), todo ello entre las prácticas aristocráticas y el mercado. El Libro de motes apunta el desplazamiento de lo cortesano a lo abierto, del juego restringido a sus protagonistas hasta el espectáculo que, mediante la imprenta, se muestra a otros, como ocurre con las fiestas renacentistas y barrocas. Entre ambas, como la ciudad mediterránea, la sociedad pasa de cortesana a urbana, y la sociabilidad combina lo culto y lo popular, fiestas y lectura, hasta naturalizar en la calle lo que a ella llega a través de los textos, como documenta la Fastiginia (ms. 1605) retratando en las calles de Valladolid los mismos juegos de ingenios entre damas y galanes:
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Seguímosla, y alcanzándola, dijo ella: «¿A qué diablos vienen con tanta prisa?». Respondíle: «A llevarla como está, en cuerpo y alma». Y ella: «Vade retro, Satanás, que los [con]denados no pueden lograr tanta gloria; mas si son de las almas que yo traigo en pena, yo los conjuro que digan lo que quieren». Respondí: «De lástima de verla a V. Md. desnuda sin manto, la venimos a ofrecer siquiera una manta en la calle de los Manteros, adonde vivimos». Replicó ella: «Recelo que, como San Martín, se quiere quedar con la mitad, y, cuando no le dé lo mío, no le podré negar lo suyo; por tanto, miren si traen otra cosa que darme». Cada uno dijo su despropósito. El mío fue: «Yo daré a V. Md. la llave de la tienda; escoja V. Md. la de que tuviese gusto». Respondió: «Soy tan enemiga de guardas, que sólo por eso no quiero llaves». Replicó don Vasco: «Pues fortaleza es esa que debiera estar con cuatro alcaides de guarda».Y ella: «Fiénse más en la dificultad y estrecheza del paso que en la vigilancia de las guardas». Díjele yo: «Señora, ya que un hombre sea fraile, lo bueno es profesar en religión estrecha, que por donde se rompe con más dificultad se saca mayor gloria»16.
De la participación en el juego y la fiesta, con la extensión de estas prácticas, el libro se abre al consumo (también propio del ocio), donde la ficción se propone como juego gratuito, adaptándolo de las cortes nobiliarias a marcos más propios del protagonismo «burgués», como sucede en la novela corta. González de Amezúa planteó el desarrollo de la narrativa motivado por el seguimiento de la corte, desde la itinerancia al asentamiento, por lo que presenta el nacimiento de la novela vinculado al final de la primacía de las armas y a «un nuevo y largo período de sosiego y quietud»17; si no a éste, sí lo está al desarrollo de la vida en la ciudad, tal como la retrataría en 1679 madame D’Aulnoy: «Los jóvenes pasan el tiempo que deberían pasar instruyéndose sumidos en una ociosidad lastimosa, ya en el paseo, ya enamorando a las damas. Y, a pesar de tanto abandono, están convencidos de que no hay en el mundo gentes más dignas que ellos de la admiración pública»18. La proyección urbana hace que la novela sea «cortesana» no en sus conteni16 Pinheiro da Veiga, 1989, p. 113. La anécdota, típica del galanteo, repite con exactitud el esquema de provocaciones y respuestas del modelo cortesano de Milán, aunque trasladado a la realidad urbana e invirtiendo el papel de los sexos. 17 González de Amezúa, 1929, p. 26. 18 Aulnoy, c. de, Relación que hizo de su viaje por España (...) en 1679, p. 179.
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dos, sino en la ficción del marco que proyecta los modelos de los juegos de las cortes renacentistas al sarao, como imitación de modelos caballerescos y refugio contra la picaresca callejera19; allí galanes y damas pasan el tiempo o, mejor, se aíslan de él, creando un espacio particular, el de la fiesta, al que se suman los rasgos de ficción, alternancia, comunidad y competición, que son los propios del juego. La propia materia de los relatos enmarcados es la de los juegos y enredos del amor20, mientras en su cornice se insertan juegos y pruebas de ingenio, como enigmas, improvisaciones o representaciones teatrales, cuando estos rasgos no pasan a las propias novelas, como en las novelas lipogramáticas (evitando el uso de una vocal) de Alcalá Yáñez o Francisco de Navarrete y Rivera, el anónimo El caballero invisible, a base de frases hechas y disparates21, o la inserción de enigmas y jeroglíficos, como parte del argumento en «El culto graduado» de Castillo Solórzano, 1625. Lo significativo, sobre estos casos extremos, es cómo el juego pasa de ser un elemento secundario de la narración en busca de la varietas a convertirse en el tono de unos relatos que sustituyen a los libros de caballerías como «obras de entretenimiento»22. El carácter se pone de relieve en los mecanismos de titulación, destinados a orientar al comprador sobre lo que va a encontrar en el libro, tanto en las novelitas como en los frecuentes marcos narrativos, donde se refugia el sentido lúdico del sarao o la fiesta y se encuadran los relatos entre otras formas de juego. Los rótulos editoriales fijan, en modelo repetido, un cronotopo de solaz y esparcimiento, festivo y lúdico, formado por un tiempo litúrgico de celebración o distensión (Navidad, Carnaval) y de descanso en el marco del día (tarde, noche), y por un espacio de re-
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Se ve más claro en los textos que combinan costumbrismo, moralidad y didactismo, como los de Liñán y Verdugo, Santos o Zabaleta, donde entre los engaños se incluyen los del juego. Como paradigma de esta actitud aparece el Deleitar aprovechando (1635) de Tirso. 20 Como en Ovidio, se mueven entre la descripción, los consejos y la reprobación, alternando elementos de la filografía renacentista y de la celestinesca. 21 Fernández de Navarrete, 1950. 22 Como «Alonso de Salas Barbadillo, el de los muchos libros de entretenimiento» es mencionado el ejemplar autor de este tipo de obras en carta de D. Francisco Ximénez de Urrea, cronista de Aragón, a Ustarroz, en septiembre de 1635 (Arco y Garay, 1934, t. I, p. 99).
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creo, que no da en rusticidad sino en esa forma híbrida del jardín o el retiro campestre de un patriciado urbano que no oculta su condición, aunque se muestra en la faceta del descanso23. Las características del género englobadas por estos rasgos pragmáticos lo definen formalmente, pero también caracterizan a sus autores y lectores, situados en una dinámica de consumo y entretenimiento que va ganado espacio en el terreno de las letras, modificando géneros y creando otros nuevos. El lugar de referencia ocupado por Castillo Solórzano (autor también de libros de versos y de piezas teatrales) permite poner de relieve en algunos de sus textos estas marcas distintivas de la nueva edad. Así en Tardes entretenidas (1625) el marco se sitúa en la fiesta de Santiago el Verde (1 de mayo), como una reunión de damas y caballeros retirados en un jardín para su entretenimiento, que organizan con normas propias de las academias, donde tras las excusas de moralidad se impone el tono lúdico; así se ve, más que en las declaraciones del narrador, en las manifestaciones de los personajes, cuando el médico apunta el fin de «tomar el acero», mientras que el hombre entretenido insiste en que se trata de «desenfadarse», y así funcionan los enigmas incluidos en los interludios, sin más valor que el de entretener24. En Sala de recreación (1649) se repite el esquema, con la reunión de damas y caballeros en una casa para divertirse sin salir al frío del invierno, en el Jueves Lardero de las fiestas de Carnestolendas; allí celebran saraos, justas poéticas y prácticas académicas para
23 Sirvan de muestra Cigarrales de Toledo (1624), de Tirso, Tardes entretenidas (1625), Jornadas alegres (1626), Tiempo de regocijo (1627), Huertas de Valencia (1629), Noches de placer (1631), Fiestas del jardín (1634), Los alivios de Casandra (1640), La quinta de Laura (1649), Sala de recreación (1649), de Castillo Solórzano; La mogiganga del gusto (1641) de Sanz del Castillo, Desengaños amorosos. Parte segunda del Sarao de entretenimiento honesto (1649) de María de Zayas, Navidades de Madrid (1663) de Mariana de Caravajal, Meriendas del ingenio (1663) de Andrés de Prado, o Carnestolendas de Zaragoza (1661) de Antolínez de Piedrabuena [fray Benito Ruiz]. 24 Véase Cayuela, 2000. Es notable la abundancia de los enigmas en una tradición que pasa de lo pastoril a la moralización, como aparecen en los Juegos de Nochebuena moralizados a la vida de Cristo (1611), de Alonso de Ledesma. Es significativo el origen de esta práctica en las Piacevoli notti de Straparola, traducidas por Francisco Truchado como Honesto entretenimiento de damas y galanes (1580; 2ª parte, 1581); nótese la relación, incluso en el título, con las Tardes entretenidas, y la continuación en Navidades de Zaragoza (1654) de Matías Aguirre del Pozo. Con carácter general, ver Gómez Sacristán, 1989.
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enmarcar las novelas y una comedia; la sala (de recreo) se acondiciona con una cierta teatralidad, y cada noche se da música para cantar, una novela, danzas o un sarao teatralizado (con pervivencias de momo y de torneo). De nuevo las justificaciones morales dejan a la luz la intención lúdica: si en la Aprobación se afirma la intención de «recrear el alma, moralizando», en la apelación al lector Castillo confiesa: «quisiera yo con este libro darte mucho gusto, con cosas muy gustosas y exquisitas. Lo moral que hallares en esas novelas basta para muchos advertimientos, ése ha sido mi fin y para que no canse la prosa la mezclo con diferentes versos y saraos entretenidos»25. El modelo se repite en numerosas colecciones, sin distinción por la presencia de una más marcada intencionalidad didáctica y sin limitarse a los títulos de clara referencia a la recreación, como muestran los ejemplos de los Diálogos de apacible entretenimiento (1606), de Gaspar Lucas Hidalgo, El filósofo del aldea (1626), del alférez Baltasar Mateo Velázquez, las Novelas amorosas y ejemplares (1637), de María de Zayas, o el Para todos (1632), de Pérez de Montalbán, por citar modelos dispares. La formalización, más que un reflejo exacto de la realidad, puede entenderse como una idealización, a la luz de la observación de madame D’Aulnoy sobre los usos de los españoles, que viven en «constante afectación, que, no consintiendo ninguna familiaridad en el trato, hace que las gentes vivan en constante ceremonia, sin gozar de la libertad que forma uniones verdaderas y expansiona el corazón»26. De ahí la necesidad o conveniencia de un marco narrativo lúdico, no percibida así por Cervantes y su sentido de la amistad, pero impuesta en una sociedad progresivamente dominada por la etiqueta, pero también por el juego, si no cabe decir por el «juego de la etiqueta» o la «etiqueta del juego». A principios de siglo el testimonio de Pinheiro da Veiga lo muestra en una Valladolid donde conviven corte y ciudad: Con la partida del rey quedó la corte campo, y Lerma corte; y así estos días que me detuve, será necesario dejar el palacio por el Prado y el aparato de los grandes y cortesanos por el trato de las damas, su conversación y desenvoltura, por donde viniendo del estilo trágico al cómico, y
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Castillo Solórzano, Sala de recreación, p. 42. Aulnoy, C. de, Relación que hizo de su viaje por España (...) en 1679, p. 192.
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a cothurno ad crepidas, comenzará el Baratillo Cotidiano, porque acordamos los amigos que nos hallamos estos días juntos, que por no estar ociosos en nuestras Noches Áticas, haríamos recordación y examen de conciencia de lo que nos pasaba por el día; y servirá de dos bienes, uno para que cuando por nuestra melancolía sedimus et flevimus, sepan nuestras madonas que no suspiramos por las cebollas del Egipto; lo segundo, porque siempre tiene cabida lo que dice Virgilio: Et haec quondam meminisse juvabit27; Dura esta concurrencia hasta las diez de la noche, y muchos se quedan hasta las dos o tres de la noche y hay muchas matracas de estudiantes, que hacen trovas improvisadas y en competencia. Divididos en prosa y verso, motejan y zumban unos de otros, y dan vaya a los que pasan, con mucha gracia; otros cantan muy bien, y en otra parte estaban danzando muchas mujeres, de manera que es la mayor grandeza que la corte tiene, viendo las travesuras que os dicen y la chacota que hacen a lo que oyen28; Después de otros dares y tomares, propuse yo que contáramos cada uno su cuento. Repuso ella: «Yo armaré un juego, y es que, pues estoy entre cruzados portugueses, me poden todos, y el que mejor razón diese de su dicho, se le haga un favor a medida de su boca (contando que no pase de ella), y el que peor diere, envíe por colación»29; [los reyes en Lerma] tuvieron torneo y saraos, pero lo más festejado fue una parodia en que entró Rebello, en nombre del rey, y otro chocarrero en nombre del duque (...) y otros hidalgos y acaponados, por las otras damas, y el conde de Nieva viejo y otros barbones por dueñas de honor, y sacábanse a bailar unos a otros30; Y así recuerdo que tuvimos, algún tiempo antes, una farsa en un sarao en casa de doña Ana (...) muy notable, porque no se quedó historia que no saliese a plaza para zumbar de los portugueses. Estábamos los amigos (...) y acordaron que cada uno contase su historia de portugueses y no se hablase sino en portugués31; en él tuvimos Alivio de Caminantes, Floresta española,Viaje entretenido, Conde Lucanor, Lope de Rueda, no haciéndonos falta con él Jardín de
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da Veiga, Fastiginia. Vida da Veiga, Fastiginia. Vida da Veiga, Fastiginia. Vida da Veiga, Fastiginia. Vida da Veiga, Fastiginia.Vida
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de Valladolid, p. 173. de Valladolid, p. 180. de Valladolid, p. 189. de Valladolid, p. 214. de Valladolid, pp. 227-228.
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flores, Entretenimiento de damas y galanes, Novelas de Boccaccio y hasta los cuentos de Trancoso. (...) Y así, vino todo el camino levantando figuras de memoria y echando juicio sobre los rasgos de mis camaradas, que algunos se espantaban de que les adivinara cuanto veía y pronosticaba los sucesos32.
También hallamos correspondencia del interés por el juego en bibliotecas reales. En la «Narración de lo que le pasó a D. Vicencio Lastanosa a 15 de octubre de 1662 con un religioso docto y grave», con la descripción del museo y biblioteca (organizada por materias, jerarquizada y con auctoritates), encontramos estas referencias, tras las de los libros de «adiestrar caballos» y de música, y antes de los de artes mecánicas, junto con obras de juegos clásicos, propias de un arqueólogo, como los Fastos y triunfos de los romanos, de Onofrio Pavinio: De tropelías y juegos de manos, La Eutrapelia, del Bachiller Juan Bautista de Moya, en 8.º, impreso (...). Juan Bautista Porta, napolitano, en 8.º, impreso en Venecia, 1618 (...). Del juego de naipes, Josef Paulo de Bavagna (Roma, 1627); del juego de las damas, Juan García Canalejas, en 4.º (Zaragoza, 1650) (...). Del ajedrez, D. Fernando de ¿¿¿Coria??, en 4.º, manuscrito33.
En el libro comparten territorio el juego y la literatura, del mismo modo que vemos que el juego entra hasta por la vía más seria en toda la sociedad real. Con el paso de los años y en distintos espacios percibimos, pues, modelos de sociabilidad cuyas diferencias se neutralizan en un sentido de la diversión con la literatura y en la literatura. Si seguimos la distinción de Étienvre, 1990, no nos interesa ahora el juego como motivo o tema, sino la consideración de la literatura como elemento del entramado festivo y la del juego como elemento consustancial a lo literario, ambos marcados por la naturalización de un espacio privilegiado, que cobra cuerpo narrativo en el locus amoenus y en el jardín o el salón del sarao. Es preciso para ello establecer una distinción fundamental entre los
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Pinheiro da Veiga, Fastiginia.Vida cotidiana en la corte de Valladolid, pp. 275-276. Arco, 1934, t. I, p. 257.
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dos sentidos que confluyen en el término «juego», procedentes de ludus y jocus; el primero designa los «juegos de obra», que, como «juegos de fuerza y destreza», heredan unos apreciados usos caballerescos, dedicados a la forja del cuerpo y el espíritu; el segundo apunta a los «juegos de boca» o su equivalente de «juegos de suerte, envite y azar», cuyo carácter gratuito sólo apunta al entretenimiento, cuando no a la degradación. De ahí su separación en juegos permitidos34 y prohibidos, convertidos los segundos en blanco de los moralistas, pero pasto unos y otros de la curiosidad más o menos erudita35. Algunos testimonios ilustran la importancia de estos conceptos. Así, Miguel Botello señala en Prosas y versos del pastor de Clenarda (1622): Será justo que os animéis con lo que escribís, interponiendo con eso algún reposo, para que con más esfuerzo resistáis a los golpes con que el disfavor pretende sujetaros, que los hombres disciplinados en el trabajo tal vez le alivian, interponiendo algún pasatiempo, y el de los prudentes es de tal calidad, que siempre aprovecha. He leído en un autor grave, que muchas veces Cipión y Lelio, varones en que estribaban las fuerzas de la República Romana, se iban junto a la mar a coger conchuelas en las solícitas playas: mirad en lo que se ocupaban, habiendo sido destruidores de las dos ciudades, Numancia y Cartago (...), pero abrazábanse con semejantes niñerías, para que con aquel ocio de breve tiempo descansase el cuidado, refrescándose en el entendimiento, y el cansado ánimo cobrase esfuerzo para invencibles empresas36;
y continúa alabando la poesía, en un discurso que se intensifica desde finales del XVI.
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Pueden verse algunos considerados así por Villalón en el capítulo de El Scholástico donde «persuade se le deba permitir al estudiante algún género de pasatiempo en algún honesto ejercicio para su recreación» (II, p. xvii). 35 La distinción la recoge Rodrigo Caro, pero ya estaba presente en Nicolás de Cusa (De ludo globi, 1463) y sostiene la censura de Pedro de Covarrubias en Remedio de jugadores (1519). La raíz puede encontrarse en la concepción tomística de la eutrapelia, que, ya antes de llegar a Erasmo, sirve para matizar el rechazo del ocio (Martín Rodríguez, 2003) por su valor medicinal y aflora en la consideración de lo literario (Olson, 1982); nótese al paso la relación entre jocus y joculator, raíz de «juglar».Véase Étienvre, 1990 y sus referencias a las obras de Benveniste y Caillois. 36 Botello, Prosas y versos del pastor de Clenarda, fols. 37 r-v.
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Cristóbal Suárez de Figueroa, en La constante Amarilis (1609), utiliza un argumento similar, presentando la Poesía como don celestial y divino furor, por más que se vea despreciada y abatida de algunos, llamando a sus profesores ociosos y perdidos37; con ella, no obstante, se alivia la molestia de otras ocupaciones, artes y ejercicios38, con el mismo valor que el juego. Se plasma así en los propios textos la relación de la literatura con el ocio justo en los momentos en que se está convirtiendo, en una parte importante, en negocio y profesionalidad, como bien muestran estos dos autores o la extensión del teatro a un marco estable y a una regularización diaria de las representaciones, antes reservadas a la excepcionalidad de la fiesta. La coincidencia en el extendido rechazo al juego y la ficción o «lecturas de entretenimiento» dice mucho de esta relación de práctica identidad y nos permite, a través del análisis de los dicterios moralistas (no de los teóricos o apologetas de las letras lúdicas), despejar los rasgos que caracterizan ambas realidades y su lugar en la cultura del momento. Así, en Día de fiesta por la mañana (1654) Juan de Zabaleta se acerca al ocio, a pasar el tiempo como fiesta o celebración, entendiéndolo como una diversión y, por tanto, condenable, pues la pretensión del moralista es aprovechar el tiempo y dedicar la fiesta al culto: «es día de fiesta (...) es día de hacer mucho, aunque a ti te parece que no es día de hacer nada»39; «los divertimientos son grandes desperdiciadores de horas»40. En Dia de fiesta por la tarde (1660) condena por igual la reunión del estrado, el jardín, los libros y la comedia, para plantear la antítesis del marco narrativo, oponiendo el entretenimiento al aprovechamiento en beneficio de este último: «El día de fiesta parece día de perder tiempo, y no hay tiempo que se deba aprovechar como ese día (...) en las cosas que pertenecen al alma»41; «el fin (...) fue para que en el descanso de aquel día hiciéramos consideración sobre nuestras miserias»42. La manifestación más clara es la identificación de la fiesta por la mañana con la misa, con la consiguiente condena del resto: «El ocio no es no hacer nada, porque éste es ocio de muer37 38 39 40 41 42
Suárez de Figueroa, La constante Amarilis, p. 82. Suárez de Figueroa, La constante Amarilis, p. 88. Zabaleta, El día de fiesta por la mañana y por la tarde, p. 162. Zabaleta, El día de fiesta por la mañana y por la tarde, p. 193. Zabaleta, El día de fiesta por la mañana y por la tarde, p. 247. Zabaleta, El día de fiesta por la mañana y por la tarde, p. 279.
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tos, sino hacer algo que deleite o que no fatigue. En el ocio en no haciendo algo bueno es preciso caer en hacer algo malo. Saludable y gustoso ha de ser un libro, pero lo saludable ha de tener el lugar primero»43. «Lo que culpo en las academias —insiste— es la mala elección de los asuntos. Debiéranse desterrar totalmente los amatorios. No los pretendo tan severos como si los repartiera Catón. Quiérolos festivos, pero quiérolos honestos»44. Si no está dedicada a las alabanzas de Dios y a fomentar la virtud de los reyes45, «la poesía es inútil, nadie tiene necesidad de ella. Con esto, todo poeta tiene necesidad de todos»46; la única distinción entre ficción y moralidad es clara: «Querer en la comedia no más de entretenimiento no es virtud, pero es propiedad; mas querer en el sermón divertimiento es una impropiedad»47. Francisco de Luque Fajardo ya había asentado estos juicios en su Fiel desengaño contra la ociosidad y el juego (1603), de título tan barroco como significativo, al sumar a la noción de «desengaño» la identificación de «juego» y «ociosidad». La condena es extendida, pero encontramos una justificación del ocio si se dedica a loables y honestos ejercicios, basado en el conocido concepto de la eutrapelia: Sabido es lo que los santos refieren del evangelista San Juan, que estando en su destierro, y aprobando la honesta recreación, confundió a ciertos cazadores que murmuraban de él con el ejemplo del arco siempre armado. De donde tomó ocasión Santo Tomás de Aquino en su Secunda Secunde al propósito.Y de San Pablo y San Antonio, gloriosísimos ermitaños, se sabe que una vez salieron a recrearse orilla de un arroyo, habiendo dado la templada refación a sus cuerpos, para con mejores fuerzas volver a sus devotos ejercicios48.
Paradójicamente, el rechazo del juego convive con la enseñanza alegórica de los naipes, verdaderos jeroglíficos en el «volumen de cuarenta y ocho hojas»49; se trata pues de una condena de la baraja, pero por medio de las cartas mismas, asimiladas a un libro como el que el 43 44 45 46 47 48 49
Zabaleta, El día de fiesta por la mañana y por la tarde, p. 387. Zabaleta, El día de fiesta por la mañana y por la tarde, p. 392. Zabaleta, El día de fiesta por la mañana y por la tarde, p. 176. Zabaleta, El día de fiesta por la mañana y por la tarde, p. 463. Zabaleta, El día de fiesta por la mañana y por la tarde, p. 160. Luque Fajardo, Fiel desengaño contra la ociosidad y el juego, t. I, p. 84. Luque Fajardo, Fiel desengaño contra la ociosidad y el juego, t. II, p. 138.
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lector tiene en sus manos, y con los recursos desarrollados por la narrativa de ficción. En el marco de un lugar ameno, la obra adopta la forma de diálogo, entre el tahúr Florino (personificación de la fiesta) y el cuerdo Laureano (forjado en el estudio), y éste acude al recurso de jugar para desengañar o, en términos más retórico, desengañar mostrando, adornando con variedad; así, para distraer a Florino del deseo del garito Laureano le habla de poesía50, y apuntará que ésta sería el «honesto ejercicio» que, bajo su apariencia de juego deleitable encierra una verdad útil y puede ofrecer una salvación en la república asolada por el juego que, con tremendismo bíblico, pinta en el «Prólogo al lector». Rodrigo Caro en sus Días geniales o lúdicros (ms. c. 1626) muestra menos moralismo, pero similar retórica, a partir del juego de escribir sobre juegos: se trata de un diálogo de entretenimiento, en un marco ocioso, donde la conversación amistosa funciona como imagen de la escritura eutrapélica, en la que participan hablantes cultos y el criado que trae la voz y la memoria del pueblo. El sevillano muestra y propone cómo «dar días al genio»51, esto es, pintar un retiro de desocupados, para quienes «todo su negocio es jugar»52, pero en los juegos el humanista apunta ejercicios más elevados, como la erudición, combinada con la eutrapelia, que sustenta la necesidad de los juegos: conocieron los antiguos ser necesarios los juegos, y más entre la gente lozana y briosa en la mocedad; y así, para apartarlos de vicios que acarrea la ociosidad, ordenaron juegos que, juntamente con entretener y alegrar, dispongan la naturaleza a la agilidad y fuerza para las ocasiones de veras y para conservar la salud53; es tan necesaria cosa el juego y entretenimiento a la vida humana, que le compara Cicerón al sueño y descanso de los trabajos; y si no es posible vivir sin descansar ni dormir, síguese que tampoco sin entretenimiento (...) Añada vuestra merced que fuera imposible durar mucho un trabajo continuado sin alternarle con algún descanso y entretenimiento54.
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Luque Fajardo, Fiel desengaño contra la ociosidad y el juego, t. I, p. 59. Caro, Días geniales o lúdicos, t. I, p. 44. Caro, Días geniales o lúdicos, t. I, p. 8. Caro, Días geniales o lúdicos, t. I, p. 140. Caro, Días geniales o lúdicos, t. II, pp. 81-82.
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En el activo emporio sevillano Caro explota el campo semántico que reúne juego, entretenimiento, sueño, ocio y ficción, todos ellos como vías de salida de la realidad del negotium, la misma a la que recurren ya de modo amplio en el primer cuarto del XVII quienes quieren sustentarse alimentado el otium de los demás, convertidos en compradores y lectores. Un elemento más une a una parte sustancial de estos conceptos emblematizados en el juego: la combinación de libertad y normas55, tal como ocurre con la poesía, que por estas mismas fechas, trata de ganar sobre la opresión de las reglas un espacio de creatividad, orientada a la moderna noción de literatura. La condena de los moralistas, tan pareja a la de los enemigos de la ficción, pone de manifiesto el paralelismo entre el juego y la literatura, a partir del debate entre la utilidad y el deleite, con la reivindicación progresiva de un espacio para este último, pasando por unos argumentos de justificación, basados en la capacidad formativa y en el valor de la eutrapelia. Pero la cercanía no acaba aquí y se aprecia en las semejanzas formales y pragmáticas de ambas prácticas, en sus características y en sus procedimientos de inserción en la vida social. Los cuatro componentes del juego deslindados por Caillois en 1967 quedan ya apuntados, cuando no expresos, en este proceso que lleva de los juegos cortesanos a la reflexión moralista, pasando por la formalización narrativa. En ellas aparecen el sentido de competición, la ilusión fictiva, la transgresión y el azar identificados por el ensayista francés. La evidencia de la relación de los tres últimos con lo literario se impone, pero también es fundamental el sentido agonístico, más allá de las rivalidades cortesanas o académicas de los argumentos, pues la literatura va emergiendo en los siglos áureos en un campo de juego que tiene mucho de campo de batalla. *** El debate de armas y letras se inició en las cortes del siglo XVI como algo más que un motivo literario, pues, más que Elena y María, se enfrentarán los herederos de una caballería sin espacio para las armas y los de una clerecía que ya no puede limitarse a los claustros monacales, una lucha por la apropiación de las letras convertida en te-
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Caro, Días geniales o lúdicos, t. I, pp. 142 y ss.
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rreno abonado para la cultura humanista y el desarrollo de una literatura que busca independizarse de la utilidad doctrinal. Aunque sus rastros persisten casi dos siglos, hasta el discurso quijotesco, lo que caracteriza a su contemporaneidad es la aparición de un nuevo espacio, que, como propio del ámbito urbano, ya no es exclusivo ni de caballeros ni de letrados, ya que viene marcado precisamente por ser el de la no ocupación, el de la liberación de las servidumbres de lo cotidiano. Si en él se desarrolla la nueva cultura letrada, sus moldes corresponden a los caballerescos, siguiendo su evolución. El alejamiento de los escenarios bélicos condujo a su ficcionalización en cañas, torneos y justas, antes de que las armas fueran definitivamente sustituidas por la pluma en justas poéticas y otras prácticas académicas más o menos formalizadas, en las que se dibujan aún las huellas de los comportamientos caballerescos y cortesanos, como en los marcos novelescos del XVII. El cambio sustancial es el paso de la primacía del utile a la liberación del entretenimiento, que emerge con sentido autónomo. La conciencia (a veces mala) deja paso a la afirmación: las propias consideraciones sobre la denominación y el ser de los relatos es buena prueba de ello, desde el uso del diminutivo (novae>novella>novela), la caracterización como «patrañas» o incluso «cuentos», y su orientación al juego; pero también lo son las repetidas muestras de excusatio, tan significativas como la consideración de sus odas por fray Luis como «obrecillas caídas de las manos» o la historia de Fernando de Rojas sobre la continuación del texto ajeno durante unas vacaciones escolares; o, en otro nivel, atribuciones como la del Lazarillo a Hurtado de Mendoza, que claramente reduce el sentido satírico de la obra a un puro ejercicio de ingenio jocoso; eso cuando los autores no adoptan una actitud velada o abiertamente bufonesca, como ocurre con el médico Villalobos, el predicador fray Antonio de Guevara, Francesillo de Zúñiga o los autores de La Pícara Justina y Estebanillo González, atravesando los dos siglos. Con burlas jocosas se abre y se cierra el volumen quijotesco de 1605, y en pocos meses las figuras de sus protagonistas pasaban a formar parte de los disfraces burlescos de las fiestas de Valladolid. La transformación queda representada en un elemento ya mencionado, que funciona con la autonomía del juego e inserto en el texto discursivo o narrativo. Los enigmas, que ya habían formado parte de la poética cancioneril, adquieren nueva relevancia tras la recupera-
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ción de los jeroglíficos en la vía del hermetismo humanista (Pierio Valeriano, Horapolo, Francesco Colonna), y brillan en un modelo conceptual basado en la analogía, donde sirven como despertador del ingenio para el descubrimiento de una verdad oculta. Sin el componente lúdico de la adivinación, así funcionan en los emblemas, pero en el marco de las novelas del XVII abandonan todo sentido de trascendencia en favor del puro juego, en una liberación del prodesse, que da carta de naturaleza a un espacio privilegiado, puramente lúdico. Obviamente, no es el caso de toda la literatura (incluso dejando al margen la moral, la didáctica o la de carácter expresivo), pero domina una vertiente significativa, la más literaria (en sentido moderno), de Cervantes a Góngora, ejemplo de tahúr, maestro de la parodia y de lo puramente jocoso y ajeno a cualquier intención didáctica.Y es en este terreno donde se producen las mayores y más trascendentes innovaciones del período, a partir de la estrecha relación entre el juego y la experimentación, como una de las formas de la aventura, inseparable de su naturaleza. Si bastante de ello había ya en la «gaya ciencia» y alcanza su culminación en las vanguardias históricas, también corresponde a una etapa de rasgos manieristas, donde la inclusión de lo lúdico en la literatura o la consideración de esta como un juego abre las puertas de una dimensión más trascendente, la del juego literario con valor propio, en una noción plena de la poesía que, como señalara Erich Fromm en 1974 es junto con el mito uno de los juegos en los que la infancia se eterniza.
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EL DISCURSO REFORMISTA DE LUISA DE PADILLA Y MARÍA DE GUEVARA ANTE LAS NOVEDADES Y VICIOS DE UNA SOCIEDAD EN CRISIS
Nieves Romero-Díaz Mount Holyoke College
En el famoso tratado Utopía, publicado en 1515,Thomas More intenta dar forma (literaria) a un espacio ideal, inexistente (u-topos), que se caracteriza por la ausencia de vicios (ej. burdeles, cervezas y juegos de cartas) y en el que se aboga por el regreso a una vida apartada del ocio, principalmente aquella de la aldea —un espacio más acorde con la (perseguida) sociedad armónica del humanismo renacentista. Esta construcción de este espacio ideal se reproduce a lo largo de los siglos XVI y XVII a través de la composición de toda una serie de escritos que tratan de recrear una armonía social y moral a través de la sujeción del individuo a ciertos modos de actuación, igualmente ideales1.
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Desde los escritos utópicos de Thomas More (1515) y los cuadernos de arquitectura de Antonio Averlino el Filarete (ca. 1460) hasta los tratados estrictamente ar-
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Para finales del siglo XVI y, sobre todo, durante el siglo XVII, junto a las pragmáticas gubernamentales que rigen la «ociosidad» del momento y los hábitos de diversión social y, debido a la crisis en la que se va sumiendo el país, el número de tratados de comportamiento se multiplican —tratados no sólo dedicados a la formación (ideal) de la nobleza sino también la del mismo rey2. Es así cómo, aunque se remonten a la Edad Media, a partir del siglo XVI los espejos de príncipes y los tratados de educación de nobles proliferan extraordinariamente3. De hecho, para principios del siglo XVII algunos historiadores ven un incremento en la composición y publicación de estos trabajos, en palabras de Fernández Santamaría, «un torrente impetuoso» de textos4. No sorprende el hecho de que José Antonio Maravall llegue a constatar más de una centena sólo en el reinado de Felipe IV, todos enfocados en la prosperidad de España y en la formación moral de sus miembros, en particular los nobles y su Príncipe5. Con estos tratados, pues, se intenta recrear un imaginario social que, sin embargo, nada o poco tiene que ver con la realidad conflictiva del Barroco. En este ensayo me voy a centrar en el bullicioso reinado de Felipe IV teniendo como base los escritos de dos mujeres de la época que
quitectónicos de León Baptista Alberti (De re aedificatoria, 1452) o de Sebastián Serlio (Los ocho libros de arquitectura, 1537-1551), se repite esta tendencia a buscar la armonía ciudadana. Para el caso de España, intelectuales de la época tales como el padre Eiximeniç (El Crestiá, 1381-1386) o el obispo Sánchez de Arévalo (Suma política, ¿1454-1455?), sirven de ejemplo.Ver al respecto el trabajo general de Torres Balbás, 1968 y, enfocado en el ejemplo de Celestina, el artículo de Romero-Díaz, 2007a. 2 Cabe hacer notar que para el siglo XVII, los tratados de «conducta» se hacen más pragmáticos. Por ejemplo, en el caso de la educación de príncipes, explica Fernández Santamaría, mientras «el renacimiento pregunta[ba] cuáles son las cualidades que el príncipe debe poseer para gobernar», en el Barroco, la pregunta tiene por objeto definir «las cualidades necesarias para gobernar en su época particular» (Fernández Santamaría, 1983, p. 250; traducción mía). 3 En el caso de la educación de príncipes, las dos influencias más importantes fueron los trabajos de Santo Tomás De regimini Principum (ca. 1269) y la de Egidius Romanus, De regimine principum (ca. 1287), las cuales se hicieron muy populares en siglos posteriores, con numerosísimas reediciones y traducciones. Para los nobles y cortesanos, las fuentes fueron múltiples ya que iban desde los escritos de Séneca y Plutarco hasta los de Pero López de Ayala en su Rimado de palacio (1378-1403) o Sánchez de Arévalo en su Espejo de la vida humana (1468). 4 Fernández Santamaría, 1983, p. 248; mi traducción. 5 Maravall, 1997, pp. 15-20.
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se presentan como «reformadoras» sociales, una centrada principalmente en los nobles, la otra en la figura real. Me refiero respectivamente a Luisa de Padilla, condesa de Aranda (1590-1646) y María de Guevara, condesa de Escalante (-1683). En sus escritos, elaboran un discurso reformista-educativo de influencia sociopolítica y moral que, muy a pesar de las recomendaciones de los moralistas, las sitúa públicamente —un discurso con el que avisan al rey y a los nobles, quienes han dejado de cumplir sus responsabilidades y han roto con la armonía nostálgica de tiempos pasados. Mi análisis repasará aquellos aspectos de su discurso en los que se hace específica mención a los vicios materiales de la época (ej. modas, joyas, alcohol y naipes) —esas novedades que inundaron las ciudades y, particularmente, la corte, y que, desde el rey hasta literatos reconocidos, pasando por moralistas y, por supuesto, arbitristas, intentaron regular y controlar por el bien de la República. Ahora bien, este discurso reformista-educativo está afectado por una ideología de género. Así, tanto Padilla como Guevara se presentan ante el rey, los nobles y, en general, ante sus lectores, como agentes de cambio cultural, proponiendo a una serie de mujeres célebres entre las que se encuentran ellas mismas, como modelos de imitación social. Alejadas de las grandes ciudades y aún más de la corte, Guevara y Padilla materializan a lo largo de su vida los mismos consejos y recomendaciones que aparecen recogidos en sus tratados, autolegitimándose como cabeza de sus estados, microcosmos de España y, por tanto, equiparándose a las más altas figuras de las escala social, entre ellas, el mismo rey6. El discurso familiar del que se apropian es el que les permite dicha intromisión de influencia tanto en el espacio político-social como cultural. Este discurso familiar no es original sino que se manifiesta en textos que corren tanto de forma impresa como manuscrita y que van desde los manuales de conducta propiamente dichos (al estilo de los de Juan Luis Vives y Fray Luis de León entre otros) hasta las cartas (como por ejemplo, las de nobles7 a sus hijos cuando marchan a 6
Padilla pasa la mayor parte de su vida en Épila (Zaragoza) mientras Guevara lo hace principalmente en diversas localidades de Cantabria, Vitoria, Navarra y Extremadura. 7 Remito a los trabajos de Varela, 1983 y Correia Fernandes, 1995 sobre los tratados y espejos en general y los de Baranda, 1995; 1998 y Bouza, 2001, pp. 232-39, para las cartas.
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la guerra o a la corte). En el afán por modelar a cada miembro de la familia, el rey ocupa un lugar fundamental en cuanto que encabeza la gran familia del Estado moderno, una nueva familia más asentada «sobre un mundo de compromisos, dependencias y sentimientos»8. Es decir, si la familia se entiende como pilar del Estado moderno, el estado se entiende, indica María Antonia del Bravo, como «una suma de familias, correspondiendo a la autoridad del monarca su justo gobierno como el cabeza de la familia, el [cabeza] del grupo doméstico [del estado]»9. En este sentido, y ante el desmoronamiento moral de la sociedad barroca, surge una defensa de la vida familiar como microcosmos de la sociedad10. Es decir, hay que defender la familia tanto en su sentido de familia-hogar como de familia-Estado, y para ello, es fundamental su reforma, una reforma que, en los escritos dedicados a la «educación» de príncipes y nobles y a medida que avanza el siglo XVII, se ofrecen con una dimensión más pedagógica y más pragmática a la hora de lidiar con la crisis política y socioeconómica del país. La vida ajetreada de las ciudades en crecimiento y, más específicamente, de la corte madrileña se ofrece como el espacio en el que dicha crisis se materializa —crisis a la que también contribuye. Madrid como capital del reino, por ejemplo, se convierte en el foco de atención de muchos escritores del momento culpando al asentamiento de la corte en la misma, principal motivo del aumento de la «malicia, la envidia y la avaricia», como indica la propia María de Guevara11.Y es que Madrid, al transformarse en el centro burocrático del gobierno de los Austrias, acoge a una gran variedad de gentes que acuden a la corte, atraídos por lo que ésta pueda ofrecer12. Con esta llegada des8 Bravo, 2000, p. 94. Sobre la familia en general y las transformaciones a las que se ve sometida en la edad moderna, ver el trabajo completo de Bravo, 2000 y el de Rodríguez Sánchez, 1996. 9 Bravo, 2000, p. 109. 10 Con el comienzo de la edad moderna y ante la insistencia en mantener el cuerpo político unido, se desarrolla la metáfora de la familia al nivel del Estado. El rey como pater familia que ordena, manda y ejerce justicia sobre sus súbditos aparece en ya en Thomas More (1515) Jean Bodin (1576) y, en España, en Martínez González Cellorigo (1600), entre otros. 11 Guevara, Desengaños de la Corte y mujeres valerosas, p. 3. 12 En 1623 González Dávila ya constata este atractivo de la Madrid como corte. Sobre este atractivo, ver los resúmenes de Alvar Ezquerra, 1989, pp. 41-47, Ringrose, 1994, pp. 196-206 y Río Barredo, 2000, p. 144. Principalmente remito al trabajo de
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orbitada de gentes llega igualmente el caos y la crisis. En su trabajo sobre el Madrid de los Austrias, Enrique García Santo-Tomás explica cómo Madrid se ha convertido en «un espacio de crisis», un lugar caótico —aunque fascinante— que nada tiene que ver con la armonía (ideal) perseguida por el renacimiento13. Como indica Maravall entre otros, junto al crecimiento arquitectónico y demográfico de Madrid (e igual se podría decir de otras ciudades del reino), se producen cambios a nivel político, socioeconómico y cultural.Todo adquiere un nuevo significado y valor al tiempo que surge un nuevo lenguaje para cubrir las novedades urbanas. Acierta de nuevo Maravall al advertir que la búsqueda de novedades, lleva a veces a «incurr[ir] en extravagancia» la cual, «a fuerza de ser perseguida por el público del XVII, se convierte en el más banal capricho»14. No deja de ser significativo, pues, el hecho de que la novedad sea bien recibida siempre y cuando sea posible el controlarla15. Efectivamente, como señala Maravall, «la ciudad es, por antonomasia, el medio conflictivo del siglo XVII»16. Ahora bien, ejercer este control no es sino saber encontrar un equilibrio entre lo novedoso y lo tradicional de manera que éste último no se vea siempre eliminado, sino en algunos casos mantenido, asimilado o transformado. De ahí que surjan toda una serie de tensiones de choque entre lo nuevo y lo antiguo y, como consecuencia, se produzca una lucha por (ob)tener el privilegio de pertenecer a este espacio urbano de cambio y ser partícipe directo en su producción. A nivel cultural surge una «constante pugna por la conquista del capital social y cultural a través de la ocupación y mantenimiento del espacio cortesano», dando lugar a un mundo escrito que vive, repre-
Bravo Lozano sobre la emigración a Madrid en el siglo XVII donde concluye que «[e]l crecimiento más rápido de la población de Madrid se produjo tras el regreso de la Corte y hasta 1630» (Bravo Lozano, 1991, p. 134). 13 García Santo-Tomás, 2004, p. 57. 14 Maravall, 1990, p. 466. 15 Maravall, 1990, p. 466. 16 Maravall, 1990, p. 264. Dice García Santo-Tomás al respecto: «el crecimiento demográfico (con una gran población flotante), la velocidad de los cambios y los continuos reajustes que provoca un fenómeno de semejante magnitud resultan también en una serie de conflictos (fragmentaciones, choques, saturaciones, violencia) cuya diagnosis guarda no pocas similitudes con ciertos síntomas de nuestras ciudades modernas» (García Santo-Tomás, 2004, p. 53).
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senta y, al tiempo, produce, la tensión del espacio en que se inscribe17. En este sentido, los tratados de comportamiento del Barroco no hacen sino poner de manifiesto dicha pugna al intentar recrear modos de actuación social que chocan con la realidad social y moral de la época. En estos manuales, por tanto, se pueden advertir repetidos comentarios críticos con respecto a las novedades además de los conocidos «vicios» del Barroco, principales provocadores del caos urbano puesto que rompen con el natural «compuesto vivir de los hombres»18. Es decir, entre los consejos y avisos, reprimendas y amenazas que se escriben en especial interés por cada miembro de la familia (ya sea familia-hogar, ya sea familia-Estado), se entreveran las críticas a los diferentes vicios que protagonizan el espacio urbano y a las novedades que, convertidas para muchos en «necesidades», atrapan al hombre del Barroco19. Como miembro fundamental de la familia-estado, la mujer también participa de la transformación sociocultural y se incorpora en la creación de un discurso que ayuda a controlar la crisis del Barroco. Por un lado, Luisa de Padilla se encargará de modelar a los nobles a los que dedica varios volúmenes de instrucción, guía y avisos. Se trata de los cuatro volúmenes sobre la nobleza: Nobleza virtuosa (1637), Noble perfecto y segunda parte de la nobleza virtuosa (1639), Lágrimas de la nobleza (1639) e Idea de nobles y sus desengaños en aforismos (1644). «Toda su obra —confirma Aurora Egido— va encaminada a la restauración de los valores perdidos de la clase nobiliaria, que debía educarse y reformarse para poder alcanzar el desempeño de los más altos puestos, aparte de atender al gobierno de su casa»20. Por otro lado, María de Guevara se inclinará por la formación de los reyes, Felipe IV y Carlos II en sus dos tratados, «Tratado y advertencias hechas por una mujer celosa del bien de su Rey y corrida de parte de España»
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García Santo-Tomás, 2004, p. 51. La definición completa de «vicio» en el tesoro de Covarrubias se lee así: «Es un afecto o hábito del ánimo nacido, que se opone al compuesto vivir de los hombres... Nos lleva por sendas erradas, como por caminos reales la virtud». 19 Efectivamente, entre los aspectos negativos que la transformación de la ciudad barroca trae consigo está la relajación de costumbres que, junto a la «ley que rige en todo el área de esa cultura» (la ostentación), impulsan la escritura de tratados a los que me refiero. Con respecto a esta relajación, ver Maravall, 1990, pp. 250-267. 20 Egido, 2000, p. 80. 18
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(1663) y Desengaños de la Corte y mujeres valerosas (1664). Con su plan reformador, estas mujeres no hacen sino acogerse precisamente a una de las recomendaciones de los moralistas de la época para la mujer como miembro de la familia: «Les autres moralistas envisagement également ce rôle modérateur de l’épouse. Ils évoquent avec prudente la possibilité pour elle de pouvoir reprendre son Mari, dans certaines circonstances, et de le rendre meilleur»21. Al convertirse en exponentes fundamentales para el buen funcionamiento del entramado social del que forman parte, se encuentran con el deber de avisar a sus compañeros «familiares» (ya sean compañeros en el hogar como en el estado) sobre las novedades y vicios a los que se enfrentan. Padilla y Guevara son conscientes de que ellas poseen los requisitos para ejercer la labor reformadora. Así, a lo largo de sus escritos, ambas dan muestra del capital intelectual (el conocimiento que han adquirido de sus lecturas)22 y capital social (su propio linaje además de las conexiones sociales)23 que les abre las puertas al espacio de influencia tanto sociopolítico como moral, influencia que deben llevar a cabo siguiendo la obligación familiar. Significativamente estos capitales que manejan las autorizan como mediadoras para restablecer el orden del cuerpo debilitado de la familia-Estado. Es decir, como co21
Barbazza, 1988, p. 119. Me refiero a los libros que probablemente conformaban sus bibliotecas y que conocían, como se demuestra en sus escritos unas lecturas que se salen de las que parecen ser las habituales en las mujeres de la época (sobre todo obras devocionales o de ficción) y que, como indica Nieves Baranda, las incluye en una «selecta minoría» de lectoras en la época.Ver Baranda, «Lecturas de damas aristócratas en el siglo XVII» (2000) donde se hace un estudio exhaustivo de las posibles bibliotecas que tanto Padilla como Guevara pudieron poseer en base a las dedicatorias, cartas, comentarios en las obras, y referencias intertextuales de sus obras. 23 La vida de estas mujeres está asociada a personajes que a través de lazos familiares (ej. Pero López de Ayala y Fray Antonio de Guevara en relación con María de Guevara) o de amistad (ej. Juan Francisco Andrés de Ustarroz,Vicencio Juan de Lastanosa y el mismo Baltasar Gracián con respecto a Luisa de Padilla) les provee el capital social necesario. Estas conexiones se hacen explícitas en sus escritos. Por un lado, en Padilla, a través de las dedicatorias que le hacen y en las cartas que intercambia con prestigiosas figuras del reino de Aragón (ver Baranda, 2000, pp. 38 y 39 y Egido, 1998, pp. 16-17). Por otro, en Guevara, con el memorial de su casa que ella misma publica en 1654 y en la relación de 1660 sobre el viaje de la condesa a la provincia de Vitoria con motivo del paso de la comitiva real hacia la frontera con Francia para el desposorio de la infanta María Teresa con el futuro rey de Francia, Louis XIV. 22
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nocedoras y poseedoras de los «(re)medios», ambas deben establecer «medidas ordenadas con autoridad»24. La competencia social y cultural que poseen las distingue, instituyéndoles una identidad que no sólo les permite sino que le obliga a actuar de cierta manera, distinción que le legitima en su capacidad de avisar y hacer recomendaciones a aquellos que precisamente no están cumpliendo con sus responsabilidades.Ambas mujeres les recuerdan a los nobles y, en el caso de Guevara, al mismo rey, del capital político y socio-cultural que ellos poseen y, por tanto, las responsabilidades que deben ejercer para igualmente distinguirse25. Se trata, en suma, de «recomponer el vivir de los hombres» que se ha visto afectado y sanar el cuerpo social enfermo para dar de nuevo estabilidad (armonía) a la gran familia del estado, con el rey a la cabeza, familia de la que forman parte26. Esta falta de cumplimiento se debe en parte, como se adelantaba previamente, a la presencia urbana de una cantidad de objetos y novedades que han dado lugar a prácticas sociales que no corresponden ni con la calidad nobiliaria ni con la real y que convierten a la corte, epítome de todas las ciudades, en «perjudicial para el alma, para la salud, y para la hacienda», dice Guevara27, «plaza del mundo, ataraza de los vicios y arrabal del infierno», afirma Padilla28. Las ciudades y la corte en particular han caído en el «defecto» y en el «exceso» resul-
24 «En época histórica, la raiz med- se encuentra en palabras de significado muy diferente. El sentido original no lo da lo que estas palabras tienen en común sino el sentido profundo de la medida, entendida no como medición sino como moderación (“modus” procede de la misma raíz), o sea como capacidad de restablecer el orden en un cuerpo enfermo (el médico, entendido pues no como quien sana sino como quien establece un orden... Se trata, esencialmente, de medidas ordenadas con autoridad. Se trata de la autoridad» (Muraro, 2000, pp. 12-13). 25 El pensamiento teórico de Pierre Bourdieu (principalmente 1984 y 1999) ha influido definitivamente en este ensayo. 26 La analogía médica aparece en la mayoría de los arbitrios de la época que buscaban diagnosticar y curar el cuerpo político y socio-económico. Ver al respecto, Elliott, 2004, pp. 114-124. Como advierte Egido, «esta perspectiva también estuvo presente en la obra de doña Luisa quien actuó como médico que trata de curar las enfermedades morales de la sociedad, pero creyendo que la tríaca consistía exclusivamente en la mejora de la sociedad» (Egido, 2000, p. 78). 27 Guevara, Desengaños de la Corte y mujeres valerosas, p. 6. 28 Padilla, Idea de nobles y sus desempeños en aforismo, p. 591.
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tado de los vicios29, degradando al noble quien, gastando «las rentas de los antepasados» y desluciendo «a sus herederos», está alterando la pirámide social, «convirtiéndose algunos en mercaderes y los mercaderes en nobles»30. Aunque el dinero, el ansia del mismo o la falta de él, es causa fundamental en esta alteración, y así se demuestra a lo largo de cada uno de los tratados, los objetos que se pueden adquirir con el mismo y las malas inclinaciones que puedan provocar son los que se hacen protagonistas de las quejas de estas mujeres31. En la primera parte de su Nobleza virtuosa (1637), como si se adelantara en casi cuatrocientos años al crítico Enrique García SantoTomás, Padilla resume someramente los principales elementos de la degradación social alrededor de los cinco sentidos corporales, «puertas» por donde «entran todos nuestros daños al alma» en la instrucción que hace de su hija en el estado de casada. Así, por los ojos hay que evitar aquello que pueda llevar a «pensamientos impuros» y eso va desde «mirar mujeres, pinturas y bailes indecentes» a «leer libros vanos... ver espectáculos demasiado curiosos» y no dejarse llevar por la envidia debido al deseo por las «cosas» y «adornos ajenos». Por los oídos no se deben escuchar «palabras demasiado familiares» ni tampoco palabras «maldicientes, o músicas que lo sean, murmuraciones, o lisonjas». Para el gusto, la crítica se enfoca en el paladar el cual hay que controlar, «comer o beber por satisfacerle» y rechazar «manjares extraordinarios y gustosos». No falta, por supuesto, el aviso a las tentaciones que pueden provocar olores, sobre todo aquellos que «solo sirven para deleitar». Y por último, el tacto, que debe huir de «todo tocamiento inmodesto» y no buscar «blanduras extraordinarias en vestido, y comida, sino lo preciso a la necesidad», de la misma que para la lengua, lo mejor es «callar»32. Como se puede observar, ropas y ador29
Entre las acepciones de «vicio» en el Diccionario de Autoridades (1726-), destaca el que «por extensión, es el defecto, u exceso, que como propiedad, o costumbre suelen tener algunas personas, o es común a alguna nación» (p. 477). 30 Padilla, Lágrimas de la nobleza, p. 349. 31 El dinero propiamente dicho se convertirá en objeto de crítica en específicas ocasiones como por ejemplo, Guevara se queja tanto de la falta de dinero para pagar a los soldados en la guerra de Portugal como de las grandes cantidades de dinero que se están embolsando miembros de los consejos, especialmente los portugueses. Ambas Guevara y Padilla objetan los gastos superfluos que llevan a los nobles a quedarse sin dinero para pagar a sus criados y sobre todo, sus deudas. 32 Padilla, Nobleza virtuosa, pp. 205-209.
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nos, bebidas y comidas, perfumes o cotilleos son parte de estos excesos que aparecen en pugna en la ciudad barroca y que llevan a los miembros del grupo más elevado (nobleza y realeza) a estar en continuo proceso de redefinición (con todo lo contradictorio que pueda resultar en algunas ocasiones) dentro del entramado social en el que intentan (y deben) defender una posición distintiva y modélica, una posición que a veces va más allá de límites de identidad sociales. Efectivamente, en relación a las ropas y a las joyas, por ejemplo, no sólo se critica el uso innecesario de excesivos adornos o novedades sino el hecho de que se elijan aquellas que vienen de otros reinos: «Si la otra señora tiene una joya rica, que pudiera durar a sus bisnietos, la deshace para comprar otra, que vino de otro reino, lo más de ello falso, y que no dura cuatro días. Si se quitan las puntas de plata, porque no se gaste, vienen de otro reino puntas de hilo y seda, con que nos llevan la plata, viene a ser peor»33. Al aceptar estas novedades ajenas (extranjeras) se pierde un patrimonio tanto personal (hacienda individual) como social (en cuanto que afecta a la degradación del grupo nobiliario) y, principalmente, cultural (por la afectación que produce en la identidad nacional). Guevara pone de manifiesto con esta crítica el fluctuoso ir y venir de novedades resultantes del prolífero intercambio internacional, fundamental para el desarrollo de una sociedad de consumo. Guevara avisa sobre la peligrosidad que supone la llegada de productos «ajenos» que no sólo dañan la economía personal sino la identidad nobiliaria y, sobre todo, la distinción nacional. Estas transacciones de objetos de lujo ponen en juego el poder tanto material como social y simbólico de un pueblo. Las novedades no son sólo «banal capricho» como decía Maravall, sino destructoras de la gran familia española. En esta misma línea Guevara presenta también las bebidas alcohólicas que han sido «introducidas» de fuera (¿probablemente la cerveza?) y que, junto a las enfermedades sexuales, llegan a matar a sus propios consumidores, los cuales acaban «andan[do] perdidos, y echan a perder sus mujeres... con que se pierden la sucesión, y el que la tiene, nacen los hijos tan enfermos, que al primer aire que les da se les mueren, y con la vida que traen viven muy poco, y hay muy pocos
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Guevara, Desengaños de la Corte y mujeres valerosas, p. 5.
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que lleguen a viejos»34. Tanto Guevara como Padilla abogan por la continuidad de un cuerpo social tradicional, ajeno a los vicios urbanos que no sólo lo están transformando social y moralmente sino que también, físicamente, lo están descomponiendo35. Esta descomposición del cuerpo se hace más evidente cuando se pone en relación con el juego, vicio propiamente nacional, ya que es «exceso que no lee de ninguna nación»36. Tal es el caso de «aquel que en su testamento, mandó que de sus muelas y dientes se hiciesen dados»37. Éste es un claro ejemplo de la transformación del cuerpo social al extremo, por la que el cuerpo físico se convierte en objeto de consumo mismo para satisfacer uno de los vicios del momento38.Y es que el juego, junto a otros muchos vicios y novedades del Barroco dan lugar a pérdidas que superan las de tipo económico y que afectan física y simbólicamente tanto a los miembros de la familia-Estado como al ejercicio de su autoridad ya sea política, social o cultural. En este sentido, el rey como cabeza principal de esta familia debe negociar continuamente para que su autoridad no se ponga, precisamente, en juego, por lo que su actuación pública debe ser ejemplar y moralmente superior a la de sus súbditos, situación contraria a la realidad de la época39. De ahí que una buena parte de los consejos de Padilla en sus manuales y los de Guevara en sus dos tratados estén di-
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Guevara, Desengaños de la Corte y mujeres valerosas, pp. 6-7. Padilla habla del perjuicio y la inutilidad del gasto excesivo en comidas y bebidas y critica en su caso el vino como uno de los elementos que lleva la incontinencia (Padilla, Lágrimas de la nobleza, pp. 354 y 363) 35 Sobre la redefinición de la nobleza urbana en el Barroco, ver el trabajo de Romero-Díaz, 2002. 36 Padilla, Lágrimas de la nobleza, p. 343. 37 Padilla, Lágrimas de la nobleza, p. 343. De hecho, Padilla dedica todo un capítulo a llorar el juego en su Lágrimas de la nobleza (1639). Significativamente, Padilla conoce bien el arte de los naipes y explica el origen y la representación de cada una de las figuras en la baraja, al tiempo que rechaza cada una de las posibles excusas que dan algunos nobles para dedicarse al juego. 38 Obviamente el ejemplo más claro de cuerpo como objeto de consumo está en la prostitución de ahí las numerosas pragmáticas en la época y la publicación de tratados que intentan dar normas para controlar y reformar tal consumo, recomponiendo el cuerpo prostituido como cuerpo de provecho social; póngase por caso la Razón y forma de la galera, de Magdalena de San Jerónimo (1608). 39 Ver el clásico trabajo de Deleito y Piñuela, 1988, al respecto.
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rigidos al rey, explícita o implícita, y a su (re)formación.Afirma Padilla, por ejemplo, que [e]s el príncipe, escultor de su república: y así ha de entresacar las malas yerbas de los viciosos, para que crezcan los virtuosos, que son las buenas... Es también artífice del gobierno, y sin la regla de justicia, no puede hacer el suyo, como ni el artífice el suyo sin regla... Mas debe hallarse siempre la justicia en el que es cabeza... [y] [l]a ley mas útil que da el príncipe es su virtuoso vivir40.
El príncipe queda definido como el modelo social por excelencia cuyo comportamiento debe ser ejemplo para sus súbditos, puesto que si el príncipe decae, también lo hará su república41. En los tratados de Guevara, dirigidos a Felipe IV y al futuro rey Carlos II respectivamente, por ejemplo, queda expuesta la necesaria actuación del príncipe siguiendo unas normas de conducta y sobre todo, de hacer política, es decir, el rey debe cumplir con las responsabilidades que se le instituyen como tal. De esta manera, y siguiendo los manuales más conocidos de la época (ej. Fe rnández de Navarrete, Juan Lancina, Pedro de Ribadeneyra, Diego Saavedra y Fajardo y Jerónimo de Ceballos), Guevara expone toda una serie de avisos y recomendaciones que se pueden resumir alrededor de tres amplios temas: la elección del primer ministro, al igual que de otros ministros y consejeros del reino; la reformulación de un ejercicio militar más eficiente en la defensa del imperio; y la necesidad de saber la historia del reino y la de sus súbditos42. Estas recomendaciones sólo se podrán cumplir si el rey gobierna directamente, conociendo de propia mano a los que están a su alrededor y lo que está ocurriendo en su reino, y eliminando de la corte todo aquello y, sobre todo, a todos aquellos que afecten su autoridad y el buen funcionamiento de la república43. 40
Padilla, Idea de nobles y sus desempeños en aforismo, pp. 45-56. Las cartas entre Felipe IV y la monja María de Ágreda ponen de manifiesto la conexión entre la disposición moral del príncipe y los problemas que acusa el reino. 42 Para un análisis detenido de las obras de Guevara, remito a la introducción de Romero-Díaz a la edición bilingüe (Romero-Díaz, 2007). 43 En este sentido, Guevara pone especial énfasis en recomendar un regreso de los nobles a la aldea, alejados de la corte y de los vicios. Bajo la influencia de su tío abuelo, Fray Antonio de Guevara, hace toda una reflexión práctica sobre las ventajas 41
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Para asegurarse de una actuación adecuada por parte del rey, ambas mujeres ofrecen modelos de comportamiento entre los que destaca el marqués de Santillana para Padilla44, y el abuelo de Felipe IV, el rey Felipe II, el Prudente, en el caso de Guevara45. Usando estos modelos, y una vez que haya eliminado de la corte las «malas yerbas», el rey será capaz de ejercer su poder adecuadamente. Pero más importante, por si estos modelos no fueran suficientes, Padilla y Guevara recrean unos modelos femeninos, entre los que se incluyen ellas mismas, ya que «cuando los hombres faltan a lo que deben, [hay que ] despertar mujeres que suplan por ellos»46. Guevara considera incluso que las mujeres son las únicas que podrán devolver el honor y su correspondiente prestigio y distinción a una sociedad que lo ha perdido en manos de los hombres. Guevara llama a estas mujeres Amazonas y aboga por un país en que todos, incluidos los hombres, lo fueran puesto que la recuperación social sólo puede suceder del imitar y actuar la valentía y el arrojo de las míticas mujeres amazonas, modelo ideal de una nueva España47. Los sentimientos patrióticos por España, pues, se transforman en sentimientos «matrióticos» ya que reconstruye una España de mujeres las cuales, desde la historia pasada, marca-
de esta vida apartada. En este sentido, junto el Relox, es el Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539) de Fray Antonio de Guevara la principal influencia para María de Guevara.Ver el estudio de Romero-Díaz, 2007a. 44 El marqués es el protagonista de su Idea de nobles (1644). Sobre un análisis de la figura del marqués por Padilla, ver el artículo de Egido, 2001. 45 Además de Felipe II, otros modelos masculinos que Guevara refiere son Ruy Díaz de Vivar, Bernardo del Carpio, sobre todo, personajes de la realeza o de la aristocracia que están relacionados en línea directa con la propia Guevara, Don Juan Labrit y la reina Catalina, el duque de Nájera, Don Uño (Señor de Vizcaya), y miembros de la Casa Gamboa. Guevara aprovecha significativamente esta exposición de modelos para ampliar su capital social y así elevar su poder simbólico (Guevara, Desengaños de la Corte y mujeres valerosas). 46 Padilla, Lágrimas de la nobleza, p. 13. 47 Guevara, «Tratado y advertencias hechas por una mujer celosa del bien de su Rey y corrida de parte de España», p. 480. Su concepción de la amazona es favorable, a diferencia de la visión común en la época de monstruo aberrante. Esta imagen positiva recuerda a la de Christine de Pisan quien escribe sobre esta figura mitológica como símbolo de trascendencia para las mujeres. Así, la amazona de Guevara es poderosa, con una fuerza superior y con competencias que se extienden desde lo militar a lo cultural, recreando una imagen de la intelectual amazona para quien el arma es la pluma.
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rán el camino al futuro48. Entre estas mujeres, se incluye a sí misma presentándose no sólo como un agente en dicha reconstrucción de la historia sino también como modelo de la misma, posible cabeza política del país, sustituta incluso del propio rey. En este sentido, Guevara sitúa a las mujeres (ya sean religiosas ya seculares, nacionales e internacionales) como protagonistas activas dado que los reyes, sus consejeros y demás nobles de la corte son «incapaces» de hacer mucho más. De esta manera, aunque Guevara al igual que Padilla estén fuertemente embebidas por una ideología de clase que las lleva a evocar una sociedad armónica ideal, sin embargo, con sus propuestas difieren de los manuales de la época en cuanto que defienden un papel más protagónico para la mujer y llevan sus avisos hasta extremos que incluso desafían la figura real y desequilibran la jerarquía sexual. En su defensa del buen funcionamiento de la familia de la que forman parte, Padilla y Guevara articulan un discurso que controla la ociosidad del Barroco y ayuda a recomponer armónicamente el cuerpo del Estado según unos modelos de actuación que responden a valores que pugnan con las novedades del momento. Sólo así se instituye a cada uno en su lugar, distinguiendo cada clase y poniendo «punto fijo» al desorden social tan criticado en la sociedad urbana del Barroco49. Al escribir sus manuales, Padilla y Guevara se incorporan a un espacio cultural dominantemente masculino y responden a una obligación moral como miembros de la gran familia del Estado, aquella de avisar y (re)formar a sus compañeros. Al mismo tiempo, sin embargo, se convierten en agentes culturales y hacen a la mujer elemento clave en la historia de España. 48 Precisamente en el segundo capítulo de sus Desengaños (1664), Guevara desarrolla este modelo ideal de España con un (pseudo)catálogo de mujeres valerosas. Además de mujeres de la antigüedad clásica o de la mitología, destacan figuras históricas tales como doña Sancha, esposa de Fernán González; Doña Jimena, esposa del Cid; Blanca de Guevara, liberadora de Navarra; las luchadoras de Ávila; las siete doncellas de Simancas; Antona García; Isabel la Católica; las vizcainas de Fuenterrabia; la reina Catalina, regente durante la minoría de edad de Juan II y la reina madre de Francia, Catalina de Médicis —además de mujeres anónimas de las que prefiere callar sus nombres por guardar su honra. Sobre esta catalogación, ver de nuevo la introducción de Romero-Díaz a la edición de las obras de Guevara (Romero-Díaz, 2007). 49 Guevara, «Tratado y advertencias hechas por una mujer celosa del bien de su Rey y corrida de parte de España», p. 480.
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UNA FORMA DE OCIO CORTESANA Y POPULAR EN EL TEATRO DEL SIGLO DE ORO: LA CORRIDA DE TOROS
María del Valle Ojeda Calvo Università «Ca’ Foscari» di Venezia
Justas, torneos, saraos, sortijas, escaramuzas, encamisadas, toros, cañas… fueron formas de ocio cortesanas de las que también pudo disfrutar el pueblo, pues no sólo se celebraron en ámbito palaciego sino, y sobre todo, en plazas públicas. Muchos de estos pasatiempos son de origen guerrero y ya en el período áureo se pueden calificar de ejercicios de armas, importantes como tales dentro del aprendizaje y del itinerario cortesano o cursus honorum. Estas exhibiciones caballerescas, por la fiesta en la que se insertaban y por el fasto que las rodeaba, fueron aventajadas ocasiones para la propaganda social de todo el estamento nobiliario y, dentro de él, de algún miembro que, mediante la destreza y el valor en las armas o mediante el buen hacer en la organización del evento, buscaba la promoción personal y el favor real. Por ello estos espectáculos fueron importantes en el imaginario nobiliario
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y por ello los aristócratas se preocuparon de recoger memoria puntual en forma de libros, grabados, estampas o pinturas1. Estos juegos públicos se organizaban para solemnizar acontecimientos de la familia real —como bodas, nacimientos, bautizos, entradas a la ciudad…—, para celebrar fiestas religiosas —como la de la Invención de la Cruz, el día de Santiago, el de San Juan o el de la Asunción—, para conmemorar acontecimientos particulares —como las fiestas que se hicieron en Sevilla en 1592 por el nombramiento de Rodrigo Vázquez como Presidente del Consejo de Castilla—, o para festejar bodas y alumbramientos de algún noble importante de una determinada ciudad. El pueblo asistía a estos espectáculos y los vivía desde sus primeros preparativos. El ambiente festivo de las ciudades en esos momentos y los espectáculos ofrecidos en ellas dio lugar a una abundante literatura nacional y extranjera (cartas, avisos, relaciones, despachos de los embajadores, impresiones de viajeros…). De entre todas estas formas de diversiones, destacan por el entusiasmo que levantaron no sólo en los participantes y espectadores nobles, sino también en el vulgo, ya que en ellas tenía incluso un papel activo, las corridas de toros, asociadas generalmente a los juegos de cañas. En sus Días geniales o lúdricos, Rodrigo Caro, por ejemplo, recuerda que las cañas y los toros «son las fiestas más frecuentes de que hoy usamos en España, por invención nuestra», recalcando «la afición notable y propensión que todos les tenemos»2. Asimismo, la protagonista de Marta la piadosa, de Tirso de Molina, expone este parecer común: «[…] toros son cosa / que dan gusto cada día» (vv. 589-590).Y don Luis de Góngora, gran aficionado a la fiesta nacional, en el famoso romancillo «Hermana Marica» recoge como juegos infantiles populares la imitación de los toros y cañas: «[…] y en la tardecica, / en nuestra plazuela, / jugaré yo al toro / y tú a las muñecas / […] / yo, y otros del barrio, / que son más de treinta, / jugaremos cañas / junto a la plazuela […]» (vv. 29-32; 67-70). La corrida de toros era, pues, la fiesta de más arraigo en España y, sobre todo, la más peculiar y característica de la nación española, como 1 Ver
Martínez Hernández, 2007; Ferrer Valls, 2003 y 2007. Caro, Días geniales, p. 58. Argote de Molina es de la misma opinión: «El correr y montear toros en coso […] es la más apacible fiesta que en España se usa tanto que sin ella ninguna se tiene por regocijo y con mucha razón por la variedad de acontecimientos que en ella hay» (Libro de la montería, cap. XXXVIII, fol. 16r.). 2
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testimonian los embajadores extranjeros3. La organización del evento taurino corría a cargo del Ayuntamiento, quien designaba dos comisarios que se encargaban, entre otras cosas, de buscar los toros y los toreadores, de la música (atabales y trompetas), además de acondicionar el recinto para torear y de construir el tinglado para los espectadores. El lugar solía ser una plaza pública (la Plaza mayor en Madrid y la plaza de San Francisco en Sevilla, por ejemplo), que se cerraba con barreras (maderas y carretas) y se llenaba de arena que, poco antes de empezar la lidia, se regaba mediante toneles de agua llevados por carros. Se construía además un recinto de madera, o toril, para encerrar los toros hasta su salida al coso. En la plaza, se disponían gradillas para el público y un tablado o andamio de madera para las autoridades y nobles.También se usaban como lugares de visión las ventanas y balcones de las casas que daban a la plaza y los terrados o terrazas, que se solían regar para volverlas frescas cuando el calor apremiaba. Las noticias nos han llegado de documentos notariales4 y de la literatura, como las numerosas referencias contenidas en las obras dramáticas de nuestro Siglo de Oro. Un texto muy ilustrativo es el Baile de los toros de Quiñones de Benavente, en donde se describen todos los preparativos a los juegos taurinos y los momentos previos a la salida del animal: 1ª DAMA
El amor, gobernador de los pechos y las almas, manda que se corran toros en servicio de su dama; que con toda diligencia desembaracen la plaza en oyendo este pregón, so pena de su desgracia; que intenten por varios modos a su Nise festejarla; y mándanse pregonar porque venga a noticia de todos.
(Repiten)
3 Ver 4 Ver
Ferrer Valls, 2007, p. 287. los documentos catalogados por Rojo Vega, 1999, pp. 220-238.
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Ya los cajones se ausentan, los garabitos se apartan, las mesas de la verdura y del pescado las tablas. MÚSICO
Ya los tablados se empiezan, ya se asierran, ya se clavan; unos las puertas asientan y otros las barreras tapan5; y para clavos y hierros de rejones y de lanzas, de ballenatos vulcanos hundiéndose están las fraguas. Ya van echando la arena, con que la plaza se allana a hacer cuanto le mandaren los pisones de la carga. Ya se van acomodando en tablados y ventanas, y los muchachos pregonan terrados como castañas.
2ª DAMA
Suban al terrado, que está fresco y regado, que está fresco y regado. La chusma de los terrados, que frita en el sol aguarda, del calor se desentiende con pañuelos y palmadas.
CORO 1º
¡Aquí de los tablados!
CORO 2º
Terrados, ¿qué tenéis?
(Repiten) Pañuelos y palmadas y ganas de beber.
5 Lope de Lope de Vega, por ejemplo, se refiere a las carretas para este uso en El Hamete de Toledo: «(Éntrense, y salgan dos alcaldes villanos: SALICIO [y] SOLANO). SALICIO Muy bien se hará la fiesta dese modo. / SOLANO ¿Qué culpa tuve yo si el toro es ido? / SALICIO A vuestro cargo estaban las carretas / para tapar las calles. / SOLANO Yo las puse / desde que el alba se riyó en el cielo, / y con mucho cuidado» (vv. 197-202).
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Antes de cerrar las puertas, a regar salen la plaza carretones enramados que traen el agua encubada. Tápala, patán, tan, tan. ¡Huyan de los carros, que los mojarán! Manda el amor que despejen los soldados de su guarda, y que un pregonero avise antes que el toril se abra6.
Las plazas se adornaban con plantas y hierbas aromáticas —espadaña, hinojo y tomillo, se especifica en un documento de Valladolid de 15927—, se aderezaban con paños y colgaduras, y se disponían, por ejemplo en Sevilla, toldos para protegerse del sol. En la primera parte de El príncipe perfecto de Lope de Vega, don Ruy de Silva y doña Clara lo retratan en los siguientes versos: RUY
DE
SILVA
DOÑA CLARA
6 7 8 9
Admirado está de ver tantas ventanas compuestas, la grandeza destas fiestas no acaba de encarecer8. Estarían, ¿quién lo duda?, los Reyes con la grandeza, que suele el Sol y la Luna, que son las luces más bellas. Ella en su esfera de plata y él en su dorada esfera, guarnecidos los tablados de ricas bordadas telas y vertiendo amor mil flores en las damas portuguesas9.
Quiñones de Benavente, Baile de los toros, pp. 649b-650a. Rojo Vega, 1999, p. 224. Lope de Vega, El príncipe perfecto, vv. 750-753. Lope de Vega, El príncipe perfecto, vv. 964-973.
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Se invitaba a la nobleza, a los tribunales, al Cabildo de la Catedral y a los personajes destacados, ofreciéndoles merienda de dulces y refrescos. Al pueblo y a los caballeros particulares se les cobraba entrada. La recaudación era destinada a menudo a obras pías —en Sevilla servía para socorrer a los pobres de la cárcel10— o para sufragar otros gastos religiosos —en Madrid en los toros de San Isidro de 1657 se consigna la ganancia para ayuda a levantar la capilla del santo11. El vulgo se acomodaba en las gradillas que se construían en las empalizadas de las bocas de las calles o en los terrados, mientras que los hidalgos lo hacían en las ventanas y balcones. En numerosas comedias encontramos alusiones a estos lugares, como en la ya citada comedia Marta la piadosa: PASTRANA
Menos que en una ventana o en un tablado, no esperes verme en el coso.
DON FELIPE
Pastrana, ése es sitio de mujeres o de hombres de agua y lana12.
La costumbre de alquilar ventanas entre los caballeros queda atestiguada por Lope de Vega en Los embustes de Celauro: OCTAVIO
Mas si con igual querella riñen sobre este lugar, ventana quiero alquilar y ver los toros en ella13.
Los preparativos de la fiesta eran en sí ya un espectáculo para el pueblo, que se agolpaba para ver los toros llegar, con vaqueros y va-
10
Montoto, 2001, pp 155-156. Barrionuevo, Avisos, vol. 2, 184, p. 84. 12 Tirso de Molina, Marta la piadosa, vv. 596-600. 13 Lope de Vega, Los embustes de Celauro, vv. 1070-1073. 11
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cas mansas como señuelos14, siguiendo todo el proceso de herraje, colocación de citas de colores a modo de divisa y encierro en el toril15. El pueblo llano solía, pues, acudir desde muy temprano, después se daban cita las autoridades y nobles y, por último, el rey o la persona encargada de presidir el festejo. La Serrana de la Vera de Luis Vélez de Guevara refleja ese ambiente previo a la corrida: «El coso todo / de gente cubierto está / y ocupando las ventanas, / damas bizarras y bellas» (vv. 564-567). Esta pieza es muy rica en informaciones sobre el ambiente del festejo taurino, pues documenta la venta de diferentes dulces y frutas (limas dulces, turrón, confitura, cerezas, camuesas, peros, piñón mondado, azúcar blanco rosado), además de agua y anís (vv. 576-582; 613-618), el juego de esgrima que se hacía en la arena antes de la salida del toro (vv. 583-612; 619-822) y que se puede observar en una pintura como el Jeu de torreaux:
Representación simultánea de varios elementos de las fiestas de los toros (Jean Lhermite, Le passetemps.Ver T. Ferrer, «El duque de Lerma, el Príncipe Felipe y su maestro de francés», en El siglo de Oro en escena. Homenaje a Marc Vitse, Toulouse, PUM / Consejería de Educación de la Embajada de España en Francia, 2006, p. 288).
14
Argote de Molina, Libro de la montería, cap. XXXVIII, fol. 16v. Deleito y Piñuela, 1988, p. 103; Bolaños Donoso, 2005.
15 Ver
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o la aparición de los reyes minutos antes de empezar la fiesta, entrada anunciada con la música de atabales: Tocan atabalillos y salen de arriba, a una ventana, don Fernando y doña Isabel y siéntanse en dos sillas Ya parece que los Reyes salen a este corredor16.
Los toros corridos, aunque no hay una cifra fija, solían ser seis u ocho, y los proveedores solían ser hacendados o carniceros, quienes, una vez muertos los animales, los tomaban para vender su carne17. En Castilla eran muy apreciados los toros del Jarama por su bravura, según se desprende de las recurrentes alusiones literarias, como la presente en El esclavo del demonio, de Antonio Mira de Amescua, cuando el demonio en la forma de Angelio tienta a Cipriano enumerando los placeres celestiales: ANGELIO
Aquí, al modo de Castilla, toros trairán de Jarama, y en caballos andaluces verás mil juegos de cañas18.
La indumentaria de los caballeros y las libreas de sus criados eran ricas. Por ejemplo, don Juan de Sosa aparece a torear «con una banda de nácar / y una capa de oro» (vv. 988-989), en la mencionada comedia de El príncipe Perfecto, y en La competencia en los nobles, atribuida a Lope, se especifica que don Fernando sale «con capa y gorra y borceguíes para torear» (p. 283a). La música anunciaba la salida del animal19 y la lidia se realizaba a caballo con la lanza y el rejón, como queda recogido en los tratados de la época sobre el arte ecuestre, donde se suele dedicar algún capítulo al arte de torear —Libro de monte-
16 Vélez
de Guevara, La Serrana de la Vera, vv. 857-858. Romero Abao, 1991, p. 145. 18 Mira de Amescua, El esclavo del demonio, vv. 2640-2643. 19 Tirso de Molina, Marta la piadosa, vv. 696-697: «Música dentro. / PASTRANA ¿Qué es aquesto? / DON FELIPE La señal / de soltar toro». 17
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ría, acrecentado por Argote de Molina (1582), o Libro de la jineta (1599) y Nuevos discursos de la jineta (1616), de Pedro Fernández de Andrada, v. g.—, y en algunas reglamentaciones que empiezan aparecer ya en el siglo XVII, como las Reglas para torear (1683) de Juan Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla. Los caballeros, según Deleito y Piñuela, usaban el rejón, la varilla y a veces también la lanza corta, además de las picas o varas y de las banderillas, flechas o jabalinas, adornadas de papel rojo, que se clavaban entre los cuernos20. La suerte más gallarda era la de quebrar el rejón; es decir, la de clavar y romper en el toro una clase de lanza larga de madera21. Al pueblo le gustaba cuando hacía mucho ruido. Gonzalo Argote de Molina, en el capítulo XXXIX de los añadidos por él al Libro de la montería de Alfonso X, aconseja sobre el rejón perfecto: La lanza será de ordinario de diez y ocho palmos, de fresno baladí, seco y enjuto, y que sea tostada la mitad della, desde el puño a la punta, en un horno, dos días antes del día de la lanzada, porque esté tiesa y no blandee hasta que el toro esté bien herido y rompa más fácil, porque a doblarse la lanza podrá el toro hacer suerte en el caballo. Y el fierro della sea de navajas, de cuatro dedos de ancho, porque siendo de navaja entra y sale cortando, lo que no hará siendo de ojo redondo. La puntería del fierro no ha de ser de filo ni llano, sino que reconozca la punta del fierro, de suerte que cuando el toro entrare, vaya haciendo corte para que la mano esté dulce y entre cortando más fácilmente, y llevará apuntado el lugar por donde ha de tomar22.
El rejón se clavaba en la nuca o en la espaldilla, para llegar al corazón y matar al toro; si no se lograba la muerte se daba con la lanza. Una colorida descripción de estos lances la encontramos en el relato de la viajera Madame D’Aulnoy: El caballero que debe atacar al toro se le acerca empuñando un rejón, como si fuera una daga; el toro embiste bajando la cabeza, y el caballero 20 Ver
Deleito y Piñuela, 1988, pp. 116-118. El rejón era una «especie de lanza hecha de pino, de vara y medio de largo, con su empuñadura de la misma madera, desde donde empieza lo más grueso, y a proporción va disminuyendo y adelgazando hasta el otro extremo, en el cual sirve para herir los toros» (Autoridades, s. v. rejón) 22 Argote de Molina, Libro de la montería, cap. XXXIX, fol. 17r. 21
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le clava en el morrillo el hierro de la pica; la bestia retrocede y muge, pártese la madera y queda el rejón clavado. Los lacayos, que llevan 10 o 12 docenas de picas, ofrecen otra al caballero, que también la rompe atacando a la fiera; ésta muge nuevamente, se anima, corre, salta y ¡desdichado aquel con quien tropiece a su paso! Cuando está cerca de algún hombre a quien puede lastimar, los otros le arrojan un sombrero o una capa, consiguiendo así taparle muchas veces, o bien el que se halla en el peligro arrójase de bruces en el suelo, y el toro pasa por encima23.
Y el teatro cifra en este lance el arte del toreo de los héroes protagonistas, como veremos más adelante. Los caballeros iban luchando de uno en uno y el cambio iba anunciado con la música. Así hay que entender la primera acotación del tercer acto de El caballero de Olmedo, de Lope de Vega («Suenen atabales y entren con lacayos y rejones don Rodrigo y don Fernando»), pues, mientras que don Rodrigo y su amigo aparecen en el tablado comentando la mala fortuna en sus lances taurinos, dentro se escuchan los comentarios del público sobre la actuación de don Alonso Manrique. Era posible también el toreo a pie, pero sólo para rematar el animal en el caso de que el jinete hubiera perdido su cabalgadura o en el caso de algún otro infortunio que era entendido como agravio y que, por tanto, podía satisfacer armándose sólo con capa y espada, pues la lidia se entendía como duelo entre caballero y toro. Madame D’Aulnoy nos vuelve a informar al respecto: No está permitido sacar la espada contra el toro mientras éste no haya hecho una ofensa al caballero, quien se considera ofendido cuando derriba la pica, el chambergo o la capa, o cuando le hieren el caballo que monta o cualquiera de los de su acompañamiento. En estos casos, está obligado a guiar su caballo hacia el toro, con empeño de vengarse o morir; y cuando a conveniente distancia se halla, debe acuchillarle frente a frente sobre la cabeza o el cuello; pero si el caballo se resiste y no quiere avanzar, el caballero echa pie a tierra y acércase valerosamente al toro daga en mano; entonces, los otros caballeros, que aguardan su vez para combatir, apéanse también y acompañan al que se haya en el empeño; pero no le ayudan ni pretenden lograr para él ninguna ventaja contra su 23
D’Aulnoy, Relación, 1892, p. 152. En el momento del desjarrete se podían echar perros que acababan con el toro. A veces, no se respetaban los tiempos, como ocurre en la fiesta de Valladolid de 1692 (ver Amigo Vázquez, 2004).
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enemigo. Todo el cortejo aproxímase al toro y, si éste huye al otro extremo de la plaza, en vez de aguardarlos y acometerlos, el duelo se da por terminado, el honor queda satisfecho, y sigue la corrida con nuevas luchas y empeños nuevos24.
Los lacayos a pie acompañaban a los señores, sirviéndoles las armas, y eran los encargados de desjarretar al toro en el momento indicado por la música («tocan a jarrete», Baile de los toros, p. 650a). El desjarrete consistía en cortar las patas por los jarretes o corvejón con una pica con cuchilla en forma de media luna. Así aparece en El caballero de Olmedo: Salen Tello, con rejón y librea, y Don Alonso. TELLO
¡Valientes suerte, por Dios!
ALONSO
Dame, Tello, el alazán.
TELLO
Todos el lauro nos dan.
ALONSO
¿A los dos, Tello?
TELLO
A los dos; que tú a caballo, y yo a pie, nos habemos igualado.
ALONSO
¡Qué bravo, Tello, has andado!
TELLO
Seis toros desjarreté, como si sus piernas fueran rábanos de mi lugar25.
Después, el toro era sacado del coso por las mulillas, igual que ocurre hoy en día («las mulas de la villa, / al jarretado sacan / con su ordinaria prisa», Baile de los toros, p. 650a). El pueblo o las personas del común podían intervenir sólo al final del espectáculo, cuando se avisaba con el toque musical, aunque, como recogen las crónicas de la época, era difícil contener a la gente para que se aguantaran hasta lo último. Entonces, el pueblo se podía cebar con el toro, haciéndolo con garrochas y, a veces, desde la mismas barreras, dejándolo «hecho un 24 25
D’Aulnoy, Relación, 1892, pp. 148-149. Lope de Vega, El Caballero de Olmedo, vv. 1862-1871.
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espín de saetas», en palabras de Quevedo26. No obstante, parece ser, según se refleja en algunas piezas teatrales, que también podía intervenir antes, con el toreo a pie. Obsérvese, por ejemplo, la primera escena de La lealtad contra la envidia, de Tirso de Molina, donde el bovino arremete con personas de a pie, rajándole a uno incluso el calzón, pues «el sol / le alumbra las dos lunadas» (vv. 51-52): Grita como que sueltan toro. DENTRO
¡Bravo toro!
OTROS
¡Guárdate, hombre!
OBREGÓN
Pedilde a la oreja el nombre si os preciáis de toreador. Dos rayos lleva en los huesos y cuatro alas en los pies.
CAÑIZARES
Barrendero valiente es, por Dios, que los más traviesos le van despejando el coso.
OBREGÓN
A todos tiembla la barba.
CAÑIZARES
¡Fuego de Dios, cómo escarba y cómo bufa el barroso!
DENTRO
¡Jesús, Jesús, que le mata!
OBREGÓN
¿Cogióle?
DENTRO CAÑIZARES
26
¡Válgate Dios! ¿Otra vez? De dos en dos cita, ejecuta y remata.
A la fiestas de toros que se hicieron en Madrid a la coronación del Rey de Romanos, a 3 de septiembre de 1653 (ver Deleito y Piñuela, 1988, p. 119). En La Competencia en los nobles, se lee: «Tocaron las chirimías, / y acabó con él [el toro] el pueblo» (p. 289a). Bartolo, en forma de maldición al animal, que ha dejado caer al Comendador en la comedia Peribáñez de Lope, expone la diferencia que se hacía en la época entre la muerte noble y plebeya del toro: «¡Oh, que nunca le trujeran, / pluguiera el cielo, del soto! / […] / mueras en manos del vulgo, / a pura garrocha, en coso; / no te mate caballero / con lanza o cuchillo de oro, / mas lacayo por detrás, / con el acero mohoso, / te haga sentar por fuerza / y manchar en sangre el polvo!» (vv. 226245).
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¿A pares las cabezadas? ¡Oh Minotauro español! OBREGÓN
¿Hirióle?
CAÑIZARES
No, pero el sol le alumbra las dos lunadas. […]
DENTRO
¡Corre, corre, que te alcanza!
OBREGÓN
¡Qué bien la capa le echó el que se le atravesó!27.
No obstante, a pesar de ser un ejercicio caballeresco, se sabe que ya por esta época había toreadores profesionales que lidiaban al toro por un precio fijo o por el premio que se consideraba oportuno, dependiendo de las faenas y valor demostrado, como se recogen en documentos notariales28. Para ejemplo de ello se puede traer a colación la jornada del doce de octubre de 1617 dedicada a los toros y juegos de cañas, organizada por el conde de Saldaña en Lerma, en las que se corrieron toros en tropa y con rejones: Los caballeros participantes mataron algunos toros a cuchilladas y otros terminaron saliendo de la plaza por el despeñadero a vista de la gente que podía asomarse a las ventanas y balcones de la galería que daban al foso del parque. Después, el organizador pidió a los caballeros que fuesen a vestirse para el juego de cañas, y mientras lo hacían, en la plaza toreaba gente de a pie y se despeñaron otros tres toros29.
El público espectador participaba sobre todo como crítico taurino, con los gritos de «San Jorge» o «Vítor», según mereciera el lance, gustando del peligro ajeno, a veces extremo hasta tal punto que el éxito de la fiesta y la bravura del toro se medía por el número de muertos, como recogen las crónicas. El peligro de muerte que llevaba emparejado este tipo de espectáculo, así como la crueldad que se exhibía
27
Tirso de Molina, La lealtad contra la envidia, vv. 34-62. Rojo Vega, 1999, p 221; García García, 2003, p. 178. 29 Ver García García, 2007, p. 233. La relación de esta fiesta aparece en la comedia lopesca La burgalesa de Lerma. 28 Ver
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en él, suscitó desde antiguo la polémica30. El exponer en vano la vida humana, sólo por placer y vanidad, llevó a la censura eclesiástica por parte de Pío V y Gregorio XIII en sendas bulas y a frecuentes debates acerca de la licitud de tales juegos31. Para algunos tratadistas era pecado torear «temerariamente, sin arte ni destreza», según escribe Juan Herreros de Almansa32. Ecos de este tipo de censuras encontramos, por ejemplo, en Marta la piadosa: PASTRANA
Dios le perdone si le arrima medio cuerno, porque el que muere, es notorio, aquí, por su mal gobierno, que sin ver el purgatorio, se va derecho al infierno33.
Las piezas teatrales documentan, además, el modo villano de luchar con el toro cogiéndolo por los cuernos. Así aparece en La Serrana de la Vera, de Vélez de Guevara, en donde la labradora Gila vence a un toro sin más armas que sus fuertes brazos, al igual que lo hace el moro protagonista de El Hamete de Toledo, de Lope de Vega. Asimismo diversas comedias testimonian el toro como centro de otras diversiones más populares: toros de fuego —con cohetes en los cuernos—, con guindaleta, encintados o enmaromados —atados con sogas por los cuernos—, la costumbre de echarle el dominguillo —muñeco de paja comúnmente vestido de rojo y con plomos en los pie para que cuando el toro lo revoleara siempre cayera derecho— o fiestas de villanos donde se suelta un toro, como en El verdadero amante, de Lope de Vega. Como hemos ido viendo, las referencias taurinas en el teatro son numerosas, y van desde simples usos metafóricos de la tauromaquia en
30 Ver Lope de Vega, Los Vargas de Castilla («Esta fiesta bruta / sólo ha quedado en España, / y no hay nación que una cosa / tan bárbara e inhumana, / si no es España, consienta»); Tirso de Molina, Marta la piadosa («¡Que guste España de ver / una fiesta tan maldita!», vv. 712-713) o la epístola «A don Fernando de Borja, virrey de Aragón» (Rimas, vv. 1-36), de Bartolomé Leonardo de Argensola, donde aparece una fuerte censura a los toros y al vulgo por gustar de ellos. 31 Ver Suárez García, 2003. 32 Suárez García, 2003, p. 269. 33 Tirso de Molina, Marta la piadosa, vv. 720-725.
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el lenguaje dramático34 hasta la representación de la fiesta en piezas breves como el baile citado de Quiñones o el entremés de El toreador de Calderón, pasando por la inclusión en la comedia de todo un episodio taurino. En este último caso, sirve para situar la acción dramática, a la vez que recrea el ambiente festivo de la misma, pero, además, y lo que es más importante, adquiere un valor simbólico. Lidiar con un toro es símbolo de la fuerza, valor y nobleza del personaje que se enfrenta a un animal tan bravo y fuerte y es capaz de vencerlo. En la primera parte de El Príncipe perfecto, de Lope de Vega, el Rey demuestra su calidad enfrentándose solo a un toro que se ha escapado y no huyendo como los demás (vv. 668-816). En la misma comedia, don Juan de Sosa, caballero castellano, exhibe su bizarría saliendo a torear nada más llegar a Lisboa, sin estimar el cansancio del viaje. En La vitoria por la honra, de Lope de Vega, el protagonista don Antonio es alabado por su padre don Pedro con las siguientes palabras, que reflejan la alta consideración y el prestigio del toreo: Dios te me deje gozar, no estuviera más contento, cuando hoy te viera casado. A Sevilla has admirado. […] ¡qué lindas suertes hiciste, y qué gentil cuchillada, que al toro de la lanzada por el cerviguillo diste!35.
34 Ver, v. g., estos
cuatro ejemplos. Lope de Lope de Vega, La niña de plata, vv. 685687: «Amor, ya estoy en el coso; / muera del engaño el toro, / si el desengaño le mata»; Valor, fortuna, lealtad (Segunda parte de los Telles de Meneses), vv. 7-9: «Estará como suele toro en coso, / muerto del caballero a cuchilladas, / rendido a tierra el cuello sanguinoso»; El Hamete de Toledo, vv. 888-892: «En un carro salió que, a no ser moro, / bañara la ciudad en tierno llanto; / mas, como falta el celestial decoro / de la cristiana crisma, aquello siente / que cuando ve en la plaza herido un toro»; Pedro Calderón de la Barca, Faetonte: «Esa es la cuenta / de los que desde un tablado / socorren al que torea, / que cuando llega el socorro / le ha dado el toro cien vueltas» (Acto II, vv. 632-636). 35 Lope de Vega, La victoria de la honra, vv. 350-358.
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Con la misma función lo volvemos a encontrar en El Marqués de las Navas, de Lope de Vega. En esta última pieza, la fama por el valor se la granjean don Enrique y don Felipe por sus lances sobre la arena. En La lealtad contra la envidia, la tercera de las comedias de la trilogía de los Pizarros de Tirso de Molina, la primera escena es la representación dentro de una corrida de toros, narrada por Obregón y Cañizares, donde Pizarro sale a torear clavándole a la primera un rejón tan bien que el toro cae muerto patas arriba. Con la relación muy pormenorizada de la faena, se pone en evidencia la gran categoría del protagonista, pues el arte de torear es símbolo del arte del buen caballero noble y la mejor carta de presentación del ya héroe épico: Dentro suenan pasos de caballo con pretal. OBREGÓN
¡Alentado caballero; qué buen aire, qué bizarro!
CAÑIZARES
Este es Fernando Pizarro.
OBREGÓN
¿Quién?
CAÑIZARES
El Marte perulero, el que ha dado a Carlos quinto un nuevo orbe que dilata y de mil leguas de plata le trae al César su quinto; el más airoso soldado que Italia y que Flandes vio. […]
Suena el pretal como que se pasea CAÑIZARES
Es sangre, en fin, de los godos.
OBREGÓN
Ya ha dado a la plaza vuelta y hacia el toro se encamina.
CAÑIZARES
¡Qué bien al bruto examina! ¡Qué airoso que el brazo suelta caído con el rejón!
OBREGÓN
El caballo es estremado.
CAÑIZARES
Hermoso rucio rodado. […]
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OBREGÓN
Lición lleven los más diestros de lo airoso con que el gallardo estremeño quiere salir deste empeño.
CAÑIZARES
¡Qué atento le mira el coso!
OBREGÓN
Aguardemos esta acción, que no es bien mientras subamos al tablado que perdamos tan vistosa ostentación.
Suena el pretal como que se pasea. CAÑIZARES
Repara con el aseo que paso a paso se va al toro.
OBREGÓN
¡Qué atenta está la plaza!
CAÑIZARES
El común deseo le favorece.
OBREGÓN
Ya el bruto le encara escarbando el suelo, y hacia atrás tomando el vuelo, airado, diestro y astuto, previene la ejecución del golpe.
CAÑIZARES
Y el don Fernando la nuca le va buscando con el hierro del rejón.
Ruido de caballo y pretal, como que acomete. OBREGÓN
¡Oh, quiera Dios que le acierte!
CAÑIZARES
Ya le embiste.
OBREGÓN DENTRO
Con él cierra. ¡Válgate Dios!
CAÑIZARES
Cayó en tierra el toro.
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DENTRO
¡Estremada suerte! (Chirimías.)
OBREGÓN
Tan dichosa como cuerda.
CAÑIZARES
Pienso que al caballo hirió.
OBREGÓN
No pudo, que le sacó veloz por la mano izquierda y la presa hizo en vacío la bestia.
CAÑIZARES
Patas arriba aplaude a quien le derriba.
OBREGÓN
Todos celebran su brío.
CAÑIZARES
Dejóle dentro una braza desde la nuca hasta el cuello.
OBREGÓN
¡Lance airoso, golpe bello!
CAÑIZARES
Víctores le da la plaza.
OBREGÓN
Y con razón, que su gala mayor aplauso merece36.
Al pasar el arroyo, don Carlos demuestra igualmente su valor desjarretando con su espada a un toro que se ha escapado y salvando así a unas aldeanas, entre las que se encuentra Jacinta, su futura dama (vv. 917-932). Asimismo en La competencia en los nobles don Juan salva a doña Juana de un toro suelto, acción valerosa que le lleva a la dama a decidirse por él como marido: «mi esposo ha de ser» (p. 287a). Esta secuencia funciona como topos, que marca la positividad del héroe, a la vez que sirve de señal de la trascendencia del encuentro. Un caso parecido, aunque sólo referido y no representado, lo tenemos en Entre bobos anda el juego, de Francisco Rojas Zorrilla, en donde la protagonista doña Isabel se enamora de don Pedro, caballero que la ha salvado de un toro que la amenazaba mientras se bañaba en el Manzanares. La competencia en los nobles, pieza en la que los dos galanes rivales quedan equiparados en el arte de la lidia, nos brinda, además, una mag-
36
Tirso de Molina, La lealtad contra la envidia, vv. 71-174.
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nífica explicación del toreo a caballo y del comportamiento noble del toreador, que pasa por el auxilio del caballero indefenso ante el toro: Procura entrar muy airoso, que es lo que más satisface, advirtiendo que esto nace de un descuido cuidadoso; y aunque anduvieses querría con la gorra lisonjero, porque allí el lance primero consiste en la cortesía. Resuelto y determinado busca el toro frente a frente, y sacarás fácilmente el caballo por un lado. No acometas volviendo las espaldas en tu vida, que nunca es buena la herida que se ejecuta huyendo. Si vieres necesitado a algún hombre de tu ayuda, socorre sin poner duda en el premio del cuidado, aunque el temor te lo impida; que el excusar una muerte es siempre la mejor suerte y la más agradecida. Y, finalmente, procura de tu parte en la ocasión poner siempre el corazón y obre siempre la ventura37.
El comportamiento noble aconsejado en los versos anteriores lo hallamos escenificado en Marta la piadosa, comedia en la que don Felipe, galán secreto de doña Marta, sale al coso a salvar al toreador caído en la lidia, quien resultará ser el Alférez, gran amigo suyo. Éste se lo agradece con los brazos, demostrando de este modo su caballerosidad:
37
Lope de Vega, La competencia en los nobles, p. 284a.
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DON FELIPE
Ya los dos están enfrente, toro y caballo, y la gente se suspende por mirallo.
VOCES
¡Bravo golpe!
DENTRO
DON FELIPE
Del caballo cayó. […]
Vase con la capa revuelta al brazo, y la espada desnuda. PASTRANA
¿Viose más desatinada temeridad? Con la espada desnuda, la capa embraza, y dando ojos a la plaza la bestia acomete airada. ¡Grande esfuerzo y gentileza! El toro cierra con él.
De dentro todos. [VOCES]
¡Golpe extraño!
PASTRANA
¡Gran destreza! Digno es de español laurel. Cercenole la cabeza y, la bestia en el arena caída, della levanta al caballero, que ordena dalle por ayuda tanta los brazos, que ya encadena en su cuello38.
No ocurre lo mismo en una situación paralela en El caballero de Olmedo. La escena de toros que inaugura el acto tercero comienza con la música como señal de cambio, según comentamos arriba. Dentro tiene lugar la lidia y las distintas suertes, sirviéndose el dramaturgo del escenario como espacio fuera del coso, donde los caballeros se retiran después de haber realizado algunos lances. Primero llegan don Fernan38
Tirso de Molina, Marta la piadosa, vv. 726-750.
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do y don Rodrigo, rival del protagonista. Comentan la fortuna del caballero del Olmedo ante el toro y la mala suerte de ellos. Mientras, se oyen los vítores al caballero por sus actuaciones taurinas y, acto seguido, aparece, junto a su criado Tello, en una escena cuyos comentarios confirman su triunfo. Don Fernando y don Rodrigo deciden volver a probar suerte, suerte que no llegará, ya que don Rodrigo es derribado y don Alonso tendrá que salvarle. Este acto de generosidad y valor será tomado, sin embargo, como afrenta por don Rodrigo y será la gota que colme el vaso para que se determine a matar al de Olmedo. La calidad de cada personaje queda, pues, retratada en la arena. Lope y Tirso se sirven de la tauromaquia para subrayar la nobleza de los personajes cifrada en la noción de destreza, de valor y de generosidad, propias de los galanes de la comedia39, tanto en el hecho de socorrer al caballero indefenso como de agradecer tal auxilio. Si en la comedia de la modernización, identificada por Marc Vitse con la época de Lope y de Tirso40, la aventura amorosa se alza como metáfora de la vida, la «suerte taurina»41 en estas piezas que venimos analizando será su símbolo. En efecto y así se observa en El caballero de Olmedo, la «poca dicha» y «malas suertes» de don Rodrigo en el coso se corresponden con la mala fortuna sentimental, ya que doña Inés favorece sólo a don Alonso Manrique, torero de «brava suerte». En otras piezas en las que los protagonistas no son nobles, también la lucha con el toro medirá el valor y la fuerza. En La Serrana de la Vera, Gila aprovecha la oportunidad que le brinda estar en el coso cuando sueltan el toro para exhibirse ante la reina católica (vv. 904908). Así, cuando sale huyendo Mingo «todo desbragado» (v. 916), la serrana entrará «arrementiendo hacia el vestuario», según reza la acotación, para cumplir sus palabras: Escupiendo espuma al cielo viene el toro; yo me arrojo,
39 Para la noción de generosidad y valor en los galanes de la comedia de la época de Lope, ver Vitse, 1988, pp. 458-462. 40 Vitse, 1988, pp. 345-350. 41 Según Autoridades, suerte «en las fiestas de los toros vale la burla, que se les hace poniéndose delante de ellos, y librándose con habilidad, y ligereza».
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que si los cuernos le cojo, le he de her medir el suelo42.
El valor queda, sin duda, contrastado, como en el ejemplo anterior, con la cobardía de los graciosos. Éstos siempre salen malparados y protagonizan secuencias cómicas compendiadas en la rotura de los calzones. Una muestra es la secuencia de La lealtad contra la envidia (vv. 51-52) comentada arriba o la última escena de la primera jornada de El verdadero amante de Lope de Vega, donde el vejete cogido por el toro exclama: «¡Ay, que me rompe el braguero! / No me le rompas, torito»43. Pero, si el toro sirve para contrastar la calidad de los nobles, un caso paradigmático es el de Peribáñez y el Comendador de Ocaña, de Lope de Vega. En esta pieza el Comendador llega el día de la boda de Peribáñez e intenta picar a caballo uno de los novillos encintados que han traído los villanos para celebrar el matrimonio. La soga del animal derriba al noble de su montura. La mala caída lo hace perder incluso el conocimiento y adquiere un significado emblemático, pues pone de relieve la poca nobleza del caballero como demostrarán después sus acciones y requerimientos amorosos a la recién casada Casilda44. El Comendador de Ocaña tropieza con la cuerda del novillo y cae; así tropezará en la vida con el honor villano, que marcará su desastroso final. Con este último ejemplo se puede concluir que el teatro documenta una de las fiestas más populares de la España del Siglo de Oro y se sirve de ella no sólo para dar colorido costumbrista a la escena sino también, y sobre todo, para simbolizar la actitud del personaje ante la vida45, ya que el toro mide el valor, la nobleza, la generosidad y la destreza del matador. 42 Vélez
Guevara, La Serrana de la Vera, vv. 919-922. Léanse, además, las palabras de Mendoza en El Marqués de las Navas: «Y el buen Pedro anduvo bien, / aunque en calzas desgraciado, / pues descubrió lo encarnado / de los aforros también. / […] / Las dos manos, se me acuerda / llevó con gracia extremada, /en la derecha la espada, / y las calzas en la izquierda» (p. 171b). 44 Así también en Quevedo, pues según Arellano «la caída del caballo expresa la condición de falso noble de un toreador» (Arellano, 1999, n. 13). 45 El mismo Lope, aunque no era un gran amante de los toros, escribe en la dedicatoria a don Rodrigo de Tapia de El ingrato arrepentido: «En el diálogo tercero de la Fiosofía de la destreza dijo Carranza, aquel insigne ingenio sevillano,“Que todas las acciones de la naturaleza eran de una misma suerte”. Agrádame este aforismo en razón de la valentía de la campaña, o en el mayor asalto» (p. 515b). 43
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MUNDOS Y MODOS: MATERIAS REALES DE VIDA CORTESANA EN EL TIEMPO DE LOS NOVATORES
Jesús Pérez-Magallón McGill University
La vida en la España del tiempo de los novatores, es decir entre 1675 y 1725, constituye un mundo apenas vislumbrable y prácticamente nada vislumbrado1. En el contexto de una historiografía que ha puesto en duda la existencia del renacimiento español, de la ilustración española, del romanticismo español e incluso de la modernidad en España, nada tiene de raro que el desinterés y la ignorancia acompañen una época como la que aquí me ocupa, época fundacional de la modernidad española y clave por la amistosa convivencia del barroco tardío, la crisis de conciencia y las luces. Los materiales de que se dispone oscilan entre los datos muertos en los archivos, la literatura española del momento (incluyendo Relaciones y Avisos), o la visión que dan del país los viajeros que por él se aventuran.Todas ellas plan1
Puede verse López Álvarez, 2007.
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tean diversos tipos de problemas. Los datos de los archivos exigen, por encima de todo, su interpretación e integración en el marco de lo que debiera ser la forma viva2. La literatura de creación no es una pintura de la realidad, aunque también es cierto que toda la realidad de las obras de ficción no puede ser inventada ab nihilo, de modo que su uso puede ser aceptable siempre que se establezcan con claridad los límites3. Las obras de moralistas o arbitristas, lo mismo que las cartas de los jesuitas, están sesgadas por las estrategias específicas de sus autores.Y puesto que los viajeros parece que vienen en calidad de «observadores», podría esperarse de ellos alguna mayor objetividad que de los habitantes del país. Pero lo cierto es que estos viajeros —provengan de donde provengan— no sólo dan prueba de su espíritu o capacidad de observación, sino que también dejan grabados indeleblemente sus propios prejuicios, intereses y personales aficiones; es decir, participan en la fase crucial de la campaña que desde las potencias emergentes se está llevando a cabo para consolidar el desplazamiento del imperio hispánico a los márgenes de la modernidad excluyente de una Europa configurada sólo por dichas potencias4. En otros términos, reflejan a su modo la mirada imperial de que, en otro contexto, ha hablado Mary Louise Pratt; un imperialismo cultural que consiste en la aplicación constante, a la hora de interpretar fenómenos y realidades culturales desconocidas, del modelo que les proporciona la siempre limitada experiencia del propio país, erigido en el único modelo referencial y, en consecuencia, punto de comparación sistemático. Por supuesto, ese modelo imperialista presenta sus variantes en función de la posición social e intereses de clase, de la formación cultural, de la experiencia o de las razones del viaje de cada uno. Importa señalar que, en el contexto de un enfrentamiento cultural con el objetivo estratégico ya señalado, los mundos de la vida cotidiana y los modos en que ésta se organiza forman parte del conjunto cultural en el que, a los ojos de los visitantes que provienen de otros países de Europa, la imagen de España debe demostrar su no pertenencia a la Europa moderna que está en vías de construirse.
2 De especial interés son los Documentos inéditos referentes a las postrimerías de la casa de Austria. 3 En este trabajo no se utilizan todos los tipos de materiales. 4 Ver Pérez Magallón, 2006.
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La vida cotidiana cambia poco5 a lo largo de los cincuenta años que establecimos como ámbito cronológico para el tiempo de los novatores6. Poco es, claro, un concepto relativo, puesto que España atraviesa varias guerras —una de ellas, la de Sucesión— y un cambio de dinastía. Sin embargo, teniendo en cuenta que el 90% de la población está formada por el campesinado7, es preciso aceptar que pocas circunstancias modificaron radicalmente el ritmo habitual de su vida. Si añadimos la división social de las ciudades y el papel de Madrid por encima de las demás, en realidad el porcentaje de la población a quien afecta o que protagoniza esos cambios es muy pequeño. Difícil sería referirse a unas alteraciones que afectasen la forma de vivir de la inmensa mayoría de la población de la España de entonces. Hay que aceptar, por tanto, que el alcance de los cambios es tremendamente limitado y con una velocidad de expansión mucho más lenta de lo que estamos acostumbrados en nuestros días, cosa que, en principio, ha solido suceder en todas las épocas históricas hasta la llegada de los medios de comunicación de masas y la instauración (falaz, aparente) de la ciudad global. En otro lugar me he referido a los nuevos modos de relación social entre los intelectuales, es decir, a las nuevas formas de sociabilidad y a la función y difusión de las tertulias durante el tiempo de los novatores8, reuniones que darán origen a las reales academias (tanto con Carlos II como con Felipe V). Pero los años que se abarcan aquí contemplan también —con las limitaciones señaladas— la configuración de nuevos mundos y modos diferentes en el espacio de la corte9, a los que les voy a dedicar las páginas que siguen. La razón para ello es que la corte no es tan sólo el centro del poder que 5
Ver Domínguez Ortiz, 1971. Pérez-Magallón, 2002, pp. 41-46. 7 A su modo de vida le ha dedicado Gutiérrez Nieto, 1994, unas páginas. 8 Pérez-Magallón, 2002, pp. 86-99. 9 Para contrastar lo que sucede en la corte de Carlos II con la de su padre, ver Deleito y Piñuela, 1964. Limitándose a los años inmediatos que siguen a la muerte de Felipe IV, escribe: «Una ola negra parecía envolver aquella corte poco ha pletórica de bullicio, de animación, de músicas, de colores, de suntuosidades brillantes, de jocundos regocijos que, echando un velo de frivolidad sobre las desgracias públicas, era un vivo y perenne canto a la alegría de vivir» (p. 240). Según Deleito, «la austeridad de los primeros Borbones y los sacudimientos militares y políticos de la España contemporánea impidieron que volviese a haber etapa análoga de esplendores palacianos» (p. 240). 6
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p retende mostrar todos los atri butos asociados al absolutismo monárquico, sino que también encapsula en sus cambios los que caracterizan, en una medida que se expande decrecientemente hacia los márgenes de la sociedad, el periodo histórico que nos hemos fijado. De ese modo, analizar la vida cortesana no dejará de ser un modo de aprehender metonímicamente la vida material de la sociedad española de la época. A fin de presentar los rasgos del transcurrir cotidiano en la corte de Felipe V, describe Bottineau así la situación en la del último de los Austrias: La vie quotidienne, dans les dernières années de Charles II, avait été majestueuse, monotone et triste, à la fois empreinte d’une mélancolie hautaine et empoisonnée d’intrigues sordides. Sans doute, si l’on se contente d’un dépouillement superficiel des relations contemporaines, on peut imaginer que l’existence à la Cour de Madrid ressemble à celle de Versailles. Mais l’illusion se découvre rapidement [...] Le roi quittait parfois l’Alcázar de Madrid et le Buen-Retiro pour des séjours (les voyages royaux sont des «jornadas») à Aranjuez et à l’Escurial. Les journées étaient occupées par les Conseils, la chasse et les nombreux exercises de piété chers à la dévotion espagnole. Celle-ci se manifestait non seulement dans les offices à l’interieur du palais, mais dans des visites aux couvents de la capitale et au sanctuaire madrilène de la Vierge d’Atocha. La présence des nains, peints par Velázquez, conférait une autre originalité à la Cour; ils servaient d’espions aux clans qui la divisaient et jouissaient d’une liberté d’allure et de langage excessive10.
Y prosigue el estudioso francés: «Formaliste, triste et dévote, l’existence du Roi Catholique manquait de ce qui faisait un des attraits principaux de Versailles: la vie de société. La “mécanique” des “appartements”, le grand couvert et une certaine atmosphère de fête heureuse étaient inconnus à Madrid. La grande distraction consistait dans les “chapelles”, c’est-à-dire les offices célébrés solennellement en présence de Charles II dans la chapelle de l’Alcázar»11.Varios aspectos hay que matizar aquí: el primero, y sin duda el más importante, es la 10
Bottineau, 1960, p. 124. Bottineau, 1960, p. 124. La etiqueta de Versalles bajo Luis XIV, inmutable y repetitiva, incluía Éveil, Petit lever, Grand lever, Messe, Conseil ou audiences particulières, 11
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consideración como axioma interpretativo de que todo lo que no fuera los «apartamentos» de Versailles, su cena pública y el tipo de distracciones de la corte francesa tenía que ser considerado «formalista, triste y devoto». Asegurar que no era conocido en Madrid un ambiente de fiesta alegre es dejarse cegar por los simples prejuicios acumulados. Las opiniones de Bottineau, por tanto, aparecen teñidas de una pretensión de objetividad que a duras penas oculta su galocentrismo y de una obvia incapacidad para ver diversión y alegría que, de hecho, le resultan tan incomprensibles como a sus compatriotas de hace tres siglos. Para justificarlas, elude datos sobre las fiestas reales (comedias, bailes, zarzuelas, semi-óperas y óperas, así como conciertos y otras diversiones musicales) y otras celebraciones que, en su momento, no dejaron de considerarse como formas de vida y festejo social. Pero lo segundo que se desprende de sus palabras tiene que ver con la exaltación indirecta y apriori de la dinastía borbónica, porque al degradar lo que fuera el ambiente festivo en la corte del último Austria se está preparando la conversión de la corte de Felipe V en un modelo de cambio, en el sentido redentor que quisieron darle los historiógrafos y políticos del siglo XVIII. La realidad, y aun teniendo en cuenta que las palabras citadas se quieren restringir a los últimos años de Carlos II, se nos presenta de una manera harto diferente. Es cierto que los años inmediatamente posteriores a la muerte de Felipe IV —duelo obliga— dan la imagen de una corte sumida en el luto y, por tanto, en el «aburrimiento» (como sucedería tras el fallecimiento de cualquier monarca). Pero las cosas cambiarían abruptamente con la despedida de Nithard —rigorista enemigo del teatro, de los autos sacramentales, de la música y de cualquier forma de diversión— y, todavía más, con el valimiento efectivo de Valenzuela. Y no se terminaría con éste, puesto que tanto don Juan José de Austria como los sucesivos favoritos o primeros ministros se preocuparon porque la vida de la corte mantuviera su ritmo sin verse dramáticamente alterada. Lo que es preciso establecer es que el modo de vida de la corte española no era igual al de otras cortes, y que el rey español tampoco era como otros reyes en la Europa del momento. La pregunta que se impone es: si nadie se había atrevido a decir
Diner au petit couvert, Promenade ou chasse, Appartement, Souper au grand couvert, Grand coucher, Petit coucher.
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que bajo Felipe IV la vida cortesana en España era aburrida, ¿por qué sí se dice de los años finales del siglo? Es evidente que la respuesta no se halla en los modos y formas de vivir y divertirse de la corte, sino en la geopolítica: la pérdida de la hegemonía político-militar de España, la nu eva posición en la relación de fuerzas de Francia e Inglaterra desde mediados de siglo y el esfuerzo de ambas potencias emergentes por desplazar a España a la periferia de la Europa moderna en vías de construcción, proceso que describe la posición española en la historia mucho mejor que cualquier alusión, teñida de subjetivismo, a la «decadencia» de tres siglos. Ahora se supone que es la monarquía borbónica francesa sobre todo la que está en condiciones de mostrar cómo debe ser la vida cortesana, la que debe proporcionar el modelo: Los súbditos de Luis XIV creen, con razón, aunque lo exagere no poco su vanidad, que la corte del Rey Sol supera a cuantas existen en el orbe [...] Por otra parte, España, envidiada y temida durante todo el siglo XVI y principios del XVII, comienza a caer en exagerado menosprecio. Es, según los franceses, un país mísero repelente de suciedad, bronco de naturaleza, sentimientos y costumbres12.
Y no se trata, para compensar, de menospreciar la incomparable corte de Luis XIV13, ni de arremeter contra la leyenda negra14, discurso de propaganda ideológico-política de tremenda eficacia en la lucha contra el primer imperio marítimo y transatlántico de occidente, sino de señalar que al aplicar ese modelo para juzgar lo que sucede en España se pierde de vista lo que es la especificidad de la misma y hace preciso deconstruir las visiones que articula para comprender cómo transcurría la vida en aquel entonces. Probablemente, nada resume mejor lo que eran las diversiones de la corte que el programa anual para 1676, publicado con anticipación y comentado por Maura:
12
Maura Gamazo, 1990, p. 243. A modo de síntesis sobre lo que era la vida en la Francia del Rey Sol, puede verse, además del clásico de Voltaire, Le siècle de Louis XIV, la obra de Bluche, 1984. Como no es mi intención comparar ambos países o cortes, el interesado puede hacerlo por sí mismo. 14 Puede verse Juderías, 1974 y García Cárcel, 1998. 13
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Fiesta de comedia, el 18 de enero, «a los años de la Señora Archiduquesa». Cuatro o cinco funciones de teatro, seguidas, en febrero, por Carnestolendas. Ejercicios devotos durante el santo tiempo de Cuaresma, rematados por el lavatorio de pies a los pobres, el día de Jueves Santo, y las demás solemnidades de capilla propias de la Semana Mayor. Jornada de Aranjuez por Pascua florida. Regreso a Madrid para la fiesta de toros de San Isidro, los autos sacramentales y la grandiosa procesión del Corpus. Toros en verano, por Santa Ana, y en otoño, por San Carlos. Comedias otra vez en noviembre, «a los años del Rey», y el 22 de diciembre, «a los años de la Reina». En fin, regocijos pascuales de Navidad y de Reyes15.
Desde luego, no se contienen aquí todas y cada una de las actividades que ocupaban a la corte a lo largo del año, pero sí se recogen las más significativas. Faltan, desde luego, las máscaras y juegos de cañas, pero también uno de los entretenimientos favoritos y más frecuentes del monarca: la caza.Y en esta serie hay que llamar la atención sobre algunas de las formas específicas de la corte española: procesiones, toros, máscaras y cañas, porque tanto el teatro como la caza formaban parte de las diversiones comunes a las demás cortes. Claro que la actitud hacia el teatro español se ve sometida a otro tipo de prejuicios, lo mismo que la caza. En el primer caso, se trata de censurar el desarreglo del teatro de la comedia desde la óptica de un clasicismo surgido especialmente en Francia en el proceso de reciclaje y reelaboración del teatro español; en el segundo, de no utilizar la caza como forma de socialización entre el monarca y sus súbditos. Porque una de las razones por las que los franceses encuentran aburrida la vida de la corte española es por la ausencia de espacios de relación entre el rey y su pueblo. Pueblo aquí quiere decir el reducido grupo que el rey quiere y desea tener cerca de él (como sucedería con los invitados de Luis XIV a sus diversos lugares reales). Pero ¿es cierto que no existen esos espacios en la corte española? Es verdad que no son iguales a los que funcionan en la corte del Rey Sol, pero existen, claro que existen. Se cita con frecuencia el sentimiento de soledad y aburrimiento de la reina María Luisa durante los primeros años de vida en Madrid. Sin embargo, por la misma relación que hace el marqués de Villars, es evidente que no se trata ni de soledad en el sentido físico ni de aburrimiento por ausencia de diversiones, sino de 15
Maura Gamazo, 1990, p. 158.
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un concepto diferente que se ha forjado en la experiencia vivida en otro lugar. Aparte de las actividades comunes junto al rey, María Luisa es visitada con frecuencia tanto por la reina madre como por la embajadora de Francia y las damas de la nobleza española. Que estas visitas no le agraden es otro asunto. Que los entretenimientos con su esposo no la satisfagan es otra cosa. Pero cuenta con ambos. Y, por supuesto, otra cuestión es la del aburrimiento general de las mujeres en la época, tema que trasciende las emociones de una reina16. La vida de todos los reyes está regida por la etiqueta, es decir, por la repetición y regularidad de sus actos17. Friedrich Blume expresó con claridad el sentido esencial de la etiqueta en la sociedad barroca, en la que, dado el rígido orden jerárquico que afectaba desde la cima social hasta la más baja nobleza, «questions of rank and etiquette being no external matters in life but considered of serious significance in the organization of status and society»18. Todo parece planificado de antemano, aunque en algunas ocasiones excepcionales se supriman las jornadas a los reales sitios, y es dentro de esa planificación donde hay que situar el modo de vida y actividades de la corte (de todas las cortes, habría que decir). Los reyes en España, por ejemplo, sólo comen juntos a la hora de la cena, y siempre lo hacen en privado, es decir, con sus servidores directos, y duermen en habitaciones separadas. ¿Y el resto del día? Excepto cuando hay actos comunes (besamanos, devociones privadas), cada cual tiene —o se busca— sus propias ocupaciones. Carlos II —de cuyo coeficiente intelectual19 no es preciso hablar—, aparte de asistir al Consejo de Estado20, despachar con el fa-
16 Ver
Martín Gaite, 1981. El rígido ritual protocolario de la etiqueta, de origen borgoñón como bien se desprende de su nombre, se puede ver, entre otros lugares, en un manuscrito que se halla en la Biblioteca Menéndez Pelayo titulado Etiquetas de Palacio (1562 a 1617). 18 Blume, 1967, p. 157. 19 Alexander Stanhope dice en marzo de 1698 que los términos con que se refieren al rey cuando le hablan son «that he is embelecado, atolondrado and dementado» (p. 101). Maura, 1990, por su parte, intentando disculpar al rey, escribe que Carlos II «no fue cretino, sino atrasado mental; más que por deficiencia congénita, por lentitud forzosa e impericia pedagógica en su formación, y por perdurable falta de estudio, reflexión y cultura» (p. 666). Carlos II no resiste la comparación ni con Luis XIV o Guillermo de Orange, ni siquiera con su padre. 20 Según el duque de Montalto, no siempre lo hacía, pues un día de Consejo «se fue en una mula al paraje donde están las fieras en el Retiro, e hizo contarlas y coger17
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vorito o primer ministro, recibir embajadores, revistar tropas o dar audiencia, poco más tiene que hacer. Y apenas nada es lo que tiene la reina como obligaciones. Entonces, ¿en qué pasan el tiempo? Al rey le encanta la caza —como, por otra parte, recomendaban todos los tratadistas de regimina principum—, y procura hacerlo con la mayor frecuencia posible, sea en El Pardo o en cualquier otro lugar. En ocasiones, la reina y sus damas lo acompañan cuando es cerca de Madrid, pero se trata de caza menor que al rey no le satisface demasiado, puesto que lo que de verdad le atrae es la mayor (jabalíes, ciervos, gamos). También juega a pelota. A veces es a las cartas o a los dados, o se entretienen con los bolos, juegos que no divierten demasiado a la reina, acostumbrada en Francia al envite duro con dinero de por medio. María Luisa monta a caballo, conversa con sus damas, recibe visitas, «elle lit des opéras; elle joue à merveille du clavessin, assez bien de la guitare; en moins de rien elle a appris à jouer de la harpe»21, acabará acostumbrándose al teatro español, apasionándose por él y encontrándole el gusto a disfrazarse de hombre para las representaciones en que participa. Mariana de Neoburgo22, por su lado, se deleitará en los conciertos de música de cámara o en las visitas a las casas de la aristocracia. Pero gran parte del tiempo está dedicado a las jornadas a los sitios reales y a otras actividades como procesiones, toros, representaciones teatrales o máscaras. Según ya he señalado, ciertas formas de diversión (toros, procesiones, cañas o máscaras) constituyen manifestaciones específicas del país, modos que no encuentran referente en los de otros países y que,
las, ponderando y alabando esta nimiedad como si hubiera hecho acción muy heroica» («Cartas», p. 352). Eso de contar debía gustarle, porque en otra ocasión Montalto escribe irónicamente que el rey tiene mucho impulso, «pero es para contar fresas, en cuya ocupación y otras del género gasta el tiempo» («Cartas», p. 397). Otro día escribe: «su despacho será como un cuarto de hora, las demás las gasta en tan grandes insustancialidades como andar corriendo por aquellas salas y de balcón en balcón como un niño de seis años» («Cartas», p. 405). Durante su estancia en el Retiro en mayo de 1688, el rey cuidó «de cómo se desentapizaba y desesteraba, y contar los alfileres que se hallaron» («Cartas», p. 438). 21 Villars, Lettres, p. 131. 22 Es en el personaje de la segunda esposa de Carlos II, Mariana de Neoburgo, en el que parece haberse basado Victor Hugo para escribir su Ruy Blas (1835), convertido en película por Jacques Weber en 2002 con Carole Bouquet, Gérard Depardieu y Xavier Gallais.
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en consecuencia, son objeto propicio más que evidente de ese imperialismo cultural al que me he referido. A todos ellos se les encuentra una razón aparente para despreciarlos: brutalidad, formalismo religioso, origen bárbaro (por moro). Pero detrás de tales explicaciones se encuentra, sobre todo, la ausencia de modelo propio al que compararlos. Porque esa ausencia permite, además, asociar las diversiones de los españoles a las características nacionales que van a justificar su marginación de la modernidad. Pues no deja de resultar curioso, por ejemplo, que quienes se escandalizan ante un auto de fe o las corridas de toros estén dispuestos a reprimir duramente a sus protestantes locales, a asistir a la quema de brujas y a cualesquiera ejecuciones, o a entrar en una guerra europea como la de Sucesión para disputarse los beneficios comerciales de América y, más en concreto, el famoso Asiento de negros, otorgado a una compañía francesa a principios del XVIII y cedido, tras la paz de Utrecht, a la South Sea Company inglesa23. Por otro lado, las fiestas de toros se celebran en España a lo largo de todo el reinado de Carlos II, y por los motivos más diversos.Y no es porque no hubiera en España quienes censuraran esa fiesta, como acredita entre otros el caso de fray Manuel Guerra o del cardenal Portocarrero, quien, en palabras de Maura, «desde hacía muchos años representaba públicamente, contra su voluntad acaso, el conocido papel de enemigo más acérrimo de la fiesta más nacional»24, sino porque constituye una de las formas esencialmente aristocráticas de diversión ritual y mítica. Los toros son, al parecer, el espectáculo que mayor placer puede proporcionarles al rey y su corte, un espectáculo en el que está teniendo lugar el proceso de desplazamiento del protagonismo, pasando de la aristocracia a caballo a los plebeyos a pie, de modo que aumenta la variedad de lances —cosa limitada desde los lomos del caballo— y va reduciendo el peligro para los nobles. El juego de cañas, según Bances Candamo, son «heredadas de la jineta morisca y viva imitación de las africanas escaramuzas, donde con la lanza y la adarga se enseña a esconder el cuerpo, a cargar, a acometer y seguir, y a recebir las cargas y hurtar las heridas ya en la adar2 3 Esa misma hipocresía o doble moral —en re a l i d a d , una estrategia de reafirmación del propio carácter hegemónico— fue objeto de la ironía de Feijoo y de Cadalso, por ejemplo, al hablar de las críticas que recibía el proceso de colonización y conquista de América. 24 Maura Gamazo, 1990, p. 486.
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ga y ya en la fuga»25. Dos cuadrillas —una de moros y otra de cristianos— recorrían la plaza de una a esquina a otra y luego de frente, formando una especie de cruz, forma que se repetía al entrar y salir con los caballos a galope tendido. Junto a las cañas, otra de las fiestas características es la máscara. El Diccionario de Autoridades proporciona una definición precisa: «Festejo de nobles a caballo, con invención de vestidos y libreas, que se ejecuta de noche, con hachas, corriendo parejas». Madame d’Aulnoy se pregunta con ingenuidad: «Je ne sais pourquoi on nomme ainsi ces divertissements, car ils ne sont point masqués»26. Pero veamos cómo describe la viajera esta fiesta: Tous les hommes de la cour montent sur leurs plus beaux chevaux. Ces chevaux étaient tout couverts de gaze d’argent et de housses en broderies d’or et de perles. Les cavaliers étaient vêtus de noir, avec des manches de satin de couleur, brodées de soie et de jais. Ils avaient des petits chapeaux noir retroussés avec des diamants, des plumes sur le côté du chapeau, des écharpes magnifiques et beaucoup de pierreries; avec cela pourtant le manteau noir et la laide golille qui les défigure toujours. Ils vont à cheval comme les Turcs et les Maures, c’est-à-dire à la gineta. Les étriers sont si courts, que leurs jambes sont levées et appuyées sur les épaules de leurs chevaux. Je ne saurais accoutumer mes yeux à cette mode [...] ils s’assemblèrent tous dans un lieu marqué (c’est ordinairement à quelqu’une des portes de la ville). Les rues par où ils devaient passer étaient sablées, et des deux côtés, il y avait des perches avec des réchauds, qui faisaient des illuminations, sans compter les flambeaux de cire blanche. On mit des lanternes transparentes et toutes peintes aux fenêtres des maisons, ce qui faisait un très bon effet. Chaque cavalier avait un grand nombre de laquais, qui étaient vêtus de toile d’or et d’argent. Ils marchaient à côté de leurs maîtres avec des flambeaux. Les maîtres allaient quatre à quatre au petit pas, tenant aussi chacun un flambeau. Ils traversèrent toute la ville avec des trompettes, des timbales, des musettes et de fifres. Quand ils furent arrivés au palais, qui était tout illuminé, et dont la cour était sablée, ils firent plusieurs tours, coururent les uns contre les autres, et s’entrepoussèrent pour tâcher de se faire choir27.
25
Bances Candamo, Teatro de los teatros, p. 109. Madame d’Aulnoy, t. I, p. 409. 27 Madame d’Aulnoy, t. I, pp. 409-410. ¿se refiere a Maura y A. González (sin fecha)? 26
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Es evidente que la dama francesa ha sucumbido a la espectacularidad de un festejo en el que se manifiesta con esplendor la rivalidad ostentatoria de la alta nobleza. Como forma de celebración, diversión y fervor religioso, los reyes y la corte deben participar en las celebraciones de Cuaresma y Pascua. Unas, las famosas «capillas», se realizan en el interior de palacio y con la servidumbre que lo habita o frecuenta; otras, saliendo al santuario de la virgen de Atocha. Pero, asimismo, es obligada la asistencia a numerosas procesiones, tanto dentro de palacio como en el exterior (la Candelaria, San Blas, de la Octava), y a las que acude gran concurso de gentes, como atestigua Valencia Idiáquez28. Entre esas procesiones ocupa un lugar central la del Corpus (a la que Carlos II asiste por primera vez en 1677).Teniendo en cuenta que luego se va a la representación de los autos, la procesión del Corpus aparece como una de las celebraciones fundamentales del año, tanto para los reyes y la corte como para el pueblo en general. Mucho jugo se le ha sacado al auto general de fe que tuvo lugar en 1680, organizado para celebrar la entrada de la reina María Luisa, y del que hay una representación gráfica del pincel de Francisco Rizzi (de 1683), así como una descripción escrita por José del Olmo. Y aunque en este caso se aúnen religión, política y fiesta, lo primero que hay que subrayar es que se trataba del primero de ese tipo después de cuarenta y ocho años (Madame d’Aulnoy recuerda que el último había tenido lugar en 1632). Por tanto, no puede considerarse como una de las actividades habituales de los reyes, sino más bien como una de las excepcionales29. Comenta Maura con razón: «Para los españoles de 1680 el Auto de Fe era, ante todo, una gran representación espectacular, cuyos autores procuraban el desempeño más perfecto posible de sus respectivos papeles [...] Pero si la ejemplaridad del castigo debió de resultar mínima siendo tan corto el radio de acción de la delincuencia, fue, en cambio, máxima la teatralidad del acontecimiento, muy
28 Valencia
Idiáquez, Diario de noticias, p. 79. Tanto Maura Gamazo, 1990, pp. 263 y ss., como Madame d’Aulnoy, t. I, pp. 464-468, describen el auto. Maura, 1990 (pp. 268-269) proporciona cifras exactas: 118 condenados en total; 34 en efigie (muertos o fugitivos); 18 contumaces (17 judíos y 1 mahometano, que serían ejecutados) y un resto muy variado. 29
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aprovechable para fines políticos subalternos»30. Los reyes, desde luego, no presenciaron el ajusticiamiento —hablar, pues, del horrendo espectáculo al que se obligó a asistir a la reina es desconocer o falsear la realidad—, que tuvo lugar al día siguiente en el quemadero de la Puerta de Fuencarral, sino tan sólo el ritual que precedía a la ejecución de los contumaces recibidos. Es, sin embargo, evidente que los ajusticiamientos y autos de fe locales ocupan un lugar determinado en ese vivir cotidiano, pero esas celebraciones jurídico-religioso-espectaculares no desaparecerían con Felipe V, pues cuando decidió su abdicación, el 14 de enero de 1724, le dirigió una carta a su hijo en la que entre otras cosas le aconsejaba «défendre la foi et l’Inquisition»31. Y el 20 de febrero de 1724 se hizo un auto de fe en el que comparecieron quince personas (6 en efigie), de las que tres fueron condenadas a la hoguera. Si la regularidad, la devoción y la espectacularidad caracterizan los modos de diversión de la corte del último de los Habsburgos, también es cierto que hay formas de fiesta que no parecen haberse practicado con frecuencia, particularmente los bailes o los banquetes colectivos. Los segundos es evidente que nunca formaron parte de las costumbres palatinas, aunque se dieran excepcionalmente tanto bajo Felipe IV como bajo Felipe V. Sin embargo, sobre los primeros, que también tendrían vida con el antecesor y sucesor de Carlos II, hay que matizar que, por algunos elementos de ciertas re p re s e n t a c i o n e s dramáticas palaciegas, parece seguro que éstas concluían con un baile en el que participaban los espectadores, incluidos los reyes (al menos, eso está comprobado para la corte de Felipe IV, y tal vez no haya razones para creer que no lo fuera para la de su sucesor)32. Y una información clave la proporciona el duque de Montalto al escribirle a Ronquillo el 17 de junio de 1688: «Hízose la comedia que dije a V. E. prevenía la Reina en el Retiro este sábado pasado [...] aseguran que la fiesta fue muy buena, de grande adorno y riqueza, y bien ejecutada, particularmente un sarao y un torneo». Además, «se había puesto de moda entre los próceres de entonces [hacia 1680] poseer, además, en el casco de la capital o en sus aledaños, alguna huerta o finca de
30
Maura Gamazo, 1990, pp. 267 y 269. Citado en Bottineau, 1960, p. 362. 32 Ver Egido, 1989, pp. 24-33. 31
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recreo, donde, durante las estaciones propicias, obsequiaban a sus amistades (que era tanto como decir a su parentela) con meriendas, fiestas de comedia, de música o de baile, análogas a las celebradas en el interior de sus palacios apenas sobrevenían los rigores invernales o estivales»33. Pero, si exceptuamos algunos casos de representaciones teatrales —destinadas exclusivamente para palacio—, el común denominador de las fiestas y celebraciones bajo Carlos II se halla en el espectáculo público, en el que el papel central lo desempeña la alta nobleza bajo la mirada real, pero al que asisten numerosos espectadores que no forman parte de ese sector social. La nobleza actúa, representa el papel de la caballerosa y caballeresca aristocracia que desearía ser. El pueblo contempla desde posiciones colaterales el espectáculo que se le ofrece. No creo que sea apropiado calificar tales celebraciones de festejos populares, pero lo cierto es que tienen una dimensión en la que parece difuminarse la separación entre lo privado palaciego y lo público popular. Una parte considerable de la sociedad en su conjunto puede asistir a algunas de las fiestas más ostentosas y centrales en la vida de la corte, siquiera sólo sea en su capacidad de espectadores. Entonces, ¿es que no hay vida social en la corte española? En numerosos lugares se habla de las visitas de damas, de las salidas de los reyes a casa de algunos altos nobles, de las conversaciones entre ellos, de los invitados a las cacerías, de la concurrencia aristocrática a las representaciones en palacio. Una clave nos la da la marquesa de Villars: «La vie du palais ne convient point à des personnes qui n’y sont point nées, ou du moins qui n’y sont pas venues dès l’enfance; il faut pourtant dire la vérité en faveur des Espagnols, qu’ils ne sont ni si terribles, ni si soupçonneux qu’on nous les figure»34. Pero probablemente sea Madame d’Aulnoy quien nos dé la última clave para entender esa idea de que no hay vida social en la corte española: «Il n’y a point ici de ces agréables fêtes que l’on voit à Versailles, où les dames ont l’honneur de manger avec Leurs Majestés. Tout est fort retiré dans cette cour, et il n’y a, selon moi, que l’habitude que l’on se fait à toutes choses qui puisse garantir de s’y ennuyer beaucoup»35. Es decir, el
33
Maura Gamazo, 1990, p. 154. Lettres, p. 163. Madame d’Aulnoy, t. I, p. 533.
34 Villars, 35
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problema no radica en si existe o no vida social en la corte española —porque Madame d’Aulnoy no tuvo acceso a las verdaderas fiestas de la aristocracia—, sino en que ésta no se parece a la de Versalles. En otras palabras, la corte se divierte, y se divierte mucho, pues todas esas formas de entretenimiento se repiten cada año —con algunas excepciones coyunturales— a lo largo del reinado de Carlos II. Pero, desde luego, se divierte a su manera, es decir, según sus propias costumbres y tradiciones, con sus materiales y modos específicos, entre las que, sin embargo, no dejan de introducirse pequeños y paulatinos cambios. Probablemente, ha sido la imagen desangelada del monarca, junto al cambio significativo de la realidad militar, política, económica y social, lo que más ha influido en esa visión tan negativa de la vida cortesana bajo su reinado. No debe, sin embargo, confundirse la poco airosa figura del rey ni la situación del momento con lo que eran las costumbres de una corte que, en lo fundamental, no habían variado sustancialmente respecto a las de su antecesor. ¿En qué sentido o en qué dirección se modifican esos mundos y modos cuando ocupa el trono Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV? Aunque la proclamación de Felipe V se hizo «de acuerdo con el tradicional procedimiento español»36, la instauración de la nueva dinastía exigía cambiar el espíritu de la vida cotidiana. Parece indudable que, empujado por Louville, Felipe V «s’abstint de se rendre à l’“auto de fe” préparé à l’occasion de son entrée solennelle»37. Sin embargo, como ya he señalado, no dudaría en que se llevara a cabo un auto general de fe en 1724. Luis XIV, por su parte, prohibió que los enanos permanecieran en palacio, y el embajador Marcin recibió la orden de expulsarlos, lo mismo que a los bufones. Pero «l’essentiel, en réalité, devait consister dans l’aménagement de l’étiquette»38. Así, Felipe V decidió acudir cada mañana a pasar media hora en la sala de los grandes y después a la de los demás nobles.También, como le escribe Harcourt a Luis XIV, «il a aussy resolu de manger quelquefois en public»39. Pero si el deseo de la corte francesa era abolir por completo la etiqueta (es36
Díaz Plaja, 1946, p. 20. Puede verse ahí una versión reducida de la ceremonia de proclamación siguiendo el relato de Ubilla y Medina, cronista de la época (pp. 2023). 37 Bottineau, 1960, p. 190. 38 Bottineau, 1960, p. 191. 39 Citado en Bottineau, 1960, p. 191.
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pañola, claro, porque la francesa no se pone en tela de juicio), según Bottineau, «il ne semble pas que cette abolition ait jamais été effective».Y la razón fundamental es que «Philippe V s’accomodait du cérémonial qui favorisait son goût de la solitude et de la retraite»40. Como, sin embargo, a la reina la etiqueta le oprimía y la empujaba a rebelarse, fue la princesa de los Ursinos la que encontró un cierto justo medio para ni abolirla del todo ni respetarla del todo. Introdujo, por ejemplo, la costumbre de que los grandes entraran a la «toilette» de la reina, que los reyes bailaran ante la nobleza y que Felipe V empezara a tener «appartement» tres veces por semana. Cambios del mismo tipo llevó a cabo el rey durante su estancia en Italia en 1702. Según Bottineau, los progresos de 1701 y 1702 se vieron entorpecidos por la llegada del cardenal d’Estrées, pero lo cierto es que una parte del antiguo ceremonial fue conservada (visitas a Atocha, «capillas», lavado de pies a los pobres el Jueves santo, distribución de lugares en los espectáculos de la corte, trato de embajadores). El nuevo modo de hacer, no obstante, se manifestó en el parto de la reina, pues altos cargos y nobles fueron invitados a permanecer en una sala próxima al lugar en que salía al mundo el primer hijo de los reyes. En resumen, se trataba de una «vie de société originale, à la fois espagnole et française»41, creada sobre todo por el esfuerzo de la de los Ursinos. Considera Martín Moreno que, con el primer Borbón, «la moda de la danza francesa [...] venía marcada por los propios monarcas», y como prueba de ello cita una serie de tratados de danza: los de Claude François Menestrier (de 1682), de M. Feuillet (de 1700) o de Mr. Pecour (de 1700). Pero al llegar al de un Sieur Rameau se suscita un problema, pues escribe Martín Moreno que era «maestro de danza de los Pajes de Su Majestad Católica la Reina de España (aunque parece tratarse de la reina viuda Mariana de Neoburgo)»42. Ese paréntesis es más significativo de lo que parece, porque si, efectivamente, se trata de Mariana de Neoburgo —cosa más que plausible—, todo lo dicho por el crítico se viene abajo. La realidad es que el interés de la segunda esposa de Carlos II por la música que existe en Europa (incluida la corte del Emperador) es bien conocido y, por tanto, es lógico supo-
40
Ambas citas en Bottineau, 1960, p. 192. Bottineau, 1960, p. 195. 42 Las dos citas en Martín Moreno, 1993, pp. 226 y 303. 41
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ner que fue ella la que intentó que se introdujera en su corte. Pero también Gaspar Sanz, en su Instrucción de música para guitarra española (1674) incluye varios bailes europeos —italianos, franceses o alemanes—, lo que sin duda demuestra que tales bailes eran del gusto del momento, es decir, bastante antes de que cambiara el siglo y la dinastía. Ello no impide aceptar que «las contradanzas se convierten en la danza de moda en toda la primera mitad del siglo XVIII»43. Pero generalizar una moda no quiere decir introducirla.Aún más, Saint-Simon escribe en 1721 que, a su recepción en Madrid, tras la cena hubo baile, y comenta: «El baile estuvo mezclado con varias contradanzas y duró hasta las dos de la madrugada. SS. MM. CC. parecían tener mucho gusto en verlo. Me sorprendió que el rey de España haya olvidado tan poco la antigua danza de nuestros bailes y ver a la reina con tanta gracia, aptitud y majestad»44. ¿Por qué habría de sorprenderle que el rey no la hubiera olvidado, sino porque le habían informado (erróneamente) de que no era cosa frecuente en la corte de España? Tampoco despreció el rey las corridas de toros, pues asistió e incluso tal vez participó en la que se celebró en su honor en abril de 170145. «Dans les années suivantes, il fit quelques tentatives non pas pour les supprimer, mais, plus habilement, pour les remplacer par un divertissement royal à la française»46, en particular, las carreras de cabezas, en las que fue parte activa. Bottineau las describe así: «Le divertissement consistait pour le cavalier à enlever avec l’épée, la lance ou le javelot, durant une course à cheval, des “têtes” de carton, généralement posées sur des poteaux»47. Por supuesto, el rey ganó la carrera. El intento de las carreras de cabezas no sustituyó el gusto por las corridas, aunque el rey dejó de asistir regularmente, sin que aquéllas dejaran de celebrarse. Nada lo prueba mejor que el hecho de que, según Nicolás Fernández de Moratín, «la [corrida] más solemne que hubo fue el día 30 de julio del año 1725, a la que asistieron los Reyes en la Plaza Mayor de Madrid»48. Desde luego, Felipe V no era aficiona43
Martín Moreno, 1993, p. 305. Citado en Díaz Plaja, 1946, p. 28. 45 Ver López Izquierdo, 1970. 46 Bottineau, 1960, p. 295. 47 Bottineau, 1960, p. 296. 48 Fernández de Moratín, «Carta histórica», p. 142b. Una muestra más de las estrategias historiográficas ilustradas, en realidad el autor empieza afirmando que las co44
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do a las corridas, y probablemente decreció el número de las mismas y la espectacularidad que las había caracterizado durante el siglo anterior. La razón fundamental radica en el progresivo desinterés de la nobleza, poco estimulada por la actitud real. Se acentuaba, así, un nuevo rumbo para la fiesta de los toros, pasando a efectuarse a pie, cuerpo a cuerpo, y protagonizarla los plebeyos en lugar de los aristócratas. El modo de vida de Felipe y su nueva esposa, Isabel de Farnesio, se resume en tres palabras según Bottineau: «la simplicité, la régularité et la dévotion»49. La etiqueta cortesana ha mantenido la suavización a que la sometió la de los Ursinos, a pesar de los intentos de Mariana de Neoburgo para que Isabel de Farnesio restableciera la antigua etiqueta de los Habsburgos. La posición de Alberoni fue definitiva para que no se volviera atrás, aunque la forma última que cobró la etiqueta no es, ni de lejos, la del supuesto modelo versallesco que debían tener en mente, más que el nuevo monarca, algunos de sus consejeros franceses. La vida de los reyes —al igual que con Carlos II— estaba dividida entre los palacios de Madrid y las jornadas en los diversos sitios reales: Les journées s’écoulaient calmement, égayées par des distractions sans prétentions. La musique italienne quoique fort goûtée n’avait pas encore pris la place immense qui sera la sienne pendant les dernières années du règne. Le prince des Asturies, dans le courant de 1722, chassait les lapins, se promenait à cheval et jouait à l’anneau tournant50.
El entretenimiento preferido de los reyes (lo mismo que para los Habsburgos) era la caza, a la que se entregaban con pasión, pese a las diferencias que separaban la práctica española de la francesa. Los monarcas pasaban el tiempo juntos, ocupando siempre una sola cama. Sus servidores los despertaban a las ocho de la mañana y les descorrían las cortinas. Permanecían en el lecho leyendo libros piadosos o trabajando. A las diez el rey —que seguía acostado— recibía
rridas «cesaron a la venida del señor Felipe V» (p. 142b), para, de inmediato, afirmar lo que se ha citado en el texto. 49 Bottineau, 1960, p. 358. Probablemente, expresa con estos tres sustantivos la versión embellecida de los adjetivos —«formaliste, triste et dévote»— dedicados a Carlos II. 50 Bottineau, 1960, p. 359.
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al secretario de Despacho, levantándose un poco antes de las doce y pasando a una sala próxima donde se vestía, mientras la reina hacía lo propio. Volvían a reunirse y concedían audiencias, tras lo cual iban a misa.Venía la comida y después la caza. A su regreso, tomaban algo de comer y trabajaban hasta la hora de la cena. Acostarse era tan poco ceremonioso como levantarse. Durante toda la jornada el rey sólo se dejaba ver de los cortesanos durante el corto trayecto que lo llevaba de su habitación a la misa. Como había sucedido con los Habsburgos, la sociedad que rodeaba a los reyes era muy reducida: la casa francesa y algunos nobles españoles, en especial el marqués de Villena, mayordomo mayor al que sucederá su hijo en el cargo, y el duque de Arcos, caballerizo mayor. Pese a las intenciones iniciales, «les familiers de Philippe V ne cherchaient donc pas à donner à la vie royale un éclat qui lui manquait»51. La vida de los reyes estaba dominada por la devoción, hasta el punto de llegar a prohibir Felipe V los bailes de máscaras en febrero de 1716. Una declaración del rey al santo padre permite comprender mejor por qué en el fondo la etiqueta había cambiado dentro de unos límites tan estrechos: «Mon génie, plus porté de lui-même à la retraite qu’au grand bruit sembloit mieux s’accomoder aux usages des Espagnols qu’à ceux des François»52. Así, pues, a pesar de la insistencia con que la historiografía dieciochesca quiso poner de relieve el cambio sustancial que la llegada de la nueva dinastía representó en la vida nacional —y en las costumbres de la corte—, con algunos ligeros cambios, las maneras y el modo de vida que se lleva en la corte del primer Borbón muestran más continuidad que discontinuidad con las del último Austria, afirmación que puede extrapolarse a lo que fue la materialidad de la vida social en el intervalo histórico que va de 1675 a 1725.
51 52
Bottineau, 1960, p. 361. Citado en Bottineau, 1960, p. 362.
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Héctor Urzáiz Tortajada Universidad de Valladolid
La dimensión cultural del libro impreso destaca sobre las muchas otras que presenta este objeto de numerosas aristas, pero ninguna de ellas merece echarse en el olvido. En su calidad de mero objeto cotidiano, por ejemplo, ocupa un lugar privilegiado en la Historia, como privilegiado es el espacio físico —alacenas y bargueños, cofres y arquillas, atriles de varias caras— que se le suele reservar en esa parcela de la intrahistoria cultural que son los hogares de los individuos y los grupos1. Hogares más o menos llenos de libros situados en posi*
Este trabajo se inscribe en el marco del programa Ramón y Cajal (Ministerio de Educación y Ciencia-Fondo Social Europeo) y del proyecto Clemit-XVII, del Plan Nacional de I+D (HUM2006-06590/FILO). 1 Así lo atestiguan las monografías sobre El libro español antiguo editadas por Pedro Cátedra, María Luisa López-Vidriero y otros, que vienen completando una valiosísima historia de la recepción, posesión y uso del libro, sin olvidar otros trabajos fundamentales, como el de Dadson, 1998.
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ciones estratégicas (por muy visibles o por lo contrario), que sus dueños han poseído para manosearlos, abrirlos, subrayarlos u hojearlos. O para ninguna de esas cosas, pues a veces era un tesoro que debía ser protegido incluso de las manos propias (en un cajón, a salvo de contingencias, guardaba la condesa de Ribadavia tres de sus libros «y una cajita con un poco de sangre de drago»2) o preservado de eventuales pérdidas (para lo cual, muchos anotaban en las guardas ripiosos ex libris del tipo «Si este libro se perdiere, / como suele acontecer, / suplico a quien lo encontrare / que me lo sepa volver. / Y si mi nombre no sabe, / aquí abajo lo pondré»3). Libros de horas, breviarios, anodinos manuscritos administrativos, cartillas… Objetos domésticos o personales, de ámbitos cultos o menos cultivados, que aparecen siempre investidos de una gran dignidad física, de un aura de sacralidad, más allá de sus contenidos, de sus continentes o de los perfiles de sus dueños4. Esa situación de privilegio entre las formas de ocio y consumo cultural no se la ganó, sin embargo, fácilmente. El libro se ha tenido que imponer a enemigos feroces e infatigables, y parece evidente que la influencia sobre la literatura española del tribunal de la Inquisición y otros órganos políticos de censura ha sido determinante a lo largo de toda su historia, tanto bajo gobiernos católicos y absolutistas como liberales e ilustrados, aunque no ha afectado del mismo modo a todos los géneros ni ha sido siempre igual de asfixiante. La valoración del papel de la censura —cuestión que sigue siendo polémica— suele depender de posturas ideológicas lastradas por un empobrecedor apriorismo, que lleva a convertirla en quintaesencia de la maldad humana a lo largo de los tiempos o, en el otro extremo, a negar incluso la propia influencia de la Inquisición, considerada poco menos que una invención destinada a alimentar la leyenda negra española. Suelen recaer en este caso las culpas sobre obras como la Histoire critique de l’Inquisition d’Espagne (1817-1818), del clérigo Juan 2
Cátedra y Rojo, 2004, p. 191. Recoge Simón Díaz ejemplos de esta «reliquia del folklore infantil [con] una larga tradición nacida entre los adultos», 2000, pp. 219 y ss. 4 «[En el siglo XVI] es de lo más normal, por ejemplo, que al lado de los libros de oración y religiosos se inventaríen objetos destinados a la penitencia […] como disciplinas, cilicios y otros adminículos para la auto-penitencia»; Cátedra y Rojo, 2004, p. 195. 3
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Antonio Llorente, a quien se ha considerado, a pesar de ser secretario del Santo Oficio y censor literario del Consejo de Castilla, «el gran difamador y creador ante Europa del fanatismo español», y consecuentemente se le ha condenado a figurar entre los más repugnantes «antiespañolistas delirantes y sectarios» a causa de sus querencias afrancesadas y sus denuncias de las actividades de nuestra Inquisición, que conocía de primera mano5. Sin llegar a estas descalificaciones, todavía hoy se sostiene que la Inquisición es casi un mito inventado por los enemigos de España para desacreditarla ante la Historia. Pero no se puede negar que nuestra literatura ha sido sometida a una estricta vigilancia (no digamos ya su teatro, modificado por la censura casi desde sus orígenes y situado, ya en su época de mayor esplendor —el Siglo de Oro—, bajo enormes presiones políticas y morales6). Las listas negras de libros prohibidos la han acompañado desde mediados del siglo XVI y hay quien asegura —con evidente exageración— que el establecimiento de la Inquisición hizo que en España prácticamente se dejara de escribir. Si a la existencia de esos índices se añaden otros varios edictos prohibitorios que alteraban los mecanismos de producción intelectual, difusión del pensamiento y evolución cultural, se puede concluir que la censura contribuyó decisivamente al «anquilosamiento del pensamiento hispano durante el siglo XVII y al distanciamiento que se produjo, también durante este siglo, con respecto al pensamiento europeo»7. Sin embargo, es indiscutible que lo más brillante que nuestra literatura ha dado se escribió en la época de mayor influencia inquisitorial, los siglos XVI y XVII, y que la presencia de la censura puede haber servido como estímulo y acicate para los escritores, en éste y otros momentos de la historia8. Si el hambre agudiza el ingenio, el miedo
5
Pinta, 1970, p. 103. Sobre la censura teatral en el Siglo de Oro trabajamos los investigadores del mencionado proyecto I+D Clemit-XVII (Censuras y licencias en manuscritos e impresos teatrales del siglo XVII). 7 Pinto Crespo, 1989. 8 A propósito de la traducción al español del libro de J. M. Coetzee Contra la censura (Giving Offense: Essays on Censorship, en realidad, en el original), comenta Germán Gullón, 2007, p. 21, la idónea aplicación al caso de la España del siglo XX de las tesis del escritor surafricano, en el sentido de que «las letras jamás florecen bajo la censura propia de una dictadura. Numerosos análisis de la literatura española de posgue6
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—sostienen algunos— aviva el seso y despierta el alma dormida y la imaginación. «Sin la existencia de la censura, no se hubieran escrito obras cimeras como el Quijote y el Guzmán de Alfarache», afirma Anthony Close, convencido de que «contrariamente a lo que pudiera esperarse y se ha creído, la censura sirvió de estímulo creativo a la vez que fuerza represiva [porque] incitó a buscar formas alternativas de expresión»9. ¿Justifica eso la existencia de la censura inquisitorial o la vuelve en alguna medida «envidiable»? Así lo sostenía Menéndez Pelayo, convencido de que el daño que la censura inquisitorial pudiera haber ocasionado es muy preferible a otros controles censores no religiosos: Digan lo que quieran los fautores de ridículas leyendas, aquella censura era casi envidiable comparada con la censura laica e incompetente que hoy suelen ejercer improvisados moralistas en las columnas de los llamados periódicos católicos10.
No sabemos qué le habría parecido a don Marcelino la comparación entre la coacción moral que denunciaba vivir en su época y la que habría de llegar después a España de la mano de la dictadura de Franco, pero desde luego entonces sí se restableció verdaderamente, de forma oficial, la censura. No resultaba tan extraño en esa época encontrar justificaciones del siguiente tenor para legitimar su restauración como práctica inveterada en España: Sólo algún pobre escritor de un liberalismo trasnochado, podrá ya en lo sucesivo combatir, con apariencias de convencimiento, el ejercicio legal de la censura científica y literaria […] La previa censura legal, serena, imparcial, ajustada a las normas dictadas por los Pontífices […] no corta las alas a la inteligencia ni entorpece su vuelo, sino que al mirar por la existencia y seguridad del Estado mira también, indirectamente, por el bien de los escritores11.
rra defienden esa idea equivocada, que el burlar al censor agudiza el ingenio […] los autores resultan azuzados o coartados por la censura, [que] acaba siempre influenciando al autor y al lector su sentido moral». 9 Close, 2003, p. 301. 10 Menéndez Pelayo, 1900, p. lxxvi. 11 Sierra Corella, 1947, pp. 2 y 25.
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Parecería ocioso traer a colación juicios críticos de hace más de un siglo o de la época más dura del franquismo en lo tocante a la censura, si no fuera porque en la actualidad es fácil escuchar desatinos casi calcados y ver cómo la vindicación de aquellos próceres se convierte en caballo de batalla. Y es que se empieza añorando y envidiando esa censura y se acaba casi negando la existencia de la Inquisición. O ensalzándola hasta límites chocantes —incluso en aquellas de sus funciones que iban más allá de la quema de libros—, caso de uno de sus más constantes estudiosos, el padre Miguel de la Pinta, empeñado en alabar la figura de fray Tomás de Torquemada («un clérigo observante, amante de la justicia y extremadamente ponderado y misericordioso») y del Tribunal del Santo Oficio («un juego de niños comparada con la barbarie y la intolerancia europeas») frente a las calumnias trenzadas por «el equipo de saltatumbas literarios que España ha padecido […] ¡Pobre Inquisición española!»12. Pues bien, si algo ha estado de forma insistente en el punto de mira de esa institución ha sido el libro, al que se ha sometido a duras pruebas en la medida en que «era, a los ojos de los censores y también de sus lectores, un objeto que coadyuvaba desde su “autoridad intemporal” a reproducir comportamientos, puesto que se podría calificar de referente modélico»13. El libro literario, especialmente, ha recibido algunos de los ataques más directos; en España, en concreto, una temprana piedra angular de nuestra literatura, el Lazarillo de Tormes, está misteriosamente ligada a cuestiones que tienen mucho que ver con la censura, pues en el temor a la Inquisición parece que se encuentran las razones que explican su anonimia: según las investigaciones de Rosa Navarro, Alfonso de Valdés, su supuesto autor, no la habría firmado porque sus orígenes conversos y su erasmismo le iban a poner enfrente del temido tribunal, y una elemental prudencia le llevó a hurtar su nombre a la imprenta para evitar ser procesado por el Santo Oficio. No andaba descaminado Valdés, o quien fuere el autor de la genial novela, ya que el Lazarillo fue incluido en los Índices de libros prohibidos a causa de sus sátiras antieclesiásticas (la anonimia no le ayuda-
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Pinta, 1970, pp. 7 y 15. Cátedra y Rojo, 2004, p. 164.
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ría), y años después se hizo un Lazarillo de la Inquisición, única versión autorizada, preparada en 1573 por el cronista Juan López de Velasco, a quien el Santo Tribunal encargó que suprimiera los excesos doctrinales cometidos en éste y otros libros (parece que la Inquisición, en su versión menos dura, evitaba confiar ciertas misiones de limpieza literaria «a un torquemada»14). Aunque parece que no era el intransigente censor al uso y «on peut affirmer que le correcteur Juan López de Velasco a été assez modéré et a fait preuve de bon sens. La majorité des passages, même s’ils sont assez osés, restent intacts»15, es desde luego exagerado sostener (como hiciera también Menéndez Pelayo) que la expurgación de esta obra honra a este «hombre muy culto, de espíritu tolerante, y que hizo todo lo posible para salvar la integridad de los textos»16. Si se extrapola irónicamente el alcance de tales intervenciones, se puede llegar a consagrar al censor inquisitorial casi como un sagaz crítico que otorgaba carta de naturaleza literaria a una obra al meterla en la lista negra. Estar incluido en un catálogo de libros prohibidos podía ser una gran propaganda y una garantía de calidad: «En este tema de la fama de las obras precisamente por aparecer en el Índice, tenemos un ejemplo muy claro: la Celestina»17. Pero olvidan estas miradas complacientes que, en realidad, muchos de los movimientos individuales de algunos censores se debían al intento de recuperar obras de gran popularidad que, al escapar de su control moral y económico, estaban beneficiando al comercio librero clandestino o extranjero: «Los controles inquisitoriales supusieron de hecho una injerencia en el mercado del libro. Las prohibiciones suponían, a veces, importantes
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Santonja, 2000, p. xv. Martínez de Bujanda, 1984, p. 206. 16 Menéndez Pelayo, 1900, p. lxxvii. Matiza, por ejemplo, Close, 2003, p. 279, sobre la labor de López de Velasco, que «debe utilizar el cuchillo de poda, y esto lo hace con entusiasmo y brutalidad en el caso de Cristóbal de Castillejo, mostrando menos severidad hacia la Propalladia y el Lazarillo. En cuanto a estas últimas dos obras, puesto que así lo piden las prioridades del Santo Oficio, se preocupa mayormente por la irreverencia anticlerical o el error teológico, más bien que por la obscenidad. Pero no la olvida. Sus enmiendas abarcan también el tratamiento sin melindres de la sexualidad, y referencias mordaces a la corrupción de la corte y de los altos señores». 17 Vílchez, 1986, p. 12. 15
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pérdidas para impresores y libreros, sobre todo cuando afectaban a obras impresas en España»18. También en sentido contrario se producían problemas cuyo resultado era similar: un libro ya impreso —con la debida licencia— y vendido, podía ser prohibido a posteriori por la censura de la Inquisición en cualquier punto de su trayectoria: desde la propia impresión en el taller hasta mucho tiempo después de su venta. Para controlar la libre circulación de libros prohibidos y evitar su entrada o salida del país, la Inquisición vigilaba los puertos de mar y la frontera con Francia (llevando a cabo revisiones que muchas veces suponían un deterioro de los volúmenes). El control de los libros que se enviaban a América lo realizaba el Tribunal del Santo Oficio de Sevilla, impidiendo que se cargaran en los barcos obras prohibidas19; ello provocaba que ocurrieran cosas como éstas: En los puertos se abrían las balas o fardos que contenían libros, lo que ocasionaba notables pérdidas a los mercaderes de libros al estropearse muchos de ellos (dado que, en aquel tiempo, los libros se transportaban sin encuadernar); también la obligada retención de la mercancía suponía pérdidas económicas para el librero20.
Y es que aquí reside una de las claves que explican determinadas suavizaciones, más debidas al puro interés mercantil que al talante aper18 Pinto, 1989, p. 185. También Cátedra y Rojo, 2004, p. 165, apuntan: «Desde otra ladera, muchas de esa censuras no carecen de inocencia económica, en la medida que, según algunos, los libros nuevos de piedad apenas se vendían, mientras que los libreros se enriquecen con los libros de ficción». 19 Aunque tenía también la Inquisición tribunales en América que vigilaban las librerías y las bibliotecas de los particulares. En 1585 se tomaron medidas respecto a la impresión y circulación de libros, tras el Concilio provincial celebrado en Méjico y para combatir «la corriente de libros prohibidos, escandalosos, etc. […], precauciones necesarias por el notable desarrollo de la imprenta en la Nueva España y por el contrabando realizado fácilmente ya en naves nacionales, es decir, de la Metrópoli, ya principalmente en buques extranjeros». Además, se decretaba que no se pusieran «en las manos de los indios libros tocantes a religión, sermones, etc., traducidos a lenguas indígenas vulgares, sin la previa censura, teniendo especial cuidado con los libros obscenos y con los de texto, generalmente escritos en latín […] No se concedían fácilmente las licencias necesarias para imprimir libros que tocasen temas americanos»; Sierra Corella, 1947, pp. 53 y 172. 20 Marsá, 2001, p. 31.
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turista de los nuevos censores. Más frecuentes, sin embargo, eran otros personajes no tan amables o bienintencionados, gentes que veían sombras de herejía o la alargada mano del Maligno por todas partes, que amputaban o tiraban a la hoguera textos muy valiosos. Religiosos a quienes un escritor debía temer, decía don José Simón, como «la peor de las desgracias» si se los encontraba en su camino literario21. Frailes y sacerdotes que, llevados por su cerrazón mental, su fanatismo o, incluso, su animadversión personal hacia el autor, proponían arbitrariamente la denegación de licencia a tal o cual libro. Los contenidos perseguidos por la censura eran sobre todo cuestiones tocantes a la fe, los asuntos morales, el sexo, las críticas a las jerarquías eclesiásticas, etc., ya que bien pronto había establecido la Iglesia Católica su derecho a fiscalizar la publicación de libros: en 1501 el papa Alejandro VI decretó censuras sobre obras impresas con las que se inició el camino que habría de llevar a la creación de la principal herramienta censora manejada por la Iglesia: los Índices de libros prohibidos, promovidos en Europa por la Curia Romana en la década de los 1540 y establecidos en España gracias a una pragmática de Felipe II. La relación que ofrece Sierra Corella (entusiasta de la Inquisición) de los «objetos de corrección y expurgo» que los censores tenían que mirar «capítulo por capítulo, párrafo por párrafo y hoja por hoja» es bien prolija: Las proposiciones heréticas, erróneas, próximas a herejía, escandalosas, ofensivas a los piadosos oídos, temerarias, cismáticas, sediciosas, blasfemas, contrarias a los ritos y ceremonias de los sacramentos, opuestas a los usos y costumbres establecidos en la Iglesia […] la aplicación de términos de la Sagrada Escritura a usos profanos […] las supersticiones, los sortilegios, las adivinaciones, el hado, la suerte, la fortuna o infortunio y cosas contrarias al libre albedrío; las palabras que suenan a paganismo, las que van contra la fama del prójimo (eclesiásticos, príncipes y aun particulares), o contra las buenas costumbres, como también las que fomentan la política gentil y tiránica, contraria a la doctrina del Evangelio, aunque sea so color de razón de Estado; los cuentos y anécdotas que ofenden la dignidad eclesiástica, los ritos y ceremonias, etc.; los chistes y gracias aliñados
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Simón Díaz, 2000, p. 157.
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en perjuicio de la fama a que siempre tiene derecho el prójimo; las palabras soeces o lascivas y los grabados obscenos y mal intencionados22.
¿Qué libro resistiría sin merma de su calidad el expurgo de tan numerosos elementos? La acumulación de escollos a sortear (a los que habría que añadir una preocupación creciente por los temas políticos) coadyuvó a un proceso de acondicionamiento de los hábitos mentales y expresivos del que se derivaron importantes consecuencias para la historia de la literatura áurea. Close enfatiza los efectos apreciables sobre la literatura cómica, desde el teatro de Torres Naharro hasta el Quijote o los Sueños quevedescos, pasando por la picaresca (Guzmán de Alfarache, el Buscón, el Lazarillo…). Su tesis del «estímulo creativo» no se encamina, desde luego, a sostener una peregrina apología de la censura, sino a salir al paso de «la opinión defendida por autoridades eminentes, según la cual la literatura fue afectada menos profunda y gravemente por la censura de lo que se ha creído tradicionalmente»23. El efecto psicológico sobre el público español del castigo infligido a obras literarias tan sobresalientes, tendente a marcar ejemplarmente los límites de lo tolerable, es consustancial a la interiorización por parte de los escritores de mecanismos represivos externos e internos: «La amenaza de la censura era como una espada de Damocles que les colgaba sobre la cabeza. Observaban lo que la espada había cortado en los casos mencionados y escarmentaban en cabeza ajena»24. La censura ha afectado siempre a la creación literaria y a todas las disciplinas científicas y humanísticas, sobre todo desde la invención de la imprenta y su expansión por Europa. La facilidad que ofrecía para difundir el pensamiento, la ciencia y la literatura —rapidez, economía, fiabilidad— se tornó un arma muy peligrosa a ojos de las autoridades, que pronto hubieron de crear mecanismos para controlar lo que se imprimía. En España, donde esa expansión fue en consonancia con el desarrollo espectacular de la literatura, las reticencias gubernamentales y eclesiásticas se dispararon al ritmo que florecían los numerosos escritores de primer nivel que componen nuestro dilatado Siglo de
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Sierra Corella, 1947, p. 58. Close, 2003, p. 271. Close, 2004, p. 33.
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Oro (como dice Víctor Infantes, «loado sea Gutenberg por los libros de los libros, amén»25). En el caso del teatro, por ejemplo, el celo en la vigilancia ha sido extremo al considerársele materia especialmente sensible por su capacidad de penetración en el público iletrado. El teatro renacentista ya fue durísimamente atacado por la Inquisición, en episodios bien conocidos (Juan del Encina, Torres Naharro, Gil Vicente, etc.). La eficaz censura de los índices hizo que de algunas de aquellas obras dramáticas no haya quedado ejemplar alguno, que de otras haya desaparecido la primera edición y que de otras no se hicieran nuevas ediciones hasta dos siglos y medio después. La teoría de la discontinuidad intelectual española —expuesta por Vicente Lloréns, entre otros— señaló la importancia de esta acción represiva de la Inquisición, cifrada en la desaparición de la circulación de aquellos libros sobre los que recayeron las prohibiciones, que cada vez afectaban a un número mayor de obras. Se daba así respuesta a la frivolidad con que despacharon este asunto eruditos como, de nuevo, Menéndez Pelayo, para quien la Inquisición se mostró siempre bastante transigente con todo aquello que no fuera manifiestamente heterodoxo y sería absurdo culparla de ningún atraso cultural: Su conducta con el teatro [del siglo XVI] lo prueba suficientemente. Llámese tolerancia o indiferencia, el resultado fue el mismo. El número de piezas prohibidas es tan exiguo, comparado con la riqueza total, que no pudo estorbar en manera alguna el desarrollo de la forma más nacional de nuestro arte literario26.
Pero basta con elegir un indicador cualquiera, muy general o muy concreto, para invalidar con datos objetivos este tipo de tajantes ase25
Infantes, 2006, p. 114. Menéndez Pelayo, 1900, p. lxxvi. Algunas oportunas matizaciones a esa teoría de la discontinuidad han expuesto también críticos más recientes y certeros, como Pinto Crespo, 1989, pp. 182-183. En el caso del teatro del siglo XVI, concretamente del religioso, y la censura encuentra también Marc Vitse —tras concienzudo análisis— que «el combate, por desproporcionado, fue muy desigual y nos obliga a concluir a la limitadísima eficiencia de la censura teatral y del discurso que la justifica. Por lo menos, añadiremos, desde el punto de vista cuantitativo»; 2005, p. 102. La cuestión clave está, en efecto, en lo cualitativo, donde «sigue entero el problema de su eficacia efectiva»; y aquí remite a las sugestivas tesis de Close que venimos citando. 26
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veraciones. Detengámonos, de la mano de Cátedra y Rojo, en uno tan específico —y llamativo— como pueda ser la posesión de libros por las mujeres del siglo XVI, cuya observación detenida arroja resultados clarificadores sobre los efectos de la censura.Tras analizar los gráficos de la evolución cronológica de los inventarios de bibliotecas femeninas, aprecian claras curvas descendentes en torno a finales de la sexta década del siglo, entre 1555 y 1565, debidas al impacto negativo de la difusión de las leyes de control, tanto civiles como religiosas, [que] crearían también una especie de prevención por parte de editores e impresores que llevaría a la reducción de existencias en el mercado de libro nuevo. Los catálogos de librerías, estudiados en su secuencia cronológica, nos podrían ayudar a ver esta regresión de los libros […] Se echa de ver una caída mayor o menor en todos los indicadores, como en el número de libros por bibliotecas y en el de libros totales […] Este ambiente debió de contribuir bastante a la demonización del libro o, al menos, de determinados tipos de libros; no será difícil valorar cómo se impondrían actitudes de biblioclasmo inherentes a la misma censura, incluso públicas, gracias a los autos de fe o a las quemas de libros que menudearon por esos años más que antes o, incluso, después. Todo esto debió contribuir al desprestigio de la letra, impresa o manuscrita, y, por tanto, a la desconfianza, a la inseguridad y, en fin, a la auto-censura27.
Son, evidentemente, algunos de los efectos de las Reglas de Carlos V (1554), la pragmática de Felipe II (1558) y, sobre todo, los Índices del inquisidor Valdés (1551, 1559), a los que dedicaremos las siguientes páginas. La aparición de este último, con su Catalogus, instauró un fortísimo control sobre la impresión de libros, «un auténtico régimen de terror», dice —con Bataillon— Antonio Castillo, quien, por cierto, estudia también las relaciones entre mujer y censura en aquella época desde el otro punto de vista, el de la generación, no de la recepción, de textos28.
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Cátedra y Rojo, 2004, pp. 135-138. Se trata del interesante capítulo «Las dificultades de la escritura femenina» de su reciente libro sobre otros modelos escriturarios, de corte efímero, del Siglo de Oro (cartas, librillos de memorias, pasquines, billetes carcelarios, etc.); 2006, pp. 157-183; cita en p. 181. 28
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El origen de la intervención del Estado sobre la circulación de libros hay que buscarlo en 1502, cuando los Reyes Católicos dieron en Toledo una pragmática en virtud de la cual no podía imprimirse ninguno sin la correspondiente licencia y cuyo incumplimiento acarreaba, en efecto, la quema de los libros «en la plaza pública de la ciudad, villa o lugar» donde se hubieran imprimido o vendido y el pago del «precio que hubieren recibido» más «tantos maravedís como va l i eren»29. En 1554 dispusieron Carlos V y el príncipe Felipe que se examinasen «con todo cuidado» los libros antes de dar sus licencias porque estaban «informados que, de haberse dado con facilidad, se han impreso libros inútiles y sin provecho alguno y donde se hallan cosas impertinentes»30. Cuatro años más tarde, el ya rey Felipe II dictó una «espeluznante» pragmática en Valladolid que establecía nove d a d e s importantes y que «amenazaba con castigar ferozmente a quienes no cumplieran con las leyes relativas a la impresión de libros»31. Ante la difusión del protestantismo y la propaganda de todo tipo de materias deshonestas por medio de «muchos libros en latín y en romance y otras lenguas, en que hay herejías, errores y falsas doctrinas sospechosas y escandalosas», las medidas de los Reyes Católicos aparecían claramente insuficientes a los ojos del nuevo monarca, que dispuso penas de muerte y embargo para evitar su incumplimiento. El nuevo y riguroso régimen legal establecido entonces para el libro perduraría en lo esencial casi dos siglos y Felipe II, sin desposeer al Consejo Real de la facultad de conceder licencias (censura preventiva, la llama Vílchez), dejó en manos de la Inquisición la labor de control de los libros (censura represiva): «ningún librero ni mercader de libros […] traiga ni meta ni tenga ni venda ningún libro ni obra impresa o por imprimir de las que son vedadas y prohibidas por el Santo Oficio de
29 Por otra parte, «los Reyes Católicos se percataron de inmediato [de las ventajas proporcionadas por la nueva tecnología de la imprenta] y las aprovecharon interesadamente como instrumento de gran utilidad para el proceso de afirmación de la recién estrenada monarquía. […] Los talleres de imprenta podían adquirir una enorme importancia si deseaban controlar y encaminar ciertas formas de pensar y como instrumento eficaz para la difusión de mensajes perfectamente estudiados y controlados»; Martín Abad, 2001, p. 156. 30 Novísima recopilación, III, p. 123. 31 Close, 2004, pp. 28-29.
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la Inquisición […] so pena de muerte y perdimiento de todos sus bienes»32. El incumplimiento de la normativa de esta pragmática de 1558 (de la que sólo estaban exentos los breviarios, los misales, las cartillas escolares, los libros de horas y de canto) se castigaba con la pérdida de bienes y el destierro perpetuo de Castilla, único reino al que afectaba esta legislación (con la llegada de los Borbones se extendería a las coronas de Aragón y Navarra). Este asunto fue muy polémico a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, puesto que, a pesar de que los libros procedentes de otros territorios hispánicos o del extranjero debían ser también revisados, algunos autores y editores trataban de evadir los trámites legales realizando las impresiones fuera del Reino de Castilla. Felipe III quiso salir al paso de estas prácticas y en 1610 promulgó en Lerma una ley según la cual sólo con una «especial licencia» podían llevarse a imprimir libros fuera del reino de Castilla y no podían introducirse o venderse en él sin permiso. Su reinado, sin embargo, no se distinguió precisamente por una administración ejemplar ni un ajustado cumplimiento de las leyes, tampoco en el caso de las referentes a la censura literaria y la imprenta, y se produjo, al parecer, un gran desbarajuste, con emisión continua de abundantísimos papeles extensos y folletos impresos sin censura ni datos de imprenta. Durante el reinado de Felipe IV, además de establecerse mayores exigencias en la consignación de los datos de imprenta, también se intentó poner límites a la abundante publicación de libros «no necesarios o convenientes, ni de materias que puedan o deban excusarse, o no importe su lectura», puesto que proliferaban los impresos menores que se estampaban sin licencia: cartas, panegíricos, apologías o sermones, pero también —dice la ley de 1627— «discursos o papeles en materia de Estado ni gobierno y otras cualesquiera, ni arbitrios ni coplas ni diálogos». Los Índices nacieron con la finalidad de facilitar a los censores la identificación de los libros prohibidos por la Inquisición, que debían ser quemados públicamente. En Europa circularon índices de obras perniciosas para la fe (traducciones de la Biblia, obras de brujería y nigromancia, libros de árabes y judíos) elaborados, a petición de la
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Novísima recopilación, título XVI, ley III.
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Curia Romana, por La Sorbona en 1542, 1544 y 1547, y por la Universidad de Lovaina en 1546 y 1550, pero la Inquisición española, respaldada por la Corona, mantuvo cierta independencia y confeccionó los suyos propios, en los que incluía obras no condenadas por Roma y autorizaba algunas otras prohibidas por la Curia. El primer Índice español conocido data de 1551 y fue elaborado, sobre el esquema del de Lovaina (1550) pero con una lista suplementaria de «Libros reprobados en lengua castellana», por orden del inquisidor general Fernando de Valdés, quien en 1559 promovió también el Catalogus librorum qui prohibentur. Su Índice incluía por primera vez obras literarias como las novelas de Boccaccio, los poemas de Jorge de Montemayor y varias obras teatrales.Vendrían después otros muchos índices, para cuya redacción reclutó la Inquisición española a miembros de las universidades e intelectuales (clérigos, teólogos), a la cabeza de los cuales jesuitas como Juan de Mariana (muy influyente en la doble lista del cardenal Gaspar de Quiroga) o Juan de Pineda (que intervino en las de Sandoval y Zapata). El Índice de Quiroga (1583 y 1584) eximía de la condena absoluta a textos en que la herejía fuese ocasional (con tal de que se tachasen determinados pasajes) y matizaba la lista de libros de entretenimiento prohibidos en 1559, permitiendo la lectura de cuatro que ya habían salido en versiones expurgadas: el Decamerón, el Lazarillo, la poesía de Castillejo y la Propalladia. Supuso, pues, una cierta tolerancia hacía los libros literarios de todo género, al «desentenderse» de una regla del Índice tridentino, que condenaba la literatura obscena y permitía solamente, «propter sermonis elegantiam», los clásicos antiguos que se estudiasen en griego o en latín y jamás se leyesen a los niños. Esta supuesta indiferencia ante la regla VII de Trento quedó subsanada en España con el Índice de Sandoval (1612 y 1614), donde los autores y obras se clasifican en tres grupos según el tipo de delito: herejía, impiedad y anonimia. En 1632 apareció el de Zapata, un índice más informativo acerca de las complejidades de la heterodoxia, y en 1640 y 1667, los de Antonio Sotomayor, extensos volúmenes que evidencian el enorme incremento del número de obras prohibidas —pocas de ellas literarias— y dan buena muestra de la evolución de las ideas en aquella época. Algunos, como Juan Timoneda, sortearon con habilidad ese bloqueo. Librero y editor —recordemos que publicó a Alonso de la Vega,
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Vergara o Lope de Rueda—, y autor él mismo de piezas dramáticas religiosas, comprendió que ese negocio requería aguzar el ingenio y reescribir varias obras para que su impresión no fuese censurada: Por do me dispuse (con toda la vigilancia que fue posible) ponellas en orden y sometellas bajo la corrección de la Santa Madre Iglesia. De las cuales, por este respecto, se han quitado algunas cosas no lícitas y malsonantes, que algunos en vida de Lope habrán oído. Por tanto, miren que no soy de culpar, que mi buena intención es la que me salva […] después de irlas a hacer leer al teólogo que tenía diputado para que las corrigiese y pudiesen ser impresas, y por fin y remate el depósito de mi pobre bolsa33.
Detrás, pues, de esta fórmula de las versiones expurgadas o castigadas, ideadas por la Inquisición para frenar el fervor popular por las obras prohibidas, se escondía también el objetivo de que los beneficios no fuesen a parar a las prensas extranjeras (Iglesia, culpa y bolsa en acostumbrada armonía). Fue, al parecer, una propuesta de Benito Arias Montano, quien, a la cabeza de un grupo de teólogos, «utilizó esta modalidad en el Índice que redactó en 1570-71, a petición de Felipe II, para expurgar las librerías y bibliotecas de los Países Bajos»34. López de Velasco, el responsable del Lazarillo «castigado», explicaba así las razones para la preparación de estas versiones: Viendo que las obras de Castillejo […] y que la Propaladia de Torres Naharro, obra singular y extremada en el donaire y gracia de la lengua, aunque estaba prohibida en estos reinos años había, se leía e imprimía de ordinario en los extranjeros, por que aquello cese y los naturales destos no carezcan del entretenimiento y lectura de obras tan escogidas y tan dignas de conservarse en nuestra lengua, con licencia del Consejo de la Santa y General Inquisición y de Su Majestad, se han reformado y limpiado de todo lo que pareció ser de inconveniente, procurándolas dejar en forma que honestamente se puedan leer por cualesquier personas que sean, por que así no queden en riesgo de volverse a prohibir otra vez y se vengan a perder35.
33 Juan de Timoneda, Epístola satisfactoria y Epístola al considerado lector, en Las cuatro comedias y dos coloquios de Lope de Rueda y El deleitoso, 1567. 34 Marsá, 2001, p. 33. 35 Lo cita Menéndez Pelayo, 1900, pp. lxxviii-lxxix.
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Si en estos documentos referidos a obras importantes del siglo XVI vemos aparecer el problema de una desleal competencia editorial de los «países extranjeros», con la consiguiente preocupación de los libreros españoles, en el siglo XVII se reprodujeron circunstancias parecidas, adornadas con otras peculiaridades propias del momento. La existencia de los Índices hacía que las librerías y las bibliotecas tuvieran que ser revisadas periódicamente, sobre todo cuando se promulgaba alguno de nuevo cuño. Los libreros estaban obligados a llevar un registro claro de los libros vendidos y de las personas que los adquirían, quienes se situaban así en una posición incómoda. Los comerciantes, entonces, protestaban, al entender que el registro de los libros vendidos podía disuadir a sus clientes por miedo a quedar incluidos en una lista cuyo destinatario era la Inquisición; los libreros de Zaragoza arguyeron así contra la disposición censoria, el 24 de enero de 1606: Lo primero —el preguntar a los compradores sus nombres y decirles que se hace por mandato de Vuestras Señorías— es ocasión de que se escandalicen y cada uno entienda se veda aquel libro que lleva. Y pagado el dinero le tornan a pedir y dejan el libro y no lo compran. Y así cesa el negociar y no podremos pagar a las personas a quien debemos.Y faltaríamos a nuestros créditos36.
Como se sabe, en 1625 se decretó una suspensión de licencias para imprimir novelas y teatro en Castilla, que duraría hasta 1635. En el caso del teatro, por ejemplo, se produjo en sus momentos de mayor auge escénico y editorial; en 1625 (año, por cierto, en que la orden de la Merced puso fin a la producción dramática de uno de sus frailes, el escandaloso Tirso de Molina), ya habían aparecido veinte partes de comedias de Lope de Vega, quien copaba escenarios y librerías. Los efectos de la suspensión de licencias de impresión se dejaron notar en la literatura dramática, ya que supuso el estancamiento de las comedias, originó todo tipo de trucos (como la inclusión de obras teatrales y novelas disimuladas en libros misceláneos) y falsificaciones de las indicaciones tipográficas (tendentes, sobre todo, a aparentar que los impresos procedían de la corona de Aragón) y dio lugar a numerosas
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AHN Inq. lib. 790, fol. 91.
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publicaciones clandestinas, procedentes sobre todo de imprentas sevillanas caracterizadas por su escasa calidad y la falsedad de las atribuciones, adjudicadas arbitrariamente según el tirón de ventas de cada autor. Al finalizar la suspensión se produjo una mayor producción de partes de comedias y una gran proliferación de volúmenes particulares durante el resto de la década de los treinta, explicable en parte «por el deseo de los poetas afectados [por los desmanes de autorías en las publicaciones clandestinas] de poner las cosas en su sitio»37. Y es que los autores fueron los grandes perjudicados, al ver cómo no podían editar sus obras al tiempo que proliferaban las clandestinas, que escapaban a su control y cuyas versiones eran a veces poco fiables. Por otra parte, las obras teatrales adquirieron, gracias a su conquista de las prensas, un mayor carácter literario, y los dramaturgos, por ende, tomaron conciencia de estar produciendo también un producto librario que habría de llegar a «los aposentos, donde hasta los doctos podrían leerlos»38. Pero la opinión de la Inquisición respecto al teatro siguió siendo similar, sobre todo en lo que respecta «a los libros de comedias, no tanto con las representaciones»39. Una comisión creada para revisar el Índice de Zapata de 1632, «tan ásperamente contestado por los frailes», dedicó especial atención a censurar severamente determinadas colecciones de poesías de autores extranjeros y, sobre todo, los libros de teatro: Como los [libros] de comedias, con la sutileza y galantería con que se escriben y la suavidad del verso y poesía tienen tanto atractivo y gusto en los mismos enredos que tratan, es increíble el daño que hacen […] andan en todo género de gente. Con éstas se enseñan las doncellas en sus casas, aprenden los niños, se entretienen los mayores y aun a la más retirada clausura de religiosos y religiosas y de otras personas, que por sus impedimentos no pueden frecuentar las comedias, penetran y todo lo contaminan, dando a beber su veneno a todas partes y a todos tiempos. Y aun hace más daño un libro de éstos por la frecuencia con que se lee, que la
37 Vega,
2003, p. 1308. 2003, p. 1309. Reyes Gómez, 2000, p. 301.
38 Vega, 39
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representación misma de las comedias, que ni a todos tiempos ni a todas personas es cómodo el verlos40.
Palabras bien elocuentes del carácter cuasi demoníaco que adquirió el objeto-libro a partir de la idea de que las palabras se las llevaba el viento y, en el contexto de una representación, muchas maldades e inconveniencias se perdían, pero que, puestas negro sobre blanco, perpetuadas y traspasadas de mano en mano, su potencial para amplificar el mal convertía los libros en algo muy peligroso. Señala Reyes, a este respecto, que «son pocas las citas al fenómeno de la comedia impresa frente al hecho de la representación» (y es que había también mucha gente que veía un peligro mayor en la palabra dicha, con su tono, su gesto y su intención), pero recoge la siguiente, procedente del Consejo de Castilla: una consulta «por orden del Rey en 1644» en la que se dispone que se prohibiesen casi todas las comedias representadas y publicadas hasta entonces (es decir, las que en su día habían sido aprobadas), «especialmente los libros de Lope de Vega, que tanto daño habían hecho en las costumbres»41. En 1666 se pidió desde Madrid al Consejo de Castilla que autorizara de nuevo la representación de comedias (prohibidas en septiembre de 1665 por la muerte de Felipe IV). En las consultas evacuadas por el Consejo, muy favorablemente predispuesto a las comedias («si [los señores reyes] las hubieran tenido por ilícitas no las hubieran dejado representar ni llevado a sus casas reales […] ni el Consejo tolerado ni dado licencia para poder imprimirlas»), destacaba el argumento de que estaban ya, en todo caso, impresas en libros, lo cual era mucho peor: «Pudiendo causar más daño con leerlas como con oírlas, sin que se haya visto hasta ahora que ningún libro sea expurgado, argumento claro de que en ellos no ha habido cosa de escándalo». Hay de fondo, en estas palabras, una apelación al carácter mágicoreligioso de la página escrita, a eso que se ha dado en llamar «taumaturgia bibliográfica», la atribución al libro de poderes que trascienden lo escrito, como una suerte de talismán:
40 41
AHN, Inquisición, Leg. 4435, exp. 7, fol. 105; el subrayado es nuestro. Reyes Gómez, 2000, p. 302.
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La adquisición de la forma libro por parte de otros objetos en los que la escritura es sólo y en el fondo un intermedio, un canal de transmisión de otras fuerzas, de otros Poderes. En este sentido, quede dicho que la posesión del libro es también la apropiación en la intimidad de su fuerza, mayor incluso cuando se hace propio hasta con las intervenciones manuscritas de quien lo usufructúa42.
Dado que los transgresores de las disposiciones o prohibiciones censoras se exponían a la excomunión y otras penas inquisitoriales, el libro quedaba así convertido en una imagen arquetípica del mal, un objeto totémico «portador de maleficios penales»: Por su parte los censores y tratadistas del derecho inquisitorial consideraban al libro como un «hereje mudo» y un predicador asiduo, pues los libros tenían la virtualidad de transmitir su mensaje perpetuamente, de manera mucho más eficaz que las palabras y aun después de que se hubiese podido silenciar por la muerte o el castigo la voz de los herejes. Esta actitud ante el objeto libro consiguió que las delaciones de obras sospechosas partiesen de todos aquellos ámbitos en los cuales el libro se desenvolvía. Es decir, logró inculcar una actitud de desconfianza en todos aquellos lugares en los cuales el libro debía haber sido un medio natural de transmisión de ideas43.
Pero no se puede negar una ambivalencia en ese carácter totémico o de representación simbólica: pese a la maldición que podía acarrear, su posesión era un bien muy preciado, al que no se renunciaba fácilmente, como decíamos al principio de estas páginas, a las que daremos fin recordando una curiosa anécdota atribuida a la infanta Margarita de Austria (1567-1633), aquella nieta de Carlos V que profesó y llegaría a ser tenida por santa. La joven Margarita —quien con trece años viajó a España acompañando a su madre, María de Austria— jugaba desde niña a ser monja, al parecer con gran entusiasmo e implicación en su papel, a tal punto que en 1580 arrastró a un grupo de sus nobles amiguitas a un monasterio de clarisas para recrear una ficticia toma de hábitos. En su
42 43
Cátedra y Rojo, 2004, pp. 190-191. Pinto Crespo, 1989, pp. 185-186.
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camino de santidad jugaron un papel importante los libros devotos, con los que aparece en la iconografía al uso44 —«Por la imprenta hacia Dios», dice María Luisa López-Vidriero, estudiosa de su biblioteca, conservada en el monasterio de las Descalzas Reales— y a los que trataba con el mimo que se inculcaba a las novicias lectoras, «sin golpearlos y sin dejar hacia arriba las manecillas de los broches para evitar que se enganchen las que pasan y que el misal se maltrate»45. No en vano, en los lugares de rezo, canto y lectura se aleccionaba convenientemente a quienes los usaban para que los forraran con papeles usados, no doblaran ni marcaran las páginas para señalar el punto de lectura, etc46. Cómo no serían de oscuros aquellos tiempos que, en ocasiones, arrebataba a las niñas luteranas que jugaban con ella sus biblias en vulgar, y las quemaba (las biblias, se entiende, si bien decía también lo siguiente de las compañeras de juegos: «Si me fuera lícito, acabara allí con ellas, aunque me costara la vida y muriera a sus manos»). E se non è vero, é ben trovato, pues en su favor así lo contaban sus biógrafos y panegiristas, en quienes se apoyaría después la Corona para impulsar su canonización47. Cosas de niños, que aprenden todo lo que ven.
44 En la monografía que Cátedra y Rojo, 2004, pp. 183 y ss., dedican a las bibliotecas y lecturas femeninas del siglo XVI, se destaca también la función iconográfica del libro en las representaciones de la Virgen jugando con el Niño Jesús y otras escenas religiosas típicas. 45 López-Vidriero, 2002, p. 198. 46 «El libro requería la lectura meditada, silenciosa y personal, reclinado en el atril, en el pupitre o sobre la cátedra; representaba la permanencia del conocimiento detenida en sus páginas, se protegía con encuadernaciones suntuosas y tenía que pervivir en la biblioteca»; Infantes, 2006, p. 138. 47 Así lo recoge Juan Palafox y Mendoza (Vida de sor Margarita de la Cruz, 1664), citado por López-Vidriero, 2002, pp. 194-195, quien señala que «vivir en una corte como la austríaca, donde los luteranos son una realidad cotidiana, la ha familiarizado con la herejía y ha agudizado su sensibilidad hacia el libro. La Infanta, bajo el modelo de una madre considerada bastión del catolicismo en tierras de infieles, se percibe a sí misma como una abanderada misionera al rescate de una sociedad desviada en donde el conocimiento del libro y el valor propagandístico de la imprenta son bien conocidos».
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La progresiva expansión de la alfabetización junto con el aumento de la producción impresa (tanto nacional como extranjera en castellano) y la variedad de sus precios, hizo que muchos libros se convirtiesen en bienes asequibles tanto a nivel material como intelectual para un creciente segmento de la población española a lo largo de los siglos XVI y XVII. El interés académico por el estudio de la posesión de libros en este periodo se ha incrementado substancialmente en las últimas décadas y, además de cuantiosos estudios, se han publicado valiosos inventarios tanto de bibliotecas personales como de libreros. La información es fragmentaria y aún quedan muchas fuentes por explotar, pero los trabajos realizados no dejan lugar a duda que el porcentaje más significativo de las obras que figuran entre las posesiones personales catalogadas en modos diversos es de carácter religioso, un aspecto que, a pesar de la riqueza y amplitud del campo, apenas ha sido investigado. Lo que se pretende en este pequeño ensayo es, toman-
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do como base la información disponible, ofrecer una serie de consideraciones que delineen a grandes rasgos lo que hasta ahora se puede afirmar acerca de las cualidades materiales de estos libros y su posesión en la España del Siglo de Oro. Conviene empezar definiendo el ámbito de lo que aquí se entiende tanto por «libro» así como por «materia religiosa» y «biblioteca». «Libros» son aquellos textos impresos de mayor envergadura que cualquier pliego suelto y que suelen estar encuadernados o cosidos de algún modo, por sencillo que este sea. En lo que se refiere a «materia religiosa», tanto la subjetividad personal como la objetiva dificultad que existe para distinguir la función principal en la que fueron empleados algunos libros sacros ha desempeñado un factor importante en las clasificaciones, datos y listas que ofrecen los historiadores del libro1. Por lo tanto, y para evitar confusiones en la medida de lo posible, este estudio se referirá en términos muy generales a textos cuya función principal no parece ambigua en modo alguno: libros de carácter litúrgico o paralitúrgico como los de horas, teológicos como las exégesis bíblicas, y volúmenes manifiestamente destinados al enriquecimiento espiritual del lector como ejercicios, confesionales y hagiografías, pero evitando definir subcategorías. Se excluyen en todo caso manifestaciones de tono literario como «jardines espirituales», aunque éstos también fueron considerados lecturas edificantes por los lectores auriseculares. En lo concerniente al término «biblioteca», este se verá muy simplificado empleándose de manera que abarque tanto la modesta posesión de uno o dos libros como las grandes colecciones de varios cientos2. Los datos acerca de la posesión de libros se basan fundamentalmente en tres fuentes de información. Por una parte, la producción de las imprentas y los inventarios de libreros proporcionan datos sobre la aparente demanda y gusto de sus clientes. Una segunda y más interesante fuente son los inventarios de posesiones personales. En la 1
Rojo Vega, 1998, señala «nuestras dudas a la hora de clasificarlos [libros religiosos] por materias son enormes: ¿qué es devoción? ¿qué es espiritualidad? […] falta un criterio común y un acuerdo entre investigadores»; p. 559. Algunas de las categorías posibles se emplean, sin definición, en Cátedra y Rojo, 2004: canon, doctrina, biblia, órdenes, exégesis, confesión, hagiografía, liturgia y horas, espiritualidad y oración; p. 117. 2 Para una discusión sobre este concepto, ver Cátedra, 2003, pp. 14-15.
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mayor parte de los casos, dichas listas fueron realizadas post mortem con el propósito de destinar los libros a almoneda y de ese modo recaudar fondos líquidos para saldar las deudas dejadas por el difunto3. En pocos casos se cuenta con datos sobre libros pertenecientes a personas vivas: algunos nobles encargan registros de sus bibliotecas y los inventarios de dote ocasionalmente incluyen libros, quizás valiosos en cuanto a coste o útiles para la profesión del marido4. También se pueden obtener detalles sobre individuos que fueron obligados a declarar los libros que poseían o habían poseído como parte de un proceso inquisitorial, aunque es arriesgado asumir que tales documentos transmitan información enteramente fiable; ¿ocultaban los acusados algunas de sus lecturas religiosas? Finalmente cabe señalar un problema común a todo tipo de registros: la falta de detalle y la excesiva generalización de los compiladores ha hecho que muchos volúmenes permanezcan sin identificar. Con frecuencia no se indica más que el autor o el título vago o incompleto y en algunas ocasiones la referencia es simplemente a un número determinado de «libros».
Los libros religiosos La mayor parte de los libros espirituales fueron producidos en 4˚ u 8˚, aunque también aparecieron ediciones más pequeñas en 12˚, 16˚, 24˚ e incluso 32˚, mucho más asequibles y manejables que los grandes folios5. El tamaño jugó un papel crucial en la expansión de la lectura
3
Dadson, 1998b, apunta que «los inventarios se hacían para establecer los bienes del difunto, pero no todos los difuntos merecían un inventario —si no tenían hijos menores de veinticinco años de edad a heredar, si no había deudas o legados que pagar— así que no cubren a todos los individuos o clases sociales del país», p. 123. Por otra parte Bouza, 1999, recuerda que estos registros no cubren «lecturas anteriores, lecturas oídas, prestadas, alquiladas, olvidadas», p. 273. Ver también Pedraza Gracia, 1999. 4 Cátedra y Rojo, 2004, citan el inventario de dote de María Gutiérrez de Benavides (1592) que incluye, además de dos libros de devoción, unas Pragmáticas del Reino que posiblemente serían más del interés de su marido, un escribano, que del suyo propio; p. 102. 5 Los formatos más pequeños permitían la publicación de textos no muy extensos a precios asequibles, lo que favoreció un incremento notable en el uso del 8˚ desde mediados del siglo XVI; ver Pérez García, 2006, pp. 241, 420-421.
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y posesión de volúmenes sacros: Mariana de San José, fundadora de las Agustinas Recoletas, tenía un volumen de fray Pedro de Alcántara que «como era pequeño, traíalo siempre conmigo, y en cualquier parte que me hallaba sola leía en él, y el paso o misterio que aquel día señala de la muerte y pasión de Cristo señor nuestro» y Luisa de Carvajal se describe a sí misma «con un libro muy espiritual siempre en la mano o debajo del brazo, por casi perpetuo compañero»6. El arte también ofrece evidencia de cómo se aprovechaba la portabilidad de estos textos: Zurbarán representa a su santa Margarita vestida al estilo de una pastora contemporánea con un librillo en el que desliza un dedo a modo de marcador, sugiriendo que pasaba sus horas en el campo acompañada de alguna lectura espiritual que llevaba consigo. Los tamaños pequeños abundan incluso en las bibliotecas nobles, como la de la III condesa de Puñonrostro en la que el 8˚ es el formato más común, seguido del 4˚7. Aunque se registran algunos folios, como la edición de Luis Sánchez del Flos sanctorum de Ribadeneira, sus volúmenes más pequeños, según ha identificado Dadson, suelen ser guías de devoción como el «Manual de ejercicios espirituales por el Padre Villacastín», en 16˚, o las «Confesiones del Padre Orozco» en 32˚, obras que por su presumible uso frecuente tanto en la cámara privada, el oratorio, la iglesia, o incluso durante desplazamientos, eran particularmente útiles en tamaños reducidos. La calidad material de los libros variaba significativamente: desde impresiones modestas salidas de talleres nacionales hasta las cuidadas obras producidas por Plantino. Las ediciones más lujosas y destinadas a un público más pudiente eran impresas en papel de Génova, también llamado «del corazón», mientras que las más asequibles y de mayor tirada solían aparecer en el denominado papel «de la tierra» fabricado en la península, de más baja calidad y menos resistente8. En la mayoría de los casos, y con la obvia excepción de los libros de segunda mano y los «libros joya», los volúmenes eran vendidos sin encuadernar, una labor realizada posteriormente de acuerdo a los re-
6
Herpoel, 1999, p. 123. Baranda, 2003, p. 170. No obstante, al identificarlos Dadson, 1998a, indica que algunos de los volúmenes que se apuntan en un tamaño no parecen haber sido publicados en él sino en otro, generalmente más pequeño; pp. 438-450. 8 Sarriá, 1994, pp. 183-184. 7
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querimientos específicos del comprador. Aunque los ejemplares más modestos podían llegar a tener solamente guardas de papel («papelón» o «de cartones») que ofrecían mínima protección, el tipo de encuadernación más común en el Siglo de Oro era el pergamino, apreciado por su ligereza, durabilidad y moderado costo9. No obstante, un pequeño porcentaje de volúmenes era encuadernado lujosamente, lo que podía hacerse en madera o, con mayor frecuencia, en pieles de alta calidad más o menos grabadas y doradas para así proteger eficazmente el libro, pero también para embellecerlo y transformarlo en un lujoso objet d’art o incorporarlo a una amplia colección bibliográfica en la que se observaba una cierta heterogeneidad en la presentación de los volúmenes de acuerdo a su materia u otros criterios10. A los libros religiosos se les añadían con asiduidad manecillas y broches de diversos metales, a veces incluso con incrustaciones de piedras preciosas o semipreciosas. Los volúmenes con encuadernaciones más elaboradas estaban destinados a colecciones de bibliófilos u ocupaban un lugar privilegiado entre las posesiones personales de un caballero o, con más frecuencia, una dama. En el primer caso, cabe señalar la biblioteca del primer duque de Pastrana, Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, cuyo inventario (1573) da una idea de las elaboradas guardas de sus libros religiosos: «tres libros de fray Luis de Granada con sus manecillas de plata»; «otro libro de la vanidad del mundo cubierto de cuero morado y dorado con manecillas de plata»; «otro libro de fray Luis de Granada cubierto de cuero colorado y dorado y manecillas de plata»11. Como parece lógico, eran fundamentalmente los libros producidos en las mejores imprentas los que eran encuadernados con mayor lujo de acuerdo a su alto valor a la salida de prensa, lo que incrementaba aún más su coste: tres volúmenes de «Oficios de Nuestra Señora, de difuntos y de la Pasión según los evangelistas, impresión de Plantino, con tablas de zapa y manillas de oro esmaltado» pertenecientes a la VI condesa de Lemos fueron tasados en doscientos reales cada uno en 1628, siendo los ejemplares más caros de su nada desdeñable
9
Carrión Gútiez, 1994, p. 398. La encuadernación homogénea puede observarse, por ejemplo, en las notables colecciones de Felipe II, el marqués de Moya y Francisco Mendoza Bobadilla. Cátedra, 2002, p. 154. 11 Dadson, 1998a, pp. 335-339. 10
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biblioteca de más de doscientas obras12. En contraste, los libros espirituales de encuadernación ordinaria en la colección de la esposa de un mercader flamenco, Isabel Montero, inventariada tan solo un año después, no pasan de cuatro reales mientras que la gran mayoría se tasa en uno o dos reales13. Entre los libros religiosos ricamente guarnecidos pertenecientes a mujeres destacan los de carácter litúrgico, como las popularísimas horas (en latín o en romance) y los oficios de difuntos o de la pasión. Estos volúmenes eran poco menos que tesoros de oratorio o aderezos personales lucidos en misas, sermones y festividades religiosas, cuya posesión forma parte de una tradición que se remonta a la Edad Media. Antonia de Ulloa, condesa de Salinas, tenía en su colección «un librico de oro con seis hojas de oro y en las portezuelas cuatro diamantes finos y en las hojas los misterios tallados e iluminados y esmaltados» evidentemente más joya que lectura14. Estos ricos volúmenes eran vendidos, una vez guarnecidos, en joyerías y mercerías, lo que subraya su calidad de alhajas deseables por razones más allá de su contenido. Parece muy posible que algunas de las mujeres que poseían únicamente uno o dos de estos «libros no libros» fueran incapaces de leerlos15. Así pues, en su calidad de artefactos personales estos volúmenes pueden ser equiparados con crucifijos utilizados como aderezo o, en la medida que ocupaban el espacio doméstico, con relicarios en los que el continente y su riqueza material absorbe la atención que en teoría debería atraer de por sí el contenido. Aunque son embellecidos de tal modo porque se considera que su contenido sagrado así lo merece, estos se ven transformados en artefactos objeto de una veneración similar a la otorgada a reliquias o imágenes, limitándose su papel como lecturas16. Pese a las dudas que se han expresado en el pasado, parece indiscutible que los libros religiosos, sobre todo pequeños volúmenes de encuadernación modesta, eran asequibles para cualquier persona que 12
Enciso Alonso-Muñumer, 2002, p. 172. Dadson, 1998a, pp. 458-466. 14 Dadson, 1998a, p. 435. 15 Rojo Vega, 1998, p. 565. Cátedra y Rojo, 2004, p. 120. 16 Cátedra y Rojo, 2004, citan el caso de Isabel de Salamanca cuyo único libro, un Flos sanctorum, se conservaba en una «caja de oratorio» junto a varias imágenes, cruces y reliquias; p. 201. 13
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fuese capaz de leer. Una edición nueva y sin encuadernar del popular Tratado de la oración y la meditación de fray Pedro de Alcántara costaba tan solo un real en 1606, el mismo importe que una comida o una noche en una venta, y menos que el precio de una docena de huevos, mientras que obras como «doctrinas» o catecismos podían adquirirse también nuevas por ocho maravedíes, estando al alcance incluso del sueldo de un criado o una aprendiz de costurera17. Los libros podían encontrarse a precios todavía más asequibles si eran comprados de segunda mano en almonedas, lo que abría el mercado a personas con módicos ingresos18. En estos casos la tasación tenía en cuenta tanto la encuadernación como el estado de conservación en el que se encontraba el libro por lo que los volúmenes podían adquirirse por menos de su valor original. En la almoneda de los libros de Isabel Montero, mencionada anteriormente, se vendía «una doctrina cristiana», posiblemente de Granada, y un «catecismo viejo», gangas a ocho maravedíes, así como unas «horas maltratadas del Doctor Cordero en un real»19. Según su valor, encuadernación y uso principal los libros religiosos podían ubicarse en distintos aposentos del hogar, sin que parezca haber existido un patrón definido20. Mientras que los libros profesionales solían localizarse en la parte de la casa dedicada al desempeño de la misma, sobre todo en el caso de juristas y demás profesiones liberales, los libros de devoción de uso individual, en especial los de menor tamaño como ejercicios u horas pequeñas, podían encontrarse dentro de la cámara privada de su dueño en cofres, arcas o arquillas en las que se guardaban bien otros efectos personales de uso frecuente bien
17 Según datos del inventario del fondo de librería de Cristóbal López (Madrid, 1606) citado por Dadson, 1998a, p. 468. Pérez García, 2006, cita al impresor lisboeta Juan Blavio de Colonia, para quien el tratado de Alcántara era «breve […] y fácil para poder ser comprado de quien quiera, aunque fuese muy pobre»; p. 241. Eisenberg, 1986, proporciona numerosos datos sobre salarios y el costo de la vida en la segunda mitad del XVI y principios del XVII. 18 Aunque no se sabe cuánto pagó la criada María Ruiz por unas horas, su único libro registrado en 1592, sí se conoce el hecho de que las adquirió en la almoneda de la hermana de su ama. Cátedra y Rojo, 2004, p. 367. 19 Dadson, 1998a, pp. 458-466. 20 Cátedra y Rojo, 2004, ofrecen variados ejemplos de la localización doméstica de libros pertenecientes a mujeres, pp. 183-211.
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otros objetos particularmente preciados21. Los bibliógrafos como Alonso Osorio, marqués de Astorga, los guardaban mayormente en una salabiblioteca junto al resto de sus volúmenes, aunque algunos más personales podrían haberse ubicado en su oratorio. Las casas de las familias más acomodadas tenían capillas u oratorios en los que se colocarían los volúmenes de carácter más litúrgico, así como los más voluminosos y mejor encuadernados, tanto por lo apropiado de su uso en el recinto como por su valor ritual y decorativo. Si la familia era más modesta y carecía de una estancia dedicada a la oración, los libros de horas y devoción podían situarse en altarcillos domésticos con similar efecto. Por otro lado, los catecismos más livianos eran empleados con frecuencia en la enseñanza de la lectura, desempeñando una doble función de instrucción espiritual y alfabetización. Debido a este uso es muy posible que pudiesen guardarse en cofres o cajones dentro de la zona ocupada principalmente por las mujeres o en la estancia en la que se reunía la familia y se recibían visitas. También en esta estancia, en cajones o arquimesas junto con volúmenes de otras materias, estarían los libros particularmente aptos para la lectura en voz alta ante todos los miembros de la familia e incluso los criados, como los Flos sanctorum o incluso las horas22.
Los dueños Todas las fuentes consultadas coinciden en indicar que una elevada proporción de los libros en bibliotecas privadas durante la segunda mitad del siglo XVI y a lo largo del siglo XVII era de carácter reli-
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Peña Díaz, 1996, pp. 231-234. Francisco Hurtado de Mendoza gustaba de leer en alto a los miembros de su casa, incluidos sus criados; Bouza, 1999, p. 250. Herpoel, 1999, cita el testimonio de la carmelita Ana de San Bartolomé (1549-1626) quien escuchaba leer las horas en su casa así como de Lucía de Jesús (1601-1653), cuyo hermano leía en alto el Flos sanctorum; p. 124. En La casa de Nazareth, pintada por Zurbarán hacia 1644, aparecen tres libros, uno a medio abrir, casualmente esparcidos encima de la mesa de la cocina, lo que sugiere que habían sido empleados recientemente para la lectura en común, quizás incluso para la alfabetización del pequeño Mesías, que teje una corona de espinas ante la triste mirada de su madre. 22
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gioso23. A pesar de que los porcentajes varían según la fuente y el método empleado por los investigadores, el lugar geográfico de la península en el que se han recopilado los datos, y la cronología de los mismos, se puede afirmar que, en términos generales, los españoles del Siglo de Oro tenían en su poder más libros de tema religioso que de cualquier otra materia24. En algunas bibliotecas, sobre todo las más reducidas, lo sacro llega a ser el único tema representado, algo que raramente ocurre con otras materias25. Las investigaciones de Rojo en inventarios vallisoletanos del siglo XVI indican que, entre los que incluyen libros, un 85,4% registra volúmenes de temática sacra26. Es esta una cifra importante que no necesariamente implica que en el 15,6% restante de los casos los fallecidos no tuviesen libros de materia espiritual en el momento de su muerte, ya que estos podrían haber sido considerados de insuficiente valor para ser incluidos en el registro o podrían haber sido regalados o prestados poco antes de la defunción sin conocimiento de los testamentarios27. Nalle apunta una proporción similar a partir de entrevistas inquisitoriales a un grupo social que incluía desde sacerdotes e hidalgos hasta artesanos y campesinos de la diócesis de Cuenca entre 1560-1610: las dos quintas partes de los libros que los interrogados declararon poseer eran espirituales aunque dos tercios de los noventa y un sujetos analizados tenía o había leído como mínimo un libro religioso. Es también significativo que un 25%
23 Rojo Vega, 1998, afirma que de los aproximadamente treinta mil libros que integran los inventarios que ha consultado un 25,7% es religioso, superado por un 35,3% de libros de leyes. Opina que esta situación es anómala y debida al altísimo número de personas relacionadas con la chancillería y la audiencia, a la vez que mantiene que el porcentaje en el resto de España debe ser más elevado. 24 Esta afirmación se mantiene incluso teniendo en cuenta que, según los cálculos de Whinnom, 1980, la proporción de libros religiosos en relación al total de volúmenes impresos se redujo sensiblemente en la segunda mitad del siglo XVI como resultado de las restricciones impuestas por el Concilio de Trento. 25 En estos casos las obras solían ser de carácter técnico, y necesarias para la labor profesional de su dueño. Se pueden encontrar varios ejemplos en Rojo Vega, 1985, pp. 29-30. 26 Rojo Vega, 1998, p. 564. 27 Juan Cotón, clérigo de Santiago de Compostela, declaró en 1559 poseer cuatro volúmenes de material sacro que le habían sido legados por otro clérigo y que él a su vez había prestado a un tercero. Gelabert González, 1985, p. 272. Peña Díaz, 1996, apunta que la gran mayoría de los libros prestados eran religiosos; p. 223.
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de los entrevistados que declaró poseer libros los tenía exclusivamente de materia religiosa. Por otro lado, las cifras de Cerdá para Lorca indican que un 40% de los libros en las bibliotecas consultadas eran religiosos mientras que en la Salamanca de finales del siglo XVII, la proporción alcanza un relativamente modesto 23.2%, una cifra determinada al igual que en Valladolid (25.7%) por la gran abundancia de textos jurídicos28. En lo que respecta al espectro social, parece que la inmensa mayoría de quienes eran capaces de leer (y aquí se entra indirectamente en un contencioso donde las cifras y los métodos empleados por los estudiosos varían notablemente), poseían o habían poseído algún volumen sacro, aunque fuese de modo temporal. Nalle cita evidencia de los archivos conquenses en la que algunos sujetos afirman haber leído libros espirituales que subsiguientemente vendieron o intercambiaron29. Parece obvio que aquellas personas que podían permitírselo adquirían ediciones recientes mientras que quienes estaban en una situación económica más modesta tendían a adquirir sus libros de segunda mano. Asimismo, es lógico suponer que estas personas los vendían o trocaban para variar sus lecturas por lo que algunos libros cambiaban de dueño repetidamente30. El Flos sanctorum de un labrador mencionado por Cerdá es «muy viejo con hojas menos» y los volúmenes de un párroco conquense son tan antiguos que es evidente que debió comprarlos todos de segunda mano31. Los aristócratas tenían en su poder algunas de las bibliotecas más amplias y mejor surtidas. Aunque la mayoría contaba con un número considerable de volúmenes religiosos, éste suele ser proporcionalmente modesto. Los dos registros que se han conservado de la amplia colección de Alonso Osorio, marqués de Astorga, revelan que poseía varias biblias y algunos textos litúrgicos formales —probablemente adquiridos por su valor bibliográfico y artístico— además de obras en romance de autores de gran circulación y representatividad en la segunda mitad del XVI con más posibilidades de haber estado destinadas a la lectura: Granada, Guevara, Ribadeneira, Padilla,Villegas y Luis de 28 Cerdá Díaz, 1986, p. 101;Weruaga Prieto, 1993, pp. 116-117; Rojo Vega, 1998, p. 560. 29 Nalle, 1989, p. 79. 30 Peña Díaz, 1996, p. 211. 31 Cerdá Díaz, 1986, p. 147; Nalle, 1989, p. 79.
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León32. La selección espiritual del marqués no constituye una gran biblioteca devota, y es típica de un noble en la medida que contiene una variedad apropiada a las necesidades y obligaciones espirituales de su posición social: hagiografías, vidas ejemplares, guías de confesión y penitencia, así como tratados sacros de carácter general. En total e incluyendo los volúmenes de coleccionista, las obras religiosas sólo suponen un 11.5% del total33. En contraste con la mayoría de los varones de su clase social, las mujeres nobles parecen haberse inclinado especialmente por los libros religiosos, desdeñando otras materias. Un caso interesante es el de Ana Piñero Manrique, III condesa de Puñonrostro cuyo inventario data de 161634. El interés de esta dama por la literatura espiritual precede a su matrimonio, y en 1589 su dote ya incluía veinte libros de materia sacra, algunos en varios «cuerpos». No obstante, el factor más interesante de esta nutrida colección es su progresiva transformación paralela a la propia evolución espiritual de la condesa: tras la muerte de su marido y guiada por un jesuita, su biblioteca queda definida por la espiritualidad de la Compañía y pasa a incluir al menos ocho obras de Ribadeneira, vidas de Ignacio de Loyola y Francisco Javier, así como obras de Granada, Luis de la Puente y Juan de Ávila. Otro caso de biblioteca femenina noble es el de Catalina de Zúñiga y Sandoval,VI condesa de Lemos, de doscientos dos ejemplares e inventariada a su muerte en 1628 y en la que el 72.27% de los libros eran de materia religiosa35. Aunque la condesa poseía diecisiete biblias, posiblemente heredadas, sus preferencias parecen haberse inclinado hacia obras de espiritualidad práctica, entre las que destacan textos de Granada, Ribadeneira y Ávila así como unos ejercicios jesuíticos36. La biblioteca típica de los hombres laicos no pertenecientes a la nobleza obedece a dos modelos principales: la colección claramente
32 La memoria está fechada en 1573 y el inventario post mortem es de 1593. Cátedra, 2002. 33 Esta modesta cifra contrasta con los datos de Testón Núñez, 1997, que calcula un 21,7% en las bibliotecas nobles extremeñas del XVII; p. 273. Generalmente, cuanto mayor y más surtida era la biblioteca, menor era la proporción de libros religiosos, tal como ocurre en el caso de Astorga. 34 Dadson, 1998a, pp. 256-270 y 438-450. 35 Enciso Alonso-Muñumer, 2002, p. 162. 36 Enciso Alonso-Muñumer, 2002, pp. 168-171.
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devota que incluye exclusiva o mayormente libros sacros, y la mixta, más común, en la que se combinan textos de interés profesional con algunas obras de entretenimiento y una modesta pero casi siempre presente sección espiritual. Cerdá cita el caso de dos regidores lorquianos de comparable posición social y económica cuyas colecciones reflejan estos dos modelos: José Ruiz Jiménez era palpablemente devoto y tenía en su haber más de treinta volúmenes religiosos muchos de ellos ejercicios espirituales lo que da fe de su interés por las prácticas religiosas individuales. En contraste, la colección de su homólogo, Juan González de Sevilla, contiene un número equiparable de obras religiosas y profanas denotando una religiosidad más comedida37. Este modelo mixto queda reflejado a mayor escala en la biblioteca del arquitecto Juan de Herrera, inventariada en 1597. Surtida en temas como matemáticas, bellas artes, filosofía e historia, contiene asimismo una relativamente modesta selección de textos religiosos entre los que destacan muchos de los títulos que figuran con frecuencia en los registros: una biblia, dos misales, unas horas, el Contemptus mundi, De los nombres de Cristo de Fray Luis de León, el Arte de servir a Dios de fray Alonso de Madrid, una vida de Ignacio de Loyola, un libro de Ribadeneira así como otras obras de sermones y meditación, ejemplificando la típica combinación de intereses profesionales y personales con necesidades espirituales38. No solo tenían libros religiosos los burócratas y artistas, sino que éstos se contaban también entre las posesiones de artesanos e incluso campesinos. El maestro arcabucero José Jiménez Zamora tenía veintiséis libros, nueve de los cuales eran religiosos e incluían las obras presentes en tantas bibliotecas: Flos sanctorum y librillos de devoción es así como un «Aviso para la muerte», un tipo de guía más común en librerías masculinas que femeninas39. Algunos campesinos también tenían libros, y aunque los títulos coinciden con los preferidos por individuos de otros estamentos sociales, la religión tiende a ser la única materia representada. Nalle proporciona el ejemplo de Hernando Ortiz Solís, entrevistado por la Inquisición en 1572, quien poseía un salterio, un Flos sanctorum, un volumen de Granada, un «montecalvario» y
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Cerdá Díaz, 1986, pp. 124-125. Sánchez Cantón, 1941, pp. 14-15. Cerdá Díaz, 1986, p. 140.
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una «escala» de Juan Clímaco, un panorama comparable al ofrecido por los inventarios de cuatro campesinos lorquianos40. Aunque es más que probable que estos individuos de clase modesta tuviesen asimismo pliegos sueltos «de entretenimiento», no deja de ser significativo que la religión sea el único tema representado en la gran mayoría de las bibliotecas masculinas más humildes sugiriendo la importancia otorgada a la posesión de tomos de espiritualidad. A pesar de que su índice de alfabetización se presume bastante más bajo que el de los hombres, las mujeres laicas de cualquier clase social que sí sabían leer tenían acceso a las bibliotecas de sus maridos, y es lógico que en cierta medida esto afectase a la formación de sus propias colecciones y la plena significatividad de los registros que han sobrevivido. No obstante, Cátedra proporciona una lista de los respectivos libros de un matrimonio cuyos cónyuges fallecieron con casi treinta años de diferencia que indica que cada individuo tenía sus propios gustos41. María Vázquez (m. 1596) era dueña de una modesta biblioteca exclusivamente sacra de cinco volúmenes, y parece haber conservado tan sólo dos de los antiguos catorce libros de su esposo,Alonso de la Puente (m. 1567) —unas horas y un Contemptus mundi— mientras que dos tratados sobre la confesión y el Tesoro de misericordia de Soto, entre otros, parecen haber sido desechados por la viuda. En términos generales puede afirmarse que las bibliotecas de las mujeres, cualquiera que fuese su posición social, no sólo contenían un porcentaje más elevado de libros espirituales que las de los hombres, sino que además era frecuente que ésta fuese la única materia representada. Al margen de su afición por los libros de caballerías, sus inventarios registran fundamentalmente obras litúrgicas y de devoción, sobre todo horas, catecismos de doctrina y hagiografías. En los casos de las colecciones más modestas no es posible determinar si los libros eran empleados para la lectura o simplemente formaban parte del ajuar de su dueña en cuanto objetos, pero cuando el número de volúmenes registrados incluye varios tratados de devoción además de las consabidas horas, se puede hablar de un verdadero interés personal en estos volúmenes y las prácticas en las que instruyen. Entre las primeras quizás esté Ana María Leonís (m. 1569), desposada con un boticario,
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Nalle, 1989, p. 86; Cerdá Díaz, 1986, pp. 144-148. Cátedra, 2003, p. 19.
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cuyo único libro son unas «horas de romance», o la mujer de un platero, Ana de la Peña (m. 1583), quien solo tenía «dos libros de latín»42. No obstante, muchos inventarios pintan un paisaje diferente: en Valladolid, Isabel Bautista (m. 1582), probablemente una criada, contaba con libros de Alcántara y Granada, así como con un Flos sanctorum y un Contemptus mundi43. En Lorca, Jerónima de Minayo (manuscrito 1652), viuda de un licenciado, contaba con ocho libros, todos religiosos —cuatro rosarios, unas horas, un devocionario de la Virgen, un «Epítome y declaración de la fe» y otro «A la santísima Trinidad»— mientras que Águeda de Sarasola (m. 1667), viuda de un procurador, combinaba el típico interés en la hagiografía con devoción hacia san Francisco, como lo demuestra su Flos sanctorum y cuatro volúmenes sobre la vida del santo44. El grupo social que, por lógica, dado su alto índice de alfabetización así como las necesidades propias de su profesión, contaba con el más alto porcentaje de obras religiosas en su colecciones es el compuesto por el clero. Antonio de Riaño y Viedma, párroco de la iglesia de San Miguel en Madrid, cuyos libros fueron inventariados en 1659, tenía un 75% de obras sacras entre sus volúmenes, la inmensa mayoría en latín y con un gran número de comentarios bíblicos de especialización teológica como los Commentaria moralia in Evangelicam Historiam o el Compendium totius tractactus de sancto matrimonii sacramento45. El registro también incluye obras necesarias para el desempeño de su labor profesional como una biblia, un misal y un catecismo. No contiene en cambio obras en romance de los autores de devoción más comunes en colecciones laicas como Granada, aunque sí incluye el popular Flos sanctorum de Ribadeneira sugiriendo que sus gustos eran más teológicos que espirituales. Los sacerdotes de la muestra conquense de Nalle confirman este patrón, declarando poseer libros religiosos en su mayoría relacionados con la liturgia y, en mucha menor proporción, obras de devoción, de humanistas o de autores clásicos46. De modo similar, los inventarios consultados por Gelabert en Santiago de Compostela indican que la mayoría de los eclesiásti42
Cátedra y Rojo, 2004, pp. 288 y 332. Cátedra y Rojo, 2004, pp. 329-330. 44 Weruaga Prieto, 1993, pp. 158. 45 Dadson, 1998a, pp. 409-417. 46 Nalle, 1989, p. 91. 43
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cos tan solo poseía las obras necesarias para el desempeño de su labor, datos que contrastan ligeramente con la Extremadura del siglo XVII donde un 60% de los libros pertenecientes al clero eran religiosos47. En Salamanca, la mayoría de clérigos con bibliotecas de hasta cuarenta libros poseía fundamentalmente volúmenes litúrgicos con algún Flos sanctorum, una tendencia que solo varía en las colecciones más amplias donde también aparece un número significativo de obras de derecho canónico, historia y literatura clásica48. En contraste con la población femenina general, la inmensa mayoría de monjas eran capaces de leer antes de entrar al convento, y parece lógico pensar que se habrían entretenido con lecturas devotas similares a las de las seglares durante sus años laicos49. La mayoría de las diez monjas cuyos inventarios (de dote y post mortem) han sido publicados por Cátedra y Rojo poseen unos tres libros de media aunque una tiene una colección de sesenta cuerpos.Tanto la muestra como el tamaño de las bibliotecas son modestas pero es indicativo que se repitan el breviario, completo o en partes, y el salterio además de las consabidas horas. En el caso de las religiosas, no obstante, es importante recordar que, como complemento a la posesión personal, los conventos tenían bibliotecas con lecturas apropiadas para sus hermanas. Sus contenidos ideales quedaron plasmados en las Constituciones teresianas, donde la santa especifica la necesidad de equiparlas con «Cartujanos, Flos sanctorum, Contemptus mundi, Oratorio de religiosos, los de fray Luis de Granada y el padre fray Pedro de Alcántara»50. Los conventos femeninos, sometidos a escrutinio constante, se vieron particularmente presionados por las resoluciones tridentinas acerca de las traducciones bíblicas, la pragmática sobre libros de 1558 y el consiguiente índice de Valdés en 1559. La prohibición de las horas en romance, de la Guía de pecadores de Granada así como de algunas colecciones de vidas de santos, todas ellas lecturas populares en el claustro, les afectaron no-
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Gelabert González, 1985, p. 170; Testón Núñez, 1997, pp. 272-273. Weruaga Prieto, 1993, pp. 128-132. 49 Ana María de San José (1581-1632), franciscana descalza, menciona en su autobiografía su gusto por las lecturas devotas desde antes de ingresar al convento; Herpoel, 1999, p. 124. 50 Teresa de Jesús, 1982, p. 121. 48
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tablemente hasta que se extendieron los libros de nuevo rezado y se publicaron los Flos sanctorum de Ribadeneira y Villegas51. A partir de los datos hasta ahora publicados y de los ejemplos representativos arriba citados es posible afirmar que existen diferencias generales en cuanto a las colecciones de hombres y mujeres, así como entre hombres de distinta clase social y estado religioso. Mientras que los inventarios de mujeres, tanto religiosas como seglares, revelan una aparente asociación entre la posesión de libros religiosos y el cuidado y ordenación de su vida espiritual, los hombres, con excepción de los más humildes, consideran la religión una materia imprescindible pero no necesariamente dominante en sus lecturas. Además, muchas bibliotecas masculinas son más substanciales y están mejor surtidas que las femeninas, lo que explica por qué las colecciones de mujeres y las de los hombres de clase más baja contienen proporcionalmente más cuerpos de espiritualidad. Los eclesiásticos forman un grupo aparte en cuyas colecciones principalmente de tema religioso se denota un patrón lógico de posesión de obras de carácter más teológico que de devoción, así como un número importante de volúmenes necesarios para el desempeño de su labor que no suelen hallarse en bibliotecas laicas. En cuanto a la incidencia de libros o autores concretos en los registros de un determinado grupo, cabe destacar de modo muy superficial la universalidad de las horas (en romance o en latín) y de los diversos Flos sanctorum a lo largo y ancho de la geografía nacional. Por su parte, Granada, a pesar de sus problemas con la Inquisición, es el autor cuyas obras aparecen con mayor regularidad en las colecciones de mujeres seglares y monjas aunque también lo hace, con menor frecuencia, en las de los hombres52.
Conclusiones Los libros religiosos son la gran constante de las bibliotecas privadas de los siglos XVI y XVII. Para algunos individuos, al margen de cuantos libros tengan, los volúmenes de materia sacra son el único o
51 Recuérdese el disgusto de Teresa de Jesús al conocer la prohibición de varios de sus libros favoritos. 52 Sobre el éxito de la obra de Granada y su presencia en bibliotecas privadas ver Whinnom, 1980, p. 194 y Dadson, 1998b, pp. 51-70.
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fundamental interés, pero incluso para quienes no demuestran una inclinación al atesoramiento de múltiples cuerpos estos parecen ser una posesión básica, una especie de «alacena espiritual» u objeto de devoción con el que debe contar cualquier persona piadosa, en algunos casos incluso si no es capaz de leer. En una época en la que la educación religiosa era universal aunque de muy diversa índole, los libros de materia sacra se convierten en herramientas clave para la vida espiritual de los lectores de todos los estamentos sociales. Es patente que cuanto menor es la cultura intelectual de los lectores, más restringidos son los temas de los libros poseídos. No obstante, sorprende hasta cierto punto que haya un grupo esencial de lecturas comunes a todos los grupos sociales. Un canónigo puede leer sumas teológicas pero también el Flos sanctorum, las horas o a Granada, al igual que una condesa, una criada, un arcabucero o un campesino. Es en este sentido que puede afirmarse que la cultura espiritual unifica más que cualquier otro aspecto a los españoles del Siglo de Oro y que en estos volúmenes tan poco estudiados yacen claves fundamentales para profundizar en el conocimiento de la sociedad y mentalidad de esta época.
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Javier Portús Museo del Prado
La «existencia historiográfica» del bodegón español es un hecho relativamente reciente, pues hasta mediados de los años treinta del siglo XX no existió conciencia de que en el país había existido una tradición ininterrumpida en el cultivo de ese género, en la que se dieron momentos de extraordinaria calidad. Desde finales de la guerra civil el bodegón no sólo ocupó un lugar en las historias de la pintura española, sino que jugó un papel muy importante en las distintas reflexiones que se hicieron entonces acerca del casticismo de nuestro arte. A partir de entonces no sólo se afirmó la existencia de esa tradición sino que se insistió en que fue la naturaleza muerta uno de los medios a través de los cuales la pintura del país pudo expresar una personalidad diferenciada. En ese proceso han jugado un papel muy importante el acusado nacionalismo que caracterizó a la historiografía española en los años del «descubrimiento» del bodegón, y el hecho de que gran parte del debate sobre el tema se centró en piezas
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como el Bodegón del cardo de Juan Sánchez Cotán (Granada, Museo de Bellas Artes) y el Bodegón de cacharros de Francisco Zurbarán (Madrid, Museo Nacional del Prado), además de algunas obras de Goya. Son cuadros en los que existe un énfasis en el vacío y sus elementos se suceden de manera ordenada e individualizada, lo que les otorga una gran presencia, y diferencia estas pinturas de lo que es común en la naturaleza muerta italiana o flamenca. Desde muy pronto, a esos valores estéticos se asociaron connotaciones sociales, en una operación que se ha extendido a casi toda la historia de nuestro bodegón. Así, son muchos los que hablan de austeridad cuando mencionan el bodegón de Zurbarán, y se refieren a él casi en términos de humildad franciscana. Pero a pesar de la sobriedad estética de esta pieza, muchos de los elementos que aparecen en ella ofrecían, al español del siglo XVII, una serie de connotaciones relacionadas con riqueza o estatus social. Dos de sus recipientes son de barro común, aunque de formas sofisticadas, pero los otros dos eran de materiales apreciados: la taza de la izquierda es un bernegal de plata dorada, y la botella es de barro rojo, el mismo que se utilizaba para hacer los preciados búcaros, y que por lo general estaban fabricados en las Indias o en la ciudad portuguesa de Estremoz. La sociedad barroca española estaba acostumbrada a asociar los distintos objetos y materiales con diferentes significados, que en muchas ocasiones eran de carácter social.Y siendo la naturaleza muerta el género en el que unos y otros alcanzan un protagonismo mayor, el estudio de este tipo de cuadros a la luz del significado social de sus objetos puede ser muy revelador. Por una parte, el conocimiento del papel que desempeñan en la vida cotidiana recipientes, materias primas, comestibles, flores, etc., es imprescindible para entender la función y el significado de estos cuadros. Por otra, estas pinturas, el tipo de objetos de naturaleza muerta que contienen y las relaciones que éstos establecen entre sí nos puede ayudar a conocer el estatus de las cosas y sus materiales en la España del Siglo de Oro. A pesar de la abundante bibliografía que ha generado el bodegón español, en su mayor parte se ha centrado en cuestiones de carácter formal y de desarrollo histórico, y son pocos los trabajos que han abordado su estudio desde el punto de vista de la naturaleza de los objetos que representa. Entre las excepciones se encuentran el artículo de
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Natacha Seseña sobre Meléndez1, el de Alfonso Pleguezuelo sobre la presencia de la cerámica en la pintura española2, o la monografía de Felix Scheffler sobre el género durante el siglo XVII, en la que presta una gran atención a sus tipologías3. En las páginas que siguen vamos a asomarnos al tema, y a mostrar hasta qué punto existía tanto en pintura como en literatura una retórica de los objetos que sin duda es expresión de una realidad cotidiana, y que vinculaba a las diferentes formas y materiales un determinado valor social. El bodegón era un género no narrativo, lo que hacía que dentro de la escala jerárquica clasicista se encontrara en un nivel bajo, muy postergado respecto al retrato y la llamada pintura «de historia». Para los tratadistas, se trataba de un tipo de pintura puramente imitativa, que no requería cultura, conocimientos de anatomía y proporciones, o capacidad de «invención» por parte del pintor4. La materia con la que trabaja el artista son las formas, texturas y materiales de los objetos, y las diferentes combinaciones que se establecen entre ellos. Eso hace que con cierta frecuencia (y de una manera a veces algo descontextualizada) se afirme que se trata del género más «pictórico» de la época, en el sentido de que entraban en juego fundamentalmente consideraciones de carácter formal, y la pintura podía liberarse del corsé narrativo. Al mismo tiempo, convierte a los cuadros de naturaleza muerta en los principales escenarios del Siglo de Oro en los cuales podemos encontrar un discurso figurativo sobre los objetos. Se trata, además, de un discurso coherente, en el que esos objetos son por lo general muy fieles a los usos y valores que tenían en la vida cotidiana. La mayor parte de la producción figurativa del Siglo de Oro tuvo como tema la religión, lo que restringe mucho el valor informativo y documental de ese arte. A falta de una pintura costumbrista desarrollada, para conocer el aspecto y la vida de nuestros antepasados de esa época hemos de recurrir al retrato y a la naturaleza muerta. Fueron dos géneros cuyo auge se relaciona directamente con fenómenos sociales. El paso de una sociedad rural y aristocrática a una cultura «ur-
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Seseña, 2004, pp. 119-153. Pleguezuelo, 2000, pp. 123-138. 3 Scheffler, 2000. 4 Calvo Serraller, 1999. 2
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bana», en los términos en los que la definió Maravall, se tradujo, desde el punto de vista pictórico, en la extensión del uso del retrato entre grupos cada vez mayores de la población, y en la aparición del bodegón5. Son dos fenómenos que tuvieron lugar desde finales del siglo XVI, y que reflejan los valores y gustos de las nuevas poblaciones ciudadanas. Si el retrato desbordó el tradicional ámbito cortesano o aristocrático y lo utilizó la pequeña nobleza, los intelectuales o altos funcionarios, la naturaleza muerta se creó como género susceptible de ser coleccionado por personas de capacidades económicas diferentes. Su aparición, además, no respondió a una cuestión de «juicio» sino de «gusto»; es decir, nació como objeto de disfrute privado o restringido, para satisfacer las necesidades representativas de un público cada vez mayor, que se guiaba por su «gusto», y no por un sistema codificado de reglas. La vocación fuertemente ilusionista que tuvo el género desde sus orígenes y el gusto de los artistas por mostrar una amplia variedad de objetos y texturas responde también a ese tipo de demanda, pues es precisamente el ilusionismo, la capacidad del pintor de hacer confundir lo representado con su representación, uno de los aspectos de la práctica pictórica que secularmente ha atraído a un público más numeroso. Pero la relación entre el bodegón y la sociedad no radica sólo en que aquél nació cuando se dieron unas determinadas condiciones sociales, pues se extiende también a su contenido concreto. A través de las naturalezas muertas sus propietarios estaban viendo, como en un espejo, el mundo de sus propios objetos. En lo que tiene el bodegón de sistema de yuxtaposición de cosas, puede emparentarse con algunas descripciones literarias, cuyos autores jugaron también a enumerar y, en ocasiones, «ordenar» materiales que aparecen con cierta frecuencia en esos cuadros. Félix Machado de Silva nos habla de una mesa en la que había «a los dos lados dos cazuelas de olor excelente, y en medio una olla muy grande de porcelana de la China con un pliego de papel atado con curiosas lazadas de una colonia carmesí, y un abujero en medio»6. La descripción concuerda con algunos de los bodegones del Siglo de Oro en los que sus autores buscaron composiciones estables y simétricas, que tienen como protagonistas objetos de barro, como varias de las obras de Tomás
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Ver Aterido, 2005, pp. 63-67. Tercera parte de Guzmán de Alfarache. Cito por Soons, 1976, p. 95.
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Hiepes. Pero también son muy frecuentes las piezas en las que se desparraman frutos diversos, y en las que no faltan tampoco algunos objetos de cerámica o vidrio. Las hay de Van der Hamen, Pedro de Medina, Barrera y un largo etcétera que incluye, en el siglo XVIII, a Luis Meléndez; todos los cuales compusieron obras cuya técnica acumulativa se acerca a la de Juan de Grajales en su comedia El bastardo Mudarra, donde enumera así una olla imposible: «aceitunas sevillanas, / alcaparrones, chorizos, / y melones invernizos, / anís, nueces, avellanas, / peros ricos de Antequera, / de donde fueron mis suegros, / higos de Córdoba negros / en platos de Talavera»7. Pero ese tipo de enumeración no se dio sólo en obras de creación literaria, pues también aparece en documentos más estrechamente relacionados con la experiencia cotidiana. Así, doña Ana de Austria, hija natural de Juan de Austria, en una carta a la reina fechada en 1594 le anunciaba el envío de «unos bizcochos y una caja de carne de membrillo y un par de barros que me han parecido bien y vinieron ayer de Madrid y los Agnus»8. En esa época, el bodegón en España apenas tenía historia, pero la mayor parte de los objetos que se mencionan son familiares para cualquiera que conozca las naturalezas muertas que se hicieron en la corte en las primeras décadas del siglo XVII, pues forman parte del repertorio habitual de Juan Van der Hamen, Francisco Barrera, etc. La carta de doña Juana sirve, sobre todo, para señalar un contexto social a cierto tipo de bodegones. Muchas de estas piezas se componen de objetos de porcelana y otros barros preciados, vidrio, metales nobles, ciertos tipos de frutas o dulces, que con mucha frecuencia tienen una naturaleza caprichosa y forman parte del repertorio de cosas adecuadas para el regalo, para el obsequio de los huéspedes o para ser exhibidas en la casa. De hecho, el lugar donde se ven mejor reflejados estos tipos de bodegones son los contextos literarios en los que hay referencias a interiores domésticos de damas y caballeros. En especial aquellos que aluden a «escaparates», «camarines», «aparadores» o «alacenas», lugares todos apropiados para guardar y exponer objetos preciados. Los «aparadores» eran estructuras en forma de gradas situadas con frecuencia sobre una mesa y en las que se disponían diversos objetos. Estos por lo general eran de plata, lo que daba al «aparador»
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BAE, t. 43, p. 424b. Serrano y Sanz, 1975, p. 68.
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un significado que iba más allá de lo caprichoso y se relacionaba con la ostentación9. Se utilizaban en grandes banquetes públicos o semipúblicos en los que el anfitrión quería mostrar su gran poder económico. Así, de los que colocó el conde de Oñate en su casa para recibir al duque de Ariscot en 1634, se comentaba que contenían «treinta mil ducados de plata dorada»10. La estrecha asociación entre aparador, ostentación y riqueza, hizo que con frecuencia se representaran en pinturas con temas como «La cena del rey Baltasar», «Las bodas de Caná» o «Lázaro y Epulón». Sin embargo, aunque en principio resulta un tema apropiado para su representación por un pintor de bodegones, apenas hace acto de presencia en este género, lo que constituye un dato que ayuda a definir la naturaleza del mismo. La única excepción es el Bodegón con objetos de orfebrería, firmado por Juan Bautista de Espinosa en 1624 (Colección Masaveu)11. No es propiamente un aparador, pues no contiene gradas, pero la extraordinaria presencia que tienen en él los objetos de plata dorada, la colocación de los platos de pie sobre la mesa y la simetría que rige la composición lo aproxima a ese mundo. Por otra parte, comparte con el bodegón el gusto por incorporar objetos de una gran variedad de formas y materiales, y la importancia que se concede a los detalles. Entre las piezas de plata hay recipientes de vidrio y de la prestigiosa arcilla roja, materiales que en algunas ocasiones se incorporaban también a los aparadores, como los que adornaban la sala en la que el marqués de Astorga agasajó al príncipe de Gales durante la visita de éste a Madrid en 1623: «En los dos aparadores de cristal y oro, competía con la naturaleza el arte… el de plata blanca… oscurecía al de vidrio veneciano, no en la estimación de la materia, en los pulimentos del arte sí. El aparador de búcaros, era estremos la materia (por Estremoz), estremo la compostura»12. La relación entre aparadores y bodegones, como vemos, se limitaba a un repertorio de objetos en ocasiones similares, y a que ambos creaban contextos apropiados para su exhibición. Sin embargo, en los
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He tratado del tema en Portús, 2007. Gascón de Torquemada, 1991, p. 361. 11 Jordan, 1985, núm. 9. 12 Andrés de Almansa, Relación del banquete ofrecido por el marqués de Astorga (1623). Cito por Simón, 1982, p. 215. 10
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aparadores era común la exhibición ostentosa, mientras que la naturaleza muerta, cuando describe objetos ricos o caprichosos, lo hace no sólo para reflejar el mundo material del público al que iba destinada, sino también para explotar las grandes posibilidades pictóricas que ofrecían. Por lo general, los pintores españoles de bodegón huyeron de la ostentación excesiva. La mejor manera de comprobarlo es comparar sus obras con algunas de las «vanitas». Ambos temas se aproximan mucho, en la medida en que se fundamentan en la exposición y descripción de objetos variados. Se diferencian en el contenido moral consustancial a la «vanitas», que hace que cada uno de sus elementos esté dotado de un significado concreto, y en la técnica enumerativa. Frente a la disposición generalmente ordenada de la que hacen gala los mejores bodegones españoles, en los que las cosas aparecen descritas de manera muy individualizadas, en «vanitas» como las de Pereda, Palacios, Valdés Leal, etc., se juega con la yuxtaposición o el amontonamiento, y se busca transmitir una sensación a la vez de riqueza y desorden. Son obras en las que abundan el oro y los brillos, en las que se proyecta una visión peyorativa de la riqueza y en las que muchos de los objetos que poseían y con los que convivían sus propietarios o su público se sitúan en un contexto problemático. En ese sentido, son la antítesis de los bodegones, en los que se lleva a cabo una afirmación relajada de esos símbolos de bienestar. En los «escaparates», las «alacenas» o los «camarines» también se reunían y exhibían objetos, pero carecían de las connotaciones ostentosas de los aparadores. Las referencias al tipo de cosas que se encontraban en ellos coinciden con las que aparecen en ciertas clases de bodegones. En el caso de los «camarines», se trataba por lo general de habitaciones destinadas a guardar objetos de curiosidad o precio. Los había religiosos, como los que poseían gran parte de los santuarios marianos, en los que se guardaba el ajuar de la Virgen (famoso era, por ejemplo, el de Nuestra Señora de Atocha), o los que existían en oratorios particulares, como el que describe Alonso de Castillo Solórzano en La garduña de Sevilla (1642), y que contenía «muchas láminas de Roma curiosísimas y de precio, agnusdeis de plata, de madera y de flores de diferentes maneras; el camarín estaba lleno de libros en dorados escaparates puestos»13. Era el complemento perfecto de la casa
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Castillo Solórzano, 1942, p. 107.
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de un rico genovés, que también poseía buenas pinturas, colgaduras «muy lucidas» y un rico mobiliario. Pero por lo general, cuando se trataba de camarines domésticos su composición era algo más profana. Así, Diego Duque de Estrada, en sus Comentarios del desengañado de sí mismo, relata que durante una de sus aventuras bélicas asaltaron los barcos que acompañaban a la sultana turca, y entre el botín que logró había más de mil escudos en «azúcar y galanterías turquesas, alfombras, pabellones, azafates, fuentes, que con ello adorné un camarín curiosísima y ricamente»14. El lugar tendría la doble condición de sala de «trofeos» y de gabinete de curiosidades, y compartía con el mundo de los bodegones algunas características, como la presencia de objetos de confitería, y el gusto por los productos exóticos. La relación entre camarín, capricho y riqueza estaba muy extendida, y de ello tenemos prueba en uno de los cuentos de Juan de Arguijo, en el que se juega precisamente con el contraste entre las expectativas de riqueza que crea una sala de este tipo y una realidad más modesta: «Enseñó fray Alonso Chacón su librería y camarín en Roma a Pedro Chacón, persona muy discreta. Era el fraile sencillo y fácil de contentarse de cualquiera cosa que hallaba, con que había recogido muchas de poca importancia, y cuando esperó oír grandes encarecimientos de su curiosidad, le dijo el huésped: —Padre maestro, vendamos todo esto y compremos algo bueno»15. Desde esa misma perspectiva hay que leer el párrafo de Rodrigo Caro, quien para advertir contra la costumbre de juzgar por las apariencias puso el ejemplo del visitante de una «casa grande y principal», que al ver en los corredores «algunos países y pinturas de poco precio, sin ver más, juzgó que las que el señor de aquella casa guardaba en sus salas y camarín eran de la misma manera, o porque vio en alguna pieza en el aparador platos de barro, desacreditó todo el aparato de la casa, sin prevenir que el servicio de plata o china estaba, con justa causa, guardado»16. Durante el Siglo de Oro la cultura de la exhibición estaba muy ligada a la cultura del regalo; y muchos de los objetos que formaban parte de los bodegones más «ricos» eran susceptibles de ser regalados u ofrecidos. Es el caso de los confites, de pequeñas piezas de porcelana o de ce-
14
Duque de Estrada, 1982, pp. 271-272. Arguijo, 1985, p. 485. 16 Caro, 1978, t. II, p. 257. 15
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rámica preciada, de recipientes de orfebrería, etc.; y no faltan ocasiones en las que a estos objetos se les llama «regalo» como los «vidros o regalos que para tales ocasiones (visitas)» tienen las personas principales17. Para guardar los «vidrios» se utilizaban las alacenas, donde en ocasiones compartían espacio con los búcaros, en una asociación frecuente en la obra de pintores españoles como Juan Van der Hamen18. Así, «búcaros de Lisboa y vidrios de Venecia» tenía la que aparece en El siglo pitagórico de Antonio Enríquez Gómez19, donde desempeña cierto papel en la trama argumental. También lo juega, y bastante notable, en la comedia de Calderón No hay burlas con el amor, donde también se asocian búcaros (en este caso «de la maya») y vidrios. Las referencias literarias que hemos visto hasta ahora sobre contextos de exhibición en los interiores domésticos españoles acomodados nos han puesto en contacto de manera muy general con una corta serie de objetos y materiales: son los vidrios venecianos, los búcaros, los confites o la porcelana. Son los mismos que aparecen en muchos cuadros de naturaleza muerta, como los citados de Van der Hamen. Su Bodegón de dulces del Museo del Prado (Inv. 1164) está fechado en 1622 y en él aparecen dos finas copas sobre una taza de cerámica, una mielera de barro rojo, unos barquillos, una taza con unos dulces y otros dos recipientes de fino vidrio, que se suceden de una manera extraordinariamente ordenada y se proyectan sobre un fondo oscuro, un recurso que facilita una descripción más exacta de formas y texturas. Aunque aparentemente sobrio desde el punto de vista de su técnica enumerativa, el cuadro estaba cargado de connotaciones sociales, pues todos los objetos que aparecen en él se asociaban con un determinado grupo social. Aunque en la producción de este pintor no faltan obras en las que sus protagonistas son diferentes frutos, lo cierto es que en la mayor parte de sus cuadros asoma el mismo mundo acomodado de la pieza anterior. Con el tiempo, a esa sofisticación de objetos y materiales se fue sumando una creciente complejidad compositiva, de manera que fue abandonando la descripción de objetos sobre una mesa a favor de su disposición en varios planos y alturas. Es el caso, por ejemplo, del Bodegón con dulces y cerámica (Washington,
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Lope de Vega, Las fortunas de Diana, en Vega, 1968, p. 30. Por ejemplo, en su Bodegón con servicio de Cena del MNAC de Barcelona. Enríquez, 1991, p. 178.
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XVII
20
Jordan, 1985, núm. 17. Se fechan a principios de los años 20. Jordan, 2005, pp. 90-93. 22 Sobre el coleccionismo de bodegones, ver, entre otros, Cavestany, 1936-1939, pp. 43-44; Schroth, 1985, pp. 28-39; Cherry, 1999, pp. 55-61. 23 Un completo panorama de la biografía y la personalidad artística de Van der Hamen, en Jordan, 2005. 21
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Vega, quien, a su vez, aglutinó en torno suyo a un numeroso grupo de literatos, artistas, nobles, etc., que son fundamentales para entender la creación intelectual de esa época. Nos queda constancia de sus miembros a través de numerosos retratos pintados o grabados o de una amplia producción literaria en la que sobresale (por su valor costumbrista) el teatro de Lope de Vega. Pero para acercarnos a su mundo y al universo material que le rodeaba y en el que el grupo se sentía reconocido, uno de los medios más eficaces es la contemplación de los bodegones de Van der Hamen, que abundan en materias y objetos preciados, refinados y delicados, cuya disposición no está guiada por el afán de ostentación sino por el deseo de mostrar la pericia, el capricho y el artificio. Es un mundo, por ejemplo, cercano a La Dorotea, una obra con un notable contenido autobiográfico, y en la que no faltan las menciones a pinturas, esculturas, joyas caprichosas o búcaros. El contenido de los bodegones de Van der Hamen resulta bastante coherente con el nivel de vida que refleja su inventario de bienes, realizado tras su prematura muerte en 163124. Aunque no aparecen piezas de vidrio o barro, incluye un buen número de muebles, varias armas blancas y de fuego, y objetos de plata y oro. Entre los primeros, una escribanía «contrahecha de la China» o un escritorio de ébano y marfil tasado en 500 reales; en cuanto a la plata, la había por un valor cercano a los tres mil reales, y las joyas de oro superaban los dos mil. El gusto por los objetos vistosos y los comestibles elaborados que refleja el pintor madrileño también aparece en su contemporáneo Tomás Hiepes, que trabajó en Valencia hasta su muerte en 167425. En su obra muestra una predilección por los grandes recipientes de cerámica, con frecuencia de vivos colores, que albergan flores o frutos. Se trata, por lo general, de piezas de procedencia exótica, en algunos casos oriental y en otros holandesa o alemana. Es el caso de Macetas en una hornacina (Houston, The Menil Collection), el Frutero de porcelana de Delft (Madrid, Museo Nacional del Prado), o el Bodegón de frutas en un paisaje (Museo de Bellas Artes de Valencia), que también contiene un frutero de Delft. En ocasiones (floreros del Prado o de la co-
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Agulló, 1994, pp. 122-133. Sobre Hiepes ver Pérez Sánchez y Navarrete, 1995.
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lección Serra de Alzaga) utiliza grandes floreros de porcelana con asas y decoración figurada en el pie de bronce dorado26, a los que otorgó un uso equiparable al que dio Van der Hamen al frutero de cristal verde. Este repertorio de objetos de barro se mezcla con una gran variedad de dulces que en ocasiones tienen formas muy sofisticadas (su hermana Vicenta era confitera), con elaborados ramos de flores o con manteles finamente labrados, lo que, desde un punto de su caracterización social, sitúa otra vez su producción en una esfera acomodada. Pero, como es bien sabido, el mundo que reflejaba la naturaleza española era mucho más amplio que el de los camarines o los escaparates, pues muchos de sus objetos se relacionan con ámbitos más populares o cocinas. Incluso, los bodegones más tempranos que han llegado hasta nosotros carecen de objetos manufacturados y sólo representan viandas27. Son las obras que hizo Juan Sánchez Cotán en los primeros años del siglo. Incluyen verduras, frutos y aves de caza, de una notable variedad de formas y colores, y en ellas es difícil encontrar connotaciones sociales, pues se trataba de productos que formaban parte de la dieta de gran parte de la población (si bien el consumo de la caza era algo más re s t ringido). Curiosamente, el único bodegón relacionado con Sánchez Cotán en el que se puede encontrar una referencia con valor social es el Bodegón con cardo, francolín, uvas y lirio, firmado por Felipe Ramírez en 1628 (Museo Nacional del Prado). Aparecen un cardo y un ave que proceden directamente de obras de Sánchez Cotán, a los que se han sumado dos racimos de uvas y una vistosa y rica copa de plata dorada, que contiene unos lirios28. Aunque existe la posibilidad de que estos elementos de la obra procedan de cuadros hoy perdidos de aquél, es muy probable que sean invención de Ramírez, pues la presencia del recipiente y los racimos encaja muy bien con los intereses del bodegón cortesano de finales de los veinte, y hace que el contenido de la obra se aparte en muchos aspectos de los habituales en Cotán.
26
Pérez Sánchez y Navarrete, 1995, núms. 31, 2, 24 a 27, y p. 114. La única excepción conocida no ha llegado hasta nosotros. Se trata del «lienzo de frutas adonde está una taza de castañas y unos ajos y cebollas», que se cita en el inventario de sus bienes que se levantó en 1603. Ver Cavestany, 1936 y 1940, p. 137. 28 Jordan, 1992, núm. 7. 27
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Como éste, a la mayoría de los pintores de naturaleza muerta en España les interesó profundamente el mundo de los vegetales, las frutas y las flores, y hubo algunos pintores, como el afamado Juan Fernández Labrador, que se dedicaron a él de una manera casi exclusiva. Mucho más común fue, sin embargo, su mezcla con otro tipo de comestibles y con productos manufacturados, lo que inevitablemente los situaba en un contexto rico en connotaciones sociales. Al igual que desde época temprana el bodegón reflejaba parte del mundo material de los grupos acomodados, también se hicieron obras de ese género que permitían asomarse a ámbitos más modestos. Es el caso de la singular producción de Velázquez en su etapa sevillana, en la que las «cocinas» o las escenas callejeras ocupan un lugar principal. Al mismo tiempo, en el centro de la península un artista como Loarte se internaba en el mundo de las despensas y de los vendedores callejeros. Esos intereses han pervivido a lo largo de toda la historia de la naturaleza muerta en España, y han sido varios los artistas que se han acercado tanto al mundo de los objetos sofisticados como al de los populares. Pero lo más significativo es que con frecuencia existía un sentido del decoro que hacía que esos dos ámbitos se encontraran separados, aunque no faltaban muchas excepciones. El estudio de las ideas asociadas a los objetos manufacturados que hacen frecuente acto de presencia en los bodegones españoles nos puede ayudar a acercarnos a parte del significado y la función de estos. Un significado, por supuesto, no narrativo y en muchos casos probablemente no consciente por parte del autor y del cliente, para quienes ese tipo de mensajes eran inherentes a su relación habitual con materiales y cosas. Uno de los objetos que aparecen con mayor frecuencia en este tipo de cuadros son los de barro. Es algo perfectamente natural, habida cuenta de su presencia constante en la vida cotidiana y de su estrechísima vinculación con el mundo de la comida, tanto en lo que se refiere a la elaboración y almacenamiento de ésta como a su presentación. Pero a esas razones utilitarias o de uso hay que sumar pronto otras de carácter estético.Tanto por su forma como por su materia o la riqueza y belleza de su decoración, las piezas de alfarería y cerámica se mostraron pronto muy útiles para componer bodegones y aportar variedad. A través de este género de cuadros podría hacerse un recorrido por la historia de la cerámica española desde las primeras décadas del siglo XVII. Pero también, lo que es tan in-
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teresante o más, acerca del uso y el gusto por las piezas de este tipo procedentes de zonas más allá de nuestras fronteras, y de algunas de las ideas relacionadas con ellas29. Aunque la literatura española nos enseña que en el siglo XVII existía en España una contraposición tópica entre oro o plata y barro, que indicaban respectivamente riqueza y humildad, lo cierto es que no a todas las piezas de cerámica les estaban asociados valores sociales similares30. Existían obras a las que se concedía un valor casi exclusivamente utilitario, como las piezas sin decorar. Muchos pintores, sin emb a r g o, s u p i e ron detectar sus va l o res estéticos y aprovechar sus posibilidades en sus cuadros, de lo que constituye extraordinario ejemplo El aguador de Sevilla, de Velázquez (Londres, Wellington Museum). Menudean las referencias a las piezas decoradas, y el nombre de Talavera aparece con frecuencia en las obras de creación literaria31. Son, por lo general, alusiones a sus valores estéticos, que pueden resumirse en los conocidos versos de Lope de Vega: «Sácola en limpios manteles, / no en plata, aunque yo quisiera; / platos son de Talavera / que están vertiendo claveles»32. El escritor los pone en boca de Casilda, la mujer de Peribáñez, y con ellos no se limita a elogiar la belleza de esa clase de cerámica, pues esconden mensajes de carácter social y, por extensión, moral. Acababa de casarse, y a través de esa fórmula estaba haciendo alusión tanto a la humildad de su condición como, en el fondo, a la conformidad con su estatus social, dos de las cuestiones fundamentales de la comedia. Aunque las leyes antisuntuarias obligaron en alguna ocasión a que personas «principales» comieran en vajillas de loza, lo cierto es que el servicio de mesa íntimamente asociado a los nobles y otros grupos acomodados era de plata, y se reservaban los otros tipos a personas más humildes. Sobre esa realidad abundan los testimonios. Así, Pérez de Herrera, en sus Enigmas aseguraba que «Hácense los platones para servicio de las mesas de señores y gente principal, de plata, y entre la gente ordinaria se usan de barro de Talavera o de otras partes»33; y un personaje de la comedia de Tirso de 29
En lo que se refiere a las piezas para agua, el tema ha sido tratado en Pleguezuelo, 2000. 30 Sobre estos temas hemos tratado en Portús, 1993 y 2007. 31 Ver, por ejemplo, Sánchez Cantón, 1940-1941; o Pérez Vidal, 1968. 32 Vega, 1986, p. 91. 33 Pérez de Herrera, 1943, p. 120.
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Molina La prudencia en la mujer, comenta: «Con solo un vaso de plata / he de quedarme este día. / Vajillas de Talavera / son limpias, y cuestan poco. / Mientras la codicia fiera / vuelve a algún vasallo loco, / pasaré de esta manera»34. Este último testimonio nos sitúa de nuevo el tema en el campo de la moral, pues sirve para subrayar la sobriedad de quien recitó esos versos. Pero a pesar de lo extendidas que estaban ese tipo de asociaciones, que llegaron a hacerse tópicas, en el Siglo de Oro se hacían diferencias muy importantes entre unos tipos de cerámica y otros, y se les asociaban valores sociales diferentes. Frente a Talavera y otros tipos de lozas vernáculas, se situaban los barros portugueses y americanos y las porcelanas, a las que con frecuencia se las denominaba genéricamente «china». Su procedencia exótica y sus valores estéticos y materiales hacían que fueran objetos vinculados generalmente a los grupos acomodados; entraban, como hemos visto más arriba, en la categoría de los caprichos o «regalos»; y con mucha frecuencia se exhibían. De la porcelana, como no podía ser menos, se apreciaba extraordinariamente su finura y transparencia35, y se exageraba la laboriosidad de su elaboración36. Los contextos literarios en los que se mencionan insisten en su precio y su aprecio. Así, el romance anónimo «El amante apaleado» tiene como protagonista a un «lencero portugués» que se enamoró de una casada, a la que prometía «Las especias de las Indias, / los olores de Lisboa / y los barros de la China»37. En ocasiones, el elogio hacia la porcelana se lleva a cabo a través de su comparación con piezas de otros materiales, en una operación parecida a la que hemos visto existía en relación con «plata» y «barro». En Servir a señor discreto, don Silvestre enumera algunas de las cosas procedentes de China que llegaban a Lima, y con las que quería obsequiar a su mujer: «damascos / y rasos de matices diferentes, / con mil varias figuras, colchas llenas / de animales extraños, flores, pájaros, / y en barniz de azarcón doradas jícaras / y algunas porcelanas, de quien tiene
34
Acto II, escena IV. Cito por Pérez Vidal, 1968, p. 11. Covarrubias la define como «Un barro transparente de que se hacen diferencias de vasos con muchas labores». 36 Bances Candamo aseguraba que «La porcelana china es masa de diversos ingredientes, que tarda cerca de un siglo en consolidarse». Bances Candamo, s. a., p. 191. 37 Durán, 1945, t. II, pp. 599-600. 35
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/ la plata envidia, si por plato viene»38. Una comparación similar se establecía entre «china» y «talavera», lo que, en cierto sentido, supone una equiparación entre «china» y «plata». Se da, por ejemplo, en Virtud pobreza y mujer, en unos versos que tienen un valor parecido a los ya citados de Peribáñez, Allí, don Carlos, cuando describe una velada en casa de la protagonista comenta: «Cenamos en su limpia Talavera, / que a mí me pareció que era en la China»39. Con ello alude directamente a la «pobreza» a la que hace alusión el título de la obra, y que en el contexto general de la misma se relaciona directamente también con la «virtud». En otras obras se ofrece un contexto más preciso para estas piezas, similar al que nos muestran los bodegones. Así, Juan de Zabaleta, en el capítulo dedicado al «estrado» en El día de fiesta por la tarde refiere cómo una mujer cuyo marido era gobernador en las Indias, visitó a una amiga en Madrid, y con sus faldas quebró un «barro de natán que estaban sobre un bufetillo», en vista de lo cual prometió compensar el daño con media docena «del primer cajón de estos barros que me envíe el gobernador»40. Es el mismo mundo de camarines, escaparates, caprichos y regalos que ya hemos visto. Las referencias a porcelanas chinas o a piezas de cerámica de origen foráneo aparecen con cierta frecuencia en la pintura española de bodegones, y en general confirman ese estatus que le otorgan los testimonios literarios. Aunque en alguna ocasión Tomás Hiepes describió piezas de Manises, mostró una predilección —como hemos visto— por los grandes recipientes de estética ori e n t a l , ya fueran fabricados en China o «interpretados» por los hábiles talleres de Delft. Pero también en Van der Hamen, Juan de Zurbarán41, Pedro de Medina42 o Pedro de Camprobín43 encontramos piezas de este tipo, y siempre en contextos muy significativos. Es muy interesante comparar, por
38
Acto II, escena I. En Vega, 1952, p. 76. Vega, p. 216 (BAE, t. LII). 40Costumbristas, t. I, 1964, p. 240. Con «barro de natán» se refiere a las piezas mejicanas de Natá, que utilizaban las mujeres para la opilación, y se mencionan con frecuencia en la literatura del Siglo de Oro. 41 Bodegón con servicio de chocolate, Kiev, Museo de Arte Oriental; o Peras en frutero de porcelana, Chicago, Art Institute. 42 Por ejemplo, el Frutero que cita Cavestany en colección particular. Cavestany, 1936 y 1940, p. 136. 43 Por ejemplo, el Florero y cuenco de cerámica, Museo Nacional del Prado. 39
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ejemplo, el Bodegón de pescados con escena de cocina de Alejandro de Loarte (Colección particular)44, con el delicadísimo Bodegón con alcahofas y floreros firmado por Juan van der Hamen en 1627 (Museo Nacional del Prado). Tanto por su estética como por los elementos que contienen, representan los dos mundos opuestos entre los que se movía el bodegón, y la cerámica juega en ellos un papel destacado. Loarte nos presenta una mesa en la que vemos un papel con especias, dos platos con pescado, una naranja y un especiero. Tras la mesa, en dos estantes hay otros tantos pescados sobre sus respectivos platos, y dos peces más colgando. A la derecha, unos personajes parecen manipular o elaborar el pescado. La mesa, los anaqueles o la escena de la derecha sitúan el cuadro en un ámbito modesto y la relacionan con una cocina. Estamos en el lugar donde se guardan o elaboran las cosas, pero no donde se exhiben. Por eso, tanto el especiero como los platos son de cerámica de Talavera. Estéticamente, se trata de una obra relativamente simple, en la que el artista ha perseguido enumerar y ordenar de manera clara los diferentes componentes. La obra de Van der Hamen, que probablemente es de cronología cercana, está en las antípodas en cuanto a contenido social y formulación estética. El pintor ha utilizado tres alturas y dos planos espaciales diferentes para mostrarnos una serie de recipientes extraordinariamente sofisticados que contienen flores o frutos. Hay dos floreros de cristal, una elegantísima jarra de vidrio verde veneciano, y ha buscado unos frutos de acusada personalidad formal, como las alcachofas o unas cerezas casi cristalinas. Éstas se encuentran sobre un plato de loza, pero ya no se trata de la socorrida, relativamente opaca y corriente cerámica talaverana, sino que es una obra de finísima porcelana, de calidad casi translúcida. Estamos ya plenamente en el mundo de los objetos que se exhiben y con los que se agasaja. A esta categoría pertenecen los búcaros, o piezas de barro rojo generalmente procedentes de Portugal (Estremoz) o, sobre todo, Nueva España. Del papel que juegan en la cultura peninsular, y lo muy valorados que eran nos quedan numerosos testimonios literarios y varios estudios modernos, encabezados por el de Catalina Micaelis de Vasconcelos45. En consonancia con su condición de objetos preciados,
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Cherry, 1999, lám. XIII. 1921.
45 Vasconcelos,
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dignos de ser reunidos y exhibidos, hicieron frecuente acto de presencia en el bodegón español desde los años 20 del siglo XVII.Aparecen en cuadros de Juan van der Hamen, Francisco de Zurbarán, Juan Bautista de Espinosa, «el Labrador», Pereda, Palacios, Camprobín o Hiepes, y en la mayoría de las ocasiones cerca de otros objetos preciados. Un caso especial lo constituye Juan de Espinosa, que los utilizó en muchas de las obras que se le atribuyen. Trabajó en Madrid en las décadas centrales del siglo XVII, y mostró especial predilección por la representación de frutos. No se interesó apenas en productos manufacturados, a excepción de los búcaros, que aparecen en sus cuadros no tanto en su condición de recipientes cuanto por sus posibilidades estéticas. En el espléndido bodegón ochavado del Museo del Prado vemos varios racimos de uvas, una granada, dos peras, otras tantas manzanas, varios frutos secos y, a la derecha, un búcaro, que a pesar de su discreto tamaño aporta una nota de color y sofisticación al conjunto. La fórmula se repite en otros ejemplares del museo del Prado o en bodegones del Louvre o de colecciones particulares, y constituye una suerte de seña de identidad del artista. En ocasiones, junto a estos objetos manufacturados, representa otros elementos igualmente refinados y bizarros, como vistosas conchas. Una combinación semejante se da, por ejemplo, en el ejemplar del Louvre46, en donde aparecen dos piezas de este tipo junto a un caprichoso búcaro de cuerpo central hueco, un ramillete de flores o dos pájaros. Buena parte de las porcelanas y búcaros tienen en común su origen ultramarino, que comparten con otros objetos más o menos habituales en el bodegón español, lo que, de nuevo, sirve para llamar la atención sobre hasta qué punto la naturaleza muerta en nuestro país refleja con mucha frecuencia un mundo de objetos caprichosos, exhibibles y regalables, lleno de connotaciones sociales. Un mundo que tenía en el tráfico con las Indias uno de sus proveedores más importantes47. Uno de los comestibles procedentes de América que tuvo una mayor difusión en España fue el cacao, cuyo consumo se consideró durante mucho tiempo un lujo asociado a sectores acomodados, como sugieren los testimonios literarios. La elaboración y bebida del chocolate generó la creación de una serie de objetos específicos, como
46 Ver 47
Cherry, 1999, pp. 209-211. Sobre el coleccionismo de este tipo de objetos ver Aguiló, 1990.
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las chocolateras, las manos de chocolateras o las jícaras para beberlo, que aparecen en numerosos bodegones españoles del Siglo de Oro, como ha estudiado Felix Scheffler48. De hecho, es el tema central de una de las obras maestras de la naturaleza muerta española, el Bodegón con servicio de chocolate de Juan de Zurbarán (Kiev, Museo de Arte Oriental), un pintor, por cierto, del que se sabe que practicaba la danza, un dato interesante a la hora de trazar el mundo de intereses de los autores de naturaleza muerta. Las referencias exóticas en el chocolate no se limitan a la procedencia ultramarina del cacao, pues en muchas ocasiones algunos de los útiles para su consumo también tienen esa naturaleza. En el ejemplar que acabamos de citar hay una preciosa y delicadísima jícara de porcelana oriental, como también la hay en el rico Bodegón con dulces, vasijas y escritorio de ébano de Antonio de Pereda (San Petersburgo, Museo del Ermitage)49. Con frecuencia, en los bodegones en los que se describen chocolateras aparecen también pequeños recipientes hechos con calabazas decoradas, de procedencia generalmente novohispana, y con función de jícaras. Una obra de gran valor para describir el mundo al que pertenecía el chocolate es el bodegón atribuido a Juan de Zurbarán del Museo de Besançon50. En él vemos, de izquierda a derecha una mano de chocolatera, una chocolatera de cobre, dos jícaras de porcelana una fuente con su pie, probablemente de plata, una tembladera encima de este mismo metal, y un búcaro, además de unos bizcochos, todos ellos objetos valiosos, delicados y, en varios casos, exóticos. Como vemos, a través del bodegón nos asomamos a una parte de ese mundo de objetos de procedencia ultramarina, los situamos en un contexto social definido, y aprendemos cómo los productos procedentes de las Indias fueron ocupando un lugar destacado dentro del mundo material del Siglo de Oro.
48 49 50
Scheffler, 2000, pp. 355-376. Jordan y Cherry, 1995, núm. 30. Pérez Sánchez, 1983, núm. 59.
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BODEGONES POÉTICOS: PINTURA, FRUTA Y HORTALIZAS COMO BIENES DE CONSUMO MORAL Y LITERARIO EN LOPE DE VEGA Y LUIS DE GÓNGORA
Antonio Sánchez Jiménez Universiteit Van Amsterdam
El interés de la crítica contemporánea en la «cultura material» ha desarrollado en el hispanismo en general, y en los estudios sobre la Edad Media y el Siglo de Oro en particular, el afán por examinar el papel de los objetos físicos y de la vida cotidiana en la literatura de la época. Este punto de vista ha desarrollado en los últimos años trabajos de importancia sobre la literatura española del siglo XVII, como los de Carroll B. Johnson1 y Enrique García Santo-Tomás2, pero además ha producido diversos estudios históricos, en su mayoría altamente divulgativos, sobre la vida cotidiana del periodo. En este aspecto, los es-
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Johnson, 2000. García Santo-Tomás, 2004.
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tudios sobre cultura material se revelan herederos de una larga tradición hispánica que todavía goza de buena salud editorial3. En este contexto, la intención de nuestro trabajo es relacionar un aspecto de la cultura material evidente en la literatura del Siglo de Oro —la comida o, más concretamente, la fruta y verdura— con un género pictórico tan difundido y popular como los bodegones. Con este acercamiento multidisciplinar estudiaremos el significado y simbolismo de las frutas y verduras en un texto áureo: se trata de un conocido pasaje del Isidro (1599), de Lope de Vega, en que aparece una detallada lista de alimentos rústicos. Analizaremos este bodegón literario en relación con sus fuentes y, sobre todo, en contraste con la serie que incluyó el gran rival de Lope, Luis de Góngora, en su Fábula de Polifemo y Galatea (1613). Esta contraposición servirá para aclarar el significado de ambos pasajes, especialmente al estudiar las dos enumeraciones conjuntamente con el género pictórico del bodegón, que apareció en España en los años finales del siglo XVI. Mediante esta metodología aunamos la crítica filológica tradicional con el nuevo énfasis en la cultura material. El propósito de la combinación es aclarar cómo las listas de Lope y Góngora funcionan como bodegones literarios para atraer la atención del público urbano hacia una materia privilegiada para la reflexión moral, y también idónea para releer los clásicos en el contexto de las disputas literarias del momento. El pasaje del canto VI del Isidro en que nos vamos a centrar es uno de los más conocidos por público y críticos. Se trata de un paréntesis amoroso en la trama de este poema de Lope sobre el patrono de Madrid. Concretamente, los versos en cuestión constituyen un monólogo en que el pastor Silvano le enumera a su amada las riquezas que pondría a su disposición si ella le correspondiera. El tema da pie para una detallada lista de alimentos entre los que destacan las frutas y verduras, que Silvano sitúa en sus correspondientes épocas de maduración. Abriendo la écfrasis y el año, la primavera trae almendras y cerezas: tuvieras blancas cestillas, no de toscas maravillas,
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Alcalá-Zamora, 1989; Anderson, 2002; Defourneaux, 1964; Díez Borque, 1990; Díaz-Plaja, 1994.
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mas de frutas sazonadas, destas huertas cultivadas, y destas verdes orillas. [...] Y entre la murta y lentisco, el albérchigo y el prisco, cerezas y guindas rojas verde agraz y brevas flojas de huerta, que no de risco4.
En verano, Silvano pondría a disposición de su pastora las más hermosas frutas de la temporada estival, entre las que destacan el melón, los higos o los melocotones: La verde pera en sazón, con el escrito melón, el durazno blanco, el higo y ya era cogido el trigo, el rubio melocotón5.
Del otoño, Silvano resalta las uvas, los frutos secos, los membrillos, las granadas, algunos frutos silvestres como las moras, y una serie de hortalizas: Luego el pomífero otoño, cuando ya la juncia arrancas, te diera con manos francas el colorado madroño, verdes nueces y uvas blancas. Los membrillos ya perfetos, y los piñones secretos, el níspero y serba enjuta, la sangre de Tisbe en fruta de los morales discretos.
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Lope de Vega, Isidro, canto VI, vv. 861-875. Lope de Vega, Isidro, canto VI, vv. 881-885.
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La castaña defendida, ya del erizo dejada, y la madura granada, la flor de nácar perdida, la avellana coronada. La zarzamora remota, la acerola y bergamota, que hace a las peras ventaja, el níspero entre la paja, y la rústica bellota. La hortaliza, el nabo y col, que madurando se arruga, la hierbabuena y lechuga6.
A continuación, Silvano prosigue con su lista de víveres, esta vez enumerando, aunque mucho más sucintamente, productos animales, como huevos, aves o caza7. Inmediatamente después, cierra su parlamento —y la digresión— lamentando que, pese a su buena voluntad y regalos, no podrá conseguir el amor de Silvia por ser un rústico aldeano. Al comentar este curioso excursus, los críticos han destacado la sencilla inspiración popular del Fénix, siempre cercano al espíritu de su pueblo. Ya hemos reseñado esta tendencia en otras ocasiones8, por lo que no entraremos aquí en mayores detalles: para la mayoría de los críticos, la lista de frutas y verduras del canto VI ilustra el estro popular de Lope y su cercanía con el espíritu del pueblo cuyos alimentos sencillos celebra. No obstante, para lograr una interpretación verdaderamente crítica sobre el pasaje precisamos reconocer que la idea del Lope poeta popular es poco más que un lugar común de las historias de la literatura española, y también una imagen que el autor quiso dar de sí mismo en momentos determinados de su carrera. De hecho, la propia lista del Isidro presenta características que contradicen abiertamente esa imagen. Por ejemplo, un lector atento identificará en la enu-
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Lope de Vega, Isidro, canto VI, vv. 886-913. Lope de Vega, Isidro, canto VI, vv. 916-935. 8 Sánchez Jiménez, 2006a; 2006b, pp. 80-132. 7
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meración una clara inspiración clásica y, por tanto, alejada del supuesto origen popular del pasaje. Los lectores educados de la época reconocerían la lista como una reelaboración de un tópico arcádico, y el propio Lope apunta hacia fuentes latinas en las apostillas del Isidro, con las frases «Ovidius libr. 13. Metham» y «Virg. Eclo. 2», situadas, respectivamente, junto a los versos 932-933 y 938. Al cotejar estos dos lugares con el pasaje, comprobamos que el Fénix construyó la lista de frutas del Isidro sobre los modelos latinos, especialmente sobre el de Ovidio9, cuyas similitudes con la lista del Isidro son evidentes: coinciden las frutas mencionadas y el lenguaje empleado para describirlas —el colorido, la mención al cuerno de la abundancia—. El pasaje ovidiano, como en menor medida los versos de Virgilio, constituye la clara fuente latina de la «popular» lista del Isidro. El mismo origen clásico tienen otras tres listas lopescas: las descripciones de frutas y verduras de tres comedias tempranas, Las burlas de amor, Los amores de Albanio e Ismenia y La pastoral de Jacinto10. Las burlas de amor data de entre 1587 y 159511, por lo que fue compuesta en Alba de Tormes, pocos años antes del Isidro. En esta comedia aparece la lista de alimentos en un contexto muy semejante al de 1599: el pastor Timbrio le echa en cara a la desdeñosa Jacinta los regalos que le ha hecho, esperando en vano ser correspondido. La queja amorosa sirve de excusa para enumerar los alimentos rústicos que aparecían en Virgilio y Ovidio12. Las vituallas y el lenguaje empleado serán, claramente, los que aparecen en 1599: destacan estilemas tan propios del Fénix como «el escrito melón», que se repite verbatim en el Isidro. Una enumeración parecida aparece en otra comedia temprana de Lope, Los amores de Albanio e Ismenia, que también data del periodo de Alba de Tormes (1591-1595), y más concretamente de 1595 o 159613. En esta comedia, un pastor enamorado le ofrece a la pastora Ismenia una serie de alimentos rústicos14. De nuevo, el nivel de detalle, las frutas escogidas y el lenguaje empleado para describirlas de9
Ovidio Nasón, Metamorphoses, libr. XIII, vv. 810-830. Los pasajes de estas dos últimas comedias ya habían sido identificados y brevemente comentados por Montesinos (1952, pp. xxii-xxiv; 1967, pp. 172-173). 11 Morley y Bruerton, 1968, p. 238. 12 Lope de Vega, Las burlas, p. 57. 13 Morley y Bruerton, 1968, p. 76. 14 Lope de Vega, Los amores, p. 23. 10
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latan, como ocurría con Las burlas de amor y el Isidro, la influencia de los clásicos. En tercer lugar, Lope recurre a la serie de frutas en otra comedia del periodo salmantino, La pastoral de Jacinto (antes de 1601)15, en la que Doriano le describe sus rústicas riquezas a Albania16. La serie utiliza el estilo de las otras listas señaladas, destacadamente el tipo de fruta y la metáfora de la castaña como «erizo». Estas características colocan la écfrasis de La pastoral de Jacinto en la tradición del Isidro y de las dos comedias citadas, compuestas también durante la estancia de Lope en Alba. Además de en estas tres comedias, listas semejantes aparecen en textos lopescos que ya señaló Dámaso Alonso17: la Arcadia (1598), La hermosura de Angélica (1602), las Rimas (1605)18 y La Filomena (1621)19. Todas comparten el contexto del «cortejo rústico» en el que «el enamorado procura suavizar con sus ofrecimientos las asperezas de una pastora esquiva», y todas son «largas enumeraciones de frutas, de flores, de animales, adornadas de gráficos epítetos, rebosantes de color»20. Ante el testimonio de estas tres comedias, y de los dos textos impresos entre 1598 y 1602, debemos concluir que las vituallas del Isidro no son muestra del estro popular del Fénix, como indican las historias de la literatura. El bodegón poético del Isidro es al menos la cuarta reelaboración de un tema clásico que obviamente preocupaba al poeta durante los años noventa del siglo XVI, y que volvería a retomar en La pastoral de Jacinto y La hermosura de Angélica. Para explicar este interés y, por tanto, las motivaciones y sentido de la digresión del Isidro, conviene examinar un fenómeno artístico contemporáneo de la obra: el género pictórico del bodegón. La primera aparición documental de un bodegón concreto en España data del cambio de siglo, concretamente de 1599, el año de publicación del Isidro. De esta fecha conservamos el inventario de bienes del cardenal García de Loaysa, que cita un cuadro con frutas y verduras que se ha
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Morley y Bruerton, 1968, p. 226. Lope de Vega, La pastoral, fol. 102r. 17 Alonso, 1962, pp. 467-474. 18 Lope de Vega, Rimas humanas, «Descripción del Abadía, jardín del duque de Alba», vv. 353-360. 19 Lope de Vega, La Filomena, canto III, estr. 16; «Descripción de la Tapada», estrs. 45-47. 20 Montesinos, 1967, p. 173. 16
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querido identificar con una creación de Juan Sánchez Cotán 21. Bodegones independientes —que no forman parte de una composición mayor— como el citado aparecieron en Europa en los años 90 del siglo XVI. Surgieron simultáneamente en países diversos, como Italia, Flandes, Francia, Holanda, Alemania o España22, sin que haya sido posible identificar ni el país ni el pintor que inventó el género. La crítica también se ha mostrado incapaz de explicar los motivos de esta explosión y el sentido de este género23, pero podemos especificar al menos tres razones para justificar ambos fenómenos. En primer lugar, el hecho de que muchos prominentes eclesiásticos coleccionaran estos cuadros ha despertado entre los críticos la sospecha de que los bodegones debieron de leerse con sentido moral, ya como cantos a la Creación, ya como alegorías de lo perecedero de la vida terrena, dependiendo del caso. Esta lectura podría explicar el afán coleccionista de hombres como Federico Borromeo (1564-1631), arzobispo de Milán (1587-1595), o Bernardo de Sandoval y Rojas (1546-1618), arzobispo de Toledo (1599-1618), aficionados a los bodegones españoles24. Sin embargo, la mayoría de los estudiosos rechaza actualmente esta interpretación simbólica. Por ejemplo, William B. Jordan y Meter Cherry afirman que «there is no evidence that Spanish still lifes were moralizing in promoting moderation and abstinence, or that they set out to show the dangers of gluttony»25. Paralelamente, Simon Schama critica en algunos estudiosos de la pintura holandesa la «over-enthusiastic dedication to unearthing meaning from these compositions». Pese a este rechazo general, existen algunos bodegones españoles que sí son explícitamente moralizantes (bodegón moralisé)26, aquéllos en los que aparecen signos de putrefacción en los alimentos representados, detalles que harían pensar al espectador en la brevedad de la vida27. En estos casos, la interpretación moralizante estaría plenamente justificada. Sin embargo, puesto que estos bodegones abier-
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Jordan y Cherry, 1995, p. 24. Bergström, 1970, p. 13; Jordan y Cherry, 1995, p. 13; Robinson, 1906, p. 62. Pérez Sánchez, 1983, p. 13. Jordan y Cherry, 1995, p. 19. Jordan y Cherry, 1995, p. 20. Braham, 1965, p. 365; Nacho Casal, 2000, p. 295; Saisselin, 1976, p. 197. Jordan y Cherry, 1995, p. 21; Pérez Sánchez, 1983, p. 13.
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tamente simbólicos no son la mayoría, el contenido alegórico no puede explicar ni el éxito ni el sentido del género. Se hace necesario recurrir a la segunda hipótesis, que relaciona la popularidad de los bodegones con el contexto de la cultura material del siglo XVII. Desde finales del siglo XVI, España experimentó una gran concentración demográfica en ciudades como Madrid o Sevilla. Las leyes de los monarcas mimaron estas ciudades especialmente en lo referente a su provisión de víveres, que intentaron proteger a toda costa. Por ello, ciudades como la Villa y Corte estuvieron por lo general muy bien abastecidas28, especialmente en lo referente a frutas y verduras, hasta el punto de que «resulta admirable la diversidad de frutas que se ofrecía todos los días en los cajones de la plaza»29. De esta variedad —y calidad— de la fruta y verdura española se hacían eco incluso los más reticentes extranjeros30, como Bartolomé Joly31, en 1603, y Madame d’Aulnoy, en 169032. De entre ellos cabe destacar a Tomé Pinheiro da Veiga, que realizó un viaje a Valladolid entre 1602 y 1606, y que se deja llevar de su entusiasmo con todo un bodegón escrito33. La coincidencia de esta nueva atención por los alimentos cotidianos con la que les prestan los artistas de la época en el bodegón no ha sido explicada por los críticos o historiadores, pero resulta posible establecer una conexión entre ambos fenómenos. La pantagruélica abundancia que pone de relieve Pinheiro da Veiga era esencial para la supervivencia de la población urbana que se alimentaba especialmente a base de esta fruta y verdura que tan barata se ofrecía en los mercados34. Sin embargo, como afirma García Santo-Tomás, la «nueva sociedad de consumo rendida a los nuevos placeres» también estaba «sometida a miedos y sospechas» relacionados con esos mismos alimentos35. Schama ha estudiado el fenómeno en el caso del siglo XVII holandés, mostrando cómo el énfasis de los habitantes de las Provincias Unidas
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García Santo-Tomás, 2004, p. 189; Gutiérrez Nieto, 1983. Santamaría Arnáiz, 1989, pp. 322-323. 30 Anderson, 2002, p. 186. 31 Díaz-Plaja, 1994, p. 145. 32 Santamaría Arnáiz, 1989, p. 322. 33 Pinheiro da Veiga, Fastiginia, pp. 136-138. 34 Anderson, 2002, p. 187; Gutiérrez Nieto, 1989, p. 61; Santamaría Arnáiz, 1989, p. 311. 35 García Santo-Tomás, 2004, p. 15. 29
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sobre sus bienes temporales revela las ansiedades que produce la abundancia, ya sea en forma de temores sobre un posible castigo divino, ya en forma de preocupaciones sobre saturación económica36. La cultura material del Siglo de Oro español también debe entenderse de modo análogo, especialmente en manifestaciones artísticas paralelas a las holandesas, como el bodegón. Jordan abría el camino para esta interpretación al señalar que los bodegones surgieron simultáneamente en Europa a finales del siglo XVI porque existían «conditions that led artists to focus their attention on material things»37. Desgraciadamente, no precisó cuáles eran y porqué produjeron ese efecto38, aunque sin duda es posible ser más específicos. Había características socio-económicas comunes a la Europa del fin de siglo, dependientes de la aparición de grandes centros urbanos que concentraban población y recursos. Estas urbes acumulaban los excedentes de la sociedad y conocieron periodos de sorprendente abundancia, especialmente chocante cuando se comparaba con el progresivo empeoramiento de la situación del campesinado39. Los contrastes entre el lujo de la ciudad y los problemas del campo llegaron a ser enormes precisamente a finales del siglo XVI, y precisamente en España. Mientras el campo castellano mostraba claros síntomas de despoblación y de comienzo de un ciclo de aridez40, en 1594 se vendían en los figones de Madrid productos de lujo como la caza, el manjar blanco, el pescado fresco, o el chocolate41, además de las consabidas frutas, que tenían un papel central en la lujosa cocina de las clases acomodadas42. Esta abundancia creó en los habitantes de las ciudades grandes ansiedades, sentimientos de culpabilidad y preocupación por lo que podría traer el futuro. Es decir, la abundancia temporal (a 36
Schama, 1997, pp. xi; 7; 8; 47. Jordan, 1985, p. 1. 38 Jordan ha sido más preciso recientemente, al relacionar la concentración de capital en ciudades como Madrid como uno de los factores determinantes en el origen del bodegón: «The still life took hold of the public imagination in Madrid at the moment when conditions were right for it. The genre could have flourished only in an urban environment sufficiently sybaritic in its priorities to justify spending money on pictures of the pleasantries of affluence» (2005, p. 73). 39 Defourneaux, 1964, p. 123. 40 Gutiérrez Nieto, 1989, p. 45. 41 Santamaría Arnáiz, 1989, pp. 306-307. 42 Jordan, 2005, p. 89. 37
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veces incluso efímera) y relativa provocaba sentimientos de ansiedad43, y éstos concentraban la atención de los habitantes de las ciudades en los objetos mismos de la abundancia, la comida. De hecho, también los antecedentes del bodegón en la Antigüedad habían nacido en época de grandes concentraciones urbanas: Zeuxis pintaba sus uvas en la Magna Grecia para los habitantes de las ciudades, mientras que Van der Hamen, Sánchez Cotán y Zurbarán realizaban sus bodegones en Madrid, Toledo y Sevilla para complacer al público urbano. Un fenómeno paralelo tenía lugar en la literatura: Teócrito describía el campo de la Arcadia para los ciudadanos de la populosa Alejandría;Virgilio y Ovidio poetizaban sobre el campo italiano y sus alimentos para los lectores romanos; Lope de Vega describe el campo salmantino (Arcadia) y de los alrededores de Madrid (Isidro) para su público en la monstruosa Villa y Corte. Como en la Grecia y Roma clásicas, en la España de finales del siglo XVI la concentración de excedentes en las grandes ciudades llamó la atención de los urbanitas hacia los objetos concretos de la abundancia. A su vez, esta atención hizo de los productos alimenticios temas artísticos que hicieron nacer el género del bodegón y descripciones literarias de frutas y verduras. Dependiendo del interés del autor o incluso de la libertad interpretativa del público, estas vituallas podían adquirir un tono moralizante —simbolizarían lo efímero de la abundancia urbana y de la vida humana, o llamadas a la moderación— o celebratorio —llamadas a disfrutar de la vida—. La atención de los habitantes de las ciudades por este aspecto de la cultura material podía inclinarse a uno u otro lado, ambigüedad que explica las dificultades de la crítica para interpretar los bodegones. La aparición de lo material como tema vino acompañada de preocupaciones teóricas propias del Barroco, que nos llevan a nuestra tercera hipótesis sobre el género.Testimonios contemporáneos de los bodegones del XVII nos proporcionan esta última interpretación de su sentido y, por tanto, de su éxito. Los comentaristas de la época enfatizan que los bodegones son imitatio44, elogiando en ellos «ante todo la exactitud imitativa, la capacidad de engañar a la Naturaleza»45. De hecho, los juegos y engaños de los sentidos son parte integrante de
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Schama, 1997, p. xi; 167-168. Jordan y Cherry, 1995, p. 15. Pérez Sánchez, 1983, p. 13.
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los bodegones barrocos, que suelen incluir efectos de trompe l’œil46. Además, los comentaristas barrocos enfatizaban el propósito imitativo y el trompe l’œil al comentar los bodegones, empleando para ello un modelo clásico, la Historia natural de Plinio47. Pacheco cita el pasaje concreto: «No le sucedió así a Zeuxis cuando pintó el muchacho que llevaba unas uvas sobre la cabeza, a las cuales volaban a picar los pájaros, por donde, airado contra su obra, dijo: “Mejor he pintado las uvas que el muchacho, porque si estuviera perfecto, las aves tuvieran miedo de llegar a ellas”»48. Esta referencia a Zeuxis y a Plinio se convirtió en todo un tópico del género49, como muestra el hecho de que los bodegones privilegien las uvas entre otras frutas50, y que tiendan a incluir pájaros —o insectos— picoteándolas. El tema aparece en un destacado número de bodegones españoles, desde los famosos bodegones de uvas de Juan Fernández Labrador a los bodegones con moscas o jilgueros de Juan van der Hamen de León.
Juan Fernández Labrador, Bodegón con uvas, 1620-1630, Museo Cerralbo.
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Bergström, 1970, p. 19; Jordan, 1985, p. 5. Plinio, Naturalis Historia, IX, 35, 66. 48 Pacheco, El arte, p. 520. 49 Jordan y Cherry, 1995, p. 14. 50 Destaca el caso de Juan Fernández «el Labrador», que se hizo famoso por sus bodegones de uvas. 47
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Juan van der Hamen de León, Bodegón con fruta y pájaros, 1621, El Escorial.
Juan van der Hamen de León, Bodegón con dulces y cristales, 1622, Museo del Prado.
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Estas uvas y pájaros son al tiempo una cita clásica de la historia de Zeuxis, un recuerdo del poder imitativo de la pintura, y una reflexión sobre el trompe l’œil, pues los pájaros sirven de metáfora de los espectadores, que pueden confundir las frutas pintadas con las reales. La referencia a Plinio le dio lustre clásico al género del bodegón51, y proporcionó a los pintores barrocos una justificación para sus intentos de competir con la naturaleza. El énfasis en la imitación y en las apariencias, tan típico del Barroco, explica el éxito de los bodegones, en los que los españoles del siglo XVII buscaban, precisamente, una mímesis extrema52. Se trata de una interpretación justificada por textos de la época, como El arte de la pintura de Pacheco, que defiende que el bodegón es un género digno precisamente porque en él se encuentra «la verdadera imitación del natural»: «¿Pues qué? ¿Los bodegones no se deben estimar? Claro está que sí, si son pintados como mi yerno los pinta alzándose con esta parte sin dejar lugar a otro, y merecen estimación grandísima; pues con estos principios y los retratos, de que hablaremos luego, halló la verdadera imitación del natural»53. En suma, tres razones explican el surgimiento simultáneo e independiente del género del bodegón a finales del siglo XVI. La posibilidad de entender estos cuadros como reflexiones morales atraería a muchos coleccionistas de la época. Además, el grado de urbanización de la época creó contrastes y fluctuaciones de abastecimiento que llevaron a los habitantes de las prósperas ciudades barrocas a prestar especial atención a los objetos materiales (los alimentos) que construían su abundancia. Gracias a esta atención, las representaciones de vituallas sirvieron para practicar una de las obsesiones ideológicas del Barroco, la imitación extrema de la naturaleza, que engaña a nuestros sentidos y que nos hace a un tiempo dudar acerca de dónde se sitúan las fronteras entre realidad y ficción, y reflexionar sobre el poder de las apariencias. Estas tres ideas explican los bodegones literarios que Lope realizó a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Ciertamente, algunas de estas listas de alimentos, como la del Isidro, contienen mensajes mora-
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Bergström, 1970, p. 13. Robinson, 1906, p. 183; Saisselin, 1976, p. 198. Pacheco, El arte, pp. 517-519.
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les: las sencillas frutas y verduras forman parte del canto a la humildad del santo labrador, y que resume las mejores virtudes del campesinado castellano. El contexto religioso de la obra fomenta esta lectura, tiñendo todos los episodios del Isidro de tonos moralizantes. No obstante, resulta difícil hallar sentidos paralelos en las otras obras del Fénix. Sin embargo, tanto estos bodegones literarios como el del Isidro responden a las otras dos razones que explican el éxito del género: la urbanización y la obsesión por el tema de las apariencias. Los alimentos rústicos que describe Lope son productos de consumo literario destinados a su público urbano, que experimentaba un nuevo interés en el objeto de su nueva abundancia. Las detalladas listas de alimentos que incluyen las obras lopescas de fin de siglo se adaptarían al gusto y a los hábitos de percepción de las clases urbanas. Además, los bodegones literarios de Lope dan fe de las preocupaciones teóricas de la época, y de su obsesión con los problemas de la imitación. Con estas enumeraciones tan sensoriales de frutas y verduras, el Fénix muestra su virtuosismo y su dominio del arte de la descripción o écfrasis. El poeta juega con los sentidos de su público haciendo que los lectores o espectadores lleguen a imaginar vívidamente las vituallas, tan vívidamente que lleguen a creer verlas, que se les despierte el apetito, o que crean que Lope les está describiendo compulsivamente la vida misma, y no la literatura de Virgilio u Ovidio. Los críticos modernos54 que comentan lo apetitosas que resultan las enumeraciones del Fénix demuestran este poder mimético de los bodegones literarios. Al igual que los pájaros picotean hambrientos las realistas uvas de Zeuxis, los críticos extienden su mano para tocar los alimentos que leen en Lope. Por tanto, los bodegones literarios del Fénix comparten con el género pictórico tanto la cronología como las tres razones arriba enumeradas para explicar su surgimiento y éxito. Además, podemos llevar la analogía más adelante con una cuarta razón, corolario de las anteriores, que aclara el sentido de estos pasajes en la carrera literaria del poeta. Durante el siglo XVII, los expertos en pintura consideraban que los bodegones eran un género menor y bajo. Gozaban de gran demanda y se vendían muy bien, pero quizás precisamente por eso los teóricos de la época pensaban que eran un género apropiado para ar-
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Alborg, 1962, p. 236; Rennert y Castro, 1968, p. 133.
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tistas jóvenes55. Así lo indica Pacheco, que sugiere que los pintores podían utilizar el bodegón para ganar dinero y nombre demostrando habilidad imitativa56. Sin embargo, tras asentarse en el mundo pictórico deberían pasar a géneros más elevados. La analogía con la situación de Lope a finales del siglo XVI es perfecta: el Fénix acude a un género y a una temática humildes con el fin de obtener un nicho en el campo literario del momento: en el «Prólogo» del Isidro Lope reconoce que la quintilla, el metro que elige para la obra, es humilde y popular. Al igual que los bodegonistas, el Fénix obtuvo con sus descripciones de frutas algo de dinero, y también fama como autor diestro en imitaciones de la naturaleza y de la vida cotidiana. La comparación de las listas lopescas con la que Góngora difundió en su Fábula de Polifemo y Galatea aclara qué papel tuvieron los bodegones en el contexto de las luchas literarias del momento. En 1613, Lope ya había escrito tantas versiones de las listas de alimentos que cualquier aficionado a la poesía asociaría los bodegones poéticos con el Fénix. El autor madrileño había obtenido con estas enumeraciones tanto el nicho de poeta popular por excelencia como el de experto imitador de la écfrasis de Virgilio y Ovidio. Ningún lector culto de la época podría releer los pasajes de estos dos poetas latinos sin pensar en los continuos rifacimenti de Lope. Por tanto, cuando Góngora eligió reescribir la lista de alimentos ovidiana en su Polifemo con un estilo tan diferente del lopesco se estaba enfrentando al Fénix en su propio terreno: Cercado es (cuanto más capaz, más lleno) de la fruta, el zurrón, casi abortada, que el tardo otoño deja al blando seno de la piadosa hierba, encomendada: la serba, a quien le da rugas el heno; la pera, de quien fue cuna dorada la rubia paja, y —pálida tutora— la niega avara, y pródiga la dora. Erizo es el zurrón, de la castaña, y (entre el membrillo o verde o datilado) de la manzana hipócrita, que engaña,
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Jordan y Cherry, 1995, pp. 36, 25. Pacheco, El arte, pp. 509, 511.
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a lo pálido no, a lo arrebolado, y, de la encina (honor de la montaña, que pabellón al siglo fue dorado) el tributo, alimento, aunque grosero, del mejor mundo, del candor primero57.
Alonso ya notó el parecido existente entre los bodegones de Lope y Góngora, señalando que el Fénix fue el que primero acometió la imitación de Ovidio, y que la versión del madrileño produce «un nuevo deseo de rápida aprehensión, un nuevo realismo»58.Góngora no parece perseguir este realismo directo de Lope. Sin embargo, esta enorme diferencia, junto con la elección de las frutas descritas y la metáfora del «erizo», delata que Góngora está proponiendo un modelo poético opuesto al de Lope utilizando una temática característica del Fénix. Al preparar su llegada a Madrid, el poeta cordobés buscó su nicho en el mercado literario de la Corte. El trono popularista estaba sólidamente ocupado por Lope, por lo que Góngora decidió aspirar al nicho de poeta de las élites, adquiriendo para ello un estilo conscientemente difícil y metaliterario, pero también recurriendo a furibundos ataques al poseedor del nicho contrario. Es decir, con el Polifemo Góngora corrigió a Lope volviendo a la imitación de los clásicos, restaurándolos a la posición privilegiada de pasto exclusivo de eruditos. Los comentaristas del cordobés reforzaron esta estrategia subrayando con copiosas referencias y citas todos los autores clásicos y españoles que habían escrito bodegones literarios antes del Polifemo59. Todos menos Lope, al que cuidadosamente evitan mencionar. La ausencia resultaba especialmente flagrante cuando los comentaristas glosaban la metáfora del erizo, que Lope había utilizado tanto que podríamos considerarla como uno de sus estilemas. En conclusión, la analogía de los «bodegones» lopescos con el bodegón nos permite estudiar la cultura material del siglo XVII, clarificando un contexto que explica el interés de la época por los alimentos. Esta analogía permite que dos fenómenos contemporáneos e independientes se clarifiquen mutuamente. Por una parte, tenemos la
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Góngora, Fábula, estrs. 10-11. Alonso, 1962, p. 476. 59 Pellicer de Salas y Tovar, Lecciones, pp. 67, 301. 58
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aparición en numerosas obras de Lope de Vega de una serie de listas de frutas y verduras, imitación de las halladas en autores clásicos. Entre ellas destaca la lista del Isidro (1599), libro que le otorgó al Fénix gran fama y la posición de experto en literatura de tema doméstico y popular. Por otra parte, tenemos el surgimiento simultáneo en varias regiones europeas del bodegón. Aunque Lope fue un gran aficionado a la pintura, no podemos afirmar que sus bodegones literarios nacieran por influencia de los pictóricos, pues el madrileño tenía importantes fuentes literarias en las que inspirarse. Por supuesto, tampoco podemos sostener que las descripciones de Lope iniciaran una corriente de alcance paneuropeo. Se trata, más bien, de desarrollos independientes y simultáneos de la cultura material de la época, que responden a un mismo interés en los alimentos que surgió en toda Europa en los años 90 del siglo XVI. Como producto de las mismas condiciones culturales, los bodegones pictóricos y los literarios comparten tanto las causas de su desarrollo como alguna de sus manifestaciones artísticas. La concentración de la población europea en grandes urbes a finales del siglo XVI provocó la acumulación de excedentes en estas ciudades, que resultaban islas de prosperidad en un campo progresivamente decadente, y que mostraban concentradas y exageradas las diferencias sociales propias de la época. Esta abundancia desigual e inestable preocupó a los habitantes de las urbes barrocas. Sus temores se manifestaron en una gran atención e interés por los objetos simbólicos de la frágil prosperidad de las grandes ciudades: los alimentos. Por ello, las frutas, verduras y carnes se convirtieron en tema pictórico y literario, y también en bienes de consumo artístico, acumulando significados culturales. Por ejemplo, los alimentos representados en los bodegones —los de Van der Hamen o los de Lope— podían servir para la reflexión moral, pero también como campo de pruebas de las teorías de la imitación, de las ideas sobre la percepción humana y de las limitaciones de los sentidos. Además, los bodegones funcionaban como escenario en el que dirimir las batallas poéticas del momento, como muestra el enfrentamiento de Lope y Góngora sobre cómo imitar a Ovidio.
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IV EL LUJO Y LA CULTURA DE LA IMAGEN
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Bernardo J. García García Fundación Carlos de Amberes y Universidad Complutense de Madrid
Advertencias discretas: emblemas de regalos La emblemática cortesana nos advierte contra los regalos interesados de los adversarios políticos o cortesanos. Sus lecciones, que recogen recomendaciones de los tratados de cortesanía y teoría política, resultan bastante explícitas al respecto. En el conjunto de emblemas más influyente y conocido de los siglos XVI y XVII, el de Andrea Alciato, encontramos uno en el que Áyax regala una espada ricamente guarnecida a Héctor, y éste le corresponde con un tahalí o talabarte pur∗ Esta aportación se adscribe al proyecto de investigación que dirijo para el Ministerio de Ciencia e Innovación (ref. HUM2006-09833, 2006-2009), y forma parte de la labor que he realizado como investigador del programa Ramón y Cajal de dicho Ministerio adscrito a la Fundación Carlos de Amberes (2004-2008).
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púreo. El lema que acompaña a la imagen dice en la versión castellana realizada por Diego López en 1615: «Que no es don el don del enemigo», añadiendo el siguiente comentario: «Deseando Alciato persuadirnos que no recibamos dones, ni presentes que nos dan, o envían los enemigos, hace esta emblema contra los presentes dellos... Podemos sacar de aquí que habemos de estimar en mucho los dones de los amigos, aunque sean de muy poco precio, y valor, porque con ellos habemos de considerar la buena voluntad, con que los ofrecen, y habemos de alabarlos, y recebirlos con amor»1. En otro emblema de Sebastián de Covarrubias y Horozco, titulado Post fata reposco (Cent. 2, Emb. 16, fol. 116) se alude también a los regalos por interés que otorgan los pretendientes codiciosos y falsos a los ministros influyentes para medrar en sus pretensiones y abandonar después a los que les ayudaron cuando éstos caen en desgracia o pierden importancia para sus fines particulares. En la imagen puede verse un caballo muerto con una mano que le quita desde lo alto su montura y jaeces. Los versos explicativos dicen: De jaeces, con ricas bordaduras, adornan el caballo belicoso, y cuando muere, ni aun las herraduras le dejan, cuanto más, lo que es precioso. No todas amistades son seguras, y la del pretendiente codicioso falsa, pues lo que en vida os hubo dado cuando os morís, alega ser prestado.
Covarrubias, que dedicó estos Emblemas morales (1603) al duque de Lerma, valido y principal cortesano de Felipe III, añade este comentario: «Mire cada uno lo que recibe, y de quién lo toma, especialmente si es ministro: porque el hacer presentes, y dar joyas al que está en lugar que nos puede valer, y hacer amistad, aunque por cualquiera vía satisfaga el don recebido, el interesado no tiene esto por paga, si acaso muere el tal señor, y lo que le dieron gracioso repite por prestado, o vendido»2. 1
Bernat Vistarini y Cull, 1999, núm. 202, p. 119. Comentario tomado de la Declaración magistral de los Emblemas de Alciato, de Diego López (1615). 2 Bernat Vistarini y Cull, 1999, núm. 262, p. 148.
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Esta recomendación de desconfiar de los que dan regalos vuelve a tratarla Covarrubias en otro emblema bajo el lema Imitantur hamos dona (Cent. I, Emb. 55, fol. 55), en el que muestra a un pescador llevando una cesta de corchos y anzuelos. Los versos de la suscriptio señalan: Quien recibe ha de dar, esto es forzoso, guardaos de aquel, que con ardid y maña, os hace oferta de algún don precioso, cebo dulce, y traidor, con que os engaña, aqueste liberal, y dadivoso, sabed que imita al pescador de caña, y si picáis, hundiéndole el corchuelo, él os sacará preso en el anzuelo.
Y comenta a este propósito lo siguiente: «Que el hombre sea agradecido, y reconocido al bien que yo le he hecho es cosa justa, y puedo recibir dél según su calidad y posibilidad algún presente, que a él no empobrezca, ni a mí haga rico. Pero el que no me debe nada, haciendo lo mesmo, es cierto querer obligarme, y prendarme, para sacar como dicen reja, por aguja. Tal atrevimiento debrían tomar por injuria, los que aman la rectitud, y la justicia»3. Por último, en esta pequeña selección introductoria de emblemas dedicados a los regalos y a su valoración moral, podríamos recordar un emblema tomado de L. Anneo Séneca ilustrado en blasones políticos y morales, de Juan Baños de Velasco (1670), contra la prodigalidad. Bajo el expresivo lema Ne plus aut minus (Ni más ni menos), muestra una copa que vierte agua y de la que cuelga una balanza en equilibrio rodeada de un paisaje con un caudaloso río. Aparece introduciendo esta Questión VI: «¿Si ha de medir uno con su caudal las dádivas para hacer beneficios, o si le obligan las leyes de la generosidad a hacerlos, aunque sea con demedras propias?»4. Sirvan estos ejemplos de preámbulo.
3 4
Bernat Vistarini y Cull, 1999, núm. 448, p. 234. Bernat Vistarini y Cull, 1999, núm. 223, p. 130.
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Registros de una cultura material barroca: la Gracia de las Licencias de Paso Cualquiera que se plantee investigar la cultura material y el coleccionismo de los siglos XVI y XVII, o las relaciones cortesanas y diplomáticas con la monarquía hispánica encontrará informaciones muy provechosas en la documentación generada por los pasaportes o licencias de paso que concedían los monarcas españoles para dejar que determinados bienes suntuarios o devocionales pudiesen cruzar las fronteras propias sin tener que pagar derechos aduaneros o en unas condiciones fiscales más ventajosas. Se trata de una fuente todavía poco aprovechada y conocida sólo parcialmente a través de los denominados libros de cédulas de paso de la Cámara de Castilla o de libros registros del Consejo de Aragón, sin considerar en su conjunto el proceso documental que generaba la solicitud y concesión de esta gracia real5. A través de los memoriales, registros de cédulas, consultas de gracia, oficios y decretos reales ocasionados por el despacho de dichas licencias podemos conocer nuevos y valiosos detalles sobre la procedencia de determinadas piezas de nuestro patrimonio histórico y artístico (conservadas en la actualidad o ya desaparecidas), y comprender múltiples aspectos de las prácticas cortesanas ligadas a los regalos diplomáticos y las relaciones públicas. Pero también mostrarán recursos destinados a la propia representación del oficio y de la condición social, o que reforzaban los lazos personales y familiares mediante el envío de obsequios, la atención de aficiones y otros consumos cotidianos a pesar de la distancia. La circulación de los productos y propiedades mencionadas en este tipo de documentación nos muestra cómo evoluciona el consumo de bienes suntuarios y devocionales objeto de exportación e importación con respecto a la corte española, y refleja asimismo las tendencias de moda en cada momento. Esta documentación nos aporta además otras informaciones sobre los mediadores y agentes que intervenían en los
5
Entre las aportaciones más significativas en el uso de estos registros de cédulas, cabría destacar las de Edelmayer 1993; Morán Turina, 1994, v. 1, pp. 543-561; Alvar Ezquerra, 1996, pp. 91-110; Cid, 1996, pp. 129-157; García García, 2000, pp. 16-27; Pérez de Tudela y Jordan Geschwend, 2001, pp. 1-127; Jordan Geschwend y Pérez de Tudela, 2003, pp. 27-43; Muñoz González, 2005, t. I, pp. 780-833; y García García, 2005, pp. 131-155.
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envíos, o sobre las circunstancias que incidían en el traslado de los bienes y en el paso de las fronteras (rutas de viaje, medios de transporte, embalajes y métodos de conservación, marcado identificativo de cajas, bultos y animales…). A diferencia de la documentación de origen básicamente comercial o fiscal, esta fuente queda circunscrita al ámbito de la gracia real y, por tanto, abundan en ella los datos referidos a la estancia de personajes ilustres, a los intercambios entre las casas reinantes, y a las concesiones de privilegios relacionados con la saca (salida) de bienes prohibidos o fuertemente gravados con derechos de exportación. De ahí su excepcional interés para la historia del arte, la corte y la diplomacia, y en general, para la historia de la cultura material, pues sus series documentales proporcionan un pormenorizado registro de los bienes suntuarios que consumen y adquieren príncipes soberanos y sus familiares, diplomáticos, miembros de la alta nobleza y el alto clero, hombres de negocios y grandes financieros de la Corona, militares de alta graduación, inquisidores, visitadores, veedores, consejeros y jueces de los tribunales reales, e instituciones eclesiásticas tales como monasterios e iglesias bajo patronazgo real. Debemos tener en cuenta que, al limitarnos a los registros y documentos afines despachados por la secretaría de la Cámara de Castilla o a instancia de la secretaría de Estado, obtendremos información sobre bienes que cruzaban las fronteras de la Corona de Castilla con destino o procedencia de los demás reinos peninsulares (corona de Aragón, Navarra y Corona de Portugal), de cualquier otro territorio de la monarquía hispánica (a excepción de las Indias, cuyos pasaportes se registraban en el Consejo de Indias y la Casa de Contratación) o de otros príncipes soberanos que entraban en relación con el monarca español y diversos miembros de la familia real. Estas series de registros, memoriales y decretos se conservan esencialmente en el Archivo General de Simancas y en el Archivo Histórico Nacional (Madrid). Sin embargo, muchos de los regalos y objetos suntuarios que eran intercambiados con la corte española no aparecen detallados en la documentación de estas series, y conocemos su procedencia a través de otras informaciones en origen o ya incorporados a las casas y fundaciones reales de manera que constan en testamentarías, inventarios, contadurías, y en correspondencia privada y pública. Además, ciertos bienes usados (ropa blanca, vestidos ordinarios, libros, enseres cotidianos de casa y de servicio elaborados con materiales de escaso
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valor…) no solían pagar derechos aduaneros, y por tanto apenas aparecen mencionados en estos registros o, cuando lo hacen, es de manera general, sin introducir detalles que permitan identificarlos. Sólo en raras ocasiones encontramos la descripción pormenorizada de alguna biblioteca en tránsito por la frontera, pues lo habitual son informaciones genéricas referentes al número de «cuerpos de libros», bultos o cajas que ocupan. El procedimiento ordinario para solicitar una de estas cédulas de paso (también denominadas pasaportes o licencias de paso) se iniciaba remitiendo una carta, un billete o un memorial al soberano a través de las secretarías de Estado o de la Cámara de Castilla, que tenía la jurisdicción sobre las fronteras de la Corona castellana, o simplemente pidiéndolo «a boca» o por escrito en las audiencias concedidas a legaciones extraordinarias y agentes ordinarios, y en visitas de negocios o cortesías. También los miembros de la familia real solían pedir al monarca la concesión de semejantes licencias para bienes y productos que ellos obsequiaban o para sus consumos suntuarios y devocionales. Especial mención a este respecto merecen los envíos realizados por la emperatriz María, y sor Margarita de la Cruz en el Monasterio de las Descalzas Reales, y por la reina Margarita de Austria con sus parientes en la corte imperial, Baviera y los territorios patrimoniales de la Casa de Austria o en Italia, la infanta Isabel Clara Eugenia con su hermana Catalina Micaela y sus hijos en la corte sabauda, o con los reyes Felipe III y Felipe IV después de trasladarse como gobernadora de los Países Bajos católicos entre 1599 y 1633. Aunque existían otras entidades con semejantes atribuciones para la concesión de licencias de paso por las fronteras de la Corona de Aragón y Portugal, y en el caso de los bienes procedentes de las Indias Occidentales (América) era la Casa de Contratación de Sevilla la que supervisaba su registro y la concesión de tales licencias o pasaportes, en este trabajo nos limitaremos a cédulas de paso otorgadas entre 1580 y 1665 a través de la Cámara de Castilla para analizar las relaciones de la corte española con otras cortes europeas, por cuanto se refiere al intercambio de regalos, las formas de ostentación y apariencia a través de la propia cultura material de los viajeros entrantes o salientes, y a la adquisición de bienes de lujo, gusto artístico, devoción y uso personal.
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El memorial de solicitud, que incluía en ocasiones una relación más o menos detallada de los bienes objeto de la licencia (incluyendo a veces su valoración si se trataba de telas y joyas), suele localizarse con frecuencia formando unos «legajitos de paso» incluidos en los legajos de memoriales6 de la Cámara de Castilla que se conservan en el Archivo General de Simancas para los siglos XVI y XVII, y en el Archivo Histórico Nacional para el XVIII. Entre las peticiones de estas licencias, son habituales las encargadas por virreyes y embajadores para ir a servir sus cargos o regresar de los mismos llevando consigo sus ajuares personales y familiares. Aunque no siempre es posible localizar el memorial de solicitud y relacionarlo con el registro de la cédula concedida en los «libros de relación» o en los «libros de paso», en ocasiones la información que nos proporciona es más detallada. Algunos de estos memoriales presentan una redacción apresurada y semejan más bien billetes para la tramitación de los pasaportes, pues no se identifica claramente a la persona que realiza la gestión y carecen de fecha o firma. Entre estos «legajitos de paso», no sólo se archivaban memoriales, también se incluían oficios dirigidos al presidente del Consejo de Castilla, que lo era asimismo de la Cámara de Castilla, o a los secretarios de esta institución, facilitando la información necesaria para la redacción de determinados pasaportes. En este caso, suele tratarse de gestiones realizadas por un secretario del rey o el valido, como sucede en época de Lerma, y pueden aparecer solos o acompañados de una documentación adicional con la relación de los bienes que deben pasar la frontera o la carta original de petición de dicha licencia. Suele tratarse de peticiones cursadas a favor del propio soberano, de miembros de la familia real o de carácter diplomático para embajadores acreditados en la corte y príncipes extranjeros. La petición formulada en cada memorial era consultada al rey, que podía conceder o denegar la licencia, pero al tratarse de licencias solicitadas por parientes y familiares de la Casa Real, altos oficiales (vi-
6 En la sección de Cámara de Castilla del Archivo General de Simancas se conservan para el reinado de Felipe II (1555-1598) unos 433 legajos de memoriales (números 353-800), y para el de Felipe III (1598-1621), 325 (números 801-1119); los «legajitos de paso» incluidos dentro de algunos de estos legajos de memoriales aparecen archivados de forma aleatoria entre los que conforman cada año.
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rreyes, gobernadores, visitadores, veedores), embajadores (nacionales o extranjeros), miembros del personal del servicio real de muy diverso rango, eclesiásticos y visitantes extranjeros que en su mayoría desempeñaban un encargo de sus príncipes (privado o público), la mayoría de ellas eran concedidas. Los memoriales aceptados para el despacho eran registrados, la secretaría de la Cámara les asignaba un número de orden, y la respuesta del rey o la anotación del secretario solía apuntarse en el propio memorial, billete o carta de solicitud, señalando tanto la fecha de registro del memorial como la de llegada de la resolución. Cuando la cédula había sido despachada, la secretaría especificaba «hecha».También encontramos algunos memoriales que figuran registrados y numerados, pero sin responder; en tal caso, podemos comprobar que fueron despachados cotejando los libros registro de cédulas de paso. Las cédulas originales rara vez se conservan, pues se trata de documentos emitidos por la secretaría de la Cámara con una caducidad que podía oscilar entre 30, 40, 60 o 90 días, transcurridos los cuales era necesario renovar la petición y emitir una cédula nueva. Por eso, en ocasiones, los retrasos en un viaje o en los transportes, o la ausencia de determinados bienes en las relaciones adjuntas y en los textos de las cédulas daban lugar a la confiscación o retención de esos bienes en la aduana hasta el envío de una nueva cédula en plazo y la inclusión de los productos no mencionados. En los libros registro figuran notas marginales aclaratorias de aquellas cédulas que no fueron aplicadas o que volvieron a redactarse ampliando el plazo de vigencia o modificando su contenido.Aunque la mayoría de las cédulas se otorgaban con una vigencia de 90 días, y las de menor plazo se aplicaban sólo al territorio peninsular, excepcionalmente, podían concederse pasaportes de mayor duración, llegando incluso hasta los seis meses. Algunos viajeros solicitaban estas licencias cuando habían pasado la frontera pidiendo al rey que se la concediese a posteriori para liberar y dejar pasar bienes ya depositados en la aduana con ciertas fianzas satisfechas en metálico o en especie. Cuando no se podían dejar fianzas, los bienes quedaban retenidos en la aduana bajo la responsabilidad de alguna persona encargada del traslado de dichos bienes o de un oficial relevante del puesto de control aduanero. En ocasiones, se aprovechaba la imposibilidad de cumplir con el vencimiento del plazo fijado en la licencia para ampliar la gracia concedida por el rey. A
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fin de garantizar la protección y el embalaje de los bienes suntuarios que se mandaban como obsequio o como parte del servicio de la familia real, solía añadirse en la redacción de las cédulas de paso la expresión «sin abrir, catar, ni escudriñar» las cajas, baúles, cofres y envoltorios de dicho envío. Si esta condición no constaba, los oficiales de las aduanas y el personal dependiente de los arrendadores de los puertos secos podían emplearse a fondo revolviendo el contenido de cada paquete para comprobar todos los bienes que pasaban la frontera y si estaban debidamente declarados en el correspondiente pasaporte. Si se olvidaba mencionar algo de valor en la cédula de paso, solía quedar retenido en la aduana y corría el riesgo de deteriorarse o perderse. La incautación de bienes en las aduanas compartidas con príncipes extranjeros, como la que confinaba entre la Corona de Castilla y el reino de Francia, también daba lugar a litigios que debían resolverse por vía diplomática mediante la restitución de lo incautado o mediante compensaciones de represalia equivalentes al valor de la pérdida o deterioro de dichos bienes. Buen testimonio de las vicisitudes por las que un viajero solía pasar en estos controles aduaneros es el que nos ofrece El pasatiempos de Jehan Lhermite. En su camino a España en 1587 nos relata el percance que sufrió en la aduana de Génova: nos revisaron nuestras maletas para hacernos pagar los aranceles de la Doana, que es una tasa que se desembolsa allí mismo para pasar cualquier mercancía y cosa nueva que se transporte, y después de preguntarnos si llevábamos con nosotros algunas, habiendo respondido que no, no contentos con esto, nos hicieron una inspección bastante rigurosa y no demasiado civilizada según la vil y abyecta cata de esta clase de gentes, que nos registraron y vaciaron hasta la misma camisa. Y como encontraron por casualidad un trozo pequeño de tela muy fina y bella que yo había traído para mi uso personal, para hacer gorgueras algún día, so pretexto y excusa de no haberla declarado, me la retiraron y confiscaron sin tener en cuenta la presunción de inocencia que disfrutaba; alegué yo entonces la ignorancia acerca de que cosas como éstas, que el hombre lleva para su uso personal, pudieran ser consideradas mercancías sujetas y sometidas a su jurisdicción, de modo que me vi obligado a armarme de toda la paciencia del mundo reservándome el derecho de recurrir ante los señores de la aduana en la esperanza de que (respetando mis derechos) me la devolvieran, como de hecho sucedió después gracias a la intercesión de ciertos gentilhombres de su nación que conocimos, pagando solamente un
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escudo por el mencionado derecho. Pero estos miserables ya habían destrozado bastante el trozo de tela antes de que pudiera arrancarla de sus manos y me habían hurtado más de tres o cuatro anas. Debe señalarse aquí que, cuando uno cae en manos de personas de esta ralea, lo mejor es no ocultarles nada y tratarles lo más cortésmente posible y ofrecerles además un poco de dinero antes de que la inspección pase a mayores, pues, por clara y honradamente que uno proceda, cuando abra una vez la maleta, no dejará de perder algo, además de las astucias y molestias que ha de sufrir, todo ello sin contar el retraso en el camino que suponen todos estos incidentes7.
Durante su regreso a los Países Bajos en 1602, Lhermite volvía a recoger otro testimonio de los registros habituales en las aduanas, que reviste particular interés para nuestro estudio, pues trata de Vitoria, el principal puerto seco en los caminos que conectaban la corte española con los puertos costeros de Cantabria y las provincias vascongadas por donde circulaba gran parte de los bienes suntuarios entre España y los Países Bajos. De nuevo, advertía al incauto viajero que debía enfrentarse a estos puestos de control y recaudación recomendando paciencia, astucia y dineros con que sobornar a esos insaciables recaudadores: Esta ciudad de Victoria tiene su asiento en el límite entre Castilla y Vizcaya y debido a esto se hace allí la inspección de todo lo que los viajeros llevan encima para pagar el derecho de la aduana; como yo no tenía conmigo mi pasaporte, que había sido firmado por la misma mano del rey, no se me permitió pasar los pequeños objetos que llevaba; es aquí donde habitualmente son ultrajados los viajeros y principalmente los que no están acostumbrados a tratar con estos aduaneros poco escrupulosos que no respetan a nadie y se limitan a interrogar incongruentemente a los viajeros para averiguar si llevan consigo algo escondido para poder confiscárselo con causa legal, y para hacer esto más sutilmente sus guardas y espías tratan a los pasajeros con gran insolencia y falta absoluta de civismo y así, so pretexto de hacer un registro, desnudan al viajero hasta dejarle en camisa y le obligan a abrir (a la fuerza o de buen grado) sus maletas y cuando éste contradice sus palabras o rechaza estos modos le conducen directamente a la aduana, cosa verdaderamente insufrible e ignominiosa para todo hombre de bien y que basta por sí sola para hacer-
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Lhermite, 2005, pp. 74-75.
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le perder la paciencia, aunque lo mejor y más sensato que puede hacer el viajero que se encuentre en tal situación es no dejar que las cosas lleguen a tal extremo, sino llenarles los bolsillos o depositar en sus manos alguna moneda, como si se tratara de gentes hambrientas, o para decirlo más propiamente de personas infames, medio bandidos y ladrones que sustentan por estos medios su rapiña, y por muy advertidos que estemos siempre habremos de recurrir a alguna pequeña astucia8.
En los libros registro de las licencias de paso, la información recogida es muy irregular, pues en algunos casos contienen relaciones extensas de los bienes que cruzan la frontera con un determinado personaje, describiendo las pertenencias de todo su séquito, y en otros, proporcionan referencias demasiado escuetas dejando sólo constancia de un envío y su remitente. Los registros de las cédulas realizados por la secretaría de la Cámara de Castilla aparecen compilados en libros de gran formato. Las licencias empiezan a registrarse en los denominados «libros de paso» a partir de 1575. Esta serie abarca desde 1575 hasta 1785 y se halla repartida entre el Archivo General de Simancas (sección de Cámara de Castilla, libros de cédulas de paso), y el Archivo Histórico Nacional (sección de Consejos, Cámara de Castilla, libros de paso)9. Para fechas anteriores a 1575, es preciso consultar los denominados «libros de relación» de la Cámara de Castilla o, excepcionalmente, los «libros generales de cédulas», en los que aparecen registradas algunas de estas licencias junto con la concesión de regidurías y juraderías, procuraciones del número, bienes de clérigos, notarías, censos sobre mayorazgos, facultades, comisiones para pleitos, receptorías, fieles ejecutorias, perdones, naturalezas, licencias de impresión… Si bien la mayoría de las solicitudes de estas licencias formuladas a través de los memoriales aparece respondida en ellos y registrada en los libros de paso, a veces, la concesión de una determinada gracia genera la petición de una consulta previa a los miembros del Consejo
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Lhermite, 2005, pp. 605-606. Para una información más detallada sobre la documentación existente de la Cámara de Castilla, ver Álvarez-Coca González, 1993; y sobre el funcionamiento de esta institución, Dios de Dios, 1993, y 1990, pp. 323-351; Ezquerra Revilla, 2000; Fayard, 1982; Martínez Millán y Carlos Morales, 1992, pp. 25-45; Escudero, 1997, v. 2, pp. 925-941 (reed. en Escudero, 1999, pp. 467-482); Martínez Millán, 1998, pp. 3172; Gómez Rivero, 2000, pp. 125-194; y González Fuertes, 2002. 9
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de la Cámara de Castilla. De esta forma, podemos recurrir también a la serie de «consultas de gracia» (desde 1575) conservada en el Archivo Histórico Nacional para el seguimiento de este tipo de pasaportes. Estas consultas suelen ir acompañadas por oficios, billetes y despachos cruzados entre los secretarios y el presidente de la Cámara, con el soberano o el privado de turno. Incluyen peticiones de licencias de paso para bienes suntuarios solicitadas por príncipes, nobles y altos eclesiásticos extranjeros. Finalmente, otra serie de la Cámara de Castilla en la que podemos encontrar documentación relacionada con la concesión de licencias de paso es la denominada «decretos de gracia» (desde 1604), que se conserva también en el Archivo Histórico Nacional. Se trata de órdenes reales cursadas al presidente o a los secretarios de la Cámara por el soberano a través de otros secretarios o del valido, así como de billetes internos entre presidente y secretarios de la Cámara. Entre los decretos de gracia, abundan aquellos que autorizan la entrada o salida de los séquitos y ajuares de los embajadores ordinarios y extraordinarios de otros príncipes extranjeros acreditados ante la corte española. La calidad y relevancia internacional de este cargo puede apreciarse en el volumen y riqueza de las haciendas con que viajan las legaciones diplomáticas de las repúblicas mercantiles y de los principales soberanos, tanto europeos como de otros continentes, sobre todo en el caso de las visitas extraordinarias. No era habitual conceder cédulas de paso generales a los extranjeros, pues se quería evitar la introducción de bienes cuya venta estaba prohibida o gravada con elevados derechos, pero era tan grande el número de bultos que traían estos séquitos, que parecía imposible exigir una relación detallada de su contenido. Como era costumbre en todas las cortes europeas, la concesión de licencias para pasar por la frontera bienes nuevos, productos prohibidos que varían según las pragmáticas reales vigentes (caballos, plata, dinero, tapicerías, joyas, ropa blanca nueva, telas de lujo, pinturas, esculturas, armas,...), y limosnas en metálico o en especie para instituciones religiosas sin tener que satisfacer los derechos de las aduanas y puertos secos a los alcaldes de sacas y arrendadores de rentas era una gracia del rey o de la república. Los protocolos de los escribanos de aduanas nos proporcionan escrituras con los registros de entrada y salida practicados a los viajeros que cruzaban la frontera para tasar el valor de los derechos aduaneros o para confiscar los bienes no declarados,
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pero a falta de estudios más detallados sobre tales registros o la escasez de los conservados, el recurso a esta gracia de las licencias de paso nos brindará una información muy interesante sobre la circulación de personajes y bienes relevantes. Todos los productos dirigidos al soberano o a la familia real y a los destinatarios de sus regalos no pagaban derechos, por ello muchas de las licencias de este tipo de envíos apenas incluyen descripciones del contenido de las cajas, baúles y bultos numerados y cuidadosamente embalados. En tales casos, deberemos acudir a su correspondencia personal y oficial, o a la documentación administrativa de sus casas para tratar de encontrar detalles sobre su contenido. Las licencias de paso registradas no eran todas las que se concedían por parte de la Corona. Además dos de los libros de paso correspondientes a la primera década del reinado de Felipe III están muy incompletos10. Aunque se aprecian notables diferencias en la forma de redactar estos resúmenes de las cédulas que contienen los libros registro por parte de los distintos secretarios de la Cámara, nos ofrecen una abundante información sobre la frecuencia de los regalos, los viajes particulares y oficiales, los bienes de valor con los que se viaja, los productos de lujo o de consumo importados y exportados, las relaciones y prácticas habituales entre las cortes europeas y sobre la conservación de la intimidad, el afecto y los lazos familiares en la distancia. Podemos, a veces, cotejar las relaciones de los bienes con los que un noble sale de Castilla para acudir a una embajada o para servir un determinado cargo, con los que trae a su regreso, e incluso compararlos con los otros destinos anteriores y posteriores, valorando aquello que adquiere, cómo viste personalmente, cómo viaja y cómo decora su residencia con joyas, muebles, tapices y colgaduras, plata labrada, reliquias y objetos de culto. Podemos advertir si estos bienes son nuevos o usados, y conocer incluso una estimación de su valor, pero también encontraremos información sobre sus gustos artísticos y hábitos peculiares, o sobre su oficio y modo de vida.
10
En el Archivo General de Simancas (AGS), se conserva en muy mal estado el libro de paso 365 (años 1601-1606) y muy incompleto el 366 (años 1606-1609). De aquí en adelante mantengo la grafía original de las fuentes consultadas.
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La liberalidad del rey y sus gustos Cuando los reyes españoles debían atravesar las fronteras castellanas para visitar Portugal o los reinos de la Corona de Aragón, se redactaban licencias de paso generales para las distintas guardas de su séquito y para los aposentadores y personal de servicio de las Casas Reales. La mayoría de ellas no resultan de gran interés por la escasa información que contienen, sin embargo, en el caso de las dobles bodas reales de Felipe III con Margarita de Austria y de la infanta Isabel Clara Eugenia con el archiduque Alberto en Valencia en 1599, encontramos un elevado número de licencias de paso con los ajuares de las grandes casas nobiliarias que acudieron con enormes séquitos así como muchos otros detalles sobre el acompañamiento de las personas reales. Las aficiones de los soberanos se perciben fácilmente a través de las licencias de paso, y entre ellas, sin duda, su gusto por la caza. Para la provisión de halcones, gerifaltes, neblíes y sacres, cada año se enviaba a los halconeros reales al norte de Europa y al Mediterráneo oriental en busca de nuevos pollos de cría y ejemplares jóvenes. Las condiciones con que se contrataba a estos oficiales de la volatería podemos verlas en el asiento del halconero flamenco Antoine Tardique (Oterdic) en el verano de 1598: Mayordomo mayor y contador de la despensa y raciones de nuestra Cassa de Castilla saved que para el buen servicio de mi caça de volatería a sido mi merced y voluntad de resçivir por alconero de ella a Antonio Otterdic flamenco para que la provea de todos los girifaltes y neblies que oviere menester en cada un año con treynta y siete mill y quinientos mrs. de salario ordinario, además del precio de los dichos girifaltes y neblíes, y llegando con ellas a donde nuestra corte estuviere en todo el mes de diziembre de cada un año o a lo más largo para el día de los Reyes del siguiente de que ha de constar por çertificación del nuestro Caçador mayor, o en ausencia suia de su tiniente y no de otra manera le librareys y hareys pagar los dichos treynta y siete mill y quinientos mrs. en el pagador de la dicha nuestra Cassa desde la fecha desta çedula en adelante la qual asentareys en los nuestros libros y sobrescripta y librada de vosotros
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la volved al dicho Antonio Ortedic para que la tenga por título de lo susso dicho11.
Son frecuentes los pasaportes de estos halconeros reales registrados por los libros de la Cámara de Castilla, particularmente durante el reinado de Felipe III12. También los libros copiadores de reales cédulas, que se conservan para esta época en el Archivo General de Palacio, nos informan del resultado de los viajes anuales de los distintos halconeros flamencos (Antoine Tardique u Oterdic, Joan Ponce, Miguel y Gisbert Vinanz, Juan Giles, Juan Lorenzo o Laurencio, Gilberto Beynen, Feliberto o Gilbert de Francia, Adrian Crol, Guillermo Robert), italianos (Joan Colomo) y candiotas (Marino de Magi Urbino o Marin de Maximo, Pedro Plaidemo, Miquel Zoqui, Dimitre Juan, Matheo Cosmanos, Juan, Agustín y Vincenzo Caggiolo) que estaban al servicio de la volatería de la Caza Real13. Registraban las certificaciones hechas por el cazador mayor para el abono de los ejemplares aportados, el pago de las ayudas de costa para sus viajes y de sus honorarios en caso de que llegasen dentro el plazo previsto antes de Reyes. Sirva de ejemplo esta certificación de 1599: Yo don Antonio de Toledo, caçador mayor de Su Md., çertifico que a Antonio Utrodich [Tardique u Oterdic] se le deven y an de pagar por quenta de la caza de Su Md. docientos y cinquenta ducados en esta manera: cien ducados que se le dan de ayuda de costa por halconero de Su Md. y cinquenta que se le quedaron deviendo de ahora un año de dos halcones, y ochenta ducados de dos neblis y un gerifalte torçuelo que ahora se le an tomado para la caza de Su Md., y los veynte restantes por aver traydo los halcones que embió de presente el señor Archiduque Alberto, de lo qual dí la presente certificación para que el contador
11 Archivo
General de Palacio (AGP), Reales Cédulas, libro copiador núm. 9 (años 1595-1599), fols. 323v.-324r., Madrid, 12 de junio de 1598. 12 Encontramos algunos ejemplos en AGS, Cámara de Castilla, libros de paso, núm. 363, fol. 80v.; núm. 365, fol. 79r.-v.; núm. 367, fols. 45v., 193r.-v., 213r., 253r.254r., 308r.-309r., 320r., 448r., 455v.-456r., 463r.-v.; núm. 368, fols. 36v., 38v.-39r., 61r.-v., 132v.-133r.; y en Archivo Histórico Nacional (AHN), Consejos, Cámara de Castilla, libros de paso, núm. 635, fols. 229r.-v., 318r.-v. 13 Sirvan de muestra las certificaciones incluidas en AGP, Reales Cédulas, libro copiador núm. 9, fols. 28r., 322r.-324v., 412v., 430v.; y libro núm. 10, fols. 89r.-v., 103r., 106r.-v., 113r.-v., 296r.-v., 297r., 298r., 342r.-v., 343r.-v., y 454r.-455r.
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Hernando de Soto le haga librança de los dichos docientos y cinquenta ducados en Madrid, seys de enero de mill y quinientos y noventa y nueve años14.
Uno de los regalos de montería más completos (consistente en «algunas estacas, telas, perros de caça y aparexo de caça»)15 que recibió Felipe IV fue el que le obsequiara su tía Isabel Clara Eugenia en el verano de 1622. Lo había traído a la corte madrileña el teniente de montero mayor de la infanta don Luis Leconte Dorvila, acompañado por una veintena de personas, que sufrieron un desagradable percance en su viaje de regreso al cruzar el puerto seco de Vitoria, pues aunque llevaban licencia real para no pagar derechos: se les quitaron dos arcabuçes que truxeron de Flandes y cobrastes derechos de algunas de las cosas que llevaban, suplicanos que porque él se buelbe a Flandes y lleva quatro cavallos estranxeros que diz que trujo de allá, tres rocines y una mula que ha comprado aquí, las armas que para su defensa trujo, una cadena de oro con su medalla de valor de 500 ducados de que yo le e echo merced, quatro doçenas de guantes de ambar y otros olores, dos libras de ylo de almaçega, quatro doçenas de rosarios de cocos, fuésemos servidos de darle çédula de paso para todo ello mandando se le buelban los dos arcabuçes y los derechos que se huvieren llevado a las personas sussodichas o como la nuestra merced fuese y nos lo havemos tenido por bien...16
Es frecuente encontrar también galgos y lebreles españoles entre los bienes adquiridos por visitantes extranjeros en la corte. Sirvan de muestra el envío de «doze espadas [toledanas] y quatro galgos» que realiza al duque Maximiliano de Baviera su criado Jorge Alemán17, o las «dos escopetas, diez y ocho ojas de espada, un jaez carmesí bordado de oro y con erraje de plata, dos galgos y otros dos perros de caça y dos machos de carga» que el barón de Colobrat, del reino de Bohe14
AGP, Reales Cédulas, libro copiador núm. 9, fol. 412v. AGS, Cámara de Castilla, libros de paso, núm. 368, fol. 444r. Madrid, 27 de junio de 1622 y fols. 452r.-453r. Madrid, 20 de julio de 1622. 16 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libros de paso, núm. 635, fol. 2v.-3r. Madrid, 1 de octubre de 1622. 17 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 367, fol. 117r.-v. Madrid, 4 de marzo de 1612. 15
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mia y caballero de la orden de Santiago, se lleva consigo en 161218. Esto mismo puede verse entre los regalos realizados a otros parientes de la Casa de Austria, que suelen ir acompañados del obsequio de magníficos caballos españoles, con detalladas indicaciones para su identificación en las aduanas, como consta en este pasaporte para un envío de la Caballeriza Real de Felipe III al emperador Matías tras su proclamación: saved que de mi Cavalleriza se llevan a Alemania para el servicio del Sermo. Emperador, mi muy charo y muy amado tío, ocho cavallos españoles, el uno morçillo con dos señales blancas una en la frente otra en el pie hizquierdo blanca pequeña, otro castaño escuro con una estrella blanca en la frente alazán del pie derecho, otro pelo de conejo pequeño que tiene por marca y señal un corazón con una flor de Lis ençima, otro alazán no muy recio con una señal pequeña en la frente, otro rucio claro con una pinta en medio la cola que tira a negra, otro grande rucio rodado de medio atrás escuro y otro alaçán grande con una señal blanca en la frente a la larga un poco, y todos los dichos cavallos tienen una marca y señal encima que dize Phelipe si no es el del pelo de conejo que tiene el corazón como está dicho y asimismo llevan seis galgos…19
El duque de Lerma, valido de Felipe III, también compartía estas aficiones con el soberano y sus parientes, los archiduques. Así, por ejemplo, en el verano de 1615 encontramos una cédula de paso en la que junto con una jaca y seis caballos de la Caballeriza Real para la infanta Isabel Clara Eugenia, Lerma incluía lo siguiente para el archiduque Alberto: un adereço de monte cumplido, las patas de nielado de negro cavezadas, cuerda, cajas de pretal, estriveras y espuelas y lo demás hierros todos de plata de martillo nielada de negro, y de la misma manera espada y daga y clavaçón de talavarte y tahelí, y el caparaçón deste jaez y toda la demás guarniçión es de redeçilla de plata tirada y negro bordada sobre cuero, y una silla de fajas y cajín negro de la brida de cordován y terciopelo, su guarniçión de baqueta doblada pespuntadas con evillas doradas, otra silla
18 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 367, fol. 126r.-v. Madrid, 27 de marzo de 1612. 19 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 367, fol. 196r.-v. Madrid, 1 de abril de 1613.
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de la brida de cuero blanco de media barrena guarnecida de fojuelas negras pespuntadas de amarillo y su guarnición de los mismos cueros y pespuntes con evillas plateadas, dos bocados de la brida y dos pares de estriveras…20
Las caballerizas reales, que aportan uno de los bienes de lujo, premio y ostentación más preciados de la Corona, dan lugar a diversas licencias de paso para el rey de ejemplares de montura, tiro y transporte procedentes, esencialmente, de Nápoles, Flandes o Polonia, pero también de otros obsequios entregados a soberanos de diversos estados como Baviera, el emperador, los príncipes italianos, etc. La extraordinaria calidad de las caballerizas españolas hacía que sus ejemplares fuesen muy codiciados por nobles y príncipes extranjeros, y por la propia nobleza que debía cruzar la frontera y solicitaba permisos para la saca de caballos. Aunque tanto Felipe III como Felipe IV enviaron con frecuencia caballos de montura y tiro a miembros de su familia, uno de los regalos más espectaculares al respecto tuvo lugar durante la celebración de las bodas de la infanta María Teresa con Luis XIV de Francia en 1660 tras la firma de la Paz de los Pirineos con la concesión de 50 caballos españoles para un regalo diplomático encaminado al cardenal Mazarino21. A menudo, en las licencias de paso relacionadas con la saca de caballos se hace constar el número de ejemplares, su color, señas y edad, y en raras ocasiones incluso su nombre, como figura en esta curiosa cédula para el marqués de Leganés Diego Messía: para sacar destos reynos y llevar al de Valencia donde va por mi mandado once cavallos españoles para su persona, el uno llamado el Bretón, otro ruçio llamado la Joya, otro rucio llamado la Luna, otro rucio llamado Monterr e y, otro rucio llamado la Marra, otro rucio rodado llamado el Brocado, otro blanco llamado el Fratacampaña, otro blanco y negro llamado la Carachola, otro Buen Paso con manchas rucias y blancas, otro Úngaro rucio y otro castaño claro llamo el Haro, y ansí mesmo lleva un macho ruçio, quatro mulas de paso, un tiro de siete mulas de mi cavalleriça,
20 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 367, fol. 280v.-281r. San Lorenzo el Real, 20 de julio de 1614. 21 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 369, fols. 307v.-308v. Madrid, 1 de abril de 1660.
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otras seis mulas de coche negras, otras ocho mulas de coches pardas y otras dos pardas de coche…22
Asimismo, se envían pájaros y otros animales para dar vida y música a los jardines de recreo o para determinadas estancias de las personas reales en palacio. Felipe III obsequió a su hermana la infanta Isabel Clara Eugenia con «un cuerbo blanco, un papagayo, y una picaza (urraca)»23. A principios de 1660, Felipe IV y la reina Mariana de Austria recibieron unos pájaros y jaulas traídos de Flandes: «saved que Gil Frederico viene de los mis estados de Flandes con un compañero y trae a su cuydado algunos pájaros para mi quarto y el de la Serma. Reyna [Mariana de Austria], mi muy cara y muy amada muger, y juntamente algunas jaulas de marfil que vienen en tres o quatro caxas con otras cosas en ellas para su servicio dirigidas a don Fe rnando de Contreras, Marqués de Lapila, de los mis Consejos de Guerra y Yndias»24. Desde época de Felipe II, los relojes realizados en Alemania se habían convertido en uno de los regalos más apreciados de la Casa Real. Además de su funcionalidad, se estimaban mucho aquellos que presentaban autómatas con un variado mecanismo de figuras en movimiento por considerarlos instrumentos de entretenimiento para las personas de gobierno, para los infantes y la reina, y de manera peculiar como un remedio para paliar enfermedades del espíritu como la melancolía y la apatía25. Entre los ejemplos disponibles, hallamos este envío para Felipe III en 1601: «sabed que de Alemania se trae para nuestro servicio, un relox grande de estraordinaria invinçión y con diversas figuras y movimientos»26. El rey podía ser el destinatario de regalos de favor o de adquisiciones realizadas con la mediación de cortesanos y virreyes estrecha-
22 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 369, fols. 33v.-34r. Madrid, 30 de marzo de 1642. 23 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 367, fol. 285r.-v. San Lorenzo el Real, 10 de diciembre de 1614. 24 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 369, fols. 305v.-306r. Madrid, 19 de enero de 1660. 25 Fantoni, 1999, p. 116. 26 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 365, fol. 11r.Valladolid, 2 de noviembre de 1601.
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mente ligados a la facción dominante del valido. Encontramos así una cédula de paso para el envío a Felipe III de los siguientes bienes remitidos por el virrey interino de Nápoles, Francisco de Castro, hijo del VI conde de Lemos y sobrino del duque de Lerma: «para un baúl y una canela en que viene un cobertor de cama y una ropa de levantar embutida y adovada de ámbar y bordada de oro y plata, doce pares de medias de seda, media docena de cobertores de tafetán para cama, cuatro almillas adereçadas de ámbar y cinco varas de telilla negra labradas, dos bolsas y 50 docenas de cintas de seda que se traen de Nápoles para servicio de Su Magd.»27. En 1633, el conde de Monterrey, que era virrey de Nápoles y cuñado del conde duque de Olivares, remitió para el príncipe Baltasar Carlos «un coche y una litera y cavallos y acas y los adereços dello»28. Este tipo de envíos desde Nápoles encaminados por el mismo conde de Monterrey son frecuentes durante su virreinato: «saved que el conde de Monterrey embía para mí y la Serma. Reyna [Isabel de Borbón] mi muy cara y muy amada muger y para el Sermo. Príncipe [Baltasar Carlos] mi hijo seis baúles y una cajuela en manos de la Condesa Duquesa de Sanlúcar»29. Aparecen también algunas licencias de paso para la entrada de materiales y piezas de mobiliario destinados a la decoración de los palacios reales. Una cédula de paso de mediados de septiembre de 1633 indica que para Felipe IV se traían «las camas, bufetes y demás cosas que e mandado haçer en aquel Reino [de Portugal] por orden del secretario Diego Suárez»30. Desde Portugal, llegaron también doce biombos orientales para el rey, según indica una cédula fechada en diciembre de 162331. También aparecen frecuentes peticiones de búcaros de
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AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 365, fol. 44r.-v.Valladolid, 13 de abril de 1602. 28 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fol. 282r.-v. Madrid, 19 de septiembre de 1633. 29 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fol. 348r. Madrid, 5 de mayo de 1635. 30 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fol. 281r.-v. Madrid, 16 de septiembre de 1633. 31 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 635, fol. 98r. Madrid, 1 de diciembre de 1623.
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Portugal32, y de vidrios y cristales de Venecia y Florencia para servicio de Felipe IV a lo largo de su reinado33. Sin embargo, durante el período estudiado, merecen particular interés los envíos relacionados con la decoración y construcción del Palacio del Buen Retiro. Se conservan dos cédulas de paso sobre el envío desde la ciudad de Tortosa de «diez y seis messas de jaspes» para la Casa del Buen Retiro34. Queda constancia asimismo del envío desde Portugal de más de 5.000 piedras para esta misma obra en 163735, año en que se estaba levantando el Casón del Buen Retiro. En otro envío realizado por el marqués de Leganés para Felipe IV, encontramos múltiples piezas para vestir la Capilla Real creada en este palacio junto con la ropa de altar y sus correspondientes ternos: «quatro frontales para los quatro altares laterales, frontal grande para el altar mayor, un paño de púlpito de tela lama con su labor y franxa de oro, seis manípulos con dos golas, cinco estolas y una de ellas con su fleco para el subdiácono, un paño para el lecturín con su labor y franxa como la de púlpito, cubierta para el misal con labor conforme al lecturín, una bolsa para cáliz, una capa de oro con su capilla bordada y guarneçida de franxa de oro, quatro casullas con su çintas, dos dalmáticas con quinçe flecos para diácono y subdiácono»36, y una detallada descripción del mobiliario adquirido para decorar el nuevo dormitorio de aparato de Felipe IV: un dosel sobre plata bordado de figuras de relieve a oro de canutillo con su cenefa con 43 flecos de oro y su cordón de media seda carmesí, una cabeçera de cama de ocho columnas y sus basos aforrada de ambas par-
32 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fol. 153r. Madrid, 21 de febrero de 1631. 33 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 635, fol. 372v.: «saved que por orden de Alonso González Muñiz nuestro vidriero se traen de Veneçia para mi servicio nueve caxas de vidrios, las quales están detenidas en el Puerto de Alicante...», Madrid, 8 de marzo de 1627; otra licencia semejante consta en fol. 410v. Madrid, 11 de junio de 1627. 34 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fols. 309v.-310r. Madrid, 3 de junio y 17 de octubre de 1634. 35 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fols. 447v.-448r. Madrid, 8 de agosto de 1637. 36 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fol. 521r. Madrid, 3 de abril de 1640.
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tes de lama de plata, quatro corniçes de plata para poner de guarniçión por de fuera arriba de la cama con quatro oxas de plata que se an de poner a las dos adonde se juntan las mismas corniçes, llaves y ferramento que entra en armar la dicha cama, unos pedaços de la çenefa bordados a reliquis de cañutillo y ramilletes de flotes y páxaros para poner dentro y fuera de la dicha cama con una punta por franxas, echa de cañutillo de oro, un pedaço grande mayor de la dicha zenefa y de la misma labor que sirve por rodapiés de tres partes de la cama, otro pedaço de la dicha çenefa de tela de primavera con la misma punta, quatro pedaços bordados de la zenefa que sirven de mangas a las quatro columnas, cubierta, çielo, siete cortinas de tabí de plata bordadas de flores, punto a la cantona, que es lo mismo por el az que por el embés, un doselillo de agua bendita de christal de roca con reliquias de Sant Carlos Borromeo, dos sobremesas del mismo tabí y labor de la cama con sus çenefas alrededor que son las de la cama, dos carpetas para cubrir las sobremesas de tafetán carmesí con su galón de oro y a los lados sus fluecos de oro, una cubierta de la silleta de recámara y la del orinal de tela bordada y el orinal de plata, dos almuadas grandes de la misma tela bordadas con sus fluecos de cañutillo de oro, quatro vasos que sirven de mançanillas a la cama bordadas, quatro columnas con sus pies para la cama cubiertas de lama de plata, todas llanas sin labor ninguna con quatro trabesañas aforradas dentro y fuera de la misma lama de plata, dos sillas bordadas conforme a la cama de nogal ondeado con clabaçón toda de plata con franxa grande de cañutilo, dos banquillos de campaña de la misma bordadura y franxón de cañutillo con clavaçón de plata, una silleta para el Sermo. Príncipe del mismo bordado y nogal con clavaçón de plata y una siguerta con un cántaro de plata para la Recámara…37.
Mención aparte merece el envío de pinturas, por haber sido Felipe IV un gran coleccionista y mecenas artístico. Entre las cédulas podemos extraer algunas como éstas: el pintor Domingo Becerra le envió desde Portugal en 1623: «dos lienzos de la Entrada de Lisboa [de Felipe III en 1619] con marcos de palo santo»38; y el marqués de Castel Rodrigo le remitió desde Italia en 1639: «siete cajas que tienen cerca de 7 palmos cada una de largo cubiertas de angeo y selladas con
37 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fol. 521r.-v. Madrid, 3 de abril de 1640. 38 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 635, fol. 36v. Madrid, 10 de enero de 1623.
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sus armas en las quales vienen algunas pinturas para adorno del Buen Retiro»39. El envío de obras de arte, mobiliario y objetos de devoción y decoración realizado por don Francisco de Melo en 1644-1645 a Felipe IV es el más importante, por su volumen y trascendencia, de los que aparecen registrados en los libros de cédulas de paso de la Cámara de Castilla con destino a la casa real española para todo el siglo XVII40. Entre las 18 tapicerías descritas, con un total aproximado de 262 paños, encontramos obras realizadas en Bruselas, Brujas y Oudenarde, con temáticas genéricas de galerías, paisajes «ordinarios», boscajes, escudos heráldicos, grutescos, figuras sin especificar, o temas históricos, mitológicos y alegóricos como la Historia del Sol (9 paños, 400 anas), la Vida del Hombre e Historia de los Dioses (16 paños, 600 anas), la Historia de Eneas (14 paños, 540 anas), la Historia de Alejandro Magno (14 paños, 540 anas), y la Historia de Troya y robo de Elena (13 paños, 530 anas). A estas tapicerías habría que añadir un gran número de reposteros, colgaduras, doseles, sitiales, cortinas, paños de bufete y sobremesas, tapetes y alfombras. La lista incluye telas y utensilios para el servicio de boca (servilletas, manteles, toallas, cubiertos) y variados cortes de telas suntuosas para la confección de vestuario o para la decoración de las habitaciones. Destaca la elevada cantidad de camas, hasta 57, con sus cortinas, rodapiés, cenefas, galones, alfombras y cielos a juego, y acompañadas por el mobiliario respectivo de sillas, bufetes, tocadores, almohadas y escribanías. Abundan asimismo los escritorios (67) y escritorillos (22), los bufetes (25) y bufetillos (6), los tocadores (3), los cofrecillos y cajitas (22), de las más variadas hechuras (de ébano y marfil, de ébano y tortuga, de ébano y jaspe, de baqueta, de granadillo, de palosanto y marfil, con figuras de bronce, con guarniciones de oro o plata, con bordados de seda, raso o lanazo, de terciopelo, con lacas), que suman en total 150 piezas. Una de las más singulares es ese «cofrecillo de la China a manera de libro con 15 bandejitas dentro». Entre los elementos de decoración y gusto, inventariamos 13 relojes con muy someras descripciones de su tamaño y forma (cuatro
39 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fols. 484v.-485r. Palacio del Buen Retiro, 27 de febrero de 1639. 40 AGS, Cámara de Castilla, Libro 369, fols. 85v.-96v. Zaragoza, 30 de agosto de 1645. Para un estudio de este envío, ver García García, 2003, pp. 134-159.
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perrillos, pirámides, un globo, un león), 24 espejos con marcos de ébano o peral, incluyendo dos «grandes de armar con marco de ébano», y con decoración a veces de figuras de coral, unos 8 biombos de la China, dos de ellos grandes, y algunos vasos propios de las cámaras de maravillas tan del gusto de la época: «Un basso de piedra berdosa con cerco i asas de oro. Otro de unicornio con çerco i asas de oro» y «Otro más pequeño de piedra con asas y çerco de oro, esmaltado con algunas piedras». Este enorme envío de mobiliario y ricas tapicerías y servicios vendría a reforzar la decoración del Alcázar y del Palacio del Buen Retiro. La relación menciona lo necesario para el aderezo de una carroza rica de terciopelo negro con galón de oro, forrada de tela y cortinas de tela, con vidrieras, y para otra de terciopelo verde con sus almohadas, cortinas, franjas y encerados, coronación y pilares de madera, así como un conjunto de vidrieras para una silla de manos. Las únicas armas que cita la relación son diez pistolas con sus fundas y cuatro arcabuces largos, pero sin ofrecer ninguna información que permita identificar su aspecto exterior y procedencia. Los objetos de devoción de este envío conforman un conjunto de 15 relicarios, 15 figuras escultóricas, y unas 5 cruces. Destacan las piezas decoradas con coral, no sólo en las cruces y los relicarios, sino también en forma de ramilleteros. Entre la imaginería religiosa, de reducidas proporciones, hallamos varias esculturas del Niño Jesús, la Virgen, San José, San Pedro y San Juan Bautista realizadas en madera policromada, en pasta y en cristal. No obstante, las obras más singulares parecen ser éstas: un San Sebastián atado a un tronco de coral, un relicario y pila embutida de coral con Cristo resucitado de coral guarnecido con figuras de lo mismo, un San Francisco de cristal y un Nacimiento de piedra. Este conjunto se ve completado con 219 láminas, de las cuales sólo se especifican dos motivos (una Anunciación y una Salutación), sin indicación de autores u otras temáticas generales, pero podemos advertir su importancia como piezas de decoración y devoción por estar, en su mayoría, enmarcados con ébano y tortuga, con guarniciones de plata, piedras y bronce. Figura incluso una lámina bordada de seda de matices. Desde el punto de vista artístico, este envío también constituye una de las aportaciones más relevantes a las colecciones reales españolas a lo largo del siglo XVII, pues llegamos a contabilizar unas 312 pinturas, realizadas en su mayoría sobre lienzo, pues tan sólo 22 paisajes y bo-
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degones de frutas aparecen identificados como tablas. Lamentablemente como suele ser habitual en estos listados de los registros de paso, no se identifica a los autores de estas obras, y muchas de las referencias son demasiado genéricas, describiendo 109 lienzos grandes, medianos y pequeños sin especificar tamaños con medidas precisas ni temas, y citando sus cantidades por géneros. Encontramos, así, retratos (más de 30 lienzos), paisajes y monterías (entre los que entrarían las escenas de batalla, vistas de ciudades y escenas de caza, que suman más de 140 pinturas), bodegones (5 lienzos), fábulas mitológicas, moralizantes y máscaras (14 lienzos), y obras de temática religiosa (20 lienzos) e histórica con ese único lienzo que representa la Renunciación del emperador Carlos V, que tuvo lugar en Bruselas el 25 de octubre de 1555. Entre los títulos de pinturas religiosas y bíblicas, encontramos un Caín y Abel, un Sacrificio de Abraham, un Moisés echado a las aguas, una representación de la Última Cena, y otras cuatro de La Pasión realizadas en lienzos de grandes proporciones, varias figuras de santos (San José, San Pedro, San Esteban, San Sebastián, San Francisco, San Julián) y santas muy habituales en la devoción de la Casa de Austria (dos de Santa Margarita y Santa Úrsula), dos Ecce Homo y una Virgen. Las escenas mitológicas y alegóricas tituladas en la relación comprenden una Caza de Diana, dos Fábulas de Diana, un Juicio de Paris de gran tamaño, un Baco, un Sátiro, cuatro representaciones del mito de Orfeo en distintos tamaños, una fábula sin más especificación, que podría tratarse de una de las fábulas de Esopo ilustradas por la pintura flamenca remitida a Madrid, y un Baño de Séneca, tema tan del gusto entonces por la notable influencia del senequismo en la filosofía política y cortesana de la época. También cabría destacar el envío de dos retratos de bufones, y de la copia de un Retrato ecuestre de Felipe II. Aunque no hay constancia de cédulas de paso relacionadas con el primer viaje de Diego Velázquez a Italia formando parte seguramente del séquito de Ambrosio Spinola, hemos localizado una cédula fechada a principios de julio de 1651 que seguramente se trate del envío de esculturas y cuadros traídos por Velázquez en su segundo viaje a Italia, pues se remiten desde Nápoles para Felipe IV «36 caxones de estatuas y pinturas»41 pocos días después de la llegada a España del genial pintor.
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AGS, Cámara de Castilla, Libro 369, fol. 190v. Madrid, 3 de julio de 1651.
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En años posteriores, Felipe IV recibió un cuadro enviado por el conde de Castrillo entonces virrey de Nápoles42; un santo Cristo por parte del duque de Terranova43; y en uno de los últimos envíos en vida del rey, «dos caxas de pinturas» con las galeras de la escuadra de Nápoles que arribaron en Barcelona para encaminarlas a Madrid a manos del don Luis de Oyanguren, secretario de Estado y del Despacho Universal44. Además de estas menciones escuetas encontramos otros dos envíos muy relevantes. El primero de ellos encargado a uno de los principales asentistas portugueses de origen converso que colaboraban con la Corona entre 1650 y 1665, llamado Sebastián Cortizos. Por orden de Felipe IV acudió a Génova encaminando por el puerto de Alicante este rico y grandioso conjunto de piezas: una tapicería de 8 paños de la Historia de Paulo Emilio; otra tapicería de la Historia de Noé que tiene 8 paños, otra de Las Maravillas de 7 paños; otra de la Historia de David de 12 paños, otra de jardines de 8 paños y 12 sobrepuertas y ventanas, otra de boscaje de 24 paños, y 24 sobrepuertas y ventanas de estofa; una alhombra con 17 almoadas, un estrado bordado de terciopelo, una cama y 18 almoadas bordadas; una colgadura de oratorio de rasillo que tiene 17 piernas, 7 colgaduras de camas, las 2 de damasco, una de grana bordada y las demás de gassa; un estrado de viuda con 2 alhombras y sillas, 147 pinturas grandes y pequeñas en lienço y láminas; 5 camas, las 4 de granadillo y bronce, y la otra de ébano y marfil, y un catrecillo de granadillo y 2 camas de niños de lo mismo, quince escritorios pequeños y baulillos de la Yndia, unos de madreperla y otros de ébano y plata, con un relox que todo tendrá 30 marcos poco más o menos; un biombo grande de la Yndia; un escritorio de ébano y marfil, 17 baúles de vestidos y ropa usada de sus criados, y 580 marcos de plata labrada que se compone de 63 braseros, algunas estatuas, ramilletes y otras alajas menudas de plata…45
42 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 369, fols. 253v.-254r., Madrid, 22 de febrero de 1656. 43 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 369, fol. 298r.-v. Madrid, 28 de julio de 1659. 44 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 369, fol. 392v. Madrid, 17 de julio de 1665. 45 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 369, fols. 270r.-271v. Madrid, 22 de junio de 1657.
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El otro envío procede de los bienes que trajo consigo don Alonso de Cárdenas al regresar de su embajada en Inglaterra pasando por los Estados de Flandes en 1660, y que seguramente incluía regalos o adquisiciones realizadas para el rey Felipe IV de la almoneda del difunto rey Carlos I Estuardo ajusticiado en 1649: quatro tapicerías de diferentes ystorias, una colgadura de guadameçíes, 20 reposteros con sus armas, una estatua de marfil de Lucrecia, quatro cabezas de bronce de filósofos, 61 pinturas de diferentes figuras, 50 países grandes y pequeños, siete cajas de libros, quatro alombras usadas, recado para el oratorio, tres cajas de papeles, dos baúles de ropa blanca usada, tres pieças de Olanda y otras tres de Cambray, dos pieças de manteles y servilletas bastas?, otras seis piezas de lienço ordinario, dos escritorios de carey con bronce dorado, tres mesas de hévano, nuebe baúles con vestidos y ropa usada de los criados, seis camas de damasco ussadas, tres colgaduras usadas de camas, ocho paísses, dos piezas de terciopelo de Ytalia, una de carmesí, otra de negro de 30 anas cada una, dos cortes de vestidos de paño de Londres, tres piecas de lienço ordinario y quatro de Cambray y algunas alajas de cassa y de sus criados y 820 marcos de plata labrada blanca y dorada de servicio…46
Cabría destacar las menciones a esculturas como la del retrato ecuestre de Felipe IV realizado en Florencia por Pietro Tacca, cuyo modelo se indica en esta cédula de paso fechada en 1636: «saved que yo embío a Florencia un modelo y retrato mío a cavallo para que hallá se haga de bronçe»47. Además, el envío desde Florencia de un caballo de bronce que se menciona en una licencia del reinado precedente debe tratarse del retrato ecuestre de Felipe III48. A comienzos de 1637, el Cardenal Infante Fernando remitió a su hermano Felipe IV 32 caballos de tiro con sus guarniciones y un gran conjunto de completas tiendas de campaña como las que se empleaban en Flandes, dos carrozas de terciopelo verde, una tapicería con oro, ocho esculturas grandes de bronce, un reloj grande para el príncipe Baltasar Carlos y un 46
AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 369, fols. 317v.-318r.Valsaín, 25 de octubre de 1660. 47 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fol. 390v. Madrid, 23 de enero de 1636. 48 AGS, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 367, fol. 391r. Madrid, 17 de junio de 1616.
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relicario para la reina Isabel de Borbón49. Resulta asimismo de gran interés otro regalo de una góndola y dos falúas hecho en 1627 por el duque de Alba Antonio Álvarez de Toledo al rey siendo virrey de Nápoles, quizás como obsequio de Navidad, que aparecen descritas así en la correspondiente licencia de paso: una góndola y dos falúas con dos adereços, el uno de tela de plata azul bordado por ambas partes, y el otro de tela de plata blanca, con cada adereço doçe vestidos de lo mismo para los marineros que an de vogar en ellas, y sus estandartes y banderolas, y la góndola con quatro colunas de plata y dos pedestales, y el tendal de lo mismo con cinco santos de plata maçiça para cada lado del tendal y uno para el medio y dos para las falúas y sus tendales de maderame labrado con cortinas y almoadas destos adereços, que todo a venido a cargo del capitán don Estevan de Oliste…50
Entre las armaduras más importantes regaladas a Felipe IV, que se conservan en parte en la Real Armería de Madrid, hallamos el obsequio realizado por la infanta Isabel Clara Eugenia que fue remitido en 1624 por el maestro armero flamenco Pierre du Condroy51, y un segundo conjunto mucho más completo enviado dos años después, que incluye otros encargos hechos por destacados personajes de la corte y que vino a cargo de Antonio de Mendoza, veedor y contador de la Infanta52.
49
AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fols. 426r.-427r. El Pardo, 28 de enero de 1637. 50 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fols. 473v.-474v. Madrid, 20 de diciembre de 1627. 51 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 635, fol. 132r.-v. Madrid, 9 de julio de 1624. Sobre estos dos conjuntos de armaduras, véanse las dos fichas de catálogo realizadas por Álvaro Soler del Campo en Vergara, 1999, núm. 41 y 42, pp. 194-201. 52 AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 635, fols. 324r.-325r. Madrid, 24 de julio de 1626.
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Formas de representación, gestos de intimidad y medios de lucimiento Otro de los aspectos que se hacen patentes entre los regalos de corte es su vinculación a la diplomacia, pues se convierten en instrumentos muy importantes de las cortesías de la etiqueta al enviarse regalos por las proclamaciones de los nuevos soberanos y príncipes, por el alumbramiento de herederos e infantas, para mantener estrechos lazos de parentesco con la propia dinastía entre las cortes de Madrid, Viena, Bruselas, Saboya, Florencia y Parma, así como con los enlaces políticos generados por los matrimonios con Francia o el Sacro Imperio. Las embajadas de los agentes extranjeros y las de los representantes diplomáticos españoles propician regalos de corte consistentes en retratos del rey, la reina y los príncipes herederos, guantes y faltriqueras perfumadas de ámbar, jazmín, almizcle y otras fragancias, joyas, cadenas de oro, anillos y medallas con la efigie del soberano. Este tipo de regalos son a la vez la expresión de un honor que lleva pareja la utilidad crematística del valor intrínseco de las cadenas de oro obsequiadas, especificando a menudo el número de vueltas, el tipo de eslabones, el peso y el valor aproximado en ducados o escudos53. También suelen incluirse paños finos, cordobanes y guadamecíes, productos tropicales como el chocolate y el tabaco, cuya demanda en el extranjero fue en aumento a lo largo del siglo XVII, y objetos de devoción, tales como cruces de Santo Toribio y de Caravaca, relicarios, libros de devoción, rosarios (de bálsamo, cocos, rosas, frutas, acericos, palo de águila, tortuga o carey, etc.). Un ejemplo ilustrativo de este tipo de regalos diplomáticos se puede apreciar entre los bienes que aparecen mencionados en la cédula de paso concedida a los embajadores de los cantones suizos católicos de las Ligas Grises en 1639 después de participar en una embajada extraordinaria en la corte española: 16 cadenas de oro de diferentes hechuras de valor de 48.538 reales y en vasos, salvillas y saleros 1.548 reales, y 262 pares de guantes de ámbar y medio ámbar, 54 varas de paño de Segovia de diferentes colores, 15 caxas de pastillas y pebetes y 12 ramilletes de talco grandes y pequeños, dos sortijas de claveques de valor de 250 reales, 9 rosarios de bálsamo, otros
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Fantoni, 1999, p. 106.
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10 rosarios de cocos, otro rosario de tortuga, y otro de cocos engarçados estos dos en plata de valor de 110 reales, 10 rosarios de palo de águila, 36 docenas de cruçes de Caravaca de alquimia, 36 cruçes de Caravaca de plata de valor de 210 reales, seis bandejas de Portugal, tres buches de almizcle, 4 volsillos de ámbar, 4 volsillos de punto, 6 volsillos de ámbar, 16 de cuero y un coco, 4 pares de medias de estambre, 30 baras de jerguilla, 20 retratos míos, del Príncipe y del Conde Duque de San Lúcar, 18 libras de çarça [zarzahán], 3 docenas de cajetas de tortuga, 9 libros de la Vida y Fundación de Santa Theresa de Jesús, otros 3 libros intitulados El aprecio de la Divina Gracia; dos traveseros de cama, y 5 almuadas de cortados, otras 2 almuadas labradas de seda, 3 docenas de cruzes de Santo Torivio, un relicario de oro de valor de 250 reales, 24 cajas de chocolate, 2 sartas de açabache y alguna ropa usada y 252.722 reales en dinero de plata y oro…54
Los embajadores italianos (Saboya, Génova , Módena, Mantua, Venecia, Lucca, Toscana, Parma) y los nuncios siguieron desempeñando un papel primordial en la exportación e importación de bienes de lujo y obras de arte (grabados, pinturas, esculturas, orfebrería, tapicería, mobiliario y productos de farmacopea o exóticos) como puede apreciarse claramente en el estudio de las licencias de paso relacionadas con su entrada y salida de la península. Entre los pasaportes concedidos a diplomáticos de la Santa Sede podríamos recordar esta relación de las cosas que el cardenal Panfilio llevaba a Roma tras su estancia en la corte madrileña en 1630: 18 tapiçes usados repartidos en cinco caxas; dos pieças y media de paño de Segovia colorado de polvo; diez pieças de paño negro y de color; dos piezas de cordellate de Aragón colorado; 30 baras de bayeta blanca de Sevilla; una pieza de lanilla morada de 30 baras; una pieça de picote de Jaén morada; cinco colgaduras de damasco y brocateles de diferentes colores usadas que tienen 170 piernas con sus antepuertas; un pavellón de damasco carmesí con franxas y pasamanos de oro en tres partes con su cobertor, rodapiés y capellete usado; otro pavellón amarillo con franxas de seda en dos partes con su cobertor, rodapiés y caoellete usado; una sobremessa de damasco carmesí con terciopelo alrededor con franxete de oro y seda usado; dos tapetes de las Indias de lana y seda y oro peque-
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AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 636, fols. 483v.-484r. Madrid, 20 de febrero de 1639.
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ños usados; una manta de las Indias labrada de ilo de pita usada; un pavellón labrado de seda y oro usado; ocho caxuelas de diferentes colores con sus recados para pontifical usados; dos mitras, una blanca y otra bordada de oro usadas; 1.200 marcos de plata labrada blanca y dorada de servicio; tres pieças de sarga de Toledo; 150 pares de guantes de ámbar y 12 faldriqueras; 12 cueros de ámbar; 40 onzas de ámbar; 35 libras de pastillas de olor y boca; 6 rosarios de calambuco y pasta de ámbar; 4 rosarios guarnecidos de oro; 30 bandexas y caxillas de acherón de las Indias; 10 libras de ilo de pita; 500 cruçes de Carabaca de plata y otras 500 de latón; 3 libras de lacre de olor; un rosario de belvis guarnecido de oro; 12 docenas de rosarios de cocos; unos escriptorillos y caxillas en todos número 12; otras niñerías de cuero de ámbar; 20 porçelanas; 20 bolsillos de seda y oro llenos de pastillas; 15 onzas de piedras de vezar occidental; una piedra de puercoespín; 4 jarros de unicornio, uno guarnecido de oro con piedras y tres de plata dorada; tres escriptorios de cherón de las Indias; un escriptorio de tortuga; otro de ébano y tres de madera labrada de las Indias; dos cofres de las Indias; cadenas de oro y medallas con el impronto de S. Magd. que pesaron 10 marcos; siete lienços con retratos de la Casa Real; 10 sortijas de diversas piedras de valor de 400 ducados; una cadena con diamantes pequeños de valor de 800 ducados; un regalillo de plata y acero; dos pectorales con diamantes y uno con esmeraldas; una escrivanía pequeña de tortuga; una caxuela quadrada de acherón dentro de una vana de plata con botones para aderezo de un jubón; dos libras de almizcle; ocho onzas de algalía; 30 balonas labradas con diversas puntas; una caxuela con abuxas; un bionbo; dos bufetillos de las Indias; dos atriles de acherón de la Yndia; dos caxas de guadameçíes de Córdova; dos caxas de libros; un escriptorio de acherón usado; dos catres de las Indias; y algunas caxas de bestidos y ropa blanca del Cardenal y sus criados…55
Otro ejemplo muy ilustrativo es el que nos ofrece el pasaporte otorgado al embajador extraordinario del rey de Polonia, Cristóbal Corriconschi a mediados de junio de 1615: doçe platos grandes de plata, doce escudillas de plata, veinte y quatro platos de plata trincheos, doce cucharas de plata, dos fuentes con sus jarros de plata blanca, doce tenedores de plata, dos saleros de plata, quatro candeleros de plata, tres vasos de plata dorados, 40.000 reales en oro y en plata, 300 cequíes de Ungría, una cadena de 200 cequíes de Ungría con 55
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un relox, ocho escopetas de rueda, veinte y quatro pares de guantes de ámbar, doce faltriqueras de lo mismo, una almohadilla adobada con ámbar y flores, dos cueros adobados de ámbar para coletos, seis bolsillos de ámbar bordados, veinte y quatro docenas de pastillas finas, seis docenas de pebetes, dos pieças de plata doradas, un cofrecito de la China, un cáliz con su patena de plata con parrilla, vinageras, platillo y candeleros de plata y todo ornamento de altar para celebrar missa, cincuenta rosarios ordinarios, dos coletos de ámbar, dos pares de guantes de ámbar, una cadena de oro, 100 cequíes de Ungría, quatro rubíes grandes de 419 reales, treinta rubíes medianos de 219 reales, quarenta y ocho rubíes chiquitos de 200 reales, una cajuela de ylo de pita para el cardenal Ditrichstain, veinte piedras beçares chiquitas, un vaso de balsamo, una gargantilla de oro en que están engastados onçe rubíes con perlas de 800 reales, libra y media de ylo de pita y dos tiros con sus pretinas de cordobán negro pespuntadas, un vaso de piedra besar con el pie dorado, seis hojas de espadas de Toledo, quatro queros de ámbar, dos pájaros finos que se llaman del Paraíso en dos cajas de lata, una caja redonda en que van tres pares de guantes de ámbar, una piedra becar oriental guarnecida de oro, más otra piedra beçar grande occidental, más una bolsa de ámbar llena de pastillas de olor de perfumar, más otra bolsa verde bordada de oro llena de confitura de piedra beçar y olor, más un frasquillo de ámbar, para agua de olor, en una caja redonda dos pares de guantes de ámbar blancos, más una bolsa encarnada con una piedra besar occidental guarnecida, más una bolsa de quero de ámbar bordada, llena de pastillas de olor de perfumar, más un frasquillo de quero de ámbar bordado para agua de olor…56
Van a desempeñar un papel muy destacado en la circulación de los regalos de corte, las mujeres más relevantes de la familia real, como la emperatriz María, las reinas Margarita de Austria e Isabel de Borbón, y las infantas Isabel Clara Eugenia y sor Margarita de la Cruz, que mantuvo al monasterio de las Descalzas Reales de Madrid como uno de los centros más activos en el envío y recepción de esta clase de obsequios. A ellas se sumarán otras mujeres de la familia destinadas por matrimonio a vivir en las cortes de París y Viena, como dos hermanas de Felipe IV, la reina Ana de Austria esposa de Luis XIII de Francia, y la reina de Hungría esposa del emperador Fernando III, pero también otros parientes como Ranuccio I Farnesio (hijo de Alejandro
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Farnesio), los príncipes e infantes del duque Carlos Manuel I de Saboya, y otros primos y hermanos de todas estas mujeres de la Casa de Austria. En la tipología de los regalos de corte obsequiados por estas mujeres encontramos piezas de consumo habituales, que conforman una parte sustancial de los envíos, descritas a veces junto con simples menudencias o niñerías: pastillas de olor, pebetes de perfumes y maquillaje, aderezos de vestuario y de tocador, medicinas, bolsillos perfumados (de ámbar, jazmín, rosas y otras flores...), bandejitas de la India y abanicos de muy diversas formas, a veces también perfumados; joyas de oro, plata, perlas, diamantes, ágatas, zafiros, esmeraldas, rubíes, cristales de roca, esmaltes, azabaches y muy diversas guarniciones y formas; cintillos, apretadores, plumas, pañuelos, botones, rosetas; cintas de seda y lazos de distintas telas; guantes, medias de seda, sombreros y monteras, vestidos, telas y guarniciones; mantelería; porcelanas, cristales y vidrios; chapines, zapatos y botas; faltriqueras, sillas de montar, armas de caza, caballos; productos exóticos y rarezas para las cámaras de maravillas (cuernos de unicornio, piedras bezares, cocos labrados, esculturas y joyas de coral). Entre el mobiliario predominan los escritorios de ébano y marfil o de tortuga, de seda y bordados, de palo santo, de la China lacados y nacarados; los bufetes y bufetillos; sillas de diferentes hechuras y tamaños, cojines, alfombras, almohadas y otros aderezos para los estrados; los biombos decorados con motivos orientales, las cueras, cordobanes y guadameciles; los tapices y colgaduras. Se envían animales de compañía (pájaros, monos, perros), para poblar jardines e incluso especies de plantas y árboles frutales para jardinería; por supuesto enanos para su compañía y entretenimiento, procedentes sobre todo de Flandes. La platería es también muy variada: candelabros, aguamaniles, fuentes, jarros, cubiertos, esculturas mitológicas. Resultan asimismo frecuentes los regalos de objetos de devoción: libros, breviarios, diurnales, vidas de santos; cruces en distintos materiales (madera, bronce, plata, cristal de roca); niños jesuses y agnus dei; reliquias y relicarios más o menos decorados; imágenes de vírgenes, escenas de la Pasión, anunciaciones, santos; hábitos y disciplinas; medallas devocionales; pinturas, grabados y esculturas de temática religiosa; tapices, colgaduras y frontales de altar; objetos litúrgicos, ropa
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del ceremonial de la misa para los oficiantes y para vestir la iglesia, lámparas de plata, blandones, candelabros y ramilleteros, alfombras, etc. Uno de los obsequios más singulares y curiosos que encontramos en el período estudiado de esta serie de cédulas de paso es el precioso y completísimo conjunto de piezas para el servicio y decoración de un dormitorio infantil que regaló la emperatriz Leonor Gonzaga, segunda esposa de Fernando II de Austria, a la reina Isabel de Borbón que ya había perdido a sus dos primeras hijas María Margarita (m. en agosto de 1621) y Margarita María Catalina (muerta en diciembre de 1623), tal como describe esta Memoria de todo lo que la Emperatriz embía a la Reina de España para su parto57: - Primeramente una cuna de ébano guarnecida con figuras y rossetas de plata sobredoradas questá en el ayre con dos pies grandes de la misma labor. - Otra cama de ébano y plata diferente questá firme en el suelo. - Un baño de ébano guarnecido de plata es para bañar la criatura como se ussa en Alemania. - Quatro colunas de ébano guarnecidas de plata como las cunas para sustentar el cielo de la cuna que es de brocado con sus hierros sobredorados. - Un quadro grande hecho de figuras de plata relevadas guarnecido de plata. - Una cama de brocado de plata y oro con sus franxas de lo mismo debaxo de la qual se pone la cuna. - Dos taburetes de ébano y brocado de oro con su tablero para jugar el axedrés y otros juegos hecho de ébano con muchas figuras. - Un almario de ébano repartido en tres partes o piezas guarnecido y labrado con figuras y rossetas de plata dentro de las quales ay lo siguiente: - Un crucifixo con la Virgen Nra. Señora, y San Juan de plata con la cruz y pie de ébano. - Tres pirámides de ébano guarnecidos de plata. - Un espejo grande de plata. - Una fuente de plata. - Un jarro de plata. - Seis platillos de plata.
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AHN, Consejos, Cámara de Castilla, libro de paso, núm. 635, fols. 106r.-107v. El Pardo, 4 de febrero de 1624.
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- Dos tazas con sus tapadores de plata. - Otras dos tazas con sus tapadores para beber de plata. - Quatro saleros con sus tapadores de plata. - Dos tacitas para los guevos de plata. - Un rallo para rallar nuez de especias. - Dos escudillas de plata. - Quatro capones de plata. - Tres cuchillos con los mangos de plata. - Tres tenedores de plata. - Tres cucharas de plata. - Un cañito para sacar el tuétano del hueso de plata. - Quatro asadores de plata. - Un abentador de tafetán con mango de ébano guarnecido de plata. - Un cuchillo para trinchar con su mango de ébano. - Una caxa sobredorada para polvos. - Un molde para enrrizar de plata. - Una caxa de plata con cossas para tocar. - Un limpia oydo y otra de diente de plata. - Un instrumento de plata para limpiar la lengua. - Un cuchillo con su tornillo. - Una acha doblada. - Una tigera con el mango de plata. - Una lima de hierro para las uñas con mango de plata. - Un yerro para enrrizar el cabello. - Un punçón con su mango de plata. - Dos jarros grandes para legía de plata. - Tres frascos de vidrio con sus tapadores de plata. - Dos peynes guarnecidos de plata. - Dos escobillas con mangos de plata. - Seis frascos de plata de polvos. - Una rayz de plata para unguento. - Dos geringas de plata. - Un perfumador de plata. - Un braserillo de hierro con su mango de plata. - Dos tazas penadas de plata. - Dos tazas penadas de vidrios. - Siete caxitas de plata. - Seis caxas de ébano guarnecidas de plata. - Una tixera con el mango de plata. - Ocho estuches con el adereço para hazer red de plata. - Un canutillo para agujas de plata. - Una pieza de plata.
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- Otra pieza de plata para poner la red. - Un dedal de plata. - Un tintero y salvadera de plata. - Tres cuchillos de tajar plumas con mangos de plata. - Una tijera con mango de plata. - Un martillo para cerrar cartas. - Un mazo sobre que sellar las cartas. - Un Ysopillo para agua bendita de plata. - Una calderilla de plata. - Un cerro de plata. - Dos vasos de plata para medecinas. - Dos frasquillos de plata. - Una caxita para bálsamo de plata. - Una cuchara de plata. - Una cuchara de ébano. - Una caxita para polvos. - Una fuente y jarro de plata. - Un frasquillo de vidrio con su tapador de plata. - Un guebo de plata con su pie y cuchara. - Un librillo de memoria. - Dos candeleros de plata. - Una sartén de plata. - Un óbalo de plata para mugeres paridas. - Dos frasquillos de plata. - Dos piezas de plata. - Una taza de plata. - Unas espaviladeras de plata. - Un vaso para saumar de plata. - Un braserito de plata. - Una ollita de plata. - Una caxa para açúcar y confites. - Un caço de plata para papillas. - Una campanilla de plata. - Una popa de plata. - Un jarro de plata para echar el agua en el baño. - Un instrumento para el dicho baño de plata. - Quatro flores grandes de plata esmaltados para ençima de los pilares de la cama. - Dos colchones de rasso carmesí para la cuna. - Una almohada para la cuna de lo mismo. - Dos sábanas de batista bordadas con oro. - Una banda carmesí guarnecida de seda y oro para cubrir la cuna.
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Demás desto ay en una de las tres piezas del almario: - Quatro cofresillos llenos de ropa blanca de tela de batista de diferentes suertes y labores. - Más un clavicordio de ébano y marfil. - Más un arco de plata sobredorada de lindísima echura por encima de la cuna para sustentar el paño quando la cubren y se estiende que todo es sobredorado. Todas las quales dichas cosas están dentro de diez caxas.
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Y para mantenerse en novedad ha de continuarse en dejar de serlo. (Francisco de Quevedo, Vida de Marco Bruto)
El grupo de los seres inanimados o cosas, como cualquier otro, se divide, a su vez, en categorías, al menos desde el siglo XVIII, cuando los ilustrados se entregaron a convertir la taxonomía en una ciencia exacta. Toda cosa pertenece, por algún criterio u otro, a una jerarquía y, de ese modo, proliferan las clasificaciones de los objetos según su composición, su forma, sus propiedades y usos, etc. De cómo el ser humano ha ordenado las cosas se ocupó prolijamente Michel Foucault (vía Jorge L. Borges, vía John Wilkins), y el entrelazado de la propia taxonomía es revelador del modo de pensar de una determinada época, clase social o régimen político. Si ordenar el mundo es conocer-
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lo, resulta paradójico que éste no sea susceptible de aprehenderse enteramente sin estudiar su taxonomía. La clasificación de las cosas en los Siglos de Oro adolece de irregularidades y parcialidad, amén de no estar explícitamente definida en muchas ocasiones, no obstante lo cual los testimonios sobre la demanda, uso y consideración de determinados objetos hacen posible deducir ciertas líneas maestras sobre la percepción del valor y su interpretación cultural sincrónica. A grandes rasgos, los objetos materiales, intelectuales o artísticos, se encuadran en tres categorías: la primera corresponde a lo que se desecha, esto es, a la basura, que se expulsa del círculo de uso y del cuerpo, correspondiendo —real o metafóricamente— a lo abyecto. Sería el caso de un lienzo borrado, de una idea descartada o de un trazo que ha sido proscrito de la obra de arte a modo de arrepentimiento y que termina por no existir1. A una segunda categoría corresponden aquellos objetos que se tienen en gran estima, y aquellos que, en virtud del mismo concepto de conservación, se transforman en otros; un lienzo artístico se guarda como algo precioso, mientras que los trapos viejos son apreciados porque se transforman en papel, y éste puede ser reciclado como fuegos de artificio. Dentro del mundo de las creencias, las religiones y los mitos representan una buena combinación de inmovilismo y transformación. Un tercer grupo de cosas se perfila por su movilidad: son objetos que, sin ser de primera necesidad, se fabrican como mercancía de venta nueva. En su origen no está el ser desechados como basura, transformados, ni conservados como algo precioso, sino ser comprados y vendidos, o trocados, sin te-
1
Una reciente exposición sobre las imágenes de la pobreza en Rembrandt ponía de manifiesto la frecuente reutilización de objetos, lo cual indica que hay cosas nuevas que los reemplazan: «Here in the shops, one could find all the cloaks and old helmets, and swords, and shields, and boots, and books, pots, pans, violins, plaster casts of ancient sculptures and chandeliers that an artist needs as props for his paintings. (The sheer number of things people liked to have in their paintings suggests an age of happily abandoned materialism)», Sordid and Sacred: The Beggars in Rembrandt’s Etchings. John Villarino Collection. Oglethorpe University Museum of Art, Feb. 13May 13, 2007. Los Siglos de Oro españoles, sin embargo, no son prolíficos en imágenes de la carestía. Un rápido vistazo arroja un balance de apenas dos pintores especializados en el tema: Antonio Puga y Esteban Murillo. Pendiente está un trabajo exhaustivo, no sobre la pobreza, sino acerca de la basura, el acto de desechar, y su significado cultural en el contexto áureo, que podría comenzar con Antonio de Guevara y culminar en el soneto de Rafael Morales al digno cubo de basura.
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ner un fin determinado para su existencia más que el de un uso intrascencende y no mecánicamente útil. A esta categoría pertenecen las chucherías, bujerías y menudencias que, sin ser de gran valor monetario ni sentimental, engrosan el inventario de los artículos de lujo en los Siglos de Oro2. En este grupo se incluyen también las incontables obras de escasa originalidad intelectual de cuya existencia tanto se quejaban algunos autores de renombre. El conjunto que forman los artículos de lujo se define por pertenecer al «gasto conspicuo», en una sociedad donde el ahorro y la inversión no son prácticas populares. Este tipo de objetos se caracteriza por un gran volumen de la oferta y se rige por la ley de la novedad, de modo que los inventarios fluctúan3. Ese último aspecto define la historia misma, como ya explicó Lotman: A la pregunta de si el dinamismo, la constante exigencia de autorrenovación, es o no una propiedad interna de la cultura, o sólo la consecuencia del hecho de que las condiciones materiales de la existencia del hombre ejercitan una acción perturbadora en su sistema de representaciones ideales, no se puede dar una contestación unilateral: sin duda, tienen lugar procesos tanto de un tipo como de otro. Por una parte [...] el carácter dinámico, progresivo, del conocimiento influye naturalmente en la fisonomía del modelo cultural. Por otra parte, ciertamente no todo en la dinámica de los sistemas de signos puede explicarse de ese modo [...]. Pongamos otro ejemplo bastante significativo. El sistema de la moda puede ser estudiado en relación con los distintos procesos sociales externos: desde las leyes de producción hasta los ideales estético-sociales.Al mismo tiempo, sin embargo, constituye evidentemente también una estructura sincrónica cerrada con una propiedad determinada: cambiar. La moda se distingue de la norma por el hecho de que regula el sistema orientándolo no hacia cualquier constancia, sino hacia 2
El «lujo» se define, según el DRAE, como el «exceso y demasía en la pompa y regalo» (1734). 3 Algunos de ellos son «transcategóricos» dentro de su misma época. Hay grandes diferencias de percepción entre el jabón genérico, considerado producto de primera necesidad en el Cuzco de 1572 (Toledo, Ordenanzas, I, §xiv, p. 186), al napolitano de cuya profusión disfruta don Quijote, al de Chipre que encuentra Alonso de Contreras, al ingrediente con que el perfumero rebaja el ámbar para «estirarlo», y las 5 o 6 libras que se echaba en la fabricación de los paños para darles apresto, además de ser un ardid empleado para hacer resbalar a los tripulantes y abordar una nave enemiga.
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la variabilidad. Por añadidura, la moda aspira siempre a convertirse en norma: apenas conseguida una relativa estabilidad, que se aproxima al estado de la norma, la moda tenderá inmediatamente a abandonarla. Las razones del cambio de la moda siguen siendo, por lo general, incomprensibles para la colectividad que se rige por ella. Este carácter inmotivado de la moda nos hace pensar que nos encontramos frente a la mutación en su estado puro [...]. Es igualmente evidente, sin embargo, que también la exigencia de novedad, de cambio sistemático es un estímulo de mutaciones no menos perceptibles. ¿En qué se basa esta exigencia? [...] «¿Por qué el género humano, a diferencia del resto del mundo animal, tiene historia?» [...] Todo esto ha desembocado en la aparición de un mecanismo particular que, por un lado, poseía determinadas funciones homeostáticas en una medida tal que conservaba la unidad de la memoria y seguía siendo el mismo y, por otro lado, se renovaba continuamente, desautomatizándose en todos sus enlaces y elevando de esta forma al máximo la propia capacidad de absorber información. La exigencia de una constante autorrenovación, [...] convertirse en otro aun conservándose el mismo, constituye uno de los mecanismos fundamentales del trabajo de la cultura4.
A pesar de que hasta el momento nadie ha logrado explicar los mecanismos de la novedad, sí percibimos que ésta parece acelerarse de manera exponencial en el siglo XVI, cuando sobreviene la avalancha de lo nuevo (sinónimo de «mejor»), evidente en géneros como el pliego suelto de sucesos, la profusión de novellas, y la inundación de «comedias nuevas» demandadas por el espectador. Esto representa una diferencia substancial con respecto al siglo XV, un nuevo orden que ya se apuntaba pero que se manifiesta ahora en una especial relación de la sociedad con las manufacturas consideradas de lujo. La confrontación entre el objeto precioso, caro, y el objeto de lujo, efímero, es reveladora de cómo el individuo percibe el valor de las cosas en los Siglos de Oro y, lo que es más interesante, cómo se establecen las leyes del deseo y satisfacción de artículos que no son de primera necesidad. Según Juan Sempere y Guarinos, los tres principales objetos de las sociedades son la subsistencia, la seguridad y la comodidad5; la clase social que ve satisfechas estas necesidades se entrega con alegría al con4 5
Lotman, 1979, pp. 86-89. Sempere y Guarinos, Historia del lujo y de las leyes suntuarias de España, p. 295.
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sumo de objetos de lujo, que constituye un cuarto objetivo y que, en los Siglos de Oro, puede llegar a reemplazar a los tres primeros, de forma que la necesidad artificial sustituye a la natural y rige la demanda: Las necesidades casi siempre reales de los primeros (los pueblos primitivos), y las reales, presuntas o facticias de los segundos (los cultos) son las que, según la aptitud de satisfacerse, imponen el precio a los géneros comerciables [...] Según el grado de estimación e importancia que la necesidad o el capricho hayan dado a una mercadería [...] así será menester [...] para satisfacer la urgencia, las comodidades o la manía [...] cuyo precio se regula, no por la moneda, y sí por la comparación de su utilidad verdadera o ficticia6.
Se certifica, pues, el nacimiento de la auténtica cultura de la imagen y, amén de este reemplazo de valores, el artículo de lujo se convierte en objeto de demanda de base, de forma que cobran importancia gremios de carácter más comercial que artesanal como zapateros, guanteros, sastres, roperos, pañeros, sombrereros y jubeteros7, a los que fray Bernardino de Sahagún suma otros típicamente americanos como el oficial de plumas8. Finalmente, los pelaires, tundidores, tintoreros, tejedores, torcedores, lapidarios, cuchilleros y herreros completaban la producción que surtía a los buhoneros de mercancía. Estos comerciantes no eran comparables a grandes mercaderes como José Pico Novia o los Paredes de Valladolid —aquellos que amenazaban el estatus de la nobleza comprando títulos de hidalguía y regidurías, y desposando a su descendencia con familias ilustres, caso de las aragonesas Damiana y Leonor Zaporta—, sino que andaban «a la sacapela» acarreando mercancía de poco valor en tiendas portátiles, no en mercados francos, sino por ferias que coincidían con celebraciones patronales donde ofrecían paños e hilaturas, pequeños objetos de plata, lienzos, muñecas, silbatos, caballitos de caña, abanicos, pasamanería, plumas, guantes, barrillas de vidrio, caracoles, cocos de la India, cuellos, cosméticos y perfumes, trompas de París, espejos, naipes, alfileres, anillos,
6 Vadillo,
Discursos económico-políticos, p. 17. Avilés, 1988, p. 101. 8 Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, pp. 696-697. 7
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pulseritas de paja, cintas, peines, rosarios, tocas, y todo lo que hoy denominamos «complementos»9. Nunca sabremos si los efectos perniciosos reflejados en la airada resistencia de intelectuales y economistas se ajustaban a la realidad, pero es evidente lo incesante de las denuncias contra este sector, que no se quedaban en la proverbial mala fama de los vendedores10. Los problemas asociados al artículo de lujo pasaban por el espionaje, la dilapidación del caudal, la vanidad que alimentaba, las falsificaciones, el contrabando, el engaño a la sociedad o la popularización por abaratamiento. Álvarez Osorio se referirá con asombro a los «metedores de contrabando» que defraudan las leyes tributarias y exige un mayor control de precios y establecimientos, además del fomento de las manufacturas nacionales: Y todas las personas que se desacomodaren se podrán ocupar en [...] aumento de fábricas en todo género de oficios y de artes que tan sin razón se desprecia en España y por cuyo único medio se han hecho las naciones todas poderosas, cambiando a sus reinos todas nuestras riquezas con sus falsas ropas, con lo cual todos ellos viven ocupados, opulentos y ricos, y nosotros ociosos, vagamundos y hambrientos [...] basta ver lo que con ellas han obrado y obran los reyes de Francia, Inglaterra, Dinamarca y Suecia, y especialmente los estados de Holanda cuyos moradores, siendo antes sólo unos pobres pescadores, por medio de sus fábricas, se han alzado con el comercio de casi todo el orbe11.
9
La lista de objetos pertenece a las pragmáticas dirigidas a dezmeros, aduaneros y portazgueros, así como a numerosas críticas a los comerciantes, que los enumeran. El que retrata Góngora refleja la práctica de comprar «de mogollón» para vender «por menudo»: «Un buhonero ha empleado / en higas hoy su caudal, / y aunque no son de cristal, / todas las ha despachado». Algunos de estos mercaderes poseían, no obstante, tienda fija, bien especializada como la del Marchante de pintura retratado por José Antolínez (Munich,Alte Pinakothek, ca. 1670), bien surtida de diferentes objetos como relata Arce de Otálora (Coloquios, II, p. 1112). En su versión más literaria, el mercader ambulante pasa por la calle gritando su mercancía y siempre se le abre; el hábil vendedor, capaz de convencer a cualquiera, es un tipo literario que explicaría la aparente falta de verosimilitud en Celestina, trasladada a la comedia y la novela como recurso fácil. 10 «-¿Ké ofizio avéis, buhonero? -Engañaniños i sakadinero», Correas, Vocabulario, voz «buhonero». 11 Álvarez Osorio, Discurso universal, pp. 18-19.
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La mayoría de los artículos se vendían como importados, lo fuesen o no, siendo esa la estrategia de Estebanillo González, quien hacía pasar sus fabricaciones por palillos de Moscovia o polvos de coral de Levante, «porque la persona que quisiere cargar en España para vaciar en otros reinos ha de vender sus mercancías por bohonerías de Dinamarca y invenciones de la Basalicata y curiosidades del Cusco [...] porque desestimando los españoles lo mucho bueno que encierra su patria sólo dan estima a raterías»12. Además del estatus del objeto de importación, el proteccionismo provocó la proliferación de mercancía extranjera13 que, entrando de contrabando, era etiquetada como española14, lo cual no hacía sino acrecentar la animadversión hacia los intrusos, quienes prosperan con extraordinaria rapidez: Sírvense los hacendados catalanes ordinariamente de gascones que, entrando en aquel reino rotos y mendigos, no rehúsan al principio los ministerios más desautorizados con que la pobreza redime su penuria y, sufriendo incomodidades civiles, son tan guardosos que, en breves años, medran caudales con que, ensoberbeciéndose sus nietos, de mercaderes ricos se transforman en caballeros pardos o hidalgos de privilegio; y no son pocos los que, pregonando por las calles bujerías, comenzando por un carretoncillo manual a amolar tijeras, trocándose sus sucesores en carrozas, les dan mano para entronizarse magistrados15.
La alteración del sistema era evidente por las luchas entre los gremios —que se desmarcan de los artesanos y se desgajan en mayores y menores, lo cual da cuenta de la altísima especialización a que habían llegado hacia 162616—, pero cobra tintes apocalípticos en la literatura económico-moral, donde el español aparece, bien cual indígena en-
12
La vida y hechos de Estebanillo González, t. I, pp. 207-208. Refiriéndose a los genoveses,Vicens-Vives explica que: «Por otra parte, apoyados siempre en los privilegios de Carlos V, los súbditos de la República desempeñaron en España el mismo papel que los japoneses de hoy: inundación de productos manufacturados de menor coste, destinados especialmente a las Indias, con grave perjuicio de la industria local» (1974, p. 306). 14 Vadillo, Discursos económico-políticos, p. 199. 15 Tirso, El bandolero, p. 310. 16 Gentil da Silva, 1967, p. 165. 13
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gañado17, bien amenazado por espías franceses disfrazados de vendedores, como ya se denunció en las Cortes de Valladolid en 1593, quienes practican con habilidad el arte de las rebajas: a los principios venden a muy grandes sumas con la invención y novedad, y a los fines ellos nos dan a entender lo poco que valen por el barato que hacen: y luego traen otra invención y novedad, que vuelven a subido precio; y así toda la vida hay que comprar y en qué gastar infinito dinero, y al cabo todo ello no es nada ni vale nada, y sacan con ello el oro y la plata que con tanto trabajo se adquiere y va a buscar a las Indias y partes remotas del mundo. Suplicamos a V. M., se sirva de mandar no entren estas mercadurías en el reino, ni se dé lugar a que buhoneros franceses y extranjeros las vendan en tiendas de asiento ni por las calles, ni anden en estos reinos con esos achaques: y porque so color de ésto, y de andar vendiendo alfileres, y peines y rosarios hay infinitas espías, y quitan la ganancia a los naturales18.
La sospecha de espionaje sobre franceses y turcos19, sugerida también por Quevedo, se hacía extensible, por su naturaleza nómada, a los carreteros quienes, exentos de tasas e impuestos como la sisa y el pontazgo20, podían evitar la presión arancelaria con más facilidad. En medio de estos debates, la mercancía proliferaba, se instalaba nueva maquinaria para reducir costes, y se saturaba el mercado con productos asequibles para un tipo determinado de consumidor: el llamado «tercer estado», formado por gentilhombres hidalgos, campesinos y ganaderos algo acomodados, comerciantes, funcionarios, pecheros y censualistas. La popularización de estos objetos provoca que ya no queden, como antaño, en mayorazgo para hijos y nietos, y que se acorte su tiempo de uso. Es interesante contrastar dos fuentes documentales como son los inventarios con función patrimonial o hereditaria y las pragmáticas suntuarias. El testamento de Lope de Vega, poco profuso
17 «Y abandonada la mercadería, como de poca monta, por los nuestros, se nos colarán mercaderes extranjeros para calamidad e injuria nuestra [...] y bajo capa de ayudarnos y de amistad, despojándonos del oro, de la plata y de otras mercancías, llevarán nuestros despojos a países extraños y hostiles», López Bravo, 1977, p. 252. 18 Sempere y Guarinos, Historia del lujo y de las leyes suntuarias de España, pp. 274275. 19 Caro Baroja, 1957, pp. 217-218. 20 Ringrose, 1987.
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en adornos y bujerías, presenta objetos costosos propios de alguien adinerado21. Otros inventarios dan una idea más clara de lo guardado en las casas: enseres de cocina, colchas de diferente calidad y estado de conservación, sábanas, toallas y prendas de vestir, así como mobiliario. Las enumeraciones de las pragmáticas, por otra parte, pertenecen a otro universo material totalmente distinto, ausente de los testamentos, lo cual indica que la mercancía ofrecida en tiendas ambulantes no era digna de conservarse como herencia, sino que, una vez pasada de moda, engrosaba el repertorio de lo desechable. Es evidente que la costumbre de «usar y tirar» se imponía por momentos, y ya nadie rompía los trajes: Aunque el daño de hacerse costosos vestidos es tan grande, el mayor es el de la mutabilidad de los usos, no habiendo en los españoles traje fijo que dure un año [...] porque en antojándoseles sacar alguna nueva forma, se abroga y desecha la que dos días antes era la válida y estimada: daño que corre en todos los trajes de los españoles sin tener estabilidad en cosa alguna [...] las mujeres de los oficiales mecánicos tenían en las suyas mejores alhajas y más costosos estrados que poco antes las de los títulos22.
Este comercio de objetos de lujo, que provocó los desvelos de la Junta de Reformación, no cesó durante las épocas de crisis económica. Las hambrunas de 1627 y 1628, la escasez de cereal en 1626 y 1630, la deceleración industrial de 1650 y otros hechos en la primera mitad del siglo XVII como la bancarrota de 1627 y los delitos monetarios de 1627 no terminaron con el deseo de posesión de objetos efímeros. Cualquier método era bueno para producirlos a menor coste. Tomemos el caso de los tintes: si había escasez de cochinilla, lo lógico era utilizar alternativas como la grana, el alumbre, la caparrosa, el índigo, el palo de tinte, el pastel, el zumaque, o incluso el azafrán23. 21 22
Piña, Inventario de los bienes de Lope de Vega Carpio, pp. 107-108. Fernández Navarrete, Conservación de monarquías y discursos políticos, disc. XXXIII
y ss. 23 Éste da nombre a las misteriosas «tocas azafranadas»: «Azafranan las tokas por gala onesta, mas por luto dan enzima una lexía zenizienta las labradoras de Kastilla, i tal duelo i tristeza enkubre el azafrán i alegría. Puédese sentir, al kontrario, ke el azafrán kubra i kite el duelo, i aplikaráse a kien haze buen ánimo i muestra senblante alegre, teniendo duelo en el korazón», Correas, Vocabulario, voz «azafrán».
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La variedad de tinturas y sus combinaciones permitía la subespecialización del estatus del paño y la regulación de la oferta, de forma que ya no era únicamente el tejido (damasco, estambre, marga, barragán, etc.) el que dictaba el valor de la prenda.Y, por supuesto, no tardaron en aparecer los tintes falsos, como demuestra la sucesión de ordenanzas desde 1500 en adelante24. De hecho, la impostura se consolidó como la mejor manera de contentar a todo el mundo: se satisfacía la demanda popular manteniendo, al tiempo, un margen de beneficios. Cualquiera podía dar la sensación de «ser alguien», presentando una imagen falsa gracias al objeto efímero; el viejo se vuelve joven, mientras que la mujer ve cumplido su sueño de juventud eterna, como tantas veces se repite en la poesía «cosmetológica» de recuerdo ovidiano: «Compras, Celia, del tendero / la belleza de tu cara: / esta culpa te bastara / sin vendella por dinero. / Aunque si tú de la tienda / la compraste, y fue pagada, / belleza que fue comprada / no me admiro que se venda»25. Sabemos de la animadversión de la sociedad urbana, civil y religiosa a corrientes como el iluminismo, que propugna una vuelta a lo natural: «Las ideas del iluminismo, que basa toda organización de la cultura en la contraposición natural-innatural, tienen una actitud decididamente negativa frente al principio mismo de la signicidad. El mundo de las cosas es real, el mundo de los signos, de las relaciones sociales, es el traído por la falsa civilización [...] La base de la cultura del iluminismo está en la tendencia hacia la desemiotización, en la lucha contra el signo»26. Pero, además, una sociedad altamente codificada como la áurea, que se apoya en los signos de estatus para salvaguardar las diferencias de rango, tampoco tolera la manera en que sus símbolos se vacían de significado y se combinan por la única regla de una acumulación errática. Si la «honra», para el mercader, equivale al capital en este nuevo orden socioeconómico27, el cliente que emerge
24 «Otrosí, ordenamos y mandamos que los tintoreros tingan muy bien los paños, cada uno de la color que le fuere pedida, sin hacer falsedades ni maestría ninguna», Ordenanzas reales, fol. 5r. 25 Salas Barbadillo, El caballero puntual, p. 124. 26 Lotman, 1979, pp. 58 y 63. 27 «Lucindo.- Sí, pero habéis de saber / que en cualquiera mercader / es honra también la hacienda. / Tras el caudal si se pierde / va el crédito, pues perdido»,Vega Carpio, El anzuelo de Fenisa, p. 38.
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en este mercado de las vanidades tampoco necesita tener ningún estatuto de sangre, únicamente algún capital para comprar esas falsificaciones. El atuendo ya no es garantía de clase y puede ser descompuesto para ataviar a capricho, lo cual explica el voluminoso comercio de alfileres y agujas: «Carrasco.- Y a mí, y todo, / señor, pues desde Bruselas, / envuelto en sudor y en polvo, / me viene una posta dando / puñaladas en los lomos, / ensartando en su espinazo / como si fuera abalorio»28. La popularización del objeto efímero ha hecho presa en los españoles, para asombro de muchos intelectuales que reconocen una actitud retadora en la pérdida del valor indicativo del objeto. Perdidos los signos de identidad, nadie sabe ya a simple vista con quién está tratando en realidad: «Tampoco se contentan ya los hidalgos particulares con las colgaduras que pocos años antes adornaban las casas de los Príncipes [...] trayéndose asimismo otros mil impertinentes adornos con que la astuta prudencia de los extranjeros va afeminando el valor de los españoles»29. La clase alta asiste impotente a la descomposición de su sistema y reacciona con irritación promulgando leyes suntuarias30.Y, lo que es más importante, los consumidores de objetos efímeros han perdido la capacidad de decodificar los símbolos de poder y los asocian a sus nuevas mercadurías; el engaño a los ojos es mutuo: el pintor del Quijote ya no acierta a esbozar tantas «baratijas» como hay en el escudo de armas del rey31. Este nuevo estrato consumidor de objetos efímeros, que no llega a ser una «clase media» aunque presenta incipientes rasgos de tal, apunta comportamientos propios del comprador aficionado, e incluso compulsivo, de una sociedad acomodada. Juan Arce de Otálora describe 28 Bances Candamo, Por su rey y por su dama, p. 383. La gama de objetos usados por una comunidad forma parte de lo que se conoce como «hipótesis Sapir-Whorf», y se manifiesta como un modelo de expresión dentro de un sistema cultural, comunicando información por encima de su utilidad y configurando un lenguaje secundario más allá del primario que son las lenguas naturales. Si el canal es el objeto y su poseedor y éstos son falsos, el receptor automáticamente recodifica el mensaje. No es lo mismo un Velázquez que un «escuela de Velázquez» que una copia de Velázquez que un falso Velázquez (entendiendo por ello una obra que Velázquez nunca pintó pero que pasa por tal). 29 Moncada, Restauración política de España, disc. XXXIII y ss. 30 Braudel, 1974, pp. 243-244. 31 II, cap. LII.
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los efectos del deseo, que nubla la razón y hechiza a aquel que contempla la mercancía, incapaz de resistirse al impulso de gastar en una feria barata el dinero que lleve, hasta el extremo de comprar al fiado32; por otro, lado incluye el ir a ver tiendas, sin intención de comprar, entre las actividades de un día de ocio33 para satisfacer lo que acertadamente denomina concupitiencia oculorum, consistente en la contemplación de lo superfluo34; finalmente, describe el efecto que produce en el espectador la consideración de tanto artefacto: Palatino.- Por mi fe que no tengo pies para salir desta tienda, mirando estas bujerías, que me hacen estar embelesado, como labrador en palacio. Si no fuera pesadumbre, no dejara de ver particularmente cuantos dijes y menudencias hay aquí, y estas fuentecillas y muñecas que están tan ingeniosas y vivas que parece que quieren andar y hablar. Pinciano.- Sin milagro lo podrían hacer como anda un reloj déstos, por artificio, y da sus horas; podrían ellas andar y danzar como lo habemos visto. Palatino.- Yo nunca tal vi. Pinciano.- No sé por qué, que ya érades nascido cuando andaban ganando dineros por ellas por las calles. Otros que nacieron primero alcanzaron a ver otras cosas de mayor arte y admiración, porque en los tiempos pasados se vieron pelotas artificiales que de suyo saltaban y fuelles que de suyo soplaban y otras invenciones semejantes35.
Una consecuencia adicional de tantas chucherías como inundan el mercado es la ausencia de jerarquía del objeto, cuyo valor, relativo y extrínseco, se define ahora por quién lo posee. Las piedras preciosas eran propiedad de personas adineradas, de forma que si alguien de la clase humilde va aderezada con una, la piedra queda marcada por la sospecha de falsedad, en cuyo caso las clases altas desisten de adornarse con joyas por el temor de ser confundidas con las humildes o de costumbres poco respetables. Consideremos que la moda se mueve en dos
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Arce de Otárola, Coloquios, II, p. 786. Arce de Otárola, Coloquios, II, p. 1085. 34 Arce de Otárola, Coloquios, II, p. 1109. 35 Arce de Otárola, Coloquios, II, p. 1113. La habilidad para fabricar estos objetos «impertinentes al servicio del hombre» radica, según Huarte de San Juan, en la defectuosa imaginativa de los habitantes meridionales, Examen de ingenios para las ciencias, pp. 503-504. 33
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planos: el vertical, que fuerza el cambio por emulación de las clases más altas, y el horizontal, que obliga al sujeto a reactualizarse al ritmo que marca el resto de su grupo. Si uno desea pertenecer a una clase, ha de fundirse con ella a través de los signos que porta y, justamente, el objeto de imitación ofrece al grupo menos boyante la oportunidad de satisfacer la presión horizontal y vertical para integrar impecablemente a sus miembros. Gracias a la baratija, que parece auténtica aunque sea falsa, el metasistema cultural intuido por Quevedo y formalizado por Lotman funciona a la perfección: el primer nivel es el del constante cambio; el segundo, el de la entelequia de una mutación aparente; la combinación de ambos forma un engranaje en que la permanencia es el cambio mismo. Esta mentalidad incide sobre lo que tradicionalmente se consideraba valor intrínseco y extrínseco como patrones económicos. El primero residía en los productos de primera necesidad y metales preciosos36; el segundo en el resto de las cosas. El problema estaba, entonces, en aplicar un patrón que se ajustase perfectamente al intercambio pero, puesto que sólo Dios conoce la tabla de equivalencias, el hombre ha de apoyarse en la demanda y en una buena promoción del producto que acreciente su valor en la mente del comprador: «E así, a este respecto, su boca del vendedor era la medida, e así como lo quería vender, así le pagaban»37. Por eso, la idea de que los indígenas americanos estaban siendo estafados por los españoles, y éstos a su vez por el resto de los europeos, revela la fricción entre dos sistemas de valor: el de las equivalencias (fijas) tabuladas y el basado en su percepción (mutable). Como hemos visto, los objetos tienen un valor económico relativo y un valor moral y simbólico fluctuante. Manuel Rodríguez explica cómo los españoles «rescataban» el oro que los indios tenían cautivo38 y lo pagaban con objetos considerados de ínfimo valor, lo cual
36 Fernández Navarrete, Conservación de monarquías y discursos políticos, p. 325. Para 1630 la moneda se ha amalgamado de tal manera con metales innobles que ha perdido su función de patrón y se percibe como un estorbo, como denuncia Quevedo: «Moneda que el que la paga se limpia y se desembaraza, y el que la cobra se ensucia y se confunde; más vale su incomodidad en trajinarla que su valor», El chitón, p. 76. 37 Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, lib.V, p. 81. 38 Rodríguez, El Marañón y Amazonas. Historia de los descubrimientos, p. 384.
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suscitó airadas protestas y los reparos del mismo Colón, espectador de los primeros intercambios. Para un español como el padre las Casas, este canje es claramente ventajoso para una de las partes, ilustrando una abusiva falla de base. Sin embargo, desde la primera carta de Colón se transluce el contento de los indios, para quienes el valor de los objetos recibidos reside en la novedad, el aprecio, y su capacidad para elevarlos en su jerarquía social. Para los conquistadores, el oro tiene valor intrínseco; pero en el mundo americano, el deseo de lo nuevo, el valor simbólico, supera el propio de los metales preciosos y productos de primera necesidad. Las Casas, de(s)preciando la semiótica del objeto efímero, no entiende que las sociedades indígenas precolombinas poseían el lenguaje secundario que caracteriza a las civilizaciones cultas y con historia, lo que explica el aprecio inmediato a objetos de lujo y el deseo de lo nuevo, que no son gustos introducidos por los europeos sino parte de su propio tejido cultural. Con el andar del tiempo, las mercancías de poco valor usadas para el rescate se transformarían en objetos de ferias y mercadillos que incluso las regiones más depauperadas, sujetas al deseo de la novedad, harían un esfuerzo por absorber, para regocijo de mercaderes y transportistas transatlánticos39 y para desánimo de Baltasar Gracián, quien da acta del triunfo mercantil de la «basura dorada» abriendo paso, en irónico movimiento pendular, al entusiasmo dieciochesco de las clases adineradas por cualquier género de imitación decorativa que las convierta en las siguientes fashion victims.
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Un elocuente inventario de estas mercancías se halla en García Bernal, 2000, apéndices.
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Alejandro López Álvarez Instituto Universitario «La Corte en Europa». Universidad Autónoma de Madrid
Introducción En la comedia Guárdate del agua mansa, Calderón traía a una dama que preguntaba contundente: ¿Qué Indias hay donde no hay coche1?
La pregunta manifestaba la extensión del fenómeno de los coches, que había llegado al mundo todo y allí donde no lo había hecho, no existía sino la barbarie. Estos eran, efectivamente, antes que nada, un producto urbano y más exactamente cortesano, que, de acuerdo a una
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Calderón, Guárdate del agua mansa, pp. 149-151.
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política continuada, si bien no siempre perfectamente consecuente de la Monarquía, acabaron convirtiéndose en el elemento más adecuado para diferenciar al cortesano de quien no lo era. Los coches, los más destacados de entre los que hemos dado en llamar vehículos representativos, es decir, literas, carrozas, sillas de mano y trineos, empezaron a naturalizarse en las cortes europeas desde mediados del siglo XVI modificando de forma rotunda la Casa del rey, y dentro de ella, la caballeriza, al alterar su composición, sus gastos y su participación en el ceremonial y la etiqueta palatina, al mostrar al soberano de forma inédita y al convertirse paulatinamente en un nuevo mecanismo de regulación y control social, así como de integración de las elites políticas. Este lento predominio del coche y de la cultura cortesana frente al caballo y la cultura caballeresca no sólo en la Casa del rey sino también en otras capas sociales, puede simbolizarse en el paso de una caballeriza medieval a otra moderna. Junto a ello, los coches afectaron a la sociedad de la época de forma no menos decisiva, modificando la forma de construir las ciudades y la forma de percibirlas. Semejantes cambios provocaron un vivo debate, no demasiado conocido y deficientemente explicado, que tuvo en la literatura su más conspicuo campo de batalla, —desarrollándose en todos los géneros imaginables— y en el que participaron con fruición cuantos autores tomaron la pluma en el Siglo de Oro2. Por todas estas razones, creemos que en el análisis de la cultura material en la Monarquía hispana del Siglo de Oro no debería faltar una visión, siquiera sea somera, del uso de los carruajes representativos. Nuestra perspectiva considera los coches como una brecha desde la que abordar la composición política cortesana de la Monarquía Católica y un medio desde el que descubrir la redefinición de las formas de jerarquización y relación sociales llevadas a cabo en la época. En ese sentido, nos proponemos explicar cómo el coche intervino decisivamente en la configuración de las cortes virreinales, cómo el debate literario reforzó esta operación y cómo ambas circunstancias sucedieron de forma muy parecida a lo acontecido en Castilla3.
2 Algunas críticas a las opiniones vertidas hasta el momento en López Álvarez, 2007b, pp. 29-36 y 2007a, pp. 41-43. 3 Lejos por tanto de quienes ven esta cuestión como una anécdota en las sociedades auriseculares virreinales, como Lohmann Villena, 1996, pp. 111-157.
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1.1 La legislación sobre el coche en Indias La primera disposición importante relativa a los coches dada en América tuvo lugar el 24 de noviembre de 1577 cuando se prohibió ir en carruaje en todas las Indias4. Esta era más restrictiva que la pragmática de comienzos de 1578 dada en los reinos de Castilla según la cual se prohibía ir en coche de menos de cuatro caballos, medida que trataba de asociarlos a aquellos elementos nobles que habían de gobernar la Monarquía en estricto paralelo a la institucionalización llevada a cabo por Felipe II. La prohibición se cumplió sin duda alguna, como muestra el hecho de que el Consejo de Indias demandó al virrey de Nueva España en 1591 si sería conveniente volver a dejar ruar coches en México, a lo que este contestó afirmativamente5. Aunque desconocemos qué medida se tomó por entonces, es probable que la interdicción se suavizara, como se deduce de la existencia de carruajes en Lima y México antes de acabar el siglo y es más que probable que hacia 1600 se abriera aun más la mano siguiendo lo que se hiciera ese año en Castilla al permitir el uso de vehículos de dos y cuatro caballos en un intento de integrar a las elites urbanas en el gobierno de la Monarquía. De cualquier modo, la conversión del coche en un objeto de status de primera categoría, en elemento de exclusividad y distinción se refleja en el crecimiento del número de ellos, incontestable a tenor de los testimonios que luego veremos. Diferente suerte corrió el proceso iniciado en 1611, que hemos denominado institucionalización, y que no parece haberse implementado en Indias6. Gracias a la pragmática de ese año, sólo podían ir en coche quienes lograran un licencia del Consejo de Castilla, lo que vino a significar que esta práctica se convirtiera en estricto monopolio de las elites que gobernaban la Monarquía, es decir, la aristocracia cortesana, los ministros y criados de la Casa real, los altos eclesiásticos
4 Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía, t. XVIII, pp. 116-118. Para las tensiones suscitadas en México tras la prohibición, AGI Justicia 213/1. 5 AGI México/22/86. 6 Con todo, es probable que se mantuviera algún tipo de restricción al uso o la importación de los vehículos, como se deduce de las licencias dadas a los virreyes novohispanos entre 1607 y 1642, AGI Indiferente 449 Libro 1 fols. 82v-83r, Libro 2 fol. 10v, Indiferente 450 Libro 6 fol. 176v, Indiferente 451 Libro 8 fol. 107v, etc.
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y quienes tuvieran estrechas relaciones con ellos en los grandes centros urbanos, o dicho de otra manera, los que tenían sangre noble y buenas relaciones en la corte. La concesión de las licencias, de las que durante el reinado de Felipe III se dieron unas 2300, se mantuvo hasta 1630 aproximadamente aunque apenas las hubo desde 1625. Puede deducirse que este proceso cargó de contenido político el uso del coche y a la vez contribuyó de forma decisiva a configurar el cortesano barroco. Con todo, aunque la institucionalización no se produjera en Indias tal y como se conoció en Castilla, es evidente que tras un aumento exponencial del número de los vehículos y de la competencia suntuaria siguiendo el modelo de la corte madrileña, también se trató allí de controlar esta práctica. Para ello se arbitró una prohibición que pretendía facilitar el acceso al coche a algunos y eliminarlo en otros. En paralelo a la prohibición del uso de las mulas dada el 24 de septiembre de 1624 y considerando que «en fraude de lo susodicho se podría aumentar el huso de los coches con que será mayor el daño», pues además de no conseguir lo que se pretendía se acrecentaría el gasto de los vecinos, el virrey del Perú, marqués de Guadalcázar, mandó que de aquí adelante no se pueda hazer ninguno en esta ciudad sin licencia mía o de quien en nombre de Su Magestad tubiere este gobierno a su cargo, pena de mil pesos al carrosero que sin ella lo hiziere y un año de destierro de esta Ciudad, y sien pesos a cada oficial que trabajare en los dichos coches, y de perdimiento de la obra.... reservando como reservo en mí el proveer lo que convenga cerca de los Coches y Carrosas que asta aora se han hecho en que estoy informado que ay grande excesso7.
Se trataba de una suerte de institucionalización a menor escala que la habida en Castilla, pues hacía obligatoria en adelante la obtención de licencias para fabricar coches y abría la mano a un control posterior de los que ya había. Incide en esto el que coincidía temporalmente con medidas similares dadas en otras cortes virreinales8.
7
RAH 9/1676, vol. XXI, fols. 265v-267v. Las Cortes reunidas en Pamplona en 1624, se quejaron de que las leyes restrictivas sobre los coches dadas por el virrey causaban muchos agravios por «aber hecho 8
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Acabado hacia 1630 el proceso de institucionalización de los coches en Castilla, tuvieron lugar una serie de medidas encaminadas a fiscalizarlos, fuera pagando cierta cantidad los que los tenían, fuera vendiendo licencias para su uso, como sucedió a partir de 1636 en Madrid y en otras partes. Haciéndose eco de lo que acontecía en la corte, el conde de Chinchón, virrey del Perú, dispuso el 12 de enero de 1637 que todos los propietarios de vehículos los registraran ante el secretario de gobernación, quedando exceptuados de la matrícula los oidores y ministros y los del tribunal de la Santa Cruzada y dignidades del Cabildo metropolitano9. La medida debió tener un fin fiscal como se deduce del hecho de que se «liberara» a ciertos personajes, si es que no se trató también de desencochar a algunos elementos sociales, mientras otros seguían disfrutando de este privilegio. De cualquier modo, los intentos de fiscalizar los carruajes se potenciaron en Castilla desde mediados de siglo y se reflejaron igualmente en el virreinato. Así, después de las cobranzas de 1651 y 1658, el conde de Santisteban propuso a la Corona el 16 de enero de 1662 implantar un cobro en Lima por el uso de los vehículos argumentando que dañaban las cañerías y acequias y que había demasiados. Su proyecto consistía en un donativo de 300 pesos pagaderos en dos años. En el Consejo de Indias se determinó pedir informe a la Audiencia para saber el número de coches que había en la ciudad y proceder de acuerdo a ello10. También la segunda mitad de la centuria fue testigo en Castilla de intentos diversos destinados a frenar por un lado, a aquellos que so color de la venta de licencias querían sumarse al uso de los coches sin tener sangre ni relaciones sociales adecuadas y por otro, a controlar la tendencia creciente a diferenciarse con ellos, bien fuera a través de nuevas decoraciones o de nuevos usos protocolarios y ceremoniales. En ese contexto, las medidas dictadas en la corte madrileña a rebufo de la aparición de las «grands carosses» francesas, dadas por vez primera ya en 1674 y provistas de generosos plazos para su cumplimiento, tuvieron también su reflejo en Indias, donde los nuevos vehículos no
diferençia de personas», Actas de las Cortes de Navarra, vol. 2, pp. 103-104. En Lisboa también se dieron diversas disposiciones parecidas. 9 J. A. Suardo, Diario de Lima (1629-1639), vol. II, p. 158. 10 AGI Lima/63/8 y Lima/574/ Libr. 26 fol. 268r.
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se hicieron esperar11. En el virreinato peruano, el conde de Castellar proveyó en 31 de marzo de 1678 que en adelante ninguna persona pudiera andar en coche, carroza o calesa con dorados exteriores, sino «llana», la clavazón ord i n a ria de tachuelas doradas y la guarnición «quando más» de terciopelo o damasco. Los vehículos que existían habrían de acomodar sus adornos conforme a lo dispuesto dentro del plazo de tres años, bajo pena de su pérdida y de 1.000 pesos de multa a los dueños y destierro a los maestros de coches y sus oficiales por dos años además de una multa de 500 pesos12. Similarmente, y en la línea de las disposiciones de 1691 que trataban de controlar el lujo en la fabricación de los vehículos, el 22 de marzo de 1693 se prohibió poder traer coches de luto en Indias «ni menos hacerlos fabricar para este efecto, pena de perdimiento de los tales coches y las demás que parecieren convenientes, las cuales quedan al arbitrio de los jueces». En cuanto a las viudas se les permitía andar en sillas de mano de color negro, «pero no traer coche negro en manera alguna»13. También en la estela de la pragmática de 1691 que prohibía ir en coche a ciertos oficios, el conde de la Monclova virrey del Perú, dispuso en 1696 —so color de que a los españoles se les olvidaba el andar a caballo debido al renovado abuso de ruar en coches, calesas y mulas y deseando fomentar una fuerza de caballería combativa— que a partir del mes de febrero siguiente ningún español desde la edad de 16 años hasta la de 50 entrara en coche ni calesa en todo el distrito de la ciudad. Los contraventores, «según las circunstancias que concurriesen en la persona y en la desobediencia», serían multados14. El parecido con la pragmática dicha y con los acontecimientos de años posteriores sucedidos en Madrid, afirman nuestra convicción de que se trataba de un intento de desencochar a algunos elementos sociales para permitir el uso de los carruajes en otros. De acuerdo a estos ejemplos, puede decirse que las medidas dadas en Indias sobre los coches tenían un
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Ejemplo de la introducción de las nuevas carrozas de gusto francés en J. de Mugaburu, Diario de Lima (1640-1694), pp. 177, 187 y 261. 12 Ver Lohmann Villena, 1996, p. 117. 13 Muro Orejón, 1956, vol. I, p. 493. La medida se repitió el 17 de agosto de 1695, Diario de sucesos notables, escrito por el licenciado D. Antonio de Robles, y comprende los años de 1665 a 1703, t. II, pp. 176-177. 14 Moreyra y Céspedes, 1955, vol. II, pp. 91-92.
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paralelismo clarísimo con las habidas poco antes en Castilla, como muestra el caso paradigmático de los coches del virrey15.
1.2 El coche del virrey Desde 1600 aproximadamente, la caballeriza y dentro de ella, los vehículos re p resentativos, alcanzaban un protagonismo muy importante en la representación de la imagen real. Este hecho se trasladó también al virrey, que como alter ego del monarca, había de representar en su corte un papel muy similar al que jugaba el rey en la suya. De esta manera, el número y la calidad de sus carruajes y el de sus tiros y quién podía y cómo acompañar al virrey en sus vehículos, pasaron a ser cuestiones de gran importancia en las cortes virreinales, pues estaban denotando quién ostentaba allí el poder y cómo habían de mostrarse las jerarquías sociales lejos de la metrópoli16. Los problemas suscitados por la ocupación ceremonial del espacio interior del coche del virrey se produjeron en el virreinato peruano a mediados de la década de 1650, cuando los oidores se quejaron de que acompañando los alcaldes del crimen al virrey y a un oidor en el coche pretendían compartir asiento en la almohada dentro del vehículo, equiparándose a ellos. Invocaban en apoyo de su petición que en Madrid y en México los alcaldes asistían al estribo, y que si en Lima se había concedido este lugar al doctor Bartolomé de Salazar, era porque además de haber sido alcalde de corte, también había sido asesor del virrey marqués de Mancera, de modo que este le había dispensado semejante privilegio dada la privanza de que gozaba. La situación se había enconado en tiempos del conde de Salvatierra, antecesor del de Alba de Aliste. Entonces, al intentar el alcalde del crimen Padilla ocupar el estribo, el conde de Salvatierra le desalojó y ante el desaire, Padilla se abstuvo en adelante de acompañar al virrey. Para evi-
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Para las diferentes disposiciones sobre los coches que hemos ido citando, López Álvarez, 2006, pp. 883-908 y más en extenso, 2007b, pp. 145-167, 181-264, 269-283 y 299-316. 16 Recuérdese que en las instrucciones dadas al marqués de Montesclaros cuando fue por virrey a México en 1603, por Pablo de la Laguna, presidente del Consejo de Indias, se le recomendaba llevar cuatro coches: uno para él, otro para la virreina y dos para criados y criadas, Hanke, 2001, p. 271.
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tar futuros conflictos, el conde de Alba de Aliste proponía que se ordenara de forma concluyente que los alcaldes de corte fuesen al estribo, aunque en el coche hubiese asiento disponible, lo que decretó una carta real de 10 de octubre de 165717. Pero los problemas en torno al coche del virrey no cesaron. Así, en el interregno posterior a la desaparición del conde de Lemos, la Audiencia gobernadora se quejó a la reina en 10 de junio de 1673, de que en las fiestas de tabla y demás actos oficiales se había introducido llevar dos oidores a cada lado de los estribos del coche aparte de los que se sentaban enfrente de la testera, lo qual no deja de causar alguna nota, respecto de pareçer no ay diferençia entre los oydores y Alcaldes de corte y fiscales, quando para con estos solamente se dispuso por çedula de diez de otubre de 657 fuesen en el estribo del coche; y en la Audiencia de México no se estila que los oydores bayan en él, sino en la almohada y lo mismo se practica en los consejos de V. Magd, distinguiéndose en esto de los Alcaldes de corte y fiscales18.
Este uso del coche virreinal como elemento jerarquizador de los diferentes estratos cortesanos se aprecia también en México, donde una real cédula de 1661 ordenó que la audiencia «no acompañase al virey en publico ni en secreto ni en cuerpo de audiencia, sino tan solamente en la asistencia en los dias de tabla en la catedral, y que no los llevase al estribo de su carroza»19. Sin embargo, el punto de conflicto más importante en torno a los coches virreinales fue, desde mediados de siglo, la regalía de poder llevar seis mulas en ellos y cocheros descubiertos, un privilegio muy cuestionado por entonces en Madrid y en otras cortes de la Monarquía. Las primeras noticias que conocemos al respecto son de México, donde ya a su llegada en agosto de 1664, el virrey marqués de Mancera se abstuvo de ruar por la ciudad con el conde de Baños, virrey anterior, en cuatro carrozas de seis mulas «que por auto del real acuerdo se le había mandado no las usase, porque solo se permitía a la persona que representaba a la de
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AGI Lima, 57/24 núm. 5, fols. 18r-19r. AGI Lima 73/16. 19 Diario de sucesos notables, escrito por el licenciado D. Gregorio Martín de Guijo, y comprende los años de 1648 a 1664, p. 474. 18
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S.M»20. Un par de años más tarde, en mayo de 1666, cuando se residenció al obispo de la Puebla Diego Osorio de Escobar y Llamas por el tiempo que había sido virrey, el conde de Baños se querelló del obispo de «haberle causado de su parte muy grandes injurias, asi a la persona como a la autoridad del puesto de virrey que acababa de ejercer». Entre ellas incluía que el día de San Pedro de 1664, estando en la catedral con la audiencia, por ser fiesta de tabla, el obispo había venido desde San Ángel, donde estaba retirado, a la ciudad, «a tomar la posesión del virreinato, acompañado de innumerable concurso y repique general, entrando en coche de seis mulas con los cocheros descubiertos; ceremonia solo permitida a los señores virreyes actuales»21. En el virreinato peruano tampoco faltaron encontronazos similares. En 1676 se enfrentaron el conde de Castellar y el arzobispo Almoguera, a raíz de la introducción por este último de que los cocheros de su carroza y los pajes que la escoltaban, llevasen el sombrero en las manos, regalía privativa de los representantes del soberano. Sabedor el conde de la novedad, hizo llegar al prelado un mensaje en el que le informaba que ni en la metrópoli ni en los territorios españoles de Italia se consentía tal demasía, ni aun en las capitales que no fuesen sede virreinal. Pero la respuesta del arzobispo fue terminante: «que avia de gastar toda la Renta del Arçobispado en la defensa de esta preeminencia»22. Con todo, el problema alcanzó aun mayor acritud cuando el sucesor de Almoguera, Melchor Liñán y Cisneros se empeñó en seguir gozando del coche de seis mulas en calidad de arzobispo de México y tras un par de años de haber ocupado el virreinato interinamente. Consultado el soberano, se determinó que «por aver sido Virrey en ínterin, no le quedaba otra prerrogatiba que la de el tratamiento» y desde entonces «no ussó mas de las seis mulas y cocheros descubiertos», como relataba el virrey duque de la Palata en la encendida defensa de esta regalía que compusiera23. Puede concluirse que tanto los deseos de ocupar ciertas partes del coche del virrey como 20
Diario de sucesos notables, escrito por el licenciado D. Gregorio Martín de Guijo, pp. 542-546. 21 Diario de sucesos notables, escrito por el licenciado D. Antonio de Robles, t. I, pp. 2930. 22 AGI Lima 76/105. 23 Fuentes, Memorias de los virreyes que han gobernado el Perú durante el tiempo del coloniaje español, vol. II, pp. 69 y 74-75. El título de conde de la Puebla de los Valles
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los intentos de llevar vehículos con seis mulas evidencian algunas de las tensiones sociales que este artefacto ocasionaba en las cortes de la Monarquía y las respuestas que se articularon para zanjarlas24.
2. Los tópicos sobre el coche en la literatura virreinal Si las disposiciones legales sobre los coches dadas en Castilla fueron seguidas de forma palmaria en el virreinato peruano y en Nueva España, los motivos literarios que se fraguaron desde 1590 hallaron eco de la misma manera. Conviene asentar que los autores auriseculares tocaron el tema del coche siguiendo en su mayoría las directrices que emanaban de la legislación suntuaria y la práctica de la gracia por parte de la Corona, es decir, justificando su uso entre quienes por su sangre noble podían gozar de ellos y denigrando a aquellos otros que podían considerarse advenedizos sociales, a la vez que, separando a hombres y mujeres —porque estas requerían una pedagogía específica—, proceder a mostrar a las féminas los peligros que podían experimentar por querer ir en coche y cómo habían de comportarse en él aquellas que habían de gozar de semejante privilegio25. El primero y más frecuente de estos tópicos, el de la abundancia de los vehículos y el de su papel como nuevos enseres en la ciudad, es dominante en los autores que escribieron en el virreinato, deseosos de ensalzar precisamente la calidad de las cortes allí establecidas. Pedro Ordóñez de Cevallos aseguraba así que había visto «treinta y cinco coches y carrozas» por las calles y plazas de México26 y no mucho después, Pedro de Balbuena, en una interesante descripción de la ciudad, cifraba el status de la corte novohispana también en la abundancia de sus carruajes:
no satisfizo los deseos del pre l a d o, dolido con lo que consideraba injusto, Busto Duthurburu, 1994, vol.V, p. 179. 24 Para los problemas suscitados por el uso de coches por parte de los alcaldes de corte en Madrid y los tiros de seis mulas, López Álvarez, 2007b, pp. 286-296. 25 Para los diferentes tópicos literarios sobre el coche, López Álvarez, 2007b, pp. 319-616. Un resumen en López Álvarez, 2005, pp. 137-149. 26 Ordoñez de Ceballos, Viaje del mundo, p. 167.
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y para autoridad y señorío coches, carrozas, sillas y literas27.
Arias de Villalobos por su parte, aseguraba que sólo por la presencia real aventajaba la corte madrileña a la mexicana y hacía de los coches de ésta, una de sus señas de identidad: Pues si a la corte hace el real ornato, de ornato real en nuestra corte hay sobra: coches, braveza, estados, aparato; que, aunque en títulos falta, en esto sobra28.
Agustín de Vetancurt mantenía sobre la misma urbe a finales de siglo lo siguiente: La gala, y el lustre es grande, el azeo, y adorno en ricos, y ofiziales, los de menor quantia hasta oficiales gastan golillas, y capa negra, andan en carrosa y en caballos; grandeza es, pero quien viere a todos en un concurso, no diferenciándose el Cavallero rico, o Mayorasgo del oficial mecanico le parecera poca política, pero es bisarria de la tierra, que influye señorío, y engrândece humildes corazones, aniquilando cuytadas condiciones29.
En Lima, ciudad de la que escribía Bernabé Cobo que era «la corte y emporio y una como perpetua feria de todo este reino y de las otras provincias que se comunican con él», el número de los vehículos se había multiplicado en tres décadas exponencialmente, de forma
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Balbuena, Grandeza mexicana, p. 78. intitulado Mercurio. Dase razón en él, del estado y grandeza de esta gran ciudad de México Tenoxtitlán, desde su principio, al estado que hoy tiene: con los príncipes que le han gobernado por nuestros reyes, p. 367. En nota a pie de página, el autor precisaba: «Coches, carrozas, literas, sillas cerradas y abiertas, de gran costa y gala». 29 Vetancurt, Teatro mexicano, descripción breve de los sucesos exemplares históricos, políticos, militares y religiosos del nuevo mundo occidental de las Indias, fol. 3. Este autor mantenía que, siguiendo a Villalobos, México era la ciudad de las siete CC: «calles, calzadas, caminos, caballos, carrozas y canoas», fol. 4. El pasaje del bachiller decía: «Calles, casas, caminos y carreras; / calzadas llanas; plazas espaciosas», Canto intitulado Mercurio, p. 374. 28 Villalobos, Canto
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muy similar a como había sucedido en Madrid. Así, observaba el jesuita: El crecimiento que he visto en esta ciudad, de treinta años a esta parte, ha tenido esta vanidad de trajes, galas y pompa de criados y libreas que pone admiración. De solas las carrozas quiero hacer argumento, de donde se podrá colegir lo que pasa en lo demás; cuando entré en esta ciudad el año de mil quinientos noventa y nueve, no había en ella mas de cuatro o cinco, y esas bien llanas y de poco valor, y al presente pasan de doscientas, y todas son costosísimas, guarnecidas de seda y oro con gran primor: viene a costar cada carroza, con dos mulas que la tiran, tres mil pesos y más30.
Una relación de comienzos del siglo XVII encarecía la apariencia de las criollas limeñas, subrayando su hermosura, sus joyas y vestidos y certificando que: tienen sillas de mano en que las llevan los negros quando van a misa y a sus visitas; y tienen carrozas ricas y muy buenas y mulas y caballos que las tiran y negros cocheros que las guían31.
Salinas y Córdoba aseguraba por su parte, que la ciudad tenía más de 400 carrozas32, mientras Calancha, escribía acerca de las excelencias limeñas: La gala i el lustre es grande en las damas y ricos, i costoso el adorno o aseado en aû los oficiales i plebeyos.Todo representa Corte i arguye en unos ostentación, i en otros vanidad. Los que no andan en carroças (de que ay gran número) andan a la gineta con criados y pages33. 30
Cobo, Historia de la fundación de Lima, p. 321. Murúa escribía por esas fechas que el lujo de sus gentes era mayor aun que en España precisando que «los aderezos de caballos, de mulas, de carrozas se hace con tanta pompa y majestad, como si la plata y oro brotara cada año con las plantas, y se sembrara para que multiplicara», Historia general del Perú, origen y descendencia de los incas, p. 508. 31 Lewin, Descripción del virreinato del Perú. Crónica inédita de comienzos del siglo XVII, p. 39. 32 Salinas y Córdoba, Memorial de las historias del Nuevo Mundo Perú, Discurso II, cap. II. s. p. 33 Calancha, Corónica moralizada del orden de San Agustín en el Perú, con sucesos ejemplares en esta Monarquía, p. 245.
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En buena parte de estas opiniones se detecta una clara valoración del coche como artefacto novedoso y muestra patente de la riqueza, el poder y la sofisticación de la urbe. Simultáneamente, la nueva corte virreinal, influenciada por el uso del coche, se adecuaba a su tráfago creciente y dejaba amplios espacios para el disfrute y la exhibición de sus usuarios, reflejando ideas que ya circulaban por la península desde varias décadas antes del 1600. Así, tratando de la hermosura de Lima, el dicho Salinas y Córdoba aseguraba que «todas las calles son parejas, tan anchas que pueden yr lado a lado tres carroças, dexâdo passo frâco a los q passan». Después, al ocuparse de los contornos de la ciudad aseveraba que la Alameda estaba adornada por siete calles, «las tres tan anchas, que por cada una pueden rodar seys carroças; y quatro angostas, por donde cabe una»34. De las calles de México escribía Diego Cisneros que por ser hermosíssimamente traçadas y derechas, parecen muy bien aviendo llegado a su última perfección, de estar empedradas y adereçadas, en que no poco ha trabajado el vigilantísimo cuidado del Excellêtíssimo Señor Marqués de Guadalcazar que oy govierna, por que de antes las más o todas estavan desempedradas, y siendo la naturaleza de la tierra salitral y pantanosa, y las aguas del Verano muchas y côtinuas, en lo mejor de la Ciudad se hundían los coches hasta los exes, y los cavallos hasta las cinchas, de cuyos inconvenientes esta agora segura firme, y limpia35.
Junto al elogio literario, la imagen urbana plasmada por la pintura también se hizo eco del uso de los coches, que aparecen muy destacadamente en varios de los cuadros más famosos sobre Lima y México en el período virreinal36.
34
Salinas y Córdoba, Memorial de las historias..., Discurso II, cap. II, s. p. Cisneros, Sitio, Naturaleza y Propiedades de la Ciudad de México, fols. 109v-110r. Décadas más tarde, Agustín de Vetancurt señalaba «que las más son empedradas, y con ser que en todo no cesan los empedradores de aderesarlas, es tanto el concurso de las carrosas, que no acaban de componerlas», Teatro mexicano..., fol. 1. Otras transformaciones urbanas destinadas a los coches en, Diario de sucesos notables, escrito por el licenciado D. Gregorio Martín de Guijo, p. 427. 36 Para Lima ver el cuadro anónimo La plaza de Lima de 1680, reproducido en López Álvarez, 2007b, ilustración, XXIX. Para México, Vista de la Plaza Mayor, obra 35
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Pero la abundancia de los carruajes, que paulatinamente había devenido desmesurada, aunque menor que en Madrid —la Babilonia cocheril por antonomasia37— escondía lógicamente, una sorda guerra por el ascenso social y la plasmación de las jerarquías, una extraordinaria competencia por el aparato externo y el gasto suntuario, como se apreciaba en algunos conflictos sociales, así el de los alcaldes y los oidores que ya vimos38. Varios de los testimonios anteriores mencionaban someramente el asunto, pero otros autores subrayaron con mucha más radicalidad esta cuestión. Así, de las negativas consecuencias del crecimiento desmesurado de los coches limeños se hacía eco fray Gonzalo Tenorio: Desde el principio del mundo no ha reinado nunca de semejante manera, como al presente, la avaricia en el corazón de los hombres. Parecen adorar al dinero como a su Dios y mammona. Las ciudades, y las dependencias reales sobre todo, están llenas de caballos, abundan innumerables cuadrigas.Yo recuerdo los tiempos en que en la ciudad de Lima sólo había tres o cuatro cuadrigas; y en breve, no podían numerarse ya de los muchos miles en que se multiplicaron. Por esta vanidad y ostentación consumen inmensas cantidades de dinero en el sostenimiento de mulos y caballos, lo cual si lo invirtieran en mantener a los pobres, o ayudar a las viudas, etc. con facilidad tendrían asegurado el cielo. ¡Ay de ellos, que les parece no poder dedicarse a estas obras de piedad!; no tienen dinero para atender al prójimo y abundan en superfluidades de caballerías y cuadrigas, fomentando la vanidad39.
La crítica era aquí mucho más directa y enlazaba con los problemas que se denunciaban sobre el consumo excesivo y los elevados gastos provocados por los coches, muy en la línea de los arbitristas de la de fines del XVII de Cristóbal de Villalpando, ilustrada en Cristóbal de Villalpando ca. 1649-1714, catálogo razonado, 1997, p. 275. 37 Era Madrid la ciudad de los coches y así, a Ana, dama recién llegada de Lima, se le decía que no podía afirmar que conocía la corte «mientras legiones de coches / no ha visto trepar por ella», refiriéndose a la Tela, cercana al alcázar, Lope, Sembrar en buena tierra, p. 433. Interesantes consideraciones sobre los coches en Madrid en, García Santo-Tomás, 2004, pp. 88-114. 38 Críticas a los eclesiásticos virreinales mexicanos por el uso excesivo de los coches en 1655 en, Diario de sucesos notables, escrito por el licenciado D. Gregorio Martín de Guijo, pp. 311-312. 39 Ver Eguiluz, 1959, p. 280. Cuádrigas, vale decir, coches, ver Covarrubias, Tesoro.
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década de 1620 y las ideas de Francisco Santos, allá por los años de 1660 y 1670, con la intención de que se limitara el uso de los coches a una minoría que debía llevarlos para poner de manifiesto su status social. Efectivamente, para todos los autores literarios, el uso del coche había de quedar adscrito a una pequeña elite que lo merecía por su sangre, riqueza y relaciones sociales. Este coche de los poderosos fue sancionado positivamente por la literatura, mientras el coche del advenedizo fue objeto de sátiras, burlas o acerbas críticas. De esta manera, y como sucediera en la corte madrileña, los relacioneros se encargaron de mostrar qué coches eran legítimos, poniendo en evidencia su riqueza, su preeminencia ceremonial y sobre todo, la superioridad social de sus usuarios. Como no podía ser de otro modo, aquí destacó especialmente el virrey, cuyos vehículos habían de ser los más ricos y llamativos de la corte, de la que él era la cabeza. Así, cuando su entrada en México en 1640 se explicitaba la riqueza de sus coches, su caballeriza y criados: Entró su Ex. en su carroça rica, y bordada, digna de tal ocasión, y yéndose acercando a lo poblado, la Ciudad embió a su Ex. dos hermosos cavallos... Llegaron pues con los cavallos a la carroça de su Ex. ofreciéndolos con vo l u n t a d , y cort e s í a , estimada afa blemente de su Ex. y admitiéndolo sólo para la entrada tan lucido apercibimiento, a este tiempo venían de Palacio 24 cavallos encubertados de damascos de diferentes colores, con clarines y atabales..., y hecha la ceremonia de cortesías devidas, bolvieron con el mismo orden; poniéndose a cavallo su Ex. yendo delante de todo su carroça y quatro coches de Cámara con el Sotacaballerizo, trayendo el quitasol a su Ex. el Alguazil mayor desta Ciudad40.
Por otro lado, ya en la década de 1590 el coche significaba a las damas nobles de la corte que, cada vez más, se mostraban ostentosamente en el vehículo tratando de diferenciarse de aquellas que no lo 40 Viaje de Tierra, y Mar, Feliz por Mar, y Tierra, que hizo el Excellentíssimo señor Marques de Villena mi Señor, yendo por Virrey, y Capitán General de la Nueva España, fols. 38v-39r. Descripciones de este tipo eran acompañadas por otro tipo de noticias, no por menos detalladas menos literarias, que trasmitían también los dietaristas de la corte. Diversos testimonios en, Diario de sucesos notables, escrito por el licenciado D. Gregorio Martín de Guijo, p. 123; Diario de sucesos notables, escrito por el licenciado D. Antonio de Robles, t. III, pp. 12-13 y Mugaburu, Diario de Lima (1640-1694), pp. 119, 122 y 171172.
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eran. En torno a 1600, los testimonios literarios subrayaban de forma meridiana una realidad incontestable; la dama de alcurnia ya no salía en público en cabalgadura, sino en carruaje o en silla. Como en el caso del cortesano, el coche fue desde entonces y aun más desde 1611, un elemento central en la imagen de la señora que modificó su forma de aparecer en el espacio público, su acompañamiento o sus formas de galantear.Todos estos cambios también se afianzaron en Indias, como se aprecia bien en cierta relación festiva: Quise salir amiga (Más por dar alibio a mi fatiga) Temprano ayer de casa, Por darte relacion de lo que passa. Prevenir hize el coche, Aunque mi pensamiento se hizo noche, Pues tan mal lo miraron, Que para daño nuestro pregonaron Que carroças no huviera; O más cibil, que criminal cansera; Lamentélo infinito, Puesto que por cumplir con lo exquisito: Aunque tan poco valgo, Menos q a entrada de Virre no salgo41.
Esta dama, engreída y envarada, era un ejemplo de que la mujer de alto status había de salir en coche en la corte para mostrarse convenientemente. Sin embargo, también ponía de manifiesto que, gracias al coche, la mujer lograba una novedosa parcela de poder, pues con éste no sólo evidenciaba su posición social, también ampliaba su radio de movimientos y su independencia con respecto al hombre y rompía los esquemas de comportamiento previstos para ella. Fue por ello que las críticas literarias al uso del coche por parte de la mujer
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Relación escrita por doña María de Estrada Medinilla, a una religiosa prima suya. De la feliz entrada en México dia de S. Agustín, a 28. de Agosto de mil y seiscientos y cuarenta años, del Excellentíssimo Señor Don Diego López Pacheco Cabrera y Bovadilla, Marqués de Villena, y Moya... Virrey, Gobernador, y Capitán General desta Nueva España, fol. 3. Este tipo de prohibiciones para la salida de los coches en diferentes ceremonias públicas era habitual, algunos testimonios en, Diario de sucesos notables, escrito por el licenciado D. Gregorio Martín de Guijo, pp. 233 y 243-244.
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fueron más numerosas e intensas que las dirigidas al hombre. Era conveniente ponerla sobre aviso acerca de los peligros de este habitáculo semi-público y semi-privado, de forma que supiera mostrarse en él de acuerdo a su status social y salvaguardando su honestidad. Para ello se detalló lo que podía suceder a quienes usaban del coche indebidamente. Así por ejemplo, el tópico del coche demoníaco y alcahuete empezó a campar a sus anchas en Castilla, lanzado hacia 1600 para criticar a quienes ponían en peligro su honra por ir en ellos y alcanzando su culmen en los años 20. Justamente por entonces, encontramos el motivo en Indias. En un vejamen limeño de 1625, las mujeres preguntaban de qué género era el alcahuete, cúal era el mejor de Lima y en qué facultad se había de graduar uno para serlo bueno. A la segunda cuestión se respondía: digo que suppuesto que se ha quitado el tapado, el maior Alcagüete es un coche que vmds llaman Carroza42.
Pero aunque la mujer fuera avisada en particular de los peligros que corría yendo en coche, no se dejó de dibujar en general que el deseo de ir en él era una muestra criticable de las ínfulas de ascender socialmente, de hecho, era uno de los mayores sueños de quien quería aparentar y salir de su esfera. Caviedes se ensañaba con estos en sus Remedios para ser lo que quieres, donde escribía sobre los caballeros chanflones: Si este caballero fuese pobre, porque todo le sobre, a una iglesia se vaya y, por dos reales, que a un calesero dé para tamales, por este corto logro que interesa logrará que lo meta en la calesa
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Vejamen que dio el padre maestro fray Francisco de Oviedo Pedrosa en el grado de don Fernando Ladrón de Guevara colegial de San Martín, en la iglesia mayor de Lima 9 de noviembre de 1625, fol. 182v. También en la que se considera la primera ficción novelesca escrita en el Perú, el diablo Asmodeo recordaba el tópico del coche celestino cuando contaba como se metió en el cuerpo de «una debota beata, de estas celestinas a lo divino, más que un coche a lo humano», Mogrovejo de la Cerda, La endiablada, p. 61.
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y le abra las cortinas. Por las calles remotas y vecinas, cuantos fuese por ellas encontrando los irá saludando, y llamando de usted al mal vestido, y al galán poderoso y engreído de tú, para que lo oigan tutearse y así piensen que llegan a igualarse43.
Versos como estos traducen la concurrencia a que daban lugar la posesión del vehículo y el que personajes sin sangre noble se sirvieran o trataran de servirse de ellos. Pero para dar cuenta más cabalmente de la tensión social que ocasionaba el carruaje en el virreinato, hay que leer otros del mismo Caviedes en los que el coche se erigía en el mejor artilugio social para mostrarse en la corte, superando al título nobiliario y a la mujer. En el poema Manda a uno que elija de tres cosas la que le parece mejor, a saber: titulo, coche o mujer y da la razón que tiene para elegir coche y no título ni mujer, escribía: Título o coche en que andar o mujer puedo escoger, si me quiero acomodar; veamos lo que he de tomar coche, título o mujer. Pariente del soberano Rey puedo ser de repente; mas también está en mi mano ser de mi mujer pariente, y pariente más cercano. Conde, es dulce fantasía, marido, graciosa red; y no sé lo que haga hoy día si al conde la señoría o a la novia la merced. Marido, es nunca acabar; Conde continuo moler; y vendré el tiempo a gastar, si soy conde, en preguntar,
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Ugarte, Obras de Don Juan del Valle y Caviedes, 1947, p. 134.
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si marido, en responder. Si soy marido cabal temeré cualquier run-run, y cátate, por mi mal, hecho enemigo especial, y si soy conde, común. Conde en pelo es un ruido, marido y mujer son dos; y lo que yo he conocido es, que no me llama Dios ni por conde ni marido. A coche es la inclinación desde mi natal primero, y pues es mi vocación discurro en suposición que no he de tener cochero. ¿Qué es coche? Una invención es en que vá uno descansado de la cabeza a los pies, pues, Señor, ¿qué acomodado no es duque, conde o marqués? ¿Qué hago con el coche? Desdeño los cetros y las coronas, y para cualquier empeño las cuatro mulas y el dueño ya somos cinco personas. ¿Qué puedo en el coche hacer? Ver a todos sin apodos. ¿Y con mujer? Temer lo que hay de mirar a todos o todos a mi mujer. ¿Qué hace un conde? No repara, habla mucho y nada pesa ¿Y el coche? Cosa bien rara. El coche, si quiero, para; pero el conde nunca cesa. ¿Qué es coche? Firme mansión. ¿Y mujer? Veleta al viento. Luego acierto en la elección, si en mi mujer no hay asiento y en el coche hay almohadón. ¿Qué hace el coche? No dá penas,
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las faltas del dueño encubre, y a veces las torna en buenas. Y ¿qué hace un conde? Descubre las suyas y las ajenas. ¿Qué hace el coche? Vuelve en rosas espinas de la fortuna, que sin él fueran penosas. ¿Para qué es? Para mil cosas. ¿Y la mujer? Para una. ¿Qué más hace? Me mantiene. Con gente de humilde trato, pues le presto a quien conviene, y el conde que no lo tiene ni presta, ni da barato. ¿Qué riesgo puede tener emprestarle? No hay querella, porque me lo han de volver, y si presto a mi mujer se pueden quedar con ella. Luego, en buena economía, el coche escojer me manda poltrona filosofía, coche que no tengo anda y para en la Academia. Y habiendo mirado bien mi conveniencia esta noche, les suplico que me dén aquí estufa y después coche, por siempre jamás amén44.
Podrían acumularse otras citas del estilo, pero con estas queda constancia de la identidad de la problemática suscitada por el uso de los vehículos representativos entre la corte madrileña y las cortes virreinales en Indias y de cómo la literatura escrita en estas últimas siguió plenamente los modelos sobre el coche diseñados en la metrópoli.
44
Vargas Ugarte, Obras de Don Juan del Valle y Caviedes, 1947, pp. 111-113.
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Alfredo Alvar-Ezquerra Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Academia de la Historia
Preliminares Durante los últimos años del siglo XVI acaecieron en Madrid una serie de cambios que tanto reflejan la introducción de novedades para el siglo XVII, cuanto el final de un «ciclo histórico», político o social si queremos denominarlo así. Desde luego, se palpa en la documentación política ciertas diferencias con la generada en los años anteriores, en los años 80. No cabe duda de que en la mente de todos se había incrustado una cierta idea de pesimismo, sobre todo a raíz de los sucesos de 1588, con el fiasco de la Armada de Inglaterra, fiasco que en el propio Cervantes se ve claramente. Antes de la partida de la escuadra él es el que escribe aquellos elegíacos versos,
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Bate, Fama veloz, las prestas alas, rompe del norte las cerradas nieblas, aligera los pies, llega y destruye el confuso rumor de nuevas malas y con tu luz desparce las tinieblas del crédito español, que de ti huye…
que, por cosas del Destino, hubo de continuarlos con aquellos tan tristes dedicados a España: Madre de los valientes de la guerra, archivo de católicos soldados, crisol donde el amor de Dios se apura, tierra donde se vee que el cielo entierra los que han de ser al cielo trasladados por defensores de la fee más pura: no te parezca acaso desventura, ¡Oh España, madre nuestra!, ver que tus hijos vuelven a tu seno dejando el mar de sus desgracias lleno, pues no los vuelve la contraria diestra: vuélvelos la borrasca incontrastable del viento, mar, y el cielo que consiente que se alce un poco la enemiga frente, odiosa al cielo, al suelo detestable, porque entonces es cierta la caída cuando es soberbia y vana la subida..., etc.
Trilogía en verso que a mi tosca manera de interpretar las cosas de la creación literaria, cerraría —dejando al margen otras composiciones— con la reacción del chulo andaluz ante el túmulo de Felipe II: «¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza y que diera un doblón por describilla!; porque, ¿a quién no suspende y maravilla esta máquina insigne, esta braveza? ¡Por Jesucristo vivo, cada pieza vale más que un millón, y que es mancilla que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla, Roma triunfante en ánimo y riqueza! ¡Apostaré que la ánima del muerto,
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por gozar este sitio, hoy ha dejado el cielo, de que goza eternamente!» Esto oyó un valentón y dijo: «¡Es cierto lo que dice voacé, señor soldado, y quien dijere lo contrario miente!» Y luego encontinente caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.
Mas, verdaderamente, «¿fuese, y no hubo nada?» ¿Puede un historiador creer que el decurso de la Historia es casi menos que plano y sometido a una suerte de predestinación en la que todo lo que ocurre ha ocurrido así porque así debía ocurrir? En las páginas que siguen, y de la manera más llana y sencilla que puedo, intentaré mostrar cómo ciertos acontecimientos acaecidos en Madrid, en la Corte, en la política de la Monarquía Hispánica, respondieron a un fenómeno interesantísimo y acentuado a lo largo de la década de 1590 en adelante, esto es el de la estratificación social. A grandes rasgos diré que, a lo largo del XVI el tintineo del dinero había ido menguando las diferencias entre unos y otros, de tal manera que la riqueza estaba perjudicando las jerarquías que se imponen y aceptan por vía de estamento. ¡Había pecheros que alcanzaban tanta estima social, o más, que muchos hidalgos! El gran banquero Simón Ruiz, el de Medina del Campo, se había retratado como si fuese un Felipe II. El cardenal Espinosa de orígenes hidalgos, si es que lo eran, que había llegado a Presidente de Castilla e Inquisidor General, se había enterrado en su pueblo (Martín Muñoz de las Posadas) y le había hecho Leoni una estatua orante para su túmulo, que parecía a las de los reyes de El Escorial, como escurialenses eran las formas arquitectónicas de su palacio en aquel pueblo de Castilla. Pero, además, el omnipoderoso secretario Mateo Vázquez de Leca, ascendido a todo lo deseable en enero de 1588, recibía felicitaciones como la de un noble palatino, que traigo a colación y que es la menos empalagosa (quería decir de afectado lenguaje cortesano) que aún se conservan, algunas de ellas firmadas por Grandes de España: La merced que Su Majestad ha hecho a todo el mundo, digo a los buenos de él, en poner a vuesa merced por presidente de presidentes y de secretarios ha muchos años que se goza con gran bien del servicio de Su
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Majestad y de las partes y las de vuesa merced le dio Dios para que con esto ganase tanto en el suyo y así dará la gracia y luz para acertar y vida y salud.Yo se lo suplico de continuo. De Palacio a 15 de henero de 15881.
No creo, pues, que deba extrañarnos el que a la altura de los años 90 del siglo XVI, se elevara el tono de las voces que clamaran por la famosa «reformación», la reformación moral y de los usos y costumbres que era el paradigma de las victorias de Dios por medio de la Monarquía y sin cuyo orden, jerarquía o estratificación, no había nada que hacer.
De la reformación moral (CIRCA 1575)… Porque, en verdad, reformación no es abstracción o anhelo que se ponga en marcha en tiempos de Felipe III, sino mucho antes2. De reformación ya se hablaba a finales de la década de 1560 o a mediados de los años 70 del siglo XVI. Aunque no voy a hacer una historia de la voz, creo interesante resaltar que el término lo usó López de Hoyos en una obra que, paradigmáticamente, tiene algunos aires erasmistas, esto es, en las honras por la muerte de Isabel de Valois de 1569: Con la doctrina que de todo esto se saca, busquemos entre tantas muertes y cosas llorosas, la vida y reformación de nuestras costumbres y no nos contentemos con hablar bien de la virtud, sino que con las obras confesemos lo que creemos (fol. 213r)
Lo de la «reformación» de la vida y las costumbres estaba en el ambiente. Desde un punto de vista institucional o codificado si prefieres, buen lector, y tal y como escribí en otro lugar3, todo empezó en 1574. El 23 de mayo salía del Alcázar de Madrid una cédula real, impresa, en la que se ordenaba a los obispos y prelados de sus reinos de España, que en todas las iglesias catedrales, colegiales y parroquiales de ellas se hiciera cada día seis horas de oración por el remedio de
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Biblioteca Pública de Ginebra, Colección Ed. Favre, Libro 31. Es cierto que, durante décadas y a raíz de la edición de González Palencia (1932), se casaron los términos «reformación» y reinado de Felipe III. 3 En relación al tema, ver Alvar-Ezquerra 1997, 2000, y 2005. 2
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las necesidades y trabajos que en la cristiandad al presente se hallaban. En su caso, podría haber una iglesia matriz y las demás se turnaban rotativamente en las plegarias hasta culminar el círculo. Semejante montaje de exaltación de la Iglesia, puesto en marcha por el rey, tenía unas causas que lo justificaban: rezar por la tranquilidad de la iglesia, por la paz y concordia de los príncipes cristianos, por la extirpación de las herejías, por el papa y su recto gobierno, por el rey y su ánimo de exaltación de la fe católica...Y por si acaso había pereza, por bula papal transmitida por el nuncio en Madrid el 18 de mayo de 1574, había ciertos perdones para los que participasen en las oraciones. En texto anejo a la cédula real, había un capítulo más. Se hacía la oración, también, «por la reformación de las costumbres en toda la Santa Iglesia, particularmente en los Reynos y estados de su Majestad y en especial en la ciudad o pueblo donde se tiene aquel día de oración». Así que desde mayo de 1574 en toda Castilla y de manera rotativa cuando fuera preciso, se rezaba por la Iglesia y con mandato del rey, se rezaba por la reformación de las costumbres. La cédula real concluía dejando libertad a los prelados para que aumentasen lo que les pareciese conveniente de lo contenido en la cédula real y que comunicaran la situación de cada diócesis. En los meses siguientes se debieron recoger informaciones salteadas, pero suficientemente alarmantes, como para que se volviera a poner otra campaña de recogida de informaciones para «sanear» algunos puntos. Las contestaciones de todos los obispos de Castilla, en memoriales más o menos extensos, nos permiten contemplar con absoluta nitidez, sin tinieblas, y acaso sin lugar para la duda, en qué consistía la religiosidad pretridentina aún viva y que había que enterrar por la nueva religiosidad postridentina. Pero esto es harina de otro costal. El tema esencial es que hacia 1575 se habían empezado a oír voces que clamaban por la remoralización de la sociedad.Voces que sonaban más fuertes en palacio: recuérdese que el cuadro de Felipe II hecho por Sofonisba Anguissola (sí, el de bonete y todo en negro) fue, en esos días, retocado con capote, rosario y menos expresividad y… hasta cambiada su autoría, porque hasta hace poco, hasta los trabajos de María Kusche, se creyó que era de Sánchez Coello.
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Todo aquello no era un juego de niños. Cuando murió el obispo de Ávila, a la sazón uno de los miembros de aquella Junta de Reformación que estudiaba los cambios morales que había que introducir, se cruzaron cartas entre el rey y el presidente de Castilla. Pésame infinito dar a Vuesta Majestad aviso de cuan al cabo de la vida queda el obispo de Ávila, cosa que a todos nos tiene muy desconsolados y admirados, porque no ha seis días que se halló aquí en la Junta ordinaria.Yo hice que el alcalde Álvaro García fuese a recoger algunos papeles si los había e así se hizo y trájose aquí un cofrecillo de ellos y la llave la tiene el que hacía oficio de secretario con él.
A lo que respondió Felipe II al margen: Mucho me ha pesado de la muerte del obispo y el recaudo que se ha puesto en sus papeles está muy bien4.
Es suficiente. Muerto uno de los componentes de la Junta, era necesario que los trabajos hechos no se perdieran y menos aún las informaciones registradas, por lo que era bueno recoger sus papeles. En cualquier caso, y tal vez a raíz de aquellos rezos por el rey y de la posibilidad de escribir a la Cámara de Castilla sobre qué cosas se podrían remediar en la moral y costumbres, todo se desbordó: cuidar los confesionarios, reformación de los eclesiásticos, prohibir logros y usuras, prohibir vender carne públicamente los días de abstinencia, y también el remedo de la pobreza, los hijos de clérigos, el respeto en Sagrado, que se vigilase a los alguaciles, que se reorganizasen las casas de la mancebía, que no hubiera comedias ni farsas en días de trabajo5, y que cuando las hubiera fuera de día y después de misa6, y como colofón, la reformación general de la Iglesia. A raíz de los informes que se mandaron desde los Obispados, podemos conocer perfectamente el estado de la religiosidad en Castilla, 4
El presidente Pazos a Felipe II. 19 de enero de 1581. Archivo General de Simancas, Patronato Eclesiástico, leg. 10. 5 En la Colección Zabálburu, y supongo que en las demás colecciones procedentes del desguace de los papeles del conde-duque abunda la documentación sobre este fenómeno. 6 El presidente de Castilla a todos los corregidores. AGS, Cámara de Castilla, leg. 435-68.
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aquél mundo que giraba inexplicablemente para Américo Castro alrededor de las Iglesias como «clubes», como centros de reunión profanos, y que desde estos años de 1575, se han de acotar como centros de reunión sólo sagrados. Al fin, pues, recogiendo los ecos de Trento, se quería separar la sociedad: separar lo eclesiástico de lo laico; separar al noble del plebeyo; al consejero real del secretario; al rey de sus súbditos.Todo ello no sólo mandado desde el poder al margen de los súbditos, sino recogiendo el sentir de algunos (los que actúan como arbitristas), estudiándolo en la Cámara y disponiendo más tarde. Pero también, todo lleno de fricciones, de desacompasamientos, de incomprensiones por algunas fuerzas territoriales que no entendieron bien en qué consistía el programa social que se les estaba ofreciendo (me refiero a los alborotadores nobiliarios de Ávila, Granada, Aragón y Madrid en 1591). La década de 1575 es de capital importancia para el devenir de la Monarquía. Los logros y los fracasos, las consecuencias en el tiempo se podrán ver hacia 1590. Pero no fue sólo sobre la moral sobre lo que se actuó. Las formas servían para marcar diferencias. Porque aquella era una sociedad sobre todo cualitativa, menos cuantitativa. Se podía tolerar que la fuerza del dinero provocara que se aproximaran las hojas de una tijera, pero naturalmente no se iba a tolerar que se cerraran totalmente. En algún momento tenían que despertarse las fuerzas que las abrieran. Uno podía haberse enriquecido, pero eso no le daba derecho a ser igual a los privilegiados por la gracia de Dios. Por tanto, no era de recibo que todos vistieran iguales, o que se trataran entre sí de tú a tú… o que a un Secretario Real, de origen pechero, hubiera que rendirle pleitesía por muy poderoso que fuera.
… a la de los usos y costumbres Porque en la Junta de Reformación en 1582 sabemos que se ordenó marcar espacios: que cada cual vistiera de acuerdo con su papel social7. Recuérdese que estamos en las fechas de las Pragmáticas de
7
El presidente Pazos a Felipe II. 6 de marzo de 1582. AGS, Patronato Eclesiástico, leg. 10.
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Tratamientos, o que en unos años se empezarán a dictar los Pregones de Buen Gobierno para Madrid.Veámoslo. Ya en marzo de 1583 y a petición de las Cortes se dictó una cédula real por la que «los doctores, maestros y licenciados en cualquier facultad […] puedan andar todo el tiempo del año en mulas con gualdrapas, sin embargo de la ley que lo prohíbe; las demás personas no puedan traer en machos ni en mulas corazas de seda, ni de paño, ni silla, ni guarnición con terciopelo, ni pasamano, ni flocadura, ni pespunte, ni otra guarnición con oro, ni plata, ni seda alguna, ni freno, ni copas, ni clavazón dorada ni plateada, ni pavonada». Luego, en octubre de 1586 se dictó aquella muy famosa pragmática «en que se da orden y forma que se ha de tener y guardar en los tratamientos y cortesías de palabra y por escrito y en traer coroneles y ponerlos en cualquier partes y lugares». Pero el año de gloria de todo esto fue el de 1594. En efecto, el mes de enero fue jugoso en estas cosas de la diferenciación social. En 19 de enero de 1594 se pregonaron varias pragmáticas sobre cómo hacer las labores de la seda, u otra en que «se manda guardar la de los vestidos y trajes», u otra «en que se prohíbe hacer y vender bufetes, escritorios, arquillas, braseros, chapines, mesas, contadores y otras cosas guarnecidas de palta batida relevada, estampada, tallada y llana»; u otra contra los juegos porque afectaban a la moral, «contra los que jugaren dados, vueltos y carteta […], bolillo y trompico, palo o instrumento que tengan encuentros, o azares, o reparos…» (era heredera de otras de 1568 y 1583 por lo menos). Aunque cada una iba impresa de por sí, se recordaba por medio de un cuadernillo que había que seguir cumpliendo con otras anteriores: con la «de los tratamientos y cortesías» (de 1586), con la que «prohibía andar en coches con menos de cuatro caballos y que se entienda y extienda lo por él prohibido en carricoches y carros largos»8 y que era originaria de las Cortes de 1576; con la prohibición de 1586 a los hombres «que no puedan traer en los cuellos, ni en puños, guarnición alguna, ni almidón, ni go-
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Tiene su lógica: para que circulara un coche por la Corte, tendría que ser con más de cuatro caballos. Con menos, no. Es decir, no habría mulas y se estimularía la reproducción de caballos.
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mas, ni filetes, sino sola la lechuguilla de olanda, o lienzo con una o dos vainillas…», etc9. Para la exaltación del trabajo, se dictó una pragmática en marzo de 1594 para que «a los labradores no se les haga ejecución por deudas que deban, en bueyes ni bestias de labor, ni en los aperos ni aparejos […] ni sean presos desde el mes de julio hasta fin de diciembre…» (16-III-1594). Madrid, desde que en 1561 Felipe II había establecido la Corte en ella, creció desbordantemente. Preocupación permanente de las autoridades fue el de evitar los riesgos de la conversión de la ciudad en un mercadillo constante, el que hubiera acaparamiento y por lo tanto falta de oferta en lo alimenticio —sobre todo— y controlar social y fiscalmente a todos los vasallos. Al poco de instalarse la Corte en Madrid Felipe II ordenaba que se derribaran tiendas que invadían la vía pública, la afeaban o incomodaban el paso de algún prohombre de la sociedad estamental. Desde 1585, por ejemplo, se prohibió por tres veces hacer baratillos, añadiéndose a ello que si se quería vender algo de segunda mano, se entregara al pregonero para que él fuera quien lo voceara. En 1588, a su vez también, se prohibió que hubiera corros desde el anochecer hasta el día siguiente, y a los pregoneros que hicieran las subastas y ventas en la Puerta del Sol. Esto no son cosas descabelladas ni decisiones tomadas por los alcaldes de Casa y Corte en momentos determinados. Afortunadamente tenemos los dibujos de los Pasatiempos de Juan Lhermite en los que se ve cómo en la Plaza de Palacio la gente se arremolina alrededor de fonambulistas, y aprovechando el gentío, unos venden y otros compran, al tiempo que unos terceros imploran —por el amor de Dios— una limosna para poder subsistir: en 1583 se prohibió que en la Plaza del Alcázar se armasen tenderetes, se pusieran sillas, almohadones o goteras en el suelo. Comoquiera que —según parece— no se repitió esta orden, no es que se cumpliera, sino que Madrid se acostumbró a que en Palacio unos se lamentaran de su adversa fortuna en Flandes y contaran a los otros que la pierna que les faltaba era por una herida de guerra y que iban a pedir una merced; otros les escucharan con ganas de exponer en público que entre los papeles de su faltriquera
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impresión.
ello en Pérez Pastor, Bibliografía madrileña I, paginación según las fechas de
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llevaban un remedio universal —o casi— para los males hacendísticos de la Monarquía; la viuda diera vueltas esperando a ser recibida para narrar a algún funcionario que su marido había servido al rey honestamente en algún cargo público, y que muerto, le había dejado con cinco hijos a los que alimentar; abogados buscapleitos y procuradores se saludarían y comentarían cómo habían resuelto el proceso de aquel pueblo contra su señor, o cómo habían logrado alargar la revista de otra sentencia; y mientras el frutero daba a todos, el pastelero hacía más dulces las esperas, y el exterior del Alcázar era un hervidero de chismes de cuanto acontecía en la España de un rey que inhiesto cuando era la ocasión, o sentado horas y horas, enterraba sus complejos entre papeles retrasando todas las decisiones. Y sus vasallos más frustrados se crecían, envalentonados, en las gradas de alguna iglesia, o en cualquier lugar en el que lograran hacer corrillo. Se pasaban las horas en la Puerta de Guadalajara… Más eficaces que estos pregones eran otras medidas que se adoptaron tras sesudas discusiones. En 1584 se hizo público un pregón por el cual, y tras estudios in situ, deliberaciones, atrasos y demoras, se decidía: —Que en la Plaza Mayor se vendiera la carne, el pescado, frutas, huevos y pan causando las menos molestias a los habitantes, y dejando espacio abierto entre los tenderetes. —Que de la Plaza de Santa Cruz se retiraran los bodegoneros y los «tratantes de lo mal cocinado« (de lo cocinado sin terminar la cocción, es decir, comida semipreparada) y que, o se instalasen en sus casas, o en la Cava de San Miguel, pero nunca en la Plaza ni en Atocha. —Junto al cementerio de la iglesia de Santa Cruz se instalarían los vendedores de vidrios y barro. —En la Plaza de la Madera, o de la Concepción Francisca se instalarían quienes fueran a vender leña y carbón, teja y madera para la construcción, paja para las caballerías, y cereal en grano; taxativamente se vedaba la venta ambulante por las calles. —En la Puerta del Sol se instalarían los vendedores de caballos y bestias en general. —De la Plaza se expulsaba a merceros, bolseros, sombrereros, jaboneros, espieceros... y ya se les diría en dónde se les colocaba10. 10
Los acuerdos se habían rubricado el 4-I-1584 y el pregón se dio al día siguiente. A.H.N., Consejos, lib. 1.197.
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Un año después, en 158511, se repetía este pregón: no había manera de meter en cintura a la incesantemente creciente población de Madrid. Y contra el constante aumento de la demanda, no había leyes que restringieran ni controlasen la forma de hacer la oferta. En este abigarrado ambiente callejero, se dictó un Pregón general para la buena gobernación de esta Corte en el que se insertaron más de una docena de artículos referentes a lo que hoy llamamos la seguridad ciudadana, y otros muchos más intentando controlar las actividades de los vendedores. Aunque en 1591 se dictara otro más que recuerda mucho al de 1584, el de 1585 no debió servir para nada, y el ambiente en Valladolid en 1601 debía ser un tanto caótico, ya que allí se dictó también el 2 de abril de ese año, el Pregón general... de 1585. Finalmente, el 29 de enero de 1591 se dio un pregón más, pero este trascendental, por las consecuencias que tuvo. Se quería que funcionase el de 1584, y para ello, que se quitaran las cocinas portátiles de las calles, y los tenderetes móviles, que los productos se vendieran en los lugares señalados, que las calles no se llenaran de aprendices, oficiales y maestros trabajando en la vía pública, y que se entregase a las autoridades una relación de los trabajadores, aposentos y calidad de la vivienda, si alquilada o propia. Pero la respuesta del pueblo fue sorprendente: medio millar (como mucho) de madrileños corrieron al condestable de Castilla, justicia mayor de la Corona, para que revocase el pregón, e incluso algunos quisieron nombrarle rey. El condestable lo que hizo fue prender a algunos amotinados, mientras que otros muchos salieron a los caminos. Al final todo se resolvió con una docena de ahorcados. Al condestable, aunque se le encontró inocente, se le mandó de gobernador a Milán. No tendría más importancia este suceso si no fuera porque en ese año las oligarquías de Aragón, de Ávila y de Granada se levantaron contra Felipe II; escaseaba el pan por Castilla; curiosamente en 1590 Felipe II había mandado reforzar su guardia en El Escorial y se recorrían las posadas por la noche para ver qué forasteros había; las Cortes de esas fechas de Madrid fueron también muy turbulentas... La exasperación en Madrid, en Castilla o en España contra Felipe II era ya notable. No se trató de un motín de hambre, ni de protesta por tener que cambiar unos tenderetes de sitio. En este motín de 1591 había
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9 de marzo de 1585.
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aflorado el malestar contra el gobierno del rey, o la frustración de anhelos inalcanzados. La Curva J que propuso en su día Zagorin como explicación a los disturbios12.
Sobre la prevención al «hacer novedad» En las sesiones del ayuntamiento de Madrid en tiempos de Felipe II, no transcurría un año con otro en el que los regidores no se quejaran porque sobre tal o cual asunto se había ordenado algo nuevo. Un año era porque el Consejo Real, en relación con el arrendamiento de las ventanas de la Plaza Mayor (así llamada la plaza más grande) para ver tal procesión, había determinado que tuvieran preeminencia los consejeros frente a los regidores (2-VII-1582); en otra sesión, la queja iba por vía de alguna novedad fiscal; o porque en tiempos de precios regulados, pretendían luchar contra la inflación congelándolos, sin hacer novedad (con un sistema económico así, no es de extrañar que todo saltara por los aires); o por cualquier motivo que implicara un cambio en las costumbres sociales. Porque, las cosas como son, a los regidores de Madrid les aterraba la innovación: ellos estaban muy bien asentados en sus tradiciones, usos y costumbres, refrendado todo por los privilegios de la Villa. ¿A qué cambiar? Pero si hay tantas referencias contrarias a la novedad…, es que los tiempos estaban cambiando. En efecto, en 1581, la Mesta pretendía meter sus ganados en las tierras de Madrid. Ello implicaría que la Villa tuviera que dejar paso y pasto a ganados forasteros, amén de otras incomodidades que implicaba tener a los mesteños encima. Pero, en cualquier caso, lo más grave es que la tradición, codificada en privilegios, preservaba a Madrid de semejantes atropellos. Por ello, se protestaba, esgrimiendo el argumento del fuero, que es el mecanismo más burdo de expresar diferencia, alteridad: [22-XI-1581] En este ayuntamiento se platicó y confirió que, a causa de haber intentado el doctor Jerónimo Maineta, alcalde mayor entregador de mestas y cañadas de entrar en la jurisdicción de esta villa […] y porque esta villa tiene privilegios de los reyes de gloriosa memoria para
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Zagorin, 1985, «Introducción».
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que los dichos jueces no entren en esta villa ni su jurisdicción, le sería de muy gran perjuicio si en esto se hubiese novedad y no se guardase la costumbre inviolable que en observancia de los dichos privilegios se ha guardado. Y aunque se ha acudido a los señores del Consejo de Su Majestad suplicándoles que no lo permitan por ser este negocio de tanta importancia y calidad y en conservación de los privilegios que esta villa ganó por muchos y grandes y leales servicios que siempre ha continuado y de presente hace y hará para siempre, y no es justo que se disminuyan ni prendan los dichos privilegios y esperan de la clemencia de Su Majestad que lo mandará y lo proveerá así, acordaron que por ambas vías de justicia en el Consejo de Su Majestad y de Gracia con su real persona se hagan todas las diligencias posibles para conservar y guardar los dichos privilegios […] Y que además de esto , aunque no era necesario para observancia de los dichos privilegios para quitar todo género de duda, se pida y suplique a Su Majestad los mande confirmar y el señor don Gabriel de Mújica le vaya a besar las manos y a suplicárselo en nombre de esta villa y con los dichos privilegios originales y con una información de cómo se han guardado desde su concesión hasta ahora y de la novedad que contra ellos ha hecho el doctor Maineta [Rubricado por los asistentes]
Bien es verdad que la presión demográfica fue la generadora de ciertas situaciones de estrés colectivo. A más población, menos agua, en una ciudad como Madrid en la que el río era —como decían— «famoso en el mundo entero por ser navegable a caballo». ¿Cómo satisfacer esta demanda exagerada de un bien que no tiene sustituto? ¿Cómo darle elasticidad a la oferta? Buscando más y más agua. Por donde fuera. Hubo zahoríes, es cierto, y se sobreexplotaron los qanates musulmanes, las obras hidráulicas subterráneas que ellos habían hecho para proveer de agua a la villa. A la vez, y al poco de establecerse la Corte, unas primeras órdenes asistemáticas: En este ayuntamiento [16-VI-1567] se acordó que se vaya a ver y nivelar de las partes y lugares de donde se podrá traer agua al río de esta villa, que es de Jarama y de los arroyos de Guadalix y Porquerizas y Peñalara y el río del Pavear.
Sin embargo, parece que se tomó más interés a finales del XVI, haciendo novedad en la provisión del agua, al intentarla traer de la laguna [glaciar, ellos no lo sabían] de Peñalara:
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[12-VII-1581] En este ayuntamiento se trató y confirió sobre el aviso y advertencia que de esta Villa se ha dado de muchos años a esta parte de un gran manantial de agua que forma una laguna que llaman de Peñalara, junto al bosque de Valsaín en lo alto, certificando muchas personas prácticas que, si se sangrase y desaguase la dicha laguna, haría una gran corriente y río caudaloso que podría traer con gran facilidad a esta villa sin los daños y gastos que se seguirían si se trajese del Jarama, como también se ha platicado, y porque la villa ha deseado entender el fundamento que tiene esto de Peñalara y se ha tratado muchas veces de averiguarlo y aunque se ha acordado y cometido en tiempos pasados al señor Diego de Vargas, regidor de esta villa, no se ha efectuado. Para desengañarse y averiguar el fundamento que esto tiene, acordaron que el señor Nicolás Suárez vaya a ver la dicha laguna y lleve consigo a Antonio Sillero [alarife municipal] y a Juan de Ribero o en lugar de estos a otros que convenga para que estos maestros y el dicho señor comisario por vista de ojos e informándose de lugares comarcanos entiendan y averigüen si la dicha laguna y manantial es tan fértil como se dice y si tiene disposición de poderse traer agua al río de esta villa para que por esto se tome la resolución que convenga, vista la resolución y parecer. [Rubricado por los asistentes]
Pocos meses más tarde, empezaba a haber informes… y decepción: [22-XI-1585] En este ayuntamiento se vio una petición y relación que hizo y dio por escrito Francisco de Montalbán, arquitecto, de la ida que hizo a Peñalara a ver la cantidad de agua que en ella hay y qué orden habría para conducirla al río de Madrid. Y vista y platicado y conferido sobre ella, acordaron que por la mucha importancia y calidad de este negocio, así por servicio que de él se seguiría a Su Majestad y salud de su real casa, como para el gran beneficio de esta república, conviene que con gran cuidado y diligencia se entienda y averigüe si de la dicha laguna o de los ríos de Jarama y Lozoya se puede traer y conducir alguna buena cantidad de agua que supla la que ha menester este río. Acordaron que los señores don Lope Zapata y don Gabriel de Mújica o cualquiera de ellos vayan a ver los dichos ríos y laguna y lleven consigo al dicho Montalbán y a otro maestro u otros dos, los que les pareciere y por escrito y de palabra en este ayuntamiento hagan relación de lo que entendieren y averiguaren y de lo que convendrá que se provea.
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En otro orden de cosas, los usos de la cera son un curioso indicador de estos cambios sociales. ¿Por qué? Porque la cera, al ser un producto muy caro, pero imprescindible, marcaba diferencias. Podemos ver cómo se acepta la novedad que consiste en abrir las puertas a su uso, porque para quienes las abren, les da «calidad». En efecto, en 1589 se declara que ha habido «la desorden que con el tiempo se ha introducido en el repartir la cera que es acostumbrado para acompañar las procesiones que se hacen los días de Nuestra Señora de la Concepción y señor San Sebastián». Antes, sólo recibían cera «los señores justicias y regidores», mientras que desde unos años a esta parte, «se gasta una gran cantidad de velas de cera blanca que se dan a todos cuantos las quieren recibir». Esa era la clave de la queja: que la recibía todo el mundo; por ende, que su uso en procesión, esto es, su exhibición en público, no distinguía socialmente. Es verdad que eso no se dice, sino que el argumento que se emplea es otro, que se recibe la vela y se mandona la procesión: en ese momento (al dar la vela) ha tenido lugar la constatación de la jerarquización social; entonces, ¿para qué aguantar la procesión?: «fingiendo que quieren hallarse y a compañía de las dichas procesiones, y no lo cumplen, ni en ellas aparece una vela de muchas arrobas que se dan porque en recibiéndolas se van de las dichas procesiones». Pero todo eso no ocurría sólo durante las procesiones de la Concepción y San Sebastián, sino que «además de eso, habiéndose acordado el día de la Candelaria como es costumbre universal, se diesen velas a los dichos señores justicias y regidores, se ha extendido de manera que la pretenden y llevan todos cuantos tienen oficios públicos y los han tenido». ¡Otra procesión en que todos reciben velas incluso los que han tenido pero ya no tienen oficios! ¡Hay que poner orden en la estratificación social! Tanta vela regalada suponía un enorme gasto para las arcas municipales. Había que poner orden… ¿sólo por motivos económicos?, «aunque se ha procurado […] por los señores Corregidores que han sido reformar estos abusos y reducirlos a buena orden para que luciese el dicho gasto…» Ya había habido intentos de «reformación», con un fin: «que luciese el gasto»; o sea, que estratificara y se notara quién llevaba velas. En efecto, la decisión del municipio fue radical: [que] se den las velas que se acostumbran a los señores Presidente del Consejo Real y Comisario del dicho Real Consejo de los negocios de esta villa, Corregidor y su Teniente, regidores, Procurador general, los dos
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escribanos del ayuntamiento y los tres abogados y los dos contadores y dos mayordomos, uno de propios y otro del depósito, y receptor de sus rentas reales y no a otra ninguna persona de ninguna calidad ni oficio…
Y si eso se determinaba que rigiera en la Candelaria, en las fiestas de San Sebastián, la Concepción y el Sacramento, se haría lo mismo, que «no se dé ni gaste cera ninguna para dar a la clerecía ni al cabildo de los clérigos, ni a otra ninguna persona ni para otro ningún efecto y en lo que toca a la fiesta del Santísimo Sacramento y su octava y lo demás no se haga novedad».Y si esa manera de actuar, tras consultar con letrados o teólogos, generara «algún escrúpulo», que el tal se solucionara de esta manera: «que se conmute en alguna limosna». O sea, que se mantenga la jerarquización social, que la conciencia se acalle con dinero. Lector disciplinado: piensa que el ayuntamiento, en otro ambiente social, podría haber determinado que llevara cera todo el mundo para dar luz y alegría a las procesiones. Sin embargo, lo que hizo fue restringir para diferenciar. Pues bien, comoquiera que la presión demográfica y de calidad social continuaba aumentando y era imparable, cuando se estaban preparando las fiestas del Santísimo Sacramento de 1595, al Ayuntamiento se le ocurrió introducir una novedad: que para que hubiera suficiente cera en la procesión se pidiera licencia al Consejo Real para poder importar una gran cantidad desde Valencia, pero para ello había que incumplir los contratos firmados con el obligado13 de la cera, por lo que era imprescindible contar con una licencia de exención del Consejo. En ello estaba el Ayuntamiento: ya se veían todos, especialmente los hidalgos, sirviendo al rey y a sus altos cortesanos, con la dignidad y los oropeles que se merecían, corrigiendo el error cometido en 1589 de quererse diferenciar de los cortesanos. Mas en ello estaban, cuando un regidor protestó, argumentando su defensa en el buen hacer del obligado: Marañón ha que sirve a esta villa 22 años con mucho cuidado y está proveído para esta fiesta de más de 1.000 ducados de cera y lo da a pre-
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El obligado es el que disfruta monopolísticamente del aprovisionamiento de un artículo de consumo.
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cio muy moderado, y el señor don Juan no ha declarado a qué precio se dará [la de Valencia], además de que lo que sobrare viejo se ha de perder en ello mucho y el tiempo está muy adelante para poderse traer. Que pide y suplica a los dichos señores no hagan novedad y, de hacerla y proveer lo contrario, apela para ante Su Majestad y señores de su Consejo, y lo pide por testimonio, y protesta contra el dicho señor don Juan lo que protestar le conviene.
El corregidor y los regidores debieron pensar para sus adentros que qué estúpido, que les iba a aguar el servicio al rey. Por ello, sin inmutarse, siguieron adelante con su binomio consumo-calidad: «Los dichos señores acordaron lo que tienen acordado»14. En cualquier caso, véase cómo en seis años el «hacer novedad» es la bestia parda del buen orden social. No hay duda, pues, de que uno de los factores de introducción (o persecución) de la novedad en la Villa de Madrid, en la Corte (no en el Imperio) fue el crecimiento demográfico. A una Monarquía endeudada hasta las cachas, cualquier mecanismo de recaudación le venía bien. Así que caer en la tentación de hacer novedades fiscales era un recurso muy sencillo y que, sin duda, era lo esperable. Así, en efecto, la alimentación pasa a ser uno de los capítulos de nueva fiscalidad. Febrero de 1589. El Consejo Real ha determinado poner precio a varios productos. En el español del siglo XVI se habla de «poner posturas» o «llevar posturas». En donde reside la Corte, hay un organismo (los alcaldes de Casa y Corte) que son los que se encargan de la gestión del abasto, aunque han de hacerlo bien avenidos con el ayuntamiento de la localidad. En Madrid, tras décadas de permanencia de la Corte, las funciones de alcaldes y Ayuntamiento nunca acaban de estar bien reguladas y por tanto hay conflictos. Ahora bien, los conflictos se resuelven a favor de los alcaldes, que para eso están en el Consejo Real. Los alcaldes, pues, ponen precio —o tasan— los alimentos. A partir del momento en que un alimento se tasaba, digamos que entraba
14 Lo anterior ocurrió en la sesión de 5 de abril de 1595, el mismo día que se trataba sobre adecentar los restos de san Isidro, aún sin canonizar, pero tenido por santo en Madrid. ¿Una ciudad importante, sin santo patrón? El binomio canonizaciones-calidad es otro tema de especial relevancia. Enrique Cock al exaltar Madrid en 1584, lo hace también mencionando que tiene a san Dámaso y a Isidro.
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a formar parte de los productos de consumo controlados y que su mercadeo libre terminaba. Además, si empezaba a caer sobre él tributos, o se encarecería la vida (se hacía «daño y perjuicio» sobre la respublica) o se buscarían sustitutos15. En 17 febrero de 1589 el ayuntamiento de Madrid tomaba la resolución de dirigirse a los alcaldes de Casa y Corte, «suplicándoles que remedien y no den lugar a que pase adelante la nueva introducción que se ha tomado de llevar posturas de los pescados frescos y escabeches y otras cosas». Así que como iba a gravarse una serie de alimentos, había que pedir que no se hiciera, por lo que irían «al señor Presidente y a los demás señores del Real Consejo de la costumbre que en esto se ha tenido y de la novedad que hay […] suplicándoles lo manden remediar».Tiempos aún de transición en que el ayuntamiento pensaba en el bien común, en materia de alimentos. Alrededor de 1590 se vivían momentos, desde luego, de cambios. Si en febrero se iba a hacer novedad con lo del pescado y el escabeche, en octubre «[10-XI-1589] en este ayuntamiento se vio una provisión emanada de los señores de la Contaduría Mayor de Su Majestad y apercibimiento para cobrar la moneda forera. Y cometióse al señor San Juan de Sardaneta, regidor, tome un traslado de ella y hable a los tratantes a cuyo cargo está la paga de la dicha renta y los procure contentar con el arrendador y haga las demás diligencias que le pareciere para que no haya novedad», es decir, que un regidor se iba a encargar de hablar con los mercaderes para que ellos siguieran pagando ese adormecido impuesto medieval sin protestar, con tal que no hubiera novedad: ¿cuál si no que hubieran de tenerlo que pagar otros que no fueran tratantes? ¡Menuda estigmatización! En 4 de julio de 1578 se confería sobre cómo organizar una fiesta en la que se iban a correr juego de cañas y doce toros. Al parecer, tenían que hacer cosas hasta entonces nuevas para arrendar callejones, vallas, o lo que fuera. El señor Pedro de Medina dijo que, por cuanto esta Villa tiene preeminencia y aprovechamiento en lo susodicho y lo que ahora la Villa trata es novedad y no sabe como sucederá, atento lo cual es de parecer que no se haga novedad y, si alguna se hiciere, sea por un año o dos; y de lo 15
Común fue a toda Castilla el impuesto de los millones, que cayó sobre carne, vino, vinagre y aceite después de lo de la Armada de Inglaterra.
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contrario, apela para ante Su Majestad y señores de su Consejo, y pide y requiere al señor Corregidor y regidores no hagan novedad en lo susodicho hasta tanto que esta contradicción sea vista y notificada.
No creo que se pueda expresar mejor el miedo a la novedad que como es posible que no redunde en beneficio del grupo, mejor denunciarla, aunque haya habido que introducirla para poder sobrevivir pues en estas cosas del binomio dinero-novedad andaba siempre detrás el caos en la gestión institucional.
Con las cosas del comer no se juega A n d a b a n , p u e s , algo revueltas las cosas alrededor de 1590. Elementos de presión por un lado, actuaciones de contención por el otro. Con las cosas del comer estaba pasando lo mismo. Aunque si el pan se cae al suelo se besa y se da en la mano, aquellas gentes habían convertido todo lo comestible en objeto tributario y de diferenciación social. Tal carrera hacia delante había llegado al pan. A lo largo del siglo en Madrid se comía un pan vulgar, el pan de registro, que lo panadeaban todos los que quisieran con harina acaso integral y que lo registraban al entrar en la ciudad; sin embargo, había otro de peor calidad, el pan de Villa que se fabricaba en Madrid por los panaderos ordinarios y sujeto a la calidad de las fluctuaciones de la harina que llegara a Madrid; finalmente, uno de mejor calidad, el pan de leche o regalado, reservado para unos cuantos, fabricado de harina candeal y panificado por los panaderos de Corte. Pues bien, a finales del siglo, concretamente ¡a finales de la década de 1590!, el procurador general de Madrid se quejaba al Consejo Real el único mérito del pan de leche estaba en que «no tiene más que ser la flor de la harina y de lo que queda después de sacada la dicha flor, hacen los demás panecillos»16. Se quejaba de que cuando no había pan de leche, los otros panecillos no eran malos del todo: nuevamente, pues, por medio de la fábrica y consumo de pan un estrato social estaba poniendo tierra de por medio con especto a los otros.
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Archivo Histórico Nacional, Consejos. Sala de Alcaldes de Casa y Corte, Libro 1.198, fol. 143r., 1 de septiembre de 1597. Traté de ello en Alvar-Ezquerra, 1989, p. 132.
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En fin: ¿qué habría dicho de todo esto Werner Sombart si lo hubiera conocido?; ¡qué fácilmente escandalizable fue aquel anónimo que escribió por estas fechas que «se han introducido y arraigado las delicadezas de Italia en comer y vestir sobre manera», y apostillaba mandándome un mensaje, «es mayor el exceso en la gente común»17. Hubo cambio social en Madrid en los años 90. Venía gestándose en aquella sociedad renacentista y desde la década de 1570 se intentó frenar con la reformación. Pero se descontroló la estrategia. En sus Diálogos, Pedro Mejía se maravillaba a mediados del XVI de que Yo me acuerdo que hoy ha treinta años que no se platicaba esto como agora; y que nuestros padres, con ser más hombres de bien que nosotros, se contentaban en invierno con el frío común del tiempo, y en verano con poner el jarrón al sereno, y no había los extremos que agora, ni las invenciones de los salitres, ni nieves, ni pozos, ni sótanos buscados en el infierno.
A mediados del siglo poner nieve en las bebidas era cosa nueva: unas décadas después, su precio estaba sujeto a postura en la Corte del Rey Católico (12 maravedíes la libra)18 porque se había generalizado el consumo y había que estructurar costes. En 1583, el precio había subido un 67%19; en 1594 los neveros se quejaban de que no era rentable traerla desde Peñalara por lo que pidieron una revisión en los precios a finales de agosto, pero se seguían quejando con el argumento de que se había acabado la nieve en las cercanías de la Corte y que la tenían que traer desde Gredos, por lo que perdían mucha por el camino al derretirse. Los alcaldes mandaron hacer una inspección ocular a tres visitadores: dos de ellos confirmaron que en Peñalara ya no había nieve (¡antes del cambio climático!), mientras que en Gredos sí. Estamos ante un producto que no es de uso común, sino delicado.
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Real Biblioteca de El Escorial, L-I-12. AHN, Consejos, Libro 1.197, fol. 11r., 2-IX-1579. Penas: 2 años de destierro y un tanto por ciento de la multa para los pobres de la cárcel real. Se dio pregón en la Puerta de Guadalajara, en la Ropería, Mayor, Puerta del Sol y Monasterio de la Trinidad. 19 AHN, Consejos, Libro 1.197, fol. 82r., 12-IX-1583. Precio máximo: 20 mrs./libra. Penas: vergüenza pública y 3 años de destierro. 18
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Por eso se hacen las cosas como se hacen, tan rigurosamente. Tras la inspección ocular, se levantó información con testigos y uno de ellos volvió a confirmar que desde hacía 5 ó 6 años se traía ya nieve desde Manzanares, no sólo desde Peñalara y que cuando faltaba aquí, se movían hacia Lozoya o Gredos. Los Alcaldes dieron permiso para que la nieve se vendiera temporalmente a 24 mrs./lb20. Es decir, un artículo exquisito en menos de 20 años había duplicado su precio… ¡y eso que era tasado! En 1598 era la única forma de ganar dinero que tenían muchos vagabundos de Madrid por lo que se les prohibió venderla en cantimploras por la calle21. La consecuencia que esperarían los Alcaldes era muy clara: así, por no tener de qué vivir se irían…, pero la que se marchó, fue la Corte. Lo curioso es que la persecución contra los que difundían el consumo de este nuevo manjar suntuario eran castigados muy severamente, incluso con destierros, vergüenzas públicas, es decir con penas corporales y morales y no sólo pecuniarias. El baile de precios de la nieve siguió: debió bajar considerablemente en 1596; en 1597 se volvió a pedir autorización para otra subida22 y en 1598 los neveros hicieron declaración testifical de nuevo en el sentido de que no quedaba en Peñalara23.
20
AHN, Consejos, Libro 1.197, fol. 18r., 23-VIII-1594. La historia del clima en Madrid en esos años es fascinante: Año de 1593. Por vez primera se trata en el ayuntamiento que la provisión de cereal se haga por medio de un asiento con Antonio Grafión. Inundaciones en primavera (12-III-1593). Sequía en primavera: se empieza a hacer procesiones (5, 7, 11 y 14-V-1593). El río se lleva la barca de Arganda y daña a la de Madrid y a la de Vaciamadrid (6-X-1593, 24-XI-1593). Fuertes lluvias dentro en la Villa (19-IX-14593). Se busca amarre de refugio para la barca de Vaciamadrid (24-XI-1593). Año de 1594. Continúa la sequía. Preparativos de rogativas desde 25IV-1594; nuevamente en agosto. Se saca la barca del río antes de que se la lleve una riada (14-X-1594). Reparaciones en Viveros (30-VI-1594). Año de 1595. En invierno, la barca está totalmente destruida y hay que hacer una nueva (24-I-1595). Sigue la sequía. Rogativas en enero a San Sebastián y a San Marcos en abril (24-X-1595). No se puede pasar por los caminos hacia El Pardo (11-II-1595). El mal tiempo de 1593-1595 se calmó en 1595, pero en 1596 volvieron los infortunios. Ver AlvarEzquerra et al., 2005. 21 AHN, Consejos, Libro 1.197, fol. 315r., 3-VII-1598. Penas: 4 años de destierro y pérdida de las cantimploras. 22 Se autorizó hasta 12mrs./lb, AHN, Consejos, 1.197, fol. 142 r., 20-IX-1597. 23 AHN, Consejos, 1.197, fol. 192r y 193r. 20-IX-1598.
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El tema de la nieve no era niñería. Castillo de Bobadilla, el más grande teórico del gobierno urbano, acaso fascinado por la novedad, dedicó unas reflexiones a esto del consumo de nieve, ponderando no el que estuviera fresquita, sino sus cualidades medicinales, «como por experiencia se ha visto en la Villa de Madrid, que han cesado mucho las modorras y otras fiebres ardientes»24: Pero lo interesante es que a Castillo le fascinan las virtudes de la nieve y ha de cuestionarse que «No sé cómo nuestra nación no había dado antes en esto, teniendo tan cerca las sierras»25. Precisamente por eso no se había usado antes la nieve, porque no había habido necesidad suntuaria, de diferenciación social. Y es así. Todo eso ocurrió alrededor de 1590 con la nieve. ¿Sólo con la nieve? En 1592 se prohibió vender por las calles mantequillas, manjares blancos, mermeladas, milcochas, cuajadas, confituras, buñuelos, empanadillas de aceite, aguardientes, cascos de naranjas, cascos de membrillos26, nueces moscadas, suplicaciones, barquillos, «ni otras golosinas». Las penas a los contraventores eran ejemplares: 100 azotes y dos años de destierro. En caso de que quien vendiera fuera un criado, a su amo le caerían dos años de destierro y 2.000 mrs. Para los pobres de la cárcel y para el denunciador. Los lugares por los que se dio el pregón eran los más concurridos de Madrid: Plaza Mayor, Puerta del Sol, calles de Atocha y de Toledo…27 ¿Cómo no se iba prohibir vender todas esas cosas? ¿Cómo no se iba a prohibir la venta en concreto de manjar blanco? ¡Qué barbaridad lo que estaba ocurriendo socialmente con ese alimento! Bien a las claras lo dice Covarrubias a principios del siglo XVII:
24 Castillo de Bovadilla, Política para Corregidores II, p. 44a. Explica cómo en los años 60 habían empezado a conservar los alimentos con nieve en vez de con nieve y que hacía poco se había difundido su consumo. 25 Castillo de Bovadilla, Política para Corregidores II, 44b. Él escribe que Séneca «no sólo reprobó el venderse la nieve, sino el uso de ella». 26 He probado, y es muy recomendable aunque sobre gustos no hay nada escrito, alternar un sorbo de un aguardiente fuerte, mascando algo de azúcar a la vez que se mordisquea una cáscara de naranja. Si eso mismo se hace con tequila y limón, en Méjico, con el cambio horario a cuestas ¡la mezcla es divina! Es curioso cómo esa mezcolanza refinadísima en el Madrid del XVI puede acabar siendo vulgar y completamente destructiva. 27 AHN, Consejos, Lib. 1.198, fol. 425r. 24-II-1592.
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Manjar blanco., por ser de leche, azúcar y pechugas de gallinas, plato de españoles. Antiguamente se guisaba en las casas de los príncipes o señores, ahora se vende públicamente con la tablilla a la puerta que dice: aquí se venden tortas y manjar blanco28.
En 1596 tanta prohibición se venía abajo porque se autorizó a unos cuantos pasteleros a fabricar manjar blanco29. Por ende, aumentaría su consumo; por ende, habría que diferenciar con otros productos. También en 1592 se había arremetido contra otro alimento delicado: las natas. En febrero de ese año se prohibió vender natas en público o en secreto, imponiéndose de nuevo penas brutales: 100 azotes y 2.000 maravedíes para el denunciador, gastos de justicia y pobres de la cárcel. El pregón se dio en la Plaza Mayor y en la Puerta del Sol. Cuatro días más tarde una comisión de lecheras, entre las que iba Juana de Burgos (¡ni más ni menos que la lechera de la Emperatriz!) se personaron ante los Alcaldes para pedir al rey que se revocara el pregón entre otras razones porque «las natas son regalo y para este tiempo saludables». Unos días después los alcaldes contestaron: confirmaban el pregón y, además, lo ampliaban vigilando a los fruteros. ¿Qué sentido tenía todo ello? ¿Por motivos de salud; por motivos económicos? No: la respuesta está en el auto de 11 de abril de 1592 por el cual se prohibía vender o hacer natas a no ser que fuera ¡para las per sonas reales!30 Marcada la estratificación, se aspiraría a poder consumir nata para ser más socialmente. En 1581 es la primera vez que se habla en el Ayuntamiento de Madrid sobre los buñuelos para ponerles precio31. Desde noviembre de 1596 los buñueleros tienen que pedir licencia para fabricar su producto a los alcaldes de Corte: efectivamente, a partir de 1595 el Ayun28
Covarrubias, Tesoro, fol. 219b. Curiosamente en la entrada Blanca. AHN, Consejos, Lib. 1.198, fol. 79r, 17-I-1596. 30 Esta guerra de las natas en AHN, Consejos, Lib. 1.198, fol. 422r para 15 y 19II-1592; Fol.. 424r-425v. para 24-II-1592 (respuesta de los Alcaldes) y 428r. para 11IV-1592. 31 AVM, Libros de Acuerdos, 15-IX-1581, a 12mrs./lb.; 15-X-1582, 14mrs./lb.; 12-X-1583, 14mrs./lb.; 23-IX-1585, 10mrs./lb.; 25-IX-1585, 12mrs./lb.; 19-IX-1586, 10mrs./lb.; 10-XI-1586, 9 mrs./lb.; 18-IX-1587, 10 mrs./lb.; 19-IX-1588, 10 mrs./lb.; 30-IX-1591, 14mrs./lb. y 6-X-1595, a 12mrs./lb. Dos características de estos precios: estacionalidad y alteraciones… ¿sin sentido, cualitativas? 29
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tamiento deja de fijar el precio de esta golosina y a partir de 1596 intervienen los alcaldes de Casa y Corte. Cualitativamente se han apropiado de su producción y distribución. Son los alcaldes los que empiezan a dar licencias para su fabricación32. Dos años después sabemos a cuanto fijan la libra los alcaldes: a 18 maravedíes33. La cualidad esencial del buñuelo estaba en su «alteridad», en su anecdótica capacidad de diferenciación, o como dice Covarrubias: «Es cierta fruta de masa, frita con aceite, que se come caliente y con miel; y en España es más usada que en otra ninguna parte en tiempo de invierno»34 Los pasteleros pidieron licencia en 1599 para hacer un producto nuevo, las quesadillas. Se les autorizó35. A ellos mismos, entre 1595, 1599 y 1600 se les puso postura en el empanar: 4-XI-159536
11-III-159937
Empanar dos palominos Empanar cuatro palominos Medio ganso Una libra de ternera Dos libras de ternera Un besugo Una libra de salmón o cualquier otro pescado fresco Dos libras de salmón… Un conejo Dos gazapos Un cuarto de cabrito Una lamprea
14 18 20 18 20 20
mrs. mrs. mrs. mrs. mrs. mrs.
16 22 20 20 24 34
mrs. mrs. mrs. mrs. mrs. mrs.
7-IX-160038 17 mrs. 22 mrs. 20 mrs. 17 mrs. 20 mrs.
20 24 60 34
mrs. mrs. mrs. mrs.
Cuando en el otoño de 1584 se discute sobre el cobro de la sisa sobre la carne de cerdo, y a los regidores del Ayuntamiento les asalta a las conciencias un problema moral: «[Al Ayuntamiento] le había pa-
32
AHN, Consejos, Lib. 1.198, fol. 123r. Se les concede la licencia el 7-XI-1596. AHN, Consejos, Lib. 1.198, fol. 198r., 1-X-1598. 34 Covarrubias, Tesoro, fol. 245b. 35 AHN, Consejos, Lib. 1.198, fol. 233r. 22-I-1599. 36 AHN, Consejos, Lib. 1.198, fol. 58r, 4-XI-1595. 37 AHN, Consejos, Lib. 1.198, fol. 425r, 11-III-1599. 38 AHN, Consejos, Lib. 1.198, fol. 425r., 7-IX-1600. 33
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recido que, por ser manjar de pobres y estar tan caro no se cobrase sisa, porque lo llevaría el que lo administrase, y esta Villa no recibiría beneficio y la república mucho daño; y así acordaron no se cobre». O sea, que mientras el manjar blanco se hacía sólo para personas reales, la carne de cerdo era manjar de pobres y por ello, mejor no echarle sisa. No eran mercados cuantitativos, sino cualitativos.
Colofón A finales del siglo XVI había en la ciudad que albergaba la Corte ansias de diferenciación social. Uno de los elementos que se empleó en ello (en verdad que no el más importante), fue la alimentación. Pero, naturalmente, no fue bastante. Las hojas de la tijera se cerraban al poco de abrirse. Hubo que buscar otros medios, otros espacios en los que marcar notablemente las diferencias. En el Ayuntamiento, desde 1603, con la imposición de estatuto de limpieza de oficio39: ya comerían estos manjar blanco, ya; pero estigmatizados. Tal ocurrió generalizadamente por toda Castilla. Ha sido tildada esta época de tibetización, de rehidalguización40. Hubo procesos colectivos de acentuación de la diferenciación social. En la política, por medio del golpe de estado de la aristocracia sobre el gobierno de la Monarquía. Con Lerma, y sus validos, no había que rebajarse ante un pechero. Los tiempos de Mateo Vázquez habían sido un error y, además, habían conducido a las calamidades de después de 1588. Había que diferenciar en todo lo visible, en lo externo; había que reformar en el interior de las gentes. Había que colocar, en fin, a cada uno en su sitio. Estoy hablando de unos difusos límites cronológicos que van desde los años 90 del XVI a los años 10 del XVII. Tiempos de lucha de la novedad frente a la tradición; tiempos clave del arbitrismo. Lo que había empezado a ocurrir en la década de los 70, se consolidó en la de los 90, pero como no quedó todo exhaustivamente claro, se radicalizó en el cambio de reinado.
39 Ver
Alvar-Ezquerra, 2006, en especial las páginas dedicadas a la discriminación social por razón de oficio. 40 Ver Gutiérrez Nieto 1973, 1975 y 1982.
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Santiago Fernández Mosquera Universidade de Santiago de Compostela
No siempre los acontecimientos históricos tienen una traslación directa en la literatura; al menos su repercusión no es tan inmediata como cabría esperar a partir de la importancia que distintos hechos cobran con el paso del tiempo. La mirada eurocentrista de mucha de nuestra literatura del Siglo de Oro no favorece el acercamiento al mundo americano por más que últimamente se haya querido subrayar este hecho. Pero más llamativo parece, incluso, que elementos asentados en la cotidianeidad dominante en determinados momentos no arrojen un resultado proporcional en los textos literarios de la misma época. Solamente hemos de recordar, para alejarnos voluntariamente del ámbito aurisecular que se estudia en este volumen, el impacto que el deporte supone en nuestros días, a principios del siglo XXI, y las escasas consecuencias que este hecho tiene y ha tenido en la literatura española
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contemporánea. En otras palabras, la literatura no siempre puede verse como crónica fiel de la historia porque, con sus diferentes perfiles, el arte no imita la naturaleza sino que selecciona, modifica, manipula o ignora hechos que histórica o sociológicamente pudieran ser relevantes. Si la abundancia de publicaciones durante el siglo XVII que se ocupan del tabaco son reflejo de su importancia social, podríamos asegurar por ciertas las palabras de Enrique García Santo-Tomás cuando señala que «en el Madrid de Felipe IV fumaban hombres y mujeres, seglares y religiosos, niños y viejos, nobles y plebeyos, siendo así el tabaco, en cierta manera, uno de los pocos agentes de igualación y cohesión internas»1. Sin embargo, la difusión del tabaco no fue tan lineal ni creciente como se puede pensar a la luz de la cantidad de comentos y obras generadas, aunque parece cierto que el tabaco se vinculó a diferentes clases sociales que bien podían situarse entre los extremos: de los poderosos y eclesiásticos hasta los marineros y esclavos más menesterosos2. Sólo a partir del primer cuarto del siglo XVII, el consumo del tabaco —en cualquiera de sus formas—cobra una relativa importancia, pero al mismo tiempo su consideración como planta medicinal decrece para centrarse en el ámbito del uso más placentero u ornamental3. 1
García Santo-Tomás, 2004, p. 275. Este magnífico trabajo de Enrique García que he citado aborda el consumo y los usos del tabaco en «Polvo, hoja, humo... Comportamientos sociales del tabaco», pp. 273-288. A la rica bibliografía que él aporta, a sus consideraciones generales y a los textos que cita me remito desde ahora. Sin embargo, mi aproximación será diferente aunque sea solamente por no repetir inevitablemente lo dicho por Santo-Tomás: aquí se tratará del comportamiento literario del tabaco. 2 Señala Enrique García que la propagación del tabaco comenzó por las clases sociales más bajas: «Su propagación social fue, por tanto, de abajo a arriba, desde los esclavos y hombres de mar hasta lo más refinado de la sociedad cortesana; pronto se abandonó su virtud medicinal en pro de una asociación con el placer y con el lujo, intercambiándose como regalo y creando una serie de modas en la sociedad madrileña» (2004, pp. 277-278). Sin embargo, Rodríguez Gordillo, 2002, pp. 188 y ss., no descarta un asentamiento del consumo y de la moda del tabaco propiciada por los usos de las clases más acomodadas. Es decir, la consolidación del consumo del tabaco como norma social se debe a una interacción de las dos corrientes lo que aseguró un consumo popular y una consideración social no siempre negativa. 3 Para una historia del tabaco en España, sus cambios de uso, su diferente valoración a través de los siglos, resultarán útiles los trabajos de Rodríguez Gordillo, 2002,
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Independientemente del uso social del tabaco, su consumo se veía ya en el XVII como una institución vinculada al vicio y al placer desenfadado. Pocos creían ya en sus virtudes medicinales y eran frecuentes las premáticas, avisos y restricciones de su uso por razones higiénicas, médicas o estrictamente sociales. La literatura de este siglo reflejará esta situación bien que pálidamente. Lo primero que llama la atención cuando se buscan repercusiones literarias de su consumo es la escasez del protagonismo del tabaco en los textos literarios del Siglo de Oro. Cierto que se encuentran ejemplos, pero casi siempre vinculados a géneros o intervenciones jocosas4: sátiras, burlas, entremeses, bailes, personajes graciosos en el teatro; o comparaciones, metáforas u otras figuras que parten de un tono burlesco para ilustrar una escena más o menos seria5. Por otro lado, el valor que a cada intervención del tabaco como personaje, como término de comparación o alusión, como costumbre alabada —menos— o criticada —más— tal vez arroje matices dignos de mención, pero no se habrán de alejar del tono general de rechazo más o menos severo de tal costumbre. Parece que el tabaco como símbolo de distinción seria o vinculado a escenas no siempre burlescas es bastante más tardío, cuando no decididamente costumbre contemporánea.
en especial, «El tabaco: del uso medicinal a la industrialización», pp. 181-220; López Linage et al., 1990. 4 Silvia Monti, 1987, p. 29: «In particolare gli autori di teatro e di altri generi popolari non si lasciarono sfuggire l’occasione di utilizare a fini comici o satirici l’abbondante materiale offerto dal diffondersi del tabacco col suo contorno di credenze che rasentavano la follia, nouvi cerimoniali sociali, sporcizia, sbadigli, starnuti e gargarismi in pubblico». 5 No es mi intención aquí recoger dichas apariciones; sin embargo, en un repaso realizado a los corpora electrónicos más accesibles (CORDE y TESO, por ejemplo), se puede obtener una confirmación bastante ilustrativa de lo aquí afirmado. Algún trabajo recoge más sistemáticamente ejemplos del protagonismo del tabaco a lo largo de la historia literaria. Ángel Luis López, 1990, p. 11, señala exageradamente que «apenas hay autor del siglo XVII que no nos haya dado muestras del uso del tabaco en la sociedad española» afirmación que no corrobora con ejemplos, ni siquiera con datos numéricos. Sin embargo, publica alguna referencia y, sobre todo, textos teatrales (algún baile y entremés) interesantes y no accesibles hasta ese momento. Estos mismos textos estudia, desde una perspectiva más literaria, Roig Miranda, 1997. Pero, sin duda, el acercamiento más rico es el de Monti, 1987, quien aporta la edición de textos significativos. Estos estudios han de añadirse a la bibliografía ya indicada por García Santo-Tomás, 2004, y, por supuesto, a su propio análisis.
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Interesa ahora señalar la común distancia entre el uso social y personal y la repercusión en la obra literaria. Aportar un ejemplo concreto pudiera explicar la separación señalada anteriormente entre la extensión de una costumbre y su incidencia textual en una ecuación que no siempre tiene una relación directa. Un caso bien significativo es el de Francisco de Quevedo. Quevedo disfrutó y sufrió el tabaco en toda su extensión; de hecho, dada su enfermedad, sin duda aceleró su muerte6. Su epistolario deja pruebas suficientes de estas circunstancias7, como la carta que escribe Florencio Vera y Chacón a Francisco de Oviedo el 2 de mayo de 1645 desde Villanueva de los Infantes: Bien me persuadí el martes pasado que este ordinario había de dar cuenta a v. m. de la muerte de nuestro amigo don Francisco de Quevedo, porque unos vómitos que le provocó la noche antes el tabaco en humo lo redujeron a tanta flaqueza que no le daba el médico diez horas de vida. Recibió los sacramentos y dispuso de su alma muy aprisa. (Nuevas cartas, núm. 94, p. 175)
Su afición era conocida por sus amigos cercanos que, evidentemente, veían los estragos que acarreaba el vicio en una persona que hacia esos años padecía alguna enfermedad o infección grave. Otro gran amigo suyo, Jiménez Patón, escribió precisamente un pequeño 6 Ver, sobre este asunto de la enfermedad y el tabaco, el exhaustivo trabajo de Crosby, 2000. 7 Su afición al tabaco aparece en más de una ocasión: Carta 14 de marzo de marzo de 1637 desde Madrid a Florencio de Vera y Chacón, vicario de Villanueva de los Infantes: «El marqués Virgilio Malvezi está encargado de escribir la historia de Su Majestad, Dios le guarde, y otra vez la de Su Excelencia. Por ahora su ocupación es pedir de comer y curarse; que yo río con él mucho, porque no bebe agua, que dice que le mata; ni vino, porque le destruye; ni carne, porque no la puede digerir; ni pan, porque no le puede morder, y está tan flaco, que parece esqueleto de cohete, y admirándose de que yo como y bebo y tomo tabaco y chocolate». (Epistolario, carta CXC, p. 403); Carta 7 febrero de 1645, Villanueva de los Infantes, a Francisco de Oviedo: «Enviome [Pedro Coello] cuatro bollos de muy buen chocolate y un papel muy grande de tabaco de olor muy excelentísimo» (Nuevas cartas, núm. 85, p. 167) y Carta 12 de febrero de 1645, Villanueva de los Infantes, a Francisco de Oviedo: «Envióme Pedro Coello los Marcos Brutos de la segunda impresión [...] y muy excelentes bollos de chocolate y un papel grande de tabaco de olor muy fino, que verdaderamente le he quedado muy reconocido» (Crosby, núm. 87, p. 169).
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tratado8 sobre el tabaco y las consecuencias de su consumo en el que alude, casi con seguridad, a su amigo el fumador9: No ha muchos días que una persona, de las que han dado en este vicio, cayó en la cama de calenturas, con amenazas de dolor de costado, y me afirmó muy de veras, que tenía por cierto le había derivado el ocioso y frecuente uso del tabaco. Esto dijo, y ninguno sabe decir en qué experimenta el provecho, antes casi todos confiesan, que es lo que dice el dístico vicio y no medicina. Es vicio, y que tiene un nosequé de hechizo, porque algunos de los que lo toman me confiesan, que por conocer, que no les es de provecho, antes de daño lo desean dejar y que no aciertan.
Pero el tabaco no sólo debilitó su salud física sino que sirvió para manchar la salud de su memoria. Baltasar Gracián, en El Criticón, lo recuerda de esta manera: Topó unas grandes hojazas, muy extendidas, no de mucha eficacia, y así dijo: —Éstas del Petrarca, Justo Lipsio y otros, si tuvieran tanto de intensión como tienen de cantidad, no hubiera precio bastante para ellas. Acertó a sacar unas de tal calidad, que al mismo punto los circunstantes las apetecieron, y unos las mascaban, otros las molían y estaban todo el día sin parar, aplicando el polvo a las narices. —Basta –dijo–, que estas hojas de Quevedo son como las del tabaco, de más vicio que provecho, más para reír que aprovechar10.
La conexión de Quevedo y el tabaco —«de tal calidad», por cierto— no hubiese sido la que el poeta habría querido para sí, porque 8
Reforma de trages. Enséñase el buen vso del tabaco. Doctrina de frai Hernando de Talauera primer Arçobispo de Granada; ilustrada por... Bartolome Ximenez Paton, en Baeza, por Iuan de la Cuesta, 1638. Lo cita también García Santo-Tomás, 2004, p. 276. Cito por la edición de Silvia Monti, p. 93. 9 No es cuestión de justificarlo ahora con mayor detenimiento, pero el epistolario de Quevedo permite precisar que en estas fechas el poeta se encontraba convaleciente de sus primeros achaques de 1637 y estaba recuperándose entre La Torre de Juan Abad y Villanueva de los Infantes, en donde firma su tratado Jiménez Patón «Regente del Estudio de letras humanas» de la ciudad, con quien Quevedo tenía fácil y constante comunicación. 10 Gracián, El Criticón, II, Crisis IV p. 291.
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Gracián lo vincula a la burla y al disfrute más superficial cuando él mismo reclamaba para sí un estatuto más serio y grave.Y, ciertamente, el uso que Quevedo hace del tabaco más allá de su consumo cotidiano tiene que ver más con la burla que con el provecho, si no se considera la burla como provechosa en sí misma. De hecho, como señalé al comienzo de estas páginas, en Quevedo se confirma la idea de que las apelaciones al tabaco se hallan siempre en contextos satíricos o burlescos. Lo hace el propio poeta, maestro de estos géneros, en cuatro ocasiones incidentales en su poesía burlesca11, mientras que su cita más jugosa es la aparecida en el Discurso de todos los diablos: Allí llegaron el Diablo del Tabaco y el Diablo del Chocolate —que, aunque yo los sospechaba, nunca los tuve por diablos del todo—. Estos dijeron que ellos habían vengado a las Indias de España, pues habían hecho más mal en meter acá los polvos y el humo y jícaras y molinillos que el rey Católico a Colón y a Cortés y a Almagro y a Pizarro: cuánto mejor y más limpio y más glorioso ser muertos a mosquetazos y a lanzadas que a moquitas y estornudos y regüeldos y a vágidos y a tabardillos, siendo los chocolateros idólatras del sorbo, que se elevan y le adoran y se arroban, y los tabacanos, como luteranos, si le toman en humo, haciendo el noviciado para el infierno; si en polvo, para el romadizo12.
Para el autor, los dos productos americanos se han convertido en la mejor venganza por los sufrimientos de la conquista, ya que han hecho mucho más daño a España que los conquistadores a las Indias. Y, sin embargo, tal vez transmitiendo su querencia personal hacia ambos, Quevedo —si podemos identificar la voz autorial con la del pro-
11 Se trata de dos romances burlescos, una jácara y un baile, géneros que en sí mismos denotan el uso del término y la funcionalidad del término. Nótese que en el baile, Tabaco hace referencia al famoso baile del tabaco ya referido anteriormente en nota, editado por Ángel Luis López, 1990, y brevemente analizado por Roig Miranda, 1997. Romances «Tomadme como tabaco, / para que suba al celebro / y apaguéis en estornudos / a mi ventura lo negro» (684:57-60); «quiso meter más bolina; / mas cubrióla de gargajos / y tuétanos de narices / un Lenzuelo de tabaco» (763:197-200); jácara, «Yo conocí la Chillona / en aquel aposentillo, / más tomada que tabaco, / más derretida que cirio» (857:57-60); baile, «La Capona solitaria / y el Tabaco dado en humo, / por las malas compañías, / han perdido de su punto» (869:2124). 12 Quevedo, Discurso de todos los diablos, p. 230.
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pio escritor— no los considera del todo malignos («nunca los tuve por diablos del todo») como demostró en su consumo cotidiano. No obstante, el peso de la evidencia, la presión social o incluso la consolidación del tópico, Quevedo ofrece siempre en sus textos la imagen negativa del tabaco que hiperboliza, muy en su poética, proponiendo al tabaco como metáfora de ‘médico’, es decir, aquello que enferma es lo que se disfraza de remedio, como en realidad resultaba el tópico ancestral y tan del gusto del poeta del médico que mata antes que cura siendo este profesional «el mayor enemigo de la vida, y caro», como señala tópicamente en Virtud militante13. En ese contexto se ha de entender el soneto «Al tabaco en polvo, doctor a pie»14: Al tabaco en polvo, doctor a pie ¡Oh doctor yerba, docto sin Galeno, barato sin barbero y sin botica, en donde el bote suele ser de pica para el que malo está, y aun para el bueno! Tú, que sin mula vas, de virtud lleno, a la nariz del pobre que te aplica, que no orinal ni pulso te platica, ni el que con barba y guantes es veneno, como el oro por Indias graduado, sin el martirologio de la vida, de sólo un papelillo acompañado, hoy medicina a la otra preferida: ¿cuánto va, si se mira con cuidado de la que es moledora, a la molida?
13 Sobre el tópico denostador del médico y la medicina, debe consultarse inicialmente y sólo a título de ejemplo, el clásico trabajo de Nolting-Hauff, 1974. No olvidemos que el tópico tiene raigambre clásica y los ecos de, por ejemplo, Marcial son evidentes en Quevedo. Sin embargo, el poeta en general parece denostar no tanto la ciencia que puede haber detrás de la medicina como la ignorancia de quienes la aplican. 14 Quevedo, Un Heráclito cristiano, pp. 302-303. Cito por la edición de ArellanoSchwartz.
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Los textos aportados de la obra quevediana bien pueden ilustrar el distanciamiento entre vida cotidiana y literatura que señalé al comienzo. Pocos más aficionados y afectados por el tabaco (y el chocolate) como Quevedo pudieron vivir y escribir en el Siglo de Oro. Y, con todo, el impacto que estos nuevos productos americanos han dejado en su obra es casi irrelevante, en una obra, además, extensa y variada como la del escritor. Por otro lado, habrá de subrayarse que todos los ejemplos quedan relegados a un tipo de literatura burlesca y popular, único lugar en el que se veía apropiado relatar literariamente el consumo placentero del tabaco. Sin embargo, con respecto a la mayoría de los textos literarios en los que el tabaco tiene cierto protagonismo, ocasional o central, Quevedo va un paso más allá: lo hace protagonista absoluto de la pieza con la paradójica metáfora de convertirlo en médico. Se trata de un procedimiento bien quevediano que se atiene a dos líneas comunes de su poética: por un lado la hipérbole y por otro la paradoja burlesca. Al mismo tiempo, este doble procedimiento se enmarca en la obsesión quevediana de la renovación o recarga de tópicos ya desgastados o de uso frecuente que es una clave esencial para entender su literatura. En realidad, los elementos menores con los que el poeta construye el soneto son recurrentes en casi todos los textos que tengan los mismos protagonistas: el médico15 y el tabaco. Del primero, el soneto recoge las atribuciones propias del médico especialmente concentrados en el segundo cuarteto: Tú, que sin mula vas, de virtud lleno, a la nariz del pobre que te aplica, que no orinal ni pulso te platica, ni el que con barba y guantes es veneno
Es decir mula, análisis del pulso y orina, bata, guantes, y hasta el platica, el diálogo con los orinales y el practicante, que es médico en prácticas16. Todos los elementos los recoge el propio poeta en el Libro de todas las cosas: 15
Sobre el desarrollo del tópico del médico, su actuación y su sátira, ver, a título de ejemplo, el trabajo de Tato Puigcerver, 2001. 16 Quevedo, Un Heráclito cristiano, pp. 886-887.
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Si quieres ser famoso médico, lo primero linda mula, sortijón de esmeralda en el pulgar, guantes doblados, ropilla larga y en verano sombrero de tafetán.Y teniendo esto, aunque no hayas visto libro, curas y eres doctor; y si andas a pie aunque seas Galeno, eres platicante. Oficio docto, que su ciencia consiste en la mula. La ciencia es esta: dos refranes para entrar en casa; el «¿qué tenemos?» ordinario, «venga el pulso», inclinar el oído, «¿ha tenidos frío?» [...] Pide orines, haz grandes meneos, míralos a lo claro, tuerce la boca. Y sobre todo advierte que traigas grande barba, porque no se usan médicos lampiños...
La presencia del médico suele llevar aparejada la actuación de un «protocolo letal» del que forman parte el barbero y el boticario: «barato sin barbero y sin botica» (v. 2). En fin, la caracterización del médico, barbero, boticario y todos los elementos adyacentes que conlleva el desarrollo de este sistema tópico es muy frecuente en Quevedo y se origina con seguridad en una combinación de elementos cotidianos y sociales —los menos— y literarios —los más. No olvidemos que la sátira de la medicina y de los médicos es burla ancestral, motivo senequista, y muy apreciada por dos ‘auctores’ esenciales en la constitución de la obra quevediana: Marcial y Montaigne. La novedad, sin embargo, no viene por la sátira a los médicos sino por el protagonismo del tabaco.Y dicha novedad no arranca precisamente del objeto satirizado porque, como ya se ha señalado, el consumo de tabaco ya en el XVII es tenido como objeto de burla, sino de la consideración derivada del protagonismo de la hierba al ser identificada con el médico por sus venenosas cualidades. Así lo entendió Silvia Monti nel sonetto e nel brano17 di Quevedo opera a priori un meccanismo molto più incisivo: la personificazione diretta. Il tabacco non viene accusato di essere un’invenzione del diavolo, ma è il diavolo stesso; non è accusato di essere un rimedio dasullo nelle mani di un medico incompetente, ma è il cattivo medico in persona. In questo secondo caso, la concentrazione di significanti, tipica della scrittura di Quevedo, raggiunge un livello estremo, poichè si sovrappongono in un’unica rappresentazione la connotazioni negative re l a t ive al tabacco e quelle re l a t ive alla figura del medico, uno dei personaggi più ferocemente satirizzati dallo scrittore18. 17 18
Se refiere la estudiosa al párrafo del Discurso de todos los diablos, citado arriba. Monti, 1987, p. 31.
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Así sucede en este soneto. El tabaco es médico, es llamado doctor —aunque sin Galeno—, más barato que el médico habitual porque no comparece con el boticario ni con el barbero; va sin mula y, a diferencia del médico, se aplica a la nariz y no al pulso o al orinal; es graduado por las Indias dada su procedencia y viene sólo acompañado del papelillo que es el envoltorio de la hoja del tabaco para ser preferido a la otra medicina por ser más asequible aunque ambas sean igualmente perniciosas. Al grado máximo de protagonismo del tabaco que supone el soneto se acerca el entremés anónimo El médico del tabaco. No son frecuentes, si existen, piezas literarias que propongan idéntico acercamiento identificatorio como el de Quevedo. Será este entremés una de las piezas que contenga un protagonismo más fuerte y, al tiempo, exprima la misma paradoja que el soneto quevediano. En este sentido, estamos ante dos piezas que comparten ciertos rasgos comunes en cuanto al tratamiento y perspectiva literaria de igual tema. El texto fue editado modernamente por Silvia Monti19. Se han de añadir ahora a los testimonios que ella describe dos más: uno procedente de la Biblioteca de la Universidad de Pennsylvania, catalogado con el número 15 de una colección facticia de Comedias varias20, publicada al final de El capitán Belisario (atribuida a Lope)21. Este volumen parece estar formado por una serie de sueltas que algún librero, impresor o aficionado agrupó. Todas ellas carecen de foliación o paginación. El entremés completa el cuadernillo de la suelta en la que se publica la comedia El capitán Belisario (4º,A-D4), concretamente entre el vuelto de D3 y ocupando D4. Por los datos de la descripción bibliográfica, parece la misma suelta que señala M. G. Profeti como i) en su bibliografía de Montalbán22. Otro más apareció publicado en la Sexta parte de Comedias Escogidas de los mejores ingenios de España, Zaragoza, 1653, ejemplar único localizado en la Österreichische Natio-
19
Monti, 1987, pp. 100-107. Regueiro, 1971, núm. 683. 21 En su Catálogo La Barrera, p. 633, señala, con respecto a este entremés, lo siguiente: «Médico del tabaco. Ni verás niño enfermo ni hombre flaco.T. II de Comedias [facticio], St. [suelta], 4.º -E [entremés]». 22 Profeti, 1976a, pp. 398-399. 20
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nalbibliothek de Viena con la signatura +38.V.10(6)23; este último presenta paginación manuscrita (acaso moderna), 98-100, mientras que mantiene la misma distribución en cuadernillos que el volumen 15 en la comedia El capitán Belisario de Comedias varias, es decir, (4º, AD4). El entremés está situado entre el vuelto de D3 y ocupando D4. Se trata de una suelta diferente a las anteriores, no descrita hasta ahora y que presenta variantes de poca importancia con respecto a la tradición anterior de las que se puede deducir que tal vez sea una impresión posterior24. Cuando un motivo como el del tabaco llega a ser burlado en el grado que lo es en estas dos piezas es de suponer que la sátira del uso y del propio tabaco había alcanzado los niveles suficientes de conocimiento como para ser bien entendido el soneto y el entremés. Es decir, nadie, en diferentes niveles sociales, albergaba dudas sobre los efectos del tabaco en el cuerpo y en la sociedad. Señalé arriba cómo uno de los elementos comunes a ambas obras era el procedimiento identificatorio entre el médico y el tabaco. Sin embargo, en el entremés no se identifica el locutor con el tabaco sino con el médico que usa exclusivamente el tabaco.Tal vez la propia circunstancia del género entremés y su encaje dramático no facilitaría la identificación plena como en el texto quevediano. Sin embargo, se trata de un grado de acercamiento mucho más grande que el tratamiento indirecto del tabaco en otras sátiras en forma de descripciones indirectas, que son las más frecuentes. La caracterización del médico en este entremés comparte elementos tópicos con la figura del médico tradicional y por ello coincide con muchos de los elementos descritos por Quevedo en su soneto. De la misma forma, aquellos elementos caracterizadores del tabaco también son comunes a ambas obras y a la mayoría de las escritas en
23 Para una descripción del ejemplar y para desentrañar el complejo mundo de esta problemática VI Parte, debe comenzarse por el trabajo de Profeti, 1976b, pp. 518. Don Cruickshank también acaba de presentar ante la Association of Hispanists of Great Britain and Ireland, en la Universidad de Aberdeen, reunión celebrada los días 2-4 de abril 2007, el trabajo «The Problem of the Sexta parte de comedias escogidas». 24 Aunque pueda discrepar de la puntuación y de algunas lecturas con respecto a la edición de la hispanista italiana, utilizaré su edición para no repetir un trabajo que, en conjunto, es ejemplo excelente de los estudios sobre el tema en la literatura española.
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el siglo XVII sobre el mismo tema. El médico tendrá barba, como se deduce de la penúltima acotación de la obra: «Embístese uno con otro y arráncanse las barbas y salen todos con los músicos». Se describe el tabaco inicialmente como una hierba, como en Quevedo, «doctor yerba», en este caso «milagrosa»: MÉDICO
Ni verás niño enfermo, ni hombre flaco con mis aplicaciones de tabaco.
CRIADO
Ello es de veras yerba milagrosa, pues con ella sanó mujer celosa. (vv. 1-4)
Es médico barato («Ya dije que es el récipe barato» v. 26), como en Quevedo, aunque la justificación aquí no es tan clara como en el soneto ya que la ventaja económica en Quevedo proviene del ahorro en boticario y barbero. Como en todos los casos, los médicos son acusados de mala praxis médica, muchas veces a causa de la ausencia de prácticas (platica, platicante): CRIADO
¿Médicos, qué han de hacer sin ejercicio?
MÉDICO
Aprender, si acertaren, otro oficio.
CRIADO
Con gran razón está apasionado.
MÉDICO
A mi padre sangraron resfriado. (vv. 31-34)
Su actuación comporta el uso de procedimientos habituales: las purgas, en este caso provocadas por el tabaco HOMBRE
Señor doctor, yo estoy muy afligido, padeciendo mil males estreñido.
MÉDICO
¡Ansí estuviera todo remediado! Yo me lo ablandaré; vise purgado. (vv. 51-54)
el análisis de la orina, elemento esencial para el diagnóstico y caracterización tópica del médico como ya se ha visto en el soneto quevediano, así como la alusión a las sangrías, otra práctica habitual, aunque normalmente referida al barbero: Sale otra mujer con un orinal
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MUJER
Viniendo ayer de fuera, de camino, se me perdió o hurtaron un pollino. Dice el cartel que cura y adivina, vuestra merced me sane, ésta es la orina.
MÉDICO
El corazón me duele de escucharos, que si mostráis la orina, he de sangraros. ¿La orina que traéis es del pollino?
MUJER
No señor, que es de un sastre mi vecino, y me dijo que en lo que se acertaba, que con cualquiera me bastaba. (vv. 61-70)
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El uso del tabaco en polvo («de la que es moledora, a la molida?») es también elemento común en ambas obras así como el énfasis en el grado académico del médico («como el oro por Indias graduado») MÉDICO
En casa de cualquiera esté un rato, teniendo de tabaco una cajeta, [...] y ofreciendo cualquiera su polvillo, le han de reciprocar con un cuartillo. (vv. 84-95; 90-91)
Sale el médico segundo 2.º MÉDICO
Señor doctor, en polvos graduado, mire que ha cometido un gran pecado, pues quita a los doctores la comida.
1.º MÉDICO
Unos quitan el pan, otros la vida. (vv. 93-96)
El segundo médico se queja de la efectividad del tabaco como remedio para tantos males que, por su eficacia, deja sin trabajo a los médicos convencionales. La respuesta del «médico del tabaco» es bien clara y de nuevo tópica: él quita el pan por sanar a los enfermos mientras que el resto de médicos quitan la vida. Las coincidencias del entremés anónimo y del soneto de Quevedo —aunque también de otras obras quevedianas— se asienta sobre los tópicos ancestrales atribuidos a la profesión de médico y que estaban totalmente fijados, cuando no desgastados, en pleno siglo XVII. El tabaco apareció como un elemento novedoso que sirvió para actualizar dichos motivos de sátira. Pero el protagonismo del tabaco en ambas
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obras es diferente, como se ha señalado. Mientras que en Quevedo la hierba se propone con el grado máximo de desempeño de la acción por medio de la apelación enunciativa en segunda persona, en el entremés el tabaco es único instrumento de un médico que lo usa exclusivamente para la cura de todos los males. De hecho, la pieza dramática aprovecha esta omnipresente funcionalidad del tabaco para hacer un repaso de figuras burlescas, también tópicas, en los entremeses y otras piezas del mismo tono: la mujer estéril (v. 35), el melancólico (v. 39), la amante rechazada y celosa (vv. 41-42), el estreñido (v. 52), la mujer supersticiosa (vv. 60 y ss), el sastre (v. 68) o el borracho pobre (vv. 80-81). Su estructura dramática es bien sencilla, como corresponde al género entremesil, y se resuelve con pocos personajes (dos médicos, un criado, tres hombres y tres mujeres, estos últimos figuras chocarreras). La acción se ordena a partir de un desfile de los distintos personajes, que han sido anunciados previamente por medio del cartel que anuncia al médico: CRIADO
Aquí ha venido un médico piadoso y comedido, que cura sarna, tiña y sabañones, y excusa el ir a Francia en lamparones, modorras y dolores de costado, con advertencias de hallar prestado, de fatigas expresas y otros duelos, de accidentes de amor, de ardientes celos, y si se pierde un borrico, que parezca, y que alcance favor quien no merezca, fija dientes y advierte los oídos, ocupa holgazanes y perdidos. (vv. 13-24)
Para que un entremés como El médico del tabaco funcione como pieza burlesca en el siglo XVII, y lo haga a partir de la ironía que supone atribuirle cualidades tan beneficiosas al tabaco, tiene que existir una corriente social muy clara que atribuya al tabaco males comunes y conocidos así como costumbres no siempre bien vistas y patrimonio de las clases menos pudientes. Desde los primeros versos («Ni verás niño enfermo, ni hombre flaco / con mis aplicaciones de tabaco») el público entendería la clave burlesca del entremés, independiente-
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mente del género y del momento de la representación. El tabaco, por lo tanto, había perdido, también en los ambientes más populares, las posibles cualidades saludables que en un primer momento se le atribuyeron; era objeto de escarnio y mofa en sí mismo y de aquellos que lo consumían. Ello no quiere decir que su consumo posterior no fuese creciendo y ganando prestigio social en la medida en que se fue acercando a clases sociales más privilegiadas. La presencia del tabaco como novedad americana no implica una transformación literaria, no genera tópicos ni novedades significativas en la obras literarias en donde aparece, sino que aprovecha incidentalmente los existentes para integrarse, como una exempla más, en ellos; sirve, pues, de materia argumental, pero no transforma ni la materia ni el género. Mucho hubiese supuesto esto para una mala hierba y buena hoja, pero sí hubiese sido esperable que, si como parece, el tabaco revolucionó en buena parte ciertos comportamientos sociales, hubiera tenido un efecto más contundente y llamativo en los textos literarios. Una vez más se constata que la literatura se hace con materiales literarios y sólo en una parte accidental es modificada por nuevos hábitos sociales aunque estos estén fuertemente extendidos. Es cierto que dadas las consecuencias del consumo del tabaco aparecen nuevas metáforas, hipérboles burlescas, descripciones más o menos satíricas que tienen que ver con las características de su uso: narices manchadas, humos embriagadores, infusiones purgativas o emplastos salvadores. Pero el peso de la sátira sigue estando más en quién lo usa que en el tabaco mismo, como sucede ejemplarmente en los casos del médico que han sido señalados. Solo Quevedo, en su búsqueda de la distinción más aguda, otorgará al tabaco un protagonismo literario mayor y más brillante. Diferente es el caso de los textos científicos o paracientíficos de la época en la que la planta se puede erigir en objeto de estudio central. No obstante, su estatuto en el campo literario es mucho más humilde, acotado al uso burlesco y popularizante y lejos del protagonismo social que se adjudica.
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Encarnación Juárez-Almendros University of Notre Dame
El consumo de vestiduras, tejidos, decoraciones y otros materiales de ostentación y de lujo es central en la economía europea a partir del siglo XIV. La importante industria textil (lana, seda), el incremento comercial de tintes, tejidos y materiales decorativos, las diversas manufacturas de vestimentas y calzados, el mayor intercambio de modas y gustos, junto con el desarrollo de un nuevo enriquecido sector social que aspira al alarde del estatus anuncian una sociedad más dinámica y moderna durante los siglos XVI y XVII. Paralelamente a su importancia mercantil, las ropas y las apariencias parecen obsesionar a los ciudadanos en la época, pues el tema asoma no sólo en el arte visual sino también en los más dispares discursos escritos: moralistas, económicos, legales, políticos, literarios, e incluso médicos.
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EL CONSUMO TEXTIL Y LA PRODUCCIÓN DE IDEOLOGÍAS
El hecho es que las vestimentas, además de su gran valor económico, poseen un valor simbólico que refleja estructuras asentadas en diferentes factores humanos tales como la edad, el género, la salud, el estatus y la etnia. También que las apariencias tienen un marcado papel político y social en la época pues, por medio de ellas, se intenta mantener un orden tradicional que se resiste a los cambios que impulsa la nueva economía, es decir, al desarrollo de una clase más pudiente que se apropia de los signos y privilegios del grupo en poder, así como al surgimiento de una nueva conciencia de individualismo y capacidad de auto-creación1. Las frecuentes leyes suntuarias y pragmáticas que pretenden controlar tanto el aspecto comercial como el social de tejidos y vestiduras; los extensos tratados moralistas que apoyan la represión sartorial para mantener las convenciones genéricas y las divisiones sociales; las ambiciosas ostentaciones públicas de la clase en el poder, solidificadas en detalladas representaciones visuales y escritas, así como las frecuentes piezas teatrales que reproducen tanto el esquema jerárquico como sus subversiones, prueban que en las vestimentas se entretejen los conflictos de la época. Diferentes medidas legales y tratados de conducta intentan remediar las aprehensiones y ansiedades causadas por el hecho de que la ropa, como materia cultural intercambiable y accesible, y con una gran carga simbólica, puede ser apropiada por muchos. La elección del atuendo y ornatos conlleva movimientos de determinaciones personales y de restricciones de carácter elitista. Los actos de autonomía personal se entienden a menudo como gestos de usurpación ilegal con consecuencias inmorales y económicas que amenazan desestabilizar el estatus quo. De hecho, Ann Rosalind Jones y Peter Stallybrass, lo mismo que Stephen Greenblatt, en sus respectivos estudios, concluyen que el concepto de la moda como moldeadora del cuerpo individual y social en conflicto de intereses caracteriza precisamente la época del renacimiento europeo. Como críticos literarios, ignorar este hecho cultural es ignorar el cimiento histórico donde se asientan las ideologías expresadas en las creaciones artísticas. En un momento en que escasea la introspección
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Para una elaboración más amplia de estas ideas consúltense la introducción y primer capítulo de Juárez Almendros, 2006. Para el concepto de valor remito a los estudios de Mauss, 1990; Simmel, 1978 y Appadurai, 1986.
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de la interioridad en literatura las vestiduras son esenciales en la construcción de muchos de los personajes de nuestras obras clásicas, ya que por medio de ellas se expresan sus situaciones existenciales y voliciones personales. Piénsese, por ejemplo, en el caso del escudero en el Lazarillo, en Alonso Quijano y su conversión en don Quijote, en las frecuentes transformaciones de Guzmán de Alfarache, en los travestidos de la comedia nacional, por sólo enumerar los casos más conocidos de una larga lista. Por su diversidad de funciones, el análisis literario de la ropa debe ser entendido de una forma flexible y sugerente. Debe tener en cuenta que los códigos de la vestimenta están en continuo proceso de cambio y que el traje es un testimonio tanto del componente histórico y de las prácticas sociales, culturales y políticas como de las más íntimas emociones y actitudes de los personajes exteriorizadas en su aspecto. El acto de vestirse está lleno de ambigüedades. La representación literaria de los sujetos vestidos ofrece información tanto de la respuesta individual creativa hacia los otros como de las presiones conformistas del grupo. También debe pesarse su función estética y su uso específico como respuesta a las exigencias de géneros literarios y tramas. Precisamente porque la representación sartorial incluye aspectos muy heterogéneos, las aproximaciones metodológicas usadas para su estudio en las obras literarias pueden ser muy diversas y adaptadas al tipo de texto que se examina. Tal vez la más habitual es una aproximación sociológica que tiene en cuenta las apariencias como reflejo de los conflictos entre diversas categorías sociales. Es decir, las aspiraciones de los grupos inferiores a disfrutar del prestigio y ostentación de los superiores y los intentos de diferenciación de las capas altas por medio del aspecto y del cultivo del gusto. En este campo son importantes los estudios pioneros de Georg Simmel (1904), que introduce la teoría de la imitación, y los de sus elaboradores posteri o re s , Grant D. M a c C r a c ken y Gilles Lipovetsky. Deben consultarse también Thorstein Veblen (The Theory), que desarrolla los conceptos del consumo vicario y ociosidad conspicua; Pierre Bourdieu (Distinction), que analiza el largo y difícil proceso de la creación de la distinción elitista; e Irving Goffman (T h e Presentation) que estudia la capacidad de los signos visuales de mantener la afinidad de los grupos sociales. José Antonio Maravall en su La
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literatura picaresca recoge los conceptos de la teoría de la imitación para explicar el deseo de medro de los protagonistas pícaros. Las perspectivas semiológicas, psicoanalíticas y estéticas interpretan los signos literarios de la ropa. En el campo de la semiótica, es importante tener en cuenta el clásico estudio de Roland Barthes, The Fashion System, que intenta desentrañar el sistema semiológico de la descripción escrita de la moda. Barthes señala que las peculiaridades formales de la vestimenta verbal son estrictamente lingüísticas por su valor enfático y discontinuo y que el texto escrito tiene una capacidad de revelar aspectos que la imagen visual no provee. En contraste con la teoría puramente formalista de Barthes la aproximación marxista de Mikhail Bakhtin entiende el signo como foco de lucha y contradicción, es decir, impregnado de la ideología política y del conflicto social de su momento históri c o 2 . E n t re estas dos actitudes semiológicas se colocan una gran variedad de teorías del signo y, específicamente, del signo sartorial, que pueden ser productivas en la interpretación literaria de los vestidos3. El código de la vestimenta proyecta también la psicología de los personajes. Carl Flügel en su The Psychology of Clothes señala que de los tres propósitos básicos de la ropa, decoración, modestia y protección, el ser humano ha desarrollado mayormente el placer del adorno corporal para realzar el atractivo sexual. El autor piensa que a través de la historia los afectos primarios del cuerpo se han desplazado a la ropa por medio de simbolizaciones inconscientes representadas en la forma y en los colores de prendas tales como el calzado, la corbata y los cuellos. El seminal estudio de Flügel abre el campo a diversas interpretaciones psicoanalíticas de los atuendos entendidos como proyecciones de nuestros deseos, necesidades y conflictos más íntimos. En relación con el propósito de protección, las ropas se pueden entender como sustitutas del útero, de la madre o de la casa. Los atuendos forman un complejo lenguaje que habla y compone un cuerpo mudo e inexpresivo. Adquieren una función fálica por medio de mascaradas y de ostentaciones en una enrevesada armonía de ocultación y exhibición.También representan lo prohibido y libidinoso. Según la
2 Ver
Ivanov, 1976. Consúltense por ejemplo los trabajos de Davis, 1992; Simon-Miller, 1985; McCracken, 1988, 1992; Hunt, 1996; Culler, 2002 y Wilson, 1987. 3
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teoría lacaniana, el cuerpo imaginario se reviste del orden simbólico cuando se viste. Es decir, los vestidos forman una imagen de un ser completo, deseante y situado socialmente que oculta la fragmentación y el caos del ser. La aplicación de teorías psicoanalíticas al estudio de las descripciones de los vestidos es, pues, muy eficaz a la hora de desentrañar interioridades apenas sugeridas en los textos de la temprana modernidad. Se pueden complementar los postulados de Freud, Lacan y otros teóricos del psicoanálisis con estudios más especializados como el inspirador La robe de Eugénie Limoine-Luccione, o los trabajos de Elizabeth Wilson y los de Judith Butler, por sólo nombrar algunos. Las ropas crean y naturalizan las diferencias genérico-sexuales, y la aplicación de postulados psicoanalíticos es imprescindible a la hora de analizar la misión de la vestimenta en la construcción del género. El psicoanálisis nos puede ayudar también a teorizar el origen más profundo de las ansiedades que se observan en la insistencia reguladora de las pragmáticas y discursos morales de la época. Existe una plétora de trabajos teóricos sobre el género en relación con el cuerpo y sus revestimientos al alcance del crítico. Se me ocurre que podrían consultarse, por ejemplo, los de Natalie Zemon Davis, Marjorie Garber y Valerie Steele. Otro importante aspecto que complementa las aproximaciones metodológicas que se sitúan en el campo de lo simbólico debe tener en cuenta la materialidad misma de la ropa y de los tejidos, enfatizada en los presupuestos marxista y su concepto del fetiche4. Esta teoría resalta el aspecto fenomenológico del ser humano que se expresa y realiza a través de su cuerpo y de los objetos materiales que lo rodean. La materialidad de las cosas nos impresiona a través del impacto estético que percibimos por medio de nuestros sentidos, impacto que antecede, según Herbert Blau, al intrincado código simbólico.Tanto el cuerpo orgánico como la materialidad de los tejidos con que se cubre se afectan mutuamente. Las modas en el vestido y en el arte conforman la cambiante imagen del cuerpo desnudo a través del tiempo 5. Igualmente el cuerpo moldea e impregna las vestiduras con su particular forma y emanaciones, como ha indicado Stallybrass en su artículo «Worn Worlds». En el Renacimiento, los tejidos y adornos tie-
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Para estos conceptos consúltense Pels, 1998; Pietz, 1993 y Stallybrass, 1998. Hollander, 1978.
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nen un valor material, económico y simbólico con duraderas implicaciones que van más allá de su valor presente. La ropa se hereda de padres a hijos, o se transmite a otros como remuneraciones por servicios o por medio de regalos. Las extensas familias con sus numerosos criados se reconocen por medio de libreas distintivas. Los miembros de gremios, profesiones, actividades, etnia y nación se distinguen también con rasgos distintivos de su atuendo. Es decir, la indumentaria forma redes comunitarias y mantiene el engranaje social. Conecta al individuo con las estructuras superiores. Aparte de subrayar el imponente aspecto fenomenológico, la aproximación materialista importa en el análisis literario al enfatizar la sensualidad y la belleza de los objetos. Este elemento de admiración ante la suntuosidad, colorido y abundancia de materiales en la decoración del cuerpo humano forma parte de la mentalidad y gusto de la época y se refleja, por tanto, en la literatura.
Tendencias en los estudios sobre el tema de las ropas en el Siglo de Oro Las fuentes primarias para documentar la moda española en los siglos XVI y XVII consisten principalmente en descripciones textuales (literarias, documentos legales, avisos y tratados varios) y en manifestaciones artísticas visuales como retratos, esculturas y relieves. Incluso se conservan libros de patrones de confección. Para hacerse una idea de la diversidad de fuentes remito a la abundante bibliografía de Carmen Bernis en su obra El traje y los tipos sociales en El Quijote. Es innegable que la consulta de las numerosas pragmáticas, amonestaciones y sermones de la época suplementan y aclaran la información ofrecida en los textos literarios. Estos documentos no sólo detallan al pormenor el nombre de las prendas, el tipo de telas, la forma y los aderezos, sino que además informan del complejo entramado económico que involucran, de las constricciones de su consumo, de su función en la construcción de la diferenciación social y genérica, así como de los aspectos libidinosos o moralistas que se pretenden controlar. Adjunto en la bibliografía algunas muestras de este repertorio bibliográfico. En cuanto a los estudios de conjunto sobre la moda de la época son de gran utilidad los textos de Ruth M. Anderson, Hispanic Costume
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1480-1530; la Historia del traje de Dalmau y Soler; las publicaciones de Carmen Bernis, en particular su obra más reciente, El traje y los tipos sociales en El Quijote; los trabajos de Miguel Herrero y el artículo de Pierre Civil. Jordán Campón está actualmente compilando una bibliografía sobre el vestido en España que promete ser muy útil. El nuevo y monumental libro de Alejandro López Álvarez sobre el uso de coches, carrozas y sillas de mano de 1550 a 1700 es importante para entender la dinámica y la política del lujo y la ostentación elitista en el periodo de los Austrias. Los análisis de la crítica áurea son de diversa índole de acuerdo con el género literario y las obras examinadas6. El género dramático, comprensiblemente, ha atraído gran cantidad de trabajos que tienen como objetivo tanto la investigación del componente escenográfico de las ropas en los diferentes montajes como el análisis de las vestiduras en el texto escrito y en las acotaciones. La creciente atención que actualmente está recibiendo el aspecto performativo, que incluye el vestuario, se comprueba en los artículos de la nu eva revista Comedia Performance y en el enfoque de seminarios tales como el XVI Seminario Internacional del Centro de Investigación de Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas Tecnologías (UNED, junio 2006), dedicado al análisis de espectáculos teatrales (2000-2006). El examen del vestuario y su rol en las diferentes puestas en escena del texto dramático es un campo abierto y prometedor en las interpretaciones críticas de la ropa. En el análisis del texto dramático destacan los estudios enfocados en el fenómeno del travestismo, rasgo peculiar de la comedia. Los casos de mujeres vestidas de hombre, o mujeres varoniles, han sido explicados desde diversas perspectivas a partir de los trabajos pioneros de B. B. Ashcom, Carmen Bravo Villasante, Ursula K. Heise, Melveena McKendrick y M. Romera Navarro. Más recientemente Sydney Donnell analiza algunos casos del travestismo femenino de hombre a mujer para concluir que los travestidos desestabilizan construcciones aparentemente estables, especialmente en relación con el género y el estamento social. Este hecho cuestiona la comúnmente aceptada opi-
6 Escapa al objetivo de este trabajo nombrar todos los estudios que tratan el asunto del vestido en la literatura del Siglo de Oro. Presento sólo algunos análisis representativos de tendencias críticas con la conciencia de que dejo muchos otros sin nombrar.
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nión crítica que introdujo Maravall de que el teatro nacional es un género propagandístico que apoya el estatus quo. Otros trabajos más específicos de este fenómeno son, por ejemplo, los análisis de Emilie Bergmann, Jean Canava g gio, Catherine Connor (Swietlicki), Katy Emck y Sara Taddeo. Otros críticos de la comedia han señalado aspectos simbólicos y otras funciones de las ropas descritas en el texto dramático, tales como la creación de la distinción social y del decoro, la insinuación de deseos sexuales, la producción de enredos y misterios y la producción de complejas alegorías7. Interesa también analizar el papel del vestuario en las acotaciones, como ha hecho Aurelio González con respecto a las comedias de Cervantes. En el área de la narrativa se ha estudiado el poder de caracterización de las ropas en diferentes manifestaciones literarias, preferentemente en la obra cervantina y en la picaresca. Juárez examina el fundamental papel de las ropas descritas en la formación de la identidad del sujeto picaresco y autobiográfico del Siglo de Oro en su libro El cuerpo vestido. Según la autora, las apariencias son el locus y el nexo de variados conflictos personales y discursos históricos en la construcción del yo pre-moderno. Remito a la bibliografía del libro para consultar otros trabajos dedicados al estudio de la ropa en las novelas picarescas y autobiografías áureas. El ejemplar 24.1, 2004, de la revista Cervantes, dedicado al tema de la ropa y la identidad en la obra cervantina, incluye un grupo de ensayos representativos de tendencias en el estudio del vestuario. Entre ellos se encuentran análisis del significado lingüístico de ciertas prendas; del papel del hábito como instrumento literario para crear la clasificación social y las transformaciones de los personajes; de su uso dramático; de su función de índice de ansiedades morales y sociales; de su capacidad para mostrar la inestabilidad y fluidez identitaria así como de síntomas que ayudan a entender las complejidades psicológicas y sociales de los personajes. Al igual que ocurre con los análisis del drama, el tema del travestismo en la narrativa ha atraído la atención crítica. Son múltiples los estudios en torno al caso de La monja alférez8 y de los diversos tra-
7 Ver 8
por ejemplo Juárez Almendros, 2001; Kallendorf, 2007; Oriel, 1994. Juárez Almendros, 2006; Merrim, 1990; Perry, 1987;Velasco, 2000.
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vestidos en la obra de Cervantes9. En general estos trabajos señalan cómo a través del trastrueque genérico de vestidos se consigue presentar en literatura un locus de ambigüedades que permite controvertir el orden y expresar lo prohibido: deseo homosexual, apropiación —o rechazo— de puestos sociales, cambio de nacionalidades y de religiones e inversión de roles institucionales. Los críticos llegan, sin embargo, a las más diversas conclusiones. Por ejemplo, si para Fuchs el travestismo en Don Quijote demuestra la fragilidad del género y de la identidad nacional, racial y religiosa, para Díez Fernández los casos de travestidos ni rompen identidades sexuales, ni manifiestan el deseo homosexual masculino. Sólo se reducen a meras aventuras pueriles o a necesidades del género y de la trama. Si bien estas interpretaciones del travestismo literario ayudan a entender la problemática del género en nuestra literatura clásica, faltan estudios más amplios que examinen la contribución del motivo de la ropa en el desarrollo de la formación de la masculinidad o de la feminidad y en la perpetuación o disrupción de identidades genéricas. En mi opinión los trabajos más fructíferos son los que van más allá de la simple enumeración de descripciones sartoriales en los textos sin cuestionar las causas y consecuencias de estas representaciones, o de análisis que aluden al uso de vestidos como plataforma para explicar otros asuntos. Es importante conocer con más detalle las piezas representadas y su aplicación y usanza convencional, dentro de las coordenadas y fluctuaciones de la moda de la época. Es también importante tener en cuenta la compleja máquina humana y económica que envuelve su confección y transacciones comerciales. Habría que preguntarse qué rol tiene la elección precisa de ciertas prendas, tejidos, colores y ornatos. También tener en cuenta cómo se siente el personaje y cómo responden los demás cuando lleva tales atavíos. Es decir, pensar si hay indicaciones de transformaciones internas además de las perturbaciones externas. Es necesario además plantear la contribución de las vestiduras en la conformación de los ideales de belleza y en la creación de cuerpos corruptos o indeseables. La ropa puede estudiarse como material contaminante o purificante en relación con la pobreza, con ciertas actividades infames como la prostitución y el ham-
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1997.
Díez Fernández, 2004; Fuchs, 1996; Juárez Almendros, 2004; Simó Goberna,
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pa, y con estados degradados debido al origen étnico, a creencias divergentes y a destituciones legales (esclavitud, encarcelamiento, galeras). En relación con las personas afectadas de enfermedades contagiosas los vestidos y los tejidos en íntimo contacto humano adquieren la facultad contaminante que exige su eliminación o purificación. La ropa es un material que transmite o preserva la limpieza moral y la salud corporal. Es la piel más externa de los seres y personajes que la visten. Otro aspecto que hay que considerar son las polémicas en torno a ciertas piezas de vestiduras, tejidos y decoraciones en conexión con las restricciones de los grupos en el poder y las denuncias de ilegitimidad y usurpación que responden a intentos de mantener la estabilidad económica y social. Los textos literarios reescriben de forma ficticia las actitudes y preocupaciones proyectadas en tales discursos. Junto al conocimiento de las complejas peculiaridades históricas en torno a las vestiduras, la aplicación de diferentes metodologías contribuye a teorizar su utilización y función literaria. Las aproximaciones teóricas sirven como herramientas para examinar la convención, la ambigüedad y la movilidad de conceptos y actitudes y deducir las ideologías reflejadas en el mundo textil que ayudan a crear la trama textual. Por ejemplo, ayudan a responder preguntas tales como ¿por qué el travestismo interesa tanto a los lectores, espectadores y críticos? ¿Qué ocurre en nuestra psicología y percepción de la realidad cuando se cambian el aspecto normalizado? ¿Cómo se equiparan los signos de las apariencias con el signo literario? Tanto en el travestismo literario, en la elección de vestidos que no corresponden a encasillamientos sociales, en el uso de prendas que no obedecen las reglas suntuarias o los dictámenes morales, el cambio, aun temporal, cuestiona la naturalización del aspecto y ofrece fogonazos de alternativas posibles. En fin, las representaciones sartoriales reflejan configuraciones del cuerpo social, pero también del cuerpo y de la personalidad individual. Los personajes literarios se afirman y se sitúan dentro de las estructuras lingüísticas a través de su aspecto. Las apariencias comunican y ocultan. Con ellas se manifiestan deseos conscientes o inconscientes, sensualidad, continuidad y resistencia. Estos elementos del sistema sartorial construyen el entramado lingüístico e ideológico de los textos.
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LA CULTURA MATERIAL DE LAS CIUDADES ITALIANAS EN EL TEATRO AURISECULAR: TELAS, CORTES, ARMAS, ORO DE MILÁN...
Marcella Trambaioli Università del Piemonte Orientale, Vercelli, Italia
En el marco complejo y variopinto de las relaciones culturales hispano-italianas, la visión literaria de las ciudades de Italia que los autores españoles de los Siglos de Oro nos han transmitido en sus obras ha sido objeto de varios estudios, algunos panorámicos, otros más específicos. Alfredo Giannini, hace casi un siglo, recogió y comentó las impresiones que diplomáticos o aventureros como Cristóbal Suárez de Figueroa y Cristóbal de Villalón retuvieron de las urbes italianas, cotejándolas y mezclándolas con las de viajeros de ficción, tales como el Periandro del Persiles o el Licenciado Vidriera de Cervantes. En su mayoría se trata de apreciaciones y laudes que, más allá del tópico y del cliché, no dejan de ser parciales por evidentes razones políticas: «Lodi interessate, per verità, degli agi e del benessere della vita italiana; lodi
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magari egoistiche del padrone soddisfatto del possedimento agognato»1. Siguiendo las huellas de Giannini, Caravaggi ha hecho hincapié en la relevante aportación cervantina al tema, apuntando que Indubbiamente Cervantes contribuì a definire quel canone descrittivo del paesaggio urbano italiano che aveva già cominciato a configurarsi nelle pagine dei memorialisti della metà del secolo XVI e stava conoscendo uno sviluppo particolarmente fortunato nelle novelas picarescas, anche se è forse eccessivo considerare che queste ultime rappresentino «el único género literario en prosa que realmente trate de captar el sentido pintoresco de las ciudades italianas»2.
La cita que el profesor de Pavia pone en tela de juicio es de Laurenti, quien, en efecto, enfoca su lente en la narrativa picaresca, asentando que la visión de la Italia urbana «concreta una impresión de belleza y de fascinación», es decir, resulta antitética con respecto a la tónica antiheroica del género: Italia, por lo general, y las ciudades italianas en particular, parecen el lugar del buen gobierno, de las artes, de las ciencias y del comercio: Venecia, la sabiduría política; Milán la industria y el comercio; Florencia, la escultura, la pintura, etc.3
De hecho, según el crítico norteamericano las descripciones urbanas con su detallismo pictórico se presentan en la prosa picaresca como un recurso novelesco útil para desdibujar el escenario en que se mueven los personajes en términos de verosimilitud4. Aún en la prosa aurisecular, no siempre prevalece la alabanza y la idealización de las urbes italianas. En El Criticón de Gracián la laus Italiae atañe en primer lugar a Roma, joya del arte antiguo y cabeza de la cristiandad, y también a las ciudades
1
Giannini, 1922, p. 65. Caravaggi, 2000, pp. 121-22. 3 Laurenti, 1970, pp. 47-48. 4 Laurenti, 1970, p. 61. 2
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celebradas por oficina de maravillas mecánicas (en Milán se templan los impenetrables arneses, en Venecia se clarifican los cristales, en Nápoles se tejen las ricas telas, en Florencia se labran las piedras preciosas, en Génova se ahuchan los doblones) (III Parte, Crisi IX, pp. 223-24).
No obstante, según destaca Gambin, la exaltación de los productos materiales de las ciudades mencionadas oculta, en algunos casos, una intencionalidad maliciosa y satírica por parte del escritor aragonés: In fin dei conti anche in quel discreto riferimento alle telas di Napoli, oltre alla connotazione sicuramente prevalente dell’eleganza e del fasto, è possibile scorgere —come nel caso dei ginoveses &c e dei doblones— significati correlati ed allusivi alle doppiezze, alle trame, alle dispute ed agli occulti orditi perpetrati ai danni della Spagna, ossia del Paese che, secondo Gracián, era ormai l’unico e cattolicissimo baluardo della cristianità5.
En ámbito teatral, distinguidos hispanistas italianos se han interesado por la imagen literaria de algunas ciudades específicas. Entre ellos, Restori se ha fijado de manera específica en la ciudad de Génova6. Guarino concentra su análisis en El caballero del milagro de Lope de Vega, comedia ambientada en Roma, llegando a la conclusión de que Sarebbe […] illusorio cercare nella commedia di Lope [...] elementi autentici di costume […] Il rapporto di Lope con l’Italia, qui e altrove, è di natura squisitamente «convenzionale», ma non per questo meno denso e significativo7;
lo cual está conforme con la reconocida tendencia de la escena aurisecular a la estilización y a la fuga de la realidad histórica que Oleza describe como «el programa irrealista de la comedia»8. Por otra parte, 5
Gambin, 1998, p. 102. Restori, 1911 y 1913. 7 Guarino, 2001, p. 163. 8 Oleza, 1990, p. 207. Y añade: «En la comedia la realidad es ignorada o sublimada, según los géneros, por mucho que se nos ofrezcan datos referenciales, mo6
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no se puede olvidar que el Fénix, contrariamente a Cervantes u otros autores contemporáneos, nunca estuvo en Italia9. Ahora bien, faltan estudios específicos que se planteen hasta qué punto y con cuáles modalidades y eventuales implicaciones ideológicas el lenguaje literario de la comedia nueva acoge los artefactos y productos de las ciudades de Italia, y a esta investigación me voy a dedicar en las páginas que siguen. Pero antes de proceder, es preciso aclarar tres puntos. En primer lugar, el hecho de que una comedia esté ambientada en Milán, Nápoles, Roma o Palermo o que los personajes se refieran a estas urbes no implica necesariamente que en el tejido poético del texto teatral se engasten alusiones a sus productos correspondientes. En segundo lugar, al acentuarse con el paso del tiempo la tendencia irrealista del teatro, el único corpus dramático que nos ofrece suficiente material de trabajo es el de Lope de Vega. Es un hecho que la producción calderoniana casi no proporciona ninguna referencia a la cultura material de Italia. Como excepción podemos recordar el caso de La desdicha de la voz en que se mencionan los preciosos y coquetos «abanicos /de Nápoles» (I, p. 923)10, uno de los habituales complementos de la indumentaria femenina coetánea, junto con guantes, estufillas y pañuelos. Por otra parte, las escasas y tópicas alusiones a tejidos, armas u otras manufacturas que encontramos en comedias de Tirso, Moreto o Diamante son idénticas a las que recurren en las piezas lopeveguescas, de manera que bien podemos limitar a éstas nuestro análisis. Por fin, cabe considerar que las ciudades italianas quedan connotadas por los clichés más populares y universalmente reconocidos, que mentos costumbristas y hasta ambientes domésticos de capa y espada. Si se nos ofrecen ciertos aspectos de realidad es para mejor escamotearla, para facilitar el tránsito del espectador, fascinado por la idea de que la vida es teatro y es sueño, al reino de la fantasía». Ver Mancini, 1971-73, p. 104: «ciò che si rappresenta è il sogno di una realtà e non la visione che può derivare dalla vita di ogni giorno». 9 Según Canonica, 1991, p. 108, Lope, gracias a sus relaciones personales con Lucía de Salcedo, la actriz napolitana con la cual mantuvo una relación, y el Duque de Sessa, uno de los grandes del reino de Nápoles, pudo «compensar su falta de experiencia directa de Italia, puesto que nunca llegó a pisar suelo italiano». 10 Deleito y Piñuela, 1954, p. 177: «En materia de abanicos eran specialmente estimados los de Nápoles que solían costar seis escudos, se hallaban perfumados y tenían adornos de plata».
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sólo en algunas ocasiones tocan aspectos productivos y crematísticos. Para mencionar unos ejemplos emblemáticos en que éstos últimos no aparecen, siempre que se trae a colación Bolonia se alude a sus universidades de medicina y derecho11, Sicilia es la tierra mítica de los cíclopes y de los volcanes12, y Mantua es el fabuloso fondo ideal de corte novelesco de varias piezas ambientadas en Italia13. Lo mismo ocurre en el caso de Florencia, Granducado de los muníficos Médicis, y urbe fuertemente connotada a nivel artístico y literario14. En mis pesquisas sólo he rastreado la mención de un mercader florentino en El valiente más dichoso, don Pedro Guiral de Pérez de Montalbán, y la referencia a la moneda corriente de la ciudad en una pieza del teatro prelopista15. Roma, según ya recordábamos a propósito del Criticón, es viva memoria de la gentilidad, capital del Sagrado Imperio y cabeza del mundo cristiano. Por otro lado, al igual que en la prosa transgresiva de libros como La lozana andaluza, también en el teatro se insinúa alguna que otra referencia fugaz a los bajos fondos de la ciudad eterna. En
11 Ver Lope de Vega, La boba para los otros y discreta para sí: «podría / venderos más retórica si hablase / que cuantos la profesan en Bolonia»; La prueba de los ingenios: «viviendo yo mal parado / de Bolonia de estudiar / donde pudiera tomar / de bachiller borla y grado»; Tirso de Molina, La fingida Arcadia, p. 86: «Médicos, Carlos, de Bolonia espero»; Ventura te dé Dios, hijo, p. 340: «No tiene jurisperito / Europa sabio como él; / su nombre en Bolonia escrito / por las calles, el laurel / le ofrece». 12 Además de las trilladas referencias mitológicas, el ser tierra volcánica hace que Sicilia sea proverbialmente una tierra fértil; así la describe Gonzaga en El caballero del sacramento de Lope, I, p. 247: «es fértil y abundosa, / Sicilia». 13 Recordemos El castigo sin venganza, El marqués de Mantua, La prueba de los ingenios y El secretario de sí mismo de Lope, Ventura te dé Dios de Tirso, La fortuna merecida de Moreto, De una causa dos efectos, El secreto a voces y La señora y la criada de Calderón. En ninguna de esas comedias se menciona ningún aspecto material de la ciudad, sea el que fuere. 14 Citemos La boba para los otros y discreta para sí, El halcón de Federico, La mayor victoria del marqués de Santa Cruz y La quinta de Florencia de Lope de Vega, Quien no cae no se levanta de Tirso, El más impropio verdugo por la más justa venganza de Rojas Zorrilla, Cumplir con su obligación de Pérez de Montalbán, Hacer del contrario amigo de Moreto, No aspirar a merecer y Santa María Magdalena de Pazzi de Diamante. 15 En El coloquio de Camila de Lope de Rueda, Ginesa compara el color rubio de los cabellos al de los «florines de oro de Florencia» (p. 389).
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El caballero del milagro (1593-98)16 de Lope, Isabela, para vengarse de Luzmán que, tras aprovecharse de su buena fe, está a punto de volverse a España, ordena al criado Tristán: Búscame algunos hombres de esa gente que viven mal por Roma, y dales parte del dinero que tiene en oro y joyas, y la causa también por qué le tiene, y di que libremente se lo entrego si se lo quitan esta misma noche (III, p. 179).
Con todo, ni siquiera la Roma picaresca resulta funcional a la mención de productos materiales. En cambio, esto ocurre con Venecia, Génova, Nápoles y, de manera especial, Milán. De la refinada ciudad de la laguna se cita siempre la extremada calidad y pureza de los cristales de Murano, en numerosas ocasiones también en sentido metafórico. Para brindar un ejemplo entre muchos, en Al pasar del arroyo (1616) de Lope, Benito dice a su hermano Carlos que renuncia a Jacinta porque aquél la había besado estando desmayada, y él pretende una mujer casta por completo: «yo he de beber, / si Dios el seso me guarda, / en un cristal de Venecia» (III, p. 403)17. Sin embargo, en La quinta de Florencia (1598-1603) he dado con la mención de «los vanos tocados / de Génova y de Venecia» (p. 1597, I, vv. 441-42). Me parece importante subrayar que este ejemplo, según me consta, es el único en todo el teatro lopeveguesco que ve aplicar un adjetivo negativo («vanos») a una lujosa manufactura italiana, y es relevante el que se halle en boca del malo del drama, César, quién quisiera corromper a la virtuosa Laura con unas dádivas suntuosas. Más adelante, tendré ocasión de volver a la cuestión del poder corruptor del lujo. El caso de Génova es más complejo, tal vez por el relevante papel que jugaba en la política española coetánea. Además de que la ciudad
16 Para la datación de las comedias lopeveguescas citadas seguimos S. G. Morley y C. Bruerton, Cronología de las comedias de Lope de Vega, Madrid, Gredos, 1968. 17 Otro ejemplo lo hallamos en El guante de doña Blanca, II, p. 933, en una réplica de Brito al Rey: «los gustos de los reyes / para los sujetos bajos / son un cristal de Venecia».
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costera representaba el puerto marítimo del Milanesado18, los banqueros genoveses, ganando la competición con los alemanes, ya a finales del siglo XVI eran los que gestionaban las finanzas de los Austrias19. No puede sorprender, por ende, que en la comedia nueva se deje percibir algún eco de la relevancia económica y de la riqueza de este importante puerto italiano. Calderón, en Amigo, amante y leal, pone en boca del criado Meco la siguiente definición de Génova: «suma del oro / del Mundo» (I, p. 351).Y en el teatro breve, así como en la literatura satírico-burlesca, abundan los chistes y las mofas a expensas de la figura del genovés rico, avaro y materialista20. El propio Lope recurre al topos en El galán Castrucho (±1598), cuando hace decir a Fortuna que su madre «es más interesable / que si en Génova naciera» (p. 1187, III, vv. 2765-66).También, en la receta disparatada de una olla que se incrusta en El desposorio encubierto (1597-1603), entre muchas carnes y embutidos, figura «un salchichón de Génova» (II, p. 528). Desde luego, la referencia a la carne de cerdo remite, de forma implícita, a la analogía entre genoveses y judíos a partir de su tópica connotación como prestamistas. De todas formas, hace falta puntualizar que el Fénix no desarrolla esta vena satírico-burlesca, quizás porque llegó a trabar relaciones de amistad con varios miembros de distin18 Ver Rizzo, 2000, p. 194: «Sin dal medioevo, la città ligure e la sua riviera —a loro volta assai bisognose di salde relazioni con l’area padana— avevano rappresentato un punto di riferimento fondamentale per la politica estera milanese, costantemente protesa alla ricerca di uno sbocco al mare. Nel corso dell’età spagnola, i molteplici legami tra Milano e la Liguria si fecero ancora più profondi ed essenziali, innanzitutto –anche se certo non soltanto– per ragioni strategiche, dal momento che Genova era “porta et chiave d’Italia a Ispagna e di Spagna ad Italia”, secondo la felice definizione di Ferrante Gonzaga». 19 Ver Pike, 1963, p. 709: «By the last quarter of the sixteenth century, the Germans ceased to be formidable competitors, and the Genoese incontestably ruled the world of Spanish finance. As crown bankers, they succeeded in obtaining, [...] control over important state revenues. They received concession after concession until they finally leased all that was available. By the opening decades of the seventeenth century, it appeared that Spain was in a state of financial strangulation at the hands of the Genoese». 20 Ver Pike, 1963, p. 705: «In the sixteenth and early seventeenth centuries such writers as Mateo Alemán and Cervantes frequently satirized the Genoese, and criticized their business transactions in Spain. As the seventeenth century advanced, Quevedo, Tirso, and Gracián, among others, continued to lampoon the Genoese, and finally succeeded in creating a stereotype of the avaricious, unscrupulous, and materialistic Genoese who was both comic and vicious».
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guidas familias genovesas afincadas en Madrid como los Spinola, los Fieschi, los Balbi, los Moneglia y los Strada21. De hecho, el madrileño compone una comedia, cuyo título suena como un oxímoron, El genovés liberal (1599-1603) en que campea la figura del noble Otavio Grimaldo, quien se muestra generoso con la dama que ama, la cual se había casado con otro, tratando de permanecer fiel al marido hasta el sacrificio. Pese a que una Génova estilizada constituye el fondo de la acción en muchos detalles, en la comedia no hay ninguna referencia a los típicos productos de la ciudad, pero sí se representa al pueblo genovés, contrario a la dominación francesa y a la nobleza favorable al yugo extranjero, por medio de algunos de sus representantes: un herrero, un carnicero, un zapatero, un librero y un tintorero22, oficios que remiten indirectamente a la cultura material. A pesar de que el dramaturgo se inspira en un hecho histórico23, llama la atención la dignidad que Lope atribuye a comerciantes y artesanos, por lo menos al principio de la obra, nada común en el teatro o en la literatura de la época24, pero es preciso considerar que se trata de una comedia temprana, por lo tanto anterior a la fijación del canon del Arte nuevo y muy influenciada por el lenguaje y la teatralidad de la commedia dell’arte italiana25. 21 Ver
Canonica, 2000, pp. 70-71.Ver Gariolo, 1983. Lope de Vega, El genovés liberal, II, p. 594, vv. 1037-1040:Tibaldo, herrero: «¡Ea, pueblo genovés! / ¡Ánimo, tomad las armas, / no sufráis el fiero yugo / de la soberbia de Francia!»; vv. 1067-1070: Siberto, zapatero: «Echemos de aquí los nobles; / no quede en Génova casa / de caballero patricio / que de Génova no salga». 23 Ver Canonica, en «Prólogo» de la edición citada, p. 553: «Se trata de la llamada sublevación de las “Cappette”, que tuvo lugar entre julio de 1506 y mayo de 1507, cuando el pueblo genovés, y en especial las corporaciones de los artesanos, reivindica la participación en los cargos civiles de la república. Las contestaciones, incluso violentas, provocan la huida de los nobles y del gobernador francés». 24 Es notorio que los autores barrocos echan mano de los oficios en la literatura satírico-burlesca por razones ideológicas. El caso más famoso es el de Quevedo. Ver Arellano, 1984: «La inquina de don Francisco a los oficios y actividades mercantiles se ha relacionado con su conservadurismo ideológico, enemigo de las presiones sociales o económicas que pueden desestabilizar la seguridad de la nobleza.Ve en los oficios, según Jammes, una burguesía en potencia que amenaza la exclusividad social de la aristocracia. En este sentido se liga estrechamente a los temas de la falsa nobleza, judíos y del poder del dinero». 25 Canonica, en «Prólogo» de la edición citada, pp. 551-552, apunta «la importante presencia, en boca del criado Brunelo, del lenguaje de los cómicos italianos del 22
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Para aislar referencias concretas a algunos productos de la ciudad de Liguria hay que tomar en cuenta otras piezas del Fénix. En El castigo del discreto (1598-1601), Roberto, describiendo en términos laudatorios a su señor, Felisardo, dice que «su corazón es ciruela / de Génova» (II, p. 196), aludiendo evidentemente a la blandura y dulzura del fruto. Este alimento, por lo general, no presenta ninguna connotación burlesca, más bien todo lo contrario, al ser apreciado en la época por tener el color de los enamorados —el amarillo, símbolo de la desesperación sentimental26— y por haber sido mencionado en la II égloga de Virgilio, tal como documenta Covarrubias27. Esto no impide que el fruto halle una semantización jocosa en La noche de San Juan (1631). Aquí Fenisa alude a las ciruelas —que se conservaban en papeles para que no se estropearan— re f i riéndose a Leonardo y Rodrigo, quienes salen al escenario guarnecidos con «ferreruelos de fajas de papel»: «¡Que noche de San Juan se empapelase / y viniese, atrevido, / de ciruela de Génova vestido / un hombre con sus barbas y bigotes!» (III, p. 157). A manera de apostilla, hace falta destacar que Lope y los demás dramaturgos barrocos no se aprovechan especialmente ni del potencial ideológico de la comida28 de las ciudades italianas, ni de la posibilidad que aquélla les proporcionaría para conseguir efectos decorativos y de elegante estilización, tal como hace por ejemplo Cervantes en varias de sus prosas29. En efecto, los ejemplos
l’arte [...] todos los pasajes en italiano que contiene esta comedia presentan rasgos lingüísticos que proceden inequívocamente de los diferentes dialectos hablados en la commedia dell’arte». 26 Covarrubias, Tesoro, p. 149: «Entre las colores se tiene por la más infelice, por ser la de la muerte, y de la larga y peligrosa enfermedad y la color de los enamorados». 27 Covarrubias, Tesoro, pp. 545-46: «alzose con el nombre por ser preciada y estimada, de que hace mención Virgil., églog. 2: Castaneasque nuces, mea quas Amaryllis amabat, / Addam cerea pruna, et honos erit huic quoque pomo. La cortesía que dice debérseles es por ser amarillas, y tener el color de los enamorados». 28 Acerca del uso denotativo y connotativo de la comida en la literatura ver Profeti, 1995, pp. 76-82. 29 Cervantes recuerda, por ejemplo, los manjares milaneses en el Quijote (II parte, cap. 49: «francolines de Milán») y en La fuerza de la sangre; en El licenciado Vidriera habla de «la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías» (p. 106).
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citados del salchichón y de la ciruela son los únicos casos que he podido recortar. Pasemos a analizar la presencia de la Nápoles material en las tablas, recordando que en la Edad de Oro era una de las capitales de la Italia española. Por ser la ambientación privilegiada de unas dieciséis comedias lopeveguescas ha sido objeto de las observaciones de dos hispanistas italianos, Rossi y Grossi, y campo de estudio de una tesis doctoral30. Todos ellos hacen hincapié en que la Nápoles del Fénix resulta ser convencional e idealizada, sin rasgos topográficos reconocibles, salvo en el comienzo de La inocente Laura (1604-1608), ambientado en el palacio cuatrocentista de los duques de Santangelo, que todavía se puede admirar en la calle Forcella. Por lo demás, prevalece la laus hiperbólica que, según queda dicho, halla sus razones en un orden histórico-político bien específico. Así pues, al principio de la jornada II de La nueva victoria del marqués de Santa Cruz (1604), el soldado Carpio enumera todas las ciudades españolas en búsqueda de un adecuado término de parangón, y concluye que tal vez «sola Sevilla la iguala / en comercio, trato y gente» (II, p. 219). Aún en una línea ennoblecedora, en un par de comedias Lope trae a colación la raza gallarda de los caballos partenopeos. En el II acto de El perro del hortelano (1613-1615), el marqués Ricardo, como recompensa por haberle comunicado la falsa noticia de su noviazgo con la caprichosa Diana, le promete a Fabio «mil escudos y un caballo / de la casta mejor napolitana» (II, vv. 2081-82, p. 130).Y el Hostelero, en La francesilla (1595-1598), enumera caóticamente varias razas equinas entre las cuales destaca el «bridón de Nápoles» (II, p. 677). De todas formas, la ciudad campana le ofrece a Lope la oportunidad de fijar su atención también en algunas manufacturas locales. Ante todo, las telas que Gracián menciona en el ambiguo fragmento señalado del Criticón.Así pues, en La nueva victoria de don Gonzalo de Córdoba (1622), don Juan, quien tiene que alejarse de Nápoles por razones militares junto con otros ilustres soldados españoles, describe a la manera romanceril el gallardo desfile militar, y, aludiendo a los lucidos uniformes, dice a Lisard a : «Mira en las telas bordadas / Nápoles mil
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Rossi, 1963, Grossi, 2001, d’Avossa, 1955.
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invenciones» (I, p. 301). Con respecto a las prendas de vestir, en El anzuelo de Fenisa (1602-1608), la generosa protagonista saca de su escritorio dinero y unas dádivas, entre las cuales destacan «medias [...] de Nápoles» (I, p. 369), para Lucindo. Finalmente, en El leal criado (1594), la perfumera Belarda, en el número de esencias y afeites que despacha, cuenta con «jabones napolitanos» (I, p. 151). En resumidas cuentas, los productos partenopeos que Lope selecciona armonizan con la general idealización del mundo representado, si bien funcionan asimismo como efectos de realidad que otorgan una leve pátina costumbrista al lenguaje dramático. Siguiendo con nuestra reseña, no es de extrañar que la única ciudad que entra en la comedia nueva con una gama respetable de manufacturas, índice de su fama universal como centro productivo y financiero de Europa, es Milán. La imagen que se perfila en los textos teatrales no es distinta a la que pintan los autores de libros en prosa, puesto que todos coinciden en su rotunda exaltación. Para brindar un ejemplo significativo, Cervantes en el Persiles nos propone una pintura fabulosa, casi mítica, de la ciudad en el conjunto: Entraron en Milán, admiróles la grandeza de la ciudad, su infinita riqueza, sus oros (que allí no solamente hay oro, sino oros); sus bélicas herrerías, que no parece sino que allí ha pasado las suyas Vulcano; la abundancia infinita de sus frutos, la grandeza de sus templos, y finalmente la agudeza del ingenio de sus moradores (pp. 608-609).
Lope de Vega contribuye por lo menos en dos comedias a la difusión literaria de la belleza y majestuosidad arquitectónica de la urbe lombarda, aprovechándose en sentido metafórico de la fama de su fortaleza que, gracias al mecenazgo de Ludovico el Moro, se había convertido en el más esplendoroso monumento cívico del Renacimiento milanés. En El ruiseñor de Sevilla (1604-1608), Lucinda, para explicar que sus autodefensas la protegen del amor, dice a Dorotea: «¿Hay castillo de Milán / con más fosos, con más tiros?» (I, p. 82).Y en El secretario de sí mismo (1604-1606), el príncipe de Visianano, enamorado de Otavia, hija del duque de Mantua, sabiendo que éste concierta con el duque de Milán el casamiento de sus respectivos hijos, desespera de que la dama pueda pagar su voluntad: «Mas ¿cómo la estimaréis /
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cuando se dice que os dan / -que ya, Otavia, lo sabéis- / un castillo de Milán / que muchos años gocéis?» (I, p. 1188, vv. 170-74). Esta visión grandiosa concuerda con la imagen que se había difundido y afirmado en toda Europa. Al respecto, Rizzo subraya que espressioni ricorrenti, quali «bel Milano», «gran Milano», «nobil Milano», possono indubbiamente apparire convenzionali, eppure questa stessa banalizzazione espressiva rivela per certi versi la diffusa percezione di un’immagine complessa della città, influenzata non solamente dalla preponderanza del fattore strategico, ma anche da una lunga tradizione di floridezza economica, benessere sociale, vitalità demografica, imponenza urbanistica, solennità architettonica, splendore artistico, ricchezza culturale31.
Sella, asimismo, constata que «Alla fine del Cinquecento […] lo Stato di Milano non cessava di sollevare una quantità di elogi per l’opulenza delle sue campagne, l’ampiezza delle sue città, l’abilità dei suoi artigiani», y para ejemplificar refiere, entre otras, las palabras de un diplomático veneciano, según el cual Milán «si può chiamare seminario delle arti manuali e … inventrice della pompa e del lusso»32. Las complejas razones de semejante prosperidad asientan en el notable patrimonio tecnológico que el Milanesado había ido desarrollando y acumulando en varios sectores productivos gracias a su relevancia política y estratégica, la riqueza financiera y de los medios ambientales, la antigua y articulada tradición artística local. Además, el alcance operativo de los mercaderes lombardos había facilitado la consolidación de la fama internacional de los productos milaneses. Con respecto a la península ibérica, donde éstos gozaban de facilitaciones33, se documenta la presencia de comerciantes lombardos en Cataluña a partir de finales del siglo XIV34. Lanas, sedas y toda clase de tejidos preciados, junto con las prendas confeccionadas con los mismos y con los adecuados complementos constituyen el principal sector manufacturero de la ciudad lom-
31
Rizzo, 2000, p. 159. Sella, 1982, pp. 13-14. 33 Domínguez Ortiz, 1988, p. 356. 34 Ver Mainoni, 1982. 32
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barda35.Vigo recalca que «La fortuna di Milano era legata alla produzione di drappi intessuti d’oro, nastri, guarnizioni, borsette ricamate, guanti che trovavano esito in tutta Europa»36, y Herrero García, desde la perspectiva española, observa: «Por esta época tejía Milán sus célebres telas de seda y oro, o seda y plata, que hoy llamamos tisú, de las que España consumía enorme cantidad para jubones de caballero y vestidos femeninos»37. Al mismo tiempo, los conflictos que destrozaban y modificaban constantemente el panorama político y geográfico europeo, además de hacer progresar la tecnología bélica, hacían crecer la demanda de armas y armaduras cada vez más sofisticadas, y también en este campo Milán detenía la primacía38. De hecho, este sector productivo continuó siendo muy activo hasta cuando el otro baluarte de la industria
35 Ver Sella, 1982, p. 45: «Nel panorama dell’industria lombarda cinquecentesca il primato incontestabile toccava alla manifattura milanese della seta e a quella dell’oro filato, che le era strettamente collegata»; De Maddalena, 1982, p. 47: «Stoffe seriche, lisce e trapuntate con fili d’oro e d’argento, sono largamente richieste: sia da facoltosi acquirenti locali, suggestionati da mode e da gusti non certamente dettati da spirito d’austerità, sia da committenti stranieri che di Milano fanno uno dei principali mercati d’incetta di siffatti costosi articoli d’abbigliamento e d’arredamento»; Vigo, 1994, p. 65: «Fra le attività manifatturiere il primo posto era occupato dal ramo tessile nel cui ambito la seta deteneva un primato indiscusso». 36 Vigo, 1994, p. 66. 37 Herrero García, 1983, p. 661. 38 Vigo, 1994, pp. 67-68 «Un’altra produzione che costituiva il vanto dell’industria lombarda era quella delle armi. Le splendide armature fabbricate dai maestri milanesi erano apprezzate in tutte le corti d’Europa, ma ciò che dava lavoro a un vero e proprio esercito di artigiani era l’imponente domanda di armi e di munizioni che proveniva dalle guarnigioni spagnole dislocate in mezzo continente». Ver también «L’arte milanese dell’armatura», 1953-1966, p. 700: «in molte località dell’Europa, dall’Inghilterra e dalla Scandinavia fino alla Sicilia, dal Portogallo fino all’Ungheria e alla Polonia, esistevano rabberciatori e anche fabbricanti di armi a buon mercato prodotte in serie. Ma nell’alta sfera del campo dell’arte emergevano solo assai poche città del nostro continente e sopra tutte Milano […] La fabbricazione delle armi richiede non solo sedi importanti dal punto di vista politico e artistico, ma anche presupposti di carattere tecnico e particolari condizioni naturali (acqua corrente, foreste, miniere di ferro, comunicazioni stradali), che praticamente si trovano soltanto assai raramente […] Senza alcun dubbio tra le altre principali località storiche di produzione delle armi dal XIV al XVII secolo, Milano è stata la più importante di tutte nell’intero campo della civiltà occidentale, sia pure per ciò che riguarda nel campo tecnico la ricchezza inventiva e la genialità, come pure per quanto riguarda l’esecu-
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milanesa, el textil, empezó a ceder ante la competencia extranjera y la crisis económica39. Caravaggi ha mostrado cómo las letras hispánicas, a partir de El Cancionero de Baena, se han mostrado especialmente receptivas con respecto a la imagen de «los arneses de Milán»40, y cómo los escritores la elaboran en todos los géneros literarios y en todas las claves: seria, burlesca e incluso espiritual, hasta volverla tópica. En efecto, su fama proverbial permanece hasta la época contemporánea, tal como documenta, entre otros, un fragmento de La marquesa Rosalinda de ValleInclán41. El callejón de los Milaneses, que todavía se puede re c o rrer en Madrid cerca de la céntrica plaza de San Miguel, hospedaba los ricos y elegantes almacenes donde se vendían las lujosas mercaderías de la ciudad del norte de Italia, destinadas a la elite42, y, como es de esperar, estos preciosos objetos han invadido masivamente las páginas literarias del Barroco. Entre muchos, Cervantes en su prosa maestra se refiere tanto a las armas (Quijote, I Parte, cap. 39, La española inglesa y El licenciado Vidriera), como a las galas milanesas (Viaje de Parnaso, IV, v. 204).Y Lope hace lo mismo con variedad de detalles y de tonalida-
zione artigiana, la sicurezza dello stile e, infine, la versatilità in ogni genere di fregio artistico». 39 Vigo, 1994, pp. 77-78, apunta que ya a mediados del Seiscientos «la manifattura dei pannilana, un tempo celebrata in tutta Europa, aveva praticamente cessato di esistere […] L’industria serica, che costituiva il pilastro portante della manifattura milanese, incominciò a perdere colpi proprio all’indomani della crisi del 1619. […] Solo la produzione di armi continuò a ritmo serrato adattandosi prontamente alle nuove esigenze determinate dal mutamento intervenuto nelle tecniche di guerra e nell’equipaggiamento militare». 40 Caravaggi, 2000. 41 Valle-Inclán, La Marquesa Rosalinda, p. 106: dice Amaranta a Rosalinda: «¿No te ocurrió pedirle a armero de Milán / una cotilla para defensa del galán?». Rizzo, 2000, p. 170, recoge otra mención moderna en los versos de Manuel Machado al retrato que Tiziano hizo de Carlos V triunfador en Mühlberg: «El que en Milán nieló de oro y plata / la soberbia armadura». 42 Ver Vigo, 1994, p. 65: «Grazie a un patrimonio tecnologico che non aveva confronti in Europa, lo Stato di Milano aveva potuto conquistare una posizione di primo piano nei settori più redditizi e aver ragione della concorrenza straniera nelle produzioni più ricercate […] venivano spedite praticamente in ogni paese europeo grosse quantità di manufatti destinati a soddisfare i gusti e i capricci di una clientela facoltosa e sofisticata».
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des, tanto serias como satírico-burlescas. Sin pretender agotar el repertorio, vamos a dar una muestra significativa. En cuanto a las armas, los fragmentos teatrales recogidos muestran que, ante todo, son siempre el adecuado complemento de algún personaje heroico, entrando a formar parte de la isotopía del valor militar y de la prestancia física que connota al mismo carácter. Por otra, al ser manufacturas artísticas, destacan por su valor iconográfico y decorativo. Don Luis de Moncada, en El caballero del Sacramento (1610), hallándose en Palermo con el criado Crispín, pretende participar en unos torneos, puesto que «armas no faltarán / que aquí vienen de Milán» (II, p. 265). Si bien el contexto es jocoso, la referencia remite a la extremada calidad del artefacto lombardo. En El tirano castigado (15981603), comedia palatina cuya acción se desarrolla en una Cerdeña y en una Biserta fabulosas, Rufino, embajador de Teodoro, le pide ayuda militar al rey moro Hazán Almelique, prometiéndole a cambio varias dádivas, entre las cuales destaca «una cota milanesa» (II, p. 1566, v. 1569). La protagonista de Las bizarrías de Belisa (1637), en la larga relación del I acto, da cuenta de que el contrario de don Juan, al cual ella misma ha ayudado con su mano valerosa, «traía un peto doble / de Milán, labrado a prueba / de plomo, que muros rompe» (p. 88, I, vv. 154-156). En El amigo por fuerza, el príncipe húngaro Turbino, quien junto con Astolfo va a combatir embozado en defensa de su rey Rosimundo, antes de empezar la lid se presenta a sus adversarios con un largo parlamento, y en la detallada enumeración de armas que enriquece los versos sobresale un «cañón milanés» (p. 1054, III, v. 3333). En Del mal lo menos (1604-1609), el conde Fabricio pretende matar a don Juan con una «pistola / milanesa» para no fallar el tiro (III, p. 470). Una mención de las armas en una ambientación decididamente heroica se halla en el incipit de El cerco de Santa Fe (1596-1598) en el discurso laudatorio que Martín Fernández dirige al Gran Capitán: «sin que oro en ti, como en las Indias, halles, / ni, como a Tebas, te honren sus cien puertas, / cual Milán armas, cual Sevilla olivas» (I, p. 473, vv. 21-23). Como se ve, en esta enumeración que junta famosas ciudades con típicos elementos o productos preciados, las armas milanesas resultan ser el objeto que se asocia automáticamente a la capital lombarda. Dicho de otra manera, el lenguaje literario ha transforma-
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do ya la refinada manufactura en una marca tópica de la riqueza del Milanesado, digna de entrar en las enumeraciones decorativas y preciosistas de la poesía barroca, junto con las perlas de Ceilán y el oro de Tíbar43. A medio camino entre las armas y las galas milaneses se hallan los atuendos que constituyen el uniforme de gala. En su extensa relación del III acto de La carbonera (1620-1626), el villano Blas describe el fiero aspecto guerrero del rey don Pedro, que participa en la procesión de San Cristóbal llevando «una gorra de Milán / con dos plumas, blanca y roja» (III, p. 241). Si ahora pasamos revista a los tejidos, las prendas y las joyas lombardos que aparecen en los versos lopeveguescos, nos percatamos de que los valores connotativos aumentan notablemente. Por supuesto, también armonizan con la visión pictórica y decorativa de la poesía barroca áulica con su gusto por el detalle refinado44. En este caso los objetos en cuestión se mencionan en tanto y en cuanto bienes de lujo, dignos de pertenecer a los nobles protagonistas de las comedias. Por ejemplo, en El leal criado (1594), pieza de ambiente italiano y novelesco, la tendera Belarda anuncia a Serafina «que traído han / ricos cortes de Milán / de tela escarchada y fina / [...] los hay extremados / [...] / y de extremadas labores» (I, p. 152). Don García, en ¡Ay, verdades que en amor…! (1625), envía a Celia, junto con un recado, «Cortes de Milán / y medias de seda» (II; p. 519) regalo que a ella le viene de perla para suscitar los celos de don Juan. Otavia, en El testigo contra sí (1605-1606), le cuenta a Sabina que ha vuelto a ver a su enamorado en la sevillana calle de Francos donde «salía [...] / a comprar del milanés / dos pares de guantes blancos» (I, p. 1470, vv. 389-392). Aquí la referencia a los elegantes complementos lombardos permite insertar en los versos una nota costumbrista relativa a la conocida ca-
43 Otro ejemplo semejante de este proceder estilístico, aplicado esta vez a los adornos suntuarios, lo encontramos en el Viaje de Parnaso de Cervantes: «Perlas el Sur, Sabea sus olores, / el oro Tíbar, Hibla su dulzura, / galas Milán y Lusitania amores» (capítulo IV, p. 258, vv. 205-207). 44 Ver García Santo-Tomás, 2004, p. 128: «Lo delicado y lo pequeño adquieren enorme importancia en los intercambios materiales de la vida barroca, dentro de una creciente atención al detalle que anunciará el gusto por lo refinado de la sociedad cortesana del dieciocho».
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lle sevillana45. En la comedia de corte novelesco Los amantes sin amor (1601-1602), la lista de todo lo que hace falta para confeccionar el vestido de la caprichosa Octavia comprende, entre otras cosas, «ciento y cuatro varas / de pasamanos, / que sean de Milán» (I, p. 145). Desde luego, no puede faltar alguna que otra mención del oro milanés, famoso por su extremada calidad y utilizado tanto para forjar joyas como para enriquecer los tejidos de seda. El capitán Acevedo, en La noche toledana (1605), prendido de la falsa labradora Inés (Lisena), quisiera homenajearla con «un manteo tan galán / que gaste el oro a Milán / desde la cintura al pie» (I, p. 109, vv. 809-811).Y en La bella malmaridada (antes de 1598), Teodoro encarga al criado Fabricio una serie de dádivas para la ramera de la cual está pendiente, y entre los regalos sobresale algún oro «de Milán, / que es más delgado y mejor» (II, p. 1358, vv. 1910-11). Este último fragmento hace manifiesto que los costosos objetos lombardos de consumo pueden también hallar su colocación literaria en la dimensión rebajada y a menudo burlesca del tema del amor interesado, protagonizado por figuras rufianescas, rameras, mujeres pedigüeñas y ricos sin escrúpulos. Los sociólogos de la moda señalan que, en algunas épocas, la indumentaria y los adornos exteriorizan y legitiman el erotismo46. De hecho, en algunas piezas del Lope temprano de ambiente italiano y novelesco, más cercanas al espíritu del teatro renacentista que a la comedia plenamente barroca, las magníficas prendas y complementos de moda milaneses metaforizan el placer y el goce sexual, así como el dar/recibir preciosas dádivas corresponde simbólicamente al trato carnal. Como ha observado muy oportunamente Torres, se trata de obras en que «el juego seductor y frívolo dirigido al disfrute corporal se encuentra en el núcleo mismo del sistema dramático»47. Otro ejemplo semejante al de La bella malmaridada se encuentra en la comedia de ambiente romano El caballero del milagro (1593-1598), cuando Otavia cuenta a Luzmán que un pesado pretendiente, el alférez Leonato, «unas cintas compraba / en casa de un mi-
45 Laplana Gil en la nota correspondiente, p. 1556 explica que la calle en cuestión es «calle sevillana llena de comercios que cita Lope como lugar especialmente propicio para dar ferias los galanes y las damas». 46 Ver Vigil, 1987, p. 198. 47 Torres, 1990, p. 324.
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lanés» para dárselas a ella» (I, p. 148). Obsérvese que dicha referencia se inserta en una pieza donde la atención a la moda se traduce en sátira costumbrista a través de la estrafalaria figura de Luzmán, gentilhombre misógino muy atento a su propio aspecto y deseoso de criticar los atuendos ajenos, tanto masculinos como femeninos48. Pero es en el Lope ya maduro que los suntuosos atuendos se connotan especialmente por ser potenciales instrumentos de corrupción moral, y pasan al servicio de las instancias satíricas del dramaturgo. En El amante agradecido (1601-1606) el malicioso criado Guzmán cree que Lucinda quiere hablarle a don Juan porque piensa que anda «cargado / [...] / de jubones de Milán, / de medias napolitanas, / de raso, de oro» (I, p. 102). Dicho de otra manera, supone que la dama es una mujer pedigüeña. En El acero de Madrid (1606-1612), el rico Florencio, destinado a quedar «galán suelto» al final de la comedia, pretende en balde conquistar a Belisa y a su padre con el «mejor terciopelo de Toledo, / y un corte de Milán de flores raras / o de rica labor» (II, p. 189). En Santiago el verde (1615), don Rodrigo ofrece a su amada Celia «telas, tabíes / terciopelos, carmesíes, / pasamanos de Milán», y, si bien el gracioso Pedro bromea diciendo que las mujeres por abundancia de ornamentos «se han convertido en altares», la dama no se caracteriza en absoluto por el interés material, puesto que afirma dignamente: «mas para toda la vida / yo tengo mejor vestido, / si habéis de ser mi marido, / que rasos ni telas de oro: / porque es el mayor tesoro / dueño gozado y querido» (III, pp. 1235 y 1237). Con todo, ninguna de las específicas manufacturas milanesas recibe por parte de Lope un tratamiento satírico semejante al que atañe al guardainfante, los mantos de las tapadas, y demás adornos ferozmente criticados por los moralistas españoles coetáneos, y ninguno queda connotado negativamente por la adjetivación como ocurre en
48 Lope de Vega, El caballero del milagro, I, p. 146: «¡Ah, si durara el estado / de nuestros padres primeros, / que andando todos en cueros / se viera el mejor formado! / Cuál hay que con calza larga / encubre lo que es mal hecho, / y cuál con lana del pecho, / o de la espalda, la carga; / cuál el brazo, cuál la pierna / con el jubón o la calza, / porque así la baja o alza / como a ser de cera tierna; / cuál el pie con la chinela / o con el corcho lo falto, / y cómo a parecer alto / el que es bajo se desvela. Pues en llegando a las damas, / no hay fea, no hay fiera o mostro / que no curen más del rostro / que de sus obras y famas...».
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el caso analizado de los tocados de Génova y Venecia, ciudades que, dicho sea de paso, no pertenecen a la Italia española. Nótese también que en algunas piezas los caros y refinados productos milaneses se mencionan por ser inalcanzables, y permiten al dramaturgo esbozar dramáticamente el contraste entre pobreza y riqueza, sin por esto llegar concretamente a censurar el lujo como ocurre, en cambio, en cierta literatura moralizadora de la época. Deleito y Piñuela nos recuerda que ante la general penuria del país en crisis las leyes suntuarias intentaron restringir el lujo que los moralistas veían como una verdadera plaga49. Por ejemplo Rojo de Flores, en su Invectiva contra el lujo, se explaya en enumerar y censurar todos los detalles del atuendo tanto masculino como femenino, muchos de los cuales bien podían ser milaneses: «Los talabartes, petrinas y escarceles se gastaban con pasamanos y caireles de plata y oro»50. Y Villalva, en su Memorial contra los profanos trajes, clama indignado: «¿Cuándo se vio en España tanto desorden como le hay en estos tiempos? ¿Se han visto jamás tantos chamelotes de plata, tantas telas de lana, tantos rasos, cuajadas las basquiñas de esterillas de plata, tantas telas bordadas, brocados?»51. Justamente explicando la etimología del brocado, Deleito y Piñuela hace constar que el más célebre era de Milán52, y que era tan costoso y raro que «Usábase únicamente para fiestas de gran solemnidad, como entradas de reyes, y por muy altas damas. Los Capítulos de reformación le permitían tan sólo a las personas reales»53. Así pues, en Las flores de don Juan y rico y pobre trocados (1612-1615), el protagonista se ve en la embarazosa condición de pedirle a un mercader milanés «unos pasamanos / y unos cortes de Milán» para la Condesa, sin tener el dinero para pagarlos; por suerte, la buena fama que el galán goza entre los vecinos es de por sí una garantía para el comerciante quien afirma: «más estimo servir / a un hombre como
49 Ver Profeti, 1987, p. 122: «Se la parola ci spinge oggi a comprare, in una società dei consumi che si regge sul Movimento, l’economia pre-industriale della Spagna del secolo XVII vagheggia la Stasi come punto ottimale di approdo; la spesa, il lusso è il mulino a vento contro cui si scaglia, la tendenza perniciosa da evitare». 50 Deleito y Piñuela, 1954, p. 171 y pp. 275-296: «La represión del lujo. Leyes suntuarias». 51 Cito de Profeti, 1987, p. 125. 52 Deleito y Piñuela, 1954, p. 163, nota 1. 53 Deleito y Piñuela, 1954, p. 163.
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don Juan / que cuanto vale Milán» (III, p. 1663). Como se ve, en este último fragmento la enorme riqueza de la ciudad lombarda funciona como hiperbólico término de parangón de la virtud de don Juan. En El halcón de Federico (1599-1605), el protagonista, tras perder toda su hacienda, se desespera por no tener nada que le permita acoger dignamente a Celia y a Feliciano que vienen a verle: «¡Quién tuviera mil brocados / que tender por esos prados, / y arroyos de agua de olor! / ¡Quién esta casa colgare / de mil telas de Milán!» (III, p. 252). Para terminar con nuestra reseña de los tratamientos dramáticos a los que Lope somete los suntuarios artefactos milaneses, señalemos que, en ocasiones, tanto las armas como las galas hallan cabida en el lenguaje metafórico y deshilvanado de los graciosos, quienes recurren a inusuales analogías basadas en la excelsa calidad de los mismos. Fabio, en Los ramilletes de Madrid (1615), en una réplica jocosa en que confiesa su amor por Inés, alude en términos burlescos al pecho de la criada, diciendo: «A tu espetera me inclino / más que a armería en Milán» (I, p. 303). Por su parte, Brito, en El guante de doña Blanca (162735), en un disparatado discurso sobre la equivalencia entre sonetos y guantes (pues, los dos se caracterizan por la gama de diferentes calidades), dice: «hay sonetos de gamuza, / más que Mendozas Hurtados, / y bordados de Milán / con los aforros de raso» (II, p. 933). Tras todo lo expuesto, resulta patente que, de cara a la representación de la cultura material de las ciudades italianas, el teatro del Siglo de Oro recurre a las mismas modalidades que la prosa coetánea. No obstante, el interés de los dramaturgos (según nos enseña el magisterio de Lope) se centra de forma casi exclusiva en las manufacturas milanesas, y esta predilección no es fruto del azar o del capricho. Por un lado, la escena barroca hace hincapié en los valores pictóricos, estilizados y ennoblecedores de los productos como artefactos de lujo. Pero, queda claro que ensalzar el esplendor material de armas y galas lombardas implica exaltar su lugar de procedencia, que es un área estratégica imprescindible para garantizar y mantener la presencia española en Italia, y, asimismo, significa exaltar el Imperio que en 1535 había englobado por fin ese rico territorio, aprovechándose de que Francesco II Sforza había muerto sin dejar herederos54.
54 Ver Vigo,
1994, p. 12: «Non aveva forse affermato Mercurino da Gattinara che “volendo condurre le cose de Italia a quella quiete che si desidera […] oppinione
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Si es cierto que la comedia nueva no es un producto cultural macizo y compacto al servicio sólo y únicamente del poder55, es también cierto que en este caso trasmite y difunde la visión ideológica del dueño satisfecho de sus ricas posesiones, ocultando una realidad muy distinta. En efecto, la imagen de la Italia española que emerge en los textos teatrales no tiene mucho que ver con la situación histórica.Ya en la segunda mitad del siglo XVI el Estado de Milán estaba destrozado por las continuas guerras, las carestías, las epidemias y los gravosos impuestos que los Habsburgos le imponían56. El Milanesado, permanente objeto del deseo político de Francia y España, es el territorio italiano que más dramáticamente ha sufrido la ocupación imperial de la península57, y es notorio que la población local no amaba especialmente a los españoles, prefiriéndoles los franceses58. Pero nada de esto se deja traslucir en las piezas auriseculares. Por otro lado, la comedia nueva se aprovecha de las potencialidades eróticas, costumbristas, satíricas y metafóricas que la suntuosa indumentaria lombarda le proporciona, según se va modificando la fór-
universale è che la prima parte che abbia da assettarsi siano le cose del Ducato di Milano”? Il problema della successione a Francesco II era caduto nel momento giusto: chi mai avrebbe osato sfidare Carlo V all’apogeo della sua potenza?». 55 Lo demuestra, entre otros, McKendrick, 2000. 56 Ver Vigo, 1994, p. 8: «Il milanese, che “al tempo dei Visconti e degli Sforza era uno degli Stati più floridi e potenti, non solo d’Italia, ma d’Europa”, aveva incominciato a perder smalto “prima ancora che passasse sotto il dominio effettivo di Carlo V […] e l’oppressione e la miseria andarono continuamente crescendo per circa due secoli”»; Canosa, 1996, p. 29: «La città denunciava questi nuovi balzelli, che avrebbero fatto “dishabitare” gran parte dello stato, se il re non fosse tempestivamente intervenuto e ricordava che gli esborsi per “licentiare l’esercito” avevano oltrepassato i due “milioni d’oro” e che a questi andavano aggiunte le spese per gli alloggiamenti». 57 Vigo, 1994, p. 19: «Il possesso di Milano era [...] essenziale per una potenza che aveva ambizioni europee, ma era altrettanto importante per impedire che i nemici invadessero la penisola italiana dove la Spagna contava non solo possedimenti strategici come il Regno di Napoli ma anche una serie preziosa di alleati. Per questa ragione […] Filippo II considerava lo Stato di Milano come “un antemurale a Francia”; e mezzo secolo più tardi, in un rapporto a Filippo IV, don Carlos Coloma insisteva sul ruolo strategico del milanese ricordando che esso “può giustamente definirsi cuore e centro della monarchia di Vostra Maestà”». 58 Ver Chabod, 1961, p. 158: «era l’ambasciatore spagnolo a Genova, Gómez Suárez de Figueroa, ad avvertire Carlo V che i lombardi erano, in massima, più favorevoli ai Francesi che agli Spagnoli».
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mula dramática, desde el primer teatro lopeveguesco de abolengo renacentista, abierto a la dimensión hedonista de la existencia, hasta la comedia plenamente barroca donde predominan las instancias moralizadoras. Diríase que es a la luz de estas consideraciones que hace falta interpretar la escasez de referencias a los bienes de lujo italianos en las comedias de los dramaturgos de la generación calderoniana. Así pues, podemos concluir diciendo que las alusiones dramáticas a la cultura material de las ciudades italianas contribuyen notablemente a conformar la doble visión pictórica e ideológica de la Italia literaturizada por los escritores auriseculares, reforzando paradójicamente «el programa irrealista de la comedia». En definitiva, en el Barroco español «los arneses» y «las galas de Milán», lejos de ser meros clichés literarios, se convierten en fórmulas emblemáticas y densas de connotaciones de la lengua imperial.
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María M. Carrión Emory University Yo no vivo sino sólo de mi hacienda; ni paje en mi vida fuí; vengo a pretender aquí un hábito de encomienda Tirso de Molina, Don Gil de las calzas verdes.
Con estas palabras don Gil se identifica ante Caramanchel para disipar las dudas que éste ha expresado sobre su hombría, y para convencerlo de que es capaz de recibirlo en su servicio1. El pícaro, abu1
San Román cita los contratos que se firmaron para representar esta obra en Toledo en 1615, y documenta que se representó en el Mesón de la Fruta por la compañía de Pedro de Valdés, marido de Jerónima de Burgos, a quien por su edad y cor-
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sado a manos de cuatro amos entre los que se cuentan un «pelón» y un «moscatel», busca quien lo libre del hambre y la penuria2. Pero en la España barroca ser lacayo de un «paje» u hombre a medias era inconcebible, por lo que Caramanchel interpreta el contrato que le ofrece don Gil como un «¡Lenguaje nuevo!» que apenas empezará a captar al final de la obra3. El nombre y el color de las calzas del interlocutor parecen darle la razón al buscón: el sujeto carece de la gravitas típica de un amo, pues según Sebastián de Covarrubias «Gil» era nombre de «zagales y pastores en la poesía», y estar verde era «no dejar la lozanía de mozo habiendo entrado en edad»4. Ante esto don Gil se defiende con su traje de fábula, cuyo corte y confección convierte a doña Juana Solís «de damisela en varón»5. La impostora afirmación de don Gil no miente del todo: tiene hacienda con que pagarle al lacayo, no fue paje en su vida y llega a Madrid para pretender un hábito de encomienda. Lo que no revela es que la hacienda es de su padre, que es mujer y por eso nunca fue paje, y que el hábito que pretende es encomienda de la imaginación y las ideas6. Se trata del hábito del travestí. Para Covarrubias, hábito es
pulencia se le achacó el fracaso del estreno (1935, p. 210). Cito la edición de Don Gil preparada por Zamora Vicente (Madrid, Castalia, 1990, p. 123). 2 Tirso de Molina, Don Gil, pp. 100-122. 3 Tirso de Molina, Don Gil, p. 123. Según Covarrubias, Tesoro, paje era «muchacho que sirve algún señor» (p. 795), mientras que el lacayo era un «mozo de espuelas que va delante del señor cuando va a caballo» (p. 696). 4 Covarrubias, Tesoro, pp. 589 y 959. Carmanchel caracteriza a don Gil con calificativos que cuestionan su hombría: «capón» o castrado, sin apellido ni barba (p. 126); «hermafrodita», mancebo mitológico que por vagabundo y curioso se ve transformado en hombre y mujer (p. 140); «prima y bordón», cuerdas de vihuela o guitarra, o la una, corpulenta ave hembra de volatería que supera al torzuelo y el otro, báculo de hatillos (p. 140); «toronjil y perejil», apio y tamarid o yerba (p. 140); y «tiple», tercera voz (p. 128). De los calificativos usados, el que más se acerca al vestido es «cenojil», cinta con la que se ataban las medias calzas bajo la rodilla (Tirso p. 140). Las definiciones provienen del Tesoro de Covarrubias (pp. 264, 628, 834 y 199, 927, 814, 921 y 298, respectivamente). 5 Tirso, Don Gil, p. 80. 6 Según Covarrubias, Tesoro, «encomienda» es «encargar alguna cosa a otro», lo cual refleja la tercería de doña Juana como don Gil (p. 469). El que recibe hábito de encomienda se llama comendador «porque las rentas que tienen se les dan en encomienda, y no en títulos, por ser religiosos, caballeros y seglares, incapaces de tener prebendas eclesiásticas coladas» (p. 337).
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el que «vulgarmente vale el vestido y traje de cada uno, de do se dijo el proverbio: “El hábito no hace al monje”»7. Ahora bien, las calzas del travestí en Don Gil cuestionan esta proverbial verdad al componer una materia crítica indumentaria que produce un sinfín de expresiones sartoriales que definen una sinfonía de personas dramáticas. Con ellas su travestido texto articula un sostenido conflicto entre los objetos suntuarios y cómo éstos señalan a los sujetos que los poseen. A pesar de los binarismos sexuales y la polarización del vestuario imperantes en su época, el sensacional ensayo performativo de Don Gil muestra cómo un travestí podía forjar una presencia escénica que con su traje no se alineaba con ninguno de los roles sexuales estipulados en las ficciones regulatorias del momento8. Los intereses (in)vestidos del título del presente ensayo representan el valor de esta presencia travestida. La primera dama no pretende hábito de novia, que le correspondería por ser mujer y porque toda comedia de enredos terminaba en bodas; tampoco aspira a ser investida con hábito de comendador o caballero, sayo que le caería al hombre que la actriz deberá pretender y asumir9. Estos dos hábitos, aunque importantes, no son el objetivo central de la obra y su figura titular, ya que representan caracteres que en la receta eclesiástico-estatal se excluían mutuamente. Aspirar a interpretar uno de estos roles equivaldría a un lamentable consumo de la vida de don Gil inscrito en la cínica voz del gracioso: «¿A pretender / entráis mozo? Saldréis viejo»10. Y leer a don Gil como sujeto que
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Covarrubias, Tesoro, p. 618. Navarro, 1993, llama «control manual» a las reglas de representación de género sexual diseminadas a partir del XVI por nuevos hábitos de lectura y la prensa, que ofrecían una «variedad de rúbricas bajo las que la vida del caballero y sus posibles intereses se teorizaron, codificaron, y registraron» para formar al cortesano, el caballero, el amante, el marido, el religioso y el príncipe, entre otros (p. 18). Por su parte, el control manual de la mujer agrupaba a las mujeres en un sólo espacio social cuyo diseño favorecía el encerramiento y definía «a las mujeres en función de fronteras espaciales y corporales» (p. 18). Ésta y todas las traducciones de textos escritos en inglés son mías. 9 McKendrick, 1974, y Bravo-Villasante, 1976, analizan lo que en sus importantes estudios pioneros llamaron, respectivamente, la «mujer varonil» y la «mujer vestida de hombre», y anotan cómo estos tipos de mujer imitaban el extremo del homb re según se definía en la binarista y polarizada construcción ideológica de la sexualidad de la época. 10 Tirso, Don Gil, p. 124. 8
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pretende realizarse en un hábito institucionalizado de novia, o de comendador como medio para obtener el de novia, representa una lectura que se centra en la supremacía del signo institucional del matrimonio como única categoría de reproducción y crecimiento humanos. Esta interpretación metonímica del texto elimina la capacidad generadora del teatro que Richard Schechner llama «cismagénesis», o poder de crear algo de entre las ruinas de un conflicto dramático11. La meta de este ensayo es entender cómo el quehacer fabricante e industrioso del travestí se reproduce en Don Gil en virtud del polémico objeto de sus calzas verdes, y negocia sus intereses (in)vestidos al construir una fábrica que con gran industria juega con los fluctuantes valores de la sangre, el lujo, los linajes, el dinero, y la belleza en los mercados matrimoniales de la época12. El milagro teatral se opera cuando la materia prima de sus calzas lo trasforman tanto a él como al texto de Don Gil en materia crítica de esa gran forma de ocio y consumo del barroco que fue el primer teatro profesional de España, en el que participaban sujetos en franco (des)acuerdo con las leyes suntuarias y los reglamentos de control de la sexualidad del momento. Al pronunciarse con un «vengo a pretender aquí» doña Juana insta a los espectadores a que piensen como comediantes para que vean e inter p reten su persona de otro modo porq u e, como dice Covarrubias, pretender es «procurar alcanzar alguna cosa», encomienda de tercería que en el teatro equivale a vivir en constante proceso de gestión impostora y no en virtud de una investidura definida a priori13. Como reza el último verso del guión, el travestí es la «comedia con calzas» que termina la función cuando Caramanchel reconoce en 11 Este «medio de crecer en virtud de conflicto y cisma» es, según Schechner, «ingerencia clave del crecimiento cultural humano» (2003, p. 167). 12 Fábrica e industria son aquí materiales de confección de una imagen que vendrá a reproducirse virtualmente con tal éxito que supera las fantasías más transgresoras de la figura que la crea—como sucede con la escoba y Mickey Mouse en la película Fantasia. Para Covarrubias la fábrica es edificio suntuoso que con el tiempo requiere reparación, pero en su diseño original fue «bien trazada, dispuesta, plantada, bien correspondida, desenfadada, proporcionada en sus perfiles, maciza, trabajada y acudida… con buenas y alegres luces» (Tesoro, p. 531); por su parte, industria es «maña, diligencia y solercia con que alguno hace cualquier cosa con menos trabajo que otro» pues quien la hace sabe llegar a su meta «con prontitud y liberalidad» (Tesoro, p. 666). 13 Covarrubias, Tesoro, p. 834. El conquense asocia el «pretender» con pretensión y pretensa del italiano, que se relaciona con la figura del escriba o doctor de la Iglesia
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espectacular anagnórisis al don Gil que durante su dramática vida no ha podido leer con claridad, abriéndose, como quizás también lo hagan algunos espectadores, a nuevos horizontes económicos y afectivos14. Mi propuesta es que la materialidad uncanny del vestuario de Don Gil representa un mise en abîme de las normas suntuarias de la época y su relación con la sexualidad, vestuario que le añade algo desconocido —como lo define Freud— a una imagen original y poco familiar, con lo que excita simultáneos sentimientos de asombro y de temor15. Don Gil está consciente de este proceso artístico cuando se ciñe el vestido hológrafo de doña Elvira. Al ver la figura rara de don Gil ponerse un sayo que no es el de doña Juana su verdadero lacayo inquiere «¿para qué tanto ardid?»; a lo cual la simulada Trifaldi responde: «que he de perseguir si puedo, / Quintana, a mi engañador / con uno y con otro enredo / hasta que cure su amor / con mi industria o con su miedo»16. Los intereses (in)vestidos componen una presencia fantasmática que inspira temor, asombro y deseo en los allí presentes para curar en público el herido deseo amoroso. Se trata, otra vez, del travestí. Las calzas verdes, signo teatral, proyectan una figura que interpela y desestabiliza el afligido amor, esa arqueología del saber sexual y vestuario que la Iglesia Estado virtiera en un estático molde que limitaba las relaciones sexuales, culturales y económicas de la época. Con ello, Don Gil sigue el principio que según José Ruano de la Haza define el vestuario teatral, el cual convierte el vestido y sus códigos de ámbito social en un nuevo sistema de significación17. El hato de llanto y risa que es el travestí genera nuevos modos de pensar y llevar trajes y sexos18. Al producir su juego metatea-
que antaño tuviera la autoridad de interpretar las sagradas escrituras, y que en el XVII equivaldría a los teólogos (pp. 834 y 495). 14 Tirso, Don Gil, p. 306. 15 Freud, 2003, p. 123. 16 Tirso, Don Gil, p. 244. 17 Según Ruano, la ropa en escena era «artifical, concebida no tanto para reproducir con realismo el vestuario de un campesino o el de un emperador, como para comunicar con claridad y brevedad al público, como si de marbetes se tratase, la condición social del personaje» (2000, p. 78). 18 En su investigación sobre los hatos de actores y compañías de comediantes barrocos españoles García García afirma que la documentación del diseño, confección,
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tral don Gil negocia dos claves opuestas: el que por un lado Lope de Vega reconociera que el «disfraz varonil» era oscuro objeto del deseo del vulgo y que, por otro, dicha imagen travestida fuera evidencia para juzgar al teatro como práctica ilícita19. Don Gil termina, cierto, en bodas que culminan una parte de la pretensión de encomienda de doña Juana. Ahora bien, su vestuario activa en los espectadores algo más original y abarcador: una memoria de esa escena familiar de la ceremonia matrimonial alimentada por la subversión y el atrevimiento de los cómicos ante un orden sexual que a su vez pretende ser natural, según se había definido en las tablas de la ley estatal y eclesiástica20. Como todo objet d’art barroco este calzado «Fin» es harto contradictorio y ambiguo, con capacidad de significar ad infinitum como el
tráfico y consumo de la indumentaria en las tablas muestra «grandes posibilidades de recuperación arqueológica de aquella apariencia, texturas y colorido» que caracterizaron el vestuario teatral y su papel en el arte y la sociedad de su momento (2000, p. 189). Esto, continua García García, llevaría a potenciar la investigación de fuentes documentales, la cual a su vez se podría utilizar «en el análisis de la tipología de los personajes y la simbología de sus accesorios, comparándola con la iconografía artística y emblemática» —ejercicios interpretativos como el que aquí se pretende, que podrían llevar a subsanar el problema archivístico de la grave falta de imágenes de la Comedia en las propias tablas barrocas (2000, p. 190). 19 Lope aconseja en su Arte nuevo que «las damas no desdigan de su nombre; / y si mudaren trage, sea de modo / que puedan personarse, porque suele / el disfraz varonil agradar mucho» (vv. 280-283). En 1608 los Reglamentos de teatro incluyen una ordenanza según la cual «no salga ninguna muger a baylar, ni representar en habito de hombre» so pena de 20 ducados; esta ordenanza se revisa para los Reglamentos de 1615, donde se dicta que «las mugeres representen en habito decente de mugeres, y no salgan a representar en faldellin solo, sino que por lo menos lleuen sobre el ropa, vaquero, o basquiña, suelta, o enfaldada, y no representen en habito de hombres, ni hagan personages de tales, ni los hombres, aunque sean muchachos, de mugeres», dictamen que se repite en el Reglamento de 1641 (citados en Varey, 1971, pp. 48, 56 y 92, respectivamente). 20 Sin confundirse los límites genéricos de la comedia y el entremés se puede ver cómo en este sentido Don Gil participa en el proceso deconstructor del vestuario del teatro breve, el cual según Rodríguez Cuadros, marca «comportamientos sociales estables pero permanentemente virados hacia el sarcasmo propio de la literatura satírica de la época, que juega con el desnudamiento de las apariencias de la jerarquía de valores en el Barroco» (2000, p. 115).
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propio travestí21. Tras una vida de aventuras don Gil y sus seguidores entran en un deseado y deseable estado matrimonial. La comedia deja así que los espectadores consuman y se recreen con la escena primaria del origen de la domesticidad heteronormativa, epicentro de reproducción de los programas de limpieza de sangre de la España imperial. Doña Juana, don Martín, doña Inés, don Juan, doña Clara y don Antonio son actores de ese gran teatro del mundo que había llegado a ser la ceremonia matrimonial desde mediados del siglo XVI. Las tres bodas restauran un orden en el que los hombres llevan la voz cantante de la dominación y las mujeres sirven una función generatriz de herederos de las fortunas de las familias a las que pertenecen. No empero esta espléndida ceremonia de clausura de los juegos dramáticos, los espectadores que se limitan a consumir el producto institucional de «los novios» obvian el signo clave teatral del proceso: la fábrica de las calzas con que la industria o mañosa traza del travestí acuña su económica materia crítica22. Doña Juana y don Martín se casan «ves tida de hombre» y calzado de verde, pretendida ceremonia matrimonial que emblematiza la comedia porque funde sujetos y objetos en una impredecible dinámica de deseo que internaliza las estrategias de poder y autoridad que sus propias efigies cuestionan23. El ojo satélite del panópticon estatal, Caramanchel, pregona por enésima vez el enigma del travestí al preguntarle «¿Y sóis hombre o sóis mujer?» —a lo cual aquel responde con un visible y legal «mujer soy» desde su posición
21 Regueiro (1995, pp. 32-38) y Donnell (2003, p. 33), entre otros, han demostrado la necesidad de no leer estas escenas finales de bodas múltiples literalmente, como mera restauración de un orden social regulado por la Iglesia Estado. 22 Al insistir en la «fábrica» no pretendo encajar a Don Gil en el marco que define Bances y Candamo en 1690: «Las de Fábrica son aquellas que lleuan algún particular intento que probar con el suceso, y sus personages son Reies, Príncipes, Generales, Duques, etcétera, y personas preeminentes sin nombre determinado y conocido en las historias, cuyo artificio consiste en varios acasos de la Fortuna, largas peregrinaciones, duelos de gran Fama, altas conquistas, eleuados Amores y, en fin, sucesos extraños y más altos y peregrinos que aquellos que suceden en los lances que, poco â, llamé caseros» (Theatro de los theatros, p. 33). Aunque hay puntos de contacto entre Don Gil y la «comedia de Fábrica», mi propuesta es leer más allá de las taxonomías genéricas para entender el valor de la figura del travestí. 23 Tirso, Don Gil, p. 301. Garber (1992, pp. 1-17), Juárez Almendros (2006, p 1940) y Sifuentes Jáuregui (2002, pp. 1-14) elaboran este concepto teórico clave en la constitución del travestí en distintos contextos geopolíticos e históricos.
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así también valiosa y claramente visible, aunque no necesariamente legal, por también ser «vestida de hombre»24. Este tipo de economía en la que la ropa era poderosa moneda de cambio no fue, por supuesto, fenómeno exclusivo de la España barroca. Como bien nota Peter Stallybrass, en los «mundos vestidos» o worn worlds de la Inglaterra del XVI el vestuario llegó a valer incluso más que los sueldos, lo cual llevó a que éste adquiriera una vida propia25. Encarnación Juárez Almendros resume esta dinámica pan-europea en la que el vestido transformó al cuerpo en figura clave para la construcción de identidades en el Siglo de Oro español; una sociedad como ésta, dice Juárez Almendros, «es una sociedad en la que la ropa funciona como valor y mercancía y como medio de incorporación social. La ropa establece redes sociales por su habilidad de penetrar y transformar tanto al productor como al que la viste, por su durabilidad, por su poderosa asociación con la memoria»26. Don Gil construye un universo referencial en el que la ropa, la fábrica del tejido y el pronunciamiento de un industrioso léxico de ropajes transforman a sus personajes y a sus públicos al operar procesos de catarsis ricamente vestidos que no se pueden entender a fondo sin conocer el juego interactivo de la materialidad del vestuario con las audaces propuestas dramáticas de los comediantes en su crítica a la institución matrimonial. Con la evolución de la moda y las leyes suntuarias del XVI, que según Alan Hunt marcaron el progreso hacia la modernidad, las calzas se llegaron a diseñar con tal riqueza que vinieron a representar un alto nivel social y económico del así calzado —dato que sin duda informa, si bien no literalmente, el travestismo de don Gil27. Carmen Argente considera que esta pieza pertenecía a la categoría de «ropa de
24
Tirso, Don Gil, p. 305. Stallybrass, 1996, p. 291. 26 Juárez Almendros, 2006, p. 36. 27 Las leyes suntuarias, según Hunt «conectan “hacia atrás” con el mundo medieval al contribuir a la crítica del lujo y a una generalizada moralización de las relaciones sociales representadas en y por los discursos religiosos, pero también apuntan “hacia adelante” a un cambio en la preocupación por la “economía,” y con ello por el rol del estado, lo cual conlleva un modo radicalmente distinto de pensar y entender en el que las relaciones sociales se construyen y se refuerzan por los múltiples proyectos de gobierno» (1996, p. 10). 25
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vestir a cuerpo» entre la que se contaban las medias, calzones y braguetas con la que los caballeros decorosamente vestidos como don Gil se cubrían el abdomen y complementaban su cobertura del torso con el jubón28. Como resultado, a medida que avanzó el siglo las calzas se fueron convirtiendo en artículo de lujo cuya confección desplegaba una enorme imaginación en su diversidad de colores, texturas, diseños e impacto visual —a pesar de ser siempre una prenda de ropa elemental y necesaria29. Para principios del siglo XVII las calzas se habían convertido en una prenda muy voluminosa que de acuerdo a Bernis «se componía de cuchilladas o fajas (que eran unas tiras verticales), de las entretelas o forro, y de un relleno para abultarlas»30. En esa época, de hecho, las calzas llegaron a ser artículo de tal lujo que pasaron a ser controladas por pragmáticas: Que las calzas se puedan traer de cualquier género de seda y llevar al canto de cada cuchillada un ribete de terciopelo, o de otra seda, con su pespunte al cabo, y pestaña al lado de cada cuchillada, y no en otra parte alguna; y siendo la cuchillada ancha, pueda llevar un ribete de cada lado, con pestaña y pespunte, y las cuchilladas puedan yr aforradas en tafetán; y las dichas calzas se puedan hazer de cualquier género de passamanos, y sedas labrados, o passamanos que no lleven entorchados, ni gurbiones, ni passadillos, ni soguillas de raso, ni tafetán31.
Estos lujos citados y prohibidos reiteran los intentos de control de lo que José Damián González Arce denomina «apariencia y poder», los cuales se habían negociado en la península desde el siglo XIII en la legislación suntuaria para «preservar determinados símbolos externos
28
Argente, p. 14. Bernis, 2001, p. 152. La variedad de calzas distintas confeccionadas durante el fin de siglo fueron tales que llevaron a un tesoro léxico recogido en distintos inventarios citados por Bernis: «calzas de terciopelo de fajas, 1589; calzas de fajas de terciopelo negro con sus medias, 1595 y 1609; calzas de fajas anchas, calzas de fajas más angostas, 1598; calzas de terciopelo negro de fajas “aforradas en raso” o “con sus rasos”, 1604, etc.» (2001, pp. 152-153). 30 Bernis, 2001, p. 152. 31 Esta «Premática y nueva orden. De los vestidos y trajes, así de hombres como de mujeres» fue una entre muchas promulgadas durante el XVI y el XVII para reglamentar y controlar el lujo en el vestido. 29
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para ciertas categorías sociales, en función de un lenguaje estético, trasunto de una jerarquía ética»32. Como bien reconoce González Arce, es común no prestarle atención a la legislación suntuaria al estudiar un cierto texto o contexto porque la frecuente reiteración de estas leyes lleva a pensar que no tienen ningún impacto social; ahora bien, estas leyes representan las motivaciones del legislador, quien imagina una sociedad ideal «expresada de manera directa a través del carácter imperativo de las leyes; así como de manera indirecta a través del rico munco simbólico, de códigos éticos y estéticos en que se sustentaban éstas»33. Para entender cómo inscribe Don Gil esta relación entre apariencia y poder importa leer la materialidad específica de las calzas, ya que ésta es la base del rico traje verde que tan hábilmente señala su figura34. Las calzas se derivaron de un mero paño cobertor de piernas muy común durante el medievo que para principios del siglo XVI, como nota Carmen Bernis, ya se habían dividido en dos —una parte para los muslos, que se siguieron llamando calzas, y otra para cubrir de la rodilla hasta los pies, que se vinieron a llamar medias35. En la primera mitad del siglo el diseño y confección de las calzas se vio regido, según documenta Bernis, por su funcionalidad y color negro36. Con 32
González Arce, 1998, p. 24. González Arce, 1998, p. 24. 34 Arellano describe este económico sistema del manejo del disfraz: «Es significativa la conciencia de hacer teatro y de actuar que muestran muchos personajes de Tirso, verdaderos maestros del arte de la máscara y del disfraz y de habilidad histriónica comprobada: ¿qué es lo que hace doña Juana/don Gil sino un recital de representaciones teatrales, un despligue de papeles y personajes que ella misma se inventa y encarna?» (2006, p. 11). 35 Bernis, 2001, p. 152.Véase también el estudio de Carmen Argente del Castillo Ocaña, p. 15. 36 Bernis ilustra el imperativo del negro y la reprimida variedad del colorido detalle en imágenes como las del retrato El archiduque Alberto por Juan Pantoja de la Cruz (2001, p. 141) o las efigies de los hermanos Francisco de Ortega y Vallejo y Luis de Ortega y Vallejo de Valdepeñas; la de Francisco de Hermosa, de San Lorenzo de la Parrilla; las del padre y los tres hijos de la familia del alcalde Pedro Monresin de Alhange, en Granada; y la de Alonso Gonçalez, de Madrid y el Cardoso, todas las cuales aparecen en las sobrecartas de sus cartas de ejecutoria de hidalguía (2001, pp. 153 y 155, respectivamente). Estas calzas uniformes, homogéneas y con tímida ornamentación contrastan abiertamente con el gay saber de las calzas típicas de la corte de Felipe III, influidas sin duda por nuevas tendencias francesas. 33
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la promulgación de una serie de edictos reales Felipe II vistió a su corte con una mesura que se impuso en toda Europa desde mediados del siglo XVI. Así, por ejemplo, lo reflejan cuatro Reales Cédulas en Valladolid de 1537, que dictan los parámetros para producir, traficar y vestir «trajes y sedas», «trajes y vestidos de sus súbditos», «moderación de trajes», y «moderación de trajes y sedas»37. En 1563 se promulga en Monzón de Aragón una «premática de los vestidos y trajes; la qual mandó el rey nuestro señor se publicasse», y en 1565 se publica en Madrid una «premática, en la que se la la orden que se ha de tener en el traer de los lutos en estos Reynos»38. El estilo resultante de moda masculina, como nota Bernis, se definió «al servicio de un ideal que buscaba reducir al mínimo los movimientos posibles, para dar a la figura sosiego, rigidez, y empaque… La rigidez y la altanería iban parejas con la cortesía y la mesura»39. A pesar de todo esto, el Rey Prudente no dudó en engalanar su figura con una gran variedad suntuaria en ocasiones como la del recibimiento que la ciudad de Salamanca le hizo a la princesa doña María de Portugal con motivo de sus bodas en noviembre de 1543. La crónica ilustra la profusión ornamental de la indumentaria de los que según la historia protagonizaron los eventos de las fiestas, entre los que se destacaban el obispo y su familia, a quienes acompañaba un séquito de escuderos, un trompeta, y doce lacayos cuyas calzadas libreas son de notar: muy dispuestos con cueras de terciopelo negro y calzas de refino acuchilladas con sus tafetanes y chapeos de velludo, con sus capas de contray negras con su guarnición de terciopelo negro; tras de él iba su caballerizo vestido de terciopelo morado golpeado tomado con sus cavos de oro con calzas y jubón amarillo con un manteo de grana y un chapeo de seda del mismo color con un cordón grueso de oro40.
37
Moreno y Garbayo, 1977, números 39, 40, 41 y 43. Moreno y Garbayo, 1977, número 76 y 77. 39 Bernis, 2001, p. 203. Cita Bernis a Vargas Machuca, quien en su Teoría y ejercicios de la jineta de 1619 protestaba que «después que las calzas tan Justas y al jubón tan atacadas, bien te habrá acontecido quedar tan estirado y apretado que no eres señor de doblar el cuerpo, ni del servicio de tus miembros» (p. 203). 40 Recibimiento, fol. 13r. Para Covarrubias la librea es vestido señalado que antaño solo los reyes les daban a sus criados, pero «hoy día en cierta manera se hace así para 38
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El foco central del vestuario del propio rey en la ceremonia matrimonial fue su juego de calzas y jubón blancos, el cual los nobles no dudaron en imitar. La novia vistió «una cota de raso carmesí» bordada de oro con joyas y telas riquísimas, y las damas llevaban sayas de sedas y otras ricas telas en diversos colores41. La luminosa perspectiva de blanco, rojo y oro de esta colorida escena se reprodujo hasta formar una fastuosa tradición que vino a caracterizar las celebraciones rituales de la realeza y la nobleza en el XVII. La exquisita indumentaria que favoreció en ese siglo el gran patrón de la comedia, Felipe III, se ha registrado en una serie de retratos que marcaron época y fueron diseñados para propagar la presencia, legitimidad y visibilidad del estilo de la corona42. Esta moda filipina, en muchos sentidos paralela a la necesidad en la que se vieron las compañías de teatro de tener hatos muy ricos para impresionar a sus públicos, le dio a las calzas una visibilidad e importancia que no siempre había tenido. Pero esta preferencia por el ornato excesivo, como era de esperarse, desembocó en un estado de degeneración en el que
ser distinguidos y diferenciados de todos los demás; y porque éstos tienen muchos privilegios y libertades» (Tesoro, p. 714). En 1734 el Diccionario de la lengua castellana elabora esta definición, llamando librea al «vestuario uniforme que los Reyes, Grandes, Títulos y Caballeros dan respectivamente à sus Guardias, Pages, y à los criados de escalera abaxo, el qual debe ser de los colores de las armas de quien le da. Suelese hacer bordada, ò guarnecida con franjas de varias labóres… Por semejanza se llama el vestido uniforme que sacan las quadrilles de Caballeros en los festejos públicos: como Cañas, Máscaras, &c… Las libreas todas fueron de terciopelo de diversas cólóres, y muchas dellas bordadas: acuerdome de la de mi padre y sus companyeros, que fué de terciopelo negro» (p. 399). 41 Recibimento, fols. 49-52. 42 Véanse, entre otros muchos ejemplos de calzas de este estilo, las bellamente acuchilladas del Archiduque Leopoldo de Austria, las embraguetadas del joven rey en Felipe III y las de costosísima guarnición a juego con las de la cuera y el jubón en el Retrato de Felipe III, todos pintados por Bartolomé González; las de perfil rectilíneo del borde inferior en el Retrato de Felipe III por Juan Pantoja de la Cruz; las largas del Retrato ecuestre del Duque de Lerma por Pedro Pablo Rubens; y las amarillas, abultadas y elaboradas del retrato de Felipe IV y el enano soplillo por Rodrigo de Villandrando; el retrato del joven Felipe III embraguetado se encuentra en el Kunsthistorisches Museum de Viena y los otros cinco, en el Museo del Prado. El valioso volumen de Bernis, 2001, los reproduce en las pp. 140, 139, 149, 145, 143 y 157 respectivamente.
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el hábito sí deshizo al monje. Véase, por ejemplo, la relación del nacimiento de la infanta María Teresa de Austria, en la que se refleja una sinfonía de telas, colores, texturas e imágenes cuya fortuna simbólica es sin duda emblemática del proceso de evolución de las calzas durante siglo y medio, y de su decadente estado en los espacios públicos ya entrado el siglo. La «grosera pluma» de Juan de Matos Fragoso escribe en su crónica de 1638 el lujo de estos festejos con saraos, cañas y toros. La pasarela duró varios días de pomposas procesiones, entre las cuales se destacó la del Duque de Módena por haber dado las más vistosas libreas de toda la Corte: el primer día a 24 lacayos y 12 pajes «vestidos de tercipelo verde, cõ costosas guarniciones y passamanos de oros, y plumas verdes» y el día en sí del bautismo, una segunda librea, de terciopelo raso encarnado, aforradas capas y cuerpo de tela blanca con bordadura de martillo, quaxado todo de lentejuelas de oro fino, librea que en lugar de hazer mas galanes a los que las traìan, los hazian penosos por el mucho peso, y llegò cada vestido à tres mil escudos, plumajes blancos, tahalies de plata, sembrados de Imperiales Aguilas, cuyas alas eran de seda43.
Esta procesión de galanes a quienes las libreas debían marcar como hombres señalados retrata en su lugar a un desfile de figuras que sorprendentemente evocan hileras de galeotes, porque las libreas «los hazian penosos por el mucho peso» material y económico del vestido. La imagen de la fiesta bautismal, producida apenas un cuarto de siglo después del estreno del verde calzado, indica por qué el travestí inscribe el proteico signo suntuario de poder y masculinidad de las calzas sin incurrir en el exceso ornametal que se fraguaba en la época. El travestí, en otras palabras, diseña su propia librea; es decir, se apropia del lujo simbólico de las calzas y subvierte las leyes y usos suntuarios para lograr que su persona sea visible en la corte, no para confeccionar una prenda de vestir más en la implacable carrera fashionista que juega con los valores paternalistas de la bolsa matrimonial y la
43 Relación de las insignes y reales fiestas, fol. A3v. Bernis nota que, aunque los valones eran una prenda de uso más común entre pajes y lacayos, estos también usaban calzas; el cuadro La Dieta de Augsburgo de Juan de la Corte que se encuentra en el Museo Municipal de Madrid ilustra esta comparación (ver Bernis, 2001, p. 167).
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limpieza de sangre44. Con su fábrica e industria Don Gil confecciona un vestuario que lleva a su dramática figura a montar un número en el que el travestismo libera al sujeto de las limitaciones de la separación de los sexos y los trueques contractuales del matrimonio institucionalizado. El espectacular hábito verde hará posible que la primera dama cómica desarme la «industria civil» de la falsa librea diseñada por su abortado suegro, don Andrés de Guzmán45. Éste, cegado por su amistad con don Pedro de Mendoza y Velástegui, padre de doña Inés, y por su deseo de enyuntar el mayorazgo de Guzmán con el acaudalado mayorazgo de los Mendoza, avala el que su hijo abandone a doña Juana. Para encubrir la deuda legal y moral en la que ha incurrido su hijo lo inviste con el hábito de don Gil de Albornoz, impostor que se convertirá en némesis de don Gil de las calzas verdes46. Pero al tildar de «Albornoz» a la industria de los Guzmán el texto juega con la ambigüedad de los signos impostores, y hace que don Andrés coloque a su hijo en una encrucijada digna de Edipo, ya el vocablo invoca al unísono al abyecto sujeto musulmán expulsado de suelo español y, por otra, al poder de la limpieza de sangre investido en las casas cristianas. En efecto, «albornoz» significa, según Covarrubias, tanto una de las casas más nobles de Castilla como el «capuz cerrado de camino con su capilla, de cierta tela que escupe de sí el agua que le cae encima sin calar adentro» a la usanza norteafricana47. Según documenta Bernis, los albornoces y capellares eran piezas características del traje arábigo, del mismo modo que las calzas eran aje-
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Stallybrass basa sus lecturas sobre la ropa y el teatro en la premisa del livery o «base industrial de la producción de telas y circulación de ropas» en Inglaterra, donde la ropa y las telas también fueron monedas de cambio que llevaron a inscribir mensajes de poder y memoria en el cuerpo (1996, p. 289). Para Stallybrass, «si el sistema de livery fue un intento de inscribir memoria en el cuerpo, el teatro desplazó radicalmente dicha memoria» (1996, p. 305). 45 Tirso, Don Gil, p. 91. 46 Zamora Vicente anota el contexto del matrimonio entre mayorazgos, institución característica de la sociedad española de la época que «hacía al hijo primogénito heredero de los bienes paternos, en perjuicio de los demás hijos» que además, en virtud de la estratégica negociación de algunos matrimonios «iba poniendo en unas pocas manos la riqueza del país —aparte de provocar alteraciones importantes en el cuerpo social» (p. 129). 47 Covarrubias, Tesoro, p. 44.
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nas a éste, pues los musulmanes, como los villanos, se cubrían las piernas con medias gruesas y sueltas llamadas zaragüelles48. Esta diferencia suntuaria le añade otra vuelta de tuerca al catacrésico albornoz de don Martín y a los intereses (in)vestidos de don Gil, ya que su falta de apellido, que Caramanchel lee como «capón» y «hermafrodita», vale más que la posibilidad ser asociado con sujeto musulmán. Sus calzas, en otras palabras, aunque tan sospechosas como el linaje incierto del de Albornoz, evocan usos de consumo ostentados en público por la propia figura de rey; y como le confiesa el lacayo a don Juan, se convierten en la más valiosa posesión de su amo por ser ese vestido verde, «en cuyas calzas funda su apellido, / que ya son casa de solar sus calzas»49. La metamorfosis de las calzas —de hilo a apellido original— hacen que su dueño quede libre de las ataduras de los antiguos linajes y sistemas de libreas, ajeno también a las sospechas de los proscritos y expulsados musulmanes, quienes tenían prohibido tejerlas50. Es cierto que, como anota Covarrubias, la casa de Albornoz «en Castilla es muy ilustre» pero el albornoz de don Martín no se teje en base a su representación de una titular limpieza de sangre porque su pretensión gilística usurpa, por definición, el nombre de la casa castellana de Albornoz al simular dicha librea, mientras que disimula la de la casa de Guzmán51. La falta de credibilidad del impostor incrementa cuando don Andrés le envía una libranza de mil escudos a cobrarle a un mercader con residencia en la Puerta de Guadalajara, área de la ciudad donde se reunían gente sin ocupación a pretender por la actividad comercial de la zona, mayormente de paños y joyas, como apunta Morel Fatio52. El sobrescrito «A don Gil de Albornoz» se cuela entre las fracturas textiles de la faltriquera y la sotanilla del traje de don
48
Bernis, 2001, pp. 474-475. Tirso, Don Gil, p. 261. 50 En unas ordenanzas de Granada de 1641, cita Bernis, se prohibía a los musulmanes que ejercieran el oficio de calceter. El ensayo de Bernis ilustra estas diferencias con imágenes del Libro de Geometría, práctica y traça, el qual trata de lo tocante al oficio de sastre de Juan de Alcega, con fecha de 1580, y del detalle de un Rey mago del siglo XVI con un bello albornoz y ricamente vestido en La adoración de los Reyes del retablo de la iglesia parroquial de Orobia (2001, pp. 474-478). 51 Covarrubias, Tesoro, p. 44. 52 Morel Fatio, 1924, pp. 417-423. 49
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Martín y cae al suelo53. La carta, perdida por la mala costura del traje del Albornoz y robada por el azar cómico, llega a manos de las calzas verdes, quien se las da a Quintana para que las cobre. Con esa libranza don Gil le comprará a doña Inés los vestidos y joyas que el de Albornoz tenía en mente adquirir para ganarse dicha renta con basquiña. El universo performativo que movilizan las calzas de don Gil es de una proeza retórica tan aplastante que la pedestre pieza de tela que cubre el cuerpo de los actores de la cintura a los muslos se traduce en una fantasía de reproducción material, escenificada cuando aparecen otros cuatro personajes-simulacro del don Gil de las calzas verdes: Don Martín, de cuyo Albornoz es a su vez simulacro el de doña Juana, y quien entra en el juego al decir «calzas verdes me pongo desde mañana / si esta color apetece»54; Caramanchel, quien le dice a su amo que «por si otra vez te me pierdes / me encajo tus calzas verdes»55; y Don Juan y doña Clara, quienes se unen al juego más tarde, él «de noche» y ella, «de hombre»56. Cual persuasivo anuncio de Versace o Dolce & Gabbana, las calzas verdes reproducen el deseo de consumo material y generan con ello una industriosa fábrica que aún hoy, cuatrocientos años más tarde, continúa incitando a los públicos a desear y experimentar las calzas57. La industria travestí se hace aún más significativa si se insiste en que la fábrica que construye Don Gil es festín suntuario que devenga enormes intereses para muchos. Desde el principio doña Juana anota cómo el interés es esclavo del enorme valor monetario de la dote
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Tirso, Don Gil, p. 194. Tirso, Don Gil, p. 161. 55 Tirso, Don Gil, p. 207. 56 Tirso, Don Gil, pp. 270-290. 57 A pesar del fracaso del estreno, Don Gil se ha convertido en pieza frecuentada por compañías del XVII y siglos posteriores. Durante el siglo XX y principios del XXI se ha representado, entre otros, en el teatro Hubert de Blanc de La Habana, el español Teatro Corsario en varias localidades, y la troupe estudiantil de la BYU en Utah. La Compañía de Teatro Clásico Nacional (CNTC) representó en 1994 la versión adaptada de José Caballero Bonald, y de nuevo en 2006 bajo la dirección de Eduardo Vasco. En el rito anual del Festival de Teatro Clásico de Almagro se han visto las adaptaciones de Corsario y la CTCN, entre otras. Es de notar que no aparece en los catálogos de obras representadas en el fronterizo Festival de Teatro del Siglo de Oro que se celebra anualmente en Chamizal, junto a El Paso, Texas. 54
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de doña Inés: el oro, dice, «que es sangre vil / que califica intereses, un portillo supo abrir» en la codicia de don Martín, y de ahí que la abandonara58. El travestí, de doña Elvira, le canta directamente a doña Inés el «interés de tu dote» para publicarlo, y este último pronuncia con convicción que la burla que le ha hecho a doña Juana está justificada porque «el interés / y beldad de doña Inés / excusan la culpa mía»59. Los bizantinos relatos del travestí que recogen el valor absoluto de doña Inés como futura trophy wife culminan en un gesto de torpeza por parte de la dama boba, quien exclama cuando por fin su padre y don Gil concuerdan en sus bodas, «¡Interés / dichoso!»60. La industria del travestí ejerce un profundo impacto en este mercado de valores matrimoniales al repartir sus intereses (in)vestidos entre muchos. Doña Juana entra en posesión de los diez mil ducados dotados a don Martín, y del capital simbólico que pasa a ser su propiedad intelectual al reinventarse el juego del tenorio. Don Juan pasa a ser propietario de los setenta mil ducados dotados a doña Inés, y la pureza de su nombre; ésta, a su vez, ha ganado una nueva percepción de lo que es el traje, el sexo y la hombría61. Doña Clara y don Antonio, inversionistas conservadores, se llevan el saber devengado de su incursión en el terreno de lo desconocido al ella vestirse de hombre como un tercer don Gil. Las compañías de teatro que han puesto en escena a Don Gil se han llevado copiosas ganacias materiales por el éxito taquillero que ha caracterizado la representación de esta obra, a pesar del fracaso en aquella noche de verano en 1615; para estos colectivos teatreros, el crecimiento humano que acompaña ese rédito es incalculable. Y el público, sin el cual no hay teatro, se lleva el tesoro mayor: un portafolio de recursos imaginativos en lo que concierne al espectáculo teatral y al género sexual. Al final de la obra el travestí acumula y cobra estos intereses por la fábrica e industria con la que compone su vestuario. Con su juego metonímico de la masculinidad las calzas verdes emblematizan un quehacer teatrero y performativo
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Tirso, Don Gil, p. 90. Tirso, Don Gil, p. 180 y 193. 60 Tirso, Don Gil, p. 217. 61 Según Covarrubias, Inés es «nombre de mujer, del nombre latino AGNES, vale tanto como pura, casta y santa» (Tesoro, p. 666). 59
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que hace posible que doña Juana cree un personaje que se beneficia del propio capital simbólico del rey. Como decía al principio de la obra don Gil, «yo sólo vivo de mi hacienda», trabajo de fábrica e industria que invita a numerosos públicos a seguir hilando para continuar devengando intereses (in)vestidos.
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ALFREDO ALVAR-EZQUERRA es profesor de investigación en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, donde dirige el Grupo de Investigación sobre «Humanismo y Siglo de Oro: una historia social». Sus dos líneas más importantes de trabajo han sido sobre el Madrid de los siglos XVI y XVII y la perspectiva social de Cervantes y su mundo. Ha publicado varias monografías, de las que destacan El nacimiento de una capital europea. Madrid entre 1561 y 1606 (1989); o más recientemente Isabel la Católica una reina vencedora una mujer derrotada (2002) y Cervantes: Genio y Libertad (2004). Igualmente le cabe el honor de haber publicado con don Antonio Domínguez Ortiz su obra póstuma, La sociedad española en la Edad Moderna (2005), dentro de la Historia de España que dirige en la editorial Istmo. Ha dirigido la revista Hispania y ha sido entre 2003-2004 Asesor del Presidente del CSIC. En la actualidad es Académico Correspondiente de la Real Academia de la Historia. *** MARÍA M. CARRIÓN es catedrática de literatura en Emory University. Se especializa en la historia cultural de España en los siglos XVI y XVII, con un enfoque particular en teoría dramática y escenificación,
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escritos y prácticas legales, y teoría e historia de la arquitectura. Es autora de Arquitectura y cuerpo en la figura autorial de Teresa de Jesús (1994) y Subject Stages. Marriage, Theatre, and the Law in Early Modern Spain, de próxima aparición. Su trabajo ha sido publicado en revistas como MLN, Literature Film Quarterly, Bulletin of the Comediantes, Revista de Estudios Hispánicos y Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, y en colecciones críticas como la Breve historia feminista de la literatura española (1996), Cervantes Across the Centuries, 1605-2005 (2005), The Encyclopedia of Sex and Gender (2007), El figurón. Texto y puesta en escena (2007), Cervantismo en los EEUU (2008), y Brill Companion to Hispanic Mysticism (2009). *** ELENA DEL R ÍO PARRA es profesora titular en Georgia State University. Entre sus últimos trabajos, que se aproximan a la casuística áurea de raíz eclesiológica, cabe mencionar la edición de las Decisiones prácticas y morales para curas, confesores y capellanes de los ejércitos y armadas de Benito Remigio Noydens (2006), así como la monografía en el Fondo de Cultura Económica, titulada Cartografías de la conciencia española en la Edad de Oro (2007). Es editora de un número especial de South Atlantic MLA dedicado a la historia cultural: Cultural Studies in the Spanish Golden Age (South Atlantic Review 2007). Entre sus proyectos actuales cabe mencionar la redacción de «Intersections of Mysticism and Literature: Suspensio animi» para el volumen colectivo Brill Companion to Hispanic Mysticism (2009). *** SANTIAGO FERNÁNDEZ MOSQUERA es profesor titular de Literatura Española en la Universidad de Santiago de Compostela. Ha centrado su investigación en el Siglo de Oro, en especial en Quevedo, sobre el que ha publicado cinco libros, y en Calderón de la Barca.Actualmente pertenece al grupo de investigación Calderón de la Barca de la USC en donde se coordina y dirige la edición de las comedias completas del dramaturgo. Sus publicaciones más recientes son la monografía La tormenta en el Siglo de Oro. Variaciones funcionales de un tópico (2006) y la edición de la Segunda parte de comedias de Calderón (2007). Ha pu-
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blicado más de cuarenta artículos sobre diferentes aspectos de la literatura áurea, ha sido profesor visitante en las Universidades de Toulouse (Francia) y St. Andrews (Reino Unido) y profesor conferenciante invitado en más de treinta universidades de todo el mundo. Es editor de La Perinola (revista monográfica sobre Quevedo) y miembro del consejo editorial de otras publicaciones periódicas. *** BERNARDO J. GARCÍA GARCÍA es profesor titular habilitado en el Departamento de Historia Moderna de la Universidad Complutense de Madrid, investigador del Programa Ramón y Cajal del Ministerio de Educación y Ciencia (2004-2008) y coordinador científico del Centro de Estudios Históricos de la Fundación Carlos de Amberes (desde 1998). Desde 2007, es asimismo Académico correspondiente de la Real Academia de la Historia. Es autor de La Pax Hispanica. Política Exterior del duque de Lerma (1996), y en colaboración con diversos especialistas Teatros y comediantes en el Madrid de Felipe II (2000), El Madrid de Calderón y Velázquez.Villa y corte en el siglo XVII (2000), La fiesta cortesana en la época de los Austrias (2003), la edición crítica de Las fiestas de Denia, de Lope de Vega (2004), Hazañas bélicas y leyenda negra. Argumentos escénicos entre España y los Países Bajos (2005), La imagen de la guerra en el arte de los Países Bajos (siglos XVI y XVII ) (2006), y Dramaturgia festiva y cultura nobiliaria en el Siglo de Oro (2007), entre otras obras. *** ENRIQUE GARCÍA SANTO-TOMÁS es catedrático de literatura española en la Universidad de Michigan y fellow de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation (2007-2008). Entre sus publicaciones destacan La creación del ‘Fénix’: recepción crítica y formación canónica del teatro de Lope de Vega (2000), ganador del ‘Premio Moratín de Ensayo a la Investigación Teatral’, Espacio urbano y creación literaria en el Madrid de Felipe IV (2004), galardonado con el ‘Premio Villa de Madrid de Investigación Municipal Antonio Maura’, y Modernidad bajo sospecha: Salas Barbadillo y la cultura material del siglo XVII (2008). Ha preparado los volúmenes El teatro del Siglo de Oro ante los espacios de la crí-
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tica: encuentros y revisiones (2002), Cervantismos americanos (2005) y De puertas adentro: espacios domésticos en la literatura áurea (2006), así como ediciones críticas de Las bizarrías de Belisa (2004) y Arte nuevo de hacer comedias (2006) de Lope de Vega, Amar por arte mayor (en prensa) y Don Gil de las calzas verdes de Tirso de Molina (2009), y La hija de Celestina (2008) de Salas Barbadillo. *** ENCARNACIÓN JUÁREZ-ALMENDROS es doctora en literatura española del Siglo de Oro por la Universidad de California, Berkeley, y profesora en la Universidad de Notre Dame, Indiana, desde 1995. Está interesada en investigar las obras de Quevedo y de Cervantes, la prosa autobiográfica, la novela picaresca, la escritura de mujeres, y los estudios culturales y de discapacidad. Ha publicado Italia en la vida y obra de Quevedo (1990) y El cuerpo vestido y la construcción de la identidad en las narrativas autobiográficas del Siglo de Oro (2006). Sus artículos han aparecido en Cervantes, MLN, Bulletin of the Comediantes, La Perinola, Bulletin of Hispanic Studies y Revista Canadiense de Estudios Hispánicos. En el presente prepara una monografía sobre las mujeres y la discapacidad en la temprana modernidad en España. *** ALEJANDRO LÓPEZ ÁLVAREZ es doctor en Historia Moderna por la Universidad Autónoma de Madrid, y forma parte del Instituto «La Corte en Europa» radicado en dicha Universidad. Entre sus libros destacan, Ideología, control social y conflicto en el Antiguo Régimen: el derecho de patronato sobre la procesión del Corpus Christi de Béjar (1996) y Poder, lujo y conflicto en la Corte de los Austrias: coches, carrozas y sillas de mano, 1555-1700 (2007). Ha escrito numerosos artículos para revistas españolas y extranjeras sobre cultura y mentalidad de la aristocracia castellana y sobre el fenómeno del carruaje durante el Antiguo Régimen. Sus líneas de investigación actuales se ocupan del consumo suntuario y las relaciones políticas en la Corte de Felipe III y del fenómeno de las sillas de mano y la imagen de la reina católica durante los siglos XVI-XVIII.
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*** ARANTZA MAYO es profesora de literatura y cultura áurea en la Universidad de Londres, Royal Holloway (Reino Unido). Obtuvo la licenciatura en filología inglesa por la universidad de Kent, maestrías en literatura española y comparada por la universidad de Oxford y el doctorado en literatura latinoamericana por la universidad de Londres. Su libro La lírica sacra de Lope de Vega y José de Valdivielso, galardonado con el ‘Premio Conde de Cartagena de la Real Academia Española’, fue publicado en 2007. Sus principales áreas de investigación son la literatura religiosa del Siglo de Oro español y la poesía boliviana del siglo XX. *** MARÍA DEL VALLE OJEDA CALVO es profesora titular de Literatura Española de la Universidad Ca’ Foscari de Venecia. Ha colaborado y desarrollado varios proyectos de investigación nacionales (I+D y Ramón y Cajal) e internacionales. Se ha ocupado principalmente del teatro español del Siglo de Oro, en particular de la commedia dell’arte en la Península Ibérica, de las relaciones entre Italia y España, de ediciones de textos y de géneros dramáticos. Entre sus publicaciones se encuentran estudios de algunas comedias del fondo de la Real Biblioteca de Madrid, de Lope de Vega, Cepeda o Mira de Amescua, la bibliografía de Gil Vicente y la edición de un zibaldone atribuible al actor del Quinientos Stefanelo Botarga (Roma, Bulzoni, 2007). *** JESÚS PÉREZ-MAGALLÓN es catedrático de Estudios Hispánicos en McGill University (Montreal, Canadá) y director de su Departamento de Estudios Hispánicos. Ha sido conferenciante o profesor invitado en varias universidades europeas y americanas y ha publicado decenas de artículos y reseñas. Entre sus publicaciones se cuentan En torno a las ideas literarias de Mayans (1991), El teatro neoclásico (2001) y Construyendo la modernidad. La cultura española en el tiempo de los novatores (16751725) (2002). Es autor de ediciones críticas de Leandro F. de Moratín, de Gregorio Mayans, del conde de Fernán-Núñez, de Tomás de Iriarte
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y de Nicolás F. de Moratín. Actualmente dirige la Revista Canadiense de Estudios Hispánicos. Su investigación ha sido apoyada financieramente por sucesivas y generosas becas de las agencias canadienses de investigación (FCAR-FQRSC y SSHRC), así como por McGill University. Sus proyectos actuales se centran en las relaciones entre la producción cultural y la articulación de los diversos nacionalismos en España, el complejo y contradictorio barroco (es miembro del equipo internacional que trabaja sobre «The Hispanic Baroque: Complexity in the First Atlantic Culture»), y los orígenes de la modernidad. *** JAVIER PORTÚS es doctor en Historia del Arte y conservador del Museo del Prado. Se ha especializado en temas relacionados con la cultura visual del Siglo de Oro en España, especialmente en las relaciones entre pintura y literatura, la recepción de las obras de arte y el mundo festivo y ceremonial. También se ha interesado en problemas de historiografía artística. Entre los libros que ha publicado figuran La Sala Reservada del Museo del Prado y el coleccionismo de pintura de desnudo en la Corte española 1554-1838 (1998) y Pintura y pensamiento en la España de Lope de Vega (2000); y entre las exposiciones que ha organizado destaca El retrato español: del Greco a Picasso (2004). *** NIEVES ROMERO-DÍAZ es profesora titular de Siglo de Oro en Mount Holyoke College. Los temas de sus publicaciones van desde la Celestina hasta la única comedia conocida de Zayas, y particularmente sobre la novela corta post-cervantina, entre las que cabe destacar su monografía Nueva nobleza, nueva novela: Rescribiendo la cultura urbana del Barroco (2002). Junto a Julio Vélez-Sáinz, ha editado una colección de artículos sobre Cervantes en las Américas, Cervantes and/in/on the New World (2007). En el presente se encuentra investigando sobre la conexión entre la mujer y la política en el reinado de Felipe IV. Su último libro consiste en una edición crítica y bilingüe de los escritos políticos de María de Guevara, Warnings to the Kings and Advice on Restoring Spain (2007).
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PEDRO RUIZ PÉREZ es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Córdoba. Tiene como eje de su investigación la lírica áurea, formando parte del Grupo PASO (Poesía Andaluza del Siglo de Oro), el cual, tras seis volúmenes dedicados a los géneros poéticos, se centra en la actualidad en los procesos de formación del canon. Entre sus monografías se encuentran El espacio de la escritura (1995), Libros y lecturas de un poeta humanista. Fernando de Herrera (1997), De la pintura y las letras. La biblioteca de Velázquez (1999), Manual de estudios literarios de los siglos de oro (2004) y La distinción cervantina (2006). Ha editado textos humanistas de Pérez de Oliva y la poesía de Boscán y de Espinosa. *** ANTONIO SÁNCHEZ JIMÉNEZ es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca (2001) y por Brown University (2004), y actualmente profesor asociado en la Universiteit van Amsterdam. Anteriormente ha sido profesor asociado de Miami University en Ohio y de los cursos de verano en Salamanca de la University of Massachusetts. Entre sus publicaciones destacan Lope pintado por sí mismo: mito e imagen del autor en la poesía de Lope de Vega Carpio (2006) y El Sansón de Extremadura: Diego García de Paredes en la literatura española del siglo XVI (2006), así como ediciones críticas de las Rimas sacras (2007) y de La Dragontea (2007) de Lope de Vega. *** MARCELLA TRAMBAIOLI, profesora de Literatura Española en la Università del Piemonte Orientale, Vercelli, Italia, es doctora por la University of Illinois (1994) y por la Università di Pisa (1999). Especialista de literatura española aurisecular, estudia también algunos autores contemporáneos (Valle-Inclán, Max Aub, Martín Gaite). El teatro mitológico de Calderón y las relaciones literarias hispano-italianas, sobre todo el impacto que el Furioso de Ariosto ha tenido en las letras castellanas (Lope, Cervantes, Calderón), son sus principales ámbitos de investigación. De Lope de Vega ha realizado las ediciones críticas de La reina Juana de Nápoles (VI Parte), Angélica en el Catay (VIII Parte), Los Ponces de Barcelona (IX Parte), y La hermosura de Angélica.
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*** HÉCTOR URZÁIZ TORTAJADA es doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense, y desde 2004 profesor de la Universidad de Valladolid. Ha publicado un Catálogo de autores teatrales del siglo XVII, un Diccionario de personajes de Calderón y otro de Tirso de Molina, una edición del teatro breve de Vélez de Guevara, el Diccionario-Espasa Teatro Español de la A a la Z (con Javier Huerta y Emilio Peral) y Teatro del burdel. Jácaras del siglo XVII, así como diversos artículos en revistas y actas de congresos. Es coordinador del volumen I de la Historia del Teatro Español, de la Editorial Gredos, y de la colección Teatro Breve Español, de la Editorial Iberoamericana-Vervuert. Investigador del programa Ramón y Cajal, dirige un proyecto I+D sobre la censura teatral en los Siglos de Oro.