Los monstruos políticos de la Modernidad: De la Revolución francesa a la Revolución nazi (1789-1939) 9788479604271, 8479604271

En Los monstruos políticos de la Modernidad se analizan los desequilibrios que generó un modelo político no garantista q

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Spanish Pages 576 [577] Year 2007

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Table of contents :
Portada
Portadilla
Sumario
Introducción
Primera parte: La hora de la Revolución en Europa
Los orígenes de la Revolución francesa
Aires de innovación
Tambores de guerra
La propuesta «Sieyés»
El polvorín de la revolución
Golpe de Estado: jaque mate al Rey
Los peligros de la convocatoria a comicios
Un cúmulo de problemas
Eldorado
El tiranicidio. El asesinato en la arena política
La táctica de los alzamientos
La anatomía del poder
Campanadas de muerte
La muerte que fue pactada
El sufragio mortal
Resistencia a la opresión
¡Odio al tirano! ¡Muerte al Antiguo Régimen!
La batalla ideológica de la muerte
Los argumentos
Robespierre, maestro de ceremonias
Semejanzas históricas
La bandera de la Modernidad
Las semillas de la cultura contestataria
De Sieyés a Ebert
¿Consecuencias?
Excepciones
Del Absolutismo monárquico al Totalitarismo revolucionario
Rumbo a la radicalidad
Primero, acoso. Luego caza y captura. Finalmente la guillotina
Audacia y más audacia
Del Absolutismo monárquico al Totalitarismo revolucionario
La Revolución francesa: su caída al vacío
Infinitos males
El affaire «Toulon»
Primavera de 1794
La ley del silencio
Moral de esclavos
En pos del paraíso en la tierra
Descuidos y olvidos
Otras voces
La marcha de la Revolución
Divine gauche
Los mitos de la revolución
Matizando
A la búsqueda del Todo
La Revolución francesa y la apología del crimen
El Reinado del T error
Justicia en la fuerza
Antecedentes de la justicia jacobina
El colchón ideológico de la ley «Couthon»
Delitos de intención
La herencia «Couthon»
El peso de los intelectuales
La «leysinley»
El cuerpo-coral
Fanum
En el tálamo nupcial: Rousseau y la Revolución
Rousseau, el filósofo-líder de la Revolución
Concluyendo
Las consecuencias del Estado revolucionario
El Pueblo elegido
En vísperas del fin de la Revolución
Alianzas en la oscuridad
De la Revolución a la contra-revolución
De aquellos polvos, estos lodos
La modernidad funcíonarial
¿Sociedad laica?
Hambre de gloria. Sed de conquistas
El sucesor de Robespierre
¿Progreso o involución?
Antecedentes de la insubordinación civil
De la Ilustración a la Revolución
Segunda parte: Los conflictos de la Libertad
La filosofía liberal
Optimismo liberal
Libertad y Propiedad
Las contradicciones de la Modernidad
Efectos de la política liberal
Protestas y revueltas
El despropósito de las excepcionesjurídicas
El Cuarto Estado
Tras el sueño democrático de A tenas
1830, 1848
Aprendiendo de los errores
Postdata
La crisis del Estado liberal
Laissez faire, laissez passer
Pauperismo
¿Reforma o Revolución? Guerra de certezas, guerra de trincheras
Las izquierdas contra las izquierdas
Proudhon versus Marx, Marx versus Proudhon
La carta de la discordia
La respuesta de M arx
El aniquilamiento de Proudhon
De Proudhon a los proudhonistas
Lucha social, guerra civil
Acoso a los bakuninistas
La hora de la ruptura
Su estocada
Las periferias
El retorno de Hipias
Luchas y afrentas: Libertad versus Estado
El sabotaje milenarista
En contra del E stado
El compromiso por la libertad
Stirner y Spencer
Bakunin y Stuart Mili
¿Libertad o igualdad? ¿Libertad positiva o libertad negativa?
Deseos de prisión, amor de cárcel
Contradicciones
Finis libertatis! El liberticidio
Sabor a muerte
Conclusiones
Tercera parte: Rencor e intolerancia. Guerra al Estado liberal
La violencia como estrategia política: el anarquismo
Las claves de la violencia
Patriotas del asesinato
¡Fuera de la Ley!
El terror anarquista
La fiebre del Apocalipsis: «los sin Dios»
La seducción del abism o
Odio, odio. Sólo odio
La violencia como estrategia política: el marxismo
La empresa revolucionaria y su hazaña: la destrucción sistemática del pasado
El golpismo revolucionario
El árbol de la Modernidad
La apología de los músculos o Prometeo desencadenado
Atropellar, forzar, violentar... Renacer
El fin de la Historia
El malinchísmo en política
La hora de los traidores
El Congreso de Amsterdam
El bacilo del liberalismo
Regulae fidei: Luxemburg y el culto a la ortodoxia
Bernstein y el desviacionismo
Fuera del campo de la ortodoxia
Reformas, reformas y más reform as
La llegada de las elites
El canto del cisne: malos tiempos para el liberalismo
Tiempos de nuevos Mesías
El «fenómeno Nietzsche»
La Historia, cuna de líderes
El anti-igualitarismo: patricios contra plebeyos
Héroes entre molinos de viento
Sueños de delirio
¿Y en el otro hemisferio?
Cuarta parte: La hora de la desigualdad
Sangre y Nación. Patria y linaje
Urbi et Orbi
Las Nuevas Patrias
Los nuevos combates: las guerras nacionalistas
El despertar de las naciones sin historia
Pastores y ganaderos de pueblos
La carne y los huesos de la Patria
La Verdad en la gramática nacionalista
El cainitismo, veneno nacionalista
El declive de las naciones con historia
Discriminación, ley de leyes
La identidad inventada. La nación imaginada
Otros encantadores de serpientes
Cuestión de patria
Ideas incendiarias: el enemigo invisible
La alambrada ontológica
La llamada de Delfos. En busca del bosque originario
¿La excepción que cumple la regla?
Muerte a la inteligencia
El valor de los «no-valores»
El nacionalismo de clase: el abordaje de las milicias obreras
Profecías sobre la llegada del Estado popular
Entre el catecismo marxista y el patriotismo intelectual
La nacionalización de la inteligencia
El pensamiento único
El partido-Patria del proletariado
Lógica de excesos: el despotismo proletario
Los mensajeros de la Historia
Por encima de todo Ideología
L’esprit est à gauche
Otros argumentos de izquierda
La Patria proletaria. El Quinto Estado
Víctimas y damnificados
El síndrome «Las Casas»
El Quinto Estado
Cuerdas, velos y mordazas
El voto restrictivo, el otro argumento
Déficit democrático
La Revolución rusa
La rusificación
El hereje Kautsky
El socialfascismo
Tolerando lo intolerable
La hora de los cementerios
Polonia
Dolor de lágrimas negras
El cielo en la tierra
¿Será la lealtad política?
Beber odio. Respirar sangre
La tragedia de Casandra
Orwell y Ortega, dos perspectivas sobre la estalinización de España
Extrema izquierda, la otra ultra derecha
Zek y Kazettler
Conclusiones
Führers y Poglavniks: guerras zoológicas
La utopía carnal
Matando a Montesquieu
El descenso a los infiernos de Dante
El agujero negro
Admiración hacia las tiranías
Nazifascismo y socialfascismo
¡Vivan las caenas!
Asesinos de la virtud. Malum metaphysicum, malum physicum
Entre el horror y la opresión
Quinta parte: La prensa, placenta nacionalista
Periodismo y nacionalismo
La profesionalización de la izquierda
Politización de los intelectuales
Focos, cámaras. La nueva guerrilla
Más que una simple cuestión de semántica
El intelectual colectivo
Redes culturales. Mafias panfletarias
Las nuevas trincheras: el despacho de prensa
Mensajes en un solo sentido
Los grilletes del silencio
El limbo mediático
¿Conclusiones?
¿Tribu o verdad?
El poder de las tijeras
¿Inocencia o colaboracionismo? ¿Victimismo o elección?
Las multitudes
¿Receptor activo?
El sueño dogmático de ser de izquierdas
Sujeto, suprasujeto
Conclusiones
Política de extravío
Relatos de fantasía para un mundo de fantasía
Deshojando fantasías
Alta traición
Los peligros de la anti-Ilustración
El Estado democrático en la diana de ese nuevo nacionalismo que es «la contracultura»
Postdata
Índice Onomástico
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Los monstruos políticos de la Modernidad: De la Revolución francesa a la Revolución nazi (1789-1939)
 9788479604271, 8479604271

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Los monstruos políticos de la Modernidad De la Revolución francesa a la Revolución nazi (1789-1939)

Ediciones delaTorre

BIBLIOTECA DE NUESTRO MUNDO «Lo que im porta es aprender a pensar, a utilizar nuestros propios sesos para el uso a que están por naturaleza destina­ dos y a calcar fielmente la línea sinuosa y siempre original de nuestro propio sentir, a ser nosotros mismos, para poner m añana el sello de nuestra alma en nuestra obra.» Antonio Machado CRONOS A. Montes y M. Aguirre, De Bolívar al frente sandinista Víctor Fuentes, La marcha al pueblo en las letras españolas (1917-1936) Paz Cabello, Política investigadora de la época de Carlos III en el área maya Enrique Zafra, Rosalía Crego y Carmen Heredia, Los niños españoles evacuados a la URSS (1937) Anónimo, Crónica anónima de Enrique IV de Castilla 1454-1474 (Crónica castellana) Gonzalo Zaragoza, Anarquismo argentino (1876-1902) Agustín Guillamón, Documentación histórica del trosquismo espa­ ñol (1936-1948) Antonio Núñez Jiménez, Un mundo aparte. Aproximación a la histo­ ria de América Latina y el Caribe José Moya, Una empresa llamada EE. UU Cubierta: Montaje de Veta Guastavino sobre imagen de guilllotina del año J792

(Sigue en la solapa 2. -)

LOS MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD

BIBLIOTECA DE NUESTRO MUNDO / CRONOS

María Teresa Glez. Cortés

LOS MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD De la Revolución francesa a la Revolución nazi (1789-1939)

EDICIONES DE LA TORRE IM A D R ID , 2007

Metería! protegido por derechos de autor

María Teresa Glez. Cortés, doctora y catedrática de Filosofía, colabora d efo rm a periódica en la revista Arbor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas con ensayos co/noTales de Mileto, De la

biología a la sociobiología, La ciencia del Quinientos...,)' también escribe en la revista digital de pensamiento El Catoblepas.Entre su bibliografía m ás reciente destacan¿Por qué el mito es un concepto de segunda categoría?^ 1999). Eleusis, los secretos de Occidente (2000), Comunicación(200/j, Guía didáctica de la Comunicación(200/). Los viajes de Jano (2006). Es coautora de Comunicar la ciencia.^OOO), de Piel que habla (2001), El rostro de la violenciaf2002), entre otras obras.

Esta obra ha sido publicada con la ayuda de la Dirección General del libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

© De la obra: María Teresa González Cortés De esta edición: Ediciones de la Torre Espronceda, 20 - 28003 Madrid Telf.: 9 1 692 20 34 - Fax: 91 692 48 55 [email protected] www.edicionesdelatorre.com ET Index: 484NMC23 Primera edición: septiembre de 2007 ISBN: 978-84-7960-427-1 Depósito Legal: M-52.030-2007 Impreso en Esparia / Prinied in Spain Impreso por Publidisa

El signo © (copyright: derecho de copia) es un símbolo internacional que representa la propiedad de autor y editor y que permite a quien lo ostenta la copia o multiplicación de un original. Por consiguiente esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo, ni en parte, registrada o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. De acuerdo con lo anterior, la fotocopia no autorizada de este libro o parte de él está expresamente prohibida por la ley y puede constituir delito.

Material protegido por derechos de autor

SUMARIO Pág. I NTRODUCCIÓN ............................................................................................ 19

P RIMERA PARTE: L A HORA DE LA REVOLUCIÓN EN E U RO PA ........................23 Los orígenes de la Revolución francesa.............................................. 25 Aires de innovación ......................................................................... 25 Tambores de guerra.......................................................................... 26 La propuesta «Sieyés» ......................................................................31 El polvorín de la revolución........................................................... 33 Golpe de Estado: jaque mate al Rey ............................................... 36 Los peligros de la convocatoria a comicios .................................... 38 Un cúmulo de problemas ............................................................. 40 Eldorado ........................................................................................... 41 El tiranicidio. El asesinato en la arena política ................................... 45 La táctica de los alzamientos......................................................... 46 La anatomía del p o d er...................................................................... 48 Campanadas de m u e rte ................................................................. 50 La muerte que fue pactada. . .......................................................... 50 El sufragio m ortal..................................... 52 Resistencia a la opresión................................................................. 53 ¡Odio al tirano! ¡Muerte al Antiguo Régimen!................................ 56 La batalla ideológica de la m u e rte ...................................................58 Los argumentos ............................................................................... 62

'ial protegido por derechos de autor

Pag. Robespierre, maestro de ceremonias ..............................................64 Semejanzas históricas ................................................................... 66 La bandera de la Modernidad ..............................................................69 Las semillas de la cultura contestataria...........................................69 De Sieyés a Ebert ............................................................................ 72 ¿Consecuencias? .............................................................................. 74 Excepciones .....................................................................................77 Del Absolutismo monárquico al Totalitarismo revolucionario........ 79 Rumbo a la radicalidad.................................................................... 79 Primero, acoso. Luego caza y captura. Finalmente la guillotina . 82 Audacia y más audacia................................................................... 85 Del Absolutismo monárquico al Totalitarismo revolucionario . . . 86 La Revolución francesa: su caída al v a c ío .............................................91 Infinitos m a le s...................................................................................91 El affaire «Toulon» ........................................................................ 93 Primavera de 1794 ............................................................................ 96 La ley del silencio ............................................................................ 97 Moral de esclavos .......................................................................... 99 En pos del paraíso en la tierra........................................................ 102 Descuidos y olvidos ...................................................................... 105 Otras voces ........................... .. . . , . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106 La marcha de la Revolución . . . . . . . . . . . _ . . . _____108 Divine gauche................................................................................ 109 Los mitos de la revolución ........................................................... no M atizando...................................................................................... 113 A la búsqueda del Todo ............................................................... 115 La Revolución francesa y la apología del crimen ........................... 117 El Reinado del T e rro r................................................................... 117 Justicia en la fuerza ..................................................................... 120 Antecedentes de la justicia jacobina ............................................ 121 El colchón ideológico de la ley «Couthon» .................................. 124 Delitos de intención . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 126 La herencia «Couthon» .............. ......................................... 127 El peso de los intelectuales........................................................... 131 La «leysinley»................................................................................ 134

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Pag. El cuerpo-coral.............................................................................. 135 Panum ........................................................................................... 137 En el tálamo nupcial: Rousseau y la Revolución ............................ 139 Rousseau, el filósofo-líder de la Revolución .................................. 139 Concluyendo ................................................................................ 143 Las consecuencias del Estado revolucionario ....................... . . 147 El Pueblo elegido . . . „ . . . . ..................................................... 147 En vísperas del fin de la Revolución .............................................149 Alianzas en la oscuridad.................. 150 De la Revolución a la contra-revolución.........................................152 De aquellos polvos, estos lodos ................................................... 156 La modernidad funcíonarial......................................................... 157 ¿Sociedad laica?............................................................................ 160 Hambre de gloria. Sed de conquistas.......................................... 161 El sucesor de Robespierre................................................................. 165 ¿Progreso o involución?............................................................... 165 Antecedentes de la insubordinación civ il.......................................167 De la Ilustración a la Revolución................................................ 170

PARTE : L OS CONFLICTOS DE LA L IBERTAD ................................ 175 La filosofía lib e ra l.............................................................................. 177 Optimismo liberal ........................................................................ 177 Libertad y Propiedad.................................................................... 179 Las contradicciones de la Modernidad .........................................180 Efectos de la política liberal ............................................................. 185 Protestas y revueltas...................................................................... 185 El despropósito de las excepcionesjurídicas ............................... 188 El Cuarto Estado .......................................................................... 191 Tras el sueño democrático de A te n as.......................................... 193

SEGUNDA

1830, 1848 ............................................................................................. 194

Aprendiendo de los errores . . . ............................ P o std a ta ........................................................................................ La crisis del Estado liberal ............................................................... Laissez faire, laissez passer ...........................................................

197 198 199 199

iterial protegido por derechos de autor

Pag. Pauperismo .....................................................................................203 ¿Reforma o Revolución? Guerra de certezas, guerra de trincheras................................................................. 207 Las izquierdas contra las izquierdas............................................ 208 Proudhon versus Marx, Marx versus Proudhon .... ........ 211 La carta de la discordia ............................................................... 214 La respuesta de M arx ...................................................................... 218 El aniquilamiento de P ro u d h o n ................................................... 219 De Proudhon a los proudhonistas................................................. 220 Lucha social, guerra civil ............................................................. 221 Acoso a los bakuninistas ............................................................. 223 La hora de la ru p tu ra...................................................................... 227 Su estocada .................................................................................... 229 Las periferias ................................................................................ 232 El retorno de Hipias ................................................................... 236 Luchas y afrentas: Libertad versus Estado .........................................239 El sabotaje m ilenarista................................................................. 239 En contra del E sta d o ...................................................................... 242 El compromiso por la libertad....................................................... 244 Stirner y S pencer............................................................................ 246 Bakunin y Stuart Mili ................................................................... 247 ¿Libertad o igualdad? ¿Libertad positiva o libertad negativa? . . 249 Deseos de prisión, amor de cárcel .............................................. 251 Contradicciones .............................................................................. 253 Pinis libertatis\ El liberticidio....................................................... 25$ Sabor a m uerte.................................................................................257 Conclusiones ................................................................................ 259

T ERCERATARI’ELR E N C O R E INTOLERANCIA . G UERRA AL E STADO L IB ER A L ......................................................................261

La violencia como estrategia política: el anarquismo . 2 . . ............... 263 Las claves de la violencia....................... . . . . . . ................ 263 Patriotas del asesinato ................................................................. 265 ¡Fuera de la L e y !........................................................................... 268

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Pag. El terror anarquista........................................................................ 270 La fiebre del Apocalipsis: «los sin D ios»....................................... 273 La seducción del a b ism o ................................................................274 Odio, odio. Sólo odio ................................................................. 276 La violencia como estrategia política: el marxismo ...........................279 La empresa revolucionaria y su hazaña: la destrucción sistemática del pasado . . . ................. . . ............ 280 El golpismo revolucionario ........................................................... 283 El árbol de la M odernidad..............................................................284 La apología de los músculos o Prometeo desencadenado ........... 285 Atropellar, forzar, violentar... Renacer ........................................ 287 El fin de la Historia ........................................................................ 291 El malinchísmo en política..............................................................293 La hora de los traidores..................................................................294 El Congreso de Amsterdam........................................................... 299 El bacilo del liberalismo ............................................................... 300 Regulae Jidei\ Luxemburgy el culto a la ortodoxia ......................303 Bernstein y el desviacionismo ..................................................... 304 Fuera del campo de la ortodoxia................................................... 306 Reformas, reformas y más reform as............................................ 307 La llegada de las e lite s ....................................................................... 311 El canto del cisne: malos tiempos para el liberalismo................... 312 Tiempos de nuevos Mesías . . . ............... 315 El «fenómeno Nietzsche»............................................................. 316 La Historia, cuna de líderes......................................................... 320 El anti-igualitarismo: patricios contra plebeyos ............................321 Héroes entre molinos de viento .....................................................323 Sueños de d e lirio ............................................................................ 326 ¿Y en el otro hemisferio?................................................................329

PARTE : L A HORA DE LA D ESIG U A LD A D .......................................... 331 Sangre y Nación. Patria y linaje......................................................... 333 Urbi et Orbi .................................................................................. 333 Las Nuevas P a tria s........................................................................ 335

C UARTA

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Pag. Los nuevos combates: las guerras nacionalistas ............................338 El despertar de las naciones sin historia ...................................... 340 Pastores y ganaderos de pueblos ................................................ 341 La carne y los huesos de la P atria................................................ 343 La Verdad en la gramática nacionalista .........................................347 El cainitismo, veneno nacionalista ................................................. 352 El declive de las naciones con historia ...........................................353 Discriminación, ley de le y es........................................................... 357 La identidad inventada. La nación im aginada.............................. 360 Otros encantadores de serpientes ................................................. 362 Cuestión de patria .......................................................................... 364 Ideas incendiarias: el enemigo invisible.........................................366 La alambrada ontológica............................................................. 370 La llamada de Delfos. En busca del bosque originario ............... 373 ¿La excepción que cumple la regla? .............................................378 Muerte a la inteligencia ............................................................... 382 El valor de los «no-valores»........................................................... 385 El nacionalismo de clase: el abordaje de las milicias obreras ........... 389 Profecías sobre la llegada del Estado popular ........................... 389 Entre el catecismo marxista y el patriotismo intelectual.............393 La nacionalización de la inteligencia .......................................... 394 El pensamiento ú n ico.................. 395 El partido-P¿z/rá? del proletariado .............................................. 398 Lógica de excesos: el despotismo proletario ................................ 399 Los mensajeros de la Historia ....................................................... 401 Por encima de todo Ideología ....................................................... 403 L’esprit est á gauche ........................................................................ 405 Otros argumentos de izquierda.................................................. 408 La Patria proletaria. El Quinto Estado ...............................................413 Víctimas y damnificados ................................................................414 El síndrome «Las C asas»................................................................419 El Quinto E sta d o ............................................................................ 421 Cuerdas, velos y m ordazas..............................................................423 El voto restrictivo, el otro argumento ........................................ 426 Déficit democrático ........................................................................ 431

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Pag. La Revolución rusa .............................................................................. 433 La rusificación.................................................................................434 El hereje Kautsky............................................................................ 436 El socialfascismo ............................................................................ 438 Tolerando lo intolerable ................................................................440 La hora de los cementerios ........................................................... 442 Polonia............................................................................................. 445 Dolor de lágrimas negras................................................................447 El cielo en la tie r r a ......................................................................... 449 ¿Será la lealtad política? ................................................................450 Beber odio. Respirar sangre .......................................................... 455 La tragedia de Casandra..................................................................458 Orwell y Ortega, dos perspectivas sobre la estalinización de E sp a ñ a ..................................................................................461 Extrema izquierda, la otra ultra d erech a...................................... 469 Zek y Kazettler.................................................................................474 Conclusiones...................................................................................477 Führers y Poglavniks: guerras zoológicas...........................................479 La utopía carnal.............................................................................. 480 Matando a Montesquieu ............................................................. 482 El descenso a los infiernos de Dante .............................................485 El agujero negro ............................................................................ 489 Admiración hacia las tiran ía s......................................................... 491 Nazifascismo y socialfascismo ....................................................... 493 ¡Vivan las caenas\............................................................................ 498 Asesinos de la virtud. Malum metaphysicum, malum physicum . 500 Entre el horror y la opresión ......................................................... 502

Q UINTA

PARTE : L A PRENSA , PLACENTA N A C IO N A L IST A .............................. 505

Periodismo y nacionalismo............................................................... 507 La profesionalización de la izquierda.......................................... 508 Politización de los intelectuales..................................................... 511 Focos, cámaras. La nueva guerrilla.............................................. 513 Más que una simple cuestión de semántica.................................... 515

Material protegido por derechos de autor

Pág.

El intelectual colectivo ................................................................. 518 Redes culturales. Mafias panfletarias .............................................519 Las nuevas trincheras: el despacho de prensa................................ 521 Mensajes en un solo sentido......................................................... 523 Los grilletes del silencio............................................................... 525 El limbo m ediático.......................................................................... 528 ¿Conclusiones? ............................. . . . . . L L L L L L 2 . . . 2 531 ¿Tribu o verdad? .......................................................................... 533 El poder de las tijeras ........................................................................ 535 ¿Inocencia o colaboracionismo? ¿Victimismo o elección? ........... 535 Las multitudes .............................................................................. 537 ¿Receptor activo?.......................................................................... 538 El sueño dogmático de ser de izquierdas...................................... 540 Sujeto, suprasujeto........................................................................ 541 Conclusiones...................................................................................... 545 Política de extravío ........................................................................ 546 Relatos de fantasía para un mundo de fantasía ............................546 Deshojando fantasías ................................................................... 548 Alta traició n .................................................................................. 550 Los peligros de la anti-Ilustración .............................................. 552 El Estado democrático en la diana de ese nuevo nacionalismo que es «la contracultura»............... . . .....................................553 Postdata ........................................................................................ 558

ÍNDICE ONOMÁSTICO ......................................................................................................... $6l

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I NTRODUCCIÓN

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No es esto, pues, una historia, por cuanto no se ajusta a método alguno, ni constan aquí los sucesos importantes ocurridos en el mismo período, [...] es únicamente una colección de datos interesantes, ligados por una pasión y por un recuerdo personales. ANSELMO LORENZO, El proletariado militante (1901)

Aunque esta investigación nos resulta difícil por ser amigos nuestros los que han introducido las ideas [...] debemos sacrificar incluso lo que no es propio, cuando se trata de salvar la verdad, especialmente siendo filósofos; pues siendo ambas cosas queridas, es justo preferir la verdad. ARISTÓTELES, Etica a Nicómaco (s. IV a. C.)

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I N TR O D U C CIÓ N

19

IN T R O D U C C IÓ N

En el momento en que iluminamos algunos de los pasadizos de la Historia observamos que las ideas políticas han traspasado, en muchas oca­ siones, las fronteras de la sensatez, de la cordura, del sentido común. Quizá por eso, los protestantes combatían a católicos y al mismo tiempo, también desde el desatino, éstos luchaban contra los protestantes. Eran las guerras de religión. Y si desde finales del siglo xvn los liberales se opusieron a m onár­ quicos absolutistas y defendieron las teorías del golpe de Estado e incluso del tiranicidio, con el paso del tiempo los marxistas pelearían, hasta niveles de odio insospechados, con los proudhonistas, con los bakuninistas, con los socialistas utópicos, con los liberales progresistas, con los pacifistas de izquierda... Eran las guerras de izquierdas. Pero lejos de descender la tempe­ ratura emocional del xix, en la centuria siguiente la brutalidad se instalaría de lleno en el ámbito de la política y los comunistas lucharían, y a muerte, contra los burgueses, mientras los nazis lo hacían con los no-arios. Desde luego, y por el tema que aquí se trata, bien podría haberse deno­ minado este libro Intolerancia, una vez visto el papel que ha desempeñado el rencor en el desarrollo de los movimientos de izquierda. Pero cuando, bajo la piel de buen número de ideologías de izquierda, percibimos no pocos tics despóticos, este ensayo podría entonces haberse llamado El fascismo de izquierdas. Por supuesto, ya lo advertimos, ni el socialismo es único ni la izquierda es única. Y si se tiene la impresión de que sólo hay un socialismo, sólo una izquierda, es porque históricamente fueron una a una aniquiladas, desde el socialismo anarquista hasta el socialismo liberal, todas las tendencias del socialismo europeo a manos de esos seguidores del jacobinismo francés, aglutinados dentro del sector autoritario de los socialmarxistas. Así que, con

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L o s MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD

el dato de la obsesión de dar muerte a las izquierdas no marxistas, no cabe duda de que estas páginas podrían perfectamente haber llevado el título de La izquierda contra las izquierdas. Lo que significa que igual que hay varios tipos de socialismo representados en figuras tan carismáticas como Babeuf, Proudhon, Sorel, Stalin..., del mismo modo y por la misma razón ha de dis­ tinguirse dentro de las izquierdas: la izquierda liberal, la izquierda jacobina, la izquierda anarquista, la izquierda marxista... Sin embargo, y ante la evi­ dencia histórica de que se cometieron todo tipo de excesos en nombre de los valores de la progresía, hemos optado por titular finalmente y así estas pági­ nas: Los monstruos políticos de la Modernidad. Es más, puesto que a partir del año 1789 arranca el punto de inicio de los abusos contra la ciudadanía, abu­ sos de cuyo esplendor, ciento cincuenta años después, daría perfectamente cuenta el socialnacionalismo, tenía sentido agregar como subtítulo De la Revolución francesa a la Revolución nazi (1789-1939). Hecha esta aclaración, en este libro hemos querido examinar cómo, a partir del año mítico de 1789, pudo ponerse en práctica la política de dis­ tinguir entre ciudadanos activos, ciudadanos pasivos, no ciudadanos... y anti­ ciudadanos, y también cómo los modelos alternativos de convivencia que generó la Revolución francesa provocaron nuevas clases de injusticia. Por tal motivo, es decir, por incurrir el revolucionarismo en el prejuicio de no exten­ der a la totalidad el precepto de la ciudadanía, los herederos de la Revolución francesa siempre procuraron poner en práctica un ideario políticamente segregacionista. Y si durante la Revolución francesa fue aceptada la diferen­ cia entre franceses verdaderos (patriotas) y franceses incívicos e ilegales (anti­ patriotas), ciento veinticinco años después esta semilla encontraría toda su grandeza en la Revolución bolchevique y, más tarde, en la Revolución nazi cuando sus líderes, Lenin y Hitler respectivamente, investidos con el laurel sagrado del socialismo, se empeñaron en edificar un Estado a partir de la idea nacionalista de discriminar entre ciudadanos (proletarios/arios) y no ciuda­ danos (burgueses/judíos), al tiempo que se afanaban en luchar por ahondar en la separación de seres humanos en grupos y subgrupos, irreconciliable­ mente incompatibles tanto en la esfera social como política. Tras anotar las afinidades tanto jurídicas como nacionalistas entre la Revolución francesa y las revoluciones bolchevique y nazi, mostraremos que en Europa los movimientos revolucionarios siempre tuvieron, al intentar plasmar su utopía de Estado, una orientación racista. Asimismo, registrare­ mos cómo desde los jacobinos el movimiento revolucionario entrañó un caldo de cultivo guerracivilista hasta el límite de que, por medio de la tácti-

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I NTRODUCCIÓN

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ca del terrorismo de Estado, los defensores de los movimientos revoluciona­ rios permitieron, justificaron y vieron lícito el enfrentamiento entre miem­ bros de un mismo Estado hasta causar, en términos de Gracchus Babeuf, «populicidios», esto es, la táctica de hacer extinguir de modo sistemático y planificado a esos sectores de la población que no simpatizaban con la causa revolucionaria. Y es que el lema no era sino acabar con los enemigos de la Nación. De ahí nació, durante de la Revolución francesa, la ley de Sospechosos, presente como ejemplo de abominación jurídica en todos los Estados revolucionarios contemporáneos. Llegados a este punto, conviene reseñar que Babeuf, Saint-Simon, Fourier, Owen, Stirner, Bakunin, N in ... fueron gente de izquierda, nada sospechosa, que criticó los efectos calamitosos que trajo consigo la Revolución francesa; que Kautsky, Bernstein, Rosa Luxemburg, Eleuterio Quintanilla, Orwell, Camus, Simone Weil... hicieron, desde posiciones de izquierda, otro tanto con la Revolución rusa, mientras que Marcuse, Semprún, Margarete Buber-Neumann, Adorno, Walter Benjamin..., que sentían simpatías por el socialismo, censurarían los efectos perniciosos de la Revolución nazi. Por tanto, ¿es compatible ser de izquierdas y criticar a las izquierdas? No sólo lo es sino que debe serlo, tanto o más cuanto que resul­ ta obligatorio hacer, sin la venda del izquierdismo, un profundo repaso his­ tórico y averiguar por qué seguimos apegados a ciertos errores del pasado y, lo más im portante, por qué desde las utopías revolucionarias se han erigido a modo de altar tantos y tantos crematorios humanos. No se puede, pues, mirar el pasado sin el bochorno que suponen los atropellos cometidos en nombre del ideario cainita de las izquierdas contem ­ poráneas. Sin embargo, en Europa muchos de los herederos de la izquierda jacobina apenas han sentido necesidad de realizar desde dentro un análisis crítico de sus posiciones y de sus axiomas. El resultado de tal falta de auto­ crítica ha sido la necedad, el cretinismo... y la incapacidad de observar los desvarios de las ideologías de ciertas izquierdas. Lo curioso es que la derecha más conservadora ha sido duram ente criticada, y con razón, desde el siglo xvu, se denominara «derecha monárquica antiliberal», derecha «romántica ultramontana», o derecha «fascista». Y, sin embargo, a diferencia de lo que ha sucedido con esa derecha radical e hiper conservadora, las corrientes de izquierda rara vez han sido, en su conjunto, objeto de análisis pormenoriza­ dos, sobre todo por el hecho de que sus protagonistas, así como sus defenso­ res, siempre se han autolegitimado hasta el límite narcisista de exhibir, frente a personas y grupos foráneos, una actitud ’de superioridad moral. Pero, ¿en

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dónde radica esa superioridad moral si desde finales del xvin buena parte de los movimientos de izquierda ha estado involucrada en toda clase de excesos y abusos llegando a ser, además, otra forma de ultraderecha? En el año 1789 nacía en Francia la Asamblea revolucionaria. Cien años más tarde, en 1889, era creada la Segunda Internacional, y con el paso del tiempo, en 1989, Europa era espectadora del hundim iento del Telón de Acero y del desmoronamiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y demás países satélites. Revisando el fondo sangriento de los movimientos de izquierdas, cuyo declive ideológico coincide con la caída del muro de Berlín, observamos que la forma en que se han m antenido los grandes relatos del izquierdismo está más cerca del terreno mítico que del racional. Y si en su momento no gustó al sector oficialista lo que hizo Jrushov sacando a relucir trapos sucios en su discurso Sobre el culto de la personalidad y sus consecuencias ( 1 9 5 6 ) socialistas críticos como E. Bernstein y K. Kautsky, y anarquistas como R. Nozick y R. P. W olff siempre han creído que la búsqueda de la verdad no empobrece sino, al contrario, enriquece el idea­ rio izquierdista, y que defender las ideas políticas desde el vínculo umbilical de pertenencia identitaria no constituye nunca la mejor solución para el desa­ rrollo de un izquierdismo que se precie de progresista. En todo caso, estas páginas quieren ser un homenaje a las víctimas de todos los fascismos. Incluidas las víctimas de los fascismos de izquierda.

' Jrushov hablaba de los desmanes asesinos de Stalin y de las purgas que había llevado a cabo dentro del Partido Comunista. No obstante y en honor a la verdad, Jrushov olvidó en su discurso mencionar la política genocida de Stalin y omitir los veinte millones de rusos y rusas que murie­ v ron bajo el azote dictatorial de Stalin.

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P RIMERA

PARTE

La hora de la Revolución en Europa

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LOS ORÍGENES DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Pondré bajo vuestros ojos la situación exacta de las finanzas y, cuando las hayáis examinado, estoy seguro de antemano de que me propondréis los medios más eficaces para establecer un orden permanente en ellas y consolidar el crédito público. Alocución de Luis XVI a los Estados Generales (5-V-1789)

AIRES

DE INNOVACIÓN

Algunas de las medidas reformistas que acometían los monarcas ilus­ trados eran, en pequeño, un anticipo de la revolución industrial del xix. Y en muchas ocasiones los cambios no tenían buena acogida entre los esta­ mentos aventajados. La prueba de ello es que el rey de Portugal José I, que protegía la política liberal de su primer ministro, tuvo en 1758 un atenta­ do del que saldría ileso, a diferencia del que sufrió el monarca sueco Gustavo III, asesinado en el año 1792. Y si Pombal fue obligado a retirar­ se de la política tras la muerte en 1777 del citado monarca portugués, peor suerte gozó el ministro Struensee, el cual, tras un golpe de Estado que ejer­ ció la oposición nobiliaria contra su gobierno liberal, sería ejecutado en 1772 bajo la acusación de haber cometido adulterio con la reina de Dinamarca. ¿Y en España? En España las medidas liberalizadoras que tomaba el monarca Carlos III también encontrarían el ataque de grupos antirreformistas pertenecientes a la aristocracia y al clero, ataque perpetra­ do en el conocido motín contra Esquilache (1766). Los jesuítas, acusados de complicidad en la revuelta, saldrían muy malparados, pues un año des-

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pues eran expulsados al suprim ir el monarca español la orden religiosa de la C om pañía de Jesús. En otros casos, no eran miembros del estamento privilegiado quienes, entre celadas y a la sombra, urdían planes de boicots con tal de paralizar el rumbo de ciertas decisiones políticas, sino los miembros de la clase social des­ favorecida que se alzaban, descontentos, contra sus reyes. Esto es lo que al menos sucedió durante el reinado de Catalina II. El reparto de privilegios llegó a ser en Rusia tan descomunal que Yemelián Ivánovich Pugachov (1742-1775) lideró una revolución campesina sin precedentes. Las malas condiciones de vida, el hambre que padecía la mayoría de la población rusa, la nula gestión administrativa, la confiscación de los bienes de la Iglesia, el resentimiento social..., todo este cúmulo de factores permitió a Pugachov algo tan excepcional como organizar un ejército armado integrado por más de 100.000 personas, entre cosacos, siervos y baskhir. La insurrección cam­ pesina (1773-1774) llegaba nada menos que a las proximidades de Moscú, la capital, y en todo m om ento tuvo como aspiración política el impulsar la cre­ ación de un Estado nuevo, cosaco, dirigido por un zar bueno. Pese a tales pre­ tensiones, el desenlace sobrevendría con rapidez. Catalina II mandaba decapitar a Pugachov y a sus lugartenientes en Moscú.

TAMBORES

DE GUERRA

El político soviético Liev Davidovich Bronstein, llamado Trotsky, señaló en su Historia de la Revolución rusa (1932) que la existencia de privaciones no constituye per se una variable suficientemente potente como para que se pro­ duzca una insurrección. De hecho, si fuera cierta esta tesis, argumentaba Trotsky, las masas estarían en rebeldía perpetua. Por tanto, en su opinión, lo que se necesita es «que la bancarrota del régimen social haga tan intolerables tales privaciones y que nuevas condiciones e ¡deas abran paso a la revolución». ¿El juicio de Trotsky es aplicable a la Francia de finales del siglo xvin? Sí, pues esta nación atravesaba una fuerte crisis alimenticia generada por el aumento de la población y la subida hiperinflacionista de los cereales. Las malas cosechas también habían ocasionado la carestía de alimentos de prime­ ra necesidad. Y el hambre, que aquejaba a otras zonas de Europa, azotaba de forma periódica y constante a la mayoría de la población francesa indigente y

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sin recursos, motivo por el cual en 1786 se registró una serie de levantamien­ tos populares que acabaron generalizándose por todo el territorio francés. A esta situación de pobreza se sumaría una hondísima crisis económica, pues sólo dos años después, en 1788, Francia se declaraba en quiebra absoluta. En este horizonte de suma precariedad y, al mismo tiempo, de penuria financiera, la urgencia era lo que apremiaba. Y el rey Luis XVI pide, sin dila­ ción, el retorno de su antiguo ministro de Economía, Jacques Necker, al que le encomienda los preparativos para las elecciones a los Estados Generales. Los comicios se celebrarían en un ambiente de bastante tranquilidad y llega­ do el 4 de mayo de 1789 se compusieron los Estados Generales de la siguien­ te forma: 291 diputados para el clero, 270 para la nobleza y 578 para el pueblo. Total: 1.139 diputados. La representación del Tercer Estado era muy elevada, fruto de la decisión del propio monarca que había condescendido, gracias a la mediación del ginebrino Necker, a duplicar el número de repre­ sentantes del Tercer Estado (decreto de diciembre de 1788), medida que por cierto dio enorme popularidad a Luis XVI. Sin embargo, y antes de que se celebrara la convocatoria de los Estados Generales, ¿cómo es posible que el país con las rentas de Estado más elevadas del mundo, muy por encima de las de los Estados Unidos, Inglaterra o España, arribase a tan calamitoso estado y quedase, parafraseando a Trotsky, a merced de la enseña de la Revolución? Examinada la historia del final del xvm, obser­ vamos que Francia sufría problemas agrarios: malas cosechas, encarecimiento de productos de primera necesidad, crisis de subsistencias, especulación y mer­ cado negro. Tanto es así que entre 1774 y 1775 se originaron grandes levanta­ mientos y alborotos ante el precio del pan y la carestía de este alimento. Pero también gestionaba, y mal, la hacienda pública al sufragar gastos militares en número incalculable, como la lucha por Canadá, el apoyo a los colonos norte­ americanos en su guerra contra Inglaterra, la adquisición de nuevos territorios, etc. Por tanto, no es casual que Hume dijera: «Los mayores abusos que surgen en Francia, el modelo más perfecto de monarquía pura, no proceden de que sus impuestos sean más numerosos o gravosos que en los países libres, sino de un sistema recaudatorio tan caro, inicuo, arbitrario y complicado que desa­ lienta el esfuerzo de los pobres, y en especial de campesinos y granjeros, y con­ vierte la agricultura en oficio de mendigos y esclavos».1 ' David Hume, «De la libertad civil», en David Hume (1753-1754), Ensayospoliticón, Madrid, Tecnos, 19942, p. 72.

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Para complicar la situación, los préstamos que iban dirigidos a sufragar políticas territorialm ente expansionistas los firmaba el monarca sin haber previamente saneado las cuentas del reino. Y lo que es peor, a estas ansias imperialistas se unía el fortísimo inmovilismo legal que agarrotaba a todo el país y desde hacía décadas. Tanto es así que Francia vivía anclada jurídica y fiscalmente en el siglo xvn, de modo que cualquier proyecto de reforma quedaba yugulado. En este sentido conviene recordar que De Vauban, inge­ niero militar de Luis XIV desde 1655, ya había dirigido al rey varias memo­ rias proponiendo reformas fiscales. Agotado, enfermo y casi al final de su vida, Sébastien Le Prestre de Vauban imprimía en 1707 y sin autorización real su Proyecto de un diezmo real. En él proponía, dada la situación de eva­ sión fiscal en que vivían las clases privilegiadas, un impuesto único y sin exenciones. Tal osadía levantó muchísimo revuelo y el texto, por las polé­ micas, fue retirado. Pero hubo otros De Vauban en Francia. Por ejemplo, el ministro de Economía de Luis XV, Machault D ’Arnouville, intentó llevar a cabo una política similar a la de Sébastien Le Prestre de Vauban y quiso poner en mar­ cha medidas de igualitarismo fiscal, todo ello con el fin de sanear la Hacienda pública y compensar el desequilibrio presupuestario entre gastos e ingresos. Con el objetivo puesto en luchar contra el déficit del Estado, D ’Arnouville reemplazaría en 1749 el impuesto del diezmo (dixieme) por otro tributo de menor cuantía (vingtiémé). La vingtiéme gravaba sin excepción un cinco por ciento todas las rentas y obligaba a cotizar también a los miembros del esta­ mento privilegiado. Pese a su plan interventor, la Iglesia logra ser eximida del pago de este nuevo canon y la nobleza, descontenta, muestra su oposición en los parlamentos e impide que se realice la reforma fiscal. Madame de Pompadour obligaría al ministro D ’Arnouville a dejar su cargo en 1757. Ya en tiempos de Luis XVI el ministro de Hacienda Robert J. Turgor ini­ cia en 1774 su proyecto liberal de reforma que incluía la supresión de gre­ mios, la abolición de impuestos y obligaciones feudales y el pago, con carácter obligatorio y general, de la contribución territorial ptaille'). En con­ tra de su intento financiero de modernizar el Estado, inspirado en el proyec­ to fisiocrático, se encararán ios miembros de los parlamentos provinciales y del partido cortesano de la reina María Antonieta, esposa de Luis XVI. A la caída de Turgot, Jacques Necker sería nombrado director general del Tesoro Real en 1776 y director general de Finanzas un año después. La primera

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medida que acomete Necker para hacer frente a los gastos de la guerra de América, y de la Corte, consiste en crear asambleas provinciales en las que puedan participar los notables en las tareas de administración. Este hecho suscita la oposición de los parlamentarios, es decir, el rechazo de los privile­ giados. Sin embargo, en 1781 y a modo de venganza Necker publicaría su balance económico, su Cuenta dada al Rey, en donde expone el estado nada halagüeño de las finanzas de Francia y revela las enormes cantidades de dine­ ro que caen en manos de los cortesanos. La publicación de datos confiden­ ciales, de secretos de política financiera provoca un gran escándalo, a resultas del cual Necker es destituido. En 1783, Charles Alexandre de Calonne obtiene el control de las finanzas del Estado con el respaldo de María Antonieta. Reanudará el programa de Turgor y ambicionará, como De Vauban y D ’Arnouville, promover una más justa redistribución de las cargas tributarias. Su proyecto económico iba direc­ tamente destinado a controlar el alarmante déficit del Estado, déficit incontro­ lable que procedía de los gastos crecientes de la corte y de la marina. Charles Alexandre de Calonne presenta un programa de reformas democráticas que contenía la cooperación de los terratenientes locales, la agilización de la admi­ nistración a través de asambleas provinciales y municipales, la eliminación de antiguas cargas feudales, y a la vez la imposición de una forma de tributación territorial que incluía a los estamentos privilegiados. Igual que les ocurrió a los funcionarios que le precedieron en el cargo, sus edictos serían desoídos, prime­ ro por los miembros del Parlamento de París, y luego por el Consejo de Nota­ bles que promueve en 1787 la caída del ministro De Calonne, caída que el propio rey sanciona a las pocas semanas, exactamente el 8 de abril de 1788. Loménie de Brienne, arzobispo deToulouse, amigo de enciclopedistas, y enemigo político de De Calonne, le releva y sustituye, haciéndose cargo del dificilísimo trabajo de control de la tesorería francesa. Gobernó, como sus predecesores, con la oposición de los privilegiados. Y aunque De Brienne hubiese tenido margen para poder maniobrar, sus remedios jamás hubieran llegado a tiempo, pues Francia el 16 de agosto de 1788 estaba en bancarro­ ta. El fracaso de Loménie de Brienne procedía, sin duda alguna, de la terca oposición de la asamblea de Notables que había sacado a colación, como con­ dición para aprobar cualquier tipo de reforma fiscal, la convocatoria de los Estados Generales. Ante esta negativa, tuvo que hacer pública la convocato­ ria de los Estados Generales el 8 de agosto de 1788.

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La destitución de Loménie De Brienne en agosto del mismo año no sir­ vió de nada. El país galo vivía en estado de suspensión de pagos y las zanca­ dillas políticas, las luchas de intereses, la discrepancia a la hora de alcanzar un modelo de Estado moderno y flexible... ponían de relieve cuán inmovilista era la posición del estamento privilegiado. De este modo, sucedía que el 70% de la fuente de ingresos fiscales recaía en los impuestos que pagaba la pobla­ ción más indigente del Estado francés, el campesinado. Y nobleza y clero no hacían más que oponerse repetida y multiplicadamente a pagar impuestos. Sólo el clero, a título voluntario, llegaba a tributar (dons gratuits). Por tanto, debido a la frontal negativa de la nobleza y del alto clero a acep­ tar novedades en materia fiscal y a admitir una cuota de responsabilidad finan­ ciera con la que contribuir a la mejora de la nación, los privilegiados no colaboran, se enrocan en sus posiciones, y rechazan una y otra vez cualquier ten­ tativa de reforma económica, como si los problemas de Francia no fuesen tam­ bién sus problemas. En esta situación de caos y de quiebra financiera, en esta situación de falta de solidaridad por parte de las clases nobiliarias resulta que ese mismo año, en 1788, el ministro Loménie de Brienne, como ya había hecho Maupeou, trató de arrebatar el poder al Parlamento de París, cuyos miembros pertenecientes a la nobleza de toga (noblesse de robe} poseían margen político para paralizar los edictos reales y, sobre todo, el derecho de vetar aquellos decre­ tos que por auspiciar reformas (mejora de las condiciones laborales del campe­ sinado, cambios de régimen en la fiscalidad del Estado, liberalización del comercio de cereales, etc.) iban en contra de sus antiguos privilegios. A dife­ rencia de Maupeou, Loménie no logró la victoria y, menos aún, arrebatar el poder al Parlamento de París, pues los edictos fiscales fueron revocados. Visto con un poco de perspectiva, era imposible que Loménie de Brienne hubiese tenido éxito en su gestión, sobre todo cuando desde hacía décadas los distintos gobiernos monárquicos franceses no habían conseguido asumir el control de la Hacienda pública. Y es que la Iglesia era perceptora de diezmos y primicias, y la aristocracia cobraba no sólo derechos señoriales sino además una serie de tributos enajenados. Ante tales obstáculos, ninguna medida decretada con urgencia o diseñada desde la necesidad de simplificar la admi­ nistración fiscal podía erradicar tamaños privilegios. Como ha señalado el his­ toriador Georges Lefebvre, fue la aristocracia la que provocó la revolución obligando al rey a llamar a los Estados Generales. La única salida, pues, que Francia parecía tener delante de sí era repetir el levantamiento de Pugachov.

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LOS ORÍGENES DE 1A REVOLUCIÓN FRANCESA

LA

PROPUESTA

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«SIEYES»

Paralizada la administración del Estado por la testarudez de la nobleza, Luis XVI se ve obligado en 1788 a reclamar la participación de los Estados Generales. ¡No le quedaba ninguna otra salida! Por cierto, los Estados Generales llevaban desde 1614 sin ser convocados. Así que, una vez convoca­ dos, los electores comienzan a entregar en los colegios electorales unos cahiers de doléanees, o librillos en los que exponen quejas, reclamaciones, proyectos de reforma... Un total de 40.000 cahiers fueron redactados y entregados a quie­ nes iban a ser votados. Y «al igual que la convocatoria de 1789 no es más que la continuación de los viejos usos de la Monarquía francesa, las reivindicacio­ nes recogidas en los Cuadernos de 1789 — escribió Duguit— no son más que las formuladas ya en 1338, 1355, 1356, 1483, 1560, 1614. Se pide que se conserve la Monarquía, pero limitada, que los Estados sean periódicos, que el impuesto se vote libremente. Se alza contra el absolutismo real; pero de la separación de poderes, del nombre y de la cosa, no se habla en absoluto».2 ¿Entonces? Entonces, la mayoría de las quejas tenía relación con los pri­ vilegios agrarios de la nobleza. Unos meses después, el 5 de mayo de 1789, tras procederse a la apertura de los Estados Generales, los miembros del Tercer Estado piden en Versalles que las votaciones tengan carácter nominal. Pero, ¿por qué se iniciaba la reunión de los Estados Generales con semejante idea? Aunque esta propuesta, por inédita, era osada, no por ello dejaba de tener su lógica. Ya lo había explicado perfectamente el abate Emmanuel Joseph Sieyes en su obra ¿Qué es el Tercer Estado? (1789) cuando decía: «Suplico que se considere atentam ente la gran diferencia que hay entre la asamblea del Tercer Estado y la de los otros órdenes: la primera representa a veinticinco millones de hombre y delibera según los intereses de la nación; las otras dos — Sieyes se refiere a la nobleza y a la Iglesia— , aunque se junta­ sen, sólo reúnen los poderes de unos doscientos mil individuos y piensan úni­ camente en el m antenim iento de sus privilegios». Esta reivindicación venía a destapar cuán enorme era la limitación jurí­ dica que sometía a la inacción a muchos sectores de la población desde el m omento en que se les impedía participar en la arena política. Y por el hecho de que la burguesía no tenía poder alguno, siempre se veía excluida de la 2 León Duguit (1893), La separación de poderes y la Asamblea Nacional de 1789, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1996, I, p. 8.

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mayoría de las prerrogativas que gozaba el estamento nobiliario. Pero, ¿cómo cambiar las reglas del juego político y, de paso, conseguir una distribución más amplia y justa de ese bien que es la libertad? El único modo era creando un nuevo tipo de Estado. Y el camino para conseguir tal modelo de Estado era a través de la participación del Tercer Estado. Y como decía Sieyés en el opúsculo arriba citado, «ya no es cosa de estar mejor o seguir como antes; la coyuntura no deja lugar para ese cálculo, y es preciso avanzar o retroceder, abolir o reconocer y ratificar privilegios vergonzosos y antisociales. Pero es evidente la insensatez que supondría consagrar los restos inicuos del feuda­ lismo al final del siglo xvm». Ante una proposición de tan novedoso calado democrático como era la votación nominal, los miembros de los estamentos privilegiados se niegan a ceder, pues no desean ver cortada de raíz su inmunidad histórica y, sin visos de solución, no llegan a ningún arreglo con los miembros del Tercer Estado. Entre intereses tan contrapuestos, abundaba la falta de entendimiento políti­ co. Y dada la dureza de la coyuntura económica por la que atravesaba Francia iban a desencadenarse los sucesos que conducirían a la explosión de la Revolución de 1789. Así que, tras la sesión de apertura de los Estados Generales, la discrepancia que separaba a los diputados de los distintos esta­ mentos ya era notable. Y ninguna de las dos partes consiente, negocia o tran­ sige mínimamente. En medio de tanta intolerancia, los diputados del Tercer Estado (burgueses y campesinos) se anticipan a los acontecimientos y deci­ den constituirse en movimiento asambleario y erigirse Asamblea Nacional (17 de junio). Y ello con el objetivo de dar más fuerza a sus reivindicaciones políticas. Con esta demostración de firmeza el Tercer Estado conseguía que todos y cada uno de los asuntos a tratar se votasen individualmente. Para mayor desconcierto, unos días más tarde, el 22 de junio, 150 miem­ bros del clero y 2 miembros de la nobleza se unen al Tercer Estado. Y el 9 de julio la Asamblea Nacional se proclama Constituyente. Dos días después, se producía la destitución de Necker. En una atmósfera turbia, los ánimos empiezan a estar calientes, y las arengas agitadoras cunden y se multiplican en las plazas y calles de París. El 12 de julio Desmoulins se dirige en los jar­ dines del Palais Royal al pueblo, conmovido por la noticia de la destitución del ministro Necker, y allí mismo, entre vítores y aplausos, Desmoulins invi­ ta a la muchedum bre a desobedecer, a luchar y a armarse. Acantonadas las tropas en las inmediaciones de París y Versalles, el miedo y el descontento van

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apoderándose de los rincones de la ciudad. Los parisinos ante la posibilidad de un ataque de la guardia real m ontan barricadas, arrancan el pavimento de las calles, construyen zanjas profundas, y todo para impedir el avance de las fuerzas de la caballería. En un ambiente bélico los habitantes de la ciudad se preparan para la gran batalla. ¿Había miedo? ¿Se palpaba el temor en las calles? Sí, aunque la lucha callejera no constituía un episodio aislado y más cuando, fruto de un cansancio secular, para el pueblo no existía la fortuna, y la felicidad que el rey debía procurar a la totalidad de los miembros de su reino había brillado por su ausencia. Entre los que poco tenían prevalecía la idea de que había que intentarlo todo. La insurrección, en estas circunstancias, se convertía en un placer secreto, deseado. La revolución parecía inminente. Y ¿qué era la revo­ lución? «Por revolución del pueblo — así se expresaba J. B. Erhard— no se puede entender otra cosa que no sea la imposición de éste, mediante la fuer­ za, de los derechos de emancipación, intentando de este modo la abolición de las relaciones jurídicas entre él y los nobles».3

EL

POLVORÍN DE LA REVOLUCIÓN

¿Por qué acudir a un medio tan violento como la revolución? ¿Por qué recurrir al uso de la fuerza bruta? Ya lo había dicho Aristóteles en el libro cuarto de su Política al anotar cómo las sublevaciones se originan a causa de la desigualdad social. Y también Locke, mucho tiempo después, lo había vuelto a repetir advirtiendo que la opresión es el motivo que reúne a las gen­ tes para provocar conmociones sediciosas. De hecho, en el capítulo XIX de su Tratado sobre el gobierno civil (1690), Locke que en su juventud había vivi­ do los episodios revolucionarios que condujeron a la caída y muerte de su rey, Carlos I, llegaba incluso a defender la tesis de que, ante un régimen absolu­ tista que es fuente de toda desigualdad, si no hay una sublevación abierta no se puede cambiar de gobierno y, mucho menos, mejorar las condiciones de vida de los súbditos. Principios idénticos a los formulados por Locke apare­ cerían cien años después en boca de Gracchus Babeuf. Decía este revolucio1 Así empieza Johann Benjamín Erhard su artículo titulado «Sobre el derecho del pueblo a una revolución», artículo que data de 1795. Puede leerse en VV. AA., ¿Qué es la Ilustración?, Madrid, Tecnos, 1998.

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LOS MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD

nario francés en su periódico Le Tribun du Peuple que «cuando las institucio­ nes malas y abusivas de una nación han provocado el efecto de que su masa se vea arruinada, envilecida, cargada con cadenas insoportables; cuando la existencia de la mayoría se ha hecho de tal forma penosa que ya no puede tolerarla, suele ser entonces cuando estalla una insurrección de los oprimidos con los opresores». Pues bien, en el m omento en que la población de París traspasaba las barreras del descontento y la inquietud se convertía en un acto consciente de oposición, la rebeldía iba tomando cuerpo hasta llegar a adquirir un tinte subversivo, peligroso para el statu quo. Por eso, en medio de una atmósfera revolucionaria el pueblo de París logra asaltar el 14 de julio la prisión del Estado, la Bastilla, y de este fortín roba y saquea sus armas, captura cañones y morteros, también se apodera de decenas y decenas de barriles de pólvora y de una gran cantidad de municiones. Y todas las armas son transportadas al Ayuntamiento. El revolucionario Stalisnas Marie Maillard (1763-1794) se distingue por sus acciones en la toma de la Bastilla. Con él y otros líderes, el pueblo ya tiene con qué defenderse y dónde atrincherarse. A las siete de la tarde el resultado del asalto a la Bastilla era éste, tal y como nos lo relató un observador anónimo: [...] se llevan en triunfo, clavadas en picas de ocho pies de altura, las cabezas del gobernador de la Bastilla y del preboste de los mercaderes, así como una de las manos del carcelero con las llaves de esta prisión. Este espectáculo que hacía estremecer a la mayoría de quienes lo contemplaban, inspiraba la mayor alegría a otros muchos, que no cesaban de aplaudir y de gritar: «Bravo». Todo el barrio del Palais Royal estaba tan lleno de gente que no se podía dar un paso. Los ciudadanos armados pasan de cien mil: jamás se ha visto un ardor seme­ jante al inspirado por la toma de la Bastilla.4

Y mientras se suceden los acontecimientos revolucionarios de julio del 1789, el pánico, La Grande Peur, se generaliza por toda Francia. Y el miedo a una reacción nobiliaria, a un complot de la aristocracia comportaba el rumor, la falsa alarma de un eminente y duro contraataque y, sobre todo, la llegada de « Fran^ois Noel Gracchus Babeuf, Le Tribun du Peuple, n.° 34, noviembre de 1795. Anónimo, La quinzaine memorable, en VV. AA., La Revolución francesa en sus textos, selección a cargo de A. Martínez Arancón, Madrid, Tecnos, 1989, p. 143. Compárese este texto con las palabras de Gabriel Sénac de Meilhan sobre la toma de ¡a Bastilla. Decía De Meilhan que «la toma de la Bastilla

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una revolución agraria. Desde un fuego cruzado de quejas, burgueses y nobles se acusan de incentivar el pánico e incitar a la revuelta. En un ambiente de inseguridad y también de impunidad, a los episodios revolucionarios de vio­ lencia ocurridos en la capital del reino se unirían los disturbios campesinos, las jaqueries antiseñoriales, con las muestras de vandalismo contra los castillos nobiliarios, con la creación de ayuntamientos revolucionarios o comunas, los actos de saqueo, seguidos de la destrucción de libros de la propiedad, etc. Unos días después, en la noche del 4 de agosto, la Asamblea Nacional Constituyente se erigirá con potestad para abolir el régimen feudal (supresión de diezmos, privilegios fiscales y derechos señoriales sobre las personas). Luego vendría la redacción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto, inspirada en la proclama de Virginia Bill. Y no sólo eso. Una semana más tarde, el cinco de octubre, estallaría de nuevo el descontento. Esta vez, entre las capas más pobres de la población parisina. Y es que las mujeres del arrabal Saint-Antoine y del suburbio de Halles deter­ minan, en señal de queja, presentarse ante las puertas del Ayuntamiento de París. Allí no hay nadie con autoridad que pueda atender sus peticiones. No están ni Bailly ni tampoco La Fayette. Sin encontrar resistencia han entrado en el Ayuntamiento y de él han tomado armas. Entonces, organizadas por Maillard y Théroigne de M éricourt, deciden, unidas, marchar en manifesta­ ción hasta Versalles para hacer oír su voz. Durante el camino muchas otras mujeres se unirían a la m ultitudinaria manifestación. Y, una vez en Versalles, un grupo de ellas lograría entrevistarse con el Rey en persona. Éste, además de prometerles trigo para París y todo el pan que hubiera en Versalles, firma los decretos de agosto de la Asamblea. Días más tarde, se procede a naciona­ lizar los bienes de la Iglesia, los bienes de la Corona y los de los nobles emi­ grados con el fin de detener la enorme crisis económica que asola a Francia. Con estos acontecimientos terminaba la primera etapa de la Revolución fran­ cesa, en la que la protagonista había sido, en exclusividad, la población de la ciudad de París.

es la imagen de la Revolución encera; la imprudencia, el olvido de las más simples precauciones abrieron las puertas de una fortaleza inexpugnable. Del mismo modo, la torpeza, la ignorancia, y el entumecimiento dejaron el reino abandonado, en cierta forma, al primer ocupante» (Sénac de Meilhan (1790), Los principios y causas de la Revolución en Francia, en Sénac de Meilhan y Antoine Barnavc, Dos interpretaciones de la Revolución francesa, Madrid, Centro de Estudios Constitucio­ nales, 1990, p. 63).

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G OLPE

DE

ESTADO : JAQUE

MATE AL

R EY

El concepto de «revolución» originariamente procedía de la astronomía y servía para explicar el movimiento orbital de los planetas en el Universo. Pues bien, a raíz de los cambios acaecidos en 1789, al derecho divino se con­ trapusieron los derechos del hombre. Con lo cual, la palabra «revolución» pudo comenzar una singladura nueva, nunca vista. Y al aplicarse la voz «revo­ lución» al ámbito de la política se logró expresar que el pueblo no giraba ya gravitacionalmente en torno a ese antiguo astro rey que era su monarca, sino alrededor de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, texto éste en cuyo artículo segundo se reconocía como derechos naturales, inalie­ nables y sagrados la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. El paso copernicano que se dio en el inicio mismo de la Revolución fran­ cesa supuso ni más ni menos que abandonar el tutelaje del om ním odo Padrerey para, con la vista puesta en alcanzar otros horizontes, lograr un modelo abierto y democrático de patria-ZW^/tz En un ambiente lleno de cambios, el 3 de septiembre de 1791, entraba en escena la primera Constitución no-absolutista. El objetivo de tal documento no era otro que romper con las cos­ tumbres políticas del pasado. Los rasgos jurídicamente más significativos de esta Charta Magna giraban en torno a la validación de la monarquía parla­ mentaria. De hecho, en el artículo primero de su título III se decía que la soberanía ya no pertenece al monarca sino a la Nación, motivo por el cual nadie puede atribuirse la potestad de la nación. O tro aspecto no menos importante de la citada Charta Magna iba referido al ritual de entronización del rey. Y es que según la Constitución de 1791 el monarca debía, en el m om ento de su entronización, prestar su voto de lealtad constitucional y comprometerse públicamente a ser fiel a la Nación y a la Ley. Queda claro que el propósito de adhesión al texto constitucional no era sino uno: que el rey dejara de ser ministro plenipotenciario de Dios en la Tierra, que abando­ nara el lastre de lo antiguo para proceder a comportarse, según los nuevos tiempos, como un gestor político moderno y que compartiera el poder con los miembros de la nueva clase política que representaba al Pueblo. Distinguir la Nación de la institución real era, pues, uno de los vientos que traía consigo la Revolución de 1789. Por esta razón, frente al antiguo precepto de devoción a la monarquía, los revolucionarios reclamaban como criterio

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único el uso de la razón. ¡Contra el absolutismo sólo cabía un proyecto políti­ co basado en la inteligencia, no en las inercias de la tradición! Las miras de los revolucionarios eran altas, elevadas. No obstante, el experimento constitucional del 91 nació roto, sin fuerza ni validez, toda vez que la familia real había sido cogida in fraganti unos meses antes, pretendiendo escapar de Francia (junio de 1791). Y como fue detenida en el momento en que se daba a la fuga, las figu­ ras del rey y de la reina adquirieron ante la opinión pública una estampa inde­ seada, a todas luces impopular. Es más, por su intento de evasión, no parecían ser los candidatos a reyes constitucionales. Así que en este ambiente de descon­ fianza la propia Asamblea, que había coronado su trabajo con la Constitución de 1791, decidió preparar una segunda Asamblea pero con la prohibición, a propuesta de Robespierre, de que ninguno de sus miembros volviese a ser ele­ gido. De este modo, el 30 de septiembre, se daba fin a la Asamblea Constituyente, y un día después, el 1 de octubre, tenía lugar la apertura de la Asamblea Nacional Legislativa, compuesta por 745 hombres, la mayoría de los cuales no sólo carecía de experiencia política, sino que era enemiga de la insti­ tución de la monarquía. Por eso discuten, ya sin temor, el futuro de la institu­ ción real: ¿era adecuado mantener a Luis XVI en el trono o, por el contrario, resultaba conveniente destituirle tras su huida? El resultado de esta novedosa y difícil disputa política fue de tablas: de un lado, los promonárquicos, feuillants, habían conseguido mantener a Luis XVI en su puesto pero, por otro lado, los miembros del sector más radical, jacobins, estaban consiguiendo cercenar la autoridad del monarca. En estas circunstancias, la letra de la Constitución de 91 había nacido sin vida y Luis XVI, acorralado, espera a través del ejército austro-prusiano ver derrotadas las milicias revolucionarias (abril 1792). Por eso, el monarca se opone a las medidas de urgencia que le proponen los girondinos. Y su negativa política hace estallar la ira de los sans-culottes, también la rabia de los revolucionarios más extremistas de París. Es en ese momento cuando las sec­ ciones del faubourg Saint-Antoine y Saint-Marcel, al lado de los federados marselleses y bretones, deciden asaltar por segunda vez en el año las Tullerías (10 de agosto de 1792). La familia real busca refugio, entonces, en la Asamblea en donde permanecían cien diputados (de los setecientos cuarenta y cinco). Y estos cien diputados decretan la suspensión de poderes de Luis XVI y la convocatoria de una nueva cámara, la Convención, con el encargo de elaborar una nueva constitución para Francia. Y, lo que es peor, en este

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ambiente es adoptada una medida de fuerza: encarcelar a sus propios reyes en el Temple y bajo la custodia de la Com una de París. Si en el exterior los emigrados monárquicos habían publicado el Manifiesto de Brunswick en donde se amenazaba con represalias a quienes ata­ casen a la persona real, lo cierto es que, pese a estas advertencias, Luis XVI y su esposa, la archiduquesa María Antonieta, a la sazón, hija de María Teresa de Austria, habían sido hechos prisioneros por los propios comuneros de París. Se había producido, pues, un golpe de Estado con jaque mate al Rey, golpe en el que cooperaba también la Asamblea Nacional Legislativa que sus­ pendía a Luis XVI de sus funciones gubernativas. Estas medidas no pasarían desapercibidas, y pronto levantaron la cólera de toda la nobleza europea. Y desde España hasta Prusia, y desde Austria a Rusia, todas los Estados de Europa, incluida Inglaterra, se alzarían contra el movimiento revolucionario francés. Éste, armado y fuertemente militarizado, detiene en el poblado de Valmy la invasión prusiana un 20 de septiembre de 1792. ¿El triunfo en Valmy tuvo alguna consecuencia? Sin duda, ya que la victo­ ria contra el duque de Brunswick no sólo salvó al movimiento revolucionario de su extinción, sino que supuso el fin de la Asamblea Legislativa. Y con el éxito bélico conseguido por la intervención de las milicias populares, el grito era «¡Viva la Nación!». De hecho, y con la llama patriótica aún caliente, tal era la euforia, que Francia se volvía republicana y abolía la monarquía el 21 de sep­ tiembre, y al día siguiente daba comienzo al año I de la República. Tenía enton­ ces razón Johann Wolfgang Goethe cuando, como oficial prusiano y a la vez espectador de lo que sucedió durante la batalla de Valmy, relataba en su diario: «Aquí y ahora acaba de comenzar una nueva época de la Historia Universal».

Los

PELIGROS DE LA CONVOCATORIA A COMICIOS

Conocidos algunos de los episodios que acompañaron el desarrollo de la Revolución francesa, son más que incontestables los riesgos que entrañaba el anuncio de elecciones para los Estados Generales. Y, por lo mismo, también podemos adivinar cuánto temor pudo sentir el monarca Luis XVI cuando hizo pública, y sin posibilidad de dar marcha atrás, la convocatoria de los Estados Generales que, por cierto, llevaban sin ser requeridos desde hacía nada menos que 175 años. Este hecho, por insólito, es im portante tenerlo en

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cuenta, toda vez que el estamento nobiliario y el estamento popular jamás habían logrado entenderse y, lo que es peor, nunca habían tenido posibilidad ni escenario político adecuados para discutir y limar juntos sus respectivas desavenencias. Tenía razón Madame de Staél cuando escribió que «si el rey de Francia no hubiera tenido en sus finanzas un desorden que le obligaba a soli­ citar la ayuda de la nación, quizás la Revolución se hubiera retrasado un siglo». En todo caso, al carecer de reuniones políticas que funcionasen al modo parlamentario inglés, el Estado francés anotaría en 1789, y en carnes propias, la falta de una tradición basada en el consenso asambleario y en la política de pactos de Estado. Ausencia de tradición parlamentaria de la que en su tiempo nos dio perfectamente cuenta Gabriel Naudé cuando relató el desarrollo de la última reunión de los Estados Generales: [.,.] recuerdo un accidente que pasó casi inadvertido durante los Estados Generales celebrados en París el año 1615 y que, sin embargo, pudo ser capaz de llevar a Francia a la ruina y hacerle cambiar su forma de gobierno, si no se le hubiera puesto rápidamente remedio. Habiendo la nobleza incluido en su «pliego de amonestaciones» un artículo para hacer comprender el beneficio que podía recibir Francia por la abolición del «derecho anual» o, para que se entienda mejor, de la «paulette», el Tercer Estado, que se creyó muy perjudi­ cado por esta propuesta, propuso otro artículo en su «pliego» por el que se suplicaba al rey que suprimieran las pensiones que otorgaba a muchos hidal­ gos que no le rendían servicio alguno; a partir de aquí, todas las partes se alte­ raron y cada una envió sus diputados para que defendieran sus razones, los cuales se reunieron y lanzaron injuriosas palabras. Los diputados de la noble­ za llamaron «patanes» a los del Tercer Estado y los amenazaron con tratarlos a golpes de espuela; los otros respondieron que no tendrían el coraje de hacerlo y que, si se les pasaba por la cabeza, habría cien mil hombres en París, dis­ puestos a dar la réplica debida en el campo.

Explica Naudé que, gracias a la rápida intervención de Su Majestad fue­ ron prohibidos bajo pena de muerte aquellos dos artículos. Y añade Naudé como conclusión personal: «fue altamente venturoso para nosotros que se hubiera puesto remedio con tanta presteza, pues si los diputados de la noble­ za hubiesen pasado de las palabras a los hechos, los del Tercer Estado, junto con su pueblo, quizá hubieran reaccionado con tanta violencia, obstinación y sed de venganza, que toda la nobleza de París hubiera corrido un gran ries­ go de ser vapuleada y, quizá a partir de aquí, se hubiera hecho lo mismo en todas las restantes ciudades del Reino, por seguir éstas generalmente el ejem-

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pío de la capital».5 Naudé no lo sabría nunca, jamás. Pero las revueltas calle­ jeras que él había anticipado en 1615 sí llegaron a producirse en la siguiente convocatoria de elecciones a los Estados Generales, primero en París, y luego en otras ciudades que imitaban el ejemplo insurrecto de la capital del Reino.

UN

CÚMULO DE PROBLEMAS

Pero la crisis económica; la subida del coste de la vida, entre 1726-1741 y 1785-1789, de hasta un 62 por ciento, como nos informa el historiador Albert Soboul; el proceso hiper inflacionista de los alimentos de primera necesidad, como los cereales; la frontal y terca oposición antirreformista de la nobleza; la lícita reivindicación democrática del ideal rousseauniano basado en la soberanía popular y en el respeto de los derechos humanos; la lucha de intereses tan contrapuestos y enfrentados; el desbordamiento bélico de los acontecimientos; la serie nada intrascendente de errores que cometió Luis XVI (falta de pericia política a la hora de destituir a Necker, de renovar los miembros de la Asamblea, intrigar contra moderados y girondinos, exhibir reacciones autoritarias, buscar soluciones por medio del ejército, etc.); el pro­ pio azar histórico... Todo ello puso de algún modo las bases para el alza­ miento popular. A esto súmese el ambiente político de intransigencia cada vez más irrespirable que se iba creando y del que nos dio cuenta Saint-Simon a su regreso a Francia cuando ya estaba iniciada la Revolución. Escribía SaintSimon en su Autobiografía que no quiso meterse en política, pues «por un lado estaba convencido de que el antiguo régimen no podía continuar, por el otro siempre he sentido aversión por la destrucción, y allí no cabían térm i­ nos medios: sólo era posible lanzarse a la vida política en las filas del partido de la corte, que deseaba anular la representación nacional, o en las filas del partido revolucionario, que deseaba anular el poder real». En un entorno radicalizado nadie sabía a ciencia cierta lo que iba a ocu­ rrir. Y conforme se iban sucediendo las cosas, éstas tomaban su propio rumbo. Un rumbo, por cierto, muy lejano de las directrices de un gobierno monárs Madame de Staél (1794), «Reflexiones sobre la paz dirigidas a Pitt y a los franceses», 1.a parte, cap. III, en Madame de Staél, Escritos políticos, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, p. 18. Gabriel Naudé (1639), Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, Madrid, Tecnos, 1998, lib. IV 150-153. Naudé sitúa históricamente en 1615 la celebración de los Estados Generales. Sin embargo, la historiografía actual señala como fecha de tal evento el año 1614.

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quico. Para un observador directo de los acontecimientos de la Revolución francesa como fue Antoine Barnave, las causas que hicieron detonar el movi­ miento de protesta eran claras. En su opinión, así lo dejó escrito en 1793, «si hubiera existido un medio de prevenir la explosión del poder popular, habría sido asociarlo al gobierno tal y como estaba establecido abriendo todas las carreras al tercer estado. [Pero] se hizo todo lo contrario. Como un gobierno corrompido había abatido a la aristocracia, se creyó que un gobierno paternal debería reestablecerla; se volvió a llamar a los Parlamentos, se devolvieron a la noble cuna todas sus ventajas, se excluyó progresivamente al tercer estado de la carrera militar, se pusieron las leyes en oposición a las costumbres y a la mar­ cha natural de las cosas; se hizo todo para excitar los celos de una clase y para exaltar las pretensiones de la otra; se acostumbró al Tercer Estado a ver en el trono un poder enemigo, que él sólo podía sostener o derribar; se dio a la aris­ tocracia esa ebriedad que luego, cuando se la quiso golpear, la condujo a pro­ vocar una revolución de la que ella misma iba a ser la víctima».6

ELDORADO Desmoulins afirmaba que «en 1780 apenas éramos una docena de repu­ blicanos en todo París». Sin embargo, los vientos revolucionarios que en un principio nunca osaron derribar la institución de la realeza empezaban a soplar en otra dirección, y en contra. Y con la aspiración de crear un paraíso de gobierno, los revolucionarios buscaron la solución a sus problemas políti­ cos en los surcos de un Estado republicano. Las circunstancias aconsejaban, pues, la aniquilación de la monarquía. En el camino de la radicalización de la vida política nacional, Georges Jacques D anton, ministro de Justicia durante la Asamblea Nacional Legislativa y defensor de un republicanismo moderado, en un principio pidió la pena de destierro para Luis XVI. Sin embargo, en la Convención acabaría posicionándose a favor de la muerte del monarca. O tra personalidad desta­ cada en las tareas de organización de la Revolución francesa, Louis Antoine Léon de Saint-Just, había dado muestras claras de mantener la monarquía 6

Antoine Barnave (1793), «Acerca de la Revolución y la Constitución», en Sénac de Meilhan y Antoine Barnave, Dos interpretaciones de la Revolución francesa, o. cit., p. 120. Comentemos que esta obra la compuso Barnave en prisión, antes de ser guillotinado.

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constitucional en su obra titulada El espíritu de la revolución y de la constitu­ ción de Francia (1791). Meses después, cambiaba de opinión y en su Discurso sobre el juicio a Luis X V I del 13 de noviembre de 1792 se convertía en uno de los defensores más vehementes de la pena de muerte. Al entender la eje­ cución del rey como una medida de salud pública, Saint-Just argumentó que «la monarquía es un crimen eterno, contra el que todo hombre tiene derecho a levantarse en armas». Pero no olvidemos tampoco: el abate Sieyés que en su Polémica con Thomas Paine sobre la Monarquía y la República (1791) señala­ ba que «existe más libertad para el ciudadano en la monarquía que en la República. Todo otro motivo de determinación me parece pueril» acabó, no obstante, votando la muerte de su rey, Luis XVI. Así que la idea de una monarquía constitucional como la imaginaron Mirabeau, Barnave, los feuillants... desapareció del horizonte antes las posturas extremas de Saint-Just, D anton, Sieyés, La Révelliére-Lépeaux... El asalto a las Tullerías iría seguido, a finales del 92, de la detención de la familia real, que permanecería confinada durante meses en sus aposentos, en situación de arresto domiciliario. En el tablero del ajedrez político, callada y sigilosamente se había gestado un cambio peligroso de posiciones. Y poco a poco cundió el deseo de propinar jaque mate al rey. De nada valió, entonces, el empeño del rey por democratizar las instituciones y aceptar que el número de diputados del Tercer Estado fuera equivalente a la suma de los de la noble­ za y clero (27-XII-1788). De poco sirvió que Luis XVI, en señal de simpatía con la causa revolucionaria, adornara su sombrero con la escarapela tricolor, y menos aún que un 14 de septiembre de 1791 jurara la Constitución si su jura­ mento (que sonaba a mentira, a burla) se había producido sólo unos meses después de ser detenido tras su intento de fuga, abortado en Varennes (21 de junio de 1791). Todo era inútil en Luis XVI, que además no parecía un rey moderno después de negarse a sancionar la Declaración de los Derechos del Hombre, y a reconocer los decretos que abolían el régimen señorial sin dere­ cho a indem nización.7 Según M anon Philiphon, esposa de Roland de la Platiére (1754-1793), y alma materdA movimiento girondino, «nadie creía en la vocación constitucional de un rey nacido en el despotismo, educado en él y acostumbrado a ejercerlo». 7 Léase la reconstrucción histórica de la detención de la familia real que, en Los desarraigados (Madrid, Cátedra, 1996, 1.a parte, cap. II, pp. 128-9), ofreció Maurice Barres en 1897. Y acerca del Decreto del 4 de agosto del año 1789, frente al cual Luis XVI opuso su negativa y no quiso firmar,

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LOS ORÍGENES DE I.A REVOLUCIÓN ERANCESA

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Así, en condiciones tan adversas, Luis XVI era destronado el 21 de sep­ tiembre de 1792 y, más tarde, juzgado por los miembros de la cámara de la Convención (diciembre de 1792 a enero de 1793). De las habitaciones en que vivía recluido, el monarca Luis XVI saldría para ser conducido hasta el patíbulo, y ejecutado un 21 de enero de 1793. Su muerte fue una fiesta. La fiesta, una revolución. Y los habitantes de París que nunca habían visto algo igual gritaban «Vive la Républigue!». Y no sólo eso: quienes se atrevían a amparar la validez de la realeza, como Marie Olympe de Gouges o Chrétien Guillaume de Lamoignon de Malesherbes, también les tocaría subir las esca­ leras del cadalso. Así que, visto con cierta perspectiva el desenlace que pro­ vocó la pólvora de la revolución, tienen sentido las palabras de Blaise Pascal: decía este pensador galo que «el arte de derrumbar, trastornar los estados es el de remover las costumbres establecidas». Y no andaba descaminado Pascal. Al fin y al cabo la Revolución francesa fue el detonante que derribó las tra­ diciones que a lo largo de tres siglos crecieron bajo la piel de una anatomía absolutista de Estado?

sabemos que en su: «Artículo 1. Asamblea Nacional suprime enteramente el régimen feudal y decreta que los derechos y deberes tanto feudales como censales, los que se refieren a la mano muerta real o per­ sonal y a la servidumbre personal y los que los representan, son abolidos [...]. Artículo 4. Todas las justicias señoriales son suprimidas sin ninguna indemnización. [...]. Artículo 9. Los privilegios pecuniarios personales o reales en materia de subsidios son abolidos para siempre. La percepción se hará sobre todos los ciudadanos y sobre todos los bienes, de igual manera y en la misma forma». Curiosamente, el espíritu de este decreto inspirará años después el contenido de una obra de Vtadimir Ilich Uliánov Lenin que data de 1907, titulada Programa agrario de la socialdemocracia en la Primera Revolución rusa de 1905-1907. Pues bien, dentro del apartado dedicado a las conclu­ siones, Lenin escribió lo siguiente: «para formar en Rusia una economía de granjeros realmente libre es necesario “levantar las cercas” de todas las tierras, tanto de las que pertenecen a terrate­ nientes como de las parcelarias. Es necesario destruir todo el régimen medieval de posesión del suelo, igualar toda clase de tierras entre los agricultores libres en una tierra libre. Es necesario faci­ litar en el máximo grado [...] la libre distribución de la población campesina [...]. Es necesario “limpiar” toda la tierra de toda la antigualla medieval» (Vladimir Ilich Uliánov Lenin, Obras com­ pleta^, Madrid, Akal, 1977, vol. XIII, p. 430). " Blaise Pascal (obra postuma: 1670), Pensées, Grant y Cutler, Londres, 1998 (Valencia, Artes Gráficas Soler), 230.

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EL TIRANICIDIO. EL ASESINATO EN LA ARENA POLÍTICA Sí, señores, armas es lo que nos hace falta, y venimos a pediros permiso para procúranoslas. Que nuestra debilidad no sea un obstáculo, el coraje y la intrepidez la suplirán, y el amor por la patria, el odio por los tiranos nos hará desafiar fácilmente los peligros. PAULINE L ÉO N ,

Petición a la Asamblea Nacional (6-111-1791) Señores: Las cadenas de los franceses han sucumbido con estrépito, el estallido de su caída ha hecho palidecer a los déspotas y estremecido sus tronos; Europa, sorprendida, ha fijado su atenta mirada en la estrella que ilumina Francia y en el augusto senado que representa un pueblo que a la voluntad de ser libre añade el amor de ser justo. ETTA PALM D ’A EI.DERS ,

Mensaje de las ciudadanas francesas a la Asamblea Nacional (12-VI-1791) Et que les trónes des tyranscroulent au bruit de votre gloire.1 Estrofas originarias del himno de La Marsellesa (1792) Una antepasada mía fue guillotinada en el 93. Somos una antigua familia del Barrois autónomo. De este modo se nos impuso la Revolución. Pero en fin, aunque la Revolución y Francia hayan sido hechas en contra nuestra, no podemos impedir ser sus hijos. M AURICE BARRÉS,

Los desarraigados (1897)

1Y

que los tronos de los tiranos se desplomen con el estruendo de vuestra gloria.

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LA TÁCTICA

DE LOS ALZAMIENTOS

Figuras tan relevantes como Martín Lutero, Las Casas, Mariana, Grocio, o el mismo Enrique VIII nos recuerdan que el proyecto de la Modernidad fue, desde sus orígenes, profundamente contestatario y, en ocasiones, rebeldemente secesionista. Y es que el árbol de la Modernidad se alimentó de la savia que pro­ cedía del acto de saquear los cimientos del pasado igual que, antaño, Cronos había destronado a su padre hiriéndole con un jaque-mate. Q ue era placentero defenestrar el pasado y, de paso, a quienes sujetaban las bridas del poder aparece en las entrañas mismas de la Modernidad. No olvidemos el final trágico de María Estuardo acaecido en el año 1586. Tampoco, años después, el procesamiento y muerte del monarca Carlos I en 1649. Y, menos aún, las intrigas golpistas de Catalina II en 1762 contra su marido, Pedro III, obligado a abdicar y poco después aparecido misteriosa­ mente muerto. Y no pasemos mucho menos por alto el golpe de Estado ases­ tado contra Robespierre y la plana mayor de su gobierno en 1794. Todo lo cual evidencia que sin el espíritu político de transgresión los ideales de la Edad M oderna nunca habrían podido llegar a prender. Había, por tanto, cierto gusto en el acto de oponerse a quienes detenta­ ban el poder, y también se respiraba complacencia a la hora de aflojar las ata­ duras de quienes gobernaban las instituciones, pese a que ello supusiese muchas veces transitar por caminos políticamente desconocidos. En caso de no ser así, es decir, si no hubiera habido en los albores mismos de la M odernidad un ánimo explícito de ruptura ¿cómo podríamos interpretar que el religioso Thom as Müntzer, imitando el proceder cismático de Lutero, se enfrentara al quietismo político de éste y de otros reformadores de su época y provocara la caída del gobierno de Mülhaussen en 1524 y, un año después, M üntzer se pusiera al frente de los campesinos encabezando una rebelión armada? ¿Cómo situar la decisión estatal de Enrique VIII de crear su propia administración religiosa al margen de los preceptos del Obispo de Roma? ¿O cómo entender que Felipe de Montmorency-Nivelle, conde de Horn, des­ pués de servir fielmente como noble flamenco a los intereses de la Corona española, primero con el emperador Carlos y, luego, al servicio de su hijo Felipe II, iniciara a partir de 1566 la insurrección y revuelta de los aristócra­ tas flamencos contra la dominación española? ¿Cómo explicar que María I Estuardo llegara a provocar por su política poco acertada una sublevación

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general en el año 1567 y que, tras a abdicar en su hijo Jacobo VI y ser ence­ rrada en una isla del Lochleven, la reina de Escocia lograra escapar con el fin de hacer valer sus antiguos derechos de gobernante? ¿Cómo disimular el malestar enorme que se creó y los esfuerzos que se desplegaron para vencer definitivamente a la reina en 1568? ¿Cómo no advertir en este ambiente polí­ tico de crisis que George Buchanan fuera un crítico acérrimo de la ex reina, tal y como lo demuestra el panfleto que escribiría en su contra, titulado La reina María al desnudo (Detectio Mariae Reginae, 1571)? Si no hubiera habido en los albores mismos de la Modernidad un ánimo explícito de ruptura, ¿cómo comprender la resistencia de los protestantes fran­ ceses a acatar la autoridad de su rey tras los brutales acontecimientos acaecidos durante la aciaga Noche de San Bartolomé del año 1572? ¿Y cómo percibir en sus justos términos el porqué de su insubordinación cuando esos hugo­ notes franceses creaban la Unión Calvinista, un Estado al margen del Estado francés, con sus propias administraciones de justicia y economía y, claro está, su propio ejército? ¿O cómo explicar el origen de los levantamientos popula­ res en Evora (1637: Portugal), alentados por el cardenal Richelieu para lograr un pronunciamiento militar contra Castilla, así como el debilitamiento de la Corona española? ¿Cómo situar el complot del conde Chaláis para acabar con la vida del implacable Richelieu? E incluso, ¿cómo interpretar la segun­ da Defenestración de Praga, en donde un grupo de insurrectos bohemios des­ pués de arrojar un 13 de mayo de 1648 por las ventanas del castillo de Praga a los emisarios imperiales instauraba su propio gobierno, suceso este que generaría la Guerra de los Treinta Años? Sin lugar a dudas, tales aconteci­ mientos nunca son explicables de no tener en cuenta que desde los orígenes de la Edad M oderna hubo un afán político de ruptura. Del árbol de la M odernidad brotó el fruto de la desobediencia. Y aunque siempre hubo en el pasado actos de indisciplina, fue en la Edad M oderna donde la rebeldía tomó carta de naturaleza y fue sentida como arma necesaria para construir la vida política. En medio de estos vaivenes políticos, Gabriel Naudé publicaría en 1639 sus Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado. Pues bien, después de clasificar los tipos de golpes de Estado en justos, injustos, fortuitos, simples y compuestos, Naudé procede en el capítulo III a prescribir las reglas que, en su opinión son necesarias para servirse de los golpes de Estado. Y entonces, Naudé señala que éstos, si quieren ser eficaces, han de ejecutarse por utilidad

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pública, a la defensiva y utilizando los medios más suaves. Y, claro está, sin incurrir en un uso continuado. Por supuesto, Naudé habla del complot de los hugonotes cuyo desenlace final, acaecido durante la noche de San Bartolomé, tenía en su opinión motivos más que sobrados para llevarse a cabo desde la defensa de la seguridad del Estado. Pero el hecho mismo de que Naudé siga el estilo pragmático de Maquiavelo y hable, al margen de criterios morales, de lo que es necesario para la supervivencia del Estado y justifique en quien gobierna la toma de decisiones extremas, rodo ello constituye una prueba de cómo en las actitudes de mando comienza a contemplarse, y sin pudor algu­ no, la viabilidad de ciertas maniobras dentro del ámbito público. Y esta expo­ sición detallada sobre les coups de forcé, no hay que olvidarlo, se fragua en el caudal de la Edad Moderna, de cuyas aguas se extraerán los argumentos para detener, encarcelar y matar a los reyes.

LA ANATOMÍA

DEL PODER

Aun cuando resulta difícil fechar la crisis del Estado, por ciertos indicios creemos poder rastrear cuándo empezó. Para el humanista escocés George Buchanan, preceptor del futuro rey Jacobo VI, había que dejar atrás el dere­ cho divino de los reyes, suceso que conllevaba abandonar la justificación sobrenatural de la autoridad real. Con esos objetivos Buchanan escribiría De iure regni apud Scotos (El derecho monárquico en la obra de Scotos, 1579). En dicha obra señalaba cómo carecía de sentido mantener la doctrina tradi­ cional del derecho divino de los reyes. La propuesta de George Buchanan no pasaría desapercibida, pues incluso para un defensor acérrimo del poder absoluto como Thom as Hobbes la monarquía absoluta tampoco nacía del derecho divino, sino de un pacto entre hombres, igual que el resto de las ins­ tituciones. Desde otro frente, Blaise Pascal (1623-1662) anotaría la injusticia c irra­ cionalidad que implicaba el uso del derecho de primogenitura, pues del mismo modo que no se elige para la dirección de una nave al viajero que per­ tenece a la mejor casa, tampoco debe presuponerse virtud y habilidad políti­ cas en el primogénito de la familia real, sólo por el hecho de serlo. Con esta opinión, Pascal no dejaba en buen lugar al gobierno basado en la sucesión hereditaria de la Corona. Así se manifestaba en sus Pensamientos 232, 236 y

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E l. TIRANICIDIO.

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EN LA ARENA POLÍTICA

296, aunque es más que posible que la crítica de este filósofo a la endogamia monárquica estuviera inspirada en el dictamen del viejo Aristóteles, quien ya había dejado escrito en el siglo cuarto antes de Cristo, exactamente en el libro III de su Política, que la monarquía consanguínea se correspondía con las formas despóticas y tiránicas de gobierno de algunos pueblos bárbaros. Buchanan y Hobbes desmantelaban la tradición del soberanismo divino. Pascal analizaba el absurdo que suponía heredar el poder y la administración del Estado por cuestión de simple linaje. Pero otros autores como Las Casas, Grocio, o el mismo Pufendorf recriminarían los libertinajes en que incurren los representantes de la autoridad. Por eso, no es casual que a las quejas del poder del Estado se fueran uniendo las críticas de injusticia. Con vocación de denuncia se comporta el sevillano Fray Bartolomé de las Casas (1474-1566), el cual a través de las múltiples ediciones de sus escritos, traducidos a todas las lenguas europeas, revelaba a la vez que censuraba los excesos que cometía el ejército español en territorios de ultramar. Las acusaciones del padre Bartolomé no caerían en saco roto, pues tendrían un electo jurídico muy beneficioso. Bajo el impulso del emperador Carlos, se promulgaban en 1542 las llamadas Leyes Nuevas de Indias. En primer lugar, desde la necesidad de controlar los abusos que De las Casas denunciaba dentro de los territorios trasatlánticos. Y en segundo término, las llamadas Leyes Nuevas de Indias sur­ gían con la obligación de respetar los derechos humanos de los indios. En esa estela de la jurisprudencia española, el abogado neerlandés Hugo Grocio escribiría De iure belli acpacis (Las leyes de la guerra y de la paz, 1625). En esta obra intentó prevenir y reglamentar las guerras. Y, lo más importante, denunciar la práctica estatal de la esclavitud. Naturalmente, a lo largo de toda la Edad M oderna proseguirán los escri­ tos contra la anatomía, siempre corpulenta, del poder del Estado. Y con idén­ tico espíritu de reproche el jurista e historiador alemán barón Von Pufendorf publicaría, bajo el seudónimo de Severinus de M ozambano, La situación del Imperio germánico (1667), una obra en la que Pufendorf realiza una crítica de lo que sucedía en aquel territorio. Casi cien años después y con idéntico pesimismo iniciaría Jean Jacques Rousseau su libro El contrato social o Principios de derecho político (1762) afirmando que «el hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado».

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Critica del programa de Gotha, que «nosotros nos encontrábam os entonces — pasados unos años desde el Congreso de la Haya de la Internacional— en pleno apogeo en la lucha contra Bakunin y los anarquistas». Por tanto, a la vista de estos testimonios no parece desacertado afirmar que el enfren­ tam iento entre dos visiones contrapuestas del socialismo, marxismo y anar­ quismo, facultó la expulsión de Bakunin a la vez que aceleró el nivel de precariedad institucional de la AIT. Ahora bien, en honor a la verdad, en esa precariedad no cooperaron sólo las luchas intestinas, que lideraba el sec­ tor marxista, por el control de esta organización. También complicó el futuro de la AIT la decisión de separarse de ella que tom aron los sindica­ tos británicos tras al apoyo de la Internacional a la C om una de París. Y aunque la resolución de los sindicatos británicos no vino en buen m om en­ to y Marx arengaba a los líderes e integrantes de la C om una a rebelarse y tom ar el poder, la decadencia de esta organización obrera se hacía cada día más palpable. Es más, a raíz del pésimo resultado que tuvo en Francia el brote communard (1871), el propio Marx llegó a escribir en su Critica del programa de Gotha (1875) que la A IT «no podía prolongarse después de la caída de la C om una de París». Con problemas internos y externos, la crisis de la AIT era un secreto a voces, y Marx y Engels deciden propinar la puntilla a la Asociación Internacional de los Trabajadores. ¿Cómo? Transfiriendo el domicilio del Consejo General de la AIT a la ciudad de Nueva York, como había propues­ to Engels en el Congreso de La Haya. Pero, ¿con qué objetivo? Con el pro­ pósito de sacar a la AIT del proceloso contexto europeo, pero «manteniendo algún control sobre el centro de Nueva York, a fin de impedir que idiotas como Perret o aventureros como Cluseret se apoderen de la dirección y com­ prometan a la causa». Esto es lo que al menos escribía Marx el 27 de sep­ tiembre de 1873 al que sería secretario de la AIT en Nueva York, el comunista alemán Friedrich Albert Sorge. Desubicada de su sede londinense, en 1876 era desarticulada la propia AIT durante el Congreso de Filadelfia; al fin y al cabo la representación norteameri­ cana dentro de la Internacional siempre había sido prácticamente inexistente, a lo sumo simbólica, y nunca tuvo sentido que la sede de la AIT estuviese en Nueva York, o en cualquier ciudad de EE.UU. Consiguientemente, que la sede del Consejo General de la AIT estuviera en suelo americano para más tarde desaparecer en Filadelfia — Sorge había dimitido en 1874— formaba parte de

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la estrategia suicida que Marx había planificado, desde la clandestinidad, para la AIT, y eso que de cara a la galería Marx pregonaba que EE.UU. podría enca­ bezar el movimiento socialista si abandonaba el lastre de su historia. La disolución de la AIT constituyó un acontecimiento insólito, sorpren­ dente. Pero al mismo tiempo fue una estrategia sin triunfos, una victoria pírrica. «Pírrica» porque nunca otorgó la victoria a los marxistas. «Pírrica» porque al hacer desaparecer la Internacional para que no cayera en manos de los anarquistas Marx y Engels redujeron a simples escombros el peso organi­ zativo, sindical y cosmopolita de esa institución obrera. No hay duda, el odio, las luchas, las rivalidades, los enfrentamientos... entre Marx y Bakunin fue­ ron el detonante que hizo posible la voladura, desde dentro, de la propia AIT. Y en este duelo, cuya víctima primera fue la AIT, los motivos personales se confundieron con los motivos políticos. ¿O fue al revés? En todo caso, la des­ trucción de la AIT no vino paradójicamente de la mano de ningún gobierno burgués, tampoco de ninguna coalición política de extrema derecha. La des­ trucción de la AIT arrancó de la oposición visceral de los marxistas hacia gru­ pos revolucionarios no ortodoxos. Y de todo esto se había dado cuenta Bakunin cuando en una carta que escribió a su amigo Rubicone Nabruzzi, del 23 de julio de 1872 le decía: Marx es un comunista autoritario y centralista. Quiere lo que nosotros queremos: el triunfo de la igualdad económica y social, pero en el Estado y por la fuerza del Estado; por la dictadura de un Gobierno provisional, pode­ roso y, por decirlo así, despótico, esto es, por la negación de la libertad [...]. Nosotros queremos ese mismo triunfo de la igualdad económica y social por la abolición del Estado y de todo cuanto se llama derecho jurídico que, según nosotros, es la negación permanente del derecho humano. Querérnos­ la reconstrucción de la sociedad y la constitución de la unidad humana, no de arriba abajo por la vía de cualquier autoridad, sino de abajo arriba por la libre federación de las asociaciones obreras de toda clase emancipadas del yugo del Estado. [...] Hay otra diferencia, esta vez, muy personal, entre el y nosotros. Enemigos de todo absolutismo, tanto doctrinario como práctico, nosotros nos inclinamos con respeto no ante las teorías que no podemos aceptar como verdaderas, sino ante el derecho de cada cual a seguir y pro­ pagar las suyas [...]. No es éste el talante de Marx. Es tan absoluto en las teo­ rías, cuando puede, como en la práctica. A su inteligencia verdaderamente eminente, une dos detestables defectos: es vanidoso y celoso. Le repelía Proudhon, tan sólo porque este gran hombre y su reputación tan legítima le hacían sombra. Marx ha escrito contra él las más nefastas cosas. Es personal hasta la demencia.

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Lo cierto es que Marx, al destruir la AIT, dio la razón a Bakunin, pues ¿no estaba Marx aniquilando, al más puro estilo bakuninista, una organiza­ ción con vocación centralista? Sea como fuere, es un hecho que Marx con su proceder perdió todo su prestigio político. También dentro de la escena inter­ nacional; y cuando los socialistas alemanes, reunidos el año 1875, creaban el Partido Socialista Alemán, Marx escribiría un escrito en contra de los acuer­ dos que habían tomado sus compañeros durante el Congreso celebrado en la ciudad de Gotha. Y sus consejos, aunque ello le doliera, fueron estruendosa­ mente desoídos.

LAS

PERIFERIAS

Bakunin, por el hecho de que tomaba al pie de la letra uno de los prin­ cipios básicos del populismo, creía en la idea de que la soberanía reside en el pueblo y sólo pertenece al pueblo. Es más, para Bakunin (que aprobaba la utopía de la autogestión del ser humano, como en su tiempo la aprobó otro anarquista célebre: el británico William Godwin) no había justificación algu­ na que pudiera confirmar la existencia del Estado. Tampoco sitio ni excusa para construir un Estado alternativo, aunque ese Estado fuera de sello anti­ burgués y proletario. La negación de la Autoridad permanecía siempre por encima de la defensa de cualquier modelo de Estado, por muy progresista o ultra revolucionario que fuese tal modelo de Estado. En el ánimo de Bakunin estaba presente, pues, el deseo de hacer realidad la regla de oro de Proudhon referente a que toda autoridad política es innecesaria. Más aún. Si Marx supo ubicar en la médula de las ciudades la poten­ cialidad revolucionaria del obrerismo; si Marx definió a las clases que no eran verdaderamente proletarias como masa indigna y reaccionaria; si Marx centraba el empuje del movimiento obrero en el papel de cambio social que podían desempeñar las organizaciones de los trabajadores y, por eso, ponía todas sus esperanzas en la fuerza del sindicalismo urbano; Bakunin no quiso restar protagonismo a esos grandes sectores de la población descasa­ dos a los que casi nadie ni sociológica ni políticamente había prestado demasiada atención, salvo los O ’Connor, Herzen... y pocos más. De ahí el empeño de Bakunin por rescatar del piélago del silencio al lumpemproletariado, de ahí su afán por sacar de la marginación a los núcleos no urba-

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nos. Com o dem ostró Bakunin en Cartas a un francés sobre la crisis actual (1870) y tam bién en E l Imperio knutogermánico y la Revolución social (1870-1871), era fundam ental recuperar para la lucha revolucionaria a un segmento de la población injusta e históricam ente olvidado, cuando no, execrado: el cam pesinado.8 Intentando deshacer planteamientos maniqueístas, Bakunin intentó recobrar para la causa de la Revolución al sector agrícola. Y lo más impor­ tante: frente a Marx que circunscribía a las ciudades la acción combativa de los obreros, Bakunin reivindicaba el papel subversivo del pagus (aldea) y de la civitas (ciudad). Bakunin estimaba al obrero con conciencia de clase, pero también al obrero sin conciencia de clase, y al campesino analfabeto que labraba la tierra al pie de unas montañas. Y al tiempo que reclamaba la caída del rus (ley rural) y rechazaba el ius (el derecho urbano), proponía románti­ camente al poeta en contraposición al disciplinado, meticuloso y organizador jurista, inspirador de leyes, decretos, constituciones y Estados. Por otra parte y a diferencia del sindicalismo industrial, único garante, según Marx, de la bandera de la Conciencia de Clase, Bakunin incidía en el papel de la acción revolucionaria no tanto de las aristocráticas instituciones sindicales, sino de las silenciosas y mudas periferias, ¿quizá por el hecho de que, como ruso que era, le había afectado la abolición, en su país, de la ser­ vidumbre (3-III-1861), así como el m antenim iento de esa estructura autogcstionaria que era el mir, com unidad rural propietaria de la tierra que, como persona jurídica, se hacía responsable del m antenim iento agrario de las tie­ rras y del pago de los impuestos? Puede ser, en todo caso lo que sí es cierto es que Bakunin observaba que los representantes del socialismo urbano, más instruidos y civilizados, sentían profunda antipatía hacia los campesinos a los que toman por sujetos ignorantes, fieles a las autoridades de la Iglesia y del Estado, ligados a la institución de la propiedad privada y movidos, en su bea­ tería, a actuar por supersticiones. ¿Y desde el lado campesino también había prejuicios hacia los obreros o señoritos de ciudad? Sí, otro tanto sucedía entre los campesinos que tendían a identificar y no pocas veces, dice Bakunin, a los obreros con el aburguesa* La recuperación de la población rural no era ninguna novedad, pues el carlista O ’Connor estaba a favor de la pequeña comunidad campesina mientras que el socialista ruso Herzen (que llegó a colaborar con Proudhon en la publicación Voix du Peuplé) concibió una sociedad utópica a partir de las comunidades agrarias existentes, llamadas obschini.

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miento de las ciudades. Pues bien, ante estas y otras muestras de rivalidad y de desconfianza m utua entre gente de ciudad y gente del campo, en su obrita Cartas a un francés sobre la crisis actual (1870) propone Balcunin no emplear la táctica del terrorismo de las ciudades contra las comunidades agrarias y refiere que «no se trata de ensalzar a los campesinos ni de denigrarlos, se trata de establecer una línea de conducta revolucionaria que [...] no sólo impida que el individualismo de los campesinos los impulse al terreno de la reacción sino, al contrario, sirva para hacer triunfar la revolución». Para alcanzar tal objetivo, es decir, para conquistar la incorporación de la población campesi­ na al ámbito de la lucha revolucionaria proletaria, Bakunin exhorta a sus correligionarios: «desencadenad esa anarquía popular en los campos como en las ciudades, agrandadla hasta el punto de que ruede como una avalancha furiosa que lo devore, que lo destruya todo». Sólo de este modo, dice, se podrá «escoger entre la esclavitud por la civilización o la libertad por la bar­ barie política del proletariado».9 Marx fundaba su teoría política en la experiencia de la industrialización británica. Bakunin no creía (¿por su ascendencia rusa?) en las elites urbanas y tampoco en las elites sindicales. Motivo por el cual, arengaba a favor de la sublevación universal de las masas, las cuales, en su opinión, «romperán defi­ nitivamente el yugo odioso y secular y destruirán con sus raíces la explota­ ción burguesa y la civilización burguesa que se deriva de ella; [lo cual,] significará, con otras palabras, el triunfo de la revolución social, la abolición de todo lo que lleva el nom bre de Estado». Pero además, y para desesperación de Marx, Bakunin admitía que las masas, al margen de su cualificación o falta de cualificación obrera, pudiesen liderar, y con éxito, la guerra a favor de la abolición del Estado. La prueba de ello la había dado España, único país europeo que sin ejército organizado y sólo con una guerra de guerrillas derrotó militarmente a Napoleón. España, comentaba Bakunin, [...] fue salvada del yugo extranjero por una insurrección puramente popular y demostró que las masas populares, ignorantes e inermes son capaces de resis­ tir a las mejores tropas del mundo, siempre que estén animadas de una pasión 'Mijaíl Bakunin (1870), «Cartas a un francés sobre la crisis actual», en Mijaíl Bakunin, Obras completas, o. cit., vol. I, pp. 123, 126. Este mismo planteamiento lo vuelve a exponer Bakunin en su obra El Imperio knutogermánico y la Revolución social (1870-1), planteamiento que puede leer­ se en Mijaíl Bakunin, Obras completas, o. cit., vol. II, pp. 81-84, 87 ss.

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fuerte y unánime. España probó más, y principalmente que para conservar la libertad, las fuerzas y las pasiones del pueblo, incluso la ignorancia es preferi­ ble a la civilización burguesa. En vano los alemanes se vanaglorian y comparan su insurrección nacio­ nal — pero que estuvo lejos de ser popular— de 1812 y 1813 con la de España. Los españoles, aislados, se levantaron contra la potencia colosal del conquistador hasta entonces invencible; mientras que los alemanes no se levantaron contra Napoleón más que después de la derrota completa que sufrió en Rusia.

Es decir, frente a ese grupo de presión en que estaba convirtiéndose el proletariado de las ciudades tecnológicamente más avanzadas, Bakunin ano­ taba cómo la revolución convergía en la franja mediterránea, a la sazón, agra­ ria y escasamente industrializada, y sin perder la esperanza señalaba que la revolución «por el m omento ha concentrado sus fuerzas en el sur de Europa: en Italia, en España, en Francia; pero esperamos que pronto se unirán tam ­ bién a ella los pueblos del noroeste: Bélgica, Holanda y, sobre todo, Inglaterra y, en fin, más tarde, todas las razas eslavas».10 En resumidas cuentas, Marx sentía horror por las clases que no eran obreras mientras que Engels, así lo manifestó en el prefacio a La lucha de cla­ ses en Francia de Marx, creía que no todos los revolucionarios tenían el mismo alcance y nivel intelectual: unos servían para combatir mientras que otros, en estos términos pensaba Engels, estaban capacitados para averiguar quiénes se escondían bajo la piel de la revolución. Pero claro, si la emancipa­ ción de la clase obrera era, según Marx, asunto de la propia clase obrera, ¿qué hacían los intelectuales dentro del movimiento obrero? ¿No estaban ellos impidiendo que la emancipación de la clase obrera se realizase por ellos mis­ mos? ¿Y no repetían esos mismos intelectuales lo que ocurrió en las eleccio­ nes de la Convención cuando nadie del pueblo y ni siquiera un sans-culotte salió elegido como diputado durante la Revolución francesa? ¿Y acaso no 10 Mijaíl Bakunin (1873), Estatismo y anarquía, Barcelona, Ediciones Folio, 2001, pp. 58-59, 65, y 216. Otras referencias sobre Suiza, Francia, España pueden leerse en la carta que Bakunin diri­ ge a Alberto Richard (16-V III-1870), y en su obrita Cartas a un francés sobre la crisis actual (1870), que pueden leerse en Mijaíl Bakunin, Obras completas, o. cit., vol. I, p. 189. También Kart von Clausewitz anotaría en su célebre tratado militar cómo los españoles, a pesar de su debilidad, pudie­ ron si embargo superar al ejército de Napoleón Bonaparte: De la guerra (1816-1831), 1.a parte, lib. III, cap. XVII (p. 188). Respecto a la idea bakuninista de que los alemanes comparan su proceder con la insurrección de España, conviene señalar como detalle histórico que el manifiesto apologéti­ co a favor de la lucha alemana que lanzó el escritor y político alemán Ernst Moritz Arndt con el títu­ lo Catecismo del soldado alemán (1813) fue escrito en clave nacionalista, pero a partir de la derrota y retirada napoleónicas de Rusia, no en el momento de esplendor militar de Napoleón.

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tenía sentido que los delegados franceses que asistían al Congreso de Ginebra (1866) propusieran que la composición de la Internacional estuviese consti­ tuida por verdaderos obreros, por trabajadores manuales, y no por intelec­ tuales? ¿Y no es menos verdad que el dirigismo que Bakunin criticaba en Marx, también era aplicable a él, al empeñarse Bakunin en liderar como inte­ lectual y político el movimiento de liberación de todos los pueblos del mundo?

EL

RETORNO DE

H IPIAS

La historia quiso propinar una mala jugada bakuniniana a Marx cuando este ideólogo, ejerciendo de profeta, aventuraba el cumplimiento de la Revolución Proletaria en sociedades avanzadas, es decir, en centros urbanos capitalistas y con fuerte participación sindical. Sin embargo, Gramsci, como Bernstein y Kautsky, anotaría que la Revolución rusa iba en contra de las tesis de El Capital de Marx. Y si a estas opiniones críticas se añade la evidencia de que ninguno de los ensayos revolucionarios consumados en el novecientos (desde China a Angola, de Cuba a Camboya, de Rusia a Etiopía, Este europeo, Hispanoamérica y Africa) ha cumplido jamás los requisitos de la doctrina marxiana (crisis financiera, derrumbe de la economía de mercado, hecatombe de todo el sistema capitalista...), y si encima observamos que los experimentos comunistas que hasta la fecha se han producido se han realizado siempre en países agrarios, poco desarrollados, muy lejos del techo tecnológico de las socie­ dades industriales, es lícito concluir que las revoluciones se hicieron donde pre­ veía Bakunin que podían consumarse: en las periferias. Pero, ¿por qué en las periferias? Porque en la concepción bakuniniana latía una imagen idealizada del buen salvaje; porque para Bakunin el ser humano era capaz de vivir de los fru­ tos de la tierra y, por estar alejado de los artificios de la civilización, podía al mismo tiempo ser puro y estar bajo un estado de pureza virginal, esto es, per­ maneciendo libre de las ataduras y sevicias de la sociedad tecnocratizada. Así que no extraña que sólo un tiempo después, el príncipe y anarquista Kropótkin en Palabras de un rebelde (1885) proclamara también la idea de que: [...] la mejor manera de ser libre es no siendo representado por nadie, la de no abandonar los asuntos y las cosas en poder de otros, la de no confiar a la Providencia o a los elegidos nada absolutamente. [...] El porvenir es de los

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grupos libres y no del gobierno centralizado; corresponde a la libertad y no a la autoridad.11

Lejos de cualquier originalidad, ya en la segunda mitad del siglo v antes de Cristo el sofista y matemático Hipias de Elis pensaba de esta forma: Hipias reclamaba la autarquía del individuo y exigía la rebelión contra las leyes socia­ les por creer que éstas oprimen a los débiles y se oponen a la Naturaleza. Para Hipias el ser hum ano debía intentar escapar de las amarras del útero social. Curiosamente, esta idea volvería a prender en Occidente gracias a Bakunin y sus seguidores. Con esta simiente se explicaría el auge, dentro del anarquismo, de una corriente hippie de pinceladas rousseaunianas denominada «anarconaturismo». Corriente que defendía la vuelta al estado de la Naturaleza y que preconizaba el regreso al pre-Estado. En todo caso y como decía con buen tino Emilio Castelar, mientras las escuelas socialistas «elevan la fuerza del Estado en sus pro­ yectos y planes hasta el despotismo, esta escuela [la anarquista] conduce la libertad individual hasta la negación del Estado, y por consiguiente de la socie­ dad [...]. Creer cosa natural de suyo a la especie humana los desligues de los lazos sociales y la ruina de los organismos del Estado y la supresión de todo tri­ bunal y la carencia de toda ley, equivale a creer posible la retrogradación a las edades de oro y a los ensueños de inocencia y a los jardines paradisíacos pues­ tos por las teogonias y las leyendas en los orígenes de la especie humana, los cuales ocultan, tras un celaje de fantástica poesía el estado prehistórico, donde se hallaba en los últimos escalones de triste animalidad el hombre».12

11 Pietr Kropótkin (1885), Palabras de un rebelde, o. cíe., p. 70 (cap. «El gobierno representa­ tivo») y 88 (cap. «Continúa el gobierno representativo»). 12 Emilio Castelar, Artículos periodísticos de Crónica Internacional publicados en la España Moderna, 12-III-1894, epígrafe VIII. Puede leerse en edición digital en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes: www.cervantesvirtual.com. Alfonsina Storni en su poema «Rebeldía» retrata­ ba muy bien los sentimientos de esa corriente: «Ir como las barcas / Que no tienen remos... / ¡Ir como las aves / Que no tienen nido! /». Comentemos a modo de anécdota que un ramal del movi­ miento anarconaturista tendría en España en el catalán Suñé y en el andaluz Fernández a dos de sus mejores adalides.

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LUCHAS Y AFRENTAS: LIBERTAD VERSUS ESTADO

Miré los muros de la patria mía,/ si un tiempo fuertes, ya desmoronados,/ de la carrera de la edad cansados,/ por quien caduca ya su valentía./ FRANCISCO DE Q UEVEDO (1580-1645), Enseña cómo todas las cosas avisan de la muerte La revolución comunista está dirigida contra el modo anterior de activi­ dad, elimina el trabajo y suprime la dominación de las clases al acabar con las clases mismas, ya que esta revolución es llevada a cabo por la clase a la que la sociedad no considera como tal. MARX y ENGEI.S, La Ideología alemana (1845-1846) En nuestra bandera están inscritas las palabras: Abolición de todos los Estados, destrucción de la civilización burguesa, libre organización de abajo arriba por medio de las asociaciones libres, organización del lumpenproleta­ riado, de toda la humanidad liberada, creación de un nuevo mundo humano.

M IJAÍL BAKUNIN, Estatismo y anarquía (1873) Donde termina el Estado, empieza el hombre que no es superfino [...]. Donde termina el Estado — ¡mirad, hermanos! —¿no veis el arco iris y los puentes del superhombre?

FRIEDRICH N IETZSCHE, Así habló Zaratustra (1883)

E L SABOTAJE

MILENARISTA

Anotadas las extralimitaciones que, a su paso, provocaba la revolución industrial, ¿qué vías de escape existían para quienes vivían humillados, amén

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de alienados, por el poder económico? ¿Qué alternativas cabían para quienes no eran ciudadanos y carecían de voz y voto, además de cualquier medio de representación dentro de la vida política? En principio, era posible que la clase obrera se agrupara sindicalmcnte, como así sucedió de hecho y, por tanto, que bregara por la mejora de las condiciones políticas y sociolaborales. Pero lin­ dando otro terreno más peligroso estaban aquellos grupos de presión que, opuestos a cualquier tipo de política de reformas y convenios, defendían cam­ bios drásticos, al tiempo que propagaban la idea de que los trabajadores tenían el derecho moral de alzarse golpista y revolucionariamente contra la burgue­ sía porque, además, ¿no habían empleado la táctica de la fuerza los revolu­ cionarios anglo-americanos y, un poco más tarde, los revolucionarios franceses para alzarse contra sus instituciones? Pues ¿por qué el Cuarto Estado no iba a secundar los mismos pasos que habían dado sus predeceso­ res? Y si en las revoluciones anglo-americana y francesa hubo argumentos a favor de la lucha armada, ¿los obreros del xix, afectados por la voracidad de la competencia industrial, iban a dejar de aceptar para sí el uso de la violen­ cia? Y, lo más importante, ¿qué motivos convincentes había para abandonar el acceso al derecho de ciudadanía por la senda del golpe de estado cuando la burguesía europea y americana había conseguido plasmar sus prerrogativas políticas gracias a la efectividad de la fuerza? Con tales antecedentes era difícil negar el espíritu combativo de algunas asociaciones obreras e impedir la maniobra del golpismo. Llenos de reivindi­ caciones laborales y ávidos de justicia social, ciertos sectores del Cuarto Estado interpretaban la realidad como derivación darvinista de fuerza y vio­ lencia y, por eso, veían desde el principio de la soberanía del hombre que «la revolución no sólo es necesaria porque la clase dom inante no puede ser derro­ cada de otro modo, sino también porque únicamente por medio de una revo­ lución logrará la clase que derriba salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases».1 Para muchos, el Cuarto Estado tenía que buscar, sin dudarlo ni un m omento, su emancipación jurídica y dejar de ser tratado como un sujeto menor de edad. Así se manifestaba al menos el revolucionario babeuvista, y en su juventud carbonario, Louis Auguste Blanqui cuando éste hablaba de la 1 Así concluían Karl Marx y Friedrich Engels el apartado [3] dedicado a «Instrumentos de pro­ ducción y formas de propiedad naturales y civilizados», en su obra titulada La ideología alemana (1845-1846), o. cit.

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L UCHAS

Y AFRENTAS :

L IBERTAD

VERSUS

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insurrección y de la dictadura del proletariado. Lo cual desde su prisma venía a significar que en la edificación de un nuevo Estado debía imperar el mode­ lo organizativo que fuese de abajo a arriba: de las capas inferiores a las supe­ riores. Sólo de esta forma, dando protagonismo a los excluidos, podría quebrarse de verdad el orden jerárquico, escalonado, burgués, nunca iguali­ tario de quienes ejercían el poder, sujetaban para sí las bridas del gobierno público y declaraban defender el ideario progresista de la M odernidad. Por supuesto, Marx y Engels no fueron los únicos que revalidaron las tesis de Blanqui ni tampoco los únicos que creyeron que la sociedad estaba dividida en campos enemigos: burguesía y proletariado. También Mijaíl Bakunin veía con entusiasmo la liberación de las capas más humildes de la sociedad y, tras señalar que el Estado ha nacido históricamente desde la vio­ lencia y la rapiña, esto es, a partir de la guerra y del afán de conquista, afir­ maría en su obra El Imperio knutogermánico y la Revolución social (1871) que la revolución es mucho más fácil contra el Estado, ya que en la naturaleza misma del Estado hay algo que se llama revuelta. Y si acabar con un gobier­ no lo es todo para un revolucionario burgués, para nosotros no es más que el comienzo de la revolución social. Eso es lo que al menos decía el príncipe Kropótkin en Palabras de un rebelde (1885). Unase al deseo de revancha, de revolución social, la evidencia de que las doctrinas socialistas recibieron su legado político de la tradición liberal, legado que no era otro que cambiar la sociedad reformando de pies a cabeza el mode­ lo de Estado para, de paso, lograr un marco político equitativo, justo e iguali­ tario. Ese punto de contacto del socialismo con el liberalismo fue anotado, y con gran perspicacia, en 1851, por un descendiente de Hernán Cortés, el polí­ tico español Donoso Cortés, cuando éste advirtió que «la escuela liberal tiene por cierto que no hay otro mal sino el que está en las instituciones políticas que hemos heredado de los tiempos, y que el supremo bien consiste en echar por el suelo esas instituciones. Los más de los socialistas tienen por averiguado que no hay otro mal sino el que está en la sociedad, y que el gran remedio está en el completo trastorno de las instituciones sociales. Todos convienen en que el mal nos viene de los tiempos pasados: los liberales afirman que el bien puede reali­ zarse ya en los tiempos presentes, y los socialistas que la edad de oro no puede comenzar sino en los tiempos venideros».2 2 Juan D onoso C ortés (1851), Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo, o. ci t., lib. II, cap. X.

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CONTRA DEL

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Marx veía, como Lassalle, que la forma de salvar al proletariado era con­ virtiéndolo en su propio patrón. Había motivos de peso, según Marx, para lanzar fuertes críticas sobre los hábitos burgueses. No obstante y a pesar de ello, este filósofo seguía idealizando la vida en las ciudades (o burgos) al depositar todas sus esperanzas revolucionarias en el sindicalismo urbano que por otra parte, según él, constituía la única fuerza combativa capaz de cam­ biar la rueda de la Historia. Pero, ¿de qué modo el sindicalismo urbano iba a modificar el curso de los tiempos? En primer lugar, rompiendo las cadenas del Estado. Lo que suponía, en opinión de Marx, que el proletariado había de proceder al asalto y conquista de todas las instituciones culturales, políti­ cas y financieras para en un futuro liberador acabar con la patrimonialización del capital y arribar a la dictadura comunista en la que sus huéspedes, los Trabajadores, serían esta vez los verdaderos protagonistas de la Historia: [...] desde 1848, Marx y yo hemos sostenido la opinión de que uno de los resultados finales de la futura revolución proletaria será la disolución gradual de la organización política conocida con el nombre de Estado. El objetivo pri­ mordial de esta organización ha sido siempre el de asegurar, por la fuerza armada, la opresión económica de la mayoría trabajadora hacia la minoría que posee, ella sola, la riqueza. Con la desaparición de una minoría que posee la riqueza de forma exclusiva, desaparece también la necesidad del poder de la opresión armada, o poder del Estado. Pero, al mismo tiempo, siempre fuimos de la opinión de que para alcanzar este y los demás objetivos, mucho más importantes, de la futura revolución social, la clase obrera debe entrar prime­ ro en posesión del poder político organizado del Estado y aplastar con su ayuda la resistencia de la clase capitalista y reorganizar la sociedad. Esto se encuentra ya en el Manifiesto Comunista de 1847, cap. II, conclusión.’

En otros horizontes libertarios se posicionaba Bakunin, el cual ponía el acento no tanto en el hecho de organizar los movimientos de protesta de una ’ Friedrich Engels, Carta a Van Pacten: 18-IV-1883, en Marx y Engels, Correspondencia, o. cit. Comentemos que El Manifiesto del Partido Comunista fue redactado por Marx y Engels a deman­ da de la Liga de los Comunistas. El texto vería la luz en la ciudad de Londres en el año 1848. Por supuesto, esta concepción del Estado reaparece en la obra de Engels cuando este compañero y amigo de Marx afirma lo siguiente: «por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades que se las arreglaron sin él, que no tuvieron la menor noción del Estado ni de su Poder. Al llegar a cierta fase del desarrollo económico que estaba ligada necesariamente a la división de la sociedad en clases, esta división hizo del Estado una necesidad. Ahora nos aproximamos con rapi­ dez a una fase de desarrollo de la producción en que la existencia de estas clases no sólo deja de ser

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forma jerarquizada, vertical y autoritaria, cuanto en la necesidad de lograr la emancipación del género hum ano al margen de instituciones y estados. En la antípoda del proyecto de Bakunin, buscaba Marx, siempre en nom bre de los intereses obreros, la revolución del proletariado pero desde unidades de lucha armada bien coordinadas. Por el contrario, Bakunin no sólo pronosticaba la extinción del Estado, sino que anunciaba la buena nueva de que el pueblo, redimido de sus yugos inmemoriales, sería capaz de organizarse al margen de líderes y gobernantes, al margen de organismos y estados, de leyes y normas. Y frente a Marx que pensaba que el proletariado había de proceder al abor­ daje y ocupación del Estado con el fin de hacerse con el dominio del mismo, Bakunin reclamaba la disolución de todos los cuerpos del Estado y propug­ naba, tal y como lo hizo en el Congreso de Saint-Imier, la destrucción de cualquier entramado de poder. Pero, ¿de qué sorprenderse? ¿No había que­ dado recogido en el punto tercero del programa de la Alianza de la dem o­ cracia socialista que esta organización era «enemiga de todo despotismo, [y] no reconoce ninguna forma de Estado»? Lejos de este empeño destructor que envolvía la bandera de la acracia bakuninista, la meta libertaria de Marx y Engels era otra, y muy distinta del plan extintor que Bakunin y Kropótkin querían ejecutar. Para Marx y Engels la acción política residía en instaurar a toda costa una dictadura del proleta­ riado, no en sabotear al estilo anarco cada una de las estructuras del Estado para, de paso, acabar con el propio Estado. La lucha de clasés tenía en Marx y Engels por objetivo destruir las riquezas burguesas y, con la desaparición de la propiedad privada, aniquilar las desigualdades entre clases sociales. Cómo y de qué forma había que construir un proyecto de sello revolucionario nos lo comunican los autores del Manifiesto del Partido Comunista-, por un lado, asalto del proletariado al poder, con confiscación a la burguesía de todo su capital; por otra parte, dom inio y posesión de todos los instrumentos de pro­ ducción. Y, finalmente, creación del Estado centralista y dictatorial. En contra de este programa político y exhibiendo una radicalidad tan apolítica como abstencionista, nunca colaboracionista, Bakunin rechazaba una necesidad, sino que se convierte en un obstáculo directo de la producción. Las clases desapa­ recerán de un modo tan inevitable como surgieron en su día. Con la desaparición de las clases desa­ parecerá inevitablemente el Estado. La sociedad [...] enviará toda la máquina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo de antigüedades junto a la rueca y al hacha de bron­ ce» (Friedrich Engels (1884), El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, Madrid, Ayuso, 1974, cap. IX, pp. 176-7).

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toda manifestación de autoridad, e incluso equiparaba, sin caer en excepcio­ nes, la esclavitud hum ana a la existencia de cualquier tipo de Estado. Marx, por el contrario, hablaba de la construcción de un Estado revolucionario que fuera capaz de sustituir al despreciable e indigno Estado burgués. Y aunque en honor a la verdad a ese Estado revolucionario Marx le otorgó una exis­ tencia temporal, meramente transitoria, Bakunin ni siquiera permitió que fuese concebida en nombre de los trabajadores y desde la autoridad de un Estado Revolucionario una dictadura de los trabajadores. Queda claro que las ideas de Marx y Bakunin eran, a todas luces, encon­ tradas y sin apenas puntos en común, y como decía Bakunin: [...] es sobre la ficción de esa pretendida representación del pueblo y sobre el hecho real de la administración de las masas populares por un puñado insig­ nificante de privilegiados, elegidos o no elegidos por las muchedumbres reu­ nidas en las elecciones y que no saben nunca por qué y por quién votan; sobre esa pretendida expresión abstracta que se imagina ser el pensamiento y la voluntad de todo un pueblo y de la cual el pueblo real y viviente no tiene la menor idea; sobre la que se basan igualmente la teoría estatista y la teoría de la llamada dictadura revolucionaria. La única diferencia que existe —proseguía Bakunin— entre la dictadura revolucionaria y el estatismo no está más que en la forma exterior. En cuanto al fondo, representan ambos el mismo principio de la administración de la mayoría por la minoría.4

E L COMPROMISO

POR LA LIBERTAD

A raíz de las revoluciones americana y francesa fue expandiéndose por Europa la pasión por la libertad y, con ella, la idea de buscar proyectos liber­ tarios de convivencia. La libertad era la divisa. La libertad era un fin en sí mismo. Y dado que las disposiciones que emanaban del Estado siempre ence­ rraban alguna coacción de modo que impidieran al individuo tomar iniciati­ vas por sí mismo, el liberalismo mantuvo en pie la utopía de proteger la libertad hum ana por encima incluso del propio Estado. Eso explicaría que el primo de Napoleón III, el príncipe Gerónimo Napoleón, conocido bajo el alias de Plon-plon, con la llama de salvaguardar el derecho de los individuos a * Mijaíl Bakunin (1873), Estatismo y anarquía, o. cit., p. 162.

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ejercer en libertad la crítica y la protesta, sufragase los gastos de esos obreros franceses, de mayoría proudhonista, que iban a asistir el 28 de septiembre de 1864 al mitin de St. Martin’s Hall con sus compañeros obreros británicos.5 Pero también, eso explicaría que el liberalismo fuera ganando para su causa más y más adeptos y que incluso los propios políticos liberales discrepasen de la forma de actuar del Estado y declarasen de manera tajante como hizo el español Emilio Castelar en su Discurso sobre la / Internacional (1871): [...] no, señores; el ser liberal consiste en aceptar la libertad con todos los inconvenientes que tenga, con todos los obstáculos que oponga, con todos los errores que siembre; pues por muchos que sean, jamás sobre pujarán a sus innumerables beneficios.

Inmersos en el utopismo libertario, los liberales buscaban la libertad como espacio y marco del comportamiento moral y político de todos los seres humanos; y, por tal motivo, si para defender la libertad había que cen­ surar los desmanes coactivos del Estado, los liberales se lanzaban y muy seriamente a criticar el despotismo de las instituciones del Estado. Recuérdese la Escuela de Manchester (1820-1850) que, con la influencia de Ricardo, estaba encabezada por individuos como Bright y Cobden. Estos dos ideólogos manchesterianos, al respaldar la idea de que la libertad era condición natural del individuo, daban por sentado que las injerencias del Estado constituían un auténtico atentado contra la autonomía de las perso­ nas. Ahora bien, con estos mismos fines se erigió el anarquismo. De ahí que liberalismo y anarquismo coincidieran en la defensa, a ultranza, de la liber­ tad personal. De ahí que ambas corrientes exigieran a favor del individuo el hecho de mantener a raya y bajo control la autoridad del Estado. De ahí, en fin, que ambas tendencias propugnaran el derecho de que cada cual esco­ giera su destino sin intrusiones externas y sólo haciendo uso del propio albedrío.

5 De ese mitin nacería la Internacional de los Trabajadores. Cuenta George Douglas Howard Colé en su colosal Historia del pensamiento socialista que «Marx debió su invitación principalmen­ te al hecho de que dos amigos suyos, el sastre alemán Georg Eccarius (1818-1889) y el relojero suizo Hermann Jung (1830-1901) habían conseguido para sí mismos un lugar en el movimiento obrero británico, y pudieron introducirlo desde el comienzo mismo» (México, F.C.E., 1958, voi. II, p. 92).

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Con un ideario de intenciones comunes, «liberalismo» y «anarquismo» sentían la necesidad de protegerse del paraguas del Estado y, por igual, reprendían la estructura centralista, autoritaria y vertical del Estado, asimis­ mo el grado de asfixia que la práctica del intervencionismo político generaba en particulares y, claro está, sobre la sociedad en su conjunto. El filósofo alemán Max Stirner defendía en su obra El Único y su propie­ dad (1845) un individualismo híbrido, esto es, un individualismo de corte liberal y anárquico. Un individualismo de inspiración liberal porque la fuen­ te de todo gobierno arrancaba, según Stirner, del ego, es decir, del ámbito de decisiones del yo individual; y un individualismo de raíz anárquica porque para Stirner la autoridad de la familia, de la sociedad, del Estado o de cua­ lesquiera de sus instituciones quedaba diluida, arrumbada incluso, por la única autoridad posible y legítima, a saber, aquélla que nace del yo interno. «No veo en el m undo más que lo que es para Mí, es Mío, es mi propiedad. Yo lo refiero todo a mí». Y puntualizaba: «la individualidad, es decir, mi pro­ piedad, es en cambio toda mi existencia y mi esencia, es Yo mismo». Es más, «mi libertad no llega a ser completa más que cuando es mi poder». Ahora bien, dado que todo Estado es despótico y toda institución tiende al control de la libertad de las personas, Stirner se pregunta «¿qué hacer? Nada más que no reconocer deberes, es decir, no atarme ni dejarme atar. Si no tengo deber, no conozco tampoco ley. “Pero se me atará”. Nadie puede encadenar mi voluntad y Yo siempre seré libre de rebelarme». Por este motivo, el ser hum a­ no es poseedor y creador de su deber: «no reconozco — dice Stirner— otra fuente del derecho que Yo, y no Dios ni el Estado ni la Naturaleza, ni siquie­ ra el hombre con sus “eternos derechos del hom bre”; no reconozco derecho hum ano, ni derecho divino». Y concluye: «no es como Hom bre como me desarrollo y no desarrollo al Hombre: soy Yo quien Me desarrollo. Tal es el sentido del Único». Stirner seguía la estela de Schopenhauer, pero otro pensador, el francés Prédéric Bastiat, seguidor de la Escuela de Manchester, llegaría a profesar un escepticismo ultra liberal en contra del Estado. Por eso, en su obra El Estado (1850) Bastiat mantuvo la idea de que «El Estado es una gran ficción en la que cada cual intenta vivir a costa de otros». Naturalmente, al otro lado del canal de la M ancha el británico Herbert Spencer tomaría no de la psicología

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como hizo Stirner, sino de la biología los conceptos favorables para proteger la libertad personal. Según Spencer «el desenvolvimiento de los seres supe­ riores consiste en el progreso hacia una forma de vida en la que la felicidad no esté limitada por la inevitable existencia de estos deplorables accidentes. La raza hum ana debe realizar este desiderátum; la civilización es la última etapa de su cumplimiento; y en el hombre ideal deben darse todas las condi­ ciones de este cumplim iento característico». Con lo cual, el ser hum ano, en tanto portador de esa tendencia biológica, puede desarrollar, porque está ins­ crita en su naturaleza, la libertad y, por tanto, hallar vías de acción para alcan­ zar su perfección moral. C ontravenir el individualism o sería, pues, contravenir las leyes de la Naturaleza. «Mas cuando el Estado impone nuevas cargas a los ciudadanos, o cercena su libertad con nuevas restricciones, úni­ camente nos fijamos en los efectos directos y próximos, olvidando los indi­ rectos y remotos que origina ese desconocimiento continuo de los derechos individuales. No vemos que por la acumulación de estas ligeras infracciones la existencia individual y la social, menos completa cada vez, decaen inevita­ blemente». Y el progreso, lejos de avanzar, retrocede. Pues bien, si Stirner era un anarquista, resulta que Spencer era un libe­ ral y, pese a sus hondas diferencias ideológicas, estos autores reclamaban beneficiar al individuo frente al Estado, al tiempo que demandaban rebajar las cuotas de control de la Autoridad Política.6

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STUART M ILL

Al igual que sucedió entre Stirner y Spencer, Bakunin y Stuart Mill man­ tenían algunos, aunque lejanos, puntos en común. De hecho, como Stuart Mill, como Victor Hugo, como Garibaldi, como Louis Blanc, como Edgar Quinet, como John Bright, como James Fazy, como Herzen..., Bakunin había pertenecido a la Liga de la Paz y de la Libertad y, tras una disputa, él y sus correligionarios se separarían de la Liga ingresando en la Asociación Internacional de los Trabajadores. Y pese a que no hizo suya la idea de los libe6 Max Stirner (1845), El Único y su propiedad, o. cit., 1.a parte, pp. 35, 121, 131; 2.a parte, pp. 150, 152, 245. Hcrbert Spencer (1884), El individuo contra el Estado, Barcelona, Ediciones Orbis, 1984, pp. 99, 147-148. El primer texto que hemos transcrito de Spencer, el de la página 99, constituye una autocita, un extracto de su obra Estática Social (1851).

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rales acerca de un Estado mínimo, y pese a que en muchos aspectos fue más allá de la avanzadilla del sector liberal, sí tomó Bakunin sin embargo prestada de los liberales la utopía de mermar y seriamente los niveles de dominación estatal. Había, pues, un objetivo político programáticamente asumido dentro del anarquismo que era también compartido entre las filas de los liberales. Mientras abanderaba el sueño proudhonista de una sociedad solidaria, sin Estado y autogestionada desde las bases, Bakunin vaticinaba los peligros que podían derivar de un Estado omnipotente controlado por una minoría de políticos, e igual que Stuart Mili no dejó de percibir los riesgos que entraña­ ba el ejercicio abusivo del poder. En esto, por tanto, coincidía al cien por cien con Stuart Mili, para quien el ideal de las tendencias actuales, denunciaba en su ensayo Sobre la libertad (1859), «consiste en no poseer ningún carácter señalado, en mutilar por medio de una comprensión, como el pie de una china, cualquier parte de la naturaleza hum ana que sobresalga y tienda a hacer a una persona completamente diferente, al menos en lo exterior, del común de la humanidad». Stuart Mili pensaba del mismo modo que Tocqueville y que Bakunin que lo que diferencia y engrandece al ser humano es la libertad. Por eso, certifica­ ba en tono categórico: «no se puede llamar libre a una sociedad, cualquiera que sea la forma de su gobierno, si estas libertades no son respetadas, y ninguna será completamente libre si estas libertades no existen en ella de manera abso­ luta y sin reserva. [...] Cada cual es el mejor guardián de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La especie hum ana ganará más en dejar a cada uno que viva como le guste más, que no obligarle a vivir como guste el resto de sus semejantes. [... Un pueblo libre] jamás se dejará esclavizar por ningún hombre ni por ningún cuerpo que lleguen a alzarse y a empuñar las riendas de la admi­ nistración central. [...] Pero donde la burocracia lo hace todo, nada se podrá hacer, en absoluto, de aquello a que la burocracia sea hostil. [...] Y cuanto más perfecta sea esta organización en sí misma, y más éxito tenga de atraerse y for­ mar para ella a todos los talentos de la nación, más completa será la servi­ dumbre de todos, incluidos los miembros de la burocracia». La libertad no es el problema, ni tampoco debe ser el problema, razona­ ba Stuart Mili, y más cuando el Estado no se define por sí mismo, sino por la validez de quienes lo integran. Por tanto, «el valor de un Estado, a la larga, es el valor de los individuos que lo componen; y un Estado que pospone los intereses de la expansión y elevación intelectual de sus miembros a favor de

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un ligero aumento de la habilidad administrativa, en detalles insignificantes; un Estado que empequeñece a los hombres, a fin de que sea, en sus manos, dóciles instrumentos incluso para asuntos de carácter benéfico, llegará a darse cuenta de que, con hombres pequeños, ninguna cosa grande podrá ser reali­ zada; y que la perfección del mecanismo al que ha sacrificado todo, acabará por no servir de nada, por carecer del poder vital que, con el fin de que el mecanismo pudiese funcionar más fácilmente, ha preferido proscribir».7 Liberales, como Thoreau, Stuart Mili y Spencer, coincidían con Stirner, Proudhon y Bakunin en que si el Estado vela paternal y omnipotentemente por nuestras necesidades y logra penetrar hasta en la órbita de nuestra conciencia, el Estado se convierte en el monstruo Leviatán. Y la libertad, guillotinada, ago­ niza y desaparece. Había, pues sin duda, un punto en común: anarquismo y liberalismo ponían todo el énfasis en el respeto absoluto a la libertad individual aunque ese respeto por la libertad individual llegara a tener el efecto de debili­ tar, desarmar, socavar los cimientos del Estado. Y por el hecho de que había un punto en común entre liberalismo y anarquismo, el anarquista Kropótkin solía recoger en sus escritos las opiniones de Spencer y Stuart Mili, mientras que el marxista Lenin reconocía en su panfleto Anarquismo y Socialismo (1901) que «el anarquismo es el individualismo burgués, dado vuelta del revés». En este debate, muy serio por cierto, en torno a los límites entre la acción individual y la acción pública se discutía el modo de corregir las rela­ ciones de dom inio que mantenía el Estado sobre sus miembros. Para el libe­ ralismo la solución era tan clara como diáfana: alcanzar un Estado mínimo. Para el anarquismo de corte bakuninista la salida era otra: había que ir más allá de todo lo preestablecido y abolir el entramado del Estado, en su con­ junto y sin contemplaciones.

¿LIBERTAD

O IGUALDAD ? ¿LIBERTAD POSITIVA O LIBERTAD NEGATIVA ?

Liberalismo y anarquismo anotaban el peligro de absorción del indivi­ duo en las fauces de la máquina estatal y, por eso, hacían un canto a la liber­ tad negativa, al uso del libre albedrío pero sin las intromisiones de la autoridad. Dicho de otro modo. Liberalismo y anarquismo reclamaban ''John Scuarr Mili (1859), Sobre la libertad, Barcelona, Ediciones Orbis, 1985, cap. III, p. 86, cap. I, p. 35, y cap. V, pp. 125, 127.

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ampliar los límites de la libertad subjetiva promoviendo la abstención del Estado. Y es que el deseo de emancipación, rasgo primordial de la libertad humana, no podía verse mermado en lo más mínimo por la voracidad inter­ vencionista del Estado. No extraña que Karl Kautsky escribiera que «la liber­ tad en el sentido que le dan los anarquistas y los liberales no se encuentra ni en los sindicatos ni en los partidos parlamentarios». El valor humano, moral y político que desprendía la libertad negativa entre anarquistas y liberales era alto. Y decimos alto porque en la libertad negativa el albedrío aspira a ser libre, tan libre para no tener contrafuertes externos que impidan a las personas llegar a autorrealizarse. Ya lo expresó per­ fectamente Herbert Spencer cuando insistió en que «la libertad que disfruta el ciudadano debe medirse no por el mecanismo gubernamental bajo el cual viva, sea o no representativo, sino por el número relativamente escaso de res­ tricciones que se impongan a los individuos». Y añadía: «si en otras condi­ ciones no se necesita una gran sumisión de los ciudadanos al gobierno para la existencia de la vida nacional; si, por el contrario, esta vida gana en exten­ sión y calidad a medida que los ciudadanos ganas en libertad de acción, se multiplicará la teoría política, aminorándose la fe en la autoridad guberna­ mental, aumentando la tendencia a ponerla en duda y resistiéndose su poder por los ciudadanos en mayor número de casos. Esta limitación traerá final­ mente la doctrina de la limitación».8 Desde otro parapeto ideológico pero no menos combativo, se posicionaba el ruso Bakunin, para quien «el derecho a la libertad sin los medios de realizarla, — escribía— no es más que un fantasma. Y nosotros amamos demasiado la libertad, ¿no es cierto?, para contentarnos con fantasmagorías. Nosotros la queremos en la realidad. «[Por eso, ...] la condición negativa de la libertad es ésta: ningún hombre debe obediencia a otro; sólo es libre a con­ dición de que todos sus actos estén determinados, no por la voluntad de los otros hombres, sino por su voluntad y sus convicciones propias».9 s Karl Kautsky (1893), Parlamentarismo y democracia, Madrid, Editora Nacional, 1982, capí­ tulo dedicado al Absolutismo monárquico y parlamentario: p. 126. Herbert Spencer (1884), El individuo contra el Estado, o. cit., pp. 31,150-1. *’ La definición bakuniana de libertad puede leerse en su «Segunda conferencia a los obreros del Valle de Saint-Imier» (1871), en M ijaíl Bakunin, Obras completas, o. cit., vol. II, pp. 229-230. Comentemos que, en la actualidad, persiste la afinidad entre libertad negativa y anarquismo. Recuérdese al filósofo de tendencias anarquistas Roben Nozick que propuso en su obra Anarquía, estado y utopia (1974) un Estado mínimo como forma justa de gobierno, perspectiva que también acabó abanderando el propio Eoucault, mientras que Robert Paul W olff, En defensa del anarquis-

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En contraposición a este utopismo libertario que defendía, como máxi­ ma intocable, que el ser hum ano no es realmente tal si no está libre del Estado, en contraposición a ese utopismo, decimos, alzaría sus gritos de pro­ testa el sector ultra tradicionalista que veía con horror las pretensiones nihi­ listas de la avanzadilla liberal. Pero también contra la utopía libertaria anarquista elevarían sus quejas los marxistas, acérrimos defensores del Estado Leviatán y valedores, por tanto, del uso positivo de la libertad.

D ESEOS

DE PRISIÓN , AMOR DE CÁRCEL

Cuando hablamos de libertad positiva, ¿qué alcance y trascendencia tiene? A efectos prácticos, la libertad positiva significa que las personas deben actuar sólo en provecho del Estado e, incluso, carecer de iniciativas dentro de su entorno comunitario. ¿Y ello por qué razón? Por sentido de la eficiencia y, sobre todo, de la necesidad política. Con una estrategia así, el intervencio­ nismo de una elite que sujeta las bridas del Estado obliga a que cada indivi­ duo desempeñe funciones asignadas. Y mientras viven predeterminadas a los' intereses generales, en la misma medida esas personas han de permanecer sin margen de decisión y supeditadas, cual pieza de puzzle, a los designios de la Ley Colectiva. Com entem os como anécdota histórica que fue Benjamín Constant quien anotó que no era sólo Rousseau, sino «uno de sus sucesores, menos elo­ cuente, pero no menos austero, y mil veces más exagerado [...], el abate Mably, [...] el representante del sistema que pretende, de acuerdo con las máximas de la libertad antigua, que los ciudadanos estén completamente sometidos para que la nación sea soberana, y que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre». Estas palabras pronunciadas por Constant, al comienzo del año 1819 durante la conferencia que impartió en el Ateneo de París con el título La libertad de los antiguos comparada con la de los moder­ nos, volverían a la palestra décadas después, pues lejos de olvidarse la utopía encaminada a encadenar la espontaneidad de las personas al curso de la colec­ tividad, esta utopía, decimos, fue rescatada por los socialistas del ala marxista. Y por esta causa algunos liberales que desde el fondo de sus creencias mo (1970), ha defendido un anarquismo fundado sobre el Estado de la economía industrial avan­ zada, pero sin reclamar una autoridad legítima externa y omnipotente.

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luchaban a favor del individualismo y se oponían a cualquier señal de hom o­ geneidad normativista por parte del Estado criticaron el auge de ciertos movimientos políticos pro dictatoriales hasta llegar a afirmar, como hizo Spencer, que «todo socialismo implica la esclavitud».10 Frente a anarquistas como Proudhon, Stirner o Bakunin que descalifica­ ron el fenómeno de la Revolución francesa y registraron cómo los propios dirigentes jacobinos impulsaron el arraigo y auge del Estado om nipotente, Marx vio sin embargo con buenos ojos el estallido de la Revolución francesa y aunque la tildó de «burguesa», no obstante se inspiró totalm ente en ella a la hora de defender la crisis y hundim iento de la economía burguesa, y sus­ tentar en nom bre de la emancipación hum ana su teoría de la dictadura polí­ tica. Y si Rousseau se había impuesto la meta de imponer por la fuerza la libertad al no-libre, Marx se había asignado un objetivo idénticamente para­ dójico aunque, no por eso, no menos coercitivo: el amor de prisión. De ahí la necesidad para Marx de implantar un régimen despótico para hombreslibres. De ahí que Marx creyera que para ejercitarse en el uso de la libertad había que caminar por las hendiduras de una dictadura obrera. El motivo de que la prosa marxiana abrazara empeños opresores obede­ cía a un hecho de gran trascendencia: Marx siempre vio con buenos ojos la emancipación del proletariado desde esa organización opresora que era la dic­ tadura del proletariado. Pero lo más curioso es que Marx que había conde­ nado sin paliativos la dominación del Estado burgués apoyaba al estilo Robespierre, como hizo Buonarroti, la existencia de un contrapoder aunque, no por eso, no menos centralizado, no menos fuerte y no menos autoritario. Entonces no sorprende que Marx dedicara las líneas finales de su obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852) a criticar al descendiente de Bonaparte pero no tanto por sus excesos como por el hecho de haber destruido del Estado sus esencias más íntimas. Y es que en opinión de Marx ese pequeño césar de Luis Bonaparte había despojado «a toda la máquina del Estado del halo de santidad». Con este posicionamiento ideológico, que no argumento, queda claro que en Marx el Estado tenía una alta y sagrada funcionalidad organizativa. Así que insistiendo en la senda que iniciaron Rousseau, el abate Mably y otros intelectuales franceses, el sometimiento del individuo al 10 El hecho de que todo socialismo supone esclavitud puede leerse en Herbert Spencer (1884), El individuo contra el Estado, o. cit., pp. 55, 62-65. Es más, Spencer profetizaba sobre un Estado protector socialista y militarista.

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Estado socialista era en Marx un mal menor dentro del mar proceloso que era la caída, desguace y aniquilamiento del derecho burgués. Tenía, por tanto, razón Nietzsche cuando en 1878 ya señalaba que «el socialismo puede servir para enseñar de manera brutal el peligro de todas las acumulaciones de poder en el estado, y en este sentido insinuar una desconfianza contra el Estado mismo».11

C ONTRADICCIONES En La miseria de la filosofía (1847) había declarado Marx que en la socie­ dad libertaria del futuro no habría ni clases ni Estado. (También esta misma meta había sido respaldada por Bakunin.) Pero si no iba a haber ni clases ni Estado, ¿por qué hablaba Marx acerca de la hegemonía de la clase obrera en una sociedad sin clases? Y, por otra parte, ¿no se contradecía de lleno cuando al defender la dictadura como forma ideal de gobierno obrero proponía al mismo tiempo liberarse de esa misma dictadura con el paso del tiempo? Pero además, ¿no constituía otra paradoja sin visos de solución negar la libertad a la hum anidad para luego restituirla? Sea como sea y entretanto llegaba la hora de una sociedad sin desigualdades ni poder político, las personas tendrían que contentarse, tal era la opinión de Marx, con vivir bajo el corto firma­ mento de una dictadura. ¿Durante cuánto tiempo? Ese era otro problema añadido al que no dio respuesta Marx. Marx estimaba que la ciudadanía burguesa era causante de todos los males de la sociedad y que, por ello, resultaba necesario desmantelar de arri­ ba abajo el edificio de los derechos políticos. De este modo y con el fin de protegerse de la opresión de la clase burguesa, Marx defendió la creación de un Estado férreo y absolutista, pero sin reparar en un detalle crucial: ¿quién defendería a las personas de los zarpazos de un Estado-tiranía una vez despo­ seídas todas por igual de sus derechos cívicos? En el prefacio de la reedición de 1895 de la obra de Karl Marx Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, se ve a Engels virar de posición y señalar, respecto de Marx, las venta­ jas que contienen los derechos políticos. «Ya el “Manifiesto Com unista” había proclamado — decía Engels— la lucha por el sufragio universal, por la 11

Friedrich Nietzsche (1878), Humano demasiado humano I, 473.

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democracia, como una de las primeras y más importantes tareas del proleta­ riado militante, y Lassalle había vuelto a recoger este punto. Y cuando Bismarck se vio obligado a introducir el sufragio universal como único medio de interesar a las masas del pueblo por sus planes, nuestros obreros tomaron inmediatamente la cosa en serio y enviaron a Augusto Bebel al primer Reichstag Constituyente. Y, desde aquel día, han utilizado el derecho de sufragio de un modo tal, que les ha traído incontables beneficios y ha servi­ do de modelo para los obreros de todos los países». Al escribir estas líneas, Engels, no hay duda, adoptaba una perspectiva distinta y por supuesto más tolerante que la que él mismo exhibió once años antes cuando, en el capítulo IX de su obra El origen de la familia, de la pro­ piedad privada y del Estado (1884), llegó a decir que con la desaparición de las clases desaparecería inevitablemente el Estado. Sobra decirlo pero, a dife­ rencia de Engels, Marx siempre se mantuvo inflexible en sus opiniones y por eso, incluso treinta años después de su libelo contra Proudhon, veríamos a Marx repetir, en la Critica del programa de Gotha que data de 1875, las tesis sobre la dictadura socialista, tesis que ya expuso en su ensayo La miseria de la filosofía.12 Sabido esto, ¿qué consecuencias tenía el enfoque autoritario de Marx sobre la dictadura socialista? Pues que «el hombre que permite al m undo, o al menos a su m undo, elegir por él su plan de vida, no tiene más necesidad que de la facultad de imitación de los simios. [...] La naturaleza humana no es una máquina que se pueda construir según un modelo para hacer de un modo exacto una obra diseñada», al menos esto es lo que decía el liberal Stuart Mili en su ensayo Sobre la libertad (1859). Dicho de otra manera, ¿qué consecuencias tenía la idea de Marx sobre la implantación de la dictadura socialista? Pues que «cuando en nombre de la revolución se quiere hacer un Estado, aunque no sea más que un Estado pro­ visional, se hace reacción y se trabaja por el despotismo, no por la libertad», así de rotundo se expresaba el anarquista Bakunin en sus Cartas a un francés sobre la crisis actual (1870). Sin embargo, visto lo visto, para Marx el proyec­ to libertario que él abanderaba era de un calado muy distinto y, sobre todo, 12 En la ciudad de Gotha, durante los días 22 a 27 de mayo de 1875, se produjo la fusión del partido socialista de E Lasalle y del partido socialista fundado por W. Liebknecht y A. Bebel. El hecho de que Marx escribiese un libelo en contra del programa de la socialdemocracia alemana y propugnase de nuevo la dictadura del proletariado no deja de tener su valor.

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inm une a cualquier crítica: a su juicio la liberación de la clase obrera debía subordinarse a esa Dictadura que, en nombre de la liberación del proletaria­ do, se alzaba coactivamente sobre ese mismo proletariado. De ahí la necesi­ dad de instaurar un régimen despótico y autoritario. De ahí que, en la Critica del programa de Gotha, Marx subrayase que «entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el periodo de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este periodo le corresponde también un periodo político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revo­ lucionaria del proletariado». Por tanto y pese al halo de justicia y fraternidad que rodea dentro de la prosa marxiana al alzamiento del Proletariado, predestinado a embargar los bienes de la minoría burguesa y a despojarla del poder financiero, político y militar; pese al halo de justicia y fraternidad de la prosa marxiana, repetimos, lo cierto es que la defensa marxiana de la dictadura contenía resabios neta­ mente opresores. Por este motivo, quizá el anarquista Kropótkin en una carta fechada el cuatro de marzo de 1920 dirigía al marxista Lenin estas palabras: «si la dictadura del proletariado fuera un medio apropiado para enfrentar y poder derruir al sistema capitalista, lo que yo dudo profundam ente, es defi­ nitivamente negativo, inadecuado para la creación de un nuevo sistema socia­ lista [pues] sin la participación de fuerzas locales, sin una organización desde abajo de los campesinos y de los trabajadores por ellos mismos resulta impo­ sible construir una nueva vida».

¡FINÍS

LIBERTATIS! E L L IB E R T IC ID I O

La izquierda marxista europea ha padecido, desde sus orígenes, el sín­ drome de Estocolmo o, lo que es igual, ha exhibido un amor patológico por los verdugos, por la opresión, esto es, un gusto insano por esas asimetrías de la desigualdad que generan las dictaduras. No podía ser de otro modo si Marx, en su carta a Weydemeyer del 5 de marzo de 1852, dejó claramente asentada la idea de que «la lucha de clases conduce necesariamente a la dic­ tadura del proletariado». Pues bien, en contra de estos planteamientos coerci­ tivos alzarían sus voces de protesta autores socialdemócratas de la talla de Jaurés. Con el tiempo, incluso el propio Kautsky se distanciaría del enfoque marxiano sobre el liberticidio. ¿Y Bernstein? Bernstein consideró la dictadu-

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ra del proletariado como un lastre del pasado, y por ser hostil a las asociacio­ nes coactivas entendía que el ser hum ano no era un ente autómata. (En esto coincidía con Stuart Mili.) Pero además juzgaba Bernstein que la estrategia dictatorial era un signo muy bajo de civilización, de falta de progreso. (En esto coincidía con Bakunin.) El absolutismo pues, no era para Bernstein ni una salida ni una solución a los problemas políticos de la sociedad. Fuera de las filas de la militancia activa fue el historiador francés Élie Halévy quien mejor anotó cómo bajo el proyecto de construcción de un Estado comunista, como era el bolchevique, latía un conflicto sin resolver al quedar enfrentados los intereses del individuo a los objetivos del Estado. Pero entonces, en el modelo de sociedad que planeó Marx y sobre el que se basa­ ron los bolcheviques ¿qué debía prevalecer: la búsqueda de la autonom ía o el afán de organización, el poder político por encima de las personas, o la liber­ tad de éstas frente a la hegemonía del Estado? Y lo que es más, ¿cómo hacer que cohabitaran dentro del modelo marxiano libertad y autoritarismo, indi­ vidualismo y normativismo despótico, emancipación y avasallamiento? En principio, en la doctrina marxiana no existía fórmula ninguna que impidiese que un gobierno, en nombre del pueblo, fuera tiránico y liberticida. De hecho, el propio Marx había reconocido la necesidad de instaurar un gobier­ no absolutista entre el final de la fase capitalista y el inicio de la era proleta­ ria. Así que, vista la enorme distancia que separaba a los representantes del utopismo ácrata (creación de una sociedad sin clases ni poder político) res­ pecto del despotismo que lideraba Marx (desarrollo y reforzamiento de una dictadura obrera), no extraña que el proyecto de construcción de un Estado comunista se saldara con la muerte de la libertad: con el liberticidio. De hecho, el individuo y su deseo de independencia debían morir en la alta­ mente organizada comuna socializante, de eso se trataba. Había pues un problema grave entre la teoría y la práctica o, lo que es igual, un conflicto irresoluble apostado en la base misma de la ideología mar­ xiana. Y es que dentro de la concepción de Karl Marx era positivo hablar de emancipación, de liberación e independencia... mientras al mismo tiempo, y por mor de la maquinaria de la revolución, había que castrar esos deseos de emancipación, de liberación e independencia. Tal era la paradoja entre la búsqueda de autonom ía y el afán de instau­ rar una dictadura, que un antiguo seguidor de Karl Marx, el filósofo ruso Nicolái Berdiaeff (1874-1948), señalaría que «el mayor error del marxismo y

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el más inhumano, consiste en no ver al hombre más allá de la clase y en ver, en cambio, a la clase más allá del hombre; en reducir a éste hasta su célula más ínfima, hasta su más recóndita experiencia espiritual, a una función subordinada a la clase [...]. La sociedad, en el porvenir socialista, está llama­ da a ser una realidad, mientras la personalidad no lo ha sido nunca, según Marx, y no lo será jamás. [...] El hom bre no cuenta para Marx ni en el pasa­ do ni en el presente».13 Por supuesto, con esta forma de enfocar la vida en colectividad, la igual­ dad (que no libertad) será la insignia del Estado omnipotente: todos iguales en estar privados de libertad, todos iguales por la pertenencia identitaria, que no libertaria, al Estado caudillista que lidera de forma dictatorial, nunca de manera democrática, una elite revolucionaria. Había, pues, muchas razones de peso para tildar a Marx, como hizo Bakunin, de autoritario.

SABOR

A MUERTE

Anarquismo y liberalismo recogían en su ideario el interés de las indivi­ dualidades, de las singularidades, de las heterodoxias. Por el contrario, el sec­ tor antiliberal abogaba por el liberticidio y valoraba por encima de todo el concepto de armonía, de unidad y de homogeneidad políticas hasta el límite de que el individuo haciendo uso de su libertad tenía que abdicar de su propio albedrío en aras del Bienestar Público y en señal de fidelidad al ideal político aceptar el principio de obediencia absoluta, asunto en el que sobresalió a las mil maravillas la española Aurora Rodríguez que, tras educar a su hija Hildegart en el prototipo de virgen roja, emancipada y libre, llega en 1933 a pegarle tres tiros justo en el m omento en que su pequeña amazona, antiguo miem­ bro de las Juventudes Socialistas, quiere tomar decisiones y alejarse de la som­ bra de su madre-patrona. Por tanto, es innegable que bajo la defensa de la libertad positiva subyacía (y subyace) una incoherencia enorme de la que ni siquiera han podido escapar los partidos de izquierda de nuestros días, pues si de la Modernidad ilustrada ” Élie Halévy (1934), Le socialisme et le probléme du parlamentarisme démocratique, en Élie Halévy, L'Ere des Tyrannies, París, Gallimard, 1938, p. 208. Élie Halévy (1936), L’Ere des Tyrannies, o. cit., p. 213. Nicolái Berdiaeff (1934), El Cristianismo y la lucha de clases, Madrid, Austral, 1963'1, cap. II, pp. 35, 38,41-2.

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hemos heredado el sentido de no obediencia ciega a las normas — ¡atrévete a pensar por ti mismo!, exclamaba Kant— , ¿por qué entonces desde finales del siglo xix decenas y decenas de generaciones han acatado al pie de la letra las consignas políticas del marxismo y de sus derivados olvidando, en el camino, el acto no sólo de discurrir sino de tener libertad? ¿Cómo entender que quien se siente de izquierdas tenga que morir como persona y tolerar el principio de obediencia ciega al grupo y circunscribirse monolíticamente a hablar en blo­ que, a pensar en bloque, a respirar en bloque... y a no osar plantear lo que ni siquiera van a oír? ¿Cuál es la razón por la que en nombre de un ideario colec­ tivista hayan creído lícito implantar una dictadura y ahogar toda brizna de autonomía personal? ¿Cómo es posible que desde planteamientos de izquierdas se estime positivo convertir a las personas en súbditos y vasallos y, a la vez, bueno regresar a ese régimen antidemocrático y reaccionario, absolutista y tiránico, propio de los peores momentos de la Revolución francesa? Es más, ¿con qué argumentos se puede defender que el liberticidio es el medio perfecto para con­ seguir la utopía proletaria? Si aguantar en actitud de adhesión las consignas del Estado es libertad positiva, por lo mismo la libertad positiva nunca constituye un signo de ilustración. Tampoco una demostración de madurez intelectual, y mucho menos una señal de autocrítica, de independencia, de creatividad, de civilización..., pues incluso hasta para un ultra exaltado como Saint-Just resul­ taba absolutamente fundamental conservar la libertad y, por eso, manifestaba a finales del año 1792: «¿de qué nos servirían todos los preceptos del m undo des­ pués de haber perdido la libertad?». A diferencia, pues, de lo que pensaban tanto los liberales de izquierda como los integrantes del sector anarquista, Marx hizo suyo el principio rousseauniano de que «la obediencia a la ley es libertad». Y Marx saboreó con entusiasmo la llegada de la muerte de los derechos civiles y, por ello, osó plan­ tear la edificación de una sociedad piramidal y antiigualitaria, constituida por líderes y proletarios. Y sin causarle el m enor sonrojo retomó y aceptó lo peor de lo peor de! clasismo revolucionario francés y puso todo su énfasis en crear un modelo de convivencia dictatorial, capaz de cercenar de raíz la libertad individual de las personas. Sin embargo, frente a este proyecto proletario de tintes netamente fas­ cistas hubo personas que alzaron sus voces. Y no sólo Halévy y Berdiaeff, Kautsky, Luxemburg y Bernstein, entre otros. Sino también el socialista español Fernando de los Ríos, el cual, tras vivir en la Rusia de 1920 la

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implantación de los lemas políticos de Marx, dejó escrito en su autobiogra­ fía M i viaje a la Rusia sovietista: «mientras se es pasivo no hay conciencia de la autorresponsabilidad ni para los individuos ni para los pueblos; y sin embargo, sólo de ella puede nacer la capacidad de regirse a sí mismo; [así que] quien maniata a un pueblo, prorroga, pues, su servidumbre en la Historia».

C ONCLUSIONES

Aspirando a un futuro político de obediencia ciega a las normas, tal y como prescribía Marx, quedaba diluido en la nada todo viso de emancipa­ ción o, lo que es igual, se tiraba por la borda y para siempre el ideal ilustra­ do de vivir como personas racionales y libres. Entonces, ¿por qué se admitió un proyecto suicida basado en la servidumbre?, ¿y por qué afanarse en mania­ tar al pueblo para perm itir el tutelaje de un Estado todopoderoso? ¿Es que acaso hombres y mujeres son, por definición, seres menores de edad que necesitan sentir a sus espaldas el látigo de una dictadura? No cabe duda: ceder en nombre de una supuesta Voluntad General todas las prerrogativas individuales nunca es libertad; antes al contrario, supone la vuelta a la esclavitud, el retorno al vasallaje, la abdicación de la soberanía per­ sonal, de la misma manera que subsumir la libertad al ámbito providencialista del materialismo histórico no es libertad, es m ansedum bre, es conformismo, es sumisión; e hipotecar el uso de la libertad con el m anteni­ miento de un Estado hiper centralizado tampoco es libertad. Es dom inio, es subordinación. Así que, como señaló Benjamín Constant en las páginas fina­ les de La libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1819), «la independencia individual es la primera necesidad de los modernos; por con­ siguiente, no se puede pedir el sacrificio de ella para establecer la libertad política». Y además, «no digamos que la sociedad lo es todo y que el indivi­ duo no es nada, o que la sociedad es antes que los individuos, o que los ciu­ dadanos no son más que súbditos devotos de la sociedad», clamaba el socialista francés Pierre Leroux en 1833.

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T ERCERA PARTE

Rencor e intolerancia. Guerra al Estado liberal

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LA VIO LEN CIA C O M O ESTRATEGIA POLÍTICA: EL A N ARQU ISM O

Si la libertad humana consistiera en no seguir ninguna ley sería entonces tan inmoral como absurda, haciendo imposible cualquier régimen, tanto indi­ vidual como colectivo. AUGUSTE C OMTE ,

Catecismo positivista (1852) IV 22. [El movimiento revolucionario] se dedicará con todas sus fuerzas y recursos a desarrollar y extender las desgracias y los males que deben agotar la paciencia del pueblo con el fin de empujarlo a un levantamiento popular. IV 24. Nuestra misión es la destrucción terrible, general, sin piedad y sin con­ templaciones. IV 25. Debemos unirnos al mundo osado de los delincuentes ¿BAKUNIN , N ECHAIEV?,

El catecismo revolucionario (1869) Ni revolución ni guerra. Una guerra sería tan funesta como una revolución Lema del cartel electoral de Ernest Renán (1869)

LAS

CLAVES DE LA VIOLENCIA

Bajo la bandera de la emancipación del género humano, la violencia apa­ recía ungida de legitimidad a los ojos de los marxistas. Pero igualmente apa­ recía investida de ecuanimidad entre las filas nihilistas, y honrada como táctica absolutamente lícita entre un número no pequeño de anarquistas exal­ tados. De hecho, figuras destacadas dentro del anarquismo como Stirner, Bakunin, Nechaiev, Louisc Michel, Pauline Mink... verían en la violencia un

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arma justiciera, y en la obra de Proudhon motivos más que sobrados para actuar como lo hacían. Pero, ¿Proudhon fue un apologista de la violencia? En la teoría, no. En la forma vehemente y provocadora de razonar, sí. Fijémonos en que Proudhon, tras escribir ¿Qué es la propiedad? en 1840, iba a recibir unos meses después, el 1 de mayo de 1841, la carta de Jeróme Adolphe Blanqui. En ella, este profesor de economía política le comunicaba a Proudhon lo siguiente: [...] tiene usted un estilo demasiado elevado para servir a los insensatos que discuten a tiros en las calles los más arduos problemas de orden social. Pero evite, señor, que vayan pronto, y a pesar suyo, a buscar materia en el abun­ dante arsenal de sus obras y que su vigorosa metafísica caiga en manos de cual­ quier orador de plazuela que la comente ante un auditorio famélico; tendríamos entonces el pillaje por remate de los razonamientos.1

Las palabras agoreras de Jeróme Adolphe Blanqui, hermano del famoso revolucionario, se harían realidad con el tiempo. Y la obra de Proudhon sería abrazada y, por supuesto, malinterpretada para justificar barbaridades políticas y aventuras de extravío. A ello colaboró la convicción, cada vez más generali­ zada, de demostrar con los hechos el ideario de la ultra izquierda. En esta caída en la radicalidad, los anarquistas se iban a convertir en verdaderos agitadores, en revolucionarios imbuidos de esa filosofía de los hechos que ya venían prac­ ticando los nihilistas por medio de sabotajes, destrozos y asesinatos. Desvirtuadas muchas de las enseñanzas de Proudhon, los anarcos deserta­ rían del bloque pacifista de los proudhonistas. De hecho, en el Congreso de Ginebra celebrado en 1866, o sea, un año después de la muerte de Proudhon, los no proudhonistas acordaron abandonar el postulado del gradualismo polí­ tico y propugnar un principio drástico y eficaz: la revolución. Y el sector mode­ rado, encabezado por Henri Louis Tolain (tallista), acabó vencido por la sección más extremista de los sindicatos que representaba Eugéne Varlin (encuadernador). Y tres años después, durante el Congreso de Basilea ya es clara y manifiesta la huella de Bakunin. Con el viento en contra, el mutualismo de Proudhon era sustituido por la filosofía del ruso. Y el anarquismo bakuninista empieza a ser más y más fuerte en Italia, España, Francia, Suiza, Bélgica, Países Bajos... y, hacia finales de siglo, en México, Argentina, Uruguay... ' Jeróme Adolphe Blanqui, Carta a Proudhon (l-V-1841), en Pierre-Joseph Proudhon, ¿Qué es la propiedad?..., o. cit., p. 23.

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PATRIOTAS

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DEL ASESINATO

En 1869 era escrito un texto absolutamente incendiario en donde se hacía apología de la violencia en su estado puro. E l catecismo revolucionario era un docum ento del anarquismo más extremista cuya autoría, ¿Bakunin, Nechaiev?, se discute incluso hoy. Sin embargo y conocido el talante crimi­ nal de este último, es posible que el inspirador de dicho panfleto fuera el pro­ pio Nechaiev. Y no vacilamos en adscribirle la autoría de El catecismo revolucionario por el hecho, entre otras cosas, de que tras la estela de alguien que defiende unos mandamientos políticos suele siempre asomar otra perso­ na que exagera y radicaliza, aún más si cabe, esos mismos mandamientos políticos. Por eso es muy habitual en la historia de las ideas ver cómo además de un marqués de Condorcet había un barón de Cloots, cómo más allá de un Royer-Collard prosperó Robespierre, cómo tras la estela de Babeuf aparecía Buonarroti, cómo un O ’C onnor radicalizó el ideario de Lovett, cómo tras Proudhon brotó Marx, cómo más allá de Tolain apareció Varlin, cómo tras un Bakunin emergió un Nechaiev, cómo horadando la estela de un Nikolái Gavrílovich Chernyshevski creció Lenin, etc. En todo caso, cuenta George Douglas Howard Colé que Sergei Nechaiev (1847-1882), un joven ruso que llegó a Suiza en 1869, y que durante algún tiempo llegó a ser íntimo de Bakunin, era indudablemente un caso patológico. Al lado de su pasión por la anarquía y la destrucción, las doctrinas de Bakunin parecen moderadas y suaves. No se puede dudar de la sinceridad de su fervor revolucionario: lo pagó muriendo a la edad de 34 años en la fortaleza de Pedro y Pablo, en la cual había estado preso durante 10 años. Pero su revolucionarismo y su manera de aplicarlo en relación con su conduc­ ta personal eran de tal índole, que herían a toda persona decente, incluyendo a Bakunin, cuando los hechos fueron conocidos. Rechazando toda moralidad como una superstición burguesa, no admitía límites en la acción revoluciona­ ria. Asesinó a un compañero suyo que trató de averiguar demasiado acerca de su mítico «Comité Revolucionario», y preparó de tal manera el asesinato que complicó a los otros miembros del grupo, a fin de asegurar su solidaridad revo­ lucionaria; y no se le ocurrió nada mejor que hacer recaer las sospechas de la policía sobre revolucionarios menos entusiastas, para complicarlos más en sus planes conspiratorios. Mentía con la misma facilidad a sus amigos que a sus enemigos; y era un incorregible cuentista cuando se trataba de sus propias hazañas. Para satisfacción de Bakunin inventó un gran movimiento revolucio­ nario que se estaba extendiendo por Rusia y una organización secreta, cuyo jefe presumía ser. Al llegar a Suiza afirmó que había escapado de la fortaleza de Pedro y Pablo, aunque la verdad era que nunca había estado detenido.

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Durante algún tiempo Bakunin se creyó todos estos cuentos, y cayó bajo el influjo de este joven de 21 años, que en realidad no contaba en su haber más actividad revolucionaria que la de haber dirigido un pequeño grupo de estu­ diantes que tuvo poco influjo.2

Al margen de quién fuera el verdadero autor de El catecismo revoluciona­ rio, no cabe duda de que la violencia daba sentido al ideario anarquista (de inspiración rusa) cuya misión no era otra que la destrucción general, sin pie­ dad ni contemplaciones, del Estado burgués. Y dado que dicho Catecismo era un canto a la amoralidad, de manera explícita se aceptaba que el movimiento revolucionario anarquista empleara todas las fuerzas a su alcance para exten­ der perjuicios y males y agotar, así, la paciencia del pueblo y lanzarlo a un levantamiento popular. «El Muchacho», como llamaba Bakunin a Nechaiev, llegó a ser objeto de discusiones dentro de la misma Internacional. Pero fuera de cónclaves y organismos obreros más o menos oficiales, la simiente de Nechaiev cundía en Europa sobre todo entre los sectores más combativos y rebeldes, a la sazón italianos y españoles. Recordemos cómo en 1873, m omen­ tos antes de estallar la insurrección de Cartagena, se producían en España los sucesos anarquistas de Alcoy con destrozos, incendios, asesinatos y todo tipo de desmanes. Pero recordemos también al grupo de italianos, españoles, rusos y algunos franceses, de cuyo seno sobresalía el conocido Enrico Malatesta. Pues bien, dicha cédula anarquista era defensora al estilo Nechaiev de la des­ trucción de toda la sociedad y por cualquier procedimiento. Con un ideario programático basado en el ejercicio de la delincuencia, está claro que había arraigado el culto al terror, a ese terror que parece que deja de serlo cuando, sublimado, se practica por quien dice estar en posesión de una superioridad moral y, al mismo tiempo, dice querer salvarnos. Ya lo registró Dostoievsky cuando vio que el primer territorio donde se produce el combate de ideas es el corazón. Y con la represión sangrienta de la C om una parisina muchos corazones rotos clamaron venganza — ahí están las subleva­ ciones cantonales de 1873 por toda la geografía de España— y exigieron que el anarquismo cruzara la frontera de lo perm itido hasta llegar, fuera de los márgenes legales del sindicalismo, al terrorismo puro y duro:

2 George Douglas Howard Colé (1953), Historia del pensamiento socialista: Marxismo y Anarquismo 1850-1890, Madrid, F.C.E., 1958, vol. II, p. 186.

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[...] la Comuna de París de 1871 es, como lo hemos dicho — escribe Karl Kautsky— , la última gran derrota del proletariado. Desde entonces, la clase obre­ ra ha hecho progresos continuos en casi todos los países siguiendo el método que hemos prescrito, progresos menos rápidos que los que habríamos deseado, pero más seguros que los de todos los movimientos revolucionarios anteriores. Sólo en algunos casos, después de 1871, el movimiento obrero tuvo que sufrir reveses notables; el error se debió cada vez más a la intervención de cier­ tas personas que se sirvieron de medios que el uso idiomático actual designa como anarquistas, y que responden en todo caso a la táctica de la «propagan­ da por la acción» predicada hoy por la inmensa mayoría de los anarquistas. Recordemos el perjuicio que los anarquistas ocasionaron a la Internacional y al levantamiento revolucionario español de 1873. Cinco años después de este levantamiento, ocurrió la reacción universal provocada por los atentados de Hodel y Nobiling; sin estos atentados, Bismarck difícilmente habría conse­ guido hacer aprobar la ley contra los socialistas. [...] Otro revés se produjo en Estados Unidos de América en 1886. El movi­ miento obrero había tomado entonces en este país un impulso rápido y poten­ te. Avanzaba a pasos gigantescos, con tanta celeridad que algunos observadores creían ya que podría sobrepasar en poco tiempo al movimiento europeo y tomar la delantera. En la primavera de 1886, la clase obrera de la Unión desplegó una actividad colosal para conquistar la jornada de ocho horas. Las organizaciones obreras crecieron en proporciones enormes, las huelgas sucedían a las huelgas, un entusiasmo indescriptible reinaba en las filas de los trabajadores, y los socia­ listas, que estaban siempre en la primera línea y se mostraban los más activos, comenzaron a tomar la dirección del partido. Entonces, el 4 de mayo de 1886, fue lanzada en Chicago la famosa bomba, en uno de los numerosos choques que ocurrían por esa época entre la policía y los obreros. Todavía se ignora quién fue el autor del atentado. Los anarquistas, ejecutados por este hecho el 11 de noviembre, y sus compañeros condenados a largos años de cárcel, fueron vícti­ mas de un asesinato judicial. Pero el acto respondía a la táctica que han preco­ nizado siempre los anarquistas: desencadenó la furia de la burguesía norteamericana, llevó el desorden a las filas obreras y desacreditó a los socialis­ tas, que no se sabían o no se querían a menudo distinguir de los anarquistas.’

Si la lucha obrera tendente a conseguir la jornada de ocho horas acabó en la nada, tal fue el enorme descalabro que sufrieron los trabajadores, resul­ ta que los movimientos obreros, incluido el propio partido socialista, perdie­ ron terreno y credibilidad ante la opinión pública, también incluso frente a los propios trabajadores. Como anotó Kautsky con inobjetable claridad, los socialistas o no sabían o no querían distinguirse de los anarquistas. Pero en todo caso, esa tendencia a la radicalidad se agudiza con el paso del tiempo ’ Karl Kautsky (1909), «El camino al poder», en Karl Kautsky, La revolución social. El camino del poder, México, Siglo xxi, 1978, cap. I, pp. 215-217.

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cuando el movimiento anarcocomunista es expulsado en el Congreso de Londres de 1896 de la Segunda Internacional y el sector pacifista del anar­ quismo resulta arrinconado incluso dentro de sus propias filas. Pues bien, debido a la desmedida con que venía actuando el sector más violento del anarquismo, Emilio Castelar ya había escrito en términos muy duros unas palabras sobre los anarquistas, y en su artículo periodístico del día 12 de marzo de 1894 decía: «¡ah! los creo incapacitados de vivir en el medio ambiente nuestro, inadaptables a nuestra luminosa libertad, incompatibles con la democracia progresiva, y por lo mismo no quiero que un cobarde páni­ co nos despoje de aquello que ha de concluir con la utopía y con los utopis­ tas, de nuestros sacratísimos derechos. Nada de terror y nada de reacción; jamás tan ineludible y necesaria como ahora la santa libertad». Y cuando a principios de agosto de 1897 moría Cánovas del Castillo a manos del anar­ quista italiano Angiolillo a consecuencia de un disparo, Pablo Iglesias, el fun­ dador del Partido Socialista Obrero Español, manifestaba públicamente: «condenamos los crímenes de abajo tanto como los de arriba. [...] No contri­ buyamos a convertir esta sociedad, inarmónica ya por el antagonismo de inte­ reses, en una sangrienta lucha de fieras». Y no sólo eso. En el m omento en que otro político español, Eduardo Dato, a finales de 1921 sucumbía asesinado en un acto terrorista, Pablo Iglesias volvería a la carga y afirmaba: «la violen­ cia, por si sola, no resolvió nunca nada: es cosa adjetiva. En España es esen­ cialmente reaccionaria, lo mismo si la ejercen los gobiernos que si la practica el anarquismo. La fórmula salvadora es libertad y justicia. No hay otra». Lo curioso de las opiniones de Pablo Iglesias reside en que él, como fun­ dador del Partido Socialista Obrero Español, criticaba las manifestaciones contra la violencia pero no por ser violentas, sino porque procedían de esos rivales políticos suyos que eran los anarquistas. Por eso, Pablo Iglesias, pudo amenazar en 1910 al Presidente del Gobierno de España, D on Antonio Maura, y afirmar en el Congreso que era lícito ir a por él, incluso «hasta el atentado personal».

¡FUERA

DE LA LEY!

Anotada incluso por boca de los fundadores del anarquismo la injusticia del statu quo, no había por qué acatar las normas del Estado burgués. Y si

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William Godwin (1756-1836) y Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) habían propugnado el cambio político a partir de una evolución pacífica de la socie­ dad, para los revolucionarios de la década de los setenta y ochenta la situa­ ción era otra, y distinta. Ya lo había formulado el príncipe anarquista Kropótkin en sus Palabras de un rebelde (1885) cuando manifestó que la tarea de acabar con un gobierno y sus instituciones era el objetivo prioritario de todo revolucionario, cuando «marchamos a pasos de gigante hacia la revolu­ ción, hacia la conmoción que, iniciándose en un país, se propaga como en 1848, a todos los países vecinos, agitando la sociedad actual hasta sus entra­ ñas, renovando y fortaleciendo las fuentes de la vida». Y añadía Kropótkin en tono categórico: «destruid todo cuanto debe ser destruido, bastillas y cárce­ les; las murallas que cierran las ciudades y los barrios insalubres donde tanto tiempo os habéis envenenado con su ambiente. Instalaos en los palacios y reducid a cenizas los infectos tugurios que os sirvieron de albergue. El ins­ tinto de destrucción, muy natural y justo, porque es al mismo tiempo el principio de renovación hallará dónde satisfacerse ampliamente. ¿Acaso no ha de rehacerse todo, casas, ciudades, instrumentos agrícolas e industriales, y en fin, todo el material de la sociedad entera?». Había, pues, motivos más que fundados para empuñar el banderín de la agitación social e incluso defender, desde el odio, el principio de agresión legítima. Además, ¿no había dicho Max Stirner allá por el año 1845 que «sólo de M i deriva todo derecho y toda justicia: tengo el derecho de hacerlo todo, en cuanto que tengo poder para ello. Tengo el derecho de derribar a Jesús, a Jehová, Dios, etc., [...]. A M í corresponde decidir lo que es para m í el dere­ cho. Fuera de Mí, no existe ningún derecho. Lo que para Mí “es justo”, es justo. [...] Mi voluntad individuales destructora del Estado; [...] la voluntad individual y el Estado son potencias enemigas entre las que es imposible una “paz eterna”»? Es más, ¿no había declarado Stirner que «sólo por el crimen puede el individuo destruir el poder del Estado, cuando considera que está por encima del Estado y no el Estado por encima de él»? ¿Y no había señala­ do este filósofo alemán que «lo que nos inspira miedo y respeto, lejos de inti­ midarnos, nos alienta»!* 4 Pietr Kropótkin (1885), Palabras de un rebelde, o. cit., pp. 9 («La situación») y 129 («La expro­ piación»), Max Stirner (1845), El Único y su propiedad, o. cit., 2.a parte, pp. 149-150, y 151; ibídem, 1.“ parte, p. 30. Anótese la huella stirneriana en la obra de Bakunin cuando éste revolucionario ruso arengaba a los obreros de Saint-Imier diciendo: «mientras haya Estados, las masas populares,

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Com o proclamaban los anarquistas bakuninistas, a la sazón, claros here­ deros de Stirner, no había felicidad dentro de los muros del Estado. Y no for­ mando parte del rebaño porque el anarquista abominaba de la sociedad, y no pudiendo ser Dios ni tan siquiera quedar limitado por su divina autoridad, ya que para el anarquismo Dios había muerto, entonces sólo quedaba y como último recurso la estrategia planificada de la delincuencia, única vía capaz de redimir a la H um anidad de la asfixia del estatismo. Con este tipo de proceder los anarquistas carecían de cortapisas morales, de limitaciones legales, de fronteras políticas... y, por eso, negaban de raíz la idea que formuló Fichte: «me limito a mí mismo en la apropiación de liber­ tad por el hecho de que reconozco también la libertad de los otros». Pero además, ¿no había dejado dicho Stirner que el crimen destruye el poder del Estado? ¿Y no había recogido el autor de El catecismo revolucionario la tácti­ ca de desarrollar y extender entre la sociedad las desgracias y los males? Pues con idéntico o mayor motivo, la lucha armada, combinada con las prácticas radicales del terrorismo, iba a constituir el medio coactivo con el que aspirar a la transformación política de la sociedad.

E L TERROR

ANARQUISTA

En uno de sus textos más famosos, El existencialismo es un humanismo (1946), Sartre anotaba cómo «Dostoievski había escrito: “Si Dios no existie­ ra, todo sería permitido”. [Y agregaba Sartre:] ese es el punto de partida del existencialismo. En efecto, todo está permitido [...]. No tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está con­ denado a ser libre». Pues bien, extrapoladas las disquisiciones del filósofo francés al ámbito de la política, observamos que a finales del xix el ser hum a­ no se sentía liberado de las estrecheces de las normas, al tiempo que creía que sus acciones, al tener por único horizonte la libertad, contenían la semilla de la grandeza. El anarquista no era, por supuesto, ninguna divinidad, pero aun en las repúblicas más democráticas, serán esclavas de hecho, porque no trabajarán en pro de su propia felicidad y de su propia riqueza, sino para la potencia y la riqueza del Estado» («Primera conferencia a los obreros del Valle de Saint-Imier» (1871), en Mijaíl Bakunin, Obras completas, o. cit., vol. II, p. 225.

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muerto Dios, podía asumir el vacío que Él había dejado, y transformarse en un Cosmócrator, es decir, en el arquitecto del desguace del teatro del m undo, o sea, en el Sumo Hacedor del progreso de la contra civilización. Por tanto, cualquier medio, por brutal que fuese, quedaba legitimado en sí mismo con tal de hacer posible la venida del Anticristo, con tal de abrir la ventana y dejar pasar por ella la sociedad del futuro. Con un planteamiento de este calibre: no tenemos ni detrás ni delante jus­ tificaciones o excusas, se entiende que para el sector más combativo del anar­ quismo, como el que lideraba, por ejemplo, Sergéi Nechaiev (1847-1882), todo, absolutamente todo, estuviese permitido. La voluntad de poder, de dominio, de rebeldía lo justificaba todo. Y como Nechaiev, pensarían guiados por la audacia Angiolillo, Ascheri, Busiqui, Czogolz, Faure, Salvador Franch, Pietro Gori, Henry, Kammers y Stillmacher, Lasuela, Lipido, Malatesta, Mateo Morral, Maurice Mathieu, Merlino, Nikitin, Oliva, Orsini, Paulino Pallás, Ravachol, Rochefort, Juan Rull, Santiago Salvador, Diego Abad de Santillán, Vaillant... Éstos fueron algunos de los nombres de ese ejército anarquista que, en la oscu­ ridad y desde la ilegalidad, iba echando raíces en España, Italia, Austria, Francia, Rusia, América... Un ejército que se multiplicaba como una plaga, a la vez que entre duelos y matanzas expandía por el mundo la dinamita del rencor social. Dicho de otro modo, «el odio a la muerte y la injusticia conducirá, pues, si no al ejercicio, por lo menos a la apología del mal y del asesinato. Para combatir el mal, el rebelde, juzgándose inocente, renuncia al bien y engendra de nuevo el mal, [... Y] a medida que crece en fuerza y genio crece en él el poder del mal. Todo poder, todo exceso se cubre entonces con el “así es”».5 Emilio Castelar, que sí llegó a ver y escuchar a Bakunin en reuniones y en congresos aunque no alcanzó a tratarlo como a Herzen, tenía un concep­ to muy negativo de este activista ruso. Si Proudhon fue el Verbo de las ideas anarquistas, Bakunin, dice Castelar, fue su acción y «cual todos los demen­ tes, hallábase dotado al igual de calurosas pasiones, crecidas en la continua combustión del pensamiento que animaba la lectura, y de fuerzas hercúleas crecidas en los ejercicios del ejército, a cuya oficialidad perteneció de mozo. Y con esos errores en el cerebro, [...] yo no he visto persona ninguna que sumase, cual Bakounine, al caos anarquista en la inteligencia con el poder despótico en la voluntad. M andaba con imperio para destruir todo mando 5

Albert Camus (1951), El hombre rebelde, o. cit., p. 49.

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con violencia. [...] Com o nadie imponía los caprichos propios con la fuerza que este hombre, nadie las ideas con su autoridad. Seguíale numerosísima turba de hipnotizados, a quienes fascinaba como la serpiente al pajarillo». Al lado de comportamientos tan fanáticos, juzgaba Emilio Castelar que el cri­ men en las huestes anarquistas no era sino un signo clarísimo de enfermedad. «Yo no creo — escribía— que los asesinos varios, cuyos crímenes siembran por doquier el pánico popular, pertenezcan tanto a una secta como a una enfermedad colectiva. [...] No hay que dudarlo: las epidemias morales, en su significación más vulgar de la calamidad o plaga reinante sobre gran suma de individuos atacados por sus miasmas, los cuales se ceban en tales víctimas si las encuentran predispuestas y propensas a contraer el mal, nos dan el por­ qué de la existencia de los anarquistas y del anarquismo».6 Igual que Castelar, Rosa Luxemburg haría una crítica dura, y sin con­ templaciones, de la violencia anarca. Al inicio de su obra Huelga de masas, partido y sindicatos (1906), Luxemburg equipara a los anarquistas con vulga­ res ladrones y saqueadores y anota cómo «bajo el rótulo de “anarco-comunismo” se comete una buena parte de esos innumerables robos y pillajes a particulares que, en todo periodo de depresión y reflujo momentáneo de la revolución, se extienden como una ola de fango». Y a esta descripción añadía la revolucionaria cómo «en la Revolución rusa, el anarquismo no es la teoría del proletariado militante, sino el estandarte ideológico del lumpenproleta­ riado contrarrevolucionario, que sigue como una manada de tiburones la estela del buque de guerra de la revolución». A través de tácticas netamente subversivas, el sentido último del van­ guardismo anarquista era, de los pies a la cabeza, destructivo. Y en su lucha no cabían escrúpulos ni límites. Antes al contrario. Con procedimientos harto violentos, para gloria y fama suya, el sector más intolerante del anar­ quismo creyó que desde dentro y a través de sucesivos y continuados ataques terroristas podía reventar los cimientos del Estado, pues en su opinión el odio era el m otor de la Historia. En nombre de su himno, que en algunos casos llegó a llamarse La Marsellesa Anarquista, se exigía la táctica de la huelga general, el uso del ase­ sinato, amén de la voladura de edificios, parlamentos, fábricas, teatros, res6 Emilio Castelar, Artículos periodísticos de crónica internacional» publicados en la España Moderna, 12-111-1894, epígrafes XI y V. Pueden leerse en edición digital en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes: www.cervantesvirtual.com

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taurantes... y de todo lo que representase al Estado burgués. Exterminado hasta sus cenizas el precepto de respeto a la autoridad, los evangelistas de la muerte, los anarquistas más salvajes, se bañaban en sangre a fuer de entre­ garse a una embriaguez terrorista que denominaban «lucha política». De ahí que las huelgas generales, los ataques a instalaciones, industrias, talleres, inmuebles... fueran seguidos, durante las últimas décadas del Ochocientos y primeros lustros del Novecientos, de atentados contra la vida de civiles anó­ nimos y personajes de reconocido prestigio.

LA

FIEBRE DEL APOCALIPSIS: «LOS SIN

D IOS »

Siempre entre excesos, los anarquistas violentos estaban en guerra contra la civilización, en pugna con las instituciones del Estado. Y cometían un sin­ fín de delitos y, poniéndose fuera de la ley, llevaban a cabo m ultitud de infracciones y perpetraban no poco número de crímenes. Sus acciones, en la alegría de la maldad, eran tan drásticas como arriesgadas. Y ello obedecía al hecho de que en sus doctrinas se encontraba la semilla de la acracia, esto es, el postulado de un m undo autogestionado sin leyes ni gobiernos, al margen de religiones y amos. Lo que significa que, antes de que Nietzsche en medio de un arrebato de postm odernidad tomara para sí algunas de las consignas subversivas de los movimientos anarquistas, éstos ya venían vociferando: ¡El Estado ha muerto, Dios ha muerto, y... los Reyes han muerto! Con máximas tan radicales que incluían la teoría del Statocidio, la defensa del Deicidio y, claro está, la práctica del Regicidio, los anarcos tenían a bien la demolición global del Estado. ítem más; opuestos tajantemente a cualquier tipo de orto­ doxia, tanto burguesa como marxista, nunca relativizaron, desaprobaron u osaron rechazar por dogmática y ultra ortodoxa su propia doctrina anarquis­ ta, pese a serlo y en qué grado. La violencia era su estrategia y, en muchas oca­ siones, su religión. Su idealismo destructor les inducía al irracionalismo, del que dio muestras más que sobradas Max Stirner cuando este filósofo anar­ quista se opuso a toda creencia racional y objetiva. Con el ejemplo de los nihilistas rusos a sus espaldas y amparados en la meta, también compartida por los marxistas, de poner en marcha una guerra civil contra el Estado, los anarquistas se transformaron en los grandes terro­ ristas de fines del xix y principios del xx. Y con la utopía vendándoles los ojos

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no repararon en la falta de relación entre los medios y los fines. Tampoco caye­ ron en la cuenta de que incurrían en una dolorosísima contradicción: en el hecho de que se declaraban antimilitaristas y, no obstante, creaban células militares terroristas, en el hecho de que querían construir un m undo liberta­ rio sin fronteras ni límites que, curiosamente y como paso previo, exigía ase­ sinar la libertad (y la vida) de los enemigos políticos. Así que, igual que el Apocalipsis de San Juan partió de un espíritu vengativo, los grupos más beli­ gerantes del anarquismo emprenderían del mismo modo el proyecto de des­ truir todo rastro de civilización con el fin de llegar al cataclismo, a la hecatombe para, luego, a partir de las cenizas construir un orden político sin mácula ni injusticias. La violencia, a los ojos de los revolucionarios, parecía convertirse en una nueva religión, mientras la muerte era un signo de libertad, una ordalía necesaria para conquistar la emancipación del género humano.

LA SEDUCCIÓN

DEL ABISMO

Los revolucionarios pese a moverse entre la rabia política y el inconfor­ mismo laboral, entre la inadaptación y la sed de revancha no aparecían, al menos entre ciertos intelectuales, como seres crueles y salvajes, o como seres inhumanos carentes de escrúpulos. Los escritores que se iban subiendo al galeón de la violencia social retrataban, sobre un fondo épico, la figura de ciertos luchadores antim undo. Dostoyevski convertía al conspirador y revo­ lucionario Nechaiev en Petr Stepanovitch en su novela Los endemoniados (1870). Y mientras que Sokolof y Bakunin acogían en sus obras, y desde una perspectiva positiva, la acción osada de los cabecillas y primeros revoluciona­ rios rusos Pugachov y Stenko Razin, Nechaiev tomaba como máxima hundir las tácticas revolucionarias dentro del universo de los delincuentes. El mundo imaginario, pues, de la literatura traducía lo que ocurría en el m undo real y, por eso, sus rapsodas empezaban a ensalzar desde la bohemia el rostro transgresor del héroe. La violencia fascinaba a la par que encontraba adeptos. Pero antes de que Dostoyevski y mucho antes de que Sokolof o de que el mismo Bakunin procedieran a incluir, en la categoría de héroes, a seres mar­ ginales, el británico Thomas de Quincey había escrito en 1827 un ensayo titu­ lado Sobre el asesinato como una de las bellas artes ¿siguiendo la idea de Immanuel Kant (expresada en Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y

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lo sublime, 1764) de que muchas veces los vicios y crímenes morales contienen rasgos sublimes o bellos? ¿O quizá escribió De Quincey ese ensayo movido por esa aura romántica de excepcional idad que empezaba a rodear al asesino? Sea como fuere, lo que sí es cierto es que el marqués de Sade vio en el asesinato un signo poético de libertad y, como Sade, el poeta Shelley también llegó a gloriar el uso de la violencia. Ésta, sin duda, tenía en sus entrañas algo capaz de remo­ ver, de excitar el entusiasmo. Y no sólo de las masas, sino entre no pocos inte­ lectuales. De hecho, en la conferencia que daba Max Weber en 1919 con el título La ciencia como profesión ya reconocía este investigador alemán cómo prendía en la sociedad la fórmula de la transgresión e incluso llegaba a obser­ var cómo «cualquier cosa puede ser bella, no tan sólo sin ser buena sino preci­ samente en cuanto que no es tal, como hemos aprendido de Nietzsche, y que ya anteriormente lo encontramos ilustrado en Fleurs du Mal, como llamó Beaudelaire a su volumen de poesías». Por supuesto, otros escritores se ampararían asimismo en esa estética de «lo bello en cuanto no es precisamente bueno», como dijo Weber. De hecho, sabemos que el escritor alemán y ex marxista Johann Most (1846-1906), que dirigió el periódico anarquista Die Freiheit, primero en Londres, más tarde en Nueva York, llegó a justificar los delitos de robo y de asesinato como medios para instaurar el anarquismo. (Stalin comenzó dando sus primeros pasos polí­ ticos desde la delincuencia.) Es más, Most llegaría a tener problemas con la ley, incluso irían a parar sus huesos a la cárcel por sus declaraciones a favor de los atentados mortales que sufrieron, primero, el zar de Rusia Alejandro II y, más tarde, el presidente norteamericano McKinley. Pero Most no era una gota aislada en el océano proceloso de las ideologías. En absoluto. Igual que él, hubo otros muchos intelectuales que justificaban la extorsión, también el cri­ men. Sin ir más lejos, el periodista español Mauro Bajatierra. Éste en 1912 ensalzó la acción que había cometido Manuel Pardiñas al asesinar a Canalejas. Y ¿qué decir de las palabras que lanza Oscar Wilde en El retrato de Dorian Grey (1891) cuando comenta que «el delito pertenece exclusivamen­ te a los estratos inferiores. Yo no los censuro en absoluto. Me imagino que el delito es para ellos lo que el arte para nosotros, simplemente un método para procurarse sensaciones extraordinarias»? En cualquier caso y al margen del efecto que pueda producirnos este tipo de comentarios, que en el enfoque de Wilde se juegue con la idea de que el delito es una cuestión de perspectiva no deja de ser llamativo y más cuando el delito genera en quien lo provoca, pen-

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saba Wilde, un acto de complacencia, un chorro de sensaciones, igual que el arte es capaz, por su halo poético, de provocar emociones. Naturalmente Wilde no era ninguna excepción entre los intelectuales, pues desde otras zan­ jas literarias el escritor italiano Gabriele D ’Annunzio, precursor del fascismo de Mussolini, escribía en sus novelas El placer (1889), El inocente (1893)... sus experiencias con la aristocracia romana. Y a la vez que diurnizaba los ges­ tos de depravación humana, hacía un canto al crimen. Está claro, lo queramos reconocer o no, que la violencia seducía al tiem­ po que la figura de héroes radicales y extremistas empezaba a gozar de más y más predicamento. Al fin y al cabo, de ellos nacía la admiración, el asombro, la fascinación de la impostura. Y mientras buen número de intelectuales, enfrascados en la retórica de los nuevos Ulises, querían de alguna manera ser escritores-héroe, otros grupos de personas, afines a la política, al arte de las vanguardias... coqueteaban, también de cara a la galería, con la violencia y entendían que los héroes magnetizaban no sólo por vivir fuera de la ley sino, sobre todo, por encarnar la utopía del progreso, la esperanza del futuro. Así lo creía al menos el político español Alejandro Lerroux (1864-1949) que, con el tiempo, llegaría a presidir nada menos que seis gobiernos durante la Segunda República. Pues bien, Lerroux, aunque con los años fue poco a poco abandonando su fe en la «revolución de barricadas», en sus años jóvenes, hacia 1898, apoyaba sin desaliento la causa políticamente asesina de grupos radicales y, desde una admiración ai desorden, llevaba a cabo una campaña a favor de los anarquistas acusados de cometer un atentado contra civiles.

O D IO ,

O D IO .

SÓLO

ODIO

Tal era la fascinación que despertaba entre los intelectuales el abismo, la ira, la violencia..., que autores en absoluto ácratas como Arana o Prat de la Riba registrarían en sus textos la euforia emocional que generaba el odio. El propio Sabino Arana llegaría a escribir en El Correo Vasco (Bilbao, 15-V II-l899) un artículo periodístico con el título La era del odio en donde reconocía cómo «sufrimos la tiranía social del odio. [... Cómo] en esta atmósfera de aborreci­ miento, todo movimiento es dirigido por la voluntad con intención de daño, toda palabra es media y todo pensamiento rebulle y se amasa con pensamien­ tos contradictorios antes de exteriorizarse. Es la actual la era del odio. Del odio

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que es universal entre los hombres y trasciende a todas las cosas: que admite gradaciones hasta el infinito y no se debilita con los años». Enrique Prat de la Riba, otro adalid del fascismo regionalista, expresaba la importancia creativa que contenía el rencor en estado puro. Así, en el capí­ tulo que dedicó a la génesis del patriotismo dentro de su libro La nacionali­ dad catalana (1906), De la Riba exhortaba a «sentir lo que no éramos para saber claramente, hondamente, lo que éramos, lo que era Cataluña». Y aña­ día a renglón seguido «esta obra de nacionalización catalana, no la hizo el amor, [...] sino el odio». Por tanto, la salvaguardia de las ideas a través de la práctica del odio era una forma de justificar el hundimiento de los ideales libertarios. Tanto es así, que el artista sueco Ivan Aguéli un cuatro de junio de 1900, sin reparar en la brutalidad de lo que hacía y con la mente puesta en luchar por la vida del ani­ mal, llegó a disparar tres veces seguidas contra un matador de toros durante el transcurso de una corrida celebrada en la ciudad francesa de DeuiL Pero esto no tiene en sí mismo nada de asombroso, pues el anarquista Nechaiev ¿no había asesinado a sangre fría a uno de sus compañeros de complot, a un tal Ivan I. Ivanov, cuando éste le objetaba los métodos, ante lo cual el propio Nechaiev en presencia de cuatro de sus compañeros le disparaba un tiro en la cabeza? Y respecto de la revolucionaria francesa Louise Michel que participa­ ría en los acontecimientos de la Com una de París y era conocida bajo el alias de La Loba Roja ¿no había aceptado el encargo de matar a Thiers? Apresada el 16 de diciembre de 1871 era incriminada de intentar derribar el gobierno, de animar a los ciudadanos a armarse, de posesión y uso de armas, pero también acusada de practicar arrestos ilegales, proyectar matar a rehenes, aplicarles la tortura... El castigo fue de pena de muerte aunque el veredicto, a diferencia del que recibieron otras comuneras, fue conmutado por el de presidio. Y allí, en el penal de Nueva-Caledonia, La Loba Roja se convertía al anarquismo. Ante estas y otras muestras de fiereza ideológica el filósofo francés Julien Benda dijo: «nuestro siglo habrá sido propiam ente el siglo de la organización intelectual de los odios políticos. Eso será uno de los grandes títulos dentro de la historia moral de la hum anidad».7 7 Julien

Benda (1924-1927), La trahison des cleros, o. cit., I, p. 154. El comportamiento de La Loba Roja no es aislado. Otras mujeres antes que ella participarían en hechos criminales. Théroigne de Méricourt, por ejemplo, había sido encarcelada por el intento de asesinar a la reina María Antonieta, mientras que Carlota Corday lo fue por matar a Marat.

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A la violencia le debe el socialismo los elevados valores morales mediante los cuales aporta la salvación al mundo moderno. G EORGES SOREL, Reflexiones sobre la violencia (1906) Cuando la gente nos censura por nuestra crueldad, nos preguntamos cómo pueden olvidar los principios más elementales del marxismo. LENIN , Pravda\ 26 de octubre de 1918 La cuestión de saber a quién pertenecerá el poder, es decir, si la burguesía debe perecer o vivir, se resolverá no con referencias a los artículos de la cons­ titución, sino por el recurso a todas las formas de violencia. T ROTSKY, Terrorismo y comunismo (1920) ¿Quiénes son nuestros enemigos y quiénes nuestros amigos?, ésta es una cuestión de importancia primordial para la revolución. Si todas las anteriores luchas revolucionarias de China sólo obtuvieron exiguos resultados, fue esen­ cialmente porque los revolucionarios no supieron unirse con los auténticos amigos para atacar a los verdaderos enemigos. Un partido revolucionario es el guía de las masas, y no hay revolución que no fracase cuando ese partido las conduce por un camino erróneo. A fin de conquistar con seguridad la victo­ ria en la revolución y no conducir a las masas por un camino erróneo, tene­ mos que cuidar por unirnos con nuestros auténticos amigos para atacar a nuestros verdaderos enemigos. M AO Z EDONG , Análisis de las clases de la sociedad china (1920)

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LOS MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD

EMPRESA REVOLUCIONARIA Y SU HAZAÑA : LA D ESTRUCCIÓN SISTEMÁTICA

DEL PASADO

Desde la cautela de la distancia vemos que el auge de la M odernidad pro­ vocó una lenta e imparable deconstrucción de las tradiciones del pasado. De hecho, la nueva cultura política que traía consigo la M odernidad alimentaba la disputa «Historia versus Tradición» y, desde tal enfrentamiento, se instiga­ ba a rechazar el curso de la Historia. Com o dejó escrito Engels con inobjeta­ ble claridad en el prólogo de 1892 a su obra Del socialismo utópico al socialismo científico, «la tradición es una gran fuerza de freno; es la vis inertiae», un impedimento en suma. Unos años después, un discípulo de Marx y Engels, el alemán Eduard Bernstein, escribía sobre El revisionismo en la socialdemocracia (1909), y en esta obra expresaba cuál era la misión histórica de la clase obrera. Pues bien, para Bernstein la clase obrera era el segmento de la sociedad que representaba la verdadera modernidad, la M odernidad con mayúscula. ¿Y por qué? Porque a juicio suyo la clase obrera era «la única clase que, como tal, se enfrenta libre de prejuicios a todos los progresos reales del conocimiento, la técnica, la eco­ nomía, etc.; la única clase cuyos intereses no están ligados a nada viejo ni envejecedor». Y añade Bernstein con más énfasis si cabe: «sólo los obreros están ligados, en cuanto aparecen como clase, al progreso social desde todos los aspectos; ellos son la vanguardia más segura, como ya lo expresó bellamente Lassalle en las palabras que dirigió a los obreros en el Programa obrero-, “Ellos son la roca sobre la que ha de construirse la iglesia del presente”». No hay duda: enarbolando la bandera de la M odernidad Revolucionaria nuestros antepasados trataron de imaginar modelos alternativos de conviven­ cia, de hallar otros formas de distribución de la riqueza. E incluso antes que nadar en el cauce de las inercias de la Historia estimaban que era preciso encontrar otro tipo de sociedad más a tono con los tiempos. Y si para eso era preciso emplear el principio de resistencia a la opresión, no pocos revolucio­ narios aceptaban la licitud de este recurso con tal de escombrar las costum­ bres del ayer y construir, de paso, una forma nueva de Estado. Tal era la fe en un futuro de prosperidad, tal la excitación que producía la idea de cambiar la fisonomía del Estado, que el político y escritor Donoso Cortés no podría por menos que hablar del espíritu revolucionario que sitiaba a su época. Y en las páginas finales de su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalis-

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VIOLENCIA COMO ESTRATEGIA POLÍTICA : EL MARXISMO

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mo y el socialismo (1851) dejaba dicho: «no hay ninguna revolución que, al derribar por el suelo las instituciones antiguas, no las derribe en calidad de absurdas y de perturbadoras y que, al sustituirlas con otras de invención indivi­ dual, no afirme de ellas que constituyen un orden excelente. Esta es la signifi­ cación de aquella frase consagrada entre los revolucionarios de todos los tiempos cuando llaman a la perturbación, que santifican, un nuevo orden de cosas». Un año más tarde, en 1852 y al inicio del capítulo primero de su escrito El 18 brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx llegaría a escribir que, como la empresa revolucionaria y su hazaña no es sino la destrucción sistemática del pasado, «la revolución social del siglo xix no puede sacar su poesía del pasado, sino sola­ mente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado». Y agregaba Marx: «las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo xix debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar consciencia de su propio contenido». El juicio de Donoso Cortés no iba, entonces, muy descaminado. Pero no nos llevemos a engaño. No fue únicamente Marx quien hiper­ trofió la herencia modernista de la destrucción, no fue sólo él quien buscaba en el futuro las claves a los problemas sociales. También un antagonista de Marx, un duro opositor suyo, el ruso Bakunin, expondría la necesidad revo­ lucionaria de derribar el pasado y ello con el objetivo de fundar un orden nuevo. De hecho, a juicio de este anarquista, no podía haber revolución sin catástrofes y más cuando «de la destrucción saludable», decía Bakunin en su libro Estatismo y anarquía (1873), «surgen y nacen mundos nuevos». Sabido esto, cabe preguntarse si Marx y Bakunin mantenían algún punto en común con el ideario liberal. Y la respuesta, pese a las apariencias en con­ tra, es afirmativa. Los filósofos y políticos liberales de los siglos xvn y XVIII se sintieron modernos por el hecho de romper con el pasado y, a la vez, por poner en marcha fórmulas novedosas de convivencia. Dicho con otras pala­ bras, se sintieron modernos porque demandaban el progreso y anhelaban, aunque fuera por caminos violentos, otro tipo de sociedad más justa. Los filósofos y políticos liberales de los siglos

XVII

y xvm se sintieron modernos

no sólo por emplear la práctica del derribo de las instituciones de la monar­ quía absoluta sino, al mismo tiempo, por su pericia a la hora de usar el pacto constitucional en la arena política. Fijémonos en que los filósofos y políticos del xvn y xvm con su explícita enemistad hacia el Antiguo Régimen habían

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defenestrado al monarca Carlos I y, por otra parte, se habían amparado en la estrategia del golpe de Estado para llevar a cabo la Revolución Gloriosa y, más tarde, la Revolución americana e incluso promover la Revolución francesa. Pues bien, con tales antecedentes los modernos del xix pudieron ir más lejos que sus predecesores, entre otras cosas porque se habían convertido, de la cabeza a los pies y gracias al bautismo de las ideas, en revolucionarios. De hecho, en su proyecto político no había ocasión para consumar acuerdos o alianzas vinculantes. Sólo lugar para acabar con el Estado vigente. Así que a la pregunta ¿Marx y Bakunin mantenían algún punto en común con el ideario liberal? la contestación es un rotundo sí. Incluso el revi­ sionista Eduard Bernstein mantenía que el socialismo, como movimiento histórico universal, era el heredero legítimo del liberalismo «no sólo desde el punto de vista cronológico, sino también desde el punto de vista del conte­ nido social». Tenía, pues, razón Donoso Cortés cuando ya a mediados del xix observó que el socialismo había iniciado su andadura sobre las huellas que dejó a su paso la ideología liberal. Ahora bien, en tanto en cuanto que para los revolucionarios socialistas no había espacio para alianzas vinculantes, la vía del derribo aparecía a sus ojos como la mejor estrategia para transformar el Estado burgués. Desde una perspectiva así, la antigua teoría del pacto de Estado había dejado de intere­ sar. Y la meta de los revolucionarios del xrx no era otra que el acoso y hun­ dimiento de la Historia por la implantación, como señaló Donoso Cortés, de un nuevo orden de cosas. «Queremos que cese el imperio del Capital, del Estado y de la Iglesia, para construir sobre sus ruinas la Anarquía, la libre federación de libres asociaciones de obreros», arengaba Rafael Farga en el dis­ curso de bienvenida a los asistentes al prim er Congreso Obrero Español, cele­ brado en Barcelona el 19 de junio de 1870. Queda claro, los revolucionarios del Ochocientos no querían saber nada de pactos, deberes, tratos, o compromisos. Su proyecto no pasaba por hacer concesiones al Estado, ni mucho menos incluía firmas y convenios. Para los modernos del xix el objetivo consistía en desplomar el curso de la Historia, en destruir las entrañas del Estado liberal, para más señas burgués. Ya lo puso de relieve el filósofo y novelista ruso de tendencias socialistas, Alexandr Ivánovich Herzen (1812-1870), cuando decía «nos han escogido para ser ver­ dugos del pasado, para perseguirlo, ajusticiarlo, desenmascararlo y sacrificar­ lo por el porvenir».

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LA VIOLENCIA COMO ESTRATEGIA POLÍTICA: EL MARXISMO

E L GOLPISMO

REVOLUCIONARIO

El alemán Friedrich Engels, buen conocedor de las estrategias militares, había dejado expresado el modo de conseguir el triunfo del proletariado fren­ te a los intereses de la burguesía. En su opinión era fundamental instaurar la revolución democrática por la fuerza. Así lo dejó escrito en la carta que diri­ gió el 23 de octubre de 1846 al Comité Comunista de correspondencia de Bruselas. Dos años más tarde, redactaba con Marx El manifiesto del Partido Comunista, en cuyo capítulo segundo vuelve a tratar el tema del golpismo revolucionario. Y no sólo eso. En su libelo contra D ühring haría apología de la violencia, y ridiculizando las ideas de Dühring diría: para este señor «la vio­ lencia es la maldad absoluta; [...] pero en cuanto a que la violencia desempe­ ña asimismo en la historia un papel muy importante, un papel revolucionario, para decirlo con las palabras de Marx, el papel de comadrona de toda socie­ dad antigua que lleva en sus entrañas otra nueva, de instrumento por medio del cual vence el movimiento social y saltan hechas añicos las formas políticas fosilizadas y muertas, el señor D ühring no nos dice ni una palabra».1 Aunque Karl Eugen Dühring no emitiera según Engels ni una sola pala­ bra al respecto, filósofos y pensadores radicales, entre los que se incluía Engels, sí hicieron lo posible por dignificar la dimensión revolucionaria del golpismo. Por eso, en el prólogo a la edición alemana del Manifiesto del Partido Comunista del año 1890, Engels todavía seguía utilizando la retórica de la violencia hasta decir que «cuando la clase obrera volvió a sentirse lo bastante fuerte para lan­ zarse de nuevo al asalto contra las clases gobernantes, nació la Asociación Obrera Internacional. El fin de esta organización era fundir todas las masas obreras militantes en Europa y América en un gran cuerpo de ejército». Por tanto, la búsqueda de la desestabilización era, más que un deseo polí­ tico, el objetivo prioritario de la lucha de clases. Y la conversión del movi­ miento protesta en un movimiento militarizado iba más allá de una simple aspiración. En este sentido conviene recordar que Marx, durante su exilio en 1 Friedrich Engels (1878), La revolución científica del señor E. Dühring, México, Grijalbo, 1968, p. 42. Esta obra suele ser conocida de manera abreviada bajo el nombre de Anti-Dühring. La idea de considerar la violencia como comadrona de un nuevo mundo, idea que Engels rescata de Marx, se completa con un texto poco conocido de este último. En una carta de este dirigente a Kugelman (12-111-1871), Marx le comenta que «la próxima Revolución francesa no debe comen­ zar, como se ha hecho hasta ahora, pasando de unas manos a otras la maquinaria burocrático mili­ tar, sino que antes debe destrozarla; ésta es condición de toda revolución popular en el continente».

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Francia, escribió en el año 1844 unos artículos para la revista alemana Vorwarts (Adelante), revista fundada en París en la que colaboraron Heine, Bakunin, Engels... entre otros. Pues bien, en el n.° 64 de la citada publicación, Marx señalaba que «toda revolución disuelve la antigua sociedad, y en este sentido es social. Toda revolución acaba con el antiguo poder, y en este sentido es políti­ ca». Y no sólo eso. Marx defendía que «la revolución en general — el derroca­ miento del poder existente y la supresión de las antiguas relaciones— es un acto político». Y añadía a continuación: «el socialismo sin renovación no puede realizarse; tiene necesidad de destrucción y de disolución».

E L ÁRBOL

DE LA

M ODERNIDAD

A lo largo del siglo xix los descontentos sociales se medían por el nivel de ferocidad que tomaban las luchas callejeras. En otros territorios, dentro de las trincheras de la ideología, una pléyade de pensadores, exiliados, revolucionarios, sindicalistas... emprendía su configuración ideal del Estado a partir de la idea salvadora del odio civil. Del afán contestatario por disentir había nacido la tác­ tica de la agresión que autores como Bakunin, Blanqui, Boulanger, Dabrowski, Marx, Maurras, D ’Annunzio... recomendaban como medio de acelerar cam­ bios gubernativos. Pero además, ¿no había acuñado Engels la frase de «expro­ piar a los expropiadores» para hablar de la importancia de dirigir un ataque global al Estado burgués y contra sus minorías dirigentes? Y por otra parte, ¿no había lanzado Marx al final de La guerra civil en Francia (1871) la consigna de «todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado», de donde se deduce la lucha del proletariado contra todos los gobiernos nacionales? Que existió en el árbol de la Modernidad una relación entre el uso de la fuerza y la consiguiente aniquilación de ciertas instituciones es algo indiscuti­ ble. Louis Auguste Blanqui (1805-1881), El Encarcelado, El Mártir, tales eran sus apodos, había estado involucrado en los actos agitadores de la revolución de 1848 y más tarde en los sucesos revolucionarios de la Com una de París de 1871, y por ello intentaría una y otra vez propinar a lo Babeuf sucesivos golpes de Estado gracias al apoyo de un pequeño número de conjurados. Y no fue el único. El blanquista Charles Víctor Jaclard participaría en las luchas de la Com una parisina, mientras que el insurgente y revolucionario polaco Jaroslaw Dabrowski, cuyo nombre serviría para bautizar a uno de los batallones de las

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Brigadas Internacionales que intervinieron en la guerra civil española (19361939), tomó parte de una insurrección polaca en 1863 y, años después, se le ve colaborar en el desenlace comunero del París de 1871. Y como Blanqui, Jaclard y Dabrowski, muchos otros intentarían forzar desde la violencia el perímetro del Estado. La lucha por el ideario político era a vida o muerte. Sobra decirlo, pero la actuación del babeuvista Blanqui no era única ni excepcional. Desde Engels hasta Kropótkin, desde Bakunin hasta Lenin, buen número de intelectuales europeos empuñaría la idea de que la subversión, la lucha revolucionaria eran la única vía posible para la conquista de la libertad del pueblo. Se habían abierto trincheras para acometer la guerra social. O lo que es igual, se había enquistado la convicción de ver mejorado el Estado a través del asalto violento a las instituciones y contra las personas. Y es que los modernos que ahora se definían revolucionarios creían que negando la influencia histórica del pasado lograrían a través del empleo de la fuerza des­ legitimar el Estado burgués y transformarlo, de arriba abajo, en un Estado libertario. «La insurrección — escribía Lenin— debe apoyarse no en una cons­ piración, no en un partido, sino en la clase más avanzada. Esto en primer lugar. La insurrección debe apoyarse en el ascenso revolucionario de un pueblo. Esto en segundo lugar. La insurrección debe apoyarse en ese momento de vira­ je en la historia de la revolución en ascenso en que la actividad de la vanguar­ dia del pueblo está en su apogeo, en que son mayores las vacilaciones en las filas del enemigo y en las filas de los débiles, fríos, indecisos amigos de la revolu­ ción. Esto en tercer lugar. Y estas tres condiciones, al plantear el problema de la insurrección, son las que distinguen al marxismo del blanquismo».2 Por supuesto, esta artimaña política, la de la violencia y la de la insu­ rrección, sería, sólo unas décadas después, empleada también por otros cabe­ cillas no menos rebeldes contra el Estado: Mussolini, Hitler, Pétain, Franco.

LA APOLOGÍA

DE LOS MÚSCULOS O

P ROMETEO

DESENCADENADO

Con los estallidos sociales de finales del siglo xvm , es decir, con el desa­ rrollo de la Revolución americana y francesa, la vieja acepción de «el princi2 Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, Carta al comité central del POSDR(b), escrita el 13-14 (2627) de septiembre de 1917, publicada por primera vez en la revista Proletárskaia Revolutsia n.° 2, 1921, en Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, Obras completas, o. cit., vol. XXVII, pp. 132-3.

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pió de resistencia» volvía cual ave Fénix a renacer a principios del xix con más brío que nunca y con más peligro también. Esta vez, bajo el nombre y la égida de «La Revolución». Es más, durante más de cien años, desde media­ dos del siglo xix hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, la violencia será objeto de estudios minuciosos, e incluso defendida por políticos, militares e intelectuales hasta el paroxismo ideológico más idiotizante. Y así, desde Marx hasta Brecht, desde Stirner hasta Bakunin, desde Chernyshevski hasta Lenin, desde Engels hasta Trotsky, desde Plejánov hasta Mao, pasando por Kropótkin, Labriola, Maurras, Nin, El Che Guevara, Hemingway, Bertrand Russell, Gollancz, Stalin, Jean-Paul Sartre, Julio Cortázar, Rafael Alberti, Ernesto Cardenal, Malcolm X... y un sinfín de personajes más, la violencia ha sido una reliquia sagrada, un fetiche santificado, un amuleto idolatrado, un ídolo propagado... no sólo en publicaciones, sino ante la opinión pública en forma de opiniones y actitudes políticas. Y ello, ¿a qué obedecía? Al hecho de que la violencia seducía. Justificada la violencia, cuando no, ensalzada, organizaciones de izquier­ das como Tierra y Libertad (Zemiliá i Svoboda) fueron planeando y acome­ tiendo desde 1879, fecha del centenario de la Revolución francesa, acciones terroristas para acelerar la caída del viejo régimen monárquico ruso. Los inte­ grantes de citada organización, nacida en 1876, creían en la fuerza revolu­ cionaria de la clase campesina para derrocar al zar y a los terratenientes. Pero resultó que «estos miembros de Tierra y Libertad, llamados populistas, no tuvieron éxito entre los campesinos. Entonces decidieron proseguir la lucha contra la autocracia sin el pueblo mediante el terrorismo. Se produjo una escisión entre populistas de los viejos métodos y partidarios de los nuevos métodos, dando lugar en 1879 a dos partidos: “La Voluntad del Pueblo” {Cherniiperedet) y “El Reparto Negro” (Naródnaia volia)».' Durante todo el último cuarto del siglo xix el plan de acción revoluciona­ ria no se basaba sólo en la denuncia de los abusos sociolaborales y políticos, des­ póticos y monumentales por cierto. Se fundaba además en la idea de salvar a la mayoría a través de la puesta en práctica de la insurrección, de la violencia y de la dictadura del pueblo. Con estas metas políticas no sorprende que uno de los fundadores de la Liga Comunista y a la vez cofundador de la Gaceta Renana, el escritor alemán Moses Hess, acuñara en 1843 el término de «filosofía de ’ Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, «El marxismo y la insurrección», en Marx, Engels, Lenin, Marxismo y terrorismo, Barcelona, Grijalbo, 1975, p. 136.

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LA VIOLENCIA

CO M O ESTRATEGIA POLÍTICA : EL MARXISMO

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hecho», pues desde los hechos había que ir construyendo una determinada línea de actuación ideológica. Naturalmente, en el espíritu de combatividad sobresaldría Eugene Debs (1855-1926), líder marxista norteamericano que dedicó su vida a la acción sindical hasta llegar a organizar el partido socialista en EE.UU., y del que hablaría en estos términos Vladimir Ilich Uliánov Lenin: [...] recuerdo también las palabras que Eugene Debs, uno de los jefes más que­ ridos del proletariado norteamericano, escribió en el «Llamamiento a la Razón» (Appeal to Reason), me parece que a finales de 1915 en su artículo «What shall I fight for» («Por qué voy a luchar», citado por mí a comienzos de 1916 en una reunión obrera pública celebrada en Berna, Suiza). Debs decía que (...] conocía una sola guerra sagrada y legítima desde el punto de vista de los proletarios: la guerra contra los capitalistas, la guerra para liberar a la humanidad de la esclavitud asalariada.

Ni que decir tiene que la idea de utilizar la guerra como sistema para fomentar la salvación del género hum ano no era propia de Debs. No, era fruto directo de la simiente jacobina. Y Marx y Engels, que se apoyaron en las tesis revolucionarias del babeuvista Louis Blanqui, reflotaron la estrategia de la guerra proletaria. Por eso, en calidad de marxista el propio Lenin defen­ dería que «en una época en que la lucha entre clases se agudiza hasta llegar a la guerra civil, debe plantearse como tarea no solamente participar en esta guerra civil sino también asumir el papel dirigente en ella [...] sin dejar pasar ni una sola ocasión para infligir daños al adversario».4

ATROPELLAR ,

FORZAR , VIOLENTAR ...

R ENACER

En esta batalla ideológica, los intelectuales desempeñaron un papel nada despreciable al ir guillotinando los nexos pacíficos de la vida en sociedad, pues en un lado estaban quienes abogaban por la guerra en su estado más puro, filobelicismo que encontramos en autores de la talla intelectual de Ancillon y 4 La referencia a Debs puede leerse en Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, Textos sobre el imperia­ lismo, pág. 53. Se trata de un pasaje de Lenin extraído del VI Congreso extraordinario de los Soviets de diputados obreros, campesinos, cosacos y soldados rojos de toda Rusia: «Discurso sobre la situación internacional» que data del 8 de noviembre de 1918. El comentario guerracivilista de Lenin puede leerse en Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, «La guerra de guerrillas», en Marx, Engels, Lenin, Marxismo y terrorismo, o. cit., p. 98.

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Portalis, de Arndt y Hegel, de Nietzsche, de Lester Rank Ward y Karl Bertsche, de Marinetci, Papini, D ’Annunzio, Barres, Dérouléde, Péguy, Ernst Jünger y un larguísimo etcétera de pensadores. Y luego, en una segunda orilla aunque no menos virulenta, estaban los profetas proletarios que como Bakunin, Nechaiev, Blanqui, Marx, Engels, o el propio Georges Sorel justificaban el uso mesiánico de la violencia en contra del Estado burgués. El mismo Trotsky, siguiendo el surco de estas ideas, elogiaría la acción política basada en la vio­ lencia e incluso llegaba a redactar su conocida obra Terrorismo y comunismo (1920). Es más, muerto Lenin el 21 de enero de 1924, Trotsky compondría en tono de glosa, meses después, Las lecciones de la insurrección de octubre. Pero ¿por qué la violencia poseía, a los ojos de los revolucionarios, una vis regeneradora? Porque como ha subrayado Maurice Blanchot «el recuerdo mal interpretado de las guerras de la Revolución francesa, con su fragor legendario, sugiere la idea vaga de que guerra y liberación social van unidas». Y prosigue Blanchot: «fue Guesde quien, previendo una guerra entre Rusia e Inglaterra, hablaba ya desde 1855 de la “guerra fecunda” y proclamaba “Viva la guerra”. “La guerra que va a empezar hará que de algún modo se termine como obra de la revolución”».5 Asociado entonces el enfrentam iento bélico al fenómeno de la emanci­ pación del género hum ano, los defensores de la causa proletaria se converti­ rán en apologistas de la violencia, de la guerra. Lo cual explica por qué Marx se sentía cautivado por la figura del militar Clausewitz, por qué Engels reco­ mendaba entre los proletarios la lectura de la obra de este estadista prusia­ no, por qué incluso el propio Lenin llegó a considerar a Clausewitz el filósofo de la guerra más im portante de todos los tiempos. Y no sólo eso: Mao Zedong también basaría las estrategias de la lucha revolucionaria sobre la obra (postuma) de Karl von Clausewitz titulada Von Kriege (De la guerra, 1816-1831), mientras que Ernesto Che Guevara tomaría por cierta la tesis — léase su panfleto Mensaje a los pueblos del mundo a través de la tricontinental (1967)— de que la guerra es la respuesta justa de los pueblos que aspiran a su em ancipación.6 5 Maurice Blanchot (1984), Los intelectuales en cuestión. Esbozo de una reflexión, Madrid, Tecnos, 2003, pp. 92. Véanse también las pp. 93-94. '■Para el general prusiano Clausewitz la guerra no era otra cosa que «la continuación de la política por otros medios». Naturalmente, tal idea si no pasó desapercibida para los seguidores del marxismo-leninismo, tampoco años más tarde pasaría en absoluto inadvertida para un compañe­ ro de Hitler, el general alemán Ludendorff (1865-1937), que retomando la frase de Clausewitz

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«Guerra y liberación», «Liberación y guerra» son dos fenómenos, inclu­ so hoy, hermanados desde el estallido de la Revolución francesa. Por tanto, ¿cómo va a sorprender que el destacado revolucionario español Andreu Nin, al hablar de pacifismo en su libro Las dictaduras de nuestro tiempo (1930), dijera que «la paz no puede ser conquistada más que por una lucha encarni­ zada entre la burguesía y el proletariado»? Algo de razón tiene el pensador Maurice Blanchot cuando vemos que los herederos del jacobinismo, en espe­ cial Marx y Engels y sus acólitos, se escudaban en la guerra social con el fin de emancipar económica y políticamente a los oprimidos. A la vista de los hechos, no es justo decir que Marx y Engels fueran los únicos corifeos de la izquierda proletaria que pensaban de este modo. Había otros pensadores que iban igualmente en la misma dirección, por ejemplo el mismísimo Georges Sorel. De hecho este ideólogo de la violencia, en la nota preliminar a la primera edición de su obra Reflexiones sobre la violencia (1906), diría que «nos vemos conducidos a preguntarnos si ciertos actos cri­ minales podrían tornarse heroicos, o por lo menos meritorios, por razón de las consecuencias que sus autores esperaban de ellos en pro de la felicidad de sus conciudadanos». Lejos de creer que tal afirmación constituye un despro­ pósito, Sorel vuelve a expresar que «todo puede salvarse si mediante la vio­ lencia logra el proletariado consolidar de nuevo la división de clases, y devolver a la burguesía algo de energía». Es más, para que no quede duda de lo que él piensa, añade Sorel que la heroica violencia proletaria «está al servi­ cio de los intereses primordiales de “la civilización” salvando al m undo de la barbarie y de la decadencia». Y finaliza diciendo: «saludemos a los revolucio­ narios igual que los héroes espartanos que defendieron las Termopilas y con­ tribuyeron a mantener la luz en el m undo antiguo».*7 La violencia tenía un cometido civilizatorio. La violencia embriagaba como lo hacían las acciones de guerra. Y embriagaba porque alumbraba el se valió de un retruécano y afirmó que «la política es la continuación de la guerra por otros medios». Recientemente y a raíz del ataque terrorista a las Torres gemelas de Nueva York, el pensador francés Jean Baudriílard en un polémico artículo periodístico en el que mostraba su entusiasmo por el ataque terrorista definió la guerra como «prolongement de l ’absence de polique par d ’autres moyens», es decir, como prolongación de la ausencia de la política por otros medios («L’esprit du terrorisme», Le Monde-. 3-XI-2001). 7 Andreu Nin (1930) Las dictaduras de nuestro tiempo, o. cit., cap. IV 7, p. 171. Léase del mismo capítulo las páginas 172 y 173. Georges Sorel (1906), Reflexiones sobre la violencia, Madrid, Alianza, 1976, cap. II, apartado III.

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camino revolucionario a seguir. Y por su alta función catártica para muchos tenía un rostro fascinante, heroico, incluso hipnótico. Tan fascinante que Filippo M arinetti patrocinaría una hazaña inquisitorial similar a la del dom i­ nico Savonarola y a la del benedictino Deschamps. En su Manifiesto futuris­ ta (1908), M arinetti subrayaba lo imprescindible que era destruir en Italia las bibliotecas, los anticuarios, sus museos. Sólo haciendo uso de maneras harto violentas quedaba asegurada, en opinión de M arinetti, la entrada del futuro. Para respirar aire fresco había, pues, que aniquilar la estela del tiempo que, para su desgracia, gusta de perpetuarse. Curiosamente un tiempo después, y en la misma dirección que Sorel y M arinetti, el ruso Kasimir Malévich creía haber encontrado una arcadia pic­ tórica en el vanguardismo del suprematismo. Y no sólo eso. Malévich en su Decreto A sobre el arte (1920) llegaba a afirmar, en tanto representante de las vanguardias artísticas, el establecimiento de la quinta dimensión a través de la ¡liquidación de todas las artes del viejo mundo! Había, pues, que demoler para crecer, destruir para nacer, derribar para empezar a vivir de una forma más excelsa y, sobre todo, más limpia, aunque ello supusiera dinam itar de pies a cabeza todo el edificio de la Historia. Desde la tarea de vislumbrar una nueva aurora se ubicaba la pretensión de imponer un nuevo orden de cosas, y el periodista francés Gustave Hervé fundaba el periódico socialista La guerre sociale (La guerra social, 1908). Es más, con el empeño político de alcanzar una nueva existencia, surgía la nece­ sidad de descubrir un Novyi Mir, un Nuevo Mundo como así se titulaba la revista neoyorkina en la que editaban columnas de opinión el ucraniano Trotsky y el ruso Bujarin allá por el año 1917. El sabotaje, la lucha, la insurrección revolucionarias tenían orientadas sus miras, igual que los antiguos movimientos milenaristas, en el fin del m undo políticamente conocido y, en concreto, en la demolición del viejo modelo liberal de Estado. El mito rousseauniano acerca de la bondad de quien como buen salvaje vive al margen de la cultura y no padece ninguna de las enfermedades de la civilización, ese mito se había aliado a la campaña tan apocalíptica como escatológica de los revolucionarios del Ochocientos. Cam paña que iba dirigida a socavar los cimientos de Occidente. Y dado que los agitadores sociales ambicionaban al estilo jacobino la vía de la deflagra­ ción de todas las instituciones del cuerpo político, del programa marxista y anarquista iría lentamente surgiendo la simiente terrorista.

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LA

VIO LENCIA COMO ESTRATEGIA POLÍTICA : EL MARXISMO

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El socialismo revolucionario «tiene necesidad de destrucción y de diso­ lución», escribió en tono categórico Karl Marx. Con lo cual, parecía que no había ninguna salida pacífica ni a medio ni a corto plazo, y que para renacer había que destruir; para revivir, aniquilar. Y si para ello había que luchar a vida o muerte contra las personas que se opusiesen al cambio, pues ¡adelan­ te! El movimiento combativo, la batalla revolucionaria... eran una vía legíti­ ma para talar el ayer, a la vez que táctica necesaria para sacar a la clase trabajadora de las cadenas de la alienación, de la deshonra de la pobreza.

EL

FIN DE LA

H ISTORIA

La Historia (burguesa) no tenía valor. Y no tenía valor porque era un cúmulo de prejuicios, una antigualla sin importancia, una excrescencia que impedía el desarrollo del ser humano, un lastre anacrónico que cercenaba el progreso a la mayoría de la humanidad, y del que a toda costa y con rapi­ dez había que desembarazarse, con todo lo que eso implicaba. Y es que el Estado burgués no dejaba de ser, tras las revolución americana y francesa, un medio de salvaguardar los intereses de una minoría que generaba opre­ sión, desdichas y miserias sobre la mayoría de la sociedad. Y contra esta situación había que colocar un punto final. De ahí la necesidad de la revo­ lución, pues sólo el odio contra toda forma social que ha nacido en el seno de la Historia (burguesa) era el fármaco capaz de acometer el historicidio y, con el historicidio, el genocidio de la burguesía. Pero ¿de qué sorpren­ dernos?, ¿no había sido Lenin quien había anotado cómo la gente suele caer en el acto de censurar la crueldad de los revolucionarios al olvidar los principios elementales del marxismo? ¿Y no había recordado Trotsky que el asesinato de la burguesía se debía producir por el empleo de todas las formas de violencia? ¿Y no había subrayado el propio Mao Zedong la importancia de luchar contra los adversarios de la revolución? ¿Y el propio Che Guevara no había recomendado que el guerrillero debía conocer el lugar donde pensaba atacar y saber cuáles eran las casas amigas y cuáles las enemigas? La violencia, a ojos de los revolucionarios, revelaba un componente exterminador, mientras contenía también la semilla que hace brotar un mundo naciente más justo y feliz. Así que en la estrategia destinada a des-

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LOS MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD

mantelar el edificio de la Historia gravitaba, entonces, la aspiración de alcan­ zar una humanidad enteramente regenerada. Y es que la empresa revolucio­ naria y su hazaña instaban a la destrucción sistemática del pasado. Dicho en terminología paulina, el hombre viejo debía morir con la esperanza de dejar paso al hombre nuevo. «Por eso es que el ejército de la revolución —declara­ ba el antiguo revolucionario ruso Isaac Z. Steinberg— no debe poseer otros sentimientos militares que la cólera contra el viejo mundo y la pasión por el nuevo». Por eso, la escritora de izquierdas y consejera de Propaganda, María Zambrano, recordaba que «lo que llaman “épocas revolucionarias” son épo­ cas de anunciación». La revolución constituía en opinión de pensadores, intelectuales y líde­ res sindicales una necesidad histórica, además de ser un acto de lucidez. Y lo era porque del mal podía esperarse el bien, del odio el amor, y a partir de la destrucción sistemática de las instituciones burguesas alcanzar la fraternidad universal. Pero por otra parte, como el orden capitalista, pensaban, encerra­ ba tendencias destructivas, resulta que en caso de acentuar esas tendencias el Estado burgués no podría seguir manteniéndose por mucho tiempo en pie. Había que ayudar a que se desplomara. En el auge de estas ideas místicas cooperó sin duda la revolución comu­ nera de París que había encendido los ánimos, y justificado el uso de manio­ bras fuera de la ley. Recordemos que El catecismo revolucionario de Nechaiev vio la luz editorial en 1871, y que el propio Marx, aprovechando los acon­ tecimientos de la Comuna de París, escribiría el 17 de abril de 1871 a Kugelmann y con muestras de optimismo le dijo: «la lucha de la clase obre­ ra contra la clase capitalista y su Estado ha entrado, con la lucha que tiene lugar en París, en una nueva fase. Cualesquiera que sean los resultados inmediatos, se ha conquistado un nuevo punto de partida de importancia histórica universal». Pero recordemos igualmente que Bakunin, un año antes, ya en sus Cartas a un francés sobre la crisis actual (1870) había puesto de relieve la necesidad de salvar a Francia «por la sublevación en masa de todo el pueblo francés, organizándose espontáneamente de abajo a arriba, para la guerra de destrucción, la guerra salvaje a cuchillo». Por tanto, los marxistas estaban de acuerdo con los bakuninistas en una cosa: en que no había que cooperar con el Estado y que frente al Parlamento sólo cabían acciones extraparlamentarias. Lo cual explica por qué, hasta iniciada la década de los 80 del xix, para los socialistas la lucha de clases no debía

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excluir los disturbios y revueltas callejeras, ni descartar las barricadas y tum ultos, peleas y motines que, en ciertos casos, acababan en auténticas guerras urbanas.

EL

MALINCHISMO EN POLÍTICA

«Es secundario saber si las teorías revolucionarias de una minoría evi­ dentem ente débil, que incitan al robo y al pillaje como protesta contra la pro­ piedad y la miseria, son peligrosas y representativas de un tiempo nuevo. Además la evolución social se hará fatalmente, y se realiza ya ante nuestros ojos, en el sentido del “colectivismo”, [...]; y en cuanto a las voces de revuel­ ta contra el orden establecido, siempre se han oído y siempre se oirán».8 Esta era la valoración que hacía en 1897 el ultra conservador Maurice Barres sobre los movimientos revolucionarios. En todo caso, estuviera o no acertado Barres, cabe preguntarse si las especulaciones subversivas eran de ver­ dad sólo patrimonio de una minoría débil, sobre todo cuando la organización de la socialdemocracia europea perdía con los años su debilidad estructural, e incluso iba cobrando mayores márgenes de maniobra dentro de la vida políti­ ca oficial. Y decimos esto porque en las postrimerías del xix los socialistas se civilizan y orillan viejas consignas de lucha de clases e incluso se les ve abando­ nar de manera paulatina el uso de estrategias anti-sistema, a diferencia del sec­ tor violento del anarquismo que defendía la táctica del enfrentamiento y de la extorsión. Y frente a los anarquistas iban los socialistas poniendo dificultades y trabas mayores a las huelgas generales. ¿Cómo explicar entonces este cambio de actitud en el seno de las filas de la socialdemocracia? Muy sencillo: el deseo de participar en la vida política había calado en la izquierda. Fue el extremista Georges Sorel quien mejor percibió el cambio de rumbo que desgarraba a los movimientos socialistas europeos. Sorel, al que le disgustaba lo que veía en la vida política, anotaba con honda preocupación cómo los socialistas, convertidos en parlamentarios, iban poco a poco aban­ donando la táctica de la insurrección y, por tanto, sustituyendo el fusil por las papeletas del voto. C on este viraje hacia la desmovilización, Sorel advier­ te el peligro que amenaza al sindicalismo obrero, peligro que no es otro que * Maurice Barrés (1897), Los desarraigados, o. cit., 1.a parte, cap. IX, p. 285.

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el gusto por imitar la democracia y las formas políticas de la burguesía. No había duda, el parlamentarismo enfriaba la voluntad revolucionaria de los socialistas que, año a año, por falta de pasión o por tibieza ideológica afloja­ ban el listón de sus reivindicaciones y acababan abandonando los campos de la izquierda para ir a arar en los que labraban los grupos de la derecha. Ante semejantes actos de claudicación de la clase socialista, Sorel con­ cluye con enorme ironía, en su obra ya citada, que los socialistas, proclives a abandonar su ideario de lucha, han variado de tal modo su conducta, que lo que antes constituía un postulado ideológicamente inamovible, ahora no lo es y, por eso, esos socialistas parlamentarios ven con espanto, subraya Sorel, los comportamientos violentos de las masas capaces de derribar las institu­ ciones de las que ellos ahora viven en calidad de miembros del Parlamento. El aburguesamiento había frenado el brío socialista. El pesebre había anulado el nervio emancipador de los líderes de los movimientos obreros y Sorel criticaba el grado en que calaban la domesticación, la moderación, el comedimiento del impulso socialista. Y ante esta traición juzgaba que el sin­ dicalismo revolucionario no tenía por qué recibir el apoyo de los socialistas parlamentarios ni tampoco, mucho menos, dejarse contam inar por quienes buscaban colaborar con el orden burgués cooperando en el m antenim iento de las instituciones del Estado. Sorel que se declaraba seguidor de la filosofía de Marx, peleaba contra la idea proudhonista de entender los cambios socia­ les. Y con el objetivo de abatir el Estado burgués, él reivindicaba el empleo de estrategias radicales (violencia, lucha de clases, huelga general...)9. No era compatible pues, en opinión de Sorel, la discusión pacífica con el entusiasmo socialista. Tampoco había forma de conciliar la conquista, por medios vio­ lentos, de la justicia con el acto de debatir y pactar en el foro del Parlamento, tal y como estaban haciendo los socialistas electos, traidores a la causa.

LA

HORA DE LOS TRAIDORES

No fue sólo Sorel la única persona que relacionó la pérdida de pureza ideológica con la táctica del colaboracionismo de ciertos movimientos de ■’Anótese que cuando Sorel escribe su famoso libro, desde hacía tiempo las huelgas generales estaban golpeando y de lleno el continente europeo (Francia: 1900, España: 1902, Bélgica, Italia, países del este europeo: 1904, Rusia: 1905, etc.).

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izquierda, pues unos años antes los socialistas habían analizado los efectos del adocenamiento del movimiento obrero. De hecho, en el mes de septiembre de 1900 y durante la reunión parisina que organizó la Segunda Internacional los socialistas iban a tratar un asunto peliagudo, iban a discutir sobre el affaire «Alexandre Millerand», porque este político francés había sido el primer diputado socialista en entrar a formar parte de un gobierno burgués. Y su decisión, además de irritar, motivó una agria polémica dentro de los partidos socialistas europeos.10 Millerand había tenido la osadía unos meses antes, en junio de 1899, de admitir la oferta de integrarse en un gobierno burgués. Es más, había exhibido antes sus compañeros la intrepidez venenosa de asumir una cartera en el gabi­ nete de Waldeck-Rousseau aceptando el cargo de ministro de Industria y Comercio nada menos que al lado del mismísimo general Galliffet, brazo represor del movimiento comunero de París. Jaurés que había colaborado con Millerand en el periódico La Petite République no veía en el caso «Millerand» signos de deserción a la causa socialista, sino una señal de progreso. Por esta razón, Jaurés aprobaba la incorporación de Millerand a un gobierno burgués. Por otra parte, Bernstein también contemplaba con buenos ojos el ingreso de Millerand en el Gobierno. Sin embargo, la marea de descontentos que se creó con la decisión política de Millerand era imparable. Y quizá por la novedad de ver a un socialista de ministro, o quizá por la sorpresa que generó su elección y nombramiento posterior, la actuación de Millerand pilló a muchos despreve­ nidos, aunque no sin respuesta, pues Lafargue jaleaba a Millerand y Guesde no valoró en términos tan felices como lo había hecho Jaurés el ingreso de un mili­ tante a las altas esferas de la vida política. Antes al contrario, juzgaba el suceso «Millerand» como un ejemplo claro de deslealtad al movimiento socialista. Aunque la actitud del socialista M illerand podía ser interpretada como un acto de desviacionismo, de traición inclusive, no obstante para el sector revisionista la participación de M illerand en las instituciones de un gobierno no socialista sólo era una cuestión de táctica. El posibilismo, estrategia polí­ tica que busca resultados prácticos mediante acuerdos y alianzas al lado de burgueses democráticos, parecía a primera vista ganar adeptos entre las filas socialistas. Pero sólo lo parecía, por cuanto que el millerandismo despertó buenas dosis de repugnancia entre ciertas camarillas del movimiento socialisLa Segunda Internacional fue creada en París en 1889 con motivo de la conmemoración del primer centenario de la Revolución francesa.

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ta europeo. Así que en medio de la incomprensión el affaire-Millerand pasó a convertirse en un inconveniente, a volverse un problema serio, con conse­ cuencias indeseadas a escala internacional. En este ambiente de descontento fue Emile Vandervelde quien en el Congreso de París propuso, a instancias de Kautsky, la siguiente resolución: [...] siempre que un socialista llega a ser ministro independientemente de su partido, su entrada en el gobierno, en lugar de ser un medio para fortalecer al proletariado, lo debilita y, en lugar de ser un medio que favorezca la conquis­ ta del poder político, se convierte en una manera de retrasarla. El congreso declara que un socialista debe dimitir de un gobierno burgués, si la organiza­ ción del partido opina que ese gobierno se ha mostrado parcial en un conflic­ to industrial entre el capital y los trabajadores.11

Con la propuesta de Vandervelde, que fue aprobada por 29 votos contra 9, se lograba condenar el colaboracionismo ministerial, a pesar de las opi­ niones de Jaurés. Y es que en un ambiente enrarecido la postura de Millerand fue juzgada como un signo de oportunism o y, lo que es peor, como un indi­ cio de falta de lealtad, de compromiso hacia la causa proletaria. E igual que hizo Guesde en su m omento, Lenin acusaba a Millerand de «bernsteinismo práctico» en ¿Quéhacer? (1902), título este que Lenin había por cierto tom a­ do de la novela Una pregunta vital: ¿Qué hacer? (1863) del escritor y filósofo radical ruso Nikolái Chernyshevski. ¿Y Kautsky? Kautsky hacía una crítica al trabajo que realizaba Millerand, y aunque durante su ministerio (1899-1902) es cierto que Millerand consiguió poner en marcha la ley del 30 de marzo de 1900, con la cual logró disminuir la jornada laboral de once a diez horas, Kautsky sin embargo puso de relieve las limitaciones y deficiencias de la legis­ lación Millerand al señalar que ya «en 1847, en Inglaterra, bajo la presión del movimiento cartista y la miseria creciente de los obreros de la industria tex­ til, se había logrado la jornada de diez horas para las mujeres y los niños, es decir, para casi todos los trabajadores empleados en esta rama. ¿Acaso en la actualidad hemos ido mucho más lejos? »En 1848 — añade Kautsky— en Francia, la segunda república fijó en diez horas la jornada de trabajo para todos los obreros de París y en once para el resto de Francia. Cuando últimamente Millerand hizo adoptar por la cámara " Gcorge Douglas Howard Colé (1956), Historia del pensamiento socialista: La Segunda Internacional 1889-1914, México, HC.E., 1959, vol. III, p. 52.

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(en el papel, con numerosas restricciones) la jornada de diez horas para las industrias en las que las mujeres y los niños trabajan con los hombres (sólo para algunas industrias), en esta medida se vio una obra digna de toda admiración y de la que sólo era capaz un ministro socialista. Y sin embargo, Millerand era menos generoso que la legislación burguesa inglesa de medio siglo antes. Permitió que la jornada de diez horas fuese aplicada a los niños cuyo tiempo de trabajo en Inglaterra, desde 1844, se había limitado a seis horas y media».12 Con el fin de zanjar la grieta abierta, por Millerand, en el seno de la corriente socialista, durante el Congreso que oficiaría la Segunda Internacional en la ciudad de Dresde en el mes de septiembre de 1903 se logró atacar, y con éxito, las corrientes revisionistas dentro del socialismo europeo. A ello colaboró la autoridad intelectual de Kautsky. Y con la oposi­ ción en firme de la mayoría socialista europea, 288 votos frente a 11, las posi­ ciones ortodoxas ganaron por votación la partida al millerandismo. Incluso socialistas revisionistas como Ignaz Auer, Wolfgang Heine o Herm ann Südekum cambiaron de parecer y se aliaron al grupo dom inante, engloban­ do sus votos en el musculoso grupo de los 288. De este modo y en minoría fueron derrotados aquellos sectores que desde hacía tiempo propugnaban, como Millerand, como Jaurés, o como el mismo Bernstein, el diálogo con grupos burgueses y, por tanto, la colaboración de los socialistas dentro de las instituciones del Estado. Así que en el Congreso de Dresde salió malparado el revisionismo que por otra parte era, para muchos, una forma de debilitar los cimientos del pensamiento socialdemócrata. Con el casi unánime respal­ do de los votos se redactó en Dresde la siguiente resolución: El congreso condena vigorosamente los intentos revisionistas para cambiar nuestra táctica basada en la lucha de clases, y que ha sido probada con éxito, en el sentido de sustituir la consecución del poder político mediante la derro­ ta de nuestros enemigos por una política de acomodación al orden existente. [... Ante lo cual, el congreso] declara: Que el partido niega tener responsabilidad por la actuación económica y política que se basa en el modo de producción capitalista y que, por tanto, rechaza la aprobación de medios que sean apropiados para mantener a la clase dominante en el gobierno. Que la socialdemocracia, de acuerdo con la resolución de Kautsky en el Congreso de la Internacional Socialista de París de 1900, no puede aspirar a una participación en el poder ejecutivo dentro de la sociedad burguesa. 12

Karl Kautsky (1902), La revolución social, o. cit., 1.a parte, cap. I, pp. 91-2.

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El partido condena además todo intento de encubrir la existente — y cre­ ciente— oposición entre las clases para facilitar las relaciones con los partidos burgueses. ”

No cabe duda alguna: en el Congreso de Dresde se había logrado endere­ zar el socialismo europeo. O dicho de otra forma, se había conseguido retornar a la disciplina del partido tras dejar atrás, como un mal sueño, el espíritu millerandista. Y por el hecho de que desde las filas socialistas el colaboracionismo con miembros de la burguesía liberal no era una meta programática, Lenin pudo atacar en 1903, y de qué modo, a su adversario político Martov, defensor de una política de alianzas. Pero un año después, en 1904, del 14 al 20 de agosto, se reunía en la ciudad de Amsterdam lo más granado del socialismo europeo. Y a instancias de Rosa Luxemburg los participantes de la Segunda Internacional volvían a condenar el ministerialismo manteniendo la prohibición de que los socialistas trabajasen en labores de Gobierno con partidos burgueses. ¿Por qué? Porque los intereses de la clase dominante no podían ser eliminados por la vía constitucional ni, mucho menos, por la senda de la participación parlamenta­ ria. Pero también porque el comportamiento de Millerand no era un modelo positivo a seguir. Al contrario, su cooperación con los poderes fácticos le con­ vertía en un socialista de tendencias liberales, en un socialburgués o, peor, en un socialtraidor. Y si durante el Congreso de la Haya de la I Internacional (1872) Marx y Engels impusieron la máxima de que el partido obrero no debe consti­ tuirse en un apéndice de cualquier asociación burguesa, sino aspirar a ser un partido independiente con objetivos y políticas propios, ¿por qué razón, pasa­ dos los años, los Millerand iban a poder destruir esa línea programática y tra­ bajar con fuerzas políticamente no obreras? Y lo que es más, ¿por qué la mayoría de los socialistas iba a permanecer con los brazos cruzados mientras contem­ plaban cómo algunos de sus compañeros querían convertir al partido obrero en una ramificación administrativa del propio Estado burgués? No extraña que Karl Liebknecht considerara inaceptables, oportunistas y antimarxistas las posi­ ciones que exhibía Bernstein, mientras líderes como Bebel y Lenin mostraban su desacuerdo ante el avance de la filosofía reformista de Bernstein que, por otra parte, tan negativamente había influido en el socialista Millerand. 11 Protokoll über Verhandlungen des Parteitags der Sozialdemokratischen Partei Deutschlands, abgehalten zu Dresden vom 13. bis 20. September 1903, Berlín 1903, p. 148, citado por Joaquín Abollan en el prefacio a la obra de Eduard Bernstein, titulada Socialismo democrático, Madrid, Tecnos, 1990, p. XXXIII.

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AMSTERDAM

En este cónclave la Internacional se ocupó de problemas prácticos de lucha (uso de la fuerza revolucionaria, discusión sobre el empleo de la huel­ ga general...). Pero, no lo olvidemos, también combatió ese gran inconve­ niente ideológico que era el revisionismo. Los veinticinco votos (contra cinco y doce abstenciones) vuelven a confirmar la letra del Congreso de Dresde y, por tanto, a condenar por medio de la siguiente resolución la participación en cualquier gobierno burgués: [...] el Congreso [de Amsterdam] rechaza, de la forma más enérgica, las ten­ tativas revisionistas tendentes a cambiar nuestra táctica experimentada y vic­ toriosa sobre la lucha de clases, tratando de reemplazar la conquista del poder mediante una dura lucha contra la burguesía por una política de concesiones hacia el orden establecido. La consecuencia de una tal láctica revisionista sería hacer de un partido que persigue la transformación, lo más rápida posible, de la sociedad burgue­ sa en sociedad socialista; de un partido, por consiguiente revolucionario en el mejor sentido de la palabra, en un partido que se conformaría con reformar la sociedad burguesa».14

Fiel a las consignas de la Segunda Internacional, Jean Jaurés (que desde 1902 hasta el día de su asesinato, acaecido en 1914, fue de manera ininte­ rrumpida diputado) aprobaría a partir del citado Congreso de Amsterdam la expulsión de Millerand del partido socialista. Y Jaurés que no era un ortodoxo marxista, sino un pensador de miras abiertas acabó censurando el ministerialismo, tal era la presión que ejercían los miembros más levantiscos de la izquierda socialista. Y no sólo eso. Atacadas las tesis del colaboracionismo, el socialismo europeo lograba condenar a los herejes, a los apóstatas del marxismo, en defi­ nitiva a los Dreyfus del socialismo. Es decir, el socialismo europeo pudo casti­ gar a los Bernstein (Alemania), a losTurati (Italia), a los Plejánov (Rusia), a los Millerand (Francia)..., a los que en suma abogaban en su locura, en su palino­ dia, por la vía del entendimiento con miembros de la burguesía. Y se les llama­ ba «oportunistas» igual que, sólo unos años antes, Jules Ferry y Gambetta habían recibido esos mismos títulos y todo por preferir llevar a cabo una polí­ tica de resultados a continuar las directrices de la ortodoxia del partido. 14 A m aro del Rosal (1 9 6 3 ), Los congresos obreros internacionales en el siglo XX: de 1 9 0 0 a 1950, M éxico, G rijalb o , 1963, p. 15.

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¿No habían hecho clausurar Marx y Engels la I Internacional (Filadelfia, 1876) para negar el avance de los anarquistas?, pues ¿por qué razón los segui­ dores de Marx y Engels no iban en las convenciones de la II Internacional a cortar el avance de los falsos socialistas? Ni que decir tiene que en los Congresos de Dresde y Amsterdam se dio un paso decisivo al recordar a los socialistas que no había que diluir el socialismo en las formas de la democra­ cia burguesa, pues de lo contrario corrían el peligro de infiltrar a enemigos de clase dentro de las filas socialistas. Ante el riesgo de ser absorbidos en las fauces de la rutina burocrática del Estado, los socialistas no podían quedarse inertes. Al contrario, tenían que escapar a la amenaza de quedar convertidos en simples parlamentarios, y rechazar la tentación burguesa de dejar en la cuneta el grial del revolucionarismo. Por eso, en la famosa sesión del 7 de julio de 1910 del Congreso de los Diputados Pablo Iglesias, fundador del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), pudo decir lo siguiente: «el PSOE viene a buscar aquí a este cuerpo [al Parlamento] de carácter eminen­ temente burgués lo que de utilidad pueda hallar, pero la totalidad de su ideal no está aquí. La totalidad ha de ser obtenida de otro modo. Mi partido está en la legalidad mientras ésta le permita adquirir lo que necesita; [y] fuera cuando ella no le permita alcanzar sus aspiraciones».

EL

BACILO DEL LIBERALISMO

Entendido el sentido de la justicia sólo desde parámetros socialistas — ahí está el folleto de Wilhelm Liebknecht (1826-1900) titulado ¡Nada de compromisos, nada de acuerdos electorales!—, la única y verdadera democracia era la que procedía de las entrañas del socialismo. Por tanto, que los asistentes a los Congresos de Dresde y Amsterdam asumieran como meta recuperar en toda su lozanía la idea programática de luchar por el poder no tenía nada de raro: la guerra por instaurar la democracia socialista pasaba por una guerra de cla­ ses y eso incluía la lucha contra las instituciones vigentes. Todavía más. A par­ tir de las directrices congresuales de Dresde y Amsterdam los socialistas tuvieron de nuevo presente el cometido de ser activos objetores del Estado burgués. Pero asimismo, con las directrices congresuales de Dresde y Amsterdam dieron un paso decisivo: al renegar del uso de el pacto entre gru­ pos políticamente no afines, los socialistas coincidían con los sectores de la

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ultra derecha que también se oponían a practicar alianzas con partidos bur­ gueses. Lenin, por ejemplo, en su escrito Cómo defienden el revisionismo Plejánovy CIA (1908) criticaba fuertemente a Plejánov por el hecho de defen­ der éste la validez de los acuerdos de los socialdemócratas rusos con grupos de reformistas liberales, como los kadetes. Y cuatro años después en el n.° 180 de Pravda volvía Lenin a denunciar la práctica política del reformismo y con tono inflexible escribía: «la grave enfermedad que lo intoxica se debe a un bacilo muy difundido. Es el bacilo de la política liberal, o dicho con otras palabras, del liquidaciónismo». No había pues que liquidar el espíritu de combatividad que contenía el socialismo. Y a pesar de que hubiese gente como el mecánico John Burns que, en contra de los acuerdos internos de la Internacional, llegó en 1905 a ser el primer obrero convertido en ministro tras aceptar formar parte del gobierno inglés de Campbell-Bannerman, lo im portante era mantener la unidad de partido y no colaborar con el Estado burgués. Es por esto por lo que el polí­ tico francés Aristide Briand (1862-1932) fue en 1906 expulsado del Partido Socialista tras ocupar el cargo de ministro de Instrucción Pública y de Cultos. Y aunque a partir de 1910 la socialdemocracia europea empezó a aceptar, o al menos a no poder impedir el arraigo del millerandismo: ahí está el socia­ lista norteamericano Eugéne Debs presentándose como candidato a las elec­ ciones presidenciales de su país en 1912, el socialismo europeo llegaría sin embargo demasiado tarde al ámbito democrático-liberal de las instituciones del Estado. La explosión de la Revolución rusa en 1917 no ayudó lo más mínimo, y con la convulsión bolchevique se reactualizarían las tesis del Congreso de Dresde. Y Lenin que, en contra del parecer de Kámenev y Zinoviev, defendía la propagación por Europa de la insurrección, de la revuelta..., rechazaba la legitimidad de las fuerzas políticas no revoluciona­ rias. Y no sólo eso. Com o la Revolución rusa tildaba de malinchista cualquier estrategia de colaboración con partidos democrático-burgueses aumentaron los niveles de enfrentamiento político, tanto o más cuanto que la Revolución rusa cuyo espíritu de intolerancia iba anegando Europa impedía todo rastro de acuerdo, de entendim iento con coaliciones políticamente distintas. De hecho, y como señaló en 1930 el revolucionario español Andreu Nin: «al abrir la crisis del capitalismo, la guerra de 1914-1918 determinó la iniciación de una época revolucionaria que no se ha cerrado todavía y que no se cerra­ rá más que con la transformación radical del actual sistema de producción.

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La primera explosión se produjo en Rusia y el incendio se propagó rápida­ mente a toda Europa. En 1918, las revoluciones austríaca y alemana, que hundieron dos imperios, y revolución obrera en Finlandia; en 1919, insu­ rrección espartaquista en Berlín y proclamación de la república soviética en Hungría y en Baviera; en 1920, en Italia, ocupación de las fábricas por los obreros; en 1921, insurrección proletaria en la Alemania central; en 1923, insurrección obrera en Estonia; en 1926, huelga general en Inglaterra; en 1927, insurrección en Viena».15 A imitación de lo que sucedía en Rusia, grupos minoritarios de tenden­ cias radicales intentaban llevar a cabo en la mayor parte de los países de Europa sucesivas tentativas golpistas revolucionarias entre los años 1918 y 1924. Y no sólo eso. A rebufo de la Revolución bolchevique (1917) miem­ bros del partido socialista se radicalizan y forman en distintos países nuevas coaliciones. Así nace, entre convulsiones y guerras, el Partido Com unista que en el caso de España se constituye como tal en 1921, tras no adherirse a las consignas de la III Internacional del Partido Socialista Obrero Español. Es más, a partir del periodo anterior a la Segunda Guerra Mundial se agudizarán los conflictos golpistas. Y al otro lado del Atlántico, en Hispa­ noamérica, también. Y lo que es peor, mientras en silencio iban derrum bán­ dose las democracias europeas, la Revolución rusa despertaba un optimismo ciego, ensordecedor entre buen número de occidentales, incluso a golpe de muertos. No extraña que en este ambiente políticamente convulso que había creado la Revolución rusa, los asistentes al XII Congreso del Partido Socialista Francés, celebrado en la ciudad de Grenoble en diciembre de 1924, discutieran todavía el grado de participación de la izquierda dentro de los gobiernos burgueses. El resultado que se obtuvo en el citado congreso fue, de nuevo, de rechazo al ministerialismo. Unos años después, uno de los cofundadores del Partido Com unista de Italia (1921), Amadeo Bordiga, acabó derrotado por el ala gramsciana en el congreso de Lyon (1926) y luego expulsado del propio (1929). Lo curioso de Bordiga es que acabó condenando todo intento de colaboración de clase. Sea como fuere, queda claro que con estas u otras declaraciones retornaba de las sombras el antimillerandismo que, sazonado durante el periodo anterior a la Segunda Guerra M undial en revoluciones, golpes de Estado y dictaduras, iba 15

Andreu N in (1930), Las dictaduras de nuestro tiempo, o. cit., cap. I 2, p. 41.

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a cercenar de raíz todo soplo de pacto, de concordia en el viejo continente. Se avecinaba la era de los fundamentalismos.

REGULAE FIDEE L UXEMBURG

Y EL CULTO A LA ORTODOXIA

La posición congresual que exhibió Rosa Luxemburg en el Congreso de Amsterdam, ¿era novedosa? No, formaba parte de su aguerrida trayectoria política. De hecho, cinco años antes, Rosa Luxemburg iniciaba su opúsculo La libertad y la crítica de la ciencia (1899) con una cita de Bebel: «no tole­ raré que rompan la espina dorsal de la socialdemocracia, que reemplacen su principio: la lucha de clases contra las clases poseedoras y contra el poder del Estado». Y es que para Luxemburg el revisionismo constituía una forma de devaluar, achicar, empobrecer... el pensam iento marxista y, lo que es peor, un m odo de acoplarse burguesamente al statu quo abandonando la senda del revolucionarismo. Por tanto en su opinión, el revisionismo era la cara oculta del antirrevolucionarismo. De ahí el empeño con que Luxemburg buscaba, y por todos los medios, proteger la esencia rebelde de las tradicio-* nes marxistas como si fuesen el único sello de identidad del movimiento obrero. De ahí ese celo suyo por mantener, fuera de contaminaciones doc­ trinales, la pureza ideológica del socialismo. De ahí, en fin, la necesidad de estigmatizar y excomulgar del partido a aquellas personas que al más viejo estilo proudhoniano preconizaban, en su pacifismo, la colaboración de gru­ pos de izquierda con miembros de la burguesía, en lugar de buscar la reali­ zación de la revolución de clases. Pues bien, ante las consecuencias que entrañaba el colaboracionismo, Rosa Luxemburg rechazaba de forma frontal el posibilismo y, con el posibilismo, cualquier tipo de coalición con sectores burgueses. Es más, Rosa Luxemburg quería firmeza, y desde la firmeza proponía castigar aquellas aventuras políticas que alejaban a la socialdemocracia de sus objetivos originarios. Por eso, «en cuanto a las manifestaciones prácticas de la teoría de Bernstein, desarrolladas en palabras y hechos por Vollmar, Schipes, Heine, etc., debe ser objeto de vota­ ción para el congreso. El Partido en su conjunto — decía Luxemburg— tiene el derecho y el deber de decidir la táctica que debe seguir el Partido frente al Estado y a la burguesía. [...] Ocurre de vez en cuando en el Partido que se reprenda y, a veces se excluya a militantes de base poco conocidos por faltas que

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han cometido sólo a causa de su edad insuficiente. ¿Deben quedar sin castigo faltas mucho más graves, cometidas por camaradas eminentes sólo porque estos camaradas saben razonarlas con salsa “teórica”? Ha llegado la hora — concluye Rosa Luxemburg— de que el Partido, como corporación política, tome posi­ ción ante los resultados de esta crítica de clase: esta crítica es una teoría del estancamiento, y no hay para ella lugar en nuestras filas».16 Con tales premisas no sorprende lo más mínimo que en los congresos de la Segunda Internacional se prohibiera a los socialistas trabajar al lado de par­ tidos no socialistas y en tareas de Gobierno. Y tampoco extraña que Rosa Luxemburg (y desde luego no era la única persona que pensaba de esta forma) amadrinara la expulsión de traidores y herejes a la causa revoluciona­ ria bajo el argumento de que el acuerdo en política implicaba perder buena parte de esa nobleza del pensamiento que siempre había caracterizado, en su opinión, a la izquierda científica. No había, pues, que desertar de la cohe­ rencia, de la pureza y de la soberanía ideológicas, ni tampoco había que renunciar a que la clase obrera fuese el motor de la Historia; por estas razo­ nes y hasta que llegara la hora de la santa guerra proletaria sus seguidores sabían lo que debían hacer: de un lado, mantener como artículo de fe las con­ signas de Marx y Engels, y de otro lado, impedir hacer concesiones al Estado liberal. Y, por supuesto, nunca prestarse al juego de la cooperación ministe­ rial. Tal era la postura de Luxemburg.

B ERNSTEIN

Y EL DESVIACIONISMO

¿Qué motivo había para que los Millerand fuesen acusados de estar bajo el síndrome de Bernstein? ¿Cuál era la razón de que Bernstein fuera comba­ tido por sus propios compañeros de filas? ¿Por qué la influencia de este pres­ tigioso socialdemócrata berlinés generaba entre sus camaradas tantas suspicacias, tantos recelos? Es más, vistas las iras que levantaba su visión peculiar del socialismo, ¿era acaso cierto que su filosofía corrompía el movi­ miento socialista? ¿Había, por tanto, algo de verdad en el análisis que hizo Georges Sorel al advertir que Bernstein sentía horror por las utopías golpistas de sus compañeros y que ese horror fue lo que le indujo a separarse ideoRosa Luxemburg (1899), «La liberrad y la crítica de la ciencia», en Rosa Luxemburg, Reforma o Revolución. Y otros escritos contra los revisionistas, Barcelona, Ontamara, 1975, pp. 184-5.

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lógicamente de ellos? Puede ser, en todo caso el fenómeno «Bernstein», más que un problema de ideología, o más que un problema teológico de falta de pureza doctrinal, era sobre todo una contrariedad, un inconveniente muy serio en el seno de la misma Internacional, ya que Eduard Bernstein (18501932) dinam itaba desde dentro la línea de flotación del marxismo. ¿Y ello por qué? Porque, además de alejarse intencionadamente de la unidad pro­ gramática de la izquierda socialista ponía en solfa las tesis de Marx y Engels. Y en su empeño por buscar formas nuevas de entender el socialismo Bernstein llegaba a aceptar — pese a parecer heterodoxo— la necesidad de rechazar muchos de los argumentos santísimos de Marx y Engels, padres fun­ dadores del socialismo científico: «Reconozco abiertamente — escribía— que para mí tiene muy poco sentido e interés lo que com únm ente se entiende como “meta del socialismo”. Sea lo que fuere esta meta no significa nada para mí y en cambio el movimiento lo es todo».17 Así que la evolución pacífica del cambio dentro de las instituciones sociales constituía el lema que guiaba de principio a fin la concepción políti­ ca de Bernstein. Y por ese espíritu conciliador y, claro está, proudhonista, este berlinés afirmaba en el Prefacio a Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, prefacio que data de finales de 1908, que el revisionismo no era algo nuevo puesto que, señala Bernstein, «no hay que olvidar que tam ­ bién Marx y Engels fueron revisionistas en su época, los más grandes revisio­ nistas que conoce la historia del socialismo». Es más, puesto que sentía que estaba haciendo lo correcto, Bernstein argumentaba: «Marx y Engels se limi­ taron, en parte a señalar en términos meramente generales, y en parte a esta­ blecer únicamente en relación a los diversos puntos, las repercusiones que debían tener los cambios objetivos aceptados por ellos sobre la formulación y aplicación de la teoría. Aun en este aspecto se encuentran contradicciones en sus escritos. Ellos legaron a sus sucesores la tarea de reestablecer la unidad de la teoría y de establecer una unidad entre la teoría y la praxis. Sin embargo para llevar a cabo esta tarea es preciso darse cuenta, sin reti­ cencias, de las lagunas y de las contradicciones de la teoría. En otras palabras, el desarrollo ulterior y el perfeccionamiento de la teoría marxista deben empezar por su critica. La situación actual reviste características tales que en base a Marx 17 Eduard Bernstein (1897-8), «La lucha de la socialdemocracia y la revolución de la sociedad», en Eduard Bernstein, Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, México, Siglo xxi, 1982, p. 75.

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y Engels se puede demostrar todo. Esto resulta muy cómodo para los apologetas y para los literatos charlatanes. Pero quien ha conservado un mínimo de sentido teórico, quien está convencido de que la cicntificidad del socialismo no es “un simple objeto raro que sólo se saca de la alacena en ocasiones es espe­ ciales, en lugar de someterlo a un uso diario”, sentirá también la necesidad de eliminar completamente las contradicciones una vez que las descubra».18

F UERA

DEL CAMPO DE LA ORTODOXIA

Bernstein, a quien Friedrich Engels había nom brado, junto a August Bebel, albacea para disponer, ordenar, catalogar, editar... sus documentos postumos; Bernstein que de 1881 a 1890 había editado al lado de Bebel El [diario] Socialdemócrata\ Bernstein que en el año 1891 había escrito en cola­ boración con Kautsky el programa del partido socialdemócrata alemán (SDP), texto clave para toda la izquierda europea socialista; Bernstein comenzó no obstante a variar de rum bo y a apartarse de la ortodoxia marxista. Y en la revista El Nuevo Tiempo que dirigía Kautkky publicaría entre 1896 a 1898 una serie de artículos críticos, en donde se constata de forma irreversible su cambio de opinión. Por supuesto, sus tesis formuladas en Las premisas del socialismo (1899) fueron rechazadas en el propio SDP por Bebel y Kautsky durante el Congreso de Hannover (1899) y más tarde, ya lo hemos visto, rechazadas tam bién en las reuniones congresuales de la II Internacional. Y es que Bernstein veía que el marxismo estaba lejos de ser una visión científica de la Historia y no aceptaba como artículo de fe las predic­ ciones del socialismo. El derrumbe de la sociedad capitalista no era, para él, un suceso predecible ni mucho menos comparable con los fenómenos físicos de la naturaleza. «Por lo tanto, la socialdemocracia no puede ansiar ni con­ fiar en el cercano derrum be del sistema económico existente si lo piensa como el producto de una espantosa gran crisis comercial. Lo que ella debe hacer, y ésta es una tarea a largo plazo, es organizar políticamente a la clase obrera y formarla para la democracia y la lucha en el estado por todas las reformas conducentes a elevar a la clase obrera y a transformar al estado en el sentido de la democracia».19 18

Eduard Bernstein (1899), Las premisas del socialismo y..., o. cit., p. 126. Eduard Bernstein (1897-8), «La lucha de la socialdemocracia...», o. cit., p. 75.

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Su falta de ortodoxia ¿a qué obedecía? Al hecho de que el marxismo no era sólo para él doctrina y doctrina. Y en segundo lugar, al hecho de que la presunción de que el socialismo marxiano era socialismo científico no cons­ tituía en absoluto prueba científica de que los augurios de Marx fuesen a cumplirse por mucho que se respetasen y siguiesen las reglas del método del materialismo histórico. El caso es que Bernstein no veía claro que la caída del capitalismo fuera a producirse como Marx lo había anunciado y, lo más importante, Bernstein no deseaba aceptar que los hombres eran marionetas sometidas, según la interpretación determinista de Marx, al curso fijo e ina­ pelable de la Historia. Este enfoque contra marxista lo desarrolló en ¿Esposi­ ble el socialismo científico? (1901), un ensayo en donde su distanciamiento del marxismo, distanciamiento que él mismo catalogaba de «herejía», era ya pal­ pable. Pero, de qué sorprenderse, ¿no había expuesto tres años antes, en su artículo titulado Sobre la esencia del socialismo (1898), que a nadie se le puede imponer cuándo y cómo ha de creer que podrá ser alcanzada la sociedad socialista «ni puede ser tampoco el reconocimiento exclusivo de una táctica determinada. Porque dicha táctica depende de las circunstancias»?

R EFORMAS ,

REFORMAS Y MÁS REFORMAS

Las reformas, que no la revolución, iban a cambiar, según la apreciación optimista de Bernstein, el futuro de la sociedad. Y en ese futuro el papel que aguardaba al partido socialdemócrata no era sino el de mejorar, que no asal­ tar, la vida en comunidad. Pero ¿cómo y de qué manera se podía lograr el progreso al margen de la revolución? Pues, aplicando la democracia a la tota­ lidad de la vida social, toda vez que con la democratización de todas las ins­ tituciones políticas, así lo creía Bernstein, no habría signos de dominación de unas clases sobre otras y serían por tanto innecesarias las estrategias golpistas al estilo Marx. Por tal motivo, Bernstein reprueba en sus maestros, en Marx y Engels fundamentalmente, su falta de capacidad a la hora de ver cualidades en la democracia burguesa. Y frente a la idea de Estado-dictadura, tabla de salvación, según Marx y Engels, de todos los problemas sociales; y frente a la idea utópica de los anarquistas sobre la aniquilación y posterior desaparición del Estado; Bernstein propone la cooperación de todas las fuerzas sociales, incluidas las obreras, dentro del Estado-democracia, en cuya configuración

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ocuparía un lugar sobresaliente la socialdemocracia. Para Bernstein era sin duda posible el gradualismo, esto es, el tránsito sin fracturas violentas del orden social vigente a un orden superior. Jean Jaurés que jamás se consideró marxista ortodoxo procedió, gracias a su capacidad crítica, a mostrar los puntos débiles del marxismo. Y en com­ paración con la mayoría de sus compañeros que colocaban la obra de El Capital de Karl Marx en el altar más elevado de la producción literaria de izquierdas, Jaurés simplemente situaba El Capital al mismo nivel que La capacidad política de las clases obreras de Proudhon, y que La organización del trabajo de Louis Blanc. Pues bien, en la misma línea que Jaurés trabajaría Benedetto Croce. Por tanto, Eduard Bernstein no era el único que desmitifi­ caba las tesis de la socialdemocracia ni tampoco el único que, en contra del Catastrofismo marxiano, apelaba a la autoridad de Proudhon, pues este per­ sonaje también interesaba a Jaurés e incluso a intelectuales alejados de las refriegas de partido como Julien Benda. Es más, por el hecho de que revisa la obra de Marx, Bernstein busca el espíritu de Proudhon en el pensamiento de Marx. Y en la medida en que anota el funcionamiento autoritario de los partidos políticos encuentra en la figura de Proudhon el modo de escapar al dogmatismo que inmoviliza a la izquierda socialista. Y no sólo eso. Dado que él tenía serias dudas sobre los efectos de ese Estado despótico y centralista que defendía Marx, no es casua­ lidad que utilizara como argumento de autoridad la epístola que escribió Proudhon a Marx el 17 de mayo de 1846 y que hemos comentado en pági­ nas anteriores? No, como tampoco es cosa del azar que él, Bernstein, en su escrito ¿Es posible el socialismo científico? (1901) reseñara justamente aquella parte de la carta en donde Proudhon le comunicaba a Marx: «exploremos conjuntamente las leyes de la vida social, la forma y manera como éstas se imponen, el procedimiento con cuya ayuda llegamos a su descubrimiento, pero, por el amor de Dios, una vez que hemos aniquilado todos los sistemas dogmáticos, guardémonos de acabar nosotros mismos predicándole el doctrinarismo al pueblo. No demos nunca una cuestión por concluida y, cuan­ do hayamos agotado nuestro último argumento, déjenos, si es necesario, volver a empezar desde el principio con agudeza e ironía». Al aceptar a Proudhon, Bernstein no podía mantener en pie ciertas teo­ rías de Marx. Por eso, cuando Bernstein consideraba que el derrocamiento violento del Estado burgués constituía un lastre del pasado, una rémora blan-

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quista fruto de la herencia jacobina, él no sólo estaba justificando la conve­ niencia de aplicar métodos evolutivos para alcanzar una sociedad socialista, sino sacando del olvido las ideas del odiado antagonista de Marx. Con estos presupuestos, para muchos, Bernstein, había corrompido el socialismo cien­ tífico. Pero él, en su ensayo El revisionismo en la socialdemocracia (1909) se defendía y consideraba que «no son pensamientos antimarxistas los que estoy exponiendo; son conclusiones que, aunque el propio Marx no las sacó, están sin embargo en consonancia con la idea fundamental de su teoría. Una socie­ dad cuyas instituciones y costumbres descansan en milenios no se puede transformar de la noche a la mañana en una dirección totalmente diferente». Por supuesto, los Bernstein tendrán muy poco que hacer en el ámbito de la socialdemocracia europea cuando, a rebufo de la Primera Guerra Mundial, estalla la Revolución rusa, y entonces la intolerancia y el dogmatismo vuel­ ven a instalarse en el ala de la izquierda, y se prohíbe discutir o incluso poner en duda las teorías, convertidas en dogma, de Marx y Engels.

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LA LLEGADA DE LAS ELITES Si el poder absoluto llegara a establecerse de nuevo en los pueblos demo­ cráticos de Europa, estoy seguro de que adoptaría una forma nueva y aparece­ ría bajo unos rasgos desconocidos para nuestros padres. A LEXIS DE TOCQUEVILLE, La democracia en América (1835) Las vías están preparadas para un tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso; todo está preparado para ello; señores, miradlo bien. J UAN D ONOSO C ORTÉS, Discurso sobre la Defensa del Ministerio de 1848 (4-1-1849) El día en que algunos privilegiados de la razón poseyeran el medio de des­ truir el planeta, su soberanía estaría creada [..., y entonces] reinarían por el poder absoluto. ERNEST R ENÁN, Diálogo filosófico (1871) Lo que constituye a un Cesar está en el y no puede ser hereditario. Un César interviene como una necesidad en el instante en que ya no hay tradi­ ción, no puede crear una. La República no tiene nada que temer del bonapartismo; todo del cesarismo. M AURICE BARRÉS, Los desarraigados (1897) La civilización se labra con dignidad, con tolerancia, con noble afán por las cosas públicas y austeridad por las privadas. No necesita otro instrumento que un pueblo consciente; y la conciencia de los pueblos la hacen sus hombres representativos y no sólo los políticos de profesión. Y si no lo hacen, como alguien tiene que hacerlo, lo harán las dictaduras, a su modo, con el peligro de que el dictador sea, no un reformador, sino un pobre hombre: un fetichista de ese «orden» impuesto, que acaba siempre engendrando una revolución. G REGORIO M ARAÑÓN, Intelectuales y Políticos (1933)

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EL

CANTO DEL C IS N E : MALOS TIEM PO S PARA EL LIBERALISMO

El origen del Estado en Europa tuvo relación con el proceso de seculari­ zación del poder. Y a pesar de los inconvenientes, muy graves, que produjeron a su paso las guerras de religión, nuestros antepasados fueron acortando poco a poco la influencia política de la religión al tiempo que buscaban un modelo tolerante de gobierno civil. Y aunque se consiguió sólo en parte plasmar este objetivo, entre otras razones porque los soberanos no permanecieron neutra­ les ni al margen de las luchas religiosas, pronto surgiría un segundo obstáculo y nada intrascendente: el modo de comportarse el monarca colapsaba el fun­ cionamiento del Estado. Y ante estos actos de no poco despotismo, la solución a los abusos del poder pasaba por fundar un derecho político objetivo, por convertir la monarquía en una institución moderna y constitucional, por rei­ vindicar el uso del parlamento en las tareas de gobierno. Con miras tan eleva­ das, con ilusión y mucho optimismo germinaba la utopía democrática del Estado liberal en la que los derechos humanos, en especial, la libertad, se decía que eran parte consustancial de la legitimidad del propio Estado. Hubo misma de miembros ámbito de

sin embargo, y desde el principio, un problema apostado en la base ese proyecto de progreso. De hecho, quienes se integraron como de la nueva clase política impidieron el acceso de las mayorías al la política. Y como demoraron en decenas de años la concesión de

derechos políticos, se produjo un desfase entre la teoría y la práctica, motivo por el cual brotó un sentimiento de desengaño, incluso de desconfianza hacia la legalidad del propio Estado liberal. Y en un ambiente de quejas y resenti­ mientos pudo crecer el ímpetu luchador de marxistas y bakuninistas, los cua­ les, tras observar cómo las clases dirigentes desplazaban al Cuarto Estado a la órbita de la nada política, hacían suya la bandera de hostigar al Estado burgués. Y con la creencia de que buena parte de los males sociales tenía su origen en los gobiernos parlamentarios, estos revolucionarios extendieron la estrategia de acabar con el Estado a fin de sacar a la mayoría no representada de las simas del destierro. Y es que era tal la contradicción que existía entre lo que la doctrina liberal decía y lo que, luego, en los hechos permitía, que el paso del tiempo no iba a ser capaz de cicatrizar ni mucho menos la herida de las incoherencias. Pese a las discrepancias en los métodos, para marxistas y bakuninistas lo importante era salir de la vieja fórmula liberal basada en el consenso político y cambiar, nunca desde la cooperación, la anatomía del Estado. Marxismo y

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bakuninismo pugnaban, es cierto, en frentes distintos, pero luchaban al mismo tiempo por la igualdad universal y batallaban por lo mismo: por el fin de la opresión de Clase, por el advenimiento de una Sociedad sin explotación ni miserias laborales, por la implantación de un Gobierno popular, por la venida, en suma, de una Humanidad redimida, capaz de degustar destinos superiores. Entre tanta meta libertaria la revolución era sin duda, para bakuninistas y marxistas, la única vía que podía alumbrar una era tan luminosa como próspera, una era en la que la clase trabajadora tomaría, por fin, el relevo cul­ tural y político de la burguesía. Pero ahí no quedó el asunto. Al empuje de estos sectores se iban a unir otros grupos que, identificados por su antim o­ dernidad, se oponían con la misma fiereza que comunistas y anarquistas al modelo liberal de Estado. Y es que algunas minorías acaudaladas e intelec­ tualmente bien preparadas se enfrentaban, al lado de anarquistas y marxistas, a la simiente democrática del Estado liberal y, codo con codo, intentaban poner fin al proceso de democratización de la vida social. Así, pese a sus dife­ rencias ideológicas, todos combatían por un objetivo idéntico: derribar el Estado liberal. Así, «desde los viejos aristócratas y monárquicos hasta los actuales sindicalistas, socialistas y bolcheviques, [...] todos estos antidem ó­ cratas proclaman que la minoría “buena” debe conquistar el poder por la vio­ lencia, imponiendo a la mayoría su criterio. Entienden que la valía moral de la minoría queda patentizada por el simple hecho de haber demostrado mayor coraje e ímpetu que sus oponentes en la conquista del estado. Porque son más arrojados y valientes, porque saben imponer su voluntad, deben ser tenidos por mejores, correspondiéndoles justificadamente los puestos del mando. Tal es la filosofía de la Action Frangaise y del sindicalismo, de Ludendorff y Hitler, de Lenin y Trotsky».1 En medio de un cerco brutal, padeciendo tanto el asedio de la izquierda más levantisca como también la acción de la derecha más conservadora, entre tantos enemigos es lógico que el modelo de Estado liberal no pudiera sobre­ vivir. Y no pudo resistir a causa de las embestidas de que era objeto, pues tanto el programa político de las izquierdas revolucionarias como el ideario de los movimientos de extrema derecha peleaban a favor de la destrucción de todas las instituciones políticas conocidas. Y aunque el elitismo comenzó a estar en boga a mediados del xix, empezó, como el socialismo, a ganar más ' Ludwig von Mises (1927), «Liberalismo», en Ludwig von Mises, Sobre liberalismo y capita­ lismo, Madrid, Unión Editorial, 1995, cap. 1 9, p. 58.

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y más seguidores en la primera década del siglo xx, y a tener su punto álgi­ do, primero, en 1922 en Italia con la quiebra de la Banca de Sconto y el cie­ rre de muchas industrias (Ansaldo, Uva, etc.) y, luego, de forma generalizada en todo el continente europeo justo a partir del crack del año 1929. En estas circunstancias y con la crisis económica pisándoles el cuello, los ultra conservadores rescataban la idea cesarista de Héroes activos versus Masas pasivas, a la vez que abogaban por el despotismo financiero. ¿El motivo? Al fin y al cabo, ellos, los ultra conservadores, que exigían la concentración del poder político en manos de una camarilla sentían, como los marxistas, enor­ me desprecio hacia la democracia, hacia la libertad. Y no sólo eso. Al igual que el socialismo marxista, el elitismo anhelaba crear un Estado fuerte e hiper centralizado; e igual que el socialismo marxista buscaba el ideal de Estado en la médula de las dictaduras. Por tal razón y en contra del liberalismo, los ultra conservadores alentaban el regreso a viejas fórmulas económicas como el sis­ tema de concentración industrial, la eliminación los principios de compe­ tencia comercial, el uso de prácticas monopolísticas (horizontalismo), etc. Entonces no eran sólo las masas insurrectas del Cuarto Estado las que, según sus cabecillas, buscaban o la disolución del Estado (anarquismo), o su conversión en una dictadura industrial (sainsimonismo), o su transformación incluso en una dictadura obrera (marxismo). No, también estaban ahí los monárquicos más rancios, los darvinistas sociales, los antimodernos, los irre­ dentistas, los románticos, los nacionalistas que, con tal de legitimar su senti­ do nunca democrático de la autoridad, volvían la mirada a unos supuestos orígenes del Estado reavivando ideas antediluvianas y, peor, falsificando el curso de la Historia. Es por esto por lo que se explica la existencia en Europa de iluminados y alumbrados como el español catalanista Prat de la Riba que ponía todo su empeño en resucitar (de un pasado fabulado) a Cataluña sacándola de las garras del liberalismo: Pero yo quiero para mi patria, aun menos que su libertad. [...] Yo quisiera que esa nacionalidad fuese mi patria. Mi voz no es lo bastante potente para dirigirse a Cataluña; por eso me diri­ jo a vosotros [...]. Repetidla en todas partes, habladle no con la boca sino con el corazón para que con el corazón os escuche; hacerle oír los sermones pri­ meros de la revolución que se prepara; convencedle de la trascendencia de la gran obra; decidle que las naciones esclavas esperan, como la humanidad en otro tiempo, que venga el Redentor que rompa sus cadenas; haced que sea el genio de Cataluña el Mesías esperado de las naciones.

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Con declaraciones como éstas, parecía que regresaban del pasado la som­ bra de frayTommaso Campanella (1568-1639) y el aroma, entre naftalinas, de su obra La monarquía del Mesías (Monarchia Messiae, 1633). En todo caso, no asumiendo el rumbo de los cambios históricos los tradicionalistas procedían, en su cruzada antiliberal, a inventarse un futuro redentor. Por eso no extraña que ellos, que razonaban como visionarios, acabaran comportándose como si fuesen profetas y hablando «con una soberanía tanto más abrupta cuanto que lo que en ellos habla, los ignora: esa ignorancia que les hace tímidos los vuel­ ve autoritarios y da a su voz, dice Blanchot, más dureza que brillo».2

T IEMPOS

DE NUEVOS MESÍAS

En contra de las aspiraciones que desplegaban los liberales, los ultra con­ servadores acariciaban desactivar, de una vez por todas, cualquier demanda de democratización de la vida política, y al tiempo que se oponían a los cri­ terios políticos del Estado liberal se mostraban reacios a los planes populistas que enarbolaban socialistas y anarquistas. Y es que el modelo de gobierno que esos ultra conservadores anti-ilustrados preconizaban se basaba en la recupe­ ración, para la causa pública, de personas de gran talento. Embarcados en el proyecto de aristocratizar cada una de las administraciones e instituciones del Estado, ellos sólo confiaban el destino del Estado en el antipueblo, o sea, en la elite. Ya lo había manifestado con claridad meridiana Donoso Cortés en su discurso sobre la Ley de estados excepcionales (1839): «señores, la cuestión, como he dicho antes, no está entre la libertad y la dictadura; [...] se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección y la dictadura del Gobierno; puesto en este caso, yo escojo la dictadura del Gobierno como menos pesada y menos afrentosa. Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba: yo escojo la que viene de arriba, porque viene de regiones más limpias y serenas». Por supuesto, también diría cosas similares el propio Jakob Burckhardt (1818-1897), cuando este historiador suizo, amigo personal de Nietzsche, valoró las corrientes igualitaristas como 2 Enrique Prat de la Riba, Discurso en el Centro Escolar Catalanista, inauguración del curso 1890-1891. Puede leerse en Enrique Prat de la Riba (1906), La nacionalidad catalana, Imprenta Castellana, Valladolid, 1917, p. 56. Maurice Blanchot (1958), La bestia de I.ascatix. El último en hablar, Madrid, Tecnos, 2001 1.a reimpresión, p. 37.

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signos claros de la implantación de un tipo nuevo de barbarie, y habló del surgimiento de una poderosa fuerza dictatorial en Europa. Así que ante la posibilidad de que anarquistas o socialistas pudieran ins­ taurar un m undo antiburgués o contra burgués, un grupo de intelectuales empezará a abrigar, desde principios caudillistas, la idea de favorecer la llega­ da de un gobierno fuerte, enérgico y poderoso. De este modo, se oponían a cualquier demagogia populista. Y frente a la idea del m undo al revés en donde los proletarios tienen derecho a mandar — de ahí el grito de;/lm ¿¿z los pobres del mundo!, presente en la primera estrofa de la Internacional— , los neoconservadores del xix sólo apoyaban los valores culturales que provenían de las personas, en su opinión, mejor preparadas. No querían simples gober­ nantes. Ambicionaban héroes y mesías. Así, en este contexto, pudo gestarse la concepción política de Friedrich W ilhcm Nietzsche (1844-1900), gran exponente tanto del antiliberalismo como del antisocialismo, además de ser uno de los filósofos más influyentes de toda la Edad Contemporánea.

E L «FENÓMENO N IETZSCHE » Comentemos, antes que nada, cómo Nietzsche sentía horror por los principios democráticos que, según él, eran una herencia del cristianismo. Comentemos también que Nietzsche tenía un olfato peculiar a la hora de definir la democracia moderna como «forma histórica de la decadencia del Estado». Comentemos finalmente el afán con el que se dedicaba a decir, sin pelos en la lengua, que las instituciones liberales «socavan la voluntad de poder, son la nivelación del m onte y el valle elevadas a moral, empequeñecen, acobardan, contentan — con ellas triunfa cada vez el animal de rebaño. Liberalismo: nada más que animalización gregaria...». Y no sólo eso. Para él, el democratismo era «en todas las épocas la forma de sucumbir de la fuerza organizadora». Y dado que el cristianismo era por tradición propenso a caer en el igualitarismo y por debilidad muy proclive a practicar la compasión con el prójimo, Nietzsche advertía que buena parte de los conceptos de la cultu­ ra cristiana habían sido absorbidos no sólo por la utopía del liberalismo, sino por los propios movimientos obreros. Por eso, así lo escribía, «cuando el anar­ quista como portavoz de capas en declive de la sociedad exige con sincera indignación “derecho”, “justicia”, “igualdad de derechos”, se encuentra con

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ello únicamente bajo la presión de su incultura, la cual le impide comprender por qué tiene él que sufrir

El cristiano y el anarquista — ambos son déca~

dents— . Pero incluso cuando el cristiano condena, denigra y mancilla al m undo, lo hace a partir del mismo instinto con el que el obrero socialista con­ dena, denigra y mancilla a la sociedad', el “juicio final” mismo es también el dulce consuelo de la venganza — la revolución, como la aguarda el trabajador socialista, sólo que pensada como algo más lejano... El mismo “más allá”— ¿para qué un más allá si no fuera un medio para mancillar el más acá?...». Pero no hacía notar únicamente Nietzsche la absorción de ideas cristia­ nas por parte de los movimientos obreros del xix. También se dedicaba a exhibir la gran animadversión que él sentía por «la bestia doméstica, la bestia de rebaño, la bestia enferma, el hombre, el cristiano».Y además de abrigar verdadera repulsión por los valores religiosos del cristianismo — «¡que los débiles y los fracasados perezcan!, primer principio de nuestro amor a los hombres. Y que se les ayude a morir»— , resulta que Nietzsche odiaba a las masas. Y las odiaba de manera visceral, entre otras razones debido al hecho de contaminar, según él, todas las fuentes de la vida. Por eso, no ocultaba para nada su rabia, su pesar, o incluso su rencor cuando hablaba en términos absolutamente despreciativos de la gente: [...] hemos huido de la chusma; de todos esos gritones y chupatintas venales, del hedor de los mercaderes viles, del forcejeo de los ambiciosos, del mal alien­ to. ¡Qué asco alternar con la chusma! — ¡qué asco ser los primeros entre la chusma! ¡Ay!, ¡asco! ¡asco! ¡asco! ¡Qué importamos aun los reyes! [...] Y cuando para peor son los últimos y, más que hombres, bestias, la plebe se cotiza cada vez más alto y al final hasta proclama la virtud plebeya: «¡Yo sola soy virtud!».

Con planteamientos de este calibre no extraña que definiera a los socia­ listas como «ilusos de la fraternidad». Tampoco extraña que considerara el movimiento democrático «no como una forma de decadencia de la organiza­ ción política, sino como forma de decadencia, esto es, de empequeñecimien­ to del hombre, como su mediocridad y como su rebajamiento de valor». Y es que él, Nietzsche, que proclamaba: «habéis evolucionado del gusano al hom ­ bre, y hay en vosotros todavía m ucho de gusano. En un tiempo fuisteis monos, y todavía el hombre es más mono que ningún mono». Y es que él que

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clamaba: «¡os enseño al superhombre!»; no podía conformarse con que el ser hum ano aceptase sus propias limitaciones, y por cristianismo, por democra­ cia o socialismo renunciase a aspirar al germen de lo supremo, de lo magní­ fico, de lo grande... que, agazapado dentro de sí, sólo había que dejar exteriorizar. Hombres superiores — dice la plebe guiñando un ojo— no hay hombres superiores; todos somos iguales; hombre es hombre; ¡ante Dios todos somos iguales! ¡Ante Dios! ¡Pero este Dios ha muerto! Mas ante la plebe no queremos ser iguales. ¡Hombres superiores, no vayáis a la plaza! [...] ¡Ea! ¿Arriba, hombres superiores! Sólo ahora está de parto la montaña del porvenir humano. Dios ha muerto; viva el superhombre — tal es nuestra voluntad.

Para él entonces estaba muy claro en dónde residían los problemas polí­ ticos de su época, tanto o más cuanto que en su opinión «la degeneración glo­ bal del hombre, hasta rebajarse a aquello que hoy les parece a los cretinos y majaderos socialistas su “hombre del futuro”, — ¡su ideal!— esa degeneración y empequeñecimiento del hombre en completo animal de rebaño (o, como ellos dicen, en hombre de la “sociedad libre”), esa animalización del hombre hasta convertirse en animal enano dotado de igualdad de derechos y exigen­ cias son posibles, ¡no hay duda! Q uien ha pensado alguna vez hasta el final esa posibilidad conoce una náusea más que los demás hombres, — ¡y tal vez tam­ bién una nueva tarea\...». Además, y «por lo que se refiere a la famosa “lucha por la vida” — subraya Nietzsche— me parece que de momento se ha enun­ ciado más que demostrado. [...] Las especies no crecen en la perfección: los débiles se enseñorean una vez tras otra de los fuertes». Entonces ¿qué proponía Nietzsche? En primer lugar, rescatar a los gran­ des hombres que «son como las grandes épocas, materiales explosivos, en los que se acumula una fuerza inmensa. [...] Los grandes hombres son necesa­ rios, el tiempo en que aparecen es arbitrario; el hecho de que casi siempre se enseñoreen de su tiempo radica simplemente en que son más fuertes». En según lugar, Nietzsche proyectaba conquistar la libertad al modo en que ésta había funcionado dentro de las repúblicas aristocráticas de la Roma impe­ rial y de la Venecia renacentista. Y ese retorno al sentido antiguo de la liber­ tad sólo se podía lograr pisoteando, según él, «el modo despreciable de

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bienestar con el que sueñan los tenderos, los cristianos, las vacas, las muje­ res, los ingleses y otros demócratas. El hombre libre es un guerrero. [...] El tipo más elevado de hombres libres debería buscarse en donde la máxima resistencia debe ser sometida: cerca de la tiranía, junto al umbral del peligro de la esclavitud». Pero, ¿qué consecuencias tenía el planteamiento nietzscheano? De un lado, la negación de la debilidad y, de otro, la búsqueda de hombres vigoro­ sos y fuertes, hombres heroicos con voluntad de poder como los antiguos vikingos: «¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de la potencia, la voluntad de la potencia, la potencia en sí. »¿Qué es lo malo? Todo aquello cuyas raíces residen en la debilidad». Por lo tanto, en el planteamiento nietzscheano era imprescindible matar al Estado liberal para dar comienzo a una nueva era, a un nuevo tiempo regi­ do por la luz de ese Mesías que era el Superhombre: «donde termina el Estado, empieza el hombre que no es superfino, la canción de lo necesario, la melodía única e insustituible. »Donde termina el Estado, — ¡mirad hermanos! ¿No veis el arco iris y los puentes del superhombre?». Más aún, a juicio de Nietzsche el superhombre es «ese hombre del futu­ ro, que nos liberará del ideal existente hasta ahora y asimismo de lo que tuvo que nacer de él, de la gran náusea, de la voluntad de la nada, del nihilismo, ese toque de campana del mediodía y de la gran decisión, que de nuevo libe­ ra la voluntad, que devuelve a la tierra su meta y al hombre su esperanza, ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada —alguna vez tiene que llegar...». En conclusión, dice Nietzsche, «¿queréis una solución para ese mundo? ¿Queréis una solución para todos sus enigmas? ¿Queréis, en suma, una luz para vosotros, ¡oh desconocidos!, ¡oh fuertes!, ¡oh impávidos!, “hombres de medianoche? «¡Ese nombre es el de “voluntad de poder”, y nada más!». Pero ¿en qué consistía, según Nietzsche, esa voluntad de poder? En alcanzar «no solamente una raza de señores cuya misión se agote gobernan­ do, sino una raza que tenga una propia esfera de vida, un exceso de fuerza para la belleza, el valor, la cultura, las maneras, hasta en el sentido más espi­ ritual; una raza afirmadora que se pueda conceder todos los lujos, bastante fuerte para no aguantar la tiranía del imperativo de la virtud, bastante rica

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para no tener necesidad de la parsimonia y de la pedantería, más allá del bien y del mal»?

LA H ISTORIA ,

CUNA DE LÍDERES

Ciertos intelectuales no hacían sino orientar sus obras y escritos siguien­ do la brecha del desigualitarismo que autores reputados como Clausewitz, Carlyle, Gobineau, Nietzsche, Chamberlain... habían abierto, y con mucho éxito por cierto. Pues bien, para Vilfredo Frederigo Samaso, marqués de Pareto (1848-1923) y, a la sazón, inspirador del fascismo italiano, el orden social se basaba en el ideal de la circulación de las elites. De hecho la Historia era, a su juicio, el espacio en el que se debatían las luchas por el poder. Luchas que hacían que las minorías dirigentes, sólo ellas, fueran alternándose en los gobiernos sucesivos. Pero De Pareto no estaba solo. El catedrático de derecho político, dipu­ tado y senador en varias ocasiones, el siciliano Gaetano Mosca (1858-1941), tenía una visión determinista de la Historia y casi a la vez que De Pareto desa­ rrolló doctrinas políticas del mismo sesgo. Y en 1896 publicaba La clase diri­ gente, libro en donde exponía su teoría sobre el elitismo. Según Mosca en todas las sociedades se dan siempre dos tipos de clase: la clase dirigida, y la clase dirigente que se sustenta, con arreglo a las ocasiones históricas, en la fuerza, en la religión, en las elecciones.... Lo que significa que también en tiempos de democracia era necesaria la aportación de los cabecillas políticos. Es más, en tanto voluntad de una supuesta mayoría, la democracia constituía, para Mosca, una quimera, una ilusión. ¿Por qué? Porque toda transformación en la escena política siempre era efecto de los cambios que introducía una ’ Por orden de aparición en el texto las citas se corresponden con las siguientes obras: Friedrich Nietzsche (1878), Humano demasiado humano I, 472. Friedrich Nietzsche (1889), El crepúsculo de los ídolos, Incursiones de un extemporáneo: 38. Ibidem 39. Ibidem 34. Friedrich Nietzsche (1888), El anticristo, III. Ibidem II. Friedrich Nietzsche (1883), Así hablaba Zaratustra, Conversaciones con los reyes (IV a parte), y de la misma obra recomendamos leer el pasaje De la Chusma (II.-1 parte). Friedrich Nietzsche (¡889), Más allá del bien y del mal, 203. Friedrich Nietzsche, Así hablaba..., 1.a parte: 3, y Del hombre superior (IV a parte: 1, 2). Friedrich Nietzsche, Más allá del..., 203. Friedrich Nietzsche, El crepúsculo de..., Incursiones de un extemporáneo: 14. Ibidem 44. Ibidem 38. Friedrich Nietzsche, El anticristo, II. Friedrich Nietzsche, Así hablaba..., 1.a parte: Del nuevo ídolo. Friedrich Nietzsche (1887), La genealogía de la moral, tratado segundo: 24. Friedrich Nietzsche (1901), La voluntad de poder, IV § 1060, y § 893, en Friedrich Nietzsche, Obras com­ pletas, IV w., Barcelona, Ediciones Teorema, 1985.

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minoría que, al ascender y tomar el poder, desplazaba a otra minoría. Así, en estos términos, pensaba Mosca. ¿Y cuáles eran los postulados políticos del alemán italianizado Robert Michels (1876-1936)? Este ex marxista y profesor universitario reutilizaría las ideas de Mosca y De Pareto, pero reorientándolas dentro del m undo de los partidos políticos. Y en su Sociología de los partidos políticos en la democracia moderna (1911) formularía su conocida ley de hierro de la oligarquía, en fun­ ción de la cual toda organización, desde los partidos hasta la democracia, vive bajo el imperio de una camarilla. Y no sólo eso. Roberto Michels creía ver una forma de democracia en esa oligarquía que es capitaneada por un líder carismático. Con planteamientos de este talante, Michels abandonaba el marxismo para adherirse al fascismo italiano que, en la concepción de Gentile, era un acto con significado dentro del cauce de la Historia. De estos planteamientos se deducen dos cosas. Una, que la elite era un ele­ mento inherente al poder político. Y la otra, que la elite procedía de las entra­ ñas mismas de la Historia. No era raro entonces que De Pareto, Mosca, Michels... hiciesen desde el seno de la Historia un canto a la figura de las mino­ rías dirigentes. Pero, ¿cuál era el motivo de entender la Historia como cuna de líderes? Si Marx, por su herencia hegeliana, había dicho que la Historia era el lugar en el que adquieren consistencia científica las leyes de la justicia social, de la misma manera otros anti-ilustrados entenderían la Historia de forma igual­ mente determinista, aunque desde otra perspectiva. Recordemos en este senti­ do al ideólogo del fascismo italiano, al filósofo siciliano Giovanni Gentile ministro de Educación de 1922 a 1925 y miembro del Gran Consejo Fascista; pues bien, Gentile defendía una visión tutelar de la Historia, y razonando al modo hegeliano concebía que los hechos, los sucesos y los protagonistas de la Historia eran actos del Espíritu inmanente y, por tanto, episodios que cumplen en el curso concreto de la realidad un plan prefigurado y eterno: cada cosa tenía su sitio y, a su vez, cada sitio su significado dentro de la totalidad. Y los líderes, cabe concluir, tenían su razón de ser en el gran Teatro del Mundo.

E L ANTI- IGUALITARISMO:

PATRICIOS CONTRA PLEBEYOS

No cabe duda, los defensores del elitismo eran contrarios a cualquier manifestación democrática del Estado. Y aborreciendo con ferocidad a las

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masas procedieron, igual que los guerrilleros del bloque socialmarxista y socialanarquista, a deslegitimar las instituciones del Estado liberal. De paso, lograban yugular cualquier reivindicación igualitarista, incluida la que proce­ día de las filas del socialismo. Por eso, en el grupo anti-igualitarista se encon­ traban figuras tan prestigiosas como Clausewitz, D ’Aurcvilly, Donoso Cortés, Comte, Carlyle, Gobineau, Chamberlain, los G oncourt, Flaubert, Summer, Taine, Renán, Pompeyo Gener, Nietzsche, Sombart, D ’Annunzio, Gentile, Pareto, Mosca, Michels... Todos estos autores tenían en común negar la concesión universal de la emancipación civil. Pero ¿por qué?, ¿cuál era la razón de excluir a la mayoría del igualitarismo político? M uy sencillo, la tradición democrática del Estado liberal encerraba el propósito de ampliar el perímetro de la ciudadanía a sectores olvidados de la población, incluso contenía la semilla de la emancipación política de los pueblos; y por estas y otras osadías Maurice Barres, como hizo en su obra Escenas y doctrinas del nacionalismo (1902), acusaba a la doctrina liberal de ser el principal motivo de descomposición de la civilización. En contraposición a la prosperidad que el liberalismo política y social­ mente anhelaba para la comunidad; en contraposición a lo que el liberalismo implicaba, como mejora del nivel de vida y aumento del grado de instrucción y civilización; los antimodernos insistirán en detener el paso del tiempo, en renovar el Estado no desde el progreso sino a partir del regreso, y siempre gra­ cias a la acción de hombres de espíritu superior. Con lo cual, en lugar de mirar hacia delante, los antimodernos buscarán en el pasado aquellas esencias caballerescas que pongan fin al curso liberal (no aristócrata) de la Historia y, también, término al rumbo populista de los movimientos de masas (marxis­ mo, anarquismo). En contra de semejantes opiniones, el escritor vienés Stefan Zweig (1881-1942) valoraba la cultura liberal de un modo muy distinto. Y dentro de un ambiente de euforia y optim ism o Zweig señaló el efecto bienhechor que contenía la llama liberal. Y en un tono inverso a como se expresaban los pensadores antidemocráticos, al inicio de su obra autobiográfica El mundo de ayer decía Zweig que «el siglo xix, con su idealismo liberal, estaba convenci­ do de ir por el camino recto e infalible hacia “el mejor de los m undos”. Se miraba con desprecio las épocas anteriores, [...] y esa fe en el “progreso” inin­ terrumpido e imparable tenía para aquel siglo la fuerza de una verdadera reli­ gión; la gente había llegado a creer más en dicho “progreso” que en la Biblia.

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[...] También hubo avances en el ámbito social; año tras año, el individuo fue obteniendo nuevos derechos, la justicia procedía con más moderación y hum anidad e incluso el problema de los problemas, la pobreza de las grandes masas, dejó de parecer insuperable. Se otorgó el derecho al voto a círculos cada vez más amplios y, con él, la posibilidad de defender legalmente sus inte­ reses; sociólogos y catedráticos rivalizaban en el afán de hacer más sana e incluso más feliz la vida del proletariado... ¿Es de extrañar, pues, que aquel siglo se deleitara con sus propias conquistas y considerara cada década termi­ nada como un mero peldaño hacia otra mejor?».

H ÉROES

ENTRE MOLINOS DE VIENTO

En 1689 la aristocracia y gran burguesía inglesas cambiaron de rey y ponían a Guillermo de Orange en el lugar que había ocupado Jacobo II. Dos siglos después y con el auge de la antidemocracia no iba a haber lugar para pac­ tos y convenios, y por supuesto tampoco nada que consensuar. Y no sólo eso. Quienes románticamente ensalzaban la imagen carismática de los líderes aca­ baron por dotar de existencia carnal a figuras masculinas abstractas e irreales. Buscando las fuentes de la verdad en la memoria histórica, Thom as Carlyle preparaba entre 1837 y 1840 varios escritos bajo el título genérico de On heroes, hero worship and heroic histovy (Acerca de los héroes, el culto al héroe y la historia heroica). En esta obra, publicada en 1841, Carlyle desa­ rrollaría la idea de que todo paso adelante en la Historia es fruto de la acción de un héroe. ¿Cuál era el motivo para pensar de este modo? Según Carlyle el amanecer de una nueva y más luminosa sociedad residía en la influencia cesarista de los líderes a los que, como seres providenciales, irresistibles y singu­ lares les correspondía, en su opinión, el derecho a acaudillar la sociedad. Y eso ¿por qué? Porque tal es la fuerza interior que despliegan ellos, los héroes, que las masas están obligadas a reconocerles y a ser obedientes a sus m anda­ tos, y más cuando ellas, las masas, ni son poseedoras de armonía ni poseen la grandeza de espíritu que anima y caracteriza al héroe. Pero, ¿la concepción de Carlyle tenía algo de extraño? En absoluto, pues ¿no es cierto que Beethoven llegó a componer la tercera sinfonía en honor a Napoleón Bonaparte igual que compondría el Himno a la Alegría inspirán­ dose en los regimientos de la Convención? ¿Y no es verdad que Goethe que

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había escrito comedias antirrevolucionarias acabó electrizado por la figura del corso y recibiría junto a Wieland, la condecoración del «Águila de la Legión de Honor» de Napoleón? Y ante la admiración desmedida que levantaba El Corso en Goethe, ¿no se quejaba Humboldt?, ¿y no se quejaba también de que Goethe llevara siempre puesta la Legión de H onor y de que dijera «mein Kaiser» para referirse a Napoleón? ¿Y no es menos verdad que si alguien le afeaba la conducta, Goethe contestaba: «Lasst mir meinem Kaiser in Ruh!» («¡Dejad en paz a mi emperador!»)? Por otra lado, ¿no es acaso cierto que Karl von Clausewitz apreciaba «el gran magisterio» de Bonaparte cuando éste mandaba sobre los franceses? ¿Y no es menos verdad que el propio Hegel padeció el furor mesiánico que despertaba entre los intelectuales la estampa de Napoleón? Y puesto que pocos eran los que no experimentaban senti­ mientos de euforia y optimismo cuando estaban en presencia de políticos poderosos, el mismo Hegel comunicaría a su amigo Nietham mer cuánta era la admiración que sintió por Napoleón en el momento en que le vio entrar triunfante en la ciudad de Jena después de haber vencido al ejército prusia­ no, o sea, al ejército de su país. Hegel que escribiría a Nietham m er el 13 de octubre de 1806 le comunicaba en términos de fuerza cósmica: «he visto al Emperador, este alma del m undo, yo le he visto cabalgando por las calles. Es en realidad una sensación maravillosa contemplar a tal individuo que, allí concentrado en un punto, m ontado en su caballo, ilumina con la mirada el m undo y lo dom ina».4 Napoleón, que había sido descrito por Hegel como encarnación de la racionalidad cósmica, recibiría de la ciudad de Erfurt en el año 1808 y tras conquistar Alemania una serie de festejos en su honor. Pero un año antes, no lo olvidemos, el monarca español Fernando VII a través del canónigo Escóiquiz había transmitido al mismísimo Napoleón Bonaparte su deseo, su interés de casarse con algún miembro de la familia bonapartista, tan ilustre era emparentarse con miembros del linaje napoleónico. No hay duda, el aura cesarista que generó en Europa el «fenómeno Napoleón» adquiría posiciones 1 Goethe y Napoleón: léase Friedrich Nietzsche ( 1889), Más allá del bien y del mal, nn. 209, 244, 256. El contenido de la carta de Hegel está reseñado por Pierre-Joseph Proudhon (l 861), «La guerre et la paix: recherches sur le principe et la constitución du droit du gcns», en Proudhon P. J., Oeuvres Completes, París, 1927, vol. IV, libro II, capítulo V, p. 106. Y también por Ernst Cassirer (l 946), El mito del Estado, México, F.C.E., 19855 a reimpresión, p. 322. Comentemos que para Hegel, así lo indicó en su Eilosofia de la historia, la vida de los héroes, de los Alejandro Magno, de los César, de los Napoleón era «trabajo y esfuerzo. Una vez alcanzado su fin, entonces caen cual cáscaras vacías de almendra».

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ventajosas en la m ente de políticos e intelectuales afrancesados. Por esta razón y de la misma forma que artistas y pensadores vivían con entusiasmo las proezas militares que acometía Napoleón, Carlyle definiría años después su prototipo de dirigente tom ando como referencia a Cromwell y a Napoleón Bonaparte. Al hacerlo, Carlyle se valía de parámetros excluyentes. O lo que es igual, en su proyecto político no cabía sino impedir la puesta en práctica de los valores democráticos del Estado liberal. Y cuando en 1867 se produjo en Inglaterra un movimiento encaminado a formalizar reformas democráticas del Parlamento, Carlyle, como era de prever, censuraría esta , maniobra y escribiría su correspondiente libelo. Ni que decir tiene que con Thom as Carlyle regresaba la defensa de un corpus legal asimétrico en el que era lícito distinguir entre linaje y pueblo, entre héroes y masas. Con él volvía a flote la peor tradición del antipopulis­ mo. Y desde su oposición a las corrientes liberales y con el convencimiento de que los héroes eran salvadores de la Hum anidad, el escocés Carlyle (17951881) creería en el influjo tutor de los héroes a la vez que aceptaba que la Historia no podría nunca avanzar y, m ucho menos, progresar sin la fuerza, sin la energía, sin la autoridad de los héroes. Por tanto, en su esquema polí­ tico, Carlyle abogaba por el deber que tenían los héroes-caudillo, de guiar a las muchedumbres. Contradictoria y paradójicamente, Carlyle que combatió con ahínco el individualismo político, también el individualismo económico, en obras como El pasado y el presente (1843), Octavillas (1850), etc., acabó sin embar­ go admitiendo el principio liberal del individualismo. En su opinión los héroes-caudillo eran poseedores de una virtud superior, partícipes de una cualidad excelente, titulares de un mérito interior... que les capacitaba para dirigir los destinos del Estado y, claro está, gobernar el m undo. Los héroescaudillo eran seres activos, individuos singulares, personas inestimables que sobresalían por encima de las multitudes. Planteamiento este que reencon­ tramos años después en Friedrich Nietzsche, luego en Maurice Barres y, más tarde, en Ernst Jünger. En Nietzsche cuando este filósofo alemán defiende que si el Superhombre tiene alguna moral, es la moral de Señor, distinta de la moral de esclavos y, por tanto, muy diferente de la que poseen esos seres débiles e inferiores que integran la gente. En Barres cuando este escritor fran­ cés se vale de Fran^ois Sturel, personaje de ficción de su novela Los desarrai­ gados (1897), para expresar su admiración por Napoleón, «el César, el animal

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nacido para el dominio». Y en Jünger cuando en sus escritos de la primera postguerra mundial exalta los valores caballerescos (la virilidad, el riesgo, la aventura, la búsqueda de hazañas...) como elementos clave que definen al individuo y lo sumergen en la órbita del heroísmo y catapultan, incluso, a las aguas de la inmortalidad.

SUEÑOS

DE DELIRIO

La toxicidad del irracionalismo era palpable, por lo que la muerte de la inteligencia no iba a ser sino una consecuencia inmediata. De hecho las pro­ clamas envenenadas sobre héroes y caudillos encontraban eco en todos los rincones de Europa. E igual que Platón en su Carta VII reconocía tener ami­ gos y parientes importantes entre aquellos que formaron parte del abyecto grupo de Los Treinta Tiranos, resulta que en las primeras décadas del xx encontramos a periodistas y pensadores que, al ir traicionando a la razón, se unen a la tiranía de los nuevos mitos políticos: ¡Oh Franco! ¡Oh caudillo nuestro, al que te ha hablado, sin secreto, la Esfinge de España! ¿Quién podrá ya detenerte y vencerte, si usas del yugo del Águila implacable­ mente? España ha confiado, a Franco, su genio y su destino. Y lo impondrá. Contra quien sea y contra lo que sea. Y así, su destino que es el de España, será otra vez providencial en la historia.5

Y ocurre entonces que W oltman, un ex marxista antiguo seguidor de Bernstein, estaba persuadido de que toda la civilización europea, incluida la de la franja mediterránea, era obra de la raza alemana. No lejos de esta locu­ ra, el reputado intelectual alemán, sociólogo y economista Werner Sombart que en su juventud se había declarado discípulo de las teorías de Marx y de Lassalle acabaría, no obstante, con el paso del tiempo volviéndose un acérri­ mo tradicionalista. Y si en su obra El capitalismo moderno (1902) elaboró la tesis contra weberiana de que los judíos, que no los protestantes, eran res­ ponsables del origen del capitalismo, pasados los años este prestigioso ex mar' El Diario Vasco, San Sebastián, l-XII-1936.

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xista terminó colaborando con los nazis y elaborando el programa económi­ co nada menos que del Tercer Reich. Incluso escribió un libro afín a la ideo­ logía nazi, El socialismo alemán (1934). Convertido a la fe del nacionalsocialismo, Sombart en su bautismo ideológico llegaría a defender que el Führer recibe órdenes directamente de Dios. Igual que Woltman y Sombart, un sinfín de intelectuales más iba a quemar el sentido común en el altar de los nacientes cultos paganos. También el filósofo alemán Martin Heidegger viviría con idéntica pasión ultramontana el retorno de nuevos señores feudales y, por eso, haría un lla­ mamiento a los estudiantes de Friburgo para que participaran en el plebis­ cito a celebrar el 12 de noviembre de 1933 afirmando que «el Führer mismo y sólo él es la realidad alemana actual y futura, y su ley». Lo cual es lo mismo que decir que el pueblo logra su identidad sólo a través de sus gobernantes, o que el pueblo llega a su cénit únicamente en las personas de sus dirigentes: ¡Docentes y camaradas alemanes! ¡Compatriotas alemanes! El pueblo alemán ha sido llamado a votar por el Guía (Führer); pero el Führer nada pide del pueblo, más bien da al pueblo la posibilidad de la más elevada decisión libre: [saber] si el pueblo entero quiere su propia existencia o no. El pueblo, mañana, no elige sino su porvenir.6

Las palabras de Heidegger ¿eran una continuación del espíritu de Carlyle?, ¿o acaso estaban motivadas por el anuncio de Spengler, en la déca­ da de los veinte, de que en el futuro habría un Imperium mundi regido por la nación alemana?, ¿o simplemente quizá estaban sumergidas en eso que 6 También

Ludwig von Mises dentro de su ciclo de conferencias que dio en Argentina a fina­ les de 1958, conferencias que fueron editadas 35 años después bajo el título Política económica (Buenos Aires, El Ateneo Editorial, 1993), hizo referencia al desatino místico de Werner Sombart. Martin Heidegger, Discurso, 12-XI-1933, en Víctor Farías (1987), Heidegger y el nazismo, Muchnik Editores, Barcelona, 1989, p. 224. Comentemos que Víctor Kemplerer, observando los niveles de nazificación que padecía la vida alemana, no sólo anotó en su obra autobiográfica LTI. Apuntes de un filólogo (1947) el hecho de que hubo judíos que votaron «sí» en el plebiscito de Hitler (pág. 63), sino cómo personas cultas y sensatas, incluso visceralmente antinazis, acababan intoxicadas con la propaganda nazi y hablando la LTI, es decir, la Lengua del Tercer Imperio alemán (pp. 147, 158 ss., 260-1. 275-282, 285, 289, 298-9). Y a modo de sentencia afirmaba Kemplerer: «me hallaba, claro está, entre catedráticos y estudiantes, y a veces creo que eran peores que la pequeña burguesía (eran más culpables, eso seguro)», (Victor Kemplerer (1947), LTI. Apuntes de un filólogo. Minúscula, Barcelona, 20 022 reimpresión, XXIX, p. 297).

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George Steiner denom inó con mucho acierto la Nostalgia del absoluto? No lo sabemos, pero en cualquier caso no fueron sólo los políticos, sino también los intelectuales los que con su ayuda y con sus ideas incendiarias ayudaron a propinar un golpe mortal a la tradición ilustrada del liberalismo. Y lo que es peor, no fueron sólo los políticos, sino también ellos, los intelectuales, los que con su cooperación con regímenes políticos antidemocráticos sacrificaron para el futuro toda posibilidad de enriquecer la vida en colectividad. Y como la elite cultural alemana, nazificada hasta la médula, se entusiasmó con sus nuevos líderes, el alineamiento mayoritario de los intelectuales ocasionaba una enorme decepción en quienes, además de ser numéricamente pocos, como Kemplerer, Marcuse, Adorno, Hannah Arendt, Walter Benjamín..., vieron en la Alemania nazi ni más ni menos que el fin de la libertad. Friedrich Meinecke (1862-1954), autor de La catástrofe alemana (1946), había venido, desde tiempo atrás, luchando contra la visión elitista que tanto aplaudían sus compañeros universitarios. Y a diferencia de ellos, él hacía hin­ capié en que los procesos históricos no eran efecto de la presencia de líderes carismáticos ni fruto de la acción arrasadora de grandes personalidades. Para Meinecke los procesos históricos eran consecuencia de la intervención de todos los sectores y miembros de la colectividad. Por tanto, a su juicio, la Historia, lejos de ser el anfiteatro reservado para hombres colosales, era una red compleja de interacciones entre personas, grupos y sociedad, una malla de relaciones entre los individuos y el Estado. Por supuesto, ni Heidegger ni W oltman ni Sombart fueron los únicos que cayeron en las redes del abismo, ni tampoco los únicos que creyeron al modo nietzscheano que la Historia la hacen dirigentes sobrehumanos. En este contexto de locura no tenían espacio ni protagonismo los Meinecke. De hecho, ahí está la relación interminable de profesores universitarios alemanes nazificados que ofrece Farías en su libro, incluidos también Premios Nobel. E incluso ahí están para la posteridad las declaraciones, entre otras, del edi­ tor de Sajonia Will Vesper y también las de Kowalewski, catedrático de mate­ máticas y a la sazón rector de la Universidad Técnica de Dresde. Pues bien, Kowalewski veía en Hitler un regalo de la Providencia, mientras que Vesper consideraba el texto de Hitler, M i lucha, el libro sagrado de la nueva Alemania.

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¿Y EN EL OTRO HEMISFERIO?

En el otro hemisferio ideológico sucedió lo mismo. El cesarismo también afectó, y desde un principio, a los líderes de la izquierda marxista. La prueba de lo que decimos aparece en Georges Sorel (1847-1919). Este ideólogo francés en 1912 aclamaba a Mussolini cuando éste no pasaba de ser más que un exal­ tado militante socialista y, sólo unos años después, vería en Lenin la personifi­ cación legendaria del mito. Y como Ulises amarrado a su mástil, Sorel estaría apegado a la idea mitológica, gloriosa, paradisíaca... de la Revolución rusa. Y por eso escribía: «no tengo razón alguna para suponer que Lenin haya tomado ¡deas de mis libros; pero si así fuera, me sentiría más que medianamente orgu­ lloso de haber contribuido a la formación intelectual de un hombre que me parece, a un mismo tiempo, el más grande teórico que el socialismo haya teni­ do desde Marx, y un jefe de Estado cuyo genio recuerda el de Pedro el Grande». Y a continuación añadía Sorel: «podría ser que, a la larga, los bolcheviques sucumbiesen bajo los golpes de los mercenarios reclutados por las plutocracias de la Entente; pero la ideología de la nueva forma de Estado proletario no pere­ cerá; se sobrevivirá a sí misma amalgamándose con unos mitos que tomará su materia de los relatos populares de la lucha sostenida por la República de los soviets contra la coalición de las grandes potencias capitalistas». Los valores mesiánicos que Sorel atribuía a Lenin no eran un incidente ais­ lado. Cuenta Daniel Ornar que, en Argentina, el novelista cordobés Arturo Capdevila que, por cierto, profesaba creencias teosóficas, publicaba en 1929 un texto titulado El apocalipsis de san Lenin, obra de nomenclatura curiosa que estaba dividida en capítulos y versículos, adoptando la misma estructura teoló­ gica que la que guía a los libros bíblicos. Pues bien, para Capdevila, refiere Ornar, «Lenin recibió el llamado de la revolución como Moisés había recibido el llamado de Yhavé en la zarza ardiente y adquirió una entidad semejante a los grandes iniciados fundadores de religiones (Buda, Pitágoras, Jesús, &c.)».7 En cualquier caso, si Sorel comparó al héroe de la Revolución rusa con Pedro el Grande; si Capdevila, siguiendo la misma lógica de equivalencias caudillistas, asimiló al dirigente marxista ruso con la figura gloriosa de Moisés; si el propio revolucionario español Andreu Nin anotaba «la clarivi-

7 Georges Sorel (1906), Reflexiones sobre la violencia, o. cit., apéndice III. Arturo Capdevila (1929), El apocalipsis de san Lenin, Buenos Aires, Cabat, 1933, pp. 42 y ss., citado por Daniel

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dencia genial de Lenin», un socialista español mucho menos fanatizado y escéptico que N in, Fernando de los Ríos Urruti, también haría una descrip­ ción del carisma de tan todopoderoso líder. De hecho, De los Ríos tras m an­ tener una entrevista con Lenin, se refería a él bajo el título de «el gran demiurgo»: [...] he aquí Lenin nos decimos; él es el creador de la ideología del partido que está en el Poder, y aun del partido mismo; es el pensamiento que pugna por con­ cretarse en realidades en este momento de la Revolución; va hacia su objetivo y no vacila ni en la elección de medios, ni en las finalidades, ni en las rectificacio­ nes tácticas. La gran «experiencia social», de la cual él es el gran demiurgo, exige a su juicio, no tener en cuenta sino los dictados de la razón; las filtraciones sen­ timentales de lo inmediato no perturban en él así nos lo imaginamos los propó­ sitos de construcción. Tal vez, nadie haya acometido hasta hoy empresa comparable con la que acomete este hombre de aspecto insignificante y frío.

Desde un optimismo ofuscado, patológico sin duda, los estereotipos heroicos volvían a renacer con fuerza, y de qué modo tanto entre la extrema derecha como entre la extrema izquierda. Pero ante estas actitudes mitomaníacas, ya el toledano intemacionalista Anselmo Lorenzo, muchos años antes, había dado muestras de gran sensatez al decir, al inicio de su capítulo dedicado a «Las puerilidades obreras y crueldades burguesas», cómo «resulta verdaderamente pueril la idea de dirigirse resuelta y directamente a la Revolución Social, como cosa sencilla y fácilmente asequible, [...]. Ignorancia proletaria, consecuencia de la tradicional creencia en el milagro, desconoci­ miento absoluto de la evolución histórica; he ahí las causas de tal puerilidad, las cuales, obrando con la inevitable fatalidad de tales causas, habían de pro­ ducir indefectiblemente tales efectos».8

Omar De Lucía, Luz y verdad. La imagen de la Revolución rusa en las corrientes espiritualistas, en El Catoblepas, n.° 7, pág. 8, septiembre 2002: www.nodulo.org/ec/2002/n007p08.htm. K Andreu Nin (1930), Las dictaduras de nuestro tiempo, o. cit., IV 4, p. 162. Fernando de los Ríos Urruti (1921), M i viaje a la Rusia sovietista, o. cit., p. 97. Anselmo Lorenzo (1901-1923), El proleta­ riado militante, memorias de un internacional, o. cit., 2.a parte, cap. 9, p. 357. Sobra decirlo, pero la falsificación de la Historia también aparece en Stalin, cuando éste es comparado con Pedro El Grande. Videtur Martin Amis (2002), Koba el Temible. La risa y los Veinte Millones, Barcelona, Anagrama, 2004, p. 180.

C UARTA

PARTE

La hora de la desigualdad

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SANGRE Y N A C IÓ N . PATRIA Y LINAJE

Al individuo le guía la misma ley que a su raza. M AURICE BARRÉS ,

Un hombre libre (1889) El nacionalismo es la aceptación de un determinismo. M AURICE BARRÉS,

Escenas y doctrinas del nacionalismo (1902) En la juventud de los pueblos, la tierra obra sobre los hombres y los amasa a semejanza suya Pero no basta esto para formar los pueblos. [...] Y es que el hombre nace miembro de una raza, recibe por herencia los caracteres que un trabajo de siglos ha acumulado. E NRIQUE P RAT

DE LA

R IBA ,

La nacionalidad catalana (1906) Hasta que no se comprenda que la economía política sólo podrá desem­ peñar en el asunto un papel secundario, y aún de tercer orden, y que primero están los factores éticos y raciales, no llegaremos a comprender las razones de la presente angustia ni habrá posibilidad de descubrir los medios y los méto­ dos de remediarla. A DOLF H ITLER ,

M i lucha (1924)

URBI ET

ORBI

En las páginas finales del Bosquejo de un cuadro histórico del espíritu huma­ no (1793), Condorcec no reparaba en prendas al alabar la marcha de la Revolución francesa y mucho menos dejaba de creer en la vocación cosmo-

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polita del movimiento nacionalista francés. Tras echar una mirada al globo terráqueo veremos, decía absolutamente convencido Condorcet, cómo «en Europa los principios de la constitución francesa son ya los de todos los hom ­ bres ¡lustrados. Los veremos demasiado difundidos, demasiado altamente pro­ fesados [..., y] al recorrer luego estas diversas naciones, veremos en cada una qué obstáculos particulares opone a esta revolución, o qué disposiciones la favorecen; distinguiremos las naciones en que la revolución debe ser suave­ mente dirigida por la sabiduría, tal vez tardía ya, de sus gobiernos, y aquéllas en que, tras alcanzar mayor violencia a causa de la resistencia de los gobiernos, la revolución tiene que arrastrarlos en movimientos terribles y rápidos». Pasado el tiempo, y casi cien años después, un ultra conservador como Barres volvería a incidir en el mismo estilo chovinista que Condorcet, y en las pági­ nas finales de Los desarraigados (1897) escribía cómo Francia repartió y dio a los pueblos nada menos y nada más que las «franquicias de la humanidad». Visto con un poco de perspectiva el alcance de estas declaraciones, obser­ vamos que el revolucionarismo francés no sólo favoreció el ideal nacionalista de construir Una, Grande y Libre Patria. También contenía el proyecto redentorista de fundar un ius cosmopoliticum, esto es, un marco de normas comunes al género humano. Es por este y no por otro motivo por lo que la Declaración de los Derechos del H om bre y del Ciudadano de 1789 quiso denominarse en su origen Declaración Europea de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Con aspiraciones Urbi et Orbi o, lo que es igual, desde la utopía nacio­ nalista de fundar una misma com unidad de intereses políticos entre los pue­ blos, era lícito soñar con la idea de que los seres humanos de todos los países fuesen, algún día no lejano, ciudadanos emancipados de un mismo Estado. Y desde el deseo de sembrar por el m undo la simiente del nacionalismo revo­ lucionario — ahí están las palabras de Condorcet— , los líderes de la Revolución francesa exigían propalar a los cuatro vientos no sólo el principio de igualdad entre los Hombres sino, por extensión, el mandam iento patrió­ tico de la igualdad entre los Pueblos. Y es que, en nombre de la modernidad, la Revolución francesa anheló ser, y desde el principio, un modelo para todas las naciones oprimidas. E igual que para el estoicismo el ideal moral no era otro que instituir en la hum anidad una ley general, un derecho común o koinós nomos., para los revolucionarios franceses la búsqueda de un horizonte universal constituía una aspiración tan legítima como políticamente viable.

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De hecho, si no hubiera sido así, no sería ni siquiera hoy entendible la máxi­ ma robespicrrista según la cual «todos los hombres de los distintos países son hermanos y deben ayudarse como ciudadanos de un mismo Estado».

LAS N UEVAS PATRIAS Esa propensión por unlversalizar aspectos de la vida política constituyó una de las herencias que cedió la Revolución francesa a la posteridad. Tanto es así que, mientras el diplomático y viajero español Sinibaldo Mas y Sans patro­ cinó en La Iberia: memoria sobre la conveniencia de la unión pacífica y legal de Portugal y España (1854) no sólo la posibilidad, sino las ventajas de la alianza entre estos dos países, Pascual E. Mancini en su escrito La nacionalidad como fundamento del derecho del pueblo (1861) dejó perfectamente asentaba desde una relación de equivalencia que «la humanidad es la asociación de las patrias». Y no sólo eso. También Julián Sanz del Río al hablar de El ideal de la humani­ dad para la vida (1860) defendería más allá de cualquier federalismo político el momento, «la época de reunir en su suelo un solo pueblo y una familia huma­ na». El síndrome Urbi et Orbi calaba de manera profunda en toda Europa.1 Desde presupuestos diferentes pero no menos generalistas, Marx y Engels en La ideología alemana (1845-1846) incidían en que la solución a los proble­ mas de su tiempo residía en conseguir que el comunismo pudiera «llegar a cobrar realidad como existencia histórico-universal de los individuos». Y a la vez que observaban cómo el carácter universal del comercio volvía obsoletas a las naciones, ellos reivindicaban la puesta en marcha de una supranación comu­ nista. Y es que, a juicio de estos dos pensadores, tenía sentido el proyecto de ubicar la patria de todos los pueblos oprimidos en la matriz de un Estado m un­ dial. Por supuesto, antes que Marx y Engels, Robert Owen también había recla­ mado la importancia de que todas las clases y todas las naciones acabaran unidas en abrazo fraternal, vinculadas y en suma asociadas. Y Wilhelm Weitling anheló, después de aconsejar la desaparición del concepto de nacionalidad, fun­ dir la Humanidad en una federación de familias. ¿Entonces? Entonces, y como dijo Castelar, «el sueño de Alejandro, el sueño de César, el sueño de Cario 1 La doctrina política del «iberismo» que supo desarrollar Sinibaldo Mas y Sans (1809-1868) encontraría eco entre ciertos movimientos sindicales que, haciendo suyo el ideal iberista, crearon la FAI (Federación Anarquista Ibérica) y dieron cobijo a afiliados tanto portugueses como españoles.

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Magno, el sueño de Carlos V, el sueño de Napoleón se [les] ha metido en la mollera [...] y les ha inspirado una idea tan utópica y extraordinaria como la de mezclar todos los pueblos en solidaridad consustancial de intereses».2 Por la mano de la Revolución francesa, el internacionalismo aspiraba aires de inmensidad. Es más, por ese espíritu patriótico, rico en cosmopolitismo, era lícito ansiar trascender los caducos límites de las naciones. Y con el tiempo el internacionalismo que destapó el revolucionarismo francés seguiría imparable su marcha. «¡Arriba, patrias de la tierra!» rezaría una de las estrofas de la célebre canción de La Internacional. Y es que la nueva meta nacionalista no era otra que ser ciudadano del mundo. La prueba de ello es que los Estados Unidos de Europa ya habían sido sugeridos por Saint-Simon en su obra La reorganización de la sociedad europea (1814). La prueba de ello es que durante la fiesta bávara de Hambach de 1832, lo cuenta Bakunin, un tal doctor W irth habló de la república federal de los Estados Unidos de Europa. Pero no fue el único. El filó­ sofo español y fourierista Fernando Garrido apoyaba La república democrática federal universal (1855), mientras que otro pensador español Sanz del Río, en su obra arriba citada, también reclamaba la creación de un Estado-Europa. Y pese a que el pensador francés Renán comentaba la existencia de una Europa confederada, Engels ironizaba sobre el ideal de hermandad internacional de la Liga Pacifista Burguesa, tendente a organizar unos Estados Unidos de Europa. (Recuérdese que el fundador de la Liga Internacional para la Paz y la Libertad, Charles Lemonnier, publicaba un periódico bajo el título de Los Estados Unidos de Europa.) Años después, no sólo Von Mises, no sólo Ortega y Gasset defen­ derían unos Estados Unidos de Europa, sino que el mismo Kautsky patrocina­ ría en su folleto titulado El Estado nacional, el Estado imperialista y la confederación de Estados (1915) la importancia de instituir los Estados Unidos de Europa. Así que durante décadas y décadas será habitual ver a políticos y a intelectuales buscar fuera y más allá de las fronteras nacionales los destinos de lo universal, igual que habían hecho antes los revolucionarios franceses. ¿Qué significaban estas declaraciones? Pues que el futuro del nacionalismo era el transnacionalismo. O dicho de otra forma, que el futuro del nacionalis­ mo era el internacionalismo federalista. ¿No lo había reconocido el mismo Condorcet?, pues, ¿cómo no iba Bernstein a abanderar cien años después el programa de que la socialdemocracia patrocinase la internacionalidad en la 2 Emilio Castelar, Artículos periodísticos de crónica internacional publicados en la España Moderna, 7-V-1892, epígrafe II.

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lucha económica? ¿Y cómo Bernstein iba a dejar de aspirar al mismo tiempo a «la federación libre de los pueblos sobre la base del derecho a la autodetermina­ ción nacional en el marco de la solidaridad de la humanidad civilizada»?3 El proyecto revolucionario francés de fundar un ius cosmopoliticum, un marco de normas comunes al género humano, cobraba fuerza con el paso del tiempo. E igual que el célebre Babeuf fundó y lideró en su m omento la Liga de los Iguales, otro tanto haría Weitling organizando en EE.UU. la Liga de la Emancipación. Y mientras la socióloga y feminista Flora Tristán instituyó La Unión Obrera, unos años después la Liga de los Justicieros se transforma­ ba en la Liga de los Comunistas, siguiendo Marx y Engels el estilo «Flora Tristán». Y si Lasalle había fundado la Asociación Universal de Trabajadores Alemanes, los liberales ponían en pie la Liga de la Paz y de la Libertad, mien­ tras que Bakunin y sus seguidores no serían menos y llegaban a organizar la Liga de los Hermanos Internacionales. Y quien buscaba en nombre de la H um anidad establecer y fortalecer vín­ culos desde el principio de Igualdad Universal (Babeuf); quien demandaba * El comentario sobre el doctor W irth puede leerse en Mijaíl Bakunin (1873), Estatismo y anarquía, o. cit., p. 154. Las ideas de Julián Sanz del Río se encuentran en su obra El ideal de la humanidad para la vida, Barcelona, Folio, 2000, p. 55. Ernest Renán (1870), «Carta a Strauss», p. 101, y «Segunda carta a Strauss», p. 115, en Ernest Renán, ¿Qué es una nación? Cartas a Strauss, Madrid, Alianza, 1987; también léase al respecto Ernest Renán (1882), ¿Qué es una nación?, p. 84. Friedrich Engels, «Carta a Bebel», 18-28 de marzo de 1875, en Marx y Engels, Correspondencia, o. cit. Ludwig von Mises (1927), Liberalismo, o. cit., cap. III 9, pp. 146-150. José Ortega y Gasset (1930), La rebelión de las masas, Madrid, Castalia, 1999, pp. 281-2, y 293-4. Eduard Bernstein (1909), «El revisionismo en la socialdemocracia», en Eduard Bernstein, Socialismo democrático, Madrid, Tecnos, 1990, apéndice, punto 10. Añadamos a lo expuesto que el conde Richard Coudenhove-Kalergi (1894-1972) publicaba en 1923 su libro Paneuropa y, es más, creaba el Movimiento Europeo o, mejor Paneuropeo con el obje­ tivo de conseguir una unión europea alejada de conflictos y desastres nacionalistas. En los años pos­ teriores fueron editados libros con epígrafes inequívocamente europeístas. Curiosamente con el título de los Estados Unidos de Europa apareció el libro de Edo Fimmen y el libro de Hermann Kranold, ambos textos en 1924, el de Vladimir Woytinsky en 1927, y el de Edouard Herriot dos años más tarde. Y mientras Richard Coudenhove-Kalergi pudo en 1926 organizar en Viena el Primer Congreso Paneuropeo, un año después, en 1927, era elegido Aristide Briand presidente honorario. En 1928 Gastón Riou publicaba su Europa, una patria. Y no sólo eso. El 5 de septiem­ bre de 1929 el ministro de Exteriores francés Aristide Briand pronunciaba en Ginebra y ante la Sociedad de Naciones su famoso discurso en favor de la unidad europea. También en 1929, en ese mismo año, salía a la luz el texto del conde Keyserling titulado [Europa,] Análisis espectral de un con­ tinente. Y si Ortega y Gasset, miembro del Movimiento Paneuropeo del cosmopolita CoudenhoveKalergi, dedicó la segunda parte de La rebelión de las masas (1930) a la cuestión europea, ya con carácter postumo se publicarían sus Meditaciones sobre Europa (1957). Y tres años después de apa­ recer el texto orteguiano de La rebelión de las masas (1930), Julien Benda escribía su conocido Discurso a la nación europea. Y Mounier en su correspondencia con Berdiaeff (26-XI-1936) asimis­ mo se preguntaba cuál iba a ser la aportación de Rusia a una Europa federal de mañana. Todo lo cual pone de relieve cuán intensa era la preocupación que despertaba el futuro (¿federal?) de Europa.

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en nombre de la H um anidad poner en marcha el principio de Justicia Universal (Weitling, Marx, Engels), de Reciprocidad Universal (Flora Tristán, Lasalle), de Paz Universal (Stuart Mili); quien invocaba la llegada de un Proletariado Universal sin Estados ni Leyes (Bakunin); quien abrazaba en definitiva cualquiera de estos ideales mter nacionalistas-, no podía sino afanar­ se por reclamar una legalidad redentora y con vocación cosmopolita. La meta nacionalista radicaba en un m undo políticamente globalizado.

Los

NUEVOS COMBATES : LAS GUERRAS NACIONALISTAS

Antes de estallar los movimientos revolucionarios, lo habitual era ver cómo los pueblos no se mezclaban en las guerras de reyes y príncipes, pues éstos para sus campañas de guerra disponían de ejércitos profesionales. Sin embargo, la llegada de la revolución, en América del Norte, rompió esa fron­ tera y las milicias pasaron a estar compuestas por el pueblo llano bajo el argu­ mento progresista, avanzado y ultra moderno de que la guerra, por carecer de distinciones sociales, era un asunto que también incumbía a la gente de a pie. «Morir por la patria» fue, de este modo, una de las muchas consignas que se emplearon y repetidamente en el argot revolucionario. Y no sólo eso. Tras militarizarse la población civil, la masificación de los ejércitos iba a entrañar una serie de riesgos para la vida social, cosa que no le pasó desapercibida al filósofo británico David Hum e. De hecho, ocurrió que con la llegada de la Revolución francesa la guerra fue cosa del pueblo, «de un pueblo de 30 millo­ nes, que se consideraban todos ciudadanos», afirmaba Karl von Clausewitz. Y añadía este militar prusiano: «con esa participación del pueblo en la guerra [...] los medios que se aplicaban, los esfuerzos que podían ser ofrecidos, ya no tenían un límite preciso; la energía con la que se podía librar la guerra misma ya no tenía contrapeso alguno, y en consecuencia el riesgo para el adversario era extremo». ¿Pero por qué era extremo? Porque, como observó Clausewitz, con la democratización de la guerra, ésta pudo liberarse de todas sus barreras convencionales. Y con la participación del pueblo en asuntos de Estado, tal y como había sucedido con la Revolución francesa, la sombra de amenaza ante el peligro francés era, para los otros pueblos, más que una probabilidad.4 4 Karl von Clausewitz (1816-1831), De la guerra, Madrid, La Esfera de los libros, 2005, III parte, iib. VIII, cap. III b (pp. 651, 653).

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Pero además, puesto que la puesta en práctica de ciertas utopías siempre supone un coste muy alto para la población, el fenómeno del revolucionarismo francés hizo posible poner en un mismo saco, y en relación de intercambiabilidad, «guerra, emancipación y nacionalismo». Por eso, cuando Danton, el barón Cloots y otros muchos revolucionarios proponían que los pueblos se liberasen de los grilletes del despotismo, ellos animaban a que se rebelaran por medio de la guerra. Y cuando impulsaban el credo de que la humanidad debía en toda la faz de la Tierra luchar por su emancipación y oponerse a las leyes dinásticas de la monarquía, allí donde ésta se encontrase, justificaban el empleo de las armas y de la insurrección civil. Y si incitaban a países menos civilizados a plasmar en la práctica su utopía de construir una República Democrática Federal y Universal, entendían que la guerra civil era el sende­ ro lícito para abrazar el proyecto nacionalista de independencia. Por cierto, ¿no había sucedido eso en la Revolución americana cuando los rebeldes colo­ nos ingleses justificaron la bondad de su plan de autonomía política por caminos batalladores? Pues los revolucionarios franceses no iban a ser menos y también ellos quisieron levantar una Nación liberada a partir de las armas y desde el principio de insumisión. La lógica revolucionaria, con las llamas de la violencia de la guerra, alen­ taba la lógica nacionalista, ¿o era al revés? En cualquier caso, enormes fueron, y desde el principio, las expectativas nacionalistas que provocó la Revolución francesa. Por eso, mucho antes de que el médico Leo Pinsker reivindicara en su escrito Autoemancipación (1882) una patria para los judíos oprimidos; mucho antes de que el filósofo Ernest Renán recogiera el derecho de las pobla­ ciones a decidir su suerte nacional (prólogo a Discursos y conferencias, 1887); mucho antes de que los asistentes al Congreso Internacional Socialista de los Partidos Obreros y los Sindicatos (1-VIII-1896) resolviesen a favor del prin­ cipio de autodeterminación de todas las naciones; mucho antes de que Otto Bauer amparara en La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia (1907) el derecho de los pueblos a elegir su autodeterminación; resulta que el sucesor de Toussaint de Louverture, Dessalines, proclamaba la independencia de Haití en 1804, Argentina declaraba su emancipación de España en el Congreso de Tucumán, celebrado en 1816. Chile lograba su independencia en 1818. Dos años más tarde lo haría Perú. Bolivia votaría su soberanía en 1825. Un año antes, México se convertía en República. En 1828, Uruguay conse­ guía su manumisión y, en 1844, lo hacía la República Dominicana.

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Y es que, como señaló Julio Cortázar, las guerras nacionalistas bebían del caudal del utopismo revolucionario. Por eso, «curiosa e irónicamente, los movimientos de independencia de nuestros países nacieron bajo ideales de educación y de cultura popular que sus gestores y héroes habían heredado de la Revolución francesa y que bajo el sello del romanticismo habían de mani­ festarse en proclamas, constituciones y actos de gobierno».5

EL

DESPERTAR DE LAS NACIONES SIN HISTORIA

Coincidiendo con los esfuerzos que despliegan las monarquías europeas para frenar la difusión de las ideas revolucionarias y detener el entusiasmo nacionalista de la recién creada República francesa, en 1799 Von Handenberg, Novalis, alertaba de los peligros que acechaban a la civilización europea. Equivocado o no, Novalis tuvo el mérito de señalar cómo la M odernidad se servía de la llave del nacionalismo no sólo para modificar el esqueleto del Estado, sino para impulsar movimientos patrióticos poco pacíficos. Y en cier­ to modo tenía razón Von Handenberg, pues sobre los ideales de la democra­ cia se habían superpuesto otros objetivos, los ideales nacionalistas. Pero, ¿había razones para imaginar, como lo hacía Novalis, que la huma­ nidad estaba abocada a la fatalidad, a la catástrofe de contemplar el fin de la civilización? Desde luego existían motivos de peso para sentir cierto grado de intranquilidad, de desasosiego incluso, toda vez que a raíz de los sucesos de 1789 la Patria en Europa había dejado de ser una realidad fija, estanca, ina­ movible, y en nombre de la Nación podían no sólo ondearse cientos de ban­ deras de distinto color e ideología, sino ser conquistadas otras naciones, también en nombre de una Nación, como hizo Bonaparte. Esta situación de inestabilidad pudo observarla años después el propio Proudhon cuando llega­ ba a polemizar con Mazzini por el asunto de las nuevas nacionalidades. Proudhon que expuso en su conocida obra La guerra y la paz (1861) el hori­ zonte borrascoso que con el empuje de los movimientos nacionalistas se cernía sobre el futuro europeo, tenía la opinión de que tales movimientos tendían, al extenderse, a destruir la paz desbaratando el equilibrio de las naciones de Europa, además de que tras el resplandor nacionalista se escondían, así lo creía s

Julio Cortázar (1980), Nicaragua tan violentamente dulce, Barcelona, Muchnik Editores, 1984, p. 37.

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Proudhon, esas falsas utopías que diluían, cuando no sepultaban en la nada, el auténtico problema humano: la injusta configuración del orden social. El resplandor nacionalista, del que abomina Proudhon, se expandiría con enorme avidez, y a veces como la pólvora: a golpe de fusil. Y en una carrera sin tregua muchos pueblos recurrieron a la guerra para plasmar sus sueños de libertad. En estas condiciones de fanatismo nacionalista se produ­ ciría lo que Otto Bauer denominó «el despertar de las naciones sin historia». Recordemos que en 1822 nacía Grecia, y Rumania lo hacía en 1861. Recordemos que en 1869 adquiría Croacia su autonomía. Y mientras que en los setenta Italia y Alemania comenzaban a dar sus primeros pasos como naciones, en 1890 Luxemburgo se convertía en nación, y cuatro años después Corea arrancaba de la comunidad internacional el reconocimiento de su independencia. Y no sólo eso. En 1903 Panamá ganaba al fin su indepen­ dencia, mientras Islandia arrancaba de Dinamarca una constitución de auto­ nomía. Dos años más tarde, Noruega se separaba de Suecia, e Irlanda tras desgajarse de Gran Bretaña empezaba a disfrutar de existencia estatal a fina­ les de 1921, es decir, tres años después de que Polonia gozara de su indepen­ dencia por primera vez en su historia. Y al otro lado del Atlántico, Canadá alcanzaba por fin su reconocimiento como país en 1926.

PASTORES

Y GANADEROS DE PUEBLOS

A lo largo del xix y buena parte del xx, y siempre bajo el oleaje de fer­ vor del nacionalismo populista, se ve surgir a profetas e iluminados que, en nombre de un intangible Espíritu del Pueblo, se alzan como pastores de hombres con la voluntad de salvarlos. Pues bien, esa suerte de iluminados y profetas, que hallaba consuelo y refugio en el discurso nacionalista, no hacía sino reivindicar la existencia de una identidad racial, aunque eso implicara racismo, discriminación y, claro está, la exclusión del Otro. En este terreno ideológico sobresalió Sabino Arana y Goiri (1865-1903), el cual cumple al pie de la letra el perfil de inventor de Pueblos, el perfil de fabulador de patrias xenófobas. Y es que Arana, inspirado en el racismo anti­ semita del catalanista Prat de la Riba, reclamaba el futuro de los vascos como Nación. Y por el hecho de que en su argumentación abundaban las referen­ cias míticas —de hecho, Sabino Arana escribía Euzkadi con zeta, no con ese,

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porque creía que la letra «z» era un derivado de eguzkia, sol venerado por los aborígenes vascos— Arana odiaba la presencia/influencia de los no vascos, detestaba y aborrecía la prensa liberal y, al tiempo que se declaraba tan anti­ demócrata como antiparlamentario, sentía náuseas por el influjo socialista: «así se encuentra Bizcaya, que sostiene tales publicaciones, careciendo de un periódico verdaderamente patriota: dominada por el españolismo y apare­ ciendo a los ojos de Europa como quieran pintarla los periodistas extraños y cxtranjcristas». [...] El partido nacionalista, que es el de los bizkainos patrio­ tas, continuará por hoy absteniéndose de la lucha electoral. [...] En pueblos tan degradados como el maketo y el maketizado resulta el universal sufragio un verdadero crimen social: un suicidio. [...] Libraos vosotros de caer; libra­ os de dejar de ser nacionalistas para haceros socialistas». Por otra parte, este ideólogo del vasquismo, que había alcanzado en un m omento crucial de su vida la luz cegadora de la Verdad y enfocaba su tra­ bajo político como una cruzada, como si fuera una guerra santa, buscaba las razones del declive cultural e histórico de los vascos, y entendía la lucha como recurso válido para escapar de esa desagradable situación política de impás: «una mañana en que nos paseábamos en nuestro jardín mi hermano Luis y yo entablamos una discusión política. [...] Tantas pruebas históricas y políti­ cas me presentó él para convencerme de que Bizcaya no era España [que] pronto comencé a conocer a mi Patria. ¡Bizkainos! Vuestra Patria perece, ya lo veis... y vosotros la estáis matando. Nuestro mal [...] se halla en nosotros mismos. Se halla en nuestra ignorancia de las cosas que fueron [...] en nues­ tra sumisión estúpida a todo lo nuevo. »Ríos del mar, los vascos se suman a todos los ideales, a todas las creen­ cias, a todos los pueblos y en ellos se abisman y perecen... »¿Será imposible que recuperemos nuestra personalidad perdida?». «Estamos dispuestos no sólo a dar nuestras vidas y haciendas, sino a sacrificar por nuestra Patria la paz, el sosiego, la tranquilidad individual de que en la sociedad disfrutan los traidores y a vivir muriendo. — Y añade en otro lugar— : somos los más y somos los más fuertes». Pero no lo olvidemos tampoco, Arana, que encaminaba la grandeza de su obra política con el apoyo de la divina providencia y partía de una inter­ pretación falseada de las teorías de Darwin, coincidía en enfocar el paraíso patriótico desde la idea del aislamiento biológico. Tal planteamiento impli­ caba el tabú, la prohibición de la fusión racial y, lo que es peor, la criminali-

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zación de ciertos sectores de la población, como maqueros y judíos, los cua­ les no cumplían ni por asomo las excelencias de la raza superior: «¿hay otra causa tan noble y santa como la nuestra? [...] Dios nos m anda servirla, y lo que Dios manda no es nunca inútil o imposible: queramos todos los euskerianos, traduzcamos en obras nuestros deseos y Dios nos protegerá». «Vuestra raza, singular por sus bellas cualidades, pero más singular aún por no tener ningún punto de contacto o fraternidad ni con la raza españo­ la ni con la francesa, que son sus vecinas, ni con raza alguna del m undo, era la que constituía a vuestra Patria Bizcaya». «Habéis mezclado vuestra sangre con la española o maketa, os habéis hermanado y confundido con la raza más vil y despreciable de Europa [...]. Nada, absolutamente nada importa [...] al lado del roce de nuestro pueblo con el español, que causa inmediata y nece­ sariamente en nuestra raza ignorancia y extravío de inteligencia, debilidad y corrupción de corazón, apartamiento total, en una palabra, del fin de toda hum ana sociedad». «La pureza de raza más com únm ente conocida con el nom bre de lim ­ pieza de sangre [...] es uno de los fundamentos políticos contenidos en el tér­ mino segundo de nuestro lema, Lagi zara (Ley Vieja)». De los maqueros, «gran número de ellos parece testimonio irrecusable de la teoría de Darwin, pues más que hombres semejan simios poco menos bes­ tias que el gorila: no busquéis en sus rostros la expresión de la inteligencia hum ana ni de virtud alguna; su mirada sólo revela idiotismo y brutalidad».6

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CARNE Y LOS HUESOS DE LA

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A Arana, parafraseando a Unam uno, le dolía patológicamente Euskadi y, entre delirios y fantasmas victimistas, pudo desarrollar una concepción ruin de la humanidad. Y en sus alucinaciones biologicistas procedió, como otros pastores de Pueblos que poblaban muchos rincones de Europa, a crear una teoría antropológica de altos vuelos, es decir, a universalizar lo relativo y a dar por sentado, como si fuese un absoluto, diferencias y particularidades que a él le resultaba abominables en no vascos (españoles, judíos...). Ni que decir 6 Los pasajes citados de Sabino Arana han sido extraídos de sus obras compiladas en la Antología de Sabino Arana, San Sebastián, Roger Editor, 1999, pp. 82, 244, 260, 403, 169, 195, 328, 245, 328, 306, 196, 301, 229, 261.

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tiene que en contra de este racismo umbilical y palurdo, corto de miras y muy rico en odios, alzó su voz Miguel de Unam uno cuando reclamaba al ser hum ano frente a la ¡dea estrecha y asfixiante de «hombre» que preconizaba la plaga de los nacionalismos. Unam uno, que como vasco reconocía que su tierra no había dado nunca buenos pensadores, llegaba en su juventud a conocer a Arana. Este competía por una cátedra de Vasco en el Instituto Vizcaíno, no sólo con Unamuno, sino al lado del sacerdote Resurrección Azcue. Unam uno no ganó la plaza, pero Arana con su cero no arrancó ni un solo voto del tribunal de oposicio­ nes y, en su despecho, Arana acusaba al nuevo catedrático, a Azcue, de haber tenido recomendaciones. Unam uno, vasco por nacimiento (Bilbao, 1864), era descendiente de vascos, y casado nada menos que con Concepción Lizárraga, vasca también. Sin embargo y pese a sus orígenes tan vascongados, nunca se vinculó Unam uno a los intereses particularistas de su tierra natal o, dicho de otra forma, jamás se unió a esos movimientos de miras estrechas y aldeanas que eran los nacionalismos chicos, muy en boga en la España de su tiempo. Y no sólo eso. Igual que Arana, Unam uno trenzó sus inicios filosó­ ficos sobre los orígenes del pueblo vasco. De hecho, Unam uno a finales de junio de 1884 conseguía el grado de doctor en la Universidad Central de Madrid. La tesis doctoral que leía con sólo 20 años se titulaba Critica delpro­ blema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, en donde ya exhibía postu­ ras encontradas con el nacionalismo vasco de Sabino Arana y observaba que «del pueblo vasco no nos queda más que su idioma, el euskera. [Que] en el pueblo vascongado es inútil buscar una literatura propia y de abolengo, es más aún, ni tan siquiera posee tradiciones o leyendas que pudieran guiarnos en el dédalo oscuro de sus prehistóricas antigüedades». Y añade Unamuno: «es incalculable la abigarrada variedad de fantasmagorías, más que de doctri­ nas, que han dividido a los euscaristas. Vista tal confusión y disparidad de opiniones, y después de haber recorrido cuanto acerca de los orígenes de este mi pueblo pude haber a las manos, confieso que me hallé tan a oscuras como antes de emprender tal estudio». La etnografía europea que, herida de romanticismo, convierte en objeto de estudio lo que ya no es tradición ni costumbre entre los pueblos, había sido artífice de no pocos espejismos sobre el m undo vasco. Por eso, además de advertir el joven U nam uno la falta de rigor científico de los estudios filo­ lógicos, étnicos y folclóricos elaborados sobre el vascuence, comprueba

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cómo, ante la carencia estrepitosa de evidencias empíricas, «cuando un pue­ blo carece de tradiciones y leyendas, no falta quien las invente para luego atri­ buírselas al pueblo; y esto ha sucedido en el país vasco».7 Lejos de cambiar sus criterios voltairianos, con el paso del tiempo y con motivo de los Juegos Florales de Bilbao, Unam uno elaboraría su famoso, amén de denostado, discurso del 26 de agosto de 1901, en donde exponía que la prosperidad de Bilbao vino por la mano de la Corona de Castilla, y además hacía hincapié en el valor de vascos universales como «Elcano, dando el primero la vuelta al m undo, no a Vasconia; Legazpi, ganando las islas Filipinas para la civilización; y sobre todo, Ignacio de Loyola, fundando una Com pañía universal, por encima de las patrias todas, una Com pañía que piense cada cual de ella lo que pensare, es una escuela de cosmopolitismo. Y ved más cerca al bardo, a Iparraguirre, al gran arlóte, que a los trece años salió de casa y recorrió, trovador y errante, Francia, Inglaterra, Suiza y Portugal, para ir a entonar sus cantos en las pampas argentinas». Y ¿por qué señala la aportación de vascos universales a la historia? Porque en opinión de U nam uno hay que rebasar los límites de la patria chica para ir en pos de la única, «la gran Patria humana». Y pese a que «echan de menos muchos el calorcillo de la matriz; — Unam uno dice— no queremos volver a la vida intra-uterina». Así que «suprimid, ante todo, ese odioso nombre de maquetos, nombre teñido de injusticia y de sinrazón. Tengamos todo lo que todo pueblo culto, para serlo de veras, debe tener: simpatía, en el rigor etimológi­ co de ese vocablo; capacidad de ponernos en el espíritu de otros y sentir como ellos sienten. N o digáis nunca ni Bilbao para los bilbaínos, ni Vasconia para 7 Miguel de Unamuno (1884), «Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca», en Miguel de Unamuno, Obras completas, Madrid, Afrodisio Aguado S.A., 1958, vol. VI, pp. 55-6, 59, 89. Unamuno ya en su juventud se estaba adelantando a lo que sería su idea de lo vasco, sobre todo cuando, durante la II República y ante los parlamentarios, refiere en su calidad de filólogo que el vascuence como tal es un artificio — ¡no existe una lengua vasca, existen dialec­ tos vascos mutuamente incomprensibles!— , y señala frente a los mitificadores del pasado de Euskadi, que el vascuence carece de palabras genéricas y abstractas, de medios propios para desa­ rrollar el pensamiento, amén de que Castilla, como heredera del latín, enseñó los valores de la civi­ lización a Euskadi, y no al revés. Y frente a Arana, que como todo romántico es un falsificador de la Historia, Unamuno, siempre con datos filológicos en la mano, expone las debilidades de esos planteamientos románticos que se edifican, a partir del desarrollo industrial, sobre añoranzas de pasado que nunca, jamás existieron. Y esto es importante anotarlo por cuanto, frente a los esencialistas vascófilos, absortos y ensimismados en paraísos pretéritos y ficticios, Unamuno contrapo­ nía con rigor científico su inmenso caudal teórico. Fijémonos en que el nivel filológico de Unamuno era elevadísimo: estudió latín, griego, hebreo... Conocía, además del castellano, el vasco y el catalán. Y entre las muchas lenguas extranjeras que él entendía, hablaba y leía se encontraba, entre otras, el danés, idioma que estudió con tal de poder leer a Sóren Kíerkegaard.

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los vascos, que al decirlo renegáis de nuestra raza; decid más bien: todo para todos». Unamuno tenía un sentido abierto, generoso de las relaciones humanas y no podía entender cómo el odio nacionalista podía estructurar la vida en colec­ tividad. Por tal motivo, a principios de agosto de 1932 en su discurso en las Cortes de la República no pudo por menos y habló del Estatuto catalán: «¡Viva Cataluña libre! Está muy bien, pero yo preguntaría: ¿Libre de qué? Porque eso, como el hablar de nacionalidades oprimidas — perdonadme la fuerza, la dure­ za de la expresión— es sencillamente una mentecatada; no ha habido nunca semejante opresión, y lo demás es envenenar la Historia y falsearla». Y si los nacionalistas catalanes se alineaban con formas políticas dictato­ riales — recordemos la atracción que Prat de la Riba sentía por Bismarck; recordemos que en 1928, en la ciudad de La Habana, se reunió una delega­ ción de delegados separatistas catalanes, curiosamente al amparo del durísi­ mo dictador cubano Gerardo Machado, para elaborar un borrador de constitución provisional para la República catalana— resulta que a su vez los nacionalistas vascos adoptaban, y no es casualidad, la cruz gamada de los nazis. Ante este hecho tan anómalo que, sin duda, era un ataque a la univer­ salidad del ser humano, Unamuno anota cómo en el horizonte «empieza a apuntar un monstruoso internacionalismo nacionalista, un racismo de las diferentes razas. Una locura. »Esta hoy ya fatídica palabra de “raza” es —ya lo hemos dicho antes— de origen español y equivale a raya o línea. Se dice de “raza de sol”, y “raza” se le llama en un tejido a una hebra. Raza es, pues, linaje, de línea. Y análogo es casta. Y como estas voces empezaron a usarse en ganadería, siguen teniendo un sabor de animalidad. Las concepciones racistas suelen ser concepciones zoológicas si es que no zootécnicas, de ganadería. Los racistas, quieran o no, a sabiendas o sin saberlo, consideran a los pueblos como ganado, como mana­ das. Generalmente de ovejas, a las que hay que esquilar. Quieren unas razas puras, en que se conserven los caracteres diferenciales — el hecho diferencial, que les hacen razas— . »Y ahora, ¿qué sentido tiene esa svástica, esa cruz disimulada, esa cruz anticristiana y anticatólica, ese emblema solar, que ostentan, tal vez como amuleto, algunos de mis paisanos vascos? Sospecho que no tiene sentido alguno; que es otra puerilidad más de esos ingenuos e inocentes diferencialistas. Es jugar a la emblemática y al fetichismo. — Y concluye Unamuno— :

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la svástica es emblema anticristiano y anticatólico. Y zoológico, no antropo­ lógico. Animal y no hum ano».8 Curiosamente, esos simpatizantes del PNV (Partido Nacionalista Vasco) que usaban la svástica como símbolo de la pujante raza vasca, esos simpatizan­ tes del PNV que criticaron el bombardeo alemán contra la población civil de Guernica, esos mismos, decimos, fueron los que en su paranoia por edificar un paraíso racista se dedicaron a masacrar a la población vasca no nacionalista durante la guerra civil y fueron los que idearon al estilo del revolucionario fran­ cés Jean-Baptiste Carrier poner en marcha una serie de barcos-prisión, en cuyas cubiertas cometían todo tipo de crueldades y asesinatos. Es más, esos defenso­ res de la vasquidad que descerrajaban y abrían las cajas de seguridad de los ban­ cos y confiscaban los bienes y las propiedades de los sospechosos de no ser buenos patriotas, esos defensores de la vasquidad, repetimos, fueron los mismos que buscaron pactar con Hitler ofreciendo al dictador nazi el apoyo bélico de una milicia compuesta de gudaris. Sin duda, el amor a la raza vasca era algo grande, tan, tan grande que en su nombre podía traicionarse a los muertos y buscar alianzas con los asesinos de Guernica. Pero, ¿de qué sorprenderse?, ¿no había afirmado el padre espiritual del PNV, el racista Sabino Arana, en su escri-' to De su alma y de su pluma que las naciones levantan su poderío sobre el ase­ sinato y el robo? Pues entonces no ha de extrañar el comportamiento bandolero y genocida de sus herederos, los líderes del Partido Nacionalista Vasco.

LA V ERDAD

EN LA GRAMÁTICA NACIONALISTA

En nombre de la modernidad progresista, en nombre de los ideales populistas de la revolución estaba justificado asesinar. Pues bien, fue debido al talante bélico que arrostraban los movimientos revolucionarios por lo que Novalis y Proudhon repararon en el componente asesino de ios nacionalis­ mos. Años después, Ernest Renán alertaría de los riesgos que, por su carácter K Repárese en que Miguel Unamuno cuando emplea la palabra, de origen griego, «católico» la usa en su sencido ecimológico, es decir, bajo la acepción y significado de «universal». Miguel Unamuno, «Estatuto catalán», 2-V III-1932, en Miguel de Unamuno, Obras completas, o. cit., vol. Vil, p. 1068. Miguel Unamuno, «Svástica», en el diario El Sol, Madrid, 30-VI-1932. El artículo puede leerse también en Miguel de Unamuno, Obras completas, o. cit., vol. XI, pp. 1090-1. Complétese la visión de la svástica de Unamuno con la que ofrece otro filólogo, el alemán Victor Kemplerer, que vivió durante el régimen de Hitler bajo el peso de la cruz gamada: Victor Kemplerer (1947), l.Tl. Apuntes de un filólogo, XIII, o. cit., p. 166.

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expansionista, entrañaba el nacionalismo. Es más, tras observar las perversio­ nes que se consumaban al ondear banderas nacionalistas, Renán señalaba los peligros que iba a su juicio a generar en el futuro el fervor patrio. ¿Y cuáles eran esos peligros que él veía? Por un lado, estaba el empeño de reclamar hasta el absurdo territorios y más territorios, pero por otro la amenaza de avi­ var guerras y más guerras. Así lo hace saber Renán en la carta que el 16 de septiembre de 1870 dirige a Strauss: [...] la guerra no tendrá fin si no se admiten prescripciones para la violencia del pasado. [Y poniendo un ejemplo añade:] Alsacia es ahora un país germánico por lengua y por raza; pero antes de ser invadida por la raza germánica, Alsacia era un país celta, del mismo modo que una parte del sur de Alemania. Nosotros no concluimos de esto que Alemania del sur deba ser francesa, pero no se sos­ tenga tampoco que, según sus derechos antiguos, Metz y Luxemburgo deben ser alemanes. Nadie puede decir dónde se detendría esa arqueología. En casi todos los sitios donde los fogosos patriotas de Alemania reclaman un derecho germánico, podríamos nosotros reclamar un derecho celta anterior y, antes del período celta existían — se dice— los alófilos, los fineses y los tapones; y antes de los lapones, estaban los hombres de las cavernas; y antes de los hombres de las cavernas estaban los orangutanes. Con esta filosofía de la historia no habría otra legitimidad en el mundo que el derecho de los orangutanes, injustamente desposeídos por la perfidia de los civilizados.

Renán hablaba de los efectos intelectualmente calamitosos que el com­ bate nacionalista de la guerra franco-prusiana (1870-1871) estaba generando sobre Europa. Pero en otro frente también se denunciaba la irracionalidad del patriotismo. El colectivo de mujeres solidarias españolas viendo lo que suce­ día en los campos de batalla franco-prusianos reclamaba la práctica del paci­ fismo y exhortaba: Hermanas prusianas, hermanas francesas: Ved cómo los gobiernos despóticos de la tierra, bajo el pretexto de las nacionalidades, obtiene con nuestros hijos y esposos, ejércitos, con los que satisfacen su voracidad, dejándonos salvajemente a la vertiginosa acción de las ametralladoras, huérfanas o viudas, en la indigencia, o sin vida. [...] Madres e hijas de Francia, Prusia y demás países: Queridas hermanas ¡a la obra todas sin cejar, no más guerras! [...] Trabajemos todas para que cese la guerra. Obremos todas a favor de la paz y la paz será.9 ’ Manifiesto contra la guerra franco-prusiana, en La Solidaridad, diario semanal intemacionalis­ ta, Madrid, 20 de agosto de 1870. El Manifiesto era firmado en Barcelona el 7 de agosto de 1870

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El tiempo, lejos de curar en Europa las heridas del orgullo patrio, iría haciendo más y más profunda la insania quizá porque, tal y como lo había reconocido tiempo atrás el militar Karl von Clausewitz, la guerra tiende a nublar el entendimiento. Así que, en el mismo estilo que Renán y en la misma línea que este colectivo de mujeres, se expresaría décadas después Bertrand Russell cuando este pensador analizaba las secuelas que estaba pro­ duciendo la Primera Guerra M undial. En una carta que dirigió al presidente norteamericano Wilson en noviembre de 1915, Russell escribía: «existe un peligro m uy real de que, si nada se hace para poner fin a la furia de la pasión nacional, la civilización europea tal como la hemos conocido perecerá com­ pletamente como Roma cayó ante los bárbaros». Y Russell tenía razón sobre todo porque, salvo contadas excepciones (Barbusse, H erm ann Hesse, Rosa Luxemburg, Romain Rolland, Stefan Zweig...), la mayoría de los intelectuales había quedado presa del ardor nacionalista. Recuérdese que el socialista francés M illerand aceptaría la car­ tera ministerial de Guerra (1912-1915). Recuérdese cómo hasta el mismísi­ mo Max Weber hizo patria del nacionalismo alemán. Recuérdese también cómo los líderes europeos socialistas e incluso los representantes de las orga­ nizaciones sindicales anarquistas, que siempre habían defendido el principio de fraternidad universal, empezaron a transitar por la senda de la vergüenza y a vulnerar su ideario pacifista al dedicarse a apoyar a sus respectivos gobier­ nos y a justificar, en las zanjas de las trincheras, la lucha nacionalista contra sus hermanos proletarios. Tan lamentable hecho provocaría la desaparición de la II Internacional. Y no sólo eso. Ante la neutralidad que exhibían países como España, muchos españoles se posicionaban, por ideario nacionalista, en contra de esa neutralidad e iban a la guerra y luchaban en las trincheras francesas. O tros lo harían en las alemanas. Y mientras los Lerroux pedían el ingreso de España a favor de los aliados, otros como Vázquez de Mella se unían a la causa germanófila. La furia de la pasión nacional no dejaba a nadie indemne. De hecho, en el artículo periodístico «Neutralidades que matan», publicado el 19 de agosto de 1914 en El Diario Universal se leía que «la neutralidad es únicam ente un convencionalismo que sólo puede con­ vencer a aquellos que se contentan con palabras y no con realidades; [...] la por Josefa Marsal Anglora, María Pinea, Eufemia Marsal, Clemencia Puig Espinal, Tadea Espinal, Teresa Buttini, Adelina Estivill, Petronila Pellicer, Consuelo Oliveras, Paula Dalmau Bofill, Baudilia Pi, Dolores Santos, Manuela Pucherbé, Luisa Mustich, Engracia Santos, y muchas más firmas.

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neutralidad no es un icmedio. Por el contrario, ¡hay neutralidades que matan!». Lejos de disminuir el fervor patriótico que Russell condenaba ya en los inicios mismos de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), el estallido de este conflicto internacional no hizo sino agravar la pasión nacionalista que siempre, por otra parte, aboca a la locura. Y de eso tenía alguna idea Henri Barbusse cuando narró en su obra antimilitarista El fuego (1916) las brutali­ dades cometidas dentro de los campos de batalla en nombre de la nación. Y también tenía alguna idea el político español Francisco Cambó cuando llegó a relatar algunos de los sucesos del frente del Argonne: [...] frecuentemente — me dijo un capitán que se había añadido a nosotros y nos hacía de cicerón— , cuando hace semanas que no se combate, se relaja un poco la disciplina y se establece contacto entre soldados alemanes y franceses de las trincheras de primera línea. Al principio son ruidos, después cantos o música de acordeones y, finalmente, se pasa a la conversación, especialmente para darse noticias de la guerra. Generalmente, añadió, los alemanes reciben las noticias antes que nosotros: unos y otros las celebramos con cánticos y toques de acordeón cuando nos son respectivamente favorables. El día que recibimos la noticia de que Rumania entraba en la guerra a nuestro lado, ordené que se armara gran algazara en nues­ tra primera trinchera para hacer rabiar a los alemanes. Éstos, sorprendidos por nuestros ruidos, que no comprendían (cuando la noticia era mala no se la comunicaban con prisa), empezaron a asomar la cabeza para preguntar qué pasaba. Los nuestros hicieron lo mismo para explicárselo. Entonces, de pronto, tuve una idea: la de ordenar que nuestras ametralladoras disparasen sobre la hilera de cabezas alemanas que salían de la trinchera: fue una cosa maravillosa: ¡no quedó ni uno vivo! Y el capitán que me explicaba, sonriente este crimen monstruoso, tenía el aspecto de un hombre normal, y hasta de un buen hom­ bre. [...] ¡Decididamente la guerra transforma pronto a los a que la hacen, y tie­ nen contacto con la muerte cada día, en verdaderos monstruos!10

El papa Benedicto XV, que iniciaba su pontificado el 3 de septiembre de 1914, o sea, poco después de iniciarse la Primera Guerra Mundial, también anotó el rostro sanguinario, inhumano, feroz, que tenía la guerra. Y denun­ ciaba, desde su compromiso cristiano, los efectos que provocaban sobre 111 Podemos saber sólo por aproximación cuándo estuvo Cambó en el frente aliado a raíz de la decisión de Rumania de intervenir en la guerra, cosa que no sucedió sino hasta agosto de 1916. Y es que Cambó no refirió en sus Memorias la fecha exacta de su visita al frente, francisco Cambó, Memorias (1876-1936), Madrid, Alianza, 1987, p. 231.

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Europa tanto el odio nacionalista como la irracionalidad de la contienda. Por eso, buscando la reconciliación entre las naciones, enviaba en 1917 una carta a los líderes de los países involucrados en el conflicto armado con el fin de obtener el cese el fuego y llegar a un plan de paz. Como dijo Benedicto XV en una nota pontificia sobre la paz (1917), ésta «no tiene que ser hija de la violencia, sino de la razón». En cualquier caso y al margen de críticos y detractores, cabe preguntar­ se si la Primera Guerra Mundial era sólo un enfrentamiento a muerte dentro de las trincheras, una ocasión sin más para la beligerancia, o simplemente una forma de avivar en el ser humano sus peores demonios. Creemos que, como fue más que un suceso bélico, la Primera Guerra Mundial fue un acto de locura nacionalista. E incluso la Revolución rusa que comenzaba su andadu­ ra casi a la vez que la Primera Guerra Mundial partió de un ideal bélico de nacionalidad. La lógica del nacionalismo animaba, pues, a hacer la guerra, a aguijonear el odio hacia quienes defendían posturas distintas a las naciona­ listas imperantes, asunto que se evidencia cuando leemos del Pacto BriandKellogg (1928) este rosario de intenciones: Artículo l.° Las altas partes contratantes declaran solemnemente, en nom­ bre de sus pueblos respectivos, que condenan el recurrir a la guerra para la reglamentación de las controversias internacionales y renuncian a ella como instrumento de política nacional en sus relaciones mutuas. Artículo 2.° Las partes contratantes reconocen que la reglamentación o solución de todas las diferencias o conflictos — de cualquier naturaleza o de cualquier origen que sean— que puedan surgir entre ellas, no deberá jamás ser buscada más que por medios pacíficos.

El paso del tiempo, lejos de mejorar el termómetro político del conti­ nente, no hacía sino empeorar. Y viendo que los términos del Pacto BriandKellogg quedaban en papel mojado, en 1936 Halévy llegaría a profetizar en su célebre conferencia La era de las tiranías que «las tiranías que nos tocan de cerca — la de Berlín, la de Roma, son estrechamente nacionalistas— . Ellas no nos prometen sino la guerra. Si ella explota, la situación de las democracias será trágica». Halévy concluía su conferencia de este modo: «en resumen, de un lado, al partir del socialismo integral, se tiende hacia un tipo de naciona­ lismo. De otro lado, al partir del nacionalismo integral, se encamina hacia un tipo de socialismo. He aquí todo lo que yo quiero decir».

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CAINITISMO , VENENO NACIONALISTA

Novalis había observado la relación cainita entre M odernidad y Nacionalismo. Von Clausewitz anotó cómo la llegada de la Revolución fran­ cesa y el ascenso de Napoleón Bonaparte hizo posible la aparición de la gue­ rra m oderna «en su demoledora energía», de la «guerra absoluta». Proudhon desde otra perspectiva y, como había hecho antes Babeuf, advirtió el alto componente bélico que escondía el resplandor nacionalista. Renán por su parte había percibido, a raíz de la guerra franco-prusiana, el semblante san­ guinario y fanático de esos movimientos nacionalistas que se dedicaban a rei­ vindicar y reivindicar territorios y pueblos, pueblos y territorios... desde el victimismo y en nom bre de un mitificado y falseado pasado histórico. Pero hubo, por otro lado, alguien que anotó, y no sin menor preocupa­ ción, el carácter antropófago de los nacionalismos contemporáneos, fuesen ellos de signo revolucionario o de talante fascista. Naturaleza cainita, la de los nacionalismos contemporáneos, que Halévy supo destacar a la perfección cuando sacó a colación una anécdota que se produjo durante el debate en la Cámara de los Comunes entre el irlandés Tim Healy y lord Hugh Cecil: en el m om ento en que le preguntaba Hugh Cecil qué entendía por nacionali­ dad, Healy declaró que «una nacionalidad es algo por lo que el hombre está dispuesto a morir». Ante la respuesta que dio Tim Healy en la Cámara de los Comunes no pudo por menos que com entar Halévy ante su auditorio, y cuando tuvo la ocasión: «muy bien, si aceptamos esta definición, también tendremos que decir que la nacionalidad es algo por lo cual el hombre está dispuesto a matar». La simiente nacionalista contenía enormes dosis de pon­ zoña y, como dijo Nietzsche, «la locura de las nacionalidades era la causa de que los pueblos de Europa se considerasen extraños entre sí».11 Desde luego, los argumentos pesimistas que formularon Novalis, Clausewitz, Proudhon, Nietzsche, Renán, Russell... tenían muchos aspectos en común: el nacionalismo era un mal negocio para la paz, para la conviven" «El Pacto Briand-Kellogg» en el periódico ABC, Madrid, 28-VIIL1928. Élie Halévy (1929), «Une interpretation de la crise mondiale de 1914-1918», en Élie Halévy, l'Ére des Tyrannies, París, Gallimard, 1938, cap. 3, p. 197. Élie Halévy (1936), l ’Ere des Tyrannies, o. cit., pp. 222, 227. La anécdota del debate en la Cámara de los Comunes puede leerse en Élie Halévy (1929), Une interpretation de la crise mondiale de 1914-1918, o. cit., cap. 3, p. 199. Friedrich Nietzsche (1889), Más allá del bien y del mal, VIII parte: 256. Exactamente Nietzsche decía que «la locura de las nacionalidades es la causa de que los pueblos de Europa se consideren extraños entre sí».

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cía y el futuro, y tal y como se propagaba desde hace años el sentimiento patriótico, éste no estaba sino espoleando la llama del odio, y de la guerra, por todos los rincones del mundo.

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DECLIVE DE LAS NACIONES CON HISTORIA

Al tiempo que en Europa aparecían naciones nuevas, el auge del roman­ ticismo lograría tambalear y resquebrajar los viejos muros de las naciones que desde siglos eran tales. En Francia, por ejemplo, a raíz de su derrota con Prusia, prosperaba la locura del expansionismo colonial (conquista de Túnez, de Tonkín, Indochina, etc.) y, a la vez, herido el orgullo nacional con el final de la batalla prusiana, era elevada La Marsellesa al rango de himno nacional. Un año después, en 1880, el asalto de la Bastilla pasaba a convertirse en la fes­ tividad nacional del 14 de julio. El cántico bélico de La Marsellesa y la toma de la Bastilla eran, cual fármaco poderoso, un modo de recuperar, después de un mal sueño, la grandeur de la France. Y no sólo eso. El desastre de la guerra con Prusia abría sepulcros y relicarios, removía ciénagas, perturbaba el senti­ do de la vanidad patria hasta el límite de rescatar de las brumas del olvido la figura de Juana de Arco, La Pucelle d ’Orleans. Y en todo su esplendor. En esta marea de exaltación y furia por hacer reverdecer las esencias mag­ níficas del pasado de Francia, crecía el fervor nacionalista en cuyos márgenes fascistas empezaban a moverse los seguidores de Paul Dérouléde, padre fun­ dador, en 1882, de La Liga de los Patriotas. Es más, el carismático Charles Maurras, que predicaba un nacionalismo puro e integral, no sólo creará con León Daudet en 1898 Action Frangaise, movimiento precursor del fascismo francés, sino que, por ese rabioso y malherido nacionalismo francés, Maurras se oponía a alemanes, a protestantes, a judíos..., a todo aquello que en su opi­ nión enturbiaba las esencias históricas de la patria francesa. Pues bien, al igual que ciertos sectores alentaron la hora del ultra naciona­ lismo por el descalabro que sufrió el país galo en la Gran Guerra, a Alemania le sucedería lo mismo cuando, después de su derrota en la Primera Guerra Mundial, ve brotar el nacionalismo radical tras la firma del Tratado de Versalles. ¿Y en España? En España, el auge de los movimientos regionalistas se iba notando también, aunque de forma paulatina y por motivos distintos. Y dicho auge se apreciaba en cada uno de los momentos en que España ganaba preca-

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riedad política y perdía sus antiguas posesiones de ultramar. Y entre la deca­ dencia institucional y el atraso industrial, España registraba en sus carnes cómo se perturbaba el sentido nacional de «La Soberanía». De hecho, algunas de sus provincias (Alcoy, Cartagena, Córdoba, Sevilla, Málaga, Cádiz, Valencia, Granada, Jaén, Castellón, Béjar, Salamanca...) empezaron, justo al inicio de la II República, en julio de 1873, a clamar por su emancipación. Y si P¡ y Margall, un partidario de Proudhon, había recibido poderes dictatoriales: la presidencia y el ministerio de gobernación y, días después, presentaba impotente y ante tantos actos de anarquía, su dimisión, resulta que diez años más tarde, en su conocido opúsculo El pacto (1883), se dedicaba a señalar que las naciones «se hicieron y se deshicieron, se rehicieron y volvieron a deshacer muchas veces en el dilatado curso de la Historia; sólo en lo que va de siglo unas cayeron, otras se levantaron, otras vieron ya reducidas, ya ensanchadas sus fronteras. ¿Por dónde las hemos de considerar no sólo inviolables sino indiscutibles?». Así, en este ambiente de escepticismo o, peor, en este ambiente de honda crisis nacional, algunos dirigentes emprendían la tarea de imitar el proceder de las ex colonias españolas, y a luchar por instaurar nuevas fronteras que, como dijo Pi y Margall, no eran inviolables ni indiscutibles. E igual que Austria-Hungría padecía desde 1870 los efectos del irredentismo italiano, España tenía problemas con los anarquistas que, por su oposición a toda idea de patria, eran causantes de las insurrecciones cantonales de Alcoy, de Cartagena, Córdoba... y, al mismo tiempo, problemas muy serios con ciertos irredentistas que querían lograr, a partir de la idea romántica del risorgimiento, la hora de la patria catalana, de la patria vasca, de la patria andaluza... En estas circunstancias, algunos intelectuales promovían, desde un patriotismo aldeano, movimientos secesionistas, destinados a hacer nacer un nuevo país a partir de la deshecha y menguada soberanía española. «El nacionalismo bizcaíno tiende a la constitución de Bizkaya en nación absolutamente libre e independiente de las demás. [...] [Esta política] tan nueva ante el público, que apenas cuenta un año de existencia, aspira, lláme­ se nacionalismo o separatismo, a que Bizcaya se constituya en nación». Así se expresaba Sabino /Vana en Fuerismo es separatismo (1894), tras aprender en Barcelona, durante sus años de estudiante en Derecho, el carácter nacionalis­ ta del catalanismo. Ni que decir tiene que la guerra de Estados Unidos y España en 1898 vino a empeorar la situación, pues en medio de estos aires de exaltación, el político

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Blas Infante lideraba el movimiento andalucista y escribía E l ideal andaluz (1915). Y no sólo eso. Iniciada la guerra de 1914, el estadista español Francesc Maciá visita, para conseguir la emancipación de Cataluña, a los voluntarios catalanes que combatían en Francia bajo la bandera de Francia y de Cataluña. Su proceder, la búsqueda de la emancipación para Cataluña, no era novedoso, pues el propio presidente de los Estados Unidos, que en el momento de pro­ ducirse la Revolución rusa llegó a exaltarla, también apoyaría públicamente el derecho de las nacionalidades. De hecho, en el mensaje que este demócrata dirigía al Congreso de los EE.UU., el 8 de enero de 1918, mensaje conocido por el Manifiesto de los 1 4 puntos, Thom as Woodrow Wilson decía: El mundo debe ordenarse de manera que la vida en él esté asegurada; par­ ticularmente queremos que los pueblos que como nosotros aman la paz y quieren vivir su propia vida y desean decidir por sí mismos su propia consti­ tución, permanezcan intactos y puedan esperar de los otros pueblos justicia y respeto. [...] Nuestro programa es, pues, el programa de la paz mundial que a nuestro juicio es el único posible, y se compone de los siguientes puntos: . 5. Libre, magnánima y absolutamente imparcial renuncia a todas las posesio­ nes coloniales [...]. 10. A los pueblos de Austria-Hungría [...] debe dárseles la primera ocasión favorable para su desenvolvimiento autonómico. [...] Serbia debe recibir un acceso libre y seguro al mar [...]. 13. Debe crearse un Estado polaco independiente que comprenda todas las regiones habitadas por población indiscutiblemente polaca. [...] 14. Debe crearse por conciertos particulares una unión general de las nacio­ nes, de suerte que se establezca una seguridad mutua para la independencia política y la intangibilidad territorial de las naciones grandes y pequeñas.

¿Las máximas de Wilson sirvieron para apaciguar los movimientos bolivaristas o, más bien, para alimentar el nivel de inestabilidad, de crisis, de pre­ cariedad política en muchos territorios del mundo? ¿Sus ideas lograban acercar posiciones, limar asperezas o al revés, agudizaban la incompatibilidad entre el sentido estatal de la unidad y el deseo de independencia de algunos? ¿Tuvo efectos balsámicos el mensaje de Thom as Woodrow Wilson o, por el contra­ rio, el mérito de avivar hasta el infinito las pasiones nacionalistas? La contes­ tación a estos interrogantes la daba un compañero de filas de Prat de la Riba, el catalanista Francisco Cambó, cuando puso de relieve con claridad meridia­ na cómo a partir de la proclama de Wilson «todos los idealismos, todos los sueños y todas las pasiones creían llegada su hora. Los 14 puntos de Wilson,

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bajo cuya sombra se hacía la paz, habían enloquecido al mundo entero. Toda la humanidad vivía uno de los momentos más intensos de su historia». Tal era, con palabras de Cambó, el efecto que tuvo en la comunidad internacional el Manifiesto de los 14puntos. Pero si se aceptaba el principio wilsoniano de que los pueblos decidieran por sí mismos su propia constitución y resolvieran su futuro, en el horizonte aparecía, y a corto plazo, un problema nuevo y no sólo ideológico, pues quienes se amparaban en la «filosofía Wilson» profundizaban en la herida de la ruptura con España. Y ante ese problema, dice Cambó, «¿podíamos seguir en un Gobierno Nacional que por su propia estructura, como se había demostrado tiempo atrás, era incapaz de dar alguna solución al problema de Cataluña, o teníamos el deber de renunciar a nuestras carteras, poniéndonos al frente de un intenso movimiento catalán de reivindicación que encontraría un ambiente insuperable en Cataluña y fuera de España?».12 Un año después de fundar Maciá su partido Estat Catalá, Gaspar Torrente señalaría en La crisis del regionalismo en Aragón (1923) que «no es el regionalismo lo que corresponde a Aragón, sino un reconocimiento comple­ to de su nacionalidad». Sin duda, la moda de los nacionalismos que de un lado la Primera Guerra Mundial y la proclama de Wilson, de otro, habían generado en el mundo, era un fenómeno imposible de parar. Moda por los nacionalismos que, por otra parte, constituía una contrarreacción a las tesis intemacionalistas de los socialistas, y un revulsivo también frente a las con­ signas apátridas de los anarquistas. En este maremágnum de aspiraciones nacionalistas, sus líderes causaban una grave crisis institucional al poner en solfa el principio de indivisibilidad del Estado. Y los brotes ultra nacionalistas golpeaban de lleno las espaldas de los Estados que desde siglos eran tales. En unos casos favoreciendo el amor patrio hasta límites nunca vistos, es decir, hasta niveles fascistas (Francia). En otros, alentando desde el sueño secesionista la idea de fundar micropueblos (España). 12 Francisco Cambó, Memorias (1876-1936), o. cit„ pp. 285-6. Compárese el texto de Cambó con la idea que tenía, en 1916, Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, respecto al derecho de autodetermina­ ción. Para Lenin, «la resolución del Congreso Socialista Internacional de Londres, de 1896, que reco­ noce el derecho de las naciones a la autodeterminación, debe ser completada sobre la base de las tesis que hemos expuesto y especificado: 1) la particular urgencia de esta reivindicación bajo el imperialis­ mo; [...] 3) la necesidad de establecer la diferenciación entre las tareas concretas de los socialdemócratas de las naciones opresoras y de las naciones oprimidas» (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin (1916), «La Revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación (Tesis)», en Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, Obras completas, o. cit., vol. XXIII, p. 254). Como se observa la visión optimis­ ta de Cambó no coincide con la visión restrictiva que da Lenin al derecho a la autodeterminación.

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Todo lo cual induciría a José Antonio Primo de Rivera a escribir, en 1934, su Norma programática de la Falange, en cuyo punto segundo declaraba: «España es una unidad de destino en lo universal. Toda conspiración contra esa unidad es repulsiva. Toda separación es un crimen que no perdonaremos». Así que entre la crisis y la precariedad, el fascismo español anterior a la guerra civil (1936-1939) encarnaría el deseo de volver a la primera forma en que España hizo su aparición en el tiempo, aunque para ello tuviera que resu­ citar a los héroes de antaño y rememorar la trayectoria fuerte y enérgica de los padres fundadores del Estado nacional, los Reyes Católicos.

D ISCRIMINACIÓN ,

LEY DE LEYES

La Revolución francesa tuvo el mérito, enorme, de derogar para siempre la política de Estado basada en principios nobiliarios. Es más, al sustituir los privilegios de sangre por un nuevo marco legal, a saber, por el que procedía de la noción de «ciudadanía», los líderes revolucionarios pudieron contar con grandes segmentos no aristocráticos de la población, aunque no con todos, y hacerles ciudadanamente aptos para participar en la vida política de la Nación. Y pese a que la aventura revolucionaria acabó como empezó, de forma brusca, el concepto de «ciudadanía» siguió no obstante su curso dis­ criminatorio, tal y como había sido concebido en su origen. Por eso, en la estrenada Constitución de la República francesa de 22-V III-1795 se m ante­ nía la vigencia legal del principio de ciudadanía, y en el artículo 8 del título 2 de la citada constitución se otorgaba la ciudadanía a aquel varón de al menos 25 años de edad que estaba inscrito en el registro civil de su cantón, pagaba sus impuestos y residía, m ínimo un año, dentro de territorio francés. ¿Qué problemas patrióticos provocaba este marco legal? Algunos los conocemos, pues ya los hemos mencionado en otros capítulos. Pero el incon­ veniente, quizá el más importante, que va a generar esta manera restrictiva de entender la ciudadanía no será otro que la instauración legal de la discrimi­ nación. Dicho de otro modo: como por ley se instituyen dentro de la Nación individuos de primera y segunda clase, los de primera son aquéllos que reú­ nen todas las condiciones exigidas en la legislación para ser considerados ciu­ dadanos, mientras que los individuos de segunda clase nunca pueden ser jurídicamente englobados dentro de la categoría de ciudadanos, pues o no

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disponen de rentas suficientes con que demostrar su aportación al tesoro público (derecho censitario) o no disfrutan de la cláusula del sexo o de la raza (derecho capacitarlo), imprescindible para reclamar la ciudadanía. Sobra decirlo, pero la discriminación que ejercían sobre la población los políticos revolucionarios franceses no será un fenómeno aislado. Recordemos que Herder reclamó en medio de un arrebato romántico la figura de El Pueblo, tam bién que H erzen buscó dotar de protagonism o a Los Campesinos, que Marx reservaba todos los derechos de su sistema político para Los Verdaderos Trabajadores, que Hitler haría más tarde otro tanto al circunscribir los bienes del Estado tan sólo sobre Los Arios. Pues bien, a pesar de que los revolucionarios franceses hablaron en términos universales de los derechos del hombre; a pesar de que Herder ensalzara la raíz germinativa del pueblo; a pesar de que Herzen y Marx demandaban el reconocimiento legal de ciertos sectores m uy olvidados de la población; a pesar de que Hitler exploraba en las fronteras de la germanía las bases de un nuevo concepto de ciudadanía; todos ellos coincidieron en defender un enfoque restrictivo de la Ley. Lo que significa que, aunque reivindicaron la puesta en marcha de un ius cosmopoliticum, el orden nacionalista que defendían estaba plagado de contradicciones y repleto de excepciones jurídicas. De este modo y gracias al principio de exclusión, durante la Revolución francesa no sólo se aceptó la diferencia entre franceses verdaderos (patriotas) y franceses ilegales (antipatriotas: nobles emigrados, sacerdotes y religiosos refrac­ tarios, indiferentes, antirrevolucionarios, extranjeros...). Sino que además no se discutió la idea nacionalista de discriminar entre ciudadanos y no ciudadanos. Así ocurrió lo que pudo suceder al poco tiempo: que los no jacobinos durante la Revolución francesa eran perseguidos y ajusticiados, o que un hombre de color durante el gobierno del emperador Napoleón no accedía a la ciudadanía porque, además de no ser blanco, era tasado, a efectos constitucionales, como esclavo. Por otra parte, Herder que reconocía la vis inspiradora del pueblo, no valoraba en su carnalidad al propio pueblo. A los trabajadores el futuro no les depararía más penalidades, pues el tiempo de la revancha iba, cual espada de Damocles, a caer sobre la cabeza de las clases privilegiadas que, según Marx, tenían que verse excluidas irremediablemente de los frutos de la Revolución. Y quienes, como Hitler, ubicaban la justicia del Estado desde la pertenencia al biotipo ario, no tendrían que esperar demasiado para ver plasmado su sueño y llegar a negar la concesión de beneficios legales a aquellos seres humanos que

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no eran racialmente dominantes. Pero además, ¿no había dicho el inteligente e instruido Cambó que en caso de que un día todas las razas fueran iguales se habría consumado la muerte de la Humanidad? El movimiento revolucionario francés favoreció la creación de una legis­ lación en la que, por primera vez, y pensando en la totalidad de toda la pobla­ ción quedaron tipificados los delitos de alta traición a la Nación: «nadie puede rehuir su servicio sin ser declarado infame y traidor a la patria», decla­ raba D anton en septiembre de 1792. Pero, no lo olvidemos, también el movi­ miento revolucionario francés supo crear un caldo de cultivo apto para el guerracivilismo, al dar salida al odio nacionalista y favorecer el enfrenta­ miento entre miembros de un mismo Estado: a ciudadanos contra no ciuda­ danos, a buenos contra malos patriotas. Y es que la noción de nacionalidad que puso en marcha la Revolución francesa partía de una idea perversa de ostracismo político, pues la defensa de una perspectiva política implicaba el acto de mirarse nacionalistamente como grupo hum ano registrando diferen­ cias en los demás, en los otros que no pueden ser integrados como tales en ese grupo humano. «Nosotros podremos ser humanos cuando estemos segu­ ros de ser vencedores», escribía en nombre del Com ité de Salud Pública el revolucionario francés Hérault de Séchelles nada menos que al célebre Carrier. Es más, éste informaría a la Convención de que sobre las personas no defensoras de la causa republicana «he tomado el partido de hacerles fusilar. [...] Es por principios de hum anidad por lo que yo purgo la tierra de la liber­ tad de estos monstruos». Con esta filosofía nacionalista, es lógico que el moralista y revolucionario francés Lequinio aconsejara en su obra La guerra de la Vendée aniquilar a cuatrocientos mil hombres. Y es que la Patria exigía patriotas que defendieran los ideales de la Revolución francesa y, por eso, sus líderes contemplaban con plena naturalidad dar muerte a aquellos que no se rindieran al ardor republicano de la Revolución francesa. De ahí que Camille Desmoulins propusiese que a los no patriotas que, por cierto, con sus creen­ cias deshonraban la guillotina, se les hiciese perseguir «no como en una gue­ rra, sino como en una caza». ¿Por qué? Porque, dice Desmoulins, «yo no concibo cómo podemos condenar a muerte seriamente a estos animales de rostro hum ano». 13 "Testimonios de Hérault de Séchelles, de Carrier, de Lequinio y de Desmoulins en Frantjois Noel Gracchus Babeuf, Du systeme de dépopulation, ou Li vie el les crimes de Carrier, París, 1794, pp. 120, 143, 140, 59-50.

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Con el tiempo, «la discriminación por ley» que, primero y de manera excelente, instituyeron los revolucionarios franceses y que, luego, Bonaparte elevó a categoría pudo perpetuarse en el Estado contemporáneo Com unista y Racial, al ahondar sus líderes socialistas en la separación de los seres humanos en grupos y subgrupos, en niveles y categorías nacionalmente y hum anam en­ te incompatibles. Y por incurrir el movimiento revolucionario francés en el error monumental de perseguir a no pocos sectores de la sociedad, y por caer asimismo en la estrechez cicatera de no extender a la totalidad de la población el precepto de la ciudadanía, no es casual que los revolucionarios del siglo xx volvieran a dar al Estado una orientación igualmente segregacionista con tal de conseguir el sueño de enfocar el privilegio de la ciudadanía tan sólo desde restrictivos criterios: desde el Trabajo (Lenin) y desde la Raza (Hitler).

LA

IDENTIDAD INVENTADA .

LA NACIÓN

IMAGINADA

Durante la revolución (1789-1794), los franceses se sintieron un peuple choisi, una patria ungida por la mano de la Providencia para acometer pro­ yectos políticos de envergadura, nunca vistos dentro y fuera de sus fronteras. Pues bien, a lo largo de todo el Ochocientos y buena parte del Novecientos, en vez de desaparecer esos sentimientos de exaltación nacionalista fueron tejiéndose más y más fábulas de nación inventada, siempre alrededor del Volkgeist, o Espíritu del Pueblo. Recordemos al alemán Friedrich Ludwig Jahn (1778-1852). Para este pedagogo y también escritor, los alemanes eran un pueblo sagrado. ¿Motivos para concebir tamaña ilusión? Jahn, anticipán­ dose en más de cien años al ideario de Heidegger, percibía entre los alemanes semejanzas notorias con los griegos de la Antigüedad. En otros horizontes no menos utópicos, el ex carbonario y político italiano Giuseppe Mazzini (18051872), en su plan para liberar los Estados de Europa, no dudaba un ápice de la misión religiosamente elevada que tenía a tal fin encomendada el pueblo. Pero por otra parte, no lo olvidemos, el historiador francés Jules Michelet (1798-1874) caía asimismo en las redes del imaginario patriótico más nacio­ nalista al defender el proyecto civilizatorio que la historia, en su opinión, reservaba a Francia, mientras que el ideólogo español Sabino Arana (18651903) se afanaba en demostrar la identidad milenaria del pueblo vasco ape­ lando a ciertas señales que, según él, la historia había dejado en el camino.

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No se puede decir entonces que El Pueblo no constituyera la gran obse­ sión del Ochocientos y de buena parte del Novecientos. De hecho, Dostoievski en su obra Endemoniados (1870) abordó problemas relacionados con la cuestión patria (el pueblo y el destino de la nación rusa), mientras que Marx y Engels, dos aparentes apatridas, también habían venido mostrando en escritos y discursos su obsesión por el fin de la nación burguesa y su fas­ cinación por el despertar de la gran nación proletaria. Por eso, en La ideolo­ gía alemana (1845-1846), Marx y Engels, desde una perspectiva distinta a la exhibida por Dostoievski, afirmaban que la revolución «expresa ya de por sí la disolución de todas las clases, nacionalidades, etc., dentro de la actual sociedad». En ese mismo frente dedicado tanto a atacar la línea de flotación del nacionalismo burgués como a construir un nacionalismo proletario, se posicionaría el político soviético Liev Davidovich Bronstein, alias Trotsky, cuan­ do advertía en su Historia de la Revolución rusa (1932), que aunque una revolución socialista comienza dentro de los límites nacionales, tal y como lo demuestra la experiencia de la Unión Soviética, esa revolución no puede cir­ cunscribirse a las propias fronteras nacionales. No, «la revolución socialista implantada en un país no es un fin en sí, sino únicamente un eslabón en la cadena internacional», señalaba Trotsky. No hay duda: al margen de quién o quiénes hablaran del pueblo, y sobre todo al margen de que quien hablara del pueblo fuera de derechas o de izquierdas, lo cierto es que el término «Pueblo» era un concepto difuso y, sobre todo, muy problemático que servía de un lado para enaltecer chovinis­ tamente a quien se integraba dentro de la categoría de Pueblo alemán, de Pueblo eslavo, Pueblo turco, Pueblo proletario... Y al mismo tiempo y de otro lado, para humillar y degradar a quien no pertenecía a esa com unidad ni poseía, claro está, los rasgos identitarios de ese supuesto Pueblo. La perspectiva nacionalista, en su afán por autoalimentarse, creaba fanta­ sías y cuentos y, lo que es peor, se dedicaba a registrar diferencias en quienes iban a ser excluidos del grupo social. Por este motivo, la Organización Especial (Techkilat i Mahsudé) Ittihad, brazo armado del grupo denominado los Jóvenes Turcos, fue causante en sólo unos meses, de primavera a otoño de 1915, de llevar a cabo el genocidio de 800.000 armenios. Y es que quienes buscaban en horizontes intangibles y etéreos los vestigios de su nacionalidad cayeron no sólo en el error étnico de tomar al Pueblo como realidad anterior

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al Estado democrático, sino en la falsa creencia de tomar al Pueblo como suje­ to histórico con mayor validez legal frente al Estado democrático. Renán llegó a hablar de guerras zoológicas. Benda de guerras interhuma­ nas... Y Unamuno del uso de criterios propios del m undo de la ganadería que se destinan a seres humanos para clasificarlos en grupos y subgrupos. Por eso, antes de producirse el genocidio bolchevique y mucho antes de ejecutarse el genocidio nazi, el grupo panturquista Jóvenes Turcos ya se dedicó a trasladar a la práctica, y con mucho éxito, su proyecto asesino de nacionalismo.14

O TROS

ENCANTADORES DE SERPIENTES

En otros lugares, aunque no se llegaba a consumar el asesinato en serie, sí se procedía sin embargo a infravalorar a las personas por cuestiones nacionalis­ tas y a asentar las bases de la discriminación política por medio de argumentos pseudo científicos. Tal era el caso de Pompeyo Gener. Este racista español de origen catalán estaba imbuido de la moda aria que asolaba el continente euro­ peo e, inmerso en el ojo del huracán de las obsesiones étnicas, alumbró una teo­ ría tan previsible como, por otra parte, nada original acerca del pueblo catalán. Con intenciones etnodiferencialistas y xenófobas compuso Herejías. Estudios de critica inductiva sobre asuntos de España (1887), libro en donde llegaba a afir­ mar la existencia de la raza catalana y a formular que dicha raza era muy dis­ tinta del resto de las razas que poblaban España. «Sólo en las provincias del Norte y del Nordeste, — escribía Pompeyo Gener— hemos visto verdaderos elementos en la raza, y en la organización del país, que permiten esperar en el desarrollo de una cultura como la de las naciones indogermánicas de origen. En el centro y en el Sur [de España], exceptuando varias individualidades, hemos notado que por desgracia predomina demasiado el elemento semítico, y más aún el presemítico o bereber con todas sus cualidades» y, por tanto, que son los miembros de la «raza Presemítica, cruzada de negra, bárbaros completamente y de una inferioridad fisiológica y psicológica tremenda». La formación académica de Pompeyo Gener incluía muchos campos de investigación, amén de buen número de áreas científicas. De hecho, era filó14 Para conocer el modo de llevarse a cabo el genocidio armenio puede leerse el libro de Joél Kotek y Picrre Rigoulor (2000), Los campos de la muerte. Cien años de deportación y exterminio, Barcelona, Salvar, 2001, pp. 117 y ss.

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logo, doctor en Física-química, también doctor en Farmacia. Asimismo era m iembro de la Sociedad de Antropología de París, y al tiempo que estudioso de la m edicina se dedicaba a traducir los escritos de Charles Darwin al espa­ ñol. Sin embargo, sus conocimientos no le servían de m ucho, pues desde un elitismo aristocratizante enfermizo y absolutamente reaccionario se dedicaba el ultra m ontano G ener a hacer un canto nobiliario de las excelencias de la raza catalana. Y pese a carecer de datos empíricos defendía: «nosotros que somos Arioindios, de origen y de corazón, no podemos sufrir la preponde­ rancia de tales elementos de razas inferiores ni la de sus tendencias». Y aña­ día: «los únicos pueblos que han protestado de la caída inmensa que ha sufrido España y de la pérdida de las colonias, los únicos que no se conten­ tan con pedir regeneración, sino que siguen el verdadero camino para rege­ nerarse, que es adquirir personalidad propia y, por tanto, proclamar su derecho a ser autónom os, son los de raza aria, o los que no tienen mezcla de sangre semítica o presemítica. Los demás, cual Job, se quejan pero sufren, pues en el fondo se hallan bien en el estercolero en que están tendidos cami­ no del desierto». Es más, subrayaba con orgullo Gener, los catalanes «cono­ cemos que somos Arios Europeos y que como hombres valemos más en el camino del Superhombre», por el contrario los desclassés de ambas Castillas, de toda Andalucía y de otras provincias, los centrales son «una raza de escla­ vos en el sentido más profundo de la frase». Esta era, en definitiva, la razón, en opinión del fascista catalán Gener, de la superioridad (e incompatibilidad) racial de los catalanes respecto de los pueblos de origen africano que eugenésicamente ensuciaban España. Y por eso decía: «desesperamos de que el elemento indogermánico verdaderamente humano que hay en la Península se levante y triunfe de esos neo-moros adoradores del Verbo, raza de gramáticos y de sofistas, y de esos neo-judíos que explotan en beneficio propio, hasta producir la esterilidad o apelar a la falsificación».15 Treinta años después, la semilla venenosa de Pompeyo Gener encontraría en el político Cambó a otro de sus más furibundos seguidores, aunque el con­ texto, en esta ocasión, había variado un poco. Cambó se aliaba al mito de Sabino Arana Goiri sobre la raza vasca con el fin de impulsar la validez de la existencia de la raza catalana. Y así, tras recibir una calurosa acogida en Bilbao, decidiría 15 Pompeyo Gener (1887), «Herejías. Estudios de crítica inductiva sobre asuntos de España», en Pompeyo Gener, Cosas de España. Herejías nacionales. El Renacimiento de Cataluña, Barcelona, 1903, pp. 19-21, 178, 9-10, 308, 324, 241-2.

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volver a las Vascongadas — así lo cuenta en sus Memorias— , y en abril de 1917 en el Teatro Bellas Artes de San Sebastián, Cambó daba una conferencia sobre el valor y la trascendencia del nacionalismo. Después de saludar a la raza vasca, Cambó empezó a desgranar cuáles eran sus reivindicaciones y declaraba a su auditorio lo que él entendía por nacionalismo: «seríamos traidores contra noso­ tros mismos; cometeríamos una traición contra la Historia y contra la raza, si cada uno de nosotros no sintiera en estos momentos el deber primordial, ina­ plazable, de conseguir el libre desenvolvimiento de su personalidad nacional. [...] Los valores universales no existen. Se nos habla de la igualdad de todos los pueblos, de que los hombres de todas las razas son iguales, y yo os digo que si llegara a producirse algún día, entonces se habría consumado la muerte de la Humanidad. [...] Pero en lo que los nacionalistas deben concentrar con más ahínco su actividad, es en la conservación, extensión y perfección del idioma. »Y para vosotros, nacionalistas vascos, este es vuestro problema más grave. Si hubiera desaparecido hace medio siglo el idioma, ni Arana Goiri ni nadie hubiera encontrado los restos de vuestra raza. [...] [Y] nosotros — dice el patriorracista Cambó— no queremos nunca que las generaciones que nos sucedan nos digan que en un momento trascendental de nuestra Historia, nosotros hemos comprometido el porvenir de nuestra raza y hemos traicionado su porvenir».16

C UESTIÓN DE PATRIA El concepto «Pueblo» era, mirárase como se mirara, un cajón de sastre que servía para poner en marcha Estados xenófobos. El concepto «Pueblo» era un instrum ento capaz de canalizar el orgullo colectivo de pertenencia. Es más, bajo el aroma de grandiosidad teologal que envolvía al término «Pueblo», lo que subyacía siempre era una concepción ruin y discriminato­ ria, sucia y nada generosa de las relaciones humanas. Y ello ¿por qué? Pues muy sencillo: por el hecho de que la bandera patriótica, ya se hablase en nombre del Pueblo turco, del Pueblo catalán, del Pueblo vasco... o del Pueblo proletario, acaba creando grupos de privilegio que clasistamente no casaban demasiado bien con las máximas igualitaristas del Estado democrático. Y 16 Para leer en su integridad la conferencia de Cambó, muy difícil de encontrar, por cierto, dado que ha sido escamoteada de las ediciones bibliográficas, remitimos a W . AA., Historia de España 1808-1978 (dir. José Manuel Blecua), Barcelona, Crítica, 1989, vol. IV, pp. 54-59.

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como las máximas igualitaristas no eran el objetivo político a conseguir, sino más bien según Pompeyo Gener un defecto, resulta que para alimentar a ese nuevo Leviatán que era el Pueblo había que decapitar al Estado democrático. Ya lo señaló perfectamente en La nacionalidad catalana (1906) el fascista Enrique Prat de la Riba cuando advirtió que lo que pedían no era cuestión de libertad, o de igualdad o de progreso, sino «cuestión de Patria». Con tantos enemigos a la espalda de la democracia, no extraña que Julien Benda, al inicio de su libro La traición de los intelectuales (1924-1927), hubie­ ra escrito que las pasiones políticas de las razas, las pasiones de las clases, las pasiones nacionales hacen que «los hombres se eleven contra otros hombres». Y perspicacia no le faltó a Benda, pues Mussolini había definido el nacionalis­ mo como «el sacro egoísmo» y en su discurso de octubre de 1922, antes de ini­ ciar su famosa marcha a Roma, indicaba que «nuestro mito es la nación, la gran nación que queremos construir». Pero no lo olvidemos: también advertía el líder del fascismo italiano en ese mismo discurso que la mitología nacionalista era muy superior a la mitología del socialismo. Ahí, sin duda, Mussolini estaba muy equivocado, pues pensadores como Marx y Engels que siempre habían defendido el fin de la Nación burguesa cayeron en las redes más profundas del simbolismo nacionalista al convertir la vida y problemas de los obreros en el referente universal de una nueva y futura nacionalidad: el partido-Bzírá? del proletariado. Y si los patriarcas del socialismo, Marx y Engels, bajaron con gusto a las simas del nacionalismo de clases, resulta que sus seguidores no harían sino ahondar en el proyecto imperialista de La Patria obrera: [...] las masas trabajadoras del que fue imperio de los zares han querido subra­ yar el carácter apatriótico de su país prescindiendo de la antigua denomina­ ción geográfica del mismo para adoptar la de «Unión de Repúblicas Soviéticas», que irá persistiendo a medida que vayan adhiriéndose a la Unión las nuevas patrias que conquiste el proletariado internacional.17

No fueron, pues, los Pompeyo Gener, los Prat de la Riba, los Cam bó, los Arana. No fueron las coaliciones de extrema derecha las únicas que, a las bra­ sas del fuego nacionalista, cocinaban proyectos cainitas. También los partidos y movimientos inspirados en la izquierda marxista inventaron, y desde el principio de exclusión, su concepto propio de nacionalidad que, aunque 17 Andreu

Nin (1930), Las dictaduras de nuestro tiempo, o. cit., cap. IV 7, p. 170.

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tuviera apariencia intemacionalista, no por eso era menos nacionalista. Dicho de otro modo: el proyecto de nación también habitaba en las entrañas del marxismo. Recordemos, a modo de anécdota, que el socialista español Anselmo Carretero definía España al estilo de Sinibaldo Mas y Sans, es decir, como «Unión Ibérica». En otras ocasiones siguiendo a pies juntillas la impronta antiliberal del marxismo proponía la definición de «Comunidad de pueblos». Pero es que incluso, tales eran las obsesiones nacionalistas de Carretero, este socialista convertido a historiador se atrevió a emplear la fór­ mula federalista de España como «Nación de naciones». Pero recordemos también el título patriótico, y no por eso no nacionalista, de Nuestra Bandera, título con que el Partido Comunista español llamaba a algunas de las publi­ caciones. Y por supuesto no dejemos de lado la forma heráldica con que el Che solía firmar sus cartas al utilizar la expresión «patria o muerte».

IDEAS INCENDIARIAS: EL ENEMIGO INVISIBLE Hasta para un nacionalista como José Martí el racismo tenía significados negativos. Por eso, Martí al escribir sobre la Patria (1893) afirmaba que la raza «está siendo una palabra confusa y hay que ponerla en claro. El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza o a otra: dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos. El negro, por negro, no es inferior ni superior a ningún otro hombre; peca por redundante el blanco que dice: “Mi raza”; peca por redundante el negro que dice: “Mi raza”. Todo lo que divide a los hombres, todo lo que especifica, aparta o acorrala es un pecado contra la humanidad. ¿A qué blanco sensato le ocurre envanecerse de ser blanco, y qué piensan los negros del blanco que se envanece de serlo y cree que tiene derechos especiales por serlo? ¿Qué han de pensar los blancos del negro que se envanece de su color? Insistir en las divisiones de raza, en las diferencias de raza, de un pueblo natu­ ralmente dividido, es dificultar la ventura pública y la individual». Sin embargo, la marea racista que, desde el xix, lo asfixiaba todo no iba a dejar reducirse con obviedades martinianas. No, pues en medio de una marea de exaltación nacional vivida tanto en el lado reaccionario como en el lado revolucionario, muchos pudieron reivindicar la identidad genética del Pueblo, cuyos valores simulaban ser más auténticos, más naturales y, sobre todo, más afines al ámbito de la biología. Es más, muchos pudieron reivin-

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dicar la existencia de una supuesta identidad hum ana genealógicamente pura y perfecta. Y como no interesaba solucionar los conflictos sociales en el seno de la democracia, la idea de apelar a criterios bio-políticos gozaba día a día, en muchos círculos intelectuales, de mayor credibilidad. De esta forma, con artimañas opuestas al estado de derecho, Maurras, por ejemplo, se empeña­ ba en atacar la línea de flotación de los Derechos del Hombre. Pero no esta­ ba solo. El tono y el discurso de no pocos pensadores y políticos antiliberales de izquierdas y de derechas no hicieron sino avivar los odios vecinales y enfervorecer a las masas acerca de los peligros del enemigo invisible. La solución a los problemas no pasaba por la vía del juego democrático ni por mantener la práctica parlamentaria del consenso y del pacto en la arena política. Tampoco pasaba mucho menos por respetar la filosofía de los derechos humanos, basados en el odioso y universal principio de igualdad. No, la solución de los problemas políticos pasaba por la necesidad de aludir a las diferencias que separaban y diferenciaban a los seres humanos. Recordemos a este respecto el caso «Dreyfus», antesala del odio racial hitle­ riano, y que Maurice Blanchot espléndidamente analiza en Los intelectuales en cuestión. Esbozo de una reflexión (1984). Visto con un poco de perspectiva, lo que le sucedió a este funcionario francés es un ejemplo de identidad inventada, de nacionalidad imaginada. Tanto es así, que si analizamos la forma de hablar del antiliberal y antidreyfusard Maurice Barres veremos cuán presente está en él la búsqueda de un paraíso nacionalista, incluso a golpe de mentiras y razas inexistentes. Barres que dejó a la posteridad cuál era su parecer sobre el traidor Dreyfus, a la sazón oficial del Estado Mayor francés y para más señas judío, Barres, decimos, ofrecía un remedio aberrante: «en vez de juzgar a Dreyfus según la moralidad francesa y nuestra justicia como a un semejante, reconoceríamos en él al representante de una especie distinta». A juicio de Barres, si nos valiéramos de criterios zoológicos, Dreyfus no era hombre. El argumento del ultra dere­ chista Barres era, sin duda, idéntico al argumento que décadas antes había empleado el utra izquierdista Camille Desmoulins cuando éste, defendiendo hasta el fanatismo la causa de la Revolución francesa, calificó a los no patrio­ tas de animales de rostro humano, animaux a face humaine.™

"* Maurice Barres (1902), Sc'enes et doctrines du nationalisme, París, Pión, 1925, vol I, p. 167. El juicio que realiza Barres sobre Dreyfus se compleca con el dictamen que elaboró en Los desa-

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¿Qué consecuencias ideológicas tiene un enfoque tal? A efectos legales, que el adversario potencial de la Nación no sólo reside en los extranjeros que habi­ tan al otro lado de las fronteras nacionales, sino también en aquellos individuos de apariencia humana que viven, pared con pared, en el mismo edificio de nuestra vivienda y que sin embargo, cuando se deserta del sentido habitual de la moralidad y de la justicia, es evidente que no reúnen las condiciones necesa­ rias para gozar del mérito de la ciudadanía y, por consiguiente, del estatus de humanidad. El enemigo pues, aunque invisible, estaba dentro, cerca y a nues­ tro lado. Y la búsqueda de la verdad exigía, por tanto, abrir los ojos y demoler para siempre las fantasías liberales de la igualdad y ello con el fin de acercarnos a las fuentes de la Vida, único garante de la justicia verdadera. Fichte había reconocido que el ser humano «sólo puede serlo entre los seres humanos». Pues bien, con la invasión del romanticismo los césar, los mesías, los defensores de los Pueblos como los Pompeyo Gener, los Prat de la Riba, los Arana... admitieron con facilidad que un ser humano podía dejar de ser tal entre otros seres humanos. Bastaba con ver diferencias, con ubicarse en el ámbi­ to de lo particular, y no asumir lo que nos une y asemeja. Con esta carta de navegación, no era lógico, a juicio de Barres, tratar como a un igual a Dreyfus, del mismo modo que frente al despreciable español había que ver en vascos y en catalanes, según Cambó, las enseñas de dos pujantes y nobles etnotipos raciales. Pero menos lógico aún era, nos alecciona Hitler, que «el hijo de un negro que hubiese vivido en un protectorado alemán y se domiciliara actual­ mente en Alemania, fuera automáticamente un ciudadano del Estado alemán». Y añade Hitler: «sé que lo que afirmo no será recibido con simpatías».19 Llegado a este punto, nos preguntamos: ¿cómo la xenofobia pudo colar­ se con toda su grandeza asesina en las entrañas de la política? Pues a través de un sentido identitario de nacionalidad anti-ilustrado, palurdo y estrecho. Al fin y al cabo, hay que recordarlo, la palabra «patria» procede de la voz latina rraigados (1897), novela en donde con señales ya claras de antisemitismo dejó escrito lo siguiente acerca de una familia recién instalada en al barrio: «distinguió a unos judíos llegados aquel invier­ no y que habían alquilado la casa de enfrente [...]. Uno sentía que aquellas gentes habrían sido magníficas en su ghetto de Francfort, prolíficos que se preparan humillados y vencedores del mundo; sin embargo, y a pesar del brillo de una cierta inteligencia, resultaban feos, con su mími­ ca extranjera» (o. cit., II parte, cap. III, pp. 349-350). Con comentarios de este calado, ¿cómo va a sorprender que cinco años más tarde dijera lo que dijo sobre el oficial Dreyfus. Para más infor­ mación sobre la historia del «/^/re-Dreyfus» puede leerse Hannah Arendt (1950), Los orígenes del totalitarismo, o. cit., vol. 1, cap. IV. Adolf Hitler (1924), Mi lucha, o. cit., p. 154.

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pater, que significa padre. Y la patriedad que ponían en marcha los movi­ mientos xenófobos dando valor a los vínculos umbilicales del individuo implicaba reflotar el derecho de sangre, o ius sanguinis. Dicho de otra forma. Implicaba repartir beneficios legales entre los hijos nacidos de unos padres determinados. De este modo, se admitió tanto la locura de registrar diferen­ cias anatómicas entre las personas como la necedad de anular la validez jurí­ dica del ius solí, o derecho del suelo que, hasta la fecha, permitía por el lugar geográfico del nacimiento adjudicar la nacionalidad y, con ella, todos los derechos civiles. Sólo así, con medios tan ruines pudieron surgir referencias cartográficas como Nación-herencia, Nación-nacimiento y Nación-biología. «Nación-herencia» porque la Nación «es la tierra de los muertos», declaraba Comte. «Nación-nacimiento» o «Nación-biología» porque se entendía que la Nación era el tronco de los padres y de los hijos. De los padres y de los hijos verdaderos, se entiende. «La Patria es un ser de la misma naturaleza que nues­ tro padre y nuestra madre: la Patria es lo que une por encima de lo que divi­ de», afirmaba Maurras. Y todas estas afirmaciones ¿qué suponían desde el punto de vista jurídi­ co? Suponían ni más ni menos lo siguiente: que a esas personas que m ante­ nían parentesco con razas indeseadas se les prohibía su integración en el alma de un Pueblo. Implicaban tales afirmaciones que era lícito desposeer de su ciudadanía a muchas personas para tratarlas en calidad de extranjeras. Y todo ello desde el argumento circular de que, al no cumplir los requisitos del ius sanguinis, no podían exhibir por ser forasteros antecedentes genealógicamen­ te dignos. Y es que la Raza era un modo de aglutinar a la colectividad, y la com unidad étnica el elemento esencial que giraba sobre principios totémicos de identidad anatómica. Y el binomio «padre/madre» el ítem agrario que cer­ tificaba el com ponente racial de los moradores de un país, y medía la robus­ tez de la cosecha de la Patria. ¿Por eso Pompeyo Gener construyó su nacionalismo desde la xenofobia? ¿Por eso el grupo panturquista Jóvenes Turcos puso en práctica su proyecto asesino de nacionalismo? ¿Por eso Alfred Rosenberg organizó deportaciones masivas para hacer posible la germanización de Ucrania? No hay duda: la fe en las esencias raciales no conciliaba bien con la tra­ dición laica e ilustrada del liberalismo. Y así ocurrió que entre fuertes dosis de emotividad, entre profecías y oráculos aumentaron las falsas evidencias. Sí, aunque a costa de crear falsos mitos políticos, a costa de creer en principios

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biológicos inexistentes, a costa de admitir ilusas evidencias históricas y apro­ bar toda suerte de bagatelas intelectuales que, a la vez que carecían de cordu­ ra, contenían las semillas de la discordia, del rencor, del odio, de la muerte. La Patria, la Nación, el Estado no eran una res facía, es decir, algo artificial, fruto de la civilización, sino una res nata, una entidad relacionada con las leyes de la sangre y del nacimiento. En conclusión, utilizando planteamientos restrictivos y excluyentes — no­ sotros no somos ellos— , a los nacionalistas les fue posible incluir a ciertos gru­ pos humanos en la geografía militar de enemigos de su Nación, y, al revés, comprender en la categoría guerracivilista de enemigos de la Raza a grupos de población tildados de antipatrióticos. Ahora bien, si para ser apto a la Nación había que cumplir el requerimiento patriótico de la buena herencia, no sor­ prende que los antiliberales definieran la Patria como lo hicieron: tomándola como comunidad de nacimiento y siempre desde un fantaseado y ficticio punto de vista biológico.

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ALAMBRADA O N TOLÓGICA

En El manifiesto de los 14 puntos (1918), Thom as W oodrow Wilson había pronosticado que «la injusticia que Prusia cometió en el año 1871 para con la nación francesa en lo referente a Alsacia y Lorena, esa injusticia que desde hace casi cincuenta años ha puesto en peligro la paz del m undo, debe ser reparada para que pueda restaurarse la paz en el interés de todos». Ni que decir tiene que el contencioso nacionalista franco-prusiano no sólo motivó la explosión de la Primera Guerra M undial, sino que destapó el potencial caní­ bal que tienen todos los nacionalismos. Tanto es así que al anarquista Kropótkin no se le escapó observar cómo «fomentar el patriotismo haciendo a los hombres chovinistas es la labor más política y lucrativa del periodismo. Ni los niños siquiera están libres de tal furor; se les impone la obediencia ciega a los gobiernos del m omento, sean azules, blancos o negros, y cuando llegan a los veinte años, se les cargará como a burros de cartuchos, utensilios, provisiones y un fusil; se les enseñará a marchar al sonido de tambores y trompetas; a degollar como bestias feroces a derecha e izquierda».20 2,1

Pictr Kropótkin (1885), Palabras de un rebelde, o. cit., p. 43 (cap. «La guerra»).

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Igual que denunció Kropótkin el peso del periodismo a la hora de azu­ zar odios vecinales, el bretón Ernest Renán también percibió los desatinos del amor patrio y analizó los delirios de la patriedad, del chovinismo. Y Renán que defendía que las naciones no son entidades imperecederas, sino estruc­ turas históricas con un principio y un fin, criticaba a quienes se dejaban sedu­ cir por la idea de eternidad de nación y entrampar a la vez en el esencialismo de nociones nunca políticas, como sangre, raza o lengua. Desde el sentido común, Renán atacaba a aquellos que entendían la patria como un asunto de raza y mezclaban la política con asuntos de biología embarullando y compli­ cando la vida social. Es más, era tal el absurdo que generaba el confundir la nación con la lengua, con la raza o la sangre que Renán, no pudiendo por menos, declaraba que «el hombre no pertenece ni a su lengua ni a su raza: no se pertenece sino a sí mismo, puesto que es un ser libre, un ser moral». Así lo aseguraba en 1887, exactamente en el prólogo a sus Discursos y conferencias. Y es que para Renán, gran defensor de la libertad, la Nación no era ni más ni menos que un acto de independencia, un compromiso por el que sus miem­ bros aceptan vivir juntos y hacer cosas en común pero desde la libertad, nunca desde la sangre, la raza... ¿Por qué? Porque con prejuicios que ofuscan el entendim iento, la sangre y la raza sólo sirven para encadenar a las personas a ese m undo sin libertad que es la biología. Desde un convencimiento tal en la libertad, durante la conferencia que impartió en la Sorbona con el título «Qué es la nación» (1 l-V-1882), Renán dijo que la Nación «es pues una gran solidaridad, constituida por el senti­ miento de los sacrificios que se han hecho y los sacrificios que todavía se está dispuesto a hacer. Supone un pasado; se resume, no obstante en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida en común. La existencia de una nación es (perdónenme esta metáfora) un plebiscito de todos los días». Sin lugar a dudas, un enfoque tan libertario como el que exhibía Renán chocaba con la filosofía determinista de los patrio-racistas, muy en auge en Europa a partir de la unificación de Alemania y sobre todo a raíz del éxito que consiguieron los alemanes en la guerra franco-prusiana (1870-1871). Hasta el propio Wagner, herido de patriotismo, publicaría un libelo contra los parisienses vencidos, asunto que enfadó a Nietzsche tal y como se des­ prende de su escrito autobiográfico Ecce homo (1888). A pesar de ser amigo personal de Wagner, jamás sintió, a diferencia de él, ningún tipo de simpatía

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hacia la causa nacionalista. Por eso, en la antípoda de los patrio-racistas de su país, Nietzsche afirmaba: [...] estamos muy lejos de ser lo bastante alemanes (en el sentido en que hoy se emplea la palabra) para convertirnos en voceros del nacionalismo y de los odios de razas, para regocijarnos con las aversiones y el modo de hacerse mala sangre los pueblos, a que se debe que en Europa se atrincheren unos contra otros cual si quisieran separarse con cuarentenas. [...] Nosotros los sinpatria somos demasiado varios, demasiado mezclados de raza y de origen, para ser hombres modernos, y por consiguiente, nos sentimos muy poco inclinados a participar en esa mentida admiración de sí mismas que hoy practican las razas y en ese descaro con que hoy se ostenta en Alemania, a modo de escarapela, el fanatismo germánico, cosa que parece doblemente falsa e inconveniente». Es más, «siendo como soy instintivamente refractario a todo cuanto sea alemán, [...] yo consideraba a Wagner, lo veneraba como un producto del extranjero, como un contraste, como una protesta viva contra las «virtudes alemanas». Los que respiramos aún siendo muy niños el aire pantanoso de 1850 [...] no podemos consentir el predominio de los tartufos. Claro es que me tiene sin cuidado el que cambie de colores la bandera, que se vistan de escarapela o se pavoneen con uniforme de húsar. Pues bien, Wagner era un revolucionario. Había huido de los alemanes, y artista antes que nada, no podía tener otra patria en Europa más que París. [...] Pero lo que nunca he perdonado a Wagner es su condescendencia con Alemania, que llegase a ser un alemán del Imperio.21

Nietzsche veía absurdo, además de inconveniente, practicar la admiración por la raza y, como Renán, anotaba los riesgos de esa ideología que se apoyaba sobre el postulado, a todas luces ficticio, de la raza pura de un pueblo. Ante tal disparate, Nietzsche criticaría la postura indecorosa de su amigo Wagner, mien­ tras que en el lado francés era Renán quien reaccionaba y de manera airada fren­ te al nacionalismo de razas. Y, por eso, en su conferencia «Qué es la nación» (1 l-V-1882) sostendría con mucha dureza este postulado: «el estudio de la raza es capital para el sabio que se ocupa de la historia de la humanidad. Pero no tiene aplicación en política. [Y añadía:] La historia humana difiere esencialmente de la zoología. La raza no lo es todo, como entre los roedores o los felinos, y no se tiene derecho a ir por el mundo palpando el cráneo de las gentes para después cogerlas por el cuello y decirles: “¡Tú eres de nuestra sangre; tú nos perteneces!”». 21 Friedrich Nietzsche (1882), Gaya ciencia, libro V CCCLXXVII: Nosotros los «sin-patria». Y la crítica de Friedrich Nietzsche contra Wagner se encuentra en su escrito Ecce homo (1888), II V, crítica que puede completarse con la lectura de Más allá del bien y del mal (1889), VIII parte, 256.

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¿Era descabellado lo que decía Renán? En absoluto, de hecho en la segun­ da carta que escribió a Strauss (16-IX-1870), ya Renán había estudiado y en profundidad los peligros de la alambrada ontológica, peligros que no eran sino los que provenían del acto de equiparar la nación con lengua y raza, y siem­ pre desde pareceres excluyentes y rencorosos. Pues bien, debido al arraigo de ese sinsentido, del sinsentido de identificar la nación con lengua y raza, Renán le sugería a Strauss que «la división demasiado acusada de la hum anidad en razas, además de basarse en un error científico — muy pocos países poseen una raza verdaderamente pura— , no puede conducir más que a guerras de exter­ minio, a guerras “zoológicas” — permítame decirlo— análogas a las que diver­ sas especies de roedores o carnívoros libran por la vida. Esto sería el fin de esta mezcla fecunda, compuesta de numerosos elementos todos ellos necesarios, que se llama la humanidad. Ustedes [Renán se refiere a los alemanes] han levantado en el m undo la bandera de la política etnográfica y arqueológica en lugar de la política liberal. [Y agrega sentenciando:] esta política les será fatal». Previsión que, claro está, se va a cumplir al pie de la letra sólo unos años des­ pués cuando germanófilos racistas de la talla de Prat de la Riba apuestan por construir en Europa nuevos imperios, nuevos señoríos, nuevas fronteras colo­ niales y «trabajar para reunir a todos los pueblos ibéricos, desde Lisboa al Ródano dentro de un solo Estado, de un solo Imperio; y si las nacionalidades españolas nacientes saben hacer triunfar ese ideal, saben imponerlo como la Prusia de Bismarck impuso el ideal del imperialismo germánico, podrá la nueva Iberia elevarse al grado de imperialismo: podrá intervenir activamente en el gobierno del m undo con las otras potencias mundiales, podrá otra vez expansionarse sobre las tierras bárbaras y servir a los altos intereses de la hum a­ nidad guiando la civilización a los pueblos rezagados e incultos».22

LA

LLAMADA DE

D ELFOS. E N

BUSCA DEL BOSQUE ORIGINARIO

«Me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la India y América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno. [...] No existían salvoconductos ni visados ni nin­ guno de estos fastidios», subrayaba Stefan Zweig. Sin embargo, este panora22

Enrique Prat de la Riba (1906), La nacionalidad catalana, o. cit., cap. X (Conclusión), p. 139.

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ma fue desapareciendo y, frente al mito liberal de un mundo abierto y sin fronteras, los nacionalistas exigirían la instauración de vallas y puertas, tam­ bién la vuelta medieval a los usos de fosos y puentes levadizos; y a la vez que reclamaban el retorno a las aduanas, demandaban el empleo de carnés lin­ güísticos, de pasaportes raciales... Lo cual, todo ello, hacía por supuesto imposible el tránsito libre de las personas.23 Exaltada hasta la histeria la conciencia de pertenencia nacional, intelec­ tuales, abogados y un sinfín de políticos acabarían refiriéndose a los lazos identitarios del Pueblo que crece desde el centro y se eleva, sin sobresaltos ni cambios, a partir de un mismo tronco. (El empeño antiperiférico por retor­ nar a los ancestros provocaba delirios de permanencia, de estabilidad orográfica.) Pero es que al mismo tiempo y a la vez que alentaban esa visión egocéntrica de la patria resulta que en las profundidades del suelo germinal creían ver esos mismos intelectuales, esos abogados, esos políticos las raíces vivas de la identidad racial: [...] en cuanto a la génesis de la NACIÓN, haremos constar, habla el científico Pompeyo Gener, que el suelo, con su estructura geológica, su vegetación, sus animales propios, la atmósfera, las aguas que él contiene o que lo limitan, en una palabra, el medio ambiente en el sentido físico de la palabra, constituye EL MOLDE que da forma y cohesión a la raza o a razas que van a establecerse en un país.24

Ni que decir tiene que con esta forma druídica de sustentar los paren­ tescos políticos de la comunidad se favorecía la llamada telúrica de la Tierra. O dicho de otro modo: con esta manera uterina de reflotar símbolos vege­ tales se favorecía la búsqueda crónica del bosque originario. De ahí la forma geocéntrica con que se expresaba Barrés (las raíces), Arana (el árbol), el molde geológico (P. Gener), o el mismo Adolf Hitler (la savia de la raza ale­ mana). Pero también de ahí que Barrés, Arana, Gener, Hitler... sintieran la falta de unidad étnica como si fuera — parafraseamos a Octavio Paz en El mono gramático— un «dolor de raíces y de follajes rotos», tanto o más cuan­ to que estos autores entreveían gran peligro en el cosmopolitismo, en los cambios migratorios, en la mezcla babélica de culturas, en la falta de visa23 24

p. 35.

Stefan Zweig, o. cit., p. 514. Pompeyo Gener (1887), Herejías. Estudios de critica inductiva sobre asuntos de España, o. cit.,

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dos... y mostraban mucho desasosiego ante la globalización, las oleadas migratorias, la confusión racial... y ante la falta de vigencia de fosos y muros fronterizos. Con pretensiones de este calibre retornaban al centro de la esfera políti­ ca las ideas más caducas del xvm prerrevolucionario. Ideas que si bien en su momento apoyó la aristocracia opuesta a los planteamientos aperturistas, dinámicos y anti-aduanas de los Turgot de turno, serían defendidas en la Europa de principios del siglo xx por los sectores ultra conservadores y no sólo con la pretensión de controlar esa gran epidemia que eran, en su opi­ nión, los forasteros de cuna indeseable que desde hacía siglos contaminaban el hábitat germinal de la nación. Sino también desde un proyecto interven­ cionista capaz de poner en prácticas medidas estatales de protección racial frente a la plaga de un mundo sin fronteras. No hay duda, la revolución que ponían en marcha los patriotas de la raza implicaba desterrar, y para siempre, valores políticos como Democracia, Parlamento, Liberalismo, Ciudadanía... sustituyéndolas por formas histéri­ cas de gobierno que tuvieran sus pies en el seno de la madre tierra.25 El pro­ pio Heidegger lo apuntó de manera espléndida el 27 de mayo de 1933 durante su discurso de toma de posesión del Rectorado cuando crónicamen­ te subrayó que «el mundo espiritual de un pueblo no es una superestructura cultural como tampoco un arsenal de conocimiento y valores utilizables, sino que es el poder que más profundamente conserva las fuerzas de su raza y de su tierra». Ahora bien, aunque parezca fácil, ¿cómo conservar al mismo tiempo las fuerzas de la raza y de la tierra?, o ¿cómo unir a las personas a su destino totémico? Para conseguir tal revolución; para pasar de la arqueología (funda­ mentos de la nación) a la genealogía (ascendencia sanguínea de sus moradores); para lograr que la arqueología se confundiese con genealogía; para asumir que la nación fuera concebida a modo de amasijo orgánico de raza y tierra, sangre y barro, molde y raíz; para dotar de orgullo a una raza y tomarla como cuna de una humanidad elegida, que no de La Humanidad; se precisaba un puente, un nexo en común. Se necesitaba un intermediario umbilical a todas luces délfico. Y ese puente, ese vínculo era sin duda La Mujer, tanto o más cuanto que Ella, fuera de cualquier metáfora, encarnaba 25

«Histeria», palabra de origen griego que significa «matriz», «útero».

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la llama de La Vida y dotaba de fuerza, energía y salud a esa Gran Familia de Familias que, para muchos, era la N ación.26 Por este, y no por otros motivos, Sabino Arana, que en su juventud había leído El liberalismo es pecado del catalán integrista y ultra conservador Félix Sarda y Salvany, se casaba con «Nicolasa Achicallende, a quien selecciona con precisión de zoólogo, especialmente a la hora de comprobar en el archivo parroquial, a fuerza de reconstruir el árbol genealógico con 126 apellidos, que el “allende” no suponía impureza de sangre. “De esta manera pude llegar a hallar la incógnita y tranquilizarme”, escribe [Arana] a su amigo Aranzadi. “El apellido es el sello de la raza”, añade en otro m omento».27 Con la delfocosificación del sexo femenino los nacionalistas conseguían que no existieran diferencias entre familismo ginecológico y familismo patrió­ tico. E igual que no hay confusión entre raíz y tallo, los nacionalistas entron­ caban linaje y procreación. E igual que en la legendaria Esparta el matrimonio servía de vehículo para la mejora étnica de la población y un marido podía ceder su mujer a un varón excelente con la intención de obtener una descen­ dencia superior, en el fascismo contemporáneo las mujeres tenían que parir, con idénticos objetivos, hijos sanos y fuertes para el Estado. Tanto es así que el lugarteniente alemán M artín Bormann pensaba que «cuando acabe esta guerra, nuestra situación etnográfica será catastrófica [...]. Si en la cría de ganado he de atenerme estrictamente al acoplamiento de animales [...], la mujer que a la terminación de esta guerra no tenga marido ni probabilidades de conseguir uno, debe hacer vida marital con un solo hombre a ser posible y engendrar el mayor número de hijos que pueda [...]. Es necesario fomentar el culto a la madre para asegurar el porvenir de nuestro pueblo». Esta fórmu­ la de matrimonio, llamada Volknohete, enaltecía desde el punto de vista nacio­ nalista el acto de tener descendencia y, mientras combinaba la idea de fecundidad con patria y raza, la mujer era a modo de tierra procreadora el ins­ trum ento délfico que daba vida a los Héroes, conservaba la pureza de la Raza y con energía maternal sustentaba los cimientos de la Patria.28 26 «Deifico» deriva de Delfos. Y Delfos, nombre que etimológicamente significaba «útero», «matriz», era uno de los santuarios griegos más importantes de la Antigüedad y, según contaba la tradición, estaba situado en el centro mismo de la tierra. 2/ Antonio Elorza, «Sabino Arana: cien años de Euzkadi», en el diario El País, Madrid, 22-XI2003, p. 9 (Historia). 2» «Deseables relaciones étnicas...» de una memoria del lugarteniente Martín Bormann escrita el 29 de Enero de 1944, en W . AA., La Segunda Guerra Mundial en fotografías y documentos, Barcelona, Plaza y Janes, 1973, vol. II, p. 346. Añadamos a la idea de la procreación en beneficio

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La obsesión eugenésica del nacionalsocialismo alcanzaba límites enfermi­ zos, como han estudiado Ken Anderson y Dusty Sklar. De hecho, Hitler pen­ saba que la raza más pura se localizaba en Noruega y, por tal razón, se empeñó en poner en marcha los Hogares Lebensborn, reservados para esos niños y niñas nacidos de la unión de mujeres noruegas con miembros del ejército ale­ mán. La creación de dichos hogares se basaba en las ideas de Walter Darré, periodista y político alemán que pasaba por ser uno de los teóricos de la ideo­ logía nazi al lado de Alfred Rosenberg y Ernst Jünger. Pues bien, Darré había formulado la teoría de Das Blut und Der Boden (La Sangre y El Suelo) identi­ ficando la sangre nórdica con la tierra alemana. Y sobre el germen de esta uto­ pía egolátrica, es decir, sobre el mito de gestar la raza perfecta, otro destacado miembro del partido nazi, Himmler, aportaría su particular grano de arena: con Himmler brotaba la «Orden de la sangre (Nórdica)». Y no sólo eso. Himmler que defendía la ley sagrada de la tierra, los muertos y la estirpe creía en la necesidad de copular en aquellos cementerios donde hubiera héroes ente­ rrados. En su opinión, la simiente espiritual de esos antiguos superhombres lograba colarse délficamente por el vientre de esas mujeres que, entre los muros sagrados de las sepulturas nórdicas, se afanaban por lograr la gestación y lograr que sus hijos heredaran las cualidades de los titanes allí enterrados. ¿Entonces? Simplemente esto: que igual que «la gran Revolución france­ sa busca sus figuras ideales en la Antigüedad clásica, sobre todo en la roma­ na, y cualquier tribuno del pueblo se da a sí mismo e impone a sus retoños nombres sacados de Cicerón y de Tácito. Del mismo modo, un buen nacio­ nalsocialista pone el énfasis en su parentesco de sangre y de espíritu con los germanos, con los hombres y dioses del norte».*29 Con la vuelta a las fuerzas de la tierra como centro del universo se esta­ ba procediendo, queda claro, a desmantelar el edificio democrático. Y, con el desbaratamiento del Estado liberal, poniendo fin también a la forma pacífi­ ca de vida entre las personas. Había llegado, pues, la hora de las nuevas aris­ tocracias, de los nuevos señoríos, de las nuevas razas. Es más, con el nacionalismo fantaseado, la Patria devino tierra de exclusión en cuyo altar se libaban, siempre en torno a un falso principio racial de identidad, los sentidel pueblo el hecho de que Bormann también sugiere que cada jefe nazi tenga dos o tres mujeres con el fin de tener el mayor número de hijos posibles. Véase VV. AA., La Segunda Guerra Mundial, Madrid, Sarpe, vol. VIII, p. 35. 29 Víctor Kemplerer (1947), LTI. Apuntes de un filólogo, o. cít., I, p. 31.

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mientos de exaltación del yo colectivo, del Nosotros. Y por erigirse la Nación en dogma y culto se pudo llegar a cometer brutalidades sin fin contra las per­ sonas que no eran ni incluidas en el grupo de nación/raza dominante ni goza­ ban (tampoco podían aspirar a disfrutar) de ningún estatus de ciudadanía porque se les trataba como a forasteros. Con este trasfondo tan sanguinario murieron asesinados armenios, judíos, eslavos, gitanos... Pero también, no lo olvidemos, en nombre de la construcción de la patria vasca y de la patria catalana, racistas de la talla de Aguirre (Partido Nacionalista Vasco) y de Companys (Esquerra Republicana de Cataluña) pudieron llevar a la muerte a miles de vascos y a miles de cata­ lanes, a esos que, según Aguirre y Companys, incumplían la ley racial del «Nosotros no somos Ellos». No extraña que, al término de la Segunda Guerra Mundial y tras los bru­ tales desastres vividos bajo la guadaña del nacionalismo, el Papa Pío XII en su mensaje de Navidad de 1954 condenara el nacionalismo como fuente de males ilimitados.30

¿LA

EXCEPCIÓN QUE CUMPLE LA REGLA ?

La fórmula Volknohete no podía prosperar fuera de su núcleo de gesta­ ción. Al fin y al cabo, Hitler se había propuesto como meta situar su sentido racial de Estado por encima de los credos cristianos de Alemania, igual que los revolucionarios franceses instituyeron en la segunda mitad de noviembre del año 1793 el culto a la Razón, también por encima del culto cristiano. Por supuesto, este tipo de proyectos claramente paganizantes nunca encontró, en España, eco ni apoyo, y menos a partir del año 1939. Y es que, tras ganar la guerra civil, Franco logró reflotar un sinfín de tradiciones antimodernas a partir de los fueros más arcaizantes de la religión católica. El patriotismo natalista que en España se puso en marcha permitió al sexo masculino volver a gozar de un estatus cenital de superioridad. De hecho, la tarea de los ideólogos del franquismo consistió en resituar la vida Para un análisis histórico de los asesinatos cometidos en Vascongadas y en Cataluña contra los malos vascos y los malos catalanes pueden leerse estos dos textos: José Díaz Herrera, Los mitos del nacionalismo vasco, Planeta, Barcelona, 2005, y César Alcalá, Checas de Barcelona, Barcelona, Belacqva, 2005.

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de hombres y mujeres en una nueva geografía después de ser, eso sí, extirpa­ da toda la legislación constitucional del periodo republicano. Así que, desde el retorno a una obsoleta arquitectura pudo desaparecer el axioma de la igualdad de derechos. A consecuencia de lo cual, la mujer quedaba sujeta a la tutela del varón y, como debía abrazar por ley la feminidad marital y pro­ creadora, en el régimen franquista no cabían otras opciones. Por eso y dado que las únicas cualidades de estimación social y política residían en su vien­ tre procreador, la mujer quedó convertida en un totus uterus. No podía ser de otro modo si las tácticas político-natalicias de los regímenes fascistas siempre intentaron propiciar que las mujeres pariesen para el Estado hijos, y muchos. Obsesión crónica que se observa en la trayectoria política del gene­ ral Franco cuando este militar llegó a establecer una serie de ayudas destina­ das a los matrimonios fecundos, tal y como se desprende de la ley de Bases de 18-VII-1938. La prensa, adicta al Régimen fascista, también dejaba claro en los titula­ res de periódicos cuál debía ser el destino femenino. Así, en el Heraldo de Aragón, con fecha de 24 de Marzo de 1940, se lee «Función social del matri­ monio. Educar a las futuras madres para la repoblación de España». Es más, iniciado el año 41 se penaliza tanto el aborto como el uso y propagación de información anticonceptiva, medida que la Italia fascista, en el código del 1930, había recogido también con su ley sobre «delitos contra la sanidad e integridad de la estirpe». Pero llegó a tales límites la obsesión franquista por mantener a la fémina en el ámbito doméstico, que no sólo se impidió el empleo de la mujer casada cuando la percepción salarial del cónyuge supera­ ba un determinado nivel económico, sino que incluso en las legislaciones posteriores a 1942 se recogía que la trabajadora, al contraer nupcias, aban­ donara su puesto de trabajo a cambio de una dote nupcial. Declarado el arquetipo matrimonial como esencia de la feminidad, el Régimen penalizará el rol laboral de la mujer, aspecto que se complementaría con la promulga­ ción de la ley Sálica (1947), en virtud de la cual no podía la mujer acceder a las más altas instancias del Estado. Hay que indicar que estas medidas no eran novedosas. La ideología de Franco seguía al pie de la letra el espíritu católico de la Encíclica del Papa Pío XI, Casta Connubii (1930), en donde se aseveró que el lugar del sexo femenino no era otro que el matrimonio. Pero no olvidemos tampoco que ya en 1936 el historiador Juan Gaya consideraba antisocial y antieconómica la

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irrupción de la mujer en la esfera laboral pues, en su opinión, el sexo feme­ nino realizando un trabajo fuera del hogar subvertía la estructura familiar suplantando en el ámbito público la figura del hombre trabajador. Convertida la gestación en un elemento básico de la vida femenina, sur­ giría el Patronato de Protección de la Mujer por el Decreto de 6-XI-1941, patronato que servía para ejercer de manera operativa un fuerte control ideo­ lógico sobre el mundo femenino. Con esta medida, el Régimen reforzaba únicamente aquello que le era afín. Como ejemplo de ello, la poetisa Amparo Abad obtendría el premio García Lorca en 1950 por su poema «Maternidad». Y en este ambiente tan patriarcal, el científico y botánico Pío Font y Quer en su obra Plantas medicinales (1962) definiría la menstruación como «sangre de casaderas». Visto lo visto, ¿cuál era el valor social que emanaba la mujer? Prácticamente nulo. Ella vivía inmersa en un estado de postración concepcionista y de alienación biológica. Además, si el Papa Pío XI había declara­ do en la Encíclica citada la superioridad de la vida del neonato frente a la de la madre cuando ambos estuviesen en peligro, resulta que en el franquismo el beneficiario de las ayudas por maternidad era el cabeza de familia. Esto se observa en el artículo 30 del Decreto de 31 de Marzo de 1944, donde el binomio «fecundidad-trabajo» era un asunto de hombres y el marido podía ver mejorado los frutos de su trabajo con las labores de la fecundación. Es por esto, y no por otros motivos, por lo que las ayudas a la natalidad eran otorgadas en su mayoría por el Ministerio de Trabajo, que a su vez negaba la concesión del plus familiar a las familias con madre trabajadora, o sea, en activo. Es por esto, y no por otras razones, por lo que el Régimen asoció la entrega de los famosos Premios de la Natalidad con la conmemoración festivo-laboral del 19 de Marzo, día del Padre. Esta festividad, al tener como patrón a san José, servía para legitimar la autoridad pública que emanaba la figura del paterfamilias y de paso, desde el punto de vista teocrático, para resaltar la imagen de Franco como cabeza visible de la Sagrada Familia (de España). Se puede discutir este enfoque diciendo que en España había un culto a la mujer-madre. Sin duda, tiene sentido tal objeción, sobre todo cuando el Régimen utilizaba de modo iterativo expresiones lingüísticas como Madre Patria, Nuestra Santa Madre Iglesia..., expresiones con las que traslucía la alta estima institucional por la gestación femenina. Sin embargo, dejando a un

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lado la semántica del nacional-catolicismo, la verdad es que la mujer españo­ la vivía en un estado de postración social, pues «concepción y natalidad» constituían términos exclusivamente masculinos. Y la ocultación de lo feme­ nino llegó a explicitarse en el Seguro de Maternidad en donde la maternidad sería destipificada como algo propio de la mujer, pasando la gestación y el parto a integrarse en la cláusula general de cuestiones por enfermedad. Así se desprende del artículo 5 del Decreto de 9 de Julio de 1948. Además, convie­ ne recordar que el padre de familia era, debido a su biología concepcionista, un sujeto que manifestaba «un acto de ciudadanía», amén de ser símbolo «ejemplar en la vida social».31 Lo curioso de esta política estriba en sus lacerantes contradicciones ideo­ lógicas: san José no tuvo hijos con la Virgen María; el espíritu concepcionis­ ta del catolicismo franquista estaba respaldado por un ejército dé sacerdotes infértiles; Franco sólo tuvo un vástago; los premios de natalidad penalizaban el concepcionismo no matrimonial; la Sección Femenina, organización que predicaba el natalismo, contaba entre sus filas con un gran número de muje­ res solteras... Y puesto que, como sabemos a través de la biografía de la patrona de la Sección Femenina, Teresa de Jesús, esta santa quiso rehuir los deberes del matrimonio eligiendo una vida monacal, no hay duda de que el natalis­ mo franquista estaba ricamente impregnado de curiosas paradojas. Y si la Virgen María fue, en la práctica, una madre soltera, durante el franquismo la madre no casada fue de continuo marginada y humillada, y el Régimen no dejó de castigarla a través de diversos vericuetos legales. Y es que la madre soltera había roto, fuera del santo sacramento del matrimonio, el tabú de la virginidad y, por tanto, acorde con su osadía sexual no dispondría del Seguro de Maternidad, del mismo modo que sin el cabeza de familia tampoco constituía familia. Catapultada al ostracismo, se le nega­ ba el seguro médico de maternidad aun siendo madre, y tampoco podía for­ mar una familia pese a que la tuviese y mantuviese. En consecuencia, aunque en el pasado etimológicamente «matrimonio» significó «oficio de madre», para el franquismo la conditio sine qua non del orden social residía en la maternidad legalizada a través de la ceremonia católica del matrimonio. Es más, al no haber vínculo sacramental y tampoco constancia del padre, la

51 Sobre el acto de ciudadanía véase la ley del 18 de Junio de 1942. Y acerca de la ejemplaridad véase el Decreto del Ministerio de Trabajo del 17-11-50.

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madre soltera no disponía ni siquiera del libro de familia en donde adminis­ trativamente dejara constancia de la existencia de su prole. En estos términos tan duros, tan implacables se movía la lógica franquista.32 La madre soltera encarnaba lo que más odiaba el Régimen, pues si inclu­ so en el caso de una maternidad tan atípica como la de la Virgen María exis­ tió un padre putativo, con idéntico motivo en la maternidad franquista el padre debía ser el requisito regulador de la worwzzlidad legal y biológica del sexo femenino. Bien es cierto que no podía ser de otro modo, ya que el Régimen había defendido la superioridad legal del varón llamárase padre, patrón, o esposo. Y por ello a la mujer le fue taxativamente prohibido por la ley de 11 de Mayo de 1942 tanto la vida en amancebamiento como la prác­ tica del adulterio.

M UERTE

A LA IN T E L IG E N C IA

No podemos acabar este capítulo sin reseñar la acción venenosa que recae sobre el irracionalismo, y más cuando los Pompeyo Gener, los Prat de la Riba, los Arana, los Lenin, los Mussolini, los Franco, los Hitler... pudieron decir lo que dijeron gracias a sus proclamas, tan irracionalistas como llenas de odio. Pero para hablar del irracionalismo conviene antes anotar los muchos réquiems que por toda Europa ya venían, desde hace tiempo, ento­ nándose. Y es que la inteligencia, el sentido común, la búsqueda de la ver­ dad... desde hacía unas décadas estaban dejando de ser elemento esencial dentro de la vida social. Y por el hecho de que estaban dejando de ser punto de referencia dentro de la convivencia, la escritora española, penalista y socióloga Concepción Arenal se quejaba en sus Cartas a un obrero (1871) de que «la ciencia puesta al servicio del interés o de la pasión, ni se engrandece ni se extiende; vicia en vez de purificar la atmósfera en que vive el espíritu; es una especie de monstruo repugnante o infecundo».33 El comentario que lanzó Concepción Arenal resulta históricamente ade­ cuado, y más cuando Nietzsche al inicio de su obra inacabada La voluntad de 52 Esto puede verse en el artículo 7 de la Resolución General de Registros y del Notariado de 21 de Noviembre de 1951 (B.O.E. 5-XII-1951). Concepción Arenal (1871), (La cuestión social:) Cartas a un obrero. Cartas a un señor, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1994, vol. II, p. 157.

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poder, obra publicada un año después de su muerte, en 1901, también seña­ laba que «toda nuestra cultura europea se agita ya desde hace tiempo, con una tensión torturadora, bajo una angustia que aumenta de década en déca­ da, como si se encaminara a una catástrofe; intranquila, violenta, atropella­ da, semejante a un torrente que quiere llegar cuanto antes a su fin, que ya no reflexiona, que teme reflexionar». El análisis de Arenal sobre la aparición de un monstruo repugnante se complementa muy bien con la visualización de Nietzsche sobre Europa sumi­ da en la crisis y en el temor a reflexionar. Veinte años después, Oswald Spengler llegaría a defender en su obra titulada La decadencia de Occidente (1918-1922) que la época de las luces, o la época en la confianza en la Razón pertenecía a la edad otoñal de la Cultura. Con comentarios de este tipo no se respiraba en el aire sino pesimismo, pues por un lado Nietzsche profetizaba desastres mientras que, por otro, Spengler veía irreparable el declive de Occidente. ítem más. Si Paul Charles Joseph Bourget en Los ensayos de psico­ logía contemporánea (1883), al estudiar a los autores que más le habían influi­ do (Renán, Baudelaire, Flaubert, Stendhal, Taine...), acabó observando en estos intelectuales formas modernas de desánimo, con el paso del tiempo el tono de ese pesimismo se volvería más oscuro, incluso denso. Y aunque el filósofo berlinés Georg Simmel registró en 1918 El conflicto de la cultura moderna, cuatro años antes el discípulo de Dilthey Eduard Spranger, también filósofo berlinés, había señalado la dificultad de pensar desde criterios objeti­ vos; y ante tal inconveniente decía en las primeras páginas de su voluminosa obra Formas de vida que «la sociedad puede valorar tan falsamente — es decir sólo subjetivamente— como la conciencia individual. Ha de construirse, pues, una conciencia normativa, es decir, una conciencia guiada por leyes objetivas que sea árbitro tanto de lo individual como de lo colectivo». ¿Lo que formulaba Spranger era realmente posible? No, puesto que como todo el m undo quería tener razón, nadie iba a ceder su cuota de ver­ dad por un sistema de mediación y arbitraje. La opción que apadrinaba Spranger, la conciencia guiada por leyes objetivas, tenía poca salida en un m undo cuya crisis de valores lo envolvía todo y, como decía Nietzsche, era palpable el miedo a reflexionar. Crisis de valores de la que el muniqués Max Scheler no pudo desprenderse cuando, al inicio de El puesto del hombre en el cosmos (1928), subrayaba el hecho de que «en ninguna época de la historia ha residtado el hombre tan problemático para sí mismo como en la actualidad».

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Pero Scheler no era el único en formular tales diagnósticos. El pensador José Ortega y Gasset en su paradigmática obra La rebelión de las masas ano­ taba dos años más tarde cómo prendía entre la izquierda y la derecha el irra­ cionalismo de la peor laya, y decía: «cualquiera puede darse cuenta de que en Europa, desde hace años, han empezado a pasar “cosas raras”. Por dar algún ejemplo concreto de estas cosas raras nombraré ciertos movimientos políti­ cos, como el sindicalismo y el fascismo. [...] Bajo las especies del sindicalis­ mo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hom bre que no quiere dar razones ni quiere tener razón sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón». Y añadía Ortega: «lo “nuevo” es en Europa “acabar con las discusiones”, y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique el acatamiento de normas objetivas, desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia». Dudo mucho que Ortega, cuando se refería a ese tipo de hombre que sólo quiere imponer sus opiniones, conociera la carta que escribió Lenin al escritor Gorki el 15 de septiembre de 1922. Carta en la que el gran líder de la Revolución rusa haciendo gala, como más tarde lo haría Hitler, de su infi­ nito desprecio hacia los instruidos escribía acerca de la fuerza intelectual de los obreros en contraposición a la terminología escatológica aplicada a los intelectuales. Y es que, según Lenin, debía saber Gorki que «la fuerza inte­ lectual de los obreros y campesinos crece en la lucha por derrocar a la bur­ guesía y a sus acólitos, esos intelectuales de segunda fila y lacayos del capitalismo que se creen el cerebro de la nación. No son el cerebro de la nación. Son su mierda».34 El juicio pesimista de Ortega volvería a sacarlo a colación el psicólogo existencialista Karl Jarpers cuando en 1932 hizo anotar que lo que le había sucedido a la época contemporánea no era sino el arraigo y propagación del recelo, del sentimiento de desconfianza hacia el principio de autoridad, de racionalidad y objetividad. Por supuesto, ni Georg Simmel ni Eduard Spranger ni Max Scheler ni Ortega ni Karl Jaspers fueron los únicos en regis­ trar, desde distintos ángulos, el derrum be de la civilización europea. El pro­ fesor de la Sorbona Albert Demangeon ya había publicado en 1929 un libro 14 José Ortega y Gasset (1930), La rebelión de las masas, o. cit., pp. 185-6. Lenin, «Carta a Gorki» del día 15 de septiembre de 1922, citada en Martin Amis (2002), Koba el Temible. La risa y los veinte millones, o. cit., pp. 23, 34.

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con un título muy revelador al respecto: El declinar de Europa. Es más, tal era la hondura de la crisis de valores que asolaba al continente, que el socialista italiano Arturo Labriola también se vio obligado a escribir unas páginas sobre El crepúsculo de la civilización (1937). En medio, pues, de una atmósfera de abatimiento se entiende que el his­ toriador Arnold J. Toynbee hablara del «eclipse de Europa» aunque, por la misma época, hacia 1927 Julien Benda reclamó la vuelta a la racionalidad, el retorno a la ilustración y, sobre todo, la necesidad de practicar un pensa­ miento libre de ataduras políticas. Benda que criticaba el fascismo francés, ita­ liano, el bolchevismo ruso..., no tomaba como argumento de autoridad el entusiasmo, la fe, la pasión, la heroicidad, el coraje..., propio de los movi­ mientos de masas. Y puesto que se oponía con idéntico tesón a las corrientes nihilistas del existencialismo, se veía obligado Benda a condenar las filosofías irracionalistas (Sartre, Sorel, Bergson...) que sumían al ser humano en el maremagnum de la confusión.

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DE LOS

«N O -VALORES»

El irracionalismo estaba profundamente arraigado en Europa. Y desde hacía décadas. Karl von Clausewitz, por ejemplo, al dedicar un capítulo de su obra De la guerra (1816-1831) a hablar de «Las principales potencias morales», sólo subrayaría las cualidades del «entusiasmo, celo fanático, fe y opinión», cualidades que tomaría, por cierto, tiempo después y al pie de la letra Adolf Hitler. Pero en honor a la verdad, y mucho antes que Hitler, fue el filósofo de la posmodernidad Friedrich Nietzsche quien mejor supo ela­ borar un cántico a la muerte de la inteligencia, pues como continuador de la herencia anarquista de Max Stirner, Nietzsche tomaba la objetividad por valor inferior. Por eso, al inicio de su obra Más allá del bien y del mal (1886), Nietzsche expresó sin preámbulos ni fiorituras que «puede ser que deseemos la verdad, pero ¿por qué rechazar lo no-verdadero, o la incerti­ dumbre y hasta la ignorancia?». Y no contento con estas declaraciones añade: «la mayor parte del pensamiento consciente de un filósofo está gobernado por sus instintos y forzosamente conducido por vías definidas». Motivo por el cual, advierte Nietzsche, «nuestro instinto más fuerte domi­ na por igual nuestra razón y nuestra conciencia». Y es que según él no había

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posibilidad de sobreponernos a los instintos, del mismo modo que en opi­ nión de Sigm und Freud era difícil sustraerse a la influencia todopoderosa del Inconsciente. Con un enfoque así, parecía que sólo había una vía: buscar dentro de la Vida las claves al enigma de la Vida. Con un planteam iento así, no exis­ tían razones para pensar desde la sensatez. Y desde la razón de la sinrazón, y por miedo a reflexionar, afirmaría el nacionalista ultra conservador Sabino Arana, «no discutiremos con los periódicos ni con escritor ninguno sobre los puntos de doctrina, sean políticos, históricos o lingüísticos; [...] sería perder el tiempo miserablemente, porque una discusión es siempre un paso atrás en el camino que se tiene trazado». Unos años después, otro desertor de la racionalidad, Adolf Hitler Póltz, no sólo diría que «no es la objetivi­ dad, vale decir debilidad, sino resolución y energía» las llaves que abrirán las puertas del corazón de las masas. No, además de dedicarse a atacar la racio­ nalidad, se dedicaba a criticar a la clase intelectual, al tiempo que denosta­ ba las materias de estudio que, en su opinión, por su complejidad y densidad abotargaban la m ente de la juventud alemana. La solución, según Hitler, pasaba entonces por buscar en el fanatismo, sólo en el fanatismo la fuente de la verdad, mientras que para Franco la solución a los problemas políticos pasaba por usar la disciplina, sólo la disciplina, tal y como lo dejó dicho el 14 de julio de 1931 en su Discurso de la Academia de Zaragoza: «¡disciplina!, que reviste su verdadero valor cuando el pensam iento aconse­ ja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levan­ tarse en íntim a rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción de mando. Esta es la disciplina que practicamos. Este es el ejemplo que os ofrecemos». Y no sólo eso. Si el lema de Mussolini era claro y contundente: «despre­ ciamos la trampa mortal de la coherencia», con gritos de «¡Viva la muerte!», «¡Mueran los intelectuales!», «Muera la inteligencia!»... abucheaban el 12 de octubre de 1936 a Miguel de Unam uno durante el discurso inaugural de la Universidad de Salamanca. Y este viejo rector que al estallar la guerra civil había apoyado a los sublevados, pronunció ante tal afrenta al sentido común, su célebre «Venceréis pero no convenceréis», con el que se enfrentaba al gene­ ral sublevado Millán Astray y casi le cuesta la vida.35 ’s Respecto a la utilización de pasajes de Nietzschc dentro de la ideología nazi puede leerse el capítulo de Nietzsche the nazi de Alan Taylor en: www.nta.edu/english/apt/fritz/anietzschenazi.htnd

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En este contexto de suspicacia y enorme irracionalidad volvía a tener sentido aquella sentencia quijotesca que hace siglos formulara espléndida­ mente Cervantes: «la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo».

Sabino Arana, «Nuestro plan de lucha», en Bizkaitamr. 29-1-1894. Puede leerse el artículo en su integridad en Antología de Sabino Arana, o. cit., pp. 177 y ss. Adolf Hitler (1924), M i lucha, o. cit., pp. 139, 149. ünamuno ingresa en la Agrupación Socialista de Bilbao el 11 de octubre de 1894. Pero al poco tiempo, desilusionado, dejaba la coalición socialista. En 1897 en una carta que dirige a Mágica explica por qué abandonó el partido socialista: «soy socialista convencido pero, amigo, los que aquí figuran como tales son intratables, fanáticos necios de Marx, ignorantes, ordenancistas, intolera­ bles, llenos de prejuicios, ciegos a las virtudes y a los prejuicios de la clase media, desconocedores del progreso evolutivo, en fin, de todo tienen menos sentido social. A mí empiezan a llamarme místico, idealista y qué sé yo no sé cuántas cosas más. Me incomodé cuando les oí la enorme bar­ baridad de que para ser socialista hay que abrazar el materialismo. Tienen el alma seca, muy seca. Es el suyo un socialismo de exclusión, de envidia y de guerra, y no de inclusión, de amor y de paz. ¡Pobre ideal! ¡En qué manos anda el pandero!». Luego, con los años ünam uno se presentaría en 1931 a las elecciones municipales por la coa­ lición republicano-socialista; no obstante, realizaría fuertes críticas contra los excesos que acome­ tía la izquierda. Como resultado de su actitud, de su artículo «Verdugos no» ünam uno recibió por parte del gobierno republicano español el regalo de la censura, y todo por desaprobar la represión de la revuelta asturiana. Y si en 1935 era nombrado ciudadano de honor de la República, un año más tarde, en 1936, ünamuno firmaba un manifiesto contra la guerra civil al tiempo que repro­ chaba en sus escritos la política inmoderada del gobierno del Frente Popular. Y cuando la ocasión se presentó, también se enfrentaría a uno de los militares golpistas, nada menos que al mismo general Millán Astray. A raíz de lo cual era sometido a arresto domiciliario y destituido de todos sus cargos.

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EL N A CIO N A LISM O DE CLASE: EL ABORDAJE DE LAS MILICIAS OBRERAS

Cuando el pueblo se alza todo entero no tiene por qué rendir cuentas; todo lo que entonces hace tiene razón para hacerlo. Resoluciones de París dedicadas a la Nación y al distrito de los Petits-Augustins, (propietario y editor Prudhomme), n.° 162, del 11 al 18 de agosto (1792) [Las luchas] son un medio poderoso para despertar y reforzar la conciencia de clase, un medio poderoso para aglutinar al proletariado bajo la misma bande­ ra y fomentar su entusiasmo y su fe hacia los nuevos objetivos, para que de esta manera entre en la lucha como una falange cerrada. KARL KAUTSKY,

Parlamentarismo y Democracia (1893) De quien razone así en relación a los otros hay que sospechar, con razón, que desconoce al hombre y pretende convertir a los hombres en máquinas. WlLHELM VON HüM BOLDT,

Los límites de la acción del Estado (1792)

P ROFECÍAS

SOBRE LA LLEGADA DEL

ESTADO

POPULAR

Desde el mítico año de 1789 hasta el inicio, en 1939, de la Segunda Guerra Mundial, la m uerte de miles y miles de personas siempre ha entrado en el terreno de la contingencia. Y de la estrategia política. Pero frente al hecho de convertir la vida de la gente en el festín macabro de la noche de San Bartolomé alzaron sus voces Pierre-Joseph Proudhon y sus seguidores, tam ­ bién los pacifistas cristianos, los filantrópicos, los liberales amigos de la paz,

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etc. Mas sus peticiones no encontraron eco en el último cuarto del siglo xix, y tampoco llegarían a cuajar sus deseos de concordia durante las primeras décadas del xx, m om ento en que el horror nacionalista se instala, hasta den­ tro, en las cocinas del Estado. Com o botón de muestra de lo que decimos tenemos el asesinato de Jcan Jaurés, una de las figuras más emblemáticas y destacadas del partido socialis­ ta francés, y también dentro de la Segunda Internacional. Director del perió­ dico L’H umanité, Jaurés abogaba por un sistema de arbitraje entre las naciones con el fin de garantizar la eliminación de posibles conflictos bélicos. Con estas palabras que pronunciaba en Bruselas: «hombres hum anos de todo el m undo, he aquí la obra de paz y de justicia que debemos cumplir», finali­ zaba su discurso del 29 de julio de 1914. Su pacifismo intemacionalista, aun­ que le daría reconocimiento y fama, constituía un obstáculo, una traba muy seria en un ambiente tan agresivo como el que vivía Europa en los m om en­ tos previos al desenlace de la Primera Guerra Mundial. De modo que antes del inicio de la guerra, Jaurés era asesinado. Y al ser eliminado en 1914 este personaje con gran proyección pública, el pacifismo también lo fue. La paz no interesaba. Antes de Jaurés, Proudhon ya había entendido que los excesos en la arena política suelen ir acompañados de prácticas sanguinarias y liberticidas. Y desde luego Proudhon no fue el único intelectual de izquierdas que razonaba de este modo. La misma Madame de Staél había dejado dicho, y claramente, en su ensayo «Sobre las circunstancias actuales que pueden poner término a la Revolución y sobre los principios que han de servir de base a la República en Francia» (c. 1798) que «la nación sólo es libre cuando sus diputados tienen un freno». Idea que haría fortuna en su amigo Benjamín Constant cuando éste, un tiempo después, señaló en las páginas finales de su ensayo La libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1819) que «los pueblos, que con el objeto de gozar la libertad que les conviene recurren al sistema representativo, deben ejercer una vigilancia activa y constante sobre sus representantes para ver si cumplen exactamente con su encargo y si defraudan a sus votos y deseos». El poder, según Mme. de Staél, precisaba frenos, sujeciones, diques... Y tenía que ser supervisado, inspeccionado, controlado porque los depositarios de la autoridad, añadiría Constant en su obra ya citada, «siempre están dis­ puestos a ahorrarnos toda especie de trabajo, excepto el de obedecer y pagar; ellos nos dirán: “¿Cuál es el objeto de vuestros esfuerzos, el motivo de vues-

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tros trabajos y el término de vuestras esperanzas? ¿No es la felicidad? [...] Pero no, no dejemos que obren de este modo: por grande que sea el interés que tomen por nosotros, supliquémosles que se contengan en sus límites, y que éstos sean los de ser justos: nosotros nos encargaremos de hacernos dichosos a nosotros mismos». Unos años antes de que Marx enunciase, en pro de su mal entendida democracia obrera, la implantación de una dictadura de hierro, el pensador y político liberal Alexis de Tocqueville había sugerido cuáles eran los incen­ dios que derivan de un Estado om nipotente, y por eso anunció que «cuanto más extenso e independiente es un poder, más peligroso resulta el posible abuso que del mismo puede hacerse. El origen del mal no está, pues, — decía Tocqueville— en la constitución de dicho poder, sino en la constitución misma del Estado que necesita de un poder semejante».' Queda claro que para Tocqueville el problema residía en restringir el uso político de la autoridad, incluso dentro de un Estado democrático, pues como él mismo dejó explicado, quien cree en la mayoría no puede caer en la necedad de aceptar que la mayoría tenga derecho a hacerlo todo, ni tam po­ co incurrir en el cretinismo de justificar que se cometan, en nombre de esa mayoría, abusos sobre la ciudadanía. Con un planteamiento así, Tocqueville veía lo fácil que era encontrar prácticas de despotismo no sólo en gobiernos de la escuela monárquica y aristocrática, sino también en esos nuevos gobier­ nos de corte democrático que no preven, aseguraba Tocqueville, poner barre­ ras al uso del poder. Un seguidor de la filosofía de Tocqueville, John Stuart Mili, también comentaría la posibilidad de que la clase política perpetrara excesos, faltas, ilegalidades y atropellos en nombre del pueblo. De hecho, en la introducción de su famoso libro Sobre la libertad que data del año 1859, decía Stuart Mili que «el “pueblo” que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el que se ejerce [...]. Por consiguiente, el pueblo puede desear oprim ir a una parte de sí mismo, y contra él son tan útiles las precauciones como contra cualquier otro abuso del poder». Stuart Mili era miembro de la Liga de la Paz y de la Libertad, una aso­ ciación fundada en Suiza en 1867 por republicanos y liberales pequeñobur1 Alexis

de Tocqueville (1835), La democracia en América, o. cit., vol. I, 1.a parte, cap. VIII, p. 224; y del mismo volumen, pero ya de la 2.a parre, léase el capítulo que dedica Tocqueville a la arbitrariedad de los magistrados bajo el imperio de la democracia americana, p. 300.

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gueses y que en su seno daba cobijo a figuras de peso internacional como Charles Lemonnier, Víctor Hugo, Louis Blanc, Garibaldi... e incluso Bakunin. Y aunque Bakunin salió de la citada Liga y presentaba su dimisión por juzgar tal organización obsoleta, no obstante y a pesar de las distancias ideológicamente insalvables que le separaban, Bakunin encontró (al igual que Proudhon, que Tocqueville y que el mismo Stuart Mili) el punto sombrío de quienes defendían el principio autoritario del poder y apoyaban desde una perspectiva liberticida el yugo del centralismo estatal amparándose, en nom ­ bre del pueblo, en la bondad de la dictadura del proletariado. Ante esta con­ tradicción, Bakunin señalaba en «Cartas a un francés sobre la crisis actual» (1870) que «no se puede imponer la colectividad más que a los esclavos y entonces el colectivismo se convierte en negación de la humanidad». Y aña­ día: «cuando en nombre de la revolución se quiere hacer Estado, aunque no sea más que un Estado provisional, se hace reacción y se trabaja por el des­ potismo y no por la libertad». En definitiva y de la misma manera que Benjamín C onstant anotó el componente vorazmente intervencionista de los representantes políticos, con el paso del tiempo también Bakunin hablaría del Estado tiránico que, por cierto, defendían hasta el paroxismo los marxistas. Y en las páginas finales de su libro Estatismo y anarquía (1873) dejó escrito en contra de esos pseudo demócratas que eran los marxistas: [...] así pues, desde cualquier parte que se examine esta cuestión, se llega siem­ pre al mismo triste resultado, al gobierno de la inmensa mayoría de las masas del pueblo por la minoría privilegiada. Pero esa minoría, nos dicen los mar­ xistas, será compuesta de trabajadores. Sí, de antiguos trabajadores, quizás, pero que en cuanto se conviertan en gobernantes o representantes del pueblo cesarán de ser trabajadores y considerarán al mundo trabajador, desde su altu­ ra estatista; no representarán entonces al pueblo, sino a sí mismos y a sus pre­ tensiones de querer gobernar al pueblo. [...] El llamado Estado del pueblo no será más que una administración bastante despótica de las masas del pueblo por una aristocracia nueva y muy poco numerosa [...]. El pueblo no es sabio, por tanto será enteramente eximido de las preocupaciones gubernamentales y será globalmente incluido en el rebaño administrado. ¡Hermosa liberación!2

1 Mijaíl Bakunin (1870), «Cartas a un francés sobre la crisis actual», en Obras completas, o. cit., vol. I, pp. 127, 130; y Mijaíl Bakunin (1873), Estatismo y anarquía, o. cit., pp. 199-200.

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EL CATECISMO MARXISTA Y EL PATRIOTISMO INTELECTUAL

Uno de los errores más persistentes entre los grupos de izquierda consis­ te en creer que la pertenencia identitaria otorga per se un plus de dignidad frente a otros grupos políticos. Por este motivo, es decir, por falta de autocrí­ tica, apenas se analiza el alto componente nacionalista que siempre ha impregnado la mayoría de las ideologías de izquierda. De este modo, cuando se habla de nacionalismo obrero — ahí está la obra de De Pareto titulada El peligro socialista que data de 1920— , suelen ser reconocidos los miedos que sentían la derecha y la extrema derecha ante la internacionalización del movi­ m iento proletario y el modelo colectivista de producción que se avecinaba. Por el contrario sin embargo, rara vez, muy rara vez sale a colación la fuerte concepción patriótica que llevaba pegado a sus espaldas el marxismo. Dicho con otras palabras: siempre que se habla del nacionalismo de clases se acaba aludiendo al tem or que producía el abordaje proletario entre las fuerzas más conservadoras de la sociedad que, a modo de contrapeso, buscaban fortificar el régimen burgués a golpe de despotismos nacionalistas o, como pensaba Mussolini, gracias al respaldo de la fuerza, mientras curiosamente nunca o casi nunca se alude al fuerte trasfondo nacionalista que daba cuerpo al mar­ xismo y que, por cierto, sustentaba la idea de construir una Republica Obrera Universal. Se produce entonces un desequilibrio intelectual, y con la balanza fuer­ temente desnivelada resulta que sólo es estudiado ese nacionalismo burgués de vientos ultra conservadores que en las últimas décadas ha sido, por cierto, de manera espléndida investigado quedando, no obstante, encerrado en la oscuridad de las omisiones el espinoso asunto del nacionalismo proletario. Pero quien a estas alturas acepte que autores como Marx y Engels, por defen­ der el fin de la Nación burguesa, no fomentaron a su vez un nacionalismo de clases comete un gravísimo error y más cuando los fundadores del marxismo se hundieron, también sus partidarios, en las fosas del nacionalismo y hasta hablaron del advenimiento de el partido-Patria del proletariado. No observar, entonces, la fiereza del nacionalismo proletario es hoy por hoy un auténtico desatino. Desatino que ha mediatizado la percepción de la realidad de intelectuales, periodistas, docentes, artistas... durante gran parte del siglo xx. Desatino que, además, ha sido el agente causante de que no se anotara el componente ultra patriótico de las ideologías de izquierda.

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NACIONALIZACIÓN DE LA IN TELIG EN CIA

Desde el arranque de la Revolución francesa mucha gente de izquierdas se ha situado cartográficamente en bloque dentro de un pensamiento patrió­ tico de bloque, hecho que se agudiza, en opinión de Élie Halévy, en agosto de 1914 cuando se produce el punto de arranque de «La era de las tiranías». ¿Por qué según Halévy se agudiza en el año 1914 la nacionalización de la inteligencia? Porque en ese m om ento los países de Europa, así lo subrayó Halévy, comienzan a estatalizar la economía, a involucrarse en la publicidad de las ideas políticas, a trabajar por construir formas de pensamiento colecti­ vo llegando incluso a censurar todas aquellas corrientes de opinión que no eran afines al interés patrio. Desde luego y aun cuando el razonamiento de Halévy conserva gran parte de su brillo, si no todo, resulta aventurado centrar en el año catorce el fenómeno de la nacionalización de la inteligencia. O lo que es igual, resulta atrevido buscar en el origen de la Primera Guerra Mundial el fenómeno de la adhesión nacionalista de la clase intelectual a grupos y partidos colectivistas. Y aunque durante los primeros lustros del xx los líderes más representativos de la socialdemocracia europea caminaban por el desierto de la intolerancia, es decir, entre el catecismo marxista y el patriotismo proletario más intole­ rante o, lo que es igual, entre la búsqueda socialista de la pureza intelectual y, al mismo tiempo, el respeto absoluto al partido-Patria, resulta que ya duran­ te el siglo xix venían percibiéndose, en el seno de las izquierdas, signos claros de estatalización del pensamiento. Recuérdese la coalición de los marxistas contra los bakuninistas, o la alianza del socialista Lasalle al proyecto nacio­ nalista de Bismarck, o el apoyo de los socialistas sainsimonianos a la obra estatista de Napoleón III y, cómo no, el modo en que los intelectuales desde finales del siglo xix, denunciaba el socialista Jan Waclav Makhaiski (18661926), se sirven de las teorías del proletariado para, sin escrúpulos, subirse al carro del poder del Estado. Pero también recuérdese cómo sólo unos años antes los líderes de la Revolución francesa habían ejercido, y con cuanta fie­ reza, el control de la ciudadanía tras clasificar las ideas en buenas y malas, y asignarles el estatus de lo políticamente correcto o incorrecto. Dicho esto, aun cuando no negamos, ni es nuestra intención hacerlo, que el ambiente político creado en el año 1914 favoreció, también dentro de las izquierdas, el auge de las pasiones nacionalistas hasta límites nunca vistos;

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aun cuando no negamos, ni es nuestro deseo hacerlo, que el ambiente polí­ tico creado en los prolegómenos de 1914 reforzó la estatalización europea del pensamiento a niveles jamás antes imaginados; no obstante, creemos que en la izquierda revolucionaria siempre brilló, y desde sus orígenes, el ideal de res­ paldar el nacionalismo por la vía de la adhesión al pensamiento único. A títu­ lo de ejemplo expongamos que, en 1860 Garibaldi, pudo lograr uno de sus mayores bazas políticas al convocar a mil camisas rojas en su famosa marcha que luego, con el tiempo, remedaría Mussolini. No obstante, lo interesante de este episodio revolucionario no reside en el hecho de que las personas que componían la expedición de Garibaldi fueran en su mayoría intelectuales, cuanto en el modo en que los integrantes de la manifestación aceptaron mili­ tarizar sus ideas políticas haciendo coincidir, como si de un ejército se tratase, vestimenta, armas e ideología. Pero por otra parte, y dado que en la izquierda revolucionaria siempre primó el ideal de respaldar el nacionalismo desde la adhesión incondicional, ahí está Louis Auguste Blanqui (1805-1881), el cual, antes que Marx, ya preconizó hacer del partido de los trabajadores una orga­ nización que funcionase al modo militar. E igual que Blanqui concibió el pro­ yecto de convertir la lucha social en un movimiento revolucionario único,' tanto de mente como de acción, resulta que el ruso Nikolái Gavrílovich Chernyshevski (cuya obra Una pregunta vital: ¿Qué hacer? (1863), escrita durante su cautiverio en la fortaleza de los Santos Pedro y Pablo de San Petersburgo, tanto influiría sobre Lenin) también había defendido al más puro estilo Blanqui la profesionalización de la revolución. De hecho, Chernyshevski pedía que la gente se responsabilizase, se comprometiese políticamente, se adhiriese día y noche en voto de lealtad a los ideales revolucionarios.

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PENSAMIENTO ÚNICO

Dado que no pocos grupos de izquierda, a partir de la Revolución fran­ cesa, se embarcaron en el proyecto de que todos pensaran patrióticamente del mismo modo, de ese humus ideológico nació «la guerra de propaganda», gue­ rra de propaganda que por cierto defendía a capa y espada el líder y revolu­ cionario D anton. Y puesto que gran parte de la izquierda nacionalista se escoró, a partir de la Revolución francesa, a favor del pensamiento único, es lógico que brotara ese esperpento de la ley Couthon, ley destinada a penali-

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zar las ideas erróneas de los malos patriotas. Por supuesto, ya sabemos que la normativa Couthon tenía por cometido inducir a la ciudadanía francesa a que pensase por la vía de la fuerza de la misma manera que los dirigentes de la Nación. Por tanto, no es simple casualidad que de ese hongo activista haya brotado la reciente y no menos coactiva ley Gayssot (30-VI-1990), que, por cierto, fue adoptada en Francia a propuesta del ex ministro comunista fran­ cés Jean-Claude Gayssot, una ley, la ley Gayssot, cuyo cometido no es sino juzgar como delito la negación de los crímenes contra la hum anidad, y cuyo objetivo es castigar a quien exprese una opinión contraria a la que apunta la propia ley. Y es que el Estado lo prohíbe, igual que con la ley Couthon nadie podía discurrir más allá de lo que los jacobinos lucubraban como política­ mente correcto. Pensar por imperativo legal de una sola manera formó parte de la cose­ cha de la izquierda. Y la prueba de que en las filas de la izquierda abundaba el pensamiento patriótico de la unidad aparece, entre cientos de manifiestos y ensayos, en una obra del reputado Karl Kautsky titulada Parlamentarismo y democracia (1893). Pues bien, en el capítulo que dedica este ideólogo a la «Administración de Justicia y Prensa», Kautsky no sólo subraya que «la pren­ sa obrera se encuentra éticamente m uy por encima de la prensa burguesa». También indica cómo bajo la dirección del proletariado la prensa ha pasado «a ser un arma definitiva en la lucha contra la explotación y la corrupción, en la lucha para un resurgimiento intelectual, moral y físico de la clase trabaja­ dora». Y no sólo eso. En el prólogo a la segunda edición de Parlamentarismo y democracia que data de 1911, Kautsky señalaría que el proletariado «espera hacerse dueño del mundo». Y en tono categórico llegaba a afirmar, al estilo nietzscheano, lo siguiente: «en el proletariado, la voluntad de poder se con­ vierte en voluntad de organización».3 ¿Qué podemos destacar de este cúmulo de intenciones? En concreto un aspecto: que según Kautsky es bueno que todas las personas con conciencia de clase se alineen y crezcan gracias a la aportación del periodismo obrero que, además, en su calidad de difusor de la ciencia socialista, logra fortalecer en una dirección el grado de reflexión y de combatividad de la clase trabaja­ dora. O dicho de otro modo. El nacionalismo ideológico es en Kautsky el puntal básico con el que lograr la revolución proletaria y crear, gracias a la ’ Karl Kautsky (1893), Parlamentarismo y democracia, o. cit., capítulo «Administración de Justicia y Prensa»: pp. 164-5, y prólogo a la segunda edición: p. 78.

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ayuda inestimable de la prensa obrera, la posibilidad de agrupar un día no lejano a todos los trabajadores bajo una misma bandera. A saber, bajo la ban­ dera del Patria-partido. Naturalmente, en esta misma línea se posicionaría, tiempo después, el propio Lenin cuando en su escrito «Acerca de una carta de “los obreros del Sud”» (1901) comentaba que «es necesario crear una lite­ ratura especial para la educación política del proletariado ruso. [...] Sólo el periódico político puede realmente educar a las masas desde el punto de vista de la conciencia política».4 Pero claro, la meta catequista que form uló espléndidam ente Kautsky y a la que se aferraría con ahínco Lenin y, con él, un ejército de líderes e inte­ lectuales de izquierda, meta que por otra parte no es nada original en el ám bito de la socialdemocracia europea por cuanto Marx y Engels siempre propugnaron el patriotism o de la organización; esa meta catequista que for­ muló Kautsky, repetimos, partía de un principio totalitario, que no es otro que instaurar y m antener por todos los medios la unidad del proletariado desde una dictadura ideológica. Por eso, «bienvenidos sean los campesinos y los pequeños burgueses, si desean integrarse con nosotros y junto con nosotros quieren caminar, pero el camino lo marcará siempre el proletaria­ do», com entaba Kautsky en las páginas finales de su Parlamentarismo y democracia. Ahora bien, ni este programa es original — de hecho, antes que Kautsky, Louis Auguste Blanqui buscó convertir el partido obrero en una institución de perfil militar, mientras que Nikolái Gavrílovich Chernyshevski, tutor espi­ ritual de Lenin, apoyaba la táctica de Buonarroti de ser revolucionario a tiem ­ po completo— ni tampoco en este programa de uniformización ideológica de la masa trabajadora todo son ventajas. En absoluto, pues en caso de apren­ der a pensar desde esas pautas patrióticas que sigue el grupo por la vía del catecismo periodístico, ¿cómo salir en un m om ento dado de ese círculo de identidades y de pactos de conciencia de clase? ¿O qué posibilidades hay para abandonar la ortodoxia profesionalizada, colectivizada... cuando el curso que adopta el proletariado, en teoría siempre biempensante, transita no obstante por rumbos indeseados? Y aunque creamos conveniente discurrir como secta 4 Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, «Acerca de una carta de “los obreros del Sud”», Iskra n.° 13 (20-XII-1901), en Vladimir Ilich Uliánov Lenin, Obras completas., o. cit., vol. V, p. 328. Démonos cuenta de que la obra de Karl Kautsky Parlamentarismo y democracia se escribe en 1893, es decir, ocho años antes de que redactara Lenin su texto Acerca de una carta de «los obreros del Sud».

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y trabajar al lado de nuestro grupo de coincidencia ideológica, ¿qué margen queda para no sucumbir al ciego entusiasmo colectivo? Y la respuesta es: «ningún margen», tanto o más cuanto que el propio Kautsky, así nos lo hace saber al final de su libro arriba citado, comenta que los combates, las luchas «son un medio poderoso para despertar y reforzar la conciencia de clase, un medio poderoso para aglutinar al proletariado bajo la misma bandera y fomentar su entusiasmo y su fe hacia los nuevos objetivos, para que de esta manera entre en la lucha como una falange cerrada».

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PARTIDO-BtTOM DEL PROLETARIADO

El nacionalismo fue un elemento consustancial dentro del socialismo europeo que, como los grupos de derecha, también patrimonializaba hasta la saciedad la idea de trabajar por el bien del Pueblo. Y por ser el nacionalismo un factor medular dentro del socialismo, las cabezas de la Hidra no dejaron de asomar. Entonces el peligro, la creación de fronteras racistas, apareció. Y otras clasificaciones adquirían vida. Bien es cierto que ya no se hablaba de turcos contra armenios, de vascos contra maqueros, o de arios-catalanes con­ tra semitas-castellanos. Sin embargo, sí se hablaba, y mucho, de obreros con­ tra burgueses. Y es que la auténtica refriega patriótica exigía la guerra de los proletarios contra los no proletarios, que se iniciara la gran batalla de los des­ poseídos contra los poseedores. En suma, que llegara la hora de la invasión del pueblo trabajador que sabe organizar su combate como falange cerrada. Q ue Chernyshevski defendiera el uso de las balas y la táctica de la muer­ te de los enemigos de la Revolución no extraña lo más mínimo, una vez conocidos sus planteamientos belicistas. Q ue años después Mussolini y Hitler apoyaran el recurso de la intimidación para forzar el cambio del engra­ naje social tampoco extraña lo más m ínimo siendo como fueron socialistas. Pero, ¿y Kautsky? Ya sabemos que en Kautsky las luchas eran un medio de aglutinar al proletariado bajo una misma bandera. Ya sabemos que las luchas servían para fomentar su fe en el proyecto socialista. Ahora bien, bajo estos u otros propósitos políticos notamos que subyace un inconveniente muy grave, pues si se admite formar parte de milicias espirituales (Chernyshevski) y se consiente en disciplinar y disciplinar el pensamiento, incluso por la vía de la coacción física (Mussolini/Hitler), y se accede a tratar los objetivos políticos

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como si fuesen un asunto de pendones y estandartes, o sea, con fe, sin dis­ cusión ni debate (Kautsky), entonces no cabe duda de que la homogeneidad de ideas será el único fruto que se obtenga de tales cosechas. Kautsky fue un excelente líder ideológico dentro de la izquierda europea. Y sin embargo tales cualidades no le impidieron dejar de creer en la necesidad de las falanges obreras. Y como tomó partido por una sola verdad política, Kautsky se comportaba como antaño hizo Morelly cuando éste defendió que los individuos habían de vivir encadenados al dictamen del Estado. Y como la política era, a los ojos de Kautsky, cuestión de dogma e iglesia, acabó hacien­ do lo mismo que Marx: hablar del ejército del proletariado y sustituir la inte­ ligencia por doctrina, y el pensamiento crítico por la fe en la revolución. Por eso, Kautsky defendió que la doctrina socialista era, para toda la colectividad, el nuevo Paraíso en la tierra. Y por el hecho de que creía en la infalibilidad de la ideología marxista, adoptó la máxima patriótica de que todos aquellos indi­ viduos que por ideario, por convencimiento o lucha política aglutinaban la clase trabajadora debían plegarse, con obediencia y docilidad absoluta, a los intereses de ese ente que era el partido-P¿zm¿z del proletariado. Pero, el propósito que enunciaba Kautsky más que un indicio, era una' señal preocupante de ese estatismo ideológico que empezaba a arrasar por todo el continente europeo y que, además de Halévy y de Gombrowicz, tam ­ bién denunciaría Julien Benda cuando éste anotaba cómo ejércitos y ejércitos de intelectuales, incluso amigos suyos como Péguy y Drieu la Rochelle, tomaban partido por las ideas políticas y, cegados por las pasiones bien de clase, bien de raza o incluso de nación, llegaban a abjurar de la racionalidad y, persuadidos de que su verdad es la Verdad, reclamaban formas de gobier­ no fuertes, autoritarias... desde «la sumisión ciega a la autoridad».5

LÓGICA

DE EXCESOS: EL DESPOTISMO PROLETARIO

En opinión de Kautsky, el ser hum ano no era libre, sino sujeto a la dis­ ciplina nacionalista del partido proletario. Y el futuro que le aguardaba era formar parte de la gran dictadura proletaria. La seriedad, la presión del com ­ promiso lo era todo. Y como lo era todo no pueden sorprendernos estas pala5 Julián

Benda (1924-1927), La trahison des rieres, o. cit., III, p. 215.

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bras: «la ética del proletario fluye de sus aspiraciones revolucionarias; son éstas las que dan fuerza y altura. La idea de la revolución salvó al proletaria­ do de la más profunda humillación, regeneración que constituye el mayor acontecimientos de la segunda mitad del siglo xix. «Queremos permanecer fieles sobre todo a este idealismo revolucionario; de este modo, suceda lo que sucediera, soportaremos trabajos penosos, reali­ zaremos grandes cosas y seremos dignos de la gran tarea que nos está reser­ vada».6 Y Kautsky, que había sido el impulsor del partido socialdemócrata ale­ mán y artífice durante el Congreso de Erfurt (1891) de bendecir la dirección del socialismo por los carriles de la santa ortodoxia marxista, comenta que «la misma “tiranía” que caracteriza a las organizaciones económicas de los traba­ jadores es también propia de los partidos obreros. Y esa disciplina no reza sólo para la masa de los afiliados, sino también para sus portavoces, sus líde­ res. Nadie, sea cualquiera el lugar que ocupe dentro del partido, podrá tomar ninguna decisión, no ya contra la voluntad de sus camaradas, sino sin antes haber obtenido su consentimiento. El diputado socialdemócrata, en cuanto tal, no es un hombre libre — aunque esto suene a blasfemia— , sino un m an­ datario del partido».7 Es evidente que al reflotar la proclama de la dictadura del proletariado que Karl Marx lanzó en su Crítica del programa de Gotha (1875), Kautsky aceptaba que la tiranía debía ser la característica de ese gran Leviatán en que debía convertirse la Gran Patria Proletaria. Ahora bien, el ideal nacionalista de no ser libre no se acomodaba nunca, de verdad con el concepto libertario del socialismo, pues si para Marx era fundamental actuar al margen de las ataduras de la sociedad y variar el rum bo de la Historia e incluso inventar un futuro nuevo, no se entiende que Marx y sus seguidores se embarcaran en la aventura de romper las normas de la sociedad con el fin de crear otras y más férreas y, al final, ofrecer a los trabajadores un horizonte inamovible y eterno, sin futuro ni alternativas, la dictadura. " Karl Kautsky (1902), La revolución social, o. cit., 1.a parte, cap. I, p. 105. Karl Kautsky (1893), Parlamentarismo y democracia, o. cit., capítulo titulado «El parlamen­ tarismo y la clase trabajadora», p. 186. Una recensión de los escritos de Kautsky que apuntan a la supremacía del partido y a la aportación de los intelectuales dentro de la senda socialista puede leerse en Massimo L. Salvadori (1974), La concepción del proceso revolucionario en Karl Kautsky (1891-1922), en W . AA. (1974), Historia del marxismo contemporáneo, Avance, Barcelona, 1976, vol. I, pp. 55-130. 7

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En una carca a M ehring, con fecha de 14 de julio de 1893, Engels escri­ bía que «la ideología es un proceso que el llamado pensador cumple cons­ cientemente, es cierto, pero con una conciencia falsa». Y añadía Engels, exponiendo cuál era su punto de vista, que el ideólogo «trabaja con material meramente intelectual, que acepta sin examen como producto del pensa­ miento, no investiga, buscando un proceso más lejano, independiente del pensamiento; su origen le parece evidente porque como todo acto se verifica por intermedio del pensamiento, también le parece estar basado en última instancia sobre el pensamiento». Sobra decirlo pero cuando el pensamiento, aunque de izquierdas, se encierra en sí mismo ¿no se convierte en ideología, en el sentido peyorativo en que Engels definió el término? Y cuando precisamos para subsistir de la dictadura organizativa de acólitos y seguidores ¿ese pensamiento que deja de investigar y acepta materiales sin examen no es entonces «ideología»? Y cuan­ do por el camino de la presión patriótica del grupo, que no por la vía del razonamiento, una evidencia que no es tal se convierte no obstante en evi­ dencia, ¿no estamos creando «ideologías»? Pero además, ¿no había sido el pro­ pio Karl Marx quien había sostenido en su obra El 18 brumario de Luis Bonaparte (1852) la necesidad de despojarse de toda veneración supersticio­ sa por el pasado? Pues entonces, ¿por qué crear liturgias y reliquias a partir del credo marxista y caer en el acto nostálgico de venerar los enunciados de Marx como si fuesen infalibles? ¿Por qué convertir la conciencia en un tic uniformado, por qué ser refractarios a la crítica y a la inteligencia, o por qué aspirar a la pereza intelectual y hacer del miedo a pensar un modelo ideal de vida dentro del Estado socialista? Así que aceptando, al estilo Kautsky, propagar dogmas con la ayuda del periodismo obrero, Kautsky estaba asumiendo el riesgo de envolvernos bajo el peso de las ideologías, de esclerotizarnos, de convertirnos, como decía con conocimiento de causa el propio Fritz Brupbacher cuando escapó de las garras del despotismo estalinista, en una célula ideológicamente cerrada.

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MENSAJEROS DE LA H ISTO R IA

Es curioso, y al mismo tiempo triste, observar cómo todo aquello que los fundadores del marxismo criticaron de la derecha burguesa más inmovilista

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y autoritaria acabara con el paso del tiempo formando parte del mismo patri­ monio cultural identitario del marxismo. Y si éste tuvo, al menos en una pri­ mera etapa, la virtualidad de desmitificar de un modo espléndido las concepciones burguesas, sin embargo eso no lo eximió de convertirse gracias a acólitos y sacristanes, a pensadores y escritores soldados, en un enorme y fabuloso imaginario mítico. Es por esto por lo que el filósofo norteamerica­ no anarquista Robert Nozick (1938-2002) ha anotado cómo los profesiona­ les de las ideas, esos forjadores de palabras pro marxistas, han sido y continúan siendo muy poco críticos con los programas autodenominados progresistas. Y tiene razón Nozick si la adhesión a un sueño político siempre permanece por encima de la inteligencia, y la pereza y el miedo a pensar forman parte medularmente de un proyecto de Estado. Pero, ¿qué sucede en el momento en que un pseudo intelectual abando­ na el estatus militar asignado y deserta de ser pensador-soldado? Sucede lo que le ocurrió al propio Kautsky, el cual sufrió los efectos del ostracismo polí­ tico en el instante en que decidió, antes de seguir bajo el proyecto del nacio­ nalismo proletario, buscar otras formas de pensar. De hecho, cuando Kautsky se desmarcó de las milicias espirituales de su izquierda y mostró dudas, exhi­ bió críticas en público y no se adhirió a la arteria asesina de la Revolución rusa, él estaba rompiendo la unidad del falangismo proletario a la vez que dis­ tanciándose nacionalistamente de su grupo identitario. Y por meditar de manera individual y ser libre, Kautsky provocaba, cual Lutero, un enorme cisma dentro de la socialdemocracia europea. Kautsky se había salido del itinerario trazado por el partido socialista y había dejado de ser el mensajero de la Historia y, lo que es peor, había deja­ do, en opinión de Lenin, de creer en los designios redentoristas de ese colec­ tivo denom inado Proletariado Revolucionario que, al modo hegeliano, aglutinaba el corazón (y los deseos) de las Masas dentro de los caminos del Progreso. A los ojos del socialismo, y debido a su conducta, Kautsky era un desertor, un hereje, un apóstata. Era, en suma, el gran renegado. Y todo por despedirse de ese nacionalismo político con el que intelectuales y líderes de izquierda soñaban al anhelar que «esta unión mística con el devenir históri­ co sea al mismo tiempo una idea de ese devenir».8 " La idea de unión mística pertenece a Julien Benda, o. cit., prefacio a la edición de 1946, pp. 77-8. Comentemos que la utilización del término «falangismo» no es propia de K. Kautsky. Antes al contrario, procede de la cosecha del revolucionario comunista francés Babeuf.

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En todo caso, la humillación, la persecución, la degradación que sufrió Kautsky por parte de sus antiguos camaradas de inteligencia fue una prueba o, mejor, la prueba de que la libertad queda para siempre hipotecada cuando el pensamiento humano es sometido a (la presión de) la fe ideológica. Y la des­ honra, el acoso, el menoscabo infinito que padeció Kautsky en carnes propias constituía la prueba de por qué abundan tan pocos independientes entre la izquierda y por qué resulta tan escaso el nivel de autocrítica entre tales grupos.

PO R

ENCIM A DE T O D O

I DEOLOGÍA

«Creo que fui la primera en decirlo en mis Reflexiones sobre la paz. “los hombres no significan nada en la Revolución de Francia, las ideas lo hacen todo"». En estos términos tan contundentes se posicionaba Madame de Staél. Y aña­ día: «la enfermedad de la revolución francesa consiste en llevar el fanatismo al razonamiento y en admitir la crueldad, no sólo por la violencia, sino como teoría». Leídas estas palabras doscientos años después, ¿significan todavía algo? Sí, pues al valer la ideología más que las personas, el hecho de que la Revolución francesa provocara un reguero de asesinatos carece de valor. Era algo natural. Al menos lo fue a los ojos de muchos de sus seguidores, entre los que se contaba el propio Kant. De otro lado, que Marx jamás dudara de la legitimidad de un Estado que desde el odio de clases se construye sobre fosas y sepulturas tampoco tiene nada de extraño, ya que Marx no se separó nunca de las enseñanzas despóticas de Robespierre, cuyos desmanes sangrientos habían sido, por cierto, deificados por el singular Buonarroti. Y por otra parte, que el mismo Henri Barbusse, símbolo europeo de la progresía, desfigurara y ninguneara la cifra de los miles y miles de georgianos que fueron masacrados a manos de los bolcheviques en el año 1922 no produce consternación, como tampoco el hecho de que Jean-Paul Sartre desde el argumento de favorecer la causa del proletariado excusara las campañas de antisemitismo propiciadas por Stalin. Pero de qué sorprenderse, ¿no había avalado el propio Brecht el proce­ der genocida de Stalin?, ¿no había sido, él, Brecht, quien afirmó, conversando con el filósofo Sydney Hook en 1935 acerca de las purgas que Stalin llevaba a cabo sobre la ciudadanía, que «cuanto más inocentes son, más se merecen que los fusilen»? Y pese a las matanzas sin fin que éste provocaba sobre la pobla­ ción civil, ¿no estaban Neruda, Nicolás Guillén, Alberto Hidalgo y otros inte-

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lectuales-soldado de renombre internacional para cantar en tono de gloria las hazañas de Stalin y componer, como Brecht, Odas a Stalin? Pero mucho antes que Stalin, ¿no había exhortado Marx la necesidad de desprenderse de esa nau­ sea inmensa que emanaban los pueblos moribundos como dálmatas, bohe­ mios...? ¿Y Engels? ¿No había sido él quien había pedido nada menos que el exterminio de bretones, escoceses, serbios... y vascos? Y es que lo importante en la balanza nacionalista de cualquier proyecto revolucionario son las ideologías, y no los seres humanos, como denunció Madame de Staél. Pero antes de que dijera tales cosas Madame de Staél, ya había anotado el padre Feijoo en clave metafórica cómo Idearía «trató de esta­ blecer un absoluto despotismo sobre sus discípulos, expidiendo un edicto para que ninguno en adelante creyese ni lo que viesen sus ojos ni lo que palpasen sus manos, sí sólo lo que ella dictase, imponiéndoles de más a más la precisa obligación de defender su doctrina con invencible porfía y con vocinglería interminable contra cualquiera demostración que la impugnase».9 Ironías aparte, ¿hizo Hemingway algún comentario sobre las matanzas que los republicanos más radicales realizaban durante la guerra civil españo­ la? ¿Y llegó a oponerse a las masacres colectivas llevadas a cabo por grupos de izquierda, o tan siquiera a ponerse Hemingway al lado de las 3.000 víctimas asesinadas en Paracuellos del Jarama (Madrid) por miembros destacados del Partido Com unista, genocidio que tuvo su punto culminante en las sacas del mes de noviembre de 1936, justo al hacerse cargo de la Delegación de Orden Público en M adrid el dirigente comunista Santiago Carrillo? 10 No, del mismo modo que el escritor inglés W. H. Auden, remedando a Bertrand Barére, El Anacreonte de la guillotina, defendió el asesinato necesario. Y como les sucedió a otros intelectuales, el propio Cortázar con tal de defender la causa de la Revolución negó la matanza de los indios misquitos a manos de los sandinistas. Y es que en la mente de este escritor, y de otros, nunca estu­ vo presente el deseo de sacar a flote los atropellos gravísimos que cometían 9 Madame de Staél (1798), «Sobre las circunstancias actuales que pueden poner término a la revolución y sobre los principios que han de servir de base a la república en Francia», II parte, cap. IV, en Madame de Staél, Escritos políticos, o. cit., pp. 215 y 231. Benito Jerónimo Feijoo (1726), Teatro critico universal, § I 3, en W . AA., La prosa de la Ilustración: Feijoo y Jovellanos, selección a cargo de M. Camarero, Madrid, Castalia, 1996. 1,1 Según datos de la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas de Genocidio en Paracuellos del Jarama el número de muertos asciende a diez mil. El cenetista y, por aquel enton­ ces, ministro de Justicia Juan García Oliver atribuyó en sus memorias tituladas El eco de los pasos la responsabilidad de las muertes a Santiago Carrillo.

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los líderes de la Revolución, ¿quizá, por eso, Cortázar titulaba en términos paradójicos su ensayo Nicaragua tan violentamente dulce (1980)? No hay duda: por encima de todo estaban las ideologías o, mejor, la claudicación de la libertad personal ante la dogmática ideológica.

L ’ESPRIT E ST A GAUCHE

K la vista de estos comportam ientos hay que preguntarse cómo es posi­ ble que personas inteligentes e ilustradas, personas que dicen ubicarse carto­ gráficamente en la M odernidad y se autodefinen «de izquierdas» no objetiven sin embargo la dimensión de los experimentos revolucionarios e incluso lle­ guen a empequeñecer, a tolerar e invisibilizar el uso de la violencia política. La respuesta a este enigma la dio Sartre cuando, aclamado por estudiantes y profesores, se dedicaba a postular, y como artículo de fe, que l ’esprit est h gau­ che, que «la inteligencia está en la izquierda». Cabe decirse que del comentario sartriano parece, en principio, deducir­ se la idea de la supremacía de los colectivos progresistas, a prueba incluso de cualquier revés, crítica o tribunal. E igual que hace siglos los católicos lucha­ ban contra los protestantes y éstos batallaban contra aquéllos, nos encontra­ mos con que Sartre, uno de los herederos de Marx, ha procedido de la misma manera a definir que la nobleza del pensamiento deriva del hecho nacionalis­ ta de estar en un bando determinado. Naturalmente, esa nobleza de pensa­ miento justifica la creencia de estar en posesión de un plus de aristocracia, como en otros tiempos lo otorgó la sangre entre el estamento nobiliario. ¿Un plus de aristocracia frente a quién? Frente a personas que por exhi­ bir otro tipo de parecer político y, sobre todo, por no vivir orbitalmente den­ tro del espacio proletario, han permanecido (o siguen permaneciendo) en colectivos infamados por los heraldos de la verdad proletaria. Y es que lo lógi­ co, lo racional, lo inteligente es siempre, según Sartre, patrimonio cultural de la izquierda. Y lo es porque la abstracción filosófica del marxismo paladeó, y desde sus orígenes, las mieles de la auctoritas científica. De hecho, el propio Karl Marx, en un alarde de hum ildad, tipificó de científica su propia con­ cepción de la realidad en contraposición, claro está, a las elaboraciones de esos pensadores menores que eran, a su juicio, esos chiquilicuatres de los socialistas utópicos, de los liberales progresistas, de los anarquistas... Pero

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tampoco olvidemos este otro dato: que con el paso del tiempo y por acción de seguidores y hagiógrafos, incluido el propio Sartre, las ideas políticas, sociológicas y metafísicas de Marx pasaron a ser consideradas científicas, amén de inmunes a toda duda. Sin embargo y pese a que lo pretenda Sartre, la proposición «la inteligen­ cia está en la izquierda» no puede ser un enunciado científico. Y no puede serlo porque la frase sartriana entra en el terreno de la apologética y, además, se acan­ tona en la trinchera del narcisismo. En segundo lugar, porque, en tanto encar­ nación de lo absoluto, dicha frase constituye un juicio de valor, una declaración axiológica, es decir, una expresión absolutamente dogmática que incluye un conjunto de pautas que señalan dónde está lo conveniente y políti­ camente correcto. Y en último lugar, dado que los defensores de la ideología marxista necesitan para sobrevivir el recurso de la autoafirmación, no es menos cierto que acaban cartográficamente dividiendo el m undo en bloques antagó­ nicos: la inteligencia está en la izquierda. Por tanto, la falta de inteligencia constituye una cualidad propia e inherente de los miembros de la derecha. Com entem os que el mapam undi racista del que hizo gala Sartre no es nada novedoso, pues entre los descendientes de la izquierda robespierrista hay etiquetados ideológicos similares. Com o muestra de las divisiones taxo­ nómicas que han circulado en la jerga del nacionalismo proletario están las siguientes: Buenos ciudadanos contra Enemigos del pueblo (Robespierre), Violencia legítima versus Terror (Steinberg), Mayoría contra minorías (Nin), Proletariado frente a Burguesía (Zambrano), Clase Trabajadora en contrapo­ sición a Pulgones y Parásitos (Galarza), Amigos de la clase trabajadora contra enemigos de la clase trabajadora (Mao), etc. No obstante y a pesar de la debilidad del razonamiento sartriano, imagi­ némonos por un m om ento que inteligencia es igual a progresía. Nos encon­ traríamos ante el cretinismo, ante la paradoja de que jamás podríamos lanzar críticas a la izquierda, pues eso sería tomado como falta de madurez intelec­ tual o, cuando no, interpretado como signo de enfermedad mental. Por cier­ to, que antes que Sarte, el insigne líder de la Revolución rusa Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, ya pensó que los rebeldes, dolientes de revolucionarismo, eran ni más ni menos que unos individuos que padecían «la enfermedad infantil del comunismo». Tan sólo una cosa más: frente a la idea de Sartre acerca de las clases socia­ les como bloques perfectamente delimitados, o frente al parecer sartriano de

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que los mapas de navegación del marxismo descansan sobre bases sociológi­ camente reales, hace décadas Jaurés ya comentaba que la masa no socialista no era homogénea, mientras que a Bernstein le parecía falso que la lucha de cla­ ses dividiera a la sociedad en dos bandos enemigos: burguesía y proletariado, derecha, izquierda..., y más cuando en la sociedad existen otras tantas clases que a veces son neutrales y en otras ocasiones toman partido, de modo que puede ocurrir, decía Bernstein, que un obrero tenga aspiraciones pequeñoburguesas y un pequeñoburgés simpatías por la causa socialista. Con los años, incluso el propio Herbert Marcusc comentaría que es un error propio de los movimientos revolucionarios oficiales creer que las clases oprimidas luchan necesariamente por su liberación. Lo que significa, a tenor de lo que apunta­ ban Jaurés, Bernstein y Marcuse, que los sectores que integran esa inteligente inteligencia marxista fluctúan, no son realidades estancas, además de que no está tan claro que incluyan a todos los miembros de la clase proletaria. Pero supongamos, no obstante, que sean inamovibles las fronteras socio­ lógicas de ese patriotismo inteligente que presupuso Sartre. La cuestión que se plantea entonces es ésta: ¿quién no nos dice que en un m om ento dado una persona, la más defensora de la causa obrera, no llegue a ser expatriada del ámbito del derecho proletario y se la acuse, como le sucedió a Kautsky, de transgredir la santa ley del nacionalismo obrero y se le impute no ser lo sufi­ cientemente inteligente o lo adecuadamente patriota-izquierdista? Este es un asunto que no podemos olvidar y que, entre cientos de fuentes, aparece espléndidamente reflejado en uno de los discursos de Santiago Carrillo, exac­ tamente en el discurso de mayo de 1945, hoy muy olvidado, por cierto, aun­ que no por Jorge Semprún, quien airea cómo Carrillo, ese conspicuo cabecilla del comunismo español, justificaba el empleo de la Inquisición entre sus camaradas izquierdistas y ello con la finalidad de descubrir al indig­ no judío que había osado infringir los mapas del nacionalismo obrero. Afirma Carrillo que: [...] hay que cerrarles el paso a los trotskistas, hay que combatirles y atacarles allí donde estén, no porque sean enemigos de los comunistas, sino porque son una agencia del fascismo y su misión es sembrar la división y la confusión en el campo antifascista. [A renglón seguido de esta proclamación típicamente estaliniana, Carrillo dice] En relación con la provocación, yo quiero también advertir a los camaradas sobre algo que estamos viviendo estos días. Vuelven de Alemania los camaradas liberados de los campos de concentración, vuelven los que no han sucumbido, porque de un solo campo, de diez mil españoles,

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no vuelven más que mil ochocientos. Hay que acoger a estos camaradas con los brazos abiertos. Hay que ayudarles a reponerse, hay que ponerles al corriente de la situación, adaptarles a nuestro trabajo, darles participación en él, reforzar nuestra actividad con su participación. Pero no hay que olvidar que la Gestapo puede enviarnos entre estos camaradas, aprovechando la confusión, algunos agentes falangistas infiltrados. En Alemania había muchos falangistas españoles que habían ido a trabajar voluntarios. Había divisionarios azules. ¿Creéis vosotros que la Gestapo no va a mandarnos algunos de ésos entre los que vienen? Es posible incluso que algunos antifascistas de antes hayan capi­ tulado en los campos de concentración ante el terror nazi."

Así que junto a la ignominia que padecieron en los campos de concen­ tración resulta que los comunistas excarcelados tuvieron además que sopor­ tar a su vuelta a casa — hay que acogerlos con los brazos abiertos— la infamia, la bajeza de sus compañeros proletarios. Y es que, según Carrillo, todos los comunistas excarcelados eran a la vez delatores y delatados y, por eso, era preciso averiguar si habían violado las fronteras del nacionalismo obrero. O dicho de otra forma. Era fundamental, a juicio del camarada Carrillo, practicar el rito ordálico de la cautela, de la sospecha, de la vigilan­ cia... con tal de detectar en el seno de la santa familia socialista el grado de desviación patriótica, de contaminación de esos camaradas que regresaban a casa, y más cuando siempre y en todo m om ento «la inteligencia está en la izquierda».

O TROS

ARGUMENTOS DE IZQUIERDA

En los primeros meses de 1983, exactamente el 3 de abril, un grupo de 80 miembros del Partido Com unista Sendero Luminoso desplegaba una heroica acción de combate en Lucanamarca, una localidad de Perú. ¿Con qué finalidad? Con el objetivo de exterminar a niños, mujeres, ancianos y cam­ pesinos desarmados. Pues bien, el líder de este famoso grupo revolucionario, el ex profesor de filosofía Abimael Guzmán, señalaba al referirse a los civiles que sucumbieron en Lucanamarca: «ahí fueron asesinados más de 80, eso es lo real; y lo decimos, ahí hubo exceso, como se analizara en el año 83, pero " Las palabras de Santiago Carrillo se reprodujeron en la publicación comunista Nuestra Bandera, n.° 2, Toulouse, junio de 1945. El discurso puede leerse en Jorge Semprún (1977), Autobiografía de Federico Sánchez, Barcelona, Planeta, 1995, pp. 99-100.

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[...] lo principal es que les dimos un golpe contundente y los sofrenamos y entendieron que estaban con otro tipo de combatientes del pueblo, que no éramos los que ellos antes habían combatido, eso es lo que entendieron; el exceso es el aspecto negativo. Entendiendo la guerra y basándonos en lo que dice Lenin, teniendo en cuenta a Clausewitz, en la guerra la masa en el com ­ bate puede rebasar y expresar todo su odio, el profundo sentimiento de odio de clase, de repudio, de condena que tiene, ésa fue la raíz; esto ha sido expli­ cado por Lenin, bien claramente explicado. Pueden cometerse excesos, el problema es llegar hasta un punto y no pasarlo porque si lo sobrepasas, en el fondo no queremos que las aguas se desborden; y lo que necesitábamos era que las aguas se desbordaran, que el huayco entrara, seguros de que cuando entra arrasa, pero luego vuelve a su cauce. Reitero, esto está explicado por Lenin perfectamente; y así es cómo entendemos ese exceso. Pero insisto, ahí lo principal fue hacerles entender que éramos hueso duro de roer, y que está­ bamos dispuestos a todo, a todo». Desde luego, con ambiciones ofuscadas no se va a ningún lado, salvo a la fosa de la intolerancia, de esa intolerancia que cae como guillotina sobre la cabeza de inocentes y siempre en momentos en que el idealismo extremo guía el timón de los afectos políticos y tiende a confundir el crimen con la glori­ ficación de la virtud. Un ejemplo de lo que decimos lo encarna a la perfec­ ción Isaac Z. Steinberg. Éste, tras aceptar el puesto de comisario del pueblo en Justicia durante el periodo comprendido de diciembre de 1917 a mayo de 1918, tuvo que luchar contra los excesos y desmanes de la Checa. No obs­ tante y pese a contemplar cómo empezaban a funcionar dentro de la Revolución rusa los resortes del Estado policial, a la pregunta de por qué dis­ culpamos la violencia Steinberg tuvo la audacia de responder: La toleramos a falta de otro medio para emancipar al hombre. Esta es nues­ tra respuesta a esta dolorosa pregunta. [Y añade:] El cambio radical del viejo mundo, su sustitución por una vida nueva que conserve los mismos males, que se halle contaminada por los mismo viejos principios, he aquí el problema que sitúa al socialismo ante una elección crucial: la violencia antigua o la violencia revolucionaria en el momento de la lucha decisiva. Pero conocemos bien la dis­ tinta naturaleza de las dos violencias. La antigua no es otra cosa que una pro­ tección patológica de la esclavitud, la violencia nueva es la vía dolorosa hacia la emancipación, la salida dolorosa de un círculo. En la primera, era el atribu­ to del régimen; en la segunda, sólo es el instrumento provisional de la lucha. En la primera opción, no hacía otra cosa que ampliarse y afilarse, únicamente para perpetuarse indefinidamente; en la segunda, busca sin descanso límites, a

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fin de suprimirse progresivamente. Esto es lo que determina nuestra elección: utilizamos el instrumento de la violencia para terminar con ella para siempre. En definitiva, no hay otros instrumentos de lucha contra la violencia.

Pero a la forma de razonar de Abimael Guzmán y de Steinberg se aña­ día, además, otro argumento no menos sombrío. Defendía el amigo y com­ pañero de Trotsky, el revolucionario español Andreu Nin, que la represión violenta que se efectúa dentro de la dictadura del proletariado siempre «se ejerce contra la resistencia de los explotadores, que constituyen evidente­ mente una minoría». Y añadía Nin en clave nacionalista (de clases) «que la dictadura del proletariado en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ha cumplido y cumple su misión fundamental de sofocar la resistencia de los explotadores». ¿Por qué motivo? Por el hecho de que «la joven República de los Soviets no puede tener más que un fin esencial: vencer la contrarrevolu­ ción, alcanzar la victoria en la guerra civil». Por tanto, si quiere triunfar el movimiento revolucionario «la lucha será cruenta, enconada, durísima», con­ cluía Nin. O tro español, también muy afín al régimen ruso, logró ser llamado por su espíritu ultra exaltado El Lenin español. Su nombre verdadero no era otro que Largo Caballero. Pues bien, este miembro del Partido Socialista Obrero Español afirmaba en las elecciones de noviembre de 1933: «cuando se habla de la implantación de un régimen como el que hay en Rusia, yo pregunto: pero eso lo vamos a hacer unidos, ¿no?». Y pensando en que las izquierdas tenían que agruparse en la tarea de introducir en España un gobierno y una administración tipo bolchevique, añadía Largo Caballero que había que sal­ dar cuentas a base de asesinatos, porque «la generosidad no es arma buena. [Porque] la consolidación de un régimen exige hechos que repugnan, pero que luego justifica la Historia».12 Entonces, aun cuando para Abimael Guzmán el verdadero problema tác­ tico de las guerrillas estribaba en llegar a un punto y no rebasarlo; aun cuan12

Abimael Guzmán (1988), Entrevista del siglo, citada en Comisión de la Verdad y Reconciliación, Informe Final (Perú), vol. II, cap. I, pág. 49. Puede leerse en: httpd/www. cverdad.org.pe/ifinal/index.php Isaac Z. Steinberg, «Recuerdos de un comisario del pueblo, 1917-1918», en Jacques Baynac (1975), El terror bajo Lenin, Tusquets, Barcelona, 1978, p. 328. Andreu Nin (1930), Las dictadu­ ras de nuestro tiempo, o. cit., cap. IV 2 (p. 153) y cap. IV 3 (p. 155), cap. IV 4 (p. 160), cap. VI 4 (p. 208). Largo Caballero (?-noviembre de 1933), «Discurso», en Pío Moa, Los crímenes de la gue­ rra civil y otras polémicas, Madrid, La Esfera de los libros, 2004', p. 222.

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do Steinberg observó que la vía de la violencia revolucionaria, amén de peli­ grosa, era necesaria; aún cuando para Nin las estrategias de castigo que se dirigían a una minoría estaban justificadas de antemano, con tal de alcanzar la victoria; aún cuando para Largo Caballero había que acometer ciertas maniobras repugnantes; resulta que, a diferencia de Abimael Guzmán y de Andreu Nin, Steinberg sí admitía, y con inaudita credulidad, que en el uso de la violencia las personas deben abstenerse de cualquier espíritu de ven­ ganza y de odio hacia los hombres. En esta actitud radicaba, según él, la dife­ rencia entre la violencia (legítima) y el terror (homicida e ilegal). Ocurre no obstante que lo que sobre el papel y sólo en apariencia es fácil de distinguir, en la práctica nunca, jamás resulta tal, entre otras cosas porque el racismo de clases (proletarios contra burgueses) nubla la razón, y la puesta en práctica de hechos que repelen siempre lleva consigo otro núm ero de hechos más repugnantes, y la lógica del «conmigo o contra mí» sirve como arma arrojadiza para perseguir a quienes no entran en el cajón de sastre del nacionalismo obrero. Y como nadie puede distinguir matemáticamente la valía de las personas y tasar con rigor infalible, ni siquiera el propio Nin, pos­ tulante de tal teoría, que las campañas de persecución contra sectores civiles de la población sean campañas contra una minoría, y no contra inmensas mayorías; y como nadie puede valorar la correcta o deficiente temperatura proletaria de la gente, aunque el mismo Carrillo lo intentara con esos viejos camaradas comunistas que salían de los campos de concentración; resulta que es en estas condiciones de ardor ideológico tan despiadado como deshumanizador como la gentuza, la gente sin escrúpulos, sabe sacar provecho al terror. Al menos esto era lo que escribía a Marx a principios de septiembre del año 1870 nada más y nada menos que Friedrich Engels.

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Toda Constitución es el triunfo que implanta el derecho de un sector o de una clase oprimida, desconocida, anulada. [...] Toda Constitución (más cuan­ do obedece como ésta, a un momento revolucionario) es una reparación; toda Constitución tiene un principio democrático, al que no puede sustraerse el legislador, y lo mismo que con el sufragio universal, ante el cuarto estamento, ya no hay clases, en el principio democrático puro tiene que reflejarse esta jus­ ticia, que es siempre una Constitución; en el principio democrático tiene que entrar la mujer que fue eximida del triunfo del tercer estamento, que fue apar­ tada del triunfo del cuarto estamento. ¿Vais a crear un quinto grupo que tenga que luchar por su derecho dentro de un falso constitucionalismo democrático? C LARA C AM PO A M O R ,

Intervención en el Parlamento español a favor del derecho al voto de la mujer (1-IX-1931) Cuando se promulgó el sufragio universal, los trabajadores vivían una vida inferior; su incultura era enorme; aquellos que pensaron en implantar el sufra­ gio universal, no repararon en los peligros que ello pudiera tener, porque sabían muy bien que implantar el sufragio universal era abrir una escuela de ciuda­ danía para ir formando la capacidad y la conciencia de los trabajadores. Lo mismo ocurrirá con el sufragio de la mujer. ¿Tenéis miedo a cómo se pronun­ cie? Pues trabajad e influid en ella para que se produzca a tono con nuestras ¡deas. Eso es lo que corresponde a una vida activa de la política. M ANUEL C O R D E R O ,

Intervención en el Parlamento español a favor del derecho al voto de la mujer (30-IX -l931)

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V ÍC T IM A S Y D A M N IF IC A D O S

¿Por qué líderes e intelectuales pueden, en diversos momentos, causar no pocos perjuicios a personas y colectivos? La respuesta está en los sótanos de las ideologías. La prueba de lo que decimos lo encarna O tto Baucr (18811938), uno de los co-fundadores del partido socialdemócrata de Austria, y oscuro inspirador de la Constitución española de 1977. En 1905 un grupo de compañeros se había separado de la organización socialista polaca de Galitzia para fundar una formación política. Tal ruptura no tenía en apariencia nada de extraordinario, a no ser por el hecho de que los creadores de dicha organización asumían con naturalidad su derecho a poner en marcha un movimiento a la vez judío y socialdemócrata. Aunque tal escisión no fue reconocida de manera oficial por la ejecutiva de la socialdemocracia internacional de Austria, la propia petición dio motivos suficien­ tes a O tto Bauer para incluir dentro de su extensa obra La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia (1907) un subcapítulo, «¿Autonomía nacional de los judíos?», con el fin de analizar la cuestión del patriotismo judío. Pues bien, tras señalar este economista y político austríaco cómo la burguesía judía a partir del siglo xvin va adaptándose a los pueblos en cuyo seno vive, Bauer subraya que «el joven nacionalismo judío dificultará psico­ lógicamente, quizá, aquí y allá, el proceso de la asimilación». Pero, ¿por qué dice tal cosa? Porque «el proceso de su desprendimiento de la vieja com uni­ dad cultural judía y de su incorporación a las comunidades culturales de las otras naciones aún no está concluido, aún está en marcha. Es por ello tam ­ bién que los pueblos ven todavía al judío como extranjero». Pese a que O tto Bauer otorgó el estatus de asimilados a los judíos, el dere­ cho a crear un movimiento a la vez judío y socialdemócrata no era ni más ni menos, en su opinión, que «la cuestión de la autonom ía dentro del estado y no eventualmente dentro del partido».Y si desde la revolución rusa, comen­ ta Bauer, surgen organizaciones judías, «en sus reuniones son impartidos a las masas, en idioma judío, los nuevos valores culturales; surge una prensa en idioma judío, se empieza a traducir la literatura de las naciones europeas al hebreo y pronto se manifiestan también los comienzos de una nueva litera­ tura judía independiente. Y el nuevo espíritu revolucionario capta ahora incluso a la intelectualidad. También ella empieza a poner sus fuerzas al ser­ vicio del nuevo movimiento cultural». «El proceso de la asimilación de los

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judíos y el despertar de las naciones sin historia tienen la misma causa: el tras­ tocamiento de la antigua sociedad por obra de la producción mercantil capi­ talista. El movimiento que conduce a las naciones sin historia a una nueva vida cultural prende también entre los judíos. También aquí surge la tenden­ cia al despertar de un pueblo, que va transmitiendo perezosamente a una vieja y entumecida cultura una vida nueva, a darle una cultura nueva, vivaz, progresiva». Tras esta exposición acerca del auge de los nacionalismos, O tto Bauer procede a desmantelar el afán nacionalista de los judíos, curiosamente él que hablaba del derecho de las personas a escoger libremente su nacionalidad y curiosamente él que acabaría cediendo, momentos antes de la Primera Guerra M undial, a las reivindicaciones nacionalistas de lucha y muerte. «La autonom ía nacional — escribe— no puede ser la reivindicación de los obre­ ros judíos. El obrero alemán le desea al compañero de clase judío lo mismo que le desea al proletario checo: altos salarios, orgullosa confianza en sí mis­ mos, capacidad para la lucha de clases internacional. [...] No se trata de crear idénticos ordenamientos jurídicos para todas las naciones, sino de elevar cul­ turalmente a los obreros de todas las naciones, de encuadrar a todos ellos dentro del gran ejército internacional del proletariado en lucha». Pero, ¿bajo qué precepto niega a los judíos socialdemócratas el acceso a la patria, mientras al mismo tiempo no niega al checo o al alemán el derecho a la nacionalidad?, ¿bajo el precepto de que es incompatible ser nacionalista y ser socialdemócrata? En teoría tendría que ser así, sin embargo Bauer es simultáneamente nacionalista y socialdemócrata, y además apela al principio de la personalidad que él define de la siguiente manera: «no será el estado el que pueda decidir quién deba ser considerado alemán, quién checo; más bien deberá concederse al ciudadano mayor de edad el derecho a resolver por cuenta propia a qué nacionalidad quiere pertenecer». La cosa, en lugar de mejorar, se complica con otras piruetas intelectua­ les más complicadas. Y es que, a su juicio, un socialdemócrata judío no puede aspirar a la autonom ía nacional, entre otras cosas porque aún no ha corona­ do el proceso de asimilación cultural. Pero, ¿qué hace entonces un socialde­ mócrata como él, exigiendo públicamente el derecho a la autodeterminación si al mismo tiempo lo niega a otros sectores de la población a los que tipifi­ ca de inasimilados? Y no sólo eso. ¿Con qué criterios se puede decidir qué grupo hum ano ha alcanzado satisfactoriamente, o no, el requisito de la

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madurez cultural? Él, O tto Bauer, que reivindica la legitimidad del principio de autodeterminación cuyo disfrute, por otro lado, condena en otros. Quien actúa, cual Mesías, dividiendo las aguas del Mar Rojo en síes y noes nacionalistas acaba acudiendo al racismo. Y eso fue lo que le ocurrió a Bauer. Por eso, lo más terrible del discurso de éste destacado líder socialista sale a la luz cuando vemos que tiene que recurrir al supuesto patrimonio genético de un pueblo con tal de cercenar sus ansias nacionalistas: «el judío asimilado es, en virtud de su formación, un hijo de la nación cuya cultura ha incorporado dentro de sí. Pero en su índole natural persiste aún perm anen­ temente el destino de las fuerzas vigentes del pueblo judío, aquel destino que imprimió a sus antepasados a través de la selección natural un tipo físico fuer­ temente caracterizado, una índole espiritual muy particular». Y no sólo eso. Bauer procede en su libro a recordar infundios y calumnias en torno a los judíos aunque carezcan, como él mismo lo reconoce, de apoyo empírico. La técnica que emplea es, sin duda, pregoebbelsiana: insulta que algo queda. Por eso, sin rubor ni vergüenza, este intelectual de izquierdas acaba preso de sus propios prejuicios racistas y afirma: [...] se ha observado que también a los judíos asimilados el instinto de la raza los lleva a menudo a juntarse nuevamente entre sí, y por eso se ha pensado que la raza judía se conservaría pura a pesar de toda asimilación cultural. Pero la observación de unos pocos casos aislados no alcanza para probar semejante aseveración [...]. Menos sabemos aun en el sentido de si la mezcla de sangre entre los judíos y los arios habrá de producir una raza más o menos apta. [...] De este modo, la ciencia actual no está capacitada para decidir si la disolución de los judíos no sólo en la comunidad cultural, sino también en la comunidad natural de las otras naciones habrá de ser ventajosa o no para las generaciones siguientes. Ella debe delegar la decisión sobre esta cuestión al misterioso poder que aparea al macho y a la hembra en los animales y en los hombres y que ha conducido a la especie humana hasta nuestros días y la seguirá conduciendo en el futuro: a la selección sexual. La pretensión amorosa de los jóvenes y la elección amorosa de las jóvenes mujeres decidirá sobre ésta, la última de todas las cuestiones judías.

En este comentario ya se respira una atmósfera de racismo. Pero esto no debe sorprendernos, habida cuenta de que pensadores universalistas como Marx y Bakunin fueron medularmente nacionalistas: el primero era un decla­ rado germanófilo, el segundo, nunca lo ocultó, eslavófilo. Y líderes marxistas como Lenin y Stalin, movidos por su peculiar sentido de la ideología, llevaron

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igualmente a cabo fuertes campañas nacionalistas arrasando y llevando a la muerte a personas y grupos que no se acoplaban demasiado bien al ritmo del nacionalismo obrero, como fue el caso de los cosacos, georgianos, ucranianos... Pero además, con enunciados del calado de O tto Bauer, el socialismo sembraba a su paso víctimas y damnificados y levantaba a su alrededor, sin ocultarlo, un Q uinto Estado. Dicho de otro modo. Por el hecho de que el socialismo marxista engendraba buenas dosis de racismo, cuando asociacio­ nes judías reclamaban el principio de autodeterminación era negado su inte­ rés, su provecho, incluso su necesidad histórica. Los judíos no tenían los mismos derechos, los judíos no eran hum anam ente como los demás, ese era el argumento que sin nombrarlo aducía Bauer aunque, por otra parte y al mismo tiempo, para este socialdemócrata austríaco «el proletariado condena “los privilegios de las naciones, así como los del nacimiento y la estirpe, de la propiedad y del linaje”», y «sólo el socialismo puede hacer efectiva la com u­ nidad cultural nacional, llevar adelante el principio de la nacionalidad».1 Tras desmantelar Bauer la propuesta judía tendente a fundar una forma­ ción política simultáneamente socialista y nacionalista, tres años después iba a producirse otro hecho similar sin que se pudiera remediar. Y así, durante el Congreso de la Internacional celebrado en Dinamarca (1910), sucedería otro tanto. Para tan célebre ocasión habían cambiado los actores, pero el desenla­ ce sería idéntico: Antonín Némec hacía una apasionada defensa de la inde­ pendencia checa y, pese a sus esfuerzos, la Internacional, en el citado Congreso de Copenhague, denegaba la división de los sindicatos obreros y condenaba su conversión en movimientos nacionales. ¿Bajo qué argumento? Bajo el argumento de que el único nacionalismo era el que procedía de las entrañas del socialismo marxista. El socialismo nunca negó su vocación nacionalista — ahí están las conti­ nuas e infinitas referencias al partido-P¿zm¿z del proletariado— y, por lo mismo, nunca permaneció ajeno a los efectos venenosos del racismo. Las dia­ tribas antisemitas de Karl Marx son la evidencia, como también es una evi­ dencia el modo tan ruin con que se comportaron los socialistas del ala guesdista que ni defendieron ni quisieron defender al judío Dreyfus del alu' Ixis citas se corresponden, por orden de aparición, con los siguientes capítulos: O tto Bauer (1907), La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, México, Siglo xxi, 1979, cap. IV 23 (pp. 371, 362, 372, 364, 370, 375), cap. IV 22 (p. 344), cap. IV 23 (pp. 376-7), cap. VII 34 (pp. 547, 549).

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vión de iniquidades a las que fue sometido, igual que tampoco es simple casualidad histórica que Bauer rechazara la propuesta de sus compañeros bajo el silogismo de que se desconoce si la mezcolanza de su sangre puede llegar a producir una raza apta. Ni tampoco es un capricho, mucho menos, del azar que Stalin deseara llevar a cabo en la Rusia comunista campañas de extermi­ nio contra los judíos, y que Jean-Paul Sartre, anclado al argumento de apo­ yar al proletariado, excusara las campañas de antisemitismo del ínclito Stalin. No hay duda: la izquierda también supo ondear la bandera de la xenofobia. Se puede argumentar señalando que estos episodios son desgraciados contratiempos del pasado. Nada más lejos de la verdad. Pues, del mismo modo que una facción del antiguo Partido Comunista Ruso ha creado recientemente la organización política neoconservadora llamada «Patria», hoy por hoy ciertos grupos de izquierda están enarbolando sin pudor blaso­ nes nacionalistas de tonalidad fuertemente segregacionista. Tal es el caso de Esquerra Republicana de Cataluña, del Partido Comunista de las Tierras Vascas, etc., coaliciones que se hallan más cerca de la ideología racista de Prat de la Riba y Sabino Arana que de la defensa ilustrada de una humani­ dad solidaria e igualitaria, sin geodesias ni cartografías. Y si el presidente Mitterrand para impedir el ascenso de la derecha democrática apoyó a los enemigos de sus enemigos políticos y favoreció en Francia el arraigo electo­ ral de la extrema derecha, de la misma manera la política de jibarización intelectual que lleva a cabo el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), ansioso por retornar a una utopía LOGSILbabeuvista, no sólo ha permitido por motivos educativos el arraigo y afianzamiento de los nacionalismos en España sino que, además de auspiciar el auge de la extrema derecha y de la extrema izquierda en los centros de bachillerato, está provocando al mismo tiempo una dolorosísima paradoja: que a los social y económicamente menos favorecidos se les niegue, por ley, el acceso a la instrucción y a una enseñanza de calidad. Así que, igual que antes del año de 1789, la aristocracia se empeñaba en que el conocimiento y la excelencia habitase sólo entre las filas de sus propios hijos; igual que con la explosión de la Revolución francesa la burguesía supo aprovecharse del poder y repartir las gracias del conocimiento y de la calidad entre los miembros de su mismo grupo; resulta que, pasados los años, los herederos de la utopía marxista han utilizado el concepto de clase —al fin y al cabo el marxismo inventó la teoría de clases— como vía de discriminación,

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como medio para negar las puertas de acceso al conocimiento a la población económicamente menos favorecida.2 Por tanto, es un hecho que la premisa de Boissy D ’Anglas que tan y tan denostada fue en su momento acabó siendo empleada clasistamente entre las filas del socialismo. Y ahora no pensamos en los ministros socialistas de Educación como Maravall, Rubalcaba... o San Segundo que han mantenido o mantienen todavía el engendro logsiano a pesar del efecto devastador que está provocando en las aulas, sino en Saint-Simon, Fourier, Caber, Marx..., incluso en el propio Stalin, pues ¿no habían reclamado Saint-Simon y Fourier dar a cada uno lo que le correspondía por su capacidad? ¿Y Etienne Cabet no defendió que cada uno produjera según su habilidad y consumiera en fun­ ción de sus necesidades? ¿Y Marx? ¿Marx no había resumido su programa político en el lema «de cada cual según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades»? ¿Y no es acaso verdad que Stalin en su famoso discurso desigualitarista de 1935 afirmaba que «no se puede tolerar que un laminador de la siderurgia gane lo mismo que un barrendero [...,] que un maquinista tenga igual salario que un copista»? ¿Y no es menos cierto que el actual PSOE se dedica a la tarea aristocrática de crear fronteras impidiendo a la gente más pobre disfrutar de los bienes del conocimiento?

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«LAS C ASAS»

Pasados los anos y tiempo después de que el napolitano Labriola escribie­ ra Después del fascismo. ¿Qué hacer? (1944), nos cuesta trabajo digerir que hubiera personas inteligentes que creyeron en ideas tan ramplonas e innobles 2 La reforma educativa LOGSE se fraguó siendo presidente de España el socialista Felipe González. Catorce años después, se repite el escenario y otro presidente socialista, esta vez José Luis Rodríguez, presenta un proyecto pedagógico que resulta ser un clon del sistema logsiano por cuanto la LOE, al seguir el espíritu de la LOGSE, pone todo su acento en la necesidad de mantener rebajados los nive­ les de calidad y de exigencia. En el ínterin, y con tal de contentar a los partidos nacionalistas que apo­ yan hoy la gestión gubernamental del PSOE, no importa el fraude social que tales políticas comportan sobre el alumnado. Y menos valen las evidencias, clamorosas dentro y fuera de España, del fracaso de proyectos como éstos que recuerdan las veleidades de Trofim Denosovich Lysenko, pues igual que este biólogo de origen ucraniano mandó sembrar trigo en tierra cubierta de nieve basándose en los princi­ pios lamarekistas de Engels y, ante el fracaso obtenido, adujo que los agrónomos, como enemigos del socialismo, de la URSS y de Stalin, habían saboteado la ciencia soviética y conspirado contra su plan luminoso, hoy nos encontramos con que en España las voces críticas con la simiente LOGSE, o LOE, son llevadas a la Siberia del silencio mientras, al mismo tiempo, las autoridades socialistas en Educación quitan todo valor a los análisis empíricos que muestran el fracaso educativo.

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como las que propalaban los líderes del nacionalismo turco, del nacionalismo alemán, francés, italiano, bolchevique, español... Pero cuesta muchísimo más trabajo aún entender que hoy en día organizaciones como Médicos sin Fronteras, Asociación de Mujeres y Niños Afganos (Hawca), Abuelas de la Plaza de Mayo, Juristas por la Democracia en Turquía, Comisión de la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica, e instituciones cristianas como Caritas Euskadi, entre otras muchas, acepten premios con honda ideología racista, como el de Sabino Arana. E incluso produce sonrojo que Amnistía Internacional con condecoraciones a su espalda (Premio Nobel de la Paz, 1977; Premio de los Derechos Humanos de la O N U , 1978), y personalidades con peso en la escena internacional como Federico Mayor Zaragoza, ex director general de la Unesco, tomen para sí y cual galardón el premio Sabino Arana.3 ¿A qué puede obedecer tan incomprensible decisión? ¿Al hecho de que dirigentes e instituciones que se definen públicamente desde El Bien Absoluto padecen los efectos de esa embriaguez que les hace creer que están por encima de cualquier atadura moral? O quizá, debido al trabajo que desarrollan, que no es otro que salvar a la humanidad, ¿acaban sintiendo simpatías hacia cier­ tos personajes que en el pasado se erigieron salvadores de una humanidad? O simplemente ¿es que no les parece inmoral enredarse en la jaula xenófoba de los nacionalismos? O peor aún, ¿es que padecen sin saberlo el síndrome de «Las Casas», lo que significa que cuando por nacionalismo ideológico empren­ den su lucha por liberar a una porción de la humanidad suscitan no menos efectos calamitosos sobre otra porción de la humanidad, de modo y manera que al defender a sus víctimas provocan otro tipo de víctimas? Está claro que algunas personas y no pocas asociaciones que se sitúan en el mapam undi de la izquierda no han superado los tics deformantes del nacionalismo. (Ahí está la pregunta venenosa que lanzaba el escritor Vázquez M ontalbán acerca de si se puede ser catalán escribiendo en español.) Y aun­ que esas personas y asociaciones apoyen bienintencionadamente las ideas de O tto Bauer, resulta que «la fórmula “derecho de los pueblos a la autodeter­ minación”, tan a m enudo invocada en este contexto, no tiene un sentido pre* Sea cual sea el motivo por el que aceptan premios de este tipo, la pregunta sigue en el aire: ¿cómo se entiende que en nuestro tiempo organizaciones y personajes de reputación dentro de la vida pública vulneren de esta forma su propio ideario a pesar de decir que trabajan, desde una actitud de compromiso, por los derechos humanos? Para contestar a esta pregunta puede leerse el discurso pro­ nunciado por Federico Mayor Zaragoza, en el 2000, tras recoger el premio Sabino Arana en la cate­ goría «Espejo del Mundo»: ivww.sabinoarana.org/castellano/premios/mayorzaragoza.html

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ciso, pues implica —señala Tzvetan Todorov— que los pueblos existen antes de la formación de un Estado, lo que es una ilusión», amén de que, dijo Thomas Mann, «lo nacional se ha convertido en algo provinciano» y no podemos, ya lo apuntó Nietzsche, «convertirnos en voceros del nacionalismo y de los odios de razas, para regocijarnos con las aversiones y el modo de hacerse mala sangre los pueblos».4

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En el Congreso de Lausana (1867), los miembros de la Internacional habían deliberado acerca de las cooperativas de trabajadores. No se trataba tan sólo de desmantelar las máximas mutualistas de Proudhon, que también, cuanto de advertir los resultados perniciosos que las cooperativas de trabaja­ dores estaban provocando al aminorar el ímpetu de la lucha reivindicativa de los obreros. Aunque los proudhonianos no desechaban la idea de la coopera­ ción, otros sin embargo registraban la aparición de una aristocracia dentro de la clase obrera y anotaban con preocupación el riesgo que existía a la hora de emancipar a ciertos grupos de trabajadores dejando al mismo tiempo a otros sectores del proletariado, al Quinto Estado, desprotegido y sin el auxilio de los cooperadores. Pero, ¿qué era el Quinto Estado? El Quinto Estado era un modo de describir la existencia de bolsas de marginados.5 Pasados los años, en 1907, la II Internacional se reunió en la ciudad de Stuttgart. Durante el Congreso salía de nuevo, y sin ser nombrado, el Quinto Estado. Y dado que habían transcurrido cuarenta años tras el Congreso de Lausana, era lógico que los incluidos en el grupo del Quinto Estado fuesen otros. Pero, ¿qué grupo integraba en esta ocasión a los más oprimidos?, ¿qué 4 El Padre Bartolomé de Las Casas se hizo eco, por su elevada sensibilidad, de las desdichas que padecían los indios a manos de los conquistadores españoles. Fue, pues, un acérrimo defensor de los derechos humanos de los indios. Sin embargo y para su desgracia, Las Casas justificó la escla­ vitud de los negros con el fin de lograr la liberación de la población amerindia. Y es que con una forma restrictiva, nunca generosa, de enfocar las relaciones humanas, el veneno del racismo siem­ pre está ahí, agazapado. Tzvetan Todorov, Memoria del bien, tentación del mal..., o. cit., p. 288. Thomas Mann, O íd alemanes... Discursos radiofónicos contra Hitler, Barcelona, Península, 2004, p. 255. Friedrich Nietzsche, Ecce homo (1888), II V. 5 También Ferdinand Lassalle se había ocupado cuatro años antes de los efectos perniciosos que entrañaba el funcionamiento de las cooperativas. Videtur su Carta abierta al comité general encar­ gado de convocar un congreso general obrero alemán en Leipzig (o Manifiesto obrero), que data del 1 de marzo de 1863, o. cit.

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sector del Cuarto Estado vivía en una situación de especial marginalidad que hacía posible tipificarlo como Q uinto Estado? Ni más ni menos que las mujeres. Y es que mientras los varones con el paso de los años habían logra­ do cotas de libertad política e incluso el derecho, entre otros, al sufragio, las mujeres en cambio continuaban viviendo en una situación de postración jurídica. No eran sujeto de derecho, y en su inferioridad legal dependían del varón (padre o marido). Por tanto, carecían de facto de cualquier tipo de libertad, doméstica o social, privada o política. E igual que el marqués de Condorcet, en el año 1790, pudo presentar un proyecto ambicioso, destina­ do a lograr el pase de las mujeres a la ciudadanía aduciendo que éstas, al ser ¡guales a los hombres, debían disponer necesariamente de idénticos derechos; e igual que en La sujeción de la mujer (1869), Stuart Mili reivindicaba la igualdad y el voto femeninos; en el Congreso de Stuttgart de 1907, las muje­ res socialistas lograron poner sobre el tapete la necesidad de discutir en el seno de la Internacional el futuro del voto femenino. El asunto tenía su importancia, habida cuenta que las secciones naciona­ les de la Internacional tendrían que llevar a sus países respectivos las disposi­ ciones que se acordaran en el cónclave. Pero, ¿eso iba a ser posible cuando algunos ponentes plantearon el voto femenino limitado, entre otras condicio­ nes, a la posesión de bienes y propiedades? Ante estas y otras proposiciones, la que llegaría a ser amiga personal de Lenin, Clara Zetkin, expuso la propuesta aprobada en la asamblea internacional de mujeres socialistas. Propuesta que no era otra que promover desde la igualdad de los sexos campañas a favor del dere­ cho al voto. Ahora bien, si los delegados ingleses optaron por la restricción, desde el punto de vista patrimonial, del voto femenino, los delegados austría­ cos no iban a ser menos cuando sólo dieron preferencia al voto de los hombres y, lejos de las tesis universalistas de Clara Zetkin, se posicionaban en contra de la resolución que había sancionado la asamblea internacional de mujeres socia­ listas. Víctor Adler que defendía la posición de los delegados austríacos no sólo ratificaba la actuación desigualitarista que exhibía el partido socialista de su país, sino que no veía por el momento necesidad de acometer desde la Internacional una campaña de sensibilización a favor del voto femenino, tanto o más cuanto que, a su juicio, lo importante era consolidar el voto masculino. Recordemos que Austria estrenaba sufragio universal masculino en 1907. Con los prejuicios sexistas flotando en el ambiente de la Internacional, ¿cuál fue la postura que exhibió para gloria suya esta organización socialista?

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En dos palabras: buenas intenciones y ninguna política a corto plazo. A dife­ rencia del sector anarquista de finales del xix que siempre fue adalid de la igualdad de los sexos y defensor de la liberación del sexo femenino, en el Congreso de Stuttgart, la Internacional daba una de cal y otra de arena, dejando todo en el mismo sitio. Por un lado decía que era imposible pro­ porcionar fechas para el inicio de las campañas en pro de la reforma del dere­ cho al voto y, por otro lado, insistía tam bién en el hecho de que cuando tales campañas se pusiesen en marcha debían hacerse desde la igualdad de los sexos. C on sutilezas de este estilo, propias del ámbito de la oratoria, los líde­ res del m undo obrero querían contentar a todas las esferas de la Internacional: al sector más feminista, y al conservador también. No hay duda, el Tercer Estado a partir del m om ento mismo de estallar la Revolución francesa creó marginación y ostracismo político y, por ello, fue artífice del Cuarto Estado. Sin embargo, fueron los ex miembros masculinos del Cuarto Estado quienes alimentaron, incluso desde las estructuras de la propia Internacional, el m antenim iento de la injusticia hacia el sexo femeni­ no. Y si Condorcet no consiguió el respaldo de la Asamblea francesa, las mujeres socialistas durante el congreso de Stuttgart tam poco lograron arran­ car de sus compañeros varones ningún apoyo. Gracias a las aportaciones de la izquierda marxista la población femenina seguía integrando la bolsa de los marginados políticos, es decir, seguía siendo «Quinto Estado». ¿Y en el caso de los socialistas españoles? En el caso del socialismo español llama y m ucho la atención la obsesión por sacar a flote el segregacionismo franquista y ocul­ tar, en el magma de la amnesia, los errores m onumentales en que incurrieron los líderes de diferentes coaliciones socialistas cuando no apoyaron, y tuvie­ ron la oportunidad de hacerlo, la concesión del voto a la mujer.

C UERDAS,

VELOS Y MORDAZAS

Una vez, en España, abolida la M onarquía el 14 de abril de 1931, el comi­ té revolucionario que se había constituido en Gobierno Provisional proclama­ ba la República el mismo día. Luego, vendría la convocatoria a elecciones generales. Pues bien, aun cuando el Gobierno Provisional, presidido por Alcalá Zamora, otorgaba la posibilidad de votar a candidatos del sexo femenino, a las mujeres españolas se les prohibió no obstante ejercer el derecho al sufragio.

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Con esta restricción se celebraron el 28 de junio de 1931 los comicios a Cortes Constituyentes, cuyos resultados daban el triunfo a republicanos de izquierda, a radicales y socialistas, y también a pequeñas coaliciones de derecha. Clara Campoamor y Victoria Kcnt fueron las dos únicas aspirantes elegidas de un total de 465 diputados. Sólo más tarde, a finales de aquel mismo año, otra mujer, Margarita Nelken, sería también diputada a Cortes. Designadas las principales fuerzas políticas el 14 de julio, la cámara de diputados se encomendó como tarea redactar una Carta Magna, dado que no tenía sentido mantener en vigor la Constitución del año 1876. El trabajo jurí­ dico, en un principio, fue adjudicado a una comisión dirigida por el abogado conservador Ángel Ossorio y Gallardo, pero el 28 de julio, la elaboración del anteproyecto de Constitución pasaba a manos de la comisión parlamentaria pre­ sidida por Luis Jiménez de Asúa, catedrático de derecho penal y miembro del Partido Socialista Obrero Español, desde hacía poco tiempo. La comisión, el 18 de agosto de 1931, presentó en las Cortes su proyecto de Constitución. Y unos días después comenzaba el debate constitucional que, sin duda, fue rico en sus­ picacias e intolerancia. Y si se analizan de cerca los silogismos que Sus Señorías exhibieron a la hora de estar en contra del derecho al voto femenino, se obser­ va que gran parte de las argumentaciones que se oyeron en el Parlamento se cen­ tró ni más ni menos que en la (supuesta) naturaleza de la mujer:

Algo más traéis a la Constitución: el voto de las mujeres. Permitidme que, rindiendo un fervoroso culto a esta mitad del género humano, os diga [...] que el voto de las mujeres es un elemento peligrosísimo para la República; que la mujer española merece toda clase de respetos dentro de aquel hogar español que cantó Gabriel y Galán, como ama de casa; que la mujer española, como educadora de sus hijos, merece también las alabanzas de los poetas; pero que la mujer española como política es retardaría, es retrógrada [... y en suma,] a la mujer puede dársele el derecho pasivo, el derecho a ser elegida, pero nunca el derecho a ser electora» (José Álvarez Buylla: Partido Republicano Radical). El Sr. Ossorio y Gallardo nos decía, en su voto particular del anteproyec­ to, que el voto de la mujer casada llevaría la perturbación a los hogares (Ángel Ossorio y Gallardo: Partido Conservador). Por qué hemos de conceder a la mujer los mismos títulos y los mismos derechos políticos que al hombre? ¿Son por ventura ecuación? ¿Son acaso organismos iguales? ¿Son organismos igualmente capacitados? [...] Y es que a la mujer no la dominan la reflexión y el espíritu crítico; la mujer se deja llevar siempre de la emoción, de todo aquello que habla a sus sentimientos, pero en poca escala o en una mínima escala de la verdadera reflexión crítica. Por eso yo creo que, en cierto modo, no le faltaba la razón a mi amigo D. Basilio Álva-

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rcz al afirmar que se haría del histerismo una ley. El histerismo no es una enfermedad, es la propia estructura de la mujer; la mujer es eso: histerismo (Roberto Novoa Santos: Federación Republicana Gallega). No ha muchos años, en un Congreso Internacional se estimó (hay que emplear la palabra, aunque no la haya admitido la Academia) respecto a la «standarización» de la edad crítica de las mujeres latinas, que era, poco más o menos, a los cuarenta y cinco años. Pues bien, yo, ateniéndome al criterio de la mayoría de aquellos congresistas, cuando en el Parlamento de mi Patria se va a tratar de dar la plenitud de los derechos electorales a la mujer, como hicie­ ron los especialistas de aquel Congreso, traigo la cuestión de si se cree de buena fe que antes de esa edad crítica (no sé ni quiero otra palabra) está perfecta­ mente capacitada la bella mitad del género humano. ¿No puede estar, y de hecho está disminuida en algún momento la voluntad, la inteligencia, la psiquis de la mujer? Es una apreciación que cada uno puede tener y que nosotros aún a riesgo de que se tomara en otro sentido, hemos traído a debate a la Cámara (Manuel Hilario Ayuso e Iglesias: Partido Republicano Federal).6

La idea de la disminución volitiva, intelectiva y psíquica de la mujer no era fruto de la casualidad, pues las tesis sexistas que se oyeron en el hemici­ clo eran la manera que muchos diputados tenían de impedir a la mujer el derecho al voto. Por eso y a la vista del curso que tomaban los aconteci­ mientos, el citado Basilio Alvarez y otros cinco diputados decidieron presen­ tar una enmienda redactada en los siguientes términos: «ios ciudadanos varones, desde los veintitrés años y las hembras desde los cuarenta y cinco, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes». De este enunciado debe anotarse que Sus Señorías, los diputados Hilario Ayuso, Ruiz Rebollo, Marial, Álvarez Mendizábal, Basilio Alvarez y Alvarez Buylla, no hablaban de hombres y mujeres. Tampoco de machos y hembras, sino de ciudadanos varones frente a hembras. Regístrese también, puesto que 6 El discurso de José Alvarez Buylla puede leerse en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 30, 1-IX-1931, pp. 697-8. El comentario sobre Ossorio y Gallardo procedía del discurso de Clara Campoamor que en el Parlamento criticaba las palabras de Ossorio y Gallardo. Tal comentario se encuentra en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 30, 1-IX-1931, p. 701. Recordemos como anécdota que Ángel Ossorio y Gallardo había escrito una obra titula­ da Cartas a una muchacha sobre temas de Derecho Civil en donde propugnaba la desigualdad entre los sexos. El discurso de Roberto Novoa Santos puede leerse en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 31, 2-IX-1931, pp. 728-9. Señalemos que Novoa Santos era un hombre muy culto, catedrático de Medicina y autor, al mismo tiempo, de un texto misógino titulado La indi­ gencia espiritual del sexo femenino. Finalmente, el discurso del diputado Manuel Hilario Ayuso e Iglesias aparece en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 47, 30-IX-1931, p. 1337. Comentemos a modo de anécdota que las mujeres que exhibían, como fue el caso de Humbertina Anclen, reivindicaciones feministas eran tildadas públicamente de «histéricas».

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la palabra «histeria» significa etimológicamente «útero», cómo Sus Señorías en medio de un derroche de generosidad sin límites aceptaban el voto de la mujer si y sólo si el climaterio a determinada edad hacía acto de presencia y, al mismo tiempo, si y sólo si las leyes seguían reconociendo su capacidad para votar. Y es que, a su juicio, el sexo impedía a la mujer hacer un uso correcto de esos derechos y esos deberes que, por el contrario, sí gozaba el ciudadano varón en la esfera de la política. Y respecto al tema enojoso de la diferencia de edad en el goce y disfrute de las atribuciones electorales, 23 años para el varón, 45 años para la hem ­ bra, tal diferencia cronológica constituía otra forma de declarar inhábil a la mujer, además de que la citada enmienda contravenía el artículo 23 del ante­ proyecto de Constitución discutido el día anterior, o sea, el día 29 de sep­ tiembre, artículo 23 que reconocía que «no podrán ser fundam ento de privilegio jurídico: el nacimiento, la clase social, la riqueza, las ideas políticas, las creencias religiosas y el sexo». Sea como fuere, la propuesta de Ayuso, aunque tuvo sus apoyos, dejó intranquilos a ciertos diputados. Y ante el disparate que acaba de oír, un representante de la Derecha Liberal Republicana, el doctor César Juarros Ortega, se enfrenta enérgicamente al diputado Ayuso y expone ante la cáma­ ra que «no es posible hacer labor legislativa prescindiendo de más de la mitad de la Nación». Y puesto que a su juicio se debe conceder el voto a la mujer «a la misma edad que a los hombres», concluye el diputado Juarros que «no existe razón fisiológica, ni ética, ni psicológica para establecer tal diferencia». Por supuesto, había una razón de peso por la que Ayuso y cinco diputa­ dos más habían hablado, en términos de desigualdad, de ovarios y hembras. Y es que, por tradición, los intelectuales y políticos varones europeos se habían acostumbrado a ver a la mujer en una posición de inferioridad legal y hasta aceptado que su voto sería motivo de discordia doméstica, cuando no, origen de inestabilidad en la República. La ecuación «un hombre un voto» no valía, pues, en absoluto para el sexo femenino.

E L VOTO

RESTRICTIVO , EL OTRO ARGUMENTO

Con el fin de mantener en pie la más pura tradición patriarcal, muchas Señorías aceptaron que el disfrute del sufragio había de ser limitado. La mujer,

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pensaban, no estaba preparada para ejercer su derecho al voto, y la República tampoco lo estaba para aceptar los resultados electorales que podían derivar del voto femenino. Así pensaban los republicanos de izquierda pivotados en torno a su egregio líder, el misógino Azaña. Así lo creían también los radica­ les que se declaraban socialistas. Así lo estimaban no pocos socialistas agluti­ nados alrededor de la figura del socialista Indalecio Prieto, contrario visceralmente al voto femenino. Pues bien, con argucias o, como denunció Clara Campoamor, «con un falso constitucionalismo democrático», los dipu­ tados españoles de distinto color político fueron desgranando en la cámara sus muchos prejuicios e incluso interponiendo enmiendas a los artículos de la Constitución con el fin de limitar el voto femenino: El derecho de sufragio acordado a la mujer por el art. 36 de esta Constitución será efectivo en las primeras elecciones municipales que se cele­ bren (Enmienda firmada por Peñalba et alii el 21 de noviembre de 1931). Hasta ocho años después de aprobada la nueva ley Electoral, las mujeres no disfrutarán del derecho del voto más que las solteras y viudas mayores de edad, que disfrutarán de dicho derecho desde que se apruebe la aludida ley (Enmienda de José Terrero Sánchez et alii el 25 de noviembre de 1931). La concesión del voto a la mujer para las elecciones generales no será efec­ tiva mientras no haya ejecutado este derecho en dos elecciones municipales consecutivas (Enmienda firmada por Victoria Kent Siano et alii el 25 de noviembre de 1931).7

Junto a estas enmiendas no debemos olvidar el discurso que ante la cáma­ ra pronunciaba el Sr. Jerónimo Gomáriz y Latorre al esgrimir, en nombre de su coalición, el Partido Radical Socialista, «que sólo las mujeres trabajadoras y con un título de suficiencia profesional que acredite su derecho de ciudadanía ten­ drán derecho a emitir su voto». En la misma línea restrictiva de Gomáriz se posicionaría el diputado Andrés Ovejero Bustamante, perteneciente al Partido 7 Clara Campoamor y Rodríguez en Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, I-IX-1931, n.° 30, p. 700. Enmienda firmada por Matías Peñalba Alonso de Ojeda, por Honorato Castro, Isaac Abeitúa, Rafael Guerra del Río, José Serrano Batanero, Ramón María Tenreiro, Carlos Espía, José Terrero, Julio Just y Jaime Simó Bofarull, en Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, Apéndice 11 al número 80. Enmienda firmada por José Terrero Sánchez, por Pedro Armasa Briales, Juan Revilla, Edmundo Alfaro, Francisco Julia Perelló, H. Torres y Ramón González Sicilia, en Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, Apéndice 10 al número 80. Enmienda fir­ mada por Victoria Kent Siano, por José Moreno Galvache, Gregorio Vilatela, Francisco López Goicoechea, Ramón Navarro, Santiago Guallar Poza, Eduargo Ortega y Gasset, Pedro Gómez Chaix, Gregorio Villarias, Ramón Gil Roldán, Pedro Vargas, Manuel Fernández, en Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, Apéndice 4 al número 81.

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Socialista. Por este motivo y casi sin cambiar de guión, para el Sr. Ovejero tenía que reconocerse «el derecho al sufragio, no a todas las mujeres españolas, sino a aquellas mujeres españolas que, en consonancia con el artículo 1, aprobado ya, de nuestra Constitución, son, al mismo tiempo que españolas, trabajadoras». Con estos frutos pseudo democráticos venía cargada la Segunda República española. Y por el hecho de que Sus Señorías querían elaborar, al menos en apariencia, una Constitución democrática, Pedro Rico López (Acción Republicana) señaló a tal efecto que «negar el derecho electoral a la mujer sería injusticia y sería labor antidemocrática; reconocerlo ahora mismo, sin mediación, con una igualdad absoluta, sería imprudencia que podría per­ judicar a la República». En la misma línea que el diputado Rico, la radical socialista Victoria Kent Siano exhibía sus dudas sobre la idoneidad del voto femenino y arengaba diciendo que la mujer necesita capacitarse y pasar por un pensionado universitario. Y es que esta diputada, electa como Clara Cam poamor por la ciudad de M adrid, expresaría en el hemiciclo cuál era su sentir respecto del voto femenino y, con el corazón roto, decía esta pseudo feminista a Sus Señorías: «creo que no es el momento de otorgar el voto a la mujer española. (Muy bien.) Lo dice una mujer que, en el momento crítico de decirlo, renuncia a un ideal. [...] Y es preciso que las personas que sienten el fervor republicano (Muy bien), el fervor democrático y liberal republicano, nos levantemos aquí para decir: es necesario aplazar el voto femenino, porque [...] si aplazamos el voto femenino no se comete injusticia alguna, a mi juicio. Entiendo que la mujer, para encariñarse con un ideal, necesita algún tiempo de convivencia con el mismo ideal. [... Es más,] si las mujeres españolas fue­ ran todas obreras, si las mujeres españolas hubiesen atravesado ya un periodo universitario y estuvieran liberadas en su conciencia, yo me levantaría frente a toda la Cámara para pedir el voto femenino. (Muy bien.- Aplausos.)». Lo que no sabía la socialista Victoria Kent, siempre tan preocupada, según sus palabras, por «la perfecta igualdad» es que su argumento sobre la incapacidad de la mujer a la hora de saber votar en las urnas partía de ese mismo principio de irracionalidad que espléndidamente había adscrito a la mujer el diputado misógino y ultra conservador Roberto Novoa Santos. Curiosamente entonces, muchos miembros de la izquierda libertaria adopta­ ban para sí las mismas consignas que los miembros de la derecha más reac­ cionaria y antiliberal. La idea del Q uinto Estado, aunque sin nombrarse, estaba presente en el Parlamento.

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Con tales escrúpulos, que no argumentos, Clara Cam poamor diría, a la vista de lo que oía en el Parlamento, que «España es una República aristo­ crática, de privilegio masculino». Y buscando mantener esa situación de pri­ vilegio Eduardo Barriobero Herrán, diputado que pertenecía al Partido Republicano Federal, indicaba que «la mujer casada no debe tener voto: debe gozar de este derecho la soltera, la mayor de edad, la viuda y la divorciada. [...] Mi opinión personal sobre este asunto es que para votar hay que ser ple­ namente libre y [...] también con condiciones, porque vamos a tener en la calle, hoy o mañana, 33.000 monjas y a éstas no se les puede conceder el derecho a votar. Debemos poner también una barrera jurídica en las puertas de las casas de prostitución».8 Ante estas y otras manifestaciones, sólo cabe preguntarse: ¿por qué ser tan cicateros a la hora de defender para la mujer el voto restrictivo, o por qué con­ tinuar con el mismo modelo electoral que instauró el régimen de Primo de Rivera en 1924 o, lo que es mejor, por qué no ir más lejos que la dictadura de Primo que permitió, durante el plebiscito de 1926, el sufragio de la mujer en idénticas condiciones que el hom bre? 9 Tenía causas fundadas Clara Cam poamor y Rodríguez (Partido Republicano Radical) para afirmar, como lo hizo, que la mujer española podía pensar «que la Dictadura la quiso atraer y que la República la rechaza». Tenía motivos sobrados para añadir: «no dejéis a la mujer que, si es regresiva, piense que su esperanza estuvo en la Dictadura; no dejéis a la mujer que piense, si es avanzada, que su esperanza de igualdad está en el comunismo. No cometáis Sres. Diputados, ese error político de gra­ vísimas consecuencias». Y es que, comparativamente, el enfoque que respaldaban buena parte de los diputados republicanos progresistas constituía un retroceso frente a la Dictadura del tan denostado general Primo de Rivera. Y decimos que consti­ tuía un retroceso por el hecho de que el artículo 23 del borrador de H El discurso de Jerónimo Gomáriz y Larorre puede leerse en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 47, 30-IX-l 931, p. 1341. El argumento de Andrés Ovejero Bustamante en ci Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 48, l-X-1931, p. 1356. El enfoque de Pedro Rico López en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 47, 30-IX-1931, p. 1340. Las pala­ bras de Victoria Kent Siano en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 48, 1-X-1931, pp. 1351 -2. La denuncia de Clara Campoamor y Rodríguez en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, I-1X-1931, n.° 30, p. 700. Y el argumento de Eduardo Barriobero Herrán puede leerse en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 83, I-XIL1931, p. 2743. Por medio del Estatuto Municipal de 1924 la mujer española pudo acceder a las urnas en las elecciones municipales aunque no pudieron ejercer tal derecho las casadas, las menores de 23 años sujetas a patria potestad y... las prostitutas.

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Constitución de la II República al estar redactado como lo estaba contenía la semilla de la desigualdad: «No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: el nacimiento, la clase social, la riqueza, las ideas políticas y las creencias reli­ giosas. Se reconoce en principio la igualdad de derechos de los dos sexos». ¿Este artículo era de izquierdas y, sobre todo, su enunciado era socialis­ ta? En absoluto, tanto o más cuanto que la comisión presidida por el socia­ lista Jiménez de Asúa se había mostrado muy cauta con el tema espinoso de la igualdad de los sexos, y tras estudiar las Constituciones de México (1917), de Rusia (1918)... la tal comisión decidió, en lugar de aceptar el axioma de la emancipación política de la mujer, inspirarse en el artículo 109 de la República de Weimar (1919) que sancionaba que «hombres y mujeres tienen, en principio, los mismos derechos y deberes políticos». Para salir del atolladero del igualitarismo con cierta sensación de honra, el artículo 23 del anteproyecto de Constitución española había sido redacta­ do con precauciones e, igual que el artículo 109 de la Constitución de Weimar, tenía trampa. De un lado, el citado artículo 23 pasaba de puntillas ante el fuerte segregacionismo legal que generaba el nacer con sexo femenino y, por otro, dejaba en el aire, incluso en suspense la búsqueda de una real y práctica igualdad entre hombres y mujeres, porque ¿qué es eso de reconocer sólo la igualdad de derechos de los dos sexos desde la limitación amenazado­ ra, como se quejaba la diputada Campoamor, del «en principio», e incluso posponer sine die los derechos políticos de las mujeres cuando los gobernan­ tes, defendía el diputado Rico, así lo estimen necesario? «Nosotras, mujeres, exponía Clara Campoamor, deberíamos negarnos a aceptar el derecho pasivo si no concedéis a nuestras hermanas el derecho activo, porque no debemos prestarnos a contribuir a la farsa. Una mujer, dos mujeres, ¿qué hacen en un Parlamento de 465 Diputados? Dar una nota de color, prestarse a una broma, es decir, contribuir a que rija ese falso principio de la igualdad de los sexos».10 El artículo 23 contenía, pues, una grave anomalía jurídica, a saber, que sólo concedía en precario, y hasta que se dijese lo contrario, la igualdad de dere­ chos. ¿Puede desconcertarnos entonces lo que se dijo y oyó en el Parlamento de España cuando Sus Señorías discutieron sobre el sufragio femenino? En 1,1 Clara Campoamor y Rodríguez en Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 47, 30IX-193!, p. 1339; n.°48, l-X-1931, p. 1354; n.° 46, 29-IX-1931, p. 1287. Pedro Rico López en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 48, I-X-1931, p. 1363. Clara Campoamor y Rodríguez en Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 47, 30-IX-1931, p. 1340.

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LA PATRIA

PROLETARIA .

E L Q U INTO E STADO

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absoluto, tanto más cuanto que muchos diputados al hacer apología de la desi­ gualdad de los sexos volvían a reflotar, como denunció Clara Campoamor, la legitimidad del Q uinto Estado. Y lo que es peor, si nada o nadie hacía algo en contra, el debate sobre el sufragio femenino en la II República repetiría al pie de la letra el espíritu del congreso socialista de Stuttgart (1907) cuyos partici­ pantes masculinos, miembros de la II Internacional, habían defendido la con­ signa de aplazar los derechos políticos de las mujeres para el futuro.

D É F IC IT D E M O C R Á TIC O

El primer repertorio de argumentos que sonaron en la bóveda del Congreso hacía relación a la naturaleza histérica e irreflexiva del sexo feme­ nino. El otro bloque de razones que también se esgrimió en nom bre del bien de la República, y de su salvación, giraba en torno a la necesidad de retrasar la concesión del voto a la mujer, intelectual y políticamente poco capacitada a priori. Hubo, sin embargo, otras reflexiones que se complementaban con lo que se había venido escuchando en el foro de los diputados. «Negar el voto a la mujer, no; pero que se reserve la República el dere­ cho para concederlo en una ley Electoral, para negarle al día siguiente si la mujer vota con los curas o con la reacción» (Rafael Guerra del Río: Partido Republicano Radical). «El peligro del voto de las mujeres está en los confe­ sionarios y en la Iglesia» (José Álvarez Buylla y Godino: Partido Republicano Radical). Ante estos y otros argumentos de muy escasa altura democrática, César Juarros pone el dedo en la llaga y denuncia, tras volver a decir que no existen diferencias entre el sexo femenino y el sexo masculino, que muchos diputados no quieren de verdad la igualdad y, por ello, se pregunta: «¿pre­ tenden no conceder más derechos al voto que aquellos que suponen favora­ bles?». Por supuesto, pues com o dijo C am poam or, Sus Señorías «condicionáis el voto de la mujer por miedo de que no os vote a vosotros. Ese es todo vuestro contenido filosófico», además de que «es más fácil ser dem ó­ crata y liberal laríngeo que demócrata y liberal actuante».11 11 Rafael Guerra del Río en Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 47, 30-IX-1931, p. 1339. José Álvarez Buylla y Godino en Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 48, IX -1931, pág. 1363. César Juarros Ortega en Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 83, I-X1I-1931, p. 2748. Clara Campoamor y Rodríguez en Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 83, LXII-1931, pp. 2749, y 2741.

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Que Clara Campoamor defendiera el voto femenino y Victoria Kent lo atacara, provocó las burlas de Azaña, que comentó: «dos mujeres solas en la Cámara, y ni por casualidad están de acuerdo». Burlas aparte, lo cierto es que, a diferencia de las socialistas Victoria Kent y Margarita Nelken que nunca estu­ vieron a favor de la concesión del voto a la mujer, la abogada Campoamor dio, por el contrario, repetidas muestras de convicción cuando luchaba con denue­ do por el derecho al voto. Naturalmente mentiríamos, si omitiésemos el hecho de que hubo socialistas de pro, como el diputado Manuel Cordero Pérez cuyas intervenciones en la cámara sirvieron para convencer a otros compañeros de su misma coalición y, de paso, para alentar, por su alta sensibilidad social, el cam­ bio de legislación en materia electoral. Ehcomiable fue la actuación del dipu­ tado Cordero, tanto o más cuanto que éste no sentía simpatía alguna por la línea ideológica que exhibía Indalecio Prieto y su tropa, pues recuérdese, antes de la apertura de Cortes Constituyentes y durante el Congreso del PSOE, la agrupación de Bilbao, que se decantaba a favor de Prieto, quiso aplazar el voto femenino y sacarlo incluso del programa electoral. Con estos y otros trajines, votaron a favor del sufragio femenino la dere­ cha y pequeños núcleos republicanos. Y, claro está, la minoría del Partido Socialista Obrero Español capitaneada por ese obrero manual, panadero de profesión, que se llamaba Don Manuel Cordero Pérez. En contra, Acción Republicana, Partido Radical Socialista, Partido Radical (con la excepción de Clara Cam poam or y cuatro más que votaron «sí» en contra incluso de su pro­ pio líder, Lerroux). Pero no olvidemos tampoco que dentro del bando de los «noes» aparecía la estruendosa deserción del ínclito socialista Indalecio Prieto que gritó que aquello era «una puñalada trapera a la República». En consecuencia, tras tensos debates la mujer española pudo finalmente escapar del ostracismo del Q uinto Estado aunque el 1 de diciembre de 1931, aprovechando la marcha de la derecha de las Cortes por la ley de Congregaciones, curiosamente el Partido de Acción Republicana de Azaña pre­ sentaba a través del Sr. Peñalba una enmienda para privar del voto a las muje­ res en las elecciones nacionales. Clara Campoamor consigue, gracias a su pericia y oratoria excelentes, ganar otra vez y contra todo pronóstico, ¡pero por tan sólo cuatro votos de diferencia! La constitución que Jiménez de Asúa describió como «de izquierda, pero no socialista» acabó siendo aprobada, con algunas modifi­ caciones, el 9 de diciembre de 1931. Es decir, después de seis meses de debates.

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¡Cómo pueden los apóstoles de una nueva vida, y los arquitectos de un nuevo orden social dotarse de tales medios de defensa contra sus enemigos! [...] ¿No se dan cuenta sus camaradas de que ustedes, comunistas, a pesar de los errores que hayan cometido están trabajando para el futuro, y que por lo mismo, no debían realizar su trabajo en forma tan cercana a lo que fue el terror primitivo? Ustedes deberían saber que precisamente estos actos, realizados por revolucionarios en el pasado, han hecho de las nuevas realizaciones comunistas algo tan difícil de lograr. P IOTR KROPÓTKIN , Carta a Lenin (21-XI1-1920) Aunque el gobierno bolchevique de la Rusia soviética es considerado ejem­ plo evidente del desprecio por los principios democráticos, su argumentación teórica se mueve dentro de los cauces democráticos, sólo que utilizando la crí­ tica moderna y las experiencias actuales de cara a los abusos de la democracia política: la democracia predominante hoy en día en los Estados del ámbito cul­ tural de Europa occidental es para ellos únicamente una estafa por parte del poder económico del capital sobre la prensa y los partidos, es decir, la estafa cometida contra una voluntad del pueblo inadecuadamente formada; sólo el comunismo deberá traer la verdadera democracia. Dejando de lado su razona­ miento económico, es éste, en su estructura, el antiguo argumento jacobino. C ARI. SCHMITT , Situación histórico-intelectual del parlamentarismo de hoy (1923) La cuestión no está en ser o no ser comunista o bolchevique. No discuto el credo. Lo que es inconcebible y anacrónico es que un comunista de 1917 se lance a hacer una revolución que es en su forma idéntica a todas las que antes ha habido y en que no se corrigen lo más mínimo los defectos y errores de las antiguas. Por eso no es interesante históricamente lo acontecido en Rusia; por eso es estrictamente lo contrario que un comienzo de vida humana. Es, por el contrario, una monótona repetición de la revolución de siempre, es el perfec­ to lugar común de las revoluciones. JOSÉ O RTEGA Y G ASSET, La rebelión de las masas (1930)

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LA

RUSIFICACIÓN

En los siglos xvi, xvn y xvm el Estado m oderno se caracterizó por come­ ter abusos enormes de autoridad. Y como al despotismo monárquico solían unirse fuertes excesos en materia económica, sucedió que los actos de rebe­ lión pudieron en un momento dado convertirse, por motivos fiscales, en revolución perm itiendo, así, la llegada del Estado burgués. Naturalmente, la explosión de la Revolución americana y, más tarde, de la Revolución france­ sa vino a radicalizar los movimientos de izquierda que, curiosamente, debido al curso populista, adoptaban para sí banderas nacionalistas. Y aunque la patria era de todos, ese había sido el lema revolucionario que había aglutina­ do las protestas, sin embargo dentro del Estado revolucionario no se supo aminorar la hondura de las injusticias ni dotar tampoco de verdadero prota­ gonismo ciudadano a la mayoría. A resultas de lo cual, el acto de morir por la patria fue socializado, pero no unlversalizado el derecho a la ciudadanía dentro del Estado revolucionario. La llegada del siglo xix, lejos de mejorar el tono de las desigualdades, no hizo sino ahondar en las heridas ideológicas, de manera que por cuestión de tácticas y objetivos, las izquierdas se van a enfrentar entre sí. Y la forma de buscar solución a los problemas generales también vino a acrecentar las diver­ gencias entre las filas de los llamados «socialistas utópicos». Es más, por cómo implantar un Estado proletario, los «social-comunistas» (marxistas) pugna­ ban, y de qué modo, contra los «social-Iibertarios» (anarquistas). Por otra parte, y esto es im portante tenerlo en cuenta, no todos los socialistas eran declarados antiburgueses. De hecho, O w en, Fourier, Saint-Sim on, Proudhon... abanderaban la búsqueda de una sociedad más justa pero desde pautas de producción capitalista, ideas estas que venían a dar un tono de mayor crispación en el solar de las izquierdas. Sin embargo, la victoria polí­ tica del revolucionarismo marxista sobre el resto de las facciones del socialis­ mo europeo perm itió, sin posibilidad de m archa atrás, tanto el aniquilamiento tanto del movimiento ácrata como el fin del movimiento liberal de tendencias izquierdistas. A esta situación hay que añadir un detalle histórico de importancia: que en prácticamente cien años, desde la Revolución americana hasta el cierre, en el año 1876, de la Asociación Internacional de los Trabajadores, el eje de las protestas de las izquierdas revolucionarias fue tomando ininterrum pidam en-

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LA REVOLUCIÓN RUSA

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te el rumbo «Oeste-Este» pues, recordémoslo, los primeros brotes de revolu­ ción aparecen en las colonias de Gran Bretaña, en suelo americano; más tarde, la mecha de los descontentos explotaría en el lado oriental del Atlántico, en Francia; y luego, décadas después, a partir de la reunificación internacional del movimiento obrero y con la presencia directora de Marx, fue posible eliminar de la AIT la influencia del sector francés, para más señas proudhonista, y encauzar el pensamiento de izquierdas desde el predominio germano. Con la expulsión de Bakunin de la AIT y la irrupción de líderes carismáticos como Liebknecht, Bebel, Kautsky..., se logró concentrar todavía más el pensamiento socialista europeo dentro del más puro marco alemán. Ahora bien, el imperio ideológico del socialismo alemán duró poco. Y la maniobra fallida de la Revolución rusa de 1905 se vería coronada, breve tiempo después, por el golpe de Estado de 1917. Y convertidos los revolu­ cionarios bolcheviques en emisarios de un destino en lo universal, propon­ drían gracias a la labor propagandística de Lenin y Trotsky la formación de una nueva y definitiva Internacional (1919). Los aires del movimiento de la revolución miraban fijos hacia el Este, y el cometido de esta Tercera Internacional o Komintern tuvo por meta la con­ versión de los países de Europa en astros satélites de Rusia. Sin embargo y pese a su labor difusora, esta Internacional no pudo impedir que surgieran pequeñas (y a veces sonadas) escisiones dentro del solar de la izquierda. Y si, por un lado, estaban los que querían mantener su independencia por encima de todo (liberales progresistas, anarquistas y socialdemócratas), por otro lado, y bajo el influjo de los bolches, un ejército de catecúmenos socialmarxistas ponía en marcha en todas las naciones europeas un idéntico modelo político de organización de masas: el Partido Comunista. Con vientos de disciplina férrea, el trayecto «Oeste-Este» del movimien­ to revolucionario adquiría fuerzas desconocidas, inmensas y, lo que es peor, aires militares. Por eso, igual que la deflagración de la Segunda Guerra Mundial iba a perm itir que el Partido Com unista chino, tras una dura gue­ rra civil, accediera al poder en el año 1949, de la misma manera la explosión de la Primera Guerra Mundial hizo posible que los bolcheviques por la vía del derramamiento de sangre se hicieran con las riendas de la Revolución rusa.

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EL

HEREJE

K AUTSKY

Tocqueville y Stuart Mili, por un lado, y Proudhon y Bakunin, por otro, habían profetizado hacía mucho tiempo sobre una misma evidencia, a saber, que la instrumentalización política de la mayoría puede perjudicar a la propia mayo­ ría. Es más, habían llegado a la conclusión de que el uso ilimitado del poder, incluso ejercido en nombre del Pueblo, podía encerrar altas dosis de absolutis­ mo. Y podía encerrar absolutismo desde el instante en que los depositarios del poder popular, transformados en clase privilegiada, practican la dominación sobre la totalidad de la población civil, amén de que «una clase no poseedora y al mismo tiempo dirigente es un absurdo total», denunciaba en su ensayo La revo­ lución obrera (1918) el socialista de origen polaco Jan Waclav Makhaiski viendo las decisiones antiproletarias que tomaban los líderes de la Revolución rusa. Com o hicieron Tocqueville, Stuart Mili, Proudhon, Bakunin y Makhaiski, Karl Kautsky también alertaría del peligro del absolutismo prole­ tario. De hecho, a través de La dictadura del proletariado, una obra que data del año 1918, Kautsky observaba justo en el m omento álgido de la Revolución rusa que «no menos dudosa que su inocuidad es la constitución soviética de la dictadura del proletariado. Dictadura', seguramente. Pero ¿pre­ cisamente dictadura del proletariado!». Es más, Kautsky pensaba que «la actual Revolución rusa ha hecho, por primera vez en la historia mundial, de un partido socialista el amo de un gran imperio. Acontecimiento este mucho más grandioso que la toma del poder en la ciudad de París, por parte del pro­ letariado, en marzo de 1871. Pero, es un punto importante, la Com una de París se encontraba por encima de la república soviética. Ella fue obra de todo el proletariado. Todas las tendencias socialistas participaron en ella; ninguna se separó de ella o fue rechazado por ella. Por el contrario, el partido socialista que gobierna hoy Rusia llegó al poder, apunta Kautsky, en lucha contra otros partidos socialistas. Ejerce el poder excluyendo de sus conspiraciones gubernamentales a los otros partidos socialistas. La contradicción entre ambas tendencias socialistas no radica en cues­ tiónenlas de celos personales, sino en la contradicción entre dos métodos fun­ damentales: el democrático y el dictatorial».1 1

Karl Kautsky (1918), La dictadura del proletariado, o. cit., capítulos VI (p. 53) y I (p. 15).

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Estas palabras tan sombrías como agoreras las escribía para su obra La dictadura del proletariado, ensayo en el que Kautsky llegó a reconocer que la Revolución rusa provocaría en Europa un aluvión de problemas que, por su hondura y elevado coste desestabilizador, conducirían al viejo continente a un callejón sin salida: a adoptar formas dictatoriales de gobierno en lugar de estilos de convivencia verdaderamente democráticos. Y razón no le faltaba a Kautsky, pues, el 30 de diciembre de 1920, Lenin consideraba innecesaria la democracia. Y abierto en Moscú un proceso judicial contra socialistas revo­ lucionarios, Kautsky volvía a la carga en 1922 en el prólogo al libro de W oitinsky sobre Los doce condenados a muerte repitiendo que los bolchevi­ ques «lo único que saben hacer como nadie es exterminar a sus adversarios por los medios violentos y la mentira». Pero a La dictadura del proletariado se uniría «Democracia o Dictadura», un ensayo también del año 1918. Y junto a estas dos obritas Kautsky además escribiría Terrorismo y comunismo (1919), De la democracia al Estado esclavis­ ta (1921) y l.a revolución proletaria y su programa (1922). Y en todos esos tex­ tos, este prestigioso socialdemócrata ponía de relieve la cara centralista e hiper autoritaria de los bolches y de los nuevos líderes revolucionarios. Incluso aprovechando la tercera edición, en 1920, de su obra El camino al poder (1909), Kautsky tras reiterar que no está de acuerdo con la Revolución rusa deja bien claro cómo «en varias partes de esta Europa civilizada el gigantesco crecimiento del proletariado, al que actualmente asistimos, salió de un derrum be de las viejas autoridades, que trajo consigo una notable extensión de los derechos democráticos. Sólo sobre la base de la democracia puede el proletariado llegar aquí al poder y no en la forma de un partido socialista que reemplaza la vieja autocracia por una nueva, apoyada sobre un nuevo milita­ rismo y una nueva burocracia». ¿Qué efectos provocaban las palabras de Kautsky sobre la comunidad europea, marxistizada hasta la médula? Un gran revuelo, en especial dentro de ese ingente ejército de intelectuales y seguidores, de fieles adoradores de la fe bolchevique. Y a nivel personal, la ruptura, pues al estallar la Revolución rusa, Karl Johann Kautsky se separa del Partido Socialdemócrata alemán y funda otro, el denominado Partido Socialdemócrata Independiente. E inclu­ so con la oposición de algunos de los miembros de su nuevo partido que en 1922 se habían unido al Partido Com unista Unificado que apoyaba al régi­ men soviético, este intelectual checo se negó a aprobar la política bolchevi-

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que, hecho que le provocó ser infamado, denostado, ultrajado por Lenin que le tomaba por «hereje, antirrevolucionario y revisionista».

EL

SOCIALFASCISMO

Kautsky no estaba solo. También, su antigua amiga y compañera de par­ tido, Rosa Luxemburg, había advertido en La Revolución rusa, una obra publicada póstum amente en 1922, que las formas de actuar de los bolchevi­ ques hacían un flaco favor al socialismo internacional por querer incluir como si fuese doctrina y dogma los errores cometidos en Rusia. Además, en contra de Lenin, pensaba Luxemburg, que la actividad revolucionaria debía ser un auténtico movimiento de masas y no el lugar exclusivo de interven­ ción del Partido que, con su proceder oligárquico y autoritario, no hacía sino reprimir conductas espontáneas y entorpecer la consecución de soluciones correctas. Y no sólo eso. Durante el último año de su vida, en 1918, antes de que el socialista Gustav Noske ordenara su asesinato en enero de 1919 y su cuerpo cinco meses después apareciera acuchillado, Luxemburg también había atacado y muy duram ente a los bolcheviques por suprim ir la democra­ cia popular dentro del Gobierno ruso cuando, pensaba Luxemburg, sin la acción valiosa e imprescindible de las masas jamás se habría conseguido la Revolución rusa. Si se mira con un poco de perspectiva, las críticas de Luxemburg no eran en absoluto novedosas. Venían de atrás, de m uy atrás, de la época en que esta pensadora revolucionaria escribió una obra en respuesta al folleto de Lenin titulado «Un paso adelante, dos pasos atrás» (1904). Pues bien, Luxemburg, sin morderse la lengua, señalaba que en esta obra de Lenin la concepción que se manifiesta «del modo más penetrante y exhaustivo es la de un centralismo sin contemplaciones [...,] la disciplina férrea y la injerencia directa y decisiva y determinante de las autoridades centrales en todas las manifestaciones de las organizaciones del partido. [...] Según todo esto, el comité central resulta ser el núcleo realmente activo del partido, mientras que las demás organiza­ ciones se limitan a ser instrumentos del ejercicio de sus designios».2 2 Rosa Luxemburg (1904), «Problemas de organización de la socialdemocracia rusa», en Rosa Luxemburg, Obras escogidas, Madrid, Ayuso, 1978, p. 114. La obra de Lenin «Un paso adelante, dos atrás», puede leerse en Lenin V.I., Obras completas, o. cit., vol. VII, pp. 519 ss.

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¿Y en España? En España, hubo un debate muy interesante en torno a la Revolución rusa, exactamente cuando se celebraba el Congreso Nacional de la Confederación Nacional de los Trabajadores (CNT), en diciembre de 1919 en el Teatro La Comedia de Madrid. En este sindicato hubo distintas posiciones ante la Revolución rusa y las relaciones que debía tener este sindicato antiau­ toritario con la Tercera Internacional o Komintern. Pues bien, frente a quienes abogaban, como Eleuterio Quintanilla, por no ingresar en la Komintern de Lenin, y frente también a los incipientes grupos de la C N T que empezaban a ser simpatizantes prosovietistas, esta organización sindical acabó adhiriéndose sólo de modo provisional a la Internacional Comunista y sin dejar de subrayar que esta Tercera Internacional no encarnaba los ideales del antiautoritarismo. Tan no encarnaban ni la Revolución rusa ni la Komitern los ideales del antiau­ toritarismo que en la intervención oral de Eleuterio Quintanilla este sindica­ lista asturiano dijo: «nosotros no podemos ver en la Revolución rusa, querido Arlandis, la concreción práctica de nuestras aspiraciones ideológicas. Desde este punto de vista, la Revolución rusa no puede merecer, no debe merecer, la adhesión incondicional de la organización sindicalista de España y del mundo. En efecto, coincidentes en el hecho revolucionario las tendencias todas del socialismo ruso, entre las cuales tenemos que comprender la organización sindical por los datos que poseemos, tenemos sin embargo que deducir que la intervención definitiva, la intervención absoluta y verdaderamente eficien­ te de la Revolución rusa no correspondió a la organización sindical. Ha correspondido, por el contrario, a elementos de dirección política». Quintanilla, sin saberlo, estaba utilizando el mismo argumento que en su m omento había empleado Rosa Luxemburg. Comentem os que, dos años después del Congreso Nacional de la CN T, el socialista español Fernando de los Ríos escribía M i viaje a la Rusia sovietista (1921), y en él daba cuenta de cómo la Rusia revolucionaria estaba fabricando el Estado-Leviatán, al tiem­ po que afirmaba que los partidos socialistas de Europa no pueden aceptar la negación de la libertad, pues ello supondría la caída de los valores de la civi­ lización. En la cara oriental de los Pirineos, en Francia, otros Fernando de los Ríos empezaban también a dar señales de alerta. Y así, un filosocialista como Élie Halévy apuntaría, a tenor de la furia nacionalista que mostraban los líde­ res revolucionarios rusos, la dificultad que iban a tener las democracias del viejo continente de mantenerse en equilibrio, en pie y en paz. Por supuesto, Halévy no decía nada nuevo, pues esa misma predicción la había realizado

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también el filósofo y viejo líder socialista Kautsky cuando reconoció que la Revolución rusa desestabilizaría a la vieja Europa metiéndola en el callejón de la dictadura. Y si Luxemburg, en 1904, ya apreciaba la conversión del socia­ lismo ruso en un movimiento político tan degenerado como autoritarista, cuatro años más tarde, Bernstein había agregado en 1908, con motivo de la segunda edición de su obra Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, una nota a pie de página sobre los primeros conatos de Revolución rusa en la que expuso premonitoriamente: En Rusia, básicamente atrasada, la revolución se llevó a cabo todavía con el esquema antiguo. Pero hay que señalar a este propósito que la victoria del bolchevismo fue sí la victoria de un partido socialista apoyado en elementos proletarios, pero se logró explotando una serie de estímulos que tenían poco que ver con la lucha de clase socialista del proletariado y que la duración rela­ tivamente larga del dominio de los bolcheviques fue posible gracias al empleo despiadado de la fuerza de las bayonetas a la que se añadió toda una serie de renuncias a las socializaciones en las que se había comprometido en un prin­ cipio, es decir, a concesiones relativas a la propiedad de los campesinos, que constituían las siete octavas partes de la población.’

T OLERANDO

LO INTOLERABLE

M ucho antes de estallar en España la guerra civil y mucho antes de vivir en carnes propias los desvarios asesinos de los movimientos fascistas de dere­ chas y de izquierdas, Europa tuvo la oportunidad de no caer en el mismo horror y sobre todo tras conocer los abusos que, en nombre de los idéales de la Revolución, se cometían sobre la población rusa. Es decir, Europa dispuso de cierto espacio de tiempo, incluso de margen de maniobra como para no incurrir en la misma brutalidad asesina de la que hacían gala los gobernantes * Para un conocimiento más adecuado del alcance de las palabras del anarco-sindicalista Quintanilla, videtur Ramón Alvarez, Eleuterio Quintanilla. Vida y obra del maestro: contribución a. la historia, México, Editores mexicanos reunidos, 1977. Fernando de los Ríos (1921), M i viaje a la Rusia sovietista, o. cit., pp. 19, 122, 233-4. Comentemos a modo de anécdota que, sólo unos años después, el fascista español José Antonio Primo de Rivera hablaría de la gran dictadura bol­ chevique llegando a la misma conclusión que el socialista De los Ríos. Léase José Antonio Primo de Rivera (17-XI-1935), «Discurso de clausura del II Consejo Nacional de la Falange», en José Antonio Primo de Rivera, Obras completas, Madrid, Dirección General de InformaciónPublicaciones Españolas (Edición cronológica), 1952, pp. 703 y ss. Eduard Bernstein (1908), Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, 2.a edi­ ción. Nota del autor escrita al final del capítulo II b, o. cit., p. 140.

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del Este europeo y más cuando buen núm ero de rusos que vivían exilados en Alemania, Suiza y Francia... dedicó su esfuerzo y coraje en difundir por medio de libros y folletos todo tipo de informaciones sobre lo que ocurría en la Rusia bolchevique. Europa, pues, ni ignoraba los errores/horrores que producía el falan­ gismo proletario ni desconocía las aberraciones que engendraban Lenin y su ejército de asesinos. De hecho, por la espléndida antología de Jacques Baynac sabemos que el célebre socialdemócrata M artov imprim ía, gracias al apoyo del partido socialdemócrata ruso en el extranjero, su ensayo ¡Abajo la pena de muerte! (París, 1919), en el que describía el empleo, sin cortapi­ sas, de la pena capital por parte de los líderes revolucionarios rusos. M artov que estaba en contra del empleo del terror, viniese éste de arriba (del poder) o desde abajo (de las masas) denunciaba el uso criminal de este tipo de prácticas. También llegamos a saber a través de Jacques Baynac que miembros del partido ruso socialista-revolucionario editaban en Berlín, en 1922, una obra titulada Cheka que incluía, con documentos y testimonios de víctimas y tes­ tigos presenciales, la forma de actuar de las comisiones revolucionarias extra­ ordinarias. Asimismo conocemos por Baynac que la especialista en cárceles rusas Oga Kolbasin-Tchernova publicaba el mismo año, en París, un volu­ men sobre la brutalidad e inconmensurable inhum anidad de Las prisiones soviéticas-, que el ex bolchevique Woitinsky publica en Berlín, también en la misma fecha, un libro sobre las irregularidades judiciales, infinitas, que estu­ vieron presentes con Los doce condenados a muerte (elproceso de los socialistasrevolucionarios en Moscú)-, que los anarquistas rusos, en suelo alemán, difundían en el Berlín del año 1923 un texto de gran importancia, La repre­ sión de los anarquistas en la Rusia soviética, libro en donde relataban las per­ secuciones al estilo robespierrista de que eran objeto los anarquistas; que Sergio Petrovich Melgunov editó en Berlín en 1924 (luego, en París, 1927) el texto El terror rojo en Rusia (1918-1924)-, que el capitán Malsagov, evadi­ do del campo de concentración ruso de Solovki en 1925, lograba publicar en Londres, un año después, un libro autobiográfico que titularía Isla Infernal, una prisión soviética en el extremo norte-, que en el París de 1927 aparecía el texto de Raymond Duguet Un presidio en la Rusia roja; Solovki, la isla del hambre, de los suplicios y de la muerte-, que Charachidze imprimía en Francia en 1930 un documento verdaderamente terrible y demoledor titulado Henri

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Barbusse, los soviets y Georgia acerca de las matanzas contra civiles que los bolches cometieron en Georgia; e tc / La oposición rusa, por medio de todo tipo de publicaciones, avisaba de cómo la simiente del guerracivilismo tenía su punto de arranque en las mis­ mísimas entrañas nacionalistas de la Revolución rusa. La oposición rusa en el extranjero alertaba en sus escritos, siempre que podía, de que el proyecto político de Lenin y de sus seguidores estaba destinado a convertir a Rusia en un cementerio. Los exilados rusos divulgaban el modelo cainita sobre el que se estaba edificando la Rusia revolucionaria y, lejos de callar, denunciaron los efectos brutales de la política de colectivización (1929-1934) y destaparon el uso esclavista de los presos políticos en inhumanos y mortales campos de tra­ bajo (1931) y divulgaron todo tipo de injusticias y desafueros. Es más, sólo en Francia, en el periodo comprendido entre 1920 a 1974 se publicaron más de setenta libros sobre la barbarie de la revolución rusa, como demostraron Christian Jelen y Thierry Wolton en su estudio El Occidente de los disidentes (1979). Y, sin embargo, Europa cayó, y de qué modo, en las simas del racis­ mo más atroz, ¿quizá por el hecho de que, decía el socialista libertario de ori­ gen suizo Fritz Brupbacher criticando a los dirigentes estalinistas, «la bala en la nuca, si es fascista, es un crimen, pero si es comunista, es una bella acción»?

LA

HORA DE LOS CEM ENTERIOS

El empleo de la violencia en la Revolución rusa, observaba Kautsky ya a fines de 1918, conducía de manera inexorable a la guerra civil, al asesinato, al uso de la fuerza en estado bruto. Y Kautsky no se equivocó lo más míni­ mo. De hecho, en menos de seis años de gobierno, Lenin exterminó a la población rusa causando un genocidio de cuatro millones de personas, mien­ tras que su sucesor en el cargo, losiv Dzhugachvili Stalin, aumentaría por cinco el listón de víctimas llegando al espanto de veinte millones de hombres y mujeres asesinados. Y toda esta furia homicida tenía como bandera el nacionalismo de clases. 4 Jacques

Baynac (1977), El terror bajo Lenin, o. cir., pp. 65, 75, 123, 152-4, 168, 230, 2578, 287, 292, 316. Remitimos dentro del citado libro en especial a las páginas 88, 108, 146-7, 177, 310 y ss., con el fin de que el lector/la lectora pueda percibir por boca de las propias víctimas, tes­ tigos de la ferocidad rusa, la brutalidad genocida del régimen de Lenin.

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¿Cómo explicar tamaña crueldad? Rousseau dejó para la posteridad escrito que cuando una persona ataca el derecho social, en nombre del Estado se hace m orir al culpable, pero no como ciudadano, sino como enemigo («el quand on fa it mourir le coupable, c'est moins comme Citoyen que comme ennemi»}. En la misma linea ideológica que Rousseau se iba a posicionar María Zam brano, pues, en opinión de esta escritora y filósofa española, los revolu­ cionarios bolcheviques se limitaron a extirpar de ella una determinada clase social, «pero nada más». Curiosamente, sin embargo, sería un miembro de la minoría radical socialista, hablamos del diputado español Ángel Galarza, el que mejor supo esgrimir las razones para proceder a anular a los miembros de una clase social: [...] porque yo, que me precio de demócrata, de republicano y también de socialista, porque por algo yo estoy en este partido, aunque no tengo la disci­ plina del vuestro ni del marxismo, os digo que tiene que llegar un momento y una época en que no haya posibilidad de que el derecho del voto lo tenga nadie más que una clase, la clase trabajadora, intelectual o manual, y que el parásito, hombre o mujer, no tenga derecho a intervenir en la legislación del país, no pueda tener voto ¿Qué derecho tiene la rancia nobleza española, que está viviendo del trabajo de los demás y de la renta, a intervenir en nues­ tra legislación y en nuestra organización? Demasiado haremos si la dejamos vivir. No tengo más que decir. (Aplausos).5

Las víctimas necesarias estaban, antes de que lo hiciera el nazismo, con­ templadas dentro de la ideología nacionalista bolchevique. De hecho, el bur5 Jean Jacques Rousseau (1762), Du contrat social, o cit., lib. II, cap. 5. María Zambrano, «Carta al doctor Marañón», en María Zambrano (1937), Los intelectuales en el drama de España, o. cit., p. 117. La cita textualmente reza: «los revolucionarios bolcheviques de 1917 [...] no llega­ ron a atacar los supuestos de la nación, que dejaron intactos, limitándose a extirpar de ella una determinada clase social, pero nada más». Ángel Galarza Gago, Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n.° 48, l-X-1931, p. 1359. Resaltamos las palabras del zamorano Ángel Galarza no sólo porque, de ser fundador del Partido Radical Socialista, pasó a ser miembro del Partido Socialista Obrero Español, sino también por la gran relevancia que tuvo su trayectoria política, habida cuenta de que Ángel Galarza, al proclamarse la II República, fue nombrado Fiscal General y, más tarde y debido a los incidentes del año 1931 ocupa­ ría el puesto de Director General de Seguridad organizando la Guardia de Asalto para luego, duran­ te el gobierno de Largo Caballero (1936-1837), aceprar la cartera de Gobernación. Comentemos como anécdota histórica sabrosa que Galarza, por su sentido tan particular del socialismo, se opuso a que se concediera el voto a la mujer. Y que por su sentido apologético de la violencia sería él, Galarza, quien en el Congreso de los diputados dijo que ejercer toda violencia contra un enemigo político, como Calvo Sotelo, era lícito. También otro socialista — fue el caso de Margarita Nelken— haría cán­ ticos de violencia y llegaría, siguiendo el estilo Galarza, a expresar en las Cortes Generales la hora de la ira apocalíptica y afirmar la llegada de «olas de sangre».

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gués, convertido en judío en el seno de la patria proletaria, no pudo esperar nada, salvo como cualquier enemigo, que no ciudadano, vivir fuera del esta­ do de derecho, con todo los peligros que ello implicaba. Sin embargo, en contra de las evidencias de los genocidios marxistas, ha habido autores, como Julio Cortázar, que han señalado que «la orientación ética y práctica del socia­ lismo es el mejor y más legítimo cuadro de vida para que las pulsiones sádi­ cas se sublimen o incluso sean controladas por una decisión racional, y no por el miedo al castigo». Pero la pulsión sádica, escribió Jeremy Bentham mucho años antes que Cortázar, «en boca de uno de los De D entro servirá para reconfortarle en el ejer­ cicio de las crueldades que usan sobre los que están sujetos a su poder. Los De Dentro tienen, como tales, poder, que espolea su interés siniestro, para cometer atrocidades»6. Por supuesto, Bentham desconocía que Marx defendió el uso de la fuerza bruta y de la guerra civil con tal de alcanzar la dictadura proletaria; que Lenin y Trotsky exigían linchamientos y ejecuciones para llevar a cabo el plan de la gran revolución; que líderes revolucionarios como Stalin, Mao, Che Guevara... justificarían el exterminio del ser hum ano como estrategia de interés político; que en la hora de la revolución había, a juicio de Steinberg, lugar para la implantación de la violencia autolegitimada e incluso espacio, tal era la opi­ nión de Largo Caballero, E l Lenin español, para consumar hechos repugnantes. No hay duda: la cultura del odio enturbió la mirada proletaria. Por eso, a los veinticuatro millones de rusos asesinados por Lenin y Stalin hay que sumar los doce millones de muertos que, en nom bre de la santa revolución, provocó M ao sobre el pueblo chino. Hay que añadir los cerca de dos millo­ nes de personas asesinadas por su discípulo camboyano, el inefable Pol Pot, en el periodo de 1975 a 1979. No hay que olvidar tam poco que, bajo el des­ gobierno del revolucionario Abimael Guzmán, más de 35.000 campesinos peruanos fueron exterminados a manos de m uy pocos y, además, mal arma­ dos miembros de su ejército Sendero Luminoso. Y cuando en 1997 hemos llegado a conocer por medio de la investigación llevada a cabo por Alexandre Yakovlev, uno de los colaboradores de Gorbachov, que la matanza de Katyn ocurrida el 5 de marzo de 1940, en la que 21.900 militares polacos fueron asesinados con un tiro en la nuca, no fue producida por los nazis sino por miembros del ejército rojo bolchevique, ¿qué podemos decir? 6 Julio Cortázar (1980), Nicaragua tan violentamente dulce, o. cit., p. 16. Jeremy Bentham (c. 1816), Falacias políticas, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1990, cap. XII, p. 191.

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P OLONIA

El ministro polaco de Negocios Extranjeros, Beck, trató de iniciar una política de colaboración con Alemania. Así nació el Tratado de No Agresión (26-1-1934) que debía tener una duración de diez años. Sin embargo, en agosto de 1939 se produce el famoso pacto nazi-comunista que conduciría a los países firmantes, Rusia y Alemania, a llevar a cabo la invasión de Polonia y celebrar el Tratado de Fronteras y de Amistad germano-soviético. Con estas alianzas en la oscuridad, Alemania, el 1 de septiembre de 1939 invadía Polonia, hecho que no sólo supuso el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, sino la firma de un tratado con Rusia para repartirse Polonia. Para el dirigente alemán, Hitler, y para el líder ruso, Stalin, el socialfascismo tenía muchas ventajas, no así para quienes iban a padecer sus conse­ cuencias. Cuenta Churchill en sus Memorias (1948-1954) los efectos que tuvo sobre Polonia la pinza germano-rusa y cómo [...] de acuerdo con el plan de Hitler, los ejércitos avanzaron el 1 de septiem­ bre. La aviación, adelantándose, batió a los aeroplanos polacos en sus propios aeródromos. En dos días, el poder aéreo polaco quedó virtualmente aniquila­ do. Al cabo de una semana, los alemanes habían penetrado profundamente en Polonia. [...] El 20 [de septiembre] los alemanes anunciaron que la batalla de Vístula era «una de las mayores acciones de exterminio de todos los tiempos». Llegaban a la vez los Soviets. Lo que ellos denominaban «democracia» entró en acción. El 17 de septiembre, los ejércitos rusos atravesaron la casi indefensa frontera polaca y avanzaron hacia el oeste en un amplio frente. El 18, ocuparon Vilna y enlazaron con sus colaboradores alemanes en BrestLitowsk. [...] Los comunistas rusos estrecharon las manos de la Alemania hitle­ riana. [...] Así, todo acabó en un mes, y una nación de treinta y cinco millones de almas cayó entre las implacables garras de los que no sólo ansiaban la con­ quista, sino la esclavización y hasta la extinción de grandes masas de seres. [...] No habían de ser los polacos ios últimos en conocer semejante experiencia. [...] Los ejércitos soviéticos siguieron avanzando hasta la línea convenida con Hitler. El 29, se firmó formalmente el pacto ruso-alemán de reparto de Polonia.7

Y en este ambiente de desprecio a la vida hum ana fue cuando se produ­ jo, el 5 de marzo de 1940, el asesinato a sangre fría de 21.900 militares pola-

' Winston Churchill [The second world war (1948-1954). The gathering storm], Memorias, Barcelona, Orbis, 1989, vol. II, cap. III, pp. 36-38.

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eos a manos del ejército rojo. Lo que m uy pocos europeos y europeas sabían en ese m om ento es que «documentos capturados del Ministerio nazi de Exteriores revelan que Stalin comenzó acercamientos al máximo nivel y abso­ lutamente secretos con el gobierno nazi casi inmediatamente después de que Hitler se hiciera con el poder en 1933. Las conversaciones tuvieron lugar en la embajada alemana en Moscú, pero no a través del ministerio soviético, sino de un más selecto emisario ajeno a la burocracia. Este emisario, cuenta Stephen Koch, fue Radek».8 Los efectos que tuvo la implantación de la utopía proletaria para la convi­ vencia y para la vida de las personas fueron sanguinarios, durísimos, amén de que partieron de una suma nada intrascendente de errores. Entre tales errores, el que los representantes de la izquierda revolucionaria siempre negaron, como los defensores de la ultra derecha, la separación de poderes — de ahí la necesi­ dad de pactar con dictadores de la talla de Hitler— , y siempre favorecieron que ese odio que arrancaba del nacionalismo de clases fuera absorbido por la alta política. Por eso se pudo, con estrategias de rencor en estado puro, instaurar en nombre del pueblo proletario un férreo e implacable régimen penal. Y, gracias a ese férreo e implacable régimen, poner en marcha un sistema de delaciones, de persecuciones, encarcelamientos... y genocidios hasta alcanzar la cifra de cuarenta millones de muertos, casi la misma cifra que causó la Segunda Guerra Mundial, y eso que no contamos los millones de asesinatos provocados por la implantación del socialismo nazi ni tampoco incluimos las cifras millonarias de muertos, aún por computar, producidos por los experimentos revolucionarios marxistas en Hungría, Checoslovaquia, Polonia, Corea del Norte, Vietnam, Birmania, Afganistán, Angola, Etiopía, Mozambique e Iberoamérica... A estas alturas no cabe duda de que doctrinalmente la extrema izquierda europea ha venido alimentando, y desde hace demasiadas décadas, la simien­ te del resentimiento. Y por avivar la llama de la belicidad, los intolerantes de izquierda propugnaron, a diferencia de los Proudhon y otros reformadores sociales pacifistas (Saint-Simon, Fourier, Owen...), la tesis de la legitimidad del uso del terror contra la población civil. Así que ¿estaba equivocado Herbert Spencer cuando desde el año 1884 profetizaba sobre un Estado socia­ lista «militarista»? ¿Y erraba en la diana Miguel de Unam uno cuando en 1897,

8 Stephen Koch (1994), E l f i n de la inocencia. Willi M ünzenberg y la seducción de los intelec­ tuales, Barcelona, Tusquets, 1997, pp. 158-9. V idetur p. 134.

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tras abandonar el partido socialista, definió el socialismo como «socialismo de exclusión, de envidia y de guerra, y no de inclusión, de amor y de paz»? En clave metafórica describía Albert Camus, exactamente en su obra de teatro Calígula (1945), el proceder de la izquierda: «¿Adonde vas, Helicón?», preguntaba Calígula. Y contestaba Helicón: «A buscarte la luna». Es induda­ ble que el socialismo de inspiración marxista ha despertado sueños y espe­ ranzas en número infinito, pero también es indudable que rara vez ha cumplido las expectativas, inmensas, que levantaba. Y además de no cum ­ plirlas — ahí está la caída del muro de Berlín, la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas soviéticas, la descomposición comunista de los paí­ ses del Este europeo, la cleptocracia y corrupción institucionalizadas... y, claro está, ahí están los muertos del Holocausto socialista— , resulta que las personas nunca son los enemigos, sino determinadas ideas que, al perturbar el sentido común, son capaces de deformar las relaciones humanas y condu­ cirnos a batallas guerracivilistas. La prueba de que las personas nunca son los enemigos, sino determina­ das ideas, aparece en uno de los testimonios autobiográficos del propio Orwell. Este ingenuamente comentaría casi al inicio de su escrito Homenaje a Cataluña (1938), exactamente en el capítulo II, el día en que vio por pri­ mera vez a fascistas «de verdad». Y asombrado incluso por el peso de las evi­ dencias, escribió: «me chocó que fueran tan parecidos a nosotros; la única diferencia era que vestían monos de color caqui».

D OLOR

DE LÁGRIMAS NEGRAS

La escritora griega loanna Tsatsos en su Diario de la ocupación relató, con fecha de 17 de diciembre de 1943, cómo los alemanes, unos días antes, cerca­ ban Kalávrita «y empezaron a tocar las campanas a lo loco. Todos salieron a la calle. Los llevaron al patio de la escuela. Allí separaron a los hombres y a los chi­ cos de más de quince años y los llevaron a un lado de un cementerio a los pies de la colina. Porque desde allí se divisaba la ciudad. Les colocaron dos ametra­ lladoras delante para que no escapara ninguno. Después dieron fuego a Kalávrita. Los hombres veían cómo se quemaban sus casas y oían los gritos des­ garradores de sus familiares. Enloquecidos por la desesperación, creían que sus mujeres y sus hijos estaban ardiendo también. Los verdugos, después de haber

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disfrutado sádicamente su martirio, los ametrallaron y los mataron a todos. A las mujeres y a los niños los encerraron dentro de la escuela y le dieron fuego. «Sin embargo, parece ser que un oficial austríaco no resistió y al m ar­ charse él el último, después de que se hubo alejado la guardia, dejó las puer­ tas de las escuelas abiertas». Al margen de criterios cronológicos ¿qué diferencia existe entre este rela­ to homicida escrito a finales de 1943, y la matanza de Astrakán acaecida con­ tra obreros rusos hambrientos, matanza que refirió Silin en septiembre de 1920 y que fue perpetrada por el representante del órgano supremo del Estado marxista-leninista? «El 10 de marzo de 1919, a las diez de la mañana, los obreros de las fábricas “Vucán”, “Etna”, “Cáucaso y M ercurio”, tras una señal de alarma de la sirena, suspendieron el trabajo y se am otinaron. [...] Los trabajadores se negaron a disolverse y entonces se hizo fuego sobre ellos. De inmediato, las ametralladoras crepitaron, dirigidas sobre la m ultitud com­ pacta reunida, y las granadas de m ano empezaron a estallar con su ruido ensordecedor. [...] La m ultitud huye en todas direcciones, intentando escapar de las balas de las ametralladoras, que ahora se ponen a disparar con más fuer­ za. [...] Cerca de m il cadáveres señalan el sitio del apacible m itin. [...] Algunos miles de obreros se reunieron cerca de una iglesia. [...] De pronto resuena un cañonazo, y luego una explosión sorda. Una salva extraña y ensor­ decedora. La cúpula de la Iglesia se derrum ba con estrépito. Los cañonazos sordos se suceden unos a otros. U n obús estalla, y luego otro y otro. En un abrir y cerrar de ojos la m ultitud se convierte en rebaño enloquecido. La gente huye hacia adelante sin mirar. La artillería continúa disparando. Alguien corrige los tiros y los obuses alcanzan a los fugitivos. »La ciudad está desierta. Reina el silencio. Unos han caído, otros se esconden. »Dos mil víctimas han caído en las filas obreras. «Aquí term ina la primera parte de la espantosa tragedia de Astrakán. «La segunda parte, aún más terrible, empezó a partir del 12 de marzo. [...] Se fusilaba eij los sótanos de las “jefaturas” extraordinarias o, para abreviar, en los patios. Muchos hombres fueron precipitados al Volga, desde las embarca­ ciones. En ocasiones, se ataban piedras a los infelices. Otros eran arrojados por la borda con las manos y los pies atados. Uno de los obreros que consiguió ocultarse en el fondo de la bodega de un barco, cerca de las máquinas, cuenta que en una sola noche se arrojaron al río, desde el vapor Gogol ciento ochenta

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(180) hombres. En cuanto a las “jefaturas” extraordinarias, en la misma ciudad, hubo tantos fusilados que a duras penas podían ser llevados al cementerio por la noche, donde eran arrojados en un montón bajo el calificativo de “tíficos”. »E1 comandante extraordinario Tchuguev hizo aparecer una ordenanza especial prohibiendo, bajo pena de muerte, que se “fusilase a los cadáveres”, en el camino del cementerio. [...] El 13 y el 14 de marzo se seguía fusilando sólo a obreros. Sin embargo, [...] se decidió apoderarse de los primeros “bur­ gueses” que les vinieron a la mano para “ajustar cuentas”».9

E L C IE L O EN LA TIER R A

Ahora que acaban de ultimarse los preparativos del sexagésimo aniversa­ rio de la liberación de Auschwitz, ¿cómo comprender que cientos y cientos de intelectuales occidentales hayan mostrado, durante décadas, fidelidad política hacia fórmulas guerracivilistas y recibido homenajes y galardones, incluso pre­ mios Nobel por sus adhesiones al estalinismo? Y puesto que nos parece espe­ luznante el proceder asesino de Hitler, ¿por qué — ya la propia pregunta indica que algo va mal— no genera el mismo asco, la misma repugnancia las políti­ cas criminales que inauguraron con enorme éxito dentro de las naciones pro­ letarias los Lenin, Stalin, Mao, Ho Chi Min, Che, Pol Pot... y un gran número de líderes de izquierda revolucionaria? Y puesto que sabemos que desde 1948 en Rumania las torturas, los encierros abusivos, los asesinatos constituían la moneda de cambio y en la prisión de Pitesti a los torturados se les convertía en verdugos y el canal del Danubio, bañado con los muertos de los prisione­ ros políticos, devenía el gulag rumano, ¿por qué se silenciaban estos hechos y no se da cuenta de ellos fuera de los países ex comunistas? Por terquedad, pensaba Diderot, la insensibilidad hace monstruos. Y por terquedad las víctimas de la izquierda marxista jamás van a alcanzar el esta­ tus de víctimas, de modo que «no tendrán nunca la dignidad fúnebre del Holocausto. Esto no es, o no sólo es, una muestra de la “asimetría de la tole­ rancia” (la expresión de Ferdinand M ount). No sería así si en la naturaleza del bolchevismo hubiera algo que lo permitiera».10 Y no tendrán la dignidad del 9 loannaTsacsos (1965), Diario de ocupación, Madrid, Ediciones Clásicas, 1991, pp. 126-7. R Silin (1920), Las masacres de Astrakán, en Jacques Baynac (1975), El terror bajo Lenin, o. cic., pp. 147-149. Martin Amis (2002), Koba el Temible..., o. cic., p. 99.

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Holocausto debido a la asociación patriótica que, tras el estallido de la Revolución francesa, se dio entre «Guerra y liberación», y «Liberación y gue­ rra». Asociación que logra explicar no sólo por qué Marx, Engels, Lenin, Stalin, Mao Zedong... basaron sus tácticas de lucha revolucionaria sobre las ¡deas del militar Karl von Clausewitz, defensor de la guerra absoluta y de la teoría de la aniquilación del enemigo, sino también por qué miles de inte­ lectuales, artistas, periodistas... de todo el siglo xx se subieron al galeón del terror y justificaron (y siguen justificando incluso en pleno siglo xxi) el uso de la violencia contra miembros de la población civil.

¿SERÁ

LA LEALTAD PO LÍTIC A ?

Fue el estadista prusiano y teórico de la guerra Karl von Clausewitz quien, después de Babeuf, detectó el carácter altamente beligerante del movi­ miento revolucionario. Fue este mismo militar quien anotó que la guerra moderna en su absoluta perfección, la guerra absoluta en su más demoledora energía tuvo su origen en Europa y su introducción exactamente con la Revolución francesa. «Se produjo — explica von Clausewitz— un notable vuelco en el arte de la guerra europeo, de resultas del cual se produjeron éxi­ tos bélicos de cuya m agnitud no se tenía idea hasta la fecha [...]. Es cierto que la guerra misma había sufrido cambios importantes, en su esencia y en sus formas, que le han acercado a su forma absoluta; pero estos cambios no se han producido porque el Gobierno francés se haya en cierto modo emancipado, liberado de la tutela de la política, sino que han surgido de la nueva política que partió de la Revolución francesa tanto para Francia como para Europa. Esta política movilizó otros recursos, otras energías, y por tanto hizo posible una energía en la dirección que además habría sido imposible imaginar». ¿Por qué formula Von Clausewitz afirmaciones de este calibre? No sólo porque él, como militar que era, estudió la influencia de la participación de las masas sobre el arte de la guerra, sino también porque observó el modo en que empezaba a medirse el grado de lealtad política de los pueblos por el número de guerreros o, mejor, por el número de patriotas congregados den­ tro del campo de batalla. Y siendo la guerra un recurso del arte de la políti­ ca, a partir de la Revolución francesa se dio a su juicio la asociación insólita entre ideario político e ideario bélico. De hecho, para salvar la patria había

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previamente que matar al enemigo, y el odio nacional permitía, dejó dicho Karl von Clausewitz, «la enemistad individual en la lucha cuerpo a cuerpo». Por eso llegó a decir que el nacionalismo beligerante que generó la Revolución francesa tuvo efectos brutales, inimaginables para Europa. Por eso afirmaba que el patriotismo bélico que provocó la Revolución francesa fue continuado y con enorme éxito por muchos seguidores. Entre ellos, por el propio Napoleón Bonaparte. Y por eso incluso anotó que el nacionalismo beligerante que generó la Revolución francesa no desaparecería del horizon­ te europeo. No, pues «el corazón y la conciencia de Nación son el producto de las fuerzas estatales, bélicas y armadas [..., y] no cabe esperar que en las futuras guerras dejen de utilizarlos», concluía Clausewitz.11 No andaba en absoluto descaminado Von Clausewitz cuando sabemos que la guerra llevaba años inserta, y de lleno, en el lenguaje de la izquierda revolucionaria. De hecho, centrándonos en algunas figuras más relevantes de la Revolución francesa, sabemos que el gran ideólogo del terror, Saint-Just, consideraba la pérdida de vidas humanas como un hecho intrascendente den­ tro de la tarea de orientar a Francia por la senda del nacionalismo revolucio­ nario. Por otra parte, el ultra exaltado Hébert defendía la ¡dea de colocar el Terror al orden del día y por todos los rincones de Francia. Para Barére, en cambio, había que ir más allá de lo políticamente imaginado y usar procedi­ mientos brutales con tal de borrar de un plumazo a toda la turba contra revo­ lucionaria que poblaba el suelo francés. Pero es que también el gran Robespierre, al que el revolucionario Babeuf acusaba de llevar a cabo planes de exterminio contra la población, hizo hincapié en la necesidad de que nadie con más de quince años en 1789 sobreviviese en la República francesa. (Pasados los años, el anarquista Nechaiev elevaría el listón a los 25 años pero m anteniendo la misma urgencia genocida.) ¿Y por qué Robespierre planteó que nadie con más de quince años en 1789 se mantuviese con vida? Con el fin de lograr por todos los medios la lealtad política y, claro está, impedir cualquier comparación odiosa entre el régimen revolucionario que él presi­ día, y el régimen político monárquico que acababa de desaparecer. Traspasando la frontera de la defensa del terrorismo en busca de la apli­ cación de las tácticas del terror, sabemos que los revolucionarios Fouché y Collot d’Herbois fusilaban a los prisioneros a cañonazos, también que Jean" Karl von Clausewitz (1816-1831), De la guerra, o. cil., 111 parte, lib. VIH, cap. VI b. (pp. 673-4), I parte, lib. II, cap. II (p. 92), y lib. III , cap. XVII (p. 188).

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Baptiste Carrier llegó a idear unas plataformas flotantes que tenían la pecu­ liaridad de poder ser hundidas con prisioneros en su interior. Pero no olvi­ demos tampoco que los generales Santerre, Turreau, Grignon, W estermann... llevaron a la práctica el ideal jacobino de exterminio. De hecho, el general Turreau con sus «columnas infernales» predicaba convertir la Vendée «en un cementerio nacional», mientras que el general W estermann que opinaba que «la piedad no es revolucionaria» pudo salvajemente y con la ayuda de su legión germánica acometer la matanza de la Vendée. Masacre del 23 de diciembre de 1792 de la que, en tono triunfal, informó W estermann m edian­ te una carta dirigida al Com ité de Salud Pública: La Vendée ya no existe, ciudadanos republicanos, ha muerto bajo nuestra espada libre, con sus mujeres y niños. Acabo -de Enterrarla en las ciénagas y bosques de Savenay. Ejecutando las órdenes que me habéis dado, he aplastado a los niños bajo los cascos de los caballos, masacrado a las mujeres que así no parirán más bandoleros. No tengo que lamentar un sólo prisionero. Los he exterminado a todos. [...] Las carreteras están sembradas de cadáveres. Hay tantos que en varios puntos levantan pirámides.

Si Robespierre había enviado a Babeuf a prisión y Babeuf pudo salir de la cárcel escapando por m uy poco de la guillotina, pues su excarcelación se pro­ dujo diez días después de perpetrarse la conjura contra Robespierre, Babeuf nunca ahorró insultos por el modo en que fue prostituido el ideario revolu­ cionario cuando los representantes del pueblo pasaron a ejercer un poder sin límites y permitieron todo tipo de despotismos, incluida la aparición, en pala­ bras de Babeuf, de una nouvelle tyrannie (nueva tiranía), de una aristocratie meurtriere (aristocracia asesina), de una royauté travestie en costume tricolor (realeza travestida en traje tricolor). Y es que Gracchus Babeuf siempre estu­ vo convencido de que la Convención Nacional y, por supuesto, Robespierre y sus acólitos estuvieron no sólo al tanto, sino involucrados en el exterminio planificado de la Vendée. Por eso, Babeuf habló de la violación de los dere­ chos del Pueblo, de masacres a sangre fría, de planes de destrucción total y sin reserva, del sistema de despoblación y de exterminio general. Por eso, habló de genocidio (populicide). Y aunque nos dice que no pudo acceder a los expe­ dientes del Com ité de Salud Pública, sí tuvo, sin embargo acceso a cartas, obras, discursos, decretos de la Convención, informes militares, procesos judi­ ciales... C on este amplio material, escribió E l sistema de despoblación, o la vida

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y los crímenes de Carrier {Du systeme de dépopulation, ou la vie et les crimes de Carrier, 1794), en donde muestra punto por punto la existencia de un geno­ cidio concebido por la elite de los revolucionarios franceses con el fin de des­ poblar la Vendée, aniquilar a la población y apropiarse de sus ricas y fértiles propiedades. De ahí, según Babeuf, el origen de falsos decretos de amnistía; las carnicerías a manos de las falanges republicanas; los decretos de la Convención disponiendo que el Ministerio de la Guerra enviase materiales inflamables con el fin de incendiar bosques, cultivos, pastos y todo aquello que pudiera arder. De ahí, también, el porqué de la destitución y marginación de generales de carrera y, a la vez, el espaldarazo político de asesinos y mons­ truos como Carrier, Collot, Barére, etc. Babeuf contabilizó un millón de muertos. Actualmente la cifra se ha reducido a un tercio. No obstante, este revolucionario acertó en su análisis, porque lo que ocurrió en la Vendée da testimonio del modo en que el ideario revolucionario francés era defendido sin importar costes genocidas. Y si Desmoulins calificó a los vendeanos como «animales de rostro humano», los enviados militares del gobierno revolucionario trabajaron por el bien republi­ cano de Francia descuartizando a muchachas, pateando a niños bajo los cas­ cos de los caballos, violando a monjas, ahogando a bebés, asesinando a ancianos indefensos, cazando a hombres jóvenes, derruyendo sus viviendas, ahogando y fusilando sin juicio previo a los prisioneros, envenenando las aguas del lugar, usando material inflamable para matar de hambre a los pocos supervivientes... Visto entonces, y con un poco de perspectiva, el exterminio operado sobre la Vendée, esta táctica constituye a todas luces un anticipo de los asesi­ natos de los campesinos a manos de los bolcheviques, al tiempo que una lec­ ción de cómo tratar a los que no se identifican con la causa revolucionaria. Pues bien, esta forma tan revolucionariamente francesa de entender la políti­ ca sería rescatada del desván de la Historia. Y el empeño de inmolar a un ino­ cente por el interés de una nación y exterminar a veinte mil, a treinta mil..., como denunciaba Madame de Staél en el año 1798, pudo ser llevado a la práctica sólo ciento veinte años después y con precisión milimétrica en inmensos cementerios humanos y gracias a la llegada de la Revolución bol­ chevique. Recordemos que Lenin, en el m om ento mismo de hacerse cargo del tim ón de la Revolución rusa, puso en marcha la Checa (la policía políti­ ca), reinstauró la pena de muerte, introdujo en el código penal la ley de

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Sospechosos, puso en marcha, a principios de 1918, los campos de concen­ tración e incluso, como haría más tarde Hitler, empleó centros psiquiátricos como lugares de reclusión y tortura. Lenin, como antaño le sucedió a Robespierre, creía imposible no hacer uso de la fuerza, del terror, de la coac­ ción, de las ejecuciones... En definitiva, de la guerra como instrumento de la política, toda vez que en la tarea de gobierno sólo debía haber sitio para la lealtad absoluta. Por eso, y al margen del estado de derecho, decía Lenin: ¡Camarada Kuski! Continuando con nuestra conversación, te envío el esquema de un apar­ tado complementario para el Código Penal [...]. La idea básica, espero, está clara [...] proponer abiertamente una ley a la vez basada en principios y polí­ ticamente veraz (y no sólo jurídicamente estricta) que aporte motivos para la esencia y justificación del terror, su necesidad, sus límites. El tribunal no debe excluir el terror. Sería engañoso o falso prometer esto, y con objeto de proporcionarle una base y legalizarlo como principio, con cla­ ridad y sin hipocresías ni adornos, es necesario formularlo del modo más gene­ ral posible, pues sólo la corrección y la conciencia revolucionarias aportarán las condiciones para aplicarlo más o menos generalmente en la práctica. Saludos comunistas, LENIN . 12

Pero claro, si Duguet, Charachidze, Kolbasin-Tchernova, Martov, Malsagov, Melgunov, Woitinsky y otros rusos más venían denunciando en Francia, Alemania e Inglaterra los atropellos tanto legales como genocidas de la Revolución rusa, ¿por qué Europa y, con ella, la mayoría de los intelectua­ les dieron la callada por respuesta a los asesinatos? ¿Acaso fue por lealtad polí­ tica? ¿Acaso se lo impedía la propia ceguera política? ¿O simplemente es que quizá les atenazaba su fe, a prueba de crímenes y bombas, en los mitos de la revolución? Lenin manejaba el «cuanto peor, mejor». Y su lema tendría gran fortu­ na, pues para su aventajado ayudante revolucionario, Trotsky, el terror esta­ ba perfectamente justificado en política, tan justificado que, según Trotsky, «todos los medios son buenos cuando son eficaces». Y no sólo eso. Tras la muerte de Lenin, acaecida en 1924, pudo salir a la arena de la alta política lósif el Terrible, más conocido por el nombre de Stalin. Y este defensor de la Dictadura Proletaria, igual que hizo Lenin cuando gobernó, se afanó de una 12

Vladimir Ilich Uliánov, Lenin (mayo de 1922), «Carta ai ministro de Justicia», en Martin Amis (2002), Koba el Temible..., o. cit.» pp. 249-250.

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manera más perfecta todavía, si cabe, por buscar la lealtad política en los muros presidiarios del Estado. Y entonces los Stucka y Pasukanis que defen­ dían la extinción del Estado fueron engullidos en la nada, igual que lo fue­ ron los traidores a la patria proletaria, los sospechosos, los que no eran buenos comunistas, los agricultores e intelectuales poco proletarizados... y, claro está, los burgueses. Por medio de esa fábrica del terror en que fue con­ virtiéndose el Estado en manos de Stalin, este dirigente socialfascista asesinó a más de veinte millones de personas.

B EBER

O DIO .

R ESPIRAR

SANGRE

El historiador Elie Halévy daba, en 1929, su particular Interpretación de la crisis de 1914-1918 destapando cuáles habían sido los métodos que emplearon los revolucionarios rusos. Halévy exponía cómo eran usadas las tácticas de cri­ men y cómo en Rusia no prevalecía el asesinato de tal o cual hombre de Estado para, una vez exterminado, colocar a otra persona mejor o más popu­ lar, sino que lo que prevalecía, subrayaba Halévy, era el objetivo de sumergir a toda la sociedad en un estado de pánico constante a través de la práctica del asesinato al azar, de funcionario sobre funcionario. Desde luego, no se equivocó lo más mínimo Halévy al evaluar en térm i­ nos tan exactos la marcha de la Revolución bolchevique, tanto o más cuanto que la eclosión de la Primera Guerra M undial generó a su paso la Revolución rusa de 1917, y el desarrollo del conflicto bélico europeo otorgó a los líderes revolucionarios rusos la pseudo legitimidad de arrogarse, como en un estado de guerra, poderes ilimitados. Com entem os que sólo un tiempo después vol­ vería Halévy a repetir las tesis que expuso en la Interpretación de la crisis de 1914-1918, cuando puso de relieve en su conferencia La era de las tiranías (1936) el hecho de que en Rusia, en un m omento dado, «un grupo de hom ­ bres armados, animados por una fe com ún, ha decretado que él era el Estado: el sovietismo, bajo esta forma, es, en sentido literal, un “fascismo”». Por tal motivo, apuntaba Halévy, el fascismo italiano no ha hecho sino reproducir los modos del sovietismo e imitar el comportam iento del gobierno que se apoya sobre la tiranía del Partido Comunista. ¿Era aislada esta opinión? No, en absoluto, pues ya Julien Benda había reconocido unos años antes, exactamente en las páginas finales de La traición

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de los intelectuales (1924-1927), cómo el odio y el rencor hacían su aparición en la escena internacional hasta niveles desconocidos y cómo arraigaban en la obsesión por la nación (Italia) y en la obsesión por la clase (Rusia), e inclu­ so cómo «estos dos pueblos son proclamados como modelos en el m undo entero por los que quieren ya sea la grandeza de su nación, ya sea el triunfo de su clase». Es de sobra conocido, pero, igual que Halévy y Benda, también el soció­ logo Marcel Mauss anotaría la manera en que fascismo y bolchevismo se eri­ gían, por una identidad común, en movimientos militares dirigidos contra la población civil. Entretanto, en Italia, el político Francesco Saverio Nitti ya había evidenciado la primacía de la idea de fuerza no sólo en el bolchevismo, sino en el fascismo. ¿Y Gide?, ¿qué pensaba este filocomunista convencido que tanto se había entusiasmado con la llegada del comunismo ruso? A diferencia de sus compañeros, André Gide, el que fuera con Malraux presidente del Congreso Mundial en Defensa de la Cultura (1935), el que encarnaba en Europa la idea de compromiso político, el gran propagandista del sovietismo, el que ofició el réquiem por Gorki, acabó alejándose del comunismo y rene­ gando de él en su obra Retorno de la U.R.S.S. (1936), tan duras fueron las expe­ riencias que vivió. Dos años más tarde, en 1938, el pensador liberal Von Mises, al investigar los orígenes de la violencia, declaraba con el mismo desencanto que Francesco Saverio Nitti y André Gide que «el precedente lo sentaron los bolcheviques. El triunfo de la camarilla de Lenin alentó a la pandilla de Mussolini y a las tropas de Hitler. Tanto el fascismo italiano como el nazismo alemán adoptaron los métodos políticos de la Rusia soviética. La única dife­ rencia entre el nazismo y el bolchevismo es que los nazis tuvieron en las elec­ ciones que precedieron al golpe de Estado una minoría mucho más numerosa que los bolcheviques en las elecciones rusas del otoño de 1917».13 Asimismo, Friedrich A. Hayek en Camino de servidumbre (1944) pon­ dría de relieve cuán falso era entender el fascismo italiano y el nacionalsocia­ lismo alemán como si fueran una reacción violenta al socialismo y, por tanto, qué equivocado era afirmar que el fascismo italiano y el nacionalsocialismo ” Élie Halévy (1936), L’Ére des lyrannies, o. cit., pp. 215, 223. Ludwig von Mises (1938-9), Gobierno omnipotente, o. cit., p. 260. Las ideas de expuestas en Gobierno omnipotente ya estaban desarrolladas mucho antes, exactamente en su ensayo Liberalismo, donde Von Mises expuso cómo el fascismo atrae en sus filas a gentes horrorizadas por las infamias comunistas, y no obstante el fas­ cismo imita las formas violentas del bolchevismo (Ludwig von Mises (1927), Liberalismo, o. cit., cap. I 10, pp. 62-5).

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alemán intentaron salvar el sistema capitalista de las garras del sistema com u­ nista cuando, además de que es imposible olvidar que los líderes del fascismo y nazismo eran antiguos miembros del Partido socialista, resulta que ni el fas­ cismo italiano ni el nacionalsocialismo desearon preservar las estructuras políticas basadas en el uso de la libertad, tanto o más cuanto que las manio­ bras estatal izado ras que llevaron a cabo Mussolini y Hitler no eran en abso­ luto diferentes de las medidas de economía hiper centralista que abanderaba el bolchevismo en ese mismo momento. Sobra decirlo, pero las ideas de Hayek eran una continuación de los planteamientos del político y sociólogo italiano Luigi Sturzo que, como Nitti, era un declarado enemigo del fascismo. Pues bien, para Sturzo el bol­ chevismo y el fascismo eran de manera idéntica destructores de todo plura­ lismo económico y social y, a la vez, enemigos de ese espíritu de tolerancia que anima la filosofía de los Estados democráticos. Añadamos a lo expuesto que también Hayek, sin saberlo, coincidía en sus juicios con el socialdemócrata alemán Eduard Bernstein para quien Stalin y Mussolini habían proce­ dido a convertir el Estado en una entidad religiosa, providencial y, claro está, antidemocrática. Y no sólo eso. Ya el socialista Bernstein en su conferencia «¿Qué es el socialismo?» (1918) había apuntado que la Revolución rusa tenía muy poco de socialista y que los modos violentos de proceder de Stalin y Mussolini tenían elementos en común. Pero, ¿dónde estaba la raíz de esa afinidad? Según el filósofo Jean Fran^ois Revel, en los escritos de Marx y Engels pueden encontrarse indicios, pistas, argumentos... racistas que justificarían las prácticas del antisemitismo, del genocidio y del nazismo. Fijémonos en que «el odio al burgués» del que tanto Marx como Engels hacían gala en sus escritos, cartas y discursos... fue simbolizado en la persona del judío capitalista. Pero fijémonos también en que, antes de que explotara la furia nazi antisemita, el antisemitismo ya era, y desde hacía décadas, un baluarte esencial de los movimientos de izquierda radical, como el marxismo. En consecuencia y a la luz de los datos, la simiente cainita de la moder­ nidad revolucionaria rusa puso los cimientos del Estado mussoliniano y del Estado hitleriano que, desde el día en que vieron la luz, se basaron en la extorsión, en el asesinato y en la demolición del estado de derecho. Así que antes de que Ana Frank, Margarete Buber-Neumann, Viktor E. Frankl, Vassili Grosman, Sven Hassel, Víctor Kemplerer, Primo Levi, David Rousset,

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Jorge Semprún, Wladyslaw Szpilman, Germaine Tillion, loanna Tsatsos... y otras muchas personas más legaran a la posteridad, en forma de diarios, escri­ tos autobiográficos y obras literarias, el horror de la violencia que les tocó padecer de mano de los nazis, resulta que Duguet, Charachidze, KolbasinTchernova, Martov, Malsagov, Melgunov, Woitinsky y otros autores rusos ya habían ido sacando al descubierto y desde la década de los veinte los atrope­ llos genocidas de esa Revolución francesa contemporánea que, para no pocos intelectuales europeos, era la Revolución rusa. Puede decirse, por tanto, que el conocimiento de la barbarie no frenó la crueldad ni sirvió tampoco de antídoto para pararla: el racismo de clases alen­ tó, en nombre del Pueblo Proletario, la brutalidad política hasta niveles insos­ pechados.

LA TRAGEDIA

DE

C ASANDRA

Los efectos de una política planificada para exterminar a personas de una determinada clase social estaban ahí, pero apenas se veían porque la euforia, los cantos de sirena que despertaba la causa revolucionaria impedían percibir otras voces: ésas que, cual Casandra, vaticinaban en medio de un horizonte borrascoso el incendio genocida. Lo dijo la propia María Zam brano cuando, de manera absolutamente transparente, le señalaba a M arañón que los revo­ lucionarios bolcheviques de 1917 se limitaron «a extirpar de la sociedad a una determinada clase social, pero nada más». Disculpadas las expresiones de fanatismo y de violencia entre la extrema izquierda, es lógico que el terror arraigara con facilidad por todo el continen­ te europeo, y que de la semilla de la intolerancia civil pudieran nacer diversos colectivos que, incluso con otra filiación ideológica, también funcionaban impunemente y al margen del estado de derecho. Estamos hablando de los Camisas Pardas de las secciones de asalto o SA (Sturm Ableitung: Alemania), de los Camisas Negras de los fascistas (Fasci Italiani di Com batimento: Italia), y de los Camisas Azules (Falange Española Tradicionalista y de las JONS: España). Grupos estos que actuaban con violencia y siempre en nombre de un patriotismo callejero como la organización filonazi, Guardia de Hierro, creada por Codreanu, un abogado de lasi (Rumania), y cuyos integrantes iban a asesinar, entre otros, a liberales demócratas como Duca.

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En estas condiciones, el rencor y la violencia sustituían a la inteligencia y la paz. Así lo cuenta una médica del hospital de una ciudad de Sajonia: «yo sabía enseguida a qué partido pertenecía cada cual, aunque yaciera desnudo sobre la cama: los que tenían una herida en la cabeza causada por una jarra de cerveza o por la pata de una silla eran nazis, y los que tenían una herida en el pulmón causada por un estilete eran comunistas».14 La obcecación destructiva, el acaloramiento pasional, la exaltación hasta la violencia por cuestiones políticas, el odio... estarán presentes a lo largo del siglo xx, igual que lo estuvieron a finales del xix. De hecho, la organización nacionalista antisemita rusa Centurias Negras mataba a revolucionarios y atentaba contra intelectuales de izquierda. En el otro lado del campo de bata­ lla, la nihilista rusa Vera Nikoláyevna Figner, perteneciente al comité ejecuti­ vo del Naródnaya Volia, formaba parte de la organización de los preparativos de distintos atentados. Por otra parte, ahí estaba el anarquista Nechaiev que disparaba a bocajarro y a sangre fría a uno de sus compañeros de complot cuando le objetaba sobre los métodos de lucha revolucionaria. ¿Y Nikolái Gavrílovich Chernyshevski? Chernyshevski, tutor espiritual de Lenin, apoya­ ba el uso de las balas y la táctica de la muerte contra los enemigos de lá Revolución. Pero por otra parte, sabemos también que la feminista de sim­ patías socialistas Emmeline Pankhurst, que había fundado en 1903 la orga­ nización W om en Social and Political U nion, concluía con roturas, desórdenes e incendios sus discursos a favor del derecho al voto. La consecución de las ideas estaba por encima de todo. Más importante que la vida humana, inclusive. No extraña lo más mínimo que Fernando de los Ríos, sobrino del célebre Francisco Giner, escribiera un interesante texto titulado La crisis de la democracia (1917). Y es que echando una mirada atrás vemos que la intolerancia constituyó, durante décadas, la moneda de cambio en la arena política, viniera de donde viniera. El político y militar irlandés 14

El comentario médico puede leerse en Víctor Kemplerer (1947), LTI. Apuntes de un filólo­ go, o. cit., p. 15. Complétese la observación de Kemplerer con este relato que ofreció el mismo Hitler en su libro Mi lucha (1924): «cuando los nacionalsocialistas celebrábamos una asamblea, éramos nosotros mismos y no otros los soberanos. Mas de una vez ocurrió que un puñado de nues­ tros camaradas se impuso heroicamente sobre una masa furiosa de elementos rojos. Seguramente que a la postre habría podido ser dominado aquel puñado de quince o veinte hombres, pero bien sabían los otros que antes se les hundiría el cráneo al doble o al triple número de ellos» (o. cit., p. 177. Videtur ibídem, pp. 184-5, 195, 197, en donde Hitler describe el uso salvaje de la fuerza en los mítines políticos). Comentemos igualmente que Hitler mostraba predilección por el boxeo y el judo al hablar con detalle de la preparación física de los miembros de las SA.

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Michael Collins participaba, como miembro del Sinn Fein, en la sublevación de Pascua (1916). D ’Annnunzio, inspirador de la ideología irredentista de Mussolini, tomaba Fiune a través de la violencia y con la ayuda de sus arditi (1919). Ludendorff y su camarilla, entre la cual ya se encontraba Adolf Hitler, daban en M unich un golpe de Estado conocido, por el lugar donde se inició la intentona, bajo el nombre de el putsch de la cervecería Bürgerbráu (1923). Y si Benito Mussolini iniciaba en octubre de 1922 su «Marcha sobre Roma» (Italia), unos meses después, en junio de 1923, se iba a instituir el gobierno Zankov tras un golpe de Estado (Bulgaria). En el mismo año, España estrenaba la dictadura de Primo de Rivera. Y tras el fracaso de Bela Kun en 1919, vendría la dictadura de H orthy en Hungría. Es más, en mayo de 1926 se produjeron dos golpes de Estado: el de Pilsudski (Polonia) y el del general Gomes Da Costa (Portugal). Y no sólo eso. A finales de ese mismo año, Lituania despertaba a la dictadura. Y como el curso de los aconteci­ mientos apuntaba a la destrucción de cualquier signo de oposición política, a principios de 1929 Yugoslavia vive el golpe de Estado del rey Alejandro, mientras que en febrero de 1930 el gobierno de Carlos II convierte el gobier­ no de Rumania en dictadura. Y si en enero de 1933 Hitler llegaba al en Alemania, resulta que la vecina Austria, en marzo del mismo año, el mazazo del golpe de Estado de Dollfus que instaura en el país una dura fascista. Y ya en marzo de 1934, Konstantin Pats implanta una

poder recibe dicta­ dicta­

dura en Estonia. Dos meses después ocurre lo mismo en Letonia tras el golpe de Estado de Karlis Ulmanis. Luego vendría en octubre de 1934 el golpe de Estado de las izquierdas españolas (socialistas, comunistas, nacionalistas cata­ lanes, incluso algunos grupos de anarquistas) que, junto con la anuencia del Partido Nacionalista Vasco, se alzaban contra el gobierno de centro-derecha democráticamente elegido en las urnas por los españoles. Un tiempo después, en medio de tanta inestabilidad política y con la furia ultra radical del Frente Popular, en julio de 1936, en España se producía, como contra reacción, el Alzamiento Nacional. Y sólo un mes más tarde Grecia despertaba sacudida por el golpe de Estado del general Metaxas. Y entre tanta intolerancia se suce­ dían no pocos atentados: en 1929 un diputado serbio asesinaba al jefe del Partido Campesino Croata en la Asamblea, luego se produciría el asesinato de Ion Duca (1933), más tarde vendría el asesinato de Gregor Strasser (1934), el de Calvo Sotelo (1936)..., mientras que la tortura y muerte que sufrió Nin (1937) fueron un anticipo del final que iba a padecer Trotsky

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(1940). Y es que como las ¡deas podían herir, y mucho, no cabía más solu­ ción que matar al mensajero. Que la mayoría de las democracias europeas, tras el final de la Primera Guerra Mundial y con los vientos tormentosos de la bandera proletaria rusa, se viera hundida en la pinza de la extrema derecha y de la extrema izquierda no causa ninguna sorpresa, como tampoco sorprende que el principio de indisci­ plina prendiera del modo en que lo hizo entre grupos extremistas de izquierdas y derechas, y más cuando dichos grupos ultra radicales bajo la consigna de tomarse la justicia por su mano utilizaban la violencia como manera legítima de hacer política. Por tanto, algo de razón tenía Antoine de Saint-Éxupery cuando señaló que «el respeto al hombre, condición de nuestra ascensión, está en peligro. Los crujidos del m undo moderno nos han sumido en las tinieblas. Los problemas son incoherentes, las soluciones, contradictorias. La verdad de ayer está muerta; la de hoy, aún por edificar. No se vislumbra ninguna síntesis válida y cada uno de nosotros sólo posee una parcela de la verdad. No pudiendo imponerse por convicción, las religiones políticas recurren a la violencia».15

O RWELL

Y

O RTEGA,

DOS PERSPECTIVAS SOBRE LA ESTALINIZACIÓN DE

ESPAÑA

Bajo el argumento de salvar a la patria proletaria, durante los años 30, muchos hombres y mujeres estuvieron, en España, inmersos en un activismo fanático y ayudando a crear un Estado socialfascista. Tanto es así que el pro­ pio Orwell, en la carta que escribe en respuesta al Manifiesto de «Los escri­ tores toman partido sobre la guerra civil española» (3-6 de agosto de 1937), pide: «no me mande más esta basura despreciable». Y añade: «además, sé lo que ocurre y ha ocurrido en el bando republicano durante los últimos meses, a saber, que se está imponiendo el fascismo de los trabajadores españoles so pretexto de oponerse a él; y que desde mayo se ha impuesto un régimen de terror, las cárceles y cualquier lugar utilizable como cárcel se llenan con pre­ sos que no sólo van a parar allí sin juicio previo sino que se mueren de ham ­ bre y reciben golpes e injurias». El análisis que hizo Orwell era acertado y más si tenemos en cuenta los documentos que han salido recientemente a la luz, provenientes del Archivo l$

Antoine de Saint-Éxupery (1943), Carta a un rehén, o. cit., p. 215.

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Ruso del Estado y el Ejército (RG VA) y del Instituto Ruso de Historia General de la Academia Rusa de las Ciencias. Documentos en los que se observa no sólo el nivel de infiltración de mandos bolcheviques rusos dentro de la vida política española, sino también la justificación del terrorismo de Estado: MÁXIMO SECRETO

N.° 6485/Sp. Fecha: 22 de julio de 1936 De: Moscú A: España N.° 266-275 Fecha: 17 de julio de 1936 Medida y B.P. Tras examinar la alarmante situación creada por la conspiración fascista en España, os aconsejamos: Conservar intactas, al precio que sea, las filas del Frente Popular, ya que cualquier escisión sería utilizada por los fascistas en su lucha contra el pueblo 2. Exigir la detención inmediata de los dirigentes parlamentarios que (un grupo) el gobierno republicano y que se lleve a cabo inmediatamente sin más vacilaciones. Depurar de enemigos del pueblo, de arriba abajo, el ejército, la policía y las organizaciones responsables. Privar a la aristocracia (?), oculta tras los conspiradores, de todos los derechos de ciudadanía y confiscar todas sus propiedades. Expulsarlos del país y prohibir su prensa (?). Es necesario establecer un tribunal especial para aventureros, terroristas, conspiradores, rebeldes fascistas y aplicar la máxima pena, incluida (?) la con­ fiscación de sus bienes. [...]• 4. Es necesario adoptar con la mayor urgencia medidas preventivas contra los intentos saboteadores de los anarquistas, tras los cuales se oculta la mano de los fascistas».16

La radicalización ideológica suponía aceptar la aplicación de la máxima pena y, por tanto, admitir el empleo de la pena de muerte. De este modo, el Donald Radosh, Mary R. Habeck y Grigory Scvostianov (2001), España traicionada, Stalin y la guerra civil, Planeta, Barcelona, 2002, documento 1, pp. 41-2. Para saber más acerca del odio que los comunistas sentían hacia los anarquistas, recomendamos la lectura del documento 15, en especial las páginas 85-86. Nota de los editores: «Todos los paréntesis en los documentos MASK se deben a los criptógrafos británicos que descifraron los telegramas. La indicación “([número] grupo[s])’’ significa que uno o más grupos de cifras no pudieron ser descifrados o se corrompieron en la transmisión»

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ideario de izquierdas, sometido al influjo del bolchevismo, estaba provocan­ do en España desdichas y quebrantos. Tantas desdichas que el radicalsocialista Ángel Galarza Gago, ya integrado en el Partido Socialista Obrero Español, haría apología de la violencia afirmando en el mismo Congreso de los Diputados que ejercer toda violencia contra un enemigo político, como Calvo Sotelo, era lícito. Tantos quebrantos que Santiago Gatees, el guardaes­ paldas de mayor confianza del dirigente socialista Indalecio Prieto, acabó par­ ticipando y con éxito en el complot y asesinato del líder de la oposición, Calvo Sotelo, ocurrido en 1936. Y mientras el ambiente emocional traspasaba los límites de la sensatez y la cordura, la comunista Dolores Ibarruri, conocida por su alias de La Pasionaria, se dedicaba a propagar calumnias al más puro estilo Goebbels. Y con el fin de aniquilar a esos rivales tan molestos que eran los anarquistas, Ibarruri hacía caer sobre ellos infundios y malicias, y los denunciaba como miembros de la extrema derecha y los consideraba no sólo como esquiroles en la lucha de las clases trabajadores sino, peor, como quintacolumnistas dentro de ese ejército blanco que lideraba el fascista Francisco Franco Bahamonde. Frente a tales campañas de intoxicación, ya en 1936, un ex comunista como Cario Tresca — éste había roto su filiación ideológica dos años antes— se atre­ vía a denunciar la gran traición del estalinismo a la causa proletaria y a desve­ lar el modo sangriento con que los simpatizantes del bolchevismo estalinista se dedicaban a perseguir a poumistas y anarquistas en la guerra civil española. Tresca murió en un atentado sólo unos años después, en 1943. Y su voz, como la de otros muchos, sería apagada por el tsunami de la propaganda marxista. Y si intelectuales británicos de la talla de Sidney y Beatrice Webb escribían una apología de la URSS, y tomaban a esta federación de repúbli­ cas socialistas como referente de la Hum anidad, como el lugar de una nacien­ te y próspera civilización, la mayoría de los artistas europeos e intelectuales progres ocuparon posiciones y, en cascada, iban adhiriéndose a la causa rusa (Aragón, Bretón, Lorca, Buero Vallejo, Miguel Hernández, Paul Eluard, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Pablo de Rokha, etc.) Y mientras algunos laboristas ingleses pedían poner en marcha en Gran Bretaña los planes eco­ nómicos que aplicaba Stalin en la URSS, en España la politización febril pro­ ducía sus consabidos frutos, y la socialista Margarita Nelken gritaba, tanto o más que Dolores Ibarruri, que «la propia revolución rusa no nos servirá de modelo, porque nos harán falta llamas gigantescas que se verán desde cual-

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quicr punto del planeta y olas de sangre que teñirán de rojo los mares». Y por eso, Margarita Nelken atacaba a todos los diputados que fuesen contrarios a la Revolución de O ctubre y callaba lo que se estaba haciendo con poumistas y anarquistas. Es más, en marzo de 1936, escribía estas palabras cargadas de fanatismo: «el sentimentalismo en la hora de la lucha es imperdonable. ¡Jóvenes! No permitáis que ningún viejo se os oponga alegando su antigüe­ dad de militante. No tengáis ningún respeto. Sed demoledores, inflexibles, en vuestra crítica. Cada vez que un líder se levante no os acordéis de lo que ha hecho, sino de lo que debe hacer».17 En los años treinta, intelectuales, escritores y artistas radicalizaron sus posiciones políticas, y se produjo lo que el poeta británico Stephen Spender describió como «politización de los intelectuales», un hecho sociológico inau­ dito que alcanzó alturas abismales y que, lejos de enriquecer la vida política dentro del continente, vino a inyectar altas dosis de intolerancia, de ceguera y de falta de independencia. En esta izquierdización de la clase intelectual sobresalió Spender cuando creó el grupo de los (poetas) Treintistas, que enca­ bezaría W. H. Auden. Grupo cuyo cometido era, de un lado, salir de los már­ genes vacuos del esteticismo para, de otro, construir una literatura de base social y con objetivos políticos. Y aunque el londinense Stephen Spender, a raíz de la guerra española, acabó separándose del Partido Com unista y pudo escribir sobre su desilusión con el comunismo en El Dios que fracasó (The God that Failed, 1949), otros 17 Margarita Nelken, El Socialista, 26-111-1936, citado por Patricio de Blas Zabaleta y Eva de Blas Martín-Merás, en Nadar contra corriente, Julián Besteiro, Madrid, Aleaba Ediciones, 2002, p. 339. La persona aludida por Nelken es Julián Besteiro quien, en repetidas ocasiones, denunció la locura dictatorial que asolaba al Partido Socialista Obrero Español. Comentemos que los exabrup­ tos de Nelken no eran aislados dentro del Partido Socialista. De hecho, a finales de 1933, Largo Caballero, uno de los líderes más importantes del PSOE y presidente de esta coalición política desde 1932 a 1935, decía que «estamos en plena guerra civil. Lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aún los caracteres cruentos que, por fortuna o desgracia, tendrá inexorablemente que tomar», mientras que, un poco más tarde, en 1934 era el propio Indalecio Prieto el que animaba a «que el proletariado se haga cargo del Poder y que haga de España lo que ella se merece. A tal fin no hay que dudar. Y si tiene que correr la sangre, que corra». Pero además, estos comportamientos no son extraños dentro de la trayectoria histórica del Partido Socialista Obrero Español, pues ya el fundador de esta coalición, Pablo Iglesias, amenazó un 7 de julio de 1910 en el Congreso de los Diputados al mismo Presidente del gobierno de España, Don Antonio Maura, al decirle: «debe­ mos, viendo la inclinación de este régimen por SS, comprometernos para derribar ese régimen. Tal ha sido la indignación por la política del Gobierno del Sr. Maura en los elementos proletarios que nosotros hemos llegado al extremo de considerar que antes de SS suba al Poder debemos ir hasta el atentado personal». Quince días después, Manuel Posa, de tan sólo 18 años de edad, tiraba a matar tres veces seguidas contra la persona de Maura, que salió gravemente herido del atentado.

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sin embargo iban a seguir apegados en cuerpo y alma a la bandera del mar­ xismo ruso. Tanto es así que Brecht, Neruda, Nicolás Guillen, Alberto Hidalgo... llegaron incluso a componer Odas a Stalin. Y dado que la militancia era un valor en alza, en 1936 izquierdistas como Víctor Gollanz, John Strachey y Harold Laski lograban con éxito poner en marcha el Club del Libro de Izquierda, una institución nada baladí, pues llegó a contar con más de 60.000 socios e incluso a alcanzar la cifra escalofriante de 750.000 ejem­ plares vendidos. ¡Todo un desafío económico para la época! Pero al lado del imperio editorial de Gollanz, Strachey y Laski, estaba la influencia tan enorme como nociva que sobre intelectuales, artistas y obreros (Universidad de Cambridge, Hollywood, Partido Com unista de España...) y, en general, sobre todos los medios de comunicación desplegaba la mano invi­ sible de Stalin. Nos referimos al inteligente Willi Münzenberg, figura cauti­ vadora y enigmática y evangelista de la doctrina de Lenin y Stalin, a la vez que exitoso propagandista de la causa rusa. De hecho, Münzenberg, con el respaldo económico del Partido Com unista Ruso, fue capaz de crear desde Europa hasta Estados Unidos estados de opinión pública en pro de la Unión Soviética. ¿Y cómo logró tal cosa? A través de periódicos, documentos escri­ tos, por medio de convocatorias públicas, folletos, congresos, ágapes, reunio­ nes con pensadores, artistas, obreros... De este modo, por la vía del dinero, de la persuasión y de la manipulación se logró que la sensibilidad de las éli­ tes pudiera permanecer apegada a la tarea de edificar la gran República social. Y en estas condiciones, llevada por la pasión de la militancia política, buena parte de la vanguardia artística e intelectual adquirió, gracias al bautismo de ideas, un estatus vocacional, asunto que criticaría seriamente el escritor pola­ co W itold Gombrowicz cuando denunció la sumisión de las vanguardias al sueño socialista y la obsesión de las elites por cantar las glorias de la patria proletaria: [...] a mí se me permite poner en duda todas mis verdades personales mien­ tras esté del lado del capitalismo, pero tengo que silenciar estos mismos autoanálisis al encontrarme dentro de las filas de la revolución. Ahí, de golpe, la dialéctica cede su sitio al dogma y, a consecuencia de un viraje asombroso, este mundo mío relativo, movedizo, confuso, se vuelve un mundo definido, con precisión, sobre el cual en realidad ya todo se sabe. Hace un momento planteaba yo problemas — ellos me incitaron a hacerlo sólo para que pudiera salir de mi piel con facilidad— ahora, cuando estoy a su lado, tengo que volverme categórico. Me asombra esta increíble duplici-

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dad de todo comunista, sin excepción, incluso de los más intelectualmente refinados: cuando se trata de destruir la verdad del pasado ese hombre des­ pierta nuestra admiración por la libertad de su espíritu desmitificador, por el anhelo de sinceridad interior, pero cuando seducidos por ese canto deja­ mos que nos lleve hasta su doctrina, ¡pafi, la puerta se cierra... y ¿dónde nos encontramos? ¿En un monasterio? ¿En el ejército? [...] No se halla uno fren­ te a un ilustrado sino frente a un ciego, semejante a la noche más oscura. ¿Librepensador? Sí, en tu terreno. En el suyo, fanático. [...Y añadía refi­ riéndose a los marxistas:] ¿por qué vosotros, los ateos, adoráis las ideas? ¿Por qué no adoráis a los hombres?."1

No se trataba, pues, de luchar contra los grupos y partidos políticos opues­ tos a la filosofía socialmarxista, que también. Sino sobre todo hacer del socialmarxismo un estilo de vida que impregnase y estuviese presente en todas y cada una de las instituciones sociales. La ideologización de la izquierda, fanática en palabras de Gombrowicz, partía de absolutos irrenunciables y, como el mar­ xismo era un plan de vida general, los seguidores de este movimiento tomaban las teorías de Marx como brújula y biblia, como asidero ético y referencia polí­ tica. En suma, como concepción de toda la realidad, o Weltanschaung. Y dado que dentro de su sentido de la verdad sólo había sitio para el guerracivilismo, los defensores del marxismo no admitían, fuera y dentro de su propio seno, alternativas políticas distintas a las suyas, tampoco posturas tibias o mínima­ mente discrepantes. Así ocurrió que dichas elites o bien renunciaron a sus labo­ res de creación para convertirse en legionarios de la utopía marxista, o bien acabaron poniéndose al servicio de la Revolución Proletaria Mundial utilizan­ do sus trabajos de creación dentro de la misión apologética que por concien­ cia de clase ellos sentían que tenían que desarrollar. La llamada de la fe hacía estragos, y en los Congresos de la Cultura — uno de se ellos oficiado en España en plena guerra civil— empieza a tener más valor el hecho iniciático, de cap­ tación de intelectuales a la causa estalinista, que el componente propiamente cultural, y más cuando dichos congresos eran organizados por miembros del propio Comité Central del Partido Comunista Ruso (PCUS). Pues bien, de la misma manera que Kant se sintió cautivado por la Revolución francesa, el entusiasmo que provocó la Revolución rusa entre los 18 Witold Gombrowicz (1957), Diario argentino, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2001, pp. 98-9, 178. Comentemos que Gombrowicz invirtió catorce años en escribir este diario que llamó «argentino» porque al salir de su país, Polonia, poco antes de empezar la Segunda Guerra Mundial, la nación que en su exilio le daría acogida durante casi veinticuatro años fríe Argentina.

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intelectuales europeos no iba a ser de menor intensidad. E igual que Kemplerer denunció en los intelectuales alemanes, sus compatriotas, su fide­ lidad al régimen nazi, Von Mises hizo otro tanto al describir cómo «las armas intelectuales son mucho más letales que las bayonetas y las salvas artilleras. [Cómo] la gran acogida que el ideario ruso halló en Europa se debió a que nuestro continente estaba ya inundado de ese pensamiento mucho antes de que los soviets hicieran su aparición».19 En este ambiente turbio, donde la adhesión prevalecía sobre la indepen­ dencia y sobre la inteligencia, y la lealtad ideológica constituía la nota domi­ nante, no extraña que José Ortega y Gasset escribiera, muy dolido, en diciembre de 1937, en París, unas páginas tituladas «En cuanto al pacifismo», páginas que aparecerían en lengua inglesa unos meses después, en 1938. En ellas se quejaba Ortega de la manipulación de que era objeto la guerra civil española por parte de la prensa internacional, y protestaba de los efectos dañi­ nos que estaba produciendo la trivialización de la guerra. Y ponía un ejemplo: «mientras en Madrid los comunistas y sus afines obligaban a escritores y pro­ fesores, bajo las más graves amenazas, a firmar manifiestos, a hablar por radio, etc., cómodamente sentados en sus despachos o en sus clubs, exentos de toda presión, algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifies­ to donde se garantizaba que esos comunistas y afines eran defensores de la libertad. [...] Desde hace muchos años me ocupo en notar la frivolidad y la irresponsabilidad frecuentes en el intelectual europeo, que he denunciado como un factor de primera magnitud entre las causas del presente desorden». Desde luego, Ortega estaba en franca minoría y, lo peor, sus críticas no se acoplaban al curso dominante de los vientos, y más cuando lo habitual será ver cómo los intelectuales llevan la ideología hasta la épica de la necrofilia. De hecho, el escritor británico Auden compondría un poema de apología de la guerra titulado España 1937, en una de cuyas estrofas se leía esto: «¿Cuál ” Ludwig von Mises (1927), Liberalismo, o. cit., cap. III 11, p. 154. El II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura se celebraría en España en 1937: en Madrid y en Valencia. Allí coincidieron Antonio Machado, Neruda y Buero Vallejo, Miguel Hernández y Langston Hughes, Alejo Carpentier y Juan Marinello, Félix Pita Rodríguez y Tristan Tzara, Heinrich Mann junto a Rene Maran y André Malraux, Vicente Huidobro y León Felipe, Cernuda y Alberti, Alexei Tolstoi y Stephen Spender, Malcom Cowley, Anna Seghers, Nicolás Guillén, Octavio Paz... Y, cómo no, Ehremburg. Es decir, la creme de la creme de los tótems de la cultura mundial. Pablo Neruda había sido quien se había encargado de coordinar en París, bajo la dirección de André Malraux, este Congreso que tenía, claro está, como signo inequívoco reunir a los intelectuales antifascistas. El gran ausente: André Gide. Pero presente Julien Benda, curiosa­ mente el defensor de la imparcialidad y el que denuncia La traición de los intelectuales.

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es tu propuesta? ¿Construir la ciudad de la justicia? Quiero. / Estoy de acuer­ do. ¿O es ello el pacto suicida, la romántica / Muerte? M uy bien, lo acepto, pues / soy tu elección, tu decisión. Sí, soy España».20 Está claro que Auden a través de esta composición poética aprobaba la fórmula cainita de la lucha (but to-day the struggle) como manera de solucio­ nar los problemas de Estado, perspectiva filobelicista que contrasta con las denuncias de Ortega. Y también con las de Orwell que, por cierto, no era nada proclive a quedarse callado ante declaraciones incendiarias estilo Auden, y por ello criticó, duramente, el poema de su compatriota. Pero además, Orwell que luchó en España contra el fascismo sufrió, rápidamente los efec­ tos del desencanto político. Y tras comentar el modo tan deplorable en que se desarrollaba la guerra en el lado republicano, Orwell que nunca acalló su con­ ciencia crítica pudo, al principio del capítulo X de su Homenaje a Cataluña (1938), predecir que en España habría una dictadura. «Saltaba a la vista que las condiciones para implantar una dictadura del proletariado ya no existían, de modo que en términos generales [España] se orientaría hacia alguna forma de fascismo. Un fascismo con otro nombre, indudablemente, más hum ano y menos eficaz que las variantes alemana e italiana, porque aquello era España». Y añade Orwell en el Apéndice I de su Homenaje a Cataluña cómo en esta situación de caos ayudaron los comunistas españoles que, al contrario de lo que se piensa, «no estaban en el extremo izquierdo del bloque gubernamen­ tal, sino en el extremo derecho. La verdad es que no debería sorprender, por­ que las tácticas de otros partidos comunistas, sobre todo el de Francia, han puesto de manifiesto — prosigue Orwell— que el comunismo oficial es, al menos por el m omento, una fuerza antirrevolucionaria. Toda la política de la Komitern está actualmente subordinada (cosa comprensible si tiene en cuen­ ta la situación mundial) a la defensa de la URSS». ¿Los comentarios de Orwell y de Ortega iban descaminados? En absoluto, pues tal y como vinieron dados los acontecimientos, los movimientos europeos 2" José Ortega y Gassct (1937), «En cuanto al pacifismo», en José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, o. cit., p. 319. El manifiesto al que se refiere Ortega es el mismo del que habló Orwell y que antes hemos comentado. En cuanto al poema de Auden, éste resulta prácticamente imposiblede localizar en ediciones de papel. De hecho, ha sido invisibilizado, censurado para impedir que la posteridad desmitifique la literatura de Auden y, de paso, la figura del propio escritor. Sin embargo y a pesar de la censura que ejerce, en silencio, la izquierda con sus autores totémicos, puede leerse no obstante dicho poema en versión electrónica, exactamente en: http://search.brown.edu/search/texis/webinator/search/?db=db&query=Aicdendrsubmit-Submit www. brown. edu/Departments/MCM/people/scholes/Dishonest. html

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de izquierda, marxistizados hasta la médula, aceptaban poner en marcha la maquinaria del terrorismo de Estado. Y como la presión ideológica era enorme — «maldigo la poesía de quien no toma partido, partido hasta mancharse», escribiría Gabriel Celaya— , en noviembre de 1937 el izquierdista francés Félicien Challaye, miembro de la comisión de la Ligue des Droits des Hommes (Liga de los Derechos del Hombre), que era una organización internacional que luchaba por los derechos humanos allá donde éstos eran quebrantados, renuncia a su cargo, al lado de siete compañeros más. ¿La razón? Challaye denunciaba la estrepitosa sumisión de la Liga hacia los intereses de Stalin. El político y socialista Filippo Turati criticó la forma fascista de compor­ tarse el partido socialista italiano (que abandonaría), pero también criticó el modo en que se desarrollaba la revolución bolchevique. Y, por otro lado, la izquierdista Simone Weil, clamaba en 1933: «me ahogo en este movimiento revolucionario que tiene los ojos vendados», mientras que El Bernstein español, el socialista Julián Besteiro, sucesor de Pablo Iglesias en la dirección del PSOE y buen conocedor, además de traductor, de la obra de Kant, denunciaba, a mediados de 1933, en sus peleas con Luis Araquistáin y con Largo Caballero la locura dictatorial bolchevique que se esparcía por entre las filas del PSOE. Locura dictatorial entre los grupos de izquierdas que no sólo Besteiro sino un ex socialista como Miguel de Unamuno criticaría. Locura dictatorial que se agudizó tras la alianza del PSOE con Esquerra Republicana de Cataluña en el año del golpe de Estado de las izquierdas (1934), y que tantos y tantos proble­ mas iba a ocasionar a los españoles y españolas en el fatídico 1936. En definitiva, con el auge propagandístico de la Revolución rusa no hubo, para muchas generaciones, lugar para la prudencia. Sólo espacio para la hiper ideologización. Y como en la lucha por la dictadura obrera sólo cabían la adhesión, el compromiso, la entrega absoluta... a los ideales políticos, pocas posibilidades había de pensar desde la sensatez y con racionalidad. Por eso, volvió a producirse lo que había observado Saint-Simon de la Francia revo­ lucionaria de 1789: «allí no cabían términos medios».

EXTREMA

IZQUIERDA , LA OTRA ULTRA DERECHA

El príncipe Kropótkin en una carta que envía a Lenin el 4 de marzo de 1920 describe los efectos nefastos que estaba provocando la Rusia revolucio-

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naria sobre la gente, y por eso advertía a Lenin que «si la situación presente continúa, incluso la palabra “socialismo” se convertirá en una maldición», añadiendo este aristócrata anarquista que «esto fue lo que pasó con la con­ cepción de “igualdad” en Francia durante los cuarenta años después de la dirección de los jacobinos». ¿Por qué Kropótkin percibía el riesgo de que el socialismo acabara sien­ do sentido como una maldición? Por el hecho de que en las entrañas del marxismo cohabitaban elementos altamente reaccionarios. Recordemos, entre otras cosas, que el empeño de Marx por ver im plantado el régimen de la dictadura fue siempre un elemento clave dentro de su teoría política. Y en esto no es casualidad que Marx y sus seguidores, entre los que se conta­ ba Lenin, coincidieran con los miembros más reaccionarios de la derecha europea. Conocidas estas anécdotas, constituye un fatal desliz histórico aceptar que el enfrentamiento guerracivilista que instrumentalizó con éxito el fascismo alemán (primero sobre su propia población y más tarde, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, sobre la población extranjera no aria) arrancó en exclusividad de la cosecha nazi. Este enfoque muy generalizado, por cierto, fuera y dentro de nuestras fronteras, mantiene un tópico injusto e inexacto. Y si nos atenemos al curso histórico de los acontecimientos, lo que percibimos es que el estallido revolucionario ruso fue el detonante que abrió la caja de los truenos, ya que, desde la idea de construir un Estado colectivista, los bol­ cheviques justificaron, y desde el principio, su proyecto político con la san­ gre derramada de millones de cadáveres, pues el objetivo era aniquilar a los enemigos políticos de la Nación Proletaria. Y «aunque todos los elementos liberales — dice Cam bó— se entusiasmaron con el anuncio de esta revolu­ ción, creyendo que bastaba con un golpe de Estado para hacer surgir una democracia liberal en un país atrasado que siempre había sido regido por el más brutal y primario de los despotismos [...] le propuse [a Josep Carnet] que hablara de la revolución rusa; que anunciara como cosa fatal el fracaso de la revolución con carácter liberal y parlamentario que había hecho el Partido Cadete y afirmando que Rusia podía pasar de una dictadura a otra dictadu­ ra, ya que no era posible, sino después de una larga y lentísima evolución, pasar de un régimen dictatorial a un régimen parlamentario».21 21

Francisco Cambó, Memorias (1876-1936), o. cit., p. 244.

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Un ruso y un español, un anarquista y un conservador, un pensador de miras intemacionalistas y un regionalista, un defensor de la igualdad de todos los seres humanos y un elitista racista, eso eran Kropótkin y Cambó. Y pese a estar cada uno de ellos en las antípodas, coincidieron, sin embargo, en sus opiniones al evaluar lo que estaba pasando en Rusia. Es más, visto lo que ocu­ rrió, los comentarios de Kropótkin y de Cambó eran un anticipo de lo que iba a suceder, pues inmersa la Revolución rusa de 1917 en los ejes de la dic­ tadura del proletariado, de mano de los bolcheviques no podían salir más que formas políticas espcrpénticas, a toda luces fascistas y asesinas. Y si nos cen­ tramos en la cronología de los acontecimientos, vemos que ni es verdad que el fascismo italiano y el fascismo alemán fueron lo que fueron al margen de la influencia del fascismo revolucionario ruso, ni tampoco es de recibo apun­ tar que el desenlace fratricida español (1936-1939) constituyó en m iniatura un anticipo de la contienda mundial. Tal conclusión, pictórica de no pocas dosis de narcisismo hispano, resulta enteramente falsa y más cuando el esta­ llido revolucionario ruso que fue para toda Europa un elemento antidem o­ crático, a todas luces desestabilizador, también afectó, y negativamente, a la evolución de la vida política española y más desde el m om ento en que las ideas rusas sobre golpismo y dictadura iban encontrando acomodo en dis­ tintos rincones de la Europa occidental. De todo lo cual, en su autobiogra­ fía, daría cuenta el republicano español Caries Fontseré cuando relata: Uno de los franceses que venía a pasar el rato al otro lado de la valla nos mostró la página de un periódico y nos dijo que tendríamos que regresar a España porque Rusia, «la patria del proletariado», no nos quería. No lo creí. Aquella noticia, le dijimos, era falsa. Propaganda fascista. Cuando más tarde supe que el número total de refugiados españoles admitidos en la URSS no sobrepasaba el millar — escogido entre unas listas muy restringidas de fieles estalinistas— y que los sospechosos de simpatías trotskistas sólo eran admiti­ dos para ser encarcelados o fusilados, me sentí traicionado. Pensé que los comunistas eran mala gente. Y eso que entonces yo no tenía conocimiento de los procesos de Moscú, de los asesinatos cometidos por los comunistas espa­ ñoles durante la guerra bajo las órdenes de los consejeros soviéticos, y que aún no había leído El cero y el infinito, una penetrante reflexión sobre los méto­ dos comunistas empleados en los citados procesos», de Artur Koestler.22

22 Caries Fontseré, Un exiliado de tercera. En París durante la Segunda Guerra Mundial, Barcelona, Acantilado, 2004, p. 17. Cario 'fresca también denunció la vergüenza del estalinismo en los procesos de Moscú.

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Por el hecho de que la izquierda radical era otra forma de ultra derecha, defendemos que no hubo línea de separación entre fascismo y revolucionarismo. Y puesto que no hubo fronteras, la extrema izquierda acabó com por­ tándose como ultra derecha. Ese es nuestro argumento. Por ello, no es casual que Stalin, de 1924 a 1928, se dedicara a eliminar de la dirección del Estado a la vieja guardia del partido bolchevique, y lo hiciera a golpe de muertos, como tampoco es casual que Hitler procediera con el mismo ardor purificador a exterminar a sus compañeros de viaje político empleando, como Stalin, métodos reaccionarios y homicidas. Ahí está la Noche de los Cuchillos Largos (30-VI-l 934), en la que fueron asesinados los miembros de las SA y los integrantes de las Waffen SS. Pero por otra parte, y dado que no hubo línea de separación entre fascismo y revolucionarismo, no resulta extraño que Hitler que pertenecía al ala más radical del nacionalismo alemán fuera un destacado socialista que además, durante un tiempo, mantuvo excelentes relaciones con otro socialista, el dictador Stalin. Por eso recuérdese el pacto germano-soviético de 1939 a 1941, y recuérdese también que, antes de la firma de ese pacto nazi-marxista, tan alabado por exiliadas de lujo en Moscú como Dolores Ibarruri, así como por la mayoría de los miembros de los par­ tidos comunistas europeos, funcionarios del gobierno nazi viajaban a la Rusia de Stalin para conocer in situ y desde dentro el funcionamiento de los cam­ pos de exterminio bolcheviques. Y recuérdese asimismo que, en sus conver­ saciones con H erm ann Rauschning, Hitler no sólo se declaraba un socialista de pro, no sólo confesaba que empezó su militancia política en grupos marxistas, no sólo le explicaba a Rauschning que las enseñanzas de la revolución las aprendió de los bolcheviques, sino que él, Adolf Hitler, iba a hacer posi­ ble la encarnación del marxismo. «No soy únicamente el vencedor del mar­ xismo, — le decía Hitler— soy su realizador» (Herm ann Rauschning (1940), Hitler me dijo, cap. I, XXXI). Y por lo mismo, no es un simple capricho histórico que Kurt Malaparte, un declarado defensor de Mussolini, escribiera un libro con el título El buen Lemn (1931), y tampoco es una eventualidad sin más que el nazi W oltman hubiera sido marxista, o que Battisti que comulgaba con el ideario ultra dere­ chista de D ’Annunzio fuera socialista, o que Sorel que elogiaba a Mussolini llegara a admirar a Lenin o que Giuseppe Ungaretti pasara de ser fascista a estalinista, o que Pierre Eugéne Drieu la Rochelle que se declaraba socialista acabara abrazando el fascismo como tabla de salvación.

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La verdad, entre tantas mentiras propagadas durante años por la izquier­ da marxista, es que no hubo término de separación entre fascismo y revolucionarismo, y por eso no es fortuito que Máximo Gorki saliera de la Italia fascista en donde plácidamente vivía y se acomodara en la Rusia comunista con idéntica placidez para convertirse en el vate, en el rapsoda, en la voz del régimen de Stalin. Y por no haber línea de separación entre fascismo y revolucionarismo no es simple imprevisto que Enrico Fermi, un intransigente defensor de la ortodoxia marxista, se afiliara al fascismo, o que Mussolini cuyo nombre, Benito, le fue adjudicado en recuerdo del revolucionario mexi­ cano Benito Juárez fuera un antiguo militante del partido socialista italiano. Tampoco es algo casual que los partidarios en Italia del socialismo prom o­ vieran campañas de agitación ciudadana, de insumisión y de huelgas. Y menos casual todavía que llegaran, guiados por el ejemplo golpista de la Revolución rusa, a ocupar fábricas, a asaltar industrias... Es más, fue en medio de estos intentos de rebelión proletaria de donde nacieron los Fasci Italiani di Com batim ento que él, Mussolini, fundó, allá por el mes de enero del año 1919, ¿a imitación de los cuerpos libres del socialista alemán Noske? No lo sabemos, pero en todo caso los Fasci Italiani di Com batim ento, o Camisas Negras, sí tuvieron muchos puntos en común con los antiguos Camisas Rojas de Garibaldi y, por eso, aglutinaban no sólo a fascistas y a ex combatientes sino a sindicalistas desengañados, a socialistas... y a radicales marxistas sorelianos. Y por el hecho de que era etérea la línea de separación entre fascismo y revolucionarismo pudo Gustave Hervé crear en 1927 el partido socialista nacional de inspiración fascista, y pudo también un bloque de ex militantes del Partido Comunista fundar en los años treinta el partido fascista francés. Y si Drieu de la Rochellc llegó a publicar un libro titulado Socialismo fascista (1934) y, desde su idea del socialismo, pudo colaborar, como G. Hervé, con el régimen nazi, comunistas como Georges Marcháis estuvieron en 1942 y 1943 en la Alemania nazi prestando servicios a Hitler en fábricas de armamento. Es más, porque era etérea la línea de separación entre fascismo y revolucionarismo, desde los años veinte grupos de choque uniformados, los denominados Escamots de Camisas Verdes de Esquerra Republicana de Cataluña, seguirían el estilo de marca de los Fasci Italiani di Combatimento, y provocaban distur­ bios, luchas, asesinatos, sabotajes... contra sectores anarquistas y sindicales cata­ lanes, entre otros, mientras al mismo tiempo esos camisas verdes, cuyo

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comportamiento Cambó tachaba de fascista, vociferaban ser los valedores del auténtico socialismo catalán. Por otra parte, a Heribert Barrera, miembro de las Juventudes de Esquerra Republicana de Cataluña desde 1935 y primer presi­ dente del Parlamento catalán tras la instauración de la democracia en España, a Heribert Barrera, decimos, la historiografía le adscribe el intento de impulsar en Vichy la toma de contacto con los nazis y ello con el objetivo de conseguir su apoyo en el proyecto de crear un Estado catalán. Lo cual, en caso de ser cier­ to, no tendría nada de extraño y más cuando sabemos que el periodista y escri­ tor Péire-Loís Berthaud, tras aceptar formar parte del Gobierno de Vichy ocupando un puesto importante en el Ministerio de Información francés, man­ tenía relación con exiliados catalanes pro catalanistas. Pero no lo olvidemos: el rcvolucionarismo de izquierdas pudo aglutinar en su torno a no pocos sectores conservadores, desde el m om ento en que éstos percibieron que la teoría de la dictadura revolucionaria era una mane­ ra de volver a tener el poder que habían perdido con el ascenso del liberalis­ mo democrático. Y si no fueron casuales las adhesiones de grandes fortunas al socialismo revolucionario, tampoco fueron infrecuentes las querencias nazistas de la izquierda radical. Ahí está, como ejemplo, M armaduke Grove, creador del Partido Socialista de Chile, que aceptaba recibir de manera regu­ lar pagos procedentes de Ministerio de Asuntos Exteriores nazi. Con todos estos datos, no cabe duda de que los líderes de la ultra izquierda se com por­ taron como auténticos adalides de la extrema derecha. Y aunque podían declararse antifascistas, en la práctica resultaban ser patéticamente tan anti­ democráticos como el resto de los representantes de la extrema derecha.

Z EKN KAZETTLER Cuando en su manuscrito Si esto es un hombre (1947) Primo Levi describe la vida en Auschwitz y habla de cómo los criminales, por delegación de las SS, regentaban el campo de concentración ejerciendo su potestad plena sobre los prisioneros de la cárcel de Auschwitz, resulta que en los campos de concentración soviéticos venía sucediendo otro tanto: que los delincuentes eran quienes dirigían la vida de los rehenes con el beneplácito de las autori­ dades del socialismo marxista. Así lo relata Lev E. Razgón en su escrito Sin inventar nada: el polvo anónimo del Gulag (1989).

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Es evidente que hubo muchos, demasiados puentes de unión entre el sociaífascismo ruso y el socialfascismo que se practicaba en el resto de Europa. Y salvo en el ámbito de lo imaginario, es decir, salvo en el espacio lingüístico de las palabras y de la retórica, nunca existió una distancia real entre fascismo socialista y revolucionarismo socialista. Y aunque el socialismo de derechas de Hitler tuviese miras distintas respecto del socialismo de izquierdas de Stalin, ambos movimientos eran por igual totalitarios y colec­ tivistas, por igual nacionalistas y nacíonalizadores, por igual antidemocráti­ cos y antiliberales. Es decir, dos perros con el mismo collar. Es más, por el hecho de que siempre hubo un ala fascista dentro del socialismo europeo, los Gustav Noske jamás fueron un fenómeno aislado. Recordemos, entre cientos de ejemplos, que Nicolae Ceau^escu, miembro desde los 15 años del Com ité antifascista y en 1944 secretario general de la Juventud comunista, sabía utilizar con tanta pericia como idéntica maña la violencia contra los prisioneros políticos. ¿Entonces por qué mantener en clave de ficción la frontera entre bol­ chevismo, fascismo y nazismo incluso hoy en día? ¿No fue el clérigo Sieyés quien, en contra de su propio ideario político (dotar de protagonismo ciu­ dadano al pueblo, darle libertad procurando la eliminación de los privilegios nobiliarios...), acabó bendiciendo la hora de la dictadura política y afirman­ do en el trono a un contra revolucionario de la talla de Napoleón Bonaparte? ¿Y no había apoyado el socialista Lasalle el proyecto fascista de Bismarck? ¿Y no es menos verdad que los socialistas sainsimonianos que ambicionaban la hora de la dictadura favorecieron la obra tan estatista como imperialista de Napoleón III? ¿Y no había defendido con ardor el mismo Karl Marx la nece­ sidad de implantar una férrea e implacable tiranía antes de alcanzar sus mora­ dores el aire limpio de la pradera comunista igual que, en otro tiempo, con idéntica vehemencia Kant había creído en lo irremediable que era que el árbol de la revolución produjera, en tiempo de cosecha, víctimas y muertos? ¿Y no es acaso verdad que los seguidores de Sorel, al elaborar sus teorías sobre el sindicalismo revolucionario, llegaron a coincidir con el ideario del movi­ miento fascista Action Fran^aise? Pues entonces, ¿por qué impresiona que el revolucionarismo socialista de Lenin y Stalin encarnase la imagen m oderni­ zada del fascismo jacobino? ¿O por qué ha de causar sorpresa que un filosocialista como Barca observara cómo la revolución de las izquierdas, en la España de la guerra civil, estaba no sólo significando el derecho a matar

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impunemente, sino convirtiendo el país «en la orgía sangrienta de una m ino­ ría brutal»? Y si no aceptamos estas ideas, ¿cuál es el motivo por el que marxistas de prestigio se nazificaran, como fue el caso de W. Sombart, o se convirtieran al fascismo italiano como hizo R. Michels? ¿O cómo explicar que personalidades relevantes dentro del Partido Obrero Belga como Henri de Man decidieran curiosamente abstenerse de la vida política justo a raíz de la llegada de los socialistas nazis a su país? Pero además, ¿no había Lenin, antes que Stalin, borrado del mapa cual­ quier forma política de participación democrática dentro del Estado bolche­ vique? ¿Y no había inspirado él mismo en persona — y mucho antes de que Mussolini y Hitler se lanzaran a gemelas aventuras políticas— la teoría de que todo el poder debía recaer dictatorialmente en quienes lideraban el par­ tido único? ¿Y no había empleado Lenin, gracias al trabajo sucio del camara­ da Trotsky, métodos coercitivos y ultra violentos para llevar a cabo su utopía de sociedad colectivista, métodos de persecución ciudadana que por otra parte serían de manera idéntica reproducidos en la Alemania de Hitler? El escritor y antiguo miembro del Partido Com unista de España, Jorge Semprún, relataba en su autobiografía la ausencia de diferencias entre el sis­ tema nazi y el sistema estalinista. Él que había estado en el campo de con­ centración de Buchenwald sabía por experiencia lo que eran la coacción y la muerte dentro de los recintos presidarios hasta el límite, escribe Semprún, de que en la jerga carcelaria «la palabra alemana, formada a partir de las dos letras K y Z, Kazett, que designaban de forma abreviada el campo de con­ centración, Konzentrationslager, se utilizaba para calificar a los deportados: todos éramos Kazettlers, o sea, habitantes del universo delimitado por esas dos letras, K y Z, universo de campos de trabajo forzado y de exterminio que se extendía por toda Europa. Lo que no sabíamos entonces, en Buchenwald, es que las dos mismas letras, puestas al revés, Z y K, servían para designar el universo similar y paralelo del Gulagác Stalin, que nosotros éramos Kazttlers mientras los presos del Gulagexan Zeks».2i La autobiografía de Semprún data de 1977, y por ella obtuvo el Premio Planeta. Pero treinta años antes, la escritora alemana y también comunista Margarete Buber-Neumann narró en su obra Prisionera de Stalin y de Hitler (1948) lo que habían sido sus siete años de vida (1938-1945) dentro de los 2'

Jorge Semprún, o. cit., p. 123.

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campos de concentración bolchevique y nazi. Y Margarete Buber-Neumann sabía lo que decía, tanto o más cuanto que, en muchas ocasiones y a partir de la alianza germano-soviética, las autoridades de ambos países procedían a intercambiarse presos de campos de concentración, como a ella le sucedió. De este modo, Margarete fue, simultáneamente como otros muchos, Zek y Kazettler, es decir, habitante del gulag nazi y conocedora, al mismo tiempo, del horror de los campos de concentración bolcheviques.

C O NCLUSIO NES

Cuando vemos el grado de sadismo y de brutalidad con que el Estado socialfascista promovía atropellos contra la ciudadanía, no podemos por menos que sentir una enorme incomprensión, cuando no, náusea hacia los poemas y escritos que en tono de glosa se componían para ensalzar las bon­ dades de Stalin y Hitler. Bondades que, amén de ser inexistentes, maquilla­ ban la política de extravío que ambos caudillos llevaban a cabo: Stalin, Capitán, / a quien Changó proteja y a quien resguarde Ochún. / A tu lado, cantando, los hombres libres van: / el chino, que respira con pulmón de volcán, / el negro, de ojos blancos y barbas de betún, / el blanco, de ojos verdes y barbas de azafrán. / Stalin, Capitán (Nicolás Guillen, 1902-1989), «Canción a Stalin»). Sí, Hitler es bueno. Observadle entre los niños, observadle inclinado sobre la tumba de aquellos a quienes ama; es inmensamente bueno, lo repito: bueno, (Alphonse de Chateaubriand, 1877-1951, «Cómo veo al Führer Adolf Hitler»).

Desgraciadamente no fue la izquierda comprometida, esa izquierda cre­ yente y entusiasta de la bandera marxista, la que dio la voz de alarma ante los desmanes asesinos de esos social fascistas de Hitler y Stalin. No, y más cuan­ do el gusto por la dictadura formaba parte del colchón ideológico de esa izquierda comprometida. Por tanto y como nos recuerda de manera muy acertada el profesor Bernard Bruneteau, la palabra «totalitarismo» no se forjó en el ámbito de las protestas ni provino tampoco de las denuncias de grupos de izquierda, sino que nació dentro de un contexto político muy determina­ do: «el de la lucha de los liberales y demócratas-cristianos italianos contra ciertas prácticas electorales fascistas de 1923-1924».

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Sabido eso, la línea divisoria entre fascismo y bolchevismo jamás existió. Y por el hecho de que jamás hubo tal frontera, los regímenes de Lenin y Mussolini, de Hitler y de Stalin eran una misma cosa: totalitarismo en esta­ do puro. Podían entender el socialismo de form a distinta e, incluso, tener metas muy distintas, pero todos estos líderes eran, en su radicalidad, declara­ dos socialistas. ¿Por este motivo, Drieu la Rochelle escribía entre 1944 y 1945, antes de suicidarse, su Récit secret en donde, además de reafirmar su fe en el credo socialista, decía: «para mí, el fascismo era el socialismo, la única oportunidad del socialismo reformista»? Sea como sea, el socialista español Julián Besteiro recordaba en 1933 ante el auditorio congregado en el Teatro María Guerrero del M adrid que «los peligros mayores que corremos no son los que se deben a la virtualidad de nuestros enemigos, sino a los errores que nosotros podemos cometer». Y añadía Besteiro: «está demostrado que las masas pagan m uy caro los errores que pueden cometer, arrastradas por sus líderes, o que los líderes puedan cometer empujados por las propias masas».24

24 «.Pour moi, le fascisme, cétait le socialisme, la seule chance du socialisme réformiste». El Récit secret (Relato secreto) fue editado a título póstumo en 1951 por su hijo Juan. Julián Besteiro (27-III-1933), Conferencia en el Teatro María Guerrero de Madrid con oca­ sión de la conmemoración del cincuenta aniversario de la muerte de Karl Marx. La conferencia se publicó en El Socialista, 29-111-1933.

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Todas las combinaciones de poder de la sociedad vieja saltarán en el aire, porque todas ellas están apoyadas sobre la mentira. Habrá guerras de una crueldad y de un valor desconocido en la tierra. Y únicamente después de mí empezará en el mundo la gran política. F RIEDRICH N IETZSCHE , Ecce homo (1888) Aún ayer era habitual que se clasificase al nacionalismo como de derechas. Se olvida que se ha constituido como tal con la Revolución francesa, y mediante ella: El jacobinismo de Moscú nos lo recuerda oportunamente. [...] El hombre moderno posee su patria en mayor medida que posee sus bienes; se entusiasma, lucha y muere por la mentira, que se ha convertido en el móvil oculto de las guerras modernas. EMMANUEL M OUNIER , Manifiesto al servicio del personalismo (1936) A pesar de los postulados intemacionalistas del comunismo, se diría que el supuesto nacional no fue roto por los revolucionarios bolcheviques de 1917, que aun hablando de internacionalismo en sus consignas no llegaron a atacar los supuestos de la nación, que dejaron intactos. M ARÍA Z AMBRANO, Carta al doctor Marañón (1936) Por todas partes, incendios, una sucesión de fuego continuo, todas las granjas ardían. Un poco más tarde él se enteró de que tres jóvenes, hijos de granjeros, ajenos a todo combate y que no tenían otra culpa que su juventud, habían sido abatidos. [...] Eso era la guerra: la vida para unos, para los otros la crueldad del ase­ sinato. M AURICE BLANCHOT, El instante de mi muerte (1973)

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UTOPÍA CARNAL

Decía Zola en 1898 que «es un crimen explotar el patriotismo para obras de odio, y un crimen, en fin, hacer del sable el dios moderno». Tenía razón, pues, sólo unos años después harían acto de presencia los movimientos totali­ tarios. Y la brutalidad con que irrumpieron en la vida de mujeres y hombres fue lo suficientemente vigorosa e intensa como para provocar la muerte a dece­ nas y decenas de millones de personas

y

arruinar la existencia de otros tantos

millones más. Pero ¿de dónde arranca el germen de los totalitarismos, o de dónde nace el culto al dios del sable? Creemos que de la propia Modernidad, pues de ella nacieron la intolerancia, el fanatismo, la intransigencia en sum a.1 Recordemos que es dentro de los cauces de la M odernidad donde surge un movimiento ciudadano ilustrado y liberal que, descontento con la actua­ ción despótica y autoritaria de sus reyes, emplea la táctica de «acoso y derri­ bo» contra el régimen absolutista mientras, a la vez, ese mismo movimiento político codiciaba, incluso a golpe de golpes de Estado, un reglamento polí­ tico de inspiración democrática. Ahora bien, salvo en Inglaterra, los movi­ mientos ciudadanos no lograron una existencia pacífica y el objetivo a conseguir, la democracia, sólo adquirió en el continente europeo una estam­ pa caricaturesca, como la que puso en marcha el sector jacobino durante la Revolución francesa al proceder a la persecución y cacería de disidentes. Entretanto y en respuesta al afán de protagonismo que por la meseta demo­ crática iban adquiriendo grupos de civiles (que no de aristócratas), surgía la con­ tra reacción. Enfurecidos con el curso de los acontecimientos, los anti-ilustrados hacen gala de un enorme inmovilismo y demandan, en contra del Tercer Estado, paralizar el reloj del progreso. Es más, mientras reclaman la vigencia intemporal de los valores de la tradición, se les ve apadrinar proyectos políticos tan román­ ticos como imposibles. Proyectos de sello antimoderno en los que, decían, lle­ garía la hora de titanes y colosos, destinados ellos por propia legitimidad a desempeñar ante multitudes un papel relevante en el dédalo de la Historia. En honor a la verdad, el ideario libertario de la M odernidad no fue sólo desechado por grupos y colectivos ínvolucionistas. También fue criticado, y de qué modo, por amplias facciones izquierdistas del Cuarto Estado que, desde el sector de los obreros con formación académica, hasta el colectivo de los traba1

Emile Zola, J ’accuse, en el periódico ¡.'Aurore, 13-1-1898.

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jadores no cualificados, vivían sin prerrogativas civiles y en una situación de práctica indefensión política. Desde luego, resulta curioso anotar cómo libera­ les y demócratas (que en otros tiempos tanto habían batallado, incluso hasta el tiranicidio, por ser reconocidos como sujetos de derecho) fuesen los que ahora ponían trabas y obstáculos al ingreso, en la arena política, de masas incultas y pobres. De esta manera tan capitidisminuida de entender la libertad arranca­ ría buena parte de las disputas políticas que se dieron en el siglo xix. Pero lo peor de todo es que la democracia, plagada de anomalías y excepciones, arri­ baba al continente europeo demasiado tarde y a deshora. Y, lo que es peor, con el lastre de la injusticia, del desprestigio a sus espaldas. A esto ha de sumarse el modo rebeldemente violento de comportarse grupos radicales de nihilistas y terroristas, cuyo programa de acción no sólo se basaba en la denuncia de abu­ sos sociales, enormes, sino en la necesidad de aniquilar el Estado Moderno para construir, a partir de sus cenizas, un m undo nuevo, próspero y utópica­ mente mejor. Y no sólo eso. Mientras se expandía como la pólvora el arqueti­ po mítico de destruir para construir, en el vientre de la Modernidad lentamente y en silencio se había ido gestando la simiente de la subversión, del sabotaje, del terrorismo en suma. De hecho, marxismo y anarquismo ambi­ cionaban, de consuno, el plan de hacer extinguir el Estado burgués a través de la puesta en práctica de la insurrección guerracivilista del proletario. Y con la idea golpista de derribar cada una de las instituciones del Estado, el antiguo grito A ux armes! de La Marsellesa volvió a animar los nervios del discurso de la izquierda más extremista, y no sólo de fines del xix, también de las primeras décadas del xx. En este ambiente creció la generación de la revancha. En una caída al vacío, a la radicalidad más intolerante, el desenlace de la Primera Guerra Mundial no ayudaría a las izquierdas lo más mínimo. Antes al contrario, la falta de sensatez de socialistas y anarquistas quedaba medida en el nivel de intransigencia ideológica que exhibían incluso en el interior de las trincheras de guerra. Y mientras las democracias continentales venían inmisericordemente siendo golpeadas por grupos tanto de extrema derecha como de extrema izquierda, los gobiernos democráticos europeos padecían en carne propia un irreparable proceso de declive. Si echamos un vistazo al desconocido movimiento irlandés denominado Fianna Fail (Guerreros del Destino), resulta que este movimiento nacionalista era al mismo tiempo un movimiento fascista. Y no tanto por el hecho de integrar en sus filas a vio­ lentos y ex terroristas, sino, sobre todo, por la capacidad de promover con

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éxito concentraciones masivas en las que la gente, a la luz de las antorchas, gritaba y vitoreaba el nombre de su líder, el irlandés, hijo de padre español, Eamon De Valera, por cierto, alma mater del título Taioseach (Caudillo). Ni que decir tiene que, cuando estalló la Revolución rusa (1917), la guerra civil española (1936) o la Segunda Guerra Mundial (1939), Europa ya vivía inmersa en una profunda crisis de valores, crisis que proporcionó un caldo de cultivo muy próspero para la intolerancia. A ello contribuyó la imprudencia de orillar esa costumbre magnífica que enunció el barón de Montesquieu, cos­ tumbre que no era otra que cuartear el poder del Estado en parcelas autónomas e independientes para impedir que florecieran déspotas y tiranos. Pues bien, esta estrategia, que es por otra parte y sin duda la base de toda sociedad que se pre­ cie de avanzada y democrática, fue desestimada en la Europa continental de las primeras décadas del siglo xx. Y no sólo eso. En el vacío de la sinrazón, el fana­ tismo fue tan denso que en ningún momento nuestros antepasados dieron muestras de querer respetar los límites de la libertad ajena. Y de la vida. Así que, aunque cabecillas y líderes hablasen en nombre del pueblo e incidiesen una y otra vez en la idea de salvar al pueblo y propagaran a los cua­ tro vientos la utopía de conducir a la nación a un luminoso y más promete­ dor futuro, la derecha más intolerante y reaccionaria y también la izquierda más revolucionaria y fascista jamás admitieron que personas o asociaciones actuasen y pensasen de modo distinto a como predicaban los apóstoles de esos movimientos ultra radicales. En condiciones límites como las que vivie­ ron hombres y mujeres a raíz del fatídico 1936 y aciago 1939, sólo podían prosperar el sectarismo y la violencia que nacía de la violencia ideológica. De este modo, frente a la vieja utopía liberal, pensada para controlar el Poder, apareció otra más floreciente, la Utopía carnal, que, en plena Edad Contemporánea, conduciría al culto a la personalidad de Führers, Duces y Poglavniks condicionando la llegada de reyes sin corona.

M ATANDO

A

M ONTESQUIEU

La institución del Estado ha llegado a presentar a lo largo de su historia formas y configuraciones distintas. El Estado monárquico de modales autó­ cratas (Estado absolutista). El Estado consagrado a través del ideal de la liber­ tad a la búsqueda y realización de los bienes del individuo (Estado burgués).

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El Estado hiper centralizado, dirigido a la consecución de los intereses prole­ tarios de clase (Estado socialista). Y finalmente el Estado eugenésico que se orientó hacia la implantación de los principios de la raza, la sangre y el lina­ je (Estado fascista). Curiosamente en cada una de estas configuraciones de Estado, salvo en el Estado democrático contemporáneo y en el Estado utópico que Proudhon plasmó en sueños y teorías, la muchedumbre, la masa, el pueblo... o bien carece de representación política y entonces no llega a ser calificado de suje­ to portador de derecho (como sucede en el Estado absolutista y asimismo en el Estado fascista), o apenas posee valor como referente legítimo en la toma de decisiones políticas (como ocurría en la primera etapa del Estado liberal y en todos los Estados contemporáneos totalitarios de inspiración marxista). Dicho esto, una de las razones por las que Stalin y Hitler, dos fieros monarcas despóticos, pudieron tratar al pueblo como si fuera una masa de descerebrados fue por el hecho de que la sociedad civil había dejado, bajo sus manos, de existir. Y como ésta no tenía capacidad alguna para ponerles freno, no había contrapoder que impidiese limitar los abusos que cometían. Y al acumular todos, absolutamente todos los resortes del poder, «yo quisiera que me dijesen qué género de poder civil es aquel en que un hombre solo, que ejerce el mando sobre una m ultitud, goza de la libertad de ser juez en su pro­ pia causa y en qué aventaja ese poder civil al estado de Naturaleza, pudiendo como puede ese hombre hacer a sus súbditos lo que más acomode a su capri­ cho sin la menor oposición o control de aquellos que ejecutan ese capricho suyo». Además, como cada uno de estos gobernantes «reúne en sí mismo el poder legislativo y el poder ejecutivo sin participación de nadie, no existe juez ni manera de apelar a nadie capaz de decidir con justicia e imparcialidad y con autoridad para sentenciar, o que pueda remediar o compensar cualquier atropello o daño que ese príncipe haya causado por sí mismo o por orden suya».2 Estas palabras, escritas por el filósofo inglés John Locke en 1690, pue­ den, pese al tiempo transcurrido, aplicarse perfectamente a las figuras de Stalin y de Hitler, y más cuando estos dos déspotas se dedicaron denodada­ mente a matar a Montesquieu. Pero, ¿por qué decimos tal cosa? Porque el abogado y aristócrata francés Charles-Louis de Secondat, barón de la Brede 2

John Locke (1690), Tratado sobre el gobierno civil, o. cit., #14, #91.

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y de M ontesquieu (1689-1755), fue quien mejor y con más profundidad habló de los límites de los gobiernos. Y también de las formas de reducir la autoridad con el fin de impedir la aparición de actos despóticos, coactivos y tiránicos. M ontesquieu, que tomaba como modelo político la Inglaterra de su tiempo, pensaba que es a través de las leyes como cada pueblo manifiesta el nivel de libertad logrado. El ideal, así lo indica M ontesquieu en su obra Del espíritu de las leyes (1735), gravita en obtener el mayor grado de libertad, pero este ideal libertario viene mediatizado por las circunstancias naturales e históricas que rodean a cada Estado. Analizando la constitución inglesa, M ontesquieu abogó por la separa­ ción de poderes en: legislativo, ejecutivo y judicial. El origen de tal fragmen­ tación arrancaba de la convicción y necesidad de levantar dentro del Estado una frontera institucional capaz de otorgar a los miembros de la sociedad unos niveles necesarios de libertad junto a unas claras garantías de indepen­ dencia política. Y si M ontesquieu creía que la libertad hum ana quiebra y desaparece en el m omento en que todos los poderes se unifican en manos de un solo individuo, para Stalin y Hitler la vida política debía gravitar en torno a ellos, es decir, en torno a las decisiones de quien dirige dictatorialmente la cosa pública. Siguiendo el espíritu de Montesquieu, en el artículo que La Enciclopedia de Diderot y D ’Alembert (1751 -1757) dedicó al «Poder legislativo, ejecutivo y judicial», su autor, el Caballero de Jacourt, expuso que «la libertad debe exten­ derse a todos los particulares puesto que disfrutan por igual de la misma natu­ raleza. Si se limitara a ciertas personas, más valdría que no existiera en absoluto, puesto que proporciona una triste comparación». ¿Qué significa esto? Pues que era imposible imaginar una vida sin libertad ni derechos civiles. La libertad política era, por tanto, más que un empeño. Constituía una meta, un objetivo de gran trascendencia. Tan de gran trascendencia que el revolucionario francés de extrema izquierda Saint-Just empuñaba ideales libertarios y proclamaba en 1792: «démonos leyes, no esperemos más. ¿Qué nos importa el juicio del mundo. No buscamos la sabiduría lejos de nosotros. ¿De qué nos servirían todos los preceptos del m undo después de haber perdido la libertad?». Consiguientemente, tomado el proyecto de M ontesquieu como pauta y modelo, la conclusión era obvia: el derecho a la libertad constituía la meta a conquistar, la libertad era el objetivo esencial a conseguir. Sin embargo, en el proyecto de Hitler y Stalin la conclusión era otra, y muy distinta: las perso-

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ñas debían carecer de libertad, gobernadas como estaban por sus líderes, y las penas por las que se les impide hacer todo cuanto desean «no son hierros de una servidumbre difícil de soportar, sino, como dijo hace mucho tiempo Hobbes, barreras muy justas puestas ante su voluntad».3 Con la filosofía del autoritarismo, de las manos de Stalin y Hitler brotó un Estado despótico cuya nota distintiva iba a residir en la máxima concen­ tración de poderes, controlados por un único individuo. «El Estado soy yo», dijo con contundencia el rey francés Luis XIV, o eso cuentan, un 13 de abril de 1665, aunque lo podía haber dicho cualquiera de estos dos tiranos. Lo cual viene a indicar en qué situación de excepcionalidad jurídica vivían Hitler y Stalin. Situación de excepcionalidad que hace muchos siglos describió a la perfección Shakespeare en su obra titulada El rey Juan cuando en el acto quinto El delfín declama «Soy de estirpe demasiado elevada para convertir­ me en un esclavo, en un subalterno sometido a tutela». Así que, más allá de cualquier metáfora, estos reyes del socialismo admi­ nistraban los destinos del Estado fuera de cualquier control y fuera de cual­ quier vigilancia. Por este motivo, ellos pudieron, tras aniquilar la filosofía de Montesquieu, gobernar por encima de todos y de todo. Estar situados más allá de todo y de todos. Y convertirse, en la profecía de Gracchus Babeuf, en una «nueva tiranía», en una «aristocracia asesina».

EL

DESCENSO A LOS INFIERNOS DE

D ANTE

La agonía y muerte de la tradición democrático-liberal, su canto de cisne, darían como resultado, en el siglo xx, a dos esperpentos terribles: la dictadu­ ra de derechas y la dictadura de izquierdas, entre cuyas aguas emergían líderes carismáticos que, ubicados en una falsa interpretación de la necesidad, se eri­ gían en mesías de la patria, en salvadores de la comunidad nacional. En toda esta amarga historia que como seres humanos debe avergonzarnos los múscu­ los de la ley serían de hierro, o sea, implacables y despiadados. Desde la xenofobia y gracias a la abstrusa noción romántica del Espíritu del Pueblo o Volkgeist, sus líderes dedicaron buena parte de su trabajo políti­ co a encumbrar a las masas. Y tras agasajarlas con alabanzas y lisonjas nacio’ Loiiis Ancoinc Léon de Sainc-Jusr, Discurso sobre las subsistencias, 29-X1-I792. Thornas Hobbes (1642), El ciudadano, Madrid, Tecnos, 1999, cap. IX 9.

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nalistas, procedieron a sujetar a las muchedumbres, a reprimirlas al tiempo que desmantelaban las instituciones del Estado liberal, una a una y por el camino del terror. De este modo, por la vía de la violencia, Stalin y Hitler procedieron a instituir el asesinato como arma dentro de los muros del Estado y, puesto que lo que querían era instaurar su idea familista de Nación, todas aquellas personas que no se acoplasen taxonómicamente al buen ario, o al buen comunista debían morir sin piedad, sin conmiseración. Y por ser unos malos patriotas, también debía perecer su descendencia, su ascendencia, sus familiares colaterales... Y es que ser enemigo del pueblo no era cualquier cosa, toda vez que de tamaña anomalía antinacionalista se hacía partícipe a la totalidad de la unidad familiar, sin excepciones de sexo ni de edad. Stalin y Hitler sujetaban de tal modo las bridas del poder, que su crite­ rio político, es cierto, parecía estar cerca del ideario de las monarquías abso­ lutistas. Desde sus primeros pasos en el mundo de la política, en la mente de estos dos gobernantes había quedado excluida, y para siempre, la idea de Montesquieu de división del poder. Por eso, Hitler mostraba semejanzas notables con el despotismo del monarca Federico II de Prusia (1712-1786) para quien, en su opinión, «el soberano debe pensar, ver, actuar por toda la comunidad», mientras que Stalin exhibía afinidades con la política de mano dura de la zarina Catalina II (1762-1796), la cual, por medio de argumen­ tos poco democráticos, había basado su proyecto de nación aduciendo cesaristamente: «todo por la patria pero sin el pueblo». Sin embargo, pese a su política de mano dura, ni Federico II ni Catalina II hicieron de la sociedad un cementerio político, del mismo modo que en su proyecto de Estado jamás figuró, a diferencia de Stalin y de Hitler, recrear los infiernos de Dante. Más aún. Igual que apenas hay discrepancias en el termómetro político de Hobbes y Rousseau, el socialismo hitleriano y el socialismo estalinista andaban de idéntica manera preocupados por lo público: todo por el Estado, nada fuera de él. Y por el afán de retornar a un modo de vida anticiudadano, el fascismo socialista de uno y otro bando exigía de las personas un grado esclavista de disciplina y obediencia inimaginables. Ese regreso a la práctica del vasallaje explicaría por qué Hitler, tras ser nombrado canciller el 30 de enero de 1933, obtuvo casi dos meses después, el 23 de marzo, la ley de Plenos Poderes, ley que, destinada a «eliminar los males de la Nación y del Reich», no sólo le permitía cambiar ad libitum los

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principios de la Constitución alemana, sino que le autorizaba a quedar libe­ rado de esa carga enojosa que era consultar al Parlamento. Haciendo uso de fórmulas irregulares y antidemocráticas, Der Führer se eximía de la responsa­ bilidad de informar a los miembros de la sala parlamentaria acerca de sus actuaciones, presentes o futuras. Y por la ley de Plenos Poderes Hitler que­ daba capacitado para aprobar leyes fuera de la mismísima cámara de repre­ sentantes, y sólo con el apoyo de su Consejo de Ministros. Es más, por el hecho de que el fascismo supuso la validación de las teo­ rías más reaccionarias del Estado moderno, sus ideólogos demandaban manu militari la vuelta a la no-divergencia. Lo cual explica por qué, mientras en la calle la policía de las SA perseguía cualquier señal de oposición encarcelando y matando a la población alemana disidente, casi simultáneamente se pro­ mulga el decreto de la Protección de la Nación y el Estado cuyo cometido era doble: de un lado, abolir la legislación democrática negando el derecho a la libertad de palabra, de prensa, de reunión... Y, de otro lado, suprimir las bases del Rechtsstaat, o Estado de Derecho. Mediante este decreto que data del 28 de febrero de 1933 quedaron de golpe rotas todas las garantías constitucio­ nales. ¿Con qué objetivo, con qué finalidad? Con el objetivo de llevar a cabo el cierre de esos molestos periódicos de la oposición e impedir, a la vez, el derecho de asociación. Con la finalidad de efectuar registros domiciliarios y proceder a realizar confiscaciones, pinchar teléfonos... e incluso interceptar el correo. Con la intención, en suma, de detener, encarcelar y llevar a campos de concentración a cualquiera que estuviese en el ojo de la sospecha del nacionalsocialismo. En la zona más oriental de Europa, en la Rusia del Estado comunista sucedía otro tanto. La búsqueda por todos los medios de la unidad del Estado trajo consigo la desintegración deliberada de una ciudadanía cada vez más participativa y comprometida en los asuntos del Estado. Y del Estado marxista-leninista creció la obligación de cumplir y acatar, a ciegas, las consignas políticas, fuesen cuales fuesen. Este fascismo de izquierda revolucionaria, es cierto, tenía en apariencia una orientación ideológica­ mente distinta. Sin embargo, actuaba contra las personas con la misma ferocidad que el fascismo del Partido Obrero Nacionalsocialista Alemán. De este modo ocurrió que en la URSS, como en la Alemania de Hitler, no existía estado de derecho, ni visos ni señal de justicia. Sólo existía el esper­ pento de la ley, de la ley, claro está, del más fuerte. La prueba de ello apa-

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rece en la legislación Vyshinski, cuya grandeza moral consistió en rentabilizar al máximo el argumento kafkiano de acusar a alguien por el hecho de estar acusado. Para el que fuera, entre 1933 a 1939, fiscal general de la URSS, Andrei Yanuárievich Vyshinski, resultaba imposible que un magistrado adquiriera certeza a través de la formulación de un enunciado legal. ¿Por qué? Porque los hechos involucrados en un proceso judicial sólo adquirían carácter de mera probabilidad, razonaba Vyshinski. Sin embargo, el espíritu de este relativismo jurídico no radicaba en obstaculizar, en impedir, o en ni siquie­ ra restringir los excesos del poder judicial. Al contrario. Con el fin de man­ tener firmes los tentáculos de la monarquía absoluta de Stalin, Vyshinski justificó la represión política atribuyendo a las personas un delito cometi­ do por otras. Explicaba incluso que era lícito condenar a un individuo ino­ cente porque la mera probabilidad fáctica hacía probable hasta lo improbable, y por tanto verosímil que la persona en cuestión a pesar de no haber tomado parte aparentemente en un delito y no haber llegado a cono­ cer la existencia de ese tal delito fuera, no obstante, culpable del delito que se le imputaba. Con procedimientos judiciales a todas luces inseguros, la acusación se convertía en delito e incluso en prueba demostrativa del delito pese a la falta de evidencias. Y la persona acusada debía, en lucha titánica, defenderse demostrando su inocencia, es decir, justo al revés de lo que sucede en cual­ quier estado de derecho. En el reino estalinista y hitleriano algo habías hecho para estar inculpado. De ahí que la presunción de culpabilidad condicionara el sentido del veredicto. De ahí que el retorno al vasallaje legitimara cualquier exabrupto, cualquier desatino. Esta forma no garantista de actuar la describió, y de qué modo, Giovanni Papini a través de un personaje de ficción, el abogado ultra conservador Malgaz. Para este letrado el sistema judicial «es absurdo y complicado. La herencia del derecho romano nos oprime». ¿Por qué? Porque, argumentaba Malgaz, «procesar a los delincuentes es una extravagancia costosa, pero pro­ cesar a los inocentes es el deber supremo de un Estado consciente de sus deberes. [...] La salvación de la moral y de la sociedad no se obtiene con vanos y costosos procesos contra los culpables, sino con interminables procesos contra los inocentes. La mayor parte de los crímenes los realizan hombres que parecían, una hora antes, inocentes y que así eran considerados por la ley. Los

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pretendidos inocentes son el semillero del cual salen los malhechores más repugnantes»/

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La rusificación de Occidente fue posible gracias al estado de debilidad enorme en que vivían las instituciones democráticas. Éstas, desde la guerra franco-prusiana, venían soportando críticas, diatribas, ataques... muy serios desde distintos frentes. Y desde distintas trincheras ideológicas. El estallido de la Primera Guerra Mundial no hizo sino favorecer la subida de tono del discurso antidemócrata. Por tanto, esta es nuestra tesis: cuando explosionó la Revolución rusa, ya la democracia europea estaba inmersa en un proceso de decadencia, y la mala prensa que este régimen político provocaba en todo el continente europeo era un secreto a voces. Así que pueden variar los argu­ mentos, pero lo cierto es que, antes del despegue del bolchevismo, las demo­ cracias europeas caminaban sobre el vacío de arenas movedizas. Entre estos pañales, entonces, pudo venir al mundo la Revolución rusa. La prueba del descrédito que rodeaba al régimen democrático aparece en las opiniones que circulaban sobre la democracia. Saint-Simon, al refe­ rirse al sistema democrático, hablaba de fraude electoral. Alexis de Tocqueville advertía de los riesgos y abusos de la democracia popular. Herbert Spencer reconocía la necesidad de luchar contra la institución del Parlamento ante el hecho de que sus miembros se arrogaban poderes omní­ modos. Bakunin hacía hincapié en la dificultad que tenía el electorado a la hora de conocer a sus votantes y distinguir a quiénes eran sus mejores repre­ sentantes políticos. Por otra parte, Lafargue incidía en la ilusión e irrealidad del parlamentarismo, mientras que Barres no hacía sino quejarse de los chanchullos de cierta partitocracia que redunda negativamente en el fun­ cionamiento del parlamentarismo. Luego estaban los que, además de per­ mitirse el lujo de propagar a los cuatro vientos que el foro del Parlamento funcionaba cual sucursal bancaria, afirmaban que la gran masa de electores no entendía lo que se efectuaba dentro del Parlamento. Tal era el caso de Sorel. 4 Giovanni Papini (1931), «Proceso a los inocentes: Ginebra, 2 de octubre», Gog, Círculo de Lectores, 1973, pp. 101-104.

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La democracia, pues, no gozaba de buena salud. Y por debilidad era aco­ sada por grupos reaccionarios, también hostigada por anarquistas y marxistas, y así mismo por ultra liberales y antiguos integrantes de la C om una de París, e incluso por destacados fascistas. Por eso, pensadores aristocráticos como D ’Aurevilly, Renán, Flaubert, Taine, Nietzsche, De Pareto... eran críticos con la democracia igualitaria. Pero no estaban solos. Socialistas como Lasalle, Marx o Engels nunca entendieron los entresijos de la democracia multipartidista, mientras que comuneros como Arthur Arnould, y violentos como Sorel, Trotsky o Stalin no llegaron jamás a apreciar ninguna de las cualidades que otorgaba el sistema democrático. Y si en opinión de Lenin la democracia era un burdel, ex marxistas de prestigio como Berdiaeff, o socialistas conven­ cidos como Nin y Orwell tampoco comprendieron, y en ningún momento, los efectos beneficiosos que otorgaban las instituciones democráticas. Y si Proudhon criticaba la democracia parlamentaria al considerar elevadas las probabilidades de manipulación de los sufragios, Nietzsche hablaba de las hipocresías en que incurrían los líderes políticos, mientras Sorel definió la insti­ tución del Parlamento como junta de accionistas, como el lugar en donde se reú­ nen los políticos para hacer negocios y obtener comisiones. Por otra parte, no lo olvidemos, anarquistas de la talla deTolstói, Bakunin, Nechaiev, Kropótkin... no eran menos desconfiados hacia el Estado democrático burgués que los elitistas ultra conservadores o que los socialmarxistas. Por eso, podían oírse cosas como éstas: «En un Estado democrático, se dirá, el pueblo no elegirá más que a los buenos. ¿Pero cómo reconocerá a los buenos? No tiene la instrucción necesaria para juzgar al bueno y al malo, ni el tiempo preciso para conocer a los hombres que se proponen a su elección». Tal era lo que decía Bakunin durante el curso de su segunda Conferencia a los obreros del valle de Saint-Imier (1871). Tiempo después, y haciéndose eco de la misma desconfianza, Kropótkin en Palabras de un rebelde (1885) afirmaba: «Lástima grande que no haya trenes especiales y gra­ tuitos para que los electores pudieran ir a presenciar algunas sesiones del Congreso; el asco les subiría pronto a la boca». Estas eran, pues, las opiniones que poblaban el solar de la extrema izquierda, aunque casi de manera idéntica ocurría otro tanto en el solar de la patrio-fascistas cuando Sardá y Salvany, Prat de la Riba, Arana, Pompeyo Gener, Gentile, Malaparte, Schmitt, Heidegger, Maurras, Daudet, Péguy, Calvo Sotelo, Onésimo Redondo, José Antonio Primo de Rivera... ponen su empeño en despreciar a aquellos gobiernos que se edifica­ ban de manera democrática sobre el Congreso y sus delegados políticos.

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Así que el agujero negro de la dictadura (que venía perfilándose con fuer­ za ya desde el último cuarto del siglo xix entre grupos radicales de derecha y de izquierda) parecía la única respuesta a los problemas que aquejaban al viejo continente. Liev Davidovich Bronstein, alias Trotsky, en su obra Terrorismo y comunismo (1920) sentenciaba que habría o dictadura o dicta­ dura. Pero también, fue en ese ambiente de desconfianza hacia las institucio­ nes democráticas como pudieron muchos intelectuales hacer apología del autoritarismo: ahí está, recordémoslo, la obra El fascismo (1925) del nazi M annhardt, también el texto elocuentemente titulado Técnica del golpe de Estado (1931) del fascista Malaparte y, cómo no, La inminente lucha por el poder (1932) del aristócrata marxista y sociaífascista Strachey.

A DM IRACIÓN

HACIA LAS TIRANÍAS

Pérez Farrás pasa por ser el fundador, antes de 1923, del primer grupo fascista en España. Pues bien, este ultra exaltado españolista pasaría a con­ vertirse en un furibundo catalanista llegando a ser el hombre de confianza de Maciá. Pues bien, derivas semejantes a las de Pérez Farrás las encontraremos tiempo después en Malapate y en Sartre. El italiano Kurt M alaparte visita­ ba en 1956 China. Y tras anotar en M ao Zedong su falta de sectarismo y de fanatismo, este ex fascista, imbuido por una fe en el comunismo, que ya no en el fascismo italiano, percibía en este gran líder chino «su sentido profun­ do de equilibrio y humanidad». Nada lejos de las antípodas ideológicas de M alaparte se movía el filósofo, e ideólogo fetiche dentro de la izquierda euro­ pea, Jean-Paul Sartre, el cual, justo cuando curiosamente empezaban algu­ nos intelectuales europeos a abandonar el buque nacionalista de la extrema izquierda, resolvió tomar corporeidad política y apoyar públicamente al, en su opinión, agraviado Partido Com unista. Y mientras salían a la luz testi­ monios y docum entos del genocidio estalinista, Sartre se puso a nadar, como Malaparte, a contracorriente y a hacer, como Pérez Farrás, cantos patrióti­ cos. Ahí está su nefasta participación en el Congreso de Viena que organizó el M ovimiento Com unista por la Paz M undial (1952), en donde Sartre om i­ tió hablar de algo tan desagradable como los campos de concentración rusos sin hacer tampoco comentarios sobre las campañas antisemitas de Stalin. Dos años después, Sartre, tras visitar Rusia, m antendría la misma línea polí-

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tica y replicaba ante la opinión pública que en la URSS había «libertad total de crítica». Conocidos estos hechos, tenemos que decir, aunque ello a alguien pueda parecerle un contrasentido, que no es extraño que Sartre se dedicara en sus periplos por el continente africano a apoyar con fe y simpatía los regímenes dictatoriales de turno, que no es extraño ver a un viejo fascista como Malaparte haciendo elogios del dictador comunista Mao Zedong, como tam ­ poco que un franquista de los pies a la cabeza como Haro Tecglen que apo­ yaba con escritos apologéticos a Franco acabara defendiendo el comunismo estalinista. Y por lo mismo, no es insólito que Francesc Maciá, uno de los fundadores del partido de Esquerra Republicana de Cataluña, estudiara el proyecto de edificar una República catalana pero en el marco de la durísima dictadura cubana de Gerardo Machado, como tampoco es insólito que líde­ res de esa coalición política, al inicio de la guerra civil española, buscaran asilo en la Francia nazi de Vichy, en el México del partido único..., mientras otros se exiliaban a la Italia fascista para, luego, encontrar acomodo en la dic­ tatorial Marruecos. Tal fue el caso de Josep Dencás i Puigdollers. Pero además, si Esquerra Republicana de Cataluña no mostró nunca y en ningún m om ento oposición contra el Régimen del general Franco, en España cuando el franquismo se modernizaba y abría al exterior, cuando abandonaba sus modales de puño, empezó a dar señales de vida curiosamen­ te el grupo ETA. Y es que el sueño de esta organización terrorista residía en pasar de la dictadura franquista a una dictadura marxista-leninista; por eso, durante la etapa más feroz de la tiranía de Franco ETA no dio nunca y en ningún m om ento signo alguno de lucha: su admiración por los sistemas dic­ tatoriales implicaba pasividad, inacción... Y si nos fijamos en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), vemos que este partido siempre favoreció la dictadura del general Primo de Rivera. De hecho, Margarita Nelken, Largo Caballero, Indalecio Prieto... fueron socialistas de pro que colaboraron, y de qué modo, con la dictadura de Primo de Rivera. Largo Caballero, por poner un ejemplo, formó parte del Consejo de Estado en el gobierno del dictador Primo de Rivera, mientras que los sindicatos socialistas admitían el dinero del dictador Primo para la construcción de chalés. Y puesto que esto ocurría en el periodo anterior a la guerra civil española, durante el desenlace de la misma, el PSOE se dedicaría a apoyar la acción estalinista de los bolches y, tiempo después, no llegaría escandalosamente a exhibir resistencia alguna

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durante la larguísimo dictadura del general Franco. Es más, a excepción de los pocos que o buscaron asilo en el exilio o asumieron participar en la gue­ rra de guerrillas contra el franquismo, la verdad es que la práctica mayoría de los miembros del PSOE vivió bajo el techo de Franco sin oposición, asunto que reconoció el socialista Tierno Galván cuando afirmó que «el PSOE se dejó llevar por el viento de los acontecimientos». Y sólo una vez muerto el dictador, esta coalición regresaría de las sombras a la escena política acogien­ do curiosamente en su seno, y tras su resurrección, a no pocos falangistas y franquistas, tal fue el caso de Pilar Jaraíz Franco, sobrina de Franco, que acabó militando en las filas del PSOE. Pues bien, ante estos u otros comportamientos, la cuestión es: ¿de qué entrañas surge la admiración hacia las tiranías? La respuesta, sin quererlo, nos la proporciona el tándem Schmitt-Nin o, lo que es igual, la respuesta aparece contestada en la más que afinidad entre nazifascismo y socialfascismo, pues como dijo Saint-Just en una ocasión, este tipo de conductas hace «parecer a los partidarios secretos de la tiranía como los mejores amigos de la libertad».5

N AZIFASCISMO

Y SOCIALFASCISMO

Para entender mejor por qué la llegada de la dictadura rusa (1917) no pro­ vocó repugnancia entre esos numerosísimos intelectuales que poblaban los can­ chales de la izquierda y la derecha europea, tenemos que apoyarnos en dos de los más firmes defensores de la dictadura: en el alemán Schmitt y en el español Nin. El punto de partida de Cari Schm itt es absolutamente claro y evidente. Para ese filofascista, el Parlamento es una entidad anticuada y fuera de lugar, o sea, una «institución envejecida y ya inconcebible» y más cuando, en sus propias palabras, «puede existir una democracia sin eso que se ha venido en llamar parlamentarismo». Por tanto, la clave del funcionamiento político no reside en el Congreso de los representantes del pueblo elegidos por sufragio universal. La clave del funcionamiento político es bastante más simple ya que, como puede existir un parlamentarismo sin democracia, deduce Cari Schmitt que la democracia ni precisa para sobrevivir del sistema parlamenta­ rio ni éste necesita gobiernos democráticos para funcionar correctamente. s

Léon de Saint-Just, Discours, 31-111-1794: «cette conduite devait faire paraitre les partisans secrets de la tyrannie les meilleurs amis de la liberté».

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Con estos axiomas, está claro que para Schmitt el parlamentarismo no era nunca la manifestación del espíritu de la democracia. Es más, como a su juicio la democracia iba más allá de sus propias instituciones, Schmitt expo­ ne de manera categórica que «la dictadura no es el decisivo opuesto de la democracia, del mismo modo que tampoco la democracia lo es de la dicta­ dura». Con este juego de palabras él quiere defender que fascismo y dem o­ cracia no son en esencia incompatibles, que democracia y dictadura tienen muchas cosas en común, tantas que «bolchevismo y fascismo son, como cual­ quier dictadura, antiliberales, pero no necesariamente antidemocráticos». Eso es lo que piensa. A diferencia de Andreu Nin que se empeñaba en marcar distancias entre bolchevismo y fascismo, a Schmitt sin embargo no le dolía en prendas man­ tener como amigos de viaje, y en un mismo paquete, bolchevismo y fascismo, aunque sí llegó a observar que el fascismo, a diferencia del bolchevismo, «no insiste en ser “democrático”» . Pero, ¿por qué a Cari Schmitt no le importaba reseñar las similitudes entre fascismo y bolchevismo y sí, por el contrario, se empeñó en separar la democracia del ámbito del liberalismo? Por dos m oti­ vos. No sólo con el fin de insertar la democracia en el espacio de la dictadu­ ra, sino también con el propósito de demostrar que las raíces de la dictadura crecían desde las entrañas de la democracia. Enfocada la democracia en términos de dictadura, no había por qué, pensaba Schmitt, desdeñar la hechura política de las dictaduras. O dicho con sus palabras: «si por razones prácticas y técnicas unas cuantas personas son las que deciden en lugar del pueblo, también podrá decidir, en nombre del mismo pueblo, una única persona de confianza». Con tal argumento este pensador alemán estaba justificando, igual que miles y miles de marxistas lo hacían en otra trinchera ideológica, la dictadura del Estado desde el marco de la democracia de masas.6 Le Bon vio a las muchedumbres propensas a caer en la fascinación de los caudillos, Michels concibió el fascismo italiano como democracia oligárqui­ ca capitaneada por un líder carismático. Por otro lado, los marxistas atacaban golpistamente la democracia burguesa en nombre de la dictadura del pueblo. '■Cari Schmitt (1926), «Prefacio sobre la contradicción del parlamentarismo y la democracia», pp. 20-1. Este prefacio pertenece a su obra Situación histórico-intelectual del parlamentarismo de hoy. Cari Schmitt (1923), Situación histórico-intelectual del parlamentarismo de hoy, Madrid, 'Icenos, 19962, I (pp. 40, 38), y II (p. 42).

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Pero Schmitt, mucho más pragmático y sincero, reflotaba la fórmula de democracia cesarista — una única persona de confianza— como vía eficaz de dirigir los destinos universales de una Nación. Comentem os que siete años después de escribir Cari Schm itt su ensayo Situación histórico-intelectual del parlamentarismo de hoy, el marxista español Nin iba a proceder también a cantar, en tono de alabanza y gloria, las mara­ villas de la dictadura. Y es que Andreu Nin, tras salir de Rusia, en 1929, gra­ cias a la ayuda de Trotsky, fundaría y lideraría en España su propio partido político: el PO U M , e intentaría poner en marcha en territorio español el modelo despótico de Estado ruso. A tal fin escribía en 1930 una obra perio­ dística de divulgación, Las dictaduras de nuestro tiempo. En dicho libro Nin, aprovechándose de la crisis institucional que ahoga­ ba a las democracias occidentales, equiparaba la dictadura proletaria rusa al sistema democrático ideal. ¿Y ello por qué? Porque a su juicio la dictadura proletaria era «un sistema de gobierno infinitamente más democrático que la república burguesa más libre». Schm itt había hablado de las afinidades, a su parecer, clarísimas que existían entre dictadura y democracia. Y Nin, como incidía también en el utopismo colectivista, justificaba igual que Schmitt la búsqueda de una sociedad verdaderamente libertaria dentro de los campos de la dictadura. Por este motivo, expresaba Nin, «la dictadura proletaria es el resultado del triunfo de la revolución de la clase obrera». Aunque Schmitt era un filonazi y Nin un filomarxista; aunque uno era antirrevolucionario y el otro un declarado antifascista; ambos sin embargo eran idénticamente defensores de los valores de la antidemocracia, y ambos estaban a favor de la dictadura del Estado. Por supuesto, tales tendencias, pese a que así se crea, no son ni exclusivas ni connaturales al hecho de ser nazi, y además son propias de la cosecha de todo socialismo no libertario. Así, desde Campanella a Saint-Juste, desde Kant a Weitling, desde Morelly a los sant-simonianos, desde Winstanley a Marx, desde Robespierre a Nin..., la dictadura ha sido un elemento consustancial de las utopías revolucionarias, a la vez que una referen­ cia imprescindible para legislar y controlar la vida de las personas. Hecha esta precisión, la pregunta que nos hacemos es: ¿por qué ponían Schmitt y Nin todo su empeño en defender e implantar gobiernos despóti­ cos? Porque tanto la extrema derecha como la extrema izquierda creía que «dictadura» era sinónimo de «democracia». Y esta confusión no sólo la pade­ cía un ideólogo del nazifascismo como Schmitt. También lo manifestaba, y

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de qué modo, un revolucionario, radical hasta la médula, como Nin. Por otra parte, aunque éste criticara del líder regionalista Cam bó el uso de la palabra «alma» para tipificar la revolución fascista de 1922, un término, el de «alma», según Nin, sin sentido ni contenido; es más, aunque este pro bolchevique de origen catalán subrayara el absurdo que suponía equiparar el fascismo italia­ no al movimiento revolucionario ruso, así lo da entender en repetidas oca­ siones a lo largo de su ensayo Las dictaduras de nuestro tiempo-, no obstante y curiosamente, a este trotskista y antiguo maestro de escuela no le va a impor­ tar emplear el mismo vocablo que tanto denostaba en Cambó ni, menos aún, dejar de decir que «el Partido Com unista es el alma de la revolución y, por una serie de circunstancias históricas, ejerce la hegemonía política».7 Por otro lado, con el estallido de la Revolución francesa la izquierda pro­ cedió a patrimonializar hasta la saciedad la idea de Pueblo, a instrumentalizar en su beneficio político, y en exclusividad, la idea de bienestar y justicia del pueblo. Y como confundía su camino, pudo la extrema izquierda caer en el error de dignificar políticamente el valor de la tiranía incurriendo también en el disparate de equiparar dictadura con democracia gracias, entre otras cosas, a la aportación robespierrista de Karl Marx que, como vimos páginas atrás, había defendido con uñas y dientes la necesidad de instaurar en la sociedad obrera una gran dictadura. Así que, con tales antecedentes, poco valor despertaba la evidencia de que la concentración del poder político siempre entraña, aunque sea por el bien del pueblo, abusos y destrucción. Y menos les importaba a los rapsodas y gurús de extrema izquierda que el recorte de las libertades individuales en aras de un proyecto colectivista engendra a corto plazo súbditos, esclavos, cuando no, víctimas y muertos. Por tanto, tenía toda la razón Cari Schmitt al explicar que «el hecho de que el socialismo hubiera pasado de la utopía a la ciencia no significaba que estuviera dispuesto a prescindir de la dictadura. Es un síntoma significativo que desde la [Primera] Guerra Mundial algunos socialistas radi­ cales y los anarquistas creyeran tener que volver a la utopía, a fin de rescatar para el socialismo el valor necesario para instaurar una dictadura».8 Schm itt observó el elevado componente mitomaníaco que rodea a los fascistas radicales de izquierda. Cabe preguntarse si este ideólogo alemán se 7 Andreu Nin (1930), Las dictaduras de nuestro tiempo, o. cit., IV 2 (p. 154), II 1 (p. 69), III 2 (pp. 106-7), cap. IV 2 (p. 147). *Cari Schmitt (1923), Situación histórico-intelectual del parlamentarismo de boy, o. cit., III (p. 68)

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autoevaluaba con el mismo rasero cuando él proponía que la salida a los pro­ blemas políticos de las sociedades de masas pasaba por implantar una dicta­ dura pura y dura. No lo sabemos, pero en todo casó conocemos lo que Nin creía que era la dictadura de los trabajadores en contraposición a la dictadu­ ra fascista: [...] la dictadura fascista — decía Nin— es un sistema de organización del poder, cuyo fin es afirmar el régimen de explotación capitalista y sofocar el movimiento obrero revolucionario. La dictadura proletaria es un sistema de organización del poder, cuyo fin es la instauración de una sociedad basada en la propiedad colectiva de los medios de producción y aplastar implaca­ blemente toda tentativa de restauración burguesa. En la primera, el proleta­ riado está privado de derechos políticos; en la segunda, lo está la burguesía. La dictadura fascista es la consecuencia inmediata de la derrota del proleta­ riado en su tentativa de derrocar el poder de su enemigo de clase y apode­ rarse de la máquina del Estado para hacerla funcionar en su servicio. La dictadura proletaria es el resultado del triunfo de la revolución de la clase obrera.

En opinión del filósofo de simpatías anarquistas, Robert Nozick, un socialista honrado, un verdadero socialista debería ser aquella persona que, defendiendo que su sistema es el mejor, permite no obstante el uso de la libertad, de la autocrítica, de la competencia. Y el hecho de que, desde Marx hasta Nin, ningún teórico socialista haya deseado la libertad política consti­ tuye, según Nozick, la prueba de la falta de validez de sus teorías. Es más, quienes confunden democracia con dictadura «no sólo no advierten que socialismo y democracia son incompatibles, sino que creen, señalaría el libe­ ral Ludwig von Mises, que sólo el socialismo equivale a la verdadera demo­ cracia. Atrapados en esa confusión, entienden que el sistema soviético es una variedad de gobierno popular».9 ’ Andreu Nin (1930), Las dictaduras de nuestro tiempo, o. cit., II 1 (pp. 68-9). Ludwig von Mises (1938-9), Gobierno omnipotente, o. cit., p. 19. La denuncia de Von Mises sigue vigente. De hecho, hay demasiados intelectuales que continúan equiparando dictadura con democracia, antifascismo con democracia. Un ejemplo reciente aparece en Enrique Moradiellos cuando este historiador, tras citar el número de asesinatos que dejó a sus espaldas la política del bando republicano, tiene la osa­ día de afirmar que el gobierno republicano era democrático e incluso decir que, al acabar el año 1936, la República española estaba «embarcada en su reconstrucción bajo fórmulas democráticas y socialmente reformistas» (Enrique Moradiellos, El reñidero de Europa. Las dimensiones internaciona­ les de la guerra civil española, Barcelona, Península, 2001, p. 77. Videtur pp. 74 y 75). Por supues­ to, el enfoque de Moradiellos no es único. El mismo Stanley G. Payne en su obra La primera democracia española: la segunda república, 1931-1936, Barcelona, Paidós, 1995, ya había definido el

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Sólo un último apunte. A diferencia de la mayoría de los intelectuales de izquierda que estaban atrapados en las redes del socialfascismo — recordemos que para Drieu la Rochellc fascismo era socialismo— , resulta que otros, como Albert Camus, se volvían día a día más cautos, al tiempo que menos entusiastas de la causa socialfascista. Por eso, Camus, aunque ubicado en los surcos de la izquierda radical, logró no obstante ir alejándose de todo tipo de sectarismo y salir del Partido Com unista en 1939. Y pudo condenar sin tibie­ zas ni paliativos a Stalin, y colocar a este político en el mismo nivel que Hitler. Al fin y al cabo, estos cabecillas del socialismo promovían lo mismo: dictaduras, igual que dictaduras era lo que Schmitt y Nin, por el bien kan­ tiano de la sociedad, habían deseado.

¡VIVAN LAS CAENA&

Justificadas las dictaduras como ejemplos ideales de democracia de masas, sólo quedaba decir «¡Vivan las caenasV». Pero con las caenas se va al precipicio de los despropósitos y a la sima de los excesos políticos y, claro está, a ese subm undo canallesco de aniquilar al enemigo político, tras haber­ lo privado de todos sus derechos políticos. Y es que en el espíritu de las legis­ laciones despóticas contemporáneas — los regímenes totalitarios presentan pese a sus diferencias ideológicas un patrón com ún— , siempre quedaba algún resquicio de duda, de temor, de probabilidad de que las personas que viven bajo el techo hermoso de la dictadura no fuesen todo lo deseable­ mente buenos ciudadanos que cabía esperar. Cuando eso sucedía, los sospe­ chosos eran procesados como criminales. Y dado que lo que prevalecía era la necesidad nacionalista de m antener a cualquier costa la armonía, sin quie­ bras, de la dictadura, toda precaución era poca. No había por qué acudir a la defensa y salvaguarda de los individuos cuando estaba en juego la supermodelo de izquierdas de ¡a II República como ejemplo de democracia cuando resulta que gracias a ese modelo de hacer política se persiguió a miles y miles de personas. Desde luego, equiparar izquierda radical con democracia, además de suicida, ni se corresponde con los hechos ni con quie­ nes, como a Besteiro, a Arturo Barca, a John dos Passos, a Orwell les tocó vivir desde el principio la locura dictadurial del gobierno republicano. Y además, si tan democrático y reformista era el gobierno republicano, ¿por qué se exiliaron tantos republicanos dentro del propio bando republi­ cano? Una respuesta, fuera de tos manidos tópicos intelectuales, se encuentra en el libro autobio­ gráfico del exiliado catalán Caries Fontseré, Un exiliado de tercera. En París durante la Segunda Guerra Mundial, Barcelona, Acantilado, 2004.

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vivencia del Estado, fuera éste nazi o proletario. La caza contra disidentes tenía su lógica, era consustancial al proyecto colectivista de Hitler y Stalin. De ahí el celo con el que líderes nazis y comunistas reprimían, y con cuán­ ta brutalidad, a la ciudadanía. De ahí que Stalin y Hitler convirtieran en un bien general lo que para ellos era sólo cuestión de utilidad. Está claro que, con el proceder de estos dos asesinos, volvía a tener razón Pascal (16231662). Volvía a ser verdad aquello que dijo hace siglos: que «no pudiendo fortalecer la justicia, se ha justificado la fuerza a fin de que lo justo y lo fuer­ te fueran juntos». ¡Coincidentemente incivilizados!, en eso se parecían desde el punto de vista nacionalista el socialismo comunista y el socialismo nazi. Y por su inci­ vilización y afanes dictatoriales, en pancartas y eslóganes no estaba nunca aceptar la independencia ideológica del prójimo. En cambio, sí figuraba imponer a los demás consignas colectivistas antidemocráticas a golpes y a tiros, e incluso también figuraba edificar campos de concentración para quien saliera u osara salir de los surcos de la doctrina dom inante y pusiera en duda la legitimidad que nacía de las leyes de la biología aria (Hitler) o de las leyes de la venganza de la historia proletaria (Stalin). Desde luego, con estos y otros procedimientos de vigilancia y persecu­ ción a la ciudadanía se fue implantando por toda Europa una manera no garantista de usar la ley que rompía de facto con la herencia romana del esta­ do de derecho. Y así, entre abusos y atropellos, entre libertinajes y barbarida­ des, trataron ambos líderes socialistas de convencer venciendo al contrincante, pero tras haberlo derribado, e incluso exterminado. En medio de estrategias tan fieras, el mito cainita de la Noche de San Bartolomé mos­ traba su rostro más feroz durante buena parte del Novecientos. Su resplandor fue alimentado en secreto, gracias al irracionalismo nacionalista de la peor laya que procedía no sólo de la clase política, sino también de destacados miembros de la clase intelectual. De este modo, envuelta en una crecida de aguas sucias y turbulentas, Europa, cuna de la luz y la civilización, había engendrado en su seno uno de los monstruos políticos más brutales y caní­ bales de toda su historia, y ahora le tocaba vivir en sus mismas carnes la tra­ gedia antropófaga del totalitarismo, eso sí, tras haber matado, sin posibilidad de dar marcha atrás, toda brizna de espíritu democrático.

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ASESINOS

DE LA VIRTUD .

M ALUM METAPHYSICUM,

MALUM PHYSICUM

Conocidos algunos de los desmanes y atropellos que se cometieron en el Novecientos en nombre del socialismo nazi y del socialismo marxista, pode­ mos decir que los movimientos totalitaristas siempre estuvieron dispuestos a enmudecer y acallar a la mayoría de los miembros de la sociedad. Y, lo que es peor, podemos asegurar que el totalitarismo despertó del pasado la ficción del Estado om nipotente volviendo a dar vida a ese m onstruo que es el Leviatán y que representa la cara más desabrida e inhumana del Estado sin derechos. Yo no soy político. Cuando empezó la guerra era capitán de corbeta. Apenas mantuve contactos con Hitler hasta 1942. Siempre me dio la impre­ sión de ser un hombre razonable y sus demandas parecían provechosas para Alemania. Ahora me doy cuenta de que tenía muy poca consideración por otros pueblos como los judíos o los estados vecinos. Pero jamás tuve la más ligera sospecha de las iniciativas que se tomaban en lo concerniente a los judíos. Hitler decía que todo hombre debía ocuparse de sus asuntos y los míos eran los U-booten y la flota.10

Igual que hizo Karl Dónitz, otros políticos e intelectuales fueron subién­ dose al carro de la insensatez, de la obediencia absoluta, de la locura en fin. Pero, no lo olvidemos, Baruch Spinoza en su Tractatus Theologicus-Politicus, obra que data de 1670, ya había exigido la liberación del ser hum ano de las cadenas de la superstición y de la coacción política. Pues bien, ninguno de estos objetivos quedaron plasmados en la arena política durante los siglos posteriores. Al contrario, en la primera mitad del Novecientos se ahondó en las simas de la nigromancia política (falsas razas, falsos líderes). Y no sólo eso. D urante las primeras décadas del Novecientos, acometido el derrum be de las instituciones liberales cuyo propósito, muy noble por cierto, no era otro que proteger al individuo (y sus intereses) de los tentáculos del Estado, se pusie­ ron en marcha los cimientos del Estado mesiánico. (La historia lo justifica­ rá, decía Largo Caballero; la historia me absolverá, repetirá tiempo después Fidel Castro.) Y mientras sucedía esto y la vida política se alejaba del Rubicón de la civilización, intelectuales y políticos totalitarios, apegados a una rara obsesión, incidían, sin causarles vergüenza, en la degradación del Entrevista a Karl Dónitz (2-V-I946), en León Goldensohn, Las entrevistas de Nüremberg, Madrid, Taurus, 2004, p. 46.

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sentido de la Justicia, y llevando más lejos el espíritu del maquiavelismo que el propio Maquiavelo subrayaban la importancia de actuar desde el uso nacionalista de la Ley en contra de la ex ciudadanía, y por cuestiones de efi­ cacia política. Si la institución de la m onarquía absoluta fue, en térm inos generales hasta la época de la Ilustración, considerada un régimen político necesario, anacrónicam ente el Estado del Novecientos volvería a apoyarse en grupos y movim ientos de poder netam ente antidemocráticos retom ando lo peor de los peor de las m onarquías absolutas. Por supuesto, los G obineau y los Cham berlain, los Arana y los Prat de la Riba, los Mussolini y los Hitler, los Lenin y los Franco no fueron los únicos que buscaron dilucidar en las simas de la naturaleza el enigma de las relaciones sociales. No, pues tam ­ bién desde el utopism o de izquierdas se procedió a explorar en el vientre genealógico de la familia los fundam entos últimos de la convivencia polí­ tica. Así, el familismo internacional (que W eitling, Marx, Engels, Bakunin, O tto Bauer... y otros muchos más invocaron desde la bandera nacionalista de la herm andad universal de los trabajadores) fue m inando tenuem ente, y sin posibilidad alguna de m archa atrás, la legitim idad del concepto libe­ ral de ciudadanía y colocando en el horizonte oscuras e inasibles nociones orgánicas. Y es que la expresión «Pueblo de raza» igual que el térm ino «Pueblo de los Trabajadores» no sólo excluía del futuro cualquier proyecto de convivencia pacífica, sino que anulaba del ám bito de la política todo rastro de los derechos hum anos. ¡La m uerte civil era, pues, la antesala de la m uerte física! En esta caída al infierno, todo estaba perdido. Y con el revolucionarismo anti-ilustrado, la crisis quedó apostada en la base misma del Estado, y la noción biológica de etnicidad acabó sustituyendo al concepto legal de ciuda­ danía, al tiempo que la etnocracia suplía el puesto a la odiada democracia. Y si esto sucedía en los Estados fascistas de inspiración racial como la Alemania de Hitler, mucho antes, en la Rusia comunista de Lenin y Stalin, igualmen­ te fascista, se había logrado sustituir con idéntica rudeza la noción de ciuda­ danía por la de trabajador mientras, al mismo tiempo, se daba caza a quienes no cumplían las normas de sanidad política dentro del modelo proletario de clase. En este ambiente nacionalista de desmedida, de caos, de desastre en suma, no extraña que el escritor Giovanni Papini iniciara su novela Gog (1931) tom ando como referencia una cita del Apocalipsis: y «Satán será libe-

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rado de su cárcel y saldrá para reducir a las naciones» (XX, 79). Y menos aún extraña la forma en que Papini hace hablar a Gog cuando éste refiere que se siente extranjero en todas partes, y «la Tierra es un puñado de estiércol rese­ cado y orina verde». En conclusión, y recurrimos a la terminología de Leibniz, sucedió que con el irracionalismo antidemocrático creció la simiente del mal, del malum metaphysicum, hecho que iría seguido de otra plaga aún más devastadora si cabe, el malum physicum, cuyo desenlace racista es de sobra conocido por las crónicas que ahogaron en sangre al continente europeo durante una buena parte del siglo xx. Así que, con muestras de fatiga y de locura antidemocrá­ tica, la civilización occidental llegaba, exhausta, a su fin. Circunstancia que coincidió con el avance de fieros monarcas omnipotentes. Y sin mecanismos institucionales que permitieran controlar los excesos nacionalistas de sus gobernantes y de sus decisiones, Stalin y Hitler acelerarían la dimensión fas­ cista del Estado que Lenin había excelentemente inaugurado. Y pese a que, por tradición, el socialismo siempre se declaró republicano y antim onárqui­ co, sin embargo los líderes del socialismo pudieron por cuestiones de patrio­ tismo resucitar un régimen unipersonal, vertical y tiránico y hacer regresar el Estado M onárquico de Derecho en el que, según había defendido tiempo atrás Hegel, la voluntad del Estado llega a objetivarse en la persona del monarca.

E NTRE

EL HORROR Y LA OPRESIÓN

Georges Bénézé escribía a Élie Halévy una carta, justo tras impartir éste su conferencia La era de las tiranías (1936). En dicha carta, Bénézé se pre­ guntaba ¿cómo no ver en el estado de cosas que pasan en Rusia el hecho de que va a nacer una nueva clase social, la de los de dirigentes? Y no se equivo­ caba, pues ninguneadas e infamadas las ventajas del sistema democrático libe­ ral — ahí están las palabras del abogado Malgaz— , «las caenas, ¡vivan las caenas!» se convertían para los nuevos reyezuelos del socialismo en la única moneda de m otor social. Y tras ser honradas sus cabezas con el laurel sagra­ do del poder, estos Césares del Pueblo procedieron a ensalzar el concepto de etnicidad y el concepto de trabajo en detrimento del principio de ciudada­ nía, Hitler por mor de alcanzar una hum anidad eugenésicamente pura y per­

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fecta, Stalin en aras de una nación redimida y limpia, sin clases ni gradua­ ciones. De este modo, con la espada de Damocles en sus manos, llevarían a cabo un programa apocalípticamente homicida hasta alcanzar límites insos­ pechados, escandalosos, inimaginables, nunca vistos con anterioridad en nin­ gún cementerio político. El socialfascismo exigía duelos y víctimas. O lo que es igual, el socialfascismo era condenadamente etnofascismo. Por eso, ¡muer­ te a los judíos!, proferían los nazis. Por eso, ¡muerte a los no proletarios!, cla­ maban con no menor ira los comunistas. Ni que decir tiene que el Estado contemporáneo fue más allá de cual­ quier pronóstico optimista de Maquiavelo. Y fue más allá desde el m omento en que sus líderes, como asesinos de la virtud política, pudieron sobre hom ­ bres y mujeres ejercer en calidad de dirigentes absolutos un poder sin corta­ pisas y desechar las normas de aplicación de la justicia objetiva y valerse de los criterios de la ciencia como si fueran el nuevo código de Ham murabi. De hecho, el nacionalismo (de raza: Hitler, de clase: Stalin) tenía, en su afán por autorrealizarse, una vocación genocida. E igual que en la actualidad, en Africa, las masacres contra la población civil se alimentan del racismo de negros contra negros, años atrás Hitler y Stalin alimentaron hasta la paranoia el racismo de blancos contra blancos. Uno, Hitler, poniendo en marcha su proyecto asesino de Estado mediante la sapiencia de la biología. El otro, Stalin, haciendo lo mismo pero a través de los resultados proféticos que rega­ laba la ciencia socialista por la vía del método del materialismo histórico. Y desde luego, en su impudicia, a estos líderes capos del Governo e duces del Fascismo no les importaban las víctimas, tampoco los muertos, pero sí en cambio m antener a toda costa su idea patriótica de Estado. Por tal motivo se empeñaron al estilo jacobino en maquinizar a los ciudadanos y en convertir­ los en cosas vivientes. Y se empeñaron también en transformar a las personas en animales sin voluntad y en querer que actuasen como autómatas con un mismo e idéntico ideario nacionalista: la raza (Hitler), la clase (Stalin). No hay duda, el tiempo se encargaría de cumplir los términos de la pro­ fecía que acuñó el británico John Edward Emerich (1834-1902) cuando seña­ ló que «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe de forma absoluta».

Q UINTA

PARTE

La prensa, placenta nacionalista

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PERIODISMO Y NACIONALISMO

Luego, están aquellos que no tienen respeto por nada salvo por las palabras con que se nombra a las cosas y por ellas sienten un respeto desmedido. [...Y] como a otros que mantienen abiertos los ojos no se les impide ver lo que se ave­ cina y podrían caer en la tentación de decir y llamar por su nombre lo que ven, les parece que el medio más seguro de preservarse de este peligro consiste en prohibir a los clarividentes decir y llamar por su nombre lo que ven, como si, en orden inverso a la realidad, del no decir se siguiese el no ver, y del no ver el no ser. JOHANN G oiT L IE B FlCHTE,

Sobre Maquiavelo como escritor y pasajes de sus obras (1807) En el sótano del Hotel Gran Vía están sentados en torno a una larga mesa, los corresponsales extranjeros de profesión, los jóvenes salvadores del mundo y los representantes de las delegaciones liberales y de izquierda. JO H N

DOS

PASSOS,

en Malraux et alii, Los que fueron a España (1937) Cuando se percibe la cantidad y la enormidad de falsedades materiales expuestas sin vergüenza, incluso en los libros de los autores más reputados, da miedo leer. Pues se lee como se bebería agua de un pozo dudoso. ¿Que sen­ tido tiene alegar que los autores van de buena fe? [...] Un guardagujas culpable de un descarrilamiento que alegara buena fe no sería precisamente bien visto. S IM ONE W EIL ,

Echar raíces (1909-1943) No tengo remedio: contra los enemigos de mi pueblo mi canción es ofen­ siva y dura como piedra araucana. Esto puede ser una función efímera. Pero la cumplo y recurro a las armas más antiguas de la poesía, al canto y al panfleto usados por clásicos y román­ ticos y destinados a la destrucción del enemigo. Ahora, firmes, ¡que voy a disparar! PABLO N ERUDA ,

Invitación al nixonicidio y alabanza de la Revolución chilena (1973)

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LA

LOS MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD

PROFESIONALIZACIÓN DE LA IZQUIERDA

En los tratados sobre política que hablan sobre el control de las ideas siempre aparece, en primer plano, la figura omnipresente de Joseph Paul Goebbels retratado como arquetipo, perverso y despreciable, de manipula­ ción. Sin embargo y en honor a la verdad hay que decir que fue la izquierda europea la que se embarcó, sobre todo a partir de la Revolución francesa, en un ambicioso proyecto colectivista: en la tarea patriótica de conseguir que todas las personas llegaran a pensar de la misma forma. Ahora bien, para alcanzar la utopía de este despotismo anti-ilustrado los artículos de prensa tuvieron que llevar, no cabía otra opción, un barniz político. Así ocurría en los periódicos Le Patrióte frangais de Brissot, Le Courrier de Versátiles a París de Gorsas, la Gazette de Parts de Durosoy, entre otros. Y si no se puede decir que con la Revolución francesa no se multiplica­ ron por cientos el número de periódicos, menos se puede omitir que los pala­ dines y profetas de la izquierda revolucionaria, por lograr niveles de influencia social y propagar los valores políticos que defendían, emplearon hojas semanales, gacetillas, boletines, pasquines, impresos..., como así ocu­ rrió. Por eso, Collot d’Herbois publicaba el Almanaque du Pére Gerard. Por eso, Maximilien Marie Isidore Robespierre, recordémoslo, fundaba un diario titulado Défenseur de la Constitution. Y si Jean Paul Marat, otro revoluciona­ rio, tenía su periódico L'ami du Peuple, Desmoulins disponía de un influ­ yente órgano editor Le vieux Cordelier. E incluso Gracchus Babeuf que trabajó de periodista con Bonneville y Maréchal llegaría a editar su propio periódico el Journal de la Liberté de Presse y a montar una publicación propia con el nombre de Le Tribun du Peuple, mientras que de su compañero de aventuras políticas, Buonarroti, sabemos que había sido editor y librero en Livorno en donde simpatizó con la Revolución francesa, y también sabemos que publicaría más tarde el periódico Giornalepatriótico di Corsica. En casos más humildes, como fue el de Olimpia de Gouges, esta protofeminista repar­ tía, en lugares públicos, hojas impresas para denunciar entuertos e injusticias. Y si Danton lideró «la guerra de propaganda» en plena Revolución francesa, el 18 de agosto de 1792 aparecía el Bureau de l ’Esprit, una institución que tra­ bajaba, a través de pasquines y comisarios políticos, en adoctrinar y divulgar los lemas revolucionarios entre la población francesa. Por supuesto, con el tiempo uno de los hijos queridos de la Revolución francesa, Napoleón

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Bonaparte, haría lo mismo y, por ello, defendería que «la propaganda es la otra cara de la guerra». Y sabedor de la importancia de la propaganda, se sir­ vió de ella y con éxito. Por eso, Le Moniteur fue el órgano oficial del gobier­ no de Napoleón, que asimismo utilizó el Bulletin de la Grande Armée para difundir los éxitos bélicos del Imperio bonapartista. Q ue desde sus orígenes la actividad de informar siempre ha estado teñi­ da del color político de la ideología lo atestigua el hecho de que buena parte del desarrollo del periodismo ha permanecido, desde finales del xvin, unida a los movimientos de protesta, tanto o más cuanto que, así se recogía en el número siete de Le vieux Cordelier, «la publicité est la sauvegarde du peuple». Y es que la izquierda revolucionaria estuvo afanada en el deber de promover opinión pública, es decir, sujeta al proyecto político de convertir la concien­ cia ciudadana en un tic uniformado gracias a la labor de prensar de la pren­ sa. De ahí que la publicidad fuera, para Desmoulins, la salvaguardia del pueblo. Objetivo que, dos siglos después, va a ser mantenido intacto y con rango de prioridad absoluta dentro de la lucha política. De ahí el capítulo que el revolucionario Andreu Nin dedicó a hablar del periodismo como medio de «fabricación de la opinión pública o de concentración de la produc­ ción espiritual».1 A la vista de tales antecedentes, que los personajes mencionados a lo largo de estas páginas hayan mostrado importantes niveles de connivencia con el mundo del periodismo no tiene nada de extraño. El historiador y político checo E Palack fundó una casa editorial, La Colmena, con la que dar a conocer la cul­ tura checa. George Julián Harney, inspirador dentro del movimiento cartista del grupo Fraternal Democrats, era redactor del Northern Star, mientras que Marx, además de enviar sus artículos sobre España a la prensa norteamericana, solía mantener cordiales relaciones con periodistas, como el ruso Annenkov, el alemán Schweitzer, etc. Y si Engels escribía, como Marx, sus artículos para el diario New York Tribune, años después lo harían también Trotsky y Bujarin cuando sacaban sus columnas de opinión en la revista neoyorkina Novyi M ir (Nuevo Mundo). Por otro lado, sabemos que el liberal Charles Lemonnier publicó un periódico bajo el título de Los Estados Unidos de Europa, que la feminista y escritora Hum bertina Auclert fundaba el periódico La citoyenne, que Johann Most dirigía el periódico anarquista Die Freiheit, que Wilhelm 1 Andreu

Nin (1930), Las dictaduras de nuestro tiempo, o. cit., I 5, p. 56.

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Liebknecht era cditorialista de Vorwdrts, órgano oficial de la socialdemocracia alemana, que Bernstein había editado al lado de Bebel El [diario] Socialdemócrata, que Kautsky dirigía la revista El Nuevo Tiempo, que Sorel se caracterizó por colaborar con distintas publicaciones francesas e italianas, como Cahiers de la Quinzaine o La Critica Soziale. Pero no olvidemos tam po­ co que el socialista francés Gustave Hervé constituía el periódico La guerre sociale, Jaurés era director del periódico L’H umanité, y Lenin aplaudía la urgen­ cia de crear prensa política para fortalecer la educación del proletariado. Es más, dado que durante la segunda mitad del siglo xix el ideario y pro­ grama político de pequeños y no tan pequeños movimientos de izquierda se hacía en los medios escritos (hojas semanales, folletos, gacetillas, revistas, periódicos e incluso libros) que difundían obreros, sindicalistas... a través de colectas y suscripciones, resulta que desde Marx hasta Nin, desde Lafargue hasta Kautsky los líderes de izquierda se valían de la prensa como potentes correas de transmisión de su ideología. Con lo cual, la profesionalización de la izquierda europea corría pareja con el control que los propios líderes, inte­ lectuales y sindicalistas de izquierda hacían de la propaganda que salía de los talleres de imprenta que permanecían bajo su control. No es fortuito, enton­ ces, encontrar en los locales de imprenta a figuras prestigiosas dentro de la izquierda. De hecho, tipógrafos famosos fueron Karl Schapper, uno de los promotores de la Liga de los Justos, o el mismo Pablo Iglesias, fundador del Partido Socialista Obrero Español. Y si Pierre-Joseph Proudhon, uno de los creadores del anarquismo, había sido corrector de pruebas en la imprenta Gauthier, otros, como Herzen, habían conseguido inaugurar una imprenta rusa en Londres en el año 1853, y Bakunin, observando el enorme poder de difusión que tenía la prensa, se embarcó en aventuras similares para, contro­ lando los estudios de linotipia, lograr difundir entre sus correligionarios y con mayor rapidez la filosofía anarquista. En España los miembros del grupo madrileño anarquista que editaba la Emancipación llevaban a cabo su actividad política en el interior de las imprentas. Este grupo, por influencia de Lafargue, fue abandonando el cami­ no del anarquismo para asumir las tesis de Karl Marx. Así con la orientación del marxismo fundaron a finales de 1871 la Asociación General del Arte de Imprimir, a la que por cierto se incorporarían en 1873 García Quejido, Gómez La Torre... Y Pablo Iglesias. Por otra parte, al cobijo de Pablo Iglesias surgiría la figura de Francisco Largo Caballero que si, desde muy niño, había

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trabajado como encuadernador, ya de adulto colaboraría en la fundación de periódicos como El Heraldo de M adrid y El Socialista. La llegada de la Revolución rusa no hizo sino acelerar y pervertir aún más los vínculos de fusión entre la clase intelectual y la clase política. Es más, rotas las fronteras de separación entre información y posicionamiento ideológico, entre periodismo y compromiso político, la prensa libre, justo a los pocos días de producirse la Revolución de Octubre, desaparecía de un plumazo gracias a la mano firme del camarada Lenin. De ese matrimonio contra natura entre política y medios de comunicación daría cuenta el socialista español Fernando de los Ríos, sobrino del célebre Giner de los Ríos, cuando tras su regreso de la URSS explica que los periódicos se fijan en las paredes «de modo que todos los transeúntes puedan leerlos», que la prensa oficial funciona cual inquisición requisando y reprimiendo cualquier tipo de prensa libre, incluso cómo la pro­ paganda está vedada a quienes no son ideológicamente afines, hasta el límite de que los proletarios que no usan correctamente los medios de comunicación oficiales pueden acabar detenidos bajo el argumento de ser contrarrevolucio­ narios. Por supuesto, los testimonios de Fernando de los Ríos se complemen­ tan con el estudio que ha realizado recientemente Stephen Koch sobre la influencia que Stalin desplegó, una vez muerto Lenin, dentro de los medios de comunicación occidentales (prensa, ediciones de libros, congresos, pelícu­ las...).2

PO LITIZA C IÓ N

DE LOS INTELECTUALES

Pero el tic de propagar mensajes dentro de los medios de comunicación, y siempre arando en una dirección política, continuará su singladura duran­ te todo el siglo xx. De hecho, imitando el carácter gregario de La Cooperación Intelectual que había ideado la Sociedad de Naciones e, incluso, el espíritu de los escritores ingleses aglutinados en la Asociación Internacional de los clubs de la Pluma, los intelectuales de izquierda socialmarxista procederían de la misma manera a aglutinarse en torno a la Alianza de Intelectuales Antifascistas, cuyo primer Congreso tuvo lugar en París en 1935. No es 2 Fernando de los Ríos, o. cit., pp. 63, H l> 113, 119. Léase El fin de la inocencia: Willi Münzenbergy la seducción de los intelectuales de Stephen Koch, o. cit., passim. La obra de Stephen Koch es referencia obligada para analizar el grado de presión mediática que ejercía el estalinismo.

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casual, entonces, ver desde el estallido de la Revolución rusa a escritores y artistas que radicalizan sus posiciones políticas y depositan con demasiada facilidad su libertad de pluma en el interior de una trinchera ideológica. No, no es extraño, pues con el apostolado intelectual se iba a producir lo que el poeta británico Stephen Spender refirió como «la politización de los intelec­ tuales», de cuyo maremágnum sobresaldrían, por cierto, tres famosos espa­ dachines mediáticos: Víctor Gollanz, John Strachey y Harold Laski. Y es que este trío alcanzó la fama por su labor de poner en marcha el Club del Libro de Izquierda, una sociedad editorial que llegó a contar con más de 60.000 socios. Y si Walter Darré, además de ideólogo del socialismo nazi, era perio­ dista y el escritor fascista Kurt Malaparte, además de escritor, creaba su pro­ pio periódico, María Zambrano, además de filósofa, aceptaba el cargo de consejera de Propaganda durante la II República. Y no sólo eso. Entre tanta búsqueda de sed y notoriedad mediática nacía en España el Manifiesto de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética (Madrid, 11 de febrero de 1933) del que callamos cualquier comentario porque su contenido ya es, en sí, elo­ cuente: Quince años tiene ya de existencia la República obrera rusa. Durante ellos, con esfuerzos inauditos, se ha venido levantando en aquel inmenso territorio el acontecimiento económico y social más formidable del mundo moderno. Este acontecimiento crea en todos los países un ambiente más o menos difuso, pero manifiesto de curiosidad, de simpatía y de expectación. De él participan todos los hombres atentos a los problemas del presente y a las perspectivas del porve­ nir, los intelectuales y los técnicos, las grandes masas trabajadoras. Todo el mundo ansia saber la verdad de lo que pasa en aquel país en construcción. Sobre esta gran página de la Historia humana se exacerban las pasiones políti­ cas. Hasta hoy, en nuestro país no se había intentado todavía un esfuerzo serio para situarse ante estos hechos con plenas garantías de veracidad. En casi todos los países del mundo (Francia, Inglaterra, Alemania, Estados Unidos, Japón, etc.) funcionan ya Asociaciones de Amigos de la Unión Soviética, cuyo cometido es poner claridad en el tumulto de las opiniones con­ tradictorias, pasionales, y no pocas veces interesadas, sobre la URSS. España no podía seguir manteniéndose aislada de este gran movimiento internacional. Era necesario recoger todo ese ambiente difuso de curiosidad y de simpatía hacia la Unión Soviética, organizado y darle una base de documentación seria y actual; estudiar y exponer a la luz del día, sin ocultar ni desfigurar nada, los éxitos, las dificultades, los problemas de esta magnifica experiencia que supo­ ne para el mundo la construcción de una sociedad nueva. La Asociación de Amigos de la Unión Soviética, situándose por entero al margen de los parti­ dos y por encima de las tendencias y formaciones políticas, aspira a reunir a

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cuantos creen que el mundo no puede colocarse hoy de espaldas a lo que pasa en Rusia. Nuestra Asociación no tendrá más programa ni más bandera que decir y ayudar a conocer la verdad sobre la URSS, combatiendo con las armas de la verdad la mentira, la calumnia y la deformación. Para conseguirlo, la Asociación de Amigos de la Unión Soviética organiza­ rá en toda España conferencias, documentales sobre la URSS, proyecciones de películas de tipo informativo, exposiciones con gráficos, fotografías, etc.; publicará libros y materiales estadísticos; dará a conocer las conquistas y los problemas del socialismo en la Unión Soviética; organizará delegaciones obre­ ras a aquel país; facilitará la organización de viajes de estudios; editará una revista ilustrada de actualidad consagrada a la vida en la URSS; organizará sesiones de radio para recibir las emisiones soviéticas de conciertos y confe­ rencias informativas en español; encauzará el intercambio de correspondencia y de relaciones entre obreros, técnicos e intelectuales de ambos países, etc. ‘

Siguiendo la misma táctica propagandística de recogida de firmas, a mediados de 1936 María Zam brano conseguiría la rúbrica de José Ortega y Gasset, su antiguo profesor, para un documento de apoyo a la República, documento en el que, por cierto, habían firmado personalidades españolas tan destacadas como Machado, Juan Ramón Jiménez, Pérez de Ayala, Marañón... Animada por el éxito intentaría la discípula convencer de nuevo a Ortega para que hablara a favor de la República de España en Radio América, cosa que no logró.

F o c o s , CÁMARAS.

LA

NUEVA GUERRILLA

A todos estos hechos hay que añadir una evidencia más: las plataformas mediáticas de las que, con el mismo ahínco, se sirvieron Stalin y Hitler tuvie­ ron un objetivo idéntico, a saber, defender un único ideario político. Y gra­ cias a esos ventiladores que eran (y son) los medios de comunicación de masas, pudo con éxito ser propagada su concepción antidemocrática de la política. Y si la prensa soviética elogiaba la denuncia como sagrado deber bol­ chevique, el profesor Robert Gellately ha demostrado la fuerte implicación/cooperación de la prensa alemana con los líderes nazis. De este modo, ’ Anótense que quienes firmaron este Manifiesto eran arquitectos, notarios, médicos, ingenie­ ros, escritores, artistas, periodistas, diputados, abogados... De hecho, en este manifiesto no apare­ cen conductores, tampoco modistas, nunca obreros de la construcción, o mujeres trabajadoras. Puede leerse el Manifiesto en: www.nodido.org/hib/drio/19330211.htm

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LOS MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD

gracias al beneplácito de la clase periodística se pudo edificar en el corazón de Europa un Estado tiránico. Y mediante una propaganda adecuada logra­ ría Hitler vender millones y millones de ejemplares de su libro M i lucha (1924), mientras que Stalin llegó a preparar un texto tan autobiográfico como ideológico titulado Cursillo de historia del Partido Comunista de la Unión Soviética (1938) que también tendría enorme acogida entre la pobla­ ción rusa gracias a la prensa, esclava y prisionera del poder político.4 Imitando estos comportamientos, todos y cada uno de los países socia­ listas fueron m ontando a lo largo del siglo xx sus propios Departamentos de Propaganda; e igual que el propio Che lo primero que hizo en su revolución fue crear el periódico El Cubano Libre y m ontar la emisora Radio Rebelde, del mismo modo otras organizaciones pro marxistas, como ETA, han poseído (y usado en su beneficio) oficinas de prensa. Pero además, y lejos de creer que se ha acabado con la instrumentalización política de los medios de comunicación, debemos recordar que el líder de la Revolución en Chiapas (1-1-1994), el subcomandante Marcos, una vez que el ejército mexicano cercó los caminos de entrada a la selva Lacandona, comenzó mediante su ordenador portátil a enviar al m undo comunicados de guerra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Y es que el subcoman­ dante Marcos, como escribe Vidal-Foch, «había sabido entender que la caída de la Unión Soviética hacía inviable la guerrilla clásica, y se había inventado sobre la marcha un modelo nuevo, que se podría llamar “guerrilla mediáti­ ca”, a medio camino entre la agencia de publicidad y la fuerza de choque, que tanto dispara lemas como ráfagas, para eludir el destino de tantos movi­ mientos insurgentes que le precedieron y fracasaron más o menos estrepito­ samente», como el M IR de Venezuela, las FARC de Colombia, el EGP, el FAR y la ORPA de Guatemala, etc.5 El taller de prensa había sido, pues, sustituido por un instrum ento de divulgación y penetración social mucho más poderoso, Internet. Y con una estudiada puesta en escena audiovisual, el subcomandante Marcos traspasaba todas las fronteras inimaginables, y gracias a la globalización de la técnica informática numerosos intelectuales caían rendidos a sus pies, como Vázquez M ontalbán, José Saramago... c incluso la viuda del presidente socialista fran­ cés Fran^ois M itterrand, Danielle M itterrand. Es más, como si se tratase de 4 s

Robert Gellately (2001), No sólo Hitler, Barcelona, Crítica, 2002. Ignacio Vidal-b'och, Turistas del ideal, Barcelona, Destino, 2005, p. 150.

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una romería, «sociólogos, antropólogos, escritores, cineastas y varios religio­ sos se dieron cita en Chiapas, en el verano de 1996, para asistir al Encuentro Intergaláctico por la H um anidad y contra el Neolibcralismo, que se había propuesto como objetivo la creación de una nueva Internacional contra el «pensamiento único» y la mundialización. «Invitado a la Realidad, la aldea de la Lacandona donde se desarrolló el Woodstock zapatista, el sociólogo francés Alain Tourain comparó el levanta­ miento de Chiapas con los movimientos sociales encabezados por Nelson Mándela y M artin Luther King, pero también con la Revolución francesa y con el sindicato polaco Solidaridad. [...] La izquierda europea andaba en busca de una nueva identidad, y los zapatistas le ofrecían una causa».6 Y a falta de más Che Guevaras surafricanos, como así acostumbraban sus adm i­ radores a nombrar a Nelson Mándela, que alguien entre el sueño y la utopía pudiese encarnar todavía el espíritu antiliberal del Che a finales del siglo xx, como parecía que lo hacía el subcomandante Marcos, venía a cicatrizar la herida, el gran vacío que habían provocado la caída del muro de Berlín y la desintegración de las repúblicas socialistas europeas.

M Á S QU E UNA SIM PLE CU ESTIÓ N DE SEMANTICA

Anotó E. Burke a finales del xvni cómo los diarios, las gacetillas, los pas­ quines... que se repartían por la calle eran mucho más que una cuestión de semántica, pues nadie podía negar el papel de la escritura como herramienta de penetración social y, al mismo tiempo, no ver que la prensa estaba empe­ zando a funcionar como fabuloso vehículo de divulgación de ideas. Y nadie tampoco, ni siquiera los dirigentes políticos, podía parar o impedir la capa­ cidad que tenían los escritos políticos para captar audiencias y crear estados de opinión. Este modelo de actuación que Burke observó en su época no nos es en nada desconocido, pues lleva intacto casi dos siglos en Europa, aunque tiene un inconveniente muy grave: que quienes escriben desde el íntimo conven­ cimiento político acaban moviéndose entre la publicidad panfletaria y el afán " Bertrand de la Grange y Maite Rico, «Subcomandante Marcos, la genial impostura», Madrid, El Zk/s-Aguilar, 1998, pp. 14-15. Complétese con el apartado que estos dos periodistas dedican a la estrategia comunicacional del subcomandante Marcos, pp. 381 y ss.

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M ONSTRUOS P O LÍTIC O S DE LA M O D E R N ID A D

de manipulación social, y lo que es peor, y como denunciaba Simone Wcil, impidiendo la búsqueda de la justicia y de la ecuanimidad informativas e incluso, y no pocas veces, exhibiendo modales violentamente coactivos, como aquéllos que retrató Voltaire: «¡Miserable, piensa lo mismo que yo ahora mismo: firma este escrito, [...]. Haz sin razonar lo que te he dicho; lo quiero, te lo ordeno».7 Desde luego, cuando un medio de comunicación ha decidido, por la vía del lenguaje, aliarse a la defensa entusiástica de unos ideales e influir sobre el curso de los acontecimientos, lo quiera o no, acaba confundiendo el hecho de informar con el acto de predicar. Pero leer consignas no es información, y obligar a las personas a que piensen lo mismo que quienes escriben tampoco es información, tanto o más cuanto que todo medio de comunicación que se embarca en la tarea de luchar en el terreno político acaba no sólo adulteran­ do el proceso mismo de información, sino convirtiendo a los intelectuales en animales de carga, en meros mulos de ideas. En estas condiciones tan aptas para el fanatismo resulta bastante impo­ sible saber si es factible eso que defendía Kant cuando hablaba de «la libertad de pluma», pues ¿cómo va a haber libertad de pluma si el intelectual, con­ vertido en soldado de la ideología dominante, aprende a vivir entre servi­ dumbres y consiente en militarizar sus escritos —«firmes, que voy a disparar», decía Pablo Neruda— , y tras abandonar voluntariamente la liber­ tad de pluma acaba usando las palabras como armas de fuego? Dicho de otra forma. ¿Cómo va a haber espacio para que crezca la libertad si desde el obje­ tivo despótico de aniquilar a los enemigos políticos abandonamos por patrio­ tismo intelectual toda brizna de espíritu crítico e incluso consideramos que el trabajo de los intelectuales pasa, como anhelaba Gramsci, por hacer del yo propio un nosotros, «un intelectual colectivo»? Fue Montesquieu quien había hablado de la necesidad de mantener separados el Poder ejecutivo, el Poder legislativo y el Poder judicial. Sin embargo, la instrumentalización, por parte de los movimientos de izquierda, del Cuarto Poder, como así había definido Burke a la prensa, no vino a mejo­ rar los niveles de independencia y autonomía de los tres poderes políticos, sino más bien a provocar una situación de calamitosa confusión y, sobre todo, de enorme interdependencia entre tales poderes. Y es que históricamente la ; Franrotegido por derechos de autor

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P O D E R DE LAS TIJERA S

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manipular a las audiencias. Y éstas, tan receptivas como pasivas, carecían de conciencia para saber cómo y cuándo eran manejadas por los emisarios de la ideología dom inante, por la elite.2 Por tanto, si Cari I. Hovland subrayó la capacidad de control del men­ saje sobre el receptor es porque entendía que éste era un sujeto accesible, dócil, manejable, igual que Adorno había defendido la naturaleza manipulable de las audiencias.

LAS

MULTITUDES

Fijémonos cómo en el siglo xviu revolucionario el térm ino «Pueblo» nombraba a una m uchedumbre orientada por la voluntad de sus líderes, cómo en el xix refería a los desgraciados protagonistas de la revolución indus­ trial, mujeres y hombres trabajadores, sobre los que recaía tanto el horror de la ignorancia como la vejación de la explotación laboral, y cómo en las pri­ meras décadas del siglo xx el concepto m ultitudinario de «Pueblo», lejos de mejorar las sombras de esa semántica desgraciada, serviría para definir a un conjunto amorfo e indiferenciado de cientos de miles de personas, la «Masa», que, inepta y sin muchas luces, podía ser manipulada por los caprichos de su líder. En esta línea se posicionaba el joven Salvador Allende cuando escribía su Higiene mental y delincuencia, trabajo de tesis que presentaba en el año 1933 para optar al título de médico-cirujano de la Universidad de Chile. Así describía Allende a la masa: [...] son como siempre aquellas desigualdades e injusticias que Aristóteles llama «fuente de todas las revoluciones» las que siguen presionando a los hom­ bres en el deseo imperioso de imponer sus principios por sobre todas las cosas, usando como argumento efectivo, y de un valor real, la fuerza. Así se explican algunos aspectos verdaderamente trágicos que adquieren estos delitos colectivos, pues en las multitudes se desarrolla, con excesiva faci­ lidad, un fenómeno psicopatológico, que eminentes psiquiatras han estudia­ do, y que se considera como un virus destructor. Nada más fácil entonces que 1 Theodor W. Adorno, The radio Symphony, An Experiment in Theory, en Lazarsfeld P.E y Stanton EN., Radio Research, Nueva York, 1941. Complétese con el texto de Theodor W. Adorno et al., The authoritatian personality, Nueva York, 1959. En una línea ideológicamente similar a la de Adorno se expresarán H. Arcndt y C. Wright Mills, para quienes la masa de la sociedad es altamente vulnerable a la manipulación que ejercen, con la demagogia, las élites. Ni que decir tiene que esta corriente de pensamiento se basa en el arquetipo de Pueblo como ente irracional, altamente sugestionable.

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la influencia perniciosa que, sobre las masas, pueda ejercer un individuo en apariencia normal, y que en realidad al estudiarlo nos demostraría pertenecer a un grupo determinado de transtornos mentales. La Historia es propicia en estos ejemplos, y así vemos que a la luz de la psi­ quiatría se comprende y se justifica el extravío colectivo motivado por la impulsibilidad irreflexiva de un dirigente. Y así tenemos que Robespierre, Marat y otros han sido clasificados en distintos cuadros patológicos».’

Por supuesto, el ascenso de los nuevos Robespierre (Lenin, Mussolini, Hitler...) vendría a alimentar el axioma de que el pueblo era un ente alta­ mente influenciable. O lo que es igual, vendría a ratificar la imagen de que las multitudes acaban discurriendo por los caminos trazados por los ideólo­ gos del totalitarismo, por «los profetas del engaño» en terminología de Lowenthal y Guterm an. Con esta concepción tan funesta de «Pueblo», el desenlace de la Segunda Guerra Mundial no hizo sino avivar un tipo de investigaciones, ésas que pro­ piciaban la idea de dominio político de las multitudes a través del control social de los medios de comunicación. Destacan en esta línea las obras del pro­ fesor norteamericano, Harold Dwight Lasswell (1902-1978), tituladas La política: ¿quién obtiene qué, cuándo y cómoi (1936), El lenguaje de la política: estudios de semántica cuantitativa (1949), entre otras. Pues bien, si a esta visión clasista y nada amable del Pueblo, entendido como «masa», añadimos el modo autoritario en que los regímenes totalitarios de Hitler y de Stalin ejercían el poder sobre las mayorías, es lógico que las personas, fueran receptor (Hovland) o audiencia (Adorno), acabaran consideradas como seres dúctiles y maleables, capaces de interiorizar acríticamente los mensajes que provenían del aparato mediático de los gobiernos fascistas, fuesen éstos de izquierdas o de derechas.

¿R ECEPTOR

ACTIVO ?

Una vez percibido el sentimiento catastrofista que contienen los térm i­ nos de audiencia y masa, hay que decir que las ideas de Hovland no eran ’ Salvador Allende (1933), Higiene mental y delincuencia, archivo informático: tesis n.° 4, pp. 27-28. Se puede leer el documento de Allende en su integridad dirigiéndose a los documentos de la biblioteca del porta) oficial de este político chileno: www. salvadoralleude. cl/ASA/index.php?option=com_content&task=sectiondrid=57&Itemid= 118

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EL

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absurdas, pues implícitamente partían de «la regla de la reacción anticipada», regla conductista que supone la opción de poder modelar la m ente de las per­ sonas a partir de la formulación/propagación de ciertos mensajes. No obs­ tante, hubo una corriente que se alzó en EE.UU. rechazando la imagen teledirigida de la comunicación. De hecho, Paul E Lazarsfeld y sus colabora­ dores (E. Katz, B. R. Berelson, W. N. McPhee) propondrían, en contra de la opinión generalizada de la época, un planteam iento distinto, quizá por el hecho de que ese planteam iento nacía del país de la libertad que, sin m etá­ foras, había permanecido al margen de los flujos de opinión sangrantemente fascistas que habían herido de m uerte al continente europeo.4 Pues bien, tras analizar la forma en que son interiorizados los mensajes, Lazarsfeld y colaboradores anotaron, en prim er lugar, la existencia de m ultivariables en el acto de la comunicación (factores personales, situación social, roles...) Y, lo más importante, observaron el alto carácter personalizador que envuelve a los mensajes durante la comunicación. Sus conclusiones eran opuestas a las de Hovland. Y aunque es cierto que estos autores admitieron, como Hovland, el poder machacón que tienen los mass media, sin embargo Berelson, Katz, Lazarsfeld, McPhee concluyeron que los medios de com uni­ cación de masas tienden a reforzar las actitudes previas existentes en los receptores y, rara vez, a modificarlas. Dicho de otra forma: al destacar la capa­ cidad activa, o mejor, selectiva de las personas en el acto de recibir mensajes, estos investigadores acabaron por rebajar la im pronta totalitarista que envol­ vía a los mass media, que Hovland y, sobre todo, muchos otros intelectuales de origen europeo (que habían emigrado a los Estados Unidos durante la contienda mundial) habían defendido con tanto denuedo. Consecuentemente, si desde la perspectiva comunicacional de Hovland las personas aceptamos ciertos mensajes por el influjo social que ejercen los medios de comunicación, en caso de tom ar por ciertas las conclusiones de Lazarsfeld et alii resultaría, por el contrario, que las personas admitimos aquellos mensajes que son afines a nuestra manera de ser y de pensar. 4 Paul Félix Lazarsfeld, The controversy over detailed interviews: an offerfor negociarían, en Public O pinión Q uarterly, vol. V III, 1944; Berelson B.R., Lazarsfeld P.F., M cPhee W .N ., A study o f O pinión Formarían in a Presidenríal Campaign, 1954; K atz E., The Two-step Flow o f Communicaríon: an Up-to-date Report Hypothesis, en Public O pinión Q uarterly, vol. XXI, 1957; Katz E. y Lazarsfeld PF., Personal Influence: The Part Played by People in the Flow o f Mass Communicaríon, Glencoe, 1966; Lazarsfeld P.F. y H enry N .W ., Latent structure analysis, H oughton M ifflin, Boston, 1968.

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Esta polémica, no resuelta todavía en nuestros días, entre ambientalismo y subjetivismo ofrece dos maneras distintas y contrapuestas de comprender el acto comunicativo: en la teoría de la comunicación de Hovland está supues­ ta la idea de la manipulación, del control de la mente, mientras que en el enfoque de Lazarsfeld la persona es quien escoge emocional y lingüística­ mente los mensajes afines a su manera de ser. Hovland planteaba que el receptor en cierta manera era una marioneta, una víctima del sistema, ya que tras comprender el mensaje llegaba a encarnar la figura clonada del emisor. Lazarsfeld, por el contrario, hacía hincapié en las opciones comunicacionales de las personas y cómo éstas, debido a sus gustos y preferencias, llegan a esco­ ger, buscar o aceptar determinadas fuentes de información, aquéllas que se adecúan con la entraña identitaria de su personalidad.

E L SUEÑO

DOGMÁTICO DE SER DE IZQUIERDAS

En la entrevista que, en la Unión Soviética, mantuvo el filósofo filomarxista Herbert G. Wells con Stalin el 23 de julio de 1934, H. G. Wells le decía a Stalin que había dedicado tiempo en hacer propaganda a favor del socialis­ mo entre ingenieros, pilotos, técnicos militares, etc. Y no sólo eso. Además, tuvo la audacia Wells de afirmar delante del mismísimo Stalin que estaba más a la izquierda que él, el líder de la Revolución rusa: «\t seems to me that I am more to the left than you, Mr. Stalin». Si la percepción de la realidad viene mediatizada por el colchón emocio­ nal que sustenta nuestra manera de pensar, entonces no nos cabe la menor duda de que tenemos a favor muchas posibilidades para que acabemos ori­ llando aquellas verdades que no son nacionalistamente las nuestras y emple­ ando, y no es una metáfora, el recurso de las tijeras con el fin de podar o invisibilizar todo lo que nos desagrada. «Así tengo lecturas que no me ofen­ den jamás», señalaban con ironía Dauphin y Godard. Pero claro está, con una perspectiva tan pobre y egomaníaca de entender la realidad, ¿en qué horizonte dejamos la aventura del conocimiento? y, sobre todo, ¿cuántos andamios van a ser necesarios para mantener en pie los muros identitarios de nuestra patria ideológica e impedir al mismo tiempo que entren por nuestros ojos hechos, ideas... que, como el genocidio estalinista, destruyen y afean nuestro ideario de izquierdas?

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«Sólo deseo una venda para los ojos y algodón para los oídos», decía con vehemencia uno de los personajes de Robert Louis Stevenson.5 Sin embargo, con analgésicos y algodón, con venda y esparadrapos no se va a ningún lado, salvo al lugar en donde según Blanchot la luz se vuelve loca. Y es que ese ser humano que no se esfuerza por saber acaba, como decía la pensadora izquier­ dista Simone Weil, teniendo «los ojos vendados» y, lo que es peor, acaba sien­ do prisionero de sí mismo y, como decía Platón, cautivo en la jaula de sus ideas, de sus creencias y, por tanto, de sus propias ideologías y, a la larga, inca­ pacitado para encontrar espacios en donde mirar. «Nunca fui a la escuela», declaró categóricamente Rigoberta M enchú en su libro autobiográfico, añadiendo que no podía leer ni escribir ni hablar en castellano. Sin embargo, Rigoberta no fue (ni es) esa amerindia típica que ella se ha inventado a través de relatos y cuentos de corte dickensiano que tanto gustan a ciertas gentes de izquierda. Y no es una amerindia pobre y analfa­ beta, ya que a diferencia de sus compatriotas, ella, Rigoberta M enchú, sí reci­ bió buena educación y sí estuvo en un colegio de religiosas belgas que, por cierto, la recuerdan como «alumna ejemplar». Pues bien, ante el peligro del ensimismamiento ideológico se hace ineludible, parafraseando a Hume, salir del sueño dogmático de ser de izquierdas; se hace ineludible escapar de los tópicos que promueven, casi siempre desde la propaganda mentirosa, esos grupos de ascendencia marxista, y más cuando quienes ya desde hace tiempo nos definimos desde la izquierda observamos, y no pocas veces, cómo pode­ mos caer en episodios muy preocupantes de egotismo y cómo podemos, con­ vertida entonces la ideología política en la única patria de nuestra mente, habitar en las aristas afiladas del gueto e incluso acabar colaborando, y de qué forma, en el m antenim iento de determinados sistemas de gobierno política­ mente nada edificantes, como así les sucedió a decenas de generaciones durante buena parte del siglo xx.

SUJETO ,

SUPRASUJETO

Desde luego, no es de recibo creer sólo en aquellas ideas que narcisistamcnte nos dan la razón; y como no constituye síntoma de madurez y menos 5 Roben Louis Stevenson (1882), «El club del suicidio», en Robert Louis Stevenson, El extra­ ño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Barcelona, Orbis, 1999, p. 28.

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Los

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aún de ilustración defender a capa y espada un ideario (de izquierdas o de derechas) que nos mantiene hipnóticam ente en el firmamento de la estulti­ cia, pensamos que el previo cognoscitivo y emocional de las personas es capaz de mediatizar el acto de la recepción de los mensajes hasta el límite, así lo ha subrayado Edwin P. Hollander, de que «hay una resistencia de los individuos a aceptar nuevos elementos cognitivos que violen el sistema de creencias que sustentan».6 En caso de ser verdad lo que defiende Edwin P. Hollander tendremos que admitir, desde la teoría de los prejuicios o juicios previos, cuán acertado estu­ vo Orwell cuando habló del doblepensar, tanto o más cuanto que si se mira con un poco de profundidad, vemos cómo el enfoque orwelliano (p. 133) se complementa muy bien con ese punto de vista de Edwin P Hollander refe­ rente a la incapacidad de las personas a la hora de admitir aquellas teorías, evi­ dencias, hechos... que se oponen a su colchón cognitivo y emocional. Pero además, creemos que la manera de Orwell y Hollander de entender al receptor viene a reactualizar la posición que defendió ya hace tiempo Paul Félix Lazarsfeld. Y aunque parezca que, en la orientación de este autor, el ser hum ano es más inm une a la presión coactiva, incluso tiránica de esos nuevos pulpitos que son los medios de comunicación social, resulta que del enfoque de Lazarsfeld se puede colegir que es el propio sujeto quien sostiene activa­ mente a ese suprasujeto que es la sociedad (con sus instituciones, sus formas de gobierno, sus mensajes...) al adecuarse, asimilar y buscar ideas y compor­ tamientos afines con su manera de ser. La complementariedad, que no la antítesis (Hovland), que no el supravictimismo (Adorno), sirve, pues, para entender las relaciones entre el sujeto y el suprasujeto, entre el individuo y el grupo, entre las personas y los partidos políticos. O dicho con otras palabras. Siempre hay un punto de complicidad y, por tanto, un grado de acción/inacción de sectores de la ciudadanía que permite la institucionalización de cier­ tos extravíos políticos. En 1975, el teórico estadounidense Joseph T. Klapper volvía a poner en primer plano cómo «las personas tienden, en términos generales, a leer, obser­ var y escuchar las comunicaciones que presentan puntos de vista con los cuales ellos mismos se encuentran en afinidad o simpatía y tienden a evitar comuni-

6 Edwin R Hollander, Principios y métodos de psicología social, Buenos Aires, Amorrortu, 1968, p. 134.

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EL

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caciones con un matiz diferente [...]. La gente se expone a la comunicación de masas de forma selectiva. Selecciona el material que está de acuerdo con sus puntos de vista acerca de opiniones e intereses existentes y tiende a evitar mate­ rial que no está de acuerdo con esos puntos de vista e intereses [...]. Las perso­ nas que están expuestas a comunicaciones con las cuales no sienten afinidad o simpatía no es raro que deformen el contenido de manera que terminan por percibir el mensaje como si apoyara su propio punto de vista».7 Aceptando lo que Lazarsfel, Hollander, Klappcr exponen, se deduce que para romper con la intolerancia política y, por supuesto, con las manifesta­ ciones del fascismo (de izquierdas y de derechas) no sólo tenemos que luchar contra la hechura hiriente y cerrada de conceptos políticos segregacionistas. No sólo debemos escapar del pudridero de las ideologías antidemocráticas que, lejos de enriquecernos, no hacen sino envenenar las relaciones entre las personas, amén de desenterrar las peores pesadillas cainitas. También, ha de producirse naturalmente un cambio de actitud personal. Y ese cambio de actitud implica ni más ni menos que someternos a observación, analizar el carácter autoritario y dogmático de nuestros comportamientos, buscar la fle­ xibilidad y, claro está, abandonar esa hostilidad, rica en prejuicios, que pro­ cede del miedo (tan palurdo como anti-ilustrado) a pensar, y que incide en que leamos con tijeras invisibilizando lo que ideológicamente desagrada y ofende. Y es que aferramos al deseo de habitar bajo cielos nominalistas supone, a corto plazo, engaño y mentira, y amén de envolvernos en la crisálida de la idiocia tiene el mérito de hacernos vivir en un estado narcisista de inm uni­ dad: a prueba de críticas, y creernos progresistas tan sólo por el hecho verbal de autoproclamarnos progresistas.

7

El comentario de Joseph T Klapper puede leerse en Lozano Rendón, Teoría, e investigación de la comunicación de masas, México, Alhambra Mexicana, 1996, p. 183. En el capítulo IX de su libro, Lozano Rendón expone las teorías de autores y autoras de los años 80 y 90 que defienden el postulado de audiencia activa.

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CONCLUSIONES

Debemos luchar para que la humanidad no quede desmoralizada para siempre por los terribles acontecimientos del presente, para que la fe en un futuro feliz de la sociedad, en un futuro de paz y digno del ser humano, no desaparezca de la tierra. M AX H ORKHEIM ER ,

La función social de la filosofía ( 1940)

Estoy tan cansado de las polémicas, de los exclusivismos, de los fanatismos. Yo puedo entrar en tu casa sin tener que vestir un uniforme, sin verme obli­ gado a recitar un Corán, sin tener que renunciar a nada de mi patria interior. [...] Si difiero de ti, lejos de perjudicarte te enriquezco. SAINT -É XUPERY ,

Carta a un rehén (1943)

Para que los trabajadores logren realizar su emancipación, es menester que la clase trabajadora se reencuentre y suprima a Marx del marxismo y a Bakunin del anarquismo, analizando detenidamente qué cosa es el Estado y qué cosa el gobierno, qué es la autoridad y qué es la libertad y, por encima de todo, qué es el hombre. J UAN G ARCÍA O LIVER ,

El eco de los pasos (1978) El humanismo, aquí, no consiste en absoluto en un culto al hombre, [...] es una afirmación de la posibilidad del bien: no del triunfo universal del bien, de la instauración del paraíso en la tierra, sino de un bien que nos conduce a tomar al hombre, en su identidad concreta e individual, como fin último de su acción, a quererlo y a amarlo. T ZVETAN T ODOROV ,

Memoria del bien, tentación del mal: indagaciones sobre el siglo X X (2000)

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LOS MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD

P OLÍTICA

DE EXTRAVÍO

En el santoral de la izquierda marxista se encuentran héroes asesinos. Entre ellos, el mismo Che Guevara que por capricho decidió asesinar a Eutimio siguiendo la marca de estilo de Ncchaicv, o sea, disparándole una bala en la cabe­ za. Este suceso es, por supuesto, sólo uno de los incontables actos que, desde el horror, ha decorado la práctica revolucionaria. Ahí están los relatos de Anna Latina, entre otros, que vienen a atestiguar lo escrito y que muestran muchos puntos de unión con el desenlace homicida que manchó el curso de la Revolución francesa y que Fran^ois de Chateaubriand describió en sus Memorias. Y es que a lo largo de estas páginas hemos advertido cómo buena parte de las ideas y actitudes políticamente más levantiscas de los siglos xix y xx procedía de un vanguardismo socialista asociado a actitudes antidemocráticas y cómo, desde sus orígenes, esas ideas y actitudes claramente anti-ilustradas ence­ rraban un grado tan belicista de dogmatismo que la primera víctima del arma­ mento ideológico sería la propia ciudadanía. Lo terrible del asunto es que a partir de la explosión de la Revolución francesa no fue tarea nada fácil para Europa conseguir el respeto a la individualidad y a la pluralidad ciudadanas. Y si al final se logró, fue tras dejar la Segunda Guerra Mundial, también tras el fin de los experimentos socialistas, un reguero interminable de decenas de millones de víc­ timas. La lección política tuvo un costo humano elevadísimo, un precio a todas luces genocida. Y sin precedentes en la historia política de este continente. El objetivo, por tanto, de estas páginas no ha sido otro que analizar cómo de cierta simiente revolucionaria pudo crecer ese bosque prolífico y asesino que fue y es el fascismo de clases y de razas, y por qué, en tanto que atroz extravío político, logró sin embargo alimentarse del caudal que embal­ saba las aguas de la ideología progresista.

R ELATOS

DE FANTASÍA PARA UN M U N D O DE FANTASÍA

Tras el descubrimiento de América se pusieron de moda narraciones sobre El buen salvaje, que no eran sino una modernización del mito bíblico sobre el Paraíso Terrenal. Pues bien, con la llegada, en el Novecientos, de las revolucio­ nes marxistas muchas generaciones de europeos (que no estaban, claro está, bajo el yugo de la bota socialista) vieron con buenos ojos la política dictatorial

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que acometían a miles de kilómetros de distancia los líderes revolucionarios. A su entender esas políticas reactualizaban, al margen de atropellos y muertos, el mito justiciero de la Revolución francesa. Pero ¿cómo fue posible que tantas generaciones de mujeres y hombres cometieran semejante suicidio intelectual? Muy sencillo: en un m undo de utopía los relatos que desde la lejanía se cons­ truyen son de fantasía, y cuando renunciamos a tener ideas y sólo dejamos espacio neuronal para los Ideales; cuando descuidamos las evidencias empíri­ cas y en nombre de ciertos arquetipos de lucha política amañamos la verdad; cuando nos encerramos en el corporativismo intelectual y evitamos cualquier signo de discrepancia y vagamos, entre sueños, por el país de las maravillas; cuando el deseo suplanta el conocimiento de la realidad y el dogmatismo sus­ tituye al acto de pensar; cuando creer en idearios políticos no es cuestión de hechos, sino un asunto de perspectiva, y entonces la realidad poco importa; cuando la defensa de un objetivo político es más importante que lo que a la gente de a pie y de carne y hueso le sucede; cuando ocurre todo eso; suele pasar que los mitos políticos perforan nuestro cerebro y sucede, recuerda Maurice Blanchot, que «se está tan seguro de tener razón en el cielo que se prescinde no sólo de tener razón en el mundo, sino incluso del mundo de la razón».1 Por tanto, sin un territorio neutral., ajeno a las ataduras de esos naciona­ lismos invisibles llamados «ideologías», es imposible dejar un lugar para la coherencia y, menos aún, un rinconcito para la autocrítica, pues la expecta­ ción, el deseo que levanta a nuestro alrededor el querer contemplar por fin la Encarnación Izquierdista de la Utopía en el Cuerpo de la Historia acaba suplantando al peso de las evidencias, y en estas circunstancias nunca queda sitio para reconocer la cara asesina de las revoluciones. Es por esto por lo que, desde la Revolución francesa, la izquierda progre se empeña en vivir no sólo apegada a sus tópicos sino encerrada tras el paraguas de sus tradiciones. Ahora bien, haciendo alarde de tales actitudes esa izquierda (que se autodenomina) progresista ha antepuesto a la búsqueda de una sociedad abierta e igualitaria, justa y tolerante el deseo de mantener a toda costa sus ideas polí­ ticas y desde el vínculo umbilical de pertenencia identitaria. Por esta razón o, mejor, por este modo de aferrarse al pasado, un im portante sector de la progresía se ha ido alejando día a día del espíritu originario de la M odernidad, espíritu que siempre se caracterizó por el debate y brío aventurero y también, 1

Maurice Blanchot (1984), Los intelectuales en cuestión..., o. cit., p. 61.

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no lo olvidemos, por su capacidad tan autocrítica como creativa a la hora de idear modelos alternativos de convivencia. La tragedia, por tanto, de buena parte de la izquierda europea es que no es verdaderamente moderna y tampoco, mucho menos, ¡lustrada, quizá por­ que ni Marx ni Engels como adalides del socialismo autoritario nunca fueron modernos e ilustrados. Tal circunstancia explicaría por qué importantes seg­ mentos de la elite cultural europea (cine, prensa, literatura, política...) que viven espectral mente cegados por los restos del resplandor del despotismo marxista no sólo habitan todavía bajo el hechizo panfletario de un socialismo artrítico, sino que omiten los análisis críticos del mismo Gorbachov, plasma­ dos en su obra titulada Perestroika (1987), y, lo que es peor, exhiben, por practicar una fe ultramontana, muchas dificultades para acoplarse a la reali­ dad e incluso para ofrecer, al margen de estereotipos decimonónicos e ideo­ logías del pasado, salidas inteligentes a los nuevos y urgentes problemas sociales. En la década de 1960 la administración de una sustancia química causó en los fetos humanos toda clase de malformaciones irreversibles. Gracias al estudio de los datos empíricos pudo impedirse que se expandiera entre las mujeres embarazadas el efecto monstruosamente pandémico del medica­ mento. Hoy por hoy y traspasado el umbral del año 2000, se sigue negando sin embargo que la implantación, por toda la Tierra, de la utopía socialista ha tenido una cara genocida — se om iten, infravaloran y rechazan los más de 100 millones de cadáveres que el catecismo marxista ha producido por doquier— , al tiempo que los segmentos culturales más representativos de la progresía mantienen, a prueba de bombas y muertos, la fe en su credo polí­ tico. Y, es más, ninguneando el valor empírico de la observación sostienen que el marxismo nunca fue, en estado químicamente puro, un embrión teratológicamente socialfascista y guerracivilista.

D ESHOJANDO

FANTASÍAS

El marxismo, al edificarse sobre los rescoldos de la filosofía hegeliana, respiró aires de grandeza. Y por defender la causa del proletariado universal creyó que estaba igualmente en posesión de la verdad universal y con la obli­ gación, como las columnas de Hércules, de sostener el m undo entero sobre

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sus hombros. Si a esta arrogancia añadimos cómo el marxismo acabó, por la vía de la propaganda política, ganando la batalla al liberalismo ilustrado, a los movimientos pacifistas de izquierda, a los grupos anarquistas, a las coalicio­ nes cristianas progresistas..., cómo exigió el apostolado intelectual entre sus acólitos y seguidores, cómo se entregó a una cruzada más religiosa que las vie­ jas cruzadas, cómo por medio del periodismo logró, y con cuánto éxito, colarse en el anfiteatro de la Historia, cómo con su simiente de odio llegó a implantar un sinfín de tiranías a lo largo y ancho de todo el siglo xx y en decenas de países, entenderemos en fin por qué el marxismo pudo ser, y durante décadas, el gran relojero del Tiempo hasta acabar asumiendo la fan­ tasía política y teológica de representar la verdadera y única omnisciencia revolucionaria. Pero frente a estos abusos y excesos ideológicos, el izquierdismo recordé­ moslo, fue y es mucho más que marxismo, y ya incluso desde sus orígenes. De hecho, por poner sólo dos ejemplos, Robert Owen (1771-1858) no creyó en ninguna revolución, pues en su opinión la justicia social nunca lograba sobrevivir ni realizarse como tal en medio de una situación de guerra civil, mientras que Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) deslegitimaba, por sus grandes inconvenientes, las prácticas que entrañaba la violencia revoluciona­ ria. Sin embargo, estos y otros autores de izquierda, tal es el caso de Kautsky, de Bernstein, de Rosa Luxemburg, de Margarete Buber-Neumann, dcTurati, Jan W. Makhaiski, Eleuterio Quintanilla, Gide, Orwell, Spender, Camus, Simone Weil..., jamás son estudiados en los centros de bachillerato ni toma­ dos, menos aún, en consideración en el interior de cualquier aula universita­ ria, porque se suele equiparar con total ingenuidad que el izquierdismo se corresponde a la filosofía política de Marx. A esta situación de monopolio (y falsedad) conceptual ha de añadirse otro factor que enturbia el acceso al conocimiento histórico: si desde el siglo xvii ciertas corrientes de izquierda han exhibido, a veces por convencimien­ to, en otras ocasiones por inercia o por simple tradición intelectual, una acti­ tud de superioridad moral frente a otros grupos o colectivos sociales, pensamos que ya es hora, cientos de años después, de abandonar este tipo de expresiones narcisistas, sobre todo cuando de esa izquierda que asumió, en nombre de la progresía, las consignas robespierristas de la Revolución fran­ cesa arrancó el gusto por los gobiernos dictatoriales. También el gusto des­ piadado por las prácticas cainitas. Y no menos aún el gusto por el fascismo,

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olvidándose en el entretanto que «¡el disfrute momentáneo y frívolo de aque­ lla manzana ha acarreado al m undo entero infinito dolor!2 Pues bien, con el fin no sólo de despojarnos de esa iconografía revolu­ cionaria basada en los M onstruos políticos de la M odernidad, sino con el objetivo de construir una sociedad que abandone el paladar rebelde de polí­ ticas asesinas, urge rechazar la creencia pleistocénica de impartir justicia desde las bóvedas de la tiranía. Así que, igual que el Estado tuvo hace siglos que alejarse de las banderas religiosas y pasar de la política de confrontación a la búsqueda de la paz social dentro de un espacio laico, de la misma mane­ ra consideramos que hoy por hoy y a estas alturas de la Historia es más que necesario volver a reivindicar un espacio laico capaz de limitar el peso opre­ sivo de esas religiones paganas que son las ideologías fanáticas. Dicho de otra forma: traspasado el umbral de un nuevo milenio, resulta fundamental edifi­ car sin el lastre arcaico de ciertos socialismos un modelo de convivencia gene­ roso y equitativo y, por supuesto, tolerante y no violento. Y ello con el objetivo de frenar el odio, la intolerancia y xenofobia que aún auspician, fuera y dentro de la Europa democrática, muchos partidos que pomposa y románticamente se autoproclaman descendientes del linaje marxista.

A LTA TRA ICIÓN

Tenemos que ser capaces, entonces, de romper de una vez por todas con el veneno político de esas geografías maniqueas que convierten la Historia en una tragedia griega y nuestra vida personal en un combate caricaturesco de buenos contra malos. Tenemos que ser capaces de abandonar también las metafísicas cainitas del siglo XIX porque ni se corresponden con nuestro tiem­ po ni consiguen, por anacronismo, dar respuesta eficaz a los problemas actua­ les, además de que la aplicación de toda metafísica cainita siempre implica, como denunció Gandhi, la evidencia de que «ojo por ojo y el m undo acaba­ rá ciego». Es hora, pues, de seguir profundizando en los surcos de la vida dem o­ crática con el fin de deshacernos de estereotipos centenarios. Es hora ya de observar que el socialismo marxista, además de dictaduras, ha provocado, allá 1 Johann Wolígang Goethe (1802), «La hija natural», Acto IV, Escena segunda: habla Eugenia, en Johann Wolígang Goethe, Escritos políticos, Madrid, Editora Nacional, 1982, p. 272.

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donde ha dejado su huella, m ucha hambre, m ucha miseria, m ucho dolor. Es hora de salir de la prisión de las antinomias, y de abandonar la celada de las ideologías fundamentalistas. Es hora de desprendernos del fardo de ciertas categorías arbitrarias (raza, religión, lengua, sexo...) y dejar de lado esas acti­ tudes insolidarias que impiden manejar nociones abstractas tan bienhechoras y generosas como libertad, igualdad y fraternidad. Es hora de volver al espí­ ritu crítico y dar brillo al uso del debate, y más si deseamos recobrar el sen­ tido ilustrado de la verdad y no queremos caer en las garras de la soberbia y quedar atrapados en las redes de la verdad absoluta, de la arrogancia, de la intolerancia... que tanto y tanto daño han causado en el siglo xx a millones de personas. Es hora, en fin, de pensar que las teorías están para servir a las personas. Y no al revés. Es hora de acercarse, al margen de los tópicos de los corporativismos ideológicos, a esas situaciones concretas que, por su injusti­ cia y enorme irracionalidad, están haciendo añicos la vida de muchos seres humanos. Es hora, en suma, de abandonar la oratoria panfletaria de una soli­ daridad hueca, sin proyectos ni pies en la tierra. Es hora de trabajar. De tra­ bajar por hallar solución a los conflictos que verdaderamente afectan a los individuos y más cuando, desde el estallido de la Revolución rusa, no ha habido en Occidente teorizaciones que hayan enriquecido el campo de las izquierdas, pues es un hecho que en más de cien años sólo ha existido pára­ mo y desierto intelectual. Y tras ser perseguidas, incluso hasta la m uerte, los representantes de las izquierdas no marxistas resulta que, aparte de las dog­ máticas leninista y estalinista, no ha habido contribuciones a los problemas de la injusticia. En consecuencia, el socialismo tiene que escapar del dédalo del M inotauro en el que habita desde finales del siglo xix, y aspirar, esa es su obli­ gación, a ser tolerante y plural, m oderno y democrático y, claro está, tan cre­ ativo y capaz como eficiente a la hora de encontrar soluciones para la gente que, en muchas zonas del m undo, habita sin quererlo en las simas de la des­ gracia. Este es el reto que tiene planteado el socialismo del siglo xxi. Y si no lo asume — ahí están los más de tres mil millones de personas que viven al margen de la cualidad de la hum anidad, es decir: en un estado de postración y subpobreza— , no me cabe duda de que, además de cometer alta traición, el socialismo acabará desapareciendo como los dinosaurios.

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LOS PELIGROS DE LA ANTI-lLUSTRAClÓN

Son muchas, quizás demasiadas, las ocasiones en que creemos estar ubi­ cados en la franja de lo correcto. Y, lo que es peor, sin necesidad de razona­ miento alguno. También son numerosas las veces en que aceptamos que defendemos la opinión más elevada, más justa y más adecuada. Al margen increíblemente de cualquier evidencia en contra. Y mientras nos movemos en medio de tales excesos de megalomanía, resulta que apenas nos permitimos salir del espacio de la autocomplacencia y, por lo mismo, apenas sentimos la obligación de poner en entredicho la tierra de nuestras ideologías. Pero tanto orgullo, tanto ensimismamiento, tanto napoleonismo, lejos de enriquecer­ nos, deshumaniza y hiere, además de que la pereza y el miedo a pensar nunca pueden formar parte de ningún proyecto político serio. Sin embargo y pese a saberse los efectos que genera la falta de autocrítica resulta que, cuando hay posibilidad de escuchar en alto opiniones razonadas provenientes de grupos de izquierda, aparecen de entre ciertos estudiantes no pocos escuadrones integrados por jóvenes hooligans que, imitando el sello per­ sonal del despreciable Noske, se dedican a abuchear e, incluso, a intentar agre­ dir a esas personas de izquierda que exhiben criterios políticos independientes, tal es el caso de Fernando Savater, Gotzone Mora, Pío Moa, Albert Boadella... A la vista de este atolladero, conviene recordar que el socialismo no está nunca reñido con la búsqueda de la justicia social, pero sí lo está y siempre con la falta de racionalidad y la ausencia de debate. Y como nadie puede caer en la paradoja de ser dogmáticamente antidogmático, o antirracista hasta el racismo, o defender por la vía bélica el pacifismo, o ser homófobamente feminista, tolerante sólo desde la intolerancia, o incluso justicieramente socialista mediante la práctica de la injusticia, la cuestión es clara: ¿queremos ver los hechos?, ¿pretendemos convencer desde la objetividad?, o ¿simple­ mente aspiramos a contemplar imágenes fosilizadas de la realidad, y en pos­ tura fetal mantenernos en el interior de la crisálida de nuestros deseos, como así le sucedió al célebre y patético personaje de La historia interminable de Michael Ende? Vivir de la cosecha de la anti-Ilustración tiene peligros. Muchos, enor­ mes. Es, pues, necesario volver al espíritu crítico que, por diversos motivos históricos, hemos dejado durante años que permaneciera enterrado bajo las zanjas de las cunetas.

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E L ESTADO

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DEMOCRÁTICO EN LA DIANA DE ESE NUEVO NACIONALISMO

QUE ES «LA CONTRACULTURA»

Al margen de políticas-ficción tan de moda en su época, dijo Ortega que ser de izquierdas, o de derechas era asunto de imbéciles.3 Y aunque no soy en absoluto orteguiana, creo que tenía razón, pues en caso de ser de verdad de algún distrito, grupo o coalición, el único que se me antoja es el de las per­ sonas, pero, eso sí, dentro de los ejes de la cultura democrática que es la que nos humaniza y nos aleja, con totales garantías, de la violencia y de la pobre­ za, de la segregación de la injusticia y del hambre. Hay sin embargo, pese a esta declaración de intenciones que acabamos de formular, un obstáculo serio que empaña en este momento el proceso de profundización de la vida democrática. Y es que en el m undo de la política, sea en su área local, sea en su vertiente nacional o a escala europea, resulta habitual (y triste) ver cómo ciertos miembros de la clase política abandonan su función de servicio público y, en lugar de percibir (y, por tanto, intentar solucionar) los problemas reales que aquejan a la ciudadanía, se dedican a absorber la nobleza de sus cargos para adquirir, sin pudor y en provecho pro­ pio, dignidad y realce. De este modo y con formas claramente aristocrati­ zantes que muy bien recuerdan las costumbres y usos de las viejas monarquías absolutas, no pocos políticos arrinconan la dimensión de servicio público que tiene su trabajo, y para el cual fueron elegidos. Pero es que también proceden de la manera más miserable a ahogar en sus obsesiones a la ciudadanía tras­ ladando impúdicamente sobre ella intereses de oligopolio. En medio de esta nueva esclavitud, sin duda antidemocrática y antim o­ derna, las sombras del Antiguo Régimen parecen de nuevo cobrar vida y des­ pertar del letargo del pasado, al tiempo que las personas carecen de valor, transformadas en simples herramientas en el destino de las ambiciones per­ sonales de cierta casta de políticos. Herbert Spencer subrayó que si en el pasa­ do la búsqueda de la libertad radicó en poner límites al poder de los reyes, en el presente la búsqueda de la libertad no puede ser entorpecida ni maniatada por los poderes del parlamentarismo. Lo que significa que si queremos salir de ese laberinto que pretende convertir la democracia en una burocracia de partidos y a la ciudadanía en diana de los caprichos de los políticos de turno, ’ José Ortega y Gasset (1930), La rebelión de las masas, o. cit., p. 117.

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debemos recordar la dimensión de servicio público que tienen los cargos elec­ tos. Por tanto, no digamos, se quejaba Pierre Lcroux, que «los ciudadanos no son más que súbditos devotos», y menos aún admitamos que la clase políti­ ca puede permanecer al margen de la ciudadanía, pues los políticos están, recordaban hace siglos los miembros de la Escuela de Salamanca, para traba­ jar por y para el bien de la ciudadanía. Y no al revés. Pero por otra parte, y dado que las personas no somos seres menores de edad, creemos que es más que urgente buscar vías para agilizar en cada uno de los sectores de la sociedad la cooperación de la ciudadanía y hacer audible su voz. Y es que nuestros representantes políticos no han de tener reparos a la crí­ tica. Y mucho menos aún miedo a la participación ciudadana. De lo contrario, tendrá razón Marc Bloch cuando en su momento definió los partidos políticos como organizaciones compuestas de «hábiles trepadores» que no permiten inge­ rencias de extraños y se pasan entre ellos «la pirámide de la estructura política». Súmese a tan lamentable espectáculo un incidente que ensombrece aún más este panorama: el hecho de no pocos gobiernos occidentales suelen reforzar lazos de cooperación con quienes proceden por medio de dictaduras a esclavizar a su población. Desde luego, no importa que, para borrar tama­ ña deshonra, se hable de logística exterior, de intercambios comerciales, o de profundización y mejora de las relaciones internacionales. Y es que no es forma de proteger los derechos hum anos manteniendo vínculos de amistad con tiranos que obligan a vivir a las personas bajo los grilletes de la opresión. (Fran^ois Noel Gracchus Babeuf se quejaba de que la pobre especie humana ha servido «de juguete a todas las ambiciones, de pasto a todas las tiranías».) Pero tampoco, mucho menos, es forma de proteger los derechos hum anos si quienes despliegan actitudes antidemocráticas constituyen un aliado natural del Estado democrático, y la miseria y el sufrimiento que generan los regí­ menes dictatoriales sobre millones de personas no es un dato a tener en cuen­ ta a la hora de hacer cartografía política. Pues bien, en lugar de lanzar críticas contra los modos antidemocráticos de hacerse política; en lugar de denunciar el divorcio abisal que existe entre los intereses políticos y las necesidades de la ciudadanía; en lugar de incidir en la importancia de democratizar la vida política tanto de las naciones democráti­ cas como de las naciones no democráticas; nos encontramos con que entre muchos escritores e intelectuales de izquierdas, también para un sector del feminismo, los problemas del día a día que aquejan a las personas de a pie

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constituyen algo prosaico, vanal, poco heroico. Y como para los representan­ tes de esa élite cultural los problemas del vulgo no irradian ningún rayo de épica homérica, proceden no sólo a desentenderse de los asuntos que afectan a las personas de la calle, sino a señalar que el Estado democrático es un pro­ blema, un freno, una traba. Por eso y haciendo gala de un platonismo fascis­ ta, aducen que la vocación universalista del pensamiento democrático es, per se, un signo de la voracidad de Occidente, también una muestra de imperia­ lismo ideológico e incluso un obstáculo al desarrollo de la tolerancia, a la expansión del multiculturalismo. Y es que, movidos por un sentimiento esté­ tico, sin duda opuesto a la participación activa de las personas, defienden que los valores democráticos constituyen un estorbo y, sobre todo, un problema para el reconocimiento de las culturas no europeas. De ahí la necesidad de ondear el multiculturalismo como enseña política y, sobre todo, de ahí la urgencia que sienten a la hora de atacar los cimientos de la democracia. Sin embargo, ante este tipo de actitudes, desgraciadamente harto gene­ ralizadas, hay que recordar lo que ha declarado Oriana Fallad: «Occidente revela... un odio por sí mismo que es extraño y sólo puede ser considerado patológico; Occidente... ya no siente amor por sí mismo, en su propia histo­ ria sólo ve lo que es deplorable y destructivo, mientras que no percibe lo que es grande y puro».4 En cualquier caso, no deja de ser llamativo que ahora que estamos empe­ zando a salir del largo túnel de los despotismos de izquierda surja, con la moda de la multiculturalidad, la bandera del babelismo como símbolo de la fraternidad universal. Pero, ¿puede haber fraternidad universal a lo multicul­ tural si millones de personas, por cuestiones de cultura, son bastante menos iguales que otras y, además, se les obliga a vivir bajo el techo de la pobreza a la vez que amarradas a los garrotes de la dictadura? Desde luego, si los socialfascismos no pueden valorarse en sus justos términos al margen de los efec­ tos sanguinarios que dejaron a su paso, por el mismo motivo el mito babélico del multiculturalismo que se está fraguando no debe nunca dejar oculta en los sótanos del silencio la enorme y larguísima lista de cadáveres civiles que 4 Tunku Varadarajan, «Profeta de la decadencia. Una entrevista con Oriana Fallaci», en el dia­ rio The Wall Street Journal, 23-VI-2005. En dicha entrevista decía exactamente la escritora italia­ na: «Last year, he wrote an essay titled “If Europe Hates Itself”, from which Ms. Fallaci reads this to me: “The West reveáis... a hatred o f itself, which is strange and can only be considered pathological; the West... no longer loves itself; in its own history, it now seos only what is deplorable and destructive, while ít is no longer able to perceive what is great and puré”».

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provocan determinadas formas de cultura colectivista. Y por lo mismo no se puede tampoco en nombre de esa gran torre de Babel llamada «multiculturalismo» mantener en las simas de la oscuridad, y por más que se intente, la evidencia de que la miseria, las hambrunas, los genocidios... son un factor unido a formas no democráticas de gobierno, aunque en el fondo puede ocu­ rrir, no hay que despreciarlo, que el multiculturalismo, como residuo del utopismo colectivista revolucionario, sea un eco de las ideas de Jean-Jacques Rousseau, dado y visto el empeño que exhiben los multiculturalistas al defen­ der, como lo hacen, que el no occidental cual buen salvaje es capaz de estar alejado de los artificios de la civilización y resistir la apisonadora del progre­ so y vivir enteramente libre de las amarras del Occidente tecnocratizador. Motivo por el cual, creen, el no occidental no necesita tanto derechos políti­ cos cuanto, por respeto al Volksgeist que perciben en peligro de extinción, medidas de protección para su cultura. Si el socialismo marxista tuvo desde sus orígenes una profunda vocación globalizadora, que no democrática, y siempre mantuvo el propósito de hacer de toda la Tierra una sola patria proletaria, resulta que los actuales herederos de la izquierda marxista no sólo no han criticado los afanes totalizadores del marxismo, sino que en sus plataformas nacionalistas de defensa de las cultu­ ras diagnostican signos de despotismo en el acto de reivindicar la democra­ cia. Parece entonces que esos grupos de intelectuales que en el siglo xx se aliaron con el socialismo para mantener sus cotas de poder y prestigio encuentran ahora otra forma de volver al autoritarismo apoyando la causa del multiculturalismo. Y aunque es cierto que el multiculturalismo, como reac­ ción a la cultura de la identidad, defiende el valor de las divergencias al tiem ­ po que subraya la riqueza de la pluralidad, lo cual es encomiable, sin embargo no nos llevemos a engaño, no hay pluralidad cultural que valga si las perso­ nas habitan homogéneamente en medio de la pobreza y uniformemente bajo la bota de las dictaduras y, además, les toca vivir idénticamente sin derechos de ninguna clase. Así que, en caso de empeñarse en ideas románticas sobre Pueblos y Culturas cerrando, al mismo tiempo, los ojos a lo que ocurre en el seno de esas sociedades colectivistas, habrá de decirse que algo de razón tenía el escritor y activista francés David Rousset cuando definió al progre, educa­ do en la importación de ideas, en el culto al vanguardismo, como un «devorador predispuesto a todos los tópicos, siempre que lleven la etiqueta de izquierda». Pero también habrá de decirse que algo de razón tenía Ignacio

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Vidal-Foch cuando este escritor ha descrito a los intelectuales de izquierda como «turistas del ideal», es decir, como esos viajeros ávidos en comer utopí­ as a cualquier precio e, incluso, bajo cualquier incongruencia. Mantener, por tanto, una utopía porque es utopía no sólo constituye un error, sino que además genera efectos absolutamente contraproducentes, amén de reaccionarios. Y es que no valen todas las utopías. Tan sólo aquellas que van dirigidas a respetar a las personas. Consiguientemente, es de justicia reconocer que Occidente tiene, pese a su aciaga, venenosa y extensa historia cainita, valores positivos. Uno de ellos ha permitido la creación del Estado democrático y, con el desarrollo de la democracia, el que las mujeres hayamos alcanzado el estatus de ciudadanía gozando de los mismos derechos y debe­ res que los varones. Ya lo dijo Benjamín Constant, las personas tienen dere­ chos individuales, independientes de la autoridad social o política de turno, «y toda autoridad que viola esos derechos se hace ilegítima». En consecuencia, el Estado democrático no es el problema, nunca es un problema tanto o más cuanto que, así lo consideramos, en él sólo hay lugar para un patriotismo verdadero: el que desde el Estado democrático respeta a las per­ sonas en su integridad física y psíquica y al margen de su lugar de nacimiento,' del sitio en donde vivan, de la lengua que usen, de las creencias e ideologías que profesen, del sexo y color de piel que tengan, de la edad que posean... Recientemente, y antes de convertirse en el Papa Benedicto XVI, ha recordado el cardenal Joseph Ratzinger que ante el tema espinoso de la interculturalidad «no existe una fórmula universal racional o ética o religiosa en la que todos podamos estar de acuerdo y en la que todo pueda apoyarse. [Y refiriéndose a Hans King, autor de ¿Por qué una ética mundial, Joseph Ratzinger concluye:] Por eso mismo, la llamada “ética mundial” sigue siendo una abstracción».5 Ahora bien, como en la práctica resulta difícil plasmar el sueño utópico de una ética universal y es im portante reducir los riesgos de esa intolerancia que nace de la soberbia ideológica, pensamos que podemos buscar una serie de mínimos en los que ponernos de acuerdo. Así que antes que ecologista o anarquista, antes que socialmarxista o liberal, antes que abanderados, o no, de la multiculturalidad, siempre están como base de todo los derechos hum a­ nos, siempre está la necesidad de que las actitudes de respeto arraiguen por

5 «Debate entre Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas» (Munich, 19-1-2004), en Joseph Ratzinger (2004), Europa, raíces e identidad, Madrid, Ciudad Nueva, 2005, p. 79.

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autor

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su altísimo beneficio civilizador en todos los lugares de la Tierra, de modo que la igualdad, la libertad, la fraternidad... sean, sin discriminaciones de ningún tipo, un bien común, amén del auténtico legado, aún incumplido, de la Revolución francesa. En suma, no hay nacionalismos ni ideologías, tam ­ poco grupos políticos, que en nombre de un supuesto Bien colectivo de un Pueblo, de una Religión o de una Cultura justifiquen la violación de los dere­ chos de ninguna persona.

P O ST D A T A

Después de celebrarse el décimo aniversario del genocidio ruandés (1994-2004), el panorama que tenemos ante los ojos sigue dando muestras preocupantes de sangre e incendios. La publicación de la matanza en siete días (Sbrenica, 12-19 de julio de 1995) de ocho mil musulmanes a manos de soldados serbio-bosnios del general Ratzo Mladic, el conocimiento de los ase­ sinatos de la población kurda bajo el régimen del nazi Sadam Hussein, la muerte de más de 360 personas, la mitad de ellos niños, en el colegio de la ciudad rusa de Beslán a manos del terrorista Shamil Basayev, las masacres contra civiles indefensos en Sierra Leona, en Chechenia, las continuadas car­ nicerías de Darfur..., todo ello es una señal de que el rencor, el horror racis­ ta siguen ahí, presentes en nuestras vidas. Por supuesto, ya sabemos hacia dónde conduce el odio: primero, a la expropiación de los derechos políticos (muerte civil), y luego a la expropiación de la vida propia (muerte física). Para acabar estas páginas con optimismo, quizá sea bueno recordar, a títu­ lo postumo, la figura heroica de Bheki Mkhize, un negro zulú que vivió perse­ guido durante la dictadura blanca de Suráfrica, que sobrevivió a numerosos atentados — no al último en el año 2000— , que antes de morir vio cómo su familia padecía de cerca las prácticas severas del terrorismo racista que tan espléndidamente supo propiciar el régimen surafricano. De hecho, muchos fueron los sufrimientos que durante el camino tuvo que padecer: su hermano recibía el regalo de cuatro balas, su mujer era golpeada en su domicilio, su hija Nozipho, de 12 años, violada, su madre de 62, secuestrada, también tortura­ da... Toda una tragedia personal que, sin duda, muy pocas personas hubiesen sabido llevar con dignidad, es decir, sin dejarse conducir por la rabia, la deses­ peración o el revanchismo. No obstante, Bheki Mkhize nunca respondió desde

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el resentimiento. Nunca vio a las personas que le perseguían como cosas, como enemigos. El odio, según él, sólo producía odio, y el desquite, la búsqueda del desagravio, más odio todavía. La venganza, pues, no entraba en sus cálculos, no constituía una salida (ni personal ni política) seria y pacífica: [...] le pregunté cómo estaba. ¿Iba a emprender el camino zulú tradicional de la venganza? «Sí — sonrió— . Debemos convencer a la gente de que el voto es secreto. Entonces Inkatha perderá las elecciones en Ulundi y en ZwaZulu. Esa será mi venganza, el pacífico placer de la venganza.6

6 John Carlin (8-VII-1993), «Entrevista a Bheki Mkhize», en John Carlin, Heroica tierra cruel, Barcelona, Seix Barral, 2004, cap. IV, p. 130.

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Estos temas hubieran podido ser explicados con más detalle..., sin embargo, para alguien con las cualidades de Vd., basta simplemente con haberlos citado. J O H N L OCKE ,

Carta sobre la tolerancia

Este libro no se pone al servicio de nadie; al escribirlo, no he pretendido servir ni combatir a ningún partido. No he tratado de enfocar las cosas desde un ángulo distinto del suyo, sino de ver más lejos que los partidos; y mientras ellos se preocupan del mañana, yo he querido pensar en el porvenir A LEXIS

DE

T OCQUEVILLE ,

La democracia en América

Este libró comenzó a escribirse a principios de 1999 en la acogedora ciudad de Zaragoza, y finalizó a finales de 2005 en la hospitalaria ciudad de Madrid.

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Abad, Amparo, 380 Abeitúa, Isaac, 427 Abellán, Joaquín, 298 Achicallende, Nicolasa, 376 Adler, Víctor, 422 Adorno, T heodor W iesengrund, 21, 328,520, 536. 537, 538, 542. Aguéli, Ivan, 277 Aguirrc, José Antonio, 378 Alberti, Rafael, 134, 286, 463, 467, 527, 532 Alcalá, César, 378 Alcalá Zamora, Niceto, 422 Aleixandre, Vicente, 463 Alejandro de Yugoslavia, 50, 460 Alejandro II, 51, 71, 76, 275 Alejandro III, 73 Alejandro Magno, 335 Alfaro, Edm undo, 427 Alfonso X El Sabio, 56 Alfonso XII, 76 Alfonso XIII, 76 Allende, Salvador, 537, 538 Álvarez Buylla, José, 424, 425, 431 Álvarez Mendizábal, 425 Álvarez, Basilio, 424, 425 Alvarez, Ramón, 440 Amis, M artin, 330, 384, 449, 454 Ancillon, Johann Peter Friedrich, 287 Anderson, Ken, 377 Angiolillo, Michelle, 51, 268, 271 Angulema, duque de, 77

Anncnkov, Pável V., 220, 509 Aragón, Louis, 463, 527 Arana y Goiri, Luis, 342 Arana y Goiri, Sabino, 276, 341, 342, 343, 344, 345. 347- 354, 36o, 363, 364, 365, 368, 374, 376, 382,386, 387, 418, 420, 490, 501 Aranguren, José Luis L., 535 Aranzadi, Engracio de, 376 Araquistáin, Luis, 469 Arenal, Concepción, 382, 383 Arendt, H annah, 75, 134, 189, 328, 368, 537 Argüílol, Rafael, 526 Aristóteles, 17, 48, 56, 533, 534, 537 Arlandis, Hilario, 439 Armasa Briales, Pedro, 427 Arndt, Ernst Moritz, 235, 288 Arnould, Arthur, 490 Aron, Raymond, 106 Arroyal, León de, 107 Ascheri, Tommaso, 271 Astray, Millán, 386, 387 Auclert, H um bertina, 425, 509 Auden, Wystan H ugh, 134, 404, 464, 467, 468, 527 Auer, Ignaz, 297 Ayatollah Ali Jamenei, 116 Ayatollah Jomeini, 116 Ayuso e Iglesias, Manuel Hilario, 425, 426 Azaña Díaz, Manuel, 427, 432 Azcue, Resurrección, 344

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5Ó2 Babeuf, Frantjois Noel Gracchus, 20, 21, 33, 51, 79, 104, 105. 112, II3, I_£5_, 171, 172, 173, 222, 265, 337, 352, 359, 402, 45O, 45I, 452, 453, 481, 508, 521, 526, 554 Bábushkin, Iván Vasílievich, 73 Bailly, 35 Bajatierra, M auro, 275 Bakunin Mijaíl, 21, 124, 134, 145, 165, 183., 191, 209, 212. 219. 224, 225, 226, 227, 228, 229, 230, 231, 232, 233, 234, 235, 236, 237, 239, 241, 242, 243, 244, 247, 248, 249, 210^232, 253, 254, 256, 257, 263, 264, 265, 266, 269, 270, 271, 274, 281, 282, 284, 285, 286, 288, 292, 336, 337, 338, 392, 416, 435, 436, 489, 490, 501, 510, 545 Barbaroux, Carles-Jean-Marie, 85 Barbusse, H enri, 349, 350, 421, 442.» 527 Barclay, W illiam, 50 Barea, Arcuro, 130, 132, 475, 498, 528 Barére du Vieuzac, Bertrand, llamado El Anacreonte de la guillotina, 92, 97, 404, 45i. 453 Bar-Kosebah, Simón, 84 Barnave, Antoine, 35, 41, 42, 67, 169, 526 Barras, Paul, vizconde de, 149, 150, 132, 156, 123 Barrera, H eribert, 474 Barres, Maurice, 42, 45, 142, 288, 293, 314, 322, 325, 331, 334, 367, 368, 374, 482, 320 Barriobero Herrán, Eduardo, 429 Basayev, Shamil, 558 Bastiat, Frédéric, 180, 246 Batista, Fulgencio, 130 Battisti, Cesare, 472 Baudrillard, Jean, 289 Bauer, Gustav, 210 Bauer, O tro, 189, 339, 341, 414, 415, 416, 417, 418, 420, 501 Bax, Ernest Belfort, 210 Baynac, Jacques, 410, 441, 442, 449 Bazard, Saint-Amand, 209 Bcaudelairc, Charles, 275, 383 Bebcl, August, 73, 209, 229, 254, 298, 303, 306, 337, 435, 510 Beck, Josef, 445 Beethoven, Ludwig van, 323 Benda, Julien, 277, 308, 337, 362, 365, 385, 399, 402, 455, 456, 467, 533, 534 Benedicto XV, 350, 351

Los

MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD

Benedicto XVI, 557 Bénézé, Georges, 502 Benjamín, Walter, 21, 328 Bentham, Jeremy, 107, 169, 170, 213, 444 BerdiaefF, Nicolás, 256, 237, 258, 337, 490 Berelson, B. R., 539 Beresford, W illiam Carr, 78 Bergson, H enri, 385 Bernard Shaw, George, 522, 527 Bernstein, Eduard, 21, 22, 183, 209, 210, 217, 236, 255,256,258, 280, 28.2, 295, 297, 298, 299, 303, 304, 305, 306, 307, 308, 309, 326, 336, 337, 407, 440. 457> 469> 510, 526, £28, 549 Berthaud, Péire-Lois, 474 Bertsche, Kart, 288 Besteiro, Julián, 185, 464, 469, 478, 498, 528 Billaud-Varenne, Jacques Nicolás, 85, 97 Bismarck, O tto von, 254, 267, 346, 373, 394, 47.5 Blanc, Louis, 75, roo, 140, 150, 151, 214, 247, 308, 392 Blanchot, Maurice, 288, 289, 315, 367, 479, 53i. 532, 535- 54L 547 Blanqui, Jetóm e Adolphe, 264 Blanqui, Louis Auguste, 134, 240, 241, 284, 285. 287, 288, 395, 397 Blas M artín-Merás, Eva de, 464 Blas Zabaleta, Patricio de, 464 Blecua, José Manuel, 364 Bloch, Marc, 554 Boadella, Albert, 552 Bodin, Jean, 144 Boissy D ’Anglas, Fran^ois-Antoine, 153, 154, 151 156, 169, 178, 419 Bolte, Friedrich, 228 Bonald, Louis-Ambroise, vizconde de, 155, Bonaparte, Jerónimo, 162 Bonaparte, Luciano, 132 Bonaparte, Luis, 51, 105, 147, 252, 281, 401 Bonaparte, Napoleón, 51, 72, 94, 137, 140, 147, 150, 151, 152, 153, 155, 157, 160, 161, 162, 163, 165, 166, 167, 173, 183, 188, 189, 193, 234, 235, 323, 324, 325, 336, 340, 352, 358, 360, 451, 47£, 509 Bonneville, Nicholas, 508 Bordiga, Amadeo, 302 Borgoña, duque de, 59

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ÍNDICE O NOMÁSTICO Bormann, M artín, 376, 377 Borradori, Giovanna, 522 Bouillé, Fran^ois-Claude, marqués de, 64 Boulanger, George Ernest, 284 Bourgct, Paul Charles Joseph, 383 Braun, 74 Bravo Gala, Pedro, 151 Brecht, Bcrtolt, 134, 286, 403, 404, 465, 527, Breda, Toussaint de, (alias Louverture) 183, 339 Brcntano, L., 205 Bresci, Gaetano, 51, 76 Bretón, André, 463 Briand, Aristide, 301, 337 Brienne, Loménie de, 29, 30 Bright, John, 75, 245, 247 Brissot de Warville, Jacques-Pierre, llamado Pierre Brissot, 82, 84, 92, 93, 216. 216, 508 Brousse, Paul, 209 Bruneteau, Bernard, 477 Brunswick, duque de, 38, 531 Brupbacher, Pritz, 401, 442 Buber-N eum ann, Margarete, 21, 457, 476, 477, 526, 528, 549 Buchanan, George, 47, 48, 49 Buero Vallejo, Antonio, 463, 467 Bujarin, Nikolai Ivanovich, 290, 509, 528 Buonarroti, Filippo, 107, 454, 155, 136, 252, 265, 397, 403., 508 Burckhardt, Jakob, 315 Burkc, Edm und, 102, 106, 169, 170. 515. 316 Burns, John, 301 Busiqui, Fernández Reina, alias, 271 Buttini, Teresa, 349 Buzot, Fran^ois, 85 Byron, George G ordon, 201 Caballero de Jacourt, 172, 192, 193, 484 Caber, Etienne, 182, 204» 203, 208, 419 Cabrera Infante, 328 Calonne, Charles Alexandre de, 29 Calvino, Italo, 30, 55 Calvo Sotelo, Leopoldo, 443, 460, 463, 490 Camarero, Manuel, 404 Cambacérés, Jean Jacques Régis de, 93 Cambó, Francisco, 350, 355, 356, 359, 363, 364, 365, 368, 470, 471, 474, 496 Campanella, Tommaso, 140, 343, 495

53 Campbell-Bannerm an, Henry, 301 Campoamor, Clara, 413, 424, 425, 427, 428, 429, 430, 431, 432 Camus, Albert, 21, 131, 132, 143, 273, 447, 498, 549 Canalejas, José, 275 Cánovas del Castillo, Antonio, 51, 268 Capdcvila, Arturo, 329 Capo D ’Istria, 51 Cardenal, Ernesto, 286 C arlin.John, 559 Carlomagno, 112, 335 Carlos I, 46, 49, 61, 66, 70, 71, 160, 187, 282 Carlos II, 460, 331 Carlos III, 25 Carlos V, 160, 336, 331 Carlos IX, 96 Carlos XII, 67 Carlyle, Thom as, 145, 320, 322, 323, 325, 327 Carner, Josep, 470 Carnot, Lazare Nicolás Marguérite, 156 Carnot, o Sadi-Carnot, Marie Frangois, 31 Carpentier, Alejo, 467 Carretero, Anselmo, 366 Carrier, Jean-Baptiste, 107,123,168, 347, 359, 452, 453, 526 Carrillo, Santiago, 134, 404» 407, 408, 411, 527 Cassirer, Ernst, 324 Castelar, Emilio, 102, 139, 203, 237, 245, 268, 271, 272, 335 Castro, Fidel, 130, 500 Castro, H onorato, 427 Catalina de Médicis, 96 Catalina II, 26, 46, 486, 524, 334 Catalina La Grande, 531 Caulvin, Jean (Calvino), 50, 55, 529, 532 Ceau^escu, Nicolae, 473 Cecil, I lugh (lord), 352 Celaya, Gabriel, 469 Cernuda, Luis, 467 Cervantes, Miguel de, 387 César, 325, 335 Chaláis, conde de, 47 Challaye, Félicien, 469 Chamberlain, A rthur Neville, 320, 322, 501 Charachidze, D., 441, 454, 458 Charfi, M oham ed, 116 Chasseboeuf, C onstando Frao^ois de, 31, toó

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564 C hateaubriand, Alphonse de, 477 C hateaubriand, Fran^ois Rene, vizconde de, n i, 171, 546 Chénier, André de, 57, 111 Chernyshevski, Nikolái Gavrílovich, 134, 265, 286, 296, 395, 397, 398, 459 Churchill, W inston Leonard, 445 Cicerón, Marco Tulio, 350, 377 Clausewitz, Karl von, 79, 235, 288, 320, 322, 324, 338. 349, 352, 385, 409, 450, 451 Clem ent, Jacques, 57, 62 Clem ente VII, 160 C loots, Jean-Baptiste du Val-de-Gráce, barón de, 85, 107, 133, 168, 265, 339 Cluseret, 230 Cobden, Richard, 214, 245 Codreanu, C orneliu Zelea, 458 Collins, Michael, 460 Coliot D ’Herbois, Jean-Marie, 74, 85, 100, IO 7> I 2 3- 453 > 508 Companys, Lluís, 378 Com te, Auguste, 263, 322, 369, 521 C ondorcet, Marie-Jean-Antoine-Nicolas Caritat, marqués de, 82, y ., 93, 114, 115, 132, 158, 189, 265, 333, 334, 336, 422, 423 C onstant de Rebecque, Benjamín, 91, 145, 152, 179, 180, 251, 259, 390, 392, 557 C onstantino, llam ado El esposo de la Consti-tución, 78 Corday, Carlota, 277 Cordero Pérez, Manuel, 413, 432 Cortázar, Julio, 286, 340. 404. 405. 444. 523 Cortés, H ernán, 241 Cottereau, Jean, alias C houan, 167 Coudenhove-Kalergi, Richard, 337 C outhon, Georges Auguste, 82, 85, 87, 97, 101, 118, 119, 125, 150, 395, 396 Cowley, Malcom, 467 Cristina de Suecia, 531 C rito, 221 Croce, Benedetto, 208, 308, 531 Cromwell, Oliver, 150, 152, 325, 532 C uno, Theodor, 226 Cuvier, Georges, barón de, 217 Czolgosz, León F., 51, 271 D ’Aelders, Etta Palm, 45, 67, 107, 189 D ’Alembert, Jean-Baptiste Le Rond, 159, 170, 484

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D ’A nnunzio, Gabriele, 276, 284, 288. 322, 460, 472 D ’Arnouville, M achault, 28, 29 D ’Aurevilly, Jules Barbey, 187, 188, 322, 490 D ’Églantine, Fabre, 57, 85 D ’Istria, Capo, 51 Dabrowski, Jaroslaw, 284, 285 Dalmau Bofill, Paula, 349 Damocles, 503 Dansart, 183 D anton, Georges Jacques, 41, 42, 51, 52, 57, 74, 80, 83, 85, 86, 87, 9.3’ 94. 97. 98, 99. 100, 101, 137, 150, 151, 168, 339, 359, 395, 508 Darré, Walter, 377, 512 Darwin, Charles, 342, 343, 363 Dato, Eduardo, 268 D audet, Léon, 353, 490, 518 D auphin, J.P., 535, 540 David, Louis, 57 De Gauile, Charles, 527 De los Ríos, Fernando, 131, 173, 258, 330, 439. 440. 459. 5H Debs, Eugene, 287,301 Declacroix, Eugéne, 194, 195 Del Rosal, Amaro, 299 D em angeon, Albert, 384 Dencás i Puigdollers, Josep, 492 Denzinger, Henriei, 59 Dérouléde, Paul, 2.8_8_, 353 Derrida, Jacques, 102, 103, 105, 143, 522 Descartes, René, 531 Deschamps, 290 Desmoulins, Camille, 32, 41, 85, 9 8 ,100,168, 359> 3^7’ 453. 508, 509 Dessalines, Jean-Jacques, 339 Díaz Herrera, José, 378 Díaz Villanueva, Fernando, 132 Dickens, Charles, 200, 527 Diderot, Denis, n o , 125, 159, 170, 171, 449, 484. 5Ji Disraeli, Benjamín, 197 Dollfus, Engelbert, 460 D ónitz, Karí, 500 Donoso Cortés, Juan, 191,192, 206, 241, 280, 281, 282, 311, 315, 322 Dos Passos, John, 498, 507, 520, 528 Dostoievsky, Fedor, 266, 270, 274, 361 Douai, Merlin de, 92

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ÍNDICE O NOMÁSTICO Dreyfus, A lfred, 299, 367, 368, 417 D rieu la R ochelle, Pierre Eugéne, 399, 472, 473» 478» 428 D u PlessyM ornay, señor de, 54 D uca, Ion, 458, 460 D uguet, R aym ond, 441, 454, 458 D uguit, L eón, 31, 169 D ü h rin g , Karl Eugen, 22.8., 283 D um as, Alexandre, 150 D um ouriez, C harles Fran^ois du Périer, lla­ m ado, 83, 84 D upiessis-R ichelieu, A rm and Jean D ésiré de V ignerot, (d uque d ’A iguilíon), 106 D u p o rt, M ., 137 D urosoy, B arnabe, 508 Duvergier, Jean B aptist, 120 E bert, Friedrich, 72, 73, 74, 75 Eccarius, G eorg, 245 E herenburg, Ilya, 467, 527 E h rh ard t, capitán, 33, 75 E instein, A lbert, 532 Elcano, Juan Sebastián, 345 Elorza, A n to n io , 376 Eluard, Paul, 463 E m erich, Jo h n E dw ard, 503 E nde, M ichael, 552 E nfan tin , B arthélcm y Prosper, alias Le Pére E nfan tin , 209 Engel, C h ., 205 Engels, Friedrich, 71, 72, 112, 134, 154, 163, 178, 182, 190, 201, 204, 205, 208, 209, 211., 215, 216, 221, 222, 223, 226, 227, 228, 229, 230, 231, 235, 239, 240, 241, 242, 243, 253, 254, 280, 283, 284, 285, 286, 287, 28.8, 289, 298, 300 , 304, 305, 306, 307, 3P9» 331» 336, 337» 318, 361, 365, 393, 397, 401, 404, 411, 450, 457, 490, 501, 509, 531» 548 E nrique III, 57, 96 E nrique IV, 59, 60 E nrique V III, 45, 46, 160 Erasrno de R otterdam , 531 E rhard, Jo h a n n B enjam ín, 69, 70 Escherich, Forstrat, 75 Escóiquiz, Juan de, 324 Espinal, Tadea, 349 Esplá, C arlos, 427 Esquilache, 25

565 Estivill, A delina, 349 E stuardo, M aría, 46 F allad, O ria n a, 555 Farga, Rafael, 282 Farías, V íctor, 327, 328 Faure, 271 Fazy, Jam es, 73, 247 Federico de Sajonia, 532 Federico II de Prusia, 486, 331 Feijoo, B enito Jerónim o, 404 Felipe II, 46 Ferm i, E nrico, 473, 527 Fernández, 237 Fernández, M anuel, 427 F ernando V II, 77, 324 Ferry, Jules, 299 Fesch (cardenal), 160 Fichte, Jo h a n n G o ttlieb , 162, 163, 170, 270, l&L» 5°7» 519, 532 Fieschi, 51 Figner, Vera N ikoláyevna, 459 Fim m en, Edo, 337 Flaubert, G ustave, 322, 383, 490 Font y Q uer, Pío, 380 Fontseré, C aries, 471, 498, $28 Foucault, M ichel, 250 Fouché, Joseph, d u q u e de O ta n to , 85, 94, to o , 107, 123, 149, 150, 152, 451 Fourier, C harles, 21, 105, 112, 207, 208, 419, 434» 446 France, A., 527 Franch, Salvador, 271 Francisco I de Francia, 532 Franco B aham onde, Francisco, 135, 285, 326, 378» 379» 380, 381, 382, 386, 463, 492, 493» 5Oi Frank, Ana, 457 Frank, Sém ion, 114 Frankl, V iktor E., 457 Fréron, Louis-M arie Stanislas, 93, 94, 150, 168 Freud, Sigm und, 386 G abriel y G alán, José M aría, 424 G alán M adriz, L eónidas, 132 G alarza G ago, Ángel, 406, 443, 463 Gales, Príncipe de, 76 G alliffet, G astón A lexandre A uguste de, 295 G am betta, León, 299

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566 Gandhi, 550 Garces, Santiago, 463 García Lorca, Federico, 463 García Márquez, Gabriel, 522, 523, 528 García Oliver, Juan, 404, 545 García Quejido, Antonio, 510 Garibaldi, Giuseppe, 75, 247, 392, 395 Garrido, Fernando, 139, 205, 336 Gaya, Juan, 379 Gayssot, Jean-Claude, 396 Geich, Johann Baptiste, 70 Gellately, Roben, 100, 513, 514 Gener, Pompeyo, 69, 322, 362, 363, 365, 368, 369, 374. 382. 490 Gentile, Giovanni, 321, 322, 490 Gentz, Friedrich von, 112 Gerónimo Napoleón (príncipe), 244 Gcrson, Jean de, 60 Gide, Andró, 456, 467, 328 Gigot, Philippe, 215 Gil Roldan, Ramón, 427 Gincr de los Ríos, Francisco, 459, 511 Gobíneau, Arthur de, 320, 322, 501 Godard, EL, 535. 54Q Godwin, William, 211, 232, 269 Goebbels, Joseph Paul, 508, 522 Goethe, Johann Wolfgang von, 38, 185, 323. 324> 550 Goldensohn, León, 500 Gollanz, Victor, 286, 465, 512 Gomáriz y Latorrc, Jerónimo, 427, 429 Gombrowicz, Witoid, 399, 465. 466, 532, 533 Gomes Da Costa, Manuel de Oliveira, 460 Gómez Chaix, Pedro, 427 Gómez La Torre, Matías, 540 Goncouri, Edmond Huot de, 322 Goncourt, Jules Huot de, 322 González Ruiz, Nicolás, 524 González Sicilia, Ramón, 427 González, Felipe, 419 Gorbachov, Mijaíl, 444, 548 Gorgias, 525 Gori, Piecro, 271 Gorki, Máximo, 384, 456, 473, 532 Gorsas, 508 Gouges, Marie Olympe de, 43, 183, 186, 189, $08 Gournay, Vincent de, 199, 200 Gramsci, Antonio, 236, 516

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Grass, Günter, 527 Grignon, Picrre, 452, 326 Grocío, Hugo, 45, 42> 54 Grosman, Vassili, 457 Grove, Marmaduke, 474 Grunévitski, Ignati loajímovich, 71 Grünn, Karl, 209 Guallar Poza, Santiago, 427 Guerra del Río, Rafael, 427. 431 Guesde, Mathieu Basile Oules), 209, 288, 295, 296 Guevara, Ernesto Che, 130, 132, 286, 2.8.8, 291. 444. 442* 5>4> 515. 546 Guillen Vicente, Rafael Sebastián, 324 Guillén, Nicolás, 403, 465, 467, 477 Guillermo de Orange, 78, 323 Guillermo I, 76 Guillermo II, 73, 74 Guizot, Franjéis Picrre Guillaume, 195 Gustavo III, 25, 70, 71 Guterman, Norbert, 538 Guzmán, Abimael, 408, 410, 411, 444 Habeck, Mary R., 462 Habermas, Jürgen, 34, 102, 103, 105, 143, 522,

557 Halbwachs, Maurice, 63 Halévy, Daniel, 109 Halévy, Élie, 256, 257, 258, 351, 352, 394, 399, 439- 455. 456. 502. 533 Harney, George Julián, 509 Haro Tecglen, Eduardo, 492, 523 Hassel, Sven, 457 Hayek, Friedrich A., 456, 457 Healy, Tim, 352 Hébert, Jacques, 85, 92, 97, 100, 168, 451 Hegel, Georg Wilhclm Friedrich, 116, 120, 145, 288, 324, 502 Hcidcgger, Martin, 327, 328, 360, 375, 490, 527.532 Heine, Wolfgang, 132, 284, 303 Heinzcn, Karl, 209, 297 Held, A., 20s Hemingway, Ernest, 134, 286, 404, 527 Henriot, Fran^ois, 82, 150, 168 Henry, el anarquista, 271 Henry, N .W , 539 Hórault de Séchelles, Marie Jean, 86, 97, 101, 122, 359

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Í N DICE O NOMÁSTICO

Herder, Johann Gottfried, 162, 358 Hernández, Miguel, 463, 467 Hcrraiz, 524 H erriot, Edouard, 337 Hervé, Gustave, 290, 473, 510 Herzen, Alexandr Ivánovich, 75, 183, 208, 232, 233, 247, 271, 282, 358, 510 Hesíodo, 199 Hess, Moses, 198, 209, 214, 286 Hesse, H erm ann, 349 Hidalgo, Adriana, 466 Hidalgo, Alberto, 403, 465 Hildegart, 257 Himmler, Heinrich, 377 Hipias de Elis, 236, 237 Hitler, Adolf, 20, 74, 75, 128., 147. 28$; 288. Ü L 32Z. 328, 333 - 347. 3.58, 360, 368, 374, 377. 378, 382, 384» 385» 386, 387. 398, 445. 446, 449, 454, 456, 457, 459, 460, 472, 473. 475. 476, 477. 478. 483. 484. 485. 486, 487, 498, 499, 500, 501, 502, 503, 5B. 514. 5i8, 5 0 . 520, 526, 538 Ho Ghi M in, 449 Hobbes, Thom as, 48, 49, 54, 127, 136, 143, 144. 485. 486 Hobsbawn, Eric, 195 Hódel, 76, 267 Hollander, Edwin P., 542, 543 Hook, Sydney, 403 Horkheimer, Max, 536, 545 Horthy, Miklos de Nagybanya, 460 Hovland, Cari L> 535. 53á> 5.37. 531. 539. 540, 542 Howard Colé, George Douglas, 245, 265, 266, 296 Hryniewiecki, 51 Hughes, Langston, 467 Hugo, Víctor, 73, 247, 392 H uidobro, Vicente, 467 H um berto I, $£, 76 H um boldt, Wilhelm von, 159, 213, 324, 389 Hume, David, 27, 57, 58, 6 6 , 117,127, 338. 54i Hussein, Sadam, 358 H utton, James, 217 Ibarruri, Dolores, 463, 472 Iglesias, Pablo, 268, 300, 464, 469, 510 Infante, Blas, 355 Inguanzo y Rivero, Pedro, 135

567 Inkatha, 559 Iparraguirre, José María, 345 Isabel de Austria, 76 Isabel II, 76 Ivanov, Ivan I., 277 Jaclard, Charles Victor, 284, 285 Jacobo II, 78, 323 Jacobo VI, 46, 48 Jacquard, Joseph Marie, 201 Jahn, Friedrich Ludwig, 360 Jandum , Jean de, 160 Jaraíz Franco, Pilar, 493 Jarpers, Karl, 384 Jaucourt, Louis de. Ver: Caballero de Jacourt Jaurés, Jean, 106, 209, 255, 295, 296, 297, 299, 308, 390, 407, 510 Jay, John, 113 Jeanbon, Saint-André, barón, 95 Jebb, John, 196 Jefferson, Thom as, 113, 172, 190 Jelen, Christian, 442 Jiménez de Asúa, Luis, 424, 430, 432 Jiménez, Juan Ramón, 513 Jogiches, Leo, 73 Johnson, Hiram Warren, 522 Johnson, Paul, 532 José I, 25, 70, 162 José II, 160, 161 Josefina, 160 Jovellanos, Melchor Gaspar de, 112, 163, 177, 404 Jrushov, Nikita Serguéievich, 22 Juan VI, 78 Juana de Arco, 353 Juárez, Benito, 473 Juarros Ortega, César, 426, 431 Julia Pcrelló, Francisco, 427 Julio César, 525 Jung, H erm ann, 245 Jünger, Ernst, 288, 325, 326, 377 Just, Julio, 427 Kafka, Franz, 116 Kámenev, Lev, 301, 528 Kammers, 271 Kant, Im manuel, 102, 131, 132, 133, 134, 142, 143,163,171, 213, 258, 274, 403, 466, 469, 475. 495. 516, 5^5

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LOS MONSTRUOS POLÍTICOS DE IA MODERNIDAD

568 Kaplan, Fanny, 127 Kapp, 75 Katz, L 539 Kautsky, Karl Johann, 21, 22, 75, 101, 102, 120,157., 182, 209, 210, 211, 236, 250, 255, 258, 267, 296, 297, 306, 33G 389., 396, 397> 398, 399, 400, 401, 402, 403, 407, 435' 436, 432, 438, 440, 44L> 11°, 521. 549 Kellogg, Frank Billing, 351, 352 Kemplerer, Víctor, 327, 328, 347, 377, 457, 459. 467 Kent Siano, Victoria, 424, 427, 428, 429, 432 Keyncs, John Maynard, 206 Keyserling, H erm ann Karl von, conde de, 137 Kierkcgaard, Sórcn, 345 King, Hans, 537, 557 King, M artin Luther, 515 Kírov, Serguéi, 128 Klapper, Joseph T , 342, 543 Klopstock, Friedrich Gottlieb, 106, 107, 162 Koch, Stephen, 446, 511, 528 Koestler, Artur, 471 Kolbasin-'l chernova, Oga, 447, 454, 458 Kotek, Joel, 362 Kourouma, Ahmadou, 100 Kowalewski, 328 Kranold, H erm ann, 337 Krauze, Enrique, 525 Kravchenko, Viktor, 528 Kroprótkin, Pietr, 134, 182, 191, 223, 236, 237, 241, 243, 249, 255, 269, 285, 286, 370, 371, 433. 4á9, 47O> 47i> 49°- 529_. 5*0 Kugclmann, Ludwig, 28 3¿ 292 Kun, Bcla, 460 Kuski, ministro de justicia, 454 La Boetie, Etienne de, 58 La Fayette, Marie Joseph, marqués de, 35, 168 La Grange, Bertrand de, 515, 525 La Platiére, Roland de, 42, 84 La Révelliére-Lépcaux, Louis Marie de, 42,156 Labriola, Arturo, 210, 286. 385, 419 Lacombe, Claire, 189 Lafargue, Paul, 209, 295, 489, 510 Lanjuinais, Jean Denis, conde de, 97, 98, m , 133

Largo Caballero, Francisco, 410, 411, 443, 444, 464, 469, 492, 500, 510 Larina, Arma, 546 Larra, M ariano José de, 159 Las Casas, Fray Bartolomé de, 45, 49, 421 Laski, Harold, 465, 512 Lassalle, Ferdinand, 181, 182, 209, 229, 242, 254, 280, 326, 338, 394, 421, 475, 490, 5i9, 522 Lasswel, Harold Dwight, 538 Lasuela, 271 Latsis, 127,128 Launay, Bernard-René Jordán, marqués de, 113 Lavater, Johann Caspar, u i Lavristy, 209 Lazarsfeld, Paul F., 535, 537, 539,540, 542, 543 Le Bas, Philippe, 85 Le Bon, Gustave, 494 Le Chapelier, Isaac René Guy, 194 L e b o n ,107 Lefebvre, Georges, 30, 154 Lehning, Kart, 51 Leibniz, G ottfried W ilhelm, 502 Lemonnier, Charles, 336, 392, 509 Lenin, Vladimir Ilich Uliánov (llamado), 20, 43- 73i 74> 75, 127, 128, 134, 183, 209, 210, 211, 219, 249, 2S5, 265, 279, 285, 286, 287, 288, 296, 298, 301, 313, 329, 330,356, 360, 382, 384, 395, 397, 402, 406, 408, 410, 416, 422, 433, 435, 437, 438, 439> 441, 442, 444, 449, 450, 453, 454, 456, 459, 465, 469., 470, 472, 475, 476, 478, 490, 501, 502, 510, 511, 518, 520, 538 León Felipe, Felipe C am ino Galicia, alias, 467 León X, 160 Léon, Pauline, 45, 67, 189 Lequinio, 359 Leroux, Pierre, 208, 259, 554 Lcrroux, Alejandro, 276, 349, 432 Letourneur, Charles Louis Fran^ois Honoré, Levi, Paul, 73 Levi, Primo, 73, 457, 474 Liebknecht, Karl, 73, 209, 298 Liebknecht, W ilhelm, 182, 209, 254, 300, 435> 510 Lilburne, John, 180

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569

ÍNDICE O NOMÁSTICO Lincoln, Abraham, £i Lindzey, G..A., 536 Lipido, 76, 271 Lizárraga, Concepción, 344 Locke, John, 33, 53, 6L , 179, 483, 560 López de Legazpi, Miguel, 345 López Goicoechca, Francisco, 427 Lorenzo, Anselmo, 205, 225, 330 Louverture, ver: Breda, Toussaint de Lovett, Wiiliam, i86_. 214, 265 Lowenthal, Leo, 538 Loyola, Ignacio de, 345 Luccheni, Luigi, 76 Ludendorff, Erich, 75, 288, 313, 460, 520 Luis de Baviera, 160 Luis Felipe de Orleans, 51, 76, 194» L9S Luis XIV, 28, 50, 485 Luis XV, 28, 70 Luis XVI, 2S_, 27, 28, 31, 37, 38, 40, 41, 42, 43, so, 51, S2, 55J sá> 5.7.»59» 6 1» 62, 64, 65, 66, 6y_, 70» 7i, 72, 24i 75» 7 137.» 53i Lulero, M artín, 45, 46, 55, 212. 214, 402, 529, 531 Luxemburg, Rosa, 21, 73, n o , 209, zjo, 258, 272, 298, 3°3.» 3P4_, 341» 348, 349» 438, 439» 44 o » 549 Lysenko, Trofim Denosovich, 419 Mably, Gabriel Bonnot, abate de, 251, 2$z Machado, A ntonio, 467, 513, 521 Machado, Gerardo, 346, 492 Maciá, Francesc, 355, 356, 491, 492 Madame de Pompadour, 28 Madame Roland, M anon Philipon (conoci­ da como), 42, 86, 88, 89 Maillard, Stalisnas Marie, 34, 35, 8s» 94, B li 526 Maistre, Joseph, conde de, 108, 110, 145, 152, 155, Makhaiski, Jan Waclav, 21, 394, 436, 526, 549 Malaparte, Kurt, 472, 490, 491, 492, 512 Malatesta, Enrico, 266, 271 Malcolm X, 134, 286 M aleshcrbes, C hrctien G uillaum e de Lamoignon de, 43, 65, 66. 188 Malévich, Kasimir, 290 Malgaz, 488, 502 Mallet du Pan, Jacques, n i

Malón, Bcnoit, 209 Malraux, Andró, 456, 467, 507, 527, 532, 533 Malsagov, capitán, 441, 454, 458 Man, Henri de, 476 Mancini, Pascual E., 335 Mándela, Nelson, 515 Manea, N orm an, 528 M ann, Heinrich, 467 M ann, Thom as, 421 M annhardt, Johann W ilhelm, 491 Maquiavelo, Niccoló, 48, 8.6, 120, 133, 13J7, 160, 170, 501, 503, 507 Maran, René, 467 M arañón, Gregorio, 311, 443, 458, 479, 513 Marat, Jean Paul, 79, 83, 88, 93, 94, 99, 154, 168, 277, 508, 538 Maravall, José María, 419 Marcháis, Georges, 473 Marcusc, H erbert, 21, 102, 328, 407 Maréchal, Sylvain, 508 María Antonieta, 28. 29, 38, 79, 92, 95, 132, 277 María Teresa de Austria, 38 Marial, 425 Mariana, Juan de, 45, 53, 54, 60, 61, 67 Marinello, Juan, 467 M arinetti, Filippo, 288, 290 Marsal Anglora, Josefa, 349 Marsal, Eufemia, 349 Martí, José, 366 M artínez Arancón, Ana, 34 M artinus V, 60 Martov, Julius, 209, 298, 441, 454, 458, 528 Marx, Karl, 51, 72, 75, ios» 112, 134, 136, 147, 154, 165, 178, 181, 182, 190, 202, 203, 207, 208, 209, 210, 211, 212, 213, 214, 215, 216,217,218, 219, 220, 221, 222, 223, 224, 225,226, 227, 228, 229, 230, 231, 232, 233,234, 235, 236, 239, 240, 241, 242, 243, 244, 245, 252, 253, 254» 255, 256, 257, 258, 259, 265, 280, 281, 282, 283, 284, 286, 287, 288. 289, 291, 292, 294, 298, 300, 304, 305, 307, 308, 309, 321, 326, 329, 335, 337, 338, 358, 361, 365» 387. 391» 393» 395» 397» 399» 4 ° o » 401, 403, 404, 405, 406, 411, 416, 417, 419, 435, 444, 450, 457, 466, 470, 475, 478, 490, 495, 496, 497, 501, 509, 510, 529> 5.3_L» 545» 548» 549

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570 Mas y Sans, Sinibaldo, 335, 366 Mathieu, Maurice, 271 M aupcou, René Nicolás de, 30 Maura, Antonio, 268, 464 Maurras, Charles, 284, 286, 353, 367, 369, 490, 518 Mauss, Marcel, 456 Mayor Zaragoza, Federico, 420 Mazzini, Giuseppe, 75, 76, 182, 340, 360 McKinley, William, 51, 275 McPhee, W. N „ 539 M ehring, Franz, 73, 401 Meinecke, Friedrich, 328 Melgunov, Sergio Petrovich, 441, 454, 458 M enchú, Rigoberta, 541 Mercier de la Riviére, 531 Merejkovsky, D im itri, 160 M ericourt, Théroigne de, 35, 80, 189, 277 Merlino, 271 Metaxas, loannis, 460 Michel, Louise, alias la Loba Roja, 182, 263, 277 Michelct, Julcs, 360 Michels, Roben, 321, 322, 476, 494 Mikhailovski, Nicolai, 209 Millerand, Alexandre, 210, 295, 296, 297, 298, 299, 304, 349 Milosz, Czeslaw, 528 Mink, Pauline, 263 Mirabeau, H onoré Gabriel Rigueti, conde de, 42 Mises, Ludwig von, 75, 177, 313, 327, 336, 3.3.7_2_45G_467_. 497. 532 M itterrand, Danielle, 514 M itterrand, Frantjois, 98, 418, 514 Mkhize, Bhcki, $s8, 559 Mkhize, Nozipho, 558 Mladic, Ratzo, 558 Moa, Pío, 410, 552 Monresquieu, Charles de Secondat, barón de, 55, 58, 67, 77, 144, 180, 482, 483, 484, 485, 486, 516, 517, 521 Moncijo, Eugenia de, 76 M ontmorency-Nivelle, Felipe de, conde de H orn, 46 Mora, G otzonc, 532 Moradiellos, Enrique, 497 Morelly, 121. 125, 141, 212, 224, 399, 495 Moreno Galvache, José, 427

L o s MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD

Moro, Thom as, 204 Morral, Mateo, 76, 271 Mosca, Gaetano, 320, 321, 322 Mossc, Claude, 51 Most, Johann, 182, 275, 509 Mounier, Emmanuel, 168, 337, 479, 531 M ount, Ferdinand, 449 Mozambano, Severinus de. Ver: Pufendorf M ágica de O rtiz y Zarate, Pedro de, 387 Mülhaussen, 46 Muniesa, Bernat, too Müntzer, Thom as, 46, 212, 531 Münzenberg, Willi, 183, 446, 463, 511, 528 Mussolini, Benito, 147, 276, 285, 329, 365, 382, 386, 393, 395, 398, 456, 457, 460, 47 7-, 473- 476, 478. 5O I > 518, 538 Mustich, Luisa, 349 Nabruzzi, Rubicone, 231 Napoleón I, 165 Napoleón III, 51, 76, 147, 244, 394, 473 Naudé, Gabriel, 39, 40, 47, 48 Navarro, Ramón, 427 Nechaiev, Scrgci, 134,183, 209, 263, 263, 266, 271, 274, 277, 288, 292, 451, 459, 546 Necker, Jacques, 27, 28, 2 ^ 3.2, 40, in , 490 Nelken, Margarita, 424, 432, 443, 463, 464, 492 Némec, A ntonín, 417 Neruda, Pablo, 134, 403, 465, 467, 507, 516, 527, 528 Nicolás I, 78 Nicolás II, 72, 73_, 74. 75 Niethammer, 324 Nietzsche, Friedrich, 69, 109, 165, 239, 253, 273, 275, 288, 315, 316, 317, 318, 319, 320, 322, 324, 325, 352, 371, 372, 382, 383, 385, 386, 421, 479, 490 N ikitin, 271 Nin Andreu, 21, 104, IOJ_, 134, 147, 286, 289, 301, 302, 329, 330, 365, 406, 410, 411, 460, 490, 493, 494, 495, 496, 497, 498, 509, 510, 528 N itti, Francesco Saverio, 456, 457 Nizan, Paul, 528 Nobiling, Karl, 76, 267 Noske, Gustav, 73, Z4> 7_5.> 438, 473, 475, 552 Novalis, Friedrich von Handenberg, llama­ do, 340,347.352

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ÍNDICE O NOMÁSTICO Novoa Santos, Roberto, 425, 428 Nozick, Roben, 22, 250, 402, 497 O ’Connor, Feargus Edward, 134, 187, 232, 233, 265 O ckham , William de, 55 Oliva, Moneas!, 76, 271 Oliveras, Consuelo, 349 O m ar de Lucía, Daniel, 329, 330 Orleans, duque de, 59, 60 Orsini, Felice, 51, 76, 271 O rtega y Gassct, Eduardo, 427 Ortega y Gasset, José, 336, 337, 384, 433,, 461, 467, 468, 513, 519, 520, 525. 553 Orwcll, George, Eric Blair alias, 21, 130, 132, i33> 134. 447. 461, 468. 49 o ’ 498. 519, 520, 533, 542, 549 Ossorio y Gallardo, Ángel, 424, 425 Ovejero Bustamante, Andrés, 427, 428, 429 Owen, Robert, 21, 105, 112, 185, 201, 202, 208, 335, 434, 446, 549 Paine, Thom as, 69, 70, 106,107, 133, 134, 182 Palack, E, $09 Pallás, Paulino, 271 Pankhurst, Emmeline, 459 Pannekoek, A ntón, 210 Papini, Giovanni, 288, 488, 489, 501, 502 Papst, mayor, 75 Pardiñas, Manuel, 275 Pareto, Vilfredo Frederigo Samaso, marqués de, 320, 321, 322, 393, 490 Parvus, Axelrod, 210 Pascal, Blaise, 43, 48, 49, 120, 121, 499 Pasukanis, E. B., 455 Pats, Konstantin, 460 Parten, Phillip van, 228, 242 Paulus V (Papa), 59 Payne, Stanley G ., 497 Paz, Octavio, 374, 467, 528 Pazos, Celestino de, 160 Pedro el Grande, 329, 330 Pedro III, 46 Péguy, Chareles, 288, 399, 490 Pcllicer, Petronila, 349 Pelliza da Volpcdo, Giuscppe, 198 Peñalba Alonso de Ojeda, Matías, 427, 432. Pérez de Ayala, Ramón, 513 Pérez Farras, Enrique, 491

571 Perret, 230 Pétain, Henry-Philippe, 285 Pétion de Villeneuvc, Jéróme, 84, 85 Petit, Jean, 59, 60 Philipon, M anon. Ver: M adame Roland Pi y Margail, Francisco, 181, 354 Pi, Baudilia, 349 Pieri, 76 Pilsudski, Józef, 460 Pinea, María, 349 Pinsker, Leo, 339 Pío VI, 160 Pío XI, 379, 380 Pío XII, 378 Pita Rodríguez, Félix , 467 Pitágoras, 29 Platón, 224, 326, 541 Plejánov, George V , 134, 210, 286, 299, 301 Pol Por, 444, 449 Polibio, 56 Pombal, Sebastiáo José de Carvalho e Meló, marqués de, 25 Poppcr, Karl, 520 Portalis, Jcan-Étienne-M arie, 288 Posa, Manuel, 464 Potiomkin, príncipe, 523, 524 Pouget, Emile, 182 Prat de la Riba, Enrique, 276, 277, 314, 315, 333, 341, 346, 355, 365, 368, 373, 382, 418, 490, 501 Price, Robert, 106 Priestsley, Joseph, 106 Prieto, Indalecio, 427, 432, 463, 464, 492 Primo de Rivera, José A ntonio, 145, 146, 357, 429, 440, 460, 490 Primo de Rivera y Orbaneja, Miguel, 429, 460, 491, 492 Proli, 107 Proudhon, Pierre-Joseph, 2Q, 104, 105, 112, 137, 138, 165, 203, 204, 207, 209, 211, 212, 213, 214, 215, 216, 217, 218, 219, 220, 221, 223, 224, 225, 231, 232, 233, 249, 252, 254, 264, 265, 269, 271, 308, 324, 340, 341, 347.352. 354’ 389. 39°. 3.9A- 4 ^ . 43.4.’ 43 339. 347. 348. 349.352, 362,371, 372, 373 >381, 490 Rendón, Lozano, 543 Reubell, o Rewbell, Jean-Fran^ois, 156, 457 Revilla, Juan, 427 Ricardo, David, 245 Richard, Alberto, 2.3^5 Richclieu, Jean du Plessis, cardenal y duque de, 47 Rico López, Pedro, 428, 429, 430 Rico, Maite, 515, 525 Riefensthal, Leni, 527 Rigoulot, Pierre, 362 Riou, G astón, 337 Robcson, Paul, $23 Robcspierre, Maximilien Marie Isidorc de, 37. 46, 5L 57. 63, 64, 65, 67, 82, 83, 84, 85, 87, 88, 92, 95, 96, 97, 98, 99, 101, 117, 118, 119, 121, 122, 124, 126, 127, 132, 134, 137, 139, 140, 145, 149, 150, 151, 154, 156, 16 y, 168, 214, 252, 265, 403, 406, 45J, 452,

454A 4¿L. 5Q8. 5J& 53.8 Rochefort, 271 Rodbertius, Johann Karl, 2Q5_, 209 Rodríguez, Aurora, 277 Rodríguez, José Luis, 419 Rokha, Pablo de, 463

LOS MONSTRUOS POLÍTICOS DE LA MODERNIDAD

Roland de la Platiére, Jean Marie, 82 Rolland, Romain, 349, 527 Romans, H um berto de, 54, 55 Ronsin, 168 Roosevek, Franklin Delano, 532 Rosenberg, Alfred, 369, 377, 527, 532 Rousseau, Jean Jacques, 49, 51, 56, 57, 62, 63, 84, 123, 124, 125, 127, 136, 140, 141, 142, 143, 144, 145, 146, 168, 169, 172, 223, 251, 252. ¿95a 443’ 486, 124, 527, ü 6 Rousset, David, 437, 328, 556 Royer-Collard, Pierre Paul, n i, 265 Rubalcaba, Alfredo P., 419 Rudio, 76 Ruiz Rebollo, 425 Rull, Juan, 271 Russell, Bertrand, 134, 286, 349, 350, 352, $32 Sade, D onaricn-A lphonse-Fran^ois, m ar­ qués de, 275 Saint-André, Jeanbon, 95 Saint-Éxupcry, Antoine de, 129, 132, 461, 528, 545 Saint-Just, Louis Antoine Léon de, 41, 42, 51, 52,57, 85, 87, 92,96, 98,100,101,103,145, 150,151,168, 258, 451, 484, 485, 493, 495 Saint-Sim on, C laude-H enri de Rouvroy, conde de, 21, 40, 112, 154, 170, 178, 207, 208, 336, 419, 434, 446, 469, 489 Salvador, Santiago, 271 Salvadori, Massimo L., 400 San Agustín, 56 San Bartolomé, 58, 389 San José, 381 San Segundo, María José, 419 Sánchez, Federico, 408 Sand, George, seud. de Aurora D upin, 218 Santerre, Antoine, 452 Santillán, Diego Abad de, 271 Santo Caserío, Gerolamo, 51 Santos, Dolores, 349 Santos, Engracia, 349 Sanz del Río, Julián, 335, 336, 337 Saramago, José, 514, 528 Sardá y Salvany, Félix, 376, 490, 531 Sartre, Jean-Paul, 113, 270, 286, 385, 403, 405, 406, 407, 418, 491, 492, 527, 528, 531, 532, 533 Savater, Fernando, 552

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ÍNDICE O NOMÁSTICO Savonarola, Girolamo, 290 Schad, Marcha, 75 ScháfFle, Albert, 209 Schapper, Karl, 182, 510 Scheler, Max, 383, 384 Schipes, 303 Schmidt, Johann Caspar. Ver Max Stirner Schmitt, Cari, 142, 145, 180, 433., 490, 493, 494, 495, 496, 498, 519, 520 Schmoller, G ., 203 Schopenhauer, Arthur, 246 Schramm, 209 Schulse-Delitzsch, Franz H erm ann, 112, 209 Schulze, Hagen, 197 Schweiczer, J.B., 220, 229, 509 Seghers, Anna, 467 .Sem prún Maura, Carlos, 528 Semprún, Jorge, 21, 407, 408, 458, 476, 520 Sénac de Meilhan, Gabriel, 34, 35, 41, 169, 170 Séneca, 150 Serrano Batanero, José, 427 Scrvand, 82 Severinus de M ozambano (seudónimo del barón von Pufendorf). Ver Pufendorf Sevostianov, Grigory, 462 Shakespeare, William, 485 Shelley, Percy Bysshc, 275 Sholojov, Mijail, 528 Sieyés, Emmanuel Joseph, 31, 32, 42, 72, 74» 104, 10$, 122,, IS2, 153, 168, 475 Silin, P., 448, 449 Simmel, Georg, 383, 384 Simó Bofarull, Jaime, 427 Sismondi, Simón de, I 8J 2 200, 202, 203 Sklar, Dusty, 377 Smirnov, Serguéi, 528 Smith, Adam, 178, 200 Soboul, Albert, 40 Sócrates, 221 Sokolof, 274 Solovki, 441 Solzhenistsyn, Alexsandr, 127, 128.. 131, 526 Sombart, Werner, 322, 326, 327, 328, 476, 527, 532 Somoza Dcbayle, Anastasio, 132 Sorel, Georges, 20, 108, 109, lio , 113, 279_, 2.8.8., 289, 290, 293, 294, 304, 329, 385, 475- 489> 490. 510, 518, 519, £20

573 Sorge, Friedrich Albert, 230 Southey, Robert, 182 Spencer, H erbert, 246, 247, 249, 250, 252, 446, 489, 553 Spendcr, Stephen, 464, 467, 512, 528, 549 Spengler, Oswald, 327, 383 Spinoza, Baruch, 58, 500 Spranger, Dikhey Eduard, 144, 383, 384 Staél, Madame de, Germaine Necker, barone­ sa de Staél-Holstein (conocida como), 39, 40, 51, 92, n i, 132, 133, 390, 403, 404, 453, 526 Stalin, losiv Dzhugachvili, alias, 20, 22, 129, 134, 147, 275, 286, 330, 403, 404, 416, 418, 419,442, 444,445, 446, 449, 450, 454» 455. 457» 463» 465» 469» 472, 473» 475, 476, 477, 478, 483. 484» 485» 486, 488, 490, 491, 498, 499, 501, 502, 503, 511, 513. 5M» 518, 523» 52 G 527, 538, 540 Stampfcr, Friedrich, 210 Stamps, Normal L., 530 Stanton, F.N., 537 Stein, Lorenz von, 205, 218 Steinberg, Isaac Z._, 292, 406, 409, 410, 411, 444 Stciner, George, 328 Stendhal, Marie Henri Beyle, alias, 383 Stepanovitch, Pctr, 274 Stevenson, Robert Louis, 541 Stillmacher, 271 Stirner, Max, Johann Gaspar Schmidt (seu­ dónim o), 21, 105, 112, 124, 134, 137, 138, 209, 246, 247, 249, 252, 269, 270, 273, 286, 385 Storni, Alfonsina, 237 Strachcy, John, 465, 491, 512 Strasscr, Grcgor, 75, 460 Strauss, 139, 337, 373 Struensee, Johann Friedrich von, 25, 532 Stuart Mili, John, 75, 247., 248, 249, 254, 256, 338. 39b 392, 4^2» 436, 519. 522 Stucka, 455 Sturel, Fran^ois, 325 Sturzo, Luigi, 457 Suárez, Francisco, 53, 54 Subcomandante Marcos, 514, 515, 525 Südekum, H erm ann, 297 Summer, 322 Sun Yat-sen, 76

:hos ae a

£74 Suñé, 237 Swift, Jonathan, 199, 200 Sybel, Heinrich von, 139 Szpilman, Wladyslaw, 458, 326 Tácito, 377 Taine, Hyppolire, 322, 383, 490 Talleyrand-Périgord, Charles Maurice, 123, 152, 168 Tallien, Jean Lam ben, 107, 149, 150 Taylor Coleridgc, James, 182 Taylor, Alan, 386 Tchitcherin, 209 Tchuguev, com andante, 449 Tenreiro, Ramón María, 427 Teresa de Jesús, 381 Terrero Sánchez, José, 427 Thiers, Adolphe, 95, 277 Thorcau, H enry David, 70, 189, 249 Tierno Galván, Enrique, 493 Tillion, Germaine, 457 Tocqueville, Alexis de, 103, 203, 248, 311, 39L 392, 436, 489, 520, 560 Todorov, Tzvetan, 114, 421, 343 Tolain, Henri Louis, 264, 265 Tolstói, León, 211, 243, 467, 490 Torrente, Gaspar, 356 Torres, H ., 427 Terrajada, Ana, 323, 324 Tourain, Alain, 345 Toynbcc, Arnold J., 385 Tresca, Cario, 463, 471 Tristán, Flora, 337, 338 Trotsky, Bronstcin, Liev Davidovich, (llama­ do), ¿6. 27, 75, 134, 2LQ, 2IL 217, 279, 2.86, 28.8, 290, 291, 313, 361, 410, 433, 444, 454, 460, 476, 490, 491, 495, 509. 5I 8 > 520, 528 Tsatsos, loanna, 447, 449, 458 Tucker, Josiah, 199, 2JJ Turad, Filippo, 299, 469, 549 Turgor, Robert J., 28, 29, 375 Turner Thackrah, Charles, 202 Tunean, Louis-Marie, 452, 526 'Izara, Tristán, 467 (Jíiánov, Alexander, 73 Ulmanis, Karlis, 460

LOS MONSTRUOS POLÍ TICOS DE LA MODERNIDAD

U nam uno, Miguel de, 343, 344, 343, 346, 347, 362, 386, 387, 446, 469 Ungaretri, Giuseppe, 472 Vaillant, 271 Valera, Eamon de, 482 Vandervelde, Émile, 295 Varadarajan, Tunku, 5.5.5 Vargas, Pedro, 427 Varlin, Eugéne, 264, 265 Vauban, Sébasticn Le Presrre de, 28, 29 Vázquez de Mella, Juan, 349 Vázquez M ontalbán, Manuel, 420, 514 Vergniaud, Pierre V , 79, £2, 83., 84, 93, 151 Vespcr, Will, 328 Vidal, César, 131 Vidal-Foch, Ignacio, 514, 557 Vilarela, Gregorio, 427 Villanas, Gregorio, 427 Villarroya, Joan, 131 Villeneuve, Jeróme Pétion de, 84, 85 Virgen María, 381, 382 Vitoria, Francisco de, 50, 53 Vogt, 209 Vollmar, Georg Hcinririch von, 303 Volney, conde de. Ver: Chasseboeuf, C onstantin Frantjois de Vokaire, Frantjois-Marie Arouet, 138, 171, 516, 531 Vyshinski, Andrei Yanuáricvich, 488 Wagner, A., 205 Wagner, Richard, 371, 372 Waldeck, 295 Webb, Bcatrice, 463 Webb, Sidney, 463 Weber, Max, 275, 349 Weil, Simone, 21, 469., 307,516,522,541, $49 Weitling, W ilhelm, 178, 183, 209, 216, 335, 13Z> 118, 495, 501 W ellington, 201 Wells, H erbert G., 527, 540 W estermann, Fran^ois-Joseph, 452 Weydemeyer, Joseph, 218, 255 W ieland, Cristoph M artin, 106, 324 W ilde, Oscar, 275, 276 Wilkes Booth, John, 51 W ilson, Thom as Woodrow, 349, 335, 356, 370, 532-

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Í N D IC E O NOM ÁSTICO

Winstanley, 532 W irth, Moritz, 336, 337 WolfF, R oben Paul, 22, 250 Wollstonccraft, Mary, 107.186 Woleman, 326, 327, 328, 472 W okon, Thierry, 442 Woytinsky, Vladimir, 337, 437, 441, 454, 458 W righi Mills, C., 537 Wycliff, John, 55 Yakovlev, Alexandre, 444

5ZS Zam brano, María, 129., 131, 292, 406, 44.3, 458, 479. ÍU , 513.532. Zankov, V., 460 Zedong, Mao, 134, 279^ 286, 288, 291, 406, 444, 449, 450, 491, 492, 518 Zetkin, Clara, 73, 422 Zinoviev, Gregori, 183, 301, 528 Zola, Emilc, 480 Zóllner, Friedriech, 160 Zweig, Stefan, 198, 322, 349, 373, 374, 523

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E n Los monstruos políticos de la Modernidad se analizan los dese­ quilibrios que generó un modelo político no garantista que dife­ renciaba entre ciudadanos acti­ vos, no ciudadanos y anticiuda­ danos. De la intolerancia por parte de los revolucionarios fran­ ceses, pronto surgirían no pocos abusos y excesos, de cuyo esplen­ dor darían perfecta cuenta, 150 años después, los líderes del socialmarxismo y del socialnacionalismo. Y es que los movimien­ tos revolucionarios contemporá­ neos, que a modo de altar erigie­ ron tantos crematorios humanos, siempre han preferido adentrarse en la utopía, en contra de las reglas de derecho y por encima del respeto jurídico a la vida humana.

NUESTRO MUNDO

CRONOS

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