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LOS LAICOS TAMB1LN SONt
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86 NIHIL OBSTAT
OCTAVA PARTE: LA IGLESIA EN SU ORGANIZACIÓN
JOSÉ MÁS BAYÉS, censor
LOS LAICOS TAMBIÉN SON IGLESIA MONSEÑOR LOUIS-MARIE DE BAZELAIRE
IMPRIMATUR t RAMÓN, Obispo de Vrgel Seo de Urgel, 26 de marzo de 1960
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Mons. LOUIS-MARIE DE BAZELAIRE
LOS LAICOS TAMBIÉN SON IGLESIA
La
ENCICLOPEDIA
DEL
CATÓLICO
EN
EL
SIGLO
XX
«YO SÉ - YO CREO» reúne el más selecto grupo de escritores especializados, bajo la dirección de DANIEL - ROPS, de la Academia Francesa.
Título de la obra original: LES LAlCS AUSSI SONT L'ÉGUSK
PRÓLOGO I
YO SOY LA IGLESIA
Versión española de J. RUIZ OALONJA
El chinito
. Depósito legal: B. 4440- l% Núm. de registro: 1991 - W)
) EDITORIAL CASAL I VALL - ANI >OKUA, RESERVADOS TODOS LOS DliUKí JIOS
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Yo no conozco a este niño. Ni siquiera me ha sido revelado su nombre. Pero su grito ha llegado hasta nosotros, desde la lejana China, a través del telón de bambú. Se dirigía una mañana a la iglesia, al catecismo. ¡Ay! La iglesia había sido devastada durante la noche; el sacerdote, encarcelado, las religiosas, dispersadas. El chinito no sabía nada de todo eso... Y se acerca a la iglesia. Unos hombres de imTada dura salen de ena, con e\ arma en la mano. — ¿Qué haces aquí? ¿Adonde vas? — Al catecismo. — Ya no hay catecismo. — Pero yo quiero ver al misionero. — Ya no hay misionero; está en la cárcel. — Entonces quiero ir a la iglesia. — Ya no hay iglesia... El niño, asustado, se calla. Pero de repente brota de sus labios una frase sublime: — ¿Ya no hay iglesia? Pero... yo soy bautizado. Yo soy la Iglesia... ¿Comprendía este chinito cristiano la profundidad de las palabras que pronunciaba? Confusamente, sin duda... Pero en esta frase hay un rasgo de fuego cuyo origen está más allá de la inteligencia humana y que se ilumina con rayos del Espíritu Santo. Este grito de niño es una llamada. A miles de kilómetros, otro grito, el de un joven jocista, le hace eco.
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El joven trabajador jocista PRIMERA PARTE De éste, tampoco sé ya su nombre. Pero, ¡qué importa! porque no es único. Hay legión. ¡Cuántos jocistas han tenido los mismos gestos, pronunciado las mismas palabras, afirmado la misma fe! Era una tarde, en un café de suburbio. ¿Cómo, entre camaradas, la conversación había venido a parar a hablar de la Iglesia, del Papa, de los «curas»? No hay que buscar demasiado lejos las causas y las ocasiones. Hay asuntos que aparecen por sí mismos. El hecho es éste. Críticas y calumnias llevaban buena marcha. Nuestro jocisla se sentía muy incómodo. Pero, ¿qué hacer? Primero duda. Reflexiona. No sabe bien cómo intervenir ni qué responder. Quizá tiene también algo de miedo... Pero al fin el rubor sube a su frente. Se levanta, golpea sobre la mesa y grita: «¡Basta ya! ¡No insultéis más a la Iglesia! Porque la Iglesia... ¡es mi madre...! El chinito, el joven jocista, todo es uno. Se hallan hermanados a través de la distancia y de la diversidad de razas. Ambos, hijos de la Iglesia, ambos con una misma madre, ambos pertenecientes a la misma familia espiritual. La llamada de su grito, de su gesto, ¿la escucharemos nosotros? ¿Sabremos, sobre sus huellas, penetrar en el misterio do la Iglesia? ¿Descubrir la Iglesia a partir de los seglares y descubrir a los .seglares a partir de la Iglesia? ¿Ver en qué intimidad de ser y de acción se sitúa el puesto de los cristianos en la Iglesia? ¿Discernir, entre todas las gracias, la que confiere a los hijos de Dios su responsabilidad de bautizados en el seno de la Iglesia? ¿Qué son, en definitiva, los seglares en la Iglesia? ¿Le pertenecen desde fuera, como miembros agregados a una sociedad que vive con su vida propia, a su lado, y de la cual pueden separarse a su voluntad? ¿O le pertenecen desde dentro? ¿Sólo están en la Iglesia, o más bien son de la Iglesia? O mejor aún, ¿son Iglesia, viviendo de ella como el hijo de su madre, pero haciéndola vivir también con la irradiación de su fe, de su caridad, haciéndola crecer de generación hasta el día de la consumación general en que Cristo lo será todo en todos? Tal es la cuestión. Tal es el asunto de este librito.
LOS LAICOS Y LA IGLESIA
CAPITULO PRIMERO
LA HORA DE LOS LAICOS «Lo que el alma es al cuerpo, eso son los cristianos en el mundo.» Esta frase, sacada de la Epístola de Diognetes, no es de hoy. Refleja el pensamiento de las primeras generaciones cristianas. Ee siempre verdadera: lo es todavía en nuestro tiempo. ¿Por qué? Porque asistimos al nacimiento de un mundo nuevo: mundo del trabajo, mundo de la era atómica. Llámesele como se quiera, nace. Ha nacido. Crece. Deja tras de sí la civilización venida a desembocar a las orillas del siglo xx. ¿Qué será este mundo? ¿Cristiano o pagano? A la Iglesia toca responder... Pero la Iglesia ¿es solamente el papa, los obispos, los sacerdotes? ¿Los laicos cristianos no tendrán nada que decir ni nada que hacer? Al contrario, todo nos muestra que ha llegado la hora del seglar.
La llamada del mundo Abandonado a sí mismo, el mundo nuevo se inclina hacia el materialismo. A medida que las poblaciones hasta hoy apartadas del movimiento de la vida social despiertan a la conciencia de sus derechos y de su libertad, acuden al umbral de este mundo nuevo, pero no encuentran en él a la Iglesia. «Se puede decir—afirmaba monseñor Cardjin en el primer Congreso Internacional del apostolado seglar — que por un
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pagano que se convierte cada año, hay más de cincuenta que nacen en el paganismo.» Este nuevo mundo se construye en el sentido de la técnica. Los valores humanos que ensalza son de orden científico o práctico. Las generaciones que suben al asalto del porvenir son sensibles ante todo a los descubrimientos que aseguran el dominio del hombre sobre la materia. ¿Se quiere hacer pasar una corriente espiritual a través de estas búsquedas temporales? Hace falta la intervención de un creyente que sea al mismo tiempo un profesional, sabio o técnico; sólo él tiene verdaderamente prestigio y conquista la opinión. Los seglares se encuentran en primera fila para espiritualizar las experiencias modernas. A despecho de las apariencias, el mundo de hoy espera este esfuerzo de espiritualización. La técnica no resuelve todos los problemas. Es deficiente de cara a la miseria moral y a las preguntas a que vienen a desembocar aquéllos a quienes la vida engaña. Para remediar esta carencia no basta recurrir a una predicación externa. La apologética tradicional parece pasada de moda a los ojos de los jóvenes, enamorados de aviones y de pilas atómicas. Aspiran confusamente a una espiritualidad que responda a sus necesidades personales y les ayude a situarse en su puesto de hombres en la sociedad actual. No es de fuera como se convertirá el mundo: la primera condición es estar dentro. I ,os laicos se hallan en él a pie firme. A ellos toca obrar, A ellos, si son cristianos, promover una civilización adaptada a las exigencias del evangelio. «La santificación del profano», como dice Maritain, tal es la llamada secreta de un mundo descuartizado entre la presión sociológica de los medios y el misterioso instinto que empuja a toda alma a elevarse por enc:ma de la materia. La torre de Babel moderna pide acabarse en las alturas. Los que la construyen no evitarán el vértigo final más que si su mirada se dirige hacia el cielo en vez de inclinarse sobre los abismos cavados por sus manos. Únicamente los cristianos, en la masa ele los trabajadores absorbidos por la conquista de la tierra, pueden descubrir el sentido de este inmenso esfuerzo y hacer de él un homenaje al Señor. La llamada de la Iglesia Es exactamente además el deseo de la Iglesia. En tiempo de la cristiandad medieval, ella aparecía a la cabeza de la civilización naciente. Sus jefes, sus leyes, sus instituciones dirigían la marcha de la sociedad. Defensor civitatis, el obispo manejaba los asuntos temporales y espirituales. Alrededor de los monasterios, se agrupaba el pueblo de los campos,
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buscando ayuda y refugio contra las incursiones de los señores rapaces. Escuelas u hospitales, desmonte de los bosques, preparación de las cruzadas, lucha contra los bárbaros, todas las actividades humanas llevaban la señal de la Iglesia: eran en su mayoría obra de los clérigos. Ese tiempo ha pasado. La Igles;a no pretende volver a él. Así como se introdujo entre los bárbaros para convertirlos y llevarlos a Cristo, deja hoy que los seglares releven a los clérigos en muchas empresas caritativas y sociales. La Acción Católica ha salido de esta perspectiva nueva. Uno tras otro, los papas de este siglo han presentido la urgencia de una nueva política de evangelización. La Igles'a no renuncia ciertamente a las funciones preferentes del sacerdocio, sino que asocia a los fieles de una manera más estrecha a su acción apostólica. Ya el santo papa Pío X lo había intuido. A un grupo de cardenales que le rodeaban, formuló súbitamente esta pregunta: «—¿Qué es hoy lo más necesario para la salvación de la sociedad? — Levantar escuelas —dijo uno. — No. — Multiplicar las iglesias — dijo otro. — No. — Activar el reclutamiento de sacerdotes — propuso un tercero. — ¡No, no! — replicó finalmente san Pío X. Lo que al presente es más necesario, es tener en cada parroquia un grupo de seglares ilustrados, virtuosos, resueltos y verdaderamente apóstoles.» Lo que san Pío X había adivinado, sus sucesores lo han repetido con una insistencia crecente. Bajo su pluma o en sus labios, las declaraciones se multiplican. Se ha hecho un grueso volumen de los discursos o exhortaciones que se han sucedido desde hace una treintena de años. Todas estas afirmaciones se resumen en la frase de Pío X a un militante cristiano: «Toda la espernaza de la Iglesia son los santos laicos». Desde la Encíclica Quadragesitno anno, en 1931, el papa Pío XI dejaba entrever, en un texto hecho clásico, los desarrollos de la Acción Católica. «Para devolver a Cristo estas diversas clases de hombres que han renegado de él, •s preciso ante todo reclutar y formar, en su seno mismo, auxiliares de la Iglesia que comprendan su mentalidad, sus aspiraciones, que sepan hablar a su corazón en un espíritu de fraternal caridad. Los primeros apóstoles, los apóstoles inmediatos de los obreros serán obreros, los apóstoles del mundo industrial y comercial serán industriales y comerciantes.»
El «papa de la Acción Católica» no cesó de recordar a los fieles sus responsabilidades en la Iglesia y de invitarles a tomar conciencia de ellas,
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En 1935, escribiendo al cardenal Van Roey, arzobispo de Malinas, a propósito del próximo congreso de la J. O. C , declara que la Asociación de la Juventud Obrera Cristiana «es una forma auténtica de la Acción Católica, apropiada al tiempo presente». Dirigiéndose el mismo año al episcopado del Brasil, vuelve una vez más sobre la importancia de la Acción Católica y afirma: «Creemos probar así claramente en qué estima Nos tenemos la colaboración que los laicos pueden aportar a la jerarquía, no solamente para defender la verdad y la moral cristianas contra los ataques de que están amenazadas por todas partes, sino también para convertirse ellos mismos, bajo la dirección de sus pastores, en valientes auxiliares, en vistas a hacer progresar cada vez más la religión y la sociedad.» En la Encíclica Divini Rcdeniptorís, en 1937, su acento no es menos persuasivo: «Nos dirigimos nuestra invitación paternal a nuestros queridísimos hijos del laicado, que militan en las filas de esta Acción Católica que nos es tan cara y que Nos hemos llamado, en otra ocasión, "una ayuda particularmente providencial" a la obra de la Iglesia, en estas circunstancias tan difíciles.»
Heredero del pensamiento de su predecesor, el papa Pío XII no sólo ha perseverado en la afirmación de los principios de la Acción Católica, sino que ha sacado de ellos continuamente aplicaciones prácticas en todos los dominios de la actividad humana. Sea que se dirija a profesores, a sabios, a ingenieros, a médicos, tanto como a empleados de tranvías o a plantadores de tabaco, el Soberano Pontífice tuvo la preocupación de mostrarles cómo, por su misma profesión, pueden contribuir al reinado del Cristo en el mundo. El fondo de su pensamiento está resumido en estos términos: «Los fieles, y más particularmente los seglares, se encuentran en las primeras filas de la vida de la Iglesia. Por ellos, la Iglesia es el principio vital de la Sociedad humana» I .
Y en una frase más rica aún de sentido y más iluminadora sobre el puesto y el papel de los laicos en la Iglesia, añadía: «Ellos, más clara, comunidad los obispos
por consiguiente, ellos sobre todo, deben tener una conciencia cada vez no solamente de pertenecer a la Iglesia, sino de ser Iglesia, es decir, la de los fieles en la tierra bajo la dirección de un Jefe común, el Papa, y de en comunión con él.»
La llamada de la Iglesia a los laicos, por medio de la voz del soberano pontífice, no podía ser más clara ni más apremiante, L
Alocución al Consistorio secreto rt Iglesia — para ensalzarla o para atacarla — ¿saben bien qué es la Iglesia? La juzgan desde fuera. Periodistas, novel'stas, hombres políticos coinciden en una perspectiva puramente humana. Por lo menos muchos de ellos. ¿Cómo perciben la Iglesia? A sus ojos, lo que aparece de Ja Iglesia es su carácter orgánico, estructurado, jerárquico. La Iglesia es para ellos ante todo una sociedad que tiene sus jefes y sus adheridos — una sociedad con finalidad religiosa, pero implantada en el medio humano—, una sociedad :nternacional, fuertemente centralizada, que tiene su sede en Roma, una sociedad de origen modesto, que se ha hinchado en el curso de la historia, ha tenido su apogeo en los siglos de cristiandad, y que encuentra hoy en todos los terrenos sociedades rivales, ávidas de expulsarla de sus posiciones adqui1. Para más detalles sobre este capítulo, véase, en esta misma colección, el opúsculo Tvn 48, La Iglesia y su misterio.
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ridas para contarla en el dominio de lo espiritual puro. De ahí esas críticas pérfidas o esos intensos ataques cuando ella escapa de estas estrechas fronteras y desciende a la arena de los oonflictos mundiales. Su voz, respetada cuando se mantiene en el recuerdo de las verdades evangélicas, parece ultrapasar sus derechos cuando se aventura a juzgar problemas que apasionan la opinión pública. Parece bien que llame a los hombres al sentido de la oración y del culto divino; irrita verla condenar proced'mientos injustos en materia económica o social. Y cuántos hombres, colocados de cara a Cristo y a la Iglesia, no pueden estarse de proclamar: «¡Cristo, sí; Iglesia, no!». ¿De dónde viene esta oposición? Evidentemente de un desconocimiento de la Iglesia. La Iglesia es un misterio... Así como en el umbral de una mezquita uno deja sus babuchas para pisar el suelo sagrado, así deben abandonarse los prejuicios al penetrar en el conocimiento de la Iglesia y dejarse envolver por la luz misteriosa cuya fuente ella es.
El designio de Dios Esta luz viene de lo alto. Viene de Dios que nos revela en las Escrituras su designio sobre el mundo y sobre el hombre. El designio de Dios es un designio de amor. Basta leer la epístola de san Pablo a los Efesios: el designio del Señor aparece en ella en toques fulgurantes. «Bendito sea el Dios y Padre de nuestros señor Jesucristo que, en Cristo, nos ha colmado para los cielos de todas las bendiciones espirituales. ¿No ñas había escogido en él desde antes de la fundación del mundo, para que la caridad nos hiciera santos e irreprochables a sus ojos? ¿No nos había predestinado, en su benévolo querer, a ser hiios adoptivos por medio de Jesucristo, a la loanza de la gracia resplandeciente con que él nos ha favorecido en el Amado? En él, por su sangre, nosotros hallamos la redención, el perdón de nuestras faltas: don de la riqueza de su gracia, que ha esparcido en profusión sobre nosotros con la plenitud de la sabiduría y de la inteligencia. Y esto, revelándonos el Misterio de su voluntad que en su benevolencia había guardado en sí mismo desde muchísimo tiempo, para realizarlo una vez cumplidos los tiempos: a saber, reunir todas las cosas en Cristo, todo lo que existe en los cielos y sobre la tierra» (Efesios 1, 3-10).
Dios, en su amor, quiere darse. Darse es atraer el hombre a él, a fin de comunicarle las riquezas de la grac'a acá y de la gloria en el más allá. Su amor es una llamada. Como se ha escrito:
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«La historia del mundo es ante todo y por encima de todo esta búsqueda de Dios, decidida por Dios solo, alimentada por él, y conducida por él a su término. La fuente eterna que apaga toda sed n o ha sido hecha para el ciervo, sino el ciervo para ella; éste no existe sino para buscarla, y el bosque y la montaña y la tierra y el cielo "ño existen más que para ejercer su búsqueda, llevarla e iluminarla» 1 .
Este don de Dios, esta llamada de Dios se hace en dos planes: — el plan de la Creación. Dios al crear al hombre lo crea a su imagen, dándole inteligencia y libertad, a fin de que el hombre se vuelva libremente hacia él y le haga homenaje de su ser y de la naturaleza que le rodea. Llamado a hacer obra de hombre y de hombre libre, le corresponde, por su trabajo y su iniciativa propia, suscitar las estructuras económicas y sociales que constituyen una civilización. La historia profunda del mundo es la historia de estos esfuerzos sucesivos de la humanidad para administrar las riquezas naturales puestas a su disposición por el Creador. El progreso en el orden temporal es el resultado de estos esfuerzos y la voluntad de D'os es que el progreso sirva para orientar al hombre hacia su fin último, que es hallar la felicidad en su amor. — el plan de la R edención. Pero el hombre, porque es libre, si es capaz de bien, también es capaz de mal. De hecho, el hombre ha pecado. En lugar de volverse hacia Dios, se ha vuelto contra él. No obstante el amor de Dios triunfa del mal y del pecado. Al plan de la creación se ha unido el plan de la Redención, por medio de la cual Dios emprend:ó la obra de la liberación del hombre. La historia de la salvación es la historia de esas etapas sucesivas de Dios para revelarse al hombre y para llamarle a él. Este «retorno» del hombre, Dios ha querido que se hiciera en Cristo y por Cristo. El Hijo de Dios hecho hombre es ¡a salvación. Él recapitula en sí el mundo entero. Por él se realiza el des'gnio de Dios. Pero este designio de Dios «de reunir toda la humanidad en Cristo», decidida aun antes de la creación del mundo, no se cumplirá definitivamente más que al fin de los siglos, en la consumación general. Las etapas de la Historia sagrada La historia de las etapas que conducen a la humanidad a su fin últ'mo es una Historia sagrada. 1.
A. CHAVASSE, J. FRISQUE, H. DENIS, R. GARNIER:
man, pág. 5.
Église et Apostolat,
Caster-
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— El hombre, en el origen, despreció el don divino. El pecado entró en el mundo por la falta de Adán. Quedó rota la intimidad divina y la espada de fuego del Ángel prohibió la entrada en el Paraíso perdido. — Pero Dios es fiel. No abandona a su criatura. Una promesa misteriosa se cierne sobre el porvenir de la humanidad... — Y he aquí a Abraham. Desde el fondo de Caldea, donde este hombre justo guarda sus rebaños, Dios le llama: «Sal de tu país, de tu familia, de la casa de tu padre, marcha hacia el lugar que te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo». (Génesis 12, 1). Es la primera alianza. Dios ha escogido un pueblo, que será su pueblo, aquél a quien confia sus promesas. Desde ahora su solicitud le seguirá en el curso de las peripecias de su historia. No faltarán las dificultades. El pueblo «de dura cerviz» olvida la misericordia de Yahvé y se vuelve hacia los ídolos. Dios envía a los profetas para anunciar los castigos inminentes. Y Yahvé azota con duros golpes: invasiones, ruinas, deportaciones, exilios... Pero está la misericordia al lado de la justicia. Si el pueblo se arrepiente, la sonrisa de Yahvé le devuelve la confianza. A través de estas alternativas incesantes, se dibuja la imagen del Mesías. Vendrá un día — el día de Yahvé — en que la salvación de los judíos será asegurada por la venida del Ungido del Señor, el Mesías. Pero, ¿quién será? — Será el mismo Hijo de Dios, el Verbo encarnado, descendido del cielo al seno de una humilde Virgen. Dios y hombre por la unión de sus dos naturalezas en la unidad de su persona, él es el mediador entre Dios y la humanidad. Él es el sacerdote del único sacerdocio, que repara el pecado de los hombres por el ofrecimiento de su propia carne y que reconcilia la raza humana con Dios por el sacrificio de su sangre. Enviado por su Padre, él inaugura los tiempos nuevos, la etapa definitiva del Reino, comenzando ya acá abajo. En el centro de la historia, él es el Salvador del pasado, del presente y del porvenir. — Pero Dios no se contentó con salvar a los hombres enviándoles a su Hijo para rescatarlos por medio de su muerte en la cruz. Quiso que gozasen de la vida misma y de la santidad de Cristo, que en él participasen de la vida, de la sant'dad de Dios por medio de la concesión de la gracia en los signos sensibles y eficaces que son los sacramentos, gestos de Cristo. Además, no le bastó prever medios de santificación para cada hombre en particular. Quiso que estuvieran unidos juntos alrededor de Cristo en una comunidad espiritual. Es la Iglesia. La Iglesia, Re'no de Dios. La Iglesia, cuerpo místico de Cristo. La Iglesia, esposa mística de Cristo. La Iglesia, comunidad de los fieles unidos entre sí y con
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el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que sean también ellos uno en nosotros.» (Juan 17, 21). La Iglesia, plenitud de Cristo (Colosenses 2, 9; Efesios 1, 22-23). — Estamos ya en los últimos tiempos, porque la salvación está asegurada. Ya no hay que esperar más revelación. Es el tiempo de la Iglesia militante. Pero es aún un tiempo de preparación para el fin último, el retorno glorioso de Cristo, la resurrección general, el advenimiento de la Jerusalén celestial que canta el Apocalipsis, en quo el Hijo entregará todas las cosas entre las manos de su Padre, a fin de que todas las cosas sean consumadas en la unidad. Entonces se liará oír una voz: «He aquí la mansión de Dios con los hombres. Él tendrá su mansión con ellos; ellos serán su pueblo y 61, Dios con ellos, será su Dios. Él enjugará toda lágrima de sus ojos: ya no habrá muerte; ya no habrá llanto, grito ni pena, pues el antiguo mundo se ha ido» (Apocalipsis 21, 3-4), ...Y el designio de Dios se habrá cumplido.
hombres a su comunión. A este título, ella goza de poderes que le han s:do confiados por Cristo para la enseñanza, la santificación y el gobierno de los fieles. La Iglesia, realidad espiritual que existe en dependencia de un acto de Dios, es, en cierto sentido anterior a sus miembros. No es producto de sus miembros. Ella los constituye como miembros. Ella los «hace» en Cristo. Ella existe antes que ellos y los engendra a la vida espiritual. Es la Madre de los vivos que constituye la asamblea de los fieles, Societats fidelium. — Pero por otra parte, ella es comunión, comunidad. Comunión de los hombres con Dios y todos unos con otros en Cristo. Es la colectividad de los que son «en Jesucristo». Es el pueblo de Dios en la Nueva Alianza. Mucho mejor, es el cuerpo místico de Cristo. A este título, la Iglesia «está hecha» por sus miembros; existe por los fieles que la constituyen, como un pueblo está hecho por sus ciudadanos, un cuerpo por sus miembros.
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La Iglesia-Sociedad II NATURALEZA DE LA IGLESIA Salida de Cristo, llamada a vivir de Cristo, destinada a la gloria de Cristo, ¿qué es pues la Iglesia? Igles:a, Ecclesia, quiere decir: asamblea, reunión. Según el designio de amor de Dios, se puede pues, definirla: la reunión de todos los hijos de Dios en Cristo Reunión: es su cara exterior. Unión a Cristo: es su alma interior. Dos aspectos complementarios que evitaremos cuidadosamente disociar. —
Los dos aspectos de la Iglesia
Efectivamente, desde que se trata de profundizar en la naturaleza de la Iglesia, nos hallamos frente a estos dos aspectos: — Por una parte, ella es sociedad, asamblea organizada de fieles en Cristo, conjuntp de medios que el Señor ha dispuesto para llevar Jos
La Iglesia, porque es un pueblo, pero un pueblo organizado, una Institución, una Sociedad, tiene su estructura, sus cuadros, sus jefes. Todos los elementos esenciales de su constitución íntima le han sido dados por Jesús: «Tú eres Pedro y sobre esta.p'edra edificaré mi Iglesia...» Una, porque ha sido querida por Cristo para reunir a todos los fieles bajo una autoridad visible; santa, porque ha sido provista de los medios de gracia y de salvación; católica, porque se extiende, en sus perspectivas misioneras, hasta los confines del mundo en el espacio y en el tiempo; apostólica, porque ha llegado a nosotros a partir de Cristo a través de los apóstoles y sus sucesores; romana, porque san Pedro, el jefe de la Iglesia naciente, fue obispo de Roma y porque después de él sus sucesores en la sede de Roma son la columna sobre la cual se apoya la Iglesia. Tal es la Iglesia. Gracias a una estructura bien equilibrada, la Iglesia docente, el papa y los obispos, y la Iglesia discente, los fieles, se. armonizan en una complementariedad de las funciones que les aseguran unidad, duración y estabilidad. Cada uno tiene su puesto y su papel en la Iglesia. Papa, obispos, sacerdotes, religiosos, laicos, todos contribuyen a la edificación del Cuerpo de Cristo. Son su cara humana. Manifiestan al exterior esta sociedad visible, organizada, en que la jerarquía y los fieles forman un todo coherente. En razón de esta estructura, la Iglesia dispone de ciertos poderes
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que ejerce la jerarquía para promover el bien espiritual de los fieles, y que comunica parcialmente a los otros ministros sagrados. Poderes de magisterio o poder doctrinal, destinados a transmitir con fidelidad el mensaje de Cristo. Poderes de santificación por medio de los cuales la Iglesia pone a dispos'ción de los fieles esos medios de gracia que son los sacramentos. Poderes de regencia o de gobierno o de jurisdicción, que permiten a la Iglesia dirigir a los fieles por los caminos de la justicia y de la caridad. A esta concepción se limitan muchos al hablar de la Igles:a. Por ser una cara humana, este aspecto de la Iglesia no carece de defectos. Porque la Iglesia está formada de pecadores, lleva su huella en sus rasgos. Pero juzgarla únicamente por su cara humana es error e injusticia. Para juzgarla objetivamente, no hay que mirarla desde el exterior; hay que verla por el interior, Pero, ¿cómo?
La Iglesia, cuerpo místico de Cristo Pascal dijo: «Dios habla bien acerca de Dios». Se podría también decir: «Sólo Dios habla bien acerca de Dios; pues sólo él conoce estas profundidades inaccesibles a los hombres y donde sólo penetra el Espíritu de Dios {Romanos 11, 33). Y asimismo podría decirse: «Sólo la Iglesia habla bien acerca de la Iglesia». Y así, ella ha hablado de sí misma desde el origen por la voz de los apóstoles y, en nuestros días, habla aún por la voz de sus pastores. Nadie mejor que san Pablo ha revelado la realidad profunda de la Iglesia. La ha resumido en una frase que es la definición nr'sma de la Iglesia. «Cristo es la Cabeza del cuerpo que es la Iglesia» (Colosenses 1, 18). Verdadero pueblo de Dios reunido por Cristo resucitado, la Iglesia és de tal modo una con él que es el «Cuerpo de Cristo». El Apóstol desarrolló esta idea en la primera epístola a los Corintios (1 Corintios 12, 12-27) y en la epístola a los Romanos (Romanos 12, 4). Dirigiéndose a los fieles de Corinto, san Pablo les explica que el cuerpo no se compone de un miembro único, sino de varios miembros cada uno de los cuales tiene una función especial y cuyo conjunto organizado constituye la unidad del cuerpo. Y concluye: «Así vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno de vosotros, por su parte, es uno de sus miembros» (/ Corintias 12, 27). La misma idea hallamos en la epístola a los Romanos, a quienes el
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Apóstol declara: «Por numerosos que seamos, no formaremos más que un sólo cuerpo en Cristo» (Romanos 12, 5). Esta analogía de la Iglesia y del cuerpo, tan luminosamente descrita por san Pablo, ha sido profundizada en el curso de los siglos por los Padres y los teólogos. Ha encontrado una fórmula particularmente feliz en la encíclica Mystici Corporís (29 junio 1943). Es aquí donde hay que ir a buscar en su explanación doctrinal esta doctrina del cuerpo místico tan cara al pensamiento cristiano de nuestros días. Como dice desde el princ'pio Pío XII: «Para definir, para describir esta verdadera Iglesia de Jesucristo — la que es santa, católica, apostólica, romana — no se puede encontrar nada más bello, más excelente, nada en fin más divino que esta expresión que la designa como el cuerpo místico de Jesucristo» \ Él muestra como Cristo es la fuente misma de la Iglesia, porque la fundó predicando el evangelio, sufriendo y muriendo en la cruz, enviando del cielo el Espíritu Santo sobre los apóstoles el día de Pentecostés. Así Cristo es la cabeza de la Iglesia, «de donde el cuerpo entero, por el engranaje de los ligamentos y junturas, saca alimento y cohesión para realizar el crecimiento deseado de Dios» (Colosenscs 2, 19). Cabeza de la Iglesia en virtud de su preminencia y del gobierno que ejerce en ella, visiblemente por medio del pontífice de Roma, invisiblemente por medio de la gracia, él comunica la vida al cuerpo entero. Él tiene la plenitud del ser y de él, como de una fuente infinita, fluj'en en los miembros las riquezas de la vida divina. Volvemos s'empre a la doctrina de san Pablo. «En él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, el mundo visible y el invisible, tronos, dominaciones, potestades. Todo ha sido creado por él y para él: Él es anterior a todo y todo subsiste en él. Pues él es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia. Es efectivamente principio, primogénito de los muertos, a fin de ejercer en todo la primacía; pues plugo a Dios hacer habitar en él toda la plenitud y por él, que ha restablecido la paz en la sangre de su cruz, reconciliar todo lo que existe en la tierra y en los cielos» (Colosenses 1, 16-20).
Él infunde la fe en las almas por medio de la luz del evangelio. Él las purifica por medio del agua salvadora del bautismo. Él las alimenta con su carne sagrada en la Eucaristía. En él están toda gracia y verdad. Por él circula a través de los miembros del cuerpo místico una misma vida, que es la suya. Y la Igles:a puede decir como decía san Pablo: «Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí» (Gálatas 2, 20). 1. Pío XII, encícl. Mystici Corporis.
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LOS LAICOS TAMBIÉN SON IGLESIA ¿QUÉ ES LA IGLESIA?
San Pablo decía simplemente: la Iglesia es el cuerpo de Cristo. La tradición ha añadido otra palabra. Dice: Cuerpo místico. Hay varias razones para emplear esta palabra y el papa lo explica: «Mas de una razón, por otro lado, nos hace emplear esta palabra; pues gracias a ella el cuerpo social que es la Iglesia, cuya cabeza y jefe es Cristo, puede ser distinguido de su cuerpo físico que, nacido de la Virgen María, está sentado ahora a la diestra del Padre y está oculto bajo los velos cucarísticos; puede ser distinguido asimismo, lo cual es de gran importancia a causa de errores actuales, de cualquier cuerpo natural, sea físico, sea moral» *.
En un cuerpo físico vivo, las células que lo componen no tienen ni personalidad ni libertad. En la Iglesia, los miembros, aún estando íntimamente unidos los unos a los otros, gozan absolutamente de su personalidad y tienden libremente a su fin, que es a la vez su felicidad y la gloria de Dios. Por otra paite, el principio de unidad de un cuerpo moral es exterior: la reunión de hombres para un fin común. La intimidad de los crist'anos entre ellos y con Cristo, por efecto de la vida divina que los anima, es al contrario vital. Esta doctrina del cuerpo místico es pues muy conforme a la naturaleza de la Iglesia. «Como Cuerpo ella prolonga a Cristo de forma visible, pero como cuerpo místico, no se reduce a lo que de ella se ve: místico significa en efecto misterioso, que oculta una realidad invisible y divina. También todo lo que nosotros vemos de la Iglesia: la jerarquía, los simples fieles, las ceremonias litúrgicas, etc.. tiene por sentido manifestar otra cosa que está oculta: Jesucristo que comunica la vida divina a los hombres, los hombres que participan de esta vida» 2.
De este cuerpo, cuya cabeza es Cristo, el alma es el Espíritu Santo. Apoyándose también en san Pablo y en la tradición, Pío XII desarrolla esta idea: «Si consideramos atentamente este principio divino de vida y de fuerza dado por Cristo en tanto que constituye la fuente misma de todo don y de toda gracia creada, comprendemos fácilmente que éste no es otra cosa que el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo y que se llama especialmente el Espíritu de Cristo o el Espíritu del Hijo» B.
Este Espíritu es principio de unidad, de amor y de santidad: «A este Espíritu de Cristo como a un principio invisible hay que atribuir que todas las partes del cuerpo están unidas, tanto entre ellas como con su noble Cabeza,
1. Ibid. 2. Colección Baumgartner, L'Église, histoíre du salut, Lethielleux, pág. 238. 3. Encícl. Mystici Corporis.
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puesto que reside entero en la Cabeza, entero en el cuerpo, entero en cada uno de sus miembros» 1.
Dos frases célebres La conclusión podría sustentarse en estas dos frases citadas a menudo: —La de Bossuet: «La Iglesia es Jesucristo extendido y comunicado». — La de santa Juana de Arco, tan emocionante, en el curso de su proceso: «De Jesucristo y de la Iglesia, es mi opinión que todo, es uno, y que no hay que hacer de ello ninguna dificultad».
III LA MISIÓN DE LA IGLESIA La Iglesia, esposa y madre La misión de la Igles:a fluye del designio de Dios. Este designio, como hemos visto, es recapitular el mundo en Jesucristo. Por medio de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se realiza progresivamente esta restauración universal en Cristo. La mis;ón de la Iglesia es construir el cuerpo de Cristo, hacer de la humanidad la familia de Dios. En el hermoso discurso que pronunció en el II Congreso mundial para el apostolado de los laicos, en octubre de 1957, su excelencia monseñor Montini, arzobispo de Milán, expuso con fuego y autoridad qué es «la misión de la Iglesia». «Está por entero contenida en una simple proposición: la misión de la Iglesia es continuar a Cristo... Todo el mundo admite que la misión de Cristo, y por consiguiente la de la Iglesia que la continúa, está ligada a una idea de salvación, es decir, de cambio para mejorar las condiciones humanas. ¿Pero qué salvación? ¿Qué cambio? Y obtenidos ¿cómo? Decimos que la salvaI.
Ibid. 3
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ción traída por Cristo es el reino de Dios, es decir su religión: es decir las relaciones que ha establecido entre el Padre celestial y la humanidad, con todas las consecuencias que de ello se desprenden. La misión cristiana es esencialmente religiosa. No es' directamente ni política, ni social, ni económica... La misión de la Iglesia consiste en prolongar en el mundo la vida de Cristo y en hacer participar a la humanidad de sus misterios: lu encarnación y la redención. La misión de la Iglesia, pues, no es otra cosa que establecer una comunión de vida con él y, como consecuencia, una comunión fraternal entre los hombres. La misión de la Iglesia es engendrar la Iglesia, hacerla vivir, propinarla, hacerla fructificar en las obras propias de la fe, de la gracia, del evangelio. Cuino un árbol vivo, la Iglesia se hace a sí misma, saca sus ramos, nntduru sus frutos. "Yo soy la viña, vosotros sois los sarmientos", dijo Jesús» (Juan 1S. 4) '.
Esposa y madre; tal nos parece la Iglesia en esta perspectiva de edificación de la familia de Dios. Esposa de Cristo, recibe de el el Espíritu y la gracia de que vive ella m'smn y que la santifican. Madre de los hombres, ella es la Madre universal, cuyo amor se extiende a iodos los hombres para comunicarles la vida divina. La Iglesia es madre porque nos engendra a la vida por medio de la predicación de la fe, por medio del bautismo y los sacramentos. La Iglesia es madre porque alimenta a sus hijos. Les da por alimento el cuerpo de Cristo en la Eucaristía y la palabra de Dios en la Sagrada Escritura. La Iglesia es madre porque educa a sus hijos por medio de su acción pastoral en el ejercicio de su autoridad legislativa y judicial. Reconocemos los tres poderes ya citados: poder de enseñanza, poder de santificación, poder de regencia. Son la base de su misión doctrinal, de su mis'ón santifacadora, de su misión pastoral y apostólica. Así se hace la edificación del cuerpo de Cristo. Pero la Iglesia no lo hace sin nosotros. Nosotros hemos de cooperar. La Iglesia es a la vez la que engendra y la que nosotros engendramos. Es lo que hacía notar ya san Agustín: «la Iglesia lo es todo a la vez para ella misma: la madre y los hijos; pues el conjunto de todos los que componen la Iglesia lleva el nombre de madre, y cada uno de sus miembros recibe el nombre de hijo». Hay en ella el papel de la madre. Y hay el papel de los hijos. Pero se imbrican el uno en el otro, porque su objeto es el mismo: el advenimiento del reino de Dios en el mundo. Antes de distinguirlos, pro1. Monseñor MONTINI, La Mistión de l'Église, «Documentaron Catholique», 22 de diciembre de 1957, Col. 1.622 y 1.627.
¿QUÉ ES LA IGLESIA?
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bemos de recordar las grandes líneas de la misión de la Iglesia en general. La misión doctrinal de la Iglesia Cristo vino a anunciar la «Buena Nueva», el evangelio. Vino a revelar a su Padre y hacer conocer su designio de amor. La revelación es el misterio de la vida divina, de un Dios personal y vivo, en quien el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se conocen y se aman eternamente. La revelación es la voluntad del Padre de reunir en su Hijo único a todos los hombres, sus hijos, voluntad que se realiza por la encarnación del Verbo y por su obra redentora realizada en el Calvario y que hallará su cumplimiento definitivo en la consumación final. Esta revelación, traída al mundo por Cristo, ha sido confiada por él a la custodia de la Iglesia, que prolonga su pensamiento y su acción. Como él es la verdad, ella es la verdad. Ella debe extenderla, comunicarla. El Espíritu Santo, enviado a los apóstoles en el origen de la Iglesia, la asiste con su luz y hace infalible, en las condiciones requeridas, la Iglesia docente, el Magisterio, el papa y los obispos unidos al papa. El Credo que resume la enseñanza de la Iglesia es en cierto modo la carta doctrinal a que se adhiere todo cristiano. Monseñor Montini, estudiando cual es el fundamento de la misión de la Iglesia, precisa diciendo: «Se caracteriza por la identidad de la misión de Cristo con la de la Iglesia y por la prolongación de esta identidad de Cristo y de la Iglesia, es decir, por la investidura que recibe el apóstol para continuar, garantizar, ejercer la misión de Cristo. Dos caracteres que debemos retener bien nosotros y que podemos traducir en dos palabras fundamentales para quien quiera comprender la misión de la Iglesia y participar en ella: la ortodoxia y el mandato. La ortodoxia exige que la misión de la Iglesia fluya perfectamente de su verdadera fuente y que se conserve celosamente el patrimonio doctrinal y sacramental de Cristo, el depositum de que habla san Pablo, que un ministro del evangelio debe guardar fielmente (/ Timoteo 6, 20)... Es preciso que nosotros nos hagamos de la ortodoxia una idea diferente de la opinión corriente, que ve en ella un yugo para el que la sufre y un látigo para el que la detenta. Para nosotros, al contrario, debe ser la pasión por la verdad, tal como Cristo nos la ha revelado y la Iglesia nos la enseña; debe ser la prueba de nuestra prudencia y de nuestra humildad, capaz de acoger y de transmitir los dones superiores de Dios; debe ser la seguridad de nuestro espíritu, que se apoya no sobre la arena movediza de opiniones humanas y de eclecticismos arbitrarios, sino sobre la roca de la palabra divina; ella debe ser el aguijón que nos empuje a la búsqueda y a la acción
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en las líneas que entonces no pueden perderse en la duda o extraviarse en el error; debe ser amor — y no pretexto para polémicas — para aquellos a quienes nosotros queremos llamar a la salvación cristiana. Y con la ortodoxia, el mandato La ortodoxia mira el contenido del patrimonio por transmitir; el mandato a la capacidad de transmitirlo. La misión de la Iglesia no parte de sí misma, no se organiza de sí misma. Debe recibir una jurisdicción y un poder inicial, que durarán a continuación y se transmitirán, por medio del sacramento del orden y la jurisdicción eclesiástica... Es cierto que, en la Iglesia de Dios, todo cristiano, que lia recibido en el bautismo la capacidad de participar de los dones divinos y del culto divino, que ha recibido el regale sacerdotium, puede y debe asociarse u la acción apostólica de la Iglesia; pero una tal acción debe estar sometida a una disciplina flue exige ser expedida de forma tanto más precisa por aquel que ha recibido también el mandato de defenderla y de promoverla, cuanto que esta disciplina mira sobre todo a la santificación y la dirección del cuerpo eclesiástico y do cada fiol»1.
comunica la fuente de purificación y de vida que son los sacramentos. Del nacimiento a la muerte, el fiel encuentra en su camino, y sobre todo en las grandes épocas de su existencia, esta fuente de vida en Cristo. Puede lavarse en ella; puede saciar su sed. Arrancarse del pecado, volver a encontrar la amistad divina, tal es el efecto de la solicitud de la Iglesia por el pecador, a quien ella presenta los gestos de Cristo, signos eficaces de la gracia. La Iglesia pone a nuestro alcance los poderes de santificación, los poderes de orden, por medio de aquellos que poseen ei sacerdocio jerárquico : obispos, sacerdotes. Uno de los últimos actos de Nuestro Señor, la tarde del Jueves Santo, víspera de su muerte, fue el de instituir el sacerdocio para prolongar la v.'rtud del sacrificio eucarístico. La Iglesia recogió cuidadosamente la voluntad de Cristo y ha enviado sus representantes por toda la tierra para hacer manar el agua de la gracia sobre las fuentes de los hombres llamados a la salvación. Esta participación en el sacerdocio del Supremo Sacerdote constituye el sacerdocio jerárquico o ministerlal y corresponde propiamente a los ministros consagrados de la Iglesia. Pero, como veremos mejor más adelante, todos los fieles, por su bautismo, que los agrega a Cristo, participan en cierto modo de su sacerdocio.
La minión Hnnlificadora de la Iglesia Sólo Dios es santo. El hombre es pecador. El pecado separó al hombre de D:os. Cristo vino para reparar el pecado. Reparar el pecado, sólo podía hacerlo Cristo, Hijo eterno del Padre. Sólo él podía reparar la ofensa hecha a la santidad de su Padre por la multitud innumerable de las faltas de los hombres desde el origen del pecado en Adán. Sólo él podía ganar para los hombres la reconciliación con Dios, el retorno a la amistad divina, el favor inconmensurable de ser en adelante los hijos adoptivos de Dios. Cristo realizó esta reparación, esta restaurac'ón del hombre en el orden sobrenatural, por medio de su sacrificio en la cruz. Nos rescató sin nosotros. Pero no quiere salvarnos sin nosotros: quiere nuestra cooperación a nuestra propia salvación. ¿Cómo responder al ofrecimiento del perdón? ¿Cómo salir del estado de pecado? Cristo dio los medios a su Iglesia. Glorificar a Dios, adorarle, darle gracias, pedirle perdón, atraer sus gracias, la Iglesia lo hace por orden de Jesús, en nombre de todos los cristianos. El sacrificio eucarístico, que renueva el sacrificio del Calvario, es la ún'ca ofrenda digna del Señor, pues es la ofrenda misma de Cristo en el altar por el ministro de la Iglesia. Sacrificio de alabanza, sacrificio pacificador, en que la Iglesia, unida a su cabeza, reúne en un mismo culto público a todos sus hijos dispersos. Pero estos hijos tienen necesidad de ser purificados. La Iglesia les 1. Id., col. 1.624 - 1.625-
La misión pastoral de la Iglesia Cristo no es solamente la Verdad y la Vida. Es también el Camino, el camino que seguir. En otros términos, es el Buen Pastor, el que conoce sus ovejas y las conduce al redil. La Iglesia, continuando a Cristo, tiene la misión de regir el pueblo de Dios y conducirlo a los pastos eternos. Para asumir sú misión pastoral, la Iglesia recibió lo que se llama poder de jurisdicción, es decir, el poder de gobernar y de admürstrar los fieles, haciendo leyes (función legislativa), aplicándolas a los casos particulares (función jurídica), velando porque sean observadas, aunque sea imponiendo sanciones (función penal). Esta jurisdicción corresponde de derecho al papa en la Igles'a universal, a los obispos en su respectiva diócesis. La jurisdicción episcopal está subordinada a la del papa, único que tiene la jurisdicción suprema, y puede ser comunicada parcialmente a los sacerdotes que dependen del obispo. La autoridad pastoral se ejerce esencialmente en el plano religioso. Pero en virtud de su misión espiritual, puede ejercerse en ciertos casos en el plano de las actividades profanas. Al lado de lo que se llama el poder directo de la Iglesia, hay un poder indirecto en razón de la inci-
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dencia de principios morales en los problemas temporales. Como escribió LEÓN XIII en la encíclica lmmortale Dei: «En los asuntos humanos, todo lo que es sagrado a cualquier titulo, todo lo que concierne a la salvación de las almas y al culto de Dios, seu por su naturaleza, sea que deba ser considerado como tal en razón de hi ciuisn con que se relaciona, todo esto depende del poder y del juicio de la Iglesia.»
Esta autoridad de la Iglesia, que no se ejerce sino en los límites deseados por el Salvador para asegurar el fin último ele las almas, pide la obediencia de los fieles. Obcdicnciu inspirada por la fe en la acción del Espíritu Santo, que preside la vida y lu actividad de la Igles'a. La turco miaionora